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La Defensa y Otros Relatos - Graham Greene

Date post: 28-Oct-2015
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GRAHAM GREENE La defensa La defensa y otros relatos
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Page 1: La Defensa y Otros Relatos - Graham Greene

GRAHAM GREENE

La defensaLa defensay otros relatos

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La defensa.....................................................................................................3

Prueba definitiva............................................................................................6

Una oportunidad..........................................................................................10

Un día ganado.............................................................................................22

El espía........................................................................................................25

Un lugar junto a Edgware Road...................................................................28

El ídolo caído...............................................................................................33

1...............................................................................................................33

2...............................................................................................................37

3...............................................................................................................41

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La defensa

Fue el juicio por homicidio más extraño al que jamás haya asistido. Los periódicos lo bautizaron «El homicidio de Peckham», aunque la calle Northwood, donde fue hallada la anciana apaleada hasta morir, no se encontraba exactamente en Peckham. No era éste uno de esos casos relacionados únicamente con pruebas circunstanciales, en los que la ansiedad de los miembros del jurado, al haberse cometido errores evidentes, hace enmudecer la sala. No. El homicida había sido descubierto casi al mismo tiempo que el cadáver. Cuando el fiscal presentó el caso, ninguno de los presentes creyó que el hombre que se encontraba en el banquillo de los acusados fuera a tener oportunidad alguna.

Se trataba de un hombre fuerte y corpulento, con los ojos hinchados e inyectados de sangre. Toda su musculatura parecía encontrarse en los muslos. Sí, un acusado horrible del que uno no se olvidaría enseguida; y eso era un detalle importante, porque el fiscal propuso llamar a cuatro testigos que no le habían olvidado, cuatro personas que le habían visto huir apresuradamente de la casa roja de la calle Northwood. El reloj acababa de dar las dos de la madrugada.

La señora Salmon, del número 15 de la calle Northwood, no había podido dormirse. Había oído cómo se cerraba una puerta y creyó que era la de su verja; así que, se había acercado a la ventana y había visto a Adams (así se llamaba aquel hombre) en los escalones de la entrada de la casa de la señora Parker. Acababa de salir y llevaba puestos unos guantes. Sostenía un martillo que ella vio como arrojaba a los laureles que crecían cerca de la verja. Antes de alejarse, sin embargo, había levantado la vista y la había dirigido hacia su ventana. El instinto fatal que le dice a un hombre cuando es observado hizo que le mostrara a la mujer el rostro iluminado por la luz de una de las farolas de la calle. Su mirada estaba teñida de un terror horripilante y brutal, como la de un animal cuando le amenazan con un látigo. Más tarde, hablé con la señora Salmon, la cual, naturalmente, después del asombroso veredicto, fue presa del pánico. Imagino que a todos los testigos les ocurrió lo mismo. Aquella noche, Henry MacDougall se dirigía en coche a casa desde Befleet y atropello a Adams, en la esquina de la calle Northwood. Adams andaba aturdido por el centro de la calzada. Un tal señor Wheeler, ya mayor, que vivía en la casa contigua a la de la señora Parker, en el número 12, se despertó a causa de un ruido, algo parecido a una silla cayéndose. Aquel sonido atravesó las paredes delgadas como el papel e hizo que se incorporase para acercarse a la ventana. Lo mismo había hecho la señora Salmon, la cual vio a Adams de espaldas y, al girarse éste, también pudo ver aquellos ojos hinchados. Adams también había sido visto aún por otro testigo, en la avenida Laurel. Podría haber cometido el crimen a la luz del día y no habría tenido tan mala suerte.

—Me parece —dijo el fiscal— que la defensa quiere alegar un caso de confusión de identidad. La mujer de Adams les contará que estaban juntos a las dos de la mañana del 14 de febrero. Una vez hayan escuchado a los testigos de la acusación y hayan examinado detalladamente los rasgos del acusado, no creo que conciban ninguna posibilidad de error.

Asunto concluido, se hubiera dicho; sólo faltaba colgarle.

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Después de que los policías que habían encontrado el cuerpo y el forense que lo había examinado presentaran las pruebas formales, llamaron a la señora Salmon. Era la testigo ideal, con su ligero acento escocés y su expresión de honradez, responsabilidad y amabilidad.

El fiscal le hizo contar la historia pausadamente. Ella habló con firmeza. No había hostilidad en sus palabras, ni demostraba sentirse importante, por estar en el juzgado central de lo penal, con un juez vestido de color escarlata escuchando atentamente sus palabras y con periodistas que tomaban notas.

—Sí —concluyó— y entonces bajé a la planta baja y llamé a la comisaría de policía.—¿Y reconoce usted a ese hombre en esta sala?Dirigió la mirada directamente al hombre corpulento sentado en el banquillo de los

acusados quien, a su vez, la miró fijamente con sus ojos inexpresivos.—Sí —replicó la mujer—, está ahí.—¿Está completamente segura?Ella contestó simplemente:—No me equivoco, señor.Fue así de sencillo.—Gracias, señora Salmon.El abogado defensor se incorporó para su turno de preguntas. Si hubieran informado de

tantos juicios por homicidio como he hecho yo, hubieran sabido al instante qué preguntas iba a hacer. Y acerté, hasta cierto punto.

—Bien, señora Salmon, tiene que ser consciente de que la vida de un hombre depende de su declaración.

—Soy consciente de ello, señor.—¿Tiene problemas de visión?—Nunca he necesitado gafas, señor.—¿Tiene usted cincuenta y cinco años?—Cincuenta y seis, señor.—Y el hombre que usted vio, ¿estaba al otro lado de la calle?—Sí, señor.—Y eran las dos de la madrugada. Debe de tener usted una vista admirable, señora

Salmon.—No, señor. Había luz de luna y, cuando el hombre levantó la vista, la luz de una

farola le iluminó el rostro.—¿Y no le cabe la menor duda de que el hombre que vio es el acusado?No supe adivinar qué tramaba. No era posible que esperase una respuesta distinta de la

que obtuvo.—No me cabe la menor duda, señor. No es un rostro que se olvide fácilmente.El abogado inspeccionó la sala con la mirada durante unos instantes. A continuación,

dijo:—¿Le importaría, señora Salmon, examinar de nuevo a las personas que se encuentran

en esta sala? No, no al acusado. Levántese, por favor, señor Adams. En las últimas filas de la sala, se encontraba el mismo hombre corpulento, de piernas musculosas y con ese par de ojos hinchados, alguien que era como una réplica exacta del hombre que estaba en el

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banquillo de los acusados. Incluso iba vestido de la misma manera: con un traje ajustado azul y una corbata a rayas.

—Medítelo bien, señora Salmon. ¿Se atreve aún a jurar que el hombre que vio como arrojaba el martillo en el jardín de la señora Parker es el acusado y no este otro hombre, que es su hermano gemelo?

Naturalmente, no se atrevió. Miraba a uno y a otro sin articular palabra.Allí estaban. Ese ser corpulento estaba sentado en el banquillo de los acusados, con las

piernas cruzadas. También allí, de pie, al fondo de la sala, estaba el otro. Ambos miraban fijamente a la señora Salmon. Ella negó con la cabeza.

Así asistimos al final del caso. No hubo ningún testigo dispuesto a jurar que el acusado era la persona a quien habían visto. ¿Y el hermano? También tenía su coartada: estaba con su mujer.

Aquel hombre fue absuelto por falta de pruebas. Sin embargo, aún no sé si llegó a ser castigado o no, o si fue él quien cometió el asesinato y no su hermano. Aquel día extraordinario tuvo también un final extraordinario. Al salir del juzgado, seguí a la señora Salmon. Nos vimos atrapados por una multitud que esperaba, naturalmente, a los gemelos. La policía intentó dispersarla, pero sólo consiguieron que el tráfico siguiera circulando por la calzada. Más tarde, supe que habían intentado sacar a los gemelos por una puerta de atrás, pero que ellos se habían negado. Uno, nadie supo cuál, dijo: «He sido absuelto, ¿no es cierto?». Ambos salieron ostentosamente por la puerta principal. Ocurrió entonces. No sé cómo, aunque estaba tan sólo a dos metros de distancia. La multitud avanzó y, de alguna manera, uno de los gemelos fue empujado a la calzada, justo delante de un autobús.

Dejó escapar un chillido parecido al de un conejo y eso fue todo. Había muerto. Tenía la cabeza abierta, igual que la señora Parker. ¿Venganza divina? Ojalá lo supiera. El otro Adams se incorporó, después de haberse abalanzado sobre su hermano y miró directamente a la señora Salmon. Estaba llorando, pero si él era el asesino o el inocente, nunca nadie lo podrá saber. Sin embargo, si ustedes fueran la señora Salmon, ¿podrían dormir por las noches?

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Prueba definitiva

La voz cansina siguió hablando. Parecía vencer grandes obstáculos al hacerlo. «Este hombre está enfermo», pensó el coronel Crashaw, con piedad e irritación a la vez. De joven, había realizado ascensiones en el Himalaya y recordó cómo, a gran altitud, es necesario respirar varias veces, antes de dar un paso. El estrado de metro y medio de la sala de conciertos del balneario parecía requerirle al orador esa misma clase de esfuerzo. «No debería de haber salido con el mal tiempo que hace», pensó el coronel Crashaw, mientras llenaba un vaso de agua, que se acercó luego a la mesa del conferenciante. Hacía frío en la habitación y las numerosas ventanas dejaban entrar lenguas de niebla por entre sus rendijas. Era evidente que el orador había perdido todo contacto con el público. Diseminados en grupos por toda la sala, había señoras mayores, que no se esforzaban por disimular su cruel aburrimiento, y muy pocos hombres, todos ellos con aspecto de oficiales retirados, que intentaban aparentar prestar atención.

El coronel Crashaw, como presidente de la Sociedad Psíquica local, había recibido una nota del orador, una semana antes, cuya caligrafía denotaba un temblor atribuible a una enfermedad, una edad avanzada o un estado de ebriedad. Solicitaba una reunión extraordinaria de la Sociedad con urgencia. Una experiencia asombrosa, auténticamente impresionante, debía ser descrita, mientras aún estuviera fresca en la mente. La nota, sin embargo, dejaba sin concretar en qué había consistido semejante suceso. El coronel Crashaw habría dudado en acceder, si la nota no hubiera estado firmada por un tal comandante Philip Weaver, un oficial retirado del ejército de la India. Tenía que ayudar en lo que pudiera a un compañero oficial. El temblor de su caligrafía tenía que deberse a la edad o a una enfermedad.

Resultó ser principalmente lo segundo. Cuando los dos hombres se vieron por primera vez sobre el estrado, el comandante Weaver no tenía más de sesenta años. Era delgado y de tez oscura, con una nariz fea y obstinada, y una mirada sardónica: la persona menos susceptible de experimentar un hecho inexplicable. Lo que más contrarió a Crashaw fue que Weaver usara perfume. Un pañuelo blanco le sobresalía del bolsillo superior de la chaqueta y despedía una fragancia tan rica y tan dulce como un altar de lirios. Varias mujeres se llevaron la mano a la nariz y el general Leadbitter preguntó ostentosamente si podía fumar.

Fue evidente para todos que Weaver había comprendido la insinuación. Sonrió provocativamente y, hablando lentamente, dijo:

—¿Le importaría no hacerlo? Hace una temporada que tengo problemas de garganta.Crashaw murmuró que el tiempo era muy malo y que las afecciones de garganta eran

muy habituales. La mirada sardónica se centró en él y le examinó a conciencia, mientras Weaver decía, con una voz que sólo llegó a la mitad de la sala:

—En mi caso, se trata de cáncer.La revelación innecesaria de ese dato personal provocó un silencio incómodo y Weaver

empezó a hablar, sin esperar la presentación de Crashaw. Al principio, parecía como si tuviera prisa. Fue sólo más adelante cuando se le presentaron unas terribles dificultades

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para hablar. Tenía una voz aguda que a veces derivaba en un gemido y que debía de haber resultado particularmente desagradable en el patio de armas. Formuló unos cuantos cumplidos a la sociedad local. Sus observaciones fueron suficientemente exageradas como para resultar irritantes.

Se alegraba, decía, de poder brindarles una oportunidad para escucharle. Lo que tenía que decir podía muy bien alterar su concepción de los valores relativos a la materia y el espíritu.

«Misticismos», pensó Crashaw.La voz aguda de Weaver empezó a soltar tópicos de manera atropellada. Decía que el

espíritu era más fuerte de lo que nadie pensaba; la acción fisiológica del corazón, el cerebro y los nervios estaban subordinados al espíritu. El espíritu lo era todo.

—El espíritu es mucho más fuerte de lo que creen —repitió, con un graznido que se parecía al rugir de unos murciélagos revoloteando por el techo.

Se llevó la mano a la garganta y miró de soslayo hacia los ventanales, para observar la niebla espesa. A continuación, levantó la vista hacia la bombilla desnuda y recalentada, una luz que emitía un brillo insuficiente para compensar la mortecina tarde.

—Es inmortal —les dijo muy seriamente y, acto seguido, todos cambiaron de posición en sus asientos, incómodos, desasosegados y cansados.

Fue entonces cuando su voz se volvió cansina y aparecieron sus dificultades para hablar. La certeza de que la audiencia había dejado de prestarle atención por completo puede que fuera la causa. Una anciana sentada en las últimas filas había sacado su labor de punto del bolso y las agujas provocaban reflejos sobre las paredes, cuando la luz las alcanzaba; era como un espíritu brillante e irónico. La cualidad sardónica de la mirada de Weaver desapareció por unos instantes y Crashaw percibió el vacío que dejaba, como si el glóbulo se hubiera convertido en cristal.

—Esto es importante —les gritó—. Puedo contarles una historia...La promesa de algo concreto atrajo momentáneamente la atención del público, pero la

pausa de las agujas de la anciana no le calmó.—Signos y prodigios1 —exclamó, burlándose de ellos.Fue entonces cuando perdió el hilo de su discurso por completo.Se frotó de nuevo la garganta con la mano y citó primero a Shakespeare y, a

continuación, la epístola de san Pablo a los Galateos. Su discurso, a la vez que se iba ralentizando, parecía perder toda estructura lógica, aunque Crashaw, de vez en cuando, se sorprendía ante la perspicacia y la yuxtaposición de dos ideas irrelevantes. Parecía la conversación de un anciano que fuese cambiando de tema, siguiendo un hilo subconsciente.

—Cuando estaba en Simia... —empezó a decir, frunciendo las cejas, como si se encontrara en medio del patio de armas, intentando evitar ser deslumbrado. Quizá, fueron la escarcha, la niebla y esa estancia enmohecida lo que le impidió completar el recuerdo. Empezó a repetir a esos rostros cansados, una vez más, que el espíritu no moría, cuando moría el cuerpo; que el cuerpo sólo reaccionaba según la voluntad del espíritu. Era preciso ser obstinado, aferrarse...

1 Segunda Epístola a los Tesalonicenses. II. La venida del Señor y el Anticristo. 2,9. (N. del T.)

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«Patético —pensó Crashaw— un hombre enfermo, empecinándose en sus creencias.» Era como si la vida fuera un hijo único que se estuviera muriendo y tratara de mantener algún tipo de comunicación con él...

Desde el público, le pasaron una nota a Crashaw. Venía del doctor Brown, un hombre bajo y despierto sentado en la tercera fila. La sociedad lo consideraba un escéptico entretenido. La nota decía así: «¿Por qué no le dice que pare? Está claro que este hombre está muy enfermo. ¿Y, de todas maneras, qué sentido tiene esta charla?».

Crashaw levantó la vista para mirar a Weaver y se dio cuenta de que dejaba de sentir compasión, al ver su mirada errante y sardónica, algo que le daba un mentís a sus palabras. Volvió a notarlo, al percibir la fragancia, un aroma de dulzura abrumadora procedente del perfume en que Weaver había empapado su pañuelo. Ese hombre era un desconocido. Repasaría su ficha en los listados del Ejército en cuanto volviese a casa.

—Una prueba definitiva —estaba diciendo Weaver entre suspiros entrecortados de agotamiento. Crashaw colocó su reloj sobre la mesa, pero Weaver no le prestó atención. Se apoyaba con una mano sobre el borde de la mesa, mientras decía cada vez con mayor dificultad:

—Una prueba defi...Se detuvo entre gemidos, como una aguja al final de un disco, pero el silencio no se

prolongó. De su rostro inexpresivo, salió un sonido más parecido a un maullido agudo que a otra cosa, sobresaltando al público, el cual volvió a prestar atención. Prosiguió, sin atisbo alguno de emoción ni inteligibilidad, con una sucesión de sonidos incomprensibles, unos susurros labiales y una extraña nota discordante, mientras sus dedos daban golpecitos sobre la mesa. Esos sonidos recordaban unas sesiones de espiritismo, un médium en trance, una pandereta agitada en el aire, trivialidades susurradas por los espíritus en la oscuridad, y las habitaciones sombrías y mal ventiladas.

Weaver se sentó lentamente en su silla y dejó caer la cabeza hacia atrás. Una anciana empezó a gimotear con nerviosismo y el doctor Brown se apresuró a subir al estrado y a inclinarse sobre él. El coronel Crashaw vio como le temblaba la mano al doctor, al sacarle el pañuelo del bolsillo, para arrojarlo lejos. Crashaw, que había percibido otro olor más desagradable, oyó como el doctor Brown le susurraba:

—Hágales salir. Está muerto.Lo dijo con una desazón nada habitual en un médico acostumbrado a ver toda clase de

muertes. Crashaw, antes de obedecer, miró al hombre muerto, por encima del hombro del doctor Brown. El aspecto del comandante Weaver le desasosegó. Durante su larga vida, había visto muchas muertes, tanto las de hombres, a los que él mismo había disparado, como las de compañeros muertos en el campo de batalla, pero nunca había vivido un recuerdo de la muerte como ése. El cadáver parecía de alguien que hubiera sido rescatado del mar, mucho tiempo después de haber muerto. La carne del rostro parecía estar a punto de desprenderse como si fuera un fruto maduro. Por eso, las palabras que le susurró el doctor Brown no fueron una gran sorpresa:

—Este hombre ha de llevar una semana muerto.Lo que más le hizo reflexionar al coronel fue la pretensión de Weaver: una prueba

definitiva. La prueba, había querido decir seguramente, de que el espíritu sobrevive al cuerpo, de que experimenta la eternidad. Sin embargo, lo que había demostrado

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fehacientemente era cómo, sin la colaboración del cuerpo, el espíritu degeneraba en un murmullo sin sentido en una semana.

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Una oportunidad

El señor Lever se dio de cabeza contra el techo y soltó una maldición. El arroz se almacenaba arriba y las ratas correteaban en la oscuridad. Algunos granos de arroz pasaban por las rendijas y caían sobre su maleta, su cabeza calva, sus latas de conserva y sobre la cajita cuadrada en la que guardaba sus medicamentos. Su ayudante había preparado ya el lecho de campaña y la mosquitera. En el exterior, en la húmeda oscuridad, se encontraban dispuestas la mesita plegable y una silla. Las chozas de tejados puntiagudos se extendían en hilera, hasta las profundidades de la selva. Una mujer iba de una a otra, llevando unas brasas encendidas. El resplandor iluminaba su anciano rostro, sus senos caídos y su cuerpo tatuado y enfermo.

Al señor Lever le resultaba asombroso el hecho de que, tan sólo unas semanas antes, se encontrara en Londres.

