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Jaime González Galilea – Francisco de Quevedo
FRANCISCO DE QUEVEDO
ISBN - 84-9822-510-8
Jaime González Galilea
THESAURUS: Quevedo. Barroco. Siglo XVII. Petrarquismo. Novela Picaresca. Prosa
del Siglo de Oro. Lírica del Siglo de Oro. Teatro del Siglo de Oro. Política del Siglo de
Oro. Góngora.
OTROS ARTICULOS RELACIONADOS CON EL TEMA EN LICEUS:
Lope de Vega. Góngora.
RESUMEN DEL ARTÍCULO:
Francisco de Quevedo (1580-1645), símbolo por excelencia del Barroco, produjo una
ingente obra literaria que cubre prácticamente todos los géneros y temas del siglo de
Oro, desde el tratado ascético hasta las sátiras escatológicas, en ambos sentidos de la
palabra. Dominó como ningún otro escritor todos los recursos del español y dio a luz
los más hermosos sonetos de amor, pero también algunas páginas lamentables por su
intolerancia. Fue retrógrado en sus ideas, pero es moderno en su angustia vital, y
fieramente humano en sus contradicciones.
Es posiblemente el mayor creador léxico que haya existido en nuestro idioma; y
sus palabras no han arraigado en la lengua, al contrario que los neologismos cultistas
que denostó. Siempre excesivo, polarizó su vida en torno a extremos contradictorios:
al ánimo pendenciero y la corrupción política se unen el recogimiento religioso y la
denuncia de los vicios sociales. Pesimista filósofo, agresivo chistoso, tierno
enamorado, en guerra civil consigo mismo y con los demás. Artista de la paradoja,
amo de los conceptos, no ha aportado ningún personaje memorable a la literatura
universal. Su mejor personaje resultó ser él mismo.
Empeñado en mostrar la verdad oculta tras las apariencias, su propia
personalidad sigue siendo un enigma oculto tras una máscara burlona. “Como ningún
otro escritor, Francisco de Quevedo es menos un hombre que una dilatada y compleja
literatura”. (J. L. Borges, 1978:28)
En las siguientes páginas se ofrece un resumen de su agitada biografía y una
visión de conjunto y particularizada de sus obras en prosa y en verso, así como de sus
piezas teatrales.
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Jaime González Galilea – Francisco de Quevedo
1. Vida
Nace Francisco Gómez de Quevedo y Villegas en Madrid el 17 de septiembre
de 1580, en el seno de una familia de mediana nobleza de origen santanderino,
dedicada al servicio de la casa real. Su padre, Pedro Gómez de Quevedo, ejercía
como secretario particular de la reina doña Ana de Austria; y su madre, María de
Santibáñez, también desempeñó cargos en palacio. Nuestro escritor alardeó siempre
de sus ascendientes hidalgos y de la tópica pureza de sangre de los montañeses; y, al
igual que sus padres, permaneció siempre vinculado a las actividades de la corte, que
conoció desde niño.
Con seis años sufre la muerte de su padre, y poco después la de su hermano
mayor Pedro, lo que pudo causar su pesimismo incurable. Sus primeros estudios los
realiza en el Colegio Imperial de los jesuitas en Madrid, de quienes tomaría el tono
combativo de su ideología. Los defectos físicos de Quevedo – pies deformes, leve
cojera y extrema miopía – no pudieron pasar desapercibidos a las burlas de sus
compañeros. Lejos de resignarse, se volcó en los estudios y fue desarrollando pronto
un carácter altanero y polemista, presto a responder con su afilado ingenio o incluso
con la fuerza física.
En 1596 se matricula en la Universidad de Alcalá de Henares, donde estudia
lenguas clásicas, francés, italiano, filosofía, física y matemáticas. En esta época
conoció al futuro duque de Osuna, don Pedro Téllez Girón, compañero de trapisondas
juveniles. Perseguidos por algún duelo, los dos amigos habrían huido hacia Sevilla y
Osuna, y sus familiares habrían tenido que acudir a personajes influyentes para eludir
el castigo de la justicia. Por este motivo, Quevedo se licencia de bachiller con un año
de retraso, en 1600, poco después de morir su madre.
Siguiendo a la corte en su traslado, la familia Quevedo se muda a Valladolid,
en cuya Universidad Francisco se matricula en Teología. En el ambiente literario y de
fiestas de la nueva capital, Quevedo se hace notar divulgando breves manuscritos
chistosos en los que ridiculiza a personajes, usos y costumbres de la época. También
en Valladolid sus composiciones poéticas empiezan a ser conocidas y celebradas,
multiplicándose los contactos del nuevo artista: Lope de Vega y Cervantes le otorgan
su amistad; se cartea con el humanista flamenco Justo Lipsio… y comienza su
enemistad con Luis de Góngora. Cuando se publica la antología de Pedro de Espinosa
Flores de poetas ilustres (1605), el joven Quevedo ocupa un lugar destacado con 18
poemas seleccionados, incluida la letrilla Poderoso caballero es don Dinero (Blecua
660).
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Regresa la corte a Madrid en 1606 y con ella nuestro poeta. Recién adquirida la
mayoría de edad, accede a la herencia de los padres, cuya mayor parte está
constituida por un censo – un préstamo – sobre la aldea de La Torre de Juan Abad, en
Ciudad Real. La villa pagaba sus réditos con dificultad, motivo de inacabables pleitos
entre La Torre y su señor. A pesar de ello, La Torre proporcionó a Quevedo dinero
para vivir con cierta holgura, así como un lugar de retiro donde escribir y descansar a
distancia de los afanes de la corte.
Empieza una intensa actividad literaria: Comienza las traducciones de
Anacreonte y Focílides; redacta los primeros Sueños, el ensayo España defendida y
su obra de erudición bíblica Lágrimas de Jeremías castellanas. En las calles, sus
opúsculos festivos – Epístolas del Caballero de la Tenaza, Escarramán…– gozan de
gran popularidad mediante transmisión manuscrita u oral. Pero Quevedo todavía no
entrega sus textos a la imprenta. Prefiere regalar sus manuscritos a los grandes y
poderosos que puedan protegerle, con dedicatorias personalizadas al efecto. Uno de
los cortejados de este modo es su conocido el duque de Osuna, a quien dedica en
1609 las traducciones Vida y tiempo de Phocílides y Anacreón Castellano. Al año
siguiente Osuna es nombrado Virrey de Sicilia, y allí recibe de su amigo la dedicatoria
de El mundo por de dentro (1612).
Una crisis moral y espiritual sacude a Quevedo en 1613, cuyo sentimiento
profundo y doloroso de arrepentimiento plasma en el libro de poemas Heráclito
Cristiano. Lo dedica a su tía Margarita de Espinosa, a pide perdón en la dedicatoria:
“Solo pretendo, ya que la voz de mis mocedades ha sido molesta a Vm. Y
escandalosa a todos, conozca por este papel mis diferentes propósitos.” Pero a
finales de 1613 Quevedo es llamado a Sicilia por el duque de Osuna. Allí actuará
como secretario, consejero, y hombre de confianza del virrey, interviniendo en la
administración y en funciones diplomáticas de todo tipo. Gozando de autoridad y
reputación, es enviado en 1615 a Madrid por el Duque para alcanzar el nombramiento
de virrey de Nápoles, lo que consigue repartiendo cuantiosos sobornos entre la
corrupta corte. En la cumbre de su poder político, goza además de amplia fama entre
sus coetáneos por su extraordinaria erudición y su brillante inteligencia. Además
Quevedo es recompensado por el rey Felipe III con el hábito de la Orden de Santiago
(1617).
Quevedo acompaña al de Osuna en su corte napolitana, como secretario de
hacienda. Allí participa activamente en una política belicosa hacia la república de
Venecia, potencial amenaza, en conjunción con Francia y Saboya, del dominio
español en el Adriático y en el Milanesado. Como embajador político del Duque,
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efectúa diversas y complicadas misiones. Para una entrevista con el Papa viaja a la
Ciudad Eterna, donde posiblemente concibió sus poemas “Buscas en Roma a Roma,
¡Oh peregrino!” (B 213) y “Esta que miras grande Roma agora” (B 137).
Frente a las agresivas operaciones diplomáticas y navales del Duque, la
república véneta contraataca con diversas intrigas que culminan en la llamada
Conjuración de Venecia (18 de mayo de 1618) que a la postre acabaría minando el
prestigio de Osuna y Quevedo, acusados de implicación en la misma. Se ha
demostrado recientemente que el poeta no participó directamente en los hechos, pues
estaba en Madrid en la fecha de la conjura. Pero sobre ambos políticos pesaban las
graves acusaciones aireadas por los venecianos, quienes sugirieron un supuesto plan
del Duque para apoderarse de Venecia e independizarse de la corona española al
frente de un poderoso estado italiano.
Nuevamente viaja Francisco a España para defender la rectitud de su señor
ante el Consejo de Estado, pero las intrigas ajenas y las desconfianzas propias van
distanciándole de su amigo. Ya en Nápoles, Quevedo renuncia a su cargo y regresa
definitivamente a Madrid. Finalmente el duque de Osuna es depuesto y posteriormente
encarcelado (1620), muriendo en la prisión en 1624. Su ex secretario le dedicará
entonces el vibrante soneto “Faltar pudo su patria al grande Osuna” (B 223) y otros
cuatro poemas fúnebres (B 242, 243, 244 y 289).
El proceso contra Osuna también alcanza a Quevedo, salpicado por el
escándalo de los sobornos. En 1620 le condenan a prisión en Uclés; pena
posteriormente conmutada al destierro en La Torre de Juan Abad, donde retoma la
actividad literaria, sin perder de vista la política. Redacta la Política de Dios y da por
primera vez a la imprenta una obra completa y autorizada: La hagiografía Epítome a la
vida ejemplar y gloriosa muerte del bienaventurado F. Thomás de Villanueva (1620).
