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Cátedras Bolivarianas Universidad Popular de Madres de Plaza … · 2014. 8. 23. · Historia...

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Cátedras Bolivarianas Universidad Popular de Madres de Plaza de Mayo Curso: Historia de los procesos políticos Latinoamericanos Módulo: Proceso Emancipatorio Docente: Daniel Ezcurra Textos: Antecedentes de las Independencias Hispanoamericanas (apunte de la Cátedra) Pág.01 Historia contemporánea de América Latina (Por Tulio Halperin Donghi) Pág.06 La política contrarrevolucionaria del Virrey Abascal, Perú (1806-1816) (Por Brian R. Hamnett) Pág.10 Nuestroamericanos, la dimensión regional de la identidad política de la revolución (Por Daniel Ezcurra) Pág.15 La Revolución de Mayo (Por Norberto Galasso) Pág.22 Simón Bolívar y el nacionalismo del Tercer Mundo (Por Vivian Trías) Pág.41
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  • Cátedras Bolivarianas Universidad Popular de Madres de Plaza de Mayo

    Curso: Historia de los procesos políticos Latinoamericanos

    Módulo: Proceso Emancipatorio Docente: Daniel Ezcurra

    Textos: Antecedentes de las Independencias Hispanoamericanas (apunte de la Cátedra) Pág.01 Historia contemporánea de América Latina (Por Tulio Halperin Donghi) Pág.06 La política contrarrevolucionaria del Virrey Abascal, Perú (1806-1816) (Por Brian R. Hamnett) Pág.10 Nuestroamericanos, la dimensión regional de la identidad política de la revolución (Por Daniel Ezcurra) Pág.15 La Revolución de Mayo (Por Norberto Galasso) Pág.22 Simón Bolívar y el nacionalismo del Tercer Mundo (Por Vivian Trías) Pág.41

  • Antecedentes de las Independencias

    H i s p a n o a m e r i c a n a s ( 1 7 8 0 - 1 8 8 0 ) *

    Si bien el ciclo de independencia resultó repentino, violento y general en toda el área hispanoamericana, no fue el resultado de un movimiento concertado. La América hispánica abarcaba un espacio extenso desde California hasta el Cabo de Hornos, dividido administrativamente en cuatro virreinatos, capitanías generales y presidencias y contaba con una población aproximada de diecisiete millones de personas. Luego de las luchas independentistas, España sólo mantendría Cuba y Puerto Rico.

    Aunque la independencia fue precipitada por un hecho externo (el colapso de la monarquía española en 1808), éste era la culminación de un largo proceso de sucesivas rupturas por las cuales Hispanoamérica tomó conciencia de su identidad, cultura y recursos.

    Antes de 1808, los criollos no negaban sus vínculos con España, pero tenían ciertas críticas hacia la metrópoli, pues si bien se encontraba en el ocaso de su poderío, aumentaba su codicia imperialista, a través de las reformas borbónicas. La Corona intentó imponer una nueva administración, reorganizar la defensa y reavivar el comercio. La nueva política era esencialmente una aplicación de control sobre las colonias. La dureza de las reformas fue lo que las hizo fracasar porque realizaron un ataque directo a los intereses locales y perturbaron el frágil equilibrio de poder de la sociedad colonial, compuesta por la administración, la Iglesia y la élite local. En efecto, la política borbónica alteró la relación existente entre los principales grupos de poder.

    La revolución fue una reacción criolla contra esta nueva conquista, un freno al monopolio español en el comercio y en los cargos oficiales. La nueva administración reformista no admitía americanos en los cargos de responsabilidad política. Los criollos sintieron la presión porque la mayoría vivía de una renta moderada; los cargos eran una necesidad más que un lujo y la nueva

    política sólo los confinaba a cargos menores y en parroquias apartadas.

    Sin duda esto aumentó el descontento y resaltó su situación subordinada; gradualmente los americanos lucharon por obtener cargos relevantes y por la exclusión de los españoles.

    El tradicional antagonismo de los dos grupos se agravó. El retroceso de los criollos fue duro pero irreal; la inferioridad demográfica (a principios del siglo XIX había 3,2 millones de blancos de los cuales sólo 150.000 eran peninsulares) de la minoría peninsular no mantendría el poder indefinidamente.

    Cuando en 1808 se dio el colapso de la monarquía española, los criollos actuaron rápidamente para evitar el vacío político y por miedo a la rebelión popular. Su dilema era real: estaban atrapados entre el gobierno imperial y las masas populares.

    La invasión de los ejércitos napoleónicos a España fue el golpe final, pero la estrategia de los Borbones ya había sido atacada desde adentro y cayó víctima de sus propias contradicciones; pues los reformadores no previeron que la nueva legislación social y laboral ponía en su contra al sector del cual dependían para gobernar América. La política borbónica era un error de cálculo, sin relación con el tiempo, la gente y el lugar pues provocaba a los privilegiados sin proteger a los pobres. Esto produjo un antagonismo hacia los sectores bajos (indios, negros, pardos) que perduró tiempo después.

    El Poder político y el mantenimiento del orden social eran las exigencias criollas. Si bien estas aspiraciones eran generales en toda Hispanoamérica, no se plasmaron en un movimiento concertado; por el contrario, todos los movimientos plantearon la separación de España pero también negaron la unidad americana y la integración. Incluso antes del inicio de las luchas independentistas, las distintas colonias rivalizaban entre sí por sus recursos y pretensiones. No existía una sola América española sino áreas fragmentadas -que generalmente respetaban la división administrativa colonial. En cada una de ellas, surgió un fervor nacionalista o regionalismo (que no necesariamente implicaba un americanismo) como reacción a las reformas borbónicas.

    Sociedad colonial (antes de las reformas)

    A fines del siglo XVII Hispanoamérica estaba prácticamente emancipada de España. Era una especie de independencia informal ya que España mantenía el control burocrático; los hispanoamericanos tenían poca necesidad de declarar la emancipación formal porque gozaban de un considerable grado de libertad de facto. Incluso la sociedad colonial tenía costumbres diferentes, producto de la mestización propia de América; hasta el rol de las mujeres era distinto.

    La riqueza mineral (que había consolidado la conquista) engendraba nuevas actividades y nuevos sectores sociales. Las distintas áreas ampliaron las relaciones económicas entre sí y el comercio intercolonial se desarrolló independientemente del comercio trasatlántico. Así, se formó una élite criolla, terratenientes y otros. El criollo era el español nacido en América que aunque excluido del poder político, tenía la fuerza suficiente como para que los burócratas coloniales (funcionarios) ejercieran un equilibrio entre la soberanía imperial y los intereses de los colonos.

    El nuevo equilibrio de poder se reflejaba en la notable disminución del tesoro enviado a España. Esto se debía no sólo a la recesión de la minería sino también a la redistribución de la riqueza dentro del mundo hispánico. Ahora las colonias se apropiaban de una mayor proporción de sus productos y lo reinvertían en administración, defensa y economía (para mejorar su economía de subsistencia de alimentos, vinos, textiles y otros artículos de consumo). Más aún, desarrollaron sus propias industrias (astilleros en Cuba, Cartagena y Guayaquil y plantaciones caribeñas de azúcar) y vendían su producción directamente a extranjeros o a otras colonias.

    Así, el declive de la minería no era causa de una recesión económica sino de crecimiento y transformación de las áreas coloniales.

    Transformaciones en los dos virreinatos

    Antes de las reformas borbónicas del siglo XVIII, el virreinato de Nueva España (México), tras la decadencia del ciclo minero, reorientó su economía hacia la agricultura y la ganadería, cubriendo las necesidades de

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    productos manufacturados: gastaba más en su administración, defensa naval y militar, y en obras públicas. El virreinato del Perú siempre fue más "colonial" que el de Nueva España y su minería sobrevivió más tiempo; no obstante esto, creó una economía agrícola para abastecer a los campamentos mineros. Aunque en manufacturas no se autoabastecía, los numerosos talleres u obrajes que empleaban mano de obra forzada y eran propiedad del Estado o de empresas privadas, producían para el mercado de las clases bajas o para necesidades particulares. Pero no dependía de las importaciones de España, tenía capital para comprar a otras colonias o a Asia y una marina mercante propia. También aquí las remesas enviadas a España disminuyeron espectacularmente. Entre 1651 y 1739, el 30% del ingreso del tesoro en Lima era invertido en defensa, otro 49,4 % era gastado en administración virreinal, salarios, pensiones, subvenciones, y compras y sólo el 20,4 % se mandaba a la metrópoli. Las colonias se habían convertido en sus propias metrópolis.

    Funcionarios

    En la época de inercia la corona quería gobernar América sin gastos. A principios del siglo XVII por crisis económica, la corona había dejado de pagar los sueldos a los principales funcionarios de distrito: alcaldes mayores y corregidores. A cambio, les permitió conseguir sus ingresos convirtiéndose en mercaderes (esto vulneraba la ley): comerciaban con los indios de su jurisdicción, les adelantaban capital y créditos, para bienes y equipos, y ejercían el monopolio económico en sus distritos. Cuando no poseían capital, firmaban contratos con mercaderes capitalistas y entraban en asociación comercial con estos "aviadores". Los mercaderes les garantizaban gastos y salarios y los funcionarios obligaban a los indios a aceptar adelantos en dinero y equipos para extraer productos agrícolas destinados a la exportación o simplemente a consumir excedentes de mercancías. Este ardid llamado repartimiento forzaba a los indios a la dependencia financiera y al peonaje por deudas, y los obligaba a producir y consumir. Así, los funcionarios reales recibían un ingreso, los mercaderes conseguían productos agrícolas para exportar y la corona ahorraba el dinero de los salarios. Pero como contraparte, disminuía el control

    imperial sobre los intereses locales ya que el imperio estaba administrado por funcionarios que dependían del comercio y sus financiadores (y no de la corona); y reducía a los indios a servidumbre. El sistema estaba muy extendido en México, Oaxaca, Zacatecas y Yucatán; en Perú donde se practicaba con particular violencia, fue una de las causas de la rebelión de Túpac Amaru en 1780. Para hacer una administración más humana y racional se abolió el sistema por decreto real a fines del Siglo XVIII.

    Reformas Borbónicas

    Las reformas borbónicas del siglo XVIII se nutrieron de varias corrientes de pensamiento. De los fisiócratas franceses tomaron la importancia del desarrollo de la agricultura y el papel del Estado; del mercantilismo, la justificación para explotar más eficazmente los recursos de las colonias; del liberalismo económico, las medidas para erradicar las restricciones comerciales e industriales. La idea era reformar las estructuras existentes y el principal objetivo residía más en mejorar la agricultura que en promover la industria.

