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Cart a A las Familias

Date post: 07-Jul-2018
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    1994 - A ÑO DE LA FAMILIA

    CARTA A LAS FAMILIAS DEL PAPA JUAN PABLO II

    Amad í simas familias:

    1. La celebraci ón del A ño de la familia me ofrece la grata oportunidad de llamar a la puerta devuestros hogares, deseoso de saludaros con gran afecto y de acercarme a vosotros. Y lo hagomediante esta carta, citando unas palabras de la enc í clica Redemptor hominis, que publiqu é alcomienzo de mi ministerio petrino: El «hombre es el camino de la Iglesia»1.

    Con estas palabras deseaba referirme sobre todo a las m últiples sendas por las que el hombrecamina y, al mismo tiempo, quer í a subrayar cu án vivo y profundo es el deseo de la Iglesia deacompa ñarle en recorrer los caminos de su existencia terrena. La Iglesia toma parte en los

    gozos y esperanzas, tristezas y angustias2 del camino cotidiano de los hombres,profundamente persuadida de que ha sido Cristo mismo quien la conduce por estos senderos:es él quien ha confiado el hombre a la Iglesia; lo ha confiado como «camino» de su misi ón yde su ministerio.

    La familia - camino de la Iglesia

    2. Entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el m á s importante. Es un caminocom ún, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino delcual no puede alejarse el ser humano. En efecto, él viene al mundo en el seno de una familia,

    por lo cual puede decirse que debe a ella el hecho mismo de existir como hombre. Cuandofalta la familia, se crea en la persona que viene al mundo una carencia preocupante y dolorosaque pesar á posteriormente durante toda la vida. La Iglesia, con afectuosa solicitud, est á junto aquienes viven semejantes situaciones, porque conoce bien el papel fundamental que la familiaestá llamada a desempe ñar. Sabe, adem ás, que normalmente el hombre sale de la familia pararealizar, a su vez, la propia vocaci ó n de vida en un nuevo n ú cleo familiar. Incluso cuandodecide permanecer solo, la familia contin úa siendo, por as í decirlo, su horizonte existencialcomo comunidad fundamental sobre la que se apoya toda la gama de sus relaciones sociales,desde las m ás inmediatas y cercanas hasta las m ás lejanas. ¿No hablamos acaso de «familiahumana» al referirnos al conjunto de los hombres que viven en el mundo?

    La familia tiene su origen en el mismo amor con que el Creador abraza al mundo creado, comoestá expresado «al principio», en el libro del G énesis (1, 1). Jes ús ofrece una prueba supremade ello en el evangelio: «Tanto am ó Dios al mundo que dio a su Hijo único» ( Jn 3, 16). El

    Hijo unig é nito, consustancial al Padre, «Dios de Dios, Luz de Luz», entr ó en la historia de loshombres a trav é s de una familia: «El Hijo de Dios, con su encarnaci ón, se ha unido, en ciertomodo, con todo hombre. Trabaj ó con manos de hombre, ...am ó con coraz ón de hombre.Nacido de la Virgen Mar í a, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante anosotros excepto en el pecado»3. Por tanto, si Cristo «manifiesta plenamente el hombre alpropio hombre»4, lo hace empezando por la familia en la que eligi ó nacer y crecer. Se sabeque el Redentor pas ó gran parte de su vida oculta en Nazaret: «sujeto» ( Lc 2, 51) como «Hijo

    del hombre» a Mar í a, su Madre, y a Jos é, el carpintero. Esta «obediencia» filial, ¿no es ya laprimera expresi ón de aquella obediencia suya al Padre «hasta la muerte» ( Flp 2, 8), mediante

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    la cual redimi ó al mundo?

    El misterio divino de la encarnaci ó n del Verbo est á , pues, en estrecha relaci ó n con la familiahumana. No s ólo con una, la de Nazaret, sino, de alguna manera, con cada familia,

    análogamente a cuanto el concilio Vaticano II afirma del Hijo de Dios, que en la Encarnaci ón«se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»5. Siguiendo a Cristo, «que vino» al mundo«para servir» ( Mt 20, 28), la Iglesia considera el servicio a la familia una de sus tareasesenciales. En este sentido, tanto el hombre como la familia constituyen «el camino de laIglesia».

    El A ñ o de la familia

    3. Precisamente por estos motivos la Iglesia acoge con gozo la iniciativa, promovida por laOrganizaci ón de las Naciones Unidas, de proclamar el 1994 A ñ o internacional de la familia.

    Tal iniciativa pone de manifiesto que la cuesti ón familiar es fundamental para los Estadosmiembros de la ONU. Si la Iglesia toma parte en esta iniciativa es porque ha sido enviada porCristo a «todas las gentes» ( Mt 28, 19). Por otra parte, no es la primera vez que la Iglesia hacesuya una iniciativa internacional de la ONU. Baste recordar, por ejemplo, el A ño internacionalde la juventud, en 1985. Tambi én de este modo, la Iglesia se hace presente en el mundohaciendo realidad la intenci ón tan querida al Papa Juan XXIII, inspiradora de la constituci ónconciliar Gaudium et spes.

    En la fiesta de la Sagrada Familia de 1993 se inaugur ó en toda la comunidad eclesial el «A ñ ode la familia», como una de las etapas significativas en el itinerario de preparaci ón para elgran jubileo del a ño 2000, que se ñalar á el fin del segundo y el inicio del tercer milenio delnacimiento de Jesucristo. Este A ño debe orientar nuestros pensamientos y nuestros corazoneshacia Nazaret, donde el 26 de diciembre pasado ha sido inaugurado con una solemnecelebraci ón eucar í stica, presidida por el legado pontificio.

    A lo largo de este a ño ser á importante descubrir los testimonios del amor y solicitud de la Iglesia por la familia: amor y solicitud expresados ya desde los inicios del cristianismo,cuando la familia era considerada significativamente como «iglesia dom é stica». En nuestrosdí as recordamos frecuentemente la expresi ón «iglesia dom éstica», que el Concilio ha hechosuya6 y cuyo contenido deseamos que permanezca siempre vivo y actual. Este deseo nodisminuye al ser conscientes de las nuevas condiciones de vida de las familias en el mundo dehoy. Precisamente por esto es mucho m ás significativo el t í tulo que el Concilio eligi ó, en laconstituci ón pastoral Gaudium et spes, para indicar los cometidos de la Iglesia en la situaci ónactual: «Fomentar la dignidad del matrimonio y de la familia»7 . Despu és del Concilio, otropunto importante de referencia es la exhortaci ón apost ólica Familiaris consortio, de 1981. Eneste documento se afronta una vasta y compleja experiencia sobre la familia, la cual, entrepueblos y pa í ses diversos, es siempre y en todas partes «el camino de la Iglesia». En ciertosentido, a ún lo es m ás all í donde la familia atraviesa crisis internas, o est á sometida ainfluencias culturales, sociales y econ ómicas perjudiciales, que debilitan su solidez interior, sies que no obstaculizan su misma formaci ón.

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    Oraci ó n

    4. Con la presente carta me dirijo no a la familia «en abstracto», sino a cada familia decualquier regi ó n de la tierra, dondequiera que se halle geogr áficamente y sea cual sea ladiversidad y complejidad de su cultura y de su historia. El amor con que «tanto am ó Dios almundo» ( Jn 3, 16), el amor con que Cristo «am ó hasta el extremo» a todos y cada uno ( Jn 13,1), hace posible dirigir este mensaje a cada familia, «c élula» vital de la grande y universal«familia» humana. El Padre, creador del universo, y el Verbo encarnado, redentor de lahumanidad, son la fuente de esta apertura universal a los hombres como hermanos y hermanas,e impulsan a abrazar a todos con la oraci ó n que comienza con las hermosas palabras: «Padrenuestro».

    La oraci ón hace que el Hijo de Dios habite en medio de nosotros: «Donde est án dos o tresreunidos en mi nombre, all í estoy yo en medio de ellos» ( Mt 18, 20). Esta carta a las familias

    quiere ser ante todo una s úplica a Cristo para que permanezca en cada familia humana; unainvitaci ón, a trav és de la peque ña familia de padres e hijos, para que él est é presente en la granfamilia de las naciones, a fin de que todos, junto con él, podamos decir de verdad: «¡Padrenuestro!». Es necesario que la oraci ón sea el elemento predominante del A ño de la familia enla Iglesia: oraci ón de la familia, por la familia y con la familia.

    Es significativo que, precisamente en la oraci ó n y mediante la oraci ó n, el hombre descubra demanera sencilla y profunda su propia subjetividad t í pica: en la oraci ón el «yo» humanopercibe m ás f ácilmente la profundidad de su ser como persona. Esto es v á lido tambi é n para la

    familia, que no es solamente la «c élula» fundamental de la sociedad, sino que tiene tambi én supropia subjetividad, la cual encuentra precisamente su primera y fundamental confirmaci ón yse consolida cuando sus miembros invocan juntos: «Padre nuestro». La oraci ón refuerza lasolidez y la cohesi ón espiritual de la familia, ayudando a que ella participe de la «fuerza» deDios. En la solemne «bendici ón nupcial», durante el rito del matrimonio, el celebrante imploraal Se ñor: «Infunde sobre ellos (los novios) la gracia del Esp í ritu Santo, a fin de que, en virtudde tu amor derramado en sus corazones, permanezcan fieles a la alianza conyugal»8. Es deesta «efusi ón del Esp í ritu Santo» de donde brota el vigor interior de las familias, as í como lafuerza capaz de unirlas en el amor y en la verdad.

    Amor y solicitud por todas las familias

    5. ¡Ojal á que el A ño de la familia llegue a ser una oraci ón colectiva e incesante de cada«iglesia dom éstica» y de todo el pueblo de Dios! Que esta oraci ón llegue tambi én a lasfamilias en dificultad o en peligro, las desesperanzadas o divididas, y las que se encuentran ensituaciones que la Familiaris consortio califica como «irregulares»9. ¡Que todas puedansentirse abrazadas por el amor y la solicitud de los hermanos y hermanas!

    Que la oraci ón, en el A ño de la familia, constituya ante todo un testimonio alentador por partede las familias que, en la comuni ón dom éstica, realizan su vocaci ón de vida humana ycristiana. ¡Son tantas en cada naci ón, di ócesis y parroquia! Se puede pensar razonablementeque esas familias constituyen «la norma», aun teniendo en cuenta las no pocas «situaciones

    irregulares». Y la experiencia demuestra cu án importante es el papel de una familia coherentecon las normas morales, para que el hombre, que nace y se forma en ella, emprenda sin

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    incertidumbres el camino del bien, inscrito siempre en su coraz ó n. En nuestros d í as, ciertosprogramas sostenidos por medios muy potentes parecen orientarse por desgracia a ladisgregaci ón de las familias. A veces parece incluso que, con todos los medios, se intentapresentar como «regulares» y atractivas —con apariencias exteriores seductoras— situacionesque en realidad son «irregulares».

