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Andrés Requena - Los enemigos de la tierra

Date post: 10-Aug-2015
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Literatura dominicana del siglo XX
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Andrés Feo. Requena

LosEnaernigOS

elaTierra

Novela

EDITORA DE SANTO DOMINGO, S. A.SANTO DOMINGO· REPUBLICA DOMINICANA

1976

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tra. Edición: Editorial La Nación,Ciudad Trujillo, 1936

2da. Edición: Editorial Ercitia,Santiago de Chile, 1942

Sra, Edición: Editora de Santo Domingo,Santo Domingo, 1976

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RESEÑA BIOGRAFIA Y BREVE ESTUDIO PRELIMINAR

Andrés Francisco Req uena nació en 1908 en la ciudad deLa Vega, República Dominicana. Allí se crió y realizó sus estu­dios, dedicándose desde temprana edad al oficio de la sastrería.

Poco después del desastroso ciclón de San Zenón en1930, se trasladó a la ciudad capital en busca de alguna me­joría en su fortuna. En Santo Domingo trabajó desde un co­mienzo como sastre, pero fue dedicándose con creciente inte­rés a las labores periodísticas. Colaboró en varios periódicos deesta ciudad, tanto con artículos en la prensa, como con brevescuentos que publicaba con frecuencia en la página literaria dela edición de los domingos del Listín Diario. Esta última activi­dad se acentuó particularmente hacia mediados de la década delos treinta, siendo todavía muy joven.

Durante los primeros años del régimen de Trujillo, Re­quena no se mostró adverso al Gobierno ni a la familia deltirano, e inclusive parece haber procurado indirectamente pormedio de la adulación el apoyo económico del Dictador (véaseen este contexto el cuento El Príncipe Igor, publicado en elListín Diario del domingo 7 de abril de 1935, el cual estádedicado "al Mayor Héctor B. Trujillo "). Pero tampoco cola­boró directamente con el déspota; más bien se dedicaba a escri­bir cuentos y artículos para los diarios nacionales, y en particu­lar para el vespertino La Opinión, donde trabajó varios añoscomo reportero.

A principios del año 1936 su amigo y compañero elescritor Franklin Mieses Burgos le sugirió como tema para uncuento el éxodo de los campesinos, el abandono del cultivo dela tierra por jóvenes que buscan fortuna en la capital y en losingenios azucareros.

EL 8 de mayo de 1936 publicó en la página literaria delListín Diario el cuento Cuando los hombres dejan de ser hom­bres, dedicado a Mieses Burgos por haberle facilitado la tramadel cuento, pero el poeta le manifestó, después de leerlo, queesa no había sido su idea original. De nuevo le explicó cuál erala trama que se le había ocurrido, y Requena le contestó que unconflicto así tendría que ser desarrollado en una novela, por

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ser de mayor profundidad y contenido conceptual.Parece que inmediatamente después Requena se dedicó a

la tarea de escribir su primera novela, inspirada en la sugerenciade su amigo, aunque no exactamente fiel reflejo de ella. Antesde terminar el año la obra salió a luz, con un nuevo título, LosEnemigos de la Tierra, .impresa en la Editorial "La Nación", deSanto Domingo.

La obra está dedicada a Rafael Leonidas Trujillo en típi­cas palabras de adulación al tirano como era costumbre de laépoca.

Los Enemigos de la Tierra se editó por segunda vez enSantiago de Chile por la Editorial Ercilila en 1942. Por mediode esta segunda edición la obra se ha dado a conocer en elextranjero en una forma poco común para las novelas de auto­res dominicanos, haciéndose una de las más admiradas fueradel país y de las más ignoradas en su propia patria.

Un crítico literario e historiador de la literatura hispa­noamericana tan distinguido como Luis Alberto Sánchez, diceen su obra Proceso y contenido de la novela hispanoamericana(Madrid, 1968), comentando la novela social agraria de nues­tros países latinoamericanos: (págs. 5-24-325).

"Da sin embargo una nota nueva en esta clase de obras.Andrés Requena (1908-1952), dominicano, a quien se hamencionado antes, encara el problema agrario de su paíscon mano firme: en Los Enemigos de la Tierra narra eldrama de Mario Román (sic), hijo del campesino JustinoRomán, quien abandona el terruño y se marcha al puertoen busca de trabajo. El padre le pronostica que volverá alcampo. Mario se enamora en la ciudad de la prostitutaMarla. Se enreda en disputas de prostíbulos y cantinas;hay un asesinato; él descargaen los muelles y, por último,regresa a su pueblo, donde le recibe el padre bondadosa­mente. Al volver cruza por el pueblo de donde era oriundaMarla, el cual ha sido arrasado por un ciclón: eso le da piepara describir uno de esos espantosos azotes del Caribe.Pese al convencionalismo de algunas escenas, la obra esrecia y muy bien dispuesta en su composición y forma".

A pesar de los errores en que incurre Luis Alberto Sán­chez en su breve descripción de la trama (salta todo el episodioen los ingenios del Este y en la cárcel, además de cometer otrasinexactitudes), es interesante tener en cuenta el juicio de estecrítico peruano acerca de Requena y de Los Enemigos de laTierra. A través de toda su obra Luis Alberto Sánchez demues-

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tra que tiene a Requena en muy alta estima entre los novelistasdominicanos.

Si comparamos la novela con el cuento (que incluímosen este tomo en el apéndice de la obra), observamos inmediata­mente la mayor profundidad de la obra como temática decontenido-social. El cuento escoge el momento del regreso deun joven campesino que ha experimentado la vida cosmopoli­ta, y que por lo tanto ha perdido todo vestigio de su masculini­dad, de su virilidad tan característica del labrador de la tierra.El conflicto no es más que el de la fortaleza y virtudes senci­llas, pero varoniles, del campo con el refinamiento superficial yla debilidad afeminada de la metrópoli "civilizada". Tema, quesi tiene algún fundamento en la realidad, se aplica tan solo a ungrupo muy pequeño de personas que se verían afligidas poreste problema que no constituye un verdadero drama social.

La novela, en cambio, ya es otra cosa. Trata el verdaderoy trágico problema de toda una clase que se ve tentada por lainmensa atracción de sumarse a la creciente economía moneta­ria de la ciudad y los ingenios, vendiendo su tierra y otrosmedios de producción, y consecuentemente quedando despo­seída, desempleada y frecuentemente explotada por personasinescrupulosas y hasta criminales. Estos campesinos que sesienten insatisfechos en su ambiente rural al carecer del poderadquisitivo que le proporcionaría un miserable sueldo en loscentros urbanos, mineros o azucareros, se encuentran relativa­mente bien en su condición de pequeños agricultores en quepor lo menos mantienen el orgullo y la libertad personal quesus escasos medios de producción les proporcionan. Haríanmucho mejor tratando de mejorar su vida dentro de su propioambiente, donde no están tan expuestos a ser explotados ycorrompidos por aquellos que como buitres los esperan en loscentros urbanos.

Tal es la tesis, por lo menos implícita, de la novela deRequena. Este es el caso de Martín Román, cuya familia, aun­que de modestos recursos, preservaba el orgullo y la dignidadhumana que le proporcionaba su independencia económica.Pero el protagonista tuvo que ir a la ciudad y a los bateyes aconocer la humillación del trabajo en las fábricas, el puerto ylos ingenios azucareros, la explotación a la cual están sujetostodos los desposeídos que llegan inocentemente a esos centrosatraídos por la quimera de las ventajas de la vida en una econo­mía "de consumo".

Naturalmente, Los Enemigos de la TÍeI'ra no se reduce aesta simple tesis. Demuestra toda la complejidad de la vidacriminal, la fuerza que absorbe al inocente en su vasta red de

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El Dr. Incháustegui Cabral igualmente señala en su librocitado rasgos autbiográficos de Requena en la novela. La obracontiene un personaje secundario, también llamado Andrés,quien siente cierta vergüenza o incomodidad social por su pro­fesión. En la segunda edición el nombre de este personaje escambiado por el autor. La descripción de las ruinas dejadas porel ciclón y muchos otros detalles también podríanse considerarrasgos autobiográficos, pero en general la obra es el productode la observación y la imaginación del autor.

Después de publicar el Romancero Heroico del Genera­lísimo hacia 1938 ó 1939, Andrés Requena salió del país conun puesto diplomático en Roma. Luego fue trasladado a Chile,donde publicó, cuando dejó de pertenecer al Servicio Diplomá­tico, la segunda de sus novelas, Camino de Fuego (Santiago,1941). Al igual que toda la literatura del exilio en su conjunto,precisa de mucha mayor atención y análisis de parte de los

explotación del más desafortunado y que eventualmente me­noscaba la vida espiritual y moral de todo un pueblo. Inmersoen el mundo de la criminalidad más patente por esta fuerzadevastadora y funesta, Martín contribuye a explotar a los po­bres braceros de los bateyes a pesar de sí mismo, y logra esca­par de las garras permanentes de este monstruo, tan solo porhaber sido encarcelado y haber tenido tiempo para contemplarsu situación y haber decidido ponerle fin. Otros, como su pri­mo, son tragados por el monstruo, sin duda alguna en granparte por su propia culpa.

Como señala el Dr. Héctor Incháustegui Cabral en variosensayos de su libro De Literatura Dominicana Siglo Veinte(Santiago, 1968), esta obra está ya consagrada dentro de latradición de la "novela social" en la República Dominicana,corriente que mostró máximo florecimiento precisamente du­rante los años treinta. Es preciso tener en cuenta la publicacióndurante esos mismos años de novelas tales como Cañas yBueyes (1935) del Dr. Francisco Moscoso Puello, La Mañosa(1936) de Juan Bosch, Over (1939) de Ramón Marrero Aristyy Jengibre (1940) por Pedro Andrés Pérez Cabral, para nom­brar tan sólo las más notables dentro de esta marcada tenden­cia por tratar problemas sociales de nuestro país durante esadécada. Aunque ha permanecido casi ignorada por las perse­cuciones políticas que tan frecuentemente trastornan el pro­greso de nuestro país, Los Enemigos de la Tierra es una de lasobras que más vigencia retiene para nuestros propios tiempos yes, sin duda alguna, la más "novelesca" de todas las novelas deese período, tanto por su desarrollo como por sus persona­jes.

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estudiosos de 1<\ literatura nacional, pero este no es el sitioapropiado para llevar a cabo esta interesante tarea.

Después de vivir en Chile durante varios años, emigró alos Estados Unidos, estableciendo una pequeña sastrería en elsótano de un edificio de Nueva York. Entonces emprendió ladura tarea de combatir el despotismo de Trujillo con su pode­rosa pluma, colaborando especialmente con la agrupación polí­tica ARDE (Asociación Revolucionaria de Dominicanos en elExilio ).

En 1949, publicó en México su tercera novela Cemente­rio sin Cruces, - Martirio de la República Dominicana bajo larapaz Tiranía de Trujillo-, el mayor y mejor fruto de su plumaen contra de Trujillo. Pero es una obra que "tiene más depanfleto que de novela, pese a que su maestría en el género nopermite ninguna flaqueza en el relato", según Luis AlbertoSánchez, y como podemos ver por su propio subtítulo. Laindiscutible fuerza de esta obra como denuncia y condena deTrujilllo seguramente contribuyó a marcarlo como la futuravíctima del cruel déspota.

A pesar de las limitaciones obvias de la tarea novelísticade Requena él es sin duda alguna un gigante de nuestra escasaproducción en el género, pues cuenta con cuatro "novelas" (lacuarta, Cibao, aún permanece inédita). Su fama literaria hasido víctima de la política en nuestro país. No así en el extran­jero. De nuevo es preciso subrayar la admiración que tiene LuisAlberto Sánchez por la obra de Requena, quien escribe enpalabras altamente alabadoras:

"Andrés Requena, asesinado en Nueva York, 1952, sobre­sale entre todos los contemporáneos de su patria. Tantoen Los Enemigos de la Tierra (de que se trata más adelan­te) y que refleja uno de los más tremendos aspectos de laexplotación campesina, como en Cibao (que le( en manus­crito hacia 1942) y que se refiere a la época de Lilís (deque también trata La Sangre de Cestero), Requena semuestra como un vigoroso narrador y un decidido, aunqueno extremado naturalista: en su estilo en tran ya gérmenespoéticos, ausente en los discípulos directos del maestro deMédan'~

El trágico asesinato de Andrés Requena ocurrió en laciudad de Nueva York, la noche del 2 de octubre de 1952.Jesús de Galíndez, en su libro La Era de Trujillo, refiere el vilhe?ho con cuantos detalles son de público conocimiento, en laqumta sección de su cuarto capítulo, titulada "Asesinatos enpaís extranjero". Algún día se darán a conocer los detalles y

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Santo DomingoSeptiembre, 1976.

los verdaderos autores de este horrible crimen que tronchó lavida de uno de nuestros más prometedores valores literarioscuando apenas contaba 44 años de edad. Mientras tanto laversión de Galíndez es la más completa y objetiva de estecrimen, por el cual fue indirectamente culpado el mismo Tru­jillo.

Por último queremos explicar la naturaleza y el propó­sito de esta edición. A la edición original de 1936, le hemosañadido un glosario de las principales palabras y expresionesque un joven estudiante de bachillerato debería dominar, tantopara el mejor entendimiento de la obra como para el enriqueci­miento de su propio vocabulario y conocimiento de nuestrolenguaje idiomático.

También, le hemos añadido en el apéndice el cuento queRequena escribió y que resulta algo así como la primera ver­sión de la novela, para ofrecer tanto al estudiante como alestudioso la oportunidad de comparar las dos obras para esta­blecer sus diferencias y similitudes particulares, y las caracte­rísticas que distinguen el género novela del cuento corto. Cree­mos que puede proveer una base interesante para discusión yanálisis, y es uno de los muy pocos casos en nuestra literaturanacional, en el cual conservamos dos versiones tan distintas delo que inicialmente tuvo un mismo origen.

En cuanto al criterio para la selección de la primera edi­ción como base para esta tercera edición, la hemos escogidopor juzgarla la más auténticamente dominicana, la más naturaly la mejor lograda de las dos versiones novelescas. En estoestamos de acuerdo con Incháustegui Cabral, quien en su ensa­yo "Las Ediciones" (Págs. 331-337 de Literatura DominicanaSiglo Veinte, Santiago, 1968) hace una comparación que anuestro juicio demuestra la superioridad de la primera sobre lasegunda edición, a pesar de ciertas crudezas de estilo y leveserrores gramaticales que contiene. No obstante, vale señalarque las diferencias entre las dos ediciones son pocas y de pocasignificación en cuanto a la estructura y tesis fundamental dela novela.

Esperamos que esta nueva edición de Los Enemigos de laTierra rescate a Andrés Requena del olvido en que yace a pesarde su patriótica lucha en contra de la tiranía y la opresión delpueblo dominicano y al mismo tiempo, permita al joven estu­diante dominicano conocer a fondo tina obra netamente criollay de trascendencia más que meramente local.

Juan Tomás 'I'avares K.,

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IINQUIETUD

Ya el día estaba aclarando cuando Martín Románse encaminó al trapiche. El sol tiraba unos raY9s ru­bios y cordiales sobre el camino blanco y el polvo delos trillos tenía aún sin secar el rocío de la madruga­da.

Martín Román caminaba sin prisa, como si quisie­ra hacer más larga la distancia; su cuerpo joven yrobusto sentía una rara pereza que nacía en sus ner­vios y que moría en sus pupilas grises, cansadas de veraquellos caminos que se tiraban unos encima de otrosen un gesto de haraganería total.

El paisaje tenía la misma fisonomía que los cami­nos que iba dejando atrás y que los que iba encon­trando. Solo allá, a media hora de marcha, relucía elcañaveral como una enorme esmeralda. El sol tenía enaquel sitio más fuerza, porque las largas hojas de lacaña parecían serpientes que se calentaban mecidaspor un viento manso y contagiado de la alegría cálidade la mañana.

De vez en cuando algún campesino se cruzaba conél y al darse los buenos días parecían ponerse deacuerdo para darle un susto al silencio y al paisaje.Después todo continuaba igual. Por algunos instantes,se detenía a comprobar la firmeza de una alambrada ola roja matadura de algún animal, en la que las moscasbailaban.

Cuando llegó al sitio de la faena vio sin asombroque era el primero en llegar, y se alegró. Dio la vueltaa la paila, al horno, al trapiche y se internó en el

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sembrado de caña. A veinte metros, un arroyo se des­lizaba sin ruido. Entre su chorro cristalino algunaspiedras atravesadas casi le paraban el curso. El agua,por una monótona coincidencia, también era blanca,como los caminos y como la mañana. Una docena debueyes y burros comían gruesos tallos de maíz y be­bían largos sorbos de agua. Muchas yaguas estabanpuestas a secar para hacer envolturas para el dulce, yen un estante de la enramada en que estaba el horno yla paila habían más de mil pequeños cartuchos listos,que de lejos parecían pedazos de salchichas dora­das.

Las pupilas grises de Martín Román veían todoeste panorama familiar de los veintidos años de suvida y unas arrugas se asomaron al contraérsele elceño en un gesto de disgusto e inconformidad. Desdehacía algún tiempo en la monotonía de su vida sehab ía atravesado un proyecto y era en esas mañanasclaras de principios de enero que más gustaba de pen­sar en ello. Por eso madrugaba. Se levantaba cuandolos rayos del sol iban apuntando, y no hacían daño ytodavía en la casa luchaban en la espera de la taza decafé y en preparar lo que se llevarfa de provisión parael trapiche, ya que hasta la caída de la tarde nadievolvería al poblado.

Aún le quedaba casi una hora para deambular porentre las cañas y el arroyo. En la soledad, sólo oía eleco de sus' pasos y el canto de algún ruiseñor, quepasaba aprisa, manchando el cielo azul con el aleteooscuro y ágil de su vuelo.

Nada para Martín tenía en aquel paisaje sorpresas.Ni el cielo, ni el arroyo, ni los animales, ni los sembra­dos. En sus mozos años todo lo había descubierto ytodo se le había estereotipado en una monótona vi­sión. Si algo había nacido después, muy pronto larutina lo había sumado a la totalidad del ambiente. Yal mirarse en el cristal del agua inquieta del arroyoIUfrib una desiluaión porque creyó adivinar algo que

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murió recién nacido. Entonces fué cuando dijo, comoun reproche a todo lo que le rodeaba:

-Qué harto estoy de todo esto!Sus manos se estrujaron nerviosas y los párpados

se juntaron en un esfuerzo inútil por cambiar el colorde las cosas.

-Ahora, cuando dej e todo esto, sí que voy a vi­vir! Porque ésto no puede ser. el mundo, la vida, to­do! -pensaba envoz alta.

Entonces sintió que un frío extraño recorrió todosu cuerpo y agonizó en las raíces de sus cabellos casta­ños. También el cristal del agua le recordó que ibavestido con un pantalón azul, de pésimo algodón yuna camisa más clara, que a veces rozaba su carne concaricias de papel de lija. Lo que calzaba sus pies, yano eran zapatos -lo fueron hacía tres años- y eldedo pequeño se salía de uno de ellos como en unamueca de burla. Sus manos eran recias y el mango delmachete las había llenado de gruesos callos amarillos.Era alto y fuerte. El cabello grueso, rebelde, de uncastaño encendido. Ojos grises de pupilas tranquilas,naríz bien modelada y boca grande y sensual. El ros­tro, de un blanco lleno de pequeñas pintitas rojas,terminaba en un mentón cuadrado que imponía res­peto y que no invitaba a la confianza a primera vista.Era un hombre, Martín Román, de pocas palabras yen el fondo cándido, porque en su vida aldeana deDuvergé no había tenido oportunidad de aprender na­da del lado duro que tiene la vida, a pesar de esainquietud que se le había prendido en el alma.

Siguiendo el curso del arroyo, llegó hasta el límitede la finca de su padre, donde cuatro cordeles dealambres de púas hacían de línea divisoria. Al otrolado, muchas filas interminables de plátanos parecíanempinarse, con sus grandes y preñados racimos, querelucían con vivos reflejos amarillos y dorados.

.Toda su vida había sido así! Se sabía de memoria,con todos sus detalles, aquellos contornos y sus pies

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eran prácticos en los más pequeños accidentes del te­rreno. Subido en un montículo de tierra, divisó, comopequeñas palomas dormidas, una docena de bohíos,perdidos en el valle, sin vida, en una quietud desola­doramente feliz. También conocía todas aquellas vi­viendas. Algunas las había ayudado a construir: cuan­do alguno de sus amigos se enamoraba y decidía ca­sarse, siempre había prestado gustoso su brazo paraque realizara pronto su sueño de amor. Su sueño deamor! Lo tenía él? No lo tenía porque no había que­rido. En su corazón no había lugar más que para lainquietud que anhelaba realizar. Y se alegraba. Porquedemostraba que toda su ambición no se la había tra­gado el valle blanco y monótono, y así era mejor.Sentía un gran temor de verse encadenado, para todala vida, con una mujer buena y mansa, que le asesi­nara el ensueño de caminar. De ver otros sitios. Algodiferente de aquel paisaje quieto y aquellas hojas ver­des, siempre tan iguales. Cuando emprendió el regre­so, su pecho se contraía con un júbilo inédito y susangre circulaba con más celeridad.

Entonces recordó su infancia sin diabluras y sujuventud sin emociones: Quizás por eso, por no ha­berse emocionado nunca con aquel espectáculo; porhaber protestado alguna vez, en la más tímida de lasprotestas, contra algunas costumbres de su puebloaldeano, se había ganado duras miradas de reproche.

Pero a cualquier precio, quería poner en su vidamás acción. No era que fuera infeliz porque teníaotras necesidades. Su vida tenía todo lo materialmen­te necesario: pan, techo y cariño. Pero había algomás. Más allá de aquel paisaje blanco y de aquel vallesalpicado de manchas esmeraldas; había otra cosa quequería mezclar en su vida, aunque no supiera definircon certeza lo que era.

Cuando llegó al trapiche ya estaba allí su padre,sus dos hermanos y algunos peones. Con una visiónrápida se comparó con ellos y se encontró exterior-

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mente idénticos. La única diferencia entre ellos era laidea que él llevaba atravesada en el cerebro. Sintió unmiedo inexplicable y sin saber a qué obedecía se detu­vo paralizado. Era que no tenía razón? La verdad,"que es lo que es", estaba de parte de ellos? No teníaderecho entonces a... ?

-Martín! -la voz seca del padre lo hizo sacudirsey reaccionar. J ustino Román lo contempló con dure­za y la voz del anciano volvió a decirle, adivinandoquizás algo: -Estás enfermo?

-No; estoy bien, papá.-Desde hace días te encuentro diferente. Qué tie-

nes? - y se acercó y sus viejas pupilas color de barrose volvieron adivinas:-Te pasa algo?

-No...-Pero quieres decirme algo, verdad?-Sí. ..-Esta noche, en casa, -propuso, atajándolo, y

volviéndose a sus otros dos hijos y a los peones quemiraban la escena, voceó: -Ea! A ver si ponemos amoler el trapiche, muchachos...- Justino Románhizo todo lo posible porque su voz saliera con vigorde su garganta de más de sesenta años.

Siempre había hecho todo lo posible porque sufamilia permaneciera unida, a su lado, trabajando latierra y haciendo dulce en el trapiche, que vendía alos haitianos a buen precio, por la frontera del Sur,donde había nacido y vivido. Y lo había conseguidohasta hoy... Mañana? Lo que Dios quiera! Era unhombre conforme. Siempre lo había sido. Si tenía elrostro arrugado como el cuero de un chivo sin curtir,en cambio tenía su alma limpia y fuerte. Y no teníapor qué dolerse: La suerte no había sido mala con él.Si no era rico, en cambio era feliz. No se podía quejarde la tierra, de la que siempre había vivido. Lo habíaayudado a casar, a sostener cinco hijos, tres varones ydos hembras, ya casadas con dos honrados agriculto­res.

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También un hijo había hecho igual. María Alta­gracia, su mujer, estaba fuerte y conforme. Pensababuscarle, insinuarle, una buena muchacha a uno desus dos hijos que quedaban solteros. En fín. .. quétendría que decirle Martín, que desde hacía algúntiempo parecía tan inquieto?

Una vez, hacía dos años, había hablado.de irse deDuvergé. Quería conocer la Capital. El Este, sitio quese nombraba en el Sur con el respeto que merece unfilón de oro. Sería eso? La otra vez pudo lograr ha­cerle desistir de sus proyectos, pero ahora no estabaseguro. Qué fuera lo que dispusiera Dios! JustinoRomán cortó la cuerda de esos pensamientos que tan­ta angustia producía al desenredarse y principió a diri­gir los trabajos del trapiche, que estaba instalado jun­to a una enramada con techo de cana.

Sobre un horno que ya comenzaba a arder, des­cansaba una enorme paila en donde se ponía en puntoel jugo de la caña. Dos barbacoas llenas de cartuchospara las raspaduras hacían de almacén. En un rincón,colgaba una guitarra sucia, con adornos chillones.Cuando el guarapo estuvo en punto, lo echaron endos canoas largas, batiéndolo después con largas ylimpias paletas. Afuera de la enramada, el trapiche erapuesto en -movimiento por dos bueyes sanos y corpu­lentos, que con suma paciencia tiraban de .las mi­jarrias, haciendo dar vueltas. los gruesos engranajes demadera; que chirriaban monótonamente.

Así, hasta la tarde, en que el oro del sol se princi­piaba a confundir con el oro cuajado del guarapo dela -caña que batían en las limpias y largas canoas ungrupo de alegres muchachos, mientras cantaban encoro la letra chispeante y divertida de un merengue enboga por aquellas cálidas y laboriosas tierras del Sur.

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JI

LA DESPEDIDA

El viejo era crecido y enjuto. Nariz escasa, bocagrande y de labios exprimidos. La poca dentadura quele quedaba era marrón a fuerza de nicotina, lo quedejaba notar poco, ya que no era muy dado a abrir laboca si no era necesidad y si no bastaba una indica­ción de sus manos largas y huesudas para hacerse en­tender y obedecer. Sobre su cráneo de amplia calvicie,la luz multiplicaba su brillo y los escasos cabellos quele quedaban eran blancos y muertos. Pero en el rostrocenceño y arrugado relucían dos pupilas llenas de vi­da, que era el mejor espejo del vigor físico que toda­vía guardaban sus más de sesenta años y de la fortale­za de su alma de hombre recto y de bien.

Esa noche, después de la cena, el viejo JustinoRomán llamó aparte a su hijo. Se recostó en un ángu­lo de la empalizada que rodeaba la casa y esperó.

La emoción que los colmaba los hacía aparecerindiferentes. Una luna grande y redonda ponía uncendal de plata entre el cielo lleno de estrellas y latierra cálida. La cabeza reluciente del viejo y las copasde los árboles parecían cubiertas con un fino polvobrillante que les daba como un halo extraño. La no­che, como el padre y el hijo, parecía ahogarse tam­bién entre la orgía de estrellas y de luz.

Como comprendían que era muy intenso lo quetenían que decirse, callaban. Un silencio hondo losceñía Algunos grillos tiraban al aire sus chirridos con­tinuados y necios. Martín fijó en el padre sus pupilas

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grises y el rostro afilado y colmado de dolor del an­ciano le quitó valor, acertando sólo a decir:

-Papá, yo. .. -y el resto no pudo salir de sugarganta porque las palabras se enredaron.

-Termina! Qué quieres decirme? Nunca hubo se­cretos entre mis hijos y yo. Lo olvidaste? Sea lo quesea, dilo sin vacilación, Martín...

La impresión de lo que se aproximaba borró va­rias arrugas de la frente del viejo y las cruzó en la delhijo, que dijo, de prisa, como si se desprendiera de ungran peso:

-Me quiero ir de aquí, papá!-Hace dos años también te querías ir y logré ha-

certe dejar el viaje. -rezongó el viejo.-Pero ahora es en serio.-Bien, si tu lo quieres; pero es bueno que te ad-

vierta algo...Ninguno de los dos se miraban a los ojos, un gran

pesar vagaba por todos los vericuetos del alma delviejo, que mirando al fín a Martín, le dijo, como sihablara con las estrellas o con la sombra lejana delmonte que rompía el filo manso del valle:

-Sea! Te quieres ir y te irás. Quizás hice mal enimpedírtelo hace dos años. Sabe Dios si ya estuvierasde regreso. Vas a conocer un mundo nuevo. A tratarhombres que no tienen el alma igual que nosotros.

"Hoy, cuando sólo has cumplido veintidos años,la tierra te ha cansado. El trapiche, el valle, todo haperdido el interés para tí. Pero volverás, y todo loque hoy abandonas le encontrarás un sabor y un colornuevo. Entonces la tierra te parecerá más blanda yfértil, Los tallos de la caña no serán ásperos ni eltrabajo te parecerá monótono. Porque la tierra es bue­na y generosa. Me ha sostenido a mí, a tu madre, austedes y a muchos padres e hijos antes que nosotros.Te digo todo esto porque algún día habría de decírte­lo, y no quiero que sea cuando estés de vuelta y nece­sites el apoyo de la tierra y de tu familia, y ningún

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tiempo mejor que hoy, que nos quieres dejar, y debesllevarlo presente, para que te anime al regreso"...

La voz de Justino Román tenía trémolos de pro­fecía y él mismo se sorprendía de lo que estaba di­ciendo, porque no lo había dicho nunca. Porque cre­yó un día que en su vida no tendría motivo de defen­der la tierra de un desertor, de un enemigo, de un malagradecido, de un hijo suyo! Y continuó:

-Pero tu volverás, muchacho.- Y tratando desonreir, de ser lo más cordial posible, prosiguió.- Tuvolverás; volverás más dispuesto, porque conocerásmejor la vida y el valor de las cosas. Entonces yo teayudaré a buscar una muchacha buena y hacendosa ymi trabajo será menor, porque amarás más que yo latierra que alimentará a tus hijos. Esa inquietud queahora te roe el alma, se te pasará, como se le pasa atodos, y volverás a empezar, y todo te parecerá unapesadilla...

Aunque Justino Román quiso ocultar su emoción,no pudo, y una lágrima pretendió hacerlo aparecerdébil, pero solo fué por un segundo.

-Cuándo te vas? - preguntó enérgico.-No he decidido la fecha todavía.Jústino Román meditó un momento y después

dijo, como una orden:-Te irás pasado mañana. Hoyes sábado. Queda

un día y dos noches para despedirte y prepararte. Loque ha de hacerse se hace pronto.

-Bien, papá.-Tienes dinero para el viaje?-Muy poco.-Te ayudaré en lo que pueda. Además, en la Ca-

pital tienes a tu primo Mario, que, según lo que es­cribe, debe estar bien y puede ayudarte.

- Ya había pensado en él.-Pero es bueno que no lo ocupes más de lo co-

rrecto. Y ahora, ven, vamos a decírselo a tu madre y atus hermanos. Además, creo que Paula está ahí. ..

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Martín no dijo nada. No tenía nada que decir.Nunca había puesto una contradicción en lo que de­cía su padre. Sabía que el anciano estaba con el almallena de dolor y que ese dolor sería más grande cuan­do viera los ojos de su madre llenos de lágrimas. Porun instante, si hubiera podido volverse atrás, habríagritado: papá! no he dicho nada! Es solamente unjuego! -Pero dejó seguir rodando aquel dolor queproducía su partida.

A pesar de Justino Román haberle dicho: ven,ninguno de los dos se movió. Aquella emoción era enellos una cosa nueva y sus nervios no sabían comoreaccionar.

Desde la casa, salían bocanadas de alegría comogolondrinas inquietas. Una risa de mujer jóven hizoque las pupilas de Martín evitaran encontrarse con lasdel padre, y las dejó errar por el millón de caminosdel infinito. Aquella risa de dieciseis años se confun­día con el olor de las gardenias y con la luz rubia delas estrellas y se perdía, en una tarantela fantástica,por las numerosas rutas que se repartían en la rosanáutica de las tierras del Sur.