Como no podía estar de pie, se arrodilló en el suelo. Empezó a abrir la maleta. Sacó de ella el retrato de su esposa y lo colocó sobre una caja. Extrajo también un cuaderno de papel y una pluma de tinta, que se había reblandecido a causa del calor y que había producido unas manchas moradas sobre su pijama. Luego, tras haber descubierto a la luz de su lámpara una legión de cucarachas de considerable tamaño aplastadas contra el muro de barro, volvió a cerrar cuidadosamente la maleta. Diez días de viaje habían bastado para comprobar que lo devoraban todo: calcetines, camisas e incluso los cordones de sus zapatos.

El señor Lever salió de la choza. Las polillas se estrellaban contra el cristal de su lámpara, pero no había mosquitos. No había visto ni uno solo desde que desembarcara. Se sentó en un círculo de luz, quedando perfectamente visible. Los negros, en cuclillas ante las puertas de sus chozas, le observaban con suma atención. Se mostraban amistosos, interesados e incluso divertidos, pero la atención tan ostensible que le prestaban irritaba al señor Lever. Podía percibirla en leves oleadas que llegaban hasta él, cuando empezaba a escribir, cuando se detenía y cuando se limpiaba las manos húmedas con un pañuelo. No le era posible llevarse una mano al bolsillo, sin que todas las cabezas se giraran para observarlo. Escribió:

Queridísima Emily: Bien puedo decirte que, hasta ahora, no he empezado a trabajar realmente. Te mandaré esta carta mediante un porteador, en cuanto haya localizado a Davidson. Me encuentro muy bien. Desde luego, aquí todo resulta bastante extraño. Cuídate, querida, y no te preocupes demasiado.

—Massa, comprar pollo —exclamó su cocinero, apareciendo de improviso entre las chozas.

Un ave de corral de pequeño tamaño aleteaba entre sus manos.—Bueno —dijo el señor Lever—. Ya te he dado un chelín, ¿no es cierto?—Chelín no gustar—se quejó el cocinero—. Gente inculta.—¿Por qué? Es dinero bueno.—Querer moneda del rey —explicó el cocinero, devolviéndole la pieza victoriana.

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El señor Lever tuvo que levantarse, entrar de nuevo en la choza, coger su monedero y rebuscar entre veinte libras de moneda fraccionaria... No era posible gozar de unos momentos de tranquilidad.

Tenía que ahorrar. Lo supo enseguida. Aquel viaje era una apuesta que le aterrorizaba. No tenía dinero suficiente como para alquilar porteadores; había llegado fatigado, tras siete horas de camino, a un pueblo del que ignoraba incluso el nombre, y no le era posible permanecer sentado y descansar. Era preciso estrechar la mano al jefe, buscar una choza, aceptar el vino de palma que le ofrecían y que temía beber, comprar arroz y aceite para los encargados de transportar su equipaje, administrarles sales y aspirinas, y proceder a curarles los rasguños con tintura de yodo. Jamás le dejaban solo ni cinco minutos seguidos, hasta que decidía acostarse. En cuanto apagaba la luz, las ratas empezaban a surgir de los huecos y a corretear por encima de sus pertenencias.

«Soy demasiado viejo —se dijo el señor Lever—. Soy demasiado viejo.» Y continuó su carta:

Espero encontrar a Davidson mañana. En ese caso, confío en estar de regreso casi al mismo tiempo que esta carta. No economices la cerveza ni la leche, querida, y llama al doctor si te encuentras mal. Tengo el presentimiento de que este viaje terminará bien. Luego, nos tomaremos unas vacaciones. Las necesitas.

Se quedó contemplando el firmamento, más allá de las cabañas y de las curiosas figuras de sus moradores. Observó en la distancia, más lejos de los platanales y de la selva por la que había venido y por la que regresaría, quizá, al día siguiente. Pensó en Eastbourne. Eastbourne le iría muy bien a su esposa. Y siguió escribiendo las únicas mentiras que le había dicho a Emily: ese tipo de mentiras que consuelan.

Pienso ganar trescientas libras entre comisiones y gastos.Pero aquel no era un lugar como los que había visitado en otras ocasiones, con la

intención de vender maquinaria pesada. Llevaba treinta años recorriendo Europa y Estados Unidos, pero jamás había estado en un sitio así. Podía oír el rumor del filtro que tenía, un aparato que goteaba en el interior de la cabaña. En algún lugar cercano, alguien tocaba un instrumento. Se sentía tan perdido, que no sabía encontrar las palabras adecuadas para describir aquella música. Era un sonido monótono, preciso, superficial y triste, un rasgueo de fibras de palma, que parecía decirte que no eras feliz. Poco importaba; todo sería siempre igual.

Y repitió:Cuídate, Emily.Ésa era casi la única frase que se sentía capaz de estampar sinceramente en el papel. No

podía describir la aridez y el desamparo de los caminos angostos y empinados; las serpientes que siseaban y huían como centellas, las ratas, el polvo, y los cuerpos desnudos y macilentos. Se sentía fatigado de contemplar tanta miseria. «No te olvides...». Era como vivir con una manada de vacas.

—El jefe —murmuró su criado.Por entre las cabañas, bajo una antorcha humeante, se acercó un viejo erguido, vestido

con una túnica confeccionada con tejido del país y llevando un sombrero hongo ya muy andrajoso. Tras él, unos hombres transportaban seis recipientes de arroz, uno de aceite de palma y dos de carne picada.

—Víveres para los mozos —explicó el criado.

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El señor Lever tuvo que levantarse, sonreír, demostrar sin palabras que estaba complacido, que la comida era excelente y que el jefe recibiría por la mañana un buen regalo. El olor de la comida le había resultado insoportable desde el principio.

—Pregúntale —indicó a su criado— si ha visto pasar por aquí a un hombre blanco. Pregúntale si ese hombre realizaba excavaciones. ¡Diablos! —exclamó, mientras el sudor le corría por la frente y por el dorso de sus manos—. ¡Pregúntale si ha visto a Davidson!

—¿Davidson?—¡Demonios! —gruñó el señor Lever—. Ya sabes a quien me refiero. Al hombre

blanco que estoy buscando.—¿Hombre blanco?—¿Para qué te imaginas que hemos venido hasta aquí? ¿Eh? ¿Hombre blanco? ¡Pues,

claro que hombre blanco! No he venido a hacer una cura de salud.Una vaca mugió, se restregó los cuernos contra la pared de la choza y aparecieron dos

cabras entre el jefe y él, volcando los recipientes de carne. Nadie se preocupó demasiado por el asunto; simplemente, procedieron a recoger la carne de entre la suciedad y el barro.

El señor Lever se sentó y se tapó la cara con las manos. Éstas eran blancas, cuidadas, regordetas y arrugadas. Se sentía demasiado viejo para seguir soportando todo aquello.

—Jefe decir no hombre blanco por aquí, en mucho tiempo.—¿Cuánto?—Jefe decir que desde que pagó impuestos de chozas.—¿Cuándo fue?—Mucho. Mucho tiempo.—Pregúntale cuánto tendremos que andar mañana hasta Greh.—Jefe decir demasiado lejos.—Tonterías —rezongó el señor Lever.—Jefe decir demasiado lejos. Mejor quedar aquí. Hermosa población. Nada de engaño.El señor Lever masculló algo entre dientes. Cada noche, sucedía lo mismo. El siguiente

poblado siempre estaba muy lejos. Eran capaces de inventarse cualquier excusa con el fin de detenerle... de gozar de unas horas de distracción y de descanso.

—Pregúntale al jefe cuántas horas...—Muchas, muchas —no tenían la menor idea del tiempo—. Éste, buen jefe. Buena

carne. Porteadores cansados. No engañar.—Vamos a proseguir —decidió el señor Lever.—Ésta, hermosa población. Jefe decir...«Si no fuera porque esto representa mi última posibilidad, renunciaría ahora mismo»,

pensó. Las circunstancias parecían impulsarle a ello. De improviso, sintió la añoranza de otro hombre blanco. No de Davidson; a éste no se hubiera atrevido a decirle nada, sino de otro cualquiera, para poder explicarle la desesperación y la amargura de su ánimo. Tras un período de treinta años trabajando en el mundo del comercio, no estaba bien tener que ir de puerta en puerta solicitando empleo. Había sido un buen viajante, había ganado dinero para otros y sus referencias eran excelentes; pero el mundo parecía haber adoptado otro cariz. Llevaba diez años cómodamente retirado, cuando perdió todo su dinero en la Gran Depresión. Ello le obligó a recorrer la calle Victoria mostrando sus referencias. Muchos de aquellos hombres le conocían desde hacía bastante tiempo y le obsequiaron con cigarros. Se rieron amistosamente de él, por pretender un empleo a su edad («Por alguna razón, no sé

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quedarme en casa. Los veteranos ya se sabe...»). También fue objeto de alguna broma, en algún pasillo. Luego, regresaron al silencioso Maidenhead, en un coche de primera, pensando en lo difíciles que eran aquellos tiempos y en que aquel pobre diablo, probablemente, tenía a su mujer enferma.

Fue en una pequeña oficina mugrienta de la calle Leadenhall donde el señor Lever halló, por fin, su oportunidad. La empresa se daba a sí misma el título de «Sociedad Industrial», pero sólo tenía dos salas, una máquina de escribir, una secretaria con dientes de oro y al señor Lucas, un individuo alto y seco, con un tic nervioso en un párpado. Durante toda la entrevista, aquel párpado no cesó de agitarse. Jamás en su vida, el señor Lever había caído tan bajo.

Pero el señor Lucas resultó ser un hombre honrado y sincero. Puso «todas sus cartas sobre la mesa». No, no tenía dinero; pero estaba pendiente de un asunto: la aprobación de una patente para explotar un nuevo aparato triturador. Tenía grandes esperanzas en obtener beneficios con el invento, aunque sería difícil que las multinacionales se decidieran por su maquinaria. Las cosas estaban mal. Era preciso, pues, ir donde alguien empezara. Aquel había sido el origen del viaje, el motivo de los saludos con los jefes nativos, de las vasijas de carne, de las preocupaciones, de las ratas y del calor... Se consideraban una república, le había explicado el señor Lucas, aunque no estuviese muy seguro de los detalles. Sus habitantes no eran tan negros como se les pintaba —dijo, riéndose nerviosamente a continuación—. Fuera como fuese, cierta compañía había introducido agentes en el país y había logrado una patente para trabajar con oro y diamantes. Podía contarle al señor Lever, con toda confianza, que aquellos hombres estaban asustados por lo que habían encontrado. Una persona emprendedora podía deslizarse hasta allí —al señor Lucas le gustaba la palabra «deslizarse», ¡lo hacía parecer todo tan misterioso y fácil...!— y presentar la nueva trituradora! haría que se ahorrasen mucho dinero una vez puesta en marcha. Había una fortuna esperándoles a todos.

—Pero, ¿no podría arreglarse desde Europa?Tic tic hizo el párpado del señor Lucas.—Allí, hay muchos belgas y dejan todas las decisiones al hombre que se encuentra

sobre el terreno... un inglés llamado Davidson.—¿Y los gastos?—Ese es el problema —repuso el señor Lucas—. Sólo estamos empezando. Lo que nos

hace falta es un socio. No podemos permitirnos pagarle los viajes a nadie. Pero si usted acepta, estoy dispuesto a darle un veinte por ciento de la comisión en todas las ganancias.

—Jefe decir perdón.Los porteadores se sentaron en cuclillas alrededor de las vasijas y se tomaron el arroz,

haciendo un cuenco con la mano izquierda.—Sí, sí, bueno —musitó el señor Lever, distraído—. Muy amable, seguro.Se había alejado de la oscuridad y el polvo, del hedor de las cabras y del aceite de

palma, y del aullido de las perras al parir. Se encontraba, de nuevo, entre los miembros de su club, en las comidas del restaurante Stone, con un «vaso de vino añejo» en la mano y con los periódicos frente a él, leyendo sus secciones mercantiles y de cambio y bolsa. Era, otra vez, un buen muchacho que regresaba a Golders Green un poco «alegre». El emblema masónico tintineaba pendiente de la cadena del reloj y, desde la estación del metro hasta su

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casa, en Finchley Road, se sentía embargado por un profundo sentimiento de amistad hacia sus compañeros, entre historietas picantes, eructos y una sensación de osadía.

¡Cuánta falta le hacía ahora aquel atrevimiento! Se había gastado los últimos ahorros en el viaje. Después de treinta años de actividad mercantil, sabía conocer los artículos con sólo echarles la vista encima. No albergaba duda alguna respecto a la nueva trituradora. De lo que sí dudaba era de su habilidad para encontrar a Davidson. No tenía ningún mapa. La única forma de orientarse en aquella república consistía en escribir los nombres de los pueblos en un trozo de papel y mostrárselos a alguien que conociese la ruta. Pero siempre respondían: «Demasiado lejos». Y todo buen propósito se eclipsaba ante aquella ambigua frase.

—La quinina —dijo el señor Lever—. ¿Dónde está mi quinina?Su criado jamás se acordaba de nada. No les importaba lo que le ocurriera a nadie.

Sonreían sin sentido. El señor Lever, que conocía mejor que nadie el valor de una sonrisa sin sentido en las conversaciones comerciales, hizo objeto al muchacho de una mirada en la que era patente el desagrado y la desilusión.

—Jefe decir hombre blanco en selva, a cinco horas de aquí.—Eso ya me gusta más —indicó el señor Lever—. Debe de ser Davidson. ¿Sabe si está

buscando oro?—Sí. Hombre blanco buscar oro en selva.—Partiremos mañana a primera hora —decidió el señor Lever.—Jefe decir mejor quedarse aquí. Hombre blanco fiebre.—Lo lamento —dijo el señor Lever, mientras pensaba con placer: «Mi suerte ha

cambiado. Necesitará ayuda. No rehusará nada. Un amigo en la desgracia es un amigo de veras». Sintió pena por Davidson. Se vio a sí mismo como la respuesta a una plegaria surgida en la selva. Se sintió casi bíblico en su condición de vox humana. «Tengo que rezar —pensó—, rezaré esta noche. Es lo único capaz de levantarme el ánimo; pero hay en ello algo doloroso.» Recordó sus largas oraciones, de rodillas, junto al aparador, cuando Emily fue trasladada al hospital.

—Jefe decir hombre blanco muerto.El señor Lever les volvió la espalda y penetró en su choza. Con la manga, casi volcó la

lámpara de seguridad. Se desnudó con suma rapidez, colocando sus vestidos en la maleta, con el fin de protegerlos de las cucarachas. No quería creer lo que acababan de decirle... de nada le serviría. Si Davidson había muerto, no le quedaba más remedio que volver. Se había gastado más de lo que tenía y estaba arruinado. Se dijo que Emily podría irse a vivir con su hermano; pero no era posible esperar que éste... Empezó a llorar, pero en la oscuridad de la cabaña era difícil diferenciar el sudor de las lágrimas. Se arrodilló junto a su camastro de campaña, protegido por la mosquitera, y rezó, sobre el polvo que cubría el suelo. Hasta entonces, había procurado no poner nunca los pies desnudos en el suelo, por miedo a las pulgas que pululaban por todas partes, unos bichos que esperaban una oportunidad para introducirse entre las uñas y depositar allí sus huevos para reproducirse.

—¡Oh, Dios mío! —imploraba el señor Lever—. No permitas que encuentre a Davidson muerto. Que esté sólo enfermo y se alegre de mi llegada. —No podía soportar la idea de aparecer como un inútil ante Emily—. ¡Oh, Dios mío! Haría cualquier cosa.

Pero ésta era una frase vacía. En realidad, no sabía exactamente lo que hubiera hecho por Emily. Durante treinta y cinco años, habían vivido felices: sólo le fue infiel cierta vez

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en que, tras una comida en el club, se sintió más «alegre» que de costumbre y se dejó llevar por los demás. Nunca pensó que pudiera ser feliz con otra mujer. No era justo que, ya viejos, cuando más se necesitaban el uno al otro, el dinero se esfumase y tuvieran que separarse.

No, Davidson no podía haber muerto. ¿De qué iba a morir? Los negros eran pacíficos. La gente decía que aquel país era insalubre; pero, hasta entonces, no había percibido ni siquiera el zumbido de un mosquito. Además, nadie fallece de malaria. Los que sufren esa enfermedad permanecen bajo una sábana, toman quinina y sudan a mares hasta librarse de ella. Está también la disentería, pero Davidson era un hombre experimentado y avezado a los riesgos, así que todo consistía en no olvidarse de filtrar y hervir el agua. Los pies podían verse atacados por el gusano de Guinea... pero tampoco nadie muere por eso.

El señor Lever permanecía tendido en la cama, mientras sus pensamientos describían vertiginosos círculos, lo que le hacía imposible conciliar el sueño. «Nadie muere a causa del gusano de Guinea», se repitió. Los pies se resienten; pero, si se meten en agua, puede verse cómo las larvas se desprenden. Es preciso encontrar el extremo del gusano, que se parece a un hilo de algodón, y enrollarlo alrededor de una cerilla. Luego, hay que separarlo cuidadosamente de la pierna, sin que llegue a romperse. A veces, se prolonga hasta casi la rodilla. «Ya soy demasiado viejo para recorrer estos parajes», concluyó el señor Lever.

El criado había vuelto a entrar y, a través de la mosquitera, murmuró al señor Lever:—Massa, los porteadores decir que volver a sus casas.—¿A sus casas? —preguntó débilmente el señor Lever. ¡Había oído lo mismo tantas

veces!—. ¿Por qué han de regresar a sus casas? ¿Qué les ocurre ahora?Pero, en realidad, tenía muy pocas ganas de discutir aquella nueva queja. Unas veces,

aquellos negros se quejaban de que sus compañeros «bandes» no eran nunca enviados a acarrear agua, porque el jefe era «bande». Otras, cualquiera de ellos robaba un recipiente de hojalata y lo vendía en el poblado por unos peniques... También podía suceder que cierto porteador no fuese apto para transportar el fardo o que la etapa del día fuese «demasiado larga».

—Diles que pueden irse —decidió—. Les pagaré por la mañana. Pero no tendrán propina alguna. Hubiera sido generoso, si se hubieran quedado.

Estaba seguro de que era objeto de una nueva treta, pero él ya no era ningún novato.—Sí, massa. No querer propina.—¿Cómo?—Temer ser atacados por fiebre, como hombre blanco.—Contrataré porteadores en el poblado. Diles que pueden irse.—Yo también, massa.—¡Fuera! —exclamó el señor Lever; aquello era la gota que colmaba el vaso—. ¡Vete

y déjame dormir!El muchacho salió, obediente, y el señor Lever se dijo: «Durmamos..., si es posible».

Levantó la mosquitera, saltó de la cama, se descalzó, sin preocuparse de las pulgas, y buscó su botiquín. Estaba cerrado. Rebuscó en el interior de la maleta hasta que dio con la llave. La tenía en un bolsillo de su pantalón. Estaba a punto de sufrir un ataque de nervios, cuando encontró los somníferos. Se tomó tres. El sueño le invadió, pesado y opresivo. Al despertar, pudo darse cuenta de que había abierto la mosquitera con un brusco movimiento

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de su brazo. Si hubieran habido mosquitos en el lugar, no hubiese podido evitar su picadura. Pero no era así, por fortuna.

Se dijo que todo seguía igual. El poblado, del que no conocía siquiera el nombre, se encontraba en la cumbre de un monte. Al este y al oeste, la selva se extendía en oleadas, más allá de la pequeña meseta. Hacia poniente, el paisaje no era más que una oscura y amorfa masa, como si fuera de agua. Hacia oriente, se percibían síntomas de variedad, con grandes algodoneros de color verde grisáceo mezclados con palmeras. Al señor Lever le despertaban siempre antes del amanecer, pero aquel día nadie se preocupó de hacerlo. Unos cuantos porteadores permanecían sentados junto a una choza, conversando monótonamente; su criado estaba con ellos. El señor Lever volvió a entrar y empezó a vestirse, sumido en tristes reflexiones. «Tengo que mostrarme firme», se decía. Pero empezaba a sentir miedo, miedo a que le abandonasen, miedo a verse obligado a volver.

