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La Filosofía de La Generación Beat - de Kerouac

Date post: 05-Jan-2016
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Dossier Editorial Caja Negra
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Prefacio / Robert CreeleyCompilación / Donald AllenTraducción / Pablo Gianera

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Título original: Good Blonde and others

© John Sampas Literary Representative to the Estate of Jack Kerouac, 1993, 1994

© Robert Creeley, por el Prefacio© Caja Negra Editora, 2015

Caja Negra EditoraBuenos Aires / Argentinacajanegra@cajanegraeditora.com.arwww.cajanegraeditora.com.ar

Dirección editorial: Diego Esteras / Ezequiel A. Fanego

Diseño: Juan Marcos Ventura

Producción: Malena Rey

Corrección: Paola Calabretta

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Kerouac, Jack

La filosofía de la Generación Beat y otros escritos / Jack Kerouac; con prefacio de Robert Creeley.1a ed. / Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Caja Negra, 2015.

224 p.; 20x14 cm.

Traducido por: Pablo Gianera

ISBN 978-987-1622-36-8

1. Literatura Estadounidense. I. Creeley, Robert, prefacio. II. Pablo Gianera, trad. III. Título

CDD 813

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CAMINOEN EL

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EN CAMINO A FLORIDA

Hice un viaje en coche a Florida con el fotógrafo suizo RobertFrank para encontrarme con mi madre, los gatos, y también lamáquina de escribir y una valija enorme repleta de manuscritos;viajamos gracias a una especie de asignación de la revista Life quenos dio doscientos dólares para cubrir los gastos de nafta y comi-da de ida y vuelta. Pero me sorprendió descubrir cómo trabaja unartista de la fotografía, cómo logra capturar esas cosas de las rutasde los Estados Unidos sobre las que escriben los escritores. Es bas-tante sorprendente ver a un tipo que, mientras toma el volantecon una mano, levanta de repente con la otra la camarita alema-na de trescientos dólares y dispara a algo que se mueve delante deél, y todo eso a través de un parabrisas sucio. Pero después, tras elrevelado, las rayas de mugre no dañan en absoluto la luz ni lacomposición ni el detalle de la imagen; por el contrario, parecenvolverlos más intensos. Salimos de N.Y. al mediodía de un her-moso día de primavera y no tomamos ninguna foto hasta que hu-bimos superado el tramo tedioso, aunque útil, de la autopista deNueva Jersey y bajamos a la autopista 40 en Delaware, donde pa-

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ramos a comer algo en un bar al costado de la ruta. Yo no veíanada digno de ser fotografiado ni nada que me diera material para“escribir algo”, pero de pronto Frank estaba ya tomando la prime-ra foto. Desde el mostrador frente al que nos habíamos sentado,se había dado vuelta y le había sacado una foto a un camión conacoplado cargado de coches que entraba en un estacionamiento,pero lo había hecho a través de la ventana y encima de una esce-na con los restos de comida y los platos de una familia que acaba-ba de irse, sin que la moza hubiera tenido tiempo de levantar lamesa. La combinación de esto, más el movimiento del exterior,los coches estacionados, los reflejos en las partes cromadas y losvidrios y la chapa de esos coches, y los coches mismos y la ruta, laruta: me di cuenta entonces de que estaba viajando con un autén-tico artista y de que se expresaba por medio de una forma de arteno muy distinta de la mía y que, sin embargo, presentaba dificul-tades muy diferentes de las mías. Al contrario de la idea generalque se tiene de la fotografía, no hace falta luz de sol intensa: lasmejores fotos, aquellas que tienen más carácter, se toman con laluz mortecina del crepúsculo, o en los días nublados o de lluvia,como pasaba ahora en Delaware, con la última luz de la tarde, elcielo encapotado y los reflejos de la ruta. Ya afuera del bar, comono vi nada especial, seguí caminando, pero Robert se paró en secoy sacó una foto de un poste solitario coronado con un racimo debombitas plateadas, y un poco más atrás un Paisaje Americano tanindecible que habría estremecido a Marcel Proust... qué hermosodebe ser tener la pericia de mostrar una escena así, en un día gris,y dejar al desnudo incluso el barro, las latas tiradas y los bloquesde edificios al fondo, y más lejos todavía la ruta, la ruta de siem-pre con sus recodos, coches, postes, casas al costado, árboles, se-ñales, encrucijadas... Un camión avanza lento por el suelo de grava,Robert se planta delante de él y captura al camionero, borroso de-trás del parabrisas sucio, con ojos de loco y mueca desencajadacomo de indio. Sobre todo, captura el destello de los ojos...También le saca una foto maravillosa a la puerta de un camión

