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8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen
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PANORAMA
AUGUST FRANZEN
Historia
de la
8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen
2/240
AUGUST FRANZEN
Historia de la
Iglesia
Nueva edición,
revisada po r
Bruno Steimer
y
ampliada po r
Roland
Fróhlich
Editorial SAL TERRAE
Santander - 2009
8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen
3/240
Título del or ig inal a lemán:
Kleine Kirchengeschichte
©
2008
25
by Verlag Herder Gmb H,
Freiburg im Breisgau
www.herder.de
Traducción:
María del Carmen Blanco Moreno
y
Ramón Alfonso Diez Aragón
Imprimatur:
* Vicente Jiménez Zamora
Obispo de Santander
17-02-2009
Para la edición española:
© 2009 by Editorial Sal Terrae
Polígono de Raos, Parcela 14-1
39600 Maliaño (Cantabria)
Tfho.: 942 369 198 / Fax: 942 369 201
[email protected] / www.salterrae.es
Diseño de cubierta:
María Pérez-Aguilera
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
almacenada o transmitida, total o parcialmente,
por cualquier medio o procedimiento técnico
sin permiso expreso del editor.
Con las debidas licencias:
Impreso en España. Printed in Spain
ISBN: 978-84-293-1816-6
Depósito Legal: SA-246-2009
Impresión y encuademación:
Gráficas Calima
Santander
ÍNDICE
Prólogo a la 25
a
edición
13
Del prólogo a la primera edición de 965 14
P r i m e r a p a r t e : L a a n t i g ü e d a d c r i s t i a n a
De Jesús de N azare t
a l g i ro con stan t in ian o (has ta e l 311) 15
§ 1. El Jesús histór ico y la fund ación de la Iglesia 15
1. La existencia histórica de Jesús
15
2.
La historicidad de la fundación de la
Lglesia
17
3.
La Iglesia como misterio de fe 19
§ 2. La Iglesia prim itiva y la edad apostó lica 21
1. La comunidad de los discípulos
después de la ascensión de Jesús '
22
2.
¿Qué imagen de la Iglesia muestra
esta primera edad apostólica?.
25
§ 3. La marc ha victorio sa de la joven Iglesia
de Jerusalén a Rom a 26
1. La comunidad primitiva de Jerusalén
27
2.
La comunidad de Antioquía
29
3.
Los inicios de la comunidad romana 30
§ 4. La prop aga ción del cristian ismo hasta el siglo III 33
§ 5 . El pr im er desarrol lo espi r i tua l del cr i s t ianismo 37
1. Los Padres apostólicos 37
2. Los primeros apologetas cristianos 41
3. Los Padres de la Iglesia
43
§ 6. Los inicios de la escuela cristiana de Alejand ría 46
§ 7. Crisis inter nas: divisione s y herejías 50
1. Herejías judeo-cristianas
50
2.
Sistemas gnósticos 51
3. El maniqueísmo
53
4. El marcionismo
54
http://www.herder.de/mailto:[email protected]:[email protected]://www.salterrae.es/mailto:[email protected]:[email protected]://www.salterrae.es/mailto:[email protected]://www.herder.de/
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6
H I S T O R I A D E LA I G L E S I A
5.
L os
encratitas 54
6. El montañismo 55
7.
El significado de las herejías y de las divisiones 55
§ 8. Las persecuciones de los cristianos en el imperio rom ano 57
1.
Los m otivos de las persecuciones 57
2. El
desarrollo
de
las persecuciones
60
De Constantino el Grande a Gregorio Magno 312-604) 68
§ 9. El giro constantiniano 68
1.
Paso
de Constantino al
cristianismo
68
2. La
fundación de la
Iglesia
imperial 71
3. La problemática del giro 74
§ 10. Las luchas dogmáticas
y los concilios ecuménicos en Oriente 78
1.
La doctrina de la Trinidad
79
2.
La
cristología.
Lo s
ocho primeros concilios ecuménicos
85
§
11.
La teología de Occidente. Agustín y la lucha
por la doc trina de la justificación y de la gracia 93
1. Ambrosio de Milán 94
2. A gustín de Hipona 95
3. Jerónimo
de
Estridón
99
4.
Gregorio
I
Magno
100
§ 12. Ascesis y mo nac ato en la Iglesia antigua 102
1. Historia del problema 102
2. La esencia de l monacato cristiano 104
3.
Los grandes Padres d el monacato
107
§
13.
Roma y los patriarcas de O riente.
La cuestión del prima do 109
1.
La comunidad romana 109
2. La
cuestión del
primado 111
3.
La Roma
antigua
y la nueva Roma 113
ÍNDICE
7
Segunda parte: La Iglesia en la Edad Media
§ 14. División y estructura fundamental
de la Edad Media occidental 115
1.
Periodización
y
denominación
115
2.
Antigüedad, cristianismo
y
germanismo
117
3.
La s características esenciales de la Edad Media
121
El cristianismo en la Alta Edad Media 500-700)
123
§ 15. La Iglesia y el nacim iento de la civilización occidental . 123
§ 16. El primer encuen tro del germanism o con la Iglesia . . . . 127
§ 17. La Iglesia iro-escocesa y su misión en el continente . . . . 130
1. La cristianización de Irlanda 130
2. La misión irlandesa en el continente 132
§ 18. El cristianism o en Britania
y la misión anglosajona en el con tinen te 134
De Bonifacio a los salios 700-1050)
138
§ 19. Winfrido Bonifacio y la fundación
del Occiden te cristiano 138
§ 20. La alianza del pap ado con el reino de los francos 141
1.
El papado entre Oriente y Occidente
La expansión islámica 141
2. El reino de los francos y
su s
nuevas misiones
144
§ 2 1 . Carlomag no y la fundación del imperio de Occidente . 148
1.
Vida
y
obra
de
Carlomagno
148
2. La
idea
de
reino
en
Carlomagno
152
3. El gobierno de la Iglesia según Carlomagno 154
4. La
concepción
imperial de
Carlomagno.
El problema de los d os emperadores 155
5. La coronación como emperador y sus consecuencias . . . 159
§ 22. La decadencia del imperio carolingio
y el
saeculum obscurum
de la Iglesia rom ana 161
1. El imperio 161
2. La
Iglesia
165
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8 H I S T O R I A D E L A I G L E S I A
§ 23. Otó n el Grand e y la renovación del imperio occidental 168
1, La política imperial y eclesiástica de Otón 169
2. La renovación del imperio en e l año 962 172
§ 24. Sacrum Imperium. El imperio de los Otones
y la dinastía sálica hasta 1046 173
El desarrollo de la Iglesia
en la Alta Edad Media 1050-1300)
178
§ 25. Cluny y el movim iento monástico de reforma 178
§ 26. Reforma gregorian a y lucha de las investiduras 181
1.
«Libertas Ecclesiae»
181
2. La lucha de las investiduras 183
3.
Consecuencias y efectos 186
§ 27. El gran cisma de Oriente 188
§ 28. El nuevo espíritu de Occide nte 190
1. Nuevas formas d e monacato
190
2. La reforma de l clero secular 193
§ 29. El mov imiento de las Cruzadas 196
1. Las
Cruzadas
196
2.
La s
órdenes militares
200
3. Balance 201
§ 30. Mov imientos de pobreza, herejías e Inquisición 202
1. E l
biblicismo
y
el seguimiento de Jesús
202
2. Movimientos de pobreza. Valdenses y cataros 203
3.
La Inquisición
205
§
31 .
Las grandes órdenes mendicantes 208
J. Francisco de Asís y la orden franciscana 208
2.
Domingo y la orden dominicana 210
§ 32. La ciencia teológica y las universidad es 211
1. L a escolástica y sus representantes 211
2. El nacimiento de las universidades 214
§ 33. El pap ado de Inocenc io III a Bonifacio VIII 215
1.
Inocencio I II 216
2. La última lucha entre papad
e imperio de
los Hohenstaufen
220
3.
Bonifacio VIII 222
Í N D I C E
9
La Iglesia en el tiem po de la disolución
de la unidad occidental 1300-1500) 223
§ 34. El «exilio de Aviñón» y el gran cisma de Occidente . . . . 223
1.
El papado en
Aviñón 223
2. El cisma de Occidente 226
§ 35. El concilio de Con stanza y el conciliarismo 229
1.
Prehistoria
229
2. Constanza, el concilio de la unidad 231
3. El proceso contra Jan
Hus en Constanza 233
4. La cuestión d e la reforma en el concilio.
La elección del papa 236
5. El concilio de Basilea 238
6. La unión con los griegos 239
§ 36. El papado del Renacimiento 240
Tercera parte: La Iglesia en la Edad Moderna
Reforma protestante y reforma católica 1500-1650) 248
§ 37. Premisas de la Reforma protestante 248
1. Abusos de la Iglesia tardomedieval 248
2. El
carácter religioso
fundamental
de la Baja Edad Media 250
3. La exigencia de una reforma 251
4. El nominalismo 253
5. H umanismo y biblicismo
253
§ 38. Erasmo de Rotterdam y el hum anism o 254
§ 39. Martín Lutero y su evolución como reformador 257
1.
La imagen católica de Lutero 257
2.
La formación
de
Lutero
259
3.
La
cuestión
de
las indulgencias
263
4. La ruptura
con
la Iglesia 265
§ 40. La Reforma en Aleman ia 267
1. La dieta de Worms (1521) 267
2. El desarrollo d e la Reforma
en
Alemania
de 1521 a 1530 270
3. La dieta de Augsburgo de 1530 273
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1 0 H I S T O R I A D E L A I G L E S I A
4. De los coloquios d e religión
a la pa z religiosa de Augsburgo de 1555 276
5. Síntesis 279
§
41 .
Ulrico Zuinglio. El anabaptismo 281
1.
