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Compilación lecturas recomendadas tema 1 - MissionKits - Centro de...

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¡Venga tu Reino! Centro de Recursos del Regnum Christi www.missionkits.org [email protected] COMPILACIÓN DE LAS LECTURAS RECOMENDADAS 1. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 897-913 2. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium, nn. 1-17 y 30-42 3. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes, nn. 1-3, 11-12, 22, 24-25, 29-39, 41-45 y 47-52 4. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, nn. 1-31 y 45-56 5. FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, nn. 46, 61-75, 87-92, 102-109 y 268-274 6. JUAN PABLO II, Colección de catequesis sobre los laicos, catequesis 1-10 7. Carta a Diogneto (siglo II). Extracto: Los cristianos en el mundo. Enlace a carta completa en PDF: Carta a Diogneto
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COMPILACIÓN DE LAS LECTURAS RECOMENDADAS

1. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 897-913

2. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium, nn. 1-17 y 30-42

3. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes, nn. 1-3, 11-12,

22, 24-25, 29-39, 41-45 y 47-52

4. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, nn. 1-31 y 45-56

5. FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, nn. 46, 61-75, 87-92, 102-109 y

268-274

6. JUAN PABLO II, Colección de catequesis sobre los laicos, catequesis 1-10

7. Carta a Diogneto (siglo II). Extracto: Los cristianos en el mundo.

Enlace a carta completa en PDF: Carta a Diogneto

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1. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 897-913 II. Los fieles cristianos laicos 897 "Por laicos se entiende aquí a todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia. Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan a su manera de las funciones de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo" (LG 31). La vocación de los laicos 898 "Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios [...] A ellos de manera especial corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y Redentor" (LG 31). 899 La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y económicas. Esta iniciativa es un elemento normal de la vida de la Iglesia: «Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad. Por tanto ellos, especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del jefe común, el Romano Pontífice, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia» (Pío XII, Discurso a los cardenales recién creados, 20 de febrero de 1946; citado por Juan Pablo II en CL 9). 900 Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del Bautismo y de la Confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia (cf. LG 33).

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La participación de los laicos en la misión sacerdotal de Cristo 901 "Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cf 1P 2, 5), que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que en todas partes llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios" (LG 34; cf. LG 10). 902 De manera particular, los padres participan de la misión de santificación "impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos" (CIC, can. 835, 4). 903 Los laicos, si tienen las cualidades requeridas, pueden ser admitidos de manera estable a los ministerios de lectores y de acólito (cf. CIC, can. 230, 1). "Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el Bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho" (CIC, can. 230, 3). Su participación en la misión profética de Cristo 904 "Cristo [...] realiza su función profética no sólo a través de la jerarquía [...] sino también por medio de los laicos. Él los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra" (LG 35). «Enseñar a alguien [...] para traerlo a la fe [...] es tarea de todo predicador e incluso de todo creyente (Santo Tomás de Aquino, S. Th. 3, q. 71, a.4, ad 3). 905 Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con "el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra". En los laicos, "esta evangelización [...] adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo" (LG 35): «Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes [...] como a los fieles» (AA 6; cf. AG 15). 906 Los fieles laicos que sean capaces de ello y que se formen para ello también pueden prestar su colaboración en la formación catequética (cf. CIC, can. 774, 776, 780), en la

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enseñanza de las ciencias sagradas (cf. CIC, can. 229), en los medios de comunicación social (cf. CIC, can 823, 1). 907 "Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los pastores, habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas" (CIC, can. 212, 3). Su participación en la misión real de Cristo 908 Por su obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, "para que vencieran en sí mismos, con la apropia renuncia y una vida santa, al reino del pecado" (LG 36): «El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable» (San Ambrosio, Expositio psalmi CXVIII, 14, 30: PL 15, 1476). 909 "Los laicos, además, juntando también sus fuerzas, han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, de tal forma que, si algunas de sus costumbres incitan al pecado, todas ellas sean conformes con las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las virtudes. Obrando así, impregnarán de valores morales toda la cultura y las realizaciones humanas" (LG 36). 910 "Los seglares [...] también pueden sentirse llamados o ser llamados a colaborar con sus pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para el crecimiento y la vida de ésta, ejerciendo ministerios muy diversos según la gracia y los carismas que el Señor quiera concederles" (EN 73). 911 En la Iglesia, en el ejercicio de la potestad de régimen "los fieles laicos pueden cooperar a tenor del derecho" (CIC, can. 129, 2). Así, con su presencia en los concilios particulares (can. 443, 4), los sínodos diocesanos (can. 463, 1 y 2), los consejos pastorales (can. 511; 536); en el ejercicio de la tarea pastoral de una parroquia (can. 517, 2); la colaboración en los consejos de los asuntos económicos (can. 492, 1; 536); la participación en los tribunales eclesiásticos (can. 1421, 2), etc. 912 Los fieles han de "aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana. En efecto, ninguna

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actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios" (LG 36). 913 "Así, todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma `según la medida del don de Cristo'" (LG 33).

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2. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium, nn. 1-17 y

30-42 1. Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia. Y porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano, ella se propone presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su misión universal, abundando en la doctrina de los concilios precedentes. Las condiciones de nuestra época hacen más urgente este deber de la Iglesia, a saber, el que todos los hombres, que hoy están más íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales técnicos y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo. 2. El Padre Eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina, y como ellos hubieran pecado en Adán, no los abandonó, antes bien les dispensó siempre los auxilios para la salvación, en atención a Cristo Redentor, «que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura» (Col 1,15). A todos los elegidos, el Padre, antes de todos los siglos, «los conoció de antemano y los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Y estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza [1], constituida en los tiempos definitivos, manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos desde Adán, «desde el justo Abel hasta el último elegido» [2], serán congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre. 3. Vino, por tanto, el Hijo, enviado por el Padre, quien nos eligió en El antes de la creación del mundo y nos predestinó a ser hijos adoptivos, porque se complació en restaurar en El todas las cosas (cf. Ef 1,4-5 y 10). Así, pues, Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención. La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo. Este comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado (cf. Jn 19,34) y están profetizados en las palabras de Cristo acerca de su muerte en la cruz: «Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32 gr.). La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual «Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1 Co 5,7). Y, al mismo tiempo, la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico (cf. 1 Co

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10,17). Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos. 4. Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2,18). El es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14; 7,38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rm 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Co 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Ga 4,6; Rm 8,15-16 y 26). Guía la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4,11-12; 1 Co 12,4; Ga 5,22). Con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo [3]. En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (cf. Ap 22,17). Y así toda la Iglesia aparece como «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» [4]. 5. El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del reino de Dios prometido desde siglos en la Escritura: «Porque el tiempo está cumplido, y se acercó el reino de Dios» (Mc 1,15; cf. Mt 4,17). Ahora bien, este reino brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo (cf. Mc 4,14): quienes la oyen con fidelidad y se agregan a la pequeña grey de Cristo (cf. Lc 12,32), ésos recibieron el reino; la semilla va después germinando poco a poco y crece hasta el tiempo de la siega (cf. Mc 4,26-29). Los milagros de Jesús, a su vez, confirman que el reino ya llegó a la tierra: «Si expulso los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20; cf. Mt 12,28). Pero, sobre todo, el reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, quien vino «a servir y a dar su vida para la redención de muchos» (Mc 10,45). Mas como Jesús, después de haber padecido muerte de cruz por los hombres, resucitó, se presentó por ello constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para siempre (cf. Hch 2,36; Hb 5,6; 7,17-21) y derramó sobre sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre (cf. Hch 2,33). Por esto la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino. Y, mientras ella paulatinamente va creciendo, anhela simultáneamente el reino consumado y con todas sus fuerzas espera y ansia unirse con su Rey en la gloria.

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6. Del mismo modo que en el Antiguo Testamento la revelación del reino se propone frecuentemente en figuras, así ahora la naturaleza íntima de la Iglesia se nos manifiesta también mediante diversas imágenes tomadas de la vida pastoril, de la agricultura, de la edificación, como también de la familia y de los esponsales, las cuales están ya insinuadas en los libros de los profetas. Así la Iglesia es un redil, cuya única y obligada puerta es Cristo (cf. Jn 10,1-10). Es también una grey, de la que el mismo Dios se profetizó Pastor (cf. Is 40,11; Ez 34,11 ss), y cuyas ovejas, aunque conducidas ciertamente por pastores humanos, son, no obstante, guiadas y alimentadas continuamente por el mismo Cristo, buen Pastor y Príncipe de los pastores (cf. Jn 10,11; 1 P 5,4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn 10,11-15). La Iglesia es labranza, o arada de Dios (cf. 1 Co 3,9). En ese campo crece el vetusto olivo, cuya raíz santa fueron los patriarcas, y en el cual se realizó y concluirá la reconciliación de los judíos y gentiles (cf. Rm 11,13- 26). El celestial Agricultor la plantó como viña escogida (cf. Mt 21,33-34 par.; cf. Is 5,1 ss). La verdadera vid es Cristo, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que permanecemos en El por medio de la Iglesia, y sin El nada podemos hacer (cf. Jn 15,1-5). A veces también la Iglesia es designada como edificación de Dios (cf. 1 Co 3,9). El mismo Señor se comparó a la piedra que rechazaron los constructores, pero que fue puesta como piedra angular (cf. Mt 21,42 par.; Hch 4,11; 1 P 2,7; Sal 117,22). Sobre este fundamento los Apóstoles levantan la Iglesia (cf. 1 Co 3,11) y de él recibe esta firmeza y cohesión. Esta edificación recibe diversos nombres: casa de Dios (cf. 1 Tm 3,15), en que habita su familia; habitación de Dios en el Espíritu (cf. Ef 2,19-22), tienda de Dios entre los hombres (Ap 21,3) y sobre todo templo santo, que los Santos Padres celebran como representado en los templos de piedra, y la liturgia, no sin razón, la compara a la ciudad santa, la nueva Jerusalén [5]. Efectivamente, en este mundo servimos, cual piedras vivas, para edificarla (cf. 1 P 2,5). San Juan contempla esta ciudad santa y bajando, en la renovación del mundo, de junto a Dios, ataviada como esposa engalanada para su esposo (Ap 21,1 s). La Iglesia, llamada «Jerusalén de arriba» y «madre nuestra» (Ga 4,26; cf. Ap 12,17), es también descrita como esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 19,7; 21,2 y 9; 22,17), a la que Cristo «amó y se entregó por ella para santificarla» (Ef 5,25-26), la unió consigo en pacto indisoluble e incesantemente la «alimenta y cuida» (Ef 5,29); a ella, libre de toda mancha, la quiso unida a sí y sumisa por el amor y la fidelidad (cf. Ef 5,24), y, en fin, la enriqueció perpetuamente con bienes celestiales, para que comprendiéramos la caridad de Dios y de Cristo hacia nosotros, que supera toda ciencia (cf. Ef 3,19). Sin embargo, mientras la Iglesia camina en esta tierra lejos del Señor (cf. 2 Co 5,6), se considera como en destierro, buscando y saboreando las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta que aparezca con su Esposo en la gloria (cf. Col 3,1-4).

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7. El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al hombre, venciendo la muerte con su muerte y resurrección, y lo transformó en una nueva criatura (cf. Ga 6,15; 2 Co 5,17). Y a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su espíritu. En ese cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, quienes están unidos a Cristo paciente y glorioso por los sacramentos, de un modo arcano, pero real [6]. Por el bautismo, en efecto, nos configuramos en Cristo: «porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu» (1 Co 12,13), ya que en este sagrado rito se representa y realiza el consorcio con la muerte y resurrección de Cristo: «Con El fuimos sepultados por el bautismo para participar de su muerte; mas, si hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección» (Rm 6,4-5). Participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con El y entre nosotros. «Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1 Co 10,17). Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo (cf. 1 Co 12,27) «y cada uno es miembro del otro» (Rm 12,5). Y del mismo modo que todos los miembros del cuerpo humano, aun siendo muchos, forman, no obstante, un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (cf. 1 Co 12, 12). También en la constitución del cuerpo de Cristo está vigente la diversidad de miembros y oficios. Uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la diversidad de ministerios (1 Co 12,1-11). Entre estos dones resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu subordina incluso los carismáticos (cf. 1 Co 14). El mismo produce y urge la caridad entre los fieles, unificando el cuerpo por sí y con su virtud y con la conexión interna de los miembros. Por consiguiente, si un miembro sufre en algo, con él sufren todos los demás; o si un miembro es honrado, gozan conjuntamente los demás miembros (cf.1 Co 12,26). La Cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen de Dios invisible, y en El fueron creadas todas las cosas. El es antes que todos, y todo subsiste en El. El es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito de los muertos, de modo que tiene la primacía en todas las cosas (cf. Col 1,15-18). Con la grandeza de su poder domina los cielos y la tierra y con su eminente perfección y acción llena con las riquezas de su gloria todo el cuerpo (cf. Ef 1,18-23) [7]. Es necesario que todos los miembros se hagan conformes a El hasta el extremo de que Cristo quede formado en ellos (cf. Ga 4,19). Por eso somos incorporados a los misterios de su vida, configurados con El, muertos y resucitados con El, hasta que con El reinemos (cf. Flp 3,21; 2 Tm 2,11; Ef 2,6; Col 2,12, etc.). Peregrinando todavía sobre la tierra, siguiendo de cerca sus pasos en la tribulación y en la persecución, nos asociamos a sus dolores

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como el cuerpo a la cabeza, padeciendo con El a fin de ser glorificados con El (cf. Rm 8,17). Por El «todo el cuerpo, alimentado y trabado por las coyunturas: y ligamentos, crece en aumento divino» (Col 2, 19). El mismo conforta constantemente su cuerpo, que es la Iglesia, con los dones de los ministerios, por los cuales, con la virtud derivada de El, nos prestamos mutuamente los servicios para la salvación, de modo que, viviendo la verdad en caridad, crezcamos por todos los medios en El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef 4,11-16 gr.). Y para que nos renováramos incesantemente en El (cf. Ef 4,23), nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano [8]. Cristo, en verdad, ama a la Iglesia como a su esposa, convirtiéndose en ejemplo del marido, que ama a su esposa como a su propio cuerpo (cf. Ef 5,25-28). A su vez, la Iglesia le está sometida como a su Cabeza (ib. 23-24). «Porque en El habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef 1, 22-23), para que tienda y consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef 3,19). 8. Cristo, el único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible [9], comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos. Mas la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino [10]. Por eso se la compara, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a El, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4,16) [11]. Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y apostólica [12], y que nuestro Salvador, después de su resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara (cf. Jn 21,17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18 ss), y la erigió perpetuamente como columna y fundamento de la verdad (cf.1 Tm 3,15). Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él [13] si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica.

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Pero como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, «existiendo en la forma de Dios..., se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo» (Flp 2,6-7), y por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8,9); así también la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4,18), «para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10); así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo. Pues mientras Cristo, «santo, inocente, inmaculado» (Hb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación. La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» [14] anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Co 11,26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos. CAPÍTULO II EL PUEBLO DE DIOS 9. En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cf. Hch 10,35). Sin embargo, fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y le instruyó gradualmente, revelándose a Sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para Sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne. «He aquí que llegará el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá... Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán, dice el Señor» (Jr 31,31-34). Ese pacto nuevo, a saber, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Co 11,25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se unificara no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios. Pues quienes creen en Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la palabra de Dios vivo (cf. 1 P

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1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5-6), pasan, finalmente, a constituir «un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición..., que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios» (1 P 2, 9-10). Este pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo, «que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación» (Rm 4,25), y teniendo ahora un nombre que está sobre todo nombre, reina gloriosamente en los cielos. La condición de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó a nosotros (cf. Jn 13,34). Y tiene en último lugar, como fin, el dilatar más y más el reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que al final de los tiempos El mismo también lo consume, cuando se manifieste Cristo, vida nuestra (cf. Col 3,4), y «la misma criatura sea libertada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). Este pueblo mesiánico, por consiguiente, aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo, que lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve también de él como de instrumento de la redención universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16). Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia (cf. 2 Esd 13,1; Nm 20,4; Dt 23,1 ss), así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne (cf. Hb 13,14), también es designado como Iglesia de Cristo (cf. Mt 16,18), porque fue El quien la adquirió con su sangre (cf. Hch 20,28), la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social. Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera [15]. Debiendo difundirse en todo el mundo, entra, por consiguiente, en la historia de la humanidad, si bien trasciende los tiempos y las fronteras de los pueblos. Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso. 10. Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hb 5,1-5), de su nuevo pueblo «hizo... un reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (Ap 1,6; cf. 5,9-10). Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch 2,42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia

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viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 P 3,15). El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo [16]. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía [17] y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante. 11. El carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes. Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia [18]. Por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras[19]. Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella [20]. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto. Más aún, confortados con el cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del Pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento. Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a El y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones. Con la unción de los enfermos y la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda los enfermos al Señor paciente y glorificado, para que los alivie y los salve (cf. St 5,14-16), e incluso les exhorta a que, asociándose voluntariamente a la pasión y muerte de Cristo (cf. Rm 8,17; Col 1,24; 2 Tm 2,11-12; 1 P 4,13), contribuyan así al bien del Pueblo de Dios. A su vez, aquellos de entre los fieles que están sellados con el orden sagrado son destinados a apacentar la Iglesia por la palabra y gracia de Dios, en nombre de Cristo. Finalmente, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida [21]. De este consorcio procede la familia, en la que nacen nuevos

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ciudadanos de la sociedad humana, quienes, por la gracia del Espíritu Santo, quedan constituidos en el bautismo hijos de Dios, que perpetuarán a través del tiempo el Pueblo de Dios. En esta especie de Iglesia doméstica los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de cada uno, pero con un cuidado especial la vocación sagrada Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre. 12. El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad y ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza, que es fruto de los labios que confiesan su nombre (cf. Hb 13.15). La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando «desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos» [22] presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres. Con este sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente «a la fe confiada de una vez para siempre a los santos» (Judas 3), penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiado en todo por el sagrado Magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13). Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno... se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Co 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1 Ts 5,12 y 19-21). 13. Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual, este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para así cumplir el designio de la voluntad de Dios, quien en un principio creó una sola naturaleza humana, y a sus hijos, que estaban dispersos, determinó luego congregarlos (cf. Jn 11,52). Para esto envió Dios a su Hijo, a quien constituyó en heredero de todo (cf. Hb 1,2), para que sea Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del pueblo

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nuevo y universal de los hijos de Dios. Para esto, finalmente, envió Dios al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, quien es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes el principio de asociación y unidad en la doctrina de los Apóstoles, en la mutua unión, en la fracción del pan y en las oraciones (cf. Hch 2,42 gr.). Así, pues, el único Pueblo de Dios está presente en todas las razas de la tierra, pues de todas ellas reúne sus ciudadanos, y éstos lo son de un reino no terrestre, sino celestial. Todos los fieles dispersos por el orbe comunican con los demás en el Espíritu Santo, y así, «quien habita en Roma sabe que los de la India son miembros suyos» [23]. Y como el reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn 18,36), la Iglesia o el Pueblo de Dios, introduciendo este reino, no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno. Pues es muy consciente de que ella debe congregar en unión de aquel Rey a quien han sido dadas en herencia todas las naciones (cf. Sal 2,8) y a cuya ciudad ellas traen sus dones y tributos (cf. Sal 71 [72], 10; Is 60,4-7; Ap 21,24). Este carácter de universalidad que distingue al Pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el que la Iglesia católica tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad, con todos sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu [24]. En virtud de esta catolicidad, cada una de las partes colabora con sus dones propios con las restantes partes y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes aumentan a causa de todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo reúne a personas de pueblos diversos, sino que en sí mismo está integrado por diversos órdenes. Hay, en efecto, entre sus miembros una diversidad, sea en cuanto a los oficios, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos, sea en razón de la condición y estado de vida, pues muchos en el estado religioso estimulan con su ejemplo a los hermanos al tender a la santidad por un camino más estrecho. Además, dentro de la comunión eclesiástica, existen legítimamente Iglesias particulares, que gozan de tradiciones propias, permaneciendo inmutable el primado de la cátedra de Pedro, que preside la asamblea universal de la caridad [25], protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a la unidad en vez de dañarla. De aquí se derivan finalmente, entre las diversas partes de la Iglesia, unos vínculos de íntima comunión en lo que respecta a riquezas espirituales, obreros apostólicos y ayudas temporales. Los miembros del Pueblo de Dios son llamados a una comunicación de bienes, y las siguientes palabras del apóstol pueden aplicarse a cada una de las Iglesias: «El don que cada uno ha recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 P 4,10). Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que simboliza y promueve paz universal, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles

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católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la gracia de Dios llamados a la salvación. 14. El sagrado Concilio fija su atención en primer lugar en los fieles católicos. Y enseña, fundado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación. El único Mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace presente a todos nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia. El mismo, al inculcar con palabras explícitas la necesidad de la fe y el bautismo (cf. Mc 16,16; Jn 3,5), confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta. Por lo cual no podrían salvarse aquellos hombres que, conociendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios a través de Jesucristo como necesaria, sin embargo, se negasen a entrar o a perseverar en ella. A esta sociedad de la Iglesia están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su organización y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el Sumo Pontífice y los Obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y comunión eclesiástica. No se salva, sin embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia «en cuerpo», mas no «en corazón» [26]. Pero no olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad [27]. Los catecúmenos que, movidos por el Espíritu Santo, solicitan con voluntad expresa ser incorporados a la Iglesia, por este mismo deseo ya están vinculados a ella, y la madre Iglesia los abraza en amor y solicitud como suyos. 15. La Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro [28]. Pues hay muchos que honran la Sagrada Escritura como norma de fe y vida, muestran un sincero celo religioso, creen con amor en Dios Padre todopoderoso y en Cristo, Hijo de Dios Salvador [29]; están sellados con el bautismo, por el que se unen a Cristo, y además aceptan y reciben otros sacramentos en sus propias Iglesias o comunidades eclesiásticas. Muchos de entre ellos poseen el episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen, Madre de Dios [30]. Añádase a esto la comunión de oraciones y otros beneficios espirituales, e incluso cierta verdadera unión en el Espíritu Santo, ya que El ejerce en ellos su virtud santificadora con los dones y gracias y a algunos de entre ellos los fortaleció hasta la efusión de la sangre. De esta forma, el Espíritu suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo y la actividad para que todos estén pacíficamente unidos, del modo determinado por Cristo, en una grey y bujo un único Pastor [31]. Para conseguir esto, la Iglesia madre no

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cesa de orar, esperar y trabajar, y exhorta a sus hijos a la purificación y renovación, a fin de que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia. 16. Por último, quienes todavía no recibieron el Evangelio, se ordenan al Pueblo de Dios de diversas maneras [32]. En primer lugar, aquel pueblo que recibió los testamentos y las promesas y del que Cristo nació según la carne (cf. Rm 9,4-5). Por causa de los padres es un pueblo amadísimo en razón de la elección, pues Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación (cf. Rm 11, 28-29). Pero el designio de salvación abarca también a los que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que, confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día postrero. Ni el mismo Dios está lejos de otros que buscan en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de El la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2,4). Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna [33]. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio [34] y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida. Pero con mucha frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se envilecieron con sus fantasías y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la criatura más bien que al Creador (cf. Rm 1,21 y 25), o, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, se exponen a la desesperación extrema. Por lo cual la Iglesia, acordándose del mandato del Señor, que dijo: «Predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), procura con gran solicitud fomentar las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de todos éstos. 17. Como el Hijo fue enviado por el Padre, así también El envió a los Apóstoles (cf. Jn 20,21) diciendo: «Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt 28,19- 20). Este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo recibió de los Apóstoles con orden de realizarlo hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Por eso hace suyas las palabras del Apóstol: «¡Ay de mí si no evangelizare!» (1 Co 9,16), y sigue incesantemente enviando evangelizadores, mientras no estén plenamente establecidas las Iglesias recién fundadas y ellas, a su vez, continúen la obra evangelizadora. El Espíritu Santo la impulsa a cooperar para que se cumpla el designio de Dios, quien constituyó a Cristo principio de salvación para todo el mundo. Predicando el Evangelio, la Iglesia atrae a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los prepara al bautismo, los libra de la servidumbre del error y los incorpora a Cristo para que por la caridad crezcan en El hasta la plenitud. Con su trabajo consigue que todo lo bueno que se encuentra sembrado en el

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corazón y en la mente de los hombres y en los ritos y culturas de estos pueblos, no sólo no desaparezca, sino que se purifique, se eleve y perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre. La responsabilidad de diseminar la fe incumbe a todo discípulo de Cristo en su parte [35]. Pero, aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, sin embargo, propio del sacerdote el llevar a su complemento la edificación del Cuerpo mediante el sacrificio eucarístico, cumpliendo las palabras de Dios dichas por el profeta: «Desde el orto del sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre las gentes y en todo lugar se ofrece a mi nombre una oblación pura» (Ml ,1, 11) [36]. Así, pues, la Iglesia ora y trabaja para que la totalidad del mundo se integre en el Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda al Creador universal y Padre todo honor y gloria. CAPÍTULO IV LOS LAICOS 30. El santo Concilio, una vez que ha declarado las funciones de la Jerarquía, vuelve gozoso su atención al estado de aquellos fieles cristianos que se llaman laicos. Porque, si todo lo que se ha dicho sobre el Pueblo de Dios se dirige por igual a laicos, religiosos y clérigos, sin embargo, a los laicos, hombres y mujeres, por razón de su condición y misión, les atañen particularmente ciertas cosas, cuyos fundamentos han de ser considerados con mayor cuidado a causa de las especiales circunstancias de nuestro tiempo. Los sagrados Pastores conocen perfectamente cuánto contribuyen los laicos al bien de la Iglesia entera. Saben los Pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino que su eminente función consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y carismas de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común. Pues es necesario que todos, «abrazados a la verdad en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad» (Ef 4.15-16). 31. Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde. El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Pues los miembros del orden sagrado, aun cuando alguna vez pueden ocuparse de los asuntos seculares incluso ejerciendo una profesión secular, están destinados principal y expresamente al sagrado ministerio por razón de su particular vocación. En tanto que los religiosos, en virtud de su estado,

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proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, de manera singular, a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor. 32. Por designio divino, la santa Iglesia está organizada y se gobierna sobre la base de una admirable variedad. «Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros» (Rm 12,4-5). Por tanto, el Pueblo de Dios, por El elegido, es uno: «un Señor, una fe, un bautismo» (Ef 4,5). Es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, de consiguiente, en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo, porque «no hay judío ni griego, no hay siervo o libre, no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois "uno" en Cristo Jesús» (Ga 3,28 gr.; cf. Col 3,11). Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios (cf. 2 P 1,1). Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo. Pues la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad. Los Pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al servicio los unos de los otros y al de los restantes fieles; éstos, a su vez, asocien gozosamente su trabajo al de los Pastores y doctores. De esta manera, todos rendirán un múltiple testimonio de admirable unidad en el Cuerpo de Cristo. Pues la misma diversidad de gracias, servicio y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque «todas... estas cosas son obra del único e idéntico Espíritu» (1 Co 12,11).

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Los laicos, del mismo modo que por la benevolencia divina tienen como hermano a Cristo, quien, siendo Señor de todo, no vino a ser servido, sino a servir (cf. Mt 20,28), también tienen por hermanos a los que, constituidos en el sagrado ministerio, enseñando, santificando y gobernando con la autoridad de Cristo, apacientan a la familia de Dios, de tal suerte que sea cumplido por todos el nuevo mandamiento de la caridad. A cuyo propósito dice bellamente San Agustín: «Si me asusta lo que soy para vosotros, también me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquel nombre expresa un deber, éste una gracia; aquél indica un peligro, éste la salvación» [112]. 33. Los laicos congregados en el Pueblo de Dios e integrados en el único Cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza, cualesquiera que sean, están llamados, a fuer de miembros vivos, a contribuir con todas sus fuerzas, las recibidas por el beneficio del Creador y las otorgadas por la gracia del Redentor, al crecimiento de la Iglesia y a su continua santificación. Ahora bien, el apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación. Y los sacramentos, especialmente la sagrada Eucaristía, comunican y alimentan aquel amor hacia Dios y hacia los hombres que es el alma de todo apostolado. Los laicos están especialmente llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos [113]. Así, todo laico, en virtud de los dones que le han sido otorgados, se convierte en testigo y simultáneamente en vivo instrumento de la misión de la misma Iglesia en la medida del don de Cristo (Ef 4,7). Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los cristianos, los laicos también puede ser llamados de diversos modos a una colaboración más inmediata con el apostolado de la Jerarquía [114], al igual que aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho en el Señor (cf. Flp 4,3; Rm 16,3ss). Por lo demás, poseen aptitud de ser asumidos por la Jerarquía para ciertos cargos eclesiásticos, que habrán de desempeñar con una finalidad espiritual. Así, pues, incumbe a todos los laicos la preclara empresa de colaborar para que el divino designio de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los tiempos y en todas las partes de la tierra. De consiguiente, ábraseles por doquier el camino para que, conforme a sus posibilidades y según las necesidades de los tiempos, también ellos participen celosamente en la obra salvífica de la Iglesia. 34. Dado que Cristo Jesús, supremo y eterno Sacerdote, quiere continuar su testimonio y su servicio por medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa sin cesar a toda obra buena y perfecta.

