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Confesiones de Un Preso- Aaron Chevalier

Date post: 19-Jan-2016
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Aarón Chevalier Confesiones de un preso Confesiones de un preso
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Page 1: Confesiones de Un Preso- Aaron Chevalier

Aarón Chevalier

Confesionesde un presoConfesionesde un preso

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© Primera edición virtual, e-libro.net, febrero de 2001 ISBN 84-8254-042-4

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ÍNDICE

Prólogo del autor .................................................... 5

Capítulo I. Los dioses de la tierra .......................... 9

Capítulo II. La resignación de la impotencia......... 16

Capítulo III. Camino del infierno........................... 30

Capítulo IV. El mundo se me hunde ...................... 37

Capítulo V. Nueva vida o nueva muerte................ 48

Capítulo VI. Mi estado animal ............................... 59

Capítulo VII. Mi alta como preso oficial ................ 72

Capítulo VIII. En el distribuidor de la eternidad .. 102

Capítulo IX. He adquirido mi sepultura ................ 119

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PRÓLOGO DEL AUTOR

Sin duda alguna a estas alturas ya se ha escrito bas-tante acerca de nuestras cárceles y de nuestros presos.

El sistema penitenciario es, hoy en día, uno de los sistemas más cuestionados prácticamente a nivel mun-dial. Para quienes sólo lo conocemos desde fuera y a tra-vés de las esporádicas noticias que nos vienen depa-rando los medios de comunicación, se nos presenta o, para ser más exactos, lo tenemos considerado a modo de un reducto viejo y arcaico.

Separado de nuestra vida y de nuestro quehacer co-tidiano, olvidamos con ello la mayoría de las veces el hecho de que este sistema está integrado por personas idénticas a usted y mí. Personas con sus sentimientos, sus inquietudes, sus circunstancias, sus familias, y sus problemas, los cuales, dicho sea de paso, se les vienen a incrementar con la entrada en estos centros, cuya filo-sofía sigue siendo la de siglos pasados, al menos en lo que respecta a la falta de cambios susceptibles de apre-ciar por quienes, reitero, estamos y vivimos ajenos a su digamos "peculiar" existencia.

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En la línea de dar a conocer mínimamente las vi-cisitudes por las cuales atraviesan aquellas personas, circunstancialmente abocadas a ingresar en prisión, este sencillo trabajo no hace sino recoger la preocupación, el temor, la angustia y la ansiedad que sufre aquél que pasa por esta amarga experiencia y quien, sin ser habi-tual de dichos centros ni de la delincuencia, se ha visto implicado en algún acto delictivo.

Este trabajo trata de un caso real y de un preso real, quien, deseando mantener su identidad en el anonimato por razón de su situación penitenciaria actual, y al pro-pio tiempo pretendiendo imprimirle a la narración ese tinte de verosimilitud mediante el cual únicamente se puede llegar al diálogo directo con el lector, nos han aconsejado llevar a cabo el ensayo redactándolo en pri-mera persona, a modo si de un relato autobiográfico se tratara. Queda claro que ello no es así y sólo se ha utili-zado en forma de mero recurso de redacción y tan sólo intentando, según decimos, proporcionarle el mayor rea-lismo posible.

Obviamente se han modificado algunos detalles se-cundarios y se han cambiado los nombres de aquellas personas a las cuales se les mencionan de una forma directa, con el único fin de preservar la identidad y el aludido anonimato de la persona que ha servido de base a este trabajo.

Vaya para ésta nuestro más profundo agradeci-miento y nuestro máximo reconocimiento por la valentía demostrada al dar a conocer, aún sea de forma indire-cta, esta experiencia, tremenda experiencia, que ha de-bido vivir. Con ello, nuestro amigo sólo pretende tome-mos una idea, siquiera aproximada, de cómo viven y qué sienten estas personas en sus primeras horas de priva-

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ción de la libertad, cuando por cualesquiera razones se enfrentan a su entrada en la cárcel.

Si el dar a conocer su experiencia puede servir para que una sola persona no pase por la angustia y la deses-peración que debió pasar el amigo que ha impulsado nuestra obra, habrá merecido la pena las horas y el es-fuerzo dedicados al mismo.

Evidentemente no ha sido la intención de su pro-motor herir en forma alguna; nada más lejos de la reali-dad pretender aludir a nadie, salvo al propio sistema vi-gente. No obstante, pide sus disculpas anticipadas si con ello y aun de modo involuntario ha podido suscitar el resentimiento de cualquier persona o institución.

Esta es una etapa proclive para presenciar, con no poco estupor y gran sorpresa, el asiduo ingreso en pri-sión de insignes hombres de nuestra sociedad, no sólo en el ámbito nacional sino incluso en el internacional. Im-portantes hombres de la política, durante largo tiempo rectores e inspiradores de las propias instituciones de las cuales ahora son sus víctimas; importantes hombres de la esfera empresarial, cuyo poder fáctico no hubiéra-mos cuestionado hace sólo una década; importantes hombres del mundo de las finanzas, con las más eleva-das responsabilidades monetarias, etc., etc.

En definitiva, relevantes cargos públicos y privados a quienes jamás imaginaríamos llegaran a constituir y formar parte de la "clientela" de estos centros. Acos-tumbrados a las más altas dignidades y máximos hono-res de nuestro mundo, se han visto forzados a cambiar sus dorados oropeles por el catre, la chapa y sus re-cuentos diarios.

Los esquemas están cambiando y el deporte nacional actualmente parece ser lo constituye el ver y oír las "no-

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ticias" para enterarnos a cual de ellos le toca hoy ingre-sar en prisión.

Nuestra pequeña obra, reiteramos y concluimos, no es sino una reflexión acerca de la vivencia y de la ex-periencia que pueden estar sufriendo o que acaban de sufrir todas estas personas y, sobre todo, una reflexión acerca de la angustia existencial que aquélla ha podido depararles.

El autor

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CAPÍTULO I LOS DIOSES DE LA TIERRA

—"¡Usted va a ingresar en prisión!". Oigo estas palabras y no doy crédito a mis oídos. Es-

toy muy cansado. La tensión que sufro desde hace tres días es enorme, y mi estado de ansiedad me lleva al bor-de de la locura.

Sin duda éste era el momento en el cual esperaba que todo se aclarara para, al fin, librarme de la tremenda pesadilla. Y me parece haber oído... ¡que voy a ingresar en prisión! No es posible, me digo, debo estar soñando.

La declaración ha terminado. Sin darme cuenta es-toy firmando los folios que me ha puesto el Secretario del Juzgado. Doy por supuesto que en ellos se contienen las reiteradas preguntas formuladas durante cerca de tres horas como también mis siempre monótonas res-puestas insistiendo en que no sé nada de la compra, ni de la venta, ni de ningún tipo de organización; ni tam-poco tengo relación alguna con la droga que aseguran nos han cogido en el coche.

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Mientras voy firmando la declaración, mi cerebro, confuso y exhausto, trata de discernir lo que debo hacer tan pronto haya completado las firmas. ¿Pido me acla-ren algo? Mejor, ¿espero a ver qué pasa, aparentando no haber oído nada?.., o por el contrario, ¿protesto enérgi-camente por enviarme a la cárcel?.. Quizás deba supli-car al Juez me deje en libertad; que no me envíe a pri-sión. Podría argumentarle tengo una familia, unos hijos, padres, amigos,... ¡qué sé yo!; una cierta posición so-cial...; y además, no tengo ninguna relación con el tráfico de drogas del cual se me acusa. ¡Probablemente lo en-tienda y se apiade de mí!

Mas... si todo esto ya lo sabe él; si han sido dos lar-gas horas diciéndole lo mismo. Pero... ¿cómo puede no creerme?; si es la pura verdad. Además, este hombre no tiene cara de mala persona. Sólo con verlo me ha inspi-rado un punto de confianza y de tranquilidad, aunque... ¿no será que por dentro tiene la leche agria y sabe jugar su papel para evitar le digan cuatro cosas a la de-sesperada?

¡Vamos a ver! Mi Abogado permanece impasible, im-pertérrito; no abre el pico; debe ser que yo no he oído bien; que estoy sugestionado y que ya veo y oigo fan-tasmas donde no los hay. Me imagino que cuando a al-guien se le envía a la cárcel, sin un motivo serio, y éste es mi caso, se armará un cisco, habrá discusiones, pro-testas, recursos... ¡qué sé yo! Más follón. Y aquí todos están serios, mudos, fríos, inexpresivos; realizando un trámite burocrático de mera rutina; por lo tanto, no puede ser que a una persona normal se la meta en pri-sión sin que nadie pestañee.

Está claro; forzosamente el equivocado he de ser yo. Que he debido oír mal. ¡Los nervios me han traicionado! Yo no he hecho nada y a estas alturas eso ya deben sa-

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berlo; y si a mí por cualquier circunstancia no acaban de creerme, con la declaración prestada por los otros dos todo estará claro y en su debido sitio.

Bueno, ya estoy terminando y ahora sí debo decidir qué hago cuando estampe mi última firma. Han sido muy pocos segundos pero no hay más tiempo y, por otra parte, recuerdo haber leído u oído en alguna ocasión como ante situaciones límite el cerebro analiza todas las posibilidades y actúa y decide a una velocidad increíble. Que en décimas de segundos, es capaz de tomar la so-lución más adecuada al caso, así que... ¡ya está!

¿Qué es lo último que me dicta mi mente?.. Esperar. Esperar hasta ver el desarrollo de los acontecimientos. Y, sobre la marcha, ir reaccionando a cada uno de ellos.

—¡Venga usted conmigo! —me ordena autoritaria-mente el Secretario judicial tan pronto ha recogido los folios con mi declaración y después de introducirlos en un legajo de papeles que supongo será el expediente de este absurdo asunto.

Me levanto del asiento en donde he permanecido du-rante todo este rato y le sigo. Se dirige con paso firme y seguro hacia una puerta interior que comunica el des-pacho del Juez con las oficinas del Juzgado, flanqueada por dos policías nacionales, los mismos quienes tres ho-ras antes me subieron esposado hasta este despacho.

Al llegar a su altura, el Secretario les dirige un gesto con la cabeza a modo de que también le sigan según puedo interpretar mas sin pararme demasiado a pensar en ello tratando únicamente de seguir a raja tabla la determinación adoptada por mi cerebro en el sentido de esperar el transcurso de los acontecimientos.

De esta guisa atravesamos la puerta; primero, el Se-cretario; después, este pobre idiota, y completando el improvisado desfile la pareja de la policía, uno de los

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cuales, al atravesarla, la cierra tras de sí, con cuyo gesto se viene a clausurar la más mínima posibilidad de escu-char cualquier conversación y comentarios que traten de sostener el Juez, el Fiscal y mi Abogado acerca de mi caso.

Unos pocos pasos más y el Secretario se sitúa en la que debe ser su mesa, repleta de todos los papeles de este mundo. Se me antoja no puede existir allí ningún orden ni concierto; debe resultar tan sumamente fácil se entremezclen los documentos o incluso se pierdan... ¿Cómo diablos podrá adivinar este hombre qué es lo que tiene y a dónde lo tiene?

De un estante situado en la pared de su izquierda extrae un documento impreso; ha soltado el expediente encima de toda aquella algarabía de papeles y sobre el legajo posa el impreso. Se sienta en el filo de su sillón dispuesto para levantarse con la mayor rapidez, y a ma-no, va rellenando toda la serie de datos que debe exigirle el formulario.

De vez en cuando ojea el expediente y procede a transcribir en el papel... ¡Dios sabe qué! Yo le estoy ob-servando con unas ganas irreprimibles de preguntarle de qué se trata, mas no me parece sea hombre muy ha-blador ni tampoco las circunstancias me parecen las más propicias, dos razones que me aconsejan optar nue-vamente por esperar al resultado de este trasiego docu-mental.

Los policías, situados a ambos lados y ligeramente retrasados respecto a mí, tampoco median palabra. Todo me parece un ritual exotérico, ocultista, secreto y pro-fundamente enigmático.

El Secretario se levanta; nos bordea por la espalda; penetra en el despacho del Juez. Por brevísimos instan-tes puedo percibir el murmullo de una conversación que

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se apaga cuando la puerta se vuelve a cerrar inmedia-tamente.

Comienzo a pensar de nuevo qué está pasando. A qué viene tanto misterio; tanta precaución; tanto sigilo; tanta falta de comunicación, de información. ¿En dónde se hallan todos esos derechos que se ven en las películas y se proclaman en la televisión? Nadie te dice nada y ... ¡atrévete a preguntar!

Antes de disponer de más tiempo para zambullirme en nuevos interrogantes utópicos reaparece el Secreta-rio, con su papel en la mano; se dirige directamente a mí, diciendo:

—Este es el Auto mediante el cual se decreta su in-greso en prisión, incondicional e incomunicado. Haga el favor de firmar aquí.

¡¡Ahora sí he oído bien!! ¡Dios mío! ¡Esto no puede ser!, es mi primer pen-

samiento. Tengo que reaccionar; he de decir algo,... ¿pero qué?

Al fin balbuceo: —Y, ¿No hay otra solución? —Mire usted —me corta tajantemente el Secreta-

rio—, el Sr. Juez ha decretado su prisión y de momento no se puede hacer nada. Ya se ocupará de todo su Abo-gado.

—Entonces quisiera hablar con mi Abogado —le re-plico pensando haber encontrado la piedra filosofal, la varita mágica para atajar semejante tropelía y desatino.

—Como le acabo de decir —me vuelve a cortar se-veramente—, su prisión es incondicional e incomunicada y eso significa que usted no puede comunicarse con na-die.

—¡Ya pueden llevárselo! —añade el Secretario diri-giéndose a los policías.

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Ante esta situación estuve a punto de gritar pre-guntando si acaso era una bestia; me redujo a la reali-dad la mano firme del policía quien, con una pasmosa habilidad me coloca de nuevo las esposas sin apenas darme cuenta.

Esposarme y asirme fuertemente por cada brazo es-ta pareja de policías, fue todo uno. Una acción per-fectamente sincronizada que denota claramente la expe-riencia y la eficacia de los fornidos guardias que me custodian.

De nuevo quiero gritar; revolverme; patalear; salir corriendo; quizás, llorar. Algo me oprime el pecho; me falta el aliento. Tengo completamente reseca la gargan-ta. No puedo articular palabra. Las venas de mis sienes están a punto de estallar y el zumbido que impulsa mi sangre me agarrota toda la cabeza.

Siento que las piernas me flaquean; de un instante a otro me van a fallar. Mis guardias han debido percibirlo y me sostienen enérgicamente de los brazos.

Salto desesperadamente de un pensamiento a otro, sin ningún orden, sin ninguna lógica. ¡Estoy preso! ¡Esto ya si es serio! ¡Dios mío! ¡¡Voy a la cárcel!! ... aunque prácticamente no sé por qué.

¿Qué clase de gente es ésta que administra la Justi-cia?

No me han dado opción a dialogar; a discutir; a de-fenderme; a poder explicarles con todo detalle que no sé nada de este asunto.

Sin embargo... todo esto debería ser de otra forma. Si. Es cierto que durante más de dos horas me han

estado preguntando. Que, qué hacía yo allí; que, por qué estaba; que, a qué había ido; que, de qué conozco a los otros dos; etc., etc., etc. Y a todo les he respondido la

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verdad, nada más que la verdad. Y aun así... ¿cómo pue-den no creerme?

Y la bolsa... ¡Esa maldita bolsa! ¿De dónde coño habrá salido? Si yo no he visto ninguna bolsa. ¡Diez kilos de cocaína, Santo Dios! Esto es de película.

A ver si alguno de estos dos hijos de puta la llevaba y mientras yo andaba en el limbo? No me he dado ni cuen-ta. ¿Acaso podía pensar yo en este fregado? No puede ser. La bolsa es grande, su tamaño llama la atención, su color, su diseño..., mas... ¿qué leche ha pasado? Dios, ¡qué putada!

De esta no salgo, me repito insistentemente. Aquí se acaba tu historia, tío. ¡Caput!

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CAPÍTULO II LA RESIGNACIÓN DE LA IMPOTENCIA

Esto debe ser una broma de mal gusto. Debe haber algún fallo; algún error por algún sitio. No tengo por qué preocuparme porque estoy seguro que inmediatamente se aclarará, y me dejarán libre. Y luego... ¡Se van a ente-rar de quién soy yo! Les exigiré toda la responsabilidad que se pueda exigir por este trago que me están hacien-do pasar. ¡Buena les va a caer encima!

Pero... ¿y si no existe tal error? No quiero ni pensar en ello. La cárcel no voy a poder soportarla. Antes que estar y permanecer en ella prefiero suicidarme.

Un sudor frío me brota por todo el cuerpo. Siento que el estómago se me revuelve; me vienen unas in-contenibles náuseas. De un momento a otro voy a ex-plotar en vómitos y me temo algo más. Voy a montar el espectáculo padre y, quién sabe, a lo mejor se les ocurre llevarme a un hospital. Ya veo los médicos, las enferme-ras, personas, camas, luces, vida,... vida normal. Podré explicar a alguien... Pedir ayuda... Aclarar la situación...

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—¡Ojo! —me alerta una voz interior—, recuerda que estás incomunicado.

Que lo más seguro es que no te hagan ni caso o, en el mejor de los casos, venga —no que tú vayas— un médi-co, y, sin detenerse a mirarte te dé vete a saber qué cla-se de píldora o un mejunje que solo Dios sabrá para lo que sirve. Además, esta indisposición es meramente psi-cológica sin duda producida por los tres días que llevas sin probar bocado.

En efecto; mi voz interior tiene razón; no debo tentar a la suerte y por todos los medios voy a procurar aguan-tar estas náuseas, hasta que reviente si es necesario. No puedo darle a esta gente el gustazo de ver cómo me fla-quean las fuerzas (¿dónde las tendré?); no les daré la ocasión de mofarse de mí, ni tampoco de producirles pe-na ni lástima. He de mostrarme tan entero como pueda, pase lo que pase.

Debo apechugar con lo que me venga y, eso sí, delei-tarme y maquinar con toda la mala leche del mundo, con la mayor serenidad y frialdad, mi venganza. El puro que les voy a meter por esta degradación a la cual me están sometiendo, ¡va a ser cualquier cosa!

Cuando esté libre, mi primera ocupación será ir a ver a mi Abogado; y... ¿a qué Abogado? Bueno, al mejor abogado. Ya lo buscaré. Le contaré todo cuanto me está sucediendo, con pelos y señales, punto por punto. Me comprometeré a pagarle todo lo que me pida. Si hace falta, trabajaré sólo para él, mas a esta gente hemos de buscarles las cosquillas bien buscadas. Que, por lo me-nos, pasen por todo lo que yo estoy pasando. ¡Se van a enterar!

¿A qué gente? ¿A la policía...? ¡Sí, desde luego!

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No hay derecho a tratar de esta forma a una per-sona. Y menos, si ésta no ha hecho nada. Y ellos lo sa-ben perfectamente, ¿o acaso son idiotas?

Incluso y por más que ellos piensen soy un delin-cuente muy peligroso, deberían haber tenido más consi-deración, qué sé yo...; no haberme dado tantas voces; no haberme despojado de mis efectos personales: el reloj, los cordones de los zapatos, el cinturón... Que sí. Que son las normas que tienen lo comprendo, no obstante esas normas serán para otros casos no para mí; yo no he hecho nada.

Y, por supuesto, no deberían haberme metido en esas celdas donde he estado, en donde apenas se puede respirar. Digo yo que dispondrán de otras más decentes; más limpias; un pelín más confortables... para gente de mi estilo. Esas serán para los delincuentes de la peor calaña, no obstante seguro tienen otras mejores. ¡No! No es que debería haber estado en un hotel. Hombre, no es eso; ahora bien, sí hablo de recintos más acogedores y menos repelentes. ¿Qué ganan ellos con meterme en esas mazmorras? O... ¿es que no disponen de otras con una mínima decencia?

También deberían estar más pendiente de uno, en lugar de "tirarte" en la celda sin más; como si fueras un perro vagabundo. Que pasaran a ver si necesitas algo; a ver si estás bien; si te pasa algo; algún detalle de ese tipo.

Esto no quiere decir que deban comportarse como camareras de un establecimiento hotelero a tu servicio, pero sí que estén más pendientes de ti.

¿Qué pasa entonces? Que hay muchos presos y detenidos... pues que pongan más policías. ¿Que no hay más?.. si es así que los pinten. Y de paso, que pinten otras celdas; y que pinten otros policías que sepan cuan-

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do uno ha hecho algo o no ha hecho nada. ¡Que pinten lo que tengan que pintar! Desde luego a lo que no hay de-recho es a que estés de esta manera, y encima no se ten-ga ni idea de quién es el responsable.

Y si la policía tiene unas reglas por las cuales ha de regirse; unas celdas y no otras en donde encerrarnos, y un número de funcionarios para atender a todos los de-tenidos, en ese caso es el Estado el que debe resolver todo ello y poner los medios adecuados para cambiar la situación.

¿He dicho el Estado? ¡Sí! Pediré responsabilidad al Estado. Evidentemente. Si la policía no tiene o no puede

hacer otra cosa sino cumplir con sus órdenes y utilizar los medios a su alcance, le diré a mi Abogado exija toda la responsabilidad al Estado. Ese Estado... que no debe permitir seas detenido sin haber hecho nada. Y vale que haya sufrido ese error, sin embargo, mientras se aclara o no se aclara, al menos ha de procurar se te trate co-rrectamente y se te introduzca, se te “aloje” en unos si-tios adecuados y decentes.

Que... ¿tiene reglamentado quitarle el cinturón a los detenidos?.. Eso lo entiendo, porque alguno puede utili-zarlo para ahorcarse. De hecho ya hubo quien lo hizo en alguna ocasión, y otros ni siguieran precisaron de su cin-turón para quitarse la vida, mas... yo no soy de esos; yo no iba a hacer tamaña tontería. Eso no lo sabe el Estado. Bueno, vale; conforme. Son normas medianamente razo-nables con el fin de evitar y prevenir males mayores.

Otra cuestión, ¿y esas celdas?, que más merecerían el calificativo de cloacas. ¿Por qué no tienen más luz?, ¿alguna ventana? Y desde luego más limpieza. Más co-modidad.

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Por supuesto, en ellas entran, por ellas pasan y de ellas salen todo tipo de personas. Más bárbaras y menos bárbaras. Unos a quienes les dará por romper todo, y otros algo más civilizados. ¡Pues es sencillo! Que tengan dos tipos de encierro. Uno para, llamémosle, los norma-les y el otro para los vándalos. Y de ese modo personas de mi clase no tendríamos que sufrir las consecuencias de aquellas otras fieras.

¡De acuerdo! ¿Y cuántas celdas debería haber de ca-da clase?.. elemental, tantas como fueran necesarias, obviamente. Y, suponiendo se hallen ocupadas las de una determinada clase, ¿qué se hace? Entonces, y sólo entonces, se utilizan las que se hallen libres, excepcio-nalmente y así de sencillo.

Claro que, en el caso de que uno de esos fieras deba ocupar una celda de las mejores lo más seguro es que la destroce; y, viceversa, si una persona "normal" ha de ocupar una de las peores no habríamos hecho nada res-pecto a esa persona y ante tal posibilidad, ¿para qué servirían las distinciones?

Bueno, vamos a dejar lo de las celdas y a ver quién me explica por qué se ha de permanecer tanto tiempo en ellas antes de pasar a ver al Juez. ¿Acaso no es suficien-te con un par de horas para completar los co-rrespondientes trámites burocráticos y que inmediata-mente te presentaran ante el Juez? Sí, desde luego. Puedo entender habrá asuntos más complejos que otros. Algunos precisarán de bastantes más comprobaciones, de más declaraciones, diversas pruebas, y todo eso se llevará varias horas.

Ese no es mi caso. Poco ha debido hacerse conmigo, por cuanto yo no he traficado con drogas. Ni siquiera he pensado nunca en traficar con droga. Aunque puedo comprender que la mayor demora haya sido a causa de

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los otros dos quienes, vete a saber qué tendrían guarda-do en su armario y de dónde haya podido salir la maldi-ta bolsa que tiene formado este cacao. ¡Alguien me lo deberá explicar!

Quizás y una vez razonado fríamente puede que el Estado no sea tan culpable de este desaguisado; pero lo cierto es que yo sigo estando aquí, bien jodido, y con to-das las puertas cerradas. Y ya para colmo de los colmos: incomunicado. ¡Tócate los cojones, Remigio!

