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San Juana

Date post: 26-May-2015
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Libro de Anabella G. otra lectura. Demasiados Secretos.
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MARTIRIO DEL MULATO BERNARDO

Nueva Guatemala de la Asunción, 1812

El cuerpo ensangrentado de Sanjuana levitaba idido sobre el camastrón de mezcla. Convul->a de dolor arqueando la cabeza hacia la espal-üentras su rostro iluminado parecía cargar des-lentro una vela aliada con la magia. Su boca lidratada emanaba jadeos incongruentes que de->n en el viento un olor tan fuerte a jazmín, que para soportarlo había que cubrirse la nariz.

El corredor estaba salpicado por candelas des-perdigadas al azar. El arzobispo, Ilustrísimo Cornelio Santacruz, perseguido por los pasos inseguros del mfesor, padre Bartolo Tirado, recién entraba por la puerta principal del convento. Esta vez no pasó al despacho de la priora, tampoco saludó; no puso su anillo pastoral en los labios de una fila de religiosas, ni ofreció la bendición. Mucho menos se tomó la molestia de disminuir el ritmo al pasar frente a las más de veinte jaulas que custodiaban uno de tantos pasadizos de aquel laberíntico lugar que subsistía a cuadras de la plaza central.

El convento carmelita, asentado en la calle del Carmen, era de constitución austera, con paredes menos anchas que las acostumbradas durante la co-lonia en decadencia. Las celdas conducían a tres mo-destos patios centrales con seis pilares cada uno y al-

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gunos macetones con escuálidos geranios. Las del primer patio gozaban de privilegios para las monjas de familias que donaban suculentas propinas. Tenían una pequeña habitación contigua que albergaba al personal de su servicio y contaban con aguamanil, espejo, lupa, Biblia, mesita de noche, almohada y candil. Además, algunos recovecos destinados a esconder objetos prohibidos por la congregación. Las del patio central eran más austeras: alojaban una cómoda sin espejo, y la habitación contigua para una novicia puesta al servicio de la pudiente ocupante. Las últimas no tenían más que un camastrón de mezcla y el crucifijo, lo único que no discriminaba, porque era igual para todas. Los corredores eran el lugar de recreo para las religiosas; ahí caminaban sumidas en su aletargada devoción a primera hora de la ma-ñana y última de la tarde. Aparte de los pájaros traí-dos de extrañas regiones de un continente selvático en apogeo, no había otra cosa que les recordara a las religiosas que aún existían los colores. Eso sin contar a Hermano, un perro callejero café canela que se había regalado por su propia providencia para compartir el eterno retiro de la salvación. A un costado de los patios estaba la pequeña iglesia de una nave, con un coro alto, otro bajo, el erguido campanario con campana de corona tallada, y lo indispensable para oficiar todo tipo de eventos apostólicos. Debajo de la cúpula blanqueada, un órgano con el infeliz defecto del desacorde; el arpa de una monja albina a cuyo son las hermanas asentaban la punta de los pies en el Paraíso, y una gran figura del Cristo Crucificado con muchas bandejas de cobre y recipientes para recibir las veladoras en nombre de los dolientes de la ciu-

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dad. En la parte trasera estaba el huerto con siembras variadas de hierbas y verduras, perales que nunca dieron fruto, palos de durazno, de membrillo, de guayaba y un poblado aguacatal que, desdichadamente, nació torcido. A su costado se levantaba una celda llamada "la cárcel", y contiguo, la bodega de los alimentos con puertas de dos manos y un corral que albergaba gallinas, una alfombra de pequeños pollos moribundos, chompipes, cerdos y una vaca. Esa celda se había destinado a las monjas que frecuentemente perdían la razón y entraban en tal furia que había que apartarlas de las demás y refundirlas en un destierro permanente. Había sido diseñada para una desquiciada de abolengo que jamás la estrenó, porque a última hora optó por la fuga luego de haber emprendido una guerra campal contra sus custodias. Era de adobe medio estucado y masticado por la hiedra, con cuatro tirantes labrados y los demás de maderas de algarrobo. Techo de caña y paja con una ventana con balaustres de palo torneado. Lugar perfecto para albergar a las pulgas más panzonas del continente. Por el techo se filtraban flacos hilos de luz fresca, que en más de alguna oportunidad causaron confusión por su asombroso parecido con el Es-píritu Santo.

Por último, al lado de la pila grande, estaba es-condido el contraído edificio del noviciado, junto al cementerio, desde donde se escuchaba, fuera día o fuera noche, a alguna jovencita llorar de nostalgia. La cocina contaba con lo elemental. Sus ollas, resguardadas por las monjas mellizas, siempre hervían sobre enormes fogones donde calentaban agua para el baño de la priora. El convento tenía una sola puerta de en-

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trada en donde desembocaba el barrio San Sebastián, aunque en los muros traseros, que colindaban con el Sagrario, había dos puertas pequeñas de reja clausuradas con más de siete cuñas y candados, por donde nadie podía entrar, mucho menos salir. Según la priora, ni un sollozo pasaba por ahí. En cada esquina aparecía la imagen de la Virgen del Carmen, veinte en total, con los pies cundidos de veladoras y luego, desperdigados en pequeños altares y nichos como mordidas en la pared, diversidad de santos, para que las monjas jamás se olvidaran de la verdadera razón que las había sepultado en el retraimiento: servir a Dios con sus oraciones para salvar a la humanidad.

Había un solo baño con una tina de metal os-curo, dos letrinas y un aguamanil, pues cada religiosa contaba con su bacinica personal con tapadera in-cluida. El comedor tenía una mesa de cinco metros de largo con sillas de palo. En ese lugar se reunían no únicamente para comer, sino para conversar sobre asuntos internos del convento.

La priora conservaba en su oficina personal, un buzón de correo y un candelabro enorme con minúsculas lágrimas de cristal. La imagen de La Pasión a sus espaldas era tan real que si se le miraba deteni-damente daban ganas de llorar.

Si algo llamaba la atención de aquel recinto santo era su pulcritud, ni las sombras se reflejaban en los pisos confundidos con espejos de tan brillantes que lucían y hasta un suspiro era capaz de ofender al silencio.

La hermana portera persiguió al arzobispo apresurado; sus pasos de pierna corta no se daban abasto y el hábito se enredaba en sus rodillas haciendo sonar el puño de llaves que colgaban de la cinta.

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No hablaron palabra, porque sabían muy bien a qué iban y hacia dónde. Además, ella no tenía permiso para iniciar conversación a no ser que se le solicitara. Se les notaba desorientados por el desasosiego.

El arzobispo se paró firme antes de entrar en la celda, contuvo la respiración y abrió lentamente la reja. El ensayo del coro enclenque se escuchaba a lo lejos tratando de rimar con el órgano desafinado, como si los ángeles desganados acompañaran sus voces sin fe ni entusiasmo. Al unísono, los murmullos de las monjas curiosas delataban su secreta presencia en el callejón oscuro que conducía a la puerta definitiva: a la celda de sor Sanjuana de Córdoba.

Cerraron la reja y se encontraron a solas con ella. El padre Bartolo se quedó en una esquina de la celda contemplando la figura de la monja detrás de una cortina de gasa que traslucía sus tormentos. No tenía toca ni velo puestos y el hábito desgarrado yacía sobre una silla desvencijada. La cubría un largo camisón de manta que se pegaba en algunas partes de su cuerpo desnutrido dándole un aura de clemencia. Las heridas brotaban sangre espesa que goteaba sobre las sábanas cambiadas por tercera vez durante el día, formando pequeños charcos que no terminaban de coagular.

—¡Sanjuana! —gritó el confesor Bartolo des-de su esquina, para traerla de nuevo al mundo—: ¡usted no puede continuar así! Dicen que no ha probado alimento en días.

—Es por mandato de los ángeles —respondió felizmente mientras aterrizaba su cuerpo sobre la cama y se aferraba a la sábana para no volver a levitar.

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Luego, menos sofocada, colocó los dedos con-traídos a un costado de su cuerpo.

—Bien, expliqúese mejor —dijo el arzobispo, conmovido por aquel cuadro sobrenatural que jamás había presenciado durante su vida de misterios y turbulencias.

Sanjuana retomó la rigidez de sus piernas y re-costando su cabeza sobre la mejilla, se deslizó para besar el anillo pastoral del arzobispo. Trató de distin-guir quién más invadía el placer de su delirio en me-dio de una penumbra viscosa, y al ver que únicamente ellos la presenciaban, tomó aire con un pitillo que lloraba en sus pulmones.

—El Señor me dio ímpetus grandes para ha-cer algo por su amor —dijo con un jadeo quedo que confirmaba el estado calamitoso de su cuerpo—, así me determiné mantener una disciplina en desagravio de las ofensas que recibe Jesús en la misma noche de su pasión. La misma prelada me puso unos petates para no manchar de nuevo la celda a donde acudo.

Detuvo el aliento. Su cuerpo se retorció a tal extremo que se enredó con la cortina arrancándola con algunas migas de techo. El confesor intentó cubrirla porque ya el camisón estaba teñido por la transparencia del sudor. El arzobispo volteó el rostro dramáticamente, mientras el confesor se encaramaba sobre una mesa para amarrar de nuevo la cortina a una viga apelillada. Sin percatarse de lo sucedido, Sanjuana continuó su confesión:

—Como a las nueve de la noche me encerré con pasador y comencé la disciplina que duró dos horas. Allí fui regalada con indecible consuelo, pues

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no veía en la habitación otra cosa que a mi buen Je-sús. Y tenía que acompañarlo en su padecer, ¿no lo hubieran hecho ustedes? —preguntó intentando le-vantar el cuello para enfrentarlos—. Al presenciar la prelada cómo quedó el aposento, me puso un castigo muy penoso: quitarme las disciplinas y comer carne durante tres días. Eso me hizo mucho daño y caí en cama —terminó diciendo con tristeza.

—No puede seguir castigándose así —inte-rrumpió de nuevo el confesor—, ya hemos hablado en repetidas ocasiones que para alcanzar el cielo bas-ta con la oración.

No hubo más diálogo. Los ojos blanqueados de Sanjuana desvirtuaron de nuevo el volumen de sus palabras dejando atrás cualquier asunto que la mantuviera de este lado del mundo. El arzobispo salió apresurado seguido del confesor. La oscuridad era cada vez más molesta, y al toparse cara a cara con sor Clemencia Barrutia, la custodia de Sanjuana, le dio la orden de no moverse de los pies de la extática e impedir que alguien entrara sin su autori-zación.

Recorrió el convento a pasos agigantados hasta llegar al despacho de la superiora. Antes de que pasara la ráfaga de tan imponente autoridad, las her-manas escondieron sus rostros cerrando las rejas de sus celdas y se hincaron angustiadas a rezar, porque aquello más bien parecía un batallón de cien hom-bres invadiendo los pasillos. Hermano se enredó en-tre su sotana y divulgó un estridente ladrido por el recinto. Al entrar bruscamente al despacho, ahí lo es-peraba la priora con unos papeles en la mano.

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—Sus purificaciones son terribles, su Ilustrísima —dijo sin siquiera dar la vuelta para encararlo, mien-tras seguía el guión de sus apuntes—, pero la historia de sus laceraciones, ayunos y vigilias, cilicios, cadenas de hierro, de sus disciplinas y del pobre vestido que envuelve su cuerpo exánime a causa de la enfermedad, es una realidad —concluyó con pesadumbre—. Yo sé que el señor Armindo Hernández es un médico de renombre, jamás pondría en duda sus diagnósticos, también sé que las enfermedades pueden acumular el dolor del cuerpo humano; pero me sorprende, si usted me lo permite decir, el valor con que Sanjuana lo soporta.

Ante el silencio, la priora tomó un membrillo recién cortado del último árbol del huerto mientras hablaba viendo distraída una basurita en el piso. Con una navaja rebanó dos trozos y los ofreció al arzobispo y al confesor. Después de tragar intempestivamente contrayendo las papilas, la superiora tomó valor para continuar con su denuncia:

—Si le quito una disciplina, la suple con abro-jos de la huerta, si le quito los abrojos, busca los cla-vos y los coloca en las extremidades de los cordeles, y, según ella misma lo declara, la ayudan los ángeles a torcer y asegurar los clavos.

—¡Basta! —dijo el arzobispo sin ánimo de se-guir escuchando—, sólo déme la carta.

La prelada recogió la miga del piso e hizo una mueca de desagrado que él distinguió claramente aunque le estuviera dando la espalda. Entonces, con

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un gesto de su dedo índice, envió al confesor a bus-car el sagrado documento a la celda de Sanjuana. El padre Bartolo recorrió una vez más aquel laberinto de pasillos y celdas, y sólo pensó con alivio que era domingo y que cuanto más rápido cumpliera con la diligencia, más rápido iba a encarar de nuevo la luz del sol y la bulla de las calles pobladas de gente em-perifollada y normal. Pensó que los feligreses lo espe-raban en su parroquia para celebrar el día de Corpus Domini con panes dulces y cientos de niños disfrazados de ángeles con sus aureolas de diadema y alas cosidas a sus espaldas. Planeó bañarse antes, para arrancar de sus poros el olor a jazmín que ya le había quitado el apetito. El arpa de la monja albina le incomodó, el coro desafinado terminó de malhumorarlo y los rostros fantasmales de las mujeres asomando de sus celdas, le parecieron simplemente aterradores.

El convento de las Carmelitas Descalzas de San José mantenía activas a diecinueve novicias, a un puñado de monjas ordenadas y una decena de enfermas desahuciadas, todas consignadas al retiro absoluto de las cosas del mundo. Nada comparado con el de la Nueva España, que para entonces contaba con más de dos mil recluidas. En las afueras de sus paredes, se rumoreaba que pocas estaban ahí por vocación; que muchas eran llevadas para corregir los desagravios de deshonra familiar. Ante la disyuntiva del barco de locos, la opción por el convento siempre resultó más acogedora. Se contaban infinidad de anécdotas sobre lo que ocurría detrás de sus muros, donde Sanjuana se convirtió en la figura principal. A la mayoría de la gente le encantaba referirse a sus manió-

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bras sin darles mucha credibilidad, es más, el barullo popular la acusaba de tener algo que ver con la magia y de ser poco privilegiada por la fe. Había rumores de brujería y se decía de la exagerada austeridad que las obligaba a pasar hambre, frío y abandono. Hasta se comentaba de un repertorio de ánimas y fantasmas que deambulaban por sus largos, casi infinitos corre-dores, porque a un costado del huerto habían cha-peado un cementerio que siempre fue provisional. Con pocas criptas y sin lápida, solo la monja albina, la más anciana de todas, sabía el nombre, historia y ubicación de las difuntas. Cuando los niños pasaban por los muros del convento, para asistir a la escuela pública que quedaba a tres cuadras de distancia, ace-leraban el paso porque temían ver por sus ventanas algo que les quitaría el sueño de por vida.

Por esos días de principio de siglo, era sor Clemencia Barrutia quien estaba de boca en boca en pleno atrio de la Catedral que aún no llegaba a más que un trazo con piedra caliza. La gente recibía misa debajo de unas lonas azules para disimular el sol cal-cinante en el terreno baldío. Contaba su historia que la habían recluido en el convento por una sencilla razón: odiaba bañarse. Murmuraban que, saliendo del comercio de Telas Mallorca, un perro rabioso se lanzó a su yugular y que, aunque no la contagió con la enfermedad, la corrompió con una singular fobia al agua. No podía recibir el rocío de la mañana y en-loqueció con las primeras lluvias de mayo; con sólo pensar en la posibilidad de una gotera en su habita-ción era capaz de matar de furia; no soportaba acer-carse al agua bendita y con goteros le hidrataban el corazón que se fue secando de a poco. Ante esas cir-

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cunstancias, nadie iba a desposarla, así que el llama-do de la Santa Iglesia resultó ser más conveniente y cómodo para la familia. Había heredado tierras en el norte del país y, sin marido, no estaría en capacidad de hacerlas prosperar como se debía. Así que sin consultarle, los padres la llevaron al convento en un domingo de Pascua. Sor Clemencia se anotó en los turnos nocturnos para hacerse cargo de los cuidados de Sanjuana, no sólo porque padecía de insomnio, sino porque la cocina, otra alternativa para sus oficios, siempre la puso de mal humor. La asistía como a un recién nacido. Sin chistar palabra ni emitir juicio, le curaba las heridas de sus laceraciones con lienzos de agua tibia y sal; le bajaba la fiebre con emplastes de miel; le lavaba los pies con aceite de luna; le ponía tres sanguijuelas en los brazos para purificar sus males; la alimentaba con extractos vegetales en una pis-tera de porcelana blanca con flores abultadas y en las noches le contaba, consciente de no ser escuchada, los diretes del convento.

Sanjuana le hablaba con sus ojos expresivos y su cara alargada habitada por un lunar expandido en la mejilla izquierda: tocaba una campanita dos veces para decir que no y una para decir que sí. Pero sor Clemencia no necesitaba de tal esfuerzo, porque ya se las podía con las voluntades de su custodiada. Pasaba día y noche sentada a los pies de su cama con entrega incondicional, mientras le contaba una y otra vez, con nostalgia profunda, las verdaderas razones de su encierro, que a decir verdad, no distaban tanto de los rumores.

Era noviembre y había frío. A Clemencia la bañaban a la fuerza detrás del solariego patio de su

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casa. La habían atado del tobillo con una cuerda larga a un palo de aguacates y sumergido en la pila de piedra, mientras intentaba escaparse de semejan-te castigo. Con desprecio, cuatro sirvientas aruña-das por la furia le tiraban guacaladas de agua, toda-vía escarchada. Una se le encaramaba en el costado para lavarle la cabeza con jabón negro a base de grasa de cerdo, mientras las otras le abrían las piernas para quitarle la mugre acumulada durante semanas. Desesperada, buscando refugio, se prendió del cuello del mulato Bernardo quien la arrancó de tal martirio y cargó desnuda hasta su habitación. Am-bos enloquecieron por un eterno segundo y se enre-daron en un nudo de inesperada pasión, hasta que entró una empleada que sorprendida ante la impen-sable escena, corrió a dar aviso de lo presenciado. Al mulato lo engrilletaron y amarraron a un palo de nísperos que lo vio morir. A ella la encerraron bajo cuatro llaves y le prohibieron para siempre volver a ver a sus hermanas. Clemencia cayó en cama du-rante semanas. La pulmonía, muchas veces causada por la nostalgia, la debilitó de tal manera que deli-raba mientras dormía, o dormía mientras deliraba, que para ella era igual, porque los gritos del mulato Bernardo traspasaban las paredes de su corazón. Durante el encierro y la penumbra, su padre llegó con un pergamino de papeles y una pluma con todo y su tintero. No leyeron el contenido, sólo la obligaron a firmar lo que era su destierro. Y así cedió los bienes que había heredado por casualidad o por venganza de una tía loca. Al escribir su nombre, abandonaron el cuarto, llamaron al cura para que la condujera al más allá con cierto decoro espiritual y

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conciliación por sus pecados mortales, y se dedica-ron a esperar la llegada de su muerte. Los estertores alborotaban la casa en plena madrugada, pero justo con la fuga del último aire, empezaba un silbido interno que le devolvía la vida. Eso gracias a la hermana menor, única que se escurría entre puertas y paredes para tomarle la mano. La madre doliente ya se había vestido de luto anticipado para acostumbrarse a la dolorosa pérdida de una hija. Caminaba por las calles como si la hubiera enterrado semanas atrás confundiendo a transeúntes que paraban para darle las condolencias. Pero la santa señora no se perdía ni un almuerzo en el único club de la nueva ciudad, ni mucho menos las fiestas pomposas. Pasaban los días sin tener tiempo para visitar a la hija traidora, agonizante, y se fueron olvidando de ella. No era para menos, porque la novedad de una joven metrópoli ajedrezada, de auténtico estilo español, era tan avasalladora que sustituyó los mortuorios sentimientos de la casa. Luego de tres décadas de su traslado al nuevo valle, a diario se estrenaba un comercio, un salón de juegos, un café o una obra de teatro y eso era para prestarle la atención necesaria, porque, a pesar de cargar con la vergüenza de una hija corrompida por la maldad, estaban todavía a tiempo de posicio-narse, como Dios manda, en un puesto privilegiado de la sociedad.

Un día, mientras los padres de Clemencia al-morzaban con el marqués de Córdoba y su esposa, ocurrió lo inesperado; se abrió la gran puerta con vi-trales de cuatro manos y una figura fantasmal se acercó a la mesa como si se desplazara a centímetros del piso.

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—Tengo hambre.

—¡Santo suplicio! —alcanzó a gritar la aristó-crata antes de sufrir el desmayo.

—¿Qué vamos a almorzar hoy? —siguió cam-pante Clemencia, como si nada estuviera ocurrien-do, perdida en el reproche y dispuesta a vengar la muerte de su mulato que en una noche de luna nueva, ya no gritó más.

La joven convaleciente se sentó en medio del silencio lapidario de su padre y del escándalo de la invitada a quien hubo que desvestir delante de los empleados para aflojarle el corsé y hacerla recobrar el aire. Mientras corrían de un lado al otro ante el asombro del marqués desorientado, Clemencia tomó una cuchara y devoró la sopa de su madre. Botó la mantequillera que pegó un grito aguado contra el piso. Luego, con cierta risa perversa, le arrancó de la mano el pan a su padre. Abrió las piernas cómodamente e insolente disfrutó ver cómo se traslucían por el camisón de seda fina, y soltó una carcajada campal gozando del ridículo espectáculo que había causado su súbita y planificada aparición.

La pestilencia que emanaba era insoportable, porque nadie se había atrevido a bañarla de nuevo.

Cuando la marquesa despertó del susto, su imagen amenazaba con devolverle el desmayo, sólo que esta vez la curiosidad pudo más y se colocó con el vestido abierto frente a la que según ella, era la aparición de un espanto.

—Pero si esta ciudad no puede tener fantasmas, porque ningún conocido ha muerto todavía —dijo tapándose la boca y la nariz con un pañuelo infestado de colonia—. ¿Quién es esta niña? —insistió.

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—Es mi hija, la que acaba de morir —respon-dió la madre tomándola de las trenzas despeinadas, para llevarla de vuelta a su habitación.

Esa misma tarde, el padre de Clemencia se vistió de gala y se dirigió al convento de las Carmeli-tas Descalzas, el más austero de la región. La priora lo recibió media hora después, de espaldas porque no podía darle la cara sin testigos.

—La pobre perdió la cabeza a causa de la pul-monía y de ciertos atisbos de rabia —dijo el hombre intentando ocultar la cólera que le carcomía el ridículo pasado ante el marqués, y el repudio de imaginar a su hija en los brazos de un mulato—. Dicen que ustedes están mandadas por Dios a recibir a las jóvenes creyentes con misericordia. Yo le aseguro que si la reciben, nada les va a faltar.

La superiora no pidió detalles, pero a cambio, con el rostro agachado y afilando sus bigotes mal habidos, elevó la mano para recibir el bultito de monedas.

—Vayase tranquilo, señor, que Dios no se le niega a nadie.

A las pocas horas, al terminar el almuerzo torcido por los sucesos, Clemencia estaba instalada en su refugio irrevocable y, con cierto toque de entusiasmo, pidió agua fresca para darse el primer baño feliz de su vida, en el pozo del huerto, delante del retrato imaginario de su mulato Bernardo.

La ubicaron con las monjas del servicio, por-que no había razón alguna en su mirada para creer en semejante historia de rabia o de locura. Y desde entonces le asignaron servir y custodiar a Sanjuana porque se necesitaba de alguien familiar al delirio pa-

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ra comprenderla en silencio y no regar más los ru-mores que invadían el convento y que por inexplica-bles razones, habían salido a las calles alborotando la ciudad. En cada herida que curaba, se sentía más cerca de su redención.

El confesor Bartolo Tirado salió de nuevo de la habitación de Sanjuana con cara de consternación. Pidió a sor Clemencia que no la dejara sola ni un segundo y se dirigió a recoger la carta que estaba trabada a un costado del crucifijo. En el sobre decía claramente con tinta de sangre: Para el arzobispo Santacruz del Arcángel San Gabriel. Sanjuana recobró las fuerzas para llamarlo y decirle al oído: "Por favor, llévese el pañuelo".

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ÉXODO DE GOLONDRINAS

El señor Marcial José de Córdoba llegó a esta-blecerse en Santiago de Guatemala, capital del Rei-no, hacia 1770. Con un fuerte desarrollo y apogeo colonial transoceánico, su barco de vela emprendió rumbo desde puerto español en medio de una tor-menta poco usual. Habían retrasado la partida por más de tres ocasiones, hasta que el capitán, con la venia de los pasajeros, decidió zarpar bajo los aguace-ros disimuladamente mezclados con los llantos de las madres que jamás volverían a ver a sus hijos. Su esposa, María Dolores de la Cerda, había empacado más de diez baúles con todas sus pertenencias para un viaje sin retorno, porque fue instruida desde niña a obedecer y seguir a su marido hasta el fin del mundo. Cuando el barco ancló por fin en las costas del Adámico guatemalteco, en un ancladero de muelles desvencija-dos, los baúles estaban destrozados, las cosas empapa-das y la ropa prácticamente inservible: flotaban como náufragos fustanes, guantes, sobrefaldas de encaje, muselinas estampadas, batistas finas fabricadas en In-glaterra, crinolinas, polisones y corsés. La tempestad los acompañó por días y estuvieron a punto del nau-fragio en varias ocasiones. Pero con todo y torbellino, Marcial José jamás perdió el recato y no se le vio un solo pelo de las patillas espesas desalineado; no se quitó su sombrero de castor ni el chaleco beige debajo de la chaqueta, aunque se cocinara en vida por el calor infernal de la marea. Al barco se le abrió un bo-

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quete en el casco por las feroces olas que, aunque no lo hundió, causó una inundación continua que obligó a que todos los pasajeros, sin distinción de género, edad ni clase, se turnaran para extraer el agua con cubetas de peltre durante el resto del viaje hasta lle-gar al puerto. El mástil quedó vencido a punto de no soportar más las velas picadas por el viento desorbi-tado, lo que causó vértigo entre los tripulantes, pero no tanto por la marea, sino porque navegó torcido el resto del trayecto. María Dolores se prestó para orga-nizar los turnos de trabajo entre tripulantes y pasaje-ros, y racionó los alimentos por si había necesidad de encallar en sitio desconocido. Eso le ganó la devoción de las mujeres a bordo, porque además, intervino ante el capitán para garantizar la siesta de los niños pequeños y de sus madres lactantes, ofreciéndose ella y su marido a ocupar sus turnos de ser necesario. Tal atrevimiento le valió nuevas amistades y relaciones estrechas que habría de conservar para el resto de su vida. Tanto, que adaptarse a su nuevo destino en la ciudad de Santiago de Guatemala le costó menos de lo que esperaba.

Marcial José la había visto una sola vez el día de las fiestas de San Cayetano, y de inmediato quedó sorprendido por la devoción que semejante mujer había demostrado al rezar el rosario después de la misa debajo de las luces pirotécnicas sin inmutarse. Pensó que si era capaz de tal recogimiento, sería ca-paz de subirse a un barco rumbo a América Central, sin mayor dificultad.

Él había perdido las esperanzas en el amor. Después de dos fracasos matrimoniales, ya no era afecto lo que buscaba. Primero se había casado con

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una mujer de corazón amurallado. Alcira del Pinar se llamaba, asintió al mandato de sus padres ilusiona-dos por haber logrado un acuerdo de nobleza y, sin saber nada de él, entró a su boda con tal indiferencia que ni los propios parientes se sintieron conmovidos con la marcha nupcial, mucho menos se percataron de que tenían ante sus ojos a la novia más bella del mundo.

Al parecer, el único defecto de Alcira fiíe ha-ber nacido sin curiosidad. No se sorprendía ante chubascos, serenatas o arco iris. Los regalos los abría días después de su cumpleaños y dejaba las novelas a medias sin importarle el desenlace. Hizo todo lo que le mandaron y aprendió, como por manual, las instrucciones para ser una buena esposa: cómo atender a los invitados aunque se instalaran más de la cuenta; cómo cocinar el mejor de los guisos, habas, lentejas y cocido; cómo manejar a los empleados; cómo besar sin locura y obedecer a su marido en la cama sin dar una seña mínima de placer.

Marcial José era muy joven e inexperto en asuntos del sentimiento, creció apartado de las hermanas y mantuvo una relación seca con la madre, así que cuando la esposa iba a cortar la torta nupcial y tomó suavemente su mano para compartir el cuchillo labrado con sus nombres, se desbocó perdido de amor. Nunca dijo nada. A él también lo habían criado ajeno a las pasiones de la vida, en un escenario de buen vestir, buen actuar, buen comer, lleno de formalidades y k más rígida y estricta educación. Jamás lo aleccionaron para hacerle frente a las emociones inesperadas y, días antes de la boda, su padre lo dejó en brazos de una prostituta con olor a tabaco oxidado, que le ense-

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ño lo elemental para sobrevivir con pudor en su noche de bodas. Ella no cobró. Luego le dijo al oído: "No hagas caso de lo que te digan, porque todas las mujeres tenemos la felicidad allá abajo".

—Jamás la bese —le dijo un tío abuelo experto en esos asuntos por las más de mil mujeres que había tenido en su vida—, y menos si es su esposa, porque los besos sólo sirven para volvernos cobardes. Ya juntos bajo las mismas sábanas, pasaron noches atormentadas que trajeron como resultado dos niños al mundo. Él comprendió muy rápido lo que le había dicho la prostituta en su día de estreno e ignoró los consejos de su tío abuelo, así que la hizo feliz. Y ella tiró por la borda todas las instrucciones de la abuela. Durante el día no se dirigían la palabra; la verdad es que ella no necesitaba de él, y él no necesitaba de ella. Hasta que llegaba la noche se volvían imprescindibles. Se acurrucaban y empezaban su recorrido como si fuera la primera vez. Sin cruzar palabra.

Al llegar la peste del vómito negro, Alcira del Pinar caminaba por el mercado con sus dos niños y tres sirvientes. No hubo más que hacer que recibir el aviso de la muerte con dignidad. La gente gritaba y corría botando los canastos de las ventas. Se persignaban e hincados exigían clemencia mientras vomitaban una baba magenta. Las calles estaban tapizadas de moribundos y la pestilencia era insoportable. Ella tomó a sus hijos de la mano y supo que las frutas que habían comido durante las compras traían la enfermedad. A los pocos días murieron los niños, y ella soportó un tanto más en silencio absoluto las descargas fatales de su cuerpo antes de respirar por última vez.

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La segunda esposa llevaba sangre peregrina entre sus venas. Lo abandonó un día de aguaceros. Aunque la amaba un poco, Marcial José decidió no ir detrás de su rastro, porque ya planeaba mudarse para América y le resultaría engorroso pasarse bus-cando a una mujer en extraña geografía. Pidió la anulación del matrimonio y juró no querer nunca más.

Por eso, cuando se topó con María Dolores, no la vio con el corazón. Supuso, sin equivocarse, que esa mujer era de buena salud y decisión inclaudi-cable, así que sin perder el tiempo en halagos y cortejos, habló con los padres para pedirla en matrimonio. Esta vez el destino no le jugó una mala pasada, porque resultó ser la indicada para su travesía y asentamiento en el nuevo continente. Si no la amó con locura, siempre le tuvo gran admiración. Esta vez siguió el consejo al pie de la letra y jamás la besó.

Ya con los pies firmes en tierra americana, fueron recibidos por los vecinos de Santiago de Gua-temala. Había corrido el rumor de su llegada, así que hasta el mismo presidente y capitán general los recibió con probidad. La sorpresa fue cuando se bajaron del barco torcido, con el decoro despilfarrado caminando inclinados y las manos llenas de ampollas por cargar tanta cubeta. Fijaron su vecindad en una casa junto a la Catedral, que antiguamente había sido parte de la casa parroquial. Lo que más le gustó a ella fue un segundo patio con balaustres casi idénticos a los de su casa materna, donde se refugiaba cuando tenía ganas de llorar por la nostalgia prendida de los rosales que se proliferaban sin misericordia. Sin ma-

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yor esfuerzo, Marcial José logró deslumhrar a su nueva comunidad con las demostraciones correspondientes a sus bellas prendas personales producto de la moda europea: un reloj con leontina de plata maciza, chaleco beige de solapa grande, gabardina de lana, abrigo corto por delante corriendo larga cola, camisa de volante con un cuello muy alto, medias a rayas y zapatos de hebilla baja. A la hecatombe marina so-brevivieron las joyas y los jarrones, varios libros no-vedosos cuya lista había pasado por el visado de la Inquisición, los sombreros de castor, algunos mue-bles y su forma de caminar que pronto recuperó la rectitud que sólo un rey podía imitar. Las visitas e invitaciones no tardaron en asomarse, María Dolores no había desempacado lo poco que quedó invicto, cuando ya estaba enrolada en un batallón de señoras que la pusieron al tanto de los acontecimientos de los últimos cincuenta años de la ciudad. Ya saludaba por las calles a los transeúntes y contaba al oído de su marido los más íntimos pormenores de sus vidas. La verdad es que no era tan ajena como la primera espo-sa, ni tan apasionada como la segunda. Tenía de las dos, pensaba Marcial cuando la observaba con cierto asombro, sólo que además de conjugar tantas pasio-nes, sabía disimularlo. Pronto se les distinguió entre los habitantes guatemaltecos por sus relevantes virtu-des y por su notoria bondad. Marcial José fue el pri-mero que al salir de la misa, regaló monedas a los ni-ños que pedían pan en el atrio. Causó tumulto y algarabía, y a partir de la siguiente semana, y las su-cesivas, los feligreses llevaron monedas para competir con su caridad. Planificó la fundación de un orfanato y, en su discurso de bienvenida, prometió llevar a

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pleno parque central el primer automóvil de vapor recién inventado en el otro lado del mundo. Como Marcial tenía ganado el cielo, se fue abandonando a la bondad, se volvió sencillo en su trato. Simplemente porque en esa ciudad no tenía competencia. Se hizo consejero del cartero, del lechero y del peluquero, los que coincidentemente hicieron crecer sus negocios dejando un jugoso legado. Sus historias de grandes asaltos piratas eran las más cotizadas en los salones de juego, sobre todo para los buscadores obsesivos de tesoros, en donde también introdujo el gusto por el oporto. Atendía el desempeño de sus deberes reli-giosos con cierta rigurosidad, lo que le daba un aura de buen hombre. Aunque lo intentó en varias ocasio-nes, nunca logró superar la fe desenfrenada de su es-posa. Asistía diario a misa, haciéndola aplicar no pocas veces por las almas del purgatorio, a las que con singular aprecio llamaba "mis almas". Marcial José sabía que Alcira del Pinar y sus dos niños quedaron varados en el purgatorio, porque la vida no les había dado el tiempo suficiente para ganarse el paraíso. Su-plicaba, hasta dos veces diarias, al Patrocinio de María Santísima por su liberación.

Esa noche habían cenado temprano y los au-gurios estelares debilitaban los ánimos de la pobla-ción a pesar de haber sido el día de Santa Marta y ocurrido múltiples actividades para festejarlo: con-cursos de poesía, carreras de caballos, bailes y concierto de marimba. Los perros ladraban más de lo acos-tumbrado y los hormigueros lanzaron riadas de hormigas por toda la ciudad. Los zopilotes se refu-giaron ofendidos con la naturaleza y las estrellas na-

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cieron antes de tiempo. Los candiles se habían apa-gado y la ciudad cayó en un letargo poco común. Fue cuando la tierra se estremeció en un solo grito y lanzó sus grietas como si estirara los brazos después de un sueño profundo, hasta acabar con la paz de la población. Con el brutal terremoto, poco quedó en pie, y muchas vidas se perdieron sin tener siquiera tiempo de despedirse; algunos en cama ajena y boca abajo. La tragedia fue descomunal y no faltó quién no hubiera sido víctima del tormento, ya fuera por las cosas rotas, casas rajadas o familiares soterrados. María Dolores perdió al niño que esperaba. La casa de los Córdoba permaneció milagrosamente en pie acuñando la Catedral desvencijada, pero los conven-tos, iglesias, casas de salud y hasta edificios del cuer-po militar, se vieron en ruinas de la noche a la mañana. "Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal, líbranos Señor de todo mal", se escuchaba rebotar en las esquinas de la ciudad que siguió meciéndose por meses y rematando los pocos tabiques que habían quedado firmes. Los locos se escaparon del manicomio derrumbado en las afueras de la capital, hecho que generó mayor caos que la propia tierra atolondrada. Junto con ellos, tres reos lograron su fuga y se perdieron esquivando ruinas rumbo a Nueva España, donde iniciaron lustrada vida con gran prosperidad. Uno hasta llegó a ser procurador.

Marcial José estuvo presente en todas las acti-vidades de reconstrucción, tomaba decisiones junto con el gobernador y el presidente y capitán general y él mismo organizó la cacería de los locos que ya estaban causando estragos entre los sobrevivientes: una mujer hermosa tuvo la osadía de aparecer desnuda

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en pleno portal, mientras la gente hacía fila para recibir alimentos. Se encaramó en los tiestos del campanario de la Merced y no había quién la bajara, o quien quisiera bajarla, así que permaneció prendida a la cruz muerta de frío durante dos días completos mostrando sus encantos.

Ante la debacle, Marcial José condonó un terreno boscoso que había adquirido hacía pocos meses, para que enterraran con dignidad a las miles de víctimas desamparadas. Convocó a los médicos para prevenir pestes, obsesión que acarreaba desde España, y no durmió por días. María Dolores ya llevaba mas de dos mil rosarios a favor del hijo perdido que, según ella, se había quedado varado en el limbo por falta de sacramento, así que vio pasar los días de hecatombe refugiada en la capilla, sin alma para ayudar ni congraciar a alguien más.

En parte a la eficacia y empeño de Marcial José, según decían los pobladores interesados en su amistad, se debió el pronto traslado de la ciudad al nuevo Valle de La Ermita, tan extenso y solariego que acaparó el entusiasmo de los que se llamaban progresistas, pero que en realidad tenían fobia a los temblores.

—Esa dizque nueva ciudad no va a tener éxito —dijo un anciano decrépito que llevaba veinte años

pernoctando en el portal—, está fundada en puros

cobardes que no tienen los huevos de aguantar ni un

temblorcito. Pronto se decretó, por la autoridad civil, la

formación de la nueva capital después de haber reci-bido la Real Cédula que aprobaba la mudanza, don-de el mismo Rey Carlos III la nombró Nueva Guate-

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mala de la Asunción y asignó a esa Virgen como patrona. Las primeras parcelas se repartieron entre los criollos y oligarcas, los que abarcarían la Calle Real, y quienes tuvieron prioridad por aquello de darle un toque de alcurnia y bienandanza a la nueva urbe. Los barrios de la Candelaria, el Sagrario y San Sebastián, fueron ocupados por quienes venían en la caravana de mudanza, y los que se fueron sumando con los años, poblaron la Parroquia Vieja. El mismo Marcial José se otorgó, con la venia del presidente y capitán general, la custodia de un bosque en el centro del nuevo valle, que juró quedaría intacto, como isla perdí da persaecula saeculorum.

La ciudad fue trazada por los más expertos di-señadores e ingenieros, con el gusto del recién arribado arquitecto Marcos Ibáñez quien aportó lo necesario para vislumbrarla como la metrópoli de trazo ajedrezado, conservando el estilo colonial de su terruño español, más próspera de toda la región. Fue Marcial José quien insistió en que cada barrio de la ciudad girara alrededor de una parroquia para que fuera más fácil y práctica la confesión. Y así, sin tanta algarabía, las caravanas partieron un domingo soleado en medio de la eterna primavera. Como por obra divina, justo el día que partieron a su perpetuo destierro, se liberaron de dos hechos insólitos: una erupción del volcán de Pacaya que cubrió La Antigua con una cuarta de ceniza y arena negra. Tino el paisaje derruido que jamás logró recuperarse de la melancolía. Y una plaga de langosta que dejó sin alimento a los conservadores que habían optado por quedarse en su recinto de tiestos y recuerdos, simplemente porque no confiaban en los cambios.

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Encaramaron a carretas y carromatos hasta lo impensable: pianos de concierto, jaulas con gallinas, canarios, gallos, conejos y hasta micos, ancianos amarrados con todo y su silla; baúles con recuerdos atiborrados, cunas, camas, cofres, marquesas, cómo-das, armarios, docenas de ollas, plateras de antaño y candeleras. Parecía una estampida que serpenteaba los caminos curvos hacia el porvenir. O un éxodo de golondrinas.

El trayecto, comandado por Marcial José y un batallón de almirantes, personalidades, autoridades de gobierno y policías, duró más de una semana, a pesar de que no había más de cincuenta kilómetros de distancia. Eso por los inconvenientes que iniciaron cuando los caballos que tiraban el carro en donde venía la Virgen patrona de la nueva ciudad, se desbarrancaron junto con la santa imagen. Hubo que rescatarla, por suerte intacta, del fondo de un barranco, con cordeles, lazos y veinte hombres organizados en un jala y estira que duró un día entero. Cuando por fin la redimieron de su abismo, despeinada, empolvada y sin pestañas, ofrecieron una misa en una curva del camino en son de perdón por el descuido. Aparte de los que, callada la boca, vieron en el hecho sombras de mal augurio.