Por fin, J ustino Román principió a caminar. Mar­tín lo siguió. Al pasar la puerta toda la alegría agonizócomo por embrujo. Uno por uno, padre e hijo losmiraron sin prisa. En aquella sala estaban casi todossus hijos. Una lámpara grande, antigua, llenaba de luzla estancia. Gruesos muebles de caoba negra adorna­ban la sala y en las divisiones de madera habían algu­nos marcos con borrosos retratos, que hacían resaltarmás la blancura de cal de que estaba vestido todo elinterior de la casa.

En el ángulo derecho estaba su mujer, María Alta­gracia, que se entretenía oyendo la charla de sus hijos,y de la muchacha que esa noche, y como casi todaslas noches, los visitaba. Llevaba sus cincuenta añoscon un optimismo admirable. Era una mujer de buenaestatura y llena de carnes. Entre sus quince y treinta

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años se la tuvo por una de las mujeres más bellas delSur. Todavía, el color indio encendido de su rostro yalleno de pequeñas arrugas, guardaba reminiscencias deaquellos tiempos. Sus ojos aún sabían hacer guiños depicardía cuando estaba alegre, y su paso, al salir de oirmisa los domingos, recordaba viejas elegancias olvida­das. Para sus hijos, ella procuró siempre ser madre yamiga; y lo había conseguido. De su marido, todavíaera suyo todo su cariño.

En el centro de la estancia, estuvieron en animadacharla hasta que padre e hijo Ilegaron a la puerta. Susdos hijas, ya casadas, pero que vivían muy cerca,reían de una historia llena de gracia que narraba Pau­la. Carmen y Luisa todavía seguían siendo para ellosdos muchachas a quienes había que vigilar amorosa­mente. Habían sido siempre buenas hijas y serían paratoda su vida buenas esposas y mejores madres. Eranfelices y J ustino Rornán procuraría que lo fueransiempre. Su hijo menor, Felipe, también estaba allí.Todavía sus veinte años no habían sabido de locasinquietudes. Era trabajador y fuerte. Amaba la tierracon el mismo amor del padre y terminaría llevandouna vida igual. También estaba allí Antonio, el mari­do de una de sus hijas, para quien él era un protector.y por sobre todos, resaltaba la figura inquieta y alegrede Paula, con sus dieciseis años y su risa fresca. Era laúnica hija de uno de los mejores amigos de la familia,y J ustino Román acariciaba la idea de verla de compa­ñera de uno de sus hijos... de Martín, por quien ellasentía una ingenua predilección que respetó el herma­no menor, con uno de esos respetos que sólo existendonde la civilización no impuso sus fueros, y dondelos hombres todavía creen que lo que pertenece a unfamiliar o a un amigo es cosa sagrada. Era casi alta.Tenía un cuerpo flexible y parejo y unos cabellos casiazules de tan negros. Ojos grandes y rasgados, y delmismo color de sus cabellos, lo que hacía que parecie­ra más pálido el blanco mate de su piel. Cuando reía,

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sus dientes, pequeños y muy blancos, relucían comosoles diminutos de marfil. Al verlos entrar, adivinóque algo inaudito pasaba entre ellos y calló también.

- Vengo a darles una noticia, señores.- JustinoRomán quiso parecer alegre, pero fué peor, porqueuna sonrisa que asomó en sus labios finos y secos setransformó en una mueca, pero continuó.- La noticiaes que Martín se nos va el lunes para la Capital.

Nadie dijo nada. Solamente Paula hizo un movi­miento brusco, como quien recibe un golpe en la ca­beza y trata de reponerse. Sus ojos y los de la madrebuscaron los de Martín inútilmente: los tenía fijos enuno de los cuadros que colgaban de la blanca división.

-y por qué se va? - Paula no se dio cuenta cómofué que hizo esa pregunta y guardó el rostro entre lasmanos, roja de rubor.

-No es para toda la vida. El volverá, Paula. -Mar­tín agradeció estas palabras de su padre y se fijó enlos cabellos negros de Paula, que en desorden sobre lanuca brillaban a la luz de la lámpara. Y sintió deseosde estrujarlos en sus manos y de ahogar su rostro enaquella seda perfumada de tomillo y de albahaca.

Todos tuvieron para él miradas de reproche o depena. Entonces volvió a salir y empezó a caminar bajo laluz de las estrellas, sin rumbo, hasta que muy tardevolvió a su casa, entrando con cuidado, sin hacerruido,como si volviera de haber matado a alguien.

Al otro dí" en la madrugada, se levantó, metió loque había apartado durante el día en una pequeñamaleta de madera forrada de hojalata y se dispuso asalir. Cuando al franquear la última puerta se encontrócon su madre, soltó la maleta y se tiró en sus brazos.

-La bendición mamá! -exclamó.-Dios te bendiga y te guíe, hijo mío! - y le dió un

beso en la frente con sus labios trémulos.Cuando el día apuntó por completo, sus pasos

andaban por el camino blanco, ya bien lejos de Duver­gé. En el horizonte, Martín Román adivinó las negraschimeneas de un Ingenio como en un espejismo.

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"LA CIUDAD PRINCIPIA A TRAGARSEUN HOMBRE"

Fueron dos días amargos los que Martín pasó abordo de la "Gisela". Por primera vez en su vida seembarcaba y sacó una triste experiencia de la monó­tona travesía. Salió del puerto de Barahona un martesy llegó un jueves al mediodía frente al de Santo Do­mingo. Sus ojos, acostumbrados al paisaje amarillo desu aldea, estaban preñados del espectáculo infinito delmar. Además, su estómago no andaba muy bien. Du­rante el camino comió poco, y ese poco volvió al marcon prisa. No comprendía como aquel viejo, que pare­cía un gato sarnoso, flaco, con los ojos hundidos y lasmanos secas, podía tener ánimos para hacer de Capi­tán. Y no lo hacía mal! Todas las veces que le brinda­ron comida, casi siempre fué lo mismo: harina demaíz, carne de montevideo rancia y como lujo, arrozy habichuelas. Lo que le impedía comer era el mareo,porque no comían con poco apetito aquellos mari­nos!

Lo más incómodo del viaje fué la forma en quetuvo que dormir: como no habían más que los cama­rotes del Capitán y del Contramaestre, tuvo que tirar­se sobre un encerado, sucio y hediondo, que lo ayudóa marearse más. El y un haitiano fueron los únicospasajeros. Habló con él tres o cuatro veces. Su nom­bre era Napoleón Pié y naturalmente había nacido enPuerto Príncipe. Iba al Central Romana en busca detrabajo. En zafras anteriores había prestado sus servi-

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cios como cortador de caña y peón de una locomoto­ra. Como no se mareaba, era de los dos el que máshablaba. Tenía como cuarenta años y parecía un gori­la. Le aconsejó que siguiera en su compañía y le ayu­daría a conseguir trabajo. El cocinero de la "Gisela",que le oyó, advirtió a Martín:

-Le voy a dar W1 consejo, amigo: si se puedequedar en la Capital quédese. Qué aquello está regu­lar, además, si algún día tiene que ir, no lo haga juntocon ningún "mañé", que son más malos que el cobre.

Martín rió del consejo pero no lo olvidó por com­pleto. Cuando la "Gisela" llegó al muelle de la Capitalque él tanto había oído mencionar, pensó que seríafeliz si lograba quedarse a vivir para toda su vida enella. Qué distinto era ésto! En el muelle largo y estre­cho, estaban amarrados algunos barcos que manchabanel azul del cielo con el humo negro que salía por suschimeneas. Como cien hombres, casi desnudos de lacintura para arriba, llenos de sudor, jadeantes, trans­portaban en pequeñas y pesadas carretillas, lo quesacaban del vientre de los barcos. El pequeño remol­cador que los había ayudado a entrar, se despidió delcostado de la ''Gisela'' y Martín contempló cómo cor­taba con rapidez las aguas quietas del Ozama,

-Amigo; ya llegamos! -le voceó el viejo Capitán,con su boca plegada como los fuelles de un acordeón.

- iAjá! - fué lo que acertó a contestarle. Porqueeran muchas las emociones que cruzaban por su alma,tan acostumbrada a las impresiones sin estruendo.

Napole6n Pié estaba listo para saltar al muelle yantes de hacerlo le tendió sus manos enormes deseán­dole buena suerte.

A Martín le pareció que no eran tan malos comolos pintaba el cocinero. Cuando el haitiano salió de la"Gisela" sus dientes brillaban al sol, en la despedidade una sonrisa amplia y cordial. Una muralla alta yancha, con dos grandes puertas, se tragó su silueta degorila vestido de fuerte azul.

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El también se preparó a desembarcar. La ropa quetrajo puesta en la travesía estaba sucia y demasiadoarrugada y tuvo que cambiarse. En la maleta tenía dosfluses limpios y escogió el mejor, un blanco que sehabía estrenado en las pascuas pasadas. Tuvo que lu­char con el sombrero de fieltro que se estrujó tam­bién. Pasó un trapo por el becerro negro de sus zapa­tos casi nuevos y salió de la goleta. No tuvo que des­pedirse de nadie, porque todos estaban ocupados. Yse encontró caminando en el muelle. Como hacía dosdías que no comía, se sentía débil y medio marcado.La cabeza parecía darle vueltas y sus pies no camina­ban firmes. Entonces se dio cuenta que tenía hambre.Mucha hambre.

El camino más amplio, el que llamó más su aten­ción, fué una subida que nacía en la muralla gruesacon dos puertas enormes que franqueó vacilando.Pensó que la maleta le molestaría y la dejó guardadaen un restaurant. A la cuadra de caminar tropezó conlo que quería. Era un mercado que le causó algunaimpresión, pero no tanta como esperaba. Después deun momento de vacilación, entró en una fonducha ypidió lo primero que le dijeron que había. Terminó decomer y salió. Las calles le parecieron extraordinariasy el paso contínuo de los automóviles, algo asombro­so, pero sólo fué por unmomento, Entonces recordóque tenía en uno de sus bolsillos la dirección de MarioAcosta, su primo, y decidió buscarlo, lo que no le fuédifícil.

-Eso es en el Hospedaje, -d(jole un muchacho aquien le preguntó.- Yo lo conozco, -aseguró.

-Quieres llevarme?-Si me paga, sí.-Sí.-Camine, -y el muchacho principió a guiarlo.Martín lo siguió. ¿Con que había que pagar por

eso? En Duvergé no cobraban por hacerle a uno unpequeño favor. Pero... Comenzó a fijarse bien en el

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muchacho que le servía de guía. Era como de quinceaños. Pequeño. Huesudo. Vestía un pantalón de kakicon los ruedos roídos y un saco blanco que le queda­ba demasiado grande. No tenía sombrero y unas sole­tas de neumático de automóvil calzaban sus pies lar­gos y sucios. Algunas veces, al pasarle por cllado a unvendedor de dulces le pegaba en un descuido y de unacarrera se ponía fuera de su alcance, haciéndole mue­cas o gritándole palabras de burla. Al reír, Martínnotó que por un momento asomaban a su rostro ama­rillo las señales de un hombre de treinta años. Sola­mente su boca tenía aire de juventud en aquel rostroenvejecido tan prematuramente.

Como desde que desembarcó de la "Gisela" habíacaminado por terreno empinado, estaba algo sofocadoy no ponía atención a lo que iba encontrando. Ade­más, la comida era como un cuerpo extraño alojadoen su estómago. Y se dio cuenta de que había comidola comida más pésima de su vida, y un molesto sudorfrío principió a nacerle en las sienes y los músculos dela espalda.

-Ya estamos llegando, valito! -le advirtió el mu­chacho.

-¿Cómo'? - y dijo para sí-: ¿Vale yo? ¿En quéme lo habrá conocido este diablo?

Y pasó una inspección relámpago por su indumen­taria y notó algo extraño que no supo definir. Lepareció que su corbata de un azul un poco violento,no estaba fea, ni el nudo mal hecho. El cuello de lacamisa estaba bien. Igual el traje. Sus zapatos tam­bién, aunque le molestaban un poco al caminar...

-Falta mucho, muchacho?-No! Ya llegamos- e hizo una cabriola al pasar

junto a un vendedor de naranjas y Martín ViO despuésque principiaba a pelar una y sonrió admirado de larapidez y destreza con que la había robado.

Habían entrado en una casa grande en donde todoestaba en desorden y con apariencias de suciedad. A

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Martín le pareció una enramada. Muchas mujeres ven­dían café colado, en mesas forradas de latón. Más deuna docena de puestos de expendio de refrescos y demesas con grandes bandejas de frituras sobre las quelas moscas bailaban iba encontrando a cada lado.Igual número de puestos de frutas, donde el coloralegre de las naranjas se mezclaba a la agonía de losgrandes racimos de guineos demasiado maduros quese desprendían por su propio peso. En medio de aque­lla gran enramada, grandes ventas de trastos de milclases y formas, eran pregonados por la voz gangosade sus dueños haitianos, que miraban a los parroquia­nos con unos ojos de borrosas pupilas ambiguas. Mu­chos limpiabotas le ofrecían sus servicios y algunoshasta trataron de agarrarle los zapatos en un gesto dedescaro. Eran hombres fuertes y jóvenes que se veíanridículos con aquellos pequeños cajones que movíancon haraganería. Casi todos estaban sucios y rotos yalgunos usaban un penoso tono de voz que Martín noconocía Y muchas mujeres alegres. La mayor partede color, con pequeños moños que parecían alambresensortijados, y vestían con descotes provocadores. Ensus brazos desnudos resaltaban algunas pequeñas ecze­mas grises y largas cicatrices moradas. Mezclados tam­bién, varios dueños de bazares, árabes y turcos en sumayoría, ofrecían sus artículos de bisutería barata enextraña competencia.

-Es allí! - el muchacho tendió su mano escuáli­da y señaló a Mario Acosta.

En ese instante se ocupaba en venderle a una mu­jer una pequeña carga de plátanos. Al llegar, el mu­chacho gritó:

-Mario, te busca este hombre!El aludido, al volver la cabeza y encontrarse con

su primo Martín Román, no quiso dar crédito a loque veía Después, aún sin reponerse de la sorpresa, letendió la diestra, llena de manchas oscuras de los víve­res que vendía

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-Martín! Qué por aquí?-Llegué ahorita mismo.-En qué andas?-Vine a ver como está esto.-Te quedas?-Si Dios quiere...Entonces Mario se puso serio y calló. Una nube de

contrariedad se dibujó en su rostro, al mismo tiempoque una mueca de desilusión nació en la fisonomía deMartín.

-Qué vendrá a buscar éste? - dijo para sí Mario.- y ésto era la tienda de que hablaba el primo? -

pensó Martín.y se abrazaron con un júbilo insincero.

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IV

MAR 10 ACOSTA

Mario Acosta hacía dos años que había salido deDuvergé. Durante ese tiempo, en todas las cartas queescribió a su familia y a sus amigos, no se cansó dealabar la óptima vida que se daba y los triunfos co­merciales que obtenía, aunque en verdad nunca lemandó ni a su familia ni a sus amigos el más pequeñoregalo.

Era tres años mayor que Martín y físicamente eltipo contrario: de estatura baja, delgado, de color in­dio claro, ojos y cabellos negros y lacios. Labios pul­posos y llenos de sensualidad y una nariz recta y lim­pia. Entre los dientes, relucía uno de oro amarillo quehacía agradable a las mujeres su sonrisa y que le dabaa su rostro un aire de niño grande.

Mientras estuvieron juntos en Duvergé, él y Mar­tín fueron los mejores amigos, además de estar unidospor la sangre. Pero Mario nunca amó el campo. Nituvo para la tierra ese cariño que hace levantar con elsol a los que la trabajan y viven de ella. Siempre quepudo huirle, y no fueron pocas las veces, le sacó elcuerpo y le negó su sudor. Hasta que logró conseguirser maestro del curso más inferior de la escuela deDuvergé y se divorció completamente con el conuco yel trapiche. Desde aquel día principió otra vida. Lostreinta pesos que ganaba, aunque no le llegaban conpuntualidad, les fueron suficientes para satisfacer susambiciones aldeanas.

Como le sobraba tiempo, volvióse el Donjuan de

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Duvergé, hasta que .tuvo que verse frente a la auto­ridad por haber seducido a una muchacha. Mientrasaveriguaban su fechoría desapareció del pueblo, y laparsimonia de la ley y los resortes de familiares influ­yentes, hicieron que su delito quedara impune.

Después, se supo que estaba en la Capital y quetrabajaba comercio. Algunos decían que prosperabarápidamente, lo que él aseguraba en las cartas queescribía .. En el fondo, no era un mal hombre, nimenos un mal amigo, pero sí tenía en sus conversacio­nes y en su modo de ser un cinismo que lo hacíarepulsivo a todo aquel que le observaba bien. Para elviejo Justino Román era nada más que un enemigo detrabajar la tierra y de ganarse el pan con el sudor desu frente, como un verdadero hombre.

'*Martín, sentado en una silla de pino que le había

brindado su primo, le observaba mientras vendía.También contemplaba, medio sorprendido, todoaquel enjambre que se movía a su alrededor. Y pensóen las muchas mentiras que había escrito Mario a sufamilia y en la forma tan descarada que mentía "Ten­go un buen comercio y vivo como quiero", recordabaque había leído en una carta enviada a Doña Carmen,la madre de su primo: "Tengo como seis novias de laalta sociedad que me tienen loco" le había escrito aél: "La ropa ya no me cabe en el baúl, te voy amandar un regalo de momento", y así, muchas.

Aquella prima noche Mario cerró el puesto de fru­tas más temprano que de costumbre, para tener tiem­po de enseñarle algo a Martín. No lejos de su negociotenía un cuarto en el que vivía junto con dos amigosmás. Era un cuarto pequeño, oscuro, en el que habíauna pequeña cama de madera y tres hamacas. Al en­trar, Mario encendió una media vela de esperma.

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-Aquí vivimos cuatro. -dijo- Pero tu cabes tam­bién, Martín.

Debajo de la cama de madera tenía guardada sumaleta, que sacó, disponiendo la ropa que usaría.

-Lo malo es la cama. Por qué no compras unahamaca, Martín?

-Cuánto vale?-Eso lo conseguimos barato.En la pieza contigua se oyeron voces y risas de

mujer. Algunas mezclaban en lo que decían palabras yexpresiones demasiado atrevidas.

-Son dos muchachas. -explicó Mariov-- Una deellas está loca por mí...

-Ah!- Y esa gente de por allá, qué dicen?Mario al hacerle esta pregunta sonrió. Quería oir

de su primo un comentario que estaba seguro le hor­migueaba en los labios desde que le vio.

-Creen que yo estoy bien; verdad? - volvió a pre­guntar.

-Sí. Al menos eso era lo que tu escribías.Mario rió. Su risa fué gruesa, brutal. Por un mo­

mento sus carcajadas ahogaron la conversación alegrey chispeante de las mujeres de la pieza contigua. Des­pués, cuando vio que Martín comprendió que su risaera forzada y estúpida, dijo:

-Tenía que hacerlo, primo...-Por qué?La pregunta cayó otra vez como un reproche, pe-

ro ya Mario estaba repuesto, y respondió:-Porque no podía decir la verdad, Martín!La confesión llegó seguido:-Sí! No podía decirles la verdad. Yo salí de Du­

vergé huyendo; si a eso sumo noticias de la pésimavida que llevo, tú, el primero, hubieras sentido ver­güenza de mí...

y siguió en un acento que conmovió a Martín:-Sí; tenía que mentir. No podía contar mi fraca-

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so. Quizá no hubiera encontrado las palabras necesa­rias para explicarlo y opté por mentir.

Las últimas palabras se quedaron mezcladas conun silencio largo que se notaba más por la semioscuri­dad de la estrecha habitación, a la que la luz anémicade la vela alumbraba parcialmente.

Con aquella corta y honda confesión, Mario sequitó un gran peso de encima. Hacía mucho tiempoque no decía una verdad, que no era sincero. Quecreía que siendo cínico ahogaba todo deber de lealtadpara consigo mismo, y por eso no se encontrabaahora, en un minuto de sinceridad.

Después, cuando el silencio fué roto por voces demujeres y por la música gruesa de un gramófono, vol­vió a coger su dominio, y como punto final a aquelasunto dijo:

-Mejor es que no hablemos de esto más.-Bueno.Lo pidió como un favor que Martín concedió pres-

tooMomentos después salieron.Qué extraña era la noche aquí!Las bujías eléctricas ponían un raro matiz de sor­

presa en todas las cosas. El cruce tan contÍnuo de losautomóviles le hacía vacilar al entrar en cada calle.Como si quisiera comparar, se fijó en la bóveda negradel cielo y le pareció diferente. Tenía un color comode cielo civilizado. Las estrellas brillaban más y erande mayor tamaño y hasta le pareció que en Duvergé,no salían tantas de un solo golpe.

Mario gozaba con los asombros que nacían a cadamomento en el rostro de Martín. Así paseó su curio­sidad por varias de las calles céntricas de la Capital.Por momentos sus sentidos se teñían de rojo ante elperfume violento de una mujer que pasaba, de unoslabios que sonreían o de un escote que insinuaba laturgencia de unos senos.

Cuando se encontró de regreso, sintió alivio. En-

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tonces volvieron a entrar al Hospedaje Esmeralda, enuna visita de inspección que Mario quería hacer a supuesto de frutas.

Esto sí le pareció extraño!De noche era más pintoresco que durante el día.

Sus ojos, asombrados, volvieron a pasar revista al es­pectáculo de este hervidero humano.

Una voz de hombre tronó muy cerca de dondeestaban, haciéndoles volver las cabezas. Hablaba conuna vendedora de café:

-Mancha, tú viste aJulito el Oveja?-No.-Ni a Margara?-Tampoco!-Si los encuentro los mato! - y su voz tronaba

con una rabia quc quería hacer más grande, a la vezque sus puños se contraían y de su boca, como de unacatarata, salían palabras soeces.

-Qué te hizo, Pilín? - le preguntó Mario, que loconocía bien.

-Ese mal amigo me quitó mi pan!-Te quitó algún trabajo?-Peor. Julito decía que era mi amigo y sabiendo

que yo hace tiempo que no trabajo, me quita ahora lamujer que me mantiene...

-Pues alégrate.-Quc me alegre? Pero es que esa mujer era mi

pan: ahora adónde yo como y duermo y quien mepaga la ropa?

-Ah!-Pero esto no para aquí: A mí no hay hombre

que me haga un daño que no me lo pague.Mario llamó a Martín y salieron.-Ese tipo es malo, quiera Dios que no haga un

desórden esta noche.A cien pasos todavía se oía su palabrería brutal

llena de amenazas. Ya en la estrecha habitación seapresuró a colgar su hamaca recién comprada. Toda-

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vía no había llegado ningún compañero de dormito­rio. Mario se puso a hablar con una mujer de las quevivían en la misma cuartería. Cuando ya le iba entran­do el sueño notó un tumulto y voces en todas direc­ciones. Entonces oyó que al lado decían:

-Pilín que le dio un palo a Julito el Ovejo y loandan buscando...

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EN QUE NINGUNO SABE LO QUESIGNIFICA UNA PALABRA

Desde ese amanecer Martín Román principió avivir una forma de existencia distinta.

El dinero que tenía le duraría para dos semanas,porque la comida era demasiado barata y además tra­taba de economizar hasta en lo necesario.

Durante dos días, que eran los que faltaban paraterminar la semana, caminó por toda la ciudad, hastael cansancio.

A la estrecha habitación donde vivía solamenteiba a dormir, como también lo hacían los demás quevivían en ella. En las horas que no deambulaba por laciudad, ayudaba a Mario en el puesto de frutas.

En medio de aquel pintoresco mercado -hospeda­je, se entretcn ía viendo la infinidad de tipos curiososque pasaban a su lado durante todo el día: Las doce­nas de limpiabotas, que a veces tumbaban a los queellos creían lograr convertir en clientes, tirándole suspesados y mugrientos cajones a los pies, con la eternay única pregunta: "va a limpiar, amigo? "- mientrasclaváb,mlc sus pupilas hambrientas o trasnochadascon una confesión más honda, más dolorosa y que nola decían por un extraño pudor de su oficio o pormiedo a una burla. La jerga alambicada de los árabesrecomendando sus mercancías o las discusiones de lavendedora a quien engañaba cualquier vagabundo conel valor de una taza de café o de jengibre. Pero lo quemás le impresionaba era el pequeño ejército de muje-

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res alegres, que habían hecho de sus cuerpos otra fru­ta que vendían con una triste alegría profesional, enaquel amplio y sucio mercado. Las había blancas, mo­renas, rubias, negras, mulatas y de todos los pueblosde la república. Durante el día, casi ninguna paseabapor el mercado, y se veía, a muy pocas, sacar suscabezas despeinadas y sus rostros pálidos y sin afeites.

Martín ya había hecho amistad con una de ellas.Vivía en una de las piezas de la casa en donde éldormía. De las seis divisiones de aquella cuartelería,cuatro estaban ocupadas por mujeres alegres, otra poruna barbería y la que ocupaba Mario. A pesar de serpequeñas aquellas habitaciones, eran muy solicitadas,por estar frente al mercado. Además, tenían un buenpatio y una pluma de agua y no era elevado el preciodel alquiler.

La primera vez que habló con ella fué el primerdía, al levantarse. Como no tenía ningún vaso propioen que tomar agua para lavarse la boca, se dispuso alavar uno que estaba allí; pero ella le dijo:

Tenga éste, que está limpio.-Gracias.Después, cuando se lo fué a devolver, ella le pre-

guntó:--Quiere un poco de café?-Si me lo brinda...y bebió el café que le brindó. Al darle las gracias

la dijo:-Mi nombre es Martín, a su órden.-El mío es María, para lo que pueda servirle.Después, por dos o tres veces había vuelto a diri­

girle la palabra. En la última, ella le dijo que era de uncampo de Moca, y que tenía diecisiete años. Vivíasola, es decir, sin compromiso formal con ningúnhombre, pero en compañía de otra mujer que tam­bién conoció Martín, llamada Caridad, tan jóven co­mo ella.

Martín sintió afecto por María. Durante la noche,

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inspiraba compaslOn por la transformación violentaque sufría. Ella era de pequeña estatura, delgada, concabellos castaños y ojos casi del mismo color llenos deinfantilidad y que a veces miraban como asustados.Aunque era blanca, el cutis dejaba ver pequeñas pin­tas que denunciaban en su ascendencia a alguien decolor. Su voz era lenta, sin estridencias; al hablar pare­cía que lo hacía con miedo. Pero en la noche, todoeso desaparecía y entonces nacía una mujer diferente,que llenaba a Martín de confusión: se transformabaen una mujer alegre, con una alegría agresiva y suspalabras salían con un tono altanero; como un reto.Sus cabellos castaños caían sobre la piel brillante delos hombros, casi en desorden, con una voluptuosidadprimitiva. Sus labios se llenaban de bermellón de unextremo a otro de las comisuras y una nube oscura decarbón en las ojeras hacía brillar sus ojos como dospequeñas llamas. Ataviada así, como si todo ese apa­rato de belleza provocativa fuera un uniforme, deam­bulaba de grupo en grupo y hablaba a los hombrescon una atrevida alegría. Al parecer, todas las demásmujeres la envidiaban y la temían, porque las palabrasque decían, con intención de herirla, procuraban queno llegaran a sus oídos.

Aquel respeto se extendía hasta Caridad, su com­pañera de habitación, la muchacha mulata no mal pa­recida y que por lo regular oía y obedecía las órdenesde María sin comentarios, que al ver la deferencia conque su compañera trataba a Martín, trató de serlesimpática también. No había en su actitud ningúndeseo bajo. Lo hacía sin saber por qué, como acasosin saber por qué también lo hab ía principiado a serMaría. Lo más, quizás por tener a alguien a quienhacerle un favor y tuviera que agradecerle algo.

Pero no fué hasta el primer domingo que conocióbien a los que eran sus compañeros de habitación. Enlos dos días anteriores sólo vio a alguno al levantarsey por pocos minutos, pero ese domingo los tres se

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quedaron allí. Hubo uno que al toque de las doce fuéque dejó el hueco de la hamaca en que dormía

Al mediodía, llegó Mario y propuso una partidade pocker, que aceptaron. Sacaron una pequeña ygrasienta mesa de pino y principiaron a jugar. En elintervalo de una jugada, al Mario ver a Martín paradodetrás, le preguntó:

-y tú, no juegas?-No, no sé.-Entonces, déjate presentar a estos amigos, -y le

fué diciendo, mientras los scñalaba.v- Este es Pancho;este otro Macario.

-Macario no, amigo, mi nombre es Pedro Marca­no, a su órden.

-Igualmente, Martín Rornán.Quien protestó del apodo era un hombre mulato,

bien parecido y cuya edad no llegaba a treinta años,de fisonomía simpática.

Mario le presentó al tercer compañero: Andrés,un sastre, blanco, de estatura regular y cabeza de fau­no. En su rostro solo había de particular una brumade cansancio que le hacía aparentar diez años más delos que tenía y que al localizarse en sus ojos dábale unaspecto como de agresividad, cuando en el fondo eraun pobre diablo. Momentos después llegó el dueño dela barbería "La Mariposa", instalada en la mismacuartelería y también le fué presentado a Martín.

-Luis Concha, en lo que le pueda servir,- dijo.-Gracias.-Usted es barahonero? - preguntó seguido.-No; de Duvergé.-Viene a quedarse en la Capital?-Vengo a ver. ..-Está malo eso por allá?-Regular.María, que presenciaba el interrogatorio desde la

puerta de su cuarto, lo interrumpió con esta preguntairónica:

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-Quieres que te consiga una sotana, e .nchita?-Conmigo es que hablas?-Sí, para que lo confieses mejor.-Todos rieron, menos el barbero, que masculló

un insulto y dio la espalda.Una hora después volvió al patio. Esta vez vino

con otro hombre que traía amarrado al cuello el pañocon que defienden los barberos al cliente para que loscabellos que cortan no caigan dentro de la camisa. Eraun negro jóven, con naríz grande y chata como elfrente de una locomotora y unos labios demasiadogruesos. Al parecer venían en són de disputa. El bar­bero se dirigió a Andrés, el sastre, que era de quienmás respetaban el fallo final en las mil controversiasque nacían diariamente en la barbería "La Mariposa".

-Explícamele a este tipo lo que es psicología,­comenzó diciendo.

-No, que lo diga él,- alegó el negro.Por un momento se interrumpió la partida de

pocker, enredándose en una discusión.-Qué es lo que pasa, interrumpióle Andrés, -diri­

giéndose al negro.-Sencillamente: yo estaba hablando de espiritis­

mo y dije que para ser vidente hay que tener psicolo­gía especial para caerle en gracia al espíritu que unoquiera montar y Conchita dice que los muertos notienen psicología...

-Qué van a tener! - exclamó el barbero.-Qué es psicología? - preguntó el sastre al barbe-

ro.-Que diga él- y señaló a su diente.-Seré yo maestro de nadie: lo que yo aprendo es

para ilustrarme, no para que otro venga a saber técni­ca sin quemarse las pestañas.

-Pero si tu lees el periódico cada dos meses, cuan­do vienes a pelarte, muchacho! - argumentaba el bar­bero.

-Eso dices tú, por hablar barato.

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-Qué es psicología? - y ahora el sastre le pregun­tó al negro, a quien ya se le había desprendido elpaño por completo del cuello y lo esgrimía con furia.

-Que diga él: para qué me corrigió! - y arguyó­muchacho, si yo para leer los libros de espiritismotengo que aprender todo eso...

-Voy un peso a que tu no sabes lo que es psicolo­gía! - casi gritó el barbero.

-Voy!-Dáselo a casar a éste señor- y puso en manos de

Martín cinco nacionales, en lo que lo imitó el negro,poniendo un billete de a dólar, con esta advertencia:

-Eso sí, amigo, yo no lo conozco, pero no quierotrampas.

En ese momento, Martín, por primera vez en suvida, pensó qué quería decir psicología.

-Escribe aquí lo que es- ordenó Andrés, el sas­tre, dirigiéndose a Conchita y tendiéndole un lápiz yun pedazo de papel.

