Por Eduardo Meléndez
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La Moderna Galatea
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Para Athanasía
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Primera Parte
La Moderna Galatea
Prólogo 8
I. Lo que decimos al aire............................................................................. 9
II. Un mito encadenado................................................................................ 17
III. About a Girl............................................................................................. 23
Capítulo primero
Después de Pandora 28
Obertura................................................................................................... 29
I. Un hombre que espera............................................................................. 36
II. Paréntesis................................................................................................. 40
III. La voz que busca la Caja de Pandora...................................................... 43
IV. Aquí comienza una venganza.................................................................. 50
Capítulo segundo
Nebelmeer 52
I. Antes de escribir una carta...................................................................... 53
II. La pequeña historia................................................................................. 55
III. La mujer que habrá de convertirse en Pandora....................................... 65
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Capítulo tercero
24601
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I. Una clásica mañana en la vida de Mina Murray..................................... 75
II. El misterioso origen del Despertador Zombi.......................................... 79
III. La detective Mina Murray y el extraño caso del ingenioso Pigmalión... 88
IV. El camino al Cáucaso.............................................................................. 101
V. Preludio en el teatro................................................................................. 107
Capítulo cuarto
La Roca de Léucade
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I. Otra mañana en la vida de Mina Murray................................................. 114
II. Ventana al interior de un alma................................................................. 120
III. Reprise.................................................................................................... 128
IV. La mano silenciosa.................................................................................. 130
Capítulo quinto
El Espíritu de los Tiempos 131
I. El joven llamado Pigmalión................................................................... 132
II. Sobre la naturaleza de las emociones..................................................... 140
III. Sobre cómo el favor devuelto tendrá al mundo por precio..................... 150
IV. La abuela Olechka................................................................................... 156
Interludio.................................................................................................. 171
V. El producto de las vidas no vividas......................................................... 175
VI. ¿Quién es Susana San Juan? ................................................................... 183
Capítulo sexto
Los Invitados al Banquete 191
I. Ser único.................................................................................................. 192
II. Sueña Pigmalión: sueña lejos de la tristeza............................................ 207
III. Antes de nacer......................................................................................... 208
IV. Siete tarjetas de crédito y una copia de la novela Pedro Páramo............ 221
V. Medianoche............................................................................................. 223
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Capítulo séptimo
Mexican Standoff 226
I. Marcha al interior..................................................................................... 227
II. ¡El mar! ¡El mar! .................................................................................... 230
Capítulo octavo
Nuestros Nombres 241
I. Javert........................................................................................................ 242
II. Fausto...................................................................................................... 245
III. Wilhelmina Murray, Parte I..................................................................... 249
IV. Thénardier................................................................................................ 250
V. Werther.................................................................................................... 257
VI. Oneguin.................................................................................................... 263
VII. Wilhelmina Murray, Parte II.................................................................... 267
VIII. Prometeo.................................................................................................. 274
IX. Mefistófeles............................................................................................. 285
Epílogo 293
Preludio.................................................................................................. 294
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Primera Parte
La Moderna Galatea
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Madrid, España
23 de diciembre
00:26 horas
I
Lo que decimos al aire
—Puto subconsciente —dijo Mina Murray arrastrando las palabras mientras buscaba con
cierta torpeza las llaves de su piso. El pequeño pero constante remordimiento que le
acompañó toda la noche, ganó por fin la partida y volvió temprano a casa.
Al entrar cayó en la cuenta de que había dejado el televisor encendido, aunque eso
no le importó demasiado porque todavía se sentía borracha y un tanto mareada. Había
bebido varias copas con un par de amigas en un bar que estaba a veinte minutos andando
desde su piso, pero al salir se sintió tan mareada que tuvo que coger un taxi, aunque en
ello se le fuera una pasta que en realidad no podía permitirse gastar. Cuando subió al
coche la mirada que le echó el tipo que conducía le dio muy mala espina y no pasó mucho
tiempo para que corroborara ese presentimiento. El chófer insistió bastante en sacarle
conversación durante todo el trayecto, el cual fue mucho más extenso de lo normal puesto
que dio una vuelta innecesariamente larga mientras trataba de convencerla para ir a otro
bar, lo cual la hizo cabrear bastante porque era obvio que el hombre quería aprovecharse.
Eso sin contar que el chófer no parecía haber entendido el mensaje entre líneas que se
desprendía de unos cuantos hechos no poco visibles, como que su pasajera había cogido
el taxi en pleno barrio de Chueca justo saliendo de un bar gay. —¿Pero eres subnormal o
qué? —le gritó Mina cuando azotó la puerta del taxi y se dirigió a la entrada de su edificio.
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La cabeza le dolía y el ruido del televisor le resultó un poco molesto. Se quitó el
abrigo, lo dejó caer sobre el suelo del pasillo y caminó al salón tambaleando, se golpeó
con el marco de la puerta y luego se fue directa a tumbarse en el sofá. Afuera los
termómetros marcaban diez grados bajo cero y su piso no era precisamente la mejor
garantía en contra de ello. De hecho el lugar era bastante frío, pero gracias a que se le
daban bien esos climas logró acostumbrarse a costa de aguantar. Aunque también hay que
decir que su piso estaba siempre tan frío porque la calefacción era un lujo que,
sencillamente, no podía permitirse.
Frente al sofá donde Mina estaba tumbada, había una pequeña mesa de centro en
la que estaban amontonadas una pila de revistas de psiquiatría, otras tantas de psicología,
varios reportes de casos clínicos, un par de cuadernos de notas, su viejo portátil con la
estampa de The Mars Volta en la cubierta, el mando a distancia del televisor y un porro.
Cogió el porro. Revisó los bolsillos de sus vaqueros buscando su mechero y, cuando cayó
en la cuenta de que se lo había dejado a una amiga en el bar, se cogió un cabreo de los
mil demonios. —Tercero en la semana, estoy que me cago de suerte— se dijo Mina
Murray.
Como no tenía más mecheros en casa pensó en irse a la cama sin más, pero justo
en ese momento comenzó un noticiero en el que escuchó un nombre que no pudo ignorar.
Estaba el canal de la NBC que Mina veía a menudo en la televisión por Internet, porque,
a pesar de que el castellano era la lengua que más usaba en su día a día, de vez en cuando
le apetecía escuchar el inglés. Estaban presentando a un grupo de invitados que discutirían
acerca del Caso Riley, en el que se encontraban, además del periodista anfitrión, un
catedrático de Harvard, un senador republicano, y un inversionista y empresario que al
presentarse habló con un marcado acento francés. A Mina Murray este último le pareció
conocido; enfocó lo mejor que pudo y no le quedó la menor duda de que le conocía,
aunque no pudo ubicarle en algún lugar o tiempo específico. Sin embargo lo que le causó
más extrañeza era que ese hombre estuviera vinculado con Aidan Riley.
En estos casos Mina tomaba en alta consideración a su Subconsciente (que en
realidad sólo le llamaba así cuando estaba borracha o de coña, porque en su trabajo o en
el ambiente académico le llamaba más bien como “Inconsciente”). Para empezar, Mina
solía decir a sus amigos que entre ella y su Subconsciente había una especie de relación
de amor y odio, pero que en ciertas ocasiones ambas (porque ella decía que su
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subconsciente era chica) hacían una suerte de tregua por el bien de las dos. Uno de los
particulares y extraños casos en que hacían las paces era cuando Mina estaba muy
borracha (o al menos esa era la explicación que daba a todos), porque, por muy ebria que
estuviera, así no pudiera ni caminar por el tamaño de la borrachera que llevaba, ella podía
entender absolutamente todo lo que se le decía y articular respuestas coherentes y bastante
ingeniosas. Así que, al ver en el televisor a ese francés que no lograba recordar de dónde
le conocía y que estaba relacionado con Aidan Riley, a Mina Murray no le quedó más
opción que invocar una de esas treguas.
—Bueno, Bitch —dijo Mina al aire (es decir, a su subconsciente)—, estate
tranquilita que esto tiene pinta de interesante…
El periodista introdujo brevemente al resto de los ahí presentes y, sin más
preámbulos, el programa dio inicio con la intervención del senador.
—Agradecemos la invitación —dijo el republicano— y aprovechamos para
reiterar el apoyo oficial al gobierno español por hacerse cargo de la reclusión de Riley.
—Gracias Senador Collins —terció el comentador— pero además de ese apoyo
oficial, también la administración de la Presidenta ha hecho pública su inconformidad con
el fallo del tribunal europeo, y anunció que recurrirá a todos los medios legales y
diplomáticos para que el caso vuelva al tribunal; la opinión internacional al respecto es
que la Casa Blanca presionará para extraditar a Riley a los Estados Unidos, ¿cuál es su
postura al respecto?
—Por supuesto que hay una inconformidad, eso no se ha ocultado en ningún
momento. Este gobierno busca proteger los intereses de los estadounidenses y Aidan
Riley es un terrorista, es un hombre que ha demostrado ser plenamente consciente de sus
actos y esos actos son la prueba de lo peligroso que es. Él atentó contra la seguridad de
todos los americanos y los valores que nosotros defendemos y respetamos, por lo que el
fallo en el que se le declaró como incapacitado mental no es aceptable.
—Tengo entendido —dijo el comentador— que se recurrirá el caso y además se
demandará que se apliquen nuevas evaluaciones por medio de una comisión internacional
determinada por las Naciones Unidas.
—Eso es correcto.
—Senador Collins, relacionado al mismo tema, han pasado ya tres meses desde la
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resolución del tribunal europeo y desde ese momento hasta la fecha La Casa Blanca, a
pesar de haber expresado su inconformidad y las acciones que realizará, en poco o nada
se ha referido sobre la decisión de la administración de Beijing respecto a que el gobierno
chino no se ha pronunciado en contra de la resolución del Caso Riley, ¿cuál es la postura
oficial de La Casa Blanca con relación a la posición de la administración de Beijing? se
maneja mucha información en la red acerca de la presión que ejerció el gobierno chino
en la decisión del tribunal de la Unión Europea…
—Siempre se maneja mucha información —interrumpió tajante el senador—, eso
no es algo nuevo en especial siendo un asunto de esta magnitud, sin embargo por nuestra
parte claro que existe una postura la cual es el respeto sobre la determinación de Beijing,
puesto que esa es una cuestión que atañe solamente al gobierno y al pueblo de China.
—De acuerdo —señaló el comentador frunciendo un poco el ceño.
—Si me permite comentar algo —intervino el catedrático de Harvard—, la
cuestión más importante, y que no debemos olvidar, es la magnitud y consecuencias de
los actos de quien estamos hablando aquí, los cuales, en mayor o menor grado, han
afectado a todas las partes. Los crímenes de Aidan Riley han causado daños en
infraestructura informática por miles de millones de dólares, y todavía no se ha terminado
de hacer la proyección acerca de todas las repercusiones que ocasionará en el manejo de
información dentro del sistema bancario y financiero de este país, la cuestión es que no
se puede permitir que él no tenga un castigo por ello, porque se ha perjudicado no sólo el
trabajo sino la vida entera de muchas personas y que, además, quizá se requiera de años
de trabajo para que el país logre recuperarse de todos los daños causados.
—De acuerdo —terció el comentador— ¿pero qué me dice de los ataques
reportados a la organización que el propio Riley representaba? esos ataques han sido
confirmados y comprobados por varios organismos internacionales y, ateniéndonos a los
tiempos y fechas, tales ataques ocurrieron mucho antes de que el propio Riley y su grupo
realizaran sus ataques informáticos masivos. Eso sin contar los bloqueos a los que fue
sujeta su organización, la Universidad Mundial, por el sector financiero y bancario de este
país y la propia Unión Europea… La postura del irlandés y su grupo es que esos ataques
fueron una provocación y que al final dado el bloqueo financiero impuesto sobre su
organización, que cabe mencionar que se trataba de una institución educativa, al grupo de
Riley, según sus propias palabras, no le quedó más opción que responder de esta manera,
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ya que los ataques y bloqueos persistían y el gobierno de los Estados Unidos no parecía
tener el menor interés en detenerlos…
—Ahora —continuó el periodista, cortándole la palabra al senador que se
aprestaba a interrumpirlo—, no me malinterprete, creo, y estoy de acuerdo con usted en
que debe haber consecuencias para Riley y todos los responsables, pero dejando de lado
el evidente bloqueo financiero, ¿qué hay de esos primeros ataques en contra de la
Universidad Mundial? ¿Por qué no se ha hecho nada respecto a quienes realizaron esos
ataques? Para empezar, ¿por qué esa investigación ha avanzado de manera tan lenta y
errática, mientras que la de Riley se desarrolló en un tiempo récord?
—Nada de eso es cierto —respondió cortante el senador alzando la voz—, los
Estados Unidos son una nación que se enorgullece de respetar escrupulosamente los
principios del estado de derecho conforme a Dios, por eso se ha presentado un informe
detallado del estatus de esa investigación y se han aprehendido ya a varios de los
responsables. Lo que usted acaba de decir es una calumnia hacia todo el sistema legal de
este país y le exijo que se retracte en este momento.
—Perdone Senador Collins pero es que este informe que se ha presentado, es claro
que no es precisamente lo que se diría claro en sí mismo. Además que no esclarece en
ninguna parte —al decir esto el comentador cogió una copia del reporte que tenía frente
a él y lo ojeó rápidamente—, por ejemplo, los motivos de los supuestos responsables de
los ataques contra la Universidad que dirigía Riley.
—Caballeros, por favor —interrumpió el hombre con acento francés que al hablar
apareció en pantalla la siguiente información: Émile Édouard Deukalion, empresario y
antiguo patrocinador de la Universidad Mundial—, por favor, guardemos la compostura,
esto es sólo cuestión de aclararnos mutuamente algunos puntos. Por principio lo que el
Senador quiere decir es que...
—¿Pero quién cojones sois? —dijo Mina en voz alta y arrastrando las palabras,
cuando se quedó mirando a ese hombre que hablaba con demasiada deferencia y
diplomacia, que más que un empresario le pareció un aristócrata. Vestía impecable y no
parecía tener la más mínima intención de ocultar su opulencia. Tenía el cabello oscuro,
lacio y largo, que le caía hasta los hombros pero lo llevaba por detrás de las orejas, lo que
hacía que tuviera un aire juvenil que con seguridad ocultaba su verdadera edad. Mina no
pudo decir un número, le pareció que podría tener cualquier edad entre los veinticinco y
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cuarenta años. Pensó que su cara estaba demasiado limpia, aunque no parecía que tuviese
ninguna operación. Sin embargo, había algo que le pareció extraño al respecto. Además,
sus facciones eran algo peculiares: era moreno y tenía los ojos un tanto rasgados, aunque
no tenía aspecto de oriental sino de una mezcla que le daba un aire muy exótico; de hecho,
por un instante pensó que tenía un poco pinta de gitano. Por otro lado sus expresiones y
maneras eran tan finas que parecía sacado de un cuento, como una especie de príncipe. A
Mina le sorprendió cómo en apenas unos minutos puso orden y hasta cordialidad entre
todos los que se encontraban ahí. Al cabo de cinco minutos hasta soltaban una que otra
risa y era claro que aquel hombre había borrado todo atisbo de tensión puesto que ahora
todos hablaban con gran soltura y familiaridad. De hecho Mina se sorprendió a sí misma
riendo por los comentarios del francés.
—Pero dime, Émile —dijo el comentador—, tú has conocido personalmente a
Aidan Riley, ¿es cierto?
—Así es.
—Durante el juicio y hasta la fecha él se ha rehusado en todo momento a dar una
declaración a los medios de comunicación.
—Con sólo una excepción, de hecho —señaló el francés, quien luego de decir esto
frunció un poco el ceño mirando al comentador; lo observó detenidamente un instante,
haciendo una pausa que hizo extrañar a los que ahí estaban; luego continuó diciendo lo
siguiente con una media sonrisa en el rostro—, ¿pero qué, estás pensando en pedirme que
le convenza de que te dé una entrevista acaso?
—Eh, vamos, no, no, por supuesto que no era lo que tenía en mente —Cuando
dijo esto el comentarista hizo una sonrisa un tanto nerviosa; era la primera vez que se le
veía dudar.
—Pero vamos que yo te entiendo, es decir, que si lo hiciera, tampoco podrías
quejarte, ¿no es así?
—Sí, sí, por supuesto.
—Pues debo decir que lo siento, porque no creo que yo pueda convencerlo, en
verdad te lo digo —respondió el francés con una sonrisa mostrando al comentarista ambas
palmas de las manos, pero con los dedos apuntando hacia abajo; los demás observaban
todo en silencio.
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Mina se dio cuenta que todas las miradas estaban puestas en Émile Deukalion,
incluso observó cómo la parte superior del cuerpo de todos los presentes estaban
inclinadas hacia el francés, que era el único que estaba recostado hacia atrás sobre su
asiento.
—¿Crees que ni siquiera tú podrías convencerlo? —dijo el anfitrión— Hasta que
comenzaron los ataques de su organización, ustedes eran buenos amigos…
—Sí, en efecto, pero esa es su decisión y debo respetarla.
—Su situación es difícil, la opinión pública está dividida respecto a él y no le
vendría mal dar su punto de vista al mundo, además si alguien puede convencerle de hacer
una declaración a los medios, sin lugar a dudas ese eres tú…
—Me halagas —respondió el francés al comentador con una sonrisa de
complicidad—, pero créeme que por muy difícil que sea su situación, Aidan es un hombre
que puede ser muy inflexible y tajante respecto a todo cuanto considere inmoral.
—¿A qué te refieres?
—A que es un hombre de principios, y que si negara esos principios simplemente
dejaría de ser él mismo y eso, te lo aseguro, no es algo negociable en su caso —dicho
esto, el francés hizo otra pausa en la que observó atentamente al comentador, para después
continuar—, créeme, sé de lo que hablo precisamente porque le conocí, además querido
amigo, piénsalo un instante: ¿Qué te hace creer que yo podría convencer a Aidan Riley
de hablar ante los medios, si ni siquiera puedo convencerte a ti de que no puedo hacerlo?
Después de decir esto el francés lanzó una sonrisa a todos los ahí presentes, al
tiempo que arqueaba un poco las cejas y juntaba ligeramente los hombros.
—Me has pillado —dijo el comentarista sonriendo y asintiendo con la cabeza
hacia Émile Deukalion. Justo después los cuatro rieron afablemente.
Mina Murray pensó en sacar el móvil para googlear a aquel extraño empresario
que parecía sacado de un cuento, que, a decir verdad, hasta a ella empezaba a caerle bien.
Pero luego Mina observó como la conversación, dirigida por el francés de manera
subrepticia para cambiar de tema, volvió sobre la culpabilidad de Riley sin más, y aquello
poco a poco comenzó a cabrear a Mina, que en realidad tenía una buena opinión respecto
a ese irlandés quien ahora era el foco de todos los ataques.
