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Revista USAC 2011 (10 12) 22

Date post: 21-Jul-2016
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Revista de la Universidad de San Carlos de Guatemala (USAC). No. 22, correspondiente al trimestre de octubre a diciembre del año 2011.
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Universidad de San Carlosde Guatemala

Lic. Estuardo GálvezRector

Dr. Carlos Guillermo Alvarado CerezoSecretario General

Licda. Luz Arminda BarriosJefa de la División de

Publicidad e Información

Rafael Gutiérrez EsquivelDirector de Revista USAC

Comité EditorialLuz Arminda Barrios

Elsa NuilaRaúl Monterroso

Roberto Ganddini GudielRafael Gutiérrez Esquivel

ColaboradoresJuan B. Juárez/José Mejía/Dina Posada/

Miguel Ángel Barrios/Anabella Paiz/Luis Díaz/Edelberto Torres-Rivas/

Moisés Barrios/Javier Payeras

Ilustración de portada,separadores e ilustraciones interiores

Jacobo Rodríguez Padilla

DiseñoRafael Gutiérrez Esquivel/

Sergio Rodríguez

DiagramaciónSergio Rodríguez

Octubre-Diciembre / Número 22 / 2011

Correspondencia y canjeUniversidad de San Carlos de Guatemala

Ciudad Universitaria, zona 12Ciudad Guatemala

Edificio de Rectoría, Oficina 310Teléfonos: (502) 24187640 y 24187642

Correo electrónico:[email protected]

Ensayos El poeta más joven del mundo Miguel de Loyola/7

Elogio de lo inútilMario Bunge/14

Lo insólito es lo cotidianoJosé Ramón García/18

Épica de la ignominiaJuracán Lemus/24

Letras

PoemasPablo Bromo/31

Relato Alan Mills/39

Poema Carmen González Huguet/45

RelatoMario Chavarría González/49

Debate

Mario Payeras: el mito de la experiencia Adolfo Guilly/55

Arte

Jacobo Rodríguez, artistaLuis Eduardo Rivera/65

Jacobo Rodríguez Padilla, un artista del 44 Hugo Estuado Ciudad Real/68

Comentarios

Luis Díaz Aldana en primera personaJuan B. Juárez/71

Puertos Abiertos: cuento centroamericanoMaurice Echeverría/77

Así que ésta es la vidaArturo Monterroso/81

Colaboradora bibliotecológica

DoraMaría Cardoza

Versión electrónicaJaime Cabrera Letona

URLHTTP://revista.usac.edu.gt

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Sin duda, al hablar de la obra del artista guatemalteco, Jacobo Rodríguez Padi-lla, es inevitable remitirnos como plataforma de despegue y destino a la Revo-lución del 44. Es esta gesta libertaria, que sacude al país en todos los órdenes de la vida nacional, la que definirá, en principio y al final, diríamos, no sólo su vocación artística siendo todavía un ardiente joven activista entregado en su accionar político, como muchos otros, a encarnar los ideales revoluciona-rios, sino la que moldeará una particular orientación en su estética individual.Y es que la Revolución octubrista fue la ruta, el camino, por donde todos aquellos guatemaltecos, aherrojados y enceguecidos por la tiniebla ubiquista, encontraron finalmente la realización concreta de un sueño que de pronto, merced a los cambios vertiginosos e impensables de ese momento histórico, podían ver y palpar como un artefacto real y desmontable. Así, el aluvión que sacudió a la sociedad por igual, de una fuerza avasallante cuyas repercusiones abarcan décadas y generaciones en la historia reciente del país, no sólo removió las vetustas estructuras socioeconómicas prevalecientes, sino que su poder transformador tocó asimismo a escritores, artistas y músicos. Uno de ellos, fue Jacobo Rodríguez Padilla. Miembro —como todo jo-ven que se autorrespetara ideológicamente— del grupo Saker-Ti (Amanecer, en Ka-qchiquel), desde donde defiende los postulados y concreciones del fervor colectivo, Jacobo es becado para viajar a París a estudiar las técnicas del fresco. Y es ahí donde, más que por azares del destino, se convertirá acaso en el artista vivo cuyo destierro se antoja hoy como el más prolongado. Es ahí justamente donde la contrarrevolución lo obliga a permanecer en Europa en un exilio que hoy dura ya casi sesenta años.Sin duda del grupo Saker-Ti, así como miembro de la llamada generación del 40, po-dríamos asegurar que constituye el último sobreviviente, el paciente náufrago afianzado en aguas trasatlánticas merced a su talento, dignidad y entrega devota y casi misionera a un arte de unas características excepcionales que finca sus raíces, como muchos otros artistas latinoamericanos, en una vuelta a los orígenes desde la modernidad europea.Jacobo Rodríguez Padilla es un pintor, además de una guatemalidad inconfundible, un artista cuyos aportes al arte latinoamericano todavía acaso están por ser estudia-dos o revaluados. De una elementalidad casi rupestre, su obra ostenta, vista deteni-

Jacobo Rodríguez Padilla: ilustre sobreviviente último del 44

Presentación

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damente, el rigor, refinamiento y una técnica depurada hasta la obsesión. Reciente-mente el senado francés le confirió un reconocimiento como artista latinoamericano ilustre. Ha expuesto junto a artistas de la estirpe de Roberto Matta, Ricardo Rossati y Mario Gurfein. Durante su estancia en México, que se prolongó dieciséis años para luego volver a París donde hoy radica a sus noventa años, dejó plasmada su notable capacidad creadora como muralista en el Museo de Antropología e Historia. Posee-dor de un vigor imaginativo incesante, su actividad se derrama y brilla en centenares de obras que van desde la escultura, la pintura de caballete, el muralismo y el dibujo.En todas y cada una, Jacobo Rodríguez Padilla aletea y destella como un cara-col alado dejando a su paso la belleza de su talento indisputable. Jacobo es una muestra que el que persevera alcanza, y no sólo alcanza sino que retorna y vuelve a alcanzar. ¿Qué alcanza un artista, como Jacobo y otros a la postre? ¿Es quizá vana la perenne aspiración al arte? ¿Son inútiles en su búsqueda y consecución la verdad y la belleza?, nos interroga el pensador Mario Bunge. No importa, y sigamos testarudamente a Bunge, quien sabiamente nos recomienda en tiempos de feroz utilitarismo «no exijamos que todo lo que hagamos tenga una utilidad inmediata. Basta que sean buenas, basta que nos ayuden a gozar de la vida. Al fin y al cabo, su búsqueda y su goce distinguen al ser humano de sus parientes de otras especies». Jacobo, pintor guatemalteco de quien Revista de la Universidad de San Carlos se enorgullece de ver su obra publicada en sus páginas, es un ejem-plo del sacerdocio, entre místico y carnal, de una vida dedicada por entero al arte.

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Luis Eduardo Rivera

Paradójicamente, Jacobo Rodríguez es un artista cuya obra no podría enten-derse a cabalidad sin la presencia en ella de sus orígenes guatemaltecos. Al igual que Carlos Mérida, se trata de uno de los pintores que más tiempo ha residido fuera de su tierra, pero que más lejos ha llevado su reflexión

estética en torno a esas huellas esenciales que sociólogos, antropólogos e historia-dores se empeñan en rastrear, a la búsqueda de un rostro en el que podamos alguna utópica vez reconocernos y aceptarnos, con nuestras virtudes y nuestros defectos. Como bien podrá comprobarse, a lo largo de la obra de este artista pintor, escultor, grabador y muralista, la versatilidad y las variaciones de su estilo son permanentes; su lenguaje no deja de renovarse, incluso hasta el día de hoy, a sus noventa años cumplidos. Empezando por su etapa de militancia política, durante los años cuaren-ta del siglo XX, dentro del grupo Saker-Ti, período que representa para él, así como para los demás miembros de su grupo, el descubrimiento del arte prehispánico, y que influye definitivamente en su lenguaje personal; luego, su primera estancia francesa, que lo pone en contacto con las vanguardias artísticas europeas, pasando por otra larga estancia de dieciséis años en la ciudad de México, en donde deja plas-mada su admiración por el arte precolombino, en un mural que se encuentra en el Museo de Antropología, en la capital mexicana; hasta su retorno a París, a partir de los años setenta, donde su arte no dejará de evolucionar ni de rejuvenecerse. Todo artista que se precie tiene sus propios códigos, sus propios signos y obsesio-nes que reproduce a lo largo de su obra; son parte esencial de su lenguaje interior, su, digamos, leitmotiv imaginativo, que a menudo ni él mismo logra hacer consciente, puesto que los atavismos nunca son conscientes. Por ejemplo, en la recreación de un paisaje de Rodríguez resulta muy usual encontrarnos con la presencia de ciertos elementos de la naturaleza, como nubes, árboles, o volcanes. ¿Serán símbolos que nos remiten a su infancia y su adolescencia vividas en el campo? ¿Estará evocando el paisaje montañoso y fértil de su país natal? Cuando hablo del paisaje o del cuer-po humano, en la obra de Rodríguez, me refiero concretamente a la recreación que su imaginación realiza de ambos conceptos y no a su reproducción literal. En esta recreación plástica lo que cuenta es sobre todo la emoción visual, como el mismo autor no ha dejado de repetir, pues, desde su estética personal, el modelo exterior no es más que un punto de partida, una excusa para la imaginación creadora.

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Miguel de Loyola

El poeta más jovendel mundo

Un sábado de agosto salimos de Santiago en dirección a la costa, con el fin de visi-tar al poeta Nicanor Parra en el balneario de Las Cruces. Previamente alertado por Jaime Quezada, que encabeza el grupo, el poeta nos recibe en su casa con la cordia-lidad con que se acoge a los amigos. Nos invita a pasar al salón, desde donde es posi-ble contemplar la bahía del balneario, en un día que gotean del cielo plomizo algunos cristales de lluvia. Al comienzo conversamos de pie, fren-te a una foto de su época de estudiante en el Internado Nacional Barros Arana que se encuentra fija en la pared. Nicanor nos cuenta de las trágicas muertes de algunos de los jóvenes presentes en la fotografía, haciendo un breve recuento de sus vidas.

Nosotros escuchamos sorprendidos las his torias de estos seres que han salido del mundo bajo circunstancias terribles. Luego nos invita a sentarnos, en tanto él se esca-bulle repentinamente del salón, dejándonos a los cuatro con la mirada ahora vuelta ha-cia la bahía, donde el mar se revuelca in-satisfecho y lame con su lengua las rocas y la arena de la orilla. –Hemos venido a invitarlo a almorzar, maestro–. Le recuer-da en tono ceremonioso el profesor Juan Loveluck, apenas Nicanor se encuentra de regreso, cargando una botella de vino tinto para ofrecer a las visitas. El poeta al escu-char estas palabras relacionadas con comi-da, vuelve a ausentarse misteriosamente otra vez del salón, para regresar a los pocos minutos cargando una bandeja con dos su-

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culentos trozos de arrollado huaso, asegu-rando que son especies únicas en el mundo. Después de depositar la bandeja sobre la mesilla de centro, baña prolijamente ambos trozos con abundante salsa de ají. Jaime Quezada, en tanto, distribuye los vasos y luego vierte sobre ellos la bebida excelsa de los campos de Chile. Una vez servidos, levantamos los vasos y hacemos el primer brindis por el poeta más emble-mático de Chile. –Queremos invitarlo a al-morzar– insiste el profesor Loveluck. Nicanor nos mira desde el fondo de sus ojos cargados de sabiduría y también de cierta incertidumbre. Acaso todavía sope-sando el objeto de la invitación. Sabe que muchos acuden a él con más de algún inte-rés publicitario. Propongo al maestro que vayamos a La Candela de Isla Negra, tal vez porque des-conozco otros lugares, pero ese restaurante

me parece un sitio ideal para comer y con-versar tranquilos, explico. El poeta comenta que le gustaría, pero no se decide a aceptar la invitación. Insiste más bien en que comamos arrollado huaso. Luego, permanece unos segundos medi-tando en silencio, sobándose las manos y enfocando sus pupilas encendidas hacia la bahía. El crítico literario, Antonio Avaria en tanto, se decide a probar los arrollados, re-banando un trozo con un cuchillo. Los de-más seguimos sus pasos poco a poco. Los signos de exclamación de agrado frente a la degustación son múltiples. El fiambre está delicioso, recién elaborado por alguna mano experta en las más antiguas tradicio-nes campesinas. Nos abre la llave del apeti-to. Alguien vuelve a insistir en La Candela de Isla Negra. Pero la frase queda en el aire, mientras degustamos el sabroso arrollado

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huaso. –Conozco un lugar mejor– asegura de pronto entusiasmado el poeta, mientras nos observa con una mirada cargada aho-ra de cierta benevolencia. –¡Partamos en-tonces!– comentamos poniéndonos de pie, aunque sin dejar de pinchar algún trozo del delicioso arrollado que nos ha abierto vo-luptuosamente el apetito. Nicanor sale otra vez del salón, ahora en busca de su abrigo. Regresa a los pocos segundos envuelto en un abrigo marengo a cuadritos y con la cabeza cubierta por un gorro de lana, chilote, sin duda, nos confir-ma con una sonrisa que está listo para par-tir. Antes de abandonar la casa, nos invita a detenernos frente a algunos de sus «ar-tefactos poéticos» que se hallan expuestos en el vestíbulo. Destacan entre ellos El in-secto de Edison: una ampolleta sin el glo-bo de vidrio que cubre los finos filamentos por donde pasan los electrones generando el calor que produce la luz, cuya forma –sin el vidrio y puro gollete– se asemeja a las antenas de un bicho terrestre genuino. Seguidamente, pasamos al escritorio, don-de gruesos libros empastados saturan los estantes existentes. Sin embargo, el poeta afirma que no puede dejar muchos libros allí, porque se los roban. Una vez afuera, saco la máquina foto-gráfica que he traído conmigo, y le tomo una fotografía desprevenida al grupo. Lue-go subimos al auto, y partimos, dirigidos por el poeta que viaja envuelto con el man-to del misterio relativo al lugar elegido, desconocido por nosotros. A la izquierda, me señala al momento de salir a la carretera principal que reco-rre los pueblos de la Costa Azul de Chile. Avanzamos por el camino que va desierto haciendo comentarios relativos al tiempo, a la lluvia que ha dejado de caer, y a la carre-tera que se nos abre vacía, únicamente para nosotros, como un túnel directo al objetivo. Llegamos a El Tabo, y poco antes de salir del pueblo, Nicanor –que viaja como co-

piloto– me señala repentinamente torcer a la izquierda otra vez, para enfilar por una calle de tierra húmeda que baja hasta lle-gar directamente a la playa. Una vez allí, me indica a la derecha, entonces giramos y avanzamos unos cien metros al norte por un sendero de arena y ripio que corre pa-ralelo y pegado al mar, hasta encontrarnos de golpe con el Kaleuche: un restaurante incrustado prácticamente al borde de la misma playa, mirando las olas que se de-rrumban como montañas cargadas de nieve espuma. El espectáculo es asombroso. El cielo continúa cerrado por un gris cenicien-to, producto de los nubarrones encapota-dos. Solo a ratos algunas gotas de lluvia se desprenden de esas nubes oscuras. Nos bajamos del automóvil y nos que-damos contemplando el panorama, dicho-sos de hallarnos en día, hora y circunstancia en semejante sitio. Nicanor sonríe compla-cido, como viejo zorro, conocedor de todos los caminos. –¡Maravilloso, maestro, ma-ravilloso!– exclama el profesor Loveluck con júbilo. –¡Pero este sitio es único!– afir-ma deslumbrado Antonio Avaria también, ajustándose las gafas como para poder me-dir mejor cada centímetro del paisaje. –¡Yo no había estado nunca aquí tampoco!– co-menta el investigador Jaime Quezada, con tanto o más asombro.

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–Pasemos entonces– invita solemnemente el poeta, encaminándose en dirección a los escalones de piedra laja que suben hasta la puerta de acceso al restaurante. Los dejo adelantarse algunos pasos, mientras nervioso abro el portamaletas en busca de la máquina filmadora. La cargo en un dos por tres con la batería, y cuando intento hacerla funcionar enfocando ha-cia las figuras que se encaminan hacia el restaurante, me encuentro con que los bo-tones del aparato no responden. Entonces le saco la batería pensando que ahí está el problema y le ajusto la de repuesto. Pero la operación me resulta idéntica a la primera. No funciona. Concluyo que ambas baterías están vacías de la energía suficiente como para hacer rodar una película semejante. Es mejor vivirla. Me apresuro entonces a se-guir a mis compañeros, introduciendo otra vez la filmadora en el bolso, al mismo tiem-po que vuelvo a sacar resignado la pequeña máquina fotográfica, para al menos asegu-rar una instantánea que pueda reproducir el momento presente en el futuro. Pero mis amigos ya han ingresado al Kaleuche, y la mampara se cierra y debo empujarla para entrar. El lugar es amplio, de ventanas redon-das mirando hacia al mar. El piso es de

piedra, algunas están pintadas de colores vivos. La arquitectura es simple, acogedo-ra. La luz entra también al recinto a través de un techo con sectores transparentes. Las puertas de las dependencias interiores están hechas con lampazos, también listo-nes de esas mismas cortezas de los árboles sostienen los ventanales y conforman los muros. Algunas mesas se encuentran con gente comiendo al otro extremo del come-dor. Los garzones se adelantan a saludar al poeta. Para nadie Nicanor pasa inadvertido. A pesar de que su larga cabellera blanca y su rostro vivaz pueden a la distancia con-fundirse con las apariencias de un hombre joven. Sus movimientos corporales en nada se parecen a los de un hombre que se en-cuentra a pasos de cumplir los ochenta y ocho, como nos asegura. Se mueve con la soltura y propiedad de un jovencito. Escogemos una mesa amplia, que en-frenta un ventanal redondo donde el mar parece encima. Le ofrecemos la cabecera al maestro, pero la rechaza y opta por sentarse a un costado. La lluvia tenue que a ratos cae sobre el techo, canta una canción que se confunde con la del mar, más robusta, más sólida, dueña absoluta de la costa marítima. El mozo se acerca y nos entrega la carta. Nicanor sin mirarla sabe lo que va a

pedir. Asegura: «la Paila Marina es un plato infa-lible en esas latitudes». Yo sigo sus consejos sin pensarlo un minuto, y me inclino por pedir lo mis-mo. Los demás, en cam-bio, optan por platos de su particular preferencia. El menú del restaurante es variado, cargado a los frutos más preciados del mar. Mientras preparan los platos, el poeta nos insta a pedir empanadi-tas fritas de marisco, las

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que llegaran pronto a la mesa El generoso cate-drático Juan Loveluck no escatima en pedir el mejor vino de la casa, asesorado por Jaime Quezada que es un es-pecialista en cepas viti-vinícolas. La primera botella alcanza para una corri-da, pero vendrán varias más durante esa tarde que se abre como un refugio legendario en un rincón junto al mar. Hacemos entonces el segundo brindis del día por el Maestro, por su poesía, por su «mon-taña rusa», que le cambió el rumbo a la poesía en nuestra lengua. El nos agradece. Su mirada algo extrañada al principio de la visita, va destiñéndose poco a poco, hasta cobrar el color natural del hombre sencillo de nuestra tierra, de costumbres y gustos campesinos. Nicanor ha vivido a lo largo de medio Chile, pasando también en sus tiempos mozos más de alguna pe-llejería. Son esas las raíces comunes de los hombres más grandes que ha producido nuestro suelo patrio. La charla se abre como una botella de champaña y nos mojan a todos sus burbu-jas. Pero el maestro lleva la voz cantante en la mesa. Tiene mucho que contar. Ade-más el vino abre las almas con su filudo cortaplumas. Surgen así recuerdos suyos de Chillán, de Temuco, del antiguo Peda-gógico, de «el Pablo», del «Pablito», como denomina a ratos en el recuerdo a Neruda. Son recuerdos bellos, amistosos, anécdotas donde se confunden las estaturas de estos gigantes chilenos que han rozado la eterni-dad en vida. Repentinamente recita un fragmento del «Poema 20» de Neruda, y luego afirma que nada hay en el mundo mejor que eso.