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Pues a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también les hace partícipes de su oficio sacerdotal con el fin de que ejerzan el culto espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por lo cual los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, son admirablemente llamados y dotados, para que en ellos se produzcan siempre los más ubérrimos frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo, también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios. 35. Cristo, el gran Profeta, que proclamó el reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder de la palabra, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la Jerarquía, que enseña en su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes, consiguientemente, constituye en testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra (cf. Hch 2, 17-18; Ap 19, 10) para que la virtud del Evangelio brille en la vida diaria, familiar y social. Se manifiestan como hijos de la promesa en la medida en que, fuertes en la fe y en la esperanza, aprovechan el tiempo presente (Ef 5, 16; Col 4, 5) y esperan con paciencia la gloria futura (cf. Rm 8, 25). Pero no escondan esta esperanza en el interior de su alma, antes bien manifiéstenla, incluso a través de las estructuras de la vida secular, en una constante renovación y en un forcejeo «con los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos» (Ef 6, 12). Al igual que los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se alimenta la vida y el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Ap 21, 1), así los laicos quedan constituidos en poderosos pregoneros de la fe en la cosas que esperamos (cf. Hb 11, 1) cuando, sin vacilación, unen a la vida según la fe la profesión de esa fe. Tal evangelización, es decir, el anuncio de Cristo pregonado por el testimonio de la vida y por la palabra, adquiere una característica específica y una eficacia singular por el hecho de que se lleva a cabo en las condiciones comunes del mundo. En esta tarea resalta el gran valor de aquel estado de vida santificado por un especial sacramento, a saber, la vida matrimonial y familiar. En ella el apostolado de los laicos halla una ocasión de ejercicio y una escuela preclara si la religión cristiana penetra toda la organización de la vida y la transforma más cada día. Aquí los cónyuges tienen su propia vocación: el ser mutuamente y para sus hijos testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama en voz muy alta tanto las presentes virtudes del reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada. De tal manera, con su ejemplo y su testimonio arguye al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad.

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Por consiguiente, los laicos, incluso cuando están ocupados en los cuidados temporales, pueden y deben desplegar una actividad muy valiosa en orden a la evangelización del mundo. Ya que si algunos de ellos, cuando faltan los sagrados ministros o cuando éstos se ven impedidos por un régimen de persecución, les suplen en ciertas funciones sagradas, según sus posibilidades, y si otros muchos agotan todas sus energías en la acción apostólica, es necesario, sin embargo, que todos contribuyan a la dilatación y al crecimiento del reino de Dios en el mundo. Por ello, dedíquense los laicos a un conocimiento más profundo de la verdad revelada y pidan a Dios con instancia el don de la sabiduría. 36. Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello exaltado por el Padre (cf. Flp 2, 8-9), entró en la gloria de su reino. A El están sometidas todas las cosas, hasta que El se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1 Co 15, 27-28). Este poder lo comunicó a sus discípulos, para que también ellos queden constituidos en soberana libertad, y por su abnegación y santa vida venzan en sí mismos el reino del pecado (cf. Rm 6, 12). Más aún, para que, sirviendo a Cristo también en los demás, conduzcan en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar. También por medio de los fieles laicos el Señor desea dilatar su reino: «reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» [115]. Un reino en el cual la misma creación será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21). Grande, en verdad, es la promesa, y excelso el mandato dado a los discípulos: «Todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1 Co 3, 23). Deben, por tanto, los fieles conocer la íntima naturaleza de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios. Incluso en las ocupaciones seculares deben ayudarse mutuamente a una vida más santa, de tal manera que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance su fin con mayor eficacia en la justicia, en la caridad y en la paz. En el cumplimiento de este deber universal corresponde a los laicos el lugar más destacado. Por ello, con su competencia en los asuntos profanos y con su actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo, contribuyan eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio del Creador y la iluminación de su Verbo, sean promovidos, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil, para utilidad de todos los hombres sin excepción; sean más convenientemente distribuidos entre ellos y, a su manera, conduzcan al progreso universal en la libertad humana y cristiana. Así Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz salvadora a toda la sociedad humana. Igualmente coordinen los laicos sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes. Obrando de este modo, impregnarán de valor moral la cultura y las realizaciones humanas. Con este proceder simultáneamente se prepara mejor el campo del mundo para la siembra

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de la palabra divina, y a la Iglesia se le abren más de par en par las puertas por las que introducir en el mundo el mensaje de la paz. Conforme lo exige la misma economía de la salvación, los fieles aprendan a distinguir con cuidado los derechos y deberes que les conciernen por su pertenencia a la Iglesia y los que les competen en cuanto miembros de la sociedad humana. Esfuércense en conciliarlos entre sí, teniendo presente que en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede substraerse al imperio de Dios. En nuestro tiempo es sumamente necesario que esta distinción y simultánea armonía resalte con suma claridad en la actuación de los fieles, a fin de que la misión de la Iglesia pueda responder con mayor plenitud a los peculiares condicionamientos del mundo actual. Porque así como ha de reconocerse que la ciudad terrena, justamente entregada a las preocupaciones del siglo, se rige por principios propios, con la misma razón se debe rechazar la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión y que ataca y elimina la libertad religiosa de los ciudadanos [116]. 37. Los laicos, al igual que todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia [117] de los sagrados Pastores los auxilios de los bienes espirituales de la Iglesia, en particular la palabra de Dios y les sacramentos. Y manifiéstenles sus necesidades y sus deseos con aquella libertad y confianza que conviene a los hijos de Dios y a los hermanos en Cristo. Conforme a la ciencia, la competencia y el prestigio que poseen, tienen la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos concernientes al bien de la Iglesia [118]. Esto hágase, si las circunstancias lo requieren, a través de instituciones establecidas para ello por la Iglesia, y siempre en veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia aquellos que, por razón de su sagrado ministerio, personifican a Cristo. Los laicos, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo, que con su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el dichoso camino de la libertad de los hijos de Dios, acepten con prontitud de obediencia cristiana aquello que los Pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes. Ni dejen de encomendar a Dios en la oración a sus Prelados, que vigilan cuidadosamente como quienes deben rendir cuenta por nuestras almas, a fin de que hagan esto con gozo y no con gemidos (cf. Hb 13,17). Por su parte, los sagrados Pastores reconozcan y promuevan la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Recurran gustosamente a su prudente consejo, encomiéndenles con confianza cargos en servicio de la Iglesia y denles libertad y oportunidad para actuar; más aún, anímenles incluso a emprender obras por propia iniciativa. Consideren atentamente ante Cristo, con paterno amor, las iniciativas, los ruegos y los deseos provenientes de los laicos [119]. En cuanto a la justa libertad que a todos corresponde en la sociedad civil, los Pastores la acatarán respetuosamente.

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Son de esperar muchísimos bienes para la Iglesia de este trato familiar entre los laicos y los Pastores; así se robustece en los seglares el sentido de la propia responsabilidad, se fomenta su entusiasmo y se asocian más fácilmente las fuerzas de los laicos al trabajo de los Pastores. Estos, a su vez, ayudados por la experiencia de los seglares, están en condiciones de juzgar con más precisión y objetividad tanto los asuntos espirituales como los temporales, de forma que la Iglesia entera, robustecida por todos sus miembros, cumpla con mayor eficacia su misión en favor de la vida del mundo. 38. Cada laico debe ser ante el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y una señal del Dios vivo. Todos juntos y cada uno de por sí deben alimentar al mundo con frutos espirituales (cf. Ga 5, 22) y difundir en él el espíritu de que están animados aquellos pobres, mansos y pacíficos, a quienes el Señor en el Evangelio proclamó bienaventurados (cf. Mt 5, 3-9). En una palabra, «lo que el alma es en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo» [120]. CAPÍTULO V UNIVERSAL VOCACIÓN A LA SANTIDAD EN LA IGLESIA 39. La Iglesia, cuyo misterio está exponiendo el sagrado Concilio, creemos que es indefectiblemente santa. Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado «el único Santo» [121], amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25-26), la unió a Sí como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por ello, en la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porgue ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Ts 4, 3; cf. Ef 1, 4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe manifestarse en los frutos de gracia que el Espíritu produce en los fieles. Se expresa multiformemente en cada uno de los que, con edificación de los demás, se acercan a la perfección de la caridad en su propio género de vida; de manera singular aparece en la práctica de los comúnmente llamados consejos evangélicos. Esta práctica de los consejos, que, por impulso del Espíritu Santo, muchos cristianos han abrazado tanto en privado como en una condición o estado aceptado por la Iglesia, proporciona al mundo y debe proporcionarle un espléndido testimonio y ejemplo de esa santidad. 40. El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que El es iniciador y consumador: «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48) [122]. Envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente

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a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mt 12,30) y a amarse mutuamente como Cristo les amó (cf. Jn 13,34; 15,12). Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron. El Apóstol les amonesta a vivir «como conviene a los santos» (Ef 5, 3) y que como «elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia» (Col 3, 12) y produzcan los frutos del Espíritu para la santificación (cf. Ga 5, 22; Rm 6, 22). Pero como todos caemos en muchas faltas (cf. St 3,2), continuamente necesitamos la misericordia de Dios y todos los días debemos orar: «Perdónanos nuestras deudas» (Mt 6, 12) [123]. Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad [124], y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena. En el logro de esta perfección empeñen los fieles las fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin de que, siguiendo sus huellas y hechos conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así, la santidad del Pueblo de Dios producirá abundantes frutos, como brillantemente lo demuestra la historia de la Iglesia con la vida de tantos santos. 41. Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria. Pero cada uno debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra por la caridad, según los dones y funciones que le son propios. En primer lugar es necesario que los Pastores de la grey de Cristo, a imagen del sumo y eterno Sacerdote, Pastor y Obispo de nuestras almas, desempeñen su ministerio santamente y con entusiasmo, humildemente y con fortaleza. Así cumplido, ese ministerio será también para ellos un magnífico medio de santificación. Los elegidos para la plenitud del sacerdocio son dotados de la gracia sacramental, con la que, orando, ofreciendo el sacrificio y predicando, por medio de todo tipo de preocupación episcopal y de servicio, puedan cumplir perfectamente el cargo de la caridad pastoral [125]. No teman entregar su vida por las ovejas, y, hechos modelo para la grey (cf.1 P 5,3), estimulen a la Iglesia, con su ejemplo, a una santidad cada día mayor. Los presbíteros, a semejanza del orden de los Obispos, cuya corona espiritual forman [126] al participar de su gracia ministerial por Cristo, eterno y único Mediador, crezcan en el amor de Dios y del prójimo por el diario desempeño de su oficio. Conserven el vínculo de la

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comunión sacerdotal, abunden en todo bien espiritual y sean para todos un vivo testimonio de Dios [127], émulos de aquellos sacerdotes que en el decurso de los siglos, con frecuencia en un servicio humilde y oculto, dejaron un preclaro ejemplo de santidad, cuya alabanza se difunde en la Iglesia de Dios. Mientras oran y ofrecen el sacrificio, como es su deber, por los propios fieles y por todo el Pueblo de Dios, sean conscientes de lo que hacen e imiten lo que traen entre manos [128]; las preocupaciones apostólicas, los peligros y contratiempos, no sólo no les sean un obstáculo, antes bien asciendan por ellos a una más alta santidad, alimentando y fomentando su acción en la abundancia de la contemplación para consuelo de toda la Iglesia de Dios. Todos los presbíteros y en especial aquellos que por el peculiar título de su ordenación son llamados sacerdotes diocesanos, tengan presente cuánto favorece a su santificación la fiel unión y generosa cooperación con su propio Obispo. También son partícipes de la misión y gracia del supremo Sacerdote, de un modo particular, los ministros de orden inferior. Ante todo, los diáconos, quienes, sirviendo a los misterios de Cristo y de la Iglesia [129] deben conservarse inmunes de todo vicio, agradar a Dios y hacer acopio de todo bien ante los hombres (cf. 1 Tm 3,8-10 y 12-13). Los. clérigos, que, llamados por el Señor y destinados a su servicio, se preparan, bajo la vigilancia de los Pastores, para los deberes del ministerio, están obligados a ir adaptando su mentalidad y sus corazones a tan excelsa elección: asiduos en la oración, fervorosos en el amor, preocupados de continuo por todo lo que es verdadero, justo y decoroso, realizando todo para gloria y honor de Dios. A los cuales se añaden aquellos laicos elegidos por Dios que son llamados por el Obispo para que se entreguen por completo a las tareas apostólicas, y trabajan en el campo del Señor con fruto abundante [130]. Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, contribuyen al establecimiento de la fraternidad en la caridad y se constituyen en testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre Iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a Sí mismo por ella [131]. Ejemplo parecido lo proporcionan, de otro modo, quienes viven en estado de viudez o de celibato, los cuales también pueden contribuir no poco a la santidad y a la actividad de la Iglesia. Aquellos que están dedicados a trabajos muchas veces fatigosos deben encontrar en esas ocupaciones humanas su propio perfeccionamiento, el medio de ayudar a sus conciudadanos y de contribuir a elevar el nivel de la sociedad entera y de la creación. Pero también es necesario que imiten en su activa caridad a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en los trabajos manuales y que continúan trabajando en unión con el Padre para la salvación de todos. Gozosos en la esperanza, ayudándose unos a otros a llevar sus cargas, asciendan mediante su mismo trabajo diario, a una más alta santidad, incluso con proyección apostólica.

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Sepan también que están especialmente unidos a Cristo, paciente por la salvación del mundo, aquellos que se encuentran oprimidos por la pobreza, la enfermedad, los achaques y otros muchos sufrimientos, o los que padecen persecución por la justicia. A ellos el Señor, en el Evangelio, les proclamó bienaventurados, y «el Dios de toda gracia, que nos llamó a su eterna gloria en Cristo Jesús, después de un breve padecer, los perfeccionará y afirmará, los fortalecerá y consolidará» (1 P 5, 10). Por tanto, todos los fieles cristianos, en las condiciones, ocupaciones o circunstancias de su vida, y a través de todo eso, se santificarán más cada día si lo aceptan todo con fe de la mano del Padre celestial y colaboran con la voluntad divina, haciendo manifiesta a todos, incluso en su dedicación a las tareas temporales, la caridad con que Dios amó al mundo. 42. «Dios es caridad, y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Y Dios difundió su caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado (cf. Rm 5, 5). Por consiguiente, el primero y más imprescindible don es la caridad, con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por El. Pero, a fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, todo fiel debe escuchar de buena gana la palabra de Dios y poner por obra su voluntad con la ayuda de la gracia. Participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en las funciones sagradas. Aplicarse asiduamente a la oración, a la abnegación de sí mismo, al solícito servicio de los hermanos y al ejercicio de todas las virtudes. Pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3, 14; Rm 3, 10), rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin [132]. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo. Dado que Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su amor entregando su vida por nosotros, nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida por El y por sus hermanos (cf. 1 Jn 3,16; Jn 15,13). Pues bien: algunos cristianos, ya desde los primeros tiempos, fueron llamados, y seguirán siéndolo siempre, a dar este supremo testimonio de amor ante todos, especialmente ante los perseguidores. Por tanto, el martirio, en el que el discípulo se asemeja al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma a El en la efusión de su sangre, es estimado por la Iglesia como un don eximio y la suprema prueba de amor, Y, si es don concedido a pocos, sin embargo, todos deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle, por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia. La santidad de la Iglesia también se fomenta de una manera especial con los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen sus discípulos [133]. Entre ellos destaca el precioso don de la divina gracia, concedido a algunos por el Padre (cf. Mt 19, 11; 1 Co 7, 7) para que se consagren a solo Dios con un corazón que en la virginidad o en el celibato se mantiene más fácilmente indiviso (cf. 1 Co 7, 32-34) [134]. Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido tenida en la más alta

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estima por la Iglesia, como señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo. La Iglesia medita la advertencia del Apóstol, quien, estimulando a los fieles a la caridad, les exhorta a que tengan en sí los mismos sentimientos que tuvo Cristo, el cual «se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo..., hecho obediente hasta la muerte» (Flp 2, 7-8), y por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8, 9). Y como es necesario que los discípulos den siempre testimonio de esta caridad y humildad de Cristo imitándola, la madre Iglesia goza de que en su seno se hallen muchos varones v mujeres que siguen más de cerca el anonadamiento del Salvador y dan un testimonio más evidente de él al abrazar la pobreza en la libertad de los hijos de Dios y al renunciar a su propia voluntad. A saber: aquellos que, en materia de perfección, se someten a un hombre por Dios más allá de lo mandado, a fin de hacerse más plenamente conformes a Cristo obediente [135]. Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado. Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo y un apego a las riquezas contrario al espíritu de pobreza evangélica les impida la prosecución de la caridad perfecta. Acordándose de la advertencia del Apóstol: Los que usan de este mundo no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan (cf. 1 Co 7, 31 gr.) [136].

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3. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes, nn. 1-3, 11-12, 22, 24-25, 29-39, 41-45 y 47-52 Unión íntima de la Iglesia con la familia humana universal 1. Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia. Destinatarios de la palabra conciliar 2. Por ello, el Concilio Vaticano II, tras haber profundizado en el misterio de la Iglesia, se dirige ahora no sólo a los hijos de la Iglesia católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos los hombres, con el deseo de anunciar a todos cómo entiende la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo actual. Tiene pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación. Al servicio del hombre 3. En nuestros días, el género humano, admirado de sus propios descubrimientos y de su propio poder, se formula con frecuencia preguntas angustiosas sobre la evolución presente del mundo, sobre el puesto y la misión del hombre en el universo, sobre el sentido de sus esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino último de las cosas y de la humanidad. El Concilio, testigo y expositor de la fe de todo el Pueblo de Dios congregado por Cristo, no puede dar prueba mayor de solidaridad, respeto y amor a toda la familia humana que la de dialogar con ella acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador que la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador. Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre;

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pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que van a seguir.

PRIMERA PARTE LA IGLESIA Y LA VOCACIÓN DEL HOMBRE Hay que responder a las mociones del Espíritu 11. El Pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios. La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la menta hacia soluciones plenamente humanas. El Concilio se propone, ante todo, juzgar bajo esta luz los valores que hoy disfrutan la máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente divina. Estos valores, por proceder de la inteligencia que Dios ha dado al hombre, poseen una bondad extraordinaria; pero, a causa de la corrupción del corazón humano, sufren con frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación. Por ello necesitan purificación. ¿Qué piensa del hombre la Iglesia? ¿Qué criterios fundamentales deben recomendarse para levantar el edificio de la sociedad actual? ¿Qué sentido último tiene la acción humana en el universo? He aquí las preguntas que aguardan respuesta. Esta hará ver con claridad que el Pueblo de Dios y la humanidad, de la que aquél forma parte, se prestan mutuo servicio, lo cual demuestra que la misión de la Iglesia es religiosa y, por lo mismo, plenamente humana. CAPÍTULO I LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA El hombre, imagen de Dios 12. Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos. Pero, ¿qué es el hombre? Muchas son las opiniones que el hombre se ha dado y se da sobre sí mismo. Diversas e incluso contradictorias. Exaltándose a sí mismo como regla

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absoluta o hundiéndose hasta la desesperación. La duda y la ansiedad se siguen en consecuencia. La Iglesia siente profundamente estas dificultades, y, aleccionada por la Revelación divina, puede darles la respuesta que perfile la verdadera situación del hombre, dé explicación a sus enfermedades y permita conocer simultáneamente y con acierto la dignidad y la vocación propias del hombre. La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado "a imagen de Dios", con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios. ¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre para que te cuides de él? Apenas lo has hecho inferior a los ángeles al coronarlo de gloria y esplendor. Tú lo pusiste sobre la obra de tus manos. Todo fue puesto por ti debajo de sus pies (Ps 8, 5-7). Pero Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gen l,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás. Dios, pues, nos dice también la Biblia, miró cuanto había hecho, y lo juzgó muy bueno (Gen 1,31).

Cristo, el Hombre nuevo 22. En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona. El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado. Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En El Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20). Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para

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seguir sus pasos y, además abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido. El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Eph 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8,11). Urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección. Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual. Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!,¡Padre! Índole comunitaria de la vocación humana según el plan de Dios 24. Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos. Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien hizo de uno todo el linaje humano y para poblar toda la haz de la tierra (Act 17,26), y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo. Por lo cual, el amor de Dios y del prójimo es el primero y el mayor mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo: ... cualquier otro precepto en esta sentencia se resume : Amarás al prójimo como a ti mismo ... El amor es el cumplimiento de la ley (Rom 13,9-10; cf. 1 Io 4,20). Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos hechos: la creciente interdependencia mutua de los hombres y la unificación asimismo creciente del mundo. Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Io 17,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la

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verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás. Interdependencia entre la persona humana y la sociedad 25. La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados. porque el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación. De los vínculos sociales que son necesarios para el cultivo del hombre, unos, como la familia y la comunidad política, responden más inmediatamente a su naturaleza profunda; otros, proceden más bien de su libre voluntad. En nuestra época, por varias causas, se multiplican sin cesar las conexiones mutuas y las interdependencias; de aquí nacen diversas asociaciones e instituciones tanto de derecho público como de derecho privado. Este fenómeno, que recibe el nombre de socialización, aunque encierra algunos peligros, ofrece, sin embargo, muchas ventajas para consolidar y desarrollar las cualidades de la persona humana y para garantizar sus derechos. Mas si la persona humana, en lo tocante al cumplimiento de su vocación, incluida la religiosa, recibe mucho de esta vida en sociedad, no se puede, sin embargo, negar que las circunstancias sociales en que vive y en que está como inmersa desde su infancia, con frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal. Es cierto que las perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y sociales. Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo humanos, que trastornan también el ambiente social. Y cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia.

La igualdad esencial entre los hombres y la justicia social 29. La igualdad fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos ellos, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino. Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los

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derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino. En verdad, es lamentable que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía protegidos en la forma debida por todas partes. Es lo que sucede cuando se niega a la mujer el derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que prefiera o se le impide tener acceso a una educación y a una cultura iguales a las que se conceden al hombre. Más aún, aunque existen desigualdades justas entre los hombres, sin embargo, la igual dignidad de la persona exige que se llegue a una situación social más humana y más justa. Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros y los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional. Las instituciones humanas, privadas o públicas, esfuércense por ponerse al servicio de la dignidad y del fin del hombre. Luchen con energía contra cualquier esclavitud social o política y respeten, bajo cualquier régimen político, los derechos fundamentales del hombre. Más aún, estas instituciones deben ir respondiendo cada vez más a las realidades espirituales, que son las más profundas de todas, aunque es necesario todavía largo plazo de tiempo para llegar al final deseado. Hay que superar la ética individualista 30. La profunda y rápida transformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie que, por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista. El deber de justicia y caridad se cumple cada vez más contribuyendo cada uno al bien común según la propia capacidad y la necesidad ajena, promoviendo y ayudando a las instituciones, así públicas como privadas, que sirven para mejorar las condiciones de vida del hombre. Hay quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero en realidad viven siempre como si nunca tuvieran cuidado alguno de las necesidades sociales. No sólo esto; en varios países son muchos los que menosprecian las leyes y las normas sociales. No pocos, con diversos subterfugios y fraudes, no tienen reparo en soslayar los impuestos justos u otros deberes para con la sociedad. Algunos subestiman ciertas normas de la vida social; por ejemplo, las referentes a la higiene o las normas de la circulación, sin preocuparse de que su descuido pone en peligro la vida propia y la vida del prójimo. La aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre contemporáneo. Porque cuanto más se unifica el mundo, tanto más los deberes del hombre rebasan los límites de los grupos particulares y se extiende poco a poco al universo entero. Ello es imposible si los individuos y los grupos sociales no cultivan en sí mismo y difunden en la sociedad las virtudes

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morales y sociales, de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva humanidad con el auxilio necesario de la divina gracia. Responsabilidad y participación 31. Para que cada uno pueda cultivar con mayor cuidado el sentido de su responsabilidad tanto respecto a sí mismo como de los varios grupos sociales de los que es miembro, hay que procurar con suma diligencia una más amplia cultura espiritual, valiéndose para ello de los extraordinarios medios de que el género humano dispone hoy día. Particularmente la educación de los jóvenes, sea el que sea el origen social de éstos, debe orientarse de tal modo, que forme hombres y mujeres que no sólo sean personas cultas, sino también de generoso corazón, de acuerdo con las exigencias perentorias de nuestra época. Pero no puede llegarse a este sentido de la responsabilidad si no se facilitan al hombre condiciones de vida que le permitan tener conciencia de su propia dignidad y respondan a su vocación, entregándose a Dios ya los demás. La libertad humana con frecuencia se debilita cuando el hombre cae en extrema necesidad, de la misma manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se obliga al servicio de la comunidad en que vive. Es necesario por ello estimular en todos la voluntad de participar en los esfuerzos comunes. Merece alabanza la conducta de aquellas naciones en las que la mayor parte de los ciudadanos participa con verdadera libertad en la vida pública. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, la situación real de cada país y el necesario vigor de la autoridad pública. Para que todos los ciudadanos se sientan impulsados a participar en la vida de los diferentes grupos de integran el cuerpo social, es necesario que encuentren en dichos grupos valores que los atraigan y los dispongan a ponerse al servicio de los demás. Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar. El Verbo encarnado y la solidaridad humana 32. Dios creó al hombre no para vivir aisladamente, sino para formar sociedad. De la misma manera, Dios "ha querido santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente". Desde el comienzo de la historia de la salvación, Dios ha elegido a los hombres no solamente en cuanto individuos, sino también a cuanto miembros de una determinada comunidad. A los que eligió Dios manifestando su propósito, denominó pueblo suyo (Ex 3,7-12), con el que además estableció un pacto en el monte Sinaí.

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Esta índole comunitaria se perfecciona y se consuma en la obra de Jesucristo. El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida social humana. Asistió a las bodas de Caná, bajó a la casa de Zaqueo, comió con publicanos y pecadores. Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación del hombre evocando las relaciones más comunes de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la vida diaria corriente. Sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria, santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida social. Eligió la vida propia de un trabajador de su tiempo y de su tierra. En su predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se trataran como hermanos. Pidió en su oración que todos sus discípulos fuesen uno. Más todavía, se ofreció hasta la muerte por todos, como Redentor de todos. Nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos (Io 15,13). Y ordenó a los Apóstoles predicar a todas las gentes la nueva angélica, para que la humanidad se hiciera familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor. Primogénito entre muchos hermanos, constituye, con el don de su Espíritu, una nueva comunidad fraterna entre todos los que con fe y caridad le reciben después de su muerte y resurrección, esto es, en su Cuerpo, que es la Iglesia, en la que todos, miembros los unos de los otros, deben ayudarse mutuamente según la variedad de dones que se les hayan conferido. Esta solidaridad debe aumentarse siempre hasta aquel día en que llegue su consumación y en que los hombres, salvador por la gracia, como familia amada de Dios y de Cristo hermano, darán a Dios gloria perfecta. CAPÍTULO III: LA ACTIVIDAD HUMANA EN EL MUNDO Planteamiento del problema 33. Siempre se ha esforzado el hombre con su trabajo y con su ingenio en perfeccionar su vida; pero en nuestros días, gracias a la ciencia y la técnica, ha logrado dilatar y sigue dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la naturaleza, y, con ayuda sobre todo el aumento experimentado por los diversos medios de intercambio entre las naciones, la familia humana se va sintiendo y haciendo una única comunidad en el mundo. De lo que resulta que gran número de bienes que antes el hombre esperaba alcanzar sobre todo de las fuerzas superiores, hoy los obtiene por sí mismo. Ante este gigantesco esfuerzo que afecta ya a todo el género humano, surgen entre los hombres muchas preguntas. ¿Qué sentido y valor tiene esa actividad? ¿Cuál es el uso que

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hay que hacer de todas estas cosas? ¿A qué fin deben tender los esfuerzos de individuos y colectividades? La Iglesia, custodio del depósito de la palabra de Dios, del que manan los principios en el orden religioso y moral, sin que siempre tenga a manos respuesta adecuada a cada cuestión, desea unir la luz de la Revelación al saber humano para iluminar el camino recientemente emprendido por la humanidad. Valor de la actividad humana 34. Una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo. Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia. Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo si los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo. Ordenación de la actividad humana 35. La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo.

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Por tanto, está es la norma de la actividad humana: que, de acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al hombre, como individuo y como miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación. La justa autonomía de la realidad terrena 36. Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia. Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe. Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida. Deformación de la actividad humana por el pecado 37. La Sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso altamente beneficioso para el hombre también encierra, sin embargo, gran tentación, pues los individuos y las colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno. Lo que hace que el mundo no sea ya ámbito de una auténtica fraternidad, mientras el poder acrecido de la humanidad está amenazando con destruir al propio género humano.