En 1621 sube al trono Felipe IV con su privado el Conde Duque de Olivares, a
quien Quevedo envía inmediatamente una copia dedicada de su Política de Dios. Es
absuelto de su destierro, pero en 1622 se le confina de nuevo en La Torre. Gracias al
favor de Olivares, regresará a la corte e intervendrá en los festejos organizados con
motivo de la estancia en Madrid del príncipe de Gales.
Durante los siguientes años compagina las actividades cortesanas y literarias.
Acompaña al rey en sus viajes por Andalucía y Aragón, y escribe para Olivares la
comedia laudatoria Cómo ha de ser el privado (1627).
Su carácter, cada vez más agrio, ayuda a aumentar el número de sus
enemigos. Critica ferozmente a Juan Ruiz de Alarcón, con quien cruza letrillas
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insultantes. Se involucra en la polémica acerca del copatronazgo de santa Teresa de
Jesús, escribiendo el Memorial por el patronato de Santiago (1628), que habría de
causarle muchas enemistades y problemas, además de un tercer destierro a La Torre
de Juan Abad.
Pronto regresará a la corte, donde no duda en componer poesías de
circunstancias y comedias palaciegas – hoy perdidas – , cuya redacción combina con
sátiras y con la gravedad de Marco Bruto. En 1632 es nombrado secretario del rey,
aunque a título honorífico, ya que se niega a aceptar responsabilidades directas. En
todo caso, sus contemporáneos le suponían cierta capacidad de influencia.
En 1634, ya cincuentón, e instigado por los grandes de la corte, que no
aprobaban su pertinaz y escandalosa soltería, contrae matrimonio con la viuda doña
Esperanza de Mendoza, Señora de Cetina. El resultado es calamitoso: los cónyuges
solo conviven tres meses y pronto se consuma su divorcio.
Al fracaso matrimonial se unen los desengaños de la política y los
desencuentros con el gobierno de Olivares; así como la amargura de las pullas de sus
enemigos, que publican en 1635 la diatriba El tribunal de la justa venganza contra los
escritos de don Francisco de Quevedo, maestro de errores, doctor en desvergüenzas,
licenciado en bufonerías, bachiller en suciedades, catedrático de vicios y protodiablo
entre los hombres. Todo ello le incita a pasar largas temporadas de retiro en La Torre,
cuyo título de Señor ostenta oficialmente desde que lo compró en 1622.
Distanciado del grupo de poder de Olivares, Quevedo se aficiona a la facción
rival, liderada por el duque de Medinaceli, de cuyas reuniones es asiduo. En 1639,
estando alojado en casa del de Medinaceli, es apresado por las fuerzas policiales y
conducido inmediatamente a un calabozo del convento de San Marcos en León, donde
permanecerá cuatro años. Durante toda su reclusión no se le tomó declaración ni se le
abrió proceso. Mucho se ha especulado sobre la causa última de su reclusión; hoy
sabemos que el Conde Duque le acusó por persona interpuesta de “enemigo del
gobierno y murmurador dél, y últimamente por confidente de Francia y correspondiente
de franceses.”
En la prisión mantiene el temple de su carácter gracias a las letras, y se dedica
a componer tratados religiosos: La constancia y paciencia del Santo Job, La vida de
San Pablo, y La providencia de Dios. Tras la caída del gobierno de Olivares, en 1643,
Quevedo – gravemente enfermo de tumoraciones en el pecho – es puesto en libertad.
Regresa a Madrid y dedica sus últimos meses a preocuparse de la impresión
de sus obras y de sus poesías. Se retira a La Torre, y después a la cercana Villanueva
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de los Infantes, en busca de atención médica. Allí muere cristianamente el 8 de
septiembre de 1645.
2. Obra en prosa
2.1 Obras festivas
Bajo esta denominación se recoge un conjunto de opúsculos de carácter jocoso, cuya
mayor parte fue creada por Quevedo durante su estancia juvenil en Valladolid. Sus
rasgos comunes son la brevedad y la comicidad, lo que les permitió una rápida
divulgación popular mediante la copia manuscrita y la lectura en grupo a viva voz.
En efecto, estas obrillas del joven autor parecen ideadas para causar un
impacto inmediato en sus contemporáneos, cumpliendo una función similar a la que
hoy desempeñaría una columna periodística. El carácter público y la actualidad de los
personajes y situaciones descritos facilitaban la comprensión directa a los receptores
de la época, y ofrecen al lector actual una rápida caricatura de tipos y estampas de la
sociedad del Siglo de Oro.
Prácticamente todas ellas se apoyan en la imitación paródica de otro tipo de
textos: Cartas, memoriales, tratados… Quevedo evita el relato y prefiere apoyarse en
la copia burlesca de los documentos oficiales, de los libros de texto, de las epístolas
aduladoras, subrayando el sinsentido y vacuidad de los mismos con su habilidad para
el esperpento y el chiste conceptual.
Así, la abundancia de decretos o pragmáticas que se emitían en la corte por un
sinnúmero de situaciones es satirizada irreverentemente por Quevedo. Premática que
en este año de 1600 se ordenó (1600) dicta normas que han de combatir el uso de
tópicos literarios desgastados y el abuso de las frases hechas en el lenguaje cotidiano.
Premáticas del desengaño contra los poetas güeros (1605) sirve como despiadada
crítica literaria, que su autor insertó posteriormente dentro de El buscón. Y en otro
ámbito bien distinto, Premática que han de guardar las Hermanas Comunes (1609) y
Premática que han de guardar las Hermanitas del Pecar (1609) legislan jocosamente
el desempeño profesional de las cotorreras y la tarificación de las mismas en función
de su categoría.
El joven Quevedo parece conocer bien los tipos marginales de la sociedad: Un
buen número de ellos – rufianes, estafadores, tahúres, gariteros, matones a sueldo…-
son retratados en la segunda parte de Capitulaciones matrimoniales y Vida de Corte y
oficios entretenidos en ella (1600). La primera parte de la misma es una sátira del
matrimonio, tema recurrente de nuestro autor, que repetirá en Desposorios entre el
Casar y la Juventud (1624).
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Otra aversión recurrente e inseparable de la anterior es el asunto de Carta de
un cornudo a otro, intitulada “El siglo del cuerno” (1622). Obsesiona tanto a Quevedo
la abundancia de maridos tolerantes en la España del XVII como su profesionalización:
“que es oficio que si el mundo anduviera como había de andar, se había de llevar por
oposición como cátedra y darse al más suficiente (…). No hay cosa más acomodada
que ser cornudo (…).”
Y si la monetarización de los afectos se daba con tal frecuencia en las casadas,
Quevedo la encuentra mucho más generalizada – y molesta – entre las solteras. Las
lindas pedigüeñas son ridiculizadas a menudo por el solterón Quevedo, quien
consideraba más virtuosa la tacañería que la prodigalidad. Las Epístolas del Caballero
de la Tenaza (ca. 1605) son una hilarante colección de cartas en las que un galán tan
agarrado como un alicate emplea toda clase de excusas peregrinas para no soltar ni
un céntimo a su ávida novia. La popularidad del tacaño fue tal, que a su autor le
llegaron a motejar – y él llegó a firmar jocosamente alguna vez – como “el caballero de
la Tenaza”, lo que sugiere cierto grado de identificación entre escritor y personaje.
La fama de Quevedo gracias a estos escritos es imparable. El propio escritor,
con su aspecto singular, se autorretrata en el Memorial que dio don Francisco de
Quevedo y Villegas en una Academia pidiendo plaza en ella (1612), riéndose el
primero de sus propios defectos:
Don Francisco de Quevedo, hijo de sus obras y padrastro de las ajenas, (…)
persona que si se hubiera echado a dormir, no faltaran mantas con la buena
fama que tiene (…); ordenado de corona, pero no de vida; que es de buen
entendimiento, pero no de buena memoria; es corto de vista, como de ventura;
hombre dado al diablo y prestado al mundo y encomendado a la carne;
rasgado de ojos y de conciencia; negro de cabello y de dicha; largo de frente y
de razones; quebrado de color y de piernas; blanco de cara y de todo; falto de
pies y de juicio; mozo amostachado y diestro en jugar a las armas, a los naipes
y otros juegos; y poeta, sobre todo, hablando con perdón, descompuesto,
componedor de coplas, señalado de la mano de Dios.
Quevedo – como antes Góngora – no se detiene ante el chiste escatológico.
Gracias y desgracias del ojo del culo, aunque rebosante de ingenio, dio pie al
estereotipo de un autor siempre chocarrero y atrevido y, por tanto, a la atribución
indebida de muchos escritos inconvenientes.
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En su madurez, Quevedo, para defenderse de una eventual denuncia a la
Inquisición, dio a la imprenta una selección expurgada de sus obras festivas. En
Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio (1629), de título claramente exculpatorio,
reconoce sólo como suyas las Epístolas del Caballero de la Tenaza y el Cuento de
cuentos – una anécdota redactada casi exclusivamente con frases hechas y clichés –
a los que añade dos novedades: El Libro de todas las cosas y otras muchas más –
sátira de los adivinos – y La Culta Latiniparla, catecismo paródico en el que ridiculiza a
las mujeres que imitaban el habla cultista (“Por no decir «Tengo ventosidades», dirá:
«Tengo eolos o céfiros infectos»”). Completa los Juguetes una recopilación
autocensurada de los cinco primeros Sueños, que comentamos en el siguiente
epígrafe.
2.2 Obras satírico-morales
Entre 1605 y 1622 compuso Quevedo una serie de cinco relatos fantásticos titulada
genéricamente Sueños y discursos, en donde son criticados burlonamente diversos
personajes y vicios de su época. El primero de la serie es el Sueño del Juicio Final, en
el que describe – con el pretexto de haberlo soñado – la resurrección de los muertos y
su comparecencia ante el Tribunal de Dios. Van desfilando en breve aparición las
prostitutas, junto a los avaros, los médicos, los jueces, así como los representantes de
oficios manuales: taberneros, sastres, libreros y zapateros, conducidos por los
demonios. “Tras ellos venía la Locura en una tropa con sus cuatro costados: poetas,
músicos, enamorados y valientes, gente en todo ajena de este día.” (es decir, sin
juicio). La vista se despacha con rapidez, y no tienen que esforzarse mucho los
demonios en reclamar a los pecadores, pues casi todos se condenan a sí mismos por
sus palabras; es decir, por las palabras que el autor pone en sus bocas para
condenarlos.