¡Ya está! ¡El Juez! Le diré a mi Abogado que el único culpable de todo

este desatino es el Juez. ¡Y mira que me inspiró confianza al verlo! Parecía

hasta humano. ¡Bellaco, bellaco, y mil veces más, bellaco! Ala; ¡A prisión!, ¡Incondicional!, e... ¡Incomunicado! Y, ¿qué se ha creído ese juecezuelo?, ¿que se puede

jugar así con la vida, con la libertad, con los sen-timientos o con la angustia de una persona? Este será el que se la cargue.

De modo que le digo toda la verdad; que yo no sé na-da de drogas; que yo no tengo ni idea de la maldita bol-sa; que yo estaba allí por otros asuntos... y, ya está, ¡a la cárcel! Y hasta puede se vaya a dormir tan tranquilo esta noche; sin detenerse a pensar por un instante en como acaba de destruir a una familia; una vida para siempre; porque desde antiguo eso es lo que se ha oído decir de todo aquél individuo a quien meten en la cárcel.

Seguro no habría actuado así si yo hubiera sido su hijo, o alguno de su familia, o incluso uno de sus amigos.

¿Cómo ha podido hacerme esta faena a mí? ¡Se va a enterar por mucho Juez que sea! Pagará el pato, ya lo creo que pagará por todo esto. He de verlo pidiéndome disculpas y diciéndome que todo ha sido un lamentable

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error; que hubo una tremenda confusión; y que com-prenda todos somos humanos y nos equivocamos en al-gunas ocasiones. ¡A la mierda!

Vamos a razonar un poco: ¿Qué motivos tiene este hombre para tomar esta determinación?, ¿para hacerme esta putada? Ni me conoce ni lo conozco de nada; en principio por tanto no puede tener nada en contra de mí.

¿No será que los otros dos... ? Y ellos... ¿qué han podido decir? Si son mínimamente honestos sólo habrán declarado

la verdad: que yo no sé nada de todo este embrollo. ¡Ah! ¡Hijos de la gran puta! ¡Grandísimos cabrones! ¡Pero qué idiota soy! Ya lo veo. En el mejor de los ca-

sos éstos se han hecho el longui y el Juez ha cortado por lo sano; o todos fuera o todos dentro mientras se aclare el tema, y esa actitud no deja de ser hasta cierto punto lógica.

A este hombre, serio y maduro, se le presentan tres angelitos como caídos del Cielo; y cada uno de los tres le contamos que somos una especie de sumos sacerdotes del templo y casualmente pasábamos por allí y por lo tanto no sabemos nada de nada y... ¡la bolsa de diez ki-los en medio!, y, ya la hemos jodido, se ha debido creer le andamos tomando el pelo y ha cortado por lo sano. ¡Vaya panorama!

Sí. Que eso está perfecto. Aunque da la puñetera ca-sualidad que yo soy inocente, y este Juez, con su larga experiencia a juzgar por su edad, debería haberse dado cuenta de ello. A mí debería haberme dejado en libertad.

¿Tal vez por intuición, o por inspiración divina? Por inspiración o por lo que sea. Intento comprender al Juez; a él se le presentan

unas pruebas, o al menos eso que denominan unos indi-

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cios, y de acuerdo con ellos, toma las determinaciones legales que deba tomar.

¡A la porra con las pruebas y con los tales indicios! Si no... ¿Qué prueba tiene contra mí? Nada, ab-

solutamente nada. A lo mejor,... quizás..., si al hombre le presentan una

bolsa (dichosa bolsa), y a tres sujetos que ninguno dice saber nada de ella, pues... claro... ¿qué hace? ¿Deja libre a los tres y se traga la bolsa?, o, ¿pone a la sombra a los tres hasta que se decidan a aclarar o se esclarezca la historia de la puñetera bolsa?

Bueno, puede ser que el Juez no deba hacer otra cosa diferente a lo que ha hecho. Efectivamente, ahora viene todo el trámite (creo se llama procedimiento, diligencias o sumario), y después el juicio. Oportunidades surgirán para esclarecer la verdad y mi total inocencia.

Estoy preso; desde luego... no va a ser por mucho tiempo.

¿Qué digo? ¡¡Estoy preso!! Por un instante se me había desvanecido la angustia

de esta bárbara situación soñando con ser libre y poder vengarme de tanta tropelía e infamia. Ahora bien... ¿cuándo?

—¿Cómo te encuentras, chaval? —me pregunta con aparente amabilidad uno de mis custodios quien, proba-blemente, ha percibido mi ausencia mental de la esce-na—. Puede, incluso, se haya extrañado de mi falta de reacción ante el hecho consumado de mi inmediato in-greso en prisión.

—No estoy mal —es mi respuesta elegida cuidado-samente.

En efecto. Si le dijera estoy bien, es evidente que le miento descaradamente, y por lo demás muy difícil de creer se lo pongo. Si le digo estoy mal, con ello sólo pue-

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do suscitar su piedad y su compasión, y a estas alturas nada puede hacer por mí. Por otro lado, para nada nece-sito ni me va a servir que me compadezca. Si le hubiera dicho que estoy regular eso no deja de ser una forma un poco menos fuerte de decirle que estoy mal, seguramen-te así lo habría interpretado y la reacción hubiera sido la misma. Por lo tanto: no estoy mal. ¿...? Todavía aguanto. Tengo que aguantar. Por supuesto no es una situación ideal... sin embargo, ¡aguanto!

—No te preocupes demasiado. Esto es un muerto que te ha caído y tienes que apechugar con él —me dice mi dialogante policía.

Una pequeña luz acaba de encenderse en mi cerebro; con ella se me viene a iluminar las zonas oscuras y los recovecos inaccesibles, probablemente en recompensa a mis esfuerzos para descifrar todo este fregado. De mo-do... ¡que no me preocupe!.. que... ¿me ha tocado el muerto?

Entonces, ¿qué leche pasa aquí? Luego, éstos saben que yo no tengo nada que ver en esta historia y aún así ¿han dado lugar a que me pase lo que me está pasan-do?.. ¡Ay la madre que me parió! Pero... ¿qué saben y por qué lo saben?

Las tripas se me revuelven. Una rabia incontenible me ha invadido todo el cuerpo. Aprieto lo puños y aprie-to los dientes hasta el límite de mis posibilidades. Aprie-to, aprieto... ¿Estoy ante personas o ante monstruos?

De modo que saben me ha tocado el muerto y... todos tan tranquilos. ¡Ya está! Como a quien le toca la lotería aunque al revés. Sigo apretando cuanto puedo los puños.

Las esposas me están aprisionando, no obstante no me duelen; no dejo que me duelan; no me pueden doler.

¡Saben que soy inocente! ¡Lo saben!

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Claro, si eso ha de notarse; mucho más por estos ti-pos bastante acostumbrados a tratar con toda clase de delincuentes.

Suelto los puños y aflojo los dientes. Con ellos se me ha esfumado una buena parte del ataque de rabia en el que me había sumido. El gesto aun siendo inconsciente parece ha sido efectivo. Estoy más relajado.

¿Saben que soy inocente o sólo se lo imaginan? ¿Habrá sido un piadoso comentario para tratar de

subirme la moral? No creo. No tienen cara de padres misioneros, ni de hermanitas de la caridad. Y a ellos, ¿qué más les da?

Repasemos nuevamente; una maldita bolsa con dro-ga; y, tres tipos diciendo que ninguno sabe nada de ella; que le pregunten al de al lado.

Está claro, alguno miente; ¿quién?, ¡el dueño de la bolsa!

Muy probablemente también miente otro; quien fue a comprar la bolsa.

Y el tercero soy yo. Que ni iba a comprar ni iba a vender. No tenía idea ni de compras ni de ventas. Yo sé perfectamente como ese tercero soy yo, mas... ¿sabe eso el Juez?

Porque me imagino la película; ante él los otros dos han debido decir algo parecido a que cada uno de ellos es ese tercero ajeno al cotarro; y así, el Juez se encuentra con tres terceros y una bolsa. ¡Casi nada la broma!

No obstante, este mismo razonamiento también lo ha debido de hacer el Juez y, por consiguiente, le consta que aquí está pagando algún justo por otro u otros pe-cadores; porque... ¿no pensará todos somos pecadores? ¿O sí?

Doy y le sigo dando vueltas y más vueltas a la cabe-za. Quiero tratar de entender esta rocambolesca situa-

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ción. Hago tremendos esfuerzos para intentar me parez-ca lógica la conducta y el comportamiento de toda la gente —escasa gente— que me rodea y a toda cuanta he visto en estos tres últimos días: unos pocos policías; el Juez; el Fiscal; mi Abogado, con quien aún no he me-diado una sola palabra —¡vaya ironía!—; y el Secretario del Juzgado.

Una parca lista para tres interminables días privado de libertad. Prácticamente sin ver la luz del día. Sin saber absolutamente nada de las personas que me im-portan; ni ellas de mí, supongo. Sin comer. Sin dormir. Sin lavarme.

Sin duda alguna usted ha presenciado muchas veces, cómodamente sentado en su butaca preferida de su có-modo salón, rodeado de sus hijos y de su esposa, innu-merables películas de la televisión en las cuales apa-recen presos y detenidos encerrados en sus celdas.

Probablemente usted también ha presenciado desga-rradoras escenas de soledad, de aislamiento; po-siblemente de tortura... pero cómodamente sentado en su butaca preferida de su impoluto salón y al abrigo de su familia.

Es posible que usted incluso haya leído o escuchado algún que otro informe, documento o espacio do-cumental, referente a la situación de los detenidos, de los presos, de marginados, o póngale usted la etiqueta que prefiera, mientras saborea la copa que sostiene en su mano.

Pues, permítame asegurarle categóricamente que usted no tiene ni la más remota, ni la más puñetera idea de qué se siente cuando uno se encuentra en esta situa-ción, al menos, claro está, usted ya la haya padecido en sus propias carnes, en cuyo caso estará totalmente de acuerdo conmigo en que no existen palabras suficientes

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para describir la experiencia. Nuestro idioma, nacido y acuñado en relumbrantes poltronas académicas, no ha inventado todavía los términos apropiados, las palabras justas capaces de expresar el grado de desesperación, impotencia, degradación, asco y... añádale usted los si-nónimos que considere oportunos, al cual llega el ser humano si otro ser humano, grupo, institución, sistema o sociedad se lo propone.

Seguramente usted ha visto la película protagoni-zada por Robert Redford bajo el título de Brubaker; ese joven director de una prisión que acomete la experiencia de ingresar en calidad de preso en su propia penitencia-ría, con el único propósito de enterarse realmente de cómo funcionaba el cotarro antes de tomar las riendas del presidio.

Me atrevería a asegurar sin miedo a equivocarme como al finalizar la película usted le ha comentado a su mujer aquello de... ¡así debería de ser!

Déjeme entonces le diga una cosa: mientras no sea de esa forma, esta sociedad y la otra, y la de más allá, tendrán asignaturas pendientes. Demasiadas asig-naturas pendientes.

Llevo tres días detenido. Voy a ingresar en la pri-sión, "incondicional e incomunicado"; no sé por cuánto tiempo ni hasta cuándo permaneceré en ella; mas sí sé, se lo juro, que en estos tres días he aprendido infinita-mente más sobre eso que rimbombantemente se llaman los derechos humanos, que en miles de años que hubiera pasado estudiando, leyendo y escudriñando los más eru-ditos tratados sobre tan pomposo tema.

Usted y yo, y todos nosotros juntos, deberemos de ir cuestionándonos muy seriamente a qué ídolos de barro o a qué becerros de oro estamos adorando. A quiénes hemos puesto de representantes de Dios en la tierra.

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Yo ya voy a ingresar en prisión, "incondicional e in-comunicado", puede que mañana, sí mañana, mi puesto lo ocupe usted u otro semejante a usted.

Ya sé; me va a decir usted, es una persona seria, for-mal, honrada, cumplidora de sus obligaciones y que vive para su familia y para su trabajo; procura no meterse en asuntos turbios ni tampoco se mete con nadie. Todo eso ya lo sé.

Y así, tal cual, me consideraba yo hasta hace tres dí-as; luego la vida me dio la gran sorpresa de verme mez-clado de buenas a primeras con dos hombres —a uno de ellos ni siquiera lo conozco todavía—, y con una bolsa, una dichosa bolsa que me aseguran contiene diez kilos de cocaína.

A lo largo de este libro le narraré y le contaré a cuántas personas serias, honestas y decentes, la vida les ha jugado una mala pasada, y líbreme Dios de pretender con ello meterle la peste en un canuto. No, no es esa mi intención, ni mucho menos. Para eso ya hace tiempo se inventó el Fisco.

Lo que sí quisiera es contribuir a dar un aldabonazo en la conciencia de tantas personas "normales", "de ley", "honradas y decentes", intentando lleguen a comprender y sobre todo a actuar frente al brutal desamparo, la tremenda angustia y la infinita soledad capaz de llegar a embargar el espíritu y la mente de nuestros presos.

Que sí; ya sé. Que para eso existen organismos, ins-tituciones, asociaciones, y mil historias más; pero créa-me si le digo que todo eso es insuficiente en tanto usted, yo y los demás, no tomemos una verdadera y exacta con-ciencia de la magnitud del problema; y desde luego nos pongamos a mover el culo primero para intentar y se-gundo para conseguir solucionarlo.

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Habrá oído decir alguna vez aquello de "la justicia emana del pueblo"; ¡vale!, el pueblo es usted, y su vecino del quinto, y el del tercero, y todos los demás; a todos ellos, a todos nosotros, nos incumbe la justicia y nos in-cumbe su administración.

Claro. Precisamente con ese fin hemos nombrado unos representantes que cobran por ello. Para que se ocupen de todos esos problemas y nos dejen tranquilos a los demás.

Es verdad, tenemos unos representantes; es muy cierto; por ello cobran, elemental, lógico y en abundan-cia; ahora bien, asimismo es muy cierto como al parecer han de ocuparse de demasiados asuntos y supongo que alguno que otro se les debe escapar de las manos, y éste es uno que a todas luces se les ha escapado.

¿Qué pasa? ¿Que no es importante? Que... quién cae en estos problemas es siempre la es-

coria de la sociedad? ¿Los indeseables? Pues mire usted ¡No siempre es así! Hay casos y ca-

sos. Y si sigue usted leyendo va a tener ocasión de com-probarlo. Y si no le apetece seguir leyendo, o no quiere, o simplemente no le interesa el tema, déjelo, mas no se olvide de mi bolsa; esa fantasmal bolsa que ha caído del Cielo para llevarme al Infierno; en un momento en cual pura y simplemente había acudido a una cita con el úni-co fin de ir a cenar con un amiguete, y donde, al menos yo sepa, sólo íbamos a charlar de nimiedades y de cómo marchaba la vida.

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CAPÍTULO III CAMINO DEL INFIERNO

—¡Al furgón! —se le oye gritar a un policía. El grito me ha devuelto a la realidad. Me encuentro

en la misma celda en la cual me hallaba antes de pres-tar la declaración ante el Juez, o por lo menos, a mí me parece idéntica. Tampoco es demasiado importante si es aquélla o no. A fin de cuentas sigue siendo tan mu-grienta, tan oscura y tan inhóspita como lo era la ante-rior.

Se acaba de formar un tropel al otro lado de mis ba-rrotes. Ruidos de cerraduras; cerrojos descorriéndose; pasos agitados; algunos susurros, y algún que otro "va-mos, muévase" que deduzco debe decir el guardia de turno al perezoso y calmado "chorizo" con el fin de poder aligerar la singular maniobra.

Yo estoy en pie; frente a la reja. Esperando llegue mi turno y presto a salir con la menor indicación sin dar ningún motivo para que me llamen la atención.

Ya gira la llave y se libera el cerrojo. La reja se abre y allí tengo a mi policía quien con cierto tinte de compa-

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ñerismo me indica que nos vamos. Ritualmente me coge del brazo sin ejercer esta vez ninguna fuerza. Me parece que soy el último de esta procesión delictiva. En el an-gosto pasillo y delante de nosotros ya se encuentran ali-neados una docena de presos, cada uno con su policía particular, mano al brazo. Es un tiempo de silencio.

—¡Venga, adentro! —oigo decir al fondo—, y la pro-cesión comienza a caminar pasillo adelante.

Cuando llego al furgón todos son policías. Instinti-vamente les dirijo una ojeada, casi a modo de despedida. Quiero leer en sus rostros; quiero percibir la sensación que les puede producir este "transporte"; este último viaje de la libertad al cual estoy a punto de enfrentarme.

La escena me defrauda por completo. Son rostros in-expresivos, ausentes, totalmente ajenos al drama que contiene este "embarque". Quizás tanta rutina, tanto re-petir su trabajo todos los días les ha llegado a insensibi-lizar. ¿No se darán cuenta que somos seres humanos, tan humanos como lo son ellos?

Recuerdo haber visto cargar animales en camiones para transportarlos a otros lugares. Se notaba que los dueños o los encargados estaban muy pendientes de la operación. Procuraban imponer un determinado orden. Que cada oveja, cabra, mulo o cerdo entrara en su orden correspondiente y lo hiciera en su sitio. Muy atentos para que cada uno no estorbara a los demás, ni los de-más pudieran hacerle ningún daño. Poca importancia se le daba al hecho de llevarlos al matadero para ser sacri-ficados. Importaba que fueran ordenados; en perfectas condiciones; sin daños, sin taras que pudieran hacer mermar su valor. Se preocupaban de su trabajo, de su mercancía. Habían de mantener y preservar su valor.

¡Qué ejemplo más estúpido! ¡Comparar a los ani-males con las personas! Por Dios...

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Sí, tiene usted razón. El ejemplo no deja de ser de una estupidez pasmosa.

Yo no soy un animal. Sin embargo en este momento siento una terrible envidia de esas ovejas, de esos mulos, de esas cabras, esos cerdos "acomodados" con esmero en sus camiones.

Entro en el furgón. Las banquetas, alineadas bor-deando los laterales, ya están repletas de "compañeros de viaje"; incluso un par de ellos se han sentado en el piso de la mejor manera que han podido. Así pues... a buscar mi correspondiente hueco y a hacer otro tanto parecido.

A propósito, pruebe usted a sentarse en el suelo con unas esposas puestas, o tratando de no separar las ma-nos simulando las tuviera puestas. ¡Haga la prueba! Junte las manos delante, y, sin moverlas ni abrirlas, trate de sentarse en el suelo.

Y ya, para completar la jugada, intente levantarse después. ¡Pruébelo!

Una chispa de alegría ha iluminado mis cansados ojos.

No obstante disponer de una luz tenue y lánguida en el interior del furgón, descubro sentado en una de las banquetas a mi amiguete Amador, en compañía del cual me detuvieron hace tres días. El también me ha visto.

Me quedo mirándole fijamente; a mi mente acuden todas las preguntas de este mundo. ¡Todas a la vez! Ob-servo a Amador, incapaz de aguantar mi mirada; en-corvándose hacia adelante, desplomando la cabeza sobre su pecho.

Hace un gesto con el que pareciera pretender eludir todos mis interrogantes: abre y cierra las palmas de sus manos mientras efectúa una nueva inclinación.

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Entendido —pienso—; mas aún sigo mirándole in-quisitivamente; le exijo no una sino muchas, todas las explicaciones... y me las ha de dar.

La puerta del furgón se ha cerrado a mi izquierda con un golpe seco. En su interior la penumbra se ha he-cho aun mayor y ello me proporciona cierta relajación. Ya no estamos bajo las miradas de nuestros guardianes. El relajamiento ha cundido entre mis compañeros y las respiraciones se han tornado más pausadas. Algunos in-tentan estirar las piernas; otro pregunta si alguien tiene un cigarrillo...

Y allí está mi amiguete Amador, con el que había quedado para cenar y a quien estaba deseando echár-melo a la cara para que me explicara a qué viene todo esto. ¡Allí lo tengo! Durante estos tres días he pensado tanto en las preguntas que debía hacerle que ahora no sé por cuál de ellas empezar; de modo que reflexiono por un instante.

El furgón se ha puesto en marcha y varios de mis compañeros de viaje han entablado conversación. No estoy ni quiero estar pendiente de sus diálogos; a mí sólo me interesa una conversación y ésa es la que he de sos-tener con mi amiguete Amador. Así que la inicio...

—Bueno Amador... ¡explícame qué rollo es éste! —¡Un mal rollo, tío! —me replica sin dirigirme la mi-

rada—. Que un hijo de puta se la ha jugado a éste y ha pegado el soplo.

Cuando dice "a éste", ha levantado tímidamente la cabeza y ha mirado enfrente. Yo le he seguido el gesto y he reconocido a quién se refería. Se trata de un hombre joven; no debe de haber cumplido todavía los treinta años. Aunque se halla sentado en la banqueta no me cabe la menor duda es de considerable altura; con una tez amorenada de origen; esos a quienes conocemos con

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el nombre de mestizos; las facciones de su rostro delatan su procedencia de alguna parte de Sudamérica. Así que... éste debe ser el tan traído y llevado Alberto, por el cual tantas preguntas me han hecho en mis decla-raciones. De cualquier forma voy a confirmarlo.

—¿Este es Alberto? —pregunto a mi amiguete. —Sí. Éste es —me asiente Amador sin llegar a le-

vantar la cabeza. —¡Hola! ¿Qué tal? Encantado de conocerte —se me

arranca a decir el tal Alberto extendiéndome sus manos esposadas para estrechar las mías.

¡Vaya! ¡Educadete el muchacho! Graciosillo también. De modo que... ¿qué tal?.. ¿Acaso no se ve la cara de muertos vivientes que tenemos todos, empezando por él mismo? Con que... ¡encantado de conocerme!.. Será hijo de puta.

Me parece ya voy entendiendo, sin embargo vamos a seguir confirmando.

—Bueno... ¿Y qué pinto yo en toda esta historia? —le inquiero a mi amiguete Amador pensando ésta es la pregunta clave y su respuesta podrá salvarme de la si-tuación.

No me responde. Sigue con su cabeza baja y yo espe-ro confiando esté meditando su contestación. No aparto mi vista de él; como si se me fuera a escapar. Pasa el tiempo y sigue sin responderme, así que le repito con la voz un tanto subida:

—¡Dime... ¿qué cojones pinto yo en esta historia?! —No te preocupes. Tranquilo. Que ya lo soluciona-

remos. En esta ocasión su respuesta sí ha sido inmediata y

a todas luces temerosa de que allí mismo le monte el cirio.

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Ha captado con toda exactitud que se me están re-volviendo las tripas y lo voy a poner a parir. Puede que hasta me levante y le suelte una hostia a doble puño. Con el hierro de las esposas incluido. O mejor, un maza-cotazo en la tapa se los sesos, y, con un poco de suerte se los desparramo, lo dejo en el sitio. ¡Al cerdo éste me lo cargo!

Dice que ya lo arreglaremos. ¡Hijo de la gran puta! ¡Asqueroso gusano!

Me voy a levantar... lo intento... mas... ¿cómo? ¡Mier-da!.. no encuentro la forma. No puedo incorporarme si alguien no me ayuda; necesito un punto de apoyo. ¡Caramba!.. y parece una tontería esto de las esposas. Pues sí que son efectivas.

¿Recuerda? ¿Ha hecho usted la prueba que le propo-nía un par de páginas atrás?

Si la ha hecho, y a no ser que sea todavía un vigoroso muchacho en plena forma física, se habrá dado cuenta de este pequeño detalle al no podérselas ingeniar para levantarse sino mediante rebuscados números circenses que exijan de una concentración y un raciocinio para el cual yo no estoy preparado en estos momentos.

Gracias a Dios o al Diablo, no lo sé, yo no pude le-vantarme en ese instante en el que a buen seguro le hubiera propinado un morrocotudo susto a mi amiguete Amador.

Aún así la cara se me ha debido enrojecer de furia. El corazón me late aceleradamente; de nuevo aprieto los puños, cada uno de ellos y ambos frente a frente. Ahora no me fijo, ahora clavo literalmente la mirada en esa inmundicia que se llama Amador. Ese reptil que no se atreve a mirarme cara a cara, frente a frente.

¡Atención! ¡El furgón se ha parado! ¡La puerta se abre!

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—¡Ya estamos en la prisión! —dice el guardia, y aña-de— ¡Vayan saliendo!

—¡Vamos, que estáis en vuestra casa! —se le oye de-cir a alguien.

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CAPÍTULO IV EL MUNDO SE ME HUNDE

Está amaneciendo. Es un amanecer gris. Cae una persistente llovizna

sobre el patio ocre en donde nos ha introducido el furgón policial. El día es frío, muy frío.

Tras una breve bocanada de aire puro inmediata-mente nuestros cuerpos (los de mis compañeros de viaje y yo), acusan el mal tiempo. Instintivamente se nos en-cogen los hombros. Nuestros rostros comienzan a hu-medecerse; los ojos tienden a quedarse entreabiertos.