Cuando terminó de escribir le ordenó al adversa-no:

Dí ahora.-Eso es fácil: psicología es una cosa parecida a la

metamorfosis pero que sólo le da a los muertos...Entonces Andrés leyó lo que había escrito el bar­

bero:-Psicología es una cosa casi como la prostitu­

ción".Como Martín no sabía tampoco lo que quería

decir, le devolvió a cada uno su dinero, llevándose deuna indicación del sastre.

Todos los que intervinieron en la discusión, o in­directamente, habían nacido en el campo o en provin­cias que en el fondo no son otra cosa que aldeasgrandes, con una iglesia, una sala de cine y un Goberna­dor. Eran fugitivos de la tierra. Todos renegaban, co­mo si fuera un estigma, de su descendencia de agricul­tores.

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¡La tierra!Qué muchos de enemigos se iba encontrando!

Toda la juventud le huía, como si su contacto trajeralepra o fuera un delito, una degradación.

Todos, esos que no sabían lo que es psicología ylos que lo saben a medias, volverán a ella. Algunos,quizás demasiado tarde...

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VI

"MARIA"

Pasaron dos semanas y más de una docena de ve­ces le dio la vuelta a la ciudad en busca de trabajo. Laropa estaba toda sucia y el dinero se iba terminando.Los pies de Martín Román, adoloridos y cansados, senegaban a deambular más sosteniendo a su dueño enuna búsqueda que parecía inútil.

Por las mañanas, cuando ya hab ía dado la vuelta atoda la ciudad, se detenía en el largo muelle maltre­cho, y sus ojos se volvían turistas, paseando los bar­cos, que amarrados quietamente, sucios y hoscos, pa­recían fieras vencidas o cansadas.

Fué una mañana de estas en que se topó, sin bus­carlo, con el primer trabajo.

Ya había dado vueltas por veinte calles. El relojpúblico, como el ojo de una lechuza, parecía no que­rer mover sus negras agujas. Una docena de mangosintentaban hacer de su estómago una destilería dealcohol, a juzgar por la fermentación que aquel desa­yuno tan barato iba produciéndole. Entonces, comotodos los días anteriores, en que vagó en busca dealgo que hacer, encaminóse al muelle.

Media docena de barcos descargaban madera y ce­mento. Martín Román se recostó en un grueso pilarde concreto y se entretenía en ver como atracaba un.pesado barco que lucía en la popa la bandera delImperio Británico.

Era un momento en que un capataz buscaba afa­noso hombres que trabaj aran en el descargo del barco,

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que tenía las horas contadas para estar en puerto. Pordos veces miró a Martín y a la tercera le preguntó:

-Quiere trabajar, amigo?-Yo?-Sí.-En qué?-Ayudando a descargar un barco.-Bueno.-Entonces quítese el saco y, si quiere, la camisa

también.Martín casi se sorprendió. Miró bien a quien le

hablaba y se dispuso a trabajar. El capataz era un hom­bre corpulento, la color mulata y el cabello duro. Ape­sar del aire de autoridad que quería darse, se adivi­naba que solo era una caracterización para infundirrespeto. Al hablarle a Martín le llamó la atención suaspecto de hombre que no tiene nada que hacer, yademás, ya lo había visto dos o tres veces paseandopor el muelle por las mañanas, signo de que no teníatrabajo. Sumándose que Martín tenía un buen cuerpoy parecía fuerte y dispuesto.

La casualidad obró aquella mañana: porque nosiempre se conseguía que un capataz le preguntara aun hombre que si quería trabajar. Todo era que ha­bían seis barcos en el muelle y la totalidad de los hom­bres acostumbrados a dicho trabajo estaban ocupados.

Martín se quitó el saco de dril blanco, que yaestaba gris, el sombrero y la corbata y le rogó al due­ño de un puesto de refrescos y dulces que se los guar­dara. Los zapatos no se atrevió a quitárselos por mie­do a que se los robaran.

y empezó a trabajar, sin descansar, hasta casi lassiete de la tarde: Al principio, el trabajo le parecióduro, pero después que sudó un poco el cuerpo y sequitó la camisa, lo encontró mejor.

Esa misma noche le pagaron. Le dieron más dine­ro de lo que él esperaba. Cuando se marchaba, lollamó el capataz.

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-Cómo te llamas?-Martín Román-Date siempre la vuelta por aquí.-Mañana?-No, pero pasado mañana me llega otro barco.-Gracias.Cuando Martín subía la cuesta iba cansado pero

conforme. Llevaba en el bolsillo casi tres dólares: losuficiente para muchas pequeñas necesidades y unabuena cena.

En el cuarto no había nadie. Ninguno de los com­pañeros de habitación se acercaban por allí hasta muytarde en la noche. El primero que iba, después deMartín, era Mario, y nunca dejaba su pequeño nego­cio antes de las diez de la noche y a veces no dormíaen la habitación por tres o cuatro noches corridas...

Mientras recibía la caricia del agua, oyó la voz deMaría, la muchacha alegre de una de las piezas veci­nas, que preguntó:

-Quién se baña ahí?-Yo; Martín.-Ah! Dónde estaba que no lo ví en todo el día?-Trabajando.-Dónde?-En el muelle; en un barco.-Me alegro.Hubo una pausa. Mientras Martín recibía el agua

fresca que salía de la pluma como un chorro de cris­tal, tarareaba una vieja canción. Desde el cielo, la luzde una luna llena teñía de oro pálido todas las cosas.El pedazo de tierra donde él estaba bañandose se ibapoco a poco tornando negro al recibir el agua mezcla­da de espuma y de sudor.

El cuerpo desnudo de Martín tenía relámpagos debronce en aquella noche clara. Sus hombros anchos yfuertes y su torso elástico daban sensación de ritoprimitivo. El agua le había quitado como por encan­to todo el cansancio de aquel día de dura faena. No

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pensaba en nada. A veces, sus ojos se cerraban y llega­ba a él la voz fresca de Paula, con sus pupilas negras ysus cabellos brillantes. Recordaba, con una rara sonri­sa que no pasó de la comisura de sus labios, el tem­blor de aquellos senos pequeños y firmes al empren­der alguna loca carrera... Pero esa imágen la borró elbeso de su madre, en la madrugada tibia de su partida,y le pareció que todavía tenía en la frente la huellahúmeda de aquel beso. La figura del padre llegó des­pués: "La tierra te ha cansado. El trapiche, el valle,todo ha perdido el interés para tí. Pero volverás undía, y todo lo que hoy abandonas tendrá un sabor yun color nuevo. Entonces la tierra te parecerá másblanda y fértil. Los tallos de las cañas no te pareceránásperos ni el trabajo te parecerá monótono. Porque latierra es buena y generosa. Me ha sostenido a mí y amis hijos y a tu madre y a muchos padres e hijos antesque nosotros. Te digo esto porque algún día habría dedecírtelo y no quiero que sea el día que regreses ynecesites el apoyo de la tierra y de tu familia"...

Un pequeño dolor le nació en un dedo y entoncesrecordó que tenía clavada una astilla de madera que elcalor de la brega había adormecido. Era en el índice.Lo puso frente a la luna grande y dorada y no pudoencontrar el pequeño alfiler de madera que le hería lacarne y que le producía un dolor agudo y molesto.

Desde el Hospedaje, llegaba el eco fuerte de unavitrola, en la que un disco desenvolvía la música afri­cana de un merengue en gritos rápidos y sensuales. Aveces, la música de otro disco vecino se mezclaba, yentonces lo que se le metía en los oídos eran sonidoslocos y desagradables. Desde la barbería también sa­lían las voces coléricas de dos hombres enredadas enuna discusión banal.

Ante la necesidad de sacar del dedo la astilla demadera, cerró el chorro de agua y volvió a su cuarto.La vela de esperma que había dejado encendida agoni­zaba, y al entrar quemóse el último fragmento del

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hilo delgado de la mecha. Por más que buscó un alfi­ler fué inútil, ya que aún con luz hubiera sido difícilencontrarlo.

Entonces pensó en que María podía prestarle uno.Su puerta que daba al patio estaba semiabierta. Porella salía una luz débil, que a veces temblaba con labrisa. Casi sintió alegría al notar que aquella era laúnica puerta que estaba abierta en el patio.

Al llegar, ella se asustó.-Soy yo, -dijo él como excusa.-Me asusté! - y ella sonrió.-Quería que me prestaras un alfiler.-Ahora mismo. Para qué es?-Me clavé una astilla de madera esta tarde, en un

dedo.-Le duele?-Poca cosa.María buscó un alfiler y lo puso en la diestra de

Martín.-Tampoco tengo luz- dijo él.-Entonces espere, que voy a hacerle el favor com-

pleto,- y volvió a sonreir.Martín entró y mientras esperaba que María ter­

minara de pintar sus labios con rouge y sus cejas conlápiz, la contempló sin prisa, por primera vez. Frentea ella, un espejo regular copiaba sus ojos y sus cabe­llos castaños. Sus dientes blancos relucían en el cristaldel espejo. Por entre sus axilas, la turgencia de lossenos se adivinaban, casi se veían. Sus cabellos húme­dos caían en desórden por la espalda y los hombros.

Martín sintió miedo. Un miedo extraño. Absurdo.Como no lo había sentido nunca. Tuvo deseos dehuir. De esconderse. Nunca, como no estuviera ebrio,había tenido una mujer casi desnuda tan cerca. En­tonces, como un remedio, desvió los ojos ávidos deaquel cuerpo que ponía un dolor casi físico en sucarne, y contó, como si pasara un inventario, todo loque había en aquella habitación:

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La cama, grande, marrón. Colgada sobre la cabe­cera, la imágen de una vírgen demasiado linda, consus ojos en blanco fijos en el cielo. Junto a la cama,una silla campesina, y sobre ella un vestido reciénplanchado. En su espaldar, una pequeña toalla blanca.Cerca de la puerta donde él estaba, un cajón vacíoque ocupaba María. Y frente a ella, en una pequeñamesa de pino sin pintar, el espej o. En algunos clavos,en tres partes distintas de los setos, algunos vestidos yropa interior.

Entonces se dio cuenta que él también estaba casidesnudo. De la cintura para arriba, su cuerpo brillabacon más fuerza, porque la luz de la lámpara era másfuerte que la luz de la luna que se regaba afuera. Lehizo falta algo con que cubrirse sus hombros, pero nose pudo mover porque sus ojos se habían vuelto aclavar en los cabellos revueltos de María y en la tur­gencia agresiva de sus senos. Y por decir algo, recordóa la muchacha que había vivido junto con ella y quehacía días se había mudado, a vivir honradamente,con un hombre que trabajaba carnicería, y dijo:

-y Caridad, le va bien?-Sí. Tuvo suerte,- y como si soñara con algo

imposible de conseguir, como una quimera, prosi­guió.- Ojalá yo encontrar también un hombre queme honre!

Martín no supo que decir. No se atrevió a decirnada. Acaso porque nada podía ofrecer y sabía lo queella anhelaba.

María le dio el frente y preguntó, como cansada:-Dónde está la astilla?-Aquí.- Martín le tendió la diestra, que ella exa-

minó.-Acerque esa silla y siéntese quieto- ordenó.Martín obedeció. Puso la silla junto al cajón de

ella y la dejó hacer. Sus piernas tropezaban con aban­dono. Del cuerpo de María se desprendía un suaveolor a jabón de sándalo que le entraba a Martín por

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ojos, oídos, boca, manos... Ella escarbaba con el alfi­ler en el dedo herido. Pero la astilla estaba honda yfué difícil encontrarla. Como tenía la cabeza recos­tada sobre el pecho, sus cabellos rozaban con el rostrode él. También olían a sándalo, con un olor que poníaen sus pupilas un deseo que poco a poco se iba adue­ñando de su voluntad y de sus sentidos. Y sin darsecuenta, casi con miedo, principió a pasar la mano quetenía libre por los cabellos castaños que tenía tancerca y que olían tan bien.

Ella levantó los ojos, sonrió y no abrió la bocapara protestar.

Cuando encontró al fin el alfiler de madera quebuscaba en el dedo herido, recostó con abandono sucabeza en el pecho desnudo de él y murmuró, muydespacio, sonriendo:

-Miren al pájaro bobo como también se enamo-ra!

y cerró los ojos y entreabrió los labios.

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VII

UN HOMBRE Y UNA MUJER SE CONFIESAN

Julián, el capataz que le dio trabajo a Martín porprimera vez en el puerto, volvió a proporcionárselovarias veces. Martín estaba conforme. Pensaba poco, ono pensaba nada. Durante el día, el trabajo demasiadofuerte llenaba de cansancio sus músculos. En la no­che, María lo ayudaba a pasar el tiempo.

Ambos, parecían transformados. María se habíavuelto más recatada, más tierna. Acaso ensayaba serdefinitivamente buena! No salía de su habitación.Por necesidad abría la puerta que daba a la calle.Desde la prima noche en que Martín besó sus cabelloscastaños, su boca y su cuerpo habían permanecidocerrados para todos los demás hombres. Aún para losque tuvieron antes el mismo derecho que Martín.

Sin ninguna promesa, sin ningún alarde, le ibadando un nuevo curso a la corriente loca de su vida.Sus mismas amigas, si lo notaban, callaban, por miedoo por piedad.

Martín, desde esa noche, la primera noche de pla­cer desde que dejó el panorama manso de Duvergé, novolvió a amanecer en la habitación de Mario, aunquetodo lo que poseía lo había dejado allí. Como noconocía en ninguna forma la psicología de aquellavida tristemente alegre, ni preguntaba ni pensaba en"mañana". Además, hasta ahora no iba mal el cam­bio.

Como en todas las mujeres hay el afán de la con­fesión, en los labios de María aleteaba el deseo de

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desnudarse el alma. Pero la ocasión no llegaba, porquees difícil empezarla cuando con quien se habla ni pre·gunta nada ni parece interesarse en ello.

Fué un domingo, al filo de la pesada hora de lasiesta, que brotó la confidencia. En el patio, volvierona reunirse, como en el primer domingo que pasó Mar­tín allí. Habían más hombres y mujeres que la otravez. y también había más ruido. De esto la únicacausa era que Luis Concha, el barbero, estaba convale­ciente de un ataque de gripe y no trabajaba. Contanto tiempo desocupado, lo empleaba en la únicaforma que sabía: jugando al dominó y hablando.También estaba allí Pedro Marcano y Pancho. Andrés,el sastre, en un ángulo del patio, escribía una carta. Aveces, recostaba la cabeza sobre la mesa de pino quele servía de escritorio, pensaba algo, y volvía a escri­bir.

Martín llegó hasta donde él escribía y se dieronun saludo sin palabras, pero cordial. Después de unmomento, Andrés dijo:

-Me voy pronto de aquí, amigo.-Qué se vá?-Sí; me voy a dar una vuelta por el Este.-No le vá bien?-No. Y me han dicho que por allá los trabajos

están regulares.-Pero, no está trabajando aquí?-Sí, pero muy mal. Estoy donde un turco y ma-

tándome solamente gano para comer. Y yo estoybien, si me comparo con esas pobres mujeres que ledan cuarenta centavos por hacer una docena de panta­lones. Me he cansado de buscar trabajo en otra parte,pero nadie tiene, y los que tienen les sobran los opera­nos.

Andrés hablaba con acento amargo. Sus labios fi­nos se contraían a veces en un gesto de disgusto. Eraun buen oficial de sastrería y para ganar más de cin­cuenta centavos diarios tenía que trabajar aprisa y

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soportando resabios de un árabe bruto y enfermo.Como él, media docena de hombres e igual número demujeres, vegetaban en la misma imitación de bazardonde trabajaban. Y como ellos, más de cien obrerosy más de doscientas mujeres, lo pasaban igual. Sinesperanzas. Sin siquiera una lejana esperanza. Asítambién, mil camiseras iban dejando los pulmones yla juventud en una interminable tarea de a veinticincoy veinte centavos por docena de camisas.

-y está seguro que conseguirá trabajo? - pregun­tóle Martín.

-Si no encuentro, me voy para mi casa. Allí porlo menos no paso hambre. En San Francisco de Maco­rís, con lo que consiga puedo comprarme una camisa.En dos años que estoy aquí no he salido de este paso.

En lo que Andrés acababa de decir había algo queno era verdad. No era cierto que en los dos años lehabía ido completamente mal. En el primero, el tra­bajo lo encontró con facilidad y regularmente pago.Se hizo de buena ropa y vivía relativamente con hol­gura. Después, fué que principió a escasear, hasta te­ner que buscar refugio en aquel bazar árabe, dondeescasamente ganaba para comer. Pero todavía conser­vaba casi Íntegra su indumentaria, con la que se pasea­ba por todos los lugares céntricos sin que sospecharanque era sastre y que apenas ganaba lo suficiente paracomer.

-Ahora estoy haciendo una carta de despedida.-dijo Andrés señalando con el lápiz lo que había yaescrito.

-Para la familia? - inquirió infantilmente Martín.-No; para una mujer.-Su novia?-Sí. Le vaya enseñar un retrato de ella.Andrés fué hasta la habitación y trajo una caja de

cartón y una silla que le brindó a Martín. Al ponerleen la mano una pequeña fotografía díjole:

-Se llama Nena,- y siguió sacando retratos y car-

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tas de amor. El nombre de esta es Flérida, y esta esJuana. Esta otra es Isabel. ..

-Martín repasaba con los ojos llenos de admira­ción aquella galería de conquistas de amor. Casi todaslas fotografías eran de mujeres jóvenes y bonitas. Al­gunas llevaban tiernas dedicatorias.

-Tú ves todas esas mujeres? Pues ninguna sabeque yo soy sastre!

-Te lo tienes a menos?-No! - Andrés reaccionó. Puso un tono más se-

rio a sus palabras al seguir diciendo.- No es que lotenga a menos, pero fué que me pasó una vez estefracaso: Estábamos en una fiesta Había bailado du­rante toda la noche con una muchacha linda, alegre ysimpática; al despedirnos, una tía que la acompañabame preguntó qué trabajaba: sastre, la dije casi conorgullo.

-Sastre? - y con un acento de lástima me dijo:­El pobre, tanjóven!

"Desde esa noche, no he vuelto a decirle a ningu­na mujer,- y a veces hasta algunos hombres- cualoficio trabajo. Lo tienen a menos. Creen que somosinferiores. Desde esa fecha, cada vez que en algunafiesta tengo que hablar de lo que trabajo -lo quetrato de evitar- hablo una mentira. Digo que trabajoen un Banco o en la Aduana. Entonces se le van losojos, y hasta llegan a preguntarme cuanto dinero ga­no".

Hablaba sin alzar la cabeza. Con el lápiz que escri­bía, urgaba en la caja de cartón donde guardaba sucorrespondencia.

Martín no sabía qué hacer ni qué decir. Era dema­siado sincera aquella queja. Aquel grito parecía ser laprimera vez que lo echaban fuera del corazón. Por fin,más por decir algo que por el gusto de seguir aquellaconversación amarga, preguntó:

-y de todas estas mujeres, no quiso alguna consinceridad?

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-Sí; estas dos.- Andrés, sin titubear, sacó delpaquete dos retratos y se los mostró: -Juana y Mer­cedes. A las dos las quise mucho. Mucho- aseguró.

- y por qué las dejó?-Por una sencilla razón: solamente tenía una so-

lución para el problema: dejarlas.-Por qué?-Quiere saberlo? Bien! Yo nunca había hablado

con nadie de ésto, ni siquiera con ninguna de las dos,a las que las debía, por caballerosidad, una explica­ción. Pero es que siempre las explicaciones lo quehacen, con las mujeres, es enredar más las cosas...Nunca es agradable ver llorar a la mujer que se quiere.Ya lo sabrá usted, amigo, si no lo sabe ya...

¡Qué acento tan raro! ¡Qué extraño también quemientras por diferentes ángulos llegaban las notaslocas y voluptuosas de una rumba y de un merengue,escapadas de las cajas negras de las vitrolas, y el solarrancaba de los techos de zinc un resplandor aluci­nante, un hombre joven rumiaba, en una confesión,su fracaso!

Al ir a comenzar a hablar, María trajo para ambosdos tazas de café. Andrés la miró, primero con des­confianza, pero al ver la actitud mansa de ella y lamirada tierna de Martín, tuvo una naciente simpatía.Ella comprendió que la conversación se había inte­rrumpido por su llegada y preguntó, sonriendo:

-Molesto?-No.- dijo Martín.Como Andrés casi tenía necesidad de hablar, tam­

bién dijo:-No; no molesta. Lo que estoy diciendo puede

oírlo una mujer como tú, que debes saber mucho deello.

Y entonces hizo este relato:"Juana! A ella la conocí primero. Si no fuera

cursi, asegurara que fué mi primer amor. Es de mimismo pueblo y fué mi primera novia. Con todas las

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de la ley. La quise mucho. Yo tenía veinte años y ellaquince. Ibamos a cumplir un año de compromiso. Ellaera de familia acomodada. Casi ricos. Yo era pocoigual que lo que soy ahora. Se iba acercando la fechade sus cumpleaños y había en proyecto una gran fies­ta. En esos días no tenía trabajo y antes de hacer unpapel ridículo, opté por dejarla. Y sin decirla nada,sin excusas, sin una letra, casi cruelmente, deje de ir asu casa y terminé por abandonarla. Le huí. Teníavergüenza de verle la cara. De que sus ojos negros meinterrogaran y yo tuviera que decir la verdad. Com­prenden lo que es eso? Huirle un hombre a unamujer a quien quiere, con todas las fuerzas de su ju­ventud, porque no le pudo hacer un regalo decente,que no provocara risa? Pocos días después, dejé mipueblo. Cuando volví, ya era de otro hombre".

La diestra de Andrés acarició el otro retrato. Erael segundo dolor. Quizás el más hondo, el más amar­go. Mercedes. La fotografía era tamaño postal. Clara.En el dorso, una dedicatoria entre un corazón. Erauna mujer linda y jóven. Los ojos castaños claros y loscabellos una mezcla voluptuosa de fuego y sombra.La frente altiva y la boca pequeña y golosa. Sobre elvestido de seda color malva los senos se le adivinaban,con atrevimiento.

Acariciaron sus manos la fotografía y parecía quela mirada de aquella mujer le hacía daño; un dañomayor que la mirada compasiva que adivinaba enMaría y en Martín, quienes mudos, lo contemplabancasi con asombro.

"Mercedes! -principió a decir.- Cómo la qui­se! Cómo la quiero todavía! A ustedes les parecerárídiculo casi a mí también, pero Dios lo libre, amigo,de que ninguna mujer se le meta en el cuerpo de tanmala manera! "

Siempre hay que hacer un gran esfuerzo cuandopor primera vez se saca del pasado un recuerdo dema­siado íntimo y sobre todo, si ese recuerdo es aliado

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del fracaso. Andrés, sin mirar a los que hablaba, bus­caba en su cerebro las frases más gráficas y más cortasen que referir esto. Cuando por fin coordinó su pensa­miento, prosiguió:

"De eso hace poco, lo más un año. La conocí unanoche en un cine de Villa Francisca. Una imitación decompañía de variedades de artistas criollos, hacíanreir al lleno total del pequeño teatro. Sin hacerlo apropósito, conseguí una silla y la puse junto a ella.Sin buscarlo, nos hablamos. Fué un comentario trivialo irónico a una muchacha que cantaba. Seguimoshablando. Me dijo que su nombre era Mercedes y queno era libre. Muy cerca de ella, una mujer gruesa, deedad indefinida, la miraba con gesto hosco.- Esmamá.- me dijo.- Simule que no habla conmigo. Meregaña- rogó".

"Obedecí. Pero no me dí cuenta de lo que hacíanen el escenario aquella media docena de pobres dia­blos que bailaban y cantaban con toda la buena vo­luntad que podían".

"Después, averigué donde vivía. Quién era. Cómovivía. Y nos volvimos a ver. En el mismo cine de aquelbarrio. Lo más discretamente que podíamos. Su mari­do era un hombre respetable que no tenía tiempopara pensar en si una mujer en quién no pensabamucho, porque para él solamente era un lujo, un ca­pricho, lo engañaba o nó. Y una noche fué mía. Sinalegar ni preguntar nada. Me dio todo lo que podíadarme: La belleza y lozanía de sus dieciocho años ytodo el amor que era capaz de guardar, ella, que nun­ca había puesto amor a ningún hombre.

Por tres, cuatro meses, fui feliz. La empezaba aquerer demasiado. Se iba metiendo muy adentro enmi vida. Y creo que yo en la de ella. Esa fué nuestraperdición. ¿Cómo podía yo sostenerla con el lujo y laholgura que estaba acostumbrada a vivir? Ni siquieraen una forma cercana, y antes de volvérmelo a repetir,ya pensé en dejarla. Porque, si no le podía hacer un

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bien, por qué iba a hacerle un mal? Además, no sola­mente era eso. Me parecía que era sacrificarme dema­siado echar sobre mi vida la responsabilidad de unamujer. Fui, y sigo siendo, un cobarde. Quiero la felici­dad y tengo miedo, he tenido miedo siempre, de ha­cerla definitivamente mía. Siempre espero algo mejorque vendrá, pero ya estoy seguro que eso no pasa demi imaginación. Después, Mercedes por orgullo y yopor miedo, no volvimos a hablarnos. Hoyes la mujerde otro hombre. Cada vez que nos tropezamos, ellaalza la cabeza, como si yo fuera el sol y quisiera gritarque ni aún esos rayos la impiden mirar con orgullo elinfinito " .

"¿Verdad que soy un pobre diablo, amigos? "Andrés quiso sonreir, pero sólo fué una mueca lo

que se asomó a sus labios.María, contagiada por el zumo de sinceridad de

aquel relato, dijo, como otra confesión:-Usted sólo, amigo? Sabe cómo me trajeron del

campo de Moca en donde vivía? Una tarde llegó unamujer alta, india, envuelta en un vestido de seda rojo,y me propuso traerme a la Capital para que trabajaraen un taller de costura, del que ella era dueña. Acep­té. No oí los consejos de mi vieja ni de una tía. Creíaque iba a encontrar aquí mi salvación. Y con lo queme encontré fué con una botella de ron y un hombrecon ojos de tigre que al desnudarme me desgarró elvestido. Y así como a mí, le ha pasado, en una formamás o menos parecida, a todas esas muchachas quecomo yo, ya no tienen más que el camino de morirsesiendo malas, o en un hospital!

Ninguno de los tres volvió a hablar. Martín, porprimera vez, sintió un miedo inexplicable, que seextendió hasta Paula, allá, en Duvergé...

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VIII

"UNA COMIDA AMARGA"

Hacía cinco días que no trabajaba en el muelle.Cuando salió de la habitación, Martín solamente ledejó a María seis centavos que tenía. Ella sonrió alrecibirlos.

-No te apures.- díjole.El sonrió también, sin saber por qué lo hacía

Llevaba en el estómago una taza de café. La últimacena fué mezquina: dos plátanos con manteca.

Ya el sombrero de panza de burro había dejadode ser nuevo y bonito y el flus blanco, bien maltrata­do, lo guardaba para si se le ofrecía algún apuro. Loszapatos se iban cuarteando y había terminado porusarlos sin calcetines. María le había obligado a com­prar dos pantalones de dril fuerte y duro, y dos cami­sas azules. Adivinaba, que aquella racha de trabajo enel muelle no duraría mucho y no quiso que todo segastara en ella y en comer. Conocía íntimamente amuchos trabajadores, entre ellos a los que vivían de lallegada de los barcos, y sabía que pasaban largas tem­poradas sin ganar un centavo.

En cuanto al futuro, al "mañana", ella estabaacostumbrada a no pensar en eso. Por una maravillosafilosofía intuitiva, comprendía que esas situaciones seresuelven ellas mismas.

-No te apures.- era todo su comentario a laansiedad de su compañero.

A Martín le hizo mucho bien aquella espontáneay risueña conformidad.

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Era la primera vez en su vida que se le presentabaun problema de esa naturaleza y no sabía sus conse­cuencias completas.

Al salir, pensó pasar por donde Mario, pero searrepintió. Desde hacía algunos días, no le gustaba laclase de vida que llevaba su primo y evitaba, sin hacér­selo notar, pasar mucho tiempo en su compañía. Dosnoches anteriores, había armado un escándalo ma­yúsculo al pegarle a una mujer. Le sangró un ojo y lerompió la cabeza. Si no salta pronto a un patio contí­guo, la policía lo hubiera apresado. Se salvó de lasconsecuencias de aquel desórden porque María habíaconvencido a la víctima de que retirara la querella.

Además, no podía imaginar que un hombre jóven,sano y fuerte, estuviera pendiente de lo que ganabauna mujer para quitárselo en cualquier forma. Y esaera la actividad más destacada de Mario...

Pensando en ello, llegó al puerto. Ni un solo barcose recostaba en el muelle! En todo aquel recinto, másde cien hombres vagaban en sus mismas condiciones.Con las americanas hechas un fardo sobre los hom­bros o envueltas como un trapo en los brazos, pasea­ban su pereza, mientras sus ojos se volvían vigías,tratando descubrir en el azul horizonte del mar lasilueta negra de un buque. Varios grupos hacían cer­cos a los vendedores de frituras o de dulces. Muchoscomían sin tener dinero con que pagar y después searmaba una larga averiguación en la que generalmenteel vendedor tenía que fiar contra su voluntad y a unplazo indefinido.

A la sombra de los aleros de los almacenes, mu­chos trabajadores buscaban un sitio cómodo dondedescansar, y a veces hasta dormir.

El primer favor que le hicieron a Martín al llegar ala Capital, se lo hizo un muchacho de color, sucio,andrajoso y charlatán, llevándolo hasta donde estabaMario. Se habían vuelto a encontrar en el muelle y Mar­tín se lo pagó brindándole un pedazo de dulce de maíz.

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Le decían "Botijuela" y él no escondía su apodoestrafalario. Siempre andaba en compañía de dos mu­chachos de su misma calaña. Uno era pequeño, blan­co, con ojos de ratón y cabeza pelada a rapé. El otroera mucho más grande. Fuerte. La color mulata oscu­ra. En la cabeza grande una cabellera rebelde y abun­dante. Tenía gestos ambíguos y un hablar meloso. Alcaminar, sus caderas, demasiado anchas y desarrolla­das para un hombre, se movían como las de una mu­jer. Le llamaban "Monina".

-Se queda en la Capital, valito? - le preguntó"Botijuela" a Martín, mientras devoraban entre él ysus compañeros, una buena cantidad de mangos quetraían en una funda de papel.

-Sí; me quedo.- y de dónde es usted, amigo? - preguntóle

"Monina", arqueando las cejas, finas por el filo deuna navaja, y entornando los ojos.

-No le diga a esta bandida- dijo un hombre, com­pañero de trabajo de Martín- y ande derecho, porquelo confunden si lo ven hablando con este animal.

-Es verdad, valito- terció "Botijuela", y halandoa "Monina" por un brazo canturreó.- Yo ando conella porque soy su administrador...

Martín los vio alejarse, corriendo. Todos reían deaquellos vagabundos, pero a él le hizo muy mala im­presión el ver aquel muchacho, casi un hombre, queimitaba a las mujeres descaradamente.

Hasta el medio día, anduvo vagando por toda laciudad. Había veces que le entraba el deseo depreguntar al pasar por alguna fábrica, si necesitabanalgún hombre para trabajar, cualquier cosa, pero searrepentía, y seguía deambulando.

Cuando dieron las doce, buscó el camino de "sucasa". Al entrar sus ojos se alegraron al tropezar conun plato cubierto por un pequeño paño blanco.

-A buen tiempo! -le saludó María.

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-"No estaba mal: Es una comida casi de lujo".­pensó al ver lo que era.

