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Revista virtual Ópera Prima 8, año 2013

Date post: 20-Mar-2016
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REVISTA DE TEXTOS NARRATIVOS
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1 Año XI, número 8 Diciembre de 2013 Lectura compartida (Ilustración de István Oros) …. lo que se tiene para decir es lo que define la forma de una obra. Doris Lessing Coordinadora: Marta Ortiz TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA ÓPERA PRIMA
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1

Año XI, número 8

Diciembre de 2013

Lectura compartida (Ilustración de István Oros)

…. lo que se tiene para decir es lo que define la forma de una obra.

Doris Lessing

Coordinadora: Marta Ortiz

TALLER DE

LECTURA Y

ESCRITURA ÓPERA PRIMA

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EDICIÓN: Marta Ortiz Amankay Appezzatto Scropanich

CONTENIDO:

Índice...2

Preliminar, Marta Ortiz....3

La mañana después, Amankay Appezzatto Scropanich....5

Betty con doble t, Candela Bianchi....8

La poda, Gladis Chiozzi...12

Un cuento otoñal, Angélica Larrea...14

Azúcar, Edith Michelotti…17

A solas, Graciela Mitre…20

El presunto robo, Silvia Pavía…23

Huellas en el camino, Natalia Ponce de León…26

Un ladrón en desgracia, Jorge Pozzi…28

Regreso, Graciela Querzola…31

Cielo de ceiba, Javier Vilas…34

El oyente, María Emilia Zalba…35

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Preliminar

Marta Ortiz

Un lugar para hablar de lo que nos importa, el taller.

Ruedo de arena donde el ejercicio de la experiencia escritural busca aprender

a limitar el desborde con el cinturón de seguridad o mecanismo técnico ad hoc que

intenta ejercer su control, si eso es posible. Espacio de libertad o frontera

indómita, como lo nombró la escritora Graciela Montes a ese territorio libérrimo;

dicho de otra manera, caldo de cultivo óptimo para estimular la creación que

pretendemos literaria.

Casa de té y café donde los visitantes escribieron su nombre (o quieren

escribirlo y se esfuerzan para lograrlo) con letras de molde en la trama histórica

que tejió y teje la literatura. Casa de té y café cuya especialidad dice que los

anfitriones beberemos a grandes sorbos la experiencia de los maestros y que no

nos privaremos de sumar la propia.

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Ópera Prima ofrece esa clase de arena, maestros y aprendices ansiosos y

dispuestos a dar todo de sí, libertad y también té y café. Aquí una breve muestra

de los disímiles brebajes obtenidos (por aquello del respeto a la singularidad de las

voces). El trabajo en 2013 fue a la vez arduo, placentero y sufrido, creativo,

salvaje y medido, todo al mismo tiempo; porque a pesar de que a veces el mundo

literalmente se viene abajo (se nos viene, se te viene, abajo), y eso es muy

humano y sucede cuando menos lo esperamos, el espacio creado por el conjunto

siempre está allí, sosteniendo: la arena y la rosa, el fuego y el agua, la salvaje y a

la vez medida frontera de la libertad: una pócima mágica donde recalar, tomar

agua, respirar hondo y… sumergirse.

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La mañana después

Amankay Appezzatto Scropanich

Y Aarón salió corriendo, disparado. Casi como una bala. Salió buscando alguna

farmacia abierta.

Cuando entregó su último preservativo a su gran amigo, cercano socio suyo

que al pedirle algo nunca daba nada de vuelta, no creyó que fuera a tener suerte.

Era una noche aburridísima, no ocurría nada interesante. Y tuvo que conocerla.

Ella, preciosa con su minifalda y exagerados tacones. Casi se le tiró encima y él

reaccionó. Fueron a un hotelucho de cuarta y ella le dijo: “Sin preservativos, no”.

Filosos comentarios mediante; tuvo que salir con su billetera y el celular con

GPS a buscar una farmacia. No se dio cuenta de que sacar su Smartphone en ese

barrio no era una buena idea.

Al llegar a una esquina encontró a unos adolescentes. Casi se acercó a ellos,

sólo para ver con la más absoluta claridad que portaban cuchillos y armas de

asalto. Trató de esquivarlos corriendo. Su sangre, que había dejado de ir al

cerebro, pasó directamente a sus piernas.

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Por supuesto al verlo correr, los adolescentes empezaron a perseguirlo.

Corrieron todos, él tratando de salvarse, ellos buscando al tarado que vio todo.

Se metió en la estación de subte. Los adolescentes enfurecidos se metieron

también y él, desesperado, buscó una puerta abierta, algún pasadizo o cuarto de

los empleados de mantenimiento. ¡Justo en este país se les ocurre dejar las

puertas cerradas de noche y en un lugar público!

Como pudo, forzó una puerta que lo llevó a un pasillo, unos metros después

salió a la calle Corrientes. Los pechos de la histérica actriz de turno, en el afiche

gigante del teatro, le recordaron su motivo inicial.

Sacó su celular y cuando quiso entrar a Internet para activar el GPS –a tres

pesos el minuto, un peso por actualización de la página web– le consumió todo el

crédito que le quedaba.

No sabía a dónde ir. Tanta sangre lejos de la cabeza que casi no pudo recordar

la dirección del hotelucho en donde esperaba la descomunal mujer.

Caminó por calle Corrientes, no quería ir a ningún lugar. Su casa quedaba

lejos, el hotel aún más lejos, y la idealizada farmacia, repleta con los preservativos

más diversos, por ahí, a dos cuadras del Obelisco. Cuando la vio, supo con

seguridad que Dios existía. Un Dios misericordioso, benevolente, al dejar tan a

mano esa farmacia, para que él se pudiera divertir.

Entró, extasiado. Tan feliz, como si hubiese ganado la lotería y se limpiara la

cola con un billete de cien dólares.

—Una caja de preservativos, por favor —dijo, contento.

—Son diez pesos —respondió la empleada.

—¿Diez pesos? —preguntó indignado. En cualquier otro lugar está a tres

pesos. No importa, pensó, esa terrible noche tenía que llegar a su fin—. Está bien

—le dijo a la chica y le entregó un billete de cien pesos.

—No tenemos cambio —la joven le devolvió el billete.