El alguacil endemoniado no recurre la excusa del sueño, sino que se ambienta
en una sacristía donde Quevedo asiste al exorcismo que efectúa un clérigo sobre un
agente de la justicia poseso. El diablo que lo habita es elocuente e ingenioso: “¿Quién
podrá negar que demonios y alguaciles no tenemos un mismo oficio? Pues, bien
mirado, nosotros procuramos condenar, y los alguaciles, también.” Don Francisco
entabla un animado coloquio en el que le pregunta acerca del infierno y de las penas
que allí sufren poetas y enamorados “por ser cosa que a mí me toca”. Satisface el
diablo su curiosidad, y le ofrece detalles para enmendar las pinturas de Jerónimo
Bosco (1450-1516). Después describe las condenas de mercaderes, reyes y jueces,
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criticando la corrupción de la Justicia con mayor seriedad. Acaba el maligno
despotricando de las mujeres, hermosas y feas; y elogiando a los pobres, únicos
incapaces de condenarse.
A un cuadro de El Bosco se asemeja el Sueño del Infierno (1608). Quevedo,
guiado por su ángel custodio, desciende por providencia de Dios al camino del infierno,
que siguen los presuntos condenados habituales: taberneros, médicos, letrados,
jueces, mujeres, ricos, boticarios… pero también eclesiásticos, teólogos y soldados.
Llegados al lugar de la condenación, el relato se vuelve un retablo hirviente donde se
suceden breves intervenciones de figuras esperpénticas, que se expresan a gritos
desgarrados. Quevedo exprime a toda velocidad la desazón o el ridículo de cada
infeliz condenado que chilla y se revuelve entre chiste y chiste. Y el lector moderno
percibe inmediatamente el caos, el griterío, la grotesca pesadumbre. Y nos
preguntamos si Quevedo, siempre tan conflictivo en sus relaciones con los demás, se
anticipaba a la frase de Sartre: “El infierno son los otros.”
Las breves estampas varían en su tono más o menos serio o jocoso, pero no
en su intensidad. A un hidalgo orgulloso de su linaje, un demonio le atormenta
diciéndole las verdades:
Reímonos acá de ver lo que ultrajáis a los villanos, moros y judíos, como si en
estos no cupieran las virtudes que vosotros despreciáis. Tres cosas son las
que hacen ridículos a los hombres. La primera, la nobleza; la segunda, la honra;
y la tercera, la valentía. (…) Y porque veáis cuáles sois los hombres
desgraciados, y cuán a peligro tenéis lo que más estimáis, hase de advertir que
las cosas de más valor en vosotros son la honra, la vida y la hacienda. La
honra está en arbitrio de las mujeres, la vida en manos de los doctores y la
hacienda en las plumas de los escribanos. ¡Desvaneceos, pues, bien, mortales!
El mundo por de dentro (1612) se centra en lo engañoso de las apariencias
mundanas. El narrador pasea de la mano del Desengaño por la calle de la Hipocresía
y este le va descubriendo a cada paso que nada en el mundo es lo que parece: No
están tan tristes los deudos del difunto, ni tan desconsolada la viuda, ni es tan dichoso
el rico, ni es tan cumplidor el alguacil, ni la belleza de una dama es más que tramoya y
artificio.
Acaba el ciclo con el Sueño de la Muerte (1622), compuesto tras el paréntesis
italiano. Precedida de una escolta de médicos, boticarios, cirujanos y barberos, hace
su aparición una mujer muy galana y de figura donosa, la Muerte, que acompaña a
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Quevedo por la ultratumba. Allí, el Mundo, el Diablo y la Carne andan en pleito contra
el Dinero, mayor enemigo del alma que los otros tres juntos. Tras conocer distintas
clases de muertes – de amores, de frío, de hambre, de miedo y de risa – van
desfilando personajes que no existían sino en los refranes y frases hechas: El rey que
rabió, Pero Grullo, la dueña Quintañona, el marqués de Villena en su redoma (con
quien mantiene un coloquio relativo a la política española y veneciana), dejando para
el final a Diego Moreno, prototipo de cornudo, indignado con Quevedo por haberle
convertido en protagonista de un entremés. Personaje y autor se buscan en una
violenta reyerta que acaba despertando a este de su sueño.
Müller (1978:239) afirma que los Sueños no tienen sólo un valor estético o
lúdico, sino también un contenido político-moral de crítica a la realidad social de la
época. Pero los orígenes aristocráticos de Quevedo le impiden reconocer la verdadera
causa de la miseria nacional: “Un feudalismo mundano y religioso que, apegado a sus
añejos privilegios, obstaculiza todo progreso económico”. Por eso, “Su sátira se fija en
los síntomas superficiales (…) de un sistema herido de muerte: los pequeños parásitos
(…), los oficiales de las industrias (…), la pequeña corrupción de la burocracia judicial
y administrativa que sólo puede medrar a la sombra de la total corrupción del Estado.”
Como estrambote del ciclo de los Sueños se presenta el Discurso de todos los
diablos o Infierno enmendado (1627), en el que vuelve Quevedo a descender a los
infiernos para hacer hablar a difuntos célebres. Julio César y Bruto discuten, en un
anticipo del Marco Bruto, acerca de si gobernó mejor el césar o el Senado. Alejandro
Magno y su privado Clito, Nerón y su maestro Séneca, reflexionan sobre la relación
entre el príncipe y el valido. Aun sin abandonar las acostumbradas escenas de
condenados y chistes demoníacos, se advierte en esta sátira una deriva hacia temas
políticos de mayor importancia, precediendo lo que será La hora de todos. El relato se
cierra con el curioso discurso de Plutón a los diablos:
Mando que todos vosotros tengáis a la Prosperidad por diabla máxima,
superior y superlativa, pues todos vosotros juntos no traéis la tercera parte de
gentes a la sima que ella sola trae. Ésta es la que olvida a los hombres de Dios
y de sí y de sus prójimos. Ésta los confía de las riquezas, los enlaza con la
vanidad, los ciega con el gozo, los carga con los tesoros, los entierra con los
oficios...
La Hora de todos y la Fortuna con seso es la sátira más lograda de Quevedo.
Escrita en la década de 1630 y retocada tras salir de la prisión, se imprimió en 1650.
En la escena inicial, Júpiter reúne a los dioses del Olimpo en excéntrica asamblea, --
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pues las deidades son grotescas y alocadas en su aspecto y comportamiento – para
rectificar las costumbres de la diosa Fortuna, que, como es sabido, no mira a quién
favorece. Decreta Júpiter que todos los hombres en el mundo, en un día y una hora,
se encuentren con lo que cada uno merece, a modo de experimento.
Síguense cuarenta cuadros en los cuales la situación humorística se crea por el
cambio repentino de circunstancias: Un insoportable “hablador plenario” se convierte
en tartamudo; un casamentero se encuentra casado con la picarona que intentaba
colocar a otro; la obra de un poeta culto es tan oscura que acuden a ella murciélagos y
lechuzas; el tabernero aguador se sorprende arrojando vino por la ventana.
En la segunda mitad del libro se suceden viñetas de tema político, que aluden a
la situación de Italia, Nápoles, Venecia, Holanda, Alemania… interpretada bajo el
prisma quevediano, que a veces ofrece sugestivas imágenes, como es la descripción
de Italia en el cuadro XXIII haciendo equilibrios en una maroma mientras Francia y
España esperan su caída para adueñársela.
El cuadro XXXIX, La isla de los monopantos, es una acérrima alegoría
antisemita dirigida contra el Conde Duque (personificado como Pragas Chincollos) y
los miembros de su gobierno, a quienes retrata como hebreos disimulados que acuden
a una siniestra asamblea conspiratoria de judíos de toda Europa. Aparte el lamentable
racismo del episodio, este evidencia la enemistad final entre Quevedo y Olivares,
quien, de haber conocido el texto, hubiera tenido sobrado motivo para encarcelarlo.
En varios pasajes de La hora de todos se plantea una doble perspectiva de
tratamiento en ciertos temas. Al discurso de un personaje sigue el de su antagonista;
de modo que, por primera vez en la prosa de Quevedo, éste no deja bien claro cuál es
su punto de vista y se limita a expresar los distintos argumentos posibles. Además de
ser un rasgo de madurez del escritor, esta ambigüedad le permite mayor libertad de
tratamiento en los asuntos políticos. Así sucede, por ejemplo, con los discursos del
morisco y el renegado en Turquía; en la viñeta del Rey de Inglaterra; el cuadro
dedicado a los negros; la disputa entre indios araucanos y holandeses; o con el
razonado alegato de la mujer en defensa de sus derechos, opuesto al típico discurso
misógino:
- Tiranos, ¿Por cuál razón (siendo las mujeres de las dos partes del género
humano la una, que constituye mitad) habéis hecho vosotros solos las leyes
contra ellas, sin su consentimiento, a vuestro albedrío? Vosotros nos priváis de
los estudios, por invidia de que os excederemos; de las armas, por temor de que
seréis vencimiento de nuestro enojo los que lo sois de nuestra risa. Habéisos
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constituido por árbitros de la paz y de la guerra, y nosotras padecemos vuestros
delirios. El adulterio en nosotras es delito de muerte, y en vosotros,
entretenimiento de la vida. Queréisnos buenas para ser malos, honestas para ser
distraídos. (…) Hoy es día en que se ha de enmendar esto, o con darnos parte
en los estudios y puestos de gobierno, o con oírnos y desagraviarnos de las
leyes establecidas, instituyendo algunas en nuestro favor y derogando otras que
nos son perjudiciales.
2.3 Novela picaresca
Su única incursión en la novela es la Historia de la vida del Buscón llamado don
Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños. Compuesta hacia 1605, fue
impresa por primera vez en 1626 sin permiso de Quevedo, quien jamás reconoció su
autoría.
