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TENDENCIAS HISTORIOGRÁFICAS ACTUALES Programa, temario y bibliografía del primer cuatrimestre de la asignatura troncal del Primer Ciclo de la Licenciatura de Historia Prof. Rafael G. PEINADO SANTAELLA Catedrático de Historia Medieval FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS UNIVERSIDAD DE GRANADA Curso Académico 2010-2011
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TENDENCIAS HISTORIOGRÁFICAS ACTUALES

Programa, temario y bibliografía del primer cuatrimestre de la asignatura troncal del

Primer Ciclo de la Licenciatura de Historia

Prof. Rafael G. PEINADO SANTAELLACatedrático de Historia Medieval

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRASUNIVERSIDAD DE GRANADACurso Académico 2010-2011

PROGRAMA

TEMA 1. A MODO DE INTRODUCCIÓN: HISTORIA,HISTORIOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES:

1. Escritura de la historia y realidad histórica.2. Teoría y metodología historiográficas.3. La formación del historiador y la enseñanza de la

historia.4. La historiografía, ¿ciencia social?5. Historia de la historiografía, una expresión polisémica

¿y una disciplina autónoma?

TEMA 2. EL NACIMIENTO DE LA HISTORIOGRAFÍA MODERNA:

1. El Renacimiento y la aparición de la crítica histórica.2. De la Providencia al Progreso: la historiografía ilus-

trada.3. El «Siglo de la Historia»: la historiografía decimonó-

nica y el nacimiento del materialismo histórico.4. La historiografía del siglo XX: la escuela de Annales y

sus epígonos.5. Los marxismos del siglo XX.

TEMA 3. DEL HUMANISMO A LA ERUDICIÓN:LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA DURANTE LOS SIGLOS XVI Y XVII:

1. Historiadores, humanistas y príncipes: formación delhombre nuevo y propaganda de la monarquía.

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2. El Renacimiento temprano: la reivindicación de His-pania.

3. Del humanismo a la erudición: los historiadores de lasegunda mitad del siglo XVI.

4. Las primeras Historias de España. Esteban de Garibayy Juan de Mariana.

5. Preceptistas y tratadistas: la doctrina de la historia enel Siglo de Oro.

6. Los comienzos de la crítica histórica y el peso de latradición religiosa.

TEMA 4. ERUDICIÓN, CRÍTICA E HISTORIA:LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA DURANTE EL SIGLO XVIII:

1. Introducción: del criticismo a la historia filosófica ycivil. El problema de la Ilustración española.

2. El escepticismo histórico: Juan de Ferreras y susimpugnadores.

3. La cima del criticismo: Gregorio Mayans i Siscar,Enrique Flórez y Andrés Marcos Burriel.

4. La Real Academia de la Historia.5. La historiografía ilustrada: Pedro Rodríguez de Cam-

pomanes, Antonio de Capmany, Juan FranciscoMasdeu, Juan Bautista Muñoz, Melchor Gaspar deJovellanos y Juan Pablo Forner.

TEMA 5. HERENCIA ILUSTRADA, PERSPECTIVA ROMÁNTICAE INSTITUCIONALIZACIÓN ACADÉMICA:LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA DURANTE EL SIGLO XIX:

1. La historiografía isabelina: erudición, eclecticismoteórico y nacionalismo.

2. La caracterización sociológica del historiador delperiodo isabelino y las premisas del trabajo histo-riográfico.

3. Los dominios de la historiografía isabelina.

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4. Los guardianes de la historia: la Restauración y lainstitucionalización académica.

5. La producción historiográfica durante la Restauración:una aproximación temática y geográfica.

6. El cambio de guardia de la historiografía española.

TEMA 6. DEL REGENERACIONISMO A LA SUPERACIÓNDEL LASTRE FASCISTA: LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLADURANTE EL SIGLO XX:

1. Regeneracionismo y modernización: hacia la profesio-nalización del oficio de historiador (1900-1936).

2. La Guerra Civil y la ruptura de la tradición liberal.Historia e historiadores en el exilio.

3. La «larga travesía del desierto»: imágenes, tópicos yanacronismos de la historiografía franquista.

4. La superación del lastre fascista: la apertura a lasinfluencias externas y la expansión historiográficade los años sesenta.

5. La historiografía española y la reflexión historiográfi-ca.

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FORMAS Y CRITERIOS DE EVALUACIÓN

Los exámenes de febrero, junio y septiembre se realizarán en la fecha yaula que determine la Secretaría de la de la Facultad de Filosofía y Letras.

El examen de febrero servirá para que el/la alumno/a elimine la materiacorrespondiente al primer cuatrimestre.

Los exámenes de junio y septiembre comprenderán la materia exigida enlos dos cuatrimestres en que se divide la asignatura.

La calificación final de la asignatura será la que resulte de la semisuma delas obtenidas en los dos cuatrimestres, siempre y cuando que ambas seanigual o superior a cinco. Si ambas o una de ellas es inferior a dicha cifra lacalificación será suspenso.

El examen de la materia correspondiente al grupo de mañana del primercuatrimestre constará de dos partes:

1. Respuesta por escrito a dos de las tres preguntas que se propongan dela materia explicada (temas 3, 4, 5 y 6).

2. Respuesta por escrito a una de las tres preguntas que se propongan dela materia no explicada (tema 2).

El tema 1 no será materia de examen.Cada respuesta se calificará entre 0 y 10 puntos y la calificación total será

la media aritmética de la obtenida en las tres.Para preparar el tema 2 se recomiendan los siguientes libros recogidos en

el apartado bibliografía general de la orientación bibliográfica: Guy Bourdéy Hervé Martin 1992, Josep Fontana 2001, Georges Lefebvre 1974, EnriqueMoradiellos 2009b y Pelai Pagès 1983.

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TEMARIO

TEMA 3DEL HUMANISMO A LA ERUDICIÓN: LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA

DURANTE LOS SIGLOS XVI Y XVII

Bibliografía

Rafael Altamira 1948José Cepeda Adán 1986Baltasar Cuart Moner 2004Michel Dubuis 1985 Enrique García Hernán 2004Luis Gil Fernández 1999Antonio Mestre Sanchís 2003a y 2003bSantiago Montero Díaz 1948Giovanni Stiffoni 1985

1. Historiadores, humanistas y príncipes:formación del hombre nuevo y propaganda de la monarquía

Esteban de Garibay, en 1571, publicó los XL libros del compendio historialde las crónicas y universal historia de todos los reynos de España. En su dedicatoriaal rey dejó caer que podría leerla como distracción después de «concluydos losnegocios». Pero no era cierto; en el siglo XVI la historia no era un pasatiempo,pues se había convertido en: una parte del programa educativo de las elites;y en un elemento más del aparato propagandístico de la monarquía. Historia

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y política estaban unidas de forma indisoluble, como se observa en lossiguientes textos.

El que fundó la historia, con mucho debe ser considerado digno de mayoresalabanzas que Fario Giges, el cual es considerado por algunos como el introductordel primer arte de la pintura (...). Así, pues, vive Alejandro, vive César, viveAníbal y viven otros muchos príncipes y valerosísimos hombres que por su valory hazañas fueron dignos en la vida. Sin embargo, no viven por la pintura, que esinane y vacua, ni por las inscripciones y pequeñas imágenes fundidas en oro oplata, sino que viven por la historia sola (Lucio Marineo Sículo, De Rebus Hispaniaememorabilius, segundo prólogo dirigido a Carlos V y a la emperatriz Isabel, 1530).

Según el humanista italiano, el héroe realiza las hazañas y el historiador seencarga de transmitirlas a la posteridad. Como los evangelistas, según precisóLorenzo Valla:

Diremos que incluso Moisés, el más antiguo y más sabio de los escritores,incluso los evangelistas, de los cuales ninguno fue más sabio, no deben serllamados sino historiadores (Lorenzo Valla, Historiarum Ferdinandi Regis Aragoniaelibri tres, 1445-1446).

Valla advirtió también del valor pedagógico de la historia

En la medida en que puedo juzgarlo, muestran mayor gravedad, mayorprudencia, mayor sapiencia civil los historiadores en sus discursos que los filósofosen sus máximas. Y, a decir verdad, de la historia se deriva un gran conocimientode las cosas de la naturaleza que luego otros redujeron a preceptos, y una grandoctrina de las costumbres.

En lo cual coincidía con Bartolomeo Sacchi

¿No debemos nosotros tanto más grandemente estimar a la historia, la cual,no siendo muda como las estatuas ni vana como las pinturas, nos revela lasverdaderas imágenes de los hombres eminentes con los que podríamos hablar, alos que podríamos interrogar e imitar como si se tratase de seres vivos? Además,la lectura de la historia es provechosa en grado sumo para la elocuencia, para elhumanismo, para la práctica de cualquier género de actividad; y es tan útil, queincluso aquellos que no intervinieron efectivamente en las empresas, cuando lasnarran con donaire y elegancia, nos parecen saber más y comprender mejor quelos demás hombres (Bartolomeo Sacchi, Il Platina, bibliotecario del Vaticano).

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En el otoño de la Edad Media, las virtudes propagandísticas eranconocidas de todos: por los eclesiásticos, por la nobleza (Fernán Pérez deGuzmán, Generaciones y semblanzas, y Fernando del Pulgar, Claros varones deCastilla) y por las ciudades. Veamos dos ejemplos. Así describía Alonso dePalencia el placer del triunfo:

El placer con que emprendo la narración de las campañas contra los morosgranadinos, largo tiempo interrumpida y hoy por fin afanosamente reanudada,sólo es comparable á la repugnancia con que en otro tiempo me vi obligado áescribir los anales de sucesos harto vergonzosos. Porque para todo hombre derectas intenciones es tan amarguísimo el recuerdo de la prolongada desgracia desu partido como agradable el relato de sucesos prósperos que, comunicandoelevación al espíritu, avivan la inteligencia y dan brillantez al estilo (Alonso dePalencia, Guerra de Granada).

Y este pasaje de Jeroni Pau es una muestra de los laudes urbanos:

En aquel tiempo, dedicada Barcelona a la vez a las actividades mercantiles ya la guerra, y enriquecida en breve espacio con el expolio de los enemigos y lasganancias del comercio, de nuevo volvió a ser considerada entre las primerasciudades de España y entre las más célebres de Europa, habiéndose prolongado sugloria hasta nuestros días (Jeroni Pau, 1491).

Había que escribir bien historia ateniéndose a los cánones antiguos —ala «opus oratorium maximun» de la que Cicerón habló en De Oratore— yprocurar ser elegante y persuasivo. El historiador debía estar bien informado,ser artista y capaz de seleccionar noticias; en este sentido, Garibay comparóal historiador

como al que haze y compone alguna grinalda o corona de flores, para cuyacomposición no coge de todas las flores que naturaleza produze, sino aquellas quepara su hermosura y ornato hazen más al caso.

Una selección que no era neutra sino que estaba al servicio de la alabanza oel denuesto. El historiador escribía a la sombra del poder: era un cronistafuncionario y bien remunerado que debía limitarse al relato contemporáneoy no estaba exento de riesgos. Por eso, el padre Mariana recordaba laprudencia:

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El principio de esta historia se toma desde la población de España; continúasehasta la muerte del rey don Fernando el Católico, tercero abuelo de vuestramajestad. No me atreví a pasar más adelante y relatar las cosas más modernas porno lastimar a algunos si se decía la verdad, ni faltar al deber si la disimulaba.

2. El Renacimiento temprano: la reivindicación de Hispania

Durante los reinados de Juan II y Enrique IV aparecieron obrasinteresantes, representativas de una nueva historia. Un auténtica vanguardiarenacentista que convivió con la tradicional historiografía áulica de loscronistas y que puede dividirse en dos grupos. Por una parte, los queabordaron la historia de los reinos peninsulares con pretensiones de globali-dad: prehistoria de las historias generales, no pasaron casi nunca de lasaconsabidas descripciones geográficas siguiendo a maestros romanos y tambiénde fuerte impronta isidoriana. Por otra, los que dedicaron sus esfuerzos aestudios más particulares: cronística tradicional heredera de la tradiciónmedieval; nueva cronística humanística; y muchas otras obras en latín y envulgar como biografías, antiquitates, traducciones, retraducciones, etc., perocuyo denominador común sería precisamente la de no tener ese caráctergeneralista:

— La Anacephalaeosis Regum Hispanorum de Alonso de Cartagena(1384-1456), obispo de Burgos. Considerado el primer humanistacastellano, la obra (1456) no dejaba de ser una síntesis de historiageneral, como muy bien observaron algunos historiadores posteriores,pues daba noticias que iban desde la época de los visigodos hasta lamisma época del autor.— La Compendiosa historia Hispanica de Rodrigo Sánchez de Arévalo (h.1404-1470), servidor de la Corte pontificia en donde fue alcaide deSant Angelo, también abarca desde los godos hasta el reinado deEnrique IV y fue impresa en Roma en 1470.— Los Paralipomenon Hispaniae libri X, del obispo y diplomáticocatalán Joan Margarit (h. 1421-1484), dedicados a los ReyesCatólicos, no fueron publicados hasta el siglo siguiente, pero circula-ron ampliamente. Contenían un ambicioso plan que abarcaba desdeuna descripción previa de carácter geográfico y etnográfico de

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Hispania hasta entrar en materia con el estudio de la época antigua,llegando hasta Augusto.— Los siete libros De laudibus Hispaniae, escritos por Lucio MarineoSículo antes de finales del siglo XV. Refundidos posteriormente en1530, juntamente con De Genealogia Regum Aragonum y los fragmentosde una biografía de Juan II de Aragón, constituyeron De rebusHispaniae memorabilibus. Son un auténtico «compendio de historia deEspaña», aunque no hubiese estado muy de acuerdo con estaafirmación Esteban de Garibay. Marineo tuvo un éxito enorme y fuetraducido al castellano tempranamente.— La Muestra de la Historia de las Antigüedades de España de ElioAntonio de Nebrija (1499), impresa en castellano y dedicada a Isabella Católica.

Que hablaran de Hispania y escribieran en latín (salvo Nebrija) se explica talvez por su carácter reivindicativo frente a los italianos, que, sintiéndosesuperiores culturalmente pero sometidos políticamente, hablaban con excesivafrecuencia de la barbarie hispánica. Por lo tanto, se trataba de oponer, enbuen latín, una Hispania fértil, culta, heredera de las grandezas de Roma,políticamente fuerte y con un amplio plantel de personalidades que desde lamisma Antigüedad al tiempo actual habían brillado en Europa

Estos nuevos historiadores tuvieron plena conciencia de estar elaborandoun nuevo tipo de historia, absolutamente distinto al de los cronistastradicionales. No pretendían sólo poner en orden cronológico algunos hechosacaecidos, sino que concebían la historia, al modo ciceroniano, como magistravitae y opus oratorium maxime. En suma, se sentían literatos, artistas, ademásde historiadores. Con esas armas, la Hispania que reivindicaban no era tantola romana como la Hispania Gothica. Esto es, un reino cristiano perdido en711 por la ineptitud y maldad de sus dirigentes y objetivo de la RestauratioHispaniae. Pero hablar de Hispania a finales del siglo XV presentaba algunosproblemas:

— definición física: toda la península y si acaso el Rosellón (Margarit);— diversidad política resultante de la Reconquista: se destacaba, porencima de ella, los orígenes comunes de los hispani desde Roma hastala invasión musulmana;

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—y se reconocía el liderazgo de Castilla y sus reyes, llegando aidentificar Castilla con España (Rodrigo Sánchez de Arévalo).

Después de Sánchez de Arévalo, Alonso de Cartagena o Margarit nohubo intentos de escribir historia general hasta Florián de Ocampo o JuanVaseo. Durante el reinado de los Reyes Católicos no habría habido ningúnhistoriador general. La razón de esta falta de historiadores generalistasdurante el reinado de los Reyes Católicos está, de modo paradójico, en elprofundo interés que mostraron ambos monarcas, Isabel y Fernando, en elcontrol y dirección de la escritura de la historia. Los Reyes Católicos, enefecto, vigilaron con atención la labor de sus cronistas, en particular la reina,que tuvo que construirse una legitimidad. Y eso fue lo que exigió primordial-mente a sus cronistas, de modo que, para ensalzar su propio oficio y a suspatrones, el autor anónimo de la crónica incompleta de los Reyes Católicosvolvió a hablar de los cronistas como «euangelistas temporales» que daban «fede los hechos como los euangelistas dieron fe de las obras divinas».

Defender la legitimidad de Isabel tuvo ocupados a sus cronistas. Lo cualno deja de ser una paradoja: ese asunto les restó tiempo para escribir historiasgenerales de aquella Hispania de la que Isabel fue restauradora. Además, loscronistas de Isabel se explayaron más escribiendo la desdichada historia delreinado de su hermano. Isabel tuvo especial cuidado en elegir a sus cronistas:prefirió a burócratas y diplomáticos frente a humanistas, protegidos porFernando. Destacaron tres nombres: Alonso de Palencia (h. 1423-h. 1492);Diego de Valera ( h. 1412-h. 1488); Hernando del Pulgar (h. 1420/1425-h.1492). De los tres, sólo Alonso de Palencia se puede considerar un humanistay eligió el latín como vehículo de transmisión más habitual. Valera y Pulgar,en cambio, poseedores también de una excelente formación cultural, estabanmás cercanos a la figura del caballero ilustrado de la Edad Media.

Otras características, sin embargo, fueron comunes a los tres: el casiseguro origen judeoconverso; la crítica a Enrique IV, presentado como untirano monstruoso; la exaltación de Isabel como fruto querido de la Providen-cia para acabar con los males del reino y restaurar la Hispania Gothica. Elprovidencialismo y el goticismo que justificaron también la conquista deGranada. La guerra de Granada, como guerra santa y reintegradora, excitóel providencialismo incluso en un humanista contaminado de resabiosmedievalizantes como fue Alonso de Palencia. He aquí una prueba de ello

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(entresacada de mi trabajo «“Christo pelea por sus castellanos”: el imaginariocristiano de la guerra de Granada», en Manuel Barrios Aguilera y José A.González Alcantud, Las Tomas. Antropología histórica de la ocupación territorialdel Reino de Granada, Granada, 2000, págs. 453-524):

Son ciertamente inexcrutables los juicios del Altísimo, y nadie puede calcularni medir el alcance de su voluntad, muy diferente de los juicios humanos. SóloDios es árbitro y él sabe indicar á los mortales si quiere ó no resolver de una ó deotra manera las graves cuestiones que los separan. A veces otorga repentinoconsuelo á los desesperados de todo socorro, y otras arroja á los pies de losenemigos á los demasiado confiados en su propia fuerza. Así consta á los católicospor infinitos ejemplos de sucesos memorables ocurridos desde los más remotostiempos, y eso mismo experimentaron frecuentemente nuestros reyes D. Fernandoy D.a Isabel. Nadie debe dudar, por tanto, de que la rendición de Baza fué obrade la diestra del Rey Todopoderoso, el cual hizo patente la inutilidad de todosaquellos enormes gastos y de aquel formidable aparato bélico, y agotado ya hastael último recurso, concedió a los cristianos victoria mayor de lo que jamás habíanimaginado.

La historiografía áulica de la Corona de Aragón tuvo unas característicasdiferentes. Fernando no tuvo problemas de legitimidad. Menos humanista,siguió, sin embargo, los pasos de su tío Alfonso el Magnánimo, y apostó porbuenos humanistas como Lucio Marineo Sículo. Marineo reivindicó el latíncomo única garante de que se conservasen los recuerdos del pasado.Reivindicó también el goticismo de los reyes de Aragón y su implicación enla divinal tarea de rescatar España de los moros y, en suma, reivindicó en unade sus primeras obras que Aragón era parte de Hispania. Pero, en su grancompilación (De rebus Hispaniae memorabilius, 1530) volvió a a asimilarHispania con Castilla.

Otro historiador aupado por Fernando al rango de cronista en Castilla(1509) fue el latinista Elio Antonio de Nebrija. Más filólogo que historiador,vertió al latín la crónica de Pulgar, puliéndola en algunos aspectos, es decir,la aligeró de ropaje medieval y la vistió con galas humanísticas. La hora de lahistoriografía latina, sin embargo, había pasado: el futuro correspondía a lahistoriografía en castellano (crónicas reales, crónicas de los diversos reinos,biografías). La historia escrita en latín no desapareció, pero su situación fuecada vez más difícil como dejan ver los lamentos de su falta de cultivo enprólogos y dedicatorias.

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Los progresos del castellano, en el siglo XV, acompañaron el espectacularavance de Castilla y fueron síntoma de su vitalidad. El 18 de agosto de 1492Nebrija presentó a Isabel la primera gramática de la lengua castellana. ¿Cuálpodría ser la utilidad de una obra semejante? Talavera, nuevo arzobispo deGranada, respondió por el autor: a los pueblos bárbaros que España iba asometer había que darles leyes e imponerles la lengua del vencedor; esasnaciones aprenderían el castellano del mismo modo que los pueblosconquistados por Roma aprendieron el latín. Nebrija completó el pensamien-to de Talavera:

Cuando bien comigo pienso, mui esclarecida Reina, i pongo delante los ojos elantigüedad de todas las cosas, que para nuestra recordación y memoria quedaronescriptas, una cosa hallo y saco por conclusión mui cierta: que siempre la lenguafue compañera del imperio; y de tal manera lo siguió, que junta mente comença-ron, crecieron y florecieron, y después junta fue la caída de entrambos.

Desde 1492, el castellano triunfó sobre las restantes lenguas de lapenínsula como lengua culta (Joseph Pérez). Se trató de una evoluciónespontánea, ninguna presión política obligó a los autores catalanes, valencia-nos y menos todavía portugueses a escribir en castellano; lo hicieronlibremente porque reconocían la superioridad de dicha lengua que eraasimismo la del grupo político más dinámico de la península.

3. Del humanismo a la erudición:los historiadores de la segunda mitad del siglo XVI

En las décadas centrales del siglo XVI el trabajo de los historiadoresdestacó por la continuidad: en el modo de abordar los asuntos; en ladiversidad formal; sobre todo, en el gusto por el particularismo heredado. Seadvierte también el menosprecio u olvido hacia los reinos no castellanos,consecuencia de la progresiva identificación de España con Castilla. Otroaspecto a destacar es que hubo ya algunos historiadores que trabajaron desdeinstancias no oficiales. Algunos de ellos, sin embargo, terminaron siendocronistas reales.

El auge del cultivo de la historia llegó a los reinos de la Corona deAragón, especialmente Valencia y Aragón (Jerónimo de Zurita). Asimismo

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se incrementó la profesionalidad de los historiadores: junto a las citas de losclásicos, aparecieron ya menciones cada vez más frecuentes a la utilización dearchivos y bibliografía moderna. Todos los historiadores nacieron después de1500. Sólo habían conocido, por tanto, un único monarca como señor de losdiversos reinos; una idea corroborada por la política exterior: los embajadoresde los reyes extranjeros lo eran ante el rey de España. Pero seguía sin existiruna Historia de España. Se retomaron aquellas primitivas laudes Hispaniae oAntiquitates Hispaniae o De Rebus Hispaniae, del siglo XV, con más erudición,en algunos casos, pero con pocas variantes en su estructura, y ahora escritasen romance casi siempre, y como aquéllas se quedaron bastante rezagadas entiempo.

Florián de Ocampo (h. 1490-h. 1558), cronista real desde 1539 y depasado comunero escribió una Crónica general de España. Sólo publicó los cincoprimeros volúmenes, que acabaron con la muerte de los Escipiones (210 a.C.). No exenta de fantasías (invención de personajes), está muy bien escrita;además, contiene una gran información epigráfica y un gran conocimiento defuentes antiguas y modernas, que enumera puntualmente y entre las que nofaltan las de reinos no castellanos, como Paralipomenon Hispaniae de JoanMargarit.

Ambrosio de Morales (1513-1591), seguidor y discípulo de Ocampo,aunque nada proclive a las fantasías de su maestro, le sucedió como cronistaen 1563. Aprovechó el material recopilado por Ocampo para su CrónicaGeneral de España (1574), que comienza en el siglo VI (donde concluye la deOcampo) y termina en el XII. Los principales valores de Morales fueron laprofesionalidad y el rigor. Para escribir Las antigüedades de las ciudades deEspaña llevó a cabo una gran labor archivística y epigráfica, y no ahorró viajesa conventos, monasterios y ciudades en busca de fuentes. Por lo demás, paraMorales España era la antigua Hispania y por tanto un término que compren-día todos los reinos en ella incluidos.

Otro nombre que merece recordarse es el del flamenco Juan Vaseo (h.1511-1561). Servidor de Hernando Colón, llegó con él a España en 1531 yluego pasó a Portugal. Su obra mayor, escrita en latín, es Rerum Hispanicarumchronicon (1552), que quería seguir la líneas de Alonso de Cartagena y loshistoriadores del primer humanismo. Destacó la hegemonía de Castilla yPortugal y las facilidades para el estudio de la historia de Castilla.

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A mediados del siglo XVI era evidente la tensión entre una visióncastellanista de la historia de España y una visión más amplia que incluyeselas aportaciones de la Corona de Aragón. Esa tensión se concretó en losataques de que fue objeto Jerónimo de Zurita (1512-1580). Fue nombradocronista del reino de Aragón en 1548, un año después de que las Cortes deMonzón restauraran el oficio. Antiguo alumno de la Universidad de Alcalá,secretario de la Inquisición, en 1562 publicó la primera parte de los Anales dela Corona de Aragón, cuya segunda parte apareció en 1578-1579. Bienacogida, levantó también algunos resentimientos, sobre todo por parte deAlonso de Santa Cruz, cosmógrafo e historiador, a quien el Consejo deCastilla le encargó un parecer que elaboró en 1563. A decir de un coetáneo:

Lo principal que le acusa es que escribe muy como aragonés en lo que toca alas cosas de Castilla, y en perjuicio della, y aun deshonra, que no la debe admitireste reino. Demás desto, tiene hecho un cartapel de anotaciones acotando erroresde historia y tiempos; y todo esto avrá quien se lo escuche (si diis placet) ¡Ohbarbarie barbarísima! Con todo esto, espero que no prevalecerá contra los buenosjuicios que aprueban el libro.

Zurita destacó también por actividad erudita: tenía un buen conocimien-to del latín y del griego; trabajó en los archivos de la Inquisición; visitó losarchivos de Sicilia; Carlos I (1549) dio una orden para que le facilitasenregistros y escrituras en el cumplimiento de su tarea como cronista; colaboróen tareas técnicas del archivo de Simancas. Como buen erudito, podía escribiral mismo Felipe II: «estos negros papeles que me han hecho olvidar de mímismo». La publicación de su correspondencia con Antonio Agustín(1517-1586), arzobispo de Tarragona, ha elevado el alto concepto sobre lacuriosidad intelectual del cronista. Trataron sobre todo de cuatro puntos:numismática y epigrafía; bibliografía (copia de manuscritos y adquisición delibros); datos históricos; textos jurídicos. El propio Agustín, polígrafo, hizotambién aportaciones al nacimiento de la numismática y la epigrafía.

El camino hacia la erudición se abrió también gracias a la cronística deIndias. Las Ordenanzas reales (1571) mandaban

tener siempre hecha descripción y averiguación cumplida y cierta de las cosas delestado de las Indias, así de la tierra como de la mar, naturales y morales, perpetuasy temporales, eclesiásticas y seglares, pasadas y presentes.

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El escribano del Consejo pasaría al cronista todos los datos de Américarelativos a la historia y cosmografía. Es exactamente la actitud del erudito:recoger documentos originales, para poder dar una interpretación rigurosa delpasado. Pronto el cronista de Indias López de Velasco solicitaría, por mediode un cuestionario, noticias y datos, que intentó acumular y sintetizar. De sutrabajo sólo se conserva un compendio anónimo, Geografía y descripciónuniversal de las Indias. Ese trabajo de acumulación de fuentes documentalesdebía provocar la obra erudita e interpretativa. Así surgió la Historia generalde los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del Mar Océano, o Décadas,de Antonio Herrera, cuya publicación se inició en 1601. Era la síntesisinterpretativa de una serie de fuentes y libros desconocidos que el cronistapudo utilizar: Las Casas, Fernández de Oviedo, Bernal Díaz..., que justificanla obra histórica de Herrera.

Como fruto de ese ambiente general propicio a la erudición, surgió entrelos monjes benedictinos de la Congregación de Valladolid una actitudintelectual que daría sus frutos en generaciones posteriores. En la primeramitad del XVI se habían puesto las bases y organizado los estudios de losmonjes, mientras que en la segunda mitad del siglo los recursos de laCongregación se dedicaron a la mejora de los edificios; a elevar el nivelcultural de los monjes; y se dieron premios para suscitar y acrecentar entre losmonjes el amor al estudio. Así se fue consolidando el interés de los benedicti-nos por la historia. El historiador más conocido de esa generación esPrudencio de Sandoval (1553-1520), obispo de Tuy, y autor de una Historiade la vida y hechos del emperador Carlos V. Pero es mucho más interesanteseñalar el interés por la copia de documentos con simples traslados o lapreparación de cartularios, para asegurar la continuidad de los documentos.El mismo Sandoval, aunque erró en muchos casos por el influjo de los falsoscronicones, no dejó de ser sensible a la necesidad de documentos. Y buentestimonio es la edición, con todas las deficiencias que se quiera, de lascrónicas de Idacio, san Isidoro, Sebastián, Sampiro y don Pelayo (1615).

Ya a principios del sigo XVII apareció, en Fráncfort, la monumental obrahistoriográfica del jesuita Andrés Schott (Amberes, 1552-1629). Los cuatrovolúmenes de la Hispania illustrata (1603-1608) y los tres de HispaniaeBibliotheca (1608), suponen el mayor esfuerzo erudito del siglo y constituyenun monumento a la historia de España. En la Hispania illustrata pudoencontrar el hombre de letras europeo la mejor colección de documentos

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sobre nuestro pasado: autores italianos (Marineo Sículo y Lorenzo Valla),humanistas (Nebrija, Álvar Gómez y García Matamoros); historiadoresrecientes como Mariana, Zurita o Ambrosio de Morales. Pero lo curioso esque en los volúmenes de Schott se pueden leer los trabajos históricos de sanIsidoro, el De rebus Hispaniae de don Rodrigo o el Chronicon mundi de Lucas deTuy, los tratadistas de los descubrimientos de españoles y portugueses o loshistoriadores de las guerras de Italia. Dos aspectos más deben recordarse: lacolección de documentos incluidos en Hispaniae bibliotheca (concilios deToledo, las divisiones eclesiásticas falsamente atribuidas a Constantino o aWamba, entre otros documentos); o la relación de autores españoleseminentes en las múltiples ramas del saber (teología, filosofía, retórica...).Venía a ser un anticipo de la Bibliotheca Hispana de Nicolás Antonio yconstituyó, sin duda, la mejor exposición de cara a Europa de los trabajos denuestros eruditos del XVI.

4. Las primeras Historias de España.Esteban de Garibay y Juan de Mariana

La primera historia moderna general de España fue escrita por Estebande Garibay (Mondragón 1533-Toledo 1599). Titulada Los XL libros d’elcompendio historial de las chrónicas y universal historia de todos los reynos de España,fue publicada en Amberes por Plantin, en 1571, a costa del autor. Páez deCastro, que hacía años que era cronista, aunque mucho menos diligente ensu trabajo que el vasco, anotó en su aprobación que, efectivamente, era el«compendio más universal que hasta aquí se ha publicado». Garibay habíainiciado el Compendio hacia 1556, con la esperanza de poder presentar al nuevomonarca, Felipe II, una obra sólida que le valiese el nombramiento decronista, que consiguió en 1592. Se trataba de una obra de envergadura sinigual en la época:

— los veinte primeros libros estaban dedicados a la historia deCastilla, desde la Antigüedad a los Reyes Católicos, y constituían losdos primeros tomos;— el tomo III, que incluía desde el libro 21 hasta el 30 estabadedicado a Navarra y se prolongaba más en el tiempo, llegando hasta

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el inicio del pontificado de Pío V y el nacimiento de Isabel ClaraEugenia, es decir, 1566;— el tomo IV, por fin, contenía los libros 31 al 40, de los cuales cincode ellos trataban de Aragón y los restantes a al-Andalus.

Garibay se consideró continuador de aquellas historias generales de laantigua Hispania de raíz humanística nunca concluidas. Pero ya no identificótoda la península con el antiguo solar de los hispani, lo que le hubieraobligado incluir con amplitud la historia de Portugal, sino que él tratóúnicamente de España, es decir, de todos aquellos reinos peninsulares quecuando escribió la obra estaban bajo la soberanía de Felipe II. De ahí lainclusión en el Compendio de la historia de al-Andalus, que tan escasa atenciónhabía recibido anteriormente, y la exclusión significativa de las Indias, queconsideraba, en todo caso, materia aparte. En otras palabras, Garibay, al pasarde Hispania a España adoptó un marco que ya no era geográfico-arqueológi-co-mitológico, como el de los humanistas que le habían precedido, sinogeográfico-político, mucho más acorde con su realidad. Por otra parte, dejóbien claro que su intención no era hacer una historia de Castilla, como a sujuicio habían acabado haciendo muchos autores y aun aquellos cuya intencióninicial había sido más global. La preponderancia de Castilla era clara, y a ellaiban dedicados la mitad de los libros de que constaba la obra, pero tambiéndejaba claro que ello era debido, fundamentalmente, a que el reino de Castillaera el más poblado, el más fértil y el más importante económicamente y, enconsecuencia, del que más provecho podían sacar los reyes

Los libros 39 y 40 están dedicados «a escreuir la chronica de los ReyesMoros de Granada». Con esta justificación, que merece la pena reproducir ala letra:

Granada es vno de los grandes y principales reynos, que ay en España, avnqueoy dia por estár vnida y encorporada con el reyno de Castilla, los chronistas quehasta mi tiempo han escrito, le ponen en su vnion, no haziendo particular historiade los Reyes d’ella, mas que los de Cordoba, agora sea, porque teniendo porbarbaros y infieles a sus Principes, no han querido tratar d’ellos distincta yseparadamente, que es de ninguna escusa legítima, agora por otras causas yrazones a mi ocultas, que a ellos les mueue, siendo por uentura la mas principal,no auer tenido entera noticia d’ellos. Si yo vuiera hecho lo mesmo, parecia me, que fuera de no cumplir ni deber,

con la general y vniuersal historia d’España, hazia agrauio a tan poderosos

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Principes, aunque Moros, como en ella ha auido, especialmente en nuestros diasy en los passados muchos y graues historiadores, auiendose desuelado en escriuiry recopilar historias de Reyes estrangeros y barbaros, como de los Turcos, Persas,Tunezinos, y de otras naciones paganas: legitima razon es, que yo tome el trabajode descubrir la sucession de los Reyes Moros de Granada, no dando lugar a queninguno nos haga el cargo, que a otros hazemos, pues han sido PrincipesEspañoles, teniendo su silla Real en region d’España, y en parte tan principal yconoscida. Por lo qual escriuiré la sucession d’estos Reyes, que siendo muy belicosos,

fueron lo que causaron la mayor effusion de sangre, que jamas otra nacion a losreynos de Castilla y Leon, y a vezes a los de Nauarra, Aragon, y Portugal, e auna otras naciones de las yslas y tierra firme de Europa, que venian a ayudar y seruira los Reyes de Castilla en las duras, largas y sangrientas guerras, que ordinaria-mente trataron con sus Principes, en cuya sucession seré breue, porque lo que hazeal caso de sus hechos y guerras, queda escrito en la historia de Castilla, a donde merefiero.

En el libro primero y en otras partes introductorias justifica su trabajo eincluso habla de metodología. En España, al decir del autor, no habíanexistido historias generales «después que en ella entraron los moros». Ello sedebía a la dificultad que suponía andar peregrinando por «archivos deciudades, villas, yglesias y antiguos monesterios, buscando instrumentos yescrituras antiguas y fragmentos de toda suerte de papeles». También podíaatribuirse al hecho de que la confección de una historia general como la queél había emprendido entraba en contradicción con la visión particularista demuchos profesionales de la historia, y singularmente de los cronistas, haciacuyo trabajo Garibay no muestra ninguna simpatía.

Consciente de la novedad de su obra, lo era también de que tenía que seruna historia yuxtapuesta más que coordinada:

Pretendo escribir distinta y separadamente de cada reyno, haziendo particularhistoria a cada uno de los reynos d’España (...) en la qual pornemos todo lo quenos pareciere ser de mayor essencia y necessidad para la contestura de la generaly universal historia de España, dexando lo que no es de tanto peso (...) como al quehaze y compone alguna grinalda o corona de flores, para cuya composición no cogede todas las flores que naturaleza produze, sino aquellas que para su hermosura yornato hazen más al caso.

Por eso, aunque fue muy minucioso a la hora de indicar las fuentesmanejadas impresas y manuscritas, que fueron muchísimas, quiso hacer una

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distinción entre aquéllas de las que su obra se consideraba descendientedirecta y aquellas otras que únicamente le habían proporcionado información.A su juicio, antes de él solamente dos autores habían abordado la elaboraciónde una historia general:

El primero era el maestro Florián Docampo, vezino de Çamora, varóneclesiástico, y el segundo el maestro Iuan Vaseo, de nación flamenco, hombreseglar, cathedrático de la universidad de Salamanca.

Se refiere también, a modo de balance o estado de la cuestión, a lossiguientes: Jerónimo de Zurita, el mejor historiador de España; MarineoSículo; Frances Tarafa, autor de una Chrónica d’España recientementetraducida por Alonso de Santa Cruz; Diego de Valera; Rodrigo Sánchez deArévalo; Alonso de Cartagena, y un largo etcétera de autores. Pero dejó claroque había procurado avanzar en el conocimiento de los hechos mediante unainmensa labor de archivo, tarea no siempre fácil:

Anduve en persona por los monesterios de la orden del glorioso patriarcha SantBenito, donde sus cuerpos [de los condes de Castilla] están enterrados (...) todoesto sucedió de poco fructo, para lo que a la historia suya toca, porque en lotocante a los letreros y epitaphios hallé poca evidencia de cosas auténticas, y en lode las antiguas escrituras de los archivos, en donde se pudiera sacar mucha luz,hizieron algunos abades deltas casas tan mal en ello, que con ser cosa que por loque al honor y auctoridad de sus propios monesterios tocaya me devieran rogar,nunca algunos dellos quisieron dar lugar a cosa de tanta razón y equidad, y nofaltó alguno de tal entendimiento que me dixo que de qué servían al rey ny alreyno las historias.

La obra de Garibay no tuvo, sin embargo, demasiada repercusióninmediata. Las discusiones entre Zurita y Alonso de Santa Cruz de pocotiempo antes habían sonado muchísimo más; además, poco después, iba a sereclipsada por la Historia General de España del jesuita Juan de Mariana.

Juan de Mariana (Talavera de la Reina, 1536-1624), jesuita desde 1554,fue contemporáneo de Garibay. Hijo concubinario de un arcediano deTalavera (tuvo un hermano y una hermana monja), su nacimiento ilegítimole produjo muchos quebrantos e incluso fue esgrimido por sus enemigos comocausa de su desafección a España. Estudió en la Universidad de Alcalá dondeconoció la Compañía. Residió mucho tiempo fuera de España, desde 1561 a

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1574, en Roma y en París, en donde enseñó en la Sorbona. Antes de destacarcomo historiador, Mariana gozaba ya de un prestigio intelectual biencimentado. La Compañía lo destinó al oficio de historiador para que hicierade «mastín» contra los herejes (centuriadores alemanes), por lo que aprendiómuy bien el latín. Fue su experiencia en el extranjero lo que le llevó a escribiruna historia de España porque, a su juicio, no existía ninguna, a pesar de queel Compendio de Garibay había sido publicado en 1571, lo que parecedesconocer el jesuita

En 1580 Felipe II le encargó la edición de los textos de San Isidoro, y apartir de este momento se fragua en él la idea de escribir la Historia Generalde España. En 1569 o antes comenzó a trabajar en una Historia Eclesiástica deEspaña, que finalizó en 1571. Tenía, por tanto, muchas fuentes recogidas,pero necesitaba ayuda, pues la documentación era inmensa. Entre 1584 y1585 dedicó todo su tiempo a la preparación de la Historia de España. Yhabía decidido el título, De Rebus Hispaniae, pero necesitaba dinero para laedición. Contaba con buenos amigos en la corte, y lo más importante, el favorreal, así que se dirigió a Juan López de Velasco para pedirle dinero. Larespuesta del rey no fue favorable, sino que le pidió que se volcara en lostextos de san Isidoro y aparcara el proyecto historiográfico. Felipe II sabía queAmbrosio de Morales, su cronista, estaba trabajando en la edición de laCrónica General de España, continuación de la de Ocampo, pero finalmenteconsiguió esa ayuda.

En 1592 salían en Toledo los Historiae de rebus Hispaniae libri XX, quefinalizaban en 1417, a los que siguió otra edición con veinticinco libros en1595, con final en 1492. En 1601 y traducidos por él mismo, se convertiríanen la Historia General de España, en dos volúmenes, pero la traducción estabaterminada desde 1593. Esta historia se convertiría, a lo largo de más de dossiglos, en el referente por excelencia de la historia de España. Mariana se vioobligado a traducir al castellano su Historia porque casi nadie leía ya latín enEspaña. El jesuita, como Garibay, quiso dejar claro desde el principio que suobra era una historia general («no nos contentamos con relatar los hechos deun reino solo, sino los de todas las partes de España»), y que, en consecuencia,significaba una superación de la labor de los cronistas, aunque no tuviese másremedio que acudir a ellos a falta de mejor información:

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Con algunos de nuestros cronistas, ni en la traza ni en el lenguaje no deseo queme compare nadie; bien que de sus trabajos nos hemos aprovechado, y aun porseguillos habremos alguna vez tropezado.

Más que investigador estricto al estilo de Zurita, Garibay o Morales, elpadre Mariana se muestra compilador, erudito, divulgador, con grandesvalores literarios, capaz de ofrecernos un relato lineal y coherente, con alma,trasmite valores, cuyo hilo conductor es Castilla, pero no una Castilla para loscastellanos, sino una Castilla para todos y de todos, y por encima España.Había comprobado que en el extranjero no conocían la Historia de España,y las que había, como la de Loys de Mayerne Turquet, su Histoire Generaled’Espagne, pretendía más bien difamar. Además, ésta se había publicado en1587 y ciertamente restó eficacia editorial a la edición de Mariana en elextranjero. Mariana tenía una profunda formación clásica, lo cual hizo queconcibiera su Historia General como «opus oratorium maxime», de manera quejunto a la imitación de los grandes historiadores, particularmente Livio, tuvomuy en cuenta a los grandes maestros de la retórica como Cicerón oQuintiliano: en ellos buscaba sendas seguras para introducir los consabidosrecursos estilísticos imprescindibles para lograr la claridad y la amoenitasexigible a toda obra histórica; la necesidad de esta amoenitas le permitirájustificar, al menos en parte, a los escritores que inventaron hechos maravillo-sos referidos a los primeros tiempos de España, cuyas fábulas recogió éltambién, a falta de otras fuentes mejores:

Donde faltaba la luz de la historia y la ignorancia de la antigüedad ponía unocomo velo a los ojos para no saber cosas tan viejas y olvidadas, ellos, con deseo deilustrar y ennoblecer las gentes cuyos hechos escribían y para mayor gracia de suescritura (...) por sí mismos inventaron muchas hablillas y fábulas. Dirás:concedido es a todos y por todos consagrar los orígenes y principios de su gente yhacellas más ilustres de lo que son, mezclando cosas falsas con las verdaderas (...)sea así, y yo lo confieso; con tal que no se inventen ni se escriban para memoria delos venideros fundaciones de ciudades mal concertadas, progenies de reyes nuncaoídas, nombres mal forjados.

Mariana fue acusado ya, inmediatamente después de publicar la traduc-ción castellana de su obra, de haber dado crédito a fábulas y a historiadorespoco fiables. Así fue, sobre todo, en la parte referida a la historia de Españaanterior a la romanización. Se ha insistido poco, en cambio, en que él mismo

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parecía dudar de todo aquello: aceptó la cronología bíblica referida a estostiempos primitivos o los milagros, pero mostrará un interés indudable por lacronología y la datación exacta cuando pudo apoyarse en autores más fiables.Mariana, al tiempo que recogía fábulas y prodigios, no dejaba de apelar albuen criterio del lector:

(...) Mas todas estas opiniones son inciertas, ni hay para qué aproballas nireproballas; cada uno conforme a su juicio les dará el crédito que le pareciere (...).(...) Parece que escribo tragedias y fábulas; a la verdad en las mismas historias

y corónicas de España se cuentan muchas cosas deste jaez, no como fingidas, sinocomo verdaderas. De las cuales no hay para qué disputar, ni aproballas nidesechallas; el lector por sí mismo las podrá quitar y dar el crédito que merececada cual (...).

Más sorprendentes en un jesuita pueden resultar estas líneas referidas alhallazgo del cuerpo del apóstol Santiago:

Sería largo cuento tratar esto de propósito y no entiendo sea expediente consemejantes disputas y pleitos alterar las devociones del pueblo, en especial tanasentadas y firmes como ésta es.

Poco se ha recalcado, en cambio, el salto cualitativo que supuso la historiade Mariana respecto a las historias generales anteriores, incluido el Compendiode Garibay y que explican el papel preponderante que adquirió. Efectivamen-te, mientras que el historiador vasco había procedido por yuxtaposición, eljesuita, por el contrario, había procedido por coordinación. Una coordinacióntodavía un poco tosca, si se quiere («brusco en la transición», diría Pi yMargall) pero innegable. Aunque el hilo conductor siga siendo la historia deCastilla, la de los restantes reinos aparece imbricada con ella, a vecesformando capítulos específicos pero en otras ocasiones como parte de unmismo capítulo. Como es lógico, esta coordinación entre las historias de losdistintos reinos se acentúa conforme van avanzando los tiempos. A partir dellibro XXII, que se inicia con una etopeya de Juan II de Castilla y la entradade Alfonso el Magnánimo en Nápoles, los acontecimientos de Castilla,Aragón, Navarra, Nápoles e incluso Francia o Granada van inseparablementeunidos hasta desembocar en el reinado de los Reyes Católicos en que ya existeuna sola línea de discurso.

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El proceso de construcción de una Historia de España parecía habersebloqueado en Mariana. No por escasez de fuentes, sino por falta de iniciativaspolíticamente asumibles por todos. Sólo se fueron añadiendo, al compás delos tiempos, lo que faltaba a Mariana en forma de sumarios:

— Alonso Sánchez, que publicó un resumen de la obra de Mariana yañadió el Sumario hasta 1633.—Hernando Camargo y Salcedo (1572-1652), agustino, continuó elSumario hasta 1649.— Basilio Varén de Soto continuó (1650-1669) con un Prólogo quemarca las distintas índoles del género de anales y el de historia.— Félix Lucio de Espinosa y Malo (1649-1691), que fue a la vezcronista de Aragón, de Castilla y de Indias, continuó con las Relacioneshistóricas generales (1670-1677).— Los añadidos desaparecieron cuando el padre Medrano escribió unacontinuación completa de 1516 hasta 1700, realizada luego en latínpor el mercedario valenciano José Manuel de Miñana

El conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV, intentó organizartambién la historia oficial. Quería construir, por tanto, su propia Historia deEspaña según se desprende de una carta suya dirigida al duque de Medina delas Torres hacia 1625

conviene alentar los ingenios grandes por el mucho desvalimiento que esto hatenido, de que se ha seguido haber pocos que escriban las cosas de España, condeslucimiento y mal gobierno de tan gran Monarquía.

A pesar de los esfuerzos realizados, en especial en los Estudios Reales,fundados en 1628 en el Colegio Imperial y que no tuvieron éxito, elconde-duque dirá solemnemente en 1635 en un consejo de Estado que erapreciso empezar cuanto antes el proyecto historiográfico:

Verdaderamente son muchos los descuidos que tenemos, y entre los demás noes el de menos consideración lo poco que se cuida de la historia. Y que tendría porconveniente que V. M. ordenase con precisión cometer escribirla a alguno de sushistoriadores o alguna persona capaz de hacerlo.

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Felipe IV tuvo afición a la historia —acaso por influjo de Olivares— yescribió el prólogo a la traducción de la Historia de Italia de FrancescoGucciardini. Olivares quiso asimismo en 1639 que se instituyera el oficio de«Historiador de España», pero no contó con el favor real, a pesar de que nosuponía acabar con los diversos cronistas (del rey y del reino), especialmenteel de Castilla, sino que lo que pretendía era crear un cargo dependiente delconsejo de Estado que fuera responsable de la historiografía oficial de laUnión General, es decir de su visión de España. Este oficio nunca llegó aproveerse. Sí se consiguió que José Pellicer fuera a la vez cronista mayor deCastilla y cronista mayor de Aragón.

5. Preceptistas y tratadistas: la doctrinade la historia en el Siglo de Oro

Según Santiago Montero Díaz, la doctrina de la historia se refiere a ladoctrina de la significación, el método y la crítica históricas, es decir a:

— los problemas relativos al ser histórico, su esencia, determinacionesprofundas y posibles leyes: la filosofía de la historia;— los problemas relativos al trabajo histórico, sus normas, disciplinasfundamentales y auxiliares, formación del historiador: metodología dela historia; — los problemas relativos a la seguridad del conocimiento, a laconexión entre el hecho histórico y la representación obtenida por elhistoriador a través de las fuentes: la crítica histórica.

La constitución de esta doctrina general de la historia en sus tresfundamentales núcleos es muy posterior al Renacimiento. Durante los siglosXVI y XVII los historiadores, herederos del Humanismo, no hubieran podidoproponer de manera autónoma y con propios límites semejante sistematiza-ción de la doctrina de la historia. Unos problemas permanecían vinculados acuestiones más generales y análogas: teología, filosofía, retórica, poética ydeterminadas ciencias auxiliares de la historia. La doctrina de la historia sepuede rastrear en todos los escritores y no sólo en los historiadores. Algunos,

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sin embargo, trataron este problema de manera directa y sistemática: lostratadistas o preceptistas de la historia.

El humanismo y el siglo XVII produjeron mejores historiadores quetratadistas. La excepción sería el francés Jean Bodin, autor de una obra llenade vislumbres geniales: Methodus ad facilem historiarum cognitionem (París,1566). En España también fue rotunda la superioridad de los historiadoressobre los preceptistas: la vivacidad, el realismo e inaudita inventiva de loshistoriadores de Indias, dotados de prodigiosa flexibilidad para hacer frentea situaciones inéditas y a inesperados problemas, superan constantemente losmoldes fijados por los retóricos.

Pero los preceptistas españoles fueron superiores, en su conjunto, a losdel resto de Europa. Algunos de estos autores fueron ocasionalmentepreceptistas o tratadistas de historia: Vives, Fox Morcillo. Otros fueronpropiamente tratadistas: Costa, Cabrera, Fray Jerónimo de San José.

Juan Luis Vives (1492-1540), pedagogo y filósofo. Según Rafael Altamirafue uno de los teóricos de las dos historias («historia interna o de la civiliza-ción» e «historia política») en la medida que quiso enriquecer la historiapolítica (relato de guerras y batallas) con las relaciones de la vida civil ohumana y el pensamiento (res togatae). Montero Díaz destacó también en éluna penetrante mirada crítica que le llevó a formular una invectiva sobre losmalos historiadores. Este último lo presenta asimismo en la senda de latradición humanista, pues aceptó el valor pragmático de la historia y laconcibió no sólo como ciencia, sino también como arte, exigiendo «formaelegante y amena que no asuste ni se haga aborrecible al lector».