Cuando salió de nuevo, el poblado mostraba signos de actividad: las mujeres bajaban por la pendiente en busca de agua, desfilaban junto a los porteadores y pasaban ante las losas bajo las cuales estaban enterrados los jefes de la tribu. Cerca, estaba el bosquecillo en el que anidaban los pájaros «del arroz», unas aves semejantes a canarios verdes y amarillos. El señor Lever se sentó en su silla plegable, entre las gallinas, los perros y el estiércol de vaca. Luego, llamó a su criado, adoptando un aire de gran energía, aunque sin saber muy bien lo que le reservaba el futuro.

—Dile al jefe que quiero hablar con él —ordenó.Se produjo un breve retraso. El jefe no se había levantado aún. Después, apareció, de

improviso, con su túnica blanca y azul y su sombrero hongo, una prenda que se empeñaba en llevar bien puesta.

—Dile —empezó el señor Lever— que quiero porteadores, para ir hasta donde se encuentra el hombre blanco y regresar. Dos días.

—Jefe no querer —le informó el muchacho.El señor Lever se puso furioso.—¡Me importa un comino que no quiera! ¡No me va a sacar ni un céntimo más con

semejante actitud!Luego, pensó que, verdaderamente, se encontraba en manos de la honradez de aquella

gente. En el interior de la cabaña, estaba su cartera. De haber querido, sólo tenían que cogerla. No era una colonia francesa o británica. Los negros de la costa no se preocuparían de que a un inglés desconocido le hubieran robado su dinero en el interior.

—Jefe preguntar cuántos.—Sólo es para dos días —repuso el señor Lever—. Me las arreglaré con seis.—Jefe preguntar cuánto pagar.—Seis peniques diarios y carne.—Jefe no querer.—Nueve peniques.—Jefe decir muy lejos. Un chelín.—Bueno. Bueno —convino el señor Lever—. Un chelín. Los demás pueden volver a

casa. Voy a pagaros; pero nada de propinas, ¿entendido?Jamás había esperado que lo abandonaran de veras, y aquello lo llenaba de un triste

sentimiento de fracaso. Los muchachos se iban alejando, avergonzados, pendiente abajo. Se perdieron de vista hacia el oeste, en completo silencio. Con ellos, se marchaba también su

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criado, dejándole con su montón de fardos y aquel jefe que no hablaba ni una palabra de inglés. Sonrió nerviosamente.

Eran las diez. Ya había escogido a los nuevos porteadores. Hubiese asegurado que ninguno de ellos iba de buena gana, pero era preciso avanzar bajo el calor del mediodía, si deseaba hallar a Davidson antes de que oscureciera. Esperaba que el jefe les hubiera explicado, de un modo conveniente, hacia dónde pensaba dirigirse. Se sentía por completo alejado de ellos y, cuando iniciaron la marcha sendero abajo, hubiera dicho que se encontraba solo.

La selva les absorbió de inmediato. Esa palabra entraña en sí misma un sentimiento de primitivismo y de hermosura, de fuerza activa y natural, pero aquella selva de Liberia era sólo una paraje de vegetación salvaje. A ambos lados del sendero, de apenas medio metro de amplitud, se elevaban verdaderos muros de lianas entremezcladas, que tanto parecían vivir como morirse. No se percibían signos de vida en aquella soledad, exceptuando algunos pájaros de gran tamaño, cuyas alas batían bajo el cielo invisible, como puertas que chirriasen. No había paisaje, nada en que recrear la vista ni variación alguna, en aquella impenetrable monotonía. No era el calor lo que fatigaba los miembros, sino el aburrimiento. Era preciso pensar... pensar sin descanso... pensar en algo. Pero ni siquiera el recuerdo de Emily conseguía distraerle.

El señor Lever experimentó un profundo alivio, cuando el camino se sumergió en un mar de agua y los muchachos tuvieron que transportarle a hombros. Al principio, le había desagradado aquel olor amargo y penetrante que le recordaba cierto alimento que hubo de ingerir de niño; pero, pronto, logró sobreponerse a él, hasta dejar de percibirlo, del mismo modo que dejó de observar la belleza de las grandes mariposas que se amontonaban en la orilla del agua y que revoloteaban frenéticas, en una nube verde, alrededor de su cintura. Sus sentidos estaban embotados y apenas reaccionaban a otra cosa que no fuera su tristeza.

No obstante, experimentó notable alegría cuando el muchacho que marchaba en cabeza señaló una excavación rectangular, practicada en el borde mismo del camino. El señor Lever comprendió. Davidson había pasado por allí. Era como una breve fosa, pero con una profundidad superior a la corriente. En su fondo, se veía un agua negruzca y unas estacas colocadas para impedir el desplome de los lados que ya empezaban a pudrirse. El agujero debió de abrirse al terminar la estación de las lluvias. Aquello no era más que un detalle insignificante, muy poco acorde con los planes y proyectos que habían llevado hasta allí al señor Lever y su trituradora mecánica. Estaba acostumbrado a las grandes empresas industriales, los pozos, el humo de las chimeneas, las hileras de casas para los obreros, el sillón de cuero de la oficina, el buen cigarro habano y los apretones de manos masónicos. De nuevo, volvió a considerar cómo, en el despacho del señor Lucas, había caído tan bajo. Era como tener que hacer grandes negocios junto a un agujero excavado por un niño, en un jardín abandonado y lleno de hierbajos. Porcentajes y números parecían revolotear en el aire caluroso y húmedo. Sacudió la cabeza. No podía desanimarse. Aquel agujero estaba hecho desde hacía mucho tiempo y, a partir de entonces, Davidson debió de prosperar. Lo más probable era que el yacimiento aurífero, explotado a la vez en Nigeria y en Sierra Leona, pasara a través del territorio de Liberia. Incluso las mayores minas empezaban con un agujero hecho en el suelo. La compañía, con cuyos directores había hablado en Bruselas, tenía plena confianza en ello. Todo cuanto necesitaba ahora era la aprobación de Davidson

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referente a la utilidad de la trituradora. Una firma era cuanto tenía que conseguir. Y volvió a posar los ojos en la charca de agua ennegrecida.

Cinco horas, había dicho el jefe, pero llevaban ya seis caminando, sin alcanzar su objetivo. El señor Lever no había comido nada. Quería llegar cuanto antes al lugar en el que se hallaba Davidson. Caminaron durante todo el día bajo el calor. Las ramas de los árboles les protegían de los rayos directos del sol, pero por otra parte les privaban de aire. Los espaciados claros, aunque sumidos en una cegadora luz, le parecían al señor Lever más frescos, puesto que por ellos circulaba un poco más de oxígeno. A las cuatro, el calor disminuyó, pero empezaba a temer que no encontrarían a Davidson antes del anochecer. Le dolía un pie. La noche anterior, había sido víctima de una pulga. Era como si alguien sostuviera contra su dedo pulgar una cerilla encendida. A las cinco, la oscuridad ya era completa.

Otro agujero rectangular apareció en un pequeño claro, entre hierbajos. Al mirar hacia abajo, se sorprendió al percibir otra cara, que parecía contemplarle con extrañeza. Era un rostro de blancas pupilas, que brillaba en el agua con un resplandor fosforescente. El cadáver del negro estaba casi doblado en dos, en aquella estrecha tumba. Se había hinchado y su carne parecía una vejiga presta a reventar al menor pinchazo. El señor Lever se sintió enfermo y cansado. Pero no podía hacer otra cosa. Sólo seguir adelante. Por fortuna, los porteadores no habían visto al muerto. Les hizo la señal de reanudar la marcha y les siguió, tropezando con las raíces y luchando contra las náuseas. Se abanicó con su sombrero. Su rostro estaba sudoroso y pálido. Jamás, hasta entonces, había visto un cadáver así. Los de sus padres quedaron correctamente vestidos y atildados, antes de proceder a su entierro. Parecían dormidos, tal como rezaba el epitafio. Al pensar en aquellos ojos blancos y en el rostro tumefacto del negro, el señor Lever hubiera querido rezar, pero las plegarias quedaban fuera de lugar en aquella selva.

Al anochecer, pareció como si en la selva se agitase un hálito de vida. Algo bullía por entre las espesas lianas y los quebradizos árboles, aunque sólo se tratase de un grupito de simios, que iban y venían, chillando y profiriendo gritos. Pero estaba demasiado oscuro para verlos. El señor Lever parecía un ciego situado, de pronto, en el centro de una atemorizada multitud, incapaz de comprender lo que le asustaba. También los porteadores parecían medrosos. Avanzaban con sus fardos de veinte kilos tras de la linterna contra el viento, mientras sus grandes pies producían en el suelo el sonido de guantes vacíos. El señor Lever aguzó nerviosamente los oídos, tratando de captar zumbidos de mosquitos. Lo natural era que surgieran por la noche, pero no notó ninguno.

De repente, en lo alto de un montículo, junto a un arroyo, encontraron a Davidson. El terreno había sido desbrozado en un espacio de varios metros y, en el centro del claro, se elevaba una tienda junto a otra excavación semejante a las anteriores. Todo el conjunto apareció ante su vista al ascender la cuesta. Latas de carne apiladas, un sifón, un filtro, una palangana... Pero ni una sola luz..., ni un sonido... La lona no estaba bien cerrada y el señor Lever pensó que, quizá, después de todo, el jefe hubiese dicho la verdad.

Cogió la lámpara y entró en la tienda. Había un hombre tendido en el camastro. Al principio, el señor Lever creyó que el cuerpo de Davidson estaba cubierto de sangre: luego, comprendió que se trataba del vómito negro. Tenía manchados los pantalones caqui, la camisa y su barba rubia. Extendió una mano y le acarició el rostro. De no haber percibido un leve aliento, hubiera dicho que Davidson estaba muerto; así de fría tenía la piel. Al

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acercar la lámpara, lo comprendió todo. No había pensado en aquello, cuando su criado mencionó la fiebre. Era cierto que un hombre no muere de malaria; pero, en aquel instante, recordó una noticia que había leído en un periódico de Nueva York, hacía ya bastantes años: durante una epidemia de fiebre amarilla, había fallecido en Río el noventa y cuatro por ciento de los que la habían contraído. En ese momento, aquella noticia no le había dicho nada, pero ahora era distinto. Davidson estaba enfermo de gravedad.

Al principio, el señor Lever pensó que aquello significaba el fin de todo: de su viaje, de sus esperanzas y de su vida con Emily. Nada podía hacer por Davidson; estaba inconsciente y, de vez en cuando, su pulso se hacía tan leve e irregular, que el señor Lever va lo daba por muerto, hasta que otro delgado hilo negruzco surgía de su boca. No habría servido de nada limpiarle. El señor Lever extendió sus mantas sobre el lecho, intentando reconfortar al enfermo, aunque no estuviera muy seguro de si aquel proceder era acertado. Las posibilidades de supervivencia no dependían de ello. En el exterior, los muchachos habían encendido un fuego y estaban cocinando el arroz que traían consigo. El señor Lever abrió su silla plegable y se sentó junto a la cama. Deseaba permanecer despierto; era todo cuanto podía hacer. Abrió la maleta y encontró en ella su carta, a medio terminar, para Emily. Trató de acabarla, pero sólo podía pensar en las mismas frases que ya había repetido tantas veces: Cuídate mucho. No te olvides de la cerveza y de la leche.

Se quedó dormido sobre el papel. Se despertó hacia las dos, pensando que Davidson había muerto. Pero se equivocaba. Tenía mucha sed. Echó de menos a su criado. Lo primero que hacía éste, al final de una marcha, era encender un fuego y poner sobre él un puchero. Una vez que su mesa y su silla estaban instaladas, encontraba asimismo dispuesta el agua para el filtro. El señor Lever halló algo de líquido en el sifón. Si hubiese estado solo en el mundo, hubiera descendido hasta el arroyo, pero tenía que pensar en Emily. Vio una máquina de escribir junto a la cama y se le ocurrió que bien podía iniciar la redacción de su informe, explicando el fracaso. Aquello le mantendría despierto. Quizá fuese poco respetuoso dormir junto al lecho de un moribundo. Encontró papel bajo algunas cartas firmadas, cartas que aún no se habían metido en ningún sobre. Davidson tuvo que caer enfermo de improviso. El señor Lever se preguntó si habría sido él quien colocó en el hoyo el cadáver del negro. Tal vez, era su criado, puesto que no veía señal alguna de éste. Colocó la máquina sobre sus rodillas y empezó a escribir: En un campamento, cerca de Greh.

Le parecía mal haber llegado hasta tan lejos, gastado tanto dinero y terminar como un despojo humano, para enfrentarse a su destino, en el interior de una tienda oscura junto a un moribundo. De hecho, podía haber esperado lo mismo en su saloncito, acompañado de Emily. Al pensar en las plegarias que había murmurado en su tienda, entre pulgas, ratas y escarabajos, se enfureció. Un mosquito, el primero que oía, zumbaba ahora a su alrededor. Lo persiguió salvajemente. En aquellos instantes, ninguno de sus socios le hubiera reconocido. Se sentía fracasado... pero libre. Ciertas reglas sociales permiten a los hombres vivir tranquilamente entre sus semejantes. Pero el señor Lever no gozaba de tranquilidad ni había triunfado en empresa alguna. En cuanto al compañero de aquella pequeña tienda, no se vería ya molestado por preocupaciones como la falta de honestidad en la publicidad moderna ni por alguien que codiciara sus riquezas. No pueden conservarse intactas las ideas cuando se llega a descubrir su naturaleza intrínseca. ¡La Solemnidad de la Muerte! No es solemne, es tan sólo una piel amarilla como un limón y el vómito negro. La Honradez constituye la mejor Política. Súbitamente, comprendió la falsedad de tal afirmación. Era

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como un anarquista, sentado ante su máquina, sintiéndose feliz y reconociendo sólo un sentimiento: su afecto por Emily. El señor Lever empezó a escribir: He examinado los planos e informes de la nueva trituradora Lucas....

Con salvaje complacencia pensó: «He vencido. Ésta será la última carta que la compañía reciba de Davidson. La abrirá el socio más joven de la oficina de Bruselas. Se golpeará los dientes de oro con una pluma Waterman y empezará a charlar con el señor Golz. Tras haber tomado en consideración semejantes factores, recomiendo la aceptación.... Telegrafiarían a Lucas. En cuanto a Davidson, aquel fiel empleado de la compañía, habría muerto de fiebre amarilla en una fecha indeterminada de un día cualquiera. Otro agente ocuparía su puesto y la trituradora... El señor Lever copió con toda pulcritud la firma de Davidson, en una hoja de papel en blanco. No estaba satisfecho.

Volvió el original cabeza abajo y lo copió otra vez de esta forma, a fin de que su idea preconcebida sobre las letras no influyera en su ánimo. Esa vez, le salió algo mejor, pero todavía no estaba del todo a su gusto. Buscó hasta encontrar la pluma de Davidson y volvió a copiar la firma una y mil veces. Se quedó dormido realizando la tarea. Despertó una hora más tarde. Encontró la lámpara apagada. El aceite se había consumido. No podía hacer otra cosa que permanecer sentado junto a Davidson, hasta el amanecer. Sintió cómo un mosquito le picaba en el tobillo, sin que su manotazo llegase a tiempo. El insecto voló de nuevo con su zumbido peculiar. Con la claridad del día, el señor Lever pudo comprobar que Davidson había muerto. «Pobre, pobre...», murmuró. Y al mismo tiempo escupió delicadamente en un rincón, procurando quitarse el mal gusto de boca matutino, un sabor que era como el sedimento de su liquidado convencionalismo.

El señor Lever ordenó a dos de sus porteadores que colocaran el cuerpo de Davidson en el hoyo ya abierto. No les tenía miedo, ni tampoco temía que le abandonasen. Rompió la carta que le había escrito a Emily. La timidez, el secreto temor y la ternura reflejados en sus frases habían dejado ya de representar su verdadero estado de ánimo. Además, llegaría a casa antes que la carta. Ahora, ambos podrían realizar todas aquellas cosas con las que tanto habían soñado. El dinero de la trituradora era sólo el principio. Sus ideas se extendían más allá de Eastbourne, hasta Suiza. Tenía la impresión de que si se volcaba en sus proyectos, podrían incluso pensar en la Riviera. ¡Qué feliz se sentía en lo que consideraba el «regreso al hogar»! Quedaba libre de cuanto lo había conservado limitado a su mediocre carrera, libre del temor a un destino consciente, imbuido de prejuicios, de observaciones cotidianas y de miedo a malgastar. ¡Adiós, adiós a todo eso!

Pero, lector, tú que sabes mucho más que el señor Lever, que puedes seguir el recorrido de un mosquito, desde el cadáver negro e hinchado hasta la tienda de Davidson y, luego, al tobillo del señor Lever; tú, lector, que posiblemente crees en Dios, en un Dios bondadoso y compasivo hacia la fragilidad humana, estás también en condiciones de imaginar los tres días de dicha concedidos por la Providencia al señor Lever. Los tres días de libertad, mientras regresaba a través de la selva, con sus falsificaciones de aficionado en el bolsillo y el virus de la fiebre inyectado en su sangre. El presente relato hubiera podido avivar mi fe en esa amada omnisciencia de no haberse visto sacudida por un conocimiento personal de esa selva agreste por la que caminaba, ahora alegremente, el señor Lever. Era una selva salvaje en la que resulta imposible pensar en nada elevado ni espiritual, en nada que nos aparte de la naturaleza muerta de nuestro alrededor y de los marchitos hierbajos. Pero, desde luego, existen dos opiniones para todo. Y ésta era la expresión favorita del señor

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Lever, mientras se imaginaba tomando una cerveza en el Ruhr y Pernod en Lorena, vendiendo maquinaria pesada.

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Un día ganado

Me había pegado a él como una sombra, así se suele decir. Pero eso es absurdo. No soy ninguna sombra. Se me puede tocar, se me puede oír y se me puede oler. Me llamó Robinson. Y, sin embargo, me había sentado en la mesa de al lado y le había seguido a veinte metros de distancia por las calles. Cuando había subido las escaleras, le había esperado abajo y, cuando había bajado, le había adelantado y le había esperado en la primera esquina. En ese sentido, sí que era como una sombra, porque a veces iba delante de él y otras detrás.

¿Quién era él? Nunca llegué a saberlo. Era bajo; su aspecto era el de una persona corriente y llevaba paraguas, bombín y guantes marrones. Pero para mí, él era importante por lo siguiente: tenía algo que yo quería desesperadamente. Lo llevaba bajo su ropa, tal vez en una bolsa, en una cartera o, quizá, pegado en su piel. ¿Quién sabe lo astuto que puede llegar a ser el hombre más corriente? Los cirujanos consiguen unos injertos muy hábiles. Tal vez, lo llevaba incluso más cerca de su corazón que de su epidermis.

¿De qué se trataba? Nunca lo llegué a saber. Sólo puedo especular, de la misma manera que puedo especular sobre su nombre, llamándole Jones, Douglas, Wales, Canby o Fotheringay. En un restaurante, dije «Fotheringay» en voz baja, contemplando mi plato de sopa, y me pareció que alzaba la vista y miraba a su alrededor. No lo sé. Este es el horror del que no puedo librarme: no saber nada, ni su nombre, ni lo que llevaba, ni por qué yo lo deseaba tanto; ni siquiera por qué le seguía.