Una fugaz ojeada a este patio es suficiente para per-cibir el preludio de aquello que, a partir de ahora, va a constituir nuestro nuevo hogar.

De dimensiones claustrofóbicas. Unas puertas grises de chapas metálicas a ambos lados; y al frente, desta-cando, una enorme reja de gruesos barrotes e infinidad de travesaños apletinados, custodia lo que debe ser la entrada o la puerta principal de tan inusitado hogar.

Mientras observo la singular estancia percibo un frenético ir y venir de guardias de aquí para allá; pape-

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les en la mano que se intercambian; puertas que se abren y se vuelven a cerrar; uniformes que se entremez-clan, y demasiadas miradas descaradamente curiosas, intentando radiografiar quiénes somos y la clase de in-dividuos que acabamos de aterrizar en esta endiablada mañana.

No es que yo esperase recibir afectuosos saludos al modo más convencional de la gente libre. Ya sabe usted: ¡Hola! ¿Qué tal? Encantado de conocerle. Bienvenido... etc., etc. No era esa mi esperanza. Pero sí tenía cierta confianza en que alguien se percatara de mi presencia en aquel sombrío lugar. Tal vez un "¿Cómo se llama us-ted?"; "¿Por qué está aquí?"... qué sé yo.

Por lo visto estos datos, y hasta es posible que algo más lo dijeran los papeles que veo circular de mano en mano, y claro, en todos ellos figura mi foto desde varios ángulos, entonces para qué andar con más conven-cionalismos inútiles. Por un instante pienso: ¡Tanto ahí afuera y aquí dentro tan poco! ¿Quizás en alguno de esos papeles pondrá que soy sarnoso...? ¿Incluso que padezco el cólera...? ¿El sida...?

Es curioso. Hasta hoy no había valorado esos con-vencionalismos a los cuales acabo de referirme. Yo, y del mismo modo muy posiblemente usted, los hemos practi-cado asiduamente; y las pocas ocasiones en las cuales me había parado a pensar acerca de ellos, había con-cluido se trataba de auténticas jilipolleces, vacías de sentimiento y en la mayoría de los casos con un altísimo grado de hipocresía.

Propios de gente cursi y apijotada... ¡Encantado de conocerle!

Mas, ¿acaso puedo estar yo encantado de conocerle si todavía no sé quién es usted?.. ¿Y si por casualidad es el

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memo más grande de este mundo... qué leche de encanto me va a producir el hecho de conocerle?

¿Qué tal está usted? Como si a mí me importara mu-cho su estado actual. Yo ya tengo suficiente con mis pro-blemas; sería de tontos arriesgarme mínimamente a que usted se arranque a contarme los suyos y encima deba aguantarlo por haberle preguntado.

Ahora, precisamente ahora, estoy convencido de que estos convencionalismos, estas frases de cortesía, debió inventarlas un preso. Alguien que en un momento de su vida le faltó el calor y la compañía de sus semejantes, sean más o menos inteligentes, memos, cultos o imbéci-les. Puede que simplemente sea el gregarismo instintivo llevado a su plano racional y humano. Ese punto de sa-berse vivo; de saberse integrado y perteneciente a un grupo; de percibir la existencia de unos seres similares a él, quienes lo aceptan y lo reconocen.

De hoy en adelante, si por azar los caprichosos veri-cuetos del destino me depararan la suerte de conocerle, no olvide que cuando estreche su mano y le diga "¡En-cantado!" será con todo el corazón. Será sintiendo una a una cada sílaba de esa palabra; cada letra de cada síla-ba. Se lo diré con el profundo sentimiento con el cual a mí mismo me lo diría, porque al fin y al cabo usted tam-bién es idéntico a mí, nada más y nada menos, un ser humano. Desde luego con una pequeña aunque sustan-cial diferencia... ¡yo estoy en la cárcel, preso!

Y anticipadamente le pido perdón si me atrevo a compararme con usted. En absoluto pretendo ofenderle. Usted es una persona digna, honesta, decente, seria y legal.

Yo, en cambio, he cometido la torpeza de haberme citado con un amiguete para ir a cenar (Amador), y a la postre, la vida me tenía guardada esta lección y parece

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ser que no sabía la manera de dármela. A otros, por una cena, se acaban intoxicando o les da un infarto; los acribillan o, en el peor de los casos, se creen los amos del mundo, omnipotentes y todopoderosos.

A mí, a modo de aperitivo de la cena se me apareció una bolsa, y con la bolsa un destino: la prisión; y con la prisión... una lección que jamás voy a olvidar, al igual que no la olvidarán ninguno de los seres que han pasado o están pasando por esta misma experiencia.

—¡Vamos! ¡Adentro! —acabo de oír. La verja se abre embutiéndose en el muro. Un fun-

cionario la ase y la empuja con su mano y escucho el chirrido de las pequeñas ruedas metálicas deslizándose sobre sus guías.

Como pretendiendo guardar rigurosamente el orden, otra vez soy el último de todos mis compañeros. Nadie habla. Veo a uno hacer un gesto para sacudirse el agua de la lluvia caída en los escasos minutos que llevamos en el patio.

Camino lentamente hacia la reja, y mientras me aproximo a ella, trato de concentrarme en una improvi-sada oración: "¡Dios mío, cada paso que doy y que me separa del mundo, de mi familia, de mis amigos, de mi trabajo, haz que lo deshaga rápidamente; que la reja que voy a traspasar se me vuelva a abrir muy pronto de nuevo hacia la libertad; hacia las personas que en estos momentos me apartan de ellas por indeseable, por delin-cuente!". Al fin y al cabo todavía recuerdo mi educación religiosa, abandonada hace ya largos años.

Posiblemente parezca una postura débil. Una ac-titud de falta de entereza. Pero es cuanto por ahora se me viene a la cabeza. Después de todo lo pasado y frente a este futuro inmediato que me espera, la prisión incon-dicional e incomunicado; ¿a quién puedo recurrir?.. ¿a

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mi Abogado? Parece que no: ¡Incomunicado!.. ¿A quién entonces?.. Sólo a Dios, si por ventura existe. ¿Y si no existe...? Nada pierdo con intentarlo. De todas las for-mas es el único recurso que me queda.

Acabo de traspasar la reja y oigo ese desagradable chirrido metálico a mis espaldas.

No logro evitar volver la cabeza y la vuelvo. La pesada reja se cierra implacable a pocos pasos

tras de mí. Observo uno por uno interponerse entre el patio y yo cada barrote que la forma, cada ángulo que la configura.

Parece que me gritara fuertemente: "¡Ya estás aquí! ¡De aquí no se sale!.. ¡Yo no te dejaré!.. ¡Contra mí no puedes nada!.. ¡He truncado tu vida! ¡Tus ilusiones! ¡Tu futuro!.. ¡Eres un miserable, y debes estar con los mise-rables!.. ¡Basura!".

Rápidamente aparto mi mirada. Sigo caminando. Deben ser alucinaciones, ¡Las rejas no hablan!

Entonces, ¿cómo me ha torturado tanto el verla ce-rrarse si a estas alturas ya debiera tenerlo muy asu-mido?

No. No es la reja quien habla, es mi subconsciente. Es todo cuanto simboliza esta reja: la separación entre el mundo libre y los hombres más detestables, despre-ciados por la sociedad. Aquéllos de los cuales ha de pro-tegerse, recluyéndolos en lugares y sitios en donde no puedan molestar. En donde ni siquiera se acuerden de ellos; en donde no puedan oír sus gritos de rabia, sus voces de reproche, ni sus súplicas de piedad.

Intento apartar mi atención de esa reja mas su ima-gen me martillea en la memoria. Su chillido retumba en mis sienes con un eco martirizador, repetitivo, ago-biante. Quiero apartar su recuerdo y éste no me deja.

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Huyo en vano de ese mudo y férreo guardián y me es-condo en la sombra de mi debilidad racional.

Todavía no he acabado de repeler el impacto de tan opresiva impresión cuando de nuevo me hallo frente a otra cancela.

Hemos avanzado apenas una veintena de pasos, por un corredor gélido; de un color viscoso brillante; huérfa-no de todo objeto y de cualquier mobiliario; deses-peradamente uniforme y monótono. Y allí está, ¡otra reja! Más barrotes, enjutos y firmes, con sus cuatro tra-vesaños apletinados, doblemente amenazantes.

La miro fijamente para constatar que no me puede hablar; que no puede decirme nada. Desafío su existen-cia con mis ojos, su causa de existir, su razón de ser, la función que pretende justificarla .

Ahora soy yo quien le reprocho su rotunda des-confianza en la compañera que la antecede. ¿Acaso con la otra no es suficiente...? Entonces, ¿qué pinta aquí ta-maña mole de hierros, insultantemente alineados?

Su respuesta no tarda en llegarme: "Eres tan ruin, tan despreciable y tan indeseable que tus semejantes nos han colocado aquí para asegurarse de que no vuel-vas con ellos. Que no los molestes. Todas nosotras no somos sino los símbolos del desprecio que a ti te tiene la humanidad".

Mientras me martiriza con sus insultos esta maldita reja, me asaltan vagos recuerdos de aquéllos parques zoológicos que he podido a visitar a lo largo de mi vida.

Imaginativamente me sumerjo en ellos y trato de lo-calizar en cuál haya podido contemplar, en alguna oca-sión, una fiera semejante a un hambriento león o quizás a un agresivo tigre o a una venenosa serpiente, encerra-dos en doble jaula. Busco, rebusco y me afano, pero todo

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es inútil. Nunca he visto a ninguno de esos peligrosos animales apresados con el rigor existente en este lugar.

¿Tal vez soy yo peor a todas esas fieras? ¿Se me pue-de temer más que al león, al tigre, a la serpiente, al cha-cal...?

Pues bien... si he contado con muchos amigos con quienes he compartido todo cuanto he podido y estoy seguro de que me apreciaban y de que deseaban mi com-pañía, y eso por no hablar ya de mi familia a la que adoro y ella me adora... o ¿será mas apropiado decir adoraba?

¿Cómo con todas mis relaciones, mi simpatía, mi trabajo y mis recursos puedo sentirme tan sumamente abandonado en este momento?

Esta reja —estas rejas— no pueden haberlas colo-cado las personas quienes más o menos me conocen si-quiera sea superficialmente. De sobra saben que yo no las necesito... como tampoco precisaría el estar aquí de-ntro.

Y quienes no me conocen... ¿Cómo pueden saber si las necesito?

Por consiguiente, si los que me conocen no me hubie-ran encerrado y los que no me conocen no saben ni pue-den saber si necesito de este encierro... ¿por qué estoy aquí?, no paro de preguntarme insistentemente durante las últimas horas.

De este modo resulta, nada más y nada menos, que comienzo a cumplir una condena de la cual para empe-zar, no me siento en absoluto culpable y supuesto, solo supuesto, que lo fuera, aun no he sido declarado en fun-ción de y una vez desarrollado mi correspondiente juicio. Y demasiadas veces he oído decir en la televisión, en la calle, por activa y por pasiva, aquello de todo el mundo es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad y

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sea condenado como tal en un juicio con las debidas ga-rantías.

¿Qué clase de televisión y de calle hay ahí fuera? Por un tiempo debo dejar a un lado tantos interro-

gantes. La reja ha iniciado su fatal movimiento de aper-tura y estoy dispuesto a no perder un solo detalle de cada paso que dé o, para ser más preciso, de cada paso que me obliguen a dar.

Sin embargo ésta no chirría. La noto acompañada del sórdido ruido de un motor eléctrico. ¡Qué comodidad! Va deslizándose uniformemente hasta oírse el abrupto "clac" que hace el motor al detenerse.

De nuevo traspaso la metálica guía limitadora de su miserable ruta y tomo la firme decisión de no volver la cara para evitar sus groseras impertinencias. Sí oigo, en cambio, el mismo zumbido del motor que la pone en mo-vimiento para cerrarme las escasas esperanzas con las cuales todavía pudiera contar. No obstante no querer escucharla, su silencio es elocuente y habla por sí solo. "¡Se acabó! ¡Ya no hablamos!", parece haberme trans-mitido.

No podría asegurar si me ha dolido más este silencio o las impertinencias lanzadas por su compañera, mas sí sé que la suma del uno y de las otras no viene a signifi-car sino una sola cosa: ¡¡Ahí te pudras miserable!!

A la tercera reja me enfrento totalmente exhausto. ...¿Cuántas quedan?

Parece de película. De una película del atolondrado Agente 086. Una, otra, otra,... ¡para al fin guardar una cabina telefónica!

Me considero parecido a esa cabina telefónica. No, nadie dice que una cabina es mala; puede ser malo (o inmensamente bueno) el uso que se haga de esa cabina y del teléfono interior.

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Por pensar algo, pienso que somos, mis compañeros y yo, similares a esa cabina; y posiblemente alguien ha debido hacer un mal uso de nosotros. ¡Qué estupidez! Eso no tiene la más mínima lógica.

Y... ¿Qué tiene lógica en este tinglado?.. ¿Mi amigue-te...?, ¿La bolsa...?, ¿El Juez...?, ¿Tanta reja...?

Creo muy seriamente me está empezando a fallar la lógica, por lo menos, la lógica que tenía antes, quizás esa lógica que todavía tiene usted.

Sí; porque yo también pensaba que cuando se dete-nía a un delincuente lo mejor era meterlo en la cárcel; apartarlo de la sociedad y que, entre rejas, no tuviera otras oportunidades de cometer más fechorías. Lo veía algo elemental el principio del derecho de toda sociedad a protegerse de aquellos elementos que le perjudican y le hacen daño. Obviamente éste es un principio de auto-defensa que nadie ha cuestionado y no seré yo quien lo haga.

¿Que no obstante usted cree que yo lo cuestiono o voy a atreverme a ello?

¡No, hombre, no! Tal vez y a lo sumo, trate de expli-carle algunos pequeños matices, tan sólo eso.

¿Que... quién soy yo? Nadie. Categóricamente nadie. No tengo demasiados estudios. No tengo un nombre

de familia. No tengo ninguna fortuna. No tengo... nada más la experiencia de estar sufriendo en mis propias carnes las consecuencias de ese principio de auto-defensa; de ese indiscutible derecho.

Y supongo yo que esa autodefensa deberá ser racio-nal. Hablando para que nos entendamos: si a usted al-guien trata de quitarle la vida, parece ser que usted puede adelantarse en legítima defensa al espabilado que quería jugársela. Lo que no puede hacer lógica ni legal-mente es matar a uno porque le propine un simple in-

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sulto; incluso si se trata de un insulto compuesto, de lo más gordo y dañino que se le pueda ocurrir.

Creo que en esto estaremos básicamente de acuerdo. Es decir, usted —y todos— tienen un derecho de autode-fensa en proporción y con relación al ataque del que es objeto; este derecho le autoriza a emplear los medios adecuados hacia el fin a conseguir. Es algo parecido a eso de no tratar de cazar moscas con cañones de grueso calibre, ni a los elefantes con tirachinas.

¡Obvio!, puede que me diga. Pero la clave consiste en... ¿qué ocurre cuando este

principio de autodefensa lo lleva a cabo la propia socie-dad? ¿Cuando la sociedad se defiende de los elementos que intentan o a lo peor consiguen perturbarla...?

Ocurre, claro está, que se protege con los métodos y sistemas legales que tiene establecidos y en base a ellos, por ejemplo, a un asesino se le recluye en prisión duran-te, pongamos por caso, treinta años; a un violador se le recluye en prisión por otros "x" años; a un atracador igualmente se le recluye en prisión durante otros años; a un estafador ídem de ídem, y así sucesivamente. En de-finitiva que a todos estos se les recluye en prisión du-rante un cierto período, mayor o menor en función de la fechoría que hayan podido cometer.

Según lo veo yo, el castigo es cualitativamente el mismo, es decir, la prisión. Tanto da que haya matado, violado, robado, estafado, (dentro de unos límites por supuesto) e igual cualquier otro delito que esté castigado con la pena de prisión. Y en lo que se diferencian entre sí es en la cantidad de tiempo por el cual deberán per-manecer en la prisión, más o menos proporcional a la gravedad del asunto. Aunque el método y la pena siguen siendo idénticas.

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Con este sistema la sociedad no deja de comparar así al más hostil de los asesinos (pongamos a los terroristas), con el pobre diablo quien posiblemente no ha hecho sino robar una gallina, un canario o un ciclomotor.

Claro —me dice usted—, por eso al terrorista se le encierra por una etapa más larga que al ladrón de galli-nas. Y eso es tremendamente correcto. Tan cierto como el hecho de que a los dos se les mete en el mismo lugar.

Que sí. Que nadie se lo discute, los dos han atacado intolerablemente las normas de la convivencia. No obs-tante no han atacado las mismas, ni de la misma forma, ni por descontado, son lo mismo de peligrosos; sin em-bargo la pena es la misma y varía —¡hasta ahí podíamos llegar!— en el tiempo de cumplimiento y siempre que no intervengan otros motivos o circunstancias vaya usted a saber de qué clase; léase indultos, redenciones, razones de seguridad, y me temo que un largo etc.

—"¡Aquí están los frescos del día!".

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CAPÍTULO V NUEVA VIDA O NUEVA MUERTE

"¿¡Los frescos del día!?". De inmediato desisto de mis pensamientos filosóficos

y me pongo atentamente en guardia. A nuestro alrededor comienzan a pulular media do-

cena de guardianes uniformados; otra media docena de hombres con quienes puede formarse un multicolor aba-nico según sus apariencias, edades, vestimentas, y tam-bién nuestros fieles policías que comienzan a quitarnos las esposas.

He de confesar estaba empezando a dudar si lle-garían a quitármelas alguna vez y parece ser ha llegado ese ansiado momento.

Mientras aguardo mi turno echo una última mirada al amplio corredor por donde hemos accedido. Cuento: una, dos, tres, y... ¡cuatro! rejas consecutivas, militar-mente alineadas, esquizofrénicamente agresivas, que me apartan y me separan del mundo.

Un escalofrío me recorre por toda la espina dorsal y agita cada una de mis vísceras. Un intenso hormigueo

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sacude lo más profundo de mi vientre e, incontenible, me sube hacia el pecho oprimiéndome. Trato de ensan-charlo para poder absorber estas vibraciones eléctricas en un vano esfuerzo por liberarme de la vertiginosa sen-sación, mas no hallo el más mínimo cauce o hueco por el que expulsar esta inquietante energía.

La garganta se me obstruye con el rudo y tosco nudo del curtido pescador, trabado fuertemente en el rancio cordel de sus faenas marineras.

La opresión se me hace insostenible. Tengo la boca totalmente reseca. El cuello ha resaltado las venas rami-ficadas a modo de pétreos laberintos por los cuales no puede huir la sangre. Los oídos se me han cerrado y solo acierto a percibir el ronco latir del corazón que acelera su ritmo. La tensión crece. Creo que voy a estallar... cuando al límite de tanta angustia contenida, unas lá-grimas han humedecido mis ojos y con éstas, como el descorchar de una agitada cerveza, mi cuerpo comienza a retomar su normalidad.

Aunque la vista se me empaña procuro no parpadear y sostengo la mirada en ese corredor con sus tenebrosas rejas.

Poco a poco voy perdiendo su enfoque y en mi mente empiezan a quebrarse los rígidos barrotes, con-fundiéndose en un amargo calidoscopio de siniestras formas.

¡Ya no puedo más! Por las mejillas se me han dibu-jado dos pequeños surcos salados que me vienen a ad-vertir de la debilidad de mi ánimo.

¡Tengo que reaccionar! Parpadeo una y otra vez mientras vuelvo el rostro hacia mi nuevo destino; hacia mi nueva vida... ¡hacia mi muerte en vida!

¡El mundo se me acaba de hundir! Pero... tengo que seguir adelante.

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"Los frescos del día", me repito. ¿De qué me resulta familiar esta expresión? ¿En dónde he oído yo antes esta frase?

Ah, ya. En la televisión. Ese anuncio de un pan re-partiéndolo al amanecer. Claro está, somos los primeros con quienes comienza la tarea diaria en este lugar.

¿He dicho lugar? Sí, he dicho lugar. Luego comienza a situarte en él

—me amonesto yo solo—; esto no es ya un lugar así a se-cas. Esto no es ya algo lejano, que sabías que estaba ahí si bien y en tanto no te concernía, nunca te detuviste a pensar sobre él.

Esto ya es... ¡tu casa!; y no sabemos por cuánto tiem-po; así que empieza a identificarlo; a familiarizarte con él.

Hombre... no se trata de llamarlo así, "tu casa". Aho-ra bien, sí debes ir integrándote mínimamente en ella, reconocerla y calificarla; nombrarla de alguna forma que, para empezar, no te repela.

¡Vamos a ver! ... ¿Acaso tienes otro remedio?, ¿Otra alternativa...? No, ¿verdad? Pues cuanto más tardes en asumir tu situación más te costará; más problemas ten-drás y peor lo vas a pasar. De modo que tú decides: o procuras adaptarte lo más rápido que puedas o... te hundes. Y si te quieres hundir y morir, allá tú; muy li-bre eres de hacerlo... sin embargo decide y decide ya, por tu propia conveniencia.

Y para empezar, puedes ir buscando un nombre para ésta que va ser y constituir tu residencia; no vas a refe-rirte a ella denominándola la "cárcel"; parece que eso no queda demasiado elegante y psicológicamente no te va a reportar nada positivo.

Bueno, si te parece la llamaremos... ¿cómo? Casa, re-sidencia, hogar, hotel, pensión... ¿Qué tal el de "residen-

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cia"? Al fin y al cabo este es el sitio en donde vas a resi-dir de ahora en adelante.

No, residencia no. Suena a una especie de casa de acogimiento de viejos, o a un internado de ésos de los estudiantes. No me gusta.

De acuerdo. ¿Qué tal si te familiarizas con la de-nominación de "pensión"? No, tampoco. Pensión evoca la imagen de un hospedaje de ínfima categoría; un hos-pedaje de aquéllos que precisan un lugar donde dormir y no poseen dinero suficiente para hacerlo en sitios y en establecimientos de categoría.

¡Hombre! Esto sí que es bueno. ¡Como si aquí tuvie-ras tú mucha categoría! Hace tan solo un instante te debatías en el dilema de reaccionar y luchar o darte por vencido; y ahora le haces ascos a un nombre porque no te parece contar con la suficiente categoría, vamos, que no da la talla. Quizás entonces prefieras la denomi-nación de "hotel".

¡Qué va!; "hotel" es pasarse un pelín. De momento será mejor dejarlo. Tampoco tiene la

mayor importancia cual pueda ser la palabra a emplear y esta discusión no puede ser más estúpida de lo que es. Estoy metido en el abismo de una cloaca y solo pienso en un nombre para llamar a esta puta mierda; pues eso: una grandísima mierda, asquerosa y repugnante, vomi-tiva y repelente.

Así que me centraré en el tema de mi supervivencia y de ir aguantando aquello que me vaya encontrando, y dejaré las florituras de las denominaciones para cuando las necesite, que no es el caso en este preciso instante.

—¡Venga, a ver si se preparan pronto para pasar a período!

De nuevo una voz firme, militar y autoritaria se ha dejado oír.

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¿"Período"? ¿Qué será eso? Vaya un extraño nombre . ¡Período! Sólo se me ocurre pensar en el período de

las mujeres; la etapa donde les viene la regla. ¡Vaya unas palabrejas que se escuchan por aquí!

Todo esto me recuerda cada vez más al servicio mili-tar, a la "mili"; allí, durante los primeros días se oían también las frases y los nombres más curiosos. Debía pasarme casi todo el tiempo procurando descifrar aque-llo que pretendían comunicarte.

—Justo eso. Me advierte una voz interior. ¿Te acuerdas de la época de la "mili"? ¿A que todo

parecía de lo más extraño? Te llevaban y te traían; te mandaban y te tenías que callar. Al principio todo aque-llo se te representaba insuperable, inaguantable. Y, ¿re-cuerdas cuál era tu actitud?.. pues la de estar a verlas venir y no meterte en complicaciones.

No te cuestionabas ni cuestionabas las cosas que de-bías hacer, simplemente las hacías y ya está. Tampoco te planteabas el por qué os metían a modo de borregos en unas grandes naves para dormir, sobre unos catres de lo más cochambroso. Y si a las tres de la madrugada tenías que saltar de la cama para hacer tu turno de imaginaria, no se te ocurría divagar si eso era lógico o por el contrario deberían haber instalado unos sistemas electrónicos de alarma por circuitos integrados (o desin-tegrados) para que tú tuvieras unos felices sueños y de ese modo la vigilancia quedara garantizada. ¿A que no pensabas en nada de esto?