Que es un poema insuperable, nos explica. Luego queda en silencio y por unos segun-dos la nostalgia nos visita junto al recuerdo de Violeta Parra, amada hermana suya. Al-guien del restaurante ha puesto sus cancio-nes como telón de fondo a nuestra charla. La música se entremezcla con la conversa-ción y el mar, y también con algunas lágri-mas de lluvia. Los platos llegan a la mesa con preste-za, abundantes y perfumados con las me-jores esencias. La charla no se detiene un solo segundo. Saboreamos las palabras lo mismo que la comida y el vino. Las personas que ingresan al restau-rante, se detienen a saludar al maestro. Lo hacen con cariño, con admiración, con el respeto que se merece. Pero luego la charla continúa. Trayendo en cada ola un recuerdo nuevo, iluminado por el aquí y ahora, que es una de las cuestiones esenciales para el maestro. Aquí y ahora es lo que importa. Nicanor ha buscado con su poesía siempre eso, y ahora nosotros podemos claramente comprobarlo al lado suyo. Su lenguaje recoge las expresiones cotidianas porque es allí donde radica la vida. –¡Esa es la vida!–, exclama arrobado, alzando am-bas manos al cielo. –La lengua viva y no la lengua muerta de los pesados libros de his-

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toria y filosofía–. Su pasión la conocemos desde hace mucho, pero tal vez nunca hasta ese momento comienza por fin a entrar por la carretera más profunda de nuestro enten-dimiento. Llegan los postres y la charla continúa su curso. El maestro Nicanor no pierde el

hilo, da puntadas profundas, luego de ha-ber hilvanado el conveniente pespunte. Los punteros del reloj avanzan. Pasan veloces en sus trenes los minutos, dando paso a las horas que a ratos se confunden con los se-gundos. El bajativo y el café pasan también como las olas, uno tras uno. Nadie quiere

moverse. La tarde viene cayendo como un aeroplano con sus alas extendidas, produ-ciendo sombras allá en el horizonte maríti-mo. El profesor Loveluck insiste ahora en volver al principio, en devolver el tiempo. Llama al mozo para pedir una botella de vino tinto como si se tratara de la prime-

ra. Nicanor no se cansa de hablar, ni nosotros tampoco de oírlo. Es más joven que todos nosotros jun-tos. Bebe su copa como un pez de río, no se ahoga, no acusa cansan-cio alguno, tampoco necesidad de la siesta que caracteriza a los hombres de edad madura. Ahora nos remite a Shakespeare, su autor favorito. Leyendo, releyendo y traduciendo al español las obras del dramatur-go inglés, confiesa que ha invertido la mayor parte de su fortuna tem-poral. Especialmente en Hamlet, a donde nos remite a cada momento, declamándonos a ratos parrafadas completas en un inglés victoriano que sospechamos perfecto, y luego nos traduce al castellano coloquial de nuestros días. La tarde termina de cerrarse poco a poco allá afuera, en la playa, y también en el interior del Kaleuche. Una luz tenue como los destellos de un farol perdido en las tinieblas del océano se enciende, y se derrama sobre nuestra mesa, y también por la cabellera del Maes-tro, haciendo brillar sus finos hilos de plata. El mar ruge cada vez más furioso afuera, mientras nosotros, lentamente, comenzamos a sentir-nos marineros de ese Kaleuche mí-tico, que todavía recorre los mares

australes que azotan bravamente las costas de Chile. Nuestro capitán en el puente de mando firme al timón no le da soga a la tempestad, y continúa llevando el rumbo. Han transcurrido cerca de ocho horas de navegación por los mares más turbulentos de la memoria. Y cuando presentimos la

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inminencia del puerto, el Maestro se levan-ta como un gigante de la silla, y nos recita completo su poema «El hombre imagina-rio», para que el Kaleuche vuelva su proa al frente, hacia la tempestad, hacia el mundo que gravita en el poema. Y así nos volve-mos a sumergir en un mundo imaginario, «contado por seres imaginarios», «que su-ben las escaleras imaginarias», «entonando canciones imaginarias», «que representan hechos imginarios», «en lugares y tiempos imaginarios», «circundado de cerros ima-ginarios», «a la orilla de un río imagina-rio»... El Kaleuche arriba a la costa lentamen-te, plegando una a una sus velas imagina-rias. El capitán es el último en abandonar la nave, sin antes dejar de agradecernos la invitación. Nos despedimos del Kaleuche. Bajamos las gradas de piedra laja en direc-ción al automóvil que se encuentra estacio-nado abajo, ahora todo el grupo junto. El flash de mi máquina fotográfica re-lampaguea buscando capturar las figuras de esos marineros imaginarios, cruzando el puente imaginario, hacia el puerto imagi-nario... Nos metemos todos al auto y partimos en dirección a Las Cruces. Por la carrete-

ra mientras conduzco, el Maestro me pre-gunta repentinamente quién soy yo, en qué trabajo, a qué dedico mi vida, porque sin duda mi rostro acusa los rasgos propios de un aparecido, de un fantasma como los que habitan el castillo de Hamlet. No me decido a confesarle que yo soy un hombre imaginario, semejante al que él fuera algu-na vez cuando logró plasmar el poema. Y permanezco en silencio, concentrado en al camino, pero sintiéndome atravesado por las linternas encendidas en los ojos de Ni-canor. Llegamos pronto. Nos bajamos a des-pedirlo. Mi máquina fotográfica ahora bus-ca capturar los abrazos de la despedida. A pesar que nos invita a pasar nuevamente a su casa. Pero es tarde, y la noche está ce-rrada en un nudo de nubes apretadas que reventarán en un aguacero en cualquier momento. Debemos regresar a la ciudad de Santiago. Nos separan ciento treinta ki-lómetros que hay que recorrer, ahora car-gando la nostalgia de un viaje a los más profundos mares de la memoria de Nica-nor Parra, el poeta más joven del mundo. –¡Volveremos, maestro!– le aseguran Juan Loveluck, Jaime Quezada, Antonio Avaria y también yo, el narrador imaginario.

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Ya había promediado la redacción de esta nota cuando me llegó una invitación de la Universidad de Salamanca par asistir a un acto académico en el que el doctor José Ma-ría Cerveró Santiago, catedrático de Física Teórica, disertaría precisamente en defensa de lo inútil. Esta coincidencia no lo es tan-to porque también yo soy físico teórico y, como el colega salmantino, sé que algunos de los resultados más hermosos de la física, tales como la teoría de Einstein del campo gravitatorio y la teoría cuántica del campo electromagnético, son casi inútiles. O sea, no sirven, por ahora, «nada más» que para entender algunos aspectos de la realidad. Hace poco, respondiendo a la inevitable pregunta de un estudiante, «¿para qué sirve eso?», le contesté: «Para nada. ¿No le pa-

Mario Bunge

Elogio de lo inútil

rece admirable que haya gentes que se dan el lujo de preferir cosas hermosas e ideas profundas a artefactos ingeniosos pero, a la postre, superfluos o incluso dañinos, tales como los automóviles acorazados?». Nuestros primos, los monos antropoides, no llevan joyas. Tampoco las llevaban nuestros antepasados remotos. Las prime-ras joyas datan de hace menos de 50 mil años. Las primeras pinturas rupestres, tales como las de Altamira y Lascaux, son aún más recientes. Las mujeres no empezaron a acicalarse sino hace unos pocos miles de años, especialmente en el antiguo Egipto. Los primeros museos de arte y jardines botánicos datan del Renacimiento tardío. Y los salones de belleza fueron inventa-dos hace poco más de un siglo. La técnica

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precede al arte, como la utilidad a la belleza. ¿Para qué sirve saber que hay infinitos nú-meros primos, que las distancias entre las ga-laxias están aumentan-do, que los hombres de Neanderthal fueron reemplazados por los de Cromañón y que las cabezas de éstos eran mayores que las nuestras? Para nada. ¿Qué utilidad tiene una sinfonía de Beethoven, una pintura de Velázquez o un relato de García Márquez? La misma que las joyas, las ropas elegan-tes, los teoremas matemáticos o los hallaz-gos paleoantropológicos. O sea, ninguna. No se busca la verdad ni la belleza por sí mismas a menos que se haya asegurado el sustento: Primum vivere, deinde philo-

sophari. Pero no se es plenamente humano a menos que se aprecien la verdad y la belleza por sí mismas. O sea, a menos que se ame lo inútil que emocio-na o que hace pensar, sin esperar recompen-sa material alguna. Sin embargo, la di-

ferencia entre lo útil y lo inútil puede ser transitoria. Hace medio siglo, cuando Fran-cis Crick y James Watson descubrieron el llamado código genético, supieron que con ello la biología molecular alcanzaba la mayoría de edad y que a partir de ese momento se desarrollaría con el vigor y la rapidez propias de una ciencia joven. Pero no sospecharon que pocas décadas después también nacería toda una industria funda-

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da sobre esa ciencia, ni que uno de ellos, Watson, haría fuertes inversiones en dicha industria (Crick, en cambio, siguió ocupán-dose de temas inútiles, tales como el origen de la vida y la naturaleza de la psiquis). Otro de mis ejemplos favoritos es el de Apolonio, el primero en describir las sec-ciones cónicas: elipse, parábola e hipérbola. Estas curvas son hermosas pero no fueron utilizadas hasta el siglo XVII, cuando Ga-lileo se sirvió de la parábola para describir la trayectoria de una bala, y Kepler usó la elipse para describir la órbita de un planeta. El efecto fotoeléctrico, descubierto hace poco más de un siglo, encantó a los fí-sicos porque no depende críticamente de la intensidad luminosa sino de la frecuencia. Durante mucho no sirvió sino para despertar o satisfacer la curiosidad. Eventualmente, a un ingeniero se le ocurrió utilizarlo para abrir y cerrar circuitos eléctricos al paso de una persona. Desde entonces no hay ascen-sor, escalera mecánica ni máquina-herra-mienta sin célula fotoeléctrica. Además, la explicación del efecto le valió a Einstein la mitad de su Premio Nobel. Obtuvo la otra mitad por explicar el movimiento brownia-no como efecto de choques moleculares. Esta fue otra hazaña que no tuvo repercu-siones prácticas sino muchos años después. Ayer, un estudiante me anunció que alguien está pensando en privatizar la as-tronomía. ¡Qué gran idea! Si alguien com-prara un observatorio astronómico iría pronto a la quiebra, con lo que mostraría al gran público que hay objetos sagrados fuera de los templos. Entre esos objetos fi-guran la ciencia básica, las humanidades y las artes. Estas tres vestales son sagradas porque son patrimonio de la humanidad y porque quien intenta sacar utilidad in-mediata de ellas las ensucia y se ensucia. Lo que pasó con el arte bajo los regímenes autoritarios es elocuente: fue estatizado y, con ello, corrompido. Por ejemplo, en la Unión Soviética la exigencia de atenerse a los preceptos del llamado realismo socia-

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lista, que es una versión del utilitarismo, limitó la imaginación de los escritores, artistas plásticos y músicos. Por cierto que siguió habiendo artistas originales, pero no gozaron de apoyo estatal y sus obras no se incorporaron al bien común. En resumidas cuentas, no exijamos que todo

lo que hagamos tenga una utilidad inme-diata. Basta que sean buenas, basta que nos ayuden a gozar de la vida. Al fin y al cabo, la búsqueda y el goce de lo inútil distinguen al ser humano de sus parientes de otras es-pecies. Por esto propongo este nuevo nom-bre para nuestra especie: Homo inutilis.

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Como escritores, intelectuales y con una comprometida militancia, Neruda y Car-pentier compartieron, a su modo, una pa-ranoia peculiar acreedora de la pluma del más lúcido Kafka. Según recapituló años después de su humillante confesión públi-ca, Heberto Padilla era consciente de que la paranoia afectó a unos y otros pues, a fin de cuentas, todos constituían un peculiar reba-ño de héroes cuyos estereotipos «pastaban en su jardín», al igual que en el jardín de cada cubano. Al respecto, Padilla transcri-bió el singular encuentro, en una librería de La Habana, con un Carpentier agotado por los estragos de la enfermedad. Carpentier conocía de primera mano las graves acusa-ciones que el régimen había formulado con-tra Padilla hasta el punto que el litigio había

José Ramón García

Lo insólito es lo cotidiano

ya «cobrado» alguna víctima institucional y numerosos «desafectos» políticos y li-terarios. El paternal interés mostrado por Carpentier para que su interlocutor recon-sidere el paulatino distanciamiento con la Revolución no obtiene rédito personal al-guno, pese a la admiración literaria que le profesa Heberto Padilla, quien concluye en que «Alejo Carpentier era de la misma opi-nión que García Márquez: a pesar de los errores de la revolución cubana había que mantenerse fiel a su causa y no enemistarse con la izquierda internacional». A pesar del innegable activismo políti-co y la irrenunciable militancia de Neruda, a éste le molestaba la posición «acrítica» de Carpentier –por autocomplacencia o por escepticismo existencial–, una posición

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en apariencia cómoda en la «nomenclatu-ra tropical» denostada, en cambio, por el chileno que esgrime pluma visceral y sin ataduras no deseadas pero, con frecuencia, depositario de un narcisismo prepotente de quien se sabe arcano del hondo discurso poético, a veces sublime, para cantar las al-turas del Machu Pichu, y otras veces servil, para canonizar a Stalin en deleznables odas hagiográficas. La «neutralidad» del escritor cuba-no estaba, para el cáustico Neruda, no al servicio a la equidistancia del crítico leal sino a la «obediencia debida» a la cúpula del poder del régimen que no permitió, por ejemplo, que la delegación cubana de es-critores pudiera viajar a EE.UU. para parti-cipar en una reunión mundial del Pen Club a pesar de las gestiones que realizó Pablo Neruda contando con los visados concedi-dos con varios meses de antelación. Entre otros, Alejo Carpentier adujo razones de precipitación para conseguir visados para justificar su ausencia en una reunión en la que Neruda tuvo un brillante papel de ani-mación presentado por Arthur Miller, en la

cúspide de su carrera. «Alguien mentía en esa ocasión…», escribe Neruda pero «…se comprende que hubo un acuerdo superior (sic) de ausencia a última hora». Neruda estaba muy dolido con los escritores cu-banos, especialmente con Carpentier, que firmaron el manifiesto contra el chileno por haber viajado a una «potencia imperialis-ta», que mantenía a Cuba en un «bloqueo criminal», mostrando el alarde y los deli-rios burgueses del Premio Nobel que había renegado de su origen ferroviario y de su auténtico nombre por otro «usurpado» de un poeta checo olvidado. Con piel y memoria de elefante, como demostrara en el desprecio hacia Pablo de Rokha en Confieso que he vivido, hasta el punto de que el suicidio de Rokha apenas cinco años antes no cambió ni un ápice la acritud del juicio de Neruda, tampoco re-legó al olvido no sólo su antigua relación con Carpentier sino, también, con dos de los firmantes del manifiesto comentado, Nicolás Guillén y Fernández Retamar. Era conocida la crítica de Nicolás Guillén a «la colección de casas y a la buena vida del

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sibarita camarada Neruda». Neruda le co-rrespondió con la ya comentada confusión que emplea con maldad el chileno para ci-tar a Jorge Guillén: «…Guillén (el español: el bueno)». Respecto a Fernández Retamar, baste reproducir algunos versos de «Cuba, siempre», poema perteneciente a Introduc-ción al Nixoncidio: «Pienso también en Cuba venerada/ la que alzó su cabeza in-dependiente con el Che, con mi insigne ca-marada,/ que con Fidel, el capitán valiente/ y contra retamares y gusanos/ levantaron la estrella del Caribe/ en nuestro firmamento americano». Desde su temprana atalaya parisina, Alejo Carpentier se convirtió en un emisor hacia América Latina de las corrientes ar-tísticas europeas, no sólo como privilegia-do observador sino, además, como activo impulsor de vanguardias en numerosas fa-

cetas del Arte. Paralelamente, esta labor de agitación intelectual se correspondió con la consolidación de una propuesta metodoló-gica de su taller literario en la que se man-tuvo la tesis consistente en una aproxima-ción materialista a la Historia, en el sentido marxista del término, de América Latina a través de la síntesis irrepetible de elemen-tos insólitos en el tiempo y en el espacio. Este vector directriz del trabajo literario de Carpentier se consolida, sin duda, tras la redacción de El reino de este mundo pues en el prólogo el autor reconoce que la crea-ción ha dejado «…que lo maravilloso fluya libremente de una realidad estrictamente seguida en todos sus detalles». La propues-ta de Carpentier ha dado lugar a rebautizos más o menos afortunados en la caracteri-zación de una parte significativa de la lite-ratura latinoamericana contemporánea: «lo real maravilloso», «realismo mágico». No obstante, también mereció fuertes críticas que fusionaron la respuesta a una línea me-todológica en la (re)construcción del objeto literario con el rechazo al posicionamiento ideológico y político de Carpentier que su-ponía, al decir de Neruda, una obediencia ciega, acrítica, hacia el poder instituciona-lizado. Cuando Alejo Carpentier publica su relato «Semejante a la noche» en el que argumentalmente se repite una serie de hechos similares en diferentes secuencias y con la presencia de un mismo personaje en todos ellos equivale a la anulación de