Llegamos a un puente del ferrocarril y, cuando pasábamos por debajo, él se encontró con un amigo. De nuevo, utilizo las palabras de un modo muy poco preciso. Sean indulgentes conmigo. Trato de ser preciso. Deseo ser preciso. Lo único que anhelo en este mundo es saber. Así que, cuando digo que se encontró con un amigo, no estoy seguro de que fuera un amigo; sólo sé que era alguien al que parecía saludar afectuosamente.

—¿Cuándo sales? —le preguntó el amigo.—A las dos, desde Dover —respondió él.Pueden estar seguros de que comprobé que tenía el billete en el bolsillo.—Si fueras en avión, te ahorrarías un día —le dijo entonces su amigo.Él asintió con la cabeza. Accedería a sacrificar su billete. Se ahorraría un día.Y, ahora, les pregunto: ¿qué importancia puede tener para él o para cualquiera

ahorrarse un día? ¿Ahorrarse un día de qué? ¿Para qué? En lugar de pasar un día viajando, te reúnes con un amigo un día antes, pero no te puedes quedar indefinidamente; simplemente, vuelves a casa veinticuatro horas antes; eso es todo. ¿Y volverás en avión, ahorrándote así otro día? ¿Ahorrarse un día de qué? ¿Para qué? Empezarás a trabajar un día antes, pero no trabajarás indefinidamente. Sólo implica que dejaras de trabajar un día antes. Y entonces, ¿qué? No se puede morir un día antes. Tal vez, entonces, comprenderás el atolondramiento que supuso querer ahorrarse un día, cuando descubras que no puedes librarte de esas veinticuatro horas que has economizado tan concienzudamente. Se pueden trasladar hacia delante o hacia atrás, pero, tarde o temprano, hay que usarlas y entonces,

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probablemente, hubieras preferido haberlas usado en algo tan inocente como un viaje en tren desde Ostend.

Sin embargo, esta reflexión no se le ocurrió a él.—Sí, es cierto. Me ahorraría un día. Iré en avión —concluyó.Casi hablé con él en aquel momento. ¡Qué hombre tan egoísta! Ese día que creía

ahorrarse podía muy bien ser la causa de su desesperación unos años más tarde; pero, en ese instante, lo fue de la mía. Había estado deseando que llegara el momento de hacer ese largo viaje en tren en el mismo compartimento. Era invierno y el tren seguramente iría vacío. Con un poco de suerte, íbamos a estar los dos solos. Lo tenía todo planeado. Hablaría con él. Ya que no sabía nada de él, empezaría, como es habitual, preguntándole si le importaba que subiera o bajara un poco la ventanilla. Eso le haría ver que hablábamos el mismo idioma y que seguramente estaría encantado de poder hablar conmigo, sabiéndose en un país extranjero; se sentiría agradecido por la ayuda que acaso pudiera prestarle traduciéndole alguna palabra.

Claro está que nunca pensé que me bastara sólo con hablar. Podía enterarme de muchas cosas de él, pero estaba convencido de que tendría que matarle antes de saberlo todo. Tendría que haber intentado matarle, creo, por la noche, entre las dos estaciones que estuvieran más separadas, una vez que los aduaneros hubieran inspeccionado nuestro equipaje y sellado los pasaportes en la frontera, y una vez hubiéramos bajado las cortinas y apagado la luz. Incluso había planeado qué hacer con su cuerpo, con el bombín, el paraguas y los guantes marrones, aunque sólo si se hacía necesario, sólo si no había otra manera de que me entregara lo que yo quería. Soy un ser apacible, no me exalto con facilidad.

Ahora, sin embargo, había decidido ir en avión y no había nada que yo pudiera hacer. Naturalmente, le seguí; me senté detrás de él y observé cómo temblaba al ser su primer vuelo; cómo, durante mucho rato, evitaba mirar el mar; cómo mantenía su bombín sobre su regazo, y cómo emitió un ligero suspiro, cuando el ala gris del avión osciló hacia arriba como el aspa de un molino, dejando ver las casas. Hubo momentos, creo, en que lamentó haberse ahorrado un día.

Bajamos del avión al mismo tiempo y él tuvo un pequeño problema en la aduana. Le hice de intérprete. Me miró con curiosidad y me dio las gracias. Sé —de nuevo, sugiero que sé, cuando lo único que quiero decir es que lo deduje de su comportamiento y de su conversación— que era estúpido y bonachón, y creo que por unos instantes sospechó de mí; creía haberme visto en alguna parte, en el metro, en el autobús, en un baño público, bajo el puente del ferrocarril o en algunas escaleras. Le pedí la hora.

—Aquí, hay que retrasar los relojes una hora —dijo absurdamente exultante, porque se había ahorrado una hora además de un día.

Fui a tomar una copa con él, varias copas. Se mostró absurdamente agradecido por haberle ayudado. Tomé una cerveza con él en un lugar, ginebra en otro y, en un tercero, insistió en compartir una botella de vino. En esos momentos, fuimos amigos. Sentí más estima por él que por cualquier otro hombre que haya conocido, puesto que, como el amor entre un hombre y una mujer, mi afecto era en parte curiosidad. Le dije que me llamaba Robinson y él quiso darme una tarjeta, pero mientras buscaba una, se tomó otro vaso de vino y luego se olvidó. Cuando los dos estuvimos un poco borrachos, empecé a llamarle Fotheringay. En ningún momento me contradijo y tal vez fuera ése su nombre, pero me parece recordar haberle llamado también Douglas, Wales y Canby, sin que me corrigiera.

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Era muy generoso y me resultó muy fácil conversar con él; los estúpidos, a menudo, son buena compañía. Le dije que estaba desesperado y me ofreció dinero. No conseguía entender lo que quería.

—Se ha ahorrado un día —le dije—. Puede permitirse venir conmigo a un lugar que conozco.

—Tengo que tomar un tren esta noche —replicó él.Me dijo el nombre de la ciudad y no se sorprendió cuando le comuniqué que yo

también me dirigía allí.Pasamos toda la tarde bebiendo y fuimos juntos a la estación. Yo planeaba, si se hacía

necesario, matarle. Pensé con toda sinceridad que tal vez, después de todo, le ahorraría haberse ganado un día. Pero era un pequeño tren de cercanías. Avanzaba lentamente de estación en estación y, en cada parada, bajaban personas del tren y subían otras. Insistió en viajar en tercera clase y el vagón nunca estuvo vacío. No entendía ni una sola palabra del idioma y simplemente se acurrucó en su rincón y durmió. Yo permanecí despierto y tuve que escuchar todos los fastidiosos cotilleos: un criado hablando de su amante; una campesina, del mercado; un soldado, de la iglesia, y un hombre que al parecer era sastre, de adulterio, de ciempiés y de la cosecha de tres años atrás.

A las dos de la madrugada, llegamos al final de nuestro viaje. Le acompañé hasta la casa donde vivían sus amigos. Estaba muy cerca de la estación y no tuve tiempo de planear nada ni elaborar ninguna estrategia. La verja del jardín estaba abierta y me invitó a entrar. Le dije que no. Prefería irme a un hotel. Insistió, diciéndome que a sus amigos les encantaría proporcionarme un lugar donde dormir el resto de la noche, pero le contesté que no. Había luz en una habitación de la planta baja y las cortinas no estaban corridas. Un hombre dormía en una silla cerca de una gran estufa. Había unos vasos en una bandeja, una botella de whisky, dos de cerveza y una de vino del Rin. Yo me alejé y, casi de inmediato, la habitación se llenó de gente. Me di cuenta de que era bienvenido por sus miradas y sus gestos. Había una mujer en camisón, una chica sentada con sus rodillas delicadas encogidas hasta tocarse la barbilla y tres hombres, dos de ellos ancianos. No cerraron las cortinas, aunque él seguramente adivinó que les estaba observando. Hacía frío en el jardín que estaba cubierto de hierbajos invernales. Posé la mano sobre un busto espinoso. Era como si hicieran alarde de lo unidos que estaban y de su compañerismo. Mi amigo —le llamo mi amigo, aunque en realidad no era más que un conocido; sólo había sido mi amigo mientras estábamos borrachos— estaba sentado en el centro del grupo y me di cuenta, por los movimientos de sus labios, de que les estaba contando muchas cosas que a mí no me había dicho. En un momento dado, me pareció leer en sus labios: «me he ahorrado un día». Se le veía estúpido, bonachón y feliz. No pude resistir la escena durante mucho tiempo. Fue una impertinencia por su parte mostrarse de esa manera ante mí. Desde ese instante, nunca he dejado de rogar que el día que se ahorró se le retrase lo más posible y que no tenga que sufrir sus ochenta y seis mil cuatrocientos segundos hasta que se encuentre desesperadamente necesitado, cuando esté siguiendo a otro hombre, como yo le seguí a él; pegado a él como una sombra, como se suele decir, de modo que tenga que detenerse, como yo tuve que detenerme, para darse aliento a sí mismo. Se me puede oler, se me puede tocar, se me puede oír. No soy una sombra: me llamo Fotheringay, Wales o Canby; mi nombre es Robinson.

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El espía1

Antes de saltar de la cama, Charlie Stowe esperó, hasta oír los ronquidos de su madre. Incluso entonces avanzó con cautela y se acercó de puntillas a la ventana. La fachada de la casa era irregular, así que era posible comprobar si había una luz encendida en la habitación de su madre. Ahora, no obstante, todas las ventanas estaban a oscuras. Un reflector cruzó el cielo, iluminando las nubes y explorando los profundos espacios oscuros entre ellas, intentando localizar aviones enemigos. El viento soplaba desde el mar. Charlie Stowe podía oír, más allá de los ronquidos de su madre, el batir de las olas. Una corriente de aire que se filtraba por entre las grietas del marco de la ventana hizo oscilar su camisa de dormir. Charlie Stowe tuvo miedo.

Pero pensar en el estanco que su padre regentaba, ubicado una docena de escalones de madera más abajo, hizo que se animara. Tenía doce años y los chicos de la escuela municipal se burlaban de él, porque nunca había fumado. Los paquetes estaban apilados abajo: Gold Flake y Player's, De Reszke, Abdulla y Woodbines. El pequeño establecimiento siempre estaba envuelto en una neblina de humo viciado, que haría que su crimen pasara desapercibido. Charlie Stowe no tenía ninguna duda de que robarle cigarrillos a su padre era un crimen, pero él no quería a su padre. Para él, su padre era alguien irreal, un espectro pálido, delgado e indefinido, que tan sólo se daba cuenta de su presencia a rachas y que incluso dejaba los castigos en manos de su madre. Por su madre, él sentía un amor manifiestamente apasionado. Su presencia bulliciosa y su compasión tumultuosa llenaban su mundo. Por su manera de hablar, él creía que era amiga de todo el mundo, desde la mujer del párroco hasta la «querida Reina», exceptuando a los «Hunos», los monstruos que acechaban en los zepelines detrás de las nubes. Por el contrario, lo que su padre apreciaba o aborrecía era tan indefinido como sus movimientos. Esa noche, había dicho que estaría en Norwich, pero nunca se sabía. Charlie Stowe se sintió inseguro al bajar los peldaños de madera. Cuando oyó un crujido, agarró con fuerza el cuello de su camisa de dormir.

Al llegar al final de las escaleras, se encontró de repente en el interior del pequeño establecimiento. Estaba demasiado oscuro como para ver por dónde andaba y no se atrevió a encender la luz. Durante medio minuto, se quedó sentado en el último escalón, desesperado y con la barbilla apoyada en las manos. Entonces, el movimiento regular del reflector dejó entrar un poco de luz por un ventanal y el chico tuvo tiempo de fijar en su memoria los cigarrillos apilados, el mostrador y el hueco que había debajo de éste. Los pasos de un policía en la calle hicieron que cogiera el primer paquete al alcance de su mano y que se metiera en el hueco. Una luz resplandeció en el suelo y alguien intentó abrir la puerta. Entonces, los pasos se alejaron y Charlie se acurrucó en la oscuridad.

Por fin, recuperó el coraje diciéndose, de una manera curiosamente adulta, que si le descubrían, ya no se podía hacer nada, y que, por lo menos, podría fumarse el cigarrillo. Se colocó uno en la boca. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no tenía cerillas. Durante unos instantes, no se atrevió a moverse. El reflector iluminó la tienda en tres ocasiones.

1 Aunque el original es «I Spy», el título se refiere al juego del escondite. (N. del T.)

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Mientras, murmuraba improperios y expresiones de aliento: «Perdido por perdido, mejor llegar hasta el final», «Miedica, que eres un miedica»..., una serie de exhortaciones adultas e infantiles en extraña combinación.

Cuando fue a moverse, escuchó pasos en la calle. Era el sonido de varios hombres avanzando con rapidez. Charlie Stowe tenía la edad suficiente como para sorprenderse de que hubiera alguien en la calle. Los pasos se acercaron y se detuvieron. Una llave se introdujo en la cerradura de la puerta de la tienda y una voz dijo:

—Déjenle entrar.A continuación, oyó a su padre:—No hagan ruido, por favor, caballeros. No quiero despertar a mi familia.Su voz indecisa tenía un tono que no le resultaba familiar a Charlie. Vio el destello de

una linterna y, luego, se encendió una bombilla que daba una luz azulada. El chico contuvo la respiración. Temía que su padre pudiera oír cómo latía su corazón; se agarró el camisón con fuerza y rezó: «Oh, Dios, no permitas que me descubra». A través de una rendija del mostrador, podía ver a su padre, de pie, sosteniéndose el cuello levantado, flanqueado por dos hombres que llevaban bombín e impermeables ceñidos por un cinturón. No les conocía.

—Fúmense un cigarrillo —dijo su padre, con una voz seca como un bizcocho.Uno de los hombres hizo un gesto de negación con la cabeza:—No es posible; no, cuando estamos de servicio. Gracias, de todos modos —respondió

sin hostilidad, pero sin condescendencia.Charlie Stowe pensó que su padre debía de estar enfermo.—¿Les importa si me pongo unos cuantos en el bolsillo? —preguntó el señor Stowe.

Cuando el hombre hubo asentido, cogió unos cuantos paquetes de Gold Flake y de Players de una estantería y los acarició con las yemas de los dedos.

—Bueno —dijo—, ya no se puede hacer nada y, por lo menos, tendré cigarrillos.Por un instante, Charlie Stowe temió ser descubierto, al ver que su padre recorría con la

mirada todo el establecimiento detenidamente. Parecía como si fuera la primera vez que lo mirase.

—Es un buen negocio, aunque sea pequeño —dijo. Luego, añadió—: para alguien que le guste. Supongo que mi mujer lo venderá. Si no lo hace, los vecinos harán que se hunda. Bueno, ustedes ya quieren marcharse. Un segundo, cogeré el abrigo.

—Uno de nosotros le acompañará, si no le importa —dijo con calma uno de los desconocidos.

—No se preocupen. Está aquí mismo, en este colgador. Ya está, estoy listo.—¿No quiere hablar con su mujer?— preguntó el otro hombre, con cierta incomodidad.—No. Nunca hagas hoy lo que puedas dejar para mañana —su voz frágil sonó decidida

—. Yo nunca lo hago. Más adelante, podrá verme, ¿verdad?—Sí, sí —respondió uno de los desconocidos, mostrándose de pronto muy cordial y

con ganas de infundirle ánimos—. No se preocupe demasiado. Mientras hay vida...Insospechadamente, su padre trató de reírse.Cuando se cerró la puerta, Charlie Stowe volvió a subir las escaleras de puntillas y se

metió en la cama. No entendía por qué su padre había salido de casa, otra vez, tan avanzada la noche, ni tampoco quiénes eran esos desconocidos. La sorpresa y el temor le mantuvieron despierto un rato. Tenía la sensación de que una fotografía familiar se había salido del marco, cobrando vida, para reprocharle su falta. Recordó cómo su padre se había

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aguantado con firmeza el cuello y se había infundido ánimos diciéndose proverbios; por primera vez, pensó que, mientras su madre era bulliciosa y amable, su padre se parecía mucho a él y hacía cosas en la oscuridad que le gustaban. Le habría encantado bajar, acercarse a su padre y decirle que le quería, pero oyó a través de la ventana cómo se alejaba con pasos apresurados. Estaba solo en casa, con su madre, y se quedó dormido.

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Un lugar junto a Edgware Road

Craven pasó al lado de la estatua de Aquiles, bajo una fina lluvia de verano. Acababan de encenderse las luces, pero los coches ya hacían cola en dirección a Marble Arch. Rostros afilados y codiciosos escudriñaban la zona, listos para divertirse con cualquier cosa que se presentara. Craven caminaba con amargura, con el cuello de su impermeable apretado a la garganta. Era uno de sus días malos.

A lo largo del camino del parque, todo le recordaba a la pasión, pero se necesita dinero para el amor. Lo único que un hombre pobre puede conseguir es lujuria. El amor necesita un buen traje, un coche, un piso en alguna parte o un buen hotel. Tiene que estar envuelto con celofán. Constantemente, notaba la estrecha corbata debajo del impermeable y las mangas deshilachadas. Llevaba su cuerpo consigo como algo que odiase. (Tenía instantes de felicidad en la sala de lectura del museo Británico, pero su cuerpo lo volvía a llamar). Escarbó, como si fuera su único sentimiento, en los recuerdos de feos actos cometidos en los bancos del parque. La gente habla como si el cuerpo muriese demasiado pronto; ése no era, desde luego, el problema de Craven. Su cuerpo seguía vivo y, a través de la lluvia brillante, cerca de una glorieta, se cruzó con un hombrecillo que llevaba una pancarta: «El cuerpo se alzará de nuevo». Recordó un sueño del que había despertado tres veces temblando: estaba solo en una enorme y oscura galería que era el cementerio de todo el mundo. A través del subsuelo, las tumbas se conectaban: el mundo era una colmena de muerte y, cada vez que soñaba, descubría otra vez el horroroso hecho de que el cuerpo no se pudría. No hay gusanos ni putrefacción. Bajo el suelo, el mundo estaba lleno de masas de carne fresca, lista para alzarse de nuevo con sus verrugas, furúnculos y erupciones. Tumbado en su cama, recordaba —como si se tratase de «una gran noticia»— que el cuerpo, después de todo, era corrupto.

Llegó hasta Edgware Road caminando deprisa. Los guardas paseaban en parejas. Parecían grandes y lánguidas bestias alargadas. Sus cuerpos eran como gusanos en sus ajustados pantalones. Los odiaba, y odiaba su odio, porque sabía lo que era: envidia. Se daba cuenta de que cada uno de ellos tenía un cuerpo mejor que el suyo: la indigestión le retorcía el estómago y estaba seguro de que su aliento era asqueroso, pero, ¿a quién se lo podía preguntar? A veces, sin que nadie lo supiera, se ponía perfume aquí y allá. Era uno de sus secretos más terribles. ¿Por qué le pedían que creyera en la resurrección de este cuerpo al que quería olvidar? En ocasiones, de noche, rogaba (un resto de la creencia religiosa que se albergaba en su pecho, como un gusano en una nuez) que su cuerpo, a toda costa, no se alzase nunca de nuevo.

Conocía muy bien todas las callejuelas cercanas a Edgware Road: cuando estaba de malas, simplemente caminaba hasta cansarse, echando un vistazo a su imagen reflejada en los escaparates de Salmon & Gluckstein y el ABC. Fue así como vio los carteles de un teatro abandonado en Culpar Road. No eran extraños, ya que, a veces, la Sociedad Dramática del Barclays Bank alquilaba el local durante una noche o se proyectaban allí oscuras películas. El teatro había sido construido por un optimista en 1920, alguien que pensó que el bajo precio de las entradas compensaría, con creces, su desventaja de estar

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situado a más de un kilómetro y medio de la tradicional zona teatral. Pero jamás una obra tuvo éxito y, pronto, el local se llenó de agujeros de rata y telarañas. La tapicería de las butacas nunca se renovó y todo lo que allí ocurría era la falsa vida efímera de una obra de aficionados o de una proyección.

