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Bartleby y el movimiento individual cósmico · 1 Bartleby y el movimiento individual cósmico...

Date post: 24-Apr-2020
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1 Bartleby y el movimiento individual cósmico David Mauricio Gómez Correa* [email protected] Resumen: Ante la gran variedad de interpretaciones que ha suscitado el cuento Bartleby el copista, de Herman Melville, planteo una búsqueda de los mecanismos que utiliza el autor para generar ambigüedad. Entre tales mecanismos la construcción del personaje de Bartleby, en relación con ciertos rasgos que hacen de éste una figura mítica o arquetípica, resulta fundamental. Esto me lleva a sugerir una interpretación, según la cual Bartleby llega al estado de figura mítica a causa de su separación de la multitud. Es decir, a causa de asumir cabalmente su subjetividad. Lo paradójico ―y al mismo tiempo trágico― es que el convertirse en una figura mítica implica una abolición total de la subjetividad, sin que el terrible proceso conlleve a nada fructífero para él. Lo que busco poner de manifiesto a través de esto, es la naturaleza pesimista del tono de Melville en contraposición con el espíritu optimista de la sociedad para la cual fue publicado el cuento. Palabras clave: Bartleby, cuento norteamericano, Herman Melville, multitud, modernidad. Se ha dicho que el cuento de Melville, Bartleby, el copista, tiene la propiedad de permitir una gran variedad de lecturas sin dejar de ser por esto una construcción completa y firme. A lo cual hay que sumarle la existencia de la gran variedad de interpretaciones que se han hecho sobre él, desde ámbitos que van de la política y la psiquiatría hasta la religión (cfr. Lavid, 35). Esto se debe, con seguridad, a dos aspectos del cuento: en primer lugar, el abordar una problemática socio-económica de importante peso en la época, como lo es el auge de la producción industrial ligada al utilitarismo, así como otros problemas de actualidad. Luego, tenemos el hecho de que Melville no haga nada explícita la posición del cuento frente a los diversos problemas que plantea, sino que la deje abierta o la oculte a través de diversos métodos. No podemos conocer con certeza los motivos que impulsaron al autor a esconder los puntos de vista que podrían surgir en el cuento. Por un lado, es posible que se tratara del interés
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Page 1: Bartleby y el movimiento individual cósmico · 1 Bartleby y el movimiento individual cósmico David Mauricio Gómez Correa* davidgggc@hotmail.com Resumen: Ante la gran variedad de

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Bartleby y el movimiento individual cósmico

David Mauricio Gómez Correa*

[email protected]

Resumen: Ante la gran variedad de interpretaciones que ha suscitado el cuento

Bartleby el copista, de Herman Melville, planteo una búsqueda de los mecanismos que

utiliza el autor para generar ambigüedad. Entre tales mecanismos la construcción del

personaje de Bartleby, en relación con ciertos rasgos que hacen de éste una figura mítica

o arquetípica, resulta fundamental. Esto me lleva a sugerir una interpretación, según la

cual Bartleby llega al estado de figura mítica a causa de su separación de la multitud. Es

decir, a causa de asumir cabalmente su subjetividad. Lo paradójico ―y al mismo tiempo

trágico― es que el convertirse en una figura mítica implica una abolición total de la

subjetividad, sin que el terrible proceso conlleve a nada fructífero para él. Lo que busco

poner de manifiesto a través de esto, es la naturaleza pesimista del tono de Melville en

contraposición con el espíritu optimista de la sociedad para la cual fue publicado el

cuento.

Palabras clave: Bartleby, cuento norteamericano, Herman Melville, multitud,

modernidad.

Se ha dicho que el cuento de Melville, Bartleby, el copista, tiene la propiedad de permitir

una gran variedad de lecturas sin dejar de ser por esto una construcción completa y firme. A

lo cual hay que sumarle la existencia de la gran variedad de interpretaciones que se han

hecho sobre él, desde ámbitos que van de la política y la psiquiatría hasta la religión (cfr.

Lavid, 35). Esto se debe, con seguridad, a dos aspectos del cuento: en primer lugar, el

abordar una problemática socio-económica de importante peso en la época, como lo es el

auge de la producción industrial ligada al utilitarismo, así como otros problemas de

actualidad. Luego, tenemos el hecho de que Melville no haga nada explícita la posición del

cuento frente a los diversos problemas que plantea, sino que la deje abierta o la oculte a

través de diversos métodos.

No podemos conocer con certeza los motivos que impulsaron al autor a esconder los puntos

de vista que podrían surgir en el cuento. Por un lado, es posible que se tratara del interés

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por ganarse la atención de un público del que buscaba reconocimiento como algo más que

un ―reportero marítimo‖ (cfr. Vila-Matas, 110). El cual seguramente no habría estado de

acuerdo con muchas de las perspectivas de este escritor (algunas de las cuales eran bastante

oscuras y contrarias al optimismo trascendental característico de la época (cfr. Lavid, 12).

Al fin y al cabo, Melville ya había experimentado el fracaso popular y podemos pensar que

intentaba conseguir una superficie que fuera atractiva y, al mismo tiempo, capaz de guardar

sus pensamientos más íntimos en el interior (cfr. 11). Por otro lado, puede ser que

considerara la exposición directa de estas ―verdades‖ como algo peligroso y que prefiriera

aproximarse a ellas de forma indirecta (cfr. 15).

Ese distanciamiento y oscuridad se consigue a través de varios medios. Primero, tenemos

que nada se dice de manera directa, sino a través de las experiencias y observaciones que

nos cuenta el narrador. Evidentemente, este narrador es un personaje ficticio y eso ya

implicara un primer nivel de alejamiento. Como no es omnisciente, no lo sabe todo, pero

además puede que no nos diga todo lo que sabe. Esa visión limitada se lleva al extremo

pues aquello que el narrador debería conocer para poder darnos cuenta de Bartleby, es al

mismo Bartleby, pero desde que su esencia es el ―no ser‖ (el preferir no hacerlo) eso resulta

prácticamente imposible. Así la visión que el abogado nos ofrece de este personaje es, ante

todo, superficial (en el sentido de ―exterior‖) y limitada.