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que exhibe todas las placas de matriculación posibles de Arkansasa Washington y de Florida a Illinois, con un confuso espejo doble,preparado para que el camionero pueda ver girar el cuerpo del aco-plado... son esos pequeños detalles que los escritores tendemos aolvidar. Hacia el final del día, la lluvia cae en la ruta, las luces seencienden ya a las tres de la tarde, la niebla envuelve la autopista40, la humedad nimba los árboles perdidos, los insectos se agol-pan en las modernas lámparas de sulfuro, la caravana de cochescamino al peaje del Baltimore Harbor Tunnel, todo esto logra cap-turar Robert como por casualidad mientras conduce y mantieneun ojo en la cámara. De ahí a Maryland, las luces parpadean opasan como relámpagos bajo la lluvia de las cuatro de la tarde, lamirada solitaria al semáforo rojo de un cruce, los cables del telé-fono se funden con el horizonte, donde otro camión pugna poralcanzar alguna meta humana, de retiro, de recreo. Y GULF, el enor-me cartel, en el golfo del tiempo... una aparición nada infrecuen-te y, sin embargo, siempre asombrosa en todos los puestos de hot-dogs al costado de la ruta y en la blancura de un motel en un distritosin nombre de los Estados Unidos, donde las luces rojas de los se-máforos parecen dar siempre la sensación de que llueve y las lucesverdes una sensación de distancia, nieve, arena...

Luego la chica de color que ríe cuando recibe al atardecer eldólar del peaje en el Potomac River Bridge, el tablero iluminado.Después, más allá del puente, el destello y el misterio de las lucesde los coches que pasan, que llegan y se van (esto es algo que unescritor no podrá nunca apresar en palabras), los viejos maleco-nes de madera, lejanos, imposibles de fotografiar, que se pudrenen el barro y los arbustos, el Potomac en Virginia, escenario debatallas de la Guerra Civil, la vista de ese país conocido comoThe Wilderness, toda la tristeza del acero a lo largo de un kilóme-tro y medio mientras las aguas corren, indiferentes a la deliranteinvención de América, a sus fotografías, a sus palabras. El brillode la lluvia en el pavimento del puente, el color rojo de las luces delos frenos, los reflejos grises en los claros del cielo con el sol

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oculto hace rato por la lluvia y los cerros de Maryland. Ahora lle-gamos al Sur.

Es algo muy deprimente conducir por la noche por Richmond,Virginia, bajo una lluvia torrencial.

Pero a la mañana, tras un sueño breve, los Estados Unidos vuel-ven a despertarse y ahí arriba está de nuevo el sol de la mañana yel pasto fresco y húmedo y el tipo que viaja a dedo durmiendo deespaldas al sol, con la bolsa de dormir y una valija de cartón, mien-tras pasa un coche por la ruta — sabe que llegará finalmente adon-de quiere llegar, ¿por qué no dormir un rato? América es suya. Ymás allá de su sueño, los árboles y el carguero A.C.L. que avanzalentamente por la vía principal, y los rellenos de arena en el cés-ped. Me siento en el coche y observo con asombro a este artistade la fotografía que acecha a su presa como un gato o como unoso hambriento, en la hierba y en los caminos, y que dispara atodo lo que se mueve. ¡Cuánto me habría gustado tener yo tam-bién una cámara, una cámara mental y enloquecida que registra-ra tomas pictóricas, tomas del propio artista de la fotografía quepersigue la toma definitiva! — una epopeya en sí misma.

Llegamos hasta Rocky Mount en Carolina del Norte donde,en una subasta de ganado en el suburbio, centenares de sureñossin trabajo se amontonaban en un lodazal que asemejaba la este-pa rusa mirando con atención los artículos que el mercader exhi-be en el baúl de su coche nuevo... está sentado ahí, melancólicoen el día gris sureño, con mandíbula grande, delante de sus herra-mientas, taladros, dentífricos, tabaco para pipa, anillos, destorni-lladores, plumas fuente, mientras el ganado muge y se siente entodas partes el frío de la llovizna y de la desesperación. “Aunquenunca estuve en Rusia”, me explicó Robert Frank esa mañana cuan-do tomábamos café, “me imagino que los Estados Unidos sonmás parecidos a Rusia, en el sentimiento y en la apariencia, que aningún otro país del mundo... las grandes distancias, los rostros,las familias que viajan...”. Seguimos, y cerca de Carolina del Surnos bajamos del coche para tomar una foto delirante de un para-

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dor de la ruta, ya en ruinas, que anunciaba todavía “La cena estálista, aquí, bienvenido” y a través del edificio se veía el campo ylas excavadoras que hacían su trabajo de demolición.

En un pequeño poblado de Carolina del Sur, y ahora era yoquien conducía despacio por la calle principal, Robert se asomópor mi ventanilla y capturó la imagen de tres chicas jóvenes quevolvían a casa del colegio. Al sol. Se quejaron: “Dios mío”.

Más adelante, la chica con rulos en el asiento delantero, sumadre estacionada en doble fila delante de alguna tienda.

Y un coche aparcado al lado de un restaurante al lado de unbaldío de chatarra, y en el asiento trasero, tenso, un gatito asusta-do... el pathos de la ruta y de la América Moderna: “¿Qué hagoentre toda esta chatarra?”.

Nos desviamos de nuestro camino para visitar Myrtel Beach,Carolina del Sur, y vimos allí a una chica pensativa apoyada en unpinball para espiar los resultados de su novio.

