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Mar interior Textos Universidad Laboral, nº...

Date post: 07-Oct-2018
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1 Mar interior Textos Universidad Laboral, nº 4 Coordinación: José María Escribano Escribano Colaboran: María Teresa Giménez Larrarte Elvira Henares López María José Merlos Sánchez Beatriz Merino García Francisco José Navarro García-Andújar Gema Ruiz Álvarez Antonio Segovia Molina María Dolores Urbaneja Fernández
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Mar interior Textos Universidad Laboral, nº 4 Coordinación: José María Escribano Escribano Colaboran: María Teresa Giménez Larrarte Elvira Henares López María José Merlos Sánchez Beatriz Merino García Francisco José Navarro García-Andújar Gema Ruiz Álvarez Antonio Segovia Molina María Dolores Urbaneja Fernández

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Mar interior

JOSÉ GONZÁLEZ MARTÍNEZ DANIEL CASTELLANOS AVENDAÑO

ALBERTO NAVARRO FAJARDO INMACULADA CANUTO GONZÁLEZ

COVADONGA BLÁZQUEZ LÓPEZ MIRYAM TORREGROSA PASCUAL

PAULA ORRITE ROMÁN

Prólogo María Dolores Urbaneja Fernández

Albacete I.E.S. Universidad Laboral

2002

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Edita: I.E.S. Universidad Laboral. Avenida de La Mancha, s.n. 02080 Albacete Telf.: 967 21 05 61/01 - Fax: 967 21 05 61 Consejería de Educación. Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha Dibujo de la cubierta: Carlos Lizán Heredia Diseño de la cubierta: Departamento de Artes Plásticas I.E.S. Universidad Laboral de Albacete Ilustraciones: María Pilar Gómez Rodríguez y Covadonga Blázquez. Imprime: Cano, Artes Gráficas (Albacete). Depósito Legal:

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Índice

PRÓLOGO 9 POESÍA 13 José González Martínez 17 Daniel Castellanos Avendaño 21 Alberto Navarro Fajardo 27 Inmaculada Canuto González 33 PROSA 37 Inmaculada Canuto González 41 Covadonga Blázquez López 49 Miryam Torregrosa Pascual 55 Paula Orrite Román 63 ILUSTRACIONES

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Carlos Lizán Heredia Cubierta Mª Pilar Gómez Rodríguez 15 Covadonga Blázquez López 39

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PRÓLOGO

Aunque el primer intento de expresión fue una ima-gen, esta acabó, tras un largo proceso, generando la palabra. Desde entonces ambas han seguido caminos paralelos, afectándose mutuamente y arrastrando distintas modas y estilos.

Pintar, dibujar, diseñar o escribir. Podemos expresarnos usando lenguajes muy diferentes, tomando diferentes caminos para llegar a un mismo final. Además de los cita-dos códigos, existen otros menos conocidos, y cualquiera de ellos es válido, en solitario o en combinaciones a veces sorprendentes.

Cada uno de estos lenguajes, que hacen posible el entendimiento entre iguales, tiene unas normas que vamos aprendiendo a lo largo de los años y llevando a la práctica con más o menos fortuna.

Cada uno de estos lenguajes es tan complejo que so-lo una minoría llega a dominar alguno de ellos, exprimiendo toda la riqueza que nos ofrecen y llevándolo más allá de sus funciones más elementales.

Si pocos son los afortunados que son capaces de do-minar el instrumento con el que se expresan, todavía son menos los que se permiten ir de un lenguaje a otro sin aparente esfuerzo, jugando con dos barajas y a distintos juegos.

Por último -y no por eso menos importantes- están aquellos privilegiados que, usando los recursos que todos conocemos, consiguen transmitir, aparentemente sin esfuer-zo, algo tan abstracto y universal como las emociones

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o los sentimientos. Es entonces cuando el lenguaje se vuelve creativo y nos sorprende con toda la riqueza de que es capaz, elevándonos unos centímetros sobre lo cotidiano.

Ahora que tanto hablamos de los jóvenes –nuestros jóvenes– sorprende encontrar ejemplos que se salen por la tangente, que son diferentes a la masa anónima y anodina que los y nos envuelve; es cierto que no forman el grupo más numeroso, y también es cierto que hay que darles un empujón, pero están ahí, saltando por encima del miedo al ridículo y a los posibles errores. Sienten la necesidad de expresarse y se arriesgan repitiendo temas eternos e intem-porales; la forma de hacerlo no importa, el resultado es lo bastante bueno como para prestarle la atención que se merece.

Como en años anteriores los trabajos publicados son los premiados en el Certamen Literario y de Portadas, que va ya para su cuarta edición. El orden de aparición coinci-de con el de los premios en las tres modalidades de poesía, prosa e ilustraciones.

Agradecemos esta edición a todos estos jóvenes, sin olvidar la ingrata tarea del Jurado, que ha seleccionado los trabajos y en el que han participado profesores/as de los Departamentos de Orientación, Lengua, Ciencias Naturales, Filosofía y Dibujo.

Gracias también a la Dirección del Centro por su con-fianza reiterada en este proyecto, al Departamento de Actividades Extraescolares por su continua disponibilidad y a toda la comunidad educativa por su apoyo incondicional.

Lola Urbaneja Fernández

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POESÍA

JOSÉ GONZÁLEZ MARTÍNEZ

Tinajeros, 1984

RECUERDA

Cuando las sepulturas de la noche se levanten y la mentira inunde la tierra,

cuando desaparezcan los caminos y estemos cubiertos de oscuridad...

vendré a buscarte.

Cabalgaré entre egoísmos y tristezas, derribaré orgullos y mentiras,

levantaré mi espada en el abismo. Por encima del mar, desde el infinito,

me verás venir.

No habrá lugar para el olvido, sólo tú y yo estaremos juntos,

oirás una suave melodía.

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¡Recuerda! la mentira inunda la tierra, y las sepulturas de la noche ya se han levantado.

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INSPIRACIÓN

Te busco y no te encuentro, y me ahogo entre la fría lluvia de tu ser.

Te pierdes, desapareces como el aire,

como la vida, como el amor, sólo me permites verte un instante, un segundo,

como una suave melodía que vuela y muere.

Sólo tú, sólo, me llevas por cauces desconocidos, por senderos muertos, por rincones olvidados.

