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Simenon_Maigret en La Audiencia

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GEORGES SIMENON  Maigret en  Maigret en la Audiencia la Audiencia Título original: Maigret aux Assises Traducción: Jesús López Pacheco
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GEORGES SIMENON

 Maigret en Maigret enla Audienciala Audiencia

Título original: Maigret aux AssisesTraducción: Jesús López Pacheco

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CAPITULO I ............................................................................................................................... ..3

CAPÍTULO II ............................................................................................................................ .13

CAPITULO II I ............................................................................................................................22

CAPITULO IV ............................................................................................................................32

CAPÍTULO V .............................................................................................................................42CAPITULO VI ............................................................................................................................52

CAPITULO VII .................................................................................................................... ......61

CAPÍTULO VIII ............................................................................................................. ........ ...69

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CAPITULO I

¿Cuántas veces había venido aquí? ¿Doscientas, trescientas? Más incluso. No tenía

ganas de contarlas, ni de recordar cada caso en particular, ni siquiera los más célebres,los que habían pasado a la historia judicial, pues éste era el aspecto más penoso de su

 profesión.La mayor parte de sus investigaciones, sin embargo, ¿no terminaban en la

Audiencia, como hoy, o en el Correccional? Habría preferido ignorarlo, o, en todo caso, permanecer al margen de esos últimos ritos a los que jamás se había acostumbrado.

En su despacho del Quai des Orfèvres, la lucha, que acababa casi siempre a primerahora de la mañana, era todavía una lucha de hombre a hombre, por así decirlo, enigualdad.

Se recorrían unas cuantas galerías, algunas escaleras, y era ya un decoradodiferente, otro mundo donde las palabras no tenían el mismo sentido, un universoabstracto, hierático, a la vez solemne y absurdo.

Acababa de dejar, en compañía de otros testigos, la sala de audiencia revestida demadera obscura, donde se mezclaba la luz de las lámparas eléctricas con el gris de unatarde lluviosa. El ujier, a quien Maigret habría jurado haber conocido siempre tan viejo,los condujo hasta una estancia más pequeña, como un maestro de escuela conduce a susalumnos, y les indicó los bancos adosados a los muros.

La mayoría fueron a sentarse dócilmente y, obedeciendo a las recomendaciones del presidente, no dijeron ni una palabra, sin atreverse ni siquiera a mirar a sus compañeros.

Miraban recto hacia delante, tensos, concentrados en sí mismos, conservando susecreto para el instante solemne en que, dentro de muy poco, solos en el centro de un

espacio impresionante, serían interrogados.Era un poco como estar en la sacristía. Cuando, de niño, iba cada mañana a ayudar amisa en la iglesia del pueblo, Maigret sentía la misma turbación mientras esperaba aseguir al cura hacia el altar iluminado por los cirios temblorosos. Oía los pasos de losfieles invisibles que iban a ocupar su puesto, las idas y venidas del sacristán.

Del mismo modo, ahora, podía seguir la ceremonia ritual que se desarrollaba al otrolado de la puerta. Reconocía la voz del presidente Bernerie, el más minucioso, el másdetallista de los magistrados, pero acaso también el más escrupuloso y el másapasionado por la búsqueda de la verdad. Delgado y enfermo, los ojos febriles, la tosseca, tenía el aspecto de un santo de vidriera.

Luego oía la voz del fiscal Aillevard, que ocupaba el puesto del ministerio público.

Al fin se aproximaron unos pasos, los del ujier de la audiencia, quien, entreabriendola puerta, llamó: — El señor comisario de policía Segré.Segré, que no se había sentado, lanzó una mirada a Maigret y penetró en la sala de

audiencia, con el abrigo puesto y el sombrero gris en la mano. Los demás le siguieronun instante con los ojos, pensando que pronto les tocaría a ellos y preguntándose conangustia cómo se comportarían.

Se veía un poco de cielo incoloro a través de las ventanas inaccesibles, tan altas quehabía que abrirlas y cerrarlas mediante una cuerda, y la luz eléctrica esculpía los rostroscon los ojos vacíos.

Hacía calor, pero habría sido poco correcto quitarse el abrigo. Había ritos a los que

todos, al otro lado de la puerta, estaban atentos, y poco importaba que Maigret viniera

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como vecino, a través de los corredores del sombrío Palacio: llevaba un abrigo como losotros, y tenía en la mano su sombrero.

Era octubre. El comisario hacía sólo dos días que había regresado de vacaciones, aun París ahogado bajo una lluvia que parecía que no iba a terminar nunca. Al encontrar de nuevo el bulevar Richard-Lenoir, y luego su despacho, le había dominado un

sentimiento difícil de definir y en el que, sin duda, se entremezclaban el placer y lamelancolía.Dentro de un momento, cuando el presidente le preguntara su edad, respondería:

 —Cincuenta y tres años.Y esto significaba que, según los reglamentos, le iban a conceder el retiro dentro de

dos años.Muchas veces había pensado en él y siempre para gozarlo anticipadamente. Pero,

esta vez, a su regreso de las vacaciones, el retiro no era ya una noción vaga o lejana; eraun final lógico, ineluctable, casi inmediato.

El futuro, en el curso de las tres semanas pasadas en Loire, se había materializado almismo tiempo que los Maigret compraban al fin la casita donde pasarían sus últimos

años.La cosa se había hecho casi contra su voluntad. Habían ido, como los años

anteriores, a un hotelito de Meung-sur-Loire, donde se habían creado ya sus costumbresy cuyos dueños, los Fayet, les consideraban de la familia.

Unos carteles, en los muros de la pequeña ciudad, anunciaban la subasta de una casa próxima al campo. Habían ido a visitarla su mujer y él. Era de construcción muyantigua, con un jardín rodeado de muros grises, y recordaba una rectoral.

Les encantaron los corredores enlosados de azul, la cocina, con grandes vigas, queestaba a tres escalones por debajo del suelo y que tenía aún su bomba en un rincón; elsalón olía a locutorio de convento y. por todas partes, las ventanas, con pequeñoscristales, filtraban misteriosamente los haces de sol.

Durante la venta, los Maigret, de pie al fondo de la estancia, se interrogaron variasveces con la mirada y se sintieron sorprendidos cuando el subastador levantó la manomientras los campesinos se volvían... ¡A la segunda! ¡A la tercera!... ¡Adjudicado!

Por primera vez en su vida eran propietarios y, al día siguiente por la mañana,hicieron venir al fontanero y al carpintero.

Los últimos días comenzaron incluso a recorrer los anticuarios de la región. Entreotras cosas habían comprado un cofre de madera con las armas de Francisco I, quecolocaron en el corredor de la planta baja, cerca de la puerta del salón, donde había unachimenea de piedra.

Maigret no le había dicho nada de ello ni a Janvier ni a Lucas ni a nadie, un poco

como si tuviera vergüenza de estarse preparando el futuro, como si aquello fuera unatraición respecto al Quai des Orfèvres.La víspera le había parecido que su despacho no era exactamente el mismo y,

aquella mañana, en la sala de testigos, escuchando los ecos de la audiencia, comenzabaa sentirse un extraño.

De allí a dos años, pescaría con caña y, sin duda, las tardes de invierno iría a jugar alas cartas con algunos asiduos, en un rincón del café donde ya había comenzado ahacerse sus costumbres.

El presidente Bernerie hacía preguntas precisas, a las que el comisario de policía delIX distrito respondía con no menos precisión.

En los bancos, en torno a Maigret, estaban los testigos, hombres y mujeres, que

habían desfilado todos por su despacho y algunos habían pasado en él varias horas.¿Parecían no reconocerle porque estaban impresionados por la solemnidad del lugar?

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Ya no era él, es cierto, quien iba a interrogarles. No se encontrarían frente a unhombre como ellos, sino ante un aparato completamente impersonal, y ni siquiera eraseguro que comprendieran con claridad las preguntas que les harían.

La puerta se entreabrió. Le había llegado su turno. Como su colega del IX, mantuvosu sombrero en la mano y, sin mirar ni a izquierda ni a derecha, se dirigió hacia la

 balaustrada en media luna destinada a los testigos. —Su apellido, nombre, edad y profesión... —Maigret, Jules, cincuenta y tres años, comisario de división de la Policía Judicial

de París. —¿No es usted pariente del acusado ni está a su servicio?... Levante la mano

derecha... Jure decir la verdad y nada más que la verdad... —Lo juro.Veía, a su derecha, las siluetas de los jurados, rostros que destacaban, más claros, de

la penumbra, y, a la izquierda, tras las togas negras de los abogados, al acusado, sentadoentre dos agentes de uniforme, el mentón sobre sus manos cruzadas, que le mirabaintensamente.

Habían pasado los dos largas horas, a solas, en el despacho con inmejorablecalefacción del Quai des Orfèvres, y a veces habían interrumpido un interrogatorio paracomer  sandwichs y beber cerveza charlando como compañeros.

 —Escuche, Meurant...¿Era verdad que Maigret le había tuteado alguna vez?Allí, una barrera infranqueable se alzaba entre ellos y la mirada de Gaston Meurant

era tan neutra como la del comisario.El presidente Bernerie y Maigret se conocían también, no sólo por haber charlado

en les corredores, sino porque era el interrogatorio número treinta que aquél hacía sufrir a éste.

 No quedaba ninguna huella de aquello. Cada uno representaba su papel como sifueran dos desconocidos, los oficiantes de una ceremonia tan antigua y ritual como lamisa.

 —¿Es usted, señor comisario, quien ha dirigido la investigación sobre los hechos enlos que este tribunal entiende?

 —Sí, señor presidente. —Vuélvase hacia los señores jurados y dígales lo que usted sabe. —El 28 de febrero último, hacia la una de la tarde, me encontraba en mi despacho

del Quai des Orfèvres cuando recibí una llamada telefónica del comisario de policía delIX distrito. Me anunció que acababa de descubrirse un crimen en la calle Manuel, a dos

 pasos de la calle de los Mártires, y que se trasladaba al lugar. Unos instantes más tarde,

una llamada del juzgado me comunicaba la orden de ir allí yo también y enviar a losespecialistas de la identificación judicial y del laboratorio.Maigret oyó algunas toses, detrás de él, y zapatos que se arrastraban sobre el suelo.

Era el primer asunto, del año judicial y todos los asientos estaban ocupados.Probablemente había espectadores de pie, al fondo, junto a la gran puerta guardada por hombres uniformados.

El presidente Bernerie pertenecía a esa minoría de magistrados que, aplicando elcódigo del procedimiento penal literalmente, no se contentan con oír en la Audiencia unresumen de la instrucción, sino que la reconstituyen en sus menores detalles.

 —¿Encontró usted al juzgado en el lugar de autos? —Llegué unos minutos antes que el substituto. Encontré ya allí al comisario Segré,

acompañado de su secretario y de dos inspectores del barrio. Ni uno ni los otros habíantocado nada.

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 —Díganos lo que vio. —La calle Manuel es una calle apacible, burguesa, poco concurrida, que da al final

de la calle de los Mártires. El edificio que lleva el número 27 bis se encuentra más omenos en el centro de esta calle. La portería no está en la planta baja, sino en elentresuelo. El inspector que me esperaba me condujo al segundo piso, donde vi dos

 puertas que daban al rellano de la escalera. La de la derecha estaba entreabierta y, enuna pequeña placa de cobre, se leía un apellido: Sra. Faverges.Maigret sabía que, para el presidente Bernerie, todo tenía importancia y que no

debía omitir nada si no quería hacer que le llamara secamente al orden. —En la entrada, iluminada por una bombilla eléctrica de cristal esmerilado, no

aprecié ningún desorden. —Un momento. ¿Había en la puerta huellas de haber sido forzada? —No. Fue examinada más tarde por un especialista. La cerradura se desmontó. Se

ha llegado a la conclusión de que no se utilizó ninguno de los instrumentosgeneralmente empleados para forzar cerraduras.

 —Gracias. Continúe.

 —El apartamento se compone de cuatro piezas, además del recibidor. Frente a éstese encuentra un salón, cuya puerta encristalada está adornada con visillos blancos. Enesta pieza, que comunica, por otra puerta encristalada, con el comedor, descubrí los doscadáveres.

 —¿Dónde se encontraban exactamente? —El de la mujer, que en seguida supe que se llamaba Leontine Faverges, estaba

tendido sobre la alfombra, con la cabeza vuelta hacia la ventana. La garganta le habíasido cortada con un instrumento que no se encontraba ya en la pieza y se veía, sobre laalfombra, un charco de sangre de más de cincuenta centímetros de diámetro. En cuantoal cuerpo de la niña...

  —¿Se trata, no es cierto, de la niña Cecile Perrin, de cuatro años, que vivíahabitualmente con Leontine Faverges?

 —Sí, señor presidente. El cuerpo estaba encogido sobre un canapé Luis XV, con lacara hundida bajo unos cojines de seda. Como el médico del distrito, el doctor Paul,constató un poco más tarde, la niña, tras haber sufrido una especie de estrangulación,había sido ahogada por esos cojines...

Hubo un rumor en la sala, pero bastó que el presidente alzara la cabeza y recorrieracon los ojos las filas de espectadores para que se restableciese inmediatamente elsilencio.

 —Tras la inspección del juzgado, ¿permaneció usted en el apartamento hasta lanoche con sus colaboradores?

 —Sí, señor presidente. —Díganos qué constataciones hizo usted. Maigret sólo dudó unos segundos. —En primer lugar, me chocó el mobiliario y la decoración. En su documentación,

Leontine Faverges figuraba como sin profesión. Vivía como una pequeña rentista,cuidando de Cecile Perrin, de quien su madre, animadora de cabaret, no podía ocuparse

 personalmente.A esta madre, Juliette Perrin, la había visto al entrar en la sala sentada en la primera

fila de los espectadores, pues ella había entablado una acusación privada. Sus cabelloseran de un rubio artificial y llevaba un abrigo de pieles.

 —Díganos exactamente lo que le sorprendió en el apartamento. —Un rebuscamiento desacostumbrado, un estilo especial que me recordó ciertos

apartamentos de antes de las leyes sobre la prostitución. El salón, por ejemplo, estabademasiado acolchado, demasiado cómodo, con una profusión de alfombras, de cojines

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y, en las paredes, de grabados galantes. Las pantallas eran de color suave, y en las dosalcobas había más espejos de lo normal. Pronto me enteré de que, en efecto, LeontineFaverges utilizaba en tiempos su apartamento como casa de citas. Tras la promulgaciónde las nuevas leyes, continuó igual un cierto tiempo. La brigada de costumbres tuvo queocuparse de ella y sólo después de varias multas se resignó a cesar en toda actividad.

 —¿Pudo usted establecer cuáles eran sus recursos? —Según el portero, los vecinos y todos los que la conocían, tenía dinero ahorrado, pues nunca había sido gastadora. Su apellido de soltera es Meurant, y es hermana de lamadre del acusado; llegó a París a la edad de dieciocho años y trabajó durante algúntiempo como vendedora en unos grandes almacenes. A los veinte años se casó con unhombre apellidado Faverges, representante de comercio, que murió tres años más tardeen un accidente automovilístico. La pareja habitaba entonces en Asnières. Durantealgunos años, se vio a la joven frecuentar las cervecerías de la calle Royale, y se haencontrado su ficha en la brigada de costumbres.

 —¿Ha buscado usted si, entre las personas que frecuentaban entonces, había alguienque, recientemente, hubiera podido acordarse de ella y jugarle una mala pasada?