-Todo ésto con seis centavos? - preguntó.-Sí; porque me fiaron. También dejé algo para

esta tarde.- explicó ella.Pero Martín no estaba conforme. Algo, que él no

sabía explicarse le daba a esa comida un sabor distin­to a las demás que había comido en compañía deMaría. Cuando terminó, cubrió su cabeza y sin decirpalabra, salió. Un momento después, pensaba que nodebió haberse comido aquello, pero el hambre pudomás que su voluntad. Desde la mañana su estómagosolamente había recibido una taza de café. Cuandosalió, no encontró cual rumbo tomar. Todas las callesle parecían vacías, falsas. Entonces entró a la barbería"La Mariposa". En un sillón, con la boca abierta, y lafrente llena de sudor, Conchita dormía confiadamen­te. Todo el calor del mediodía le salía por aquellaboca seca, en la que el hueco de cuatro dientes quefaltaban daba casi asco. En el otro sillón barbero, unamujer, inquilina del mismo cuartel, leía un periódico.

Martín estuvo un momento en la puerta y siguió.Entonces pensó en Mario y fué hasta allí. Todo elhospedaje-mercado pasaba por la calma pesada de lasiesta. Había hasta poco ruido. Solamente algún lim­piabotas rompía el medio tono de aquella hora con lamonótona pregunta de: va a limpiar, amigo?

Cuando llegó donde Mario, este le dijo:-Aquí hay una carta para tí.-Carta?-Si; es de allá.Martín la tomó y la abrió nervioso. Era la primera

carta que recibía de su familia. El no le había escritoninguna. Lo primero que leyó fué la firma. Era .le suviejo, Justino Román. En la misma cubierta veníandos pequeños papelitos. Uno era de Antonio, el mari­do de su hermana Luisa y el otro era de Paula. Pau­la! Este fué el primero que leyó completo. Era poca

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cosa lo que le decía. Que estaba bien. Que por qué nole había escrito y que siempre se recordaba de él. Alterminar le contaba que había soñado que él habíavuelto y ella había llorado de alegría. "Desde que temarchaste esto está muy triste". Todo lo decía tal ycomo era ella. Sencillamente, sin ninguna malicia. Elotro papel, que escribía Antonio, no decía casi nada.Hablaba del trapiche, del dulce y de su hermano Feli­pe, que estaba enamorado de Carmela, la hija delCura.

Para leer la carta de J ustino Román buscó unasilla de guano y un sitio donde no lo importunaran.La letra de su padre era ancha y grande, y casi se salíade las líneas del papel "ministro". Principiaba llamán­dole "Mi querido hijo", cosa que Martín no habíaoído salir nunca de boca de su padre. "Tu mamá estábien, aunque a veces la encuentro llorando y no mequiere decir qué le pasa". En un tono entre severo ytierno, le hablaba de todo un poco "El trapiche vabien". "Felipe parece que quiere algo con Carmela, lahija del Padre". "Paula todas las noches te recuerda yahí te manda un papelito", "Por qué no has escrito","Cómo te va? Estás trabajando ya?" "Y Mario?Cuando escribas, dime qué hace. Esta carta te la man­do a su dirección porque supongo que viven juntos osabe al menos donde te encuentras". Y terminaba"Tu padre que te quiere y te da la bendición".

-Qué te dicen? -preguntó Mario.-Muchas cosas. Te mandan recuerdo y me dicen

que cuando le escriba le mande noticias tuyas.- Yo hace más de cuatro meses que no les escribo.

Y tú?-Todavía no lo he hecho la primera vez.-Cuándo lo vas a hacer? -La pregunta de Mario

fué como un reto. Acaso le quería recordar sus repro­ches por las mentiras que él escribía a Duvergé.

-Hoyo mañana.- Y qué vas a mandarle a decir?

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-La verdad.Mario se sorprendió de la entereza de su primo y

como quien pide un gran favor, le rogó:-Si vas a decir algo de mí, que no sea desagrada-

ble.-Bueno.y con acento de súplica:-Es un favor que me vas a hacer, Qué va uno a

ganar con decirle a esa gente los trabajos que uno pasaaquí? Ponerlos a sufrir y que se riegue por todo elpueblo la noticia? Además, qué uno gana con decir laverdad? Nada. Y con decir una mentira? Algo. Almenos, no le quita el sosiego a su gente. Con las preo­cupaciones que tienen allá, les bastan.

-Pero eso es engañarlos...-¿Tú crees?-Sí.-Quizás; pero qué ganarían ellos con saber que tu

trabajas en el muelle, y vives con una mujer mala, quea veces te dá de comer, y que sabe Dios hay días queni comes?

-No me dá de comer! -rechazó.-Pues te dará, al fin.Martín recordó su última comida y comprendió

que había dicho una mentira. Después de todo, nodejaba de tener razón. Por lo menos, un poco de ra­zón. Mario, viendo el rostro serio de Martín y nosiendo su intención herirlo dijo, como excusa:

-No quise ofenderte. Además, lo que está a lavista...

-Qué?-Con una muj er así no se vive como tú te imagi-

nas. Yo tengo una y es para eso...-Cada uno vive a su manera- y cortó aquello.Cuando salió de allí dirigió sus pasos al muelle.

Mientras caminaba, volvió a pensar que Mario no deja­ba de tener sus razones. En cuanto a la carta, haríacomo su primo quería. No por Mario, sino por él

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mismo. ¿Cómo iba a contarles lo que estaba pasandoy lo que quizá le faltaba por pasar? Ganaba algo coneso? Poner a sufrir a sus viejos. A los hermanos. YPaula, qué pensaría de él? Si supiera lo de María?"Yo tengo una y es para eso". Para qué? "Como unamujer mala, que a veces te dá de comer". Ah! Conque creían que a veces le daba de comer? Y tampocodej aban de tener razón. Porque hoy...

Cuando acabó de bajar la cuesta que desembocabaen el puerto, sintió alivio. Había poca gente. La enor­me extensión de agua azul fué un sedante para suspupilas. En el horizonte, una pequeña vela blanca seconfundía con él vapor que el fuego del sol sacaba delmar.

Ni un solo barco! El muelle estaba vacío, comosus bolsillos. Pero se sentía mejor, En un ángulo de unalmacén, caía buena sombra. Martín fué hasta allí yacomodó su cuerpo entre unos gruesos pedazos deconcreto, lisos y frescos. Muy cerca, dos o tres hom­bres, trabajadores del muelle o marinos sin barcos,dormían la siesta. Las casacas de fuerte azul o de kakiles servían de almohadas.

Sacó la carta que acababa de recibir y volvió aleerla. El papelito de Paula lo leyó dos veces, "Desdeque te marchastes, esto está muy triste". Y esto tam­bién, Paula! - pensó.

Los ojos se le iban cansando. Como no andabacon casaca, dobló el sombrero de panza de burro y lopuso de almohada.

Cuando se quedó dormido, logró por fin olvidarsede todo, de todo, hasta de "Con una mujer mala, quea veces te da de comer"...

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IX

"CON NOMBRE FALSO"

-Martín! Martín! -varios golpes eran dados so­bre la madera de la puerta al mismo tiempo que lla­maban.

-Martín! Martín-era voz de hombre, dos vocesde hombres, que llamaban en aquella madrugada a lapuerta de la habitación de María.

Cuando despertó, inquieto por aquella llamadatan intempestiva, preguntó:

-Quién llama?-Yo, José María.-Qué José María?-EL que tiene el negocio vecino al de Mario.-Ah! Qué quiere?-A Mario, que le ha pasado una desgracia.-Cómo?-Levántese pronto y venga.-Seguido voy, espéreme...Martín se tiró de la cama y se vistió lo más rápida­

mente que pudo.- Yo voy, -dijo María.-Nó; quédate.- ordenóle Martín antes de abrir la

puerta.Por todos esos contornos se oían voces y gritos.

Los fonógrafos habían parado la música trasnochado­ra de sus discos y las luces de toda la cuarte1eríaestaban encendidas.

-Qué le pasó? -preguntó al salir.-Está herido, pero él hirió bien al otro.

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-A quién fué?- ]osesito, un carnicero.-No lo conozco.-Pues lo va a ver, porque está tendido para buen

rato...-Dónde fué?-En la casa de. La Negra.La Negra era una mujer con quien vivía Mario

desde hacía algún tiempo. Era morena, alta, bien pa­recida y de carácter pendenciero.

Cuando llegaron, aquello no se entendía.Dos hombres estaban en el piso de madera de una

habitación estrecha, tendidos, desangrándose, mien­tras se esperaba llenar un requisito incomprensible.

Martín se abrió camino entre aquel cerco de cu-riosos. Un policía le quiso impedir el paso.

-Uno es primo mío! -gritó, y lo dejaron pasar.-Mario! Mario!-Ey!-Estás mal herido?-Algo, aquÍ- y señaló el costado.- Eres tú, Martín?-Sí.-Sácame de aquí. Me duele! IAy mi madre! -gI-

mió.Martín lo cargó y se dispuso a salir.-Déjelo! -le ordenaron.-Si usted no quiere matarme, déjemelo llevar al

Hospital- gritó, resuelto.-SÍ, deje que lo lleve,- gritaron algunos.Un policía, comprendiendo que tenía razón o qui-

zás por no pegarle, dijo:-Bueno; yo voy con él.Martín salió casi corriendo y le dijo al Agente:-Vaya usted delante, que sabe el camino.Con el otro, minutos después, hicieron igual.Los llevaron al Hospital Militar. Mientras los cura­

ban,]osé María, el hombre que fué a avisarle a Martínla tragedia, le refirió como ocurrió:

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Estaban jugando en la habitación de La Negra,Josesito el carnicero, dos hombres más y él. Jugaban"caída". Eran más de las dos de la madrugada. J osesi­to, jugó sin tener dinero. Perdió. Cuando debía pagar,insultó a Mario y le pegó. Principió la pelea. Sacaronpuñales y J osesito sacó la peor parte. Y terminó decontarle la pelea con esta vieja reflexión:

-Es mejor. Para que la cruz vaya a su casa que semeta en la ajena.

-Sí, es mejor...Una hora después, una enfermera le dijo:-Se puede ir, amigo. Ya lo curaron. No es de

mucho cuidado. Y de aquí va para la cárcel, porque elotro sí está de cuidado.

-Menos mal.- comentó José María.-Como quiera es malo, amigo, -exclamó muy

bajo y con voz grave Martín.Empezaron el regreso. La madrugada era fresca y

el silencio grave y espeso. De cuando en cuando, seencontraban con un automóvil, con una carreta o conalgún hombre. Martín pensaba en Mario herido y ex­tendía su pensamiento hasta la familia -su familiatambién- en Duvergé: a esta hora, los gallos madruga­dores, principiarían a despertar la mañana con suscantos altivos y confiados. Y sabe Dios si soñabancon él, rico, dichoso, colmado de satisfacción, cuandoestaba en un hospital, había visto la muerte muy cer­ca y tenía la cárcel por delante para sabe Dios cuantotiempo.

-Mario no tiene más familia aquí? -preguntóJosé María.

-No. Solamente yo. Y usted?-A nadie. Soy de Monte Adentro, un campo de

San Francisco de Macorís. Pero vivo aquí desde haceseis años. Aunque quiera, ya no me acostumbro avivir en el campo. Hace más de un año, fuí a pasarmeun mes con la familia y no pude estar ni una semana.La Capital es la Capital, amigo!

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-Así es; la Capital es la Capital!La Capital! Qué caro les costaba a ellos ese vicio

de vivir en pueblo grande! La CapitaL Algo así comola gloria. La salvación. El triunfo. Por ella, dejabanfamilia, amigos, amor, patrimonio, todo, todo. Encambio, el uno por ciento encontraba algo que recom­pensara todos los sacrificios.

Todos huían de la tierra, como de una pesadilla.Era que degradaba? Que embrutecía? No. Era senci­llamente que huían por ir tras el espejismo de unavida cómoda, holgada: automóviles o uniformes paralos hombres. Sedas y lujo para las mujeres. Y sin que­rerlos, la tierra se vengaba. Porque volvían a ella -sí,'olvían- rotos, hechos guiñapos. Deshechos de alma

y cuerpo. Sin fé y con mucho tiempo perdido!Unos eran del Sur, otros del Noroeste, otros del

Cibao. Casi todos de tierra adentro. Llegaban, unosembarcados -los del Sur y los de los alrededores de laPenínsula de Samaná- otros en camiones, en guaguas,hasta a pié- los del Cibao y los del Noroeste. Mujeresy hombres. Jóvenes y hasta niños y niñas. Maduros,hasta ancianos. La edad no era lo que importaba, sinola esperanza.

-Usted de seguro que le atenderá el negocio aMario? - le preguntó José María, rompiendo el hilode aquel silencio en que caminaban.

-Cómo?La pregunta de José María fué de improviso y

Martín en ese instante estaba con el pensamiento muylejos.

-El negocio de Mario, que si usted es que lo vaatender? - Volvió a decir.

-Veremos.-Yo se lo mandaría a decir a su familia.-Quizá.Martín no había pensado en ello. Debía mandár­

selo a decir seguido. Un telefonema! "Mario mató ocasi mató a un hombre. El también mal herido, Ven-

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gan seguido". Un telefonema así. Lo recibirían ama­neciendo. La noticia se regaría por todo Duvergé, Ca­bra! y Neyba, por todos esos contornos con la celeri­dad del rayo. Habrían gritos y ataques entre las muje­res y desasosiego e inquietud entre los hombres. Parapreparar el viaje, sacarían todos sus pequeños ahorros.Harían sabe Dios qué sacrificios. Y mientras tanto, lasmujeres, su madre y la de Mario, sus hermanas y susprimas, pondrían sus gritos en el cielo y no remedia­rían nada con ello. Un telefonema... No; no lo pon­dría Primero hablaría con Mario.

-Si me necesita estoy a su órden.- le dijo al despe­dirse J osé María.

-Gracias, igualmente.Cuando llegó a la habitación, María esperaba le­

vantada.-Qué fué? Está mal herido? Lo viste? - inqui­

rió,A todas esas preguntas le contestó refiriéndole lo

que sabía.-Va por mal camino.- Terminó diciendo, y en su

rostro de líneas fuertes y francas se dibujó la caretade un mal presentimiento.

-y el negocio de Mario?-Quieres atendérselo? Sí se puede hacer algo,

nadie lo hará mejor que tú.La madrugada iba apretando de sueño los ojos.

Aunque hizo por dormir, Martín vio llegar los prime­ros rayos de sol con los ojos abiertos. Antes que él,María se había levantado. Cuando llegó al mercado,ella estaba atendiendo el puesto de frutas de Mario.Junto con ella, estaba La Negra, vigilante.

Hasta las tres de la tarde Martín no pudo ver aMario.

-El de la cama número 15.- le indicó una enfer­mera cuando logró entrar al Hospital.

Eran dos largas hileras de pequeñas camas grises,de hierro. Algunos enfermos, convalecientes, charla-

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ban, sentados al borde de sus camas. Como pequeñosdelantales, las hojas clínicas, colgaban de los frentesde las camas. En la número 15 se detuvo.

-Mario!-Ey!-Como te sientes?-Mejor. No es gran cosa.-Me alegro.-Siéntate.- Mario le indicó una silla cercana.Cuando Martín estuvo a su lado, dijo.-En qué diablo me he metido, primo!-En asuntos así es que se tienen que encontrar los

hombres- terció el enfermo que ocupaba la cama con­tígua a la de Mario, a la derecha.- Para eso somos.hombres...

A Martín le parecieron extrañas aquellas palabrasy volvi -) la cabeza para ver quien las había pronuncia­do. Era un negro, negro retinto. Fornido. Al hablar,dejaba ver por entre los labios gruesos un puente dedientes de oro. Tenía unos ojos achinados, con lascórneas llenas de pequeñas venas y unas pupilas bo­rrosas y de color indefinido.

-Usted nunca ha matado un hombre? - le pre-guntó a Martín.

-Nunca!-Ni siquiera ha cortado alguno?-Tampoco.-Qué suerte, amigo! -exclamó con sorpresa, -y

no ha peleado nunca, tampoco?-No.-Ola! Entonces usted debe ser medio pelón!Martín no contestó. No sabía qué contestarle.

"Medio pelón". Sería en verdad medio pelón? Nuncahabía peleado con nadie, ni cuando era muchacho.

-Yo en lo que soy limpiabotas, he tenido quecortar tres o cuatro.- volvió a decir el negro.

Mario comprendiendo que a Martín no le agrada­ba lo que decía aquel hombre, cambió la conversa­ción, señalando al decir:

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-Allí, en la cama número 21, está Josesito, elcarnicero. Quiera Dios que no vaya a morirse!

Martín alzó la cabeza: en la cama 21 contempló alrival de Mario. No le pudo ver la cara, porque la sába­na le cubría de pies a cabeza. Tan cerca! -pensó.­No estarán arrepentidos de haber jugado sus vidas?

En los ojos de Martín había una sorda acusaciónpara su primo. Algo que salía de él sin pensarlo. Sinquerer aumentar el dolor del herido, que adivinabahondo, pero como no lo hacía con intención, acasono se daba cuenta que lo hacía, por lo que no podíaevitarlo.

Mario, comprendiendo la acusación, que pormuda no era menor, explicó su falta lo más sincera­mente que pudo:

-Esta es la primera vez que me veo en una situa-ción así.

-Se puede evitar que se repita, al menos.-Cómo?-Dejando de jugar.Mario enmudeció, porque sabía que si aseguraba

que no jugaría más, mentiría. Y hay momentos queante ciertos indivíduos no se puede mentir.

Martín lo comprendió y no volvió a decirle nadasobre ello. Hasta el negro limpiabotas pareció tambiéncomprenderlo y no volvió a arrugar el charol de surostro.

-En el negocio está María y La Negra.- explicóMartín, por decir algo.

-Allí no hay nada. Sácame lo que puedas pronto,y cuando vayan a cobrar un dinero que debo, dejaque se lleven lo que quede.

-y a Duvergé, no mando a decir nada?-No.-Voy a escribirles hoy, esta noche.-Les dice que estoy bien.-Que estás bien?-Sí.

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- y crees que no lo sabrán?-No.-Por qué?-Por eso.- Y le indicó, con un movimiento de

cabeza, la hoja clínica.- Ellos no conocen a MarioCampusano.

-A Mario Campusano?-Sí; nadie me conoce sino es por ese nombre.Martín sintió alivio. Era mejor así, aunque estaba

mal hecho.Mario volvió a decir, rogando:-Hazme ese favor, primo. No quiero que allá

sepan nada de esto. Sufrirían mucho. Me lo prome­tes? Es que me da vergüenza y a ellos le dará más quea mí.

Mario casi lloraba. El ruego había llegado hasta elpedazo de charol con ojos del limpiabotas, que díjolea Mario.

-Creo que él tiene razón, amigo. Yo soy del Ci­bao y no dejo que en casa sepan que yo hago nadamalo. Ni que soy siquiera limpiabotas! Por eso tam­bién me quité el nombre, para que cuando me ponganen el periódico no sepan que soy yo.

¿Es decir, que nadie se llamaba como decíallamarse? Quizás también tenían razón! Martín,poniéndose en el tono de aquella misma emoción,porque también era uno de esos aventureros que nosabía si mañana tendría que hacer igual, exclamócomo si tirara de su conciencia una gran responsabili­dad:

-Pero si nunca he pensado en hacer eso...Cuando se despidió, y principiaba a dejar atrás las

dos filas de pequeñas camas grises donde descansabatanta carne rota y enferma, oyó la voz de Mario quele hacía la última encomienda:

-Le manda a decir a mamá que yo le pido labendición.

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x

COMO SE ESCRIBE UNA CARTA

Martín pasó un trapo sobre la pequeña mesa depino, le dio más luz a la lámpara y se dispuso a escri­bir. Tenía sobre la mesa un lápiz y un pliego doble depapel.

Como era la hora de la oración, había casi silen­cio. Solamente llegaba hasta él la música de algúnfonógrafo y alguno que otro grito aislado, pero todoeso era poco al ruido normal de aquellos contornos.

Estaba completamente solo, en la habitación deMaría. Esta se hallaba atendiendo, entusiasmada, elpuesto de frutas de Mario, en compañía de La Negra.María, que nunca había tenido ninguna responsabili­dad, creyó aquel pequeño negocio en quiebra, algoque había que tomar en serio. La que la acompañabatambién creía igual.

Martín se alegró de estar sólo en aquella primanoche. Iba, por fin a escribirle a su familia, a su padre,a su madre, a sus hermanos, y a Paula.

Lo primero que puso fué la fecha. Y después:"Mi querido papáJustino".Pero le pareció demasiado íntimo ese término.

"Mi querido". No recordaba haberle llamado así nun­ca a aquel hombre recto, que quería a sus hijos, peroa su modo. Sin ninguna muestra de mimo ni de zala­mería. Pero como no encontró otra forma que fuerade su gusto y, aunque no se lo había dicho nunca, élquería realmente a su padre, prosiguió escribiendo.

"Recibí tu carta"...

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y así, después de dos horas de sudar, borrar ypensar, se dio por satisfecho con el siguiente texto:

"Recibí tu carta laque leí con mucho placer. Yoestoy completamente bien así como espero se encuen­tren todos allá.

"Mario está muy bien. Tiene un gran negocio, elque piensa cambiar por otro mejor en estos días, ygoza de muchas consideraciones. Yo vivo en su casa,muy cómodamente, y estoy satisfecho. Si lo ves no loconoces dé lo cambiado que está".

"A los pocos días de llegar conseguí trabajo y nome puedo quejar de lo bien que me va. La Capital esun pueblo muy grande, con luz eléctrica y muchosautomóviles y todos los días entran muchos barcos.También pasan muchos aeroplanos, volando muy baji­to. Hay muchos cines y la comida es más cara queallá".

"Yo tengo esperanzas de que me vaya mejor, siconsigo un asunto que tengo entre manos. Dámelerecuerdos a mamá y que le pido la bendición. A loshermanos y mis cuñados que le envío muchos recuer­dos y a Paula que pronto le voy a mandar un regalitoy que entonces le escribiré".

y esta Post Data:"No te mando la dirección, porque como Mario se

va a mudar, no estamos seguros donde será; pero en laotra carta que yo te escriba te mandaré a decir adon­de nos mudamos".

Como Martín no había hecho nunca una carta así,sintió un gran alivio cuando terminó de escribirla.También le parecía corta la carta, pero como decíamentiras tan grandes, no se atrevió a agregar más, ni aescribirle a más nadie.

Después que puso la dirección y cerró la cubiertasalió a buscar el dinero con que comprar el sello. Loconsiguió con María y se fué a poner la carta al co­rreo.

-En un buzón es igual.- le dijeron.

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Martín no discutió, pero cuando iba a dejarla caeren uno de ellos, no tuvo confianza. Le parecían dema­siado abandonados en las esquinas, aquellos aparatosde hierro, y decidió llegar hasta el correo.

Esa noche, cuando dispuesto a descansar, llegódonde María, se encontró con que el negocio de Ma­io ya no existía.

Ella se lo explicó más o menos así:Mario hacía una semana que no pagaba el alquiler

del puesto que ocupaba. También debía unas frutas yotros asuntos. Vinieron dos hombres con un Agentede la Policía y como el dueño estaba preso, sabe Diossi por mucho tiempo, se llevaron lo poco que queda­ba. El dinero que había, de la venta de aquel día, se lohabía llevado La Negra, porque ella había cogido muypoca cosa.

Martín lo sintió por su primo, herido y bajo elpeso de la Ley.

Le costó mucho trabajo conciliar el sueño y en lamañana, muy temprano, seguido dejó el lecho, se tiróa la calle.

Como siempre, encaminóse al muelle. Pero allísolamente habían hombres en espera de la llegada dealgún barco, como él.

Por primera vez, se encontró solo y pensó en sufamilia. Entre tantos hombres sin trabajo, le parecióvacía e inútil su vida. Herido Mario, no le quedabaninguna persona que fuera como una protección.María? Pensó en ella, pero estaba seguro que no que­ría y que no la había dejado porque se había portadobien. Comprendía que no podía llevar, ni haciéndolopor necesidad la clase de vida que había llevado Marioy que llevaría él en estas circunstancias.

No era que fuera mejor que ellos, sino que cuandoun hombre tiene veintidos años y siempre pensó yobró bien, es difícil que cambie su vida interior degolpe. Solamente por necesidad se pueden aceptarciertas cosas.

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Pensó en hacer algo. Cualquier cosa. Estaba recos­tado sobre un grueso pilotillo de amarrar los cables delos barcos, cuando vio llegar, como a cien metros dedonde estaba, un hombre alto, de color, vestido conropa azul de trabajo, y fué a su encuentro.

Lorenzo López andaba al rededor de los treintaaños. Trabajaba en el muelle. Hacía un año que habíallegado de Puerto Plata, donde nació, con el mismofin que impulsó a Martín Román a dejar a Duvergé. Apesar de ser de color, era de fisonomía simpática, bienmodelado el rostro. Hombros anchos, desarrolladostrabajando fuerte y pesado y de carácter comunicati­vo y a veces alegre.

Lorenzo López y Martín se conocieron descargan­do la bodega de un barco noruego. Les tocó hacerpareja mientras trabajaban entre mil sacos que teníanque cargar entre los dos, y simpatizaron. Después, laamistad se fué estrechando en las largas horas de ocioen el muelle, y llegaron a tratarse con toda confianza.

Tampoco tenía en la ciudad ninguna familia, nivivía en compañía de ninguna mujer. Pero poseía másexperiencia y conocía más la vida y los hombres queMartín.

Al encontrarse se saludaron y Lorenzo preguntó:-Ningún barco anunciado?-Ninguno.-Ni esperanzas?-Tampoco.Ambos miraron el mar. Al no encontrar nada en

el verde horizonte, Lorenzo sonrió y dijo:-Hay que hacer algo!-Yo tengo que hacer algo! -aseguró Martín-

Cualquier cosa, amigo, pero tengo que hacer algo.-Pasa algo grave? - preguntóle Lorenzo al ver

como se le estrangulaba aquella afirmación.-De pasarme no me pasa nada, pero necesito bus­

car una casa donde vivir y el dinero que cuesta tengoque conseguirlo de algún modo.

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-Pasó algo donde vives?-Sí. Mi primo hirió a un hombre. Está en el hos-

pital. Después irá a la cárcel.-Pero, y la mujer que tienes?-Es una mujer. .. Es decir, no es que no sea bue-

na, pero...-Comprendo. Pero eso se arregla fácil. Yo vivo en

una habitación, con un compañero. Puedo hacer quetu entres.

-Te lo agradeceré.-En cuanto al trabajo, buscaremos algo. Tu sabes

trabajar albañilería?-No. No lo he hecho nunca.- y o tampoco, pero me ofrecieron trabajo en una

fábrica. Pasaremos por ella.-Bueno.y empezaron a deambular de una punta a otra del

muelle.Ninguno de los dos había comido nada. Quien

primero se denunció fué Lorenzo:-No he bebido ni café,- dijo con amargura.-Yo tampoco.-y sin un centavo.y cada vez que pasaban junto a un vendedor de

dulces o de frutas, los ojos se les prendían, llenos dehambre, en la venta. Ya cuando se iban Martín oyóque le saludaron:

-Adiós, valito!Al volverse se encontró con "Botijuela". Estaba

junto a una bandeja de dulces y llevaba un delantal yun pequeño gorro blanco. Estaba cambiado con aquelespecie de uniforme. Al Martín pararse volvió a decir-

-Qué hay, valito!-Cómo te va?-Vendiendo ésto.- y señaló lo que llevaba en la

bandeja.-Te metiste a gente seria, "Botijuela"? - le pre­

guntó Lorenzo.

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-No. Pero en la comisaría me dijeron que si nome ponía a trabajar me iban a trancar, y para evi­tar...

-Es mejor que hagas algo. -le aconsejó Martín.-Esto no se ha hecho para mí. -principió a decir

serio.- "Monina" está en la Romana, cocinando en lacasa de un americano y ya me mandó a buscar.

-Cuándo te va?"Botijuela" echó una ojeada y al ver que no había

nadie cerca, les dijo en tono de secreto:-Esta noche, en el "San Rafael".-Pero y los dulces?-Ese es el capital que llevo.-¿Cuánto?-Saqué tres pesos esta mañana, pero no venderé

más de uno.-Por qué?-Los muelleros creen que esto es del gobierno y

cogen y se van sin pagar.-Entonces este es el primer día que vendes?-y el último.- y echó al sol sus dientes en una

risa vagabunda.Lorenzo, atenaceado por el hambre, le propuso:-Entonces yo necesito un crédito de cinco centavos.-No, cinco no: cojan dos cada uno. Y sin ir de

hablador. ..Lorenzo no se hizo esperar y cogió para los dos.

Sus manos se llenaron con cuatro pedazos de dulcesde harina de maíz y se volvió a encaminar al muelle.

-Ven- le dijo a Martín- vamos a desayunarnos.Antes de la una de la tarde estaban en la fábrica

donde le habían prometido trabajo a Lorenzo.Era en la Avenida Capotillo. El dueño era un

hombre joven, hijo de padres árabes.-Yo vine a ver si conseguía el trabajo que habla­

mos,- díjole Lorenzo.-Bueno. Pero solamente pago cuarenta centa­

vos.- Le contestó sin prisa y sin apuro.

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-Qué te parece, Martín?-Cuarenta centavos!-Uno quiere también trabajo? - preguntóle a

Martín, el dueño de la fábrica.-Bueno, si hay.-Sí, para los dos. Quieren empezar esta tarde?-Qué decides, Martín?-Lo que tu digas.-Entonces vamos a trabajar, amigo.-Se principia a la una y media.-Sí, señor.Martín y Lorenzo se quedaron en un lado esperan-

do que dieran la orden de empezar.-Cuarenta centavos! - comentó Martín.- y sin comer!-Si de esta salimos! '"Poco a poco iban llegando los trabajadores. Eran

muchos porque la fábrica era grande: dos pisos debuen concreto con muchos adornos.

En un rincón, en el fondo, descubrieron a unhombre de color, con facciones demasiado ordinarias,que se comía dos panes, mojándolos en un jarro deagua de azúcar. En algunos sitios, varios trabajadoresdormían una siesta profunda sobre anchos tablonessalpicados de cemento.

Cinco minutos antes de la una y media se princi­pió a trabajar.

La tarea que le tocó a Martín y a Lorenzo fué lade cargar cubos llenos de mezcla de concreto.

El joven dueño de la fábrica se transformó desdeque empezaron a trabajar. Su voz salía dura, a vecescolérica, por sobre la de todos. Solamente le faltaba elfoete en la diestra para estar completamente dentrode su papel de domador o de MayoraL

Los hombres, con el torso y el pecho desnudos,trabajaban sin poder descansar un momento. De todaslas frentes salían gruesas gotas cristalinas de sudor.

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Al finalizar la tarea de la tarde le advirtieron a lostrabajadores:

-Hay que trabajar esta noche.Lorenzo se acercó a Martín:-Qué te parece? Yo no sigo más ni de día.-Yo tampoco. Mira: -y le mostró las palmas de

las manos, rojas, casi sangrantes.- Esto es más pesadoque en el muelle.

-y por cuarenta centavos! Pero déjame hablar amí.

Lorenzo se acercó al dueño y le dijo, con unamirada llena de deseo de seguir trabajando:

-Nosotros vamos a seguir, pero consíganos CIn-

cuenta centavos.-Cincuenta?-Si usted puede. Nosotros volvemos seguido.-Bueno. Me deben diez centavos.- le dio el me-

dio dólar.- Pero vengan pronto.-Sí, Señor.Lorenzo le hizo un guiño a Martín y al salir mur­

muró:

-Vamos a cenar, que me estoy cayendo del can­sancio y del hambre.

-Pero, vas a volver?-Yo? No! Ese señor no se tropieza con nosotros

ni en un centro espiritista!

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XI

DOS HOMBRES SIGUEN CAMINANDO

Martín y Lorenzo hicieron, en los días que siguie­ron, todos los trabajos que se les presentaron. De tar­de en tarde, llegaba un barco y lograban ganarse unoo dos pesos.

Martín había perdido toda esperanza de mejoría,de un triunfo relativo, y se dejaba llevar por lo impre­visto.

Había ido a visitar a Mario varias veces al hospitaly éste le había dicho que pronto lo darían de alta. Elhombre a quien hirió ya no tenía peligro de muerte,pero iba mejorand<; muy lentamente.

