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EN UNA VIEJA LATA DE GALLETAS
EL LUGAR EQUIVOCADO
LA SIEMBRA DE CADA AÑO
EN UNA PEQUEÑA HENDIDURA
UNA TARDE EN LA ZAPATERÍA
LA PRINCESA DE LAS MARIPOSAS
EN LA PUERTA DE LA HABITACIÓN
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En una vieja lata de galletas
Al otro lado de la acera, se alzaba aquel colegio centenario en el que había
pasado tantos años de su infancia y apasionada juventud. Entre él y aquel
edificio, una gran reja andaluza por la que había cruzado infinidad de veces
y que hoy se erguía ante él de una manera especial. No podía seguir allí
plantado, le gustaba ser puntual y se acercaba la hora de la fijada cita.
Días atrás, Carlos había telefoneado a Don Manuel. Aunque habían
mantenido un cierto contacto, hacía muchos años que no se veían.
Don Manuel, el «Padre Pitillo», como algunos le llamaban por su extrema
delgadez, había sido su profesor, su amigo, su confesor y, en la juventud de
Carlos, su compañero en múltiples actividades educativas que organizaban
para los chicos de la barriada. Junto a otros sacerdotes de aquel colegio y otros
jóvenes, muchos años atrás, habían dinamizado la vida del barrio organizando
campamentos, convivencias, juegos, festivales,… donde la chiquillería
del entorno disfrutaba sus fines de semana y sus vacaciones estivales.
Carlos estaba convencido de que su vocación educadora se había ido forjando
en su adolescencia en medio de aquella vorágine de acontecimientos
que experimentó en aquellos patios. Con Don Manuel, bien es cierto,
había tenido una relación más estrecha. Habían tenido que colaborar juntos
en múltiples avatares y, en alguna que otra ocasión, cuando finalizaban
las tareas del día, tras despedirse de los muchachos, se sentaban cansados
en algún banco del colegio, o paseaban bajo los pórticos, para disfrutar
del placer de una buena charla.
Hoy no sería distinto, después de tantos años, el encuentro con su viejo amigo
le garantizaba rememorar uno de esos momentos de charla pausada y calado
hondo. Al entrar al pórtico del patio, Don Manuel le estaba esperando.
Su semblante de hombre de bien y alegre seguía allí intacto sin que los años
hubiesen hecho mella. Pero aquel delgado sacerdote, dibujaba de blanco
su cabello, su enflaquecido cuerpo ya no era aquel que le servía para
trasladarse con agilidad de un lugar para otro, siempre activo; más bien
denotaba la fragilidad de sus años y el cansancio de una vida entregada.
Ya no corría por los pasillos, como alma que lleva el diablo, para que le diese
tiempo a todo… Ahora el tiempo caminaba tan despacio como él, apoyado
en un andador que le ayudaba a dar cada paso.
El saludo fue cordial, el abrazo cariñoso, la mirada cómplice de dos viejos
amigos. Iniciaron un sosegado paseo y una conversación ansiosa de ponerse
al día y de evocar recuerdos. Se interesó por su familia, por su trabajo como
profesor en el instituto; quería noticias de aquellos jóvenes que, como él,
habían estado a su lado en aquellas tareas,… Surgían en el diálogo viejos
nombres, antiguos recuerdos, anécdotas que permitían risas,…
Su conversación viajaba del pasado al presente como si de una misma
realidad se tratase, como si los años no hubiesen transcurrido entre ellos,
con la misma confianza que antaño.
«Los jóvenes de hoy, Don Manuel, qué distintos son. Ya no son aquellos
muchachos de nuestros tiempos. Están apáticos, apenas tienen interés,
muestran desgana y caminan a diario sin esperanzas asomándose al peligro.
¡Qué difícil es educar hoy! Llegas a casa agotado con la desesperada sensación
de que no aportas nada bueno en sus vidas.»
Con su viejo ceño casi fruncido replicó: «Puede que tengas razón,
han cambiado mucho las cosas, esas maquinitas de hoy y tantas cosas parece
que los tienen desorientados. Pero no olvides algo, siguen hambrientos
de personas que tengan algo que decir a su corazón; siguen necesitados de
un trato amable y cercano en el que puedan sostenerse; anhelan con fuerza
acompañantes que tengan respuestas para sus inquietantes preguntas…
Permíteme que te muestre algo…»
Caminaron lentamente hacia su despacho. Se deshizo de su andador, a duras
penas, y se sentó en la misma silla en la que tantas veces le había visto
sentarse a trabajar. Abrió un cajón de la mesa y sacó una vieja lata de galletas.