Claro, no se puede olvidar que el abogado y su caracterización son parte tan fundamental

del contenido del cuento como Bartleby. Incluso, cabe decir que el personaje principal no

es Bartleby, sino el abogado en la medida en que la historia gira en torno a la conciencia de

éste último y los cambios que sufre a causa de su encuentro con el primero. Además,

aunque el abogado nos diga que nos va a hablar de Bartleby y de lo particular de su

conducta, el cuento comienza con aquél hablando de sí mismo y continúa (cuando se

supone que va a empezar de verdad) de la misma manera, sin alejarse nunca de una

descripción de sus sentimientos. Sin embargo, si se quiere encontrar un sentido específico

en los sucesos narrados al personaje al que hay que atender es a Bartleby, al ser causa de

éstos. Igualmente resulta necesario el conocimiento de lo que ocurre en su interior, de sus

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motivos, puesto que de otro modo sólo se tendría conocimiento de los efectos, que son

apenas la superficie.

El problema, sin embargo, radica en que este personaje oculta ese interior de manera

rigurosa y, aparte de sus preferencias negativas, es muy poco lo que se trasluce de él.

Incluso éstas resultan muy impersonales, tanto por la inflexible serenidad que las

caracteriza, como por el hecho de que sean sólo frías, vacías y nunca verdaderas

voluntades. De este modo pareciera que hay una carencia de interioridad —a pesar de

sugerirse la existencia de una—, lo cual en parte lleva a considerar que Bartleby, más que

un ser humano, es una especie de ―figura mítica o arquetípica‖ (cfr. Lavid, 41).

Muy pocos detalles, que lo delaten como ser humano, se le escapan a Bartleby. Tiene un

cuerpo, sí, pero prácticamente no es alimentado y su rostro es completamente pálido e

inexpresivo, su serenidad nunca se altera y sólo vemos pequeñas insinuaciones de que hay

alguna actividad en su interior (como esos momentos en que se quedaba pensativo,

completamente ensimismado, mirando el muro al que daba su ventana o ese ―leve temblor

en sus labios pálidos‖ que alguna vez deja entrever). Por otro lado, la comunicación es en

general la única vía al interior de una persona, pero él parece decidido a no comunicar ―ni

de manera verbal ni de cualquier otra forma―. Así, es capaz de permanecer completamente

inexpresivo cuando pronuncia su ―preferiría no hacerlo‖ ante las tentativas del abogado de

obligarlo a que hable, vaya a la oficina de correos o haga cualquier cosa distinta de copiar

(y al final, incluso, al resistirse a copiar). Ocurre del mismo modo cuando se resiste a

hablar.

Bartleby guarda silencio y éste es utilizado por él como forma de rebelión, como su

manifestación en contra de ese algo que es difícil de alcanzar debido al mismo silencio

guardado. Pero, ¿en contra de qué se manifiesta? Lo que dice Vila-Matas es que pareciera

indicar que ―[h]ablar es pactar con el sinsentido del existir‖ (Vila-Matas, 109). Y bueno,

esta es una posibilidad que, sin embargo, no niega que puedan existir muchas otras.

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Si comparamos lo poco que sale del interior de Bartleby con la vastedad de contenido que

podría haber en su interior ―por ejemplo, la cantidad de pensamientos que podrían estar

pasando por su cabeza mientras está sumergido en una de sus ensoñaciones―, nos damos

cuenta de que siempre habrá algo que se quede sin esclarecer del todo. El sentido profundo

de sus actos, el pensamiento que lo llevó a actuar de la forma en que lo hace y la fuente de

ese pensamiento, son cosas que nunca quedarán completamente delimitadas. Lo que más

tenemos para indagar al respecto es un ―rumor vago‖ sobre una posible profesión anterior y

lo que su actuar nos indica por sí mismo.

Ese rumor no es una prueba contundente que permita explicar al personaje, antes bien

cumple la función de llenar el relato con más ambigüedad. Pero lo que parece sugerir es

que, debido a su trabajo en la oficina de cartas sin reclamar, Bartleby tuvo un contacto tan

directo con la naturaleza de la humanidad (esa misma que Melville parece conocer y se

esfuerza por ocultar) y que ésta es tan terrible (tan ―sin sentido‖), que no pudo soportar

seguir haciendo parte de ella de forma pasiva. Paradójicamente el dejar de ser pasivo de

Bartleby consistiría en un dejar de actuar, en un ―preferir no hacer‖.

Por otro lado, lo que nos muestran las acciones de Bartleby o, más bien sus ―no acciones‖,

es que efectivamente se apartó de la humanidad. No sabemos si lo decidió o qué fue lo que

ocurrió, pero el resultado fue un vivir distinto del de los demás, un vivir en silencio. Así, en

algún momento tuvo que ocurrir un movimiento, algo que lo hizo quedar al lado de esa

multitud que habla para ya no ser parte de ella. Ese gentío, que podría ilustrarse con el fluir

de una de las grandes avenidas del Londres, París o San Petersburgo de la época, no se da

cuenta de que al hablar colabora con lo que no necesariamente está de acuerdo, con lo que

no se le ha preguntado si quiere colaborar. Pero la multitud no puede darse cuenta de lo que

ocurre porque está ahí mismo, en el ―campo de batalla‖. Por eso es necesario un empujón,

que, en el caso de Bartleby —y siguiendo la hipótesis del rumor—, sería lo monstruoso y

revelador de esas cartas perdidas.

Este movimiento es del mismo tipo del que nos muestra Hawthorne (personaje bastante

influyente para Melville) en Wakefield. Allí podemos observar cómo un individuo que se

aleja de la conducta ―normal‖ por un instante, que se aparta ―digamos unos milímetros―

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del movimiento corriente de la multitud que antes seguía, genera una fuerza tan grande que

luego le es imposible regresar a su vida habitual y sólo volverá para morir. Para él, al igual

que para Bartleby, la muerte es el único descanso posible.