Y como estaba demasiado cansado, la sangre no regresó al cerebro, no se le

ocurrió comprar diez cajas de preservativos. En lugar de eso, le preguntó a la chica

dónde podría haber un cajero automático que entregara billetes chicos.

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Salió de la farmacia y caminó media cuadra. El cajero estaba maltratado y la

pantalla rota. Diez billetes de diez pesos, solo eso pidió. No se dio cuenta de que

unos chicos lo estaban vigilando.

Volvió a la farmacia y compró ¡por fin! los preservativos. ¡Hoy tendré suerte!

se dijo. Salió, caminó unos metros, y los distinguió. Apresuró el paso, ellos hicieron

lo mismo. Empezó a trotar, ellos empezaron a correrlo.

Otra vez corriendo. Plata, solo eso querían. Desesperado, nuevamente, ya sin

una mísera línea de sangre en el cerebro, tiró todo al piso mientras huía.

Tiró el celular y las llaves de su casa. Tiró la tarjeta de débito y siguió

corriendo.

Esquivó a los ladrones, solo para reencontrarse con la banda de adolescentes

que recién salía del subte, buscándolo todavía.

Despertó a las nueve de la mañana. Sus ojos estaban sensibles luego de

recibir la golpiza de su vida. Unos minutos después se dio cuenta de que estaba en

un hospital.

La caja de preservativos al lado de la mesita de luz, esperándolo.

La sangre había vuelto al cerebro.

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Betty, con doble t

Candela Bianchi

Sus manos temblaban nerviosas, no podían sujetar con firmeza, dejaban caer sin querer

los objetos menudos que ordenaba sobre la mesita al lado del “sillón de cortes” (pegado al

de secado, de frente al de peinado y en diagonal al “sector shampoo”): clips, broches,

peines, hebillas, acomodados por manos de unos cuarenta años con prolijas y largas uñas

color borravino. En toda su “carrera profesional” nunca la habían entrevistado, repetía a

sus compañeras de salón, “jamás, jamás, ni cuando me tocó peinar a la modelo que me

trajo el Carlitos, la chica que hizo una propaganda de un colectivo de larga distancia una

empresa muy importante, y acá la peinamos le dimos el look, vos todavía no trabajabas

Camila pero fue un precedente acá del salón, aunque no salió en ningún lado”.

Betty habla así, todo seguido, todo sin cortes, hila tapando agujeros, no puede parar. No

solo es la dueña del salón y la única con un “título profesional”, sino que también tiene en

su haber los cargos autodesignados de peinadora y cortadora oficial; claro que sabe hacer

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manicura: “No hay french como la de la Betty” –dice siempre Mirta– “la mejor mano para

la french en toda la zona oeste”. Betty les pide que digan french y no francesa, porque la

técnica viene de Francia y eso es lo correcto, así se lo había enseñado una manicura de

Buenos Aires, Estela Ramírez Noval, referente indiscutido, tercer elemento de la tríada

básica para jurar que variaba –de lo más a lo menos intenso, en orden decreciente– según

el juramento: “Te lo juro por Dios, te lo juro por el Joel” –su único hijo–, “te lo juro por la

mismísima Estela Ramírez Noval”.

Betty también maquilla, lo hace todo y todo bien. Su salón tiene ya más de quince años;

es la “dueña y fundadora”, como le gusta decir, y por eso cuenta con el respeto de sus

empleadas. Por eso y porque tiene “una carrera profesional en la estética, que es una

profesión tan bastardeada”.

Su pelo es rubio, teñido desde hace años, algo arruinado por el formol, se peina con un

flequillo que forma un cilindro estático en su frente y deja a los costados de cada lado

caer un bucle que modela con ruleros cada mañana. Ojos muy delineados y sombra

celeste con brillo, dice que la mujer debe exaltar sus mejores facciones con el maquillaje y

supone que sus ojos color marrón claro de forma almendrada y su boca –que es

voluptuosa y ella exagera con labiales que varía entre un rojo carmesí y un violeta uva,

según su estado de ánimo–, son sus más grandes atributos faciales. Viste siempre su

delantal rosado –que se distingue entre los blancos de las otras chicas– con un bordado

en el bolsillo en color celeste, letra cursiva bien redonda que dice su nombre, “Betty” –

“con doble t, eh?”–, aclara sonrisa mediante a las clientas. Le gusta que la llamen por su

nombre y pregunten por ella. Escuchar “yo me atiendo con Betty” es lo necesario para

tenerla de buen humor casi todo el día.

“Luisa, volvé a barrer el piso porque no lo veo limpio, hay mucho polvo, la gente entra y

sale, ¿sabés qué tendríamos que haber hecho? Cerrar el salón, ante un evento semejante,

Luisa; ¡cómo no nos dimos cuenta! Ahora ya está, ahora dejalo lo mejor que puedas que

faltan quince minutos nada más”, decía Betty que desordenaba cosas ya ordenadas para

encontrar algo que hacer en ese lapso de tiempo interminable.

En el salón trabajan Luisa, Mirta y Camila. Luisa hace un poco de todo y casi nada bien,

pero es la que ceba mates, hace mandados sin oponerse y disfruta de lavar la cabellera a

las clientas, trabajo que Betty dejó de hacer hace años, porque ya está “para otras cosas”.

Mirta hace color, “los mejores claritos de Rosario y las periferias” según sus compañeras; y

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Camila, que es sobrina de Betty, se aboca sobre todo a manicura; no lo hace, claro, tan

bien como su tía quien asegura que la va a “sacar buena”. Betty es la única autorizada –

por ella misma– a hacer cortes y a maquillar, “porque no es moco de pavo hacer un corte

de cabello, la marca del artista se ve ahí, en el mechón que cortás o no cortás”, dice

avalada por un titulo en la Escuela de Peluquería y Estética de San Lorenzo encuadrado y

colgado en la pared con un marco color verde agua, acorde al color de las paredes del

salón, ambientado en ese tono y el rosa viejo. Al lado del diploma hay otros cuadros, Betty

reunió a diferentes personas que fueron atendidas eventualmente allí: una cantante de

tango del barrio, la modelo que hizo la propaganda de la empresa de colectivos de larga

distancia, y un periodista deportivo que salía en un programa de cable de la zona.