De allí, para sorpresa de Carlos, fue extrayendo fotografías que ya ni
recordaba. De repente, en su mesa, se fue extendiendo un pasado que evocaba
el comienzo de su vocación educadora. Fue desmenuzando en cada foto,
donde Carlos se reconocía, todos aquellos sueños que les impulsaron.
A Carlos, le costaba entender, como su memoria era capaz de sacar a la luz
tantas vivencias compartidas. Y aún se sorprendía más, como él iba
reviviendo, no solo las experiencias, sino sobre todo las sensaciones internas
que durante tantos años movieron su espíritu y su alma.
«No te cuestiones tanto cómo son los jóvenes de hoy. Pregúntate quién quieres
ser tú para ellos. Este eras tú, Carlos… Pero también, este eres tú, sigues siento
tú. Puede que, sencillamente, hayas olvidado quién eres. No le hagas eso
a este muchacho con el que tuve la suerte de vivir tanto y tan bueno. Yo ya
apenas puedo hacer nada por ellos, salvo tenerlos presentes en mis oraciones.
Pero tú, no has finalizado tu misión. Aún te necesitan, no te rindas.
Sólo recuerda quién eres, Carlos, recuerda quién eres.»
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la ilusión, apagado la creatividad,… boda tras boda, comunión tras comunión,…
Sentía como su arte moría con él un poco cada día. Cuando era niño, no había
carretes pero había pasión; ahora lo tenía todo pero le faltaba lo más
importante: el alma de su labor.
La imagen de su abuelo, la de su padre, le arrastraban y él se dejaba llevar
por la inercia; le embargaba la tristeza, la desesperanza, el sinsentido… Parecía
que la poca fuerza que le quedaba para afrontar cada mañana a lo único que
le empujaba era justamente a rendirse. Pero Lucas, en parte, se rebelaba contra
su propio desencadenante histórico, contra el empuje de la historia familiar…
Y, sobre todo, por encima de todo, no quería dejar ese legado a su hijo.
Tras las bodas que había atendido ese fin de semana, Lucas decidió pedir
ayuda y solicitó consulta psicológica. Le dieron cita con prontitud y, aunque
algo escéptico, decidió no faltar a su encuentro. El despacho del doctor estaba
en la octava planta de un edificio que, si él no había contado mal, tenia doce.
Subió en el ascensor, entró en la consulta y espero sentado apático
que lo llamasen para atenderlo.
Aquel doctor le causó sensación de cordialidad, de amabilidad… Su acogida
fue cálida y en su asiento, algo cansado, Lucas recorrió para su interlocutor
toda su historia, sus vivencias, sus desconsuelos,… El psicólogo le escuchaba
atento, reposado, acompañando con gestos, la comprensión de la hondura
del sufrimiento de su paciente. Cuando finalizó su relato, quiso ser contundente,
resumiendo su demanda: «Yo estoy aquí, doctor, porque lo único que me
obsesiona cada día y lo que deseo con todas mis fuerzas es quitarme la vida.»
Se hizo un silencio demoledor, quizás más corto en el tiempo que la sensación
que generó en aquellas dos personas. Era un silencio necesario. En tono
amable, casi cariñoso, replicó el psicólogo: «Lucas, te has equivocado de
planta. En este edificio, si lo que deseas realmente es quitarte la vida, tienes
que coger el ascensor y subir unos pisos más. Es en la azotea donde uno puede
acabar con su existencia. Pero has detenido el ascensor en la planta octava
y has venido hasta aquí. Lucas. En ese sillón, donde tú estás ahora mismo,
todas las personas que se sientan, vienen a salvar sus vidas. ¿Qué te ha traído
aquí? ¿A qué has venido realmente, Lucas?»
«A salvar mi vida, doctor, a salvar mi vida.»
Tres bodas había tenido que atender Lucas ese fin de semana. Una el sábado
y dos el domingo. Cámara de última tecnología en mano, trípode colgado
con una cinta en su hombro izquierdo, y mochila en el derecho… Todo ello
ataviado con un buen traje que le permitiese pasar lo más desapercibido
posible en acontecimientos y celebraciones nupciales.
Algo más de veinte años tenía su estudio fotográfico que, con cierta
comodidad y profesionalidad, le permitía llevar una vida desahogada
con su mujer y su hijo de doce años. Su madurez le había perfeccionado
el arte de captar con cámaras modernas todo aquello que se ponía delante
de su objetivo.