Juan Páez de Castro (1512-1570), cronista oficial de Carlos V. Deformación humanista, se dedicó fundamentalmente a problemas de metodolo-gía y de crítica. Si Vives supone una amplificación del contenido de la historia,Páez propugna, además, una amplificación de los medios, materiales detrabajo, de las ciencias instrumentales y de los designios críticos. Su Métodopara escribir la Historia (que, a decir de su editor, no fue el prólogo de lacrónica proyectada, sino un memorial presentado al emperador) constituyeun esquema ambicioso de propósitos historiográficos y criterios pararealizarlos:

— hay que pensar y escribir la historia con majestad y grandeza;

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—mantiene, como buen humanista, la idea clásica de la historiapragmática, pero sin agotar en ella los objetivos de la ciencia histórica,cuya finalidad ha de ser, sobre todo, explicar la génesis de los sucesos;— el historiador ha de buscar la causalidad y motivaciones de loshechos; — esta concepción conduce a Páez —como a Vives— a una amplifi-cación del contenido de la historia, incluyendo en ésta el desarrollo dela civilización.

Tales propósitos le llevan a enunciar un complejo programa de conoci-mientos instrumentales: lenguas, estudios jurídicos y ciencias naturales. «Elhistoriador —dice— debe conocer la filosofía moral y natural, Genealogía,Derecho, etcétera». Una preparación compleja que le permita perseguir elhecho histórico en sus cambiantes y múltiples aspectos: historia política,militar y científica. En su sistema de conocimientos instrumentales, laFilología ocupa un lugar preeminente. Consciente de las dificultades que hade vencer el historiador, Páez se expresó de esta manera tan rotunda:«Escribir Historia —decía un poeta— es caminar sobre brasas escondidasdebajo de una blanca ceniza que nos engaña». Para él la historia de losantiguos era un modelo, pero no una meta en la que hubiera que detenerse.Es necesario mejorar, sobre los antiguos, el arte de escribir la historia,logrando un estilo justo, de difícil matiz:

El estilo (...) que no sea estrecho ni corto de razones, ni menos tan entonadoque se pueda leer a son de trompeta, como decían de los versos de Homero, sinoextendido y abundante, con un descuido natural que parezca que estaba dicho.

El historiador no sólo ha de ejercer la crítica sobre la masa documental (encuyo sentido Páez es muy exigente), sino que ha de enjuiciar los aconteci-mientos y los actos de los hombres que intervinieron en ellos.

La otra parte, que es de los negocios, así de paz como de guerra, ha menesterir acompañada de tiempo y lugar, explicar las causas que en el consejo movierona que comenzasen, después qué medios se tomaron para conseguir el fin quedeseaban, donde el historiador es obligado a tratar en qué se acertó y en qué no,y por qué razón, y escribir cómo se pusieron por la obra, que es grande parte dela Historia, y al fin el efecto que hicieron.

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Una práctica aplicación de todo ello aparece en el proyecto de historia deEspaña trazado por el propio Páez. Véase cómo se concibe la materia propiade la historia:

Veremos los lenguajes que se han usado, declarando la mudanza de loshombres, de ciudades, montes y ríos, y juntamente los trajes y leyes y costumbresy religiones (...). Qué artes son antiguas y cuáles nuevas en aquellos reinos; quécosas, así de costumbres como de trajes y lenguas han quedado hasta agora.

La historia integra, pues, la evolución interna de los pueblos. Proyecto desemejante amplitud requiere también un vasto aparato, unas bases heurísticasamplísimas y ambiciosas. El mismo Páez las expone, y por su alcance yexigencia se podrá juzgar el moderno estilo de la crítica histórica en esteautor:

Como escribir Historia no sea cosa de invención ni de solo ingenio, sinotambién de trabajo y fatiga para juntar las cosas que se han de escribir, esnecesario buscarlas (...). Ir tomando relaciones de personas antiguas y diligentes,leer las memorias de piedras públicas y letreros de sepulturas, desenvolver registrosantiguos de notarías donde se hallen pleitos de Estado, testamentos de reyes ygrandes hombres y otras muchas cosas que hacen a la Historia; revolver libreríasde colegios y monasterios y abadías; ver los archivos de muchas ciudades parasaber sus privilegies y dotaciones y propios, y sus fueros y ordenanzas.

Por último, se manifiesta en él (como en Mariana, en Florián de Ocampo ytantos otros autores españoles y extranjeros) la convicción de la profundauniversalidad de la historia de España: «No hay reino ni parte del mundo queno haya tenido datas y preseas con las cosas de España».

Sebastián Fox Morcillo (1526-1560), filósofo, autor de De historiaeinstitutione dialogus (1557), defendía que la historia debe ocuparse de todas lascosas, de las agradables y de las no agradables; que el historiador ha de evitarla ampulosidad con idéntico cuidado que la vulgaridad (en sintonía con Páezde Castro) y que ha de reunir unas condiciones morales extremas:

porque si ha de narrar la verdad sin engaño ni pretexto, no callará ante entusiasmoo parcialidad, nada dirá inspirado por el odio, nada escribirá por ambición oavaricia, por soborno o adulación.

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Se quejó también de que los extranjeros fuesen los únicos que escribían lahistoria de España.

Pedro de Labrit o Pedro de Navarra, obispo de Comenge (1504-1567),autor de Qual debe ser el cronista del príncipe (1567). Este libro no se dirige a laformación del historiador en general, sino concretamente del cronista delpríncipe, es decir, del escritor cortesano. Pondera la imparcialidad oneutralidad del historiador:

Entiendo que sea sin pasión, afición y obligación. Sin pasión: que no sea ene-migo del príncipe de quien escribe. Sin afición: que tampoco sea demasiado amigo.Sin obligación: que no sea natural.

Ha de poseer autoridad, esto es, «ser claro en sangre, claro en vida y en buennombre y fama». Con criterio cortesano, del que participaron algunoshumanistas, sostiene que el cronista ha de ser, preferiblemente, noble:

Mi opinión es que siendo iguales en las otras calidades, debe ser preferido elnoble para este oficio por las razones que tengo dichas, aunque no niego que laverdadera nobleza procede de la virtud, y tan buena y larga experiencia podría darde sí un plebeyo, que mereciese ser preferido a los nobles, en el qual caso ya estetal será más que noble: y juntamente con esto teniendo las otras partes que tengoreferidas, podría ser admitido.

Pero lo que el obispo exige al cronista, sobre todas las cosas, es dignidad,independencia y decoro:

Otros escriben por adular al príncipe, esperando más premio de hazienda quede buen nombre en la república (...). El buen y verdadero cronista, como te hedicho, ha de ser, a mi pobre juicio, neutral, auténtico y tan libre y señor de sí quepura y sinceramente ose escribir verdad, sin temor, amor, pasión, interesse niobligación.

En suma,

ha de ser ajeno a toda adulación si quiere ser tenido por grave y verdadero, porquela verdad y autoridad no se dejan poseer de hombre adulador.

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Juan Costa (1550-1597), humanista aragonés y cronista del reino desde1592, autor de De conscribenda historia libri duo (1591). Pretende solamentereflexionar como humanista sobre el aspecto retórico de la historia y le asignauna esencia moral, una finalidad ética:

La Historia no es otra cosa que la evidente y lúcida demostración de lasvirtudes y los vicios, cuyo estudio abraza la filosofía moral.

El historiador ha de poseer una vasta preparación instrumental. Costaamplifica —como Páez y Fox— la concepción de ciencia auxiliar y destaca,sobre todo, el conocimiento de las Matemáticas y del Derecho. Como Vivesy Fox, concibe ampliamente la historia, que no ha de abarcar solamente loshechos militares, las anécdotas personales y la evolución política externa, sinotambién el estudio de las leyes e instituciones.

Luis Cabrera de Córdoba (1559-1623). Uno de los más serios historiado-res del reinado de Felipe II por su probidad política y profesional (S. MonteroDíaz). Proyectó hacia la historia, aparte de su inmensa erudición y sudisciplina intelectual, una magnífica experiencia de la diplomacia y la política.Modelo del historiador reflexivo, ponderado, cauto, en 1619 publicó laHistoria de Felipe II, cuya publicación autorizó el rey si aceptaba las enmiendasexigidas por los diputados de Aragón, descontentos de la manera con quetrataba las jornadas de 1591, en relación con la fuga de Antonio Pérez. Suobra más interesante es su tratado De Historia, para entenderla y escribirla,publicada en 1611. En ella expone su doctrina de la historia, con ordenadosistema, rigor y precisión. Existe una estrecha adecuación entre este trabajoteórico y sus escritos de historia aplicada, en los cuales proyecta con impecableconsecuencia sus propias doctrinas, tanto en lo que respecta a plan,información y conceptos, como a los deberes y condiciones del historiador. Suestilo, en la línea del conceptismo, es oscuro y afectado. Cabrera se proponereflexiones profundas y serias, engarzadas en un orden sistemático, sobre laciencia histórica.

En conjunto, su obra excede en alcance y penetración a las de Costa y FoxMorcillo, poniéndose al nivel de Luis Vives, a quien aventaja en ordenaciónsistemática. Cabrera aprovecha la labor de los metodólogos anteriores, y citamuy especialmente a Juan Costa. Cabrera parte de una definición pragmáticay tópica de la historia: «narración de verdades por hombre sabio para enseñar

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a bien vivir»; el fin de la historia «no es escribir las cosas para que no seolviden, sino para que enseñen a vivir con la experiencia». Para Cabrera, lahistoria es un sector de la teoría política: comprometida con la verdad(«Ánima de la historia es la verdad»), la ejemplaridad de la historia nosolamente atañe al historiador, sino también al poder: «El príncipe que nodeja escribir la verdad a sus historiadores yerra grandemente contra Dios ycontra sí». La misión del historiador guarda estrecha conexión con la tarea degobierno. La doctrina de Cabrera es inequívoca, cuando trata este problema.En el discurso VI analiza «la elección del historiador»:

Las historias están por cuenta y a cargo de los príncipes. El que desea acertaren la elección de persona tan importante, con cuidado la mande buscar en susreinos, y si no se hallare, en los extraños se busque. Va en esto la reputación de lospríncipes y de la nación de quien se ha de escribir, y más si es natural de ella.

Fray Jerónimo de San José [Jerónimo de Ezquerra y Rosas] (1587-1654),carmelita aragonés, culmina el género que ahora estudiamos con suespléndido libro, publicado en 1651, El genio de la historia. Es el heredero dela ya nutrida bibliografía sobre doctrina y metodología de la historia. Tienetambién una rica experiencia de lector: las obras maestras de la historiografíaclásica española se han producido ya, e incorpora, pues, las óptimas condicio-nes para ser el más interesante y sagaz de nuestros metodólogos. En su librose advierte una serie de vislumbres, adivinaciones de problemas que habríande ser planteados ya en el siglo siguiente de una manera expresa; se adviertetambién una mayor liberación de la tradición retórica humanista que en losescritores que le precedieron. Se divide la obra en tres partes, que tratansucesivamente del concepto, el método y la formación del investigador. Enla definición de» la historia se percibe una atenta lectura de Cabrera:

Historia es una narración llana y verdadera de sucesos y cosas verdaderasescrita por persona sabia, desapasionada y autorizada en orden al público yparticular gobierno de la vida. Contiene esta definición los cuatro géneros decausas: la formal, que es ser narración llana y sencilla; la material, que es ser decosas y sucesos verdaderos; la eficiente, que es ser escrito por persona desapasiona-da y autorizada, y la final, que es ordenarse al público y particular gobierno de lavida.

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En todo lo que respecta a la crítica histórica se muestra fray Jerónimo escritorsagaz y de espíritu moderno, mostrándose especialmente enemigo de lahistoria de sucesos contemporáneos o próximos:

Antes por estas causas vengo a tener por mayor conveniencia el no se hallarpresente el historiador; porque así, libre de su particular opinión y noticia (quetambién, como las de otros, puede ser errada), tenga el ánimo libre y desapasiona-do para juzgar y conocer la verdad, examinando sin el amor y afecto de la propialas ajenas relaciones: cosa dificultosa en los que se precian y se jactan de que vieronellos mismos las cosas, aunque con menos cuidado y atención. Por lo cual vemosque cada uno de éstos defiende lo que le parece que vió contra los que tambiénafirman que vieron otra cosa, o la misma en diferente modo y con muy diversascircunstancias, de lo cual todo está libre el que no lo vió y desapasionado parajuzgarla rectamente.

La historia del pasado, sin embargo, está llena de dificultades (heurísticas yartísticas):

Pero si esta diligencia y averiguación se pide al que escribe cosas presentes,¿cuál será bastante al que desentierra las pasadas? No sabe qué cosa es luchar consombras y estantiguas quien no ha tratado de investigar sucesos olvidados. En lahistoria, que los ofrece recientes o aun casi vivos, es fácil o menos dificultosovolverlos a la luz y restituirles su antigua forma y vida; pero en aquéllos adondeno ha quedado resto de calor y están ya del todo difuntos, ¿qué fuerzas de ingenioy buen decir bastarán para restituirlos a la luz, si no fuesen divinas? Yacen comoen sepulcros, gastados ya y deshechos en los monumentos de la venerableantigüedad, vestigios de sus cosas. Consérvanse allí polvo y cenizas, o cuandomuchos huesos secos de cuerpos enterrados, esto es, indicios de acaecimientos cuyamemoria casi del todo pereció, a los cuales para restituirles vida el historiador hamenester, como otro Ezequiel, vaticinando sobre ellos, juntarlos, unirlos,engarzarlos, dándole a cada uno su encaje, lugar y propio asiento en la disposicióny cuerpo de la Historia; añadirles para su enlazamiento y fortaleza nervios de bientrabadas conjeturas; vestirlos de carne con raros y notables apoyos; de varia y bienseguida narración; y últimamente infundirles un soplo de vida con la energía deun tan vivo decir, que parezcan bullir y menearse las cosas de que trata en mediode la pluma y el papel.

Fray Jerónimo defendió que el historiador debía tener un estilo llano,expresivo y evocador. No tanto por una preceptiva retórica sino por lasustantiva tarea del historiador:

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Conviene, pues, a la Historia, dejando sendas que tuercen a uno y otro lado,por muy altas o muy bajas, andar llano, derecho y seguro por el camino medio,procurando no perderle jamás.

Junto a las virtudes propiamente técnicas del historiador están las virtudesmorales. El Genio de la Historia recoge la insistente proclamación de una éticadel historiador característica de nuestros clásicos: «La verdad es el alma y vidade la Historia». En estrecha conexión con el primer requisito del historiador(sabiduría), está el segundo: entereza y rectitud. Existe una rigurosadeontología del escritor de historia. Nadie ha ido más lejos que fray Jerónimoen señalar con elocuencia el contenido concreto de esa moral profesional. Heaquí cómo describe al historiador indigno:

Pretende y espera de algún príncipe o república, y armado con todas lascautelas de la ambición, tiende todas las redes de la lisonja, no procurando otracosa en lo que escribe sino el gusto de la persona a quien adula. Los sucesos yacaecimientos de sus cosas los representa gloriosísimos; encarece sus hazañas,encubre sus defectos, engrandece su memoria, y para que parezca más divino,deprime y abate la de cuantos concurrieron en su tiempo dignos de mención.

En el historiador «no se puede tolerar la lisonja». El historiador ha deproclamar heroicamente la verdad, a pesar de todas las dificultades circundan-tes:

Tenga brío y ánimo el historiador para decirlo todo cuando conviene, que comoel celo de la verdad se acompaña de la prudencia, no hay que temer, sino esperaren la protección de la verdad misma, que es un escudo fuerte contra toda calumnia(...). El airearse en algún caso claro está que es lícito, porque la ira de suyo no esmala, y puede ser justa y buena cuando es para debida venganza (...). No se pongael sol sobre vuestra ira.

6. Los comienzos de la crítica histórica yel peso de la tradición religiosa

La aspiración a la verdad sería especialmente intensa en las últimasdécadas del siglo XVII. Entonces aparecieron los primeros brotes de la críticahistórica en conexión con los bolandistas y maurinos europeos. Nicolás

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Antonio, canónigo sevillano, y el marqués de Mondéjar fueron sus cultivado-res más conocidos, y han recibido incluso el apelativo de novatores, de maneraacaso exagerada.

En el origen de ese movimiento, dispar y no exento de contradicciones,estuvo la crítica a los llamados falsos cronicones. Y en su estela se encuentrantambién las supercherías de los Plomos del Sacromonte, aunque, comoveremos, las razones o motivos de unos y otros obedezcan a matices distintos.A la bibliografía indicada al comienzo de este tema hay que añadir lasiguiente y específica para este punto, en el que no nos podemos detenerdemasiado:

—Manuel Barrios Aguilera, Los falsos cronicones contra la historia (oGranada, corona martirial),Granada, 2004;—Manuel Barrios Aguilera y Mercedes García-Arenal (eds.), Losplomos del Sacromonte. Invención y tesoro, Valencia, 2006, y ¿La historiainventada? Los libros plúmbeos y el legado sacromontano, Granada, 2008;— Julio Caro Baroja, Las falsificaciones de la historia (en relación con lade España), Barcelona, 1992; — José Godoy Alcántara, Historia crítica de los falsos cronicones,«Estudio preliminar» de Ofelia Rey Castelao, Granada, 1999 (ed.original: Madrid, 1868)

La falsedad no era nueva, pues la Edad Media está llena de falsedadescronísticas y documentales y de invenciones o reclamos (milagros). PedroCórdoba, en un artículo sobre los falsos cronicones estableció la diferenciaentre cronística medieval y falsos cronicones:

En la Edad Media se falsificaron documentos jurídicos, a partir del Renacimien-to se empiezan a falsificar libros de historia. Y este nuevo ciclo de fraudes, abiertopor el humanista Annio de Viterbo y al que pertenecen nuestros «falsos cronico-nes», corresponde a la renovación de los métodos historiográficos y en particulara la valoración de las fuentes antiguas: sin el interés renacentista por apoyar lahistoria sobre documentos del pasado, nunca se habría pensado en falsificarlos. Loscronistas medievales creían que la verdad de la historia ya estaba escrita y que sólose trataba de conservarla por medio de sucesivas recopilaciones. Cuando loshumanistas afirman que todavía está por descubrir, algunos piensan que puedeninventarla. Así pues, el fraude de los «falsos cronicones» no es un vestigio deloscurantismo medieval en pleno Siglo de Oro sino una consecuencia lógica

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(aunque perversa) de la influencia de la crítica humanista sobre la manera deescribir la historia» (Pedro de Córdoba 1985).

Annio de Viterbo (1432-1502) era un dominico (Giovanni Nanni) nacidoen Viterbo, cerca de Roma. En 1498 publicó Antiquitatum variarum voluminaXVII cum comentaris. En ella pretendía poner al día una serie de obrasperdidas, entre las cuales se encontraba la del caldeo Beroso. Sus invencionesfortalecían la antigüedad y dignidad de las emergentes naciones occidentales,de modo que supo mezclar con hábil erudición la historia sagrada y lamitología clásica para crear una genealogía antiquísima. En el caso de Españaelevó a 24 el número de reyes empezando por Túbal y con fin en Gárgoris.Annio de Viterbo reunía todas las características de otros falsarios, comoRomán de la Higuera (Julio Caro Baroja):

— condición eclesiástica, que le confería dignidad y daba el respaldode la Iglesia (contó con el apoyo de Sixto IV y Alejandro VI);— buena formación en lenguas, historia sagrada y cronología;— capacidad para escribir con facilidad e hilvanar lo falso con loverdadero; — ambición de hacerse notar en ámbitos intelectuales y de poder.

Contagió a los historiadores del siglo XVI (Florián de Ocampo y Garibay entreellos), aunque también se alzaron voces críticas contra él (Vives).

Durante todo el siglo XVI se desarrolló un entramado de falsedadesentrecruzadas de verdades que afectó a los historiadores locales. La clientelade esas falsificaciones no era el pueblo iletrado y crédulo, sino los potencialeslectores de libros de historia, una minoría de laicos y eclesiásticos, los cualeshacían de transmisores de unas falsedades que los fortalecían como colectivos(regimientos, cabildos, catedralicios, órdenes religiosas). Y todo en unasociedad cada vez más celosa de lo ortodoxo, la pureza de sangre (falsasgenealogías), la tradición, lo propio y lo excluyente.

A finales del siglo XVI, se produjeron las falsificaciones más sonadas. Loque suele llamarse de forma genérica y un tanto abusiva «falsos cronicones»es en realidad un conjunto de objetos y textos bastante heterogéneos en losque cabría distinguir por lo menos tres series principales (Pedro Córdoba):

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— la serie de los «falsos cronicones» propiamente dichos, apócrifosforjados por el jesuita Ramón o Román de la Higuera (1538-1611),interesado en demostrar la venida de Santiago a España, y algún queotro imitador suyo como Tamayo Salazar;— las dos historias eclesiásticas de España y de Toledo y su tierraescritas por el mismo autor;— la serie de reliquias y textos hallados en el Sacromonte (antesValparaíso) de Granada.

Lo que pasó en Granada es bien conocido. A finales del siglo XVI, unosmoriscos, sensibles al peligro que corrían después de la guerra de lasAlpujarras, decidieron crear una nueva religión, sincretismo de Islam ycatolicismo. Escondieron, primero en la Torre de la Mezquita mayor en trancede destrucción por las obras de la catedral, y luego en unas cuevas del MonteValparaíso (a partir de entonces Sacromonte), unos textos crípticos en árabe.Textos supuestamente redactados por san Cecilio y otros discípulos deSantiago, en los que se ponían de relieve los puntos de contacto entre ambasreligiones y se sostenía la peregrina idea de que los primeros evangelizadoresde España fueron moros. El Vaticano tardó un siglo en condenar dichas tesis,teniendo en contra toda la Iglesia de Granada y gran parte de la Iglesia deEspaña. La razón principal de este triunfo de los falsarios es que satisfacíatanto a la «nación de los cristianos viejos» como a la «nación morisca».

El interés de los moriscos era evidente: evitar la expulsión, cuya amenazase cernía con cada vez más precisión y fuerza. La obstinación de la Iglesiacatólica, en particular del obispo granadino Pedro de Castro, y de algunoscristianos viejos como el marqués de Estepa, sólo tiene una explicación: alhaber sido el último reducto islámico, el reino de Granada carecía cruelmentede leyendas y había que colmar un hueco de ocho siglos para alimentar elfervor popular con leyendas. Salvo unas pocas excepciones, la red de absurdosque se generó en aquellos años de tránsito secular fue expandida y legitimadade manera casi unánime por los eruditos de la época. Y este éxito más que lafalsedad es lo que llama la atención, como subraya Pedro Córdoba: san Ceciliosigue venerándose y en su honor se hacen romerías el 1 de febrero. Era lafuerza de lo que Godoy Alcántara denominó «dolo pío»:

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El fin justifica el medio, los fraudes piadosos, el dolo pío, estaban admitidos enla moral corriente cuando tenían por objeto un motivo de edificación; y nofaltaban escritores de autoridad que defendiesen que era lícito falsear la historiacuando el honor o el interés de la patria lo exigían.

Fraude justificado, en suma, por la lucha encarnizada para dirimir laprimacía eclesiástica, sobre todo entre Santiago y Toledo, y asimismo por losdesastres políticos, económicos y sociales del Barroco hispano que podían sercompensados atribuyendo al pueblo español la condición de elegido por Diospara los más altos designios espirituales. Según Godoy Alcántara, a mediadosdel siglo XVII, «la popularidad de los cronicones era incontestable y no sepodía ir contra ellos sin exponerse a perjuicios, molestias y sinsabores». Laactividad de Antonio de Nobis (Lupián Zapata) inicia una segunda etapa enla difusión de los falsos cronicones, y, a la lista de Dextro, Máximo, JuliánPérez, Luitprando..., se añaden ahora los de Auberto, Liberato, el martirolo-gio de san Gregorio Bético...

Por aquellos años, sin embargo, tenía lugar el nacimiento de la críticahistórica en el campo de la hagiografía. En 1643 aparecieron en Amberes losdos primeros volúmenes de Acta Sanctorum correspondientes al santoral deenero, gracias a la tenacidad del jesuita Jean Bolland (Johannes Bollandus).Quince años más tarde, en 1658, vieron la luz pública otros dos volúmenessobre los santos de febrero, con la colaboración de Godfried (Godofredo)Henschen y de Daniel van Papebroeck, que llegaría a ser el bolandista másfamoso y eficaz. La empresa era realmente admirable: aplicar la crítica másrigurosa a la hagiografía y aceptar sólo aquellos hechos que se pudiesenprobar con documentos fehacientes. Pero los obstáculos eran, asimismo,enormes y los bolandistas se vieron obligados a utilizar dos medios que se hanhecho tradicionales en la actividad de los historiadores posteriores: viajes enbusca de los documentos conservados en los archivos y el establecimiento decorrespondencia con los intelectuales que pudieran facilitarles noticias.

Además de Acta Sanctorum, por esas fechas ven la luz pública una serie deobras de especial relieve en el campo de la historiografía:

— Étienne Baluze publicó los Capitularia regum francorum (1677) y laNova collectio conciliorum (1683);

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—Daniel Papebroeck abordaba los problemas de la diplomática ensu Propylaeum antiquarium circa veri ac falsi discrimen in vetustis membranis(1675);— Charles du Fresne, señor du Cange editaba sus Glossarium adscriptores mediae et infimae latinitatis (1678) y Glossarium ad scriptoresmediae et infimae graecitatis (1688);— Jean Mabillon enmendaba los planteamientos de Papebroeck ensu De re diplomatica (1681).

Había nacido la historia con rigor y método en distintos frenteseclesiásticos y a veces como consecuencia de disputas entre ellos (Mabillon yPapebroeck): París (Maurinos); Amberes (Bolandistas); Alemania (GottfriedWilhelm Leibniz y Samuel von Pufendorf); Italia (Luigi Antonio Muratori).Desde el primer momento, algunos españoles entraron en contacto con ellos.Aunque tampoco faltaron las críticas hacia éstos y hacia los de fuera: en 1691los carmelitas delataron la obra de los bolandistas ante la Inquisición toledanaporque Papebroeck, en un volumen de Acta Sanctorum, había silenciado quela orden fue fundada por Elías. En España destacan las figuras de:

— Gaspar Ibáñez de Segovia Peralta y Segovia (1628-1708), marquésde Agrópoli y más tarde de Mondéjar;—Nicolás Antonio, canónigo sevillano (1617-1684);— José Sáenz de Aguirre (1630-1699), cardenal riojano;— Juan Lucas Cortés, jurista (1624-1701).

Antonio Mestre ha presentado así a los que llama novatores:

Los miembros de la última generación de eruditos del siglo XVII hispano sonestrictamente coetáneos de los hombres de ciencia que, conscientes de ladecadencia española, intentan abrirse a las corrientes intelectuales de la Europaque admiran. Por un lado, tienen clara idea de la decadencia nacional, que, en elcampo historiográfico, ven simbolizada en el triunfo social de los falsos cronicones.Por otra, están al corriente de los métodos que se han impuesto en la historiografíaeuropea, dominada por los bolandistas y los maurinos. Se trata de una minoríaque, unidos entre sí, forman un núcleo activo y homogéneo: Mondéjar, NicolásAntonio, Sáenz de Aguirre, Juan Lucas Cortés.

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Tienen un innegable afán apologético. Les duele la decadencia y quierenreivindicar un pasado glorioso, pero no quieren una apología nacionalista acualquier precio. Exigen, por tanto, una gran erudición.

Fue Francisco Palanco, obispo de Jaén, quien, de manera despreciativa,llamó novatores a los partidarios de las nuevas ideas científicas en 1714. Paralos novatores el saber humano debía tener un espacio diferenciado del saberdivino y la filosofía natural emanciparse de la teología; y, en este sentido,quizás sea exagerado aplicar dicho apelativo a los «criticistas». Pero las nuevasideas se transmitieron, al margen de las universidades, a través de las tertuliasy academias como lugares de socialización de las elites.

El primero en atacar en público los falsos cronicones fue Gaspar Ibáñezde Segovia Peralta y Segovia (1628-1708), marqués de Agrópoli y más tardede Mondéjar. En 1666, editaba en Zaragoza el Discurso histórico por el patronatode San Frutos contra la supuesta cátedra de San Hieroteo en Segovia, pretendidaautoridad de Dextro. Era una manera indirecta pero certera de censurar losfalsos cronicones: al demostrar el patronato de San Frutos estaba negandovalidez a las ficciones que acerca de la iglesia primitiva segoviana habíaimaginado el padre Higuera. El libro, que el marqués de Mondéjar envió a losbolandistas, recibió la más calurosa aprobación de Papebroeck. El jesuitabelga indicó, además, al marqués de Mondéjar la conveniencia de que leyerala obra que Juan Launoy había dedicado a clarificar la confusión existenteentre Dionisio Areopagita y Dionisio obispo de París y mártir. Papebroecksupo ver la intención última del marqués de Mondéjar: el ataque a los falsoscronicones.

Pero no todo fueron elogios. En España, la aparición del libro delmarqués de Mondéjar desencadenó una gran actividad publicista de quienesdefendían los falsos cronicones. Al año siguiente, fray Gregorio Argaiz,benedictino, salió en defensa de la Iglesia primitiva española defendida por loscronicones. El primer volumen de la Población eclesiástica de España apareció en1667 y dos años más tarde la Corona Real de España fundamentada en el Créditode los muertos y Vida de San Hieroteo (1669), libros todos dirigidos contra elmarqués de Mondéjar y basados en los falsos cronicones. Conviene recordarunas palabras de Argaiz, porque demuestran el nacionalismo que latía debajode su actividad publicista. Argaiz confiesa basar su obra en los cronicones:

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lo uno porque son los que me dan noticia de la grandeza desta monarquía deEspaña que los tiempos y la antigüedad la tenían muy retirada y tengo de labrarcon sus memorias y plumas esta corona real de España por España; lo otro porqueha salido un librito con título de Discurso Histórico, en que su autor y algunos quele asisten (...) han dado en desacreditar a los que han dado a la nación la gloria queveremos.

Los criterios de Argaiz fueron pronto combatidos por las dos obrasfundamentales en la génesis del criticismo español: Disertaciones eclesiásticas delmarqués de Mondéjar (1671) y Bibliotheca Hispana de Nicolás Antonio(1672). Mondéjar intentó demostrar de manera sistemática la ficción de losfalsos cronicones mediante una defensa de la historia basada en los documen-tos y constituye una gran aportación al conocimiento de la primitiva Iglesiaespañola. Papebroeck, que seguía con pasión la polémica, además de facilitardatos al marqués de Mondéjar, leyó la obra con interés y las palabras delbolandista dan la impresión de que vio manuscrita la segunda parte de lasDisertaciones que sólo verían la luz pública en 1747 editadas por Mayans. Perola metodología de Ibáñez de Segovia tenía sus límites. No contento con ladefensa de las tradiciones jacobeas en las Disertaciones, el marqués deMondéjar publicó la Predicación de Santiago en España acreditada contra las dudasdel padre Cristiano Tupo y en desvanecimiento de los argumentos del padre NatalAlexandro (Zaragoza, 1682). Aunque, si creemos a Mayans, el marqués nocreía la venida del apóstol a la península.

En la Bibliotheca Hispana Nova, Nicolás Antonio estudiaba los escritoresespañoles comprendidos entre 1500 y 1670: la Bibliotheca hispana vetus (1672)comprende desde Augusto hasta 1500; la Bibliotheca hispana nova (póstuma,impresa en 1696) desde 1500. Ambas fueron reeditadas en el siglo XVIII porel ilustrado Francisco Pérez Bayer entre 1783 (Bibliotheca hispana nova) y 1788(Bibliotheca hispana vetus). Suponía un planteamiento crítico de la historia:desde el juicio favorable sobre el marqués de Mondéjar, hasta la durísimacensura del padre Higuera, Lupián Zapata o Gregorio de Argaiz, creadoresy difusores de los falsos cronicones. Nicolás Antonio sería el autor de la obramás amplia, profunda y decisiva, contra las ficciones del P. Román de laHiguera: Censura de historias fabulosas, publicada tardíamente por Mayans en1742. En ella lamenta el triunfo de la mentira presentada bajo la capa de celoreligioso hasta el extremo de que pueda parecer impiedad combatir lasficciones introducidas. Censura de historias fabulosas se inicia con estas palabras:

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Escribo en defensa de la verdad, de la patria, del honor de nuestra nación. Elintento es encender una luz a los ojos de las naciones políticas de Europa, queclaramente les dé a ver a los engaños que ha podido introducir en ella la nuevainvención de los cronicones de Flavio Dextro (lib. 1, cap. 1, n. 1).

En esta tarea identifica la causa de la verdad con la de la patria y rechazala falsas y fingidas glorias de España, reduciendo las glorias nacionales a susjustos límites. Esta actitud, basada en la verdad y en los auténticos valores,supone, a su juicio, un desagravio ante los extranjeros y un motivo de orgullo

Saco a cara a defender nuestra nación y acreditar con los extraños justamenteirritados, o a la risa o en la queja, el siempre recto y severo juicio de los españolesen despreciar la lisonja y contentar su honestísima y heroica ambición con aquellosbienes que les cupieron en suerte, en que se hallan tan mejorados de la naturalezay de su autor, que tienen mucho que ser envidiados de las demás naciones, y muypoco por qué envidiarlas.

Su censura contra los creadores de los falsos cronicones adquiere maticesnacionalistas al calificarlos de «autores indignos del nombre español» (lib. 1,cap. 1, n. 7).

Al desprecio del marqués de Mondéjar y de Nicolás Antonio se unirán laslamentaciones de otros novatores. Así Juan Lucas Cortés, el amigo y correspon-sal de Nicolás Antonio, escribía al canónigo de Sevilla, comentando la segun-da parte de la Historia de Toledo del conde de Mora:

Con que todo el libro no parece sino de caballerías, que cierto es indigna cosaque, en un tiempo como éste, donde se ha apurado tanto la historia de la verdady ajustamiento que se requiere, se imprima un libro semejante, y por un autor que,por su calidad y puestos, se debía esperar no escribiese cosa que faltase a la since-ridad y ajustamiento de historia verdadera.

En el mismo sentido, con especial incidencia en el campo religioso,aparece el testimonio del jesuita Tomás de León en carta al marqués deMondéjar. Alarmado por los abusos introducidos en el culto de falsos santos(«abusos que vemos en las iglesias, y de poca seguridad del culto divino yeclesiástico»), exige rigor en la investigación, porque

la piedad descaece mucho con estas ficciones. Y, aunque es verdad que algunosdefienden el dolo pío, nunca he sido desta opinión.

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Los novatores deseaban acabar con la historia mítica que fingía un pasadopolítico o eclesiástico. Y como su criterio era la búsqueda de la verdad,necesitaban establecer un método que permitiese establecer con rigor ladiferencia entre la verdad y la ficción. Ese método no podía ser otro que labúsqueda de testimonios fehacientes, en especial documentales. Desde esaperspectiva, si los novatores españoles querían acabar con los falsos cronicones,precisaban de documentos originales. Juan Lucas Cortés celebraba la actitudde los genealogistas extranjeros que comprobaban orígenes y sucesionesfamiliares «con instrumentos y privilegios antiguos y autores coetáneos»; enese sentido, celebraba también el gesto de Diego José Dormer (historiadoraragonés) de indicar los archivos que había utilizado en sus Progresos de lahistoria en Aragón (1680), quien confesó con toda claridad:

y no pudiendo disponerse (la historia) sin los materiales necesarios, que se han debuscar precisamente en los archivos de este y otros reinos.

Cuando no podían publicar semejantes fuentes documentales, lascomunicaban a otros investigadores. La actitud del marqués de Mondéjar esen este aspecto ejemplar. La lectura de su correspondencia revela grandesprendimiento hacia Baluze y Papebroeck, pero también fue muy generosocon otros españoles: Nicolás Antonio y sobre todo Sáenz de Aguirre.

En la actividad erudita destacó el cardenal riojano José Sáenz de Aguirrepor su Collectio maxima conciliorum Hispaniae et Novi Orbis (1693-1694),pensada con un innegable carácter apologético como queda claro en ladedicatoria de la obra a Carlos II. No todos los críticos estaban de acuerdocon el método y aun con la actitud crítica del cardenal, pero es necesarioreconocer la aportación inmensa que la obra ofreció a los historiadores,juristas y eruditos, que pretendían conocer nuestro pasado cultural, políticoo religioso. Aguirre mantuvo cordiales relaciones con Mabillon y los maurinosy aprendió de su método, pasando de un teólogo escolástico a un historiadorinteresado por conocer la historia eclesiástica, concilios y Santos Padres.Aunque, es necesario admitirlo, no siguió hasta las últimas consecuencias elmétodo de Mabillon, y su colaborador Manuel Martí censuró su credulidadrespecto a las tradiciones jacobeas y la Colección Pseudo-Isidoriana.

Pero no fue el único, pues todos los novatores mostraron debilidades ycontradicciones en este sentido, sobre todo por lo que respecta a las

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tradiciones jacobeas, que aceptaron el marqués de Mondéjar y NicolásAntonio. Ofelia Rey Castelao dejó claro que los novatores tomaron en esteasunto una postura híbrida y no se atrevieron a deducir las últimas conse-cuencias de la crítica histórica. Las tradiciones jacobeas, por ejemplo, ademásde un problema histórico, presentaban al historiador de finales del XVII seriasdificultades político-sociales (A. Mestre): a las autoridades políticas lesinteresaba mantener la historicidad por asuntos de regalismo (origenapostólico de la iglesia hispana) y de unidad nacional; y los historiadores,tanto oficiales como ilustrados, aceptaron en su mayoría el criterio oficial.

La línea establecida por los novatores fue mantenida por fray Francisco deBerganza, fray Benito Feijoo o el padre Enrique Flórez. Los novatores rechazanlas falsas noticias introducidas por los cronicones, buscan la verdad de losdatos rigurosos aplicados a la historia eclesiástica, rechazan obispos y mártiresfingidos y buscan documentos originales de la iglesia; pero cuando llegan alas tradiciones jacobeas —que, por supuesto, son muy anteriores a laaparición de los falsos cronicones, ya que la detectan en la liturgiamozárabe— se detienen, pues constituyen una gloria nacional y estánimplicadas en la concepción político-social de la España en que viven. En elfondo, será la actitud general, salvo honradas excepciones, de los historiadoresdel siglo XVIII.

TEMA 4ERUDICIÓN, CRÍTICA E HISTORIA: LA HISTORIOGRAFÍA

ESPAÑOLA DURANTE EL SIGLO XVIII

Bibliografía

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1. Introducción: del criticismo a la historia filosófica y civil.El problema de la Ilustración española

Antes de la Ilustración, y a pesar de los avances producidos en el métodoerudito, los límites de la historia estaban fijados por la tradición religiosa. Lasubordinación de la historia a la teología se muestra con total transparenciaen los debates historiográficos que se desarrollaron en el seno de la monarquíacatólica española entre fines del siglo XVII y mediados del siglo XVIII. Lacrítica histórica debía proporcionar una historia eclesiástica creíble, depuradade fábulas y de falsos cronicones, con el fin de servir mejor a la concepciónprovidencialista dominante en la historia, elaborada por y para la Iglesia y enun mundo en el que la ciencia y el racionalismo habían empezado a cambiarla forma de pensar de sus minorías intelectuales.

En este sentido, recuperar la «verdad» del pasado a través de la crítica delos documentos era una empresa perfectamente compatible con la concepciónreligiosa tradicional del mundo. Por ello, la idea de la modernidad, comoconciencia de estar en una nueva época, tenía por fuerza que cambiarradicalmente esta valoración positiva de lo antiguo; y de hecho así lo hizo.Jürgen Habermas, en su libro El discurso filosófico de la modernidad (1985), hainsistido en que sólo en el curso del siglo XVIII se entendió la «nova aetas». Entorno a 1800 la «época moderna» no designaba únicamente los tres últimossiglos transcurridos hasta entonces, a partir del descubrimiento del «NuevoMundo», el Renacimiento y la Reforma, sino que expresaba por primera vezla convicción de que la nueva época era un tiempo de nacimiento y de tránsitoa un nuevo período.

El concepto de Ilustración nace en la Alemania de mediados del sigloXVIII con un sentido más activo que el que nosotros acostumbramos a darle,ya que designa el acto de «iluminar» y no la iluminación resultante (unAufklärer no es un «ilustrado», sino un «ilustrador»). El texto de Kant es talvez el texto más citado del pensamiento ilustrado:

Las luces son la salida del hombre del estado de tutela del cual es él mismo elresponsable. El estado de tutela es la incapacidad de servirse del propio entendi-miento sin la dirección de otro. Uno mismo es el responsable de este estado desubordinación cuando la causa deriva, no de una insuficiencia del entendimiento,sino de la insuficiencia de resolución y de valor para servirse de éste sin la dirección

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de otro. ¡Sapere aude! Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento. He aquíla divisa de las luces (¿Qué es es la Ilustración?, 1784).

Aquel mismo año de 1784 Kant dio también a conocer un importantetrabajo de reflexión histórica: Ideas para una historia universal en clavecosmopolita. En este texto establecía una distinción crucial para entender cuáles la principal diferencia entre dos tipos de historia. Por un lado está la«historia propiamente dicha», que sigue siendo concebida de una manerameramente empírica, como una «narración» o un «agregado rapsódico» deacciones humanas. Por otro, el punto de vista que Kant llamaba filosófico,capaz de fijar un hilo conductor a priori con que poner orden en la meritoriaminuciosidad de los historiadores.

Entre tanto, sin embargo, a medida que transcurría el siglo XVIII, lahistoria se hizo profana, bien independizándose de su primitivo núcleoteológico, como ocurrió en España, o bien combatiéndolo frontalmente, comolo hicieron Voltaire y los enciclopedistas en Francia. Pero ni siquiera entoncesVoltaire fue más allá de una suma de narraciones históricas, construidas conindudable maestría literaria y encaminadas a mostrar, en un sentido acordecon el discurso de la modernidad, cuál era el «espíritu de la época. Y por esoVoltaire menospreciaba la erudición de los historiadores empeñados en buscarlo que se conocía despectivamente con el nombre de «antigüedades». En esaidea profana de la historia como narración de hechos humanos sin interferen-cias divinas, así entendida, que era en suma como la practicaba Voltaire,podía mirar con cierto desprecio la crítica erudita, unida desde la Edad Mediaa los viejos debates político-eclesiásticos.

No en vano los historiadores de renombre estaban más cerca de las bellasartes, según el modelo griego y romano, que de la erudición eclesiástica.Pretendían hacer una obra bella, que diera cuenta de un saber universalsubordinado a la filosofía natural, moral o política, en vez de a la teología,más que escribir una obra exacta y minuciosa, a partir de la recuperación y dela crítica de los documentos antiguos. Era un paso importante hacia la nuevareflexión filosófica en torno a la modernidad, que, sin embargo, no seapartaba, si lo pensamos bien, del concepto de historia heredado del mundoclásico. Un paso que en España, mucho más tarde que en Francia, empezó adarse a principios del siglo XIX, cuando una nueva generación de destacados«hombres de letras» metidos a políticos y a historiadores escribieron una

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historia liberal distinta de la historia erudita de mediados del siglo XVIII,todavía fundamentalmente eclesiástica.

Lo que nos conduce a plantear, siquiera sea de manera sumaria, elproblema de la Ilustración española. Francisco Sánchez-Blanco (2002) haresumido este «tácito disenso»: en la historia de España tenemos muchosilustrados y, sin embargo, seguimos sin saber si hemos tenido Ilustración. Enese mismo trabajo ha advertido de que ilustrado se ha convertido en sinónimode dieciochesco, lo que ha permitido que personalidades abiertamente críticasa la filosofía de la Ilustración (Gregorio Mayans, José Moñino o Juan PabloForner) se les meta en el mismo casillero con Benito Feijoo, Enrique de Graefy José Marchena. Las conclusiones a que llega no dejan bien parados ni aCarlos III: no fue un rey ilustrado sino «un rey absoluto, con pocas luces ysordo a los signos de los tiempos»; ni a las universidades: siguieron estandoa la rémora del progreso. Pero, en cambio, destaca cómo, a mediados del sigloXVIII, algunos intelectuales aceptaron la puntual racionalidad de otrasculturas y compararon las costumbres patrias con otras foráneas. Lacuriosidad intelectual alcanzó cotas bastante altas aunque no fuerandesterradas del todo las supersticiones ni los escrúpulos intelectuales ante lasnovedades.

En un trabajo anterior (1997) escribió que la Ilustración fue un movi-miento polimorfo y supranacional y que España quedó integrada en elcircuito de las ideas, pues éstas no conocen fronteras políticas ni insalvablesfronteras lingüísticas. Y llegó, entre otras, a estas conclusiones:

Poner en duda la existencia en España de un pensamiento ilustrado autóctonosólo puede entenderse a estas alturas de la investigación histórica como unvoluntario y obstinado cerrar los ojos a la evidencia de los textos. Esa obstinaciónexistirá mientras haya quienes quieran seguir viendo la cultura nacional como unacultura del más acendrado tradicionalismo católico, pero para eso es menesterabandonar el campo de la objetividad y refugiarse en el de los panfletos partidistasy arengas para consumo de fanáticos incorregibles. (…) se puede y se debe explicar el relativo fracaso social de la Ilustración

española, ya que nunca logró implantar su huella de una forma profunda yduradera, pero la explicación no puede consistir en afirmar que la Ilustraciónespañola fue sólo un capricho de la voluntad real, sin que la sostuviera unpensamiento colectivo.El que en España, tras la Constitución de Cádiz de 1812, una multitud se

lanzara contra ella repetidamente a la calle, al grito de «¡Vivan las cadenas!», no

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cambió el signo de la historia general ni hizo irreconocible la existencia de laIlustración. Más bien ese mismo grito de odio a la libertad confirma su presenciay patentiza su significado mejor que cualquier prueba bibliográfica.

Antonio Domínguez Ortiz (Carlos III y la España de la Ilustración, ed. de2005; original de 1988), con su acostumbrada maestría, ofreció estas pincela-das:

—muy pocos fueron los que en España dieron el paso de sustituir laRevelación con un Antropocentrismo;— los ilustrados españoles trataron de mantener la compatibilidadsecular entre la libre especulación y las verdades reveladas, contandopara ello con la porción más ilustrada del clero;— en el terreno político no fueron revolucionarios sino cautos refor-mistas;— la Ilustración no fue un marea que barriera las ideas precedentes,pues las ideologías anteriores estaban respaldadas aún por una Inqui-sición debilitada pero activa;— la realidad de la cultura tutelada en la España de Carlos III noconcuerda con la definición de Kant: la Ilustración era una disposicióndel espíritu liberado de tutelas y conducido sólo por la luz de la razón;la Ilustración llegó a España tarde, se abrió paso con dificultad y sólollegó a constituir islotes poco extensos y nada radicales en medio deuna masa apegada a las ideas tradicionales, es decir, a las que rompíanel sentido crítico e innovador de los novatores del siglo XVII.

Por su parte, Francisco Aguilar Piñal (2005) ha hecho esta observación:

En todas partes, excepto en España, que rechaza la noción de «iluminar» y lasustituye por la de «ilustrar», más didáctica y menos filosófica, más científica ymenos contaminada por el deísmo reinante España —vienen a decir los forjadoresde la palabra— no necesita más luz que la de la fe.

Y realizado la siguiente afirmación:

En la Europa de las Luces, España no cuenta por derecho propio, sino encuanto caja de resonancia, y aun así con notables carencias y deformaciones. Locierto es que no contamos con pensadores originales, con ninguna empresa

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modélica que se haya tenido como ejemplo en el resto del continente. Lo que seaceptó de fuera se hizo con excesivas precauciones doctrinales y políticas. Todopara proteger privilegios sin cuento y unas tradiciones ideológicas que no teníancabida en el nuevo mundo que se alumbraba al norte de la península ibérica. Enefecto, cuando un historiador europeo pretende hacer balance de los pensadoreso filósofos que han marcado una pauta de conducta en el siglo XVIII, no puedeincluir en su nómina a ningún español. Sencillamente, porque no existe. Españaes caja de resonancia, no madre del pensamiento de las Luces.

Recuerda también que esta sensación de fracaso ha recorrido los caminosde nuestra historia como un sambenito infamante, se ha extendido a todos lospaíses de habla hispana. Desde que Ortega se quejara, como filósofo, de que«nos faltó el siglo educador», se ha mantenido, sin apenas discusión, la tesisorteguiana, reflejada, entre otros por Miguel Artola, que dejó escrito en laIntroducción a su libro Los afrancesados (1953) que

No existe una Ilustración española porque no existe en España un cuerpo defilósofos y tratadistas políticos imbuidos en las nuevas ideas;

y Octavio Paz, quejoso también de una comparación poco favorable:

Lo que nos faltó sobre todo fue el equivalente de la Ilustración y de la filosofíacrítica. No tuvimos siglo XVIII: ni con la mejor buena voluntad podemos comparara Feijoo o a Jovellanos con Hume, Locke, Diderot, Rousseau, Kant.

Y llega, en fin, a estas conclusiones, que entresaco de su texto:

Lo que tampoco se puede, según mi opinión, es montar una Ilustracióncristiana o un Cristianismo ilustrado con el numeroso grupo de intelectualesespañoles que pusieron en el dogma los límites de su crítica. Todos, en algunaforma, contribuyeron con sus escritos a la emancipación del hombre, aunque sólofuese en aspectos parciales, culturales y sociales. El respeto a la religión católica yal sistema monárquico no impide su contribución al progreso ideológico y materialde la España moderna.La Ilustración española, como «nueva axiología», es hija del pensamiento de

las Luces, que, aunque importado, es muy pronto asimilado en España, producien-do una estimable serie de escritores que, sin ser totalmente originales, constituyenuna sólida base teórica para las reformas. Otra cosa es, por supuesto, que laaportación sea muy distinta en cada uno, sin que se pueda negar a nadie el títulode «ilustrado» por el hecho de no haber defendido el cambio de sistema político.

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Más recientemente, Pedro Ruiz Torres, al abordar este cuestión, ha hecholas siguientes observaciones:

— los ilustrados españoles estaban al corriente de las modernascorrientes empiristas y racionalistas, así como del compendio denovedades en las ciencias y en las artes llevado a cabo por la Encyclopé-die desde la publicación en 1751 de su primer volumen;— en 1759 la prohibición de la obra por el Santo Oficio obstaculizósu difusión en España y algo parecido ocurrió con los libros de Locke,Montesquieu, Voltaire o Rousseau;— en 1762 todos los escritos de Voltaire fueron prohibidos yRousseau pasó a convertirse en un autor denigrado y perseguido, sibien sus obras circularon de una manera clandestina; — los edictos inquisitoriales buscaban un aislamiento imposible enrelación con aquellos autores considerados más peligrosos por laIglesia católica; — lejos de alcanzar semejante objetivo, muchas de las obras de laIlustración francesa y británica se dieron a conocer en España en granmedida por la labor de unos libreros dispuestos a vencer el temor alSanto Oficio e importarlos para sus clientes; — a pesar de ello la nueva generación de ilustrados fue contraria a lasideas que amenazaran con romper el «nudo de la sociedad», como enlos años sesenta escribió José Clavijo y Fajardo, el editor de El Pensa-dor;— el citado periódico, tan contrario a ciertas formas de religiosidadpopular y costumbres antiguas como abierto a las modernas ideas ya las reformas que se estaban dando en Europa, rechazó asimismo lasaudacias de los «filósofos de moda» y aconsejó una síntesis equilibradacon las ideas españolas; — la recepción del discurso ilustrado más crítico con los presupuestostradicionales no se hizo tal cual en España por parte de quienesestaban al corriente de las nuevas ideas; en numerosas ocasiones trajoconsigo una depuración y una transformación con el fin de adecuar losdiscursos foráneos, muy diversos por lo demás, a un medio culturaldiferente del que les había dado origen.