—Esta nueva ciudad ya está salada —dijo María Dolores—, no se puede con tanto descuido sin pagar las consecuencias.

Una anciana sobrecogida por el entusiasmo del único cambio que encaró su vida, murió en el camino más empeñado de la travesía. Costó un mundo desamarrarla de su silla y ponerla en posición horizontal. Estuvieron a punto de enterrarla sentada. A

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petición de los fervientes familiares, hubo que sus-pender la caravana para velarla en un carromato improvisado y esperar al cura que le oficiara tres misas seguidas y la extremaunción. La enterraron en una curva con las mejillas todavía calientes por los trastornos del sol de mediodía o por la emoción del cambio que no alcanzó a experimentar.

—Nunca es tarde para un cambio, es más, mientras más tarde se hace, más raíces se cortan— dijo la anciana antes de sufrir la muerte inesperada.

Con el imparable traqueteo, una mujer dio a luz antes de tiempo y exigió ahí mismo bautizo. El parto duró dos días y detuvo el trayecto de la comu-nidad que ansiosa esperaba el desenlace. María Do-lores resultó siendo la madrina del primer niño de la nueva ciudad que, por suerte, logró opacar las su-persticiones que venían haciendo mella de carromato en carromato por el asunto de la Virgen despeñada. Aparte de ruedas descarriadas, caballos agotados, niños vomitando y mujeres que cada media hora interrumpían la caravana para orinar, un joven que venía sentado sobre un piano amarrado al tercer piso de baúles y muebles, se precipitó de las alturas fracturándose más de ocho huesos. Hubo que esperar al médico que venía en la última carroza y cuando llegó, ya los cientos de viajantes se habían instalado en un valle tapizado de margaritas al que desde entonces se le bautizó como Florencia. Armaron fogones, bajaron el piano, contrataron al pianista y se bebieron el aguardiente del equipaje, entregándose a una parranda de bailes y festejos anticipados que duraron días, y que sedujeron hasta a las más recatadas señoras y señoritas. Mientras avanzaba la fiesta, en el eco

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de las montañas rebotaban los gritos del joven frac-turado que moría de dolor.

A causa de los letargos y retrasos del traslado. como si no tuvieran prisa de asentarse en la nueva ciudad, dos jovencitos fueron capturados in fraganti, y hubo que casarlos de inmediato sin esperar un día más de castigo celestial. Por pretensiones de empatia, las mujeres desempacaron baúles para vestir con propiedad en la ceremonia improvisada en donde utilizaron de altar un mueble estilo Luis XV que María Dolores había recibido de regalo de bodas.

Al llegar al Valle de La Ermita, sofocados por tantos contratiempos, a manera de victoria épica asentaron la primera bandera en lo que sería el parque central.

Meses después, cuando Marcial José se sentó en el sofá, único objeto que conservaba de su madre, y respiró con la casa todavía en construcción, dijo:

—De haber sabido lo que me esperaba, hubiera aguantado otro terremoto.

La familia Córdoba construyó su residencia contigua a la futura Catedral, vecina a la oficina de correos, con tres patios centrales bordeados por ma-cetones con gardenias y margaritas, jaulas de pájaros exóticos que eran inspiración de moda y competencia entre vecinos, vitrales espléndidos y una cocina capaz de albergar a un batallón de cocineras. La pequeña capilla no podía faltar para rezar tranquilamente los tres rosarios del día y educar a los niños por venir en las maneras del más ferviente catolicismo. Para ilustrarla con vivas pasiones, mandaron a pedir lienzos españoles que más tarde pasarían a ser

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parte del patrimonio nacional. María Dolores hizo traer muebles de Europa, telas estampadas para las cortinas, alfombras persas, aguamaniles de porcela-na, bacinicas decoradas, vajillas para diferente tipo de festejo. Obligó a los empleados a usar uniformes y guantes hasta para dormir. A las indias y mulatos les prohibió que hablaran su idioma, respaldándose en la nueva orden emitida por el Rey que prohibía a los naturales, por decreto, hablar otra cosa que no fuera español. Organizó horarios monárquicos y mandaba invitaciones por escrito para tomar el té en su sala veneciana recién inaugurada.

Dedicado al servicio público, Marcial gestionó los papeleos para obtener pronto el asentamiento del Cabildo Municipal en el Valle de La Ermita, cosa que logró en pocos meses y que le permitió ejercer sucesivamente los cargos de síndico procurador, al-calde ordinario y regidor perpetuo y depositario ge-neral del muy noble Ayuntamiento. Fue prior del Real Consulado de Comercio, síndico del Colegio de Propaganda y del Monasterio de las Capuchinas. El tiempo lo invertía en elegantes comidas y planifi-cando la construcción de una Catedral tan grande que, según su ambición, humillaría a las de Nueva España y Perú. Andaba por todas partes con la ma-queta hecha por el arquitecto Ibáñez quien cumplía sus caprichos y sin falta tenía una respuesta acertada para sus proyectos. La política no le quitaba el sueño, ni siquiera se enteró de la sublevación indígena en Santa María Chiquimula que dejó una manta sangrienta de mártires, ni de la reciente licencia que autorizaba el repartimiento de indios para obrajes de

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1; ni de la epidemia de tifus que arrasó con los ni-de pueblos enteros; mucho menos de las conse-cuencias fatales que había dejado la plaga de langosta en la población. Estaba muy entretenido con el arquitecto y con la llegada del comerciante mayorista Juan Bautista de Irisarri quien venía con el entusiasmo de fundar una empresa de navegación que utili-

:ía el río Motagua.

Por recomendación del capitán general y pré-ndente de Guatemala, don Matías de Calvez, en ese io se produjo el acto de inauguración de la nueva ciudad durante las fiestas de agosto, que coincidieron con la celebración de la patrona, la Virgen de la

unción. Eso sin importar que aún todo estaba a media construcción con trazos de yeso dibujados so-bre la tierra prediciendo el futuro. Las actividades fueron regidas por bandas militares y desfiles de las señoritas de la ciudad con la bandera del Reino bai-lando entre sus manos en una auténtica euforia de patriotismo prestado. Ese día frondoso de agosto acompañado por catorce marimbas tocando al uní-sono, Marcial José recibió una carta en la que el rey Carlos III le concedía el título nobiliario de marqués de Córdoba. Este honor acrecentó el estatus de la urbe ante cualquier competencia con otras de Centro-américa. Porque ninguna tenía a un noble de habitante. En su discurso, el presidente mandó ordenar que a partir de ese día quien se dirigiera al marqués, fuera amigo, extraño o pariente, debía hacerlo con el tratamiento de "Excelentísimo". Marcial José hubiera preferido encontrar en ese sobre la cédula real para construir su Catedral. Llevaba dos años de pasar por las oficinas municipales sin recibir la aprobación de Roma.

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Durante la primera década de algarabía nacio-nal, Sanjuana vino a un mundo impregnado de viruela que devastó a la mitad de la población indígena del país. Ni la misma María Dolores se percató de lo cerca que estaba el nacimiento de la niña, porque ante tanta muerte por la plaga, un nacimiento era considerado milagro. Según ella, aunque estuvieran en medio de una hecatombe, era de muy mal gusto comentar sobre asuntos de maternidad. Además, el miedo de ser contagiada se le tornó obsesivo. Los primeros seis meses de embarazo estuvo refundida en la capilla de la casa rezando rosario tras rosario. Ella misma hervía el agua tres veces antes de bebería y su alimentación se redujo a granos sobrecocidos y pan tostado. Cada día juraba a la Virgen de Guadalupe que si su hijo nacía sin deformaciones, no pasaría mucho tiempo sin entregarlo a su servicio, juramento que guardó en secreto. Así que una tarde con atisbos de finales de siglo, después de la hora del té y de escuchar las atrocidades que ocurrían en las calles a causa de la epidemia, María Dolores se retiró arrastrando la silla mas de la cuenta delante de las visitas y con la mirada de castigo de su marido, quien comentaba entusiasmado que la Academia Española recién había publicado la primera edición oficial de El Quijote y que el próximo barco traería a sus manos un ejemplar.

Ya sin poder dar paso, pero sin perder la com-postura, María Dolores cerró la puerta de su habita-ción con siete llaves, aun tomó la precaución de jalar unas toallas para cubrir la cama y, encomendándose a la Virgen, ángeles y santos, pujó a la niña en soledad. Al fondo, escuchaba las carcajadas de los invitados y, quizá por el aturdimiento que la azotaba, juró

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haber visto la sombra de un ángel, que recibió a la niña entre sus alas.

Hubo que botar la puerta, porque el último desmayo vino junto con el débil alarido de la recién nacida. A pesar de su recogimiento, a María Dolores no se le desdibujó por días una sonrisa, no sacrificó tiempo para sus rosarios y al parecer sólo le faltó mudarse con cama y niña a la capilla.

Ante las circunstancias que se vivían, no espe-raron ni un solo minuto más para bautizarla en el provisional establecimiento de La Ermita. Asistieron los nombres ilustres de la ciudad quienes contaron que durante la ceremonia acudió un intenso olor a incienso que los inquietó porque por ninguna parte se divisó al sacristán ni a los acólitos esparcirlo. Y le pusieron Sanjuana simplemente porque Marcial José quería el nombre de su madre, Juana, y María Dolores el de todos los santos.

A pocos años de agotarse el siglo XVIII, Mar-cial José era dueño de una flotilla de barcos y mane-jaba el comercio de ganado para Centroamérica. Eso le permitía contactos con negociantes de libros y novedades porque no le flaqueaba el entusiasmo de sorprender a la población. Insistiría hasta lograrlo, en cumplir con el compromiso de traer el primer automóvil de vapor a la ciudad.

María Dolores decidió educar ella misma a su hija. No estaba dispuesta a arriesgarse dejando a la niña en manos de alguna institutriz pagana. Quizá por la paranoia que la gobernaba o por el desasosiego que le causaba la epidemia de viruela que iba menguando, no dejaba que las empleadas la apartaran más de cinco pasos de ella. Además, cuando venía en

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el barco mareado rumbo a Guatemala, varias muje-res le comentaron de los riesgos a los que se sometía a una niña cuando se le dejaba en brazos de una india, por el mal de ojo o las brujerías que estaban al pie de toda tentación americana. A escondidas la amamantó ella misma, cosa que no era nada usual para recipiendarios de títulos nobiliarios, así que la mejor nodriza de la región, que Marcial José había mandado a traer de un pueblo vecino, se la pasaba aburrida sacándose la leche que le rebalsaba de sus grandes pechos calientes, pero sin chistar palabra, porque canjeó silencio con la marquesa a cambio de unas monedas, una pieza de carne al día, un fustán de armadura y redención.

La niña se desarrolló débil. En vez de crecer parecía achiquitarse. Como si no tuviera antojo de vivir, o si el miedo por las cosas que escuchaba de su madre le fuera amortiguando la existencia. Su piel era tan transparente, que si se miraba detenidamente el pecho desnudo podía captarse el corazón.

Aunque ella no entendiera asuntos de la vi-da, la madre obsesionada la hacía repetir el nombre de Jesús y de María insistentemente, y cuando estuvo a punto de decir "mama", la interrumpió con enojo recordándole las sílabas acostumbradas. Le prohibió tocar las cosas, porque la curiosidad era tentación y la tentación pecado, y ante ninguna circunstancia tenía permiso de llorar, porque el llanto era pasión y las pasiones propicias a la concupiscencia. Varias veces al día, le recordaba que prefería verla muerta antes de que cometiera un pecado mortal.

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Mientras los sucesos de la nueva capital se en-marañaban entre asaltos, piratas y romances prohibidos, la niña crecía hincada, al lado de la madre, en la capilla de su casa, con un rosario en la mano en lugar de un juguete. No la dejaron tener muñecas y sus palabras y conversaciones se resumían a aquello que poseyera carácter celestial. Sin entender los significados, pero sintiendo el horror a las faltas, la niña fue creciendo más pegada a la imaginación divina que a la propia humanidad. En su retiro permanente, parecía percibir cosas que sorprendían pero a la vez ate-morizaban a visitas y empleados de la casa. En una oportunidad desapareció un collar de perlas del joyero de la marquesa y cuando ésta puso en fila a los empleados y esclavos de la casa para registrarlos, la niña se dirigió señalando a la culpable que guardaba el fino collar debajo del colchón.

No podían creerlo: ante tan rigurosos hábitos de crianza, la pequeña niña no faltaba a los horarios y jamás se le escuchó queja alguna por aquella vida resumida a un mundo de regimiento sobrenatural. La obligaban a comer cinco veces al día pequeñas raciones de pan con un vaso de leche azucarada y dos tortillas de maíz, ofreciendo una oración antes y otra después de cada alimento. Nadie le amarraba los zapatos y cuando iba a misa dominical era sorprendente apreciar su devoción, a tal colmo que parecía un mundano arrepentido de los más terribles deslices. Cada cumpleaños, la madre tomaba, junto con la niña, sus regalos y los guardaban en la alacena del último patio, porque abrirlos podía representar el pecado de la codicia. Aprendió el Padre Nuestro antes que a comer sola, y lo recitaba delante de las visitas

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dejándolas anonadadas. Desconocía el sabor de los barquillos y el de las botellitas de miel que vendían en las tiendas del barrio. A los cinco años de vida, Sanjuana sabía los misterios y mandamientos de memoria.

Su debilidad, que inspiraba clemencia, siem-pre fue motivo de preocupación para Marcial José, quien hizo llamar al médico Esparragosa dos veces por semana sin claudicar. Éste le recetaba una retahila de hierbas, un trozo de carne, dos huevos al día, baños matutinos de sol y un par de amigas para que corriera acompañada por los corredores de la casa, pero María Dolores lo despedía sin obedecer una sola indicación.

A los seis años, Sanjuana era novedad entre parientes que llegaban a visitarla para presenciar sus increíbles recitales del Cantar de los Cantares que la niña memorizaba. Seguía a todas partes a su tía María Antonia, hermana menor de Marcial José, que había llegado recientemente de España y vivía deprimida a causa de la muerte de su madre. María Antonia era una española de carácter agrio y obsesivo catolicismo que más tarde la llevarían a ser religiosa concepcionista de observancia y aparecer colgada de una viga del convento donde se recluyó. Se sentaba con la niña durante tardes enteras y jamás respondió a sus preguntas mundanas, pues por orden rotunda de María Dolores sólo le podía hablar de Dios. El único obsequio que recibió de ella fue un librito sobre "las excelencias de la virginidad", el que la niña conservó para siempre.

Cuando Sanjuana se enfermaba, que era la mayor parte de su tiempo, la madre le ponía el cate-

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cismo en las rodillas y no le permitía quejarse de los achaques de su cuerpo, que lucía más débil que una pluma de colibrí. Insistentemente le recordaba que quejarse era una grave falta de flaqueza. El doctor recitaba de nuevo la misma cantaleta: luz del sol, aire de la mañana, comer un dulce al día, ejercicio y amigas. Pero todo quedaba únicamente escrito en el papel.

—Pobre niña —decía el doctor Esparragosa cuando salía de la casa—, si supiera que la vida es bella.

A los pocos años vinieron al mundo dos varo-nes. Mientras la marquesa estuvo embarazada, se apartó de la niña para no despertarle curiosidad so-bre el asunto. Quedaba bajo la custodia de la tía que estaba por ingresar en el convento, y practicaba con ella sus lecciones de religión. Sanjuana visitaba el mundo de la cocina por insistencia de su padre que sólo rezaba para que su hija fuera tan normal como Dios le diera providencia. Hubiera dado mucho con tal de mantenerla alejada de la madre por más tiempo y apartarla definitivamente de su hermana que ya portaba el aura del suicidio adherida a las articulaciones. En el mundo de los criados y de la cocina, Sanjuana descubrió cosas extraordinarias. Por culpa del cartero del Sagrario, se enteró de que acababan de cortarle la cabeza a María Antonieta, reina de Francia, con una filosa guillotina, asunto que le causó pesadillas. Escuchó que existían las jirafas y que por esos días tenían una en exhibición debajo de una carpa en un terreno; aprendió a diferenciar los olores del romero, tomillo o laurel, y sorprendida descubrió que existían magos y hechiceros que daban funciones los domingos de salida, desapareciendo cosas y vo-

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lando sobre el escenario. A punto de cumplir los sie-te años, cuando su madre esperaba al último hermano que habría de tener, caminaba por el pasillo oscuro acompañada de fantasmas, y en la última esquina antes de doblar al patio, vio cómo Fermín, el jardinero, apretaba a Julia, la cocinera, contra la pared. Le subía el vestido con desesperación y le sacaba los grandes pechos hirvientes del uniforme. Restregaban sus cuerpos entre sudores y gemidos y ella metía la mano entre su pantalón hasta extraer lo desconocido. La niña corrió dando gritos, pero su madre no pudo atenderla porque estaba a punto de parir a Pedro Alberto. La escena se le repitió por años y la vinculó directamente con aquello que su madre le había advertido sobre la palabra pecado. Cayó en cama por días, sin querer comer. Soñaba con una gran serpiente que la acorralaba en una especie de laberinto y se despertaba sobresaltada sin fuerzas para llorar. Rezó el Padre Nuestro sin saber que lo presenciado era solo una parte cotidiana del lado del mundo que ella jamás conocería. Siguieron los dolores de cabeza y vómitos amargos, acompañados de soledad. No quiso salir de su cuarto hasta que la madre se alivió, y la única visita que recibió fue la de su padre. Como recompensa por los mil Padres Nuestros, le llevó una cajita de lata dibujada con flores y pajaritos repleta de dulces, pero Sanjuana no se comió ni uno, porque la madre le había enseñado que la gula también era vicio.

Tuvo varias recaídas durante ese año, el últi-mo del siglo. Los festejos para recibir al nuevo no llegaron a su habitación. Marcial José organizó una gran fiesta, la mejor de la ciudad. Se mandaron a ha-

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cer elegantes trajes, contrataron tres bandas de quince músicos cada una, levantaron una pista de baile en el jardín y recibieron con el máximo estruendo a la alcurnia guatemalteca y salvadoreña. La incertidum-bre de cambio de siglo estuvo presente en el festejo, porque no faltó quien propagara profecías y leyera en sus augurios la aproximación del fin.

La niña no se percató del alboroto, porque las recaídas no le permitían ver la luz del sol. Además María Dolores la mantuvo alejada de toda falsa di-versión. Después de exámenes exhaustivos, el médico lo adjudicó a un mal congénito que le impediría vivir la vida con normalidad. Le recetaron todo tipo de medicinas y menjurjes, pero nada calmó sus dolores y desmayos imprevistos. Los huesos se le ablandaron a tal extremo, que cualquier tropezón podía causarle una fractura. Además, las convulsiones le contraían hasta las entrañas dejándole cada vez los órganos más débiles y sensibles. Escuchaba su propio corazón y las mareas de su estómago engullendo lo poco que ingería. Así que la custodiaban tres empleadas amenazadas de exilio si la dejaban caer. Tuvo épocas de sosiego, pero las más estaban turbadas por el mareo y el dolor.

Al cumplir los diez años de edad, en contra de la voluntad de María Dolores, los padres se vieron obligados a garantizarle alguna educación básica más allá de las murallas de la casa, así que la inscribieron en el Colegio de Niñas "La Presentación", que ocupaba un extenso edificio que luego pasaría a servir como asilo de las huérfanas de la región.

Ingresó al mundo desconocido del colegio. Los padres dieron instrucciones de que no conversa-

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ra con el resto de las niñas. También tenía restringido salir al recreo, correr, jugar a la pelota, probar bocado ajeno y pasar al pizarrón. Las alumnas cargaban bajo el brazo unas muñecas de trapo que habían llegado en el último barco como la gran novedad navideña, excepto Sanjuana que solo llevaba su rosario y el pan con mermelada. Para las niñas de su clase, ella se fue esfumando; no existía a pesar de que su figura en-clenque de rala cabellera llamaba la atención. Al so-nar la campana que anunciaba el recreo, y las niñas salían en estampida a jugar con sus muñecas, una monja tomaba a Sanjuana de la mano y la refundía en el coro de la capilla. Por alguna razón perversa, la ponía de plantón viendo fijamente al Crucificado. Aunque sabía muy bien sobre las tribulaciones de Cristo mejor que ninguna otra de su edad, se aparta-ba y se tapaba la cara como quien estaba frente a un espectro. Por las noches la acosaban de nuevo las pe-sadillas y a la hora del recreo fingía desmayos y hasta vómitos con tal de que la llevaran de vuelta a su casa. Como no tenía alternativa, Sanjuana se familiarizó con el Cristo e inició una conversación tan natural con él, que supliría el martirio de su soledad.

Al volver a clases, se abrazaba a los pies de la cruz con temor: "no me dejes hacer nada malo", su-plicaba. Luego venían los dolores de cabeza. Las ni-ñas del colegio la acusaron ante la madre superiora en repetidas ocasiones, porque juraban que la com-pañera siniestra les jugaba trucos de mal gusto: apa-recía y desaparecía; ponía objetos en sus manos que luego ya no estaban; con una mirada fija había hecho cambiar un libro de su sitio; sus ojos se tornaban fu-riosos súbitamente y en una oportunidad puso a sus

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muñecas de cabeza. Movía las manos como un mago y hasta las había amenazado con convertirlas en renacuajos. Sanjuana no despertaba suspicacias ni en el peor malpensado, así que el castigo resultaba volcándose a las acusadoras por mentirosas.

En una fecha de celebración, a causa de los preparativos del colegio y actos de las alumnas, la dejaron olvidada en el coro. Ni siquiera la recogieron para almorzar y hacer la siesta. Los feligreses paseaban a la patrona en procesión, ya acicalada y con pestañas nuevas luego del accidente del traslado. Sanjuana se desvivía por ver el desfile de la imagen que pasaría dando un recorrido en el patio del colegio para que las niñas se consignaran a ella y fueran devotas de por vida. Gritaba desde el encierro para que alguien la escuchara y le dejara ver el santo desfile. Sanjuana tomó la veladora a los pies de la cruz y en un arrebato de indignación prendió en llamas un cojín del oratorio. El fuego se fue inflando apresuradamente y el humo salió de las ventanas cuando la Virgen iniciaba su procesión por el patio central de juegos. Las monjas y maestras salieron corriendo con baldes de agua de la pila. Entre tal alboroto, la monja de urbanidad y conducta aprovechó para practicar sus lecciones y sacarlas en orden del establecimiento. La Virgen tambaleó y estuvo a punto de despeñarse por segunda vez, porque uno de sus cargadores dejó la devoción por un lado y salió corriendo mientras clamaba por su mamá.

Con el mareo del humo, mientras encontra-ban la llave para abrir la puerta de la capilla, Sanjua-na entró en una especie de ofuscación profunda que le hizo perder los sentidos. Escuchó por primera vez:

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"Sanjuana, oyes mi voz". Ella juró a sus padres, con toda conciencia, desconocer el origen del fuego, y lo atribuyó a la flama de una vela que con el viento se había prendido de la cortina.

Para su Primera Comunión, la niña había de-sarrollado la habilidad de conectarse con un mundo extraordinario. Se le miraba hablar sola y descoser risas de complicidad que únicamente ella comprendía. Las sirvientas se peleaban por no atenderla ni entrar a su habitación que se mantenía en penumbra, porque juraban que con la mirada adversa de la niña, las cosas cambiaban de sitio y ella aparecía y desaparecía sin explicación. Julia, la cocinera que Sanjuana había visto con Fermín, aseguraba que con sólo pasar cerca de ella, le aparecían moretones en el cuerpo sin haberse topado con nada ni sufrido ningún tipo de accidente.

Repetidas veces la encontraron en la capilla de la casa con las velas derretidas, tirada boca abajo en forma de cruz rezando en soledad. María Dolores prohibía interrumpirla, y prácticamente la obligaba a ver ángeles y arcángeles, vírgenes y crucificados. La sentaba sobre sus piernas y le enseñaba imágenes de una Biblia ilustrada para que la niña le describiera si eran esos seres extraordinarios los que miraba en sus delirios.

—Sí, mamá —respondía con pánico a contra-riarla—, miro ángeles como los de ese dibujo —y se-ñalaba las imágenes de bellos seres alados vestidos con trajes dorados y coronas hechas de diamantes.

Para el padre la noticia fue novedad y angustia a la vez, porque aunque iba a misa a diario sin haber

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faltado ni por motivo de enfermedad; ayudaba a los conventos de la ciudad con jugosas propinas; se con-fesaba una vez por semana y visitaba al arzobispo los domingos después de la eucaristía, en el fondo siempre le costó creer en Dios.

—No se le estará yendo la mano con la niña, doña María Dolores —le dijo durante la cena.

—Usted, Excelentísimo don Marcial José, cree que su propia hija está mintiendo —respondió deshonrada.

—Yo sólo creo que la niña necesita una amiga, jugar un poco y ser más normal.

—Pero si la niña prefiere rezar —insistió la marquesa.

—Yo sólo creo que los ángeles estarán muy ocupados como para venir a distraerse con mi hija —dijo con convicción de lo absurda que se estaba tornando la situación—, por Dios, sólo a usted se le ocurre semejante disparate.

—Mida sus palabras, Señor, que le va a caer un rayo y se le va a partir la tierra por las injurias que está cometiendo.

Por primera vez durante su matrimonio, María Dolores se levantó de la mesa. Había soportado el peso de las cubetas en el barco; la caravana eterna de la mudanza a la nueva ciudad; sus delirios de grande-za; las eternas sobremesas con gobernadores, alcaldes y presidentes; los salones de su casa apestosos a cigarro y oporto durante días; el olor a mujer rancia con el que alguna vez volvió; las borracheras con el arquitecto Ibáñez, pero esta vez se propuso no perdonarlo y, a pesar de que dormían en habitaciones separadas y se visitaban muy esporádicamente, le clausuró las

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pocas palabras de afecto que le quedaban. Por única vez lamentó no haberlo besado, porque había escuchado que quitar los besos es el peor de los castigos.

El día de su Primera Comunión, Sanjuana ha-bía repasado el catecismo tantas veces que ya se lo sabía de memoria y conocía la vida de más de cien mártires y santos. Entró a La Ermita entre un mun-do de público que asistió a la ceremonia más que por compromiso, por pura curiosidad. Se rumoreaba que la niña traía algo de santidad o era producto de conjuros de un éxodo de gitanos que pasaron por la capital el día de su nacimiento. Los empleados se habían encargado de comentar con empleadas de otras casas, que la niña era visitada por ángeles, vírgenes y santos, que no necesitaba del sueño, que se sometía a días de ayuno y duros retiros en soledad. Pero lo que más impactaba es que aseguraban que la propia madre la incitaba a lastimar su pequeño cuerpo en señal de sacrificio. Que hablaba sola durante sus encierros de total oscuridad y que un extraño olor a rosas salía de la rendija de su cuarto.

Al terminar la ceremonia, Sanjuana durmió durante un mes y hubo que arraigarla a la cama con plomos para que no levitara.

Para calmar sus angustias y borrar sus supues-tas manchas, producto de las lecciones de la madre y de la tía, a los catorce años Sanjuana hacía con grande empeño los ejercicios espirituales, se dedicaba a la oración, se aplicaba silicios, y castigaba su cuerpo con sangrientas disciplinas. Ante tal desacierto, y como nunca volvió a hablar con el marido de semejantes menesteres, María Dolores llamó al padre San-

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chez, su confesor, quien después de permanecer más de una hora con la niña, salió despavorido y sin palabras de consuelo para nadie.

Marcial José cayó con el rostro sobre la sopa y murió intempestivamente. Como si le hubieran clavado una flecha por la espalda. Esa mañana caliente, de aire pegajoso, cumplió por fin la única promesa que tenía pendiente con la población: traer a la capital el automóvil de vapor. El espectáculo lo dejó exhausto porque la fila de curiosos rebasó sus expectativas y el mareo de tanta vuelta por el parque le gastó de una vez por todas lo poco que le quedaba de corazón. A pesar de las súplicas del esposo para que fuera su hija quien diera la primera vuelta, María Dolores no dejó que presenciara la novedad, porque la curiosidad y el aturdimiento por las cosas son la puerta ancha de entrada a la vanidad.

Mientras el padre moría en el comedor, San-juana conversaba con él en su habitación. A punto de esfumarse la imagen fantasmal, Marcial José sacó del chaleco un pañuelo y lo puso entre sus manos. Unas manos todavía pequeñas

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UN SUPUESTO CRIMEN

San] uaná yacía en la cama de su fastuosa habi-tación esperando ansiosa a que su madre fuera a despedir al médico de cabecera, Don Vicente Esparra-gosa, quien por esos tiempos de nuevo siglo era muy solicitado por haber hecho el primer ensayo de la vacuna contra la viruela y fundado la cátedra de cirugía. Fue el primer bachiller en medicina graduado en la universidad de la Nueva Guatemala y recién había sido nombrado cirujano mayor del hospital San Juan de Dios. Partero excepcional, operaba cataratas, trepanaba senos maxilares, extirpaba tumores y logró la vacunación de gran parte de la población.

El cuarto estaba oscuro y lo salvaban pocas ve-las escondidas detrás de un biombo inglés. Debajo de la cama brillaba la bacinica de porcelana blanca y a duras penas se podían divisar los retratos que estaban sobre una mesa ovalada. Las migrañas y demás dolores de Sanjuana le impedían levantar un solo dedo del colchón, pero su rostro no los delataba. Es más, su pálido semblante amparaba una expresión de placer pincelado de agonía que sólo Astucia, la empleada de confianza, sabía detectar. Mientras la madre cruzaba el patio principal de la casa tomada del brazo del doctor, Astucia llevó de la cocina una pistera de porcelana pintada, con sopa espesa de zanahoria y la colocó en sus labios partidos por la deshidratación, pero una vez más se negó. A pesar de su cotidiana impugnación,

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Astucia tenía por oficio aplicarle los tortuosos trata-mientos que había ordenado el médico Esparragosa desde su niñez: un pellizco de corteza seca de sauce por vaso de agua para la rigidez; una cucharadita de pétalos secos de matricaria para los dolores; otra de hojas de menta apagadas en una taza de agua caliente para el mal aliento; una gota de aceite de menta piperita para la cordura; una ramita de planta de melisa para el insomnio; compresas mojadas de hipérico para el delirio; una mata disecada de romero en la nariz durante media hora para los mareos; tila y frutos de arándano para el corazón. A eso le sumaban unas pastillas torneadas de colores que contenían las vitaminas descubiertas a la fecha.

Si su estado de salud decaía aún más, en una silla cargada por cuatro criados se instalaba en la ca-pilla a puerta cerrada y se dedicaba al rezo durante horas. Lo que le quedaba de tiempo lo destinaba a toda aquella lectura que la enriquecía en su acostumbrada disciplina. No había mayor experta en la vida de mártires y santos. Leía sobre papas, obispos, presbíteros, diáconos, viudas, eremitas, fundadores, abades y monarcas. Sabía de dendritas, estilitas y reclusos. Todo lo que la identificara con aquellos que habían trazado su camino hacia la santidad a costas del martirio. Sabía distinguir unos de otros con sólo ver la figurita estampada de su santoral, y daba lecciones sobre sus atuendos, simbologías, festividades y milagros. Estaba al tanto de si el santo era patrono de músicos, floristas, mendigos, marineros, jovencitas, contadores, arrepentidos, mensajeros o piratas. Con tal prontitud que si hubiera existido un curso magistral de esta materia, hubiera sido maestra titular. Ha-

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bitualmente empataba sus pensamientos con el sufrimiento corporal de aquellos que a la hora de morir martirizados, lo hicieron en nombre de Jesús. Siempre iluminados por el camino victorioso de San Esteban, el primer santo de la humanidad sacrificado por una terrible lapidación. Mientras Astucia la atiborraba de menjurjes con firme ternura y paciencia, San-juana le susurró lo que había aprendido en su más reciente recogimiento de lecturas y sobresaltos. Se le iluminaron los ojos y se entregó a las palabras empaquetando por un rato su dolor:

—San Luis Gonzaga hacía lo mismo que tú, Astucia, cuidaba a los enfermos con mucho amor. Ahora viste sotana y sobrepelliz junto a un enorme crucifijo. Porta insignias de príncipe porque era heredero del principado de Mantua, pero abdicó a favor de su hermano por un amor infinito a Dios. ¿Te das cuenta que todas sus riquezas las cambió por la fe? La gente lo invoca contra las dolencias de la peste. Imagínate que lleva ya más de mil milagros concedidos.

La jaló con cuidado para que Astucia viera las figuritas de su libro, pintadas a mano con colores brillantes y resplandores de auténtico polvo de oro, que era lo que más sorprendía a la empleada:

—Yo no entiendo mucho de lo que usted me habla, señorita Sanjuana, pero me gusta la devoción con que lo dice.

—Pues ya dentro de muy poco no vas a poder decirme señorita, sino sor o hermana. Aunque el médico se niegue. Anoche me lo dijo San Luis mientras dormía.

Comentaba sobrecogida una y otra vez cómo San Estanislao, en períodos de grave enfermedad, veía bajar del cielo a unos ángeles que le daban la co-

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munión. Sentía gran empatia por Santa Catalina o "la esposa de Cristo", encarcelada y torturada por una rueda de púas; por Santa Teresa con sus constantes estigmas y visiones; por Santa Cecilia, arrestada y decapitada. Hasta que la comida se había asentado en su estómago y quedaba rendida sin haber vomitado. Astucia la cubría con una colcha gruesa preparándola de antemano para la fiebre, porque ya sabía que en sus sueños sofocados caería derruida en los ásperos brazos del tormento.

Aunque nadie lo insinuara abiertamente, en cada ocasión de fiesta la casa era invadida por fami-lias enteras con la intención de presentar a su hijo en edad de merecer y ganarse el premio mayor con un matrimonio de fortuna. Muchos estaban en disposición hasta de vender su alma al diablo con tal de acercarse a la realeza. Astucia preparaba a Sanjuana en un ritual de celestina, esperanzada en que su pobre y enfermiza señorita encontrara en el camino algún desdichado jovencito que sacrificara un poco de su amor por ella. La vestía con una falda alta apretada debajo de los pechos, la embadurnaba de perfume, le dejaba flojo el corsé para que no se viera más flaca de lo que ya estaba, le ponía polisones y el miriñaque debajo de la falda para darle el volumen del que carecía, le peinaba los rulos con aceite de castor para disimular el cabello deshidratado, le ponía unos zapatos bajos con dedos redondos que estaban de moda, y cuando su plan estaba listo y su señorita lucía casi normal, se negaba a salir del cuarto y con libro en mano iniciaba de nuevo su retiro espiritual, como si nunca se hubiera percatado del martirio de

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arreglos por el que había pasado Astucia. Por la sala desfiló amplia gama de señoritos que, en su lista de posiciones, tenían a Sanjuana en el primer lugar. Sus hermanos crecieron antes de tiempo. Tomaron el mando de la casa, ignorando las órdenes absurdas de la madre y sus agudos síntomas de obsesión.

Una de tantas veces de rutinarios encuentros con desconocidos, Sanjuana irrumpió en la conver-sación que mantenían sus hermanos con la acredita¬da familia Pinzón. En una especie de embrujo, su imagen de aparecida dejó a todos en suspenso por más de dos minutos. Pero esta vez se quedó más tiempo del acostumbrado. Fue cuando la vida le pu¬so en el camino a Alejandro Pinzón: un joven de veintitrés años, más bien chaparro, de gran nariz aguileña, cejas espesas y dulces ojos negros. Alejan-dro no tenía doble intención en la visita, pero la pre-sión de sus padres y la curiosidad por confirmar al-gún detalle de lo que se rumoreaba, lo condujeron a entablar conversación con ella. Atraído como imán, no pudo despegar la mirada del colgante que la joven prodigiosa llevaba en su huesudo pecho quieto: una enorme cruz de amatistas.

—¿Es usted tan creyente como comentan? —le preguntó casi en secreto.

—Y usted ¿es tan bondadoso como aparenta? —le respondió con inocencia de santa.

Los dos iniciaron una relación que se ratifica-ría en varias ocasiones de sus vidas. Se sentían cómo¬dos porque ninguno pretendía aterrizar en el matri¬monio. Ella le comentaba sus santorales, y él de su pasión obsesiva por la música. En alguna caminata por el jardín, ambos confesaron escuchar el llamado

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de la Iglesia. No cruzaron miradas de amor, pero cumplieron con uno de los propósitos de cualquier buena relación: la empatia. Compartieron su fascinación por los pájaros, lo que hizo que Alejandro le regalara una bandada de canarios que tiñeron de amarillo las jaulas de dos pisos. Tenía gran lupa de frontón, para ver mejor los detalles de las diminutas plumas de sus habitantes.

Sanjuana y su madre emprendieron un viaje improvisado a Escuintla, por insistencia de parientes preocupados que aseguraban la existencia de un lu-gar de sanación con agua de mar. Pero la verdadera razón del viaje era evidente. La marquesa tenía que interrumpir de inmediato la relación de su hija con Alejandro, porque una noche que pasaba frente a su habitación escuchó un leve suspiro fuera de lugar. María Dolores no estaba cómoda con las caminatas por el jardín, con los canarios, ni mucho menos con una cercanía de miradas que le fueron devolviendo a su hija el color a las mejillas y le quitaban media hora de rezo al día. Eso era inadmisible y hasta la hizo en-vejecer más de la cuenta.

El vaivén del carruaje acompañó sus lecturas y los remachados rosarios de la madre, aunque hubo que detenerlo en repetidas ocasiones porque al contrario de lo predicho, el sol y la intemperie le causaban a Sanjuana muchas ganas de morir. Pero aún así, para ella fue la mejor de las oportunidades: después de la misa poco concurrida en aquel pueblo de vaho caliente, desolado por las siestas, pudo hablar con fray Anselmo quien la orientó en su vocación de servir a Dios. Este fraile era el más célebre de la región costera, no únicamente por su bondad y dedicación

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a los pobres, sino por su íntima amistad con el arzo-bispo Santacruz. Fueron vecinos de niños, compar-tieron pupitre en una escuela pobre de curas franciscanos, se graduaron el mismo día y entraron al monasterio casi de la mano. Eran tan amigos que se escribían una carta semanal y se visitaban una vez al año para perderse en los manglares de la costa con el pretexto de la cacería. Conocían sus miedos y padecimientos, sus pecados y remordimientos, sus enfermedades y debilidades, como si en realidad existieran las almas gemelas. Fray Anselmo, ante las confesiones que escuchó de la boca de Sanjuana, prometió recomendarla al arzobispo. Y esta vez el cura sí lo creía de verdad, porque luego de escuchar sus confesiones, ningún sitio en este mundo que no fuera un convento la albergaría sin creerla loca. Una sola recomendación del fraile era suficiente para que el arzobispo Santacruz entregara su vida por ella.

A su retorno, quizá con un poco de color y me-dia libra de más, Sanjuana rechazó la visita de Alejandro.

Después de los consejos de fray Anselmo, ha-lló su único consuelo en la soledad. Hizo grandes es-fuerzos por ingerir los brebajes de Astucia, tomarse de tesón la sopa de remolacha en la pistera de porcelana aderezada, tragar los pellizcos de sales y hierbas y seguir las indicaciones del doctor Esparragosa, con tal de que éste le diera de alta y pudiera alistarse en un convento lo más pronto posible. Ahora salía al patio por media hora para recibir el sol, aunque la intemperie le hiciese vomitar. Visitaba a los canarios más de la cuenta, porque extrañaba la compañía de Alejandro. La primera carta llegó al día siguiente de su retorno, y Astucia la escondió debajo de su delan-

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tal para que no la interceptara la patrona. Y así ha-brán arribado otras veinte sin respuesta.

—Dile al joven Alejandro que no se esmere más —le suplicó Sanjuana—, que competir con Dios le puede acarrear muchas desgracias.

Y así fiíe. Astucia esperó al joven Alejandro con nostalgia y le devolvió las cartas sin abrir, le dio el mensaje y se echó a llorar.

—Vaya forma de morir viviendo —dijo Ale-jandro antes de perderse por la acera.

En la capilla de la casa había un cuadro me-dieval que la consolaba, traído por un tío que había llegado en una de las carabelas de Cristóbal Colón. Sanjuana se quedó suspendida en su olimpo apre-ciando la imagen que la tenía cautiva desde su niñez, como si fuera la primera vez que le aguzara los senti-dos. Era la imagen de Pedro el apóstol encarcelado por Heredes Antipas. Según la historia que sabía, Dios escuchó las oraciones y envió a un ángel que lo liberó de las cadenas. Esta vez para Sanjuana el cua-dro fue tan real que cobró vida y movimiento. Se sintió rescatada por un ángel que de un solo tajo de espada, rompía las cadenas que le impedían entrar en el convento. Y se quedó embelesada admirando la hazaña del espíritu celestial vestido con mantos rojos y una aureola pintada con polvo de oro. Corrió de vuelta a su cama porque estaba segura de que esta vez sí se recluiría en el convento y que superaría su últi¬mo obstáculo: el doctor Esparragosa.