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A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo. Por ello, la Iglesia de Cristo, confiando en el designio del Creador, a la vez que reconoce que el progreso puede servir a la verdadera felicidad humana, no puede dejar de hacer oír la voz del Apóstol cuando dice: No queráis vivir conforme a este mundo (Rom 12,2); es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma en instrumento de pecado la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de los hombres. A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren diario peligro. El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios. Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como quien nada tiene y es dueño de todo: Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios (I Cor 3,22-23). Perfección de la actividad humana en el misterio pascual 38. El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho El mismo carne y habitando en la tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí mismo. El es quien nos revela que Dios es amor (1 Io 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles. Al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria. El, sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia. Constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin. Mas los dones del Espíritu Santo son diversos: si a unos llama a dar testimonio manifiesto con el anhelo de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros los llama para que se entreguen al servicio temporal de los hombres, y así preparen la materia del reino de los

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cielos. Pero a todos les libera, para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de la vida, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad se convertirán en oblación acepta a Dios. El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial. Tierra nueva y cielo nuevo 39. Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas, que Dios creó pensando en el hombre. Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios. Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: "reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz". El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección. Ayuda que la Iglesia procura prestar a cada hombre 41. El hombre contemporáneo camina hoy hacia el desarrollo pleno de su personalidad y hacia el descubrimiento y afirmación crecientes de sus derechos. Como a la Iglesia se ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el fin último del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más

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profunda acerca del ser humano. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los alimentos terrenos. Sabe también que el hombre, atraído sin cesar por el Espíritu de Dios, nunca jamás será del todo indiferente ante el problema religioso, como los prueban no sólo la experiencia de los siglos pasados, sino también múltiples testimonios de nuestra época. Siempre deseará el hombre saber, al menos confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de su muerte. La presencia misma de la Iglesia le recuerda al hombre tales problemas; pero es sólo Dios, quien creó al hombre a su imagen y lo redimió del pecado, el que puede dar respuesta cabal a estas preguntas, y ello por medio de la Revelación en su Hijo, que se hizo hombre. El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre. Apoyada en esta fe, la Iglesia puede rescatar la dignidad humana del incesante cambio de opiniones que, por ejemplo, deprimen excesivamente o exaltan sin moderación alguna el cuerpo humano. No hay ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo, confiado a la Iglesia. El Evangelio enuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las esclavitudes, que derivan, en última instancia, del pecado; respeta santamente la dignidad de la conciencia y su libre decisión; advierte sin cesar que todo talento humano debe redundar en servicio de Dios y bien de la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la caridad de todos. Esto corresponde a la ley fundamental de la economía cristiana. Porque, aunque el mismo Dios es Salvador y Creador, e igualmente, también Señor de la historia humana y de la historia de la salvación, sin embargo, en esta misma ordenación divina, la justa autonomía de lo creado, y sobre todo del hombre, no se suprime, sino que más bien se restituye a su propia dignidad y se ve en ella consolidada. La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos. Debe, sin embargo, lograrse que este movimiento quede imbuido del espíritu evangélico y garantizado frente a cualquier apariencia de falsa autonomía. Acecha, en efecto, la tentación de juzgar que nuestros derechos personales solamente son salvados en su plenitud cuando nos vemos libres de toda norma divina. Por ese camino, la dignidad humano no se salva; por el contrario, perece. Ayuda que la Iglesia procura dar a la sociedad humana 42. La unión de la familia humana cobra sumo vigor y se completa con la unidad, fundada en Cristo, de la familia constituida por los hijos de Dios. La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar

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la comunidad humana según la ley divina. Más aún, donde sea necesario, según las circunstancias de tiempo y de lugar, la misión de la Iglesia puede crear, mejor dicho, debe crear, obras al servicio de todos, particularmente de los necesitados, como son, por ejemplo, las obras de misericordia u otras semejantes. La Iglesia reconoce, además, cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social: sobre todo la evolución hacia la unidad, el proceso de una sana socialización civil y económica. La promoción de la unidad concuerda con la misión íntima de la Iglesia, ya que ella es "en Cristo como sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano". Enseña así al mundo que la genuina unión social exterior procede de la unión de los espíritus y de los corazones, esto es, de la fe y de la caridad, que constituyen el fundamento indisoluble de su unidad en el Espíritu Santo. Las energías que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana radican en esa fe y en esa caridad aplicadas a la vida práctica. No radican en el mero dominio exterior ejercido con medios puramente humanos. Como, por otra parte, en virtud de su misión y naturaleza, no está ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema alguno político, económico y social, la Iglesia, por esta su universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión. Por esto, la Iglesia advierte a sus hijos, y también a todos los hombres, a que con este familiar espíritu de hijos de Dios superen todas las desavenencias entre naciones y razas y den firmeza interna a las justas asociaciones humanas. El Concilio aprecia con el mayor respeto cuanto de verdadero, de bueno y de justo se encuentra en las variadísimas instituciones fundadas ya o que incesantemente se fundan en la humanidad. Declara, además, que la Iglesia quiere ayudar y fomentar tales instituciones en lo que de ella dependa y puede conciliarse con su misión propia. Nada desea tanto como desarrollarse libremente, en servicio de todos, bajo cualquier régimen político que reconozca los derechos fundamentales de la persona y de la familia y los imperativos del bien común. Ayuda que la Iglesia, a través de sus hijos, procura prestar al dinamismo humano 43. El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuanta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno. Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente del

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todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época. Ya en el Antiguo Testamento los profetas reprendían con vehemencia semejante escándalo. Y en el Nuevo Testamento sobre todo, Jesucristo personalmente conminaba graves penas contra él. No se creen, por consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por una parte, y la vida religiosa por otra. El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación. Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios. Competen a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares. Cuando actúan, individual o colectivamente, como ciudadanos del mundo, no solamente deben cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que deben esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos. Gustosos colaboren con quienes buscan idénticos fines. Conscientes de las exigencias de la fe y vigorizados con sus energías, acometan sin vacilar, cuando sea necesario, nuevas iniciativas y llévenlas a buen término. A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena. De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual,. Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésta su misión. Cumplen más bien los laicos su propia función con la luz de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio. Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial pro el bien común. Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana. Los Obispos, que han recibido la misión de gobernar a la Iglesia de Dios, prediquen, juntamente con sus sacerdotes, el mensaje de Cristo, de tal manera que toda la actividad

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temporal de los fieles quede como inundada por la luz del Evangelio. Recuerden todos los pastores, además, que son ellos los que con su trato y su trabajo pastoral diario exponen al mundo el rostro de la Iglesia, que es el que sirve a los hombres para juzgar la verdadera eficacia del mensaje cristiano. Con su vida y con sus palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestren que la Iglesia, aun por su sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las virtudes de que tan necesitado anda el mundo de hoy. Capacítense con insistente afán para participar en el diálogo que hay que entablar con el mundo y con los hombres de cualquier opinión. Tengan sobre todo muy en el corazón las palabras del Concilio: "Como el mundo entero tiende cada día más a la unidad civil, económica y social, conviene tanto más que los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten toda causa de dispersión, para que todo el género humano venga a la unidad de la familia de Dios". Aunque la Iglesia, pro la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios. Sabe también la Iglesia que aún hoy día es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado el Evangelio. Dejando a un lado el juicio de la historia sobre estas deficiencias, debemos, sin embargo, tener conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para que no dañen a la difusión del Evangelio. De igual manera comprende la Iglesia cuánto le queda aún por madurar, por su experiencia de siglos, en la relación que debe mantener con el mundo. Dirigida por el Espíritu Santo, la Iglesia, como madre, no cesa de "exhortar a sus hijos a la purificación y a la renovación para que brille con mayor claridad la señal de Cristo en el rostro de la Iglesia". Ayuda que la Iglesia recibe del mundo moderno 44. Interesa al mundo reconocer a la Iglesia como realidad social y fermento de la historia. De igual manera, la Iglesia reconoce los muchos beneficios que ha recibido de la evolución histórica del género humano. La experiencia del pasado, el progreso científico, los tesoros escondidos en las diversas culturas, permiten conocer más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos caminos para la verdad y aprovechan también a la Iglesia. Esta, desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la lengua de cada pueblo y procuró ilustrarlo además con el saber filosófico. Procedió así a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta adaptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización. Porque así en todos los pueblos se hace posible expresar el mensaje cristiano de modo apropiado a cada uno de ellos y al mismo tiempo se fomenta un vivo intercambio entre la Iglesia y las diversas culturas. Para aumentar este trato sobre todo en tiempos como los nuestros, en que las cosas cambian tan rápidamente y tanto varían los

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modos de pensar, la Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda de quienes por vivir en el mundo, sean o no sean creyentes, conocen a fondo las diversas instituciones y disciplinas y comprenden con claridad la razón íntima de todas ellas. Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada. La Iglesia, por disponer de una estructura social visible, señal de su unidad en Cristo, puede enriquecerse, y de hecho se enriquece también, con la evolución de la vida social, no porque le falte en la constitución que Cristo le dio elemento alguno, sino para conocer con mayor profundidad esta misma constitución, para expresarla de forma más perfecta y para adaptarla con mayor acierto a nuestros tiempos. La Iglesia reconoce agradecida que tanto en el conjunto de su comunidad como en cada uno de sus hijos recibe ayuda variada de parte de los hombres de toda clase o condición. Porque todo el que promueve la comunidad humana en el orden de la familia, de la cultura, de la vida económico-social, de la vida política, así nacional como internacional, proporciona no pequeña ayuda, según el plan divino, también a la comunidad eclesial, ya que ésta depende asimismo de las realidades externas. Más aún, la Iglesia confiesa que le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía de provecho la oposición y aun la persecución de sus contrarios. Cristo, alfa y omega 45. La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad. Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es "sacramento universal de salvación", que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre. El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. El es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: "Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra" (Eph 1,10). He aquí que dice el Señor: "Vengo presto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obra. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin" (Apoc 22,12-13).

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CAPÍTULO I DIGNIDAD DEL MATRIMONIO Y DE LA FAMILIA El matrimonio y la familia en el mundo actual 47. El bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Por eso los cristianos, junto con todos lo que tienen en gran estima a esta comunidad, se alegran sinceramente de los varios medios que permiten hoy a los hombres avanzar en el fomento de esta comunidad de amor y en el respeto a la vida y que ayudan a los esposos y padres en el cumplimiento de su excelsa misión; de ellos esperan, además, los mejores resultados y se afanan por promoverlos. Sin embargo, la dignidad de esta institución no brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación. Por otra parte, la actual situación económico, social-psicológica y civil son origen de fuertes perturbaciones para la familia. En determinadas regiones del universo, finalmente, se observan con preocupación los problemas nacidos del incremento demográfico. Todo lo cual suscita angustia en las conciencias. Y, sin embargo, un hecho muestra bien el vigor y la solidez de la institución matrimonial y familiar: las profundas transformaciones de la sociedad contemporánea, a pesar de las dificultades a que han dado origen, con muchísima frecuencia manifiestan, de varios modos, la verdadera naturaleza de tal institución. Por tanto el Concilio, con la exposición más clara de algunos puntos capitales de la doctrina de la Iglesia, pretende iluminar y fortalecer a los cristianos y a todos los hombres que se esfuerzan por garantizar y promover la intrínseca dignidad del estado matrimonial y su valor eximio. El carácter sagrado del matrimonio y de la familia 48. Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma importancia para la continuación del género humano, para el provecho personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de

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la misma familia y de toda la sociedad humana. Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia. De esta manera, el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19,6), con la unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente. Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad. Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como El mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella. El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad. Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y , por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios. Gracias precisamente a los padres, que precederán con el ejemplo y la oración en familia, los hijos y aun los demás que viven en el círculo familiar encontrarán más fácilmente el camino del sentido humano, de la salvación y de la santidad. En cuanto a los esposos, ennoblecidos por la dignidad y la función de padre y de madre, realizarán concienzudamente el deber de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre todo, compete. Los hijos, como miembros vivos de la familia, contribuyen, a su manera, a la santificación de los padres. Pues con el agradecimiento, la piedad filial y la confianza corresponderán a los beneficios recibidos de sus padres y, como hijos, los asistirán en las dificultades de la existencia y en la soledad, aceptada con fortaleza de ánimo, será honrada por todos. La familia hará partícipes a otras familias, generosamente, de sus riquezas espirituales. Así es como la familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros.

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Del amor conyugal 49. Muchas veces a los novios y a los casados les invita la palabra divina a que alimenten y fomenten el noviazgo con un casto afecto, y el matrimonio con un amor único. Muchos contemporáneos nuestros exaltan también el amor auténtico entre marido y mujer, manifestado de varias maneras según las costumbres honestas de los pueblos y las épocas. Este amor, por ser eminentemente humano, ya que va de persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona, y , por tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y señales específicas de la amistad conyugal. El Señor se ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y la caridad. Un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad crece y se perfecciona. Supera, por tanto, con mucho la inclinación puramente erótica, que, por ser cultivo del egoísmo, se desvanece rápida y lamentablemente. Esta amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio. Por ello los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud. Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad, y, por tanto, queda excluido de él todo adulterio y divorcio. El reconocimiento obligatorio de la igual dignidad personal del hombre y de la mujer en el mutuo y pleno amor evidencia también claramente la unidad del matrimonio confirmada por el Señor. Para hacer frente con constancia a las obligaciones de esta vocación cristiana se requiere una insigne virtud; por eso los esposos, vigorizados por la gracia para la vida de santidad, cultivarán la firmeza en el amor, la magnanimidad de corazón y el espíritu de sacrificio, pidiéndolos asiduamente en la oración. Se apreciará más hondamente el genuino amor conyugal y se formará una opinión pública sana acerca de él si los esposos cristianos sobresalen con el testimonio de su fidelidad y armonía en el mutuo amor y en el cuidado por la educación de sus hijos y si participan en la necesaria renovación cultural, psicológica y social en favor del matrimonio y de la familia. Hay que formar a los jóvenes, a tiempo y convenientemente, sobre la dignidad, función y ejercicio del amor conyugal, y esto preferentemente en el seno de la misma familia. Así, educados en el culto de la castidad, podrán pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo al matrimonio. Fecundidad del matrimonio

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50. El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres. El mismo Dios, que dijo: "No es bueno que el hombre esté solo" (Gen 2,18), y que "desde el principio ... hizo al hombre varón y mujer" (Mt 19,4), queriendo comunicarle una participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: "Creced y multiplicaos" (Gen 1,28). De aquí que el cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente a su propia familia. En el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuanta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia. Este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente. En su modo de obrar, los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, lo cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esta ley a la luz del Evangelio. Dicha ley divina muestra el pleno sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la perfección genuinamente humana del mismo. Así, los esposos cristianos, confiados en la divina Providencia cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador y tienden a la perfección en Cristo cuando con generosa, humana y cristiana responsabilidad cumplen su misión procreadora. Entre los cónyuges que cumplen de este modo la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente. Pero el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Por eso, aunque la descendencia, tan deseada muchas veces, falte, sigue en pie el matrimonio como intimidad y comunión total de la vida y conserva su valor e indisolubilidad. El amor conyugal debe compaginarse con el respeto a la vida humana

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51. El Concilio sabe que los esposos, al ordenar armoniosamente su vida conyugal, con frecuencia se encuentran impedidos por algunas circunstancias actuales de la vida, y pueden hallarse en situaciones en las que el número de hijos, al manos por ciento tiempo, no puede aumentarse, y el cultivo del amor fiel y la plena intimidad de vida tienen sus dificultades para mantenerse. Cuando la intimidad conyugal se interrumpe, puede no raras veces correr riesgos la fidelidad y quedar comprometido el bien de la prole, porque entonces la educación de los hijos y la fortaleza necesaria para aceptar los que vengan quedan en peligro. Hay quienes se atreven a dar soluciones inmorales a estos problemas; más aún, ni siquiera retroceden ante el homicidio; la Iglesia, sin embargo, recuerda que no puede hacer contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento del genuino amor conyugal. Pues Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la insigne misión de conservar la vida, misión que ha de llevarse a cabo de modo digno del hombre. Por tanto, la vida desde su concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables. La índole sexual del hombre y la facultad generativa humana superan admirablemente lo que de esto existe en los grados inferiores de vida; por tanto, los mismos actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser respetados con gran reverencia. Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal. No es lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina reprueba sobre la regulación de la natalidad. Tengan todos entendido que la vida de los hombres y la misión de transmitirla no se limita a este mundo, ni puede ser conmensurada y entendida a este solo nivel, sino que siempre mira el destino eterno de los hombres. El progreso del matrimonio y de la familia, obra de todos 52. La familia es escuela del más rico humanismo. Para que pueda lograr la plenitud de su vida y misión se requieren un clima de benévola comunicación y unión de propósitos entre los cónyuges y una cuidadosa cooperación de los padres en la educación de los hijos. La activa presencia del padre contribuye sobremanera a la formación de los hijos; pero también debe asegurarse el cuidado de la madre en el hogar, que necesitan principalmente los niños menores, sin dejar por eso a un lado la legítima promoción social de la mujer. La educación de los hijos ha de ser tal, que al llegar a la edad adulta puedan, con pleno

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sentido de la responsabilidad, seguir la vocación, aun la sagrada, y escoger estado de vida; y si éste es el matrimonio, puedan fundar una familia propia en condiciones morales, sociales y económicas adecuadas. Es propio de los padres o de los tutores guiar a los jóvenes con prudentes consejos, que ellos deben oír con gusto, al tratar de fundar una familia, evitando, sin embargo, toda coacción directa o indirecta que les lleve a casarse o a elegir determinada persona. Así, la familia, en la que distintas generaciones coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social, constituye el fundamente de la sociedad. Por ello todos los que influyen en las comunidades y grupos sociales deben contribuir eficazmente al progreso del matrimonio y de la familia. El poder civil ha de considerar obligación suya sagrada reconocer la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y ayudarla, asegurar la moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica. Hay que salvaguardar el derecho de los padres a procrear y a educar en el seno de la familia a sus hijos. Se debe proteger con legislación adecuada y diversas instituciones y ayudar de forma suficiente a aquellos que desgraciadamente carecen del bien de una familia propia. Los cristianos, rescatando el tiempo presente y distinguiendo lo eterno de lo pasajero, promuevan con diligencia los bienes del matrimonio y de la familia así con el testimonio de la propia vida como con la acción concorde con los hombres de buena voluntad, y de esta forma, suprimidas las dificultades, satisfarán las necesidades de la familia y las ventajas adecuadas a los nuevos tiempos. Para obtener este fin ayudarán mucho el sentido cristiano de los fieles, la recta conciencia moral de los hombres y la sabiduría y competencia de las personas versadas en las ciencias sagradas. Los científicos, principalmente los biólogos, los médicos, los sociólogos y los psicólogos, pueden contribuir mucho al bien del matrimonio y de la familia y a la paz de las conciencias si se esfuerzan por aclarar más a fondo, con estudios convergentes, las diversas circunstancias favorables a la honesta ordenación de la procreación humana. Pertenece a los sacerdotes, debidamente preparados en el tema de la familia, fomentar la vocación de los esposos en la vida conyugal y familiar con distintos medios pastorales, con la predicación de la palabra de Dios, con el culto litúrgico y otras ayudas espirituales; fortalecerlos humana y pacientemente en las dificultades y confortarlos en la caridad para que formen familias realmente espléndidas. Las diversas obras, especialmente las asociaciones familiares, pondrán todo el empeño posible en instruir a los jóvenes y a los cónyuges mismos, principalmente a los recién casados, en la doctrina y en la acción y en formarlos para la vida familiar, social y apostólica.

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Los propios cónyuges, finalmente, hechos a imagen de Dios vivo y constituidos en el verdadero orden de personas, vivan unidos, con el mismo cariño, modo de pensar idéntico y mutua santidad, para que, habiendo seguido a Cristo, principio de vida, en los gozos y sacrificios de su vocación por medio de su fiel amor, sean testigos de aquel misterio de amor que el Señor con su muerte y resurrección reveló al mundo.

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4. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, nn. 1-31 y 45-56

POST-SINODAL CHRISTIFIDELES LAICI

DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II SOBRE VOCACIÓN Y MISIÓN DE LOS LAICOS EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO

A los Obispos A los sacerdotes y diáconos A los religiosos y religiosas A todos los fieles laicos INTRODUCCIÓN 1. Los fieles laicos (Christifideles laici), cuya «vocación y misión en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II» ha sido el tema del Sínodo de los Obispos de 1987, pertenecen a aquel Pueblo de Dios representado en los obreros de la viña, de los que habla el Evangelio de Mateo: «El Reino de los Cielos es semejante a un propietario, que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña» (Mt 20, 1-2). La parábola evangélica despliega ante nuestra mirada la inmensidad de la viña del Señor y la multitud de personas, hombres y mujeres, que son llamadas por Él y enviadas para que tengan trabajo en ella. La viña es el mundo entero (cf. Mt 13, 38), que debe ser transformado según el designio divino en vista de la venida definitiva del Reino de Dios. Id también vosotros a mi viña 2. «Salió luego hacia las nueve de la mañana, vio otros que estaban en la plaza desocupados y les dijo: "Id también vosotros a mi viña"» (Mt 20, 3-4). El llamamiento del Señor Jesús «Id también vosotros a mi viña» no cesa de resonar en el curso de la historia desde aquel lejano día: se dirige a cada hombre que viene a este mundo. En nuestro tiempo, en la renovada efusión del Espíritu de Pentecostés que tuvo lugar con el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha madurado una conciencia más viva de su naturaleza misionera y ha escuchado de nuevo la voz de su Señor que la envía al mundo como «sacramento universal de salvación»[1]. Id también vosotros. La llamada no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del

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mundo. Lo recuerda San Gregorio Magno quien, predicando al pueblo, comenta de este modo la parábola de los obreros de la viña: «Fijaos en vuestro modo de vivir, queridísimos hermanos, y comprobad si ya sois obreros del Señor. Examine cada uno lo que hace y considere si trabaja en la viña del Señor»[2]. De modo particular, el Concilio, con su riquísimo patrimonio doctrinal, espiritual y pastoral, ha reservado páginas verdaderamente espléndidas sobre la naturaleza, dignidad, espiritualidad, misión y responsabilidad de los fieles laicos. Y los Padres conciliares, haciendo eco al llamamiento de Cristo, han convocado a todos los fieles laicos, hombres y mujeres, a trabajar en la viña: «Este Sacrosanto Concilio ruega en el Señor a todos los laicos que respondan con ánimo generoso y prontitud de corazón a la voz de Cristo, que en esta hora invita a todos con mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo. Sientan los jóvenes que esta llamada va dirigida a ellos de manera especialísima; recíbanla con entusiasmo y magnanimidad. El mismo Señor, en efecto, invita de nuevo a todos los laicos, por medio de este santo Concilio, a que se le unan cada día más íntimamente y a que, haciendo propio todo lo suyo (cf. Flp 2, 5), se asocien a su misión salvadora; de nuevo los envía a todas las ciudades y lugares adonde Él está por venir (cf. Lc 10, 1»[3]. Id también vosotros a mi viña. Estas palabras han resonado espiritualmente, una vez más, durante la celebración del Sínodo de los Obispos, que ha tenido lugar en Roma entre el 1º y el 30 de octubre de 1987. Colocándose en los senderos del Concilio y abriéndose a la luz de las experiencias personales y comunitarias de toda la Iglesia, los Padres, enriquecidos por los Sínodos precedentes, han afrontado de modo específico y amplio el tema de la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo. En esta Asamblea episcopal no ha faltado una cualificada representación de fieles laicos, hombres y mujeres, que han aportado una valiosa contribución a los trabajos del Sínodo, como ha sido públicamente reconocido en la homilía conclusiva: «Damos gracias por el hecho de que en el curso del Sínodo hemos podido contar con la participación de los laicos (auditores y auditrices), pero más aún porque el desarrollo de las discusiones sinodales nos ha permitido escuchar la voz de los invitados, los representantes del laicado provenientes de todas las partes del mundo, de los diversos Países, y nos ha dado ocasión de aprovechar sus experiencias, sus consejos, las sugerencias que proceden de su amor a la causa común»[4]. Dirigiendo la mirada al posconcilio, los Padres sinodales han podido comprobar cómo el Espíritu Santo ha seguido rejuveneciendo la Iglesia, suscitando nuevas energías de santidad y de participación en tantos fieles laicos. Ello queda testificado, entre otras cosas, por el nuevo estilo de colaboración entre sacerdotes, religiosos y fieles laicos; por la participación activa en la liturgia, en el anuncio de la Palabra de Dios y en la catequesis; por los múltiples servicios y tareas confiados a los fieles laicos y asumidos por ellos; por el lozano florecer de grupos, asociaciones y movimientos de espiritualidad y de compromiso

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laicales; por la participación más amplia y significativa de la mujer en la vida de la Iglesia y en el desarrollo de la sociedad. Al mismo tiempo, el Sínodo ha notado que el camino posconciliar de los fieles laicos no ha estado exento de dificultades y de peligros. En particular, se pueden recordar dos tentaciones a las que no siempre han sabido sustraerse: la tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político; y la tentación de legitimar la indebida separación entre fe y vida, entre la acogida del Evangelio y la acción concreta en las más diversas realidades temporales y terrenas. En el curso de sus trabajos, el Sínodo ha hecho referencia constantemente al Concilio Vaticano II, cuyo magisterio sobre el laicado, a veinte años de distancia, se ha manifestado de sorprendente actualidad y tal vez de alcance profético: tal magisterio es capaz de iluminar y de guiar las respuestas que se deben dar hoy a los nuevos problemas. En realidad, el desafío que los Padres sinodales han afrontado ha sido el de individuar las vías concretas para lograr que la espléndida «teoría» sobre el laicado expresada por el Concilio llegue a ser una auténtica «praxis» eclesial. Además, algunos problemas se imponen por una cierta «novedad» suya, tanto que se los puede llamar posconciliares, al menos en sentido cronológico: a ellos los Padres sinodales han reservado con razón una particular atención en el curso de sus discusiones y reflexiones. Entre estos problemas se deben recordar los relativos a los ministerios y servicios eclesiales confiados o por confiar a los fieles laicos, la difusión y el desarrollo de nuevos «movimientos» junto a otras formas de agregación de los laicos, el puesto y el papel de la mujer tanto en la Iglesia como en la sociedad. Los Padres sinodales, al término de sus trabajos, llevados a cabo con gran empeño, competencia y generosidad, me han manifestado su deseo y me han pedido que, a su debido tiempo, ofreciese a la Iglesia universal un documento conclusivo sobre los fieles laicos[5]. Esta Exhortación Apostólica post-sinodal quiere dar todo su valor a la entera riqueza de los trabajos sinodales: desde los Lineamenta hasta el Instrumentum laboris; desde la relación introductoria hasta las intervenciones de cada uno de los obispos y de los laicos y la relación de síntesis al final de las sesiones en el aula; desde los trabajos y relaciones de los «círculos menores» hasta las «proposiciones» finales y el Mensaje final. Por eso el presente documento no es paralelo al Sínodo, sino que constituye su fiel y coherente expresión; es fruto de un trabajo colegial, a cuyo resultado final el Consejo de la Secretaría General del Sínodo y la misma Secretaría han sumado su propia aportación.

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El objetivo que la Exhortación quiere alcanzar es suscitar y alimentar una más decidida toma de conciencia del don y de la responsabilidad que todos los fieles laicos —y cada uno de ellos en particular— tienen en la comunión y en la misión de la Iglesia. Las actuales cuestiones urgentes del mundo: ¿Porqué estáis aquí ociosos todo el día? 3. El significado fundamental de este Sínodo, y por tanto el fruto más valioso deseado por él, es la acogida por parte de los fieles laicos del llamamiento de Cristo a trabajar en su viña, a tomar parte activa, consciente y responsable en la misión de la Iglesia en esta magnífica y dramática hora de la historia, ante la llegada inminente del tercer milenio. Nuevas situaciones, tanto eclesiales como sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos. Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpable. A nadie le es lícito permanecer ocioso. Reemprendamos la lectura de la parábola evangélica: «Todavía salió a eso de las cinco de la tarde, vió otros que estaban allí, y les dijo: "¿Por qué estáis aquí todo el día parados?" Le respondieron: "Es que nadie nos ha contratado". Y él les dijo: "Id también vosotros a mi viña"» (Mt 20, 6-7). No hay lugar para el ocio: tanto es el trabajo que a todos espera en la viña del Señor. El «dueño de casa» repite con más fuerza su invitación: «Id vosotros también a mi viña». La voz del Señor resuena ciertamente en lo más íntimo del ser mismo de cada cristiano que, mediante la fe y los sacramentos de la iniciación cristiana, ha sido configurado con Cristo, ha sido injertado como miembro vivo en la Iglesia y es sujeto activo de su misión de salvación. Pero la voz del Señor también pasa a través de las vicisitudes históricas de la Iglesia y de la humanidad, como nos lo recuerda el Concilio: «El Pueblo de Dios, movido por la fe que le impulsa a creer que quien le conduce es el Espíritu del Señor que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o del designio de Dios. En efecto, la fe todo lo ilumina con nueva luz, y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas»[6]. Es necesario entonces mirar cara a cara este mundo nuestro con sus valores y problemas, sus inquietudes y esperanzas, sus conquistas y derrotas: un mundo cuyas situaciones económicas, sociales, políticas y culturales presentan problemas y dificultades más graves respecto a aquél que describía el Concilio en la Constitución pastoral Gaudium et spes[7]. De todas formas, es ésta la viña, y es éste el campo en que los fieles laicos están llamados a vivir su misión. Jesús les quiere, como a todos sus discípulos, sal de la tierra y luz del

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mundo (cf. Mt 5, 13-14). Pero ¿cuál es el rostro actual de la «tierra» y del «mundo» en el que los cristianos han de ser «sal» y «luz»? Es muy grande la diversidad de situaciones y problemas que hoy existen en el mundo, y que además están caracterizadas por la creciente aceleración del cambio. Por esto es absolutamente necesario guardarse de las generalizaciones y simplificaciones indebidas. Sin embargo, es posible advertir algunas líneas de tendencia que sobresalen en la sociedad actual. Así como en el campo evangélico crecen juntamente la cizaña y el buen grano, también en la historia, teatro cotidiano de un ejercicio a menudo contradictorio de la libertad humana, se encuentran, arrimados el uno al otro y a veces profundamente entrelazados, el mal y el bien, la injusticia y la justicia, la angustia y la esperanza. Secularismo y necesidad de lo religioso 4. ¿Cómo no hemos de pensar en la persistente difusión de la indiferencia religiosa y del ateismo en sus más diversas formas, particularmente en aquella —hoy quizás más difundida— del secularismo? Embriagado por las prodigiosas conquistas de un irrefrenable desarrollo científico-técnico, y fascinado sobre todo por la más antigua y siempre nueva tentación de querer llegar a ser como Dios (cf. Gn 3, 5) mediante el uso de una libertad sin límites, el hombre arranca las raíces religiosas que están en su corazón: se olvida de Dios, lo considera sin significado para su propia existencia, lo rechaza poniéndose a adorar los más diversos «ídolos». Es verdaderamente grave el fenómeno actual del secularismo; y no sólo afecta a los individuos, sino que en cierto modo afecta también a comunidades enteras, como ya observó el Concilio: «Crecientes multitudes se alejan prácticamente de la religión»[8]. Varias veces yo mismo he recordado el fenómeno de la descristianización que aflige los pueblos de antigua tradición cristiana y que reclama, sin dilación alguna, una nueva evangelización. Y sin embargo la aspiración y la necesidad de lo religioso no pueden ser suprimidos totalmente. La conciencia de cada hombre, cuando tiene el coraje de afrontar los interrogantes más graves de la existencia humana, y en particular el del sentido de la vida, del sufrimiento y de la muerte, no puede dejar de hacer propia aquella palabra de verdad proclamada a voces por San Agustín: «Nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Ti»[9]. Así también, el mundo actual testifica, siempre de manera más amplia y viva, la apertura a una visión espiritual y trascendente de la vida, el despertar de una búsqueda religiosa, el retorno al sentido de lo sacro y a la oración, la voluntad de ser libres en el invocar el Nombre del Señor. La persona humana: una dignidad despreciada y exaltada