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—Aidan Riley —señaló el senador—, ese irlandés, es un terrorista y un fanático
religioso, y aunque el gobierno europeo nos ha garantizado la seguridad y que se le tiene
permanentemente vigilado, consideramos que la seguridad de los americanos sigue
amenazada.
—Como si no lo supiéramos, pedazo de cabrón —dijo Mina hacia el televisor—,
que con su ayuda lo único que hacen es vigilarlo ustedes mismos y de paso a nosotros…
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II
Un mito encadenado
A Mina le cabreaba que todos los días los sistemas de seguridad del asilo se habían
convertido en un auténtico calvario. Después de la llegada de Riley al asilo mental Santa
Isabel, donde ella trabajaba, las cosas habían cambiado radicalmente. Cada día para
acceder a las instalaciones tenía que pasar un protocolo de seguridad que duraba, como
mínimo, veinte minutos, en el cual tenía que casi desnudarse, registrar una identificación
especial (la cual ya había olvidado en casa en dos ocasiones y había tenido que regresar
a por ella), ingresar una serie de kilométricos códigos que debía saber de memoria y pasar
varias verificaciones biométricas en una cámara de body scanner, la cual, por supuesto,
fue instalada específicamente a causa de la llegada de Riley. Eso sin contar que en todo
momento, hasta en los baños, eran monitorizados en circuito cerrado y que, como no
podía ser de otra manera, todos sus ordenadores estaban intervenidos.
Encima, todo eso le parecía más incongruente aún porque el irlandés era a todas
luces un buen tipo. Eso sí, algo intimidante por su tamaño, porque tenía más pinta de
jugador de rugby que de otra cosa, pero buen tipo al final. Era amable y educado con
todos, de hecho era sorprendente lo bien que se llevaba con todo el personal del asilo en
cosa de tres meses. Saludaba y charlaba con el personal y otros pacientes como si fuesen
sus amigos de toda la vida y además era un sujeto que inspiraba mucha confianza. Aidan
Riley poseía un extraño tipo de carisma que sorprendía a Mina, aunque lo cierto es que lo
había tratado más bien poco y las impresiones que tenía de él eran todas de oídas. Pero
incluso ya a los pocos días de su llegada al asilo empezaron las anécdotas de este peculiar
huésped. Como una vez que una paciente mayor se topó con él en un pasillo muy
temprano por la mañana. Debido a que no tenía puestas sus gafas, cuando la anciana vio
a la vuelta de una esquina como se le acercaba una inmensa sombra que avanzaba hacia
ella lentamente por el pasillo, la señora pegó un grito tan tremendo que de inmediato
activó todas las alarmas del lugar, esto puso en alerta a todos los guardias del asilo que,
al ver en las pantallas del circuito cerrado al gigantesco irlandés que se acercaba a una
anciana que gritaba desesperada, corrieron todos ellos al lugar armados con
tranquilizantes, porras y cuanto pudieron encontrar. Pero, para su sorpresa… al llegar se
encontraron con que Aidan Riley y la anciana estaban riendo a carcajada tendida y que
hasta habían quedado para desayunar al día siguiente. De hecho esa vez hasta los guardias
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terminaron disculpándose con él.
El irlandés le parecía a Mina Murray, sin lugar a dudas, alguien bastante fuera de
lo común. Algo que en particular le llamaba la atención era que a menudo personas como
ese senador yankee tachasen a Riley de fanático, y no porque éste no lo pareciese, sino
porque a menudo quienes lo señalaban como extremista religioso eran por lo regular un
vivo ejemplo del propio fanatismo. De hecho el irlandés practicaba un tipo de religiosidad
bastante particular que incluso le parecía interesante a la propia Mina, quien se
consideraba no sólo atea sino totalmente anti-religiosa. Había leído algunos de los
artículos (sobre cuestiones religiosas y muchos otros temas) que el irlandés publicó a
través de la Universidad Mundial, institución que fue la que dio origen a la cacería de
brujas que terminó con Aidan Riley dentro del asilo mental Santa Isabel.
Mina conocía poco de lo que era la Universidad Mundial, pero ese “poco” era más
bien relativo, puesto que, no mucho después de su inicio, el proyecto dio bastante de qué
hablar. Se trataba de una enorme plataforma online en la que mediante vídeos,
documentos electrónicos y una red social diseñada ad hoc (aunque vinculada a las
comerciales), cualquier persona de cualquier parte del mundo podía matricularse y utilizar
todos los recursos de manera totalmente gratuita. Era un sitio web internacional ciento
por ciento gratuito que permitía acceder a estudios universitarios a distancia con un
sistema que se basaba en la colaboración entre los estudiantes, un fuerte componente de
auto-aprendizaje y una ausencia total de profesores. Esto se combinaba con un método de
titulación especial en el que los estudiantes presentaban exámenes online en centros
autorizados, los cuales, se encargaban de garantizar la limpieza y equidad de la
certificación (similar a lo que ocurría con exámenes como el TOEFL o GRE), y así, de
examen en examen, iban reuniendo créditos para en última instancia obtener una
titulación de graduado. En un principio los centros autorizados no eran muy numerosos,
pero pronto fue posible encontrar al menos uno en la mayoría de las capitales de todos
los países del mundo, en particular en los más pobres. La ventaja principal que ofrecía la
Universidad Mundial (aunque se le conocía más bien sólo como “UM”) era que, de alguna
manera el grupo de Riley había logrado que el sistema fuese reconocido por el Tratado de
La Haya, haciendo que cualquiera que obtuviese créditos o títulos en la UM, pudiera
convalidar los mismos en cualquiera de los países firmantes. En un principio el sistema
causó gran escepticismo entre la gente (Mina incluida, por ejemplo), porque era muy claro
que había muchas áreas, como las humanidades o medicina, para las que el sistema,
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simplemente, no tendría cabida. Sin embargo, el enfoque de Riley no era en realidad
suplantar al sistema tradicional, sino complementarlo.
La UM, al ofrecer que cada cual diseñara dentro de ciertos márgenes su propio
plan de estudios, brindaba de manera muy flexible una serie limitada de titulaciones
completas, entre las que se contaban básicamente sólo áreas de informática y
matemáticas. Pero, el hecho de no aspirar a una titulación completa, no restringía el
acceso de las personas a los recursos disponibles: cualquiera podía sólo ingresar para usar
los materiales sin importar si ya estaba matriculado en una universidad “normal”, fuese
pública o privada, a fin de contar con un complemento para su formación. De esta manera
la UM ofrecía un medio por el cual estudiantes de todo el mundo podían alcanzar una
mejor educación en la medida de su propio esfuerzo y sin importar su clase social o el
nivel de su universidad. Además, en muchos casos, incluso era posible ahorrarse el coste
de asignaturas que pudieran ser directamente convalidables, como las matemáticas
básicas o estadística, cursos que la gran mayoría de los estudiantes de todo el mundo
tendrían que hacer independientemente del programa o área de estudio al que
pertenecieran.
En un momento dado Mina le dio una oportunidad a la UM, principalmente porque
muchos de sus amigos ingresaron y algunos incluso ya habían obtenido créditos en el
sistema (como su amigo Carlos, que estudiaba Física, pero que también tenía una fuerte
orientación hacia la informática). Mina ingresó en la red social de la UM y le fue
relativamente fácil darse cuenta de que en sí esta red funcionaba como un medio para
establecer conexiones entre estudiantes que tenían necesidades o intereses comunes, sin
importar su ubicación física para, en forma colaborativa, estudiar entre ellos. A Mina le
fue un tanto difícil encontrar gente que estuviera en el sistema, que cursara los últimos
semestres de Psicología y que tuviera su misma línea de investigación, por lo que en
definitiva, concluyó que no era algo para ella, aunque le asombraba cómo Carlos y sus
amigos explotaban los recursos de una manera casi, por momentos, frenética. De hecho
Mina recordaba a uno de ellos a quien le pareció de plano una mejor opción dejar la
universidad y titularse por completo mediante la UM, para luego convalidar su título
según donde fuese más viable encontrar trabajo; porque además ya existían ciertos países
que, al necesitar mano de obra calificada, facilitaban y agilizaban el proceso de
convalidación. Esta actitud, creciente entre ciertos sectores estudiantiles, no se debía a
una cuestión de comodidad, porque lo idóneo siempre sería contar con la educación
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“tradicional” o presencial y al mismo tiempo la que ofrecía la UM, pero la realidad era
que cada día que pasaba las matrículas de las universidades, por muy públicas que estas
fuesen, eran demasiado elevadas.
Lo cierto fue que un creciente número de jóvenes en todo el mundo, al llegar a las
puertas de las universidades se topaban con que su situación económica era tan precaria
que, sencillamente, ni siquiera les era posible pagar sus matrículas en las instituciones
públicas (que como norma general siempre contaban con pocas plazas en relación al
número de solicitantes), ni tampoco en las numerosas universidades privadas de dudosa
calidad que pulularon por toda Europa después del periodo de recortes y privatizaciones
que ocurrió a lo largo del principio del Siglo XXI. De ahí que cada vez más para muchos
jóvenes la UM pasó a ser no sólo la mejor, sino en realidad, la única alternativa que tenían.
Sin embargo, el sistema tenía una cara oculta: era una competencia indeseable. En
realidad Mina no era una muy aficionada a ver televisión, no pasaba de ver algún
documental y una que otra peli o serie de vez en cuando, pero hasta ella pudo darse cuenta
de cómo inició una omnipresente campaña mediática en contra de la UM y, muy en
particular, contra su líder y su rostro más visible: Aidan Riley.
En algunos sectores empresariales, comenzaron a darse vetos silenciosos en contra
de los graduados de la UM, a pesar de que en las oposiciones y exámenes facultativos no
había diferencias significativas entre los estudiantes tradicionales y los “fantasmas”,
como en forma despectiva se comenzó a llamar a los titulados de la UM. Aquello se
agravó porque el sentimiento de molestia no tardó en rebasar fronteras. Personas de varias
partes del mundo comenzaron a vincularse mediante un mismo sentimiento de frustración
colectiva, el cual empezó a dejar ver que pronto, bajo el liderazgo de Aidan Riley, se
transformaría en algo que de inmediato causó terror a buena parte del sector empresarial:
un sindicato internacional de trabajadores altamente cualificados.
Aquello desató la tormenta y fue poco después cuando la organización recibió el
gran golpe en su Talón de Aquiles: la financiación. Ocurrió un gran y sonado bloqueo por
parte de bancos y entidades financieras contra la UM, pero aquello sólo fue la puntilla,
porque al mismo tiempo ocurrió un veto público de parte del sector empresarial contra
los graduados de la UM, mientras la institución recibía una oleada de ataques cibernéticos
que fueron denunciados por Aidan Riley como parte de un complot de varios gobiernos
y bancos a nivel mundial, declaraciones que, por supuesto, fueron rechazadas y
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calificadas como calumnias sin fundamento. Y lo que siguió fue la guerra.
En ese sentido Mina pensaba que quizá ese fue el gran error de Riley, declarar
abiertamente la guerra a todo, o a casi todo, pero lo cierto era que pronto demostró que
no carecía de armas. Durante los años que estuvo en funcionamiento la Universidad
Mundial, sin que nadie se diera cuenta al principio, lentamente se había formado un gran
ejército que, al iniciarse el conflicto, en forma unánime designó al irlandés como su líder.
Decenas de miles de estudiantes de informática y ciencias se convirtieron en activistas y
hackers al servicio de un ideal de justicia y en contra de un enemigo carente de rostro,
pero omnipresente: el Establishment.
Aquellos fueron días tensos, porque pronto esa guerra saltó de los ordenadores a
las calles. Arrestos de “terroristas” se escuchaban en los telediarios, primero uno en
Singapur, luego otro en Bogotá y después por todo el mundo. Entonces llegaron las
grandes protestas. Mina estuvo en todas las que pudo, incluso llegó a asistir a la que fue
convocada en la propia Bruselas, adonde gente de toda Europa viajó como pudo, en
coches colectivos, haciendo autostop o hasta como si de la Ruta de Santiago se tratase: a
pie. Mina viajó con las caravanas que se formaron en España y Portugal para apoyar al
movimiento y rechazar lo que cada vez más se consideraba ante la opinión pública como
una represión flagrante, en contra ya no de la Universidad Mundial, sino de toda la
sociedad.
En medio de todos estos acontecimientos, la figura del irlandés pronto cobró tintes
casi míticos. Se le veía, según el gusto del cliente, tanto como un mártir como un líder
revolucionario. En un comienzo obtuvo grandes victorias con aquel ejército de
desempleados y rechazados, llegando a poner en ridículo incluso al Sistema de Defensa
de la Unión Europea y a un sinnúmero de redes bancarias, en las que destruyó docenas de
miles de cuentas y registros de personas que habían perdido todo a causa de las deudas.
Aquello fue una hecatombe y el irlandés se convirtió en un auténtico héroe de la gente.
Pero a todo Napoleón le llega su Waterloo, o al menos así pareció ocurrir, porque
pasados varios meses se hizo pública la detención de Aidan Riley, quien había sido
entregado por un traidor.
Y Mina Murray conocía bastante bien, de primera mano, lo que el destino después
deparó al irlandés, pues ahora podía ver a diario deambular su inmensa figura por los
pasillos del asilo mental Santa Isabel.
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El programa en la televisión comenzaba a cabrearle bastante, aunque siguió
intrigada porque no lograba recordar cómo conocía a ese francés que parecía casi sacado
de la corte de Luis XIV. La conversación, empujada y conducida por él había virado hacia
una marcada unión de todos los allí presentes en contra del irlandés. Aunque Mina sabía
que ciertamente no hacía falta mucho para encontrar cosas de Aidan Riley que pudiesen
unir a varios en su contra, pues también era consciente de que sus ideas y posturas a veces
eran demasiado inflexibles. Sin embargo, ya empezaban a molestarle demasiado los
comentarios. En el fondo Mina creía que las ideas del irlandés eran buenas y que era un
tipo, ante todo, congruente y honesto. Ella lo apoyaba, aunque a menudo se sentía
realmente miserable porque en realidad no podía hacer nada. Recordaba con cierto miedo
el tiempo que malvivió cuando viajó a Bruselas para participar en las protestas, a su
regreso a Madrid no tuvo ni un pan para comer durante varios días y, en el presente,
apenas podía llegar al final de mes llenando el estómago. Se sentía atada, harta, frustrada.
El programa en la televisión continuó.
—La cuestión de Riley —dijo el académico—, es el peligro potencial que
representa…
—¡Joder ya! —gritó Mina a la vez que apagaba el televisor— Luego le mando tus
saludos cuando lo vea en el puto curro.
Dicho esto se puso en pie y se dirigió hacia la cocina, lapso que aprovecharemos
para conocer un poco más a la joven Mina Murray, quien, a pesar de todo lo que podría
pensarse después de leer cualquier sinopsis o introducción a este texto, es la verdadera
protagonista de esta historia.
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III
About a Girl
Mina se fue hacia la cocina con el porro en la mano. Hacía nueve años que se había
graduado de la universidad y esos mismos años llevaba sin encender un porro con la
vitrocerámica de una estufa. “A falta de pan, tortillas”, decía Mónica, una amiga mexicana
suya (aunque la primera vez que la escuchó decirlo pensó que su amiga estaba tratando
de liarse con ella; sin embargo Mónica se dio cuenta de que algo no andaba y luego le
explicó que los mexicanos llaman tortilla a una masa de maíz aplanada circular y que se
usa para acompañar la comida, similar al pan, momento a partir del cual el refrán pasó a
ser un inside joke entre ellas). Hoy sería el día en que aplicaría el refrán de su amiga y, a
falta de mechero, encendería su porro con la vitrocerámica de su cocina, nueve años
después de la primera ocasión. Aquella historia fue que el día de su graduación de la
universidad, en Barcelona, Mina se cogió una borrachera legendaria que todos sus amigos
recordaban porque esa vez, como había perdido su mechero y se había empecinado en
fumarse un cigarrillo, se metió a un piso por una ventana abierta y se fue a la cocina
creyendo que encontraría ahí uno. Pero resultó que no había y tuvo que encenderlo con la
estufa que resultó ser de vitrocerámica, poniendo el cigarrillo sobre la superficie caliente
durante varios minutos, acercando la cara e intentando encenderlo hasta que lo logró, pero
justo cuando lo hizo, una señora que se despertó para ir al baño la pilló y se armó la gorda.
Salió huyendo del piso por la ventana, se escapó por los pelos y Mina no volvió a pasarse
por el Barrio del Born en casi un año. Hasta el día de hoy, no había vuelto a utilizar este
método para encender porro ni cigarrillo alguno.
Mina entró a su cocina, encendió la estufa, puso el porro en la superficie caliente
y esperó.
El pequeño enfado que tenía, fruto del programa que miraba en la televisión, le
había bajado un tanto la borrachera. Se metió la mano al bolsillo y sacó su móvil. Vio que
le había llegado su ticket electrónico del tren para Barcelona, en un par de días, el 25 de
Diciembre, iría a visitar La Sagrada Familia en compañía de la tía Mercè (quien le había
invitado al billete y quien por cierto, no era su tía en realidad, pero esa historia ya se
relatará llegado el momento). Después de una serie de problemas y de la llegada de nuevos
fondos provenientes de varias fundaciones internacionales, habían culminado ya las
últimas obras y la ceremonia de inauguración tenía toda la pinta de que iba a ser algo
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espectacular.
Mina siempre lo pasaba bomba con la tía Mercè, quien a menudo la invitaba a
eventos o incluso a vacaciones completas puesto que mutuamente se tenían un gran
cariño. De hecho, la tía le decía a su sobrina sin el menor empacho que la quería más que
a sus propios hijos, quienes la frecuentaban más bien poco. La última vez, en el verano
pasado, la tía Mercè la había invitado a un crucero de dos semanas por las islas griegas.
A ambas les vino de maravilla ese descanso y quedaron tan fascinadas por el mar griego,
que de hecho ya habían quedado en regresar al año siguiente durante las vacaciones de
Semana Santa. Inclusive, tan convencidas estaban de volver, que al estar de vuelta en
España la tía ni siquiera cambió el dinero que les había sobrado del viaje: casi
cuatrocientas mil dracmas.
Mina no pudo evitar esbozar una sonrisa, gracias a su tía Mercè tenía buenos
planes para el futuro. En unos días, pasada la Navidad, vería por fin terminada La Sagrada
Familia y además tenía ya previsto un buen viaje a Grecia el próximo año.
Con su móvil encendió desde ahí su equipo de sonido del salón, puso el álbum del
MTV Unplugged in New York de Nirvana y subió el volumen a tope.