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la variable «tiempo» en el discurso y, por tanto, a la negación de la Historia pues ésta es, en el relato de Carpentier, una mera re-petición del mismo acontecimiento. La vi-sión anti–histórica de la realidad contada literariamente, según el bisturí de Neruda, constituye el caldo de cultivo más idóneo para la actitud «neutral», políticamente acomodaticia del escritor ante la servidum-bre del poder. El juicio nerudiano sobre la «neutralidad» axiológica y política del novelista cubano podría representar, tam-bién, una injusta y escasamente ponderada trampa persuasiva para el lector despreve-nido pues, como aparente paradoja, Neruda coin cide plenamente con Carpentier cuan-do apreciamos, con la perspectiva que otorga la experiencia, que ambos cumplen cabalmente el dictum de Alejo Carpentier en Tientos y diferencias: «Quienes sean lo bastante fuertes para tocar las puertas de la gran cultura universal serán capaces de abrir sus batientes», con el convencimiento de que en América Latina no existe un pro-ceso de subdesarrollo intelectual parejo al subdesarrollo socioeconómico. En este sentido, Julio Cortázar que le debió al peronismo su diáspora de Argen-tina para pasar de las clases de literatura francesa en la Universidad de Cuyo a con-solidar una rica y variada carrera literaria en Francia se escandaliza ante las preten-siones de algunos hipercríticos (¿estaría pensando en Pablo Neruda?) sobre el oficio del escritor ante las tentaciones estéticas

como losas que entierran el compromiso ético. Como muchos lectores, Cortázar estuvo hondamente conmovido por Los pasos perdidos, denso, barroco, asfixiante viaje iniciático al corazón de las tinieblas del Orinoco, en el que Carpentier (como el maestro Conrad) vuelve al origen telúrico de todas las teogonías sin caer en el localis-mo del seudo indigenismo promovido por la causa criolla en las campañas anticolo-niales y que tanto daño causó a la literatura americana del diecinueve. Ante las críticas militantes que acha-caron a Carpentier un sesgo universalista y acomodado de Los pasos perdidos, al mar-gen de la específica problemática política, social y económica de América Latina, Cortázar escribe a Roberto Fernández Re-tamar (recordemos el verso de Neruda: «re-tamares y gusanos») desde Francia a Cuba en carta fechada el 10 de mayo de 1967:

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«¿Podrías tú imaginarte a un hombre de la latitud de un Alejo Carpentier convirtiendo la tesis de su novela citada en una inflexi-ble bandera de combate? Desde luego que no…» Como comentamos, la fobia de Neruda por muchos de sus colegas era de diferen-te grado pero muy extensa. Cortázar no se salvó de las menciones agridulces de Con-fieso que he vivido. Al respecto, Neruda re-lata con la falsa modestia de una encendida y mal disimulada vanidad la secuencia de acontecimientos que se precipitaron el 21 de octubre de 1971, día de concesión del Nobel de Literatura. A la hora de la cena, se reunieron en París numerosos amigos para agasajar al laureado poeta: entre otros, Matta, de Italia; García Márquez, de Bar-celona; y Cortázar, de su escondrijo (sic). Cortázar, a pesar de un cuerpo agigantado que cobraba insospechadas angulosidades físicas en las manos y en el rostro, poseía un tamaño desmesurado que, a diferencia de Neruda, invitaba a la sinceridad (y no a las puertas secretas de los armarios de dis-fraces), a la confidencia cómplice (y no al recital grandilocuente), a la tosca ternura (y no al dominio prepotente) y al vino (y no al sofisticado «pisco sour» con clara de huevo y jarabe de goma). En este sentido, uno de los espectácu-los humanos y literarios más curiosos que he podido presenciar personalmente suce-dió en el Madrid primaveral de una Feria del Libro, allá por 1976 ó 1977, en el que Julio Cortázar firmaba varias reediciones de su obra. Sin ser aún personaje popular-mente conocido, excepto para algunos de-votos como yo que seguían puntualmente la serie de «cuadernos de la romana» del diario Informaciones, con su sempiterno bastón y quizás recién llegado de Salaman-ca, don Gonzalo Torrente Ballester estaba en la larga fila a la espera de la dedicatoria y firma del escritor argentino. En el sitio tradicional de pacientes ad-miradores, justamente delante de mí, se

situó Torrente Ballester con ejemplares de ediciones de bolsillo del autor de Rayue-la quien, desterrado por el peronismo, se aclimata a Europa y adopta una caracte-rística pronunciación gutural de la «erre» que no abandonará jamás, aumentando la falsa apariencia de fragilidad de un ánima creativa en un armazón tan descoyuntado. Cuando Cortázar percibe la presencia del maestro Torrente Ballester –que aún ape-nas saboreaba el pleno reconocimiento lite-rario por el impacto de la Saga/fuga de JB y en vísperas de su pleno éxito televisivo por Los gozos y las sombras– abandona la caseta y en dos o tres zancadas rescata, casi en volandas, al ilustre profesor y comenta, un tanto azorado y en voz alta, «realmente, che, debería ser aquí (don Gonzalo) quien firmara dedicatorias de sus libros». Algunos de nosotros aún conservamos como joyas bibliográficas primeras edicio-nes de la editorial Sudamericana adquiridas en la rebotica de la coruñesa librería Are-nas, rogando al malogrado Fernando que nos facilitara, bajo cuerda, ejemplares del «index» del tardo franquismo (que en aque-llos aciagos años no permitió, por ejemplo, la distribución de Si te dicen que caí de Marsé, o El libro de Manuel de Cortázar). Y no sorprende que se añoren y revisen los videos grabados, en blanco y negro, de aquellas largas entrevistas de Soler Serrano a escritores latinoamericanos. Y, más re-cientemente, cómo olvidar las lágrimas de Julio Cortázar en un programa televisivo cuando rememoraba a su compañera re-cientemente fallecida y con la que prota-gonizó los viajes de los «autonautas de la cosmopista» a lo largo y ancho de Europa. Pocos meses después, Cortázar también fa-llece, menguado por la enfermedad y por la melancolía. Si bien la humanidad de Cortázar dis-tingue al escritor, no fue menor su com-promiso político. Bien fuera desde la ca-becera de manifestaciones en París, desde el Tribuna Russell o en cualquier medio

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de comunicación, no sólo apostó por cau-sas de defensa de los derechos humanos en América Latina sino que también defendió incondicionalmente las conquistas de la re-volución cubana y, especialmente, del mo-vimiento sandinista. No obstante, más allá de diferencias y posiciones, existe un ámbito común que comparten quienes, por el azar de la cro-nología, forman parte de los rituales de los aniversarios. Pueden ser diversas las ensoñaciones sobre el tiempo histórico por el que discu-rren las biografías y sobre las utopías que sustentan, con mayor o menor ingenuidad o interés, quienes profesan el viejo oficio de tinieblas pero, en cambio, todos coinciden –a veces, con otros vocablos– con la afir-mación de Cortázar: «Puede ser que exista un reino milenario, pero si alguna vez lle-gamos a él ya no se llamará así». Sin duda, en este itinerario sobre grandezas y mez-

quindades correspondientes a autores que forman parte de nuestro legado cultural, de quienes leemos y admiramos una obra ingente, volcánica, desmesurada, Neruda y las relaciones que mantuvo con diversos colegas en diferentes ámbitos temporales y espaciales se nos presenta como un caso re-levante que permite ilustrar, también, el es-píritu de una época, ese latido presente en una forma de analizar fenómenos socioeco-nómicos y políticos de una determinada so-ciedad sin negar que existe el cambio y el conflicto, y que las contradicciones mani-fiestas entre «el dicho y el hecho» dejan de ser excepciones y forman parte, también, del objeto analítico que todo científico per-sigue. Por eso también suscribimos las pala-bras pronunciadas por el más lúcido Hui-dobro: «Soy un ángel salvaje que cayó esta mañana / en vuestras plantaciones de pre-ceptos».

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Se conoce como épica al género literario que vincula el sentir de un pueblo con la forma que tienen sus autores de narrar los hechos más significativos de su historia. Se distingue de la crónica porque no se limita a relatar las guerras, viajes o diversos go-biernos que tuvieron los pueblos de la anti-güedad y asignarles una fecha, sino que nos describe a sus héroes y enemigos, las cos-tumbres de antaño y transformación de las mismas, las razones por las que determina-da forma de actuar es deplorable o digna de admiración, vincula el sentir individual a la historia colectiva mediante el relato de la fundación de imperios, derrota de los ene-migos o la sobrevivencia del colectivo en circunstancias adversas. Es así como la épica cumple con la doble función de preservar la historia co-

Juracán Lemus

Épica de la ignominia

lectiva a la vez que prescribe modelos de conducta para las futuras generaciones. Sin esta forma literaria es difícil imaginar que pueda desarrollarse una civilización pues de lo que tratan leyendas, églogas, epopeyas y otras nuevas formas es sobre el desarrollo de un orden social, con toda su filosofía, técnica y estética. Relatos como Kalevala, El Pentateuco o La Odisea, no hablan solamente de los héroes y vicisitu-des que eslavos, hebreos o griegos tuvieron en la antigüedad. Tratan tanto del origen del fuego, o el descubrimiento de la agri-cultura, como de las causas que provoca-ron determinada forma de gobierno, es de-cir, de los adelantos tecnológicos y valores morales que han preservado estos pueblos a lo largo de la historia. Como guatemal-tecos, los relatos épicos más antiguos con

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que contamos hoy en día son El Rabinal Achí y La Notable y Verdadera Historia de la Conquista de la Nueva España. Y desde aquí podemos notar que hay un problema: nuestra épica no habla de un pasado común a todos. Ni consigue establecer a partir de estos relatos un origen para el orden que

hoy vivimos los que habitamos esta tierra. La historia en Guatemala está dividida des-de su origen. Por una parte, está el pasado indígena, cuyas pruebas fueron destruidas en gran parte durante la conquista. Mien-tras por otra, tenemos la historia oficial, de los conquistadores, desvinculada ya de su

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origen europeo y en continua lucha para justificarse. El Rabinal Achí nos da cuenta de un conflicto existente entre K’ichés, Kaq-chikeles, Rabinaleb y Poq’omab desde muchos años antes de la conquista. Y el relato de Bernal Díaz nos habla de las di-ficultades y penurias de los conquistadores en guerra contra estos pueblos. Cada uno con su propia visión del mundo, cada uno en busca de la hegemonía. Más adelante, cuando la invasión española se había con-solidado, se escriben El Popol Vuh y los Memoriales de Sololá y Totonicapán, que tratan de establecer un vínculo entre el pa-sado prehispánico y la colonia, pero no lo consiguen, básicamente por tratarse de la historia de los vencidos. El Popol Vuh, nos habla de un pasado histórico que se confun-de con el mito, y los Memoriales de Sololá y Totonicapán, más apegados a los hechos, permanecieron ocultos por mucho tiempo. La historia contada por los conquista-dores mientras tanto debe asegurar su nue-

vo rol en estas tierras. Los valores promo-vidos desde la historia oficial han resentido siempre esta contradicción, porque si bien exigen el reconocimiento de un origen es-pañol, también necesitan de la evaluación continua de una riqueza material y cultural que no se reconoce como historia. No es posible realizar plenamente ambos proyec-tos, a no ser que convirtiéramos en valores éticos la traición y el saqueo. Para que funcione bien el entimema siempre existió la tautología cristiana, y las primeras letras cultivadas en Guatemala florecieron al amparo de la Iglesia. Es noto-ria la calidad literaria que el discurso mora-lista alcanza en las letras de Fray Matías de Córdoba, Sor Juana de Maldonado o Rafael García Goyena. Textos redactados muchas veces en latín, y dentro de los estrictos cá-nones del culteranismo español del siglo XVII, dedicadas a exaltar el ingenio y va-lentía de los conquistadores, la lealtad a los Reyes españoles, y claro, promover la obe-diencia a Dios. No todos, sin embargo, dedican su es-fuerzo a esta empresa, algunos otros, como el Padre Rafael Landívar o Fray Bartolomé de las Casas, expresan desde entonces ese contradictorio nacionalismo, mezcla del orgullo por considerarse «civilizadores» y un oculto recelo hacia la Corona Española.1 Depuestas así las armas y conforme los orígenes hispanos se difuminan, comienza a aparecer entre los descendientes de los conquistadores un confuso sentimiento de pertenencia, que aunque finalmente con-duzca a la independencia, continúa cons-truyéndose como una forma de defensa contra el «enemigo interno», constituido por los pobladores originales. A este senti-miento se le llamará «criollismo» y lleva en sí el germen de un nacionalismo puramente discursivo, de ambición agraria antes que de pertenencia a un colectivo 2. Sin embargo, tanto el mestizaje como la independencia posibilitan cierto cam-bio de discurso, y ya en las letras de José

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Bátres Montúfar aparece la mirada irónica sobre el orgullo y charlatanería del criollo guatemalteco. José Milla y Vidaurre resca-ta mucha de la tradición oral urbana de la Colonia y nos brinda un retrato de la socie-dad post-colonial, haciendo un amplio uso de ese recurso que siempre le ha quedado a los oprimidos contra los opresores: La bur-la y el sarcasmo.3

A mediados del siglo XIX, cuan-do los liberales han alcanzado ya mayor representatividad y los adelantos de la re-volución industrial comienzan a llegar a Guatemala aparece lo que podríamos con-siderar como épica del terrateniente. Nove-las como El Tigre o Guayacán, nos retratan a un héroe conquistado por su propia tierra, progresista y humanista, cuando se preocu-pa de los criollos empobrecidos, pero que conserva como el conquistador el hábito de violar mujeres indias. Otra vez, como en el poema de Fuentes y Guzmán, el relato se detiene a hablarnos del paisaje, la flora y fauna de la selva, pero esta vez ya no como simple descripción, sino como proyección de los sentimientos encontrados del héroe, que fugitivo de venganzas y resentimientos se ve obligado a enfrentar las condiciones de miseria y explotación de aquellos que le rodean, y hasta entonces ignoraba. Se de-tiene a mostrarnos las injusticias, pero al no reconocerse como causante, opta por el destierro, desaparece simplemente «devo-rado por la selva» o acaba sus días como el Conde de la Gomera4, viviendo como er-mitaño de su propia casa solar, en añoranza de una civilización distinta. Este periplo se repite una y otra vez hasta mediados del si-glo pasado. Quizá el intento más realista por mos-trar a la sociedad guatemalteca lo encontre-mos en las novelas en que el autor intenta asumir la perspectiva del indígena. Obras como Hombres de Maíz, Entre la Piedra y la Cruz, y Después del Tango Vienen los Moros, nos muestran a héroes desengaña-dos, personajes que impotentes y desespe-

rados acaban convirtiéndose tanto en víc-timas como cómplices de la violencia. En estos héroes, el desaliento es mucho más profundo, se llenan de expresiones como: «País truncado», «No hay que tener fe, no vale la pena tenerla», «Nosotros somos los no nacidos, los que no estamos en el mapa» o «Las leyes están hechas para fruncir a los jodidos». El indígena desarraigado se convierte en muchos de estos relatos en un ser mezquino y malintencionado, que para salir adelante debe traicionar a los suyos. Se trata de asimilar al indígena desde una perspectiva ladina para justificar más tarde el discurso revolucionario. Pero el autor in-dígena no se ha pronunciado hasta ese mo-mento. Con la épica de la guerrilla finalmente el héroe chapín se nos muestra en todas sus contradicciones. Autores como Marco An-tonio Flores nos dice sin tapujos que «La liberación fue organizada por los shumos», con la misma facilidad que luego dice «El que hincha los huevos ante cualquier cir-cunstancia es un comemierda», refirién-dose a sus compañeros de combate. Mario Roberto Morales nos muestra a un héroe que pese a jactarse de poseer cultura euro-pea, desea morir violentamente en combate contra «Los esbirros aindiados del dicta-dor», y Ottoniel Martínez nos habla con extrañeza de la espiritualidad maya prac-ticada a través de ritos por combatientes indígenas en las montañas. Hacia finales del siglo veinte, el héroe chapín ya no es el «buen señor» ingenua-mente estoico del que hablaba José Milla, ni el «pícaro» español del siglo de oro, al que aluden los chistes de Pepito. La visión romántica ha cedido paso al humor negro, la rectitud indignada al estoicismo, y los héroes entonces son los alcohólicos, los drogadictos y delincuentes. Lo festivo y lo grotesco conviven en nuestras letras según la dosis de realidad que cada quien asuma. Relatos como los de Víctor Muñoz, Juan Carlos Lemus, Javier Payeras, Eduardo

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Juárez, Antonio Orellana y Marco Augusto Quiroa nos muestran un sentido del humor que retrata la desdicha de la ingenuidad: personajes cuya lucidez se sostiene a duras penas entre delirios, discursos moralistas y esnobismos académicos. Intentando vivir con tolerancia y res-peto frente a un mundo que no sigue dichas reglas. El héroe no toma nunca una deci-sión, sino que se desliza entre la cortesía y la pasividad, procurando conservar cierta ética, hasta que repentinamente es atrapado por la violencia. La tradición oral guatemalteca está llena de personajes ingenuos o pícaros que

hallándose en situaciones «moralmente comprometedoras» optan por burlarse de las normas, o en el peor de los casos, su in-genuidad es tal que acaban siendo víctimas de la burla de otros.5

El conflicto moral se resuelve en chis-te, pero el ético nunca se soluciona, porque en este país siempre han ganado los trai-dores, utilizando la moral como discurso.El modelo de conducta moral promovido entonces desde nuestra épica va de la pie-dad cristiana a la connivencia pasiva, una mezcla del orgullo criollo con resentimien-to indígena, de la ambición del terratenien-te con la ironía amarga del explotado.

1. Manuel González Colarte, en 1759(?) expresa así su des-precio por los terratenientes y admiración hacia los fun-dadores de la primera universidad: «Célebre quien con ruinas se divierte. Yo a los héroes, no más que en otra suerte el impávido pecho y mano armada levantaron con mano no abreviada del que con el consejo y con la espa-da de milicia pacífica, togada nuestro imperio aumentó y el de la muerte.Ese ejército noble, sabio y fuerte».

2. A Severo Martínez Peláez debemos el estudio más pro-fundo sobre este aspecto de nuestra cultura, quien en su libro «La Patria del Criollo» hace un detenido análisis de la historia guatemalteca tomando como punto de par-tida el extenso poema que Antonio de Fuentes y Guzmán dedicara a Guatemala cuando se hallaba en el extranjero.

3. Curiosamente ambos «Pepes», representan a una inci-

piente clase media, exenta de los trabajos forzados a que eran obligados los indígenas, pero también marginados de la incidencia política por los criollos, su aporte prin-cipal es construir esa épica de la que aquí nos ocupamos. A José Milla debemos el rescate del término Chapín. En memoria de una tributación deshonrosa a la que era obli-gada la «nobleza guatemalteca» en épocas de la colonia

4. Fray Luis de San José.5. Véase, «Las Increíbles hazañas de Pedro Urdemales en

Guatemala» (1980) de Celso Lara. Los cuentos de tío Chema o tio Chevo, de Pedro Urdemales y Pepito, son reflejo de este tipo de moral que condena tanto la in-genuidad como la picardía, son mas bien anécdotas de la injusticia, que contando detalles jocosos hablan de lo ambiguo que resulta el bien para los guatemaltecos.