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5. Pensamos, además, en las múltiples violaciones a las que hoy está sometida la persona humana. Cuando no es reconocido y amado en su dignidad de imagen viviente de Dios (cf. Gn 1, 26), el ser humano queda expuesto a las formas más humillantes y aberrantes de «instrumentalización», que lo convierten miserablemente en esclavo del más fuerte. Y «el más fuerte» puede asumir diversos nombres: ideología, poder económico, sistemas políticos inhumanos, tecnocracia científica, avasallamiento por parte de los mass-media. De nuevo nos encontramos frente a una multitud de personas, hermanos y hermanas nuestras, cuyos derechos fundamentales son violados, también como consecuencia de la excesiva tolerancia y hasta de la patente injusticia de ciertas leyes civiles: el derecho a la vida y a la integridad física, el derecho a la casa y al trabajo, el derecho a la familia y a la procreación responsable, el derecho a la participación en la vida pública y política, el derecho a la libertad de conciencia y de profesión de fe religiosa. ¿Quién puede contar los niños que no han nacido porque han sido matados en el seno de sus madres, los niños abandonados y maltratados por sus mismos padres, los niños que crecen sin afecto ni educación? En algunos países, poblaciones enteras se encuentran desprovistas de casa y de trabajo; les faltan los medios más indispensables para llevar una vida digna del ser humano; y algunas carecen hasta de lo necesario para su propia subsistencia. Tremendos recintos de pobreza y de miseria, física y moral a la vez, se han vuelto ya anodinos y como normales en la periferia de las grandes ciudades, mientras afligen mortalmente a enteros grupos humanos. Pero la sacralidad de la persona no puede ser aniquilada, por más que sea despreciada y violada tan a menudo. Al tener su indestructible fundamento en Dios Creador y Padre, la sacralidad de la persona vuelve a imponerse, de nuevo y siempre. De aquí el extenderse cada vez más y el afirmarse siempre con mayor fuerza del sentido de la dignidad personal de cada ser humano. Una beneficiosa corriente atraviesa y penetra ya todos los pueblos de la tierra, cada vez más conscientes de la dignidad del hombre: éste no es una «cosa» o un «objeto» del cual servirse; sino que es siempre y sólo un «sujeto», dotado de conciencia y de libertad, llamado a vivir responsablemente en la sociedad y en la historia, ordenado a valores espirituales y religiosos. Se ha dicho que el nuestro es el tiempo de los «humanismos». Si algunos, por su matriz ateo y secularista, acaban paradójicamente por humillar y anular al hombre; otros, en cambio, lo exaltan hasta el punto de llegar a una verdadera y propia idolatría; y otros, finalmente, reconocen según la verdad la grandeza y la miseria del hombre, manifestando, sosteniendo y favoreciendo su dignidad total. Signo y fruto de estas corrientes humanistas es la creciente necesidad de participación. Indudablemente es éste uno de los rasgos característicos de la humanidad actual, un auténtico «signo de los tiempos» que madura en diversos campos y en diversas direcciones: sobre todo en lo relativo a la mujer y al mundo juvenil, y en la dirección de la

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vida no sólo familiar y escolar, sino también cultural, económica, social y política. El ser protagonistas, creadores de algún modo de una nueva cultura humanista, es una exigencia universal e individual[10]. Conflictividad y paz 6. Por último, no podemos dejar de recordar otro fenómeno que caracteriza la presente humanidad. Quizás como nunca en su historia, la humanidad es cotidiana y profundamente atacada y desquiciada por la conflictividad. Es éste un fenómeno pluriforme, que se distingue del legítimo pluralismo de las mentalidades y de las iniciativas, y que se manifiesta en el nefasto enfrentamiento entre personas, grupos, categorías, naciones y bloques de naciones. Es un antagonismo que asume formas de violencia, de terrorismo, de guerra. Una vez más, pero en proporciones mucho más amplias, diversos sectores de la humanidad contemporánea, queriendo demostrar su «omnipotencia», renuevan la necia experiencia de la construcción de la «torre de Babel» (cf. Gn 11, 1-9), que, sin embargo, hace proliferar la confusión, la lucha, la disgregación y la opresión. La familia humana se encuentra así dramáticamente turbada y desgarrada en sí misma. Por otra parte, es completamente insuprimible la aspiración de los individuos y de los pueblos al inestimable bien de la paz en la justicia. La bienaventuranza evangélica: «dichosos los que obran la paz» (Mt 5, 9) encuentra en los hombres de nuestro tiempo una nueva y significativa resonancia: para que vengan la paz y la justicia, enteras poblaciones viven, sufren y trabajan. La participación de tantas personas y grupos en la vida social es hoy el camino más recorrido para que la paz anhelada se haga realidad. En este camino encontramos a tantos fieles laicos que se han empeñado generosamente en el campo social y político, y de los modos más diversos, sean institucionales o bien de asistencia voluntaria y de servicio a los necesitados. Jesucristo, la esperanza de la humanidad 7. Este es el campo inmenso y apesadumbrado que está ante los obreros enviados por el «dueño de casa» para trabajar en su viña. En este campo está eficazmente presente la Iglesia, todos nosotros, pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos. Las situaciones que acabamos de recordar afectan profundamente a la Iglesia; por ellas está en parte condicionada, pero no dominada ni muchos menos aplastada, porque el Espíritu Santo, que es su alma, la sostiene en su misión. La Iglesia sabe que todos los esfuerzos que va realizando la humanidad para llegar a la comunión y a la participación, a pesar de todas las dificultades, retrasos y contradicciones causadas por las limitaciones humanas, por el pecado y por el Maligno, encuentran una respuesta plena en Jesucristo, Redentor del hombre y del mundo.

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La Iglesia sabe que es enviada por Él como «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano[11]. En conclusión, a pesar de todo, la humanidad puede esperar, debe esperar. El Evangelio vivo y personal, Jesucristo mismo, es la «noticia» nueva y portadora de alegría que la Iglesia testifica y anuncia cada día a todos los hombres. En este anuncio y en este testimonio los fieles laicos tienen un puesto original e irreemplazable: por medio de ellos la Iglesia de Cristo está presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de esperanza y de amor. CAPÍTULO I YO SOY LA VID, VOSOTROS LOS SARMIENTOS La dignidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misterio El misterio de la viña 8. La imagen de la viña se usa en la Biblia de muchas maneras y con significados diversos; de modo particular, sirve para expresar el misterio del Pueblo de Dios. Desde este punto de vista más interior, los fieles laicos no son simplemente los obreros que trabajan en la viña, sino que forman parte de la viña misma: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5), dice Jesús. Ya en el Antiguo Testamento los profetas recurrieron a la imagen de la viña para hablar del pueblo elegido. Israel es la viña de Dios, la obra del Señor, la alegría de su corazón: «Yo te había plantado de la cepa selecta» (Jr 2, 21); «Tu madre era como una vid plantada a orillas de las aguas. Era lozana y frondosa, por la abundancia de agua (...)» (Ez 19, 10); «Una viña tenía mi amado en una fértil colina. La cavó y despedregó, y la plantó de cepa exquisita (...)» (Is 5, 1-2). Jesús retoma el símbolo de la viña y lo usa para revelar algunos aspectos del Reino de Dios: «Un hombre plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó un lagar, edificó una torre; la arrendó a unos viñadores y se marchó lejos» (Mc 12, 1; cf. Mt 21, 28ss.). El evangelista Juan nos invita a calar en profundidad y nos lleva a descubrir el misterio de la viña. Ella es el símbolo y la figura, no sólo del Pueblo de Dios, sino de Jesús mismo. Él es la vid y nosotros, sus discípulos, somos los sarmientos; Él es la «vid verdadera» a la que los sarmientos están vitalmente unidos (cf. Jn 15, 1 ss.). El Concilio Vaticano II, haciendo referencia a las diversas imágenes bíblicas que iluminan el misterio de la Iglesia, vuelve a presentar la imagen de la vid y de los sarmientos: «Cristo es

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la verdadera vid, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que permanecemos en Él por medio de la Iglesia, y sin Él nada podemos hacer (Jn 15, 1-5)»[12]. La Iglesia misma es, por tanto, la viña evangélica. Es misterio porque el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos han nacido del agua y del Espíritu (cf. Jn 3, 5), llamados a revivir la misma comunión de Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misión): «Aquel día —dice Jesús— comprenderéis que Yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14, 20). Sólo dentro de la Iglesia como misterio de comunión se revela la «identidad» de los fieles laicos, su original dignidad. Y sólo dentro de esta dignidad se pueden definir su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo. Quiénes son los fieles laicos 9. Los Padres sinodales han señalado con justa razón la necesidad de individuar y de proponer una descripción positiva de la vocación y de la misión de los fieles laicos, profundizando en el estudio de la doctrina del Concilio Vaticano II, a la luz de los recientes documentos del Magisterio y de la experiencia de la vida misma de la Iglesia guiada por el Espíritu Santo[13]. Al dar una respuesta al interrogante «quiénes son los fieles laicos», el Concilio, superando interpretaciones precedentes y prevalentemente negativas, se abrió a una visión decididamente positiva, y ha manifestado su intención fundamental al afirmar la plena pertenencia de los fieles laicos a la Iglesia y a su misterio, y el carácter peculiar de su vocación, que tiene en modo especial la finalidad de «buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios»[14]. «Con el nombre de laicos —así los describe la Constitución Lumen gentium— se designan aquí todos los fieles cristianos a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso sancionado por la Iglesia; es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el Bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes a su modo del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les corresponde»[15]. Ya Pío XII decía: «Los fieles, y más precisamente los laicos, se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana. Por tanto ellos, ellos especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del Jefe común, el Papa, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia (...)»[16].

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Según la imagen bíblica de la viña, los fieles laicos —al igual que todos los miembros de la Iglesia— son sarmientos radicados en Cristo, la verdadera vid, convertidos por Él en una realidad viva y vivificante. Es la inserción en Cristo por medio de la fe y de los sacramentos de la iniciación cristiana, la raíz primera que origina la nueva condición del cristiano en el misterio de la Iglesia, la que constituye su más profunda «fisonomía», la que está en la base de todas las vocaciones y del dinamismo de la vida cristiana de los fieles laicos. En Cristo Jesús, muerto y resucitado, el bautizado llega a ser una «nueva creación» (Ga 6, 15; 2 Co 5, 17), una creación purificada del pecado y vivificada por la gracia. De este modo, sólo captando la misteriosa riqueza que Dios dona al cristiano en el santo Bautismo es posible delinear la «figura» del fiel laico. El Bautismo y la novedad cristiana 10. No es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico tiene como objetivo el llevarlo a conocer la radical novedad cristiana que deriva del Bautismo, sacramento de la fe, con el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según la vocación que ha recibido de Dios. Para describir la «figura» del fiel laico consideraremos ahora de modo directo y explícito —entre otros— estos tres aspectos fundamentales: el Bautismo nos regenera a la vida de los hijos de Dios; nos une a Jesucristo y a su Cuerpo que es la Iglesia; nos unge en el Espíritu Santo constituyéndonos en templos espirituales. Hijos en el Hijo 11. Recordamos las palabras de Jesús a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3, 5). El santo Bautismo es, por tanto, un nuevo nacimiento, es una regeneración. Pensando precisamente en este aspecto del don bautismal, el apóstol Pedro irrumpe en este canto: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia nos ha regenerado, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una esperanza viva, para una herencia que no se corrompe, no se mancha y no se marchita» (1 P 1, 3-4). Y designa a los cristianos como aquellos que «no han sido reengendrados de un germen corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente» (1 P 1, 23). Por el santo Bautismo somos hechos hijos de Dios en su Unigénito Hijo, Cristo Jesús. Al salir de las aguas de la sagrada fuente, cada cristiano vuelve a escuchar la voz que un día fue oída a orillas del río Jordán: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Lc 3, 22); y entiende que ha sido asociado al Hijo predilecto, llegando a ser hijo adoptivo (cf. Ga 4, 4-7) y hermano de Cristo. Se cumple así en la historia de cada uno el eterno designio del Padre:

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«a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos hermanos» (cf. Rm 8; 29). El Espíritu Santo es quien constituye a los bautizados en hijos de Dios y, al mismo tiempo, en miembros del Cuerpo de Cristo. Lo recuerda Pablo a los cristianos de Corinto: «En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1 Co 12, 13); de modo tal que el apóstol puede decir a los fieles laicos: «Ahora bien, vosotros sois el Cuerpo de Cristo y sus miembros, cada uno por su parte» (1 Co 12, 27); «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Ga 4, 6; cf. Rm 8, 15-16). Un solo cuerpo en Cristo 12. Regenerados como «hijos en el Hijo», los bautizados son inseparablemente «miembros de Cristo y miembros del cuerpo de la Iglesia», como enseña el Concilio de Florencia[17]. El Bautismo significa y produce una incorporación mística pero real al cuerpo crucificado y glorioso de Jesús. Mediante este sacramento, Jesús une al bautizado con su muerte para unirlo a su resurrección (cf. Rm 6, 3-5); lo despoja del «hombre viejo» y lo reviste del «hombre nuevo», es decir, de Sí mismo: «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo —proclama el apóstol Pablo— os habéis revestido de Cristo» (Ga 3, 27; cf. Ef 4, 22-24; Col 3, 9-10). De ello resulta que «nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo» (Rm 12, 5). Volvemos a encontrar en las palabras de Pablo el eco fiel de las enseñanzas del mismo Jesús, que nos ha revelado la misteriosa unidad de sus discípulos con Él y entre sí, presentándola como imagen y prolongación de aquella arcana comunión que liga el Padre al Hijo y el Hijo al Padre en el vínculo amoroso del Espíritu (cf. Jn 17, 21). Es la misma unidad de la que habla Jesús con la imagen de la vid y de los sarmientos: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5); imagen que da luz no sólo para comprender la profunda intimidad de los discípulos con Jesús, sino también la comunión vital de los discípulos entre sí: todos son sarmientos de la única Vid. Templos vivos y santos del Espíritu 13. Con otra imagen —aquélla del edificio— el apóstol Pedro define a los bautizados como «piedras vivas» cimentadas en Cristo, la «piedra angular», y destinadas a la «construcción de un edificio espiritual» (1 P 2, 5 ss.). La imagen nos introduce en otro aspecto de la novedad bautismal, que el Concilio Vaticano II presentaba de este modo: «Por la regeneración y la unción del Espíritu Santo, los bautizados son consagrados como casa espiritual»[18].

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El Espíritu Santo «unge» al bautizado, le imprime su sello indeleble (cf. 2 Co 1, 21-22), y lo constituye en templo espiritual; es decir, le llena de la santa presencia de Dios gracias a la unión y conformación con Cristo. Con esta «unción» espiritual, el cristiano puede, a su modo, repetir las palabras de Jesús: «El Espíritu del Señor está sobre mí; por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, y a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2). De esta manera, mediante la efusión bautismal y crismal, el bautizado participa en la misma misión de Jesús el Cristo, el Mesías Salvador. Partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo 14. Dirigiéndose a los bautizados como a «niños recién nacidos», el apóstol Pedro escribe: «Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida y preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, sois utilizados en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo (...). Pero vosotros sois el linaje elegido, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo que Dios se ha adquirido para que proclame los prodigios de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (...)» (1 P 2, 4-5. 9). He aquí un nuevo aspecto de la gracia y de la dignidad bautismal: los fieles laicos participan, según el modo que les es propio, en el triple oficio —sacerdotal, profético y real— de Jesucristo. Es este un aspecto que nunca ha sido olvidado por la tradición viva de la Iglesia, como se desprende, por ejemplo, de la explicación que nos ofrece San Agustín del Salmo 26. Escribe así: «David fue ungido rey. En aquel tiempo, se ungía sólo al rey y al sacerdote. En estas dos personas se encontraba prefigurado el futuro único rey y sacerdote, Cristo (y por esto "Cristo" viene de "crisma"). Pero no sólo ha sido ungida nuestra Cabeza, sino que también hemos sido ungidos nosotros, su Cuerpo (...). Por ello, la unción es propia de todos los cristianos; mientras que en el tiempo del Antiguo Testamento pertenecía sólo a dos personas. Está claro que somos el Cuerpo de Cristo, ya que todos hemos sido ungidos, y en Él somos cristos y Cristo, porque en cierta manera la cabeza y el cuerpo forman el Cristo en su integridad»[19]. Siguiendo el rumbo indicado por el Concilio Vaticano II[20], ya desde el inicio de mi servicio pastoral, he querido exaltar la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el Pueblo de Dios diciendo: «Aquél que ha nacido de la Virgen María, el Hijo del carpintero —como se lo consideraba—, el Hijo de Dios vivo —como ha confesado Pedro— ha venido para hacer de todos nosotros "un reino de sacerdotes". El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo —Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey— continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios es partícipe de esta triple misión»[21].

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Con la presente Exhortación deseo invitar nuevamente a todos los fieles laicos a releer, a meditar y a asimilar, con inteligencia y con amor, el rico y fecundo magisterio del Concilio sobre su participación en el triple oficio de Cristo[22]. He aquí entonces, sintéticamente, los elementos esenciales de estas enseñanzas. Los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal, por el que Jesús se ha ofrecido a sí mismo en la Cruz y se ofrece continuamente en la celebración eucarística por la salvación de la humanidad para gloria del Padre. Incorporados a Jesucristo, los bautizados están unidos a Él y a su sacrificio en el ofrecimiento de sí mismos y de todas sus actividades (cf. Rm 12, 1-2). Dice el Concilio hablando de los fieles laicos: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor. De este modo también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran a Dios el mundo mismo»[23]. La participación en el oficio profético de Cristo, «que proclamó el Reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder de la palabra»[24], habilita y compromete a los fieles laicos a acoger con fe el Evangelio y a anunciarlo con la palabra y con las obras, sin vacilar en denunciar el mal con valentía. Unidos a Cristo, el «gran Profeta» (Lc 7, 16), y constituidos en el Espíritu «testigos» de Cristo Resucitado, los fieles laicos son hechos partícipes tanto del sobrenatural sentido de fe de la Iglesia, que «no puede equivocarse cuando cree»[25], cuanto de la gracia de la palabra (cf. Hch 2, 17-18; Ap 19, 10). Son igualmente llamados a hacer que resplandezca la novedad y la fuerza del Evangelio en su vida cotidiana, familiar y social, como a expresar, con paciencia y valentía, en medio de las contradicciones de la época presente, su esperanza en la gloria «también a través de las estructuras de la vida secular»[26]. Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan en su oficio real y son llamados por Él para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. Viven la realeza cristiana, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino del pecado (cf. Rm 6, 12); y después en la propia entrega para servir, en la justicia y en la caridad, al mismo Jesús presente en todos sus hermanos, especialmente en los más pequeños (cf. Mt 25, 40). Pero los fieles laicos están llamados de modo particular para dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario. Cuando mediante una actividad sostenida por la vida de la gracia, ordenan lo creado al verdadero bien del hombre, participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, junto consigo mismo, al Padre, de manera que Dios sea todo en todos (cf. Jn 12, 32; 1 Co 15, 28).

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La participación de los fieles laicos en el triple oficio de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey tiene su raíz primera en la unción del Bautismo, su desarrollo en la Confirmación, y su cumplimiento y dinámica sustentación en la Eucaristía. Se trata de una participación donada a cada uno de los fieles laicos individualmente; pero les es dada en cuanto que forman parte del único Cuerpo del Señor. En efecto, Jesús enriquece con sus dones a la misma Iglesia en cuanto que es su Cuerpo y su Esposa. De este modo, cada fiel participa en el triple oficio de Cristo porque es miembro de la Iglesia; tal como enseña claramente el apóstol Pedro, el cual define a los bautizados como «el linaje elegido, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo que Dios se ha adquirido» (1 P 2, 9). Precisamente porque deriva de la comunión eclesial, la participación de los fieles laicos en el triple oficio de Cristo exige ser vivida y actuada en la comunión y para acrecentar esta comunión. Escribía San Agustín: «Así como llamamos a todos cristianos en virtud del místico crisma, así también llamamos a todos sacerdotes porque son miembros del único sacerdote»[27]. Los fieles laicos y la índole secular 15. La novedad cristiana es el fundamento y el título de la igualdad de todos los bautizados en Cristo, de todos los miembros del Pueblo de Dios: «común es la dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, común la gracia de hijos, común la vocación a la perfección, una sola salvación, una sola esperanza e indivisa caridad»[28]. En razón de la común dignidad bautismal, el fiel laico es corresponsable, junto con los ministros ordenados y con los religiosos y las religiosas, de la misión de la Iglesia. Pero la común dignidad bautismal asume en el fiel laico una modalidad que lo distingue, sin separarlo, del presbítero, del religioso y de la religiosa. El Concilio Vaticano II ha señalado esta modalidad en la índole secular: «El carácter secular es propio y peculiar de los laicos»[29]. Precisamente para poder captar completa, adecuada y específicamente la condición eclesial del fiel laico es necesario profundizar el alcance teológico del concepto de la índole secular a la luz del designio salvífico de Dios y del misterio de la Iglesia. Como decía Pablo VI, la Iglesia «tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo Encarnado, y se realiza de formas diversas en todos sus miembros»[30]. La Iglesia, en efecto, vive en el mundo, aunque no es del mundo (cf. Jn 17, 16) y es enviada a continuar la obra redentora de Jesucristo; la cual, «al mismo tiempo que mira de suyo a la salvación de los hombres, abarca también la restauración de todo el orden temporal»[31].

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Ciertamente, todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular; pero lo son de formas diversas. En particular, la participación de los fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función, que, según el Concilio, «es propia y peculiar» de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión «índole secular»[32]. En realidad el Concilio describe la condición secular de los fieles laicos indicándola, primero, como el lugar en que les es dirigida la llamada de Dios: «Allí son llamados por Dios»[33]. Se trata de un «lugar» que viene presentado en términos dinámicos: los fieles laicos «viven en el mundo, esto es, implicados en todas y cada una de las ocupaciones y trabajos del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, de la que su existencia se encuentra como entretejida»[34]. Ellos son personas que viven la vida normal en el mundo, estudian, trabajan, entablan relaciones de amistad, sociales, profesionales, culturales, etc. El Concilio considera su condición no como un dato exterior y ambiental, sino como una realidad destinada a obtener en Jesucristo la plenitud de su significado[35]. Es más, afirma que «el mismo Verbo encarnado quiso participar de la convivencia humana (...). Santificó los vínculos humanos, en primer lugar los familiares, donde tienen su origen las relaciones sociales, sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria. Quiso llevar la vida de un trabajador de su tiempo y de su región»[36]. De este modo, el «mundo» se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo. El Concilio puede indicar entonces cuál es el sentido propio y peculiar de la vocación divina dirigida a los fieles laicos. No han sido llamados a abandonar el lugar que ocupan en el mundo. El Bautismo no los quita del mundo, tal como lo señala el apóstol Pablo: «Hermanos, permanezca cada cual ante Dios en la condición en que se encontraba cuando fue llamado» (1 Co 7, 24); sino que les confía una vocación que afecta precisamente a su situación intramundana. En efecto, los fieles laicos, «son llamados por Dios para contribuir, desde dentro a modo de fermento, a la santificación del mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico, y así manifiestan a Cristo ante los demás, principalmente con el testimonio de su vida y con el fulgor de su fe, esperanza y caridad»[37]. De este modo, el ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial. En efecto, Dios les manifiesta su designio en su situación intramundana, y les comunica la particular vocación de «buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios»[38]. Precisamente en esta perspectiva los Padres Sinodales han afirmado lo siguiente: «La índole secular del fiel laico no debe ser definida solamente en sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico. El carácter secular debe ser entendido a la luz del acto creador y redentor de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres, para que participen en la obra de la creación, la liberen del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades sociales»[39].

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La condición eclesial de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad cristiana y caracterizada por su índole secular [40]. Las imágenes evangélicas de la sal, de la luz y de la levadura, aunque se refieren indistintamente a todos los discípulos de Jesús, tienen también una aplicación específica a los fieles laicos. Se trata de imágenes espléndidamente significativas, porque no sólo expresan la plena participación y la profunda inserción de los fieles laicos en la tierra, en el mundo, en la comunidad humana; sino que también, y sobre todo, expresan la novedad y la originalidad de esta inserción y de esta participación, destinadas como están a la difusión del Evangelio que salva. Llamados a la santidad 16. La dignidad de los fieles laicos se nos revela en plenitud cuando consideramos esa primera y fundamental vocación, que el Padre dirige a todos ellos en Jesucristo por medio del Espíritu: la vocación a la santidad, o sea a la perfección de la caridad. El santo es el testimonio más espléndido de la dignidad conferida al discípulo de Cristo. El Concilio Vaticano II ha pronunciado palabras altamente luminosas sobre la vocación universal a la santidad. Se puede decir que precisamente esta llamada ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia, por un Concilio convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana[41]. Esta consigna no es una simple exhortación moral, sino una insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia. Ella es la Viña elegida, por medio de la cual los sarmientos viven y crecen con la misma linfa santa y santificante de Cristo; es el Cuerpo místico, cuyos miembros participan de la misma vida de santidad de su Cabeza, que es Cristo; es la Esposa amada del Señor Jesús, por quien Él se ha entregado para santificarla (cf. Ef 5, 25 ss.). El Espíritu que santificó la naturaleza humana de Jesús en el seno virginal de María (cf. Lc 1, 35), es el mismo Espíritu que vive y obra en la Iglesia, con el fin de comunicarle la santidad del Hijo de Dios hecho hombre. Es urgente, hoy más que nunca, que todos los cristianos vuelvan a emprender el camino de la renovación evangélica, acogiendo generosamente la invitación del apóstol a ser «santos en toda la conducta» (1 P 1, 15). El Sínodo Extraordinario de 1985, a los veinte años de la conclusión del Concilio, ha insistido muy oportunamente en esta urgencia: «Puesto que la Iglesia es en Cristo un misterio, debe ser considerada como signo e instrumento de santidad (...). Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de toda la historia de la Iglesia. Hoy tenemos una gran necesidad de santos, que hemos de implorar asiduamente a Dios»[42].

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Todos en la Iglesia, precisamente por ser miembros de ella, reciben y, por tanto, comparten la común vocación a la santidad. Los fieles laicos están llamados, a pleno título, a esta común vocación, sin ninguna diferencia respecto de los demás miembros de la Iglesia: «Todos los fieles de cualquier estado y condición están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»[43]; «todos los fieles están invitados y deben tender a la santidad y a la perfección en el propio estado»[44]. La vocación a la santidad hunde sus raíces en el Bautismo y se pone de nuevo ante nuestros ojos en los demás sacramentos, principalmente en la Eucaristía. Revestidos de Jesucristo y saciados por su Espíritu, los cristianos son «santos», y por eso quedan capacitados y comprometidos a manifestar la santidad de su ser en la santidad de todo su obrar. El apóstol Pablo no se cansa de amonestar a todos los cristianos para que vivan «como conviene a los santos» (Ef 5, 3). La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación (cf. Rm 6, 22; Ga 5, 22), suscita y exige de todos y de cada uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo, en la recepción de sus Bienaventuranzas, en el escuchar y meditar la Palabra de Dios, en la participación consciente y activa en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia, en la oración individual, familiar y comunitaria, en el hambre y sed de justicia, en el llevar a la práctica el mandamiento del amor en todas las circunstancias de la vida y en el servicio a los hermanos, especialmente si se trata de los más pequeños, de los pobres y de los que sufren. Santificarse en el mundo 17. La vocación de los fieles laicos a la santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas. De nuevo el apóstol nos amonesta diciendo: «Todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre» (Col 3, 17). Refiriendo estas palabras del apóstol a los fieles laicos, el Concilio afirma categóricamente: «Ni la atención de la familia, ni los otros deberes seculares deben ser algo ajeno a la orientación espiritual de la vida»[45]. A su vez los Padres sinodales han dicho: «La unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional y social ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás hombres, llevándoles a la comunión con Dios en Cristo»[46]. Los fieles laicos han de considerar la vocación a la santidad, antes que como una obligación exigente e irrenunciable, como un signo luminoso del infinito amor del Padre que les ha regenerado a su vida de santidad. Tal vocación, por tanto, constituye una componente esencial e inseparable de la nueva vida bautismal, y, en consecuencia, un

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elemento constitutivo de su dignidad. Al mismo tiempo, la vocación a la santidad está ligada íntimamente a la misión y a la responsabilidad confiadas a los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo. En efecto, la misma santidad vivida, que deriva de la participación en la vida de santidad de la Iglesia, representa ya la aportación primera y fundamental a la edificación de la misma Iglesia en cuanto «Comunión de los Santos». Ante la mirada iluminada por la fe se descubre un grandioso panorama: el de tantos y tantos fieles laicos —a menudo inadvertidos o incluso incomprendidos; desconocidos por los grandes de la tierra, pero mirados con amor por el Padre—, hombres y mujeres que, precisamente en la vida y actividades de cada jornada, son los obreros incansables que trabajan en la viña del Señor; son los humildes y grandes artífices —por la potencia de la gracia de Dios, ciertamente— del crecimiento del Reino de Dios en la historia. Además se ha de decir que la santidad es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia. La santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero. Sólo en la medida en que la Iglesia, Esposa de Cristo, se deja amar por Él y Le corresponde, llega a ser una Madre llena de fecundidad en el Espíritu. Volvamos de nuevo a la imagen bíblica: el brotar y el expandirse de los sarmientos depende de su inserción en la vid. «Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 4-5). Es natural recordar aquí la solemne proclamación de algunos fieles laicos, hombres y mujeres, como beatos y santos, durante el mes en el que se celebró el Sínodo. Todo el Pueblo de Dios, y los fieles laicos en particular, pueden encontrar ahora nuevos modelos de santidad y nuevos testimonios de virtudes heroicas vividas en las condiciones comunes y ordinarias de la existencia humana. Como han dicho los Padres sinodales: «Las Iglesias locales, y sobre todo las llamadas Iglesias jóvenes, deben reconocer atentamente entre los propios miembros, aquellos hombres y mujeres que ofrecieron en estas condiciones (las condiciones ordinarias de vida en el mundo y el estado conyugal) el testimonio de una vida santa, y que pueden ser ejemplo para los demás, con objeto de que, si se diera el caso, los propongan para la beatificación y canonización»[47]. Al final de estas reflexiones, dirigidas a definir la condición eclesial del fiel laico, retorna a la mente la célebre exhortación de San León Magno: «Agnosce, o Christiane, dignitatem tuam»[48]. Es la misma admonición que San Máximo, Obispo de Turín, dirigió a quienes habían recibido la unción del santo Bautismo: «¡Considerad el honor que se os hace en este misterio!»[49]. Todos los bautizados están invitados a escuchar de nuevo estas palabras de San Agustín: «¡Alegrémonos y demos gracias: hemos sido hechos no solamente cristianos, sino Cristo (...). Pasmaos y alegraos: hemos sido hechos Cristo!»[50].