“Camila, prepará la cámara, dejala cerca de la parte de peinado así es espontáneo,

cuando yo esté terminando de hablar vos la agarrás como quien no quiere la cosa como si

la estuvieras por guardar, viste, ordenando y decís como que se te acaba de ocurrir

porque no quiero que parezca pensado, decís: –Ahhhh (y abrí los ojos Camila, hacé

expresión que acompañe al habla), ¿no quieren que les saque una foto?– Ahí yo te voy a

asentir como que me pareció una buena idea pero si no la sacábamos estaba bien igual.

Después nos sirve para chapa, ¿No, Mirta? Como cuando sacamos con el periodista ese, el

chico del deporte que se vino a hacer las mechas rubias, qué churrazo Mirta, ¿te acordás?

¡Y cómo le dejaste las mechas! Mirta vos naciste con buena mano, yo te habré enseñado

todo lo que sabés pero la buena mano es tuya, eso es talento, ¿lo mío de dónde salió?

¿De la escuela de Estética? Noo, es ta-len-to, uno en la vida tiene que hacer lo que dios le

ha encomendado a través del dote”.

Mirta era la más antigua empleada, la contrató días después de abrir el salón y le gusta

contarlo de esta manera: “Yo acá abrí un día y a la semana tuve que dar turno, explicarle

a la clientela que es por turno, si no venían de a manada, me traían las familias enteras y

tuve que contratar a Mirta porque no daba abasto. La diferencia que marca en el barrio un

salón con gente que está preparada, que tiene un título, una carrera profesional, ¿no? Y a

Mirta yo le di una gran oportunidad, crecer en este campo sin ella tener estudios de la

estética, ¿quién te da eso hoy en día? A mí me gusta extender una mano cuando puedo,

yo la solidaridad no me olvido, aunque me vaya bien, ¿viste?, no me mareo, los pies en la

tierra como dice el Juan Carlos” – ex marido, ahora separados, aunque se ven todos los

días porque su gomería, “JuCa Goma” está a una cuadra del salón–.

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Mirta sabía hacer color desde chica, ayudaba a su mamá en un negocio pequeño pero

nunca había estudiado “formalmente” por lo cual Betty estaba siempre enseñándole cosas:

“Vos Mirta cómo aprendes conmigo, ¿eh? Cómo aprendés, yo te digo es un lujo porque

tantas veces me han dicho, Betty vos tenés que dar clases pero no tengo tiempo, no

puedo, además a mí me gusta el salón chicas, me gusta estar acá, donde pasa todo,

atender a la comunidad, mi vida es un servicio yo siempre se lo digo a Juan Carlos y al

Joel, yo nací para estar entre la gente”.

A las once y dos minutos, un periodista y un fotógrafo del diario El barrio Oeste, llegaron

al salón. Publicarían una nota acerca de los quince años del local. “Hola, buen díaaa, yo

soy Betty, con doble t, es un placer realmente que un medio de la zona reconozca la

carrera de un profesional del barrio (…) Ah, bueno, si estás apurado sí hacemos rápido, a

ver Luisa traele un mate al señor, póngase cómodo pase por acá, el sillón de peinados es

el más confortable. Después me gustaría sacarme una foto para recordar, ¿no? El

momento, es un antecedente acá para el salón imaginesé, tantos años para lograr este

tipo de reconocimiento. ¿Y él a qué le saca fotos? Querido, a mí me podes sacar, claro, sin

problemas, pero también quiero que se vea el nombre del salón, el cartel ese lo hicimos el

año pasado, para eso te tendrás que cruzar de vereda si puede ser que salga entero y se

vea bien el nombre, la “y” se ha despintado un poco se fue de rojo a rosado pero bueno,

se lee que dice Betty, ¿no? Con doble t, claro”.

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La poda

Gladis Chiozzi

30 de agosto. Día agobiante. De la temperatura inferior a dos dígitos en el inicio de

semana, el viernes sube a treinta grados. En tres meses ni una gota de agua. El viento

espirala la tierra, atraviesa hendijas, penetra. Ojalá Santa Rosa olvide esta vez la

tormenta y traiga lluvia.

El jardinero, cirujano de plantas, ordena tijeras y herramientas. Calza los guantes,

elige la más grande y empieza. Corta la cabellera de varios metros que cuelga de los

caños mostaza. Cae la bignonia helada, fondo de fotos hasta junio con las campanitas de

color naranja. Arrastra el nido, se destrozan los huevos de paloma.

En Siria se agrava el conflicto. Entra Rusia en escena. De inmediato se habla de armas

químicas. El país del Norte ya tiene motivo para la nueva guerra.

El jardinero cambia la tijera. Decapita la lantana amarilla. Ramas y hojas caracoladas

se desparraman en el suelo. Crujen bajo las botas del hombre que las pisa. Oigo la queja

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lastimera. Pasarán meses hasta que el colibrí regrese por el néctar de sus flores

preferidas.

Preparo el almuerzo. Nada de zapallitos, ni berenjenas, ni tomates que están caros.

Descarto las harinas, prohibidas por el precio. Cocinar, un dilema.

Me taladra el tac-tac de la tijera pequeña y afilada. De afuera hacia adentro el

jardinero mutila el jazmín del aire. Ve el sol la pared que cubría, ennegrecida por el paso

de los años.

El tac-tac se repite. Abre mi piel, separa ligamentos, avanza hasta encontrar el rincón

escondido. Rincón que oscurecieron los sueños hechos humo y el humo denso de las

vidas segadas a destiempo. Rincón que acumula restos de proyectos derrumbados, donde

guardo los secretos con candado y dos vueltas de llave.

Como el jazmín podado mantengo el tronco erguido, los pies hundidos en la tierra, los

brazos encadenados a las rejas, la mente en vuelo. Renacerá el jardín en primavera. La

cascada de estrellitas fragantes tapará el muro enmohecido.

Suturo heridas. Si entre las piedras brotan plantas y florecen los cactus, bien puede

llenarse de violetas mi rincón oculto y sombrío.

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Un cuento otoñal

Angélica Larrea

Sentada frente a la pantalla en blanco, ella piensa en escribir un cuento.