Tomando la estructura autobiográfica y evolutiva del Guzmán de Alfarache
(1599), su protagonista, Pablos Pablo de San Pedro, narra la historia de su progresivo
envilecimiento. En la primera parte explica su origen deshonroso: Nacido en una
familia segoviana de cristianos nuevos, su padre es un barbero ladrón y su madre una
hechicera alcahueta. Conoce en la escuela a Diego Coronel, a quien acompaña a
estudiar a la universidad de Alcalá, hospedándose en la pensión del licenciado Cabra,
“archipobre y protomiseria”. Los estudiantes, al reconocerle como “nuevo”, le someten
a una lluvia de escupitajos. Enterado del ajusticiamiento de sus padres, decide
regresar a Segovia para cobrar la herencia de manos de su tío, que es el propio
verdugo.
La segunda parte está centrada en los viajes de Pablos, y en la forja de su
sueño de ascender de clase social. Tras un viaje en el que se topa con diversos
personajes esperpénticos de la España barroca – un arbitrista estrafalario, un trasunto
del maestro de esgrima Pacheco, un poeta sospechosamente gongorino, un
decadente soldado, un ermitaño tahúr… – recibe el dinero de su tío e inmediatamente
le abandona, renegando para siempre de sus orígenes. Se dirige a Madrid a lomos de
“un rucio de la Mancha”, y conoce en el camino al hidalgo arruinado Toribio Rodríguez,
quien le explica que fingiendo nobleza es posible medrar en la corte y le ofrece
introducirle en su círculo, lo que acepta Pablos muy ilusionado.
En la tercera parte se dan cita la degradación total, el desengaño, y el fracaso
definitivos. Los amigos de Toribio, a pesar de las apariencias de clase, no dejan de
ser un ridículo grupo de “caballeros de rapiña”. Van todos a parar a prisión, de donde
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Pablos sale corrompiendo al carcelero. Por dos veces cambia su nombre y finge ser
un caballero para seducir a mujeres, siendo finalmente descubierto y apaleado; la
segunda vez es el propio Diego Coronel quien le delata. Arruinado, se dedica a la
mendicidad; después será actor de comedias, y por último, galán de monjas. Acaba en
Sevilla, miembro de una banda de malhechores y asesinos. Amancebado con una
prostituta, decide marcharse a las Indias para probar fortuna. Termina confesando: “Y
fueme peor, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de
vida y costumbres.”
Desde la primera página, Quevedo deslumbra al lector con un lenguaje
conceptista, plagado de ironías y antítesis, en la que cada palabra muda su significado
en función de las que siguen. Del padre barbero, Clemente Pablo, cuyo apellido y
profesión lo identifican como converso, “dicen que era de muy buena cepa, y, según él
bebía, es cosa para creer.” ¿Qué es lo que hemos de creer? El lenguaje en manos de
Quevedo muestra a la vez las apariencias del mundo y lo que estas esconden, en un
permanente juego de equilibrios inestables entre fingir y desenmascarar.
Pero el autor, por joven que sea, ya tiene una visión avisada y pesimista,
diríamos que escarmentada, del mundo. Y constantemente incita al lector a elegir,
entre todas las interpretaciones posibles, la menos ingenua: la peor, por tremenda que
sea. Cuando Pablos explica a Coronel que su padre “había muerto tan honradamente
como el más estirado”, no hemos de olvidar que nadie muere más estirado que un
ahorcado. Y si hay pasteles de carne en la mesa del verdugo, tiene su lógica que en
lugar de una bendición se rece un responso.
Lázaro Carreter (1983:495-496) señala que El Buscón comparte con Guzmán
de Alfarache ciertos episodios y la misma visión pesimista del mundo. Pero se
diferencia de este en la ausencia de didactismo y de protesta social. Quevedo ni
moraliza ni protesta, y ahí precisamente radica su originalidad. Se limita a contemplar
la miseria y ruindad humanas a través de un prisma que deforma y aísla, para
transformarlos en sustancia cómica. De ahí la organización guiñolesca del libro, la
frialdad de Pablos, la imposibilidad de que brote una chispa de simpatía. El Buscón
más que un “libro de burlas”, es un libro de ingenio. Su argumento no es más que un
pretexto para la creación estética de una densa red de conceptos, carente de
emociones.
Aunque, como vimos arriba, siempre caben interpretaciones más pesimistas. M.
y C. Cavillac (1983:498) han apuntado que la intención de Quevedo no parece haber
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sido la positiva de rivalizar con Mateo Alemán en riqueza de invención y potencia
creativa, sino la negativa de destruir la ficción del Guzmán.
En la obra del judío Alemán no solo se protesta de la sociedad entera, sino que
su protagonista logra al final redimirse y regenerarse, en plano de igualdad con los
justos. Tal idea debió ser insoportable al clasista Quevedo, que en respuesta crea a un
pícaro converso para condenarlo a la caída y al fracaso cada vez que intenta fingir
hidalguía o trepar por la escala social.
La España de Felipe III aún se regía por un sistema estamental, en el que la
aristocracia se esforzaba por mantener a raya los intentos de ascensión social,
desconfiando particularmente de los judíos conversos o “cristianos nuevos” y de sus
descendientes. El hidalgo Quevedo compartía esta ideología antisemita y la dejará
traslucir en varios escritos satíricos y políticos, empezando por el Buscón.
Quevedo pinta a los conversos como carentes de toda virtud: La madre de
Pablos es tan vil como la Celestina; su padre es bebedor, ladrón y ha tenido
problemas con el Santo Oficio; el clérigo Cabra – pelirrojo como Judas y con apellido
de cristiano nuevo – es avaro y ruin hasta matar de hambre a sus pupilos.
Pablos es indigno por su sangre y por su propio comportamiento, y sufrirá
castigos siempre que intente saltar las barreras de clase. En la universidad, reservada
a los cristianos viejos, estos le escupirán por ser nuevo. Si intenta cambiar de
identidad o simular limpieza de sangre, será descubierto. Nunca podrá cambiar de
estado.
Molho (1983:497-500) interpreta que El Buscón está concebido para dar a la
casta dominante la conciencia de su dominación, basada en la impermeabilidad de los
estamentos. Quevedo, conservador y aristócrata, anima al mantenimiento del sistema
estamental y a la desconfianza hacia pícaros y buscones. Pero además de la jerarquía
de los estamentos está la jerarquía del poder económico, que introduce el desorden y
la trampa en el cuerpo social: El noble arruinado (don Toribio) tiene linaje, pero no
dinero, lo que le convierte en parásito. Y el adinerado sin linaje (don Diego) se
identifica con la nobleza, pero no deja de ser un advenedizo. El Buscón describe ese
universo vacío de esperanza y rectitud, donde todos son pícaros intentando ascender,
donde todo el mundo se oculta bajo máscaras.
2.4 Obras políticas
La obra política de Quevedo – extensa pero desigual – ofrece el interés de la
cercanía de su autor a los centros de poder. Sus trabajos, empero, son de ideas poco
novedosas cuando no retrógradas; y se nota en ellos ausencia de un firme fundamento
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lógico. El inquieto político dejó de lado los postulados estoicos y ascéticos,
prescindiendo de escrúpulos a la hora de justificar su discurso.
Abre la lista España defendida y los tiempos de ahora (1609); obra incompleta,
cuyo borrador se conserva. Con ella se proponía Quevedo componer un gran tratado
enciclopédico en elogio de España, los españoles, su idioma y su cultura, a quienes
consideraba injustamente criticados en las obras de los mayores humanistas de la
época: Joseph Scalígero, Marco Antonio Muret, y el geógrafo Gerardo Mercator.
En los primeros capítulos, Quevedo describe y alaba la geografía patria, su
historia antigua, el nombre de España y su origen y etimología. Más importancia aún
concede a la defensa de la lengua española y su gramática, concebida como una
respuesta a los comentarios vejatorios de Mercator en su Atlas. Examina la historia del
léxico español, con un alarde de erudición de filología latina, griega y hebrea; pero
finalmente la pasión le puede y pasa a la diatriba personal contra Mercator, al que
enumera con fervor las glorias de la literatura española.
La obra, demasiado ambiciosa y falta de un plan integral, nunca llegó a
terminarse y menos a enviarse al rey Felipe III, para quien Quevedo escribió la
dedicatoria. Sin embargo, es interesante para reconocer algunos rasgos
característicos de nuestro autor: Falta de sistematización, que suple con facilidad de
discurso; devoción por la erudición y la filología, aunque a veces fuerza demasiado
sus interpretaciones; amor castizo a España, llevado hasta el extremo; y aguda
capacidad crítica, que llega a la polémica temperamental.
Política de Dios, gobierno de Cristo y tiranía de Satanás es la obra política más
ambiciosa de Quevedo, en la que reúne un corpus ideológico y un manual de gobierno
construido a partir de la lectura de los evangelios. Su primera parte (redactada en
1618) fue enviada al conde duque de Olivares en 1621, e impresa en 1626; mientras
que la segunda parte no se imprimió hasta 1655. Crosby ha observado que la primera
parte de Política de Dios es la obra quevediana que alcanzó mayor número de
ediciones en vida de su autor. Buena parte de sus lectores interpretaron –
erróneamente, si creemos a Quevedo en el prólogo de la segunda parte – que el texto
criticaba a personas concretas del gobierno de Felipe IV, lo que explicaría su éxito de
ventas.
Partiendo de la glosa de ciertos pasajes evangélicos, Quevedo va obteniendo
paralelismos que sirven para desgranar una serie de amonestaciones al rey: debe
ejercer la carga del gobierno sin delegarlo en validos; saber la cuenta de sus gastos;
castigar públicamente a los malos ministros; preguntar lo que dicen de él; llevar tras de
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sí a sus ministros y no al revés… Preocupa particularmente al autor la actuación de
validos y ministros, de quienes desconfía. Quevedo, desde una concepción divina y
patriarcal del poder, piensa que sólo el rey puede gobernar con acierto España. Llega
a afirmar que “Los reyes son vicarios de Dios en la tierra”. Al proceder de Dios, el
único límite a la autoridad del rey es su sujeción a la ley divina por medio de la religión
católica.