De los hombres que vivían en la habitación deMario, solamente quedaba Martín. Andrés, el sastre,había cumplido su proyecto de marcharse. Panchohabía caído en dificultades con la justicia, por unasprendas falsas que había vendido como de oro y esta­ba en la cárcel. Pedro Marcano había realizado elsueño de su vida: encontrar una mujer que lo pudierasostener...

-No tiene mucho-le había explicado a Martín­pero sí lo suficiente para yo vivir bien.

y Martín se había comprometido con el dueño dela casa a mudarse de ella en el término de una semana,que ya se iba a cumplir. Entonces recordó el ofreci­miento que le había hecho Lorenzo y se dispuso autilizarlo.

En cuanto a María, poco a poco Martín hab ía idoalejándose y en los últimos días casi ni la veía. Los

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dos eran temperamentos de pocas palabras y com­prendieron que como debían entenderse no se logra­rían entender.

Con el propósito de dejar aquella habitación queno podía pagar, Martín le preguntó a Lorenzo:

-Todavía está en pié el ofrecimiento de tu habita-., ?Clon..

-Por qué?-Me quiero mudar.-Cuándo?-Esta noche.-Toma,- y le dio la llave.- Lleva tu equipaje.-Es poca cosa: Una hamaca y una maleta.y en la prima noche se dispuso a la mudanza.

Antes de recoger sus cosas, se lo quiso decir a María.Fué por el patio, hasta su habitación. Algunas hebrasde luz salían débilmente por las hendijas. Al tocar a lapuerta una voz de hombre preguntó, ruda:

-Quién es?Martín se sonrojó y sólo acertó a contestar.-Nadie... Perdone,- y se volvió a terminar de

recoger su escaso equipaje.Nunca le había pasado una cosa igual y se sentía

humillado en una forma extraña. No porque le intere­sara aquella mujer ni sintiera celos, pero... no sabíaexplicárselo. Tocar a la puerta donde una mujer y unhombre... y una mujer que había sido suya A loque hab ía llegado!

Cuando todo estaba listo y solamente faltaba aco­modar bien en la maleta de hojalata su ropa, oyó quele llamaron:

-Martín.Al levantar la cabeza se encontró con María, que

le preguntó:-Tú fuiste quien tocó?-Sí. Quería despedirme. Me mudo a otra parte.En la voz de Martín, se atravesó la misma emo­

ción que se había prendido en los ojos de María. En

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ambos, el temor de que de sus labios saliera algunapalabra dura, los hacía enmudecer. Parecían torpes.

La brisa amenazaba cada instante en apagar la luzde la vela de esperma que iluminaba pobremente lahabitación.

Martín seguía acomodando sus trapos. Cuandoterminó e iba a cerrar su maleta, ella le dijo:

-En mi cuarto hay una camisa tuya?-Mía?-Sí, tuya.-Si quieres hacer el favor de traérmela...-No quieres ir a buscarla?-No.-Pues espera.

y fué a prisa a buscar lo único que quedaba en suhabitación propiedad de Martín. Al tomarla entre susmanos sintió remordimiento. Pero también pensó queella no tenía la culpa. Martín? No; tampoco él teníala culpa. Quién, entonces? Alguien o algo se habíainterpuesto entre los dos. Cuando volvió todavía pen­saba en ello.

- Toma.- y extendió su diestra, y no le vio losojos.

Un silencio largo cayó sobre los dos. El chisporro­teo de la vela de esperma eran miniaturas de explosio­nes que abrían grietas al silencio. Desde lejos, los pri­meros radios traían importados acordes de músicaslejanas, que a veces daban la impresión de una jauríade canes.

Ante la imperiosa necesidad de decir algo, Maríapreguntó:

-.somos enemigos? - y pretendió sonreir, pero lasonrisa le salió amarga por la comisura de los labios.

Ella estaba con los brazos en cruz, parada en lapuerta. Por los hombros le caían unos rayos de lunarecién nacida que se les enredaban en los cabellos ti­ñéndolos de oro muy pálido.

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Martín sintió miedo de mirar sus cabellos: elloseran capaces de hacerle desenvolver su maleta.

y él no quería desenvolverla.-Somos enemigos? - volvió a preguntar.Antes de responderle, ella descubrió una arruga

que se le principiaba a marcar en la frente a Martín, ysintió pena. Una pena como se le tiene a un amigo o aun hermano.

-No. Por qué hemos de ser enemigos?-Me parecía...-No me has hecho nada.-Gracias. Sé que comprendes. Acaso también sa-

bes mejor que yo lo que nos separa.-No me has hecho nada.- volvió a repetir.-Menos mal! Te pregunto, porque quería que me

dijeras que sí te había hecho algo!-Para qué?-Para hacerte una aclaración que por primera vez

en la vida mala que llevo se la hago a un hombre.-No comprendo.-Tu eres un hombre decente, Martín, y hasta con

hambre tenías que seguir siéndolo, porque no sabíasser de otra manera. Quizás yo en el fondo no sea maladel todo, pero con ser buena no se come, ni se viste.y tu no podías hacer nada...

Martín comprendió. Tuvo miedo de hablar por losdetalles de una explicación. María tenía razón. Acasopor ello había hecho el esfuerzo de que aquella mujerno pasara de una loca vibración de su carne. Además,no quería seguir oyéndola en el acento amargo conque hablaba ahora y que le hacía daño. Ello le tiraba,como un bofetón, su inutilidad, su fracaso. Al fin,hizo un esfuerzo y desató el nudo que amarraba suvoz en la garganta y la dijo, decidido, casi queriendoser cruel!

-Tu has tomado muy en serio esto. No era paratanto. Creía que era para tí como son los demás. Paramí no fué otra cosa.

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-Ah!María quiso decir algo, pero el golpe fué demasia­

do inesperado y huyó avergonzada.El se apresuró a ponerle el candado a la puerta y

se alejó, aprisa, como si le hubiera dado a otro hom­bre una puñalada a traición.

*

El nuevo compañero de vivienda de Martín se lla­maba Manuel de Jesús Carías. Natural de un campode Santiago. Tipo alegre y locuaz. De los tres era elmás pequeño en tamaño, pero también fuerte. Era tanjóven como Martín y el que hablaba más del pequeñogrupo.

Hacía seis meses que vivía en la misma habitaciónque Lorenzo, pagando la mitad del alquiler y nuncahabían tenido la más pequeña discusión. Trabajabaen un hotel, de algo cercano a peón, ya que asegurabaque él no había nacido para servir comida, ocupaciónque había rehusado varias veces.

Pero el sueño dorado de Manuel de Jesús Carías,era el de ser militar. Había hecho todas las diligenciaspara conseguir el enganche, pero habían sido inútiles.Dos días antes de Martín mudarse allí, él le habíadicho a Lorenzo:

-Pronto me verás vestido de amarillo.-Ya conseguiste eso?-Casi, casi. Dentro de tres o cuatro días.Y dio la casualidad que el mismo día de la llegada

de Martín allí, él volvió a decirle a Lorenzo:-Hoyes el asunto.-Te enganchas?-Sí.Y para presentarse a los jefes que habían de exa­

minarlo se puso su mejor traje y todo lo mejor quetenía.

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-y tú, por qué no te enganchas? - le preguntó aLorenzo.

-No me gusta. Yo quiero irme para los EstadosUnidos, lo más pronto que pueda.

-Bueno. Tú hablas inglés. Pero yo, para estar sintrabajo como estás tú...

-Como estamos! .. , -interrumpió riendo Mar­

tín.Eran casi las ocho de la mañana y hab ía que salir

a ver como se conseguía algo.-Buena suerte.- le dijeron al despedirse del futu­

ro militar.-Gracias.Cuando llegaron al muelle tuvieron la suerte de

que en ese momento entraba un barco americano car­gado de madera. Después de mucho luchar, Lorenzoconsiguió trabajo. Martín no le valió bregar ni supli­car. Tenía muchos competidores aquel trabajo, y to­dos con más experiencia y amigos que él.

Al otro día llegó otro y tampoco pudo conseguir.Pero con lo que ganó Lorenzo pudieron ir comiendo.

De Manuel de Jesús Carías no habían vuelto atener noticias. Durante dos días parecía que se habíaevaporado. Pero cuando al fin apareció estaba trans­formado: amarillo desde los pies a la cabeza. Hasta supiel y sus cabellos parecían del mismo color del uni­forme.

Al llegar, se cuadró firme y saludó militarmente asus amigos.

-Lo único que siento es no tener con que brin­darles para que celebremos esto.- dijo riendo.

- Yo digo igual.- exclamó con sinceridad Loren-

zo.-y no se ve mal! - comentó Martín.-Ahora soy recluta y no me sé vestir, pero verán

después.Estaba orgulloso del uniforme. Parecía como más

fuerte y más resuelto.

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-Vengo de retratarme. Quiero mandarle un retra­to a la familia para que vean que no es mentira. Loúnico que siento es que los vaya dejar. Tengo quemudarme.

-Sí, tienes que vivir en el cuartel.Manuel de Jesús Carías recogió toda su ropa y la

metió en una funda grande de papel. Después, lesestrechó las manos y salió.

-Nos quedamos solos, Martín!-Solos!-Ya estoy cansado de este pueblo. Un año, de

arriba para abajo y de abajo para arriba! - Lorenzohablaba con la voz vibrante de desencanto- Tú erescomo yo, Martín,- preguntó resuelto.

-Por qué?-Quieres que nos vayamos de aquí?-Para dónde?-A cualquier parte. A Macorís, La Romana. ..-Bueno. Para lo que hacemos aquí! Pero y el pa-

saje?-Eso es lo de menos. Yo consigo que una goleta

nos lleve.-Gratis?-No. Pero le pagamos trabajando.-y cuando nos vamos?-Mañana.-Para lo que hacemos aquí...Lorenzo era hombre decidido cuando tenía un

proyecto entre manos y para esa misma noche lo ha­bía resuelto todo. Habló con el capitán de una goletaque partiría para San Pedro de Macorís al otro día yconvino pagarle los dos pasajes a cambio de ayudar acargar y descargar el barco.

Martín lo dejaba hacer. Sabía que era un hombrelisto y que cualquier cosa lo resolvería mejor que él.Al otro día en la tarde, se fué a despedir de Mario, alhospital.

Ocupaba la misma cama. Estaba más pálido y tenía

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los ojos llenos de tristeza. Pero estaba casi curado. Lacarne rota se había cerrado relativamente pronto.Acaso su palidez venía del pesar de tener que cumpliruna larga condena.

Martín se fijó que el hombre que Mario habíaherido estaba también en el mismo sitio. Pero esta veztampoco le pudo ver el rostro, que tenía envuelto enlas sábanas. Casi todos los enfermos eran los mismosque había visto la primera vez que visitó el hospital.Quizás no tenían prisa de curarse ni de marcharse.

-Cómo estás, Mario? - preguntó, al llegar a lavera de la cama que ocupaba su primo.

-Casi bien. Pasado mañana me dan de alta.-Me alegro.- y agregó- Vine a despedirme.-Qué? Vas para allá.- preguntó, asustado, y tor-

nándose más pálido.-No; no es para allá que voy; es para San Pedro

de Macorís.-Ah!-Me voy esta noche, con un amigo, en una goleta.-Ojalá te vaya bien! Si vuelves a escribir no te

olvides de que no quiero que sepan nada de esto, allá.-Yo no voy a escribir.-Yo tampoco.-Ojalá te condenen a poco tiempo.- dijo al des-

pedirse.-Buena suerte, Martín!Pero al salir a la calle se tropezó con otro amigo

caído entre las tenazas de la Ley.Entre un grupo de presos que iban guardados por

dos soldados estaba "Botijuela". Iba alegre. Como sifuera a un paseo. Al ver a Martín y leer en sus ojos lainterrogación, le gritó:

-Es por el asunto del dulce. Me sacaron de lagoleta. Pero no me va mal!

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XII

ENTRE COCOLOS, CAÑAS y BARRACONES

Ya estaban en el Este.No fué larga la duración del VIaJe. Lorenzo no

sintió ni asomo de mareo. Martín, sí. Al poner lospies en el muelle sintió idéntica impresión que cuandollegó a la Capital. El estómago lo tenía vacío y la bocareseca y con un sabor desagradable. Pero todo esodesapareció a las pocas horas.

El Capitán del barco donde habían hecho el viajeles dijo, al conocer su situación y en lo que andaban:

-Mientras el barco esté aquí pueden venir a co­mer y a dormir.

Pero ya el barco partiría esa noche y, como siem­pre, Lorenzo fué quien dispuso.

-Con la fresca de la madrugada nos iremos a unIngenio.

-Encontraremos algo qué hacer?-A eso vamos.Martín habíale dado dos veces la vuelta al pueblo

y lo encontró demasiado triste. Tenía semblante co­mo de gente enferma. No le gustaban aquellas callescasi desiertas, donde cada media hora era que la som­bra de un transeunte manchaba la monotonía delasfalto reluciente.

- Y este pueblo, siempre es así? -le preguntó aun mocetón que paseaba su pereza por las bordas dela media docena de barcos de vela y un vapor holan­dés, negro y sucio, que ocupaban los muelles.

-Ahora, sí. Yeso que hay zafra. Pero hay días

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que se juntan hasta seis y siete vapores que vienen acargar azúcar. Antes, cuando la danza de los millones,era que esto estaba bueno.

-Pero y las gentes de este pueblo? -preguntóintrigado Martín.

-Están trabajando en los Ingenios. Pero tampococrea que hay mucha.

-Ah! - Y le pareció que San Pedro de Macorís,con su calma tan pesada, tenía ciertas similitudes consu pueblo, y no se atrevió a decírselo al mocetónporque creía ofenderle con ello, pero en lo más ínti­mo de su ser sintió un desencanto que se hundía rápi­do bajo todo el caudal de las esperanzas que le queda­ban en el alma.

Mientras Lorenzo hacía algunas diligencias, élesperaba en el barco la hora de la partida, rumbo a lastierras llenas de caña, en cuya extensión era comogota de agua el pequeño conuco que surtía de frutade azúcar al trapiche familiar. A veces daba la manoen el trabajo de la goleta, tratando con ello de com­pensar el favor que les hacían dándoles la comida ydejándolos dormir sobre cubierta, envueltos en pesa­das lonas, cara a las estrellas, que en un cielo negroparecían pequeñas puñaladas rojas.

y esa madrugada emprendieron la marcha rumboa uno de los Ingenios más próximos de aquella ciudadtriste y como cansada. Cada uno llevaba su pequeñoequipaje sobre el hombro. Lorenzo caminaba el pri­mero. El trillo por donde se guiaban iba junto a la víaférrea. Ninguno de los dos hablaba y parecían ir preo­cupados. Eran a manera de emigrantes en su propiatierra, ya que al sitio adonde se dirigían no conocíana nadie ni llevaban la más pequeña recomendaciónque les abriera una puerta de ayuda.

Cuando se alejaron un poco de la población empe­zaron a encontrar grupos de cocolos o de haitianosque caminaban en dirección contraria, muchos conmochila al hombro igual que ellos. Martín hacía una

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comparación rápida y sacudía la cabeza, violentamen­te, para espantar el resultado, un poco cruel, perodemasiado cierto, que resultaba de ello. El, que teníatierras y podía trabajarlas con relativa holgura, salía aaventurar, al acaso, lo mismo que aquellos extranjerosque iba encontrando. Y todo, por no amar lo que lepertenecía. Por ser enemigo de lo que era su mejoramigo. Por satisfacer esa inquietud que se le habíaprendido en el alma, contagiado tal vez por Mario uobedeciendo a sabe Dios que voluntad. Pero no sepodía regresar sin al menos luchar y sufrir un poco. Ylucharía. Los compactos sembrados de caña se los ibatragando. En la semi-claridad de la madrugada teníanaspecto hosco y traicionero. De vez en cuando el sil­bato de una locomotora espantaba la quietud de loscañaverales. Poco a poco fueron encontrando pesadascarretas de bueyes y largas filas de cortadores de caña,en su mayoría cocolos y haitianos, que en el filo desus machetes iban reflej ando los primeros rayos de unsol dorado y tibio que acariciaba el hule de sus cuer­pos como en un saludo de hechicería. Todos camina­ban serios y agresivos a enfrentarse con la ruda faena,como si pensaran que tenían que habérselas con unenemigo.

Cuando llegaron al Ingenio ya el día había entra­do por completo. Lorenzo y Martín tenían vagas ins­trucciones de cómo ver a los capataces que podíanconseguirles trabajo. En menos de dos horas recorrie­ron todas las dependencias del Ingenio. Ninguno ledio más que vagas esperanzas. Cuando habían pasadocasi la mañana en eso encontraron un capataz, peque­ño, rojo y que parecía tuberculoso que les dijo:

-Si de aquí al lunes no consiguen nada, yo tengoun trabajo de pintura que principio ese día.

-Para pintar qué cosa? - le preguntó Martín, quenunca había pintado nada.

-Unos vagones; asunto de brocha gorda.- y cuánto pagan?

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-Cincuenta centavos. Ya lo saben.- y espoleó sumontura, un caballo rosillo, del mismo tamaño ygrueso que él.

-El lunes, y hoyes jueves! - comentó descorazo-nado Lorenzo.

-Pero veamos que hacemos; tengo hambre.-No te gusta la caña?Martín no le contestó; pero hizo rumbo a un sitio

donde podían comer de la dulce fruta sin que le lla­maran la atención.

Las dos mochilas las habían dejado guardadas enuna casa de la entrada del Ingenio que les merecióconfianza a primera vista.

Y comieron caña hasta que no pudieron más. Mar­tín, que siempre la había mirado con indiferencia yhasta con disgusto, olvidó su encono y se alegró depoder mitigar con ella su hambre. Un peón, al parecersin trabajo como ellos, y que también comía con vo­racidad la caña, le dirigió algunas preguntas que elloscontestaron cordiales. Era uno de esos tipos de edadindefinida, pero ya bien maduro, con un pantalón demecánico, blusa de dril, y gorra grasienta. Después deun largo rato de conversación Lorenzo le preguntó:

-Dónde podríamos pasar la noche, amigo?-Andan en busca de trabajo?-Sí. Pero tenemos que esperar hasta el lunes para

conseguirlo.-Entonces pueden dormir en el barracón. Yo

también duermo allí. Tienen hamacas?-Sí.-Entonces no se apuren.El barracón era una especie de rancho, ancho y

largo, de gruesa madera de pichipén pintada de verde,en el que dormían más de cien peones del Ingenio, yhasta a veces familias de los cortadores de caña. Todoel mundo tenía derecho a colgar su hamaca allí, yaque nadie era dueño de casa ni jefe. En todos losIngenios, y en casi todos los bateyes, existen barraco-

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nes de esos, donde sin averiguaciones, hallan techo lospeones que recorren los Ingenios, en busca de trabajo.

-y tu no crees que conseguiremos trabajo en otraparte? - le preguntó Martín a su compañero, ya quele parecía que era perder mucho tiempo esperar a quepasaran cuatro días.

Cuando Lorenzo iba a responder el peón le inte­rrumpió:

- y o sé como anda ésto y me parece que van aperder su tiempo andando por los Ingenios. Si lesofrecieron algo que hacer para el lunes lo mejor esque esperen.- les aconsejó.

-Usted está seguro?-Prueben a ver. De aquí al lunes pueden andar

varios Ingenios y si no encuentran, vuelvan. Es que lazafra se está acabando.

El negro peón hablaba con seguridad de veterano.Pero Lorenzo quiso probar y resolvieron partir al ano­checer. El peón le dio algunas instrucciones para elrecorrido y emprendieron de nuevo la marcha.

Fueron tres días de caminata dura. A veces, setrepaban en trenes cargadores de caña y así camina­ron tres Ingenios sin ningún resultado. En uno deellos, en el que pasaron una tarde y la noche, sacaronun resultado desconsolador. Después que recorrierontodos los departamentos de máquinas, en la mañana,y sin conseguir nada, un tren cargado que iba en buscade caña, los dejó en el batey principal. Aunque eracortado por el mismo patrón de todos los bateyes,tenía un par de oficinas más, lo que le daba ciertaimportancia.

Martín y Lorenzo estaban cansados, rotos. Todoel cuerpo adolorido. El estómago relajado de la tantacaña comida y dispuestos a tirarse en cualquier sitioen que pudieran descansar. Pero aun así trataron dehablar al J efe del Batey para ver si en la última tenta­tiva tenían mejor suerte.

Un peón les dijo:

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-Es aquél que viene en aquella mula.- y señalóun jinete que se acercaba, a paso corto, hacia el pesode caña.

Martín y Lorenzo se le acercaron. Era un america­no corpulento, de rostro redondo y como tomatemaduro, vestido con pantalones kaki de montar, po­lainas de cuero, camisa holgada y sombrero blanco deexplorador. Al cinto, un revólver con el mango denácar y un cinturón lleno de cápsulas.

-Mister,- principió a decirle Lorenzo, que siguióhablándole en inglés sobre lo que buscaban.

Pero el Mister dijo tres palabras rápidas y congesto de molestia espoleó la mula que montaba.

-Qué te dijo? - le preguntó Martín a su compa­ñero.

-Nada. No nos vale ni que les hablemos en in­glés! ...

Esa noche, en el barracón, colgaron sus hamacasde los primeros. Aquel barracón era el más sucio yhediondo de los que habían visto o visitado en su co­rrería. Más de cincuenta hamacas, casi negras de tansucias, colgaban en todas direcciones. En las dos puer­tas, regados, varios fogones en que algunos hacían laúnica comida con grasa del día, y que por lo regularno pasaba de harina de maíz con arenque o de arrozcon bacalao y casabe. Un humo hediondo y sofocantellenaba el barracón.

-Tenemos que salir hasta que esta gente acabe,porque nos ahoga el humo.- dijo Martín.

y salieron. Muy cerca del barracón pasaba la víaférrea, cuyos railes brillaban en la oscuridad. La quie­tud de la prima noche era rota a veces por un silbatolejano o por el ruido de algún "balsié" haitiano, queponía en aquella extensión verde de los cañaverales unaextraña vibración de jungla africana.

Muy cerca de donde Martín y Lorenzo se senta­ron a esperar que la animación de los fogones se apa­ciguara, había un grupo de tres peones que principia-

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ban a hacer fuego, con la misma intención. El másviejo les preguntó:

-Tienen fósforos, amigos? -Sí; aquí me que-dan tres palitos.- y Lorenzo le tendió la cajetilla.Cuando lograron encender, el viejo se la devolvió dán­dole las gracias.

Después, cuando encaminó lo que iban a cocinar,buscó sitio cerca de ellos. Por las palabras que cambia­ban, Martín y Lorenzo supusieron que se trataba depadre e hijos. El era blanco, de rostro quemado ycabeza calva, pero de contextura fuerte y ademanesde natural autoridad. De los dos mozos que estabancerca, uno iba poco arriba de los veinte años y el otroentre los dieciocho. Se notaba a primera vista queeran hombres de campo y que aquella vida no lescausaba molestias.

-Son nuevos por aquí? - preguntóles el viejo.-Sí. Andamos buscando trabajo.-y no han encontrado nada?-Cortar caña.-Malo, amigo! Lo han hecho otra vez?-Nunca.-Pues no lo hagan. Pagan a quince centavos por

tonelada y no hay hombre, por larguero que sea, quecorte y monte cuatro toneladas en un día. El términomedio que hacen los cocolos son tres, trabajando des­de las cinco de la mañana hasta las siete de la tarde.Yo y mis dos muchachos tenemos una carreta de seisbueyes y también nos pagan a quince centavos latonelada, y la tenemos que tirar desde el corte hastael peso. lo más que hacemos entre los tres, con lamejor carreta del Batey, son ocho toneladas...

El viejo hablaba con un desencanto que sobresalíade la oscuridad y que tenía acentos tan violentos,como las llamas del fogón que a cada momento lesiluminaban el rostro, como foetazos rojos. El silenciode sus hijos corroboraba su desilusión. Martín le pre­gunt6:

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-Ustedes son del Sur?-Sí; de Pititrú. Y Usted?-De Duvergé.-Entonces somos paisanos! - comentó animado.-Dígame -interrumpió Lorenzo- y después que

se acabe la zafra, y dicen que es en este mes, quéqueda por hacer?

-Entonces vienen los cultivos, que es como lellaman por aquí al resiembra, al desyerbo y al acondi­cionamiento de la caña, cuya siembra la pagan a vein­ticinco centavos la tarea y no hay hombre que hagados tareas en un día que no se malogre...

-Hace mucho que está por aquí? - le preguntóMartín.

-Desde diciembre. Pero no me valió venir tempra­no. Todos los puestos regulares tienen herencia deaño en año. Pero no vuelvo a salir con los muchachosde Pititrú, Yo tengo un conuquito y un bote y no meva tan mal.

-y entonces por qué está aquí?-Porque después que uno sale de su casa no quie-

re volver al otro día, para que se rían de uno,- y en elmomento en que Martín y Lorenzo hicieron inten­ción de marcharse los atajó con un gesto.- No sevayan, amigos, para que se coman un locrito de aren­que que están haciendo los muchachos...

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XIII

DOS JUGADORES PROFESIONALES

Más de dos meses tenían ya trabajando en aquelIngenio, pintando vagones, cuando Lorenzo le dijo aMartín:

-Esta noche vamos a ver dos indivíduos con quie­nes vamos a entrar en negocios.

-Qué clase de negocios?--Uno mejor que pintar vagones por cincuenta

centavos al día. Estás dispuesto?-Sí, como quiera.y no preguntó más nada. Por malo que fuera

aquel negocio que tenía entre manos su compañero,no podía ser peor que el que hacían. Pintar vago­nes! Los cincuenta centavos que ganaban no le alcan­zaban más que para mal comer, y aun así, eran vistocon envidia por muchos jornaleros sin trabajo y confamilias que mantener.

En esos dos meses no habían hecho nada que nofuera comer, dormir y pintar. Por las noches, iban aver los bailes de "balsié" y de "luá" que montaban loshaitianos o los cocolos y después, al barracón a dor­mir.

Martín no le había vuelto a escribir a su familia aDuvergé ni había vuelto a tener noticias de ellos. Aveces, mientras esperaba el sueño, colgado en su ha­maca, el recuerdo de Paula le cruzaba el cerebro mez­clado con la despedida de su madre, la madrugada quesalió de Duvergé.

Como solamente les quedaban algunos días más

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de trabajo, convinieron en irse diligenciando otra co­sa. Ya la zafra se hab ía terminado y las actividades delIngenio se habían reducido a un cincuenta por ciento.Solamente en los campos la labor de la resiembra,limpieza y abertura de canales mantenía algún movi­miento de peonaje.

Esa noche fueron donde los individuos de que lehabía hablado Lorenzo. Parecía que los esperabancon impaciencia. Era una pequeña casa de las que elIngenio da a los obreros de alguna categoría. Despuésde saludarlos, Lorenzo presentó a su compañero, quele tendió la diestra:

-Martín Román, a su órden.- dijo a cada uno.-Javier Lirio.-Pedro Arango.Y se estrecharon las manos.Javier Lirio era un hombre bajo de estatura, grue­

so, blanco y como de treinta años. Tenía unos ojosgrandes e inexpresivos, como de animal manso. Suvoz era casi afeminada. Vestía pantalón de lanillablanca, una camisa de seda a rayas azules, sombrerode pajilla blanca y zapatos de dos colores.

Pedro Arango también era bajo de estatura, peroera delgado, con el rostro huesudo, los ojos hondos yun mirar como de ave de rapiña. Era mulato oscuro ydebía andar por la cuarentena. Al hablar, un reflejode oro amarillo hacía desagradable verle fijamente.También iba vestido con pantalón y camisa solamen­te, pero de tono más serio.

-Espero que seremos buenos amigos.- dijo JavierLirio.

-Así lo espero. Entonces saldremos al amanecer.Ustedes verán que no les va mal. Nos vamos de aquíporque estamos mal vistos por el J efe de órden. leexplicó Pedro Arango,

Martín, que no había recibido explicaciones de sucompañero, preguntó sorprendido:

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-Qué nos vamos al amanecer? Entonces vamos aperder nuestro ticket con doce días de trabajo?

-No.- le atajó Lorenzo- ellos harán que un ami­go los compre.

-Sí;- aseguró Pedro Arango- por ese lado pierdacuidado.

-Pero está mal hecho de mi compañero.- protes­tó.- Debe consultarme lo que haga, que no somosmuchachos.

Lorenzo, a todo el enojo de su compañero, aquien veía por primera vez así, solamente le dijo, conbuen humor:

-Lo que yo hago es para bien de los dos. Y no teincomodes, amigo, que eso da alferecía...

Javier Lirio intervino, preguntando:-Estamos conformes?-Sí.- Martín, al dar aquella seguridad, pidió una

excusa indirecta por lo que había dicho, a su compa­ñero.

-Entonces salimos al amanecer. Estén listos en elbarracón, para cuando pasemos a buscarlos.

Ya de regreso, sin ninguna muestra de rencor, ledijo Lorenzo a Martín:

-Estos son dos tigres... Tu verás como se ganadinero!

-Qué es lo que hacen? - preguntó intrigado.-No quiero que te arrepientas. Pero ten un poco

de paciencia, que no nos irá mal!-Sí Dios quiere! - Martín había adivinado ya de

qué se trataba.Tal como habían convenido, realizaron la partida.

Los tickets de la faena fueron vendidos con muy po,codescuento y emprendieron la marcha. En el automóvilllevaban dos conos de hojalatas, con dos tapas, y dosmesas llenas de cuadros y de números pintados endiversos colores chillones, que amarraron en la partetrasera del vehículo.

An tes de media hora de marcha llegaron al Inge-

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nio adonde se dirigían. Había mucho movimiento. Enla casa donde se desmontaron parecían ser viejos ami­gos de Javier Lirio y Pedro Arango, pues los recibie­ron con muestras de entusiasmo. Era en una pequeñacasa pintada de verde, tamaño standard, con cuatroapartamentos, situada en el centro de todo el movi­miento de la factoría. Muy cerca estaban las enormescasas de máquinas y los molinos, que trabajaban conun gemido sordo y contínuo. De vez en cuando lallegada de una locomotora sobresalía por sobre todoslos demás ruidos, ahogándolos por un instante. Cadamomento entraban y salían automóviles, camiones ycarretas.

-William- le dijo Pedro Arango al dueño de lacasa presentándole a Lorenzo y a Martín- estos dosamigos andan con nosotros, me los trata bien. Debende tener mucha hambre.- terminó de decirle sonrien­do:

-Están en su casa, señores! Dentro de un momen­to Simone tendrá listo algo de comer para todos.­díjoles, obsequioso.

-Gracias.Martín lo contempló con curiosidad. William era

de un color brillante, como si sobre los pómulos y lafrente tuviera adherido cataplasmas de brea Era tanalto como Pedro Arango y Javier Lirio juntos. Cuan­do hablaba en su boca relucían pequeñas gotas rojas.Pronunciaba bien el español y parecía tener don degentes. En la muñeca de su mano izquierda lucía unreloj de oro y en los dedos algunas sortijas.

Desde que llegaron se trabó en una misteriosaconversación con Javier Lirio, en un ángulo de lapequeña sala y a Martín le pareció que era de él y deLorenzo de quien hablaban, porque los miraban coninsistencia, llegando casi a señalarlos.

-De qué es que se trata? - preguntó Martín aLorenzo.

-Después que desayunemos te explico. No creas

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que es cosa de que vamos a matar a nadie.- y lo miróburlonamente.- Tienes miedo?

-De qué?-No; te pregunto solamente.-Nunca he tenido miedo, a nada.-Menos mal.Momentos después, desayunaron abundantemen­

te. Martín hacía mucho tiempo que no lo comíaigual.

Simone, la mujer de William, era muy complacien­te. Mientras servía no dejó de sonreir y de decir,como un ruego:

-Sírvase más! Pero usted ha comido poco ami­go!

Era un poco más clara que su marido. Con lasancas fuertes y masudas y mirada llena de picardíaalegre y graciosa. Una negra simpática! -pensó Mar­tín, y se fijó en una mirada demasiado tierna quecambiaron Javier Lirio y ella...