Para eso arma una escenografía en la que no falta la taza con café oscuro, la

mascota blanca y el nuevo habitante de la casa: Rocamadour.

Rocamadour está donde no debería para agrado de la mascota. Le bloquea el

paso, entonces, se hace un ovillo en la silla pegada a ella y simula dormir, de

costado, para no mirarlo. Todo está bien. Hay paz. Entonces ella recuerda la

imagen congelada de Liv Ullmann frente a una mesa colmada de fotografías, con

su sonrisa de Gioconda y regresa a las notas de Sarabande. Después se ve

corriendo bajo la noche blanca al alcance de lo primero que pase y no por la

insignificante llovizna, sino consciente de sus pantalones joggins con enormes

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rodilleras y el piloto de un lamentable azul añil que le llega casi hasta los pies.

Ahora divertida evoca la escapada y vuelve a la memoria un timbre en esa tarde

de domingo de principios de mayo y una presencia a la que mira de frente por

primera vez –aunque había sido la segunda–, y las originales imágenes de una

villa con un perro dibujado en el piso. Mas tarde, la mirada de un idealista con la

boca de un maorí que emprende la gran utopía de rescatar tres rollos y baila en

Sarajevo y un tango triste, y un bosnio-gitano y el Caravansari de Kitaro. La tibieza

con Elgar...

Después llegaron los Dogmas, con la grandiosidad de un arte sencillo. Alguien

abrió corazones, para que pudieran entrar en ellos, pero que les costaba salir, y

una tarde de té, él habló de un director francés, de unas piernas largas

enfundadas en medias de seda negra, y ella no entendía porque todo eso estaba

dicho con la mirada azul puesta en un cuadro de la pared de enfrente. Cuando él

se iba, se sentaba en el mismo lugar y miraba el cuadro desde ese ángulo,

tratando de imaginar quién habitaría esa casa de campo pintada con colores

desteñidos, con un techo de chapa oxidado y una tranquera abierta que invitaba a

entrar sin pedir permiso o acaso solo buscaba protección en la sombra del árbol, o

acaso...

Otra tarde de imágenes, él habló de soledades, de angustias y de miedos, pero

a ella le costaba unir esas tímidas palabras frente al aluvión de sueños derramados

a través de Girondo y de Gelman: “...tócame la mejilla. Vamos, anda...”

Y después la camisa de Keitel, insólita, arrogante y un arca rusa, y los perros

de la calle y volaron con la más bella de las mariposas y soñaron con los

durazneros en flor y amaron el sabio de cien años más tres y se tomaron de la

mano para encontrar juntos el arco iris...

―Te voy a extrañar...

―Voy y vuelvo... Me traerán de vuelta los deseos que tengo de bailar en

Sarajevo…

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Algo comenzó a molestarle y viene del lado de Rocamadour. Lo mira, y ve entre

sorprendida y temerosa que se ha acercado, y estirando el cuello lee lo que ella

escribe, su voz suena con un graznido suave, tierno, como de piedritas que se

deslizaran por la garganta:

―¿Estás segura de lo que estás...?

―Rocamadour, no interfieras.

―Volvé a leerlo antes de...

―No te pedí consejos.

―Entonces, preguntale a tu mascota blanca, esa que no me mira, verás qué

opina...

―Ella opinará igual que yo.

―¿Cómo lo sabés?

―Porque ella ya conoció su ternura.

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Azúcar

Edith Michelotti

La niña miraba las escenas desde siempre. No las veía. Hasta el día que

comenzaron a llamarle la atención.

—Mamá, ¿qué hacen esas mujeres disfrazadas en la esquina de casa, son

de una comparsa? ¡No es carnaval!

La ingenuidad reflejada en el interrogante, daba clara cuenta de que sus

escasos años no eran suficientes para comprender que la sociedad la conforman

un abanico de personas que para sobrevivir hacen lo que pueden. Las mujeres

ataviadas de forma llamativa y los autos disminuyendo su velocidad para

acercárseles, entretejían un especial aspecto en ese espacio de la ciudad.

La madre, descuidada, no previó que la pregunta algún día le sería

formulada, y se sorprendió a sí misma sin respuestas.

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—Será mejor que vayas a la granja a comprar el azúcar que está faltando

para la mamadera de tu hermano —respondió.

—¿Cómo hago mamá? La abuela me dijo que no pase al lado de ellas, ¡Pero

yo quiero mirarlas! ¡Están tan bien pintadas! ¿Las viste? ¡Están geniales! ¡Las

polleras cortitas, ajustadas, tan llenas de brillitos! ¡Y los zapatos tan altos, qué

lindos! ¿Entonces qué hago, me cruzo de vereda como siempre, mamá?

Sin encontrar palabras, resolvió:

—Mejor dejá, voy yo, vos quedate a cuidar el nene.

En el trayecto reflexionó ¿Cómo le explico a mi nena la sexualidad? ¡Jamás le

hablé de eso y no voy a empezar contándole el puterío en las calles! ¡Ufa! ¡Los

padres modernos nos enfrentamos a situaciones muy difíciles! Cuando yo era chica

las calles se veían limpias. La culpa la tienen las autoridades, permitiendo que se

entremezclen en los barrios, zonas rojas de prostitución con familias como la mía,

tan bien conformada, tan decente, tan feliz. ¿Feliz? ¡Bah!, es una manera de decir,

feliz un poco, no sé. Mi marido tan parco, siempre inmerso en la lectura del diario,

viene cansado de su trabajo exigiendo que lo dejen en paz. No soporta el llanto

del nene. No nota que la nena crece, no colabora en su educación. ¿Acaso él le

contestaría semejante pregunta? La cosa es complicada. ¡Además este eterno

cansancio y esta abulia que me invaden! ¿Por qué será? Mi madre vieja, enferma,

cargosa. El bebé pequeño. ¡Sus eternos pañales, sus controles pediátricos! La

maestra de la nena requiriendo ayuda en las tareas escolares. La comida en

horarios perfectos. ¡Uf! ¡Qué agobio!

Se acercó a las mujeres “diferentes”. Las miró de reojo, apuró el paso. La

invadió la curiosidad.