    Luego de 1765, la administración española percibió la autosuficiencia de las colonias. Las medidas de Carlos III y de sus ministros ilustrados, intentaron detener la emancipación de América; un virrey del Perú, Gil de Taboada decía en 1778 que si las colonias tenían todo lo necesario, su dependencia de España sería voluntaria. El objetivo de reconquistar las colonias tomó fuerza como consecuencia de la desastrosa derrota en manos de los ingleses en la guerra de los Siete Años, y desde 1763, el esfuerzo de España para recuperar el control de las colonias fue titánico.

    Adoptaron medidas en España y en América. Los liberales reformistas españoles no eran populares en América. Los intereses coloniales encontraban inhibitoria la nueva política y se oponían a la presión de la metrópoli.

    En España

    Se emprendió una revalorización nacional: la élite dirigente ilustrada quería impuestos igualitarios, industrialización, expansión comercial ultramarina,

    mejora de las comunicaciones, un programa de colonización interna, proyectos de parcelar los latifundios y las propiedades de la iglesia, liquidación de los privilegios de pastos de los poderosos ganaderos en favor de los cultivos y propuestas de modernización y desarrollo económico. No todos los planes se realizaron, pero durante su reinado (1759-1788), Carlos III dirigió España en un renacer político, económico y cultural y dejó a la nación más poderosa que antes. El gobierno fue centralizado, la administración reformada; aumentaron el rendimiento agrícola y la producción industrial y se promovió y protegió el comercio ultramarino. La mayoría de las exportaciones españolas eran productos agrícolas: aceite de oliva, harina, frutas secas, vino y aguardiente. Por esa razón, más que complementar los productos hispanoamericanos compitieron con ellos. En Cataluña se había desarrollado una moderna industria algodonera y lanera que exportaba a América (vía Cádiz) y estaba buscando puntos de salida más directos.

    En América

    En un sentido las reformas fueron una segunda conquista de América, ya que si bien España estaba preocupada por el equilibrio del poder colonial, por la penetración y expansión británica y por la preponderancia de los extranjeros en el comercio hispanoamericano, la nueva legislación apuntaba más a los propios súbditos: el principal objetivo era controlar a los criollos. Las reformas apuntaron en varias direcciones: la administración, las corporaciones, la economía, la inmigración y los cambios sociales.

    I. Faceta administrativa

    Esta segunda conquista fue ante todo burocrática: creó dos nuevos virreinatos (el de Nueva Granada y el del Río de la Plata) y otras unidades administrativas. También nombró nuevos funcionarios: los intendentes. Éstos no eran simples cambios fiscales y administrativos sino que suponían una supervisión más eficiente de la población. Los intendentes eran instrumentos de control social, enviados por el gobierno imperial para recuperar América.

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    La ordenanza de Intendentes del 4 de diciembre de 1786 terminó con los repartimientos y reemplazó a los corregidores y alcaldes mayores por intendentes asistidos por subdelegados en los pueblos de indios. La nueva legislación introdujo la paga a los funcionarios, y garantizó a los indios el derecho a comerciar libremente con quienes quisieran. Los terratenientes y financistas vieron restringida la utilización de mano de obra pues la Corona interponía su soberanía entre la empresa privada y el sector indio. Los nuevos funcionarios rápidamente fueron persuadidos de volver al antiguo método y el experimento resultó breve porque estas medidas fueron saboteadas dentro de las colonias.

    II. Aspectos anticorporativos

    La política borbónica también se oponía a las corporaciones, que gozaban de una situación y privilegios especiales. Las más importantes eran la Iglesia y el Ejército. Los liberales reformistas debilitaron a la Iglesia. El primer choque fue en 1767 con la expulsión de los Jesuitas: 2.500 en total y la mayoría de ellos, criollos que quedaron sin misiones y sin patria. No se dieron razones para la expulsión pero fue un ataque a la semiindependencia de la orden jesuítica y una reafirmación del control imperial.

    La Iglesia era una corporación cuya misión religiosa estaba sostenida por dos fundamentos poderosos: sus fueros y sus riquezas. Los fueros le daban inmunidad clerical y la excluían de la jurisdicción civil. Su riqueza estaba formada no sólo por el diezmo y las propiedades sino también por un enorme capital amasado con los legados de los fieles, con lo cual cumplía funciones de banco, de gran sociedad mobiliaria y de principal deudor hipotecario.

    Los reformadores intentaron colocar al clero bajo jurisdicción de tribunales seculares y reducir la inmunidad clerical. Luego pensaban atacar sus propiedades pero la Iglesia reaccionó enérgicamente y resistió, apoyada por criollos. El fuero era el único patrimonio material del bajo clero; al ser enajenado para siempre, muchos de ellos quedaron en la pobreza y luego se hicieron insurgentes y revolucionarios. Los Jesuitas tenían gran libertad y eran económicamente poderosos.

    Poseían haciendas y otras formas de propiedad y actividades empresariales prósperas.

    Los criollos consideraron la expulsión como un acto de despotismo (de los 600 expulsados en México, 450 aproximadamente eran nacidos allí). Su exilio a perpetuidad fue causa de gran resentimiento entre los familiares y simpatizantes de la orden.

    Su destierro dio origen a un americanismo cultural y colaboró con las tendencias nacionalistas o regionalistas.

    Otro centro de poder y privilegio era el Ejército. Como España no mandaba ejércitos ni los podía mantener, dependía de las milicias coloniales, que a mediados del XVIII fueron ampliadas y reorganizadas. Las reformas permitieron a los pardos acceder a las milicias y comprar la blancura legal que sea tenido por blanco, mediante la adquisición de las Cédulas de gracias al sacar. Nueva España, por ejemplo, creó un ejército colonial formado por criollos y mestizos y (para fomentar el alistamiento), éstos fueron admitidos en el fuero militar que extendía los derechos e inmunidades que ya tenían los militares españoles, es decir, la protección de la ley militar con el consiguiente detrimento de la jurisdicción civil. Este gran ejército modelado por España luego fue utilizado en su contra.

    III. Control económico

    Desde el control económico, intentaron sacarle poder a los extranjeros y destruir la autosuficiencia de los criollos haciendo que la economía colonial trabajara directamente para España, enviándole el excedente de producción que antes retenían. Desde 1750 la corona hizo esfuerzos para aumentar el ingreso imperial. Se amplió el monopolio estatal del tabaco y la administración directa de la alcabala (impuesto que anteriormente había sido cedido a contratistas privados). Los planificadores reformistas intentaron aplicar una nueva presión fiscal a una economía expansiva y controlada.

    Entre 1765 y 1776 cambiaron las reglas del comercio colonial: redujeron tarifas, abolieron el monopolio de Cádiz y de Sevilla, abrieron libres comunicaciones entre los puertos de la península con los del Caribe y del continente y autorizaron el comercio intercolonial. Este libre comercio entre España y América para 1778 se

    había ampliado hacia Perú, Buenos Aires y Chile y, en 1789, hasta Venezuela y México. Combinado con la ampliación de la libre trata de esclavos de 1789, el permiso para comerciar con colonias extranjeras de 1795 y en navíos neutrales desde 1797 (renovado periódicamente), amplió enormemente el comercio y la navegación entre América y Europa.

    Las medidas dieron sus frutos: en 1778 se enviaron 74,5 millones de reales y en 1784 aumentaron a 1.212,9.

    Mientras que España no pudo utilizar su monopolio con eficacia (por las guerras napoleónicas y el bloqueo británico), los comerciantes extranjeros penetraron en América. Cargados de manufacturas, sólo sacaron metales preciosos que tenían demanda constante en el mercado mundial; la minería mexicana, por ejemplo, encontraba compradores pero la producción textil de Querétaro y Puebla, florecientes en el siglo XVIII, ahora estaban en retroceso. Al continuar excluida del acceso directo a los mercados internacionales (aquí seguía habiendo monopolio español), quedaba claro que América debía exportar únicamente materias primas y comerciar sólo con España.

    Los intereses económicos americanos no eran homogéneos; había conflictos entre las distintas colonias y en el seno de las mismas. Pero todos deseaban tener un gobierno que cuidara sus intereses aunque se limitara a proteger la libertad y la propiedad. Los americanos eran cada vez más escépticos sobre la posibilidad de que España pudiera hacerlo.

    Presión fiscal

    La alcabala era el impuesto clásico, con las reformas aumentó del 4 al 6 % y su cobro se exigía rigurosamente. Este aumento de los impuestos, serviría para pagar las guerras de España en Europa. A partir de 1765, la resistencia a la tributación fue constante y en algunos casos violenta; más aún cuando en 1779 la metrópoli aumentó la presión debido a una nueva guerra con Inglaterra. En Perú, los motines de los criollos sólo fueron superados por la rebelión indígena de Túpac Amaru y, en 1781, los contribuyentes mestizos (los comuneros de Nueva Granada) sorprendieron a las autoridades por la

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    violencia de su protesta. También los cabildos (única institución donde estaban representados los intereses criollos) se opusieron implacablemente. Con las reformas los funcionarios reales sujetaban a los cabildos a una supervisión cada vez más estrecha. Desde 1790 los concejales se opusieron al control y exigieron el derecho no sólo a cobrar impuestos sino también a controlar los gastos.

    El libre comercio es uno de los grandes equívocos de la historia. Para los americanos no fue ni comercio ni libre; ya que luego de 1765 tuvieron menos libertad y continuaron sujetos a un monopolio más eficiente que los excluía específicamente de los beneficios de los que gozaban los españoles. Si bien el decreto de 1765 permitió a los cubanos comerciar con España en los mismos términos que los españoles, esta concesión no se extendió a todo el continente. Los españoles continuaron monopolizando el comercio y la navegación transatlántica mientras que los americanos estaban confinados al comercio intercolonial. Esto recién se modificó en 1796 cuando ya era tarde. Además el comercio libre tenía un defecto básico: suponía la ruina de las incipientes economías coloniales porque las diferentes regiones americanas no podían responder con suficiente rapidez a la apertura de las importaciones. En 1786 Lima recibió 22 millones de pesos de importaciones (antes importaba un promedio anual de 5 millones). De este modo, los mercados de Perú, Chile y Río de la Plata quedaron saturados y si bien bajaban los precios a los consumidores, arruinaban a muchos mercaderes locales y drenaban el dinero de las colonias. Peor aún, resultaban la muerte de las industrias locales: los obrajes de textiles de Quito, el Cuzco y Tucumán, las herramientas de Chile y la vinicultura de Mendoza.