El movimiento puede verse también como un cambio de velocidad respecto a la velocidad

de la multitud (como aparece en El hombre de la multitud de Poe) que genera una fuerza

luego incontrolable, superior al hombre. Al ―traicionar‖ a la multitud parece que se genera

algo sobrenatural, algo que se puede ver en el rostro de ese hombre atravesando Londres y

sus multitudes sin descanso. Seguramente podríamos ver esto mismo en Wakefield si

tuviéramos quien nos lo mostrara y, por supuesto, lo podemos ver en Bartleby ya que

constituye esa otra parte de lo no humano que lo caracteriza.

Hay un aura extraña en Bartleby que en ocasiones atemoriza al abogado y le impide llevar a

cabo lo que haría sin dudar (despedirlo, enfurecerse con él, etc.), si el copista diera más

señales de ser un ser humano. ―En una palabra, si hubiese encontrado en él algo corriente o

humano, indudablemente lo hubiese despedido enseguida‖ (Melville, 80), o ―me pareció

experimentar que algo supersticioso latía en mi corazón y me impedía realizar mi

propósito‖ (90), son expresiones utilizadas por el abogado para manifestar esto. Hay algo

en él que lo pone en un nivel superior, que también le permite, por ejemplo, moverse

cuando todos los demás están estáticos. Puede paralizarlos y seguir sereno, como si fuera

un fantasma, una aparición. En la siguiente escena, por ejemplo, se lo puede ver así:

―–Preferiría no hacerlo –dijo, y desapareció tranquilamente tras el biombo. Por unos

momentos me quedé como una estatua de sal, en pie y delante de mis empleados, inmóviles

también como estatuas‖ (80).

Estas situaciones sobrenaturales parecen causadas por la fuerza descomunal que genera el

movimiento social anormal llevado a cabo por el individuo, ya sea por casualidad o por

voluntad propia. Por alguna razón, el individuo adquiere un carácter sobrenatural y también

algo de esa fuerza sobrenatural. En el caso de Bartleby, la fuerza lo convierte en una

especie de agujero negro que atrae y trastorna a todo aquél que entra en su esfera de acción.

En primer lugar altera al abogado (que llega incluso a creerse loco (cfr. 88) y al final parece

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también enfrentarse a la humanidad con su grito de ―¡Ah, Bartleby! ¡Ah, humanidad!‖),

pero también a los otros copistas, como podemos notar cuando empiezan a utilizar el verbo

―preferir‖ de una manera extraña.

Este individuo que se ha movido de manera extraña, pareciera tener algo de la magnitud del

universo, o al menos estar más cerca de él, a la manera en que Adán lo estaba (hay varias

ocasiones en que se compara a Bartleby con Adán). Así, el abogado lo pone completamente

solo en éste: ―[m]as parecía solo, completamente solo en el universo‖ (93). Pero lo más

diciente respecto a esto es el final de Wakefield:

En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta

perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar

un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su

lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo, en el paria del Universo.

Pero, además este fragmento muestra algo trágico, que es cómo el individuo en cuestión al

final resulta la más afectada de las víctimas. Lo que aplica para Bartleby puesto que este,

más allá de ponerse en superioridad respecto a su jefe y lo que este representa (el

capitalismo, utilitarismo, etc.) y transformar su mundo, ―viene a convertirse en víctima de

su propia existencia‖ (cfr. Lavid, 41).

Es así como pueden adjudicársele a Bartleby algunos rasgos característicos del

trascendentalismo (movimiento teórico impulsado por Ralph Waldo Emerson), como la

confianza en las posibilidades infinitas del individuo. Sin embargo, en manos de Melville

esta confianza ―este supuesto optimismo― resulta representada de una manera trágica y

más bien pesimista. Nunca sabremos cuáles eran las verdaderas expectativas de Bartleby, o

si tenía algunas, con lo que nunca estaremos seguros de si tuvo éxito o no, o si logró

debilitar esos muros que tanto miraba y que parecían perseguirlo. En todo caso, esa pálida

figura que finalmente ―esperamos― logró descansar recostada en el patio de una cárcel, al

parecer logró conectar, dentro de su existencia ficticia, lo pequeño con lo total y al hombre

con lo que está mucho más allá de él.

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Bibliografía

-Lavid, Julia. ―Introducción‖. Bartleby, Benito Cereno y Billy Bud. Madrid: Cátedra, 2001.

-Melville, Herman. ―Bartleby el copista‖. Bartleby, Benito Cereno y Billy Bud. Madrid:

Cátedra, 2001.

-Vila-matas, Enrique. Bartleby y compañía. Barcelona: Anagrama, 2004.

* Universidad de los Andes. Literatura.

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El espejo de arena: experiencias e imaginarios de los occidentales en los desiertos de

un Oriente idealizado

Joaquín Uribe*

[email protected]

(…) Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó

los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos,

rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un

camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡Oh,

rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste

perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros;

ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay

escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que

recorrer, ni muros que veden el paso". Luego le desató las ligaduras y lo

abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La

gloria sea con Aquel que no muere.

Jorge Luis Borges, de Los dos reyes y los dos laberintos.

Resumen: Las siguientes reflexiones parten de la idea de que cualquier intento de

comprender el islam desde un sistema de correspondencias entre naturaleza y cultura

nos conduciría de manera inevitable a una postura orientalista1, donde además de crear

1 En Orientalismo el escritor palestino Edward Said identifica, en un gran corpus de textos

producidos en el marco de la expansión imperial de Francia e Inglaterra hacia Oriente, el síntoma de lo que él ha llamado “orientalismo”, que es, en términos generales, “un estilo occidental que pretende dominar, reestructurar y tener autoridad sobre Oriente” (Said, 21), y que incumbe “principalmente, aunque no exclusivamente, una empresa cultural británica y francesa, un proyecto

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el imaginario de una geografía homogénea y siempre determinante, se terminaría por

―concebir la humanidad en términos de grandes colectividades o en generalidades

abstractas‖ (Said, 214). Por esta razón, el presente trabajo se limita a observar la manera

en que el imaginario occidental del desierto le ha servido al impulso colonialista para

construir una idea del islam que se adecúe a sus estructuras. Para este fin el estudio de

algunas obras literarias ha sido un ejercicio muy útil para identificar los discursos que

han movido y justificado una larga historia de intolerancia y despotismo. Podemos

compartir con Said la idea de que no existe ninguna actividad del pensamiento, aún

tratándose del arte, que no guarde correspondencias con su entorno y con los poderes

que interactúan en él. Quizás por esto se hace cada vez más necesaria una lectura

desprevenida del legado cultural del islam.