La fotografía había sido siempre su pasión, desde que de pequeño investigase
la cámara antigua de su padre y jugase con ella a hacer fotografías sin carrete.
Recordaba como corría con ella, de un lado para otro, retratando todo lo que
se abría a su paso. Aún resonaba en él la voz apagada y derrotada de su padre:
«Lucas, pero si no tiene carrete…» Y, vivaz, seguía atrapando ficticiamente
insectos, flores, plantas, piedras, acompañado de aquel agradable cliquear
al pulsar cada instantánea.
Pero sobre las espaldas de Lucas, había dos lastres que pesaban más que
su trípode y su bolsa de trabajo. El eco permanente de aquella fatídica noche
en la que, siendo niño, le despertó el desgarrador grito de su madre. No le
permitieron ver mucho. Sólo lo suficiente para recordar a su padre abatido
en el suelo por la trágica decisión de apagarse para siempre por una vida
que le había superado. Nunca se habló mucho de aquello, ni se dieron razones:
él y sus dos hermanos eran demasiado pequeños para comprender. Por otro
lado, como si esto fuese poco, también estaban en su memoria, las narraciones
familiares de cómo encontraron a su abuelo, en un cobertizo medio derruido,
meciéndose al son de una cuerda de muerte. Había sido su salida a las
presiones vividas en el contexto de la Guerra Civil Española. ¿Podía
la herencia familiar dejar un testamento vital así como manera de afrontar la
vida? Algo debía haber, porque, desde hacía algún tiempo, en su fuero interno
la idea de saltar al vacío para siempre era un resquemor, una brasa que ardía
dentro de él.
Su segundo lastre, mirar cada día su cámara fotográfica y descubrir que
ya no había la misma vida en ella que antes. Su trabajo le había encorsetado
El lugar equivocado
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Los intereses de sus jóvenes hijos ya estaban muy alejados de pasar los días
festivos en el campo de su padre. Pedro, salvo que algo importante
se lo impidiese, seguía acudiendo a su cita con perseverancia. Aquella huerta
y él se habían unido de tal manera que no se entendían la una sin el otro.
Después de tantos años, mantenía cuidadas sus desgastadas herramientas;
su viejo sombrero; su silla de mimbre;…
Una tarde sus hijos se le acercaron con una proposición ilusionante:
«Papá, hemos pensado que, como estás a punto de jubilarte, podríamos
vender el campo. Así con ese dinero, mamá y tú podréis disfrutar de algún
viaje y vacaciones especiales; además de daros algún que otro homenaje.»
«A tu madre y a mi no nos falta de nada —replicó Pedro— y con la jubilación
seguro que no habrá problemas en deleitarnos, los dos solos, con alguna
escapadita especial. Por eso no tenéis que preocuparos. Ese campo es parte
importante de mi vida y me gusta traer cada año la cosecha a casa.»
«Está bien papá, como tú quieras, pero pronto ya no podrás tú solo
con el campo. Y lo que traes, aunque sabemos que tiene un sabor especial,
por ser prácticos se puede comprar en cualquier frutería de la barriada.
Además, hay algo que no entendemos… Si haces un año de barbecho
y no siembras nada allí… ¿A qué vas cada fin de semana durante ese tiempo?»
Con pasmosa serenidad, con la sabiduría y templanza de quien se puede
permitir tal autoridad, contestó: «El año de barbecho del campo, voy para
preparar mi tierra; labrar mi interior; abonarlo y regarlo de preguntas
y reflexiones; quitarle las malas hierbas acumuladas por el tiempo; y cosechar
los frutos de mi propio ser. Al año siguiente haré barbecho yo, y he de estar
preparado y coger fuerzas para la siguiente temporada.»
No era demasiado extensa la finca que Pedro había adquirido a pocos
kilómetros de la capital. Suficiente tierra para alimentar su afición preferida
y en la que ocupaba la mayor parte de sus fines de semana. Tras una semana
ajetreada de trabajo, su familia y él, se disponían a pasar allí esos dos días,
regresando siempre a la hora del atardecer. A los niños les encantaba jugar,
tenían amigos de casas del rededor y aquel espacio inmenso de campo era
el mejor habitáculo para sus diversiones.
Pedro, se había ido haciendo cada año experto en las artes de la horticultura.