    En efecto, tales situaciones contradicen la «verdad y el amor» que deben inspirar la rec í procarelaci ón entre hombre y mujer y, por tanto, son causa de tensiones y divisiones en las familias,con graves consecuencias, especialmente sobre los hijos. Se oscurece la conciencia moral, sedeforma lo que es verdadero, bueno y bello, y la libertad es suplantada por una verdadera ypropia esclavitud. Ante todo esto, ¡qu é actuales y alentadoras resultan las palabras del ap óstolPablo sobre la libertad con que Cristo nos ha liberado, y sobre la esclavitud causada por elpecado (cf. Ga 5, 1)!

    Vemos, por tanto, cu án oportuno e incluso necesario es para la Iglesia un A ño de la familia;qué indispensable es el testimonio de todas las familias que viven cada d í a su vocaci ón; cu ánurgente es una gran oraci ó n de las familias, que aumente y abarque el mundo entero, y en lacual se exprese una acci ón de gracias por el amor en la verdad, por la «efusi ón de la gracia delEsp í ritu Santo»10, por la presencia de Cristo entre padres e hijos: Cristo, redentor y esposo,que «nos am ó hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1). Estamos plenamente persuadidos de que esteamor es m á s grande que todo (cf. 1 Co 13, 13); y creemos que es capaz de superarvictoriosamente todo lo que no sea amor.

    ¡Que se eleve incesantemente durante este a ño la oraci ón de la Iglesia, la oraci ón de lasfamilias, «iglesias dom ésticas»! Y que sea acogida por Dios y escuchada por los hombres, paraque no caigan en la duda, y los que vacilan a causa de la fragilidad humana no cedan ante laatracci ón tentadora de los bienes s ólo aparentes, como son los que se proponen en todatentaci ón.

    En Can á de Galilea, donde Jes ús fue invitado a un banquete de bodas, su Madre se dirige a lossirvientes dici éndoles: «Haced lo que él os diga» ( Jn 2, 5). Tambi én a nosotros, quecelebramos el A ño de la familia, dirige Mar í a esas mismas palabras. Y lo que Cristo nos dice,en este particular momento hist órico, constituye una fuerte llamada a una gran oraci ón con lasfamilias y por las familias. Con esta plegaria la Virgen Madre nos invita a unirnos a lossentimientos de su Hijo, que ama a cada familia. Él manifest ó este amor al comienzo de sumisi ón de Redentor, precisamente con su presencia santificadora en Can á de Galilea, presenciaque permanece todav í a.

    Oremos por las familias de todo el mundo. Oremos, por medio de Cristo, con Cristo y enCristo, al Padre, «de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (cf. Ef 3, 15).

    I

    LA CIVILIZACI ÓN DEL AMOR

    «Var ó n y mujer los cre ó »

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    6. El cosmos, inmenso y diversificado, el mundo de todos los seres vivientes, est á inscrito enla paternidad de Dios como su fuente (cf. Ef 3, 14-16). Est á inscrito, naturalmente, seg ún elcriterio de la analog í a, gracias al cual nos es posible distinguir, ya desde el comienzo del librodel G énesis, la realidad de la paternidad y maternidad y, por consiguiente, tambi én la realidadde la familia humana. Su clave interpretativa est á en el principio de la «imagen» y«semejanza» de Dios, que el texto b í blico pone muy de relieve ( Gn 1, 26). Dios crea en virtudde su palabra: ¡«H ágase»! (cf. Gn 1, 3). Es significativo que esta palabra de Dios, en el caso dela creaci ón del hombre, sea completada con estas otras: «Hagamos al hombre a nuestraimagen y semejanza» ( Gn 1, 26). Antes de crear al hombre, parece como si el Creador entraradentro de s í mismo para buscar el modelo y la inspiraci ón en el misterio de su Ser, que ya aqu í se manifiesta de alguna manera como el «Nosotros» divino. De este misterio surge, por mediode la creaci ón, el ser humano: «Cre ó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le cre ó;var ó n y mujer los cre ó» (Gn 1, 27).

    Bendici éndolos, dice Dios a los nuevos seres: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierray sometedla» ( Gn 1, 28). El libro del G énesis usa expresiones ya utilizadas en el contexto de lacreaci ón de los otros seres vivientes: «Multiplicaos»; pero su sentido anal ógico es claro. ?Noes precisamente ésta, la analog í a de la generaci ón y de la paternidad y maternidad, la queresalta a la luz de todo el contexto? Ninguno de los seres vivientes, excepto el hombre, ha sidocreado «a imagen y semejanza de Dios». La paternidad y maternidad humanas, aun siendobiol ó gicamente parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en s í mismas, de maneraesencial y exclusiva, una «semejanza» con Dios, sobre la que se funda la familia, entendidacomo comunidad de vida humana, como comunidad de personas unidas en el amor ( communio

    personarum ).

    A la luz del Nuevo Testamento es posible descubrir que el modelo originario de la familia hayque buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida. El «Nosotros» divinoconstituye el modelo eterno del «nosotros» humano; ante todo, de aquel «nosotros» que est á formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza divina. Las palabras del librodel G énesis contienen aquella verdad sobre el hombre que concuerda con la experienciamisma de la humanidad. El hombre es creado desde «el principio» como var ón y mujer: lavida de la colectividad humana —tanto de las peque ñas comunidades como de la sociedadentera— lleva la se ñal de esta dualidad originaria. De ella derivan la «masculinidad» y la«femineidad» de cada individuo, y de ella cada comunidad asume su propia riquezacaracter í stica en el complemento rec í proco de las personas. A esto parece referirse elfragmento del libro del G énesis: «Var ón y mujer los cre ó» ( Gn 1, 27). Ésta es tambi én laprimera afirmaci ón de que el hombre y la mujer tienen la misma dignidad: ambos sonigualmente personas. Esta constituci ón suya, de la que deriva su dignidad espec í fica, muestradesde «el principio» las caracter í sticas del bien com ún de la humanidad en todas susdimensiones y ámbitos de vida. El hombre y la mujer aportan su propia contribuci ón, gracias ala cual se encuentran, en la ra í z misma de la convivencia humana, el car ácter de comuni ón yde complementariedad.

    La alianza conyugal

    7. La familia ha sido considerada siempre como la expresi ón primera y fundamental de lanaturaleza social del hombre. En su n úcleo esencial esta visi ón no ha cambiado ni siquiera en

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    nuestros d í as. Sin embargo, actualmente se prefiere poner de relieve todo lo que en la familia—que es la m ás peque ña y primordial comunidad humana— representa la aportaci ón personaldel hombre y de la mujer. En efecto, la familia es una comunidad de personas, para las cualesel propio modo de existir y vivir juntos es la comuni ón: communio personarum. Tambi én aqu í ,salvando la absoluta trascendencia del Creador respecto de la criatura, emerge la referenciaejemplar al «Nosotros» divino. S ó lo las personas son capaces de existir «en comuni ó n». Lafamilia arranca de la comuni ón conyugal que el concilio Vaticano II califica como «alianza»,

    por la cual el hombre y la mujer «se entregan y aceptan mutuamente»11 .

    El libro del G énesis nos presenta esta verdad cuando, refiri éndose a la constituci ón de lafamilia mediante el matrimonio, afirma que «dejar á el hombre a su padre y a su madre y seunir á a su mujer, y se har án una sola carne» ( Gn 2, 24). En el evangelio, Cristo, polemizandocon los fariseos, cita esas mismas palabras y a ñade: «De manera que ya no son dos, sino unasola carne. Pues bien, lo que Dios uni ó no lo separe el hombre» ( Mt 19, 6). Él revela de nuevo

    el contenido normativo de una realidad que existe desde «el principio» ( Mt 19, 8) y queconserva siempre en s í misma dicho contenido. Si el Maestro lo confirma «ahora», en elumbral de la nueva alianza, lo hace para que sea claro e inequ í voco el car ácter indisoluble delmatrimonio, como fundamento del bien com ú n de la familia.

    Cuando, junto con el Ap óstol, doblamos las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre todapaternidad y maternidad (cf. Ef 3, 14-15), somos conscientes de que ser padres es el eventomediante el cual la familia, ya constituida por la alianza del matrimonio, se realiza «en sentidopleno y espec í fico»12. La maternidad implica necesariamente la paternidad y,rec í procamente, la paternidad implica necesariamente la maternidad: es el fruto de ladualidad, concedida por el Creador al ser humano desde «el principio».

    Me he referido a dos conceptos afines entre s í , pero no id énticos: «comuni ón» y «comunidad».La «comuni ó n» se refiere a la relaci ón personal entre el «yo» y el «t ú». La «comunidad», encambio, supera este esquema apuntando hacia una «sociedad», un «nosotros». La familia,comunidad de personas, es, por consiguiente, la primera «sociedad» humana. Surge cuando serealiza la alianza del matrimonio, que abre a los esposos a una perenne comuni ón de amor y devida, y se completa plenamente y de manera espec í fica al engendrar los hijos: la «comuni ón»de los c ónyuges da origen a la «comunidad» familiar. Dicha comunidad est á conformadaprofundamente por lo que constituye la esencia propia de la «comuni ón». ?Puede existir, anivel humano, una «comuni ó n» comparable a la que se establece entre la madre y el hijo, queella lleva antes en su seno y despu és lo da a luz?

    En la familia as í constituida se manifiesta una nueva unidad, en la cual se realiza plenamentela relaci ón «de comuni ón» de los padres. La experiencia ense ña que esta realizaci ón representatambi én un cometido y un reto. El cometido implica a los padres en la realizaci ón de su alianzaoriginaria. Los hijos engendrados por ellos deber í an consolidar — é ste es el reto— estaalianza, enriqueciendo y profundizando la comuni ón conyugal del padre y de la madre.Cuando esto no se da, hay que preguntarse si el ego í smo, que debido a la inclinaci ón humanahacia el mal se esconde tambi én en el amor del hombre y de la mujer, no es m ás fuerte queeste amor. Es necesario que los esposos sean conscientes de ello y que, ya desde el principio,

    orienten sus corazones y pensamientos hacia aquel Dios y Padre «de quien toma nombre todapaternidad», para que su paternidad y maternidad encuentren en aquella fuente la fuerza para

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    renovarse continuamente en el amor.

    Paternidad y maternidad son en s í mismas una particular confirmaci ón del amor, cuyaextensi ón y profundidad originaria nos descubren. Sin embargo, esto no sucede

    autom áticamente. Es m ás bien un cometido confiado a ambos: al marido y a la mujer. En suvida la paternidad y la maternidad constituyen una «novedad» y una riqueza sublime, a la queno pueden acercarse si no es «de rodillas».