 —Ella pasaba por ser, en su medio, una solitaria, lo que es bastante raro. Ahorrabadinero, lo que le permitió, más tarde, establecerse en la calle Manuel.

 —¿Tenía setenta y dos años en el momento de su muerte?  —Sí. Se había puesto gruesa, pero, por lo que yo he podido juzgar, había

conservado una especie de juventud de aspecto y una cierta coquetería. Según lostestigos interrogados, se sentía muy unida a la niña que había tomado en pensión, menos

 por la escasa renta que le proporcionaba, según parece, que por su miedo a la soledad. —¿Tenía cuenta en algún banco o cartilla de ahorro? —No. Desconfiaba de los establecimientos de crédito, de los notarios, de las

imposiciones en general y conservaba en su casa todo lo que poseía. —¿Se encontró dinero? —Muy poco: moneda, billetes pequeños en un bolso y más monedas en un cajón de

la cocina. —¿Existía un escondite y lo ha descubierto usted? —Parece que sí. Cuando Leontine Faverges estaba enferma, lo que ocurrió dos o

tres veces en el curso de los últimos años, la portera subía para hacer la limpieza yocuparse de la niña. Sobre una cómoda del salón, había un jarrón chino adornado conflores artificiales. Un día, la portera, para quitar el polvo a las flores, las retiró del jarróny encontró, al fondo de éste, una bolsa de tela que le pareció contenía piezas de oro. Por el volumen y el peso, la portera pretende que allí había más de mil. La experiencia lahemos repetido en mi despacho, con un saco de tela y mil piezas. Parece que fue

concluyente. He interrogado a los empleados de diferentes bancos de los alrededores.En la sucursal del Crédit Lyonnais recuerdan a una mujer que responde a los rasgos deLeontine Faverges y que compró, en varias ocasiones, acciones al portador. Uno de loscajeros, llamado Durant, la ha reconocido formalmente basándose en su fotografía.

 —Es probable, pues, que estas acciones se encontraran, como las piezas de oro, enel apartamento. ¿Ha encontrado usted algo?

 —No, señor presidente. Y hemos buscado, como es lógico, huellas digitales en el jarrón chino, en los cajones y un poco por todas partes en el apartamento.

 —¿Sin resultado? —Sólo las huellas de las dos ocupantes y, en la cocina, la de un repartidor cuyo

empleo de tiempo ha sido comprobado. Su última entrega fue el 27 por la mañana. Pero,

según el doctor Paul, que ha practicado la doble autopsia, el crimen se remonta al 27 defebrero entre las cinco y las ocho de la tarde.

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 —¿Interrogó a todos los inquilinos del edificio? —Sí, señor presidente. Me confirmaron lo que la portera me había dicho ya, es

decir, que Leontine Faverges no recibía a ningún hombre fuera de sus dos sobrinos. —¿Quiere usted hablar del acusado, Gaston Meurant, y de su hermano Alfred? —Según la portera, Gaston Meurant iba a ver a su tía con bastante regularidad, una

o dos veces al mes, y su última visita se remontaba a unas tres semanas. En cuanto alhermano, Alfred Meurant, sólo hacía raras apariciones en la calle Manuel, pues estabamal visto por su tía. Interrogando a la vecina del piso, señora Solange Lorris, costurera,he sabido que una de sus clientes fue a verla para una prueba el 27 de febrero, a lascinco y media. Esta persona es la señora Ernie y vive en la calle Saint-Georges. Afirmaque en el momento en que subía la escalera, un hombre salió del apartamento de lamuerta y que, al verla, pareció cambiar de opinión. En lugar de bajar, se dirigió hacia eltercer piso. No pudo distinguir su cara, pues la escalera está mal iluminada. Según ella,el hombre estaba vestido con un traje azul marino y un impermeable marrón concinturón.

 —Díganos cómo entró usted en relación con el acusado.

 —Mientras mis hombres y yo examinábamos el apartamento, en la tarde del 28 defebrero, y comenzábamos a interrogar a los inquilinos, los periódicos de la tardeanunciaban el crimen y proporcionaban un cierto número de detalles.

 —Un instante, por favor. ¿Cómo fue descubierto el crimen? —Hacia mediodía de aquel día, o sea el 28 de febrero, la portera se extrañó de no

haber visto ni a Leontine Faverges ni a la niña, que iba normalmente a una escuelamaternal del barrio. Fue a llamar a la puerta. Al no recibir respuesta, volvió a subir un

 poco más tarde, siempre sin resultado, y telefoneó al fin a la comisaría. Para encontrar aGaston Meurant, la portera sólo sabía que era fabricante de marcos y que vivía cerca delcementerio del Père-Lachaise. Yo no necesité hacer que le buscaran, pues, al díasiguiente por la mañana...

 —Por consiguiente, el 1 de marzo...  —Sí. Al día siguiente por la mañana, como iba diciendo, se presentaba

espontáneamente en la comisaría del IX distrito diciendo que era sobrino de la víctima yel comisario me lo envió...

El presidente Bernerie no era de esos jueces que toman notas o que, durante laaudiencia, despachan su correspondencia. No dormitaba tampoco y su mirada iba sincesar del testigo al acusado, lanzando a veces una rápida mirada a los jurados.

 —Cuéntenos lo más exactamente que pueda esta primera conversación que ustedtuvo con Gaston Meurant.

  —Llevaba un traje gris y un impermeable beige bastante usado. Parecía

impresionado de encontrarse en mi despacho y me pareció que era su mujer quien lehabía empujado a aquella entrevista. —¿Le acompañaba?  —Se había quedado en la sala de espera. Uno de mis inspectores vino a

advertírmelo y yo le rogué que entrara. Meurant me declaró que había leído los periódicos, que Leontine Faverges era su tía y que, como, por lo que él creía, suhermano y él representaban toda la familia de la víctima, había creído que era su deber darse a conocer. Yo le pregunté qué relaciones tenía con la vieja señora y él me contestóque eran excelentes. Siempre respondiendo a mis preguntas, añadió que su última visitaa la calle Manuel databa del 23 de enero. No pudo proporcionarme la dirección de suhermano, con quien había roto toda relación.

 —Por lo tanto, el 1 de marzo, el acusado niega categóricamente haber estado en lacalle Manuel el 27 de febrero, día del crimen.

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 —Sí, señor presidente. Interrogado sobre su empleo del tiempo, me dijo que habíaestado trabajando en su taller de la calle de la Roquette hasta las seis y media de latarde. Más adelante visité ese taller, así como la tienda. Esta última, que no tiene másque un escaparate bastante estrecho, está lleno de marcos y de grabados. Un ganchoneumático, detrás de la puerta de cristal, permite colgar un letrero que dice: «En caso de

ausencia, dirigirse al fondo del patio». Un pasillo sin iluminación conduce a él y allí seencuentra, en efecto, el taller, donde Meurant confeccionaba sus marcos. —¿Hay portera? —No. La casa no tiene más que dos pisos a los que se sube por una escalera que da

al patio. Es un edificio muy viejo, enclavado entre dos casas de alquiler.Uno de los asesores, al que Maigret no conocía por haber llegado recientemente de

 provincias, miraba recto hacia el público con aire de no oír nada. El otro, por elcontrario, con la piel sonrosada y los cabellos blancos, aprobaba haciendo oscilar lacabeza a cada palabra de Maigret, algunas de las cuales, Dios sabe por qué, learrancaban una sonrisa de satisfacción. En cuanto a los jurados, permanecían taninmóviles como si fueran, por ejemplo, los personajes de yeso pintado de un nacimiento

de Navidad.El abogado del acusado, Pierre Duché, era un joven y ésta era su primera causa

importante. Nervioso, siempre como dispuesto a saltar, se inclinaba de vez en cuandosobre su sumario, que iba cubriendo de notas.

Se hubiera dicho que sólo Gaston Meurant se desinteresaba de lo que pasaba entorno a él o, más exactamente, que asistía a aquel espectáculo como si no le concernieraa él.

Era un hombre de treinta y ocho años, bastante alto, de hombros anchos, concabellos de un rubio rojizo ensortijado, piel colorada y ojos azules.

Todos los testigos le describían como una persona suave y calmosa, poco sociable,que dividía su tiempo entre su taller de la calle de la Roquette y su casa del bulevar deCharonne, desde cuyas ventanas se veían las tumbas del cementerio del Père-Lachaise.

Representaba bien el tipo del artesano solitario, y si algo sorprendía en él era lamujer que había elegido.

Ginette Meurant era baja, muy bien formada, con esa mirada, esa mueca en loslabios y esa clase de cuerpo que hacen pensar inmediatamente en el amor.

Diez años menor que su marido, parecía aún más joven y tenía la costumbre infantilde batir las pestañas con aire de no comprender.

 —¿Qué empleo del tiempo le explicó el acusado para el 27 de febrero desde lasdiecisiete horas a las veinte?

 —Me dijo que dejó su taller hacia las seis y media, apagó las luces de la tienda y

regresó a su casa a pie, según su costumbre. Su mujer no estaba en el apartamento.Había ido al cine, a la sesión de las cinco, lo que solía hacer bastante a menudo.Tenemos el testimonio de la taquillera. Se trata de un cine del suburbio Saint-Antoine,del que ella es asidua. Cuando regresó, un poco antes de las ocho, su marido había

 puesto ya la mesa y preparado la cena. —¿Era esto corriente? —Parece que sí. —La portera del bulevar de Charonne, ¿vio entrar a su inquilina? —No se acuerda. El edificio tiene unos veinte apartamentos y. al final de la tarde,

las entradas y salidas son numerosas. —¿Habló usted con el acusado del jarrón, de las piezas de oro y de los títulos al

 portador?

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 —No ese día, sino al día siguiente, 2 de marzo, cuando le cité en mi despacho.Acababa de oír hablar de este dinero a la portera de la calle Manuel.

 —¿Pareció estar al corriente el acusado? —Tras dudar un poco, acabó por decirme que sí. —¿Le había hecho la confidencia su tía?

 —Indirectamente. Me veo obligado, en este punto, a abrir un paréntesis. Hace unoscinco años, Gaston Meurant, a instancias de su mujer según parece, abandonó su oficio para comprar, en la calle del Chemin-Vert, un local de café-restaurante.

 —¿Por qué dice «a instancias de su mujer»? —Porque ella, cuando Meurant la conoció, hace ocho años, era camarera en un

restaurante del suburbio Saint-Antoine. Fue comiendo en él como Meurant la conoció.Se casaron y, según ella, él insistió para que dejara de trabajar. Meurant lo admitetambién. La ambición de Ginette Meurant era ser algún día dueña de un café-restaurantey, cuando se presentó una ocasión para lograrlo, insistió ante el marido...

 —¿Hicieron un mal negocio? —Sí. Desde los primeros meses, Meurant se vio obligado a dirigirse a su tía para

que le prestara dinero. —¿Se lo presto? —En varias ocasiones. Según su sobrino, en el jarrón chino, no sólo estaba la bolsa

con las piezas de oro, sino también una cartera vieja que contenía billetes de banco. Deesta cartera era de donde cogía las sumas que le entregaba. En broma, llamaba al jarrónsu caja fuerte china.

 —¿Encontró usted al hermano del acusado, Alfred Meurant?  —No en esta época. Sólo sabía, por nuestros archivos, que llevaba una vida

irregular y que había sido condenado dos veces por proxenetismo. —¿Han declarado algunos testigos haber visto al acusado en su taller la tarde del

crimen, después de las cinco? —Entonces, no. —¿Llevaba, según él, un traje azul y un impermeable marrón? —No. Llevaba su traje de diario, que es gris, y una gabardina beige claro que se

 ponía a menudo para ir al trabajo. —Si comprendo bien, ¿no había ningún elemento que permitiera acusarle? —Exacto. —¿Puede usted decirnos en qué se basó, en los días que siguieron al crimen, para

realizar su investigación? —Primeramente, en el pasado de la víctima, Leontine Faverges, y en los hombres

que había conocido. Nos interesamos también por las relaciones de la madre de la niña,

Juliette Perrin, quien, estando al corriente del contenido del jarrón chino, habría podidohablar de ello a algunos amigos. —¿No dieron resultado estas investigaciones? —No. Interrogamos también a todos los habitantes de la calle, a todos los que

habrían podido ver pasar al asesino. —¿Sin resultado? —Sin resultado. —De suerte que, la mañana del 6 de marzo, la investigación estaba todavía en punto

muerto… —Exactamente. —¿Qué pasó la mañana del 6 de marzo?

 —Yo estaba en mi despacho, hacia las diez, cuando recibí una llamada telefónica. —¿Quién se encontraba al otro extremo del hilo?

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 —Lo ignoro. La persona en cuestión no quiso decir su nombre y yo le hice señas alinspector Janvier, que estaba a mi lado, para que intentara averiguar el lugar desdedonde llamaban.

 —¿Lo consiguió?  —No. La comunicación fue demasiado breve. Sólo pude reconocer el ruido

característico de un teléfono público. —¿Era un hombre o una mujer quien le hablaba? —Un hombre. Juraría que hablaba a través de un pañuelo para desfigurar su voz. —¿Qué le dijo? —Textualmente: «Si quiere usted descubrir al asesino de la calle Manuel, dígale a

Meurant que le enseñe su traje azul. Encontrará en él manchas de sangre». —¿Qué hizo usted? —Fui a ver al juez de instrucción, el cual me entregó una orden de registro. En

compañía del inspector Janvier llegué, a las once y diez, al bulevar de Charonne, y, en eltercer piso, llamé a la puerta del apartamento de los Meurant. Nos abrió la señoraMeurant. Estaba en bata y calzada con chancletas. Nos dijo que su marido había ido al

taller y yo le pregunté si poseía un traje azul.«— Sí — contestó —; El que se pone los domingos.»Le pedí que nos lo enseñara. La casa es confortable, coqueta, bastante alegre, pero,

a aquella hora, estaba todavía en desorden.»—¿Por qué quiere ver este traje?»—Es una simple comprobación...»La seguí a la alcoba, donde, del armario, sacó un traje azul marino. Entonces le

enseñé la orden de registro. El traje fue metido en una bolsa especial que yo habíallevado y el inspector Janvier extendió los documentos habituales.

»Media hora más tarde, el traje estaba en manos de los especialistas del laboratorio.En el curso de la tarde me hicieron saber que tenía, en efecto, huellas de sangre sobre lamanga derecha y por debajo, pero que debía esperar al día siguiente para saber si setrataba de sangre humana. No obstante, desde el mediodía había ordenado que sevigilara discretamente a Gaston Meurant y a su mujer.

»Al día siguiente por la mañana, 7 de marzo, dos de mis hombres, los inspectoresJanvier y Lapointe, provistos de una orden de detención, se presentaban en el taller de lacalle de la Roquette y procedían a arrestar a Gaston Meurant.

»Éste pareció sorprendido. Sin resistirse, dijo:»— Seguramente es un malentendido.»Yo esperaba en mi despacho. Su mujer, en un despacho próximo, se mostraba más

nerviosa que él.»

 —¿Puede usted, sin utilizar notas, repetirnos aproximadamente la conversación quesostuvo con el acusado ese día? —Creo que sí, señor presidente. Yo estaba sentado en mi mesa y a él le mantenía de

 pie. El inspector Janvier estaba junto a él, mientras que el inspector Lapointe se habíasentado para tomar taquigráficamente el interrogatorio.