Vida y obra de Zuinglio 282
2. El movimiento anabaptista 286
§ 42. Juan Calvino y el calvinismo 288
1. Vida de Calvino 288
2. Doctrina de Calvino 293
3. La propagación de l calvinismo 294
§ 43. Enriq ue VIII y el cisma de la Iglesia de Inglaterra 296
§ 44. Intentos de reforma en la Iglesia
antes del concilio de Trento 299
§ 45. El concilio de Trento 304
1. Los participantes en el concilio 304
2. El desarrollo de l concilio
306
§ 46. La reforma católica 309
1.
El pontificado
de
Pío
V 309
2.
Obispos reformadores
310
3.
La reforma de las órdenes religiosas 311
4. Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús 313
§ 47. El espíritu de la Contrarreform a 317
1.
Confesionalización 317
2. El papel de la Inquisición 319
3.
La
caza
de
brujas
320
La Iglesia en la época barroc a (1650-1789) 322
§ 48. La nueva época mision era de la Iglesia 322
1.
Misión y difusión de l cristianismo
hasta
los inicios
d e
la
Edad Moderna 322
2. La época de los grandes descubrimientos 323
3.
La misión en
la
India y en China.
La controversia sobre los ritos 325
§ 49. Del Barroco a la Ilustración 328
1.
Corrientes eclesiales contrarias
al centralismo de la curia 328
2.
La Ilustración 332
ÍNDICE
11
De la revolución francesa
a la primera guerra mundial 1789-1918)
335
§ 50. La revolución francesa y la secularización 335
1. L a revolución francesa 335
2.
Napoleón Bonaparte 336
3.
La
secularización
337
§ 51. La restauración d e la Iglesia en Alemania en el siglo XIX 338
1. La reorganización de la Iglesia alemana 338
2. Vida de la
Iglesia
339
§ 52. El fin del Estado pontificio 341
§ 53. El concilio Vaticano I 343
1.
Prehistoria
343
2.
Desarrollo
d el
concilio
347
§ 54. Después del concilio: veterocatolicismo
y Kulturkampf en Alemania 350
1.
La oposición
en
Alemania
350
2. El
veterocatolicismo
351
3. El «Kulturkampf» 352
§ 55. Los papas despu és del concilio Vaticano I 354
Del fin de la primera guerra mundial
al concilio Vaticano II 1918-1965) 360
§ 56. Retorn o del exilio y nuevo inicio 360
1.
Situación de gueto en Alemania 360
2. Una nueva conciencia de Iglesia 362
3. Desarrollo fuera de Alemania
366
§ 57. Los pontificados de Pío XI y de Pío XII 367
§ 58. La Iglesia en el Tercer Reich 373
1.
La política
de Hitler 373
2. El «Kirchenkampf» 377
3. La resistencia de las Iglesias 379
§ 59. El pontificado de Juan XXIII 381
§ 60. El concilio Vaticano II 384
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12 HIST ORIA DE LA IGLESIA
Historia de la Iglesia contem poráne a
de 1965 a nuestros d ías)
(ROLAND FROHLICH ) 393
§ 61 . Los pontifica dos de Pablo VI y de Juan Pablo I 394
1.
Primeras reformas
394
2.
Señales de crisis
395
3.
Signos de apertura 399
4. Compromiso por la paz
400
5.
Juan Pablo I
404
§ 62. El pon tificado de Juan Pablo II 406
1. La d irección por parte del papa 406
2.
Reformas
408
3.
Cada uno según su estado
409
4. El deber de los teólogos
417
5.
Un papa para el mundo
421
§ 63. Desarro llos recientes en la Iglesia 426
1. El movimiento ecuménico 427
2. Apertura a la justicia social
432
3. La experiencia de un mundo común
438
4. El pontificado de Benedicto XVI
440
Apéndice
443
Lista de los pap as 443
Los 21 concilios generales (ecum énico s) 447
Tabla cronoló gica 449
Bibliografía 460
índice de nom bres 462
índic e analít ico y de lugares 470
índice de doc ume ntos ec les ia les 479
Prólogo
a la 25
a
edición
En las 24 ediciones anteriores, la Historia de la Iglesia de August
Franzen (1912-1972) , ca tedrá t ico de His tor ia medieval y mo dern a de
la Iglesia en la Universidad de Fribu rgo d e Brisgovia, se ha estableci
do com o la obra fun dam ental para la historia de la Iglesia. En la edi
ción vigésimo cuarta (2006), el l ibro se publicó, por primera vez des
de la edición original de 1965, con una nueva composición.
En el marco de este trabajo se ofreció la oportunidad de revisar
bajo var ios aspectos la exposic ión am pl iada gracias a las in tervencio
nes de diferentes autores:
Al texto de la segunda edición, revisada por August Franzen en
1968,
se le aña dió u na nue va sección, escrita por Roland Fróhlich.
El apartado «Historia de la Iglesia contemporánea» (§§ 61-63)
sustituye a las diferentes ampliaciones de las ediciones anteriores
y pro por cion a un a presenta ción co ncisa de la historia de la Iglesia
desde el concilio Vaticano II hasta nuestros días (1965-2008).
Habida cuenta de las pos ibi l idades de búsq ueda actuales (ca tá lo
gos
online, Index Theologicus,
etc.) , la bibliografía se ha reducido
con respecto a las últ imas ediciones y se l imita ahora a obras
fundamentales de historia de la Iglesia.
• En forma de apéndice , es ta nueva edic ión of rece por p r imer a
vez, jun to a útiles l istas y tablas sinóp ticas, tres índices (de no m
bres; analít ico y de lugares; y de documentos eclesiales) que per
mi ten un rápido acceso a la gran cant idad de mater ia les presen
tes en el libro.
• Todo e l texto ha s ido revisado y adap tado a las nuevas no rma s
or tográf icas y de com posic ión.
Después de más de cuarenta años de la pr imera edic ión de la
Historia de la Iglesia
-co noc ida p or la mayor ía de los in teresados co
mo «el Franzen»-, se pone en manos de las lectoras y los lectores un
compendio de historia de la Iglesia que sigue siendo sumamente útil .
Tubinga y Fr iburgo, mayo de 2008
Roland FRÓHLICH
B r u n o
STEIMER
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Del prólogo a l primera edición de 965
Esta Historia d e la Iglesia no puede contenerlo todo. Necesariamente
debe establecer límites y realizar una selección del conjunto de la
materia. Pero una selección es siempre subjetiva y cabe preguntarse,
por tanto, por qué se ha tratado un tema pero se ha omitido otro.
Ahora bien, el autor asegura que no ha procedido arbitrariamente y
que,
en su exposición, ha querido hacer hincapié sobre todo en las
grandes líneas históricas y teológicas d e la historia de la Iglesia. Se ha
esforzado por abordar las cuestiones actuales de la historia de la
Iglesia a la luz de las investigaciones científicas más recientes. No
existen tabúes de la historia eclesiástica. No se han evitado en nin
gún m om ento las llamadas «cuestiones espinosas», sino que se han
abordado con particular atención. Es cierto que, por lo general, és
tas son tan complejas que no pueden ser comprendidas plenamente
sin un estudio más profundo de su contexto histórico contemporá
neo.
Sólo la verdad histórica en su totalidad conduce al pleno cono
cimiento y a la justa valoración.
Friburgo, octubre de 1965
August FRANZEN
i..
Primera Parte:
La
antigüedad cristiana
De Jesús de N azare t
al giro constantiniano (hasta e 311)
§ 1. El Jesús histórico y la fundación de la Iglesia
E
L
cristianismo es una religión histórica revelada y deriva direc
tamente de la persona histórica de Jesucristo, hombre-D ios,
y de su obra salvífica. El requisito previo y el fund ame nto de
toda historia de la Iglesia es, por tanto , la demo stración de la existen
cia histórica de Jesús y de la historicidad de la fundación de su
Iglesia.
1. La existencia histórica de Jesús
Numerosos autores han cuestionado la existencia histórica de Jesús,
desde los siglos XVIII y XIX, en nom bre de la ciencia ilustrada y libe
ral,
y de la crítica histórica: por ejemplo, Hermann Samuel Reimarus
( t
1768),
Ferdinan d Christian Baur (f 1860), David Friedrich Strauss
(f 1874), Bruno Bauer (f 1882) y, posteriormente, en los primeros
años del siglo XX, sobre todo John Mackinnon Robertson (t 1933),
William Benjamín Smith (f 1934), Ar thur Drews ( t 1935) y otros .
Todos estos autores se esforzaron po r presen tar el cristianismo comci
una invención de los apóstoles, y la figura de Jesús como una perso
nificación irreal, ficticia y mítica, de nostalgias e ideas religiosas, co-|
mo un fraude p iadoso realizado po r el círculo de los discípulos, o co
mo una adaptación y variaciones de las figuras divinas de héroes de
los cultos mistéricos helenísticos y de Oriente Próximo. La historia
com parada de las religiones, a la sazón en pleno desarrollo, de scubrió
de pronto en la vida de Jesús analogías y paralelos con el dios solar
Mitra (Smith, 1911), con el héroe de la epopeya babilónica Guilga-
més (Peter Jensen, 1906), con la figura mítica del dios salvador que
muere y resucita (Richard Reitzenstein y otros). Se pensaba que la
imagen de la vida y la enseñanza de Jesús,trazada en los evangelios,
8/16/2019 Historia de La Iglesia - August Franzen
9/240
16
H I S T O R I A D E L A I G L E S I A
tenía que ser interpretada como una expresión personificada de las
aspiraciones sociales de las masas oprimidas (Albert Kalthoff, 1902).
Todas estas teorías se han abandonado y se ha demostrado que|
carecen por completo de validez científica. Así pues, no habría sido
necesario recordarlas si no siguieran perviviendo en la propaganda
del comunismo marxista. En efecto, fueron Karl Marx y Friedrich
Engels quienes, adop tando las ideas radicales de su co ntemp oráneo
Bruno Bauer, transmitieron estas opiniones anticuadas al comunis
mo, que sigue difundiéndolas actualmente sin espíritu crítico.