    El problema crucial de la invasión de manufacturas europeas es que agravó la situación colonial de América e intensificó su subdesarrollo, porque las colonias eran incapaces de absorber las importaciones mediante el incremento de la producción y exportación. La dependencia económica tuvo sus orígenes en esta nueva etapa puesto que no protegieron los propios productos; los americanos pedían en vano que frenaran las manufacturas importadas porque las pocas industrias existentes se hallaban en grave peligro.

    IV. Nuevos inmigrantes

    La segunda conquista se reforzó con las continuas oleadas de inmigrantes procedentes de la península. Los burócratas y comerciantes que llegaban, eran preferidos para la alta administración y el comercio. El decreto de 1778 fue la señal de una inmigración renovada y de un nuevo proceso de control. Durante el período 1780-1790 el nivel de inmigración desde España a América fue cinco veces más alto que en 1710-1730.

    Los americanos los llamaron gachupines o chapetones despectivamente. Eran un nuevo tipo de inmigrantes, jóvenes de origen humilde venidos de la región cantábrica que buscaban hacer la América. Estos recién llegados entraban como aprendiz en un negocio; por un tiempo el patrón les retenía sus ganancias, luego les entregaba todo junto (los salarios e intereses) para que pudieran poner en marcha su propio negocio. Con este sistema, rápidamente los recién llegados formaron una próspera clase empresarial activa en el comercio y la minería.

    V. Cambios sociales

    Las sociedades coloniales estaban compuestas por una gran masa de indígenas, negros y mestizos, los blancos eran minoría.

    La base india era amplia en Perú, México y Guatemala, menor en Chile y en el Río de la Plata. Los indígenas estaban obligados a vivir en una situación social inferior, sujetos a tributos y a servicios personales y públicos.

    Los esclavos negros ubicados en el norte de Sudamérica y en el Perú eran numerosos. De estos descendían los negros libres y mulatos (llamados pardos o castas).

    La ley del 10 de febrero de 1795 anuló la denominación de infames a los pardos y les permitió acceder a educación, casarse con blancos, tener cargos públicos y recibir órdenes sagradas. Por un lado, con la venta de blancura la Corona conseguía dinero pero también reconocía el hecho de que los pardos crecían numéricamente y era necesario aliviar la situación frente a las injusticias. Además, la movilidad social afectó a los hacendados por la pérdida de la fuerza de trabajo en un período de expansión de la hacienda y de crecimiento. Este liberal ataque contra los valores señoriales terminó

    robusteciéndolos porque los blancos reaccionaron contra esta reforma social. Obviamente las regiones con mayor cantidad de pardos realizaron el rechazo más fuerte. Ejemplos de rechazo a los cambios sociales fue Venezuela, con su economía de plantaciones, mano de obra esclava y numerosos pardos (entre ambos grupos, 61% de la población); quien inició el rechazo de la política social fue la aristocracia venezolana (terratenientes y comerciantes blancos) resistieron el avance de la gente de color, rechazaron la nueva ley de esclavos, protestaron contra las Cédulas de gracias al sacar y se opusieron a la educación popular.

    La situación llegó a una crisis en 1796 cuando se garantizó un nivel social mejor a un pardo, el doctor Diego Mejías Bejarano, dispensado de la calidad de pardo y se le permitió a sus hijos vestir como blancos, casarse con blancas, obtener cargos públicos y entrar en el sacerdocio. El cabildo de Caracas protestó argumentando que esta política conduciría a la subversión del orden social, la anarquía y la ruina del Estado.

    La corona repudió esos argumentos y ordenó a sus funcionarios jurídicos aplicar la Cédula, pero cuando en 1803 el hijo de Mejías intentó entrar a la Universidad de Caracas, ésta lo rechazó.

    México tenía situaciones similares y cuando en 1810 se levantaron las masas con Hidalgo, los criollos descubrieron que ellos eran los únicos guardianes del orden social y de la herencia colonial.

    Áreas fragmentadas

    Ya en la colonia, había unidades regionales distintas con sus respectivas divisiones administrativas (virreinatos, capitanías generales, presidencias y audiencias). Luego de 1810 las unidades regionales fueron adaptadas como armazón territorial de los nuevos estados según el principio de uti possidetis (base del derecho público reconocido en América). Esto implica que los gobiernos republicanos se fundaron entre los límites de los antiguos virreinatos, capitanías generales o presidencias.

    La dificultad de las comunicaciones separaba aún más a las colonias; los obstáculos naturales (ríos, cadenas

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    montañosas y selvas) y el aislamiento regional ayudaron a debilitar la unidad americana y a promover el particularismo. El regionalismo se reforzó debido a las divisiones económicas: algunas tenían excedentes agrícolas y/o mineros y otras no.

    Cuando en 1765 España estimuló el comercio interamericano, no se pudo realizar la integración económica. Las rivalidades afloraron: Chile contra Perú, único comprador de su trigo; Buenos Aires contra Lima por el mercado del Alto Perú (Lima se perjudicó mucho con la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, porque perdió la rica Potosí, aunque le tuvo que seguir enviando indios mitayos); Buenos Aires contra la Banda Oriental y Paraguay por el control de las comunicaciones fluviales. Los funcionarios asumieron la posición regionalista de cada colonia y la apoyaron contra sus rivales. Las colonias sabían que sus intereses en contra de los otros no encontrarían en España un juez imparcial, por eso luego de la independencia cada uno buscó su solución individual.

    Nacionalismo o regionalismo

    En realidad, el fervor nacionalista sólo perteneció a los criollos hasta el proceso emancipatorio, en el que los negros y los indios fueron incorporados a un proyecto de Nación. (Para el indio la opresión era de la hacienda y del tributo, y para el negro, la esclavitud.)

    Este incipiente nacionalismo era una expresión política que luchaba por conseguir la exclusividad de derecho a los cargos públicos y por mantener los privilegios de los grupos locales de la sociedad colonial. También tenía su raíz en las rivalidades económicas de las distintas colonias. Al éxito de la difusión del nacionalismo también contribuyó la propia España, porque frente a la presión o a la invasión británica (en el caso del Río de la Plata), las colonias tuvieron que defenderse por sí solas ya que la corona no estaba en condiciones de ayudarlas.

    Una situación similar sucedió con los distintos levantamientos que alteraron el orden social, como la rebelión de Túpac Amaru o los comuneros de Nueva Granada. En ambas situaciones los funcionarios del imperio no pudieron hacer nada sin la ayuda de los

    sectores criollos. Los criollos se convencieron de que los únicos con poder real eran ellos recién en 1808.

    Tal vez en donde rindió sus mejores frutos fue en lo cultural, en tanto permaneció más ligado a una visión americana que regional. El surgimiento de periódicos y libros así lo atestiguan. Si bien no toda la población leía, se comentaban públicamente las noticias y sucesos (de la metrópoli y de América) y fueron formadores de la opinión pública.

    Americanismo

    Los jesuitas fueron los primeros en hablar de americanismo y luego de la expulsión de 1767 se convirtieron en sus precursores literarios. Los desterrados jesuitas escribieron literatura de nostalgia, pues tenían conciencia del pasado histórico de su patria americana.

    Su literatura era también didáctica, ya que escribían para esclarecer a los prejuiciosos europeos y para destruir el mito de la inferioridad y de la degeneración de hombres, animales y vegetales del Nuevo Mundo. En efecto, en el siglo XVIII hubo obras antiamericanas escritas por autores europeos que no conocían América; Buffon, por ejemplo, sostenía que la inmadurez americana se observaba en el puma que era más cobarde que el león; y De Pauw alegaba que los indios mexicanos sólo podían contar hasta tres. Los exiliados jesuitas replicaron con erudición: el chileno Juan Ignacio Molina escribió un tratado de geografía, recursos naturales e historia de Chile, exaltando al indígena pero con gran rigor científico.

    Asimismo, los jesuitas fueron intérpretes de sentimientos regionalistas (o nacionalistas) ya arraigados en el espíritu criollo. El mexicano Juan Luis Maneiro, en sus escritos imploraba al rey que lo deje morir en su suelo patrio.

    Toda una literatura hiperbólica sirvió para glorificar sus países, riquezas y gentes; era una reacción natural contra los prejuicios europeos. El Telégrafo mercantil de Buenos Aires, exaltaba al Río de la Plata como el país más rico del mundo; Manuel de Salas describía a Chile como el más fértil de América, y el más adecuado para la humana felicidad. Primicias de la Cultura de Quito, editada por

    Francisco Javier Espejo, hablaba de la nación americana y, el médico mulato Dávalos sostenía que en Piura (Perú) la sífilis desaparecía sólo con la influencia salubre del clima. La Sociedad Académica de Lima fue fundada para estudiar y promover los intereses del Perú (aunque su patriotismo era confuso) y para editar el nuevo periódico Mercurio Peruano. En 1788 la Gaceta de Literatura de México utilizó por primera vez, la frase nuestra nación hispanoamericana. Pero el fervor nacionalista y americanista era más cultural que político. También hubo agudos observadores extranjeros como Alexander Von Humboldt que a través de sus obras científicas y políticas como su Ensayo Político sobre la Nueva España hicieron conocer México a la misma España y a los propios mexicanos.

    Las sociedades económicas (como los Consulados) fueron otro vehículo de americanismo. Extendidas por América a partir de 1780, su función era estimular la agricultura, el comercio y la industria mediante el estudio y la experimentación; además buscaban sus propias soluciones para problemas regionales y expresaban la frustración ante los obstáculos que frenaban el desarrollo y su insatisfacción por el monopolio comercial español.

    Colapso de la monarquía española

    Sorprendida por la Revolución Francesa de 1789 e impotente ante el poder de su vecina, España cayó en crisis luego de dos décadas de depresión y guerra. La crisis agraria de 1803 provocó hambre, escasez y mortalidad. La improvisación del gobierno de Carlos IV y su favorito Manuel Godoy hizo que a partir de 1796 España fuera arrastrada a las guerras de Francia en calidad de satélite. Forzada a subvencionar a su vecina imperial presentaba un espectáculo de división, desorientación y desesperación cuando en 1807-8 Napoleón decidió invadirla. España no tenía recursos para defenderse.

    En marzo, Carlos IV abdicó en favor de su hijo Fernando. Los franceses luego ocuparon Madrid y Napoleón indujo a Carlos y a Fernando a ir a Bayona para conversar. Allí, el 5 de mayo de 1808 forzó a ambos a abdicar y al mes siguiente José Bonaparte, el hermano del Napoleón, era proclamado rey de España y de las Indias.