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La dignidad cristiana, fuente de la igualdad de todos los miembros de la Iglesia, garantiza y promueve el espíritu de comunión y de fraternidad y, al mismo tiempo, se convierte en el secreto y la fuerza del dinamismo apostólico y misionero de los fieles laicos. Es una dignidad exigente; es la dignidad de los obreros llamados por el Señor a trabajar en su viña. «Grava sobre todos los laicos —leemos en el Concilio— la gloriosa carga de trabajar para que el designio divino de salvación alcance cada día más a todos los hombres de todos los tiempos y de toda la tierra»[51]. CAPÍTULO II SARMIENTOS TODOS DE LA ÚNICA VID La participación de los fieles laicos en la vida de la Iglesia-Comunión El misterio de la Iglesia-Comunión 18. Oigamos de nuevo las palabras de Jesús: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador (...). Permaneced en mí, y yo en vosotros» (Jn 15, 1-4). Con estas sencillas palabras nos es revelada la misteriosa comunión que vincula en unidad al Señor con los discípulos, a Cristo con los bautizados; una comunión viva y vivificante, por la cual los cristianos ya no se pertenecen a sí mismos, sino que son propiedad de Cristo, como los sarmientos unidos a la vid. La comunión de los cristianos con Jesús tiene como modelo, fuente y meta la misma comunión del Hijo con el Padre en el don del Espíritu Santo: los cristianos se unen al Padre al unirse al Hijo en el vínculo amoroso del Espíritu. Jesús continúa: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5). La comunión de los cristianos entre sí nace de su comunión con Cristo: todos somos sarmientos de la única Vid, que es Cristo. El Señor Jesús nos indica que esta comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa participación en la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por ella Jesús pide: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Esta comunión es el mismo misterio de la Iglesia, como lo recuerda el Concilio Vaticano II, con la célebre expresión de San Cipriano: «La Iglesia universal se presenta como "un pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo"»[52]. Al inicio de la celebración eucarística, cuando el sacerdote nos acoge con el saludo del apóstol Pablo: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2 Co 13, 13), se nos recuerda habitualmente este misterio de la Iglesia-Comunión.

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Después de haber delineado la «figura» de los fieles laicos en el marco de la dignidad que les es propia, debemos reflexionar ahora sobre su misión y responsabilidad en la Iglesia y en el mundo. Sin embargo, sólo podremos comprenderlas adecuadamente si nos situamos en el contexto vivo de la Iglesia-Comunión. El Concilio y la eclesiología de comunión 19. Es ésta la idea central que, en el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha vuelto a proponer de sí misma. Nos lo ha recordado el Sínodo extraordinario de 1985, celebrado a los veinte años del evento conciliar: «La eclesiología de comunión es la idea central y fundamental de los documentos del Concilio. La koinonia-comunión, fundada en la Sagrada Escritura, ha sido muy apreciada en la Iglesia antigua, y en las Iglesias orientales hasta nuestros días. Por esto el Concilio Vaticano II ha realizado un gran esfuerzo para que la Iglesia en cuanto comunión fuese comprendida con mayor claridad y concretamente traducida en la vida práctica. ¿Qué significa la compleja palabra "comunión"? Se trata fundamentalmente de la comunión con Dios por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esta comunión tiene lugar en la palabra de Dios y en los sacramentos. El Bautismo es la puerta y el fundamento de la comunión en la Iglesia. La Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana (cf. Lumen gentium, 11). La comunión del cuerpo eucarístico de Cristo significa y produce, es decir edifica, la íntima comunión de todos los fieles en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia (cf. 1 Co 10, 16 s.)»[53]. Poco después del Concilio, Pablo VI se dirigía a los fieles con estas palabras: «La Iglesia es una comunión. ¿Qué quiere decir en este caso comunión? Nos os remitimos al parágrafo del catecismo que habla sobre la sanctorum communionem, la comunión de los santos. Iglesia quiere decir comunión de los santos. Y comunión de los santos quiere decir una doble participación vital: la incorporación de los cristianos a la vida de Cristo, y la circulación de una idéntica caridad en todos los fieles, en este y en el otro mundo. Unión a Cristo y en Cristo; y unión entre los cristianos dentro la Iglesia»[54]. Las imágenes bíblicas con las que el Concilio ha querido introducirnos en la contemplación del misterio de la Iglesia, iluminan la realidad de la Iglesia-Comunión en su inseparable dimensión de comunión de los cristianos con Cristo, y de comunión de los cristianos entre sí. Son las imágenes del ovil, de la grey, de la vid, del edificio espiritual, de la ciudad santa[55]. Sobre todo es la imagen del cuerpo tal y como la presenta el apóstol Pablo, cuya doctrina reverbera fresca y atrayente en numerosas páginas del Concilio[56]. Éste, a su vez, inicia considerando la entera historia de la salvación, y vuelve a presentar la Iglesia como Pueblo de Dios: «Ha querido Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y sin ninguna relación entre ellos, sino constituyendo con ellos un pueblo que lo reconociese en la verdad y le sirviera santamente»[57]. Ya en sus primeras líneas, la constitución Lumen gentium compendia maravillosamente esta doctrina diciendo: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano»[58].

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La realidad de la Iglesia-Comunión es entonces parte integrante, más aún, representa el contenido central del «misterio» o sea del designio divino de salvación de la humanidad. Por esto la comunión eclesial no puede ser captada adecuadamente cuando se la entiende como una simple realidad sociológica y psicológica. La Iglesia-Comunión es el pueblo «nuevo», el pueblo «mesiánico», el pueblo que «tiene a Cristo por Cabeza (...) como condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios (...) por ley el nuevo precepto de amar como el mismo Cristo nos ha amado (...) por fin el Reino de Dios (...) (y es) constituido por Cristo en comunión de vida, de caridad y de verdad»[59]. Los vínculos que unen a los miembros del nuevo Pueblo entre sí —y antes aún, con Cristo— no son aquellos de la «carne» y de la «sangre», sino aquellos del espíritu; más precisamente, aquellos del Espíritu Santo, que reciben todos los bautizados (cf. Jl 3, 1). En efecto, aquel Espíritu que desde la eternidad abraza la única e indivisa Trinidad, aquel Espíritu que «en la plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4) unió indisolublemente la carne humana al Hijo de Dios, aquel mismo e idéntico Espíritu es, a lo largo de todas las generaciones cristianas, el inagotable manantial del que brota sin cesar la comunión en la Iglesia y de la Iglesia. Una comunión orgánica: diversidad y complementariedad 20. La comunión eclesial se configura, más precisamente, como comunión «orgánica», análoga a la de un cuerpo vivo y operante. En efecto, está caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades. Gracias a esta diversidad y complementariedad, cada fiel laico se encuentra en relación con todo el cuerpo y le ofrece su propia aportación. El apóstol Pablo insiste particularmente en la comunión orgánica del Cuerpo místico de Cristo. Podemos escuchar de nuevo sus ricas enseñanzas en la síntesis trazada por el Concilio. Jesucristo —leemos en la constitución Lumen gentium— «comunicando su Espíritu, constituye místicamente como cuerpo suyo a sus hermanos, llamados de entre todas las gentes. En ese cuerpo, la vida de Cristo se derrama en los creyentes (...). Como todos los miembros del cuerpo humano, aunque numerosos, forman un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (cf. 1 Co 12, 12). También en la edificación del cuerpo de Cristo vige la diversidad de miembros y funciones. Uno es el Espíritu que, para la utilidad de la Iglesia, distribuye sus múltiples dones con magnificencia proporcionada a su riqueza y a las necesidades de los servicios (cf. 1 Co 12, 1-11). Entre estos dones ocupa el primer puesto la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu somete incluso los carismáticos (cf. 1 Co 14). Y es también el mismo Espíritu que, con su fuerza y mediante la íntima conexión de los miembros, produce y estimula la caridad entre todos los fieles. Y por tanto, si un miembro sufre, sufren con él todos los demás miembros; si a un miembro lo honoran, de ello se gozan con él todos los demás miembros (cf. 1 Co 12, 26)»[60].

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Es siempre el único e idéntico Espíritu el principio dinámico de la variedad y de la unidad en la Iglesia y de la Iglesia. Leemos nuevamente en la constitución Lumen gentium: «Para que nos renovásemos continuamente en Él (Cristo) (cf. Ef 4, 23), nos ha dado su Espíritu, el cual, único e idéntico en la Cabeza y en los miembros, da vida, unidad y movimiento a todo el cuerpo, de manera que los santos Padres pudieron paragonar su función con la que ejerce el principio vital, es decir el alma, en el cuerpo humano»[61]. En otro texto, particularmente denso y valioso para captar la «organicidad» propia de la comunión eclesial, también en su aspecto de crecimiento incesante hacia la comunión perfecta, el Concilio escribe: «El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (cf. 1 Co 3, 16; 6, 19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción filial (cf. Ga 4, 6; Rm 8, 15-16. 26). Él guía la Iglesia hacia la completa verdad (cf .Jn 16, 13 ), la unifica en la comunión y en el servicio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Co 12, 4; Ga 5, 22). Hace rejuvenecer la Iglesia con la fuerza del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Porque el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡"Ven"! (cf. Ap 22, 17)»[62]. La comunión eclesial es, por tanto, un don; un gran don del Espíritu Santo, que los fieles laicos están llamados a acoger con gratitud y, al mismo tiempo, a vivir con profundo sentido de responsabilidad. El modo concreto de actuarlo es a través de la participación en la vida y misión de la Iglesia, a cuyo servicio los fieles laicos contribuyen con sus diversas y complementarias funciones y carismas. El fiel laico «no puede jamás cerrarse sobre sí mismo, aislándose espiritualmente de la comunidad; sino que debe vivir en un continuo intercambio con los demás, con un vivo sentido de fraternidad, en el gozo de una igual dignidad y en el empeño por hacer fructificar, junto con los demás, el inmenso tesoro recibido en herencia. El Espíritu del Señor le confiere, como también a los demás, múltiples carismas; le invita a tomar parte en diferentes ministerios y encargos; le recuerda, como también recuerda a los otros en relación con él, que todo aquello que le distingue no significa una mayor dignidad, sino una especial y complementaria habilitación al servicio (...). De esta manera, los carismas, los ministerios, los encargos y los servicios del fiel laico existen en la comunión y para la comunión. Son riquezas que se complementan entre sí en favor de todos, bajo la guía prudente de los Pastores»[63]. Los ministerios y los carismas, dones del Espíritu a la Iglesia 21. El Concilio Vaticano II presenta los ministerios y los carismas como dones del Espíritu Santo para la edificación del Cuerpo de Cristo y para el cumplimiento de su misión salvadora en el mundo[64]. La Iglesia, en efecto, es dirigida y guiada por el Espíritu, que generosamente distribuye diversos dones jerárquicos y carismáticos entre todos los bautizados, llamándolos a ser —cada uno a su modo— activos y corresponsables.

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Consideremos ahora los ministerios y los carismas con directa referencia a los fieles laicos y a su participación en la vida de la Iglesia-Comunión. Los ministerios, oficios y funciones Los ministerios presentes y operantes en la Iglesia, si bien con modalidades diversas, son todos una participación en el ministerio de Jesucristo, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11), el siervo humilde y totalmente sacrificado por la salvación de todos (cf. Mc 10, 45). Pablo es completamente claro al hablar de la constitución ministerial de las Iglesias apostólicas. En la Primera Carta a los Corintios escribe: «A algunos Dios los ha puesto en la Iglesia, en primer lugar como apóstoles, en segundo lugar como profetas, en tercer lugar como maestros (...)» (1 Co 12, 28). En la Carta a los Efesios leemos: «A cada uno de nosotros nos ha sido dada la gracia según la medida del don de Cristo (...). Es él quien, por una parte, ha dado a los apóstoles, por otra, a los profetas, los evangelistas, los pastores y los maestros, para hacer idóneos los hermanos para la realización del ministerio, con el fin de edificar el cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, según la medida que corresponde a la plena madurez de Cristo» (Ef 4, 7.11-13; cf. Rm 12, 4-8). Como resulta de estos y de otros textos del Nuevo Testamento, son múltiples y diversos los ministerios, como también los dones y las tareas eclesiales. Los ministerios que derivan del Orden 22. En la Iglesia encontramos, en primer lugar, los ministerios ordenados; es decir, los ministerios que derivan del sacramento del Orden. En efecto, el Señor Jesús escogió y constituyó los Apóstoles —germen del Pueblo de la nueva Alianza y origen de la sagrada Jerarquía[65]— con el mandato de convertir en discípulos todas las naciones (cf. Mt 28, 19), de formar y de regir el pueblo sacerdotal. La misión de los Apóstoles, que el Señor Jesús continúa confiando a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio, llamado significativamente «diakonia» en la Sagrada Escritura; esto es, servicio, ministerio. Los ministros —en la ininterrumpida sucesión apostólica— reciben de Cristo Resucitado el carisma del Espíritu Santo, mediante el sacramento del Orden; reciben así la autoridad y el poder sacro para servir a la Iglesia «in persona Christi capitis» (personificando a Cristo Cabeza)[66], y para congregarla en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de los Sacramentos. Los ministerios ordenados —antes que para las personas que los reciben— son una gracia para la Iglesia entera. Expresan y llevan a cabo una participación en el sacerdocio de Jesucristo que es distinta, non sólo por grado sino por esencia, de la participación otorgada con el Bautismo y con la Confirmación a todos los fieles. Por otra parte, el sacerdocio ministerial, como ha recordado el Concilio Vaticano II, está esencialmente finalizado al sacerdocio real de todos los fieles y a éste ordenado[67].

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Por esto, para asegurar y acrecentar la comunión en la Iglesia, y concretamente en el ámbito de los distintos y complementarios ministerios, los pastores deben reconocer que su ministerio está radicalmente ordenado al servicio de todo el Pueblo de Dios (cf. Hb 5, 1); y los fieles laicos han de reconocer, a su vez, que el sacerdocio ministerial es enteramente necesario para su vida y para su participación en la misión de la Iglesia[68]. Ministerios, oficios y funciones de los laicos 23. La misión salvífica de la Iglesia en el mundo es llevada a cabo no sólo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también por todos los fieles laicos. En efecto, éstos, en virtud de su condición bautismal y de su específica vocación, participan en el oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo, cada uno en su propia medida. Los pastores, por tanto, han de reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento sacramental en el Bautismo y en la Confirmación, y para muchos de ellos, además en el Matrimonio. Después, cuando la necesidad o la utilidad de la Iglesia lo exija, los pastores —según las normas establecidas por el derecho universal— pueden confiar a los fieles laicos algunas tareas que, si bien están conectadas a su propio ministerio de pastores, no exigen, sin embargo, el carácter del Orden. El Código de Derecho Canónico escribe: «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho»[69]. Sin embargo, el ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor. En realidad, no es la tarea lo que constituye el ministerio, sino la ordenación sacramental. Sólo el sacramento del Orden atribuye al ministerio ordenado una peculiar participación en el oficio de Cristo Cabeza y Pastor y en su sacerdocio eterno[70]. La tarea realizada en calidad de suplente tiene su legitimación —formal e inmediatamente— en el encargo oficial hecho por los pastores, y depende, en su concreto ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica [71]. La reciente Asamblea sinodal ha trazado un amplio y significativo panorama de la situación eclesial acerca de los ministerios, los oficios y las funciones de los bautizados. Los Padres han apreciado vivamente la aportación apostólica de los fieles laicos, hombres y mujeres, en favor de la evangelización, de la santificación y de la animación cristiana de las realidades temporales, como también su generosa disponibilidad a la suplencia en situaciones de emergencia y de necesidad crónica[72]. Como consecuencia de la renovación litúrgica promovida por el Concilio, los mismos fieles laicos han tomado una más viva conciencia de las tareas que les corresponden en la asamblea litúrgica y en su preparación, y se han manifestado ampliamente dispuestos a

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desempeñarlas. En efecto, la celebración litúrgica es una acción sacra no sólo del clero, sino de toda la asamblea. Por tanto, es natural que las tareas no propias de los ministros ordenados sean desempeñadas por los fieles laicos[73]. Después, ha sido espontáneo el paso de una efectiva implicación de los fieles laicos en la acción litúrgica a aquélla en el anuncio de la Palabra de Dios y en la cura pastoral[74]. En la misma Asamblea sinodal no han faltado, sin embargo, junto a los positivos, otros juicios críticos sobre el uso indiscriminado del término «ministerio», la confusión y tal vez la igualación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, la escasa observancia de ciertas leyes y normas eclesiásticas, la interpretación arbitraria del concepto de «suplencia», la tendencia a la «clericalización» de los fieles laicos y el riesgo de crear de hecho una estructura eclesial de servicio paralela a la fundada en el sacramento del Orden. Precisamente para superar estos peligros, los Padres sinodales han insistido en la necesidad de que se expresen con claridad —sirviéndose también de una terminología más precisa—[75], tanto la unidad de misión de la Iglesia, en la que participan todos los bautizados, como la sustancial diversidad del ministerio de los pastores, que tiene su raíz en el sacramento del Orden, respecto de los otros ministerios, oficios y funciones eclesiales, que tienen su raíz en los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Es necesario pues, en primer lugar, que los pastores, al reconocer y al conferir a los fieles laicos los varios ministerios, oficios y funciones, pongan el máximo cuidado en instruirles acerca de la raíz bautismal de estas tareas. Es necesario también que los pastores estén vigilantes para que se evite un fácil y abusivo recurso a presuntas «situaciones de emergencia» o de «necesaria suplencia», allí donde no se dan objetivamente o donde es posible remediarlo con una programación pastoral más racional. Los diversos ministerios, oficios y funciones que los fieles laicos pueden desempeñar legítimamente en la liturgia, en la transmisión de la fe y en las estructuras pastorales de la Iglesia, deberán ser ejercitados en conformidad con su específica vocación laical, distinta de aquélla de los sagrados ministros. En este sentido, la exhortación Evangelii nuntiandi, que tanta y tan beneficiosa parte ha tenido en el estimular la diversificada colaboración de los fieles laicos en la vida y en la misión evangelizadora de la Iglesia, recuerda que «el campo propio de su actividad evangelizadora es el dilatado y complejo mundo de la política, de la realidad social, de la economía; así como también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los órganos de comunicación social; y también de otras realidades particularmente abiertas a la evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños y de los adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento. Cuantos más laicos haya compenetrados con el espíritu evangélico, responsables de estas realidades y explícitamente comprometidos en ellas, competentes en su promoción y conscientes de tener que desarrollar toda su capacidad cristiana, a menudo ocultada y sofocada, tanto más se encontrarán estas realidades al servicio del Reino de Dios —y por tanto de la salvación en Jesucristo—, sin perder ni sacrificar nada de

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su coeficiente humano, sino manifestando una dimensión trascendente a menudo desconocida»[76]. Durante los trabajos del Sínodo, los Padres han prestado no poca atención al Lectorado y al Acolitado. Mientras en el pasado existían en la Iglesia Latina sólo como etapas espirituales del itinerario hacia los ministerios ordenados, con el Motu proprio de Pablo VI Ministeria quaedam (15 Agosto 1972) han recibido una autonomía y estabilidad propias, como también una posible destinación a los mismos fieles laicos, si bien sólo a los varones. En el mismo sentido se ha expresado el nuevo Código de Derecho Canónico[77]. Los Padres sinodales han manifestado ahora el deseo de que «el Motu proprio "Ministeria quaedam" sea revisado, teniendo en cuenta el uso de las Iglesias locales e indicando, sobre todo, los criterios según los cuales han de ser elegidos los destinatarios de cada ministerio»[78]. A tal fin ha sido constituida expresamente una Comisión, no sólo para responder a este deseo manifestado por los Padres sinodales, sino también, y sobre todo, para estudiar en profundidad los diversos problemas teológicos, litúrgicos, jurídicos y pastorales surgidos a partir del gran florecimiento actual de los ministerios confiados a los fieles laicos. Para que la praxis eclesial de estos ministerios confiados a los fieles laicos resulte ordenada y fructuosa, en tanto la Comisión concluye su estudio, deberán ser fielmente respetados por todas las Iglesias particulares los principios teológicos arriba recordados, en particular la diferencia esencial entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común y, por consiguiente, la diferencia entre los ministerios derivantes del Orden y los ministerios que derivan de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Los carismas 24. El Espíritu Santo no sólo confía diversos ministerios a la Iglesia-Comunión, sino que también la enriquece con otros dones e impulsos particulares, llamados carismas. Estos pueden asumir las más diversas formas, sea en cuanto expresiones de la absoluta libertad del Espíritu que los dona, sea como respuesta a las múltiples exigencias de la historia de la Iglesia. La descripción y clasificación que los textos neotestamentarios hacen de estos dones, es una muestra de su gran variedad: «A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para la utilidad común. Porque a uno le es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia por medio del mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, el don de profecía; a otro, el don de discernir los espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, finalmente, el don de interpretarlas» (1 Co 12, 7-10; cf. 1 Co 12, 4-6.28-31; Rm 12, 6-8; 1 P 4, 10-11). Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas son siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están

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ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo. Incluso en nuestros días, no falta el florecimiento de diversos carismas entre los fieles laicos, hombres y mujeres. Los carismas se conceden a la persona concreta; pero pueden ser participados también por otros y, de este modo, se continúan en el tiempo como viva y preciosa herencia, que genera una particular afinidad espiritual entre las personas. Refiriéndose precisamente al apostolado de los laicos, el Concilio Vaticano II escribe: «Para el ejercicio de este apostolado el Espíritu Santo, que obra la santificación del Pueblo de Dios por medio del ministerio y de los sacramentos, otorga también a los fieles dones particulares (cf. 1 Co 12, 7), "distribuyendo a cada uno según quiere" (cf. 1 Co 12, 11), para que "poniendo cada uno la gracia recibida al servicio de los demás", contribuyan también ellos "como buenos dispensadores de la multiforme gracia recibida de Dios" (1 P 4, 10), a la edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf. Ef 4,16)»[79]. Los dones del Espíritu Santo exigen —según la lógica de la originaria donación de la que proceden— que cuantos los han recibido, los ejerzan para el crecimiento de toda la Iglesia, como lo recuerda el Concilio[80]. Los carismas han de ser acogidos con gratitud, tanto por parte de quien los recibe, como por parte de todos en la Iglesia. Son, en efecto, una singular riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad del entero Cuerpo de Cristo, con tal que sean dones que verdaderamente provengan del Espíritu, y sean ejercidos en plena conformidad con los auténticos impulsos del Espíritu. En este sentido siempre es necesario el discernimiento de los carismas. En realidad, como han dicho los Padres sinodales, «la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, no siempre es fácil de reconocer y de acoger. Sabemos que Dios actúa en todos los fieles cristianos y somos conscientes de los beneficios que provienen de los carismas, tanto para los individuos como para toda la comunidad cristiana. Sin embargo, somos también conscientes de la potencia del pecado y de sus esfuerzos tendientes a turbar y confundir la vida de los fieles y de la comunidad»[81]. Por tanto, ningún carisma dispensa de la relación y sumisión a los Pastores de la Iglesia. El Concilio dice claramente: «El juicio sobre su autenticidad (de los carismas) y sobre su ordenado ejercicio pertenece a aquellos que presiden en la Iglesia, a quienes especialmente corresponde no extinguir el Espíritu, sino examinarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1 Ts 5, 12.19-21)»[82], con el fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al bien común[83]. La participación de los fieles laicos en la vida de la Iglesia 25. Los fieles laicos participan en la vida de la Iglesia no sólo llevando a cabo sus funciones y ejercitando sus carismas, sino también de otros muchos modos.

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Tal participación encuentra su primera y necesaria expresión en la vida y misión de las Iglesias particulares, de las diócesis, en las que «verdaderamente está presente y actúa la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica»[84]. Iglesias particulares e Iglesia universal Para poder participar adecuadamente en la vida eclesial es del todo urgente que los fieles laicos posean una visión clara y precisa de la Iglesia particular en su relación originaria con la Iglesia universal. La Iglesia particular no nace a partir de una especie de fragmentación de la Iglesia universal, ni la Iglesia universal se constituye con la simple agregación de las Iglesias particulares; sino que hay un vínculo vivo, esencial y constante que las une entre sí, en cuanto que la Iglesia universal existe y se manifiesta en las Iglesias particulares. Por esto dice el Concilio que las Iglesias particulares están «formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a partir de las cuales existe una sola y única Iglesia católica»[85]. El mismo Concilio anima a los fieles laicos para que vivan activamente su pertenencia a la Iglesia particular, asumiendo al mismo tiempo una amplitud de miras cada vez más «católica». «Cultiven constantemente —leemos en el Decreto sobre el apostolado de los laicos— el sentido de la diócesis, de la cual es la parroquia como una célula, siempre dispuestos, cuando sean invitados por su Pastor, a unir sus propias fuerzas a las iniciativas diocesanas. Es más, para responder a las necesidades de la ciudad y de las zonas rurales, no deben limitar su cooperación a los confines de la parroquia o de la diócesis, sino que han de procurar ampliarla al ámbito interparroquial, interdiocesano, nacional o internacional; tanto más cuando los crecientes desplazamientos demográficos, el desarrollo de las mutuas relaciones y la facilidad de las comunicaciones no consienten ya a ningún sector de la sociedad permanecer cerrado en sí mismo. Tengan así presente las necesidades del Pueblo de Dios esparcido por toda la tierra»[86]. En este sentido, el reciente Sínodo ha solicitado que se favorezca la creación de los Consejos Pastorales diocesanos, a los que se pueda recurrir según las ocasiones. Ellos son la principal forma de colaboración y de diálogo, como también de discernimiento, a nivel diocesano. La participación de los fieles laicos en estos Consejos podrá ampliar el recurso a la consultación, y hará que el principio de colaboración —que en determinados casos es también de decisión— sea aplicado de un modo más fuerte y extenso[87]. Está prevista en el Código de Derecho Canónico la participación de los fieles laicos en los Sínodos diocesanos y en los Concilios particulares, provinciales o plenarios[88]. Esta participación podrá contribuir a la comunión y misión eclesial de la Iglesia particular, tanto en su ámbito propio, como en relación con las demás Iglesias particulares de la provincia eclesiástica o de la Conferencia Episcopal. Las Conferencias Episcopales quedan invitadas a estudiar el modo más oportuno de desarrollar, a nivel nacional o regional, la consultación y colaboración de los fieles laicos,

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hombres y mujeres. Así, los problemas comunes podrán ser bien sopesados y se manifestará mejor la comunión eclesial de todos[89]. La parroquia 26. La comunión eclesial, aún conservando siempre su dimensión universal, encuentra su expresión más visible e inmediata en la parroquia. Ella es la última localización de la Iglesia; es, en cierto sentido, la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas[90]. Es necesario que todos volvamos a descubrir, por la fe, el verdadero rostro de la parroquia; o sea, el «misterio» mismo de la Iglesia presente y operante en ella. Aunque a veces le falten las personas y los medios necesarios, aunque otras veces se encuentre desperdigada en dilatados territorios o casi perdida en medio de populosos y caóticos barrios modernos, la parroquia no es principalmente una estructura, un territorio, un edificio; ella es «la familia de Dios, como una fraternidad animada por el Espíritu de unidad»[91], es «una casa de familia, fraterna y acogedora»[92], es la «comunidad de los fieles»[93]. En definitiva, la parroquia está fundada sobre una realidad teológica, porque ella es una comunidad eucarística[94]. Esto significa que es una comunidad idónea para celebrar la Eucaristía, en la que se encuentran la raíz viva de su edificación y el vínculo sacramental de su existir en plena comunión con toda la Iglesia. Tal idoneidad radica en el hecho de ser la parroquia una comunidad de fe y una comunidad orgánica, es decir, constituida por los ministros ordenados y por los demás cristianos, en la que el párroco —que representa al Obispo diocesano[95]— es el vínculo jerárquico con toda la Iglesia particular. Ciertamente es inmensa la tarea que ha de realizar la Iglesia en nuestros días; y para llevarla a cabo no basta la parroquia sola. Por esto, el Código de Derecho Canónico prevé formas de colaboración entre parroquias en el ámbito del territorio[96] y recomienda al Obispo el cuidado pastoral de todas las categorías de fieles, también de aquéllas a las que no llega la cura pastoral ordinaria[97]. En efecto, son necesarios muchos lugares y formas de presencia y de acción, para poder llevar la palabra y la gracia del Evangelio a las múltiples y variadas condiciones de vida de los hombres de hoy. Igualmente, otras muchas funciones de irradiación religiosa y de apostolado de ambiente en el campo cultural, social, educativo, profesional, etc., no pueden tener como centro o punto de partida la parroquia. Y sin embargo, también en nuestros días la parroquia está conociendo una época nueva y prometedora. Como decía Pablo VI, al inicio de su pontificado, dirigiéndose al Clero romano: «Creemos simplemente que la antigua y venerada estructura de la Parroquia tiene una misión indispensable y de gran actualidad; a ella corresponde crear la primera comunidad del pueblo cristiano; iniciar y congregar al pueblo en la normal expresión de la vida litúrgica; conservar y reavivar la fe en la gente de hoy; suministrarle la doctrina salvadora de Cristo; practicar en el sentimiento y en las obras la caridad sencilla de las obras buenas y fraternas»[98].