Palabras clave: Orientalismo, desierto, colonialismo, determinismo, romanticismo.

I

Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) —reconocido por haber sido el presidente que

―modernizó‖ a la Argentina2 y también por ser uno de los escritores fundacionales de la

literatura latinoamericana—, despliega en las páginas de su Facundo largas descripciones

de la vida y el paisaje pampeanos, en las que convergen la herencia romántica y las ideas

iluministas y positivistas que marcaron el proyecto de la modernidad en América Latina.

cuyas dimensiones abarcan campos tan dispares como los de la propia imaginación: todo el territorio de la India y de los países del Mediterráneo oriental, las tierras y textos bíblicos (…) un impresionante conjunto de textos, innumerables “expertos” en lo referido a Oriente, un cuerpo de profesores orientalistas, un complejo aparato de ideas “orientales (despotismo, esplendor, crueldad, sensualidad orientales), muchas sectas orientales, filosofías, y sabidurías orientales adaptadas al uso local europeo… y donde el Oriente siempre fue orientalizado” (22). 2 Se ha señalado a su gobierno (1868-1874) por haber reprimido, marginado y exterminado tanto a

los indígenas de Argentina como a los pueblos gauchos que habitaban la Pampa. También es importante señalar que fue el principal propulsor del modelo de escuela normal en varios países de Latinoamérica.

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Cuando nos habla del entorno del que surgió el general Facundo Quiroga, ese gaucho

indómito que fuera la representación máxima de la barbarie frente al ideal de civilización

que Sarmiento soñaba para su nación, nos encontramos con pasajes como este:

Esta inseguridad de vida [la del gaucho], que es habitual y permanente en las campañas,

imprime, a mi parecer, en el carácter argentino, cierta resignación estoica para la muerte

violenta, que hace de ella uno de los percances inseparables de la vida, una manera de

morir como cualquier otra, y puede, quizá, explicar en parte, la indiferencia con que dan

y reciben la muerte, sin dejar en los que sobreviven, impresiones profundas y duraderas.

(68)

Después, afirmando su actitud determinista, Sarmiento comienza a hacer una serie de

comparaciones ante las que no podemos dejar de sorprendernos:

Y, en efecto, hay algo en las soledades argentinas que trae a la memoria las soledades

asiáticas; alguna analogía encuentra el espíritu entre la pampa y las llanuras que median

entre el Tigris y el Éufrates; algún parentesco en la tropa de carretas solitarias que cruza

nuestras soledades para llegar, al fin de una marcha de meses, a Buenos Aires, y la

caravana de camellos que se dirige hacia Bagdad o Esmirna (73).

O bien: ―La vida primitiva de los pueblos, la vida eminentemente bárbara y estacionaria, la

vida de Abraham que es la del beduino de hoy, asoma en los campos argentinos‖ (78).

Se sabe que el argumento del Facundo está sostenido en la oposición entre la barbarie

indígena y la civilización europea, o lo que para Sarmiento es lo mismo, ―entre la

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Inteligencia y la Materia‖ (op. cit. Sasso 81). Este binarismo despótico, recurrente en el

pensamiento independentista del siglo XIX en América Latina, se puede identificar como

una herencia directa de la experiencia colonial de los franceses y los ingleses en Oriente.

De ahí las alusiones al pueblo árabe hechas por Sarmiento y los distintos rasgos que toma

prestados de él para caracterizar al gaucho: salvajismo, crueldad, violencia tribal, absoluta

incapacidad para entender el pensamiento racional. El autor del Facundo (que nunca ocultó

que había que europeizar a América), pone de manifiesto en sus comparaciones algunos de

los síntomas que Edward Said critica en su Orientalismo. Por lo anterior no es extraño que

las apreciaciones de Sarmiento puedan llegar a parecerse tanto a lo que escribiría alguien

como Lord Cromer a propósito de los nativos de Egipto:

La falta de exactitud, que fácilmente degenera en falsedad, es la principal característica

de la mente oriental. El europeo hace razonamientos concienzudos, y sus afirmaciones

acerca de la realidad están exentas de cualquier ambigüedad (…); la mente oriental, por

otro lado, igual que sus pintorescas calles, carece por completo de simetría (…). (op. cit.

en Said, 66)

En lo que Said ha llamado la ―fase reciente‖ del orientalismo (es decir, la que corresponde a

la segunda mitad del siglo XX) es posible comprobar la permanencia de todos estos

estereotipos. Así, afirmaciones como la de Sania Hamady (hecha hacia 1960) dan muy

buena cuenta de cómo la soberbia del occidental ―civilizado‖ ha perpetuado la vieja

costumbre de valorar a los seres humanos de acuerdo con su entorno físico: ―El árabe vive

en un ambiente duro y frustrante. Tiene pocas posibilidades de desarrollar sus

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potencialidades y de definir su lugar en la sociedad, apenas cree en el progreso y el cambio,

y sólo encuentra salvación en el más allá‖ (op. cit. Said, 409).

La imagen del musulmán indómito sigue formando parte de los criterios con que se

representa el mundo islámico. El musulmán del terror, el impredecible, el que cae sobre

nuestras ciudades y desaparece sin dejar rastro. El dueño de los secretos del desierto. El

hombre del turbante con arena atascada entre los dientes.