Un poco más abajo está la ruta de McClellanville, Carolina delSur, escenario de preciosas casas viejas, habitada por una paz in-creíble, y la vieja Coastel Barber Shop, cuyo dueño, el octogena-rio señor Bryan, decía orgulloso: “Yo fui el primer barbero blan-co de McClellanville”. Le preguntamos dónde podíamos tomarun café. “No hay ningún lugar, pero vayan a la tienda, comprenuna bolsa de café molido y tráiganla, tengo aquí una buena cafe-tera y tres tazas...”. El señor Bryan vivía casi sobre la autopista, aunos pocos kilómetros, donde “lo único que me gusta hacer essentarme en el vestíbulo y mirar cómo pasan los coches”. Queríahacer un negocio con Robert Frank por la “Stationwagon”, de1952. “Tengo un hermoso Ford modelo 36 y otro coche.” “¿Esmuy viejo el otro coche?” “No es muy nuevo... pero ustedes, mu-chachos, necesitan dos autos, ¿no es así? Se van a casar, ¿no?” Insistetambién en cortarnos el pelo. Corte y peinado en el viejo estilo delas barberías, le hace al fotógrafo un extraño corte de pelo y se ríecon una risita extraña y recuerda cosas del pasado. La peluqueríano cambió nada desde que el fotógrafo Frank pasó por ahí hará

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cinco años para fotografiar la tienda desde la calle, e incluso lasbotellas de la repisa son las mismas y aparentemente ni siquieralas cambiaron de lugar.

En la ruta de la ciudad, las casas de colores de McClellanville,un funeral negro. Strawhat Charley con cicatriz de hoja de afeitarmira por la ventana de su coche negro, “Sssi”... Y las tumbas, sim-ples montículos cubiertos con caparazones de almejas, y a vecesuna simbólica botella de Coca-Cola. Cosas que la palabra no puedecapturar, el triste poema de la muerte...

Dormimos un poco más, y Savannah a la mañana. Dando vuel-tas nos encontramos con un camión de basura nuevo de la Ciudadde Savannah con fantásticas cabezas de muñecas que guiñan losojos mientras el camión avanza trabajoso por las afueras del pue-blo y las mujeres salen en batón a supervisar... las muñecas, la ban-dera de los Estados Unidos, la herradura en el parabrisas, los em-blemas, espejos, y las admirables lanzas, y el propio jefe deconductores, hombre de color, ataviado con botas y gorra y conel cuchillo de la “basura” en el cinturón. Dice: “Espere un mo-mento que demos la vuelta a la esquina y le saca entonces una fotoal camión al SOL”, y Robert Frank se lo agradece... sale a cazar ala mañana en las callecitas de Savannah con su cámara que todolo ve... Es el Dos Passos de los fotógrafos estadounidenses.

Investigamos estaciones de ómnibus, captamos a un mucha-cho del sur que esperaba en la Puerta Uno de la estación y seña-laba un mapa y decía: “No sé adónde va esta línea”. (“¡La nuevaaristocracia del sur!”, gritan mis amigos cuando ven esta foto.)

La noche, y Florida, la solitaria noche de la ruta con señalesníveas en una encrucijada desolada que muestra cuatro direccio-nes ilegibles que llevan a ninguna parte, y los coches fantasmasque pasan. Y las tiendas al costado de la ruta de Florida, pelícanosde arcilla pegados al pasto, una tienda dulce, salvo cuando se lessaca una foto de noche contra los faros de los coches.

Un camping para casas rodantes... una pileta de natación...musgo español adherido a los árboles... y mientras hacemos

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guardia y nos escondemos para fotografiar un pony blanco allado de la pileta vemos que cuatro ranas flotan subidas a unarama en el agua cerúlea... miren bien y juzguen por sí mismossi las ranas no están meditando. Una casa rodante MelodyHome, con canarios en una jaula colgada en la ventana, y alavanzar un poco, el inevitable zoológico de Florida al costadode la ruta y el cocodrilo que duerme un sueño de mil años y aquien la pereza le impide sacudir el hocico recalentado y sacu-dirse las cáscaras de maní depositadas en la nariz y los ojos...distraído en su propia salsa. Otros campings más sombríos,como ese de Yukon, Florida, con el bote con motor fuera deborda montado sobre ruedas, listo para salir, y el tanque de bu-tano, la hamaca nueva al sol, la sillita de lona del bebé, la espo-sa, lánguida y linda, que se asoma con un cigarrillo en la boca...y más allá de ella el pasto y los pantanos...

Ahora ya estamos en Florida, vemos a la señora del vestido flo-reado en una tienda de Orlando, mira postales de flores, del es-tante; llegó por fin a Florida y tiene que mandar postales a Newark.

Domingo, la ruta a Daytona Beach, los chicos en el Ford conlos pies descalzos encima del tablero, quieren tanto al coche queincluso en la playa se acuestan arriba de él.

A los estadounidenses no se los puede separar de sus coches nisiquiera en la playa más hermosa del mundo, toman sol práctica-mente debajo de la chapa caliente de sus coches eternamente nue-vos... Los Salvajes en las motos, con camiseta, botas, lentes oscu-ros, pantalones de Ivy League y la delirante pintura de las motos,y más allá, la pura confusión de coches cerca de las olas. Otro “sal-vaje”, aunque no tan salvaje, le habla cortésmente desde la motoa una familia joven que toma sol en la arena al lado del coche... alfondo, otros hablan apoyados en los paragolpes de los coches.Algunos críticos de las fotos de Frank le preguntaron más de unavez: “¿Por qué saca tantas fotos de coches?”.