«—No está bien eso, Meurant. ¿Por qué me ha mentido?»Se le pusieron rojas las orejas. Le temblaron los labios...»—Hasta ahora —continué yo—, no pensaba en usted como en un posible culpable,

ni siquiera como en un sospechoso. Pero, ¿qué quiere usted que piense, ahora que séque usted fue a la calle Manuel el 27 de febrero? ¿Qué fue a hacer allí? ¿Por qué lo haocultado?»

El presidente se inclinaba hacia delante para no perderse nada de lo que iba a seguir. —¿Qué le contestó?

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 —Balbuceó, con la cabeza baja:«—Soy inocente. Estaban va muertas.»

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CAPÍTULO II

El presidente, con un gesto discreto, debía haber llamado al ujier, pues éste,

 bordeando sin ruido el banco del Tribunal, se acercó inclinándose hacia él, mientrasDuché, el joven abogado de la defensa, pálido y crispado, se esforzaba por adivinar loque ocurría.

El presidente sólo pronunció unas palabras y todo el mundo, en la sala, siguió sumirada que se fijó en las ventanas altas abiertas en los muros y de las que colgabancuerdas.

Los radiadores estaban muy calientes. Un vapor invisible, que olía cada vez más ahombre, subía de los centenares de cuerpos codo a codo, de las ropas húmedas, de lasrespiraciones.

El ujier, a paso de sacristán, se dirigió hacia una de las cuerdas e hizo esfuerzos por abrir una ventana. Se resistía. Tres veces se repitió, y todo el mundo estaba en suspenso,las miradas le seguían continuamente, y al fin se oía una risa nerviosa cuando se decidíaa probar con la ventana siguiente.

A causa de este incidente, la gente volvió a tomar conciencia del mundo exterior, alver los regueros de lluvia en los cristales, las nubes más allá de ellos, al oír de prontomás claramente los frenazos de los coches y los autobuses. Como para subrayar la

 pausa, hubo incluso, en ese momento preciso, una sirena de ambulancia o de un cochede la policía.

Maigret esperaba, inquieto, concentrado. Había aprovechado la pausa para lanzar una mirada a Meurant y, mientras sus miradas se cruzaban, había creído leer unreproche en los ojos azules del acusado.

 No era la primera vez que en aquel mismo estrado, el comisario sentía un ciertodesánimo. En su despacho del Quai des Orfèvres se enfrentaba todavía con la realidady, hasta cuando redactaba su informe, podría creer que sus frases se adaptaban a laverdad.

Luego pasaban meses, a veces un año y hasta dos, y se encontraba un buen díaencerrado en la sala de testigos con las personas a las que él había interrogado tiempoatrás y que, para él, no eran ya más que un recuerdo. ¿Eran verdaderamente los mismosseres humanos, porteros, transeúntes, proveedores, quienes estaban sentados, con lamirada vacía, en los bancos de la iglesia?

¿Era el mismo hombre, tras meses de prisión, el que estaba en el banquillo de losacusados?

De pronto, se encontraban hundidos en un universo despersonalizado, donde las palabras de todos los días no parecían ya tener curso, donde los hechos más cotidianosse traducían en fórmulas herméticas. La ropa negra de los jueces, el armiño, el traje rojodel fiscal aumentaban todavía esta impresión de ceremonia con ritos inmutables en elque el individuo no era nada.

El presidente Bernerie, sin embargo, llevaba las sesiones con el máximo de paciencia y de humanidad. No acuciaba al testigo para que terminara, no le cortaba la palabra cuando parecía que se perdía en detalles inútiles.

Con otros magistrados, más rigurosos, le había ocurrido a Maigret apretar los puñosde cólera y de impotencia.

Incluso hoy, sabía que no estaba dando de la realidad sino un reflejo sin vida,

esquemático. Todo lo que acababa de decir era verdad, pero no había hecho sentir el peso de las cosas, su densidad, su estremecimiento, su olor.

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Por ejemplo, le parecía indispensable que los que iban a juzgar a Gaston Meurantconocieran la atmósfera del apartamento del bulevar de Charonne tal como él la habíadescubierto.

Su descripción, en dos frases, no servía para nada. Le había chocado, desde el primer momento, la vivienda de la pareja, aquella enorme casa, llena de matrimonios y

de niños, que daba al cementerio.¿A imagen de quién estaban hechas las habitaciones, su decoración, su mobiliario?En la alcoba no se veía una auténtica cama, sino uno de esos divanes de esquinarodeados de estanterías que se llaman cosy-corners. Estaba cubierto con satín naranja.

Maigret trataba de imaginar al artesano de cuadros, ocupado toda la jornada en sutaller, al fondo de un patio, regresando de su trabajo y encontrando aquel ambiente querecordaba a los almacenes: luces casi tan tamizadas como en la calle Manuel, mueblesdemasiado ligeros, demasiado brillantes, colores pálidos...

Sin embargo, eran los libros de Meurant los que estaban en los estantes, aunque sóloeran libros comprados de ocasión, en las librerías de viejo o en las casetas de lasmárgenes del Sena: «Guerra y Paz», de Tolstoi; dieciocho volúmenes encuadernados de

la «Historia del Consulado y del Imperio», en una vieja edición que olía ya a papelenmohecido; «Madame Bovary»; una obra sobre los animales salvajes y, a su lado, unahistoria de las religiones...

Se adivinaba al hombre que quiere instruirse. En la misma habitación se apilaban periódicos sentimentales. revistas en colores, revistas de cine, novelas populares queconstituían, sin duda, el alimento de Ginette Meurant, así como los discos, cerca delfonógrafo., en los que sólo se leían títulos de canciones sentimentales.

¿Cómo se comportaban, ella y él, en las veladas, y luego el domingo durante todo eldía? ¿Qué palabras se dirigían? ¿Cuáles eran sus gestos?

Maigret tenía conciencia de no haber dado tampoco una idea exacta de LeontineFaverges y de su apartamento, al que, tiempo atrás, señores con familia y reputaciónvisitaban discretamente y donde, para evitar que se encontraran entre sí, se les escondíadetrás de gruesas cortinas.

 —Yo soy inocente. Estaban ya muertas... En la sala de audiencia, tan llena como uncine, aquello sonaba como una mentira desesperada, porque, para el público, que sóloconocía el asunto por los periódicos, incluso para los jurados sin duda, Gaston Meurantera un asesino que no había dudado en matar a una niña, intentando primeroestrangularla, para al final, nervioso porque no moría suficientemente de prisa, ahogarla

 bajo los cojines de seda.Eran apenas las once de la mañana, pero ¿acaso las personas que estaban allí tenían

todavía noción del tiempo o, siquiera, de su vida privada? Entre los jurados, había un

vendedor de pájaros del Quai de la Mégisserie y un pequeño empresario de fontaneríaque trabajaba él mismo con sus dos obreros.¿Había también alguno que se hubiera casado con una mujer del tipo de Ginette

Meurant y que, por la noche, tuviera las mismas lecturas que el acusado? —Continúe, señor comisario. —Le pregunté el empleo exacto de su tiempo en la tarde del 27 de febrero. A las

dos, como de costumbre, abrió su tienda y colgó detrás de la puerta el cartel rogandoque entraran hasta el taller. Fue a él, donde trabajó en varios marcos. A las cuatro,encendió las lámparas y volvió a la tienda para iluminar el escaparate. Siempre según él,estaba en su taller cuando, un poco después de las seis, oyó pasos en el patio. Llamaronal cristal.

»Era un viejo señor, al que dice que no había visto nunca. Quería un marco plano,de estilo romántico, de cuarenta centímetros por cincuenta y cinco, para un cuadro

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italiano que acababa de comprar. Meurant le mostró listones de diferentes tamaños.Después de informarse del precio, el viejo señor se marchó.

 —¿Se ha encontrado a este testigo? —Sí, señor presidente. Sólo tres semanas más tarde. Se llama Germain Lombras, un

 profesor de piano que vive en la calle Picpus.

 —¿Le interrogó usted personalmente? —Sí, señor presidente. Afirma que, en efecto, una tarde, poco después de las seis,fue al taller de Meurant. Pasaba por casualidad ante la tienda, y la víspera habíacomprado un paisaje napolitano a un revendedor.

 —¿Le dijo cómo estaba vestido el acusado? —Según parece, Meurant llevaba un pantalón gris bajo un blusón de trabajo crudo y

se había quitado la corbata.El fiscal Aillevard, que, en el sitio del ministerio público, seguía la declaración de

Maigret por el sumario abierto ante sí, hizo ademán de pedir la palabra y el comisario seapresuró a añadir:

 —Le ha sido imposible al testigo precisar si esta escena tuvo lugar el martes o el

miércoles, es decir, el 26 o el 27 de febrero.Le tocó a la defensa agitarse ahora. El joven abogado, a quien todo el mundo

 prometía un brillante porvenir, se lo jugaba, realmente, en este asunto. Debía, a todacosta, dar la impresión de un hombre seguro de sí y de la causa que defendía, y seesforzaba por imponer inmovilidad a sus manos, que le traicionaban. Maigret prosiguiócon una voz impersonal:

 —El acusado pretende que tras esta visita cerró el taller y luego la tienda, antes dedirigirse hacia la parada del autobús.

 —Lo que situaría su partida en torno a las seis y media, ¿no es así? —Más o menos. Se bajó del autobús al final de la calle de los Mártires y se dirigió

hacia la calle Manuel. —¿Tenía entonces alguna intención especial al visitar a su tía? —Primero me declaró que no, que era una visita banal, como tenía costumbre de

hacer al menos una vez por mes. Dos días más tarde, sin embargo, cuando descubrimoslo de la letra impagada, rectificó su declaración.

 —Hablemos de esa letra. —El 28, Meurant debía pagar una letra bastante importante, que ya había sido

 protestada el mes anterior. No poseía los fondos necesarios. —¿Fue presentada esa letra? —Sí. —¿Fue pagada?

 —No.El fiscal, con un gesto, pareció borrar este argumento en favor de Meurant, mientrasPierre Duché se volvía hacia los jurados con el aire de tomarles por testigos.

El hecho había atormentado también a Maigret. Si el acusado, tras haber degolladoa su tía y ahogado a la pequeña Cecile Perrin, había cogido las piezas de oro y los

 billetes ocultos en el jarrón chino, si se había apropiado además de los títulos al portador, ¿por qué razón, cuando no era todavía sospechoso, cuando podía pensar queno lo iba a ser nunca, no pagó la letra, arriesgándose así a un juicio ejecutivo?

 —Mis inspectores calcularon el tiempo que se tarda en ir desde la calle de laRoquette hasta la calle Manuel. En autobús se necesita, a esa hora, una media horaaproximadamente, y en taxi veinte minutos. Una investigación entre los conductores de

taxis no ha dado ningún resultado; tampoco la que se hizo entre los conductores deautobús. Nadie se acuerda de Meurant.

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«Según sucesivas declaraciones suyas, que ha firmado, llegó a la calle Manuel a lassiete menos unos minutos. No encontró a nadie en la escalera, ni vio a la portera. Llamóa la puerta de su tía, y se sorprendió cuando, sin haber recibido respuesta, descubrió lallave en la cerradura.

»Entró y se encontró ante el espectáculo anteriormente descrito.»

 —¿Estaban encendidas las lámparas? —La gran lámpara de pie del salón, que tiene una pantalla color salmón. Meurantcree que había luz en otras habitaciones, pero es más bien una impresión, pues no fue aellas.

 —¿Qué explicación da de su comportamiento? ¿Por qué no se molestó en llamar aun médico, en advertir a la policía...?

 —Por temor a ser acusado. Vio abierto un cajón del escritorio Luis XV y lo cerró.También puso en el jarrón chino las flores artificiales, que yacían en el suelo. En elmomento en que se marchaba, se dijo que al obrar así quizá había dejado huellas ylimpió el mueble y luego el jarrón, con su pañuelo. Limpió también el picaporte de la

 puerta y, en fin, antes de bajar por la escalera, cogió la llave.

 —¿Qué hizo con ella? —La tiró a una alcantarilla. —¿Cómo regresó a su casa? —En autobús. La línea, por el bulevar de Charonne, pasa por calles de menos

tráfico y, según parece, estaba en su apartamento a las siete y treinta cinco. —¿No estaba su mujer? —No. Como ya he dicho, había ido a la sesión de las cinco de un cine del barrio.

Iba mucho al cine, casi cada día. Cinco taquilleras la han recordado a la vista de sufotografía. Meurant, esperándola, puso a calentar un poco de pierna asada y de judíasverdes que les habían quedado, y luego preparó la mesa.

 —¿Hacía esto a menudo? —Muy a menudo.Tuvo la impresión, aunque estuviera de espaldas al público, de que todo el mundo,

en especial las mujeres, sonreía. —¿Cuántas veces ha interrogado al acusado?  —Cinco veces, una de ellas durante once horas. Como no varió en sus

declaraciones, redacté mi informe, que entregué al juez de instrucción, y, desdeentonces, no he vuelto a tener ocasión de verle.

 —¿No le ha escrito, una vez encarcelado? —Sí. La carta ha sido unida al sumario. Me afirma una vez más que es inocente y

me pide que vele por su mujer.

Maigret evitó la mirada de Meurant, que había hecho un ligero movimiento. —¿No le dijo qué es lo que entiende por ello, ni qué teme que le pueda ocurrir aella?

 —No, señor presidente. —¿Encontró a su hermano? —Quince días después del crimen de la calle Manuel, o sea, exactamente, el 14 de

marzo. —¿En París? —En Tolón, donde, sin tener una residencia fija, pasa la mayor parte del tiempo,

con frecuentes desplazamientos a lo largo de la costa, bien a Marsella, bien hacia Niza yMentón. Primero fue escuchado por la policía judicial de Tolón, por exhorto. Luego,

citado en mi despacho, vino, no sin exigir que sus gastos de viaje le fueran pagadosanticipadamente. Según él no había puesto los pies en París desde enero, y proporcionó

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el nombre de tres testigos con quienes jugó a las cartas, en Bandol, el 27 de febrero. Lostestigos fueron oídos. Pertenecen al mismo medio que Alfred Meurant, es decir, alhampa.

 —¿En qué fecha envió su informe al juez de instrucción?  —El informe definitivo, así como las diferentes declaraciones firmadas por el

acusado, fueron transmitidos el 28 de marzo.Se había llegado al momento delicado. Eran tres solamente los que lo sabían, entrelos que tenían un papel importante en el asunto. El fiscal, Justin Aillevard, en primer lugar, a quien, la víspera, a las cinco, Maigret había visitado en su despacho del

 juzgado. Luego, aparte el comisario mismo, el presidente Bernerie, puesto al corrientetambién la víspera, más tarde durante el mismo día, por el fiscal.

Pero había otros, insospechados del público, que esperaban también este momento:cinco inspectores que Maigret había elegido entre los menos conocidos, algunos que

 pertenecían a la brigada de costumbres, generalmente llamada la «Mundana».Desde la apertura del proceso, estaban en la sala, mezclados con la gente, en puntos

estratégicos, observando los rostros, espiando las reacciones.

 —Oficialmente, pues, señor comisario, su investigación terminó el 28 de marzo. —Exacto. —Después de esta fecha, ¿ha vuelto a ocuparse, no obstante, de los actos de algunas

 personas relacionadas más o menos próximamente con el acusado? De pronto, elabogado de la defensa se levantó, dispuesto a protestar. Iba a decir, sin duda, que no setenía derecho a utilizar contra su cliente hechos que no estaban consignados en elsumario.