Me haces volar como ave en el cielo, como fluye entre piedras el arroyo,

entre nubes los suspiros.

Viajamos entre los pensamientos, entre los deseos; navegamos entre las sombras de la noche;

buscamos en el olvido, en el recuerdo; pero siempre en penumbra, bajo la tímida luz de la luna,

siempre en penumbra.

No te vayas, no me dejes; recuerda que vivo, que existo, que soy.

Vuelve, te estaré esperando;

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viajaremos de nuevo.

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DANIEL CASTELLANOS AVENDAÑO

ALBACETE 1982

DESCALZO

Sonrisa de aire en un lejos de percha

y no alcanzo ese a-la-vez tan pirueta y tiovivo.

Sólo zarpazos rotos contra nube rizada en sol, ¿adónde ahora el vuelo

y lo silencioso de rasguño?

Quizá pájaro nacido humo, travieso para saciarse,

diluir, camuflarse en mimético

y bucear dentro de un espejo. Y ni rozar un pestañeo fugaz

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ni respirarlo, tan agrio así de sólido,

esencia profunda de juego y, a la vez, de escondite.

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ROUGE

Húmedos de sábanas, cada tanto y tan espesos

torpes unicornios, como eclipse hecho a tijera.

ebrios de diamante, densos-barro-sueño

y al galope almohadas desnudas y sus flecos, sus púas

que llueven, rasgando.

Unicornios de sed de carmín, lenta tormenta de esporas.

Quebrando en añicos

lápiz de labios marcado, mientras bruscos navegares

hilvanan otra vez, con sus coces y estornudos, una alfombra de migajas.

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CUALQUIER HABITACIÓN Nº 114

...lleguen lenguas heladas y cosquillen lamiendo,

cierren grietas en el collage, hasta amarrar la carne y otoño

de la ciudad como perro.

Y empuje la escarcha, y se enrede un gemido del norte

con un aullido largo, cuando viento deshinche.

Cuando polen gélido salpicando como tos en la calle,

complete surcos ínfimos, contraste con luces y ventanas

de la piel áspera de perro.

La nieve estrangule ociosa y consiga callar las puertas,

y castiguen a los ladridos a recorrer un laberinto,

a escapar hacia adentro.

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LOS OTROS PALACIOS

Si estar cuerdo de escalera es creer subir o querer bajar,

mejor zigzaguear ascendiendo altos muros,

desprenderse por balcones o saltar hacia otros tejados

donde calentar la sangre fría de otro modo más enloquecido.

CUATROCIENTOS ISO

Las cenizas y demás enseres, pelusas, arañas, polvo,

espontáneas antes que desconocidas de debajo de un armario,

y que clic clic de fotografía e incómodo nuevo flash

para luego un retrato que soy yo,

pero qué extraño salgo amordazado por la violenta ceguera.

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ALBERTO NAVARRO FAJARDO

Albacete, 1983

FLOR DE ANHELO -N-

Hola amor, hoy de nuevo vuelvo a respirar. Hoy siento tu lánguida imagen perforando mis sentimientos. Pero solo es su reflejo vertical sobre aquel espejo roto que cuelga de mi mente obtusa. Tengo vértigo, frío vértigo y acusador... Hola amor, ¿tan lejano es el fondo de tu gastado y débil abismo, aquel que tergiversa mis sueños? La brisa púrpura de tu infierno se cuela clandestina y misteriosa hasta mis pulmones, y los empapa; saturas mis alvéolos con tu agrio licor hasta que desbordan en ríos de suave adrenalina

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purificando todas y cada una de mis oscuras habitaciones, y corre, corre

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por el jardín sin laberinto de mi alma injusta, coloreando mis arterias con colores inauditos... Hola amor, Tú que tallas cada atardecer Sobre endrino terciopelo, Tú que envuelves los pétalos de rosas, pálidas y mudas mariposas, en la alfombra de la esperanza, aquella que contempla tu eterno idilio con la locura. Y ¿sabes? la sístole y diástole de mi corazón han naufragado endiabladas en un océano de blanca incertidumbre. Hola amor, ¡apártame si puedes de la frenética y estéril lucha con la realidad... ! Porque no soy una mariposa sin voz, porque tú eres la Flor de mis anhelos.

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DANZA TRIBAL

Perdí el hilo antes de encontrarlo, sólo buscaba esperanza en el subsuelo

de mi alma. Cayó mi armadura

hecha de inciertas promesas; después, ajado e inerme,

evité lo ineludible. En un oasis a media luz

sibilantes carcajadas pintan el sol de negro.

La campana del relámpago envuelve a la luna con su lúgubre sonido,

haciendo despertar los frívolos ojos de un exánime bufón...

Abajo, abajo,

abajo, en lo más profundo y oscuro de un pozo sin fondo, donde yacen

gritos envilecidos por el necio porvenir. Ácidas voces de bífidas lenguas extravían el dolor en cavernas

de acres olores, donde la última víctima fue la primera.

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Y en el lívido infinito del túnel verde se estanca la perseverante muerte en medio de nuestra danza tribal.

Y, ávida de silencio, en el vientre de la noche,

con su gélida mirada entierra las tímidas sombras

que me aguardan en la virtud de la oscuridad...

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INMACULADA CANUTO GONZÁLEZ

Albacete, 1983

SOLEDAD QUE NO ME ABANDONAS

Agujeros subterráneos, vacíos; agujeros sucios, malolientes. Olores pesados, grasientos.

Olores a humanidad retorcida. Humanidad que se pudre y se acaba,

que se encierra en su penosa vida y que se esconde en invisibles agujeros.

Vidas que se ciñen a la triste rutina; vidas frágiles, de cristal.

Suelos de cartón, que duelen menos; duros pisos de cemento armado.

Escasas inyecciones aliviantes de sonrisas; grandes oleadas de descontento y penas.

Risas que gimen, carcajadas. Llantos que explotan silenciosos y desahogantes.

Silencio inquietante en mitad del jaleo. Gente que huye de sí misma.

Carreras fuera de tiempo, diminutos pasos a contrarreloj.

Corazones que intentan sobrevivir; otros que, exhaustos, se dejan morir.

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Corazones repletos de amor desatendido. Amores, llantos, alegrías, prisas, pesares...

Y en mitad de este gran tumulto: TÚ. y te sientes solo;

pero tranquilo, no lo estás. Esa soledad nunca te abandonará.