Y él levanta un poco los hombros y contesta: “Es lo único queveo en todas partes... Eche usted también un vistazo”.

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Echen un vistazo, un día sereno en el que las olas del Atlánticobañan la arena color perla, para donde uno mire coches, siemprecoches, Cadillacs con aletas de pez, una mujer joven toma aire consu bebé entre diez coches, o familias enteras acampan debajo de tol-dos tendidos de coche a coche en las entradas a moteles tristísimos.

La gran foto, la definitiva, Mrs. Jones de Dubuque, Iowa, reco-rrió dos mil quinientos kilómetros para darle la espalda al océanoy sentarse detrás del baúl abierto del coche de su marido (vende-dor de coches), aburrida entre mantas y ruedas de auxilio.

Una lección para todo escritor... seguir a un fotógrafo y miraraquello que decide fotografiar... hablo de un gran fotógrafo, de unartista... y cómo lo hace. Resultado: sea lo que sea, son los EstadosUnidos. Es la ruta americana y obliga todo el tiempo a que unoabra los ojos.

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SOBRE LOS

BEATS

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67La Generación Beat fue una visión que tuvimos John Clellon Holmesy yo, y Allen Ginsberg más salvajemente todavía, hacia fines de losaños cuarenta, de una generación de hipsters locos e iluminados, queaparecieron de pronto y empezaron a errar por los caminos deAmérica, graves, indiscretos, haciendo dedo, harapientos, beatíficos,hermosos, de una fea belleza beat — fue una visión que tuvimos cuan-do oímos la palabra beat en las esquinas de Times Square y en elVillage, y en los centros de otras ciudades en las noches de la Américade la posguerra — beat quería decir derrotado y marginado pero a lavez colmado de una convicción muy intensa. Llegamos incluso a es-cuchar a los viejos Padres Hipsters de 1910 usar la palabra en esemismo sentido, con una entonación melancólica. Nunca aludió a ladelincuencia juvenil; nombraba personajes de una espiritualidad sin-gular que, en lugar de andar en grupo, eran Bartlebies solitarios quecontemplan el mundo desde el otro lado de la vidriera muerta denuestra civilización. Los héroes subterráneos que se salieron de la ma-quinaria de la “libertad” de Occidente y empezaron a tomar drogas,descubrieron el bop, tuvieron iluminaciones interiores, experimen-

CONSECUENCIAS: LA FILOSOFÍA DE LAGENERACIÓN BEAT

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taron el “desajuste de todos los sentidos”, hablaban en una lengua ex-traña, eran pobres y alegres, fueron profetas de un nuevo estilo de lacultura estadounidense, un estilo nuevo (creíamos) completamentelibre de influencias europeas (a diferencia de la Generación Perdida),un reencantamiento del mundo. Algo parecido pasaba casi al mismotiempo en la Francia de posguerra de Sartre y Genet, algo sabíamosde eso. Pero en cuanto a la existencia de la Generación Beat, no fueverdaderamente más que una idea que se nos ocurrió. Nos quedába-mos despiertos todo el día, las veinticuatro horas, y poníamos discosde Wardell Gray, Lester Young, Dexter Gordon, Willis Jackson, LennieTristano y los demás, un disco tras otro, y hablábamos incansable-mente de ese aire nuevo que sentíamos en la calle. Escribíamos rela-tos sobre los santos negros del jazz que hacían dedo por Iowa con susinstrumentos y grabaciones y llevaban el mensaje secreto del hálito,de la respiración a otras costas, otras ciudades, a semejanza de un au-téntico Walter el Indigente que liderara una invisible Primera Cruzada.Teníamos nuestros propios héroes, nuestros propios místicos, escri-bíamos novelas sobre ellos, las cantábamos, y componíamos larguísi-mas odas a los “ángeles” nuevos de la América subterránea. Quedabanen realidad un puñado de esos hips, de esos tipos con verdadero swing,y lo que hubo antes se extinguió velozmente en la Guerra de Corea(y después) cuando emergió en los Estados Unidos una especie no-vedosa de eficiencia; puede haber sido la consecuencia de la univer-salización de la televisión y nada más (la Política del Control PolicialTotal de los oficiales de la “paz” de Dragnet), pero después de 1950los fantasmas beat decayeron y se desvanecieron en cárceles y mani-comios o quedaron confinados en la vergüenza de un conformismosilencioso; la generación misma fue efímera y muy pequeña.