Había ido aprendiendo las técnicas necesarias de labranza y, a base
de muchos tropiezos y alguna que otra calamidad, iba perfeccionando
su maestría agrícola. Con los años, había ritualizado los tiempos de cultivo.
En otoño preparaba la tierra y disponía la siembra para la cosecha
de primavera. Y en primavera la que recolectaría en otoño.
Entusiasmado, los primeros años, repetía una y otra vez su ritual. Le tenía
cogida la medida a la perfección. Y salvo que hubiese una inclemencia
meteorológica que causase algún estrago, de allí se obtenían productos,
que con su adecuada técnica de conservación, le daban para toda
la temporada. Era tan rica la cosecha que podía repartir entre amigos
y familiares.
Con el paso de los años, Pedro iba constatando que la calidad de sus verduras
iban aminorándose y que, con los niños ya mayores estudiando fuera,
la producción era excesiva. Así que, sin pensarlo, decidió poner la tierra
en barbecho: Un año de siembra y recolección; y al año siguiente dejaría
el campo reposar. El resultado fue excelente, notó el cambio
considerablemente y volvió a recuperar la frescura de sus verduras
y su vitalidad. Eso sí, durante un año, disfrutaban algo menos de aquellas
hortalizas.
La siembra de cada año
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Ya un poco más aliviada, levantó la cara y miró la zona del altar. Justo al lado
del sagrario había un pequeño muro de ladrillo donde se sostenía una
pequeña cruz a media altura. Ella pudo observar que entre dos de los ladrillos
había un pequeño hueco que la mezcla de cemento no había cubierto. Respiró
hondo, sintió una fuerte decisión de reclamar lo que necesitaba. Extrajo
del bolsillo de la bata un pequeño papel y su habitual bolígrafo. Apoyándose
en el banco escribió: «Señor, que vuelva conmigo y podamos ser de nuevo
felices.» Enrolló minuciosamente el papelito con su deseo y lo introdujo justo
en el hueco entre ladrillos, a pie de aquella cruz sencilla.
En ese instante, mientras su deseo se iba insertando en ese rincón sagrado,
sintió una extraña sensación. Inclinó su cuerpo bordeando el muro para
visualizar la parte trasera del mismo y pudo ver, con cierto asombro, que otro
rollo de papel salía de allí empujado por el suyo. ¡No podía creerlo! Alguien,
como ella, había tenido la misma idea. No pudo contener su curiosidad y,
dejando su papel en la hendidura del muro, abrió expectante el viejo rollo
encontrado. La escritura era temblorosa, insegura; el papel no estaba
demasiado deteriorado, lo que le hizo suponer que no llevaba mucho tiempo
allí. La frase escrita era igual de corta que la suya pero contundente: «Señor,
que mi pequeño no muera de cáncer.»
Durante segundos, la doctora Romero, quedó paralizada. Leía y releía una vez
más aquella resonante frase sintiendo su fuerte impacto en cada poro de su
ser. Cuando salió del choque que la había inmovilizado, con profunda
serenidad enrolló aquel papelito. Lo volvió a colocar en su sitio; extrajo el suyo
y marchó de la capilla en dirección a su despacho. Antes de coger el ascensor,
arrugó su papel y aprovechó la papelera para depositarlo allí.
Posiblemente, ese día, nada se resolvió en su vida. Todo permaneció igual
que estaba… Pero, algo era nuevo: Su cara relucía más elevada; sus labios
dibujaban un ensayo de sonrisa; en su mirada se podía otear el inicio de una
esperanza.
No hace ni tres meses aun soñaba con su boda. El desplante no pudo ser más
desolador. Con tono entre triste y frío, él le comunicaba que no seguirían con
los preparativos. Ella pedía razones que pudieran extraerla de la incredulidad.
Solo respuestas vagas, ambiguas, o al menos a ella no le daban ni consuelo
ni posibilidad de comprender. A partir de ese instante, sucedieron algunos
momentos de diálogos donde ella buscaba algo de luz. Él, esquivo, solo ofrecía
oscuridad. Ella no alcanzaba a asimilar cómo la vida te puede cambiar
en un solo instante. Cómo puedes pasar de soñar con una vida en común
a una profunda sensación de vacío y soledad.