 —Tranquilícese, señor —le dijo el presidente—. Va usted a ver dentro de uninstante que si utilizo mis poderes discrecionales para evocar un desarrollo inesperadodel asunto, no lo hago con el objeto de abrumar al acusado.

El fiscal, por su parte, miró al joven defensor con un asomo de ironía, con un aireun tanto protector.

  —Repito mi pregunta. El comisario Maigret, en definitiva, ¿prosiguió suinvestigación de forma oficiosa?

 —Sí, señor presidente. —¿Por su propia cuenta? —De acuerdo con el director de la policía judicial. —¿Tuvo usted al juzgado al corriente? —Hasta ayer, no, señor presidente. —¿Sabía el juez de instrucción que usted continuaba ocupándose del asunto? —Le hablé de ello incidentalmente.

 —No obstante, usted no actuaba ni siguiendo sus instrucciones ni las del fiscalgeneral, ¿no es así? —Así es, señor presidente. —Es necesario que esto quede claramente establecido. Por eso yo he calificado de

oficiosa esta investigación en cierto modo complementaria. ¿Por qué razón, señor comisario, continuó usted empleando a sus inspectores en investigaciones que el envío ala Audiencia por la sala de las actas de acusación no hacía ya necesarias?

La calidad del silencio, en la sala, había cambiado. No se oía la menor tos y ni unzapato se movía sobre el suelo.

 —Yo no estaba satisfecho de los resultados obtenidos —murmuró Maigret con unavoz turbia.

 No podía decir lo que sentía. El verbo satisfacer no expresaba sino imperfectamentesu pensamiento. Los hechos, en su opinión, no casaban con los personajes. ¿Cómo

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explicar esto en el marco solemne de la Audiencia, donde le interrogaban con frases precisas?

El presidente tenía una experiencia tan larga como él, más larga incluso, de losasuntos criminales. Cada noche se llevaba sumarios para estudiar en su apartamento del

  bulevar Saint-Germain, donde la luz, en su despacho, permanecía con frecuencia

encendida hasta las dos de la madrugada.Había visto desfilar, por el banquillo de los acusados y el estrado, hombres ymujeres de todas clases.

Sin embargo, ¿no seguían siendo teóricos sus contactos con la vida? Él no había idoal taller de la calle de la Roquette, ni al extraño apartamento del bulevar de Charonne.

 No conocía el hormigueo de esos edificios, ni el de las calles llenas de tráfico o lastabernas y los bailes de barrio.

Se le llevaban acusados entre dos gendarmes y todo lo que conocía de ellos lodescubría en las páginas de un sumario.

Hechos. Frases. Palabras. Pero, ¿y en torno?Sus asesores estaban en el mismo caso. El fiscal también. La dignidad misma de sus

funciones les aislaba del resto del mundo, en el que formaban un islote aparte.Entre los jurados, entre los espectadores, algunos, sin duda, estaban en mejores

condiciones para comprender el carácter de un Meurant, pero éstos no tenían voz en lasala o no conocían nada del complicado aparato de la Justicia.

¿Y no estaba Maigret al mismo tiempo a ambos lados de la balaustrada? —Antes de dejarle continuar, señor comisario, quisiera que nos dijese cuál ha sido

el resultado del análisis de las manchas de sangre. Hablo de las que fueron encontradasen el traje azul perteneciente al acusado.

  —Se trata de sangre humana. Delicadas investigaciones de laboratorio handemostrado más tarde que esta sangre y la de la víctima presentan un número suficientede características semejantes como para que sea científicamente cierto que nosencontramos frente a la misma sangre.

 —A pesar de ello, ¿continuó su investigación? —En parte a causa de ello, señor presidente.El joven abogado, que se había preparado a combatir la declaración de Maigret, no

creía lo que oía, se mostraba inquieto, mientras el comisario proseguía su ronroneo. —El testigo que vio a un hombre con traje azul e impermeable marrón salir, hacia

las cinco, del apartamento de Leontine Faverges, está seguro respecto a la hora. Estahora, por otra parte, ha sido confirmada por un comerciante del barrio a cuya tienda fuedicha persona antes de ir, en la calle Manuel, a ver a su costurera. Si se acepta eltestimonio Lombras, aunque éste sea menos firme en cuanto a la fecha de su visita a la

calle de la Roquette, el acusado se encontraba todavía, en pantalón gris, a las seis, en sutaller. Hemos calculado el tiempo necesario para ir desde este taller al apartamento del bulevar de Charonne, y luego el tiempo para cambiarse y, por fin, el que hace falta paratrasladarse a la calle Manuel. Todo ello representa, como mínimo, cincuenta y cincominutos. El hecho de que la letra presentada al día siguiente no haya sido pagadatambién me extrañó mucho.

 —Entonces, usted se ocupó de Alfred Meurant, el hermano del acusado. —Sí, señor presidente. Al mismo tiempo, mis colaboradores y yo nos hemos

dedicado a otras investigaciones. —Antes de permitirle explicar el resultado de ellas, debo asegurarme de que están

estrechamente relacionadas con el asunto en curso.

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 —Lo están, señor presidente. Durante muchas semanas, inspectores de la brigada delocales han presentado ciertas fotografías a un gran número de hoteles amueblados deParís.

 —¿Qué fotografías? —La de Alfred Meurant, en primer lugar. Y también la de Ginette Meurant.

Fue el acusado, esta vez, quien se alzó, indignado, y su abogado tuvo que levantarse para calmarle y obligarle a que se tranquilizara. —Díganos sus conclusiones todo lo brevemente que le sea posible. —Alfred Meurant, el hermano del acusado, es muy conocido en ciertos barrios, en

 particular en los alrededores de la plaza de los Ternes, y en tomo a la Puerta Saint-Denis. Hemos encontrado fichas de él, entre otros sitios, en un pequeño hotel situado enla calle de la Estrella, donde estuvo en varias ocasiones, pero nada indica que

 posteriormente al 1 de enero haya venido a París.»En fin, si se le ha visto con numerosas mujeres, nadie recuerda haberle visto en

compañía de su cuñada, a no ser en una época que se remonta a más de dos años».Maigret sentía sobre sí la mirada hostil de Meurant, que tenía los dos puños

cerrados y hacia el cual el abogado continuaba volviéndose por temor a un estallido. —Continúe.  —La fotografía de Ginette Meurant fue reconocida en seguida, no sólo por el

 personal de los cines, sobre todo de los cines del barrio, sino también en los bailes demala nota, tanto en la calle de Lappe como en el barrio de la Chapelle. Ha frecuentadoestos lugares durante muchos años, siempre por la tarde, y el último baile al que fue esal de la calle de los Gravilliers.

 —¿Iba sola? —Ha tenido en ellos un cierto número de amigos, nunca por mucho tiempo. Sin

embargo, en los últimos meses que precedieron al crimen, casi no se la vio en ellos.Estos testimonios, ¿no explicaban la atmósfera del bulevar de Charonne, las revistas

y los discos, su contraste con los libros que Meurant iba a comprar a las librerías deviejo?

 —Cuando, hace poco menos de un mes, me marché de vacaciones —prosiguióMaigret—, los diferentes servicios de la policía no habían descubierto nada más.

 —Durante esta investigación, ¿ha sido objeto de vigilancia la señora Meurant por  parte de la policía?

 —No una vigilancia continua, en el sentido de que no era seguida en todas sussalidas y que no tenía a todas horas, incluso por la noche, un inspector a su puerta.

Risas en la sala. Una breve mirada del presidente. De nuevo el silencio. Maigret sesecó la frente, embarazado por su sombrero, que seguía sosteniendo en la mano.

 —Esta vigilancia, aunque esporádica —preguntó el magistrado, no sin ironía—,¿era el resultado de la carta que el acusado le envió desde su prisión y tenía por objeto proteger a su mujer?

 —No quiero decir eso. —¿Buscaba usted, si comprendo bien, descubrir las personas que frecuentaba?  —Quise saber, en primer lugar, si se encontraba a veces con su cuñado a

escondidas. Luego, no obteniendo resultados positivos, me pregunté a quien trataba y enqué empleaba su tiempo.

 —Una pregunta, señor comisario. Usted oyó a Ginette Meurant en la P. J. Ledeclaró, si no recuerdo mal, que regresó a su casa el 27 de febrero hacia las ocho de lanoche y que encontró la cena preparada en la mesa. ¿Le dijo qué traje llevaba su

marido? —Un pantalón gris. Estaba sin chaqueta.

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 —¿Y cuando se despidió de él después de comer? —Llevaba traje gris. —¿A qué hora dejó ella el apartamento del bulevar de Charonne? —Hacia las cuatro. —De modo que Meurant habría podido ir a cambiarse después, volver a salir, y

cambiarse de nuevo al regresar, sin que ella lo supiera, ¿no es cierto? —Es materialmente posible. —Volvamos a la investigación complementaria a la que se dedicó usted. —La vigilancia de Ginette Meurant no ha dado nada. Desde el encarcelamiento de

su marido ha pasado la mayor parte del tiempo en su casa, no saliendo más que parahacer la compra, para las visitas a la cárcel y, dos o tres veces por semana, a una sesiónde cine. Esta vigilancia, como ya he dicho, no era continua. Se hacía de vez en cuando.Sus resultados confirman, no obstante, lo que nos dijeron los vecinos y los proveedores.Anteayer, regresé de vacaciones y encontré un informe sobre mi mesa. Quizá seaconveniente explicar que la policía no pierde jamás completamente de vista un asunto,de modo que a veces una detención se produce, fortuitamente, dos o tres años después

del crimen o el delito.  —Dicho de otra forma, durante los últimos meses, no se efectuaban ya las

investigaciones sistemáticas sobre los actos de Ginette Meurant. —Exacto. Los inspectores locales y los de costumbres, del mismo modo que mis

 propios inspectores, llevaban, sin embargo, su fotografía en el bolsillo, así como la desu cuñado. De vez en cuando la enseñaban. Fue de esta forma como, el 26 deseptiembre, un testigo reconoció en la fotografía de la joven a una de sus clientesregulares.

Meurant se agitó de nuevo y fue el presidente, esta vez, quien le miró con severidad.En la sala alguien protestó, sin duda, Ginette Meurant.

 —Este testigo es Nicolás Cajou, gerente de un hotel amueblado de la calle Victor-Massé, a dos pasos de la plaza Pigalle. Normalmente está en el escritorio de suestablecimiento y, por la puerta de cristales, vigila las entradas y salidas.

 —¿No fue interrogado en marzo pasado o en abril, como los otros encargados? —Entonces estaba en el hospital con motivo de una operación, y su cuñada le

reemplazaba. Después pasó tres meses de convalecencia en Morvan, de donde esnatural, y a finales de septiembre fue cuando un agente de locales, casualmente, lemostró la fotografía.

 —¿La fotografía de Ginette Meurant? —Sí. La reconoció a la primera mirada diciendo que hasta su partida para el

hospital ella venía en compañía de un hombre al que no conocía. Una doncella,

Geneviève Lavancher, reconoció también la fotografía.En la mesa de los periodistas, éstos se miraban entre sí y luego miraban almagistrado con sorpresa.

 —Supongo que el compañero al que usted hace alusión es Alfred Meurant. —No, señor presidente. Ayer, en mi despacho, donde cité a Nicolás Cajou y a la

doncella, les mostré varios centenares de fichas antropométricas con el fin deasegurarme de que el compañero de Ginette Meurant no es conocido nuestro. El hombreen cuestión es de poca talla, achaparrado, con los cabellos muy morenos. Va vestido conrebuscamiento y lleva en un dedo una sortija con una piedra amarilla. Tiene unos treintaaños y fuma cigarrillos americanos, que enciende uno tras otro, de suerte que despuésde cada una de sus visitas a la calle Victor-Massé se encontraba un cenicero lleno de

colillas, de las que sólo algunas estaban manchadas con carmín de los labios.

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»No he tenido materialmente tiempo, antes del proceso, para iniciar unainvestigación profunda. Nicolás Cajou entró en el hospital el 26 de febrero. El 25 estabatodavía en el escritorio del hotel y afirma que, ese día, recibió la visita de la pareja.

En la sala, que seguía invisible para Maigret, se produjo una agitación, y el presidente alzó el tono, lo que ocurría raramente, para decir:

 —Silencio, o mando desalojar.Una voz de mujer intentó hacerse oír: —Señor presidente, yo... —¡Silencio!El acusado, con las mandíbulas apretadas, miró a Maigret con odio.

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CAPITULO III

 Nadie se movió mientras el presidente se inclinaba alternativamente hacia uno y

otro de sus asesores y les hablaba en voz baja. Se inició un coloquio de tres, querecordaba también a los ritos religiosos, pues se veía a los labios moverse sin ruido,como diciendo responsos, y a los rostros inclinarse con una curiosa cadencia. Llegó unmomento en que el fiscal, con sus ropajes rojos, abandonó su puesto para intervenir también y pudo creerse, un poco más tarde, que el joven defensor iba a hacer otro tanto.Dudaba visiblemente, inquieto, todavía no muy seguro de sí, y ya estaba casi de piecuando el presidente Bernerie golpeó la mesa con su mazo y el magistrado ocupó denuevo su puesto como en un cuadro.

Xavier Bernerie recitó con indiferencia: —El Tribunal agradece al testigo su declaración y le ruega que no abandone la sala.Siempre como un oficiante, buscó su birrete con la mano, lo cogió y poniéndose de

 pie, acabó su responso: —La audiencia se suspende por un cuarto de hora.Estalló, en un segundo, un ruido de recreo, casi una explosión, apenas ensordecida,

de sonidos de todas clases que se mezclaban. La mitad de los espectadores abandonósus puestos; algunos, de pie en los bancos, gesticulaban, otros se atropellabanesforzándose por alcanzar la gran puerta que los guardias acababan de abrir mientras losgendarmes escamoteaban al acusado por una salida que se confundía con los paneles delos muros, seguido con dificultad por Pierre Duché, y los jurados, al otro lado,desaparecían también entre bastidores.

Abogados con toga, sobre todo jóvenes, y una abogado que habría podido aparecer 

en la portada de una revista, formaban un racimo negro y blanco cerca de la entrada delos testigos. Discutían los artículos 310, 311, 312 y siguientes del código de procedimiento criminal y algunos hablaban con excitación de irregularidades en eldesarrollo de las sesiones, lo que llevaría infaliblemente el asunto a la casación.

Un viejo abogado de dientes amarillos, con toga brillante, un cigarrillo sin encender colgado de su labio inferior, invocaba calmosamente la jurisprudencia, y citaba doscasos, uno en Limoges, en 1885, y otro en Poitiers, en 1923, en los que no sólo se habíarehecho enteramente la instrucción en la audiencia pública, sino que había tomado unadirección nueva a consecuencia de un testimonio inesperado.

De todo esto, Maigret, como un bloque inmóvil, no veía sino imágenes confusas,oía fragmentos, y no había tenido tiempo de descubrir, en la sala donde se iban creando

algunos huecos, más que a dos de sus hombres, cuando fue descubierto por los periodistas.Reinaba la misma excitación que en el teatro, en un estreno, después del primer 

acto. —¿Qué opina usted de la bomba que acaba de lanzar, señor comisario? —¿Qué bomba?Llenó metódicamente su pipa; sentía sed.