Pues adopta aquí igual actitud. ¿...Que hay una diferencia entre una cosa y la otra?

Desde luego. También había una diferencia entre la "mi-li" en Ingenieros, en Artillería, en la Marina o en las Coes. ¡Claro que sí!

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Pero... ¿a que también hay unos paralelismos y unas similitudes?

A ver: piensa un poco. A los dos sitios se va a la fuerza. Ni fuiste voluntario

al servicio militar ni tampoco a este lugar. A los dos te han obligado a ir y de ninguno tienes medio de evadirte (medio razonable, se entiende).

En los dos te imponen lo que tienes que hacer y cuando tienes que hacerlo; cuándo te tienes que levan-tar; cuándo te tienes que acostar; cuándo comer y en dónde hacer lo uno y lo otro y cómo tienes que hacerlo, si no quieres tener más complicaciones de las propias de cada situación.

Es más: en los dos te alejan del mundo exterior; de tu familia; de tus amigos; de tu casa; de tu trabajo.

En ambos se quiebra el esquema de vida que tenías trazado hasta entonces. Constituyen un paréntesis, más o menos prolongado, en la trayectoria y el rumbo ante-rior; ni más ni menos eso, un paréntesis; que no po-demos decir carezca de la más mínima importancia; por supuesto la tiene, no obstante no conviene dramatizar más de lo necesario.

—Lo siento —me replico yo solo—, una cosa es la mi-li y otra muy distinta es la prisión, con todas sus cabro-nadas; y tratar de compararlas y buscarle las semejan-zas a ambas es pretender encontrarle los tres pies al gato. Y no se trata de que yo quiera dramatizar más de la cuenta, sino que es la situación la que desde todos los ángulos es dramática por sí misma; y tétrica,... y cual-quier otro razonamiento no deja de ser y llevar una bue-na dosis de aliento y un alto grado de compasión preci-samente por estar aquí adentro, por ser un preso, un despreciable y pestilente criminal.

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—¡No seas idiota, hombre! —continuo con mi auto-diálogo—. Ninguno tenemos toda la razón sin embargo admitamos que ambos tenemos parte de razón. Eviden-temente lo que debe contar no es el razonamiento sino la actitud; la postura que debes tomar si frente al dilema de adaptarte o morir eliges (como debes elegir) la de adaptarte. No trates de ser demasiado bruto y defiende con todas tus fuerzas, día y noche, mañana y tarde, y en cada instante de cada día que cuanto ahora te está pa-sando no es muy diferente de aquello otro a lo que te enfrentaste al hacer el servicio militar. No te empeñes en buscar diferencias. Procura encontrar parecidos y asúmelos en lo más profundo de tu ser. Persíguelos y lucha por ellos... ¡imbécil!

No tengo ninguna otra opción salvo la de mentali-zarme que ésta será mi casa y mi empresa, las dos en una, y por algún tiempo.

A ver: ¿He dicho "mi empresa"? En efecto. Mira por donde ésa puede ser una buena

denominación a modo de referencia. Vamos a ser opti-mistas por un momento: de ella tengo que vivir; para ella habré de trabajar (¿en qué...?, ¿cómo...?, ¿cuán-do...?), y sólo que las horas que me van a ocupar van a ser un poco más amplias de lo normal; será un trabajo de los llamados a "tiempo total".

Mas, vayamos sin precipitaciones. Seguramente usted pertenece a una empresa que, en

el mejor de los casos, es pública (o sea el Estado o cual-quiera de sus satélites), y en el peor, es una empresa privada.

Seguramente usted será un trabajador o un fun-cionario capacitado, competente y puede que hasta efi-caz; quien goza de una alta estima entre sus compañeros y con una "posición social" envidiable para muchos de

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sus conciudadanos, al menos para todos esos muchos que se encuentran en paro oficial o extraoficial.

Y seguramente usted está hasta los cojones de aguantar tantas estupideces que probablemente se den en su empresa, comenzando por las cabronadas de todos y cada uno de sus superiores, jefecillos, jerifaltes y jeri-faltazos, que no se sabe cómo están ocupando un cargue-te para el cual desde luego usted se considera mucho más capacitado, y por supuesto lo desempeñaría infini-tamente mejor que toda esa manada de subnormales a quienes se les ha aparecido la Virgen y los ha colocado en su respectivo carguete. Estos mismos, gracias a un segundo milagro como es el de contar con gente muy similar a usted, que continuamente les están sacando las castañas del fuego, consiguen mantener su poltrona y tal vez su sustancioso sobre de final de mes el cual, no siendo nada despreciable, está muy por debajo (las más de las veces), del cochazo, las juergas, el chalet y el ve-raneo que se raspan, amén de las idas y venidas de sus respetables señoras a las peluquerías, las boutiques y los pedazos de motos de sus hijos.

Pero naturalmente usted debe de pasar por todo esto porque siempre se suele decir, es "el sistema", y usted se ha adaptado al sistema para poder mantener a su fami-lia, aunque pase el resto de sus días mordiéndose las uñas (si todavía las conserva) por culpa del sistema, esperando llegue su oportunidad, es decir, un auténtico milagro o para ser más exactos, los dos milagros que le permitan adquirir la propiedad de una de esas codiciadas poltronas y sus no menos codiciados sobres de final de mes para poder respirar tranquilo el resto de sus días.

En definitiva, usted se ha acomodado a un sistema que seguramente no le gusta, es más, probablemente lo detesta, sin embargo éste es el que existe y no hay otro.

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No sabe en absoluto qué diablos es el sistema; quién o quiénes lo han establecido ni por qué arte de magia se mantiene. Usted vive de su empresa y para su empre-sa... y punto.

Le aseguro que hace solo cuatro días yo pensaba exactamente igual. Este y no otro era yo de ciudadano honorable; antes de estar preso "incondicional e incomu-nicado".

Pues bien, en tan corto período de tiempo puedo ase-gurarle y le aseguro, que estoy en perfectas condiciones de explicarle con pelos y señales qué es el sistema, quién lo establece y lo mantiene y, lo que es más importante, qué puede usted hacer para cambiar la parte del mismo que no le satisfaga.

No. No es que haya tenido una iluminación divina; ni siquiera un soplo de ciencia infusa del cual antes ca-recía; no es eso.

Es simplemente que estoy preso (incondicional e in-comunicado) y parece ser que eso aviva la mente y agu-diza el ingenio hasta unos límites que usted no puede imaginarse.

La cuestión es ésta, yo ahora me encuentro obligado a aceptar y a adaptarme a un sistema que no es sobre el que estamos divagando sino otro muy distinto: se trata del sistema penitenciario... ¿le suena?

Claro que le sonará. Lo oye al menos una docena de veces cada semana cuando el Ministro, Director General o el Subsecretario de turno, y más si están flamantes, aparecen inmaculadamente arregladitos y todo aseados en la televisión o en la foto del periódico, diciendo que si nuestro sistema penitenciario es así o es asao; que se va a reformar o que se va a estudiar su reforma; que se van a construir tantos o cuantos centros, de acuerdo con las más "progresistas tendencias encaminadas a la reinser-

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ción del delincuente..." y, bla... bla... bla. (¡Todo fantásti-co y ellos quedan de perlas!).

No obstante lo que yo ya sé (y todavía sé bien poco), es que el delincuente, que soy yo, no necesita de tanta palabrería ni de ningún presupuesto extraordinario ni de unos gastos ingentes para propiciar su reinserción.

Todo eso, que no está nada de mal si verdadera-mente se llega a realizar, no es lo fundamental para el delincuente —yo—; es más, yo diría es meramente acce-sorio y secundario. Lo principal, lo fundamental y el gran vacío que sentimos los delincuentes es no poder percibir que se nos tiene un poco de consideración, un poco de respeto, un poco de calor, un poco de comunica-ción, un poco de... algo.

Sentir y notar que aun habiendo cometido un error, una falta o un delito, seguimos perteneciendo a la raza humana y se nos trate como a semejantes, equivocados quizás, y a los cuales será preciso sacar de su error, mas al fin y a la postre personas con nuestra dignidad y nuestro respeto.

¿Que dice usted? ¿...que se nos trata con el respeto y la consideración con la cual nosotros hemos tratado a la sociedad?

¡Pues no! No sigamos por ese camino porque enton-ces tendríamos que reimplantar la pena de muerte para quien mata; y eso ya es retrógrado y trasnochado a to-das las luces del mundo civilizado.

Puestos a ello, abocaríamos en la teoría del ojo por el ojo y del diente por el diente y esta teoría ya ha sido su-ficientemente estudiada y criticada como para que yo me atreva a añadir un solo punto o una sola coma a todo cuanto ya se ha dicho o escrito sobre ésta.

En tanto ése no parece ser el camino apropiado, la solución no es otra sino la de otorgar a la pena una fun-

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ción didáctica. Para que sigamos entendiéndonos: se debieran establecer unas penas que aparte de constituir un castigo, al propio tiempo enseñen la manera ade-cuada de comportarse en y con la sociedad.

Y... ¿no cree usted ya es suficiente pena y suficiente castigo con que se nos prive de la libertad?

Afortunadamente usted no sabrá lo que significa es-tar privado de libertad nada más que por referencias; alégrese si, muy probablemente, no ha sufrido en sus propias carnes esta situación.

Déjeme le diga que lo que se siente es indescriptible. Todas las palabras se quedan cortas y vacías para ex-presar y transmitir fielmente la degradación y la humi-llación que conlleva el estar preso, el estar privado de la libertad.

El desprecio ajeno y el propio desprecio alcanzan unos límites insoportables.

No, usted no puede hacer una prueba y tratar de ex-perimentar por sí mismo, por más que su curiosidad sea enorme, de privarse de la libertad encerrándose en cual-quier lugar. Ni siquiera con la ayuda de los demás, pidiéndole a alguien que le encierre; en todo caso usted sigue conservando la disponibilidad de poner fin a ese encierro y eso, aunque pueda parecerle poco, lo es todo.

Nosotros los presos estamos aquí, encerrados, sin li-bertad; sin disponibilidad de nada; sin ninguna posibili-dad, sólo la de aguantar y la de sobrevivir siempre a costa de lo que sea.

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CAPÍTULO VI MI ESTADO ANIMAL

—"Vamos, ¡Que pasen a las perreras!". De nuevo se deja oír la voz del funcionario con la

cual parece indicar nuestro próximo destino. —"Venga. Por aquí". Otro funcionario alza la voz dirigiéndose al grupo

que formamos "los frescos del día", al mismo tiempo que extiende el brazo izquierdo indicando la dirección por donde debemos seguir.

Después de "los frescos", el "período", y ahora "las perreras". Con toda esta jerga que estoy oyendo ya ni siquiera me paro a pensar que puede ser eso de las pe-rreras.

Tal vez, se me viene inevitablemente a la cabeza, se trate del recinto donde nos van a someter a la vigilancia de los perros de la cárcel; hasta pudiera ser nos vayan a acomodar con ellos porque tal vez no haya otro sitio dis-ponible ¿...?, o, quizás el objetivo sea el de que ahora sean unos perros nuestros guardianes con el fin de no tratar de escabullirnos hacia algún lugar al que no de-

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bamos ir. De todas formas empiezo a no preocuparme demasiado de "las perreras" puesto que parece que va-mos a ellas y me temo no hay forma de impedirlo.

Camino así con la resignación que puede suponer si-guiendo a mi grupo, a cuyo frente, majestuoso y alta-nero, abre paso el funcionario que nos guía.

Al doblar la esquina del viscoso corredor, accedemos a una enorme galería de dimensiones exageradas; de unos tonos grisáceos mezclados con unos fuertes marro-nes, en una patética inmensidad afónica de rejas y ba-rrotes.

El impacto producido por su contemplación es tre-mendamente opresivo. Posee la apariencia de una gi-gantesca jaula, recubierta y blindada por unos gruesos muros exteriores que a duras penas dejan adivinar su colosal consistencia.

En este aparatoso bunker toda la luz existente es ar-tificial; la aportan unos grandes y repetitivos tubos fluo-rescentes con los cuales se viene a añadir una nota más de monotonía a la estancia.

Se percibe un continuo trasiego desconcertante: rejas que se abren y se vuelven a cerrar; ir y venir de funcio-narios; de individuos ataviados con batas blancas. Y en todo este trasiego existe un punto en común, un objetivo y un denominador cuyo centro lo constituimos nosotros, "los frescos del día". Puedo sentir la mirada inquisidora de todos aquellos quienes casual o expresamente acier-tan a pasar a nuestro lado.

No poseo un medio de evitar ese inquisitivo examen; no puedo doblar la esquina. Me molesta tremendamente sentirme el centro de atención de tantos curiosos, mas, allí estoy yo; mostrándome en una especie de escapara-te; posando al mejor uso de una pasarela de modelos; para que me vean; para que me curioseen. Me siento

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completamente desnudo; semejante a ese juguete dispo-nible en todo momento, para poder cogerlo a su antojo cualquier niño travieso y manipularlo a su capricho; sin el más mínimo cuidado, sin el menor esmero, sin ningu-na limitación.

Instintivamente intento protegerme de las miradas indiscretas y me escondo, con un tímido paso adelante, tras otro compañero que posiblemente no padece estos escrupulosos sentimientos; no obstante mis intentos son vanos; puede ser un miedo irracional el que me agarrota las piernas; a lo mejor se trata de un secreto respeto a poner a mi compañero en el primer plano de esta des-piadada curiosidad.

El tiempo ha dejado de existir para mí. Comienzo a tener una leve idea de lo que es la eternidad. Sí. Es sen-tirse anclado en el espacio y en el tiempo. Es el no saber qué sentido tienen ambos conceptos en tu vida. Todavía es más; es no tener su medida en horas, en minutos, en los segundos que van transcurriendo. Saber que para nada te sirven. Saber que te lo controlan; que disponen otros de él; que te lo dirigen y te lo racionan; que tu tiempo no es tuyo sino de quienes te lo dan o te lo qui-tan.

Me viene a la mente una curiosa frase leída alguna vez en no recuerdo el libro, decía algo así: "Cuando tu tiempo se acaba, estás acabado". Pues... ¡mi tiempo se ha acabado!

¿Para qué quiero yo el tiempo de esta forma? Para nada.

Aquí el tiempo no lo marcan unas agujas, unas manecillas de reloj; aquí el tiempo lo marca una voz, unas voces sin cadencia; severas voces de funcionarios soltando frases y palabras que aunque me parezcan in-comprensibles me dan una idea de que algo va a suceder.

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Y entre una y otra voz no hay ninguna medida, nin-guna secuencia cierta o previsible; es una antítesis atemporal de los relojes, con sus cuartos de hora, sus medias horas; no, no existe esta medida ni ninguna otra parecida susceptible de reconocer. Sólo existe la ansie-dad de esperar se produzca la siguiente voz, sin saber tan siquiera si se va a producir.

Este es ahora mi tiempo: una continua espera de-sesperante. Es la espera de ese juguete, mudo e inerte; el juguete no sabe si se fijará en él su repelente dueñe-cito, pero siempre lo tendrá a la vista y a su caprichosa disposición.

Este soy yo en estos instantes; sin embargo aun así envidio a ese juguete. Porque no piensa; no siente; al que no hiere la curiosidad ajena; el que no se puede sen-tir despreciado, ni ansioso, ni aterrado. ¿Quién pudiera ser hoy ese juguete?

Deben ser las... ¿siete?; quizás las... ¿ocho de la ma-ñana? ¡Qué más da!

En una décima de segundo se me viene a la mente preguntar a uno de estos funcionarios la hora que es. De inmediato desisto y doy por sentado se trata de una idea que no puede alcanzar un mayor grado de estupidez.

¿Qué me va a contestar? ¿Si acaso estoy esperando a alguien? ¿Si tengo una cita? ¿Si tengo prisa? Entonces, ¿para qué quiero saber la hora?

No. Está claro; no tengo prisa, ni tengo cita, ni me espera ni espero a nadie: soy un preso "incondicional e incomunicado", y a pesar de todo eso supongo tendré algún derecho, un mínimo derecho a saber por lo menos la hora en la cual vivo. Mas... ¿para qué?

Usted mira autómatamente su reloj mil veces al día. Puede mirarlo siempre que le da la real gana y saber la hora que es. ¿Para qué?, pues para conocer cuánto le

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queda del día, o a la noche; para averiguar cuánto le falta para entrar o salir del trabajo; para controlar de cuánto tiempo dispone para comer o para tomarse un aperitivo, etc., etc., etc.

Usted puede saber o no saber, depende de que mire o de que no mire su reloj, y usted puede mirar o dejar de mirar su reloj; usted es libre de mirar su reloj. "¡Libre!", mágica palabra.

Sin embargo yo estoy preso, incondicional e in-comunicado, y no puedo saber qué hora es; no tengo la simple elección de decidir si quiero o no quiero saber la hora; sencillamente usted, la sociedad, el sistema "con-sidera" no me hace falta saber la hora, ¿para qué?

¿Por una casualidad anda preguntándose qué tiene que ver el hecho de estar preso o de estar libre, con la mayúscula tontería de saber la hora? Probablemente todo el mundo le dé la razón, todo el mundo que no haya estado preso, desde luego.

Seguramente piensa no es serio esto ya de mezclar la libertad y la prisión con el tiempo y la hora..., pues sí, puede no le parezca serio y hasta le suene a cachondeo; ahora bien, he de asegurarle que mi situación en estos momentos no es precisamente la de tomarme las cosas a cachondeo, ni mucho menos.

Y si a pesar de todo usted no me cree pues haga una fechoría; cometa un delito y procure lo metan preso para ver si estoy de broma o es totalmente seria la historia de la hora y del reloj, aunque francamente no creo que le compense de ninguna de las maneras y, por supuesto, no soy yo quien se lo recomiende; le garantizo se llevaría una morrocotuda sorpresa.

Mire usted, la cárcel no es lo que usted ha leído, ha visto o ha oído sobre ella; porque lo que ha leído, ha vis-to y ha oído, con toda seguridad, lo ha sido en alguno de

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esos medios de comunicación; en la televisión, en la ra-dio o cualquier periódico o revista, para irnos enten-diendo. Y en todos ellos le han enseñado y hablado de aquello que conviene enseñar y hablar, tanto de éste como de otro tema; con unos reportajes estudiados y preparados para la "ocasión", añada usted la palabra censurados si la prefiere, y mostrando, hablando y escri-biendo de todo lo bueno, si acaso lo hay, que se le ocurre al corre-ve-y-dile de turno.

Este conocimiento que usted puede tener sería algo así a aquel otro que adquiriría su jefe si un buen día le anunciara su deseo de visitar su casa y le pidiera al-morzar con su familia.

Obviamente, llegado el día convenido, usted pre-pararía convenientemente su hogar y sus bártulos, y aleccionaría todavía más convenientemente a toda su familia acerca de la impresión que pretenda o le interese dar a su jefe, no obstante pueda ser éste el subnormal de turno de quien hablábamos unas cuantas páginas atrás.

Pero, en tanto de alguna forma su futuro y el de su familia, o al menos parte de él, se halla en sus manos, usted procurará se lleve la mejor de las impresiones.

Ni que decir tiene realizará una limpieza a fondo de la casa; si por ventura puede, intentará adquirir un mo-biliario nuevo, más acorde con el acontecimiento; de-sempolvará, si los guarda, sus viejos trofeos de caza, o de pesca o de lo que sea; y sacará la vajilla de plata he-redada de su abuela, y todo ello lo colocará en un primer plano según y conforme se adapten o convenga a los gus-tos, manías, inclinaciones o pareceres de su señor jefe.

En cuanto a su familia, ídem de lo mismo. Les leerá la cartilla a todos; a su esposa para lucir su mejor vesti-do y el atuendo conveniente; a sus hijos, para que hablen cuando se les pregunte y sin soltar palabrotas ni

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realizar intromisiones inoportunas; y su suegra... para que, a ser posible, desaparezca.

Y yo le pregunto: ¿quizás toda esta movida de ese día del jefe representa o se parece en algo a su vida co-tidiana, en su casa y con su familia?

Claro que no. Es más, casi seguro es todo lo con-trario a como habitualmente discurren sus días.

Pues exactamente igual, claro que multiplicado por diez, ocurre cuando a usted y a la sociedad en general, se le enseña algo de las cárceles sólo que, en este caso, es usted quien juega el papel de jefe y la prisión con sus presos (los incomunicados no por supuesto) hacen el pa-pel del empleado o subordinado durante los breves mo-mentos mientras dura el reportaje o el artículo en el medio de comunicación de turno.

Usted ya sabe que yo acabo de aterrizar aquí y que todavía no sé gran cosa de todo esto; prácticamente no sé nada y sin embargo ya estoy en condiciones de afir-marle y confirmarle que, conforme se anuncia en las mejores películas... "cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia", de lo que usted sabe a aquello que realmente es, me refiero.

El funcionario que nos guiaba se nos adelanta y lo observo se dirige a una especie de gran jaula rectangu-lar situada en el centro de la galería a donde acabamos de acceder.

Se trata de una mole de hierro achapado con unos agujeros alineados simétricamente. La impresión que me produce es sobrecogedora, angustiosa y tétrica. Me vienen a la mente escenas de películas medievales en las cuales se aprecian refinados métodos de tortura. Aquellas corazas de hierro, aquellos cinturones de casti-dad, aquellos potros de tormento. Todo aquel derroche de objetos y artefactos metálicos cuyo único fin era el de

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dar sufrimiento a los semejantes. Métodos refinados y muchas veces sofisticados que paradójicamente preten-dían conservar la vida hasta el límite de la suprema crueldad.

Su mera contemplación hoy en día nos produce pa-vor; un escalofrío que nos recorre de pies a cabeza al pensar en tanto ensañamiento con el cual el hombre ha tratado al hombre cuando ha querido arrancarle las ver-dades que le interesan; cuando ha querido que su her-mano de especie actúe a su antojo y capricho, hubiera o no hubiera razones para ello.

La razón, con plena vigencia hoy, ha sido y es la ra-zón del "bien común" (¿...?); la legitimación que siempre le ha otorgado la opinión de una mayoría de la sociedad viniendo a establecer cuándo y cómo puede disponer de la vida, de la hacienda, de la libertad y de la persona que ha pensado y ha actuado por sí misma.

No. Usted no puede pensar ni actuar por su propia voluntad, porque resulta que usted es un elemento de un conjunto, por ello usted debe someterse a las reglas de funcionamiento de ese conjunto.

Usted no puede pensar que la tierra es redonda si todo el mundo piensa que es cuadrada pues entonces tendrá graves problemas al igual los tuvo aquel sabio que se atrevió a contradecir a los demás físicos de la época.

Veo esas jaulas inertes, vacías, solitarias, amena-zantes; con sus puertas abiertas, agazapadas al acecho de sus presas, prestas a devorarles su libertad y sus ilu-siones.

—"Vayan entrando —ordena el funcionario e inicia un macabro recuento—, uno, dos, tres... ocho. Basta. A la siguiente."

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Cierra la puerta y corre su grueso cerrojo para sellar y precintar la vida y los sueños de ocho de mis compañe-ros de este fatídico viaje.

—"Uno, dos, tres... ocho. Vale." —cuenta nueva-mente el funcionario asignando otros tantos compañeros a la segunda celda—. Y con idéntica rutina a la de antes procede a su verduguesco ritual, asegurándose haber truncado sus ansias de libertad.

—"El resto a la siguiente". Vuelve a indicar nuestro funcionario sin realizar en esta ocasión su maldita cuenta.

El resto observo lo componemos siete presos, uno menos a las dos tandas anteriores, así que no deja de constituir una pequeña suerte el haber caído en el grupo más reducido. De esta forma podremos repartirnos entre todos el espacio del octavo "inquilino", pues teniendo en cuenta lo claustrofóbicamente pobladas de las dos ante-riores, no es ninguna tontería se haya reducido el nú-mero a uno menos.

Con el fin de que usted se haga una idea, calculo que cada una de estas celdas puede tener algo menos de dos metros de lado, en forma de un cuadrado; es decir, la superficie de cada jaula debe ser de cuatro metros cua-drados escasos, espacio que ha de repartirse entre ocho personas o, para ser más exactos, ocho presos (hay una diferencia capital).

Se puede seguir haciendo una pequeña idea si usted tiene un aseo o un cuarto de baño con más o menos unas dimensiones similares. Si es así intente se introduzcan en él ocho (o siete) personas adultas y verá que panora-ma más alentador se presenta. Pero es más, enciérrelas por un tiempo indefinido. Que ninguna sepa cuanto tiempo va a permanecer en el interior; por supuesto to-das deben ser del mismo sexo; desconocidas entre sí y con una higiene bastante deplorable.