Ella es una joven médico internista en planta desde hace 4 años. Se siente
segura bajo su bata blanca; es cordial con los pacientes; y puede presumir
de buenos compañeros… Pero desde entonces, desde hace unos tres meses,
se contempla a sí misma y al mundo de una manera distinta. No hay día que
no se plantee qué pudo suceder; si ella hizo algo mal; qué puede hacer con
su vida. Nada de lo escuchado hasta ahora por sus amigos y su familia la ha
aliviado. Sigue sintiendo un desgarro que no es capaz de cicatrizar. Mira a su
alrededor y ahora le pesa su sociabilidad: todos sus amigos están como ella
hace tres meses. Ella, ahora está sola, porque sólo ella y nadie más está
viviendo su pesar.
Esa mañana, La doctora Romero se dirigía como cada día al hospital donde
trabaja. Llegó un poco antes de lo habitual, la suerte de encontrar
aparcamiento le había permitido llegar con tiempo sobrado. Ese día, sin saber
muy bien por qué, en vez de entrar en su despacho a repasar las historias
clínicas de sus pacientes con tranquilidad, sin pensarlo si quiera, se dirigió
a la capilla del hospital. La capilla estaba vacía, era demasiado temprano…
Se sentó en la primera línea de los bancos y llevándose las manos a la cara,
lloró. Decenas de preguntas fugaces viajaban por el firmamento de su cabeza
y cada una de ellas le espoleaba a seguir llorando.
En una pequeña hendidura
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se mantuvieron un tiempo fijamente hablándose en silencio. Instante
que se rompió con una alegre brusquedad cuando Raquel saltó del sofá y dijo:
«Venga, mami, vamos por los zapatos.»
Raquel entró contenta en la zapatería; su madre hablaba con el tendero,
mientras ella detenidamente iba mirando cada uno de los zapatos expuestos
para las niñas de su edad. Justo a la derecha estaba la sección para chicas
jóvenes y un poco más alejada la de señoras. Repasando meticulosamente
cada uno de los modelos, se fijó en unos que parecían cómodos para el bregar
cotidiano. No eran demasiado bonitos, pero era justo lo que ella necesitaba.
Cogió el zapato de muestra y convencida se dirigió a la sección juvenil.
De allí sin pensarlo mucho, eligió un zapato precioso, deslumbrante, elegante,
con un estilo que a cualquier chica le habría llamado la atención.
Se dirigió a su madre y al señor de la tienda y con rotundidad, mostró este
ultimo zapato y dijo: «Este me encanta. Quiero probármelo. Y también quiero
que me saque uno de este otro modelo, aunque no sea tan bonito.» El zapatero,
sonriéndoles a las dos les dijo: «Muy buena elección Raquel, pero del primero
no tenemos de tu pie, es de la sección de chicas jóvenes.» Ella replicó insistente
alternando su demanda a su madre y al dependiente: «Pero es que es el zapato
más bonito que he visto nunca.»
El zapatero entró en el almacén. Al instante sacó un par de cada. Se arrodilló
delante de Raquel y le coloco los zapatos de su talla en sus pequeños pies,
animándola a que caminase con ellos. Mientras Raquel deambulaba por
la zapatería con aquel modelo y notaba su comodidad, lo bien que se ajustaba
a ella; el zapatero comentó: «De ese tenemos de tu talla y te lo puedes llevar;
pero Raquel, del otro modelo que te parece tan bonito no hay de tu medida.
Lo siento, pequeña.»
Raquel, con sus nuevos zapatos bien colocados, asentada en el suelo con
firmeza, bien erguida y casi orgullosa, se giró y le dijo a Julia: «Mama, mejor
me llevo los que son de mi medida, ¿verdad?» Y de nuevo se repitió esa mirada
silenciosa y rotunda que esa tarde habían mantenido en el salón de su casa.
Esta vez fue Julia quien rompió el silencio, con una sonrisa cómplice
y de admiración: «Claro que sí cariño, lo importante es que sean unos zapatos
de tu medida, con los que puedas estar cómoda a diario,… Además, también
son bonitos.»
Julia jugaba en el salón con su hija Raquel, de diez años, tras la merienda
habitual de cada día. Ambas vivían solas, desde que sucedió el fallecimiento
del padre de Raquel en accidente de coche cuatro años atrás.
Fernando había sido un buen hombre, cercano compañero, y aunque
el trabajo ocupaba mucha parte de su vida cotidiana, había sido capaz
de mimar su hogar en el día a día. Su sonrisa, su ánimo, su vida en común
con Julia y Raquel, permanecían vivos en cada marco de fotografía, a modo
de museo, que adornaba pasillos, habitaciones y el salón de la casa.