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Por su parte, los Padres sinodales han considerado atentamente la situación actual de muchas parroquias, solicitando una decidida renovación de las mismas: «Muchas parroquias, sea en regiones urbanas, sea en tierras de misión, no pueden funcionar con plenitud efectiva debido a la falta de medios materiales o de ministros ordenados, o también a causa de la excesiva extensión geográfica y por la condición especial de algunos cristianos (como, por ejemplo, los exiliados y los emigrantes). Para que todas estas parroquias sean verdaderamente comunidades cristianas, las autoridades locales deben favorecer: a) la adaptación de las estructuras parroquiales con la amplia flexibilidad que concede el Derecho Canónico, sobre todo promoviendo la participación de los laicos en las responsabilidades pastorales; b) las pequeñas comunidades eclesiales de base, también llamadas comunidades vivas, donde los fieles pueden comunicarse mutuamente la Palabra de Dios y manifestarse en el recíproco servicio y en el amor; estas comunidades son verdaderas expresiones de la comunión eclesial y centros de evangelización, en comunión con sus Pastores»[99]. Para la renovación de las parroquias y para asegurar mejor su eficacia operativa, también se deben favorecer formas institucionales de cooperación entre las diversas parroquias de un mismo territorio. El compromiso apostólico en la parroquia 27. Ahora es necesario considerar más de cerca la comunión y la participación de los fieles laicos en la vida de la parroquia. En este sentido, se debe llamar la atención de todos los fieles laicos, hombres y mujeres, sobre una expresión muy cierta, significativa y estimulante del Concilio: «Dentro de las comunidades de la Iglesia —leemos en el Decreto sobre el apostolado de los laicos— su acción es tan necesaria, que sin ella, el mismo apostolado de los Pastores no podría alcanzar, la mayor parte de las veces, su plena eficacia»[100]. Esta afirmación radical se debe entender, evidentemente, a la luz de la «eclesiología de comunión»: siendo distintos y complementarios, los ministerios y los carismas son necesarios para el crecimiento de la Iglesia, cada uno según su propia modalidad. Los fieles laicos deben estar cada vez más convencidos del particular significado que asume el compromiso apostólico en su parroquia. Es de nuevo el Concilio quien lo pone de relieve autorizadamente: «La parroquia ofrece un ejemplo luminoso de apostolado comunitario, fundiendo en la unidad todas las diferencias humanas que allí se dan e insertándolas en la universalidad de la Iglesia. Los laicos han de habituarse a trabajar en la parroquia en íntima unión con sus sacerdotes, a exponer a la comunidad eclesial sus problemas y los del mundo y las cuestiones que se refieren a la salvación de los hombres, para que sean examinados y resueltos con la colaboración de todos; a dar, según sus propias posibilidades, su personal contribución en las iniciativas apostólicas y misioneras de su propia familia eclesiástica»[101]. La indicación conciliar respecto al examen y solución de los problemas pastorales «con la colaboración de todos», debe encontrar un desarrollo adecuado y estructurado en la

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valorización más convencida, amplia y decidida de los Consejos pastorales parroquiales, en los que han insistido, con justa razón, los Padres sinodales[102]. En las circunstancias actuales, los fieles laicos pueden y deben prestar una gran ayuda al crecimiento de una autentica comunión eclesial en sus respectivas parroquias, y en el dar nueva vida al afán misionero dirigido hacia los no creyentes y hacia los mismos creyentes que han abandonado o limitado la práctica de la vida cristiana. Si la parroquia es la Iglesia que se encuentra entre las casas de los hombres, ella vive y obra entonces profundamente injertada en la sociedad humana e íntimamente solidaria con sus aspiraciones y dramas. A menudo el contexto social, sobre todo en ciertos países y ambientes, está sacudido violentamente por fuerzas de disgregación y deshumanización. El hombre se encuentra perdido y desorientado; pero en su corazón permanece siempre el deseo de poder experimentar y cultivar unas relaciones más fraternas y humanas. La respuesta a este deseo puede encontrarse en la parroquia, cuando ésta, con la participación viva de los fieles laicos, permanece fiel a su originaria vocación y misión: ser en el mundo el «lugar» de la comunión de los creyentes y, a la vez, «signo e instrumento» de la común vocación a la comunión; en una palabra ser la casa abierta a todos y al servicio de todos, o, como prefería llamarla el Papa Juan XXIII, ser la fuente de la aldea, a la que todos acuden para calmar su sed. Formas de participación en la vida de la Iglesia 28. Los fieles laicos, juntamente con los sacerdotes, religiosos y religiosas, constituyen el único Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. El ser miembros de la Iglesia no suprime el hecho de que cada cristiano sea un ser «único e irrepetible», sino que garantiza y promueve el sentido más profundo de su unicidad e irrepetibilidad, en cuanto fuente de variedad y de riqueza para toda la Iglesia. En tal sentido, Dios llama a cada uno en Cristo por su nombre propio e inconfundible. El llamamiento del Señor: «Id también vosotros a mi viña», se dirige a cada uno personalmente; y entonces resuena de este modo en la conciencia: «¡Ven también tú a mi viña!». De esta manera cada uno, en su unicidad e irrepetibilidad, con su ser y con su obrar, se pone al servicio del crecimiento de la comunión eclesial; así como, por otra parte, recibe personalmente y hace suya la riqueza común de toda la Iglesia. Ésta es la «Comunión de los Santos» que profesamos en el Credo; el bien de todos se convierte en el bien de cada uno, y el bien de cada uno se convierte en el bien de todos. «En la Santa Iglesia —escribe San Gregorio Magno— cada uno sostiene a los demás y los demás le sostienen a él»[103]. Formas personales de participación

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Es absolutamente necesario que cada fiel laico tenga siempre una viva conciencia de ser un «miembro de la Iglesia», a quien se le ha confiado una tarea original, insustituible e indelegable, que debe llevar a cabo para el bien de todos. En esta perspectiva asume todo su significado la afirmación del Concilio sobre la absoluta necesidad del apostolado de cada persona singular: «El apostolado que cada uno debe realizar, y que fluye con abundancia de la fuente de una vida auténticamente cristiana (cf. Jn 4, 14), es la forma primordial y la condición de todo el apostolado de los laicos, incluso del asociado, y nada puede sustituirlo. A este apostolado, siempre y en todas partes provechoso, y en ciertas circunstancias el único apto y posible, están llamados y obligados todos los laicos, cualquiera que sea su condición, aunque no tengan ocasión o posibilidad de colaborar en las asociaciones»[104]. En el apostolado personal existen grandes riquezas que reclaman ser descubiertas, en vista de una intensificación del dinamismo misionero de cada uno de los fieles laicos. A través de esta forma de apostolado, la irradiación del Evangelio puede hacerse extremadamente capilar, llegando a tantos lugares y ambientes como son aquéllos ligados a la vida cotidiana y concreta de los laicos. Se trata, además, de una irradiación constante, pues es inseparable de la continua coherencia de la vida personal con la fe; y se configura también como una forma de apostolado particularmente incisiva, ya que al compartir plenamente las condiciones de vida y de trabajo, las dificultades y esperanzas de sus hermanos, los fieles laicos pueden llegar al corazón de sus vecinos, amigos o colegas, abriéndolo al horizonte total, al sentido pleno de la existencia humana: la comunión con Dios y entre los hombres. Formas agregativas de participación 29. La comunión eclesial, ya presente y operante en la acción personal de cada uno, encuentra una manifestación específica en el actuar asociado de los fieles laicos; es decir, en la acción solidaria que ellos llevan a cabo participando responsablemente en la vida y misión de la Iglesia. En estos últimos años, el fenómeno asociativo laical se ha caracterizado por una particular variedad y vivacidad. La asociación de los fieles siempre ha representado una línea en cierto modo constante en la historia de la Iglesia, como lo testifican, hasta nuestros días, las variadas confraternidades, las terceras órdenes y los diversos sodalicios. Sin embargo, en los tiempos modernos este fenómeno ha experimentado un singular impulso, y se han visto nacer y difundirse múltiples formas agregativas: asociaciones, grupos, comunidades, movimientos. Podemos hablar de una nueva época asociativa de los fieles laicos. En efecto, «junto al asociacionismo tradicional, y a veces desde sus mismas raíces, han germinado movimientos y asociaciones nuevas, con fisonomías y finalidades específicas. Tanta es la riqueza y versatilidad de los recursos que el Espíritu alimenta en el tejido eclesial; y tanta es la capacidad de iniciativa y la generosidad de nuestro laicado»[105].

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Estas asociaciones de laicos se presentan a menudo muy diferenciadas unas de otras en diversos aspectos, como en su configuración externa, en los caminos y métodos educativos y en los campos operativos. Sin embargo, se puede encontrar una amplia y profunda convergencia en la finalidad que las anima: la de participar responsablemente en la misión que tiene la Iglesia de llevar a todos el Evangelio de Cristo como manantial de esperanza para el hombre y de renovación para la sociedad. El asociarse de los fieles laicos por razones espirituales y apostólicas nace de diversas fuentes y responde a variadas exigencias. Expresa, efectivamente, la naturaleza social de la persona, y obedece a instancias de una más dilatada e incisiva eficacia operativa. En realidad, la incidencia «cultural», que es fuente y estímulo, pero también fruto y signo de cualquier transformación del ambiente y de la sociedad, puede realizarse, no tanto con la labor de un individuo, cuanto con la de un «sujeto social», o sea, de un grupo, de una comunidad, de una asociación, de un movimiento. Esto resulta particularmente cierto en el contexto de una sociedad pluralista y fraccionada —como es la actual en tantas partes del mundo—, y cuando se está frente a problemas enormemente complejos y difíciles. Por otra parte, sobre todo en un mundo secularizado, las diversas formas asociadas pueden representar, para muchos, una preciosa ayuda para llevar una vida cristiana coherente con las exigencias del Evangelio y para comprometerse en una acción misionera y apostólica. Más allá de estos motivos, la razón profunda que justifica y exige la asociación de los fieles laicos es de orden teológico, es una razón eclesiológica, como abiertamente reconoce el Concilio Vaticano II, cuando ve en el apostolado asociado un «signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo»[106]. Es un «signo» que debe manifestarse en las relaciones de «comunión», tanto dentro como fuera de las diversas formas asociativas, en el contexto más amplio de la comunidad cristiana. Precisamente la razón eclesiológica indicada explica, por una parte, el «derecho» de asociación que es propio de los fieles laicos; y, por otra, la necesidad de unos «criterios» de discernimiento acerca de la autenticidad eclesial de esas formas de asociarse. Ante todo debe reconocerse la libertad de asociación de los fieles laicos en la Iglesia. Tal libertad es un verdadero y propio derecho que no proviene de una especie de «concesión» de la autoridad, sino que deriva del Bautismo, en cuanto sacramento que llama a todos los fieles laicos a participar activamente en la comunión y misión de la Iglesia. El Concilio es del todo claro a este respecto: «Guardada la debida relación con la autoridad eclesiástica, los laicos tienen el derecho de fundar y dirigir asociaciones y de inscribirse en aquellas fundadas»[107]. Y el reciente Código afirma textualmente: «Los fieles tienen derecho a fundar y dirigir libremente asociaciones para fines de caridad o piedad, o para fomentar la vocación cristiana en el mundo; y también a reunirse para procurar en común esos mismos fines»[108].

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Se trata de una libertad reconocida y garantizada por la autoridad eclesiástica y que debe ser ejercida siempre y sólo en la comunión de la Iglesia. En este sentido, el derecho a asociarse de los fieles laicos es algo esencialmente relativo a la vida de comunión y a la misión de la misma Iglesia. Criterios de eclesialidad para las asociaciones laicales 30. La necesidad de unos criterios claros y precisos de discernimiento y reconocimiento de las asociaciones laicales, también llamados «criterios de eclesialidad», es algo que se comprende siempre en la perspectiva de la comunión y misión de la Iglesia, y no, por tanto, en contraste con la libertad de asociación. Como criterios fundamentales para el discernimiento de todas y cada una de las asociaciones de fieles laicos en la Iglesia se pueden considerar, unitariamente, los siguientes: — El primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad, y que se manifiesta «en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles»[109] como crecimiento hacia la plenitud de la vida cristiana y a la perfección en la caridad[110]. En este sentido, todas las asociaciones de fieles laicos, y cada una de ellas, están llamadas a ser —cada vez más— instrumento de santidad en la Iglesia, favoreciendo y alentando «una unidad más íntima entre la vida práctica y la fe de sus miembros»[111]. — La responsabilidad de confesar la fe católica, acogiendo y proclamando la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente. Por esta razón, cada asociación de fieles laicos debe ser un lugar en el que se anuncia y se propone la fe, y en el que se educa para practicarla en todo su contenido. — El testimonio de una comunión firme y convencida en filial relación con el Papa, centro perpetuo y visible de unidad en la Iglesia universal[112], y con el Obispo «principio y fundamento visible de unidad»[113] en la Iglesia particular, y en la «mutua estima entre todas las formas de apostolado en la Iglesia»[114]. La comunión con el Papa y con el Obispo está llamada a expresarse en la leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas doctrinales y sus orientaciones pastorales. La comunión eclesial exige, además, el reconocimiento de la legítima pluralidad de las diversas formas asociadas de los fieles laicos en la Iglesia, y, al mismo tiempo, la disponibilidad a la recíproca colaboración. — La conformidad y la participación en el «fin apostólico de la Iglesia», que es «la evangelización y santificación de los hombres y la formación cristiana de su conciencia, de

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modo que consigan impregnar con el espíritu evangélico las diversas comunidades y ambientes»[115]. Desde este punto de vista, a todas las formas asociadas de fieles laicos, y a cada una de ellas, se les pide un decidido ímpetu misionero que les lleve a ser, cada vez más, sujetos de una nueva evangelización. —El comprometerse en una presencia en la sociedad humana, que, a la luz de la doctrina social de la Iglesia, se ponga al servicio de la dignidad integral del hombre. En este sentido, las asociaciones de los fieles laicos deben ser corrientes vivas de participación y de solidaridad, para crear unas condiciones más justas y fraternas en la sociedad. Los criterios fundamentales que han sido enumerados, se comprueban en los frutos concretos que acompañan la vida y las obras de las diversas formas asociadas; como son el renovado gusto por la oración, la contemplación, la vida litúrgica y sacramental; el estímulo para que florezcan vocaciones al matrimonio cristiano, al sacerdocio ministerial y a la vida consagrada; la disponibilidad a participar en los programas y actividades de la Iglesia sea a nivel local, sea a nivel nacional o internacional; el empeño catequético y la capacidad pedagógica para formar a los cristianos; el impulsar a una presencia cristiana en los diversos ambientes de la vida social, y el crear y animar obras caritativas, culturales y espirituales; el espíritu de desprendimiento y de pobreza evangélica que lleva a desarrollar una generosa caridad para con todos; la conversión a la vida cristiana y el retorno a la comunión de los bautizados «alejados». El servicio de los Pastores a la comunión 31. Los Pastores en la Iglesia no pueden renunciar al servicio de su autoridad, incluso ante posibles y comprensibles dificultades de algunas formas asociativas y ante el afianzamiento de otras nuevas, no sólo por el bien de la Iglesia, sino además por el bien de las mismas asociaciones laicales. Así, habrán de acompañar la labor de discernimiento con la guía y, sobre todo, con el estímulo a un crecimiento de las asociaciones de los fieles laicos en la comunión y misión de la Iglesia. Es del todo oportuno que algunas nuevas asociaciones y movimientos, por su difusión nacional e incluso internacional, tengan a bien recibir un reconocimiento oficial, una aprobación explícita de la autoridad eclesiástica competente. El Concilio ya había afirmado lo siguiente en este sentido: «El apostolado de los laicos admite varios tipos de relaciones con la Jerarquía, según las diferentes formas y objetos de dicho apostolado (...). La Jerarquía reconoce explícitamente, de distintas maneras, algunas formas de apostolado laical. Puede, además, la autoridad eclesiástica, por exigencias del bien común de la Iglesia, elegir de entre las asociaciones y obras apostólicas que tienden inmediatamente a

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un fin espiritual, algunas de ellas, y promoverlas de modo peculiar, asumiendo respecto de ellas una responsabilidad especial»[116]. Entre las diversas formas apostólicas de los laicos que tienen una particular relación con la Jerarquía, los Padres sinodales han recordado explícitamente diversos movimientos y asociaciones de Acción Católica, en los cuales «los laicos se asocian libremente de modo orgánico y estable, bajo el impulso del Espíritu Santo, en comunión con el Obispo y con los sacerdotes, para poder servir, con fidelidad y laboriosidad, según el modo que es propio a su vocación y con un método particular, al incremento de toda la comunidad cristiana, a los proyectos pastorales y a la animación evangélica de todos los ámbitos de la vida»[117]. El Pontificio Consejo para los Laicos está encargado de preparar un elenco de las asociaciones que tienen la aprobación oficial de la Santa Sede, y de definir, juntamente con el Pontificio Consejo para la Unión de los Cristianos, las condiciones en base a las cuales puede ser aprobada una asociación ecuménica con mayoría católica y minoría no católica, estableciendo también los casos en los que no podrá llegarse a un juicio positivo[118]. Todos, Pastores y fieles, estamos obligados a favorecer y alimentar continuamente vínculos y relaciones fraternas de estima, cordialidad y colaboración entre las diversas formas asociativas de los laicos. Solamente así las riquezas de los dones y carismas que el Señor nos ofrece puede dar su fecunda y armónica contribución a la edificación de la casa común. «Para edificar solidariamente la casa común es necesario, además, que sea depuesto todo espíritu de antagonismo y de contienda y que se compita más bien en la estimación mutua (cf. Rm 12, 10), en el adelantarse en el recíproco afecto y en la voluntad de colaborar, con la paciencia, la clarividencia y la disponibilidad al sacrificio que ésto a veces pueda comportar»[119]. Volvemos una vez más a las palabras de Jesús: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5), para dar gracias a Dios por el gran don de la comunión eclesial, reflejo en el tiempo de la eterna e inefable comunión de amor de Dios Uno y Trino. La conciencia de este don debe ir acompañada de un fuerte sentido de responsabilidad. Es, en efecto, un don que, como el talento evangélico, exige ser negociado en una vida de creciente comunión. Ser responsables del don de la comunión significa, antes que nada, estar decididos a vencer toda tentación de división y de contraposición que insidie la vida y el empeño apostólico de los cristianos. El lamento de dolor y de desconcierto del apóstol Pablo: «Me refiero a que cada uno de vosotros dice: ¡"Yo soy de Pablo", "yo en cambio de Apolo", "yo de Cefas", "yo de Cristo"! ¿Está acaso dividido Cristo?» (1 Co 1, 12-13), continúa oyéndose hoy como reproche por las «laceraciones al Cuerpo de Cristo». Resuenen, en cambio, como persuasiva llamada, estas otras palabras del apóstol: «Os conjuro, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que tengáis todos un mismo sentir, y no haya entre

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vosotros disensiones; antes bien, viváis bien unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir» (1 Co 1, 10). La vida de comunión eclesial será así un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo: «Como tú Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). De este modo la comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión. CAPÍTULO IV LOS OBREROS DE LA VIÑA DEL SEÑOR Buenos administradores de la multiforme gracia de Dios La variedad de las vocaciones 45. Según la parábola evangélica, el «dueño de casa» llama a los obreros a su viña a distintas horas de la jornada: a algunos al alba, a otros hacia las nueve de la mañana, todavía a otros al mediodía y a las tres, a los últimos hacia las cinco (cf. Mt 20, 1 ss.). En el comentario a esta página del Evangelio, San Gregorio Magno interpreta las diversas horas de la llamada poniéndolas en relación con las edades de la vida. «Es posible —escribe— aplicar la diversidad de las horas a las diversas edades del hombre. En esta interpretación nuestra, la mañana puede representar ciertamente la infancia. Después, la tercera hora se puede entender como la adolescencia: el sol sube hacia lo alto del cielo, es decir crece el ardor de la edad. La sexta hora es la juventud: el sol está como en el medio del cielo, esto es, en esta edad se refuerza la plenitud del vigor. La ancianidad representa la hora novena, porque como el sol declina desde lo alto de su eje, así comienza a perder esta edad el ardor de la juventud. La hora undécima es la edad de aquéllos muy avanzados en los años (...). Los obreros, por tanto, son llamados a la viña a distintas horas, como para indicar que a la vida santa uno es conducido durante la infancia, otro en la juventud, otro en la ancianidad y otro en la edad más avanzada»[167]. Podemos asumir y ampliar el comentario de San Gregorio Magno en relación a la extraordinaria variedad de personas presentes en la Iglesia, todas y cada una llamadas a trabajar por el advenimiento del Reino de Dios, según la diversidad de vocaciones y situaciones, carismas y funciones. Es una variedad ligada no sólo a la edad, sino también a las diferencias de sexo y a la diversidad de dotes, a las vocaciones y condiciones de vida; es una variedad que hace más viva y concreta la riqueza de la Iglesia. Jóvenes, niños, ancianos Los jóvenes, esperanza de la Iglesia

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46. El Sínodo ha querido dedicar una particular atención a los jóvenes. Y con toda razón. En tantos países del mundo, ellos representan la mitad de la entera población y, a menudo, la mitad numérica del mismo Pueblo de Dios que vive en esos países. Ya bajo este aspecto los jóvenes constituyen una fuerza excepcional y son un gran desafío para el futuro de la Iglesia. En efecto, en los jóvenes la Iglesia percibe su caminar hacia el futuro que le espera y encuentra la imagen y la llamada de aquella alegre juventud, con la que el Espíritu de Cristo incesantemente la enriquece. En este sentido el Concilio ha definido a los jóvenes como «la esperanza de la Iglesia»[168]. Leemos en la carta dirigida a los jóvenes del mundo el 31 de marzo de 1985: «La Iglesia mira a los jóvenes; es más, la Iglesia de manera especial se mira a sí misma en los jóvenes, en todos vosotros y, a la vez, en cada una y en cada uno de vosotros. Así ha sido desde el principio, desde los tiempos apostólicos. Las palabras de San Juan en su Primera Carta pueden ser un singular testimonio: "Os escribo, jóvenes, porque habéis vencido al maligno. Os escribo a vosotros, hijos míos, porque habéis conocido al Padre (...). Os escribo, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios habita en vosotros" (1 Jn 2, 13 ss.) (...). En nuestra generación, al final del segundo Milenio después de Cristo, también la Iglesia se mira a sí misma en los jóvenes»[169]. Los jóvenes no deben considerarse simplemente como objeto de la solicitud pastoral de la Iglesia; son de hecho —y deben ser incitados a serlo— sujetos activos, protagonistas de la evangelización y artífices de la renovación social[170]. La juventud es el tiempo de un descubrimiento particularmente intenso del propio «yo» y del propio «proyecto de vida»; es el tiempo de un crecimiento que ha de realizarse «en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). Como han dicho los Padres sinodales, «la sensibilidad de la juventud percibe profundamente los valores de la justicia, de la no violencia y de la paz. Su corazón está abierto a la fraternidad, a la amistad y a la solidaridad. Se movilizan al máximo por las causas que afectan a la calidad de vida y a la conservación de la naturaleza. Pero también están llenos de inquietudes, de desilusiones, de angustias y miedo del mundo, además de las tentaciones propias de su estado»[171]. La Iglesia ha de revivir el amor de predilección que Jesús ha manifestado por el joven del Evangelio: «Jesús, fijando en él su mirada, le amó» (Mc 10, 21). Por eso la Iglesia no se cansa de anunciar a Jesucristo, de proclamar su Evangelio como la única y sobreabundante respuesta a las más radicales aspiraciones de los jóvenes, como la propuesta fuerte y enaltecedora de un seguimiento personal («ven y sígueme» [Mc 10, 21]), que supone compartir el amor filial de Jesús por el Padre y la participación en su misión de salvación de la humanidad. La Iglesia tiene tantas cosas que decir a los jóvenes, y los jóvenes tienen tantas cosas que decir a la Iglesia. Este recíproco diálogo —que se ha de llevar a cabo con gran cordialidad,

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claridad y valentía— favorecerá el encuentro y el intercambio entre generaciones, y será fuente de riqueza y de juventud para la Iglesia y para la sociedad civil. Dice el Concilio en su mensaje a los jóvenes: «La Iglesia os mira con confianza y con amor (...). Ella es la verdadera juventud del mundo (...) miradla y encontraréis en ella el rostro de Cristo»[172]. Los niños y el Reino de los cielos 47. Los niños son, desde luego, el término del amor delicado y generoso de Nuestro Señor Jesucristo: a ellos reserva su bendición y, más aún, les asegura el Reino de los cielos (cf. Mt 19, 13-15; Mc 10, 14). En particular, Jesús exalta el papel activo que tienen los pequeños en el Reino de Dios: son el símbolo elocuente y la espléndida imagen de aquellas condiciones morales y espirituales, que son esenciales para entrar en el Reino de Dios y para vivir la lógica del total abandono en el Señor: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. Y el que reciba incluso a uno solo de estos niños en mi nombre, a mí me recibe» (Mt 18, 3-5; cf. Lc 9, 48). La niñez nos recuerda que la fecundidad misionera de la Iglesia tiene su raíz vivificante, no en los medios y méritos humanos, sino en el don absolutamente gratuito de Dios. La vida de inocencia y de gracia de los niños, como también los sufrimientos que injustamente les son infligidos, en virtud de la Cruz de Cristo, obtienen un enriquecimiento espiritual para ellos y para toda la Iglesia. Todos debemos tomar de esto una conciencia más viva y agradecida. Además, se ha de reconocer que también en la edad de la infancia y de la niñez se abren valiosas posibilidades de acción tanto para la edificación de la Iglesia como para la humanización de la sociedad. Lo que el Concilio dice de la presencia benéfica y constructiva de los hijos en la familia «Iglesia doméstica»: «Los hijos, como miembros vivos de la familia, contribuyen, a su manera, a la santificación de los padres»[173], se ha de repetir de los niños en relación con la Iglesia particular y universal. Ya lo hacía notar Juan Gersón, teólogo y educador del siglo xv, para quien «los niños y los adolescentes no son, ciertamente, una parte de la Iglesia que se pueda descuidar»[174]. Los ancianos y el don de la sabiduría 48. A las personas ancianas —muchas veces injustamente consideradas inútiles, cuando no incluso como carga insoportable— recuerdo que la Iglesia pide y espera que sepan continuar esa misión apostólica y misionera, que no sólo es posible y obligada también a esa edad, sino que esa misma edad la convierte, en cierto modo, en específica y original. La Biblia siente una particular preferencia en presentar al anciano como el símbolo de la persona rica en sabiduría y llena de respeto a Dios (cf. Si 25, 4-6). En este mismo sentido, el «don» del anciano podría calificarse como el de ser, en la Iglesia y en la sociedad, el

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testigo de la tradición de fe (cf. Sal 44, 2; Ex 12, 26-27), el maestro de vida (cf. Si 6, 34; 8, 11-12), el que obra con caridad. El acrecentado número de personas ancianas en diversos países del mundo, y la cesación anticipada de la actividad profesional y laboral, abren un espacio nuevo a la tarea apostólica de los ancianos. Es un deber que hay que asumir, por un lado, superando decididamente la tentación de refugiarse nostálgicamente en un pasado que no volverá más, o de renunciar a comprometerse en el presente por las dificultades halladas en un mundo de continuas novedades; y, por otra parte, tomando conciencia cada vez más clara de que su propio papel en la Iglesia y en la sociedad de ningún modo conoce interrupciones debidas a la edad, sino que conoce sólo nuevos modos. Como dice el salmista: «Todavía en la vejez darán frutos, serán frescos y lozanos, para anunciar lo recto que es Yahvéh» (Sal 92, 15-16). Repito lo que dije durante la celebración del Jubileo de los Ancianos: «La entrada en la tercera edad ha de considerarse como un privilegio; y no sólo porque no todos tienen la suerte de alcanzar esta meta, sino también y sobre todo porque éste es el período de las posibilidades concretas de volver a considerar mejor el pasado, de conocer y de vivir más profundamente el misterio pascual, de convertirse en ejemplo en la Iglesia para todo el Pueblo de Dios (...). No obstante la complejidad de los problemas que debéis resolver y el progresivo debilitamiento de las fuerzas, y a pesar de las insuficiencias de las organizaciones sociales, los retrasos de la legislación oficial, las incomprensiones de una sociedad egoísta, vosotros no sois ni debéis sentiros al margen de la vida de la Iglesia, elementos pasivos de un mundo en excesivo movimiento, sino sujetos activos de un período humana y espiritualmente fecundo de la existencia humana. Tenéis todavía una misión que cumplir, una ayuda que dar. Según el designio divino, cada uno de los seres humanos es una vida en crecimiento, desde la primera chispa de la existencia hasta el último respiro»[175]. Mujeres y hombres 49. Los Padres sinodales han dedicado una atención particular a la condición y al papel de la mujer, con una doble intención: reconocer, e invitar a reconocer por parte de todos y una vez más, la indispensable contribución de la mujer a la edificación de la Iglesia y al desarrollo de la sociedad; y además, analizar más específicamente la participación de la mujer en la vida y en la misión de la Iglesia. Refiriéndose a Juan XXIII, que vió un signo de nuestro tiempo en la conciencia que tiene la mujer de su propia dignidad y en el ingreso de la mujer en la vida pública[176], los Padres sinodales —frente a las más variadas formas de discriminación y de marginación a las que está sometida por el simple hecho de ser mujer— han afirmado repetidamente y con fuerza la urgencia de defender y promover la dignidad personal de la mujer y, por tanto, su igualdad con el varon.