II

Es necesario esforzar la imaginación para poder hacerse una idea de cómo era el mundo

cuando aún no estaban del todo claras sus fronteras. Lo que en este momento puede

observarse en una pantalla o en unas pocas horas de viaje, hace dos siglos podía significar

una expedición de varios meses. Cuando hablamos del ―descubrimiento‖ de América o de

los viajes a África y Asia realizados por europeos en el siglo XVI, nos cuesta trabajo

dimensionar lo que podía significar, para una cultura que había estado encerrada en sí

misma durante varios siglos, la aparición de geografías y paisajes que desbordaban el

mundo conocido. Por esta razón no podemos esperar que las nuevas naturalezas (desiertos

de extensión incalculable, selvas tropicales, océanos de hielo, etc.) fueran representadas con

familiaridad e imparcialidad; estos nuevos espacios fueron, ante todo, horizontes en el que

se representaban los vacíos y los anhelos de una Europa iniciada apenas en los misterios del

Viaje. Las representaciones del desierto que ha levantado la cultura europea (concretamente

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a partir del siglo XVIII) son inseparables de la idea de un Occidente que busca definirse a sí

mismo; y naturalmente esta búsqueda es variable… e incluso un tanto neurótica. En un

momento como el que vivimos —donde el oriente musulmán suele mostrársenos como una

enorme ola de arena sin historia que amenaza con sepultar la ―civilización‖, y cuyo único

valor radica en el petróleo que esconde—, se hace necesaria una revisión de los otros

desiertos con que ha soñado el occidental.

Lo de ―la ola de arena sin historia‖ es importante. Es muy cercana a nosotros la manera en

que el desierto se presenta como el espacio abierto al heroísmo del europeo aventurero,

donde éste se propone traer ―la Historia‖ con la misma determinación con que antes otros

se propusieron traer la Cruz. Pensamos, por ejemplo, en Lawrence of Arabia, de David

Lean, una película de la década de los 60 en la que no sólo se nos muestra un mundo que

orbita alrededor de un héroe blanco, sino donde el héroe, además de conocer y controlar el

escenario al cual se enfrenta, es la civilización misma: no en vano el capitán Lawrence está

en condiciones de ser más árabe que los propios árabes y de ser el artífice absoluto de la

victoria de su ―tropa de beduinos‖ sobre los ejércitos otomanos invasores. Él devuelve a los

los árabes su derecho a tener historia, pero éstos difícilmente son más que sombras que se

mueven entre cortinas de arena, con largos turbantes y sables colgados de la cintura, y que

si acaso les es dado hablar en algún momento, es porque hablan inglés. Esto nos recuerda a

Chateaubriand y su libro De París a Jerusalén, donde asistimos al viaje del ―gran letrado‖

que ha ido con cierta nostalgia de cruzado a buscar en los valles de Oriente Medio un poco

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de dignidad bajo los ―vientos bíblicos‖ del desierto. Pero no todo resulta como su

imaginación espera:

Por la parte de Arabia se presentan (…) unos peñascos negros cortados a pico, que

esparcen a lejos su sombra sobre las aguas del mar Muerto. La más pequeña avecilla del

cielo no hallaría en esos peñascos una brizna de hierba para su sustento; todo anuncia

allí la patria de un pueblo réprobo; todo parece respirar allí el horror y el incesto del que

salieron Ammon y Moab. (192)

Frente a esta desolación, Chateubriand no tiene otro remedio que recurrir a la vasta

memoria libresca que trae a rastras desde París. El paisaje, entonces, como si se tratara de

una entidad psicológica, es susceptible de sufrir cambios:

Cuando se viaja por Judea se apodera al pronto del corazón un profundo disgusto; pero

cuando pasando de soledad en soledad, el espacio se extiende sin límites a la vista, el

disgusto se disipa poco a poco, y se experimenta un terror secreto que, lejos de abatir el

alma, inspira valor y eleva el genio. Las extraordinarias perspectivas revelan por todas

partes una tierra teatro de grandes milagros; el sol abrasador, el águila impetuosa, la

higuera estéril, toda la poesía y todos los cuadros de la Escritura se encuentran allí.

Cada nombre encierra un misterio, cada gruta declara al porvenir; cada cumbre resuena

con los acentos de un profeta. El mismo Dios ha hablado allí (…). (193)

Entonces, ―si el desierto de Judea ha estado en silencio desde que Dios habló allí,

Chateaubriand es quien puede escuchar el silencio, entender su significado y hacerle hablar

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de nuevo para su lector‖ (Said, 238)3. El desierto es para Chateaubriand una ―tierra teatro‖,

y él es el encargado de poner en marcha una historia y unos personajes para ella. Antes que

él, las montañas ―cortadas a pico‖ y las sombras que se desploman sobre el mar Muerto no

tienen significado alguno: la presencia del poeta es la presencia de las cosas. La naturaleza

que emerge sólo puede hablar bajo los soplos vivificadores de un espíritu letrado.

Este exaltado individualismo de Chateubriand en 1811 lo repetirá Antoine de Saint-

Exupéry en 1927 cuando se enfrente, a bordo de su avión de correos, a las vastas

extensiones del Sahara. Aquí se habla no tanto del famoso autor de El Principito como del

piloto que escribe sus memorias en Tierra de los Hombres, y en cuya búsqueda ―heróica‖

resulta muy interesante rastrear la herencia del colonialismo francés del siglo XIX. No

obstante, lo más interesante en Saint-Exupéry es la manera en que su experiencia en el

Sahara convierte al desierto en el símbolo por excelencia de la soledad romántica.4

El romanticismo significó en Occidente una apertura no sólo de la conciencia artística, sino

de la relación entre cultura y naturaleza. Podemos pensar que en el romanticismo la

naturaleza se prestó para levantar una dimensión de lo sublime en el arte, capaz de

trascender lo que hasta el momento sólo había tenido valor estético (y, por lo tanto, moral)

3 Una actitud parecida la encontraremos en Tierrra de los Hombres, de Saint- Exúpery: “Tal es el

desierto. Un Corán, que no es sino una regla de juego [sic], convierte la arena en Imperio. En el fondo de un Sahara que parecería vacío, se representa una pieza secreta que mueve las pasiones de los hombres” (136). 4 La cultura romántica y todo lo que a partir de ella se produjo, especialmente en el campo de la

literatura, se alimentó desde el principio del mundo que creaba el orientalismo. Tenemos a Chateaubriand, a Flaubert, Nerval, Novalis, Burton, Kipling o Coleridge. Para obras anteriores al romanticismo que se ocuparon de Oriente (y cuyo origen puede encontrarse en las primeras civilizaciones helénicas), véase Said 98.