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PROSA

INMACULADA CANUTO GONZÁLEZ

Albacete, 1983

SARAH QUISO SER MUJER

La chica de la aldea Wonocuro ya había cumplido trece años; pronto se celebraría la fiesta de mayoría de edad en que oficialmente las jóvenes se comprometían para casarse.

Sarah pensaba cuánto le gustaría que el chico de la aldea cercana, al que había visto bañarse en el río junto a los demás adolescentes, se fijara en ella; pero sabía que tenía pocas posibilidades, pues la naturaleza no la había dotado de las habilidades necesarias para superar las pruebas a las que eran sometidas las chicas cada primave-ra. Sabía que era difícil; su madre intentaba prepararla para el fracaso diciéndole que, si no superaba las pruebas tras tres años de intentos, pasaría a formar parte de las criadas del hechicero de la tribu. Sería una mujer condenada a quedar soltera y sin hijos y a ocupar el más bajo escalafón dentro de la sociedad a la que pertenecía. Una mujer sin voz, sentenciada a permanecer en silencio ante los hombres y a obedecer órdenes, sin hogar propio y destinada a realizar los trabajos más duros; no tendría derecho a parti-cipar en bailes y fiestas. Si no era capaz de pasar las prue-bas, sería una mujer inferior, invisible; nadie contaría con ella. Además, tendría que ocultar su rostro tras una máscara idéntica a la de todas las mujeres como ella; perdería su nombre y su condición de persona.

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Sarah escuchaba en silencio, sentada en el suelo y con los ojos muy abiertos, pensando que no era posible que todo esto fuera verdad, que le quitarían su identidad, su voz y su rostro.

La luz del atardecer se filtraba por el hueco del techo de paja de la choza en la que vivía con su madre y sus cinco hermanos. Ella era la mayor, y cuando nació, sus padres pensaron que una maldición había caído sobre su familia, pues tenía una pierna más corta que la otra y el brazo derecho retorcido. Pensaron que no sobreviviría, ya que no era pequeña su deformidad. La llevaron al hechice-ro de la tribu para que alejara de la familia los malos espíritus. El hechicero sometió a la recién nacida a unas pruebas a las que se pensaba que era muy difícil que sobre-viviera, exponiéndola durante toda una semana a dormir a la intemperie sobre una cama de ramas, en lo alto de una estructura de palos.

Durante siete días y siete noches la niña permaneció allí tumbada, alimentándose únicamente de un brebaje que una de las criadas del hechicero le daba a chupar de un paño empapado en un cuenco. La niña lloró durante cinco días y medio, cada vez con menos fuerza. El sexto día dejó de oírse y todos pensaron que Kanautú, el dios de las tinieblas, se la había llevado. Los padres, en cierto modo, quedaron aliviados al pensar que había muerto, así la maldición habría desaparecido y podrían tener hijos sanos. El último día, al despuntar el alba, cuando la prueba llega-ba a su fin y todos pensaban en preparar la ceremonia del entierro, se escuchó un potente llanto proveniente de lo alto del entramado de palos. Todos quedaron boquiabier-tos: la niña estaba viva. Vieron moverse algo entre las ramas de su lecho: un chimpancé salía de la cama y se encaramaba en un árbol; era una hembra que estaba criando, pues tenía los pechos abultados. El mono había amamantado a la niña salvándole la vida y evitando que llorara los dos últimos días de la prueba, a la vez que con su peludo cuerpo la protegió de las frías noches.

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Bajaron a la niña y vieron que estaba en perfecto es-tado. El hechicero declaró que la prueba había sido supe-rada, los malos espíritus habían salido ya del bebé. La madre, con lágrimas en los ojos, tomó a su niña en su regazo y pensó que se había producido un milagro.

Nunca nadie de la aldea contó nada a la chiquilla. Desconocía por completo este episodio de su vida en que un mono le salvó la vida. Además a ella no le gustaba nada hablar de su deformidad, ni tampoco que nadie lo hiciese. Era como un tabú, era su secreto a voces.

La madre había criado a Sarah prodigándole toda clase de cuidados, protegiéndola y preparándola para la dura vida que le esperaba; no su padre, a quien siempre le pareció que aquella niña imperfecta era un castigo por algo que no acertaba a adivinar.

La mamá continuaba sentada dentro de la choza so-bre un jergón de paja, contándole a su hijita, muy despacio para que pudiera entenderla y con toda la dulzura de la que era capaz, el tipo de vida que le esperaba en adelan-te, ahora que ya se había convertido en mujer. No quería que su hija se hiciera demasiadas ilusiones respecto a su futuro, que pensara que llegaría a tener un hogar e hijos. La madre sabía que Sarah nunca podría trepar a los árboles como las demás, acarrear la misma cantidad de agua y de leña, tejer los vestidos de invierno y curtir las pieles; pues con su brazo retorcido todos esos trabajos eran para ella muy costosos. En casa la madre siempre se acostaba más tarde para ayudar a la chica en las tareas que le eran asignadas.

Sarah escuchaba cómo su madre intentaba mostrarle lo positivo de ser criada del hechicero: tendría comida asegurada, ropa y un jergón donde dormir en la choza común de las mujeres.

Madre, pero si eso me ocurre, no podré hablar.

No te preocupes, hija, sólo será en presencia de los hombres; cuando estés con las demás mujeres, podrás hablar bajito, y siempre encontraremos la manera de vernos

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a escondidas cuando vaya por agua o cuando los hombres se hayan marchado de caza; entonces nos contaremos muchas cosas.

Madre, pero perderé mi nombre.

Nunca para mí, preciosa; siempre serás mi pequeña Sarah y yo pronunciaré tu nombre cada anochecer para que los dioses no olviden reservar un sitio para ti.

Madre, nunca podré tener hijos.

Eso es una desgracia muy grande, pero te evitarás los sufrimientos que eso conlleva. No sabes lo mal que lo paso yo por ti y por tus hermanos, para dar de comer a todos en pleno invierno, cuando la comida escasea y las noches son tan largas y tan frías. Además, si te casaras y no fueras capaz de engendrar un hijo en el plazo de cinco inviernos, tu esposo te repudiaría y te desterrarían de la aldea, abandonada a tu suerte, con una bolsa de comida, un puñal y herramientas para pescar. Muy pocas son las mujeres que sobreviven al destierro, la vida en la jungla es muy dura y estando solas es casi imposible salir adelante. Las fieras acechan y es muy difícil defenderse cuando no se está entrenada para ello.