Al fin y al cabo también son mujeres, —se dijo—. ¿Cómo será su

sexualidad? ¿Sentirán placer con hombres desconocidos, plagados quizás de

exigencias bochornosas? Debe ser terrible, asqueroso, antinatural. Bueno

pensándolo bien mi vida sexual tampoco es muy “natural”. Un encuentro obligado,

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al que si me atreviera diría siempre que no; rápido, sin seducción, seguido del

profundo sueño de mi esposo, solo interrumpido por la campanilla del despertador

anunciando un nuevo día tan exigido como el anterior. Ahora que lo recuerdo:

¡jamás me quité completamente el camisón para hacer el amor! ¿Para qué me lo

iba a sacar? ¡Todo se termina tan, pero tan rápido!

Miró a su alrededor, no encontraba la granja.

Inmersa en sus pensamientos había pasado por la puerta sin verla.

Regresó sobre sus pasos sin comprender por qué la invadía esa angustiosa

sensación de vacío.

Con el paquete de azúcar colgando del brazo, volvió a observarlas.

¡Si pudiera hablar con ellas! ¡Les preguntaría tantas cosas! ¿Es lindo hacer

el amor? ¿Es cierto que se puede estar ¡dos horas! jugando con diferentes partes

del cuerpo, acariciando cada zona sin límites? ¿Se excitan? ¿Tienen orgasmo? ¿Los

hombres se vuelven relocos de sexo, suspiran como en las películas? ¿Usan ropa

interior especial, a los hombres les gusta mirarlas? ¿Se desnudan? ¿Hacen cosas

obscenas? ¿Cuánto ganan? ¿Gimen de placer? ¿Gozan, gozan?

Miró a ambos lados de la calle. Se sonrojó como si alguien estuviera leyendo

sus pensamientos.

Nuevamente apuró el paso, el bebé reclamaría el preciado alimento.

No vio la baldosa levantada.

Cuando su cuerpo cayó sobre el paquete desparramando los granos más

pequeños por todos lados, las lágrimas humedecieron su rostro y su cuerpo se

contorsionó en un llanto desgarrado.

Secándose, tratando de recomponerse, se consoló pensando:

No es para tanto. ¡Soy una exagerada! ¡Sólo se trata de un poco de azúcar!

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A solas

Graciela Mitre

Salvador Dalí, La muchacha de la ventana, óleo sobre cartón piedra, 1925.

Yo hablo sola. Siempre hablé sola. Me asustaba de mí cuando escuchaba decir

que los locos hablan solos. Por eso nunca dije nada, ni hoy. Todo empezó cuando

no podía dormirme y mi madre me decía: rezá. Entonces imaginé que mis

palabras no quedaban suspendidas en el aire como los plumerillos que largan los

árboles, sino que disponían de antemano un lugar con una oreja enorme

receptora de palabras.

No en vano suceden las cosas, ahora me doy cuenta, si no me hubiese

ejercitado, todo resultaría imposible para mí.

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Al principio y siendo más grande era especie de murmullo pero con el tiempo

aparecieron palabras, se fueron formando entrelazándose unas con otras

dialogando conmigo y entre ellas mismas, opinando a toda hora, preguntando

tortuosamente la mayoría de las veces. Hoy aun es así.

Yo no era sola, me hice o me hicieron, sin embargo y aunque no lo parezca, a

esta posibilidad le debo casi la existencia. Parece una exageración pero no lo es.

Yo estuve debajo de las sábanas rosadas, de una frazada a cuadrille, del

cubrecama Dior blanco, acurrucada y hablándome sin parar. Estuve donde la luz se

apagaba y se prendía cada noche, todas las noches, rompiendo los sueños. Porque

los sueños también se rompen, se los deshace, aunque no lo parezca y crea que es

posible tenerlos a la noche siguiente otra vez, con sólo cerrar los ojos y apoyar la

cabeza en la almohada.

Estuve en la profundidad del descanso y en la insistencia de la mano que no

espera, sino que arremete y muerde. Ahora estoy aquí, sola y atenta al timbre.

Anoche precisamente cuando se acabó la luz, si no hubiese sido por la charla

conmigo la oscuridad tal vez me habría asfixiado. La oscuridad es terrible cuando

se dispara. Un sólo bocado y se lo traga todo. Pero yo braceo y braceo en la

penumbra y de alguna manera salgo. Apenas una vela temblorosa alumbrando el

plato de comida, el vaso de agua, mis dedos transparentes sobre el mantel

rompiendo el pan, susurrando no más allá de la boca, palabras que no volverán a

venir.

Pero al llegar la mañana abro los ojos, salgo a la calle y puedo ver el mundo

en su natural fluir y a tantas personas hablando entre sí y así estar sanos, como mi

compañera de oficina que nunca se detiene, que pregunta cómo estoy para contar

cómo está ella, pisando desprolijamente mis pocas palabras.

Cada uno se mantiene sano como puede repito a modo de consuelo mientras

miro la gente. Son esos momentos en los que me siento como una figura

recortada del cuadro, sin un espacio dónde encajar.

Posiblemente lo mío no sea una realidad sino un sueño roto y no lo sepa. Todo

puede ser una miseria al fin, como cuando tomo la aguja a crochet y después de

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armar cadenas tras cadenas no me queda en las manos otra cosa que un trapo de

hilo con muchos agujeros sin forma ni sentido.

Algo para la nada, como mi charla enhebrando palabras que no valen la pena,

cosas sin importancia, fatuas, distrayendo el silencio obsceno de noches a solas y

sin luz.

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El presunto robo

Silvia Ana Pavía

Todo había sido planeado cuidadosamente. Día y hora. Trabajaron la noche entera,

después de mil conversaciones y arreglos con los contactos seleccionados con una

meticulosidad merecedora de mejores fines.

En la camioneta camuflada habían instalado máquinas de cortar vidrio, sopapas,

inhibidores de frecuencia, taladros, amoladoras. Eran súper profesionales. La caja fuerte

era tan gruesa que usaron seis ruedas que dejaron tiradas. ¡Al fin! Después de tres horas

de arduo trabajo dentro de aquel sótano a toda prueba, el círculo que habían hecho cedió.

¡Medio millón de dólares! No estaba mal para una noche, pero esperaban más.