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Por todo lo cual concluye respecto a la pregunta de si se puede hablarentonces de Ilustración en España

La respuesta es afirmativa si vemos el movimiento de «las luces» o de «lailustración» no como una filosofía o un sistema de pensamiento sino como unconjunto de valores, ideas y actitudes, una cultura en definitiva. Con ellos setrataba de hacer posible el progreso de las sociedades humanas, algo que llevabaimplícito una crítica de la situación existente y una expectativa de futuro mejor.Semejante concepto de Ilustración pone también de relieve la heterogeneidad delos proyectos políticos que cabían dentro de esa cultura, en la mayoría de los casossin ninguna intención de modificar sustancialmente el antiguo régimen. Todo locual se manifestó en España como en el resto de Europa.

Ahora bien, continúa diciendo, las amputaciones, sucedáneos y tergiver-saciones de los diversos discursos ilustrados elaborados en otros países deEuropa iban a darse con frecuencia en España por dos motivos que semantuvieron durante el siglo XVIII: por un lado, el catolicismo ortodoxo,incluso en el caso de las elites más abiertas a las nuevas ideas, continuó siendohegemónico; por otro, la monarquía, con la doble censura política y religiosaejercida a través del Consejo de Castilla y por medio de la Inquisición, apenasdejó espacio para una opinión pública independiente. Las consecuencias sehicieron notar en ambos terrenos. Al desconocimiento de ciertas obras deenorme importancia en el terreno de las nuevas ideas se añadieron lasfrecuentes amputaciones, sucedáneos y tergiversaciones del discurso ilustradooriginario en traducciones y comentarios aparecidos en España.

Si no detenemos en el ámbito específico de la historiografía es precisorecordar dos artículos clásicos: el que Claudio Sánchez-Albornoz dedicó aJovellanos en 1958; y el más general de José Antonio Maravall sobrementalidad burguesa e idea de historia en el siglo XVIII (1972). Don Claudiofue tajante:

El siglo XVIII hispano fué el siglo de la Historia. El arte español había llegadoa un estado de insignificancia y de perversión del gusto nunca igualado antes, ynunca superado después. La nueva ciencia peninsular se hallaba aún en formación.La curva de la creación literaria hispana había caído verticalmente y apenas si enel transcurso de una centuria nos brinda algunos nombres dignos de los mejorestiempos. El siglo de Jovellanos fué el más prosaico de la literatura española.

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Únicamente la historia consiguió remontar la crisis general y llegó a alcanzar undesarrollo jamás logrado hasta allí en tierras de España.

Y continúa diciendo:

En ningún otro siglo del pretérito español es posible destacar el número degrandes historiadores que nos ofrece el XVIII, ni un caudal parejo de obrashistóricas de la importancia de las en él publicadas; y en ninguno había alcanzadola historia el nivel científico en él conseguido, ni había dispersado su atención haciaproblemas tan distintos y tan decisivos para conocer la verdadera y auténticasilueta del pasado de España.

Recuerda, en una larga enumeración, a los autores que escribieronhistoria y apostilla:

La enfadosa enumeración que acabo de hacer justifica sobradamente elcalificativo de siglo de la historia que he otorgado al XVIII hispano. España o paradecir mejor todas las Españas sucesivas: la goda, la mora y la cristiana, habíanvisto nacer grandes historiadores antes de la centuria XVIII. Muchos de esoshistoriadores habían superado a los contemporáneos de Jovellanos. En especialdurante los siglos XV y XVI la historiografía española había alcanzado un brillo yuna importancia extraordinarios. Pero nunca la producción histórica había logradoen España atraer a las principales figuras de la época ni había conseguido sobresalirpor cima de la producción científica, literaria y artística del siglo, como en el XVIII.

Para el gran medievalista la razón tenía que ver con el fracaso español:

Hombres y naciones viven su juventud cara al mañana. Hacen historia pero nose cuidan, las más de las veces, de escribirla. Cada día una ilusión nueva, unaambición distinta y una esperanza diferente. Mas, cuando alcanzan madurez,empiezan a mirar con frecuencia hacia el ayer; y en el otoño de su alentar, vivenmás de recuerdos que de proyectos y de apetitos. España se hallaba fatigada pormás de dos siglos de continuo pelear en defensa del quijotesco ideal de la unidadcatólica de Europa. Se hallaba cansada y desilusionada —desilusionada por sufracaso— y más propicia a escudriñar en su pasado las causas de su presente quea planear sobre un hoy otoñal el edificio de un ambicioso mañana. La sacudía síun deseo esperanzado de reformas, pero de reformas de los males de un pretérito,cuyas causas importaba conocer. Y España, la España culta del siglo XVIII, sesentía por ello empujada por dos fuerzas coincidentes hacia el estudio crítico de suremota historia; y no sólo de la historia anecdótica y política, es decir de lasuperestructura o de la costra nacional, sino también, y especialmente, hacia la

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historia de la entraña o enjundia hispana: hacia la historia del pensamiento, de lalengua, de las letras, del arte y de las instituciones españolas.

Una última idea conviene retener de esa valoración de Sánchez-Albornoz:

la Escuela Histórica Hispana aceptó lo que había de ampliación del campo visualde la historia en la teoría historiográfica de la «Ilustración» y se dejó contagiar desu pragmatismo, [pero] no recibió las otras directrices todas de la concepciónhistórica ultrapirenaica, y, frente a ellas, permaneció fiel al sistema de construccióndiplomática, es decir, documental, prefirió los temas monográficos al examen delos grandes períodos y buscó aquéllos, de ordinario, en la Edad Media nacional.

José Antonio Maravall coincide en lo esencial con don Claudio:

Si el siglo XVIII se apasiona por la física y pone en ella su ilusión de un progresode las sociedades humanas, no menos en ese siglo hay que reconocer el arranquede una neta conciencia histórica que abrirá el camino a la comprensión de loshechos humanos, en aquellos aspectos precisamente en que se advierte que nopueden reducirse, sin más, a puros hechos naturales.

Pero encuentra una razón más social y, por así decirlo, menos psicológica queSánchez-Albornoz:

Ese interés por la Historia se da en el siglo XVIII español. Se da, además, concaracteres similares a los que ofrece en otros países europeos. Finalmente, apareceen conexión con unas bases sociales, de las que, sus mismas diferencias respecto ala estructura de las otras sociedades europeas, explican sus matices ideológicosdistintos; si se quiere, su insuficiencia.

Advierte también cómo el interés por la historia se traduce en:

— aparición de varios tipos de historia: de la lengua, la literatura, lapaleografía, el derecho, la economía; — aparición de una historia crítica de la cultura española (JuanFrancisco Masdeu);— realización de excavaciones;— fundación y reorganización de archivos y bibliotecas;

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— en fin, que «se escribe de Historia sin descanso y hasta haycatedrático de matemáticas que, ya en edad avanzada, lamenta eltiempo dedicado a estas por no haberlo podido emplear en Historia»

Maravall subraya también que el interés por la historia está en relacióncon el ascenso de nuevos grupos sociales:

la Historia, también en España en cierta medida, se convierte en un instrumentocrítico, en una vía de reforma intelectual, y, llegado el caso, en apoyo para laspretensiones de reforma social (...); la historia era, pues, un camino hacia mayorventura, hacia un estado social más favorable. Y los que marchaban por él,identificándose a sí mismos con el país, según sucede siempre en tales circunstan-cias, eran los individuos de unos grupos ascendentes o que se veían a sí mismos entrance de ascender en la cultura, en la riqueza, en la influencia política.

En este último sentido matiza que quienes escriben historia no son hombresde negocios en sentido estricto, sino que son magistrados, funcionarios civileso militares, educadores, individuos de profesiones liberales; esto es,

clases medias o «medianas» —según la terminología de la época—, que no escalificación equivalente a la de burguesía. Pero no nos podemos quedar en esto.En lo que respecta a la significación social de su mentalidad, se les puede incluiren el grupo burgués.

La lectura de las recientes y ya conocidas páginas de Pedro Ruiz Torresaconseja ser más prudentes en este punto. Pues, a lo ya sabido, añade estasotras puntualizaciones:

— en las primeras décadas del siglo XVIII las nuevas ideas se habíanexpuesto en las tertulias de las casas de algunos aristócratas y en lasacademias;— durante el reinado de Felipe V los asistentes a las mismas habíansido sobre todo aristócratas, médicos y clérigos licenciados en cánonesy leyes: estos últimos podían hacer carrera dentro del estamentoeclesiástico y algunos llegaron incluso a convertirse en elite degobierno; — los novatores, por su parte, se habían interesado sobre todo por elperfeccionamiento de los estudios humanísticos, las discusiones en

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filosofía natural y los avances de la nueva ciencia, con cuidado de noentrar en conflicto con los dogmas de la Iglesia católica, y esto últimotambién lo tuvo muy presente la nueva generación de los ilustrados;— la «república de las letras» era vista como un estado sin fronterasdel que formaban parte las personas distinguidas por sus luces, y enese estado las academias hacían el papel de tribunales del imperio dela razón; — sin embargo, para la supervivencia de esos tribunales de la razónresultaba necesario el patronazgo real y ello dice mucho acerca de latodavía difícil separación entre la esfera pública privada y el espacio depoder de la monarquía absoluta; — se convirtieron en instituciones bajo la protección y el patronazgodel rey, y se concentraron cerca de la corte, del gobierno y de lasinstituciones principales de la monarquía absoluta; dos de ellas desta-caron sobremanera a mediados del siglo XVIII en Madrid por suproyección intelectual y política: la de Jurisprudencia de Santa Bárba-ra y la de la Historia; — los miembros de esas instituciones en los puestos directivos nopermanecieron al margen del poder político, al que necesitaban paraconseguir sus objetivos, y el gobierno del rey por su parte considerabade mucha utilidad para los suyos propios el asesoramiento y el apoyode las academias sobre las que ejercía su patronazgo;— fuera de ellas podía haber intelectuales independientes y críticoscon ese servilismo hacia el monarca, como Voltaire y otros «filósofos»en Francia, pero semejante actitud apenas se manifestó en España; — la subordinación de la esfera pública privada a la gubernamentalrepercutió entre nosotros de manera negativa en el desarrollo de unaopinión pública no mediatizada por el poder político.

Volviendo de nuevo al artículo de Maravall, he aquí las novedades quesegún él aparecen en la concepción de la historia del siglo XVIII:

— superación de la concepción medieval de la historia como espaciovital de reyes y caballeros y su sustitución por los grupos civiles(hermanos fray Rafael y fray Pedro Rodríguez Mohedano);

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— esa historia civil, subraya, viene a ser poco menos que equiparablea burguesa;— la ley más constante de la historia es el progreso;— la historia debe verse autorizada por la razón y responder a laveracidad de los datos (Jacinto Segura, Enrique Flórez), aunque, apropósito de este último, Gregorio Mayans dirá que «el espíritufrailesco no cede a la verdad»;— la historia es un encadenamiento lógico del acontecer, lo que escontrario a la mera acumulación de datos, como afeó el padre Burrielal padre Flórez y este mismo aceptó: «yo no escribo Historia sino loque se necesita para ella»; — ampliación del campo de observación y conocimiento según causasy principios: Forner dirá que «después de las matemáticas es este arte[de la historia] en el que cabe más la demostración»; — conocimiento de los pueblos y Estados, de las naciones, y susorígenes: historia nacional, lo que conduce a la Edad Media antes queel romanticismo.

2. El escepticismo histórico:Juan de Ferreras y sus impugnadores

El clérigo leonés Juan de Ferreras (1652-1735) se educó con los jesuitasy los dominicos, y estudió teología en Valladolid y Salamanca. Destinadocomo cura en la Alcarria (1681), conoció al marqués de Mondéjar, quien leinstruyó en el método historiográfico (cronología, geografía y crítica). Unnuevo destino lo acercó, en 1685, a Alcalá de Henares, donde durante doceaños amplió sus estudios de teología, pues la historia no era para él todavíamás que un divertimento. Su interés por la historia apareció cuando pasó auna parroquia de Madrid en 1697, aunque siempre subrayó su vocaciónprincipal de teólogo y «que havía tomado la historia por diversión». Entre 1700 y 1726 publicó los 16 volúmenes de su gran obra Sinopsishistórico chronológica de España, formada de los autores seguros y de buena fee. Estaobra fue el aval que lo convirtió en uno de los hombres más destacados de lacultura madrileña, llegando a ser bibliotecario real. El mismo título de la obraadvierte de su cautela ante las leyendas piadosas y cómo era reacio a dar por

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buenas vidas de santos o tradiciones veneradas en santuarios o comunidadeslocales. El escepticismo de Ferreras, en efecto, le condujo a a desechar lasfábulas y narraciones inverosímiles que se habían introducido en la historiaeclesiástica; era, pues, un novator. Pero, si en su labor de historiador da muestras de atenerse a los datos queno superan los límites de una posible experiencia, Ferreras esperó hasta 1727,cuando ya había aparecido el primer tomo del Teatro crítico universal de Feijoo,para, en el tomo XVI de su Sinopsis, desvanecer las calumnias que habíasufrido, lamentar la carencia en España de una cátedra donde se explique elarte de la historia, y exponer sin tapujos las exigencias a que somete laaceptación como real de alguna narración. Premisa general es, según él, poseer un auténtico amor a la verdad ydespreciar la mentira venga de donde venga. Después vienen los principiosreferentes a la cronología y a la geografía, que permiten determinar si alguienpudo vivir en el tiempo y en las circunstancias que se suponen. Lo másdecisivo, sin embargo, es la verosimilitud o inverosimilitud de un suceso,criterio que él aplica siguiendo la práctica judicial. Ferreras, al escribir laHistoria de España, se niega a aceptar que algo ha sucedido si no existentestimonios próximos y positivos sobre esos hechos. Y de manera muy directay concreta disiente Ferreras de quienes sostienen que basta que todo elmundo —la vox populi— crea algo para obligar a la inteligencia a admitir laveracidad del hecho. Para él, esa voz del pueblo o consenso general no eliminala duda ni inclina la conciencia a seguir prestando fe a tradiciones sinfundamento positivo: sólo argumentos de experiencia confieren a algo elcarácter de «realidad». Las consecuencias de tal desconfianza fueron demoledoras para muchastradiciones de la devoción local y otras muchas fábulas, inventadas para darcrédito a títulos aristocráticos así como a prebendas, canonjías y privilegios.A Ferreras le saldrían impugnadores de cada santuario y orden religiosa.Como Ferreras había considerado poco probable la aparición de la Virgen delPilar al apóstol Santiago, las contestaciones más duras a su labor historiográfi-ca procedieron de la región aragonesa. La oposición contra Ferreras fue tandura y encarnizada que el Consejo Real emitió una providencia el 8 de marzode 1723 mandando que se suprimieran tres páginas de la primera edición deltomo VI. Asimismo, la Inquisición prohibió la posesión de los tomos III y VI.

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Además de la reacción oficial, un versificador anónimo lanzó contraFerreras el papel titulado El crítico moderno, transformado en corredor de oreja. Elautor se alegra de que la censura obligara a Ferreras a suprimir las famosastres páginas del prólogo e irónicamente se hace eco de las supuestas quejas deéste, las cuales son muy significativas para comprender cómo en aquellasfechas los más conservadores pintaban a sus contrincantes. El autor de estepapel lo considera un peligro para la fe, entendida ésta de una forma queincluye sobre todo tradiciones piadosas, reglas canónicas y privilegios reales.A la Crítica le achaca ser fuente de futuros cismas porque introduce lainquietud donde antes había consenso. Si Ferreras —sigue argumentando estepanfletista anónimo— ha atacado sólo una tradición, la del Pilar, en realidades porque sabía que no podía con todas a la vez, y, por razones tácticas,empezó con una de Aragón —una región malquista con los Borbones— y nocon una de Castilla. El episodio demuestra que la Ilustración española tenía pocas posibilida-des de triunfar contra una actitud mental colectiva que se aferraba atradiciones locales y a visiones providencialistas. Ese apego colectivo a laspropias tradiciones resulta para la Ilustración un enemigo mucho máspoderoso que la filosofía escolástica. La respuesta de los estamentos socialesmás altos a la nueva crítica histórica consiste en afirmar incondicional yexaltadamente las costumbres locales y la piedad popular, y esto sin buscarninguna legitimación en el cristianismo evangélico.

Los benedictinos pusieron el grito en el cielo porque Ferreras duda de laantigüedad de la introducción de la regla de san Benito en España y desconfíade algunos aspectos de la biografía de san Millán. En nombre de la ordenbenedictina tomó la pluma Diego de Micolaeta, el cual no sólo argumentacon detalles concretos sino que antes que nada le preocupan los principioscríticos de Ferreras. Por eso otro benedictino se unió a la campaña antiferre-riana. Francisco Berganza intuye que la historiografía escéptica presentaproblemas a la teología y que entre esta facultad y la historia se avecinangraves conflictos, porque tanto en una como en otra se dirime la cuestión delvalor de la fe humana y de la fe humana-eclesiástica. Además, una aplicaciónestricta del «argumento negativo» —puesto como premisa por Ferreras—obligaría a prescindir de importantes pasajes, por ejemplo, del Evangelio desan Juan, y, en general, crearía enormes problemas para fijar el texto canónicode la Biblia. Queda claro, pues, que el significado de la obra de Ferreras no

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consiste en si manejó, o no, cuidadosamente las fuentes. Y algunos de suscríticos creyeron ver en la crítica algo próximo al racionalismo de RichardSimon en la exégesis bíblica.

Por las relaciones que tiene con las creencias religiosas y con la legitima-ción de muchas costumbres y privilegios, la crítica filológica es un elementoconstitutivo de la Ilustración, en cuanto que potencialmente contribuye adesmontar el andamiaje del Antiguo Régimen. Muchos privilegios de lanobleza, del clero o de territorios y ciudades se apoyaban en documentosantiguos. La monarquía absoluta se sirvió de la crítica para invalidarcompetencias que la Curia vaticana a lo largo del tiempo se había arrogadoen España o para suprimir privilegios eclesiásticos basados en tradicionesinventadas y así ampliar el campo del poder real. Pero también había un buennúmero de eruditos y aficionados a las humanidades que encontraban en lahistoria un campo para presumir de saber y que empleaban la crítica históricacon timidez y a objetos inocuos, quedándose en mera sabiduría libresca, y aéstos no se les debe considerar como exponente de las Luces: un eruditopuede hacer crítica sólo para competir con sus colegas, para labrarse su propiafama, para apuntalar la situación existente o, incluso, para restituir el pasado;ninguno de estos objetivos tiene nada que ver con la mentalidad ilustrada En la polémica provocada por la Historia de España de Juan de Ferrerasparticiparon Jacinto Segura (1668-17519) y Benito Jerónimo Feijoo(1676-1764), dejando así constancia de la escisión entre los historiadoreshispanos. Cuando los discursos de Feijoo comienzan a tocar temas históricosse exaltan de nuevo los ánimos de los contemporáneos, muchos de los cualesse consideran mejores latinistas e historiadores que el monje benedictino y nosólo desdeñan su campaña contra las falsedades, sino que se ponen comoúltima meta encontrar errores en los textos de Feijoo. Feijoo, en todo caso, nofue ni historiador ni filósofo de la historia, aunque dejó algunas reflexionessobre la historia en Teatro Crítico Universal y Cartas Eruditas (cf. el artículo deFernández Conde 1976). Por su parte, el dominico alicantino Jacinto Segura es un ejemplo algoextremo de la forma tradicional de entender la crítica, sobre todo por losteólogos. El cual, alarmado por el escepticismo y relativismo que se extendíaen el campo histórico —lo cual afectaba a la exégesis bíblica y a la historia dela Iglesia y sus dogmas—, quiso de nuevo apuntalar el baluarte de la certeza.Su obra Norte crítico con las normas más ciertas para la discreción en la Historia, y

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un tratado preliminar para instrucción de históricos principiantes (Valencia, 1736)da pautas para que el historiador incipiente no se desvíe por el prurito deatenerse a la razón empírica y da asimismo un toque de alarma ante eseconsecuente criticismo que empieza a minar en España los cimientos de la fepopular. Que el escepticismo y la desconfianza habían echado raíces en el campode la historia lo prueba el mismo hecho de que Jacinto Segura se veaprecisado a ofrecer un «norte» para que el criticismo no los lleve por sendasarriesgadas. Se ocupa, desde luego, de la cronología, geografía, fuentes y otroscriterios para decidir sobre la veracidad de los textos. Pero su preocupacióncentral es la defensa de la obediencia a la autoridad. Por eso aconseja aceptarcomo fuente sólo a autores católicos y mantener al gran público alejado decuestiones disputadas o consideradas inseguras. El primer punto que Segura reprocha a Feijoo y al Diario de los Literatoses el de que hayan participado al vulgo las dudas que acosan al historiador.Evidentemente, todo lo que se relaciona con las creencias o con lo que mereceduda no es bueno que inquiete a la masa. La inseguridad debe quedarreservada para la elite, que es capaz de superarla o compensarla. El Nortecrítico afronta además el espinoso asunto, levantado por el escepticismohistórico de Juan de Ferreras, acerca del valor de las tradiciones que no estánsuficientemente documentadas. Segura defiende que:

Las tradiciones populares merecen fe histórica si hay buenos indicios de suantiguo origen, de continuación, de común y general consenso y no contradicena testimonios coetáneos o cercanos.

Esto, en principio, parece reflejar una actitud mesurada, pero, enrealidad, pretende evitar que la fe vea reducido su ámbito de vigencia aconsecuencia de la crítica histórica. Segura quiere cubrir con un mantoprotector la religión popular, mientras que a Feijoo no sólo le disgustan esas«Peregrinaciones sagradas y romerías» que tienen más de culto a Baco, Venusy Marte que de celebración de misterios cristianos, sino que también lemolestan todas las falsedades recibidas de la tradición, incluidas las religiosas,como milagros, reliquias y leyendas veneradas por iglesias locales. Segura, porel contrario, amonesta: «El crítico no debe impugnar o poner duda en estastradiciones, sino entre sabios y con noticias ciertas de contrario». Teme la

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pérdida de la disposición a creer y, por eso, argumenta diciendo que la faltade testimonios positivos no es razón suficiente para dudar de la antigüedadde las leyendas devotas. Y todavía más: que las tradiciones universales hayque creerlas en todas partes, mientras que las locales sólo en la correspondien-te región. Lo cual no significa otra cosa que blindar las costumbres einstituciones locales frente a cualquier intento de reforma en nombre delespíritu crítico El análisis y valoración de Francisco Sánchez-Blanco se opone al deAntonio Mestre, para quien el Norte crítico es

la mejor obra de metodología histórica de nuestro siglo XVIII. (…) Con buenconocimiento de los tratadistas extranjeros (Mabillon, Vallemont...), así como delos historiadores críticos españoles (Nicolás Antonio, Mondéjar...), el dominicovalenciano establece el sentido de la crítica y su necesidad, la cronología y losdiferentes sistemas, la geografía, la fe que merecen los testimonios documentales:paganos, Santos Padres, herejes, apócrifos, Breviario y Martirologio Romano,tradiciones... El análisis de los testimonios del pasado y su valor constituye la partemás interesante del libro.

Para Mestre,

las deficiencias del dominico están en los casos concretos: quiere salvar la buenafe de fray Juan Anio de Viterbo, defiende el criterio de Sáenz de Aguirre sobre laColección Isidoriana y las Decretales o la autenticidad de las obras atribuidas aDionisio Areopagita (...). Y en cuanto a las tradiciones eclesiásticas, si bienconfiesa que los argumentos utilizados no demuestran la legitimidad de la cartade la Virgen conservada en Mesilla, sin embargo, no conviene consentir suimpugnación con imaginaciones propias, con apariencias y razones muy débiles,porque fomenta la piedad y el culto sagrado al tiempo que ha sido defendida porlos prelados sicilianos durante más de dos siglos. El mismo argumento seráutilizado para defender las tradiciones jacobeas, considerándolas muy dignas deasenso, dado que están recibidas en toda la nación, con el común consentimientode los escritores y de la jerarquía española.

Mestre añade también, sin embargo, que Segura, como Feijoo y luegoEnrique Flórez son un buen ejemplo de cómo, «al margen las posterioresimplicaciones polémicas, (…) hasta las primeras figuras intelectuales (…) noacaban de separar el peso de la autoridad eclesiástica al enfocar los asuntoshistóricos». Lo cual, en última instancia, «demuestra que las dificultades

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—debidas en especial al ambiente sociorreligioso en que vivían— eranenormes».

3. La cima del criticismo: Gregorio Mayans i Siscar,Enrique Flórez y Andrés Marcos Burriel

El valenciano Gregorio Mayans i Siscar (1699-1781) concita la unanimi-dad a la hora de considerarlo el «abanderado del criticismo histórico» comolo define Antonio Mestre, el historiador que más ha estudiado su obra. Mestrelo considera también un novator e incluso un ilustrado y aquí es dondeaparecen las divergencias entre los modernistas. Antonio Domínguez Ortiz,en su precioso y ya citado libro sobre Carlos III y la España de la Ilustración,resumió esta cuestión: Mayans fue más bien el último de nuestros humanistasantes que el primero de nuestros ilustrados. Francisco Aguilar Piñal (2005),luego de recordar que fue quien acuñó la expresión «Siglo de Oro» al escribirla biografía de Cervantes, habla de él en los siguientes términos:

El ecléctico Mayans, que no quería saber nada de la nueva filosofía, volvió losojos al humanismo erasmiano, empapado de la cultura filológica que echaba demenos en sus contemporáneos y la emprendió sin contemplaciones contra losfalsos cronicones. Ni él ni Feijoo renunciaron jamás a su fe católica, ni a sudevoción monárquica, únicos límites de sus especulaciones.

Aunque es, sin ninguna duda, Francisco Sánchez-Blanco quien más harecortado el alcance ilustrado de la obra de Mayans.

Nació en Oliva, provincia de Valencia, en una familia conocida por sufiliación austracista, es decir, familiarizada con la idea de conservar la Españade los Habsburgos y reticente ante los cambios centralistas preconizados porlos ministros borbónicos. Estudió latín, retórica y poética con los jesuitas enel colegio de Cordelles (Barcelona) y luego filosofía y jurisprudencia en lasUniversidades de Valencia y Salamanca. Llegó a ser nombrado bibliotecariodel Palacio Real, cargo al que renunció en 1740, frustrado también por nohaber conseguido el puesto de cronista de Indias. Los últimos cuarenta añosde su vida los vivió retirado en su pueblo natal entregado totalmente atrabajos filológicos e históricos.

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A sus aficiones humanísticas sumó la influencia de pensadores extranjeros—en especial la del italiano Luigi Antonio Muratori—, aunque mantuvotambién numerosa correspondencia con historiadores y juristas de otros paíseseuropeos. Fue autor de una extensa obra sobre literatura, historia de la lengua(Orígenes de la lengua española) e historia a secas. Su primera incursión en elcriticismo histórico fue para censurar la España primitiva de Francisco XavierManuel de la Huerta y Vega, miembro de la Real Academia de la Historia ydel circulo que editó el Diario de los literatos (1737-1740), revista trimestralque apareció con la intención de publicar reseñas de obras editadas dentro yfuera del país. Ese libro estaba basado en un cronicón fingido por PellicerOssau, por lo que iniciaba la tercera etapa de los falsos cronicones. Mayans seconsideró, como heredero de Nicolás Antonio y del marqués de Mondéjar,obligado a defender el criticismo histórico frente a personas e institucionesque favorecían a Huerta y Vega. Basada en la crítica externa —conocía elmanuscrito fingido que se conservaba en la real biblioteca— y en la críticainterna, por el análisis de su contenido, la censura de Mayans era convincente.Pero nada consiguió, pues las Academias alegaron que nunca la opiniónpersonal de un erudito debía prevalecer sobre el criterio de las institucionesfundadas por el rey. El revés fue un motivo más para que Mayans se retiraraa su pueblo natal y, al no encontrar eco para sus proyectos en la Corte, sepropuso publicar las obras críticas por su cuenta.

Constituye todo un símbolo que inicie su empresa con la Censura dehistorias fabulosas, de Nicolás Antonio, que había copiado durante los años detrabajo en la real biblioteca. La Censura apareció en noviembre de 1742 yconstituyó un escándalo. Se trataba de la crítica metódica y sistemática de lasficciones del padre Higuera en el santoral español. Mayans sabía por dóndele vendría el ataque —de parte de los «ignorantes y supersticiosos»—, peroestaba dispuesto a afrontar los peligros:

Yo tengo tanto ánimo que si por mantener este deseo de defender la verdadimportase exponer la vida, no me detendría, porque va en esto la gloria de Dios.

Estas palabras, escritas antes de que apareciera la Censura, son bastanteexpresivas. Existe, sin embargo, un texto, redactado en el momento en quepreparaba la Vida de Nicolás Antonio, que constituye la síntesis de su

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pensamiento y la expresión más clara de los problemas que experimentabanlos partidarios del criticismo histórico:

Usaré de la crítica con todo rigor en todo lo que entiendo que se puede usar.En todo tendré el espíritu del cristianismo que es el de profesar la verdad. Siexpresar algunas tuviere inconveniente, callaré. Y así, ni negaré, ni afirmaré lavenida de Santiago, porque ni tengo fundamentos para afirmarla, ni Dios meobliga a padecer los ciertos peligros ni las resultas de ellas.

Llegó la reacción de los supersticiosos, que temía Mayans, pero falló elrespaldo de la autoridad en que confiaba. Los canónigos del Sacromontedelataron la Censura a la Inquisición que despreció sus argumentos, pero elConsejo de Castilla los acogió con simpatía y persiguió al erudito secuestrandola Censura de historias fabulosas, prohibiendo la iniciada edición de las Obrascronológicas del marqués de Mondéjar y, la mayor injusticia, se incautó de 107volúmenes de manuscritos que con su esfuerzo y dinero había adquirido elvalenciano. Si bien es cierto que, gracias a la valerosa defensa que hizo de suderecho, le fueron devueltos los libros y manuscritos, la persecución tuvograves consecuencias en el campo de la historiografía española.

En primer lugar, Mayans, pese al reconocimiento explícito por parte delConsejo de Castilla de la justicia de su causa, abandonó sus proyectos deeditar otros trabajos de Nicolás Antonio y los suyos propios contrarios a losfalsos cronicones. Además, aunque la Academia Valenciana, que habíafundado con el fin de promocionar los libros de historia crítica, pagó laedición de las Obras cronológicas y las Advertencias a la Historia del padreMariana, de Mondéjar, todos los ambiciosos proyectos expuestos en susConstituciones quedaron en entredicho. Finalmente, era un aviso claro: elGobierno no permitiría con facilidad la aplicación de la crítica histórica enaquellos puntos considerados como gloria nacional y en especial los quetocasen aspectos vinculados a tradiciones eclesiásticas

En el caso concreto de la Censura se trataba de supersticiones que notenían ningún fundamento histórico y su crítica estaba expuesta por personassinceramente católicas —Nicolás Antonio fue canónigo de Sevilla y lareligiosidad de Mayans está fuera de toda duda— y dentro del mayor respetopor la autoridad eclesiástica. El problema consistía, de nuevo, en el conceptode nacionalismo. La crítica que eliminase una falsa tradición era para Mayansuna gloria nueva para España; mientras que para sus contradictores constituía

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una ofensa pues se le quitaban «glorias» de un pasado histórico «fantástico yridículo».

Junto a este trabajo de metodología, Mayans exigía la edición de lasfuentes documentales. Pero, dada la imposibilidad de llevar a cabo laempresa, el valenciano optó por exponer su proyecto en el prólogo a las Obrascronológicas del marqués de Mondéjar para que otros más afortunados lallevasen a cabo. La invitación fue aceptada y el retiro de Mayans no entrañabaabandonar la empresa. El valenciano continuaba en la brecha y su actitudsuscitaba la admiración de algunos estudiosos que buscaron en su correspon-dencia un acicate en la empresa de reformar la cultura española

Entre quienes se acercaron al solitario de Oliva están el jesuita AndrésMarcos Burriel y el agustino Enrique Flórez, las primeras figuras de lahistoriografía española de mediados del siglo. El agustino burgalés EnriqueFlórez (1702-1703) se sintió atraído por la historia eclesiástica desde suformación de teólogo, pero el aprendizaje de la historia fue lento. En 1743,publicaba Flórez la Clave historial, dedicado a los jóvenes, como lo había sidoel Norte Crítico, de Jacinto Segura. Las diferencias, no obstante, eran grandes,pues mientras el dominico valenciano buscaba la formación crítica de losjóvenes historiadores, el agustino enfoca su trabajo bajo la perspectiva de laeducación ética de los estudiosos. Pero su gran obra es la España Sagrada (27vols. entre 1747-1775), continuada después por varios autores; he aquí sutítulo desarrollado: España sagrada. Theatro geographico-histórico de la iglesia deEspaña. Origen, divisiones y términos de todas sus provincias. Antigüedad, traslacionesy estado antiguo y presente de sus sillas, en todos los dominios de España y Portugal.Con varias disertaciones críticas para ilustrar la historia eclesiástica de España.

Según confesó él mismo, la idea le fue sugerida por el bibliotecario realJuan de Iriarte, aunque se trataba de una necesidad que flotaba en elambiente. Mayans había expresado ya públicamente la necesidad de unaEspaña Eclesiástica que recogiese la documentación básica. Y en la correspon-dencia cruzada entre el valenciano y Muratori, el bibliotecario de Módenapreguntaba si teníamos una Hispania Sacra, a cuya elaboración invitaba donGregorio, a quién suponía con permiso para entrar en la biblioteca de ElEscorial. Todo ello explica la fama de Flórez como el gran historiador españolde siglo XVIII. Fama mantenida, sobre todo, gracias a Menéndez Pelayo, queveía en el agustino el ideal del historiador, crítico pero moderado, situado

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entre dos extremos: los falsos cronicones dominados por la superstición; y laactividad de Mayans y Masdeu, a quienes acusa de excesivamente críticos.

En contraste con los frecuentes elogios, aparecen las censuras contra elesquema de la obra: un caos, según Sainz de Baranda; o la acusación de«espíritu anticrítico», en frase de Pascual Galindo, pues llegó a arrancar dosfolios de un manuscrito del siglo IX «porque eran contrarios al honor deEspaña». El límite de Flórez estaba de nuevo en la piedad como reconoció conestas palabras:

Por tanto dejo pasar algunas cosas en que quisiera descubrir más firmeza: peropor ser sagradas, y no hallar convencimiento en contra, más quiero exponerme ala censura de los críticos, que desairar la reputación de piedad.

Por eso se mantuvo fiel a la creencia en el origen apostólico de lacristiandad hispánica, pues para Flórez constituía la mayor gloria nacional, demodo que quería ver en los ataques de los historiadores extranjeros a la venidade Santiago a España una prueba más del odio y envidia a las gloriasespañolas:

Entre las varias glorias, que ilustran a la región de España, la primera y másdigna de reconocimiento es haberla escogido el cielo por teatro para la predicaciónde los Apóstoles (...). Éste es el más sobresaliente beneficio: pero por lo mismo quees tan sobresaliente y estimable, necesita ser afianzado contra la envidia y contrala arrogancia: pues así como no se debe permitir que nos quiten lo que sea nuestro,tampoco debemos arrogarnos lo que no lo sea.

En contraste, Mayans manifiesta un concepto muy distinto de nacionalis-mo al establecer que la gloria nacional tiene que ser real e históricamenteprobada y no sólo leyenda o ficción:

Aunque soy amantísimo de las glorias de España y procuro promoverlas cuantopuedo, desestimo las falsas, y entretanto que en España no se permite desengañara los crédulos, me alegro que haya eruditos extranjeros que lo procuren y que unode ellos sea el P. Mamachi por lo que toca a la venida de Santiago a España, quetengo yo por una fábula muy mal ideada.

Esta polémica tuvo lugar entre bastidores. El único que expuso pública-mente su pensamiento fue Flórez en la España Sagrada y encontró el apoyo

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de Rávago y la ayuda económica del Gobierno. La réplica de Mayans fueprivada y aparece en unas cartas dirigidas al nuncio del Papa en Madrid,monseñor Enrique Enríquez y en la correspondencia con Burriel.

El jesuita conquense Andrés Marcos Burriel y López (1719-1762)manifestó su interés por la historia desde sus años mozos de residente en lacasa profesa de Toledo. Y desde esa perspectiva, centrada en el interés comúnpor el conocimiento del padre Mariana, se dirigió a Mayans con quienmantuvo una correspondencia recientemente publicada y que clarifica laevolución intelectual del jesuita: su criticismo creciente respecto a los falsoscronicones y la paternidad del padre Higuera y su deseo de aprender deMayans, como expresan estas palabras

la erudición sólida y profunda, el estudio de la antigüedad eclesiástica y profana,la cultura y el buen gusto en las ciencias, la crítica prudente y arreglada y, en fin,el cultivo de la bella literatura.

Burriel contó con el favor del confesor de Fernando VI, Francisco Rávago, loque le permitió residir en la Corte y desarrollar una actividad proyectista queconcretó, cuando contaba 29 años de edad, en unos Apuntamientos de algunasideas para fomentar las letras (1750). Burriel propone la creación de una JuntaAcadémica con fines culturales que estaría controlada y dirigida por los padresde la Compañía («sin la Compañía en España nada bueno se puede idear quetenga subsistencia»), y sus actividades estarían subvencionadas por elGobierno.

Los proyectos expuestos en los Apuntamientos abarcan dos grandesbloques:

— ciencias eclesiásticas: la Junta Académica debería preocuparse deestudiar la Biblia propia de España, oficio mozárabe, misales ybreviarios de las iglesias, colección de concilios, constitucionessinodales, santos padres españoles;— ciencias profanas: la Junta propiciaría una serie de ediciones:monumentos de la antigüedad española, crónicas, historiadoresantiguos y modernos.

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Su aportación original y singular vino cuando Burriel entró en contactopersonal con los documentos del archivo de la catedral de Toledo, ante loscuales proyectó como necesarios:

— una colección de cosas de España; — un bulario español; — un cuerpo diplomático español; — y una colección de antiguas liturgias y rezos de España.

Los proyectos, concebidos al calor de los documentos originales, fueronexpuestos en apasionadas cartas al secretario de Estado Carvajal y Lancaster,con el evidente fin de demostrar la utilidad de la tarea cultural emprendida,así como a su amigo Mayans, a quien invitaba a colaborar. Pero el valenciano,escaldado por tantos desprecios políticos, se negó en redondo a hablar decualquier asunto que pudiera tener relación con la política o regalismo y selimitó a repetir con insistencia que aprovechase la ocasión para publicardocumentos originales y no retrasase las ediciones en espera de tenerlo todoestudiado:

¿Ha recogido V. Rma. Fueros, Leyes, etc.? Con una prefación logrará Españaeste tesoro. ¿Concilios, Sínodos, Estatutos? Digo lo mismo. ¿Piezas históricas,disertaciones importantes, libros perfectamente trabajados?; ¿qué falta sinopublicarlo diciendo cuatro palabras? Esto es lo que han hecho los Labés,Sirmondos, etcétera. Esto es lo que el mundo quiere. Esto lo que España necesita.

Burriel no siguió el consejo y a partir de 1754 perdió el apoyo cortesano aldesintegrarse el equipo que lo había sostenido. Sus proyectos quedaron en unbreve «soñar lo que deseo»

El nuevo equipo ministerial, dirigido por Ricardo Wall, intimó al jesuitaa que entregara los manuscritos copiados. Y aunque Burriel sólo presentóparte de las fuentes documentales que había almacenado, el evidenteantijesuitismo de que hacía gala el secretario de Estado y la mala salud deBurriel, agotado por el esfuerzo intelectual y la incomprensión, impidieron nosólo la elaboración sino también la edición de los documentos. Burriel llegóa pensar en la necesidad de establecer «Compañías de eruditos», y dentro desu Orden trató de agrupar a los estudiosos en ella con este mismo fin. Burriel

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proyectó las siguientes grandes colecciones históricas, para cuya publicacióntrataba de reunir tal ingente cantidad de documentos:

— a) ediciones críticas de Garibay, Morales y Mariana; — b) colección de historiadores de Indias; — c) colección de obras de reyes y príncipes de España;— d) colección de Órdenes Militares...

Burriel escribió también un Informe de la imperial ciudad de Toledo y unasMemorias para la vida del santo rey don Fernando III. En el cultivo de las cienciasauxiliares de la historia, sobresalió de manera especial, en donde con razón sele ha atribuido la Paleografía española (1758), que fue publicada por el padreEsteban Terreros.

Antonio Mestre ha recogido y remarcado un texto de Burriel en queexpone la necesidad de estudiar las:

jurisdicciones, diezmos, tercias, su origen y repartimiento en cada siglo, adquisicio-nes de bienes-raíces por manos muertas, espolios de prelados, derechos de éstos ysus iglesias sobre sus vasallos, exenciones, inmunidades (...), sujeción a los reyes,tributos pagados a éstos y en qué forma (...), las varias cartas de tributos y modode pagarlos los vasallos ya en paz ya en guerra y urgencias, los derechos de lanobleza y sus cargas y obligaciones (...), derechos de las ciudades, vario estado delvecindario, labranzas, ganados, artes, fábricas.

Con este comentario:

Todo ello basado en documentos conservados en el archivo de la catedraltoledana. No se olvide la fecha, 1752, dos años antes de que apareciera el Ensayosobre las costumbres y el espíritu de las naciones de Voltaire.

La muerte de Burriel (1762) coincidió con un buen síntoma de cambiode rumbo en la política cultural. La subida de Carlos III al trono de Españahabía despertado enormes expectativas también en el campo cultural. Conmotivo de la presentación al monarca de la Bibliotheca arabico-hispana-escuria-lensis, de Casiri, la real biblioteca adquirió un protagonismo inesperado y losproyectos históricos, con la creación de la imprenta real, encontraron el apoyo

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del monarca. A partir de ese momento, quedaron perfilados unos proyectosde ediciones:

— el segundo volumen de la Bibliotheca de Casiri; — el catálogo de los manuscritos griegos existentes en la realbiblioteca; — la reedición de la Historia de España de Mariana, la Sinopsis deHistoria de España de Juan de Ferreras; — el códice árabe de la disciplina eclesiástica de España recientementeencontrado por Martínez Pingarrón en El Escorial y la BibliothecaHispana de Nicolás Antonio.

El director de la real biblioteca, Juan de Santander, buscó el apoyo deintelectuales de prestigio y los rumores se dispararon sobre la colaboración deMayans y Pérez Bayer, que no se dio. Después de la muerte de Burriel, losmanuscritos conseguidos por el jesuita durante los años que dirigió lacomisión de archivos, así como los papeles personales, fueron depositados enla Real Biblioteca (septiembre de 1762). La Real Librería Pública de Madrido Real Biblioteca surgió en 1712 por iniciativa real, con vistas a guardar lascolecciones de libros pertenecientes a la Corona y traídas de Francia con elcambio de dinastía, y más tarde experimentó un notable incremento de susfondos a resultas de la orden real que obligaba a depositar en ella un ejemplarde cualquier libro editado en España. Bajo la dirección de los sucesivosconfesores de Felipe V, la Real Biblioteca dio acogida a un grupo de personassensibles a las ideas de los novatores, que hicieron posible el Diario de losliteratos en España. Hasta la segunda mitad del siglo XVIII no hubo biblioteca-rios en dicha institución que destacaran por su trabajo intelectual y la mayoríano publicó nada: uno de ellos rechazó al deán Manuel Martí como biblioteca-rio, a pesar de que éste disponía de una excelente formación erudita y de uncompleto dominio del latín y del griego; otro censuró la Historia civil deEspaña en tres volúmenes (1733-1744) de Nicolás Belando, un meritoriotrabajo con una concepción innovadora de la historia como el propio títuloindica y que fue denunciada a la Inquisición por los jesuitas y prohibida en1745 por la postura regalista del autor, lo que impidió la continuación de lamisma a pesar del elogio desmesurado de Felipe V hecho por Belando, quelo presentaba como un rey amante de los libros e interesado por Tácito y por

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la historia. En 1783 fue nombrado bibliotecario mayor el valenciano FranciscoPérez Bayer, sacerdote y hebraísta, editor de la Bibliotheca hispana de NicolásAntonio.

4. La Real Academia de la Historia

En las primeras décadas del siglo XVIII las nuevas ideas se habíanexpuesto en las tertulias de las casas de algunos aristócratas y en lasacademias. Ambas continuarían siendo luego el principal medio de difusiónde lo que más tarde dio en llamarse el espíritu de las Luces o de la Ilustración.A falta de una universidad renovada, con una fuerte censura gubernativa yvigilancia por parte de la Inquisición en cuanto a materiales impresosautóctonos o traídos del extranjero, las tertulias y las academias jugaron elpapel más importante. Durante el reinado de Felipe V los asistentes a lasmismas habían sido sobre todo aristócratas, médicos y clérigos licenciados encánones y leyes. Estos últimos podían hacer carrera dentro del estamentoeclesiástico y algunos llegaron incluso a convertirse en elite de gobierno. Entre las nuevas instituciones culturales creadas en los primeros años delreinado de Felipe V destacan la Real Academia Española y la Real Academiade la Historia. La primera tuvo su origen en la tertulia literaria del proborbó-nico marqués de Villena en 1713; al año siguiente recibió la aprobación deFelipe V; el rey concedió a sus miembros el privilegio de «criados de la CasaReal», lo que sirvió de estímulo para atraer a nobles, sacerdotes y burócratascon aficiones literarias. La protección de la lengua castellana, presentada comola lengua española, tenía un componente político además de cultural en uniónde la historia. La nueva planta académica contó varios años después con unainstitución recién creada para ese segundo menester. En un principio la nuevaacademia estuvo dedicada al estudio de las ciencias, las artes y las bellas artesy recibió el nombre de Academia Universal; por tanto no presentaba uncarácter literario sino erudito. Sus orígenes también llevaban a una tertulia deamigos, la que en 1735 empezó a reunirse en casa del abogado Julián deHermosilla y estaba compuesta de personas al servicio de la monarquía,nobles y religiosos próximos al rey. El enfoque en un principio fue de tipoenciclopédico, acorde con el de otras academias europeas de inspiraciónrenacentista. Pero en poco tiempo y de manera significativa la orientación

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inicial se cambió por un trabajo exclusivamente dedicado a la historia ygeografía de España. En la línea de la Academia de la Lengua, la nuevatertulia dirigió entonces la mayor parte de su esfuerzo a la elaboración de unDiccionario histórico-critico de España, pero éste no salió adelante por ladesmesura de los objetivos, los escasos medios y las discusiones en el seno dela Junta. La concepción erudita del trabajo geográfico-histórico, defendida poralgunos de los académicos, buscaba la depuración de la historia de España deinvenciones basadas en leyendas y cronicones falsos, lo que despertaba recelosy debía hacerse compatible con la historia sagrada. En 1736 la Academiacelebró por primera vez su reunión en la Real Biblioteca con el beneplácitodel confesor del rey. Dos años más tarde Felipe V le dio el título de RealAcademia de la Historia y a sus miembros les otorgó el privilegio de «criadosde la Casa Real» (Real Cédula de 17 de junio de 1738). Entre sus fundadores se encontraba el abogado Manuel de Roda,aragonés de nacimiento, que con el tiempo y la ayuda del conde de Arandallegó a convertirse en un poderoso ministro de Carlos III. Los privilegiosconcedidos por el rey, su protector, incluían una pensión económica a lainstitución, la incorporación a la misma del empleo de Cronista de España eIndias, fuero y consideración jurídica especial de los miembros de la academiaen tanto «criados de la Casa Real», así como honores y prelaciones en los actosy las ceremonias públicas. El patronazgo del monarca hizo de la Academia dela Historia un instrumento político desde el primer momento. La unión de larepública de las letras y el absolutismo daba argumentos a la supremacía delpoder del rey en detrimento, por un lado, de la jurisdicción universal, quedesde antiguo se atribuía la Iglesia de Roma, y por otro de las jurisdiccionesparticulares de carácter local, corporativo o señorial. El «derecho patrio» y la«historia de España» respaldaban la unión entre nación y monarquía absolutay alimentaban una dinámica que hoy en día algunos historiadores han llegadoa denominar nacionista, para distinguirla del nacionalismo posterior. Elderecho y la historia calificados de «españoles» debían salir de las leyes y elpasado de Castilla, pero de unas leyes recopiladas y expurgadas de ciertasantigüedades, y de un pasado reconstruido con criterio razonable y privadode ciertas creencias insostenibles. Pedro Rodríguez de Campomanes era miembro de la Real Academia dela Historia y en 1764 fue elegido presidente de la misma, reelegido luego

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cada año hasta 1791 y de nuevo vuelto a elegir en 1798 hasta finales de 1801,pocos meses antes de su muerte. Campomanes es un buen ejemplo de que endicha institución predominaban los abogados y había un alta presencia demiembros con estrechos lazos de amistad o parentesco. En las nuevas instituciones de sociabilidad, como la Academia de laHistoria y las Juntas y Academias de Jurisprudencia, formadas sobre todo porabogados y empleados al servicio del rey, se movía la gente ilustradaprocedente de las capas inferiores del estamento nobiliario con ambiciones departicipación en el gobierno de la monarquía. Los miembros de esasinstituciones en los puestos directivos no permanecieron al margen del poderpolítico, al que necesitaban para conseguir sus objetivos. Y el gobierno del reypor su parte consideraba de mucha utilidad para los suyos propios elasesoramiento y el apoyo de las academias sobre las que ejercía su patronazgo.Fuera de ellas podía haber intelectuales independientes y críticos con eseservilismo hacia el monarca, como Voltaire y otros «filósofos» en Francia,pero semejante actitud apenas se manifestó en España. La subordinación de la esfera pública privada a la gubernamentalrepercutió entre nosotros de manera negativa en el desarrollo de una opiniónpública no mediatizada por el poder político. Cada vez que el rey pedía uninforme a la Academia de la Historia los miembros de dicha institución teníancierto margen de libertad para opinar en sus reuniones. Estaban obligados amantener las deliberaciones en secreto. Además, el pronunciamiento oficialde la Academia de la Historia no debía causar disgusto a Su Majestad si teníaun significado político. Aun cuando en la Academia de la Historia los estatutos fundacionaleshablaran de la elección anual no renovable del director, como norma generaldesde el primer momento se dio una larga permanencia en el cargo por dosmotivos. Para dar continuidad a tan importante labor y con el fin de poneral frente a una persona con acceso directo al monarca. El primer director dela Academia, Agustín Montiano y Luyando, secretario de Gracia y Justicia yde Estado de Felipe V (1738-1764), con un breve intervalo de un año en queel cargo pasó al tercer conde de Torrepalma, mayordomo de semana del rey.Desde 1764 hasta 1791 Campomanes tomó el relevo y sacó provecho de laindefinición de los estatutos en cuestiones de funcionamiento ordinario paraaumentar su poder como director de la Academia de la Historia

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La institución configuraba un espacio público a partir de la iniciativaprivada en cuyo interior desaparecía la jerarquía social tradicional y lasdivisiones de carácter estamental. El requisito exigido a los miembrosnumerarios era que fueran «juiciosos, decentes, bien opinados y de aplicacióne inclinación a los trabajos de la Academia», por lo que la rectitud moral ydedicación de la historia se convertían en las dos únicas condiciones previasal ingreso. El director presidía la Mesa Directiva y seguía haciéndolo, aunqueen la Junta estuvieran personalidades de más alto rango social comoarzobispos, Grandes de España o embajadores de la Corona. Semejante«democratización», sin embargo, sólo se daba dentro del «estamentoilustrado» y a éste, por lo general, no accedía la gente de condición plebeya.En la Academia, a lo sumo, había abogados procedentes de la pequeñanobleza y clérigos que, en función de su talento, podían codearse con las altasjerarquías nobiliarias y eclesiásticas, si es que alguna de estas últimasmostraba interés en formar parte de la nueva institución, lo que no era muyfrecuente. Los académicos gozaban de privilegios concedidos por el rey ytenían un estatus diferenciado. Dentro de una sociedad en la que pesabantanto las distinciones y los honores de carácter simbólico, ese estatus tenía unagran importancia y fue convenientemente exhibido en público en las diversasceremonias.