Notas

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Poem

as d

e Pa

blo

Brom

o

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terrible la muerteque agita sus tentáculos,con cada canción que gime la rocolaterrible el corazónque succiona del odio todo el llantoterrible la celdadonde gimen prisioneros los abrazosterrible la simpatía de los hipócritasterrible la frigidez de la indiferenciaterrible dios que escupe poemas al aire

mejor darque recibir

esta noche daré todo lo que tengo

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Poemas de Pablo Bromo

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verás que ya nadie te leecuando te ofrezcan un realitycuando te ofrezcan un puesto de gerenciapara calentar la silladonde fielmente te duermesverás que tus poemasfueron olvidados por otroscualquiera hizo un blogtan sólo para olvidartemientras hacía fila en el bancosoñar se te hace cada vez más cansadoquieres tener hijosuna casa de campoun almuerzo calientedebajo de la falda de tu convenienciaverás que en el televisorya no pasan videos memorablesahora todo es estáticaahora todo es aburrimientoera mejor cuando escribías poemascuando el amor no tenía prisacuando el olvido era algo

que no tenía nombre

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me preguntan por david foster wallace no respondo a preguntas que nunca tuvieron respuesta

al parecertodo es pasajerotodo es un teatroel postpunk regresacon sus tibias decadenciaslos himnos del desasosiegoson frasecitascolumpios interesantespuras estupidecesnunca nada es suficiente

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Poemas de Pablo Bromo

la noche está estallando en cristales de anemiafogonazos de miradas a destiemponarices trémulas inhalando el vacíoal parecer los suicidas insomnes y las putas de barrapadecen los mismos doloresvamos a recoger los vicios de otroslos tatuajes ya están pálidoslos maniquíes visten strecht en las megatiendaslas muñecas barbie parlotean con sus kens en sus blackberriesvuelven los peinados rarosque son cárceles de intoleranciaque son primaveras marchitasyo no quiero una libertad sin canascon aire acondicionadocon películas que no conozcoyo no quiero una pista de bailepara mí solito

ahora soy luzyo ya fui rockstar

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te quiero másque a mi padreque a mi perroque a mis amigosque se ofuscan en buscar la verdaden los libros y en los comedores chinos

te quiero másque a mi propia vidaque a mi propio infiernoque a mi propia madreque se infló de orgullocuando me vio cargar a cuestas la cruz de mis fracasos

te quiero simplete quiero sin metáforas y anemias de por mediolas palabras muchas veces son remedios ajenosyo te quiero con este lenguajecon este mi miserable lenguaje

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Poemas de Pablo Bromo

que quizá no te diga nada

que quizás nos hunda en el naufragiode dos soledades expuestas al vacío

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terrible la muerte que nos acechaterrible el sol que nos iluminaterribles los cineastas que nos abandonan

se van a otra partea buscar su luz, su camino, sus presupuestosen ellos vive la esperanza y el séptimo cielo

quien tenga un millón de imágenesy esté leyendo esto

por favor:

patrocine a un cineasta o cállese la boca

6

me encerraré a escuchar calamaroa numerar imposibles, a barajar la felicidad en silenciolas prisas de lunes son allegros inverosímilesnunca seré el hombre que quise ser aquella mañana de febreroborraré de mi agenda todos los teléfonoscompaginaré este hastío con libros nuevosestacionaré mi risa en borradoresmutilaré poemas, me quedaré en blanco

como crema de afeitarcayendo por el agua de la regadera

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la paranoiaes un síntoma multisíntomade los que sufrende los que amontonanrecuerdos abandonados

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Poemas de Pablo Bromo

ellos te muerdencomo lobos prisioneros de la dudadestrozan el cáliz de tu indiferencia

vivir es morir lentovivir es un letargo que nos cuesta la vida

algunos le piden a dios con rezosque el apocalipsis venga prontoy se lleve a los suegrosy se lleve a las deudas lejostibia bomba nuclearpara los desubicados de la historiapara los mártires del sufrimientoellos me parecen el final de la apoteosismás solitaria

esta nocheestoy solo

y no espero de nadie

más que el infinito

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quiero bombardearla casa de mis antepasadosquiero hilvanar mil abrazosen un güipil de mil coloresquiero vivir en islandiaal lado de la mujer que me dio vidala tierra está sufriendo una hecatombe

quiero olvidarque hay doloresque nos funden en la intemperie

vivir es una transparenciauna simbiosis del pasado y el futuroque empieza ahora

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Poemas de Pablo Bromo

en estás páginasque volarán como zanates

o aviones

9

repeler a los nuevos huidobros es fácilcualquiera lee en internet que la bombaatómica fue en hiroshima y nagasaki hace mucho tiempoque kurt cobain murió desoladamente a los veintisiete añosy que osho no es un libro terapéutico sino un viejito con canas

esta ciudad me parece un mapa minado por hipstersy enjambres que empalagan la belleza de los mártiresleo a vania marvin julio javiery me parece fascinante cuando gimen como gatos tecnicoloren sus gemidos está la prosa el diluvio de verdades el plus ultra

realmente tengo el presentimiento de que morir en un país sin dueñoes una sutilezaun chiste mal contadouna mera coincidencia triste

aniquilemos el versodesvirguemos la telepatíalo verdaderamente importante

sucede en el silencio 10

esta noche intentaré ser breveme resbalaré por el nudo de tu gargantasin mayor presagio ni forehands intelectualeste bajaré las bragasel corazónla mirada y la vergüenza

la noche entenderá que tú y yosomos oscuridadesdramas

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Poemas de Pablo Bromo

viciosteclados mudos que se sueñandesde lo más caliente de este mundo

la noche entenderáque necesito colmarme de tu piel anónima y jovenque necesitas olvidarte

del imbécil de tu novio

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la poesía es un sol que quema los buenos poemasla poesía es un asesino de muy buenas costumbresla poesía es un acto reflejo para los tercos de espíritu

la poesía

ese golesa puta

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me hacentodo tipo de preguntas en la callequieren que «encienda y apague la luz»del interruptor mientras leo pessoa a multitudesquieren que ilumine las asambleas de familiaresme piden opiniones encontradas en revistas aciertos malsanos para una nación injustame regalan risas maternas, feudales, snobme dan cobijo y no me piden nada a cambiosólo que cambie de rutina, vida, estupideces

yo sólo quiero recordar canciones de pescado rabiosoyo sólo quiero salir al parque a disparar optimismos

esta mañana limpiaré mi librerame aprenderé de memoria un par de buenos poemasverás que el siguiente gobierno será la misma mierdaverás que en algún momentonos sentaremos a platicar en privadoy verás que debimos de hacer muchas cosas que no hicimos

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Poemas de Pablo Bromo

los hubieras no existenson quimeras locas entre borracheras

los hubieras no existenrecuérdate lo que te digo

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una mañana cualquierate lanzarás de un puentequeriendo tocar el fondo del ríola cuerda del bungee no es de sedala cuerda del bungee nunca es infinitamuchas delicadezas nos persiguen día y nochemientras escuchamos músicararaextrañanuevaen las fiestas de moda, en el tráfico, en los baresla pista de baile arde con sus tragos dosporuno

el río sos vosel río soy yoquerido hipster

vos y yo somos igualestenemos informacióntenemos los mismos tatuajestenemos novias hermosas e inteligentesque se broncean con sus bikinis exquisitosen terrazas donde los tsunamis no exigen muertetú luces tus libros de contrapedidoyo luzco mi rabia en los estantes donde me compras

la caída libre es un aliviola caída libre es saber leernos entrelíneasmientras vemos películas que a nadie le interesan

por eso de chéjov puedo decirte una sola cosa:

Léelo

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Rel

ato

de A

lan

Mill

s

Satélite: Águila Dios

Mis conversaciones con Y, las había mantenido alejadas del tema astral. Creo que lo considero capaz de escribir algo parecido a mi obra. Tengo una visión que me ilumina cada día más y debo guardarla para evitar su corrupción. Suena fuerte, pero son cosas que uno siente con una violencia tremenda, no pueden explicarse. Tengo un regalo de luz que preservar hasta el momento indicado. Y no es que me crea un profeta, apenas deseo mostrar que estoy viendo algo que otros no han querido ver. Que leo otras letras abajo de las letras que han llevado todos al olvido. Que encontré un túnel secreto, una Serpiente Emplumada Virtual, por los recovecos del Hiperespacio.Una mirada de fuerza, o un desvío a la historia universal. Y deseo ser el primero en mostrarlo; me he venido preparando todo este tiempo, por eso no hablo del tema con Y. La oración anterior, por ejemplo, representa al Infinito: un Universo que inicia donde termina. De punto a punto, o de Y a Y, conoce su

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Relato de Alan Mills

nacimiento con su muerte. Justo el tipo de cosas que jamás le digo a Y, es un riesgo que no pienso correr. Debo ocultarle El Secreto. Esta información la exteriorizo sólo a la hora de chatear con las diversas mujeres de mi absoluta confianza, Mis Ángeles… Ellas hablan conmigo a través de esa ventanita de luz, que puede ser Gmail, Skype, o Messenger y puedo sentir cómo entran en trance. Confieso que al inicio era puro coqueteo, la pulsión sexual manifestándose, revestida de paralelismos intelectuales: hablar de música, compartir videos de bandas interesantes, archivos, pdf de los libros que nos excitan. A través de ese flujo sentíamos una especie de pene bicéfalo reventando nuestros clítoris mentales. Una simulación sexo-intelectual que con el tiempo se fue tornando un intercambio de fluidos para el espíritu, en forma de versos y frases cada vez más poéticas. Por lo general, era yo el que comenzaba el poema y luego ellas lo completaban, acertando siempre la frase ideal. También ocurría al revés, hasta confundirnos. Estoy convencido de que lo que ahora escribo es apenas el recuerdo de los mejores libros que garrapateamos por esas ventanas mágicas. A cada ventanita la sentía como una trampa sagrada. Metiéndose en la onda new age, resulta muy fácil decir que cualquier cosa es divina, es verdad, pero una lectura profunda de nuestros símbolos nos dejará clarísima una única cosa, que tal vez lo explica Todo: son las putas las que son sagradas y son sagrados los buenos padrotes —los que sí las cuidan— y hasta es sagrado el dinero de la transacción. El único que no es sagrado es el hombre que se acuesta con la puta, pensando que la puta no es sagrada. Él mancha su propio cuerpo, su dinero y su sangre. De ahí nacen las enfermedades. Esos son los hombres de maíz, el humano actual, el que se dedica a vender el fruto de la tierra y a moler su propia carne. Esto lo confirmé haciendo una segunda lectura del Popol Wuj. La verdad es que ahí está escrito Todo. Sólo habría que descubrir la clave que liberaría la mirada, pero ésta fue quemada durante La Conquista y nadie puede saberla hoy.Al mismo tiempo, es muy evidente. Eso fue lo que descubrí, es un asunto idéntico a intentar adivinar el password del email de un ser querido. Resulta algo tan pero tan obvio, que te es imposible saberlo.A veces me da miedo hablar del Popol Wuj. Es un artefacto poderoso, un agujero blanco y un mapa del universo. Y menos voy a ponerme a hablar de esto con Y. Una vez me ocurrió algo insólito, leyendo el libro sagrado de los quichés, comencé a caminar por unos sitios que son realmente imposibles, que no pueden existir. Al menos no en este Desierto de lo Real... Imagino que, a lo mejor, eran los caminos perdidos en las selvas vírgenes de Mesoamérica, donde dicen que todavía hay cientos de ciudades enterradas. El Popol Wuj sería el recuerdo y anuncio de ese

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Relato de Alan Mills

micro-cosmos extraviado. Los cientos de ciudades enterradas bajo la jungla, que renacen con la forma de fotografías galácticas en mi cabeza. Y fue en una de ellas, en una ciudad que he llamado Satélite Águila Dios, donde comencé a narrar estas historias.Estaba sentado sobre la mesa. Al centro yacían varios libros para colorear, también puestos sobre el mismo mueble de madera. Alrededor, mis amigos. Sentados en sus sillas. Y no todos son mis amigos, a decir verdad. Hay uno de ellos que me pega y me dice «nenita», durante los recreos. Es gordo y colorado, igual a un camarón. En la misma clase respira con dulzura una niña que me gusta mucho. Ella es rubia y yo soy moreno. A pesar de eso, nos parecemos. La nena también es perseguida por el niño malo. El gordo le dice «nenita» y la golpea, igual que a mí, durante los recreos. Para él somos dos nenitas. Pero yo soy un oráculo y estoy sobre la mesa porque debo contar una historia. Fue mi profesora quien me lo sugirió así. Soy un niño tímido, pero me gusta mucho esto de separarme del suelo, porque de esa forma me convierto en un oráculo.Recuerdo bien el gesto de los demás niños, los conecté con las ciudades perdidas adentro de los recuerdos que todavía no tenían. Brillaba sin luz y hablé durante una hora. Al terminar olvidé la historia que estaba contando y jamás conseguí recordarla. Sólo sé que debía leer un fragmento escrito en un libro para colorear y que llegó un momento en que perdí mi ubicación en la página y seguí de largo. Daría todo el oro del mundo por saber qué fue lo que dije. Mi maestra se puso a llorar, pero feliz. Los niños seguían mirándome como si leyeran los subtítulos de una película muda. Gracias a esa historia mi maestra llegó a quererme muchísimo y ahora vive eterna en mi mente.Ella es parecida a lo que identifico como una mamá. También quiero muchísimo a mamá, muchísimo. Ella tampoco me pega, ni me dice «nenita». Sólo me dio con el cordón de la plancha el día que quebré la plancha. Y la comprendo: los electrodomésticos son muy caros y nosotros éramos muy pobres. Me sentía muy triste por haber quebrado la plancha, pero mi mamá me quiere y mi maestra me quiere y la niña rubia también. Ella me da besos de lengua cuando el niño malo no está mirando. Una lengua dulce y húmeda. Un caramelo. Y no me digan que nadie entiende por qué una niña de cuatro años sabía dar besos de lengua. Nos gustaba, los disfrutábamos muchísimo. Era comerse un helado en forma de ser humano, mientras el helado mismo te come a ti. En esos ríos de saliva dulce me perdía durante siglos, milenios. Hoy siento que me subí a esa mesa y que nunca logré bajarme de ahí. Intento recordar las caras de los niños alrededor mío, pero ahora sólo visualizo a la pequeña rubia y al gordo-camarón. Sé que mi historia hizo algún efecto extraño en la audiencia, porque a partir de ese día el gordo malo dejó de decirme «nenita» y comenzó a

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Relato de Alan Mills

golpearme más fuerte. Cerraba el puño y yo veía estrellas. Hasta que un día, en un momento de descuido, lo empujé por el resbaladero de metal colocado al final del patio del colegio. Vi cómo comenzó a caer, pero no sé a dónde fue a dar. No lo volví a ver otra vez en mi vida. Así comenzó mi felicidad. Esa misma tarde mi maestra me informó que yo sería «el caballero de la clase» y que la niña rubia sería mi «dama». Le dije que yo no sabía bailar y se sonrió. Me apretó los cachetes y me dijo «mi amor». Fue la primera vez que escuché esas palabras, con su iluminación. El día del baile, mi mamá me puso un trajecito azul y en verdad lucía muy guapo. Lo sé porque he mostrado las fotos a mis sucesivas novias. Ellas me dicen que sigo igual de guapo. Que soy un niño guapísimo. Busco la cara de la niña rubia en las caras de mis novias. A veces la encuentro y son unos besos de lengua que se alargan por siglos. Siglos hacia atrás, o siglos hacia adelante.Una vez alcé la vista para salir del beso y vi que pasaban junto a mí unos hombres robustos y morenos, con los ojos más o menos rasgados. Usaban taparrabos y unas plumas de colores espectaculares por la cabeza. Hablaban en una lengua desconocida, aunque me resultó muy familiar. De repente comencé a entender lo que se decían. Van a una guerra, parece que han decidido destruir a las tribus infieles que no adoran a la Serpiente Emplumada. Están fraguando una emboscada. Las tribus infieles también tienen ejércitos de cientos de hombres, están muy bien armados y tienen toda la rabia del mundo. Aseguran que ha llegado el momento de ajusticiar a Los Sacrificadores. Lo dicen con miedo, golpeándose los pechos y haciendo muecas. Ahora ya sé cómo se llaman los hombres que vi pasar al inicio. Los Sacrificadores me parecen mucho más elegantes y tienen algo de artistas, una delicadeza y un cinismo. Siguen avanzando, se esconden en lo alto de un cerro. Colocan cientos de muñecos de madera, a escala humana, clavados sobre la tierra, trazando una vereda a lo largo del montículo. A simple vista parecen unos viles espantapájaros, pero causaron terror en buena parte de la tropa infiel. Los gritos y los alaridos que escuché desearía olvidarlos. Era similar a una frecuencia de saraguates alargándose en fumarolas negras, como si esos hombres hubiesen sido picados por millones de avispas interiores. En eso estaba cuando la nenita rubia me preguntó «¿dónde estás, príncipe?», y no le respondí. Mi impulso era contarle que todo aquello formaba parte de mi propia y alterada versión del Popol Wuj, mas ninguno de los dos lo habría entendido en aquel momento. Estamos en los columpios de la casa de mi princesa. Dibujamos caracoles con nuestras lenguas y nos bañamos en nuestra propia saliva. Ni siquiera me di cuenta de que había empezado a llover. La niña rubia me dice que si soy un caballero de

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Relato de Alan Mills

verdad, le debería poner mi chaqueta encima y protegerla. Cuando lo hice, sentí un cosquilleo indescriptible que jamás volví a experimentar. Entramos a un cuartucho de madera lleno de cosas inútiles que confundí con los tesoros más bellos que jamás vi. Había un olor a plástico y ropa vieja que me pareció delicioso. Terminado el vendaval, la niña rubia me llevó a su habitación. Comenzó a quitarse la ropa pero no me asusté. Se puso un traje muy extraño que le quedaba demasiado holgado. Parecía de marinero, o de algún tipo de oficial. Me miró con frialdad y me dijo «¿qué esperas nenita, no te quieres divertir?».Fue entonces cuando sentí pánico por primera vez. Me quedé inmóvil, mirando cómo la niña hacía unas bolas con el papel higiénico. Después me quitó la ropa y me puso su propio vestido. Nos besamos otra vez durante una eternidad. Ella tocaba mis recién salidos pechos con forma de bolas de papel higiénico. Los besos dejaron de gustarme, cuando vi que comenzó a hacer algunos ruidos raros que ahora sé muy bien lo que significan.En un lampo de claridad alcancé a decirle algo, le susurré casi llorando «espérame un momento, debo ir al Satélite Águila Dios». Y la vi reírse con el gesto con el que se ríen las brujas. Caminé, casi corriendo, con muchas ganas de vomitar, hasta que entré al baño. Puse dos libros en el suelo, para poder reflejarme en el espejo. Al verme vestido de niña, me gusté muchísimo y sentí deseos enloquecidos de besarme a mí misma. Me acerqué al vidrio hasta que vi pasar de nuevo a Los Sacrificadores, río arriba. Ahora están celebrando su victoria y tienen palos con las cabezas de los infieles. Aseguran que ésta es la ofrenda máxima para su ciudad y que jamás serán derrotados por ninguna tribu inferior. Gritan de júbilo, llevan hermosas mujeres como cortejo. Proclaman que van a escribir el relato de esta hazaña en el cielo y en el mar. Yo hago lo mismo cuando les cuento todo esto a Mis Ángeles, a través de las ventanitas mágicas. Un testimonio eterno que se borra al ser escrito. Me siento feliz al expresarme de esta forma, pues así no debo verles la cara, ni imaginar que van a querer adornarme con sus vestidos. Y sé que ellas no le dirán nada a Y, a quien le temo porque es capaz de robarse el show y volverse famoso con estas historias. Él es un tipo raro y quizás también tiene poderes. Lo sospecho, porque Y no estaba al tanto de lo que estoy contando y ahora mismo me ha enviado un hyperlink, a través de su ventana mágica de Gmail. Mirar la imagen me ha hecho estremecerme. Se trata de La Foto Astronómica del Día, cuya descripción va como sigue: «From afar, the whole thing looks like an Eagle. A closer look at the Eagle Nebula, however, shows the bright region is actually a window into the center of a larger dark shell of dust. Through this window, a brightly–lit workshop appears where a whole open cluster of stars is being formed. In this cavity tall pillars and round globules of

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dark dust and cold molecular gas remain where stars are still forming. Already visible are several young bright blue stars whose light and winds are burning away and pushing back the remaining filaments and walls of gas and dust. The Eagle emission nebula, tagged M16, lies about 6500 light years away, spans about 20 light–years, and is visible with binoculars toward the constellation of the Serpent (Serpens). This picture combines three specific emitted colors and was taken with the 0.9–meter telescope on Kitt Peak, Arizona, USA».