Cuando acabaron de desayunar, Javier Lirio lesdijo:

-Para hacer hora dense una vuelta por ahí. Nosaldremos hasta por la madrugada. Pero comeremos ypasaremos la noche aquí.. -¿No perderán la dirección de la casa? - pregun­tó William.

- Yo creo que no.- Dijo Lorenzo.Lorenzo y Martín salieron. Por un buen rato

deambularon por todo el Ingenio. Era todo un puebloaquel sitio! Tenía un cine regular, una bodega gran­dísima y hasta una iglesia, además de hospital, escue­las y oficinas importantes.

En un sitio apartado de la Factoría estaba el mer­cado.

-Vamos a dar una vuelta por aquí.- le dijo Lo­renzo, internándose entre más de cien puestos de ven­ta.

Casi todos los vendedores eran negros y la ma-

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yo ría de ellos, haitianos o cocolos. Negras rollizasvendían yaniqueques de harina de trigo, grandes yhúmedos en manteca, y frituras y comestibles por elestilo. Los haitianos se especializaban en la venta detrastos de hojalata, chancletas y cachimbos de barro.

En varias mesas se jugaba dinero a los dados y endiversas formas. En una de ellas divisó a William y aJavier Lirio. El negro, alto, dominador, parecía fungirde administrador y desde lejos se notaba que infundíarespeto. En su cintura, llevaba un revólver.

-Es el dueño de todas esas mesas de juego. -leexplicó a Martín su compañero.- Todos los jugadoresque vienen aquí tienen que estar bien con él, de locontrario no logran hacer ni un centavo.

-y no le hacen nada?-Qué va! Además, todo el dinero que gana no es

para él: lo tiene que repartir con el Jefe de Orden,con un americano y mojarle las manos a varios más.El, en cambio, cuando un jugador viene, le dice lacolonia donde se hace más negocio y procura quemuchos jugadores no vayan allí. Todo eso por unaparte de las ganancias. Y es peligroso tenerlo en con­tra...

-Bueno, y nosotros, cual papel vamos a hacer? ­preguntó al fin Martín, soltando una pregunta quehacía rato le quemaba la lengua.

-Poca cosa. Ni a tí ni a mi nos conocen por estoscontornos. Vamos a ayudar a Pedro Arango y a JavierLirio y ellos nos pagarán bien.

-En qué forma?-Cada uno de ellos va con su mesa de Bironay. Y

uno le ayuda en el juego haciéndole creer a la genteque está jugando y gana, sin que ellos sospechen queuno es compañero de la banca.

-No me gusta el asunto.-Porqué?-Ese asunto de juego de azar es peligroso.-No lo creas. Además, qué vamos nosotros a ha-

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cer? Pintar vagones para ganar unos centavos al día?Ir a pasar hambre a Macorís o a la Capital? No creaque a mí me gusta, pero cuando conseguí que viniéra­mos con ellos, me alegré, porque era tener un mediode poder juntar algún dinero...

Martín no volvió a comentar nada, pero algo en lomás íntimo de su ser le recordaba el Caso de su primoMario y lo acercaba a un mismo nivel!

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XIV

POR MAL CAMINO

Todavía habían estrellas prendidas en el telónazul oscuro del cielo cuando hicieron levantar a Mar­tín y a Lorenzo.

-Arriba, amigos, que nos deja la máquina! - lla­móles Pedro Arango, sacudiéndolos por los hombros.

-Ya vamos...Quien primero se levantó fué Martín. Acostum­

brado a madrugar con el alba, hab ía despertado a laprimera indicación. No así Lorenzo, que revolviéndo­se en la ancha cama de hierro estilo antiguo dondedormían, preguntó reacio:

-Qué pasa?-Levántate, que ya es hora.-Hora de qué?-De irnos.-De írnos?Iba a seguir protestando, cuando la voz de Si­

mone, mojada de una alegría madrugadora, le dijo,con un dejo demasiado cargado de voluptuosidad y enun gracioso español:

-Levántese amigo, que ya le tengo el café listo.-y los otros, se levantaron ya?- Y salieron también.Lorenzo quitó el pedazo de sábana que le cubría

su rostro oscuro y al ver que su compañero se lavabaya, se tiró de la cama Lo primero que hizo fué pa­rarse frente a un espejo que colgaba de un clavo, cercade la cama

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-Yo si soy feo, amigo! - exclamó al ver su rostroen el cristal reluciente.

-Ahora es que te vienes a fijar? - le preguntóriendo Martín.

-Yo me fijo poco en eso. Siempre que tengo casano uso espejo, y si lo tengo, es chiquito, para nodesencantarme por completo. Nosotros los negros nodebemos usar estos aparatos...

El silbido ronco y fuerte de una locomotora setragó el resto del comentario de Lorenzo y espantó laserenidad de la madrugada.

-Dénse prisa, señores, que ya la máquina se va! ­aconsejó Simone.

Tenía razón. No habían acabado de tomar cafécuando llegaron Javier Lirio y Pedro Arango. Teníanmucha prisa. Sacaron las dos tablas de Bironay y apre­miaron a Martín ya Lorenzo.

- Vamos pronto, que nos deja la máquina.y llegaron hasta la locomotora, casi corriendo,

con las dos tablas y los trastos de juego encima. En elvagón en que ellos subieron iban más de treinta per­sonas, entre hombres, y mujeres. Como era para ama­necer sábado, día de pago en los bateyes, muchosllevaban fardos y bateas, llenas de cosas para la venta.En el grupo no faltaban cinco o seis buhoneros ára­bes, con sus grandes paquetes de mercancías y sobreellos la vara de medir, que a la vez que le servía demedida también podía servirle para propinarle unpalo a algún ladrón o molestoso. Así como tambiénalgunas mujeres alegres, que iban en busca de ganarsealgunos pesos, en su mísero tráfico.

Todavía faltaba un buen rato para que el sol prin­cipiara a mellar el filo del horizonte cuando la lo­comotora comenzó la marcha, jadeando y volviendo arepetir su fuerte y ronco silbato.

-Adónde vamos? - preguntó Lorenzo a PedroArango.

-Al batey "La Niña".

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-Muy lejos?-Como a veinte kilómetros.-y hay mucho movimiento allí?-Sí. Por una semana por lo menos tendremos tra-

bajo. Está en un cruce, donde van a parar los cuartosde seis colonias.

-y dura una semana el movimiento?-Sí. Porque no pagan a todas las colonias el mis-

mo día. Hay veces que están tres y cuatro días pagan­do.

-y por qué?-Cosas de los blancos! Es que a veces dejan de

pagar hasta un mes, Y cuando lo hacen tienen quehacerlo al paso.

Mientras la locomotora corría, los cañaveralesiban pasando envueltos en la bruma oscura de la ma­drugada. La mañana estaba fresca y a Martín le agra­daba que el aire le azotara el rostro.

-Tu habías estado en ésta colonia? -le preguntóJavier Lirio a Martín.

-No, nunca.-y tú, Lorenzo.-Tampoco. Por qué?-Porque es bueno que no los conozcan, para que

crean que no son jugadores profesionales, como noso­tros.

-Si es por eso, puedes estar sin cuidado, que es laprimera vez que vamos a participar en este robo...

-Por qué robo?-No; por nada.- y Lorenzo le guiñó un ojo a

Martín y le dijo aparte:- Estos dos tigres creen quenosotros somos ovejas porque nos ven lanudos.

A cada momento la locomotora hacía alto en al­gún sitio, dejando algo o enganchaba algunos vagones,y proseguía de nuevo. En cada parada se montaban ydesmontaban nuevos trabajadores en los destartaladosvagones.

Cuando el sol principió a salir el panorama se hizo

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más agradable y el tiempo se fué con menos monoto­nía. Sus rayos rubios ponían reflejos dorados en lashojas de la caña, en las que temblaba el último rocíode la noche. ¡Qué diferentes a su pequeño campo decaña de Duvergé le parecieron aquellos campos inter­minables a Martín!

En cada parada dejaban atrás una colonia de ta­maño regular, con sus casas uniformes. Con sus gran­des rigolas a toda la vera de los cañaverales y susenormes tanques a orilla de la vía férrea, listos parasaciar la sed de las locomotoras. En los bateyes princi­piaban a salir las pesadas carretas de bueyes y la filainterminable de cortadores de caña, en cuyos mache­tes el sol se detenía en los filos relucientes y parecíanir cantando alguna extraña e irónica canción. Mayor­domos montados en mulos, vestidos con pantalonesde kaki y anchos sombreros y llevando al cinto revól­ver y largos colines, se encaminaban también a la fae­na, donde su única misión era hablar fuerte, presumirde una bravura de encargo y tratar impiadosamente alos infelices cortadores de la caña.

Cuando por fin llegaron a "La Niña" el día estababien entrado. Era aquel un batey de importancia, yaque era el eje de otros bateyes y poseía un numerosocomercio de buhoneros, algunos de los cuales poseíanvivienda definitiva en él, haciendo sus negocios deventa con mucho cuidado de que la factoría no nota­ra que le hacía alguna mella al movimiento comercialde la bodega del Ingenio, caso en el cual era seguro laexpulsión de dicho comerciante por cualquier moti-vo...

El batey "La Niña", además de sus numerosasfilas de pequeñas casas verdes, como cortadas todaspor un mismo patrón, tenía frente al camino de hie­rro y cerca de la bodega, algunas casas grandes, cómo­das, rodeadas de compactas hileras de pinos enanos,con galerías y garajes, que eran destinadas al uso delos extranjeros que trabajaban allí, y las que poseían

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todas las comodidades que brinda el confort moder­no. Estas casas formaban un duro contraste con laslargas enramadas de gruesas tablas de pichipén pinta­das de gris en las que como sardinas en latas vivían lospeones. En algunos de estos barracones se veían largasfilas de hamacas colgadas que daban la impresión deun bosque de drizas y cuerdas de varios veleros juntoa algún muelle abandonado.

Pero los que acompañaban a Javier Lirio consi­guieron un buen alojamiento, todavía mejor que elque les brindó William en el Ingenio. Era en la casa deun Sub-gerente de la bodega, también inglés y cama­rada de William en esta clase de negocios. Cuandollegaron él se preparaba para ir a su trabajo. Era unseñor con modales de falsa cordialidad de hombre quetoda su vida se tuvo que plegar a obedecer órdenesdadas en voz alta.

-Cómo está usted,- J ohn? - le saludó Javier Li­rio al llegar.

-Pasen; ya William me había avisado su llegadapor teléfono. Me dijo que pasarán todo el pago poraquí.

-Si Dios nos ayuda,- y agregó, después de unapausa y como para hacerle comprender que hablabade negocios.- Estos amigos vienen conmigo, pero yoarreglaré el asunto que usted no se perjudique y alcontrario...

-Oh! , no! De ninguna manera. Yo sé que ustedes un hombre que sabe hacerse entender y ya tendre­mos tiempo.- y cambiando de conversación, llamó-Mariana! Mister Javier ha llegado.

- Ya voy a atenderlo.- contestó una voz de mu-jer, demasiado desafinada, desde adentro.

-Hacía mucho tiempo que no venía por aquíldijo John a Javier Lirio.

-SÍ; la última vez fué hace más de un año.-Entonces usted no conoce el nuevo jefe del ba-

tey?

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-No es mis ter Palmer?-No; se fué hace cuatro meses. El que está ahora

es mister Niles.-Mister Niles? Es raro, pero no lo conozco.-Vino de Cuba, donde trabajó por más de diez

años.Tiene algo de particular mis ter Niles? - pregun­

tóle Javier Lirio al ver la forma misteriosa en que lomencionó el cocolo.

-Sí; de seguro van a ser amigos; le gusta... -ehizo con las manos el gesto de quien tira los dados.

-Ah,juega?-Sí. y también dicen que es peligroso...-Me extraña que William no me dijera nada.-Qué peligroso puede ser? - preguntó Pedro

Arango, mezclándose por primera vez en la conversa­ción.

-Veremos! - y Javier Lirio, recordando que nohabía hecho la presentación de sus amigos y aprove­chando la entrada de Mariana a la sala en donde ha­blaban, dijo: -Déjenles presentar a mis tres amigos:Pedro Arango, Lorenzo y Martín.

Después de la presentación, volvió a decirle:-Los trastos de trabajar los dejamos en otra parte

para que no se vaya a perjudicar.-Gracias, Mister Javier. Pueden meterme en un

chisme con los jefes si saben que ando en ésto conustedes...

Martín no había podido quitarle la vista a Maria­na. Era una mujer que solamente por ser tan pequeñay fea no pasaba desapercibida en la reunión.

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xv

EN BRAZOS DEL AZAR

El negocio dejaba buenas ganancias, y muy pocotrabajo. Aquel sábado, al principio, hubo poco movi­miento, pero a la caída de la tarde, se principió aanimar. Las mesas de Javier Lirio y de Pedro Arangoestaban como cien metros una de otra. A Martín letocó "trabajar" con Javier Lirio y a Lorenzo con Pe­dro Arango.

-Cada vez que las apuestas anden flojas, metesdinero, a cualquier número. Y cuando veas que algúnanimal de estos esté de remolón, también mete en lamisma forma, para abrirle el apetito,- fueron las úni­cas instrucciones que recibió Martín de Javier Lirio alponerle un paquete de dinero en las manos.

-y si saben que estamos compuestos?-Qué van a saber lHáblame duro y tira los cuar-

tos como si fueras el dueño del batey...Martín observó religiosamente las instrucciones.

Al principio lo hacía cohibido. Dos horas despuésde simular la primera apuesta, lo hacía con natura­lidad. Hasta se emocionaba jugando aquel dinero aje­no. Hubo un momento en que Javier Lirio lo miróasombrado, del calor que ponía en su voz, en susademanes, al mezclar su afán en el juego de azar,confundido con los demás hombres que jugaban.

Habían tantos alrededor de la mesa de bironayque su entusiasmo, Javier Lirio lo juzgó innecesario yle hizo una seña bien disimulada para que no siguierajugando...

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Martín dio una vuelta, y volvió junto a la mesa debironay.

Entonces se dedicó a observar: hombres de todoslos colores se acercaban al juego. Javier Lirio estabatransfigurado. Era un hombre diferente. Parecía el sa­cerdote de una religión extraña. Sus ojos brillabanmás. Sus pequeñas manos regordetas se movían ágiles,doctorales. El color desteñido de su rostro tenía unmatiz encendido. El cono de hojalata en que revolvíalos dados daba sensación de que era un cáliz en quemezclaba algún brebaje misterioso.

La mesa estaba instalada muy cerca de la casagrande donde efectuaban el pago y de la bodega Al­gunos hombres llegaban con los pequeños sobres blan­cos donde recibían el dinero de la paga aún sin abrir,y lo dejaban íntegro, entre los números azules y rojosdel bironay. Los que menos jugaban eran los haitia­nos. Cuando recibían su dinero, lo amarraban con tresvueltas en sus grandes pañuelos de madrás. Pero al­gunos no podían soportar el deseo de jugar y aposta­ban. Al principio de diez centavos, después de veinte,después, de lo que le quedara en las manos...

Hasta la prima noche el movimiento fué intenso.Pasaban los mayorales, con sus revólveres y machetesa la cintura, y echaban a la nuca los anchos sombrerosde tela o de fieltro cada vez que perdían. Los corta­dores de caña, algunos con la mocha de filo blanco ybrillante, todavía húmeda de guillotinar la caña. Lospeones de carretas y hasta algún empleado de la ofi­cina y de la bodega, que jugaba con el temor de quelos jefes yanquis se dieran cuenta...

Cerca de la mesa de bironay de Javier Lirio habíaotra mesa de juego. El dueño era un hombre alto,jóven y simpático. Su juego no era sensacional, peroatraía público suficiente: entre sus manos ágiles casise perdían tres barajas, que manipulaba, diciendo:

-El colorao! El colorao! El que dice donde estáel colorao gana! Este es el colorao! - Y viraba el nai-

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pe, una sota de oro, y volvía a barajarlo, con habili­dad extraordinaria, entre dos sotas negras, y a pre­gonar.- El colorao se paró! - al colorao apostabanpero de diez que apostaron solamente dos lograronacertar... Entonces, para borrar la impresión de sufácil y jugosa ganancia, volvía a comenzar:

-El colorao! A qué no me adivinan adonde estáel colorao1 . . . -y su voz hacía todo lo posible porinspirar confianza...

Martín notó que la mesa de Javier Lirio se ibaquedando sola y se acercó a jugar. Tiró una gruesamoneda de veinte centavos y su voz viril animó, lomás alto que pudo, su apuesta. Pero perdió, yesoacabó de desencantar a los que estaban cerca

-Hasta a mí me ganas? - díjole, riendo, a JavierLirio.

-No me ha ido malla tarde. Tengo hambre, com­pañero.- contestó, bostezando.

- Ya es hora de comer algo.-Esperemos que venga otro infeliz. A Pedro

Arango no le ha ido mal tampoco.-Cómo lo sabes?-Me lo mandó a decir.Ya la noche se iba cerrando. Una noche oscura,

pero con el cielo lleno de estrellas. La mesa de biro­nay estaba muy cerca de un potente foco eléctrico,pero ya la hora mandaba a cambiar de sitio. El mejorpunto, en la noche, era en el marsé, como en criollolos haitianos designaban la imitación de mercado, cer­cado de alambre de púas, que había en el batey. YaJavier Lirio se disponía a cambiar de sitio, cuandollegó un capataz. Estaba medio ebrio. Sus ademanesinsolentes se afianzaban en un colt que llevaba a lacintura. Era un hombre fornido e insolente. Al des­montarse de la mula la amarró cerca. Antes de termi­nar, dijo, con voz escandalosa:

-No se vaya, amigo, que vamos a jugar un poco!-A su órden! - pero a Javier Lirio no le dio b ue-

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na impresión aquel tipo. Tenía fama de tratar a loscortadores de caña a fuerza de látigo y patadas. Hastase le imputaba la muerte de algunos...

-Usted no me conoce, amigo? - le preguntó aJavier Lirio, al poner un paquete de billetes de a dólarsobre la mesa.

-Lo conozco de vista, pero no sé su gracia ..- seexcusó, casi tímido.

-Pues yo soy Mister Brenan.-Ah! Usted es americano?-Casi casi, porque nací en Puerto Rico...y principiaron a jugar.A Martín, que estaba junto a la mesa, le cayó

odiosa la fanfarronería del capataz y le repugnó lacobardía que se pintaba en el rostro de su compañero.Tuvo como un presentimiento de que aquel juego noacabaría bien y recordó que ni él ni Javier Lirio te­nían arma alguna.

"Mister Brenan" principió ganando... Javier Li­rio siempre dejaba que principiaran ganando. Además,el miedo casi le impedía hacer sus habilidades. Pero alfin, cuando vio que iba perdiendo en serio, el jugadorse impuso... y "Mister Brenan" dejó de ganar. Con elcambio de suerte, vino el mal humor y las palabrasdescompuestas, tornándose amenazador.

Cuando Martín calculó que Javier se había desqui­tado lo que principió a perder, tomó una resolución,que los ojos de su compañero le pedían a gritos: seinterpuso entre los dos jugadores y dijo, con una vozque asustó hasta a él mismo:

-Javier, no siga jugando!-Por qué- preguntó "Mister Brenan".-Porque no me dá la gana! - y lo miró a los

ojos, desafiante.-El juego es suyo?-Sí; es mío-Usted es medio guapo, eh?..Si lo quiere averiguar me avrsa.s- Martín com-

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prendió que el capataz no iba a hacer nada y alzó lamesa y le dijo a su compañero.- Coge el resto ycamina!

Ante el gesto decidido de Martín, ] avier Lirio losiguió, pero no quería perder de vista el capataz, quetenía un revólver. .. hasta que lo vio montarse en lamula y partir, mascullando maldiciones.

-Por poco la echamos! - díjole a Martín cuandollegaron a casa del cocolo donde estaban hospedados.

- Yo sabía que no: Perro que ladra no muerde.-Pero estábamos como las mujeres,-Tú, aunque tengas un cañón, andas como las

mUJeres...javier Lirio no se atrevió a protestar, porque en el

fondo sabía que era un cobarde. Y cínicamente, loconfesó:

-Unos nacen guapos y otros no. Yana nací parapelear con nadie.

-Ni aunque te quiten lo tuyo?-La vida no se compra en botica. ..Martín no quiso oír más...-Les fué bien? - preguntóles Lorenzo, que con

su compañero, había llegado primero.-Sí.Sobre la mesa había comida en abundancia. Por

un momento no hubo atención más que para ella.Cuando terminaron, Pedro Arango preguntó:

-Van al "marsé"?'-No.- dijo rápido]avier.-No me dijo que iríamos? - preguntóleMartín.-Sí, pero ya no voy...-Le tiene miedo al capataz?-Sí; no quiero verme en líos.-Es una lástima, porque me dijeron que esta no-

che iban algunos jefes que pierden hasta la cabeza.­comentó Pedro Arango.

Lorenzo buscó su sombrero, el cono y los dados ysalió, seguido de Pedro Arango.

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-Te das una vuelta por allí.- le dijo a Martín.­Para que demos una vueltecita luego.

Javier Lirio, después de un momento de vacila­ción, decidió ir. Pudo más en él el jugador que elcobarde.

-Cómprate un cuchillo cinco clavos.- dijo a Mar-tín

-Para tí?-No! Por si quieres usarlo.- y .por qué tu no usas uno?-Nunca he usado armas.-Nunca, nunca?-Nunca! Y mientras seas mi compañero de jue-

go, tenlo presente, para que no te coja de sorpresa:cuando se arme un pleito, yo no peleo con nadie.

-y si te pegan?

-Tampoco.- Javier Lirio lo dijo en voz baja,avergonzado.

Martín no quiso seguir sobre el asunto. En vez decólera, lo que sintió fué una gran piedad por aquelhombre que tenía el valor de confesar su cobardía.

Ya en el "marsé", volvió a principiar el mismomovimiento que durante la tarde. Pero esta vez ha­bían tantos hombres dispuestos a jugar que la mesacon sus seis números resultaba pequeña.

Martín recordó el encargo de Javier Lirio, de quese comprara un cuchillo, y se dispuso a hacerse deuno. El "marsé" era un sitio pintoresco y quiso darleuna vuelta completa. La mayor parte de las mesasdonde vendían toda clase de objetos eran anchas, ba­jas y pintadas de blanco. Estaba iluminado por lám­paras de carburo y gruesos mechones de gas, que tem­blaban al pasar la brisa. Muchos vendedores no usabanmesas, y acomodaban sus ventas en la tierra negra delpiso. En una encontró Martín el cuchillo que buscaba.Por primera vez en su vida compraba arma para suuso. El mango negro del cuchillo hizo estremecer su

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diestra, guardándolo en la cintura, bajo la camisa, vol­viendo a la mesa de bironay.

Parecía que algo extraordinario pasaba alrededorde ella. Cuando se abrió paso, notó que solamente unjugador, a pesar de que otros jugaban, era que llevabacasi todas las apuestas.

-Mi va al uno y al seis.i-- dijo, poniendo con gestodecidido dos billetes de a cinco dólares en cada núme­ro.

Martín lo observó con curiosidad. Era un yankialto y seco,con la piel traslúcida de tan blanca y unosdientes marrones de la nicotina del tabaco de Virgi­nia. Sus escasos cabellos eran rubios y cada momentoescupía de impaciencia o de cólera. Cada vez que per­día, el acero de sus ojos se detenía en alguien y leechaba una mirada de odio como si fuera culpable desu mala suerte. Javier Lirio estaba haciendo su agosto.Ya había ganado más de treinta billetes de a cincodólares...

-Mister Niles está perdiendo mucho.- oyó Mar-tín que dijeron. .

Mister Niles! Entonces ese era el hombre peligro­so de que le hab ía hablado J ohn a Javier Lirio? ... Yse acercó más.

Pero no hubo nada que lamentar esa noche. Cuan­do Mister Niles perdió todo el dinero que tenía enci­ma, se sacudió y dijo hosco aJ avier Lirio!

-Tú ganando siempre, eh?-Yo juego a suerte y verdad, amigo...-Ey! Amigo no! Mi siendo Mister Niles, Jefe del

batey, comprende?-Perdone Mister.- Yo volviendo mañana. Cuidado si tu va del ba-

tey.- dijo como una amenaza.-Imposible.- protestó Javier, con temor.Mister Niles volvió a sacudirse y salió del grupo,

procurando que nadie le rozara la ropa siquiera.-Nos vamos, Martín.- advirtió Javier Lirio.

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-Ya?-Sí; hemos ganado más de la cuenta. .. Unos tra-

guitos no nos harían daño.- y dirigiéndose a un cono­cido, que estaba cerca, le preguntó:

-Esta noche, no habrá alguna fiestecita calientepor ahí?

-Sí.-Entonces vamos, que yo lo pago todo!Y esa noche, Martín fué, por primera vez en su

vida, a una fiesta completamente inmoral. ..

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XVI

UN RELATO CRUEL

Tal y como dijo Mister Niles, al otro día, a las seisde la tarde estaba allí... pero con la suerte igualmen­te pésima. Esta vez trajo un revólver amarrado a lacintura y varios tragos de whisky atravesados en lacabeza.

Como a las siete, ya había vuelto a perder todo loque llevó.

-Tú siempre gana, eh? - preguntó de pronto aJavier Lirio, llevándose la diestra al revólver y con elacero de sus ojos al rojo vivo.

- Ya le dije ayer que yo juego a suerte y verdad,Mister.- contestóle Javier Lirio.

-Tu robando mi dinero?-No señor! - protestó Javier Lirio.-Sí! Tú ladrón.- y su mano huesuda se quebró

en la boca carnosa de Javier Lirio, que escupió sangre.Martín, que estaba junto a él le puso un anillo de

fuerza en sus brazos, evitando que pudiera llevarse ladiestra al revólver.

-Soltándome seguido! - pero sus gestos y pala­bras fueron en vano.

-Estése quieto, Mister, que se va a estropear.-Ieaconsejaba Martín, que con su fuerza podía aguantar­lo sin ningún esfuerzo.

-Lo mejor es llevarlo a su casa.- aconsejó uno.-Adónde es? - preguntó Martín.-Allí.- y le señalaron una casa que se destacaba

de las demás por ser más grande y estar mejor situada.

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-Vamos, Mister.El yanki comprendió que resistir era inútil y se

dejó llevar. Parecía comprender que era mejor librarsepor la buena de aquellos dos brazos de hierro que lesujetaban para así vengarse mejor. Y cuando Martínlo soltó al fin, se metió en la casa, sin decir palabra.

-Andense con cuidado, amigos! -les advirtió al­gUien.

-Nos iremos mañana temprano de aquí.- resol­vió Javier Lirio.

-Mañana temprano es muy tarde, amigos!y tuvo razón! El juego siguió normalmente por

espacio de una hora. Parecía como si no hubiera suce­dido nada... Solamente los que conocían a fondo aMister Niles, que eran dos o tres de los que estabanallí, esperaban seguros de que algo ocurriría. Javierestaba agradecido de su compañero, aunque no se lodijo, pero tenía la certeza de que sin su intervenciónla diestra huesuda de Mister Niles hubiera vuelto aencontrarse con su rostro, agresivamente... Qué fuer­za tenía aquel mozo y qué sangre fría! Entonces de­tuvo sus ojos en los hombros fuertes de Martín y ensu cabeza enérgica, y sintió envidia de no ser como él.Porque él no era cobarde porque quería serlo, sinoporque en los momentos decisivos, sus nervios se en­cogían, su sangre se helaba y hasta a veces un nudo sele hacía en la garganta... Eso nace con uno.- pensó,conformándose con su destino.

Casi a las nueve se sintió la llegada de un motor,pero nadie sospechó que tenía que ver con el inciden­te de Mister Niles. El juego seguía animado. A PedroArango también le había ido bien. Pero cuando elincidente, no se acercó ni dejó que Lorenzo se acer­cara. Javier Lirio lo notó con dolor. De pronto, diezvoces atronaron, desde todos los ángulos del "marsé":

-Cuidado quien se mueve!-El que se mueve se muere!-Dejen los cuartos donde están!

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Las órdenes se cumplieron: nadie se movio, nihabló, ni tocó el dinero. Para los jugadores, esas vocesno eran nuevas, pero para Martín, sí, que preguntó:

-Son gavilleros?Nadie le contestó. Nadie se atrevió a contestarle,

ni se atrevió a volver a preguntar.-Los jugadores, sáquenlo del "marsé"! - ordenó la

voz del que debía ser el jefe. Una voz atiplada, andró­gina, con pretensiones de infundir terror.

Los sacaron a todos. Uno a uno y dos a dos y losalinearon bajo un potente foco eléctrico. Los cono­cían bien porque no se quedó ninguno. Eran casi vein­te. Entre ellos estaban Pedro Arango, Javier Lirio,Lorenzo y Martín. También sacaron las mesas y todoslos trastos de juegos y algunos que no eran jugadores.

-Ustedes creen que se puede venir a robarle loscuartos a los trabajadores y después intentar matar aljefe del batey? - preguntó en tono amenazador la vozatiplada y que salía de la boca de un hombre demasia­do joven, buen mozo, vestido con pantalón y blusa dekaki y sombrero de fieltro oscuro y que al hablarlevantaba la fusta que llevaba, con gesto de domador.

-Aquí nadie es ladrón.- alegó un jugador.-Cállese, ante que le rompa el alma! - le intima-

ron.-Tráiganme el dinero que tenían jugando! - or­

denó el jovencito de la voz ambigua.- Es el cuerpodel delito!

Pero el que fué a buscar el dinero volvió con unamala noticia:

-Se lo llevó Mister Niles...-Todito?-Todito!-Qué pantera!Los mismos jugadores rieron de la mala jugada

que le hizo el jefe del batey al jefecito. Entoncesllamó al jefe de órden del batey, colérico:

-Peralta!

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-A la órden.- era un negro grande, fuerte. Susdientes relucían frente a los potentes rayos de luzeléctrica. También vestía de kaki y en la cintura por­taba reluciente revólver y puñal.

-Cuántos hombres tiene?-Tres.- Yo le voy a dejar cuatro de los que traje para

que lleven presos a estos hombres a "Méjico". Sonsuficientes?

-Sí. Desde ahora les advierto,- dijo el jefe deórden del batey, dirigiéndose a la fila de jugadoresdetenidos,- que el primero que se me quiera ir sequeda con una pata rota en el camino. Comprenden?

Nadie contestó. Para qué? Además, el Negro Pe­ralta era bien conocido para que alguno intentara írse­le. Casi todos los campos del Este se habían mojadocon sangre que él había hecho derramar. La lista demuertes que se le acreditaba no era muy corta...Cuando el jefecito se marchó, ya al Negro Peralta lehabían ensillado su mula.

-Cuántas mesas son? - preguntó a uno de lossuyos.

-Siete. Tres de bironay y cuatro de dados.-Pues pónganselas a la cabeza por turno. De los

policías de campo que le acompañaban solamenteuno iba montado como él. A ese lo puso como guía.El Negro Peralta se quedó el último.

-Compadre Javier, por qué usted se mete en plei­tos con estos yankis? - le preguntó aJ avicr Lirio.

--Me pegó porque le gané a suerte y verdad y micompañero lo que hizo fué agarrarlo.

- Yo si siento no poder hacer nada por ningunode los amigos que van aquí! Porque eljefecito ése loscontó y sabe cuantos son. Si voy con uno menos mepuedo perjudicar. Comprenden? Pero no se apuren,amigos, que el que se mete en estos asuntos algunaespina se le clava... Caminando cómodo amanecere­mos en Macorís.

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El Negro Peralta no volvió a hablar. Parece quequiso prevenir a tres o cuatro amigos que iban entrelos detenidos de que era inútil cualquier súplica oproposición que hicieran... En el fondo, a pesar desu fama de asesino, le repugnaba llevar aquella fila dehombres por un delito que él sabía que lo consentíanpúblicamente si se repartía parte de la ganancia So­bre todo, que la orden fué dada por Mister Niles, quea él no le caía simpático.