Esa tarde, en pleno juego, Raquel le recordó a su madre que no podían
demorarse mucho más. Acababa de empezar el período estival y ella
necesitaba zapatos nuevos. Se acercaba la hora del cierre y quería,
con tranquilidad, elegir unos en la zapatería de la barriada. Julia preparó
todo para salir a la compra cuando sonó el teléfono.
Una de las amigas intimas de Julia llamaba para comentar con ella las
novedades de la nueva relación que Julia tenía con un hombre desde hace
meses. Julia compartía esa parte de emoción de volver a sentirse querida
por alguien, sentirse atraída, volver a revivir el ser mirada como mujer.
Era un hombre guapo, divertido y con quien se podía estar a gusto. Pero
en todo ese tiempo, Julia experimentaba que algo faltaba. No sabía muy bien
qué. Le comentaba a su amiga que no era lo mismo pasar un buen rato en
compañía de alguien que vivir cada día con otra persona. Que ella, para eso,
necesitaba algo más de una pareja, y no lo terminaba de ver en este chico.
No se trataba de compararlo con Fernando, ella sabía que cada uno tenía su
lugar, su espacio, su tiempo,… pero ella esperaba algo más, si daba un paso así.
Su amiga le decía que tampoco podía ser muy exigente, que ya tenía una edad,
una hija, que no es fácil encontrar una persona… Que quizás mejor estar
acompañada que sola… Incluso le bromeaba que con lo «malo que está
el mercado de hombres», a estas alturas, si ha encontrado uno bueno,
que no se lo pensase dos veces.
Julia sonrió serenamente, miró su reloj y tomo consciencia de que tenia
una tarea pendiente con Raquel. «No seas loca» —le dijo a su amiga—
«Una decisión así no se puede tomar tan a la ligera. Ya veremos qué pasa,
tengo que pensarlo.» Colgó el teléfono, cogió las llaves de casa y se giró dónde
estaba Raquel. Su hija no había dejado de mirarla todo el tiempo. Sus ojos
Una tarde en la zapatería
12 13
La Princesa de las Mariposas
Marta se despertó bruscamente, asustada, aún no tenía consciencia de dónde
estaba, pero la oscuridad que la invadía aumentó su pavor. Sin apenas
pensarlo, sollozando llamó angustiada a su madre en medio de la noche.
No tardó Lourdes en ir al encuentro de su hija. Se sentó al borde de su camita
y la abrazó para calmarla: «Cariño, ¿Otra vez? Todas las noches te pasa
lo mismo, mi vida. Sabes que nuestro dormitorio está al ladito del tuyo,
no tienes nada que temer.»
Con la respiración entrecortada por el miedo, Marta lloraba
desconsoladamente: «Mami, yo quiero dormir con papá y contigo. Me asusta
mucho la oscuridad. Me da mucho miedo estar aquí sola.»
Su madre le cogía la mano y acariciaba su cara secando sus pequeñas
lágrimas: «Pequeña, ya tienes cinco años, es normal que tengas miedos,
nosotros te ayudamos, estamos contigo, pero ésta es tu habitación y tienes
que aprender a dormir en ella sin temor. Con el tiempo, si te mantienes fuerte,
todo esto irá pasando y así, poco a poco, te irás haciendo mayor. Lo que no
debes olvidar nunca es que jamás estás ni estarás sola. Intenta descansar
cariño. Aquí me quedo contigo un ratito hasta que te duermas de nuevo…
Si te ayuda, piensa en mañana, haremos la excursión prevista que tantas
ganas tienes. Eso te ayudará a descansar.» Marta se fue calmando hasta
quedar dormida de nuevo en compañía de su madre.
Al día siguiente, tras un viaje en coche de unas horas, Marta y sus padres
llegaron al lugar prometido. Desde hacía meses, la pequeña, estaba ilusionada
por ir a un enorme Mariposario que se encontraba en otra ciudad.
Por el camino no paraba de repetir ilusionada: «Me encantan las mariposas
y seguro que allí hay muchas… ¡Y podremos verlas todas!
Apenas llevaban minutos allí, cuando la sensación de estar en un mundo
aparte se apoderaba de ellos. Se sumergieron, poco a poco, en un entorno
mágico, repleto de plantas, árboles, de la frondosidad del verde, de un clima
cálido y algo húmedo. Centenares de especies de mariposas, de todos los
rincones del mundo, daban colorido a aquel paisaje inédito para Marta
que la llenaba de asombro y admiración. Paseaban contemplando cascadas,
pequeños lagos, troncos y puentes de madera que los trasladaban de un lugar
a otro.