Nada hacía presagiar que algo diferente iba a ocurrir en esa cálida mañana, en plena temporada de lluvias. Todo transcurría con normalidad. La aldea se hallaba con la mitad de sus habitantes: los hombres mayores de dieciséis años, los que ya eran adultos, estaban fuera, a punto de regresar de una expedición de caza. Habían partido una semana antes para buscar provisiones. Las mujeres se encargaban de acondicionar los almacenes de alimentos, afilaban cuchillos y se preparaban para arreglar las presas que trajeran sus padres, maridos e hijos.

Algo extraño ocurrió. De momento el cielo se oscure-ció, los animales se asustaron y se podía oír el graznido de los pájaros; los monos se ocultaban en los árboles. Todo quedó en sombras. Los más viejos recordaban algo pareci-do y lo interpretaron como un mal augurio. Se trataba de

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un hecho natural, un eclipse de sol, pero a ellos les pareció algo mágico y corrieron a refugiarse en sus casas.

Sarah se vio de repente sola junto al molino de grano. Sin saber por dónde, apareció un gran león; asustado por lo que estaba pasando, corría de un lado para otro tirando todo lo que hallaba a su paso. Sarah se quedó petrificada, sin saber qué hacer y, sin mostrar miedo alguno, permane-ció frente al animal, pensando que tal vez ya nunca cono-cería su destino en las pruebas de la próxima primavera. Las mujeres, los niños y los ancianos miraban desde el interior de sus chozas sin atreverse a intervenir, pensando que la chica iba a morir. Cuando el león hambriento se iba a abalanzar sobre la niña, de un árbol bajó un mono y le plantó cara a la fiera. El mono cogió a Sarah por la cintura, la llevó a un árbol y la ayudó a trepar. Por segunda vez había salvado la vida de la niña deforme; era una especie de ángel de la guarda para ella.

El sol volvió a la aldea y el león desapareció lenta-mente en la espesura. Todo quedó en calma. La madre de Sarah sabía que nada malo podía pasarle a su hija junto al mono. Pero Sarah había desaparecido; la llamaron y la buscaron por toda la zona; no estaba, era como si se la hubiese tragado la tierra.

Sarah despertó con un fuerte dolor de cristales molidos en la cabeza. No reconocía el sitio donde se encontraba; mirando alrededor pudo ver que estaba acomodada en una especie de cama hecha con ramas en lo alto de un árbol; enseguida se acercó un rostro que aunque ella no conseguía asociar, le resultaba muy familiar. Se trataba de la chimpancé que la había salvado, su protectora. Ella la había cuidado los días que permaneció inconsciente después de la caída que sufrió durante la trepidante huida de la aldea.

La chica se sentía extraña, empezó a recordar todo lo que había soñado, y una agradable sonrisa acudió a su rostro. En su sueño había viajado a una época futura,

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donde las mujeres no perdían su identidad por el hecho de no tener marido, donde tenían voz y contaban para tomar decisiones igual que los hombres; incluso había mujeres sabias. Si querían, elegían marido; si no, no importaba, quedaban solteras. Y por supuesto las terribles pruebas para hacerse adultas y poder casarse habían desaparecido.

Soñó que un chico estaba a su lado y viajaban juntos; soñó que el sueño era posible y real. Se sintió feliz con su sueño y sintió que podía ser una premonición, que en tiempos venideros las cosas podrían ser de esa manera. Aunque no sabía si ella llegaría a ver esa nueva forma de vida.

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COVADONGA BLÁZQUEZ LÓPEZ

Albacete, 1987

QUÉ PERRA ES LA VIDA

Esto no hay quien lo entienda, la vida surge así, y cla-ro, ves que tú no puedes hacer nada y pasa lo que pasa...

Me desperté una mañana y como todos los días me dirigí al centro de la ciudad sin saber muy bien por qué, tal vez porque no tenía otra cosa mejor que hacer. Iba pa-seando por la acera entre cientos de personas que parecían no darse cuenta de que yo estaba allí, posiblemente porque ellos tenían obligaciones que cumplir de las que yo carecía.

Observé que una niña rubia de unos dos años pasea-ba felizmente con su madre. A diferencia de los demás ellas sólo paseaban. El parecido entre ambas era realmente impresionante, iban vestidas del mismo color y hasta me pareció oler la misma colonia. La pequeña se dio cuenta de que la estaba observando detenidamente y me miró de una forma extraña. Algo no le cuadraba y sin apenas comprender nada rompió a llorar. Yo, temiendo verme envuelto en algún lío (no sería la primera vez), me fui calle abajo hasta meterme en un callejón; parecía ser el lugar de reunión de una pandilla que en esos momentos se dedica-ba a consumir algo que por su aroma era inconfundible-mente un porro. Aunque se les veía muy concentrados en lo suyo, decidí esconderme entre unos contenedores de basura. Me miré a mí mismo y comprendí que mi aspecto no era el más adecuado; llevaba mucho tiempo sin darme un buen baño...

Algo llamó la atención de aquellos tipos en el otro ex-tremo del callejón, así que aproveché para salir de aquel

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sitio, pero sin ir a ningún lugar en concreto, sólo a andar un poco a ver qué ocurría.

Mientras caminaba calle abajo oí un barullo y me acerqué. Una furgoneta blanca había golpeado a un coche de esos pequeños... y observé cómo del diminuto coche salía un tipo. de un tamaño desproporcionado al del vehículo, voceando:

¡Imbécil! ¡te voy a partir la cara!

Mientras el individuo tipo armario se acercaba ame-nazadoramente al de la furgoneta, el otro estaba atemori-zado, sin atreverse a salir y su mujer, a su lado, estaba a punto de echarse a llorar. La gente se paraba a mirar, aquello era un espectáculo, sólo faltaba que le pegara y ya sería perfecto.

Hay que ver lo burras que son las personas a veces pensé. En realidad no se dan cuenta de que todas son iguales y no hacen más que dar la nota.