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Tras su experiencia puede no sea del todo sensato permanezca usted en los alrededores del lugar para ver la cara con la cual salen del baño, a menos que no le importe perder la suya o erigirse en el protagonista de un linchamiento a la usanza del más puro oeste ameri-cano.

De cualquier forma, con o sin experimento, dedique unos minutos a tratar de imaginar el panorama que acabamos de exponer y no olvide sus elementos funda-mentales: ocho personas poco aseadas, desconocidas en-tre sí, en un recinto cerrado de cuatro metros cuadrados; todos varones, y cada uno hijo de su padre y de su ma-dre... ¿Qué le sugiere su contemplación?

¿Desalentador...? No, hombre no. ¿Agobiante...? Tampoco. Quizás el primer minuto del encierro pueda merecer

alguno de esos calificativos. Ahora bien, espere usted un cuarto de hora y empezará a percibir como alguno ya comienza a cansarse de estar de pie, mas no puede sen-tarse porque con esa postura consumiría el doble de es-pacio de aquel que le corresponde.

Por otra parte es inimaginable pasear por la celda, siquiera solo sea para liberar parte de la tensión que cada uno de estos hombres soporta dentro de sí. ¡Impo-sible pasear!

¿Hablar...?; ¿De qué? Ninguno se conoce; no tienen relaciones en común salvo claro está la maldita ésta de estar encerrados en este cuchitril y esto, más que tema de conversación, es tema de crispación, de desesperación y de violencia contra todo y frente a todo.

Cuando haya transcurrido la primera media hora, en el mejor de los casos, ya habrán aflorado los primeros síntomas de nerviosismo; se propinarán golpes a las pa-

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redes, patadas donde puedan y los tacos más gruesos comenzarán a vomitar de sus bocas.

A los tres cuartos de hora, con toda seguridad, se habrán extendido sobre ellos los síntomas generales de la desesperación y a partir de ese momento ya puede pasar cualquier cosa.

No es desalentador... ni es agobiante el cuadro que se le representará en su mente... ¡es sencillamente atroz!

Es la atrocidad que sólo el hombre civilizado, inte-ligente y culto, amparado en normas sociales y justifica-ciones teóricas perfectamente estructuradas, es capaz de infringir a un semejante. Es la atrocidad que campa por sus respetos en las cloacas de la civilización; la que en-sucia y envilece al pulcro y reluciente gobernante, en-diosado en su soberbia de pertenecer a esa raza superior que constituyen los líderes ideológicos. La atrocidad que degrada a la autoridad; la que hace vomitar a las perso-nas con los más elementales sentimientos, aunque en sus vestidos no luzcan entorchados ni en su nombre rimbombantes y exquisitos tratamientos que inflen su apestoso orgullo y el hedor que ruge en sus entrañas.

¡Pues bien! Aquí estoy yo; en esta tremenda cloaca a rebosar de vileza. En esta jaula que se la denomina "pe-rrera" y que ya entiendo el por qué. Probablemente es más apropiada para los perros que para las personas, sean éstas o seamos delincuentes; y quizás tal vez, por-que el tratamiento que en ella se recibe sea más pareci-do al que se otorga a ésos perros vagabundos y despre-ciables que a cualquier otro ser.

Y... ¡Aquí estoy yo! Confiando desesperadamente que algún ser humano se digne dirigirme la palabra; notar que existo; que sigo perteneciendo a su misma especie; que estoy hecho de la misma carne y hueso a los demás y que a pesar de que una endiablada bolsa se haya cru-

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zado en mi camino, sigo pensando y sintiendo de idénti-ca forma a la de hace cuatro días, cuando aun no era oficialmente un indeseable y apestoso delincuente.

Procuro asumir la circunstancia de hallarme preso, incondicional e incomunicado. También procuro asumir que el trato recibido y el que de ahora en adelante me queda por recibir no va a ser precisamente el trato que se le depara a un héroe de guerra ni a uno de esos em-perifollados politiquillos del tres al cuarto.

Creo que hasta este punto puedo y debo asumir mi recién estrenada condición de delincuente.

Pero no estoy tan seguro de poder llegar a asumir ni a poder acostumbrarme a tanto desprecio, a tanta des-consideración, a tanta humillación como se respira aquí adentro.

Recuerdo haber asistido en una ocasión (de es-pectador claro está), a un juicio criminal en el cual se acusaba al delincuente en cuestión de haber violado y matado a una chica joven. De esto hace años.

El ambiente que se respiraba en los alrededores del palacio de Justicia estaba caldeado y la tensión brotaba espontáneamente del rostro de la gente. Yo iba acompa-ñando a un amigo, familiar de la chica que, a raíz de este suceso, lógicamente atravesó un momento crítico en su vida.

La crispación de todos los asistentes era palpable y patente. El odio que suscitaba aquel individuo no era fácilmente disimulable, sin embargo particularmente a mí me llamó la atención y me impresionó ver cómo se le trató durante todo el tiempo que duró el juicio: con res-peto, con educación, con delicadeza; y ello a pesar de los no pocos aspavientos que, de vez en cuando, aquel sujeto propinaba al tribunal, y el sumo descaro del cual hacía

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gala al contestar (o al no contestar) a las numerosas preguntas que le fueron formuladas.

Por supuesto, siempre que se dirigían a él los Abo-gados, el Fiscal o el Tribunal, se le trataba de usted y algunas ocasiones hasta se le pedía por favor aclarara tal o cual detalle.

Resultaba de todo punto indignante contemplar el esmerado trato que se le deparaba a tamaño sujeto. Probablemente ello era debido al hecho de que hasta entonces sólo era un presunto delincuente, o aquello otro sabido y conocido de que se le consideraba inocente has-ta tanto no se demostrara su culpabilidad y fuera con-denado.

¡Y aquí estoy yo! Que todavía no he sido juzgado. Que todavía no se ha demostrado nada. Que aun no se ha aclarado la existencia de la bolsa que ya sabemos... y, ¡aquí estoy yo! En la "perrera" de la prisión. Preso a la manera de un perro vagabundo, "incondicional e inco-municado".

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CAPÍTULO VII MI ALTA COMO PRESO OFICIAL

Repentinamente el funcionario pronuncia un nombre mirando hacia nuestras perreras. Le siguen unos se-gundos de silencio hasta que al momento uno de los compañeros de la jaula contigua a donde yo me encuen-tro dice "presente". El funcionario se ha acercado a la puerta, la ha abierto y le ha indicado lo siga. Ambos de-saparecen al doblar la esquina del corredor de la galería.

¿Qué habrá pasado? ¿Por qué se han llevado a éste? ¿Será que tiene algún enchufe y alguien lo ha podido

reclamar...? ¡Joder, qué suerte! —oigo mascullar entre dientes a

otro compañero de los de su jaula. En tanto aquí no eres nada ni nadie evidentemente

no tienen por qué darte explicaciones de ningún tipo. No tienen que decirte a dónde vas ni por qué vas. Simple-mente vas... y punto.

El hombre —usted y yo—, se siente seguro sólo cuando tiene un conocimiento exacto de su entorno y al propio tiempo es capaz de controlar aquello que conoce.

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Con esto no hemos descubierto la pólvora ni nada parecido, es algo de lo más elemental y sencillo de com-prender. Si usted conoce exactamente cuanto le rodea y es capaz de controlarlo, usted está seguro.

La inseguridad viene bien a veces en tanto no se co-nozca lo que en esa circunstancia no conviene conocer o, aun conociéndolo, no debe o no conviene controlarse, es decir, que no interese por la causa que sea, hacer nada para adaptar las circunstancias a sus deseos o a sus ne-cesidades, pues en tal situación, su deseo o su necesidad es precisamente la de no conocer o no actuar, tal cual ocurre por ejemplo en la aventuras que libremente se emprenden. El juego del riesgo y de la inseguridad es justamente lo que le otorga el verdadero sentido a la aventura.

Otro caso puede ser en el supuesto de una en-fermedad. Esta le producirá una inseguridad aunque sepa con todo detalle las características del padeci-miento; en qué consiste, por qué la tiene, cuáles son sus síntomas; sin embargo no está normalmente en sus ma-nos la potestad de controlar todos esos factores. Sin du-da acudirá al mejor especialista y éste le recetará los mejores remedios, pero aun así y a menos que hablemos de enfermedades corrientes y vulgares, usted no estará en condiciones de controlar su evolución. Tan solo podrá quedarse a la espera de ver las reacciones y los resulta-dos de los medicamentos que se esté administrando. Esto es sin lugar a dudas una inseguridad.

Tres cuartos de lo mismo ocurre cuando usted no co-noce, siquiera mínimamente, el ámbito que le rodea.

Si a usted lo abandonaran en medio de una selva sin más, no sabrá si en ella existen o no existen animales peligrosos, ni sus costumbres de comida, ni si acaso pue-de constituir usted su manjar preferido; desde luego

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pensará en lo peor; tomará todas sus precauciones; ca-minará con mil ojos y a pesar de todo, usted se sentirá totalmente inseguro y muerto de miedo.

Ejemplos parecidos a éstos podemos poner miles. El hombre donde se siente más seguro es en su entorno familiar, en su ambiente, en su ciudad, en su país; y de otro lado, en su profesión, en su círculo cultural, con sus aficiones, etc., etc. A medida que lo vayamos despla-zando de ese entorno empezaremos a fastidiar su centro de gravedad y comenzará a mostrarse inestable.

¿A qué viene todo este rollazo? Pura y simplemente a cuento de que aquí, en donde

yo me hallo ahora, no sólo se te priva de la libertad sino también de la más mínima seguridad, entre otras mu-chas cosas y en el sentido emocional del cual venimos hablando.

No conoces absolutamente nada, y por supuesto —supuestísimo—, no tienes opción a controlar absoluta-mente nada —nadísima—; eres una auténtica mierda en el sentido más literal del término; en el más asqueroso de la palabra; en el más degradante.

Sí; desde luego nadie te corta la cabeza, ni un brazo, ni siquiera un dedo de la mano: es que, oiga, estamos en una sociedad civilizada que en vez de eso provoca te desprecies a ti mismo; sientas que sólo eres un detri-tus... y ¿para qué?.. por lo visto para que te rehabilites; para que aprendas a comportarte en sociedad; para que asumas y cumplas las normas de la convivencia... y, pa-ra mil jilipollescas florituras más que únicamente son capaces de pronunciar aquellos (generalmente politi-quetes) que no tienen ni puta idea de qué se cuece en este horno.

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Ya vuelve el compañero que hace un rato fue sacado de la perrera contigua, seguido fríamente por nuestro siempre impertérrito funcionario.

Antes de abrirle la puerta, el funcionario pronuncia otro nombre y al instante se deja oír la voz de otro co-lega; en esta ocasión se encuentra en mi mismo jaulón.

—"Yo soy". —"Preparado para salir" —masculla el funcionario

secamente. Mi compañero se va ciñendo hacia la parte de la jau-

la en la cual se halla la puerta mientras oigo que mur-mura entre dientes:

—"Y ahora qué cojones quieren". Por su parte, el funcionario ha abierto la perrera de

al lado para que penetre el que ha venido de vuelta de no se sabe dónde, atenaza la puerta y avanza ma-jestuoso los tres pasos que le separan de nuestra can-cela.

Solemnemente, como si se tratara de lo más im-portante que hace en su vida, gira la llave y descorre el cerrojo que bloquea la plancha metálica. Mi compañero avanza marcialmente dos pasos y se detiene. Este debe tener un frustrado espíritu militar, pienso para mis adentros.

La ceremonia vuelve a repetirse. Vuelta a cerrar la cancela y vuelta a iniciar un camino desconocido, preso y funcionario, una ceremonia que me sigue suscitando la más profunda de las curiosidades.

Oigo muchos cuchicheos y susurros. Varios de mis compañeros comienzan a murmurar:

—¿Qué pasa? ¿A dónde han llevado a ese colega? ¡"Colega..."! —me quedo un tanto perplejo—. Vamos

a ver: parece ser que aquí adentro no somos compañe-ros, ni amigos, ni conocidos, ni nada; somos "colegas".

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Colega para arriba y colega para abajo; colega por aquí y colega por allí. Me esfuerzo realizando (los realizo) toda una serie de ejercicios mentales para familiarizarme rá-pidamente con este nuevo término.

Si, claro que lo había oído con anterioridad. En al-gún programa de televisión dedicado a los jóvenes. Al-guna que otra vez en esos tipos de saludos jocosos entre varios amiguetes, cuando uno de ellos siempre trata de ser original; no obstante nunca hasta hoy me había pa-rado a pensar en ella. Para mí y quizás al igual para usted, era algo así que sabes que existe; que medio lo conoces pero a lo que no le has prestado la más mínima atención.

Aquí adquiere su auténtico significado. La llegas a captar metida en la médula de tus huesos; de una forma repentina, casi violentamente.

De ahora en adelante voy a tener "colegas". Ni Pepe, ni Juan, ni Pedro... ni nada: colegas... y

punto. —Parece que a ese colega se lo han llevado para

hacerle la identificación —oigo de nuevo susurrar—. Ya sabes, para hacerle las fotos, plantarle las huellas, y todo ese jolgorio. Después nos irán llevando al resto.

Con esta información el ambiente se distiende un poco. Los murmullos comienzan a generalizarse; tímidos todavía, se va percibiendo como algunos de los colegas tratan de entablar conversación.

De momento me mantengo al margen; ni me dirijo a nadie ni nadie se dirige a mí. Dudo y medito si será me-jor permanecer en este silencio y este mutismo aislante o, si por el contrario, me convendría conversar con algún colega para de esa forma poner freno, aunque sólo sea momentáneamente, a todas mis elucubraciones menta-les. Al fin y al cabo voy a tener todavía bastante tiempo

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y numerosas oportunidades para seguir desarro-llándolas.

Mas... ¿Con quién hablo?, ¿A quién me dirijo? Ojeo discreta y temerosamente a los colegas que se

sitúan más próximos. Procuro leer y buscar en sus ros-tros y en sus gestos algunas pistas a través de las cuales pueda adivinar la clase de personas que son. Me imagi-no que aquí hay de todo... hasta estoy yo. Entonces... ¿por qué no ha de haber algún otro pardillo con quien, para empezar e ir ambientándome, pueda congeniar?

Así que miro y remiro; tengo todo el tiempo del mundo y ninguna prisa.

Estamos hechos un verdadero asco en lo que a nues-tro aspecto se refiere. Llevo cuatro días sin ver, como el otro que dice, el agua; tengo la impresión de que, hora más hora menos, a los restantes del grupo le ha pasado lo mismo y por ese motivo no me fijaré demasiado en el aspecto ni en las apariencias; será preferible recurrir y estudiar los modales, o tal vez confiar en la intuición.

¿La intuición...? Eso. Ver cuál de estas personas me cae bien o por lo menos me puede caer menos mal.

¡Fíjese qué cosa más curiosa se me viene a la cabeza! En cierta ocasión (la única en mi vida), me vi, di-

gamos, forzado a acudir a uno de esos prostíbulos (casa de putas), que andan sueltos por el mundo.

La cosa surgió una tarde cuando nos reunimos un grupo de amiguetes con el fin de charlar un rato y tomar unas copas.

En efecto así lo hicimos. Sin embargo y ya agotados los temas de conversación, a uno de los del grupo se le ocurrió la brillante idea de que podríamos dar una vuel-ta a ver si, con algo de suerte, lográbamos terminar en buena compañía, por supuesto femenina.

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Usted ya supondrá con mucho acierto como se trata-ba, ni más ni menos, que de ir a "ligar".

Pues bien, en tanto el grupo era relativamente nu-meroso, enseguida comenzaron a aflorar las pegas que acarreaba el simple hecho de salir de aquella cafetería y pasear por la calle esperando acontecimientos, es decir, a ver si por un raro milagro conseguíamos ligar.

Evidentemente la idea tenía todos los visos de con-vertirse en un rotundo fracaso tal cual estaba plan-teada, con el agravante de que y además se nos viera el plumero en aquel improvisado escarceo erótico-sexual.

Así que un miembro clarividente del grupo nos pro-puso la genialidad de que fuéramos a visitar a una "amiga" suya quien regentaba una "solvente" y "discre-ta" casa de señoritas, con el exclusivo fin de saludar a su "buena amiga", tomar una copa con ella y si se terciaba, husmear un poco al personal que tuviera, intentando pasar un rato agradable y distendido en aquel "antro" en cuestión.

Aquella propuesta tuvo sus aprobaciones y sus des-aprobaciones; al final nos decidimos y fuimos al local de su famosa amiga.

Al llegar al sitio en cuestión pudimos observar se trataba de un burdel de categoría, en una zona selecta de la ciudad, un edificio elegante y un ambiente refina-do, solvente y discreto, conforme ya nos había adelanta-do el promotor de nuestra aventura.

Según le he indicado, era la primera (y hasta ahora la única) circunstancia en cual acudía a semejante lu-gar. Quizás por este motivo me quedé a la retaguardia del grupo y con la retirada franca por si convenía salir chutando. Por el contrario la vanguardia la formaban nuestros amiguetes más expertos, lanzados, y al frente de ellos el propiciador del improvisado "tour".

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Tal cual estaba previsto, al llegar nos recibió la ami-ga de nuestro amigo. Muy contenta ella. Probablemente debió intuir una numerosa clientela para un día un tan-to escaso de posibilidades. Así que nos saludó afec-tuosamente; nos invitó a entrar y a acomodarnos en sus espléndidos sofás de acogedora piel pasando a discul-parse inmediatamente, no sin antes asegurarnos que enseguida estaría con nosotros.

Por nuestra parte comenzamos a tomar asiento en aquellos confortables sofás y recuerdo que inicié un es-tudio visual de la estancia y de su lujosa decoración. Y digo que inicié porque no me dio tiempo a nada más. Inmediatamente salió de una puerta interior la amiga de mi amigo seguida de un tropel de chicas—muchachas—mujeres—putas... Oiga usted... ¡de lo más variopinto!.. ¡Y de lo más estrafalario!

—¡Ala, chicos, aquí tenéis! ¡A divertirse! —exclamó la amiga de mi amigo.

Y se esfumó por aquella puerta por la cual había en-trado medio segundo antes.

De verdad que yo me quedé atónito... ¡pasmado! Se me cruzaron todos los cables de la cabeza; de

buenas a primeras me encuentro entre dos "sujetas" quienes me susurraban algo así como qué íbamos a ha-cer?; a mí qué me gustaba?; ellas no paraban de toque-tearme; se me insinuaban..., pero todo ello simultánea-mente; las dos al unísono, y yo... con todos los cables cruzados y sin salir de mi espanto (no, asombro no), es-panto digo.

Mas aguarde usted a que le describa la figura de aquellas dos sujetas y le aseguro que también se me espantará.

Ha oído hablar de los loros ¿verdad? Pues no; aque-llos seres no eran loros.

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¿De las cacatúas? Pues no. Tampoco eran cacatúas. ¡Que va!

Eran más parecidas a dos sacos de pintura de todos los colores. De esas pinturas que se ponen las mujeres para maquillarse... ahora bien, a granel, al por mayor que se dice. Vamos, ¡por toneladas!

Imagínese: dos brujas que tranquilamente me do-blarían la edad; con cuarenta y cinco capas de pintura. Semejantes a las que en la actualidad se le ponen a los coches más modernos: la anticorrosión, la antihumedad, la antiincrustante, la anti... todo, ¡qué sé yo! Hasta cua-renta y cinco, o cincuenta y tres, para el caso es lo mis-mo. Vamos que todo era pintura. De esa resbalosa; de esa pegajosa; brillosa..., en definitiva, ¡unos auténticos cromos!

De su atuendo y su ropaje... ni le cuento. Ceñido, ceñido, ceñido... ¡Horterada total! Bueno, pues ahí me tiene usted en mi suprema in-

genuidad de novato. Atrapado entre dos furcias del cali-bre que le acabo de mencionar; sin saber cómo debía reaccionar; y sin embargo con las ideas muy claras de la necesidad de resolver ese problema de la manera más rápida que se me ocurriera.

Ante tal panorama, ni corto ni perezoso les confieso a mis dos sujetas particulares que yo había aterrizado en aquel lugar para charlar un rato y para tomar una copa con mis amigos. Dicho lo cual las individuas se le-vantaron de mis costados y, sin mediar palabra, se diri-gieron a otros miembros del grupo, tal vez con la sana intención de "probar fortuna", pues evidentemente no debieron ver conmigo la más mínima posibilidad de hacer negocio esa tarde.

Cuando apenas me vi libre de tan repentina pesa-dilla y todavía sin creerme cómo pudo resultar medicina

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santa el hecho de haberles descubierto el objetivo real de mi visita, traté de relajarme un poco; de que se me disi-paran los sudores internos sobrevenidos por la con-templación y las insinuaciones de aquellas dos sujetas; de que mi rostro fuera tomando su tono natural perdido momentos antes y, alcanzada una cierta tranquilidad y relax, me incliné por contemplar la escena que se estaba desarrollando en aquel cálido saloncito, pretendiendo curiosear cómo evolucionaba la singular experiencia.

Sin duda usted podrá suponer con suma facilidad, y ahí es donde viene a cuento nuestra historia, lo que a mí me interesaba en aquel episódico evento —por llamarlo finamente—, no era sino tratar de descubrir cuál de aquellas individuas, y supuesto que hubiera alguna, me podía atraer mínimamente y aunque sólo fuera para mantener una charla normal y amistosa.

Al fin y al cabo yo había acudido con un grupo de amiguetes y desentonaba bastante contemplar a los de-más animadamente enfrascados con sus respectivas pe-riquitas mientras yo aparecía a modo y especie de resi-duo marginal, no acorde ni con el lugar ni con las cir-cunstancias del momento. Por otro lado y si bien todavía no he logrado entenderlo, yo me sentía en la obligación moral de participar activamente junto con mis amigos en todo aquel tinglado.

Con más o menos razones lo cierto es que me dedi-qué a estudiar una por una a todas aquellas sujetas es-perando encontrar de entre ellas la que me hiciera tilín y con la cual pudiera enmendar el "mal" camino iniciado en el burdel.

No acierto con las razones concretas pero he de ad-mitir que ninguna me entraba por el ojo; me parecía que se les notaba demasiado. Las manos muy largas y la

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boca muy suelta. Y desde luego, a ninguna de ellas pa-recía faltarle experiencia en "sus labores".

Aquella situación empezaba a agobiarme cada vez más.

No es que uno sea de la acera de enfrente, ni de la cáscara amarga, ni nada de eso; no obstante, siempre me ha gustado desarrollar una mínima iniciativa; tomar las riendas cuando hay que tomarlas. Quizás hasta aho-ra uno haya tenido un poco de suerte y ha podido elegir. No, no es ningún farol. Según le comento, ha debido tra-tarse o bien de un exceso de suerte o bien de un exceso en la oferta por parte del sexo opuesto.

De ese modo aquel panorama me resultaba la-mentable y tétrico, y por descontado, no llegué a plan-tearme ni por asomo, cómo le podría afectar a mi bolsillo la escaramuza erótico—sexual.

Yo seguía estudiando, con la mejor voluntad, cual de aquellas sujetas podría "servirme" a los menesteres pro-pios; me esforcé por atribuirles cualidades y aspectos positivos, y mi esfuerzo resultaba vano. Ante ello resolví dar por terminada mi participación en la presunta —muy presunta— "orgía", próxima a avecinarse.

Cuando me levanté y anuncié a mis amiguetes el propósito de prescindir de tan "agradable" compañía, inmediatamente me vi abordado por cuatro o cinco de esos cromos que le he comentado quienes, toqueteo tras toqueteo e insinuación tras insinuación, no paraban de decirme que me esperara y que lo íbamos a pasar muy bien.

Prácticamente me vi envuelto en algo muy parecido a un "acoso sexual" que me iba indignando por mo-mentos, sin que mis réplicas le sirvieran de nada a los chacales que me asediaban. En dicha situación decidí cortar por lo sano y en un acopio de fuerzas le dije a mis

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"fans" que debía marcharme porque yo verdaderamente era cura y había ido hasta allí engañado por los sinver-güenzas de mis amigos a quienes ya les ajustaría las correspondientes cuentas.

Mi última sorpresa fue ver como aquellas sujetas no se inmutaron lo más mínimo ante mi asombrosa re-velación. Todavía no sé si no llegaron a creerme, o posi-blemente estaban acostumbradas a las visitas de los clérigos; quizás y aun no tratándose de lo uno ni de lo otro, la auténtica razón fuera aquello de “la pela es la pela” según el famoso dicho de los catalanes, .