Más peso tuvieron las investigaciones y los ataques dirigidos, en
nom bre de la crítica textual, por la teología liberal del siglo XIX y de
principios del siglo XX, a la verdad y la fiabilidad histórica de los
evangelios. Mien tras tant o, la exégesis bíblica mo dern a, estudia ndo el
texto sagrado con mayor escrupulosidad y exactitud,
y
sirviéndose de
un método más exacto, planteó la cuestión sobre un fundamento
nuevo. Con los ensayos sobre la «desmitización» (Entmythologisie-
rung) del Nuevo Testamento, Rudolf Bultmann (t 1976) profundizó
en el conocimiento del complejo pensamiento de la comu nidad cris
tiana primitiva y de su tradición, que se expresó en la Sagrada Escri
tura. De este modo hemos aprendido a distinguir la forma expresi
va «mítica», condicionada por el tiempo, propia de muchos textos
bíblicos, de su contenido esencial y a liberar de aquel revestimiento
(= entmythologisieren, «desmitificar») su núcleo histórico, con las
instancias centrales del mensaje neo testam entario sobre la obra salví-
fica divina en Jesucristo. Otras investigaciones, basadas en el mé todo
de la historia de las formas (Formgeschichte) y centradas críticamen
te en la forma literaria del texto de los evangelios, trataron de poner
de relieve en el contexto, con m ayor claridad, aquellas parte s y seccio
nes que constituían las fuentes primarias para la vida del Jesús histó
rico.
Y
mientras, por un lado, gracias a estos análisis, se desecharon
algunas opiniones ingenuas, recibidas tradicionalmente, que consi
deraban los evangelios sólo como biografías de Jesús, perfectas des
de el pun to de vista del contenido y de la cronología, por otro lado,
se ofreció a los estudioso s la posibilidad de identificar, a par tir de los
textos neotestamentarios, un fondo común de hechos históricamen
te probados y resistentes a toda posible crítica.
Es sabido que ningu no de los cuatro evangelios pretendió ser -y,
de hecho, no so n- una biografía histórica de Jesús, sino qu e reflejan
la imagen de C risto, tal como se había formado, sobre el fundamen
to de la predicación apostólica, en los corazones de sus fieles y ama-
P R I M E R A P A R T E : L A A N T I G Ü E D A D C R I S T I A N A 1 7
dos discípulos. No obstante, esto no puede eximirnos de constatar
que no pocos detalles de los evangelios relativos a Jesús son históri
camente fidedignos y que bajo el «Cristo de la fe», tal como aparece
representado en el Nuevo Testamento, es siempre posible identificar
con se guridad al Jesús «histórico». Así pues , la existencia histór ica de
Jesús es incuestionable. De hecho, podemos situar históricamente
con seguridad el comienzo y el final de su vida terrena a la luz del
contexto histórico contemporáneo: su nacimiento, bajo Herodes el
Grande, tuvo lugar hacia el año 4 o el 5 antes de la era vulgar, y su
mu erte en cruz, bajo P oncio Pilato, el 14 o el 15 de nisán de u no de
los años que van del 30 al 33 d.C. Si bien es cierto que en la base de
los cuatro evangelios canónicos hay evidentes intenciones teológicas
y kerigmáticas, también es verdad que sus autores no dejaron por
ello de remitirse a hechos y circunstancias de su tiempo, y de en mar
car históricamente, aunque no de un modo rigurosamente cronoló
gico, los acontecimientos salvíficos. Los evangelistas nos informan
como testigos oculares y diseñan un a imagen viva y extraordinaria
mente expresiva de la personalidad, de la doctrina y de la muerte del
maestro, que sólo es posible captar leyendo sus escritos.
Por otro lado, la existencia histórica de Jesús está atestiguada
también en fuentes no cristianas. A decir verdad, faltan documentos
de origen no cristiano rigurosamente contemporáneos a Jesús, pero
las afirmaciones de Tácito hacia el 117 (Anuales
XV,
44), de Plinio el
Joven hacia el 112 (Ca rta al emperador Trajano) y de Suetonio hacia
el 120
(Vita Claudii,
cap. 25), son dignas de crédito y, desde el punto
de vista histórico, plenamente probatorias, de modo que podemos
utilizarlas como testimonios históricos seguros. Poseemos, además,
algunas afirmaciones del historiador judío Flavio Josefo, datables en
torno a los años 93/94, de las cuales se puede deducir claramente que
estaba informado de la personalidad histórica de Jesús (Antiquitates
XVIII, 5,2
y XX,
9,1), mientras que la autenticidad de otro pasaje del
mismo autor (Antiquitates XVIII, 3,3) parece bastante dudosa.
2. La historicidad de la fundación de la Iglesia
La cuestión de la historicidad de la fundación de la Iglesia por parte
de Jesucristo ha sido objeto de frecuentes debates desde comienzos
de la Edad Mod erna, y se concentra en la pregunta acerca de si Cristo
predicó únicamen te un cristianismo universal o si, al mism o tiem po,
dio a su religión una sólida organización en la forma de una Iglesia
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dente y, por tanto, necesariamente espiritual e invisible, hay que su
brayar también que la Iglesia está enraizada en n uestro tiem po y ha
sido fundada para las personas de este mundo visible. En efecto,
Jesús edificó su Iglesia como comunidad histórica y visible. Toda la
obra del Señor tendía a esto. Jesús no se limitó a enseñar, sino que
vivió en com unidad con sus discípulos. Su doctrina religiosa no te
nía como finalidad fundar una escuela, sino instituir una verdadera
comunidad de vida, que abrazara toda la existencia, de la que él mis
mo q uiere ser el corazón y el centro (Jn 14,20ss), y que debía recibir
de él su principio vital.
Para caracterizar esta comunión de vida de los fieles con Cristo,
Pablo se sirve de la imagen del cuerpo (1 Cor 12,12ss), cuya cabeza
es Cristo y cuyos miembros son los fieles (Ef 2,15ss; 4,12ss; Col
3,15). En la Iglesia, Cristo sigue viviendo con su en carnac ión, reden
ción y entrega en la cruz. Dado que ella participa en su ser hu ma no-
divino y en su ob ra salvífica, ella vive tamb ién su vida. Pablo recuer
da continuam ente que la vida, la pasión y la resurrección de Cristo
no son sólo un hecho h istórico objetivo, sino que tenemo s el deber,
si no queremos que Cristo haya mu erto en vano, de vivir su vida, su
frir con él su muerte y llegar a ser partícipes de su resurrección.
Así, la pregunta fundamental que debemos hacernos es ésta:
«¿Qué pensáis del Mesías? ¿De quién es Hijo?» (Mt 22,42). La res
puesta sólo puede ser una respuesta de fe: «¡Es el Hijo de Dios ». La
encarnación es el concepto central del cristianismo. A hora bien, aquí
termina la competencia de la pura investigación histórica y empieza
la teología, la cual requiere y presupone una decisión de fe. Dios se
encarnó en Jesucristo para u nir de nuevo a la human idad consigo y
estar cerca de ella. En la Iglesia, don de Cristo sigue vivo, Dios se en
carna nuevamente en la humanidad, por encima de todos los tiem
pos y de todos los pueblos, para llevar a todos a la salvación.
El más profundo misterio de la Iglesia está precisamente en su
identidad con Cristo. En ella continúa la obra que Jesucristo, hom
bre-Dios, inició durante su vida terrena, una obra que proseguirá
hasta el cum plim iento en su reto rno al final de los tiemp os. Ella es el
espacio donde la encarnación del
Logos
en este mundo se renueva
constantemente. Johann Adam Móhler (f 1838) habla precisamente
de la «incesante enca rnación de Cristo en la Iglesia». En este sentido,
la Iglesia misma es un p rofun do misterio de fe y de salvación
(Carta
a los Efesios)
y participa de la enorm e tensión que existe entre la san
tidad divina y la debilidad humana. La Iglesia recibe su divinidad,
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santidad e indestructibilidad de su divino fundador; la mezquin dad,
la inclinación al pecado y la inestabilidad provienen, po r el co ntra
rio,
de los seres hum anos. Esta polaridad, implícita en su misma na
turaleza, confiere a la existencia de la Iglesia y a su actividad en la
historia algo singularmente inquietante. No sólo en torn o a ella, si
no incluso en su mismo seno y en el alma de cada u no de sus fieles,
se desarrolla, en efecto, una lucha dramática entre lo divino y
lo
hu
mano, entre lo que es santo y lo que no lo es, entre la salvación y la
condenación. Es Iglesia de santos e Iglesia de pecadores. En su histo
ria, como en la vida de cada creyente, esta lucha da origen a constan
tes altibajos, a continuas oscilaciones entre un estado de elevada es
piritualidad y una situación de decadencia, dependiendo de cómo
exprese la Iglesia ante Dios, en la encarnación histórica del
Logos,
junto con María, el
«Ecce ancilla Domini
- He aqu í la esclava del Se
ñor» (Le 1,38).
Redimir y santificar la human idad: éste es el program a vinculan
te que Cristo ha encomendado a la Iglesia. Así, la condición de la
Iglesia en la historia debe ser conmensurada, en cada ocasión, según
el modo y la solicitud con que h a cum plido en su existencia terrena
este man dato divino. A me nudo , los medios y los métodos de actua
ción han cambiado y ha n tenido que adaptarse a las exigencias con
cretas del elemento h um ano ; pero el mandato y el fin siguen siendo
los mismos. El llamamiento, realizado repetidamente a lo largo de
dos milenios de historia, a una reforma y a un retorno a la Iglesia
primitiva, no p uede significar ni la pura repetición, ni la renovación
anacrónica de las formas de vida de la Iglesia apostólica, sino única
mente una nueva toma de conciencia más atenta al mandato origi
nario:
la prosecución de la obra salvadora de C risto en su palabra y
en su sacramento, la compenetración del mundo para restituirlo a
Cristo.