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Para Yadira Calvo

Porque el blanco odia al negroPorque el amo teme al esclavoPorque el ladino necesita al indioPorque somos distintasPorque no débilesPorque lúcidasPorque el deseoPorque somos malas y bellas como SatánPorque irracionalesPorque corruptorasPorque objeto de deseoPorque quebrantamos todas y cada una de las leyes humanas y divinas sólo con existirPorque somos el otro, es decir, la otra

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Poema de Carmen González Huguet

Porque el diablo nos tiene por aliadasPorque Judith se atrevió a cortarles la cabeza y a castrarlos simbólica y físicamentePorque Dalila ídemPorque Pandora y Eva se les salieron del huacalPorque la MedusaPorque las SirenasPorque las ParcasPorque las FuriasPorque Circe y su piara Porque la Papisa JuanaPorque las brujasPorque las putasPorque somos las madres y tenemos el amenazante y terrible poder de dar la vida entre las piernaspor todo esocuánto, en realidad, nos odian y nos temen.

Tomado del poemario Memorial de Agravios.

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La Lectura del Calzado

Al comenzar a lustrarme los zapatos, lo primero que me pidió El Calígula fue que le leyera el horóscopo del día. El signo del muchacho era Sagitario. El Calígula tenía trece años y lustraba zapatos al costado de una columna del Portal del Comercio, frente a una vieja joyería. ––¿Te llamás igual que el loco emperador romano? ––le pregunté, después de leerle el horóscopo. ––¿Qué romano, qué? ––me preguntó sin entender a quién me refería. ––El loco de Calígula, un emperador de Roma ––le aclaré––. ¿Sabés de quién te estoy hablando? ––¡Simón! de uno que se llama igualito a mí ––me contestó, mientras continuaba lustrando mis zapatos––. Pero de plano usted no sabe lo que quiere decir mi nombre.––¿Y qué quiere decir? ––le pregunté, esperando alguna ocurrencia. ––«El que lleva sandalias» ––me respondió para luego mostrarme los caites que tenía puestos.

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Le pregunté de dónde había sacado ese significado y me comentó que se lo había dicho un señor que llegaba todos los sábados a lustrarse. La vestimenta del mu-chacho no variaba mucho del típico lustrador: una gorra vieja, una playera raída, unos pantalones cutos y, lo más singular, unos caites de cuero como calzado. A su atuendo agregaba un banquito de plástico y una cajita negra de madera llena de los implementos para el lustrado. Sin embargo, lo que más me llamó la atención del Calígula fue su obsesión por las artes mánticas, la cual rayaba por momentos en lo absurdo, como toda manía o vicio.Todas las mañanas les pedía a sus clientes que le leyeran su horóscopo del día. No le bastaba con uno; quería oír el de todos los diarios. Si dos predicciones conver-gían en alguna frase o palabra, le prestaba mayor atención a ese punto. Por ejemplo, me contó que una vez tres periódicos coincidieron con que quienes pertenecían a Sagitario debían correr un riesgo ese día, ya que los astros les eran favorables. Sin pensarlo dos veces, le compró un billete de lotería a doña Clara, una vendedora ciega del Portal. ––¿Y cómo le hiciste para elegir el número? ––le pregunté. ––Pues escogí los números de la suerte y las horas de concentración mental para ese día ––me dijo. ––¿Y qué te ganaste? ––Nada ––me respondió–– pero el billete ganador tenía los mismos números que yo escogí, aunque puestos de diferente manera.No supe si creerle o no. Lo que sí puedo asegurar es que su delirio por adivinar el futuro apenas se iniciaba con la lectura del horóscopo. Todos los viernes, El Calígu-la se cruzaba la calle para dirigirse al parque central, directo al puesto del anciano de las avecillas adivinatorias. A diferencia de los augures de la época romana, que leían el vuelo de las aves para descifrar mensajes, este viejo lo hacía con la ayuda de alguna de sus periquitas «holandesas». Por sólo cinco quetzales colocaba frente al pajarito una baraja de cartas para que escogiera una con el pico. El hombre le daba más alpiste a la periquita como recompensa y después interpretaba despacio el mensaje astral de la carta. Si la carta elegida por el ave se relacionaba con alguna lectura de su horóscopo, el muchacho se lo creía a pies juntillas, manos entrelazadas y ojos cerrados. Sin embargo, esto casi nunca sucedía. Una de esas contadas veces, en que su signo zodiacal y el vaticinio de la periquita holandesa le auguraron que ese era un día privilegiado para los romances, El Calígula se le declaró a la Rosalía, una vecinita que le gustaba desde hacía tiempo. ––¿Y dio el sí? ––le pregunté, con una sonrisa maliciosa.

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––¿Que sí, qué?––¡Que sos medio sordo! ––le dije en voz alta–– ¿Que si la Rosalía te dijo que sí quería ser tu traida? ––Pues casi ––me contestó. Ese «casi» significaba que el «sí» ya se lo había dado a otro muchacho del asenta-miento, quien se le había adelantado por dos días. El Calígula acreditaba el desatino al movimiento de los astros, en el que la posición de la luna y de Saturno no le fa-vorecía ese día; algo que descubrió la siguiente mañana en el periódico. ––Aparte la Rosalía es del signo del Buey en el horóscopo chino, y yo soy Tigre ––me explicó. ––¿Y eso qué? ––le pregunté, sin entender por qué le buscaba más excusas al asun-to. ––Pues que mi signo no se lleva bien con el Buey ni con la Serpiente ni con el Mono. ––¡No me jodás! ––le reclamé–– ¡Aquí el buey sos vos! Fue dos años atrás, cuando un cliente comenzó a leerle al Calígula su horóscopo todas las mañanas, y así le fue metiendo en la cabeza todo ese rollo del azar y los augurios. Todas las mañanas, entre semana, pasaba al Portal antes de dirigirme a mi trabajo para que El Calígula me diera una lustradita y, de paso, me distrajera con al-guna anécdota mántica. Generalmente, cuando yo llegaba algún cliente ya le había leído su destino, pero a veces me pedía que se lo leyera de nuevo o que le dijera qué me deparaba mi signo para ese día. Debo confesar que yo también empecé a leer mi horóscopo cada mañana y fue así como me enteré de que mi signo, Virgo, era el mismo que el de Calígula, el emperador. Una mañana me dijo que un par de días atrás un cliente le había hablado de una técnica de adivinación muy popular en la antigua China: la pedomancia. ––La pedo ¿qué? ––le pregunté. ––La pedomancia ––me dijo de lo más natural. ––Dejáme adivinar, te leen el futuro dependiendo del olor de tus pedos ––le dije, soltando una carcajada. Me sacó de mi ingenuidad mántica al aclararme que esa técnica era similar a la quiromancia, pero la lectura no era en las manos sino a través de la planta de los pies. Sin embargo, el muchacho sospechaba de la exactitud de dicha técnica por su similitud con la quiromancia. Me contó que una tarde, al finalizar sus labores, había ido a que una mujer le leyera la mano junto al Lorenzo, un su amigo lustrador del Portal. Según me la describió se trataba de una vieja indígena, que llevaba una vestimenta entre gitana y hippie con algunos trapos de chamán. Los resultados de la quiromántica quedaron muy alejados de las características de su signo zodiacal; su

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entusiasmo y audacia, que tanto lo caracterizaban, habían quedado relegados a un segundo plano. Lo único interesante que descubrió fue que su línea de la vida era prolongada y que su dedo anular era más largo que el índice. Yo le aclaré que siem-pre había gente charlatana por todos lados. También le comenté que habían perso-nas que leían el porvenir en lo que quedaba en el fondo de las tazas de té o de café. ––Ah sí, la taseomancia ––me dijo. No cabía duda que El Calígula se estaba convir-tiendo en un diccionario andante de las artes adivinatorias.A inicios de la siguiente semana me salió con que se le había ocurrido una gran idea: La Lectura del Calzado. Me explicó que si había gente que adivina viendo tazas de té y café, y las líneas de los pies y las manos, por qué no los zapatos de las personas. Al inicio me pareció gracioso, pero dándole un poco de vueltas al asunto la ocurrencia no parecía tan disparatada. ¿Qué mejor parte de la indumentaria que el calzado para tener una idea de la vida de las personas? ––Mire pues ––me dijo esa mañana–– ya con el estilo o lo desgastado de un zapato puedo saber, por ejemplo, si el tipo es buena onda o agarrado. ––Bueno, eso yo también te lo puedo decir con solo ver unos zapatos viejos y su-cios ––le aclaré. ––Nooohombreee, espere ––me pidió–– la pura adivinación está a la hora de echar-le la pasta al zapato. Según le entendí, cuando aplicaba la pasta con los dedos, la lectura se hacía depen-diendo de las formas y texturas que se formaban sobre el calzado. Con su experien-cia, el muchacho aseguraba que a veces podía ver figuras accidentales en los zapa-tos que lustraba. No obstante, todavía tenía que ver cómo aclaraba el significado de las imágenes que dejaba la pasta. Al siguiente día me hizo una prueba. Primero se le quedó viendo detenidamente a mis mocasines por unos segundos, como un médico mira antes de dar un diagnós-tico. ––Usted es medio agarrado ––me dijo, sobándose el codo. ––Bueno, me vas a leer los zapatos o me los vas a criticar ––le dije de manera bur-lona.Después me levantó el zapato derecho para ver la suela y el empeine, y lo mismo hizo luego con el izquierdo. Me dijo que el taconcillo izquierdo de mi mocasín es-taba más desgastado de un lado, lo que significaba que mi andar en la vida no era del todo recto. Me hubiera gustado rebatirle ese punto, pero no podía sabiendo que apenas unos días atrás le había comentado que le acababa de poner los cuernos a mi novia con su mejor amiga. Luego con una brochita le echó tinta negra a mis zapatos para después aplicar la pasta con sus dedos. Empezó con el mocasín izquierdo y me señaló la figura en la

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que El Calígula veía un ave, pero yo sólo miraba una mancha oscura. Me señaló dos trazos ascendentes que eran las alas, según él. El muchacho tenía mucha ima-ginación, pensé. ––Hoy debería dejarse llevar por nuevas experiencias y buscar alcanzar sus metas ––me predijo.––¿Y de dónde sacaste esa manera de hablar? ––le pregunté a punto de echarme a reír.––¿Y no así dice el diario, pues? En el mocasín derecho no vio ninguna forma o figura. Mientras terminaba de pu-lirme los zapatos con su trapo manchado, le dije que no había estado nada mal La Lectura del Calzado, instándolo a continuar.––¿Que continuar, qué?––¡Pues que le sigas echando ganas! ––le exclamé, pagándole un quetzal más por la lectura.El lunes de la siguiente semana me extrañó ver a otro muchachito lustrando zapatos en la columna del Portal donde El Calígula se colocaba. Tampoco vi a su amigo de labores, El Lorenzo. Llevaba prisa, así que le pedí a otro patojo que me echara la lustrada. Al preguntarle por El Calígula, me dijo que la última vez que lo vio había sido el viernes al mediodía, sin darle mayor importancia. Al día siguiente, seguía el mismo muchachito a un costado de la columna del Calí-gula. Tal vez estaba enfermo o había encontrado un mejor puesto en otro lugar para iniciar su Lectura del Calzado. Vi al Lorenzo en otra columna y me acerqué para pedirle que me lustrara los zapatos. Aproveché a preguntarle por El Calígula. ––¿Qué, no sabe lo que le pasó a aquel? ––me preguntó El Lorenzo, dejando de aplicar la tinta a mi zapato derecho––. Al Calígula se lo llevó de corbata una burra. ––¿Una burra?, ¿cómo? ––le pregunté desconcertado. ––El viernes pasado lo aventó una camioneta que se pasó un semáforo en rojo ––me respondió.El Lorenzo me contó que uno de los horóscopos del viernes le advirtió al Calígula que tuviera cuidado con los largos caminos de la vida que podían acortarse repen-tinamente, y al medio día una de las periquitas holandesas le auguró una tragedia. El Calígula decidió que lo mejor era regresar a su casa, pensando que ahí estaría fuera de peligro. El Lorenzo lo acompañó a la parada del bus sobre la novena ave-nida, pues se había quedado sin shinola negra, y la tienda donde compraban tintas y pastas quedaba a media cuadra de la parada. Mientras el muchacho me relataba lo sucedido, yo no dejaba de pensar cómo habría cambiado el destino del Calígula si ese día nadie le hubiera advertido su futuro. ––El Calígula se quedó atrás al cruzarse la calle pues uno de sus caites se le zafó, y

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se regresó a recogerlo ––me dijo El Lorenzo, moviendo constantemente sus manos al hablar. ––¿Y no vio la camioneta?––No, porque el chofer le metió la pata para pasarse la luz en rojo pero ya no frenó a tiempo. ––El Lorenzo extendió su pie derecho simulando frenar––. Aunque yo todavía le grité: ¡cuidado con la burra!––¿Y qué hizo aquel?––Pues nada, solo se volteó y me dijo: ¿Qué burra, qué?

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Mario Payeras:el mito y la experiencia

Adolfo Gilly

El estudio histórico de Sergio Tischler, Imagen y dialéctica – Mario Payeras y los interiores de una constelación revolucio-naria,* está escrito en diálogo con dos li-bros clave de Mario Payeras: Los días de la selva, 1980, y El trueno en la ciudad, 1987. Es también una reflexión sobre las palabras y los hechos de quien fuera organizador, combatiente y escritor de la guerrilla en Guatemala: el estilo en la escritura era para Mario uno mismo con el estilo en la vida.1 En este empeño Tischler acude a la construcción teórica de Walter Benjamin en sus Tesis sobre la historia para pensar y develar una relación real, ocultada por la mezquindad de las disputas políticas de prestigio y poder, entre dos momentos fun-dantes de la prolongada guerra de guerri-llas en Guatemala en la segunda mitad del siglo XX.

Uno es el momento iniciador, allá por febrero de 1962, del Movimiento Revolu-cionario 13 de Noviembre (MR–13), diri-gido por dos tenientes y un teniente coronel del ejército guatemalteco: Marco Antonio Yon Sosa y Luis Augusto Turcios Lima, los tenientes; Augusto Vicente Loarca, el teniente coronel (o «el Coro», como lo conocían y lo nombraban). A ellos se su-maba, en la dirección del frente urbano, un egresado del Politécnico, Francisco Ama-do Granados. El coronel murió en julio de 1965, en combate en las calles de la ciudad de Guatemala; Turcios Lima en octubre de 1966, en un atentado a su automóvil; Paco Amado en la redada de inicios de marzo de 1966, bajo la tortura policial; Yon Sosa en mayo de 1970, asesinado en Chiapas por el ejército mexicano. El MR–13 era continuador y herede-

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ro del levantamiento militar del 13 de no-viembre de 1960 encabezado por el tenien-te Alejandro de León y un grupo de jóvenes militares de escuela (el teniente Marco Antonio Yon Sosa y los subtenientes Luis Augusto Turcios Lima y Luis Trejo Esqui-vel) contra el gobierno de Miguel Ydígoras Fuentes, que permitía el uso de territorio y bases de Guatemala para preparar la in-vasión a Cuba. El levantamiento fue repri-mido y desbaratado con la intervención de la fuerza aérea de Estados Unidos, pues la aviación militar guatemalteca se negó a atacar a sus colegas rebeldes.2 El otro momento fue el inicio de la segunda estación guerrillera guatemalteca, la del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), cuando diez años después un pe-queño destacamento de quince combatien-tes se internó en Guatemala por la selva del Ixcán el 19 de enero de 1972.Cada uno de esos momentos –de estas gue-rras guerrilleras– tuvo su propio desarrollo, su pasado y su destino. Sergio Tischler, con los instrumentos de navegación de Walter Benjamin y los suyos propios, alcanza a divisar y a des-

cribir una «constelación», o una relación constelada, entre la guerrilla de Yon Sosa, Turcios y Loarca y la guerrilla inaugural del EGP, la que Payeras describe en Los días de la selva. Ésta no fue la negación de aquélla, sino en cierto modo la heredera de sus anhelos y experiencias, y también del sabor de fruta amarga de sus derrotas. Marco Antonio Yon Sosa había sido apresado y asesinado en Chiapas, junto con sus dos compañeros indígenas, Fidel Rax-cacoj Xitumul y Enrique Cahueque Juárez, el 16 de mayo de 1970 por un destacamen-to del ejército mexicano. Era un hombre noble y generoso, un jefe militar que, como el general Lázaro Cárdenas, prefería perdo-nar y no quería matar.3 Cuando a inicios de 1972 Mario Pa-yeras y sus catorce compañeros cruzaron la frontera de Chiapas por la selva lacandona y se internaron en la selva de Guatemala –una y la misma las dos selvas– llevaban consigo, además de los fantasmas de la La-candona según los cuenta el Subcomandan-te Marcos, también el fantasma precursor del MR–13, cuya experiencia heredaban pero no querían repetir.