"Pero órdenes son órdenes"! -pensó.El grupo de hombres, en fila india, seguían avan­

zando por un trillo que se arrastraba junto a la víaférrea. La noche estaba fresca y el ciclo parido deestrellas. Por entre unas nubes grises amagaba un pe­dazo de la luna. En la oscuridad, el brillo de los raílesservía de guía a la larga fila. Ninguno hablaba. Decuando en cuando, de labios de algunos salía, comouna detonación, una palabra de cólera o una maldi­ción. Por lo regular, esto ocurría cada vez que trope­zaban con alguna piedra o atravesaño. Las pisadas delos dos animales se tragaban el ruido de los pasos detodos los hombres juntos. Caminaban a buen paso,pero sm pnsa

Martín Román no había dicho una sola palabra.La cólera no se la dejaba articular. Preso por jugador!Preso y con una mesa de bironay a la cabeza, caminoa la cárcel! Ahora si era igualito a Mario... Ah, Ma­rio! Qué sería de él? Sus pies caminaban con abando­no sin importarle que diera un tropezón. Acaso nohabía dado un tropezón mayor? El, Martín Román,nadie entre una fila de jugadores y por el solo delitode no dejar que un gringo abofeteara a un compañe­ro.

El Negro Peralta dijo, como hablando al animalque montaba:

-En una noche igualita a esta fué que yo hice milocura más grande!

Javier Lirio, que casi iba a su lado, le preguntó?

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-Eso fué lo de Tavito RamÍrez?-No; eso fué hace seis o siete años. Yo pensaba

en mi primer remordimiento. De eso hace más deveinte años. Fué en Navarrete. Venía yo de la LÍ­nea... -y su voz se metió recuerdo adentro, remo­viendo detalles.

-Cuéntese eso, para disipar el camino.- le insi­nuó Javier Lirio.

El Negro Peralta no se hizo rogar. No fué quizáspor fanfarronería que no vaciló en hacer el relato,sino acaso por una necesidad instintiva de aligerarse elalma con una confesión. Porque siempre el primerpecado es el que deja las huellas más hondas. Enton­ces, con voz segura, principió a contar:

-"Fué en la primera revolución que me metí.Acababa de cumplir los veinte años. Y lo mejor eraque no me atraía la política. Mi familia era genteacomodada y yo el hijo más consentido. Tenía unbuen caballo y un revólver cacha de nácar nuevecito.Por lo que no me era difícil que en siendo mujer queyo apeteciera era mujer que pasaba por las armas. Porcerca de la finca de papá, había una mujer que teníafama de ser más arisca que yegua loba, pero la verdadera que los hombres no le metían mucho el pechoporque tenía tres hermanos que hacían correr al másguapo. Pero Anita y yo, una noche, bailamos todauna fiesta y salió siendo mía."

"Como eso de que los hermanos me consintieranlos amores ni lo pensaba, yo me le metía a medianoche, en la casa, y la dejaba al cantío del gallo...Pero una noche me sorprendieron y tuve que huir.Qué huir largo, porque si me encontraban aquellastres panteras era yo difunto seguro. Entonces me en­contré con la Revolución. Vine a saber que eran hom­bres de Desiderio después que se me pasó el susto. No

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es que yo tuviera miedo ni que yo fuera pendejo, sinoque cuando uno sabe que no tiene razón la sangre sele vuelve agua. Además, papá y el papá de Anita erancomo hermanos, por lo cual eso que hice estaba doblemal hecho... Bueno, el asunto fué que en Navarrete,a los siete u ocho días de estar en la Revolución, tuveque", . ,

El Negro Peralta tartamudeó. Los contornos de surostro color de alquitrán se perdieron en la negruralíquida de la noche. Pero la fila de hombres que escu­chaba el relato con interés, notó que en su voz sehabía atravesado el espectro de algún recuerdo. Ycuando un recuerdo hacía mella en una concienciatan cargada como la de un hombre como aquel, eraalgo muy pesado lo que caía sobre ella. Martín, locomprendió y sintió más verguenza, pensando en laclase de hombre que custodiaba su vida.

Pero el Negro Peralta principió a hablar, de prisa,casi sin pensar ni coordinar lo que contaba, con untono de voz sombrío:

"En la tardecita sitiamos a Navarrete. Eramos másde cien hombres. Desiderio venía detrás de nuestracolumna y había mandado órdenes de que tomáramosese pueblo antes de su llegada, ya que su gente veníacansada y quería utilizar aquel sitio como cuartel portres o cuatro días. Pero nos esperaron con las cara­binas preparadas. Tuvimos que pelear bonito para en­trar. La pólvora me emborrachó y no me mató unabala por milagro de Dios. Nos hicieron más de diezmuertos y como treinta heridos. Pero entramos!Recuerdo como ahora, como si lo estuviera viendo,cuando mataron a un mocho que era más guapo quelas avispas. Le dieron un machetazo en la barriga quele sacó todas las tripas. Entre otro y yo tratamos deentrárselas, pero siempre se volvían a salir. El nospidió que no lo dejáramos vivo. Qué era peor! Sí, erapeor! Pero yo no tuve valor para eso y tuvo que ha­cerlo otro compañero: Le puso el cañón de la ca-

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rabina en la cabeza e iba a tirar sin coger puntería.Pero el Mocho le dijo: "Espérate".- y cogió el cañóny lo acotejó en la sien. Entonces le rogó: "Tira ya! "

"Pero lo mío no f ué hasta casi a media noche. Medieron seis hombres para que hiciera la ronda por elpueblo, entre ellos, uno nativo de allí mismo. Era unanoche igualita a ésta: Muchas estrellas y con la lunaapuntando. El nativo me dijo: "Yo sé adonde haycuatro hembritas de a vagón". Cuatro hembritas? Yno tuvo que repetirlo. Todos teníamos muchos tragosde aguardientes atravesados y hubiéramos hecho cual­quier diablura... Era una casa de gente pudiente. Yoabrí la puerta con un machete y entramos. Todos loshombres de la casa estaban huyendo de la revolución.El soldado aquel tenía razón: Eran cuatro pimpollos.A la mejor le eché yo mano. Era una indiecita conbuenas carnes. Ojos brillosos y una mata de pelo quele llegaba a la rodilla. Pero cuando yo estaba medioloco con ella me dieron un golpe por la espalda, comocon una mano de pilón. "Píquenlo"! -grité sin vol­tear la cabeza. El golpe volvió a caerme encima."Píquenlo pronto".- Volví a gritar. "Qué la pique? "Me preguntaron. "Sí".- pero yo no me dí cuenta depor qué era que me habían preguntado tantas veces,atento sólo a besar como loco la boca de la mujer quese hacía daño por soltarse de mis brazos. Cuando oíun ¡Ay! y me volví, ya era tarde. A mi espalda, unaviejita se revolcaba en un charco de sangre con lacabeza partida como una naranja...Las cuatro muje­res gritaban: "Abuelita! ", "Abuelita! "

Con la última palabra se murió el relato en la bocadel Negro Peralta. Toda la fila de hombres sintió unescalofrío en la espina dorsal. Y al amanecer, cuandoun guardia volvió a hablar, fué para decir:

-Ya estamos llegando a la cárcel, señores. ¡El quetenga algún cuchillo o puñal que se deshaga de él,porque entonces sí se le complica la cosa!

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XVII

EN LACARCEL

Seis hombres cab ían en aquella celda. Cuando en­traron, habían tres camastros vacíos. Sobre el dintelpintado de amarillo, se destacaba un número siete enblanco.

-Ustedes tres aquí- el Alcaide señaló a JavierLirio, a Martín y a otro hombre, jóven, de miradaatormentada y actitudes lentas. Cuando entraron, co­rrió el cerrojo y puso candado.

-Carne fresca! - Dijo, alegre y burlona, una voz.Ya el sol estaba en su plenitud. Sobre el sembrado

de maíz que como un lujo rodeaba la cárcel, caíaamplio, llenándolo de vida. Una corneta le abrió unagrieta violenta al silencio de la mañana y hasta lostallos de maíz parecieron empinarse marciales.

Era la faena que comenzaba a trenzarse en lashoras del día. A los prisioneros recién llegados lossacaron al patio limpio y amplio y los formaron enuna larga fila. Entonces procedieron a preguntarles yanotar nombres y generales de cada uno. Cuando lellegó el turno a Martín, contestó, recordando a suprimo Mario :

-Martín García, natural del Seibo!-Lorenzo Carías, natural de Moca! -dijo Loren-

zo López, que también quiso dejar a salvo su apellidoy su pueblo...

Después de estas formalidades los volvieron a en­cerrar en las celdas. Martín sentóse en su camastro,con el rostro entre las manos parecía que sollozaba.

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Javier Lirio, en cambio, se quitó los zapatos y se tirócon abandono en el suyo. El otro, con las dos manosen las rejas de una ventana, miraba para afuera; susojos recorrían los caminos grises que divisaba cerca olos caminos de alguna ruta loca en el infinito. Sucabeza, de rasgos comunes, se juntaba a los barrotesrojos, que no dejaban salir de ella más que la nariz.Como una fiera enjaulada por primera vez, sin espa­vientos, sus manos estrujaban los gruesos barrotes, im­potentes y coléricas.

De los tres hombres que ocupaban la celda cuan­do ellos entraron, a dos los sacaron casi seguido. Los lle­vaban a trabajar en la limpieza matutina de la cárcel.El que dejaron, estaba encogido en su camastro. Aveces, articulaba palabras sin sentido. Poco despuésllegó un Practicante-Médico y le puso una inyección.

-Está enfermo? - le preguntó Javier Lirio.-No; lo estamos curando del vicio de las drogas.

Hace tres días que lo trajeron.-y qué le inyectó ahora?-Agua... Solamente tres veces al día le ponemos

pequeñas dosis de las drogas hasta que se la suprimi­mos por completo. Es casi un muchacho y el padre esun hombre de consideración.

-Qué lástima! - Javier Lirio sintió compasiónpor el enfermo y al querer examinarlo, por curiosi­dad, sus ojos tropezaron con los de Martín. Estabanhúmedos, brillantes, y le preguntó:

-~ué te pasa?-Poca cosa: Es la primera vez que estoy en la

cárcel y el asunto no me hace gracia.-No se apure, amigo, que lo más que nos tienen

es un mes! - le consoló, como si un mes de cárcelfuera un juego de niños.

-Cuántas veces ha estado preso, Javier? - le pre­guntó, volteando la cara con violencia el hombre queestaba frente a la ventana.

-Nueve o diez veces.

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-Por eso es que usted se espanta de que nos dévergüenza estar aquí; yo también es la primera vezque me veo en ésto.- y volvió a voltear la cara, con elceño contraído.

Desde el patio llegaban voces marciales y rumoresde trabajo. Casi al mediodía los sacaron a todos alpatio, a comer.

-Mañana van a la alcaldía.- les dijeron. Y volvie­ron a la celda. Al otro día los juzgaron. Casi ningunose defendió. Para qué? Martín ni siquiera dijo unapalabra durante la causa, que no duró diez minutos.Por fin el juez alcalde dijo:

-Un mes de prisión y cince pesos de multa y loscostos, cada uno...

Eso era lo único que recordaba Martín. "Un mesde prisión, cinco pesos de multa y los costos". Total,muchos días a la sombra. Tendido en el camastro,todo el día, con los ojos abiertos, soñaba o recordaba:Justino Román con sus palabras proféticas y la madrecon su despedida llena de callado dolor. El gesto tristede sus hermanos y por sobre todos, la imagen de Pau­la. Qué bella le parecía ahora, que la miraba a travésde un sueño y de un dolor! Paular El trapiche! Du­vergé! Y sintió un gran deseo de reintegrarse a su tie­rra, a su casa, donde la lucha era menos implacable ylos hombres menos malos. Pero tenía miedo de regre­sar así, roto, fracasado y con el recuerdo amargo deun carcelazo por jugador sobre su vida.

*Una semana después de estar en aquella celda,

Martín era amigo de todos y todos eran amigos de él.El único que no hab ía cambiado el gesto hosco einconforme era el hombre que habían puesto junto conellos esa misma mañana. De él solamente se sabía queera oriundo de Higuey y que había dado el nombre deJoaquín García... Pero por sobre la ropa sucia y raí-

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da se veía que era un hombre decente y que solamen­te la necesidad lo había inducido al juego. Los otrosdos, uno era un cocolo de San Martín y otro un hai­tiano. Ambos estaban presos por delitos menores. Porlo regular hablaban poco y casi todo el tiempo que noestaban trabajando lo pasaban durmiendo o jugandodominó.

El más locuaz era Cristóbal Pinedo, el muchachomorfinómano que ya iba muy mejor en su curación.No había cumplido los veinte años. Era delgado y deestatura pequeña. Hijo de padre español,- hombreacomodado y que gozaba de buena consideración- yde madre criolla. Sus ojos eran verdes y de la piel muyblanca del rostro salíanle reflejos verdosos. Frente es­trecha, boca pequeña y labios secos. Sus cabellos cas­taños, casi siempre estaban huérfanos de la cariciaordenadora del peine. Ya la dosis que le ponían ibaanulándose. El mismo, parecía estar contento del yu­go que estaba próximo a sacudir. Se notaba que que­ría sanar.

Fué un domingo en la prima noche que aquelbuen muchacho que era en el fondo Cristóbal Pinedose puso triste y su charla y su risa no rompían laquietud densa de la celda. En la tarde, por primeravez en casi un mes que hacía lo tenían en curaciónforzada, había recibido visita. Con el padre, un señorcomo de sesenta años, bajo de estatura, grueso y cabe­llos canos, vino un hermanito, su hermana, toda unalind~ moza y otra muchacha de su misma edad y másguapa que ella. Cristóbal Pinedo, recibió aquella visi­ta, que llenó de respeto y de encanto a todo el presi­dio, con visibles muestras de que estaba avergonzadode ser él quien por sus locuras motivara aquel paseo aun sitio donde las mujeres no entran sino es cuandolas alas del destino se le quiebran sobre el mal. Fuéuna visita corta. Porque él quiso hacerla así. Sus ojos,en todo lo que ella duró, no tuvieron valor para verlos ojos de la mujer que acompañaba a su padre y a

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sus hermanos. En e! severo rostro de! viejo leía unapena que le hacía más daño que todos sus días decárcel y de droga.

-Qué te pasa, muchacho? - le preguntó JavierLirio, a quien le hacía falta oir un poco de ruido quequebrara aquel silencio de la celda.

-Conmigo es que habla? - interrogó Cristóbal.-Sí, a tí; qué te pasa?-Algo que tu no entenderías...- Cristóbal lo mi-

ró con desprecio.- Tu eres un profesional en eso deestar en la cárcel pero yo no...

-No es por nada que él te pregunta- intervinoMartín. - Siempre que a uno le pasa algo y tiene aquien confiárselo, el dolor es más liviano...

A Mart ín le era simpático aquel muchacho. Sinhacérselo comprender porque su carácter cerrado aho­gaba estas manifestaciones, sentía un afecto piadosopor él, seguro como estaba de que el remordimientole causaba más daño que quizá las consecuencias delas drogas.

y cuando la corneta dió e! toque de silencio Cris­tóbal Pinedo se acercó al camastro de Martín y lepreguntó, en voz muy baja:

-Duermes?-No.-Yo tampoco tengo sueño. Me acostumbré a dor-

mir con la droga y en estos días vengo a coger elsueño casi amaneciendo.

-Siéntate.Como el camastro de Martín era e! primero de

abajo hacia arriba, estaba casi pegado al piso. Cristó­bal dobló su frazada y la puso como asiento junto a lacabecera de Martín, quien le preguntó:

-Por qué no te sientas en e! camastro?-Gracias; aquí estoy bien.Un momento después Crístóballe preguntó, siem­

pre en voz bajar--Tú vives de! juego?

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-No; ni se Jugar. Esta fué la primera y será laúltima. Tan pronto salga de aquí me voy a mi casa, enDuvergé. y tú, qué piensas hacer?

-Todavía no sé... Pero no quisiera volver acaer...

-y cómo caíste en eso, amigo?Cristóbal se acomodó en el asiento que había foro

mado con la frazada, se fijó en que todos los otrosdormían y en voz baja, que no llegaba más allá deellos, principió a contarle:

"Voy a cumplir veinte años. Desde pequeño meeducaron en un puño; No sabía de nada ni hacía nadaque no fuera lo que quería papá o mamá. Así crecí yhasta hace un año no fui más que un niño grande.Nunca le había puesto la mano a una mujer. Papá esun hombre bueno a su manera. Cree en Dios y en laVirgen y me parece que en los derechos de los Seño­res Feudales, porque dice que está cerca, por la san­gre, de un heredero de este título arcaico en un sitioagresivo de su tierra de Castilla la Vieja. Hasta losdieciseis años tuve a curas por maestros. Me dirás quepara qué te cuento estos detalles, pero es que se rela-.cionan íntimamente con lo último. Un día tenía yodiez dólares que me dieron como regalo de cumple­años y no sabía qué hacer con ellos. Un amigo llama­do Alonso Medina, dos años mayor que yo y conoce­dor de todos o al menos de muchos sitios malos, meofreció llevarme adonde una "amiguita". Al principiotemblé. En lo más íntimo de mi cerebro, eso era loque yo deseaba, urgentemente, pero no me atrevía aque dicho pensamiento tomara forma de órden impe­rativa en mi carne, y me dejé llevar. Alonso Medina síera un tipo! Conocía de todo, pero más de malo quede bueno. Hoy ya es un perdido. Creo que ni su fami­lia ni las autoridades han logrado sacarle el vicio de lamorfma del cuerpo. Ese se crió en una forma contra­ria a la mía. Su padre tiene mucho dinero y él lerobaba a dos manos. Cogía parrandas que duraban

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una semana y hasta a veces tuvo la policía que meter­lo en órden en alguna juerga muy corrida y desorde­nada. Es alto flaco, pero muy simpático. Era un do­mingo en la tardecita cuando fuimos", ..

La voz de Cristóbal Pineda se hizo más velada ypor un momento viró su cuerpo para el frente de laventana tejida de barrotes, donde una luna redonda ylejana teñía de plata el cielo. Su cabello revuelto ledaba un aspecto de fantasma. A Martín le ibainteresando aquel relato de locuras que él no habíaconocido en su mocedad aldeana ni conocería ya enlo que le faltaba por vivir, porque al ver sus efectostan de cerca, le había tomado odio y en su cerebro dehombre bueno no acertaba a comprender como losdemás hombres habían permitido que el uso de aquelveneno se generalizara en el mundo. Cristóbal levolvió a dar el frente y siguió hablando. Su voz eracasi como un murmullo, ya que ponía todo sucuidado en que no pudiera ser oído más que por ellosdos.

"Se llamaba o se llama todavía, Ana María, lamuchacha que a mí me tocó, Mulata brava y llena decarnes, con los ojos negros y dientes blancos entrelabios sensuales. Después averigué que era de Moca,de una sección llamada "El Aguacate" y que hacíados años que estaba caminando por mala vereda. Laotra era una indiecita menuda y linda llamada Fela.Esa era de Sánchez y tenía menos tiempo siendoimpura. Al principio yo fui como un juguete en susmanos, Ni hablaba. Alonso Medina pidió dos botellasde licor y por primera vez en mi vida beb í fuera de micasa y de la mirada de mi padre. Cuando salimos deallí, tres horas después, yo no llevaba ni un centavoen los bolsillos y había roto mis diecinueve años decastidad" .

"Cuando entré en mi casa, a escondidas de mispadres, lo hice como si acabara de cometer un robo".

"En las horas que tuve sin dormir, me hice la

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promesa de que no volvería más a aquel sitio. Quétonto era! Volví. La segunda vez porque me volvió allevar Alonso Medina, pero la tercera sin que nadie meaconsejara. ¿Por qué los padres nos dejarán caer en lasgarras de la vida sin darnos una advertencia? Sin de­cirnos: "esto es malo y aquello hay que evitarlo?"Me mandaban a la escuela desde pequeño para apren·der mil cosas inútiles, pero eso, que sabían venía a mivida obligatoriamente, no me lo enseñaron. No me loadvirtieron. Caí en aquella locura con los ojos cerra­dos. Como un muñeco. Volví todos los días. Todoslos días! Hasta que una noche medio borracho yo,ella me propuso que probara una droga. Qué sabía yolo que era eso? Ni si era bueno o malo? Me puso laprimera y la segunda. Las otras me las puse yo. Cocai­na! Morfina! Heroina! Hasta Marihuana llegué afumar!

"Un día Ana María me propuso irnos a la Capital.Ya en Macorís sospechaban de nosotros. Y la seguí.La noche anterior al viaje, le hice un robo a papá. Lellevé dinero, joyas y todo lo que encontré. Qué vidallevé allí! En mis bolsillos llevaba la jeringuilla y hastaseis veces al día la hundía en mi carne. No era difícilconseguir las drogas. Por un dólar, una muchacha quetambién las usaba, llamada Onda, nos conseguía ungramo o más. Ella guardaba celosamente su secreto.También era la "Presidenta" de una especie de cluben que cada vez que ingresaba alguno se celebraba unafiesta de iniciación. La de nosotros fué algo escalo­friante! Yo no conocía bien la Capital, pero recuerdoque aquella prima noche me llevaron por detrás deuna planta eléctrica, en una barraca casi escondida defea apariencia. A Ana María la subieron en un barril yla "bautizaron" poniéndole una inyección de"Hache", como llamaban a la heroina y bailando des­pués desenfrenadamente. A mí me hicieron igual.Después, nos tiramos en el piso de madera, unos en­cima de otros, mientras gozábamos el "Bacilón".

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Cada vez que Onda notaba que a alquien se le ibapasando el efecto de la droga, volvía a inyectarle, yaque es un espectáculo desagradable la crisis, pues dacon vómitos y mareos y se pone uno verde y frío".

"Qué tipo era aquel de Onda! Esbelta, nerviosa,inquieta! De color indio y el cabello negro crespo yabundante. Cantaba, bailaba, reía y hasta en los par­ques se ponía su "jeringazo" de morfina si le dabavoluntad".

"Así pasé más de seis meses. No me explico hoycómo los viví. Era tanto el descaro de algunos compa­ñeros que las autoridades principiaron a tomar medi­das serias para suprimirnos. Los que cogían, los inter­naban en el manicomio hasta que sanaban. Yo supeeludir la persecución, pero papá lo supo por los perió­dicos y me fué a buscar. En casa no me pudo tener ytuvo que pedir, como un favor, que me trajeranaquí. .."

El acento de Cristóbal Pineda de tan amargo serompió en un quejido al terminar su relato.

A Martín, le pareció oir como un sollozo despren­derse de su camastro.

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XVIII

UN PUEBLO EN RUINAS

Ese mediodía el Alcaide les dijo:-Mañana por la mañana los sueltan.Eran las doce y tenían un buen rato de libertad en

el patio de la cárcel, después de la comida."Mañana por la mañana los sueltan".Martín se quedó inmóvil ante la noticia. ¿Es decir

que él podía de nuevo caminar como los demás hom­bres? Entonces pensó en la forma en que iba a salir.La ropa y todo lo que trajo lo había perdido, o almenos estaba bien lejos, en un batey donde no era desu gusto asomarse siquiera. Cada vez que lavaba laúnica ropa que tenía, que era la que llevaba encima,cogía prestado a un compañero un viejo pantalón defuerte azul.

Principiaban a caer unas gotas de agua mecidaspor un viento fuerte. El cielo se iba tornando oscuro.La voz de Lorenzo se dejó oir a sus espaldas.

-Mañana nos sueltan, por fin. No te alegras?-Mucho!-Qué haremos ahora?-Yo me voy para mi casa, en Duvergé.-No está mal. Ya tienes con qué irte?-Nada...

-Javier Lirio no te dio tu parte?-No.-Pues a mi Pedrc Arango sí me la dio. Tú no se la

has pedido?-No. Ni se la pediré.

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-Pues yo sí. El tiene encima, guardado en loszapatos, más de cien pesos de lo que le ganó al ameri­cano y a mi me paga lo tuyo o lo ahorco.

Lorenzo hablaba con determinación. Martín pen­só que aquello no pararía en nada. Pero esa noche, enla celda, Javier Lirio llamóle aparte y le dijo con vozmisteriosa:

-Te tengo que dar tu parte, compañero... Concuánto te conformas?

-Con lo que me quieras dar.-Yo te he apartado diez pesos. Estás conforme?-Sí. Mi gusto fuera no ponerle la mano a un dine-

ro ganado así y por el que conocí la cárcel, pero estoydesnudo y necesito...

-Entonces toma.- y le puso en la diestra dosbilletes de a cinco dólares.- Escóndelo bien hasta quesalga.- le aconsejó.

-Bueno.-y no crea que se me iba a olvidar, pero esperaba

a esta noche.-Lo comprendo...Javier Lirio, viendo el semblante hosco de Martín,

quiso filosofar:-Tú estás medio culeco por este tropiezo y yo

conozco el asunto, pero no debe ser. Nunca está de.más haber conocido la cárcel. Ella se hizo para loshombres y ya ves que hasta a las mujeres las meten.Eso sí, hay que evitarla, pero después del huevo roto,a comerse la cáscara! Yo, con ser tan cobarde comosoy, he aprendido mucho en ella.

-Qué buen maestro! - dijo con sarcasmo Cristó­bal Pinedo.- Cree que todo el mundo debe ser comoél, que se sabe todas las cárceles del país de memo­na...

Javier Lirio no discutía y por eso no le contestó.Se recostó en su camastro y, boca arriba, miraba lasespirales blancas del humo de su cigarrillo perderse enel viento que entraba turbio y loco por la ventana.

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Cristóbal se acercó al camastro de Martín. Estabatriste y quería decir algo que no sabía cómo princi­piar. De salud, ya casi estaba bien. Una semana más ysaldría de la cárcel. Su padre volvió otra vez, solo.Hablóle mucho y comprendió que un cambio moralse había operado violentamente en el hijo. Aunque nose lo dijo, Cristóbal lo comprendió y se alegró de ello.En eso, mucho le hab ía ayudado la palabra firme yamargada de Martín. Y era eso lo que quería decirleen esta última noche que pasarían juntos:

-Te vas mañana? - dijo, por fin.-Sí, gracias a Dios!-Te echaré de menos.-Yo también.-No olvidaré los consejos que me has dado.-Para algo te llevo algunos años. Me alegraría que

no los olvidaras por completo. Al menos, si no por tí,por esa muchacha que vino a visitarte aquel domin­go...

-Tú crees que ella, después de todo esto...?-Por qué no? - Martín recordó a Paula y conti-

nuó.- Si te quiere te perdonará, siempre que no vuel­vas a caer!

El ruido del agua que caía ahogaba las palabras.De vez en cuando un relámpago rasgaba la obscuridady la celda se iluminaba como si el sol hubiera derreti­do la noche de improviso y se alojara en ella. Toda lanoche fué así. La lluvia, desde el medio día no habíacesado un momento. El viento del Sur quebraba lostallos del maíz que rodeaban la cárcel y gemía sorda­mente.

El cocolo que ocupaba el camastro contíguo aMartín, le dijo, seii.alando la noche:

-Mal tiempo, fuerte, por allá.- y señaló al Sur.-Cómo lo sabes?-Yo fui marino. Viento de esta tarde muy traicio-

nero y peligroso...El cocolo volvió a acomodarse en su camastro y

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Martín olvidó la profecía. El viento que soplaba en laprima noche era un miraje del que pasó a media tarde.El negro marino de San Martín lo conocía bien, yaque echó cuerpo en un barco que se movía en unitinerario de todas las antillas.

La mañana siguiente se presentó clara y la tierrase esponjaba de la mucha lluvia recibida. Todo elmaíz había sido arrasado por el viento y hasta lostechos de algunas casas se habían desprendido. El dor­so de los caminos había quedado blanco por la fuerzacon que cayó la lluvia.

A las ocho de la mañana los llamaron frente a laoficina de la cárcel y dándole un pequeño papel lesdijeron:

-Quedan en libertad.y una puerta grande se abrió ante ellos. Antes de

salir, casi todos pudieron oir que un telefonista decíaa sujefe:

-Parece que la línea está averiada, porque no haycomunicación con la Capital.

*Qué bueno es estar libre!Martín y Lorenzo caminaban juntos. La ropa de

Martín no era buena pero estaba sana y limpia. Sola­mente los zapatos estaban rotos. Su cabeza la cubríauna gorra gris oscura, que disimulaba a duras penaslos muchos cabellos que tenía su dueño. Lorenzo ibamás o menos igual.

Había que caminar casi dos kilómetros -de la cár­cel- "Méjico", que es con el nombre con que se co­noce generalmente- al pueblo. Un sol duro caía sobreellos. Detrás, muy cerca, caminaban Javier Lirio,Pedro Arango y casi todo el grupo. A muy pocoshabían ido a esperar su salida algún amigo o familiar.Ya al llegar a la entrada de Macorís fué cuando habla-

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ron, para despedirse de Javier Lirio, de Pedro Arangoy-de los demás.

-y yo, cual rumbo cojo ahora? - preguntóleLorenzo a Martín.

-Piensa bien el que más te convenga. Yo voy paraDuvergé. Pero quiero pasar por la Capital, a ver a unprimo que tengo preso.

-Antes, recuérdate de comprar unos zapatos.- yle señaló que los llevaba destrozados.- Cuánto te dioJavier Lirio?

-Diez pesos.-Entonces vamos a una casa de Compra y Venta,

que también tengo que comprar algo para mí, y allí seconsiguen buenos zapatos. Después, buscaremos unbarco que salga esta noche para la Capital. Yo quizásencuentre algo que hacer ahora allá y a tí te será fácilconseguir otro barco para Barahona.

*Salieron esa misma noche y al otro día, ya en­

trada la mañana, estaban frente a la Capital. Un vien­to fresco acompañó toda la noche a la pequeña goletaque resultó buena andadora. Más de una hora teníanfrente al Placer de los Estudios y ningún remolcadorsalió a recibirlos, para llevarlo hasta el muelle, comoera la costumbre. Entonces, más que verlo, adivinaronlo que pasaba. La ciudad parecía como muerta. En laboca de la ría, el casco negro de un buque tenía laproa sobre las rocas. Muy cerca, en la pequeña playade enfrente, el casco blanco de otro parecía un muñe­co al que un ferrocarril había destrozado.

Por fin el Capitán ordenó las maniobras para en­trar. Era peligroso. Al río entraba toda la furia quetodavía quedaba en el pedazo de mar que rodeaba laciudad. Cuando estuvieron cerca de tierra, el espec­táculo sobrecogió los ánimos. Todo estaba destruído.Amontonado. Roto.

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-Por aquí parece que ha pasado el diablo, seño­res! - comentó el Capitán.

Cuando al fin amarraron el barco a un trecho demuelle que ofrecía un pedazo de espacio limpio, unhombre que había ayudado a amarrar la soga quetiraron, les dió la noticia:

-Ayer en la tarde pasó un ciclón y dejó másmuertos que qué hacer con ellos! Ustedes tienen algoque comer ahí?

-Sí.- y le dieron. Detrás de ese vino otro y otrohasta que hubo que parar la dádiva.

Todos venían con los ojos llenos de espanto, gol­peados y heridos los cuerpos y las ropas despedaza­das. Parecía como si los cuatro jinetes del apocalipsishubiéranse empeñados en triturar y destruir todas lascosas.

A Martín se le encogió el alma ante aquel espec­táculo. Nunca imaginó que pudiera pasar nada tangrande. Su mirada se paseó por todo el largo del río.El puente, roto, hecho pedazos. Los barcos tirados enlas orillas. Los almacenes hecho añicos, como cosas dejuguetería. Del otro lado del río vió una fogata de laque salía un humo negro y denso.