La Real Academia de la Historia nos permite seguir de cerca lo quedieron de sí en España en la época del absolutismo dos espacios públicos, elde la iniciativa privada con vistas al cultivo del talento y el ocupado por laacción de gobierno de la monarquía, por entonces poco o nada diferenciados.Antes incluso de que en 1759 se introdujera la consideración de que dichainstitución debía estar integrada por un núcleo de personas cuya dedicaciónprimordial fuera el servicio a la causa pública, más de la mitad de losmiembros numerarios desde el momento de su fundación, es decir, en 1738y hasta esa fecha, tuvieron la condición de abogados o empleados de laadministración real. A mucha distancia se encontraban los eclesiásticos: segúnel acuerdo de la Junta, tomado en 1741, los eclesiásticos no podían seradmitidos ni como numerarios ni como supernumerarios (sustitutos en casode ausencia de los numerarios), pero en 1765 se corrigió de modo que sólo losregulares quedaron vetados. La presencia de eclesiásticos resultaba minorita-ria, a diferencia de las tertulias de la época de los novatores, y aún llama másla atención los pocos aristócratas miembros de la Academia de la Historia.

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La reforma de 1759, para dar cabida a quienes por su «nacimiento ofortuna» no estaban dispuestos a perder la preeminencia que les correspondía,disponía que los aristócratas compartieran la condición especial de miembroshonorarios con los socios de mayor mérito. Sin embargo, el primero y hasta1770 único honorario perteneciente a la nobleza titulada fue Fernando deSilva, duque de Huéscar y luego duque de Alba. La pauta se invirtió a partirde 1770, pero sólo en 1791 encontraremos a un gran aristócrata, el duque deAlmodóvar, sin problema a la hora de mezclarse con los demás numerarios,que sería elegido entonces director de la Academia de la Historia tras un largoperiodo de hegemonía del grupo encabezado por Campomanes. María Teresa Nava Rodríguez (1990) ha repasado los proyectos de la RealAcademia de la Historia en el siglo XVIII. La primera tarea que se impusieronlos miembros de la primitiva Junta que daría lugar a la Real Academia de laHistoria fue la elaboración de un Diccionario Histórico Crítico Universal deEspaña. Agustín de Montiano fue el autor del primer proyecto, un planambicioso y prometedor, bastante ambiguo y difícilmente realizable. Pero quetenía, no obstante, el mérito de plantear tímidamente el concepto de unahistoria-verdad que debía ser el resultado de una investigación seria ymeditada sobre los contenidos de la historiografía anterior, así como unavariedad temática (historia natural, la religión, las costumbres y la geografíamoderna) acorde con la aspiración a la globalidad del saber de la época. Acomienzos de los años 40 se paralizaron los trabajos del Diccionario por la faltade acuerdo en torno al proyecto. Se emprendieron en su lugar otras tareas,como es el caso de la cronología, comenzada y más tarde abandonada porMartín de Ulloa. Este nuevo cambio de orientación no se produjo de formacasual, sino que responde a la imposibilidad de avanzar en la obra delDiccionario Histórico sin antes obtener un conocimiento fidedigno de lasfuentes. Otras tareas se convierten así en el centro de las actividadesacadémicas: coleccionar documentos y antigüedades; acumular noticias ypromover viajes de reconocimiento de archivos. En el período 1747-1764 se puede hablar, por tanto, de un mayorrealismo en los trabajos. En 1764 iba a a renacer brevemente el ideal deavanzar en la realización del Diccionario Histórico Crítico Universal de España.Pero, tras esa fecha, quedó definitivamente olvidado. Las otras obras quecentraron la atención académica guardaban en todo caso estrecha relación conla anterior. Todas ellas tenían como fin último facilitar y hacer posible la

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realización de este Diccionario como obra que, de acuerdo con su proyectadaentidad, contribuiría a impulsar los estudios históricos en España. El interéspor las cuestiones relativas a la cronología está presente desde los inicios dela historia académica. Pero éste no se va a traducir en una actividad diferen-ciada hasta julio de 1739 en el contexto del acuerdo por el que se da prioridada la geografía antigua y moderna, la historia natural y la cronología con el finde adelantar los trabajos sobre el Diccionario. Tampoco en relación con los estudios cronológicos la Academia llegó aalcanzar plenamente sus objetivos. La primera muestra de las tareascronológicas promovidas en el seno de la Real Academia de la Historia nollegaría al público hasta 1796, fecha en que se publica el Tratado de cronologíapara la Historia de España de Martín de Ulloa. La importancia de la geografíaen el conjunto de las actividades académicas sólo se explica dentro de unaconcepción que la considera disciplina útil y totalmente necesaria para lahistoria. Desde 1739 y a lo largo de todo el siglo se observa una dobledirección en su tratamiento: por un lado, iniciativas referidas a la elaboraciónde mapas; y en segundo término, una marcada preocupación por la topografíaantigua, ampliamente investigada en las disertaciones y discursos académicos.Aunque la Academia no llegó a promover tareas cartográficas, no seabandonaron por ello las labores geográficas, de las cuales contamos conabundantes ejemplos en memorias, disertaciones y discursos. Estos escritos se referían fundamentalmente a problemas históricos paracuya resolución era necesario recurrir a cuestiones de geografía antigua, comolocalización de ciudades, delimitación de regiones... Éste era el único mediopara situar en su correcto entorno hechos históricos diversos; batallas,celebración de concilios, nacimientos y muertes de reyes u otros personajesilustres, acontecimientos importantes en la vida de santos, etcétera. La ideade realizar un Diccionario Geográfico tiene en Pedro Rodríguez Campomanesa su más importante promotor. El acuerdo que permite el inicio de lostrabajos se toma el día 3 de enero de 1772:

Encargo Campomanes a Ríos y Martínez la formación de un DiccionarioGeográfico de España para lo cual ofreció S. I. dos tomos manuscritos en cartamagna en que se contienen por alfabeto los pueblos de estos Reynos.

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A partir de este instante los preparativos se suceden con rapidez: el 31 deenero los académicos se reparten las provincias, y el 26 de febrero se consiguela licencia de impresión para la Instrucción geográfica que debía servir de guíaa todas las tareas. La obra del Diccionario contempla unos objetivos tremenda-mente amplios y ambiciosos. Los elementos que debía recoger (ciudades,villas, aldeas, montes, ríos, arroyos, lagunas, masías, torres, alquerías,feligresías, lugares, santuarios, ventas, arroyos y baños) tendrían que serdetalladamente situados dentro de su provincia, corregimiento, partido,merindad, concejo, valle, coto o jurisdicción a la que pertenecían, apuntandotambién su distancia de la respectiva capital y si eran de realengo, señorío opropiedad de órdenes. De todo ello se desprende que el Diccionario fueconcebido con fines fundamentalmente prácticos, coincidiendo así con unaorientación muy clara del movimiento ilustrado español, conocer los recursosnaturales y humanos de la nación para poder desarrollar adecuadamente losprogramas reformistas. Los resultados de los trabajos emprendidos en 1766,e impulsados con el proyecto de Campomanes, se pueden valorar en funciónde los fondos conservados en el archivo de la institución:

— 50 legajos en folio que contienen todo tipo de noticias geográficasy cédulas; — copia de importantes colecciones documentales como las relacionesde los pueblos de España mandada hacer por Felipe II en 1576, elCatastro de Ensenada de 1748, copiado en 1757, y el de Aranda(1767) en 1772.

El impulso inicial cobrado por el proyecto en 1772 orienta los trabajoshasta 1791, fecha en la que se intenta dotarles de mayor uniformidad y nuevovigor. En 1792, como consecuencia de la primera reforma corporativa, se dauna nueva orientación a las actividades. Las grandes obras enciclopédicas seconvirtieron en objetivos futuros y, aunque los trabajos geográficos continua-ron, se admitió la imposibilidad de acabar el Diccionario. Nos ha quedado, esosí, una importante colección de cédulas y disertaciones geográficas que sonmuestra fehaciente del esfuerzo realizado y del contenido renovador de laspropuestas académicas en torno a la geografía. La Historia de Indias: las iniciativas que la Real Academia de la Historiapromovió en este campo adquieren su verdadero sentido en relación con el

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cumplimiento de sus obligaciones como Cronista Mayor de las Indias. Por lotanto, no se trata de una idea nacida en el seno de la institución, sino de unaobligación, pretendida y adquirida por la Academia, que estrechó aún más sudependencia respecto a la monarquía. Aunque la Academia había obtenidoel cargo por un Real Decreto de 25 de octubre de 1744, no lo iba a desempe-ñar de forma efectiva hasta noviembre de 1755. El Consejo de Indias habíaexpedido el título correspondiente el 7 de mayo de 1750, tras fallecer elentonces cronista Miguel Herrero de Ezpeleta, pero Fernando VI decidió, sinembargo, conceder el empleo a fray Martín Sarmiento, de la Orden de SanBenito, quien lo ejercería hasta 1755, en que, nombrado Abad de Ripoll,hubo de abandonar la Corte. Entonces el rey, después de la consulta elevadapor la corporación el 12 de agosto de 1755, decidió confirmar la gracia deFelipe V y dio a la Academia el 3 de octubre de 1755 la plaza de cronista deIndias, añadiendo: «Encarguese á la Academia que se aplique especialmenteá la Historia de Indias como la más principal e importante de mis dominios». Esto la convertía en principal responsable de todo lo referido a losestudios sobre historia de América. El cargo obligaba a la Academia acensurar las obras que el Consejo le enviara, lo cual iba a reducir sensiblemen-te la posibilidad de dedicación a otros proyectos. El 28 de septiembre de 1764se leyeron en junta un papel y una instrucción enviadas por el Consejo en losque se ordenaba a la Academia formar la historia de esos dominios. Inmedia-tamente se dispusieron los medios para cumplir el encargo. El 11 de enero de1765 se dieron a conocer cuatro puntos sobre la forma y medios a emplearpara escribir la historia natural y civil de las Indias, así como los comentariosque sobre ellos había escrito el conde de Campomanes, nuevo director de laAcademia tras la muerte de Montiano. Felipe García de Samaniego propuso como instrumento para lograr esosmismos objetivos la elaboración de una biblioteca que recogiera todas lasobras relativas a la historia ultramarina, proyecto finalmente aprobado yencomendado a este mismo académico. A partir de 1766 las preocupacionesy actividades se orientan sobre todo hacia el acopio bibliográfico y documen-tal, y para realizar esta tarea la Academia solicitará con insistencia lacolaboración de las instituciones públicas. Los trabajos americanistas sediversifican aún más después de que la corporación decide comentar e ilustrarla traducción, hecha por su académico Ramón de Guevara Vasconcelos, de laHistoria de América publicada en inglés por el doctor William Robertson. La

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Academia se comprometía así en un trabajo a primera vista fácil y con el cualsatisfacer al rey y dar en breve una muestra clara del cumplimiento de suempleo. Pero esta empresa, trabajada durante dos años en juntas extraordina-rias, acabó siendo interrumpida a principios de 1779 «con motivo de lasprovidencias que parecieron convenientes al Ministerio en las circunstanciasen que se hallaban entonces los negocios generales de Europa». El suceso más destacable ocurrido durante los cuatro años anteriores a lareforma de 1792 fue, la polémica y el enfrentamiento en el que tomaronparte la Academia de la Historia y Juan Bautista Muñoz (1745-1799). Éstehabía sido nombrado Cosmógrafo mayor de Indias por Carlos III en 1770, yen 1779 recibió el encargo de escribir una historia de América que fueraréplica de la de Robertson: éste es el origen de su Historia del Nuevo Mundo.El Consejo de Indias, tras decidir encargar la obra a Muñoz y, por tanto,prescindir de los servicios de la Academia, ordenó a ésta, con fecha 20 deenero de 1788, que facilitara a Muñoz los papeles y documentos conservadosen su archivo. Esta orden no agradó en absoluto a la corporación, pues Muñozno era académico. El rey, tras oír a ambas partes, decidió que la comisióncontinuara, pero que, para decoro de la institución, se le despachase a Muñoz

el titulo de Académico (...), que, como a tal, le franquease los libros y papeles quenecesitase: y que promoviese tan útil empresa, de la qual resultaría el honor de queuno de sus individuos se aplicase á desempeñar una obra tan deseada en todostiempos.

El primer volumen de la Historia del Nuevo Mundo, dispuesto para sereditado, fue sometido en agosto de 1791 al examen y censura de la Academia.En vista de las dudas y reparos suscitados se optó por someter a la obra a unexamen detallado que retrasó la decisión definitiva. El Gobierno consideróesta actitud injustificada y, con fecha de 8 de enero de 1792, ordenó a laAcademia devolver al Consejo el manuscrito original y dar por terminada larevisión. El Estado demostraba así su poder para intervenir en cualquierprograma reformista impulsándolo, como en este caso, o bien imposibilitán-dolo, como cuando ordenó la paralización de los trabajos de anotación de laobra de Robertson. La Academia de la Historia sufrió con este episodio un duro golpe del queintentaría reponerse con la reforma de 1792, buscando avanzar con mayorfirmeza hacia los objetivos para los que había sido creada. Otros proyectos

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académicos tuvieron que ver con el acopio de fuentes, y cuya importanciaalcanzaría especial relieve en 1755, con la presentación del proyecto deCampomanes sobre formación de un Índice Diplomático de España. Ya en 1753este mismo individuo había sugerido emprender una obra que hicieramención de todas las fuentes citadas en historias generales o particulares deEspaña, incluidas las fuentes litológicas: pero, debido a la lentitud con que seiniciaron los trabajos, se decide a principios de 1755 limitar la colección a las«inscripciones, epitafios, y otros letreros de cualquier tiempo, carácter, ylengua que se hayasen». Por entonces la Academia era ya plenamenteconsciente de la imposibilidad de escribir con propiedad acerca de cualquierasunto histórico sin contar con una colección adecuada de noticias generalessobre historiadores coetáneos y sobre fuentes. Pensaba también la corporaciónque con ello se facilitarían los trabajos sobre cronología, cuyo reto principalera confrontar datos en libros, memoriales, genealogías y otros papeles de losque no se tenía un conocimiento exhaustivo y ordenado. Una vez que laAcademia hubo aprobado la formación del Índice Diplomático, se imprimió unaInstrucción con el método y reglas de trabajo. La obtención de extractos parala elaboración de cédulas y, en definitiva, la recopilación documental, cobracon este proyecto un renovado impulso que se va a mantener incluso despuésde 1792; el predominio de los trabajos de acopio bibliográfico, diplomáticoy litológico acabará siendo casi absoluto. Uno de los aspectos de la actividad de Campomanes al frente de la RealAcademia de la Historia fue la colaboración con los benedictinos en el intentode crear una Escuela de Diplomática similar a la de San Mauro de París. Elproyecto de elaboración de un gran corpus diplomático por parte de losbenedictinos hispanos data ya de los años 1730. El objetivo es la publicaciónde una gran diplomática española en varios tomos, más completa en sugénero que la del propio Mabillon, y siguiendo la pauta del Nouveau Traité delos benedictinos franceses. La iniciativa tuvo su origen en el espírituemprendedor del padre Sarmiento, quien a su vez la comunicó al padreIbarreta, encargado de llevarla a la realización. La asunción del proyecto porIbarreta sucede ya en los años 1770, pero su Aparato no llega a buen fin.Entre 1765 y 1769 Pedro Rodríguez de Campomanes, director de la RealAcademia de la Historia, patrocinó el proyecto como propio. Propuso alGeneral de la Congregación de benedictinos de Valladolid, padre IsidoroArias

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que los religiosos de la misma, a imitación de los de San Mauro, trabajasen pordotar a España de una Diplomática nacional en la que viesen la luz públicaprimeramente códices antiguos inéditos, y en segundo lugar se preparasentambién nuevas ediciones de los ya publicados, corrigiéndolos y anotándolos envista de los originales.

Esta propuesta no se pone en marcha de inmediato, y en 1769 Campo-manes la reitera, esta vez al padre Miguel Ruete, que aquel mismo año habíasido nombrado General de la Congregación. El padre Ruete comienza unturno de consultas entre los monjes más eruditos, y acude en primer lugar alpadre Domingo Ibarreta, solicitando su opinión y que le indique los sujetosmás capaces para colaborar en esta empresa. Ibarreta, que fue nombradoacadémico, dirigió el proyecto a partir de 1771, pero no llegó a buen puerto. Relacionado con esa colaboración entre Academia y benedictinos, tuvolugar una amplia actividad investigadora entre los monjes de San Benito deAragón, protagonizada fundamentalmente por fray Manuel Abad y Lasierra,años después obispo de Ibiza, de Astorga e Inquisidor General. Sus investiga-ciones iniciales en San Juan de la Peña suscitaron el interés del Gobierno,porque encontró las tumbas de los primeros reyes de Aragón y, sobre todo,por los documentos regalistas exhumados. Con el apoyo de Campomanes sele concedió el encargo de visitar el monasterio de Valldigna, ampliado conposterioridad a otros monasterios y finalmente a todos los archivos del reino.Nombrado miembro de la Academia de la Historia, sus intentos por publicaruna Diplomática española fracasaron y fue nombrado obispo de Ibiza (1783). De cualquier forma, la actividad historiográfica de los monjes españoles(benedictinos, premostratenses, escolapios y dominicos) durante el reinado deCarlos III fue asombrosa en varios lugares. Pero difícilmente podría darse unacompleta visión de las aportaciones en el campo de la historia eclesiástica sinaludir a la actividad intelectual de los jesuitas españoles exiliados. El libro delpadre Batllori, La cultura hispano-italiana de los jesuitas expulsos (1966),continúa siendo la obra complexiva más completa sobre el tema: lospersonajes más valiosos (Juan Andrés, Juan Francisco Masdeu, EstebanArteaga, Lorenzo Hervás y Panduro...); su origen regional (los catalanes querecibieron el influjo de Josep Finestres, los valencianos de Mayans); eldesarrollo de los estudios de filología clásica y oriental (Bartolomé Pou, BlasLarraz, Tomás Serrano...). Batllori demuestra asimismo la gran capacidad de

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asimilación de las corrientes europeas de pensamiento que pudieron conoceren Italia. La Real Academia de la Historia compartió los ideales historiográficoseuropeos en el planteamiento enciclopedista de sus primeras actividades ynunca abandonaría del todo esta orientación hacia un saber aglutinador decampos diversos. En su concepción de la historia tenían cabida aspectospolíticos, económicos, religiosos, demográficos y lingüísticos de nuestropasado, se insistía en la crítica bibliográfica y documental como única vía dealcanzar la verdad histórica y se defendía la enorme utilidad que los estudioshistóricos reportarían al Estado y a la nación si se enfocaban desde nuevasperspectivas. Sin embargo, frente a esta valiosa aportación se echan en faltaobras concretas realizadas bajo estos presupuestos. En 1792, la corporaciónrevisa su pasado inmediato intentando hallar las claves de sus fracasos einsuficiencias para así reemprender con más firmeza sus actividades. Losproyectos ideados no fueron satisfactoriamente desarrollados debido a variosfactores, entre los cuales habría que considerar la escasez de recursosmateriales, los frenos derivados de su organización y funcionamiento, y, comoproblemas de carácter externo, los relacionados con la dependencia de lacorporación respecto a los órganos de gobierno de la monarquía. La aportación de la Academia a la historiografía ilustrada española radicafundamentalmente en los planteamientos renovadores que inspiraron lamayor parte de sus proyectos, y, sobre todo, en esa gris tarea de investigaciónbibliográfica y de fuentes en la que se lograron brillantes resultados a pesardel escaso desarrollo alcanzado durante el setecientos por las disciplinasauxiliares de la historia. Aún reconociendo su incapacidad para alcanzar losobjetivos que desde su fundación se fue proponiendo, no sería apropiadohablar de fracaso. La constatación de lo que pudo llegar a ser no empaña larealidad de lo que fue, y la obra académica debe ser valorada en el contextode una historiografía ilustrada repleta de ambiciosos proyectos que noprodujeron resultados prácticos acordes con la grandeza de los ideales, peroque marcaron la pauta de la futura conversión de la historia en una cienciasocial.

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5. La historiografía ilustrada: Pedro Rodríguez de Campomanes,Antonio de Capmany, Juan Francisco Masdeu, Juan Bautista Muñoz,Melchor Gaspar de Jovellanos y Juan Pablo Forner

La renovación conceptual o teórica de la historiografía española noprocede de los eruditos ya conocidos ni tampoco está ligada a los afanesintelectuales de los académicos, quienes, sobre todo a partir del acceso delCampomanes a la presidencia de la Academia en 1764, se dedicaronpreferentemente a publicar fuentes, reconocer archivos y desarrollardisciplinas auxiliares de la historia. Dicha renovación corresponde a unareducida nómina de escritores que a partir de 1760-1770 comenzaron a intuirla necesidad de construir una historia nacional que, a la par de crítica, fuera«filosófica» y «civil». Los seis nombres recogidos en el título del epígrafepodían aumentarse con otros muchos. Todos ellos apreciaban, como yaresaltó Sánchez-Albornoz, la erudición y el criticismo, que considerabanimprescindibles para aproximarse de un modo objetivo a la realidad

Antonio Capmany, autor de las Memorias históricas sobre la marina, comercioy artes de la antigua ciudad de Barcelona, no sólo utilizó los datos proporciona-dos por Rerum italicarum scriptores de Muratori, sino que añadió a su famosaobra una amplia y selecta serie de las fuentes inéditas conservadas en losarchivos barceloneses.

Juan Bautista Muñoz dedicó denodados esfuerzos a organizar el Archivode Indias y a recoger las fuentes para redactar su Historia de América.: el«Fondo Muñoz» de la Real Academia de la Historia demuestra la importanciaque el cronista dedicaba a las fuentes originales. Sin olvidar la elocuentedefinición avant la lettre que allí dio de la historia total:

Mi pensamiento es dar la Historia General de América completa en todas suspartes, autorizada con documentos originales. Una historia donde se halle unidolo moral y lo físico, lo espiritual y lo temporal, lo civil y lo literario, con todas lasanexidades de estos extremos; los cuales vengan a embarazarse con tal orden, queuna variedad capaz, al parecer, de producir confusión, contribuya en gran maneraa la hermosura del cuerpo, sin que este pierda nada de su unidad.

En la misma línea de interés por los documentos originales hay queencuadrar el Viaje literario por las iglesias de España, de Jaime Villanueva, y laHistoria crítica de Juan Francisco Masdeu. E incluso intelectuales que no pasan

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como historiadores de profesión manifestaron su interés por el documento.Jovellanos demuestra en sus Diarios la pasión por el archivo y la necesidadinterior por visitar los «tumbos» o copiar las bulas conservadas en catedraleso monasterios. Y hasta el polémico Forner recordará, en su Discurso sobre laHistoria de España, que «semejante plan no puede formarse sino en vista detodos los documentos que deben servir de materiales a la fábrica o composi-ción de la historia»

Pero creían que la historia no debía reducirse a narrar hechos ciertos yexactos por orden cronológico. E intentaron diseñar así esquemas explicativosque hicieran posible la interpretación racional de las noticias del pasado. Y enese sentido hay que recordar que a finales del siglo XVIII persistían las mismasdificultades que a comienzos de la centuria. En 1787, Leandro Fernández deMoratín, comentando la intención de Forner de redactar una Historia deEspaña de uso escolar, le indicaba las dificultades de la empresa con estasexpresivas palabras:

Y ¿qué dirás [..] de la venida de Santiago y del pilar que trajeron los ángeles?¿Cómo pintarás la muerte de S. Hermenegildo y las causas de ella? ¿Qué te parecede aquello de Sta. Leocadia, cuando le dijo a S. Ildefonso per ti vivit Domina mea?La cueva de Toledo, la batalla de Clavijo, la de Calatañazor, la de las Navas, elestablecimiento de la Inquisición, la conquista de América, la expulsión de judíosy moriscos, y otros sucesos principalísimos de nuestra historia, ¿cómo ha dereferirlos un escritor juicioso a fines del siglo decimooctavo? Si copia lo que otroshan dicho, se hará despreciable; si combate las opiniones recibidas, ahí están losclérigos, que con el Breviario en la mano (que es su autor clásico) le argüirán taneficazmente, que a muy pocos silogismos se hallará metido en un calabozo [..].Créeme, Juan; la edad en que vivimos nos es muy poco favorable: si vamos con lacorriente y hablamos el lenguaje de los crédulos, nos burlan los extranjeros y aundentro de casa hallaremos quien nos tenga por tontos; y si tratamos de disiparerrores funestos y enseñar al que no sabe, la Santa y General Inquisición nosaplicará los remedios que acostumbra.

Uno de los rasgos que se ha destacado (Fernando Baras 1994) en la nuevaforma de escribir y concebir la historia es la incorporación del principio decausalidad, en la medida en que atribuye una lógica interna al propio devenir;aporta a la masa documental un criterio de inteligibilidad y supone el fin delprovidencialismo como práctica admisible en el terreno de la historia. Con laintroducción del principio de causalidad se arrincona definitivamente la vieja

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historia retórica y literaria a la que diversos pensadores del siglo XVII (el abatede Saint-Réal, Pascal, Descartes) se habían negado a admitir en la esferacientífica por basarse en el conocimiento memorístico, y no en el conocimien-to causal. En su Discurso sobre el modo de escribir y mejorar la Historia de España(1788), Forner expresa una opinión compartida cuando escribe:

Las crónicas más antiguas, limitadas a la simple y desnuda relación de losacaecimientos, pueden compararse a una compilación de efectos u operaciones quese exponen a la vista para alimentar la curiosidad con exclusión del entendimiento;omitidas las causas, son de poquísimo provecho los ejemplos de la historia.

El propio Fernando Baras, antes de detenerse concretamente en laconcepción historiográfica de Jovellanos, resume las seis característicasprincipales de la historia «crítica», «filosófica» y «civil» que aspiran a escribiralgunos autores españoles de la segunda mitad del siglo XVIII:

— (1) aplicación de métodos eruditos a la observación y verificaciónde los hechos históricos; — (2) reclamación de autonomía epistemológica para la historiografía;— (3) consideración de ésta como una ciencia de la sociedad;— (4) búsqueda de categorías explicativas con las que interpretar elpasado fuera del ámbito teológico; — (5) influencia del regalismo en la elección de los temas, que suelentener un fuerte componente jurídico y económico;— (6) rechazo explícito de la historiografía tradicional y admiraciónpor los grandes modelos extranjeros de la historiografía ilustrada.

Por su parte, Antonio Mestre, en su aportación (1987) a la Historia deEspaña Menéndez Pidal, ha destacado las tres constantes de la historiografíailustrada española: una historia antiheroica; una historia burguesa; una histo-ria que hace apología de lo nacional.

En el primer volumen de la Historia literaria de España (1769), los padresRafael y Pedro Rodríguez Mohedano antepusieron un largo Prólogo generalcon el deseo de precisar el alcance de su obra: pretendían estudiar la historialiteraria, pero en íntima conexión, como ocurre en la vida, con el desarrollode las ciencias, la política, cultura, gobierno, leyes y artes; no querían «separardel todo la Historia literaria de la Historia Civil y Política». Y añadían:

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Muchos autores han mirado como principal asunto de la historia los aconteci-mientos de la guerra, las campañas, los sitios, las batallas campales, las conquistasruidosas. Otros lo extraño, lo peregrino, lo maravilloso.

Capmany, que quería justificar la importancia del comercio en eldesarrollo de los pueblos y en concreto de Barcelona, no podía menos decensurar la historia centrada en las guerras y batallas:

No ignoraba la Junta que la narración de los hechos famosos de los antepasa-dos ha sido general móvil, así en las naciones bárbaras como en las cultas, parainflamar la emulación de los guerreros, llevándoles por el camino de la gloria y delos peligros a las más heroicas acciones.

No menos claro fue Jovellanos, precisamente en el discurso de ingreso enla Real Academia de la Historia. Al hablar de la necesidad de la historia paralos magistrados, que les facilite la comprensión de las circunstancias en quefueron dictadas las leyes, escribe:

Yo no tengo empacho en decirlo: la nación carece de una historia. En nuestrascrónicas, anales, historias, compendios y memorias, apenas se encuentra cosa quecontribuye a dar una idea cabal de los tiempos que describen: Se encuentran, sí,guerras, batallas, conmociones, hambres (...).Pero ¿dónde está una historia civil que explique el origen, progresos y alteracio-

nes de nuestra constitución, nuestra jerarquía política y civil, nuestra legislación,nuestras costumbres, nuestras glorias y nuestras miserias?

También Juan Pablo Forner se une al coro de la nueva corriente y detestael amplio espacio que se concede en las historias a las batallas y hechos dearmas:

Las proezas y hazañas de los héroes guerreros están ya sobradamente ensalzadasen millares de tomos; falta representar la vida política y ver en los tiempos pasadoslos orígenes de lo que hoy somos, y en la sucesión de las cosas los progresos, no delos hombres en individuos, sino de las clases que forman el cuerpo del Estado.

Todos los autores anteriormente citados, en los que resuena el eco deVoltaire, al censurar el predominio de la historia militar, lamentan la ausenciade los aspectos fundamentales que constituyen el verdadero objeto de laspreocupaciones del historiador.

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Pocos se detienen —dirán los hermanos Rodríguez Mohedano— a reflexionarde intento la conducta de los hombres, sus costumbres, sus leyes, su establecimien-to, sus intereses, alianzas y tratados, su modo de gobierno, su cultura en artes yciencias. Y, sin embargo, de que ésta es la parte más instructiva de la Historia,tenemos pocas historias no sólo literarias, sino aun civiles y políticas, encomparación de las militares.

Se trata, en definitiva, de una historia que no se preocupará tanto de losaspectos militares cuanto civiles y políticos, que no tuvieran un espírituheroico y aristocrático, sino más bien ciudadano y, hasta cierto punto,burgués. La nobleza, con la atracción que ejercían sus valores y su forma devida sobre la sociedad, había creado una historia heroica, que veía su máximaexpresión en la milicia. Los ilustrados establecen una nueva escala de valores:algunos historiadores (Maravall, Sánchez-Albornoz) insisten en la calificaciónde «burguesa» debido a los nuevos aspectos que incorpora a su estudio.

Por su parte, François López, al estudiar el pensamiento de Forner,establece la interrelación de las ciencias para resaltar la incidencia del métodofísico-matemático en los historiadores. El nuevo planteamiento implicaba unaconcepción mecanicista, de causas horizontales y no verticales, ajenas alprovidencialismo escolástico y, en el fondo, una oposición a la historiaaristocrática. En su lectura del pasado, las elites ilustradas proyectan suspropios valores que podemos muy esquemáticamente calificar de burgueses.De ahí que las épocas en que no vean reflejados sus principios (toleranciareligiosa, libertad civil, fomento de las artes) sean acusadas de «bárbaras»mientras califiquen como civilizadas las naciones que desarrollan los valoresburgueses. La nueva axiología burguesa y la animosidad contra la historiaaristocrática no aparece en un momento concreto y preciso, ni surge en todoslos historiadores con la misma urgencia. Intuiciones y atisbos pueden versehasta con anterioridad al Ensayo sobre las costumbres, de Voltaire: así el proyectoesbozado por Burriel en 1752 sobre la evolución de las relaciones de loscampesinos con los señores eclesiásticos a través de los diezmos, primicias; ola petición de Mayans, hecha pública en 1745, acerca de la necesidad deestudiar la evolución del derecho español. El propio Mayans fracasó en suintento de escribir la Vida del duque de Alba, encargada por los descendientes:reclamó su independencia, pues tales gentes, dirá, solicitan se trabaje en suservicio y, después del esfuerzo, se comportan como si los intelectualestuvieran que estarles agradecidos por haberse dejado servir.

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La actitud antiaristocrática que se hizo cada vez más evidente con laocupación del poder por parte de los manteístas. La clase dirigente de la épocaestaba dividida en dos facciones enfrentadas: la de los provenientes de laaristocracia y el alto clero; y la de los de origen burgués e incluso de claseshumildes (a menudo dotados de títulos nobiliarios recientes). Los primerosllamaban a los segundos golillas, garnachas o manteístas. Este últimoapelativo se aplicaba propiamente a los estudiantes que habitaban un colegiomayor sin disfrutar de una beca, por oposición a los colegiales, que eransiempre estudiantes de la alta nobleza y, por extensión, se llamó así a lospolíticos aristócratas, opuestos tanto a los manteístas como a los ilustrados.Entre los golillas se encontraban Campomanes, Moñino, así como ManuelRoda y Arrieta, el primer marqués de Roda, a la sazón secretario de Graciay Justicia, cargo desde el que fue responsable de la reforma de los colegiosmayores que había permitido que accedieran a ellos manteístas provenientesde clases humildes. En sus intentos de reforma de los planes de estudio decolegios y universidades, el principal obstáculo con el que se encontraba erael de los jesuitas, que casi tenían el monopolio de la educación en España. Elapoyo de Carlos III a los «golillas» suponía un cambio social paralelo alideológico que entrañaba la nueva historia.

Los mismos valores antiheroicos y antiaristocráticos dominarán en losgobernantes y en los historiadores de la segunda mitad del siglo. No en vanolos «golillas» procurarán desplazar del poder no sólo a los aristócratasconservadores, sino también al conde de Aranda y al «partido aragonés» quesimbolizaban las reformas desde la alta nobleza. Entra dentro de la lógica, portanto, que uno de los más caracterizados manteístas, Rodriguez de Campo-manes, no sólo ataque los privilegios clericales —actitud generalizada en loshistoriadores de la nueva concepción—, sino que se preocupe directa ypreferentemente de los aspectos económicos. Ahí están como testimonio losapéndices documentales al Discurso sobre la educación popular. Sin estudiar elpensamiento económico de Campomanes, es necesario señalar la importanciaque entraña el hecho de que un reformista y «golilla» incorpore con tantaclaridad al campo de la historia los aspectos relacionados con la economía,publique las obras de los arbitristas del siglo XVII y aluda a Sancho deMoncada así como a la legislación sobre fábricas, comercio, gremios...

Si en alguna región española hubo una burguesía activa y emprendedoraen el XVIII fue en Cataluña. Resulta lógico, por tanto, que también los

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historiadores catalanes manifiesten en sus trabajos la preocupación por laeconomía. En este aspecto, el más importante de los investigadores españoleses, sin duda, Antonio Capmany. Mérito suyo indiscutible lo constituye elhaber planteado con toda lucidez la necesidad de estudiar la historiaeconómica. Ahí está su Discurso económico-político en defensa de los menestrales(1778) y, sobre todo, las Memorias históricas sobre la marina, comercio y artes dela antigua ciudad de Barcelona (1779).

De todas formas, es muy posible que ningún historiador ilustrado españolhaya expuesto con tanta claridad y sistema lo que significaba la nuevaconcepción de la historia como Masdeu. El volumen primero de la Historiacrítica de España y de la cultura española constituye el mejor ejemplo y puedepasar por lo que hoy llamamos «el medio natural». Masdeu intenta estudiarla geografía (clima, aire, calidad de las tierras), agricultura, comercio,artesanía y hasta la psicología y temperamento de los españoles. Por lodemás, el trabajo del jesuita exiliado analiza con detenimiento los aspectoseconómicos: lana, pesca, caza, seda, lino, cáñamo, cereales, vinos, aceite,esplendor e importancia de los artesanos, desarrollo y crecimiento delcomercio... La obra de Masdeu debió llamar la atención y fue presentadacomo paradigma. Valgan estas palabras de Jovellanos en carta al mismojesuita: «Figúrome yo que siendo Vm. el primero que ha intentado escribirnuestra Historia civil, o por lo menos que lo ha ejecutado». Y el mismoJovellanos contribuyó de manera eficaz a ampliar el objeto de la historia consus estudios sobre el desarrollo del derecho español y, especialmente, con elInforme sobre la ley agraria.

En la persona del asturiano tenemos un caso más del uso de la historiacomo instrumento de reforma política. Los reformistas ilustrados buscan enel conocimiento del pasado un punto de apoyo en su necesidad de establecerel mundo nuevo que desean. Mayans se apoya en Nicolás Antonio y elmarqués de Mondéjar para combatir los falsos cronicones. Campomanesutiliza la historia para eliminar los privilegios de la Curia Romana, lasintromisiones clericales o para fomentar la educación de los artesanos. YJovellanos verá en el pasado gran parte de las causas determinantes denuestra deficiente agricultura.

«En todo ilustrado —escribe François López— fuese jurista, economista,geógrafo, etc., hubo también y ante todo un aplicado historiador». Sinembargo, no bastarían estos aspectos para entender la problemática de

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nuestros historiadores ilustrados. Maravall ha señalado que la ampliación delobjeto de la historia entrañaba un cambio de sentido y una nueva interpreta-ción social. No en vano los ilustrados hablan de sociedad en vez de «reino»,«estado» o «monarquía», que utilizan los historiadores del barroco. Por lodemás, esa ampliación abarca fenómenos comprendidos bajo el nombre de«cultura», que adquiere una amplitud desusada hasta entonces, como puedeverse en la obra de Masdeu

la población, el gobierno, la religión, la milicia, la agricultura, las fábricas, elcomercio, las bellas artes, los progresos, finalmente, del espíritu, que debeninteresar más que ninguna otra cosa, no solamente al filósofo y al político sinotambién a todo hombre racional.

En fin, historia y apología nacional: la apología y el reformismo apareceníntimamente unidos a lo largo del siglo. En todos los casos, la piedra de toquees evidente: Europa —República de las Letras o los hombres verdaderamentesabios— es el espejo ante el cual quieren defender la fama de la nación. Enla segunda mitad del XVIII el problema pasa al primer plano y adquiere unamayor difusión por medio de las revistas literarias. Sorprende, sin embargo,la insistencia con que los historiadores exponen la intención y el deseo de quesus obras constituyan una apología de nuestra cultura y de la misma España.Los Rodríguez Mohedano, en el largo Prólogo a su obra no dudan en exponerel móvil apologético:

Como verdaderos patricios nos dolemos de ver olvidada nuestra España, o deintento omitida por los extranjeros en las enumeraciones que hacen de las nacionescultas y literatas.

Y lamentan que sean precisamente españoles quienes así lo piensen y loexpongan. Ante tales hechos confiesan, no cabe otra alternativa que laenmienda o la apología. Los Rodríguez Mohedano, confesando que existendeficiencias, se inclinan por la necesidad de la apología, tanto que pensaronpublicar su obra bajo el título de Desagravio de la literatura española. Sinembargo, ante el temor de que se considere una adulación, se decidieron porescribir una «historia crítica seguida y metódica de nuestra literatura», perocon los mismos fines de defensa de nuestros méritos. En el fondo, no

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desprecian los inventos de las otras naciones, antes bien confiesan susuperioridad en muchos aspectos,

pero como ellos saben publicar y ponderar justamente sus glorias, nos aplicábamosigual derecho de manifestar las nuestras, tan olvidadas por los propios, que casi nonos podemos admirar las ignoren, callen o disimulen los extraños.

Uno de los primeros ataques frontales aparecidos en el extranjero contrael carácter y cultura de los españoles puede verse, sin duda, en las CartasPersas (1721), de Montesquieu, que, con posterioridad, censuraría algunosdefectos españoles en El espíritu de las leyes (1748). Las réplicas a Montesquieufueron frecuentes. Mientras Cadalso acusa al presidente del Parlamento deBurdeos de no haber visto ninguna biblioteca española, de lo contrario nohubiera dicho que la mitad de nuestros libros son escolásticos y la otra mitadnovelas, Masdeu le censurará su afán de establecer una relación causal entreel clima y el carácter nacional. En contraste, Campomanes reconocerá lajusticia de las apreciaciones de Montesquieu sobre el comercio español conAmérica, mientras manifiesta su indignación ante quienes han censurado laobra colonizadora española. Finalmente, Capmany entra en liza contra laréplica de Cadalso. El historiador catalán comprende la injusticia de lasacusaciones de Montesquieu, pero lo que realmente le preocupa es eltradicionalismo: que los españoles lleguen a pensar que todo está dicho yrealizado por ellos en siglos anteriores, que no se abran a las nuevas ideas yal progreso

Pero ¿qué? Vm. lo sabe, así como sabe también que nosotros somos de los quemenos hemos contribuido para hacer la Europa moderna, tan superior a laantigua.

Más aún, Capmany teme que los apologistas se conviertan en unos contem-plativos del pasado para justificar, de ese modo, su incapacidad de conocer elmomento presente:

Ordinariamente, los que son incapaces de apreciar la era presente se hacen losapologistas de los tiempos pasados, porque no hallan otro modo de vengar suinferioridad.

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El año 1779 señala un momento importante en la historiografía española.En esa fecha aparece la obra fundamental de Capmany, pero, al mismotiempo, fueron prohibidas la Historia filosófica y política de los establecimientos ycomercio de los europeos en las dos Indias de Guillaume Thomas François Raynalasí como Belisario y los Incas de Jean-François Marmontel. Y finalmente,surgió la crisis en la Real Academia de la Historia con motivo de la Historiade América de William Robertson. Se había llegado al momento cumbre de lapolémica acerca de la colonización española. La Academia de la Historia, queposeía el título de cronista de Indias, había iniciado, con el beneplácito deCampomanes, la traducción de la Historia de América de Robertson. Pero en1779 cambiaron los aires: se preparaba la intervención española en la guerrade la independencia de las colonias inglesas de América del Norte y resultabaimprocedente publicar un libro de un anglosajón que, además, censuraba lacolonización hispana. Carlos III no sólo prohibió la traducción, sino queencargó al valenciano Muñoz la apología de la obra colonizadora de España.Se comprende fácilmente las dificultades que encontró Muñoz por parte dela Academia. Pero su labor merece, como ya hemos visto también, todos loselogios y constituye uno de los monumentos más importantes del quehacerhistórico de nuestro siglo XVIII. No su Historia de América, que, no pasó delprimer volumen, sino el trabajo de recolección y sistematización de las fuentesdocumentales. De su labor nació el Archivo de Indias, y el «Fondo Muñoz»de la Academia de la Historia es un preclaro testimonio de su quehacer. Estavez el espíritu apologético condujo a la profundización seria de una parte denuestro legado histórico

El máximo revuelo y las mayores polémicas surgieron con motivo delartículo de Masson de Morvilliers sobre España aparecido en la EncyclopédieMéthodique. Anunciada en el Mercure de France (1780), quería ser distinta dela famosa dirigida por Diderot y D’Alembert. Centrada en temas técnicos ycientíficos, el editor pretendía eliminar todo carácter polémico contra eldogma o las instituciones cristianas. En efecto, el proyecto de la EncyclopédieMéthodique consiguió en España trescientos treinta suscritores. Pero todas lasilusiones se derrumbaron al aparecer el artículo Espagne en el volumendedicado a Geografía moderna:

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país despoblado, carece de alimentos, continúa sumido en un profundo letargo,pueblo intolerante controlado por el Santo Oficio, donde se pide licencia a unfraile para poder pensar.

Masson no estaba bien informado de nuestra historia y su artículo conteníamuchos errores. Pero la frase que ofendió a los españoles y quedó como undesafío fue la siguiente: «¿Qué es lo que se debe a España? ¿Y de dos, decuatro, de diez siglos a esta parte qué ha hecho ella por Europa?». El revueloproducido entre los españoles fue notable: delaciones a la Inquisición; inter-venciones diplomáticas de Floridablanca en Madrid y de Aranda en París; einquietud entre los intelectuales. Las respuestas no se hicieron esperar ypronto aparecieron las primeras apologías, como la de Cavanilles, publicadaen el mismo París, Observations de M. l’abbé Cavanilles sur l’article Espagne de lanouvelle Encyclopédie (1784), en que recordaba el valor literario de sus grandesescritores y citaba una serie de aportaciones en el campo estrictamente cientí-fico que Europa debía a España: la primera circunvalación o los trabajos médi-cos desde Miguel Servet a Mercado, Solano o Quer. Pero las polémicas másinteresantes tuvieron lugar en Madrid, donde el volumen de la Encyclopédieméthodique había llegado en agosto de 1783. La Academia de la Lengua pro-puso como tema de concurso al premio de elocuencia de 1785,

Una apología o defensa de la Nación, ciñéndose solamente a sus progresos enlas ciencias y artes, por ser esta parte en la que con más particularidad y empeñohan intentado obscurecer su gloria algunos escritores extranjeros.

Es bien sabido que la Real Academia no consideró ningún trabajo dignodel premio y entre ellos estaba la Oración apologética por la España y su méritoliterario de Forner. Sin embargo, después de traducir el discurso del abateitaliano Carlos Denina, Contestación a la pregunta ¿Qué se debe a España?,pronunciado en la Academia de Berlín en 1786, Forner solicitó permiso aFloridablanca para publicarlo. Y, al darlo a la prensa, el polemista nato queera Juan Pablo Forner añadió como prólogo su Oración apologética, que no sólole proporcionó una ayuda económica del Gobierno, sino el favor de Florida-blanca. La Oración apologética es de sobra conocida y la interpretación ha idoacompañada siempre de polémicas. Menéndez Pelayo ve en este trabajo deForner la defensa de una ética espiritual y cristiana contra el espíritu impío dela Enciclopedia; en esta línea se manifiestan otros historiadores como Jiménez

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Salas, Zamora Vicente... Julián Marías, por su parte, quiere ver en la Oraciónapologética el anticipo de la reacción tradicionalista que se desencadenará entrenosotros a partir de la Revolución francesa. Sin embargo, Francois López haseñalado la serie de puntos comunes entre esta apología de Forner y elDiscurso sobre las ciencias y las artes (1750) de Rousseau. En este sentido habríaque entender la antipatía común por «las vanas especulaciones» y por lasciencias «no útiles»

no hemos tenido en los efectos, un Cartesio, no un Newton: démoslo de barato;pero hemos tenido justísimos legisladores y excelentes filósofos prácticos que hanpreferido el inefable gusto de trabajar en beneficio de la humanidad a la ociosaocupación de edificar mundos imaginarios en la soledad y silencio de un gabinete.

De cualquier forma, la Oración apologética provocó una ruidosa polémica,en que se vieron implicadas casi todas las revistas de la Corte: El Censor(Cañuelo), El apologista universal (P. Centeno), El corresponsal del Censor, Correode los ciegos..., así como numerosos folletos a los que se apresuraba a responderForner con nombre propio o bajo seudónimo. En líneas generales, los ilustra-dos más avanzados censuraron con acritud no sólo la Oración apologética sinotoda apología que quisiera defender los valores históricos españoles frente alas acusaciones aparecidas en el extranjero.

Pero los historiadores españoles, además de discutir sobre el valor denuestras aportaciones al acervo cultural europeo, continuaron trabajando enlos archivos. Jovellanos estudia nuestra historia jurídica y agraria. Sempere yGuarinos nos dio un precioso testimonio del nivel intelectual de la España desu tiempo en la Biblioteca, profundizó en la historia del lujo, de las leyessuntuarias, de los vínculos y mayorazgos o en las causas de la decadencia delcultivo de la seda en Granada. Fernández de Navarrete dedicó su esfuerzo aclarificar los orígenes y desarrollo de nuestra náutica. Martínez Marina,además de estudiar con espíritu crítico las antigüedades hebreas conservadasen la península, acometió la empresa de clarificar la historia de las Cortes deCastilla. Jaime Villanueva inició su Viaje literario de las iglesias de España, unade las obras más perfectas de nuestros ilustrados en el campo de la historiaeclesiástica.

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TEMA 5HERENCIA ILUSTRADA, PERSPECTIVA ROMÁNTICA E

INSTITUCIONALIZACIÓN ACADÉMICA: LA HISTORIOGRAFÍAESPAÑOLA DURANTE EL SIGLO XIX

Bibliografía

Ángel Canellas 1989Pedro José Chacón Delgado 2007Paloma Cirujano Marín, Teresa Elorriaga Planes y Juan Sisinio Pérez Garzón

1985María de la Concepción Contel Barea 1993Roberto López Vela 2004Manuela Manzanares de Cirre 1963 y 1972Ricardo Martínez Cañas 1996Antonio Morales Moya 2002Manuel Moreno Alonso 1979Ignacio Peiró Martín 1990, 1991, 1992, 1993, 1995 (2006), 1996, 1998Ignacio Peiró Martín y Gonzalo Pasamar Alzuria 1991 y 1996Benoît Pellistrandi 1997Pedro Ruiz Torres 1993Manuel Sánchez Mariana 1993Agustín Torreblanca López 1993

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1. La historiografía isabelina: erudición,eclecticismo teórico y nacionalismo

La asfixia intelectual que fue característica del reinado de Fernando VII(1808/1813-1833)) no impidió que en España circularan las corrientesintelectuales europeas. Al contrario, probablemente el exilio de una minoríamuy importante y cualificada, que siempre estuvo en contacto con su tierray que tarde o temprano volvió, fue un cordón umbilical con las últimaspropuestas teóricas e intelectuales realizadas más allá de los Pirineos. Es ciertoque las guerras en la península y los vaivenes políticos no permitieron unaconsolidación de la intelectualidad liberal española hasta el reinado de IsabelII (1833-1868), recogiendo la herencia de una sólida Ilustración en España,y al compás de la hegemonía del pensamiento francés y anglosajón.

El saber histórico en los años isabelinos se articulaba, por tanto, en tornoa la erudición como norma, fluctuaba en un eclecticismo teórico al socaire dediferentes influencias y realidades, y nacía de forma nacional y españolareflejando las propuestas y concepciones que circulaban sobre esa nuevarealidad política de España. Nada mejor que sintetizar con las palabras delpropio Modesto Lafuente (un liberal moderado que además había ejercido lacarrera eclesiástica y autor de la máxima expresión de la historiografíanacional del siglo XIX: Historia general de España), el cambio operado desde1834 con respecto al primer tercio del siglo XIX, durante el reinado deFernando VII, el último rey absoluto, para resaltar el contraste con lasituación bajo el régimen constitucional de Isabel II:

A los que demasiado impresionados por los males presentes juzguen que larazón no ha hecho adquisiciones en este mismo siglo, les contestaremos solamenteque, siendo nosotros profundamente religiosos, siendo también tolerantes enpolítica, por convicción, por temperamento y por moralidad, estando basadanuestra obra sobre los principios eternos de religión, de moral y de justicia, haceveinte años no hubiéramos podido publicar esta historia.

La razón se imponía, pues, para desentrañar los «principios eternos dereligión, de moral y de justicia», porque el antiguo régimen los habíasuplantado y adulterado con la arbitrariedad del absolutismo político, elfanatismo clerical y el acaparamiento de privilegios en «manos muertas».

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Tales eran los argumentos de un liberal moderado cuya obra no habría sidoposible bajo el absolutismo.