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mientras orbitara alrededor de los ideales de armonía cósmica heredados de los clásicos:

paisajes domésticos, ninfas de mármol vivo, fuentes cristalinas, ruiseñores, primaveras

interminables. Así, escenarios como las cumbres alpinas eran más dados a suscitar

sentimientos de recelo y espanto, antes que alguna ―curiosidad espiritual‖ (no en vano la

figura del alpinista, heredera directa del individualismo romántico, pudo tener un lugar en

la cultura occidental). Podemos decir lo mismo en relación al desierto: a partir de ahora

puede ser más que el desolado escenario de las batallas o las grandes expediciones para

convertirse en un símbolo de la búsqueda de la experiencia individual, de un heroísmo

autorreferido que proclama un Yo independiente de los influjos de la vida pública. Este

―ethos romántico‖ encontrará distintas manifestaciones en la expansión colonial del siglo

XIX. Por eso una persona como Alexander W. Kinglake, en 1844, está en condiciones de

declarar : ―Yo estaba ahí, en el desierto africano, y yo mismo, no otros, estaba a cargo de

mi vida‖ (op. cit. en Said, 263). Saint-Exupéry despierta en el Sahara bajo los influjos de

esta misma conciencia: ―Pero yo conozco la soledad. Tres años de desierto me han

enseñado bien su sabor. No se espanta uno allí de ver pasar la juventud en un pasaje

mineral, más bien parece que es el mundo entero el que envejece lejos de nosotros‖ (Saint-

Exupéry, 95). Pero en Saint-Exupéry no dejen de manifestarse algunos de los síntomas más

claros del pensamiento determinista, donde el habitante de un territorio aparece siempre

limitado física y moralmente por las condiciones en que vive:

Estábamos allá en contacto con los moros insumisos. Emergían del fondo de territorios

prohibidos, de esos territorios que nosotros salvábamos en nuestros vuelos, y se

aventuraban hasta los fortines de Juby o Cisneros para hacer compras de panes de

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azúcar o té, después volvían a hundirse en su misterio. Y nosotros intentábamos, a su

paso, domesticar a algunos de ellos. (Saint- Exupéry, 107. Subrayado mío)

A continuación, el escritor y piloto francés nos cuenta en sus memorias de viaje una historia

que no deja de parecernos fascinante. En la Argelia colonial de principios del siglo XX, las

tribus beduinas solían causar problemas a los franceses que vivían en el desierto. Saint-

Exupéry y otros compañeros de aviación obtenían a veces permiso de sus superiores para

llevar a pasear en sus aviones a algunos de los jefes de las tribus insumisas, con el objeto de

―mostrarles el mundo‖ y así ―extinguir su orgullo‖ (107). En una ocasión llevaron a unos

beduinos a Francia y los plantaron frente a una catarata, algo que ellos, por supuesto, no

creían posible sino en las páginas del Corán. Pensaron, cuenta Saint-Exupéry, que Dios se

había vuelto loco; tres minutos pasmados frente al agua, y uno de ellos le dice al otro: ―–Tú

sabes… el Dios de los franceses… Es más generoso para los franceses que el Dios de los

moros para los moros‖ (109).

Quizás, después de todo, no estaría tan mal dejarse domesticar. El episodio culmina pronto:

Así, aquella noche, no insistían acerca de la cascada. Más vale callar ciertos milagros.

Más vale, incluso, no pensar en ellos demasiado porque si no, ya no se comprende nada.

Se duda de Dios (…). Pero yo los conozco bien, a mis amigos bárbaros. Están allí,

turbados en su fe, desconcertados, prestos a someterse en adelante. Sueñan con ser

aprovisionados de cebada por la intendencia francesa, y protegidos en su seguridad por

nuestras tropas saharianas. Es cierto que una vez sometidos habrán ganado en bienes

materiales. (111)

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Saint-Exupéry, que comprende la superioridad de los bienes materiales de los franceses,

justifica su permanencia y su dominio sobre Argelia. Un pueblo en el que las tribus tienen

que desplazarse cientos de kilómetros en busca de agua —y donde el agua, si la encuentran,

sólo aparece estancada, ―mezclada con orín de camello‖ (109)— es por lo tanto un pueblo

dependiente, necesitado del gobierno y el amparo de de los franceses (y del ―Dios de los

franceses‖, claro). Pero la relación de Saint-Exupéry con el beduino es inseparable de otro

de los síntomas más recurrentes de la actitud orientalista: el de la fascinación descontrolada

que siente el occidental por una cultura distinta, en la que ve reflejados, muchas veces sin

reparar en ello, sus carencias y sus ―paraísos perdidos‖. La idea del ―buen salvaje‖ encaja

muy bien en este romanticismo ―trasnochado‖ de Saint-Exúpery y pone en evidencia su

nostalgia de todo lo que un mundo ordenado y metódico le ha quitado: de ahí, también, el

Oriente erotizado de Nerval, que, ―como los velos que [él] ve por todas partes en el Cairo,

esconde un fondo profundo y rico de sexualidad femenina‖ (Said, 249). Es el Oriente de la

liberación, de la sexualidad redescubierta… es el burdel de Occidente, y, como tal, todo

cuanto se haga o deje de hacerse en él seguirá siendo incompatible con las estructuras

morales que sostienen la posición imperial. Son como niños deslumbrados frente a un

pájaro al que tienen que derribar con su cauchera porque no soportan ver en él una libertad

que no les ha sido dada. El desierto de Saint-Exupéry es una respuesta directa a esta actitud:

―Y yo admiro a ese moro que no defiende su libertad, porque en el desierto se es siempre

libre, que no defiende tesoros visibles, porque el desierto está desnudo, sino que defiende

un reino secreto‖ (117).