Pero no tendría ningún sentido escribir todo esto si no fueraigualmente cierto que, por un raro milagro de la metamorfosis, la ju-ventud de la posguerra se reveló también beat y adoptó sus gestos;pronto se lo vio en todas partes, el nuevo estilo, el desaliño y la acti-tud indiferentes; por fin llegó al cine (James Dean) y a la televisión;los arreglos de bop que había sido el éxtasis musical secreto del ánimo

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contemplativo beat empezaron a escucharse en los fosos de todas lasorquestas y de todas las partituras (cf. las obras de Neal Hefti, para nohablar de las piezas de Basie), esas visiones del bop pasaron a serpropiedad común del mundo de la cultura popular y comercial; el usode nuestras palabras (palabras como “crazy”, “hungup” o “go”) se vol-vieron familiares y entraron en el uso común; el consumo de drogasganó una legitimación oficial (sedantes y todo lo demás); e incluso elvestuario de los hipsters beat se abrió paso en la nueva juventud delrock ‘n’ roll por vía de Montgomery Clift (la campera de cuero), MarlonBrando (la camiseta) y Elvis Presley (las patillas), y entonces la GeneraciónBeat, aunque ya muerta, resucitaba y se veía de pronto justificada.

Lo que pasa, y lo que es realmente triste, es que mientras se mepide que explique qué es la Generación Beat ya no queda nada dela Generación Beat original.

Y en cuanto al análisis de lo que significa… ¿cómo saberlo?Aun en esta etapa tardía de la civilización en la que lo único quele importa a todos es el dinero, creo que es tal vez la “segunda re-ligiosidad” que profetizó Oswald Spengler para Occidente (en losEstados Unidos, el hogar definitivo de Fausto) porque existen ele-mentos de significación religiosa oculta en el modo, por ejemplo,en que un tipo como Stan Getz, el genio mayor de su generación“beat”, cuando lo metieron en la cárcel por intentar robar un al-macén, tuvo una súbita visión de Dios y se arrepintió. Muchasveces escuchamos entre los hipsters tempranos raras conversacio-nes sobre “el fin del mundo” en la “segunda venida”, “visiones” eincluso visitaciones, todos ellos creyentes, todos fervorosos, inspi-rados y libres de cualquier materialismo bohemio-burgués.

Un tipo tuvo visiones de un Armagedón tecnológico (la expe-riencia fue en Sing Sing); otro, visiones de una reencarnación segúnla voluntad de Dios. Un tercero, inusitadas visiones de un Apocalipsisen Texas (antes y después de la explosión en la ciudad de Texas).Luego estuvo también el intento desesperado de otro tipo que buscóasilo en una iglesia (los policías lo echaron y le rompieron un brazo)y la visión que tuvo un chico en Times Square: la televisación de la

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Segunda Venida (todo esto envuelto en la niebla de la vida contem-poránea, en las cabezas de los miembros típicos de mi generación ya quienes conocí; el regreso del sentimiento de una temprana pri-mavera gótica, mucho antes de que la civilización racional deOccidente desarrollara la relatividad, los jets y las superbombas ytuviera estructuras supercolosales, burocráticas, benevolentes y to-talitarias semejantes al Gran Hermano). Entonces, según dijoSpengler, cuando llega la decadencia de nuestra cultura (cumplidaahora de acuerdo a sus gráficos morfológicos) y sedimenta el polvode nuestras pugnas civilizadas, la clara luz del fin del día revela unavez más las aflicciones originarias, revela una indiferencia beatíficahacia las cosas que son del César, por decirlo así, un cansancio detodo eso, y arrepentimiento, y el anhelo de un valor trascendente,o “Dios”, el “Paraíso”, la penitencia espiritual por el Amor Infinitoque terminará verificándose con nuestra teoría de la gravitación elec-tromagnética, nuestra conquista del espacio, y en lugar de las merastécnicas de la eficiencia no habrá ya nada, como un pueblo extingui-do por un terremoto, solo pervivirán las Últimas Cosas... de nuevo.

Todos estamos al tanto del Renacimiento Religioso, Billy Grahamy todo lo demás, pero la Generación Beat, e incluso los existencialistascon sus dobleces intelectuales y su pretensión de indiferencia, repre-sentan una religiosidad más profunda, el deseo de desaparecer, de estarfuera de este mundo (que no es nuestro reino), de “elevarse”, de con-quistar el éxtasis, de ser redimido, como si las visiones de los santos delos monasterios de Chartres y Clairvaux estuvieran otra vez entre nos-otros y crecieran como el pasto que crece entre el cemento, en las ace-ras de esta civilización endurecida y agitada por sus últimos estertores.

O quizá la Generación Beat, vástago de la Generación Perdida,no es más que un paso hacia esa generación pálida y definitiva quetampoco tendrá las respuestas.

Como sea, todo indica que su efecto tiene raíces en la culturaestadounidense.

Tal vez. Y si no, ¿qué importa?

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SOBRE LA

ESCRITURA

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87ESQUEMA. Se pone el objeto ante la mente, o en la realidad, comosi fuera un boceto (un paisaje, una taza de té o el rostro de un an-ciano), o se lo pone en la memoria, donde se convierte en un bo-ceto que procede del recuerdo de una imagen-objeto definida.

PROCEDIMIENTO. Estando el Tiempo asociado a la esencia en lapureza del discurso, el lenguaje bocetado es un flujo imperturba-ble que emerge de la mente de ideas-palabras personales y secre-tas, una respiración (como el fraseo de un músico de jazz) que seocupa del objeto de las imágenes.