§
2. La Iglesia primitiva y la edad apostólica
Ninguna otra época ha tenido una importancia tan determinante
para el sucesivo desarrollo histórico como aquella en la que tuvieron
lugar la fundación y la constitución de la Iglesia en la primera hora
de la «edad apostólica».
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1. La com un idad de los disc ípulos
después de la ascensión de Jesús
Después de la ascensión de Jesús al cielo, la comunidad de los discí
pulos se encontró de pronto frente a una situación totalmente nue
va. Si bien es cierto qu e el Señor, al despedirse de sus discípulos, les
impartió un inequívoco envío misionero (Mt 28,18; Me 16,15), que
tenía como contenido la prosecución del anuncio de la salvación y la
proclamación de la buena noticia de su reinado escatológico, tam
bién es verdad qu e, al parecer, no les dejó directivas precisas sobre el
modo de realizar concretamente la vida en común ni sobre las for
mas que debería asumir la organización de la comunidad. Las opi
niones de los exegetas a este respecto son bastante discordantes. Al
gunos teólogos se inclinan más bien a considerar que hay un con
traste entre lo que Cristo quiso verdaderamen te y
lo
que se realizó en
concreto; pero en relación con esto conviene llamar la atención so
bre el hecho de q ue los apóstoles y los primeros discípulos, que fue
ron testigos oculares y auditivos de su predicación, supieron cierta
mente interpretar la voluntad de Jesús mejor que los estudiosos con
temporá neos, nacidos casi dos mil años después.
Es evidente, por otro lado, que la Escritura por sí sola (el princi
pio del sola Scriptura) no es suficiente para explicar lo que sucedió,
y que también la tradición apostólica del cristianismo primitivo d e
be ser tenida en cuenta como factor cond icionante. En efecto, Cristo
no proclamó su voluntad en normas y órdenes abstractas, sino que
la transmitió a sus apóstoles como un mandato vivo; y los discípu
los que, después de la imprevista ascensión del Maestro, se enco ntra
ron frente a la misión inmensamente difícil de tener que proseguir
la obra de Jesús, actuaron ciertamente como auténticos intérpretes
de su voluntad cuando confirieron a la vida en comu nidad una sóli
da ordenac ión y a la Iglesia una estructura jerárquica. Jerarquía (en
griego, hiera arché+ = «origen sagrado, poder sagrado») significa
que esta ordenación es de origen sagrado, porqu e la estableció Cristo
mismo para la Iglesia.
Que los apóstoles pudieran haberse equivocado es imposible.
Según la convicción de fe de la Iglesia, los «doce» eran los deposita
rios de la revelación divina, que habían recibido directamente de
Cristo. Cuando transmitieron, en su anuncio vivo de la fe, el patri
monio de la revelación recibida del Señor, estaban inspirados por el
Espíritu Santo, y esta transmisión no tuvo lugar sólo a través de pre
dicaciones orales o palabras escritas (la Sagrada Escritura), sino
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también en múltiples disposiciones prácticas, tanto en el ámbito cul
tual como en el disciplinar e institucional. Dado que C risto n o dejó
ningún escrito, todo lo que los doce apóstoles nos transmitieron
acerca de él, oralmente o por escrito, personalmente o a través de sus
discípulos directos, es esencial para el cristianismo, pues contiene la
revelación central del designio divino de salvación para la humani
dad. Desde entonces, nada nuevo se ha añadido ni podrá ser añadido
jamás. Toda la revelación del misterio divino de salvación se encuen
tra contenida y realizada en la tradición apostólica. El criterio para
establecer la autenticidad de una doctrina de fe ha sido y sigue sien
do el hecho de que su presencia se pueda demos trar ya en la traditio
apostólica. Ésta se ha depositado en la doctrin a, el culto y la vida de la
Iglesia primitiva, y en las Escrituras canónicas e inspiradas del N uevo
Testamento, las cuales se remontan a este tiempo apostólico.
A decir verdad, no es siempre fácil establecer lo que pertenece d i
rectamente al patrimonio de la revelación divina, en este conjunto de
conceptos del cristianismo primitivo y apostólico, y lo
que,
en cambio,
fue añadido por la posterior reflexión teológica de las primeras com u
nidades cristianas. De hecho, es posible reconocer claramente que los
contenido s de la revelación, ya desde la prime ra generación cristiana,
no se conservaron de un modo estéril, sino que fueron meditados y
transmitidos con una comprensión autónoma. De modo que muy
pro nto se realizó una profundización teológica de las verdades revela
das, sobre todo en lo que se refería directamente a la persona huma
no-divina de Jesús y su obra salvífica, profundización a la que se sue
le denominar «teología de la comunidad» de la Iglesia primitiva. Hoy
constatamos con asombro que esta primera h ora cristiana fue una de
las épocas más creativas desde el pun to de vista teológico en la histo
ria de la Iglesia. La reflexión teológica a la que dio origen se depositó
en la Sagrada Escritura y en la tradición , y exegetas e historiadores se
esfuerzan hoy conjuntamente por precisar los componentes esencia
les, para poder distinguirla del patrimonio genuino de la revelación
divina. No ob stante, la decisión última sobre lo que fue y es el conte
nido esencial de la fe corresp onde al magisterio eclesiástico.
El tiempo apostólico fue, desde el punto de vista cronológico, el
más cercano al tiempo de la revelación y ello explica por qué el cris
tianismo vive desde siempre convencido de que su ser o no ser de
penden de la conservación de la traditio apostólica. No obstante, es
ta relación de dependencia no puede consistir en atenerse rígida
mente a las formas de pensam iento y de vida del cristianismo primi-
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tivo, ni en el imposible intento de repetirlas, sino que, por el contra
rio, debe tener en co nsideración el princip io de la tradición viva, oral
o escrita, y de la ley del desarrollo orgán ico. Un m ero tradicionalism o
nada creativo sería estéril y no correspondería al principio espiritual
y orgánico que caracteriza la vida de la Iglesia.
Si
bien es cierto que el
llamamien to a la reforma se ha man ifestado en todas las épocas de la
historia de la Iglesia y seguirá manifestándose también en el futuro,
también es verdad que esta reforma, para que se realice de un modo
justo,
no puede consistir en un retorno ingenuo a las formas de vida
cristiana primitiva, como han creído siempre los espiritualistas, los
sectarios y los herejes, negando así la ley de la evolución histórica y
del desarrollo orgánico de todas las cosas vivas, sino únicamente en
la realización progresiva del ma nda to originario que la Iglesia recibió
de Cristo desde el principio. Reforma significa, por tanto, meditar y
realizar lo que Cristo encomendó a la Iglesia como un programa que
se ha de realizar rigurosamente. La Iglesia primitiva observó el divi
no mand ato de un m odo y con una pureza tan singulares que por ello
asumen un cierto carácter normativo y ejemplar que, sin embargo,
no excluye la realidad de un ulterior e igualmente importante de
sarrollo histórico . En este sentido m ás profu ndo, la Iglesia católica, a
pesar de su difusión universal y grandioso desarrollo interno, puede
gloriarse hoy, después de casi dos mil años, de ser aún absolu tamen
te una e idéntica a la Iglesia del tiempo originario de los apóstoles.
La delimitación cronológica de este periodo de la revelación
apostólica presenta, no obstante, algunas dificultades. Generalmente
se cuenta a partir de la ascensión de Jesús «hasta la muerte del últi
mo de los (doce) apóstoles», pero no debemos aten ernos con dema
siada rigidez a este término desde un punto de vista estrictamente
formal y jurídico. En sentido amplio podemos afirmar que fue el
tiempo de la primera y la segunda ( ) generación cristiana, que al
canza hasta la muerte de los últimos y directos testigos del Señor re
sucitado, que transmitieron su verdad revelada. Así, por ejemplo, la
Carta a
los
Hebreos, escrito inspirado y canónico del Nuevo Testa
mento, habría sido redactada, según el parecer de m uchos exegetas,
por un desconocido sabio cristiano alejandrino, perteneciente a la
segunda generación.
Nuestras fuentes para el conocimiento de la vida eclesial de este
tiempo son ante todo los escritos neotestam entarios, especialmente
los
Hechos d e los Apóstoles
y las Cartas de Pablo. Con todo, disp one
mos también de otros testimonios como, por ejemplo, los escritos de
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los Padres apostólicos, que en parte se remo ntan también a este pri
mer periodo de la historia cristiana (Didajé, Primera carta de Cle
mente) y poseemos también informaciones de segunda mano sobre
la situación de la Iglesia primitiva.
2. ¿Qu é ima gen de la Iglesia
muest ra esta pr imera edad apostól ica?
Los Hechos d e los apóstoles y las cartas de Pablo nos perm iten enten
der claramente que, desde el principio, el «ministerio» espiritual fue
considerado en la Iglesia primitiva como un elemento esencial,
constitutivo del ordenam iento m ismo de la com unidad. N unca exis-j
tió una pura constitución carismática que se basara sobre una libra
acción espiritual y que careciera de ministerios, de un ordenamien-f
to jurídico y de un patrimonio de fe concreto. En efecto, esta tesis es
absolutamente incompatible con el concepto paulino de Iglesia. Esto
vale tanto para las comunidades locales como para todo el con junto
de la Iglesia.
Y
así como los primeros apóstoles recibieron su misión
para proclamar el mensaje del Nuevo Testamento oficialmente, es
decir, directamente de Jesucristo (Me 3,13ss; Mt 10,lss; Le 6,12ss),
también impusieron las mano s para la ordenación ministerial de sus
colaboradores y sucesores. En ningún lugar aparecen las primeras
comunidades cristianas constituidas de modo uniforme, sino que se
presentan, en cambio, como comunidades articuladas y edificadas
según el principio de la unidad cabeza-cuerpo. Los ministros son lla
mado s y ordenados p ara representar al Señor invisible y para prose
guir en su n omb re la obra de la redención, con la palabra y el sacra
mento. Sólo ellos ejercen las funciones directivas ministeriales, ya
sea como apóstoles, profetas o evangelistas, al servicio de la Iglesia
universal, o com o obispos, presbíteros, diáconos, doctores y pastores
al servicio de cada una de las comunidades (1 Cor 12,28; Flp 1,1; 1
Tm 3,2ss). Por todas partes reina el principio d e la sucesión ministe
rial, que deriva directamente de Cristo y de los apóstoles
(successio
apostólica), según los grados de u na precisa jerarquía.