-Qué queman? - preguntó-Los primeros muertos que han sacado de Villa

Duarte. No hay tiempo para enterrarlos.-Quemándolos?-Sí; de este lado lo están quemando desde el

amanecer.-Muchos?-De hasta cien las pilas ...-Qué te parece? - preguntóle Lorenzo.- Quieres

que desembarquemos?-Bueno.y se tiraron del barco. Cada uno llevaba puesta la

muda de ropa y los zapatos que habían comprado lavíspera. A ambos les sobrecogía un temor extraño.Como un miedo de que el cielo o algo muy grande le

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cayera de improviso encima y los aplastara. A cadapaso que daban se encontraban con alguien herido oroto o casi desnudo. Mujeres, hombres, niños y ani­males. Las casas destruídas como si un gigante sehubiera entretenido en jugar a derribarlas. Las callesllenas de tablas, hojas de zinc, pedazos de concreto,telas, mercancías, muebles, y de todo lo que la manoprevisora del hombre guardaba en los hogares.

Las casas que el meteoro había dejado intactasservían para hospitales, así como las iglesias y lasescuelas.

Martín pensó en si le pasaría algo a Mario y ledijo a Lorenzo:

-Tengo un primo en la cárcel y quisiera averiguarsi le pasó algo.

-Vamos a ver.Tuvieron que caminar poco. Hasta allí también

llegó duro el ciclón. A las preguntas de Martín leinformaron que a ningún preso le había pasado nada.

-Está trabajando afuera; si quiere verlo lo traen alas doce.- terminaron diciéndole.

Para las doce faltaban pocos minutos y decidieronesperar. El desfile de heridos y de muertos seguía. Lasambulancias luchaban afanosamente para transitarcalles hoscas y llenas de toda clase de objetos. CuandoMario llegó al fin, venía entre una fila de presos. Pare­cía como que el traje rayado que llevaba puesto, conun número a la espalda, era un disfraz de algún carna­val macabro y espantoso. Aparentaba cuarenta años yel fulgor de sus ojos negros había desaparecido.

Solamente tuvo tiempo para decir:-Yo estoy bien Martín. Vas para allá?-Sí.-Es lo mejor que haces. Díles que yo estoy bien y

que no sepan de esto. Solamente me echaron dosaños. Memorias a todos.

-Bueno.- sólo acertó a decir Martín.La puerta grande de la fortaleza se tragó la fila de

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hombres. Llegaban cansados de trabajar. Descansaríanun momento, comerían y a luchar con ruinas y es­combros y muertos de nuevo.

Martín se quedó inmóvil. Algo grande sentía quepretendió empañarle el acero de sus pupilas. Lorenzole echó un brazo por los hombros y le dijo:

-Vamos- y un momento después le preguntó.­Cuándo quieres irte?

-Lo más pronto que pueda. Y tú?-Yo me quedo. Aquí habrá mucho que hacer y

sabe Dios ahora tenga más suerte. Vamos por el Hos­pedaje Esmeralda, que podemos conseguir un camiónque te lleve barato.

y echaron a caminar. El Hospedaje! Ese nombrele trajo el recuerdo de María. Le pasaría algo? Unagran piedad trajo el recuerdo de su nombre. Ma­ría! Qué sería de ella? Pero cuando llegaron nadaencontraron allí. También todo era ruina, muerte ydolor. La cuartelería donde ella había vivido, dondetambién habían vivido Martín y Mario y sus otrosamigos, no existía. Parecía que no hab ía existidonunca.

Al otro día fué que principiaron a llegar vehícu­los. En uno de ellos logró Martín conseguir que lellevaran, pagando poco dinero. No pudo despedirse deLorenzo, que había comenzado a trabajar, ni de nin­gún otro conocido. Parecía que el ciclón se habíatragado a los individuos con la misma furia con quedestruyó el Hospedaje y la cuartelería donde vivió.Fué casi en el momento de marcharse que se encontrócon La Negra, la mujer que tenía Mario cuando lepasó la desgracia de tener que herir a un hombre porasuntos de juego. Ella fué quien le salió al encuentro.Iba despeinada y con el vestido roto. En la mejillaizquierda una venda denunciaba una herida.

-Martín! Eres tú? - exclamó al verle.-Sí. y a tí, que te pasó ahí? - y señaló la venda

que le llegaba hasta la oreja.

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-Un golpe con una hoja de zinc. Por poco memata. Sabes que a Mario le echaron dos años?

-Sí.-Hoy no he comido; tienes algún peso que me

prestes?-La mitad, quieres?-Lo que tengas.Martín sacó de su escaso capital medio dólar y se

lo dio. Ella siguió hablando. Mucho y sin coordina­ción. Parecía que el meteoro le rompió o le afectómuy profundamente el sistema nervioso. Más bienparecía una loca escapada de una riña en una casa desalud que una mujer normal. Como ella, habían mu­chas por ese mismo barrio y en toda la ciudad. Hastaa los hombres parecía que se le había roto algo queles desligaba de la vida y del tiempo. Los que salvaronla vida habían perdido al hijo, o a la madre, al herma­no o a alguien a quien amaban. Eran como sonámbulos.

Martín, antes de despedirse, le preguntó:-y de María, no sabes nada?-Sí. ..- Martín se sonrojó como un niño.-Pero si ya la quemaron!-Cómo?-Sí, hombre; la quemaron esta mañana en la pla-

za Colombina. Se metió en un aljibe cuando el ciclóny se ahogó como un ratón... La pobre!

-Oh!-Bueno, adios y muchas gracias.-Adiós.Martín la vio irse y sintió al ella alejarse que él

también era un sonámbulo. Algo que estaba fuera deltiempo y de Ia vida. "y se ahogó como un ratón".Pobre María! No fué mala nunca, y menos con él, aquien regaló un poco de cariño en el tiempo en quemás 10 necesitó. Qué cruel era la vida! Y pensando enella, la que murió como un ratón, estuvo hasta que elchofer del camión le gritó:

-Nos vamos ya, amigo!

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XIX

REINTEGRACION

Ya las primeras oscuridades de la noche se ibantirando en el diapasón cárdeno del horizonte cuandoMartín Román llegó a Duvergé. Escogió esa hora apropósito para su llegada. La noche siempre es mássuave para medio cubrir una derrota. Y su vuelta eraeso: una derrota, que a pleno sol se hubiera extendidocomo luz de relámpago por todo el poblado. Mientrasque esa noche se tragaría y regaría mejor la versiónque él daría del motivo de su regreso.

Más de ocho meses fuera de Duvergé. El puebloestaba igual, pero le notaba un aire distinto. Entoncespensó que quien tenía algo extraño no era el pueblo,sino él. Porque la misma iglesia de madera estaba allí,pintada de blanco y con su campanario chato comouna gallina clueca. El mismo parque desierto y conuna docena de árboles a medio prender. Las mismascasas diseminadas y limpias, con sus gruesos techos decana y sus empalizadas destartaladas. En el fondo, lacasa de madera nueva y grande, con techo de zinc,donde estaba el Honorable Ayuntamiento. Y las mis­mas calles blancas, limpias y anchas. Hasta el ruido,pequeño y sordo, del arroyo era el mismo!

Tendría acaso la misma enfermedad de los quedejaron el alma medio rota en el ciclón que se tragó ala Capital? No estaba seguro, pero sí haría lo posibleporque el recuerdo no pudiera más que su voluntad.

La noticia de la catástrofe llegó con él y con losque vinieron en el camión. Y se propagó tan rápida-

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mente que cuando terminó de caminar las tres cua­dras que había del correo, que fué donde se desmontódel vehículo, hasta su casa, ya allí la comentaban. Enel momento que llegó, principiaban a cenar. Al rede­dor de la mesa tosca y limpia, estaba sentada toda lafamilia. La luz de la sala había sido puesta a alumbrarel comedor y pudo entrar sin que nadie lo viera. Casijunto a ellos, fué que dijo:

-La bendición papá y mamá!Su voz sonó lejana como cosa de sueño o de di­

funto. Todos volvieron sorprendidos la cabeza. Lamadre fué la primera que le contestó:

-Dios te bendiga, hijo mío!Sus cinco palabras salieron dulces y profundas,

como una oración. Su rostro no denotaba sorpresa.Solamente sus ojos se empañaron con el velo cristali­no de unas lágrimas. Saludaba al hijo como si en vezde venir de una ausencia de muchos meses acabara deregresar de la faena del día.

-Dios te bendiga, Martín!Las del viejo Justino Román sonaron roncas de

emoción y quebradas de alegría.Martín abrazó y besó a su madre primero, después

al padre, hermanos y cuñados, que llamaba por susnombres, dándole y recibiendo fuertes palmadas enlos hombros. Todos estaban sorprendidos del regresosin anunciación anticipada y lo estrecharon y hacÍanlevariadas preguntas:

-Por aquí pasó mi compadre Valerio y dijo que laCapital se acabó. Es verdad? - preguntó el padre.

-Qué la gente le dá trabajo saber donde era queestaba su casa? ...

Q , 1 .'-;>- ue e mar se meno. . ..María Altagracia, la madre, volvió a hablar para

poner en órden aquel interrogatorio.-Déjenlo que cuente y no hablen como las coto­

rras.Martín sonrió por primera vez desde que principió

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el viaje de regreso y con voz medio cansada trató decontar, lo más claro y gráficamente que pudo, la dolo­rosa impresión de la catástrofe. Todos oían con unsilencio temeroso, como si lo que le contaban fueraalgo que Dios mandó como castigo a un pueblo mere­cedor de la ira divina.

-y cómo tú te salvaste? - preguntó Antonio, elmarido de su hermana Luisa.

-Eso nos lo contará mañana- intervino el viejoJustino Román No se murió porque no se iba a mo­rir... Vamos a continuar cenando, que Martín debetraer mucha hambre...

Pero Martín notó en la forma en que su padrehabló que no quería que él entrara en ciertas explica­ciones. Acaso sabía, entonces? Quién podía habérse­lo dicho? Pero su certeza fué completa cuando Anto­nio volvió a preguntar:

-Entonces, no trajiste maleta ni nada?J ustino Román no le dio tiempo a que contestara

y dijo:-Cómo va a sacar maleta cuando sacó la vida por

milagro de Dios?"Entonces, pensó Martín, lo mejor era decírselo

seguido. Pero tendría valor? Sí, debía tener valor!Mientras cenaban, iban llegando vecinos y amigos

que saludaban al recién llegado y le llenaban de pre­guntas que contestaba con monosílabos. Qué buensabor tenían aquellos sencillos guisos hogareños!Ellos también parecían saludarle y darle la bienveni­da.

Estaba sentado entre J ustino Román y MaríaAltagracia. Y una pregunta que le quemaba los labios,no se resolvía a hacerla a ningpno de aquellos dosviejos. Al fin, la madre comentó:

-Qué milagro que Paula no te ha venido a salu­dar!

-Ya le iba a preguntar por ella.- dijo Martín.-No tardará.- aseguró J ustino Román.

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-Ella siempre estaba pendiente de noticias tu­yas.- dijo la madre.

Qué bien le parecía aquella reunión! Todos eranrostros conocidos y estaban pendientes de sus meno­res gestos y palabras. La larga mesa, tosca y limpia, yalrededor de ella, todos los rostro'> amigos. La mismalámpara grande y ampulosa, que antaño tuvo colgada,con adornos de finas cadenitas sostenida del mismoclavo y en el mismo rincón de a la hora de la cena.Acaso lo único que había cambiado era el cabello desu madre; parecía más blanco y con un brillo albo quehacía resaltar más su magnanimidad. El padre estabaigual. En su rostro seco y curtido no notó ningunaarruga nueva ni en su carácter ninguna debilidad. Locontrario. Parecía corno que en un momento se lehabía reintegrado un pedazo de algo que había pres­tado o perdido sin querer. Los ojos pequeños de Justi­no Román se paseaban con orgullo por aquella largamesa donde sus hijos formaban un solo grupo dehombres y de mujeres que él había enseñado a amarla tierra con un amor fuerte y a su manera santo.¿Qué para ello tuvo que dar el ejemplo de su sangre yde toda su vida? No le importaba! La felicidad eramayor. Un solo hijo había salido del redil, y habíavuelto! Se fué siendo un enemigo de la tierra y hoytraería en el regreso un amor casi agresivo hacia ella,ya que conoció en carne viva la tragedia de esa legióninterminable de los que la ciudad y los Ingenios leexprimen la vida y le beben la sangre.

La tierra! Qué muchos enemigos tenía!Cuando Martín le dijo que quería hablarle a solas,

el padre se excusó de todos los que estaban allí, di­ciéndoles:

-Con su permiso, señores, que mi muchachoquiere decirme un secreto.- y sonriendo, con su ros­tro arrugado como el cuero de un chivo, sacó a Mar­tín fuera de la casa, al mismo sitio donde la noche dela partida habían hablado sobre ello.

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La luna pintaba de un oro pálido el camino, lascasas y las copas de los árboles. Igual que la nocheque hablaron de la partida, borraba como por encan­tamiento muchas arrugas de la frente del viejo amigode la tierra. Una emoción parecida a la que los desu­nió los colmaba en esta hora del regreso. Un silencio yuna paz larga temblaba junto a ellos, y los ceñía en unabrazo de complicidad o de alegría. Pero al Martínprincipiar a hablar, el viejo lo atajó adivinando lo queera:

-Dejemos eso para por la mañana, en el trapiche.En la casa, la voz de Paula preguntó por el recién

llegado. Se notaba alegre y feliz.Por primera vez en muchos meses la volvieron a

oir dejar escapar los lebreles de su risa....

*Todavía no había amanecido cuando Martín se

encaminó al trapiche. Era como un amigo a quien lefaltaba por saludar.

Los primeros rayos de sol asomaban por entre ungrupo de nubes pardas.

El camino real y los trillos tenían aún el polvofresco del rocío de la madrugada. Todo el campo sedespertaba alegre y tibio en la mañana diáfana. Unatransparente bruma rubia velaba con un fino cendal elpaisaje lleno de música de trinos.

Cuando llegó cerca del cañaveral, ya hab ía hechomedia hora de camino y las hojas de la caña relucíancon brillo de esmeraldas. Qué diferente llevaba el áni­mo a la última vez que visitó el trapiche y los sembra­dos! Cuando llegó, se complació en que fuera el pri­mero en haber llegado al sitio de la faena. Sobre elfogón la paila parecía esperar impaciente el guarapo yel fuego. El trapiche y el horno eran viejos amigos alos que él pasó sus manos callosas como el mejorsaludo. Muy cerca, el arroyo seguía su curso de siern-

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pre, sin prisa y como cantando una rara canción dealegría al enredársele la pequeña corriente entre lasgruesas piedras que pretendían pararlo. Los burros ylos bueyes de siempre estaban en los mismos sitios.En la enramada colgaban las largas hileras de peque­ños estuches para los dulces. Todo estaba como él lohabía dejado y todo le parecía diferente. Entoncesvolvió a pensar que quien había cambiado era él.

La tierra seguía igual: eternamente generosa yfecunda. Todo era principiar con ánimo y con tenaci­dad y pensar en qué, fuera de allí nada era mejor paralos hombres que como él habían nacido con esa únicaherencia. Qué bien vivirían aquí, pensó, muchos de susamigos, hombres buenos en el fondo, y que deambu­laban sin ningún fin ni ruta por las ciudades agresi­vas?

Unos pasos conocidos rompieron su soledad.Pronto estuvieron junto a él. Era]ustino Rornán . Te­nía el curtido rostro lleno de animación y las peque­ñas pupilas preñadas de júbilo. Martín decidió empe­zar su confesión y haciendo un esfuerzo dijo:

-Papá...- y las otras palabras las ahogó la emo­ción que le atenaceaba.

Justino Román lo miró serio. Con la misma serie­dad que sólo había tomado para Martín una vez, y leprincipió a decir:

-Qué vas a contarme o a decirme? Qué te fuémal? Sea lo que sea, es igual. Si te fué mal y sufriste,me alegro, porque ya conoces de lo que son capaceslos hombres. Quería decirme algo sobre Mario? Se lodirás a su papá o a su mamá cuando vengan a pregun­tártelo, y entonces le dirás como en aquella carta:"Que está muy bien y que dentro de un tiempo volve­rá él también".

-Pero yo, papá...- quiso aclarar.-No tienes nada más que decirme. Ahí tengo

algún dinero. Mañana compras lo que te haga falta y a

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trabajar, que el trabajo no es malo. Lo que te iba adecir ya te lo dije cuando te ibas. No lo recuerdas?

Entonces Martín recordó aquellas palabras delVIeJO:

"Tu volverás! Volverás más adolorida el alma,porque te quejarás de la vida con razón. Ese día yo teayudaré a buscar una muchacha buena y hacendosa yentonces trabajaré menos, porque amarás más que yola tierra que alimentará a tus hijos. Esa inquietud queahora te roe el alma, se te pasará y volverás a empe­zar".

"La tierra te ha cansado. El trapiche, el valle,todo ha perdido el interés para tí. Cuando regreses, loque hoy abandonas le encontrarás un color y un sabornuevo. Entonces la tierra te parecerá más blanda yfértil. Los tallos de la caña no te parecerán ásperos niel trabajo monótono. Porque la tierra es buena y ge­nerosa. Me ha sostenido a mí y a tu madre y a tushermanos y a muchos padres e hijos que fueron antesque nosotros. Te digo esto porque alguna vez tendríaque decírtelo y no quiero que sea cuando regreses ynecesites el apoyo de la tierra y de tu familia..."

SÍ; cómo no había de recordar todas aquellas pa­labras? Y ante aquel perdón tan generoso, Martínsólo atinó a decir:

-La bendición, papá!-Dios te bendiga y te ayude, Martín!y la bendición santificóse más en aquella mañana

milagrosa, en que, un enemigo de la tierra, volvía aella arrepentido y contrito.

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APENDICE

"CUANDO LOS HOMBRES DEJAN DE SER HOMBRES"

A Franklin Mieses Burgos que gentihnente me obsequió latrama de este cuento.

Ya el sol se iba apagando cuando don Pedro Lora volvía asu rancho. Sus pasos eran cansados y cortos. La espalda seencorvaba como un recuerdo de la posición contÍnua e incó­moda del arado. Sus manos estrujaban un ancho pañuelo acuadros que a veces pasaba por su ancha frente en un gestoaltivo. Al llegar, sus ojos tropezaron con dos mujeres: Una erapequeña, casi gruesa y tan vieja como él. Esa era Martina sumujer. La otra era joven. Las pupilas negras de sus ojos rasga·dos fue lo primero que entraron en los suyos, gastados de estarfijos en el color moreno y monótono de la tierra. Esa eraAltagracia, la novia de la infancia de su hijo menor, ausentedesde hacía nueve años.

Su rostro, arrugado, como la piel de un chivo sin curtir,ensayó una sonrisa que murió recién nacida.

-Tu por aquí, hija? - dijo, dándole a su voz una graveinflexión de ternura.

-Estoy aquí desde el mediodía, papá Pedro- y le tendiósus manos riendo- le hago un poco de compañía a la dueña dela casa.

-Gracias! - la anciana, a pesar de sus años, todavía sabíasonreir y ser amable. En el fondo, la halagaba el cariño deaquella linda y alegre muchacha.

Don Pedro Lora entró al rancho. Era una casa cómoda,amplia, propia para un agricultor sin apuros económicos comoél. Cuando volvió a salir traía su cabeza casi calva al aire yentre labios finos, como naranjas exprimidas, un cachimbogrande y negro. También traía la cintura libre del machete y elcuello de la camisa abierto. Al llegar donde ellas estaban yfijarse en que se entretenían preguntó sonriendo:

-Qué tejes, Altagracia?-Un sombrero de cana con las alas muy anchas para que

el sol no queme el rostro de Héctor, cuando vuelva- Y suspiró,

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ruborizada, como suspiran las mujeres cuando el hombre aquien quieren está lejos...

- y tú, vieja, que coses?-Una camisa: es de indiana azul; así el sudor lo manchará

menos con feas venas grises cuando te ayude con el arado,cuando regrese, que ya es pronto- y sacudió la ancha camisacon orgullo de madre.

-Tan seguras están de que cuando Héctor regrese será así,como ustedes lo sueñan? - preguntó con un extraño tembloren su voz que no sabía de vacilaciones de don Pedro Lora.

-Si, vendrá! - exclamó la más vieja de las dos mujeres­Todavía recuerdo el momento de su partida. Parece que fueayer y hacen nueve años. Me parece verlo, con sus hombrosfuertes y anchos y su cuerpo como un toro joven, llevar en unamano la maleta y decirme adiós con la que le quedaba libre.Como es bello y fuerte nuestro hijo! - de sus ojos cayeron doslágrimas que al rodar por sus mejillas, tan bellas fueron. Erancomo dos gotas de cielo o dos fragmentos de diamante.

-Vendrá! - la voz de la novia se contagió con la emociónde la madre. Yo lo espero así. Tiene que volver más fuerte. Mecargará en sus brazos como cuando era niña. Hará caminar conmás prisa el arado, y tú, padre, nos verás, ceñidos por el talle,recorrer desde el alma estos campos que tu sudor ha santifi­cado. Así es como sueño la vuelta de Héctor!

Don Pedro Lora no dijo más nada. Pero viendo el sol quese desangraba, con un cansancio infinito sobre el pico de laslomas, en un renunciamiento total, pensó que él y su mujertenían derecho a descansar. Y cual mujer mejor que esa mu­chacha a la que él le había metido en el alma que era la noviade Héctor? No había mentido para haéerselo creer? porquecon el h~jo mayor no había que contar. Nunca había transigidocon asesmos...

*La vuelta de Héctor Lora fue un acontecimiento. Todo se

limpió, en aquella casa donde todo estaba limpio. La madreensayaba junto al espejo la sonrisa con que siempre había soña­do esperar su regreso. El padre, puso brillante el arado y dejódescansar los bueyes. La novia, desde que amaneció se trasladóa la casa donde soñaba vivir para toda la vida. En sus cabellosnegros puso una gardenia, en susdientes blancos, como peque­ñ as lunas de marfil, más brillo y a sus ojos la emoción loshacía más oscuros.

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Pero cuando llegó, nadie le conoció. Era un joven alto,delgado, con una palidez mate. Un pequeño bigote hacía unapirueta bajo su aguileña nariz. Vestía un traje carmelita, deperfecto corte inglés y unos zapatos de tres colores, una corba­ta azul con un nudo insignificante pretendía extrangularle ylos tacos que llevaba eran tan altos como los de una mujer. Suscabellos estaban peinados al medio, con una línea recta comomedida por un cartabón. El padre notó que sus cejas no erantupidas y que el filo de una navaja las había vuelto finas ylargas. También sus ojos brillaban igual que los de Altagracia.Dios mío, pensó, pero ese es mi hijo? el tono ambíguo de suvoz puso frío hasta en la raíz de sus cabellos canos.

La desilusión llegó hasta la madre, que estaba muda deasombro. Así, en un silencio casi fúnebre, le oyeron decir:

-Solamente podré estar aquí tres días. Tengo compromi­so con un muchacho muy simpático para dar un paseo porBermuda, Mientras esté aquí le voy a agradecer que no me dencomidas que tengan muchas féculas, porque no quiero engrue-sar•••

Cuando esa noche, viendo que su presencia le hacía daño asus dos viejos, dijo que se iría al otro día, don Pedro Lora casise alegró. Temía, si lo tenía a su lado por mucho tiempo,cometer un crimen! Toda su pena era para la muchacha que élhabía casi engañado haciéndola esperar. Pero sintió ánimoscuando oyó que ellos hablaban, casi a su lado, esa prima no­che, mientras Altagracia se preparaba a regresar a su casa:

-Me voy mañana, Altagracia! - dijo Héctor.-Qué te vas? - ella soltó una risa amarga, cruel.- Pero

estás loco! Hace nueve años que de este rancho se fue unmuchacho fuerte, con cejas espesas y que las féculas no lehacían engruesar. Tenía las manos fuertes, hechas duras por elarado. Hablaba con vergüenza de un hermano que mató a otrohombre por un asunto baladí, y que purgaba en presidio suhombrada. Para el regreso de ese hombre yo había tejido unsombrero de cana de alas anchas, que le resguardaran del sol yla madre cosía camisas fuertes como ella creía era todavíaaquel cuerpo. Ese hombre está y seguirá estando ausente!

-Tú no comprendes... Es la civilización...-Véte! Véte! A tí te tragó la ciudad. Gracias a Dios que

entre estos montes todavía quedan hombres que matan poramor de una mujer, que trabajan el arado; que Comen féculas;no se arinan (sic) las cejas y hablan fuerte! - Entonces fue quevió al anciano y corrió buscando apoyo en sus brazos. DonPedro Lora díjola, al estrecharla y como el único consuelo quepodía ofrecerla:

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-Llora, hijita, llora, pero llora por él, que lo merece que letengan piedad! Cuando los hombres deben de tener presenteque también dejan de tener padres! - Su voz temblaba decólera y sus labios se contraían y por sus ojos pasó un fantas­ma rojo que el llanto de Altagracia hizo contener.

Los dos, muy juntos, mientras él la llevaba a su casa,parecían querer protegerse de una pesadilla horrible que ame­nazaba destruir el vigor de sus almas, y por primera vez en diezaños que su hijo mayor estaba preso por haberle quitado lavida a un hombre, sintióse orgulloso de que su simiente pudie­ra mostrar, como un desquite de esa afrenta, un macho, en elsentido más fiero y brutal de la vida.

Andrés Fco, Requena,

Listín Diariodomingo 8 de marzo de 1936

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ACASOALBAHACA

ALFEREClAALQUITRAN

AMPULOSO

ANDROGINOANDRAJOSOARISCOATAVIADOATENACEAR

ATIPLADAATIPLAR

AXILA

AZOTAR

BARROTEBERMELLONBOCANADA

BRUMA

CABRIOLACALAfiíACANTURREAR

CARBURO

CARDENOCASACA

CATAPLASMA

CELERIDADCENCEfiíOCENDAL

GLOSARIO

Al acaso: al azarPlanta labiada de flores blancas, algo pur­púreas, y olor aromático.Enfermedad infantil de carácter convulsivoSubstancia resinosa, de olor fuerte y saboramargo, residuo de la destilación de la uñade pino o de la hulla.Fig.: Hinchado y redundante / / inflado / /Pomposo.Que tiene los dos sexos.Lleno de arapos.Aspero, intratable, hurañoAdornado.Atormentar con tenazas / / sujetar fuerte­mente / / afligir.Subida, aguda.Levantar el tono de un instrumento al tri­ple.(Botánica) angulo que forma una parte dela planta con el tronco o la rama.Pegar.

Barra gruesaColor rojo vivo.La cantidad de líquido que se toma de unavez en la boca.Niebla que se levanta en el mar.

Brinco, salto ligero.Modelo, t~oCantar / / cantar a media voz y sin aplica­ción.Residuo del acetileno que se usa para pin­tar o quemar en lámparas.Color morado, violáceo.Vestidura de mangas anchas, con faldonesy ceñida al cuerpo.Pasta medicinal que se aplica sobre cual­quier parte del cuerpo.Velocidad, prontitud.Delgado de carnes, flaco.Tela de seda o lino delgada / / humeral,vestidura sacerdotal.

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cssmCOMISURACORNEOCULECA

Cerrar o rodear.Unión de ciertas partes del cuerpo.De cuerno o semejante al cuerno.(clueca) se dice de la gallina cuando seechan sobre los huevos para empollarlos. Sedice también de las personas.

CHffiRIAR Producir cierto sonido discordante

DEAMBULARDESASOSIEGODIAFANODRILDRIZAEBRIOECZEMA

Andar, caminarPreocupaciónTransparente, cristalinoTela de hilo o algodón crudo.(marítimo) cuerda para izar las vergasBorracho, embriagado.Nombre de diversas enfermedades de la pielcaracterizadas por vesículas, secreción, ydescanación epidérmica.

ESGRIMffi

ENCERADO

ENCONOENJAMBRE

ENJUTOENTEREZAESPAVIENTO

Lienzo preparado con alguna substanciaimpermeable.Mala voluntad// rencor// odio.Grupo de abejas que viven juntas// multi­tudDelgado, FlacoIntegridad, constancia(aspaviento) demostración excesiva o afec­tada.Manejar un arma blanca. Fig. Servirse dealgo para lograr un objetivo.

ESTIGMA Marca// cicatrizESTRAFALARIO Extravagante// raro.ESTRIDENCIA Calidad de estridente: agudo, chillón.ESTRUENDO Ruido grande, Fig. confusión, alboroto.

FORNIDOFUELLEFUEROFUSTA

GUANO

Robusto.Instrumento que sirve para soplar.J urisdicción// cuerpo de leyes// privilegio.Látigo largo y delgado.

Abono formado por los desperdicios de lasaves.

HOLGADOHOLGURA

Ancho.Regocijo, diversión // anchura, amplitud//bienestar.

INDUMENTARIA Vestido.

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JADEARJAURIAJERGA

LEBRELLOCUAZ

MALVAMASCULLARMATEMELLARMEZQUINOMijARRIA

MffiAjE

MITIGARMORFINOMO

MUGRIENTO

NEUMATlCO

PENDENCIEROPICHIPEN

PIMPOLLOPLEGARPOLAINA

QUIMERA

RAlLEREACIORECATADOREDILROER

REMOLONRIGOLASROSILLO

ROUGE

Respirar con dificultad.Conjunto de perros que cazan juntos.Jerigonza, algarabía7/lenguaje especial deciertas profesiones o grupos.

Una clase de perro.Que habla demasiado

Color violeta pálido.Murmurar.Que no tiene brillo// / ap~ado.Hacer mella. Fig. disminuir, menoscabar.Pobre, miserable, pequeño.Mijarra o almijarra de molino, pieza de untrapiche.Galicismo por espejismo// visión. Fig. ilu­sión engañosa.Disminuir, aliviar.Que adolece de morfinomanía (uso indebi­do y persistente de la morfina o el opio)Sucio.

Tubo de goma lleno de aire que se pone alas ruedas de las bicicletas, aviones, atumó­viles, etc.

Amigo de disputas.Madera de pino, expresión popular domini­cana del inglés "pitchpine"Fig. & Fam. Joven Hermoso,Someterse.Especie de botín que cubre parte superiordel pie y la pierna.

Fábula, ilusión.

Anglicismo, por Riel, carril.Indócil, terco.ModestoEstablo// aprisco cerrado para el ~anado.Cortar menudamente con los dientes unacosa dura. Fig. molestar.Blando, flojo, lento.Canales menores de irrigación.Rojo claro. Dícese de la caballería que tie­ne el pelo mezclado de blanco, negro y cas­taño.Color Rojo//pintalabio.

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SARNOSOSARNA

SANDALO

SETOSOECESSOEZSOLETA

SOMBRERODEPANZADEBURROSOSIEGOSOTA

TARANTELATARAREARTELEFONEMATOMILLO

TRASLUCIDO

TURGENCIA

URGffi

VALEVERICUETOVITROLA

VORACIDAD

ZALAMERIA

VELADEESPERMA

CARNEDEMONTEVIDEO

Que padece o tiene sarna.Enfermedad contagiosa de la piel que con­siste en multitud de vesículas diseminadaspor el cuerpo.Arbol de la familia de las santáceas pareci­do al nogal y con madera amarillenta deexcelente olor.Cercado, valle /! cerca.Suciedad, infamia.Indecente, grosero.Remiendo que se echa a la planta del pie dela media o calceta.

Sombrero de fieltroTranquilidadCarta décima de cada palo de la baraja es­pañola que lleva la figura de un paje o in­fante.

Baile italiano de movimiento muv vivo.Canturrear entre dientes // cantarDespacho transmitido por teléfono.Planta de la familia de las labiadas comúnen España, que se usa como tónica y esto­macal.Diáfano. Dícese del cuerpo que deja pasarla luz, pero que no permite ver lo que haydetrás de él.Hinchazón, tumefacción.

Instar, correr prisa.

AmigoCaminillo estrecho y ásperoPrecursor del tocadisco. Viene de la marcaregistrada Vitrola.Calidad de voz que devora o come con avi­dez.

Demostración afectada de cariño

Vela hecha de la esperma de ballena

Petisalé - Carne seca salada que venía enbarriles del extranjero.

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Composición y Diagramación:Ninón León de Saleme

Impresión:Amigo del Hogar

Distribución:Editora de Santo Domingo, S. A.Ave. Independencia No. 25 altosTel. 685-2826


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