MÉTODO. Ningún punto y aparte separa las frases-estructuras yaquebradas arbitrariamente por dos puntos falsos y comas pusiláni-mes y por lo general innecesarias — salvo los vigorosos guiones es-paciales que escanden la respiración retórica (como el músico dejazz respira entre frase y frase) — “las pausas medidas que son loesencial de nuestro discurso” — “divisiones de los sonidos que escu-chamos” — “el tiempo y cómo anotarlo” (William Carlos Williams).

FUNDAMENTOS DE LA PROSA ESPONTÁNEA

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ALCANCE. Ninguna selectividad de la expresión sino abandonar-se a la libre deriva (asociación) de las ideas hacia mares de pensa-mientos ilimitados, respiraciones sin fin, nadar en el océano delinglés sin otra disciplina que los ritmos de la exhalación retórica,¡bang! (el guión espacial) — respirar tan profundamente como sequiera — hay que escribir profundamente, pescar tan profundocomo se quiera, lograr que la satisfacción tenga prioridad, despuésel lector no podrá dejar de recibir el shock telepático y la excita-ción de sentido que opera a través de las mismas leyes que funcio-nan en su propia inteligencia humana.

TIEMPOS DEL PROCEDIMIENTO. Ninguna pausa para pensar la pa-labra precisa: solo acumulación infantil de palabras escatológicasbásicas hasta sentirse satisfecho. Eso desembocará en un grandio-so ritmo de adición al pensamiento de acuerdo con la Gran Leyde la ocasión, el timing.

TIMING. Nada puede detenerse si fluye en el tiempo y según las leyesdel tiempo — el énfasis shakesperiano de la necesidad dramáticade hablar en el momento, de manera inalterable y con una lenguaacuñada para siempre — nada de correcciones (excepto obvios erro-res racionales, tales como nombres o inserciones calculadas, esdecir, no actos de escritura sino inclusiones).

CENTRO DE INTERÉS. No empezar con una idea preconcebida delo que se dirá sobre la imagen, sino con un centro de interés, lajoya, tema de la imagen en el momento de la escritura, y hay queescribir hacia delante, nadar en el mar de la lengua hasta ganar lacosta de la liberación periférica y la extenuación — nada se pien-sa dos veces, salvo por una razón estrictamente poética o si se agre-ga un post scriptum. Nunca hay que volver a pensar algo para “me-jorarlo” o solventar una impresión, la mejor escritura es siemprela más dolorosamente personal, aquella que fue arrancada por lafuerza de los cuidados de la cuna — hay que cantar por uno mismo

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la canción de uno mismo — ¡sopla!, ¡ahora! — la manera propiaes la única manera posible — “buena” o “mala” — siempre ho-nesta (“cómica”), espontánea, “confesional”, interesante porqueno está mediada por el “oficio”. El oficio es el oficio.

ESTRUCTURA DEL TRABAJO. Las extravagantes modernas estructu-ras (ciencia ficción, etc.) proceden de un lenguaje muerto, lostemas “diferentes” dan la ilusión de una “nueva” vida. Hay que se-guir crudamente los contornos del movimiento alrededor del tema,como la roca en el río, para que la mente fluya sobre la joya delcentro (que el espíritu ruede, aunque sea una vez) hasta ganar unpivote, donde lo que era un “comienzo” muy vago se convierta enuna necesidad aguda de “conclusión” y el lenguaje se acorte en unacarrera contra el tiempo en el curso mismo del tiempo — una ca-rrera que siga las leyes de la Forma Profunda, hasta la conclusión,las últimas palabras, la última gota — la Noche es el Final.

ESTADO MENTAL. Cuando resulte posible, hay que escribir “sinconciencia” en un semi-trance (como la “escritura en trance” deYeats) y permitir que el inconsciente admita en sí mismo un len-guaje desinhibido, de un interés necesario, “moderno” hasta unpunto que el arte consciente preferiría censurar, y hay tambiénque escribir con excitación, velozmente, con calambres por tipear,según acuerdos mínimos (como desde el centro hacia la periferia)con las leyes del orgasmo, la “ofuscación de la conciencia” deReich. Acabar desde adentro — irse a lo distendido y lo dicho.

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SOBRE LOS

DEPORTES

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159El objeto privilegiado de mi interés cuando pienso en el deportetal como el deporte es, o como decimos en los círculos académi-cos, per se, que quiere decir “por sí mismo” en latín, es esa imagenque tuve una vez, la imagen de un boxeador casi adolescente quecorre apurado por la calle con un bolsito azul en el que lleva suscosas imprescindibles: suspensores creo (en realidad estoy seguro),pantalones cortos, ungüento, cepillo de dientes, dinero, quizás vi-taminas, camisetas, musculosas, protector bucal, todo eso me pa-rece, mientras camina rápido iluminado por la luz cenicienta delas lámparas de Nueva Inglaterra, una noche de invierno, va aLewiston Maine, digamos, para una pelea semifinal de pesos li-vianos con una bolsa de 10 dólares o (¡peor!) a Worcester,Massachusetts, o a Portland, Maine, o a Laconia N.H., a tomarun autobús Greyhound o un tranvía, y nunca sabré dónde vivíasu padre, o su madre, acaso en alguna pensión o departamentogris, o sus hermanos y hermanas, perdidos en alguna guerra, enalgún bar — no le rompieron todavía la nariz, tiene luz en los ojosy observa con una mirada cargada de intención y de sentido a esa