    La experiencia ense ña que el amor humano, orientado por su naturaleza hacia la paternidad yla maternidad, se ve afectado a veces por una crisis profunda y por tanto se encuentraamenazado seriamente. En tales casos, habr á que pensar en recurrir a los servicios ofrecidospor los consultorios matrimoniales y familiares, mediante los cuales es posible encontrarayuda, entre otros, de psic ólogos y psicoterapeutas espec í ficamente preparados. Sin embargo,no se puede olvidar que son siempre v álidas las palabras del Ap óstol: «Doblo mis rodillas ante

    el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» ( Ef 3, 14-15). Elmatrimonio, el matrimonio sacramento, es una alianza de personas en el amor. Y el amor puede ser profundizado y custodiado solamente por el amor, aquel amor que es «derramado»en nuestros corazones por el Esp í ritu Santo que nos ha sido dado» ( Rm 5, 5). La oraci ón delAño de la Familia, ?no deber í a concentrarse en el punto crucial y decisivo del paso del amorconyugal a la generaci ón y, por tanto, a la paternidad y maternidad?

    ?No es precisamente entonces cuando resulta indispensable la «efusi ón de la gracia delEsp í ritu Santo», implorada en la celebraci ón lit úrgica del sacramento del matrimonio?

    El Ap óstol, doblando sus rodillas ante el Padre, lo invoca para que «conceda... ser fortalecidos por la acci ó n de su Esp í ritu en el hombre interior » ( Ef 3, 16). Esta «fuerza del hombreinterior» es necesaria en la vida familiar, especialmente en sus momentos cr í ticos, es decir,cuando el amor —manifestado en el rito lit úrgico del consentimiento matrimonial con laspalabras: «Prometo serte fiel... todos los d í as de mi vida»— est á llamado a superar una dif í cilprueba.

    Unidad de los dos

    8. Solamente las «personas» son capaces de pronunciar estas palabras; s ólo ellas pueden vivir«en comuni ón», bas ándose en su rec í proca elecci ón, que es o deber í a ser plenamenteconsciente y libre. El libro del G énesis, al decir que el hombre abandonar á al padre y a lamadre para unirse a su mujer (cf. Gn 2, 24), pone de relieve la elecci ó n consciente y libre, quees el origen del matrimonio, convirtiendo en marido a un hijo y en mujer a una hija. ?C ómopuede entenderse adecuadamente esta elecci ón rec í proca si no se considera la plena verdad dela persona, o sea, su ser racional y libre? El concilio Vaticano II habla de la semejanza conDios usando t érminos muy significativos. Se refiere no solamente a la imagen y semejanzadivina que todo ser humano posee ya de por s í , sino tambi én y sobre todo a una «ciertasemejanza entre la uni ón de las personas divinas y la uni ón de los hijos de Dios en la verdad yel amor»13.

    Esta formulaci ón, particularmente rica de contenido, confirma ante todo lo que determina laidentidad í ntima de cada hombre y de cada mujer. Esta identidad consiste en la capacidad de

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    vivir en la verdad y en el amor; más a ún, consiste en la necesidad de verdad y de amor comodimensi ón constitutiva de la vida de la persona. Tal necesidad de verdad y de amor abre alhombre tanto a Dios como a las criaturas. Lo abre a las dem ás personas, a la vida «encomuni ón», particularmente al matrimonio y a la familia. En las palabras del Concilio, la«comuni ón» de las personas deriva, en cierto modo, del misterio del «Nosotros» trinitario y,por tanto, la «comuni ón conyugal» se refiere tambi én a este misterio. La familia, que se iniciacon el amor del hombre y la mujer, surge radicalmente del misterio de Dios. Esto correspondea la esencia m ás í ntima del hombre y de la mujer, y a su natural y aut éntica dignidad depersonas.

    El hombre y la mujer en el matrimonio se unen entre s í tan estrechamente que vienen a ser —según el libro del G énesis— «una sola carne» ( Gn 2, 24). Los dos sujetos humanos, aunquesom áticamente diferentes por constituci ón f í sica como var ón y mujer, participan de modosimilar de la capacidad de vivir «en la verdad y el amor». Esta capacidad, caracter í stica del

    ser humano en cuanto persona, tiene a la vez una dimensi ón espiritual y corp órea. Es tambi éna trav és del cuerpo como el hombre y la mujer est án predispuestos a formar una «comuni ón depersonas» en el matrimonio. Cuando, en virtud de la alianza conyugal, se unen de modo quellegan a ser «una sola carne» (Gn 2, 24), su uni ó n debe realizarse «en la verdad y el amor»,poniendo as í de relieve la madurez propia de las personas creadas a imagen y semejanza deDios.

    La familia que nace de esta uni ón basa su solidez interior en la alianza entre los esposos, queCristo elev ó a sacramento. La familia recibe su propia naturaleza comunitaria —m ás a ún, suscaracter í sticas de «comuni ón»— de aquella comuni ón fundamental de los esposos que seprolonga en los hijos. «?Est á is dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente loshijos, y a educarlos...?», les pregunta el celebrante durante el rito del matrimonio14. Larespuesta de los novios corresponde a la í ntima verdad del amor que los une.

    Sin embargo, su unidad, en vez de encerrarlos en s í mismos, los abre a una nueva vida, a unanueva persona. Como padres, ser án capaces de dar la vida a un ser semejante a ellos, nosolamente «hueso de sus huesos y carne de su carne» (cf. Gn 2, 23), sino imagen y semejanzade Dios, esto es, persona.

    Al preguntar: «?Est áis dispuestos?», la Iglesia recuerda a los novios que se hallan ante la potencia creadora de Dios. Están llamados a ser padres, o sea, a cooperar con el Creadordando la vida. Cooperar con Dios llamando a la vida a nuevos seres humanos significacontribuir a la trasmisi ón de aquella imagen y semejanza divina de la que es portador todo«nacido de mujer».

    Genealog í a de la persona

    9. Mediante la comuni ón de personas, que se realiza en el matrimonio, el hombre y la mujerdan origen a la familia. Con ella se relaciona la genealog í a de cada hombre: la genealog í a dela persona. La paternidad y la maternidad humanas est án basadas en la biolog í a y, al mismotiempo, la superan. El Ap óstol, «doblando las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre

    toda paternidad 1 en los cielos y en la tierra», pone ante nuestra consideraci ón, en cierto modo,el mundo entero de los seres vivientes, tanto los espirituales del cielo como los corp óreos de la

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    tierra. Cada generaci ón halla su modelo originario en la Paternidad de Dios. Sin embargo, enel caso del hombre, esta dimensi ón «c ósmica» de semejanza con Dios no basta para definiradecuadamente la relaci ón de paternidad y maternidad. Cuando de la uni ón conyugal de losdos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza deDios mismo: en la biolog í a de la generaci ó n est á inscrita la genealog í a de la persona.

    Al afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en laconcepci ón y generaci ón de un nuevo ser humano15, no nos referimos s ólo al aspectobiol ógico; queremos subrayar m ás bien que en la paternidad y maternidad humanas Diosmismo est á presente de un modo diverso de como lo est á en cualquier otra generaci ón «sobrela tierra». En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella «imagen y semejanza», propiadel ser humano, como sucedi ó en la creaci ón. La generaci ón es, por consiguiente, lacontinuaci ón de la creaci ón16.

    Así , pues, tanto en la concepci ón como en el nacimiento de un nuevo ser, los padres se hallanante un «gran misterio» ( Ef 5, 32). Tambi én el nuevo ser humano, igual que sus padres, esllamado a la existencia como persona y a la vida «en la verdad y en el amor». Esta llamada serefiere no s ólo a lo temporal, sino tambi én a lo eterno. Tal es la dimensi ón de la genealog í a dela persona, que Cristo nos ha revelado definitivamente, derramando la luz del Evangelio sobreel vivir y el morir humanos y, por tanto, sobre el significado de la familia humana.

    Como afirma el Concilio, el hombre «es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amadopor s í misma»17. El origen del hombre no se debe s ólo a las leyes de la biolog í a, sinodirectamente a la voluntad creadora de Dios: voluntad que llega hasta la genealog í a de loshijos e hijas de las familias humanas. Dios «ha amado» al hombre desde el principio y losigue «amando» en cada concepci ó n y nacimiento humano. Dios «ama» al hombre como unser semejante a él, como persona. Este hombre, todo hombre, es creado por Dios «por s í mismo». Esto es v álido para todos, incluso para quienes nacen con enfermedades olimitaciones. En la constituci ón personal de cada uno est á inscrita la voluntad de Dios, queama al hombre, el cual tiene como fin, en cierto sentido, a s í mismo. Dios entrega al hombre así mismo, confi ándolo simult áneamente a la familia y a la sociedad, como cometido propio.Los padres, ante un nuevo ser humano, tienen o deber í an tener plena conciencia de que Dios«ama» a este hombre «por s í mismo».

    Esta expresi ón sint ética es muy profunda. Desde el momento de la concepci ón y, m ás tarde,del nacimiento, el nuevo ser est á destinado a expresar plenamente su humanidad, a«encontrarse plenamente» como persona18. Esto afecta absolutamente a todos, incluso a losenfermos cr ónicos y los minusv álidos. «Ser hombre» es su vocaci ón fundamental; «serhombre» seg ún el don recibido; seg ún el «talento» que es la propia humanidad y, despu és,según los dem ás «talentos». En este sentido Dios ama a cada hombre «por s í mismo». Sinembargo, en el designio de Dios la vocaci ón de la persona humana va m ás all á de los l í mitesdel tiempo. Es una respuesta a la voluntad del Padre, revelada en el Verbo encarnado: Diosquiere que el hombre participe de su misma vida divina. Por eso dice Cristo: «Yo he venidopara que tengan vida y la tengan en abundancia» ( Jn 10, 10).

    El destino último del hombre, ?no est á en contraste con la afirmaci ón de que Dios ama alhombre «por s í mismo»? Si es creado para la vida divina, ?existe verdaderamente el hombre

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    «para s í mismo»? Ésta es una pregunta clave, de gran inter és, tanto para el inicio como para elfinal de la existencia terrena: es importante para todo el curso de la vida. Podr í a parecer que,destinando al hombre a la vida divina, Dios lo apartara definitivamente de su existir «por s í mismo»19. ?Qu é relaci ón hay entre la vida de la persona y su participaci ón en la vidatrinitaria? Responde san Agust í n: «Nuestro coraz ón est á inquieto hasta que descanse en ti»20.Este «coraz ón inquieto» indica que no hay contradicci ón entre una y otra finalidad, sino m ásbien una relaci ón, una coordinaci ón y unidad profunda. Por su misma genealog í a, la persona,creada a imagen y semejanza de Dios, participando precisamente en su Vida, existe «por s í misma» y se realiza. El contenido de esta realizaci ón es la plenitud de vida en Dios, de la quehabla Cristo (cf. Jn 6, 37-40), quien nos ha redimido previamente para introducirnos en ella(cf. Mc 10, 45).