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    El pueblo español siempre vio a José como un usurpador y combatió por su independencia. Las juntas provinciales organizaron la resistencia y en septiembre de 1808 formaron la Junta central (invocando el nombre del rey preso) y desde Sevilla en enero de 1809 se promulgó un decreto diciendo que los dominios americanos no eran colonias sino parte integrante de la monarquía con derechos de representación. Cuando las fuerzas francesas entraron en Andalucía en enero de 1810, la Junta se disolvió dejando un Consejo de Regencia de cinco personas con mandato para convocar a Cortes donde estuvieran representadas España y América.

    Las Cortes de Cádiz promulgaron la Constitución de 1812 que declaraba a España y América una sola nación. Sin embargo, los liberales constitucionalistas españoles, en los asuntos referidos a las colonias, eran tan conservadores como los Borbones. La Constitución de 1812 proponía una representación desigual, y negaba a los americanos la libertad de comercio. En América provocó una crisis de legitimidad política y de poder. No había metrópoli, por ende no eran colonia; no había rey, tampoco monarquía. Los criollos como clase dominante local tenían que decidir cuál era el mejor medio para preservar su herencia y mantener su control.

    * Apunte de la Cátedra

    H i s t o r i a C o n t e m p o r á n e a

    d e A m é r i c a L a t i n a *

    Primera Parte: Del orden colonial al neocolonial

    Capítulo 2: La crisis de independencia

    La estructura o edificio colonial entró en rápida disolución a principios del siglo XIX, tanto que para 1825, Portugal había perdido todas sus posesiones y España solo conservaba Cuba y Puerto Rico. Las causas de esta rápida caída son muy diversas, pero apuntan a los comienzos de la conquista, y a las reformas coloniales a partir de 1750.

    Para el caso español, se han subrayado las consecuencias económicas de la reformulación del pacto colonial: (ver Reformas Borbónicas en aspecto económico-administrativo) un nuevo concepto para el trabajo con indios, altos impuestos, y acaparamiento de recursos coloniales que permitieron que España se adentrara en la nueva Europa Industrial. La lucha por la independencia de las colonias, buscaba en parte, un nuevo pacto colonial que beneficiara a los productores locales y les permitiera participar de la economía de ultramar, sin necesidad de pagar elevados impuestos y regalías a la Metrópoli.

    Para el aspecto político-administrativo, el reclutamiento de funcionarios públicos leales a la Corona en contra de los intereses de las ligas locales, aseguró una administración eficaz de los asuntos coloniales. Según J. H. Parry, esto fue el otro motivo del descontento de los colonos, pues ellos preferían tener una administración ineficaz y menos temible. Por todo esto, el rey prefirió contar con funcionarios metropolitanos o peninsulares. Esta parcialidad o predilección se debía al temor de dar poder a figuras aliadas con poderosas fuerzas locales, que lentamente iban luchando en contra del gobierno español. Los peninsulares ocuparon también cargos militares y eclesiásticos, y participaron activamente en comercio (inundaron el mercado de ultramar a partir de 1750), tanto, que se ganaron el odio de los criollos.

    Estos conflictos, sin embargo, anuncian una cercana catástrofe y una etapa de transición necesariamente larga, previa a la emancipación definitiva.

    Otro aspecto que se toma como causa posible, es la renovación ideológica traída de Europa. Pero esa renovación no tenía un contenido precisamente revolucionario: en una primera etapa se mantuvo en el marco de la Corona. Lo importante es reconocer que fue una de las más poderosas fuerzas que actuó en Hispanoamérica. Era necesaria debido a las críticas que hacía de los asuntos económicos, sociales y jurídico-institucionales, pero no siempre implicaba una discusión sobre el orden monárquico: la Ilustración iberoamericana (y la metropolitana) se basaban en una fe donde el rey era la cabeza del cuerpo místico. A fines del siglo XVIII, esa fe antigua y nueva, tenía sus descreídos. Esto se comprueba en la aparición de movimientos sediciosos a partir de 1750, pero no se toman como revoluciones, ni están atados a la renovación de las ideologías políticas; pues desde Nueva Granada hasta Alto Perú no se ve ninguna opción homogénea, ni nueva. El episodio que clarifica esta idea es el de la guerra de castas en Perú, guerra de indios contra blancos y mestizos (Bajo Perú), y de indios y mestizos contra blancos (Alto Perú). Los blancos permanecerán fieles al rey, no por la fidelidad ciega, sino por mantener su hegemonía en contra de las otras castas indias y mestizas que le amenazaban.

    Si bien existieron otros episodios con apoyo más unánime (como el alzamiento comunero del Socorro, Nueva Granada), no eran más que fenómenos locales de protesta, que venían desde la conquista. Sin embargo, estos movimientos anunciaron las debilidades estructurales del sistema colonial.

    Los signos de descontento de círculos sociales secretos de algunas ciudades latinoamericanas, si están más ligados a las revoluciones (movimientos emancipadores), que a las sediciones, a partir de 1790. Estos signos fueron magnificados por los españoles, y luego exagerados por los historiadores de las futuras naciones. Van apareciendo varias figuras y hechos dentro del nuevo escenario rebelde:

    • Desde México a Bogotá: Antonio Nariño, que en 1794 traduce la Declaración de los Derechos del Hombre.

    • ... a Santiago de Chile, donde se descubre una “conspiración de franceses” en 1790.

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    • ... a Buenos Aires, donde también los “franceses” despiertan un proyecto republicano.

    • ... a Brasil, donde el movimiento republicano de Minas Gerais es descubierto y reprimido, en 1789.

    Todos ellos, y otros tantos más, produjeron varios mártires y desterrados: Tiradentes (líder del movimiento de Minas Gerais) primero, Francisco de Miranda (líder venezolano, amigo de Thomas Jefferson, agente de Pitt, y uno de los tantos que recomendó a las potencias ajenas a España, las relaciones con América) segundo. Otros desterrados se pueden ver en África, prisioneros de la Metrópoli, o exiliados en Inglaterra y Francia, cobrando pensiones allí. Pero algunos de ellos se mantienen en reserva hasta el momento oportuno, como Bolívar, rico criollo efectuando continuos viajes por Europa; o Gregorio Funes, eclesiástico cordobés que estudió en Madrid (en la Universidad de Alcalá de Henares) y trajo consigo ideas liberales para Buenos Aires. Cualquiera sea el caso, no es irrazonable que de pronto le invaden todo el fruto del avance de nuevas ideas políticas que advertiremos luego de la revolución: burócratas modestos, mostrarán de inmediato una seguridad en el manejo del nuevo vocabulario político. Este avance es consecuencia de un proceso amplio a partir de 1776 y 1789: una América republicana y una Francia revolucionaria, respectivamente. Esto hace que esa novedad interese cada vez más a Latinoamérica (pues Portugal se mantiene neutra, y España está ocupada con Napoleón y la revolución), tanto que hasta fieles funcionarios metropolitanos ven la posibilidad de la desaparición de la Corona. En el caso español en América, la crisis de independencia, no es más que la degradación del poder español, que a partir de 1795, se hace más rápida.

    El primer aspecto de esa crisis: ese poder se hace más lejano. La guerra con una Gran Bretaña que domina el Atlántico, separa progresivamente a España de sus Indias. Hace más difícil mandar soldados, gobernantes, e imposible mantener un monopolio comercial. Luego de las reformas comerciales de Carlos III, un conjunto de medidas de emergencia autoriza la apertura del mercado colonial con otras regiones (otras colonias y países

    neutrales); a la vez que conceden a los colonos libertad para participar en la navegación sobre las rutas internas del Imperio. Esta nueva política, es recibida con entusiasmo en las colonias: todo el frente atlántico aprecia sus ventajas y las conserva. Alejada la presión metropolitana, se sienten enfrentadas con posibilidades inesperadas. (En el caso de Buenos Aires, aparece un economista ilustrado que la considera capaz de ser un centro del mundo comercial, por tener los recursos suficientes para ocupar ese rol. Y en efecto, el horizonte comercial se amplió a Hamburgo, Baltimore, Estambul, y el Índico; lugares desaparecidos de la realidad europea que estaba en guerra.) De allí una conciencia más viva de la divergencia de destinos entre España y sus Indias, y una confianza en las fuerzas económicas de estas últimas, que se creen capaces de valerse solas.

    La transformación es paulatina: solo Trafalgar, en 1805, da el golpe de gracia a las comunicaciones atlánticas de España. Por otra parte, si el desorden comercial prerrevolucionario benefició a mercaderes-especuladores de los puertos coloniales, no lo hizo en la economía colonial en conjunto:

    • En Buenos Aires: Se apilan cueros sin vender, y en el litoral se sacrifica ganado, ante la imposibilidad de realizar exportación. Lo mismo pasa en Montevideo.

    • En Cuba: después de un dichoso período de demanda del azúcar (1790 a 1796), sigue una racha negra de especulación, pues hay menos compradores.

    Así, tanto los especuladores como los productores a los que las vicisitudes de la política metropolitana privan de sus mercados, tienden a ver cada vez más el lazo colonial como una pura desventaja; la libertad derivaría en una política comercial elaborada por las mismas colonias. El resultado es una metrópoli que no puede gobernar la economía de sus colonias.

    En lo administrativo, el agostamiento de los vínculos entre metrópoli y colonias comenzará a darse más tardíamente que en lo comercial, pero si tendrá un ritmo más rápido: de 1795 a 1810, se borran en ambos aspectos los resultados de la reconquista de la España Borbónica.

    En medio de las tormentas posrevolucionarias (luego de 1825), esa hazaña revela su fragilidad, pero al mismo tiempo ha logrado cambiar profundamente a las Indias, con lo que hace difícil que esta vuelva al pasado. Por otra parte, la Europa de las guerras napoleónicas (ávido de productos tropicales y de una Inglaterra necesitada de mercados que reemplacen su agotado espacio) no está dispuesta a asistir a una marginalización de las Indias dispuestas (como el siglo XVII) al contrabando. Si este relativo aislamiento europeo de quince años de guerra pudo parecer una ruptura del lazo colonial hacia una economía auténtica, este desenlace en los hechos era extremadamente improbable.