La pelea me trajo recuerdos de cuando era más jo-ven, porque yo cometí errores de ese tipo y me metía en peleas por las razones más absurdas. Ahora he cambiado, quizá porque no me ha quedado otro remedio, y además tampoco estoy para muchos trotes, pero en aquella época nadie me molestaba y hacía lo que me daba la gana. Recuerdo cuando salía con mi peña y cómo las viejas nos echaban a escobazos de sus parcelas porque lo destrozá-bamos todo. Volvíamos locos a los niños del pueblo qui-tándoles la pelota. También recuerdo cómo la gente se apartaba cuando pasábamos por delante. Y es que las personas de allí nos temían. En algunas ocasiones podíamos llegar a ser peligrosos, nunca se sabía cómo reaccionaría-mos en algunas situaciones. Tras pasar gran parte del día juntos, por la noche los demás se iban a sus hogares y yo me quedaba por las calles vagabundeando. Y es que yo no tenía familia ni nadie que me cuidara, por lo que desde muy pequeño sobreviví por mis propios medios.

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Saliendo de mis recuerdos pude ver cómo aquel estú-pido hombre, aunque un poco más calmado, seguía voceando al otro mientras la gente empezaba a dispersar-se, porque estaba claro que ya no le pegaría y la cosa había dejado de tener emoción.

Yo pensé: qué tontería por un golpecito de nada la que arman algunos.

Decidí, como los demás, que no merecía la pena se-guir ahí viendo aquello. Además, como mi estómago ya empezaba a protestar, busqué un sitio para comer algo y, si era posible, para pasar la noche, pensando que tal vez al día siguiente en vez de pasear sin razón, podría buscar a alguien con quien compartir mi vida. Ya lo había intentado en otras ocasiones sin resultado; no quería resignarme, aunque era difícil no tirar la toalla después de tanto tiempo, pero entonces pensé: “¿Quién va a querer a un viejo perro vagabundo, sucio, lleno de garrapatas y tan feo como yo?”

Luego van y dicen los humanos: “¡Qué perra es la vi-da!” y entonces es cuando yo pienso: Qué sabrán ellos.

“Respecto a los perros, nadie que haya convivido con uno de ellos conocerá nunca, a fondo, hasta dónde llegan las palabras genero-sidad, compañía y lealtad”

Arturo Pérez-Reverte

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MIRYAM TORREGROSA PASCUAL

Elda, 1987

PLUMAS HELADAS

Y un triste día de otoño empezó a nevar. Alicia obser-vaba desde su habitación aquella caída incesante de “plumas” heladas del cielo. Entonces pensó que ya era tarde y que nada volvería a ser lo mismo, y lo único que quería ahora era que llegasen las siete de la tarde y, en cuanto su madre se fuese a trabajar, abrir la puerta y marcharse ella también. Pero Alicia no se iba a trabajar, ni a continuar los estudios abandonados, ni a casa de sus abuelos a cenar. Se iba, simplemente se iba para siempre, se iba a ninguna parte. Se iba a olvidar, aunque en el fondo sabía que difícilmente lo lograría, que con sus diecisiete años a duras penas podría borrar tantos recuerdos de su mente.

Su padre los dejó unos meses atrás, a su madre y a sus hermanos. Un cáncer fue acabando con él poco a poco, día a día. Lo peor fue que muchas personas sabían que moriría, Ali no, ella no. Sin embargo, quizá fue mejor así.

Y es verdad que su madre siempre estaba de mal humor, y que todo lo que Ali hacía con buena intención estaba mal para ella, y que estaba muy poco tiempo en casa, y que apenas había pasado tiempo con sus hijos..., y muchas cosas más que Alicia lloraba por dentro. Pero en el fondo ella la quería, y mucho.

Eran las cinco y cuarto y ya empezaba a anochecer. Ali miraba por la ventana hacia la calle y, de repente, alguien gritó su nombre. Alicia sintió algo que se le removía

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dentro. Se asomó a la ventana y allí estaba Inés. Ali no podía creer que hubiera vuelto, después de tanto tiempo sin saber qué era de ella ni dónde paraba.

Desde que se conocieron habían sido inseparables y, por raro que parezca, nunca se habían enfadado la una con la otra. Inés siempre estaba ideando planes que casi siempre resultaban ser gamberradas y que, por muy buenos que pareciesen al escucharlos, siempre salían mal. Quizá fue eso lo que las unió.

Su amistad era perfecta hasta que llegó el verano. En-tonces las cosas cambiaron mucho, e Inés más aún. Lo que más le dolió fue dejar el colegio y tener que irse a un centro de secundaria donde no conocía a nadie y donde, ade-más, iría sola; y únicamente porque sus padres querían que fuese allí. Fue entonces cuando empezaron a dejar de verse; Inés cada vez se sentía peor y hablaba menos. Nunca quiso hablar de ello, no quería admitir que no tenía amigos, y que esa Inés que todos conocían ya no sería la que había sido.

Alicia cerró la puerta de su habitación y abrió la ven-tana sigilosamente.

¡Inés! ¿Qué haces aquí? ¡Cuánto tiempo sin verte! Espera, que te abro. Sube.

Ali, ¿te vas a ir de verdad? Tais me llamó ayer y me lo dijo.

Entraron las dos en la habitación de Ali; cada una se tumbó en una cama, y empezaron a hablar, como en los viejos tiempos. Parecía mentira que hubiera pasado tanto tiempo y que, sin embargo, las dos siguieran tan unidas.

Ali, me tengo que marchar pronto, mis padres se han ido de viaje, a hacer no sé qué del trabajo, y me he quedado con mi tío, que no me deja salir por la tarde; pero, como hoy no está en casa, me he escapado y he venido; Eso sí, si me pilla, me mata; pero tenía que hablar contigo. Tais me dijo que te ibas porque tu madre...

Tais dice muchas cosas.

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Ninguna habló, sólo miraban por la ventana; seguía nevando. Ali entonces empezó a contarle. Según iba hablando sentía que su cuerpo se iba vaciando lentamen-te, como si todos los malos momentos que había vivido se fuesen derritiendo como la nieve que caía. Le contaba cómo su padre se había llevado un trozo de ella, cómo su madre no hacía más que gritarle, cómo odiaba a su her-mana desde lo que ocurrió con el Meco... Sí, aquella fue una de las cosas que a Alicia peor le sentó. Inés no lograba entender cómo Alicia podía querer a alguien como llegó a querer al Meco, ni entendía por qué lloraba por él todavía, con el tiempo que había pasado, ni por qué seguía viéndo-lo si lo único que hacía era empeorarlo todo. Pero Inés prefería no hablar de esto porque en el fondo empezaba a entender algunas cosas. Aunque lo que pasó con el Meco no fue una simple ruptura. Sucedió como en una película: él terminó con Alicia para salir con su hermana Isa y ahí estaban. Ali, aunque era muy buena, no se lo perdonaba. Desde que se lo contó a Inés, su amiga empezó a mirar a los chicos de otra manera.