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Aquella guerrilla del MR–13, encabe-zada por tres militares, era a su vez heren-cia de la historia reciente de Guatemala y de la Revolución de Octubre de 1944, ese proceso revolucionario nacional que ha-bía llevado al gobierno al coronel Jacobo Árbenz, cortado en 1954 por el golpe de Castillo Armas y el Departamento de Es-tado. Había sido el MR–13, como hemos visto, un movimiento nacionalista y antim-perialista de orígen militar, que en el curso de su lucha devino en agrarista y después en socialista. Sus referencias e influencias eran la revolución socialista cubana, China, Vietnam y las insurrecciones coloniales de esos años sesenta del siglo XX. En México tuvo como respaldos, en-tre otros, al coronel guatemalteco Carlos Paz Tejada, figura tutelar en el exilio, y al general Lázaro Cárdenas; y desde México recibieron apoyos de un grupo de militares nacionalistas, de tradición cardenista, liga-dos a una corriente del trotskismo latino-americano cuyo núcleo teórico y práctico se arraigaba en la revolución colonial de

esos días: Argelia, Vietnam, Cuba, China, América Latina. Esta compleja y transpa-rente historia, hasta dónde sé, está todavía en gran parte por contarse. La conservan los archivos mexicanos, y otros también.4

* * *

Al escudriñar desde su mirador la relación entre ambos movimientos guerrilleros –el de los años sesenta, el de los años setenta y ochenta–, Sergio Tischler alcanza a divisar una constelación que otros no habían visto o querido ver. En rigor de verdad, las cons-telaciones no existen: son agrupamientos estelares que se nos aparecen desde nuestro punto de mira, este planeta. Pero, entonces, sí existen, y durante milenios han guiado a los marinos, los viajeros y los vagabundos. Esa constelación que Tischler des-cubre es tal y es verdadera: la persona, el pensamiento y la poesía de Mario Payeras conforman un principio organizador que permite ubicarla. Está entera y fulgente en Los días de la selva. A partir de ahí, agrego

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unas estrellas menos visibles pero no me-nos reales: los militares revolucionarios, las insurrecciones y guerras coloniales de los años sesenta del siglo XX, la guerra de liberación de Vietnam, los prolegómenos del «año mágico» de 1968 donde la figu-ra del Che, caído en Bolivia en octubre del 67, fue otro astro en el imaginario juvenil y popular. La consigna del Che desde Bo-livia: «revolución socialista o caricatura de revolución», venía a dar razón a la que el MR–13 desplegaba desde 1964 en Guate-mala en el nombre de su periódico clandes-tino: Revolución Socialista. Sergio Tischler anota que, entre los rasgos originales de la guerrilla guatemal-teca, reaparece en Los días de la selva la idea del socialismo como horizonte alcan-zable. Cuba y Vietnam, más que nadie, la inspiraron y le dieron contornos de reali-dad posible. La alimentaban la herencia política del MR–13 y de las FAR de Tur-cios Lima, por un lado; la frase terminante del Che, por el otro; y el destino mismo de la revolución del Movimiento 26 de Julio (M–26) en Cuba, proclamada por Fidel Castro como revolución socialista en abril de 1961, cuando fue derrotada en Playa Gi-rón la invasión desde Centroamérica que Estados Unidos había preparado. Tischler define la cuestión en estos términos.5

«Los guerrilleros eran gente que había decidido tomar el poder por la vía revolu-cionaria y, desde el poder revolucionario, llevar a cabo las trasformaciones que lle-varan al país al socialismo. Para tomar esa decisión, la cual, como se ha visto, no era la de una excursión por el bosque, estas personas debían de estar dotadas de una voluntad que reúne, por lo menos, los si-guientes aspectos: 1) el coraje surgido de las luchas pasadas, y un tipo de lealtad a los muertos en esas luchas, particularmen-te en la lucha armada de los sesentas; 2) una férrea convicción de que el socialismo era el horizonte alcanzable de las luchas de emancipación; y 3) la certeza de que la estrategia de la guerra popular revolu-cionaria era la forma para llevar a cabo la revolución, dadas las características de la dominación burguesa en el país».

A estos puntos, nuestro autor agrega un cuarto elemento: «el componente me-siánico en la subjetividad». Lo divisa en Payeras y lo describe así.6

«Su relato está iluminado por una perspec-tiva utópica y revolucionaria, pero también por el rayo de luz mesiánica. Ese será un componente, no del todo explícito y con-ciente, del modelo de la guerra popular en Guatemala, y en gran parte de América Latina».

A estos aspectos, agrega:

«son parte de una subjetividad histórica, conformada por experiencias de lucha de carácter nacional e internacional. Su raíz se encuentra en el enfrentamiento al siste-ma. En otras palabras, la forma guerrilla es resultado de la lucha de clases y, a la vez, representa una codificación (limitada) de la misma. De tal manera que pensar en di-cha forma requiere revelar sus contenidos y establecer cómo es parte de una conste-lación revolucionaria específica. Como se dijo, en este trabajo se exponen únicamente algunos aspectos todavía limitados de esa constelación.

Esa subjetividad aparece a veces des-lumbrante y en equilibrio, a veces como desequilibrio y sombra, en otras figuras

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de las revoluciones de América Latina: el mito soreliano que retoma José Carlos Mariátegui; «las grandes avenidas» con cuya promesa, antes de su suicidio, Salva-dor Allende se despide de su pueblo; los

«ríos profundos» de José María Arguedas y de Hugo Blanco; los personajes que se empeña en recordar Eduardo Galeano, uno de los cuales, José Artigas, cierra el libro de Tischler; los que aparecen y reaparecen en

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la poesía de Juan Gelman; la carta del Che Guevara a Fidel Castro en que se despedía de Cuba y aquella otra, última, desde la sel-va boliviana; las cartas de Luis de la Puente desde la sierra peruana en el Perú;7 y tantos otros que son genealogía y linaje. Esa subjetividad en Bolivia, en Perú, en México, en Guatemala y aún más allá en el continente, es también herencia y pa-trimonio del pensamiento de los pueblos originarios y sus historias de opresión, humillaciones y rebeliones. Está explícita en el marxismo soreliano de José Carlos Mariátegui:8

«El mito mueve al hombre en la historia. Sin un mito la existencia del hombre no tie-ne ningún sentido histórico. La historia la hacen los hombres poseídos e iluminados por una creencia superior, por una espe-ranza superhumana; los demás son el coro anónimo del drama. La crisis de la civili-zación burguesa apareció evidente desde el

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instante en que esta civilización constató su carencia de un mito. [...] La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del mito.

Con esa subjetividad, heredada des-pués por el Ejército Zapatista de Libera-ción Nacional en México, entró en reso-nancia el ideal heroico de cierta estirpe de jóvenes militares en sociedades inquietas y turbulentas como las de estas regiones del mundo.

* * *

No son muchos los militares que se suman a una revolución, pero en casi todas los ha habido. No son los que quisieron hacer ca-rrera, escalar honores y alcanzar poder. Son aquellos que tomaron el oficio de las armas

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persiguiendo el ideal antiguo de la vida heroica. Jean–Pierre Vernant lo define9 de este modo:

«en el ideal heroico, un hombre puede ele-gir querer ser el mejor, siempre y en todo, y para probarlo va continuamente, según la moral guerrera en el combate, a colocarse sin vacilar en primera fila y a poner en jue-go, cada día, en cada enfrentamiento, su psujé, él mismo, su propia vida, todo. ¿Por qué todo? Esta concepción de una forma de vida que se apega a un sentido del honor, la timé, también hace que todos los hono-res de Estado, los honores establecidos, no tengan para él valor alguno».

Cuando esos militares buscan su cami-no en una revolución o en una guerra de re-sistencia actúan tal como fueron educados y quisieron ser: como guerreros, no como políticos. No es que un oficio sea superior al otro. Se trata de una diferente configu-ración de los sentimientos, los modos, la ética y y el modo de imaginar el propio lugar en el mundo. Cuando esa revolución se desenvuelve en guerra o en guerrilla, en ella buscan unir en un haz vocación, oficio y destino. «¿Qué relación existió (y existe) entre el tiempo de la guerrilla de 1981 y el tiempo de la guerrilla de los sesenta?», se pregunta Tischler. Así se responde:10

«el nexo temporal entre las dos guerrillas no es mecánico ni lineal. El nexo es un sal-to, lo nuevo. Y el salto es discontinuidad, es decir, ruptura con la forma anterior. Por eso Payeras relata el avance de la guerrilla a principios de 1981 como algo nuevo que surgió de la derrota.

Y así prosigue:

«Entre ambas experiencias existe un vín-culo más profundo que el que puede ga-rantizar un relevo generacional. Podemos encontrar una conexión de tiempos: el su-jeto derrotado es parte del sujeto que avan-za en tanto experiencia de lucha asimilada como conocimiento y memoria» Existe un tiempo común entre uno y otro que no es el de los relojes y los calendarios, escri-

be Tischler: «La relación entre una forma guerrillera y otra no es de carácter mecáni-co–causal sino de una naturaleza distinta: ambas guerrillas forman una constelación. El vínculo entre una forma y otra, entre una historia particular y otra, es la discontinui-dad, es decir, el rompimiento que produce la lucha en el tiempo de la dominación y con las propias formas de organización y de acción. Los puntos de la constelación son rupturas [...] con el tiempo lineal».

El tema de la continuidad y la discon-tinuidad, que atraviesa la Tesis sobre la historia de Walter Benjamin, es también nervio del modo de pensar de Marx y del modo de actuar de una sucesión y una es-cuela perennes de sus discípulos. Toca ya concluir. Me permito, pues, ceder la palabra a las últimas páginas de Imagen y dialéctica. Escribe el guatemal-teco Sergio Tischler:

«En Guatemala, nadie como Mario Payeras logró reflejar el sueño de la emancipación con tal exactitud e intensidad. Sus imá-genes nos trasportan al tiempo vivido de aquellos años. Son imágenes en caliente, forjadas en el clima de la acción revolucio-naria. Por eso constituyen el mejor mate-rial para acercarnos a la subjetividad y a los interiores de la constelación revolucio-naria de aquellos años. Pero también son el principal testimonio de la verdad de aquel sueño. [...] Por eso es que podemos distin-guir entre el sueño de los revolucionarios y

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*Sergio Tischler, Imagen y dialéctica, Mario Payeras y los interiores de una constelación revolucionaria, F&G Edito-res y FLACSO–Guatemala, Guatemala; / ICSH, Benemé-rita Universidad Autónoma de Puebla, Puebla; Guatemala, 2009, 145 ps. 1 Sobre vida y estilo: «Para Mario Payeras, sin amargu-

ra o sombra», en Adolfo Gilly, Historias clandestinas, Itaca–La Jornada, México, 2009, ps. 167–177.

2 Sobre el MR–13 y sus orígenes, ver información en: http://perso.wanadoo.es/guerrillas/movguerriguatema-lamr13.htm

3 Me llegó la noticia de su muerte en la celda 16 de la crujía N de la cárcel de Lecumberri, mi domicilio fijo desde cuatro años antes.

4 Un temprano reportaje sobre el MR–13 en Adolfo Gi-lly, The Guerrilla Movement in Guatemala, Monthly Review, New York, 1965 (en castellano: El movimiento guerrillero en Guatemala, Monthly Review, Buenos Aires, 1965). Reproducido en Adolfo Gilly, La senda de la guerrilla, Nueva Imagen, México, 1986, ps. 59–101.

5 Tischler, cit., p. 63.6 Ibid., ps. 64–65.

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las formas instrumentales y organizativas, y decir que el sujeto no es la organización sino la gente organizada. [...]»Por otro lado, el esfuerzo de sistematiza-ción conceptual hecho por Payeras para pensar una nueva síntesis revolucionaria es de lo mejor que produjo el movimiento revolucionario en el país. [...] Por supues-to, la síntesis de Payeras no nos sirve en este tiempo. No sólo era insuficiente en su momento, sino que respondió a una cons-telación de la lucha de clases que hoy ya no existe. Por lo tanto, no es asunto de ir al pasado para repetir, sino de actualizar las prácticas y los temas del cambio social. Es un asunto de la praxis revolucionaria hoy.

En ese sentido, estamos en deuda con Mario Payeras.

Tales son los temas y la reflexión que este libro propone. Al estudiar los adentros de una configuración histórica, deja abierto el interrogante de una constelación del hoy con ese ayer. Tendrá que ser por fuerza dife-rente, tanto como lo es el mundo de este si-glo de aquel en que vivieron Mario Payeras y los suyos. Pero para no quedar sólo en historia, imaginario o sueño, esa constela-ción habrá de heredar entre sus astros la es-trella doble del mito y la experiencia.12

7 Ver en Adolfo Gilly, op. cit., p. 149–156, «Una car-ta desde la sierra peruana«, con la carta de Luis de la Puente del 15 agosto 1965, ps. 152–156.

8 José Carlos Mariátegui, «El hombre y el mito«, 16 enero 1925, en Obra política, Era, México, 1979, ps. 308–312.

9 Jean–Pierre Vernant, La Traversée des frontières, Seuil, Paris, 2004, «La mort héroique chez les Grecs», ps. 69–86.

10 Ibid., ps. 78–80.11 Ibid., ps. 132–134.12 De sueños y experiencias escribió Mario Payeras en El

mundo como flor y como invento (1987) y en Latitud de la flor y el granizo (1988), que en México Nuria Boldó editó y Jordi Boldó ilustró en los libros cuidados con esmero de Joan Boldó i Climent Editores; de guerras de otro tiempo, en El trueno en la ciudad, Juan Pablos Edi-tor, México, 1987; y Los fusiles de octubre, Juan Pablos Editor, México, 1991. Entre los estudios sobre aquel período en Guatemala, ver Beatriz Manz, Paradise in Ashes – A Guatemalan Journey of Courage, Terror and Hope, University of California Press, Berkeley, 2004, 311 ps.

Notas

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Jacobo Rodríguez, artista

Luis Eduardo Rivera

El Golpe de Estado al gobierno demo-crático de Jacobo Árbenz, acaecido el 27 de junio de 1954, sorprendió a su tocayo Jacobo Rodríguez en París, en donde, be-cado por su país, estudiaba las técnicas del fresco, en la École de Beaux Arts. Siendo miembro prominente del grupo Saker Ti, un movimiento artístico surgido durante la experiencia revolucionaria, así como un ferviente militante del arbenzcismo, Rodríguez no tuvo más remedio que acep-tar la incierta condición del desterrado. A partir de entonces empieza para él la segun-da –y la más larga– etapa de su vida, la del exilio, que se ha prolongado a lo largo de casi seis décadas. Como muchos artistas e intelectuales de su generación, el exilio ha sido la experien-

cia obligada que ha ido marcando su vida, pero también, en su caso, la principal cau-sa de que su obra sea tan poco divulgada y apreciada en su propio país, excepción hecha de un reducido grupo de enterados en materia de arte. El esfuerzo desplegado por los gobiernos que se fueron sucedien-do desde entonces, de borrar de la memo-ria colectiva cualquier vestigio del sueño democrático que alentó la Revolución de Octubre, puede tomarse también como otro factor que ha frenado esa divulgación. Mas, por extraño que parezca, tantos años viviendo fuera de su país no lo han alejado de él ni de su cultura; todo lo con-trario, pienso que es a causa de esta dis-tancia geográfica y temporal que Rodríguez ha emprendido a lo largo de su biografía

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plástica una especie de retorno a las raíces; y este retorno se ha dado través del tamiz que marca su estética profundamente per-sonal, donde ni el anecdotismo descriptivo, ni el folclorismo cromático, ni el sentimen-talismo nacionalista tienen cabida. Paradójicamente, Jacobo Rodríguez es un artista cuya obra no podría entender-se a cabalidad sin la presencia en ella de sus orígenes guatemaltecos. Al igual que Carlos Mérida, se trata de uno de los pin-tores que más tiempo ha residido fuera de su tierra, pero que más lejos ha llevado su reflexión estética en torno a esas huellas esenciales que sociólogos, antropólogos e historiadores se empeñan en rastrear, a la búsqueda de un rostro en el que podamos alguna utópica vez reconocernos y acep-tarnos, con nuestras virtudes y nuestros defectos. Como bien podrá comprobarse, a lo largo de la obra de este artista pintor, escultor, grabador y muralista, la versa-tilidad y las variaciones de su estilo son permanentes; su lenguaje no deja de re-novarse, incluso hasta el día de hoy, a sus noventa años cumplidos. Empezando por su etapa de militancia política, durante la

los años cuarenta del siglo veinte, dentro del grupo Saker-Ti, período que represen-ta para él, así como para los demás miem-bros de su grupo, el descubrimiento del arte prehispánico, y que influye definitivamente en su lenguaje personal; luego, su primera estancia francesa, que lo pone en contacto con las vanguardias artísticas europeas, pa-sando por otra larga estancia de dieciséis años en la ciudad de México, en donde deja plasmada su admiración por el arte pre-colombino, en un mural que se encuentra en el Museo de Antropología, en la capital mexicana; hasta su retorno a París, a partir de los años setenta, donde su arte no dejará de evolucionar ni de rejuvenecerse. Todo artista que se precie tiene sus pro-pios códigos, sus propios signos y obsesio-nes que reproduce a lo largo de su obra; son parte esencial de su lenguaje interior, su, digamos, leitmotiv imaginativo, que a me-nudo ni él mismo logra hacer consciente, puesto que los atavismos nunca son cons-cientes. Por ejemplo, en la recreación de un paisaje de Rodríguez resulta muy usual encontrarnos con la presencia de ciertos elementos de la naturaleza, como nubes,

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Su arte es ecléctico. A sus noventa años, es probable que Jacobo Rodríguez sea el único sobreviviente que nos quede de esa generación de artistas surgida en los años 40–50 del siglo veinte. Muchos de ellos, sin embargo, no lograron superar el juicio de los años. Prisioneros de una estética social que limitaba su expresión, naufra-garon dentro del arte panfletario, por obe-diencia a las consignas que les imponía su militancia política, o simplemente por no poseer suficiente talento artístico. Fue el caso también de los escritores, y especial-mente de los poetas de ese período. La obra de Rodríguez, no obstante crítica y testimo-nial desde sus inicios, jamás derivó hacia el panfleto ni hacia el arte programático. Siempre apuntó hacia temáticas más li-bres, y sobre todo más universales. Tolstoi dijo, en cierta ocasión, que la universalidad empieza en la aldea de origen. Esta frase podría aplicarse a toda la obra plástica de Jacobo Rodríguez.