Craven se detuvo y leyó; parecía como si aún existiesen optimistas, incluso en pleno 1939, porque nadie, excepto el más ciego de los optimistas, podía tener la esperanza de ganar dinero con un lugar llamado «El hogar de la película muda». Se anunciaba: «La primera temporada de primitivas» (una frase intelectual); jamás habría una segunda. En cualquier caso, las entradas eran baratas y, ahora que estaba cansado, quizá valía la pena meterse en algún sitio a salvo de la lluvia. Craven compró una localidad y entró.

Bajo la profunda oscuridad, un piano tocaba algo monótono que recordaba a Mendelssohn. Se sentó en un asiento de pasillo y enseguida pudo notar el vacío a su alrededor. No, nunca habría otra temporada. En la pantalla, una mujer grande, con una especie de toga, se retorcía las manos y se dirigía, temblando con curiosas sacudidas, hacia un sofá. Allí, se acurrucó como un perro pastor ausente, mirando fijamente a través de su pelo suelto, negro y alborotado. A veces, parecía desintegrarse en forma de manchas, destellos y líneas onduladas. Un rótulo decía: «Pompilia, traicionada por su amado Augusto, busca un final a sus problemas».

Craven, por fin, empezó a ver. Butacas oscuras y vacías. El público no llegaba ni a veinte personas: unas cuantas parejas que susurraban con las cabezas juntas y algunos hombres solitarios como él, uniformados con el mismo impermeable barato. Estaban tendidos a intervalos como si fueran cadáveres. Otra vez, volvía la obsesión de Craven: el horroroso dolor de muelas. Tristemente, pensó: me vuelvo loco, los otros no sienten lo mismo. Incluso un teatro abandonado le recordaba aquellas interminables galerías, donde los cuerpos esperaban su resurrección.

«Esclavo de su pasión, Augusto pide más vino.»En otra escena, un vulgar actor teutónico de mediana edad se apoyaba sobre un codo,

mientras con el otro brazo rodeaba a una mujer grande. La Canción de Primavera seguía sonando con ineptitud y la pantalla chisporroteaba como una indigestión. Alguien que se abría camino en la oscuridad empujó las rodillas de Craven. Era un hombrecillo. Craven sintió la desagradable sensación de una gran barba rozándole la boca. Cuando el recién llegado ocupó la butaca vecina, se escuchó un gran suspiro. Mientras, en la pantalla, los acontecimientos se habían sucedido con tanta rapidez, que Pompilia ya se había clavado un puñal —o eso supuso Craven— y yacía quieta y exuberante entre sus sollozantes esclavas.

Una voz baja sin aliento susurró al oído de Craven:—¿Qué ha pasado? ¿Está dormida?—No. Muerta.—¿Asesinada? —preguntó la voz, con vivo interés.—Creo que no. Se ha clavado un puñal.Nadie dijo «pst». Nadie estaba lo bastante interesado como para quejarse de una voz.

Estaban tirados entre asientos vacíos, en actitud de cansada desatención.La película no había terminado aún y, por alguna razón, aparecían niños. ¿Continuaba

la cosa en una segunda generación? Pero el hombrecillo de la barba del asiento contiguo parecía interesarse sólo por la muerte de Pompilia. El hecho de que hubiera entrado justo en ese momento lo fascinaba. Craven oyó la palabra «casualidad» un par de veces. Aquel

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hombre seguía hablando de ello para sí mismo, en un tono bajo y sin aliento. «Si te paras a pensarlo, es absurdo». Después, oyó: «no hay ni rastro de sangre». Craven no escuchaba. Se acomodó con las manos apretadas entre las rodillas, afrontando el hecho, tal y como hacía habitualmente, de que podía volverse loco. Tenía que parar, tomarse unas vacaciones e ir al médico (sólo Dios sabe qué infección circulaba por sus venas). Se dio cuenta de que su vecino se dirigía a él directamente.

—¿Qué? ¿Qué ha dicho? —preguntó impaciente.—Habría más sangre de la que uno puede imaginar.—¿Qué dice?Cuando el hombre le hablaba, le rociaba con su húmedo aliento. Había un ligero

balbuceo en su forma de hablar, como un defecto.—Cuando matas a un hombre...—Era una mujer —repuso Craven, expectante.—No hay ninguna diferencia.—Y, de todas maneras, esto no tiene nada que ver con un asesinato.—Eso no tiene importancia.Parecían haberse enzarzado en una estúpida pelea sin sentido en la oscuridad.—Yo sé, ¿comprende?—¿Sabe, qué?—De estas cosas —respondió, con cautelosa ambigüedad.Craven se volvió y trató de verlo con claridad. ¿Estaba loco? ¿Se trataba de una

advertencia de lo que le podía suceder? ¿Acabaría hablando con desconocidos de forma incomprensible en los cines? Pensó: «Por Dios, no». Intentaba ver. «No enloqueceré. No enloqueceré.» Sólo podía distinguir un pequeño montículo negro de cuerpo. De nuevo, el hombre hablaba solo. Decía:

—Palabras. Sólo palabras. Dirán que todo pasó por cincuenta libras. Pero es mentira. Razones y razones.

Qué estúpidos —añadió otra vez, en ese tono de ahogada presunción.Así que eso era la locura. Desde el momento en que podía darse cuenta de ello, él debía

de estar cuerdo, relativamente hablando. Quizá, no tan cuerdo como los conserjes del parque o los guardas de Edgware Road, pero más cuerdo que eso. Era como darse un mensaje de ánimo, mientras el piano seguía sonando.

El hombrecillo se volvió y lo roció de nuevo.—¿Dice que se ha suicidado? Pero, ¿quién lo sabe? No es sólo cuestión de qué mano

empuña el cuchillo.De repente, puso una mano con familiaridad sobre la de Craven: estaba húmeda y

pegajosa. Craven le preguntó con horror:—¿De qué está hablando?—Lo sé —dijo el hombrecillo—. Un hombre de mi posición lo sabe casi todo.—¿Cuál es su posición? —inquirió Craven, sintiendo aquella mano pegajosa sobre la

suya e intentando establecer si estaba histérico o no; en realidad, había una docena de explicaciones: podía ser miel.

—Usted diría que muy desesperada.A veces, la voz casi moría en la garganta. Algo incomprensible había sucedido en la

pantalla. Uno apartaba la mirada un momento de esas películas antiguas y la trama ya había

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variado... Los actores se movían despacio y a sacudidas. Una mujer joven en camisón parecía sollozar en brazos de un centurión romano. Craven no había visto a ninguno de los dos antes. «En tus brazos, Lucio, no temo a la muerte.»

El hombrecillo empezó a reír entre dientes, con complicidad. De nuevo, hablaba solo. Hubiera sido fácil ignorarlo totalmente, a no ser por aquellas manos pegajosas que ahora él retiraba. Parecía estar manoseando el asiento de enfrente. Su cabeza tenía la costumbre de ladearse, como la de un niño tonto. Claramente y fuera de lugar, dijo:

—Tragedia en Bayswater.—¿Cómo dice? —preguntó Craven. Había visto esas palabras en un cartel, antes de

entrar en el parque.—¿Qué?—La tragedia.—Pensar que lo llaman Cullen Mews1 Bayswater.De repente, el hombrecillo empezó a toser, volviendo la cara hacia Craven y tosiéndole

encima. Era como una venganza. La voz habló:—A ver, mi paraguas.Ya se estaba levantando.—No llevaba paraguas.—Mi paraguas —repitió—. Mi... —y pareció perder la voz del todo. Pasó por encima

de las rodillas de Craven.Craven lo dejo ir, pero antes de que llegara a las polvorientas cortinas de la salida, la

pantalla se quedó en blanco y brillaba. La película se había roto e, inmediatamente, alguien encendió una sucia lámpara sobre la platea. Iluminó lo justo para que Craven viera sus manos manchadas. No era histeria: era un hecho. Estaba cuerdo. Había estado sentado junto a un loco que, en unas caballerizas, cuál era el nombre, Colon, Collin... Craven saltó y salió de la sala. La cortina negra le rozó la boca. Pero era demasiado tarde. El hombre se había ido por cualquiera de las tres esquinas. Así que, se decidió por una cabina telefónica y marcó, con un sentimiento de cordura y determinación raro en él, el 999.

No tardó más de dos minutos en hablar con el departamento correspondiente. Estaban interesados y se mostraban muy amables. Sí, había habido un asesinato en unas caballerizas, Cullen Mews. Le habían cortado el cuello a un hombre, de oreja a oreja, con un cuchillo de pan; un crimen horroroso. Les empezó a contar que había estado sentado junto al asesino en un cine. No podía ser nadie más. Había sangre en sus manos y recordó, con repulsión mientras hablaba, aquella húmeda barba. Debe de haber habido mucha sangre. Pero la voz del policía lo interrumpió:

—¡Oh, no! —contestó—. Tenemos al asesino, no hay ninguna duda. Lo que ha desaparecido es el cuerpo.

Craven colgó. En voz alta, se dijo:—¿Por qué tiene que pasarme esto a mí? ¿Por qué a mí?Había vuelto al horror de su sueño. La sórdida calle oscura era uno más de los

innumerables túneles que conectaban las tumbas entre sí, donde los cuerpos inmortales descansaban. Repitió:

1 La palabra inglesa Mews se refiere a unas antiguas caballerizas reconvertidas en casas pequeñas. (N. del T.)

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—Era un sueño, un sueño.Inclinándose hacia delante, vio en el espejo que había sobre el teléfono su propia cara,

un rostro salpicado por pequeñas gotas de sangre, como rocío pulverizado. Entonces, empezó a gritar:

—No voy a volverme loco. No voy a volverme loco. Estoy cuerdo. No me voy a volver loco.

Al poco rato, un pequeño grupo de gente empezó a arremolinarse en el lugar y, pronto, llegó un policía.

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El ídolo caído

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Cuando la puerta de la casa se cerró tras ellos y Baines, el mayordomo, enfiló el lóbrego vestíbulo, Philip comenzó a vivir. De pie, ante la entrada de su pequeño dormitorio infantil, escuchó cómo el ruido del motor del taxi se alejaba en el otro extremo de la calle. Sus padres se marchaban dos semanas de vacaciones y él se encontraba «entre niñeras»; una acababa de ser despedida, mientras la otra aún no había llegado. Estaba solo en la residencia de Belgravia, con el señor y la señora Baines.

Podría moverse por donde quisiera; podría, incluso, cruzar la puerta de paño verde que daba a la despensa o bajar por las escaleras hasta la sala del sótano. Ahora, que podía entrar en cualquier cuarto y que todas las habitaciones estaban vacías, se sentía un extraño en su propia casa.

Resultaba fácil adivinar quién había ocupado cada estancia últimamente. En la sala de fumadores, estaban la colección de pipas, junto a los colmillos de elefante, y el tarro de madera trabajada repleto de tabaco; en el dormitorio, los cortinajes rosados, los pálidos perfumes y los frascos de crema casi llenos, que la señora Baines todavía no había tenido tiempo de ordenar; la tapa barnizada de un piano nunca abierto presidía el salón, con aquel reloj de porcelana, aquellas mesitas ridículas y la plata. Allí, sin embargo, también estaba la señora Baines, ocupada en plena faena, bajando las cortinas y recubriendo las sillas con fundas para el polvo.

—Salga de aquí, señorito Philip —repuso ella, mirándole con sus ojos rencorosos, mientras cumplía con su obligación y seguía poniendo orden en aquella estancia meticulosa y sin alegría.

Philip Lañe bajó las escaleras y empujó la puerta de paño. No encontró a Baines en la despensa. Después, pisó por primera vez las escaleras que daban al sótano. De nuevo, tuvo aquella sensación: esto es vida. Los siete años transcurridos en el pequeño cuarto infantil vibraban en su interior, ante el contacto con lo desconocido, ante las nuevas experiencias.

Su mente atestada de percepciones asemejaba una ciudad cuyo suelo sufriera de refilón el impacto de un terremoto acaecido a lo lejos. Philip sentía cierta aprensión; pero, a la vez, era más feliz que nunca. Todo cobraba una nueva e importante dimensión.

Baines leía el periódico en mangas de camisa.—Adelante, Phil —invitó—, como si estuvieras en tu casa. Espera un instante; te

recibiré como mereces. —Acercándose a un armario de blancura reluciente, Baines cogió una botella de ginger-ale y medio pastel de Dundee—. Las once y media de la mañana —declaró—. Ya es hora de abrir el negocio. —Baines cortó el pastel y sirvió el refresco. Estaba más afable de lo que Philip le había visto nunca. Era un hombre que se sentía a gusto en su propio hogar.

—¿Quiere que avise a la señora Baines? —preguntó Philip.

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El muchacho se alegró cuando Baines le respondió que no. Estaba ocupada. Además, le gustaba estar ocupada, así que, ¿para qué privarle de dicho placer?

—Un pequeño trago a las once y media nunca ha hecho daño a nadie —declaró Baines, sirviéndose un vaso de ginger-ale—. Además, no hay cosa que prepare mejor el estómago para comerse un chuletón.

—¿Un chuletón? —se extrañó Philip.—En la costa africana, a toda la comida le llaman chuletón —explicó Baines.—¿Aunque no sea un chuletón de verdad?—Bueno, a lo mejor sí que es un chuletón frito en aceite de palma. Y, de postre, unas

papayas.Philip miró por la ventana del sótano y contempló el desnudo patio de piedra, el cubo

de la basura y las piernas que caminaban al otro lado de la reja.—Hacía mucho calor allí, ¿no?—Un calor que no existe en otro sitio. Un calor que no tiene nada de agradable, muy

distinto al que hace en el parque en un día como hoy. Húmedo a más no poder —dijo Baines—. Es un calor que corrompe las cosas. —Baines se cortó un trozo de pastel—. Siempre huele a podrido —añadió Baines, mientras sus ojos recorrían la pequeña habitación del sótano, un lugar con los armarios perfectamente limpios y cierto sentido de desolación; no existía sitio alguno en el que un hombre pudiera esconder sus secretos.

Con el aire de quien siente haber perdido algo importante en su vida, Baines bebió un trago largo de ginger-ale.

—¿Cómo es que mi padre se fue a vivir allí?—Era su trabajo —respondió Baines—, igual que éste es ahora el mío. Igual que lo era

entonces. Aquél era un trabajo para hombres de verdad. Aunque sé que te costará creerlo, yo llegué a tener cuarenta negros a mi cargo, cuarenta negros que hacían cuanto les decía.

—¿Por qué se marchó de allí?—Me casé con la señora Baines.Philip tomó la rebanada de pastel de Dundee y comenzó a masticarla, mientras se

paseaba por la habitación. Se sentía muy mayor, independiente y atinado; se daba cuenta de que Baines le estaba hablando de hombre a hombre. Él nunca le llamaba señorito Philip, como hacía la señora Baines, una mujer servil cuando no se mostraba autoritaria.

Baines había conocido el mundo; había visto más allá de la reja, más allá de las cansadas piernas de las mecanógrafas y más allá de la incesante procesión que se establecía en Pimlico, en torno a la estación Victoria. Ahora, se sentaba ante su refresco con la resignada dignidad de un exiliado. Baines no se quejaba; él mismo había escogido su destino, y si su destino se llamaba señora Baines, la culpa era suya y de nadie más.

Pero hoy, como la casa estaba casi vacía, la señora Baines se encontraba en la planta de arriba. Apenas había trabajo, así que Baines se permitía un punto de sarcasmo.

—Si pudiera, mañana mismo regresaría allí.—¿Alguna vez le disparó a un negro?—Nunca tuve necesidad de disparar a nadie —contestó Baines—. Por supuesto,

siempre iba armado. Aunque tampoco había que mostrarse demasiado duro con ellos; de lo contrario, se comportaban de la forma más estúpida. Verás... —Con un gesto de embarazo, Baines meneó sus ralos cabellos grises sobre el vaso de refresco—. La verdad es que muchos de esos malditos negros me caían la mar de bien. Era superior a mis fuerzas.

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Siempre estaban riendo y cogiéndose de la mano. Siempre se estaban tocando, eso les encantaba. Nada les gustaba más que sentirse entre amigos. Tenían una mentalidad que no podíamos comprender en absoluto. A veces, veías a dos de ellos cogidos de la mano durante todo el día. Estoy hablando de adultos, de hombres hechos y derechos. No se trataba de amor, ni de nada que nosotros pudiéramos entender.

—Así que, picando entre comidas... —interrumpió la señora Baines—. A su madre, no le gustaría, señorito Philip.

La mujer bajó por la pronunciada escalera del sótano, con las manos repletas de potes de crema y bálsamo, y tubos de fijador y pasta de dientes.

—Ésas no son maneras, Baines —decretó, acomodándose en un sillón de mimbre y escrutando con sus ojillos malhumorados el lápiz de labios Coty, la crema Pond's, el colorete Leichner, los polvos Cyclax y la loción astringente Elizabeth Arden.

La señora Baines arrojó los frascos, uno a uno, al interior de la papelera. Sólo se salvó la crema limpiadora.

—Contándole cuentos al muchacho... —sentenció—. Váyase a su habitación, señorito Philip, mientras preparo el almuerzo.

Philip subió por las escaleras, hasta llegar a la puerta de paño. La voz de la señora Baines le recordó el eco que se oye en una pesadilla, cuando las cortinas se mueven y la pequeña lámpara Price parpadea sobre su platillo. Se trataba de una voz perentoria, estridente y plena de malicia, más fuerte de lo que sería deseable en una persona, una voz que no escondía nada.

—Estoy harta de que malcríes al niño, Baines. Sería mejor que te dedicaras a cuidar la casa.

Philip no pudo oír lo que Baines respondió. Tras abrir la puerta de paño, emergió como un pequeño animal subterráneo, vestido con sus pantalones cortos de franela gris, sobre el reflejo del sol en el suelo de parquet y el destello de los espejos limpiados, pulidos y embellecidos por la señora Baines.

Algo se rompió en el sótano; con un gesto entristecido, Philip subió las escaleras hasta su habitación. Apenado por Baines, pensó en lo felices que podrían vivir juntos en la casa desierta si, por casualidad, la señora Baines tuviera que marcharse. Sin ganas de jugar con el mecano, el tren eléctrico o los soldaditos, se sentó a la mesa con la barbilla entre las manos: ésta es la vida. De improviso, se sintió responsable del estado de Baines, como si él fuera el señor de la casa y Baines un sirviente envejecido que mereciera toda clase de cuidados. No había mucho que se pudiera hacer; en todo caso, Philip decidió portarse bien.

A Philip no le sorprendió la actitud amable que la señora Baines exhibió en el transcurso del almuerzo. Ya estaba acostumbrado a sus cambios de humor. Ahora, había llegado el turno de «otro platito de carne, señorito Philip» o «señorito Philip, coma un poquito más de este estupendo pudding». Aunque a Philip le gustaba el pudding, pudding de la Reina con merengue en su punto, decidió no repetir, negándole una mínima victoria a la señora Baines. Ésta pertenecía al tipo de mujeres que considera que toda injusticia puede remediarse con un buen plato en la mesa.