Dado que era consciente de aún tener cierto grado de borrachera, con mucho
cuidado y recogiéndose los rizos rubios, acercó lentamente el rostro a la estufa hasta una
distancia prudente para empezar a encender el porro. Pudo escuchar que comenzó About
a Girl en el reproductor. Observó su reflejo en la vitrocerámica. Tenía unas ojeras que no
podía con ellas, pero aun así era consciente de que se veía muy guapa. —Gracias, madre
—se dijo Mina, como solía hacer a veces al mirarse en algún espejo, o cuando descubría
a algún chico o chica que la miraba a escondidas. Aunque luego siempre recordaba que
también había heredado de su madre la misma talla 85A que usaba en los sujetadores, y
entonces ya no estaba tan agradecida porque no le gustaba mucho la idea de tener los
pechos de una niña. De hecho, en no pocas ocasiones, en el colegio a menudo cuando
tuvo el cabello corto la confundían con niño, porque además siempre fue alta y muy
delgada.
Su madre había sido una eterna aspirante a modelo, que siendo justos hay que
decir que se trataba de una mujer muy bella pero que la fama sólo la tenía en su
imaginación, pues nunca pasó de ser edecán en uno que otro evento y de ser el objeto
predilecto de los abusos de su esposo, hombre que aunque no merecería ser recordado por
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nadie, es indispensable decir uno o dos párrafos acerca de él a fin de conocer más sobre
la vida de Mina Murray.
El esposo de su madre era un oriundo de Escocia (de ahí el apellido), que se
paseaba por la vida siendo un alcohólico, adicto a la cocaína y abusador profesional de
mujeres. Lo de profesional se debe a que literalmente lo era, es decir que era proxeneta.
Oficio a partir del cual conoció a la que sería su mujer, quien a pesar de que siempre
profesó el más leal y obsesivo amor a su marido, éste jamás reconoció a Mina como su
hija y se pasaba la vida echándole en cara tanto a una como a la otra que “les hacía el
favor” de mantenerlas. Esto por supuesto era una mentira a dos bandas, porque ni les
hacía favor alguno (su vida era más bien bastante miserable), ni tampoco era el caso de
que las mantuviera, pues vivía del trabajo de su mujer (y del de otras tantas).
Sin hacer demasiado extensa su historia, baste decir que aquel chacal con
apariencia de hombre murió poco después de cumplir los cuarenta y cinco, producto de
una serie de complicaciones a causa de la cirrosis que desarrolló. Por su parte, la madre,
de quien por ahora tampoco se mencionará su nombre, murió sólo unos pocos meses
después debido a una sobredosis de alcohol y heroína, dejando a su hija sola, en la calle
y en la más absoluta miseria.
Pero dejemos hasta ahí el relato del pasado de Mina Murray y centrémonos en lo
que ocurre en el presente, pues ya habrá tiempo para conversar acerca de estos temas en
otras páginas más lejanas. Así que volvamos a la narración de nuestra historia.
Mina regresó a su tarea de encender el porro y al mismo tiempo pensó en las demás
cosas que tenía en la cabeza, que para variar eran puros problemas. Lo cual no estaba
fuera de lo normal, porque eso le había pasado más o menos a lo largo de toda su vida,
pero lo que no era normal era que ahora tenía problemas en el trabajo, algo que jamás le
había sucedido. Tenía que empezar con un nuevo paciente que le habían transferido y el
caso le parecía terriblemente interesante, nunca había tratado a un científico (y menos a
uno reconocido mundialmente) y el perfil en general le parecía un reto muy estimulante.
Desde que empezó a estudiar el caso, a pesar de que había tenido poco tiempo para
prepararse lo hizo rendir al máximo, hasta el punto de que hoy, con un día extra para
preparar lo último, decidió irse a por un par de copas (que al final fueron cinco) aunque
en ello se le fue prácticamente todo lo que podía ahorrar en el mes, pero no le importó
porque hacía casi ya tres meses que no hacía nada además de trabajar, comer y dormir.
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Mina todavía no entendía por qué el director del asilo le había transferido el caso
del matemático, pero eso le tenía sin cuidado, de cualquier manera su vida laboral ya era
abrumadora antes y esto sólo la hacía un poco más. Sin embargo, en el fondo no era lo
referente a este matemático aquello que le preocupaba, sino lo que concernía a Susana
San Juan.
—Esta la he liado parda —pensó Mina, cuando por fin logró encender el porro.
Dio una primera calada más extensa para que encendiera por completo y luego
regresó al salón tambaleando un poco. Se acercó a su ventana que daba a la Gran Vía y la
abrió un poco. Cuando lo hizo, por un instante se le quitaron las ganas de fumar, recordó
que afuera estaban a diez grados bajo cero y, entre lo poco o mucho que le quedaba de la
borrachera y que la marihuana empezó a ejercer su oficio, Mina no pudo recordar dónde
había dejado su abrigo. —¿Lo habré dejado en el puto taxi? Me cago en todo —pensó, al
tiempo que daba otra calada.
A pesar de que se le daba bastante bien el frío, en los últimos días la falta de sueño
le había hecho más sensible al clima. Le llamó la atención que siendo diciembre y con el
frío que hacía, aún no había llegado la nieve. Cogió el móvil, puso a sonar Breed, del
álbum Nevermind de Nirvana y luego dio otra calada. Sintió que ya empezaba a relajarse.
Desde la ventana, que daba justo a la Gran Vía, podía observar la Plaza de Callao y, más
o menos a la misma distancia, el Teatro Lope de Vega, el cual por estos días anunciaba la
reapertura del musical Les Misérables, después de muchos años de su cierre.
Desde la ventana podía apreciarse un buen tramo de la Gran Vía. Mina recordó
cómo era hacía varios años y le pareció que ahora las cosas no podían ser más distintas.
Todas las paredes de los edificios, sin excepción, estaban cubiertas por gigantescos
anuncios electrónicos que mostraban comercial tras comercial. Apenas podía distinguirse
el anuncio de Les Misérables entre toda esa marabunta de luces, sonrisas falsas, tetas
enormes y objetos lujosos que danzaban sin parar ante los ojos de quien andase sobre la
Gran Vía por estas fechas. Era imposible no verse atrapado entre ese bombardeo
mediático y electrónico.
Todo eso contribuía a explicar por qué el piso de Mina era tan barato. Primero,
porque la vista estaba sencillamente arruinada. Segundo, porque era tan pequeño que
apenas podía vivir una persona, de hecho, ni siquiera había división entre el salón, el área
donde estaba la cama (que en realidad sólo era el puro colchón) y el baño, que estaban
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apenas a un par de pasos de distancia. Además, el lugar era bastante viejo y estaba en muy
mal estado; la mejor prueba de ello eran las varias goteras que había en todo el piso y que
eran un problema realmente grave si llovía con fuerza, en particular, porque Mina vivía
en la última planta y aunque ya llevaba casi un año exigiendo al casero que hiciera las
reformas, este no hacía más que darle largas. Sin embargo, lo que jodía más aún (y esto
era válido para todos los inquilinos) era el incesante ruido que a todas horas provenía de
la calle, situación que obligaba a cualquiera que ahí viviese, a desarrollar una amplia
tolerancia a la vida nocturna ajena.
Mina se quedó observando la calle. Lejos, muy lejos, arrumbado en un callejón
apenas pudo observar algunos panfletos y carteles que convocaban a la Huelga General
Europea que ocurriría mañana y por la que habría marchas a lo largo de todo el continente.
Mina había decidido que bajo ningún motivo faltaría; en sí, ese fue el principal motivo
para haber adelantado su preparación del caso del matemático. Miró la hora en el reloj de
su móvil y se dio cuenta de que mejor le valdría irse a la cama de una vez, pues el día que
le esperaba sería largo y debía estar lista temprano. Después de todo, esa fue la razón por
la que decidió volver temprano a casa esta noche: mañana tenía que estar entera para ir a
la Huelga General Europea.
Tenía mucho en su cabeza además de los problemas que ocasionaba al asilo mental
que Aidan Riley estuviese internado ahí. Pensó en aquél francés que apareció en la
televisión, al que bautizó como “Luis XIV”, pero siguió sin recordar de dónde lo conocía,
aunque ahora estaba segura de que se habían conocido alguna vez, probablemente durante
su tiempo en la universidad. Dio otra calada, luego una más. Apagó el porro, lo guardó
en su pitillera y cerró la ventana. Pensó que pronto comenzaría un caso muy interesante
y eso le entusiasmaba mucho. Aunque como venía siendo desde hacía casi tres meses,
Mina siempre terminaba pensando en ella: Susana San Juan. Mañana no podría verla
porque estaría muy ocupada por lo de la huelga, pero ya la vería al día siguiente, en
Navidad.
Se mordió los labios, cogió el móvil, buscó a The Misfits y puso a tocar Die Die My
Darling.
Carmina Murray esbozó una media sonrisa.
28
Después de Pandora
29
Cuarto día después del Fin del Mundo
31 de Diciembre
23:29 horas
OBERTURA
Dicen que ella vive en perpetua tristeza, porque a pesar de que ha puesto pie en todos
los lugares y vivido en todas las épocas, nadie le conoce ni le escucha. Por eso, se dice
también, nadie jamás ha visto sonreír a esa dama silenciosa a quien conocemos como
Lo Inevitable. Así comenzó la más grande de las tragedias, en uno de esos instantes en
que nadie esperaba la visita de la dama. Desde aquel momento habían transcurrido
cuatro días, y tal fue la magnitud de aquellas desventuras que, amables lectores, es
necesario ocuparnos de su relato. Sin más preámbulo he aquí el recuento de lo
acontecido en el Fin del Mundo.
En las primeras horas nadie comprendió lo que estaba sucediendo. Empezó
cuando todos los sistemas de los servicios de electricidad, agua y gas dejaron de
funcionar. El abastecimiento se detuvo en toda la ciudad. Los teléfonos, móviles y fijos,
murieron sólo unos instantes después. Lo mismo sucedió con el Internet, que no habló
más y con eso se fueron todos los sistemas de comunicación. Nadie sabía qué era lo
que estaba sucediendo y era imposible recibir información alguna. Un vecino preguntaba
a otro vecino para sólo encontrar sus mismas preguntas en otras bocas, y de ventana
en ventana las personas comenzaron a sospechar que tal vez en todas partes lo mismo
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ocurría. Hasta ese momento la ciudad conservaba todavía su regia belleza, sin una
ventana rota ni una calle enrojecida, pero aunque nadie lo comprendiera todavía, no
sólo aquella urbe, sino el mundo entero, estaba condenado.
Desde algunos lugares comenzaron a escucharse estruendos lejanos que no
tardaron en revelar su naturaleza, pues al poco tiempo se volvieron terribles estallidos
que pronto constelaron las calles de la ciudad que yacía en la penumbra.
La gente veía desde sus ventanas muchos fuegos lejanos que se alzaban en un
punto u otro de la ciudad. Entonces algunos subieron a las azoteas de los edificios y
vieron que esas llamas parían sin descanso a muchas otras, y desde todos los tejados
esos fuegos, que hacía no mucho tiempo eran distantes, cada vez más cerca se veían
de los ojos que miraban.
También sucedió que durante esos mismos instantes de zozobra, a muchos oídos
llegaron gritos, lamentos de aquí y allá, que al principio no eran tan numerosos, pero
pronto a un grito le siguieron dos y a esos le siguieron otros tantos, hasta que por toda
la ciudad sólo se escucharon lamentos.
Y cada vez más la gente se daba cuenta de que aquellos incidentes eran parte de
una misma familia, que a las calles trajeron dudas que de a poco fueron tocando a todas
las puertas, para avisar que ya estaba por llegar ese invitado que siempre arriba
portando uno de sus mil disfraces, y que nadie sabe de dónde viene ni cómo es su
rostro, pero que igual todos le conocen: El Miedo. Y será que tal vez el Miedo no tenga
rostro, pero lo cierto es que sí tiene manos, porque mueve a las masas como Dios a las
mareas.
Transcurridas apenas unas horas ya no se sabía con certeza qué se esparcía más
rápido si las llamas o el pánico, porque si bien el primero arrasa con los bosques, el
segundo resulta implacable con las voluntades. Muchos permanecieron encerrados
dentro de sus casas, observando desde sus ventanas cómo en las calles los faroles se
olvidaron de sus quehaceres, enmudeciendo, y fue entre aquel oscuro silencio, armado
con el contagioso terror a lo invisible, que al Miedo le avisaron que ya no había que
esperar más y que la mesa estaba servida, y éste campó a sus anchas.
En esos momentos siempre son los que más aman los que primero actúan, por
eso fueron las familias las que primero aceptaron la victoria de la fatalidad. Detrás de
las puertas de cada hogar los padres, como antaño ensillaban caballos, ahora apuraban
maleta tras maleta al tiempo que alistaban los vehículos, mientras las madres hicieron
lo propio con los pequeños hijos, quienes inocentes como son preguntaban:
—¿Qué es lo que pasa madres?
A lo que ellas atinaron a responder, todas en una misma voz:
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—¡Hijitos nuestros, pues ya tenemos que irnos lejos! Cerrad vuestros ojitos que
daremos un paseo.
Y entonces los niños, obedientes como suelen ser ante los suplicantes ojos de sus
madres, así lo hacían. Mientras que esas mismas madres, muy preocupadas se decían
en silencio, para que sus pequeños no les oyesen:
—Hijitos nuestros, ¿a dónde os llevaremos?
Las casas comenzaron a vaciarse una tras otra por toda la ciudad. Eso sucedía
en la primera noche después del Fin del Mundo, en lo que fue el día veintisiete de
diciembre, con padres que abrían puertas y madres que salían abrazando a sus
pequeños hijos.
Fue entonces que para hacer compañía a La Dama Silenciosa llegó a escena su
más querido vástago: El Destino, el hijo de Lo Inevitable.
Como suele ocurrir en los tiempos más despiadados, a un padre desesperado le
sigue otro más aún, y fue así como al llegar a las salidas de la ciudad las familias se
encontraron con otras tantas legiones de hogares que habían seguido el mismo consejo.
En la primera noche quedaron varados los sueños de esas legiones que intentaron
abandonar la ciudad, porque al ser tantos quienes huían los caminos dijeron —¡Ya no
más!— y cerraban toda salida con altos muros de unos ladrillos que estaban formados
de la desesperación de todos los que intentaban escapar. ¡Triste consecuencia! Pues el
Miedo, que pronto encontró palco en aquel teatro, presto exaltó las cabezas de aquellas
multitudes avivando fuegos en sus corazones. Entonces sucedió que un padre reclamó
a otro, y que una esposa trató de calmar a un esposo, y que el llanto de un niño hizo el
llanto de otro. Lo cierto es que nadie fue consciente de cómo ni cuándo pero, escondido
entre esa angustia y confusión, apareció otro invitado más al banquete del Fin del
Mundo: El Caos.
De lo que sucedió a todos los que intentaron salir de la ciudad poco se sabe, pues
no muchos fueron los que regresaron, y hoy, tres días después, todavía los pocos que
sobrevivieron a aquello guardan silencio. Y el silencio del que sufre debe ser respetado
con silencio.
Eso fue lo que ocurrió a los que intentaron huir, pero también hubo los que se
quedaron, esperando, algunos pocos por prudencia y otros muchos por miedo. Aunque
lo cierto es que para cuando llegó el segundo día ya no se podía distinguir quien era
prudente y quien miedoso.
El día siguiente, el veintiocho de diciembre, trajo la primera mañana después del
Fin del Mundo. Y aunque no hizo falta que nadie se lo dijera la sociedad comprendió
que ya todo había cambiado.
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Primero sucedió que el buen juicio lanzó una tregua y de las negras trincheras
salieron los vicios y las virtudes que se dijeron juntos en una misma voz:
—¡Ya no seremos enemigos!
Para después encontrarse vicios y virtudes fundidos en fraterno abrazo, y así esta
hermandad fundó un nuevo país con una nueva carta magna que olía a un cruel pasado.
Pero como sucede a menudo lo nuevo suele estar inconforme con lo viejo. De ahí que
las nuevas leyes al no estar contentas con las viejas normas, cogieron los mapas y
borraron las fronteras que separaban lo ajeno de lo propio. Por otro lado, bien es sabido
que las nuevas ideas despiertan primero en las mentes más astutas, las cuales pronto
se encargaron de convertir cada fuente de provisiones en pasto de todas sus causas.
Cuando llegó la noche del veintiocho de diciembre, sucedió otro hecho que llamó
a un acuerdo inconsciente. Como los nuevos países requieren nuevas monedas, porque
ni el hambre ni el frío saben cómo hacer treguas, fue necesario acuñar una nueva divisa
y todos a buen juicio tuvieron el tomar por denominación a la necesidad. De ahí que esa
segunda noche el sueño no llegó a muchas casas, porque las nuevas monedas
empezaron a circular y todos entendieron que se puede comer el pan duro o hasta el
verde, pero no el que de la mesa está ausente.
Sin embargo no hay que adelantarse a los hechos, porque si bien esa noche
arribaron a escena los primeros que después serían nombrados como Los Hambrientos,
aún no había llegado el más terrible de los invitados al banquete del Fin del Mundo, esos
a los que se tuvo a buen juicio llamar: Los Sedientos.
Ellos llegaron después.
Los acontecimientos que tuvieron lugar esa noche son difíciles de describir, pero
dentro de lo que cabe uno podría afirmar que esa noche fue de relativa paz, porque a
pesar de que ya todos habían firmado el nuevo contrato social, no eran tantos los que
habían comprendido su contenido. Difícil situación era para los que sólo veían desde las
ventanas de sus hogares como otros se entendían con la fatalidad, intercambiando
necesidad por lo ajeno, porque pronto comenzaron a sospechar que si bien la esperanza
es el mejor de los consuelos, fácilmente puede convertirse en el peor de los consejeros.
La mañana del veintinueve de diciembre fue la más fría que hubo de ser registrada
en los albores del Fin del Mundo. Y no es que, como es sabido, hubiera demasiados
registros en este novel país, pero los que había resultaron suficientes para dar a
entender que no sería el hambre aquella que vendría primero a cosechar la miseria, sino
la sed.
Todo comenzó al amanecer, porque al abrir los ojos unos y otros descubrieron que
también durante el sueño el Miedo sabe cómo ejercer sus artes, pues visitó cada uno
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de los hogares diciendo a todos mientras dormían:
—Buen amigo, ¿pero y si el agua que tienes se acaba? ¿Qué tal si por esperar
alguien más toma lo que tú podrías tomar ahora? Si yo fuera tú…
Y de esta forma, habiendo viciado aquellas cabezas, el Miedo, con el reluciente
rostro despidiendo la alegría del sepulturero, consideró que hubo hecho por fin todos los
deberes.