El ministerio no se opone al carisma, que era conferido p or D ios
para el ejercicio de servicios particulares. Con frecuencia encontra
mos ministros que eran al mismo tiempo carismáticos (2 Cor 8,23;
Tt; Flp 2,25; Rm 16,1; Gal 1,19; 1 Cor 15,7) y, viceversa, carismáticos
a quienes se había confiado la dirección de una comunidad. Pablo
mismo , por lo demás, era al mismo tiempo carismático y pneum áti
co, porque, com o buen ministro práctico y racional, sabía que las co-
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mun idades que había fundado recientemente necesitaban una direc
ción pastoral atenta, realista y enérgica. En el gobierno norm al de la
Iglesia, los carismas estuvieron, por tanto, sub ordinados siempre al
ministerio. Con el paso del tiempo , la dirección de las com unidades
se concentró cada vez más en ma nos de los obispos y los diáconos.
Los obispos provenían del colegio de los presbíteros, en el que de
sarrollaban funciones directivas como jefes e inspectores
(episkopos).
En algunas comunidades locales encontramos, en la primera hora,
varios obispos-presbíteros; pero después, y no más tarde del siglo II,
el episcopado mo nárquico se difundió p or todas pa rtes. En esta ten
dencia hacia el vértice monárquico que se manifestó pronto en las
comunidades particulares se ha visto con razón el nacimiento del
principio del prim ado, que se expresará más tarde en la Iglesia u ni
versal (Heinrich Schlier, f 1978).
A la altísima conciencia de fe de la Iglesia primitiva y a sus mi
siones particulares correspondió adecuadam ente el grupo de los pu
ros carismáticos, de los que se habla con frecuencia. Su función con
sistía en atender a la edificación de la comunidad y estaban a dispo
sición de ésta para servicios particulares, pero no tenían responsabi
lidades de gobierno. Tenemos también noticias ocasionales de ten
siones serias que, de vez en cuando, se producían en las com unida
des entre los carismáticos y los ministros (1 Cor
1;
Ap 14,1-2), pero
que, al final, se superaron siempre con espíritu de am or. Los dones
carismáticos pasaron a un segundo plano , pero sin desaparecer nun
ca del todo en la Iglesia.
§ 3.
La
marcha victoriosa de la joven Iglesia
de Jerusalén a Roma
Los
Hechos de los Apóstoles
nos describen la marcha imparable del
evangelio «desde Jerusalén hasta los confines de la tierra» (H ch 1,8).
Esta obra lucana nos ofrece testimonios profundos tanto sobre la ar
diente y entusiasta actividad m isionera com o sobre la vida interior,
colmada de intensa actividad caritativa, de la Iglesia primitiv a. Pode
mos distinguir tres periodos: 1) el periodo judeo-cristiano, que tie
ne su centro en Jerusalén (Hch
1,1-9,31);
2) el periodo que m arca el
paso del judeo-cristianismo al cristianismo de los paganos converti
dos,
con Antioquía com o centro (Hch 9,32-15,35); 3) el periodo de
la misión de Pablo entre los gentiles (H ch 13-28 ).
1. La com unida d pr imi t iva de Jerusalén
La Iglesia madre de Jerusalén gozó, desde los orígenes del cristianis
mo, de una con sideración particular. En ella habían actuado los pri
meros apóstoles que, junto con Pedro y bajo su guía, dirigieron la
comu nidad, como testigos vivos del Señor. Muchos que habían sido
testigos oculares de la actividad, la muerte y resurrección de Jesús,
habitaban todavía en la Ciudad Santa y, llenos de entusiasmo, se
guían anun ciando la buena noticia de la salvación.
En Jerusalén, por primera vez, empezó a formarse un patrimo
nio lingüístico y conceptual de matriz cristiana y una nueva confi
guración litúrgica. Aun cuand o la joven com unidad tenía conciencia
de ser sobre todo el cumplim iento del judaismo, participaba en la li
turgia judía, practicaba las formas de devoción tradicionales y asu
mió los principios básicos de la organización judía (articulación de
la comunida d, gob ierno de los ancianos, presbíteros y ministros con
mandato permanente). Ahora bien, al mismo tiempo se constituyó
con los apóstoles en una comunidad independiente, caracterizada
por una liturgia propia que se expresaba en el recuerdo agradecido
{eucharistia)
y en la actualización cultual del sacrificio de Cristo,
mientras «partían el pan en sus casas, tom ando el alimento con ale
gría y sencillez de corazón» (Hch 2,46), celebrando de este modo la
cena del Señor. Esta com unidad de Jerusalén dejó u na im pronta de
cisiva en la vida co mun itaria, el ordenamien to, la piedad y la estruc
tura litúrgica de la Iglesia. Hacia el 50 d.C, el llamado «concilio
apostólico» to mó también su primera y difícil decisión, que tendría
una importan cia suprem a para el futuro de la joven Iglesia, cuando
estableció que los paganos convertidos al cristianismo no estaban
obligados a la observancia de la ley judía (Hch 15,6ss.l9).
La organización interna de la comu nidad estuvo dirigida, en un
primer momento, por todo el colegio de los doce apóstoles, aun
cuando se percibe claramente que Pedro tenía un papel de dirección.
Pablo señala, junto a Pedro, tamb ién a Santiago y Juan como «colum
nas» de la comunidad (Gal 2,9), pero sólo después de la partida de
Pedro de Jerusalén
(ca.
43/44; cf. Hch 12,17) ocup ó Santiago su lugar.
De hecho, la tradición lo señala como primer «obispo» de Jerusalén.
En el concilio apostólico encontramos por primera vez a los «presbí
teros», pero ya antes se había mencionado a siete diáconos (Hch
6,lss), con Esteban a la cabeza. El orden jerárquico de los ministros
aparece, por tanto, completo: el apóstol-obispo, los presbíteros y los
diáconos eran los guías autorizados de la comunidad de Jerusalén.
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A pesar de la participación en el culto judío y la estricta obser
vancia de la ley judía, que hacía que aparecieran, en un primer mo
men to, casi como un a secta judía, los cristianos se separaron pron to
del judaismo, porque las características típicamente cristianas de la
nueva fe determinaron un contraste insalvable entre los seguidores
de Jesús y la sinagoga. El bautism o cristiano, la oración dirigida a
Cristo como Kyrios (S eñor), la celebración de la eucaristía, la exclu
siva comunidad de amor cristiana, que se extendía hasta la entrega
de los bienes particulares para la comu nidad de los hermanos en la
fe (Hch 2,44ss.), suscitaron al principio la desconfianza y el rechazo
y,
po r ú ltimo, también la hostilidad de los judíos. Se llegó así al con
flicto abierto, originado sobre todo por la profesión de fe en Cristo,
y que se concretó en dos violentas persecuciones: la prime ra oleada
llevó a la lapidación de Esteban, a la expulsión de Jerusalén de los ju-
deo-cristianos helenistas y a la ulterior persecución por parte de
Saulo que, más tarde, a las puertas de D amasco, se convirtió a la nue
va fe y, con el nom bre de Pablo, devino un «instrumento elegido»
para la proclamación del mensaje cristiano (Hch 9,15-16). La segun
da oleada de persecuciones, desencadenada por el rey Herodes
Agripa I (37-44), llevó en 42/43 al martirio del apóstol Santiago el
Mayor y al encarcelamiento de Pedro, que se salvó milagrosamente
de la prisión gracias a un milagro (Hch 12,lss).
Mientras qu e la persecución se dirigió sobre tod o con tra los he
lenistas, es decir, contra los judíos de la diáspora convertidos al cris
tianismo, y favoreció la propagación del cristianismo en el mun do,
los judeo-cristianos siguieron en Jerusalén, donde trataron de con
servar el favor de los judíos mostrándose particularmente fieles al
culto judío y al servicio del templo. No o bstante, la tregua du ró p o
co y se produjeron nuevos enfrentamientos. En
62/63,
el apóstol
Santiago el Menor fue lapidado. Según Flavio Josefo (Antiquitates
XX, 9,1,4 -6), el sumo sacerdote Anán, aprovechando la ausencia del
procurad or du rante la Pascua del año 62, hizo denunciar y condenar
al «hermano del Señor», cuya actividad se había visto coronada con
el éxito, y a otros cristianos, acusándolos de haber transgredido la
ley. Según una antigua tradición (Hegesipo, en Eusebio, Histor. Ecl.
II, 23, 12, 10-18), Santiago «fue arrojado desde el pináculo del tem
plo y rematado a golpes con un mazo de batán».
Al comenzar la guerra judía (66-70), los cristianos, reco rdando
la advertencia y la profecía de Jesús sobre la destrucció n de Jerusalén
(Mt 24,15ss), abandonaron pronto Jerusalén y fueron estigmatiza-
dos p or los judíos como renegados y apóstatas. El odio creciente lle
vó , hacia el año
100,
a la persecu ción oficial de los cristianos por par
te de la sinagoga. La nueva y última insurrección judía con tra los ro
manos, bajo Bar Kokbá (132-135), infligió a los cristianos que habi
taban en Palestina otra cruenta persecución p or parte de los judíos.
De este modo quedó trazada definitivamente la línea de división en
tre judíos y cristianos y empezó la funesta enemistad entre ambos
que sería tan perjudicial para ambas partes a lo largo de la historia.
Con la destrucción de Jerusalén en el 70 terminó también la par
ticular posición predominante de que había gozado hasta entonces
la comunidad jerosolimitana.