 —¿Cree que Meurant es inocente? —No creo nada. —¿Sospecha de su mujer? —Señores, no se molesten si no tengo nada que añadir a lo que ya he dicho en el

estrado.

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Si la jauría le dejó en paz de pronto, fue porque un joven reportero se había precipitado hacia Ginette Meurant, que se esforzaba por ganar la salida y los demástemieron perderse una declaración sensacional. Todo el mundo miraba al grupo agitado.Maigret lo aprovechó para deslizarse por la puerta de los testigos; en el corredor encontró a algunos hombres que fumaban cigarrillos, y otros que, poco familiarizados

con el lugar, buscaban los urinarios.Sabía que los magistrados deliberaban en la sala del presidente y vio a un ujier conducir a ella al joven Duché, al que habían mandado llamar.

Se acercaba el mediodía. Bernerie, evidentemente, quería acabar con el incidente enla audiencia de la mañana, a fin de reanudar, por la tarde, el curso regular de lassesiones, esperando alcanzar un veredicto en el mismo día.

Maigret llegó a la galería, encendió al fin su pipa, dirigió un gesto a Lapointe, alque descubrió apoyado en un pilar.

 No era el único que quería aprovechar la suspensión para beber un vaso de cerveza.Se veía a la gente, fuera, con el cuello alzado, que atravesaban la calle corriendo bajo lalluvia para meterse en los cafés más próximos.

En la cantina del Palacio, una masa impaciente, apretada, importunaba a losabogados y a sus clientes, quienes, unos instantes más tarde, discutían tranquilamente desus pequeños asuntos.

 —¿Cerveza? —preguntó a Lapointe. —Si podemos, jefe.Avanzaron entre las espaldas y los codos. Maigret hacía señas a un mozo al que

conocía desde hacía veinte años y, unos instantes más tarde, le pasó por encima de lascabezas dos cortos espumosos.

 —Arréglatelas para saber dónde come, con quién, a quién habla, y si llega el caso, aquién telefonea.

La marea refluía ya y la gente corría para volver a ocupar sus puestos. Cuando elcomisario llegó a la sala, era demasiado tarde para alcanzar las filas de los bancos ytuvo que quedarse contra la puerta pequeña, entre los abogados.

Los jurados estaban en sus puestos, y también el acusado, entre sus guardias, con sudefensor por debajo y delante de él. El Tribunal entró y se sentó dignamente,consciente, sin duda, como el comisario, del cambio que se había producido en laatmósfera.

Hacía un momento se trataba de un hombre acusado de haberle cortado la gargantaa su tía, una mujer de sesenta años, y de haber ahogado, después de haber intentadoestrangularla, a una niña de cuatro años. ¿No era natural que hubiera en el aire unagravedad lúgubre y un poco sofocante?

Ahora, después del entreacto, todo había cambiado.Gastón Meurant había pasado al segundo plano y el doble crimen incluso había perdido su importancia. El testimonio de Maigret había introducido un nuevo elemento,había planteado un nuevo problema, equívoco, escandaloso, y la sala no se interesaba yamás que por la joven que los ocupantes de las últimas filas trataban en vano de ver.

Esto creaba un rumor particular y se vio al presidente pasear una mirada severa por la multitud, con el aire de buscar con los ojos a los perturbadores. Esta situación duró

 bastante y, a medida que pasaba el tiempo, los ruidos se iban haciendo más sordos,hasta que de pronto murieron y el silencio se impuso de nuevo.

 —Advierto al público que no toleraré ninguna manifestación y que al primer incidente haré desalojar la sala.

Carraspeó y murmuró algunas palabras al oído de sus asesores.

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 —En virtud de los poderes discrecionales que me están conferidos y de acuerdo conel ministerio público, así como con la defensa, he decidido oír a tres testigos nuevos.Dos se encuentran en la sala y el tercero, cuyo nombre es Geneviève Lavancher, citadaya telefónicamente, se presentará en la audiencia de esta tarde. Ujier, haga el favor dellamar a la señora Ginette Meurant.

El viejo ujier avanzó por el espacio vacío al encuentro de la joven, la cual, sentadaen la primera fila, se levantó, dudó, y al fin se dejó conducir al estrado.Maigret la había oído varias veces en el Quai des Orfèvres. Tuvo entonces delante

de sí a una mujer bajita, de vulgar coquetería, y a veces agresiva.En honor de la Audiencia, se había comprado un traje de chaqueta negro, con falda

y abrigo de tres cuartos, y sólo llevaba de color la blusa amarillo paja.También para la ocasión, el comisario estaba convencido de ello, con el propósito

de cuidar el papel que representaba, llevaba un sombrero con velo que daba a su rostroun cierto misterio.

Se hubiera dicho que representaba a la vez la muchachita ingenua y la joven señoracomme-il-faut,  bajando la cabeza, y alzándola luego para fijar en el presidente sus ojos

asustados y dóciles. —¿Se llama usted Ginette Meurant, de soltera Chenault? —Sí, señor presidente. —Hable más fuerte y vuélvase hacia los señores jurados. ¿Tiene usted veintisiete

años y nació en Saint-Sauveur, en Nièvre? —Sí, señor presidente. —¿Es usted la esposa del acusado? —Sí, señor presidente.Respondía siempre con la misma voz de buena colegiala.

 —En virtud del artículo 322, su declaración no puede ser recibida, pero, de acuerdocon el ministerio público y con la defensa, el Tribunal tiene derecho a oírla a título deinformación.

Y, como ella alzó la mano imitando a los anteriores testigos, la contuvo. —No. Usted no debe prestar juramento.Maigret vio entre dos cabezas la cara pálida de Gastón Meurant, que miraba

fijamente hacia delante. De vez en cuando, sus mandíbulas se apretaban con tanta fuerzaque formaban un bulto.

Su mujer evitaba volverse hacia él, como si le hubiera sido prohibido, y era siempreal presidente al que dirigía sus ojos.

 —¿Conocía a la víctima, Leontine Faverges? Pareció dudar antes de murmurar: —No muy bien.

 —¿Qué quiere usted decir? —Que ella y yo no nos tratábamos. —Sin embargo, ¿usted habló con ella? —La primera vez, antes de nuestra boda. Mi prometido insistió en presentármela

diciendo que era su única familia. —¿Fue usted, pues, a la calle Manuel? —Sí. Por la tarde, hacia las cinco. Nos sirvió chocolate y pasteles. En seguida noté

que yo no le gustaba y que aconsejaría a Gastón que no se casara conmigo. —¿Por qué razón?Se encogió de hombros, buscó las palabras, y al fin cortó:

 —Éramos muy diferentes.

Una mirada del presidente contuvo las risas apenas iniciadas. —¿No asistió a su matrimonio?

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 —Sí. —¿Y Alfred Meurant, su cuñado? —También. En esta época, él vivía en París y no estaba reñido con mi marido. —¿Qué profesión ejercía? —Representante de comercio.

 —¿Trabajaba regularmente? —¿Cómo podía yo saberlo? Nos ofreció un servicio de café como regalo de boda. —¿No ha vuelto a ver a Leontine Faverges? —Cuatro o cinco veces. —¿Ha ido a su casa? —No. Somos nosotros los que fuimos a la suya. Yo no tenía ninguna gana, pues me

da horror el imponerme a la gente a la que no gusto, pero Gastón decía que no tenía másremedio.

 —¿Por qué? —No lo sé. —¿No sería, quizá, por su dinero?

 —Puede ser. —¿En qué momento dejó usted de frecuentar la calle Manuel? —Hace mucho tiempo. —¿Dos años? ¿Tres años? ¿Cuatro años? —Pongamos tres años. —¿Conocía usted, por lo tanto, la existencia del jarrón chino que se encontraba en

el salón? —Lo vi y hasta le dije a Gastón que las flores artificiales sólo están bien para las

coronas mortuorias. —¿Sabía lo que contenía? —Sólo sabía lo de las flores. —Su marido, ¿no le dijo nunca nada? —¿De qué? ¿Del jarrón? —De las piezas de oro.Por primera vez, ella se volvió hacia el banquillo de los acusados.

 —No. —¿No le confió tampoco que su tía, en lugar de depositar su dinero en el banco, lo

guardaba en su casa? —No lo recuerdo. —¿No está usted segura? —Bueno... Sí...

 —En la época en que usted frecuentaba todavía, por poco que fuera, la calleManuel, ¿estaba ya la pequeña Cecile Perrin en la casa? —Yo no la vi nunca. No. Hubiera sido demasiado pequeña. —¿Ha oído usted hablar de ella a su marido? —Ha debido aludir a ella. ¡Espere! Sí, ahora estoy segura. Incluso me extrañó que

se confiara una niña a una mujer como ella. —¿Sabía usted que el acusado iba con bastante frecuencia a pedir dinero a su tía? —No me tenía siempre al corriente. —Pero, de una forma general, lo sabía, ¿no? —Sabía que a él no le iban los negocios, que se dejaba arrollar por todo el mundo,

como cuando abrimos, en la calle del Chemin-Vert, un restaurante que hubiera podido

marchar muy bien. —¿Qué hacía en el restaurante usted?

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 —Servía a los clientes. —¿Y su marido? —Trabajaba en la cocina, ayudado por una vieja. —¿Entendía él de eso? —Utilizaba un libro.

 —¿Estaba usted sola en la sala con los clientes? —Al comienzo, teníamos una camarera joven.  —Cuando el negocio fue a peor, ¿no ayudó Leontine Faverges a pagar a los

acreedores? —Supongo. Creo que aún se debe dinero. —Su marido, los últimos días de febrero, ¿parecía preocupado? —Siempre estaba preocupado. —¿Le habló de una letra que le presentaban el 28? —No presté atención. Había letras todos los meses. —¿No le anunció que iría a ver a su tía para pedirle que le ayudara una vez más? —No me acuerdo.

 —¿Le hubiera sorprendido? —No. Estaba acostumbrada a ello. —Tras la liquidación del restaurante, ¿le propuso usted trabajar? —No lo hice. Gastón no quería. —¿Por qué razón? —Quizá porque estaba celoso. —¿Le hacía escenas de celos? —Escenas, no. —Vuélvase hacia los señores jurados. —Lo olvidaba. Perdón. —¿En qué se basa usted para afirmar que estaba celoso? —Ante todo, no quería que yo trabajara. Luego, en la calle del Chemin-Vert, salía

sin cesar de la cocina para espiarme. —¿La ha seguido alguna vez?Pierre Duché se agitó en su banco, incapaz de ver adonde quería llegar el

 presidente. —Yo no lo he notado. —Por la noche, ¿le preguntaba qué había hecho? —¿Qué le respondía usted? —Que había ido al cine. —¿Está usted segura de no haber hablado a nadie de la calle Manuel y de Leontine

Faverges? —Sólo a mi marido, —¿Ni a una amiga? —No tengo amigas. —¿Frecuentaban a alguien su marido y usted? —A nadie.Si estaba desconcertada por aquella pregunta, no lo dejaba ver.

 —¿Se acuerda del traje que su marido llevaba el 27 de febrero a la hora de comer? —Su traje gris. Era el de diario. El otro no se lo ponía más que el sábado por la

noche, si salíamos, y el domingo. —¿Y para ir a ver a su tía?

 —Algunas veces creo que se puso su traje azul. —¿Lo hizo aquel día?

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 —No puedo saberlo. Yo no estaba en la casa. —¿Ignora usted si en el curso de la tarde volvió al apartamento? —¿Cómo podría saberlo? Estaba en el cine. —Gracias.Quedó allí, azarada, incapaz de creer que había terminado, que no le iban a hacer las

 preguntas que todo el mundo esperaba. —Puede usted volver a su puesto.Y el presidente enlazó:

 —Haga acercarse a Nicolás Cajou.Había decepción en el ambiente. El público tenía la impresión de que le acababan

de engañar, de escamotear una escena a la que tenía derecho. Ginette Meurant se volvióa sentar como a disgusto y un abogado, cerca de Maigret, susurró a sus compañeros:

 —Lamblin se la ha estado ganando en el corredor durante la suspensión...El abogado Lamblin, con su silueta de perro famélico, daba mucho que hablar de sí

en el Palacio, raramente bien, y había dado muchas veces ocasión para que le prohibieran ejercer. Como por casualidad, se encontraba instalado al lado de la joven y

le hablaba en voz baja con aire de felicitarla.El hombre que avanzaba hacia el estrado arrastrando una pierna era una muestra

muy diferente de humanidad. Si Ginette Meurant, bajo sus afeites, tenía la palidez de lasmujeres que viven como en un invernadero, él no sólo estaba descolorido, sino que

 parecía hecho de una materia blanda y malsana.¿Era consecuencia de la operación el que hubiera adelgazado tanto? Lo hacía

destacar aún más el que sus ropas flotaran, demasiado amplias, sobre su cuerpo, quehabía perdido toda energía y flexibilidad.

Se le imaginaba mejor en zapatillas, metido en su despacho con los cristalesesmerilados de su hotel, que no caminando por las aceras de la ciudad.

Tenía bolsas bajo los ojos, papadas bajo el mentón. — ¿Se llama usted Nicolás Cajou, de sesenta y dos años, y nació en Marillac, en

Cantal, ejerciendo la profesión de gerente de hotel en París, en la calle Victor-Massé? —Sí, señor presidente. —No es usted ni pariente, ni amigo, ni está al servicio del acusado... Jura decir la

verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad... Levante la mano derecha... Diga: Lo juro...

 —Lo juro...Un asesor se inclinó hacia el presidente para hacerle una observación que debía ser 

oportuna, pues Bernerie pareció sorprendido, reflexionó un buen momento y acabó por encogerse de hombros. Maigret, que no se había perdido nada de la escena, creía haber 

comprendido.Los testigos que han sufrido una condena infamante, en efecto, o que se dedican auna actividad inmoral, no tienen derecho a prestar juramento. Ahora bien, ¿no tenía unoficio inmoral el encargado del hotel, puesto que recibía en su establecimiento a parejasen condiciones prohibidas por la ley? ¿Se estaba seguro de que no figuraba ningunacondena en su expediente judicial?

Era demasiado tarde para comprobarlo, y el presidente carraspeó antes de preguntar con una voz neutra:

  —¿Lleva usted normalmente un registro de los clientes que alquilan lashabitaciones?

 —Sí, señor presidente.

 —¿De todos los clientes? —De todos los que pasan la noche en mi hotel.

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 —¿Pero no registra usted los nombres de aquellos que no hacen más que estar unrato en el curso del día?

 —No, señor presidente. La policía podrá, decirle que...Que él se portaba bien, desde luego, que en su establecimiento jamás había

escándalo y que cuando hacia falta proporcionaba a la brigada de alojamientos o a los

inspectores de costumbres los informes que necesitaban. —¿Ha mirado usted con atención al testigo que le ha precedido en el estrado? —Sí, señor presidente. —¿Le ha reconocido usted? —Sí, señor presidente. —Diga a los señores jurados en qué circunstancias ha visto anteriormente a esta

 joven. —En las circunstancias habituales. Una mirada de Bernerie cortó las risas. —¿Es decir? —Pues que venía a menudo, por la tarde, en compañía de un señor que alquilaba

una habitación.