    Los esposos desean los hijos para s í , y en ellos ven la coronaci ón de su amor rec í proco. Losdesean para la familia, como don m á s excelente21 . En el amor conyugal, as í como en el amor

    paterno y materno, se inscribe la verdad sobre el hombre, expresada de manera sint ética yprecisa por el Concilio al afirmar que Dios «ama al hombre por s í mismo». Con el amor deDios ha de armonizarse el de los padres. En ese sentido, é stos deben amar a la nueva criaturahumana como la ama el Creador. El querer humano est á siempre e inevitablemente sometidoa la ley del tiempo y de la caducidad. En cambio, el amor divino es eterno. «Antes de haberteformado yo en el seno materno, te conoc í a —escribe el profeta Jerem í as—, y antes quenacieses, te ten í a consagrado» (1, 5). La genealog í a de la persona est á, pues, unida ante todocon la eternidad de Dios, y en segundo t érmino con la paternidad y maternidad humana que serealiza en el tiempo. Desde el momento mismo de la concepci ón el hombre est á ya ordenado ala eternidad en Dios.

    El bien com ú n del matrimonio y de la familia

    10. El consentimiento matrimonial define y hace estable el bien que es com ú n al matrimonio ya la familia. «Te quiero a ti, ... como esposa —como esposo— y me entrego a ti, y prometoserte fiel en las alegr í as y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los d í as de mivida»22. El matrimonio es una singular comuni ón de personas. En virtud de esta comuni ón, lafamilia est á llamada a ser comunidad de personas. Es un compromiso que los novios asumen«ante Dios y su Iglesia», como les recuerda el celebrante en el momento de expresarsemutuamente el consentimiento23. De este compromiso son testigos quienes participan en elrito; en ellos est án representadas, en cierto modo, la Iglesia y la sociedad, ámbitos vitales de lanueva familia.

    Las palabras del consentimiento matrimonial definen lo que constituye el bien com ún de la pareja y de la familia. Ante todo, el bien com ún de los esposos, que es el amor, la fidelidad, lahonra, la duraci ón de su uni ón hasta la muerte: «todos los d í as de mi vida». El bien de ambos,que lo es de cada uno, deber á ser tambi én el bien de los hijos. El bien com ún, por sunaturaleza, a la vez que une a las personas, asegura el verdadero bien de cada una. Si la Iglesia,como por otra parte el Estado, recibe el consentimiento de los esposos, expresado con laspalabras anteriormente citadas, lo hace porque est á «escrito en sus corazones» (cf. Rm 2, 15).Los esposos se dan mutuamente el consentimiento matrimonial, prometiendo, es decir,

    confirmando ante Dios, la verdad de su consentimiento. En cuanto bautizados, ellos son, en laIglesia, los ministros del sacramento del matrimonio. San Pablo ense ña que este rec í proco

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    compromiso es un «gran misterio» ( Ef 5, 32).

    Las palabras del consentimiento expresan, pues, lo que constituye el bien com ún de losesposos e indican lo que debe ser el bien com ú n de la futura familia. Para ponerlo de

    manifiesto la Iglesia les pregunta si est án dispuestos a recibir y educar cristianamente a loshijos que Dios les conceda. La pregunta se refiere al bien com ún del futuro n úcleo familiar,teniendo presente la genealog í a de las personas, que est á inscrita en la constituci ón misma delmatrimonio y de la familia. La pregunta sobre los hijos y su educaci ón est á vinculadaestrictamente con el consentimiento matrimonial, con la promesa de amor, de respetoconyugal, de fidelidad hasta la muerte. La acogida y educaci ón de los hijos —dos de losobjetivos principales de la familia— est án condicionadas por el cumplimiento de esecompromiso. La paternidad y la maternidad representan un cometido de naturaleza nosimplemente f í sica, sino tambi é n espiritual; en efecto, por ellas pasa la genealog í a de lapersona, que tiene su inicio eterno en Dios y que debe conducir a él.

    El A ño de la familia, a ño de especial oraci ón de las familias, deber í a concientizar a cadafamilia sobre esto de un modo nuevo y profundo. ¡Qu é riqueza de aspectos b í blicos podr í aconstituir el substrato de esa oraci ón! Es necesario que a las palabras de la sagrada Escritura seañada siempre el recuerdo personal de los esposos-padres, y el de los hijos y nietos. Mediantela genealog í a de las personas, la comuni ón conyugal se hace comuni ó n de generaciones. Launión sacramental de los dos, sellada con la alianza realizada ante Dios, perdura y se consolidacon la sucesi ón de las generaciones. Esta uni ón debe convertirse en unidad de oraci ón. Peropara que esto pueda transparentarse de manera significativa en el A ño de la familia, esnecesario que la oraci ón se convierta en una costumbre radicada en la vida cotidiana de cadafamilia. La oraci ón es acci ón de gracias, alabanza a Dios, petici ón de perd ón, s úplica einvocaci ón. En cada una de estas formas, la oraci ó n de la familia tiene mucho que decir a

    Dios. Tambi én tiene mucho que decir a los hombres, empezando por la rec í proca comuni ón depersonas unidas por lazos familiares.

    «?Qu é es el hombre para que te acuerdes de él?» ( Sal 8, 5), se pregunta el salmista. La oraci ónes la situaci ón en la cual, de la manera m ás sencilla, se manifiesta el recuerdo creador ypaternal de Dios: no s ólo y no tanto el recuerdo de Dios por parte del hombre, sino m ás bien elrecuerdo del hombre por parte de Dios. Por esto, la oraci ón de la comunidad familiar puedeconvertirse en ocasi ón de recuerdo com ún y rec í proco; en efecto, la familia es comunidad degeneraciones. En la oraci ón todos deben estar presentes: los que viven y quienes ya hanmuerto, como tambi én los que a ún tienen que venir al mundo. Es preciso que en la familia seore por cada uno, seg ún la medida del bien que para él constituye la familia y del bien que élconstituye para la familia. La oraci ón confirma m ás s ólidamente ese bien, precisamente comobien com ún familiar. M ás aún, la oraci ón es el inicio tambi én de este bien, de modo siemprerenovado. En la oraci ón, la familia se encuentra como el primer «nosotros» en el que cada unoes «yo» y «t ú »; cada uno es para el otro marido o mujer, padre o madre, hijo o hija, hermano ohermana, abuelo o nieto.

    ?Son as í las familias a las que me dirijo con esta carta? Ciertamente no pocas son as í , pero enla época actual se ve la tendencia a restringir el n úcleo familiar al ámbito de dos generaciones.

    Esto sucede a menudo por la escasez de viviendas disponibles, sobre todo en las grandesciudades. Pero muchas veces esto se debe tambi én a la convicci ón de que varias generaciones

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    juntas son un obst áculo para la intimidad y hacen demasiado dif í cil la vida. Pero, ?no esprecisamente éste el punto m ás d ébil? Hay poca vida verdaderamente humana en las familiasde nuestros d í as. Faltan las personas con las que crear y compartir el bien com ún; y sinembargo el bien, por su naturaleza, exige ser creado y compartido con otros: «el bien tiende adifundirse» ( «bonum est diffusivum sui »)24. El bien, cuanto m ás com ún es, tanto m ás propioes: mí o —tuyo— nuestro. Ésta es la l ógica intr í nseca del vivir en el bien, en la verdad y en lacaridad. Si el hombre sabe aceptar esta l ógica y seguirla, su existencia llega a serverdaderamente una «entrega sincera».

    La entrega sincera de s í mismo

    11. El Concilio, al afirmar que el hombre es la única criatura sobre la tierra amada por Diospor s í misma, dice a continuaci ón que él « no puede encontrarse plenamente a s í mismo sinoen la entrega sincera de s í mismo » .25 Esto podr í a parecer una contradicci ón, pero no lo es

    absolutamente. Es, m ás bien, la gran y maravillosa paradoja de la existencia humana: unaexistencia llamada a servir la verdad en el amor. El amor hace que el hombre se realicemediante la entrega sincera de s í mismo. Amar significa dar y recibir lo que no se puedecomprar ni vender, sino s ólo regalar libre y rec í procamente.

    La entrega de la persona exige, por su naturaleza, que sea duradera e irrevocable. Laindisolubilidad del matrimonio deriva primariamente de la esencia de esa entrega: entrega dela persona a la persona. En este entregarse rec í proco se manifiesta el car á cter esponsal delamor. En el consentimiento matrimonial los novios se llaman con el propio nombre: « Yo, ...te quiero a ti, ... como esposa (como esposo) y me entrego a ti, y prometo serte fiel... todos losdí as de mi vida ». Semejante entrega obliga mucho m ás intensa y profundamente que todo loque puede ser « comprado » a cualquier precio. Doblando las rodillas ante el Padre, del cualproviene toda paternidad y maternidad, los futuros padres se hacen conscientes de haber sido «redimidos ». En efecto, han sido comprados a un precio elevado, al precio de la entrega m ássincera posible, la sangre de Cristo, en la que participan por medio del sacramento.Coronamiento lit úrgico del rito matrimonial es la Eucarist í a —sacrificio del « cuerpoentregado » y de la « sangre derramada »—, que en el consentimiento de los espososencuentra, de alguna manera, su expresi ón.

    Cuando el hombre y la mujer, en el matrimonio, se entregan y se reciben rec í procamente en launidad de « una sola carne », la l ógica de la entrega sincera entra en sus vidas. Sin aqu élla, elmatrimonio ser í a vac í o, mientras que la comuni ón de las personas, edificada sobre esa l ógica,se convierte en comuni ón de los padres. Cuando transmiten la vida al hijo, un nuevo « t ú »humano se inserta en la ó rbita del « nosotros » de los esposos, una persona que ellos llamar áncon un nombre nuevo: « nuestro hijo...; nuestra hija... ». « He adquirido un var ón con el favordel Se ñor » ( Gé n 4, 1), dice Eva, la primera mujer de la historia. Un ser humano, esperadodurante nueve meses y « manifestado » despu és a los padres, hermanos y hermanas. Elproceso de la concepci ón y del desarrollo en el seno materno, el parto, el nacimiento, sirvenpara crear como un espacio adecuado para que la nueva criatura pueda manifestarse como «don ». As í es, efectivamente, desde el principio. ?Podr í a, quiz ás, calificarse de manera diversaeste ser fr ágil e indefenso, dependiente en todo de sus padres y encomendado completamente a

    ellos? El reci én nacido se entrega a los padres por el hecho mismo de nacer. Su vida es ya un

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    don, el primer don del Creador a la criatura.

    En el reci é n nacido se realiza el bien com ú n de la familia. Como el bien com ún de los espososencuentra su cumplimiento en el amor esponsal, dispuesto a dar y acoger la nueva vida, as í el

    bien com ún de la familia se realiza mediante el mismo amor esponsal concretado en el reci énnacido. En la genealog í a de la persona est á inscrita la genealog í a de la familia, lo cual quedar á para memoria mediante las anotaciones en el registro de Bautismos, aunque éstas no son m ásque la consecuencia social del hecho « de que ha nacido un hombre en el mundo » ( Jn 16, 21).