2. La comunidad de Ant ioqu ía
Antioquía, la primera comu nidad de paganos convertidos al cristia
nismo y centro de la misión cristiana, adquirió desde su origen u na
posición importante. La llamada «controversia antioquena» (Hch
15; G al 2,1 lss) favoreció la clarificación de las relaciones de los ju
deo-cristianos con los pagano-cristianos. Lamentablemente, no sa
bemos mucho sobre la estructura interna de la comunidad y, por
tanto, no podemos decir hasta qué punto fue determinante para el
posterior desarrollo de las numerosas comunidades que Pablo, par
tiendo desde Antioquía, había fundado en los tres grandes viajes de
misión. Es evidente que la comunidad de Antioquía estaba com
puesta mayoritariamente p or m iembros de origen no judío, hasta tal
pun to q ue ya no aparece como un a secta judía, sino que fue caracte
rizada por prim era vez como un a comu nidad religiosa independ ien
te de «cristianos» (Hch 11,26).
Fue sobre todo Pablo quien difundió el cristianismo en el mun
do , tra sp lan tán do lo desde la tierra madre judeo-palestinense y des
de Antioquía, un centro de la cultura grecorromana del helenismo.
Después de su conversión, el apóstol estuvo retirado durante tres
años en el desierto de Arabia con el fin de prepararse para la m isión
apostólica, y después, invitado po r Bernabé, se dirigió a A ntioquía.
Con él, «bajo el impulso del Espíritu Santo» (Hch 13,4), emprendió
el primer viaje misionero, que lo condujo a Chipre y Asia Menor
(Perge, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe: cf. Hch 13-14).
En el segundo viaje misionero (hacia 49/50-52), Pablo se dirigió,
más allá de Asia Menor, hacia Europa, donde fundó las co munid a
des de Filipos, Tesalónica, Atenas y Corinto (Hch 15,26-18,22). El
tercer viaje misionero (hacia 53-58) lo llevó, en cambio, a través de
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Galacia y Frigia, a Éfeso y, desde esta ciudad , hacia G recia y despué s
de nuevo a Tróade, Mileto, Cesárea y Jerusalén, donde terminó (en
el 58), porque fue hecho prisionero por primera vez (Hch 18,
23-21,2 7). Durante este tiempo escribió las Cartas a los Corintios, a
los Rom anos, a los Galotas y o tras. Ya desde entonces Pablo miraba
hacia Roma y Occidente (España).
3.
Los in i cios de l a comunid ad rom ana
La comunidad roma na era ya bastante floreciente cuando Pablo, en
el invierno del 57/58, le envió desde Corinto su carta (cf. Rm 1,8).
Alguno s años a ntes (en el 50), según lo qu e refiere el biógrafo de los
emperadores, Suetonio (Vita Claudii 15,4), se habían produ cido en
tre los judíos romanos tumultos por causa de Cristo («Judaeos im -
pulsore Chresto assidue tumultuantes Roma expulit») y Pablo, duran
te su segundo viaje m isionero a Co rinto, conoció a dos de estos cris
tianos expulsados de la ciudad, los cónyuges Áquila y Priscila (Hch
18,2).
Ciertamente de ellos recibió información más precisa sobre
los cristianos romanos y ya entonces, probablemente, decidió em
prender un viaje hacia Roma. Sabemos, además, que algunos roma
nos estaban p resentes también en la primera fiesta de Pentecostés en
Jerusalén (Hch 2,10). Por eso, no es imposible que ya desde los pri
meros tiempos existiera una comunidad cristiana en Roma. Ahora
bien, ¿quién la había fundado?
La tradición más antigua de la comunidad romana atribuía su
fundación directamente a Pedro.
¿Es
posible que P edro, en 42/43, des
pués de huir de Jerusalén, ciudad desde donde marchó «a otro lugar»
(Hch 12,17), llegara inmediatamente a Roma? Esta hipótesis es bas
tante probable, aun cuando sabemos que en el 50 estaba de nuevo pre
sente en Jerusalén con motivo d el concilio apostólico. El hecho de que
no estuviera en Roma cuando Pablo escribió su
Carta
a
los
Romanos
(57/58 d. C) , o cuando éste fue hecho p risionero en la misma ciudad,
no puede ser empleado como un argumento para probar que Pedro
no estuvo nun ca en Rom a, porque se sabe que todos los apóstoles, im
pulsados por su celo misionero, viajaron much o y, por ello, nada im
pide pensar que también Pedro continuó sus viajes, después de haber
fundado la comunidad romana. La noticia de sus veinticinco años de
estancia en Roma, que se nos transmite desde el siglo IV (Eusebio y
Catalogus
Liberianus), no parece muy fidedigna y, por lo demás, no es
necesario interpretarla como si afirmara que Pedro había residido in
interrumpidam ente en Roma d urante veinticinco años. En cambio, es
de todo punto cierto que Pedro estuvo en Roma: lo atestiguan la
Primera Carta de Pedro,
escrita en Rom a en 63/64 (1 P 5,13), y su mar
tirio, que tuvo lugar durante la persecución de Nerón contra los cris
tianos, probablemente en julio del
64 .
Las recientes excavaciones bajo
la basílica de San Pedro despejan todas las dudas sobre el hecho de que
el cuerpo de Pedro fue sepultado en R oma. Aunque su tum ba no ha
sido identificada aún con exactitud y será difícil precisar cuál es entre
las numerosas tumbas superpuestas, tenemos sin duda testimonios
inequívocos de que Pedro fue sepultado justamente en ese lugar. El
martirio del apóstol en Roma, que la tradición nos ha transmitido
unánimem ente desde tiempos muy antiguos, debe ser, por tanto, con
siderado como un hecho histórico seguro.
La tradición indica que Pedro es el fundador de la Iglesia de
Roma a través de una ininterrumpida serie de testimonios, que van
de la Primera carta d e Clemente (ca. 96), pasando por la Carta a los
Romanos de Ignacio de Antioquía, obispo y m ártir, Ireneo de Lyon
(Adversus Haereses III, 1, 1; 3, 2), Dionisio de Corinto (cf. Eusebio,
Hist. Ecle.
II, 25, 8) y el presbítero romano Gayo (cf. Eusebio,
Hist.
Ecle. 11,25,7), hasta Tertuliano {De praescriptione haereticorum, 32;
Adversus Marcionem IV, 5) y otros muchos. Junto con Pablo, con
quien fue martirizado durante la persecución de Nerón, el nombre
de Pedro está siempre en el primer lugar de todas las listas de los
obispos romanos, como apó stol fundador. Los obispos roma nos de
ben su posición particular y su importancia en la Iglesia universal
precisamente a este origen directo en Pedro; ellos eran perfectamen
te conscientes de su supremacía y su significado para la Iglesia uni
versal, reconocido siempre por todas las demás Iglesias. Sobre este
origen estaba fundada la seguridad y la absoluta fiabilidad de la tra
dición apostólica en la Iglesia romana, la cual, a través de la cadena
de los sucesores de Pedro, se mantuvo siempre inalterada en el epis
copado rom ano y garantizó la pureza de la doctrina cristiana.
Los sucesores de Pedro fueron Lino, Anacleto, Clemente, Eva
risto, Alejandro, Sixto, Telesforo, H iginio, Pío, Aniceto, S otero, Eleu-
lerio, etc. En efecto, éste es el orden presente en la lista de la sucesión
romana a la cátedra de Pedro q ue ya Hegesipo había e ncontrado en
Roma, hacia el 160, cuando acudió allí precisamente para docum en
tarse sobre la auténtica y verdadera doctrina de Cristo y de los após
toles con el fin de hacer frente a las doctrinas heréticas del gnosticis
mo. También Ireneo pudo verificar este orden cuando, en el 180,
acudió a Roma para encontrar allí las fuentes más seguras de la ver
dad cristiana. Hay que decir, no ob stante, que ambos manifestaron
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en esta búsqueda de los obispos roman os m ás interés dogmático q ue
una necesidad de información histórico-cronológica: en efecto, lo
que los había llevado a Roma había sido la búsqueda de una verdad
de fe auténtica e íntegra. En tiempos como aquellos, en los que esca
seaban las fuentes escritas, la genuina tradición oral tenía la máxima
impo rtancia. Por eso, cuando era posible basarse en testimon ios fia
bles y demostrar al mismo tiempo una cadena ininterrumpida de
transmisión, que permitía remontarse hasta el mismo Maestro, de
este mo do se garantizaba la autenticidad de la do ctrina. Este emp e
ño se encuentra, por lo demás, también en el mun do no cristiano: en
el judaismo (cf. las genealogías del Antiguo Testamento: Gn 5; 11,
lOss;
1 Cr 1,9), en las escuelas filosóficas griegas, y en las escuelas
teológicas islámicas. En estas listas no era tan importante poder es
tablecer precisos términos cronológicos, ya que la misma sucesión
de los nomb res poseía un carácter dinám ico y ofrecía, de por sí, ga
rantía de fe y seguridad doctrinal.
No debe, por tanto, suscitar asombro el hecho de que, en la lista
más antigua de los obispos romano s, no estuviese incluida ning una
fecha. El interés histórico se despertó mucho más tarde y es significa
tivo que fuera precisamente un historiador el primero que trató de
establecer una cronología. Eusebio de Cesárea ( t 339), el «padre de la
historia eclesiástica», intentó fijar, en los diez libros de su
H istoria
ecclesiastica,
o
Historia de la Iglesia,
escrita a p rincipios del siglo IV, las
fechas del comienzo del pontificado de cada uno de los veintiocho
papas que habían vivido hasta entonces, en sincronía con los empe
radores rom anos. El mismo Eusebio es también el primer escritor en
cuya obra encontramos la información según la cual Pedro fue obis
po de Roma du rante 25 años. Llegó a esta conclusión calculando que
desde la huida de Pedro de Jerusalén (en el 42) hasta su muerte en
Roma, que él sitúa en el
67 ,
habían transcurrido justam ente 25 años.