 —¿A qué llama usted a menudo? —Varias veces por semana. —¿Cuántas, por ejemplo? —Tres o cuatro veces. —¿Era siempre el mismo su compañero? —Sí, señor presidente. —¿Le reconocería usted? —Seguro. —¿Cuándo le vio por última vez? —La víspera de mi entrada en el hospital, es decir, el 25 de febrero. Me acuerdo de

la fecha por mi operación. —Descríbale. —No alto... Más bien bajo... Sospecho que, como algunos que se atormentan por ser 

  bajos, llevaba zapatos especiales... Siempre bien vestido, yo diría incluso quedemasiado elegante... En el barrio conocemos a este tipo de personas... Y esto fue lo queme extrañó...

 —¿Por qué? —Porque estos señores, en general, no tienen la costumbre de pasar la tarde en el

hotel, sobre todo con la misma mujer... —¿Imagino que usted conoce más o menos de vista a la fauna de Montmartre? —¿Perdón?

 —Quiero decir a los hombres de los que habla... —Los veo pasar. —Sin embargo, ¿no ha visto usted nunca a éste fuera de su establecimiento? —No, señor presidente. —¿Tampoco ha oído hablar de él? —Sólo sé que se llama Pierrot. —¿Cómo lo sabe usted? —Porque alguna vez la señora que le acompañaba le llamó así delante de mí. —¿Tenía algún acento? —No se puede decir que lo tuviera. Pero siempre pensé que era del Mediodía o

quizá un corso.

 —Gracias.

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Esta vez se leía la decepción en los rostros. Se había esperado una confrontacióndramática y no ocurría nada, sólo un intercambio en apariencia inocuo de preguntas yrespuestas.

El presidente miró la hora. —La audiencia se suspende y se reanudará a las dos y media.

La misma batahola que un momento antes, con la diferencia, esta vez, de que todala sala se vació y que hacían calle para ver pasar a Ginette Meurant. A Maigret, desdelejos, le pareció que Lamblin iba detrás de ella y que la mujer se volvía de vez encuando para asegurarse de que la seguía.

El comisario acababa de franquear la puerta cuando chocó con Janvier, al que lanzóuna mirada interrogadora.

 —Ya les tenemos, jefe. Están los dos en el Quai. El comisario tardó un buen rato encomprender que se trataba de otro asunto, un robo a mano armada en una sucursal de

 banco del distrito XX. —¿Cómo fue? —Fue Lucas quien los detuvo en casa de la madre de uno de los chicos. El otro

estaba oculto debajo de la cama y la madre lo ignoraba. No salían desde hacía tres días.La pobre mujer creía que su hijo estaba enfermo, y le preparaba ponches. Es viuda deun empleado de ferrocarriles y en la actualidad trabaja en una droguería del barrio...

 —¿Qué edad? —El hijo, dieciocho años. Su compañero, veinte. —¿Niegan? —Sí. Pero creo que usted los ablandará con facilidad. —¿Comes conmigo? —De todas formas he avisado a mi mujer que no volvería.Seguía lloviendo cuando atravesaron la plaza Dauphine para dirigirse hacia la

cervecería que se había convertido en una especie de sucursal de la P. J. —¿Y en el Palacio? —Nada concreto todavía.Se detuvieron ante el mostrador esperando a que quedara libre una mesa.

 —Tendré que telefonear al presidente para que me autorice a ausentarme de lassesiones.

Maigret no tenía ganas de pasarse la tarde inmóvil entre la gente, al calor húmedo,escuchando a testigos que ya no aportarían nada imprevisto. A aquellos testigos loshabía oído ya en la calma de su despacho. Y a casi todos, los había visto también en suscasas, en sus propios ambientes.

La Audiencia siempre había representado para él la parte más penosa, la más triste

de sus funciones, y siempre sentía en ella la misma angustia.¿No era todo falseado allí? No por culpa de los jueces, de los jurados, de lostestigos, o por culpa del código o del procedimiento, sino porque los seres humanos seveían de pronto resumidos, si así puede decirse, a algunas frases, a algunas sentencias.

Lo había discutido a veces con su amigo Pardon, el médico del barrio con quien sumujer y él habían tomado la costumbre de cenar una vez al mes.

Un día que su consulta había estado llena, Pardon dejó escapar su desánimo, suamargura.

 —¡Veintiocho clientes sólo por la tarde! Apenas hay tiempo más que de hacerlessentar, y preguntarles unas cuantas cosas. ¿Qué siente usted? ¿Dónde le duele? ¿Cuántotiempo hace? Los demás esperan, con la mirada fija en la puerta acolchada, y se

 preguntan si les llegará su turno alguna vez. ¡Saque la lengua! ¡Desnúdese! En la mayor  parte de los casos, una hora no sería suficiente para descubrir todo lo que hace falta

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saber. Cada enfermo es un caso por sí mismo y yo me veo obligado a trabajar encadena...

Maigret, entonces, le había hablado del final de su trabajo, es decir, de la Audiencia, puesto que es allí donde la mayor parte de las investigaciones encuentran su conclusión.

 —Los historiadores —observó—, los eruditos, consagran su vida entera a estudiar 

un personaje del pasado sobre el que ya existen cantidades de obras. Van de bibliotecaen biblioteca, de archivo en archivo, buscan las menores correspondencias con laesperanza de alcanzar un poco más de verdad...

»Hace cincuenta años y más que se estudia la correspondencia de Stendhal conobjeto de comprender mejor su personalidad...

»¿Se comete un crimen, casi siempre por un ser fuera de serie, es decir, menos fácilde penetrar que el hombre de la calle? Me dan unas semanas, cuando no unos días, paraentrar en el nuevo ambiente, para oír a diez, veinte, cincuenta personas de las que yo nosabía nada hasta ese momento y para, si es posible, averiguar la parte de verdad y defalsedad que hay en todo aquello que exponen.

»Se me ha reprochado que voy personalmente al lugar del suceso en vez de enviar a

mis inspectores. Casi es un milagro que me quede todavía este privilegio.»El juez de instrucción, después de mí, prácticamente no lo tiene ya y sólo ve a los

seres, separados de su vida personal, en la atmósfera neutra de su gabinete.»Lo que tiene ante sí, en suma, son ya hombres esquematizados.»No dispone, a su vez, más que de un tiempo limitado; perseguido por la prensa,

 por la opinión, estorbado en sus iniciativas por un fárrago de reglamentos, abrumado  por los formulismos administrativos que le ocupan casi todo su tiempo, ¿qué va adescubrir?

»Si son seres desencarnados los que salen de su gabinete, ¿qué queda en laAudiencia? Y, ante todo, ¿sobre qué van a decidir los jurados la suerte de uno o variosde sus semejantes?

»No se trata ya de meses, ni de semanas, casi ni de días. El número de los testigosestá reducido al mínimo, y también el de las preguntas que les son hechas.

»Van a repetir ante el Tribunal un resumen, un digest, como se dice ahora, de lo queya han dicho anteriormente.

»El asunto no es aludido más que por algunos detalles, los personajes no son ya sinoesbozos, cuando no caricaturas...»

¿No había tenido una vez más esta impresión aquella mañana, mientras hacía su propia declaración?

La prensa diría que había hablado largamente y quizá se mostraría sorprendida.Otro presidente que Xavier Bernerie, en efecto, no le habría dejado la palabra sino unos

minutos, mientras él había permanecido casi una hora en el estrado.Recorrió con la mirada el menú hecho a multicopista y se lo tendió a Janvier. —Yo voy a tomar la cabeza de vaca...Seguían agrupados en el bar los inspectores. En el restaurante se veía a dos

abogados. —¿Sabes? Mi mujer y yo hemos comprado una casa. —¿En el campo?Se había prometido no hablar de ello, no porque le gustara el misterio, sino por 

 pudor, pues no dejaría de establecer una relación entre aquella compra y el retiro, que yano estaba tan lejano.

 —¿En Meung-sur-Loire?

 —Sí... Parece una casa rectoral...

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De allí a dos años, ya no habría para él Audiencia, a no ser en la tercera página delos periódicos. Leería en ellos los testimonios de su sucesor, el comisario...

A propósito, ¿quién le sucedería? No sabía nada. Quizá empezaran a hablar de elloen voz alta, pero, evidentemente, no lo trataban delante de él.

 —¿Qué aspecto tienen esos dos chicos?

Janvier se encogió de hombros. —El aspecto que ponen todos en ese momento. A través de los cristales, Maigretmiró caer la lluvia, el parapeto gris del Sena, los coches que llevaban mostachos de aguasucia.

 —¿Cómo ha estado el presidente? —Muy bien. —¿Y ella? —Le he encargado a Lapointe que la siga. Ha caído en manos de un abogado con

 pocos escrúpulos: Lamblin... —¿Confesó tener un amante? —No se le ha preguntado. Bernerie es prudente. No había que perder de vista, en

efecto, que era el proceso de Gastón Meurant lo que se estaba celebrando en laAudiencia, no el de su mujer.

 —¿La ha reconocido Cajou? —Claro. —¿Cómo lo ha tomado el marido? —En ese momento, le hubiera gustado matarme. —¿Será absuelto? —Es demasiado pronto para saberlo.Subía el vapor de los platos, el humo de los cigarrillos, y el nombre de los vinos

recomendados estaba pintado en blanco en los espejos que rodeaban la habitación.Había un vinillo del Loire, de muy cerca de Meung, y de la casa que se parecía a

una rectoral.

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CAPITULO IV

A las dos, Maigret, siempre acompañado por Janvier, subía la gran escalinata del

Quai des Orfèvres, que incluso en verano, en la mañana más alegre, estaba triste yverde. Hoy, una corriente de aire húmedo la recorría y las huellas de zapatos mojados,en los escalones, no se secaban. ' 

Desde el primer rellano, se oía en el primer piso un ligero rumor; luego se oyeronvoces, idas y venidas, indicando que la prensa, enviada, estaba allí, con los fotógrafos y,sin duda, gente de la televisión, si es que no eran del cine.

Un asunto terminaba o parecía ir a terminar en el Palacio. Otro comenzaba allí. Enun sitio, estaba ya la multitud. En el otro, no se veía aún más que a especialistas.

En el Quai des Orfèvres también existía una especie de sala de testigos, la sala deespera encristalada, a la que llamaban la jaula de cristal, y el comisario se detuvo al

 pasar para echar un vistazo a los seis personajes sentados bajo las fotografías de los policías muertos en servicio.

¿Había que llegar a la conclusión de que todos los testigos se parecían? Éstos pertenecían al mismo medio que los del Palacio de Justicia, pobres gentes, trabajadoresmodestos, y, entre ellos, dos mujeres que miraban directamente ante sí, las manos sobresus bolsos de piel.

Los reporteros se precipitaban hacia Maigret, que les calmó con un gesto. —¡Despacio! ¡Despacio! No olviden, señores, que todavía no sé nada, que no he

visto aún a esos muchachos...Empujó la puerta de su despacho y prometió:

 —Dentro de dos o tres horas, quizá., si tengo alguna noticia que darles...

Cerró la puerta y dijo a Janvier: —Vete a ver si ha llegado Lapointe.Volvió a encontrar los gestos de antes de las vacaciones, casi tan rituales, para él,

como, para los magistrados, el ceremonial de la Audiencia. Quitándose su abrigo y susombrero, los colgó en el armario, en el que había un lavabo esmaltado para lavarse lasmanos. Luego se sentó a su mesa, rebuscó entre sus pipas un poco antes de elegir una yde llenarla.

Janvier volvió con Lapointe. —Veré a tus dos idiotas dentro de un momento. Y, al joven Lapointe: —Bueno, ¿qué ha hecho ella? —A lo largo de los corredores y de la escalinata ha estado rodeada por un racimo de

 periodistas y de fotógrafos, y había más esperando fuera. Incluso estaba pegado a laacera, un coche del noticiario cinematográfico. Por mi parte, sólo vi su cara dos o tresveces, entre dos cabezas. Se la notaba asustada y parecía que les suplicaba que ladejaran en paz.

»De pronto, Lamblin se ha abierto paso entre la gente, la ha cogido del brazo y la haarrastrado hacia un taxi que había encontrado. La ha hecho subir a él y el coche se hadirigido hacia el puente Saint-Michael.

»Todo ha ocurrido como un truco de prestidigitación. Yo no he conseguidoencontrar un taxi y no he podido seguirles. Hace sólo unos minutos, Macé, del«Fígaro», ha vuelto al Palacio. Por suerte, había dejado su coche cerca y pudo seguir altaxi.

»Según él, Lamblin ha llevado a Ginette a un restaurante de la plaza del Odeónespecializado en mariscos y sopa de pescado. Han comido solos, sin prisas.

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»Ahora, todo el mundo ha vuelto a ocupar su puesto en la sala de audiencias y sólofalta el Tribunal.

  —Vuelve allí. Telefonéame de cuando en cuando. Me gustaría saber si ladeclaración de la criada provoca incidentes...

Maigret había podido comunicar con el presidente por teléfono, quien le había dado

autorización para no perder su tarde en el palacio.Los cinco inspectores distribuidos por la mañana en la sala no habían descubiertonada. Habían estudiado al público con mirada tan aguda como los fisonomistas de lassalas de juego. Ninguno de los hombres presentes respondía a la descripción dada por 

 Nicolás Cajou del compañero de Ginette Meurant. En cuanto a Alfred Meurant, elhermano del acusado, no estaba en el Palacio, ni en París, lo que Maigret ya sabía por un telefonazo de la brigada móvil de Tolón.

Dos inspectores se quedaron en la sala, por si acaso, además de Lapointe, queregresó rápidamente utilizando los corredores interiores.

Maigret llamó a Lucas, que se había ocupado del hold up del banco. —No he querido interrogarles antes de que usted les viera, jefe. Hace un momento,

me las he arreglado para que los testigos los vieran al pasar. —¿Han reconocido a los dos? —Sí. Sobre todo al que perdió la máscara, claro. —Haz entrar al más joven.Tenía los cabellos demasiado largos., granos en la cara, aspecto de mal humor, y no

se había lavado bien. —Quitadle las esposas...El muchacho le lanzó una mirada de desconfianza, decidido a no caer en las

trampas que, sin duda, le iban a tender. : —Dejadme solo con él,En estos casos, Maigret prefería quedarse frente a frente con el sospechoso, pues

siempre había tiempo, más tarde, para tomar su declaración por escrito y hacérselafirmar.

Aspiró de su pipa a pequeñas bocanadas. —Siéntate.Empujó hacia él un paquete de cigarrillos.

 —¿Fumas?La mano temblaba. Al final de los dedos largos y cuadrados, las uñas estaban

comidas como las de un niño. —¿No tienes padre? —Yo no he sido.

 —No te pregunto si has sido tú o no quien ha organizado esta verbena. Te preguntosi tienes todavía padre. —Ha muerto. —¿De qué? —En un sanatorio. —¿Te mantiene tu madre? —Yo también trabajo. —¿En qué? —Soy limpiador.Aquello exigía tiempo. Maigret sabía por experiencia que era mejor ir lentamente.

 —¿Dónde te procuraste la automática?

 —Yo no tengo pistola. —¿Quieres que haga venir ahora mismo a los testigos que esperan?

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 —Mienten.El teléfono sonó. Era Lapointe.

 —Geneviève Lavacher ha declarado, jefe. Le han hecho más o menos las mismas preguntas que a su jefe, más una. El presidente le ha preguntado si, el 25 de febrero, nonotó nada especial en el comportamiento de sus clientes y ella ha dicho que,

 precisamente, le sorprendió ver que la cama no estaba deshecha. —¿Van pasando los testigos citados? —Sí. Ahora, esto va de prisa. Apenas si les oyen. Hubo que emplear cuarenta

minutos para vencer la resistencia del muchacho, que acabó por estallar en sollozos.Era él quien tenía la pistola en la mano. No eran dos, sino tres, pues había un

cómplice que esperaba al volante de un coche robado; el mismo, parece que habíatenido la idea del hold up y que se había largado sin esperar a los otros en cuanto oyólas peticiones de ayuda.