Ali, me tengo que marchar. No te vayas, si no sale bien te vas a arrepentir.

Pero es que yo no aguanto. Además, tú también te fuiste y me dejaste sola.

Tú misma. Bueno, pues nada. Otro día me pasaré por aquí.

No, porque mi madre empezará a preguntarte. No digas nada, ¿eh?

No sé nada. Dame un abrazo, ¿no?

Inés se fue. Ahora sí que Alicia se sentía vacía, ahora se sentía sola. Entonces se dirigió a su escritorio, cogió un boli y un papel y empezó a escribir. Era una carta para su abuela. Ella y Alicia siempre habían tenido una relación muy especial, para Alicia su abuela era como una segunda madre, y para su abuela ella era como una hija. Empezó a escribir, mas sólo puso: “Abuela, de verdad que lo siento”.

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Después dobló la hoja y la metió en un sobre. Se levantó y se puso a mirar en la estantería que había encima de su mesa, entonces encontró en una de las baldas una peque-ña caja. Alicia no recordaba tenerla, así que la cogió y la abrió. En ella había un colgante de oro con unas letras grabadas que decían: “Feliz Navidad, Alicia”.

Se preguntó cómo podía haber olvidado ese colgan-te y esa fecha tan especial. Desde entonces, Alicia siempre decía que su mejor Navidad había sido esa, y sólo tenía nueve años. Quizá fue porque ese año se reunió la familia al completo y todos estaban contentos y mejor que nunca, porque hubo más regalos que en ninguna otra Navidad (y es que, aunque esto de los regalos sea una cosa superficial, una Navidad sin regalos no es lo mismo), porque Alicia aún creía en los Reyes Magos, o quizá porque aquel día ocurrió algo especial.

Alicia se pasó todo el día jugando con sus hermanos, Isa y Raúl, que entonces sólo tenía un año. Pero lo realmen-te especial de esa Navidad fue cómo su abuela se curó de su enfermedad de una forma milagrosa. En esa Nochebue-na sólo deseó que su abuela se recuperase, que por la mañana la esperase en el salón y que después la tomara en brazos, como cuando tenía cinco años. A la mañana siguiente Alicia despertó y fue corriendo al salón. Y allí estaba su abuela, sentada en la mecedora y sonriente. Entonces Alicia la abrazó y seguidamente llegaron su madre y su tía Cristina. Quedaron atónitas al ver que su madre se había levantado sin ayuda y que tenía buena cara. Enton-ces la abuela le dijo a Alicia al oído: “gracias, cielo”, y ella la miró sorprendida. Alicia nunca llegó a saber exactamente cómo se había curado su abuela ni mucho menos cómo se enteró de su deseo; pero ocurrió, que es lo que de verdad importaba.

Pero esto es sólo una parte de lo que Alicia había vi-vido hasta ahora, hasta aquel triste día de otoño; Alicia recordaba muchas más cosas. Recordaba sus primeras

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vacaciones en la playa; el primer día de colegio en prima-ria, cuando le rompieron las gafas por ser de color rosa; cuando actuó en el teatro del colegio en el que Inés y ella salieron haciendo de vaca, y se cayeron de culo en medio del escenario; cuando nació Raúl; cuando su madre volvió a trabajar; cuando hizo su Primera Comunión y el día de antes perdió el guion de lo que tenía que hacer en la ceremonia; cuando se iba a estudiar todas las tardes a casa del Meco; cuando fue por primera vez a la estación con su hermana a ver pasar los trenes en primavera; cuando sus abuelos se mudaron de ciudad; cuando hizo su primer regalo de Navidad; cuando estuvo en el hospital la noche en que su padre estaba tan grave; y tantas y tantas cosas que Alicia llevaba muy dentro y que jamás olvidaría.

Alicia sentía que iba a estallar, y no pudo evitar que-darse tumbada en su cama y llorar.

Aun así, intentó no hacer mucho ruido, no quería que su madre la viese, porque, si no, ella también lo haría y empezaría a decirle lo que le decía siempre que lloraba: “No puedes ponerte a llorar, tienes que seguir adelante”. En esos momentos Alicia quería desahogarse y no podía hacerlo de otra forma. Ahora no quería seguir adelante, ahora quería quedarse esperando a que su padre volviese.

Alicia se levantó al rato, guardó sus cosas en una bol-sa: su ropa, sus revistas, su música, su peine, sus pulseras y sus anillos. Su vida quedaba recogida ahí, en una maleta. La dejó en el armario y entonces su madre la llamó, le dijo que se iba a trabajar. Alicia salió a decirle adiós, cuando la puerta de la calle se cerró. Su madre se había ido. Sentía que una parte de su corazón se iba con ella. Años más tarde Alicia diría que ese fue uno de los momentos más duros de su vida; pero en aquel entonces pensó que ya era tarde para echarse atrás.

Recorrió la casa, al tiempo que iba apagando las lu-ces; ya sólo quedaba la de su habitación y la del pasillo que daba al portal. Había llegado el momento, ya era hora de

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irse. Cogió su maleta, se puso el abrigo, y en el marco de la puerta se quedó mirando la habitación. En voz baja intentó decir “hasta luego”, pero un nudo en su garganta se lo impidió. Ya estaba en el recibidor. Cogió el billete de autobús, abrió la puerta y salió fuera. Miró por última vez su casa y cerró. Una lágrima cayó a sus pies. Alicia miró hacia el frente y tomó aire. Entonces, con su billete en la mano, miles de sentimientos que poblaban su mente y un corazón confuso y destrozado, Alicia se marchó.

Pasaron los días, pasaron los meses, pasaron los años... Alicia se había marchado a otro lugar, aunque nadie supo asegurar adónde. Tampoco se llegó a saber si Alicia lo había pasado bien o mal desde su marcha, ni si se arrepintió después de lo que había hecho, ni si, como ella quería, lo había olvidado todo. Lo único que se sabe con certeza es que Alicia se fue y que, lo pasara mejor o peor, siguió su corazón.