Rebuscaron pero sólo había cheques, cheques y más cheques. Arrasaron con todo. Tal vez

podrían negociarlos con tan buenos contactos. Volvieron a instalar la alarma y salieron en

medio de la noche oscura, en busca de la camioneta, que arrancó a toda velocidad. Sólo

algunos perros no paraban de ladrar.

A la mañana temprano, el gerente de la mutual fue despertado de su apacible sueño

por su celular, que no dejaba de sonar.

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―¡Hola! –atendió de mal humor. A esa hora, el llamado no podía significar otra cosa

que problemas. El guardia nocturno, tartamudeando, le informó lo ocurrido.

–¡Mierda!

Cuando llegó, la policía lo estaba esperando. El guardia le informó que sólo había

mirado, sin entrar, para no contaminar la escena del crimen, según le explicó

ceremoniosamente.

González, el jefe de policía, no parecía preocupado por ese asunto. Entró como un

elefante, blandiendo los brazos, consternado.

―¡Qué trabajo! –murmuró, mirando las seis ruedas tiradas e inutilizadas, el polvo, el

boquete, el desorden.

―¡Espere! –dijo Fernández, el jefe de la policía científica –Voy a tomar huellas.

Gonzalez se echó a reír.

―¡No sirve para nada! ¿O querés jugar al Sherlock?

El sumariante, en tanto, sentado ante un escritorio, detrás de las rejas, redactaba el

informe: “En el día de la fecha, en la comuna de Flores, provincia de Santa Fe,

habiéndonos constituido en la Mutual de Seguros Generales de la mencionada,

encontramos la caja fuerte violentada y seis ruedas de amoladora. Según el gerente

general de la Mutual, Sr. Pedro Almafuerte, DNI…, faltan aproximadamente quinientos mil

dólares en efectivo y una cantidad a precisar de cheques, por lo que se trataría de un

presunto robo”.

―¿Cómo presunto? ¿Qué es lo que necesita para hacer la denuncia de robo? –

preguntó fuera de sí Almafuerte.

―Pedro, comprendo tu malestar, pero no podemos calificarlo de robo hasta tener

todas las pruebas.

―¿Pruebas? ¡Me estás tomando el pelo! ¡Yo mismo voy a hacer la denuncia!

―Bueno, puedo darte una constancia…

Almafuerte se fue con su malestar, a hacer personalmente la denuncia en la

comisaría.

―Ya la hicieron, Pedro. Aquí tenés –el subcomisario Rodríguez le mostró un papel,

firmado por el comisario, enviado por fax.

―¡Yo quiero hacer otra! ¡”Presunto robo”, las pelotas!

―Bueno, lo que podés hacer es una ampliación de denuncia explicando…

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Almafuerte amplió la denuncia dando miles de explicaciones. Lo que no sabía era que

el gobierno había dado instrucciones para que no se publicaran, en lo posible, todos los

robos. Lo que no se sabe, no preocupa. La loable intención era que los ciudadanos

pudieran seguir teniendo una vida feliz y tranquila. ¿Por qué arruinarles la vida con robos

molestos e inoportunos cuando podían disfrutarla a pleno, hasta las elecciones? No había

que estimular esa tendencia de los votantes a una desconfianza perversa hacia todos los

candidatos.

Cuando volvió a la Mutual lo esperaba un enjambre de periodistas a quienes les contó

sobre el “presunto robo”. Ya había oído tanto esa palabra que empezaba a sonar como

cierta. Tal vez él estaba loco y no los demás. De todos modos, ya no quiso hablar de cifras

ni de cheques. Con la cabeza más fría, se dio cuenta de que publicar todo podía

convertirse en un boomerang.

Los vecinos interrogados tampoco querían hablar de robo. Según ellos, sólo habían

escuchado a los perros. Y ya se sabe, ladran por cualquier cosa.

También interrogaron al intendente, pidiéndole su parecer. Lúcido y sin tapujos, habló

de robo y de amoladoras y sopapas. Almafuerte lo llamó por teléfono, presurosamente.

Que por favor, no hiciera más hincapié en el tema. ¿Acaso quería arruinarlos? ¿Quién

pondría los ahorros en una mutual cuya caja fuerte y alarmas habían sido violentadas y

anuladas?

¿Echarle la culpa a la policía por connivencia con los ladrones? ¿Se había vuelto loco

suicida?

Pero, en este caso, la historia del presunto robo tuvo un final feliz para todos. El

comisario se compró un auto nuevo. El subcomisario arregló su casa, que mucha falta le

hacía. El jefe de la policía científica le pagó la universidad a su hija. Los ladrones se

fugaron al Caribe. Y los socios de la Mutual se ganaron un lugar en el Cielo por haber

hecho el bien a tanta gente.

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Huellas en el camino

Natalia Ponce de León

Laetoli footprints, fuente: http://abhsscience.wikispaces.com/Mary+Leakey

A veces los límites de la realidad se desdibujan.

Lo cierto es que no queda casi agua, es urgente ir por ella. Todos la necesitamos,

pero los pequeños más que nosotros. No podemos esperar ya, aun cuando el

volcán no cesa de lanzar ceniza, debemos emprender la caminata y tratar de llegar

al pozo antes que se haga la noche. Levanto al bebé y lo coloco sobre mi cintura

hacia el costado derecho. Siento que enseguida presiona mi cuerpo enlazándose

con las piernas, él ya está acostumbrado a esa posición cuando caminamos, se

siente muy seguro así y protegido también.

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Mi niña busca la mano del padre y lo sigue casi pisando sus huellas. Yo marcho a

su lado, pero sin adelantarlo jamás, es por la amenaza ante los ataques de las

fieras. Dejamos el bosque y nuestro cielo protector: los árboles. Decir llanura es

decir peligro, estamos preparados, las armas las lleva él, palos y piedras. En la

emergencia, la niña y yo corremos hacia algún árbol cercano, si lo hay, trepamos

rápido, es difícil para mí con el nene a cuestas. Es más seguro buscar el agua, no

son muchos los animales que se arriesgan a entrar en ella.

Falta mucho todavía, pero no queremos detenernos para comer, lo hacemos

mientras seguimos nuestra marcha, tenemos frutos de estación, algunas bayas y

raíces. Mi hijo se prende a la teta y luego satisfecho dormita.