árboles, o volcanes. ¿Serán símbolos que nos remiten a su infancia y su adolescencia vividas en el campo? ¿Estará evocando el paisaje montañoso y fértil de su país na-tal? Cuando hablo del paisaje o del cuerpo humano, en la obra de Rodríguez, me re-fiero concretamente a la recreación que su imaginación realiza de ambos conceptos y no a su reproducción literal. En esta recrea-ción plástica lo que cuenta es sobre todo la emoción visual, como el mismo autor no ha dejado de repetir, pues, desde su estéti-ca personal, el modelo exterior no es más que un punto de partida, una excusa para la imaginación creadora. ¿Figurativa? ¿Neo-figurativa? ¿Abstrac-ta? ¿Donde podríamos situar la versatilidad de esta obra, producto de una vida dedicada por entero al arte? Esto no tiene importan-cia. El propio autor nunca se ha preocu-pado por pertenecer a una u otra escuela. Como Nicolás de Staël, Rodríguez nunca ha intentado alinearse en ninguna de ellas.

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Recién acabo de ver en un CD casi un cen-tenar de obras (pinturas, esculturas y dibu-jos) de Jacobo Rodríguez Padilla que el ar-tista envió desde París, donde reside desde 1971. Son obras recientes, algunas aún a nivel de boceto, frescas, pequeñas, inten-sas, alegres y asombrosas, realizadas por un artista apasionado e ingenuo que está como descubriendo un mundo nuevo, persiguién-dolo con trazos titubeantes que no llegan a describir ni siquiera el perfil huidizo de ese maravilloso mundo en movimiento y apenas si alcanzan a apresar las emociones encontradas, violentas y delicadas, que sus-cita un empeño de tal magnitud. Más que del viejo continente, da la impresión que Jacobo Rodríguez Padilla nos manda sus

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Hugo Estuardo Ciudad Real

obras recientes desde el nuevo mundo que, en la flor de su juventud, le descubrió, a él y a los artistas de su generación, la revolu-ción guatemalteca de 1944. Ser joven y querer cambiar el mundo siempre han sido una y la misma cosa, aunque con frecuencia lo que los jóvenes perciben como mundo se limite, por inge-nuidad e ignorancia, al círculo familiar, al barrio, al pueblo o a la ciudad, mínimas parcelas en que se vive, eso sí, como si fue-ra el centro del universo. Esa cortedad de miras, esa estrechez asfixiante de los hori-zontes vitales la padecían en sumo grado los artistas guatemaltecos que nacieron y se formaron bajo el aislamiento cultural y la represión política que caracterizaron a la

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dictadura del general Ubico (1930–1944), y cabe pensar que, de no mediar el hecho formidable de la revolución, la energía que empujaba a aquellos ingenuos artistas a la rebeldía juvenil se hubiera consumido en discusiones trasnochadas sobre insigni-ficantes variaciones a la estética de aldea que los hacía languidecer en vagas inspi-raciones (entre las cuales se incluía el via-je ritual a París) que los marcaban como espíritus exquisitos, sensibles e incom-prendidos. Quiero decir que estos jóvenes artistas, a los que ahora conocemos como pertenecientes a la generación del 40, no hicieron la revolución sino que la revolu-ción los convirtió a ellos en los grandes artistas revolucionarios que llegaron a ser, algunos temporalmente, mientras les duró el fervor y las condiciones sociales, econó-micas, políticas y culturales lo permitieron, y otros, como Jacobo Rodríguez Padilla, de una manera permanente. Este centenar de obras vistas en la pan-talla de una computadora me puso no sólo frente a un entrañable artista desconocido, olvidado a propósito, a quien, sin embargo,

los sufrimientos y vicisitudes del desarrai-go y del exilio no le mermaron el fervor artístico y revolucionario, sino también frente a ese otro mundo, casi posible, en-trevisto por los jóvenes de aquellos días de revolución, y que ahora, sobre todo a los ojos de las nuevas generaciones, parece tan legendario y tan lejano como el mundo del Popol VUH. Las obras del CD son enton-ces la irrefutable prueba de vida de Jacobo Rodríguez Padilla y de la existencia y po-sibilidad histórica de aquel mundo mítico

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que lo convirtió en artista revolucionario. Más que de historia del período revolucio-nario, ante la obra reciente de Rodríguez Padilla se impone hablar de la profundidad de la vivencia revolucionaria, mucho antes de que la reflexión y el tiempo la convir-tieran en experiencia, historia, recuerdo o nostalgia. Y es que la revolución de 1944 fue un hecho histórico formidable, com-plejo y multiforme, cuyos alcances no se limitan a la década revolucionaria sino que se extienden, como influencia viva y decisiva, hasta el final de la guerra interna y los Acuerdos de Paz de 1996. De hecho, durante esos cincuenta años de influencia, cada generación de guatemaltecos, fueran artistas, intelectuales, militares, guerrille-ros, políticos, obreros, campesinos o bu-rócratas, definió algo más que su filiación ideológica en relación al significado pro-gresista de la revolución de octubre. En el caso específico de los artistas, la revo-lución del 44 siguió siendo fuente de vi-vencias, fundamentos y compromisos ar-tísticos para las siguientes generaciones, señalando no sólo orientaciones temáticas y formales, sino también actitudes vitales para la realización del trabajo artístico.

Por ejemplo, los artistas de la generación del 60 «vivenciaron» el desmantelamien-to de los logros revolucionarios y su obra contiene el documento y la denuncia de las atrocidades sociales y políticas de la época, visualizados desde la posición de dignidad artística y humana alcanzada en el perío-do revolucionario; asimismo, los artistas de la siguiente generación «vivenciaron» la persecución feroz y mortal de los idea-les revolucionarios y, en consecuencia, su expresión crítica se veló tras un lenguaje irónico y poético que, censurados los seña-lamientos directos, se limitaba a aludir muy convincentemente. La vivencia revolucionaria de los artis-tas de la generación del 40, a la que perte-nece Jacobo Rodríguez Padilla, es, como ya dijimos, original, de primera mano, y a di-ferencia de las «vivencias» revolucionarias de las posteriores generaciones de artistas, ingenua, espontánea y carente de cálculo, y quizás por eso más generosa y decidida. A estos jóvenes creadores que precisamente por ser jóvenes querían cambiar el mundo, la revolución del 44 les demostró contun-dentemente que el mundo se extendía más allá de los límites de la ciudad y que cam-

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biarlo no sólo era posible sino moralmen-te, históricamente, justicieramente obliga-torio; y con esa demostración les dio algo más que un compromiso y una tarea: un

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lugar verdadero y no ilusorio en la socie-dad y una función social trascendente para su trabajo artístico como formador de con-ciencias. Y aquellos espíritus exquisitos e

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incomprendidos que languidecían dulce-mente en soledad amena se convirtieron de pronto en agentes del cambio, embarcados en una tarea descomunal que los obligó a organizarse en grupos y a coordinar el des-

pliegue de sus esfuerzos en un tiempo y un espacio que, también de pronto, dejaron de percibir como vacíos y se llenaron de inten-ciones. También por obra de la revolución, para estos jóvenes el mundo dejó de ser el

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un artista, más que moderno, revoluciona-rio en una sociedad intransigente y feroz a la hora de considerar cambios sustanciales. El largo exilio de más de 50 años lo con-virtió en una caverna, similar a las de Alta-mira, donde se conserva intacto el asombro casi religioso bajo el cual siguió realizando esas investigaciones perennes y esos des-cubrimientos vivificantes del espíritu revo-lucionario. Lo que veo en el CD es la obra de un artista que encontró la forma de expresar sus emociones sin traicionarlas en el inten-to. Así, dibuja o pinta por impulso, y su mayor esfuerzo es evitar que ideas dema-siado conscientes intervengan en el proce-so y llenen de intenciones lo que no quiere ser más manifestación espontánea de lo

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vasto territorio estático e intemporal que se extendía más allá de los límites del pueblo y se convirtió en sinónimo de presente. De hecho, la revolución era un esfuerzo para que el país dejará el atraso, superara el pa-sado y se situara en el presente, en la mo-dernidad. El mundo es la actualidad y la crítica de nuestras instituciones equivale a señalar su falta de adecuación a las moda-lidades del presente. La crítica del arte deja de valerse de los inamovibles cánones aca-démicos que definían el arte del pasado y se ejerce ahora desde el presente del mundo, es decir desde lo que se hace en la actuali-dad de Nueva York, México, París. Nótese que ya no es sólo París y que el viaje, que ha dejado de ser iniciático, tiene ahora ob-jetivos de actualización práctica, técnica y material. Jacobo Rodríguez Padilla esco-gió París, de la misma manera que Dago-berto Vásquez y Grajeda Mena se decidie-ron por Chile, y González Goyri y Roberto Ossaye fueron a Nueva York. Eran, como repito, viajes de actualización, de moderni-zación, que implicaban un regreso al país y el compromiso de un ejercicio artístico plenamente moderno en el seno de una so-ciedad empeñada en ser moderna en todos los aspectos de la vida social. Y he aquí el núcleo de la vivencia re-volucionaria para estos artistas fundamen-tales de la modernidad guatemalteca: cono-cer de primera mano la actualidad artística en los escenarios (el mundo) en que se gesta el presente, es decir la modernidad; y, no menos crucial, el compromiso de no dejar de ser modernos en una sociedad que se resiste a cambiar. Los que regresaron al país hicieron, al final, su obra trascendente, en circunstancias muy distintas a las plan-teadas por la revolución, de manera que sus realizaciones revolucionarias fueron al mismo tiempo el principio del acomodo a lo que no quiere cambiar. Rodríguez Padi-lla no tuvo tiempo de regresar. La caída de Árbenz lo dejó perdido en la actualidad de París, con el compromiso pendiente de ser

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Hugo Estuardo Ciudad Real: Jacobo Rodríguez Padilla, un artista del 44

que palpita en su interior. No sé en qué etapa de su vida Jacobo Rodríguez Padilla empezó a expresarse bajo estos presupues-tos estéticos, pero es evidente que recuperó o descubrió la pureza y la intensidad de lo elemental. Son el ritmo de la línea y el tono del color, la forma esquemática y torpe que

prefigura un símbolo y el espacio cálido y propicio a los sueños y la imaginación, lo que constituye el método, el propósito y el resultado de la expresión, obra ya del rigor y la lucidez del momento poético que la dicta y la impone en la forma más eminente de la actualidad: el presente.

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Luis Díaz AldanaLuis Díaz Aldana en primera persona

Serviprensa Centroamericana, Guatemala, 2011

134 páginas

Comentario deJuan B. Juárez

El libro Memorias, Luís Díaz Aldana en primera persona, medio siglo en gra-bado, pintura, escultura, arquitectura y diseño industrial en Guatemala es un objeto concreto construido rigurosa-mente con un lenguaje visual vibrante, vigoroso y audaz, como todas las obras de este protagonista estelar y testigo de primera línea del arte guatemalteco de la segunda mitad del siglo XX. Como tal objeto, la lectura de este peculiar libro de memorias consistirá en la interpreta-ción del lenguaje visual con el que está construido, que incluye como elementos significativos no sólo a las fotografías y las ilustraciones, sino también al texto que, en calidad de elemento visual, se integra al diseño gráfico dentro del cual se articula en otro discurso que se ex-presa en otro tipo de lenguaje. Es decir, dentro de la estructura del libro-objeto,

el texto escrito no sólo no es lo primero ni lo único que dice y significa sino que, además, su sentido está subordinado, junto a los otros elementos visuales que lo acompañan en el espacio de la página, al diseño que lo integra en una imagen compleja que es la que finalmente ex-presa lo que el artista quiere decir. Cabría pensar que luego de publicar en 2007 «El Gukumatz en persona», que reunía los comentarios críticos y perio-dísticos que ha suscitado su obra a lo largo de 45 años, este libro de memorias recogería las reflexiones que Luis Díaz, después de 50 años de vida artística,

hace hoy día sobre su obra y las cir-cunstancias en que, en cada momento, fue concebida y ejecutada, para tener de esa manera dos visiones ––una externa y objetiva y otra íntima y apasionada—que se complementan una a la otra a la hora de valorar el trabajo de un artista que es consciente de su importancia his-tórica. Sin embargo Luís Díaz Aldana en primera persona elude con la «lógica»

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de su poderoso lenguaje visual-concep-tual esa tentadora trampa de la simetría, y el libro –un libro de imágenes—de-berá leerse no sólo con el intelecto sino sobre todo con la imaginación. En el lenguaje visual no existe el tiempo. Lo que está en la imagen y lo que se ve con la imaginación sólo existe en el presente; es más, su existencia se da como presencia. Así, las imágenes que llenan el libro de Díaz no están en función del rememorar los hechos y las circunstancias del pasado sino de re-crearlas de tal manera que puedan ser re-vividas. La perspectiva de 50 años que se anuncia en el título del libro obe-dece a necesidades ajenas al sentido que cada una tiene como imagen, y se queda allí, en el título, afuera de lo que se re-vive en las páginas, o más exactamente en las dobles páginas de este libro deli-rante. Ya lo dice el autor en la Dedica-toria: «cincuenta años en cincuenta do-bles páginas, que ilustran con rigurosa propiedad mis experimentos estéticos y arquitectónicos que conservo frescos en mi memoria», escrito «con todo tipo de recursos e ideas visuales para tratar de identificarme y comunicarme con mi increíble, entrañable y profundo país, Guatemala». Como quiera que sea, Luís Díaz Al-dana en primera persona es un libro de memorias, y contiene la narración, en primera persona, de medio siglo de la vida del artista Luís Díaz. Pero también es una obra pre–póstuma que, como se capta en este adjetivo puesto por el au-tor, participa del mismo espíritu irónico y punzante que el resto de sus trabajos,

siempre dados a irritar, a generar res-puestas y a buscar pelea, de manera que su lectura descubrirá no pocas sorpresas escondidas en los pliegues de su lengua-je visual. Por ejemplo, que la expresión «en persona» que aparece en muchas de sus obras y también en el título de este libro, aparentemente enfatizando el carácter autobiográfico del contenido, no está función de algún afán de auto-promoción y egolatría, sino que «es un apremio nacido de la necesidad de dar la cara y revolver una sociedad estancada, querida y aborrecida, para que se com-prometa con la modernidad, la expurgue con violencia y si es preciso la fuerce, pero de todas maneras la posea», y sobre todo porque Luís Díaz «ha resuelto que el trabajo artístico es la batalla del artis-ta en persona». (Marta Traba, «El artista en persona», reproducido en Luis Díaz Aldana…). Libro de imágenes complejas por su composición, su significado y sus in-tenciones, el relato autobiográfico que se anuda en el diseño de sus páginas dobles va de lo literal a lo simbólico y de lo puramente gráfico a lo conceptual. Así, declara Díaz: «este libro, novela–testamento, está diagramado como un árbol, como un árbol de mi vida, una ceiba maciza de textos con conceptos y referencias más profusión de mis imá-genes como follaje multicolor». A partir de esa imagen poética significada en la forma gráfica de cada doble página, las citas textuales que se puedan entresacar de estas memorias, incluso las que nos permitimos en esta reseña, no serán ca-paces de trasladar el pleno sentido vital que les viene dado por el contexto grá-fico, el cual, a su vez, no es una ilus-tración de una obra o una referencia a

una ocasión concreta, sino que, textos e imágenes, son los recursos para que lo que «está fresco en la memoria» aparez-ca como presente y pueda ser re–vivi-do. En efecto, Luz Méndez de la Vega comentó el texto que leyó antes de que el libro fuera publicado, es decir, separa-do de las imágenes y al margen de todo concepto gráfico, comentó: «En cuanto a una apreciación literaria de tu futuro libro, te diré que de inmediato hace ver la autenticidad de tu expresión, pues una directa experiencia como es la de estarte escuchando de viva voz, ya sea exponiendo tus ideas o comentando tus realizaciones, a la par de tu cálido anec-dotario. Factores con los cuales, a pesar de los tecnicismos profesionales –que su lectura pues es una verdadera fuente sobre la historia de la plástica y la ar-quitectura del siglo XX y esta primera década del XXI (…), que resultará aún más gratificante cuando lo completes con las ilustraciones de las obras». (Car-ta al maestro Luís Díaz, citada en Luís Díaz Aldana en primera persona…) Como artista lúcido y consecuente, Luís Díaz nunca ha hecho nada sin in-tención. De hecho, toda su obra tiene el carácter de respuesta o de provocación, y de allí que a la par de destacar la com-petencia técnica con que la ha realizado, habría que reparar en la pertinencia del contenido de sus críticas y de sus pro-puestas. Consciente de los valores es-téticos y morales que su obra afirma con su presencia polémica en una sociedad en permanente proceso de anquilosa-miento, las memorias de Luís Díaz en primera persona re–viven las luchas que han dado sentido a la vida del artis-ta; obra memorable que ante la ausencia de las instituciones del Estado encarga-das de velar por el patrimonio artístico del país y la indiferencia del sector pri-vado de iniciativa, el propio artista, en primera persona, debe realizar.

Juan B. Juárez: Luis Díaz Aldana en primera persona

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Sergio RamírezPuertos abiertos: Antología de

cuento centroamericanoEditorial: Fondo de Cultura Económica

Guatemala, 2011436 páginas

Comentario deMaurice Echeverría

Está en circulación la selección del cuento centroamericano llamada Puer-tos abiertos. De apreciar que se haya construido este espejo antológico, que nos ayuda a comprender nuestro rostro literario regional. Faltarán autores, eso quién lo duda. Pero la injusticia es una de las cualidades vitales de toda anto-logía que se precie de serlo. Puertos abiertos se impone como un libro su-ficientemente importante, y no debería pasar desapercibido, para empezar entre los centroamericanos. Tiene eso de con-tundente, de masivo, de mehnir. Según consta, este libro –selección y prólogo de Sergio Ramírez– forma parte de las actividades «en apoyo a la literatura centroamericana durante la XXV Feria Internacional del Libro de Guadalajara».