Quizá no fue lo mejor para ella, o quizá sí; quizá huía de sus problemas, o quizá sólo intentaba empezar otra vez. La respuesta es suya, pero claro, aún no ha vuelto para contarlo.

Aún hoy en su casa siguen esperándola. ¿Quién sabe? Quizá regrese, sí; quizá algún día en el que vuelvan a caer plumas heladas del cielo.

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PAULA ORRITE ROMÁN

Mahón, 1985

EL DESPERTAR

Despertó en mitad de la noche, parpadeó consecuti-

vas veces antes de poder fijar la vista. Allí estaban, yacían tendidos formando un pequeño túmulo sobre toda la hojarasca desprendida en los incontables otoños pasados. Intentó incorporarse y descubrió, con desagrado que no conseguía moverse. Notaba cómo sus miembros entumeci-dos no reaccionaban; por fin, un dedo comenzó a moverse. A la vez que calentaba los músculos, pensaba en el ahora tan lejano “ayer”; pero le costaba pensar con claridad. Lentamente se acercó a los dos cuerpos inertes. Mientras los examinaba de manera rudimentaria, una imagen creció en su mente, una persecución a lo largo del bosque. Cerró los ojos y recordó fugazmente la sensación de que le faltaba el aire y respiraba entrecortadamente, pero no logró acordar-se de nada más.

Palpó con cuidado el primer cuerpo, parecía un hombre. Especuló que por la talla y la mochila carbonizada que pendía de su hombro debía de serlo. Cuando alcanzó pudorosamente lo que debería de ser el rostro, la mano se le hundió en una pringosa concavidad. Con un grito angus-tioso, apartó la mano, volvía a respirar con dificultad. Apretó fuertemente los puños, hasta infligirse daño y conclu-yó mordiéndose los nudillos con nerviosismo. El contacto con la sangre la perturbaba sobremanera, por lo que no se atrevió a investigar el otro bulto.

Se apoyó en un roble cercano a los cadáveres y co-menzó a inspirar profundamente hasta calmarse. Necesita-ba saber por qué se encontraba en tan lóbrego bosque.

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Examinó en su difusa memoria y analizó lo que meramente recordaba: la persecución. Fue entonces cuando le vino a la mente la deslumbrante luz que a unos escasos metros de sí alcanzaba a divisar.

Trazó una línea imaginaria desde los cuerpos sin vida hasta el lugar donde había despertado. Dedujo que por ese camino tal vez encontraría la ansiada salida. Se armó de valor y avanzó en línea recta como había planeado. Tras un rato caminando atisbó unos débiles rayitos de luz, el sol ya despuntaba. Al fin comprendió dónde estaba en realidad. Buscó con desesperación en el interior de sus bolsillos hasta encontrar en el izquierdo de su chaqueta un paquete de tabaco. Encendió un pitillo y aspiró ansiosamente el humo. Percibía una extraña sensación, como si la perversión y el vicio, propiamente dichos, recorriesen con fluidez su sangre. Dejó la mente en blanco. Progresivamente se hundía en el profundo mundo de sus recuerdos, hasta que finalmente cerró los ojos.

*

Una celda oscura y fría en la que había una deteriora-da litera al fondo, una especie de mesita y una mugrienta letrina.

—Hoy tampoco te ha dado tiempo, ¿no? Venga, ¡dame una sorpresa! ¿A que no has traído lo que falta? —inquirió irónicamente, con una mirada despectiva, a la vez que aspiraba el humo con aire de superioridad.

—Joder, Lyon. Estoy harto de tus broncas. Si tanto te urge, hazlo tú. Yo también quiero salir de este agujero, y para tu información ya está todo. Sorpréndete.

—Si yo tuviera libertad condicional como tú, hubiese terminado hace más de un año, —murmuró entre dientes.

—¿Qué dices?

—Nada, que tal vez sobren granadas.

Encendió otro cigarro con ayuda del que ya se con-sumía.

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—Vienen por ti, es tu hora de visitas —finalizó, disminu-yendo el tono de voz hasta convertirlo en un leve susurro.

Se oían pasos firmes. Por la esquina asomaron dos al-guaciles ataviados con trajes azules que condujeron a su compañero hasta la recóndita sala de visitas. Observó a su alrededor, las negras paredes parecían acercarse más y más, la soledad entremezclada con claustrofobia nunca fue buena compañía. Descubrió una araña en la pared. La atrapó entre sus largos dedos, esperó unos segundos mien-tras la viuda negra avanzaba pausada por su dedo índice y sin previo aviso, la estrujó. Inmediatamente después lamió los restos del bicho, intentando saborear la sangre.

*

Suiko abrió los ojos aterrada, comenzó a escupir y to-ser con repugnancia, pero aún apreciaba cómo las extre-midades del arácnido recorrían su esófago y el sabor a “hierro suave” de aquella sangre. Odiaba la sangre, la cabeza le daba vueltas. Mareada, intentó continuar su reminiscencia, pero no lo logró, no conseguía concentrarse lo suficiente. Los gargajos compulsivos la habían alterado de más. Las preguntas sin respuesta invadían su cabeza. ¿Quiénes eran aquellos dos presidiarios y por qué recordaba en primera persona? ¿Acaso era un sueño demasiado real?

Mientras cavilaba se dirigió a la urbe que vislumbraba en la lejanía, la ciudad que nunca duerme. Caminaba hastiada por la carretera, paso a paso; y entonces despertó en ella otro fragmento de aquel “sueño”.

*

El asfalto pasaba fugazmente, distorsionado entre ve-locidad y agotamiento. Alzó la vista y halló una gasolinera. En la penumbra de la autopista sólo destacaban las fluo-rescencias del establecimiento. Allí se encontraba sola una joven que luchaba sin resultados contra el surtidor. Median-te un apropiado golpe consiguió que el aparato funciona-se, aunque, desgraciadamente, sólo por unos momentos.