Esa mañana de las casas salió la gente en tropel. Todos con cántaros en las
heladas manos corrieron en busca de gotas en cualquier sitio. Pero el agua, como todo
para el que desespera, resultó escasa por todas partes.
—¡Ay de nosotros! —gritaron muchos, porque donde antes escucharon el
vertiginoso cause, ahora encontraron sólo hierro y concreto.
El siguiente acto en esta tragedia ocurrió cuando las grandes masas encontraron
que todos los mercados, tiendas y comercios vacíos estaban porque, como ya nosotros
sabemos, hubo otros que bajo el consejo de las noches previas habían reclamado esas
conquistas como propias. Lo que ocurrió a continuación en las calles de esta vieja
ciudad fue lo más terrible conocido en los días que siguieron al Fin del Mundo. Aquella
batalla sangrienta no fue menos dura que la de los grandes cantos homéricos, ni menos
cruenta que las que vivió el ya finado Siglo XX, pero sí más triste, porque con las
decenas de miles que encontraron por sepulcro otros cuerpos sin vida, también recibió
funerales la esperanza, y con su muerte, el Destino dejó por sentado que ese fue el final
de todos los finales.
Baste relatar que fue tal la desolación, miseria y sufrimiento de los que
sobrevivieron, que la dama que jamás sonreía, Lo Inevitable, abatida por todo cuanto
había observado volteó el rostro aterrada y se retiró a una lejana montaña donde se
escondió para que no le vieran derramar desconsolado llanto. Ahí Lo Inevitable cerró los
ojos, porque no pudo ver más dolor ese día. Su hijo el Destino, en cambio, no pudo
retirarse a pesar de todo ese dolor que veía, puesto que a él no le está permitido el
descanso ni siquiera durante el sueño, porque si bien es sabido que Lo Inevitable puede
llegar tarde o temprano, no sucede lo mismo con el Destino, que siempre nos alcanza
en el momento, lugar o situación que para nosotros eligió el diestro capricho de las tres
Moiras, así se trate del momento más inoportuno o inesperado. Por eso los que caminan
con las barbas grises suelen decir, con no poco tino, que las mejores cosas de la vida
no siempre llegan en los mejores momentos, y eso fue lo que ocurrió en esta ocasión,
porque el Destino se apiadó de las personas que sufrían y les trajo la lluvia.
Las primeras gotas comenzaron a caer entrada ya la noche, y aquello fue
entendido como una suerte de tregua, porque de las casas los pocos que quedaban
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salieron con sus vasijas y frascos de todo tipo a guardar en ellos un poco de vida. La
noche era helada, pero no importó, porque gracias a la lluvia aquel fue el primer
momento de consuelo que hubo de llegar, y tal fue el alivio que causó, que hasta algunas
sonrisas pudieron verse en los rostros de los miserables que sobrevivieron al Fin del
Mundo. Sin embargo, hay que decir que aquello fue una fiesta tensa, puesto que todos
recibían y guardaban el agua sin perder de vista a los otros. La lluvia continuó toda la
noche y hasta la mañana.
Cuando llegó el treinta de diciembre, los que habían permanecido en sus hogares
descubrieron que las calles hacía tiempo fueron reclamadas por nuevos dueños, y en
donde antes había monumentos, altares y bellos edificios, se fundaron feudos, se
construyeron castillos y se levantaron murallas, y con esos nuevos dominios llegaron
Los Hidalgos de la Guerra, nobles nacidos en cunas de hierro y vestidos en ropas
verdes, con estrellas e insignias que recordaban a un viejo orden que no por estar ya
muerto había abandonado esta tierra. Ellos fueron los nuevos dueños de todo. De sus
andares no es menester que nos ocupemos en relatarlos dentro de estas palabras,
porque los ecos de esos cantos serán escuchados en lo posterior (adelantemos sólo por
ahora que cuando el Espíritu de los Tiempos exige suele ser el más duro de los
acreedores).
Esos fueron los días de Los Hidalgos de la Guerra y el mundo entero se cimbró al
paso de sus Babiecas.
Con el treinta y uno de diciembre llegó una cierta calma, quizá debido a ese viejo
adagio que dice que el Caos crea en los corazones el deseo por retornar a la estabilidad.
Es posible que dentro de los afligidos corazones, ver a aquellos Hidalgos creó esa
sensación de paz, aunque no por eso disminuyó siquiera un poco la desolación. La
humanidad se había traicionado a sí misma, dejando por testamento sólo despojos de
una tierra astillada por el sufrimiento. Era el comienzo de un tiempo despiadado, un
tiempo de hierro y plomo, en El Mundo de Los Miserables.
La mañana transcurrió entre el duro frío y las dudas sobre cuándo volvería la lluvia,
o cuando en su defecto haría lo propio la nieve, la única invitada que no había hecho
presencia. Ese día, recorriendo los cielos se vio a algunas Aves de la Guerra, con sus
inmensas alas metálicas y su piel hecha de escudos, de las cuales nadie sabía ni su
origen ni sus intenciones, pero cruzaban la ciudad como quien busca algo. La gente al
poco tiempo se acostumbró a estas aves pues nada cambiaban su miseria, aunque no
por eso les miraban sin sospecha.
Cuando llegó la tarde, a fuerza de acostumbrar los ojos a aquel paisaje las calles
parecieron sólo un poco menos terribles, permitiendo a algunos murmullos remover los
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escombros, encontrando antiguas palabras en medio del polvo y el olvido. De ahí que
nuevas voces comenzaron a murmurar viejos cantos, describiendo mundos hermosos y
llenos de luz que consolaron el corazón de las personas, invitándolas a resistir la
desolación a cambio de una parcela en un reino distante ubicado más allá de las nubes.
Nunca el horizonte dejó ver un reino de los cielos más vasto a aquellos alucinados de la
miseria, y aunque nadie pudo ver las torres de esos lejanos castillos, la desolación
conoce muy bien sus artes, porque tan cierto es que todos los caminos llevan a Roma,
como que todas las grandes catástrofes llevan a las grandes devociones.
Entonces, en medio de todos esos murmullos que prometían la felicidad después
de la muerte, llegó por fin la noche, cuando Lo Inevitable abrió sus ojos y decidió
regresar a esta tierra. Lo cual nos trae al momento que nos atañe: el treinta y uno de
diciembre a las 23:29 horas del año en curso. Cuatro días habían transcurrido desde el
Fin del Mundo, y entre las cenizas de lo que fue el hermoso país del vino y de las
canciones, varios miserables buscaban una Caja de Pandora que ya había sido abierta.
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I Un hombre que espera
Vasili Yukov no lo tenía muy claro, el mundo entero se había ido a la mierda pero él seguía
cumpliendo órdenes. Hasta lo último que supo, y lo que pudo ver con sus propios ojos, al
menos toda Europa comenzando por Madrid se había vuelto en el papel una suerte de
guerra civil, o en palabras del anciano que gritaba a todo pulmón en medio de la multitud,
era: “El Fin del Mundo”. Vasili, a pesar de estar a una distancia considerable, podía verlos
con claridad desde donde estaba escondido. Se trataba de un grupo bastante numeroso
que se encontraban todos apiñados en el centro de la plaza en torno a aquel anciano.
Como a menudo suele suceder en la historia, es precisamente el más menudo de los
individuos quien suele dirigir a las grandes masas, y ese era precisamente el caso que se
observaba en el medio de aquella plaza pues el anciano que vociferaba aquellas santas
palabras, era notablemente pequeño. Vasili apenas podía observar sus manos, que era lo
único que sobresalía por encima del resto de las cabezas que le miraban; de hecho, de no
ser porque el diminuto anciano se desplazaba constantemente de un punto a otro en el
círculo central de la plaza, y porque al hacerlo la gente se abría a su paso de una manera
más bien reverencial, Vasili no hubiera podido mirarle.
Por otro lado la gente que le rodeaba se trataba de un grupo bastante variopinto. En
total, calculó, debían de ser alrededor de setenta personas. Había hombres de todas las
edades, desde los muy jóvenes hasta los que con claridad rebasaban la cincuentena
(aunque el mayor de todos era con seguridad el anciano que hablaba, quien no debía estar
muy lejos de los setenta). La mayoría de los hombres llevaban algo que hacía las veces
de arma: palas, cuchillos, piedras y un número considerable que llevaban algún tipo de
arma de fuego. Vasili, después de observarles con cuidado, estimó que serían unos quince
que llevaban principalmente pistolas que parecían de uso policiaco. También se
encontraban muchas mujeres, varias de ellas portando algún arma; Vasili notó que entre
ese grupo no las había jóvenes. Había unos pocos niños mezclados entre la multitud, casi
todos pegados a una mujer u hombre mayor, pero también había los que parecían andar
solos. Lo único que saltaba a la vista que vinculaba a aquella heterogénea y nutrida turba
era que todos atestiguaban en su apariencia y semblante el paso de los cuatro días que
habían transcurrido desde el veintisiete de diciembre. Sus ropas eran más bien andrajos,
y en torno a los cuerpos, un sinfín de objetos, desde mantas hasta cartón, hacían las veces
de abrigos; sus rostros se veían heridos, sucios, magullados y endurecidos por la miseria.
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Sin embargo, y en esto había que rendir crédito a aquel pequeño anciano, toda aquella
multitud rugía, enardecida, con ese furor del que no tiene nada que perder y todo un reino
de los cielos que ganar.
Vasili había estado antes en ese mismo lugar en varias ocasiones, se trataba de la
Plaza de Jacinto Benavente, a apenas unas calles de distancia de la Puerta del Sol. Conocía
bastante bien el área porque siempre que visitaba la capital de España acostumbraba pasar
largas horas recorriendo los bares y múltiples casas de juego que por ahí pululaban. De
hecho le pareció bastante irónico que hacía no mucho tiempo (harán unos dos años, quizá)
una vez se quedó dormido de borracho a plena luz del día en una esquina no muy distante
del lugar en el que, justo ahora, llevaba más de veinte minutos escondido detrás de unos
escombros.
Pensó que debían estar a unos diez grados bajo cero. El frío y el viento comenzaban
a resultarle bastante molestos, pues aunque había llegado a ese lugar bastante agitado a
causa de los inesperados eventos que le acontecieron en su trayecto, su cuerpo había
dejado atrás ese tumulto y se había enfriado por completo. Por fortuna se encontraba bien
abrigado, con su gigantesco y viejo abrigo y sus botas militares; además, gracias a lo que
quedaba de una pared y un tejado que se había desplomado ahí mismo, en el lugar que se
encontraba no pasaba ninguna corriente de aire. También tenía una buena perspectiva de
la plaza desde el lugar en el que estaba, y encima, había suficiente espacio para recostarse
sin que ninguna parte de su cuerpo o sus armas quedasen a la vista; esto último no era
poca cosa, primero porque no sabía cuánto tiempo tendría que estar ahí y, segundo, porque
llevaba encima una cantidad considerable de equipo: un viejo pero todavía funcional rifle
Steyr AUG HBAR de fabricación austriaca, una todavía más antigua pero práctica Beretta
92 en el costado izquierdo, tres granadas de expansión bien sujetas al cinto y municiones
suficientes como para cargarse a todos y cada uno de los que estaban apiñados en aquella
plaza. En suma, todo lo anterior convertía su escondite en una excelente elección, algo
que, hay que decir, él era un profesional en hacerlo, pues Vasili Yukov era un “contratista
civil de seguridad” o, dicho de otra forma: era un mercenario.
Observó detenidamente la situación una vez más, tal vez aquella multitud pronto
decidiría qué hacer y con suerte irían a zanjar sus asuntos a otro lugar. En el peor escenario
tendría que pasar la noche ahí, lo cual sería bastante duro pero tampoco tenía alternativa
alguna pues debía esperar a recibir esa llamada que, a final de cuentas, era la causa de que
se encontrase en ese lugar todavía siguiendo órdenes aunque todo se hubiera ido a la
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mierda. Vasili revisó el telecomunicador que tenía bien resguardado entre sus ropas. Lo
sacó para observarlo un instante. Al recibir la llamada el aparato vibraría para avisarle, de
eso estaba seguro, pero aun así por naturaleza desconfiaba de esos objetos (en realidad,
de cualquier cosa que tuviera que ver con tecnología). Le preocupaba demasiado que
recibiera la llamada y no se percatara de ello. Sin embargo debía esconderlo con mucho
cuidado, porque aquel aparato tenía la peculiaridad de despedir unas luces que podrían
ser peligrosamente llamativas en su situación. Volvió a guardarlo con cuidado dentro de
sus ropas, muy pegado a su cuerpo, luego dio un suspiro y pensó que lo mejor era
conseguir en qué distraer la mente.
Sin perder de vista lo que acontecía frente a él en el centro de la plaza, Vasili observó
el cielo. Le llamó la atención que todavía no nevara, aunque lo cierto es que las nubes
parecían tener intenciones de hacerlo; estaban amontonadas en gran número, con la luna
escondida detrás de ellas. De no ser por las miles de llamas que ardían por todas partes la
ciudad estaría sumida en la más absoluta penumbra. Justo delante de Vasili, detrás de la
multitud al otro lado de la plaza, la tercera y última planta de un edificio ardía por
completo iluminando el lugar.
En ese instante mientras Vasili observaba como las llamas salían a través de las
ventanas de la última planta, algo hizo explosión dentro de la segunda. El estallido fue
sonoro y potente, de haber estado una persona a pocos metros de distancia le habría
derribado con seguridad. Algunos pocos objetos salieron despedidos a través de la
ventana, objetos pequeños que apenas rozaron a los que, dentro de la multitud que estaba
en la plaza, se encontraban más cerca. A ninguno de ellos les inmutó en lo más mínimo.
Vasili observó con mucha atención aquello confirmando una vez más como lo cotidiano
también está sujeto a los tiempos.
Dentro de los objetos que salieron despedidos a través de las ventanas miles de
hojas de papel se alzaron desde ahí, recorriendo no sólo el área más inmediata de la plaza,
sino también las calles aledañas al edificio. Descendían lentamente, muchas ardían.
El anciano que gritaba en medio de la multitud se desplazó hacia una de las fuentes
ubicadas cerca del centro de la plaza, intentó subir pero el peso de sus años le jugó una
mala pasada y, de no haber sido por dos jóvenes que en todo momento caminaban detrás
del viejo como si de su sombra se tratase, hubiera caído al suelo. Después de recuperar el
aliento brevemente, el viejo, apoyado en los hombros de aquellos chavales se irguió sobre
la orilla de la fuente alzándose por encima de la multitud que se apiñaba en derredor suyo.
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—¡Justicia! ¡Queremos justicia! —gritaron algunos y aquel mensaje, aunque fuese
más por los airados gestos de aquella turba que por el sonido de las palabras, sí que lo
comprendió Vasili y en verdad que en lo absoluto le pareció un buen indicio para lo que
pudiera venírsele encima. A pesar de que estaba seguro que los problemas de aquella
gente no le concernían ni tenían nada que ver con él, al mirar la expresión en el rostro de
aquel diminuto anciano, hinchada de ese furor de los que están hartos de esperar la justicia
divina y que se han decidido a provocarla, Vasili decidió que lo mejor era no terciar
palabra alguna con aquellos enardecidos.
El anciano alzó ambas manos mostrando las palmas a la multitud, que enmudeció
al instante. Resignado, Vasili hizo acopio de paciencia y se concentró en tratar de entender
lo que ahí sucedía. Sin embargo, y por extraño que parezca, al mirar lo que sucedía
comenzó a experimentar una creciente sensación de tranquilidad dentro de él. Aquella
postura y solemnidad, le recordó su niñez, cuando acompañaba a misa todos los días a la
abuela Olechka. Él jamás fue muy dado a la religión pero, debido al gran afecto que
siempre sintió por su abuela, este tipo de situaciones le traían gratos recuerdos. Se enrolló
un poco más dentro de su gigantesco abrigo con el telecomunicador muy pegado a su
cuerpo, arrejuntó lo más que pudo los pies y sin soltar ni un instante su viejo rifle Steyr
AUG HBAR, se puso a escuchar a ese anciano al que con trabajos lograba entender.
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II Paréntesis
Aprovechando que Vasya se encuentra absorto observando lo que acontece en el centro
de esa plaza, utilicemos este tiempo para brevemente exponer un poco de su naturaleza y
su pasado. Para empezar, nuestro amigo Vasya, aunque tenía más pinta de ruso que el
propio Gagarin, la verdad era que apenas hablaba un ruso más bien elemental e incluso,
aunque debido a su trabajo había estado literalmente en más de medio mundo, jamás había
puesto pie en Rusia (aunque sí en varias partes del anterior bloque soviético, como
Ucrania o Georgia). De hecho, él nació en la ciudad de San Marcos, en Tejas, donde su
abuelo y su padre se establecieron después de viajar desde Rusia hasta los EEUU, no
mucho después de la caída de la URSS, por ahí del año de 1993. De ahí que el primer
idioma de Vasili Serguéyevich Yukov era en realidad el inglés, luego en segundo lugar el
español (puesto que tenía algunos amigos de origen hispano), y en un bastante rezagado
tercer lugar, el ruso.
Por otro lado, su apariencia no dejaba lugar a muchas dudas respecto a su origen.
Era rubio, alto y de complexión robusta, con la quijada ancha y unas manos grandes que
eran la herencia de incontables generaciones de campesinos. Tenía la cara redonda y los
ojos pequeños, en un color verde que apenas se percibía, debido a que, además de tener
los ojos un tanto sumidos, sus cejas eran bastante pobladas. En su rostro estaba una larga
cicatriz que le cruzaba desde la parte superior izquierda de la frente, atravesando el
entrecejo y terminando a la altura del pómulo derecho. Aquella marca se trataba de un
auténtico misterio que había sido el tema de conversación de todos los colegas de Vasya,
esto debido no a que su cicatriz fuese algo extraño en ese medio, sino a que su portador
jamás había revelado su origen. La apuesta favorita entre sus colegas era que aquella
cicatriz se trataba del testimonio de la primera vez que Vasya había estado en activo, y
ciertamente, algo de verdad tenía esa hipótesis.