EN EL RING

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acera, a los costados de esa calle por la que camina hacia su des-tino, y sea cual sea no lo visitará nunca un ángel caído del cielo— Quiero decir: ¿qué sentido tiene dejar KO el cerebro por un pu-ñado de dólares? — Vi a este chico en el minúsculo gimnasio quemi padre administraba en Centerville, Lowell, Mass., hacia 1930,más o menos en la misma época en la que me inició en los depor-tes obligándome a prestar atención a los tipos que golpeaban pun-ching-balls y enormes bolsas de arena, y luego de haber visto a unpeso pesado entrenar y golpear la bolsa y hacer temblar el gimna-sio entero, se entiende enseguida por qué no conviene empezaruna pelea con ningún tipo con el que uno se tope en ningún bar,de Portland Maine a Portland Oregon — Y es probable que elnombre de ese chico que caminaba por la calle fuera Bobby Sweet.

Yo tenía ocho años entonces y no mucho después mi padre (im-prentero de oficio y gran fumador de cigarros) había convertido ellugar en un club de lucha, pugilismo, gimnasio, promoción, llá-menlo como quieran, pero la verdad es que los mismos que eranboxeadores un año se pasaban a la lucha en el siguiente; sobre todoRoland Boutheiler, que era el chofer extraoficial de mi padre, pues-to que mi padre no podía conducir el Ford modelo 1929 porquetenía las piernas demasiado cortas, y hablaban mucho mientras élconducía, y Roland era también un amigo muy joven de la fami-lia (alrededor de veintidós años) y trabajaba también en su impren-ta — Ahora Roland se dedicaba a la lucha y Nin, mi hermana (diezaños), y yo le suplicábamos que nos mostrara los músculos cuan-do venía a comer a casa y siempre venía a comer en verano y siem-pre hacía que Nin se colgara de uno de sus bíceps y yo del otro,guau… ¡Qué imagen! Como Mister America. Una vez en SalisburyBeach se mordió la lengua y estuvo a punto de atragantarse. Teníaalgo así como epilepsia. Durante toda su infancia allí, mi padrehizo el papel de amigo, de empleador y de protector. No era unarelación capitalista, no podría haberlo sido nunca entre un promo-tor de luchas y un imprentero en una ciudad de 100.000 habitan-tes, en la que las dos personas eran además honestas.

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Entonces recuerdo ahora la época, alrededor de 1931, cuan-do oí a Roland dar sinceras recomendaciones en un vestuarioque olía a sudor y ungüento y a todos esos olores que salen delas duchas y las ventanas abiertas, “Salgan ahí afuera, etc.”, yahí vamos mi papá y yo y nos sentamos a la derecha del ring; élprende su cigarro de siempre, el 7-20-4 o Dexter, empieza laprimera pelea, la primera que él promociona, Roland Boutheliercontra Mad Turk McGoo de Lower Highlands, y salen al ringy se ven las caras y chocan los guantes y empiezan a moverse yuno golpea y el otro cae blandamente en la lona, “Ay, OO”, ahorael otro se abraza al cuello de Roland con esos brazos peludos,veo que la cara de Roland (mi ídolo) se congestiona, lucha, peroel otro aprieta y aprieta. ¿Esto fue antes de que los combates delucha fueran reglamentados? ¿Están seguros? Bien, Roland habíarecibido la orden de perder la pelea en el primer minuto, o enel round siguiente, para que quedara tiempo para las peleas desemifondo y de fondo. Pero vi que su cara se congestionaba yse enrojecía con esa ira típicamente franco-canadiense y de golpelogra estirar las piernas y hace un movimiento acrobático, y dauna voltereta, y se pone al turco en los hombros y lo tira con-tra las cuerdas, y cuando el turco rebota él lo espera para gol-pearlo con la cabeza y devuelve al tipo con tanta fuerza contralas cuerdas que sigue de largo y aterriza en suelo, entre cigarrosapagados, los ojos en blanco, la mirada vacía. El réferi empiezala cuenta, lo más lentamente que puede, pero el tipo parece vol-ver en sí, escala las cuerdas, y en ese momento Roland lo revo-lea de nuevo sobre los hombros y lo pone de espaldas, y se letira encima, Roland, los dos hombros en la lona. Le hace en-tonces la full Nelson (que consiste en ponerse detrás del rival ypasar sus brazos por debajo de los propios brazos, juntando lasmanos en el cuello), lo que provoca dolor en las articulaciones,y provoca llantos y gritos. Aun después lo vuelve a tirar de es-paldas (con sus bíceps) y acaba de malograr el combate que estaprevisto que perdiera.

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Estoy también en las duchas después de oír cómo mi padre ylos demás insultan a Roland por hacerles perder todo ese dinero,y Roland dice simplemente: “OK, pero él me escupió en la cara, yyo no tolero eso de nadie”.