Política de Dios es la expresión de una concepción del gobierno no ya absolutista,
sino de regresión a los tiempos y valores del feudalismo. Oponiéndose abiertamente a
Maquiavelo y a las formas de gobierno de inspiración luterana, Quevedo niega el
concepto de “razón de Estado” y se sirve del texto bíblico como fundamento ideológico,
subordinando la política a la religión y la moral católicas.
Hacia 1620 Quevedo se interesa por la historiografía política, centrando su
atención en la época de la que puede aportar un testimonio directo. Concibe así
Mundo caduco y desvaríos de la edad (1621), en la que pasa revista a los hechos de
los últimos años de Felipe III, con especial énfasis en la política de Venecia y en las
hazañas militares de Gonzalo de Córdoba.
Mayor atractivo ofrece Grandes Anales de quince días (1621), en el que, con el
ritmo de un reportaje periodístico, transmite la muerte de Felipe III, el ascenso de la
nueva camarilla y la defección de la anterior. El encarcelamiento del duque de Osuna,
el asesinato del conde de Villamediana, y sobre todo, la crónica de la ejecución del
marqués de Siete Iglesias son narrados con innegable nervio por Quevedo.
La propuesta que en 1617 lanzó la Orden de los Carmelitas para que Santa
Teresa de Jesús fuese la nueva copatrona de España junto a Santiago desencadenó
una exacerbada – y estéril – polémica en aquella sociedad en crisis. Quevedo,
caballero de la Orden de Santiago, se sintió obligado a defender públicamente la
exclusividad patronal del apóstol. En el Memorial por el patronato de Santiago (1628)
plantea una concepción belicista del Estado – “son las Españas bienes castrenses
ganados en la guerra por Santiago” –, y deja claro que no resulta aceptable la idea de
que el ejercito invoque a una monja antes de entrar en batalla. Su extrema
vehemencia y notoriedad le enemistaron con el rey, siendo Quevedo desterrado a La
Torre.
Desde allí compuso una continuación del mismo tema en tono más sosegado: Su
espada por Santiago (1628). Además aprovechó de nuevo sus experiencias
personales para componer un memorial dirigido al rey, Lince de Italia u zahorí español
(1628), en el que repasa la política de las repúblicas italianas y despliega sus amplios
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conocimientos de la actualidad diplomática europea, al tiempo que hace notar su valía
al rey. Debió surtir efecto, porque a las pocas semanas Quevedo fue llamado de nuevo
a la corte.
El chitón de las tarabillas, obra del Licenciado Todo-lo-sabe (1630), marca el
máximo momento de servilismo de Quevedo hacia Olivares. Escrito por encargo del
valido en respuesta a un razonado trabajo de Mateo de Lisón y Biedma, defiende con
más falacias que argumentos la política económica del Conde Duque. Libelo ingenioso,
pero excesivamente venenoso y satírico, El chitón causó escándalo y fue denunciado
a la Inquisición, con lo que su efecto fue contrario al deseado. Además, ciertos pasajes
podían interpretarse como una crítica encubierta al valido. Todo ello produjo un
deterioro de las relaciones entre Olivares y Quevedo.
Es poco conocido el opúsculo Execración por la fe contra los judíos (1633), cuyo
manuscrito ha sido descubierto recientemente, y que constituye la más furibunda
muestra de intransigencia por parte de Quevedo. De carácter confidencial, este
discurso presenta una documentada argumentación antisemita y exhorta al monarca a
actuar contra los judíos y conversos, proponiendo su expulsión y su muerte a cuchillo
puerta por puerta.
La primera parte de la Vida de Marco Bruto se publica en 1644; nunca pudo
completarse la segunda. Traduciendo el texto de las Vidas Paralelas de Plutarco,
Quevedo aporta sus glosas en las que reflexiona sobre todo tipo de temas inducidos
por la historia del político Bruto, de la que son elementos esenciales la conspiración, la
traición y el dilema del tiranicidio. Imposible dejar de encontrar paralelismos entre los
conjurados romanos y la camarilla de los opositores a Olivares.
Marco Bruto sigue una línea discursiva sinuosa, no siempre clara y a veces con
las contradicciones típicas de su autor. Quevedo prefiere a un gobernante justo antes
que a un tirano; pero condena sin reservas el tiranicidio. Pueden extraerse del texto
otras ideas políticas, que oscilan entre el acostumbrado conservadurismo –
infravaloración de la mujer, inmovilismo ideológico, aceptación de las calamidades por
providenciales – y otros postulados más modernos, como la defensa de la libertad,
aunque desde una perspectiva aristocrática. Este es su encendido elogio que
Quevedo pone en la voz del patricio Marco Bruto:
“Perder la libertad es de bestias; dejar que nos la quiten, de cobardes. Quien por vivir queda esclavo, no sabe que la esclavitud no merece nombre de vida, y se deja morir de miedo de no dejarse matar.”
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2.6 Obras filosóficas
Polígrafo meritorio, no es Quevedo un gran filósofo. Su labor en este campo no ofrece
innovación alguna y no deja de ser un comentario a pie de página del estoicismo de
Séneca, debidamente adaptado al cristianismo de la época.
La cuna y la sepultura para el conocimiento propio y desengaño de las cosas
ajenas (1634) es una mezcla de exposición popular de Séneca con referencias
teológicas. Repite el autor las paradojas que supone el hecho de empezar a morir
desde el mismo instante de nacer, el ya trillado tópico Cotidie morimur:
“A la par empiezas a nacer y a morir; y no es en tu mano detener las horas; y
si fueras cuerdo, no lo habías de desear; y si fueras bueno, no lo habías de temer.
Antes empiezas a morir que sepas qué cosa es vida; y vives sin gustar della, porque te
anticipan las lágrimas a la razón.”
No hay novedad alguna en las ideas tantas veces desgranadas anteriormente
por filósofos estoicos y ascetas cristianos, aunque brilla en el discurso la prosa
conceptista de su autor. Sus reflexiones neoestoicas se centran principalmente en tres
aspectos: El conocimiento de uno mismo, el desengaño de las apariencias vanas, y la
ponderación de la muerte.
Nombre, origen, intento, recomendación y descendencia de la doctrina estoica
(1635) es una descripción básica del estoicismo, al que añade comentarios acerca de
la escuela epicureísta y los cínicos. Su principal fuente son las obras del neoestoico
Justo Lipsio, con quien había mantenido correspondencia en latín. En la segunda parte
del libro se incluye la Defensa de Epicuro, a quien dedica grandes elogios, intentando
demostrar que los principios del epicureísmo no contradicen ni al estoicismo ni al
cristianismo, opinión difícilmente aceptable para la mayoría de filósofos. En todo caso,
Quevedo llega a dar una interpretación deformada de los clásicos con tal de
integrarlos en la ortodoxia cristiana.
También en 1635 publica sus traducciones al castellano de los estoicos
clásicos Manual de Epícteto y Vida y tiempo de Phocílides.
El mismo aire pesimista se observa en De los remedios de cualquier fortuna
(1638), traducción y glosa de un apócrifo de Séneca, en el que se sugieren consuelos
estoicos a veinte clases de desdichas que pueden sobrevenir (muerte, destierro, dolor,
pobreza...). Quevedo añade al texto original sus propios consejos de resignación
cristiana, apurando al máximo los temas hasta llegar casi a la reiteración obsesiva.
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Las obras neoestoicas en la década de 1630 se corresponden con los tiempos
difíciles en la vida del escritor, quien de nuevo se refugió en los libros. Ettinghausen
(1983:560) dice al respecto: “La atracción que ejercían en él los ideales de
imperturbabilidad estoica y de no depender más que de sí mismo estaba en proporción
directa con su propia necesidad de disponer de un escudo eficaz ante la adversidad y
ante su modo de ser, que era esencialmente contrario al estoicismo.”
2.7 Obras ascéticas
Con Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo (1635), Quevedo se convierte
en predicador laico, que construye su sermón en cuatro partes fustigando la envidia, la
ingratitud, la soberbia y la avaricia. El celo en la defensa de la ortodoxia católica se
muestra en la abundancia de citas eruditas tomadas de los Padres de la Iglesia, sin
dar cabida en momento alguno a los filósofos clásicos ni a otra fuente que no sea la
Biblia. El tonante sermón contiene algunas de las páginas más pesimistas y amargas
de Quevedo, incapaz de hallar virtud alguna en la condición humana.
Durante sus años de prisión en San Marcos, Quevedo buscó consuelo en la
composición de temas religiosos. Providencia de Dios padecida de los que la niegan y
gozada de los que la confiesan es un impresionante trabajo teológico que defiende la
existencia del alma y de la divina Providencia. Sus fuentes son la obra de Séneca De
Providentia Dei y el tratado De Anima de Francisco Suárez. El texto tiene además un
tono vitalista y hasta poético cuando describe la riqueza de la creación y de sus
criaturas, muy diferente al de sus tratados filosóficos.
La proyección de sus sentimientos es evidente en La constancia y paciencia
del Santo Job en sus pérdidas, enfermedades y persecuciones y también en La caída
para levantarse, el ciego para dar vista, el montante de la Iglesia en la vida de San
Pablo Apóstol (1644). El relato está orientado a exaltar lo paradójico de la Providencia
divina cuando esta escoge como gran propagador de la fe a quien había sido su
perseguidor implacable: “El mundo levanta para derribar, Dios para levantar derriba.
Solo Pablo tropezó en abundancia de luz y ciega inundado de claridad”. Quevedo
busca en la fe, como San Pablo, la redención de sus errores anteriores.