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Contempló a la chica en su odisea particular. Entre-tanto, un nuevo propósito tomaba forma en su pervertida mente. A partir de un simple gesto con la cabeza, su com-pañero se acercó a la joven con la excusa de prestarle la afamada ayuda del varón como mecánico. Un rehén siempre es útil; además, llevaban demasiado tiempo alejados del “sexo débil”…

Perdió la mirada en la oscuridad de la carretera y re-memoró, con media sonrisa en su desaseado rostro, una de las causas de su estancia en la cárcel: una niña flotando en el agua, rodeada por un manto de sangre, que la envolvía penosamente; sus cabellos negros, que contrastaban con la tez pálida de la pequeña, eran arrastrados ligeramente por la corriente fluvial. Volvió la vista al frente y comenzó a reír a carcajadas. La imagen de la chica que se encontraba frente al surtidor, se hizo más nítida.

*

Inspiró intensamente, pero parecía que el aire se ne-gaba a entrar. Despertó violentamente de aquella ilusión. Sí, era ella, Suiko, ataviada con una falda beige claro a la altura de la rodilla, chaqueta azul marino y sandalias negras…, exactamente la misma ropa que la joven de la gasolinera. Regresaba a casa tras una muy larga despedida de soltera; su hermana estaría en la iglesia en esos precisos instantes. Recordó el paquete de Winston que ésta le había introducido en el bolsillo alegando que era un día muy especial. Suiko no fumaba.

Al comprobar su indumentaria, se percató de que los pies le dolían muchísimo; sentía como si le clavasen miles de cristales en un único punto. Se desembarazó de las sandalias y las lanzó al margen derecho de la calzada. Siguió avanzando hacia la metrópoli con una velocidad incomparable con la anterior. De vez en cuando se hinca-ba algún guijarro, pero, sin duda, merecía la pena. Después de varias horas vagando, el sol se encontraba demasiado alto para proseguir convenientemente la marcha, pero

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Suiko, con su testarudez habitual, siguió caminando sin descanso. Su nuca, cual alto horno de cualquier industria metalúrgica, se ocupaba de vaporizar los pocos pensa-mientos que le quedaban, hasta que se le nubló la vista y cayó a plomo, inconsciente, en el arcén de la autopista. Su “ayer” afloró de nuevo.

*

Franqueaba la calzada en la negrura de la noche. La lluvia recorría su frente lentamente entre las sombras. A la orilla de la carretera había una zona verde y, a sabiendas de que los hombres seguían a la zaga, se adentró en el bosque, sin saber si la profunda oscuridad sería una ventaja o no. Percibía el crujir violento de las ramas arrolladas por sus perseguidores. Apenas distinguía los obstáculos mayores del camino, los árboles; era como correr a la deriva, pero no se rendía. Jadeante, atravesó un claro y por primera vez desde que entrara en la arboleda, volvió la mirada hacia los maleantes. Las innumerables ramas y rocas se deslizaban tras sus pies vertiginosamente, hasta que un mar de hojas putrefactas la acogió en su seno y cayó directamente sobre un gran pedrusco.

*

Suiko despertó sobresaltada, acostada en el arcén de la autopista. Se palpó los incisivos, que todavía estaban recubiertos de una fina capa de sangre coagulada. Algunos vehículos comenzaban a encender las luces; de lejos pare-cían pequeñas luciérnagas que transitaban velozmente. Se encontraba a pocos kilómetros de los gigantes grises, dos o tres, si sus cálculos no fallaban. Su “ayer” ya no le interesaba tanto, estaba cansada de pretender averiguar el porqué de todo. Lo único que le importaba en esos momentos era encontrar un buen odontólogo que le acomodara la dolorida dentadura, especialmente los incisivos. Estaba demasiado deprimida para continuar. Quedaba el capítulo final de sus recuerdos y aún no comprendía nada; no le apetecía abstraerse en su reminiscencia una vez más, pero

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tenía que hacerlo. Fijó la vista en un punto y al cabo de un rato se internó en su extraño pero reciente pasado.

*

Una sombra en movimiento, ella, se hundía entre la hojarasca. Él aceleró el paso mientras escuchaba la es-truendosa voz de su compañero: “¡¡Ya la tenemos Lyon!!” Repentinamente se quedó paralizado, dejó de escuchar a su camarada. Apenas oía unos débiles, pero perceptibles ladridos a lo lejos que se iban acentuando progresivamen-te. Un sinfín de ideas concurría en su mente. ¿Qué haría si lo atrapaban? Probablemente no podría escapar una vez más, así que le esperaba cadena perpetua. Los ladridos se oían cada vez más cerca. El miedo al encierro superó todo límite. Oteó en la cerrazón de aquel bosque, con la serie-dad del que no volverá a ver la luz. Sacó de su mochila una granada que había sobrado de “la grandiosa huida”, le arrancó la anilla y la dejó caer a sus pies. Pero los nervios le habían jugado una mala pasada… Se trataba únicamente de perros salvajes. Ya no había vuelta atrás.

*

¡Qué sensación tan monstruosa! La muerte había es-tado tan cerca... Se tocó la cara y pensó que era feliz de vivir. La suerte la eligió a ella. ¡Había sobrevivido! Mientras caminaba por el arcén de la autopista, miró hacia el cielo y quedó encandilada por las brillantes estrellas. La luz blanca se fue transformando en amarillenta, hasta que se internó por completo en el final de sus borrosos recuerdos.

Se levantó entre las hojas mojadas y oyó una gran ex-plosión. Se llevó las manos a los oídos asustada y al darse la vuelta, una llama se alzaba altiva en el claro del bosque. Los distintos tonos de rojo, naranja y amarillo se entremez-claban. Observaba la llama como hipnotizada. Se le ennegreció totalmente la vista. Tensión, temor y agotamien-to se acumulaban en extremo; su corazón no dio abasto. La vida se le escapaba por momentos, se deslizaba hacia el exterior sinuosamente. Sintió la descarga eléctrica de la

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muerte. Instintivamente, abrió la boca lo más que pudo y, devolviéndole un hálito de vida, su preciada alma volvió a entrar en su cuerpo, pero no entró sola.

*

Contempló ensimismada las fluorescencias de los edi-ficios, aquellas luces penetrantes con las que se había criado. Su mano izquierda se deslizó disimuladamente hasta el bolsillo de su chaqueta y sin su consentimiento sacó el paquete de tabaco. La otra mano, siguiendo el ejemplo de la izquierda, encendió el Winston con ansiedad. Ya nada sorprendía a Suiko. Entonces, una voz perversa susurró lentamente: “¿Ahora lo entiendes?”


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