Ocurrió en el primer día que nuestro amigo fue movilizado a una zona de conflicto
en el África como parte de las “Fuerzas de Paz y Estabilización” subcontratadas por la
OTAN. Él y otros cuatro nuevos contratistas, debido a uno de los habituales errores que
ocurrían en la logística de estas operaciones, llegaron un día después que el grueso de los
quinientos refuerzos que habrían de unirse a los más de ocho mil soldados privados que
ya estaban estacionados en la zona. Debido a este retraso y a que el próximo convoy en
el que podrían ser transportados hasta el lugar llegaría hasta cuatro días después, para no
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perder la paga de esas jornadas, tuvieron que ingeniárselas para alcanzar al resto. La única
manera que encontraron fue abordando un tren de provisiones con destino a la misma
zona a la que se dirigían, tren del que por supuesto no tenían permiso alguno para abordar
(aunque esta opción les hacía perder dos días, pero era mejor que nada). Vasya, quien era
el que más necesidad tenía de aquella paga, propuso colarse al tren saltando a uno de los
vagones, y así fue como lo hicieron, pero nuestro amigo al ser el primero, le tocó ser
recibido por una anciana bastante obesa y mal hablada que les pilló y que por toda
bienvenida le dio tremendo puntapié en el rostro, el cual dejó como recuerdo la ahora
célebre cicatriz de Vasya. A aquella bienvenida, nuestro amigo no supo qué responder y
se quedó ahí sin decir nada ocupando un rincón del vagón al que había abordado. Sus
otros cuatro colegas contratistas se pasaron el viaje entero riendo a carcajada tendida por
aquello, y de hecho Vasya, quien no era muy dado a fraternizar con nadie, lo tomó bastante
bien. Al final esa bienvenida sirvió para romper el hielo entre ellos y pasados los dos días
de camino se había gestado una buena amistad entre todos. Aunque aquella amistad no
habría de durar demasiado, pues cuando llegaron a su destino, en el primer día en que
entraron en servicio, sus cuatro amigos murieron en una emboscada. De ahí que nadie
más supiera el verdadero origen de la famosa cicatriz.
Pero continuemos relatando otros pasajes del pasado de Vasya. Desde muy pequeño
y hasta el día de hoy, más de 35 años después, siempre llevó el cabello bastante corto,
casi a rape, lo cual le daba un cierto aire miliciano. Por otro lado, hay que decir que la
escuela nunca se le dio; de normal, le costaba mucho trabajo acoplarse e interactuar con
otras personas y, aunado a eso, siempre fue bastante parco de palabra, situaciones que de
una u otra forma terminaban relegándole a ser una suerte de paria en los colegios. Sin
embargo, siempre fue un paria temido, puesto que si algo le había dejado como
aprendizaje ser el menor de cuatro hermanos pendencieros, era que sabía batirse como el
que más (en otra ocasión, si hay oportunidad, hablaremos un poco sobre su familia, puesto
que no sabemos cuánto tiempo más Vasya continuará escuchando al anciano que está en
medio de la plaza). Por lo demás, ese temor casi reverencial que normalmente le
profesaban sus compañeros del colegio, la verdad es que era un tanto exagerado, porque
a pesar de que Vasya tenía la fuerza de un toro y pegaba tan fuerte como una patada de
mula, era un chico bastante tranquilo que, entre sus profesores, lejos de causar
preocupación por supuestas tendencias violentas, preocupaba más por su perpetua apatía
producto de un carácter más bien flemático. De hecho, varios de los consejeros y
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psicólogos de su colegio en no pocas ocasiones intentaron de todas las maneras posibles
ayudarle a encontrar algo que le motivara a elegir un rumbo para su vida. Sin embargo,
aquellos esfuerzos fueron echados por tierra cuando Vasya fue expulsado del instituto el
día en que, tras una pelea (que él intentó evitar a toda costa) envió a otro chico al hospital
con una fractura expuesta y arruinándole su futuro como deportista.
Sobre cómo nuestro amigo salió relativamente bien librado de todo aquello, hay
que decir que en esa historia tuvo un papel protagonista la joven Tatyana, o Tanya, como
Vasya suele llamarla. Pero aquella historia habrá que relatarla después, porque nuestro
amigo se encuentra a punto de recibir esa llamada que tanto espera. La misma que pronto
habrá de llevarle a rendir cuentas ante Lo Inevitable.
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III La voz que busca la Caja de Pandora
Después de escuchar durante un rato a aquel diminuto anciano, del que entendía más o
menos como la mitad de lo que decía, la verdad era que ya no le parecían tan descabelladas
sus palabras.
—Cuando menos —pensó Vasili— uno puede encontrar cierta paz al escuchar todo
eso.
Aunque la situación en general, por mucha paz que le trajeran esas palabras, no
pintaba muy bien. Vasili constantemente no podía evitar preguntarse si lo que sucedió en
Europa habría sucedido también en otras partes y, de ser así, ¿estaría bien Tanya? Hacía
tanto que no hablaba con ella. Vasili metió su mano derecha a uno de los bolsillos de su
gigantesco abrigo donde se encontraba la carta que escribió desde hacía diez años, la
misma que ahora era el auténtico vigor que le impulsaba a arriesgarlo todo por volver a
verla.
Entonces el telecomunicador empezó a vibrar.
Le pareció que vomitaría el corazón, su respiración se agitó y con las manos
temblorosas, de entre sus ropas cogió el aparato, se cubrió por completo con su abrigo y
observó el aparato, que despedía esas luces que tanto le preocupaba delataran su posición.
—¡A hacer gárgaras con la regla de tu madre! —juró con una rabia ciega cuando se
dio cuenta de que no estaba seguro de cómo encender el telecomunicador. Luego se
sorprendió a sí mismo por cometer la estupidez de haber casi gritado aquello.
El aparato vibró por segunda vez y Vasili estaba que hervía de furia por no saber
qué hacer. Empezó a presionar botones de manera casi frenética mientras su odio por la
tecnología alcanzaba lo inimaginable. El aparato vibró por tercera vez. Seguía
presionando botones, pasando una y otra vez sin darse cuenta por encima del que habría
de permitirle responder, pero era tal su nerviosismo que nada le habría hecho verlo aunque
fuese del tamaño de una vaca. El aparato vibró por cuarta vez. —¿Cómo puede estar
funcionando esta mierda? —pensó desesperado, hasta que el telecomunicador dejó de
vibrar. Sin darse cuenta presionó el botón para responder la llamada.
Vasili se quedó en silencio pasmado, todavía sin darse cuenta que ya había iniciado
la comunicación. Transcurrió, uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos en absoluto silencio,
hasta que a través del aparato se escuchó una voz.
—¿Estás ahí? —dijo el mismo sujeto que se había comunicado antes con él,
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hablando en un inglés un tanto forzado. Vasili estaba seguro que era ese tipo, el mismo
que, usando palabras que le parecían demasiado extrañas y elegantes, hablaba con un
marcado acento francés.
—Sí, sí, aquí estoy en la plaza como me has dicho…
—Sé dónde estáis —le interrumpió— ahora, escuchad con mucha atención lo que
habré de deciros.
—Te escucho —respondió Vasili al mismo tiempo que hacía acopio de todo su
temple, desterrando en ese instante todo atisbo de nerviosismo.
—Dirigíos al edificio gubernamental que se encuentra en la parte Este de la plaza,
deberéis llegar a la segunda planta, ahí buscad el Despacho B035 en la fachada sur, ahí
dentro estará un estuche del tamaño de tu palma y dentro se encuentra un Dispositivo de
Almacenamiento de Datos —esto último lo pronunció con dificultades— sólo hay uno en
el sitio.
—De acuerdo —respondió Vasili Yukov, mientras sacaba la cabeza por debajo de
su abrigo, apenas levantando la mirada observó la plaza y ubicó el edificio al que debía
dirigirse. Tenía que cruzar la plaza para llegar hasta ahí. Pensó que regresaría una calle y
después rodearía la plaza para así evitar a esa gente que todavía seguía escuchando al
diminuto anciano, sería sencillo. Observó que el edificio al que se dirigía se encontraba
todavía lejos de las llamas que consumían el otro que hace poco había estallado en su
segunda planta.
—Después de asegurar el objetivo —continuó el sujeto con acento francés— escapa
con dirección norte…
—¿Escapa? —le interrumpió.
—Un comando se acerca en este mismo momento al sitio en busca del mismo
objetivo, no debéis perder más el tiempo. Están subiendo ahora mismo por la calle que
sube del Este.
Vasili permaneció en silencio un instante, dudó sobre lo que le decía el hombre
detrás de aquella voz. Era claro que ese tipo debía ser un peso pesado, pues la única forma
para lograr comunicarse con él era teniendo acceso directo a uno de los satélites. Además
era claro que podía rastrear su posición.
—¿Cuál es el punto de extracción? —dijo firme Vasili Yukov.
—Seis kilómetros al norte de tu posición actual.
—De acuerdo.
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La comunicación cesó.
Vasili guardó con cuidado el aparato entre sus ropas mientras observaba los accesos
a la plaza. Cogió de entre su equipo una de las granadas de expansión y puso la mirada
en la calle por la que el comando subiría hasta la plaza. Tenía que cruzar la plaza
inmediatamente. No tenía muchas opciones. Miró hacia la calle que subía por el Este,
justo en dónde entraba a la plaza, estaba lo que antes debió ser un restaurante. Arriba
había dos plantas repletas de pisos, todos con instalaciones de gas. Luego desvió la mirada
un instante hacia la multitud, ahí había niños.
—Tanya —dijo en voz alta, pero lo hizo sin darse cuenta, como si su inconsciente
hubiera tomado la decisión por él. Cogió una segunda granada.
Arrojó una y después la otra hacia el punto que había observado.
La explosión resultó terrible, pues pronto alcanzó una fuente de gas y el estallido
hizo retumbar toda la estructura, que pronto respondió con una segunda explosión que se
llevó al edificio entero. El estruendo alcanzó a la gente que estaba en la plaza, una
infinidad de fragmentos volaron por todas partes transformando aquel lugar en un mar de
llamas. Vasili Yukov, pasado el segundo estallido, salió de su escondite de un brinco y
atravesó la plaza dirigiéndose directo hacia el edificio, escuchando de fondo los gritos de
dolor de la gente que yacía sobre el suelo de la plaza. Llantos desesperados, auxilios
clamados de aquí y de allá, lágrimas derramadas sobre cadáveres despedazados, pequeños
huesos expulsados de un cuerpo que apenas se formaba, vísceras, dientes, ropas y restos
esparcidos sobre el frío suelo, y un alma solitaria que cruzaba aquel campo repitiendo un
nombre en su mente para no pensar en lo que había hecho.
Vasili llegó hasta la puerta del edificio, que la encontró tendida sobre el suelo; tenía
claras marcas de golpes y patadas, como si hubiera estado atrancada por afuera y varios
desde dentro intentaron derribarla hasta lograrlo. Los lamentos desde la plaza
aumentaban. Cruzó la puerta y de inmediato se puso a cubierto justo a la derecha de la
entrada, no parecía que nadie de aquella multitud le hubiese visto. Lanzó una mirada
rápida al interior, Vasili había estado en esa plaza varias veces y recordaba el edificio,
alguna vez escuchó que antes había sido la oficina de un Ministerio, pero nunca le había
puesto mayor atención. Ahora lo lamentaba, aunque no demasiado pues el sitio parecía
todo menos un Ministerio, parecía más bien una especie de estación de policía.
Claramente se trataba de un sitio que tenía un alto nivel de seguridad. Contaba con
verificadores de identidad en la entrada y en las escaleras que estaban al fondo, observó
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que las ventanas estaban protegidas con vidrios blindados. Nada de eso le hizo sentido,
¿Qué tenía que hacer un lugar así justo en el medio de la ciudad? Además se dio cuenta
que el sitio estaba relativamente intacto en comparación con el resto de la ciudad. Lo cual
contrastaba con el hecho de que era claro que un grupo de personas huyeron de ahí
teniendo que derribar la puerta. Observó al fondo las escaleras, desde donde parecía
provenir un olor nauseabundo, el cual no pudo identificar. Se asomó hacia fuera para
observar la plaza, las explosiones habían cesado y las llamas no les habían alcanzado. Se
maldijo, pero no tuvo tiempo de nada más.
Pensó que aún si el edificio contase con una fuente independiente de electricidad,
si había algún dispositivo de seguridad lo más probable es que incluso si permaneciera
activo después de cuatro días, no habría un alma que respondiera a aquello. Se asomó por
segunda vez a la plaza, se aseguró de que nadie observaba hacia donde él estaba y corrió
hacia las escaleras. Al llegar pudo percibir con claridad el olor irritante y pútrido, provenía
de la planta inferior, era un olor que él conocía. Habían rociado ácido sobre carne humana.
Ascendió a pasos dobles. Los gritos desde fuera no cesaban. Llegó a un pequeño pasillo
al final de las escaleras, junto a ellas había una ventana que daba a la fachada norte, el
sitio parecía una especie de recepción, al final había una puerta atrancada. La derribó de
una patada y pudo ver una gran área con al menos doce despachos. Buscó los índices con
la mirada. Entonces desde fuera del edificio comenzaron a escucharse disparos de armas
de fuego y más gritos. Pensó que no era posible que las pocas armas que traía la multitud
comenzaran a dispararse por la acción del calor. El comando que iba tras él había llegado
a la plaza, tenía que apresurarse.
Vasili avanzó a arma alzada observando los letreros uno a uno hasta que encontró
el que decía "B035". Debajo del letrero se leía el nombre “Charles G. Bower”. El lugar
estaba intacto aunque le pareció que tenía demasiado polvo, como si nadie hubiera estado
ahí en mucho tiempo. Había apenas un escritorio con una silla, un viejo sillón a un lado
de la puerta, un librero de fondo y junto al librero una ventana que daba directamente a la
plaza. Se puso el arma a la espalda y se fue sobre el escritorio, abrió los cajones uno a
uno rápidamente pero con cierto cuidado pensando en no dañar el dispositivo si ahí se
encontraba, pero en ese momento los disparos desde fuera arreciaron y apuró el ritmo.
Vació todos los cajones y no encontró nada, se deslizó por encima del escritorio y se fue
sobre un librero que estaba justo detrás, revisó lo más rápido que pudo pero no encontró
más que libros. Vio una pequeña caja de madera de unos diez por diez centímetros que
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estaba al final de la segunda fila, la cogió pero no pudo abrirla, debía tener algún candado.
Escuchó una gran explosión que provenía desde la plaza. Cogió la caja con ambas manos,
aplicó toda su fuerza y la partió en dos, estalló de rabia al ver que dentro había sólo la
fotografía de una chica con un vestido antiguo. Maldijo en todas las formas que pudo
imaginar, se dio la vuelta y observó de nuevo el sitio. Observó que junto al viejo sillón
que estaba justo a un costado de la entrada había una pequeña cajonera. No se lo pensó y
se fue sobre ella, pero al hacerlo observó de reojo a través de la ventana y vio como un
grupo de hombres armados entraban a la plaza.
La cajonera estaba cerrada con un pequeño candado. Maldijo de nuevo. Pensó que
si le disparaba a la cajonera y dañaba el dispositivo tal vez ya no le sacarían de Europa,
pero si no lo intentaba se lo cargarían con total seguridad. Cogió la Beretta 92 que llevaba
en un costado y dio un tiro, abrió la cajonera. Se dio cuenta de que ya no se escuchaban
los gritos de la gente. Dentro observó por fin el Dispositivo de Almacenamiento Externo.
Estaba dentro de un pequeño estuche transparente de plástico del tamaño de la palma de
una mano. Vasili enfundó su Beretta 92, cogió el dispositivo con la zurda y con la diestra
empuñó el rifle. Se dio la vuelta y se asomó con cuidado a través de la ventana, el grupo
de hombres armados estaba llegando a la entrada del edificio. Detrás de aquellos hombres
sólo se veía un mar de cadáveres que yacían sobre la plaza. El anciano que hacía unos
minutos hablaba del Fin del Mundo yacía sobre el suelo con la cabeza partida en dos.
Sólo se veía una mujer viva que lloraba en silencio junto al cadáver, ella sangraba
abundantemente. Vasili salió del despacho y atravesó el área, regresó al pasillo donde
estaba la recepción y se acercó a las escaleras. Se asomó por la ventana que estaba al final
del pasillo, parecía que la zona estaba descubierta. Observó unos contenedores de basura
a distancia de salto. Estaba en una segunda planta, podía con ello. Se pasó el rifle a la
espalda, cogió su última granada de expansión quitándole el seguro, la dejó caer por las
escaleras y se arrojó a través de la ventana.
La caída no fue poca cosa, cayó sobre su costado derecho protegiendo el Dispositivo
con el cuerpo. Un instante después de caer escuchó la explosión de la granada desde el
interior del edificio. El contenedor de basura tenía algunas barras de metal dentro aunque
por fortuna no se clavó ninguna, pero sí tuvo que amarrar un grito debido al fuerte golpe.
El dolor le indicó que debía tener al menos alguna fisura en una de las costillas. Como
pudo, con la mano derecha se ayudó para salir del contenedor y se dejó caer sobre el suelo
de la calle protegiendo el Dispositivo con el cuerpo. Se puso en pie y subió corriendo a
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cubierto lo más rápido que pudo por una calle que subía al norte, directo a La Puerta del
Sol. Sintió como el aire que se colaba entre sus ropas le helaba la piel. Escuchó disparos
detrás de él. Las balas le pasaron a poca distancia pero saltó por encima de un automóvil
que al dejarlo detrás, cerró el ángulo a los que le dispararon. Lo habían visto a través de
la ventana. Observó a dos calles de distancia La Puerta del Sol, aspiró lo más hondo que
pudo y corrió sin respirar. Le dolía una costilla en su costado izquierdo. Corrió una calle.
A su nariz comenzó a llegarle un olor a metal y a carne podrida. Subió una segunda calle.
Llegó a Sol y lo que vio le detuvo en seco.
Había ropas manchadas de sangre, trozos de carne aquí y allá, gemidos contenidos
en bocas inmóviles, cientos, quizá miles de ojos cerrados; había huesos aplastados,
dientes, ropas, órganos vomitados por cuerpos que parecían ser a su vez rechazados por
una tierra que se rehusaba a mantener aquello en secreto, era como si brotaran de la tierra,
expulsados todos, unos a medio podrir y otros oxidados. No había palmo de tierra que no
tuviera por huésped al menos un cuerpo; había civiles, antidisturbios, policías e incluso
militares muertos por todo el lugar.
Vasili, al ver todo aquello se paralizó, como si él mismo se hubiese convertido en
aquel espectáculo de muerte, y, de no ser por el nombre que se repetía dentro de su mente,
tal vez hubiera perecido ahí mismo. Pero aquel eco en su cabeza le hizo despertar. Pensó
en entrar al metro, la estación de ese lugar era muy grande y ahí podría perder a los que
le seguían. Desde donde se encontraba observó la boca de metro pero vio que estaba
bloqueada por escombros, como si hubiera habido una gran explosión desde dentro.
Escuchó disparos a su espalda. Instintivamente disparó una ráfaga hacia atrás sin apenas
voltear, pues se apresuró a cruzar La Puerta del Sol. Estaba totalmente al descubierto pero
no tenía otra opción, mejor le valía arriesgarse que morir a tiros. Levantó la mirada para
observar la totalidad del lugar y sólo había una calle que estaba despejada. Vasili corrió
hacia ahí, mientras subía la plaza le pareció escuchar a alguien que le pedía ayuda.