    Ahora bien, ?es tambi én verdad que el nuevo ser humano es un don para los padres? ?Un donpara la sociedad? Aparentemente nada parece indicarlo. El nacimiento de un ser humanoparece a veces un simple dato estad í stico, registrado como tantos otros en los balancesdemogr áficos. Ciertamente, el nacimiento de un hijo significa para los padres ulterioresesfuerzos, nuevas cargas econ ómicas, otros condicionamientos pr ácticos. Estos motivos

    pueden llevarlos a la tentaci ón de no desear otro hijo.26 En algunos ambientes sociales yculturales la tentaci ón resulta m ás fuerte. El hijo, ?no es, pues, un don? ?Viene s ólo pararecibir y no para dar? He aqu í algunas cuestiones inquietantes, de las que el hombre actual nose libra f ácilmente. El hijo viene a ocupar un espacio, mientras parece que en el mundo cadavez haya menos. Pero, ?es realmente verdad que el hijo no aporta nada a la familia y a lasociedad? ?No es quiz ás una « part í cula » de aquel bien com ún sin el cual las comunidadeshumanas se disgregan y corren el riesgo de desaparecer? ?C ómo negarlo? El ni ño hace de s í mismo un don a los hermanos, hermanas, padres, a toda la familia. Su vida se convierte en don

    para los mismos donantes de la vida, los cuales no dejar án de sentir la presencia del hijo, suparticipaci ón en la vida de ellos, su aportaci ón a su bien com ún y al de la comunidad familiar.Verdad, ésta, que es obvia en su simplicidad y profundidad, no obstante la complejidad, ytambi én la eventual patolog í a, de la estructura psicol ógica de ciertas personas. El bien com ú nde toda la sociedad est á en el hombre que, como se ha recordado, es « el camino de la Iglesia».27 Ante todo, él es la « gloria de Dios »: « Gloria Dei, vivens homo », seg ún la conocidaexpresi ón de san Ireneo,28 que podr í a traducirse as í : « La gloria de Dios es que el hombre viva». Estamos aqu í , puede decirse, ante la definici ón m ás profunda del hombre: la gloria de Dioses el bien com ú n de todo lo que existe; el bien com ún del g énero humano.

    ¡Sí , el hombre es un bien com ú n!: bien com ún de la familia y de la humanidad, de cada grupoy de las m últiples estructuras sociales. Pero hay que hacer una significativa distinci ón de gradoy de modalidad: el hombre es bien com ún, por ejemplo, de la Naci ón a la que pertenece o delEstado del cual es ciudadano; pero lo es de una manera mucho m ás concreta, única eirrepetible para su familia; lo es no s ólo como individuo que forma parte de la multitudhumana, sino como « este hombre ». Dios Creador lo llama a la existencia « por s í mismo »; ycon su venida al mundo el hombre comienza, en la familia, su « gran aventura », la aventurade la vida. « Este hombre », en cualquier caso, tiene derecho a la propia afirmaci ó n debido asu dignidad humana. Esta es precisamente la que establece el lugar de la persona entre loshombres y, ante todo, en la familia. En efecto, la familia es —m ás que cualquier otra realidadsocial— el ambiente en que el hombre puede vivir « por s í mismo » a trav és de la entregasincera de s í . Por esto, la familia es una instituci ón social que no se puede ni se debe sustituir:es « el santuario de la vida ».29

    El hecho de que est á naciendo un hombre —« ha nacido un hombre en el mundo » ( Jn 16, 21)

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    —, constituye un signo pascual. Jesús mismo, como refiere el evangelista Juan, habla de ello alos disc í pulos antes de su pasi ón y muerte, parangonando la tristeza por su marcha con elsufrimiento de una mujer parturienta: « La mujer, cuando va a dar a luz, est á triste 1, porque leha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al ni ño, ya no se acuerda del aprieto por el gozode que ha nacido un hombre en el mundo » ( Jn 16, 21). La « hora » de la muerte de Cristo (cf.

    Jn 13, 1) se parangona aqu í con la « hora » de la mujer en los dolores de parto; el nacimientode un nuevo hombre se corresponde plenamente con la victoria de la vida sobre la muerterealizada por la resurrecci ón del Se ñor. Esta comparaci ón se presta a diversas reflexiones.Igual que la resurrecci ón de Cristo es la manifestaci ón de la Vida más all á del umbral de lamuerte, as í tambi én el nacimiento de un ni ño es manifestaci ón de la vida, destinada siempre,por medio de Cristo, a la « plenitud de la vida » que est á en Dios mismo : « Yo he venido paraque tengan vida y la tengan en abundancia » ( Jn 10, 10). Aqu í se manifiesta en su valor m ásprofundo el verdadero significado de la expresi ón de san Ireneo: « Gloria Dei, vivens homo ».

    Esta es la verdad evang élica de la entrega de s í mismo, sin la cual el hombre no puede «encontrarse plenamente », que permite valorar cu án profundamente esta « entrega sincera »esté fundamentada en la entrega de Dios Creador y Redentor, en la « gracia del Esp í ritu Santo», cuya « efusi ón » sobre los esposos invoca el celebrante en el rito del matrimonio. Sin esta «efusi ón » ser í a verdaderamente dif í cil comprender todo esto y cumplirlo como vocaci ón delhombre. Y sin embargo, ¡tanta gente lo intuye! Tantos hombres y mujeres hacen propia estaverdad llegando a entrever que s ólo en ella encuentran « la Verdad y la Vida » ( Jn 14, 6). Sinesta verdad, la vida de los esposos no llega a alcanzar un sentido plenamente humano .

    He aqu í por qu é la Iglesia nunca se cansa de ense ñar y de testimoniar esta verdad. Aunmanifestando comprensi ón materna por las no pocas y complejas situaciones de crisis en quese hallan las familias, as í como por la fragilidad moral de cada ser humano, la Iglesia est á convencida de que debe permanecer absolutamente fiel a la verdad sobre el amor humano; deotro modo, se traicionar í a a s í misma. En efecto, abandonar esta verdad salv í fica ser í a comocerrar « los ojos del coraz ón » (cf. Ef 1, 18), que, en cambio, deben permanecer siempreabiertos a la luz con que el Evangelio ilumina las vicisitudes humanas (cf. 2 Tim 1, 10). Laconciencia de la entrega sincera de s í , mediante la cual el hombre « se encuentra plenamente así mismo », ha de ser renovada s ólidamente y garantizada constantemente, ante muchas formasde oposici ón que la Iglesia encuentra por parte de los partidarios de una falsa civilizaci ón delprogreso.30 La familia expresa siempre un nueva dimensi ón del bien para los hombres, y poresto suscita una nueva responsabilidad. Se trata de la responsabilidad por aquel singular biencom ú n en el cual se encuentra el bien del hombre: el bien de cada miembro de la comunidadfamiliar; es un bien ciertamente « dif í cil » (« bonum arduum »), pero atractivo.

    Paternidad y maternidad responsables

    12. Ha llegado el momento de aludir, en el entramado de la presente Carta a las Familias, a doscuestiones relacionadas entre s í . Una, la m ás gen érica, se refiere a la civilizaci ó n del amor; laotra, m ás espec í fica, se refiere a la paternidad y maternidad responsables .

    Hemos dicho ya que el matrimonio entra ña una singular responsabilidad para el bien com ún:

    primero el de los esposos, despu és el de la familia. Este bien com ún est á representado por elhombre, por el valor de la persona y por todo lo que representa la medida de su dignidad . El

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    hombre lleva consigo esta dimensi ón en cada sistema social, econ ómico y pol í tico. Sinembargo, en el ámbito del matrimonio y de la familia esa responsabilidad se hace, por muchasrazones, m ás « exigente » a ún. No sin motivo la Constituci ón pastoral Gaudium et spes hablade « promover la dignidad del matrimonio y de la familia ». El Concilio ve en esta «promoci ón » una tarea tanto de la Iglesia como del Estado; sin embargo, en toda cultura, esante todo un deber de las personas que, unidas en matrimonio, forman una determinadafamilia. La « paternidad y maternidad responsables » expresan un compromiso concreto paracumplir este deber, que en el mundo actual presenta nuevas caracter í sticas.

    En particular, la paternidad y maternidad se refieren directamente al momento en que elhombre y la mujer, uni éndose « en una sola carne », pueden convertirse en padres. Estemomento tiene un valor muy significativo, tanto por su relaci ón interpersonal como por suservicio a la vida. Ambos pueden convertirse en procreadores —padre y madre—comunicando la vida a un nuevo ser humano. Las dos dimensiones de la uni ó n conyugal, la

    unitiva y la procreativa, no pueden separarse artificialmente sin alterar la verdad í ntima delmismo acto conyugal.31

    Esta es la ense ñanza constante de la Iglesia, y los « signos de los tiempos », de los que hoysomos testigos, ofrecen nuevos motivos para confirmarlo con particular énfasis. San Pablo, tanatento a las necesidades pastorales de su tiempo, exig í a con claridad y firmeza « insistir atiempo y a destiempo » (cf. 2 Tim 4, 2), sin temor alguno por el hecho de que « no se soportarala sana doctrina » (cf. 2 Tim 4, 3). Sus palabras son bien conocidas a quienes, comprendiendoprofundamente las vicisitudes de nuestro tiempo, esperan que la Iglesia no s ólo no abandone «la sana doctrina », sino que la anuncie con renovado vigor, buscando en los actuales « signosde los tiempos » las razones para su ulterior y providencial profundizaci ón.

    Muchas de estas razones se encuentran ya en las mismas ciencias que, del antiguo tronco de laantropolog í a, se han desarrollado en varias especializaciones, como la biolog í a, psicolog í a,sociolog í a y sus ramificaciones ulteriores. Todas giran, en cierto modo, en torno a lamedicina, que es, a la vez, ciencia y arte ( ars medica ), al servicio de la vida y de la salud de lapersona. Pero las razones insinuadas aqu í emergen sobre todo de la experiencia humana que esmúltiple y que, en cierto sentido, precede y sigue a la ciencia misma.

    Los esposos aprenden por propia experiencia lo que significan la paternidad y maternidadresponsables; lo aprenden tambi én gracias a la experiencia de otras parejas que viven encondiciones an álogas y se han hecho as í más abiertas a los datos de las ciencias. Podr í a decirseque los « estudiosos » aprenden casi de los « esposos », para poder luego, a su vez, instruirlosde manera m ás competente sobre el significado de la procreaci ón responsable y sobre losmodos de practicarla.