Jamás habría podido imaginar Marta la cantidad de colores y los distintos
tamaños que pueden tener los gusanos; cómo las crisálidas se sostenían
en pequeñas ramas; y cómo mariposas, de un sinfín de especies, revoloteaban
en libertad en medio de ellos. Marta, con espíritu inquieto, narraba a sus
padres todo lo que había aprendido días atrás de las mariposas, de su
metamorfosis, de cómo viven y se alimentan. Sus padres fingían, sonriendo,
la novedad de la información que les daba su hija.
«¡Mira, Marta! —dijo Lourdes mientras señalaba un gusano pequeñito
que con parsimonia reptaba sobre una hoja. «¿Ves ese pequeño gusanito?
Al nacer, fue elegido para ser proclamado, algún día, la Princesa de las
Mariposas de este precioso lugar. El sabe que para ello, las próximas semanas,
habrá de comer muy bien de las hojas por las que pasea; tendrá que crecer
y hacerse fuerte. Pero llegará un momento, en el que cuando ya se sienta
capaz, ira tejiendo despacio una tela fina para formar su crisálida.»
Marta escuchaba atenta a su madre: «El pequeño gusano es muy listo y sabe
que ha de construirla en medio de las ramas y hojas para protegerse. Durante
semanas, estará aislado en la oscuridad y sólo allí podrá transformarse
en la más bella mariposa. Pero hay dos cosas que sabe el pequeño gusano:
Que realmente no se encuentra solo; todos están vigilando su crecimiento
y esperando a su Reina. Y que a veces, hay que pasar por momentos
que pueden asustar un poco; que es normal que den miedo, mucho miedo,
pero el final que le depara le da la fuerza necesaria para afrontarlo.»
«Mamá, no sé si algún día seré la Princesa de las Mariposas. Casi seguro,
que seguiré teniendo mucho miedo a la oscuridad. Pero ya sé, que os tengo
a vosotros y voy a hacer una foto que pondré en mi mesita para no olvidar
que mi habitación será mi crisálida; y que algún día también seré una colorida
y preciosa mariposa.»
Marta volvió la mirada al pequeño gusano con cierto tono de comprensión.
Cogió la cámara fotográfica de su madre y retrató a quien algún día sería
la Princesa de las Mariposas. Sería un bonito recuerdo, no sólo de la visita,
sino de la lección que su madre le había mostrado.
14 15
Juan estaba muy debilitado por la pérdida gradual de peso, el deterioro físico
ya era más que evidente, la sombra del final cada vez era mayor. Luisa podía
comprender que a su hija esa situación le resultase tan dolorosa y sufriente
que no quisiera vivirla de cerca. Pero también sabía que se acercaba con
prontitud el momento en el que el personal médico decidiese la sedación
paliativa. Y, a partir de ese momento, ya sería cuestión de horas esperar
su inminente descanso, su viaje definitivo. En medio del estrés de su trabajo,
no dejaba de plantearse si la hija de Juan era consciente; si tanto a ella como
a Juan no les había llegado el momento de despedirse. Quizás era la hora
de traspasar esa puerta y recrear el último adiós.
Esa mañana, Luisa se incorporaba a su turno y recibía, como cada día,
la información de los compañeros de noche de cada uno de los pacientes.
Juan había padecido una encefalopatía hepática provocada por la metástasis.
Había pasado muy mala noche y aunque se le aplicó algún inductor del sueño,
ya asomaban levemente los primeros estertores de agonía. Casi con seguridad
su médico prescribiría, a lo largo de la mañana, la sedación paliativa.
La situación ya era irreversible, sólo el tiempo definiría el momento final.
Cogió su carrito con su instrumental y empezó a recorrer el pasillo,
que ya de manera ritual conducía para cada una de sus tareas. Estaba a una
cierta distancia de la habitación de Juan, pero podía contemplar
perfectamente, como en la puerta, el médico hablaba con su hija. Con toda
seguridad estaba siendo informada del proceso de su padre. En medio
de sus tareas no perdía ojo de la situación. El médico se despidió y la hija
quedó cabizbaja. Se apoyó en la pared cercana a la puerta y cruzó los brazos.
Era la tercera vez que Luisa, la enfermera de una unidad de cuidados
paliativos, veía ingresar a Juan en el hospital. Ya lo conocía de las otras veces
y sabía su diagnóstico y el pronóstico de su enfermedad. El cáncer de páncreas
había decidido extenderse hacia el hígado y Luisa, al ver su historia esta vez,
tenía un cierto convencimiento que éste sería su último ingreso hospitalario.