Literalmente hube de escabullirme de mis acosa-doras; abrí y cerré velozmente la puerta de aquel antro sin pararme a decir adiós, y, habiéndome percatado de la intención de salir en mi busca (o yo me la imaginé), no esperé a tomar el ascensor sino que enfilé las escale-ras de los cinco pisos hacia abajo, aguantándome el re-suello hasta encontrarme en la calle y pude considerar-me a salvo.

De esta suerte terminó mi primera y última visita a un conocido burdel, frecuentado por la "alta" sociedad. Desde entonces, ni he querido ni sigo queriendo imagi-nar cómo serán aquellos otros que en lugar de por la alta sean frecuentados por la media o por la baja socie-dad. ¡Dios me libre!

La anécdota, que ahora recuerdo simpáticamente, viene a cuento de que justo aquello que hube de hacer en aquel antro, tratando de seleccionar la mujer con la cual pudiera "ligar", por estos avatares del destino hoy estoy aquí tratando igualmente de seleccionar con quién de todos éstos podría "ligar".

Y tal cual me pasó en aquella ocasión, tampoco en-cuentro aquí a quien me dé la talla. No reconozco en ninguno al individuo que yo elegiría para tener su amis-

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tad. Con una diferencia claro y es la de que en este lugar no puedo salir corriendo, cerrar la puerta y chutar esca-leras abajo. Sencillamente no creo me dejaran hacerlo.

Me hallo en todas estas conjeturas cuando uno de los colegas que tengo más próximos se dirige a mí tími-damente y me dice:

—"¡Vaya ruina, tío!". —De verdad, esto es una ruina —le contesto espe-

rando ver si se decide a entablar algún tipo de conversa-ción o simplemente ha sido una muestra expresiva de su estado de ánimo.

—¿Qué "marrón" te han soplao a ti? —me pregunta curioso al cabo de un rato.

—Asunto de droga —le contesto y sigo a la expecta-tiva.

—Pues lo tienes chungo, colega,... tal cual están las cosas... —me dice mi reciente interlocutor.

—Ya lo sé —le confirmo y me empieza a atraer la cu-riosidad; le pregunto—, y tú ¿qué tienes?

—Na. Poca cosa —me dice con rabia contenida y de-mostrando su queja—. Que me quieren endiñar un atra-co a uno de esos bancos.

¡Cojones!, exclamo para mis adentros. Y éste le lla-ma poca cosa a un atraco a un banco. Pues si dice que yo lo tengo chungo anda que él... Sin embargo no parece darle demasiada importancia. Me da la impresión ya sabe algo de todo esto. Huelo no es la primera vez que entra en esta "empresa" pero me resisto a preguntarle abiertamente.

—¡Tío, que hay que comer; y que el dinero de los bancos es de todos; y que tiene que ser para el que más lo necesite y no pa los cuatro pringaos que se lo saben montar! —me dice mientras aflora en su cara un cabreo incapaz de disimular.

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Me salva de tener que contestarle la oportuna apari-ción del funcionario, de regreso con el colega que ha lle-vado a la identificación. Se dirige nuevamente a nues-tras perreras y repite la misma operación. Pronuncia otro nombre; se identifica el llamado; encierra al que trae de vuelta y le abre a quien ha nombrado. En esta ocasión es uno de la primera perrera.

Por un instante, mientras ha durado esta ceremonia, se ha hecho el silencio entre todos, reanudándose los cuchicheos cuando funcionario y colega han vuelto a desaparecer doblando la esquina de la galería.

Yo me quedo mudo y pensativo; confío en que mi in-terlocutor se haya olvidado de nuestra conversación y no me vea en la tesitura de tener que opinar acerca de su curiosa y llamativa teoría sobre la propiedad del dinero depositado en los bancos. Siempre he pensado, como usted y como todo el mundo, que ese dinero es de quie-nes lo hemos ido depositando para que nos lo guarden. Así de sencillo y así de fácil.

Ante eso... ¿cómo puede pensar este majareta que el dinero de los bancos es de todos y que debe "cogerlo" quien más lo necesite? ¡Menudo disparate! En fin, sus razones tendrá.

—Mira colega, ¿Tú te has parado a pensar en algún momento qué es un banco? ¿A qué se dedica? ¿Quiénes son los dueños? ¿El dinero que sacan? ¿Cómo nos obli-gan a entregarles los cuatro cuartos que tienen todos los desgraciados? ¿Quiénes los mantienen? —me solivianta y bombardea mi colega "atracador" haciendo una inqui-sitiva pausa a continuación.

Al ver que no le contesto y además ha debido apre-ciar he puesto una cara un tanto extraña, nuevamente insiste y me increpa:

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—¡Que sí, tío, que sí! Párate a pensarlo y verás que hay que atacarlos y luchar para que desaparezcan. Hay que hundirlos y con ellos a tantos hijos de puta que es-tán detrás, robando descaradamente a los pobres infe-lices que les entregan sus pelas.

Usted comprenderá enseguida como no logro salir de mi asombro, y para colmo de males, no sé qué decirle a este loco; tampoco es plan me ponga a echarle un dis-curso moralizador precisamente en este lugar; aparte de que jamás he pensado, ni por casualidad, el papel que juegan los bancos en nuestra vida diaria. Sólo sé que cuando he tenido tres duros los he ingresado en uno de ellos y después (más bien antes), los he sacado. Algún préstamo que otro; las sempiternas letras de cambio (siempre el cambio me ha resultado desfavorable evi-dentemente); algún cheque "incorriente" (significa que no corre el cheque sino que es usted quien ha de correr y mucho para pagarlo); y eso sí, mi hipoteca de rigor, igual a cualquier ser vivo que mínimamente se precie.

Eso es todo lo que yo sé de los bancos. Hombre, y además, que siempre que te metes con ellos para hacer las llamadas "operaciones financieras" y si es usted pa-recido a mí, de quienes andamos continuamente de-biendo hacer filigranas económicas para medio cuadrar nuestra raquítica supervivencia, siempre acabamos per-diendo aunque, sin duda alguna, muy justificadamente. Que si anotaciones de "conceptos varios", que si des-cuentos por comisiones, otros gastos repercutibles, co-misiones de mantenimientos, intereses financieros,... y mil —un millón— de gaitas más.

Por la cuenta de la vieja esto se traduce en lo si-guiente: usted pide un préstamo de un millón, y si tiene suerte, (suerte se llama al conjunto de la nómina, las ga-rantías, los avales, el patrimonio, y un infinito etcétera),

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luego de producido el milagro, le aprueban prestarle el millón solicitado; de éste millón usted sólo ve, pongamos por caso y seamos benevolentes, la suma de novecientas catorce mil y ha de devolver dos millones quinientas noventa y ocho mil, según el tiempo transcurrido, el TAE aplicable y sobre todo y muy importante, "la varia-bilidad coyuntural de los parámetros monetarios con-forme al redescuento del tipo medio interbancario pon-derado con los índices correctores inflacionistas obteni-dos en el semestre anterior a la revisión......." y ¡zas!... Usted estampa su firma. ¡No! ¡Contra la pared, no!

Usted estampa su firma ante fedatario público (a quien ha de pagar), en catorce documentos (por veinti-plicado). Pura rutina formalista le dicen; desde luego, junto a la de su esposa (porque tienen bienes ganancia-les) y las de los otros diecinueve avalistas que le han exigido (son las normas de la entidad), y ya está. Así de fácil.

Cuando usted está totalmente exhausto y ya no sien-te la mano de tanta firma y rúbrica como ha tenido que estampar (en la pared no; en los documentos bancarios hombre), entonces quizás le quede algo de aliento para preguntar qué significan todos esos documentos, a lo que el Sr. Director o el Sr. Apoderado de la entidad pres-tamista le responderá amablemente y con la pose de haberse tragado un paraguas en el desayuno, que no son sino "las cláusulas contractuales de la obligación que acaba de asumir en cuanto a la devolución del principal, pago de los intereses y gastos de la operación", y a ren-glón seguido, le añadirá con suma delicadeza que lo im-portante es lo que usted y él tienen hablado y que no debe preocuparse por los "papeles" que acaba de firmar, lo cual y traducido al castellano significa que o bien us-ted paga religiosa y puntualmente su recibo o cuota co-

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rrespondiente y ha firmado, sellado y rubricado, o bien perderá hasta el último empaste que le haya podido rea-lizar su dentista.

Pero en tanto usted estaba totalmente asfixiado, y eso mejor que nadie lo sabía su banco, usted ha firmado y hubiera firmado todo cuanto le hubieran puesto por delante, incluido el hecho de que le cortaran la cabeza o la mano, sin embargo, eso ya va implícito en la opera-ción, no por parte del banco sino por parte de usted mismo quien, sin necesidad de que transcurra mucho tiempo, se preguntará insistentemente por qué no se cortaría la mano antes de firmar tan “interesante y ven-tajosa” operación.

Claro, esto no siempre es así ni funciona según acabo de recordarle, pues me temo que usted ya lo sabía. Hay operaciones más "limpias", menos complicadas y desde luego con una mayor rentabilidad y sencillez.

El pequeño detalle es que para poder optar a ellas no se puede ser un tieso ni andar a la cuarta pregunta. Bastará simplemente con que usted sea alguien o esté amparado bajo unas siglas adecuadas, o que disponga de los socios oportunos o los pertinentes familiares. Si ello es así, el panorama cambia por completo.

En ese caso sólo tiene que preparar unos informes (de cualquier cosa: la plaga del avestruz en el Polo Nor-te, por ejemplo) que le ha encargado la entidad X en tan-to los precisa con urgencia para decidir si abre una nue-va sucursal en Australia y, acto seguido, le presenta la factura la cual se la abonan de inmediato aunque los informes vengan después y... ¡pásmese!, no necesitará ni garantías, ni avales, ni patrimonio, ni nada. Sólo las adecuadas siglas, sociedades o los socios pertinentes. Eso sí, tenga en cuenta que el informe especializado del que hablamos se valora por las nubes; nada de veinte

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mil durillos; eso es vil calderilla. Para que se precie y co-tice se le deben añadir por lo menos siete ceros a los números de la izquierda.

Hay muchísimas formas más de obtener una cuan-tiosa rentabilidad de los bancos; no obstante, para todas ellas se necesita reunir ciertas condiciones y la primera de estas condiciones es que, conforme hemos dicho, no sea usted un tieso porque de ser así quien obtendrá la rentabilidad a su costa será el banco, legalmente por descontado.

Cierto es que estas "entidades financieras" desa-rrollan un papel importante y, gracias a ellas, hay mu-cha gente que ha podido adquirir su vivienda, su peque-ño negocio o alguna migaja de pan más caída de la mesa de la opulencia, siempre a costa de sangre, sudor y lá-grimas, aparte del dinero, mucho dinero, incalculable dinero.

Y por supuesto no es menos cierto que éstas enti-dades han llevado a la ruina a otra muchísima gente, chupándole hasta la médula del hueso porque, en un momento dado, no han podido hacer frente a sus "obli-gaciones contractuales". Mas ése es otro cantar que aho-ra ni me ocupa ni me preocupa, si bien tengo la firme intención de desarrollar ampliamente tan apasionante tema en un futuro trabajo; no por nada sino para adver-tencia y consejo a aquellos seres incautos que todavía consideran a los bancos a modo de aquellas tablas sal-vadoras de su anunciado naufragio.

Nuevamente el funcionario regresa con el último co-lega que le había acompañado.

Al llegar frente a las perreras otra vez pronuncia un nombre: ¡Anda, si ése soy yo!

Respondo con un sí titubeante y recorro los dos pasos escasos que me separan de la cancela de esta jaula, pro-

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curando rozarme lo menos posible con los colegas que se me interponen hasta la salida.

El funcionario ha encerrado al que traía de vuelta y procede a abrirme la puerta. Salgo con otros dos pasos firmes y me detengo para darle su tiempo y vuelva a ce-rrar la jaula.

¡Qué alivio! Siquiera por breves instantes voy a po-der estirar un poco las piernas. Voy a cambiar un poco la monótona compañía y estática permanencia en la pe-rrera por un pequeño paseo.

¡Casi me siento persona! Respiro profundamente como si en un frondoso bos-

que me encontrara. Creo estoy sintiendo la brisa de la libertad que tiene la prisión.

Aunque procuro reprimir la pequeña alegría que tengo por salir de la perrera sigo decidido al funcionario en dirección al ángulo del corredor. Doblamos la esquina y me indica la entrada a una especie de oficina fuerte-mente iluminada y en donde se hallan otros tres funcio-narios intercambiándose sus bromas y los chistes de rigor.

—¿Cómo se llama? —me pregunta uno de ellos y le doy mi nombre y apellidos.

Seguidamente continúa preguntando por mis datos y circunstancias personales, todos los cuales le facilito puntualmente.

—¿Es la primera vez que ingresa en prisión? —me dice mientras clava los ojos en una especie de formula-rio.

—Sí —le contesto taxativamente. —Póngase allí —y me señala hacia una pared blanca

con fuertes focos que la iluminan. Oigo el clic de una máquina fotográfica al dispa-

rarse. Observo a otro funcionario atento frente a la pan-

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talla de un ordenador, quizás introduciendo datos, qui-zás manejando el mecanismo fotográfico que ha comen-zado a registrarme.

—Póngase de perfil hacia la derecha —me dice el funcionario que controla el ordenador y así lo hago.

—Ahora de perfil a la izquierda —me vuelve a indi-car y vuelvo a hacerlo.

—De frente completamente —se me ordena por ter-cera vez.

Los clics de la máquina fotográfica se van suce-diendo constantemente y no parecen suscitarme ningún tipo de apreciación. Me siento igual a una modelo de pa-sarela y sin pretender demostrar la más mínima impre-sión he actuado con una indiferencia fingida y bien cal-culada.

Pero lo cierto es que me siento un tanto contento. Es la primera oportunidad de actuar de "protagonista"; no por las cámaras sino por la satisfacción de ver a alguien, de los que no son colegas, de los que aun no pertenecen a la escoria humana, dedicándome un mínimo de atención si bien sólo sea para "ficharme", registrarme, iden-tificarme, o como diablos se llame esto.

—¡Venga aquí! —me llama un tercer funcionario. Al acudir a su lado me coge la mano izquierda y me

la dirige hacia un gran tampón de tinta aplastándomela en su ennegrecida almohadilla. Acto seguido repite la operación esta vez con mi mano derecha.

—Ahora los pies —me indica. Pues muy bien, pienso para mí; acto seguido me

deshago decididamente de los zapatos y cuidadosamente los aparto a un lado.

El funcionario me hace un gesto señalándome otro enorme tampón que se encuentra en el suelo y en él poso alternativamente cada uno de los pies.

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Hecho esto, me ofrece o para ser más preciso, me aproxima un trozo de tela por cuyo aspecto deduzco an-teriormente debió ser una especie de toalla, impregnada en un extraño líquido; la utilizo para intentar limpiarme un poco las manos y los pies. Ni las unas ni los otros me han quedado tal cual los tenía antes; tampoco el trozo de tela. Digamos que la suciedad ha quedado compartida equitativamente entre el trapo y yo. Bueno, en realidad tampoco pretendía salir de este gabinete de identifica-ción demasiado limpio y acicalado.

—¡Firma aquí! —se me ordena tajantemente. Y firmo. No, no he preguntado ni he leído ni tan si-

quiera me ha importado saber qué es aquello que iba a firmar. Esas son inquietudes de la gente de fuera; de la gente libre; de la gente que necesita saber en dónde po-ner su firma vayamos a meter la pata e ir derecho a la cárcel; aquí ya estoy en ella, luego difícilmente puedo —se me ocurre— arriesgarme a más. Por otro lado se tra-taba de un papel de ésos donde casi todo está hecho a imprenta; y... ¿qué dirá? No lo sé y, tal cual le digo, ni me importa.

—Vamos —me requiere el funcionario que me ha traído hasta este gabinete—

No titubeo y le sigo camino de vuelta a mi perrera. En un instante estaré de nuevo cual perro hacinado en-tre mis colegas. Tampoco me preocupa. Me quedo extra-ñado conmigo mismo de tener un tanto asumido que las cosas aquí son así; y entraré de nuevo en la perrera y después... ¡Dios dirá!

Lo que sí hago casi inconscientemente es aprovechar al máximo cada paso que estoy dando.

Me maravillo con la ingenuidad de un niño al sentir como soy capaz de andar al ritmo y con la decisión que lo está haciendo mi guardián.

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Es muy probable que este funcionario no sea cons-ciente de ir caminando; de que mueve alternativamente sus piernas y va acortando la distancia que nos separa de la jaula. Para él esto no debe ser sino la frustrada rutina de sus secretos anhelos de haber llegado a ser el ministro de justicia, o de cualquier otro carguete de ésos que molan por ahí fuera. Probablemente no sabe que aquí él es Dios, en idéntica forma a como usted es su Dios al proporcionarle de comer a su perro; o al sacarlo de paseo para que haga sus necesidades. Si no lo saca, su perro, sumiso, se aguantará hasta tanto a usted le dé la real gana y considere oportuno que, en ese momento y no en otro, es cuando su perro ha de mear y cagar... y se acabó.

El perro pensará, sentirá, que usted es Dios pero us-ted no lo sabrá. Sencillamente porque usted tiene otros dioses que le ocupan y preocupan bastante más: sus jeri-faltes, sus letras a punto de vencer, su anoréxica cuenta bancaria, los suspensos de sus hijos, los caprichos de su parienta, y un interminable etcétera que estúpidamente le desvían la atención de aquello que constituye la au-téntica base y la genuina causa de su existencia.

Apuesto la cabeza como el mendrugo de mi fun-cionario particular, con su cara de funerario malhumo-rado en un entierro de tercera clase, está pensando justo ahora, en la tremenda preocupación que le está quitan-do el sueño a causa de su hijo mayor (o menor), quien no lleva tan bien como él quisiera sus estudios. No sabe este pobre idiota que en este preciso instante, mientras recorremos los diez metros que nos separan de estas perreras, no puede hacer absolutamente nada ni por su hijo ni por sus estudios, y no obstante está malgastando ilusamente su vida y su energía en tanta preocupación; quizás dándole vueltas y más vueltas a la cabeza y ro-

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gándole al cielo le ilumine acerca de lo qué debe hacer con su hijo.

A este pedazo de mendrugo obviamente no se le pa-sará por su mente, ni de refilón, la importancia de estos diez metros recorridos con un preso a su lado; un preso probablemente desesperado; probablemente hundido en su desgracia; probablemente (con toda seguridad), con infinitos problemas muy superiores a los suyos.

Este mendrugo no sabe la gran labor que podría desarrollar en estos diez metros. Con solo una palabra, con solo un gesto; con solo una sonrisa, una simple frase: "Oye, ¿Cómo lo llevas?", o bien, "Ya vamos a terminar y pronto os sacaremos de ahí", tal vez un "No te preocupes que esto pasa", o mil iniciativas más.

Sin embargo este mendrugo tendrá prisa por ter-minar estas idas y venidas; porque después tendrá otra cosa qué hacer, también de prisa, para poder llegar a no sé dónde a toda prisa, para salir muy de prisa e ir a re-coger a su parienta rápidamente, sin entretenerse un minuto, hacer la chorrada de turno para poder llegar puntualmente a su casa y ver la película de las diez; después a acostarse de prisa para poder madrugar al día siguiente... total un follón de prisas tras prisas. Y así hoy, y mañana, y, pasado mañana; y al día siguiente; y el de después.

Y este mismo mendrugo lo era yo antes de entrar en esta "empresa". Agobiado constantemente por lo que tenía que hacer después de ahora, y después por lo que tenía que hacer después de después. Idéntico follón.

Le confieso que muy pocas veces (si por ventura ha existido alguna), me he detenido en mi propia exis-tencia. En esas pequeñas cosas que componen y que le dan sentido a la vida. Cosas intranscendentes; cosas que ya no pertenecen ni a nuestro mundo ni a nuestra civili-

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zación. Absurdas cosas que, a lo peor, sólo hoy compren-da ese monje cisterciense (rara especie “protegida” en peligro de extinción), inmerso en la soledad de su claus-tro milenario.

A propósito, le propongo haga usted otra prueba. Dé unos pasos y limítese a observar cómo los da. No

piense por qué los da y con qué fin lo hace. Ande por andar. Sea consciente del proceso para mover sus pier-nas; primero una y después la otra. Camine nada más y sólo porque quiere hacerlo.

¿Qué siente...? Pues nada, claro. Ahora siéntese y piense sólo durante unos breves se-

gundos en una hipótesis: usted no tiene los pies ni las piernas; las ha perdido en un accidente; o en una esca-lada; o simplemente por haber tropezado en el escalón de su puerta; por cualquier causa (de hecho hay miles). ¡Ya no puede ni podrá caminar, ni pasear, ni andar de prisa, ni correr, ni saltar, ni sentarse, ni acostarse!

¿Y ahora qué siente? ¡Desesperación! ¡Terror! ¡Impo-tencia! ¡Pánico!

Pero veamos. Actualmente vive y antes ha vivido mucha gente que no posee sus piernas y no están de-sesperados ni aterrorizados, ni se sienten impotentes.

Se da usted perfecta cuenta de la gran dicha que tie-ne al poder andar y realmente, ¿cuándo la ha valorado?

¿Acaso necesitará usted perder sus dos piernas para lograr ser consciente de tan preciado tesoro? ¿O quizás la vista? ¿Tal vez el oído?

Pues no. Usted siempre ha considerado que sus dos piernas, sus ojos, sus oídos, y todos sus miembros y sus sentidos no son sino una especie de obligación que la vida tiene con usted y los tiene siendo de lo más natural y sobre todo porque se lo merece. No piensa en que todo eso puede perderlo en cualquier momento y por cual-

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quier causa. En un abrir y cerrar de ojos. Cuando más desprevenido se encuentre.

Y de su libertad... para qué hablar. Su libertad es suya y que nadie se atreva a tocarla.

Que a nadie se le ocurra cuestionársela... ¡Hasta ahí podíamos llegar!

¿Le recuerdo mi bolsa?.. No, ¿Verdad? Vale. Sumido en estas divagaciones mentales y sin llegar a

darme cuenta, ya estoy de nuevo en mi perrera. El clima lo encuentro bastante más bullicioso, diría que hasta más agresivo. Oigo como se proliferan los tacos, los in-sultos y hasta las provocaciones hacia todo bicho vivien-te, sobre todo por parte de algunos de los colegas avis-pados.

El ambiente comienza a caldearse y estoy empe-zando a sentir miedo. Hay varios colegas que vociferan y tratan a los funcionarios con el más absoluto desprecio. Es increíble cuanto se puede llegar a oír y no es por pu-dor la causa por la cual no transcribo aquí sus insultos sino por la más absoluta de las sorpresas y un conside-rable tanto de indignación que me rompe mis esquemas sobre la concepción de los papeles asignados en este re-cinto a cada uno sus inquilinos.

Está meridianamente claro que estos colegas vo-ciferantes, insultantes y amenazantes han de ser sin duda alguna los asiduos de esta empresa. Esos de los quienes se cuenta por ahí fuera que los sueltan hoy y entran mañana. ¡Qué barbaridad! Qué bochorno.

Compartimos la perrera con uno de estos elementos y mi actitud es la de mantenerme lo más alejado de él; la de procurar no se dé cuenta ni de que existo. Es un muchacho de veintibastantes años a quien justamente lo cogieron al día siguiente de aquel que saliera de este centro; parece ser por causa de un tironazo del bolso a

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una señora. En definitiva, que salió, dio el tironazo, y entró.

La simple contemplación de este "colega" no suscita otro deseo ni otra emoción que no sea la de salir huyen-do despavorido de su entorno. Imagínese usted a ese típico delincuente de cara enjuta, con alguna que otra marca de reyertas pasadas; tensamente musculoso y de carácter agrio como él solo. Imagínese usted a ese típico bravucón dispuesto a suscitar camorra por todas partes; el provocador por antonomasia, el agresivo visceral; le insisto, el típico camorrista. Este es mi colega en cues-tión; un individuo nada recomendable; para quien este ambiente debe ser mejor que el de su propia casa. No sabría decirle si se trata de que disfruta insultando y buscando altercados o más bien es que no sabe hacer ninguna otra cosa mejor. Un ser auténticamente despre-ciable.

Mas... ¿quién soy yo para hablar de seres despre-ciables?

Por un segundo se me ha olvidado que usted, su so-ciedad, sus leyes y sus jueces me han obsequiado con la maldita etiqueta de preso “incondicional e incomuni-cado”; probablemente mi etiqueta es más grave y más dura que la de este colega a quien acabo de referirme y supongo sólo tiene el "título" de preso, a secas.