Para solicitar el hábito de novicia tenía que pasar por un minucioso examen médico que la ator-

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mentaba. Aunque había aprendido a fingir y hasta sentir empatia con el dolor, dudaba de que el doctor pasara desapercibidas sus dolencias. Y como si no le bastara con tantas, cuando quedaba sola se probaba ella misma con el ayuno riguroso, con levantarse a media noche, con dormir en tablas o en el piso. Lavaba ella misma su ropa, barría y limpiaba los suelos de su casa, cosa que no le ayudaba con el esperado diagnóstico, porque la debilitaba de tal manera que el doctor muchas veces no le sentía el pulso.

La marquesa condujo a Esparragosa a una pequeña sala en el primer solar de la casa. Ahí en donde estaban unos macetones tupidos con flores que fueron lo único con que la madre permitió que su hija se entretuviese, porque a cambio de juguetes, las flores sí eran obra de Dios. Pidió que les llevaran el té y cuando tuvo la bandeja de plata sobre una mesita bizantina, cerró la puerta y se quedaron a solas. Ante el lento recorrido y escabroso ritual del té, el doctor Esparragosa sacó de su bolsillo el reloj repetidas veces porque ya no llegaría a una junta en donde se discutiría la acción de la Capitanía General que se había declarado en estado de guerra ante los ataques de mosquitos que amenazaban con causar más enfermedad y zozobra. También era el acto de inauguración de la torre del reloj fundida sobre el Ayuntamiento.

—¿Cómo la ve, doctor? —preguntó agobiada la señora—. Mire que de usted depende la salvación de mi hija.

—Lo siento marquesa, pero no puedo firmar los papeles.

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—Sólo dígame lo que necesita y yo lo hago, lo que usted me pida yo se lo doy. Me interesa colaborar con sus experimentos y puedo darle los fondos para comprar un nuevo microscopio.

—Perdóneme marquesa, pero no puedo fir-mar los papeles —repitió, sólo que esta vez con el tic nervioso más acentuado en su ojo izquierdo—, San-juana no está en condiciones de ir a ningún conven-to: el raquitismo no la dejaría vivir con el frío y la humedad de ese recinto; sus convulsiones y dolores constantes de cabeza se acentuarían con los trabajos y, además, no nació para andar descalza.

—Mire, doctor —dijo la marquesa con voz de-terminante—, usted es el único médico de la familia, y tiene futuro y la confianza de la gente gracias a mí. Sólo firme estos papeles, porque a estas alturas de su vida no se puede poner en contra de la voluntad divina.

—Señora —interrumpió el médico ya incó-modo—, yo no me guío por amenazas ni chantajes. Usted sabe que su hija necesita cuidados especiales. Sus visiones supuestamente divinas son producto de la enfermedad, y eso los dos lo sabemos muy bien. Yo conozco a Sanjuana más que nadie.

—El camino es el que Dios nos traza, querido doctor, y si usted no la libera, buscaré la manera de hacerlo yo. Cueste lo que cueste.

Sin decir más, la marquesa despidió al médico y se quedó sola con su furia. Se encerró en la capilla y rezó ocho novenas. Se pegó repetidas veces en el pecho hasta casi quebrarse las costillas y cayó en un drástico ayuno que le duraría varios días. Como si hubiera cometido un pecado mortal.

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Entró en la habitación de Sanjuana. María Dolores llevaba una sonrisa fingida:

—No se preocupe, hija, que Dios me acaba de anunciar que ocurrirá un milagro.

Saliendo de la casa, al cruzar la avenida, Espa-rragosa se encontró con Faustino Cornelio, quien recién asumía la dirección de la tercera época de la Gaze-ta de Guatemala. Este prestigioso periodista graduado en Europa, llevaba ya un tiempo considerable esperando un hecho oscuro para atraer la atención de los lectores con una noticia de impacto, pero nada ocurría porque, al parecer, estaban hipnotizados por un mundo de optimismo y novedad, en donde los hechos oscuros brillaban por su ausencia durante la primera década del siglo XIX. Ni los asaltos de bandas callejeras eran denunciados. Estaba cansado de presenciar inauguraciones de cafés, fuentes, parques, salones de baile y comercios. Seguía con aburrimiento las nuevas construcciones y hasta la siembra de los primeros árboles del parque central. Su único columnista de opinión era el empresario Bautista Irisarri, quien escribía artículos insípidos sobre el comercio con Europa y su negocio fluvial por el río Motagua. Y para terminar de fasti-diarse, con el fin de atraer la atención de las lectoras, se vio obligado a pasar la peor de las humillaciones de su profesión: abrir una sección de moda. Cada ejemplar costaba un real, y con el nuevo suplemento duplicó las ventas.

Faustino caminaba por las calles recién empe-dradas saludando a la gente que transitaba por la avenida principal para ver y ser vista. Con una habilidad innata, detectaba detalles con sólo observar deteni-

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damente, buscando un hecho sorprendente que hiciera valer todos los esfuerzos de su carrera. Descubrió miradas clandestinas, guiños prohibidos, aceleraciones cardíacas, llantos de cantina, serenatas truncadas que por ética profesional eran imposibles de publicar. En una ocasión siguió los pasos de la marquesa María Dolores, y le llamó la atención verla desaparecer en una colina que daba a La Candelaria, donde habitaban los más pobres subsistiendo a base de la hechicería.

Su atracción por los hechos insólitos lo acom-pañó desde siempre. Pero lo más que encontró fue una feria de negociantes argentinos y sus seres su-puestamente mágicos: la dudosa identidad de una mujer araña escondida detrás de una tarima en pe-numbra; un niño lobo tapizado de pelos espesos; la mujer más gorda del mundo con su propia carpa alrededor de la cintura y una ventanilla en los ojos que le permitía ver hacia afuera; un ser tan chiquito que se sentaba en la mano de su dueño; un unicornio plateado que dejaba gotas de pintura sobre la grama verde y una serpiente que engullía un cordero com-pletito enfrente de su público.

Después de largos días sin penuria, el perio-dista no hacía más que lamentar haberse mudado a la nueva ciudad, y decía a su esposa que hasta los terremotos eran mejor que la pasividad de una ciudad aletargada.

—Usted no se preocupe; de que cae algún muerto, cae —le decía ella al verlo caminar de una esquina a otra—, sólo espero que no vaya a ser usted.

Codiciaba a un descuartizador, alguna fuga masiva de presos o la aparición de un violador en se-

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rie. En las noches visitaba las dos únicas cantinas. Es-peraba sentado en la barra que se desatara alguna tri-fulca que él mismo hubiera estado en condiciones de motivar, algún duelo a muerte o, al menos, algún bo-rracho contando una infidencia. Por el contrario, ahora todo lo arreglaban con un brindis de paz y ni siquiera el pleito de las dos familias confrontadas por un amor, hizo bulla. En su nuevo asentamiento los parientes pactaron tregua, casaron a sus hijos y cons-truyeron sus casas una frente a la otra.

Durante esa obsesiva búsqueda, Faustino en-tabló amistad con Esparragosa, la que inició por in-terés. Lo acompañaba a las visitas domiciliarias de la mañana y lo esperaba en la acera sin sombra, porque los árboles aún no habían crecido lo suficiente.

—¿Y? ¿Se va a morir? —preguntaba al médico con entusiasmo al verlo salir de algún domicilio.

—Es sólo una gripe —le respondía el médico molesto.

—Aquí ya ni los loros dicen malas palabras.

—No se preocupe, amigo. Tengo el presenti-miento de que con la primera tragedia, esta ciudad ya no va a parar.

Esa tarde, cuando el médico salió de la casa de la marquesa, Faustino lo esperaba en la esquina, como de costumbre, porque tratándose de tan siniestro personaje algo podría surgir. Cruzó la calle para encontrarlo y caminaron juntos unas cuadras. Esparragosa parecía angustiado y le costó aflojar el ritmo de la conversación.

—Bueno, ¿y qué pasó? —le preguntó Fausti-no después de acotarle la reciente inauguración del reloj del Ayuntamiento.

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—Pasó que no pasó nada, simplemente la ter-quedad de una vieja inflada que quiere deshacerse de su propia hija enferma. Por muy marquesa que sea. no quiere entender que su hija no está cuerda.

—Bueno, bueno —dijo el periodista—, ¿tiene usted pruebas de eso?

—Sí, las tengo y la marquesa lo sabe.

—¿Son peligrosas? —siguió preguntando, ahora con preocupación.

—Lo son —respondió el médico.

—Mejor no se arriesgue, quítese la carga y mándela al convento, allá ella si se muere.

—Mire, amigo, yo no soy más que un médico y encima de todo, liberal. Sé clínicamente que los dolores de cabeza que sufre desde niña le trastornaron el cerebro. Y su madre lo sabe.

—Pero dicen que tiene visiones —prosiguió Faustino.

—Pues digan lo que digan, yo me mantengo en lo mío. Para alcanzar a Dios no se necesitan tecomates. Y usted mejor cállese, no sea y alguien lo escuche.

Después del desahogo, Esparragosa recobró el humor y antes de despedirse le dijo:

—Lo que sí le conviene saber es que la abueli-ta del obispo, de noventa y siete años, está en sus úl-timas y ¡esa sí que puede ser la noticia que busca!

A las once de la mañana del día siguiente, Faustino se vio obligado a incluir en la Gazeta la fatal novedad que tanto había esperado: el distinguido ciudadano y doctor Esparragosa murió súbita y mis-teriosamente.

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La noticia no le dio oportunidad de anotar detalles como tanto lo había soñado, ni tuvo el valor de comentar su encuentro e insinuar que lo último que su aliado había ingerido era un té ofrecido por la marquesa de Córdoba.

Faustino Cornelio se quedó hasta el final del entierro para jurarle a su amigo que no descansaría hasta esclarecer lo que, para él, había sido un crimen silencioso.

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LOS PLACERES DE MANUELA

A las seis de la mañana Sanjuana caminó inad-vertida hacia la pila para lavar ella misma su ropa y cumplir así con el cotidiano ejercicio de expiación. Esa tarde habría fiesta en la casa por un motivo que ella no indagó, porque a esas alturas nada entrete¬nía más sus sentidos que la redención. Ya estando en el territorio de los criados, se escuchó un bulli¬cio: Astucia, con un machete en la mano, perseguía a un chompipe con la cabeza colgando, que, sin dar¬se por vencido, desparramaba sangre en su desorien¬tado recorrido por el patio. Como si fuera una fuente interminable, el animal salpicó piernas, me¬jillas y uniformes. Era inaudito, pensaron: ese ani¬mal tenía más sangre que un toro. Sin ceder, y ha¬biendo dejado la cabeza tirada en un macetón de geranios, formó charcos resbalosos y todavía logró pringar la ropa colgada en unos lazos puestos al sol naciente.

—A ese animal no se lo pueden comer —dijo Sanjuana mientras remojaba un fustán—, hay que valorar su sacrificio.

La escena representó un vaticinio para los criados, que coincidieron en que la presencia de la patrona siempre les acarreaba una nube de mal pre-sagio. Es más, para ellos esa noche oscureció más temprano. Pero para ella no fue más que un mensaje de esperanza: el anuncio de su primera purgación.

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Su retiro la apartó de los avances del mundo que felizmente estrenaba siglo, apenas si distinguía entre el día y la noche. Sus hermanos no se rendían e intentaron en varias oportunidades introducirla en actividades sociales, presentarle a señoritas de su edad, llevarla a las funciones de teatro o a conciertos de pianistas prodigiosos. Hasta el final mantuvieron la esperanza de que su hermana recobrara la cordura.

Dos décadas atrás, había surgido en el mundo el globo de aire caliente. Siguiendo los pasos de su padre, Mariano hizo todas las diligencias para traer uno ante los ojos de la gente. Llegó por barco el ar-matoste de colores pretendiendo confundirse con un arco iris. Quitaron los cientos de covachas de ventas de todo tipo de artículos que se instalaban en la plaza central, y lo pusieron en exhibición. Un solo vuelo tuvo porque chocó con la torre del reloj y cayó a pique sobre el ayuntamiento. La única que no fue conmovida por la curiosidad, fue Sanjuana.

Con la muerte de Esparragosa, se vio aparen-temente restablecida y puso de su parte para conseguir la venia del doctor sustituto y abrazar la única ilusión de su vida: ampararse en el convento. Hasta aprendió a maquillar sus mejillas con polvo rosado de arroz para disimular la palidez y las ojeras que por costumbre se habían instalado en su semblante. No pasaron muchos días sin que el recién nombrado médico de cabecera, Armindo Hernández, firmara los papeles. Además María Dolores le había hecho creer al inexperto doctor que el pobre Esparragosa se había llevado el historial clínico de su hija por alguna equivocación hasta la tumba:

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—De seguro lo llevaba en el saco o en los pantalones con que lo enterraron —dijo—, porque murió al salir de esta casa.

Con sólo verla tan rozagante, el novato doctor no tuvo duda de la salud de su paciente y no preguntó más, convencido de que con firmarle la autorización de ingreso al convento, nada menos que a una santa de sangre azul, estaba conquistando un peldaño más de su camino al cielo y mejor aún, un palco favorito en la sociedad.

—Salude a mis hermanas —le dijo a Sanjuaná mientras firmaba los folios—, son seis y todas son carmelitas.

Ese mismo día, sin esperar ni un minuto más, Sanjuana planificó su éxodo. Estaba dispuesta a saltar al remanso de su nueva vida sin objetos que fueran testigos del lado pagano de su existencia, y más aún, sin los lujos que le resultaban repugnantes. Liquidó ímpetus y recuerdos, y después de las últimas oraciones en la capilla de su casa, debajo del lienzo supuestamente traído por Cristóbal Colón, se dispuso al despojo total no sólo de las cosas, sino de las personas con las que había compartido hasta entonces.

—El corazón sólo tiene una puerta de entra-da. Todo lo demás es laberinto y espejismo —con-cluyó junto con la oración—, por mi parte no me dejaré engañar con recovecos, porque el buen Jesús es mi único hogar y mi única salida.

Desprevenida de esos asuntos, pidió a su ma-dre que dispusiera de sus pertenencias con toda li-bertad y sin reservas, porque lo único que sí era un hecho es que jamás volvería. Sólo minutos antes de salir de la casa, sintió la nostalgia que acarrean las

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despedidas. Una lágrima se le volvió lago sobre las pupilas enrojecidas cuando entregó en las manos de Astucia la caja de música con una sonata de Bach, que su padre le había regalado al cumplir pocos años. Jamás le dio cuerda, porque su madre le advirtió de los riesgos que correría al escuchar música que no fuera hecha para agradar las razones de Dios. La criada recibió el obsequio con remordimiento, porque años atrás, ante la negativa del resto de la servidumbre para atenderla, sólo ella había aceptado servirla a cambio de las propinas de doña María Dolores, que la comprometieron a cuidarla con paciencia y guardar en secreto lo que presenciara en la misteriosa habitación. Y así fue: jamás dijo algo sobre los diez gatos que aparecieron atolondrados debajo de la cama de la niña, ni del brillo azul que teñía como pincelada su mirada cuando hablaba de los santos, ni de los grillos amaestrados que se posaban en su almohada, ni del estrepitoso escándalo que hacían los pájaros cuando Sanjuana se abría paso en el largo camino de los corredores y se acercaba a las pajareras, ni del olor a flores que emanaba su cuerpo aunque no se hubiera bañado durante días, ni de los destellos que como rayos se filtraban debajo de la puerta de la habitación que parecía tener clima propio. Pero ahora se enfrentaba a la mayor sorpresa, porque Sanjuana le regaló la caja que, a escondidas, husmeaba mientras limpiaba la habitación en absoluta soledad.

Nada más que por complacer el último ruego de su madre, que disimulaba un grito de tristeza, Sanjuana metió en un pequeño maletín de cuero una pluma y su tintero; un fajo gordo de hojas en blanco y

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otro de sobres con minúsculos adornos; el librito que la tía suicida le había regalado sobre "las virtudes de la virginidad"; un costurero con hilo blanco, agujas y tijeras; la medalla de la Virgen tallada en plata para colgar en la pared; su santoral con figuritas pintadas a mano con polvo de oro; la Biblia familiar y la cruz de amatistas que le recordarían los ojos negros de Alejandro. A duras penas cupieron en la maletita y si no hubiera sido por su incapacidad innata de traicionar, la hubiera dejado tirada en el camino. Sus hermanos, Mariano y Pedro Alberto, no contaban con ella desde hacía años. Para ellos se había convertido en un fantasma viviente que deambulaba de la capilla a la habitación y de la habitación a la capilla, sin excepción alguna, con un rosario colgando de sus manos y la mirada extraviada en la indulgencia. Quizá por eso no hubo drama ni lloriqueos en la despedida. Con Mariano, Sanjuana tuvo mayor afinidad. Tenían cierto grado de comunicación silencio-sa frecuente entre hermanos, aunque él hubiera sido amamantado por un montón de nodrizas rollizas y ella por los escuálidos pechos de su madre. Para Mariano ella era como los genios de botella de un cuento que escuchó mientras su imaginación nadaba en la magia del Oriente Medio; siempre la comparó con un hindú que apenas a los cinco años de edad, era capaz de permanecer un mes entero en meditación debajo de un árbol sagrado sin ingerir alimento y cundido de esperanzas que caminaban sobre su cabeza. Además, poseía el don de cristalizar penas humanas, volviéndolas polvo que sus pacientes expulsaban por la boca.

—No entiendo la razón, Mariano, pero tengo la certeza de que usted y yo nos volveremos a ver —dijo confundida al despedirse.

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Durante el viaje, más corto de lo que pensa-ban, empezaron a acostumbrarse a la distancia, así que no cruzaron palabra. La marquesa se mecía de un lado al otro intentando mantener la cabeza firme y haciendo señas al carrocero para que fuera más despacio. Su pañuelo blanco, que movía insistente, parecía una nube perdida dentro de la carroza.

Era irreversible. María Dolores dejó a San-juana en la puerta del convento que se situaba a eternas pocas cuadras de la casa. Desde la reja que dividía los dos mundos, como puntos cardinales, la vio perderse en un laberinto oscuro convencida de que la conduciría a la santidad. Para ella ese mo-mento fue muy simple y no había vuelta de hoja: ya sin su hija, moriría antes de morir. Al cerrarse la puerta, todavía quedó una ráfaga de jazmín augu-rándole que no volvería a verla durante el resto de la vida.

Con los pies en el convento de las Carmelitas Descalzas de San José de la ciudad de Guatemala, Sanjuana suspiró como si por primera vez expandie-ra sus pulmones arrugados. Sintió cómo los alvéolos se despegaban uno por uno entre su pecho. Soltó ángeles y espíritus, liberó espantos y aparecidos y se dirigió movida por una especie de histeria al coro de la capilla, en donde cayó hincada ante el crucifijo. Se prendió de los pies de la imagen con tal dramatismo que las monjas y novicias que ensayaban el coro para el próximo oficio, quedaron petrificadas con la solfa interrumpida en su paladar. Al parecer, pensó la priora, esa novicia no había llegado al convento en disposición de lloriquear.

—Aquí me tienes, esposo mío —gritó.

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Ante aquel espectáculo de fe desmesurada, al-gunas novicias cedieron al pecado de la burla, pero el acto se tornó más dramático aún: Sanjuana empezó a convulsionar encorvando su figura tensa sin soltar el crucifijo que casi arranca de la pared. Fue mientras intentaban volverla a la conciencia, echándole agua bendita en la cara, cuando en una especie de susurro escuchó la voz que decía: Tú te consagras por esposa mía, yo seré también tu esposo. Palabras que luego describiría en sus confesiones como las más reveladoras de su vida.

La madre priora, Alicia del Santo Socorro, en la vida presenció acto de entrega similar, y recuperó una leve esperanza en la fe ajena que ella jamás tuvo. Entre el alboroto, condujeron a Sanjuana a su extensa habitación ubicada en el primer patio del convento. Al recuperarse del delirio, un poco más confundida que de costumbre por el eco de las palabras que había escuchado durante su retraimiento, se enfrentó a un puñado de novicias fatigadas que estarían a su servicio, formadas por orden de estatura. Además, la priora le advirtió que por su debilidad respiratoria, tenía permiso de usar zapatos. Con unas tijeras oxidadas le podaron el cabello deshidratado y le colocaron su toca blanca sobre la frente, el ansiado manto ceñidor y su hábito de novicia. Salió Sanjuana, en calidad de novicia de velo negro, rodeada de las religiosas curiosas, porque no era nada común compartir devoción con la nobleza.

La sorpresa fue brutal: en una especie de ri-tual, se quitó los zapatos y pidió que los retiraran, luego suplicó a la priora que la condujera a la más humilde de las habitaciones, y que no le dejara en el

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recinto más que dos novicias, una cruz y el reclina-torio. Ante esa súplica, muy parecida a una orden, así lo hicieron. La condujeron al tercer patio, y dur-mieron tranquilas esa noche, porque no se le oyó llorar.

Las estaciones eran el único norte para que las monjas se sintieran orientadas y mantuvieran algún contacto con la desencajada realidad. Con el calor del verano, las celdas se tornaban insoportables y como tenían que dormir con la toca y hábito pues-tos, se cundían de un menjurje de sudor espeso que desataba urticaria desenfrenada en el cuello, detrás de las orejas y entre las piernas. Bajo el sol en apo-geo, rodeaban la enorme pila de diez lavaderos y apa¬ciguaban la picazón con guacaladas de agua tibia. Te¬nían permiso de jugar a la pelota, porque el doctor Esparragosa, antes de morir, le había advertido a la priora una avalancha de depresiones por falta de ejer¬cicio, aire fresco y sol. Así que, a partir de sus agrade¬cidos consejos, las monjas contaron con media hora para el recreo. Dadas las felices circunstancias, dedi¬caron tan sagrados minutos diarios, a un juego de pelota que llamaron "matado". Orinaban paradas a medio juego con tal de no perder ni un solo minuto de tan feliz esparcimiento; se enviaban soeces mensa¬jes entre contrincantes, que intercambiaban secreta¬mente durante las comidas. En repetidas oportuni¬dades se enfrentaron en lo más interno del huerto llegando a las bofetadas, pero la huella de los golpes fue fácilmente disimulada con el pretexto de la flage¬lación. Eso marcó la división interna en dos equipos, tan profunda que hasta separó a las seis hermanas del doctor Hernández.

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Al entrar el invierno con sus aguaceros, los oficios se distribuían de otra manera. Jugaban en el corredor. Había que sacar constantemente el agua con escobas de raíz, proteger los cuadros y lienzos de las plagas de humedad, tapar las jaulas más temprano para que no se tulleran los canarios, cubrir las veladoras para que no se apagaran con el agua y agudizaran la penumbra, ampliar el pequeño hospital con camas por la epidemia de gripe que se desataba, cubrir las goteras que reventaban los techos como si fueran perdigones, apaciguar a las locas que se enfurecían con los torrenciales, secar a Hermano para evitar que se contagiara con moquillo, y rezar por que no se produjera una inundación como la que había sumergido a Ciudad Vieja en la zozobra. Además, agregaban en sus rezos la súplica de una canícula, para terminar con algún campeonato de matado que siempre quedó pendiente. Improvisaban sombrillas para cortar las frutas y como eran descalzas, caminaban con cuidado para no esparcir otra plaga: los hongos de los pies.

En una oportunidad llovió tanto que la capi-lla se inundó naufragando hasta las bancas. Sanjuana exigió, en nombre de los ángeles, que se oficiara la misa porque a Dios le traían sin cuidado esas nimiedades humanas ante las que jamás había que sucumbir. Las monjas y un público selecto, refugiado tras una reja, recibieron el santo oficio con el agua hasta el ombligo. Los santos de madera parecían flotilla en alta mar, y una Virgen desteñida delató que no era tan colonial como se suponía. Sor Clemencia estuvo a punto de recuperar su fobia contra el agua y hubo que rescatarla del fondo prácticamente ahogada.

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Sanjuana parecía haber estado siempre ahí. como si fuera parte de la humedad de las paredes o la hiedra que creció sin dejar un muro invicto. Su de-voción y entrega a la vida comunitaria le otorgó el respeto hasta de las más amargadas religiosas, al col-mo que se hizo indispensable para todas. Disponía de una generosidad admirable para sacrificarse sin pasiones. Llevaba a cabo la disciplina, el silicio, las cadenas de hierro, el ayuno riguroso, la abstinencia continua, que desde niña había practicado con tanto recogimiento al lado de su madre. Buscaba las humi-llaciones, las reprensiones y los cargos más infames, el hábito más pobre para ser la más infeliz del con-vento. Si alguna monja, conmovida ante su innecesa-ria humillación, se refería a su estirpe, ella cambiaba la conversación y aseguraba que la única nobleza de sangre sólo podía venir de la sangre de su esposo, de quien hablaba con tal soltura, como si hubiera desa-yunado con él. Despertó los celos y envidia de algu-nas compañeras que también miraban en Jesús a su marido.

Tampoco faltó maestra del convento que des-pechara en ella sus frustraciones e infortunios y que la castigara sin justificación desahogando la oscuri-dad que produce el encierro. Sanjuana no emitía ni un sollozo y no movía ni una pestaña de sus ojos dormidos, es más: se tiraba a los pies de su verdugo suplicando más humillación.

—Soy la más pecadora de las mortales —gri-taba desesperada—, por favor, castigúeme más.

Siguiendo los ejemplos de su padre, al que se pareció más de la cuenta, no únicamente por la nariz

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afilada y torcida levemente hacia la derecha, sino por los ojos brillosos como si estuvieran llorando, San-juana caminaba como reina y hablaba con un español de española demasiado sofisticado para un convento de descalzas. Además, sus movimientos y ademanes delataban a leguas su nobleza. Hasta para comer el pan lo hacía con delicadeza sorprendente cortando uno por uno los trozos que escamoteaba con elegancia natural. Tomaba la cuchara con el índice y el pulgar elevando levemente el meñique, poniéndola a un costado de los labios. No hacía el más remoto ruido, ni mucho menos chasquidos con los dientes al masticar. María Dolores siempre presumió que su hija no sudaba y que jamás estornudó. Aún así, hizo todos los esfuerzos por verse como la más insignificante de las criaturas y caer en el profundo menoscabo de su cuerpo y espíritu sin el más mínimo de los reproches. Las religiosas la seguían a escondidas al coro y quedaban maravilladas al verle las muñecas cortadas y los hilos de sangre que dejaban rastro dibujado en los pisos impecables del convento. No faltó la vez en que algunas novicias, asustadas, despertaron a la priora para que interrumpiese las puniciones y flagelaciones que en ocasiones parecían salirse de control. La priora se despertaba aturdida. Sin abrir los ojos mandaba limpiar la sangre salpicada para no espantar a los confesores de la mañana, y volvía a acostarse para soñar de nuevo con el amor imposible que la sostuvo viva hasta entonces: un primo hermano a quien amó desde siempre con locura. Ante la amenaza de darle hijos con cola de marrano, se refundió en el consuelo del convento. Además, a causa del bigote y las patillas que afloraban en su ros-

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tro, la casualidad de encontrar pareja era práctica-mente nula.

San]uaná dejó el noviciado para ser admitida definitivamente como monja carmelita descalza. Prometió nuevos votos que no estaban escritos en los requerimientos acostumbrados. Muchas religiosas se sintieron incómodas ante la pública declaración, porque suficiente tenían ya con la obediencia, la humildad, la pobreza y la castidad, como para que ahora les asignaran una retahila de sacrificios más. Iniciaban con no tener voluntad propia; obedecer a los iguales y hasta menores; procurar su propio abastecimiento y evitar la servidumbre; buscar la humillación y el castigo; obedecer al confesor que se le designara sin establecer ningún vínculo ni preferencia; no pedir dispensa ni por enfermedad y no buscar consuelo alguno en esta vida. Hasta la priora se sorprendió ante el drástico compromiso, pero se hizo la desentendida, porque no estaba dispuesta a obedecer a sus menores bajo ninguna circunstancia, ni mucho menos abandonar el consuelo nocturno que le propinaban sus sueños.

Al día siguiente de tomar sus votos con exage-rada diligencia, Sanjuana escribió al Ilustrísimo Señor arzobispo una carta escueta, pidiéndole licencia para renunciar definitivamente a sus bienes. Con esto des-tinó parte de su dote a favor del monasterio, lo que le hubiera asegurado vivir con lujo rodeada de sirvientas por el resto de su vida; dispuso otra parte para repartirla entre los más pobres de la ciudad y cedió el resto a su madre y hermanos. Sin reservar una sola parte para ella, ni aun lo que autorizaban las constituciones de los claustros para subsistir a las necesidades más ur-

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gentes e imprevistas que pudieran sobrevenirle. Su renuncia fue absoluta y su desprendimiento completo. La única negativa que tuvo al respecto fue cuando aclaró que lo que dejaba a los pobres quería destinarlo a las mujeres con niños y sin marido, asunto que escandalizó a la curia y fue producto de rumores y comentarios oscuros. Así que, sin más discusión, esa parte de su voluntad fue a parar en sustanciosas limosnas a las parroquias de la vecindad.

Su pequeña ventana daba al huerto, y quizá por ello las palomas se aglomeraban para instalarse en la reja, como si fueran envío del mismísimo san Francisco de Asís. Se paraban unas sobre otras tendiendo una red inquebrantable. Unas monjas decían que era por presencia divina, mientras otras aseguraban que ella guardaba pan en su hábito para darles de comer. Motivo que, para ser resuelto, desató el más feroz partido de matado, en donde, curiosamente, no lograron romper con el empate. Más de alguna novicia recién llegada, confundió la alfombra de plumas que dejaban las colombófilas en la celda de San-juana con rastros de ángeles.

Durante los días de distancia la invadían la in-certidumbre y el dolor. Sanjuana pasaba del más abrupto estado de euforia, al llanto con gran facili-dad. Contaban que en un pie del Cristo se había formado un guacalito porque sus lágrimas pesaban más de lo normal. Pero luego su trabajo de enfermera, de pajarera, de ropera y de maestra de novicias le daba cierto alivio al corazón que se mantenía intacto por milagro.

Aunque Sanjuana vivía en absoluta austeri-dad, siempre iba acompañada por Hermano y dos

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novicias, entre ellas la inseparable sor Clemencia. Limpiaba los pisos y las letrinas sin renegar, enjuaga-ba las jaulas con remordimiento, porque su gusto por los pájaros resultaba demasiado mundano y co-rría el peligro de competir con su amor por Dios, y acudía a los oficios con radical puntualidad, porque podía perder hasta los ojos, a cambio de recibir la comunión. Nunca faltó quien la acusara ante la pre-lada por alguna insignificancia, entonces la repren-dían con dureza y le imponían por la falta imaginaria el castigo de comer un huevo a la hora del almuerzo. En su caso los peores castigos eran al revés, porque le evitaban castigarse. Una vez se encontraba plan-chando los atuendos blancos, eternamente almidonados de la iglesia, y la prelada volvió a regañarla por pasar la noche en vela. Le sobrevino un pasajero y minúsculo pensamiento oscuro en contra de la injustificada reprimenda. Sacó la lengua y en castigo se aplicó la plancha de carbón hirviente. Tuvo que pasar el dolor sin decir una palabra, ni siquiera a sor Clemencia, con quien sentía algo parecido a la confianza. Pasó diez días sin tomar la más liviana de las comidas a causa de las papilas chamuscadas que le quitaron para siempre el placer de los sabores. Eso le desencadenó un rosario de males que le dificultaban los trabajos, pero aún así no faltó a uno solo, como si insistiera en ratificar una y otra vez el deseo de sufrir. De noche, recogida en su celda, después de recitar de memoria el oficio parvo y los quince misterios del santo rosario, permanecía hincada, sin dormir, custodiada por el silencio solidario de las palomas.

El experimentado padre Bartolo Tirado, que creía haber escuchado todos los pecados de este mun-

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do, perdía la fuerza y la seguridad de su propio cami-no religioso, cuando del otro lado del confesionario la escuchaba detallar con naturalidad cómo escogía el campanario que sólo contaba con paredes sin techo, para llevar a cabo su penitencia, y el placer que sentía al ver teñido el pasto del huerto y las paredes con su sangre derramada por amor a Jesucristo. El cura espantado, con el bonete desalineado y la sotana descompuesta salía a confesarse, porque en la fuerza. desenfrenada de aquella monja no podía ver las manos de Dios, sino la cola del demonio.

Acudía en carrera a la priora afligido, porque sospechaba que la vida de Sanjuana corría peligro y el convento se estaba arriesgando demasiado si la hija del difunto marqués de Córdoba moría desangrada entre sus paredes. Sugirió hasta un exorcismo, lo cual en ese momento pareció extremo y más peligroso que la propia medicina. Ni aun cuando el arzobispo lo envió a confesar a los reos de la cárcel cercana a la parroquia, escuchó tan campante desfachatez ante el martirio.

Después de que sus novicias aplicaban a San-juana curaciones de lienzos con agua de sal y vinagre, de hacerle ingerir bicarbonato tres veces diarias y velarle sus aturdimientos nocturnos hasta la saciedad, ella aparecía en el planchador o en el ala de la enfermería donde yacían las locas del convento. Por su naturaleza de tormento, optó por dedicarse a aquellas carmelitas de cordura desorientada, porque llamarlas locas era para ella perversión. Sin percatarse de los motivos, una de sus designadas era sor Margarita de la Santísima Trinidad Peralta. Dejando por un lado el fuerte peso de la primogenitura, al parecer, a esa

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monja la enclaustraron por culpa del equivocado destino de una inocente carta de amor. Sin pedirle explicación, el padre la arrancó de las sábanas tibias de su cama y del pelo la arrastró hasta el convento. No conformándose con el castigo de la reclusión per-petua, el padre suplicó a la priora que amarraran a su hija y que la recluyeran en el ala de las locas, por la simple razón de que jamás se hubiera enamorado del jardinero si estuviese en sus cinco sentidos. Desde ese día, durante repetidas noches, hubo que llamar a la guardia civil, porque un joven humilde gritaba desesperado el nombre de Margarita aferrándose a las rejas traseras del convento.

—¡Ayúdeme, hermana, por el amor de Dios! —le dijo una mañana la supuesta desquiciada con tal expresión de súplica en su mirada, que Sanjuana se sintió humillada ante ese dolor que ni ella había logrado alcanzar durante sus penitencias.

Fue la primera vez que alguien la conmovió. Sanjuana, confundida, se encerró en su celda y no asistió al coro durante dos días. Buscaba una respuesta en sus oraciones pero no la encontró. Llamaba a los ángeles pero no la visitaban. Rezó el doble de rosarios y tampoco le llegó la luz que necesitaba. Sucumbía ante el dolor de un infeliz corazón profano.

Esa noche mientras deliberaba la respuesta de su conciencia, escuchó de nuevo un estruendoso escándalo fuera del convento, silbatos de la guardia y gritos desesperados que esparcían el aroma de un amor carnal. La prelada obligó a las monjas a permanecer encerradas en su celda. Lloraron en soledad no por el destino tan sufrido de Margarita, sino por el propio. Sanjuana salió de su encierro y se dirigió so-

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námbula a la casa de las locas. Se paró frente a Mar-garita de la Santísima Trinidad Peralta:

—Muérdame, hermana, agarre las tijeras y clávelas en mi hombro —le dijo mientras sacaba unas tijeras de su hábito para romper primero los lazos que la ataban a la cama.

—Por la reja del huerto, la que da a el Sagrario —dijo únicamente.

Margarita no escuchó más indicaciones y la atacó a mordidas clavándole las tijeras muy cerca del corazón. Aquel acto de brutal violencia, que alertó a las monjas, novicias y locas en un escándalo monumental, no perdió jamás cierto toque de ternura.

—Usted ya tiene el cielo a su servicio —le dijo Margarita mientras se escabullía entre los matorrales del huerto con la gran cruz de amatistas ensan-grentada que Sanjuana puso entre sus manos.

Al llegar la priora, Sanjuana yacía en el suelo, con las tijeras clavadas y los brazos marcados por las mordidas de la loca. La llevaron entre alaridos a su celda y pasaron minutos antes de percatarse de que sor Margarita, a esas alturas, ya estaba en los brazos de su jardinero.

Otra hermana que la conmovía era sor Manuela del Perdón. Según confirmación médica, había dejado la cordura regada en el camino. La mantenían con las muñecas atadas a la cabecera de una cama pequeña de hierro fabricada para albergar a los locos más agresivos. No era violenta, pero si le desataban las manos rápidamente las metía entre sus piernas hasta sangrarse las entrañas.

—Madre —le dijo un día mientras Sanjuana la bañaba orando una novena—: yo sólo quería ser puta

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Sanjuana le hablaba largas horas de san Luis, de su abnegación y sacrificio por la humanidad, pe¬ro no había causa alguna que distrajera de la mente de sor Manuela la feliz fantasía de un hombre apre-tándola contra la pared. Contorsionaba las rodillas para sentir un atisbo de placer. La priora entregó abiertamente a Sanjuana el destino de la loca, por¬que ya no quedaba confesor capaz de sobrevivir sin estragos a sus confesiones. Aunque en realidad, lo único que ella mencionaba era lo exquisito de los placeres y de un beso de amor. Le hicieron dos exor-cismos para tratar de sacarle los supuestos demo-nios, pero no salió ningún espectro de su pecho un-gido, porque todo navegaba sin rumbo en el limbo de su imaginación. Después de la infructuosa bata¬lla, su confesor, rendido, dijo: "Las ganas no las cu¬ra ni un milagro".

Hasta que Sanjuana logró liberarla de lo que para ella eran cadenas, sólo que esta vez no de la ma-nera violenta como lo hizo con Margarita: ahora re-currió al camino acostumbrado de sacrificio, oración y perdón. Sin saber que lo único que Manuela nece-sitaba, era un poco de afecto y atención.

Aunque Sanjuana estuviera en peores condi-ciones que las enfermas que visitaba, llegaba a conso¬larlas así fuera arrastrando los pies. En varias oportu¬nidades, las mismas trastornadas se levantaron de sus camas para enderezarle las pantorrillas después de una convulsión y limpiarle el vómito negro que col¬gaba como baba sobre la toca. Le aplicaban tinturas y ungüentos, nitrato de plata para limpiar sus ner¬vios, belladona para la fiebre y el delirio, brionia para aflojar las articulaciones, carbonato de calcio para el

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estómago y jazmín de Carolina para los dolores, has-ta que la hacían dormir durante dos días completos en una cama del reducido manicomio.

Sor Manuela del Perdón amaneció con distin-to semblante, como si las tentaciones hubieran cedi-do ante el exilio:

—Desáteme las manos, sor Sanjuana —le di¬jo con una calma angelical y sin fantasmas de hom¬bres merodeando en su memoria.

Sanjuana le soltó las manos, que se fueron di-recto a persignarse. De sus andanzas pasionales no quedaron más que las cicatrices entre las piernas y las pocas ocasiones en que se sintió sola. A partir de ese día, cada vez que Sanjuana cayó enferma, fue ella, la madre Manuela, quien la cuidó, la acompañó y aten¬dió junto con Clemencia. Eran ellas quienes estarían a su lado durante años de tribulación.

Saliendo del refectorio, tropezó con un bulto que había quedado en medio del camino. Se le asti-llaron varios huesos y se quebraron los de la panto-rrilla derecha. El doctor Hernández fue enviado de inmediato al convento en nombre de María Dolores, quien recién se enteraba del estado fatal en que se encontraba su hija, pero no pudo hacer más que su-turarle la cabeza y sacarle las astillas una por una y sin ingerir líquidos de anestesia, porque ella no lo permitió. Tampoco dejó que le enderezaran la pierna rota con una cánula especial.

—Sanjuana: la veo en muy mal estado, déje-me hacer mi trabajo —dijo el doctor ante su conclu-yeme negativa de ser tratada.

—No es por hacerlo quedar mal, doctor, pero yo sólo atiendo al trabajo del Señor.

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Su cuadro era tan delicado que cada noche las monjas rezaban y cantaban coros gregorianos para acompañarla en su viaje de transición.

Por lo delicado del caso y las advertencias de su confesor, a quien nadie le sacaba de la cabeza que a Sanjuana la tenían tomada los demonios, el mismo arzobispo entró a su habitación dos veces para constatar la terrible situación en la que se encontraba, después de patear a Hermano que no lo dejaba entrar: detrás de la cortina de velo que la apartaba de las miradas prohibidas, podía vislumbrarse la sombra de su cuerpo descoyuntado y se escuchaban gemidos que no parecían venir de la conciencia de un ser humano. Ante semejante pestilencia que se esparcía como neblina por el convento, se le administraron los santos sacra-mentos, incluso el de la extremaunción en repetidas oportunidades. El arzobispo Santacruz tomó la deci-sión de llevar a cabo un exorcismo sin recurrir al dele-gado de la curia. La celda estaba iluminada por unas velas que se apagaron al unísono, pero eso fue a causa de una ráfaga de aire que produjeron las palomas al elevar su escandaloso vuelo desde la ventana. Después de las oraciones exhaustivas, salmos e imprecaciones, un animal, muy parecido a un alacrán, apareció como si nada caminando por su almohada de tabla.