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3. Obra poética
3.1 Transmisión
La mayor parte de la poesía de Quevedo no fue publicada en vida de su autor, aunque
gracias a la circulación en copias manuscritas y la inclusión en ciertas antologías logró
una difusión más que notoria. Al final de su vida tenía pensado preparar la edición de
sus obras completas y la de sus poesías. Después de su muerte, el impresor Pedro
Coello quiso publicar las obras poéticas, pero no pudo encontrar todas. Con la
colaboración de Josef González de Salas, amigo erudito de Quevedo, que titula y
anota los poemas, sale a la luz El parnasso español, monte en dos cumbres dividido,
con las nueve musas castellanas (Madrid, 1648). Siguiendo la voluntad del autor, se
ordenan por temas que se asocian a las musas canónicas, aunque el libro no incluye
más que seis apartados, en lugar de los nueve del título.
González de Salas murió antes de poder completar la edición del segundo
volumen, tarea que finalizó el sobrino Pedro Aldrete Quevedo. Se publica así en 1670,
Las tres musas últimas castellanas. Segunda parte del parnaso español, que aporta
nuevos poemas quevedianos, pero también otros apócrifos. Permanecieron inéditos
los poemas de manuscritos perdidos y los que Aldrete no se atrevió a presentar a la
censura.
Durante muchos años se atribuyeron impropiamente a Quevedo toda clase de
poemas conservados en manuscritos anónimos, particularmente los de carácter
satírico, erótico y político. La antigua edición de Astrana Marín, que incluye muchos de
este tipo, ha sido desplazada por la recopilación de José Manuel Blecua, quien ha
depurado cuidadosamente las fuentes. Reconoce Blecua como auténticos de Quevedo
un total de 876 poemas, cuya misma numeración y clasificación temática seguimos.
3.2 Poemas metafísicos
En ellos Quevedo emplea la poesía como cauce de expresión de su pensamiento
filosófico y se plantea los problemas más graves de la existencia. Su principal fuente
es la escuela estoica de Séneca, que predica el dominio de las pasiones y la
impasibilidad ante los reveses de la fortuna. Lo original en Quevedo no son las ideas,
sino la forma de expresarlas, como veremos.
El tema fundamental de su poesía filosófica lo es de toda la poesía barroca: La
muerte, la inmediatez, la simultaneidad vida-muerte. A lo que se une la angustiosa
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rapidez con que la muerte se acerca. Ya no es la muerte sólo el fin de la vida, ni el mar
al que van a dar los ríos; ahora la muerte invade la vida, la ataca con agresividad.
Paralelamente, la vida es una carrera imparable cuyo control escapa a la voluntad.
Tales aspectos se advierten en el poema “¡Cómo de entre mis manos te
resbalas!” (B 31). El primer cuarteto se divide simétricamente entre dos versos
dedicados a la vida – a la que asocia los verbos “resbalas” y “deslizas”— y los dos
siguientes a la muerte, cuyos adjetivos “mudos”, “callado”, “fría”, la presentan como
una aparición silenciosa. Ese sigilo no impide que el segundo cuarteto introduzca la
idea de violencia asociada a la “feroz” muerte. En los tercetos se lamenta con angustia
desgarrada la paradoja de que el hombre no puede desear vivir un día más sin dejar al
mismo tiempo de acercarse a la muerte. El último verso impacta al lector con tres
repeticiones que califican a la vida, tres siglos antes de inventarse el blues: “Cuán
frágil es, cuán mísera, cuán vana.”
Concepto inseparable en Quevedo es el del tiempo, estrechamente unido a la
muerte. El tiempo es discontinuo porque la vida está hecha de una sucesión de
instantes no conectados con lo anterior ni con lo posterior; cada uno es ejecutor del
que le antecede y víctima del siguiente. Vivir es sentir que, en cada momento,
perdemos el instante que habitábamos, lo que nos condena a una perpetua desazón.
Así se nota en “¡Ah de la vida!... ¿Nadie me responde?” (B 2), cuyo primer
terceto ilustra de modo simple, pero con incontestable urgencia, la acelerada premura
del tiempo.
Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.
La presencia constante de la muerte en todos y cada uno de los instantes
vividos conduce a la multiplicación de las identidades del poeta, con su consiguiente
despersonalización: El yo pasa a ser él, otro diferente; no hubiera sido tan efectivo
decir “soy un fui, y un seré, y un soy cansado.” La misma idea ronda el segundo
terceto:
En el hoy y mañana y ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto
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Lo presente queda anulado por lo sucesorio: el poeta descubre con horror que
no es más que un difunto que camina desde el pañal a la mortaja. Y ni siquiera es un
solo muerto con su propia identidad, sino una multiplicidad de sombras.
La originalidad de este grupo de poemas filosóficos está en su expresión, en su
estilo paradójico, su tono desgarrado, capaz de conmover al lector actual, y de
distinguir a Quevedo de otros poetas que abordaron los mismos temas. Puede
comprobarse en los poemas “¡Fue sueño ayer; mañana será tierra!” (B 3), “Vivir es
caminar breve jornada” (B 11), “Todo tras sí lo lleva el año breve” (B 30).
El senequista Quevedo llega incluso a invocar a la muerte en “Ven ya, miedo
de fuertes y de sabios” (B 28), y desearla con delicadeza en “Ya formidable y
espantoso suena” (B 8), donde dice que la parca “más tiene de caricia que de pena”.
La idea de la aceptación de la muerte no está reñida en Quevedo con un sentido
cristiano de la misma, aunque la expresión no lo evoque directamente, como podemos
ver en “Señor don Juan, pues con la fiebre apenas” (B 1).
3.3 Poemas religiosos
A pesar de las acusaciones de ateísmo por parte de sus enemigos, y de su vida a
menudo desordenada, Quevedo cultivó un sincero sentimiento religioso. Precisamente
el arrepentimiento es la base de los poemas de su Heráclito cristiano, donde anhela
“Un nuevo corazón, un hombre nuevo” (B 13), desnudo de sí mismo y cercano a Dios.
Junto al arrepentimiento, el desengaño por el mundo se deja notar en plegarias
como “Bien te veo correr, tiempo ligero” (B 39) y “Amor me tuvo alegre el pensamiento”
(B 40), donde lamenta que la apariencia vana de las cosas le distraiga de la salvación
eterna. La angustia de la muerte material se ve mitigada aquí por la fe cristiana.
En contraste con el arrebato y la ternura de la poesía religiosa de Lope de
Vega, Quevedo a veces se queda en una expresión demasiado conceptista,
demasiado intelectual, de la fe. Así sucede en “Pues hoy pretendo ser tu monumento”
(B 35), donde la eucaristía es pretexto para un juego de conceptos de precisión
matemática. También se observa cierto distanciamiento en la serie de sonetos
dedicados a glosar palabras de Cristo – por ejemplo, “Mujer llama a su madre cuando
expira” (B 176) –, donde el teólogo poeta no se aparta un ápice de la ortodoxia
cristiana.
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3.4 Poemas morales
Bajo la segunda musa de El Parnasso Español, Polimnia, se reúnen las “poesías
morales, esto es, que descubren y manifiestan las pasiones y costumbres del hombre,
procurándolas enmendar”, según titula González de Salas. Asoma aquí el ceño del
don Francisco moralista, a medio camino entre el filósofo y el satírico. En efecto, las
composiciones poemas morales de Quevedo comparten su enfoque neoestoico con
los graves poemas metafísicos.
Los temas en general no son nada novedosos: el tópico Beatus ille (“Dichoso tú,
que alegre en tu cabaña”, B 60), críticas de la avaricia (“Quitar codicia, no añadir
dinero”, B 42), de la gula (“Que los años por ti vuelen tan leves”, B 64), del fingimiento
(“Lágrimas alquiladas del contento”, B 54), de la hipocresía (“No digas, cuando vieres
alto el vuelo”, B 110). A veces se echa de menos en estas composiciones la viveza y
la intensidad que encontramos en los poemas metafísicos, y hasta en los satíricos,
donde los mismos temas adquieren mayor fuerza expresiva.
Pero también en este grupo hay piezas impagables, como el que según Blecua
(1987:XVII), es “el mejor elogio de los libros que conoce la poesía española de todos
los tiempos”: el que comienza “Retirado en la paz de estos desiertos” (B 131).
Es ineludible comentar la Epístola satírica y censoria contra las costumbres
presentes de los castellanos (B146), dirigida al conde duque de Olivares, en la que
reconocemos al Quevedo más conservador. Tras un comienzo brioso, pero ambiguo
en su interpretación (“No he de callar, por más que con el dedo…”), se lanza al ataque
contra los vicios e incapacidades de las clases altas de su tiempo, ocupadas en juegos
de cañas y lidias de toros. En contraste, elogia como ideal la “virtud desaliñada”, los
valores rancios de los castellanos medievales: la honestidad, la severidad, el heroísmo
guerrero. La larga epístola, de valor más documental que poético, acaba
recomendando al valido que imponga “la militar valiente disciplina”, y si así lo hace,
habrá de “restaurar más que Pelayo”.
3.5 Poemas amorosos
Heredero de la tradición del amor cortés, de Petrarca y del platonismo renacentista,
que dieron pie a una pléyade de monótonos poetas, Quevedo sobresale de la lista
como uno de los grandes. A decir de Dámaso Alonso (1962:519), es “el más alto poeta
de amor de la literatura española”. Los tópicos petrarquistas – el dolor de la pasión, el
aguijón del amor ignorado, el tormento de la ausencia, la belleza desconcertante y
destructora, las parejas de contrarios – son retomados por Quevedo con una
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expresión personalísima que los revitaliza, los intensifica y les devuelve el brillo de la
originalidad.
Véase, por ejemplo, cómo le da la vuelta al tópico de la pareja nieve-fuego, en
el soneto A Aminta, que se cubrió los ojos con la mano (B 306).
Lo que me quita en fuego, me da en nieve
la mano que tus ojos me recata;
y no es menos rigor con el que mata
ni menos llamas su blancura mueve.
Ya no es como solía la dama de insensible hielo duro; el ardor que se nota en
sus ojos ha de ser disimulado por la nívea mano, cuya palidez resulta ser tan excitante
y tan letal como aquellos para el enardecido poeta.