Escuchó el eco dentro de su mente. Siguió corriendo. Llovió una ráfaga de disparos que
venían desde Sol. Un tiro le dio en el brazo derecho, directo al hueso.
Del impacto perdió el paso y cayó al suelo. Se dio la vuelta como pudo. No podía
mover el brazo derecho. En el suelo yacían su rifle Steyr AUG HBAR y el Dispositivo.
Escuchó el nombre que se repetía en su mente. Cogió el Dispositivo con la zurda y se
puso en pie como pudo. Le habían pegado tiros antes pero este le dolía más que nunca.
Estaba jodido. Subió por la calle. Cada vez iba más lento. Estaba jodido. Llegó a la Plaza
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de Callao. Disparos detrás de él. Escuchó el eco en su cabeza. Una bala le dio en el talón
derecho. Le voló el pie. Cayó de bruces sobre el suelo, pero no soltó el Dispositivo.
Empezó a arrastrarse, aunque ya no sabía hacia donde iba. Se arrastró todo lo que pudo,
aunque sentía como si ya no se moviera de donde estaba. El dolor era muy intenso, sintió
que las fuerzas le fallaban. Yukov siguió arrastrándose, hasta que vio que caían unos
cuantos copos de nieve sobre el suelo. Al ver la nieve se detuvo.
Pasaron unos instantes y los copos seguían cayendo sobre el frío suelo. La ciudad
cambiaba el rojo por el blanco y, al ver cómo la nieve comenzaba a cubrirle, dejó de
moverse.
Se quedó ahí boca abajo, trató de girarse para ver el cielo, pero se sentía ya muy
cansado. Escuchó pasos que se acercaban a él. Cuando los pasos se detuvieron, sintió que
alguien jalaba de su mano el Dispositivo. Se resistió, no quería soltarlo, pero no pudo
hacer nada, las fuerzas ya le abandonaban. Pensó en usar su pistola… pero comprendió
que la suerte estaba echada. Otro hombre se acercó a él, le dijo algo al oído en un tono
amable. No pudo entender qué le decía, pero esas palabras le dieron tiempo para pensar
por última vez en Tanya.
Recibió un tiro en la nuca.
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IV Aquí comienza una venganza
Junto al cuerpo que yacía sobre la nieve había cinco hombres armados con rifles y
vestidos en ropas militares. Todos tenían barba de cuatro días. Lucían agotados, pues
respiraban agitadamente, jadeando incluso. Uno de ellos tenía en sus manos el Dispositivo
de Almacenamiento Externo. Abrió el estuche que lo cubría y lo revisó con cuidado. Le
pareció que se encontraba en buen estado.
—Está bien —dijo dirigiéndose a uno de ellos, el que se veía con mayor edad.
Se trataba del Oficial Vidocq, quien por toda respuesta hizo un gesto afirmativo,
luego cargó su rifle a la espalda y se quedó pensativo un instante. La nieve empezaba ya
a cubrir el suelo y el cuerpo de aquel desdichado. Aclaró su garganta para dar la siguiente
orden.
—Regresamos —dijo.
Vidocq bajó la mirada, se quedó observando el Dispositivo que cargaba ahora en
sus manos. Sintió ganas de aplastarlo. La mano izquierda le dolía terriblemente. Se quitó
el guante y trató de cerrar el puño pero le fue imposible. Se quedó observando como
contrastaba su piel oscura con la nieve que caía. Los otros cuatro que estaban a su
alrededor le observaban expectantes. Intercambiaban miradas en silencio, esperando una
orden más precisa o que su oficial diera el primer paso. Además, estaban al descubierto y
ya habían asegurado el objetivo. Ninguno de ellos supo explicar si Vidocq permanecía en
silencio por indecisión o por temerario, pero aun así nadie se atrevió a sugerir nada a
aquel hombre que permanecía en silencio. Lo cierto es que todos esos hombres respetaban
y temían profundamente a aquel oficial que rondaba el medio siglo de edad.
Vidocq observó a su alrededor. El siguiente paso era desplazarse hacia la frontera
con Francia pero, ¿cómo llegar hasta allá? Tampoco podía comunicarse con sus
superiores, ni con nadie en realidad. Sin embargo, en el fondo sabía exactamente lo que
iba a hacer: iría tras esa mujer. La encontraría y la llevaría ante la justicia, su justicia: él
debía matar a Susana San Juan.
De entre las ropas del cadáver que yacía entre la nieve, algo comenzó a vibrar. Uno
de los hombres se acercó en el acto al cuerpo, lo esculcó hasta que encontró un aparato
de comunicación que le pareció demasiado viejo y en muy mal estado. Lo retiró y se lo
dio a su oficial. Vidocq cogió el aparato, lo activó y se mantuvo en silencio. En ese mismo
instante detrás de ellos dio inicio un maltrecho sonido que recordaba a las doce
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campanadas del reloj de la Puerta del Sol.
El año nuevo había llegado a Europa.
Nadie respondió.
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Nebelmeer
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23 de Diciembre
06:50 horas
I Antes de escribir una carta
Despertó y se dio cuenta que se había movido durante el sueño porque tenía los pies fuera
de la cama. De normal despertaba exactamente en la misma posición que cuando se había
quedado dormido, la cual era siempre por defecto en diagonal sobre la cama, porque no
cabía a lo largo en los colchones. Se preguntó si habría tenido un mal sueño pero no
encontró respuesta ni indicio alguno, estaba tranquilo. Percibió que el ritmo de sus
pulsaciones era normal, igual que cada mañana.
Giró sobre su derecha para observar el reloj electrónico que todas las noches dejaba
en el mismo sitio, sobre el buró junto a la cama. Seis horas con cincuenta minutos. Había
dormido lo suficiente. Se puso en pie de un sólo tirón, se desplazó un par de pasos hacia
el espacio vacío que había entre su cama y el baño y comenzó a estirar los músculos del
cuerpo, en la oscuridad.
Realizó intensos estiramientos durante cinco minutos. Brazos, piernas, espalda,
pecho, todo el cuerpo. Al terminar la sensación de frío con que normalmente se despertaba
había desaparecido por completo. Pasó la mano derecha por su mentón y mejillas, la
prominente barba se metía entre sus dedos, por lo que pensó que esa noche sería adecuado
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recortarla un poco. Hizo una nota mental al respecto. Encendió la luz con el interruptor
que estaba junto a su cama. Se asomó a través de la ventana, afuera estaba frío, estimó
que estarían a unos seis grados. Permaneció unos instantes observando el exterior. Le
pareció inusual que aún no comenzara a nevar, siendo que ya estaba bastante entrado el
invierno y el clima había sido muy duro en comparación con otros años. Hizo un esfuerzo
por observar a la distancia pero no se podía ver mucho debido a una densa niebla que no
le pareció muy propia de Madrid. De hecho le causó cierta nostalgia, pues recordó su país.
Del otro lado de su habitación estaba una silla y un escritorio sobre el cual había
unas hojas de papel con anotaciones desplegadas sobre toda la superficie. También había
un grupo de hojas limpias, esas sí, muy ordenadas, en la esquina posterior derecha del
escritorio. Sobre esas hojas en blanco estaba un viejo bolígrafo negro; había además una
cafetera eléctrica en la esquina posterior izquierda.
Se dirigió hacia el escritorio y lo primero que hizo, antes incluso de tomar asiento,
fue encender la cafetera. Le gustaba beber café mientras escribía y, aunque le agradaba
tener algún pequeño bocado que comer antes (puesto que el café directamente al estómago
vacío le producía un cierto malestar al cabo de un rato), tendía a olvidar este tipo de cosas
con mucha facilidad. Como era el caso hoy.
Acostumbraba dejar todo listo para comenzar a trabajar en cuanto despertara y
aunque no lo pareciera, los papeles esparcidos sobre la superficie del escritorio tenían una
intención y un orden específico. Cada hoja contenía una idea detallada y todas en su
conjunto estaban ordenadas de izquierda a derecha en dos filas (aunque no del todo
alineadas), las cuales había dispuesto para escribir un documento esta mañana. Realizó
un recorrido con la vista por el contenido de cada una de las hojas, repasó cada línea,
palabra por palabra estructurándolo en su mente. Cuando hubo tenido todo el contenido
fresco y listo en su cabeza, siguiendo el orden preestablecido reunió las hojas dispersas
sobre la superficie del escritorio y las dejó justo al lado del montón de hojas en blanco.
Cogió su viejo bolígrafo negro y una hoja en blanco, se sentó en la silla, que al hacerlo,
crujió un poco.
Comenzó a escribir.
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II
La pequeña historia
Madrid, España
23 de Diciembre
Nací en Irlanda hace algo más de treinta y dos años, en mi muy amada Dublín. Recibí la
mejor formación que mi familia pudo permitirse, por todo lo cual les estoy sumamente
agradecido, a pesar de que ahora nada quieran saber de mí. Mentiría si dijera que su
rechazo no me causa gran sufrimiento, pero les comprendo y no les culpo de nada.
Tampoco les reclamo, no podría hacerlo. Dicen que a la familia hay que amarla y
apoyarla siempre, y yo también lo creo, por eso les quiero profundamente y guardo el
mejor recuerdo de todos. Aunque ellos no me consideren más su familia.
El primer recuerdo del que tengo memoria fue en una ocasión que fui llevado a la
Iglesia, fue durante el sermón que mi memoria despertó y se hizo consciente. —Dios está
en todas partes —dijo el sacerdote; —Dios lo ve todo —continuó; —Dios lo oye todo —
siguió; —Dios lo sabe todo —remató. A nadie sorprenderá si confieso que en aquel
entonces yo lo creí todo, así tal cual, literalmente. (Bueno, lo cierto es que también creía
en Santa Claus, y no podía ser de otra forma pues no debía tener más de cuatro años).
Desde aquel momento comenzó a germinar en mí la semilla de lo que vendría en los años
que habrían de llegar; aquello mismo que en el camino muchos han llamado ateísmo,
pero que otros tantos llaman “verdadera fe”. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo es posible
esta aparente contradicción? Todo radica en comprender el verdadero significado de
Dios.
Siempre he sido una persona eternamente en busca de referencias, puntos de
comparación. Conocer sólo una cosa hace necesariamente que no la conozcas en
realidad; es algo similar a lo que sucede cuando llega en la tierna juventud, el primer
amor, que una vez aparece nos arrebata todo principio de razón y, al ser el primero,
tendemos románticamente a creer y desear que no haya otro más, o al menos, que no
debería de haber otro más. De ahí que la sola idea del desprendimiento del ser amado
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nos cause gran malestar. Sin embargo, nada puede ser más alejado de la realidad. ¿Por
qué creemos que ese primer amor es el que habrá de acompañarnos toda nuestra vida?
¿Por qué lo creemos con tanto fervor? Lo creemos y lo sentimos así, porque no
conocemos otra cosa, porque no tenemos una referencia para comparar lo que estamos
viviendo. ¿Cómo podemos entonces saber y estar seguros que ese primer amor es “el
verdadero”? La única forma de asegurarlo es, por supuesto, no viviendo nada más.
Cuando pasamos nuestro primer amor y llega un segundo, si a este segundo le sigue una
ruptura, el buen observador notará que el sufrimiento no se vuelve menor, lo que sí
aumenta o crece, es nuestra tolerancia al sufrimiento. Eso mismo sucede cuando llega el
tercer amor, el cuarto y todos cuantos deban llegar. El sufrimiento no cesa, ni disminuye,
somos nosotros los que nos volvemos más duros, más fuertes: La vida es un curso
empírico de tolerancia al sufrimiento. Es la perspectiva que proviene de la experiencia
aquello que nos hace entender estos procesos naturales, no la idealización, no la
ignorancia. Conocer, experimentar y comprender, son los caminos que nos llevan a Dios;
sin embargo, es al mismo tiempo lo que nos aleja de Él. Dios es como el lejano horizonte,
entre más te acercas a él más distante parece, es por ello que alcanzarle carece de
importancia. Lo verdaderamente importante no es llegar hasta Dios, sino tomar la
decisión de recorrer su camino, y seguirlo.
Ese camino comenzó en mi juventud, cuando comprendí por qué las religiones
judeo-cristianas tienden al mismo tiempo a divulgar entre sus creyentes tanto el temor
como el amor a Dios. Le temen por lo que significa y le aman porque los conforta. Ocurre
así desde el principio, para entender esto debemos remontarnos a nuestros orígenes, hace
más de doscientos mil años, para precisamente encontrar el origen de la imaginación
misma. Allí donde la humanidad se enfrentó con la naturaleza, y donde conoció el acto
de reflexionar, fue que nació aquello que conocemos como imaginación, misterioso don
nacido en un lugar en medio del espacio que separa lo conocido de lo desconocido. Es
en ese espacio a partir del cual debemos comenzar nuestra búsqueda, que surgió cuando
los primeros humanos observaron la Naturaleza y se encontraron con una serie
interminable de fenómenos; unos, los más sencillos, los comprendían, pero esos sólo eran
unos pocos, pues la inmensa mayoría eran enigmas, dudas sobre dudas acerca de por
qué tal o cual cosa ocurría de ésta o aquella manera. De ahí que la naturaleza humana
comprendió que no era posible vivir rodeado de sospechas, y así, dado que lo
desconocido era mucho más que lo conocido, nació Dios, para protegernos de todo
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cuanto es ajeno a nuestro saber y para confortarnos ante el miedo que conlleva.
Cuando uno observa los misterios de la naturaleza, el número y complejidad de
esos enigmas es tal que es imposible no sentir terror; el miedo nos rodea, nos sofoca, y
es tanto aquello que ignoramos que la voluntad y el deseo de aprender a menudo no es
suficiente para soportar la carga de todo cuanto desconocemos. Somos como un pequeño
niño que está de pie frente a una inmensa pared, tan inmensa que no alcanza la vista para
abarcarla toda, y la pared nos intimida, tanto que pareciese estar a punto de caer sobre
nuestra pequeña humanidad. Sin embargo no sucede, porque Él ha nacido en nosotros.
Pero: ¿Qué es Dios?
Dios es todo aquello que es desconocido. La divinidad, a lo largo de toda nuestra
historia, ha representado esa parte de la naturaleza que es ajena a lo que podemos
explicar. Las religiones, por su parte, son perspectivas desde las cuales se aprecia a Dios.
En principio la mayoría de las culturas emplearon muchos dioses porque muchas eran
sus dudas y los misterios que no podían comprender. Pero, en cualquier caso, a uno u
otro dios se le atribuyeron características que reflejaban los deseos y dudas de las
personas en el contexto social en el que esas creencias surgieron.
Apreciemos el caso de los primeros cristianos, quienes creían en un dios vengador
que les daría la anhelada independencia de Roma, esta creencia se desarrolló porque
aquellos protocristianos, después de pasar un largo periodo en el que vivieron repetidos
fracasos de insurrección, se encontraron al final frustrados, oprimidos y sin posibilidad
alguna de llevar a la realidad ese deseo de independencia, por eso construyeron y al
mismo tiempo aceptaron la fantasía que ofreció la figura reivindicativa de Jesús, no
pudiendo llevar a la realidad su deseo de independencia para vivir en una nación o reino
judío, el único plano en el que podían cumplir esa necesidad emocional, era el de la
fantasía, y a esa fantasía, la llamaron “El Reino de los Cielos”.
O el caso de los aztecas: ¿Era posible que desarrollaran la creencia de un ser
fantástico mitad hombre y mitad caballo, siendo que en Mesoamérica no existían los
caballos? En suma, podemos afirmar que las religiones han existido para brindar a los
humanos una forma de apreciar a Dios y que esa apreciación, estaba directamente
relacionada al medio temporal y social de cada civilización. Sin embargo, en la medida
en que esa “forma de apreciar” lo divino reconfortaba emocionalmente a más y más
individuos, las creencias se contagiaban en las mentes de más y más humanos, hasta que
eventualmente los creyentes llegaron a ser una mayoría en sus sociedades y pasaron de
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ser un culto, a ser una religión.
El medio más claro y determinante a través del cual una religión llega a esparcirse,
es qué tanta retribución emocional ofrezca ante la negación de la muerte. En todo
momento de la historia humana la incapacidad para aceptar y comprender la muerte ha
orillado sistemáticamente a los humanos a desarrollar fantasías para negarla. Esto es
común a todas las religiones porque la muerte es un evento común a todo ser humano.
Así es como han surgido las creencias de “la inmortalidad del alma”, “la resurrección”
o “la reencarnación”. Sin embargo todas estas creencias han surgido por un mismo
motivo: ofrecer satisfacción emocional ante un evento inevitable que nos causa miedo, o,
en el mejor de los casos, gran incertidumbre. Pero resulta que como la inmensa mayoría
de los humanos temen a la muerte, el éxito de una religión empieza por qué tan
satisfactoria es la fantasía que ofrece para mitigar ese temor.
Hasta ahora, podemos sostener que Dios es todo aquello que es desconocido y que
por lo tanto es un concepto individual, pues nadie sabe o ignora lo mismo que otro. La
religión por su parte es una forma de apreciar a Dios, pero esa forma está totalmente
afectada y definida por el contexto material, por lo que se trata de un concepto colectivo
puesto que el contexto es algo común a un grupo de individuos. En otras palabras, la
religión es una suerte de consenso inconsciente que apacigua el miedo que proviene de
lo desconocido; por lo tanto el miedo es el origen de la creencia religiosa. Por otro lado,
conocer a Dios, es decir, extender nuestro conocimiento hacia lo que antes
desconocíamos, es una acción que no sólo implica valor si no que nos resulta placentera.
Ese es el vínculo que nos une con Dios.
¿Recuerdas aquellas veces que, haya sido en tu casa o en la escuela, alguien se
sentó junto a ti y te explicó algo que no comprendías hasta que llegaste a comprenderlo?
Ese momento en que arqueaste las cejas y abriste la boca en señal de sorpresa y gusto a
la vez, porque dentro de tu mente lograste apropiarte de un conocimiento que hasta hace
poco te era ajeno. Ese gusto, ese placer que sentiste y sientes cada vez que comprendes
algo, es el vínculo que nos une a Dios. Somos una especie que disfruta aprender,
disfrutamos comprender fenómenos al igual que abstraer conceptos, está impreso en
nuestra naturaleza, forma parte de nosotros y todos lo hemos experimentado. Estamos
vinculados a la divinidad por ese impulso que nos hace voltear a apreciar lo desconocido
para intentar conocer y aprender. Dios es también ese impulso.
Dios es el vigor que inspira.