Le avisaron a la marquesa que estuviera prepa-rada para lo peor, y que ordenara imprimir las notas de duelo para pegarlas en los postes de la ciudad, pero de la noche a la mañana Sanjuana pareció restablecerse. A ella le traía sin cuidado el alboroto que sobrevenía fuera de su delirio. Simplemente se despegaba de las cosas y de la vida para ingresar a su mundo de ángeles y santos, de sueños insondables

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donde hablaba libremente con su fantasía. Un mundo en donde la frontera entre la vida y la muerte parecía debilitarse, porque sus encuentros con el esposo eran sublimes.

—Tómame, esposo mío, mi corazón arde y te implora —decía.

Por alguna razón incomprensible en ese cua-dro tan particular de ofuscación permanente, apareció el rostro de Alejandro Pinzón. No por amor reprimido, sino porque fue el único amigo que tuvo en su vida. Según había escuchado de una monja prima suya, Alejandro se recluyó en la Compañía de Jesús y estaba a punto de profesar sus votos como sacerdote. Mientras planchaban unos manteles de ocho metros de largo, se enteró de que Alejandro había vivido durante dos años en la Nueva España y que ahora estaba retirado en la montaña conviviendo con unas comunidades de indios, montando sanatorios, escuelas, y enseñando música a los niños. Contaba que con sus cualidades de solista empedernido había sembrado en las poblaciones un lenguaje musical que les permitía comunicarse sin conflicto, ignorando diferencias dia-lectales. Que durante las noches de selva surgía la voz de un coro barroco igualable al de Viena, y que a ki-lómetros de distancia se podía apreciar, con un nudo ciego en la garganta, la más tierna sonata clásica de tres movimientos, mejor que las que se tocaban en la Opera de París. El mismo Santísimo Papa se había enterado del milagro y el Rey dio la orden de eliminar los impuestos de esas comunidades, porque con cantar a su Majestad y a Dios desde el mundo nuevo, era suficiente tributo para ganarse el camino de la salva-

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ción. Sin que nadie se percatara, en ese lugar un indio escribió la primera ópera de América.

En sus inaplazables recogimientos, que cada vez resultaban ser mas eternos, San] uaná terminaba suplicando a los ángeles y santos por él.

El padre Bartolo salió más espantado de lo acostumbrado. Sin proponérselo, dudaba de la fe de San] uaná, porque para él era imposible comprender que efectivamente aquella criatura fuera una ofrenda de Dios. La duda le causaba angustia. Al salir d convento, era él quien de nuevo buscaba confidente. Según indicaba San] uaná, dos demonios la atormen taban de una a cuatro de la madrugada, y eso, para el padre Bartolo, era inconcebible: desde niño le tuvo terror compulsivo y enfermizo a los demonios y se orinó hasta los catorce años en la cama por su causa. Al tomar la sotana, le tocó dormir solo en su nueva parroquia. Buscó mil pretextos para dormir al lado del sacristán, con quien amaneció agarrado de la mano. Era comprensible lo terrorífico que le resultaba escuchar las confesiones de alguien que convivía con seres diabólicos durante sus noches. Y dejó de dor-mir tranquilo, porque juraba que el diablo era contagioso y de seguro, por alguna razón que sólo él conocía, esos macabros espectros se sentirían más a gusto con él. Llegó a su diócesis y revisó debajo de las camas, detrás de las puertas y hasta removió los cuadros de las paredes. Se acurrucó en su cama tapándose la cara con la almohada, y se chupó el dedo convocando a su mamá hasta el amanecer. Al día siguiente tomó fuerzas desesperadas, visitó al arzobispo y con disculpa eclesiástica se negó a ser más el confesor de Sanjuana.

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Manuela entró a la celda de San] uaná para asistirla como de costumbre y se llevó gran sorpresa cuando vio el piso tapizado de piedras.

—No se preocupe sor Manuela —dijo San-juana debilitada—, los diablos las tiraron desde el techo. Lo malo es que no me dejan dormir tranquila.

Las monjas no hicieron bien sus oficios por estar comentando los detalles. Describían a los malignos seres como pequeños, peludos y orejudos, con patas largas caminando por el techo y que con su lengua negra y afilada le lamían a Sanjuana el corazón. La priora tuvo que hacer una junta de emergencia en el refectorio para cortar de tajo los rumores que deambulaban en el convento y corrían el alto riesgo de traspasar las paredes hasta llegar a oídos de la ciudad, temor que no estaba lejos de la realidad. Así que las mandó a penitencia colectiva: no cruzar palabra alguna y ayunar durante una semana. Pero ni eso impidió el flujo de los secretos, porque los hechos que rodeaban a Sanjuana no admitían el permiso del silencio.

A punto de amanecer, la priora sintió cómo Sanjuana se estremecía terriblemente haciendo una bulla poco usual. Con miedo a que estuviera nuevamente en agonía, se levantó a buscar luz para auxiliarla. Al regresar con el farol encendido, no la encontró en su cama. Con la poca luz que llevaba en la mano se agachó al suelo para levantarla pero tampoco la divisó. Tanteó las húmedas paredes y recorrió la diminuta celda con incertidumbre hasta que la vio elevada en el aire fuera de sus sentidos, a la altura del pabellón, arrobada, con los ojos fijos en el Cristo y las manos en el pecho. Aturdida por el susto, la prio-

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ra tropezó botando unos Frasquitos de remedios, se subió sobre una silla y le habló con la voz quebrada. San) uaná no respondió palabra. Puso el farol frente a su rostro y la extática descendió suavemente hasta su cama recobrando los sentidos como si nada.

Sanjuana le suplicó a la priora que nadie se enterara de lo ocurrido, pero lo hizo tarde, porque la priora sin escucharla salió corriendo, pidió a sor Ma-nuela que no la dejara sola y esperó que llegara la madrugada para mandar a llamar al Ilustrísimo arzo-bispo, y que éste a su vez escribiera una carta al San-tísimo Papa.

Tan pronto como comenzaron a divulgarse los favores extraordinarios de Sanjuana, entre las religio¬sas del convento, entre los eclesiásticos y seculares, no hubo quien parara los rumores. En la ciudad no se hablaba de otra cosa más que de los milagros que ocurrían dentro de las paredes del noviciado: endere¬zaba locas, resucitaba de su propia muerte, levitaba hasta por diversión, y era visitada por los ángeles.

El arzobispo llegó acompañado del padre Ni-colás Ventura, confesor suplente del prófugo padre Bartolo, para que sirviese de testigo, porque él mis-mo se sentía tan aturdido por lo que ocurría que te-mía perder el decoro. Después de presenciar un mo-vimiento poco usual en el convento, y de visitar de nuevo a la exaltada, ordenó a la priora que no la de-jaran ayunar más, ni asistir al coro, y que le dieran de comer carne tres veces por semana para fortalecerla y devolverle la razón. A su aturdido acompañante, e: padre Nicolás, más conocido en la curia como padre Nico, le dio el encargo de documentar en papel y con clara caligrafía, los acontecimientos relevantes

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que ocurrieran en su ausencia. Pidió licencia a la priora para que lo dejaran entrar a cualquier hora, incluso a pernoctar de ser necesario, cosa que causó gran algarabía, porque dentro de esas paredes jamás había dormido un hombre.

El padre Nico se sintió en la gloria con la nueva orden del arzobispo, porque en el fondo de su co-razón, hundida como ancla, reposaba su pasión por las letras. Durante las largas lecturas colectivas del oficio con la comunidad, a media misa, en las oracio-nes, mientras se bañaba y en las humildes comidas, escribía pequeños poemas de amor sin destinatario. Por eso era comprensible su entusiasmo, porque ahora sentía que sus escritos podrían atravesar fronteras y hasta llegar a las manos de la mismísima comunidad papal. Así que a partir de ese día, su única misión en la vida sería seguir la sombra de Sanjuana, empaparla con sus metáforas y anotar cuanto considerase importante de resaltar.

Las noticias de las visiones, éxtasis, suspensio-nes casi continuas, crucifixiones dolorosísimas, es-ponsales divinos y dones, fueron a tocar la puerta de María Dolores casi de inmediato. Junto con ellas, creció una avalancha de visitas que con cualquier pretexto la invadieron de día y de noche. Personas a quienes no había visto desde la muerte repentina de Marcial José, la solicitaron de madrina para sus niños, desconocidos le enviaron flores, y recibió adulaciones extraordinarias, bienvenidas para una vida que se había quedado suspendida en el rezo y total retraimiento a causa de la viudez. Desde la partida de su hija y las aficiones políticas de su hijo Mariano, la marquesa se había refundido en sus rosarios, dormía

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hasta media mañana y no atendía razón alguna que fuera ajena a sus rosarios.

Esta vez, mandó habilitar una sala de espera en el zaguán con cinco bancas de madera y se dedicó a recibir personas que, según ella, la habían olvidado ya.

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DOS CUERPOS Y UN SOLO CORAZÓN

El cuarto día de Pentecostés recibió, la madre Sanjuana, una clara visión del Espíritu Santo. Los destellos desgarraron sus pupilas y su piel sintió arder-se en una candidez resplandeciente. Salió de la capilla con síntomas de sonambulismo para resguardarse en la ermita del huerto con el cuerpo misteriosamente li¬gero, tanto que le pareció que iba caminando sobre el aire. Al encontrarse sin testigos, dejó de comprimir el ímpetu de su espíritu y elevó su cuerpo. Pudo tocar la copa de un manzano con sus pies desnudos y estu¬vo a mano con las palomas. Así, le sucedió un incen-dio general sin dejar libre uno solo de sus sentidos. Al incendio siguió la demasía, el desasosiego de amor, que la elevó y abrazó en su Dios en las delicias indecibles. Entonces huyó de este mundo, huyó de sí misma y de todo ser posible, porque su humildad no permitía testigo alguno de semejante condición. La hostil oscuridad comenzaba a ceder bajo el sol recién nacido. El padre Nico no hizo ningún es-fuerzo por espantar la acometida de un enjambre que invadió el velo que apartaba a Sanjuana del mundo. Con la parsimonia acostumbrada, cerró su diario sa-tisfecho. Esta vez el escrito era estampa de algunas hablillas nocturnas que se escuchaban por los pasillos del convento, pero en su mente no cabía que aque-llas monjas fueran capaces de mentir. Enroscó el tin-

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tero, limpió la pluma que en algún momento fue de su madre y sin haberlo provocado le atacó a la memoria alguno de los poemas que mantenía escondidos debajo de su colchón de paja, recitándolo como si estuviese solo:

—Traigo luz para apagar tu oscuridad, dame tu bien para opacar mi mal, resbálate en mi alma que yo te sostengo mientras mueres de amor —dijo en voz alta.

—¿Habla de Dios? —preguntó Sanjuana se-midormida.

—¡No! —respondió el padre Nico sorprendido de haber sido escuchado—, es sólo el poema de un amigo que me vino a la memoria.

—Pues vaya con cuidado, padre, porque quien busca morir de amor, muere. He escuchado que no hay tortura similar —dijo, antes de continuar con su sueño.

El padre se paró con los efectos de una noche en vela. Acuñó la silla ancha contra la pared, y por un instante sintió como si fuera delator de la Inquisición, porque eso de seguirle los pasos a una santa, aunque fuera por el beneficio de la propia Iglesia, le parecía un pecado. Recobró la compostura y se dirigió a la parroquia, aturdido. Desde la orden de vigilia recibida del arzobispo, se le escapó la rutina de las manos. Estaba desentendido de los criados de su parroquia, de los rezos vespertinos y de los feligreses que todos los miércoles, día de confesión, le adornaban la iglesia con flores frescas de papel. Y era miércoles. Las señoras de la comunidad hacían lo posible por llamar su atención, mientras el coro de los niños ensayaba con soltura. Querían inscribir a sus hijos como monaguillos y en-

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contraban en el cura el más profundo de los consuelos. Por alguna razón desprovista de sentido, el padre Nico tenía el don involuntario de la seducción. Las mujeres, casadas, niñas o solteras, desbocaban en él sus recónditos secretos y muchas veces sus más íntimas ilusiones de amor. Como resultado, hubo un par de amenazas de separación y otro tanto de advertencias de suicidio por parte de sus fanáticas. Pero las pasiones de aquel cura estaban muy lejos de aprovecharse de las redentoras, y las consolaba con astucia hasta que retomaban el camino. En realidad no era atractivo, porque su cuello, más largo de lo aceptable, le empujaba la cabeza hacia adelante, aunque sus manos fuertes y sus ojos como si permanecieran dormidos, lo perdonaban todo. Lo que le hacía irresistible era su capacidad de manejar los sentimientos con tal naturalidad, que resultaba una mezcla de padre, hermano, marido, amigo y santo celestial al mismo tiempo. Por eso, al recordar que era miércoles, salió del convento sin dar razón a la priora sobre la causa de su intempestiva huida.

Llovía. El padre Nico sufrió la angustia de ver sus escritos diluidos. Antes de entregarse a los chaparrones, envolvió su cuaderno entre la sotana que encaramó hasta las rodillas y emprendió la carrera. Durante el camino fue repasando odas que podían servir a la causa de su informe, que, según él, sería una obra maestra. De seguro que lo leerían en Roma y quizá, cuando Sanjuana echara a andar sus primeros milagros, todos, hasta el mismo Rey, se pelearían sus literarias letanías con el Papa. Lo único que detuvo su paso apresurado, fue la cantidad de nidos de golondrina que cayeron de los árboles por el ventarrón.

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Se había convertido en la sombra de Sanj ua-ná, y ésta muy pronto adquirió una capacidad magistral para borrarlo de su vista. O para integrarlo a su rutina, como si el cura fuera parte de su alma. Al entrar en éxtasis, el padre Nico anunciaba a la priori por medio de una nota escueta, que pasaría la noche en el convento, con cuaderno, pluma y tintero, listo para desenmarañar las metáforas que tenía atorada* en la garganta. La priora mandaba a cerrar con candado las celdas, y prohibía que nadie, con excepción de sor Manuela, recorriera los pasillos.

Obligaron a las novicias y religiosas consagra-das a que se pusieran tapones de tela en los oídos antes de dormir, porque el padre Nico podría despertar las pasiones del demonio con sus feroces ronquidos de hombre acongojado. Pronto la comunidad entera se acostumbró a los gruñidos nocturnos de su estadía, y muchas amanecían en la gloria después de sueños acompañados por la melodía del pecado mortal. Ante el sentimiento de culpa que proviene de las fantasías indebidas, las monjas le llevaban frutas del huerto a escondidas y, detrás del velo que debía cubrirles el rostro cuando estaban frente a un hombre, lo miraban como quien mira a su amante.

—Los sueños son la herramienta pérfida del diablo. Cuando uno pierde la cordura del día, éstos se encarnan en la piel, paran ahogando el corazón y concluyen en el delirio mortal —decía la priora al dar la orden de los tapones y candados—, créanmelo, que yo conozco su lectura. Además, lo más terrible de todo es que de tanto soñar algo se cumple.

Y sí, ignoraron la sabia advertencia, y pararon confundiendo el amor divino con el de aquel cura

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enclenque que tenía por única pasión la escritura, que guardaba sus poemas debajo del colchón y cuyo delirio de grandeza era ser leído por el Papa. Como era de esperarse, surgió un enamoramiento divulgado, sin celos ni resentimientos entre ellas, porque muy en el fondo cada una creía poseer un poco más de él a su favor.

El primer síntoma de amor colectivo se reflejó en el coro de las monjas, que por su fuerza inexplicable retomó el buen camino de la entonación.

La fama de las voces angelicales se difundió por el Continente, dando como resultado un costal repleto de cartas. Tantas, que a las hermanas mellizas se les ungió con la tarea de leerlas una por una. Venían desde conventos de Nueva España, Colombia o El Salvador, para consultar los ejercicios de tan prodigiosas voces, porque los coros de aquellos recintos desencantados no podían ni con el Aleluya. La priora no estuvo en condiciones de dar la fórmula de vuelta, porque ignoraba la causa del prodigio repentino.

Dadas las penurias, las carmelitas sobrevivían haciendo una especie de licor de miel, y unas botelli-tas de colores con azúcar triturada, que desde que surgió el enamoramiento comunitario, sabían más a gloria que lo acostumbrado. Gracias al padre Nico, y al secreto colectivo, el licor también resultó ser el más apetecido de la región, a tal extremo que antes de las navidades el señor presidente y capitán general ordenaba cincuenta cajas para regalar a sus allegados y otras diez para su consumo personal. La disciplina del convento jamás se vio afectada con la epidemia sentimental, es más, favoreció al reglamento, porque tanto monjas como novicias finalizaban con sus rezos

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y oficios antes de tiempo con tal de refundirse en la cama para soñar con él. El padre Nico no se distraía ni para agradecer la fruta que le llevaban, ni para to-mar el vaso de leche clandestino de la mañana, con tal de vigilar a su objetivo que resultó ser más fantástico que sus propias metáforas.

Incluso las mellizas compartieron el amor por él. Purgancia y Encarnación eran idénticas, pero de humores tan distintos como una pera y un melón. Una nació devota y la otra irreverente. Como siem-pre andaban juntas, llegaron a parecer una sola persona con doble personalidad. Purgancia añoró el convento desde niña y Encarnación no soñaba con otra cosa que no fuera un marido acompañado de una prole de muchachitos engominados. El único contratiempo que tuvo su madre al concebirlas, fue que no le dio más fuerza que para darles un solo espíritu que habría de unirlas para siempre. De modo que una de las dos tenía que ceder a su futuro. Ante la desesperación de sus distintos anhelos que iban madurando cada vez con más fuerza, pusieron dos pañuelos dentro de un canasto: uno rojo y otro blanco. Encerraron a su nana en la alacena, y vendándole los ojos la obligaron a escoger su destino. Si era rojo, les esperaba el matrimonio y si era blanco, el convento. Un mes después iban las dos rumbo al convento. La priora solía comentar que dos cuerpos para un solo corazón era un desperdicio humano.

Las mellizas fueron ocupando la cocina, y cui-daban a Sanjuana con alimentos prescritos para su desconocida enfermedad de fe. Le daban a ella la fruta más madura para que le asentara bien en los aturdidos sentimientos y le preparaban el té de la tarde

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sin moverse de la habitación hasta que lo bebiese. Los purgantes los cocinaban con unas inocentes ho-jitas de menta y hierbabuena para disfrazar su horri-pilante sabor.

El padre Nico recibió un mensaje que lo hizo tomar su diario y salir corriendo para el convento. En su prisa pasó arrollando unas cubetas en la entrada de la parroquia y se fue de boca fracturándose la nariz. Caminó las calles sosteniendo la hemorragia que dejaba rastro, lo que creyó un síntoma más de premonición.

—¡Pero madre Sanjuana, por qué no me espe-ró para presenciarlo! —reclamó jadeante mientras la miraba elevarse de la cama cubierta con un manto de sangre coagulada—, cuénteme despacio para poder escribirlo sin faltas de ortografía.

La madre Manuela lo asistió con una palanga-na de agua y un algodón con sal para detener la efu-sión y disimuladamente sonrió ante la profana petición del sacerdote, como si las virtudes de Sanjuana pudieran esperar. Pasó el algodón sobre su rostro y detrás del velo pudo sentir la mejilla ruborizada del cura que no era tan insignificante como aparentaba. La priora, arrinconada en la reducida habitación poseída, como peste, por la oscuridad, miró a Manuela con desapruebo, y ordenó el retiro para respetar el secreto de confesión. Por primera vez el padre Nico se atrevió a tocar a Sanjuana, porque necesitaba anotar qué tan suave es la santidad. Como si tocara una pluma en el aire, alcanzó los dedos de la mano derecha de la extática que flotaba por la celda sin percatarse que aún existía la vida.

—Ave María Purísima —dijo él mientras sol-taba su mano.

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—Sin pecado concebida, padre —respondió Sanjuana.

—Tiene algo que confesar, hermana.

—Sí. Estando en mi celda, como a la una y media de la tarde, haciendo mi penitencia de cruz, y recogida en oración, vi al divino Jesús que se acercó a mí. Vestía túnica morada, manto azul y traía un cla-vo en la mano. Con ternura me dijo: puesto que tanto me lo pides y no puedo negártelo, aquí tienes esta insignia de mi dolorosísima pasión. Y diciendo esto, lo clavó él mismo en mi cabeza. Sentí dolor y gozo inexplicables. Volviendo a recobrar los sentidos, hallé en realidad la cabeza del clavo cubierta con mi piel.

El padre Nico presenció cómo de la frente de Sanjuana salía un curso de sangre que se bifurcaba al topar con el vértice de la boca. Como dibujado con pincel, pensó. Aterrizaba haciendo un pequeño charco en su pecho, justo donde queda el corazón. Cerró su cuaderno y salió de prisa rumbo a la Catedral. La nariz le sangró de nuevo. Ignorando su apariencia desgajada, durante el camino fue repasando la mejor manera de expresar lo ocurrido, pero esta vez estaba abrumado. Aunque había sentido con las yemas de sus dedos el clavo en la cabeza de su custodiada, lo incomodó la incertidumbre. Mientras caminaba como perdido en las cortas calles y avenidas, empezó a dudar de su propia razón. Pensó que quizá tantos días refundido en la penumbra de las celdas, le estaban haciendo mella en la seriedad de su compromiso clerical.

Al verlo entrar desfallecido, el arzobispo San-tacruz se vio obligado a dejar una confesión a la mi-tad y dar una absolución al azar al periodista Fausti-

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no Cornelio, quien estaba a punto de confesarle sus sospechas sobre la muerte de Esparragosa y el supuesto crimen de la marquesa. El arzobispo tomó con violencia contenida el brazo del padre Nico y lo condujo al comedor de la sacristía. Después de escucharlo jadeante contar la historia, manifestó su desazón, quitando el sudor viscoso de las manos, y recordó a la monja loca de Portugal, la que hizo clausurar varios conventos cuando se descubrió la farsa de sus estigmas.

—Más vale que sea cierto, padre, de otra ma-nera nos vamos al fondo del infierno con todo y exageraciones.

Envió un mensaje al doctor Hernández, quien, dada la emergencia sobrenatural, también dejó una sutura a medias, cicatriz que habría de pesar en su conciencia. Aunque era gran devoto y fiel católico, la ciencia lo obligaba a albergar sus dudas y no ceder ja-más ante las apariencias.

—Juro que cuando la asistí, los lienzos con los que le limpié la sangre venían estampados con la fi-gura de un clavo y una corona de espinas —dijo el médico, más confundido que cuando llevó a cabo su primera cirugía—, pudo haberlo hecho ella misma, su Ilustrísima, pero la verdad, dudo cómo alguien sea capaz de clavarse con sus propias manos.

—¡Por Dios! —gritó Santacruz— pero ¿qué les pasa a ustedes? Como que la monja ya los envol-vió en su brujería. ¿Se dan cuenta de lo que me di-cen? ¿Se dan cuenta que tengo que enviar a Roma la noticia?

Los rumores llegaron a Nueva España, desde donde se esperaba únicamente la orden del Papa para

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organizar una caravana con representantes de las diócesis más prominentes y los obispos más renombrados de la Santa Inquisición, y presenciar en carne propia las virtudes de sor Sanjuana, que ya se había recuperado de los dolores del clavo martillado en su cabeza para caer en la coronación. Esta vez el padre Nico estaba dormitando detrás de la reja. Se había convertido en el más experto de los celadores y su único martirio era que había olvidado cómo oficiar misa. Por momentos extrañaba escuchar los pecados ajenos y dar él mismo la paz de la absolución a sus feligreses acongojados. Añoraba las confesiones de amor de las señoras que, de alguna manera, lo mantenían amarrado al mundo con el hilo de la compasión. Durante largos letargos de penumbra, en donde sólo un par de velas alumbraban los pasillos, el cansancio y el miedo lo indujeron a volver a sus re-cuerdos de amor. Era un joven con la vida entre sus manos. Rosa se llamaba la niña de sus sueños. Quiso recordar su rostro, suplicó revelar su imagen aunque fuera por un instante, pero la memoria lo traicionó volcándolo de nuevo a la realidad.

Por el convento circulaba un aire tibio. Sor Manuela del Perdón, que estaba dentro de la habitación atendiendo a Sanjuana, lanzó el alarido. El padre Nico, guiado por un impulso imperdonable, entró sin aviso. Fue la primera vez que vio a Sanjuana sin toca ni manto ceñidor, fiíe la primera vez que se enfrentó con su mirada sin un velo que los distanciara. Las manos de Manuela estaban ensangrentadas y una corona de espinas dibujaba la frente de su amparada.

El arzobispo Santacruz recurrió a la biblioteca de la parroquia para rescatar documentos religiosos e

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investigar con mayor detalle la vida de santa Catalina de Siena, santa Magdalena de Pazzis, santa Mariana de Jesús, santa Rosa de Lima, la beata Verónica de Julianis, todas ellas, según la historia, coronadas por las espinas de Jesús. Movido por la desconfianza, en-vió el urgente mensaje a la priora para que retiraran los santorales que las monjas tuvieran a su alcance. Mandó confiscar las estampitas y medallas de vírgenes pintadas a mano, y en un arranque de furia estuvo a punto de extraer las imágenes de sus nichos y hasta deshabitar la propia iglesia de figuras celestiales. Las más sacrificadas fueron las pericas del convento, porque les mandaron a cerrar el pico con un hilo de caña para que se abstuvieran de recitar la lista innumerable de redentoras que habían memorizado. Con especial entonación de enfado ordenó que a Sanjuana le dejaran la celda vacía hasta nueva orden y que revisaran a quien entrara y saliera de su recinto. El padre Nico se recuperó del aburrimiento, y en su diario describió con dramatismo y poesía la coronación de Sanjuana: "bajo un lecho indecible de pétalos de sangre, con airosas y quejumbrosas nubes de aroma perfumado". Folios que tuvo que repetir, porque el arzobispo lo trajo de vuelta al mundo y le señaló a gritos que era imposible enviar una carta a Roma con tan cursi y absurdo contenido. Sin romper las hojas denegadas y haciendo esfuerzos por ser preciso escribió: efectivamente rodeaba la cabeza de la madre Sanjuana, un tejido como de nervios, o venas figurando una corona de espinas de color azulado, sin prominencias a la vista, lo cual se conoce perfectamente sin que quepa duda, que esta corona ha volcado sangre muchas veces, hecho que presenció

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toda la comunidad. Corrían los hilos de sangre por toda la circunferencia hasta bañarle la nariz, sienes y orejas. Persuadidas todas las monjas que la han visitado, que esto no era enfermedad natural, no se ha hecho remedio alguno para sanarla o detenerle las hemorragias repentinas. Ademas lo comprueba la multitud de lienzos en que sale estampada la corona.

El Ilustrísimo Prelado Diocesano Doctor San-tacruz perdió el sueño por semanas. A duras penas tragaba bocado a causa de la aflicción, y sus lecturas de santorales se le volvieron obsesión, al colmo de atentar contra su cordura. Una noche vio cómo una santa del libro ilustrado le soplaba polvo de oro entre sus dedos. No comprendía cómo de un convento carmelita tan apartado del mundo y regalado a la miseria pudieran filtrarse los acontecimientos de la monja con tanta prontitud. Según él, el continente entero estaba al tanto. A las religiosas las revisaban hasta por debajo del hábito y les leían la carta anual autorizada que salía y entraba del convento. Además, tenían prohibidas las visitas de por vida, así que no encontraba explicación alguna a los rumores revertidos como el aire. Pero aún así, recibía a diario cartas de obispos de regiones vecinas y visitas inesperadas que le obligaban a asistir a la celda de Sanjuana y presenciar cómo la sangre corría de su cabeza y dibu-jaba coronas en el piso.

Se formaron largas filas de creyentes. En una sola mañana amanecieron cientos de enfermos de pulmonía, atrapados por la peste, mujeres con sus niños arropados a punto de morir, personas con muletas o sin brazos, con la esperanza de poder hincarse a los pies de la monja y acaparar un milagro. El arzo-

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bispo pidió a gritos ayuda de la guardia civil para evi-tar una tragedia, pero llegaron tarde, porque los peregrinos habían botado la puerta principal y se dispusieron a entrar. La prelada logró cargar a San-juana con ayuda de sor Manuela y sor Clemencia pa-ra ocultarla en la celda de la huerta, donde no llegaba alma por más desorientada que anduviera.

Rajaron mesas, botaron santos, invadieron celdas, desmoronaron colchones sin obtener la res-puesta que esperaban. Antes de ser desalojados por completo, varias novicias, aprovechando la única oportunidad de su vida, lograron enviar mensajes en pequeñas notas que escribieron a la carrera, dirigidas a parientes, amigos y hasta amantes.

Al día siguiente el periodista Faustino Corne-lio, movido por la obsesión que el caso le producía, insinuó en su Gazeta que la supuesta santa era una demente capaz de engañar a la ingenua población necesitada de consuelo. No sólo por su condición de fanático liberal y lector secreto de Montesquieu, sino por la venganza que juró ante la tumba de su amigo Esparragosa. Nadie le quitaba de la cabeza que esa última visita de su amigo a la casa de la marquesa, tenía mucho que ver con su súbita muerte. Aún conservaba en su memoria, como un retrato vivo, que antes de cerrar la caja fúnebre, logró detectar cierto tono magenta de envenenamiento en los labios entreabiertos del amigo. Repitiéndose las últimas palabras que escuchó decirle: "Para llegar al cielo no se necesitan tecomates", no prestó atención a exaltaciones ni rumores, sino que su oficio de resarcimiento consistió en desmoronar los mitos falsos que la ro-deaban. Entrevistó a parientes de las monjas reclui-

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das, visitó los portales de la ciudad en acecho de testigos, buscó información con tal de comprobar que San] uaná era una charlatana y que con ayuda de cómplices sacrificaba su carne haciendo creer que era por obra de Dios. Sólo que esta vez se le fue la mano en su artículo del domingo y recibió orden, por influencia del mismo arzobispo, de cerrar la Gazeta durante un mes como reprimenda por sus aventurados comentarios.

Fue una carta escueta y algo áspera para su gusto, la que Sanjuana envió al arzobispo en esos días turbulentos:

Ilustrísimo Prelado: Ya me vestí y di algunos pa-sos. El camino que el Señor me tiene es muy trabajoso. Hago todo lo posible por evitar las suspensiones o éxta-sis, y no me es posible resistir. Mi confianza con vuestra Señoría Ilustrísima es de hija. Le suplico, señor y padre mío, me encomiende a Dios. Su Divina Majestad me favorece a manos llenas, pero también me purifica con indecibles desamparos y trabajos interiores que yo mis-ma no comprendo.

No pasaron muchos días de aparente calma, cuando la noticia terminó por oscurecer el panorama del arzobispo Santacruz, quien ya había recuperado el hambre y llenado de nuevo su barriga que parecía querer escapar con furia de su sotana.

—Le traigo nuevas, padre.

Santacruz dejó caer el cuchillo de plata labra-da con la mantequilla de queso que untaba en un pan caliente, para prestar atención a las noticias que venían frescas del convento y que, por el sobrecogimiento de su espía, no traían nada bueno:

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—Mejor le leo la nota dictada por la misma Sanjuana, porque su condición no le permitió escri-bir. ¡Está tan mal la pobre! —dijo jadeante el padre Nico.

—Léala bien recio nomás, que con tanto sus-to ya me estoy quedando sordo —dijo Santacruz enardecido por las ansias.

El padre Nico prácticamente se había muda-do al convento. Le habían preparado una pequeña celda en una esquina del inmenso huerto, al lado del apiario de las novicias, y deambulaba sin reparación alguna. Una vez a la semana la prelada le permitía almorzar en un apartado del comedor y tomar dos cepitas de licor dulce para saber su opinión antes de entregar el pedido al presidente. Cuando faltaba el confesor personal de alguna de las hermanas, se le pedía hacerse cargo. Se apoderaron de él como de un esclavo y aprovecharon hasta la más mínima habilidad que, según ellas, un hombre trae por naturaleza: le pedían limpiar las hojas de los techos, alcanzar ob-jetos en lo alto de los muebles, llenar las lámparas con gas, cargar los bultos pesados de basura, encender el poyo de la cocina, sacar la miel de las colmenas, prender las velas y faroles de la noche y limpiar las pajareras.

Con la única con quien cruzaba más de dos palabras era con sor Manuela. La manera de hablar de aquella monja poco arisca, le recordaba a sus hermanas. Muchas veces y sin darse cuenta, se despegaron del ritual de las oraciones y pararon conversando de cosas tan banales como el estado de la luna, de historias de sirenas, de los bandidos que acechaban la

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ciudad sin clemencia, y hasta de los avances de Na-poleón Bonaparte. Él siempre se quedaba sorprendido de cómo una carmelita descalza, dedicada únicamente a los rezos y cuidados de una santa, tuviera tanto sentido común para otros menesteres. Jamás sospechó que para Manuela no había mayor consuelo que conservar viva la esperanza de caminar algún día libre por las calles con zapatos de tacón y colgada del brazo de un hombre que le hiciera merced de sus servicios.

El padre Nico se quedó pensando en sor Ma-nuela antes de leer la carta al arzobispo. Cruzaba la calle y se detuvo a ver a una mujer con un sombrero liviano y un vestido celeste que le tallaba la cintura. Caminaba con unos tacones altos que retumbaban por todo el callejón y llevaba a una niña tomada de la mano. El pensó en Manuela y en cómo se miraría con los labios pintados de carmín, con ese vestido tallado y sombrero de ala corta adornado con margaritas. Al imaginarla tan fácilmente, comprendió que esa mujer había nacido para toparse de frente con la vida.

—Lo estoy esperando, padre Nico, ¿le pasa algo?

El padre, desprevenido, sacó el cuaderno de su sotana y procedió a leer las palabras dictadas por Sanjuana, sólo que esta vez se confundió en repetidas ocasiones, tartamudeó distraído por los sentimientos que ni él mismo quería reconocer.

Habiendo pasado el viernes de las llagas de Cris-to, y acompañando a su Majestad en los sufrimientos y sudores, me dirigí al huerto donde padecía mi espíritu indecible sufrimiento. A continuación de ese beneficio, apareció Jesucristo en una cruz muy alta y grande, con

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cuya ¿olorosa vista quedó mi alma traspasada y entendí que su divina voluntad me pedía que estuviese enclavada con él en la cruz. De sus manos vi salir rayos de inefable luz, que traspasaron mis manos y pies con intenso dolor. Hirió mi corazón profundamente, causándome insoportable dolor y pena a la par que inefable gozo. Lo deseo de testigo para agradecer la misericordia de Dios, llustrísimo arzobispo, por ser acreedora del consuelo del dolor y de los placeres indecibles de la redención.

Al terminar de leer la nota, el arzobispo vomi-taba en la letrina. Daba vueltas por la sacristía, abría y cerraba la puerta para cerciorarse de que nadie estaba escuchando y se quedó sin una sola sílaba para responder. Hizo un gesto que indicaba que la sesión había terminado. Para el padre Nico esa sesión jamás empezó, porque en su mente llevaba tatuada la imagen celeste de Manuela.

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FRAGUADA CONSPIRACIÓN

Tenía que ocurrir. Esta vez, el arzobispo San-tacruz cumplió con la amenaza de convocar a representantes del consejo canónico, porque él ya no estaba en disposición de cargar con esa cruz y enloquecer solo en la incuria. Así que, a pesar de las súplicas de la priora y de la misma Sanjuana, fueron llegando hordas de curas para presenciar los hechos. Carruajes repletos de religiosos de todo rango cruzaron la frontera con la Nueva España. La prelada organizó brigadas internas para que se atendieran las visitas con horario establecido y absoluta restricción de bulla y desorden. Mandó a coser doble manto para cubrir el rostro de sus monjas de modo que ni por asomo alguien pudiera penetrar en sus ojos. Pero ante la ruina de unos curas que llegaron enfermos, tuvo que habilitar el pequeño hospital ya que por poco tocan el cielo a causa de la deshidratación. Su única condición fue que ninguno se quitara la sotana por muy en agonía que estuviera. Muchas monjas se negaron a atenderlos por el pánico a resultar preñadas con una sola mirada, pero otras se ofrecieron con aparente resignación. Sobre todo la joven Bernarda, que tenía habilidades innatas de enfermera y a la fecha se encargaba de cuidar a varias hermanas en estado de gravedad. Las sábanas no alcanzaban, ya no había dónde vaciar las bacinicas, las pisteras no eran suficientes y las mellizas no se daban abasto haciendo

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tanta sopa. La novicia Bernarda se apartó del sueño y se dedicó a pernoctar con los enfermos con tal de que no se fueran sin los santos óleos a la eternidad. Sumida en su entrega, prestó especial atención a un monje casi niño, quien pidió tomar su mano en el último estertor. Y ella se la concedió. El joven novicio suplicó verla. Ella corrió el manto doble de su rostro, con pánico a que el hombre agonizante le quemara las pupilas y que, por castigo a la desobediencia, quedara ciega para siempre. Pero se encontraron de frente, y a cambio de la ceguera, llegó la luz. Según ella, ese hombre se llevaría su imagen a la presencia de Dios y no quedarían testigos de su atrevimiento. Después de largas horas de cuidados, Bernarda quedó dormida sobre el regazo del religioso en agonía, ambos confundiendo sus cuerpos y miradas: él esperando a que ella descansara y ella esperando a que él muriera. Al despertar, el monje estaba acomodado sobre la cama, agradeciendo la sopa a la melliza Purgancia y más rosado que un tomate. Ella dormía plácidamente sobre su pecho inflado por las fuerzas del amor.

Sin misericordia ni oportunidad de explica-ción, la priora empacó las pocas cosas que Bernarda tenía. Y sin despedirse, la enviaron de sirvienta a una casa de la ciudad. Luego se comentó de la escandalosa fuga de un monje extranjero.

El alboroto no permitía la concentración de las novicias, los ensayos del coro ni los ejercicios espi-rituales. Los pájaros estaban desorientados y, sumi-dos en un insomnio generalizado, cantaban durante la noche y dormían durante el día. El padre Nico recibía a los curiosos como quien fuera guía de una

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ciudad desconocida, incluso la cordialidad que man-tenía con las carmelitas despertó suspicacia en algu-nos clérigos que ya acarreaban con una nube gris en el corazón. El cura, inadvertido de los malos pensamientos, los llevaba por un recorrido de pasillos y sobresaltos, detenía el paso frente a las enormes jaulas con tucanes, loros grises, cocotilos, papagayos, cotorras, pericas, canarios, palomas y hasta un quetzal desubicado por la soledad. Hacía un alto en la celda de la monja pintora, sor Lucía, porque sus murales eran más bellos que el mismo Jardín de las Delicias. Desde la reja se apreciaba la última cena, la crucifixión y Cristo resucitado, sin que quedara un solo rincón sin haber pasado por el pincel que con colores inventados, iluminaban a cualquier pagano. Les enseñaba la casa del huerto y las colmenas, hasta hacerlos aterrizar en la celda codiciada con algún piquete deformándoles la nariz.

Por alguna causa desconocida, el día en que el padre Nico vio a la mujer de vestido celeste caminar como diva por la calle, le cambió el sentimiento por la vida. Él venía de un origen más bien pobre, y fue su inteligencia la que hizo que la madre sin marido encontrara como única respuesta a sus penurias in-ternarlo en el monasterio, con el pretexto de que era el elegido para purgar los pecados mortales de sus ancestros. Sin siquiera preguntarle, una tarde que volvía del trabajo como ayudante de barco en el río Motagua, encontró sus cosas embaladas y a la madre acongojada que lo condujo al monasterio. Sin darle tanta relevancia a su pobreza, Nicolás era un soltero apetecido, porque su enorme dulzura y caridad eran capaces de ablandar el corazón del rey. Sin embargo,

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I IH

aunque ser .sai eidolé |.im.r, luc voliinl. ii lo, em oniio maneras de coexistir con su soledad y se- cutirlo a los oficios de la nueva vida haciendo buen uso de su prodigiosa memoria para sobrevivir en un múñelo que jamás sintió suyo.

Hasta la fecha, las tentaciones no habían sido tan bruscas como para hacerlo claudicar. La flagela-ción no estaba en su repertorio y cuando algún pen-samiento lo atolondraba más de la cuenta, se dirigía a la cocina, tomaba un vaso de leche con azúcar y volvía a sus ronquidos con placidez. Su pasión por las letras le había decorado la vida, así que se entrete-nía escribiendo poemas a escondidas o leyendo libros prohibidos en los lapsos nocturnos, cuando la sacris-tía se sumía en el silencio. Eso le ganó el puesto de "asistente censurador de la curia", lo que permitió poner sobre las palmas de sus manos cada compen-dio que llegaba a la ciudad. Desde novelas de amor, manuales de jurisprudencia, cartas de la reina, edic-tos políticos, revistas de moda, guías arquitectónicas, diccionarios de botánica, bitácoras de navegantes y fábulas que después de degustarlos con un placer mundano, los devolvía con una nota de censura o de licencia en nombre de la curia. En sus veredictos no había impedimento por los besos, pero sí por el pen-samiento libertador que venía con ínfulas de derro-car el Reino y dejar a la Capitanía General en absoluta penuria. La palabra "independencia" estaba vedada para quien quisiera poner los pies cerca del atrio. Ha-bía infinidad de presos acusados de falsificar licen-cias; debajo de la almohada les habían encontrado un ejemplar del Contrato social de Rousseau que ha-blaba maliciosamente de la Iglesia. Las obras de Des-

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cartes, Newloil, l.oike, Moiilrsi|inru y Voltaire estaban

privadas de todo cristiano.