    Pero para otros, la independencia política no debe ser a la vez económica: debe establecerse con nuevas metrópolis económicas un lazo de igualdad. He aquí algunas de las alternativas que la disolución del lazo colonial plantea antes de producirse: en 1806, primer golpe grave a las Indias, y en 1810 otra, revoluciones desde México a Buenos Aires. En 1806 la capital de virreinato del Río de la Plata es conquistada por sorpresa por una fuerza británica, y la guarnición rioplatense (a pesar de ser uno de los centros militares más importantes) fracasa en una tentativa de defensa. Los nuevos conquistadores son bien recibidos por los funcionarios y los sacerdotes. Sin embargo, las conspiraciones se suceden, y un oficial francés al servicio español conquista Buenos Aires con tropas organizadas en Montevideo. Al año siguiente, una nueva expedición inglesa conquista Montevideo, pero fracasa en Buenos Aires frente a una coalición de peninsulares y americanos. Ante la huida del virrey, la Audiencia nombra a este oficial francés (Linniers) como sucesor: el régimen colonial está, pero son las milicias las que hacen la ley.

    Este anticipo del futuro es seguido pronto de una crisis general, que comienza en la Península: un conjunto de hechos dramáticos (exagerados por la historia événementielle) donde Napoleón Bonaparte utiliza a los Borbones para provocar un cambio de dinastía. Pero son incomprensibles fuera de un marco histórico más vasto: la Guerra de Independencia Española es parte de un conflicto mundial donde los franceses son expulsados gracias a un ejército expedicionario británico, en combinación del apoyo popular que buscaba la

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    restauración de la monarquía, es decir, un movimiento antirrevolucionario, y que a pesar de eso la forma de guerrear era parecida a una revolución. Esta guerra significaba que nuevamente la metrópoli puede entrar en contacto con sus Indias, y con Inglaterra como aliada. Significaba también que su aliada, de un modo u otro, se abre paso en el comercio indiano. Pero esta España antinapoleónica, cada vez abatida por las victorias francesas (y en transición a un gobierno liberal), tiene menos recursos para influir en América. Como consecuencia, las elites peninsulares y criollas desconfían unas de otras. Para los primeros, los americanos solo esperan la ruina militar de España para concretar la independencia. Para los segundos, los peninsulares se anticipan a esa ruina, preparándose para entregar las colonias a una futura metrópoli integrada en el sistema francés. Son los peninsulares los que darán los primeros golpes:

    • En México: reaccionan frente al virrey Iturrigaray al apoyarse en el cabildo de la capital (predominantemente criollo), para organizar una junta de gobierno, similar a la sevillana, para gobernar en nombre del rey cautivo Fernando VII. En 1808, el virrey es capturado y reemplazado por la Audiencia (predominantemente peninsular).

    • En el Virreinato del Río de la Plata: el cambio de alianzas, genera impopularidad de Linniers, ante los ojos de los peninsulares. Una tentativa del Cabildo por destruirlo, fracasa, debido a la superioridad de las milicias criollas fieles al virrey. Pero en Montevideo, las fuerzas peninsulares desconocen al virrey y forman una junta disidente.

    Son ahora fuerzas de raíz local las que se contraponen, los grandes cuerpos administrativos (cabildos, audiencias, etc.) ingresan en el conflicto para conferir legitimidad bastante dudosa a las soluciones que esas fuerzas han impuesto. Los movimientos criollos reiterarán el mismo esquema de los dirigidos por peninsulares:

    • En Chile: en 1808, al morir el gobernador Guzmán, apoyan al jefe de la guarnición, el coronel Carrasco, en contra de la Audiencia y

    con el título de gobernador interino, apoyado por el jefe intelectual de los criollos: Juan Martínez de Rosas (luego confinado al sur, por Carrasco). Suceden luego, numerosos choques entre gobernador, Cabildo y Audiencia; y en reformas para favorecer mayor voto de criollos, derrumbándose así, el marco institucional colonial.

    • En Buenos Aires: las milicias criollas de Linniers acaparan más poder en el Cabildo, y confinan a peninsulares al sur, como Martín de Alzaga (organizador de la defensa de la ciudad en 1807).

    Estos movimientos criollos se habían mantenido en los límites de la legalidad, otros a partir de 1809, se iban a avanzar hasta la rebelión abierta: en el Alto Perú, las luchas internas entre los integrantes de la Audiencia de Charcas, adquirió carácter político ante la acción de la Infanta Carlota Joaquina (hermana de Fernando VII, y esposa del regente de Portugal) que desde Río de Janeiro se autoproclamó soberana interina, dispuesta a beneficiar a peninsulares y criollos (en apariencia, claro está) por igual. Había encontrado en 1809 infinidad de catecúmenos (seguidores), como Martín Alzaga (futuro jefe revolucionario), que explicando su situación, logró convencerla para incentivar a las tropas de Montevideo que tomen acciones contra Linniers. En Perú, la infanta facilitó el gobierno de criollos blancos en Charcas, y de mestizos en la Paz; ambos rápidamente reprimidos por virreyes de Perú y del Río de la Plata. En Quito, un Senado de aristócratas criollos se hace al poder, pero es derrocado por el virrey de Nueva Granada.

    Estos episodios prepararon la revolución. Mostraban en primer término, el agotamiento de la organización colonial: en más de una región crisis abiertas, en otras, debilitamiento y vacilaciones de las autoridades ante posibles crisis. Esto último es el caso del virrey de nueva Granada, que en 1809, debe ser limitado por una junta consultiva. Pero los puntos reales de disidencia eran las relaciones metrópoli-Indias y el lugar de los peninsulares en estas últimas. En estas condiciones, las fuerzas cohesivas que en España eran tan fuertes (sentimiento de nación luego de la guerra) contaban en Hispanoamérica bastante poco (ni la veneración por el rey cautivo, ni la

    confianza en un nuevo orden, tenían adeptos fervorosos), entregados a tensiones internas cada vez más insoportables.

    De estos puntos de disidencia, todo llevaba a poner énfasis en el primero: La metrópoli estaba siendo conquistada por los franceses, y si bien tenía como aliada a Inglaterra, la esfera de influencia de la España Antinapoleónica eran las juntas liberales de Andalucía y Cádiz, copias de los parlamentos de sus vecinos. En el plano económico, la alianza inglesa aseguraba que el viejo monopolio estaba muerto. En cambio, en el segundo, se hacía más agudo: las revoluciones comenzaron como tentativas de sectores criollos oligarcas, que buscaban desplazar a los peninsulares. La administración colonial puso todo su peso a favor de estos últimos: basta comprobar las represiones en Quito y Alto Perú, y el reemplazo violento de Linniers (virrey liberal) por Cisneros (virrey peninsular) quien se ganó la amistad de la guarnición de Montevideo. Eso simplificó enormemente el sentido de los primeros episodios revolucionarios en América del Sur. En cambio, en México y las Antillas otras tensiones gravitaban más que criollos y peninsulares: en las islas, la liquidación de los plantadores franceses de Haití, proporcionaba una lección para la elite blanca. En México fue la protesta india y mestiza la que dominó la primera etapa revolucionaria, y la condujo al fracaso, al enfrentarla con la oposición conjunta de peninsulares y criollos.

    En 1810 se dio otra etapa en que parecía ser irrefrenable el derrumbe de la España antinapoleónica: la pérdida de Andalucía reducía el territorio leal a rey a Cádiz, y alguna isla de su bahía. La Junta Suprema de Sevilla era derrocada por el mismo pueblo, en busca de responsables. Así, surgía la Junta de Cádiz como reemplazante, donde el cuerpo dirigente se había elegido a sí mismo. Este episodio proporcionaba a América Hispana la oportunidad de definirse nuevamente frente a la crisis del poder metropolitano: los ensayos prerrevolucionarios (peninsulares y criollos) por definir de un modo nuevo las relaciones con la revolucionaria metrópoli (la España antinapoleónica) parecían anticipar una respuesta más matizada, y ahora aspiraban a seguir haciéndolo, de gobernar en nombre de Cádiz.

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    Esas precauciones no logran su propósito: la caída de Sevilla es seguida por todas partes por la revolución colonial, que ha aprendido a presentarse como pacífica y legítima, pero ¿hasta qué punto era sincera esta imagen que la revolución daba de sí misma? Sin duda había razones para que un ideario independentista maduro prefiriese ocultarse a exhibirse: junto a la tradición de lealismo monárquico entre las masas populares (rápidamente borrado con los movimientos sediciosos) pesaba la coyuntura internacional que implicaba la benevolencia inglesa. Pero en medio de la crisis, el pensamiento revolucionario podía ser más fluctuante que la tesis del fingimiento: los revolucionarios no se sienten rebeldes, sino herederos de un poder caído: no hay razón para que marquen disidencias frente a ese patrimonio político-administrativo que ahora consideran suyo y al que entienden hacer servir para sus fines.

    Estas consideraciones parecen necesarias para preciar el problema del tradicionalismo y la novedad ideológica del movimiento emancipador: más que las ideas políticas de la antigua España, son sus instituciones jurídicas las que convocan en su apoyo unos insurgentes que no quieren serlo. Las revoluciones, que se dan sin violencia, tienen por centro al Cabildo: esta institución municipal tiene la ventaja de no ser delegada de la autoridad central en derrumbe (caso contrario, las audiencias), pero en el caso de un Cabildo Abierto (reunión de notables, convocados por municipales, en caso de emergencia) asegura en todos los casos (aun en Buenos Aires, donde es peninsular) la supremacía en el voto de las elites criollas. Son estos cabildos especiales los que establecen juntas de gobierno que reemplazan a los funcionarios metropolitanos (19/04 Caracas, 25/05 Buenos Aires, 20/07 Bogotá, 18/09 Santiago de Chile) Esos nuevos gobernantes se inclinan al curso de los acontecimientos:

    • Buenos Aires: la junta pide la renuncia del virrey (dudosamente espontánea).

    • Caracas: el Capitán General renuncia y legitima a su sucesor criollo.

    • Nueva Granada y Chile: reemplazan a todos los funcionarios reales por criollos, disuelven las audiencias, y en caso de Bogotá, eligen

    gobernador interino al antiguo virrey (sentimiento de legitimidad)

    El cuidado de la legitimidad responde al perfil de los jefes del movimiento: abogados, funcionarios, comerciantes, y militares.

    Por ahora la revolución es un drama que se representa en un escenario muy limitado: las elites criollas de las capitales toman su venganza, reemplazando a los metropolitanos del poder, pero una de las razones de su triunfo es su condición de americanos (no discutido por los que lo eran antes que ellos: los aborígenes), por lo que necesariamente dejan participar del poder a sectores menores, pero no demasiado: aunque están influidos por las ideas liberales, no apoyan cambios profundos en la estructura del poder político. No tienen conciencia de que han destruido el orden colonial y que lo seguirán haciendo más adelante, solo se sienten herederos, y saben que esa elección implica la victoria o la muerte (como les pasó a muchos ejecutados peninsulares y criollos en 1809). Por otro lado, saben que la legalidad podrá ponerlos en mejor situación frente a sus adversarios internos, pero no doblegará la resistencia de éstos. Los peninsulares identifican (sin equivocarse) su defensa por su lugar en las Indias con la del dominio español. Hay así una guerra civil que surge en los sectores dirigentes, cada uno de los bandos procurará extenderla buscando adhesiones externas que les otorguen la supremacía.