Durante el reinado de Fernando VII, los intelectuales herederos de laIlustración y protagonistas del bullir ideológico de los años revolucionarios dela guerra contra Napoleón sufrieron el violento retroceso de 1814 yposteriormente el de 1823. La agonía del régimen de censura e inquisitorialfue de enorme virulencia. Sin embargo, el exilio y la lucha interior en lapenínsula configuraron una nueva intelectualidad en estrecho contacto nosólo con las ideas europeas, sino, sobre todo, con las exigencias políticas de laconstrucción de una España liberal. Con el régimen constitucional de IsabelII la producción historiográfica alcanzó su libertad de interpretación, semultiplicaron sus propuestas, se estuvo en estrecha conexión con lasinquietudes europeas y, por supuesto, todo ello contribuyó a moldear laconciencia colectiva en torno a los valores de la sociedad liberal.

La cultura historiográfica del período isabelino no estaba tan alejada delas propuestas europeas como a veces se ha repetido. No sólo se conocía todoaquello que sobre España se escribía en Europa, sino que se traducía,comentándolo y a veces incluso haciéndolo propio, como ocurrió con la obrade Víctor Duhamel; se escribía en réplica a la visión que los autores europeosofrecían sobre la nación española; se traducían a otros idiomas las obras deautores españoles, y siempre se encontraban en las historias españolas citasque reflejaban el conocimiento de François Mignet, Wilhem von Humboldt,Edward Gibbon y un largo etcétera de autores europeos. Sin embargo, elnuevo rumbo de la historiografía bajo el reinado isabelino surgía sobre todode las nuevas condiciones sociales en que se desenvolvía.

La edificación de la sociedad burguesa, con todas las dificultades decualquier proceso revolucionario, cambiaba el sujeto de la historia, obligabaa nuevos contenidos, exigía utilidad al saber y, por supuesto, imponíatérminos, léxico y debates. A título de ejemplo, se constata la generalizaciónde términos tales como nación, libertad, justicia, soberanía nacional,representatividad nacional, o con referencias continuas a las «diferentes clasesdel Estado». Eran las herramientas conceptuales, con las que se construía lahistoria nacional y liberal. Es más, constituían los parámetros para evaluar lasetapas de esa historia nacional y cotejarlas con la máxima aspiración, elprogreso. Un progreso siempre entendido como nacional, esto es, en avancecontinuo hasta culminar su perfeccionamiento, etapa que no era otra sino la

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propia época coetánea. Semejante visión tuvo sus detractores y hubohistoriadores en defensa de los valores del antiguo régimen, lógico en unosaños de revolución. Pero los más significativos estuvieron comprometidos conlos valores de la sociedad burguesa, por más que existieran entre ellosdiferencias y posiciones encontradas. Ahí estaban Modesto Lafuente, AntonioAlcalá Galiano, Ángel Fernández de los Ríos, Salustiano Olózaga, ManuelMarliani, Antonio Pirala, Eduardo Chao, Andrés Borrego, Fernando Patxoty Ferrer, etc., todos ellos comprometidos incluso en una militancia activa porel liberalismo, además de ocupar con frecuencia puestos de responsabilidadpolítica.

A este respecto, no menos significativa era la activa intervención de lasmasas populares en los procesos sociales desencadenados en el siglo XIX. Laguerra contra Napoleón había dado la muestra más palpable de tal protago-nismo. Tomaba carta de naturaleza un sujeto colectivo, pero no sólo ya paralos hechos coetáneos, sino también proyectándolo al pasado, configurándoseuna nueva visión de la historia de la conquista cristiana contra los musulma-nes, o del significado de las Comunidades y de las Germanías, o de lacolonización de América. Una visión con enfoque nacional, sostenida por laacción de todo un pueblo. En ello coincidían autores de diversa adscripciónideológica, aunque de inmediato dicha ideología delataba las respectivasrestricciones a que se sometía la noción de pueblo. Los autores moderadoslimitaban el pueblo a las clases propietarias y cultas —«la riqueza y lainteligencia»—, para diferenciarlo del «populacho», de la «canalla», esapeligrosa ampliación social del pueblo que cuestionaba las restricciones de lapropia revolución burguesa. Las palabras de un historiador, José Zaragoza,confirman estas paradojas del liberalismo historiográfico:

Si antes se detenía el historiador en encarecer el heroísmo de un rey o de uncaudillo, hoy es preciso que ponga más aún de relieve las acciones heroicas yhechos notables de los ciudadanos; si celebraba la prudencia y moderación de losque mandaban, aún más conviene que ensalce la moderación y prudencia de losque obedecen; si hablaba del lujo y real magnificencia, hable ahora de la industriay de los trabajadores; si trataba mucho de negociaciones diplomáticas, prefiera enestos tiempos el tratar de leyes administrativas y de descubrimientos y adelantoscientíficos (Discursos leídos en las sesiones públicas celebradas desde 1852 en la RealAcademia de la Historia, 1852).

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La historia, por lo demás, nacía como una disciplina con fines deeducación ciudadana, para dar «ejemplos y lecciones a un pueblo» (J.Zamora), y para ello tenían que aparecer como protagonistas los propiosciudadanos. Pero unos ciudadanos que, a la par que heroicos, eran obedientesy moderados, industriosos y trabajadores, preocupados por el progreso de lasleyes y de las técnicas... Integrados, por tanto, en las exigencias de esa naciónque constituían y cuya hegemonía estaba en manos de notables, de propieta-rios y de juristas. Por eso, porque el pueblo no era a tales ojos un colectivorevolucionario, sino un conjunto jerarquizado de ciudadanos, correspondía alas instituciones constitucionales su representación. Y la historia de esasinstituciones era la auténtica historia del pueblo y de sus esencias máspermanentes. No por casualidad la historia jurídico-institucional adquiría laprimacía en el relato sobre los acontecimientos bélicos que antaño ocupabanlas páginas de los historiadores. Por lo demás, la construcción de la sociedadburguesa demandaba a la historia un fin social de educación colectiva y desensibilización patriótica española, lo que traducido a la mentalidad de losliberales doctrinarios suponía que debía escribirse para «enseñanza depríncipes y pueblos».

No bastaba con educar en las teorías del progreso nacional al pueblo,también se incluía a los gobernantes, aun a los monarcas, porque éstos eranconstitucionales y su tarea consistía en refrendar las decisiones de un pueblorepresentado en las Cortes. Una vez más, José Zaragoza explicaba esoscometidos:

Desde que los reyes no son los únicos árbitros de las naciones, desde que lospueblos han aspirado también a ser absolutos, la historia debe escribirse paratodos, porque todos tienen que aprender de ella.

De esta forma se constituye la historia en disciplina obligatoria para todos losciudadanos: se divulgaba en textos, revistas, obras voluminosas; era un saberque nacía para algo, como todos los saberes; y ese algo, señal indeleble detoda la producción historiográfica de la época isabelina, era el nacionalismoespañol.

El liberalismo y el romanticismo, corrientes mentales desde las que nacela historia nacional, tuvieron paradójicos antecedentes, como cualquierproceso histórico, en las décadas anteriores desde la segunda mitad del sigloXVIII, cuando ocurrieron las máximas expresiones ilustradas y simultáneamen-

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te surgía el movimiento prerromántico con ingredientes antirracionalistas. Enel campo de la historiografía, junto al positivismo anglosajón, la herenciailustrada se mantuvo con mayor consistencia en sus aspectos de racionalismo,preocupaciones humanistas y fines pragmáticos. Hubo actitudes opuestas,lógicamente en el campo del tradicionalismo católico, como las de VíctorGebhardt, para quien «las soluciones católicas eran las únicas verdaderas».También hubo rechazo entre los eruditos, con visión academicista de lahistoria, quienes consideraban que cualquier «filosofía de la historia»desfiguraba el relato de los episodios sucesivos del pasado (J. Zaragoza).

La razón como agente del desarrollo de la historia humana constituía elprincipal nexo con los ilustrados. Se buscaron los rasgos dominantes y lascaracterísticas abstractas de cada época, pero ya con la variante romántica queincluía nacionalismo y espontaneidad colectiva. Por lo demás, la apelación alo concreto, con la erudición como base, exigía un relato alejado de las formasfilosóficas y plagado de minuciosidad y documentación. En definitiva, seproduce desde la Ilustración un movimiento que, de forma dialéctica, seprolonga hasta nuestros días en torno al propio concepto de historia, con lastensiones entre descripción y conocimiento.

Ese dilema epistemológico entre la descripción y el conocimiento seinstalaba en el saber histórico desde esas fechas, cuando incluso en el planoprofesional se diferenciaba con nitidez al «filósofo de la historia» y al«erudito», al que buscaba conocer la evolución de la humanidad, más allá delas apariencias, y al que se recluía en la descripción de hechos particulareslimitados en sí mismos. En efecto, esa preocupación filosófica era para losconservadores la causa de las revoluciones, y no era casual su interés porpreservar la historia de semejantes inquietudes, constriñéndola al cerco de ladescripción erudita. Ahora bien, las leyes válidas para toda la humanidadadquirían formulaciones peculiares en cada pueblo, y aquí le corresponde suparcela de protagonismo al factor romántico nacionalista. Se restringe lapreocupación histórica de los ilustrados —concerniente a toda la humani-dad—, para realizar la historia de un pueblo desvelando sus leyes en eltiempo y aquellas instituciones que lo han conducido al progreso. Por elcontrario, avanzan con respecto a la Ilustración en información y rigor de lasfuentes, así como en la exposición, ya que se dirigen a un amplio público, aesas clases medias sobre todo, que son las que han traído el progreso y lalibertad. En general, los historiadores del período isabelino están inmersos en

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tales inquietudes teóricas, pero fundamentalmente son narradores que limitanla filosofía a sus páginas introductorias, con gran profusión de citas deautoridad en las que se mezclan Vico con Hegel, Gibbon con Herder yVoltaire con Guizot

En España los mejores historiadores del siglo XIX partían del supuesto deque la historia no puede y no debe limitarse a la simple descripción de loshechos —aunque éstos siempre debían ser la base de sus propuestas—, sinoque había que proporcionar generalizaciones sobre la base de esos hechos,extrayendo de éstos las leyes que definían el progreso nacional. Sin embargo,en este aspecto sí que la tradición historiográfica española, forjada en los añosisabelinos, se distanció de la europea al debilitarse el pensamiento teórico conel paso del tiempo, y ser sustituido por un abigarrado eclecticismo que confrecuencia sólo se utilizaba en los prólogos de las respectivas obras hastafechas muy recientes.

La historiografía isabelina, moderada en su mayoría, estaba más próximaa las fórmulas de Guizot que a los derroteros dominantes en Alemania o aotros modos y conceptos que entonces ya apuntaban. El modelo de Guizotcuadraba con la hegemonía de los liberales doctrinarios en España, y ello nosólo en el más estricto nivel historiográfico. La exaltación del triunfo delEstado burgués planeaba sobre los autores españoles también, inclusocomprometidos igualmente con su desarrollo. Así, no es de extrañar que unManuel Colmeiro o Andrés Borrego se dedicaran con especial preferencia aestudiar los momentos constitucionales y las instituciones representativas enel pasado español. O que Luis Figuerola hiciera la crítica de las imposicionesfiscales bajo el antiguo régimen, investigando su historia para contrastar conla bondad del presente. De igual forma, Modesto Lafuente sostenía elnecesario respeto a la Iglesia, pero siempre separada del Estado y sin ahorrarcríticas a sus intervenciones durante la Edad Moderna en la vida civil. Porsupuesto, la búsqueda de la propiedad privada en el pasado como un hechoincuestionable, sin más alteraciones que las producidas por la tiranía, fue algocomún a todos los autores de estas décadas

En definitiva, a pesar de las propuestas tan contradictorias que encierrael denominado movimiento romántico, el giro historiográfico de estos añossupuso el descubrimiento de un nuevo sujeto del proceso histórico, y por endeuna nueva temática. El romanticismo rescata al pueblo como sujeto políticoactivo de la historia nacional, cuya máxima expresión radica en la evolución

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del Estado, esa entidad que identifica a todos los ciudadanos con lascaracterísticas indestructibles de un país. Al identificarse al pueblo con todauna nación, y al resumirse ésta en su expresión estatal, lógicamente el derechoadquiere carta de protagonista en los estudios históricos de estas décadas. Lahistoria de la estructura político-jurídica se convierte en el hilo conductor dela historia nacional. Por ello, el predominio de la historia política sobre lahistoria social, así como la preocupación por la historia jurídica, se correspon-den con la supremacía de la esfera política en estos momentos de configura-ción de los Estados nacionales.

Los acontecimientos colectivos constituyen, por otra parte, un nuevotema de análisis histórico que desde ahora arrebata el protagonismo exclusivoa las decisiones de reyes y políticos. Las élites no monopolizan ya el relatohistórico. Los ciudadanos —aun bajo su mixtificación burguesa—, llenan laspáginas de las historias como epopeyas de toda una nación que en esosgrandes momentos reflejan lo más íntimo del carácter de un pueblo: ahí estánla Reconquista, las Comunidades, las Germanías, los «alborotos populares»,los alzamientos, las partidas, las milicias... Que tales hechos sirvan para avalarel individualismo del español, o su talante democrático, o su tendencia a larebelión, o su natural religioso, e incluso católico, esto ya será objeto de ladiversa interpretación de cada autor.

Por lo demás, la historia no se escribe para la educación del príncipeheredero, ni bajo el mandato del monarca, sino para enseñar y adoctrinar aese mismo protagonista de la historia, al pueblo. Se inicia desde ahora unaapertura del acceso a la cultura por parte de capas de la población antesmarginadas. Las obras más destacadas de historia figuran en las bibliotecas delas clases medias, se editan folletos históricos con finalidad política, sesistematiza el pasado en forma de manuales para los tres niveles de laenseñanza. De una historia escrita por cronistas, o por eruditos, de difícilasimilación, se avanza hacia una historia concebida para ser leída por el mayornúmero posible de ciudadanos. La historia debe cumplir una funcióndidáctica. Pero esto no va en detrimento de su rigor, sino que, por elcontrario, exige la profesionalización del oficio del historiador.

Simultáneamente aparecen los profesionales, primero vinculados ainstituciones como la Real Academia de la Historia, a los archivos, a lasbibliotecas y a la uiversidad. La preocupación por el rigor metodológico no esincompatible con su accesibilidad al gran público. La raza y la lengua se

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daban por obvio en el análisis del caso español. Sin embargo, era tareaurgente desbrozar de entre un pasado múltiple y plurinacional la historiacomún del pueblo que desde el siglo XIX se constituía en patria española. Aello concurrió el romanticismo historiográfico. Y descubrió el individualismo,el heroísmo, el caudillismo, el catolicismo, la hidalguía, la libertad, lademocracia..., los valores que siglo tras siglo permanecían y que se manifesta-ban en cada época con fuerza variable. Valga una cita, a título de ejemplo,para testimoniar semejante proyección al pasado:

[Resulta] que no es únicamente en el siglo XIX, como muchos quieren supo-nerse, cuando las ideas de libertad e independencia han hecho latir el corazón delos indomables hijos de los cántabros y godos. Con mucha anterioridad a las mo-dernas utopías, eran ya salvaguardia de la nacionalidad española las institucionesprovinciales y municipales, y el poderío de las asambleas generales verdaderamenterepresentativas (Victor Duhamel, Historia constitucional de la monarquía española...,Madrid, 1845).

Esta búsqueda por encontrar las raíces de la nación en la Edad Mediaconstituye una creación romántica que incluso hoy sigue pesando en losnacionalismos peninsulares. No fue, por tanto, casual la fabulosa producciónhistoriográfica que hubo sobre la época medieval en tales décadas centralesdel siglo XIX. Es una cuestión que conviene retener para comprender cómoel sujeto de la historia dejó de ser el individuo notable para sustituirlo lanación. Es más, la abundancia del género biográfico en la producción históricade este período ya no obedece a estereotipos de grandes varones, sino que elindividuo interesa como «el hombre en quien se concentra el genio de lanación», en palabras de Manuel Colmeiro.

Las pautas románticas volcaban la atención nacionalista hacia esa EdadMedia, cuna de la España contemporánea, hacia las biografías de individuosprototipos de lo español, y también a las historias locales, piezas tan esencialesen la constitución del genio nacional, suma de todas aquéllas. Eran lascondiciones para que germinara el medievalismo historiográfico, con atenciónpreferente a la historia jurídico-institucional, y también el arabismo. Por lodemás, la península ofrecía ante el resto de Europa las suficientes dosis deexotismo como para atraer la atención de historiadores de otros países,naciendo así los embriones del hispanismo que tan florecientes resultadoshistoriográficos produciría en la época del positivismo y en el siglo XX. Se

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editaron fuentes, se recopilaron documentos, se escudriñaron archivos, se tra-dujeron textos arábigos peninsulares, se analizaron fueros y actas de Cortes,se rastreaba, en definitiva, el sentimiento español en cualquier fenómeno oproceso del pasado. Es cierto que la interpretación dominante fue de matrizcatólica, pero conviene recordar que ya hubo entonces voces discrepantes querompieron tal unanimidad al respecto, que identificaba lo español con locatólico. Es una dimensión de la historiografía romántica con frecuencia mar-ginada, y sirva de comprobación la cita de Antonio Cavanilles:

Es claro que para conocer una época en que dos pueblos se disputaron elmando, hay que examinar lo que se escribió por ambas partes, y la historia de losárabes y sus guerras y sus relaciones con los cristianos deben ser objeto de unestudio llevado paralelamente, olvidándose al hacerlo del interés, del orgullo de laspasiones de una y otra gente, aplicando el cuchillo del análisis a lo que alumbrela antorcha de la crítica» (Discursos leídos en las sesiones públicas celebradas desde 1852en la Real Academia de la Historia, 1853).

Eran, de hecho, voces disonantes de la mayoría historiográfica, que enocasiones encontraban eco en libros de texto como el de Joaquín Rodríguez,como veremos en otro momento más adelante. Lo que sí ocurrió fue elflorecimiento de una escuela de arabistas, quizá la especialidad más potentey con mayor consistencia como materia bien ceñida desde José AntonioConde, Francisco Javier Simonet, Pascual de Gayangos o Francisco Codera yZaidín.

Igualmente fue marginal, o más bien minoritario, el estudio de otrasetnias o pueblos que habían integrado el pasado peninsular. Ya fuese porinquietud romántica, ya por revisión desde postulados liberales de tolerancia,el hecho es que judíos y moriscos ocuparon páginas de nuevos planteamientosen relevantes historiadores. Ya Antonio Alcalá Galiano consideró un«desatino» de los Reyes Católicos la expulsión de los judíos; y por su parteModesto Lafuente criticó el «desastre económico» subsiguiente a la expulsiónde los moriscos. Sin embargo, José Amador de los Ríos llegó más lejos cuandoen 1848 edita su obra sobre los judíos en España, porque se proponerehabilitar

la participación que alcanzó el pueblo proscrito en el desarrollo de la civilizaciónespañola (...), empresa cuya restauración estaba reclamando el superior interés dela humana justicia, que es, en suma, el alto interés de la Historia.

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Resaltemos por último como rasgo romántico la forma del discursohistórico, caracterizado con frecuencia por el colorismo y el ornato literario. Elrelato adquiría viveza porque se buscaba la vibración del lector, integrándoloen las rivalidades del pasado. Se transplantaban las sensaciones de una épocaal estilo y a las anécdotas para conmover al lector presente. Una actitud cuyaposición extrema consistía en el cultivo de la novela histórica, manifestaciónespecífica del romanticismo, y cuyos autores no sólo fueron clasificados comoliteratos, sino también como historiadores. Tales son los casos del duque deRivas, de Serafín Estébanez Calderón o de Francisco Javier Simonet. Así,cuando el duque de Rivas ingresó en la Real Academia de la Historia (1853,en su discurso de contestación Francisco Martínez de la Rosa tuvo ocasión deexpresar el alcance divulgativo de la conjunción de literatura e historia:

[El duque de Rivas] concibió, por lo tanto, el designio de escribir una novela deesta clase, añadiendo el interés de la narración a la variedad de incidentes, a laverdad de las descripciones el ornato del metro [de forma que], ofreciese un nuevoincentivo a la curiosidad, nuevo pasto al deleite.

2. La caracterización sociológica del historiador delperiodo isabelino y las premisas del trabajo historiográfico

El ascenso al poder de lo que entonces se denominaba «clases medias»produjo desde la guerra contra Napoleón una ruptura en el quehacer de losintelectuales, en sus funciones y en su misma caracterización. En el casoconcreto de la historia, quedaba atrás el cronista de palacio y el eclesiásticoerudito y se culminaba un proceso de secularización no sólo de los temas, sinotambién de la profesión del historiador. Iniciado en el Renacimiento, ya desdeel siglo XIX la hegemonía corresponde al intelectual procedente de las filas dela burguesía, quien controla las riendas de la cultura y transforma el saberhistórico en una disciplina nacional al servicio de la patria española. Así, hastalos años de la Restauración canovista, en que se profesionaliza definitivamenteel oficio de historiador, durante el reinado isabelino la producción historiográ-fica está en manos, sobre todo, de ese arquetipo de intelectual que a la vez esperiodista, abogado, profesor y con frecuencia político en sentido estricto.

Simultáneamente comienza su especialización, ya por su actividad profe-sional de profesor, archivero o bibliotecario, ya por la temática de sus estudios.

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Sus trabajos se apoyan siempre en la erudición y en el afán de rigor yobjetividad, pero no se le puede calificar de erudito a la antigua usanza, por-que su obra tiene un soporte interpretativo que se corresponde a una cosmo-visión específica, y porque escribe con intenciones de ilustrar. Hubo, no obs-tante, cronistas de palacio, pero sin relevancia, transformados en simplesrelatores de viajes y actividades regias y con unas obras de escaso significadohistoriográfico. Los historiadores eclesiásticos, por el contrario, experimenta-ron una doble transformación: perdieron su preponderancia cuantitativa y,sobre todo, quedaron circunscritos a determinadas áreas como la historia local,la arqueología, la recopilación documental en archivos y bibliotecas y a lapropia historia eclesiástica. No fue desdeñable la nómina de eclesiásticosdedicados al quehacer de historiadores; es más, fueron las personas que mástempranamente comenzaron la especialización dentro de la producción histó-rica. Excepto Fernando de Castro, autor de libros de texto varias veces ree-ditados, asimilable con pleno derecho al intelectual liberal, el resto deeclesiásticos apenas abordaron la época contemporánea y se ciñeron al pasadoarqueológico o artístico, las más de las veces sobre un ámbito local, a la usanzadel erudito ilustrado.

En definitiva, el forjador de la historia como un saber coherente y comouna asignatura nacional es otro. Hay que buscarlo en el universitario —re-cuérdese que la universidad se estataliza con los liberales—, en aquél que seha formado en las aulas de una Facultad de Derecho fundamentalmente, lacarrera por excelencia del régimen burgués, que además tiene una ampliaformación humanística, pero ya adquirida por cauces e instituciones laicas.Desempeña ocupaciones diferentes y con frecuencia sucesivas: la docenciauniversitaria, la abogacía, el periodismo, los cargos públicos en la Administra-ción estatal. Es polifacético en su profesión, pero sobre todo lo es en el campode sus estudios: abarca, por igual, la literatura, la filosofía, el derecho y, porsupuesto, la historia. Porque no hay personalidad pública que se precie que nohaga sus incursiones, con mayor o menor fortuna, en la historia. Es más,incluso quienes ya adquieren caracteres de profesionales de la historia —porsu condición de catedráticos o archiveros—, también acudirán en socorro desus respectivas opciones políticas. Los historiadores, por tanto, no podían dejarde estar condicionados por esta virulenta conflictividad.

Por eso también se escribía con espíritu polémico y con propósitosaleccionadores. Preocupaba la «opinión pública», ese mito que comienza a

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esgrimirse desde entonces en la contienda política para apoyar las respectivasposiciones. Había que crear opinión entre los ciudadanos, porque, en puralógica liberal, en sus manos estaba la decisión última. Ángel Fernández de losRíos lo explicaba en el prólogo a su Estudio histórico de las luchas políticas en laEspaña del siglo XIX:

todos tenemos ya nuestra parte de colaboración, todos influimos unos sobre otroscon la predicación o el ejemplo, y por esta cooperación, por esta jerarquía detalentos, en cierto modo inédita, por la presión de los mejores sobre los medianos,y a veces por la resistencia de los medianos a los mejores, se forma al cabo lasabiduría de las sabidurías, llamada opinión pública, que acaba siendo casi siemprela síntesis nacida de la difusión de la verdad.

Quienes fraguaron la historia nacional española fueron abogados, profesores,periodistas, militares y políticos. Todos ellos polifacéticos en su actividad inte-lectual y profesional, y plenamente enraizados en los problemas circundantes.No es casualidad que predominen, por tanto, las obras dedicadas a temas coe-táneos.

Esta primera realidad sociológica condicionaba el carácter de la historio-grafía isabelina. Al abarcar actividades múltiples y al unírsele una claraintencionalidad polémica y reivindicativa, es más fácil que aparezca el panfletojunto a la obra rigurosa y de factura metodológica coherente, eso en un mismoautor. Por otra parte, las revistas y la prensa periódica, en cuyas páginasescriben políticos y especialistas, contribuyen a divulgar los trazos másimportantes de esa visión del pasado que se está configurando en la pluma delos más destacados autores. La actividad periodística es común en estos añosa todos los intelectuales; constituye una de sus facetas, la divulgación de susestudios, argumentaciones, posiciones... A la vez, la prensa ya se establececomo cuarto poder y se utiliza como trampolín de acceso a los puestos deresponsabilidad política.

Aunque pervivieran elementos del quehacer historiográfico propio delAntiguo Régimen, la hegemonía corresponde a otros métodos, plenamenteintegrados en las corrientes europeas del momento. La premisa básica eradesde ahora la erudición, un instrumento que desde el Renacimiento a laIlustración se había venido fortaleciendo. La clásica propuesta de Tácito —cumstudio et sine ira—, y una temprana interpretación literal, no plenamentecorrecta, de la expresión de Ranke —«mostrar las cosas como realmente

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ocurrieron»—, supusieron: la exhumación de nuevos documentos, la publica-ción de fuentes y un espíritu entre los historiadores que Luis López Ballesterosrecogía en su discurso en la Real Academia de la Historia, cuando afirmabaque «es la primera ley de la historia, el ánima de ella (...), referir los hechossegún su verdad». La objetividad, pues, era una aspiración que exigíacontextualizar el hecho histórico. Cuando Víctor Duhamel escribe laintroducción a su obra Historia constitucional de España, a la altura del año1845, está recogiendo el sentir historiográfico con las siguientes palabras:

El deber del historiador para avalar una acción, una palabra, un acaecimiento,con referencia a lo pasado, es estudiar de antemano los usos y costumbres del sigloque retrata. Basta el aislar un hecho de su época, con el fin de aproximarle al puntode óptica del que escribe, para que se vea bajo un aspecto falso.

La garantía sólo puede otorgarla si existe un estudio profundo delcontexto en el que ocurre el hecho histórico, si se ejercita el entendimientopara comprender el pasado. Ello supone mecanismos intelectuales de análisisracional, sin interferencias de pasiones presentes. Historiar, por tanto, consisteen un ejercicio racional de la inteligencia, cuyo objeto de análisis siempre esel pasado. Pero un pasado integral, nunca desgajado en partes ni conproyecciones del presente. En síntesis, Duhamel expresa todos los requisitosde la nueva disciplina: un profesional como ejecutor; un objeto de estudio: elpasado; un método de análisis: la comprensión y certidumbre de los hechos;y una pretensión: la objetividad. Pero simultáneamente acosa al historiadorotra exigencia: ofrecer respuestas para esos lectores que viven su presentecomo única realidad palpable. Manuel de Marliani lo afirmó de formacontundente: «En España más que en ningún otro país es indispensable buscaren los tiempos pasados las causas de los hechos presentes».

Desde entonces, desde esas décadas centrales del siglo XIX, el oficio dehistoriador se debate entre ambas pretensiones: la objetividad con respecto alpasado y la explicación del presente desde ese mismo pasado. Y esto significade modo inevitable la proyección de las inquietudes del ambiente en el que sedesenvuelve el historiador. Eduardo Chao plasmaba esa dificultad de maneragráfica:

Los tiempos más difíciles de describir son siempre los más distantes y los máspróximos al historiador, pues le sucede lo que al dibujante con las montañas, que

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de lejos sólo percibe el contorno y al pie de ellas se ve distraído por los detalles yno abraza el conjunto.

Es una constante en todas las obras de historia escritas en el siglo XIX esapreocupación por lograr la objetividad, por evitar ser tachado de parcial. Sinembargo, el historiador, que ha cambiado al protagonista del devenirhistórico, que ha sustituido a los reyes por los pueblos, y que no es ajeno a losavatares de esos pueblos, se apasiona con su colectividad, y habla paradefender su derecho a tomar partido:

Hombre de fe, amante de mi patria, llorando sus penas, regocijándome de susprosperidades, y cediendo a la natural inclinación que me lleva a simpatizar con elque padece, no me resigno a poner a mi opinión una mordaza; hago mérito de queen mi obra resalten los sentimientos de un cristiano, de un español, de un hombreque se interesa en la suerte de la clase más numerosa, que es la más desafortunada(Antonio Ferrer del Río, Decadencia de España).

Otra rémora para la objetividad procede de que ya no sólo se pretendeexplicar el presente, sino que también hay que adoctrinar a los lectores. Estecontexto no puede perderse de vista nunca para comprender cómo y por quénace la historia en este siglo de revoluciones burguesas y nacionales. Se harealizado una fractura con el modo de escribir la historia, y se tiene concienciade ello. Así lo escribe Eduardo Chao:

La historia de aquellos tiempos, asalariada por los reyes y servida o fiscalizadapor el clero, no puede considerarse como un ancho, claro y fiel espejo de aquellasociedad. Los monarcas pensionaban entonces a los pintores para adornar suspalacios y a los cronistas para adornar su reinado. Eran ellos mismos con la manodel escritor quienes trazaban el cuadro de su época, o era éste contemplando lanación por una rendija de la casa del amo. Y la verdadera historia no se escribe sinoa una luz, la de la libertad.

Rotas las servidumbres del cronista, la nueva profesión exige la indepen-

dencia y la libertad, y ésta, por sí misma, engendra la objetividad en el relato.Tal es la propuesta metodológica. Ya no sirve a intereses bastardos, sino a losúnicos legítimos, al descubrimiento de la opresión de otras épocas y a la estimadel nuevo régimen social. No se escriben obras de historia de forma gratuita,

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sino para mayor esclarecimiento del lector. José Zaragoza lo expresaba antela Real Academia de la Historia: hacer historia es

enseñar a todas las clases del (pueblo), una por una, lo que pueden esperar y temer,lo que deben buscar y huir, según demuestran las enseñanzas del pasado.

En definitiva, no se trata ya de adoctrinar a príncipes, a los delfines de las

monarquías, sino de «dar ejemplos y lecciones a un pueblo», pues

desde que los reyes no son los únicos árbitros de las naciones, desde que los puebloshan aspirado también a ser absolutos, la historia debe escribirse para todos, porquetodos tienen que aprender en ella.

En efecto, el historiador adopta conscientemente el compromiso con los

valores de su época, con la libertad, con la nación o patria, con el progreso.Esto implica unos contenidos didácticos, y por ello la historia también seconstituye como disciplina académica y se imparte en los tres niveleseducativos, en la primaria para dotar al ciudadano de los mínimos de laconciencia colectiva, en la secundaria y en la universitaria. Pasa el umbral delos reductos de especialistas —sean eruditos o filósofos, como en el sigloXVIII—, y adquiere dimensiones de asignatura ciudadana. Sin embargo, tal esel prurito de objetividad, que con frecuencia algunos autores levantan su vozcontra la posibilidad de hacer la historia de los hechos coetáneos. Unapropuesta que se formula en estos años y que sigue aún viva en la comunidadhistoriográfica actual, cuando se pretende compartimentar la historia, lasociología, la economía e incluso el periodismo. En aquellos años, tal y comoexigía Dionisio Aldama, se quería desgajar de nuevo la crónica de lainterpretación sólo para la historia coetánea:

La historia contemporánea no debía escribirse, sino en forma de índice, dejandosu parte filosófica para después de transcurrido un siglo: entonces el historiador,con la frialdad propia del que reflexiona sobre hechos que no vio, ejecutados porpersonas para él desconocidas, puede proceder sin temor y sin aventurar juicios quepudieran parecer temerarios.

El soporte positivista de la erudición contemporánea española no erasólido. El propio desarrollo del trabajo erudito no adquirió las dimensiones queen otros países europeos, pero no por eso hay que infravalorar los abundantes

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estudios de recopilación y crítica: sobre una ciudad, sobre las Cortes, sobreotra institución, para recopilar la bibliografía y las fuentes. La publicación yrecopilación de fuentes, así como el tratamiento directo de las mismas, seconvierte en condición indispensable para escribir la historia, sea la de siglospasados o la propia coetánea al autor. Sin duda, el posterior desarrollo de laciencia histórica, sobre todo desde las décadas finales del siglo, no secomprendería sin el esfuerzo titánico de estos archiveros, bibliotecarios,eruditos e historiadores del período isabelino.

Las palabras que Ángel Fernández de los Ríos utilizaba para el prólogo desu obra, nos sintetizan la metodología dominante en la historiografía de losaños isabelinos:

presentando reunidos y ordenados documentos, datos y autoridades, por mil partesesparcidos y nunca compilados, hemos trabajado para otros, hemos clasificado einventariado trofeos abandonados, formando con ellos un riquísimo arsenal, muyútil para los que en la tribuna, en la prensa y en toda especie de debates, defiendanla causa de la democracia.

Un fabuloso esfuerzo que produjo durante estas décadas obras que siguensiendo hoy clásicas en sus respectivos ámbitos y que, por desgracia, no hansido superadas en bastantes aspectos. Las exigencias de fidelidad y autentici-dad documental, a su vez, hicieron imprescindible la sistematización de lasinvestigaciones y esto suponía de forma necesaria la especialización. Nacían asílos medievalistas, los arqueólogos, los arabistas y los archiveros. Y en todos,la preocupación por conservar los testimonios históricos, fuesen pasados o delmismo presente. No había etapa menos interesante la una que la otra, aunquelas atenciones institucionales se ocuparon de forma preferente por períodosmás antiguos. La arqueología, por ejemplo, esa amalgama de arte, historia y etnografía,con técnicas de numismática y epigrafía, se consolidaba con la institucionali-zación de los museos arqueológicos por las provincias españolas: en 1867 sefundaba el Museo Arqueológico Nacional, culminación de ese interés; a estose agregaba la creación oficial de las Comisiones de Monumentos Artísticos eHistóricos y las primeras ordenaciones científicas del Patrimonio Nacional.Desde 1857 convocaba la Biblioteca Nacional premios de bibliografía, untestimonio del desarrollo de las colecciones de repertorios bibliográficos, otra

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parcela a destacar dentro del soporte de la historia erudita que primaba enaquellas décadas.

En otro orden de cosas, la creación en 1858 del cuerpo de archiveros,bibliotecarios y anticuarios, con la expresa finalidad de «poner a salvo de unainminente destrucción papeles y documentos preciosísimos, diseminados portoda la Península», tal y como se escribía en la ley de Instrucción Pública de1857, constituía un paso decisivo en la estabilización de una profesiónhistórica. El Estado creaba una nueva función social, y así lo reconocía alfuncionarizar al personal dedicado a menesteres históricos. En esa misma ley,conocida por su autor, Claudio Moyano, regulaba también de modo definitivola figura del profesor como funcionario del Estado, incluyéndose por supuestoal profesor de historia. Se llegaba, por tanto, a la segunda mitad del siglo XIXcon una figura bien delimitada de la profesión histórica, asumida por el mismoEstado que había exigido semejante eclosión del saber histórico.

Por su parte, la Real Academia de la Historia constituía la máximaexpresión académica del saber erudito y del eclecticismo. Entre sus cometidosse especificaban la reunión de materiales históricos, así como la adquisición dedocumentos, antigüedades y colecciones diplomáticas. Llevó a cabo unaencomiable tarea de recopilación de crónicas, de conservación de monumentoshistóricos. Pero sobre todo, debía cumplir una misión:

ilustrar los diversos ramos de la historia española por medio de obras, memorias,discursos, disertaciones y otros trabajos, promoviendo la buena crítica y sana razónen el examen de los hechos, sus causas y efectos (Anuario de la Real Academia de laHistoria, 1868).

Era una misión que no cumplió en su totalidad, comenzando ya a darmuestras de un anquilosamiento que en las décadas posteriores se agravaríapara limitarse a caminar a remolque de los avances historiográficos. Demomento, en estos años, desempeñó un trabajo fructífero al guardar, archivary conservar fuentes y testimonios históricos, mejorando el estado de lasbibliotecas y fomentando los estudios. No trascendió estos límites, y ahícomenzó su temprana decadencia. Se oyeron críticas y tuvo que justificarsedicha institución por boca de un autor de la categoría de Antonio Cavanilles:

Oigo a mi alrededor una voz que pregunta dónde está la historia que ha escritola Academia (...). No, señores, ninguna corporación en ninguna parte del mundo

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ha escrito historia, pues faltaría la unidad de pensamiento, la unidad de lenguaje,la vida, el calor, el fuego que no se divide ni comparte. Mas el escritor necesitaencontrar los hechos recogidos con diligencia, purificados por la crítica, ilustradoscon doctas observaciones; y esto es lo que («Discurso de contestación al de ingresode Manuel Colmeiro», en Discursos leídos en las sesiones públicas celebradas desde 1852en la Real Academia de la Historia, 1858).

Ceñida a esos trabajos, el esplendor de la Academia estuvo entre 1840 y1870, cuando la historia erudita imponía sus exigencias y cuando lapreocupación por el pasado exigía una fase previa de rigor en las fuentes ydocumentos.

3. Los dominios de la historiografía isabelina

Paloma Cirujano et alii 1985 tuvieron en cuenta un total de 1.500quinientos trabajos u obras publicados durante el período comprendido entre1834 y 1868 y cuyos contenidos dominantes se refieren al análisis histórico.No constituye una recopilación exhaustiva, pero abarca la mayoría de lasediciones, verificadas en los repertorios bibliográficos del momento y en laconsulta minuciosa de las bibliotecas. No se contabilizaron los libros de textode enseñanza primaria y secundaria dedicados a historia, aunque proliferaronal convertirse en asignatura obligatoria y bastantes de ellos se reeditaron. Sinembargo, se tuvieron en cuenta para el análisis de los contenidos y paraconfrontar el estudio de las grandes obras y de la producción histórica globalcon la visión que se transmitía simplificada a través de los manuales.

Las obras dedicadas a la historia general de España sólo suponen un dospor ciento de la producción total cuantificada. Su importancia, no obstante,fue inversamente proporcional a esa cifra. Fueron las obras que marcaron lasdirectrices interpretativas del colectivo nacional a lo largo de los siglos, de ellasemanan los manuales de enseñanza secundaria y primaria, en ellas sealimentan numerosos autores, y con ellas se articula la visión española delconjunto de pueblos que en el siglo XIX están siendo uniformizados ycentralizados bajo la égida del Estado liberal. Por lo demás, en estas obras serealiza gran acopio de erudición, y se plantean de forma exhaustiva con baseen multitud de documentos y en forma de relato pormenorizado y detallado.

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El tema prioritario y hegemónico de la historiografía durante el reinadoisabelino fue el estudio de la nación española. Apenas se encuentran historiaseuropeas o universales, sino como traducciones de autores extranjeros. Habíauna obsesión: investigar el pasado del pueblo español. Ese pueblo que ahorase articula como unidad política, y cuya historia se califica significativamentecomo general, esto es, como común y esencial a todos los ciudadanos delEstado. Si se hace arqueología, o epigrafismo, o recopilaciones documentalessiempre versan sobre territorio español. Dentro de esta preocupación comúny dominante por la historia de lo español, cabe destacar el predominio delinterés por la época contemporánea, o más bien por el mismo presente. Sinduda, la intelectualidad del momento era consciente de la trascendencia de loscambios que estaban protagonizando de forma más o menos directa, y ademásse lanzaban a la palestra editorial con su respectiva obra para fundamentar elproceso revolucionario en marcha, aunque también se atacaba desde posicionesantagónicas. Esto significaba que la obra, además de análisis histórico,contenía fabulosos ingredientes de polemismo y de didactismo.

En orden de importancia cuantitativa le sigue el interés por los estudiosde historia local y regional, esta última con atisbos prenacionalistas en algunoscasos, ya por influencia romántica, ya por la base carlista o también por elauge del federalismo. La doctrina romántica de las peculiaridades de cadapueblo, por contraste con los demás, junto a la exaltación de la tradición, fueun ingrediente mental que sin duda permitió el auge localista y el inicio delpensamiento nacionalista. Pero no basta con el romanticismo para explicarsemejante auge, debiéndose tener en cuenta también: la alternativa federal,como propuesta democrática de organización del Estado español dentro de lospropios principios de la revolución burguesa; el arraigo del tradicionalismo enimportantes zonas geográficas; y una rica herencia de historias locales que seremontaba al particularismo del siglo XVII; todos ellos fueron elementos queposibilitaron ese predominio historiográfico de dicha área de estudio. Este tipode historia se yuguló prácticamente a finales del siglo XIX.

Además abundaron los diccionarios geográfico-históricos locales en lalínea inaugurada por Pascual Madoz, en respuesta a las necesidades deracionalizar la administración con el conocimiento previo de las riquezas, delpasado y de las tradiciones y de sus hombres. En líneas generales, se trata deuna historia localista que carece de pretensiones de diferenciación nacional.Antes al contrario, aflora con frecuencia el orgullo de poder presentar a la

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respectiva localidad como arquetipo de lo español. Sólo en Cataluña, PaísVasco y Aragón se perfilan ya en estos años caracterizaciones protonacionalis-tas.

Por lo demás, junto al interés prioritario por los bloques de temasenunciados, aparecen dominios historiográficos propios del período isabelino,que ahora adquieren su articulación como especialidad definitiva y queposteriormente ocuparon un extraordinario auge en la era del positivismo.Fueron los siguientes: medievalismo; historia del Derecho; arqueología;archivística y bibliografía. Estas últimas como saberes auxiliares que yagozaban de una rica tradición.

Por lo que se refiere al medievalismo, su revalorización se contabilizaentre los haberes del romanticismo. En 1867 el propio Cánovas, reacio enotras cuestiones a valorar las aportaciones románticas, expresaba, sin embargo,ante la Academia de la Historia que sólo por haber alcanzado a «restablecerel olvidado sentido de las cosas de la Edad Media», ya era útil históricamente:«el romanticismo lo hizo todo revivir y todo lo pasó por nuestros ojosfelizmente». El medievo ofrecía al historiador la oportunidad de encontrar lasraíces de ese Estado-nación que protagonizaba el siglo XIX, a la vez quepermitía con la distancia la mitificación de los valores que había que proyectaren el pasado para dotarlos de continuidad histórica. Se idealizaron los siglosmedievales por unos y por otros. Los tradicionalistas para argumentar sobrela armonía entre clases sociales y la supremacía de lo religioso frente al caosdel presente. Los liberales para encontrar apoyo al constitucionalismo y alparlamentarismo, extrapolando conceptos y léxico específicamente burguesesa una etapa que paradójicamente había sustentado ese antiguo régimen contrael que se había ejecutado la revolución. Y, por supuesto, para todos el medievoera el período del nacimiento de las naciones, porque entonces se forjaron laspeculiaridades, manifestadas a través del derecho. El resultado de tanmúltiples intereses se plasmaba en importantes recopilaciones documentales,en la edición de fueros y cartas de los distintos reinos de la península, y en eldesarrollo de una nueva especialidad, el arabismo.

A su vez, dentro de los estudios medievales, se independizaron losestudios constitucionales, porque el análisis de los fueros y de las institucionespropias de cada reino conducía al debate sobre la forma adecuada derepresentatividad para la nación española en el siglo XIX. Valga una cita deVíctor Duhamel para corroborarlo:

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Resulta, sin embargo, del estudio profundo de estas crónicas e historiadores, queno es únicamente en el siglo XIX, como muchos quieren suponerse, cuando las ideasde libertad e independencia han hecho latir el corazón de los indomables hijos delos cántabros y godos. Con mucha anterioridad a las modernas utopías, eran yasalvaguardia de la nacionalidad española las instituciones provinciales y municipa-les, y el poderío de las asambleas generales verdaderamente representativas.

Pero quien realizó una aportación más documentada, con obras que hoyson clásicas en su género, fue Manuel Colmeiro, miembro de la comisión deCortes y Fueros de la Real Academia de la Historia desde 1857, el cual llevóa cabo el ordenamiento y análisis de las Actas de las Cortes de los reinos de Leóny Castilla, abarcando en una segunda fase los fueros municipales y las cartaspueblas. Todo ello con un objetivo que el mismo autor expresaba con claridad:«comprender e ilustrar la vida íntima de los pueblos, su estado social y civil ylos usos y costumbres de determinadas clases de la sociedad». Extendió suestudio a la documentación de los reinos de Aragón y Navarra, y optótambién por incluir actas particulares de asambleas menos numerosas o másreducidas por su ámbito de acción, como las de los llamados Ayuntamientosa partir del siglo XIV. Con ello se proponía demostrar la inexistencia de unanorma general para la constitución de un reino, y a pesar de las mutacionesinternas, no por eso se invalidaba el principio de representatividad. Alcontrario, se atestiguaba con dicha documentación, que hubo «siempreintervención de las clases del Estado en el gobierno de la monarquía».

Otros contenidos y una diferente visión del medievo hubo, sin embargo,entre los arabistas, un grupo de historiadores especializados que nace confuerza en el siglo del romanticismo y que pone las bases para una potenteescuela historiográfica minoritaria pero brillante. Los primeros estudios seiniciaron en años del reinado de Carlos III y la obra de un ilustrado, JoséAntonio Conde, editada póstumamente en 1819, se considera el acta denacimiento del arabismo en España, a pesar de las incorrecciones que ledescubrieran Pascual de Gayangos y Reinhart P. Dozy. La madurez delarabismo es temprana en relación con otros campos de la historia. Pascual deGayangos, formado intelectualmente en París y Londres, fundó en 1844 lacátedra de árabe de la Universidad Central. Y en tal ámbito académico nacióya de forma rigurosa y especializada, con un soporte institucional, la escuelaarabista, bifurcada en dos tendencias: quienes optaban por el estudio literariopreferentemente (Serafín Estébanez Calderón y Francisco Javier Simonet); y

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aquéllos que efectuaron trabajos de erudición e investigación documental(Francisco Fernández y González, José Moreno Nieto y Emilio LafuenteAlcántara). En las décadas finales del siglo adquiere rangos de cientificidad elarabismo con la figura de Francisco Codera y Zaidín, padre de la escuela delsiglo XX. Las obras de Pascual de Gayangos y de sus discípulos contribuyerona romper el monolitismo de la visión del medievo peninsular, aunque confrecuencia sus aportaciones no trascendían el ámbito de los iniciados y a loslibros de texto sólo llegaban las interpretaciones más cerradas y uniformessobre el pasado español. No obstante, inauguraron una corriente de pensa-miento sobre el pasado musulmán que, si el romanticismo lo exaltaba por lopintoresco y exótico, ellos lo corroboraban con la erudición y el apoyodocumental. Joaquín Rodríguez es de los pocos autores de manuales que sehace eco de esta valoración de los siglos musulmanes en la península, y yaexpone en 1850 otro de lo que posteriormente se consideraría ingredientebásico de la cultura definida como española:

La diferencia de religión no creemos que sea un motivo suficiente para faltar conellos a la justicia, ajar su nombre e insultar su dominación; cosas enteramentecontrarias a la moral cristiana, y aunque no lo fuera, nunca habría una razón paragloriarnos de descender de los godos, de ese pueblo bárbaro, que destruyó lasciencias y las artes de nuestro suelo, y tener en menos llamarnos hijos de los árabes,que con su buen gobierno y sabiduría, descorrieron el velo de la ignorancia que noscegaba, y dieron a nuestro carácter aquella energía que nos hizo árbitros del mundoen el siglo XV (J. Rodríguez, Lecciones de cronología e historia general de España,Madrid, 1850).

Un texto en el que su tesis aparece como fórmula alternativa a la visióndominante, pero del que hay que resaltar el uso del plural al integrar comoparte de los españoles a ese colectivo de musulmanes expulsados por lareligión católica y que el autor incluye entre los ingredientes del carácternacional. No sólo se estima injusta la marginación de ocho siglos de historia,sino que enraíza directamente en dicho período una de las esencias de loespañol, la energía como nación frente al resto de los pueblos.

Si en el arabismo se constituye de forma temprana una escuela de carácterespecializado y erudito, otro tanto ocurre con los estudios arqueológicos.Aunque en este caso la dependencia de los avances en el resto de Europa espalpable incluso por la nómina de autores que investigan las tierras peninsula-

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res. Era una rama que contaba con una tradición sólida desde el Renacimientoy que en el siglo XIX se consolida en Europa con un interés nuevo por otrospueblos, en un deseo de ampliar las bases del pasado occidental, siempre paraincluir tales hallazgos en una visión europeocentrista. En España fue durantela década de los treinta cuando se crearon las primeras cátedras de arqueolo-gía, bajo el impulso de Basilio Sebastián Castellanos de Losada, autor de lasprimeras obras que recogían aquí los avances del saber arqueológico. Es unárea que disfrutó de inmediato de la protección institucional y tuvo cobijo nosólo en la universidad, sino que acrecentó el que ya venía ocupando en el senode la Real Academia de la Historia. Por otro lado, se ampliaba un fenómenoque no era nuevo y que incluso hoy día persiste: la incidencia en este campode gran número de aficionados, coleccionistas o anticuarios, con cuyo pacientetrabajo se suplían las deficiencias profesionales. Ya en 1849, Eduardo Chao,denunciaba el estado de la investigación arqueológica con términos que enparte siguen siendo válidos:

El historiador que encuentra a un país en un estado semejante, amontonadasu ocultas las ruinas, destrozados los monumentos, soterradas lápidas y medallas,sin descifrar inscripciones y para colmo de lobreguez, adulteradas y contradictoriaslas noticias de los primeros escritores, si anda, es a ciegas y, si examina, es a tientas.Esto sucedió a nuestros autores antiguos como Mariana y Garibay, cuando faltabana la historia los anticuarios, esos afanosos operarios que pasan su vida con la palay la escobilla en sus manos, satisfechos con percibir en los esqueletos que exhumanun resto de su pasada existencia (Cuadros de geografía histórica de España, Madrid,1849).

Por lo demás, también en las décadas centrales del siglo XIX convergía conla arqueología la historia del arte antiguo, y al socaire de ambas se desarrolla-ban saberes auxiliares (epigrafía y numismática) que adquirían carta de natura-leza académica en ámbitos universitarios. Reunía, por tanto, el área arqueoló-gica un conjunto de saberes no sólo prehistóricos, y consolidaba unos métodosde trabajo especializados cuyo fruto más palpable consistió en la creación delos museos arqueológicos en distintas ciudades españolas. Por su parte, la RealAcademia de la Historia protegió sobremanera tales investigaciones y editó lamayor parte de sus resultados, dedicados prioritariamente a la catalogación delos hallazgos y al comentario descriptivo de monumentos o restos del pasado

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El estudio de la prehistoria propiamente dicha se inicia en los añossesenta. Las primeras publicaciones en castellano por autores españolescorresponden a Manuel Góngora y Martínez, Juan Vilanova y Piera, FranciscoMaría Tubino y Rada. De este último autor se publicó en 1868 sus EstudiosPrehistóricos, primer balance de dicho período por un autor peninsular.