A pesar de su talante amargo, a la señora Baines le encantaba elaborar dulces. Uno podía estar bien seguro de que el azúcar o las ciruelas nunca faltarían. La señora Baines, a quien ya le gustaba comer de por sí, se encargaría de espolvorear azúcar sobre el merengue y la confitura de fresas. La media luz que se colaba por entre la ventana del sótano

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iluminaba las motas que flotaban como polvo en torno a sus pálidos cabellos, mientras ella tamizaba el azúcar y Baines continuaba encogido en silencio sobre su plato.

De nuevo, Philip volvió a sentir el peso de la responsabilidad. Baines llevaba demasiado tiempo esperando este momento, para que su frustración resultara justa. Todo estaba saliendo del peor modo posible. Philip podía entender esa sensación de frustración. Ignorante de lo que eran el amor, los celos o la pasión, podía entender mejor que nadie este dolor, algo que se ansiaba sin que sucediera, algo prometido y nunca cumplido, algo apasionante que se tornaba monótono.

—Baines —terció—, ¿iremos a pasear esta tarde?—No —cortó la señora Baines—. Nada de eso. Ni hablar. Hay demasiada plata que

limpiar.—Tenemos quince días para hacerlo —objetó Baines.—La obligación antes que la diversión —replicó la señora Baines, que se sirvió una

nueva porción de merengue.Repentinamente, Baines puso su cuchillo y su tenedor sobre el plato, que apartó con

gesto brusco.—Maldita sea —repuso.—Calma —musitó la señora Baines—. Calma. No hace falta que rompas más cosas,

Baines. Y modera tu lenguaje cuando estés delante del muchacho. Señorito Philip, si ha terminado, ya puede marcharse. —La mujer dio buena cuenta de los últimos restos de merengue que acompañaban al pudding.

—Quiero salir de paseo —respondió Philip.—Márchese a descansar.—Voy a salir de paseo.—Señorito Philip —cortó la señora Baines.Amenazadora y polvorienta, la mujer se puso de pie, con el merengue a medias, y se

acercó al muchacho, en la habitación del sótano.—Señorito Philip, haga lo que le dicen.La señora Baines le cogió del brazo, apretándoselo levemente; su mirada se clavó en la

suya, con un destello apasionado y carente de alegría; sobre su cabeza, los pies de las mecanógrafas caminaban penosamente de regreso a las oficinas victorianas, después de la pausa del almuerzo.

—¿Por qué no puedo salir de paseo?La respuesta sonó débil. Philip estaba asustado y avergonzado de estar asustado. Ésta

era la vida entre las paredes de la habitación del sótano, una extraña pasión imposible de comprender. Su mirada se fijó en un pequeño montón de cristales rotos apilados de un escobazo junto al rincón de la papelera. Philip pidió ayuda a Baines con los ojos, pero lo único que captó fue odio, el triste y desesperanzado odio de quien vive tras unas rejas.

—¿Por qué no puedo? —repitió.—Señorito Philip —contestó la señora Baines—, más vale que haga lo que le dicen. A

lo mejor se ha creído que, como su padre se ha marchado, no hay nadie que...—¡No se atreverá! —gritó Philip. Al instante, el muchacho se quedó boquiabierto, ante

la sorda imprecación de Baines:—No hay cosa a la que esta mujer no se atreva.

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—La odio —dijo Philip a la señora Baines. Apartándose de su lado, echó a correr hacia la puerta; sin embargo, la mujer llegó antes que él. Aunque vieja, todavía era rápida.

—Señorito Philip —apuntó—, será mejor que pida perdón por sus palabras. —El cuerpo de la mujer, temblando de excitación, bloqueaba la puerta—. ¿Qué diría su padre si le oyera?

La señora Baines alargó la mano para cogerle. Tenía una mano seca y blanca por efecto de la sosa. Cuando las uñas se disparaban ya en su dirección, Philip consiguió escapar y poner una mesa entre los dos. De repente, y para su sorpresa, la mujer sonrió. Su tono era ahora tan servil como antes arrogante.

—Muy bien, puede marcharse en paz, señorito Philip —decretó con malicia—. Me parece que voy a tener mucho de qué ocuparme hasta el regreso de sus padres.

La señora Baines se apartó de la puerta. Cuando Philip pasó a su lado, aprovechó para palmearle el rostro levemente.

—Hoy tengo demasiada faena como para ocuparme de usted. Todavía no he cubierto ni la mitad de las sillas.

De repente, incluso las dependencias superiores de la vivienda se convirtieron en insufribles para Philip; bastaba con imaginar a la señora Baines moviéndose por allí, envolviendo los sofás y poniendo fundas a las sillas.

Así que Philip optó por no subir a buscar su gorra; en vez de ello, cruzó directamente por el recibidor resplandeciente hasta la calle. Mientras miraba a un lado y a otro de la calzada, sintió de nuevo que se encontraba en el epicentro de la vida.

2

Lo primero que llamó la atención de Philip fueron los rosados pasteles de azúcar sobre las blondas de papel, el jamón, el pedazo de salchicha malva y las avispas moviéndose como pequeños torpedos frente al cristal del aparador. Tenía los pies cansados de tanto caminar por la acera. Temeroso de cruzar la calzada, se había contentado con andar en un sentido, antes de enfilar la dirección contraria. Ahora, se encontraba muy cerca de casa. La plaza estaba justamente al final de la calle. De pie, ante aquel destartalado establecimiento de Pimlico, dejó que su nariz emborronara el escaparate, mientras escudriñaba en busca de caramelos. De pronto, entre los pasteles y el jamón, Philip advirtió la presencia de un Baines diferente. No le fue fácil reconocer los ojos bulbosos y la frente calva. Quien tenía enfrente era un Baines feliz, audaz y con aspecto de pirata; con todo, una observación más detenida revelaba que también se trataba de un Baines desesperado.

Philip no conocía a la chica. Al recordar que Baines tenía una sobrina, supuso que debía tratarse de ella. Flaca y demacrada, vestida con un impermeable blanco, la joven no significaba nada para Philip, pues pertenecía a un mundo del que él lo ignoraba todo en absoluto. No se veía capaz de inventar historia alguna referente a ella, como sí solía hacer en relación con el mustio Hubert Reed, el secretario permanente, o con la señora Wince-Dudley, quien una vez al año venía de Penstanley, en Suffolk, con su paraguas verde y su gigantesco bolso negro; o como hacía con los criados de todas las casas que visitaba para jugar y tomar el té. La joven no encajaba en su mundo. Cuando pensó en sirenas y Undine, la chica seguía sin encajar. Tampoco pertenecía a las aventuras de Emilio ni a las de los

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Bastable. Sentada ante un pastel de azúcar glaseado, con el distanciamiento y el misterio de los completamente desposeídos, la muchacha tenía la mirada fija en los frascos de cosméticos medio usados que Baines acababa de situar sobre la mesa de mármol, ante la que estaban sentados.

Baines urgía a la joven, mezclando acentos esperanzados, súplicas y órdenes. Con la mirada clavada en el té y las tazas de porcelana, la muchacha se echó a llorar. Cuando Baines le pasó su pañuelo por encima de la mesa, la joven no se secó las lágrimas. Retorció el cuadrado de seda en la palma de su mano y dejó que las lágrimas cayeran por su mejilla. Sin decir una palabra ni hacer gesto alguno, se contentó con oponer una resistencia muda y desesperada a lo que le repelía y atraía a la vez, a lo que se negaba a escuchar a cualquier precio. Dos mentes en lucha sobre las tazas de té, enamoradas la una de la otra. En ese momento, a Philip, plantado en el exterior ante el jamón, las avispas y el polvoriento escaparate de Pimlico, le llegó una confusa indicación de la pugna entablada ante sus ojos.

Philip era inquisitivo, no entendía nada y estaba ansioso por comprender. Finalmente, se acercó a la entrada del establecimiento para observar mejor. Ahora, estaba menos protegido de lo que nunca había estado en su vida. Por primera vez, las existencias de otras personas se habían convertido en algo real. Nunca conseguiría escapar de la escena que transcurría delante de él. Aunque una semana más tarde, ya la había olvidado, aquella imagen condicionó su crecimiento y la prolongada austeridad de su vida. Cuando se estaba muriendo, terminó por preguntarse:

—¿Quién es esa chica? ¿Quién es esa chica?Baines había ganado; ahora, se pavoneaba como un gallito, mientras la chica irradiaba

felicidad. Enjugándose las lágrimas, la muchacha abrió un frasco de polvos. Los dedos de ambos se encontraron sobre la mesa. A Philip se le ocurrió que sería divertido imitar la voz de la señora Baines. Dicho y hecho, desde la puerta, llamó:

—¡Baines!El grito les dejó secos. No había otra manera de describirlo. Empequeñecidos, el

pavoneo y la felicidad desaparecieron al instante. Baines fue el primero en recobrarse y advertir el origen de la voz, pero ello no sirvió para que las cosas fueran como antes. La tarde había perdido su brillo de forma irremediable. Asustado, Philip, se excusó:

—Yo... No quería...Philip pretendía expresar el mucho afecto que sentía por Baines; él sólo había querido

reírse un poco de la señora Baines. Ahora, acababa de descubrir que uno no se podía reír de la señora Baines. Ésta no era sir Hubert Reed, el hombre que usaba plumillas de acero y llevaba siempre en el bolsillo un paño para limpiarlas, ni tampoco la señora Wince-Dudley. Aquella mujer era la oscuridad cuando la luz de la noche desaparecía repentinamente; era los bloques de tierra congelada que un invierno viera en un cementerio, mientras alguien hacía mención a la necesidad de emplear una taladradora eléctrica; era las flores marchitas y apestosas en el pequeño vestidor de Penstanley. No había nada en ella que moviera a la risa. Lo único que se podía hacer era soportarla cuando estaba cerca y olvidarla lo antes posible, cuando su presencia desaparecía; había que suprimir su imagen de la mente y enterrarla lo más hondo posible.

—Pero si es Phil... —repuso Baines. Con un gesto, le invitó a entrar y le ofreció el pastel glaseado que la chica no había probado. Con todo, el encanto de la tarde estaba roto; el pastel sabía como pan seco en la garganta. La muchacha se marchó al momento,

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olvidando incluso llevarse los frascos de cosméticos. Envuelta en su impermeable blanco, similar a un carámbano romo y diminuto, se detuvo un instante en el umbral, dándoles la espalda, antes de desaparecer en la tarde.

—¿Quién es? —preguntó Philip—. ¿Es tu sobrina?—Sí, eso es... —respondió Baines—. Exactamente. Mi sobrina —confirmó, vertiendo

las últimas gotas de agua sobre las ásperas hojas negras que había en el fondo de la tetera.—Me apetece tomar otra taza —explicó Baines.—La taza de la suerte —remedó él, sin demasiada esperanza, mientras observaba el

amargo líquido negruzco que surgía del pitorro.—¿Te apetece un refresco, Phil?—Lo siento. Lo siento de veras, Baines.—No es culpa tuya, Phil. Aunque la verdad es que por un momento pensé que

realmente se trataba de ella. Siempre le gusta andar espiando por ahí. —Baines pescó dos hojas del interior de la taza y las situó sobre el dorso de su mano, un tallo robusto y una hebra fina y suave. Baines las golpeó con la mano—. Hoy —y el tallo se deslizó sobre la mesa—, mañana, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo. —La hebra, sin embargo, se resistía a caer, obstinada en pegarse a la piel, secándose por efecto de los golpes, resistente hasta extremos imposibles.

—Siempre termina ganando quien se muestra más duro —dijo el mayordomo.Baines se puso en pie y pagó la cuenta. Ya en la calle, declaró:—No te voy a pedir que digas mentiras. Pero sería mejor que no le dijeses a la señora

Baines nada de lo que has visto aquí.—Por supuesto que no —contestó Philip, adoptando de forma instintiva cierto acento

característico de sir Hubert Reed—. Sé lo que hay que hacer, Baines.Aunque no sabía nada; estaba atrapado en la oscuridad de otras personas.—Me he portado como un estúpido —comentó Baines—. Tan cerca de casa... Pero no

he tenido tiempo de pensar con claridad. Tenía que verla como fuera.—Por supuesto, Baines.—No me queda mucho tiempo que perder —prosiguió Baines—. Ya no soy joven.

Siento que tengo que asegurarme de su bienestar.—Por supuesto que sí, Baines.—La señora Baines tratará de tirarte de la lengua, ya verás.—Puede confiar en mí, Baines. —Philip imitó el tono seco e importante de sir Hubert

Reed antes de añadir—: Cuidado. Nos está mirando desde la ventana. —Y allí estaba, en efecto, observándoles por entre las cortinas de encaje de la habitación del sótano, especulando—. ¿Hace falta que entremos? —preguntó Philip.

El frío le pesaba en el estómago como un empacho de pudding; sin pensarlo, se agarró al brazo de Baines.

—Vigila lo que haces —musitó Baines—. Mucho ojo.—Pero, ¿hace falta que entremos, Baines? Aún es temprano. Vayámonos de paseo al

parque.—Mejor que no.—Pero tengo miedo, Baines.—No hay razón para ello —respondió Baines—. No te va a suceder nada. Cuando

entremos, sube a tu habitación. Yo bajaré al sótano y hablaré con la señora Baines. —A

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pesar de estas palabras, Baines vaciló un instante, tras subir los escalones de piedra, fingiendo no ver el rostro que escudriñaba a través de las cortinas—. Phil, entra por la puerta principal y sube a tu habitación.

Sin demorarse un instante en el recibidor, Phil corrió deslizándose sobre el parquet recién encerado por la señora Baines, hasta alcanzar las escaleras. En la entrada del salón, en la primera planta, vio las sillas recién enfundadas; incluso el reloj de porcelana sobre la chimenea estaba cubierto como la jaula de un canario. Al pasar junto a su lado, el reloj dio la hora, ahogada y secretamente bajo su funda. Cuando llegó a su habitación, la cena estaba dispuesta en la mesa: un vaso de leche, un trozo de pan con mantequilla, una galleta dulce y una porción fría de pudding de la Reina, sin merengue esta vez. Philip no tenía apetito. El muchacho aguzó los oídos, tratando de detectar la llegada de la señora Baines o el sonido de alguna voz. Sin embargo, el sótano sabía guardar secretos. Se trataba de un mundo aislado por la puerta de paño verde. Philip se bebió la leche y se comió la galleta, sin tocar el resto de la bandeja. No tardó en advertir las pisadas suaves y precisas de la señora Baines que llegaban por la escalera. Buena sirvienta, sabía andar con suavidad. Era una mujer determinada, que caminaba con precisión.

Sin embargo, la mujer no se mostró irritada cuando entró en la habitación. Su gesto resultó más bien obsequioso al abrir la puerta del dormitorio.

—¿Ha disfrutado de su paseo, señorito Philip?La mujer cerró las cortinas, extendió su pijama sobre la cama y se acercó para retirar la

cena.—La verdad es que me alegro de que Baines le encontrara. A su madre, no le gustaría

verle andar solo por la calle. —La señora Baines examinó la bandeja—. ¡Vaya! El señorito Philip no tiene mucho apetito esta noche. ¿Por qué no prueba un poquito de este pudding? Está buenísimo. Ahora mismo, le traigo un poco más de confitura para acompañarlo.

—No... No, gracias, señora Baines —respondió Philip.—Debería comer un poco más —insistió ella. Bandeja en mano, se detuvo a olisquear

la habitación como un perro—. ¿No habrá cogido usted unos frascos que había en la papelera de la cocina? ¿Verdad que no, señorito Philip?

—No —contestó Philip.—Por supuesto que no. Sólo quería estar segura. —La mujer le dio una palmada en el

hombro, antes de que sus dedos corrieran a la solapa, donde se cerraron sobre un trocito de azúcar glaseado.

—Vaya, señorito Philip —apuntó ella—. Con razón no tiene hambre: se ha comprado un pastel en la calle. Ya sabe que no debería gastarse la asignación en dulces.

—Pero si yo no me he comprado nada... —protestó él.La señora Baines probó el azúcar con la punta de la lengua.—No diga mentiras, señorito Philip. Ya sabe que no me gustan las mentiras. Ni a su

padre tampoco.—Pero yo no lo he comprado —insistió Philip—. ¡Me lo dieron! Es decir, me lo dio

Baines. —La mujer advirtió el plural empleado en la frase. Había conseguido lo que quería. No había duda posible a ese respecto, aunque no supiese con claridad qué buscaba exactamente. Philip se sintió tan furioso, como triste y frustrado, por no haber sido capaz de mantener el secreto de Baines. Éste no tendría que haber confiado en él. Los mayores

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harían mejor en conservar sus secretos. Y, sin embargo, ahora, la señora Baines intentaba confiarle un nuevo secreto.

—Déjeme hacerle cosquillas en la palma de la mano, que quiero ver si es capaz de guardar un secreto. —Al instante, Philip se llevó la mano a la espalda—. Un secreto entre nosotros dos, señorito Philip. El secreto es que lo sé todo acerca de ellos. Me imagino que ella estaba tomando el té con él, cuando les encontró, ¿no es así?

—¿Y por qué no? —contestó él. La responsabilidad que sentía hacia Baines le pesaba como una losa en el espíritu. Paralelamente, la idea que tenía ahora de mantener el secreto recién desvelado, cuando ni siquiera había sabido guardar el de Baines, le hacía entristecer ante la injusticia de la vida—. Ella era simpática.

—¿Simpática, eh? —comentó la señora Baines, con una voz amarga a la que no estaba acostumbrado.

—Sí, su sobrina.—Así que, eso es lo que le ha dicho... —La señora Baines emitió un sonido apagado,

no muy distinto al del reloj bajo su funda. Al momento, se esforzó en adoptar una expresión risueña—. El viejo zorro... No le diga nada de cuanto me ha dicho, señorito Philip. —La mujer permaneció, muy rígida, entre la mesa y la puerta, pensando concentrada, haciendo planes—. Prométame que no le dirá nada. Si me lo promete, le dejo ese mecano que tanto le gusta, señorito Philip...

Philip le volvió la espalda. No pensaba prometer nada, pero tampoco iba a decir cosa alguna. No quería tener nada que ver con los secretos de los adultos ni con las responsabilidades que pretendían descargar sobre sus espaldas. Lo único que quería era olvidar. Ya había recibido una dosis de la vida muy superior a todas sus expectativas; ahora, tenía miedo.

—Un mecano 2 A, señorito Philip...Nunca volvería a abrir su juego de mecano; jamás volvería a construir ni a crear cosa

alguna. El viejo diletante moriría sesenta años más tarde, sin que nada exhibiese —¿o deberíamos decir «preservase»?— , ni siquiera el recuerdo de la maliciosa voz de la señora Baines al darle las buenas noches, un instante antes de que sus pisadas suaves y decididas bajasen por la escalera en dirección al sótano, cada vez más profundo.

3

El sol se filtraba entre las cortinas, mientras Baines golpeaba la jarra de agua.—Hace una mañana radiante —anunció Baines. Tras sentarse en el extremo de la

cama, declaró—: Siento anunciarte que la señora Baines se ha tenido que marchar. Su madre se está muriendo. No volverá hasta mañana.

—¿Por qué me despierta tan temprano? —objetó Philip.Philip miró al mayordomo con incomodidad. Esta vez, no le iban a meter en sus líos;

ahora, llevaba la lección bien aprendida. No era lógico ver tan contento a un hombre de la edad de Baines. Una actitud así convertía al adulto en humano, tan humano como uno mismo. Cuando los adultos empezaban a comportarse de forma tan infantil, uno corría el riesgo de encontrarse repentinamente sumido en su mundo. Ya era bastante con que éste

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dominara los sueños: la bruja en la esquina, el hombre con un cuchillo. Por eso, volvió a quejarse.