De muchas ciudades y pueblos de la América Central provienen los auto-res que constituyen esta selección, esta-bleciendo un mapa literario proteico y que resiste las clasificaciones macizas. Se encuentra el lector –a lo largo de este amplio travelling de norte a sur– con escritores bastante familiares pero también con esos otros desconocidos, y luego de allí leerlos, se pregunta cómo diablos es que no los había leído antes en otro lado. Yendo al área propiamen-te de Guatemala, se mira que hacemos mal en apostarle como enfermitos de

TOC a la selección de fútbol, habiendo seleccionados quizá más aerodinámicos y técnicamente más confiables en el te-rritorio, por ejemplo, de las letras. Hoy en día, ensamblar una antolo-gía como ésta tiene que ser más sencillo que antes. No hay escritor centroameri-cano que no conozca a un su equivalente en uno de los países vecinos y sea acaso

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Maurice Echeverría: Puertos abiertos: Antología de cuento centroamericano

su amigo, de borrachera cuando va de viaje, o por lo menos de facebook, cuan-do no. Si bien es cierto que nuestro nivel de intercambio no ha llegado a un nivel óptimo entre los escritores centroameri-canos, por lo menos es más fluido que cualquier otro en el pasado. Las redes sociales, el internet en general, lo hacen todo instantáneo y fácil. Esta clase de fertilización cruzada se extiende en rea-lidad a toda Latinoamérica. Iniciativas como la revista digital Los Noveles (re-cientemente clausurada, por cierto) han hecho posible una conversación literaria panamericana sin precedentes. De vuelta a la Puertos abiertos. Cuyo prólogo de Sergio Ramírez –lla-mado Inventando realidades– es ya de sí es un texto a tomar en cuenta, un buen y preciso punto de referencia, y escrito, bueno, por él, no es lo mismo que leer esos textos críticos insufribles de entre-comillados y pies de páginas, cocinados en las aulas sebáceas de la academia, en donde el estilo pareciera una especie de pecado capital. Hay múltiples insights que vale la pena rescatar, como ése de que en estos relatos «las vidas privadas son constantemente intervenidas por la vida pública». O ese otro que nos habla de la nueva realidad centroamericana como «una superposición de estratos geológicos, sólo que ahora se agregan nuevos estratos a los anteriores». La cuentística centroamericana actual es demasiado variada y multifor-me como para meterla en una sola caja. Cuentos que podrían haber sido escri-tos por un sueco o un argentino y otros que sólo podrían haber sido escritos por un catracho y un guanaco. Vemos ele-mentos comunales, tribales, palabras, giros verbales y situaciones esencial-

mente centroamericanas, pero también vemos otras cosas menos vecinales y repertoriables. Hay una buena dosis de lenguaje local, pero otra buena dosis de lenguaje sin localidad. Somos, ya, libres de ser algo y libres de ser todo y libres de ser ambas cosas a la vez. Las viejas complicidades con la construcción histórica no son ya exi-gencias incontrovertibles. Si bien nos encontramos con temas como el de la guerra –de frente o de ladito, de plano o de refilón– o la injusticia social, nos damos cuenta asimismo que el cuento de denuncia ya no se presenta en forma de tiranía literaria o exigencia moral de ninguna clase. Algunas narraciones van tras la historia íntima, y otros tras la historia compartida, y también se dan interesan-tes ejercicios de mancuernación de lo privado y lo público. Lo mismo ocurre con lo cotidiano y lo fantástico. Son puertos, y están abiertos, por-que la literatura centroamericana ya no está enclaustrada en determinado estilo, o escuela, o forma de ver la realidad. Muchos registros literarios y escritura-les. Muchos vectores y configuraciones. Más bien lo interesante es ver cómo se mezclan las posiciones entre lo univer-sal y lo local, lo histórico y lo cotidiano, lo público y lo privado, lo real y lo fan-tástico, con sana promiscuidad. ¿Qué es ser centroamericano en estas condicio-nes sino ser uno mismo y ser un mundo más de cosas? Esta antología nos da una idea bas-tante precisa de la cuentística centro-americana actual, y cómo no iba a ser así, si hay en ella casi cincuenta autores. Claro, lo que nos muestra es la cara bo-nita del asunto. Que haya lo mejor sólo ratifica que lo peor existe. Por tanto, se podría hacer una contraantología del cuento centroamericano: una relación

y recuento de nuestro gran latrocinio li-terario ístmico; el muladar del desdoro y lo impresentable; y sería más fácil de hacer, por el material tan sobrante. Pero en lo que respecta a esta anto-logía, digamos de una vez que no pudo salir muchísimo mejor. Es muy seguro que a los lectores les dará un placer a ratos tántrico el leer estos relatos. Es lo mismo que ir develando estatuas epa-tantes, una y otra. Si bien hay algunos cuentos sobrenarrados –y otros de ésos que Umbral llamara «angloaburridos»– también se mira pronto que el resulta-do general está logradísimo. Imposible reseñar la obra aquí cuento a cuento y autor a autor, siendo tantos. Baste decir que hay en ella piezas realmente decen-tes, contundentes, en corto fulminantes. Con esa cualidad del buen cuento que no lo es sólo por su linda cara, ni por lo que dice: ni siquiera por la suma de las dos cosas. El buen cuento como miste-rio bien hecho: un asombro conseguido. Tampoco queremos dar la idea de que todo es planito y homogéneo. Esta antología es una casa en varios niveles, como las casas de la gente con bille-te. Es correcto decir que unos cuentos cuentan con más electricidad que otros. Algunos están exquisitamente escritos, otros menos. Relatos que debieron ser cortos y fueron largos –cuando la ele-gancia en una antología consiste en no tomar mucho lugar. Pero vamos, Puer-tos abiertos es un buen trabajo. Si algo esta antología debiera hacernos a los es-critores del istmo humildes, al saber que otros en la región nos rebasan en talento. Queda por verse si el estado del cuento centroamericano refleja en al-guna medida el de la literatura centro-americana en general. Aunque hay que aclarar que tal no es el propósito de esta antología. Si alguien por demás estuvie-ra interesado en cómo se mira la poesía en CA actualmente, pues allí tiene Puer-tas abiertas, antología lírica, también a cargo de Sergio Ramírez, y hermanita gemela de Puertos abiertos.

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Arturo MonterrosoAsí que ésta es la vida

Los desatosigadosF&G Editores

Guatemala, Centroamérica,219 páginas

Comentario deArturo Monterroso

El 26 de enero pasado presentamos en la librería Sophos Así que esta es la vida. Se trata de una antología de cuentos es-critos por «Los Desatosigados», un gru-po heterogéneo, formado por personas de ocupaciones e intereses diversos. To-das, sin embargo, vinculadas a la litera-tura por el gusto de leer y el arduo placer de escribir, ese proceso de reinvención del universo; el íntimo, piel adentro, y el de extramuros, esos dos lugares en los que sucede la vida. Esta es una reseña breve e incompleta de los relatos que el lector encontrará en Así que esta es la vida. Cada comentario va precedido del nombre del autor y del capítulo corres-pondiente.

Alcira de TorresEl cisne

En los relatos de Alcira hay la acepta-ción de lo inevitable, como en El cisne, un oscuro juego de ofensa solapada, mordacidad y agresión. En otros, en-contramos un aire un tanto nostálgico, tal el caso de El ventanal, El vuelo de una mosca y, sobre todo, Todavía, un relato conmovedor. Se trata de la an-gustia de ya no ser luego de haber sido. La autora tiene una gran habilidad para contarnos historias familiares, anécdo-

tas que luego se convierten en cuentos o que se quedan como ese recuento de hechos que va marcando nuestra exis-tencia. Desde hace algunos años trabaja en un libro llamado Ruinópolis; un nom-bre por demás sugerente que guarda los sombríos relatos de una mujer que des-pierta todas las noches, mientras duer-me, en una ciudad en ruinas.

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Ana María Jurado De idilios, unos, y de encantamientos, otros

La autora penetra con una mirada incisi-va en los callejones íntimos de sus per-sonajes. No le falta humor —un tanto ácido, la mayoría de las veces—, como en ¡Qué lindo él!, un cuento donde ma-neja con solvencia el diálogo entretejido con la narración. Pero lo que verdadera-mente le interesa es indagar en lo pro-fundo de la condición humana y en las relaciones interpersonales, casi siempre escabrosas. La realidad adquiere en sus relatos un aire incómodo. Con muros es un buen ejemplo. Y un reflejo de nuestra vida cercada. Una mirada más próxima al desconcierto que a la crítica es la que encontramos en El Lincoln del 58, un relato de la Cuba de hace algunos años. Y en Extraño idilio juega con situacio-nes equívocas: la ansiedad que produce una relación casual que parece inevita-ble.

Claudia PonceDe realidades y sueños

La anécdota sabrosa, divertida a veces y siempre fresca, le sirve a Claudia Ponce de materia prima para construir sus re-latos. El eufemismo, como herramienta para evitar conflictos, logra su propósito de dulcificar la intención en Cifrado, un cuento con una interesante referencia a los tiempos del telégrafo. La ironía y una visión de la muerte que nos recuerda a Jack Kevorkian, aletean, como zopilo-tes, sobre El Tronchador, una historia cargada de humor negro. Hierro es un vuelo sobre la condición de las personas menos afortunadas de la sociedad; una visión de un mundo lleno de carencias, peligros y maneras imaginativas de sa-lir adelante. Algo parecido encontramos en La cola, un relato contado desde la puerta trasera de la fidelidad y la amis-tad, con un toque de sarcasmo que nos hace sonreír.

Gloria Duque de TobarPenumbra y otros cuentos

En los cuentos de Gloria encontramos esa unión, a veces casi imperceptible, entre la realidad y lo fantástico; entre

la vida diaria, común y corriente de sus personajes, y un universo al que no to-dos tienen acceso. Esta puerta sutil, que nos conduce más allá de lo evidente, es la que encontramos en Penumbra, un re-lato cargado de inquietud que toma un curso inesperado. La misma característi-ca encontramos en Con mis pensamien-tos no se meta, que sucede en la delgada frontera entre la vida y la muerte; un juego que tiene sus raíces en la violencia y la pobreza, que aparecen con toda su fuerza devastadora en Aquí la cosa está muy jodida; un relato que tiene un tono parecido al de la historia del vendedor de chupetes en Truenan los tambores.

Inés VielmanArbomorfosis

Una historia sólida, contundente y do-lorosa abre el capítulo que corresponde a Inés. Letargo de sombra es un cuento narrado desde adentro; desde el estóma-go, desde el corazón agitado. No hay aquí concesiones ni dulzura fingida. Cá-mara al hombro, la autora ve a su perso-naje a través de un lente sin filtros. Y lo persigue en ese viaje de reencuentro que es siempre volver al principio, aunque se trate de algo que no fue. Con Arbo-morfosis da un giro para incursionar en la naturaleza y en nuestra vinculación con la Tierra. Juega con la posibilidad de una unión impracticable, en un relato onírico, cargado de un humor espontá-neo. Un guiño a la novela más conoci-da de Kafka es la historia de Como una hoja sin letras. Pero en No cruce las piernas, por favor nos divierte desde el principio y logra que el lector acompañe a la protagonista en su pequeña aventu-ra. La pretensión de conocer el futuro y de prever la vida que tendremos, cierra el capítulo.

Julio Alberto AguilarImaginaciones cotidianas

En Caballo envenenado, una historia de amor prohibido situada en los tiempos de la Colonia, los personajes de Julio oscilan entre la pasión de la entrega y la culpa. La premonición de la desgra-cia, leída en los signos de la naturaleza como si fuera la voluntad divina, deter-mina el relato. En un tiempo en el que

la esclavitud era aceptada sin remilgos, la valentía se pagaba con prebendas y la virtud no era más que apariencia, el destino de los hombres estaba más allá de sus deseos. Historias de amo-res desencontrados, como diría García Marquez, son Error de calendario, un cuento narrado siguiendo la técnica de las cajas chinas, y Las huellas de Pedro, un juego de eventos improbables. Hay en estas historias un humor solapado —que se hace evidente en Unas pulgadas más— y tienen una cierta relación con La vorágine de la epidemia. En este re-lato funcionan muy bien los vasos co-municantes entre la ficción y la realidad. Y es inevitable recordar a esa víbora que se muerde la cola, como metáfora de un universo que irrumpe en otro.

Kim LamCuentos de la eterna matadera

Nuestra guerra reciente es la materia que toma Kim Lam para contar sus his-torias. Pero no están cargadas de ideolo-gía; ni siquiera de la perspectiva unila-teral de los combatientes. Son cuentos que recogen las vivencias de personajes periféricos; de gente que sufrió daños colaterales durante los largos años del conflicto. Eso es lo que le pasa al doc-tor Chinchilla en el relato que lleva ese nombre. La violencia, el desasosiego y la ingenuidad se repiten en Pablo, un cuento que también se precipita en la amargura de la impotencia. Este fue, sin duda, un tiempo en el que no estar invo-lucrado, no simpatizar con el Ejército o con la guerrilla no significaba nada. Es lo que encontramos en Elisita, un título casi tierno para una historia desgarrado-ra. Con un lenguaje desprovisto de ador-nos, Kim nos hace participar en la vida de sus personajes. Sobre todo cuando nos toca esa íntima sensibilidad que nos hace sentir que algo se nos cae por den-tro, como en El vestido azul, en el que descubrimos que la violencia es mucho más que disparar un tiro.

Luis OrtizMi lado escurridizo

Producto de una aguda observación de nuestras costumbres y nuestras mañas; de haber logrado descubrir el absurdo en

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la cotidianidad, los cuentos de Luis nos obligan a reconocernos en sus persona-jes. Lo que hacen o lo que dejan de hacer nos lleva a esbozar una sonrisa. Y con-cluir que la vida, aparte de sus trabajos y sus tragedias, tiene también momentos agradables; a veces a causa de un error o de nuestras propias maneras de enfren-tar los actos más comunes. Escondidos tras esos retratos de la gente, fotogra-fiada en el acto de su cotidianidad, hay un soplo irónico, humor fresco y cierta empatía por sus personajes. Esto es evi-dente en Cuartito, un relato que cuenta las peripecias de una señora, de visita en una casa, cuando va al baño. Pero más interesante aún es la historia de una mu-

jer que insiste en abandonar una fiesta para volver al trabajo. De eso trata Ya me voy, un ejercicio lúdico que oscila entre la voluntad y el deseo. Igual de in-cisivo pero un tanto más paradójico es ¿Ya está la comida?, un cuento no exen-to de compasión en el que Luis gravita sobre las relaciones de pareja; esos vín-culos que se vuelven complicados con el paso de los años.

Silvia PérezNo lo puedo evitar

Silvia Pérez es poeta. Y esa particula-ridad ha marcado toda su escritura: sus cuentos, sus reflexiones, sus textos sin designación precisa que podrían conver-tirse en ensayos. Es irreductible cuando

se trata de la verdad, sobre todo en las relaciones interpersonales; un valor que marca el poema escrito en prosa, Divagando en la transparencia. En este como en otros de sus relatos predomina la reflexión, que se abre paso empujada por un aire poético. La sinestesia, las imágenes, las metáforas se suceden in-cesantemente para crear una atmósfera, un lugar propicio para pensar. Pero no se trata de un ejercicio que se reduce a buscar la serenidad porque de pronto aparece la protesta airada, la inconfor-midad, el desencuentro. El armario de la frustración, cuyo nombre sería oficioso explicar, nos mete dentro de nosotros mismos. Allí, en la memoria, en los ri-ñones, en el hígado, donde están guar-dados todos aquellos hechos que nos ha causado frustración, está también la fuerza para explotar; el grito que va a liberarnos.

Arturo Monterroso: Así que ésta es la vida

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Jabobo Rodríguez

Nació en ciudad Guatemala, el 20 de agosto de 1922. Miembro fundador del grupo Saker-Ti (Amanecer en lengua kaqchiquel), activo durante el período democrático de Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz (1944-1954). Exi-lado desde la caída de Árbenz, ha vivido en México y Francia. Se le deben algunas obras murales: dos en el Museo de Antropología e Historia de México, y un fresco en un centro vacacional de la Costa azul francesa. Ha par-ticipado en varios salones en París. Animado por una búsqueda radical, original y sin con-cesiones, recrea en su labor artística la tradi-ción prehispánica guatemalteca, así como la popular actual. Constituye hoy el último so-breviviente de la llamada Generación del 40.

Jacobo Rodríguez Padilla. ofrece la otra vertiente en esta historia. Contemporáneo de Martínez, ha recorrido impávido los avatares del siglo con una longevidad inagotable, en perpetua transfiguración. Si la aventura del color permite asociarlo a Rojas y Quiroa, y el culto por lo po-pular de nuevo a Quiroa, sus formas libérrimas, brut, irritantes de tan personales, lo separan de aquéllos y le confieren un estatuto que hace pen-sar en los más jóvenes. Esto aparte, su evolución ha sido una adhesión obstinada a la tradición popular tal como él la resiente. Sus series domi-nantes de un color, liberadas de todo efectismo exteriorista, preparan el advenimiento de sus úl-timos encuentros: la vuelta al paisaje, más allá de toda opción dicotómica entre lo figurativo o lo abstracto, la recreación del claroscuro con el co-lor: contornos policromos que modulan volúme-nes unánimes interiores, sin dejar de recordar los tocoyales de la industria popular, reminiscencia de los códices, desde la materialidad del soporte, donde resurge el «papel amate» con calidad de fondo, tan protagonista del cuadro como las figu-ras que se le integran y se le diferencian—figu-ras que parecen pintadas únicamente por mirada, como apariciones—, hasta la organización de los objetos en vectores seriales. El granito exhibido aquí, finalmente, lo muestra como escultor en la misma dirección. ¿El utensilio doméstico, la pie-dra de moler o el altar de sacrificios? Anverso y reverso inextricables. Equilibrio perturbado por la inclinación, protuberancias y planos oblicuos, en una perfecta simbiosis, modulan el artefacto de densidad tremenda, como un aerolito caído de otros mundos.

José Mejía

Jacobo Rodríguez

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Sobre los colaboradores:

Miguel de Loyola

José Ramón García

Juracán Lemus

Pablo Bromo

Alan Mills

Carmen González Huguet

Mario Chavarría González

Adolfo Guilly

Luis Eduardo Rivera

Hugo Estuardo Ciudad Real

Juan. B. Juárez

Maurice Echeverría

Arturo Monterroso

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Chileno. Ensayista y investigador de la Universidad de Chile. Co-labora en diversas revistas especializadas de su país. Español. Poeta y periodista. Ha publicado varias colecciones de poesía. Guatemalteco. Narrador y poeta. Promotor cultural. Cursó estu-dios de Química y Farmacia en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Guatemalteco. Poeta y editor. Columnista. Dentro de su produc-ción literaria, se cuentan varios poemarios. Guatemalteco. Pertenece a la más reciente promoción de poetas emergentes. Ha publicado varios libros, el más destacado, Sínco-pes, fue recibido elogiosamente por la crítica especializada. Cubana. Una de las voces poéticas más notables de su generación, tiene ya varios poemarios publicados. Guatemalteco. Narrador. Colabora en diversas publicaciones lite-rarias. Mexicano. Periodista y ensayista. Colabora para los más impor-tantes periódicos de su país. Ha publicado varios libros sobre el zapatismo y los movimientos sociales de Latinoamérica. Guatemalteco. Poeta, ensayista y traductor. Forma parte de una ge-neración de poetas que en la década de los 70 renovaron el discur-so poético apelando a una actitud rupturista y transgresora. Guatemalteco. Ensayista y crítico de arte. Publica en revistas espe-cializadas del país y del extranjero. Guatemalteco. Ensayista y crítico de arte. Cursó estudios de Fi-losofía y Letras en la Universidad Rafael Landívar. Ha publicado varios libros sobre arte. Guatemalteco. Una de las plumas más visibles de la literatura y del periodismo. Poeta y narrador, ha publicado varios libros. Ha obtenido importantes premios nacionales. Guatemalteco. Narrador, ensayista y columnista. Ha impartido varios talleres de narrativa, de donde han surgido, hoy, algunas nuevas voces que se incorporan al panorama literario.

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