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El ―reino secreto‖ de los beduinos es quizá el mismo que esconden los gauchos para

Sarmiento, y que despierta en él una fascinación incontrolable. El nivel al que se rebaja al

enemigo es, de esta forma, inversamente proporcional al grado en que se le desea a él y al

mundo que habita. En Tierra de los Hombres podemos identificar la ―neurosis‖ de la que

hemos venido hablando. Esta neurosis parte de un vínculo indisoluble entre los espacios

representados y la subjetividad de quien los aborda. En este punto se ven síntomas claros

del sentimiento romántico, pero el asunto no para ahí.

La naturaleza que se muestra al lector no es independiente del temperamento de quien la

describe; y, evidentemente, en casos como el de Saint-Exupéry, esta naturaleza

representada (habitantes incluidos) es un correlato directo del estado de relaciones de poder

que el ―Autor‖ (individual o colectivo) sostiene con el entorno.

Hacia el final de Tierra de los Hombres Saint-Exupéry nos cuenta de su naufragio en el

desierto de Libia5, donde él y el mecánico que lo acompañaba en el avión tuvieron que

pasar cuatro días sin agua, bajo el sol, alucinando, debatiéndose entre morir de sed y

disparar las dos últimas balas del revólver. Hacia el final, cuando no les quedaba otro

remedio que caminar en línea recta sin otra alternativa que esperar el momento de

desplomarse sobre la arena, vieron a un árabe en un camello viniendo hacia ellos. Aunque

no hablaban su lengua le pidieron agua, y él se las ofreció con la mayor serenidad. Es la

5 Es posible que de este episodio de la vida de Saint-Exupéry haya surgido el argumento de El

Principito.

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misma agua de la que se valieran los franceses, allá en Port Etienne o Cabo Juby, para

―domesticar a algunos de ellos‖ (107). Pero:

En cuanto a ti que nos salvas, beduino de Libia, te borrarás sin embargo para siempre de

mi memoria. No me acordaré nunca de tu rostro. Tú eres el Hombre, y te me apareces

con la cara de todos los hombres a la vez. Nunca fijaste la mirada para examinarnos, y

nos has reconocido. Tú eres el hermano bien amado. Y, a mi vez, yo te reconoceré en

todos los hombres.

Te me apareces bañado de nobleza y benevolencia, gran Señor, que tienes el poder de

dar de beber. Todos mis amigos, todos mis enemigos, en ti marchan hacia mí, y no

tengo ya un solo enemigo en el mundo (198).

¿Por qué cambiar de tono tan bruscamente a estas alturas de la historia?

III

En un mundo cada vez más saturado de estereotipos baratos, se torna necesaria una

relectura del legado cultural del islam, de sus producciones literarias y científicas, de su

relación con la historia y la geografía. Esto quizás podría llevarnos a dejar de pensar al

musulmán como parte de un pueblo que se halla históricamente limitado por las

condiciones del entorno físico, para llevarnos, ayudados por un diálogo cultural capaz de

sobreponerse a las coyunturas políticas, a ver aquellos puntos en que el desierto (como

parte integral de la historia de los pueblos de Mahoma) ha contribuido a elevar una visión

de mundo de la cual tenemos mucho que aprender. Antes de cerrar este ensayo valdría la

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pena referirse, de manera muy breve, a algunos de los universos textuales que han surgido

del islam.

Cuando el Profeta comenzó a recibir las revelaciones, ni él ni su pueblo veían otra cosa que

no fuera una vasta extensión sembrada de montañas resecas y ríos de arena. No en vano en

el Paraíso del Corán abundan el agua y los árboles de sombra fresca: ―A quienes creen y

hacen obras pías los introduciremos en unos jardines por los que corren ríos. Vivirán en

ellos eternamente: tendrán esposas puras y les haremos entrar en una sombra frondosa‖

(Corán: 4, 60).

De la misma forma en que los primeros conquistadores llegaron a buscar en América el

lugar del Paraíso Terrenal, es previsible que en los primeros siglos del islam —cuando el

mundo no tenía fronteras y aún había lugar en él para lo maravilloso—, surgiera una

leyenda como la de Simbad el Marino. Este aventurero, cuyos viajes nos cuanta Sherezada

en Las Mil y Una Noches (un libro que nos hace ver el mundo como a través de un potente

caleidoscopio), se lanza desde la esplendorosa Bagdad de los tiempos de Haroun al-Rashid

a comerciar por los mares del orbe. Lo que encontramos a su paso no es tanto un escenario

plano y árido (como el que se esperaría el pensamiento determinista) sino un horizonte

plagado de maravillas. Si Dios había creado todas las cosas posibles, entonces en algún

lugar del mundo tendrían que haber jardines como los del Corán:

(…) luego eché andar por la isla y vi que era como un jardín del Paraíso, con árboles

cargados de fruta, ríos saltarines y pájaros que cantaban alabando a Aquel que es

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todopoderoso y eterno. Había toda clase de árboles y frutos y gran variedad de flores,

por lo que comí hasta saciarme y bebí agua de los ríos hasta calmar mi sed, al mismo

tiempo que alababa y glorificaba a Allah, ensalzado sea, por todo aquello. (669)

Cuadros como éste convierten al mundo en una fuerza capaz de levantar los más alucinados

escenarios. El islam, que como el cristianismo, está regido por la oposición Infierno-

Paraíso, podía crear (creemos que a partir las características físicas del desierto) una visión

de ultramundo completamente desbordante. Así, en la descripción de la Gehenna6 que se

nos hace en el relato de Hásib Karim Al-Din, referida únicamente a una de las antesalas del

Infierno, aparece el siguiente cuadro:

–Quizá la Gehenna es la que encierra castigos menos duros, porque está en la planta

superior– insinuó Bulúqiya.