A pesar de ello, el chico, que se llamaba Virieu, se negaba a decir su nombre. —¿Es mayor que tú? —Sí. Tiene veintitrés años y está casado.

 —¿Él tenía experiencia? —Eso decía. —Te interrogaré de nuevo dentro de poco, cuando haya oído a tu compañero.Se llevaron a Virieu. Hicieron entrar a Giraucourt, su amigo, al que le quitaron

también las esposas, y los dos muchachos, al cruzarse, tuvieron tiempo de cambiar unamirada.

 —¿Ha hablado? —¿Tú esperabas que se callara?Era lo de siempre. El hold up había fracasado. No había muertos, ni heridos, ni

siquiera robo: sólo un cristal roto. —¿A quién se le ocurrió la idea de las máscaras? La idea, por otra parte, no era muy

original. Unos profesionales, en Niza, unos meses antes, habían utilizado máscaras decarnaval para atacar a un furgón postal.

 —¿Tú no estabas armado? —No. —¿Eres tú quien dijo, en el momento en que una empleada se dirigía hacia la

ventana: «Dispara, idiota...»? —No sé si lo dije. Había perdido la cabeza... —Sólo que tu amiguito te obedeció y apretó el gatillo. —No disparó. —Es decir, que, por suerte, el disparo no salió. ¿Es que no había cartucho en el

cañón? ¿Es que el arma era defectuosa?Los empleados del banco, así como una cliente, mantenían las manos alzadas. Eranlas diez de la mañana.

 —Fuiste tú quien al entrar gritó:«—Todos contra la pared, con las manos alzadas. ¡Es un hold up!»Y añadiste, según parece:»— Va en serio.»

 —Lo dije porque una mujer empezó a reírse.Una empleada de cuarenta y cinco años, que esperaba ahora en la jaula de cristal

con los demás, cogió un pisapapeles y lo lanzó a la ventana pidiendo socorro. —¿No has sido condenado nunca?

 —Una vez. —¿Por qué motivo?

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 —Por haber robado una máquina fotográfica de un coche. —¿Sabes lo que te va a costar esto, ahora?El muchacho se encogió de hombros, esforzándose por hacerse el valiente.

 —Cinco años, amigo mío. En cuanto a tu compañero, estuviera encasquillada suarma o no, tiene todas las probabilidades para que no cumpla menos de diez años...

Era cierto. La instrucción iría rápida y como, esta vez, no estaban por medio lasvacaciones judiciales para retardar el proceso, dentro de tres o cuatro meses Maigret iríade nuevo a declarar ante el Tribunal.

 —Llévatelo, Lucas. Ya no hay razón para separarle de su compañero. Que charlentodo lo que quieran. Mándame al primer testigo.

Todo aquello no era más que formulismos, papeleos. Y según Lapointe, que volvióa telefonear, las cosas iban todavía más de prisa en el Palacio, donde algunos testigos,tras haber estado cinco minutos en el estrado, se encontraban desconcertados y un pocodecepcionados, entre la gente buscando un sitio.

A las cinco, Maigret trabajaba todavía en el asunto del hold up y su despacho,donde ya estaban encendidas las lámparas, se había llenado de humo.

 —Acaban de conceder la palabra a la acusación civil. El abogado Lioran ha hechouna corta declaración. Dado el desarrollo imprevisto, él se adhiere anticipadamente a lasconclusiones del fiscal.

 —¿Es el fiscal quien habla en este momento? —Desde hace dos minutos. —Vuelve a llamarme en cuanto haya terminado. Media hora más tarde, Lapointe le

telefoneó un informe bastante detallado. El fiscal Aillevard había dicho en substancia: —Estamos aquí para ver el proceso de Gastón Meurant, acusado de haber degollado

el 27 de febrero a su tía, Leontine Faverges, y ahogando después, hasta producirle lamuerte, a una niña de cuatro años, Cecile Perrin, cuya madre se ha constituido enacusación privada.

La madre, con el pelo teñido de rubio, siempre con su abrigo de pieles, habíalanzado un grito, y hubo de sacarla de la sala sacudida por los sollozos.

El fiscal continuó: —Hemos oído en este estrado testimonios inesperados, que hay que tener en cuenta

en lo que concierne a este asunto. Los cargos que pesan contra el acusado no hancambiado y las preguntas a las que los jurados deben contestar siguen siendo lasmismas.

»Gaston Meurant, ¿tuvo la posibilidad material de cometer un doble crimen y derobar los ahorros de Leontine Faverges?

»Ha quedado establecido que él conocía el secreto del jarrón chino, y que en varias

ocasiones su tía había cogido dinero de él para entregárselo.»¿Tenía un móvil suficiente?»Al día siguiente del crimen, el día 28 de febrero, le iban a presentar una letra

firmada por él y no tenía fondos necesarios para pagarla, de modo que estabaamenazado de quiebra.

»En fin, ¿poseemos pruebas de su presencia, aquella tarde, en la calle Manuel?»Seis días más tarde, se encontró, en un armario de su apartamento del bulevar de

Charonne, un traje azul marino que le pertenecía y que tenía, sobre la manga y por surevés, manchas de sangre cuyo origen él no ha podido explicar.

»Según los expertos, se trata de sangre humana y, más que probable, de sangre deLeontine Faverges.

»Quedan algunos testimonios que parecen contradecirse, a pesar de la buena fe delos testigos.

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»La señora Ernie, cliente de la vecina de piso de la víctima, vio a un hombre vestidocon un traje azul salir del apartamento de Leontine Faverges a las cinco de la larde ycree poder jurar que este hombre tenía el pelo muy moreno.

»Por otra parte, han escuchado ustedes a un profesor de piano, el señor GermainLombras, decir que a las seis de la tarde se entrevistó con el acusado en el taller de la

calle de la Roquette. El señor Germain Lombras nos ha confesado, no obstante, que lequeda una ligera duda en cuanto a la fecha de esta visita.»Nos encontramos ante un crimen monstruoso, cometido a sangre fría por un

hombre que, no sólo atacó a una mujer indefensa, sino que no dudó en asesinar a unaniña.

»No se puede plantear, pues, la cuestión de las circunstancias atenuantes, sino sólola de la pena capital.

«Corresponde a los jurados decir, en su alma y en su conciencia, si creen a GastónMeurant culpable de este doble crimen.»

Maigret, que había terminado ya con sus aprendices de gangsters, se resignó a abrir su puerta y a hacer frente a los periodistas.

 —¿Han confesado?Movió la cabeza afirmativamente.

  —No le den demasiada publicidad, señores, se lo ruego. ¡Sobre todo, no lesconcedan demasiada importancia! No den a los que puedan estar tentados de imitarlos laimpresión de que estos muchachos han realizado una hazaña. Son unos pobres tipos,créanme...

Respondía a las preguntas brevemente, sintiéndose pesado y fatigado. Su espíritu sehabía quedado, en parte, en la sala de Audiencias, donde le había llegado el turno ahablar al joven defensor.

Estuvo tentado de abrir la puerta acristalada que comunicaba con el Palacio para ir aunirse a Lapointe. Pero, ¿para qué? Se imaginaba la defensa, que comenzaría a lamanera de una novela popular.

Pierre Duché se iba a remontar, seguramente, todo lo que pudiera en el pasado,Una familia de El Havre, pobre, llena de niños de los que había que desembarazarse

lo más pronto posible. A los quince o dieciséis años, las chicas entraban a servir, esdecir, partían para París, donde habían pensado ponerse a servir. ¿Tenían tiempo ymedios los padres para preocuparse de ellas? Las chicas escribían una vez al mes, conuna letra aplicada, con faltas de ortografía, añadiendo a veces un modesto giro.

Dos hermanas habían partido de esta forma. Primero Leontine, que había entradocomo vendedora en un gran almacén y no tardó en casarse.

Elena, la más joven, había trabajado en una lechería, luego en una mercería de la

calle de Hauteville.El marido de la primera murió. En cuanto a la segunda, tardó poco tiempo endescubrir los bailes de barrio.

¿Conservaron contactos entre sí? No era seguro. Muerto su marido en un accidente,Leontine Faverges frecuentó las cervecerías de la calle Royale y los hoteles del barriode la Madeleine antes de instalarse por su cuenta en la calle Manuel.

Su hermana Elena tuvo dos hijos de padres desconocidos y los educó como pudodurante tres años. Luego, se la llevaron una noche al hospital para una operación y

 jamás volvió a salir. —Mi cliente, señores del jurado, educado por la Asistencia Pública...Era cierto, y Maigret habría podido proporcionar al abogado, a este respecto,

estadísticas interesantes, como, por ejemplo, el porcentaje de los pupilos que se echabana perder y más tarde se les encontraban en los banquillos de los tribunales.

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Eran éstos los rebeldes, los que acusaban a la sociedad de su situación humillante.Ahora bien, contrariamente a lo que se piensa, a lo que los jurados pensaban sin

duda, constituyen la minoría.Sin duda, muchos, entre los demás, quedan marcados también. Conservan, toda su

vida, un sentimiento de inferioridad. Pero su reacción, precisamente, es probarse a sí

mismos que valen tanto como cualquier otro.Se les enseña un oficio y se esfuerzan por convertirse en artesanos de primera clase.Su orgullo es fundar una familia, una auténtica familia, una familia normal, con

niños a los que pasear el domingo de la mano.¿Y qué mejor revancha que llegar a ser, algún día, pequeños patronos, que instalarse

 por su cuenta?¿Había pensado esto Pierre Duché? ¿Era esto lo que se disponía a decir, en la sala,

donde la fatiga comenzaba a velar los rostros?Maigret, aquella mañana, en el curso de un largo interrogatorio al que le habían

sometido, había omitido algo y ahora le preocupaba. Desde luego, el diálogo estabaconsignado en el sumario. Pero no era más que un detalle sin importancia.

La tercera vez que Ginette Meurant había ido a la P. J. a su despacho, el comisariole había preguntado incidentalmente:

 —¿No ha tenido usted nunca hijos? Aparentemente no se esperaba la pregunta, puesse mostró sorprendida.

 —¿Por qué me pregunta eso? —No sé... Tengo la impresión de que su marido es de esa clase de hombres que

desean hijos... ¿Me equivoco? —No. —¿Esperaba tenerlos de usted? —Al comienzo, sí.Había percibido una duda, algo bastante turbio, y siguió insistiendo.

 —¿No puede usted tenerlos? —No. —¿Lo sabía él al casarse? —No. Nunca habíamos hablado de ello. —¿Cuándo se enteró? —Al cabo de algunos meses. Como seguía esperándolo y cada mes me hacía la

misma pregunta, yo preferí confesarle la verdad... No exactamente la verdad... Pero sí lofundamental...

 —¿O sea?  —Que yo había estado enferma, antes de conocerle, y que había sufrido una

operación...Hacía siete años de aquello. Mientras Meurant esperaba fundar una familia, sólohabía logrado crear una pareja.

Se encerró en sí mismo. Luego, cediendo ante la insistencia de su mujer, probódurante un cierto tiempo en un oficio distinto al suyo. Como era de esperar, la cosa fueun desastre. Ello no le impidió luego sacar adelante, pacientemente, una pequeña tiendade cuadros.

Estas cosas, a los ojos de Maigret, equivocadamente o no, prestaban de pronto unaimportancia bastante grande al asunto de la niña.

 No llegaba hasta a afirmar que Meurant fuera inocente. Había visto a hombres tanmodestos, tan calmos, tan dulces en apariencia como él, convertirse en violentos.

Casi siempre, en estos casos, se debía a que, por una razón o por otra, se sentíanheridos en lo más profundo de sí mismos.

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Meurant, empujado por los celos, habría podido cometer un crimen pasional. Acasohabría podido atacar también a un amigo que le hubiera ofendido.

Acaso, incluso, si su tía le había negado el dinero que tanto necesitaba...Todo era posible, salvo, le parecía al comisario, tratándose de un hombre que había

deseado un hijo, ahogar lentamente a una niña de cuatro años.

 —Aló, jefe... —Dime. —Ha acabado. El tribunal y los jurados se retiran. Algunos prevén que la cosa va

  para largo. Otros, por el contrario, están convencidos de que ya está decidido elveredicto.

 —¿Cómo se comporta Meurant? —Durante toda la tarde, se habría podido pensar que la vista no tenía nada que ver 

con él. Permanecía ausente, con la mirada sombría. Cuando, en dos o tres ocasiones, suabogado le ha dirigido la palabra, se limitó a encogerse de hombros. En fin, cuando el

  presidente le ha preguntado si tenía alguna declaración que hacer, pareció nocomprender lo que se le decía. Tuvieron que repetirle la pregunta. Contestó moviendo

negativamente la cabeza. —¿Ha mirado alguna vez a su mujer? —Ni una sola. —Gracias. Atiende bien: ¿has visto a Bonfils en la sala? —Sí. Se mantiene cerca de Ginette Meurant. —Vete a recomendarle que no la pierda de vista a la salida. Para estar más seguro

de que no se la dejará escapar, que le ayude Jussieu. Uno de los dos, que se las arreglecomo sea para tener un coche a mano.

 —Comprendido. Les transmitiré sus instrucciones. —Ella acabará por volver a su casa, seguramente, y es preciso que un hombre esté

 permanentemente ante el edificio, en el bulevar Charonne. —¿Y si...? —Si Meurant es absuelto, Janvier, al que voy a enviar ahí, se ocupará de él. —¿Cree usted que...? —No sé nada, amigo mío.Era cierto. Había actuado lo mejor que había podido. Buscaba la verdad, pero nada

 probaba que la hubiera encontrado, ni siquiera parcialmente.La investigación se había desarrollado en marzo, y luego a comienzos de abril, con

mucho sol sobre París, nubes claras y chaparrones que obscurecían de pronto lasmañanas frescas.

El otro momento del procedimiento tenía lugar en un otoño precoz, fastidioso, con

lluvia, un cielo bajo y esponjoso, aceras brillantes.Para matar el tiempo, puso algunas firmas, y luego fue a darse una vuelta aldespacho de los inspectores, donde dio instrucciones a Janvier.

 —Arréglatelas para tenerme al corriente, aunque sea en plena noche.A pesar de su impasibilidad aparente, de pronto estaba nervioso, inquieto, como si

se reprochara haber aceptado una responsabilidad demasiado pesada.Al sonar el teléfono en su despacho, se precipitó sobre él.

 —¡Terminado, jefe! No se oía sólo la voz de Lapointe, sino diversos ruidos, todo un rumor. —Había cuatro preguntas, dos para cada una de las víctimas. La respuesta es no

 para las cuatro. El abogado, en este mismo momento, se esfuerza por conducir a

Meurant a la escribanía, a pesar de la multitud que...La voz de Lapointe se perdió un instante entre la batahola.

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 —Perdóneme, jefe... He cogido el primer teléfono que he visto... Estaré en eldespacho en cuanto me sea posible.

Maigret empezó a pasearse, llenó su pipa, cogió otra porque la primera no tiraba,abrió y cerró su puerta tres veces.