El arzobispo se negaba a escuchar a los progresistas ya venían maquinando la forma de libe-i.nsr de la Corona española, sin afectar sus intereses, l'.ntiv ellos Mariano Córdoba, hermano de Sanjuana. Los jóvenes intelectuales mantenían tertulias patrió-ticas todas las tardes, porque los acontecimientos del mundo ya no podían ser ignorados por el país. Ha-bían pasado décadas desde la independencia de Esta-dos Unidos y la revolución francesa era ya historia. Napoleón había invadido España y las altas tasas de impuestos tenían a la población en zozobra, a punto de una revolución transformadora que ponía en peli-gro tanto la estabilidad de la oligarquía como la de la misma Iglesia. Personajes como Gabino Gaínza, Ma-riano Calvez, Pedro Molina, Dolores Bedoya y Ma-riano Córdoba, que muy pronto llevarían el ante-nombre de proceres, insistían en los periódicos y en la próspera Gazeta de Faustino Cornelio, en que la única salida que tenía Guatemala era una indepen-dencia pacífica que no involucrara a los campesinos del país para evitar tanta barabúnda. La población trabajadora no tenía voz ni voto en las rebeliones in-telectuales porque estaba muy claro que no había in-tención alguna por parte de los oligarcas de cambiar-les su destino.

—Los indios a sus mazorcas y nosotros a la Independencia —dijo el heredero del marqués en una contienda.

Mariano de Córdoba lograba infiltrar cartas para su hermana, en las que le mandaba intervenir ante el arzobispo y convencerlo de que la liberació

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pacífica era la única salida. Sanjuana aconsejaba a los insurgentes desde su celda. Más de una vez fue visitada por supuestos curas, pero detrás de su disfraz sólo pretendían rebelión. El mismo Mariano la visitó en varias oportunidades, vestido con capa negra simulando ser representante de la Inquisición. No había nadie más convencida que Sanjuana de que los motivos de los criollos llevarían el país a la gloria. Manejó a sacerdotes influyentes con la excusa de visiones y mensajes celestiales. Les indicó, en nombre de los ángeles, que traicionaran a un obispo conservador que se oponía férreamente al cambio. Indagó con el mismo presidente que la visitó para suplicar consejo ante la debacle política que se vivía, sin sospechar siquiera que aquella mujer lacerada por las propias manos de Dios, estaba manejando la política nacional a su antojo. Luego informaba a su hermano de las confesiones del mandatario e infiltraba información sobre los siguientes movimientos militares, porque el jefe de la milicia también acudía a sus llamados. Nadie lo comentó en el convento, porque ante los estigmas y levitaciones de la monja toda autoridad eclesiástica tenía licencia de entrar en su celda. Sanjuana escribió la primera carta al arzobispo San-tacruz en nombre del Arcángel San Miguel. Con pa-labras de tono portentoso y plasmadas con la sangre, el Arcángel exigía al arzobispo que no se resistiera a los movimientos independentistas, porque "la libertad de un país es la libertad de Dios". En la carta auguró dos acontecimientos que dejarían a la i mu tan sorprendida, que obedecer los designios de !<>•. .mj-c les sería su única alternativa: el primero Im mim. i.n el hundimiento del barco Nuestra Srhoi i del I .u

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men, propiedad del comerciante Bautista Irisarri, que llevaba una carga de productos locales y españoles que vendería en la Nueva España. El segundo augurio fue que pronto habría una sublevación indígena que causaría gran inestabilidad.

Al leer la carta el arzobispo se quedó paraliza-do, porque minutos antes le informaban que un barco pirata había embestido contra el barco del comerciante Irisarri, hundiéndolo después de saquearlo y llevarse a las mujeres de tripulantes y pasajeros. Entre ellas, a la sobrina del comerciante: una joven dulce y bella acosada por más de diez chaperonas que iniciaba su travesía para reunirse con sus padres en Europa. Curiosamente no se resistió ante el secuestro, es más, alguien aseguró, en medio de una borrachera, que la joven se entregó con pasión a la requisa y hasta suplicó a un pirata alto y mestizo que se la llevara con él.

Un mes después sucedió una sublevación in-dígena en Totonicapán que dejó dolorosos saldos de sangre en las montañas. Los criollos desconfiaban de los indígenas y tenían profundo temor a sus inesperados arranques de libertad. Las mujeres de las grandes casas del centro tenían por costumbre revisar las pertenencias de las criadas por aquello de encontrar algo vinculado a maleficios. Se hablaba de encantamientos capaces de hechizar a sus maridos, de tener a sus dioses en las cuevas de los cerros, de dar pociones mágicas a las señoritas para que sucumbieran ante amores indebidos, de idolatrar con alcohol y cigarros a lijMii.r. horribles, de sacrificar animales para bañarse ion MI • '"!'" v de oficiar ceremonias ocultas que no lu. MI. mi < | M . demostrar que esos pueblos vi-

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men, propiedad del comerciante Bautista Irisarri, que llevaba una carga de productos locales y españoles que vendería en la Nueva España. El segundo augurio fue que pronto habría una sublevación indígena que causaría gran inestabilidad.

Al leer la carta el arzobispo se quedó paraliza-do, porque minutos antes le informaban que un barco pirata había embestido contra el barco del comerciante Irisarri, hundiéndolo después de saquearlo y llevarse a las mujeres de tripulantes y pasajeros. Entre ellas, a la sobrina del comerciante: una joven dulce y bella acosada por más de diez chaperonas que iniciaba su travesía para reunirse con sus padres en Europa. Curiosamente no se resistió ante el secuestro, es más, alguien aseguró, en medio de una borrachera, que la joven se entregó con pasión a la requisa y hasta suplicó a un pirata alto y mestizo que se la llevara con él.

Un mes después sucedió una sublevación in-dígena en Totonicapán que dejó dolorosos saldos de sangre en las montañas. Los criollos desconfiaban de los indígenas y tenían profundo temor a sus inesperados arranques de libertad. Las mujeres de las grandes casas del centro tenían por costumbre revisar las pertenencias de las criadas por aquello de encontrar algo vinculado a maleficios. Se hablaba de encantamientos capaces de hechizar a sus maridos, de tener a sus dioses en las cuevas de los cerros, de dar pociones mágicas a las señoritas para que sucumbieran ante amores indebidos, de idolatrar con alcohol y cigarros a lijMii.r. horribles, de sacrificar animales para bañarse ion MI • '"!'" v de oficiar ceremonias ocultas que no lu. MI. mi < | M . demostrar que esos pueblos vi-

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un úni< •> |x •n.s.imiento: el aspaviento por las predicciones acertadas del Arcángel de Sanjuana. Y se le esfumó la paz.

Si algo levantó la atención de los ciudadanos, fue un artículo en el que Irisarri culpó a Mariano de Córdoba por el atraco a su navio, ya que la compe-tencia de ríos y mares se hacía cada vez más engorrosa. Irisarri mantuvo su devoción por la Corona, mientras que Mariano añoraba el día de sentar sus poderes sobre la economía.

La priora llegó a la sala de visitas y el arzobispo parecía no haber dormido durante siglos. Las ojeras le llegaban hasta la quijada y los ojos pegados pa-recían de alguien que había luchado contra el sueño por semanas. Además la barriga caída alcanzaba las rodillas. La priora se sentó detrás del biombo acos-tumbrado y se peinó los bigotes con el dedo meñi-que. Nacida cubierta de pelos, su madre, escandali-zada, le aplicó cuanta pomada pudo, al menos para disimularlos, pero la niña creció con su dignidad ma-chucada, destinada a las oraciones y a refugiar en un convento los caudales de su fealdad. Al estar nerviosa, tenía por costumbre peinarse el bigote con una mano y recostar la otra sobre una panza puntiaguda que le nacía de los pechos. Siempre pensando en su primo. Jamás le reprochó a la vida sus designios, es más, agradecía su bigote, porque por él había conocido el camino de Dios.

Esta vez el arzobispo fue más drástico. Prohi-bió a Sanjuana las lecturas, por muy sacras que fue-sen. Ordenó que le revisaran la celda como se hace con el más peligroso de los presos y pidió que con-i i«l .n. i i ) su correspondencia, porque alguien, segura-

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mente, le informaba de los hechos i|u< <« mi un lucra de los muros del convento. Fue en esc momento cuando la priora le presentó el documento con infi-nidad de firmas y huellas digitales, en donde se hacía constar que por voto unánime de las religiosas de aquella comunidad, de los curas del extranjero, de varones ilustres por su virtud y su piedad y de facul-tativos de diferente materia, quienes la vieron y exa-minaron separadamente, que después de hacer pasar a la pobre paciente por dolores y sufrimientos terri-bles, daban fe de veracidad.

—Al menos para algo que sirvan las visitas —terminó diciendo la prelada.

—A mí me importa un comino lo que digan —dijo exaltado—, ¿usted se da cuenta en lo que se

convirtió mi vida? ¿Hay algún mundano que la visite sin autorización?

—Con el perdón de su Ilustrísima, ¿cree que no respetamos las reglas de Dios?

—¿Sabe de qué estamos hablando, hermana? ¿Sabe cuántos conventos han cerrado por farsantes? ¿Sabe que la Santa Orden nos está vigilando y que nos puede quemar vivos por herejes? ¿Sabe a cuántos curas han encerrado por locos? —terminó diciendo el arzobispo, sin aire en sus pulmones.

Por nueva orden, las llagas de Sanjuana fueron escudriñadas a profundidad. Las famosas visitas convocadas por Santacruz le reconocieron las manos, los pies y la cabeza con una lupa que detectaba las más ínfimas grietas que se abrían en su piel. I )iiranic una brigada de inspección, sucedió que mientras la priora tocaba el órgano para amenizar la misa y lucirse

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Con el coro de tan iluminadas voces carmelitas, Sanjuaii.i le puso a bailar poseída por una furia des-conocida, y súbitamente le reventaron las llagas frente a los que ya empezaban a dudar. Mientra daba vueltas en una especie de trance y hablaba con sus ángeles a pleno grito de euforia, salpicaba de sangre a la concurrencia. Los testigos se retiraron espantados, limpiándose con una toalla húmeda los vestigios. No sin antes firmar el documento que daba fe de que semejante fenómeno no podía ser más que un regalo de Dios. Sólo uno no firmó.

El joven doctor Armindo Hernández se pro-puso cerrar las llagas de pies y manos de Sanjuana. A él nadie lo sacaba de la idea de que el único mérito de la monja era poseer un subconsciente capaz de traicionarla. Había hecho sus prácticas de medicina en el Manicomio de Santa Clara, y su interés por los enfermos de la razón, como él los llamaba, se desarrolló desde entonces. Sabía a ciencia cierta que el poder de la mente era capaz de mucho. Había visto crecer dos personas bajo un mismo cuerpo; germinar en alguien el sentimiento desesperado de la persecución, hasta encaminarlo al suicidio; robar involuntariamente y alucinar según la conveniencia. Sabía que la infancia marcaba las maneras y los miedos, y que el cuerpo mismo era capaz de reaccionar ante las presiones de la imaginación. Había atendido a personas que se creían santas, perros, mudos, cajas, gallinas, niños, inválidos, confusiones causadas por el motor inconsciente de la manipulación. Había visto histéricas, desanimadas, convulsivas, perturbadas, furiosas, y N U N C A olvidaría el caso de una jovencita que se decía embarazada a causa de un mal pensamiento.

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Atendio a una señorita con furor uterino capaz de

matar por un hombre, que cuando su padre acordó un matrimonio de convenií-m u se convirtió en l. i más caritativa y decente dama de sociedad. (xxioció personas que juraban convivir con un fantasma, que hablaban solas con amigos imaginarios y las que se comunicaban en japonés sin jamás haber tenido contacto con tan lejana geografía. Para él, Sanjuana estaba calificada para entrar en el sanatorio, en vez de estar alborotando a un puñado de monjas perturbadas y a una ciudad con necesidad de creer.

Al llegar al convento acompañado de un asistente, las monjas casi no los dejan entrar, aunque llevaban por escrito la autorización del arzobispo San-tacruz. Se persignaban a su paso y murmuraban: "infieles", "se van a quemar en el infierno", "no tie-nen alma", "indignos de la obra de Dios". El padre Nico los condujo de mala gana a la celda de Sanjua-na sin enseñarles las pajareras, y antes de dejarlos entrar dijo con cierta preocupación de hermano mayor: —Sean cuidadosos porque no merece pasar por más dolor. Les recomiendo que recen, porque a Dios le enfadan estas desconfianzas.

El joven acompañante sudaba la gemina sobre su frente, a pesar de ser liberal y tener su fe depositada en la ciencia lo invadió el temor de la represalia divina. Lavaron sus pies y manos con agua purificada y una especie de bálsamo anodino. Los efectos inmediatos fueron tan terribles, que invadieron los pulmones y la cabeza de Sanjuana. Iniciaron la sutura: cada puntada se reventaba con la tensión de su piel tilinte, y después de repetidos intentos las llagas continuaron tan frescas como en los primeros días de las impresiones.

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El medico dejo atrás a la asistente, ya no se detuvo por la sala de la priora, aunque le era de gran inierés hacerlo: había escuchado sobre un producto que disminuía la vellosidad femenina y quería dejarle la receta para experimentar y comprobar sus efectos poderosos con ella. Salió a la calle con el pelo parado y un suspiro que duró más de un minuto. La mañana estaba liviana con un viento tibio que venía del norte. La gente que iba y venía, parecía no atender su incertidumbre y al llegar a la parroquia no se acordaba del camino que lo condujo hasta allí.

—Esto se le va a salir de las manos, Excelentí-simo Señor —dijo el médico cuando estaba delante del arzobispo—, la mente de esa monja es muy poderosa. De haber sabido, jamás le hubiera firmado los papeles a la marquesa.

—He estado leyendo el caso de María Morí, Domingo Larari, Credencia y Juliana Weishircher, y muchos consiguieron su feliz estado sustrayéndose de las miradas y pareceres del público para permanecer en una santa y saludable oscuridad. Creo que si Sanjuana opta por ese camino, podemos aplacar los rumores y terminar con este asunto —respondió el arzobispo, entretenido con el santoral entre las manos.

—Existen otras alternativas, Excelentísima. —Si usted tiene la fórmula dígala —inte-

rrumpió el arzobispo. —El manicomio.

Santacruz no se había percatado de que el médico tenía los ojos de distinto color: uno verde musgo y el otro café. Dio la vuelta poniéndose de espaldas y levantó su mano para que le besara el anillo

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pastoral. Se levantó y aflojó la sotana para liberar su barriga del tormento. No dijo más.

Mientras Sanjuana agonizaba por los experi-mentos a los que habían sometido su cuerpo, el quetzal moría en su jaula a causa de su propio dolor.

Para Sanjuana, ese día fue trascendental. Aca-baba de ser trasportada al coro en un catre con forro de manta y cubierta por una sábana teñida de añil, porque después de tanto manoseo se hallaba enferma y muy debilitada. A media comunión, se sumió en su mundo inmaterial. Los fieles, detrás de la reja que impedía contacto con las monjas, hicieron intentos por presenciar lo que parecía un evento sobrenatural, entre ellos el periodista Faustino Cornelio, quien había conseguido licencia para no perderse una sola misa, y desde su palco tener acceso directo al desenvolvimiento de los hechos que le atañían. Los personajes de alcurnia dejaron sus modales por un lado y empujaron tan fuerte la reja que la derrumbaron. Y¿ acostumbradas a los escándalos, las monjas siguieron cantando como si nada.

Sanjuana confesó ver cómo Jesús le colocó el anillo esponsalicio. Dando esta explicación sin repa-ro, cayó consumida en un ahogo.

No salía de su éxtasis. Se elevaba del piso em-belesada y sor Manuela intentaba regresarla a este mundo para esconderla de los curiosos que anotaban hasta en su camisa detalles para no olvidar. Mariano de Córdoba, su hermano, después de presenciar ei espectáculo dio la vuelta y salió complacido. El cura que oficiaba la misa llamó a la calma y ubicándose en el pulpito empezó a gritar el discurso que por meses había preparado en caso de emergencia:

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—Peguemos la frente con el polvo. Adoremos la entrega con que Jesús endulza y recompensa las duras y ásperas penitencias, los terribles dolores y enfermedades con que nuestra hermana Sanjuana quiere complacerlo. ¿Soñamos? ¿Hay alguna ilusión? ¿Padecemos algún equívoco? ¿Hay hipérbole o exageración en lo que referimos? ¡Ciertamente no!

Nadie lo escuchaba, porque estaban sorprendidos por el anillo dibujado en la mano de Sanjuana. Las religiosas intentaron cubrírselo con paños y delantales, pero ya había sido visible para los fieles acongojados, para los examinadores y la prelada, como visibles fueron en su momento los otros estigmas.

Nuevamente, el arzobispo recibió la visita ines-perada de su fiel espía. Este emprendió carrera para llegar antes de su siesta. Por suerte, llegó a tiempo. El arzobispo terminaba de almorzar una mojarra frita que le habían llevado del lago de Amatitlán.

—EL atúlio está dibujado en. el contorno de su dedo, Señor prelado, se lo juro, formado todo de la misma carne y cubierto de sangre al modo de un barniz. Las piedras presentan en algunos momentos una figura, y muchas veces aparecen en forma de corazón. ¡Se lo vuelvo a jurar!

—Estoy hasta el carajo con esta historia —gritó Santacruz aventando el tenedor y esparciendo las espinas sobre el mantel—, ¿es que esa monja no me va dejar tranquilo? Yo le ordené silencio y leja-nía, y ahora me vienen con este cuento. ¿Qué? ¿Ya no existe la autoridad?

—Además hubo testigos —prosiguió el padre Nico antes de ser interrumpido.

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—Le dije que ¡basta! —gritó de nuevo, mien-tras movía los ojos buscando una respuesta—, ¿me dice usted que habían fieles presenciando el escándalo?

—Más que fieles, ahí estaba el periodista Faustino Cornelio.

Al día siguiente hubo tumultos esperando la aparición de la Gazeta. Cuatro páginas dedicadas a los hechos no bastaron para aplacar la curiosidad de la gente. En el esperado número, venía una entrevista que Faustino Cornelio hizo personalmente a un filósofo naturista, pensador y racionalista, quien dejó sus opiniones al respecto sin aclarar nada en realidad: "Necesito tiempo para reflexionar y combinar tantas especies como se han agolpado en mi mente. Quisiera poder decir que son ficciones, males de nervios o fuerza de imaginación, mas no encuentro aún salida a mis reflexiones".

El mismo empresario Irisarri, en bancarrota, deprimido todavía por el robo pirata de su sobrina y el hundimiento de su barco Nuestra Señora del Carmen, arremetió contra la familia de Sanjuana en plena plaza pública para que los transeúntes escucharan. Culpó a Mariano de Córdoba por sus penurias. Criticó fuertemente a la oligarquía. Se adelantó a la historia mencionando que los movimientos indepen-dentistas eran una farsa más y que la corona sólo cambiaría de dueño, que el poder se instalaría en las venas azules de la ciudad dejando morir de hambre al resto de la población. A Sanjuana la mencionó en una única oportunidad con el adjetivo contundente de "embustera" y de fraguar junto con su hermano, un destino gris para la Nación.

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La marquesa pasaba por la plaza con las com-pras del mercado. Detuvo el paso y lloró desconsola-da junto con las sirenas de la nueva fuente.

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UN JUEGO INOCENTE

Dicen que ella lo mató a sangre fría, a causa de los celos que le daban más pavor que la propia guerra. Que él daba la vida por ella. Pero una maña¬na amaneció a su lado, frío, después de haber escupi¬do por horas el suplicio del veneno. En medio de una ola dramática de rumores, sus padres dieron to¬do lo necesario al convento para garantizar su refugio perenne. Contaban que la habían nombrado monja carmelita sin creer en Dios ni haber cumplido con los votos, y que vivía como diva rodeada de criadas y esclavos.

Sor Verónica ocupaba una de las misteriosas habitaciones del patio central. La entrada a su territo-rio estaba prohibida. En contadas ocasiones se le vio deambular por los corredores para visitar los pájaros, envuelta en un manto negro que le cubría hasta el ros¬tro. O recolectando mariposas en el huerto para ali¬mentar una colección que era la más grande del mun¬do. Cuando se acercaba el día de la patrona, la Virgen de la Asunción, la triste mujer donaba una de sus joyas con el propósito de que las hermanas y novicias tuvie¬ran una comida especial. Era lo poco que se conocía de ella, pero suficiente para que estuvieran agradeci¬das, porque las mellizas se esmeraban en hacer carne guisada y un suculento cocido español.

Ante la muerte de su marido, Verónica no pronunció palabra. No se dijo inocente y antes de

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que los juicios tortuosos la acosaran, iba rumbo al convento con dos criadas y una dama de compañía. Las personas que la conocían la defendieron, porque era bien sabido que jamás existió mujer más bondadosa y enamorada que ella. Además no cuadraba la idea de una mujer asesina y a su vez coleccionista de especímenes tan bellos y frágiles.

Las golondrinas de paso hacían un alto en el huerto quizá para descansar en silencio y escabullirse de la cacería de los niños. Verlas llegar era motivo de celebración, aunque destrozaban todo a su paso, se comían las abejas, aguacates, berenjenas y alborotaban la basura. El solo hecho de pensar que venían del otro lado del mundo, les daba consuelo. Sor Irene, apasionada relatora de cuentos a causa de haber sido criada por cuatro abuelas, tenía autorización de la priora para narrar durante la cena el recorrido de las aves, y agregarle personajes y aventuras de tierra y alta mar. Keples, sirenas, unicornios y calamares gigantes aparecían amenazantes para interrumpir el recorrido de la bandada que por fin planeaba rendida en el huerto. La priora tenía prohibido que sor Irene in-cluyera personajes humanos, por riesgo a despertar en las novicias alguna ilusión.

Incluso de eso se enteraba la gente. Faustino Cornelio no dejaba un día sin indagar. Aunque su afán de periodista tendía a manipular la realidad y en una ocasión publicó que las novicias vivían en tan austera condición, que se alimentaban de golondrinas. A causa de sus desatinados comentarios, de nuevo clausuraron la Gazeta por influencia de la curia y amenaza de la Santa Inquisición.

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Para él resultaba imperdonable. Hasta los ni-ños pedían como regalo de cumpleaños visitar a San-juana. Desde las siete de la mañana, hora en que su esposa iba al mercado, se sentaba en la sala de su casa para recibir a los confidentes menos sospechados, a cambio de propinas que muy bien venían en un país que estaba a punto de independizarse y quedar a su propia deriva y providencia. Los informes detallaban cómo Sanjuana era capaz de incursionar no sólo en las mentes de curas y monjas, sino en hechos de envergadura nacional. Manejaba más información que Pepita Granados, reconocida por sus enar-decidos discursos y relaciones personales con todos los intelectuales, políticos, poetas y militares de po-der. El presidente y capitán general, en una especie de seducción divina, al sentirse acorralado, buscaba la manera de conectarse con la monja para saber los designios de sus decisiones. Se hablaba del hombre de la capa negra, supuesto testigo de la Inquisición, pero que de manera sospechosa permanecía media hora con ella y luego desaparecía envuelto en su sombra, no sin antes hacer un alto en la celda de sor Lucía, quizá para maravillarse en silencio con sus últimos frescos. Lo que más intrigaba a las espías era que con esa misteriosa presencia, Hermano no ladraba.

Sanjuana experimentaba sus éxtasis a las tres de la madrugada y al recibir la comunión. Y era ahí, en su despegue divino, que pronosticaba en nombre de Dios todo hecho consultado. Predijo erupciones, aguaceros y temblores. La sequía empezó a alertar a la gente por el verano caliente que se instaló tres semanas de más. Los zompopos de mayo, que tienen por tarea anunciar la lluvia, no salieron a tiempo de

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sus huevos. Terratenientes acudieron a ella para pronosticar la venida de un chaparrón, pero sin obtener la respuesta añorada, se sentaron a esperar la quiebra desahogando sus injurias contra ella.

—No puedo alentarlos en nombre de Dios —dijo compungida—, la lluvia va a tardar hasta que su voluntad lo decida, y eso aún está lejano.

—¿Pero no puede usted hacer algo?

—Yo ya hice lo mío, ya les advertí.

La priora acudía a ella hasta para asuntos ba-nales: si había necesidad de poner los baldes de las goteras, o si el conejo agonizante iba a morir durante la noche. Las monjas y novicias le consultaban el estado de salud de sus padres y si una parienta iba a dar a luz hembra o varón. Hasta el padre Nico le preguntó si su hermano recién fallecido había alcanzado el placer celestial. Sabía qué almas estaban a punto de salir del purgatorio y cuáles habían sido condenadas en el infierno. Quién portaba un buen corazón y quién lo tenía rancio por la maldad, a pesar de las apariencias. En un momento intempestivo de inconsciencia, acurrucada en el usual desvelo que la aquejaba a las once de la mañana, Sanjuana escribió una carta al presidente: Por el bien de su pueblo y de la historia guiada por las manos del Señor, he de decirle que los ángeles me piden que no fusile a los piratas detenidos que atracaron el barco de Irisarri. Que por cada alma que perdone le vendrán bendiciones. También me piden que en acto público haga saber que doña Verónica, viuda de Castillo, es inocente.

Con los ojos vendados era capaz de escribir cartas enteras dictadas por seres que la acompaña-

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ban. El padre Nico, para pasar despierto y poder do-cumentar la larga faena de recogimientos, se entrete-nía enredando sus poderes: le tapaba los ojos con un pañuelo y le hacía preguntas que Sanjuana respondía con una gracia espontánea de encantamiento: — ¿Qué tengo en la mano derecha? — Los corporales que bordé de pequeña. — ¿Qué escondí debajo de la cama? — Su zapato izquierdo. Respondía con tal arte de mentalista experi-mentada, que parecía estar hipnotizada por un juego de niños. Y no estaban muy lejos de eso, porque la mente del padre Nico era tan transparente y sus ex-presiones tan obvias que nadie necesitaba de mucho para adivinar lo que corría por sus pensamientos cris¬talinos. La madre Manuela, que siempre estaba a los pies de Sanjuana, disfrutaba de las madrugadas acompañadas del cura celador y muchas veces pidió al mismo Dios que amaneciera más despacio. Favor que más de alguna vez se le concedió sin que se per-cataran del milagro. Él hacía las preguntas de cos-tumbre, cuando Sanjuana dijo con la voz más diáfa¬na que nunca: — Vi a los ángeles y le hablé a San Luis Gon- zaga. Nacerá un hijo de ustedes dos y poco falta para verla lucir el vestido celeste. El juego se acabó para el padre Nico. Entor-pecido tiró un jarro que llevaba en las manos y se quedó mudo de la impresión, rezando para que sor Manuela no la hubiera escuchado. Siempre que San-juana despertaba de sus augurios, afirmaba no recor-dar lo que decía en nombre de sus emisarios, así que reclamarle cualquier cosa al respecto, o pedirle recti-

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ficación, era desperdicio. Sor Manuela salió despavo-rida y se declaró enferma. La acudió una fiebre in-controlable y todas temieron que retornara a sus épocas de locura calenturienta. Hubo que internarla en la enfermería para atenderla con clorofila y sales amargas. La priora la interrogó repetidas veces para averiguar lo ocurrido en la celda, pero cada vez que quería confesarse, un vómito prieto le invadía la boca. Como si fuera la misma Sanjuana que desde su celda le aconsejara que no dijera nada.

El padre Nico también cayó desmejorado. Sentía un tornillo que le abría el corazón un poco durante el día y profundamente durante la noche. Escribió infinidad de poemas que se volvieron agudos durante esos tiempos, y que representaban altísimo riesgo para su seguridad, porque uno solo en manos del prelado del Santo Oficio le hubiera representado una tortura. Terminó de escribir la última palabra de un poema de madrugada, y cayó agotado de tanto amar sin siquiera haberse dado cuenta.

Orbitó rondando el convento con cara de moribundo, recibió los membrillos y nísperos de las religiosas sin emitir señal de agradecimiento, rebalsó de aceite las lámparas lo que causó un conato de in-cendio y se vino de la escalera sin percatarse del ma-gullón. Cambió a los pájaros de jaula y les puso la sábana de día. Era inadmisible preguntar por el esta-do de sor Manuela; era impropio siquiera mencionar su nombre, ya que una sola sospecha podría causarles la muerte. Pero por algunos murmullos supo de su estancia en el sanatorio y de su retorno a los delirios maliciosos.

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Agarró valor y se dirigió a la enfermería. Ne-cesitó cuatro días para ensayar su confesión. Cuatro días sin descanso ni sosiego. Con demostraciones de alto apego a las normas del convento y vida religiosa, manifestó a la priora preocupación sacra por el retroceso que podría sufrir sor Manuela sin sus ejercicios espirituales. Se ofreció humildemente para confesarla y ayudarle a recuperar la fe.

Su mayor sorpresa fue encontrarla con la ca-beza descubierta: su toca, manto y ceñidor de la cintura, estaban sobre la silla de pata coja de la guardia-na. Su cabello no tapaba las orejas, pero se notaba claramente rojo cobrizo y avizoraba ondulaciones sorpresivas que le hubieran permitido usar el mismo peinado que la dama del vestido celeste.

Ella deliraba por la fiebre de sus pensamien-tos. El camisón largo de manta dibujaba su cuerpo trémulo, se adhería a subidas y bajadas que él jamás sospechó que existieran. La espió maravillado detrás de la cortina de gasa que logró borrar por obra de magia. Quedó suspendido en un éxtasis más profundo que los de Sanjuana, dándole vuelo libre a su mirada, permitiéndose recorrer con detalle su figura, aquellos espacios donde el sudor pegaba la manta a su piel caliente: observó la línea recta de su cuello por primera vez. Sintió el mismo calor de los fogones listos para fundir las barras inertes del metal. Ella se movía inquieta sin conocer su presencia. Le iba mostrando partes indecibles de su cuerpo: los codos, los tobillos, las axilas, los pechos tilintes y las nalgas voluptuosas. Él corrió la cortina sin importarle el mundo, porque la necesidad de verla era más poderosa que las ganas de vivir. Empujaba las frazadas con los

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pies acalambrados mientras se metía las manos entre las piernas. Manuela arqueó la cabeza, abrió los ojos mareados que se encontraron con los de Nico y llegaron al éxtasis sin haberse jamás tocado.

Una novicia asistente de enfermería se dio cuenta de su presencia silenciosa y lo separó brusca-mente cerrando la cortina, porque sospechaba que los ojos de un hombre, por muy cura que fuera, eran capaces de traspasar mil velos con tal de ver el cuerpo de una mujer caliente.

Ante la presencia de las novicias, retomó la cordura, contuvo el ajetreo descontrolado de sus pasiones y procedió:

—Ave María Purísima —dijo esperando res-puesta, mientras sacaba el breviario de su sotana.

Sus palabras hicieron levantar de otro banco a la monja chapetona que lo miraba con desconfianza.

—Por favor, madre Manuela, le suplico que se restablezca y vuelva a la celda de Sanjuana quien la necesita —dijo él en secreto pegando la saliva a la cortina que marcó su boca entera.

—¿Es por ella o es por usted? —preguntó des-de su mundo.

—¿Quién confiesa a quién? —dijo él de vuelta, excitado, perdido en la miseria de la ganas contenidas.

—Yo no necesito de confesiones, padre, usted tampoco, hasta donde yo sé, querer nunca ha sido pecado.

Faustino Cornelio fue capaz de viajar a Nica-ragua para encontrarse con un mentalista proveniente de Oriente. A él nadie le sacaba de la cabeza que la monja recurría a trucos de magia con intenciones

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infortunadas. El ermitaño hipnotizaba a su antojo. Levitaba en el escenario de su pequeña galería donde acudían pocos curiosos que pagaban medio real para presenciar lo inexplicable. También daba citas personales por un peso, las que no duraban más de diez minutos porque el agotamiento de su mente no soportaba más y los espías de la Inquisición esperaban agarrarlo infraganti. Faustino se arriesgó a visitarlo a pesar de que esos encuentros eran tachados de brujería. Pero regresó sin respuesta, comido por los zancudos y las garrapatas que se le encaramaron durante un camino inhóspito. Al tener al mentalista frente a frente bajo unas lonas magenta, preguntó sobre el arte de sus trucos, ofreciendo buena propina y garantizando discreción. Pero éste, de la manera más llana, le respondió:

—Si por eso vino hasta acá, perdió su tiempo. Me hace usted la pregunta que me hago yo todas las mañanas.

Antes de salir de la carpa, el hindú lo detuvo con unas palabras que el periodista habría de llevar hasta la tumba:

—Ah, tenga cuidado. Le aconsejo que no in-cursione en asuntos celestiales.

Los guatemaltecos aventurados recibían, por conductos clandestinos, los libros que habían pro-movido cambios sustantivos al mundo: el Dicciona-rio filosófico de Voltaire, Emilio de Rousseau, Ensebio, una novela de Pedro Montengon que apareció en cuatro partes de cinco libros cada una y las cartas de la monja portuguesa. La lista prohibida, suscrita por el inquisidor general y clérigo español Francisco Pe-

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rez de Prada seguía vigente, a pesar de haber cumpi do más de medio siglo de su publicación. Diderot había sumado décadas atrás con sus palabras: acepto ni la castidad ni la continencia voluntan que son crímenes contra natura, si se pudiera pee contra natura, el primero de los crímenes contra las leyes sociales, se medirían las acciones con otra b lanza que aquélla del fanatismo y del prejuicio". L libros se introducían por mar y tierra y se volviert motivo de reuniones discretas entre los intelectual progresistas que no se conformaban con el Cantar < los Cantares. Entraban como contrabando entre 1 faldas de señoritas destacadas, apilados en las giga tescas cajas de chorizos españoles, en canastos de cianas y en los bolsones de los niños. La Santa Inqi sición veía al enemigo en todas partes y se esfon por permanecer viva en un mundo que ya no nect taba de tanto castigo para sobrevivir.

En la circunferencia de un mundo cautivo muchos pensadores eran tildados de herejes acusados de promover doctrinas lascivas, heréticas y subversivas. Pero no solamente los libros eran prohibidos, también ingresaban al Reino de Guatemala artefactos denominados "de carácter corruptible". Los delegados del Santo Oficio permanecían alertas para incautar en los desembarques cualquier objeto capaz de atentar contra la virtud de los centroamericanos. Dado ese celo inquisidor, tres joyas estampadas en bastidor, pintadas por uno de los más insignes pintores europeos, de más de media vara de largo y cerca de media vara de ancho, causaron cáustico rechazo. Una, la de mayor revuelo, representaba a Venus en el acto de bañarse: la diosa desnuda se miraba de fren-

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te, cubierta por su largo y rubio cabello. Las críticas y acusaciones a este inocente coleccionista de arte que parecía haberse adelantado siglos a la historia, lo obligaron a devolverlas en el siguiente barco de vela antes de que las quemaran en la Plaza del Pueblo. "Este país jamás estará preparado para apreciar el arte", dijo el coleccionista durante una parranda que duró diez días de desconsuelo.

Las Cortes de Cádiz habían declarado abolida la Inquisición, ante la algarabía de gran parte del mundo que vivía bajo el yugo de su conciencia. Pero no se contaba con las directrices absolutistas y reaccionarias del Deseado Fernando VII, quien al año siguiente las instauró de nuevo. En Guatemala, sin embargo, esos hechos no fueron relevantes, muchos los pasaron por alto y siguieron delatándose. Se había vuelto costumbre recurrir a las parroquias con notas de acusación de robo, adulterio, prostitución, gula, envidia y cualquier conducta que afectara al demandante. Sin importar si esto resultara en desagravio de Dios. Asuntos de colindancia, matrimonios mal habidos, hijos no deseados, miradas impertinentes, enfermedades de dudosa procedencia, guiños clandestinos, oraciones mal sabidas, distracciones durante misa, en fin, lo que hacía que una sociedad en pañales no lograra ser feliz.

El uso de brebajes amatorios era lo que más angustiaba a los ciudadanos. Se empleaban polvos especiales con iguales propósitos, como los que usaba Marta, una mulata chiapaneca denunciada décadas atrás. Ante la desesperación que suele causar el amor, muchas mujeres llevaban polvos envueltos en canutillos, o pelotillas, colgados de las enaguas a fin de

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preparar después las pócimas afrodisíacas. Todo heredado por los secretos tradicionales de culturas milenarias que jamás sufrieron por amor.

Faustino Cornelio poseía un mueble con doble fondo heredado de su abuelo. Era ahí en donde escondía sus adquisiciones prohibidas. Ni su propia esposa sabía de su existencia, a quien tampoco le preocupaba lo que leía, porque estaba unida a él sólo por costumbre. Ella jamás le perdonaría su ira contra la monja milagrosa, porque, después de suplicarle, había devuelto diez años más de vida a su abuela moribunda.

Por medio de contactos que mantenía con pi-ratas, el periodista obtuvo un manual de hechicería que leyó cuidadosamente para determinar algún rasgo en Sanjuana, pero nada apareció, nada más que la fórmula para acaparar la atención de su vecina Amarilis de Castejón, con quien habían jugado desde niños. Cuando se mudó él lo hizo para estar cerca de ella, porque no encontraba otra manera de vivir. Olvidó el objetivo de Sanjuana por unos días y se dedicó a fabricar un embrujo propio, que hiciera que su vecina muriera de amor por él. Funcionó. Un domingo de frío poco usual, mientras todos acudían a misa, pasó lo planificado. Faustino Cornelio se quedó en casa por amenaza de gripe. Estaba subido en una escalera podando las bugambilias del patio trasero, cuando la vio salir al área de la pila de su casa.

—Buenos días, señora, ¿qué la dejó en su casa hoy domingo sin ir a misa? —preguntó galante co-mo de costumbre.

—Amenaza de gripe, señor —dijo ella—, ¿y a usted?

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—Amenaza de gripe, señora —respondió él.

Al verla cubierta con una bata fina traída de la Zhina por unos comerciantes de barco, con los pe-Jios a punto de desbordarse del escote, tan desprote-^ida por la vida, se dejó caer sobre la pequeña horta-iza que daba a su terreno. Ella lo recibió con tal ibnegación que ni lograron llegar a la sombra.

A partir de ese día les cambió la vida y las pa-iomas mensajeras que llegaban clandestinas del con-cento se desubicaron por la falta de atención de su dueño. El periodista fue un poco más benévolo en su persecución obsesiva, y la vecina descubrió que no conocía el remordimiento.

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EL PAÑUELO

Si Sanjuana iniciaba con su interminable litur-gia de discursos y exhibición, el padre Nico y sor Ma-nuela sudaban su infortunio. El miedo feroz a escu-char de boca de los ángeles la anunciación de un niño en sus vidas pulcras, parecía una leyenda vana y sin justificación que les hacía perder la prudencia. Ahora apagaban las velas para no mirarse de frente y se movían a tientas entre las tinieblas ansiando topar sus cuerpos por descuido y penetrar en la fascinación.

Manuela imaginaba a un hijo marcado por el ensalmo del tropiezo. Las historias de su abuela, úni-co personaje de su niñez que aún permanecía a flote en su memoria, le habían curtido la infancia y ahora se le revertían embistiendo su espíritu. Las bitácoras de navegantes que contaba la anciana la volvieron a perturbar con tormentos indecibles y aparecían en sus sueños insistentemente: tras navegar varios días rumbo al sur, un barco de numerosas velas había llegado a costas de la isla de Man. El vigía juró haber oído claramente una extraña melodía, casi un canto, a estribor. El capitán McArdles fue suficientemente astuto para cambiar de rumbo y, al amanecer, avistaron escollos al este. Observaba las olas. El capitán vio un destello dorado y plateado a babor. Al mirar con más atención, descubrió un rostro con facciones de primate que le devolvía la mirada. Estaba coronada por lo que parecían algas amarillas, y los ojos tenían

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un inquietante aspecto de pez. En todo lo demás, te nía el aspecto de una mujer primitiva pero con aga lias en ambos lados del cuello. Respiraba debajo de agua y otros testigos hacían referencia a sus grande orejas. Para sor Manuela, eso era lo mínimo a lo que podría parecerse un hijo del pecado.