¡Serán ironías de la vida! O, a lo peor, las conse-cuencias de esta organización, de este estúpido tinglado montado para protegerle a usted de usted mismo cuando un buen día cualquiera de usted ocupe mi sitio en esta perrera.

Porque los tiempos cambian. Y estas empresas que antiguamente sólo servían para refugio y buen recaudo de vagos y maleantes ya han progresado mucho y se han adaptado a la vida moderna. En ellas ya ocupan o han

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ocupado su respectiva perrera inmaculados títulos nobi-liarios demasiado aficionados al arte fotográfico en su vertiente infantil y por lo visto demasiado amantes de la naturaleza humana.

Sabe que también la han ocupado eminentísimos hombres de bollantísimos negocios; de éstos no se ha llegado a saber, con absoluta certeza, si eran tan emi-nentísimos o tan bollantísimos, o si a ellos igual que a mí, se les llegó a cruzar en su día su correspondiente "bolsa", disfrazada de honorable y todopoderosa "cartera funcionarial", "empresarial" o llamémosle equis.

También sabrá de como por estos lares han purgado sus penas excelentísimos entorchados, defensores de la unidad patria, quienes probablemente entendieron di-cha unidad referida y derivada del “uno” que cada cual representa; condecorados ellos con las más altísimas distinciones por méritos a sus desvelos y los extraordi-narios servicios prestados a la comunidad cuando ésta ya ha dejado de precisar de los tales.

Y esta lista de honorables candidatos se ha ampliado actualmente con tal generosidad que, en lugar de repro-ducirla aquí, bastará con que usted ojee, aunque sea de lejos, cualquier diario, revista o panfleto de su lugar de residencia para quedarse patidifuso al ver cómo se cogen números (según el sistema utilizado en las carnicerías de mi barrio), para entrar en la empresa más antigua del mundo.

Si además escucha la radio y ve la televisión lo más probable es que, al ritmo en que se producen estas en-tradas, adquiera usted y si por ventura no la sufre a estas alturas, una psicosis de presidiario y un hastío y desmitificación de la honorabilidad que hasta ahora se había acuñado en nuestro bendito mundo. Ya nadie es lo que parecía ser y ya no se sabe lo que se esconde detrás

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del costoso y elegante traje de su vecino del quinto. ¿Qué número habrá cogido en la máquina expendedora?

Eso sí. Siempre ha habido perros de raza y perros ca-llejeros y por tanto la duda que tengo es la de si la pe-rrera será idéntica para los unos y para los otros. Como a mí me ha tocado y soy de los callejeros, lamento no po-der aclararle esta curiosidad que a buen seguro también mantiene usted.

Claro, aquí conmigo únicamente veo a caninos calleje-ros. No sé si será por pura casualidad y en la batida no ha caído ninguno de raza o si es que ha caído lo hayan podido llevar a la perrera adecuada acorde con su pedigrí y la valía del ejemplar, no mezclable con el denominado “canis vulgaris”, potencialmente transmisor de todas las pulgas, parásitos y demás inmundicias que desmerecerí-an la pulcra imagen del inmaculado espécimen.

Mientras pienso y desarrollo estas baratas tesis doc-torales en el campo filosófico, (las auténticas, las bue-nas, las caras, se hacen de otra manera muy distinta), han ido llevando y trayendo a los otros colegas al gabi-nete de identificación siempre con el mismo ritual; y entretanto aquellos otros más avezados y expertos en el funcionamiento de esta empresa han campado por sus respetos.

Le confieso estoy harto de pensar, de elucubrar y hasta de observar incesantemente a mi alrededor.

Estoy harto de oír gruñir, gritar, amenazar y de todo el ensordecedor ruido que se está produciendo.

Estoy harto de toda esta cruel y despiadada pa-rafernalia de policía y ladrones; viendo a cada uno inter-pretar su papel con la convicción del fanático trascen-dental; sin ocurrírsele a nadie la posibilidad de que ma-ñana el director de la escena pueda intercambiar sus papeles alegando simplemente "necesidades del guión",

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cuyo significado no conozco muy bien pero sin duda viene a decir "porque le da la real gana" —al director, no a mí.

¡Estoy harto de no poder permitirme estar harto! Porque no puedo parar de pensar; de darle vueltas y

más vueltas a la cabeza y de permanecer atento a la menor indicación, incidencia, frase o atisbo de movi-miento.

Porque no puedo cerrar herméticamente mis oídos. Porque estoy total y absolutamente impotente ante

tanta miseria humana; porque ni siquiera conozco a ese director de escena quien ha decidido asignarme el papel de malo en esta película.

En este preciso momento deseo fervientemente creer en algo. Algo que me ayude a poder sobrellevar esta enorme pesadilla. Algo para poder dejar en sus manos mi destino. Algo para suplicarle que definitivamente ponga fin a este caos. Algo que no sé qué es y si acaso existe.

—¡Ya están listos para período! —se oye decir con una voz firme.

Comienza el revuelo. Me quedo alerta. Las llaves y los cerrojos parecen anunciar se avecina un cambio; qui-zás una nueva etapa, ¿cómo será?

Las puertas se abren; el funcionario custodio de la nuestra nos ordena, siempre en un tono militar, que sal-gamos. Oigo a algunos de los colegas replicarle con pa-labras y con actitudes con las cuales claramente denotan oponerse a todo el aspecto autoritario de este trasiego.

Interpreto su actitud en el sentido de estar dis-puestos a hacer lo que se les manda porque no tienen otro remedio, si bien obedecerán cómo y cuando les ape-tezca y no en la abrupta manera requerida.

A mí me deja estupefacto esta forma de comportarse y temo que en cualquier instante salte una chispa por

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una u otra parte y se líe el follón cuyo resultado sea el salir todos pringaos. Que vayamos a dar con nuestros huesos en una de esas celdas de aislamiento que se ven en las películas y que todavía no sé si existen en esta empresa. Porque además si pasa algo, yo voy a ser un firme candidato a una de esas posibles mazmorras. Ya verá usted... incondicional e incomunicado, pues directo a una mazmorra y a ver a quién me quejo y le cuento mis penas. Y todo por unos cuantos jilipollas que no an-dan sino provocando y buscando líos.

Oiga, mire usted, ¡sepárenme de éstos!, se me ocurre debiera decir a quien mande aquí, mas inmediatamente rechazo la idea.

"Incondicional e incomunicado" más preso, igual a mierda pura... situación ideal para que se dignen escu-charme. Vamos, ¡Tú estás loco de remate!, me autoa-monesto con severidad. ¡Aguanta carros y carretas, y cuanto más callado mejor, me vuelvo a amonestar yo solo.

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CAPÍTULO VIII EN EL DISTRIBUIDOR DE LA ETERNIDAD

Atrás vamos dejando las perreras. Camino perdido entre el grupo por el amplio corredor y todos seguimos los pasos del guardia que inicia la comitiva, como siem-pre, decidido y orgulloso.

Siento alivio al dejar esa jaula en cuyo interior nos han tenido hacinados, pero me embarga una tremenda inquietud y un gran temor al no tener ni remota idea de adonde puñetas nos llevarán.

Caminamos custodiados por cuatro guardias. Dos a cada lado, uno delante y otro detrás; serios donde los haya; de caras parecidas al granito, inexpresivos; se me antojan unas momias vivientes autómatas... ¡a lo suyo! Los demás, los colegas, no contamos.

Toda mi atención se centra en pasar lo más desa-percibido posible. Sin fijarme demasiado en nadie; con miradas furtivas para que no se note y procurando estar avispado para detectar de inmediato si alguno trata de reparar en mí. De la misma forma sucedía en la mili; en los primeros días procuraba no destacar ni a favor ni en

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contra; es aquello que nos aconsejaban los amigos quie-nes ya la habían pasado; aquello de no salir nunca vo-luntario para nada ni por nada; aquello de que formaras parte de la masa y te diluyeras en ella.

Y según usted puede suponer, cuando hablo de algu-no me estoy refiriendo a los guardias, a los funcionarios y también a los propios colegas, al menos hasta tener completamente claro qué clase de leche ha mamado ca-da uno.

Buena la haría aquí un político. Esos de los que su única ilusión es la de destacar sobre los demás. Uno de esos politiquillos que no saben hacer otra cosa que no sea la de ejercer de charlatán a todas las horas del día y con toda la gente con la que se cruzan.

¡Eso! Me encantaría ver aquí y en mi pellejo a uno de esos politiquetes del tres al cuarto que pretenden (o al menos eso dicen) arreglar el mundo con sus mara-villosas ideas. De esos que se llenan la boca de hablar de democracia, de derechos y de respeto hacia los demás.

¡Pues quiero mi parte de respeto! Y mi parte de respeto es que se me tenga en cuenta.

Que se reconozca mi dignidad, que se me considere y que se me ayude a aprender si acaso se parte de la base de que no sé respetar a la sociedad a la cual se supone he ultrajado.

Si he de estar privado de libertad; si he de estar in-condicional e incomunicado, lo asumo; ya he dicho que ese es mi castigo. Mas... ¡punto!

¡Quiero comprensión! ¡Quiero ayuda! ¡Quiero digni-dad!

¿A qué político de esos que arreglan el mundo ha oí-do usted hablar de las cárceles?

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¿Cuál de ellos ha contado en su programa que hará algo o que se preocupará de la vida en una de estas cárceles y de sus presos? ¡Ninguno!

¡No contamos! A lo mejor y careciendo del derecho al voto mientras estamos aquí, pues tal vez sea preferible dediquen todos sus esfuerzos, toda su charlatanería, a procurar convencer a quienes pueden o no votarles, ele-girles y reelegirles y requeteelegirles. Supongo debe fun-cionar así el cotarro.

Se olvidan los muy imbéciles que hoy estoy yo y pue-de que mañana estén ellos..., o sus hijos..., o cualquiera de sus familiares y entonces veremos a ver la cara de risa que ponen sus suegras.

Ya; aunque ellos tienen una bula papal que les im-pedirá ir jamás a la prisión, me dirá usted rápidamente y añadirá que además son personas decentes, honestas, responsables y cumplidoras de sus deberes sociales, fa-miliares, religiosos, estructurales, dimensionales y pro-filácticos. ¡Qué bien!

¿Le cuento cuántas personas de esas han estado ya en prisión luego ha cambiado el aire que las sustentaba? ¿Le cuento... o reflexiona usted mismo sobre la materia?

Si, a poco continúe este ritmo, lo gracioso va a ser que ellos, precisamente ellos, serán quienes se preocu-pen de diseñar y construir "recintos de readaptación so-cial" (evidentemente ya no se llamarán cárceles, ni pri-siones), con todo lujo de comodidades y exquisiteces para poder disfrutarlos —los "recintos de readaptación"—, cuando les llegue su turno y hora.

Yo he oído que hay una ley natural del péndulo... ¿y usted?

Creo que esta ley consiste en aquello de cuando el pendulazo te toca bien, te lo montas de maravilla y vives a la usanza de los dioses del Olimpo en los tiempos en

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los cuales la cosecha era abundante; pero, amigo, cuan-do el péndulo viene de vuelta, tú que te habías despista-do en tu Olimpo particular y que se te había olvidado el puñetero péndulo pues... ¡zas!, viene y te atiza en el co-gote (porque además estabas de espaldas), y claro, te das de narices con la enorme mierda que estaba justo allí, en el suelo, y sobre la cual te pegas el batacazo de lleno.

No me haga usted demasiado caso sin embargo creo que por ahí van los tiros; más o menos, en eso consiste la famosa teoría del péndulo y pidiéndole mis disculpas anticipadas por la claridad, yo la redactaría de la si-guiente forma: "El movimiento pendular es similar a los motores de dos tiempos. En el primero de ellos subes hacia arriba expulsando y arrojando la mierda con la cual otros se darán de bruces, mientras que en el segun-do tiempo no sólo te encontrarás de vuelta con la que antes desechaste sino que ésta habrá crecido y se habrá incrementado geométricamente con la de aquellos otros que antaño debieron soportar tu hedor y tu inmundicia".

¿Conoció usted al Shah de Persia? Me imagino que sí. ¿Se acuerda de su historia?

¿También habrá conocido más recientemente a Chauchescu, o como narices se diga y se escriba? ¿Se acuerda usted de él?

No se preocupe son sólo dos ejemplos de esa gracio-sa, extremadamente simpática, teoría pendular.

Al primero habitualmente se le solía poner de ejem-plo de la ostentación y el esplendor; a él se refería la gente si quería expresar lo maravillosamente bien que vivía fulano o mengano. Parece que su fortuna, su po-der, su lujo, su fastuosidad, su boato, su todo, eran im-presionantes. Y ya ve usted para qué le sirvió todo eso al fin al pobre diablo. ¿Quién hoy en día y pasado todo lo

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pasado se cambiaría por él? Pues me temo que muy poca gente. La teoría, o la ley del péndulo, se cumplió estric-tamente aunque con un pequeño matiz: el tamaño del péndulo y su consiguiente fuerza al pegar el pendulazo. A lo bestia en los dos tiempos; para el bueno y también para el malo.

El ejemplo de Chauchescu es todavía más signifi-cativo, más espeluznante.

En sus buenos tiempos dispuso de vidas y de ha-ciendas. Dictó a su antojo las pautas de funcionamiento de su país y de sus ciudadanos (o súbditos, o conforme usted prefiera llamarlos), y dictó cuanto quiso dictar, vi-viendo y ejerciendo el poder más absoluto y el desprecio también más absoluto frente a las opiniones, las digni-dades y los respetos debidos a sus semejantes.

Pero he aquí el truco: la vida no suele quedarse con nada de nadie, por lo cual le llegó su particular pen-dulazo.

Se le revolvieron aquéllos para quienes fue su amo y señor y decidieron que ya era hora de darle la vuelta a la tortilla. ¡Y se empezó a joder el invento!

Le despojaron de sus galones, de sus insignias, de sus medallas y de sus varas de mando; y le sometieron a un juicio rápido para determinar el alcance de sus fe-chorías de otros tiempos (todos los tiempos de su to-dopoderoso ejercicio).

Todavía mantengo gravadas en mi mente las crueles imágenes que dio la televisión acerca de aquel juicio. Allí tenía usted al "tirano", sentado en el banquillo de los acusados. En su funesta soberbia asistió a su último juicio con la altanería que siempre le había caracte-rizado, impasible e impertérrito; creyendo que todo se trataba de una broma; negándose a participar en la que creía era una pantomima de sus viles lacayos a los cua-

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les, desde luego, no les reconocía ninguna clase de legi-timidad ni autoridad y a quienes obviamente no les iba a seguir el juego.

Quizás hasta llegó a pensar que todos aquellos esta-ban locos.

No contestaba, no sabía y no quería bajar del pe-destal que el péndulo (la vida) le había prestado por un tiempo. Él debió interpretar que ese pedestal se trataba de un regalo hasta la eternidad, nunca un préstamo, y ese fue su maldito error.

Lo cierto es que la pantomima se consumó y le llegó el pendulazo.

Todavía recuerdo con todo detalle su cara de in-crédulo, y al igual la de su esposa, mientras los sacaban del local donde habían celebrado el juicio y donde los habían condenado a muerte.

No había forma de arrancarles otras palabras dis-tintas a aquéllas de que no reconocían la legitimidad de aquel improvisado tribunal.

Mas, por las mudanzas de la fortuna, era ese im-provisado tribunal, justo ése, el que ahora manejaba el péndulo y les iba a atizar sus correspondientes pendula-zos en forma de sendos disparos de pistola, que fulmi-nante y macabramente segaron sus vidas para siempre.

La filmación era verdaderamente espeluznante, so-bre todo para aquéllos que se erigieron en los prota-gonistas involuntarios del fatal desenlace.

Estos son, amigo, los pendulazos que nos depara (puro regalo) la vida, y, según nuestros méritos y nues-tros deméritos así te atiza de fuerte el dichoso péndulo.

Usted recordará hubo un famoso poeta que esta teo-ría la enunció en forma de una poesía escrita con motivo de la muerte de su padre, incluso la tituló bajo la de-nominación de "Coplas a la muerte de mi padre".

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Si yo fuera alguien mandaría y dispondría que a dia-rio todas las personas leyeran esta poesía. Que por ejemplo al levantarse dedicaran media hora, como mí-nimo, a hacer un "comentario de texto" (de aquéllos de la escuela) sobre esas coplas; que nos las aprendiéramos de memoria y que siempre y en todo lugar las tuviéra-mos presentes.

Estoy absolutamente seguro de que si todos los seres humanos estuvieran realmente mentalizados a que esta vida es puro teatro y que al final todos acabamos en lo mismo, otro gallo nos cantaría. Sí; no me diga que eso lo sabemos todos a estas alturas. Lo sé. Sin embargo, ¿quién lo practica verdaderamente? Pues nadie.

Actuamos de forma parecida a como si todo lo tuvié-ramos en juego dentro del papel que nos han asignado en la comedia (o en el drama, según se mire). Compor-tándonos idénticamente a si el simple guión de la obra fuera el único motivo y el fin último de nuestra exis-tencia, tratando de machacar a todo bicho viviente siem-pre que podamos y en la medida en la cual nos es per-mitido. El que está arriba machaca al de abajo y éste al que está aun más abajo y así sucesivamente... hasta que viene el pendulazo, ese péndulo que parece no respetar a nada ni a nadie. ¿Que no me cree?.. en ese caso coja us-ted un libro de historia, cualquiera, y lea,... ¡lea!

A los romanos les vino su pendulazo. A los griegos también. Y a los suevos y a los vándalos. A los moros y a los cristianos. A los reyes y a las reinas. A los clérigos y a los laicos. A los ricos y a los pobres, .... y al sumsum cordam. Entonces, ¿por qué usted y yo nos vamos a es-capar del que a nosotros nos corresponda? ¡No tiene sen-tido!

Sumido en estas divagaciones (aquí es lo único que se puede hacer "libremente"), hemos llegado a lo que

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parece es nuestro inmediato destino. Se trata de una amplia sala bordeada de puertas metálicas que está cla-ro son celdas; numeradas todas ellas; con sus típicos cerrojos y con la no menos típica rendija en su parte su-perior; es un pequeño rectángulo barrado con una porte-zuela que se abre desde el exterior. Ahora están todas cerradas y me pregunto si estarán ocupadas o no.

—¡Quítense toda la ropa! —nos manda uno de los funcionarios, el último en entrar en escena.

Comienzo por deshacerme de la chaqueta, ni de-masiado deprisa ni demasiado lento por aquello de no señalarme. La dejo en el suelo (no hay otra opción), con cierto cuidado aunque sin esmero, al fin y al cabo se tra-ta de un buen traje el que llevo puesto; el que consideré más apropiado para acudir a la cena antes de la cuál me trincaron.

Continúo por aflojarme y deshacer el nudo de la cor-bata también sin prisa pero sin pausa y otra vez al sue-lo. Me voy desabrochando los botones de la camisa uno por uno y de reojo miro a los colegas tratando de perca-tarme cómo llevan sus respectivos desropes. Observo que la mayoría van más avanzados que yo y entonces decido acelerar el ritmo; así que la camisa me la quito de un tirón para rápidamente seguir con los pantalones.

—¡Absolutamente todo! —recalca el funcionario an-terior.

Pues ya no hay duda... si es que antes la había. Es decir, hay que quedarse "en pelotas", y siempre se perci-be un determinado grado de pudor flotando en el am-biente. No es que suponga mayor problema mas sí con-lleva ese punto de vergüenza al exponer cada uno sus mejores (o peores) atributos naturales. Aflora alguna que otra sonrisilla maliciosa y torpemente disimulada, sobre todo entre los guardias, funcionarios y ordenan-

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zas, quienes se quedan protegidos por sus ropajes y a cu-bierto de las miradas indiscretas.

En esta posición de desnudez nos mantenemos mien-tras un par de sujetos de los que han estado mero-deándonos —se me antoja pueden ser presos ya vetera-nos asignados a determinadas labores o servicios— pa-san entre nosotros, con unas bolsas dentro de las cuales van introduciendo las vestimentas que acabamos de qui-tarnos.

Simultáneamente uno de los funcionarios ha abierto una de las puertas de la estancia; sobre ella puedo leer claramente rotulada la palabra "duchas". Parece que esto ya está claro. Al fin un poco de aseo que, ¡buena falta me hace!

Aunque la temperatura es algo fresca, más bien fría, la expectativa de una reconfortante ducha no me produ-ce el más mínimo recelo ni inquietud. Es el momento más grato de todos los que he vivido hasta ahora desde que me cogieran; estoy decidido a saborearlo in-tensamente, imaginándome fuera la última ducha del resto de mi vida.

—Vayan pasando de uno en uno —nos vuelve a in-dicar el funcionario—, y guarden una distancia entre ustedes de un metro y medio como mínimo.

Con estas breves instrucciones accedemos a la habi-tación de las duchas. Es un cuarto totalmente alicatado hasta el techo, con unos mosaicos blancos ya muy anti-guos y deteriorados; en ellos abundan los desconchones, los picotazos y las grietas. Destaca la falta de uniformi-dad en el tono del color que, no obstante, queda disimu-lado con algunos remiendos de pintura que se deduce les han dado alguna que otra vez.

En uno de los ángulos de este cuarto está la entrada a la ducha propiamente dicha, y en el opuesto, la salida.

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No, por descontado que no es del tipo de ducha que us-ted tiene en su casa (qué lujo). Es de esas otras que exis-ten en los barracones militares. Ya sabe... un pasillo en forma de laberinto con un caballete de obra sobreeleva-do en el suelo del pasillo, de tal forma que usted camina espatarrado por él al tiempo que le van fumigando con agua a presión desde todos los ángulos. Es decir, el agua te cae por arriba, por los lados, y directamente a los ca-taplines, que parece ser el objetivo prioritario del inven-to. Nunca he sabido si el sistema está pensado así para que no te los manosees y de este modo evitar se susciten arranques y pasiones libidinosas o posiblemente la idea-ción será para que nadie eluda la dosis de higiene que en su parte alícuota le exijan sus íntimos atributos.

Ya durante la mili pensaba era una auténtica jili-pollez la duchita tan simpática que nos propinaban, y aquí pienso se trata de la misma jilipollez, pero al cua-drado. En modo alguno estamos en condiciones de des-pertar instintos tras estos días de angustia y de ansie-dad; ni para despreciar, con tamaño aspecto de asque-rosos, un poco de agua "bendita" para llevarse por todo el cuerpo, incluidos los cataplines. ¡Deberíamos estar locos!

Así pues... es mi turno y entro. Entro ávido de agua. Entro contento. Entro decidido

y deprisa. Por un instante he logrado olvidar mi con-dición de preso "incondicional e incomunicado", y me lanzo al agua casi con la ilusión de un chiquillo.

¡Qué sensación más agradable la que me produce! La voy mezclando con el jabón y juntos liberan mi

cuerpo no sólo de la suciedad acumulada en los días an-teriores sino de la pesada carga y la abrumadora tensión soportada en esta delirante experiencia de mi ingreso en prisión.

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Procuro abstraerme un poco de mí y de mis actuales circunstancias, decidido a no pensar en otra cosa dife-rente a la de percibir y disfrutar la dulce caricia del agua. Estoy exprimiendo esa frágil felicidad del tiempo presente y he de sacarle todo el jugo que encierra, sin permitirle a esa diabólica maquinita denominada reloj, me marque a qué hora he de terminar este placer de los dioses saboreado en pleno infierno.

Mas todo se acaba en esta vida y por consiguiente nuestra ducha también se ha acabado. Salgo de ese la-berinto maravilloso y me siento distinto, prácticamente un nuevo ser. El sedante ha sido magnífico y hasta me parece ver las cosas de un color bastante más alegre.

Al salir, encuentro preparadas unas bolsas de esas negras muy semejantes a las utilizadas para la basura; nos corresponde una a cada uno de los colegas, y cojo la mía. Abro y... un cepillo de dientes, un peine, un cubier-to de plástico, una botella de dos litros de lejía, y... ¡un chandal!

Rápidamente intuyes que lo único que te sirve para este preciso momento es el chandal; así que... a ponérse-lo. ¿La talla...? La que sea. Como te quede no importa demasiado. Al fin y al cabo después de ver cómo se lle-vaban nuestra ropa cuando nos desnudamos ya casi no tenía ninguna esperanza de que me la sustituyeran por otra, de modo que si me he encontrado este chandal, éste no es sino pura ganancia.