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Si es éste un deber de todos en la Iglesia y en la sociedad, lo es de modo particular de las mujeres, las cuales deben sentirse comprometidas como protagonistas en primera línea. Todavía queda mucho por hacer en bastantes partes del mundo y en diversos ámbitos, para destruir aquella injusta y demoledora mentalidad que considera al ser humano como una cosa, como un objeto de compraventa, como un instrumento del interés egoísta o del solo placer; tanto más cuanto la mujer misma es precisamente la primera víctima de tal mentalidad. Al contrario, sólo el abierto reconocimiento de la dignidad personal de la mujer constituye el primer paso a realizar para promover su plena participación tanto en la vida eclesial como en aquella social y pública. Se debe dar más amplia y decisiva respuesta a la petición hecha por la Exhortación Familiares consortio en relación con las múltiples discriminaciones de las que son víctimas las mujeres: «que por parte de todos se desarrolle una acción pastoral específica, más enérgica e incisiva, a fin de que estas situaciones sean vencidas definitivamente, de tal modo que se alcance la plena estima de la imagen de Dios que se refleja en todos los seres humanos sin excepción alguna»[177]. En la misma línea han afirmado los Padres sinodales: «La Iglesia, como expresión de su misión, debe oponerse con firmeza a todas las formas de discriminación y de abuso de la mujer»[178], y también señalaron que «la dignidad de la mujer —gravemente vulnerada en la opinión pública— debe ser recuperada mediante el efectivo respeto de los derechos de la persona humana y por medio de la práctica de la doctrina de la Iglesia»[179]. Concretamente, y en relación con la participación activa y responsable en la vida y en la misión de la Iglesia, se ha de hacer notar que ya el Concilio Vaticano II fue muy explícito en demandarla: «Ya que en nuestros días las mujeres toman cada vez más parte activa en toda la vida de la sociedad, es de gran importancia una mayor participación suya también en los varios campos del apostolado de la Iglesia»[180]. La conciencia de que la mujer —con sus dones y responsabilidades propias— tiene una específica vocación, ha ido creciendo y haciéndose más profunda en el período posconciliar, volviendo a encontrar su inspiración más original en el Evangelio y en la historia de la Iglesia. En efecto, para el creyente, el Evangelio —o sea, la palabra y el ejemplo de Jesucristo— permanece como el necesario y decisivo punto de referencia, y es fecundo e innovador al máximo, también en el actual momento histórico. Aunque no hayan sido llamadas al apostolado de los Doce y por tanto al sacerdocio ministerial, muchas mujeres acompañan a Jesús en su ministerio y asisten al grupo de los Apóstoles (cf. Lc 8, 2-3 ); están presentes al pie de la Cruz (cf. Lc 23, 49); ayudan al entierro de Jesús (cf. Lc 23, 55) y la mañana de Pascua reciben y transmiten el anuncio de la resurrección (cf. Lc 24, 1-10); rezan con los Apóstoles en el Cenáculo a la espera de Pentecostés (cf. Hch 1, 14). Siguiendo el rumbo trazado por el Evangelio, la Iglesia de los orígenes se separa de la cultura de la época y llama a la mujer a desempeñar tareas conectadas con la evangelización. En sus Cartas, Pablo recuerda, también por su propio nombre, a

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numerosas mujeres por sus varias funciones dentro y al servicio de las primeras comunidades eclesiales (cf. Rm 16, 1-15; Flp 4, 2-3; Col 4, 15; 1 Co 11, 5; 1 Tm 5, 16). «Si el testimonio de los Apóstoles funda la Iglesia —ha dicho Pablo VI—, el de las mujeres contribuye en gran manera a nutrir la fe de las comunidades cristianas»[181]. Y, como en los orígenes, así también en su desarrollo sucesivo la Iglesia siempre ha conocido —si bien en modos diversos y con distintos acentos— mujeres que han desempeñado un papel quizá decisivo y que han ejercido funciones de considerable valor para la misma Iglesia. Es una historia de inmensa laboriosidad, humilde y escondida la mayor parte de las veces, pero no por eso menos decisiva para el crecimiento y para la santidad de la Iglesia. Es necesario que esta historia se continúe, es más que se amplíe e intensifique ante la acrecentada y universal conciencia de la dignidad personal de la mujer y de su vocación, y ante la urgencia de una «nueva evangelización» y de una mayor «humanización» de las relaciones sociales. Recogiendo la consigna del Concilio Vaticano II —en la que se refleja el mensaje del Evangelio y de la historia de la Iglesia—, los Padres del Sínodo han formulado, entre otras, esta precisa «recomendación»: «Para su vida y su misión, es necesario que la Iglesia reconozca todos los dones de las mujeres y de los hombres, y los traduzca en vida concreta»[182]. Y más adelante agregaron: «Este Sínodo proclama que la Iglesia exige el reconocimiento y la utilización de estos dones, experiencias y aptitudes de los hombres y de las mujeres, para que su misión se haga más eficaz (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instructio de libertate christiana et liberatione, 72)»[183]. Fundamentos antropológicos y teológicos 50. La condición para asegurar la justa presencia de la mujer en la Iglesia y en la sociedad es una más penetrante y cuidadosa consideración de los fundamentos antropológicos de la condición masculina y femenina, destinada a precisar la identidad personal propia de la mujer en su relación de diversidad y de recíproca complementariedad con el hombre, no sólo por lo que se refiere a los papeles a asumir y las funciones a desempeñar, sino también, y más profundamente, por lo que se refiere a su estructura y a su significado personal. Los Padres sinodales han sentido vivamente esta exigencia, afirmando que «los fundamentos antropológicos y teológicos tienen necesidad de profundos estudios para resolver los problemas relativos al verdadero significado y a la dignidad de los dos sexos»[184]. Empeñándose en la reflexión sobre los fundamentos antropológicos y teológicos de la condición femenina, la Iglesia se hace presente en el proceso histórico de los distintos movimientos de promoción de la mujer y, calando en las raíces mismas del ser personal de la mujer, aporta a ese proceso su más valiosa contribución. Pero antes, y más todavía, la Iglesia quiere obedecer a Dios, quien, creando al hombre «a imagen suya», «varón y mujer los creó» (Gn 1, 27); así como también quiere acoger la llamada de Dios a conocer, a

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admirar y a vivir su designio. Es un designio que «al principio» ha sido impreso de modo indeleble en el mismo ser de la persona humana —varón y mujer— y, por tanto, en sus estructuras significativas y en sus profundos dinamismos. Precisamente este designio, sapientísimo y amoroso, exige ser explorado en toda la riqueza de su contenido: es la riqueza que desde el «principio» se ha ido manifestando progresivamente y realizando a lo largo de la entera historia de la salvación, y ha culminado en la «plenitud del tiempo», cuando «Dios mandó su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4). Aquella «plenitud» continúa en la historia: la lectura del designio de Dios acerca de la mujer se realiza incesantemente y se ha de llevar a cabo en la fe de la Iglesia, también gracias a la existencia concreta de tantas mujeres cristianas; sin olvidar la ayuda que pueda provenir de las diversas ciencias humanas y de las distintas culturas. Éstas, gracias a un luminoso discernimiento, podrán ayudar a captar y precisar los valores y exigencias que pertenecen a la esencia perenne de la mujer, y aquéllos que están ligados a la evolución histórica de las mismas culturas. Como nos recuerda el Concilio Vaticano II, «la Iglesia afirma que, bajo todos los cambios, hay muchas cosas que no cambian; éstas encuentran su fundamento último en Cristo, que es siempre el mismo: ayer, hoy y para siempre (cf. Hb 13, 8)»[185]. La Carta Apostólica sobre la dignidad y la vocación de la mujer se detiene en los fundamentos antropológicos y teológicos de la dignidad personal de la mujer. El documento —que vuelve a asumir, proseguir y especificar las reflexiones de la catequesis de los miércoles dedicada por largo tiempo a la «teología del cuerpo»— quiere ser, a la vez, el cumplimiento de una promesa hecha en la Encíclica Redemptoris Mater[186] y también la respuesta a la petición de los Padres sinodales. La lectura de la Carta Mulieris dignitatem, también por su carácter de meditación bíblico-teológica, podrá estimular a todos, hombres y mujeres, y en particular a los cultores de las ciencias humanas y de las disciplinas teológicas, a que prosigan el estudio crítico, de modo que profundicen siempre mejor —sobre la base de la dignidad personal del varón y de la mujer y de su recíproca relación— los valores y las dotes específicas de la femineidad y de la masculinidad, no sólo en el ámbito del vivir social, sino también y sobre todo en el de la existencia cristiana y eclesial. La meditación sobre los fundamentos antropológicos y teológicos de la mujer debe iluminar y guiar la respuesta cristiana a la pregunta, tan frecuente, y a veces tan aguda, acerca del espacio que la mujer puede y debe ocupar en la Iglesia y en la sociedad. De la palabra y de la actitud de Jesús —que son normativos para la Iglesia— resulta con gran claridad que no existe ninguna discriminación en el plano de la relación con Cristo, en quien «no existe más varón y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28); ni tampoco en el plano de la participación en la vida y en la santidad de la Iglesia, como testifica espléndidamente la profecía de Joel, que se cumplió en Pentecostés: «Yo derramaré mi espíritu sobre cada hombre y vuestros hijos y vuestras hijas se convertirán en profetas» (Jl 3, 1; cf. Hch 2, 17 ss.). Como se lee en la Carta Apostólica sobre la dignidad y

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la vocación de la mujer, «uno y otro —tanto la mujer como el varón— (...) son capaces, en igual medida, de recibir el don de la verdad divina y del amor en el Espíritu Santo. Los dos acogen sus "visitaciones" salvíficas y santificantes»[187]. Misión en la Iglesia y en el mundo 51. Después, acerca de la participación en la misión apostólica de la Iglesia, es indudable que —en virtud del Bautismo y de la Confirmación— la mujer, lo mismo que el varón, es hecha partícipe del triple oficio de Jesucristo Sacerdote, Profeta, Rey; y, por tanto, está habilitada y comprometida en el apostolado fundamental de la Iglesia: la evangelización. Por otra parte, precisamente en la realización de este apostolado, la mujer está llamada a ejercitar sus propios «dones»: en primer lugar, el don de su misma dignidad personal, mediante la palabra y el testimonio de vida; y después los dones relacionados con su vocación femenina. En la participación en la vida y en la misión de la Iglesia, la mujer no puede recibir el sacramento del Orden; ni, por tanto, puede realizar las funciones propias del sacerdocio ministerial. Es ésta una disposición que la Iglesia ha comprobado siempre en la voluntad precisa —totalmente libre y soberana— de Jesucristo, el cual ha llamado solamente a varones para ser sus apóstoles[188]; una disposición que puede ser iluminada desde la relación entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa[189]. Nos encontramos en el ámbito de la función, no de la dignidad ni de la santidad. En realidad, se debe afirmar que, «aunque la Iglesia posee una estructura "jerárquica", sin embargo esta estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo»[190]. Pero, como ya decía Pablo VI, si «nosotros no podemos cambiar el comportamiento de nuestro Señor ni la llamada por Él dirigida a las mujeres, sin embargo debemos reconocer y promover el papel de la mujer en la misión evangelizadora y en la vida de la comunidad cristiana»[191]. Es del todo necesario, entonces, pasar del reconocimiento teórico de la presencia activa y responsable de la mujer en la Iglesia a la realización práctica. Y en este preciso sentido debe leerse la presente Exhortación, la cual se dirige a los fieles laicos con deliberada y repetida especificación «hombres y mujeres». Además, el nuevo Código de Derecho Canónico contiene múltiples disposiciones acerca de la participación de la mujer en la vida y en la misión de la Iglesia. Son disposiciones que exigen ser más ampliamente conocidas, y puestas en práctica con mayor tempestividad y determinación, si bien teniendo en cuenta las diversas sensibilidades culturales y oportunidades pastorales. Ha de pensarse, por ejemplo, en la participación de las mujeres en los Consejos pastorales diocesanos y parroquiales, como también en los Sínodos diocesanos y en los Concilios

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particulares. En este sentido, los Padres sinodales han escrito: «Participen las mujeres en la vida de la Iglesia sin ninguna discriminación, también en las consultaciones y en la elaboración de las decisiones»[192]. Y además han dicho: «Las mujeres—las cuales tienen ya una gran importancia en la transmisión de la fe y en la prestación de servicios de todo tipo en la vida de la Iglesia— deben ser asociadas a la preparación de los documentos pastorales y de las iniciativas misioneras, y deben ser reconocidas como cooperadoras de la misión de la Iglesia en la familia, en la profesión y en la comunidad civil»[193]. En el ámbito más específico de la evangelización y de la catequesis hay que promover con más fuerza la responsabilidad particular que tiene la mujer en la transmisión de la fe, no sólo en la familia sino también en los más diversos lugares educativos y, en términos más amplios, en todo aquello que se refiere a la recepción de la Palabra de Dios, su comprensión y su comunicación, también mediante el estudio, la investigación y la docencia teológica. Mientras lleve a cabo su compromiso de evangelizar, la mujer sentirá más vivamente la necesidad de ser evangelizada. Así, con los ojos iluminados por la fe (cf. Ef 1, 18), la mujer podrá distinguir lo que verdaderamente responde a su dignidad personal y a su vocación, de todo aquello que —quizás con el pretexto de esta «dignidad» y en nombre de la «libertad» y del «progreso»— hace que la mujer no sirva a la consolidación de los verdaderos valores, sino que, al contrario, se haga responsable de la degradación moral de las personas, de los ambientes y de la sociedad. Llevar a cabo un «discernimiento» semejante es una urgencia histórica impostergable; y, al mismo tiempo, es una posibilidad y una exigencia que derivan de la participación, por parte de la mujer cristiana, en el oficio profético de Cristo y de su Iglesia. El «discernimiento», del que habla muchas veces el apóstol Pablo, no consiste sólo en la ponderación de las realidades y de los acontecimientos a la luz de la fe; es también decisión concreta y compromiso operativo, no sólo en el ámbito de la Iglesia, sino también en aquél otro de la sociedad humana. Se puede decir que todos los problemas del mundo actual —de los que ya hablaba la segunda parte de la Constitución conciliar Gaudium et spes, y que el tiempo no ha resuelto en absoluto, ni los ha atenuado— deben ver a las mujeres presentes y comprometidas, y precisamente con su aportación típica e insustituible. En particular, dos grandes tareas confiadas a la mujer merecen ser propuestas a la atención de todos. En primer lugar, la responsabilidad de dar plena dignidad a la vida matrimonial y a la maternidad. Nuevas posibilidades se abren hoy a la mujer en orden a una comprensión más profunda y a una más rica realización de los valores humanos y cristianos implicados en la vida conyugal y en la experiencia de la maternidad. El mismo varón —el marido y el padre— puede superar formas de ausencia o presencia episódica y parcial, es más, puede

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involucrarse en nuevas y significativas relaciones de comunión interpersonal, gracias precisamente al hacer inteligente, amoroso y decisivo de la mujer. Después, la tarea de asegurar la dimensión moral de la cultura, esto es, de una cultura digna del hombre, de su vida personal y social. El Concilio Vaticano II parece relacionar la dimensión moral de la cultura con la participación de los laicos en la misión real de Cristo. «Los laicos —dice—, también asociando fuerzas, purifiquen las instituciones y las condiciones de vida en el mundo, si se dieran aquéllas que empujan las costumbres al pecado, de modo que todas sean hechas conformes con las normas de la justicia y, en vez de obstaculizar, favorezcan el ejercicio de las virtudes. Obrando de este modo, impregnarán de valor moral la cultura y los trabajos del hombre»[194]. A medida que la mujer participa activa y responsablemente en la función de aquellas instituciones de las que depende la salvaguardia del primado que se ha de dar a los valores humanos en la vida de las comunidades políticas, las palabras recién citadas del Concilio señalan un importante campo de apostolado femenino. En todas las dimensiones de la vida de estas comunidades, desde la dimensión socioeconómica a la socio-política, deben ser respetadas y promovidas la dignidad personal de la mujer y su específica vocación: no sólo en el ámbito individual, sino también en el comunitario; no sólo en las formas dejadas a la libertad responsable de las personas, sino también en las formas garantizadas por las justas leyes civiles. «No es bueno que el hombre esté solo; quiero hacerle una ayuda semejante a él» (Gn 2, 18). Dios creador ha confiado el hombre a la mujer. Es cierto que el hombre ha sido confiado a cada hombre, pero lo ha sido en modo particular a la mujer, porque precisamente la mujer parece tener una específica sensibilidad —gracias a su especial experiencia de su maternidad— por el hombre y por todo aquello que constituye su verdadero bien, comenzando por el valor fundamental de la vida. ¡Qué grandes son las posibilidades y las responsabilidades de la mujer en este campo!; especialmente en una época en la que el desarrollo de la ciencia y de la técnica no está siempre inspirado ni medido por la verdadera sabiduría, con el riesgo inevitable de «deshumanizar» la vida humana, sobre todo cuando ella está exigiendo un amor más intenso y una más generosa acogida. La participación de la mujer en la vida de la Iglesia y de la sociedad, mediante sus dones, constituye el camino necesario de su realización personal —sobre la que hoy tanto se insiste con justa razón— y, a la vez, la aportación original de la mujer al enriquecimiento de la comunión eclesial y al dinamismo apostólico del Pueblo de Dios. En esta perspectiva se debe considerar también la presencia del varón, junto con la mujer. Copresencia y colaboración de los hombres y de las mujeres

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52. En el aula sinodal no ha faltado la voz de los que han expresado el temor de que una excesiva insistencia centrada sobre la condición y el papel de las mujeres pudiera desembocar en un inaceptable olvido: el referente a los hombres. En realidad, diversas situaciones eclesiales tienen que lamentar la ausencia o escasísima presencia de los hombres, de los que una parte abdica de las propias responsabilidades eclesiales, dejando que sean asumidas sólo por las mujeres, como, por ejemplo, la participación en la oración litúrgica en la iglesia, la educación y concretamente la catequesis de los propios hijos y de otros niños, la presencia en encuentros religiosos y culturales, la colaboración en iniciativas caritativas y misioneras. Se ha de urgir pastoralmente la presencia coordinada de los hombres y de las mujeres para hacer más completa, armónica y rica la participación de los fieles laicos en la misión salvífica de la Iglesia. La razón fundamental que exige y explica la simultánea presencia y la colaboración de los hombres y de las mujeres no es sólo, como se ha hecho notar, la mayor significatividad y eficacia de la acción pastoral de la Iglesia; ni mucho menos el simple dato sociológico de una convivencia humana, que está naturalmente hecha de hombres y de mujeres. Es, más bien, el designio originario del Creador que desde el «principio» ha querido al ser humano como «unidad de los dos»; ha querido al hombre y a la mujer como primera comunidad de personas, raíz de cualquier otra comunidad y, al mismo tiempo, como «signo» de aquella comunión interpersonal de amor que constituye la misteriosa vida íntima de Dios Uno y Trino. Precisamente por esto, el modo más común y capilar, y al mismo tiempo fundamental, para asegurar esta presencia coordinada y armónica de hombres y mujeres en la vida y en la misión de la Iglesia, es el ejercicio de los deberes y responsabilidades del matrimonio y de la familia cristiana, en el que se transparenta y comunica la variedad de las diversas formas de amor y de vida: la forma conyugal, paterna y materna, filial y fraterna. Leemos en la Exhortación Familiaris consortio: «Si la familia cristiana es esa comunidad cuyos vínculos son renovados por Cristo mediante la fe y los sacramentos, su participación en la misión de la Iglesia debe realizarse según una modalidad comunitaria. Juntos, por tanto, los cónyuges en cuanto matrimonio, y los padres e hijos en cuanto familia, han de vivir su servicio a la Iglesia y al mundo (...). La familia cristiana edifica además el Reino de Dios en la historia mediante esas mismas realidades cotidianas que hacen relación y singularizan su condición de vida. Es entonces en el amor conyugal y familiar —vivido en su extraordinaria riqueza de valores y exigencias de totalidad, unicidad, fidelidad y fecundidad— donde se expresa y realiza la participación de la familia cristiana en la misión profética, sacerdotal y real de Jesucristo y de su Iglesia»[195]. Situándose en esta perspectiva, los Padres sinodales han reafirmado el significado que el sacramento del Matrimonio debe asumir en la Iglesia y en la sociedad, para iluminar e inspirar todas las relaciones entre el hombre y la mujer. En tal sentido, han afirmado «la

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urgente necesidad de que cada cristiano viva y anuncie el mensaje de esperanza contenido en la relación entre hombre y mujer. El sacramento del Matrimonio, que consagra esta relación en su forma conyugal y la revela como signo de la relación de Cristo con su Iglesia, contiene una enseñanza de gran importancia para la vida de la Iglesia. Esta enseñanza debe llegar por medio de la Iglesia al mundo de hoy; todas las relaciones entre el hombre y la mujer han de inspirarse en este espíritu. La Iglesia debe utilizar esta riqueza todavía más plenamente»[196]. Los mismos Padres sinodales han hecho notar justamente que «han de ser recuperadas la estima de la virginidad y el respeto por la maternidad»[197]: una vez más, para el desarrollo de vocaciones diversas y complementarias en el contexto vivo de la comunión eclesial y al servicio de su continuo crecimiento. Los enfermos y los que sufren 53. El hombre está llamado a la alegría, pero experimenta diariamente tantísimas formas de sufrimiento y de dolor. En su Mensaje final, los Padres sinodales se han dirigido con estas palabras a los hombres y mujeres afectados de las más diversas formas de sufrimiento y de dolor, con estas palabras: «Vosotros, los abandonados y marginados por nuestra sociedad consumista; vosotros, enfermos, minusválidos, pobres, hambrientos, emigrantes, prófugos, prisioneros, desocupados, ancianos, niños abandonados y personas solas; vosotros, víctimas de la guerra y de toda violencia que emana de nuestra sociedad permisiva: la Iglesia participa de vuestro sufrimiento que conduce al Señor, el cual os asocia a su Pasión redentora y os hace vivir a la luz de su Redención. Contamos con vosotros para enseñar al mundo entero qué es el amor. Haremos todo lo posible para que encontréis el lugar al que tenéis derecho en la sociedad y en la Iglesia»[198]. En el contexto de un mundo sin confines, como es el del sufrimiento humano, dirijamos ahora la atención a los aquejados por la enfermedad en sus más diversas formas. Los enfermos, en efecto, son la expresión más frecuente y más común del sufrir humano. A todos y a cada uno se dirige el llamamiento del Señor: también los enfermos son enviados como obreros a su viña. El peso que oprime los miembros del cuerpo y menoscaba la serenidad del alma, lejos de retraerles del trabajar en la viña, los llama a vivir su vocación humana y cristiana y a participar en el crecimiento del Reino de Dios con nuevas modalidades, incluso más valiosas. Las palabras del apóstol Pablo han de convertirse en su programa de vida y, antes todavía, son luz que hace resplandecer a sus ojos el significado de gracia de su misma situación: «Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Precisamente haciendo este descubrimiento, el apóstol arribó a la alegría: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros» (Col 1, 24). Del mismo modo, muchos enfermos pueden convertirse en portadores del «gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones» (1 Ts 1, 6) y ser testigos de la Resurrección de Jesús. Como ha manifestado un minusválido en su intervención en el aula sinodal, «es de gran importancia aclarar el hecho de que los cristianos que viven en situaciones de enfermedad, de dolor y

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de vejez, no están invitados por Dios solamente a unir su dolor a la Pasión de Cristo, sino también a acoger ya ahora en sí mismos y a transmitir a los demás la fuerza de la renovación y la alegría de Cristo resucitado (cf. 2 Co 4, 10-11; 1 P 4, 13; Rm 8, 18 ss.)»[199]. Por su parte —como se lee en la Carta Apostólica Salvifici doloris— «la Iglesia que nace del misterio de la redención en la Cruz de Cristo, está obligada a buscar el encuentro con el hombre, de modo particular, en el camino de su sufrimiento. En un encuentro de tal índole el hombre "constituye el camino de la Iglesia", y es éste uno de los caminos más importantes»[200]. El hombre que sufre es camino de la Iglesia porque, antes que nada, es camino del mismo Cristo, el buen Samaritano que «no pasó de largo», sino que «tuvo compasión y acercándose, vendó sus heridas (...) y cuidó de él» (Lc 10, 32-34). A lo largo de los siglos, la comunidad cristiana ha vuelto a copiar la parábola evangélica del buen Samaritano en la inmensa multitud de personas enfermas y que sufren, revelando y comunicando el amor de curación y consolación de Jesucristo. Esto ha tenido lugar mediante el testimonio de la vida religiosa consagrada al servicio de los enfermos y mediante el infatigable esfuerzo de todo el personal sanitario. Además hoy, incluso en los mismos hospitales y nosocomios católicos, se hace cada vez más numerosa, y quizá también total y exclusiva, la presencia de fieles laicos, hombres y mujeres. Precisamente ellos, médicos, enfermeros, otros miembros del personal sanitario, voluntarios, están llamados a ser la imagen viva de Cristo y de su Iglesia en el amor a los enfermos y los que sufren. Acción pastoral renovada 54. Es necesario que esta preciosísima herencia, que la Iglesia ha recibido de Jesucristo «médico de la carne y del espíritu»[201], no sólo no disminuya jamás, sino que sea valorizada y enriquecida cada vez más mediante una recuperación y un decidido relanzamiento de la acción pastoral para y con los enfermos y los que sufren. Ha de ser una acción capaz de sostener y de promover atención, cercanía, presencia, escucha, diálogo, participación y ayuda concreta para con el hombre, en momentos en los que la enfermedad y el sufrimiento ponen a dura prueba, no sólo su confianza en la vida, sino también su misma fe en Dios y en su amor de Padre. Este relanzamiento pastoral tiene su expresión más significativa en la celebración sacramental con y para los enfermos, como fortaleza en el dolor y en la debilidad, como esperanza en la desesperación, como lugar de encuentro y de fiesta. Uno de los objetivos fundamentales de esta renovada e intensificada acción pastoral —que no puede dejar de implicar coordinadamente a todos los componentes de la comunidad eclesial— es considerar al enfermo, al minusválido, al que sufre, no simplemente como término del amor y del servicio de la Iglesia, sino más bien como sujeto activo y responsable de la obra de evangelización y de salvación. Desde este punto de vista, la

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Iglesia tiene un buen mensaje que hacer resonar dentro de la sociedad y de las culturas que, habiendo perdido el sentido del sufrir humano, silencian cualquier forma de hablar sobre esta dura realidad de la vida. Y la buena nueva está en el anuncio de que el sufrir puede tener también un significado positivo para el hombre y para la misma sociedad, llamado como esta a convertirse en una forma de participación en el sufrimiento salvador de Cristo y en su alegría de resucitado, y, por tanto, una fuerza de santificación y edificación de la Iglesia. El anuncio de esta buena nueva resulta convincente cuando no resuena simplemente en los labios, sino que pasa a través del testimonio de vida, tanto de los que cuidan con amor a los enfermos, los minusválidos y los que sufren, como de estos mismos, hechos cada vez más conscientes y responsables de su lugar y tarea en la Iglesia y por la Iglesia. Para que la «civilización del amor» pueda florecer y fructificar en el inmenso mundo del dolor humano, podrá ser de gran utilidad la frecuente meditación de la Carta Apostólica Salvifici doloris, de la que recordamos las líneas finales: «Es necesario, por tanto, que a los pies de la Cruz del Calvario acudan espiritualmente todos los que sufren y creen en Cristo y, en concreto, los que sufren a causa de su fe en el Crucificado y Resucitado, para que el ofrecimiento de sus sufrimientos acelere el cumplimiento de la oración del mismo Salvador por la unidad de todos (cf. Jn 17, 11. 21-22). Acudan también allí los hombres de buena voluntad, porque en la Cruz está el "Redentor del hombre", el Varón de dolores, que ha asumido para sí los sufrimientos físicos y morales de los hombres de todos los tiempos, para que en el amor puedan encontrar el sentido salvífico de su dolor y respuestas válidas a todos sus interrogantes. Junto a María, Madre de Cristo, que estaba al pie de la Cruz (cf. Jn 19, 25), nos detenemos junto a todas las cruces del hombre de hoy (...). Y a todos vosotros, los que sufrís, os pedimos que nos sostengáis. Precisamente a vosotros que sois débiles, os pedimos que os convirtáis en fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. ¡En el terrible combate entre las fuerzas del bien y del mal, que nuestro mundo contemporáneo nos ofrece de espectáculo, venza vuestro sufrimiento en unión con la Cruz de Cristo!»[202]. Estados de vida y vocaciones 55. Obreros de la viña son todos los miembros del Pueblo de Dios: los sacerdotes, los religiosos y religiosas, los fieles laicos, todos a la vez objeto y sujeto de la comunión de la Iglesia y de la participación en su misión de salvación. Todos y cada uno trabajamos en la única y común viña del Señor con carismas y ministerios diversos y complementarios. Ya en el plano del ser, antes todavía que en el del obrar, los cristianos son sarmientos de la única vid fecunda que es Cristo; son miembros vivos del único Cuerpo del Señor edificado en la fuerza del Espíritu. En el plano del ser: no significa sólo mediante la vida de gracia y santidad, que es la primera y más lozana fuente de fecundidad apostólica y misionera de la Santa Madre Iglesia; sino que significa también el estado de vida que caracteriza a los

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sacerdotes y los diáconos, los religiosos y religiosas, los miembros de institutos seculares, los fieles laicos. En la Iglesia-Comunión los estados de vida están de tal modo relacionados entre sí que están ordenados el uno al otro. Ciertamente es común —mejor dicho, único— su profundo significado: el de ser modalidad según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la universal vocación a la santidad en la perfección del amor. Son modalidades a la vez diversas y complementarias, de modo que cada una de ellas tiene su original e inconfundible fisionomía, y al mismo tiempo cada una de ellas está en relación con las otras y a su servicio. Así el estado de vida laical tiene en la índole secular su especificidad y realiza un servicio eclesial testificando y volviendo a hacer presente, a su modo, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, el significado que tienen las realidades terrenas y temporales en el designio salvífico de Dios. A su vez, el sacerdocio ministerial representa la garantía permanente de la presencia sacramental de Cristo Redentor en los diversos tiempos y lugares. El estado religioso testifica la índole escatológica de la Iglesia, es decir, su tensión hacia el Reino de Dios, que viene prefigurado y, de algún modo, anticipado y pregustado por los votos de castidad, pobreza y obediencia. Todos los estados de vida, ya sea en su totalidad como cada uno de ellos en relación con los otros, están al servicio del crecimiento de la Iglesia; son modalidades distintas que se unifican profundamente en el «misterio de comunión» de la Iglesia y que se coordinan dinámicamente en su única misión. De este modo, el único e idéntico misterio de la Iglesia revela y revive, en la diversidad de estados de vida y en la variedad de vocaciones, la infinita riqueza del misterio de Jesucristo. Como gusta repetir a los Padres, la Iglesia es como un campo de fascinante y maravillosa variedad de hierbas, plantas, flores y frutos. San Ambrosio escribe: «Un campo produce muchos frutos, pero es mejor el que abunda en frutos y en flores. Ahora bien, el campo de la santa Iglesia es fecundo en unos y otras. Aquí puedes ver florecer las gemas de la virginidad, allá la viudez dominar austera como los bosques en la llanura; más allá la rica cosecha de las bodas bendecidas por la Iglesia colmar de mies abundante los grandes graneros del mundo, y los lagares del Señor Jesús sobreabundar de los frutos de vid lozana, frutos de los cuales están llenos los matrimonios cristianos»[203]. Las diversas vocaciones laicales 56. La rica variedad de la Iglesia encuentra su ulterior manifestación dentro de cada uno de los estados de vida. Así, dentro del estado de vida laical se dan diversas «vocaciones», o sea, diversos caminos espirituales y apostólicos que afectan a cada uno de los fieles laicos. En el álveo de una vocación laical «común» florecen vocaciones laicales «particulares». En este campo podemos recordar también la experiencia espiritual que ha madurado

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recientemente en la Iglesia con el florecer de diversas formas de Institutos seculares. A los fieles laicos, y también a los mismos sacerdotes, está abierta la posibilidad de profesar los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia a través de los votos o las promesas, conservando plenamente la propia condición laical o clerical[204]. Como han puesto de manifiesto los Padres sinodales, «el Espíritu Santo promueve también otras formas de entrega de sí mismo a las que se dedican personas que permanecen plenamente en la vida laical»[205]. Podemos concluir releyendo una hermosa página de San Francisco de Sales, que tanto ha promovido la espiritualidad de los laicos[206]. Hablando de la «devoción», es decir de la perfección cristiana o «vida según el Espíritu», presenta de manera simple y espléndida la vocación de todos los cristianos a la santidad y, al mismo tiempo, el modo específico con que cada cristiano la realiza: «En la Creación Dios mandó a las plantas producir sus frutos, cada una "según su especie" (Gn 1, 11). El mismo mandamiento dirige a los cristianos, que son plantas vivas de su Iglesia, para que produzcan frutos de devoción, cada uno según su estado y condición. La devoción debe ser practicada en modo diverso por el hidalgo, por el artesano, por el sirviente, por el príncipe, por la viuda, por la mujer soltera y por la casada. Pero esto no basta; es necesario además conciliar la práctica de la devoción con las fuerzas, con las obligaciones y deberes de cada persona (...). Es un error —mejor dicho, una herejía— pretender excluir el ejercicio de la devoción del ambiente militar, del taller de los artesanos, de la corte de los príncipes, de los hogares de los casados. Es verdad, Filotea, que la devoción puramente contemplativa, monástica y religiosa sólo puede ser vivida en estos estados, pero además de estos tres tipos de devoción, hay muchos otros capaces de hacer perfectos a quienes viven en condiciones seculares. Por eso, en cualquier lugar que nos encontremos, podemos y debemos aspirar a la vida perfecta»[207]. Colocándose en esa misma línea, el Concilio Vaticano II escribe: «Este comportamiento espiritual de los laicos debe asumir una peculiar característica del estado de matrimonio y familia, de celibato o de viudez, de la condición de enfermedad, de la actividad profesional y social. No dejen, por tanto, de cultivar constantemente las cualidades y las dotes otorgadas correspondientes a tales condiciones, y de servirse de los propios dones recibidos del Espíritu Santo»[208]. Lo que vale para las vocaciones espirituales vale también, y en cierto sentido con mayor motivo, para las infinitas diversas modalidades según las cuales todos y cada uno de los miembros de la Iglesia son obreros que trabajan en la viña del Señor, edificando el Cuerpo místico de Cristo. En verdad, cada uno es llamado por su nombre, en la unicidad e irrepetibilidad de su historia personal, a aportar su propia contribución al advenimiento del Reino de Dios. Ningún talento, ni siquiera el más pequeño, puede ser escondido o quedar inutilizado (cf. Mt 25, 24-27). El apóstol Pedro nos advierte: «Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1 P 4, 10).