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Por eso debemos temer y amar a Dios. Debemos temerle porque lo inexplicable, lo
desconocido, es siempre una fuente de amenaza para nosotros; el sufrimiento y la muerte
se esconden entre esos oscuros parajes. Mientras que debemos amarle por dos razones:
primero porque nos motiva e impulsa mediante ese placer que nos retribuye el
entendimiento, y segundo, porque al conocer más fenómenos de la naturaleza podremos
explicarla, predecirla más y en consecuencia, sentirnos protegidos con la seguridad que
aporta a nuestra persona esa comprensión. Nada aleja más al humano de Dios que la
ignorancia.
Fue gracias al impulso divino que los primeros humanos pudieron continuar su
lucha por sobrevivir. Bajo el cobijo de Dios, arropados por su divino manto, siguieron
los primeros humanos realizando sus oficiosas tareas, primero para construir bellas
casas donde las familias crecieron junto a los campos que alimentaron sus cuerpos; para
después, edificar los grandes monumentos. Todas las Romas, Babilonias y Atenas, han
crecido bajo el cobijo de Dios que les permitió a los humanos dedicarse al eterno oficio
de la humanidad: la trascendencia. He ahí el comienzo de esa extraña palabra llamada
civilización, a partir de la cual no mucho después… comenzamos a luchar contra
nosotros mismos, a explotarnos y a aceptar que el gozo de unos pocos, provenga del
sufrimiento de muchos.
En ese aspecto la inmensa mayoría de las sociedades actuales no han cambiado
mucho respecto de las antiguas, y fue cuando comprendí eso, que empezó la misión que
encontré en Dios. Entonces comencé a hacerme otras preguntas: ¿Cuál es el momento
en que pasamos de cooperar a competir de manera sanguinaria unos con otros? ¿Tiene
que ser así? ¿Es la única posibilidad? ¿Por qué llegamos a esta situación? ¿Acaso hemos
explotado tanto al mundo, que ahora no tenemos más opción que explotarnos a nosotros
mismos? ¿A qué sinsentido hemos llegado, como sociedad, como individuos, para
devorarnos los unos a los otros? Esa última pregunta me acosó durante todos mis años
en los que recorrí el mundo. Las palabras con las que identificamos lo que no deseamos
vivir son muchas: pobreza, desempleo, hambre, represión, injusticia, miseria… el mundo,
nuestra sociedad, es un sitio donde cohabitan todos estos males tomando como bandera
al mayor de todos ellos: la indiferencia al sufrimiento ajeno. ¿Pero por qué caímos en
esa indiferencia? ¿Cómo podemos vivir de esta manera? Hemos desembocado en una
sociedad triste, deprimida y que lentamente se devora a sí misma asolada por la
inmediatez de un futuro sin esperanza, dentro del cual cada uno busca salvaguardar su
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lugar, esperando que antes que él, su vecino, otra profesión u otro tramo de edad, sea el
que pague el precio de la caída, con la ilusión puesta en el sueño de alcanzar la jubilación
y fallecer antes del colapso. ¿Cómo lo hemos permitido? ¿Por qué lo hemos permitido?
¿Tenemos que esperar a caer en una ruptura social, para detenernos? ¿Por qué tenemos
siempre que crucificar Jesucristos, condenar Sócrates, excomulgar Galileos y Luteros,
declarar rebeldes a Washingtons y Bolívares?
Desde joven comprendí que sólo con la ayuda de Dios podría resolver esas terribles
cuestiones y bajo su cobijo me dediqué al estudio de la sociedad. Primero creí que la
escuela podría proveerme de todo cuanto necesitase para resolver estas cuestiones,
¡Cuan inocente era! Cuando entendí que no era así, desesperado busqué otros caminos.
Cuando hube terminado mis estudios, con todo el pesar que me causó despedirme de mis
amigos y colegas académicos, me di a recorrer el mundo.
Comencé por África… ¡Por Dios que suplico perdón por no haber muerto ahí
mismo! Debí de haber muerto de vergüenza e indignación, porque todo lo que viví y
observé ahí está más allá de lo más desgarrador que uno pueda imaginar. No puedo
comenzar a relatar el sufrimiento y la miseria, porque no me considero capaz de hacerlo.
Confieso con total vergüenza que nunca supe que si cuando me fui del África, lo hice
porque debía continuar mi viaje o porque no tuve la entereza suficiente para continuar
estando ahí. Pero inocente otra vez fui, porque creí que la miseria me había mostrado ya
su único rostro, pues a mi llegada a Asia descubrí otros tantos. Los de la explotación y la
prostitución infantil, los de la opresión, los del abuso indiscriminado de los gobiernos.
Las pequeñas manos de los niños de muchos lugares de Asia que en vez de dedicarse al
despreocupado juego y al esmerado estudio, no conocen otra cosa que la del trabajo
extenuante. Pero también, no lejos estaba el rostro de la opulencia y la avaricia, el de las
oligarquías que han pasado de explotar la tierra a explotar las almas. Oligarquías que
no tienen patria ni hogar porque trascienden las fronteras aprovechándose de las
instituciones que les perpetúan. Nada, en aquel entonces, abrió más mis ojos que ver la
opulencia, desfachatez e indiferencia de la élite.
En esos tiempos también gracias a que comencé a expresar mi indignación, fue que
pisé por primera vez la cárcel, y gracias a mis otras futuras visitas a estos lugares en
distintas partes del mundo, no tardé demasiado en comprender esa vieja idea que dice
que el crimen puro es algo que difícilmente existe: el crimen está engendrado por algún
tipo de necesidad. Es la pobreza, la miseria y la ausencia de expectativas para alcanzar
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una vida digna lo que orilla a la inmensa mayoría de la gente a cometer un crimen.
Porque por todos es sabido que los explotadores, aquellos Firmadores de Contratos, y
sus lacayos los Manipuladores de Signos, podrán llegar a matar de hambre a naciones
enteras pero jamás serán llevados ante la verdadera justicia. Debemos tener muy claro
este concepto: el crimen como es concebido en esta sociedad es en su inmensa mayoría
todo aquello que interfiera con la actividad de la élite.
Los rostros de la escasez también son muchos. Eso lo comprendí cuando llegué a
Sudamérica, cuando recorrí las favelas en el Brasil y los barrios bajos de Buenos Aires;
cuando ascendí montañas hasta llegar a lo más alto de Bolivia, sólo para encontrarme
pueblos enteros desterrados de su propia tierra por compañías sin rostro; cuando recorrí
las calles de Santiago, ahora silenciosas, porque los jóvenes son enmudecidos a punta de
cañón; cuando ascendí Centroamérica y me encontré en un punto entre la difusa frontera
entre Honduras y El Salvador, donde sucedió que estando yo recorriendo los caminos de
la selva fui amablemente hospedado por una familia que tan pobre como era no escatimó
nada en atenderme como si fuese yo el mismísimo César (nada a lo largo de mi vida ha
logrado enternecer más mi corazón. Aquella vez, con gran tristeza me despedí de Don
Manuel, Doña Mariana y sus hijos, pero no podía demorarme más para continuar mi
viaje. Sin embargo, la familia Espronceda desde aquel momento siempre ha tenido un
lugar en lo más preciado de mi memoria).
Decidí finalizar mi viaje en el sur de México, pero la fatalidad no me permitió dar
pronto comienzo a la siguiente parte de mi destino. Sufrí un aparatoso accidente en las
tierras altas de Chiapas, lo que me obligó a permanecer ahí durante casi cinco meses,
hasta que fui capaz de recuperarme y salir de ahí por propio pie. Sin embargo, el tiempo
que pasé ahí fue crucial para la determinación del destino que Dios había designado
para mí. Desperté postrado sobre una cama, una familia de indígenas Tzeltales me había
rescatado moribundo y me llevó a su pueblo, donde pasé los meses siendo tratado como
uno más de la familia y recibiendo los más esmerados cuidados. Al principio la
comunicación fue casi imposible puesto que no compartíamos idioma, tuve que pasar
algunos días en los que con mucha atención escuchaba sus conversaciones tratando de
comprender sus palabras; mención aparte la del pequeño Pablito, el hijo menor de la
familia, que con la paciencia de un sabio pasó largas horas conmigo enseñándome su
idioma. Sin embargo, la mayor parte del tiempo lo pasé sólo pues la familia, cual
entregada era al trabajo, poco tiempo podía concederme además del que dispensaba en
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mis cuidados. Fue así que durante todo ese tiempo, casi cinco meses, dediqué mi mente
y mis más grandes esfuerzos a encontrar el camino que Dios me pedía que recorriera.
Ahí nació en mi mente el proyecto de mi vida: La Universidad Mundial.
Sin embargo en este punto es imprescindible que relate el cómo llegué a esa
conclusión. Durante mi estancia con aquella familia en los altos de Chiapas tuve largo
tiempo para observar con cuidado a todos los integrantes del núcleo familiar. Estaban el
padre, la madre y sus cuatro hijos: José de trece años, Francisco de once, Leopoldo de
ocho y el pequeño Pablito de cuatro (después descubrí que hubieron una niña y un niño
antes de Pablito, pero que fallecieron en los primeros meses de nacidos). Aquellos cuatro
niños presentaban, como es natural, conductas muy distintas. Sin embargo había algo
que los dos mayores carecían por completo, que Leopoldo conservaba vagamente y que
Pablito aún retenía: La Esperanza. ¿Por qué sucedió aquello? En primer lugar observé
que los dos niños mayores, José y Francisco, se levantaban al alba para acompañar a su
padre en el trabajo, ambos habían abandonado la escuela primaria y pude darme cuenta
que sus capacidades de lectura y escritura eran sumamente deficientes. Leopoldo, el hijo
de ocho años, pronto dejaría la escuela, en primer lugar porque el profesor a menudo no
se presentaba en la destartalada casucha que habían improvisado por aula, pero en
segundo, porque la necesidad de cooperar para el sustento del hogar era sencillamente
abrumadora. En no mucho tiempo Leopoldo debería dejar lo poco que había recorrido
en la escuela para dedicarse a las labores del campo, y el niño lo sabía. Me tocó
presenciar ese día, fue algo que aún recuerdo estando yo postrado semi-inmóvil en la
casa de aquella familia. Cuando vi salir a aquel niño por la puerta, comprendí que al
cruzar aquel umbral dejaba atrás todas las esperanzas que pudo haber tenido. Y eso
mismo, sin duda, terminaría sucediéndole al pequeño Pablito.
Muchas cosas pasaron por mi cabeza durante aquel tiempo. Indignación primero,
vergüenza al final. En verdad que era yo alguien afortunado, mi niñez y juventud, que si
bien transcurrieron sin lujos ni excentricidades, lejos estuvieron de la escasez y lo
precario, pero ¿Por qué yo tuve esa vida y ellos no? No existía ninguna razón siquiera
mínimamente justificable para explicar aquello, puesto que no se trató más que de un
mero accidente de nacimiento. Es así: en todo el mundo el lugar en el que naces
determina en aplastante medida tu futuro. Buena cuna, buena escuela, buena vejez, pero
de la contra parte… ¿Por qué? ¿Cuál es la razón para permitir una sociedad que aliena
de toda esperanza a quien tiene el infortunio de nacer en la pobreza? ¿Por qué alguien
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debe determinar la vida de otros sólo por un mero accidente de nacimiento?
El niño más pobre de cualquier país también tiene una vida que vivir.
Por eso pregunto: ¿Qué es entonces este tipo de nación desigualitaria y
permanentemente olvidadiza para los desafortunados? ¿Una necesidad? No lo parece,
de hecho a lo que más se asemeja es a una imposición. Las sociedades que imponen la
pobreza y la miseria a un determinado e inalterable sector de su población no son
sociedades en realidad, son una organización opresora porque permite sólo a su élite
ejercer el Monopolio de las Esperanzas, puesto que sólo un reducido sector de sus
individuos tienen posibilidades reales de alcanzar sus expectativas y sueños.
"La nación, que encierra a ricos y pobres en una red de solidaridades,
es para los privilegiados una incomodidad en todo momento."
Nos hemos pasado la historia entera forjando sociedades que han nacido a medio
camino entre fundaciones y conquistas, casos que sin excepción no cesan de aportar los
más terribles testimonios de lo que les ocurre a las sociedades cuando alcanzan el nivel
de desigualdad al que hemos llegado. El presente en el que habitamos es el asedio
permanente de la inmediatez a nuestras familias, a nuestros amigos, a todos a quienes
amamos. ¿Qué debemos hacer? ¿Cómo vivir en una sociedad disfuncional, fracturada?
Después de pasar por aquellas reflexiones, me puse en pie frente a aquel gran
misterio y surgió la siguiente pregunta: ¿Cómo romper aquel Monopolio de las
Esperanzas? Lo estudié bajo el cobijo de Dios y fue como encontré un camino.
En cuanto me fue posible ponerme en pie tomé mis cosas y me despedí de aquella
familia, no sin antes dejarles todo cuanto poseía de valor a manera de un mínimo
agradecimiento. Crucé México a veces pidiendo aventón y a veces caminando hasta
llegar al Distrito Federal. En el camino logré comunicarme con mis amigos en Europa,
les relaté todo lo que había vivido hasta entonces y les planteé un proyecto. La respuesta
de todos, por fortuna, fue favorable. Con los restos de mis ahorros compré un boleto de
avión desde la Ciudad de México hasta Londres, donde nos reunimos, Robert Drysdale,
Allistar Dinklage, Peter Ananissoh y yo. Pasamos seis meses discutiendo y debatiendo
sobre los pormenores y fases del proyecto, pero pasado ese tiempo estábamos ya
desarrollando el primer prototipo. Pronto la estructura cobró forma y fue que decidimos
nombrarla al fin como: La Universidad Mundial.
Tristemente en el momento en que escribo estas palabras es por todos sabido el
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destino que cayó sobre este proyecto al poco tiempo de iniciar su segunda fase. Además,
debo declarar que dadas las oscuras circunstancias que ocasionaron el final de la
Universidad Mundial, me veré forzado en lo posterior a relatar mi versión de ese destino.
Sin embargo, dado el aislamiento en que me encuentro ahora desconozco si mis palabras
verán algún día la luz del sol. Si he de ser sincero, desconozco hasta qué punto debo
poner mis esperanzas en que alguien pueda leer estas páginas en el futuro, pero dentro
de mí existe tal impulso por escribir estas palabras que ni siquiera he pensado en
negarme a hacerlo. Considero este acto como uno de los derechos más elementales del
ser humano, pues a nadie debe negársele la oportunidad de relatar los acontecimientos
que constituyen esa pequeña historia a la que llamamos nuestra propia vida.
Dicen que la pequeña historia es importante, porque a menudo todo lo que se dice
de uno, sea verdadero o falso, ocupa tanto lugar en nuestro destino y en nuestra vida
como lo que hacemos.
Por ahora debo retirarme, pero, seas tú quien seas, te agradezco el tiempo que me
has dedicado y, muy en especial, que me permitas ser parte de tus recuerdos.
Aidan K. Riley
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III La mujer que habrá de convertirse en Pandora
Dejó su viejo bolígrafo negro sobre el escritorio. Observó unos instantes las hojas que
había escrito. Le gustaba la caligrafía con la que escribía su nombre, la cual había elegido
y practicado durante años. La única cosa que le causaba cierta molestia respecto a su
escritura era que, al ser tan esmerada, le obligaba a escribir con una cierta lentitud. Sin
embargo sabía que no tenía opción, pues estaba consciente de lo torpe que era para un sin
fin de tareas que implicasen un mínimo de coordinación.
Cogió las hojas con ambas manos, las emparejó con calma, abrió el último de los
tres cajones que había en su escritorio y dejó ahí el manuscrito. Observó la cafetera y
aunque ya había bebido una taza mientras escribía, decidió que bebería una segunda para
celebrar, pues se sentía satisfecho con el trabajo realizado. Se sirvió la segunda taza, sin
azúcar ni crema. Aunque prefería las cafeteras por goteo, como el grano que le había
proporcionado el personal del asilo mental era de muy buena calidad, al final se sentía
complacido gracias al efecto de la cafeína. Dio un largo trago y degustó el café con mucha
calma.
Observó el reloj electrónico que estaba junto a su cama y vio que marcaba las 07:53
horas, el cielo comenzaba a clarear. Se puso en pie con la taza en la mano y caminó hacia
la ventana. La niebla comenzaba a despejarse y pudo observar un poco los jardines del
asilo Santa Isabel. Aquella vista le traía calma, lo cierto era que su cárcel de oro en verdad
valía ese apelativo, así como también valía la pena disfrutarlo.
Desde las 07:30 horas ya era posible acceder a la cafetería y como cada mañana
estaría ahí a las 08:10, puesta que esa era en su opinión la mejor hora para ingerir los
primeros alimentos, a pesar de que en realidad a esa hora de la mañana nunca sentía
apetito. Esta decisión se debía a que le desagradaba la idea de esperar a que su estómago
le diera signos de que debía de comer, así que mantenía un estricto orden en sus tiempos
para alimentarse. Bebió otro trago de su café. Luego otro más y con eso bebió toda la
taza, dejándola después sobre la mesita donde estaba su reloj electrónico.
Se dirigió al cuarto de aseo para lavar su rostro. Lo hacía con mucho cuidado y con
abundante agua. Luego se limpió con una toalla y se observó un instante en el espejo, la
barba se notaba ya demasiado crecida y el oscuro cabello caía enmarañado hasta por
debajo de sus hombros. Repasó en su mente la última vez que se había recortado barba y
pelo. Habían pasado ya casi tres meses.
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Se dirigió hacia el pequeño armario empotrado que había en su habitación. Dentro,
exceptuando su ropa deportiva, un grueso abrigo negro y un suéter marrón, para el diario
sólo había cinco mudas todas exactamente iguales. Ese atuendo se componía de pantalón
negro, camisa blanca, zapatos negros y una vieja americana de color gris oscuro que
llevaba unos parches marrones en los codos. Dado que acostumbraba dormir en ropa
interior, le bastó con vestirse y en cosa de tres minutos estaba listo.
Salió de su habitación y fiel a su costumbre dejó la puerta abierta. Emprendió el
camino hacia la cafetería a través de los largos y anchos pasillos del asilo mental Santa
Isabel. Desde donde se encontraba el trayecto era exactamente una gran línea recta.
Avanzó hasta que llegó a una habitación que estaba diez metros antes de la entrada del
lugar, que de hecho, se trataba de la última habitación antes de llegar. Tocó a la puerta y
en cosa de unos segundos salió una pequeña anciana que saludó con una sonrisa al
irlandés:
—Buenos días hijo.
—Buenos días Doña Coni, ¿lista para el desayuno? —respondió Aidan Riley,
haciendo una pequeña reverencia al pronunciar el nombre de la señora, con su peculiar
forma de hablar el español que era una mezcla de acentos de toda Latinoamérica gracias
a sus viajes.
—Vieras que hoy no he amanecido con apetito, pero mejor que como algo no vaya
a ser que el cigarrillo después me siente mal.