    Las primeras formas de expansión de la lucha siguen cauces nada innovadores: requieren la adhesión de sectores subordinados. En Nueva Granada y Chile, no encuentran todavía oposiciones importantes. En el Río de la Plata y en Venezuela sí las hallan. Por otra parte, la revolución no ha tocado el Virreinato del Perú, donde su virrey Abascal, organiza la contrarrevolución. De la revolución surge la guerra: hasta 1814, España no puede enviar tropas a sus posesiones sublevadas, y aun entonces sólo actúan de forma eficaz en Venezuela y Nueva Granada.

    *Tulio Halperín Dongui

    La po l í t ica cont rar revo luc ionar ia

    del virrey Abascal: Perú, 1806-1816*

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    Un sumario de este trabajo fue presentado en el Congreso Internacional “Los Procesos de la Independencia en

    América Española”. Morelia, Michoacán, México, 21-24 de Julio de 1999.

    La literatura histórica generalmente pasa por alto el régimen virreinal de José Fernando Abascal (1743-1821) en el Perú durante el período de la Independencia hispanoamericana. Es verdad que en 1944, se publicó en Sevilla su Memoria de Gobierno, (ed. de Vicente Rodríguez Casado y José Antonio Calderón Quijano, 2 volúmenes (Sevilla: Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1944), y el libro de Fernando Díaz Venteo, Las campañas militares del virrey Abascal, (Sevilla: EEHA 1948), pero estos volúmenes apenas llamaron la atención del mundo historiográfico. Una de las pocas excepciones de esta indiferencia general fue el estudio de Timothy E. Anna, The Fall of the Royal Government in Perú, que salió a la luz en 1978. Al juicio de Anna: en la historia de la independencia de la América del Sur, Abascal es una figura central, porque su administración impidió la expansión de la causa de la independencia en la mayor parte del continente. Más aún, En medio de esa aguda crisis de dirección que en 1808 precipitó a los peruanos en una confusión terrible, Abascal se destaca por su alta rectitud, honestidad, claridad de pensamiento, y capacidad como dirigente (…) en realidad, era un sirviente real completamente profesional, que admiró la eficiencia, no estaba dispuesto a tolerar la incapacidad, y tenía aversión a la ceremonia, pero, al mismo tiempo, le gustaba manejar el poder. Yo también, en una obra que se publicó en ese mismo año, hice hincapié en el papel crucial que jugaba este mismo virrey. Desgraciadamente, esos esfuerzos no han tenido casi ninguna resonancia. Todavía no existe (que sepa yo) ningún estudio de la actuación de Abascal durante el período de la Independencia.

    Por consiguiente, es importante explicar las razones de esa indiferencia. Existen varias: (1) En primer lugar, el nacionalismo influenció la historiografía peruana desde 1968. La interpretación nacionalista pinta la rebelión de Túpac Amaru en 1780-1781 como el verdadero comienzo de la emancipación hispanoamericana, es decir, que el proceso emancipador realmente comenzó con él. De esta

    manera, el Perú no estuvo de ninguna manera marginado del proceso. Inevitablemente Abascal aparece dentro de esta interpretación como un factor negativo.

    (2) La historiografía constitucional pone el énfasis en la introducción del sistema representativo gaditano, y pinta a Abascal como un recalcitrante, que no mostraba simpatía con el primer experimento constitucional en el mundo hispánico. Jaime Rodríguez dice, por ejemplo: algunos oficiales reales, entre los cuales el virrey Abascal del Perú era el más destacado, estaban resueltos a impedir lo que ellos erróneamente consideraron como la fragmentación del mundo hispánico. Por consiguiente, los realistas crearon las condiciones que finalmente destruyeron la monarquía española, debido a que interrumpieron una reconstrucción que pudiera haber resultado en una monarquía federativa. Sin embargo, la Constitución de 1812 tuvo muchas imperfecciones; cualquier autoridad encargada del manejo del Estado en los territorios americanos, y la garantía de la seguridad, se hubiera opuesto a ellas. Dentro del campo reformista, también, surgieron críticas serias de la Constitución. Gaspar Melchor de Jovellanos, por ejemplo, criticó la forma unicameral de las Cortes que se reunieron en 1810 como un factor de inestabilidad.

    (3) La tendencia historiográfica a enfocar la experiencia de las provincias contrapuestas al centralismo de Lima, también ve a Abascal como un factor negativo. La oposición al predominio de Lima fue un sentimiento evidente en la rebelión del Cuzco de 1814-1815. La investigación de Alberto Flores-Galindo, Manuel Burga, y Jan Szeminski sobre la visión alternativa andina y el desarrollo del mito de inkarri durante el siglo XVIII, demuestra la oposición a Lima desde la provincia. A fin de cuentas, la supresión de la rebelión del Cuzco en 1815 por el gobierno virreinal destruyó la perspectiva de una solución provincial y multi-étnica para los problemas políticos del Perú. De esta manera, Abascal, actuando en acuerdo con los comandantes del Ejército del Alto Perú, puso fin a un ideal que había generado una serie de insurrecciones en la zona andina desde la década de 1740. Otra vez, Abascal era el culpable.

    A pesar de que Abascal actuaba como la figura principal en el Perú durante los ocho años de la crisis del antiguo régimen y la independencia, ha sido marginado por la

    historiografía. En esta ponencia no presentó nuevos datos; me limitó a apelar por una reconsideración de ese personaje clave. Sin embargo, no se podría comprender su actuación, si no la pusiéramos en su contexto histórico. El largo período desde 1770 hasta 1840 incluye las llamadas reformas borbónicas, el derrumbe de la monarquía borbónica y la crisis del antiguo régimen, las luchas por la independencia, y la formación de nuevos estados soberanos en el territorio del antiguo imperio continental español. Tres temas principales afectaron al Perú de una manera dramática durante esa época: Vamos a considerar cada uno a su turno.

    (1) El primer problema fue: ¿de qué territorios debería constituirse el Perú? Guillermo Céspedes del Castillo inició el estudio de esa cuestión geopolítica en 1946, enfocando la división de los dos Perús en 1776 por el gobierno metropolitano con el propósito de establecer el nuevo virreinato del Río de La Plata. Varias décadas antes, la formación del virreinato de la Nueva Granada en 1739 y la separación de la Audiencia de Quito de la autoridad de Lima ya habían debilitado al Perú.

    (2) ¿Qué fuerzas políticas deberían predominar en el Perú y cómo sería la estructura política del virreinato? Los estudios publicados por Guillermo Lohmann Villena en Perú y por varios autores en Estados Unidos como Mark A. Burkholder, por ejemplo, mostraron cómo los americanos predominaban en la Audiencia de Lima desde 1690. La política borbónica durante el reinado de Carlos III (1759-1788) intentaba terminar con eso. La política del Visitador General del Perú, José Antonio Areche, puso de nuevo en la minoría a los americanos. La elite limeña se sentía agraviada por esa política neo-centralista. El abogado y pretendiente peruano, José Baquíjano y Carrillo, por su parte, viajó a España en 1793, con el propósito de conseguir un puesto en la Audiencia de Lima. Baquíjano consideraba que el ambiente político de la corte de Carlos IV (1788-1808) sería más favorable que durante la época de Gálvez. En su temporada anterior en España en 1774-1776, Baquíjano no había conseguido nada. Esta vez el rey lo nombró alcalde del crimen en febrero de 1797, y diez años más tarde lo ascendió al puesto de oidor. Sin embargo, Baquíjano era el único oidor limeño en la audiencia en esa época. El Ayuntamiento de Lima se había opuesto a la política de

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    Gálvez y Areche, argumentando en favor de la igualdad de representación entre americanos y peninsulares en la audiencia. El establecimiento del sistema constitucional a partir de 1810 abrió de nuevo esta cuestión todavía no resuelta.

    (3) ¿De qué recursos dependería el Perú? Desde 1740, los registros sueltos por Buenos Aires y el Cabo de Hornos empezaron a minar el monopolio comercial de los galeones destinadas a Portobelo y Callao, establecido en el reinado de Felipe II. La separación del Alto Perú, con sus recursos minerales, en 1776, y la introducción del Comercio Libre entre una serie de puertos habilitados del imperio, en 1778, disminuyeron aún más la antigua posición hegemónica del poderoso Consulado de Lima. La política metropolitana debilitó y humilló seriamente al Perú a lo largo de todo el siglo XVIII. Además, los cambios comerciales de esa misma época contribuyeron a los problemas económicos del virreinato. Abascal, respondiendo a las quejas de los comerciantes limeños, escribió en su Memoria de Gobierno de 1816: las manufacturas del reino tuvieron una época mas floreciente antes de expedirse la Real Orden de octubre de 1778, o de Libre Comercio. Después de esa fecha, empezaron a decaerse los de la lana por la mejor calidad y baratura de los paños ordinarios españoles, y últimamente los de algodón por el contrabando: de suerte que no teniendo salida, han venido a arruinarse a un tiempo las estancias y obrajes que cosechaban las primeras materias y disponían los textiles (tomo 1, pp. 218-19).

    En varios estudios que salieron desde 1977, John R. Fisher ha mostrado que la recesión económica del Perú en las últimas décadas del siglo XVIII y primeros del XIX, tan comentada en la literatura, no representaba el cuadro total. Fisher argumentaba el resurgimiento de la industria minera bajoperuana entre la década de 1770 y 1812, sobre todo en Cerro de Pasco y Hualgoyoc. Por consiguiente, el gobierno virreinal del Perú truncado de la época posterior a 1776, podía contar con nuevos recursos significativos. Durante la década de 1790, por ejemplo, la Tesorería Principal de Lima recibió un promedio anual de 4.6 millones (de pesos), de que resultó un sobrante anual de más de un millón de pesos. La cantidad de plata registrada en 1777 fue 246,000 marcos, pero aumentó a

    637,000 marcos en 1799, y permaneció alta hasta 1808-1809. Aún después de 1812, el promedio anual registrado era de 300,000 marcos, Sin embargo, el problema continuaba siendo la relación entre el sector minero y el resto de la economía peruana, que permanecía en recesión.