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5. FRANCISCO, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, nn. 46, 61-75, 87-92, 102-109 y 268-274 V. Una madre de corazón abierto 46. La Iglesia «en salida» es una Iglesia con las puertas abiertas. Salir hacia los demás para llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin rumbo y sin sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino. A veces es como el padre del hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin dificultad.

Algunos desafíos culturales 61. Evangelizamos también cuando tratamos de afrontar los diversos desafíos que puedan presentarse[56]. A veces éstos se manifiestan en verdaderos ataques a la libertad religiosa o en nuevas situaciones de persecución a los cristianos, las cuales en algunos países han alcanzado niveles alarmantes de odio y violencia. En muchos lugares se trata más bien de una difusa indiferencia relativista, relacionada con el desencanto y la crisis de las ideologías que se provocó como reacción contra todo lo que parezca totalitario. Esto no perjudica sólo a la Iglesia, sino a la vida social en general. Reconozcamos que una cultura, en la cual cada uno quiere ser el portador de una propia verdad subjetiva, vuelve difícil que los ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los beneficios y deseos personales. 62. En la cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Lo real cede el lugar a la apariencia. En muchos países, la globalización ha significado un acelerado deterioro de las raíces culturales con la invasión de tendencias pertenecientes a otras culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente debilitadas. Así lo han manifestado en distintos Sínodos los Obispos de varios continentes. Los Obispos africanos, por ejemplo, retomando la Encíclica Sollicitudo rei socialis, señalaron años atrás que muchas veces se quiere convertir a los países de África en simples «piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de comunicación social, los cuales, al estar dirigidos mayormente por centros de la parte Norte del mundo, no siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los problemas propios de estos países, ni respetan su fisonomía cultural»[57]. Igualmente, los Obispos de Asia «subrayaron los influjos que desde el exterior se ejercen sobre las culturas asiáticas. Están apareciendo nuevas formas de conducta, que son resultado de una excesiva exposición a los medios de comunicación social […] Eso tiene como consecuencia que los aspectos negativos de las industrias de los

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medios de comunicación y de entretenimiento ponen en peligro los valores tradicionales»[58]. 63. La fe católica de muchos pueblos se enfrenta hoy con el desafío de la proliferación de nuevos movimientos religiosos, algunos tendientes al fundamentalismo y otros que parecen proponer una espiritualidad sin Dios. Esto es, por una parte, el resultado de una reacción humana frente a la sociedad materialista, consumista e individualista y, por otra parte, un aprovechamiento de las carencias de la población que vive en las periferias y zonas empobrecidas, que sobrevive en medio de grandes dolores humanos y busca soluciones inmediatas para sus necesidades. Estos movimientos religiosos, que se caracterizan por su sutil penetración, vienen a llenar, dentro del individualismo imperante, un vacío dejado por el racionalismo secularista. Además, es necesario que reconozcamos que, si parte de nuestro pueblo bautizado no experimenta su pertenencia a la Iglesia, se debe también a la existencia de unas estructuras y a un clima poco acogedores en algunas de nuestras parroquias y comunidades, o a una actitud burocrática para dar respuesta a los problemas, simples o complejos, de la vida de nuestros pueblos. En muchas partes hay un predominio de lo administrativo sobre lo pastoral, así como una sacramentalización sin otras formas de evangelización. 64. El proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Además, al negar toda trascendencia, ha producido una creciente deformación ética, un debilitamiento del sentido del pecado personal y social y un progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una desorientación generalizada, especialmente en la etapa de la adolescencia y la juventud, tan vulnerable a los cambios. Como bien indican los Obispos de Estados Unidos de América, mientras la Iglesia insiste en la existencia de normas morales objetivas, válidas para todos, «hay quienes presentan esta enseñanza como injusta, esto es, como opuesta a los derechos humanos básicos. Tales alegatos suelen provenir de una forma de relativismo moral que está unida, no sin inconsistencia, a una creencia en los derechos absolutos de los individuos. En este punto de vista se percibe a la Iglesia como si promoviera un prejuicio particular y como si interfiriera con la libertad individual»[59]. Vivimos en una sociedad de la información que nos satura indiscriminadamente de datos, todos en el mismo nivel, y termina llevándonos a una tremenda superficialidad a la hora de plantear las cuestiones morales. Por consiguiente, se vuelve necesaria una educación que enseñe a pensar críticamente y que ofrezca un camino de maduración en valores. 65. A pesar de toda la corriente secularista que invade las sociedades, en muchos países —aun donde el cristianismo es minoría— la Iglesia católica es una institución creíble ante la opinión pública, confiable en lo que respecta al ámbito de la solidaridad y de la preocupación por los más carenciados. En repetidas ocasiones ha servido de mediadora en favor de la solución de problemas que afectan a la paz, la concordia, la tierra, la defensa de la vida, los derechos humanos y ciudadanos, etc. ¡Y cuánto aportan las escuelas y universidades católicas en todo el mundo! Es muy bueno que así sea. Pero nos cuesta

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mostrar que, cuando planteamos otras cuestiones que despiertan menor aceptación pública, lo hacemos por fidelidad a las mismas convicciones sobre la dignidad humana y el bien común. 66. La familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja. Como enseñan los Obispos franceses, no procede «del sentimiento amoroso, efímero por definición, sino de la profundidad del compromiso asumido por los esposos que aceptan entrar en una unión de vida total»[60]. 67. El individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas, y que desnaturaliza los vínculos familiares. La acción pastoral debe mostrar mejor todavía que la relación con nuestro Padre exige y alienta una comunión que sane, promueva y afiance los vínculos interpersonales. Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos «mutuamente a llevar las cargas» (Ga 6,2). Por otra parte, hoy surgen muchas formas de asociación para la defensa de derechos y para la consecución de nobles objetivos. Así se manifiesta una sed de participación de numerosos ciudadanos que quieren ser constructores del desarrollo social y cultural. Desafíos de la inculturación de la fe 68. El substrato cristiano de algunos pueblos —sobre todo occidentales— es una realidad viva. Allí encontramos, especialmente en los más necesitados, una reserva moral que guarda valores de auténtico humanismo cristiano. Una mirada de fe sobre la realidad no puede dejar de reconocer lo que siembra el Espíritu Santo. Sería desconfiar de su acción libre y generosa pensar que no hay auténticos valores cristianos donde una gran parte de la población ha recibido el Bautismo y expresa su fe y su solidaridad fraterna de múltiples maneras. Allí hay que reconocer mucho más que unas «semillas del Verbo», ya que se trata de una auténtica fe católica con modos propios de expresión y de pertenencia a la Iglesia. No conviene ignorar la tremenda importancia que tiene una cultura marcada por la fe, porque esa cultura evangelizada, más allá de sus límites, tiene muchos más recursos que una mera suma de creyentes frente a los embates del secularismo actual. Una cultura popular evangelizada contiene valores de fe y de solidaridad que pueden provocar el

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desarrollo de una sociedad más justa y creyente, y posee una sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una mirada agradecida. 69. Es imperiosa la necesidad de evangelizar las culturas para inculturar el Evangelio. En los países de tradición católica se tratará de acompañar, cuidar y fortalecer la riqueza que ya existe, y en los países de otras tradiciones religiosas o profundamente secularizados se tratará de procurar nuevos procesos de evangelización de la cultura, aunque supongan proyectos a muy largo plazo. No podemos, sin embargo, desconocer que siempre hay un llamado al crecimiento. Toda cultura y todo grupo social necesitan purificación y maduración. En el caso de las culturas populares de pueblos católicos, podemos reconocer algunas debilidades que todavía deben ser sanadas por el Evangelio: el machismo, el alcoholismo, la violencia doméstica, una escasa participación en la Eucaristía, creencias fatalistas o supersticiosas que hacen recurrir a la brujería, etc. Pero es precisamente la piedad popular el mejor punto de partida para sanarlas y liberarlas. 70. También es cierto que a veces el acento, más que en el impulso de la piedad cristiana, se coloca en formas exteriores de tradiciones de ciertos grupos, o en supuestas revelaciones privadas que se absolutizan. Hay cierto cristianismo de devociones, propio de una vivencia individual y sentimental de la fe, que en realidad no responde a una auténtica «piedad popular». Algunos promueven estas expresiones sin preocuparse por la promoción social y la formación de los fieles, y en ciertos casos lo hacen para obtener beneficios económicos o algún poder sobre los demás. Tampoco podemos ignorar que en las últimas décadas se ha producido una ruptura en la transmisión generacional de la fe cristiana en el pueblo católico. Es innegable que muchos se sienten desencantados y dejan de identificarse con la tradición católica, que son más los padres que no bautizan a sus hijos y no les enseñan a rezar, y que hay un cierto éxodo hacia otras comunidades de fe. Algunas causas de esta ruptura son: la falta de espacios de diálogo familiar, la influencia de los medios de comunicación, el subjetivismo relativista, el consumismo desenfrenado que alienta el mercado, la falta de acompañamiento pastoral a los más pobres, la ausencia de una acogida cordial en nuestras instituciones, y nuestra dificultad para recrear la adhesión mística de la fe en un escenario religioso plural. Desafíos de las culturas urbanas 71. La nueva Jerusalén, la Ciudad santa (cf. Ap 21,2-4), es el destino hacia donde peregrina toda la humanidad. Es llamativo que la revelación nos diga que la plenitud de la humanidad y de la historia se realiza en una ciudad. Necesitamos reconocer la ciudad desde una mirada contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas. La presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada sino descubierta,

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develada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero, aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa. 72. En la ciudad, lo religioso está mediado por diferentes estilos de vida, por costumbres asociadas a un sentido de lo temporal, de lo territorial y de las relaciones, que difiere del estilo de los habitantes rurales. En sus vidas cotidianas los ciudadanos muchas veces luchan por sobrevivir, y en esas luchas se esconde un sentido profundo de la existencia que suele entrañar también un hondo sentido religioso. Necesitamos contemplarlo para lograr un diálogo como el que el Señor desarrolló con la samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba saciar su sed (cf. Jn 4,7-26). 73. Nuevas culturas continúan gestándose en estas enormes geografías humanas en las que el cristiano ya no suele ser promotor o generador de sentido, sino que recibe de ellas otros lenguajes, símbolos, mensajes y paradigmas que ofrecen nuevas orientaciones de vida, frecuentemente en contraste con el Evangelio de Jesús. Una cultura inédita late y se elabora en la ciudad. El Sínodo ha constatado que hoy las transformaciones de esas grandes áreas y la cultura que expresan son un lugar privilegiado de la nueva evangelización.[61] Esto requiere imaginar espacios de oración y de comunión con características novedosas, más atractivas y significativas para los habitantes urbanos. Los ambientes rurales, por la influencia de los medios de comunicación de masas, no están ajenos a estas transformaciones culturales que también operan cambios significativos en sus modos de vida. 74. Se impone una evangelización que ilumine los nuevos modos de relación con Dios, con los otros y con el espacio, y que suscite los valores fundamentales. Es necesario llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades. No hay que olvidar que la ciudad es un ámbito multicultural. En las grandes urbes puede observarse un entramado en el que grupos de personas comparten las mismas formas de soñar la vida y similares imaginarios y se constituyen en nuevos sectores humanos, en territorios culturales, en ciudades invisibles. Variadas formas culturales conviven de hecho, pero ejercen muchas veces prácticas de segregación y de violencia. La Iglesia está llamada a ser servidora de un difícil diálogo. Por otra parte, aunque hay ciudadanos que consiguen los medios adecuados para el desarrollo de la vida personal y familiar, son muchísimos los «no ciudadanos», los «ciudadanos a medias» o los «sobrantes urbanos». La ciudad produce una suerte de permanente ambivalencia, porque, al mismo tiempo que ofrece a sus ciudadanos infinitas posibilidades, también aparecen numerosas dificultades para el pleno desarrollo de la vida de muchos. Esta contradicción provoca sufrimientos lacerantes. En muchos lugares del mundo, las ciudades son escenarios de protestas masivas donde miles de habitantes reclaman libertad, participación, justicia y diversas reivindicaciones que, si no son adecuadamente interpretadas, no podrán acallarse por la fuerza.

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75. No podemos ignorar que en las ciudades fácilmente se desarrollan el tráfico de drogas y de personas, el abuso y la explotación de menores, el abandono de ancianos y enfermos, varias formas de corrupción y de crimen. Al mismo tiempo, lo que podría ser un precioso espacio de encuentro y solidaridad, frecuentemente se convierte en el lugar de la huida y de la desconfianza mutua. Las casas y los barrios se construyen más para aislar y proteger que para conectar e integrar. La proclamación del Evangelio será una base para restaurar la dignidad de la vida humana en esos contextos, porque Jesús quiere derramar en las ciudades vida en abundancia (cf. Jn 10,10). El sentido unitario y completo de la vida humana que propone el Evangelio es el mejor remedio para los males urbanos, aunque debamos advertir que un programa y un estilo uniforme e inflexible de evangelización no son aptos para esta realidad. Pero vivir a fondo lo humano e introducirse en el corazón de los desafíos como fermento testimonial, en cualquier cultura, en cualquier ciudad, mejora al cristiano y fecunda la ciudad.

Sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo 87. Hoy, que las redes y los instrumentos de la comunicación humana han alcanzado desarrollos inauditos, sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación. De este modo, las mayores posibilidades de comunicación se traducirán en más posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos. Si pudiéramos seguir ese camino, ¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan liberador, tan esperanzador! Salir de sí mismo para unirse a otros hace bien. Encerrarse en sí mismo es probar el amargo veneno de la inmanencia, y la humanidad saldrá perdiendo con cada opción egoísta que hagamos. 88. El ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual. Muchos tratan de escapar de los demás hacia la privacidad cómoda o hacia el reducido círculo de los más íntimos, y renuncian al realismo de la dimensión social del Evangelio. Porque, así como algunos quisieran un Cristo puramente espiritual, sin carne y sin cruz, también se pretenden relaciones interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados, por pantallas y sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras tanto, el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura. 89. El aislamiento, que es una traducción del inmanentismo, puede expresarse en una falsa autonomía que excluye a Dios, pero puede también encontrar en lo religioso una forma de

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consumismo espiritual a la medida de su individualismo enfermizo. La vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro. Si no encuentran en la Iglesia una espiritualidad que los sane, los libere, los llene de vida y de paz al mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán engañados por propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios. 90. Las formas propias de la religiosidad popular son encarnadas, porque han brotado de la encarnación de la fe cristiana en una cultura popular. Por eso mismo incluyen una relación personal, no con energías armonizadoras sino con Dios, Jesucristo, María, un santo. Tienen carne, tienen rostros. Son aptas para alimentar potencialidades relacionales y no tanto fugas individualistas. En otros sectores de nuestras sociedades crece el aprecio por diversas formas de «espiritualidad del bienestar» sin comunidad, por una «teología de la prosperidad» sin compromisos fraternos o por experiencias subjetivas sin rostros, que se reducen a una búsqueda interior inmanentista. 91. Un desafío importante es mostrar que la solución nunca consistirá en escapar de una relación personal y comprometida con Dios que al mismo tiempo nos comprometa con los otros. Eso es lo que hoy sucede cuando los creyentes procuran esconderse y quitarse de encima a los demás, y cuando sutilmente escapan de un lugar a otro o de una tarea a otra, quedándose sin vínculos profundos y estables: «Imaginatio locorum et mutatio multos fefellit»[68]. Es un falso remedio que enferma el corazón, y a veces el cuerpo. Hace falta ayudar a reconocer que el único camino consiste en aprender a encontrarse con los demás con la actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de camino, sin resistencias internas. Mejor todavía, se trata de aprender a descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos. También es aprender a sufrir en un abrazo con Jesús crucificado cuando recibimos agresiones injustas o ingratitudes, sin cansarnos jamás de optar por la fraternidad[69]. 92. Allí está la verdadera sanación, ya que el modo de relacionarnos con los demás que realmente nos sana en lugar de enfermarnos es una fraternidad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno. Precisamente en esta época, y también allí donde son un «pequeño rebaño» (Lc 12,32), los discípulos del Señor son llamados a vivir como comunidad que sea sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-16). Son llamados a dar testimonio de una pertenencia evangelizadora de manera siempre nueva.[70] ¡No nos dejemos robar la comunidad!

Otros desafíos eclesiales

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102. Los laicos son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios. A su servicio está la minoría de los ministros ordenados. Ha crecido la conciencia de la identidad y la misión del laico en la Iglesia. Se cuenta con un numeroso laicado, aunque no suficiente, con arraigado sentido de comunidad y una gran fidelidad en el compromiso de la caridad, la catequesis, la celebración de la fe. Pero la toma de conciencia de esta responsabilidad laical que nace del Bautismo y de la Confirmación no se manifiesta de la misma manera en todas partes. En algunos casos porque no se formaron para asumir responsabilidades importantes, en otros por no encontrar espacio en sus Iglesias particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo clericalismo que los mantiene al margen de las decisiones. Si bien se percibe una mayor participación de muchos en los ministerios laicales, este compromiso no se refleja en la penetración de los valores cristianos en el mundo social, político y económico. Se limita muchas veces a las tareas intraeclesiales sin un compromiso real por la aplicación del Evangelio a la transformación de la sociedad. La formación de laicos y la evangelización de los grupos profesionales e intelectuales constituyen un desafío pastoral importante. 103. La Iglesia reconoce el indispensable aporte de la mujer en la sociedad, con una sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares que suelen ser más propias de las mujeres que de los varones. Por ejemplo, la especial atención femenina hacia los otros, que se expresa de un modo particular, aunque no exclusivo, en la maternidad. Reconozco con gusto cómo muchas mujeres comparten responsabilidades pastorales junto con los sacerdotes, contribuyen al acompañamiento de personas, de familias o de grupos y brindan nuevos aportes a la reflexión teológica. Pero todavía es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Porque «el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social; por ello, se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito laboral»[72] y en los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en las estructuras sociales. 104. Las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente. El sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión, pero puede volverse particularmente conflictiva si se identifica demasiado la potestad sacramental con el poder. No hay que olvidar que cuando hablamos de la potestad sacerdotal «nos encontramos en el ámbito de la función, no de la dignidad ni de la santidad»[73]. El sacerdocio ministerial es uno de los medios que Jesús utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran dignidad viene del Bautismo, que es accesible a todos. La configuración del sacerdote con Cristo Cabeza —es decir, como fuente capital de la gracia— no implica una exaltación que lo coloque por encima del resto. En la Iglesia las funciones «no dan lugar a la superioridad de los unos sobre los otros»[74]. De hecho, una mujer, María, es más importante que los obispos. Aun cuando la función del sacerdocio ministerial se considere «jerárquica», hay que tener bien presente que «está ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo»[75]. Su

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clave y su eje no son el poder entendido como dominio, sino la potestad de administrar el sacramento de la Eucaristía; de aquí deriva su autoridad, que es siempre un servicio al pueblo. Aquí hay un gran desafío para los pastores y para los teólogos, que podrían ayudar a reconocer mejor lo que esto implica con respecto al posible lugar de la mujer allí donde se toman decisiones importantes, en los diversos ámbitos de la Iglesia. 105. La pastoral juvenil, tal como estábamos acostumbrados a desarrollarla, ha sufrido el embate de los cambios sociales. Los jóvenes, en las estructuras habituales, no suelen encontrar respuestas a sus inquietudes, necesidades, problemáticas y heridas. A los adultos nos cuesta escucharlos con paciencia, comprender sus inquietudes o sus reclamos, y aprender a hablarles en el lenguaje que ellos comprenden. Por esa misma razón, las propuestas educativas no producen los frutos esperados. La proliferación y crecimiento de asociaciones y movimientos predominantemente juveniles pueden interpretarse como una acción del Espíritu que abre caminos nuevos acordes a sus expectativas y búsquedas de espiritualidad profunda y de un sentido de pertenencia más concreto. Se hace necesario, sin embargo, ahondar en la participación de éstos en la pastoral de conjunto de la Iglesia[76]. 106. Aunque no siempre es fácil abordar a los jóvenes, se creció en dos aspectos: la conciencia de que toda la comunidad los evangeliza y educa, y la urgencia de que ellos tengan un protagonismo mayor. Cabe reconocer que, en el contexto actual de crisis del compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos los jóvenes que se solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en diversas formas de militancia y voluntariado. Algunos participan en la vida de la Iglesia, integran grupos de servicio y diversas iniciativas misioneras en sus propias diócesis o en otros lugares. ¡Qué bueno es que los jóvenes sean «callejeros de la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada plaza, a cada rincón de la tierra! 107. En muchos lugares escasean las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Frecuentemente esto se debe a la ausencia en las comunidades de un fervor apostólico contagioso, lo cual no entusiasma ni suscita atractivo. Donde hay vida, fervor, ganas de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas. Aun en parroquias donde los sacerdotes son poco entregados y alegres, es la vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que despierta el deseo de consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización, sobre todo si esa comunidad viva ora insistentemente por las vocaciones y se atreve a proponer a sus jóvenes un camino de especial consagración. Por otra parte, a pesar de la escasez vocacional, hoy se tiene más clara conciencia de la necesidad de una mejor selección de los candidatos al sacerdocio. No se pueden llenar los seminarios con cualquier tipo de motivaciones, y menos si éstas se relacionan con inseguridades afectivas, búsquedas de formas de poder, glorias humanas o bienestar económico. 108. Como ya dije, no he intentado ofrecer un diagnóstico completo, pero invito a las comunidades a completar y enriquecer estas perspectivas a partir de la conciencia de sus

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desafíos propios y cercanos. Espero que, cuando lo hagan, tengan en cuenta que, cada vez que intentamos leer en la realidad actual los signos de los tiempos, es conveniente escuchar a los jóvenes y a los ancianos. Ambos son la esperanza de los pueblos. Los ancianos aportan la memoria y la sabiduría de la experiencia, que invita a no repetir tontamente los mismos errores del pasado. Los jóvenes nos llaman a despertar y acrecentar la esperanza, porque llevan en sí las nuevas tendencias de la humanidad y nos abren al futuro, de manera que no nos quedemos anclados en la nostalgia de estructuras y costumbres que ya no son cauces de vida en el mundo actual. 109. Los desafíos están para superarlos. Seamos realistas, pero sin perder la alegría, la audacia y la entrega esperanzada. ¡No nos dejemos robar la fuerza misionera! El gusto espiritual de ser pueblo 268. La Palabra de Dios también nos invita a reconocer que somos pueblo: «Vosotros, que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios» (1 Pe 2,10). Para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia. 269. Jesús mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el corazón del pueblo. ¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a todos! Si hablaba con alguien, miraba sus ojos con una profunda atención amorosa: «Jesús lo miró con cariño» (Mc 10,21). Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52) y cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin importarle que lo traten de comilón y borracho (cf. Mt 11,19). Lo vemos disponible cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies (cf. Lc 7,36-50) o cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15). La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad. 270. A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos

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la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo. 271. Es verdad que, en nuestra relación con el mundo, se nos invita a dar razón de nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan. Se nos advierte muy claramente: «Hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pe 3,16), y «en lo posible y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres» (Rm 12,18). También se nos exhorta a tratar de vencer «el mal con el bien» (Rm 12,21), sin cansarnos «de hacer el bien» (Ga 6,9) y sin pretender aparecer como superiores, sino «considerando a los demás como superiores a uno mismo» (Flp 2,3). De hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de todo el pueblo» (Hch 2,47; 4,21.33; 5,13). Queda claro que Jesucristo no nos quiere príncipes que miran despectivamente, sino hombres y mujeres de pueblo. Ésta no es la opinión de un Papa ni una opción pastoral entre otras posibles; son indicaciones de la Palabra de Dios tan claras, directas y contundentes que no necesitan interpretaciones que les quiten fuerza interpelante. Vivámoslas «sine glossa», sin comentarios. De ese modo, experimentaremos el gozo misionero de compartir la vida con el pueblo fiel a Dios tratando de encender el fuego en el corazón del mundo. 272. El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios hasta el punto de que quien no ama al hermano «camina en las tinieblas» (1 Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8). Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios»,[209] y que el amor es en el fondo la única luz que «ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar»[210]. Por lo tanto, cuando vivimos la mística de acercarnos a los demás y de buscar su bien, ampliamos nuestro interior para recibir los más hermosos regalos del Señor. Cada vez que nos encontramos con un ser humano en el amor, quedamos capacitados para descubrir algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios. Como consecuencia de esto, si queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar de ser misioneros. La tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón, nos abre horizontes espirituales, nos hace más sensibles para reconocer la acción del Espíritu, nos saca de nuestros esquemas espirituales limitados. Simultáneamente, un misionero entregado experimenta el gusto de ser un manantial, que desborda y refresca a los demás. Sólo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros. Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque «hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio.

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273. La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí aparece la enfermera de alma, el docente de alma, el político de alma, esos que han decidido a fondo ser con los demás y para los demás. Pero si uno separa la tarea por una parte y la propia privacidad por otra, todo se vuelve gris y estará permanentemente buscando reconocimientos o defendiendo sus propias necesidades. Dejará de ser pueblo. 274. Para compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente, necesitamos reconocer también que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita en su vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida. Es lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!

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6. JUAN PABLO II, Colección de catequesis sobre los laicos, catequesis 1-10

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7. Carta a Diogneto (siglo II)

Extracto. (publicado en www.vatican.va)

Los cristianos en el mundo

"Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.

Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad.

Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; así también los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; los cristianos viven visiblemente en el mundo, pero su religión es invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno,

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sólo porque le impide disfrutar de los placeres; también el mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos, porque se oponen a sus placeres.

El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que éste la aborrece; también los cristianos aman a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero es ella la que mantiene unido el cuerpo; también los cristianos se hallan retenidos en el mundo como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal; también los cristianos viven como peregrinos en moradas corruptibles, mientras esperan la incorrupción celestial. El alma se perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los cristianos, constantemente mortificados, se multiplican más y más. Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar."

De la Carta a Diogneto (Cap. 5-6; Funk 1, 317-321)

Oración Oh Dios, que amas la inocencia y la devuelves a quienes la han perdido, atrae hacia ti el corazón de tus fieles, para que siempre vivan a la luz de tu verdad los que han sido librados de las tinieblas del error. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén. Preparado por el Departamento de Teología Espiritual de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz


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