Sí. Ya sé, usted se pone negro cuando le pregunta a su parienta a dónde está su camisa, esa de rayas finas con cuello tirolés, y ella le contesta que en la lavadora. ¡Vaya! Precisamente la que usted quería ponerse. Aun-que tenga veintiocho más en su armario, hoy le apetecía ponerse la de rayitas y el cuello tirolés, y ésa, justo ésa, está en la lavadora. Las otras veintiocho no entraban en

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sus esquemas ni en sus programas. Así... ¡que ya le ha dado el día la parienta!

Le aseguro a mí me ocurría exactamente igual. Nun-ca tenía a punto ni el traje que pensaba ponerme ni su camisa a juego ni los zapatos limpios, por no mencionar la ropa interior, los calcetines y la corbata. Todas las mañanas debía soportar el mismo desastre en mi ves-tuario.

Sin embargo, fíjese la forma mediante la cual la vida me ha simplificado aquellos enormes problemas que me crispaban los nervios. Y a lo mejor y para evitarme ca-breos que deterioraban mi salud, me ha querido cambiar mi bien nutrido ropero por este único chandal, des-colorido y manoseado. Un chandal que para colmo ni tan siquiera es de mi talla.

¿Conoce usted su ropero? Desde luego que sí, me contestará rápidamente.

Pues permítame le diga que no. ¡Usted no sabe lo que es su ropero!

Su armario no es un depósito de ropa; no es una co-lección más o menos amplia de camisas, pantalones y chaquetas. Su armario es más que todo eso... su armario es un símbolo.

Representa su libertad, su elección, su tensión, sus frustraciones, su orgullo, su máscara, su liberación, sus complejos, su ansiedad, sus aspiraciones, y, por su-puesto, representa su supina estupidez.

Y me atrevo a hablarle de forma tan contundente no porque yo conozca a fondo su armario, que no es el caso, sino porque ese armario que acabo de describirle es exactamente igual al que yo tenía antes de verme entre cuatro rejas. Y bien sabe Dios desearía no se pareciera en nada al suyo; mas si por casualidad usted halla algún tipo de similitud, algún tipo de parecido.... amigo, vaya

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cambiándolo deprisa y ligero; sin darle la más mínima ocasión a que la vida se lo cambie sin que usted lo sepa ni se entere. Y a estas alturas ya debe usted saber los cambiazos que pega esta puñetera vida.

En el mejor de los casos una mañana se encuentra usted con un simple chandal en donde antes había lujo-sas telas; y, en el peor, se encuentra con cuatro tablas que le marcan su última y definitiva vestimenta. Así que, ¡espabile!

Le repito, no es mi intención aguarle la fiesta. Entre otras cosas porque no soy quién para ello y, además, no lo conseguiría por más que me lo propusiera. Su fiesta es suya y sólo suya y usted solo se la aguará o se la des-aguará.

Pero por si acaso todavía anda usted en la luna de Valencia —como yo andaba—, quizás vaya siendo hora de despertar y enterarse de que su ropero no es real-mente suyo. Y, por más que haya comprado cada trapito, cuidadosamente guardado en el mismo, y lo haya pa-gado religiosamente de rabioso contado, lamento decirle que aún así ni uno sólo le pertenece; usted no va a poder disponer ni de su más humilde pañuelo el día de ma-ñana. Sólo de un chandal manoseado o de un chandal de madera... y punto.

¿Qué quiero decir? ¿Que hay que hacerse ermitaño? Me decepciona usted si ha llegado a esa conclusión.

No hombre, no. Lo que quiero decir es que a las cosas hay que darle

su verdadero valor y significado. Que hay que estar en el mundo y saber qué es el mundo. Que las cosas no somos nosotros ni nosotros somos las cosas. Que no se puede confundir alegremente lo que es la vida y lo que es la obra de teatro. Y que, cuanto más preparado esté usted para el pendulazo —¿se acuerda?—, menos de sopetón le

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vendrá, y hasta puede tenga muchas más posibilidades de que ni siquiera le venga.

¿Que yo me he buscado mi chandal? Oiga..., pues tal vez sí y tal vez no. De cualquier modo éste es el mío y yo me lo voy a poner; no tengo más narices.

No obstante yo he oído decir que en esa fábrica, además de los chandals para la prisión, se hacen otros muchos. Se confeccionan chandals médicos, se confec-cionan chandals de pobres, se hacen para los hijos y otros familiares, se hacen para toros, para accidenta-dos... y, por lo visto, se dispone en ella de una infinidad de modelos, de tallas, colores y finalidades.

Todos los colegas nos hemos vestido ya con nuestro chandal y de nuevo nos hallamos en la galería; limpios, aseados, uniformados y con nuestras bolsas de basura en la mano. Un cepillo de dientes, un peine, un cubierto, una botella de lejía son por ahora el conjunto total de mis pertenencias.

Todos iguales; democráticamente iguales; consti-tucionalmente iguales. A nadie le falta ni le sobra más que al de al lado. No hay diferencia ni por razón del sexo, ni por la raza, ni por la religión, ni por nada.

El aspecto de la estancia ha variado. Mientras nos duchábamos han sido abatidos los muebles plegables que permanecían adosados a la pared. Este mobiliario consiste en unas mesas alargadas que ya llevan incorpo-rados sus propios bancos a cada lado, destinados para utilizarse de asientos. Se trata de un conjunto similar a esas mesas de camping que anuncian en la televisión cuyo mecanismo, a base de brazos articulados, se plie-gan o despliegan según estén o no en el correspondiente uso.

Desde luego que el diseño y el material son dife-rentes. Estas son de madera; de una madera rancia y

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deteriorada; de una madera muy batallada y muy mano-seada (al estilo del chandal). Con todo tipo de grietas, arañazos e inscripciones toscamente realizadas; pareci-das a aquellas que usted ve en los servicios y aseos pú-blicos. Las sucesivas capas de pintura apenas han con-seguido mal disimular su nada noble historia, presas como nosotros a esta pared y sin haber conocido, me te-mo, ni un triste mantel que las hayan protegido del aco-so sexual y visceral de tantas y tantas generaciones de colegas como han debido conocer y soportar.

A las indicaciones de los funcionarios pululantes nos vamos sentando en estas mesas.

A nuestro frente aparece un nuevo funcionario con apariencia de tener una categoría superior a la de estos otros que nos están acompañando continuamente. Su pose, su gravedad de mirada, su decidido y solemne an-dar denotan debe tratarse de un jefazo o cuando menos de un jefecillo dentro de esta empresa. Me da la impre-sión nos va a hablar.

En efecto, se aclara un poco la garganta y se pre-senta:

—Soy el Jefe de Servicio de este centro peniten-ciario. A partir de ahora a cada uno de ustedes se le va a asignar una celda en período y hasta tanto se proceda a trasladarles a la galería que les corresponda. Hagan cuanto se les diga y no habrá problemas.

Acaba su brevísimo discurso e inmediatamente hace uso de la palabra uno de los de su comparsa:

—Vamos a ir nombrándoles y asignándoles sus co-rrespondientes celdas.

Son momentos de contenida y expectativa ansiedad. —"Fulano" y "Mengano", celda número tal. —"Zutano" y "Perengano", a la celda número tal. Y la lista continúa.

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A mí me ha sido asignada la celda número 24 del piso superior. ¿A quién me habrán puesto para compartirla? Este es mi primer interrogante. ¿Con cuál de todos estos colegas es con quien deberé convivir? Porque hay algunos que tienen una leche... De todas formas nos han distri-buido por parejas, esto en principio significa que en cada celda sólo estaremos dos, a no ser que ya estén previa-mente ocupadas por otros inquilinos. A ver qué pasa y quién es mi compañero. En cualquier caso creo haber entendido como la situación tiene un carácter provisional hasta tanto nos pasen a la correspondiente galería.

¡Celda número 24, piso superior! Ya me encuentro frente a la puerta y mientras veo

descorrer el cerrojo y girar la cerradura mi cabeza se ve asediada por todos los fantasmas que he tratado de eludir y de vencer desde que me viera privado de la libertad.

Contemplo la apertura de "mi celda" y oigo una voz en mis entrañas que burlonamente me dice ¡esto va en serio! Una y mil veces maldigo mi suerte y la cena a la cual me invitó mi amiguete. Y me sorprendo al asaltar por primera vez mi mente el recuerdo de mi familia y el trauma que voy a ocasionarles estando preso. Rechazo la idea de pensar en las consecuencias que puedan so-brevenir tanto para ellos como para mí. Fugazmente me pregunto si contaré con su apoyo en esta etapa que me espera o, por el contrario, mereceré el repudio y las críti-cas más severas por su parte.

¿Y esto es estar privado de libertad? Usted y cualquiera se queda encerrado en el as-

censor y ya se ha quedado privado de la libertad en ese instante. Yo me quedé en cierta ocasión encerrado en uno de estos artilugios durante diez interminables mi-nutos; entonces sentí y conocí la angustia de no poder abandonar el dichoso artefacto, sin embargo en ello con-

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sistía todo mi problema. Y toda mi preocupación era la de salir de esa caja mecánica. Ni pensaba ni se me ocu-rría otra cosa.

En aquellos diez minutos no tuve la menor duda so-bre mi familia, mi trabajo, mis amigos; no se me ocurrió cuestionarme cómo funciona la sociedad, los políticos, la aberración humana, nada en definitiva. Si acaso eché un par (algo más) de tacos y votos por el imbécil que había inventado este cacharro que, siendo tan maravilloso co-mo lo es, siempre se le ocurre estropearse en el momento más inoportuno y cuando más te fastidia.

Pasados los diez minutos salí del ascensor como si nada hubiera ocurrido. Pude contemplar al presidente de la comunidad enzarzado con los dos ascensoristas a quienes estaba transmitiendo, a la buena usanza del mejor de los políticos, sus enérgicas protestas por el mal funcionamiento del dichoso aparato.

No obstante esto es otra cosa bien distinta. ¡Ab-solutamente distinta!

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CAPÍTULO IX HE ADQUIRIDO MI SEPULTURA

Mi colega y yo acabamos de traspasar la puerta de nuestra celda. ¡Ya estamos dentro!

A mi espalda oigo el cerrojazo y la vuelta de llave que implacablemente me anuncia que ya he quedado encerrado.

Con este pequeño pero certero trámite se ha con-sumado mi condición de presidiario. Y allí quedo mudo, olvidado, sepultado, hundido.

Mudo, porque no sé qué decir ni siquiera a mí mis-mo; no acierto a hilvanar una sola frase de consuelo que pueda ayudarme a soportar y superar mi angustia. Ol-vidado, porque la llave y el cerrojo no son más que el símbolo del espaldarazo que acaba de propinarme la sociedad. Sepultado, porque esta celda representa mi tumba en vida, el nicho funerario que viene a truncar to-das mis ilusiones, mis esperanzas y mi juventud. Y hun-dido, porque nunca antes he sentido tanta desespera-ción, tanta vergüenza, tanto asco, tanta miseria y podre-

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dumbre, tanta impotencia ni tanta indignación rabiosa-mente contenida.

Estoy mirando sin ver; escuchando sin oír. Busco una luz y no hallo más que tinieblas a mi alrededor. Busco un punto de esperanza y sólo hallo macabros re-proches. Busco algo de piedad y todo es odio salvaje e irracional. Busco y busco... y ya no sé qué buscar.

La más feroz desesperación se ha adueñado de toda la celda... ¡la número 24!

Si pudiera... ¡no puedo nada! Si tuviera... ¡no tengo nada! Si hubiera... ¡no hay nada! ¡Celda número 24, eso es todo! ¡Preso!.. ¡Incondicional!.. ¡Incomunicado!.. ¡Esco-ria humana! ¡Perro sarnoso! ¡Bicho repugnante! ¡Vil gu-sano al que hay que aplastar!

Valores éticos, principios humanistas, derechos humanos, dignidad de la persona, ...a la mierda todo. Sólo palabras huecas. ¡Ruina, ruina y ruina!

Mucha democracia, mucha religión, mucho progreso, mucha solidaridad, mucho respeto... ¡todo mentira! ¡Se-pulcros blanqueados! ¡Lobos con piel de cordero! Pura hipocresía. Cruel canibalismo moral. Despiadada ven-ganza. Veinte ojos por uno; veinte dientes por uno.

Esta es la ética; la moralidad de las cloacas; el pro-greso de los estercoleros y la religiosidad que sólo se justifica en los pozos ciegos.

Católicos, protestantes, musulmanes, budistas, hin-dúes, ... que han tratado de proclamar a los cuatro vien-tos, saturando su boca de absurda e inútil verborrea, aquello de que se ha de amar a los semejantes como a uno mismo... Pues vengan todos aquí. Vean la manera de amar al prójimo. Que conozcan los refinados meca-nismos de amor utilizados para tender la mano y ayudar a las "ovejas descarriadas". Que sepan hasta qué punto sigue existiendo en esta era de progreso y de solidari-

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dad, la humillación de los tales semejantes. Y, sobre todo, ¡que hagan algo! Que bajen de las nubes, de sus púlpitos, de sus estrados, de sus poltronas, de sus do-seles, o bien que... ¡se callen para siempre!

¿Teorías...? Le aseguro a usted nos sobran todas las teorías.

¿Buenas intenciones...? Ya estamos hartos de ellas. ¿Moralistas, santones, beatos y demás maestros es-

pirituales...? Que se retiren. Que vayan cambiando de oficio. Han fracasado. Que cambien sus discursillos por un pico, una pala, una hoz o un martillo... me da igual, pero que los cambien por algo más productivo, más efi-caz y más práctico.

¡Que ya estamos hartos de monsergas! ¡Que salgan de la hinopia! Y que sus magníficas

ideas las lleven a la práctica; al terreno de lo humano; a la gente que sufre; a la gente que los necesita; a la gente que ha perdido la esperanza; a la gente angustiada, a la humillada, a la perseguida... ¡Que vengan aquí!

Probablemente no saben o no quieren saber que esto existe, esto es real, y seguramente la idea que tienen de todo esto es tan equivocada como equivocado es su pro-ceder. A lo peor hasta vuelven la espalda intencio-nadamente para no verse comprometidos consigo mis-mos.

¡Esto es duro, muy duro! Cuando usted cae enfermo dispone de todo un siste-

ma sanitario ampliamente desarrollado y estructurado que le procurará la salud. Porque la salud es muy im-portante, básica, no sólo para usted y los suyos sino también para la sociedad. Si usted cae enfermo no pro-duce (tema clave), y ello implica que además de estar improductivo representa una carga y un gasto para la comunidad; y, amigo Sancho, ...con la Iglesia hemos to-

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pado. Bien está que usted no rinda pero encima haya que costearle... ¡No hijo, no!

Es por eso que si se pone enfermo tendrá una pléya-de de profesionales de la medicina, instituciones, com-pañías, clínicas, hospitales, y un largo etcétera que se volcarán con usted (también depende mucho de su bolsi-llo), y procurarán curarle rápido y ligero... y a trabajar... que no está el horno para bollos.

Es decir que todo el mundo hoy puede acudir a un hospital público, privado o de beneficencia, en donde será atendido y hasta en el mejor de los casos, curado.

No obstante, si usted cae preso ésa es otra historia. Claro que no podrá producir, como si cae enfermo;

sin embargo, en tanto usted es un mal nacido y un inde-seable y, además ha caído preso porque ha querido, pues usted no tiene nada. Poco importará que existan teorías sobre genes que transmitan tal o cual cosa; poco importa (nada) que se hayan proclamado rimbombantes princi-pios jurídicos sobre presunciones de inocencia y otras gaitas mañaneras; poco importarán los servicios y utili-dades que usted haya prestado anteriormente; en defini-tiva, poco importará nada.

Usted, con todas sus presunciones y todas sus histo-rias, irá a parar al mismo sitio a donde va quien no ten-ga presunciones aunque sí historias. No habrá ninguna diferencia, ni se le ocurra mencionarla... ¡Indeseable!

No tendrá ni prisiones públicas ni privadas ni de be-neficencia. Sólo las que hay.

No tendrá un quirófano de urgencia, ni una UVI ni una UCI, en donde puedan prestarle la atención o los auxilios necesarios.

Sólo tendrá presunciones, muchas presunciones, to-das las presunciones.

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Y éstas sólo le van a servir para hacer de vientre ca-da mañana y contemplar cómo las arrastra el agua ex-pulsada de la cisterna.

Dramático panorama, ¿verdad? Pues sí. Éste es el sistema penitenciario (¿qué será

eso del "sistema"?) que acabo de conocer. El sistema debe ser, pienso, las cuatro paredes con

su puerta de hierro que conforman la celda número 24, la mía. Un habitáculo (porque algo hay que llamarlo), mustio, triste, depresivo, oscuro, desnudo, desapacible, repelente y frío, que pertenece, en "proindiviso", al co-lega que me acompaña y a mí. Es semejante a una so-ciedad de gananciales forzada que el "sistema" me ha impuesto con un extraño de lo más taciturno, pero sin que podamos, ni él ni yo, solicitar la separación de bie-nes, de ni cuerpos, ni de almas, ni la liquidación del ré-gimen matrimonial de hecho o de derecho; y por su-puesto, de divorcio ni hablamos.

Este es mi "sistema"... mis cuatro paredes y mi colega. ¿Qué dice usted? ¿Que debe haber algo más? Oiga,

pues sí, ahora que caigo. Efectivamente acabo de mentirle sin darme cuenta.

Sí hay algo más; porque también tengo mi cabeza con mi inteligencia para volverme loco, para desesperarme y para angustiarme. Tengo mi cabeza, que me impulsa al odio más cruel contra todo y contra todos. Una cabeza que me incita a explotar y armar la de Dios para hacer notar mi existencia y mi dignidad humana, que todavía la conservo aunque nadie lo crea.

Una cabeza que lucha desesperadamente y cada mi-lésima de segundo entre elegir entre el resentimiento más despiadado o la resignación más humillante. Entre la cólera más explosiva o la calma más ahogada.

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¿Mi pecado...? Ya lo sabe usted de sobra. Una cena, unos amiguetes, y una maldita bolsa que me aparece a deshora. Eso es todo. ¿Que no me cree...? No me extraña. Tampoco me creyó el Juez que, todopoderoso y omnipo-tente, ha dispuesto de mi vida y de mis ilusiones. No obstante, entendiendo no me crea y tal cual ya le he ad-vertido en varias ocasiones, tenga cuidado con las bolsas que se le crucen en su camino; pudieran ser bombas dis-frazadas que le hagan saltar por los aires.

¿Y si fuera verdad lo que le digo de que yo no sabía nada de la tal bolsa? Entonces, ¡qué putada!, ¿verdad?

Sí; sin embargo no se preocupe, hombre. Errores siempre los ha habido y seguirá habiéndolos. Luego se le suelta. Sale libre, sin cargo alguno y... ¡aquí no ha pa-sado nada! En ese caso, según y cómo, puede que tenga derecho a una indemnización a cargo del Estado; eso sí, tras el correspondiente expediente administrativo me-diante el cual quede patentizado y archidemostrado el error en el cual haya podido incurrir uno de sus órganos (del Estado, no otros ¡mal pensado!). Por descontado que si la resolución del expediente ése no le fuera favorable, usted puede recurrir ante los órganos (del Estado, insis-to) administrativos correspondientes; y en último ex-tremo, ante los Tribunales competentes, los cuales y con todas las garantías jurídicas habidas y por haber, decidi-rán acerca de la procedencia de su derecho, y...

¡Oiga! ¡¡Que se la metan por el culo!! ¡Déjeme en paz! ¿Eh...? Que éste es el sistema. Que no hay otro. ¿Otra vez con el maldito sistema? Si es que a mí no

me importa el maldito sistema, quien me importa soy yo. Yo soy quien las está pasando canutas, no el sistema. La vida que se trunca es la mía, no la del sistema. ¿Dis-pone de sentimientos el sistema? No, ¿verdad? ¿Pues qué pasa? ...¿Que usted y yo no contamos? Que... ¿sólo

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servimos para inflar las arcas públicas y alguna que otra privada?

¡Nuestro voto! ¡Ah sí! Se me olvidaba nuestro voto, ¡qué estúpido soy!

Bueno se me olvidaba el de usted porque el mío ya parece importar poco.

Veamos. ¿Usted ha votado que se haga esta ca-rretera o la otra? ¿Y que se haga de esta o de la otra for-ma? ¿Usted ha votado que se nombre a tal o a cual Director General de la Guardia Nacional, pongamos por caso? Y usted... ¿Ha votado que se le controle o vigile de esta o de otra forma?

¿Por una casualidad, le han pedido opinión para su-bir el precio de la gasolina y por contra para que se le concedan beneficios o exenciones fiscales mastodónticas a tal o a cual grupo, entidad, colectivo o tinglado?

¿Han contado con usted a la hora de regular el cota-rro de la Seguridad Social, que en definitiva concierne a su salud, a su jubilación y a su supervivencia?

¿Quién le ha preguntado si quiere que su hijo in-sumiso sea o no un delincuente, mientras se pasea por la calle algún que otro sumiso con lustros y hasta con siglos de condena por haber tomado parte o intervenido en la muerte de otras personas?

¿Se le ha consultado para que en la plaza de la es-quina se gasten una voluminosa millonada en una serie de piedras rocambolescamente superpuestas, paridas por el escultor fulanico de copas, de las cuales dicen es una obra artística impresionante, denominada "la fecun-didad"; y que en cada ocasión que las observa se queda patidifuso tratando de averiguar si será usted idiota o el idiota es el fecundo artista, cuya mayor habilidad es la de conseguir dejar pasmados a todos los vecinos del ba-rrio?

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Y así... mil cosas más. Quizás un millón. Pero no. Usted no es consultado para nada de esto.

Con usted no se cuenta para organizar su vida y la de su familia. Usted paga y calla. Y aguanta. Y se cabrea. Y mientras tanto sigue llenando las arcas públicas y algu-na o algunas (a lo peor hasta muchas) privadas.

Usted se limitó, en su día, a dar su voto al politi-quete que mejor se expresaba; a quien, según usted, te-nía mejores intenciones y proyectos de futuro, o, a quien resultó más embaucador. A aquel que le convenció con su retórica, su demagogia, sus palabrejas, o lo que sea. Aunque tampoco eso es así; lamento desilusionarle. En realidad lo que usted votó fue una "opción política" y eso es una cosa que suena muy fina, finísima; y en ésta con-fió cándidamente como si fuera la panacea que le iba a solucionar su vida, la de su familia y la del mundo en-tero.

Claro. Después la realidad es bien diferente y el toro nos pilla por los cuatro costados.

Con este panorama, es altamente probable se pase toda su puñetera existencia de parecida manera a la de si asistiera permanentemente a un infinito partido de tenis; mirando a quién representa esta "opción" y luego al que representa la otra "opción", y vuelta a mirar (y a oír), al de la primera, para pasar al de la segunda y así sucesivamente, hasta que, sin saber cómo, un árbitro misterioso, al que se le suele llamar “estadística”, “re-cuento electoral” o la “ley del Sr. Tal”, le anuncia que el juego lo ha ganado la "opción" X o la opción Y; para col-mo de males, la opción ganadora casi nunca coincide con aquella deseada por usted... y de inmediato comienza el siguiente juego del partido; y vuelta a mirar de izquier-da a derecha, y de derecha a izquierda, hasta llegar a coger su tortícolis correspondiente que le paraliza el

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cuello; y ahí, justo ahí, es cuando usted vuelve a votar la "opción" en la cual se le ha paralizado el cuello (o la mente, que es más bastante más grave).

¿Acaso es ésa la mejor? Yo lo dudo mucho. En-tonces... ¿es la otra? Todavía lo dudo más. Sin embargo no debe preocuparse demasiado porque al fin y al cabo lo que a usted le ha pasado no es ni más ni menos que lo ocurrido a su vecino del quinto, a su primo o a su cu-ñado, siempre y cuando ninguno de éstos sea uno de los jugadores que han intervenido en el dichoso partido.

Mas no se olvide, amigo: el sistema es usted y sólo usted lo mantiene y de usted depende que cambie y en la dirección en la cual quiere que lo haga.

Usted, y todos los ustedes, son quienes pueden y de-ben mantener, o por el contrario cambiar, las situacio-nes actuales; ahora bien, antes de decidir si desea que éstas permanezcan o cambien, entérese perfectamente qué cosas son y su correspondiente estado; y luego, sólo luego, pida o mejor ¡exija! se modifiquen en el sentido más conveniente, porque de no hacerlo, mañana usted puede ser la víctima, como hoy lo soy yo, de su despiste, de su pasividad, de su falta de tiempo o de su despreo-cupación, de su prisa, de sus otros problemas, y en defi-nitiva, de su propia perdición.


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