—Pues vayamos entonces —dijo el irlandés con una gran sonrisa, señalando
amablemente con la mano derecha el camino a la señora.
Doña Constanza era una pequeña ancianita que había enviudado hacía un par de
años, que como tenía una relación no muy cercana con sus hijos, al morir su marido cayó
en una profunda depresión puesto que eran muy apegados el uno al otro. Gracias a que su
difunto esposo fue un hombre muy acaudalado, se permitió alojarse en el Santa Isabel
para seguir un tratamiento contra su depresión, aunque en realidad lo hacía porque se
sentía sola, ya que como rondaba los ochenta y cinco años la mayoría de sus amigos
habían pasado a mejor vida. Pasado un confuso malentendido inicial cuando ella y Aidan
Riley se conocieron, los dos se habían vuelto muy buenos amigos y acostumbraban
desayunar juntos. A Doña Constanza le recordaba a uno de sus nietos, aunque en una
especie de versión a escala, puesto que el irlandés era bastante más alto y ancho de
espaldas.
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La cafetería del asilo quedaba a unos metros delante de la habitación de Doña
Constanza, el cual si vale decir verdad no era precisamente cualquier sitio, sino que
parecía casi un restaurante de alta cocina en toda regla. En un comienzo la sola idea de
entrar a este lugar incomodaba mucho a Aidan porque no le agradaba estar rodeado por
ese nivel de lujo, lo cual le resultaba bastante molesto ya que consideraba a cualquier
opulencia como algo inmoral. Situación que normalmente le hacía rehusarse a siquiera
entrar a un lugar de esta naturaleza, pero a fuerza de convivir con Doña Constanza y con
Mrs. Florence (otra paciente que se trataba de una señora mayor bastante avispada que
venía de Nueva Orleans, quien se había unido al grupo de todas las mañanas), Aidan se
limitaba a tolerar todo aquello siempre y cuando se le permitiera comer con la austeridad
a la que estaba acostumbrado, porque pasados los tres meses que llevaba en el asilo mental
Santa Isabel, ahora apreciaba mucho a aquellas dos señoras con las que pasaba largas
horas conversando sobre cualquier tema y jugando a la baraja hasta las tantas.
Cuando cruzaron la puerta de la cafetería vieron a Mrs. Florence que ya les esperaba
en la mesa de todas las mañanas. Junto a ella de pie estaba Jennifer (o Jenny, como
prefería que le llamasen los que le parecían dignos de confianza), la joven mesera que
siempre les atendía a esas horas, quien hay que decir, le resultaba muy agradable su
compañía al irlandés. Sin embargo, a Aidan le parecía muy incómodo que Jennifer se
viese obligada por su trabajo a ser excesivamente amable con él, lo que consideraba como
algo innecesario e injusto. De hecho, le causaba gran molestia cualquier cosa que obligara
a que las personas tuvieran que dejar de ser ellas mismas, por eso desde que llegó al asilo
se empeñó en hacer un esfuerzo por derribar esas barreras entre las personas, lo cual al
menos, había relajado mucho el trato entre el personal del asilo y su círculo de amistades.
Es decir él, Doña Constanza y Mrs. Florence.
—¡Morning! —dijo Mrs. Florence saludando efusivamente a la distancia a Aidan
Riley y a Doña Constanza.
—Mrs. Florence… Jenny… —respondió el irlandés cuando estuvo cerca, mirando
a los ojos y haciendo una pequeña reverencia con la cabeza a cada una al decir sus
nombres.
—¡Buenos días mis amores! —dijo Doña Coni saludándolas con un caluroso abrazo
acompañado con sonoros besos en ambas mejillas para las dos (sobre por qué no saludaba
de la misma forma a Aidan, hay que decir que era debido a que le daba cierta pena que el
pobrecito tuviera que agacharse tanto para saludarla).
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Mrs. Florence era una mujer de color muy pintoresca que era casi tan bajita como
Doña Coni y con quien compartía una situación similar. Había estado casada con un
industrial español muy adinerado pero enviudó recientemente, ahora tenía mucha familia
en España y relativamente poca en los Estados Unidos, por lo que decidió quedarse,
aunque debido a una fuerte depresión su psicoanalista le recomendó que ingresara en el
asilo Santa Isabel. Ya estaba cerca de los setenta y cinco años y era algo regordeta y un
tanto perezosa, por lo que una vez que se sentaba a la mesa que no fuera para fumarse un
cigarrillo no había poder humano que la convenciese de ponerse en pie.
Por su parte Jennifer era una chica nacida en Málaga hija de un holandés y una
andaluza, muy alegre y espigada, quien trabajaba como mesera en el Santa Isabel desde
su inauguración. Jennifer poseía una frescura y carisma natural que era bastante acentuado
gracias a los hoyuelos que se formaban junto a su boca cada vez que sonreía, lo cual le
daba un cierto aire infantil a pesar de que ya contaba los veintinueve años. Su madre les
había abandonado cuando ella tenía casi dieciocho años y, debido al alcoholismo de su
padre, desde esa edad ella se hizo cargo de sus cuatro hermanos menores. En aquel
entonces Jennifer tuvo que abandonar los estudios y aquella decisión siempre le causó
una profunda frustración. Durante mucho tiempo pensó en ingresar a la universidad, pero
como cada día le resultaba más difícil saldar las cuentas y la matrícula de las instituciones
públicas era demasiado alta, continuar sus estudios sencillamente no era una opción.
Algunos años después uno de sus hermanos, que escuchó hablar sobre la
Universidad Mundial, le convenció de darle una oportunidad a la institución. Jennifer
investigó acerca de cómo iba aquél sistema, se matriculó gratis y en seis años de duro
estudio y grandes esfuerzos, reunió los créditos que le hacían falta para alcanzar un título
de grado, luego presentó su tesis online vía el tribunal de la universidad y a hoy día, estaba
a punto de recibir su título en la que sería, al menos hasta el más reciente comunicado de
la UM, la última generación de graduados debido a que la institución sería oficialmente
desafiliada y cerrada.
Jennifer, como muchos otros millones de personas por todo el planeta, siguió a cada
momento el proceso en contra de la institución y cuando a Aidan Riley, el creador de la
Universidad Mundial, se le declaró como un criminal y un terrorista por los ataques
realizados a los sistemas de seguridad de entidades bancarias de todo el mundo. Jennifer
recordaba como un día triste cuando vio en las noticias que Aidan fue capturado. En los
telediarios y los periódicos decían que el irlandés fue atrapado intentando escapar a
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Gibraltar. Luego se le aplicó una especie de juicio exprés y antes de que pudiera digerir
todo eso, cuando Jennifer se enteró de que a Riley se le enviaría al mismo lugar donde
ella trabajaba, se sintió terriblemente indignada. Aunque también, habría que decirlo,
después de la tremenda indignación inicial para cuando hubo asimilado aquello quedó
bastante intrigada por conocer a aquel hombre, quien una vez ingresado en el asilo al
verlo por primera vez no pudo evitar sorprenderse por lo grande y joven que era en
realidad (que según contaba Jennifer a sus hermanos a pesar de la prominente barba y el
tamaño, lo joven se le notaba en la mirada). Eso sin contar que, aunque tenía más bien
pinta de tosco, le pareció un hombre atractivo.
Aidan y Doña Coni tomaron asiento junto a Mrs. Florence. La mesa estaba ubicada
junto a un ventanal con una vista que dominaba toda la parte este y norte de los jardines
del asilo. A los tres les gustaba llegar a esta hora para desayunar con calma y charlar
mientras duraba el amanecer, cuando Doña Constanza y Mrs. Florence, una vez que
empezaba a menguar el frío del exterior, obligaban a Aidan a acompañarles a fumar el
primer cigarrillo del día. Sobra decir que, aquellas charlas matinales, no eran más que un
pretexto para que las dos señoras se pasaran el rato cotilleando acerca de todo lo que
pudieran, mientras que Aidan básicamente sólo hacía de comparsa. De cualquier manera,
aunque no estaba acostumbrado a este tipo de conversaciones, él lo pasaba muy bien e
intervenía cada vez que consideraba necesario o que le pedían su opinión acerca de algo.
A esas horas de la mañana, lo cierto es que de normal había pocos pacientes en la
cafetería, por lo que el servicio era prácticamente exclusivo para aquellos tres.
—Jenny, Sweetie, ¿Podéis traernos lo usual por favor? —dijo Mrs. Florence
—Claro que sí Señora Florence, en seguida.
Dicho esto Jennifer sonrió y se retiró de la mesa lanzando una mirada furtiva hacia
Aidan Riley, quien no se dio por enterado, acto seguido por una mirada de cómplices
entre las dos ancianas.
—A ver cuándo le haces caso a esta chica —dijo Doña Constanza.
—Pues —respondió el irlandés quien estaba con aire distraído mirando a la
ventana— discúlpame Coni, pero ya sabes que yo aquí no estoy precisamente de
vacaciones y aunque de verdad que me parece muy guapa, también es que podría causarle
un gran problema a ella.
Aidan bajó un poco la cabeza y señaló una de las discretas cámaras de circuito
cerrado en el asilo, que estaban sutilmente escondidas entre la decoración y las cuales se
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suponía que sólo debían estar presentes en los lugares públicos, pero en el caso de Aidan
(quien tenía restringidos los accesos a la mayor parte de las instalaciones) y el personal
del asilo, eran vigilados permanentemente. Esto se relajaba sólo un poco para el caso de
los restantes pacientes, pero de cualquier forma la situación les molestaba y ya más de
uno (en especial los extranjeros) habían abandonado el lugar.
—Ya, ya —dijo Mrs. Florence— ni me lo menciones, que si no fuera por ustedes
dos yo ya me hubiera vuelto para América.
—Pues vaya que es una pena —interrumpió Doña Constanza señalando a Aidan—
porque Jenny y tú harían muy linda pareja.
—Hold on, sweetheart, no digáis más —interrumpió Mrs. Florence, haciendo un
'no' con la mano y moviendo la cabeza de un lado a otro— que si no te detienes ahora
mismo, eres capaz de pasarte el día entero queriendo casar aquí al pobrecito de Aidan.
—Bueno, bueno —dijo Doña Constanza esto último señalando a Aidan— no se
diga más por ahora del tema.
—Aidan, Sweetie, ¿tuviste noticias ayer por la tarde sobre tu caso?
—No, aún no... aunque, si les soy sincero ayer que he hablado con mis abogados y
no me dan muchas esperanzas por ahora.
—¡Jesus Lord! —dijo Mrs. Florence levantando las manos y la mirada al cielo para
luego bajar la cabeza haciendo un 'no'— ¡Pero qué gente!
—Ay hijo, si vieras cómo quisiera poder ayudarte —dijo Doña Constanza—, ¿y has
pensado con tu abogado qué harás ahora?
—En realidad es que hay pocas opciones —dijo Aidan haciendo un gesto negativo
con la cabeza— pero no deben preocuparse por mí, seguro que encontraremos algún
recurso.
—¿Cuándo será la próxima audiencia de tu caso? —preguntó Doña Constanza
quien se mostraba visiblemente preocupada.
—En el primer lunes de Marzo... aún queda mucho tiempo para preparar la
apelación y tengo confianza en que mi abogado manejará bien lo que está sucediendo.
—¿Y qué harás mientras tanto? —preguntó Doña Constanza.
—Pues cotillear con ustedes —dijo el gigantón irlandés con su gran sonrisa,
haciendo reír a las dos ancianas.
—Ya muchacho no juegues con eso que estás metido un gran lío —dijo Mrs.
Florence, aunque la verdad es que se mordía un poco los labios para no reír.
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—¿Ya le ha contestado su nieto, Doña Coni? —preguntó el irlandés buscando
cambiar el tema.
—Sí, sí, que vendrá mañana por mí muy temprano para llevarme a casa a pasar las
navidades.
—¿Y usted Mrs. Florence?
—Sí, mi hija vendrá por mí más o menos a la misma hora... es una pena que no te
permitan salir de aquí ni siquiera en las fiestas.
—Estaré bien, bastará con que me traigan un poco de ese plato.
—La tarta hijo, aquí le decimos tarta —le dijo Doña Constanza— y no te preocupes
que ya le he dicho a mi nuera que te prepare una, pero lo que no supe bien es decirle de
qué tamaño porque para como comes mejor le he dicho que lo prepare como si fuera para
tres personas.
—Pues entonces será un día muy chévere cuando regresen —dijo Aidan con su gran
sonrisa.
De repente, el sonido de platos que caían al suelo distrajo a los tres que charlaban.
Al voltear la mirada vieron que Jennifer estaba agachándose para limpiar el desayuno de
los tres que había tirado al suelo por accidente. Al ver esto Aidan Riley se puso en pie
como si se tratase de un auto-reflejo y sin pronunciar palabra alguna se acercó a Jennifer
para ayudarle.
—No se preocupe, yo puedo hacerlo sola —dijo Jennifer hincada mirando al
irlandés a los ojos.
—Eso ya lo sé, pero si puedo ayudarte no veo por qué no deba hacerlo. Además, ya
es suficiente chingadera con que no se te permita sentarte a la mesa con nosotros —dijo
después de hincarse, devolviendo también la mirada.
—Gracias.
—Además hoy tendrás más trabajo de lo normal, ¿no? No se me permite saber lo
que pasa en el exterior, pero escuché hablar a unos de la cocina el otro día, hoy es la
Huelga General Europea, ¿no es así? —para cuando terminó de decir esto ya habían
terminado de limpiar todo depositándolo en la charola. Detrás de ellos, Doña Constanza
sonreía pícara y señalaba a Mrs. Florence a los dos que limpiaban el suelo.
—Sí, es hoy… —dijo Jennifer, que bajó la mirada y apretó los labios— pero,
discúlpame por no estar ahí, yo hubiera querido ir pero tiene que haber un mínimo de
personal aquí y me ha tocado.
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—No tienes absolutamente nada de que disculparte Jenny —al decir esto el irlandés
la miró fijamente a los ojos, con aplomo, intentando alejar su sentimiento de culpa.
—Mi familia irá, casi toda... bueno casi toda la gente que conozco irá —dijo todavía
con la mirada baja, pero al terminar esas palabras, alzó la mirada y continuó hablando en
voz baja— yo… yo lamento mucho que estés aquí.
Aidan se quedó en silencio al escuchar aquello. Esta era la segunda vez que Jennifer
le decía esas mismas palabras, la primera fue el primer día en que había llegado al asilo,
pero esta vez el irlandés sintió más emoción en las palabras. Jennifer tenía los ojos
húmedos y pronto bajó la mirada. Aidan trató de encontrar palabras para decirle algo que
la hiciera sentir mejor, pero no pudo pensar nada con claridad. Al final pensó en invitarle
a que se sentara a la mesa con ellos.
—No te preocupes, no pasa nada, mejor dime si ya has recibido tu título por correo.
—Oh no, aún no pero debe llegarme por estos días… quizá mañana sea el día.
—Tienes que decírmelo inmediatamente cuando llegue, para celebrar.
—Sí… te lo diré.
—Y por favor, ¿por qué no nos acompañas hoy a la mesa un rato al menos? Que
hoy seguro no habrá nadie que te diga nada.
—Gracias, sí, vuelvo pronto con las cosas y los acompaño un rato —dijo Jennifer,
quien después se puso en pie y se llevó los platos en una charola hacia la cocina.
Aidan se levantó y vio como la chica se iba con dirección a la cocina. Detrás de él
se escuchaban los murmullos de las dos señoras. Sin embargo, al estar de pie se percató
de que no estaban solos en la cafetería. A través de un reflejo pudo observar que un
hombre estaba sentado en una esquina en el lado opuesto del lugar. Aidan se preguntó
cómo era posible que no lo hubiese notado antes, pensó que quizá era la primera vez que
venía a esta hora o que tal vez lo había pasado por alto, pero esto último no le pareció
muy probable porque, para ciertos aspectos muy específicos, Aidan era alguien muy
observador. Su respuesta instintiva fue ir a conversar con él e invitarlo a la mesa donde
estaba con Doña Constanza y Mrs. Florence, pero justo cuando dio el primer paso en esa
dirección se dio cuenta de que aquel sitio estaba tan particularmente escondido, que quizá
ese hombre buscaba en forma deliberada estar solo. Aidan Riley observó con cuidado la
distribución de las mesas y la decoración y se dio cuenta que el lugar en donde estaba
sentado aquel hombre era imposible de visualizar para cualquiera que entrase a la
cafetería, pero lo que le llamó más la atención fue que al ver la distribución de las cámaras
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del circuito cerrado y los ángulos de las mismas, le pareció que aquel lugar donde estaba
ese hombre solitario, debía ser el único punto ciego de toda el área.
Aidan, si bien tenía una excelente memoria para los rostros y nombres, no tenía una
vista muy aguda y a través del reflejo no le fue posible identificar a ese hombre en una
primera instancia, sin embargo lo poco que pudo distinguir le hizo intuir que le conocía.
Era delgado y un poco bajo, no debía medir más del metro con setenta de estatura; vestía
un viejo (y muy pero que muy feo en su opinión) traje azul sin corbata y con una camisa
en color amarillo pálido; era más joven de lo que le pareció a una primera instancia;
llevaba además el pelo alborotado y tenía en general un aire descuidado. Su semblante le
pareció que era el de un desdichado. Miraba a través del ventanal que tenía frente a sí,
observaba con la mirada cansada el mar de niebla que se alzaba sobre los jardines del
asilo Santa Isabel.
Aidan enfocó lo mejor que pudo sin moverse de donde estaba para no ser demasiado
obvio y al cabo de un par de segundos no le quedó la menor duda. Se trataba de un
importante científico a quien intentó contactar años atrás para invitarlo a sumarse al
proyecto de la Universidad Mundial y, aunque en su momento no recibió respuesta alguna
de su parte, siempre sintió una gran curiosidad por conocerle, puesto que aquel hombre
también era famoso por ser un reconocido escritor y pintor.
—¡Anda Aidan, vuélvete a la mesa hijo! ¡Que ya estamos planeando aquí tu boda!
—gritó desde la mesa Doña Coni haciendo voltear la mirada al irlandés quien respondió
con su acostumbrada sonrisa, aunque esta vez no pudo contener una pequeña risa.
—Shut up! Constanza —interrumpió Mrs. Florence— ¡Déjalo que si le sigues
diciendo de cosas luego no querrá contarnos nada!
Después de escuchar aquello la sonora risa de Aidan Riley retumbó por todo el
lugar. Mientras caminaba sonriente de vuelta hacia la mesa pensó que si aquel joven
desdichado quería estar solo no sería correcto perturbar su soledad. Pero aun así, decidió
que en cuanto se le presentase una oportunidad intentaría conversar con él, pues sentía
gran interés por conocer a Charles Bower.