Al atardecer divisamos el volcán y la ceniza que apaga el sol, el horizonte aparece

rayado en naranja y gris, parece que pronto puede llover, deseamos que así sea

para encontrar el pozo lleno. Esta parte del camino está cubierta de ceniza,

húmeda, casi fangosa. Nos detenemos a mirar nuestras huellas, muy marcadas

aquí. Se ven extrañas, las de mi hija, tan pequeñas, muchas se superponen a las

de su padre. Las más profundas, casi esculpidas, son las mías, claro, me doy

cuenta de que se debe al peso que llevo, mi hijo crece y pesa mucho ahora.

Llegamos al pozo, lo encontramos lleno, cargamos los recipientes y repartimos

nuestra riqueza entre todos. Es ya de noche, decidimos quedarnos y partir a la

mañana con la luz del sol, evitando el riesgo que acecha siempre, los

depredadores, son más fuertes que nosotros, debemos evitarlos. Encontramos el

árbol amigo, trepamos muy alto, tomamos en brazos a los niños que dormirán

seguros y nosotros velamos por turnos. Nuestros cuerpos incrustados en las

ramas, con un sueño intranquilo, escuchando los ruidos y con el terror constante

de caer.

A veces quedamos atrapados en las fronteras de lo vivido y lo soñado.

No sé si tuve mucha sed y por eso lo soñé, o si tal vez fue el sueño lo que provocó

mi sed. No importa ya, esta noche al ver mis huellas en el camino, supe para

siempre quién soy yo y de dónde vengo. Me reconocí y a ellos también.

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Fue hace mucho tiempo, casi cuatro millones de años, en África, continente

madre de todos los seres humanos nacidos y por nacer.

A veces formamos parte del espejismo.

Recorrí los caminos necesarios para estar hoy aquí, aprendí tantas cosas, y me

equivoqué en muchas otras. Velé el sueño de los que amaba. Sufrí y gocé por

ellos. Todo fue muy difícil y hermoso a la vez, elegí un sendero y unas señas que

sin duda me trajeron hasta aquí.

Las pruebas están allí, en las huellas de aquella mi primera familia, buscando el

agua en Laetoli.

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Un ladrón en desgracia

Jorge Pozzi

Justo cuando estaba por partir le avisaron de Buenos Aires que la entrevista

con el ministro se había postergado.

Se guardó toda la bronca. Había tenido que posponer reuniones importantes,

cancelar citas, y alterar todo un día de trabajo en su oficina para poder asistir a

una reunión pactada a los apurones.

Volvió a la empresa, arregló como pudo los problemas originados por su

imprevisto viaje y, cuando logró encaminar las cosas suspiró con alivio: había

podido solucionar parte del enorme lío que su inesperada ausencia había

originado.

¡Qué día había tenido! Lo único bueno era que podría volver a su casa en la

misma tarde y no a la madrugada siguiente como hubiera sido de haberse

realizado la reunión con el ministro.

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Cuando llegó oyó gritos y gemidos que provenían del interior de la vivienda y

reconoció la voz de su esposa. Puso la llave en la cerradura pero no pudo abrir: la

puerta estaba trabada por dentro. Golpeó con los puños y llamó a su mujer. Los

gritos adentro cesaron pero nadie abrió la puerta. En su desesperación discó el

número de su casa pero el teléfono daba ocupado. A través de una ventana le

pareció ver la sombra de un hombre en el interior.

Temiendo lo peor se decidió a llamar al 911. Le contestaron que un par de

patrulleros irían de inmediato.

No terminó de cortar que los patrulleros ya estaban allí. Quedó admirado de la

eficiencia de la policía. Pensó en lo injusto que había sido las muchas veces en

que se desataba en críticas contra la actuación de la autoridad.

Los cuatro vigilantes, arma en mano, forzaron la puerta y al poco rato salieron

llevando a los empujones a un hombre con las manos esposadas, al que le habían

cubierto la cabeza con una campera. Lo metieron dentro de uno de los

automóviles y antes de irse le dijeron al dueño de casa que el tipo había entrado a

robar, que su mujer estaba bien y que fuera a consolarla por el mal momento

pasado. Y que más tarde se presentara para hacer la denuncia.

Unas pocas cuadras más allá le sacaron al delincuente las esposas y le

descubrieron la cabeza

Al día siguiente los periodistas de la Sección Policiales de un diario

comentaban extrañados lo ocurrido en una comisaría. Había llegado un patrullero

con un delincuente detenido. Cuando todos se bajaron el malviviente comenzó a

dar órdenes y se observó que todos los agentes presentes lo obedecían

respetuosamente.

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Regreso

Graciela Querzola

En la tranquila noche pueblerina el andén de la estación se encontraba vacío.

No era de extrañar, porque en su mayoría dejaron de tener utilidad cuando los

trenes desaparecieron del paisaje urbano.

Sin embargo, las luces encendidas indicaban que algo pasaba porque podían

verse mesas con una formación de copas en perfecta alineación sobre blancos

manteles.

Como todo predio de iguales características tenía un jardín que formaba el

sendero por donde los pasajeros solían acortar camino hacia la salida y en ese

espacio había ahora instrumentos musicales, indicio de alguna reunión que se

avecinaba.

El sonido de voces en el interior y el ajetreo de siluetas a contraluz contrastando

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con la soledad del andén, presagiaban un movimiento diferente a lo habitual en la

noche del sábado. No era para menos ya que esos lugares otrora abandonados y

derruidos servían ahora de espacios creativos para diferentes actividades como en

el caso que se relata.

Ese día hubo una jornada de encuentro provincial de referentes culturales

seguida de un agasajo a los participantes y a las autoridades presentes. De a poco

fueron llegando figuras desconocidas para los lugareños, que se encontraban y

desencontraban, agrupándose de acuerdo a sus intereses y amistades.

El bullicio llenó los espacios que el olvido había vaciado y en todos los grupos se

comentó lo acertado de esa nueva vida que iban teniendo las estaciones. Cada uno

buscó en el fondo de sus recuerdos episodios vividos en los trenes, la

adolescencia en la escuela secundaria de la cercana ciudad a la que llegaban

diariamente en ese transporte, el regreso de los bailes estudiantiles, las barras de

amigos agrupados conforme la escuela a la que concurrían, y toda la algarabía de

los encuentros antes de partir a sus obligaciones. Los memoriosos hablaban de la

importancia económica que había significado el ferrocarril: la mayoría de las

localidades que representaban, le debían su nacimiento.