El padre Nico tomaba su cuaderno para hacer los apuntes correspondientes a los hechos de su monja, pero muchas veces paró anotando nada más que sus sentimientos contorsionados en prosas profanas. Su cuaderno ya tenía más hojas arrancadas que las escritas, que masticaba con desesperación para desaparecer la evidencia. Aunque ninguno de los dos era autor de su destino y habían parado en un convento sin su voluntad, uno por pobre y la otra por aspirar a ser mujer, si algo habían aprendido, era el pánico sembrado por la Inquisición. Como soldados rasos, no se les pasaba por la mente la desobediencia. A pesar de eso, una fuerza inexplicable hacía que sin tocar un solo repunte de su piel, se fundieran y se encontraran sus ojos en medio de la penumbra, aunque fuera a tientas. Ella, con el rostro cubierto por el velo, hacía una mueca casi invisible para mostrar su naturaleza bien dotada: su mirada redonda y su sonrisa roja con dientes grandes. Él se convirtió en su reflejo, porque los espejos estaban prohibidos y ella había olvidado por completo su semblante. Al mismo tiempo, con su pequeña mano blanca, frotaba el Agnus Dei de su medallón de plata con vidrio convexo de la Virgen de Guadalupe, hecha de cera de cirio moldeada que mantenía navegando sobre su pecho. Como si quisieran ocultarlo entre ellos mismos, fingían doloroso desarraigo de sentimiento.

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Los poderes de Sanjuana causaron la estampi-da de varios visitantes aturdidos. Sentían soplidos en k oreja o manos invisibles sobándoles el rostro. Voló algún objeto inanimado, y se prendieron solas las tres velas de la habitación. Pero tanto el padre Nico como sor Manuela, supusieron sin sorpresa que ese hecho se debía a la fuerza que acarreaba el deseo de ambos.

El arzobispo Santacruz no encontró más alter-r.ariva que hacer las diligencias que por oficio le co-rrespondían para informar nuevamente a Roma lo que ocurría en el convento de las Carmelitas Descal-zas de San José de la Ciudad de Guatemala. En su informe, copiado con puño y letra del diario del pa-dre Nico, no emitió juicio alguno, porque él ya no tenía opinión y no estaba en sus manos emitir el veredicto que competía a la Santa Sede. El titubeo lo asaltaba: una mañana amanecía convencido de la veracidad de las virtudes de Sanjuana y otra, con una condena. Su verdadera elección estaba entre el castigo divino o la Santa Inquisición. Entre el suplicio o la excomunión. No podía escaparse de uno de los dos.

Pero entraba a la celda de Sanjuana, se disipa-ba sobre la silla enclenque y perdía capacidad de pen-sar. Le asediaba un aletargado estado espiritual, una calma sobrenatural que casi lo empujaba a hincarse a rus pies y suplicarle perdón por su desconfianza. Sobre todo cuando empezaron a aparecer las cartas dic-odas por los ángeles.

El arzobispo tenía como cabecera de cama un sran óleo sobre lámina de cobre del Colegio de San Ildefonso en Nueva España. La imagen había sido pintada décadas atrás por Cabrera, un afamado pin-

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tor de la curia que logró establecer vínculo ideológi co entre la pintura y los afanes políticos e intelectua les de la Iglesia. El artista escaló nueva posición socia y tomó suya la militancia jesuítica, a tal extremo qu fue miembro de la Exclusiva Congregación de la Pu rísima. El cuadro fue a parar a su cabecera por azare del destino: la Virgen de las Nieves, salvaguardadí por unos angelitos putti que portaban guirnaldas en sus manos. La mirada de aquella imagen lo acompañaba durante sus oraciones nocturnas y había algo en ella que le recordaba a Sanjuana. Pensó en quitarlo porque lo consideraba una influencia desleal, pero el cuadro rotulado con un listón blanco "favor de amparo", paraba de nuevo en su cabecera. Lo pasó a la sala, 7 se vino un aguacero que filtró goteras, así que el sacristán, sin conocer la obsesión del arzobispo, amablemente lo fue a colocar a su lugar de origen.

Otras veces, después de confesarla, salía con-vencido de que el doctor Armindo Hernández tenía razón, y que lo más razonable para todos era inter-narla en un sanatorio para locos. Cuando ya estaba considerando muy en serio esa posibilidad, el único manicomio decoroso que había en la ciudad, el sanatorio de Santa Clara, sufrió un magno incendio que causó escándalo nacional, no tanto por las pérdidas, sino porque las locas lograron escapar en medio de las llamas. Salieron entre el humo espeso. Otras quedaron chamuscadas, revueltas con los escombros, irreconocibles. Hubo alerta de la guardia civil y orden de cerrar las casas con candado porque muchas eran peligrosas. Al parecer, el incendio fue causado por un batallón de liberales para rescatar a una mujer encerrada por fraguar una revolución.

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—Padre, reclino mi pecho en el amoroso pe-ho de Cristo, como el discípulo amado, y me hace aitir los latidos y las pulsaciones de su amorosísimo orazón. Me incendio en amor santo, sublime, y me lime en las delicias de una intimidad tan profunda y m cercana a su divinidad, que no parecen favores [no renuevos del amor esponsalicio —confesó San-lana al arzobispo.

Santacruz no le dio la absolución, y salió de-mdo sus objetos regados por los corredores. Sólo la rontina de oro puro sostuvo el reloj que arrastró so-re el piso. Aunque no quería aceptarlo, la relación on Sanjuana fue una de las más estables que sostuvo a su vida y le preocupaba su destino. Daba más ueltas por la ciudad para llegar a su parroquia y se erdía en su misma habitación. Tapaba el cuadro con na sábana, pero al volver de misa, alguien la había uitado. Ese estado de severa ansiedad se había vuel-3 parte de su naturaleza espiritual.

Vinieron las portentosas impresiones en los súmelos con los que secaban la sangre de las llagas man te sus éxtasis y arrobamientos. Afloraban cora-ones estampados, el nombre de Jesús, de María y de ysé v los objetos de la sagrada pasión: el clavo, el aillo, la escalera, la cruz, una espada o la corona de spinas. Parecían dibujados con un pincel de pelo de aballo.

El Ilustrísimo prelado, con ayuda de la guaría civil y del capitán, no tardó en enviar una comilón especial que interrogara a las monjas, revisara LIS celdas y leyera su controlada correspondencia, tinque fuera utilizando el asedio. Entraron como in-asores, un batallón de soldados dispuestos a inquirir

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el origen de los paños y pañuelos que, según las se-guidoras de Sanjuana, estaban pintados por las manos de Dios.

Días antes, la misma Sanjuana insistió en que al despertar de sus arrobamientos, los pañuelos ya estaban dibujados. Llamó al arzobispo en calidad de urgencia, para dar su confesión. Santacruz salió de prisa, porque estaba seguro de que el asunto de los pañuelos iba a esclarecerse con la requerida confesión. Que la monja gritaría el pecado de haberlos pintado ella misma, delataría el secreto de manipulación y el asunto quedaría proscrito de una vez por todas. Un acólito salió corriendo detrás de él para tomarlo del brazo e impedir que tropezara en el camino, porque la barriga no le dejaba verse los pies. Además, el cura se estaba achiquitando y la sotana le quedaba cada vez más larga.

La Congregación de Roma, dedicada a asuntos milagrosos, era en extremo estricta y si se enteraba de detalles como ese, el excomulgado sería él. En el camino al convento se fue murmurando solo; pedía a todos los santos que ese asunto parara a tiempo y que el periodista Faustino Cornelio no se enterara.

Era tarde. El obsesionado periodista revisaba un pañuelo con su lupa delante de un candil. Llamó a su mujer y le pidió opinión de cirujana.

—Es como si lo hubiera pintado un niño —dijo entretenida en otras cosas—, pero parece san-gre de verdad.

Unos invitados que habían llegado a su casa para redactar el primer intento de acta de independencia, miraron el pañuelo con gran curiosidad, porque ya los chismes habían partido del mercado cen-

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tral hacia los cuatro puntos cardinales. Primero trataron de saber cómo un periodista lunático como él había obtenido tan rápidamente la codiciada pieza, pero sus informantes estaban resguardados bajo juramento profesional, tanto que cada vez, después de recibir los datos novedosos del convento, borraba sus nombres de la memoria. Las risas se vinieron de golpe. Faustino Cornelio les extendió el pequeño pañuelo y lo puso cuidadosamente sobre la mesa como si fuera una pieza de arte medieval.

—Si un ángel es capaz de dibujar tan mal, ¡cómo hará los milagros! —dijo a carcajadas uno de los intelectuales.

—Pero ¿a quién le conviene hacer esta payasa-da? —preguntó Faustino intrigado—. A Mariano, el único que saca ganancia con la imagen santificada de su inducida hermana —concluyó.

—Dicen que él mandó a hundir el barco de Irisarri y que fue la monja la que abogó por sus piratas —comentó Francisco Cabrera, maestro en el arte del dibujo quien era el más sorprendido por la simpleza de los estampados.

El grupo de hombres entró al monasterio suje-tando a las religiosas a un riguroso escrutinio. Hicie-ron registrar sus celdas y revolver los objetos más pe-queños y de menor importancia. De tan meticuloso recuento, resultó que una sola monja, la madre Lucía, era la que sabía pintar. Su celda coloreada con murales basta en el piso, dejó a los guardias anonadados, y después de presenciar algo tan parecido al cielo, la encubrieron y juraron no haber encontrado señal alguna de lápices, pinturas o pinceles de pelo de caballo.

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Santacruz llegó después de la requisa y encontró las mesas corridas de lugar, los candiles desubicados y las monjas a punto del desmayo por tan brutal invasión masculina. Las mellizas hacían ollas de té de tilo para calmar los nervios y la priora esparció incienso de mirra para evacuar el olor a hombre que se había instalado. La priora encaminó al prelado a la celda de Sanjuana sin enunciar palabra. Aunque no estaba capacitada para confrontar a la autoridad, esta vez la rabia que sentía por lo sucedido estuvo a punto de dominarla. Sintió gusto cuando Hermano se lanzó, como de costumbre, a los pies del arzobispo.

Sanjuana lo esperaba sentada sobre la cama sin colchón y un tablón astillado que usaba de almohada.

—Ave María Purísima —dijo el arzobispo con la esperanza de que aceptara la farsa de los pañuelos.

—Sin pecado concebida —respondió ella detrás de su cortina.

—Qué me tiene que contar, hermana, con tanta urgencia.

—La verdad de los pañuelos, Excelentísimo prelado.

—Prosiga Sanjuana, que el Señor la escucha y sabrá perdonarla.

—Fue la noche de anoche en que caía la fiesta de la Preciosa Sangre de Cristo, en la que vi cómo los ángeles, mientras yo estaba abatida de los sentidos, se ocuparon de hacer los dibujos. Los hacían con pinceles que en los extremos opuestos tenían lancetas que picaban las llagas de mi cuerpo y con esa sangre di-bujaron los corazones y variados emblemas.

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El arzobispo, prendido en furia, dejó a San-juana a media confesión, por segunda vez no la ben-dijo, ni le dio la absolución. Sabía muy bien las re-percusiones que estos hechos iban a causar, y no se equivocaba, porque al día siguiente la gente se amontonó de nuevo en la puerta del convento. La eterna fila de peregrinos daba vuelta a la cuadra. Llevaban un pañuelo en la mano invocando el nombre de San-juana. Para evitar una nueva invasión, la priora ordenó a sor María Josefa del Refugio que los recogiera por la única compuerta que las comunicaba con el mundo. Pedían favores a gritos y se agolpaban en la ventanilla para que su pañuelo fuera recibido con especial atención. La hermana sugirió a los penitentes que pusieran su nombre para que luego fuera más fácil devolverlos sin confusión.

Sanjuana los tomó uno por uno en la sole-dad de su celda. Leyó cada nombre, y dijo que con sólo tocarlos determinaba los dolores de sus due-ños. Uno le quemó las manos y tuvo que aventarlo al techo para verlo caer como paloma volando: ";Todavía es tan creyente como cuentan? Alejandro Pinzón". Entonces, por primera vez en muchos años, se le vino de súbito el rostro de su madre. Re-cordó su casa y la recorrió como si estuviera ahí. Probó las sopas de Astucia y le sobrevino el olor de sus hermanos. Repasó los grandes cuadros de la sa-la, miró las alfombras y sus pequeñas figuras simé-tricas, entró en la cocina y pasó rozando el agua de la pila. Se escondió en los recodos de la casa y escu-chó a lo lejos la voz de su tía enseñándole el catecis-mo. Corrió por el patio central y se hincó para ver las flores. Entró a la alacena y divisó el volcán de

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regalos sin abrir. Sintió los pasos de su padre y lo vio dándole el pañuelo cuando ya estaba muerto. Se miró de niña, el estampado de sus almohadas y el calor de su cama acolchonada. Mariano entró a su habitación mientras dormía y se quedó suspendido frente a ella. Le acarició los pies con el dedo meñique. Escuchó las voces de las visitas y bajó las dos gradas que daban a la sala. Ahí estaba Alejandro sentado en el sillón esperándola para hacer juntos el futuro.

Cuando sor Manuela entró a la celda, el pa-ñuelo de Alejandro tenía pintado un solo corazón. Los demás traían dibujitos infantiles vinculados a la Pasión. Tomó el canasto y le pidió a sor María Josefa del Refugio que los llevara de nuevo a la puerta. La gente se apalancó sobre el volcán para encontrar el suyo, pero se escucharon desaires al ver que los dibujos no eran las obras de arte que esperaban. Nadie quedó conforme y las críticas se escucharon a lo largo de la calle: "tanta cosa por esto", decían decepcionados, "hasta yo dibujo mejor". Menos un sacerdote, que metió el suyo junto a su pecho y se perdió entre las calles angostas.

Los mejores lienzos se repartieron en la fami-lia y amistades cercanas a María Dolores, quien por tener derecho de madre los mandó a pedir especialmente decorados.

Muchos les dieron carácter milagroso y los utilizaron para curar enfermedades y ahuyentar espíritus malignos. Los ponían en la frente de las parturientas, en el lecho de los ancianos, en el regazo de las recién casadas, y en la caja de algún difunto como licencia para entrar al cielo.

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Fue tan grande la expectativa, que no se ha-blaba de otra cosa. Aunque unos aseguraban que sólo podían venir de Dios, otros los atribuyeron a una burla de orden nacional. Se hablaba de maquinacio-nes diabólicas que amargaron el corazón del arzobis-po, insinuando que él mismo enviaba los lienzos al convento pintados por sus acólitos.

El arzobispo ordenó de momento cerrar el caso, y se propuso no volver al convento por un tiempo. En sus homilías ignoró los hechos y prohibió a sus allegados mencionar el nombre de la monja. Pero la priora siguió atenta a los acontecimientos, porque muy en el fondo fue la única que confió de corazón en su equipo de mujeres. A sor Manuela la enviaron a sus oficios en el huerto, y al padre Nico le permitie-ron llegar una vez a la semana a tomar resumida nota.

Faustino Cornelio incluyó entre sus páginas una serie de sátiras sobre la política nacional, en don-de Sanjuana relucía recurrentemente, incluso en ca-ricaturas burlescas, secándole la frente al arzobispo con uno de sus pañuelos, o saludando al presidente con el paño en alto.

María Dolores cayó en cama. Al cruzar la calle acompañada de un niño que acarreaba los pesados ca-nastos del mercado, la persiguieron los murmullos y las burlas. Ya con pañuelo en mano, la gente dejó de visitar su casa con tanta prolijidad y la sala de espera que habían adaptado en el zaguán quedó solitaria.

El retiro del arzobispo no fue en vano. Una carta de Roma que anunciaba la próxima llegada de expertos de Nueva España, sede de la Santa Inquisi-ción, lo dejó espantado. Él muy bien sabía el riesgo que su diócesis corría y penaba por el destino incier-

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to de Sanjuana. Conocía las atroces torturas y los ex-tremos a los que era capaz de llegar la Iglesia.

La priora cayó en un malestar que le agobiaba cada extremidad. Antes de terminar su recorrido nocturno por los pasillos, y revisar celda por celda arrastrando los pies, escuchó un aspaviento que salía de la celda de Sanjuana. Encaminó su rumbo pidiendo auxilio a otras novicias que rezaban con parsimonia, algo aturdidas por el mal que se les venía encima. Al intentar abrir la reja, fue imposible. El aleteo venía de adentro y hacía volar los objetos por el viento que ocasionaba, intempestivo, pero la oscuridad de la habitación no permitía divisar nada. ¡Es un ángel!, gritaron aglomeradas en la reja intentando abrirla sin éxito. Escampó. La puerta se abrió sola y una sombra salió perdiéndose en los pasillos. La priora quedó pasmada. Notó que sobre la cama, a la par de la extática, había un pliego de papel con una cruz formada con sangre y renglones escritos. Atribulada, dudó de lo que presenciaba. Alcanzó a ver cómo una mano invisible escribía en el papel. La escritura abar-có la hoja y notó que se doblaba sola. Estaba dirigida a su Señoría Ilustrísima.

Cada vez que iba a entregar la carta al padre Nico para que éste la hiciera llegar al arzobispo, cam-biaba de parecer. La determinante orden de Santa-cruz, era no ser molestado por las cuestiones de San-juana hasta nueva orden. Además de su mareo y alucinaciones, sospechó con acierto el arribo de una epidemia dentro del claustro, porque varias monjas amanecieron sumidas en el trastorno. Nada detuvo los desmayos colectivos. Las camas de la enfermería no fueron suficientes y la medicina se agotó en una

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mañana. Hubo que pedir auxilio al hospital general San Juan de Dios, pero con la advertencia de que ninguna hermana podía ser encamada fuera del convento. Las oficinas de gobierno declararon cuarentena y lo único que estaba permitido por Sanidad Pública era que les pasaran medicinas y provisiones por la pequeña ventanilla que daba a la calle. El que felizmente quedó atrapado fue el padre Nico, que recién llegaba a recoger la carta para llevarla al arzobispo. Él no se enfermó, sor Manuela tampoco, así que compartieron de nuevo noches en vela a los pies de San-juana, haciendo turnos en la enfermería para alimentar a las deshidratadas, además de largas confesiones que les permitieron rozarse y encontrar sus miradas más de una vez.

Esa noticia no fue publicada en la Gazeta ni en los periódicos de distribución masiva como se hu-biera esperado, porque ese día, 15 de septiembre de 1821, los llamados proceres firmaban el Acta de Independencia. Como testigos del hecho que hacía historia, citaron al arzobispo y dos individuos del cabildo eclesiástico, al señor regente, a dos de los ministros de la audiencia territorial, al primer alcalde, a dos reidores y a los dos síndicos del ayuntamiento constitucional, a dos individuos de las corporaciones, al primer jefe o comandante de cada cuerpo militar de esa guarnición, al señor auditor de guerra, al proto-médico, a un prelado de cada orden y a los secretarios de gobierno y diputación provincial. La gente se aglomeró y festejó su dichosa liberación de la Corona hasta el amanecer. El eco de los cañonazos repercutió en todas las esquinas y el nuevo presidente de k junta consultiva de las provincias unidas de Cen-

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troamérica, Gabino Gaínza, declamó un discurso memorable resaltando el valor de los criollos quienes celebraron a puerta cerrada en sus casas de mil patios con sidra espumante, y desde ese día, pactaron monopolios que habrían de durar eternidades. Mariano de Córdoba fue quien tuvo mayores motivos para festejar los vientos gloriosos.

En la pequeña ventana de su celda, viendo las estrellas sobre las altas cumbres tormentosas, Atana-sio Tzul imaginaba lo que hubiese sido una verdadera independencia para su pueblo. Minutos antes escuchó el alboroto de la noticia entre los guardias y presos. Se rió y con profundo dolor dijo:

—¡Lástima!, tan felices que hubiéramos sido con una independencia para todos.

La cuarentena dejó saldos lamentables. Tres monjas murieron y cinco quedaron tan debilitadas que dejaron por un lado los oficios y se refundieron en sus celdas para siempre. Entre las difuntas estaba una de las más ancianas y queridas, sor Justita, quien tenía por oficio cuidar a las palomas que nadie suponía mensajeras. Junto con ella murieron cinco canarios y dos pericas grises.

Ya pasada la tragedia y en dominio de sus fun-ciones el nuevo presidente, el arzobispo no tuvo más alternativa que visitar el convento, porque le anun-ciaban que la comitiva de la Nueva España había cruzado la frontera. Entró a la celda de Sanjuana y sintió nostalgia y hasta lástima por la situación que vivían. Las monjas estaban ojerosas y flacas, unas to-sían y a las otras se les veía más pálidas que las mis-mas difuntas que habían sido enterradas en la huerta

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sin derecho a los santos óleos. La superiora había ba-jado su barriga picuda y se le habían arralado los bi-gotes. El Ilustrísimo se acercó a la cortina y vio a la monja de sus suplicios en perfecto arrobamiento, privada del uso de sus sentidos corporales. Algo ex-traño notó en su rostro, a lo que sor Manuela res-pondió:

—No se asuste, se arrancó las cejas y las pesta-ñas, señor, porque dice que son síntoma de vanidad.

Fuera de la celda se aglomeraron varias reli-giosas que esperaban al arzobispo. Él se vio interrum-pido y asomó el rostro con una lámpara en la mano.

—Estamos admiradas, su Señoría, pero tene-mos que decirle que las cartas de San)uaná se ejecu-tan con mano invisible. Luego los mismos ángeles las esconden: alguna debajo del mantel, otras detrás de la cruz y hasta fuera de la habitación. Nosotras mis-mas vimos a uno. Usted busque porque las va a en-contrar.

Disimuladamente, empezó a buscar los sobres. Encontró tres: dos dirigidos a él y uno al nuevo presidente de la república. Ambos tenían como remi-tente al Arcángel San Miguel. El prelado las guardó en una bolsa secreta que tenía su sotana donde es-condía parte de las limosnas y en ese momento San-juana despertó de su éxtasis. Lo miró a trasluz, mien-tras las campanas llamaban a misa mayor. Esta vez habló poco:

—A las palabras y limosnas se las lleva el viento. Las cartas quedan para la posteridad.

—Sanjuana, yo le suplico —logró decir antes de ser interrumpido.

—Yo le suplico a usted que llore, su señoría,

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porque las lágrimas se sufren, pero se sufre más no llorarlas.

El arzobispo salió nervioso, y al llegar a la sa-cristía procedió a leer los dos folios dirigidos a su persona: "Al Ilustrísimo Señor Doctor y Maestro Ar-zobispo Santacruz, Padre de Nuestra Madre Sanj uaná. De Rafael Arcángel".

Ilustrísimo Prelado y pastor:

El Arcángel Gabriel y otros de los que están cer-canos a Dios, te decimos en su nombre que hagas juntar a la comunidad y delante de ella mandarás que traigan la cadena, y que la hermana María Josefa del Refugio se la ponga en el pie izquierdo y le eche candado. Y estando con ella mandarás que la lleven a la cárcel y que le pongan el cepo en el otro pie y que cierre su candado. La que irá tres veces al día a verla sin hablarle palabra. Le llevará dos onzas de pan y un poco de agua, y otra a la noche en que le cerrará la ventana. Irá con ella la hermana Creencia y ésta guardará la llave del cepo y de la cárcel en su celda. Diez días después, irás por la tarde y la sacarás purificada.

Tan pronto como el Ilustrísimo terminó, se echó a llorar como no lo hacía desde niño. Los resue-llos le quitaban aire y las lágrimas, contenidas por dé-cadas, salían rancias de tanto esperar. Mandó llamar al padre Nico y a otros representantes de la diócesis y entre todos decidieron que las almas que desprecian la obediencia, serán despreciadas por Dios, así que debían cumplir el mandato divino: encarcelar a Sanjuana.

El presidente Gabino Gaínza estaba sentado en su trono rodeado de tres proceres, entre ellos el hermano de Sanjuana, Mariano de Córdoba. Recibió

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la carta. Al ver que el remitente llevaba el nombre de un Arcángel, la abrió de inmediato disimulando la burla en sus mejillas infladas.

—Vean ustedes, apenas se es presidente y la correspondencia sube de rango.

La carta se le hizo un tanto infantil y detectó a primera vista varias faltas de ortografía.

—Como que los arcángeles no fueron a la es-cuela —agregó con el mismo tono burlesco.

Mariano de Córdoba reconoció la presencia de su hermana en el manuscrito y se quedó en silencio mientras el presidente la leyó dos veces. Justo ese día, sin que nadie más lo supiera, definirían el destino de Atanasio Tzul, quien permanecía encarcelado en una prisión de Quetzaltenango. Le pareció una casualidad redundante, así que leyó una vez más. Sus consejeros se inclinaban por liberar al indio y evitar emancipaciones en la región. Además, había recibido la visita de poderosos comerciantes y productores de añil, que le recomendaban mantener a la población indígena en paz, porque la mano de obra era indispensable para alcanzar autónoma prosperidad. Mariano de Córdoba era de diferente opinión: él tenía como propósito convencer al presidente de dejar a Tzul entre las rejas, a manera de aleccionar a una población envalentonada que representaría riesgo continuo para la estabilidad y seguridad nacional. En esa disyuntiva estaban cuando llegó la carta. En ella se decía que jamás dejaran al encarcelado gozar de libertad y que le quitaran luz y alimentos innecesarios. Que de no ser así, el país lo pagaría con la sangre del presidente y su gobierno.

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Gabino Gaínza cerró la hoja y mandó a lla¬mar al jefe de guardias. Le dijo al oído que traslada¬ran de inmediato al reo a una prisión de Huehuete-nango, y que no le dejaran ver la luz durante el resto de sus días contados.

—El tema del indio está resuelto —dijo con un respiro de alivio.

—Cuál es su decisión, señor presidente —preguntó Mariano de Córdoba.

—Que este país es nuestro y que no nos va¬mos a dejar dominar por esos indios cabrones.

Mariano de Córdoba disimuló el alivio, salió de la casa presidencial, se puso el sombrero y caminó satisfecho por las calles de la recién liberada ciudad. "Un indio menos", pensó.

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CON LA MALDAD A CUESTAS

Sor Creencia de Dios Irisarri era una gloria marchita. Seguida de un séquito de novicias asigna-das a su servicio, ocupaba una celda del primer patio con largas cortinas doradas, un reclinatorio con altar para sus oraciones y un armario revestido por tres espejos. Tenía privilegios, como lupa, tijeras, costurero, frazadas estampadas, pluma de plata labrada con su nombre, cuatro rosarios bendecidos por el Papa, retratos de parientes, tres lienzos sacros, dos bacinicas de porcelana decorada con pequeños retratos de mujeres descansando en la campiña y cinco recovecos para esconder artículos de mayor delicada naturaleza. Ella podía usar zapatos. En sus buenos tiempos fue dotada de un rostro candido, porte y gusto exquisito para vestir, pero lo nublaba un infeliz padecimiento: la maldad.

Desde niña merodeaba una nube gris sobre su cabeza. No amaba a sus padres; buscaba la manera más cruel de fastidiar a sus hermanos; se escondía detrás de la pila para hostigar a las empleadas, apedrear a los mulatos y burlarse de los feos. Inventaba los apodos más desalmados para sus compañeras, y se mofaba con verlas llorar refugiadas en la letrina. Culpaba a los inocentes, despedía a las criadas, sacrificaba a los insectos y encarcelaba a su propia mascota. Con don de princesa reprimida, se creía la más bella y tierna de las criaturas. Mentía por oficio hasta en

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los asuntos más banales, explotaba a menudo con ataques de ira y la codicia la delataba con miradas tan furiosas que podían reventar cristales y encender hogueras. Al entrar en la adolescencia contrariada, afianzó una maldad tan poderosa, que parecía venir de generaciones. Las pocas amigas que tenía salían sacrificadas cada vez que la visitaban, envueltas en chismes falsos que Creencia inventaba con magistral habilidad con tal de verlas sufrir. Ni siquiera cuando los piratas se llevaron a su prima sintió una pizca de misericordia. Es más, contaban que la sobrina del comerciante Irisarri prefirió las garras del pirata que seguir sucumbiendo ante la maldad de su prima.

Furiosa con su madre, porque no le compró unos géneros estampados, insinuó al padre que se le veía sospechosa y que se arreglaba demasiado antes de salir a misa. El padre, fuera de sí, atacó a golpes a la madre haciéndole pagar la única culpa que llevaba en la conciencia: haber criado a una hija sin corazón.

Creencia opinaba durante los almuerzos polí-ticos de su padre, entre un puñado de comerciantes liberales, con tal frialdad, que todos quedaban boquiabiertos lamentando que el poder no pudiera ser dirigido por una mujer. Hizo que se distanciaran socios, hermanos y religiosos, siempre encubierta por un rostro de inocencia seráfica que manejaba con maestría.

Como era digno de su vanidad, fijó su atención en un matrimonio de fortuna: Alejandro Pinzón. Lo conoció en la fiesta de una compañera quinceañera del colegio de señoritas Santa María Visitación, y sólo le bastó saber su apellido y ver sus prendas de natural elegancia, para que las piezas de piano que éste tocaba

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acompañadas con su voz de barítono, fueran escu-chadas por Creencia como venidas del latifundio de Dios.

Esa misma noche, exigió a su padre que enta-blara relación con la familia Pinzón. Pero la noticia le dejó un gusto amargo cuando éste le contó que el joven visitaba a Sanjuana, nada menos que la hija del marqués. Creencia se fue en improperios de la rabia, fingió la muerte en repetidos berrinches, se postró en cama simulando invalidez, con tal de atraer la atención del joven, y ganar una batalla que desde ese día declaró suya. Como era de esperarse, por diligencia de los padres, Alejandro tocaba una mañana a su puerta con un ramo de margaritas en la mano. La visitó en repetidas oportunidades como venganza ante las cartas devueltas y la negativa fulminante de Sanjuana, y al enterarse de que se enterraba en vida en el convento de las Carmelitas Descalzas. Pero después de hacer todos los esfuerzos fallidos por colocar su corazón en otro pecho, para él no hubo más consuelo que el de seguir los pasos de quien casi amó y entregarse al monasterio. Además, le entusiasmaba la idea de enseñar su música a las diócesis más apartadas del país. Sustituyó fácilmente los estragos del rechazo por el refugio acongojado de los pueblos: los niños, por repetidas generaciones, nacerían con voces angelicales y dotes extraordinarias para entender la melodía.

Desde el momento en que Creencia cayó en-ferma de tifus, propagada por un enjambre de piojos y pulgas que le invadieron la cabellera, las empleadas aseguraron que ninguna medicina iba a cuajar en su cuerpo, porque el mal del alma la había desahuciado

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desde su nacimiento. Para remediarle el agrio carácter, la nana mulata le había dado a escondidas agüitas para el buen amor y polvitos para suavizar corazones entre el biberón. Como nació inmune a la bondad, nada funcionó.

Sumado al tifus, el descontrol por la vida fue palideciendo su belleza, tanto que el último día que Alejandro Pinzón la visitó para comunicarle que se retiraba al monasterio, la vio más fea que cualquier mujer fea que hubiera visto en su existencia. Una especie de raquitismo le pronunció la joroba, le tor-ció la nariz y expulsaba gases pestilentes hasta por las orejas. Las pesadillas la despertaban sofocada, las ansias mañaneras, los continuos improperios, las repentinas alucinaciones macabras, obligaron a sus padres a tomar la decisión de convento a cambio de manicomio.

Sanjuana la vio por primera vez postrada en una cama del sanatorio, en los tiempos en que le ataba las manos descontroladas a Manuela por sus ínfulas de puta. Sintió una sombra negra en sus espaldas y se dio cuenta de inmediato que esa novicia traía corrompido el corazón.

El coro cantaba un aleluya prodigioso. Por medio de una hermana emisaria, llegó la orden de seguir al arzobispo hasta el comedor. Lo hicieron for-mando una fila impecable. Ahí, el hombre sudoroso y apresurado dio la orden a la hermana Creencia de poner la cadena en el tobillo de su rival. Sin comprender las razones, muchas lloraron, pero otras se vieron satisfechas por el castigo.

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—Para que tengan un ejemplo de obediencia y humildad —dijo Santacruz, desconsolado.

Ni las religiosas, ni los confesores, ni los direc-tores espirituales pudieron explicarse el propósito de semejante castigo. Sor Creencia procedió con temor al mandato que superaba sus ambiciones de maldad. Como cometer un crimen permitido. La condujeron a la cárcel perseguidos por los gritos de Manuela y Clemencia que suplicaban piedad. Pero fue en vano, porque esta vez el arzobispo optó por seguir las instrucciones de los ángeles. Minutos después, Sanjua-na estaba tendida en su camastrón de cemento con los pies atormentados por los grilletes.

La primera noche de su suplicio, Sanjuana so-ñó a su hermano, Pedro Alberto de Córdoba, dicién-dole: "ya se me quitó la tos". Acababa de morir pro-ducto de una tos virulenta que le había deteriorado la salud sin darle ocasión de despedirse. Nadie le informó sobre el acontecimiento, porque no había poder de Dios que hiciera filtrar información a la cárcel custodiada por sor Creencia. El entierro hizo historia en la ciudad, corrieron veintitrés carrozas cargadas de flores y marchó la escolta militar seguida por una banda que por las noches tocaba para las fiestas de abolengo. Lo enterraron en un féretro de cedro la-brado a la par de su padre, el marqués. María Dolo-res no lloró.

En el éxtasis de la madrugada, Sanjuana tuvo la certeza de que su hermano había superado el purgatorio, vestía túnica blanca y banda azul, conocido símbolo de pureza. Durante las noches de prisión, al empezar la madre Creencia los maitines, oía ruidos, pendencias y llantos. A pesar del enorme placer que

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le causaba torturar a su enemiga, era como si el dolor le revirara un coletazo vuelto pesadillas.

A los once días al llegar el arzobispo para dar de alta a San] uaná, como lo indicaba la primera carta, encontró sobre el regazo de la monja herida y de-bilitada otra nota escueta con el mismo remitente. Ahora le ordenaba dejarla por treinta días más bajo las mismas condiciones. El arzobispo citó al padre Nico, al reverendo padre Justo y a tres asesores más, para que lo acompañaran durante la comida. Por primera vez, no pensó en su siesta. Dos horas más tarde estaban en sesión a puerta cerrada, ahora para dilucidar lo que más le convenía a la Iglesia.

Para él era inadmisible someter a Sanjuana durante treinta días más. El ayuno tan riguroso, los castigos físicos y la enfermedad la tenían al borde de la muerte.

—¡Qué escándalo! ¿Qué dirán las religiosas, qué dirá el pueblo al saber que la tengo en prisión? —dijo Santacruz buscando respuesta en sus acompañantes—, además si Mariano de Córdoba se entera de tal atrocidad va a quemar la parroquia con todo e iglesia.

—Tranquilícese, reverendo —dijo el padre Justo con la carta en la mano.

—¡Se va a morir, se va a morir! —gritó somatando la mesa que salpicó la sopa sobre el mantel—. Buscarán piedras para arrojarme, y me tendrán por loco y mentecato.

—O desafía la voluntad del pueblo, o desafía la voluntad de Dios —respondió un asesor, mientras limpiaba la sopa de su sotana.

—¡No! Yo no soy digno de que me escriban los ángeles, y si lo hacen para atormentarme y tortu-

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rar mi espíritu, mejor que no me escriban. ¡No quiero sus cartas!

—Le recomiendo seguir este asunto al pie de la letra, su llustrísima.

—Además, quién sabe si alguna perseguidora de Sanjuana, instigada y ayudada por el mismísimo demonio, escribió esta carta con sangre de algún ave para obligarme a creer que es de los ángeles.

—Bueno, bueno —interrumpió otro de los consejeros espirituales que palidecían con la fuerza del arzobispo—, esto hay que tomarlo paso a paso, con calma.

—Sólo díganme qué pasa si se muere en la cárcel —interrumpió de nuevo Santacruz—. Si me acusan ante el Papa, ¿qué responderé? ¿Tendré que confesar que fui iluso? ¿Que me dejé arrastrar por ficciones? ¿Que di crédito a revelaciones privadas? ¿Que fui duro y cruel en extremo? ¡No! Mi corazón no puede resolverse a castigar con tanta crueldad a una supuesta santa, no puedo, ¡no! —terminó diciendo tan sofocado que hubo que atenderle con sales.

El padre Nico esperó su turno con paciencia, disimulando ante los demás la conmoción que lo tentaba:

—Ciertamente me parece que no conviene poner en ejecución lo que se ordena en esta carta. Yo que vengo del convento, presencié su estado de debilidad, las llagas de sus pies y de sus manos, la tos que se apoderó de sus pulmones el mismo día en que murió su hermano—. Tomó aire y continuó:

—Está más flaca y desmejorada que nunca, creo que el ayuno la terminó de lacerar por dentro.

—Pues que no se diga más. Prefiero quedar

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mal ante los ángeles, que ante el Papa —culminó el arzobispo.

Las cartas continuaron llegando de diversas formas y manifestándose con más acierto sobre he-chos que sólo el corazón del Ilustrísimo prelado co-nocía. Como el escondite de las limosnas. Decían claramente que de no obedecer las órdenes celestia-les, habría de padecer tan grave enfermedad que movería la compasión de cuantos lo vieran. Así que corrompido por el pavor, accedió a encerrarla de nuevo, sólo que esta vez por treinta días. Cesó en él la perturbación que lo había dominado e hizo votos y ofrecimientos especiales pidiendo el perdón de sus pecados y la sabiduría de sus acciones. Padeció de las más terribles flagelaciones y practicó ayuno durante días.

Además, mientras Sanjuana permanecía en-cerrada en su brutal penitencia, él hacía su visita ca-nónica anual a las parroquias de Alta y Baja Vera-paz. Ahí en donde la Iglesia reinaba sobre las comunidades indias y hasta se dio el gusto de ex-tender títulos de propiedad a criollos de su agrado, firmados en el nombre de Dios. Las iglesias de esas regiones estaban abarrotadas de santos mártires, y de los crucificados más dolientes, para crear empa¬tia entre los campesinos sufridos y la vida de Cristo. Para que el dolor de sus dobles faenas, se viera pe-queño ante Jesús sacrificado. También para aleccio-nar a los niños que no hablaban español, y que con las

imágenes en la memoria dormían intranquilos bajo las estrellas de la sierra

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Cada año en las Verapaces esperaban al arzo-bispo como rey. La gente se aglomeraba en el atrio de la iglesia para ver un ápice de su casulla. Casaba a las parejas que se habían comprometido un año antes frente a sus ojos y bautizaba a los niños al unísono. Confesaba a los adolescentes en masa: los ponía contra la pared y les pedía hacer señas cuando eran víctimas de algún pecado que él mismo iba enumerando. Bendecía a los difuntos del año, y firmaba los títulos de propiedad. Esta vez, varios presbíteros de regiones vecinas llegaron movidos por la curiosidad del paradero de Sanjuana. A fray Anselmo, compañero de la niñez y amigo demasiado íntimo que años atrás le recomendó a Sanjuana, le llevó un pañuelo especial, al que le hizo algunos retoques personales, para que causara buena impresión.

Ante la ausencia del arzobispo, el padre Nico obtuvo permiso de la priora para entrar al menos una vez por día a la cárcel del huerto; permiso que por pura misericordia, le fue concedido bajo secreto de confesión. En una conversación, Sanjuana, sin aliento, lo puso al tanto de que el bergantín Manuelita, un barco conocido únicamente por los comerciantes, había sido aprehendido por los insurgentes piratas a pocos días de haber salido de Omoa, en el golfo de Honduras, pero que por una carga poco conocida los piratas lo habían abandonado sin robarse un cénti-mo. Se supo que el Manuelita conducía a España los primeros pañuelos de Sanjuana. La nave ancló con los lienzos estampados, y éstos iniciaron su recorrido por el mundo. Cruzaron continentes, caminos esca-brosos y volcanes en erupción. Cayeron en manos de comerciantes, bolsillos de almirantes, polveras de se-

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neritas, y se dijo que cuando el mismo Napoleón Bonaparte amaneció envenenado, llevaba uno escondido en su solapa. Mujeres, aristócratas y políticos llevaban la prenda milagrosa entre su corpino y debajo del pantalón. Curas lo utilizaban para cubrir el altar y ateos lo tomaron como un amuleto que acompañaba su aventura. Se hicieron amores, se deshicieron rencores; nacieron niños y se salvaron accidentados. Fueron utilizados para limpiar violines de grandes músicos, para quitar el sudor de cirujanos, como bandera de salida de olimpiadas y como regalo único de un amor.

Al cumplirse los treinta días de cárcel, el arzo-bispo ordenó que lo siguieran. Muchas tuvieron que contener el desmayo ante el cuadro tan desgarrador. Sanjuana parecía un cadáver sacado de su tumba. Apenas respiraba. Estaba sentada en su duro camastrón, sin más ropa que el mismo hábito que tenía puesto treinta días antes, con el pie izquierdo en el cepo y el derecho cogido por la cadena y el grillete. Con el semblante consumido y la voz apagada. Lloraron sin excepción. Como un hechizo de lamentos. La priora se sonaba con el hábito y las novicias seguían su ejemplo. No había quien pudiera detener el susurro que fue dejando charcos sobre las baldosas frías de la cárcel. Sanjuana ya sin cadenas ni candados puso la planta de los pies sobre el piso y salió caminando sola y sin muletas.

Con el primer destello de la intemperie, aco-gida por el delirio, Sanjuana tuvo una visión. Un pa-ñuelo estampado cruzaba a caballo en el bolsillo de un caballero. Iba de España a Irlanda, cabalgando de

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día y de noche para alcanzar el amor que había dejado resguardado en el confín del mundo.