    Las exportaciones de productos agrícolas no llegaron a un promedio anual de un millón de pesos; el Comercio Libre había arruinado la industria textil en el Bajo Perú y terminado con su mercado tradicional en el Alto Perú. Además, el impacto del desarrollo de la minería tenía factores negativos significativos. Entre 1801 y 1805, el producto de la Real Casa de Moneda de Lima llegó a $23,082,525, y entre 1809 y 1813 a $23,416,082. Sin embargo, la mayor parte fue exportada y no permaneció en el virreinato. Como resultado, el Perú experimentó una carestía de circulante y le faltaba la inversión necesaria para estimular la producción. A pesar de la apariencia de riqueza, la realidad económica era muy precaria. La situación colonial del Perú se expresaba precisamente en esa manera.

    Durante la crisis de 1808-1810, el Perú no sucumbió a la subversión política. El contraste con los otros dos virreinatos sudamericanos y las capitanías generales como Quito, Venezuela, y Chile fue claro. El gobierno virreinal peruano tampoco tenía que lidiar con una insurrección doméstica, el contraste con la Nueva España a partir de setiembre de 1810. A pesar de esto, el debate trilateral entre el unitarismo, la autonomía, y el separatismo continuaba en Perú como en el resto de Iberoamérica. Efectivamente, el gobierno virreinal peruano se encontraba en una posición relativamente favorable en 1808-1810 (pero no sin peligros, y eran principalmente externos). No podía recibir ninguna ayuda de la metrópoli. España, que experimentaba su propia crisis dependió de los recursos americanos y los subsidios de su aliado principal. Tampoco pudo el Perú recibir ningún sostenimiento moral o político de España, debido a la confusión política que prevalecía en la península, por lo menos hasta setiembre de 1810, cuando las Cortes abrieron sus sesiones en la Isla de León. Efectivamente, el gobierno de Abascal tomó la decisión de actuar por su propia cuenta (en realidad, no había otro remedio).

    La conexión con España quedaba intacta en términos morales y jurídicos, y la adhesión a la dinastía Borbón y a la persona de Fernando VII desde el verano de 1808 no estaba cuestionada dentro los círculos gobernantes peruanos, a pesar de las proposiciones dudosas de Carlota Joaquina, Princesa de Brasil, la hermana del Deseado. La estrategia de Abascal fue de mantener unido el Perú mismo como baluarte efectivo de la autoridad metropolitana en América del Sur y, desde una posición de fuerza, esperar los mejores tiempos. En términos tácticos, la política cambiaba según las circunstancias.

    Con este objetivo, Abascal adoptó una política de conciliación y acercamiento a las elites americanas, sobre todo a los intereses donados por la política borbónica del siglo anterior. Esta política comenzó con el Consulado de Lima, el cuerpo mercantil íntimamente ligado con el Estado virreinal. Vargas Ugarte explicó la actuación de Abascal de esta manera: Estaba convencido de que la única manera de asegurar estos dominios para España era consolidar la unión entre los españoles y americanos, borrando en cuanto fuese posible las diferencias que pudieran desunirlos. De otro modo, en su concepto, la pérdida de las colonias era segura. Manuel Lorenzo de Vidaurre (n. Lima 1773), partidario de Fernando VII en 1808, constitucionalista en 1810-1814, y proponente de una serie de reformas gubernamentales en su Plan del Perú de 1810, compartió en la época esa visión retrospectiva. Aunque la historiografía pinta al virrey como absolutista, su política de concordia lo revela más bien como un conservador pragmático. Abascal, además, no llegó al Perú en 1806 como un novicio en las artes políticas americanas; por el contrario, este nuevo virrey había servido en el ejército en Puerto Rico en 1767, en Montevideo en 1776, en Santo Domingo en 1781, y como lugarteniente del Gobernador de Cuba en 1797. Fue Presidente de la Audiencia de Guadalajara (Nueva España) desde 1799, cuando la política carolina de la época de José de Gálvez estaba seriamente cuestionada por los americanos. Su política en Perú no fue innovadora, ni menos abrupta, sino continuaba un proceso de acercamiento entre el gobierno virreinal y las elites limeñas, que ya había comenzado. Efectivamente, Abascal cerró el capítulo que el Visitador Areche abrió tres décadas antes. Aunque la política de concordia puso al revés muchos aspectos fundamentales de la política de

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    Gálvez y Areche, Abascal no terminó con el predominio peninsular en las instituciones gobernantes. Cuando estalló la crisis imperial en 1808, la política de Abascal fue vindicada. La elite limeña estaba efectivamente neutralizada, por lo menos durante los cuatro años cruciales de 1808 a 1812. Por consiguiente, Abascal no encontró en Lima la presión por la autonomía que el virrey José de Iturrigaray (1803-1808) experimentaba al mismo tiempo en la capital de México.

    La habilidad política de Abascal le permitió sobrevivir en una situación potencialmente peligrosa, en la cual la elite limeña, sinuosa e intrigante como siempre, estaba buscando maneras para promover sus propios intereses. Según el juicio de Anna: La sociedad limeña se caracterizaba por la desconfianza y la calumnia, de conflictos atrincherados entre personajes poderosos, y de ambiciones desencadenadas. La recriminación y la codicia envenenaba el ambiente. Abascal tenía que funcionar diariamente en ese contexto. De todas sus hazañas, la mayor fue sin duda la de mantener en ese ambiente al gobierno real como el más poderoso y eficaz en todo el imperio hispánico durante la época revolucionaria.

    Sus colaboradores principales fueron americanos o peninsulares de larga residencia en la América; es decir, el virrey eligió como colaboradores hombres de una coloración política o experiencia diferente a los de la estirpe de Gálvez o Areche. Cuando, por ejemplo, Abascal el 13 de julio de 1810, creó el Ejército del Alto Perú, nombró a José Manuel de Goyeneche como su comandante. Goyeneche, hijo de un navarro casado con una arequipeña, llegó a ser la figura clave en la política externa del régimen entre 1809 y 1813. Un hermano mayor fue nombrado Oidor del Cuzco en 1806, y de Lima en 1813, y otro hermano menor fue Obispo de Arequipa a partir de 1816. Goyeneche, que nació en 1776, pasó a España por razón de sus estudios. Carlos IV lo nombró Caballero de Santiago, y Goyeneche regresó al Perú en diciembre de 1808 como Comisionado de la Junta Central y Brigadier del ejército. Abascal lo envió al Cuzco como Presidente interino el primero de setiembre de 1809, en la época de la primera intervención militar limeña en los asuntos del Alto Perú. Este resultó un nombramiento controvertido, porque de esa manera el virrey lo puso

    encima del Regente, el gallego, Manuel Pardo y Ribadeneira. En Cuzco, Goyeneche reclutaba los soldados del Ejército del Alto Perú para combatir a los independentistas de Buenos Aires. Otro colaborador fue Juan Pío de Tristán y Moscoso (n. 1773), que perteneció a dos familias notables de Arequipa. Su padre era corregidor de Larecaja es el momento de la rebelión de Túpac Amaru. Pío Tristán y su hermano también recibieron su primera experiencia militar en España, y regresaron con Goyeneche. La carrera de Tristán revela las continuidades en la historia peruana en esa época, a pesar de la eventual ruptura con España y la formación de la República del Perú. En 1815, Tristán era Intendente de Arequipa, en 1816 presidente interino del Cuzco, en 1824 virrey, y luego Prefecto de Arequipa en el sistema republicano, y finalmente Presidente del Estado Sud-Peruano en 1836-1839.

    El 30 de mayo de 1811, el virrey formó un regimiento de tres batallones con el título de Voluntarios Distinguidos de la Concordia Española del Perú. Abascal intentaba simbolizar la unión de sentimientos entre el gobierno y los notables peruanos en contra de la revolución de Buenos Aires. El Marqués de Torre Tagle y muchos otros nobles ocuparon los altos puestos de mando. El Consejo de Regencia en España aprobó la iniciativa del virrey.

    Abascal aplicó en el Perú el sistema representativo introducido en España en setiembre de 1810 por las Cortes Extraordinarias, a pesar de sus propias inclinaciones, y a pesar de que el nuevo régimen limitaría su poder. Obviamente, el virrey no fue un constitucionalista convencido. Actuaba de esa manera para no debilitar aún más la posición metropolitana, y para no entregar a los revolucionarios una arma con que pudieran ganar al gobierno virreinal. Él además, sabía aprovecharse del experimento constitucional, para emplearlo como una medida táctica en la lucha contra los independentistas.

    La Constitución de Cádiz llegó a Lima en setiembre de 1812. El virrey juró observarla para garantizar la legitimidad imperial, y para mantener la continuidad política mientras pudiera; es decir, de no haber actuado así, habría cometido un acto de rebelión contra la Regencia y las Cortes. Esos cuerpos, funcionando en el

    nombre del rey ausente, representaron en esa coyuntura las autoridades legítimas (de facto) en la metrópoli.

    En realidad, la nueva definición de la soberanía por las Cortes, y el establecimiento de un sistema representativo popular, chocaron con las convicciones políticas conservadoras de Abascal. La Constitución de 1812, además, fue criticada, como hemos dicho, en su época por sus imperfecciones intrínsecas. Blanco White, por ejemplo: apuntó en El Español (1812) siete defectos serios; entre ellos la disposición de que la Constitución no se podría reformar sino hasta que hubiera transcurrido un período de ocho años desde su promulgación.

    La Constitución dejó imprecisa la relación de los poderes del Estado, como también la del rey y el parlamento. Efectivamente, el virrey (convertido en jefe político superior) en realidad no sabía qué poderes y atribuciones le quedaban. En el territorio de la Audiencia de Lima, el virrey compartió la autoridad con la Diputación Provincial, establecida en 1813, que tenía siete diputados de las siete provincias bajo su propia presidencia. Al mismo tiempo, los diputados americanos presionaban al gobierno en España, dominado por la facción liberal, para hacer concesiones particulares, y el gobierno virreinal, por su parte, estaba presionado por los notables limeños para compartir los puestos políticos con ellos. El pequeño grupo de liberales en Lima, como Toribio Rodríguez de Mendoza (el Rector del Convictorio Carolina) y el fiscal de crimen Eyzaguirre (de origen chileno), le presionaron para cumplir debidamente con los decretos de las Cortes. Lohmann Villena describe a Eyzaguirre de esta manera: en las elecciones municipales de 1812 fue uno de los principales corifeos de la conmoción popular que trajo el retortero del virrey Abascal.