Francisco Pi y Margall expresó con estas palabras la necesidad del previotrabajo del archivero para poder lograr un conocimiento del pasado congarantías de verdad:

Una historia general como la que exige la instrucción de un pueblo no se haceposible sino después que han sido investigados y publicados los instrumentoshistóricos de todos los archivos («Prólogo» a Historia de España, cont. de la deMariana, 1854).

En los archivos se sentaron ciertamente las bases de la ciencia histórica, tal ycomo escribía José Godoy Alcántara:

La crítica histórica se divide en dos ramas: crítica de los documentos y de loshechos. La crítica de los documentos es la parte más nueva de la ciencia, y la queha producido resultados más inesperados. Hace un siglo apenas se hacía uso deldocumento (Discursos leídos en la Real Academia de la Historia, en la recepción públicade D. José Godoy Alcántara, Madrid, 1879)

Semejante tarea se completaba con el trabajo del bibliógrafo, recogiendotodos los estudios concernientes a un aspecto o cuestión del pasado. Aparecie-ron numerosos libros de bibliografía dedicados a la historia de una localidad,a una parcela de la historia del derecho, o a la propia recopilación bibliográficaconsiderada valiosa por sí misma. A este respecto la figura señera fue DionisioHidalgo, quien, consciente de las lagunas en el desarrollo de la bibliografía,publicó en 1862 el paciente trabajo, hoy de enorme valor, titulado Diccionariogeneral de bibliografía, insustituible como consulta previa para cualquierinvestigación que quisiera precisarse de rigurosa. De igual forma aparecieronboletines bibliográficos editados por instituciones (Ateneos, Cortes, Acade-mias...), que ofrecían así la catalogación de las obras existentes. Eran tareasque en estas décadas de constitución de la ciencia histórica como saberindependiente adquirieron un protagonismo destacado, al mismo nivel que el

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del historiador propiamente dicho, porque el trabajo de éste sólo era posiblecon el acopio previo del material por parte de archiveros y bibliógrafos.

El gran tema de la historiografía isabelina fue la historia de la naciónespañola. Significativamente la historia, como disciplina y saber estructuradointernamente, nace con los regímenes burgueses y con una perspectivaestatal-nacional. No es ninguna simpleza expresar que la historia viene con laburguesía, como también la ingeniería, la economía política o, ya en un nivelsociológico, la figura del enseñante funcionario. Nace la historia y surgen loshistoriadores. Se nacionaliza el pasado, como se nacionalizan los bienesamortizados, o se nacionaliza el mercado, o como se nacionalizan los conceptosde soberanía, de interés y de riqueza. Así entra la historia en las aulas decualquier nivel educativo, se legisla sobre los manuales —antes inexistentes—y se desencadena una frenética producción historiográfica. Significativamente,las historias de España aparecen sincronizadas con el proceso revolucionariode la burguesía española. Es el denominador común de toda la producciónhistoriográfica de las décadas centrales del siglo XIX, aunque, como es natural,con interpretaciones diferentes.

Una tarea urge, en consecuencia: escribir la historia de la nación española,escudriñar en el pasado para definir España, trazar los vínculos que unen a losciudadanos del nuevo régimen burgués con su Estado, por encima de lasdiferencias de clase y de cultura. Pero además hay que enseñarla, y para esose legisla que la historia sea obligatoria en los distintos niveles educativos. Lapresión social se hace sentir y comienzan a aparecer las grandes obras dehistoria de España y los manuales para su enseñanza. Sin embargo, ya sehabían adelantado autores extranjeros a escribir la historia de España, ybastantes de las escritas por españoles prolongan o resumen las ya existentes.En España, sin embargo, se repiten las ediciones de la historia realizada por elpadre Mariana en el siglo XVII, prolongadas hasta el presente. Una historiabrillante en su momento, que quedó como el primer intento, sin fructificar,de dotar de unidad al pasado español. Se realizó en unos años en que se estabaefectuando la unificación religiosa de la Monarquía española, pero launificación política y económica se acometía definitivamente bajo el régimenburgués. Por eso perdía validez el esfuerzo intelectual de Mariana y prontovino la historia que la nación española demandaba.

En 1850 se inicia la publicación de la obra de Modesto Lafuente, cuyostreinta volúmenes siguen apareciendo hasta 1859. Aunque admite los errores

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existentes en la historia del padre Mariana, como buen español ya, Lafuentela estima como punto de referencia y como precedente de su vasta tarea deconformar a España en una historia nacional. Es más, se afirma contra losautores extranjeros que denostan la obra de Mariana: «¿Podremos dejar derespetar tradiciones sólo porque las nieguen los extranjeros?». Pero Lafuenteno estuvo solo en esa defensa de Mariana; también lo hicieron otros comoEduardo Chao y Antonio Alcalá Galiano aun reconociendo la capacidad defabulación del jesuita. Pero la publicación de la obra de Modesto Lafuente fueel arranque de una historiografía propiamente nacional y acorde con lasexigencias del método histórico, tal como se encontraba en los paíseseuropeos: es la primera historia nacional, con una difusión y valoraciónnacional. Esas mismas ideas de nacionalismo español, y la propia obra deLafuente, suministraron el punto de partida de otras Historias de Españaescritas de inmediato:

— Fernando Patxot y Ferrer comenzó la publicación de su Historia deEspaña en 1857 hasta 1859;— de 1860 data el inicio de la edición de la historia de AntonioCavanilles, escrita para competir con la de Modesto Lafuente, perotruncada por la muerte de su autor, quien sólo llegó al reinado deFelipe III;— entre 1860 y 1866 se editó la Historia general de España, de DionisioAldama y Manuel García González, sustituido este último por ManuelAmerigo Alcaraz en los volúmenes finales;— plenamente tradicionalista es la visión que de la historia general deEspaña ofrece Víctor Gebhardt, desde 1861, a ese lector medioespañol, vislumbrándose la pugna que hay por inculcar interpretacio-nes diferentes a las ya explicitadas por un liberal como Lafuente,recurriendo a la autoridad de Jaime Balmes para reinterpretar elpasado nacional.

La preocupación metodológica por el rigor no se valoraba precisamentecomo la cuestión prioritaria entre estos historiadores. La intención era otra entodos ellos. Ante todo, apremiaba la delimitación cronológica de España comonación, o, si se profundiza más, la presentación inmemorial desde el pasado deun hecho nuevo, el fenómeno nacional español. Se obsesionaron con las fechas

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concretas para datar el nacimiento de España, porque había que inculcar entrelos ciudadanos la conciencia de identidad española. Simultáneamentepreocupaba a estos autores la definición del carácter nacional español, y aquílas divergencias eran de mayor calibre, porque, según se caracterizara loespañol como constante a lo largo de los siglos, así se concluiría sobre elrégimen político más acorde con tales esencias para el presente.

La etapa histórica de la monarquía goda fue el momento en que losLafuente, los Gebhardt y los Cavanilles establecen el nacimiento de la Españaunificada. Era el tránsito de provincia romana a nación independiente yespañola. La soberanía territorial se instituye como ingrediente básico para elconcepto de nación, y ello sólo es posible —a tenor del paradigma de Estadoburgués— con la unidad y centralización del poder político. ModestoLafuente, aunque no fue de los apologistas del período godo, reconocía quebajo su dominación España adquirió «una nacionalidad y un trono que notenía». En efecto, la soberanía territorial, la unidad legislativa y política, launidad religiosa y la identidad nacional, constituyen los factores que estable-cen la existencia de una nación para la mentalidad liberal española.

En consecuencia, el progreso histórico radicará en el sucesivo fortaleci-miento de tales ingredientes, y así se calificarán unas épocas y otras como deprogresivas o regresivas, según se agudicen las tendencias unificadoras. Loshitos más importantes se dieron bajo la monarquía goda, con el reinado de losReyes Católicos y en la guerra de la Independencia contra Napoleón. Para laóptica liberal, en estos períodos no sólo se robustecieron los vínculos entreespañoles, sino que el factor religioso contribuyó de manera prioritaria almantenimiento de la conciencia nacional. En este sentido, Cavanillesconsideraba la monarquía goda como el «glorioso principio de la unidad de lareligión católica en nuestro país», y como la creadora de un código inmortal,el Fuero Juzgo.

Establecida España como realidad histórica con los godos para lahistoriografía decimonónica, la dominación musulmana, sin embargo, rompióla unidad y, en consecuencia, don Pelayo devino el símbolo de la lucha por elrestablecimiento de la nacionalidad. Sin embargo, entonces surgen autorescríticos que desmontan los supuestos del nacionalismo liberal, apuntandootros contenidos para el concepto de nación que se fragua en estas décadascentrales del siglo XIX. Es el caso de Fernando Patxot y Ferrer que historiográ-ficamente sostiene tesis iberistas, sin duda influenciado por la fuerte corriente

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de pensamiento político iberista que en las filas progresistas y demócratasarraiga. Su color difiere de la historiografía dominante, marcada por las pautasdel liberalismo moderado en el que la religión constituía un factor deestabilidad ideológica armonizada con los intereses burgueses desde elConcordato de 1851. Y difiere además porque la unidad no proviene de laconjunción de españolidad y catolicismo, sino simplemente de una realidadanterior, más fuerte y más amplia, la primitiva Iberia, donde ya se encuentralatente para Patxot el sentimiento nacional. Con tal perspectiva, la épocaromana y lo que Patxot califica de «dominación goda» se convierten enperíodos de cautividad nacional. La Reconquista, por tanto, no significaba larestauración de la monarquía goda, ni mucho menos una cruzada de fe,porque en los árabes no existía el espíritu de intolerancia. Antes al contrario,la invasión árabe fue la ocasión para sacudirse el yugo godo e iniciar laauténtica recuperación ibérica:

El desamor que les profesaba (a los godos) el pueblo íbero se dejó ver, sinembargo, al tiempo de la entrada de los árabes. Los siervos no defendieron a susseñores, antes mudaron de amo satisfechos. La raza ibérica renació entonces en losramales del Pirineo, no blasonando de descender de la prosapia goda, no jactándosede continuar una monarquía que había sido derribada en medio de la silba de lasgentes, sino renovando el antiguo espíritu de tribu, creando nuevos régulos, ydando segunda vida a una existencia aletargada.

Los autores que emprenden la construcción de una historia nacionalestablecen de forma prácticamente unánime el cuadro de propiedades queindividualizan el carácter español o ibérico, porque en este punto se coincideen remontarse a los tiempos primitivos para encontrar la existencia de talcarácter nacional. La singularidad hispánica se pierde en la historia, no tienefecha para datarse. Aquí está la auténtica naturaleza, la verdadera realidadnacional que particulariza y distingue al español. Sus constantes se proyectana lo largo de los siglos y sirven para defender en el presente determinadosprogramas políticos. Ahora adquieren forma definitiva los tópicos delindividualismo, del sentimiento patrio, del heroísmo, la fe acendrada, elarraigo monárquico y la defensa de las libertades. Desde ahora los ReyesCatólicos se convierten en el símbolo de la españolidad, y su reinado en elprototipo de gobierno específicamente español: lograron «unificar esta naciónde héroes y formar de varios gloriosos reinados, uno solo y gloriosísimo».

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Simultáneamente aparecía el austracismo, o valoración negativa de losreinados de los Austrias. Si los Reyes Católicos representaban la culminacióndel esfuerzo de ocho siglos por la reconstrucción nacional y habían logradosintetizar todos los factores de unificación, sin embargo, una dinastía extran-jera, ajena a los intereses españoles, sumió —según la historiografía nacionalis-ta liberal— a la nación española en la ruina, al apartarla de su auténticagrandeza. Los Borbones, por el contrario, encarnaban el espíritu «regenera-dor» —término tan grato para el liberalismo—, la unidad reforzada, eldesarrollo cultural, la tolerancia, la modernización del Estado y la prosperidadeconómica, gracias a la centralización. En pocas palabras, el problema versabasobre el trasvase del poder fragmentado feudal al régimen de monarquíaunitaria.

4. Los guardianes de la historia:la Restauración y la institucionalización académica

Durante la Restauración, los hombres de la Academia y de la EscuelaSuperior de Diplomática se convirtieron en los auténticos guardianes de lahistoria oficial. De hecho, la construcción discursiva de lo que debía ser lahistoria nacional española y el oficio de historiador fue un producto académicoaceptado en unas condiciones políticas y culturales específicas. En efecto, nadacuadraba mejor en el sistema canovista que la consolidación de una «Repúblicade las Letras» españolas. Un espacio ideal de academias, ateneos y sociedades,donde los intelectuales, olvidando las realidades del mundo, se reconocíanentre sí por las aficiones, el gusto por el saber y el cultivo de las ciencias y lasletras.

Antonio Cánovas del Castillo, el «orgulloso gobernante ante quien todosdoblaban la rodilla», también se había convertido en el árbitro de la vidaintelectual de la Restauración. Desde la presidencia del Ateneo y la direcciónde la Real Academia de la Historia, ayudó a la cristalización de una culturaacadémica cuyo proceso de formación se había iniciado en la década de losaños cuarenta. En unos momentos donde el mundo de la cultura y el de lapolítica eran dos esferas de actividad completamente interrelacionadas, sufigura, alabada por muchos —alguno de sus necrólogos lo llegó a comparar

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con Adolphe Thiers— y criticada por los menos, representaba el ejemploperfecto del político-escritor.

A partir de los cuarenta, en el contexto social y político del moderantis-mo, se consolidaron o nacieron una serie de instituciones representativas de lacultura liberal que sirvieron para trazar los límites del nuevo espacio culturaly social: Sociedades Económicas de Amigos del País, Academias, Ateneos,Liceos, Casinos. El Ateneo fue la institución cultural por excelencia delliberalismo, el símbolo de una nueva época de regeneración literaria paraEspaña y el espacio donde cultura y política quedaron definidas para el restodel siglo. Las aspiraciones de sus fundadores se dirigían a convertirlo en elestablecimiento que reuniera las características de una «Academia, Institutode Enseñanza y Círculo literario» desde el que se difundieran los valoresmorales, culturales y políticos del liberalismo. En la capital y en las provincias,la fórmula ateneística se extendió rápidamente. La dimensión pública de susactividades y su capacidad de crear estados de opinión, los convirtieron en elmodelo de institución cultural y centro de sociabilidad característico de laburguesía española decimonónica.

Al lado de los ateneos, las academias remodeladas adquirieron un nuevodesarrollo. Con el patrocinio del Estado, la reorganización de las cinco grandesacademias —la Española, la de la Historia, la de Bellas Artes de SanFernando, la de Ciencias Físicas, Exactas y Naturales, y la de Ciencias Moralesy Políticas— marcó el camino a seguir para toda una pléyade de estableci-mientos locales y nacionales que conformaron el jerarquizado armazóninstitucional del academicismo. Desde ahora, las academias fueron los núcleosgerminales encargados de diseñar el panorama de la cultura oficial española.Siendo los últimos veinticinco años del siglo los del triunfo académico, elmomento de su consolidación hegemónica en el marco de las institucionesculturales españolas.

Entre 1861 y 1882, las desfallecidas Sociedades Económicas de Amigosdel País sólo aumentaron en catorce. Mientras tanto, el número de Ateneosy Academias de todo tipo se multiplicó por cuatro y el de sus socios por cinco,pasando de 39 a 149 y de 8.352 a 39.377, respectivamente. La propiaambigüedad de la carrera y el cuerpo docente, la falta de centros de formacióny la escasa participación de la universidad en la definición de la educación y lacultura nacional, convirtió a los catedráticos españoles en meros epígonos delacademicismo. Este fenómeno se vio favorecido por la creación de las

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Facultades de Letras como centros complementarios de los académicos, cuyoprofesorado debería estar compuesto por «escritores públicos» encargados deenseñar la «profesión literaria» que, «estudiada como debe ser, dará á la naciónhombres ilustres en la abogacía y en la elocuencia sagrada y política, sabioshistoriadores y excelentes poetas, dignos de la independencia que adquiriránpor sus escritos».

La existencia de un público principalmente lector aseguró la difusiónsocial del academicismo. Y es que en la España de la segunda mitad del siglo,pese a todas las limitaciones impuestas por el lento proceso de la industrializa-ción y la urbanización de las ciudades, los bajos porcentajes de alfabetizacióny el atraso del sistema educativo, se produjo una progresiva extensión ymodificación del concepto de público que impulsó la producción literaria, elnacimiento de una nueva categoría socio-profesional —la de escritorpúblico— y el fortalecimiento de un mercado cultural nacional. En estepunto, el papel de intermediarios comerciales y culturales desempeñado porlos libreros-impresores sería fundamental. La evolución del mercado y ladistribución jerarquizada del espacio socio-cultural favoreció, por una parte,la intensificación de su actividad comercial y su especialización relativa. Y porotra, la consolidación de una red paralela y complementaria a la organizadapor el Estado para la difusión del libro que venía a satisfacer las necesidadesy las demandas de consumo de los diferentes públicos —amplio abanico queincluía desde el libro de texto a las ediciones de lujo y los ejemplares debibliófilo—.

De esta manera, el gusto por la cultura académica desbordó el cuadro dela Iglesia y la alta burguesía, extendiéndose entre «aquellos que pertenecían,afirmaban pertenecer o aspiraban apasionadamente a pertenecer a laburguesía: las «clases medias». Los ateneos y las sociedades de todo tipo,fueron los escenarios perfectos para el desarrollo de una cultura burguesa queno era como la de otros países de Europa, filosófica y científica, sino sobre todoliteraria y artística, y cuyos mayores éxitos correspondían a las Bellas Letras.En este caso, la burguesía española, en oposición a la europea que habíadesarrollado una cultura liberal sometida a la razón, se vio como la continua-dora de una cultura humanística de «auténtica» tradición española. Esteaspecto hizo que sólo aquellas ciencias, caso de la geología, la antropología, laingeniería o la medicina, que parecían tener un interés directo para la sociedady vínculos filosóficos y morales que conectaban con las preocupaciones de la

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cultura humanística, fueran aceptadas como parte del academicismodominante.

La poca seriedad con que se consideraron las implicaciones prácticas de laciencia hicieron que el resto de nuestro panorama científico quedara reducidoa un trabajo individual y marginal, con escasas aportaciones originales y cuyoslogros muy pocas veces transcendían los círculos de iniciados. «Estamos enpresencia de otro siglo de oro», exclamaba optimista el funcionario delInstituto Geográfico y Estadístico encargado de redactar el capítulo sobre lapropiedad intelectual en 1912. Para él, frente a la dictadura de las cifras queseñalaban la escasa producción de obras científicas en España y el retraso conrespecto a otros países europeos, se imponía el razonamiento patriótico:porque, si bien «lícita y justa es la aspiración de crear científicos», no lo es «lade ahogar tendencias que como naturales en el pueblo se manifiestan». Ymucho menos cuando se sabe que

para la elevación del coeficiente europeo en el cultivo de las Bellas Letras es factoresencial nuestra España, y no puede afirmarse que la expresada tendencia esantieuropea, ya que lo europeo no es rehuir tales ó cuales tendencias, sino sobresaliry perfeccionar todas, finalidad conseguida por el progreso de cada nación en losaspectos que le son peculiares, ya que cada país ofrece sus distintivos, y el nuestrosiempre ha sido uno de los que más han contribuido al engrandecimiento literarioy artístico.

El prestigio de las letras había sustituido a la gloria de las armas, comoargumentaba Cándido Nocedal en su enmienda parlamentaria en favor de laBiblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra, pues

mientras haya en el mundo un resto de buen gusto, mientras haya amor a lasletras, mientras haya afición al estudio, no se borrarán jamás nuestros monumentosliterarios. Allí donde no llega nuestra espada, allí donde no alcanza nuestrainfluencia política, allí llegará el nombre glorioso é inmortal de Cervantes y deLope, de Calderón y Quevedo. En vano es que se hayan borrado nuestrasconquistas; no por eso ha desaparecido nuestra nacionalidad, porque no estaba ennuestras conquistas ni en nuestras influencias: estaba en nuestros monumentosliterarios. Mientras ellos duren, y no pueden menos de durar, nuestra nacionalidades imperecedera.

El patriotismo, un valor político, servía para legitimar y avalar lasempresas de la alta cultura literaria. Una cultura nacional que alcanzará sus

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grados de aceptación más amplios cuando, en los últimos veinticinco años delXIX, la multiplicación de publicaciones periódicas se conviertan en losvehículos inmediatos de comunicación y divulgación del pensamientoacadémico. De hecho, el mercado del libro, las revistas de «alta cultura», lasdestinadas a la familia, las publicaciones oficiales y los periódicos, se nutríanbásicamente de las colaboraciones y obras escritas por los personajes másrepresentativos del academicismo. Al mismo tiempo, desde mediados de lossetenta, la mayoría de las asociaciones científico-literarias y artísticas de lasdistintas capitales de provincia promovieron la publicación de sus propiosboletines.

Fue este contexto socio-cultural el que permitió a Cánovas «monarquizara las clases intelectuales». Se trató de un proceso general de aceptación delsistema político donde la presencia de Alfonso XII en la velada de inaugura-ción de la nueva casa del Ateneo de Madrid no pasó de ser un episodioconcreto. En tal sentido, el prestigio de las Academias fue una forma más delegitimación del sistema político restauracionista. Una fuente de poder queformaría parte del Senado, «la alta cámara de representación predominante delos grupos e intereses del Antiguo Régimen». Por todo ello, no es exageradohablar de Cánovas como el «gran hacedor de académicos» que incluyó lasveladas corporativas en su juego de seducción política. A este respecto, unalectura rápida de la lista de los académicos elegidos entre 1860 y 1900, en laEspañola, la de la Historia y la de Ciencias Morales y Políticas, nos permiteobservar el predominio total de los «hombres de la Restauración».

El territorio académico, cuyas fronteras abarcaban desde el Parlamento ala Sociedad Geográfica en Madrid y desde la Academia de Barcelona a la deSevilla, pasando por las distintas universidades y ateneos de provincias, fueuna «República de las Letras». Un universo masculino, cuyas costumbres nose avenían a combates «desiguales» entre caballeros y damas que, antes quea cruzar aceros intelectuales tenían «otros destinos más importantes y grandesque cumplir sobre la tierra». Un espacio cultural burgués preparado paraborrar las diferencias de clase y neutralizar los posibles conflictos ideológicos.Y uno de los pocos caminos abiertos para la promoción social y la asimilacióndirecta a la burguesía.

Después de socio del Ateneo, ser miembro de la Academia, era unacondición necesaria, la meta de muchas carreras y la línea de salida de otrastantas. La historia cultivada por afición por los burgueses ilustrados se iba a

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desarrollar en estos círculos. La intervención directa de la Academia en lafundación de la Escuela Superior de Diplomática (1856) y la posterior creacióndel Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios (1858), fuela más importante de todo el conjunto de sus actividades. La puesta en marchade la Escuela resultó determinante en el nacimiento de la «erudición profesio-nal», siendo la primera vía institucional hacia la profesionalización de lahistoriografía española. De otro lado, el de Archiveros no sólo se convirtió enel cuerpo de celosos guardianes del patrimonio cultural de la nación,encargados de inventariar, conservar y exhibir los «monumentos históricos»,sino que serían los fieles ayudantes de los académicos en la administración delpasado nacional. Crítico con el último gobierno isabelino y ausente de lasCortes en la legislatura de 1868, era natural que, ante la proximidad de losacontecimientos revolucionarios, el político astuto y joven académico, AntonioCánovas del Castillo, se retirara al Archivo de Simancas a estudiar documentoshistóricos

Llevo aquí varios días entregado por completo al más puro placer espiritual, quees el que el estudio proporciona —escribía a su amigo Antonio María Fabié—.Contraté un carruaje que me lleva en poco más de tres cuartos de hora todos losdías a Simancas; salgo a las seis de la mañana, después de tomar un desayunoabundante, y sobre la misma mesa de trabajo almuerzo, a las doce, un par dehuevos fritos, una copa de riquísimo vino de Nava del Rey, queso y fruta. Pasoonce horas de un tirón sobre los papeles, y no me canso. Cuando lo dejo estoydeseando volver a empezar. Diga usted a Rosell que si no puede ver y tomar la notaen el archivo ducal de Osuna de los documentos de que le hablé antes deemprender yo el viaje, busque persona capaz de hacerlo, a la cual daré gratificaciónque él señale. Sé muy poco ahora de lo que pasa, y no es gran cosa lo que meimporta.

Sólo seis años más tarde, Cánovas se presentaría ante la nación como el«continuador de la historia de España».

Las transformaciones políticas y sociales que, tras el pronunciamiento dela armada en la bahía de Cádiz, se sucedieron durante el Sexenio Democrático(1868-1874), apenas afectaron a la actividad cotidiana de la Real Academiade la Historia. Dirigida por el moderado Antonio Benavides, la corporacióncontinuó representando los valores culturales y los principios ideológicos de«aquella minoría que forman en todas partes el saber, la inteligencia y lariqueza». La inestabilidad política, el constante déficit presupuestario y la

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rapidez de los acontecimientos, hicieron muy problemática la puesta enmarcha de un programa cultural y educativo. En cualquier caso, alguna de lasmedidas tomadas por los distintos gobiernos en el transcurso de estos años,contribuyeron al fortalecimiento institucional de la cultura académica.

De manera directa, las academias adquirieron carta de legitimidaddemocrática cuando, en el artículo 62 de la Constitución de 1869, seestableció que una de las condiciones para poder ser elegido senador era: sero haber sido «Presidente o Director de las Academias Española, de la Historia,de Nobles Artes, de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, de Ciencias Moralesy Políticas y de Ciencias Médicas». La de la Historia se vio especialmentefavorecida cuando, en su calidad de guardiana del patrimonio nacional,Manuel Ruiz Zorrilla le confiara la custodia de los objetos y coleccionesartísticas de las catedrales, cabildos, monasterios y Órdenes Militares quehabían sido desamortizados por decreto de 1 de enero de 1869. Y cuando, dosaños más tarde, el mismo ministro que ocupaba por segunda vez la cartera deFomento, concediera a la corporación la propiedad de todo el edificio delNuevo Rezado. Tras su fundación y establecimiento en la antigua Bibliotecadel Palacio Real y la Casa de la Panadería, la Real Academia de la Historia setrasladó por Real Orden de 23 de julio de 1837 al desamortizado edificio delNuevo Rezado, sito en el número 21 de la madrileña calle del León. Noobstante, la primera Junta Académica tardará aún más de treinta años enverificarse en esta nueva ubicación. Tras diversos trabajos de adaptación, el 22de junio de 1874, la sede de la Academia quedaría definitivamente en esteedificio que había sido despacho de libros de rezo perteneciente a la comuni-dad jerónima de El Escorial.

Mientras tanto, en plena época de libertad de pensamiento, de disputasde ideas y de recepción de autores y corrientes, la Academia acentuó sucarácter de institución conservadora. Manteniendo los Estatutos y Reglamentoaprobados en 1856, la vida interna del centro experimentó muy pocasalteraciones. Alejada de polémicas y diatribas, ni el krausismo triunfante, nininguna otra filosofía de la historia que superara los límites del eclecticismoy el providencialismo escolástico penetró en el centro. Frente al desbordamien-to político por las exigencias democráticas la corporación alumbró la idea dela «despolitización» del pasado y planteó en términos de identidad históricalas barreras de la «neutralidad» de la ciencia. En 1872, Francisco Cárdenasexpuso estos principios recordando que:

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cuando el espíritu ciego de nuestras ya largas discordias civiles todo lo invade,perturba y avasalla, las Reales Academias hayan conseguido librarse de su tiranía.Asilos del saber, á ellas pueden refugiarse cuantos buscan la verdad en las regionesserenas de la ciencia, seguros de que no ha de preguntárseles el bando en quemilitan; porque si bien las diferencias políticas se remontan á veces á aquellaselevadas regiones, hay en estos cuerpos la saludable costumbre de no ventilarlas,ó de discutirlas con prudentísima sobriedad y sin descender nunca al terreno de laespeculación más rigurosa.Menos aún que los de alguna otra tienen relación los estudios y trabajos de esta

Academia con las cuestiones ardientes de la política; y, sin embargo, estascuestiones en los pasados siglos, como asunto importantísimo de la Historia, caende lleno bajo vuestra jurisdicción, del mismo modo que caerán bajo la de nuestrossucesores en los siglos venideros las que, por palpitantes, no son todavía de nuestracompetencia.

La verdad es que, políticamente hablando, la Academia de la Historia fueuno de los centros culturales utilizados por los partidarios de la restauraciónborbónica para reclutar apoyos entre las capas medias y altas de la sociedad yuna excelente plataforma de difusión pasiva de aquella propaganda queconvirtió a los conspiradores alfonsinos en la autoridad legítima frente agobiernos que se deshacían. Pero no sólo eso. En unos años donde las ideasestaban totalmente vinculadas a la interpretación del pasador la Academiasería la depositaria y la guardiana del lema que inauguraba un nuevo períodohistórico y un sistema político: «restablecer la continuidad histórica deEspaña». Y así vinieron a demostrarlo los discursos de recepción de FernandoCorradi y de Antonio María Fabié sobre El Sentimiento religioso, el espíritumonárquico, el amor a la independencia, y el instinto de libertad del pueblo español yacerca de la Vida y escritos de Alfonso Fernández de Palencia que, en 1875,inauguraron oficialmente las actividades públicas de la corporación

En directa conexión con el programa político y cultural desarrollado porCánovas, entre 1875 y 1881, la corporación académica se acomodó a lascircunstancias de la época. En 1877 quedaron aprobados los Estatutos yReglamento de la Real Academia de la Historia que, siendo los primeros copialiteral de los de 1857, los 74 artículos del segundo se limitaban a realizarpequeñas precisiones a las normas establecidas veinte años antes para elfuncionamiento del centro. De esta manera, eliminadas las posibles conexionescon el régimen anterior, la Academia canovista se encontraba en disposiciónno sólo de recibir en sus salones el domingo 29 de junio de 1879 al monarca

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Alfonso XII, sino también de presentar una imagen corregida del pasado quegarantizaba la continuidad del orden conservador y, en definitiva, de cumplirsu función de legitimación histórica de una clase social, de un sistema políticoy de un concepto de nación española. No en vano, en opinión del autor deldiscurso real, los trabajos de los académicos debían dirigirse a inspirar:

al pueblo español ese amor patrio, ese sentimiento de propia dignidad; hacedlecomprender que quien supo vencer en Granada, en Otumba, en Pavía, en Lepantoy en tantas otras gloriosas empresas, aún puede dar hermoso ejemplo presentándo-se á los ojos de los demás pueblos como modelo de fe inquebrantable, de moralidaden las costumbres, de respeto á la ley, de amor á la ciencia y al trabajo; y haciendocomprender que, si un tiempo fue capaz de dominar el mundo, hoy aspira á másalta gloria, la de dominarse á sí mismo, que es la base en que estriba su verdaderaregeneración.

En todo caso, durante el último cuarto del siglo XIX, la presencia de laAcademia y, en su defecto del Cuerpo de Archiveros, se hizo constante entodas las iniciativas culturales de la época. Varios factores contribuyeron a queesto fuera así: la multiplicación de las publicaciones patrocinadas por el centro;lo programas de premios ofrecidos por la Academia; la concesión de subven-ciones para obras impresas o manuscritas; la presencia de la Academia en lacreación de sociedades político-culturales surgidas al pairo de las aspiracionesimperialistas de la oligarquía española que reivindicaba una presencia pacíficay limitada en el concierto internacional.

En primer lugar, la difusión del academicismo se vio favorecida por lamultiplicación de las publicaciones patrocinadas por el centro. En este sentido,la corporación, además de nombrar una comisión compuesta por Pedro Sabau,Manuel Colmeiro y Cayetano Rosell, encargada de dar a la luz nuevamente lasMemorias, acordó el 25 de febrero de 1876 la publicación del Boletín de la RealAcademia de la Historia, la revista, más ubicua y accesible que las Memorias yel viejo Memorial Histórico Español, se convertirá desde su primer cuadernilloaparecido en noviembre de 1877 en el vehículo divulgador de las directricesy noticias académicas. Cayetano Rosell, en la advertencia preliminar que servíade pórtico y presentación del primer número del boletín, justificaba suaparición con estas razones:

El acuerdo más de una vez y de tiempo atrás tomado por la Real Academia dela Historia, de dar á conocer públicamente sus actos oficiales, sus trabajos privados,

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sus relaciones literarias, en suma, cuanto constituye el organismo y funciones de suexistencia, vencidas ya las dificultades que han frustrado intento verdaderamentetan meritorio, hoy, gracias á circunstancias más favorables, se lleva por fin á cabo.Válese para ello esta Corporación, no de una obra voluminosa, en cuyas páginas seincluya y condense la más puntual relación de sucesos aún mal averiguados óesclarecidos, ó la historia completa de una época ó período determinando, sino deuna publicación, en la apariencia frívola y ligera, en lo sustancial grave éinteresante; que bajo la forma de una producción periódica, cual las que conenvidiable éxito dan á luz Corporaciones nacionales y extranjeras de la mismaíndole, contribuya á secundar las tareas de los hombres científicos y estudiosos; enque á vueltas de recientes descubrimientos é investigaciones, se ilustren puntos másó menos controvertidos en la historia de la antigüedad, y en que á la doctaperseverancia de nuestros sabios de otros días, se añada la incansable solicitud delos eruditos contemporáneos. Ni se rebaja la dignidad de la historia por ceñirla álas exiguas proporciones de una revista como la presente; antes bien debe ser objetoprincipal y casi exclusivo de un cuerpo que profesa estos estudios, difundirlos portodos los medios posibles, simplificar la ciencia para mejor ilustrarla, allegarmateriales, y suministrar recursos á los que en lo sucesivo pretendan cimentar sobreseguras bases el grandiosos edificio que guarde la memoria de nuestras azarosasvicisitudes.

Con anterioridad la Academia había contado con el Memorial HistóricoEspañol y los hombres de una institución y un Cuerpo estrechamentevinculados a la de la Historia, como eran la Escuela Superior de Diplomáticay el Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios, sacaron a la luzla Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos (1871-1877) y el Museo Español deAntigüedades (1872-1880). El Memorial Histórico Español. Colección de Documentos,Opúsculos y Antigüedades, publicado a partir de 1851, consta de tres épocas:1851-1865; 1878-1915; la tercera época se inició a partir de 1948. Estapublicación periódica, dirigida por Pascual de Gayangos, pretendía cumplircon uno de los objetivos fundamentales del centro, el de «reunir materiales.

La aparición del boletín corporativo, al tiempo que un factor determinanteen la consolidación institucional del academicismo, resultó un instrumentodecisivo para divulgar el conocimiento de las llamadas ciencias auxiliares dela historia general en la cada vez más amplia audiencia de lectores eruditos.Convertido bajo la dirección de Fidel Fita (1883-1918), y el trabajo constantede un pequeño núcleo de numerarios, en el órgano de expresión por excelenciade quienes creían que la historia debía hacerse con crítica y documentos, suejemplo fue seguido e imitado por toda una pléyade de revistas que comenza-

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ron a surgir en las diversas capitales de provincia. En ellas, la colaboraciónregular de los académicos de la Historia, especialmente de los nacidos en laregión, fue una característica común y una garantía de su éxito. El poner demanifiesto el impacto del Boletín de la Real Academia de la Historia en lahistoriografía del período no debe llevarnos a olvidar y, en ningún caso,infravalorar los otros medios de expresión pública que la Academia disponíapara dar a conocer sus actividades y orientaciones.

Así, al lado de las tradicionales Memorias y posteriores Anuarios donde sedaba información general de la vida interna de la institución, de los premioso certámenes convocados y del movimiento de numerarios y correspondientes,resulta difícil negar la amplia resonancia pública alcanzada por los Discursos deingreso. Voceados por las gacetas y revistas como «una verdadera fiestaliteraria» en la que se daban cita

todo lo más notable en letras y política, todo lo más distinguido, así de los que yatienen representación formada, como de los que están conquistándose en laactualidad con sus trabajos un puesto sobresaliente, han acudido a la solemnidaden que desempeñaba el primer papel uno de nuestros jóvenes más brillantes y demás seguro porvenir.

Mientras para los asiduos lectores de novedades académicas, el discursode ingreso de cada nuevo numerario suponía un punto de referencia, unindicador preciso de los rumbos temáticos consagrados por la alta historiogra-fía oficial y divulgados en los artículos del boletín académico, para losacadémicos significaron, junto a las necrologías aparecidas en la revista lademostración incontestable de que una vez elegidos por el «Areópago ilustrede los favoritos de Clío» (la expresión se debe a Jerónimo López de Ayala,conde de Cedillo, y se contiene en su discurso de ingreso sobre «Toledo en elsiglo XVI, después del vencimiento de las comunidades», 23 de junio de 1901).Y es que, en la historia de la Academia, las trayectorias personales de susindividuos estuvieron marcadas por la superación de tres controles específicos:uno real, la elección como numerario; y dos simbólicos: la lectura del discursode ingreso y la necrología realizada por sus compañeros. Estos dos últimos,tenían un significado muy concreto: ratificar el triunfo de la corporación alelegir a sus miembros, consagrar, en última instancia, no sólo una carreraindividual, sino también la norma implícita de que la Academia no seequivocaba nunca. Escritos en un lenguaje retórico, repleto de metáforas y

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lítotes, los textos se rigieron por un principio incontrovertible: todos losnumerarios y, mucho más los difuntos, son o fueron buenos académicos.Leídos personalmente por los candidatos en el acto de su investidura,presentan dos partes en su contenido: el elogio inicial y la contestación final.Los discursos contribuyeron a definir el ideal imaginario del académico,refugiado en un mundo «superior», construido a la medida de las necesidadesy de acuerdo a las condiciones de aquellos

hombres sencillos y modestos, muertos á las vanidades del mundo, vivos tan sólopara el estudio en la soledad y el retiro, donde les hacen agradable compañía suslibros predilectos. Allí ni la ambición los inquieta, ni los cuidados de la política losembargan, ni los importunan los amigos oficiosos. Si no hubiese una repúblicaliteraria dentro de la sociedad civil, y Academia, Institutos y otros Cuerposesclarecidos que los honraran y partieran con ellos su gloria, redimiéndoles de la fríapersecución del vulgo, deberíamos compadecerlos, ó venerarlos como á mártires delas ciencias y las letras. Por eso, para que no desmaye el ánimo de estas personas,consagradas por mera inclinación ó por conciencia de su deber, al culto solitario dela historia nacional, nuestra Academia los recompensa y los ensalza á los ojos delmundo (Manuel Colmeiro, en su «Contestación» durante la recepción pública deD. Vicente de la Fuente, el día 10 de marzo de 1861).

El segundo de esos factores fueron los programas de premios ofrecidos porla Academia. Extendida como una práctica común de las cinco grandescorporaciones, desde mediados de los años cincuenta, la fórmula de loscertámenes adquirió un éxito extraordinario entre todas las asociacionesartístico-literarias del Estado, convirtiéndose en una de las manifestacionesculturales más características del período analizado. La convocatoria de losconcursos, indisolublemente unida a la propuesta de un tema y al posteriordictamen académico, además de suscitar y dirigir la investigación, permitía elcontrol y el reclutamiento de los eruditos por las «obras de verdadero mérito,producto de los hombres estudiosos de fuera de la Corporación». Por otraparte, las memorias premiadas daban a sus autores a la vez una dotaciónmetálica y una notoriedad cuyas repercusiones no quedaban limitadas alámbito de la institución sino que, gracias a las revistas de cultura general y laprensa periódica, alcanzaba al gran público. Fiel reflejo de la sensibilidad socialy los intereses científicos de la Academia, los premios o «fundaciones» podíantener un carácter ordinario o extraordinario. De los segundos, cabe recordarel gran «Certamen Internacional con ocasión del Cuarto Centenario del

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Descubrimiento de América», convocado por las academias Española y de laHistoria. Todos estos concursos, al dar la posibilidad de alcanzar el diplomade correspondiente y, en algunos casos, facilitar el acceso directo a la categoríade numerario (mencionaremos a Cayetano Rosell, los hermanos Oliver yHurtado, Francisco Fernández y González, José Godoy Alcántara, ManuelPérez Villamil o Ramón Menéndez Pidal), tuvieron una gran aceptación entretodos los intelectuales restauracionistas. Un ejemplo muy significativo delpredicamento que despertaban los certámenes académicos, nos lo proporcionaGeorge J. G. Cheyne al describir las maniobras realizadas por Joaquín Costapara conseguir el premio del «Talento», convocado por la Academia de laHistoria el 14 de octubre de 1897.

La dimensión pública del academicismo como modelo cultural secimentaría en las disposiciones tomadas por el marqués de Orovio y el condede Toreno «referentes á la concesión de subvenciones por el Estado para obrasimpresas ó manuscritas». Pero la labor de la de la Historia no quedó reducidaa opinar sobre los manuscritos cuyos autores o editores solicitaban ayuda parasu impresión. Por medio de las comisiones accidentales encargadas de redactarinformes o practicar estudios particulares, una parte importante de las obrasde temática histórica publicadas en las décadas finales del XIX, pasaron lacensura de la Academia. Para los escritores, los eruditos de segundo orden ylos profesores de historia conquistar el beneplácito corporativo era unarecompensa deseada y necesaria. En el caso de los docentes, el tema resultabarealmente transcendente no sólo por el prestigio personal que suponía uninforme académico favorable, sino por las repercusiones en su carreraprofesional. En este punto, la Academia fue el organismo encargado dedeterminar sobre la selección de los textos escolares y de enjuiciar los libros delos profesores de instituto y universidad, ya a través de su comentario explícito—que en forma de dictamen pasaba al Consejo de Instrucción Pública—, bienrecomendando su adquisición para la biblioteca de la entidad o la del deFomento.

Al mismo tiempo, había una vertiente del academicismo que podíaresultar decisiva para el progreso profesional de los catedráticos de historia: losaltos puestos ocupados por numerarios de la corporación en la administracióneducativa: hasta finales de siglo, junto a cargos burocráticos de importanciacomo la Dirección General de Instrucción Pública, la jefatura de la Adminis-tración del Ministerio o la inspección general, los académicos desarrollaron

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una extraordinaria actividad al frente del Real Consejo de Instrucción Pública;designados sus miembros por el ministro y organizado en secciones, la funciónprincipal del Consejo restauracionista fue el control del profesorado; en esteaspecto, sus competencias abarcaban desde el nombramiento de los tribunalesde oposiciones y la elección de aspirantes en las ternas finales, hasta lasdecisiones sobre las jubilaciones, los ascensos y la moralidad de las obras de losprofesores.

Si a ello unimos que la Real Academia de la Historia adquirió lacostumbre de presentar candidatos a las «cátedras universitarias de lasmaterias que son de su competencia», podremos explicarnos el interés de loscatedráticos por cultivar la amistad de los académicos. Una actitud que lesllevaría a establecer todo un sistema privado de relaciones subterráneas deprotección —a veces fastidioso, pero siempre imprescindible—, parapromocionarse en los ambientes culturales de la época. Después de todo, dela capacidad de movilizar influencias dependían prestigios y posiciones,nominaciones y ascensos. Y es que, de manera similar a lo que sucedía en lasdistintas esferas de la vida pública de la Restauración, también en el mundode la docencia, la recomendación —elevada a la categoría de auténtico valoracadémico—, era una condición necesaria para asegurar el avance profesional.

El cuarto factor fue la presencia de la Academia en la creación desociedades político-culturales surgidas al pairo de las aspiraciones imperialistasde la oligarquía española que reivindicaba una presencia pacífica y limitada enel concierto internacional dirigida a conservar «nuestras posesiones ultramari-nas», garantizar la pretensión africanista de ocupar Santa Cruz de la MarPequeña y establecer una factoría española en el Mar Rojo. Así, el 2 de febrerode 1876, en el salón de la Academia cedido por su director Antonio Benavi-des, se celebró el acto de fundación de la Sociedad Geográfica de Madrid.Creada con un interés político muy pronunciado —Cánovas fue uno de suspromotores más activos—, la nueva sociedad no sólo era un centro académico,sino la entidad encargada de propulsar los estudios prácticos y las exploracio-nes que preparasen el camino para una futura acción colonial.

A principios de la década de los ochenta, el academicismo restauracionistahabía completado su fase de institucionalización y consolidación en todo elterritorio nacional. Próxima al poder, la Real Academia de la Historiadominaba el medio de la historiografía y mucho más comprometida con lamonarquía conservadora, su privilegiada posición le había permitido participar

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en todas las iniciativas culturales y reformas educativas estatales. De hecho,la Academia aprovechó la limitada expansión del mercado cultural para crearuna compleja red de establecimientos, asociaciones, sociedades y revistas, dediversa índole y categoría, que estructuraron el espacio historiográfico sobrela base de unas relaciones esencialmente jerárquicas. Un modelo historiográfi-co característico y peculiar cuyas deficiencias y contradicciones no pasarondesapercibidas para un joven bibliotecario francés que imbuido del espíritucrítico positivista, pretendía derribar los cimientos sobre los que se asentabanla filología y la historia española.

Se llamaba Alfred Morel Fatio y en el «Bulletín historique», la sección dela Revue Historique dedicada al estado de los estudios históricos en los distintospaíses, publicó dos amplias reseñas sobre la situación española en las quesalieron malparado los establecimientos oficiales de enseñanza, en particularel universitario, y en particular Emilio Castelar, el catedrático de historia másfamoso de las Facultades de Letras españolas. No así la Academia de laHistoria y las dos principales sociedades de bibliófilos, la andaluza y lamadrileña. Sin llegar a dedicarle un comentario explícito, la Escuela deDiplomática aparece como el único centro donde se impartía la enseñanza delmétodo científico. Al respecto, además de referirse a la influencia de la Revistade Archivos, Bibliotecas y Museos, prácticamente todos los autores cuyas obrasmerecen los elogios de Morel-Fatio eran profesores de la de Diplomática ymiembros del Cuerpo de Archiveros. Los trabajos de Vicente Vignau, JoséMaría Escudero de la Peña, Pascual de Gayangos, Mariano Aguiló y,especialmente, los de su amigo y colaborador Antonio Rodríguez Villa, sonejemplos de una «activité scientifique, activité d’autant plus louble qu’elle estrare en Espagne». Atraso institucional, escaso número de eruditos «científicos»y limitada especialización eran tres características de la historiografía española.Sin embargo, aún existía una cuarta: la heterogeneidad.

5. La producción historiográfica durante laRestauración: una aproximación temática y geográfica

Para conocer el contenido de este epígrafe se recomienda la lectura deltrabajo de Antonio Morales Moya 1993.

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6. El cambio de guardia de la historiografía española

El eclipse de las glorias académicas empezará en los años de la transiciónintersecular, coincidiendo con el advenimiento de la profesión de historiador.Después de todo, en nombre de la profesionalización, un grupo de catedráticosde historia serán los encargados de presentar la única alternativa eficaz almundo de la Academia. Surgidos del espacio universitario, fueron estosfuncionarios estatales, que nunca vieron el academicismo como una referencianegativa, quienes asimilaron los ritos y los símbolos disponibles para laconstrucción de una nueva tradición. Un imaginario profesional que, desdeentonces y hasta la actualidad, ha sido modelado y asumido como propio porlos miembros del «moderno y exclusivo gremio de científicos de la historia»:la comunidad de historiadores universitarios.

En marzo de 1895, salió a la calle el primer número de la Revista Críticade Historia y Literatura Españolas, dividida en cinco grandes secciones: revistacrítica de libros; reseñas de libros extranjeros; notas bibliográficas; revista derevistas y comunicaciones y noticias. De hecho, la publicación aparece comoel primer y más serio intento realizado no de competir por un espaciodominado, hasta entonces, por el Boletín de la Real Academia de la Historia, sinode llenar un vacío: el de la crítica bibliográfica especializada. Asimismopretendía estar al corriente de lo que se escribía en las distintas regiones y enel extranjero respecto a temas del mundo hispánico. De ese modo, junto a losprincipales eruditos locales —José Pella, Antonio Rubió y Lluch, José Coroleu,Roque Chabas, Alejandro Guichot, Rodríguez de Berlanga, etc.—, la revistainvitó a colaborar en sus páginas a los nombres más relevantes del hispanismoeuropeo: desde el «gran maestro alemán» Emilio Hübner al padre delhispanismo francés Alfred Morel-Fatio, pasando por toda una pléyade deeruditos y profesores portugueses, ingleses o italianos, entre los que destaca-remos los nombres de J. Leite de Vasconcellos, Teophilo Braga, WentworthWebster, James Fitmaurice-Kelly, Arturo Farinelli o Benedetto Croce.Autores que no dudaron en presentar sus opiniones referidas a la situación delos estudios históricos en España y compararlas con la de otros países delcontinente. Así, por ejemplo, Hübner, después de señalar las deficiencias demétodo que tenía la segunda parte de los Estudios Ibéricos de Joaquín Costa,ponía el dedo en la llaga al recordar el secular aislamiento español y reiterar

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la importancia de los viajes de estudios al extranjero como un elementofundamental para el desarrollo del conocimiento histórico, pues:

Para alcanzar la perfección del método crítico, los jóvenes acuden hoy á lascátedras filológicas y de historia de Berlín, de París, de Roma. En España, desdemuy antiguo, estos estudios se hacen sin salir de la Península; pero para juzgar biensobre las fuentes de la historia y geografía antigua, esta limitación nacionalperjudica. Necesitan los jóvenes españoles, si quieren hacer adelantos, procurarseantes de todo, en los Institutos y Universidades, erudición clásica, sólido saber delatín y griego; y luego, á lo menos los más adelantados —y sabido es que no faltantalentos en España— salir de su país, como lo hacen los jóvenes pintores, escultoresy arquitectos, y estudiar en París, en Roma, en Berlín ó en cualquiera otrauniversidad alemana. Ya lo hacen así algunos, dedicados á los estudios de cienciasnaturales y de medicina. Esperamos que el porvenir cumpla estos votos para losalumnos de historia.