—Es muy pronto —añadió Philip, quien, a pesar de sus protestas, seguía fascinado por Baines y no podía evitar sentir alegría ante la felicidad que éste rezumaba hoy. Philip se encontraba dividido entre el miedo y la atracción ofrecidos por la vida.

—Tengo ganas de que esta jornada sea más larga de lo normal —afirmó Baines—. Y, ahora, es precisamente la mejor hora del día. —Baines abrió las cortinas—. Un poco neblinosa, todavía. La gata se ha pasado la noche fuera. Ahí la tienes, olisqueando todos los rincones. Hoy, el lechero no se ha detenido en el 59. Emma ya está sacudiendo las esterillas en el 63. —Haciendo una pausa, anunció—: Éstas son las cosas de las que me acordaba, cuando vivía en la costa africana: la imagen de sacudir las esterillas por la mañana y un gato volviendo a casa. Tal como lo vemos ahora —añadió Baines—. Exactamente, como si yo aún estuviera en África. La mayoría de los días, uno no se da cuenta de lo bien que marchan las cosas. La vida siempre es buena, cuando uno se muestra fuerte. —Baines depositó un penique sobre la pica—. Phil, cuando estés vestido, sal y recoge el periódico Mail en la esquina. Yo, mientras, prepararé las salchichas.

—¿Salchichas?—Salchichas —confirmó Baines—. Hoy, estamos de celebración. Lo vamos a pasar en

grande.Baines lo celebró durante el desayuno. Enloquecido, hacía alardes de ingenio y estaba

incomprensiblemente alegre y nervioso. Aquél iba a ser un día muy, muy largo, como no cesaba de repetir. Llevaba años ansiando una jornada así de larga. Recordaba constantemente las veces que había sudado el pegajoso calor de la costa, las ocasiones en se había cambiado de camisa varias veces al día, las semanas que había enfermado de fiebres y el tiempo que se había pasado envuelto en mantas y sudado. Siempre tuvo la esperanza de vivir este largo día, una jornada en la que el gato olisqueara todos los rincones, un día ligeramente neblinoso, una hora en la que alguien sacudiera las esterillas en el 63. Baines puso el Mail junto a la cafetera y comenzó a leer algunas noticias en voz alta.

—Cora Down se casa por cuarta vez —leyó.A Baines le hacía gracia, aunque el titular no se correspondiera con su idea acerca de

un largo día. Para él, una larga jornada debía centrarse en el parque; en la contemplación de los jinetes en el Row; en ver a sir Arthur Stillwater saltar sobre la barrera («Una vez, cenó con nosotros en Bo, algo más al norte de Freetown; por entonces, era el gobernador de la zona»); en un almuerzo en el Corner House, para que Philip lo pasara bien (personalmente, él hubiera preferido un vaso de stout y unas ostras en el bar York); en una visita al zoo, y en el largo regreso a casa en autobús, bajo la última luz de verano. En Green Park, las hojas comenzaban a cambiar de tonalidad, mientras los vehículos se apretaban en la salida de Berkeley Street, exhibiendo un último y delicado reflejo de sol en sus parabrisas. Baines no envidiaba a nadie, ni a Cora Down, ni a sir Arthur Stillwater, ni a lord Sandale, quien apareció brevemente en los escalones de la academia naval y militar. Antes de regresar al interior, y en vista de que no tenía nada mejor que hacer, le echó un vistazo a otros periódicos.

—Le advertí que no volviera a ponerle la mano encima a ese negro. —Baines había vivido como un hombre de verdad. En la planta superior del autobús, ni un alma dejaba de prestar atención a cuanto le estaba explicando a Philip.

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—¿Le habría disparado de veras? —inquirió Philip.Baines se echó la oscura y respetable gorra de sirviente para atrás, antes de ladearla en

un ángulo más indicado, justo cuando el autobús enfilaba la curva del Artillery Memorial.—Sin pensarlo dos veces. Y habría disparado a matar —se jactó él, mientras el autobús

dejaba atrás la silueta encorvada, el casco de acero, la pesada capa, el fusil dirigido hacia abajo y las manos unidas de la estatua.

—¿Todavía tiene el revólver?—Por supuesto que lo tengo —respondió Baines—. Más vale conservarlo, en vista de

la última epidemia de robos. —Éste era el Baines que Philip amaba: no el Baines que cantaba despreocupado, sino el Baines responsable, el Baines que lo superaba todo, en su afán de vivir como un hombre completo.

Los autobuses salían a borbotones de la estación Victoria, como si quisieran emular un convoy de aviones que escoltara a Baines con honor.

—Cuarenta negros a mi mando, ya te lo he dicho.Y, allí, junto a los escalones del patio, poco antes de que se encendieran las farolas de

la calle, aguardaba la recompensa que mandaban los cánones, el amor.—Es su sobrina —avisó Philip, reconociendo el impermeable blanco, aunque no el

rostro feliz y soñoliento. La joven le asustaba tanto como un número gafado. Por un instante, estuvo a punto de decirle al mayordomo lo que le había dicho la señora Baines, pero finalmente optó por dejarlo correr y no inmiscuirse donde no le llamaban.

—Ella por aquí, vaya sorpresa... —comentó Baines—. Quizá, podríamos invitarla a cenar un bocado con nosotros. —Baines añadió, sin embargo, que lo mejor sería evitarla, fingir que no habían percibido su presencia y bajar las escaleras del patio.

—¡Ya hemos llegado!— exclamó Baines.Pusieron la mesa y sacaron los embutidos. Abrieron una botella de cerveza, otra de

ginger-ale y un borgoña joven.—Una bebida para cada uno —anunció Baines—. Sube arriba un momento, Phil. A ver

si ha llegado el correo.A Philip no le gustaba la casa vacía durante el crepúsculo, antes de que se encendieran

las luces. El muchacho se dio prisa. Quería regresar junto a Baines. El recibidor estaba tan tranquilo como siempre, si bien la sombra parecía querer prepararle para algo que no deseaba contemplar. Un puñado de cartas se deslizó hasta el suelo, mientras un puño llamaba a la puerta.

—¡En nombre de la República, abran!Los ejes de la carreta seguían girando, mientras la cabeza oscilaba en el interior de la

cesta ensangrentada.Un puño llamaba a la puerta. Un instante después, resonaron las pisadas del cartero que

se alejaba. Philip recogió las cartas. La abertura para el correo que había en la puerta le hacía pensar en la rejilla de una joyería. Philip se acordó de aquella ocasión en que un policía había estado escudriñando a través de aquel delgado orificio. Esa vez, Philip le preguntó a su niñera:

—¿Qué es lo que está haciendo?Cuando ésta respondió que nada en particular, que el policía sólo quería cerciorarse de

que todo estaba en orden, la mente de Philip comenzó a captar inmediatamente imágenes referentes a todo cuanto podía marchar mal. Philip corrió hasta la puerta de paño y se

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deslizó escaleras abajo. La joven ya estaba allí; Baines la estaba besando. Sin aliento, la muchacha se apoyó en el aparador.

—Phil, te presento a Emmy.—Hay una carta para usted, Baines.—Emmy —observó Baines—, es de ella. No te extrañe que vuelva por aquí.—Es igual. Vamos a cenar —respondió Emmy—. La cena no nos la fastidiará, eso es

seguro.—Se ve que no la conoces —objetó Baines—. Con ella, nunca se sabe. Maldita sea —

masculló—. Yo antes era un hombre —añadió, abriendo la carta.—¿Puedo empezar? —preguntó Philip.Baines no le oyó. La inmovilidad de su cuerpo y la atención que prestaba a la carta

constituían sendos ejemplos de la importancia que los mayores otorgaban a la palabra escrita: había que escribir las gracias y no esperar a darlas de viva voz. Como si las cartas no pudieran mentir. A Philip, no le engañaban. Él mismo había garabateado su agradecimiento en una carta para su tía, y todo porque ésta le había regalado un muñeco, un juguete, por cierto, para niños más pequeños que él. Las cartas podían mentir, sin duda alguna; la diferencia estribaba en que convertían la mentira en permanente, al tiempo que se tornaban en una evidencia contra uno mismo. Las cartas te convertían en peor persona que la mera palabra hablada.

—No vuelve hasta mañana por la noche —proclamó el mayordomo.Baines abrió las botellas, dispuso las sillas y volvió a besar a Emmy contra el aparador.—No deberías... —protestó Emmy—. El chico está delante.—Ya es hora de que aprenda —contestó el mayordomo—, como todo el mundo. —

Baines sirvió tres salchichas a Philip. Excusándose por su falta de apetito, él se contentó con una sola. Sin embargo, cuando Emmy añadió que ella tampoco tenía hambre, Baines se puso a su lado y le hizo comer. El mayordomo se mostraba tímido y áspero con ella. Le hacía beber del borgoña joven, con el argumento de que se trataba de un revitalizante. Si bien sus modales podían ser imperiosos, cuando rozaba el cuerpo de la muchacha, sus manos se volvían igualmente leves y torpes, como si tuviera miedo de dañar algo delicado y no supiera cómo tratar algo tan liviano.

—Mucho mejor que la leche con galletas, ¿no es así?—Sí —dijo Philip.Con todo, el muchacho tenía miedo, miedo por lo que pudiera sucederle a Baines y

miedo por sí mismo. A cada bocado, a cada nuevo trago de ginger-ale, no dejaba de preguntarse qué diría la señora Baines si llegase a enterarse de esta comida. No podía ni imaginárselo. Las profundidades en que se movían la amargura y la rabia de la señora Baines podían alcanzar dimensiones abisales. Philip preguntó:

—Entonces, ¿ella no viene esta noche?Por el modo en que los otros dos le comprendieron de inmediato, se podía adivinar que

ella no había terminado de marcharse, que estaba allí, en el sótano, junto a ellos, dejándoles beber y charlar cuanto quisieran, a la espera de insertar la palabra hiriente en el momento oportuno. Baines no era realmente feliz. Simplemente, se contentaba con observar la felicidad de cerca en vez de a distancia.

—No —respondió él—. No vendrá hasta mañana por la tarde.

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A Baines le resultaba imposible apartar su mirada de la felicidad. Aunque tan experimentado como la mayoría de los hombres, una y otra vez volvía a referirse a los años transcurridos en la costa africana, período que parecía excusar su inocencia; Baines no sería tan inocente si hubiera vivido en Londres toda la vida, al menos, tan inocente como era en lo relativo a la ternura.

—Contigo, Emmy —repuso, fijando la mirada en el blanco aparador y en las sillas tan pulidas—, este sótano resultaría un auténtico hogar.

De hecho, la impecable habitación ya no era tan fría. Se adivinaba un poco de polvo en los rincones; la plata pedía un último bruñido y el diario de la mañana reposaba desordenadamente sobre una silla.

—Sería mejor que te acostaras, Phil. El día ha sido muy largo.Philip no tuvo que buscar su camino a solas por entre la casa oscura y amortajada.

Ambos le acompañaron hasta la habitación, abriendo las luces y rozándose los dedos en cada interruptor. Planta a planta, se las ingeniaron para alejar el espectro de la noche. Sus voces conversaron quedamente por entre las sillas enfundadas. En silencio, le observaron desnudarse y, sin ordenarle lavarse o cepillarse los dientes, comprobaron cómo se metía en la cama. Luego, conectaron la lamparilla de noche y dejaron la puerta entreabierta. Philip podía escuchar sus voces en la escalera, unos sonidos amistosos como cuando algún invitado a cenar se despedía de sus padres en el salón. Se pertenecían el uno al otro. Su hogar estaba allí donde fueran. Philip oyó una puerta que se abría y un reloj que daba la hora. Escuchó sus voces durante largo rato, lo que le llevó a sentir que ambos estaban cerca y que no corría ningún peligro. Las voces no menguaron; simplemente, desaparecieron. A pesar de ello, Philip podía estar seguro de que no estaban lejos de él. Estaban juntos y en silencio, en alguna de las muchas habitaciones vacías, conciliando el sueño, durmiéndose los dos, de la misma manera que él se adormecía después del largo día.

Philip tuvo el tiempo justo para emitir un leve suspiro de satisfacción. Quizá, también esto era la vida, antes de poder dormirse y que los inevitables terrores de una pesadilla le envolvieran: un hombre con sombrero tricolor llamó a la puerta cumpliendo órdenes de Su Majestad; una cabeza sangrante reposaba en una cesta sobre la mesa de la cocina; el círculo de lobos siberianos era cada vez próximo. Atado de pies y manos, no podía moverse. Los lobos saltaron sobre su cuerpo, respirando pesadamente. Philip abrió los ojos y vio a la señora Baines, con las mechas grisáceas cayéndole sobre el rostro y el sombrero negro torcido. Una horquilla se le soltó del pelo, cayendo sobre la almohada. Una guedeja mohosa rozó los labios de Philip.

—¿Dónde están? —murmuró la visitante—. ¿Dónde están?

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Philip la contempló aterrorizado. La señora Baines resollaba como si hubiera recorrido todas las habitaciones vacías, rebuscando bajo las fundas de cada mueble.

Con sus greñas grisáceas, su vestido negro abotonado hasta la garganta y sus guantes negros de algodón, se parecía tanto a las brujas de sus sueños que no se atrevió a musitar palabra. Su aliento despedía un olor rancio.

—Sé que ella está aquí —declaró la señora Baines—. No me lo irás a negar.

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El rostro de la mujer aparecía marcado simultáneamente por la crueldad y el dolor. La señora Baines siempre quería «hacer cosas» a la gente, pero lo cierto es que sufría de forma constante. Le hubiera sentado bien gritar, pero no se atrevía a dar ese paso, por miedo a alertar a los otros. Con un gesto obsequioso, regresó junto a la cama donde Philip yacía con la espalda muy rígida y murmuró:

—No piense que me he olvidado del mecano. Mañana mismo se lo doy, señorito Philip. Por algo tenemos secretos en común, ¿no es así? Ahora, dígame dónde están...

Philip era incapaz de hablar. El miedo le asfixiaba con la firmeza de una pesadilla. La mujer insistió:

—Dígaselo a la señora Baines, señorito Philip. ¿Verdad que quiere mucho a la señora Baines?

Esto era demasiado. Aún incapaz de hablar, Philip consiguió mover los labios con una negación aterrorizada, una mueca que quería apartar lejos de sí aquella imagen polvorienta.

La mujer susurró, acercándose a su vera:—¡Con engaños a mí! Se lo diré todo a su padre. Yo misma me encargaré de usted

después de que les haya encontrado. Se va a enterar. ¡Ya lo creo que se va a enterar!Al instante, la mujer se quedó inmóvil, escuchando. Una tabla acababa de crujir en la

planta inferior. Un momento después, mientras ella seguía escuchando encorvada sobre la cama, se oyeron los susurros de dos personas soñolientas y felices en compañía, después de un largo día. La lamparilla de noche iluminaba el espejo; por un segundo, la señora Baines contempló con amargura su propio reflejo; la crueldad y el dolor temblorosos en el cristal; los años, el polvo y nada que esperar de la vida. La mujer sollozó sin lágrimas, con un quejido seco y mecánico; pero su crueldad era una especie de orgullo que le empujaba a la acción. Se trataba de su mejor cualidad; sin ella, no sería más que una figura lastimosa. La señora Baines salió de puntillas, palpando en la oscuridad y bajando las escaleras con tal cuidado que hacía imposible su detección por quien se encontrara tras una puerta cerrada. De nuevo, reinó un silencio absoluto. Philip podía moverse. Alzó las rodillas y se sentó en la cama. Quería morirse. No era justo. Otra vez, los muros se interponían entre su mundo y el de ellos. En esta ocasión, sin embargo, los adultos le obligaban a compartir algo mucho peor que su sentido de la diversión: una pasión cuya naturaleza reconocía, pero que le resultaba por completo incomprensible.

No era justo, pero se lo debía todo a Baines: el zoo, el ginger-ale, el autobús de vuelta a casa. Incluso la cena solicitada por su lealtad. Pero estaba asustado. Ahora, le rozaba algo que había visto en sueños: la cabeza sangrante, los lobos, el puño que llamaba a la puerta. La vida se le echó encima de un modo salvaje: no se le podía culpar si en sesenta años no había vuelto a afrontarla. Saliendo de la cama, se puso las zapatillas con un cuidado que debía mucho al hábito y caminó de puntillas hasta la puerta. El rellano inferior aparecía levemente iluminado, pues las cortinas habían sido llevadas a la tintorería y la luz de la calle se filtraba por las altas ventanas. La señora Baines cernía su mano sobre el pomo de cristal; cuidadosamente, comenzó a abrirlo. Philip gritó:

—¡Baines! ¡Baines!La señora Baines se volvió y lo descubrió, encogido en su pijama, cerca del pasamanos.

Philip estaba indefenso, más indefenso aún que Baines. La crueldad se hinchó al instante y empujó a la mujer escaleras arriba. La pesadilla atacaba de nuevo y Philip no podía moverse. Todo su valor se había agotado para siempre. Había gastado todo su coraje sin

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disponer del tiempo necesario para permitir que éste creciera, sin los años precisos para un endurecimiento gradual. Ni siquiera podía chillar.

Pero el primer grito había hecho salir a Baines del dormitorio más cómodo de la casa, y el mayordomo se movía con mayor rapidez que la señora Baines. Antes de que ella alcanzara la segunda planta, Baines consiguió aferrarla por la cintura. La mujer apretó los guantes negros de algodón contra su rostro. Baines le mordió la mano. Sin tiempo para pensar, el mayordomo luchaba salvajemente, como si lo hiciera contra un extraño, pero ella respondía a sus acometidas con un odio concentrado. Se iban a enterar de una vez. Daba igual quien fuese el primero en pagar por todos. Todos eran culpables por igual. Sin embargo, la vieja sombra en el espejo estaba a su lado y le impelía a mostrar una estampa decorosa. Ya no era joven y tenía que preservar la dignidad. Podía golpear a Baines en el rostro, pero no valía morderle; podía empujarle, pero no darle patadas.

Los años, el polvo y nada que esperar de la vida se convirtieron en una desventaja decisiva. La mujer terminó por resbalar cerca de la barandilla y cayó sobre el salón como un gran pájaro negro. Extendida junto a la puerta, parecía un saco de carbón que alguien se hubiera olvidado de sacar al patio, antes de bajarlo al sótano. Philip miró. Emmy miró. Rápidamente, la joven tomó asiento en el umbral del dormitorio más cómodo de la casa. Tenía los ojos bien abiertos y parecía demasiado cansada para seguir de pie. Baines bajó lentamente hacia el salón.

A Philip no le fue difícil escapar. Se olvidaron de él por completo. Philip dio un rodeo hasta la parte trasera y descendió por la escalera de servicio, pues la señora Baines estaba en el salón. El muchacho no entendía lo que hacía allí. Era como la imagen alucinante de algún libro que nadie le había leído jamás. Las cosas que no comprendía le tenían aterrado. La casa entera había pasado a manos de los adultos. Ya no estaba a salvo ni siquiera en su propio dormitorio. Las pasiones de los mayores habían terminado por inundar sus paredes. Lo único que podía hacer era marcharse, por la escalera trasera y el patio, para no volver jamás. No cabía pensar en el frío, el hambre o la fatiga. Durante una hora, parecería posible escapar para siempre de la gente.