    De ambos lados, el gobierno virreinal estaba presionado para poner en práctica la Constitución de una manera convincente. La actuación política de Abascal trataba de neutralizar todas esas presiones. Él demoró hasta junio la publicación del decreto de las Cortes sobre la libertad de la imprenta, que llegó a Lima el 19 de abril de 1811. El virrey estableció la Junta Provincial de Censura para contener la crítica a su régimen en la prensa constitucional. Se opuso a la tendencia de los diputados peruanos en las Cortes a corresponder directamente con los ayuntamientos de su patria. Los cinco diputados

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    suplentes en las Cortes Extraordinarias, entre ellos Vicente Morales Duárez (n. 1755, Lima, hijo de un peninsular) y Mariano Rivero (Arequipa), criticaron la política de Abascal, sobre todo la presión gubernamental para conseguir la elección de peninsulares. Ellos argumentaron que el virrey estaba obstaculizando las reformas que beneficiaban a los americanos, y lo pintaron como un absolutista atrincherado. No hubo ninguna elección en que Abascal no interviniera, desde las elecciones para los veinticinco electores de parroquia el 9 de diciembre de 1812 para el ayuntamiento constitucional de Lima, hasta el derrumbe del sistema constitucional en 1814. Sin embargo, al virrey no le gustaron los veinte miembros del ayuntamiento elegidos el 13 de diciembre de 1812; esa elección mostró que Abascal, a pesar de la presión gubernamental, no siempre tuvo éxito en su propósito de conseguir que se eligieran partidarios suyos. En las elecciones para los ayuntamientos constitucionales en diciembre de 1812 y enero de 1813, había pocas señales de discordia. La controversia vendría con las elecciones para los diputados a las Cortes Ordinarias.

    La rebelión del Cuzco de 1814-1815 se remontó a una previa disputa local entre el Ayuntamiento y la Audiencia acerca de la aplicación de las provisiones electorales de la Constitución. Los rebeldes explotaron esa disputa para exacerbar la tensión en la ciudad. Después de agosto de 1814, cuando los hermanos Angulo capturaron el poder, el objetivo llegó a ser la independencia de la monarquía española y la colaboración con las fuerzas separatistas de Buenos Aires. La adhesión del Brigadier Mateo García Pumacahua, cacique de Chincheros, dio a ese movimiento urbano un nuevo carácter rural y étnico. Al mismo tiempo dividió, como la rebelión anterior de 1780, la nobleza indígena de la zona surandina. Jorge Basadre considera la rebelión del Cuzco como un buen ejemplo del desafío al régimen virreinal desde la provincia.

    Debido a la estabilidad política en Lima, el gobierno de Abascal respondió de una manera decisiva a los movimientos revolucionarios que estallaron desde 1809 en los territorios circundantes. El gobierno virreinal tuvo éxito en sus dos primeras campañas en Charcas y Quito. Por consiguiente, Lima se encontró en una posición favorable, que unos años antes no podría haber tenido: esta abría la posibilidad de reincorporar esos territorios al

    virreinato del Perú. Abascal podía contar con un ejército regular, que aumentó de 1,500 soldados en 1809 a 8,000 efectivos en febrero de 1813, con una milicia de unos 40,000 hombres, y finalmente con la supremacía naval peruana en el Pacífico hasta la toma de Talcahuano por los independentistas en 1818. El mismo decreto del 13 de julio de 1810, que anunció la formación del Ejército del Alto Perú proclamó la reincorporación de Charcas al virreinato de Lima hasta terminar la guerra. Entre 1810 y 1813, el virrey puso en práctica una política de anexión que dio por resultado la extraordinaria expansión territorial del Perú. Quito, Charcas y Chile fueron anexados por la iniciativa del virrey, más bien que como resultado de la política metropolitana, España no se encontraba en posición de contrarrestar la anulación de la política borbónica aplicada desde 1739. El gobierno limeño, que en esa época se había opuesto a esta política, ahora estaba devolviendo los golpes.

    Este fenómeno político, que se debe comprender dentro del contexto de la historia imperial hispánica, desgraciadamente no ha recibido suficiente atención en la literatura. La actuación de Abascal reflejó la escala de oposición que existía en Lima en contra de la política borbónica dieciochesca; evidentemente Abascal podía formar un consenso de opinión peruana que trascendiera las distinciones entre peninsulares y americanos, comerciantes y constitucionalistas. Esta política de revancha representó la respuesta peruana a la geopolítica del Despotismo Ilustrado. La derrota de los movimientos revolucionarios en varias partes de América del Sur hizo posible el éxito de esa política. Se destaca la capacidad del gobierno limeño para realizarla. Abascal, sin embargo, no estaba actuando en un vacío: en otras zonas del imperio, grupos fidelistas continuaban resistiendo a los independentistas, como en Maracaibo, Coro y Cumana, en Santa Marta y Panamá, en Popayán y Pasto, en Cuenca, Riobamba y Guayaquil, y en Montevideo; sin mencionar la lucha contrarrevolucionaria en el virreinato de la Nueva España.

    La cuestión de la reconstitución del antiguo territorio del virreinato del Perú no fue de ninguna manera la preocupación momentánea de un virrey que sabía aprovecharse de algunas circunstancias militares favorables. Por el contrario, los gobiernos independientes

    del Perú y Bolivia se preocupaban por el mismo problema. La actuación de Abascal en 1809-1816 anticipó la política de los Presidentes Agustín Gamarra y Andrés Santa Cruz durante el período de 1826 hasta 1841, cuando la Confederación Perú-Boliviana fracasó definitivamente. Como en el caso de los años de 1817 a 1821, la reunión de los dos Perús provocó la intervención armada de Chile. Los revolucionarios tuvieron que intervenir dos veces, en 1820-1821 y 1823-1826, para destruir la política territorial de Abascal. La consecuencia de estas intervenciones chilena-rioplatense y colombiana fue la formación de nueve estados soberanos e independientes en el territorio del antiguo imperio español de América del Sur, en vez de los tres grandes virreinatos, a pesar de los objetivos geopolíticos de Simón Bolívar. Cada uno de esos débiles estados tendría que elaborar su propia relación con las grandes potencias de la época.

    La historiografía tradicional analizaba el proceso de la Independencia desde una perspectiva ex post facto. Según esta interpretación, la Independencia fue la consecuencia lógica de la crisis del antiguo régimen y las guerras internacionales, y constituyó el elemento necesario para la formación de las nuevas naciones y los estados soberanos. La historiografía nacionalista considera que la formación de la nación representa el triunfo de la identidad de un pueblo. Por consiguiente, el historiador nacionalista busca los orígenes de la Independencia y describe su desenvolvimiento como si fuera un proceso ineludible. En realidad, este proceso no era de ninguna manera claro, y la gente que vivía en esa época estaba llena de dudas y temores, tenía perspectivas e intereses particulares, y cambiaba de mente y de bando. La historiografía reciente hace hincapié en la presión por la autonomía dentro del imperio y en el sistema monárquico, o por el constitucionalismo gaditano que intentaba mantener la unidad del imperio. Quizás el representante más destacado de esta última posición fue Vidaurre, quien se opuso a la Revolución del Cuzco de 1814-1815 y se refugió en Lima para no comprometerse con el régimen separatista.

    Ambas tradiciones historiográficas pasan por alto el proceso de recuperación territorial intentada por el Perú durante la época de Abascal Al mismo tiempo, no ofrecen ninguna explicación de la alta política virreinal, tal vez

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    bajo la suposición errónea de que no hay nada más que decir en la historia política del período de la Independencia. Tampoco analizan la formación y actuación del Ejército del Alto Perú. Este ejército ganó una serie de batallas impresionantes: Huaqui (20 de junio de 1811), Sipe Sipe (12 de agosto de 1811), Vi1capujio (1 de octubre de 1813), Ayohuma (14 de noviembre de 1813), la derrota de la rebelión del Cuzco y la derrota de Pumacahua y los hermanos Angulo en Humachiri (11 de marzo de 1815), y la segunda batalla de Sipe Sipe (29 noviembre de 1815). Hay que mencionar también la victoria de las fuerzas del Coronel Mariano Osorio en Rancagua el octubre de 1814, que hizo posible la anexión de Chile. Abascal quería preservar lo que los revolucionarios intentaban destruir.

    El colapso fiscal y el debilitamiento del comercio del Pacífico aceleraron el derrumbe del virreinato del Perú en los años de 1818 a 1824. Cuando Abascal dejó al gobierno del Perú en 1816, la deuda gubernamental alcanzaba los once millones de pesos. Sin embargo, la lucha contrarrevolucionaria no pareció acercarse a su fin. Los comerciantes limeños comenzaron a mostrarse reacios a sacrificar aún más sus intereses materiales para sostener los objetivos geopolíticos del gobierno virreinal. El nuevo virrey, el General Joaquín de la Pezuela, antiguo comandante del Ejército del Alto Perú y sucesor de Goyeneche, encontró un déficit de 883,825 pesos en la Real Hacienda de Lima. Por esa época, los ingresos anuales sólo alcanzaron 1,800,000 pesos, mientras que los egresos sumaron 2,683,825 pesos. Las Cortes el 13 de mayo de 1811 abolieron el tributo indígena que tradicionalmente representaba la tercera parte de los ingresos del gobierno virreinal. De setiembre de 1810 a setiembre de 1811, los ingresos totales del virreinato sumaron 3,659,000 pesos; de los cuales el tributo rindió 1,235,781 pesos. A pesar de su oposición a ese decreto, Abascal lo puso en práctica, otra vez por lealtad a los órganos gobernantes en la España metropolitana. Los legisladores tenían buenas intenciones pero, en realidad, debilitaron al gobierno virreinal en medio de una lucha encarnizada en contra de los enemigos del sistema imperial. Anna comenta: No hay ninguna indicación de que las Cortes estaban conscientes de la importancia fiscal del tributo para el Perú. Baquíjano, que sí lo comprendió, presionaba a las Cortes para la restauración

    del tributo en el Perú. Vidaurre, por su parte, también se opuso a la abolición del tributo y argumentó que el gobierno virreinal perdería un ingreso de 1.25 millones de pesos. El gobierno de Abascal logró aumentar los ingresos por medio de nuevos impuestos o aumentos de los actuales, pero la manera principal fue por medio del aumento de la deuda anterior.

    Los cabildos peruanos vieron en el experimento gaditano la oportunidad de recuperar la influencia perdida desde 1770, y de esta manera evitar la ruta separatista adoptada en Buenos Aires, Santa Fé de Bogotá, y Caracas. Aunque el régimen de Abascal mantuvo


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