El
Catalogas Liberianus
adoptó después el mismo método de Euse
bio,
contin uan do la lista de los pontífices del 336 al 354 y tratan do de
perfeccionar la obra de su predecesor desde un punto de vista esque
mático, es decir, añadiendo de vez en cuando el día y el mes del ini
cio de cada pontificado. Huelga decir que sus informaciones no po
seen ningún valor histórico, aun cuando es posible obtener, con la
ayuda de los resultados ofrecidos por la investigación histórico-críti-
ca, algunos puntos de apoyo para poder establecer los tiempos de go
bierno de cada uno de los pontífices. Así, la lista más antigua se po
dría compilar de este modo: Pedro (¿t 64?), Lino (¿64-79?), Anacleto
(¿79-90/92?), Clemente I (¿90/92-101?), Evaristo (¿101-107?), Ale-
jandro I (¿107-116?), Sixto I (¿116-125?), Telesforo (¿125-138?),
Higinio (¿136/138-140/142?), Pío I (¿140/142-154/155?), Aniceto
(¿154/155-166?), Sotero (¿166-174?), Eleuterio (¿174-189?), Víctor I
(¿189-198?), Ceferino (¿198-217?).
A
partir de aquí la cronología co
mienza a ser más segura.
§
4. La propagación del cristianismo hasta el siglo III
A la sorprende nteme nte rápida difusión del cristianismo, que ya de
por sí es un misterio de la gracia, contribuyeron muchos factores.
Los
Hechos de los Apóstoles
atestiguan la gran importanc ia que tuvo,
desde el principio, el judaismo de la diáspora como primer media
dor del anuncio cristiano. En todas partes se dirigió Pablo en prim er
lugar a las comunidades judías, que estaban muy extendidas por to
do el imperio romano. Su voz encontró un eco particularmente am
plio sobre todo en los «paganos temerosos de Dios», es decir, en
aquellos grupos que estaban estrechamente ligados al judaismo,
aunque no pertenecían a él; gracias a este puente, el evangelio pu do
llegar pronto a los gentiles.
Aunque los otros apóstoles se unieron a Pablo en la obra m isio
nera, lamentableme nte no sabemos nada seguro acerca de su activi
dad; lo que sobre ella nos narran leyendas más tardías carece de va
lor. En cambio, se puede afirmar que sin su intenso trabajo misione
ro resulta inexplicable el hecho de que ya en el siglo II el cristianis
mo se hubiese difundido ampliamente en todos los países de la
cuenca del Mediterráneo, y que hubiera pene trado incluso en regio
nes muy lejanas del imperio rom ano. Junto a los primeros apóstoles
debieron existir, por tanto, desde el primer mo men to, misioneros, es
decir, apóstoles en sentido más amplio. No obstante, éstos no pue
den ser considerados los únicos representantes de la misión cristia
na. De hecho, todos los cristianos actuaron en el mun do que los ro
deaba y anunciaron el evangelio de Jesucristo. Así, la buena noticia
de la salvación viajó por los caminos del imperio rom ano con los co
merciantes, los soldados y
los
predicadores. Las primeras com unida
des surgieron en los grandes centros de com unicación, en las ciuda
des y, gracias a la protecc ión de la
pax roma na,
establecida en el im
perio entero, el cristianismo pudo arraigarse ya a finales del siglo II
en todo el mundo civilizado, en la «ecúmene».
El principal centro de difusión fue Oriente. En Bitinia, Asia
Menor, tenemos el testimonio, nada sospechoso, del gobernador
I Minio el Joven, senador y cónsul roman o (en el año 100) que, no m-
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brado gobernador imper ia l (110-112) en Bi t in ia y e l Ponto, encon
t ró , ya en e l 112, un número tan e levado de cr i s t ianos que se vio
obl igado a preguntar a l emperador Trajano cómo había de compor
tarse con ellos. Éstas son sus palabras:
«El asunto me parece digno de tus reflexiones, por la multi tud de
los que han sido acusados; porque diariamente se verán envueltas
en estas acusaciones m ulti tu d de perso nas de tod a edad, clase y se
xo .
El contagio de esta superstición [= el cristianismo] no sola
men te ha infectado las ciudades, sino también las aldeas y los cam
pos .
Creo, sin embargo, que se puede poner remedio y detenerlo.
Lo cierto es que los templos, que estaban casi desiertos, empiezan
a ser frecuentados de nuevo y se celebran sacrificios solemn es. Por
todas partes se venden víctimas, que antes tenían pocos comprado
res. Y
de ello resulta fácil deducir a cuántos se les puede separar de
su extravío si se les ofrece la posibilidad de arrepentirse» (Plinio,
Carta
96).
Si has ta las regiones s ituadas en torn o a l mar Neg ro p resentab an
ya es ta imagen, no s orpren derá que en las provincias occidentales de
Asia Menor y Siria no existiera, a f inales del siglo I , ninguna ciudad
impor tante en la que no se hubiera asentado ya una comunidad cr is
t iana . La mayor ía de es tas comunidades habían s ido fundadas por
los apóstoles (sobre todo, por Pablo). En el siglo II existían ya ciuda
des cuya población era predominantemente cr i s t iana , y también en
las zonas rurales arraigó posteriormente la nueva fe. Sólo así resulta
comp rensible q ue, en la segunda mi tad de es te s ig lo , se hubie ra p o
dido desarrol lar en Fr igia e l montañismo como un movimiento po
pular y que se hubie ra di fund ido por to do e l pa ís . Por lo demás, pa
rece que ya an tes del f inal de las persec ucion es, a f inales del siglo III ,
había c iudades to ta lmen te cr i s t ianas , has ta ta l pu nto que ni s iquiera
la ter r ib le persecución de Diocleciano pu do ext i rpar su fe.
Desde Asia Men or y Siria el cristia nism o se propa gó al país de los
dos r íos . Edessa l legó a ser e l cent ro mis ionero más impor tante y ,
una vez que el rey Abgaro de Edessa se convirtió con su familia al
cristianismo en el 200, la posterior cristianización del país se des
ar rol ló rápidamente . En Dura Europos , junto a l curso super ior del
Eufra tes , se ha encontrado la capi l la domést ica cr i s t iana más ant i
gua: un espacio des t inado a l cul to y adornado con abundantes f res
cos de contenido bíbl ico, que los arqueólogos d atan hacia e l 232.
Faltan, en cambio, las fuentes sobre los inicios del cristianismo
en Egipto . Pero todo hace pensar que la mis ión cr is t iana penet ró
pron to en es ta región. A le jandr ía fue c ier tamente su ce nt ro de di fu
s ión y pronto se convir t ió también en e l cent ro espi r i tua l más im
por ta nte , gracias sobre todo a su cé lebre escuela teológica . Sabem os
que e l obispo De metr io de Alejandr ía (188-231) pu do l levar a térmi
no la organización de la Ig les ia egipcia y que pro nto surgieron unas
cien sedes episcopales ; estos datos perm i ten dedu ci r que la cr i s t iani
zación del país se estaba realizando velozmente.
En Occid ente, Rom a era el centro eclesiástico. Hacia m ediad os del
siglo III , el papa Fabián estableció una nueva organización de la co
mun idad u rbana, que nos permi te ca lcular que sus miem bros eran va
rias decenas de miles. Es sabido qu e la notable d ime nsión de la com u
nidad cristiana de Roma le pareció al emperador Decio (249-251) tan
amenazadora que, se d ice , habr ía acogido con mayor t ranqui l idad y
serenidad la noticia de la rebelión de u n adversario imperia l , que la in
formación acerca de la elección de un nuevo obispo de Roma (Ci
pr iano, Epistula 55, 9). A pesar de todos los sufrimientos padecidos
durante las persecuciones , la comunidad romana s iguió desarrol lán
dose vigorosam ente. Eusebio narra q ue, en el 251 , se reun ieron en u n
sínodo celebrado en Roma alrededor de sesenta obispos i talianos pa
ra conden ar a l ant iobispo Novaciano (Eusebio ,
Hist. Ecle.
VI, 42, 2).
También en el norte de África, en el siglo II , el cristianismo ha
bía echado profundas ra íces . La pr imera not ic ia segura que posee
mos proviene del re la to sobre e l mar t i r io de Sci l l ium, en Numidia ,
acaecido en el 180 d.C. De los escritos de Tertuliano (t después del
220 en Car tago) se deduce que e l núme ro d e los cr i s t ianos presentes
en el no rte de África en el 212 debía ser muy eleva do (Tertu liano,
Ad
Scapulam 2 ,5) . Hacia e l 220, e l obispo Agr ipino de Car tago pudo
reunir en un s íno do a más de se tenta obispos; veinte años más tarde
eran ya noventa y parece que hacia finales del siglo III la mayoría de
las ciudades estaban cristianizadas.
En la Galia es probable que Marsella tuviera desde el siglo I una
comunidad cr is t iana . En e l s ig lo I I , las comunidades de Lyon y
Vienne, en e l va l le del Ró dan o, adquir ie ron gran im por ta ncia . En e l
¡ iño 177, 49 cr is t ianos suf r ieron e l mar t i r io en Lyon. El nú me ro de
comunidades creció en toda la Galia a lo largo del siglo III . Según
heneo de Lyon, ya en su t iempo exis t ían en la Germania romana
también comunidades cr i s t ianas . Hal lazgos arqueológicos han re
velado la exis tencia de lugares de cul to cr i s t ianos que se remontan
, il siglo III en Tréveris, Colonia, Bonn y, en el sur de Alemania,
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de los cuales nos informan ocas ionalmente I reneo de Lyon y Eu-
sebio, pero sin ofrecernos más precisiones. Ireneo afirma que ellos
habr ían rec ibido sus doct r inas de los apóstoles ( I reneo,
Adversus
Haereses
IV,
2 7 , 1 ;
IV, 32,1 ) , pero p ode mo s sos tener que se l imi taron
a t ransm it i r los d ichos de los d isc ípulos de los apóstoles y , por tan
to , const i tuyen e l segundo es labón en la cadena de la t radic ión.