Todas estas ideas pasarían a formar parte de los comportamientos moralese ilusiones científicas de los primeros portavoces españoles de la profesionali-zación representados, en este caso, por el director de la publicación, RafaelAltamira. Los fundadores y colaboradores de la nueva revista pretendían através de la crítica sistemática de libros la reforma de la enseñanza de laHistoria en España. En este sentido, no debe sorprender que el porcentaje másalto de los mismos pertenecieran a los cuerpos del profesorado en sus distintosniveles. Este fenómeno, que con anterioridad no se había producido en ningu-na revista erudita de tirada nacional, es otro indicio de las transformacionesque comenzaba a experimentar la historiografía española en el decenio de losnoventa. Y aunque, entre la larga nómina de los que escribieron de historiay literatura, encontraremos las firmas de los académicos más ilustres, todosellos, con la excepción de Antonio Cánovas del Castillo, Eduardo Saavedra oCesáreo Fernández Duro, eran profesores universitarios o de la EscuelaSuperior de Diplomática. Así, al lado de Eduardo de Hinojosa, FranciscoCodera, Marcelino Menéndez Pelayo, Juan Facundo Riaño y Juan CatalinaGarcía, aparecieron los nombres de Francisco Giner de los Ríos, Rafael TorresCampos, Manuel Bartolomé Cossío y Joaquín Costa. Lista a la que seañadieron las colaboraciones de jóvenes archiveros y catedráticos de universi-dad e instituto que, encabezados por Manuel Sales y Ferré, Julián Ribera,Eduardo Ibarra, Adolfo Posada, Miguel de Unamuno, José Ramón Mélida,

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Ramón Menéndez Pidal, Gabriel Llabrés, José Ramón López de Vicuña oSeveriano Doporto, estaban decididos a que la historia en España cambiase Dentro de su diversidad, este grupo comenzaría a definirse más por suoposición a lo que no se quería ser y por sus propósitos de regeneración moralde la ciencia histórica, que por tratarse de una escuela capaz de compartirprincipios y doctrinas En efecto, una vez superadas las dificultades deentendimiento entre Altamira y Ruiz Contreras que llevaron a la suspensiónmomentánea de la publicación, la Revista Crítica también debemos entenderlacomo la aportación ideológica del primero a la convocatoria patriótica quedesde diversos frentes exigía la convergencia de las distintas fuerzas nacionalespara «modernizar» o «europeizar» a España. En aquel contexto de regenera-ción del pensamiento nacionalista español, nada es más expresivo de lospropósitos renovadores que animaron la creación de la revista el hecho de queAltamira, buen conocedor de las publicaciones europeas de la época, eligierael esquema de contenidos y copiara el nombre de la Revue Critique d’Histoireet Littérature. Presentada como un proyecto alternativo con el cual un grupode amigos estudiosos se ponían al servicio de la «patria española» para cubriruna de las necesidades más ineludibles que «reclama la cultura de nuestropaís», la nueva publicación, al tiempo que un revulsivo disciplinar, fue elprimer órgano de expresión historiográfica de aquel «regeneracionismo decátedra» que, producto del desencanto e impulsado desde el seno de las aulas,comenzaba a extender su aliento entre buena parte de los historiadoresespañoles

En el mismo mes y año de aparición de la Revista Crítica, se produjo ellanzamiento de la publicación ilustrada Historia y Arte. Dirigida desde marzode 1895, por el marino cartagenero y futuro académico Adolfo Herrera, larevista que gozó, desde el primer momento, del favor de las Academias de laHistoria y de la de Bellas Artes, nació con el propósito de conquistar unespacio cultural especializado: el de la historia del arte. Sin embargo, lacompetencia del Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, la inseguridadfinanciera y la escasez de colaboradores hicieron que la revista desaparecieraen agosto de 1896. Mucho más significativa fue la definitiva reaparición de laRevista de Archivos, Bibliotecas y Museos en 1897. Después de una primera etapaque abarcó los años de 1871 a 1878, durante los cuales se convirtió en larevista más influyente de la historiografía española, debieron transcurrir casidos décadas para que los archiveros volvieran a contar con un órgano de

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expresión corporativo y de divulgación histórica. Aglutinados en torno a lafigura de Marcelino Menéndez Pelayo, intentaban formar parte de lavanguardia de historiadores al sentirse obligados

á conocer con profundidad y á mostrar con exactitud los progresos de toda índoleque vayan realizándose, tanto en España como en el extranjero en las muy diversasdisciplinas que su cometido abraza.

Aliados con los catedráticos universitarios y publicistas en el rechazo hacia lahistoria retórica y literaria, el contenido de la revista se dividió en cuatrosecciones que eran el reflejo de los nuevos propósitos que les llevaron a tomarpartido en favor de la «moderna historia».

Es innegable, por tanto, que en el último decenio del Ochocientos seprodujo un aumento de las revistas «científicas» de historia, coincidente conun florecimiento general de las publicaciones semanales o mensuales quevenían a abarcar aquellas ciencias especiales y áreas de conocimiento difícilesde tratar en las páginas de las revistas de cultura general. Su creación no fuetanto el resultado de una ruptura como la expresión de una continuidad: la dela línea iniciada por las primeras revistas eruditas, por todos reconocida en elBoletín de la Real Academia de la Historia. En cualquier caso, casi todas ellasfueron fundadas y sostenidas gracias a la iniciativa individual y al voluntarismode una serie de historiadores, profesores y archiveros que comenzaban areivindicar su función social y se esforzaban en mejorar las condicionescientíficas y materiales en las que ejercían su profesión. Sus esfuerzos —conalgunos éxitos y demasiados fracasos—, lograron convertir las nuevas revistasen los vehículos de difusión de la metodología, la deontología y las categoríashistóricas comunes y necesarias para dar homogeneidad a la naciente profesiónde historiador. Y, al mismo tiempo, en los marcos de discusión imprescindi-bles para que la historia comenzara a definirse como una disciplina científica

Por todo esto, esta constitución de un incipiente mercado editorial depublicaciones periódicas (cuyos valores dominantes empezaban a tener pocoque ver con los anteriores, al estar impulsado por la tendencia hacia la«especialización» y los deseos de renovación-regeneración de la historianacional), debemos considerarlo como una de las manifestaciones públicas máscaracterísticas del proceso hacia la profesionalización historiográfica. Unmovimiento que, iniciado en la década de 1880, se intensifica en los añosfinales de los noventa y culmina a lo largo de las tres primeras décadas del

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siglo XX. Los amigos del director asesinado (Antonio Cánovas del Castillo) yprohombres de la historia restauracionista desaparecieron en los tres últimosaños del diecinueve. Hombres póstumos de la cultura española de finales delOchocientos, sus óbitos parecían anunciar la muerte natural de una forma deentender la historia y el lento nacimiento del modelo profesional que, en elmarco de unas nuevas coordenadas culturales y sociales, venía a sucederle.Todo ello sucedía también en unos momentos en los que una vez voceada lanoticia sobre el desastre de Manila, desde todos los rincones del ruedo ibéricolos clarines de la regeneración habían comenzado a sonar con fuerza.

No por casualidad, fueron los historiadores quienes desempeñaron unpapel importante en la formación del clima espiritual que propició eladvenimiento de aquel regeneracionismo crítico que, en el convulsivo yperturbador fin de siglo, no fue tanto una corriente organizada como unaefervescente actitud ética con respecto a la política, la sociedad y la instrucciónnacional. Unidos en su repulsa hacia la historia narrativa de hechos políticos,unos cuantos profesores y archiveros, «regeneracionistas de cátedra», seconvirtieron en los portavoces de quienes pensaban que «con la Historia en lamano», es decir, con el estudio «verdadero» de la historia patria, podíatransformarse el modo de ser español, sentar las bases del progreso nacionaly reorientar, en definitiva, el rumbo político del país, porque:

Tengo la convicción firmísima —manifestaba Rafael Altamira— de que, entrelas condiciones esenciales para nuestra regeneración nacional, figuran comoineludibles las dos siguientes:1.o Restaurar el crédito de nuestra historia con el fin de devolver al pueblo

español la fe en sus cualidades nativas y en su actitud para la vida civilizada, y deaprovechar todos los elementos útiles que ofrecen nuestra ciencia y nuestraconducta de otros tiempos.2.o Evitar discretamente que esto pueda llevarnos á una resurrección de las

formas del pasado, á un retroceso arqueológico, debiendo realizar nuestra reformaen el sentido de la civilización moderna á cuyo contacto se vivifique y se depure elgenio nacional y se prosiga conforme á la modalidad de las épocas la obra sustancialde nuestra raza.

Sus análisis les llevaron a establecer relaciones directas entre las miseriasde la política «fantasmagórica» y el estado de postración de la cultura y lainstrucción nacional. Así, pasando del campo de los deseos píos y asercionespropagandísticas al de las realidades, el catedrático de árabe de la Universidad

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de Zaragoza Julián Ribera y Tarragó, al comunicar las conclusiones de suestudio histórico sobre el origen de las universidades, no dejaba de lamentarque

los resultados son muy escandalosos. No sé cómo se recibirán; pero yo he de decirmis convicciones. Ha trastornado mis ideas el estudio histórico éste. Y había queconfesar al final, que si somos malos catedráticos es porque nos obliga laorganización á serlo; en lugar de mejorarnos nos echa á perder.

Era la expresión de un sentimiento autoflagelante, pero también significabala manifestación de una toma de conciencia profesional que al denunciar lacrítica situación en la que se encontraba la universidad, la investigación y laenseñanza de la historia en particular, al reclamar con urgencia reformaseducativas, la apertura científica hacia el exterior y la adopción de modeloseuropeos, abogaba en favor de la profesión de historiador y exigía el reconoci-miento de su propia función social.

La Academia de la Historia ofrecía un planteamiento sustancialmenteidéntico. La práctica totalidad de los historiadores y eruditos académicosestaban insertos en el clima regeneracionista. Símbolo institucional de lacultura oligárquica y centro de legitimación ideológica del sistema político,apenas experimentó erosiones. Las críticas contra la corporación y el modelohistoriográfico que representaba pocas veces superaron los límites de unacrónica periodística, un palique o la protesta irritada de alguno de loscandidatos no elegidos. Aunque, sin embargo, no deja de ser significativa lareacción corporativa del profesorado de segunda enseñanza, que veía atacadossus derechos ante proyectos como el anunciado por el marqués de la Vega deArmijo de realizar un libro de texto de historia. La respuesta pública del titularde francés del Instituto Cardenal Cisneros Fernando Araujo y Gómez, indicala naturaleza del fenómeno por el cual los catedráticos consideraban la publi-cación de las obras de texto como un privilegio inherente a la consecución dela cátedra de Instituto y un complemento sustancial del sueldo. Dos interesessocio-profesionales reales que pretendían defender a través de su representa-ción corporativa.

De ese modo, en los combativos artículos publicados por Araujo en LaSegunda Enseñanza, órgano de expresión de la Asociación de Catedráticos deInstituto que él dirigía, se criticaba al modelo académico, en general, y a laAcademia de la Historia, en particular. Al primero, por sostenerse sobre unas

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corporaciones en las que «el espíritu de rutina se impone» y donde «cualquierinnovación supone un esfuerzo que casi nunca se hace y un acuerdo que nuncapuede existir entre personas que vienen de distintos campos, que gozan de lamisma autoridad y profesan opiniones incompatibles», pues sus miembros,«son Académicos por lo mucho que esa denominación halaga su amor propio,pero que, tocando á tener que sacrificarse, son antes que Académicos,abogados, políticos o literatos». Y a la de la Historia, por intentar imitar lorealizado por la de la Española de publicar un manual. En sí mismos, estosjuicios representan el avance experimentado hacia la homogenizaciónprofesional de los funcionarios docentes que, denunciando los empeñosdivulgativos de las instituciones académicas como una intrusión en «camposindependientes de la ciencia», comenzaban a poner en duda la hegemoníasocio-cultural del sistema institucional académico.

A pesar de éstos y otros ataques, la Real Academia de la Historiacontinuaba siendo, en su última instancia, el organismo tutelar de la historio-grafía española. La institución superó el vacío dejado por el fallecimiento deAntonio Cánovas, recurriendo al recurso más cómodo: la del turno de lospartidos. En este punto, no deja de ser irónico que los académicos depositaransus esperanzas en un destacado oligarca del Partido Liberal, ahora en el poder,a quien Cánovas había vetado una vez su entrada en la corporación y con elcual mantenía importantes diferencias personales desde los tiempos en queAntonio Aguilar Correa, marqués de la Vega de Armijo, le había preterido delcargo de ministro de la Gobernación pretendido por ambos. El 10 de febrerode 1899 se aprobó un nuevo Reglamento corporativo, cuyos 74 artículos—como ya había sucedido en 1877— apenas presentaban modificaciones enrelación con el fundacional de 1856. Una actitud cultural y una moral desalvación de la vieja corporación restauracionista cuyas pinceladas para lavarla cara de la tradición le llevarían, por ejemplo, a elegir a un reformistarepublicano tan característico como Gumersindo de Azcárate para ocupar unaplaza de académico. A la mayoría de los historiadores de las primeras décadasdel Novecientos les resultaba difícil imaginar un escenario institucionaldiferente, sin el prestigio y la gloria que representaba la Academia. Todo elmundo conocía lo que significaba ser académico. Y, por supuesto, los primerosprofesionales sabían la importancia de conquistar las medallas corporativascomo una condición para la promoción personal y, por extensión, para elreconocimiento colectivo de la naciente carrera de historiador.

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Por todo ello, no ha de extrañar que la sustitución progresiva del viejoacademicismo de ateneos, sociedades y corporaciones «sabias» por unodirectamente vinculado al mundo universitario todavía pareciera lejano en losalbores del nuevo siglo. Para estas fechas, sin embargo, el mapa de lahistoriografía española estaba cambiando. Frente a la configuración piramidaly acumulativa característica del modelo académico, los signos de moderniza-ción expresados de una manera heterogénea e individual en la década de losnoventa que apuntaban hacia la transformación de la imagen de la cienciahistórica y del oficio de historiador, habían preparado la transición hacia elmodelo profesional. A partir de 1900, el proceso se vio acelerado por lasreformas educativas decretadas desde el nuevo Ministerio de InstrucciónPública y Bellas Artes. Cabe recordar algunos hechos que tendían a un nuevosistema de relaciones entre las instituciones de la historiografía española:

— la supresión de la Escuela Superior de Diplomática el 20 de julio de1900 y la integración del cuadro de sus asignaturas y profesores en launiversidad; — la reorganización de las Facultades de Letras;— la creación de nuevas cátedras universitarias; — la ampliación del mercado universitario de la historia: de 1899 a1933, el número de catedráticos se multiplicó por dos.

Fue en esos años, en fin, cuando las universidades comenzaron a dejar deser establecimientos subordinados a las academias para convertirse en losauténticos centros rectores de la cultura y la conciencia histórica española.

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TEMA 6DEL REGENERACIONISMO A LA SUPERACIÓN DEL LASTRE

FASCISTA: LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA DURANTE EL SIGLO XX

Bibliografía

Armando Alberola Romá 1995César Almuiña Fernández 1990Julio Aróstegui 2002Gonzalo Bravo 1998Rosa Congost y Jordi Nadal 2002Manuel Fernández Álvarez 1994Roberto Fernández 1998Ricardo García Cárcel 1998Francisco M. Gimeno Blay y José Trench Odena 1990José María Jover Zamora 1999José María López Sánchez 2006Javier Malagón 1978José Antonio Maravall 1959 y 1979Miguel Ángel Marín Gelabert 2001, 2004, 2005 y 2007Ignacio Olábarri Gortázar 1987 y 1990a y 1990bGonzalo Pasamar Alzuria 1990, 1992, 1998, 2004a y 2004bIgnacio Peiró Martín 1988Ignacio Peiró Martín y Gonzalo Pasamar Alzuria 2002Pedro Ruiz Torres 2002a y 2002bJulio Valdeón 1995

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1. Regeneracionismo y modernización:hacia la profesionalización del oficio de historiador (1900-1936)

La evolución de la historiografía española en el siglo XX sigue siendo unatrayectoria mal conocida. El siglo XX es el siglo en que la historia consiguióintroducirse y desarrollarse como disciplina autónoma en la universidadespañola. El inicio del proceso se remonta a las primeras décadas de la centuriay queda brusca y violentamente interrumpido, a finales de los años treinta,con el triunfo de la dictadura de Franco. Más tarde ese proceso vuelve areanudarse, en la década de los cincuenta y durante los sesenta, paraexperimentar una aceleración muy intensa en el último tercio del siglo XX yenlazar con una crisis muy peculiar. Sólo a partir de 1900 puede hablarse enEspaña del inicio de una historia con los rasgos que Gérard Noiriel considerapropios de una moderna disciplina científica:

— la conquista de autonomía profesional en el mundo universitario;— la adaptación y aplicación del método científico a la investigaciónque se realiza; — la elaboración de un nuevo saber apoyado en instrumentos detrabajo (bibliografías, inventarios de archivo, publicación de documen-tos originales, aparición de revistas científicas);— y en una nueva organización del trabajo

A ello contribuyó de forma muy importante la doble decisión política, tomadaen 1900 por el ministerio de Instrucción Pública, de suprimir la EscuelaSuperior de Diplomática (fundada en 1856) y crear en las universidadesespañolas una sección independiente de historia en las antiguas Facultades deFilosofía y Letras. Sólo cuatro de ellas lograron la autorización necesaria:Madrid, Sevilla, Valencia y Zaragoza.

No menos importantes fueron la aparición en 1910 del Centro deEstudios Históricos en Madrid. Dirigido por Ramón Menéndez Pidal, en élque encontramos a eminentes historiadores como Eduardo Hinojosa, RafaelAltamira y los arabistas Julián de Ribera y Miguel Asín. La Comisión deInvestigaciones Paleontológicas y Prehistóricas, en el seno de la Junta deAmpliación de Estudios creada tres años antes. La Escuela Española en Romapara Arqueología e Historia, creada en 1910 y puesta bajo la dirección de

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dicho Centro. Y otras modernas instituciones como el Institut d’EstudisCatalans, surgido en 1907 a instancias de la Diputación de Barcelona,impulsaron este desarrollo y dieron cabida en España a la práctica historiográ-fica más renovadora. Vieron asimismo la luz entonces los primeros repertoriosbibliográficos relativos a la historia de España y América (elaborado en 1917por Sánchez Alonso). Tuvo también lugar la consolidación del seminariosegún el modelo que Ranke había introducido en la universidad alemana,como núcleo fundamental para la perpetuación de la práctica histórica y laformación de discípulos

Con una conciencia de grupo que les alejaba de sus predecesoresfiniseculares y el nacionalismo como estímulo e ingrediente activo en ladefinición histórica del país, estos cambios, permitieron a los catedráticosnovecentistas hacerse con el control del conocimiento histórico, delimitar lasfronteras de la llamada historia científica, y convertir a la universidad en elcentro pautador de la investigación y la enseñanza de la historia española.Entre 1900 y 1930, se produjo una ampliación progresiva del mercado oficialde puestos de historiador: entre 1899 y 1936, el número de cátedras deHistoria se multiplicó por más de 3, pasando de 22 a 73; mientras que, desde1849 a 1899, sólo 39 habían alcanzado el título de catedrático de Historia enlas distintas Facultades de Filosofía; el número de nuevos catedráticos queaccedieron a las cátedras, entre 1900 y 1930, fue de 59. Gracias a la políticade becas programada desde la Junta de Ampliación de Estudios, un númeroconsiderable de estas cátedras y sus ayudantías correspondientes fueronocupadas por historiadores que habían sido pensionados para estudiar en elextranjero.

Sin duda, esta formación fuera de nuestras fronteras, la presenciacontinuada en congresos internacionales y los contactos individualesestablecidos con los maestros de la historiografía europea resultaron decisivospara que la concepción historiográfica de nuestros autores experimentara unaimportante evolución. Consolidadas las relaciones con las principales escuelasde hispanistas e impulsado el descubrimiento de las obras de la «nuevahistoria» por medio de las traducciones, las comunicaciones con el exterior denuestra historiografía aumentaron notablemente cuando, en los añossiguientes a la Gran Guerra, junto a los estudiosos profesionales de la historiaque trabajaban temporalmente en los archivos y bibliotecas nacionales, seafincaron en España una serie de investigadores extranjeros. Éste fue el caso

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de los alemanes Hugo Obermaier y Ernesto Schäfer o del mexicano CarlosPereyra, cuyo magisterio y naturalización historiográfica favoreció el desarrollode algunos aspectos de la historia española, hasta entonces poco evoluciona-dos.

Pero no sólo debemos medir en términos de logros la actividad de lahistoriografía española durante este período. En el primer tercio del siglo XX,los historiadores universitarios consiguieron crear un sistema de podercimentado, ciertamente, en su supremacía científica, pero unido merced a sucapacidad para generar valores corporativos y señas de identidad colectivas.Heredados muchos de la tradición académica anterior y apuntados otros porla vanguardia de historiadores finiseculares, fue entonces cuando se organizóuna comunidad con sus símbolos académicos y prácticas de trabajo, criteriosdiferenciadores y servidumbres profesionales.

Por otra parte, el fenómeno de la profesionalización de la historiografíaliberal española vendría representado por dos aspectos importantes: lapreocupación metodológica y la organización jerárquica de la profesión dehistoriador dirigida por los catedráticos. Sobre el primer punto, sobre losprocedimientos para obtener conocimientos a través de unos pasos que nospermitan realizar afirmaciones «científicas» acerca del pasado, hay que decirque, en general, los historiadores formados en la época de la profesionalizacióncreyeron en las bondades de la metodología histórica basada en la transcrip-ción de documentos, su crítica y su confrontación con fuentes paralelas.Después de todo, aunque alguno de los más destacados historiadores de finalesdel XIX conocían los manuales de metodología europeos, fue en el segundodecenio del nuevo siglo cuando, además de traducirse íntegramente los librossurgidos en los países de mayor prestigio historiográfico, sirvieron de modelopara los primeros textos de estas características escritos por españoles: el padreZacarías García Villada y los profesores Pío y Manuel Ballesteros. Estaconfianza y profunda fe en el método, consolidado por Claudio Sánchez-Albornoz y transmitido por sus discípulos medievalistas reunidos en el entornodel Anuario de Historia del Derecho Español, fue cobrando cada vez másimportancia hasta llegar a ser uno de los criterios definidores de la formacióny la deontología profesional del historiador universitario.

Sobre el segundo aspecto mencionado, el de la jerarquización universita-ria, hay que señalar cómo los historiadores españoles, a diferencia de lo quesucedía en la centuria anterior, comenzaron a regirse por las leyes de su propio

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mercado académico y un estilo de vida «universitario» profundamenteconservador al margen de las opciones políticas personales. Las transformacio-nes introducidas por la profesionalización y el marco académico que lasustentaba determinaron la creación de un sistema ideológico-cultural dondeel «apoliticismo» pasó a ser la representación profesional del conservadurismouniversitario. Diseñada la carrera como una lucha por la cátedra y elescalafón, «el nuevo tipo de profesor de historia» comenzó a asumir como unvalor profesional la importancia de alcanzar la categoría administrativa decatedrático. Una posición que les proporcionaba la posibilidad de controlar ladisciplina y el sistema de cooptación universitario. En realidad, se trataba deun sistema cimentado sobre un mecanismo institucional, que favoreció, através de la tesis doctoral y la posibilidad de ofrecer puestos de ayudante oadjuntos, la homogeneidad de la profesión basada en el establecimiento derelaciones de dependencia entre los maestros y los discípulos. De hecho, casitodos los historiadores (catedráticos y estudiantes) procedían del mismo mediosocial, se habían formado en el mismo medio universitario y adquirido lasmismas titulaciones; más aún, como el número de matriculados no era muchomás elevarlo que el de los profesores, todo joven investigador tenía expectati-vas de acceder a los puestos docentes; y así, el control del reclutamientotomaba la forma de cooptación anticipada donde los directores de tesis ymentores elegían no a subordinados, sino a iguales potenciales.

Pero también hubo por primera vez una reacción contra el influjo de lahistoria erudita. Esa reacción denunciaba el abuso de la investigacióndetallista, la cual, según sus críticos, era el reflejo entre nosotros de la escuelahistórica alemana que había alcanzado un prestigio enorme en el siglo XIX.Frente a la enseñanza alemana —que según Altamira «reduce la educaciónhistórica a la parte puramente técnica e instrumental, que diríamos, es decir,al estudio y crítica de los documentos»—, se manifestaba ahora un nuevo tipode ciencia de la historia, a la manera que comenzaba a desarrollarse en Francia.Inicialmente esa historia, concebida de un modo nuevo como ciencia, laadoptaron unos pocos historiadores universitarios en España, a la cabeza de loscuales se encontraba Rafael Altamira. La Historia de la civilización española quecomenzó a publicar Altamira a principios del siglo XX era un ejemplosignificativo de la nueva ciencia de la historia que revalorizaba ahora la síntesisy la fundamentaba en una amplia base empírica y la ejercía sobre un conjuntode hechos, tanto políticos como de carácter socioeconómico y de índole

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cultural. La civilización, como llegó a escribir Rafael Altamira, resultaba un«todo orgánico» que comprendía el conjunto de los hechos de un determinadopueblo o nación. Ese todo orgánico establecía una raíz social más profunda ypersistente que la derivada de la simple estructura política, sujeta a mudanzay con formas que variaban según las épocas y los países. La historia de lacivilización española debía mostrar los avances y retrocesos del «puebloespañol», desde los tiempos primitivos hasta el siglo que había dejadopendiente la profunda transformación que ahora, a principios del XX, algunosintelectuales y políticos regeneracionistas soñaban con llevar a cabo. Esahistoria era ciencia, aunque no estaba reñida con el arte a la hora de exponerlos resultados de la investigación realizada. Pretendía dar al relato históricouna estructura que pusiera al descubierto las líneas o direcciones fundamenta-les características del desarrollo de nuestra civilización. Junto a ello, conferíaa la historia una importantísima función educadora y patriótica, al modo comolos intelectuales y políticos de la Tercera República habían introducido conéxito en Francia.

La figura y la obra de Rafael Altamira (1866-1951), a decir de JulioAróstegui (2002), resultan de un alto interés por cuanto resultan un ejemplode lo que supone de variada recepción de estímulos externos —y de contactoactivo con ellos—, entre los que la huella francesa ocupa un lugar importanteaunque no sea exclusiva. Altamira parece como un crisol en el que vienen aentremezclarse y fundirse las influencias posibles en la Europa de comienzosdel siglo XX, en una trayectoria que continuará acumulando sus hallazgoshasta los años treinta. Altamira fue, indudablemente, el historiador españolde comienzos de siglo más preocupado y mejor informado acerca de lo que lahistoriografía coetánea producía en Europa. En 1889-1890, visitaría Parísdonde se puso en contacto con algunos de los más importantes historiadoresfranceses del momento, entre ellos Victor Langlois y Charles Seignobos. Desdefines del XIX, Altamira gusta de escribir y difundir las crónicas científicas delos congresos internacionales en los que está presente, así el de 1900 en Parísy el de 1903 en Roma. En este último se pretendió hacer un balance de losúltimos cincuenta años de la historiografía en Europa y América —de lasciencias históricas, como se decía en un lenguaje que se ha mantenido hastahoy en tal tipo de reuniones—, pero fue un objetivo que no se cumplió,comentará Altamira. De hecho, el congreso se ocupó más de la organizacióndel trabajo científico que de su propio objetivo directo. Es bastante alecciona-

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dora la crónica que hace Altamira en la que expresa con claridad la escasapresencia de profesores españoles y el mínimo interés que en los mediosoficiales de la educación en España despertaba una reunión como aquella. Dela misma forma, Altamira fue también un atento y asiduo seguidor de labibliografía internacional a la que dedicó en sus libros amplios espacios ycomentarios. En sus Cuestiones modernas de Historia publica una extensa«literatura de la metodología». Seguramente fue uno de los pocos historiadores españoles conocido enambientes no españoles y llamado a la colaboración en foros internacionales.De ello dan fe tanto las traducciones de sus obras como su intervención enalgunas obras colectivas y en un pequeño manual también de alto nivel, conhistoriadores muy conocidos de la época, sobre La enseñanza de la historia, quetradujo y publicó en España Espasa-Calpe. Participó en la comisión deintelectuales españoles que visitó Francia en 1916 en plena guerra europea, dela que formarían parte también Menéndez Pidal, Azaña y Américo Castro,entre otros, representantes todos de una opinión claramente francófila. Loscontactos franceses de Altamira le llevaron a colaborar con frecuencia en laRevue internationale de l’enseignement y a ser miembro correspondiente delInstituto de Francia. Altamira vendría a ser historiográficamente, al menos ensus primeros pasos, un discípulo relativamente lejano de Gabriel Monod al quededicaría un libro. Pero entre los maestros franceses a los que utiliza figuranya muy pronto tanto Philippe Sagnac como Charles-Victor Langlois al que citacon alguna profusión. Todos los estudiosos de Altamira han destacado elhecho de que nunca llegó a ver publicado un gran tratado completo de teoríay de método de la historiografía, un asunto, sin embargo, al que dedicó unaimportantísima parte de su obra y para cuya documentación estuvo reuniendomateriales toda su vida. En esas condiciones, hay coincidencia también en quelas obras de partida para el conocimiento de su obra son textos como Laenseñanza de la historia, Cuestiones modernas de historia, De historia y arte y algunasmenos importantes y de mucho menos valor, como la de 1916 Filosofía de lahistoria y la publicada póstumamente en México Proceso histórico de lahistoriografía humana. De la obra Cuestiones modernas de historia puede decirseque es la clave para conocer el pensamiento historiográfico de Altamira desdefinales del siglo XIX a mediados de los años treinta del XX, pues de ella sehicieron dos ediciones, muy ampliada la segunda, entre esas fechas límite.

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Otra de las grandes obras de Altamira, importante aquí para nuestropropósito, es La enseñanza de la historia. Sin embargo, esta obra es tanto untratado de didáctica cuanto, si no lo es en mayor medida aún, una introduc-ción a la teoría de lo histórico. La parte dedicada a definir la disciplina y susmétodos ocupa mucha páginas de esta publicación. Su aparición es anterior,por ejemplo, a la Introducción de Langlois y Seignobos. Altamira mismo diceque su obra está dedicada «a la enseñanza y el estudio de la historia». Laprimera edición de esa obra fue de 1891, publicada por el Museo Pedagógicode Instrucción Primaria, que no se puso a la venta, dice el propio autor,aunque circuló entre colegas. La edición que efectivamente fue difundida esla de 1895, mucho más completa.

José Deleito y Piñuela (1879-1957) fue discípulo de Altamira y de Ginerde los Ríos y fue catedrático de Historia Antigua y Media de la Universidadde Valencia hasta su depuración. Tras su primera estancia como investigadorfuera de España, Deleito pronunció un discurso en 1918, con motivo de laapertura del año académico Universidad de Valencia (impreso en esa mismafecha, en forma de libro de 165 páginas con el título La enseñanza de la historiaen la universidad española y su reforma posible), que es un extenso alegato, connumerosas referencias bibliográficas, en favor de un nuevo modo de concebirla historia como disciplina universitaria. La «ciencia histórica» que preconizabaentonces Deleito había de formar investigadores en la dirección de lo queocurre «en los dos países que, aunque con distinta orientación, van a la cabezadel movimiento historiográfico: Francia y Alemania». Para lo cual era precisocambiar en España el sistema de enseñanza de la historia e introducir cursossuperiores de investigación, poniendo a los estudiantes en contacto con lasfuentes directas y con los nuevos métodos de trabajo, y familiarizándolos conlos archivos, las bibliotecas y los museos. La «ciencia histórica», por otra parte,no debía confundirse, en palabras de Deleito, con «el abuso de la investigacióndetallista».

Los historiadores no habían de ser «simples ratones de archivo, sin culturageneral ni sentido histórico, sin el espíritu elevado del hombre de ciencia, quesólo analiza lo pequeño como base para reconstruir lo grande. Las ideas deDeleito acerca de la historia, expuestas en el discurso de 1918, contrastanpoderosamente con el panorama universitario que describe. Los estudiossuperiores no se habían organizado en España conforme a directrices racionalesy los estudios históricos, en particular, se encontraban entre los que menos

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atención recibían. La conferencia publicada en 1918 recibió un cálido elogioen la Revue de synthése historique. El propio Deleito publicará en diciembre de1930, en el último número de la misma un artículo (el único de un historiadorespañol en toda la historia de la revista) titulado «Quelques données surl’historiographie en Espagne de 1900 a 1930 du point de vue de la synthése».El artículo es muy significativo porque muestra los progresos que se habíandado en España en el campo de la historiografía desde la fecha decisiva de1900, cuando, según Deleito, surge un nuevo tipo de historia, rigurosa en susmétodos de trabajo, con sentido crítico y una «gran masa de lectores» queconstituye su público, que se contrapone a la cultura histórica del siglo XIX,caracterizada por un «lirismo acentuado», por el «exclusivismo de la historiapolítica» y por la «propaganda doctrinal apasionada y tendenciosa». La síntesishistórica en el siglo XIX (cuyo representante más brillante, según Deleito, eraCastelar, «le Michelet espagnol»), era un género superficial, florido, ampuloso,oratorio y poco sólido, contra el cual reaccionaron numerosos historiadoresque conocían las corrientes europeas y en particular los trabajos salidos delcuerpo de archiveros, llevados siempre al análisis micrográfico e inspirándoseen el tipo alemán de historia, que muestra sus preferencias por los detalles ylas investigaciones minuciosas. Las academias y los centros de estudiossiguieron esa tendencia y los defensores de la síntesis se encontraron enminoría y aquí es donde realza la figura de Altamira. De Rafael Altamira,Deleito destaca que se formó en la enseñanza filosófica de un gran pensadorespañol, Giner de los Ríos, en la enseñanza histórico-jurídica de Joaquín Costay en la enseñanza propiamente histórica, que recibió en la Sorbona de GabrielMonod. Su obra Historia de España y de la civilización española es, en palabrasde Deleito, el trabajo de síntesis más extraordinario que se ha realizado hastaese momento. La nueva dirección indicada por Altamira ha sido seguida porla mayoría de los historiadores, nos dice Deleito en 1930 entre los cualesnuestro autor destaca a Rafael Ballesteros Beretta y Pedro Aguado Bleye

En el campo de la prehistoria, la figura que Deleito resalta es Pere BoschGimpera, cabeza visible de una escuela de jóvenes prehistoriadores catalanes,«el más distinguido de los cuales es Luis Pericot», también en aquellos añoscatedrático en la Universidad de Valencia. La democratización de la historiade España fue mucho más lejos en la década 1930, tras la proclamación de laSegunda República. Entró de lleno en el reconocimiento de la pluralidadcultural de España, un terreno en el que, hasta entonces, incluso el nacionalis-

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mo español más progresista sólo había sido capaz, como mucho, de esbozartímidas propuestas «regionalistas». Todavía en los años treinta predominabalo que Pere Bosch Gimpera llamó una «historia ortodoxa de España». En ella,España era imaginada como un ente casi metafísico, reconstruido durante laReconquista y culminado con los Reyes Católicos, los verdaderos restauradoresde la nación española y el punto inicial de su grandeza. Los valores castellanos,entre ellos la lengua, se habían convertido en los valores españoles porantonomasia y cuanto no se ajustaba a su esquema era considerado herético.Sin embargo, en palabras del prehistoriador catalán, la España que nospresentaba la historia tradicional carecía de «fundamento científico» y no teníanada que ver con la «verdadera España». La nueva historia rechazaba quefuera un ente metafísico que permanecía incólume a lo largo del tiempo,dotado de una misión consustancial a su esencia: la misión en América, ladefensa de la unidad religiosa, la realización de España por Castilla y por lamonarquía.

El único hecho evidente, según Bosch Gimpera, era la unidad geográficade la península ibérica, la analogía de los elementos étnicos, la relación entresus Estados y sus pueblos, los acontecimientos vividos en común, y laparticipación de unos y otros en la formación de determinados valoresculturales. Ello había creado una solidaridad, una hermandad y una ciertacultura en común, pero nunca una nación unitaria y menos la necesidad deadmitir la identificación de determinado pueblo y determinada cultura con eltodo. Según Bosch Gimpera, la idea de España transmitida por la historiatradicional, ortodoxa y dogmática, había comenzado a ser cuestionada primeroen Cataluña, por las tesis federalistas de Pi y Margall y por el catalanismopolítico de Prat de la Riba, y, fuera de ella, por quienes, como Menéndez yPelayo —discípulo, no hay que olvidar, de Milá i Fontanals—, ponían aldescubierto la diversidad de los pueblos hispánicos, la existencia de lenguas,literaturas y culturas distintas de la castellana. Todavía había quien, comoOrtega y Gasset, seguía empeñado en escribir que España se había vertebradodesde Castilla y quien, como Menéndez Pidal, buscaba comprobar esa tesis enla época romana. Pero ya nadie pensaba en negar la variedad española, aunqueésta constituyera un problema a conllevar, a menudo con poco entusiasmo. Latesis de una España plural aparecía en los años treinta, en palabras de BoschGimpera, como la única que estaba de acuerdo con la verdadera tradición y la

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verdadera realidad de España y contaba encima, en 1937, con el respaldo delpresidente de la Segunda República.

Pere Bosch Gimpera, Rafael Altamira, Bosch Gimpera, Américo Castro,Agustín Millares Carlo, José María Ots Capdequí, Juan María Aguilar, algunode los más grandes representantes de la historiografía profesional, seguiríanel mismo camino de Claudio Sánchez-Albornoz, que, además de haberocupado el rectorado de la Universidad Central de Madrid y diversos cargospolíticos, había sido el último embajador de la República en Portugal, saliópara el exilio en abril de 1939. Marcados por el estigma de los vencidos yperseguidos por la furia de las tropas franquistas, la multiplicidad de aventuraspersonales de los exiliados iba a encontrar en el antifascismo de la inteligenciainternacional el compromiso que les permitiría reiniciar sus trayectoriasintelectuales y escapar de la desesperación, la derrota y la muerte.

Configurada la realidad como una gran masacre, no se puede omitir laimportancia que la incorporación de nuestra historiografía a la comunidad dehistoriadores del mundo occidental iba a adquirir en los momentos deldesastre y el exilio. En efecto, movilizadas las universidades e institucioneseuropeas y americanas en auxilio de los científicos alemanes e italianosperseguidos por el nazismo y el fascismo, el éxodo masivo de profesores eintelectuales republicanos significó una vuelta de tuerca más en la internacio-nalización de los mecanismos de solidaridad profesionales. De esta manera,junto a las actuaciones de alcance colectivo, merece la pena recordar los apoyosindividuales recibidos por parte de prestigiosos colegas extranjeros, sensiblesante el problema de los transterrados españoles que intentaban reanudar susactividades docentes e investigadoras. Así parecen demostrarlo las cartas deMarc Bloch, la encabezada por la firma de Louis Halphen o la de FerdinandLot, informando favorablemente sobre la solicitud de Sánchez-Albornoz deuna subvención a la Fundación Rockefeller, pues:

Sería horrible que, por falta de la seguridad material necesaria, investigacionescomenzadas hace mucho tiempo con tanto celo e inteligencia fueran condenadasa permanecer inconclusas. En cuanto a las circunstancias que obligan a estemeritorio sabio a recurrir a vuestra benevolencia, insistir sobre ellas sería tantoinútil como doloroso. Los amigos del señor Sánchez-Albornoz rinden homenajeunánimemente a la perfecta dignidad con que sobrelleva las durezas del destino.

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2. La Guerra Civil y la ruptura de la tradición liberal.Historia e historiadores en el exilio

Ignacio Peiró (2006) ha hablado, en una de sus últimas aportaciones, del«rechazo de los historiadores españoles contemporáneos respecto a su propiatradición». De una tradición por dos veces olvidada: la primera «hora cero»fue un fenómeno más del «holocausto general» perpetrado por el NuevoEstado nacido el 1 de abril de 1939; la segunda «hora cero» surgió con laTransición. Peiró la detecta tanto en la «complicidad» de algunos profesionalescon los miembros de la comunidad que le precedieron, como en el «desarrollode un territorio historiográfico alejado de la crítica» contagiado por «el virusdel relativismo intelectual»; el cual, desde no hace mucho —y no siempremediante bufonadas extra-académicas—, está empeñado en «trivializar» o«negar la realidad del pasado de la guerra civil y el franquismo, mediante unavaloración igualitaria de los acontecimientos y las manifiestas teorías del caos,el desorden y la conspiración republicana».

De la primera da cuenta, con paradigmática saña, el furor anti-institu-cionista de Ángel González Palencia, en unos términos que conviene recordarpara no olvidar qué planteamientos historiográficos triunfaron en Españacuando en Francia, por citar el ejemplo más característico e influyente de larenovación, alumbraba la escuela de Annales:

Desbaratado el tinglado institucionista al dominarse la Revolución para cuyoservicio se levantara pacientemente en el transcurso de varios lustros, habrá elEstado español de resolver acerca de las piezas sueltas de aquel tinglado,construidas en su totalidad con dinero de la Nación. La casa matriz, la escuela deniños que en la calle de Martínez Campos era el núcleo fundamental de la secta,habrá de sufrir la suerte de los bienes de todos aquellos que han servido al FrentePopular y a la Revolución marxista. Como en los días gloriosos imperiales, podríaarrasarse la edificación, sembrar de sal el solar y poner un cartel que recordase a lasgeneraciones futuras la traición de los dueños de aquella casa para con la Patriainmortal («La herencia de la Institución Libre de Enseñanza», en el libro colectivoUna poderosa fuerza secreta. La Institución Libre de Enseñanza, San Sebastián, EditorialEspañola, 1940, pág. 273).

El mismo arabista también arremetió en esta misma obra contra «El Centrode Estudios Históricos»:

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En resumen, la obra del Centro resultó cara y sectaria, como todo lo que llevael sello de la Institución Libre de Enseñanza, y sirvió para encaramar a las alturasa ciertos personajes que se aprovecharon del esfuerzo de estudiantes y personasmodestas, a quienes explotaban con la sordidez del más avaro editor, y a quienesa veces calificaban despectivamente, en lugar de agradecerles que, con el dinero dela nación, les proporcionaran plumas para adornarse (ibídem, pág. 196; de estelibro existe una edición digital disponible en http://www.filosofia.org/aut/ile [enerode 2008]).

Durante los años cuarenta, todo aquello que no formara parte de lasesencias de la tradición católica y de los ideales que animaban la «revoluciónnacional-sindicalista» estuvo bajo sospecha. En un medio tan hostil se produjola expulsión de Jaume Vicens Vives de la universidad. El historiador catalánhubo de iniciar un duro camino que, tras renuncias evidentes y alguna queotra concesión al nuevo régimen, le condujo finalmente a obtener el preciadoestatus académico que le permitirá en 1950 defender sin miedo las nuevasideas historiográficas. Ese mismo ambiente hostil fue sentido dramáticamentepor intelectuales como Ortega, quien después de pretender recuperar suprestigio anterior y su influencia, se encerró en un silencio tan repleto deangustias como vacío de nuevos proyectos (Gregorio Morán, El maestro en elerial). Hubo, en fin, quien puso todas sus esperanzas en pasar desapercibido,como es el caso de Deleito, después de sufrir un proceso de depuración que leapartó definitivamente de la cátedra universitaria. Deleito iba a ser acusado de«izquierdista intransigente y sectario, apartado de la Iglesia católica» yexpulsado de la universidad por

sus lecciones de cátedra, de giro avanzado y disolventes, enraizadas en elpositivismo racionalista de finales del siglo XIX y saturadas del espíritu deinstitucionistas tan destacados como Sales y Altamira, rezumantes de su fobiaclerical y criterio heterodoxo.

Lecciones que, en opinión de quienes lo apartaron de la universidad,

repudian en bloque el caudal histórico bíblico, por su carácter religioso, y revelabangusto especial en zaherir todo lo grande, magnífico y original de la Historia deEspaña.

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No es extraño que, en Los Baroja, Julio Caro recordara así el período entre1931 y 941:

Y es que si mi experiencia de estudiante de 1931 a 1936 no fue muy agradable,la que padecí del 39 al 41 no puedo expresarlo. Era la época cle los exámenespatrióticos, de los alféreces y tenientes y capitanes que iban a clase con susestrellitas, cuando no con el uniforme de Falange. Al entrar en la clase se alzaba lamano, se cantaba el Cara al sol, se decían palabras rituales. Eso un día y otro. Entrelos profesores los había que estaban asustados y corridos. Otros se hallaban enpleno frenesí, mezclando el mas ardiente fervor gubernamental con un espíritu leodio profesional bastante vergonzoso (...). La indecencia individual se notaba en losmás pequeños detalles.

El hundimiento del entorno institucional y humano fue tan evidente queno sólo se produjo un estancamiento, sino una verdadera ruptura en el procesode formación histórica de nuestra historiografía. En este sentido, Jaume VicensVives, dejó muy clara su opinión al considerar la guerra y la «victoria de lasfuerzas nacionales acaudilladas por el general Franco, como un paréntesis, lalínea divisoria que marcaba un antes y un después de la ciencia histórica y elinicio de la larga travesía del desierto» de una historiografía que sólocomenzará a recuperarse en las décadas de los cincuenta y sesenta. Según él,su impacto sobre la historiografía profesional, era una premisa que

no puede ser obviada ni relegada a segundo término, pues pesa doblemente sobreel futuro de la producción histórica nacional: en primer lugar, cercenando la líneade continuidad en tales estudios; luego, provocando un crítico período de reajuste,durante el cual se han echado de menos muchos de los antiguos colaboradores enlas tareas historiográficas nacionales. Nadie puede predecir hasta qué grado dedesarrollo habría remontado la escuela histórica española teniendo en cuenta losinnegables arrestos que la habían distinguido durante las décadas de 1915 a 1935.Es evidente que en 1936 la investigación histórica española se hallaba en una

situación pujante; no tan considerable como la alcanzada por otros países europeoscon más larga tradición científica, pero en trance de equipararse rápidamente conellos («Desarrollo de la historiografía española entre 1939 y 1949», artículopublicado en alemán en 1952 y que permaneció inédito en castellano hasta que fueincluido y traducido en la edición preparada por Miguel Batllori y Emili Giralt desu Obra dispersa. 1. España. América. Europa, Barcelona, Editorial Vicens Vives,1967, págs. 15-35; la cita, en pág. 15).

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Así lo pensaba y así lo escribía uno de los historiadores mas famosos de lageneración de posguerra. Frente a las opiniones expuestas por algunosinvestigadores actuales, no se puede mantener por más tiempo la imagen deuna historiografía española sin rupturas, detenida en el tiempo, a la queapenas afectaron los estragos del conflicto, la realidad política y las carenciasde los siguientes años. Y aunque, entre los historiadores profesionales lasvíctimas de la guerra civil por muertes violentas fueron pocas —el padreZacarías García Villada, José Palanco Romero, entre otros—, no podemossubestimar ni la importancia de los exiliados, ni el cambio de naturaleza quese produjo en las relaciones intelectuales, las formas tradicionales académicasy el estilo de vida universitario. De aquel ambiente, cuenta Pierre Vilar suimpresión al volver a Barcelona para reiniciar sus tareas de investigación: alvolver a la biblioteca universitaria encontró unas cincuenta personas, casi todasellas religiosas.

Por lo demás, con ser penosas las situaciones político-administrativas queprovocaron (desde la pérdida de la cátedra y el destierro hasta la inhabilitacióntemporal para el desempeño de la docencia), las consecuencias psicológicas dela depuración y el ambiente opresivo marcaron para siempre a muchos de loscatedráticos que quedaron exentos o fueron rehabilitados. Al respecto,Antonio Elorza, comenzaba un artículo sobre «El historiador y la libertad»,afirmando que:

Ante todo, no creo que José Antonio Maravall fuera feliz, por lo menos en elexterior de su círculo doméstico. El tiempo que le tocó vivir resultó difícil, yaunque él no llegara a hundirse, como otros, e incluso figurase en el bando de losvencedores de 1939, tardó demasiado en encontrar un punto de equilibrio (El País,14 de diciembre de 1996).

La misma sensación de decepción, de angustia y desaliento, la veremosexpresada en Luis García de Valdeavellano cuando prevenía a su auxiliar enla cátedra de Historia del Derecho, Alberto Oliart, contra sus intenciones dehacer carrera universitaria:

Me dijo que no hiciera la oposición a cátedra, que él podía vivir con la modestiaque yo conocía gracias a que no tenía hijos y a que su mujer, Pilar Loscertales,ganaba un sueldo superior al suyo como bibliotecaria del Archivo de la Corona deAragón. Puesto que yo me querría casar y tener hijos, debería tener en cuenta quecon el sueldo de catedrático no podría mantener a mi familia. Él además no podría

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ayudarme a ganar la cátedra porque los tribunales de su disciplina los dominabael Opus Dei, y que aunque yo supiera más que mis contrincantes, y estaba seguroque si me ponía a ello lo conseguiría, sería inútil ante un tribunal no amigo. Alfinal me recomendó que hiciera alguna oposición y, con la vida resuelta, si despuésquería, hiciera la cátedra (Alberto Oliart, Contra el olvido, Barcelona, TusquetsEditores, 1998, pág. 315).

Las referencias a Luis García de Valdeavellano abundan en este libro (págs.204-208; 210-212 y 311-315), pero basta con recoger que Oliart lo recuerdacomo el mejor profesor, como la

excepción, que manteniéndose fuera de la capitulación y de la mediocridadgeneralizadas en aquellos años de posguerra, fue para mí y para todos los que conél trabajaron el maestro ejemplar y, además, el testimonio, por la seriedad, rigory profundidad de sus clases, de lo que hubiera debido ser la enseñanza universitaria.

Sobre las angustias de Valdeavellano, José Manuel Pérez Prendesrecordará asimismo cómo

vivió así años de auténtica orfandad cultural y del alma que le martirizaron sinpausa y le forzaron a una sorprendente adaptación, revestida de aire receloso yhuraño («Estudio preliminar», a Luis García de Valdeavellano, Orígenes de laburguesía en la España medieval, Madrid, Espasa-Calpe, 1991, pág. 32).

No le faltaba razón a García de Valdeavellano, pues, aparte de paternalesconsejos domésticos, estaba señalando con mucha claridad la «crisis dereclutamiento» del sistema universitario. Una vez demostrado que losfalangistas no pudieron ocupar todas las plazas con sus afiliados o seguidores,se estaba desarrollando el fenómeno de «asalto a las cátedras» de los miembrosdel Opus Dei y los pertenecientes a otros grupos católicos como la AsociaciónCatólica Nacional de Propagandistas (ACNP) o Acción Católica. Invertidoslos principios que regían el mecanismo de cooptación universitaria, lamilitancia y el compromiso político-religioso se convirtieron en los valoresprincipales para franquear la entrada en los escalafones docentes y el medio depreparar a los que aspiraban a ingresar en ellos en los supuestos políticos,morales y culturales del régimen. Aunque no desaparecieran los criterioscientíficos, éstos quedaron en gran medida supeditados a las recomendaciones,afinidades ideológicas y presiones de las camarillas del nuevo Estado. A

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diferencia del período de la profesionalización de 1900-1936, en el que elacceso a las cátedras comenzó a regirse por parámetros académicos, en elmundo del «César visionario» el modelo historiográfico se estructuró sobre lasolidaridad de los camaradas, la creación de unas redes de confianza universita-rias basadas en las vinculaciones ideológicas y la voluntad de controlar lainvestigación científica desde la política. Pedro Laín Entralgo (Descargo deconciencia, 1970) evocó también la delación cuando recogió, como anécdotaterrible, que entonces se decía: «¿Quién es masón? El que va por delante enel escalafón». Pero sobre todo ello es indispensable la lectura del reciente librode Jaume Claret Miranda, El atroz desmoche. La destrucción de la Universidadespañola por el franquismo, 1936-1945, Barcelona, 2006.

Guiados por la brújula teórica de sus militancias y enmascarada latransmisión de la ideología bajo el ropaje de la «ciencia», la secuela de la luchaentablada por la hegemonía en la enseñanza entre los falangistas «laicistas» ylas diferentes familias de universitarios católicos fue que los miembros de lostribunales y los individuos implicados en su designación no dudaron en«teologizar» los pleitos académicos, transformar las oposiciones en unaactividad conspirativa y convertir las polémicas sobre la historia en un sórdidoenfrentamiento de «buenos» contra «malos». Un caso reseñable es el de frayJusto Pérez de Urbel y Santiago (Justo Pérez Santiago): benedictino yfalangista, primer abad del monasterio de Santa Cruz del Valle de los Caídos,participó en los tribunales de las primeras cátedras de historia, siendo sólo unhistoriador aficionado y hagiógrafo, para obtener en 1949 la cátedra deHistoria Medieval de España en la Universidad Central de Madrid.