    Este tema ha sido tratado ampliamente en los Documentos conciliares, en la Enc í clica Humanae vitae, en las « Proposiciones » del S í nodo de los Obispos de 1980, en la Exhortaci ónapost ólica Familiaris consortio, y en intervenciones an álogas, hasta la Instrucci ón Donumvitae de la Congregaci ón para la Doctrina de la Fe. La Iglesia ense ña la verdad moral sobre lapaternidad y maternidad responsables, defendi é ndola de las visiones y tendencias err ó neas

    difundidas actualmente . ?Por qu é hace esto la Iglesia? ?Acaso porque no se da cuenta de lasproblem áticas evocadas por quienes en este ámbito sugieren concesiones y tratan de

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    convencerla tambi én con presiones indebidas, si no es incluso con amenazas? En efecto, sereprocha frecuentemente al Magisterio de la Iglesia que est á ya superado y cerrado a lasinstancias del esp í ritu de los tiempos modernos; que desarrolla una acci ón nociva para lahumanidad, m ás aún, para la Iglesia misma. Por mantenerse obstinadamente en sus propiasposiciones —se dice—, la Iglesia acabar á por perder popularidad y los creyentes se alejar áncada vez m ás de ella.

    Pero, ?c ómo se puede sostener que la Iglesia, y de modo especial el Episcopado en comuni óncon el Papa, sea insensible a problemas tan graves y actuales? Pablo VI ve í a precisamente enéstos cuestiones tan vitales que lo impulsaron a publicar la Enc í clica Humanae vitae . Elfundamento en que se basa la doctrina de la Iglesia sobre la paternidad y maternidadresponsables es mucho m ás amplio y s ólido. El Concilio lo indica ante todo en sus ense ñ anzassobre el hombre cuando afirma que él « es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amadopor s í misma » y que « no puede encontrarse plenamente a s í mismo sino es en la entrega

    sincera de s í mismo ».32 Y esto porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, yredimido por el Hijo unig énito del Padre, hecho hombre por nosotros y por nuestra salvaci ón.

    El Concilio Vaticano II, particularmente atento al problema del hombre y de su vocaci ón,afirma que la uni ón conyugal —significada en la expresi ón b í blica « una sola carne »— s ólopuede ser comprendida y explicada plenamente recurriendo a los valores de la « persona » yde la « entrega ». Cada hombre y cada mujer se realizan en plenitud mediante la entregasincera de s í mismo; y, para los esposos, el momento de la uni ón conyugal constituye unaexperiencia particular í sima de ello. Es entonces cuando el hombre y la mujer, en la « verdad »de su masculinidad y femineidad, se convierten en entrega rec í proca. Toda la vida delmatrimonio es entrega, pero esto se hace singularmente evidente cuando los esposos,ofreci éndose rec í procamente en el amor, realizan aquel encuentro que hace de los dos « unasola carne » ( Gé n 2, 24).

    Ellos viven entonces un momento de especial responsabilidad, incluso por la potencialidadprocreativa vinculada con el acto conyugal. En aquel momento, los esposos pueden convertirseen padre y madre, iniciando el proceso de una nueva existencia humana que despu és sedesarrollar á en el seno de la mujer. Aunque es la mujer la primera que se da cuenta de que esmadre, el hombre con el cual se ha unido en « una sola carne » toma a su vez conciencia,mediante el testimonio de ella, de haberse convertido en padre. Ambos son responsables de lapotencial, y despu és efectiva, paternidad y maternidad. El hombre debe reconocer y aceptar elresultado de una decisi ón que tambi én ha sido suya. No puede ampararse en expresionescomo: « no s é », « no quer í a », « lo has querido t ú ». La uni ón conyugal conlleva en cualquiercaso la responsabilidad del hombre y de la mujer, responsabilidad potencial que llega a serefectiva cuando las circunstancias lo imponen. Esto vale sobre todo para el hombre que, aunsiendo tambi én art í fice del inicio del proceso generativo, queda distanciado biol ógicamente delmismo, ya que de hecho se desarrolla en la mujer. ?C ómo podr í a el hombre no hacerse cargode ello? Es necesario que ambos, el hombre y la mujer, asuman juntos, ante s í mismos y antelos dem ás, la responsabilidad de la nueva vida suscitada por ellos.

    Esta es una conclusi ón compartida por las ciencias humanas mismas. Sin embargo, conviene

    profundizarla, analizando el significado del acto conyugal a la luz de los mencionados valoresde la « persona » y de la « entrega ». Esto lo hace la Iglesia con su constante ense ñanza,

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    particularmente con la del Concilio Vaticano II.

    En el momento del acto conyugal, el hombre y la mujer est án llamados a ratificar de maneraresponsable la rec í proca entrega que han hecho de s í mismos con la alianza matrimonial.

    Ahora bien, la l ógica de la entrega total del uno al otro implica la potencial apertura a laprocreaci ón: el matrimonio est á llamado as í a realizarse todav í a m ás plenamente como familia.Ciertamente, la entrega rec í proca del hombre y de la mujer no tiene como fin solamente elnacimiento de los hijos, sino que es, en s í misma, mutua comuni ón de amor y de vida. Perosiempre debe garantizarse la í ntima verdad de tal entrega. « Íntima » no es sin ónimo de «subjetiva ». Significa m ás bien que es esencialmente coherente con la verdad objetiva deaqu éllos que se entregan. La persona jam ás ha de ser considerada un medio para alcanzar unfin; jam ás, sobre todo, un medio de « placer ». La persona es y debe ser s ólo el fin de todoacto. Solamente entonces la acci ón corresponde a la verdadera dignidad de la persona.

    Al concluir nuestras reflexiones sobre este tema tan importante y delicado, deseo alentarosparticularmente a vosotros, queridos esposos, y a todos aqu éllos que os ayudan a comprender ya poner en pr áctica la ense ñanza de la Iglesia sobre el matrimonio, sobre la maternidad ypaternidad responsables. Pienso concretamente en los Pastores, en tantos estudiosos, te ólogos,filósofos, escritores y periodistas, que no se plegan al conformismo cultural dominante,dispuestos valientemente a ir contra corriente. Mi aliento se dirige, adem ás, a un grupo cadavez m ás numeroso de expertos, m édicos y educadores —verdaderos ap óstoles laicos—, paraquienes promover la dignidad del matrimonio y la familia resulta un cometido importante desu vida. En nombre de la Iglesia expreso a todos mi gratitud. ?Qu é podr í an hacer sin ellos losSacerdotes, los Obispos e incluso el mismo Sucesor de Pedro? De esto me he idoconvenciendo cada vez m ás desde mis primeros a ños de sacerdocio, cuando sentado en elconfesionario empec é a compartir las preocupaciones, los temores y las esperanzas de tantosesposos. He encontrado casos dif í ciles de rebeli ón y rechazo, pero al mismo tiempo tantaspersonas muy responsables y generosas. Mientras escribo esta Carta tengo presentes a todosestos esposos y les abrazo con mi afecto y mi oraci ón.

    Dos civilizaciones

    13. Amad í simas familias, la cuesti ón de la paternidad y de la maternidad responsables seinscribe en toda la tem ática de la «civilizaci ón del amor», de la que deseo hablaros ahora. Delo expuesto hasta aqu í se deduce claramente que la familia constituye la base de lo que PabloVI calific ó como «civilizaci ó n del amor»33 , expresi ón asumida despu és por la ense ñanza de laIglesia y considerada ya normal. Hoy es dif í cil pensar en una intervenci ón de la Iglesia, o biensobre la Iglesia, que no se refiera a la civilizaci ón del amor. La expresi ón se relaciona con latradici ó n de la «iglesia dom é stica» en los or í genes del cristianismo, pero tiene una preciosareferencia incluso para la época actual. Etimol ógicamente, el t érmino «civilizaci ón» derivaefectivamente de «civis», «ciudadano», y subraya la dimensi ón pol í tica de la existencia decada individuo. Sin embargo, el significado m ás profundo de la expresi ón «civilizaci ón» no essolamente pol í tico sino m ás bien «human í stico». La civilizaci ón pertenece a la historia delhombre, porque corresponde a sus exigencias espirituales y morales: éste, creado a imagen ysemejanza de Dios, ha recibido el mundo de manos del Creador con el compromiso de

    plasmarlo a su propia imagen y semejanza. Precisamente del cumplimiento de este cometido

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    deriva la civilizaci ón, que, en definitiva, no es otra cosa que la «humanizaci ón del mundo».

    Civilizaci ón tiene, pues, en cierto modo, el mismo significado que «cultura». Por esto sepodr í a decir tambi én: «cultura del amor», aunque es preferible mantener la expresi ón que se

    ha hecho ya familiar. La civilizaci ón del amor, con el significado actual del t érmino, se inspiraen las palabras de la constituci ón conciliar Gaudium et spes: «Cristo... manifiesta plenamenteel hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocaci ó n»34 . Por esto se puedeafirmar que la civilizaci ón del amor se basa en la revelaci ón de Dios, que «es amor», comodice Juan ( 1 Jn 4, 8. 16), y que est á expresada de modo admirable por Pablo con el himno a lacaridad, en la primera carta a los Corintios (cf. 13, 1-13). Esta civilizaci ón est á í ntimamenterelacionada con el amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Esp í ritu Santoque nos ha sido dado» ( Rm 5, 5), y que crece gracias al cuidado constante del que habla, demanera tan sugestiva, la alegor í a evang élica de la vid y los sarmientos: «Yo soy la vidverdadera, y mi Padre es el vi ñador. Todo sarmiento que en m í no da fruto, lo corta, y todo el

    que da fruto, lo limpia, para que d é más fruto» ( Jn 15, 1-2).

    A la luz de estos y de otros textos del Nuevo Testamento es posible comprender lo que seentiende por «civilizaci ón del amor», y por qu é la familia est á unida org á nicamente a estacivilizaci ó n. Si el primer «camino de la Iglesia» es la familia, conviene a ñadir que lo estambi én la civilizaci ón del amor, pues la Iglesia camina por el mundo y llama a seguir estecamino a las familias y a las otras instituciones sociales, nacionales e internacionales,precisamente en funci ón de las familias y por medio de ellas. En efecto, la familia depende pormuchos motivos de la civilizaci ó n del amor, en la cual encuentra las razones de su ser comotal. Y al mismo tiempo, la familia es el centro y el coraz ó n de la civilizaci ó n del amor.

    Sin embargo, no hay verdadero amor sin la conciencia de que Dios «es Amor», y de que elhombre es la única criatura en la tierra que Dios ha llamado «por s í misma» a la existencia. Elhombre, creado a imagen y semejanza de Dios, s ólo puede «encontrar su plenitud» mediante laentrega sincera de s í mismo. Sin este concepto del hombre, de la persona y de la «comuni ón depersonas» en la familia, no puede haber civilizaci ón del amor; rec í procamente, sin ella esimposible este concepto de persona y de comuni ó n de personas. La familia constituye la«célula» fundamental de la sociedad. Pero hay necesidad de Cristo —«vid» de la que recibensavia los «sarmientos»— para que esta c élula no est é expuesta a la amenaza de una especie dedesarraigo cultural, que puede venir tanto de dentro como de fuera. En efecto, si por un ladoexiste la «civilizaci ón del amor», por otro est á la posibilidad de una «anticivilizaci ó n»destructora, como demuestran hoy tantas tendencias y situaciones de hecho.