Cuando se despertó de la revelación, tenía una mano puesta sobre el corazón.

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LUISITO DIVINO

Sor María Josefa del Refugio tenía razones de peso para ser la portera del convento. En una comunidad del norte, donde descansa la sierra, creció al lado de su abuelo y un único hermano: Luisito Divino. La pobreza los obligaba a trabajar dos faenas al día, hasta que los huesos del anciano se calcinaron y dejó la existencia en una madrugada que no cantaron los gallos. Luisito quedó a la deriva con el único alivio de un árbol de higos que nacía dentro de la covacha que los cubría de la noche. Ante las penurias que vivían, los hermanos se encaminaron rumbo a la capital persiguiendo la oferta de trabajo de un piadoso terrateniente. Con un pequeño papel en mano donde estaba anotada la escueta dirección, y apenas unas sílabas de español, se aventuraron a dejar la aldea que compartía su miseria. Viajaron durante semanas. Durmieron a la intemperie, bordearon riscos, cruzaron caudalosos ríos y agotaron extensas planicies, hasta que, con los pies cundidos de llagas y el estómago seco por el hambre, llegaron al mundo desconocido de la supuesta civilización. Después de varios intentos, encontraron su destino: la mansión de piedra con escudo familiar resaltado sobre una puerta de dos hojas. Se pararon bajo la lluvia de la tarde, hasta que el patrón se asomó en un carruaje señorial. Llevaba bastón en mano y un chaleco oscuro que le hacía juego con el sombrero.

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—¡Don Jesús! —clamó Luisito Divino con alivio.

Al escuchar su nombre, el terrateniente sacó la cabeza del carruaje con curiosidad. La imagen lo conmovió de cierta manera porque decía tener buen corazón: eran dos mendigos mirándolo con zozobra, ella con un güipil de pajaritos gastado y él cargando un pequeño bulto.

—No lo conozco, joven —dijo con desaire—, les recomiendo que se vayan, porque el centinela anda rondando y se lleva a los vagos a la cárcel.

—¡Don Jesús! —repitió con voz quebrada y el poco español que le quedaba—, soy yo, Luisito Divino.

Con una seña escondida detrás de sus guan-tes afelpados, don Jesús llamó al guardia que hacía su ronda. Al escuchar los gorgoritos de alerta, Luisi-to tomó del brazo a su hermana, corrieron sin parar y se detuvieron frente al convento de las Carmelitas Descalzas. Ahí permanecieron dos días completos, recostados en la puerta, comiendo las manzanas verdes de un árbol que extendía su brazo fuera del muro.

Ante el inmisericorde destino, el joven tomó la decisión. Miró fijamente a su hermana, mientras tocaba la puerta de madera, como queriendo dibujarla en su memoria y llevársela con él.

—¡Le juro que volveré! —fiíe lo único que lo-gró decir.

Años después, María Josefa se consagraba co-mo carmelita descalza. No faltó un solo día sin que se asomara a la puerta esperando el retorno de Luisi-

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to. Ante eso, la prelada la nombró portera oficial del convento, porque era más fácil darle un oficio en el territorio de su esperanza.

Al salir de la cárcel, la situación encontró cier-to equilibrio en un descanso aletargado, y la paz vol-vió como un suspiro. Sanjuana aprendió a caminar sin las muletas. Sus ansias de humildad la llevaron a no bañarse más y esta vez se rapó. Prohibió que fu-migaran la habitación repleta de pulgas gigantescas, así que quien la visitara se arriesgaba a salir cundido de piquetes. La única que resultó inmune a las pica-duras fue sor Manuela, quizá porque era la que no sabía a santidad.

A pesar de eso, emanaba una fragancia que di-fundía por su camino. Olor que parecía de azucena o de bálsamo en esencia. Los que se acercaban a ella, dormían plácidamente sabiendo a ciencia cierta a qué huele el cielo.

Muchas decisiones del presidente fueron acer-tadas, y nadie sospechó que venían de la influencia directa de una mujer. Otras fueron catastróficas, como cuando le aconsejó que fusilara en el paredón del cementerio general a una banda de traidores insurgentes. Con ese hecho sanguinario, personajes que se mantenían alejados de la política se incluyeron en movimientos separatistas que marcaron la historia. Una jovencita que moría de sentimiento, pidió su intervención divina para capturar al menos una mirada del joven Clementín Gutiérrez. Ella, Camila del Valle, aceptaba no ser la más agraciada de las mujeres, pero confesaba tener un gran corazón. Ante esa solicitud, escrita con sobrecogedora

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humildad, después de pasar el éxtasis de la tarde. Sanjuana escribió a Clementín Gutiérrez. En el nombre de la Virgen, ponía en antecedente las gracias de Camila. Incitaba al joven a visitarla y a descubrir con sus propios sentimientos la poderosa bondad de la joven. Junto con la carta, iba un pañuelo estampado, el que después de la boda, Camila guardó en una caja de cristal como la más preciada de sus posesiones. Además de responder diariamente algunas cartas, Sanjuana se entretenía escribiendo folios sobre la perfecta vida religiosa y la causa de un convento reformado. Su plan estaba en purificar las almas de las religiosas a tal extremo que todas levitaran como ella, entregadas en cuerpo y alma a la congregación. Humildad significaba total desprendimiento de las cosas, innegable humillación ante todos y ante todo, sin importar las circunstancias. La castidad iba más allá de la pasión carnal: era el acto de no amar a nadie más que a Dios. Ese voto representó un esfuerzo interno, porque con el tiempo, el solo hecho de tener a sor Manuela siempre a sus pies ya le sabía a amistad. Cayendo en el supuesto pecado, se obligaba a eternas flagelaciones porque ella simplemente no quena querer.

Dejaba de hablar. Hacía sus oficios sin prestar atención a los saludos, se apartaba de sor Manuela, aceleraba el paso al pasar delante de las jaulas para no mostrar asombro ante algo que no fuera su Señor, aunque hubiera pájaros recién nacidos. Jamás acarició a Hermano, que la seguía humildemente en sus tribulaciones, porque eso también era un imperdonable síntoma de debilidad sentimental.

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Sanjuana envió una carta a Roma, solicitando el permiso para retomar la humildad y la pobreza, y reducir drásticamente el número de confesores personales de las monjas, ya que se bastaban con sólo dos. La reacción fue perjudicial para ella, porque las monjas estaban acostumbradas a su propio confesor, de quien, en muchos casos, habían adquirido más que confesión. Sor Paola miraba en su confidente a un anciano tierno que le tapaba los vacíos de su existencia: jugaban a las cartas a escondidas y hasta cayeron en el pecado de apostar. Sor Josefa veía en el suyo al hermano perdido y, alguna vez, hasta le acarició la cabeza; sor Clemencia mantenía con su confidente una relación distante pero cordial, como la de su padre; sor Caridad lo hizo su amante, porque para ella ese cura era la encarnación de Jesús, su esposo; sor Pur-gancia amó al suyo a espaldas de su melliza; sor Veróni-ca encontró la mirada de su esposo amado, y sor Manuela no necesitaba más que sentarse frente al padre Nico para entender que dentro de aquel convento habitaba el paraíso.

Para la mayoría de las novicias, suficiente era con estar sentadas al lado del trono divino y dedicar su vida a rezar por la humanidad, como para que les cortaran el único hilo que las mantenía amarradas al mundo. Esperaban la respuesta de Roma y la prelada tuvo que intervenir ante la molestia colectiva. Tanto que una hermana, encolerizada, intentó prenderle fuego al convento. Las llamas iniciaron cerca del coro, pero hubo tiempo de apagarlas con más de cien cubetas de agua escarchada.

En medio del bullicio, sor Creencia enfermó de muerte. Ninguna se ofreció a cuidarla, porque les

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daba terror que en su partida al inframundo dejara algo de su espíritu maligno sembrado en ellas. La única piadosa que se prestó a la tarea fue San] uaná. Desatendiendo los quebrantos de su propio cuerpo cansado, se sentó a su lado durante una semana de agonía. Recibió los insultos más soeces, los imprope-rios más indignos y las frases más brutales. Según ella, ese desahogo de malicia era producto de las arti¬mañas del demonio y propuso un exorcismo. Pero el diablo, cómodamente instalado en su conciencia, hi¬zo caso omiso de los aceites, rezos y oraciones. El día del conato de incendio, sor Creencia murió. Los pa¬dres no la reclamaron y sólo unas flores llegaron a su entierro: las de la nana que la había visto crecer resig¬nada a su maldad. Si San]uaná falló alguna vez, lo habrá hecho por falta de concentración. En una oportunidad, predijo la muerte de un anciano y éste, humilde¬mente, pasó todos sus bienes a manos de la familia, dejando en su haber unos pocos pesos para sobrevi¬vir los contados días que le quedaban. El anciano se recuperó y vivió diez años más sumido en la mise¬ria. En otra, recomendó al alcalde desprenderse de unas obras de arte supuestamente falsas, que el pue¬blo francés le había regalado a la ciudad como muestra de amistad. Resultó que los cuadros eran auténticos y los franceses se sintieron humillados hasta estar a punto de declarar la guerra. Eso aca¬rreó burlas y rechazos de la gente, así que el arzobis¬po ordenó abandonar el asunto de las consultas de¬finitivamente. La respuesta de Roma sorprendió. En el oficio firmado por el Papa, aceptaban las reformas de San-

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juana y obligaban a la obediencia y la pobreza sin excepción alguna; al silencio y a la puntualidad en los oficios; a la vida común y a la unidad en la direc-ción espiritual, reduciéndoles los confesores persona-les. El 24 de septiembre de 1823, se estableció con toda perfección la vida en común. La carta que San-juana escribió al Sumo Pontífice fue publicada en la Gazeta, sin que nadie se explicara cómo llegó a ma-nos del periodista Cornelio:

Señor: La gracia y consuelo del Espíritu Santo sean siempre con su Ilustrísima Eminencia. Confiada en que Nuestro Señor le ha dado a vuestra Santidad un corazón benigno y lleno de misericordia, haciéndolo verdadero padre y amparo de los pobres, yo, la más humilde sierva de vuestra Majestad, Sanjuana de Córdoba, Carmelita Descalza de este convento de Nuestro Padre San José de Guatemala, pido su santa intervención para que las hermanas que comparten nuestra honorable congregación, dejen por un lado los asuntos banales de su existencia y se consagren a vivir en la armonía de Dios, abandonando todo aquello que las entretiene de tan bondadosa misión. Los confesores personales únicamente acarrean tentaciones de carne y espíritu, y las relaciones filiales entre hermanas las distraen en asuntos vanos y competencia con su vocación. Aclamo a su corazón y mandato para que permita la reforma que dictan los santos y ángeles. Así mismo, le suplico a vuestra Santidad, por amor de Jesucristo, reducir al número de confesores y ne-garnos a recibir limosna de las familias poderosas. Para ello estaríamos dispuestas a trabajar para obtener lo necesario y sobrevivir en espíritu y humildad.

Quizá lo que causó mas alboroto, por parte de los familiares de las recluidas, fue el retiro absoluto

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de sus pertenencias, resumiéndolas a un hábito y camastrón sin colchón y sin almohada. Y peor aún, que tenían que trabajar.

Ante la respuesta papal, la priora mandó de inmediato a retirar todo mueble innecesario. Las celdas quedaron peinadas y los objetos apiñados en la cárcel del convento. Se llevaron lienzos, imágenes, espejos, cepillos, retratos y bacinicas. Les quitaron anillos y camafeos, y les llegó la orden de prepararse ellas mismas su propio chocolate. Organizaron turnos para utilizar las letrinas, que no se daban abasto. El despojo de todos los bienes causó tal malestar que algunas intentaron lanzarse del muro, que no era más alto que una simple escalera.

—En este convento trabajaremos para ganar de comer, como lo hacía el Apóstol. No seremos ja-más molestas al público en pedir, y la oración de es-tas almas ha de ser de gran provecho para la Santa Iglesia. Además habilitaremos las celdas del huerto, ampliaremos las paredes y rundiremos nuevos pisos para atender a las que reciban el llamado de Dios

—dijo Sanjuana durante la cena.

Nadie se atrevió a contrariarla, aunque luego lo hicieran a sus espaldas. Sólo la madre Encarna-ción, fanática del chocolate, interrumpió el silencio. —¿ Y si nos morimos de hambre?

Mientras la noticia causaba revuelo interno y los murmullos subían de tono, un alarido se escuchó de fondo. Su eco recorrió pasillos y corredores, retumbó en el coro haciendo temblar al crucifijo, espantó las pajareras, topó contra las celdas y se quedó atrapado en los bronces de la campana. Dejaron rezos pendientes, costuras, bastidores, confesiones y su

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turno en la letrina, para correr al xaguán de entrada. Era Luisito Divino. Había vuelto.

—Le prometí que volvería —dijo el hermano entusiasmado a Sor Josefa. Vestía saco, corbata, cabe-llo engominado y zapatos de charol. En su mano de-recha llevaba un rollo de papeles: los títulos de una casa en la ciudad.

—Demasiado tarde —dijo sor Josefa—, no puedo vivir de otra manera, ya me acostumbré a esperarlo.

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MALOS CONSEJOS

Más que los éxtasis y arrobamientos, las cartas sobrenaturales, las visiones o los pañuelos estampa-dos, la propuesta de reforma y ampliación del con-vento, hicieron tambalear el poco prestigio que le quedaba. No hubo adulto, mujer o niño sin opinión al respecto. Sanjuana pasó de ser víctima a ser victi-maría. La Gazeta publicaba sus gestiones desalmadas y recurrentes intromisiones en la política nacional. El control que su hermano Mariano ejercía sobre ella ya no era noticia.

Inició con un célebre desacuerdo entre el pre-sidente, oidores y personas notables de la recién di-luida Capitanía General. Desacuerdo que Sanjuana quiso enmendar dada la súplica de su hermano quien detestaba la competencia y era capaz de todo para evitarla con tal de seguir siendo el más poderoso co-merciante del país. El señor don Luis Barrutia, mer-cante de renombre, recibió un sobre venido de Euro-pa. En él se le instaba a negociar con un ilustre comendador cuyas intenciones estaban en convertir a Guatemala en la más próspera tierra del ganado. El acreditado había hecho exhaustivos estudios de la geografía nacional, hasta quedar convencido de que ese era el mejor futuro de la eterna primavera. Según el informe, el negocio dejaría importantes rentas al oaís y daría trabajo a toda la población. En la carta se ofrecía por anticipado una cantidad considerable de

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instalarse en definitiva en el convento y que no dur-miera, de ser necesario, hasta detectar la identidad del caballero de la capa.

—No es justo que por ella se juzgue a toda la Iglesia —dijo Santacruz—, si hay que castigarla para dar el ejemplo, pues que se haga.

Para ella la terrible tempestad estaba en la oposición fraguada en el convento, y eso le causaba más pesar aún.

El arzobispo cayó en una condición muy cer-cana al delirio. El cuadro de la cabecera, que no deja-ba de atormentarlo, apareció colgado al revés, y las cartas del Arcángel, que tenía guardadas bajo tres llaves, surgieron sobre su almohada. Sus mayores dudas procedían de las acusaciones provenientes del convento, porque después de asistir todas las semanas y tener a sus religiosos de confianza al lado de la extática, jamás había escuchado confesiones parecidas a las que se vertían en los diarios.

Las niñas Manuela Tabeada y Manuela Rubio no pudieron contenerse y entraron corriendo al convento tomadas de la mano. Habían crecido con un pañuelo de Sanjuana en su cuna y no podían dominar su amargura sintiéndose lejos de su injus-tamente acusada regente. Conducidas por el fanatismo desbordado, y con todos los familiares en contra, entraron decididas a defenderla y a combatir los falsos rumores desde adentro del recinto. En un cuarto de hora, Sanjuana, sin saber el motivo del reclutamiento de ambas muchachitas, les cortó el cabello, quitó los zapatos y encaminó a sus celdas en el ala nueva de noviciado. Las Manuelitas ocuparon dos camastrones contiguos para poder verse a

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los ojos durante la noche, y alcanzar sus manos para acariciarse sin resguardo.

Un rayo cayó a las siete de la noche en el coro del convento, ocasionando la muerte instantánea de una novicia que recibía la comunión. La impresión que causó la tragedia no radicó en la muerte de la jovencita, sino en que muchas lo interpretaron como parte de una serie de desastres que se desatarían a causa de su traición. Ante las amenazas divinas, muchas perdieron el sueño. Ni los ronquidos del padre Nico aliviaron sus penurias. Temían ser acechadas por la sombra del caballero de la capa negra.

Los corredores del convento, pasillos y la pila de lavado, amanecieron marcados con cruces, coro-nas y el nombre de Jesús. La priora envió a las novi-cias a lavar las paredes con cepillo de raíz, pero vol-vieron a aparecer. Sólo que esta vez con injurias y palabras soeces que muchas monjas jamás habían escuchado. El temor de la priora fue tan intenso, que ella misma tomó bote con cal y procedió a pintar las manchas. Se quedó haciendo guardia y encerró con candado las celdas.

Un grito levantó a las monjas antes que tocara el amanecer. Corrieron con la cabeza descubierta a la celda prohibida de sor Verónica, quien colgaba de un lazo a media habitación. Su cuerpo escurrido bailaba con el viento, y su rostro se miraba ya tranquilo con ios dulces beneficios de la muerte. La bajaron con cuidado y la ungieron con aceites mientras esperaban .a llegada del arzobispo. Durante el velatorio muchas creyeron que estaba fingiendo su muerte para esca-oar con el confesor que habían retirado del convento i causa de las enmiendas. Sanjuana divisó en el éxta-

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sis de su madrugada que sor Verónica jamás alcanza-ría la luz y que permanecería dando vueltas en el purgatorio. Al llamado no acudió Santacruz, pero llegó a cambio el padre Domingo Juarros, enemigo personal del arzobispo, incrédulo y católico por ca-sualidad, de vasta erudición y aficionado al espiona-je. Por esos días escribía el segundo de sus libros maestros; una crónica de los principios, progresos y acontecimientos más notables de los cuerpos políticos de la metrópoli. El máximo fin de su obra estaba en esclarecer la historia de la santa Iglesia metropolitana en Guatemala, y los hechos de la monja enturbiaban su propósito. Entró al convento sin saludo ni bendiciones. Iba acompañado de dos curas más: el reverendo Tereso Montoya y el padre Alejandro Pinzón.

Sanjuana había logrado borrar de su concien-cia todo cuanto le producía nostalgia, pero al encontrar a Alejandro en la puerta del coro, quedó suspendida en el bienestar de los recuerdos.

—Dicen que el catarro son ganas contenidas de llorar —dijo temblorosa al padre Juarros mientras le besaba el anillo.

El incrédulo la miró con indiferencia. Aunque disimuló el asombro, porque esa mañana sintió los primeros síntomas de una gripe que amenazaba llegar con ensañamiento. Después de tanto rumor y burlas, la silueta de la monja no le pareció del todo fea. Eso fue lo único que lo detuvo un instante.

—No es como dicen —le comentó al padre Alejandro, quien no salía de su asombro al ver de nuevo a la mujer que amó con tanta calma.

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—Hasta mundana la miro —exclamó nueva¬mente sorprendido, sin detener el paso. El padre Juarros odiaba a las mujeres y su ab¬negada nana era la culpable. No recordaba más que los pechos gigantes y apestosos de la mujer restregán¬dose en su cara y revolcándose sobre él hasta quedar dormida. Pasada la debacle nocturna, le daba leche azucarada como si nada. Cuando vio a tantas mujeres juntas le vino el recuerdo repulsivo, y lo manifestó su rostro rancio de tanto recordar. En el peldaño anterior al altar, en donde se encontraba tendido el cuerpo de sor Veró¬nica, cayó de bruces quebrándose el diente frontal. La sangre chorreó el hábito blanco de la difunta pro¬vocando un espanto colectivo. Le llevaron un pa¬ñuelo, pero, con la cólera que acarreaba, lo aventó justo a la candela principal de la iglesia. Las madres corrieron a apagar el fuego que dejó cundida de hu¬mo a la difunta. Ante merecida humillación, sin diente y sin pañuelo, Juarros dio la misa de cuerpo presente sin ofrecer el rito de la paz. La muerta parecía tan ilumi¬nada, que recomendó velarla durante dos días por si acaso despertaba. Al salir molesto, una sola cosa lo detuvo: las jaulas con los pájaros que cantaban poseí¬dos. Vio maravillado a las palomas. Algunas monjas sufrieron el momento, porque hasta la fecha nadie se había percatado de que eran mensajeras. —Pero qué es lo que huele tanto —preguntó irritado al padre Alejandro. —Es Sanjuana —respondió. —Pues yo no veo cómo una carmelita descal¬za, magna promotora de humildad, vaya a usar per-

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fume —dijo, mientras se ponía los paños sobre el diente roto.

En una sesión más íntima, logró ver a San jua-na detenidamente detrás del velo que mostraba discretamente sus facciones. Inclinó su cabeza con curiosidad y detectó el lunar que tenía en la mejilla, muy cerca de la nariz.

—No comulgue, Sanjuana, se lo ordeno. Há-gase la enferma y mañana me confiesa la verdad de todo el alboroto que ha causado.

—Si es verdad le diré que sí, si no es verdad, le diré que no —respondió firme Sanjuana—, llévese este pañuelo, su señoría.

El pañuelo fue a parar a manos de un sobrino segundo por equivocación, quien urgido de un mila-gro, logró pasar su prueba para convertirse en capitán general de la milicia centroamericana y fraguar una revolución que cambiaría el rumbo de Centroamérica. De nombre Francisco y de apellido Morazán.

A través de las pupilas de aquel cura, percibió sufrimiento oscuro y sintió un miedo lapidario por él. Sudó sangre en tanta copia, que varias hermanas que la acompañaban, relataron que su corazón quedó estampado en la túnica que tenía puesta.

Antes de la cuaresma, el Ayuntamiento, com-puesto en su mayoría por jóvenes incrédulos y reformistas, autorizó que en las casas consistoriales hubiese por la noche títeres, sombras chinescas y comedias durante la Pascua de Resurrección. Sanjuana empezó, desde luego, a tener conocimiento de lo mucho que era ofendida y burlada en esas veladas nocturnas. Hizo peticiones por escrito, llevó a cabo las más te-

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rribles penitencias y logró que en los monasterios se hicieran rogativa y oraciones para impedirlas, pero de nada sirvió. El Ilustrísimo prelado trató de truncar de inmediato la representación de las comedias, donde él también salía a relucir. Ofreció al encargado de las funciones artísticas mil quinientos pesos extraídos de las limosnas, para que desistiera de la empresa, y en reposición de los grandes gastos en los que habían incurrido. Pero nada valió. En su extensa homilía predicó sobre el escándalo, y con su autoridad de arzobispo también hizo predicar a los sacerdotes sobre el asunto. Mas sus sermones y exhortaciones, sirvieron de pretexto para las críticas mordaces y las sátiras más ridiculas contra él y Sanjuana. La fiesta anual de la Universidad de San Carlos incluía un desfile bufo que permitía a los estudiantes usar disfraces para aludir a la política nacional con burla y denuncia. Ese año, la mayoría de estudiantes se disfrazaron de monja.

En un momento de reposo, durante el sueño se le presentó a Sanjuana por tres veces una voz que la llamaba. Se dirigió a la galera y tomó una disciplina tan sangrienta que quedó notablemente desfigurada. La llevaron en procesión entre varias hermanas, la recostaron sobre el camastrón y la rodearon con veladoras. Las Manuelitas prometieron ayuno a cambio de que Sanjuana se recuperara.

—Dios es el mismo que antes, así es, pero los hombres no suelen ser los mismos ahora —dijo en su agonía.

Ante la sátira, su Ilustrísimo arzobispo au-mentó en ella el rigor de las prescripciones, le prohi-

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bió la comunión diaria, y, además del padre Nico, le puso otro cura de consejero que la trató con dureza. La hostilidad que el arzobispo mantenía contra San-juana tenía varias razones. Una, claro está, el haberle hecho quedar en ridículo, pero la otra fue el ofreci¬miento de ésta de suprimir las limosnas y mantener la diócesis con su trabajo. En buenos tiempos, las li¬mosnas que llegaban al oficio eran tan bondadosas, como para mantener a su familia y sobre todo aho¬rrar. Su sobrina favorita pasaba todos los lunes a re¬coger su diezmo, después de envolver de consuelos y piropos al tío que la mantenía a costas de la fe ajena. Ahora no llegaba ni un céntimo a la curia y sacar la mano para pedir, estaba mal visto. Aparte de esos re¬sentimientos, cada día esperaba al padre Nico, reci¬bía el folio con los pensamientos de Sanjuana y los degustaba más que el Cantar de los Cantares escon¬dido detrás del armario de la sacristía.

Sor Verónica no despertó. La enterraron al se-gundo día, con rostro de santa y los ojos abiertos, que jamás lograron cerrar. Ya instalados en la muer-te, seguían delatando su inocencia. Su extensa colec-ción de mariposas fue a parar al museo de la natura-leza, y nadie se explicó cómo desde la celda de un convento tan ajeno al mundo, la monja había logra¬do atrapar especies sólo existentes en la India o en la selva del Amazonas. —La naturaleza también se desorienta —dijo Sanjuana

ante los comentarios—, sólo Dios sabe dónde está parado.

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LA DUDA DE SUS PECADOS

A pesar de que la Santa Inquisición había sido desterrada del planeta con sus bestiales armatostes de tortura, sus escollos mantuvieron vínculos represivos que pretendían sostener vivo el dominio de la Iglesia. Aunque los castigos sanguinarios quedaron para en-grosar la historia de la humanidad, los jerarcas de la Iglesia con su Arquidiócesis Primada, asentada en la nueva república independiente de México, encami-naron sus esfuerzos a garantizar para su país y Centro América la intachable conducta de sus cabildos, ór-denes y congregaciones. Diáconos y presbíteros si-guieron persiguiendo algunos casos de herejía, irreli-giosidad, bigamia, y quizá muy esporádicamente el de uno que otro sacerdote que, prisionero de sus há-bitos, se viera irresistiblemente tentado por alguna penitente. Ahora lo hacían recurriendo a las únicas amenazas que subsistían: el destierro o la excomu-nión. Ya no basaban las denuncias en hechos de poca importancia, como si alguien ayunaba de vez en cuando, no comía carne de cerdo, o bien, descansaba en días de fiesta reconocidos por los judíos. Ya no capturaban hechiceros, ni mujeres con menjurjes es-condidos debajo de las enaguas. Ahora, para darle una lección al continente, se acusó al obispo don Ri-cardo Prado, quien en una casa de descanso, en las afueras de la ciudad de México, festejó su elevación a la sede eclesiástica con siete corridas, cuatro come-

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dias y suculentos banquetes. Investigando más a fondo, al obispo se le acusaba de haber propiciado la muerte del fiscal de la audiencia y posteriormente, meterse debajo del capote a la mujer del difunto y llevársela a su palacio. Ya no había casos tan polémicos como el del caldo de res ocurrido en Antigua Guatemala: dilucidar si era lícito comer en días de ayuno, el caldo hecho de carne, aunque no llevara trozo alguno. Nunca se resolvió.

Ahí, sobre el escritorio del Nuncio Apostólico para las Américas, estaba traspapelado el caso de San-juana, y las insistentes noticias que llegaban a México no le favorecían para nada.

Para mal de su alma, durante un lunático ven-tarrón que reventó los ventanales de las oficinas clericales, volaron los expedientes, y el suyo fue a parar directo a las manos del Nuncio, quien hasta entonces no le había dado mayor importancia al asunto de la monja. El título de encargado para definir de una vez por todas su caso, recayó en un personaje oscuro: el obispo Américo Aguilar, quien a pesar de ser doctorado en teología, cánones y leyes, y tener el grado de maestro en ciencias naturales, carecía de voluntad propia y se dejaba manipular fácilmente. La lucha feroz por aplacar su concupiscencia, lo llevaba a laceraciones y cilicios inimaginables. Este personaje de identidad dividida, padecía la fusión de todos los sexos. Su voz fina, aunque gritara, delataba sensibilidad exagerada, sus manos de pianista estaban más cuidadas que las de una pitonisa, y su asistente, un joven rubio agraciado, no se separaba de él ni un ins-tante. Se asentó en Guatemala, en el Palacio Arzobispal, con el único propósito de esclarecer el caso de la

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monja milagrosa y apagar de tajo el fervor de fe in-fundada. Según su nublada conciencia, había mu-chos casos en los que los engaños a causa de furias y locuras femeninas sólo contribuían a desprestigiar la ya enclenque imagen de la Iglesia, una institución que pendía de un hilo y necesitaba restaurarse con los mejores ejemplos de fe, perdón y humildad. A pesar del importante mandato, en el fondo al obispo Aguilar el caso lo traía sin cuidado y aceptaba enviar a México archivos sin siquiera haberlos revisado. Aunque hubiera sido para él más fácil creer, por pura repercusión popular, estuvo opuesto a los acontecimientos de Sanjuana desde el principio gracias a su don de contrariar. Quienes vivían a su lado lo tachaban de desalmado, duro e intransigente y seguramente por eso mismo se le otorgó el cargo de obispo comisario. En los buenos tiempos, su mayor gusto estuvo en caminar por las calles sembrando el terror con la espada de la Inquisición. Sin haber entrado una sola vez a presenciar los éxtasis, las crucifixiones, los estampados; sin haber visto una sola carta sobre-natural; sin más datos que los que podían suminis-trarle los enemigos de Sanjuana, Américo Aguilar había lanzado años atrás su referida denuncia inqui-sitorial. Mas los señores inquisidores de México, por razón asombrosa, en ese entonces recibieron el alarmante pergamino con tal calma, que decidieron tomarse su tiempo, años de ser necesario, hasta tener todas las preguntas resueltas. Bajo absoluta reserva y con pena de excomunión mayor, varios allegados a Sanjuana, muy bien seleccionados por el comisario de fe, rindieron sus declaraciones secretas, sin que ésta sospechara lo que se fraguara a su alrededor. Por

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ahora, el Ilustrísimo Américo Aguilar llegaba a la ca-pital con el único objetivo de resolver y cerrar el caso. Su asistente y representante en el país era nada menos que el padre Domingo Juarros, encomendado para ratificar y examinar a los testigos.

Entre tanto se practicaban esas secretas dili-gencias bajo la más rigurosa reserva, los rumores de una condena iban de la mano con las acusaciones a las que Sanjuana fue sometida.

El padre Nico, atormentado de tanto sentir, fue citado a la casa arzobispal. Los dos hombres con todo y monaguillos emperifollados, lo hincaron en confesión. Lo amenazaron con la excomunión y, con pluma en mano, le incitaron a firmar unos docu-mentos acusando a Sanjuana de demente. Se negó. Pero insistieron en varias oportunidades, porque necesitaban la declaración del propio confesor para cerrar en definitiva el caso y dictar la condena.

Nada tranquilo el comisario con la negación del padre Nico, buscó pretexto en unas publicaciones que resumían las conclusiones religiosas del padre Toledano, asistido por los diarios del padre Nico, siempre referentes a los acontecimientos de la madre Sanjuana. Dos faltas bastaron para encarcelarlos: referirse a un milagro no reconocido por la Iglesia, y hacer relación de hechos extraordinarios sin previa autorización de la Nunciatura. El feroz comisario interrumpió la publicación de inmediato y dictó orden de arresto a sus promotores. Al padre Nico lo condujeron, en calidad de preso, al convento de la Merced. Con su encanto de seductor involuntario todavía fresco, un séquito de hermanas lo cuidaron y atendieron con especial afecto glorificadas por sus ronquidos.

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La única que se percató de la ausencia del pa-dre Nico fiíe sor Manuela, porque Sanjuana estaba sumida en sus éxtasis y perdida en el paraíso conver-sando con los ángeles.

—No me malentienda, Sanjuana, pero pre-siento que el reverendo Nico está en aprietos —dijo con pánico a delatarse por la excesiva preocupación que escondía detrás del velo.

—No me malentienda, Manuela, pero usted también está en aprietos. Lo demás ya me lo dijeron los ángeles, no se preocupe que su confesor no tarda en asomar.

Compartió prisión con dos curas más. Uno era acusado de poner las velas boca abajo: llevaba más de cuatro años de encarcelamiento canónico sin atisbos de resolverse. El otro, porque intentó escaparse con una coja de nacimiento, de quien se había enamorado sin haberla visto más que por la rejilla del confesionario. A este último lo absolvieron por falta de pruebas, pero apareció fusilado cinco cuadras adelante, al parecer, por los hermanos militares de la coja. Una sola cosa llevaba el cura entre el bolsillo: un pañuelo de Sanjuana. El escándalo de su muerte ocupó la atención de las noticias. Aunque la razón nunca se supo claramente, el arzobispo se montó en el pretexto del acribillado para denunciar el acoso que los religiosos sufrían en un país que le temía a la fe y que no aceptaba su camino como única salvación. En una homilía desgarradora, que dejó a la primera fila de feligreses pringados de saliva, acusó a los estudiantes de las huelgas y comedias de instigadores contra los cristianos, e insinuó, muy sutilmente, que el asesinato del sacer-

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dote, algo tenía que ver con eso. Ahí mismo, lo nombró mártir.

Al salir de misa, el arzobispo puso una denuncia evidenciando lo absurdo del encarcelamiento del padre Nico, lo tomó como una afrenta y amenazó con escribir una carta a Roma. De ahí su profunda enemistad, porque el reverendo Américo Aguilar tu-vo que liberarlo por falta de pruebas.

Mientras una llovizna humedecía el amanecer de nostalgia, Sanjuana escribió a Santacruz:

Yo, por una parte reconozco que el Señor permite estas tribulaciones para el mayor bien y santificación; mas por otra me atormenta gravemente el padecer de su Señoría Ilustrísima, porque me he enterado que la tribulación lo consume y enferma. El padecer de mi confesor me aflige en sumo grado, sin tener más que la pobreza de mi corazón para socorrerle. Soy criatura destinada para padecer, y mi vida la siento como un continuado y cruel martirio, pero en todo bendigo a Dios y espero con firme confianza. Si quiere yo misma estoy pronta a que el Señor comisario Américo Aguilar me lave las llagas, me registre las de manos y pies, para que así se remedie esta situación y deje de atormentar a los justos e inocentes.

Desde México revisaban los archivos y con lupa inspeccionaban minuciosamente los pañuelos que el padre Américo había enviado en contingen-te, dando fe de que era sangre humana la que ahí se utilizaba. Se enviaron brigadas de comisarios, encubiertos para dilucidar el anillo puesto en su dedo, y la corona de espinas. Todos volvían dando fe de lo ocurrido. Y no faltó uno que no llevara es-

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condido entre su bolsillo un pañuelo estampado para su madre.

A mediados de mes llegó a manos del arzobis-po Santacruz y demás autoridades eclesiásticas un comunicado de la Santa Sede, donde el Papa ordenaba y prevenía se abstuviesen todos de impedir o entorpecer bajo cualquier pretexto los procedimientos del comisario en las diligencias que practicaba. Tal resolución produjo efectos desfavorables para San-juana. Quedó resuelto el problema y declarado el amparo en el recurso de fuerza, que la autoridad diocesana no podía impedir el ejercicio del comisario, ni oponerse en lo más mínimo al dominio de su cargo en las diligencias que participaba.

En consecuencia, turbado el arzobispo por la derrota, dejó a Sanjuana en el más terrible desamparo. El señor comisario continuó con los juicios pendientes y otros nuevos, activando por todas partes las pesquisas y requerimientos que le harían escribir el más brillante informe del caso de la monja.

Médicos hipnotizados por la ciencia; aboga-dos de grande instrucción, pero de poco o ningún discernimiento de espíritu; artistas rebuscados; pa-dres de familia desagradados por las manifestaciones decididas de sus hijas por seguir la vida religiosa; se-culares y enemigos del arzobispo, todos acudían al comisario con el ánimo de arruinar y perder a San-juana. La memoria colectiva no permitía olvidar el asunto de las obras de arte devueltas por su causa, del frustrado negocio de las reses, y del pobre anciano que quedó en la ruina. Esa multiplicación de denuncias, declaraciones y ratificaciones de testigos, yendo y viniendo en grandes pliegos por correo de tierra a

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cuatrocientas leguas de distancia, retardó significati-vamente el plenario.

Se hablaba del destierro y la excomunión. De la cárcel o el manicomio. Ahora ya no ondeaban banderas negras de la Inquisición en la oficina arzo-bispal, ni tiros de cámara se disparaban en la casa de consultores del Santo Oficio, ni vestían más sus in-signias todos los familiares, pero estaba claro que el comisario preparaba un golpe decisivo.

Desde las fauces de la Arquidiócesis Primada mexicana resolvieron órdenes de instrucción severísi-ma, para que el comisario procediese directamente contra la religiosa encausada. En la orden se anuncia-ban castigos y hasta la posibilidad de la excomunión. Y que en caso de frustrarse las providencias, autoriza-ba la de allanamiento del convento de las carmelitas para lo que se permitía hacer uso hasta de la tropa armada. Dada la noticia de que los soldados podían invadir el convento en cualquier momento, miles de parientes, amantes y amigos fueron a visitar a la tropa con sobornos y encargos para las religiosas, golosinas, obsequios con doble intención y los más desgarradores mensajes de amor.

Se había resuelto el auto de prisión formal contra Sanjuana, que según las instrucciones que venían cruzando las tierras divisorias, debía comuni-cársele a la hora de sus oraciones para que la noticia le fuera más dolorosa aún. Pero el emisario que traía el documento de sentencia, sufrió varios quebrantos durante el camino: lo atacó una plaga de langostas que más que arrasar con las siembras en su camino, casi arrasan con su existencia dejándolo ciego de un ojo; su corcel negro disfrazado de penumbra, sufrió

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un colapso de cansancio negándose a continuar mientras convulsionaba con las cuatro patas engarrotadas hacia arriba; el río que había que cruzar, creció metros a causa de una lluvia lunática destruyendo el único puente colgante que comunicaba sus extremos; sufrió insolación y fue a parar a casa de unas viudas aldeanas que lo trataron con más amor que el permitido. Lo asaltaron unos maleantes de paso, dejándolo sin un céntimo para continuar su ruta. Así que cuando llegó a la capital en busca del palacio arzobispal como quien terminaba una guerra, justo ese día, la Iglesia sufrió un quebranto irreparable con la muerte del Papa y quedaron suspendidos todos los oficios.

El comisario Américo Aguilar, único que sabía la resolución, pidió un encuentro privado con Sanjuana. Pasando por varias diligencias logró ingresar en los dominios del lugar que guardaba más mitos que la torre de Babel. Pasó por las pajareras rumbo al huerto y se tomó el tiempo para apreciar lo que más bien parecía un arco iris enjaulado. Debajo de un palo de manzanas estaba la extática un tanto elevada del pasto que acariciaba sus pies descalzos.

—Sólo vengo para que sepa que la resolución mexicana no la favorece —dijo el hombre embruja-do con lo que presenciaba—, pero que nadie se va a enterar, hasta que pase el colapso que desvió la atención de su persona. Puede ser un año, dos a lo sumo.

—Puede tomar una manzana, reverendo —dijo Sanjuana—, son dulces y prometen alegrías.

—¿No entiende que está en la cuerda floja?

—También hay aguacates maduros por si de-sea llevar a la parroquia.

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—¿Se burla de mí?

—Me burlo del mundo, que es otra cosa.

Minutos de silencio ensombrecieron al comi-sario. La miró detenidamente y lo acosó el remordi-miento por no haber puesto más atención al caso. Su monaguillo rubio jugaba con las pajareras como niña recién salida del colegio, mientras él no salía de su asombro.

—Mi madre va a morir hoy —dijo Sanjua-ná—, le suplico orar por ella.

La marquesa agonizaba en una cama tapizada de medallas. Sus últimos años amargos los dedicó a la soledad y al remordimiento. Visitaba al arzobispo una vez por semana, siempre vestida de luto por las muertes acumuladas que llevaba en la vida y en su conciencia. En el fondo siempre se sintió culpable de los estragos que su hija fue regando por la vida. Jamás metió las manos al fuego por ella, como lo hicieron otros.

Al enterarse de la agonía que sufría la marque-sa, Faustino Cornelio tocó la puerta de la mansión descuidada. Con artimaña de periodista logró colarse hasta su habitación. La mujer deliraba con el linaje machucado y la compostura enredada en un camisón desvencijado. Cuando lo vio, se quedó suspendida en el dolor de cuerpo que la tenía tomada, y se tapó la cara con la almohada.

—Lamento el estado en el que se encuentra, doña María Dolores —dijo el periodista para empezar.

—¡Fuera! —gritó la marquesa—, usted sólo viene a acusarme de criminal, ¡yo no lo envenené!

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La confesión estaba hecha. Faustino Cornelio salió satisfecho, tranquilo porque todos esos años de acusaciones, no estuvieron infundados.

El arzobispo, quien guardó secreto de confe-sión con la marquesa aunque le causara remordi-miento, no permitió que Sanjuana acudiera al entierro. Nadie lo comprendió, sólo él.