Por otra parte, con una legislación que «había entregado la Universidadal cuerpo de Catedráticos para que la gobernasen» (Alejandro Nieto, La tribuuniversitaria, 1981) las cátedras, además de un peldaño previo para quienesdesearon ocupar cargos de responsabilidad política, pasaron a ser consideradasuna propiedad personal, un territorio para el ejercicio del poder omnímodo.Representación académica de la mentalidad victoriosa de los intelectuales dela primera posguerra, los sucesivos ministros de Educación fortalecieron estaposición al consolidar la figura de los catedráticos y las cátedras como base dela organización universitaria franquista. Jesús Longares Alonso (Carlos E.Corona Baratech en la Universidad y en la Historiografía de su tiempo, 1987)insistió en este punto:

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Una facultad era una federación de cátedras presidida por un decano con altospoderes respecto a la federación pero con ninguno respecto a cada cátedra. Habíatantas cátedras como asignaturas, porque una cátedra era sólo una unidad docente.Una cátedra la componían el catedrático y las personas que le auxiliaban en laexplicación de las lecciones, si es que la materia necesitaba tal auxilio. Enconsecuencia, profesor universitario en puridad sólo había uno, el catedrático, y losdemás eran sus «adjuntos» y «ayudantes». Esto no es un modo de decir, sino lo queocurría en la práctica: tener auxiliares era tener subordinados.

Rápidamente se establecieron dos tipos de «adjuntos»: aquellos que siempreserían adjuntos y los que enseguida serían catedráticos. La decisión no latomaba únicamente el interesado, también el catedrático realizaba unadivisoria entre quienes eran «discípulos suyos» y quienes «estaban en sucátedra». Al maestro competía ocuparse del futuro administrativo de susdiscípulos». A partir de aquí, podremos comprender algunas de las realidadespropias del momento:

— las pasiones que despertaba entre los jóvenes doctores el llegar auna cátedra;— las aventuras en busca de un catedrático poderoso;— los serpenteantes cambios de afiliación y las posteriores conversio-nes paulinas de alguno de ellos;— las fulgurantes carreras realizadas: entre otros muchos, sirva elejemplo de José Orlandis Rovira, para quien apenas transcurrieronveinte meses desde que en el otoño de 1940 conectó con fray JoséLópez Ortiz, para fijar el tema de su tesis, hasta que en mayo de 1942obtuvo la cátedra de Historia del Derecho Español en la Universidadde Murcia (Años de juventud en el Opus Dei, Rialp, 1993, donde tambiénrecuerda los enfrentamientos por las cátedras con los falangistas);— cómo la edad de ingreso en el cuerpo de catedráticos universitariosse redujo drásticamente, convirtiéndose en algo «normal» el alcanzarla titularidad de una plaza con menos veinticinco años;— la evolución de las trayectorias historiográficas de unos cuantos deellos que nacidos a la profesión desde la idea fundamental de sercatedrático, por encima de todo y sin importar demasiado de quédisciplina o asignatura, durante años cultivaron sus especialidades de

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manera coyuntural y, sólo tardíamente, desde opciones personales y eldiletantismo profesional.

En último término, más ilustrativo que una posible nómina de anécdotas,son los cuarenta nuevos catedráticos que, entre 1940 y 1950, accedieron a lassesenta y ocho cátedras de Historia que existían en las doce Facultades deFilosofía y Letras repartidas por la geografía española. El decreto de julio de1944 que desarrolló la Ley de Ordenación Universitaria de 1943 estableció laenseñanza de la Historia sólo en las Universidades de Madrid, Barcelona,Valencia, Sevilla, Santiago, Valladolid y Zaragoza; las que no tenían estasección (Salamanca, La Laguna, Granada, Oviedo y Murcia) tuvieron trescátedras: Historia General de la Cultura, Historia General de España eHistoria del Arte. La rápida y amplia renovación de los empleos oficiales dehistoriador que se vería completada con los ayudantes, los profesores de lasFacultades de Derecho y el personal (colaboradores y becarios) del ConsejoSuperior de Investigaciones Científicas, el «gran instituto investigador»,creado en 1939 en sustitución de la Junta de Ampliación de Estudios y queeditaría la revista Hispania. En última instancia, resulta revelador del entecopanorama cultural de posguerra y la interrupción con la historia local de épocaanterior cómo, para cubrir los puestos creados en los diversos institutos localesdependientes del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid,fueron recuperados un número importante de eruditos de segundo orden,civiles y eclesiásticos, que, vinculados abiertamente con el Movimiento,jugaron un papel fundamental en la instrumentalización de la historia, en losintentos de españolizar las provincias y en el mantenimiento de una erudiciónlocalista, religiosa e ideológicamente ortodoxa

Y es que, tras la victoria del general Franco, el nuevo orden fascistasurgido del alzamiento militar transformó a la historia en una experiencia delos vencedores. Nunca el recuerdo del pasado se había superpuesto al silencioy el olvido de los vencidos y nunca la memoria colectiva había brotado tandesgajada, obligada a cantar a los astros y a buscar en imaginarios imperios,nebulosas reconquistas y epopeyas medievales, los principios eternos yconsustanciales de un país y una raza. El interés político hacia la enseñanzauniversitaria de la Historia de España no tenía nada que ver con el meroempeño propio de los valores liberales. Ahora, el valor social del conocimientohistórico (por retomar una expresión cara a Rafael Altamira, cuya cátedra de

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Historia de las Instituciones Civiles y Políticas de América fue ocupada porAlfonso García Gallo en la Facultad de Derecho de Madrid, quien se encargóde borrar su memoria) dio paso al puro adoctrinamiento militante deinspiración católico-fascista. Luis Ortiz Muñoz, comentando la ordenaciónjurídica de los estudios universitarios, escribió en la Revista Nacional deEducación (octubre de 1946), a propósito de los motivos de la creación deSecciones de Historia e Historia de América, que la enseñanza de la historiadebía reivindicar

(…) los títulos preclaros de nuestra ejecutoria en el mundo, arrebatando con unaconcienzuda investigación a la leyenda negra verdades luminosas de nuestropasado, las cuales forman parte, además, de la preparación doctrinal, necesaria paraque nuestras juventudes fortifiquen su espíritu de hondas realidades patrióticas(…).

Pero, antes de exponer las imágenes y los tópicos de la historiografíafranquista, conviene echar una rápida mirada hacia otra realidad, el exilio,guiándonos del documentado trabajo de Javier Malagón 1978. El historiadorprofesional fue solicitado por diversos países hispanoamericanos:

— en México, Genaro Estrada trató de crear un organismo parecidoal Centro de Estudios Históricos de Madrid;— en 1938, el presidente Lázaro Cárdenas creó la Casa de España(luego Colegio de México), a la que pretendió incorporar una larganómina: Ramón Menéndez Pidal, Claudio Sánchez-Albornoz, LuisPericot, Agustín Millares Carlo, Américo Castro);—México fue también el país donde se imprimió la mayor parte de laobra histórica, pues había alcanzado un alto nivel en el campo editorialy era el líder cultural del mundo de habla hispana;— también destacó la edición argentina, y en Francia se creó unaeditorial dedicada a los escritores antifranquistas emigrados (RuedoIbérico, 1961).

De la extensísima nómina vamos a retener sólo el nombre de los queMalagón incluye en el apartado «maestros». El nombre y algunas notasbiobibliográficas de sus destinos en el exilio.

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Juan María Aguilar (1889-1948)— catedrático de Historia de España;— americanista de la Universidad de Sevilla;— decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid;— subsecretario de Instrucción Pública;— presidente-director de la Comisión redactora de Historia del PuebloEspañol;— desarrolló su actividad sobre todo en Panamá, en cuya UniversidadNacional se le dedico un aula.

Rafael Altamira y Crevea (1866-1951)—después de una odisea en la Francia ocupada, llegó a México, dondeya estaban exiliadas sus dos hijas (Pilar y Nela), vía Estados Unidos; — bien recibido, no tuvo, sin embargo, la apoteósica acogida de 1909;— impartió en el Colegio de México un curso sobre «Proceso históricode la historiografía humana» y otro en la Facultad de Derecho sobre«La costumbre jurídica en la colonización española»;— completó además trabajos ya iniciados;— la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) le tributóun gran homenaje en 1945 cuando fue propuesto para Premio Nobelde la Paz;— en 1947 se le otorgó el primer premio de Historia de América porla labor desarrollada

Pedro Bosch Gimpera (1891-1974)— rector de la Universidad de Barcelona (1933-1939);— pasó por Oxford, Panamá y Colombia;— en 1941 se instaló en México, a donde volvió en 1953;— de 1945 a 1947 estuvo en Guatemala, donde organizó los estudiosde Historia;— de 1948 a 1952 fue director de la División de Filosofía y Humani-dades de la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para laEducación, la Ciencia y la Cultura) en París;— de 1953 a 1966, secretario general de la Unión de CienciasAntropológicas y Etnológicas;— pronunció conferencias en varios países;

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— autor de más de 400 estudios sobre prehistoria peninsular ehispanoamericana, con alguna incursión ensayística para la interpreta-ción de diferentes problemas de historia española medieval y moderna;— el 17 de febrero de 1977, la UNAM colocó su busto en el Institutode Investigaciones Antropológicas.

Américo Castro Quesada (1885-1972)—nacido en Brasil, sus padres regresaron a Granada cuando teníacuatro años, y aquí transcurrió su infancia y juventud, licenciándose enLetras y Derecho (1904);— el doctorado lo hizo en Madrid con R. Menéndez Pidal, y ayudó aimpulsar el Centro de Estudios Históricos;— embajador de la República Española en Berlín (1931);— catedrático de Historia de la Lengua en Madrid, se exilió en 1937(Buenos aires, Wisconsin, Texas, Princeton); volvió a España en 1970,donde murió en Lloret de Mar;— en 1948 publicó en Buenos Aires España en su Historia (Cristianos,moros y judíos), cuya segunda edición apareció en México en 1954 conel título de La realidad histórica de España;—obra maestra y polémica, no fue bien recibida por los historiadorespuros (Altamira, que anotó duramente el libro pero no publicó lareseña; Vicens Vives y Sánchez-Albornoz), que le acusaron deideologismo por su apego a las fuentes literarias.

Agustín Millares Carlo (1893-1980)— catedrático de Paleografía y Diplomática de Madrid;— salió de España en plena Guerra Civil y se instaló en México comofuncionario de la Embajada española (cónsul adjunto);— luego desarrolló su actividad en el Colegio de México y en laUNAM, enseñando Paleografía española y Lengua y Literatura latinas;— en 1959 se trasladó a Venezuela, donde permaneció hasta 1974 (en1963 fue repuesto en su cátedra de Madrid);— editó varios textos cronísticos americanos («textos coloniales»,según Malagón);— volvió a España en 1975.

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Claudio Sánchez-Albornoz y Menduiña (1893-1984)— en enero de 1937 inició sus clases en la Universidad de Burdeos,donde permaneció hasta 1940 cuando se vio obligado a huir para nocaer en manos de los nazis y la policía franquista;— pasó a Argentina, iniciando su labor docente en la Universidad deMendoza y pasar a la de Buenos Aires en 1942; aquí fundó el Institutode Historia de España y la revista Cuadernos de Historia de España(1944);— en 1962 fue designado jefe del Gobierno de la República Españolaen el exilio, hasta que renunció en 1970;— regresó a España en 1976 y se instaló definitivamente en Ávila en1983;— autor de una obra inmensa, su libro más conocido es España, unenigma histórico (1957), réplica al de Américo Castro.

José Moreno Villa (1887-1955)—poeta, historiador y crítico de arte y literatura;—malagueño, fundador de la revista Gibralfaro;—director del Archivo de Palacio Real, el cargo le permitió escribirLocos, enanos, negros y niños palaciegos. Gente de placer que tuvieron losAustrias en la Corte española de 1563 a 1700, México, 1939 (ahoradisponible en la Biblioteca del Exilio de Cervantes Virtual)

Luis Nicolau d’Olwer (1888-1961)—ministro y embajador de la República (en el exilio) en México desde1947;—medievalista y americanista, preparó una antología de Cronistas delas Culturas Precolombinas en tres volúmenes, pero sólo apareció enprimero en 1963.

José María Ots Capdequí (1893-1975)—discípulo de Rafael Altamira, fue catedrático de Historia delDerecho en Valencia y Sevilla;— fue el primer director del Centro de Estudios de Historia deAmérica (luego Escuela de Estudios Hispanoamericanos) en Sevilla;

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— se instaló en Bogotá reclamado por el presidente de Colombia,llevando a cabo una amplia investigación sobre el municipio y lalegislación indiana;— en 1953 regresó a su ciudad natal, siéndole devuelta su cátedra deHistoria del Derecho pocos meses antes de jubilarse en 1963.

3. La «larga travesía del desierto»: imágenes,tópicos y anacronismos de la historiografía franquista

La historiografía franquista se caracterizó por ser una suerte de maridajeentre lo que podríamos llamar la «interpretación franquista de la Historia deEspaña» y una oligarquía de historiadores, en su mayoría apegados a los te-mas, usos y valores de la Academia restauracionista, que aceptaron pública-mente el franquismo y colaboraron con él. Cierto elitismo intelectual falan-gista propició una específica «visión falangista de la Historia» y dejó ciertahuella en las interpretaciones históricas, pero con la derrota de las potenciasfascistas fracasó como grupo intelectual. En la segunda mitad de los añoscuarenta y al calor del aislamiento internacional, surgió un elitismo ligado alcatolicismo, de carácter antiliberal y neotomista, que tuvo especial importan-cia en la historiografía universitaria, aunque fue muy distinta la suerte que lecupo como grupo en los años cincuenta. La «interpretación franquista de la Historia de España» debió sus primerasformulaciones políticas e intelectuales a los dos sectores capaces de hacersecargo de la hegemonía ideológica en un principio: a falangistas y a miembrosdel grupo Acción Española. Se trataba de una visión morfológica de la historiaen la que se partía de la importancia de Castilla como núcleo de la nacionali-dad española y se suponía alcanzado un punto culminante en la España delsiglo XVI, cuya «razón» se formulaba como imperialista y, al mismo tiempo,«espiritual» y «católica», enjuiciándose los siglos XVIII y XIX como parte de unciclo de pérdida de «ideales nacionales» asociado también a la pérdida de«ideales cristianos». ¿De dónde procedía esta visión de la historia? Si nosatenemos a sus fuentes intelectuales inmediatas, variadas y directamenteremontables, hasta ciertos autores regeneracionistas: Marcelino Menéndez yPelayo, Ángel Ganivet, José María Salaverría, José Ortega y Gasset, Ramirode Maeztu, Ernesto Giménez Caballero. Las mencionadas características

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formaban parte, ante todo, de una reflexión «política» sobre la Historia deEspaña. Su rasgo principal, con la ayuda del género ensayístico, consistía encolaborar en un proceso de reformulación del concepto canovista de «naciónespañola» a la luz de la crisis de la Restauración. Sus ingredientes ideológicoseran

— una combinación de elitismo, populismo, imperialismo;— críticas contra el parlamentarismo y el caciquismo;— y la reivindicación intelectual del catolicismo.

Todos traspasaron las páginas del propio género ensayístico y terminaronplasmados en la historiografía de la posguerra. ¿Qué parte correspondió a la historiografía de los años de entreguerras ensemejante concepción de la historia? No es posible dar una respuestadefinitiva. En general estamos ante un conjunto de historiadores en quienesinfluyeron muy poco los debates políticos e intelectuales. Dicha historiografía,se mantuvo, por ejemplo, a salvo del influjo del fascismo con anterioridad ala Guerra, salvo excepciones como la de Santiago Montero Díaz, fundador delas Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS) con Ramiro LedesmaRamos en 1934 y catedrático de la Universidad de Murcia de «Historia de laEdad Media Universal» desde febrero de 1936. No pasó desapercibido, sinembargo, el debate regeneracionista, el único aldabonazo que parece haberconmocionado la historiografía española de las primeras décadas de nuestrosiglo. Entre las novedades interpretativas aportadas por aquél se contaron:

— un notable reforzamiento de la concepción nacionalista de laHistoria en la Academia, que no causaba rechazo en los más importan-tes historiadores universitarios;— la incorporación del «castellanismo»;— una obsesión por la «leyenda negra»;— o un mayor interés por la historia de la «Decadencia» y, porconsiguiente, una relativizacion de esta categoría.

Sin embargo, la historiografía española parece haber permanecidoindiferente a los cambios acaecidos por aquel entonces en la del país vecinocon el alumbramiento de la historia económica y social. A los más importantes

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historiadores españoles de la época de entreguerras, muchos de ellos liberalestributarios de una concepción progresista de la historia, les interesabaespecialmente la historia del derecho español, cuyas instituciones seguíanrepresentando al viejo estilo liberal, como manifestaciones originarias de lalibertad y nacionalidad española; eso sí, con las precauciones que demandabael «método histórico». Más aún, en la época de entreguerras se asistió a unauténtico retroceso de las influencias de la sociología entre los historiadores,fenómeno de sensibilización que databa de finales del siglo XIX. Al tiempo queel auge de la filosofía morfológica de la historia pasó relativamente de largoentre los mismos historiadores. La escasa significación política de loshistoriadores conservadores, durante los años de la República, a partir de laGuerra Civil se transformó en una aceptación pública del franquismo y de suvisión de la historia. En ese sentido, la reorientación de la historiografíaespañola, después de la fractura de los años 1936 a 1939, ha comenzado porlos más destacados historiadores profesionales ya que en determinadosmomentos éstos pusieron su oficio al servicio de la propaganda del Régimen.Sin embargo, salvo muy contados casos de autores dedicados en firme a tareaspropagandísticas, se trató de personas que se adaptaron pragmáticamente alRégimen respondiendo a las necesidades culturales de éste a través debiografías de «personajes del Imperio», «historias del Imperio» o de la«Hispanidad», artículos de divulgación, conferencias, intervenciones en laradio, etc. Generalmente esta publicística ayudó a la construcción de unconjunto de interpretaciones históricas de un alto valor legitimador, quellenaron de contenido las líneas generales de la «interpretación franquista dela Historia de España». E, incluso, se adentraron en el mundo de la altacultura a través de prólogos, anotaciones a determinadas traducciones orecensiones de libros, llegando hasta las páginas de los artículos y trabajos deinvestigación. Sin embargo, su verdadera influencia ideológica estribó en su difusión porel bachillerato y la enseñanza primaria, sobre las cuales indicaba, por ejemplo,Santiago Montero Díaz, uno de los profesionales más convencidos de lanecesidad de la Propaganda, que

La historia no debe traicionar a la verdad, pero tampoco —en nombre de ella—oponerse a la vida y a la acción creadora (...). Supo muy bien lo que hacía la Romaantigua al imprimir a su historiografía los ideales imperialistas del Estado(«Historiografía y método histórico», en Estado Mayor Central del Ejército. Servicio

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Histórico Militar. Primer curso de metodología y crítica históricas sobre formación técnicadel moderno historiador, Madrid, 1948, pág. 71)

Particularmente el bachillerato diseñado en 1938 por Pedro Sáinz Rodríguez,vigente hasta 1953, se convirtió en uno de los instrumentos por excelenciapara divulgar los tópicos de la «interpretación franquista de la Historia». Yprovocó un fenómeno muy significativo: una separación irreversible entre loshistoriadores profesionales y los catedráticos de bachillerato. Mientras unaminoría militante de éstos últimos se dedicó a responder a un cuestionario delministerio, que dejaba escaso margen de maniobra y obligaba a representaruna visión de la historia de marcada orientación política, mediante los «librosde texto» y «de consulta». El pequeño número de catedráticos de bachilleratohistoriadores profesionales mantuvo ciertos contactos con el Consejo Superiorde Investigaciones Científicas y los mejor relacionados ingresaron en elescalafón universitarios. Tomando como punto de referencia el escalafón decatedráticos numerarios de Institutos de Enseñanza Media en 1 de enero de1953, de todos los catedráticos de Geografía e Historia que se mencionan, sólolos siguientes eran historiadores profesionales: Pedro Aguado Bleye, EmilianoJosé Pérez, Ramón Ezquerra Abadía, Antonio Rumeu de Armas, AntonioDomínguez Ortiz, Felipe Ruiz Martín, Demetrio Ramos, Valentín Vázquezde Prada y Emilio López Oto. En cambio, a tenor de los «libros de texto» y«de consulta» aprobados por el Consejo de Educación Nacional durante losaños cuarenta, los más prolíficos redactores de esta clase de obras fueron JoséMaría Igual Merino, José Ramón Castro, Justiniano García Prado, José LuisAsián Peña y Santiago Andrés Zapatero. Ninguno de estos autores erahistoriador. El Plan de Bachillerato de Joaquín Ruiz Giménez (1953) impuso unoscuestionarios menos «políticos», a los que teóricamente podía acceder lainfluencia de la historiografía profesional, pero la historia nunca fue el eje delbachillerato en los años cincuenta. Así quedó definitivamente sellado enEspaña ese fenómeno de aislamiento de la enseñanza de la historia en elmundo no universitario, que ayuda a entender las razones del arraigo social yla «permanencia» de los principales estereotipos de «la interpretaciónfranquista de la Historia». En las tres primeras décadas de nuestro siglo, conun sistema de segunda enseñanza sin reformas significativas, se habíaproducido una separación entre los catedráticos de universidad, quienes se

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consideraban historiadores profesionales, y los de bachillerato. Sin embargo,esa separación no era insalvable, como se observa en el Plan del Bachilleratorepublicano de 1934. En los cuestionarios de historia del «Plan Villalobos» seaprecia con claridad la voluntad de extender a la segunda enseñanza lasconclusiones de la historiografía profesional, como habían deseado algunos delos más importantes historiadores de los años de entreguerras y como sucedíaen Francia Con el franquismo ocurrió el caso excepcional de que una de las cabezasde la historiografía franquista, Ciriaco Pérez Bustamante, después de haberescrito para el cuestionario del Plan de 1934, lo hizo para el de 1938 y parael de 1953. Sin embargo, desde los años cuarenta el mundo del bachilleratoy el de la universidad se habían dado absoluta e irremisiblemente la espalda.Lo cierto es que, preocupados los dirigentes franquistas por el control generalde la enseñanza de la historia en todos sus niveles, los docentes universitariose investigadores participaron de los esfuerzos adoctrinadores, de los tópicosescolares y las imágenes difundidas por la propaganda del régimen. Alrespecto, una vez hay que recordar que en los treinta y seis primeros años delsiglo XX, la historiografía «científica» española no había gozado del «tiempointelectual» imprescindible para asimilar las corrientes europeas y elaborar unentramado de categorías con la suficiente densidad teórica y el carácternormativo necesario para aplicar con operatividad al estudio de todas lasfacetas del pasarlo nacional. Por ello no es extraño que hasta bien entrado eldecenio de los cincuenta el temario de nuestros investigadores quedarareducido a sectores y áreas consolidadas en los años anteriores al 18 de Julio:la historia de las instituciones medievales, la arqueología, el americanismo, lahistoria política y las biografías de grandes personajes. En tiempos de autarquía, se produjo un proceso de repliegue historiográfi-co interior, una acomodación a temas «clásicos» hispanos que, lastrados poruna sobrecarga de hipótesis ideológicas, difícilmente admitían comparacionescon las elaboraciones teóricas y las líneas abiertas por la historiografíaoccidental en los años que siguieron a 1945. El triunfo de los partidarios deFranco produjo un enorme retroceso en la historiografía española. Durantealgunos años casi hubo una vuelta a la historia concebida a la manera del sigloXIX en su vertiente más antiliberal. El régimen de Franco utilizó la visiónnacionalcatólica de la historia de España y la tradición de memoria quecomportaba —el apóstol Santiago, Covadonga y Don Pelayo, el Cid, los Reyes

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Católicos, la Hispanidad— para legitimar la figura del Caudillo, vencedor enla guerra y «elegido por la Providencia» para «sacar a España de la decaden-cia» y llevarla por el camino de la «gloria imperial» de antaño. La historia deEspaña, vista de un modo simple y maniqueo, fundamentaba:

— la unidad indisoluble de España; — daba sentido a la lucha contra cualquier clase de «invasiones,herejías, tendencias separatistas y perniciosas ideologías laicas yantiespañolas por naturaleza», entre las que sobresalían la masonería,el liberalismo, el positivismo, el anarquismo, el socialismo y elcomunismo;— siempre que hubo «buenos gobernantes», dispuestos a no imitar alas otras naciones sino a «mantener las virtudes de la raza» y «seguirlos designios de Dios», España había alcanzado su «mayor grandezaimperial»

Una publicación de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad deMadrid que registra las tesis doctorales leídas en la misma desde 1944 a 1947en su sección de Historia, nos ofrece el siguiente reparto por materias para untotal de 54 tesis:

— Prehistoria, 3—Historia Antigua, 3—Historia Medieval, 12—Historia Moderna, 26—Historia Contemporánea, 7— 2 de Geografía— 1 relativa a la organización de las bibliotecas universitarias

Y todavía valdría la pena añadir que, entre las tesis de Historia Moderna,las relativas al siglo XVI igualan numéricamente a las de Historia Medieval. Enefecto, estas cifras reflejan bastante exactamente la polarización de lahistoriografía de posguerra en torno a una temática en que confluyen lavaloración diferenciada que sobre ella recae en los esquemas menendezpelayia-nos: los Reyes Católicos, el Imperio, el concilio de Trento, la conquista yevangelización americanas, Felipe II y la pretensión de la ideología vencedora

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en la guerra civil de adoptar como modelo y patrón de los mitos y los valoresde la España del Quinientos. Cada uno de los temas apuntados suscita algunasobras de primera calidad allí donde el esfuerzo investigador y eruditomantiene plenamente su primacía sobre el entusiasmo apologético. Es ciertoque no faltan, en el campo del modernismo y por los años de posguerra,historiadores significativos de una historiografía que cifre en la depuraciónobjetiva de fuentes y en la determinación científica de hechos incontrovertiblesla suprema aspiración de sus tareas:

— la obra monumental de Ramón Carande, Carlos V y sus banqueros,cuyo primer volumen aparece en 1943;— El problema de la tierra en la España de los siglos XVI y XVII, de CarmeloViñas Mey, verdadero pionero de los estudios de historia social en laEspaña de posguerra (1941);— o la Historia de la previsión social en España. Gremios y cofradías, deAntonio Rumeu de Armas (1947)

Tampoco debe extrañarnos, pues, que el método continuara como elprincipal criterio de definición de quienes se consideraban los auténticos histo-riadores profesionales. Elemento que traspasó las trincheras de la guerra ylínea que marcaba dos maneras de concebir el conocimiento del pasado, paraun grupo reducido de catedráticos, maestros formados en la época de laprofesionalización, la idea del método fue un motivo de constante preocupa-ción y diferencia, una razón de historiador a la que se aferraron por «convic-ción» y por «reacción». En la «neutralidad» del método y en la garantía de suscualidades se refugiaron para advertir a sus ayudantes más próximos de lospeligros de la historia que rendía «culto al imperio» y contraponerlo a «lamarea de ideologismo y retórica que inundaban los libros de historia en laEspaña fe la posguerra» (Jaume Vicens y José M.a Lacarra). Instrumentodoctrinal y reserva frente al dogmatismo, la confianza en el método fue lagrandeza y miseria de unos historiadores preocupados por apuntalar desde elrigor científico los fundamentos históricos de la nación española.

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4. La superación del lastre fascista: la aperturaa las influencias externas y la expansiónhistoriográfica de los años sesenta

Existe entre los historiadores de la más reciente historia contemporáneaespañola la tendencia a situar hacia la mitad de los años cincuenta la fronteraentre la etapa de posguerra propiamente dicha y el resto de la llamada «era deFranco». El fin del aislamiento internacional, el relevo de generaciones, lainiciación o aceleración de determinados cambios sociales, políticos y espiritua-les no dejaron de manifestarse en el campo de la historiografía, y estos cam-bios que se manifestaron en el trabajo de los historiadores españoles nodejaron de ser a su vez, componentes muy calificados en la nueva fisonomíasociocultural del país. Una nueva corriente historiográfica penetró impetuosa-mente en la península: la significada por la escuela francesa del grupo deAnnales. Independientemente de la recepción de las nuevas corrientes afectasa una historia económica y social, se advierte un importante relevo temáticoque no deja de guardar relación con el relevo de generaciones arriba indicado:

— sobreviene una degradación de los tópicos relacionados con «laEspaña imperial»;— la preferencia de la historiografía nacionalista por los temascentrados en torno al siglo XVI va dejando paso a un interés crecientepor el siglo XIX, primer escalón de acceso a esa primacía absoluta de lahistoria contemporánea, que aparece en nuestros días como uno de loscaracteres más definidos de la historiografía española;— un tercer rasgo cabe añadir a los dos que quedan apuntados: elpapel asumido dentro de esta última por la historiografía catalana.

En la encrucijada de las corrientes renovadoras aparece la figura de unode los historiadores de más profundo influjo en la historiografía española dela época aquí referida: Jaume Vicens Vives. Sólidamente instalado en latradición historiográfica de la Renaixença catalana, investigador de la épocade los Trastámara y de los Reyes Católicos desde una perspectiva catalana,afecto a una depurada metodología erudita, y atento, por los años cuarenta,a las tendencias geopolíticas tan en boga a la sazón, Jaume Vicens acertó a ser,a partir de 1950 —año del IX Congreso Internacional de Ciencias Históricas,

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celebrado en París y que tan decisiva influencia había de ejercer en suorientación posterior—, promotor y símbolo de las nuevas tendencias quetomarán cuerpo, a partir de entonces, en la historiografía española. Sonsignificativos los planos en que se opera su conversión:

— de una historiografía política e institucional construida a partir deuna metodología positivista y erudita, a una historiografía social yeconómica servida por una metodología de base estadística, apta parala determinación de lo cuantitativo;— de una temática bajomedieval y renacentista, a esa definitivaentrega a los temas de historia contemporánea que quedará bienpatente en el último volumen de la Historia social y económica de Españay América (1959) o en el espléndido modelo de historia regionalpropuesto en Els catalans en el segle XIX (1958).

Su persona, su obra y su magisterio exigen ya una buena monografía queestudie a fondo su significación en la historiografía y en la cultura españolascontemporáneas. Existen artículos más o menos centrados en su figura:Ricardo García Cárcel 1998, sobre todo; más tangenciales: Julio Aróstegui2002 y Pedro Ruiz Torres 2002. De su obra es indispensable recordar lafundación del Indice Histórico Español (1953), por el excelente instrumento deinformación y crítica que ofrece a todos los estudiosos de la historia de Españay el Manual de historia económica de España (1956), por el gran estímulo queestaba llamado a suponer, para este orden de estudios, en los mediosuniversitarios. En relación con su magisterio habría que seguir dos líneas dereferencia:

— de una parte, su influjo directo en una escuela catalana, a cuyaprimera generación, directamente formada por el mismo Vicens,pertenecía Joan Reglá, y cuya segunda generación —jóvenes historia-dores de gran calidad científica— figura actualmente (1975) en lavanguardia de las nuevas tendencias de historia económico-social;— pero, por otra parte, habría que ponderar la influencia directa oindirecta ejercida por Jaume Vicens a través de sus libros, de susartículos, de sus críticas, sobre el conjunto del modernismo español desu tiempo.

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Otro hecho de primera magnitud en el proceso de la historiografíaespañola de nuestro tiempo fue que la nueva escuela histórica francesa sedefiniera en buena parte como tal precisamente a través de su dedicación atemas españoles de los siglos XVI al XVIII:

— en 1911, el patriarca de la escuela mencionada, Lucien Febvre,había dedicado su primer gran trabajo a Philippe II et la Franche Comté;— la obra de Fernand Braudel sobre La Méditerranée et le monde médi-terranéen l’époque de Philippe II (primera edición, 1949) hace aparecer unmundo de posibilidades ante los modernistas españoles de los añoscincuenta;— las obras también monumentales de Pierre Chaunu, Séville etl’Atlantique (12 vols., 1955-59); de Pierre Vilar, La Catalogne dans l’Es-pagne moderne (3 vols., 1962); de Noël Salomon, Recherches sur le thémepaysan dans la comédie espagnole au temps de Lope de Vega (1965) —trad.esp.: Lo villano en el teatro del Siglo de Oro, Madrid, 1985—, y de nopocos más atestiguan suficientemente la importancia de esta contribu-ción.

Si la década de los cincuenta había marcado, especialmente hacia sumitad, una divisoria, la historiografía española se nos manifiesta claramente,en los años sesenta, como instalada en una realidad sociocultural que es yadistinta. En este sentido, conviene recordar el considerable aumento de lapoblación universitaria, la intensificación de los contactos de todo orden conel resto de Europa, la ampliación en la oferta de libros —ediciones de bolsillo,abundancia de traducciones— con predominio de los relativos a las cienciassociales, y el rejuvenecimiento general del país. En lo que se refiere a lahistoriografía, cabe subrayar como caracteres distintivos:

— en primer lugar, la renovación y ampliación de los cuadros de lainvestigación histórica, paralelas al interés creciente del hombre de lacalle por unas parcelas del saber cuyas conclusiones le son ofrecidasperiódicamente por revistas u otros medios de comunicación social;— en segundo lugar, el desarrollo espectacular de los estudios dehistoria contemporánea que asumen una cierta primacía dentro del

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panorama historiográfico general; y ello tanto por el gran número demonografías y trabajos que suscitan como por la posición de vanguar-dia que ocupan en relación con la búsqueda de esquemas conceptuales,de métodos y de técnicas de trabajo;— en tercer lugar, cierta absorbente primacía de la historia social, queno sólo se manifiesta en la boga alcanzada por el cultivo de su campoespecífico (estructuras, dinámica y conflictos sociales), sino quizá enmayor medida por la impregnación que lleva a cabo con respecto aotras parcelas del trabajo histórico.

Esta caracterización podrá parecer quizá demasiado general y ambigua,pero sólo a partir de ella cabe situar con cierta precisión otros aspectos másconcretos de la historiografía española de nuestro tiempo:

— la proliferación y afianzamiento de subespecializaciones, algunas deellas enmarcadas en otras Facultades distintas de la de Filosofía yLetras;— la recepción de una metodología marxista;— la considerable aportación anglosajona al conocimiento y, sobretodo, a la presentación sintética de nuestra historia moderna ycontemporánea, sin olvidar el manual escrito en colaboración porAntonio Ubieto, Joan Reglá, José María Jover y Carlos Seco Serrano,Introducción a la Historia de España, Barcelona, Teide, 1963, o lallamada Historia de España Alfaguara, dirigida por Miguel Artola(1970).

También cabe destacar la «regionalización» de los estudios históricos. Esteúltimo aspecto proporcionó una perspectiva nueva que reforzó la idea de unaEspaña diversa y plural en sus desarrollos históricos, en la línea expuesta porBosch Gimpera en 1937. La variedad española se sustentaba ahora —más«científicamente» que cuando la explicación aún era tributaria del organicismoy del psicologismo predominante en la historiografía renovadora del primertercio del siglo XX— en el descubrimiento de unas estructuras y unastrayectorias socioeconómicas distintas, en el interior y, en la periferia deEspaña, que se habían ido configurando especialmente a lo largo de la épocamoderna y contemporánea. Razón por la cual había que profundizar en el

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estudio de cada una de ellas, sin perder de vista el contexto español en el quedebían situarse. Así surgió no sólo una nueva historia de España —económicay social— sino también una historia económica y social de Cataluña,Andalucía y la España interior, Galicia, País Vasco, País Valenciano, etc. Esahistoria, centrada fundamentalmente en el periodo final de la época modernao del Antiguo Régimen y los inicios de la nueva sociedad del siglo XIX, llegóa ser el paradigma de la renovación en los años sesenta y setenta, y tuvo unreferente muy importante en la obra de Pierre Vilar (cf. Rosa Congost y JordiNadal 2002).

Y, cómo no, los coloquios de Pau animados por Manuel Tuñón de Lara.Inaugurados unos meses después del famoso recital de Paco Ibáñez en elOlympia de París y cuando, como una secuela de Mayo del 68, se producía lafractura intelectual del comunismo francés, durante diez años la peregrinaciónanual a la capital del Departamento de los Pyrénées-Atlantiques fue vistacomo un lugar para el desafío, un rito iniciador y una zona de confluencia parael intercambio de referencias, métodos y prácticas históricas. Mercado de lacombativa historiografía «clandestina», bajo el horizonte marxista y la apuestaen favor de una historia nacional hecha desde abajo, por las clases popularesy el movimiento obrero, en las aulas del Centro de Investigaciones Hispánicasde la Universidad de Pau se definieron las principales líneas a seguir en lasinvestigaciones sobre la España contemporánea. Además, la concentración enla pequeña ciudad bearnesa de un número importante de hispanistas yespecialistas españoles, procedentes de los distintos distritos universitarios,facilitó el conocimiento personal entre ellos y la creación de unas redesintrincadas de relaciones que resultaron decisivas para la promoción académicade sus participantes y la renovación democrática de la universidad. Fallecidoel dictador el 20 de noviembre de 1975, los coloquios continuaron cuatro añosmás como último testimonio de una historiografía que despedía el pasado conla imagen épica de una ciudad cuyo valor simbólico se destacaba sobre elfondo inmenso de los datos eruditos y las experiencias acumuladas. Y es que,desde muy pronto, las reuniones celebradas en Pau comenzaron a serpercibidas como un «acontecimiento fundador», un suceso mítico por susconsecuencias historiográficas. Reconstruido sobre la figura de Manuel Tuñónde Lara, los recuerdos personales y la mirada legitimadora de sus protagonis-tas, para Gonzalo Pasamar e Ignacio Peiró, el mito de Pau representa, segúnsus propias palabras, el «sueño dorado» y la «sombra de un sueño» que cierra

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la aventura intelectual de los autores recogidos en el diccionario que hanrealizado los mencionados Pasamar y Peiró.

La última década del siglo pasado revela, en el caso de la historiografíaespañola, un estado de profesionalización similar y unos desarrollos parecidosa los que se perciben en los países más avanzados del resto de Europa (PedroRuiz Torres). El pluralismo se ha instalado también en la concepción mismade la historia que tienen los historiadores españoles, y hoy es posible encontrarpartidarios de múltiples versiones de una historia constantemente nueva—económica, social, política, de las mentalidades, de la cultura—, junto condefensores de la vuelta a las viejas idea de Ranke. Crisis del marxismo,posiciones posmodernas y todo tipo de revisionismo añaden al panorama unadiversidad creciente. La ampliación del viejo territorio de la historia, quecomenzó con el interés por el estudio de las estructuras y las coyunturaseconómicas y los procesos y grupos sociales, ha sido desde entonces constantey se ha hecho aún mayor con los horizontes abiertos por:

— la historia sociocultural;— la historia de la vida cotidiana;— la microhistoria;— los nuevos enfoques biográficos;— la historia de las mentalidades y de las representaciones;— la marginación, la historia de las relaciones de poder a pequeña ogran escala;— la historia de las elites;— la historia ecológica, etc.

La multiplicación de objetos de investigación de una historiografía queexplora nuevas fuentes y utiliza nuevos métodos, una historiografía que en lasdos últimas décadas se ha desarrollado mucho y en muy diversos sentidos, hahecho que, como ocurre en otras partes, aparezcan subdisciplinas que tiendena aislarse. De uno u otro modo, lo cierto es que en España también se ha idofragmentando la historia en múltiples objetos de estudio y «deshaciéndose enmigajas», como diría François Dosse, algo que unos valoran como un procesomuy negativo —dado que la historia pierde su clásica ambición de globali-dad—, mientras que otros, por el contrario, lo celebran como un signo másdel fin de una modernidad con vocación totalitaria, incapaz de pensar la

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diversidad de sujetos que protagonizan el proceso histórico. Particularismotambién de los nacionalismos periféricos y particularismo del nacionalismoesencialista español que ha reavivado la «difícil identidad de España» eimbricado la «historia y la política» con resultados a veces destacables, comohan advertido Walter L. Bernecker y Sören Brinkmamm 2005. Pero, por logeneral, esa confrontación, reavivada por la misma derecha que ha alimentadola amnesia de nuestra historia más reciente, ha conducido más a la metafísicaque a la historia y no ha procurado «síntesis lo suficientemente complejascomo para recoger mínimamente la pluralidad de una historia a la vez comúny diversa». Así lo ha señalado Pedro Ruiz Torres en un artículo que terminaevocando las peculiaridades que la crisis de la historia presenta en España. Aese primer rasgo añade otros tres:

— la escasez de estudios sobre economías, sociedades, sistemaspolíticos o culturas fuera de España, ensimismamiento éste, indudable-mente conectado con la «obsesión nacionalista», que mucho antes eldesaparecido José María Jover calificó de «complejo de insularidad»;— la falta de estudios metodológicos e historiográficos, salvo casosexcepcionales y brillantes suficientemente conocidos, que también haresaltado, como uno de los aspectos del panorama historiográficoespañol, Juan Sisinio Pérez Garzón calificándolo de «viriatismometodológico, esto es, el individualismo en métodos y temas deanálisis»;— la ausencia de debates públicos para recuperar la memoria históricaperdida, a diferencia de los ajustes de cuentas democráticos que enotros países de Europa se han llevado a cabo contra el fascismo y elcomunismo, de tal modo que esa amnesia del pasado más reciente noha impedido que en nuestro país, como en otros, la fiebre de lasconmemoraciones haya «convertido el pasado en terreno de atracciónpara un jubileo constante», alcanzando cotas excesivas y a vecesgrotescas.

Julio Valdeón ya desbrozó esa crítica cuando se refirió a «los festivaleshistórico-patrióticos, organizados por políticos, que buscan ante todo sacaruna rentabilidad a sus actuaciones». Y José Luis Corral, con mayor ironía, hacomentado que

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(...) y así, idiotas coronados como Carlos IV, sinvergüenzas convulsos comoFernando VII o atolondradas soeces como Isabel II pueden pasar por obra y graciadel comisario de su correspondiente centenario a transformarse en grandes persona-lidades de Estado.

Una de las últimas sandeces en este sentido —si se me permite el enfoquelocalista de esta observación, que aun así me parece paradigmática de lo quela historia significa para los políticos— es la conmemoración del milenario delReino de Granada prevista por la Junta de Andalucía para 2013.

En algunos ámbitos lo que preocupa es la pérdida del referente España enlos estudios históricos y en la enseñanza de la historia, con las gravesimplicaciones políticas que supuestamente ese hecho tendría (Pedro RuizTorres). Frente a las distintas historiografías nacionalistas o regionalistas quese han desarrollado en la periferia, está resurgiendo ahora con fuerza la viejaidea de España —una idea esencialista, de carácter metafísico, como laconsideraba Bosch Gimpera— y se muestra de nuevo la antigua obsesión porel hecho de la continuidad histórica de España, desde épocas remotas v através de los siglos. La polémica sobre el tipo de historia que se enseña a losjóvenes en nuestro país se ha intensificado en los últimos años, en gran medidainstigada por la opinión de intelectuales ajenos al desarrollo reciente de lahistoriografía y por la intervención directa de algunos políticos con responsabi-lidades de gobierno. Por muchos excesos nacionalistas que hayan podidocometerse como reacción al nacionalismo español predominante desde el sigloXIX, es un gran retroceso volver a planteamientos que, como hemos visto,fueron ya duramente criticados en la década de 1930 y superados en los añossesenta y setenta. En vez de enzarzarnos otra vez en una vieja disputa,haríamos bien como mínimo en recuperar la memoria perdida de ciertosperiodos cruciales de nuestra historia —como el de la dictadura de Franco—,en cultivar una historia que no tenga la nación o el Estado —entendidos a lamanera del siglo XIX— como marco inamovible, precisamente en una épocaen que ambos están siendo cuestionados, y en abrirnos mucho más a losnuevos debates de una disciplina que ya no puede concebirse con losparadigmas científicos de los siglos XIX y XX.

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5. La historiografía española yla reflexión historiográfica

En 1998, la revista Hispania publicó sendos artículos de Gonzalo Bravoy de Gonzalo Pasamar que tratan sobre el asunto enunciado por este epígrafe.El del segundo viene a profundizar en algunos aspectos de la reflexión sobrela disciplina histórica llevada a cabo por los historiadores españoles en losúltimos cien años, distinguiendo las tres etapas que hemos analizado en elepígrafe anterior. El del primero es más sintético y de él conviene recordar esteresumen.

La aportación española al debate historiográfico fundamental de los dosúltimos decenios ha sido pobre y, en general, desfasada, fruto de actitudesindividuales más que propuestas de escuelas o grupos historiográficos. Salvocontadas excepciones, puede decirse que las «grandes cuestiones» de lahistoriografía de este fin de siglo apenas han preocupado a la mayor parte delos historiadores españoles:

— ¿Qué se ha escrito acerca de la «crisis de la historia»?— ¿Qué sobre nuevos métodos de análisis histórico y propuesta denuevos modelos de investigación, qué sobre nuevos métodos deanálisis histórico, qué sobre la oportunidad u oportunismo de nuevoscampos historiográficos, qué sobre el cientifismo de la disciplina, quésobre la historia conceptual, la historia narrativa, la explicaciónhistórica y la objetividad del discurso histórico?

No mucho ciertamente, en comparación con la producción historiográficaglobal, que se ha incrementado notablemente en los últimos años. Pero lareflexión historiográfica en España es todavía «pobre» y acusa el lastre de laescasa formación teórica de varias generaciones de historiadores que, pordiversas razones, prefirieron producir manuales y monografías que valorar ocuestionar sus propias formas de hacer historia o las de los demás, autocríticay reflexión que son elementos claves para avanzar en un sentido u otro yespecialmente para superar el tradicional enfoque «provinciano», que hapasado a convertirse en una peculiaridad de nuestra historiografía, legado porla generación anterior y del que todavía somos en gran parte tributarios.

Sería prolijo recoger un memorándum de elementos diferenciales, perosuele haber consenso entre los historiadores respecto a los siguientes:

— excesiva dependencia de bibliografía extranjera, no exenta delpeculiar papanatismo hispánico; más receptora de influencias queexportadora de modelos;— escasa divulgación de nuestras aportaciones «fuera»;— falta de un paradigma propio y asumido por las correspondientescomunidades o gremios historiográficos;— excesiva especialización académica que conduce al aislacionismo;— tendencia a la repetición de tópicos ya superados;— escaso cultivo de métodos y campos de investigación ya «consagra-dos» fuera;— predominio de investigaciones de tema hispánico;— cierto eclecticismo teórico y metodológico;— en fin, notoria diversidad de campos temáticos, que en nadafavorece la convergencia historiográfica.

Por otra parte, la desigual formación teórica de base de los historiadoresespañoles ha generado un tratamiento asistemático de las problemáticashistóricas tradicionales y, por tanto, la ansiada renovación historiográfica se halimitado a temas y aspectos concretos, lo que ha hecho inviable la propuestade un modelo único de investigación. Finalmente, las «causas históricas» dela actual situación historiográfica no son ajenas a los avatares de la evoluciónacadémica (Planes de Estudio, sistema de oposiciones y concursos) y, enparticular, a la virtual inexistencia de un modelo de análisis historiográfico. Alno existir aún un estudio sistemático de la peculiar evolución de nuestrahistoriografía reciente, por períodos y/o áreas de conocimiento los modelos deanálisis historiográfico suelen buscarse en otras escuelas, donde existe ya unalarga tradición en este sentido. En éstas el análisis historiográfico no se reducea inventariar una serie de estudios o escuelas sino que se vincula con lascorrientes de pensamiento dominantes, con la evolución particular de lascorrespondientes disciplinas académicas y se tiende a evaluar tanto los recursospropios como la proyección internacional de los resultados.

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ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA

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ALGUNOS RECURSOS ELECTRÓNICOS

En la red existen al menos seis direcciones recomendables para poderacceder a foros de debate o a la consulta de obras clásicas de la historiografía:

—La Electronic Library of Modern Historiografy (Eliohs), creada por la revistaCromohs (Cyber Review of Modern Historiography) en las direccioneswww.unifi.it/riviste/eliohs y www.unifi.it/riviste/cromohs

—La Biblioteca Electrónica ATHENA, con más de 400 obras, en la direcciónhttp://un2sg4.unige.ch/athena/html/authors.html

—En lengua española deben consultarse las páginas Web mantenidas por laFundación Gustavo Bueno (www.filosofia.org); la Biblioteca VirtualMiguel de Cervantes (www.cerrvantesvirtual.com); la red estable«Historia a Debate»(www.h-debate.com); y el más reciente coordinadopor Fernando Sánchez Marcos (www.culturahistorica.es).

—211—

ÍNDICE

PROGRAMA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3

Tema 1. A modo de introducción: historia, historiografía yciencias sociales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3

Tema 2. El nacimiento de la historiografía moderna . . . . . . . . . . . . 3 Tema 3. Del humanismo a la erudición: la historiografía españoladurante los siglos XVI y XVII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3

Tema 4. Erudición, crítica e historia: la historiografía españoladurante el siglo XVIII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4

Tema 5. Herencia ilustrada, perspectiva romántica e instituciona-lización académica: la historiografía española durante el sigloXIX . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4

Tema 6. Del regeneracionismo a la superación del lastre fascista:la historiografía española durante el siglo XX . . . . . . . . . . . . . . . 5

FORMAS Y CRITERIOS DE EVALUACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

TEMARIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Tema 3. Del humanismo a la erudición: la historiografía españoladurante los siglos XVI y XVII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Historiadores, humanistas y príncipes: formación del

hombre nuevo y propaganda de la monarquía . . . . . . . . . . 9 El Renacimiento temprano: la reivindicación de Hispania . . . 12 Del humanismo a la erudición: los historiadores de la

segunda mitad del siglo XVI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16

—212—

Las primeras Historias de España. Esteban de Garibayy Juan de Mariana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20

Preceptistas y tratadistas: la doctrina de la historia en elSiglo de Oro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28

Los comienzos de la crítica histórica y el peso de latradición religiosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36

Tema 4. Erudición, crítica e historia: La historiografía española duranteel siglo XVIII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47 Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47 Introducción: del criticismo a la historia filosófica y

civil. El problema de la Ilustración española . . . . . . . . . . 48 El escepticismo histórico: Juan de Ferreras y sus impug-

nadores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 La cima del criticismo: Gregorio Mayans i Siscar,

Enrique Flórez y Andrés Marcos Burriel . . . . . . . . . . . . . 65 La Real Academia de la Historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74 La historiografía ilustrada: Pedro Rodríguez de Campo-

manes, Antonio de Capmany, Juan FranciscoMasdeu, Juan Bautista Muñoz, Melchor Gaspar deJovellanos y Juan Pablo Forner . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 86

Tema 5. Herencia ilustrada, perspectiva romántica e institucionalizaciónacadémica: la historiografía española durante el siglo XIX . . . . . . . . 99 Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99 La historiografía isabelina: erudición, eclecticismo

teórico y nacionalismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 100 La caracterización sociológica del historiador del perio-

do isabelino y las premisas del trabajo historiográfi-co . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109

Los dominios de la historiografía isabelina . . . . . . . . . . . . . . . 117 Los guardianes de la historia: la Restauración y la institucio-nalización académica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 128 La producción historiográfica durante la Restauración: unaaproximación temática y geográfica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 142 El cambio de guardia de la historiografía española . . . . . . . . . 143

—213—

Tema 6. Del regeneracionismo a la superación del lastre fascista: lahistoriografía española durante el siglo XX . . . . . . . . . . . . . . . . . 151 Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151 Regeneracionismo y modernización: hacia la profesio-

nalización del oficio de historiador (1900-1936) . . . . . . 152 La Guerra Civil y la ruptura de la tradición liberal.

Historia e historiadores en el exilio . . . . . . . . . . . . . . . . 162 La «larga travesía del desierto»: imágenes, tópicos y

anacronismos de la historiografía franquista . . . . . . . . . 174 La superación del lastre fascista: la apertura a las in-

fluencias externas y la expansión historiográfica delos años sesenta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181

La historiografía española y la reflexión historiográfica . . . . 189

ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191

Bibliografía general . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191 Bibliografía sobre historiografía española . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195 Algunos recursos electrónicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 210