Entre copas y bocaditos se desgranaban las anécdotas que llegaban a oídos de

unos o partían de boca de otros. Los presentes se hablaban sin escucharse,

porque todos tenían algo que contar de esa época. En tanto las bandejas iban

quedando vacías y sólo se recuperaba alguna que otra copa llena, los músicos

hacían sonar sus instrumentos hasta que los ritmos bailables de los ochenta,

mezclados con cumbias actuales, convirtieron el andén en una inmensa pista en la

que los bailarines, en su mayoría mujeres, mostraban que el paso del tiempo no

había hecho estrago en su vitalidad; los movimientos y la algarabía reinante

sorprendió a las autoridades presentes.

En lo más desenfrenado del baile se fue acercando una luz en tanto se oyó un

silbato agudo y penetrante sobrepasando los acordes musicales que callaron

inmediatamente y sorprendió a los concurrentes interrumpiendo sus contorneos.

El asombro se dibujó en todos los rostros y cientos de ojos quedaron pendientes

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del andar de esa máquina que, arrastrando un carguero, regresaba del pasado.

Cuando la culebra mecánica se fue alejando en medio de un profundo silencio,

los asistentes se dispersaron lentamente del lugar acompañados por los fantasmas

que el paso del tren había resucitado.

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Cielo de ceiba

Javier Vilas

Pa, ¿vamos a jugar a la pelota con los chicos?

Hicimos la cancha con arcos de postes de luz, arboles y buzos sin transpirar.

Con un arco iris de silos como popular y en la platea preferencial, el Paraná. Las

pastas de los domingos, las cervezas con amigos, el trabajo de 6 a 18 y el deporte

de casi nunca, le pegaron duro a mis pantorrillas y me dejaron tendido en el

césped mientras los pibes buscaban la pelota entre los matorrales de la barranca.

Solo cielo y una frondosa ceiba en flor.

Las nubes gambetean los puntos rojos que la primavera revienta

y pasan huérfanas del ruido citadino.

La respiración se aquieta y el mundo gira a mi espalda.

Las estrellas comienzan a ocupar los lugares dejados por las flores del ceibo.

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Las hojas caen y me tapan. De la noche solo se siente el frio

y la luz se filtra con destellos tímidos. Llueve.

Las gotas mojan mi cara atravesando un laberinto seco de hojas que se pudren

y se hunden en mis huesos con gusanos.

Las raíces del ceibo me contienen. Latidos de savia arrullan mi sueño.

Voces ancestrales que hablan de derrotas.

Transpira la tierra y me elevo en lluvia fantasmal para hundirme nuevamente

en tus misterios, antiguos y quietos.

Te penetro como en los inicios. Las rocas me rompen en infinitas partículas que

expanden se

y vuelven a reventar como espermatozoides estelares.

Te anido y me contienes disperso. Ríos de lava me acercan a tu centro exacto,

perfecto, profundo, lejano y final.

Mientras tanto, mi hijo sigue jugando a la pelota con sus amigos.

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Maria Emilia Zalba

El oyente

Para la mesa de los

antigalanes de los lunes.

―Dígame don Roberto, usté que es letrao… ¿qué hace toda esta gente acá reunida?

―¿Todavía no se dio cuenta, Don Inodoro? Es un taller literario.

―Sabía de talleres mecánicos, pero no creí que los libros necesitaran cambio de aceite.

―¡Qué está diciendo, Inodoro! Acá vienen a leer y comentan las cosas que escriben.

―La Eulogia se la pasa comentando y chimentando todo el día, quizá se convierta en

escritora famosa.

―Acá, Don Inodoro, acá hay belleza.

―Sonamos, Roberto, se terminó la carrera de la Eulogia. Ella es bien fulera.

―Belleza en las palabras, los escritos, las comparaciones, las metáforas.

―¡Y eso que las comparaciones son odiosas! A mí no me venga con malas palabras, que

por más que todos lo aplaudieron por su discurso, hay que ser educao…

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―¿Qué mala palabra?

―Metáfora.

―Pero Don Inodoro, una metáfora, es una figura consistente en usar una palabra o frase

por otra.

―No aclare que oscurece, Don Roberto. Aunque, ahora entiendo todo: cuando le piden al

mozo una lágrima y un cortado, yo siempre espero que vuelva llorando, con un acuchillao

al hombro, pero no. ¡Mire que son complicados! Pensándolo bien, prefiero que la Eulogia

siga siendo fulera, así cuando le pido empanadas, me trae empanadas.

―Déjese de decir pavadas y páseme un mate calentito. Además, de tanto hablar, hoy no

me dejó escuchar nada.

―Está leyendo la Candelaria.

―Candela, Don Inodoro, Candela.

―Lo que es la vagancia de la juventú, se acortan hasta el nombre.

―Shhh, que es un poema.

―Yo una vez escribí un poema…

―¿En serio? A ver, recite

―‘Aquí me pongo al cantar, al compás de la viruela’.

―Vihuela, don Inodoro, vihuela. Esos son los versos del Martín Fierro.

―Ese Martín anda siempre calzao, seguro está engayolao, así que yo me adueñé de su

poema.

―Eso se llama plagio. Usted está plagiando el poema de Hernández.

―¿Hernández o Martín? Mire que es complicada la literatura. Poemas, poemas son las

empanadas de la Eulogia. ¿No siente el olorcito? Ya es casi hora de cenar.

―Si, si, ya se hizo tarde, ya se están yendo y no me dejó escuchar nada.

―No se preocupe, fíjese el Mendieta, olfateando los papeles que se cayeron debajo de la

mesa. Venga acá Mendieta, ilústrenos. Díganos algunas palabras alusivas.

―Que lo parió…

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ÓPERA PRIMA

Coordinadora: Marta Ortiz

Blog del taller: “La trama textual de Ópera Prima”

Enlace: http://latramatextualdeoperaprima.blogspot.com.ar/

e-mail: [email protected]

TE: 341-4480750/ Rosario (Santa Fe), Argentina


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