Una semana después, Roland nos lleva en coche a mí, a mipadre y a mi madre y a mi hermana a Montreal, Canadá, parapasar el fin de semana del 4 de julio, lugar y momento en el queRoland espera conocer en la ciudad algunas francesitas, las hijasde mi prima. Cuando pasamos Lake Champlain se da vuelta haciael asiento trasero, donde yo viajo, y me grita en francés: “¿Estásahí, Ti Pousse?”.

Por esa época, tanto mi padre como mi madre me llevaban aver todos los combates (no me pregunten por qué, tal vez Lowellfuera una gran ciudad para la lucha) entre los dos mayores cam-peones del mundo: Gus Sonneberg, de Topsfield (o cerca deMassachusetts, y de origen alemán) y el gran Henri DeGlane, elcampeón mundial francés — Era una época en la que se luchabapor pan — En el primer round, Gus Sonnenberg arremete hacialas cuerdas con un salto y hace su famoso golpe de cabeza en el es-tómago, que castiga a DeGlane y lo tira definitivamente afueradel ring, casi a la falda de mi madre… Se siente avergonzado, ydice, “Discúlpeme, Madame”, y ella le contesta: “No hay proble-ma; usted es un francés hecho y derecho”. En el siguiente turno,voltea a Sonnenberg con su célebre llave de piernas y gana el pri-mer combate. Mucho después, en un aire viciado por el humo delos cigarros que siempre hizo que me preguntara cómo esos tipospodían, ya no digamos luchar, sino respirar (esto era en el CrescentRink de Lowell) alguien aplicó una llave de piernas tan terrorífi-ca que la gente huyó despavorida a su casa, y alguien, ese alguienu otro alguien, ganó, pero no recuerdo quién fue.

Fue poco después de eso que la lucha empezó a tener sus reglas. Mientras tanto, en Crescent había también combates de box

y lo que a mí me gustaba, aparte de la acción misma, y dado queyo no podía apostar porque tenía diez años y ni entonces ni ahora

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me interesaban las apuestas por dinero, eran ciertos maravillososmatices estéticos propios de los deportes de lucha puertas aden-tro: escuchar los sonidos, oler el humo del tabaco, el eco en el vacíode los gritos, la poesía de todo eso… (que no reproduciré ahora).

Porque ahora no hay tiempo para la poesía. La única manerade organizar lo que uno va a decir sobre el tema que sea es hacer-lo a gran escala, una escala emocional fundada en lo que uno sin-tió a lo largo de la vida. Solo ahora, a los cuarenta y cinco años,juro que vi al boxeador de ojos celestes y tristes, que corría consu bolsito a la estación de ómnibus de Massachusetts, camino aMaine, a otra gris pelea de semifondo, ya sin esperanza aunqueacaso con 50 dólares, y acaso también con la nariz rota, pero porqué un hombre joven hace estas cosas, para qué quiere terminaren las últimas páginas de los periódicos pueblerinos, donde pu-blican los cables de UPI y AP sobre las peleas: “Manila, Filipinas,José Ortega, 123, de San Juan de Puerto Rico, le ganó por pun-tos a Sam Vreska, 121, de Kearney, Nebraska, en una pelea a diezasaltos… Hungry Nelly, 168, de Omaha, Nebraska, noqueó aRoss Raymond, 169, de Ottawa, Canadá, en el segundo round”.Uno lee cosas así y se pregunta por qué insisten en sentarse inde-fensos en el rincón, esos segundos en los que les pasan la espon-ja con agua en la nariz enrojecida. Bueno, ¡no esperen jamás demí que me suba a un ring! ¡Me da miedo! ¿Podría decirse en laenciclopedia que publica estas historias que Grass William le ganópor puntos o que noqueó a Gray Grass en el quinto? ¿En la ciu-dad de Beelzabur? Mejor diré solamente: que Dios bendiga alos boxeadores jóvenes. Yo voy a descansar un rato y a esperarla botella de mi entrenador, y, por si no lo sabían, el nombre demi entrenador es Johnny Walker.

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Pensando en Jack: un prefacio, por Robert Creeley

EN EL CAMINO

Una linda rubiaPresentación a The Americans: fotografías de Robert Frank En camino a FloridaEl gran viaje en autobús al OesteEl lamento laberíntico del blues

SOBRE LOS BEATS

Consecuencias: la filosofía de la Generación Beat Corderos, no leonesOrígenes de la Generación Beat

SOBRE LA ESCRITURA

Fundamentos de la prosa espontáneaCredo y técnica de la prosa modernaSobre poetas y poéticas¿Los escritores nacen o se hacen?Petición a un juez italianoShakespeare y el extrañoSobre CélineNotas biográficas

7

1935414959

677175

87919397

101105111113

ÍNDICE

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OBSERVACIONES

“Uno de los chistes más maravillosos...”Hasta hace no mucho había alegría en NavidadNavidad en casaEl nacimiento del bopNosferatu (Drácula)

SOBRE LOS DEPORTES

Ronnie en el montículo Tres textos para el Independent de St. PetersburgEn el ring

ÚLTIMAS PALABRAS

La última palabraLa primera palabraMi gato Tyke“¿En qué pienso estos días?”

FUENTES

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