Además de es te pr imer grupo de Padres apostól icos en sent ido
propio , exis ten ot ros escr i tos protocr is t ianos que, según la def ini
c ión anter ior , no form an pa r te es t r ic tamente de es te grup o, pero por
su ant igüedad y por la af in idad de contenidos con ot ras obras del
t iempo apostól ico deben ser t ra tados en es te contexto . Son la
Carta
a Diogneto,
la
Carta de Bernabé,
la
Didajé
y el
Pastor
de Hermas.
Todos es tos escr i tos t ienen un valor ines t imable para e l con oci
miento de la v ida y e l pensamiento del pr imer cr i s t ianismo. Nos
muest ran de qué modo se rea l izó la t rans ic ión de las comunidades
fundadas por los apóstoles a las nuevas formas ins t i tuc ionales pro-
tocr is t ianas y cómo el carácter ins t i tuc ional , or ig inar ia mente imbu i
do de un vigoroso espí r i tu car ismát ico, se d is t inguió cada vez más
claramen te . Estos escr i tos nos informa n tamb ién sob re e l proceso de
formación del canon neotes tamen tar io . Y e l hecho m ismo de que a l
guno s de e l los fueran considerad os a l pr incipio co mo obras p er tene
cientes al Nuevo Testamento, fueran leídos en la l i turgia y tenidos
com o no rm a y r eg l a
{kanon)
de la fe revelada -como, por e jemplo,
la
Primera carta de Clemente,
el
Pastor
de Hermas o la
Carta de Ber-\
nabé
en Si r ia y en Egipto- , nos demuest ra que se s i túan aún en e l
cent ro de es ta t rans ic ión teológica . Sólo cuand o se e laboró con más
claridad el concepto de inspiración, que aflora ya en los escritos de
los Padres apostól icos , se pu do es tablecer una dis t inción en t re la li
tera tura postapóstol ica y los escr i tos inspi rados del Nuevo Testa
mento. Es to pone de manif ies to que en aquel momento se es taban
formando y desarrol lando ot ros muchos conceptos teológicos .
La pr im era ob ra de la l i te ra tura cr i s t iana ext raneo tes tame ntar ia que
se pued e data r con p recis ión es la
Primera carta de Clemente.
Fue re
dactada en Rom a hacia e l 96 y es un escr i to de súpl ica y am ones ta
c ión, d i r ig ido por la comunidad de Roma a la de Cor into , para ex
ho rtarl a a supe rar los conflictos surg idos en ella y a restablecer la paz
y la concordia . El autor , según e l tes t imon io u nán ime de la t radic ión
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más ant igua, fue Clemen te , obispo de la comun idad rom ana y tercer
sucesor de Pedro en Rom a. La car ta const i tuye e l más ant iguo tes t i
monio l i te rar io sobre e l mar t i r io de los apóstoles Pedro y Pablo ,
acontecido «ent re nosot ros», es deci r, en Roma, y nos of rece tambié n
preciosas informaciones his tór icas sobre las dos pr imeras persecu
c iones cont ra los cr i s t ianos en Roma, bajo Nerón y Domiciano. Al
hablar del conflicto entre los corintios, Clemente se expresa de tal
modo que no es pos ible pasar por a l to una c ier ta autoconciencia ,
fundada en una autor idad super ior , que no se puede expl icar a lu
diend o a l carácter roma no en genera l , s ino que se vincula c larame n
te a Pedro y su posic ión preem inente . Aunq ue en todo e l escr ito es tá
presente un ton o de exhor tac ión f ra terna , «no obstante , no se puede
hablar en rigor sólo de una correctio fraterna general» (Fischer, 12),
s ino de a lgo más . «Aun cuan do en ning ún lugar d e la car ta se af i rma
expresamente la pos ic ión pr imacia l de Roma, no se encuentra ni
un solo pasaje que pueda cont radeci r la . Todo lo cont rar io», cont i
núa Fischer , c i tando textualmente a Ber thold Al taner
(Patrologie
[Patrología], 1960
6
, 81) yAdolf von Harnack (Einführung in die alte
Kirchengeschichte
[Introducción a la historia de la Iglesia antigua],
1929, 99), «se afirma expresamente el espíritu, la fuerza y la reivin
dicación por par te de Roma de una posic ión par t icular f rente a to
das las demás comunidades . . . Es to parece conf i rmado también por
la consideración tan par t icular de que gozó la
Carta de Clemente,
ya
en el siglo II». Este escrito, aun cuando está muy lejos del esti lo de
las decretales, que será propio del papado medieval, se expresa ya de
modo autor i ta t ivo.
Así como Clemente de Roma fue , según e l f idedigno tes t imonio de
Ireneo, fue un fiel discípulo de Pedro y de Pablo, también Ignacio de
Ant ioquía fue , mu y probab leme nte , d isc ípulo de es tos dos apóstoles .
Com o ob ispo de Ant ioqu ía en Si r ia , es deci r, de la com unid ad cr is
t iana que fue di r ig ida durante un c ier to t iempo por e l mismo Pedro,
Ignacio se convirtió en su sucesor, según el testimonio de Orígenes
y Eusebio . Durante su juventud conoció de seguro personalmente a
Pedro y a Pablo . Una t radic ión mucho más tardía (Jerónimo, en e l
siglo IV) lo presenta como discípulo directo del apóstol Juan, y na
da impide pensar que la af i rmación es verdadera , ya que Juan vivió
en Éfeso has ta una edad muy avanzada.
Poseemos siete cartas auténticas de Ignacio, que fueron escritas
sólo unos años después de la
Carta de Clemente.
Durante e l re inado
40
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del emperado r Trajano (98-117), probableme nte hacia el 110, Igna
cio fue arrestado por el hecho de ser cristiano y conducido a Roma,
donde sufrió el martirio, desgarrado por las fieras. Durante este últi
mo viaje, mientras era vigilado y tortura do por los soldados, redactó
en Esmirna y Tróade cartas de agradecimiento para las comunidades
de Éfeso, Magnesia y
Trales
que, en el camino, le habían dado mucho s
consuelos; y escribió otras cartas, dirigidas a las Iglesias de Filadelfia
y Esmirna, a Policarpo, obispo de esta última ciudad, y a la com uni
dad cristiana de Roma, «la cual preside en la caridad». Todos sus es
critos abundan en pensamientos edificantes y, desde el punto de vis
ta histórico, atestiguan que, en aquel momento, el episcopado mo
nárquico se había impuesto en las regiones donde ejerció su ministe
rio. Un único obispo está al frente de las comunidades, e Ignacio ex
horta con estas palabras: «Seguid todos al obispo como Jesucristo al
Padre, y al presbiterio como a los apóstoles; en cuan to a los diáconos,
reverenciadlos como al mandam iento de Dios. Que nadie, sin con tar
con el obispo, haga nada de cuanto atañe a la Iglesia. Sólo ha de te
nerse por válida aquella eucaristía que se celebre por el obispo o por
quien de él tenga autorización. Dondequiera apareciere el obispo, allí
esté la comunidad, al modo que dondequiera estuviere Jesucristo, allí
está la Iglesia católica»
(Carta
a
los Esmirniotas
8,1). Ignacio desarro
lla ya una teología del episcopado, en el cual ve encarnada la unidad
de la Iglesia: Cristo, el obispo y la Iglesia son una sola cosa.
En su C arta a los Romanos, Ignacio atribuye inequívocam ente a
la Iglesia de Roma una posición única y no se limita a ensalzar su
actividad caritativa, sino que alaba -en evidente conexión con la
Carta de Clemente, que indudablemente debió conocer- su firmeza
en la fe y su doctrina, de mo do que «se percibe ya claramente la par
ticular autoridad y la efectiva preem inencia de la com unida d roma
na». (Altaner, Patrologie [Patrología], 86). A su herm ano , el obispo
Policarpo, que lo había acompañado en Esmirna, le recuerda desde
Tróade su deber pastoral y le exhorta a mantenerse firme, durante
la persecución de los cristianos, como un y unqu e bajo los golpes del
martillo.
De Policarpo, obispo de Esm irna, que en su juventud había escucha
do personalmente la enseñanza del apóstol Juan y que había sido
nombrado obispo por él, se conserva una Carta a los Filipenses. En
realidad, está formada por dos escritos, el primero de los cuales fue
redactado duran te el viaje a Roma, hacia el 110, y el segundo unos
años después, hacia 111/112 (Fischer). Policarpo murió mártir a la
edad de 86 años, en Esm irna, en 155/156 o en 167/168. De su con
movedora muerte (fue quemado vivo en la hoguera sobre la arena)
nos informa un escrito (Martyrium Polycarpi), sustancialmente au
téntico y fidedigno, compilado po r u n testigo ocular y enviado, por
encargo de la comunidad de Esmirna, a la Iglesia de Filomelio en
Frigia.
En cambio, se conservan sólo unas pocas líneas de una
Apología
perdida de Cuadrato que el autor había enviado, hacia el 125, al em
perador Adriano (117-138) para defender el cristianismo. Se sigue
debatiendo si este escrito coincide, como a veces se ha afirmado, con
la Carta a Diogneto. También se conservan únicame nte algunos frag
mentos de las Explicaciones de las palabras de l Señor, escritas por el
obispo Papías de Hierápolis hacia el 130.
Al segundo g rupo de los escritos atribuidos improp iamente a los
Padres apostólicos pertenecen la
Carta de
Bernabé, de la primera mi
tad del siglo II; la C arta a Diogneto, un magnífico «testimonio espi
ritual de fe en la revelación y autoconciencia cristiana», dirigida por
un autor desconocido, hacia la mitad del siglo II, a un pagano de al
to rango, llamado D iogneto; la Didajé o D octrina de los doce apósto
les, que comprende el más antiguo ordenamiento eclesiástico cono
cido y una descripción de la vida litúrgica de l