Los poemas de Quevedo, al contrario de lo acostumbrado en el amor cortés, no
sitúan a la amada en el principal centro de atención. Este lo ocupa el paisaje interior
del poeta, generalmente lleno de dolor. En su poesía no aparece prácticamente el
destello de la “joie” o gozo dichoso, ni siquiera el recuerdo de los días felices, lo que
nuevamente lo separa del tópico cortés. El amor no es sensualidad, sino tormento,
rabia, obsesión, agonía, ruina:
Amor me ocupa el seso y los sentidos;
absorto estoy en éxtasi amoroso;
no me concede tregua ni reposo
esta guerra civil de los nacidos. (B 486)
Aunque el objeto del amor sea sublime, la pesadumbre se convierte en un dolor
que se siente como físico, que se somatiza – (“En los claustros de l’alma la herida”, B
485) – y que sume la vida en un progresivo caos. Al llegar al último verso sólo queda
desolación y pavor.
La gente esquivo y me es horror el día;
dilato en largas voces negro llanto,
que a sordo mar mi ardiente pena envía.
A los suspiros di la voz del canto;
la confusión inunda l’alma mía;
mi corazón es reino del espanto.
El amor duele, el amor muerde. Que a nadie extrañe entonces que Quevedo se
exprese a gritos. El soneto Dejad que a voces diga el bien que pierdo (B 360) es, de
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principio a fin, ejemplo del alarido desgarrado como medio de expresión poética y
afectiva. Desconcertante, pero que toca hasta el endurecido corazón del lector actual.
De gritar solamente quiero hartarme;
sepa de mí a lo menos esta fiera
que he podido morir y no mudarme.
Dámaso Alonso (1962: 497-580) ha identificado el grito febril de Quevedo como
rasgo inconfundible de su personalidad y de su modernidad. Alonso reconoce la
exasperación como centro de la lírica quevediana. Su pena nace ligada a un
pesimismo inseparable del hecho de existir, e incorpora una angustia permanente en
su poesía. “Quevedo es un atormentado: es un héroe – es decir, un hombre –
moderno. Como tú y como yo, lector: con esta misma angustia que nosotros sentimos.
(…) Sí, angustiado y desnortado, como nosotros, como cualquiera de nosotros.” (575-
577)
Nuestro héroe no podía librarse totalmente de la angustia de la muerte, y a ella
viene a solaparse la angustia del amor. Quevedo reacciona sublimando su amor,
intelectualizándolo, desligándolo de la materia. En “Mandóme, ¡ay Fabio!, que la
amase Flora” (B 331) distinguirá entre amar y querer, y reconocerá, de acuerdo con la
doctrina del neoplatonismo, que cuando el amar reside en el entendimiento es eterno.
Amar es conocer virtud ardiente;
querer es voluntad interesada,
grosera y descortés, caducamente.
El cuerpo es tierra, y lo será; y fue nada;
de Dios procede a eternidad la mente:
eterno amante soy de eterna amada.
Pero hay un tema muy original, por el que Quevedo se distingue de la tradición
neoplatónica y de todos sus contemporáneos, que se resume en el motivo de la
“ceniza enamorada”, recreación de un verso de Propercio. El amor sobrevive a la
muerte no sólo en el entendimiento del alma siempre anhelante; sino también en las
cenizas que conservarán eternamente – a modo de galardón -- las huellas de la llama,
de la pasión que las consumió.
La idea surge como fuerte intuición en “Qué perezosos pies, qué entretenidos”
(B 475):
Del vientre a la prisión vine en naciendo;
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de la prisión iré al sepulcro amando,
y siempre en el sepulcro estaré ardiendo.
y toma forma evolucionada en “Si hija de mi amor mi muerte fuese” (B 460), llegando a
su culminación en el soneto Amor constante más allá de la muerte (“Cerrar podrá mis
ojos la postrera”, B 472), considerado por Dámaso Alonso “seguramente el mejor de
Quevedo, probablemente el mejor de la literatura española”. (1962:526)
Ha sido tan amplia y profundamente comentado este soneto que resulta
forzoso remitir a los estudios sobre el mismo de Amado Alonso (1955), Dámaso
Alonso (1962), Kelley (1973), Lázaro Carreter (1983) y otros detallados en la
bibliografía. Dice Lázaro de los dos versos finales, serán ceniza, mas tendrán sentido/
polvo serán, mas polvo enamorado:
Quevedo, bordeando la impiedad, logra así cerrarnos la garganta de emoción,
de pasmo (…), despertando en el lector esa sorpresa inicialmente admiratoria
que siempre provoca el insurrecto, el rebelde. Y el soneto se cierra con esa
fantástica visión de un montoncito de ceniza, de polvo, lívido, seco, tierra ya,
pero aún estremecido de amor. (1983: 298)
3.6 Poemas satíricos
Los versos amorosos los guardaba Quevedo para la intimidad; en público hacía
circular los humorísticos. El humor fue la imagen pública que vistió para brillar en
sociedad, remedio para ocultar su intimidad y arma para atacar a sus enemigos.
Sátiro de la cabeza a los pies, su capacidad para la poesía burlesca es
extraordinaria. Cualquier tema se presta a pasar por la lente concavoconvexa de sus
versos y conceptos, con resultados que abarcan una amplia gama de matices
humorísticos, desde la fina sonrisa a la carcajada vitriólica, a lo largo de más de 300
piezas. Hasta de sí mismo se ríe, en el romance “Pariome adrede mi madre” (B 696).
Blanco fácil son los que presentan una apariencia física estrafalaria, a quienes
ridiculiza mediante la intensificación de hipérboles y conceptos, llegando a retorcer las
sufijaciones de las palabras hasta extremos inesperados. Así procede en el soneto A
un hombre de gran nariz (B 513), donde crea “érase un naricísimo infinito”. A un calvo
(B 527) le hace decir “Pelo fue aquí, donde calavero”. A un cornudo (B 601) le espeta:
“cuernos pisas con pies de cornería”.
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Repetidamente ridiculiza a los que practican el engaño: en el campo
profesional, los médicos, los boticarios, los letrados, los jueces y alguaciles; en otros
ámbitos, las mujeres con maquillaje, las vírgenes fingidas, las parejas adúlteras…
Todas las caras de la apariencia engañosa de la realidad.
El desdén aristocrático de Quevedo se plasma en las composiciones que
critican el afán de lucro y el papel del dinero como igualador de clases sociales (“Pues
amarga la verdad”, B649; “Madre, yo al oro me humillo”, B660). El dinero también
corrompe las relaciones amorosas, condicionadas al previo pago. (“La morena que yo
adoro”, B 655; “Que le preste el ginovés”, B670). Quevedo se rebela contra la
situación, más preocupado por su economía que por la moral:
Solamente un dar me agrada,
que es el dar en no dar nada. (B 658)
La feroz misoginia de Quevedo, con numerosos precedentes en la cultura y la
literatura occidental, considera que las mujeres son pedigüeñas que solo miran en el
hombre el dinero, y que el matrimonio prácticamente garantiza el adulterio:
Sabed, vecinas,
que mujeres y gallinas
todas ponemos:
Unas cuernos y otras huevos.
Viénense a diferenciar
la gallina y la mujer
en que ellas saben poner,
nosotras solo quitar. (B643)
Se prodigan los retratos grotescos de mujeres en la antítesis de la belleza
petrarquista: “Rostro de blanca nieve, fondo de grajo” (B 551), “En cuévanos, sin cejas
y pestañas” (B 618).
¿Cómo se explica que este hombre sea el mismo que canta poemas amorosos
a Aminta, a Flora, a Lisi…? En las sociedades machistas, es habitual que los varones
muestren en público una actitud fanfarrona que no tiene por qué coincidir con sus
sentimientos íntimos. Nos imaginamos a Quevedo explicando jocosamente delante de
sus amigos sus encuentros sexuales, al estilo del arcipreste de Hita: Noches con una
fregona (“Ya que al Hospital de Amor”, B 788); o con una vieja ventera, que resulta ser
mucho más complaciente que las mujeres jóvenes (“Pues el bien comunicado”, B 792).
No deja de ser otra vertiente del desgarrón afectivo de Quevedo señalado por Alonso.
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La sátira sirve también para desmitificar la cultura establecida, de cuyos temas
se da una visión degradada y caricaturesca. Quevedo se toma a risa la mitología
clásica (“Bermejazo platero de las cumbres”, B 536), el romancero (“Viejo verde, viejo
verde”, B 692; La toma de Valles Ronces), Don Quijote (“De un molimiento de güesos”,
B 733). Su obra más importante en este campo es el Poema heroico de las necedades
y locuras de Orlando el enamorado (B 875), extenso y sorprendente poema en octavas
que, a pesar de quedar inconcluso, es una de las cumbres de la poesía burlesca del
Siglo de Oro.
Indica con gran acierto el título de un soneto que las miserias de esta vida
pueden ser motivo de llanto y de risa también (“¿Qué te ríes, filosofo cornudo?”, B
545). Observando el soneto “La vida empieza en lágrimas y caca” (B 535), donde
trastoca en cómicas sus graves meditaciones filosóficas, comprendemos cómo era
capaz Quevedo de variar su prisma según la ocasión.
3.6.1. Sátiras personales. Quevedo, Góngora y el gongorismo.
Un capítulo aparte está formado por los versos dirigidos contra el poeta cordobés, de
los que no sabemos qué es más sorprendente: si el afiladísimo ingenio derrochado en
la injuria, o lo despiadado y duradero de su enemistad.
Jauralde (1999: 899-924) ha estudiado con detalle el desarrollo de la disputa,
que parece haberse iniciado por los celos de Góngora sobre el joven Quevedo, quien
ensayaba con éxito la deformación grotesca de los romances gongorinos. La serie de
poemas en los que don Luis despreciaba a Valladolid y su río Esgueva fueron
avispadamente contestados por Quevedo (“Ya que coplas componéis”, B 826). A partir
de ahí se sucedieron los cruces de réplicas in crescendo a lo largo de 25 años, hasta
llegar al insulto personal. Entre otras lindezas, Góngora fue tildado de judío (B 829), de
tahúr (B 833) y de puto (B 837), es decir, homosexual; conducta esta última que en la
época se castigaba con la muerte en la hoguera. No se enfrentó a la pira el cordobés;
aunque su rival no tuvo empacho en prepararle un Epitafio nada condescendiente
(“Este que, en negra tumba, rodeado”, B 840).