Aunque cuando llegó a la plaza iba vestido en pijama y zapatillas, no había nadie que pudiera verle. La hora de la noche se correspondía con ese momento en el que los habitantes del barrio residencial están en casa o en el teatro. Philip trepó por la verja y saltó al pequeño jardín. Las palmeras extendían sus largas palmas pálidas entre él y el cielo. Se diría que Philip había buscado refugio en un bosque infinito. Se sentó tras un tronco y los lobos se retiraron. Le pareció que nadie volvería a encontrarle jamás, si seguía escondido entre el pequeño asiento de acero y el tronco del árbol. Una especie de felicidad amarga y lástima hacia sí mismo le hicieron llorar. Estaba perdido para los demás. Ya no tendría más secretos que guardar. En ese momento, se libró de la responsabilidad de una vez por todas. Que los adultos se ocuparan de sus cosas, que él haría lo mismo con las suyas, seguro entre las palmeras del pequeño jardín. «En la perdida niñez de Judas, Cristo fue traicionado.» Casi se podía ver cómo el pequeño rostro aún sin formar adquiría el profundo egoísmo de una persona diletante, algo acorde con su edad.

En ese momento, se abrió la puerta del 48 y Baines echó una mirada a un lado y a otro de la calle. Con un gesto de la mano, hizo venir a Emmy. Daban la impresión de que un tren se les escapaba y no tuvieran tiempo para despedirse. La joven desapareció rápidamente, como si se tratase de un rostro en la ventanilla entrevisto desde un andén.

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Estaba pálida, infeliz y se marchaba por obligación. Baines volvió al interior y cerró la puerta. La luz se encendió en el sótano y un policía se acercó por la plaza, escrutando los patios. Se podía saber cuántas familias estaban en casa, por el número de luces encendidas tras las cortinas del primer piso.

Philip exploró el jardín, tarea que no le llevó demasiado tiempo: un cuadrado de veinte metros sembrado de palmeras y arbustos, dos bancos de acero, un sendero de grava, una puerta con candado en cada extremo y una maraña de hojas muertas. Pero no podía quedarse. Algo se agitó entre los arbustos y dos ojos iluminados de lobo siberiano le observaron. Philip pensó en lo terrible que resultaría ser descubierto aquí por la señora Baines. La mujer le agarraría por detrás, sin darle tiempo a trepar por la verja.

Philip abandonó la plaza por su extremo menos cómodo e inmediatamente se encontró entre los establecimientos de fish and chips, las diminutas papelerías que vendían Bagatelle, y entre las casas de huéspedes y los sombríos hoteles cuyas puertas permanecían abiertas. Aunque se veía poca gente en la calle, pues los pubs todavía estaban abiertos, una mujer de aspecto ordinario con un paquete en la mano le llamó desde la acera de enfrente. El portero de un cine estuvo a punto de cogerle, pero Philip cruzó la calle a tiempo. El muchacho siguió adentrándose. Seguir adelante y perderse resultaba más fácil aquí que entre las palmeras. En las cercanías de la plaza, corría más peligro de ser detenido y devuelto a su hogar; estaba claro de dónde venía; sin embargo, a medida que seguía adentrándose, comenzó a perder las señales de su origen. La noche era cálida. Seguro que los niños de estas calles vagabundeaban un rato antes de acostarse. No tardó en advertir una especie de camaradería, aun entre los adultos. Seguramente, le tomaban por un chico del barrio, caminando a toda prisa, pero nadie parecía alarmarse al respecto. Todos habían sido jóvenes alguna vez. Philip se camufló con una capa de polvo que encontró en la acera, hollín despedido por los trenes que circulaban entre una nube de fuego por detrás de las casas. Por un momento, se vio envuelto por un tropel de chiquillos que, entre risas, huían de algo o de alguien. Abandonado en una curva, descubrió que tenía un pegajoso caramelo en la mano.

Aunque no podría haber estado más perdido, carecía de la energía necesaria para seguir adelante. Si al principio sentía temor de que alguien detuviera sus pasos, al cabo de una hora quería que alguien lo hiciera. No sabía cómo volver a su casa. Temía regresar solo. Tenía miedo de la señora Baines, mucho más miedo del que nunca había tenido. Baines era su amigo, pero algo había sucedido que había convertido a la señora Baines en más poderosa que nadie. Philip comenzó a remolonear, con el propósito de ser descubierto, pero nadie se fijaba en él. Las familias charlaban en la puerta de sus casas, antes de irse a sus dormitorios. Los cubos de basura habían sido vaciados y unos tallos de repollo se le habían pegado a las zapatillas. El aire estaba preñado de voces, pero él se sentía ajeno. Estas personas le eran extrañas y siempre lo serían, a partir de ahora. Marcados por el espectro de la señora Baines, Philip los rehuía valiéndose de un profundo prejuicio de clase. Si antes había tenido miedo de los policías, ahora ansiaba dar con uno para que le acompañase a casa. Ni siquiera la señora Baines podía hacerle nada a un policía. Con paso furtivo, se acercó a un agente de tráfico. Absorto en su tarea, éste ni siquiera advirtió su presencia. Philip se sentó con la espalda en una tapia y se puso a llorar.

No se le había ocurrido que éste era el medio más sencillo, que todo cuanto había que hacer era rendirse, exhibir la propia derrota y aceptar la compasión de los demás...

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Compasión que no tardó en encarnarse en dos mujeres y un prestamista. Pronto, apareció un nuevo policía, un joven de rostro afilado e incrédulo que parecía anotar en una libreta todo cuanto veía, antes de sacar alguna conclusión. Una mujer se ofreció a acompañar a Philip a casa, pero éste no se fiaba de ella; la mujer no era una rival de envergadura para la señora Baines, inmóvil en el salón. Negándose a dar su dirección, insistió en que tenía miedo de ir a casa. Por fin, consiguió la protección que deseaba.

—Mejor será que me lo lleve a la comisaría —anunció el agente.El policía le cogió la mano con un gesto que revelaba falta de costumbre (no estaba

casado; aún le quedaban años de aprendizaje) y le condujo hasta la esquina siguiente, donde subieron unos peldaños de piedra, antes de entrar en una pequeña estancia donde se acomodaba el juez, un cuarto excesivamente caldeado.

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El magistrado se acomodaba en un alto taburete situado tras un mostrador de madera y lucía un espeso mostacho. Se trataba de un hombre amable que tenía seis hijos («tres de ellos, chavales como tú»). Si bien no estaba verdaderamente interesado en Philip, fingió prestarle atención. Anotó su dirección y ordenó a alguien que trajera un vaso de leche. El joven agente, un hombre perspicaz, sí que estaba interesado.

—Me imagino que tu teléfono aparecerá en el listín —declaró el juez—. Ahora mismo, llamaremos para avisar que estás sano y salvo. En un periquete, vendrán a recogerte. ¿Cómo te llamas, pequeño?

—Philip.—¿De apellido?—No tengo apellido.Philip no quería que vinieran a recogerle; quería ser llevado a casa por alguien capaz de

impresionar a la señora Baines. El agente no dejaba de observarle, de mirar la forma en que bebía el vaso de leche y de ver el modo en que esquivaba las preguntas.

—¿Por qué te has escapado? ¿Tenías ganas de divertirte?—No sé.—No deberías hacer estas cosas, amiguito. Piensa en lo preocupados que deben estar tu

padre y tu madre.—Están de viaje.—Bueno, pues tu niñera.—No tengo niñera.—¿Quién cuida de ti, en ese caso?La respuesta le devolvió a casa. Philip vio a la señora Baines ascender por la escalera.

Era un amasijo de algodón negro en el salón. Philip rompió a llorar.—Venga, venga, venga... —repuso el sargento, sin saber que hacer.Ojalá estuviera con él su esposa. Incluso una mujer policía podría haber resultado de

utilidad.—¿No le parece raro que nadie haya denunciado su desaparición? —intervino el

agente.—Seguramente, creen que está dormido en su cama.

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—Me parece que tienes un poquitín de miedo —aventuró el agente—. ¿Qué es lo que te da tanto miedo?

—No sé.—¿Alguien te ha hecho daño?—No.—Habrá tenido un mal sueño —intervino el sargento—. Igual ha pensado que había un

incendio en la casa. Conozco a los niños; por algo, tengo seis. Rose viene ahora mismo. Ella le acompañará a casa.

—Quiero que me lleve usted —objetó Philip, con una sonrisa dirigida al agente.Sin embargo, el gesto resultó inmaduro e infructuoso.—Quizá, sería mejor que le acompañe —sugirió el agente—. Todo esto es un poco

raro.—Tonterías —cortó el sargento—. Este trabajo le corresponde a una mujer. Cuestión

de tacto. Aquí viene Rose. A ver, Rose, súbase las medias. No es cuestión de poner en ridículo a la policía. Precisamente, tengo algo para usted.

Rose se acercó. Llevaba unas medias negras de algodón caídas sobre las botas, tenía unos modales desgarbados de escultista, y empleaba una voz áspera y hostil:

—Una furcia más, me imagino.—No. Tiene que acompañar a este hombrecito a su casa. —Rose le miró con ojos de

búho.—¡No quiero ir con ella! —protestó Philip, rompiendo a llorar de nuevo—. Ella no me

gusta.—Creo que debería hacer mejor uso de su encanto femenino, Rose —dijo el sargento.El teléfono sonó sobre su escritorio. El sargento alzó el auricular.—¿Sí? ¿Cómo? —repuso—. ¿El número 48? ¿Ha llegado ya el médico? —El sargento

puso su mano sobre el auricular—. No me extraña. Ahora entiendo por que nadie ha avisado de la desaparición del chaval —apuntó—. Ya tienen bastante con lo suyo. Un accidente. Una mujer se ha caído por las escaleras del patio.

—¿Cosa seria? —se interesó el agente.El sargento le respondió con una imprecación. No había que mencionar la muerte

delante de un niño (él lo sabía bien; por algo, tenía seis). Si había que hacer ruidos extraños con la garganta, se hacían; muecas, lo que fuera; todo, antes que mencionar la fatídica palabra de seis letras.

—Será mejor que vaya para allá, después de todo —ordenó el sargento—. Y acuérdese de redactar el informe. El médico ya ha llegado.

Rose abandonó el calor de la estufa y se acercó arrastrando los pies. Con los carrillos sonrosados y las medias bajadas, puso los brazos en jarras. Su gran boca funeraria aparecía repleta de dientes ennegrecidos.

—Me dijeron que le acompañara y, ahora, que ha salido algo interesante... ¿Qué justicia se puede esperar de los hombres?

—¿Quién está en la casa? —preguntó el agente.—El mayordomo.—¿Y si el chaval hubiera visto algo...? —aventuró el agente.—Olvídelo... Hágame caso —dijo el sargento—. Por algo, tengo seis. Les conozco

como si los hubiera parido. Los niños no tienen secretos para mí.

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—Pero él parecía estar asustado por algo...—Una pesadilla —insistió el sargento.—¿Cuál era el nombre?—Baines.—Este señor Baines... —el agente se volvió hacia Philip—. Te gusta, ¿verdad? Se porta

bien contigo, ¿no?Ya estaban intentando sonsacarle alguna cosa. Philip sospechaba de cualquiera que

estuviera en la estancia. Finalmente, dijo: «sí», sin demasiada convicción, temeroso de que en cualquier momento le cayeran encima nuevas responsabilidades y nuevos secretos.

—¿Y la señora Baines?—También.Los mayores formaron un conciliábulo en torno al escritorio. Rose se mostraba áspera

en su indignación. Su aspecto era el de un hombre disfrazado de mujer, debido al modo exagerado en que exhibía una femineidad desmentida por las medias arrugadas y por un rostro curtido por los elementos. El carbón chisporroteó en la estufa. La habitación estaba excesivamente caldeada para la templada noche de ñn de verano. Un anuncio en la pared describía un cuerpo hallado en el Támesis o, mejor dicho, las ropas encontradas sobre el cuerpo: chaleco de lana, pantalones de lana, camisa de lana con rayas azules, botas de la talla diez, chaqueta azul de sarga gastada en los codos y cuello de celuloide del quince y medio. En relación con ese cuerpo, no había otra cosa que mencionar aparte de sus medidas. Se trataba de un cuerpo normal.

—Ven conmigo —invitó el agente.Aunque interesado y contento por su misión, el agente no pudo por menos que

avergonzarse un tanto ante su compañía, un niño en pijama. Su instinto le decía que allí había gato encerrado, pero aún no sabía bien de qué se trataba. Muy pronto, le distrajeron las miradas burlonas que les seguían por la calle. Los pubs acababan de cerrar y las aceras estaban otra vez repletas de hombres que intentaban alargar el día lo más posible. El agente se desvió por las arterias menos concurridas y escogió las aceras más oscuras, sin detenerse un instante en su marcha. Philip se hacía el remolón. Tiraba de su mano y arrastraba los pies. Le horrorizaba la perspectiva de encontrarse con la señora Baines en el salón. Ahora, ya sabía que estaba muerta. Los exabruptos del sargento así se lo habían revelado. Con todo, la señora Baines no había sido enterrada ni trasladada a algún distante rincón. Cuando abrieran la puerta de la casa, iba a encontrarse con una persona muerta, extendida sobre el salón.

La luz del sótano estaba encendida. Para alivio de Philip, el agente enfiló la escalera del patio. Quizá, hasta conseguiría ahorrarse ver a la señora Baines. El agente llamó a la puerta, pues la oscuridad le impidió localizar el timbre. Al momento, Baines la abrió y les recibió de pie en el umbral, enmarcado por la limpia y bien iluminada habitación del sótano. Uno podía ver la frase triste, complaciente y plausible que había preparado al advertir la presencia de Philip. Pero Baines no esperaba ver regresar al muchacho del brazo de un policía, circunstancia que le llevaba a volver a pensar lo que tenía que decir. Baines no era hombre con talento de embustero; de no haber sido por Emmy, lo más probable es que hubiera optado por aceptar las consecuencias de la verdad.

—¿El señor Baines? —preguntó el agente.

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Baines asintió con la cabeza. Todavía no había dado con las palabras adecuadas. Aún estaba sorprendido ante aquel rostro pícaro y conocedor, y la repentina aparición de Philip en la casa.

—¿Vive aquí este chico?—Sí —respondió Baines.Philip adivinó que Baines estaba intentando hacerle llegar un mensaje, información que

decidió ignorar. Aunque él quería a Baines, éste le había involucrado en unos secretos y temores de los que nada comprendía. La resplandeciente intuición matinal, «Ésta es la vida», se había transformado, bajo el manto de Baines, en un recuerdo repugnante: «Esta era la vida». El cabello mohoso sobre sus labios. El interrogatorio farfullado, torturado y cruel. «¿Dónde están?» El amasijo de algodón negro extendido sobre el salón. Eso era lo que sucedía cuando uno amaba, cuando uno se metía en la vida de los demás. Philip consiguió zafarse de la vida, del amor, de Baines, y todo merced a un egoísmo despiadado.

Aunque habían existido lazos muy fuertes entre ambos, Philip se libró de ellos, del mismo modo que un ejército en retirada corta los cables y destruye los puentes. Es posible que uno deje muchas cosas queridas en el país que abandona —una mañana en el parque, un helado en el Corner House, salchichas para cenar—, pero la retirada debe estar por encima de las pérdidas temporales. Siempre se encuentran ancianos que, cuando los tractores dan media vuelta, imploran ser transportados, pero uno no puede poner la retaguardia en peligro por culpa de ellos. Se hace precisa una amplia y prolongada retirada de la vida, la compasión y las relaciones humanas.

—El médico está aquí —anunció Baines.El mayordomo señaló hacia la puerta con la cabeza, se humedeció los labios y clavó

sus ojos en Philip, implorante como un perro al que no se entiende: «Fue un accidente. Ella resbaló por la escalera de piedra del sótano. Yo mismo estaba delante y vi como caía». Baines se esforzaba en no mirar las alambicadas notas con que el agente emborronaba su libreta a toda velocidad.

—¿Vio el chico alguna cosa?—Me extrañaría mucho. Pensaba que estaba en la cama. ¿No quiere subir a verla? La

verdad, no se trata de un espectáculo agradable. ¡Oh! —exclamó Baines, perdiendo el control—. Y menos para un niño.

—¿Está por aquí el cuerpo? —inquirió el agente.—No lo he movido de donde cayó. Ni una pulgada —respondió Baines.—Bueno, en ese caso, será mejor que el chaval...—Sal al patio y entra en casa por el recibidor —repuso Baines. De nuevo, su mirada

implorante y estúpida le recordó los ojos de un perro: un secreto más, guárdame este secreto, hazlo por el viejo Baines, nunca te volverá a pedir otro.

—Ven conmigo —indicó el agente—. Yo mismo te acompañaré a la cama. No olvides que eres todo un caballero y que tienes que entrar por la puerta principal, como corresponde al señorito de la casa. ¿O prefiere acompañarle usted, señor Baines, mientras yo hablo con el médico?

—Muy bien —acordó Baines—. Yo mismo le acompaño.Baines cruzó la habitación hasta ponerse junto a Philip, implorando, implorando en

todo momento con la misma expresión estúpida y blandengue: «¿Te acuerdas de mí? Soy el viejo Baines, el de la costa africana. ¿Qué tal un chuletón al aceite de palma? Cuarenta

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negros. Jamás tuve que usar el arma. A mí me encantaban esos negros. No se trataba de lo que nosotros llamamos amor, ni de ninguna otra cosa que podamos comprender». Los mensajes hacían señales desde los últimos reductos fronterizos, suplicantes, rogando, tratando de que Philip no olvidara: «Soy tu viejo amigo, Baines. Vamos a almorzar alguna cosa. Un vaso de ginger-ale te sentará como nunca. Salchichas. Un largo día». Pero los cables estaban cortados, los mensajes no hacían sino esfumarse en el enorme vacío de la habitación limpiada y vuelta a limpiar, en la que nunca hombre alguno había podido ocultar sus secretos.

—Vamos, Phil, es hora de acostarse. Iremos por la escalera de fuera... —Nuevas pulsiones de telégrafo. Nunca se sabe. Acaso alguien arreglará el cable oportuno y el mensaje terminará por alcanzar su destino—. Entraremos por la puerta principal.

—No —dijo Philip—. No quiero ir por ahí. No voy a ir. Está muerta y no quiero verla.El agente se giró en redondo.—¿Cómo? ¿Por qué dices que no quieres ir?—Está en el salón —declaró Philip—. Sé que está en el salón. Y está muerta. No

quiero verla.—Entonces... Ha movido el cuerpo —dijo el agente, volviéndose hacia Baines—. Ha

movido el cuerpo hasta aquí. Nos ha mentido. Eso significa que tuvo que borrar las huellas del crimen... ¿Cómo pudo hacerlo usted solo?

—Emmy—intervino Philip—. Emmy.Ya no iba a guardar más secretos. Por fin, iba a terminar con todo de una vez, con

Baines y la señora Baines, con la vida de adulto que se extendía más allá. Nunca, nunca más, decidió, volvería a compartir las confidencias y la camaradería de los mayores.

—La culpa fue de Emmy —protestó, con una voz temblorosa que convenció al propio Baines de que, en realidad, no estaba tratando sino con un niño.

Pensar que podría ayudarle era una idea absurda. No era más que un niño, un crío que no entendía nada de lo sucedido, un chaval incapaz de leer sus muecas aterrorizadas; un jovencito cansado, después de un día que había sido muy largo. Ahora, se quedaba dormido, con la espalda apoyada en el aparador, perdido en la confortable paz infantil. Nadie podía culparle. Cuando despertara la mañana siguiente, apenas se acordaría de lo sucedido.

—Escúpalo de una vez —terció el agente, con tono feroz y profesional—. ¿Quién es ella?

De modo similar, sesenta años después, el anciano dejó atónita a su secretaria, su único testigo, cuando preguntó:

—¿Quién es ella? ¿Quién es ella...?El anciano se encogió hacia la muerte, quizá rememorando, por un instante, la imagen

de Baines, un Baines sin esperanza, un Baines cada vez más cabizbajo, un Baines convicto y confeso.


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