Juan ya era un hombre muy mayor, de rostro seco, mirada gélida, parco
en palabras y nada proclive a la amabilidad con el personal. Se intuía
en él un pasado amargo; sus manos dejaban entrever el desgaste y la rudeza
de su vida. El descuido de su imagen, de no saber conjugar la estética de sus
ropas, no eran signos de la enfermedad, sino del propio abandono de sí mismo
durante mucho tiempo en su vida. Luisa sabía que provenía de una residencia
para mayores, viudo y con solo una hija. Una mujer de mediana edad
que quizás no pudo hacerse cargo de su padre en su senectud por sus propias
ocupaciones familiares. Pero Luisa, también sabía ya por experiencia,
que solía imaginar las vidas de los pacientes que pasaban por su planta
y que no era más que eso, la ensoñación de múltiples historias que nunca
llegaba a conocer realmente aunque las acompañase hasta el final de sus días.
Todas las veces que Juan ingresó, a Luisa le sorprendió especialmente que
su hija acudía todos los días a la planta. Desde por la mañana temprano, hasta
la noche. Siempre venía sola, ni su marido ni los nietos de Juan aparecían
en ningún momento. Pero, lo que más llamaba su atención, es que esta mujer
se pasaba la mayor parte del día en la puerta de la habitación. Apenas entraba,
salvo para lo justo y lo estricto. Deambulaba por el pasillo, sin alejarse
demasiado, superaba su timidez con alguna conversación con otros
familiares, y esperaba noticias del personal médico y las atendía con esmero.
En la puerta de la habitación
Era el turno de la habitación de Juan. Luisa entró, cambió el suero y quitó
el resto de medicación en vía. Sabía que lo siguiente era que llegasen
sus compañeros con los dispensadores para la sedación. Juan estaba medio
adormilado, pero aun consciente, casi apagado… Al salir, no pudo resistir
la tentación, apoyó su mano en el hombro de aquella mujer y casi sin aire
preguntó: «Sabes ya que le espera a tu padre, ¿verdad?». La chica asintió
sin apenas levantar la cara. «Sé que es duro verlo así, pero… ¿no crees
que sería bueno para los dos que os despidierais?
Ella, apenas levantó la cabeza, pero sí la mirada. Casi no le salían las palabras:
«Señorita, mi padre… sé que es mi padre, pero de niña… Señorita, hay cosas
que un padre no debe hacer nunca con una hija.»
El corazón de Luisa latía fuerte, sentía el sudor en sus manos, el temblor
interno, el desconcierto, el miedo. Su imaginación se disparaba con escenas
que fugazmente la atormentaban. Las piernas apenas la podían sostener
de pie. Respiró profundo, intentando buscar algún espacio de serenidad
dentro de ella que pudiera extraer y contagiar. Apretó fuerte el hombro
de la chica en el que se había apoyado y sin mediar palabra, se marchó.
Caminó tres pasos hacia su carro, lo volvió a sujetar para reanudar su tarea
y, sin saber cómo ni de dónde extrajo las fuerzas, se volvió a la chica:
«No puedo alcanzar a imaginar lo duro que ha debido ser para ti. Muy duro.
Nadie nunca podrá quitarte ese sufrimiento, pero tú tienes una vida por
delante. A tu padre se le agota la suya. Por él, por ti,… creo que necesitáis
despediros. Así, ese adiós te permitirá dejar en parte esa vivencia atrás.
Y él podrá descansar, algo más en paz. Si puedes cierra con calma esa puerta,
te ayudará a seguir adelante con los tuyos y no arrastrarás esa experiencia
de por vida. Sé que no puedo imaginar lo duro que fue, pero sí puedo
sospechar que si hoy no dices adiós con perdón, ese sufrimiento
te acompañará el resto de tu vida.»
La chica escuchó en silencio a Luisa. Siguió apoyada en la pared, al borde
aquella puerta que le separaba de su padre. A los pocos minutos, entró
el equipo médico en la habitación para aplicar la sedación paliativa.
Ella los acompañó dentro. A un lado de la cama el médico y su enfermera
iban incorporando en la vía de Juan el instrumental necesario. Al otro lado
de la cama, ella acercaba su silla a la cama, cogía de la mano a su padre
y sin decir nada, sin que una sola palabra contaminara aquel gesto,
ambos se decían adiós.
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