    ?Qui én puede negar que la nuestra es una época de gran crisis, que se manifiesta ante todocomo profunda «crisis de la verdad »? Crisis de la verdad significa, en primer lugar, crisis deconceptos. Los t érminos «amor», «libertad», «entrega sincera» e incluso «persona», «derechosde la persona», ?significan realmente lo que por su naturaleza contienen? He aqu í por qu é resulta tan significativa e importante para la Iglesia y para el mundo —ante todo en Occidentela enc í clica sobre el «esplendor de la verdad» ( Veritatis splendor ). Solamente si la verdadsobre la libertad y la comuni ón de las personas en el matrimonio y en la familia recupera suesplendor, empezar á verdaderamente la edificaci ón de la civilizaci ón del amor y ser á entonces

    posible hablar con eficacia —como hace el Concilio— de «promover la dignidad del

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    matrimonio y de la familia»35.

    ?Por qu é es tan importante el «esplendor de la verdad»? Ante todo, lo es por contraste: eldesarrollo de la civilizaci ón contempor ánea est á vinculado a un progreso cient í fico-

    tecnol ógico que se verifica de manera muchas veces unilateral, presentando comoconsecuencia caracter í sticas puramente positivistas. Como se sabe, el positivismo producecomo frutos el agnosticismo a nivel te órico y el utilitarismo a nivel pr áctico y ético. Ennuestros tiempos la historia, en cierto sentido, se repite. El utilitarismo es una civilizaci ónbasada en producir y disfrutar; una civilizaci ón de las «cosas» y no de las «personas»; unacivilizaci ón en la que las personas se usan como si fueran cosas. En el contexto de lacivilizaci ón del placer, la mujer puede llegar a ser un objeto para el hombre, los hijos unobst áculo para los padres, la familia una instituci ón que dificulta la libertad de sus miembros.Para convencerse de ello, basta examinar ciertos programas de educaci ó n sexual, introducidosen las escuelas, a menudo contra el parecer y las protestas de muchos padres; o bien las

    corrientes abortistas, que en vano tratan de esconderse detr ás del llamado «derecho deelecci ón» ( «pro choice ») por parte de ambos esposos, y particularmente por parte de la mujer.Éstos son s ólo dos ejemplos de los muchos que podr í an recordarse.

    Es evidente que en semejante situaci ón cultural, la familia no puede dejar de sentirseamenazada, porque est á acechada en sus mismos fundamentos. Lo que es contrario a lacivilizaci ó n del amor es contrario a toda la verdad sobre el hombre y es una amenaza para él:no le permite encontrarse a s í mismo ni sentirse seguro como esposo, como padre, como hijo.El llamado «sexo seguro», propagado por la «civilizaci ón t écnica», es en realidad, bajo elaspecto de las exigencias globales de la persona, radicalmente no-seguro, e inclusogravemente peligroso. En efecto, la persona se encuentra ah í en peligro, y, a su vez, est á enpeligro la familia. ?Cu ál es el peligro? Es la p é rdida de la verdad sobre la familia, a la que seañade el riesgo de la p érdida de la libertad y, por consiguiente, la p érdida del amor mismo.«Conocer éis la verdad —dice Jes ús— y la verdad os har á libres» ( Jn 8, 32). La verdad, s ólo laverdad, os preparar á para un amor del que se puede decir que es «hermoso».

    La familia contempor ánea, como la de siempre, va buscando el «amor hermoso». Un amor no«hermoso», o sea, reducido s ólo a satisfacci ón de la concupiscencia (cf. 1 Jn 2, 16) o a unrec í proco «uso» del hombre y de la mujer, hace a las personas esclavas de sus debilidades. ?No favorecen esta esclavitud ciertos «programas culturales» modernos? Son programas que«juegan» con las debilidades del hombre, haci éndolo as í más débil e indefenso.

    La civilizaci ó n del amor evoca la alegr í a: alegr í a, entre otras cosas, porque un hombre vieneal mundo (cf. Jn 16, 21) y, consiguientemente, porque los esposos llegan a ser padres.Civilizaci ón del amor significa «alegrarse con la verdad» (cf. 1 Co 13, 6); pero unacivilizaci ón inspirada en una mentalidad consumista y antinatalista no es ni puede ser nuncauna civilizaci ón del amor. Si la familia es tan importante para la civilizaci ón del amor, lo espor la particular cercan í a e intensidad de los v í nculos que se instauran en ella entre laspersonas y las generaciones. Sin embargo, es vulnerable y puede sufrir f ácilmente los peligrosque debilitan o incluso destruyen su unidad y estabilidad. Debido a tales peligros, las familiasdejan de dar testimonio de la civilizaci ón del amor e incluso pueden ser su negaci ón, una

    especie de antitestimonio. Una familia disgregada puede, a su vez, generar una forma concretade «anticivilizaci ón», destruyendo el amor en los diversos ámbitos en los que se expresa, con

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    inevitables repercusiones en el conjunto de la vida social.

    El amor es exigente

    14. El amor, al que el ap óstol Pablo dedic ó un himno en la primera carta a los Corintios —amor «paciente», «servicial», y que «todo lo soporta» (1 Co 13, 4. 7)—, es ciertamenteexigente. Su belleza est á precisamente en el hecho de ser exigente, porque de este modoconstituye el verdadero bien del hombre y lo irradia tambi én a los dem ás. En efecto, el bien —dice santo Tom ás— es por su naturaleza «difusivo»36. El amor es verdadero cuando crea elbien de las personas y de las comunidades, lo crea y lo da a los dem ás. S ólo quien, en nombredel amor, sabe ser exigente consigo mismo, puede exigir amor de los dem ás; porque el amor esexigente. Lo es en cada situaci ón humana; lo es a ún m ás para quien se abre al Evangelio. ?Noes esto lo que Jes ús proclama en «su» mandamiento? Es necesario que los hombres de hoydescubran este amor exigente, porque en él est á el fundamento verdaderamente s ólido de la

    familia; un fundamento que es capaz de «soportar todo». Seg ún el Ap óstol, el amor no escapaz de «soportar todo» si es «envidioso», si «es jactancioso», si «se engr í e», si no «esdecoroso» (cf. 1 Co 13, 4-5). El verdadero amor, ense ña san Pablo, es distinto: «Todo lo cree.Todo lo espera. Todo lo soporta» ( 1 Co 13, 7). Precisamente este amor «soportar á todo».Act úa en él la poderosa fuerza de Dios mismo, que «es amor» ( 1 Jn 4, 8. 16). Act úa en él lapoderosa fuerza de Cristo, redentor del hombre y salvador del mundo.

    Al meditar el cap í tulo 13 de la primera carta de Pablo a los Corintios, nos situamos en elcamino que nos ayuda a comprender, de modo m ás inmediato e incisivo, la plena verdad sobrela civilizaci ón del amor. Ning ún otro texto b í blico expresa esa verdad de una manera m ássimple y profunda que el himno a la caridad.

    Los peligros que incumben sobre el amor constituyen tambi én una amenaza a la civilizaci óndel amor, porque favorecen lo que es capaz de contrastarlo eficazmente. Pi énsese ante todo enel ego í smo, no s ólo a nivel individual, sino tambi én de la pareja o, en un ámbito a ún m ásvasto, en el ego í smo social, por ejemplo, de clase o de naci ón (nacionalismo). El ego í smo, encualquiera de sus formas, se opone directa y radicalmente a la civilizaci ón del amor. ?Acaso sequiere decir que ha de definirse el amor simplemente como «antiego í smo»? Ser í a unadefinici ón demasiado pobre y, en definitiva, s ólo negativa, aunque es verdad que para realizarel amor y la civilizaci ón del amor deben superarse varias formas de ego í smo. Es m ás justohablar de «altruismo», que es la ant í tesis del ego í smo. Pero a ún m ás rico y completo es elconcepto de amor, ilustrado por san Pablo. El himno a la caridad de la primera carta a losCorintios es como la carta magna de la civilizaci ón del amor. En él no se trata tanto demanifestaciones individuales (sea del ego í smo, sea del altruismo), cuanto de la aceptaci ónradical del concepto de hombre como persona que «se encuentra plenamente» mediante laentrega sincera de s í mismo. Una entrega es, obviamente, «para los dem ás»: ésta es ladimensi ó n m á s importante de la civilizaci ó n del amor.

    Entramos as í en el n úcleo mismo de la verdad evang élica sobre la libertad. La persona serealiza mediante el ejercicio de la libertad en la verdad. La libertad no puede ser entendidacomo facultad de hacer cualquier cosa. Libertad significa entrega de uno mismo, es m ás,

    disciplina interior de la entrega. En el concepto de entrega no est á inscrita solamente la libreiniciativa del sujeto, sino tambi én la dimensi ón del deber. Todo esto se realiza en la

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    «comuni ón de las personas». Nos situamos as í en el coraz ón mismo de cada familia.

    Nos encontramos tambi én sobre las huellas de la ant í tesis entre individualismo y personalismo. El amor, la civilizaci ón del amor, se relaciona con el personalismo. ?Por qu é

    precisamente con el personalismo? ?Por qu é el individualismo amenaza la civilizaci ó n delamor? La clave de la respuesta est á en la expresi ón conciliar: «una entrega sincera». Elindividualismo supone un uso de la libertad por el cual el sujeto hace lo que quiere,«estableciendo» él mismo «la verdad» de lo que le gusta o le resulta útil. No admite que otro«quiera» o exija algo de él en nombre de una verdad objetiva. No quiere «dar» a otrobasándose en la verdad; no quiere convertirse en una «entrega sincera». El individualismo es,por tanto, egoc éntrico y ego í sta. La ant í tesis con el personalismo nace no solamente en elterreno de la teor í a, sino a ún m ás en el del «ethos». El «ethos» del personalismo es altruista:mueve a la persona a entregarse a los dem ás y a encontrar gozo en ello. Es el gozo del quehabla Cristo (cf. Jn 15, 11; 16, 20. 22).

    Conviene, pues, que la sociedad humana, y en ella las familias, que a menudo viven en uncontexto de lucha entre la civilizaci ón del amor y sus ant í tesis, busquen su fundamento estableen una justa visi ón del hombre y de lo que determina la plena «realizaci ón» de su humanidad.Ciertamente contrario a la civilizaci ó n del amor es el llamado «amor libre», tanto o m áspeligroso porque es presentado frecuentemente como fruto de un sentimiento «verdadero»,mientras de hecho destruye el amor. ¡Cu ántas familias se han disgregado precisamente por el«amor libre»! En cualquier caso, seguir el «verdadero» impulso afectivo, en nombre de unamor «libre» de condicionamientos, en realidad significa hacer al hombre esclavo de aquellosinstintos humanos, que santo Tom ás llama «pasiones del alma»37. El «amor libre» explota lasdebilidades humanas d ándoles un cierto «marco» de nobleza con la ayuda de la seducci ón ycon el apoyo de la opini ón p ública. Se trata as í de «tranquilizar» las conciencias, creando una«coartada moral». Sin embargo, no se toman en consideraci ón todas sus consecuencias,especialmente cuando, adem ás del c ónyuge, sufren los hijos, privados del padre o de la madrey condenados a ser de hecho hu é rfanos de padres vivos.