El desprecio de Quevedo por la poesía culteranista le inspiró también poemas
en los que parodiaba este estilo, oscilando entre la burla y el disparate. Tal es la
Receta para hacer Soledades en un día (B 825), incluida al frente de la Aguja de
navegar cultos:
Quien quisiere ser culto en sólo un día
La jeri (aprenderá) gonza siguiente:
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Fulgores, arrogar, joven, presiente,
Candor, construye, métrica armonía (…)
O este otro soneto Contra el mesmo (B 838):
¿Qué captas, noturnal, en tus canciones,
Góngora bobo, con crepusculallas,
si cuando anhelas más garcivolallas
las reptilizas más y subterpones?
No obstante, también ensayó Quevedo la estética gongorista en poemas serios
de alto nivel estético. Véase el precioso soneto “En crespa tempestad del oro undoso”
(B 449) o la décima Al ruiseñor (“Flor con voz, volante flor”, B 208).
Sobre las razones del choque entre los dos grandes poetas barrocos, Jauralde
(1999:924) dice: “Estéticamente, [Quevedo] padece constantemente de su formación
organicista en un mundo abierto cada vez más a horizontes impensables, y reacciona
con profundos desgarros expresivos. Las más de las veces, en sus asonadas públicas
grita lo que padece y destruye lo que se crea a su alrededor, aunque sean los
bellísimos y difíciles versos de un poeta andaluz.”
3.7 Jácaras y bailes
Trabajó también Quevedo las jácaras, subgénero de romances protagonizados
por las mujeres de vida alegre y sus jaques, o rufianes. Se caracterizan por la
expresión en primera persona y el uso de la germanía, es decir, la jerga de los
delincuentes, de la que acredita cumplido conocimiento. Nuestro autor produjo al
menos una docena de jácaras, que obtuvieron notable éxito y difusión popular,
particularmente la Carta del Escarramán a la Méndez. (“Ya está guardado en la trena”,
B 849)
Estrecha relación con las jácaras mantienen los bailes, pequeñas piezas
teatrales destinadas a la representación con música y danza en los entreactos de las
comedias barrocas. Quevedo produjo una decena de ellos, con anécdota mínima y
grotesca, en los que vuelven a aparecer como personajes habituales los jaques y las
damas pedigüeñas: Los valientes y tomajonas (B 865), Las valentonas y destreza (B
866), Las sacadoras (B870)…
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4. Obras teatrales
Sólo se conserva una comedia larga de Quevedo, la titulada Cómo ha de ser el
privado (1627), concebida para elogio de Olivares en representaciones palaciegas. La
acción está ambientada en una corte napolitana que no es más que un trasunto de la
española, donde los personajes reales se disimulan bajo anagramas. El marqués de
Valisero corresponde con el conde duque de Olivares; el duque de Sartabal figura don
Baltasar de Zúñiga, el rey don Fernando simula a Felipe IV… El público también
identificaría fácilmente situaciones políticas de actualidad, tales como los fastos por la
visita del príncipe de Gales y su noviazgo fallido con la infanta María. Acerca de esta
cuestión, comenta Valisero al rey:
No haya en tu reino festín,
cañas, toros ni saraos,
que no goce, y cada día,
con presentes y regalos
del hospedaje se agrade.
Pero hacelle tu cuñado,
sin ser hijo de la Iglesia,
ni lo apruebo ni lo alabo.
Dado su carácter adulatorio, esta comedia ha venido siendo relegada por la
crítica, que la otorgaba escaso valor literario. Últimamente se ha reavivado el interés
por su estudio, como obra en la que se combinan teoría política y teatro, así como por
su valor documental de los primeros años del reinado de Felipe IV, y también como
pieza clave para entender la relación entre Quevedo y Olivares.
Se conservan también algunos entremeses de Quevedo, que nos han llegado
mezclados con otros de dudosa atribución. Esta es la lista de los que son unánimente
adjudicados por los críticos a nuestro autor: El marión (dos partes), El marido
Pantasma, La venta, El niño y Peralvillo de Madrid, El zurdo alanceador (llamado
también Los enfadosos), El Caballero Tenaza, La ropavejera, Diego Moreno (dos
partes), Bárbara (dos partes), La vieja Muñatones, La destreza, La polilla de Madrid.
No se hallan en ellos grandes cuadros dramáticos, sino personajes
caricaturescos que a menudo coinciden con los retratados en otras partes de su obra.
Superior al talento narrativo o dramático de Quevedo es su capacidad de crear
personajes a partir de la observación de la realidad, para después proceder a
deformarlos, y esto es precisamente lo que hace en los entremeses. Comentamos a
continuación el argumento de los más celebrados.
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El Caballero Tenaza es una traslación a las tablas del famoso personaje de sus
epistolario festivo (cf. 2.1), empeñado en negarse a todas las peticiones de su
antagonista, la insistente pedigüeña Anzuelo. Sobre el mismo tema del dinero
construye El niño y Peralvillo de Madrid, cuyo protagonista es un mocito que emigra a
Madrid, prevenido por su madre para evitar los sablazos de la capital. Pronto
presencia cómo varios infelices son despojados y ajusticiados por las pidonas,
tocándole luego a él practicar la resistencia numantina.
El marido Pantasma es sátira contra el matrimonio, donde el recién casado
Lobón se aparece como un espectro a su amigo Muñoz, quien presencia los
sufrimientos de aquel, agobiado por esposa y suegra. Espantado de la visión, Muñoz
hace votos de soltero, pero en ese momento llega Lobón de nuevo, ahora viudo, y le
aconseja, en el colmo del cinismo cómico, casarse para poder así disfrutar de la
viudedad.
El marión presenta dos cuadros con el tema del mundo al revés, cuyo
protagonista es el afeminado don Constanzo, ridículo figurón. En la primera parte, tres
mujeres, doña María, doña Bernarda y doña Teresa, rondan bajo su ventana al marión.
Ellas disputan por el favor de don Constanzo y desenvainan las espadas. La
intervención de su padre, preocupado por la honra de su hijo, calma los ánimos e
introduce el baile. En la segunda parte, Don Constanzo, casado con doña María,
interpreta el rol de malcasado, sufriendo los golpes y abusos de su esposa. El
entremés es una antítesis jocosa de las comedias de capa y espada y los dramas de
honor.
El entremés de Diego Moreno – individuo que aparece en el Sueño de la
Muerte, (cf. 2.2) – está construido íntegramente con burlas de este personaje de frase
hecha, paradigma de los maridos consentidores y protagonista de todos los chistes de
cornúpetas.
La ropavejera pinta una escena macabra y truculenta, protagonizada por una
vieja que vende, no ropas ajadas, sino remiendos de cuerpos humanos – “Yo vendo
retacillos de personas” —, a una clientela ávida por aparentar. A una dama le alquila
una dentadura; a un cojo le proporciona dos piernas y tinte capilar; un castrado solicita
bigote y aspecto viril; otras dos dueñas necesitan tratamientos de belleza urgentes en
sus rostros envejecidos. A todos complace la ropavejera-esteticista al momento y
también en el baile final. El inquietante entremés critica la hipocresía y la simulación,
pero los intercambios de repuestos corporales aportan un matiz monstruoso, de
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deshumanización total, de descomposición caótica de las personas, en un chispazo
surrealista no muy lejano de algunas escenas vislumbradas en los Sueños.
La estructura de los entremeses, breve, directa y cómica, se ajusta plenamente
a la capacidad satírica de Quevedo. Apenas un chiste escenificado, en el que no hay
que justificar complicadas relaciones o mantener la tensión dramática. Pero un chiste
que retrata lo absurdo de la sociedad de su tiempo, donde el dinero lo corrompe todo,
el fingimiento es uso común y las relaciones humanas no son apenas fiables. Ante
tanta angustia, Quevedo organiza un carnaval instantáneo donde las máscaras
risueñas de los cómicos ahuyentan por un momento tan terrible miseria, sin llegar a
cuestionar las razones de fondo que la producen.
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BIBLIOGRAFÍA Ediciones de obras de Quevedo
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- El buscón. Ed. P. Jauralde. Madrid, Castalia 1990.
- El chitón de las tarabillas. Ed. M. Uri Martín. Madrid, Castalia 1998.
- Execración contra los judíos. Ed. F. Cabo Aseguinolaza y S. Fernández Mosquera.
Barcelona, Crítica, 1996
- Historia de la vida del Buscón. Ed. I. Arellano, Madrid, Espasa Calpe, 1997.
- La Hora de todos y la Fortuna con seso. Ed. J. Bourg, P. Dupont y P. Geneste,
Madrid, Cátedra, 1987.
- La Hora de todos y la Fortuna con seso. Ed. L. López Grigera, Madrid, Castalia, 1978.
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Carreter, Barcelona, Crítica, 1993.
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- Los sueños. Ed. H. Ettinghausen. Barcelona, Planeta, 1987.
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- Obras Completas. Ed. F. Buendía. Madrid, Aguilar 1997, 6ª reimpresión, 1986. (2
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- Obras completas en prosa. Ed. dirig. por A. Rey, Castalia, Madrid, 2003-2005. (3 vols)
- Obra poética. Ed. J. M. Blecua, Madrid, Castalia 1999. (3 vols)
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- Poesía original completa. Ed. J. M. Blecua. Barcelona, Planeta 1987.
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- Política de Dios, gobierno de Cristo y tiranía de Satanás. Ed. J. Crosby, Valencia,
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- Vida de Marco Bruto. Madrid, Espasa-Calpe 1999.
(Para los entremeses de Quevedo véase también: Asensio, E., 1965)
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