–En efecto, lo es – respondió Sajr–. Sin embargo, hay en ella mil montes de fuego; en

cada monte hay setenta mil valles de fuego, en cada valle setenta mil ciudades de fuego,

en cada ciudad setenta mil fortalezas de fuego, en cada fortaleza setenta mil casas de

fuego, en cada casa setenta mil asientos de fuego y en cada asiento setenta mil clases de

tormentos. (Mil y una Noches, 519)

La lectura de Las Mil y una Noches puede ayudarnos, en casos como este, a mitigar la

vanidad con que solemos elevar a las producciones artísticas de la tradición cristiana por

encima de todas las otras. Aquí podríamos, más bien, ver hasta qué punto un universo como

6 Palabra asociada al Purgatorio en la tradición judeocristiana.

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el de Dante es tan próximo a la escatología musulmana7. Pero volvamos al desierto. La idea

de un pueblo que pudo levantar ciudades en medio de las condiciones más inhóspitas8, y en

cuyos fundamentos religiosos existe una importante valoración del agua y de los seres

vivos (p.ej. Corán, 16, 10-15), nos lleva a pensar en una civilización que alcanzó una

sofisticada cultura material, precisamente por las condiciones a las que debió adaptarse. Ibn

Battuta, ―El Tangerino‖, jeque magrebí que hacia finales del siglo XIII y comienzos del

XIV9 recorriera las vastas extensiones del islam, sobrepasándolas hasta llegar a la China,

hace en sus impresionantes crónicas de viaje descripciones de todo lo que encuentra a su

paso; no se le escapan ni los paisajes, ni los pueblos y sus costumbres, ni las ciudades y los

lugares santos, ni las tradiciones literarias y las anécdotas contadas en el camino. Es

interesante constatar la manera en que en el islam la ciudad ocupa un lugar tan importante.

Ibn Battuta presenta a las ciudades como islas de vida. Citando al poeta granadino Abu l-

Hasan Alí ibn Musá, Ibn Battuta nos adentra en Damasco:

Damasco, morada nuestra, tu felicidad es eterna / y perfecta mientras en el mundo es

incompleta. / Las ramas bailan y gorjean las aves, / las flores se alzan y el agua corre en

cuesta. / Por sus delicias resplandecen los rostros, / sólo velados por la sombra de

árboles copudos. / En cada río hay un Moisés que le hace brotar / y cada jardín tiene

linderos de verdor. (196)

7 M. Asin, en la Escatología Musulmana en la Divina Comedia, demostró lo próximos que podían

llegar a estar estos dos mundos (op. cit. Corán, 236). 8 Para este trabajo han sido de mucha utilidad las imágenes tomadas por el observatorio Google

Earth. El lector puede ver, por ejemplo, las imágenes satelitales de ciudades como Damasco o la Meca: tanto los sistemas de riego como la organización urbana dan cuenta de un alto desarrollo en tecnologías hidráulicas y urbanísticas, muchas de las cuales se remontan a los primeros Califatos del siglo VII y VIII. 9 Por los mismos años en que Marco Polo viajó a Oriente.

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Pero en ningún momento las extensiones baldías, que comienzan cuando las ciudades

acaban, dejan de tener valor y significado. Aún cuando no se nos presenta el desierto como

un espacio necesariamente bello, no deja de arraigarse en él una tradición ancestral. Tras su

paso por el desierto que media entre Jerusalén y la Meca: Ibn Battuta dirá: ―Quien entre en

él [el desierto], dese por muerto, y quien de él salga, dese por nacido‖ (221).

Se nos aparece, en fin, algo que nos recuerda la experiencia de Chateaubriand en los

desiertos de Juedea, pero que no es lo mismo. Pronto la historia sagrada (y más a medida

que Ibn Battuta se aproximan a la Meca) va haciendo su ―aparición‖:

Otro lugar de peregrinación al este del monte Quasiyun es la Cueva de la Sangre, sobre

la cual, en la montaña, se puede ver la sangre e Abel, hijo de Adán, pues Dios hizo

quedar señales enrojecidas en el sitio donde su hermano lo matara para luego arrastrarlo

a la cueva. Se asegura que en ella rezaron Abraham, Moisés, Jesús, Job y Lot. (…) Y

más abajo hay otra [cueva] llamada la Gruta del Hambre en memoria de los setenta

profetas que en ella se refugiaron y sólo disponían de un panecillo que estuvo

circulando entre ellos y cada uno lo ofrecía al compañero hasta que murieron todos.

(211)

No nos es dado afirmar aquí que el sentir histórico del paisaje en Chateaubriand es menos

auténtico que el de Ibn Battuta. Podemos, en cambio, pensar que la sentencia de Karl Marx

que Said extrae del Dieciocho brumario de Luis Bonaparte supone un eurocentrismo

discutible: ―No pueden representarse a sí mismos, deben ser representados‖ (op. cit. Said,

45).

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Cabe confesar aquí que lo más difícil de llevar a cabo en el presente ensayo ha sido ver que

ese derecho el oriental de representarse a sí mismo no siempre se corresponde con nuestras

expectativas… ¿Cómo hablar de Oriente sin acogerse a los presupuestos que el

orientalismo, ese discurso que le sirve a Occidente para hablar de sí mismo, ha ido

construyendo en nuestra literatura o en nuestras instituciones académicas? Por eso resulta

desconcertante que en el extenso ciclo de crónicas de Ibn Battuta no nos encontremos con

grandes alardes de heroísmo personal, ni con descripciones exaltadas del desierto a la

manera de Saint-Exupéry o Chateaubriand, sino que el desierto se nos aparezca como un

lugar donde el ser humano puede vivir o morir como se vive o se muere en cualquier otro

punto de la tierra:

En este desierto [Sahara occidental, camino de Malí] hay numerosísimos genios

malignos, y si el taskif [guía] está solo, juegan con él y le cautivan la atención hasta que

olvida su propósito y perece, puesto que no hay camino visible ni señal alguna, sólo

arenas que el viento arrastra: puedes ver dunas en un sitio y luego trasladadas a otro.

(805)

Pero, también (y para comprenderlo aún nos falta mucho): ―Este desierto fulgura

resplandeciente, el pecho se ensancha, el espíritu se apacigua y es lugar cubierto de

salteadores‖ (805).

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* Pontificia Universidad Javeriana. Estudios Literarios.


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