    Como es sabido, en la base del utilitarismo ético est á la b úsqueda constante del «m áximo» defelicidad: una «felicidad utilitarista», entendida s ólo como placer, como satisfacci ón inmediatadel individuo, por encima o en contra de las exigencias objetivas del verdadero bien.

    El proyecto del utilitarismo, basado en una libertad orientada con sentido individualista, o sea,una libertad sin responsabilidad, constituye la ant í tesis del amor, incluso como expresi ón dela civilizaci ón humana considerada en su conjunto. Cuando este concepto de libertadencuentra eco en la sociedad, ali ándose f ácilmente con las m ás diversas formas de debilidadhumana, se manifiesta muy pronto como una sistem ática y permanente amenaza para lafamilia. A este respecto, se podr í an citar muchas consecuencias nefastas, documentables anivel estad í stico, aunque no pocas de ellas quedan escondidas en los corazones de los hombresy de las mujeres, como heridas dolorosas y sangrantes.

    El amor de los esposos y de los padres tiene la capacidad de curar semejantes heridas, si lasmencionadas insidias no le privan de su fuerza de regeneraci ón, tan ben éfica y saludable para

    la comunidad humana. Esta capacidad depende de la gracia divina del perd ón y de lareconciliaci ón, que asegura la energ í a espiritual para empezar siempre de nuevo. Precisamente

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    por esto, los miembros de la familia necesitan encontrar a Cristo en la Iglesia a trav és deladmirable sacramento de la penitencia y de la reconciliaci ón.

    En este contexto se puede ver cu án importante es la oraci ón con las familias y por las familias,

    en particular, las que se ven amenazadas por la divisi ón. Es necesario rezar para que losesposos amen su vocaci ó n, incluso cuando el camino resulta dif í cil o encuentra tramosangostos y escarpados, aparentemente insuperables; hay que rezar para que incluso entoncessean fieles a su alianza con Dios.

    «La familia es el camino de la Iglesia». En esta carta deseo profesar y anunciar a la vez estecamino que, a trav és de la vida conyugal y familiar, lleva al reino de los cielos (cf. Mt 7, 14).Es importante que la «comuni ón de las personas» en la familia sea preparaci ón para la«comuni ón de los santos». Por esto la Iglesia confiesa y anuncia el amor que «todo losoporta», viendo en él, con san Pablo, la virtud «mayor » (cf. 1 Co 13, 7. 13). El Ap óstol no

    pone l í mites a nadie. Amar es vocaci ón de todos, tambi én de los esposos y de las familias. Enefecto, en la Iglesia todos est án llamados igualmente a la perfecci ón de la santidad (cf. Mt 5,48)38.

    Cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre»

    15. El cuarto mandamiento del Dec álogo se refiere a la familia, a su cohesi ón interna; y,podr í a decirse, a su solidaridad.

    En su formulaci ón no se habla expl í citamente de la familia; pero, de hecho, se trataprecisamente de ella. Para expresar la comuni ón entre generaciones, el divino Legislador noencontr ó palabra m á s apropiada que é sta: «Honra...» ( Ex 20, 12). Estamos ante otro modo deexpresar lo que es la familia. Dicha formulaci ón no la exalta «artificialmente», sino queilumina su subjetividad y los derechos que derivan de ello. La familia es una comunidad derelaciones interpersonales particularmente intensas: entre esposos, entre padres e hijos, entregeneraciones. Es una comunidad que ha de ser especialmente garantizada. Y Dios noencuentra garant í a mejor que ésta: «Honra».

    «Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus d í as sobre la tierra que el Se ñor, tuDios, te va a dar» ( Ex 20, 12). Este mandamiento sigue a los tres preceptos fundamentales queatañen a la relaci ón del hombre y del pueblo de Israel con Dios: «Shem á , Israel», «Escucha,Israel. El Se ñor nuestro Dios es el único Se ñor» ( Dt 6, 4). «No habr á para ti otros diosesdelante de m í » ( Ex 20, 3). Éste es el primer y mayor mandamiento del amor a Dios «porencima de todo»: él tiene que ser amado «con todo tu coraz ón, con toda tu alma y con toda tufuerza» ( Dt 6, 5; cf. Mt 22, 37). Es significativo que el cuarto mandamiento se inserteprecisamente en este contexto. «Honra a tu padre y a tu madre», para que ellos sean para ti, encierto modo, los representantes de Dios, quienes te han dado la vida y te han introducido en laexistencia humana: en una estirpe, naci ón y cultura. Despu és de Dios son ellos tus primerosbienhechores. Si Dios es el único bueno, m ás aún, el Bien mismo, los padres participansingularmente de esta bondad suprema. Por tanto: ¡honra a tus padres! Hay aqu í una ciertaanalog í a con el culto debido a Dios.

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    El cuarto mandamiento está estrechamente vinculado con el mandamiento del amor. Esprofunda la relaci ón entre «honra» y «amor». La honra est á relacionada esencialmente con lavirtud de la justicia, pero ésta, a su vez, no puede desarrollarse plenamente sin referirse alamor a Dios y al pr ó jimo. Y?qui én es m ás pr ó jimo que los propios familiares, que los padres yque los hijos?

    ?Es unilateral el sistema interpersonal indicado en el cuarto mandamiento? ?Obliga éste ahonrar s ólo a los padres? Literalmente, s í ; pero, indirectamente, podemos hablar tambi én de la«honra» que los padres deben a los hijos. «Honra» quiere decir: reconoce, o sea, d é jate guiarpor el reconocimiento convencido de la persona, de la del padre y de la madre ante todo, ytambi én de la de todos los dem ás miembros de la familia. La honra es una actitudesencialmente desinteresada. Podr í a decirse que es «una entrega sincera de la persona a lapersona» y, en este sentido, la honra coincide con el amor. Si el cuarto mandamiento exigehonrar al padre y a la madre, lo hace por el bien de la familia; pero, precisamente por esto,

    presenta unas exigencias a los mismos padres. ¡Padres —parece recordarles el precepto divino—, actuad de modo que vuestro comportamiento merezca la honra (y el amor) por parte devuestros hijos! ¡No dej éis caer en un «vac í o moral» la exigencia divina de honra paravosotros! En definitiva, se trata pues de una honra rec í proca. El mandamiento «honra a tupadre y a tu madre» dice indirectamente a los padres: Honrad a vuestros hijos e hijas. Lomerecen porque existen, porque son lo que son: esto es v álido desde el primer momento de suconcepci ón. As í , este mandamiento, expresando el v í nculo í ntimo de la familia, manifiesta elfundamento de su cohesi ón interior.

    El mandamiento prosigue: «para que se prolonguen tus d í as sobre la tierra que el Se ñor, tuDios, te va a dar» ( Ex 20, 12). Este «para que» podr í a dar la impresi ón de un c álculo«utilitarista»: honrar con miras a la futura longevidad. Entre tanto, decimos que esto nodisminuye el significado esencial del imperativo «honra», vinculado por su naturaleza con unaactitud desinteresada. Honrar nunca significa: «prev é las ventajas». Sin embargo, no es f ácilreconocer que de la actitud de honra rec í proca, existente entre los miembros de la comunidadfamiliar, deriva tambi én una ventaja de naturaleza diversa. La «honra» es ciertamente ú til,como « útil» es todo verdadero bien.

    La familia realiza, ante todo, el bien del «estar juntos», bien por excelencia del matrimonio (deahí su indisolubilidad) y de la comunidad familiar. Se lo podr í a definir, adem ás, como bien delos sujetos. En efecto, la persona es un sujeto y lo es tambi én la familia, al estar constituida porpersonas que, unidas por un profundo v í nculo de comuni ón, forman un único sujetocomunitario. Asimismo, la familia es sujeto m ás que otras instituciones sociales: lo es m ás quela naci ón, que el Estado, m ás que la sociedad y que las organizaciones internacionales. Estassociedades, especialmente las naciones, gozan de subjetividad propia en la medida en que lareciben de las personas y de sus familias. ?Son, éstas, observaciones s ólo «te óricas»,formuladas con el fin de «exaltar» la familia ante la opini ón p ública? No, se trata m ás bien deotro modo de expresar lo que es la familia. Y esto se deduce tambi én del cuarto mandamiento.

    Es una verdad que merece ser destacada y profundizada. En efecto, subraya la importancia deeste mandamiento incluso para el sistema moderno de los derechos del hombre. Los

    ordenamientos institucionales usan el lenguaje jur í dico. En cambio, Dios dice: «honra». Todoslos «derechos del hombre» son, en definitiva, fr ágiles e ineficaces, si en su base falta el

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    imperativo: «honra»; en otras palabras, si falta el reconocimiento del hombre por el simplehecho de que es hombre, «este» hombre. Por s í solos, los derechos no bastan.

    Por tanto, no es exagerado afirmar que la vida de las naciones, de los Estados y de las

    organizaciones internacionales «pasa» a trav és de la familia y «se fundamenta» en el cuartomandamiento del Dec álogo. La época en que vivimos, no obstante las m últiples Declaracionesde tipo jur í dico que han sido elaboradas, est á amenazada en gran medida por la «alienaci ó n»,como fruto de premisas «iluministas» seg ún las cuales el hombre es «m ás» hombre si es«solamente» hombre. No es dif í cil descubrir c ómo la alienaci ón de todo lo que de diversasformas pertenece a la plena riqueza del hombre insidia nuestra época. Y esto repercute en lafamilia. En efecto, la afirmaci ó n de la persona est á relacionada en gran medida con la familiay, por consiguiente, con el cuarto mandamiento. En el designio de Dios la familia es, bajomuchos aspectos, la primera escuela del ser humano. ¡S é hombre! —es el imperativo que enella se transmite—, hombre como hijo de la patria, como ciudadano del Estado y, se dice hoy,

    como ciudadano del mundo. Quien ha dado el cuarto mandamiento a la humanidad es un Dios«ben évolo» con el hombre, ( filanthropos, dec í an los griegos). El Creador del universo es el Dios del amor y de la vida. Él quiere que el hombre tenga la vida y la tenga en abundancia,como proclama Cristo (cf. Jn 10, 10): que tenga la vida ante todo gracias a la familia.

    Parece claro, pues, que la «civilizaci ón del amor» est á estrechamente relacionada con lafamilia. Para muchos la civilizaci ó n del amor constituye todav í a una pura utop í a. En efecto,se cree que el amor no puede ser exigido por nadie ni


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