Sonaron las campanas llamando a misa, y Sanjuana despertó envuelta en un suplicio viscoso de sudor e incertidumbre. La madre muerta no apareció en sus sueños, y Sanjuana habría de conservar la duda de sus pecados atorada en su conciencia.

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LA HUIDA

A punto de morir, cuando ya tenía la mortaja acomodada en el escuálido semblante y le habían ad-ministrado el sagrado viático, Sanjuana recobraba la conciencia como si nada. Sor Manuela era la única que no se afligía, porque estaba convencida de que su compañera de vida iba a tomarse la molestia de par¬tir con estruendos.

Después de que Sanjuana anunció la muerte de su madre con tanta prontitud, en el convento no quedó más duda de sus galas. Desde la tumba, sor Creencia había perdido los poderes de sedición, así que las religiosas retornaron a la compasión y se pe-leaban por cuidarla. Al escuchar los pasos amenazan¬tes del vicario Américo Aguilar o del padre Juarros, acompañados de su séquito de monaguillos, hacían un fuerte inquebrantable tomadas de la mano para protegerla. Hermano intentó morderlos en varias ocasiones. Se tomaron el atrevimiento de enviar te-naces quejas al arzobispo, sobre el trato que la extáti¬ca sufría en manos de la curia. Ante la constante in¬sistencia, Santacruz las citó en el comedor del convento y preguntó:

—¿Qué hace el vicario?

—No hace, pero deshace —respondió la madre albina, la más anciana y respetada de todas. Que de tanto tocar el arpa hablaba con entonación musical.

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—¡Qué daño hizo para causar tanta ira! —re-pitió molesto.

—¡Le puso zapatos! —gritaron varias a la vez.

Para Sanjuana, ponerle zapatos fue el peor de los castigos y la mayor de las humillaciones. Como haberle arrancado del alma lo más preciado de su vida: la humildad. Más que las cadenas y el cepo, más que los propios cilicios, la flagelación y el encierro, esto le resultó indeciblemente doloroso.

Aprovechando la oportunidad de su visita, pidieron y obtuvieron la licencia de descalzar a San-juana de nuevo, aludiendo que sus males se debían al uso forzado de alpargatas. Los pies se le reventaron y las úlceras expelían un hedor amenazante. Eso hizo que después de cartas y oficios, el arzobispo retirara al vicario y nombrara al reverendo Alejandro Pinzón en su lugar. Las novicias y monjas del coro se entusiasmaron al saber de la nueva investidura, porque sabían que el hombre cantaba como barítono y era capaz de enseñar a tocar cualquier instrumento musical inventado hasta la fecha. Hicieron énfasis en las historias de los niños de la selva, que además de cantar como dioses y tocar la flauta como omnipotentes habían adquirido el don de hip-notizar a las serpientes.

Entre tanto, Sanjuana estaba reducida al ma-yor aislamiento, colocada en la celda más remota del recinto, húmeda, oscura, con ventana de ceja y reja de hierro. El recinto guardaba mal olor por caer la poca ventilación al lugar donde se guardaban las reservas de la cocina con siete jaulas de conejos amontonados. Además no podía hablar con nadie

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más que con la prelada. Sin provocarlo, sentía el va-cío de Clemencia y Manuela. Añoraba al padre Ni-co y tenía nostalgia por los solariegos días de refu-gio bajo sus cuidados. Privada de la comunión diaria, del consuelo de hablar con el arzobispo, del trato con los directores, de ir al trono o a la reja, de asistir al coro, de no hablar con las religiosas de sus asuntos, de no ver a las novicias, de valerse por sí misma para lo indispensable, y de no poderle escri-bir a nadie, sintió que el fin estaba por llegar. Su único desahogo se refugiaba en los cientos de car-tas, sin destinatario ni remitente:

Padre, padre mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Adonde, amoroso Dios mío, te escondes que no te encuentro? Si mis culpas te alejan y hacen dejarme en tanto desamparo, yo las quiero conocer para confesarlas y arrepentirme de ellas con verdadera y constante penitencia. Víctima consagrada a ti he sido desde mis tiernos años. Siempre te he llamado y pedido la lumbre de tu Santo Espíritu, con deseo grande de no vivir encenegada en tinieblas y engaño. He sido tuya desde y para siempre. ¿ Y acaso todos estos beneficios podrán haber sido para perderme?

Yo puedo como miserable haber errado, puedo estar carcomida de soberbia, puedo estar ilusa y engañada, puedo tener crímenes ocultos que sólo tú conoces, puedo vivir en mis errores, o estar apoyada en mis locuras. ¡Oh esposo mío! Tú sabes y conoces mis caminos, no ignores, te lo ruego, lo que padezco. ¡Ah Dios mío, esposo mío! Repite, que todos los males del mundo vengan a caer sobre mí, con tal que no me separe un momento de ti.

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Al leer la carta recostada sobre la única mesa de su celda, sor Manuela se soltó en llanto. Además no entendió cómo había llegado a ella sin emisario visible. Se sintió la más infeliz de las criaturas. Se sin-tió traidora, incapaz de amar a Dios con tanta inten-sidad. Decidió marcharse. Estaba visto que no llega-ría a vivir la entrega total de San] uaná, y nunca le gustaron las cosas a medias. Además, cada vez que rezaba, sus plegarias le servían sólo de fondo, mien-tras sus pensamientos se acurrucaban al lado de un amante. Lo intentó todo. Puso piedras debajo del colchón para que su sueño no alcanzara la profundi-dad de la inconsciencia y despertara cada vez más su-mida en el deseo de la carne. Portaba el cilicio día y noche, punzante cadena con púas que apretaba tanto a su muslo, que una vez casi pierde la pierna. Pero después de ver la profunda pasión y sufrimiento de Sanjuana, comprendió que lo suyo era otra cosa, que ella estaba dispuesta a todo con tal de sentir a un hombre montado en sus rodillas.

Tenía que huir. Precisaba sentir el olor de los cigarros, el sabor del sudor cotidiano y la carga del trabajo. Ya no podía alimentarse más de los sueños en los que el padre Nico era protagonista, único hombre que amaría. Pero era más prohibido que un veneno, y su corazón se mantendría a flote con la sola idea de haberlo conocido. Ahora necesitaba arrancarse el velo de su rostro y sentir la invasión de los hedores. Tocar piel y vivir amores con su propia carne y voluntad.

Esa noche, con súplica en sus ojos, convenció a la priora para que le permitiera cuidar a Sanjuana. Y lloró desconsoladamente sobre sus pies hasta la llegada del sol.

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—Ya pare de llorar, sor Manuela, que inte-rrumpe mis oraciones. ¿No ve que estoy rezando por usted? —dijo Sanjuana con un rosario entre las manos.

—¡Querida Sanjuana! —exclamó sor Manue-la—, ¡perdón!

Sanjuana levantó la mano derecha con caute-la. Giró los pies aún lacerados por el calzado, hasta que logró sentarse en la orilla del camastrón. Puso en la mano sudorosa de Manuela su rosario y un pañuelo que mantenía enredado entre sus dedos.

—Vaya con Dios —dijo nada más.

Sanjuana no necesitaba ser pitonisa ni recu-rrir a un ángel para entender que los días de Ma-nuela en el convento estaban contados. No reparó en las reprimendas, eso lo dejó en manos de Dios. Al darle la bendición, una expresión de ternura desconocida en el catálogo de sus sentimientos colmó su semblante.

Al día siguiente, se escuchó el escándalo. Las novicias lloraban humilladas porque a todas las re-gistraron e interrogaron buscando el paradero de Manuela. La curia buscaba pistas, algún detalle que ayudara a darle cuentas a los familiares que ya no preguntaban por ella. La priora se dirigió a la celda de Sanjuana y al pasar por las más de veinte jaulas, tambaleó por un temblor que las somató unas contra otras y meció los muros sin resguardo. Se apoyó en la pared del pasillo y se persignó distraída mientras miraba el alboroto de plumas que hicieron nubes de colores. "Es una señal divina", pensó.

Interrogó a Sanjuana como lo hicieron el vi-cario y el comisario en su momento. Colérica se ta-

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pó la nariz por la comida podrida y el estiércol de los conejos de la bodega adjunta. Recorrió de un lado al otro los dos metros de la celda, como si San-juana fuera la culpable. Las furias de toda su vida se vinieron de junto: expulsó las palabras que llevaba a cuestas por décadas de frustración. Recordó a un niño vecino, con nombre y apellido, que le había roto sus trastecitos de juguete; insultó a su padre por haber entregado la vida a la perdición; maldijo sus bigotes y se quejó de que la panza le crecía sin mesura. Criticó a las mellizas porque jugaban mu-ñecas a escondidas; confesó con espanto los besos secretos de las Manuelitas; despotricó contra la celadora y su Luisito y contra el mismo coro que últimamente había perdido la entonación. Acusó al jardinero de sedicioso, y al arzobispo lo incriminó de robarse las propinas para dárselas a la sobrina. Le alegó de la reforma del convento, y se desahogó contra las novicias que se alistaban sin tener fe. Recordó el loro de la infancia, señaló a los conservadores y oligarcas, y pataleó por la muerte de su perro. Lloró por el suicidio de Verónica y la memoria de su madre en brazos del vecino. Infamó al periodista Faustino Cornelio con improperios desconocidos y lanzó un grito de desesperación que tenía atrapado por haber querido tanto a su primo. Hasta que cayó exhausta sobre el camastrón.

Sanjuana se persignó. Luego se paró con los pies sin alpargatas y le dio un sorbo de agua estanca-da en su pistera de porcelana. Ignorando la letanía de indebidas confesiones, le dijo:

—Reverenda priora, no es para tanto, sólo piense en que Manuela nunca fue de aquí.

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Manuela cruzó su primera calle turbada por el miedo, sintió cómo el viento cálido peinaba su cabe-llo de cortas ondas. Abrió las manos para tocar su nuca, su espalda tapizada de pecas. Se rió con todo el mundo sin que todo el mundo supiera que celebraba su libertad. El ruido de las carrozas le pareció glorioso, las mujeres con sus niños y hasta los borrachos. Entró en un café de esquina y tomó de la mano al primer hombre que encontró. Luego, perdió su figura en las calles solariegas.

El padre Alejandro, nuevo vicario del conven-to, cambió las dinámicas de castigo bruscamente. Mandó a limpiar la bodega de alimentos, fumigó el terreno que daba a la celda de Sanjuana, y abrió las ventanas viejas que estaban clausuradas. Además, envió papel y tintero a la celda de Sanjuana, y disfrutó firmando él mismo la orden de quitarle los zapatos. Durante la noche, leía sus escritos con asombro. A Sanjuana se le vio de nuevo en sus oficios acostumbrados. Debilitado su organismo, visitó el coro por primera vez en mucho tiempo. Entró a la cocina a bendecir a las mellizas y se prestó para dar pisteras con avena a las enfermas. Por una vez permitió ser seguida por las Manuelitas a dos metros de distancia, con la condición de que no le hablaran. La enfermería del convento había adquirido tan particular fama, que le hacía la competencia al Hospital General San Juan de Dios. Enfermos abandonados aparecían recostados en la gran puerta de madera tallada, esperando que sor Josefa los socorriera y los ingresara para curarlos. Las monjas tenían algo que entre los médicos escaseaba: paciencia y caridad.

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—Lo que ocurre aquí, aquí se queda —dijo el nuevo vicario en la homilía de la misa vespertina—, acá estamos para servir a Dios, y a Dios serviremos sin reparo. Ah, y quiero la llave del candado de las pajareras.

Sanjuana clasificó su nuevo malestar, como un maleficio de los médicos que habían intentado cerrar sus llagas. Según Faustino Cornelio, quien ya tenía todos los detalles de sus síntomas, padecía los efectos de un envenenamiento, quizá vaporizado sutilmente, quizá causado por ella misma. Y concluyó, satisfecho, que su amigo Esparragosa hacía justicia desde el más allá.

Pronto perdió los dientes. Sus facultades men-tales sufrían estragos; le molestaba la conversación de las hermanas cerca de su celda y no soportaba los gritos de las pajareras. Se acurrucaba en la esquina de la celda tapándose las orejas y pidió que apartaran a Hermano de la puerta. El infeliz animal fue refundido en el huerto hasta el fin de sus días. Los mismos amparos que venían de sus santos, le parecían ilusión o engaño.

La enfermedad permitió que la orden que ve-nía desde Roma para encarcelarla de por vida, se suspendiera en el camino. La nunciatura cerró de momento lo emanado de la Santa Sede, y ni el arzobispo volvió a mencionar su caso. Tan letales eran las noticias de su mal, que consideraron que aquella monja ilusionista no necesitaba más castigo que verse a diario con la muerte.

Ella misma insistió, delante de varios testigos, que el bote con licores secantes que le había recetado el doctor Hernández y tomó de gota en gota durante

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meses, era el causante de su martirio. En un arranque de rabia, la encontraron mordiendo la cascara de los árboles, con la boca ensangrentada porque se olvidó de que no tenía dientes.

Una mañana, apareció un pañuelo trabado en el enorme picaporte de la puerta principal del convento. Tan solo llevaba una letra: M.

Sanjuana lo tomó como si fuera una flor. Lo pegó a su corazón y le estampó la más delicada coro-na, un corazón fracturado, una cama pequeña y un bote con tintura. Dibujos que representaban la confesión de su letanía. Al día siguiente, una mujer guapa y elegante apareció para recogerlo. Caminaba del brazo de un señor con sombrero, leva y bastón. El cabello rojizo ya alcanzaba su cintura.

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UN PUÑADO DE MUJERES

Creyó que no iba a soportarlo. Juró que moriría en tan sólo horas. Con la fuga de Manuela, el padre Nico quedó devastado. La ausencia le causó una confu¬sión inesperada que estuvo a punto de llevarlo hasta la muerte. No vio más alternativa que encontrarla.

Planificó su estrategia con el valor de nave-gante de río que llevaba en sus venas, y se aventó a recorrer las calles. Durante los días de aturdimiento, Sanjuana lo visitó en su lecho de zozobra, en la celda destinada para alejar sus ronquidos de las tentacio-nes. Le aplicaron sanguijuelas traídas de la selva pete¬nera, le pusieron una lavativa diaria porque carecía de síntomas y había que prevenir cualquier mal pe¬rentorio. Pero la enfermedad que padecía tenía otro nombre, uno más familiar: tristeza.

—Bueno —le dijo Sanjuana al padre Nico mientras cerraba la puerta de la celda escondida—. Mire lo que es la vida, ahora me toca visitarlo a usted en su lecho de muerte.

Sanjuana, ya sin dientes, se detenía el estóma-go por los estragos de su maleficio, pero llevaba el corazón esquilado en la mano, por ver a su confesor en peores circunstancias que las de ella misma.

—No pierda el tiempo en morirse, padre Ni¬co, el que busca encuentra —dijo antes de salir.

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Con esas palabras, tuvo suficiente. Por primera vez sintió a qué sabe la esperanza. Había tenido tiempo para fabricar una barba y un bigote usando a la priora como modelo. Al salir del convento, se quitó la sotana y simuló ser un civil más transitando las aglomeradas calles. Nadie lo reconoció. Se puso un sombrero de copa que le tapaba hasta las cejas y emprendió la faena que viviría hasta las últimas consecuencias. Su primera noche la destinó a reconocer el territorio de lo impensable. Inició su búsqueda por los bares y prostíbulos más visitados. Información que había corroborado con cientos de confesos. No sólo vio a las mujeres desnutridas subastando su sexo, olió todo tipo de perfumes, presenció artimañas insólitas de amor, o conoció los barrios más oscuros, sino que entabló amistad con los personajes menos pensados. Los marineros con los que compartió su adolescencia, le permitieron recordar y ponerse rápidamente al día con la jerga y ardides del mundo común y corriente en que incursionaba. Se hizo pasar por un comerciante salvadoreño interesado en promover inventos, apasionado por el juego, el baile y las mujeres. La locomotora de vapor apenas llevaba décadas de circular por la geografía del planeta, los fósforos todavía eran una novedad, y la bicicleta estaba a punto de salir al mercado para volverse la más común de las sorpresas. Por eso, el supuesto oficio de impulsor de novedades lo acercó a personajes ingeniosos que le presentaron objetos insólitos. Un horno capaz de cocinar el pollo en ocho horas con el calor del sol, unas alas de murciélago para volar, un ataúd con campana por si el muerto revivía, una lupa con candil incorporado, una taza con guacalito ad-

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herido para el carbón y mantener caliente el chocolate, un silbato para amaestrar a los perros en silencio, unas tijeras para cortar las alas a los loros inquietos, y hasta poemas escritos al revés. Hubo quien le juró que debajo de las grandes montañas peteneras, se ocultaban ciudades mayas escondiéndose de su propia historia, con grandes pirámides y mascarones con piedras preciosas, pero nadie le puso atención. El invento que más atrajo su atención, fue una maquinita para imitar los pañuelos de Sanjuana y venderlos como milagrosos.

Cada noche, cuando daban las once, los ami-gos ya lo esperaban para disputar su compañía, porque el inconsciente don de seductor y carácter innato de confesor no lo abandonaron en su acuciosa tarea de exploración, y al final de las largas jornadas, todos paraban borrachos recitándole su más secreta intimidad. Aprovechando la oportunidad, enderezó vidas y cambió el rumbo de muchos sin que se percataran.

Con cada mujer que aparecía sentada sobre sus piernas oliendo a besos añejos, dejaba el encargo en caso de que supieran algo de Manuela. La voz se corrió y aunque ninguna le dio indicaciones de su paradero, él sentía que estaba pronto a encontrarla. Les propinaba tales discursos tiernos, que muchas abandonaron el oficio de putas convencidas sin saber por qué era tan necesaria la decencia. Antes de oficiar la misa del domingo, el padre Nico se sentía más cómodo con sus feligreses. Comprendió mejor los pecados, y en su corazón compartió la complicidad de pertenecer a mundos desdichados de vicio y decadencia. Sus homilías adquirieron fama nacional, y

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nadie se explicó cómo aquel cura enclenque sabía tanto de la vida.

Su objetivo era irremediable, y jamás sintió remordimiento. Además, pensaba en San Francisco de Asís y cómo éste había encontrado la verdad cristiana como peregrino, empapándose de mundo. En los bares se decía que era casado, que huía de la cárcel, que era un estafador rastreado o que tuvo cinco amantes a la vez y huía de sus maridos. A pesar de los rumores, sus compañeros de faena, vagos, prostitutas, traficantes, jóvenes, borrachos o simples principiantes en las artes del amor, estaban en total disposición de protegerlo de cualquier amenaza. Cuando alguien, sumido en la borrachera, se burlaba de Sanjuana, él, haciendo del disimulo su obra maestra, repitió algunos detalles que decía haber escuchado, hasta que sembró la fe entre barras, botellas rotas y naipes regados por las trifulcas. Después de escucharlo, muchos, sumidos en una resaca infernal, hicieron todo lo posible por recuperar su pañuelo.

Pasaron meses, hasta que una noche en que se dirigía a la primera cantina notó que lo seguían. Intentó escabullirse por pequeñas calles y callejones. Era una mujer misteriosa con capa oscura, como hecha de noche, que le cubría la mitad del rostro: "Sígame", dijo.

Entró a una casa iluminada por velas frescas que parecían bailar al mismo tiempo con el viento suave que circulaba por la sala de estar. Un espejo servía de cabecera al sofá de pana verde. Justo en el centro del salón, posaba una jaula tapada con una sábana agujereada por el tiempo.

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—Son palomas —dijo la mujer sin descubrirse el rostro—, mensajeras.

—Yo no me presto para estas cosas —alegó a la mujer que lo condujo hasta una habitación tapizada de alfombras persas.

—Yo tampoco —le respondió con voz potente la mujer, antes de dejar la habitación. Y quedó solo.

El padre Nico quiso salir de ahí. Se acercó a la puerta temiendo el riesgo que corría, porque hasta la fecha creía haberlo visto todo y eso no le daba buen olfato. Recorrió el cuarto con curiosidad y se imaginó todo tipo de desenlaces, menos el que estaba por ocurrir. A punto de salir despavorido, se abrió una puerta a sus espaldas.

—Dicen que me anda buscando desespera-damente.

Quedó inmóvil. Sin darle oportunidad de arrepentirse, lo atraparon unas manos que subieron hasta el cuello. Se desplazaron a su pecho exhausto de tanto buscar, abriendo los botones de su camisa de civil. No hubo palabras porque en el convento se las habían dicho todas. Ella se inclinó poco a poco para aspirar el vaho de su respiración. Para nutrirse de él. Le arrancó con cuidado la barba y el bigote chino para repasar la lengua puntiaguda por su rostro. Las velas se apagaron con un soplido suave que venía del otro lado de la ciudad. Seguramente, de los rezos de Sanjuana. Esta vez la tuvo de frente, encaramada sin resguardo, sin pudor. Alborotó su cabello y lo contempló desnudo con ternura infinita por largos minutos de asombro. Él, a pesar de la penum-

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bra, reconoció sus brazos lacerados, sus muñecas ahorcadas por las sogas. Tocó las cicatrices del cilicio en su muslo derecho, sintió su aliento a margarita v la vio desvestirse de a poquito, rebasando la imaginación acumulada por años. El tiempo se confundió de sitio y adquirió minutos distintos. Las mordidas y apretones compactaron sus cuerpos, hasta que con el arrobamiento, llegó un instante de olvido. Y com-prendieron para qué sirve la existencia. Una paloma blanca voló sobre su cama, al menos eso creyeron, porque en realidad era el pañuelo de Sanjuana.

Al verlo entrar, las monjas y novicias lloraron como plañideras a medio entierro, porque a leguas se dieron cuenta de que ese hombre ya era de otra. Antes de llegar a la huerta, a la celda de Sanjuana, se detuvo en las más de veinte jaulas del pasillo. Miró a las palomas mensajeras y sin hacer esfuerzos descifró el secreto de Faustino Cornelio. Se rió porque había dejado de pensar como cura para pensar como civil. Cuánto misterio había oculto en aquel corredor, y cuánta respuesta al aire libre.

Entró a la habitación. Sanjuana, pegada a la ventana, bordaba una mortaja a tientas, porque la vista ya no se daba abasto.

—¿Es para mí, hermana? —le preguntó.

—No —le dijo ella pensativa—, es para la priora, pero todavía no lo sabe.

—No le ponga mucho bordado, porque a ella no le gustan los adornos —dijo el padre.

—¿Y qué, usted también viene a despedirse?

—Sí —respondió él.

—Están en mis oraciones —dijo Sanjuana simulando desapego.

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Ella sabía del riesgo que corrían, lo que pasa-ría si los encontraban. Había escuchado de lapida-ciones, fusilamientos, torturas y los castigos más se-veros para atentados sociales similares. Pero sus visiones no la engañaban y los divisó junto al mar. Sintió alivio.

—Padre Nico —preguntó ella, atentando contra el pecado de la curiosidad por primera vez—, ¿está ella bien?

—Sí.

—Una cosa más —dijo Sanjuana antes de verlo salir de su celda para siempre—, ¿usted creyó en mis virtudes?

—Casi siempre —dijo mientras cruzaba el corto umbral de la puerta.

A la priora se le fueron arralando los bigotes. Su vida se apagó de a poquito y sin alharacas. No tuvo tiempo para despedirse de su primo. Cuando llegó agitado, yacía sumida en la calma de su muerte. Sanjuana la cuidó con dedicación mientras bordaba su mortaja. Todo lo hizo con tal dulzura, que las religiosas lo tomaron por ejemplo de misericordia. Durante un cálido atardecer, con el huerto repleto de luciérnagas que anunciaban época de lluvia, la priora murió en su ley: tanteando sus bigotes.

La votación fue unánime, y a la mañana si-guiente, todas las monjas y novicias habían nombra-do a sor Sanjuana como la priora del convento. Esto a pesar de negativas públicas. El detalle de la monja farsante como nueva superiora, se sumó a los alborotos callejeros que se organizaban para acuñar una re-

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volución envalentonada en la legendaria batalla de la Trinidad, que pretendía convertir a Centroamérica en una nación grande y progresista.

El día 13 de abril de 1829, se rendía la plaza de armas de la capital al caudillo de la revolución: Francisco Morazán, enemigo de la Iglesia, pero, sin que nadie se percatara, llevaba un pañuelo de San-juana amarrado en la muñeca. Desde ese golpe, los asuntos políticos y religiosos sufrieron un cambio ra-dical, siendo el Ilustrísimo Santacruz acusado de in-trigas y sugestiones. Francisco Morazán, envalento-nado con las armas y el poder recién estrenado, hizo ocupar el palacio arzobispal por un cuerpo de tropas a la medianoche de un domingo. El jefe de la misión encerró en una pieza a los sirvientes y familiares, sacó del pelo a la sobrina que gritaba como niña e hizo salir de la cama al arzobispo descalzo y en camisón. Sin lo necesario para el viaje, sin permitirle llevar sus papeles, ni tomar el dinero de la última limosna, se le puso en la silla de un caballo y se le expulsó del país.

Esa misma noche no faltó quien se apropiara de documentos referentes a Sanjuana que el Ilustrísimo tenía en su gaveta: cartas, desahogos, edictos y premoniciones, de los que se valieron para hacer las publicaciones y comentarios más terribles. Al arzobispo lo declararon traidor a la patria. Se abolió el diezmo de parte del gobierno y pusieron muy en claro la limitación del poder de la Iglesia.

En un boletín extraordinario se publicaron las cartas de Roma, en donde ponían en duda los regalos divinos de Sanjuana. La población enardecida pedía a gritos su crucifixión. Con los poderes de la nueva Nación lo único que quería Morazán era arrojarla

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del convento y desterrarla del país con sus regalos di-vinos. Hicieron muñecos con el rostro de Sanjuana y del arzobispo y los quemaron en la Plaza del Pueblo. El arzobispo Santacruz, que ya había llegado a La Habana, quedó incomunicado y no tuvo más opción que darle vuelta a la página y dejar a las monjas del convento en manos de su propio destino. Pudo ha-ber escrito a Roma, pudo haberse dirigido a la nun-ciatura mexicana para defenderlas de los azotes públicos, pero el aire fresco de la isla le quitó los tormentos y con las limosnas que había ahorrado entre los calzoncillos, logró un puesto prominente en pocos días. En una isla sin santas ni flagelaciones.

A pesar de que muchos de los escribanos eran católicos y conservaban el pañuelo de la monja en su mesa de noche, pasó el expediente a la Corte Suprema de Justicia, y orden al provisor para que trasladaran a la madre Sanjuana a una prisión de la capital. La ejecución fue violenta. El capitán Zamora fue el encargado de organizar el desalojo. Tomó con calma el desayuno. Después de las sangrientas batallas que le habían concedido el rango de capitán de tropa, se rió de la jornada que le esperaba: sacar a una monja del convento. No citó a más guardias para el asalto, porque le parecía desperdicio, así que, acompañado del provisor y de media docena de centinelas, se dirigió al terreno de su contienda.

Sor Josefa pegó el grito de alarma. Las monjas se amarraron de las manos y se pusieron en la puerta retando a los hombres envueltas en rezos y plegarias. El enfrentamiento hizo más historia que la guerra de Oriente. Ante la decidida invasión, dejando las oraciones por un lado, todas pegaron de gritos dispuestas a

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morder, patear y hasta escupir. Los guardias desorien-tados no sabían qué hacer. El capitán Zamora dio la orden de apuntarles al corazón y, asustado por la heca-tombe, puso a todas las monjas contra la pared.

—¿Quién es la mentada San]uaná? —preguntó para salir del asunto que se le venía más complicado de lo que pensó.

—Yo —gritaron todas las monjas al mismo tiempo.

La verdad es que esa simple estrategia resultó efectiva, porque con el velo puesto, todas parecían la misma. Zamora salió sosegado por la puerta, pero a los pocos minutos, a manera de contraataque, oyeron rodar el forlón y volvieron con más fuerza tomando a Sanjuana de las muñecas y llevándola a jalones. Unas gritaban y otras tiraban de los uniformes de los pocos soldados tendidas en súplicas, ruegos y hasta insultos. Era peor que un contingente de viudas llorando a la vez y los soldados hubieran preferido sufrir mil guerras a cambio. El provisor con el candelero en la mano, porque ya estaba oscuro, se chorreó el uniforme de cera y atribulado por el descuido, daba órdenes desordenadas.

La madre albina se prendió de la cintura de Sanjuana y no la dejó dar paso. Y ante la determinación y furia de una anciana, los soldados dieron marcha atrás a sabiendas de que serían castigados, pero todos tenían abuela. Entre el abrumador alboroto y confusión, el provisor repetía desorbitado: "Esta nube de monjas de mierda". Unas mordían pantorrillas, aruñaban rostros, otras atacaban al cuello de los sol-dados, y eran tales los gritos, que rompieron el vidrio de la puerta de entrada al comedor.

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—Yo las dejo —dijo Zamora. —Yo también —ratificó el provisor.

Se retiraron aporreados, unos hasta sin cami-sa. Cuando el capitán Zamora volvió a su casa, pare-cía que venía de una batalla campal. Con la nuca mordida y un tímpano reventado que le causó sordera de por vida.

—¿Y? —les preguntó sor Josefa al verlos esca-bullirse—. ¿Y no que una nube de monjas de mierda?

La retirada del capitán Zamora fue motivo de burla, y las tropas de Morazán quedaron vapuleadas por el desprestigio. Los titiriteros hicieron marionetas alucinantes de ambos personajes, todo tipo de guiones surgieron tan rápido que para el próximo domingo, las sátiras ya estaban montadas en el teatro.

Peor que reto de contienda, el capitán planifi-có el próximo embate con mayor cautela y estrategia de guerra. Citó a los soldados todavía mordidos y magullados, y sobre la mesa dibujó un mapa con sol-daditos que ilustraban muy acorde el ataque. El mismo Morazán, con el pañuelo de Sanjuana incorporado, asistió para orientar la táctica, porque la burla a sus soldados representaba una afrenta.

Lo que no sabían los atacantes es que esa noche las monjas también planificaban su represalia, y estaban dispuestas a todo con tal de defender a Sanjuana y su convento. La táctica principal de las monjas fue acudir a la clemencia de la población, haciéndose pasar por infelices e indefensas. Decenas de palomas salieron del patio trasero con mensajes amarrados a sus patas. Ellas sabían que muy conservadores o liberales, muy políticos y ateos, todos tenían una monja en la familia.

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Mucha gente condenó los hechos, argumen-tando que ya era suficiente con haber expatriado al arzobispo. Que una monja sola y desahuciada no mataba ni una mosca, y que mantenerla presa sólo iba a causar una imagen negativa a Centroamérica. "Es sólo una loca", decían los diarios. Para entonces Faustino Cornelio se había retirado del oficio. Luego de la confesión solapada de la marquesa María Dolores, sentía que la muerte de su amigo estaba resuelta. Con un nieto sentado en sus rodillas y el pañuelo entre sus dedos, dijo a viva voz:

—¡Miserable monja! ¡Siempre me jodio!

Puso al niño en el piso y caminó con el cuida-do que le exigía la artritis avanzada, tomó un libro y se echó en un sillón debajo de las buganvilias, sa-biendo que Amarilis de Castejón hacía lo mismo del otro lado del muro divisorio.

Unas monjas durmieron en el campanario pa-ra alertar a la población, otras mantuvieron en el ruego grandes ollas con agua hirviendo. Encerraron a Sanjuana en la cárcel apartada. A las dos de la madrugada, el provisor, el capitán y un grupo de soldados, cercaron el convento. La sacristana dio señal de alarma gracias a los ladridos desesperados de Hermano, y pusieron las trancas en la puertas, con muebles y la cruz del confesionario. El provisor tiró de la compañía hasta que rompió el bordón y desbarató el torno de la puerta. La madre albina reunió a la comunidad en la capilla y escondieron a las jovencitas en los confesionarios. El capitán Zamora mandó a traer un carpintero para que descerrajara las puertas, pero al honorable padre de familia le sobrecogió un llanto porque su hermana estaba en el convento. Las

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monjas sonaron las campanas y sus gritos llegaron hasta la Catedral. La gente se aglomeró en las calles mientras las religiosas forcejeaban con los soldados. Volcaron las ollas de agua hirviendo que pasó por debajo de la puerta. A esas alturas no había más que hacer. Demasiados testigos para proceder con violencia. El capitán Zamora dio la orden de retirada y entregó su cargo al presidente.

—Vaya usted a saber lo que pasa ahí adentro, presidente —dijo abatido un gendarme—, pero lo mejor es que dejemos a esas histéricas a su suerte.

—Déjelas usted —dijo Morazán—, siempre he dicho que más vale enfrentar un pelotón, que a un puñado de mujeres.

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UN FINAL ESPERADO

Mientras Sanjuana agonizaba, las palomas se aglomeraron en su ventana y el silencio se apoderó del convento. Hermano sucumbía en su guarida del huerto.

Las monjas entonaron un trémulo aleluya e hicieron valla para encaminarla.

Su cuerpo estuvo expuesto en el coro bajo de la iglesia durante tres días. Las mellizas prepararon cientos de panes dulces para recibir el peregrinaje con decoro. Mientras concurrían hordas de gente, el pintor de moda, Francisco Cabrera, intentaba captar en un lienzo las facciones desordenadas de la difunta. Lo único que logró con certeza, fue plasmar el lunar de su mejilla izquierda. El trasfondo del retrato tenía ángeles de todo rango, el Arcángel San Gabriel, nubes pomposas, coronas, clavos, anillos, el Espíritu Santo, y ella, en medio del panorama churrigueresco, alcanzando las manos de Jesús. Fue el primer cuadro surrealista del país. La máscara mortuoria formó la impresión de un rostro espantado por el alboroto que, aún después de su muerte, seguía ocasionando.

El sentimiento popular fue considerable para una sociedad que solía olvidar fácilmente. La iglesia del convento de las Carmelitas Descalzas de San José parecía en año de jubileo. Por el bullicio que se avi-zoraba, fue preciso poner lonas azules en el huerto para resguardar a los penitentes de una lluvia insen-

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sata que auguraba su llegada. El padre Alejandro tuvo que recurrir a guardias que hicieran respetar los turnos de visita y guardar el orden, porque si las rejas no hubieran sido de hierro macizo, los creyentes las habrían derribado.

Al frustrarse las embestidas en contra del con-vento, Sanjuana se retiró a la soledad, e inició el delicado bordado de su mortaja. Se negó a hablar con el presidente, alcaldes y familiares. Las cartas que jamás dejaron de llegar eran devueltas sin abrir, con una excusa de sor Josefa anunciando que la carmelita ya no estaba en condiciones de emitir sus sagradas premoniciones. Su vida sobrenatural se volvió tan natural para todas las religiosas, que ya nada las espantó. Se familiarizaron con la ráfaga de aroma que dejaba a su paso y la línea punteada de sangre que tatuaba el piso por las llagas o castigos que le propinaba a su cuerpo. Levitaba en el coro sin esconderse de las novicias y cuando pasaban más de cuatro horas, la conducían inconsciente hasta su celda, con órdenes de no despertarla. Cada vez con mayor frecuencia, pasaba grandes períodos a pan y agua. Las mellizas hicieron hasta lo imposible por mejorar su dieta, pero fue en vano, porque Sanjuana había iniciado su propia huelga de hambre sin retorno.

Así dedicó los contados meses que le queda-ban de vida a las novicias y a los pájaros que volaban dentro de sus jaulas sin avanzar.

A pesar de que caminaba eventualmente por los corredores, casi nunca se le vio, porque parecía esfumarse en su silencio y transparencia. "Los ánge-les me esconden del mundo", decía satisfecha de pasar desapercibida. Una vez al mes reunía a las novi-

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cias para darles orientación en el seguimiento de los votos que, luego de su muerte, hicieron mella en la congregación mundial de las carmelitas. No descansó con la realización de su proyec-to. Con la ampliación de más celdas para el convento reformado, repetidas veces tocaron a la puerta prin¬cipal jovencitas desorientadas en busca de amparo. Unas perdidas de amor, otras de ira, otras arrastradas por sus padres y las menos por devoción. Sanjuana las recibió, mientras hacía una especie de reverencia al Espíritu Santo por suscitar tantas vocaciones. Les cortaba el cabello, les quitaba los zapatos y les entre¬gaba el escapulario distintivo de las carmelitas, que ella misma había bordado la noche anterior presa¬giando su llegada. Luego se preparaba para escuchar el llanto que tardaba no menos de un mes, hasta que iba escampando y las novicias se iban acostumbran¬do al olvido. El primer lunes de cada mes, el padre Alejan-dro llegaba a visitarla. Siempre la vio con un apego más aventurado que el permitido para el corazón de un religioso. Con una rutina rigurosa, ahora reco-rrían juntos el huerto, armados de sosiego, ella con-fesaba sus temores y le describía una por una a las novicias recién llegadas. Por algún descuido, recu-rrieron nuevamente al tema de los pájaros, devol-viendo el tiempo al pasado. Le enseñaba las fabulosas zanahorias y repollos que cultivaban y se vanagloria¬ba porque ya no recibían ni una sola renta del ex¬tranjero. Después de tanta censura, con el trabajo habían logrado sobrevivir sin mayores privaciones. Lo guiaba por el pasillo de las jaulas y se detenía frente a los cocolitos y tucanes.

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En el último arranque de locura, abrió las jau-las para liberarlos. Era el día del Sagrado Corazón de Jesús. Pero como las aves estaban acostumbradas a vivir con las alas tullidas, se quedaron quietas, te-miéndole a la libertad. Cantando de euforia en me-dio de un éxtasis sobrecogedor, las soltó con sus propias manos, una por una, en el altar. El jilguero dorado se quedó paralizado en la viga central, y a media ceremonia, espantadas por el coro, las aves aletearon desorientadas y picotearon a cuanta religiosa encontraron en su camino arrancándoles velos y tocas al azar. Hubo que capturarlas con redes después de interrumpir la misa de festejo. Sumida en su aturdimiento vespertino, Sanjuana pasó desapercibida de tal alboroto de cardenales, canarios, cotorras y mosqueros, y los confundió con el Espíritu Santo.

Poco a poco fue perdiendo la memoria. Repe-tía cinco veces cada pensamiento o preocupación. A veces salía de su celda sin haberse puesto el manto, y, como no recordaba el nombre de las novicias, les mandó poner un gafete bordado en cruceta. Por sus ínfulas obsesivas de desprendimiento, las cosas le fueron pareciendo indiferentes y el mundo le fue quedando flojo, ya no recordaba ni para qué servía un tenedor.

Las hermanas se alistaban para la ceremonia dominical. El viento de su sangre, ya liviana, sopló de-jando su respectivo olor a azucena. Sanjuana se pre-sentó a media misa y cayó de rodillas delante de las religiosas sorprendidas. Tendió su cuerpo sobre el suelo. Comentaron durante años cómo se iluminó por dentro, como si tuviera un candil recién prendido en medio del corazón. Fue el último día que la vieron.

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Los curiosos se fueron aglomerando sobre el cuerpo inerte, y perdiendo la cordura a causa de una fe desenfrenada, se apresuraron contra el cuerpo para llevar alguna reliquia. Despojaron al cadáver de sus prendas de vestir, le arrancaron su mortaja, el escapulario, el rosario y el pañuelo, curiosamente en blanco, que enredaba sus dedos. Le picotearon hasta mechones de cabello dejando el cadáver desprotegido para su más allá. Escamotearon sus uñas y pedazos secos de piel deshidratada. Parecía una turba de caníbales dispuesta a chuparse hasta sus huesos. Pararon llevándose las velas, las flores y el agua bendita embotellada en frascos de farmacia. El nombre de Sanjuana fue proclamado en todas las plazas y reali-zaron tres vigilias en su honor. Sobre todo mujeres, hundidas en llanto y remordimiento, ofrecieron ayuno y abstinencia.

Antes de que su vida gastada se fuera despi-diendo sin ostentaciones, recibió la comunión del padre Alejandro, quien llegó acompañado de un sé-quito de religiosos y del mismo comisario. Después de ofrecerle los Sagrados Sacramentos preguntó:

—Sanjuana, ¿hay algo importante que tenga que confesar?

—¡Sí, padre! ¿Quiere que le arruine la histo-ria?

En ese instante se marchó del mundo dejando la confesión a medias.

Manuela y Nicolás se acurrucaban en silencio a orillas de una playa nicaragüense, cuando la marea les llevó el bálsamo de la muerte. Ella lo miró con alivio y preguntó pesarosa:

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—¿Cuánto tardan los milagros en aparecer? -Siglos —respondió él, apretando su pañue¬lo—, si aparecen.

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«Vinieron las portentosas impresiones en los pañuelos con los que secaban la sangre de las llagas durante sus éxtasis y arrobamientos.»

En la Guatemala del final de la Colonia una serie de personajes se van perfilando alrededor de Sanjuana. Desde sus encierros "voluntarios" esta mujer, terrena a la fuerza, incidirá en la vida privada y pública de una sociedad supersticiosa.

Magia, locura o misticismo en un personaje sacado de la vida real y que ahora se desempolva de la mano de Anabella Giracca. Una historia singular en donde la pasión, la intriga y los convencionalismos están servidos.

De la autora de Demasiados secretos.

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