Los corredores de la P. J. estaban de nuevo desiertos, y sólo un habitual,

denunciador en sus ratos libres, esperaba en la jaula de cristal.Cuando Lapointe llegó, se notaba todavía en él la excitación de la Audiencia. —Muchos lo esperaban, pero de todas formas ha causado efecto... Toda la sala se

ha levantado... La madre de la niña, que había vuelto a su puesto, se ha desmayado y haestado a punto de ser pisoteada...

 —¿Y Meurant? —Parecía no comprender. Se ha dejado llevar sin saber bien lo que le ocurría. Los

 periodistas que se le han podido acercar no han logrado sacarle nada. Entonces, se hanlanzado de nuevo hacia su mujer, a la que Lamblin le servía de guardia de corps.

»Inmediatamente después del veredicto, ella ha tratado de precipitarse haciaMeurant, como para arrojarse a su cuello... Pero él ya volvía la espalda a la sala...

 —¿Dónde está la mujer?  —Lamblin la ha llevado a no sé qué despacho, cerca del vestuario de los

abogados... Jussieu se ocupa de ella...Eran las seis y media. La P. J. empezaba a vaciarse, las lámparas se iban apagando.

Me marcho a cenar a casa. —¿Y yo? ¿Qué hago? —Vete a cenar también y acuéstate. —¿Cree usted que pasará algo?El comisario, que había abierto el armario para coger su abrigo y su sombrero, se

limitó a encogerse de hombros. —¿Te acuerdas del registro? —Perfectamente. —¿Estás seguro de que no había ningún arma en el apartamento? —Seguro. Estoy convencido de que Meurant no ha poseído un arma en su vida. Ni

siquiera hizo el servicio militar, por la vista... —Hasta mañana, muchacho. —Hasta mañana, jefe.Maigret tomó el autobús, y luego bordeó, con la espalda curvada, alzado el cuello,

las fachadas del bulevar Richard-Lenoir. Al llegar al rellano de su piso, la puerta seabrió dibujando un rectángulo de luz cálida y dejando escapar olores de cocina.

 —¿Contento? —le preguntó la señora Maigret

 —¿Por qué? —Porque le han absuelto. —¿Cómo lo sabes? —Acabo de oírlo por la radio. —¿Qué más han dicho? —Que su mujer le esperaba a la salida y que han cogido un taxi para regresar a su

casa.Se hundió en su universo familiar, entró en sus costumbres, en sus zapatillas.

 —¿Tienes mucho apetito? —No lo sé. ¿Qué hay de cena?Pensó en otro apartamento, donde también había dos personas, del bulevar de

Charonne. Allí no debía de haber cena preparada, sino acaso jamón y queso en ladespensa.

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En la calle, dos inspectores se paseaban de un lado para otro bajo la lluvia, a menosque no hubiesen encontrado abrigo en un portal.

¿Qué pasaba? ¿Qué le había dicho Gastón Meurant, que desde hacía siete meseshabía vivido en la cárcel, a su mujer? ¿Cómo la miraba? ¿Había intentado besarla, poner su mano sobre la suya?

¿Le había jurado la mujer que todo lo que habían dicho sobre ella era falso?¿O bien le estaba pidiendo perdón y jurándole que sólo le quería a él?¿Iba él, al día siguiente, a volver a su tienda, a su taller de marcos al fondo del

 patio?Maigret comía maquinalmente y su mujer sabía que no era el momento para

 preguntarle. Sonó el timbre del teléfono. —Aló, sí... Soy yo... ¿Vacher?... ¿Sigue Jussieu con vosotros?... —Telefoneo desde una taberna cercana para hacerle un informe... No tengo nada

especial que decirle, pero he pensado que le gustaría saber... —¿Han regresado a su casa? —Sí.

 —¿Solos? —Sí. Unas instantes más tarde las lámparas se han encendido en el tercer piso. He

visto sombras ir y venir detrás de los visillos... — ¿Y luego? — Al cabo de una media hora, aproximadamente, la mujer ha bajado, con un

  paraguas en la mano. Jussieu la ha seguido. No ha ido lejos. Ha entrado en lasalchichería y luego en una panadería. Después ha regresado a su casa...

 —¿Jussieu la ha visto de cerca? —Bastante cerca, sí, a través del escaparate de la salchichería. —¿Qué aspecto tenía? —Parecía haber llorado. Sus pómulos estaban rojos, sus ojos brillantes... —¿No parecía inquieta? —Jussieu dice que no. —¿Y después? —Supongo que han comido. Volví a ver la silueta de Ginette Meurant en la pieza

que parece ser la alcoba... —¿Eso es todo? —Sí. ¿Nos quedamos aquí los dos? —Es más prudente. Me gustaría que uno de vosotros montara guardia en seguida en

el interior del edificio. Los inquilinos deben acostarse temprano. Que Jussieu, por ejemplo, se instale en el rellano, en cuanto dejen de entrar y salir. Puede advertírselo al

 portero rogándole que no diga nada. —De acuerdo, jefe. —Vuelve a llamarme de todas formas de aquí a dos horas. —Si la taberna está todavía abierta. —Si no, es posible que yo me pase por ahí. No había arma en el apartamento, de acuerdo, pero ¿no se había servido el asesino

de Leontine Faverges de un cuchillo, que, por otra parte, no se había encontrado? Uncuchillo muy afilado, aseguraban los expertos, que pensaban que probablemente era uncuchillo de carnicero.

Se había preguntado a todos los cuchilleros, a todos los quincalleros de París, y,naturalmente, no había dado ningún resultado.

En definitiva, no se sabía nada, a no ser que una mujer y una niña habían muerto,que un cierto traje azul perteneciente a Gastón Meurant tenía manchas de sangre y que

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la mujer de éste, en la época del crimen, se encontraba varias veces por semana con unamante en un hotel de la calle Victor-Massé.

Esto era todo. A falta de pruebas, los jurados acababan de absolver al artesano demarcos.

Si no podían afirmar que era culpable, tampoco podían afirmar su inocencia.

Durante el encarcelamiento de su marido, Ginette Meurant llevó una existenciaejemplar, saliendo apenas de su casa y no viendo a ningún individuo sospechoso. No tenía teléfono en su casa. Se había vigilado su correspondencia sin resultado. —¿Piensas ir allí de verdad esta noche? —Lo justo para darme una vuelta antes de acostarme.¿Qué podía contestar? Que eran dos, tan poco hechos para vivir juntos, en aquel

curioso apartamento donde la «Historia del Consulado 'y del Imperio» estaba al lado, enlos estantes del cosy-corner, de muñecas de seda y confidencias de vedettes.

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CAPÍTULO V

Hacia las once y media, Maigret fue un momento en taxi hasta el bulevar de

Charonne. Un Jussieu con el rostro inexpresivo de quienes vigilan de noche salió sinruido de la sombra, y señaló, sobre ellos, una ventana iluminada del tercer piso. Era unade las raras luces del barrio, un barrio donde la gente va al trabajo a primera hora de lamañana.

Si la lluvia seguía cayendo, las gotas eran más espaciadas y se empezaba a ver unresplandor plateado entre las nubes.

 —Esa ventana es la del comedor —le explicó el inspector, que olía intensamente acigarrillos—. En la alcoba, hace media hora que la lámpara está apagada.

Maigret esperó unos minutos, tratando de sorprender la vida detrás de los visillos.Como no se movía nada, regresó a acostarse.

Por los informes y los telefonazos, al día siguiente reconstituiría y luego seguiría,hora a hora, la actividad de los Meurant.

A las seis de la mañana, cuando el portero estaba entrando los cubos de la basura,otros dos inspectores fueron al relevo, sin entrar, no obstante, en el edificio, pues, dedía, no era ya posible que uno de los dos se quedara en la escalera.

El informe de Vacher, que había pasado allí la noche, bien sentado en un escalón, bien de pie pegado a la puerta en cuanto oía algún ruido en el interior, era un pocodesconcertante.

Bastante temprano, tras una cena en el curso de la cual la pareja casi no habíahablado, Ginette Meurant había pasado a la alcoba para desnudarse; Jussieu, que lahabía visto desde el exterior, en sombras chinescas, sacarse el vestido por la cabeza, lo

confirmaba.Su marido no la había seguido. Ella había ido a decirle algunas palabras, y, por loque parecía, se había vuelto a acostar mientras él se quedaba sentado en un sillón delcomedor.

A continuación, en varias ocasiones, él se había levantado, había caminado de unlado a otro, deteniéndose a veces, volviendo a pasear, y sentándose al fin.

Hacia medianoche, la mujer había ido a hablarle de nuevo. Desde el rellano de laescalera. Vacher no podía distinguir las palabras, pero reconocía las dos voces. El tonono era el de una disputa. Era una especie de monólogo, de la joven y, de cuando encuando, una frase muy corta, incluso una sola palabra, del marido.

Ella se había vuelto a acostar, siempre sola, por lo que parecía. La luz no se había

apagado en el comedor y, hacia las dos y media, Ginette había vuelto a la carga una vezmás.Meurant no dormía, puesto que había, contestado en seguida lacónicamente. Vacher 

 pensaba que ella había llorado. Oyó, en efecto, una especie de lamento monótono,subrayado por sorbetones característicos.

Siempre sin cólera, el marido la volvía a enviar a su cama y, sin duda, debiódormirse al fin en su sillón.

Más tarde, un bebé se despertó en el piso de encima; había habido unos pasosamortiguados, y luego, a partir de las cinco, los inquilinos empezaron a levantarse, laslámparas a encenderse; el olor del café invadió la caja de la escalera. A las cinco ymedia, ya, un hombre se marchaba a su trabajo y miraba con curiosidad al inspector,

que no tenía ningún medio de ocultarse, pero luego miro a la puerta y pareciócomprender.

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Eran Dupeu y Baron los que tomaban el relevo ahora a las seis. No llovía ya. Losárboles goteaban. La niebla impedía ver a más de veinte metros.

La lámpara del comedor seguía encendida; la de la alcoba estaba apagada. Meurantno tardó en salir de la casa, sin afeitar, con las ropas arrugadas como quien ha pasado lanoche vestido, y se dirigió hacia el bar-estanco de la esquina, donde se tomó tres tazas

de café solo y comió croissants. En el momento en que iba a girar el picaporte de la puerta para salir, cambió de opinión y, dirigiéndose de nuevo hacia el mostrador, pidióun coñac que se bebió de un trago.

La investigación, en la primavera, indicaba que no era un bebedor, que apenas sitomaba un poco de vino en las comidas y, en verano, una cerveza de vez en cuando.

Se dirigió, a pie, hacia la calle de la Roquette, sin volverse para saber si era seguido.Al llegar ante su tienda, se detuvo un momento delante de los cierres bajados, no entró,

 penetró en el patio, y abrió con su llave la puerta vidriera de su taller.Permaneció allí bastante tiempo de pie, sin hacer nada, mirando a su alrededor el

establecimiento, los útiles colgados de la pared, los marcos expuestos, las tablas y lasvirutas. Se había filtrado agua por debajo de la puerta y .formaba un pequeño charco en

el suelo de cemento.Meurant abrió la estufa, puso leña partida en ella, un poco de carbón que quedaba, y

luego, en el momento en que iba a frotar una cerilla, se arrepintió, salió y cerró la puertadetrás de sí.

Caminó bastante tiempo, como sin saber bien adonde ir. En la plaza de laRepública, había vuelto a entrar en un bar, donde se bebió un segundo coñac mientras elmozo le miraba con aire de preguntarse dónde había visto aquella cara.

¿Se dio cuenta de ello? Dos o tres transeúntes se habían vuelto también, pues,aquella misma mañana, su fotografía aparecía todavía en los periódicos bajo un grantitular:

«Gastón Meurant, absuelto»

Este título, esta fotografía, podía verlos en todos los quioscos, pero no sentía lacuriosidad de comprar un periódico. Cogió el autobús, y se bajó veinte minutos mástarde en la plaza Pigalle, dirigiéndose hacia la calle Victor-Massé.

Al fin, se detuvo ante el hotel regido por Nicolas Cajou, el Hotel del León, y permaneció largo tiempo mirando fijamente su fachada.

Cuando se puso de nuevo en camino, lo hizo para bajar hacia los grandes bulevares,con un paso irregular, deteniéndose a veces en un cruce como si no supiera adonde ir,comprando de camino un paquete de cigarrillos...

Por la calle Montmartre había llegado a los Halles, y el inspector había estado a punto de perderle entre la muchedumbre. En Châtelet, se había bebido el tercer coñac,

también de un trago, y al fin llegó al Quai des Orfèvres.Ahora que el día había levantado, la niebla, amarillenta, se iba haciendo menosespesa. Maigret, en su despacho, recibió un informe telefónico de Dupeu, que se habíaquedado de servicio en el bulevar de Charonne.

 —La mujer se ha levantado a las ocho menos diez. La he visto separar los visillos yluego abrir la ventana para mirar a la calle. Tenía el aspecto de estar buscando a sumarido con la mirada. Es probable que no le haya oído salir y que se haya sorprendidode encontrar el comedor vacío. Creo que me ha visto, jefe...

 —No importa. Si sale también, procura no perderla de vista tú.En el Quai, Gastón Meurant estaba dudando, mirando las ventanas de la P. J. con

los mismos ojos que poco antes miraba a las del hotel amueblado. Eran las nueve y

media. Caminó hasta el puente Saint-Michel, estuvo a punto de atravesarlo, volvió sobresus pasos y, pasando ante el agente de guardia, avanzó al fin bajo la bóveda.

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Conocía el lugar. Se le vio subir lentamente la escalera grisácea y detenerse, no pararecuperar el aliento, sino porque seguía dudando.

 —¡Sube, jefe! —telefoneó Baron, desde un despacho de la planta baja.Y Maigret repitió a Janvier, que se encontraba en su despacho:

 —Ya sube.

Esperaron los dos. Tardaba mucho. Meurant no se decidía, vagaba por el corredor,se detenía ante la puerta del comisario como si fuera a llamar sin hacerse anunciar. —¿Qué desea usted? — le preguntó Joseph, el viejo ujier. —Quisiera hablar con el comisario Maigret. —Venga por aquí. Rellene su ficha.Con el lápiz en la mano, pensaba aún en marcharse cuando Janvier salió del

despacho de Maigret. —¿Viene a ver al comisario? Sígame.Todo aquello, para Meurant, debía pasar como en una pesadilla. Tenía el rostro de

quien apenas ha dormido, los ojos colorados, y olía a cigarrillos y alcohol. Sin embargo,no estaba borracho. Siguió a Janvier. Éste le abrió la puerta, le hizo pasar delante de él y

la volvió a cerrar sin entrar él mismo.Maigret, en su despacho, aparentemente sumergido en el estudio de un expediente,

 permaneció un momento sin alzar la cabeza, luego se volvió hacia su visitante, sinmostrar sorpresa, y murmuró:

 —Un instante...Anotaba un documento, luego otro, y murmuró distraídamente:

 —Siéntese.Meurant no se sentó, no avanzó por la estancia. Al final de su paciencia, dijo:

 —¿Acaso cree que he venido a darle las gracias? Su voz no era en absoluto natural.Era un poco ronca y trataba de poner sarcasmo en sus palabras.

 —Siéntese —repitió Maigret, sin mirarle.Esta vez, Meurant dio tres pasos, y se apoyó en el respaldo de una silla con asiento

de terciopelo verde. —¿Lo ha hecho usted para salvarme?El comisario le examinó al fin de los pies a la cabeza.

 —Parece usted fatigado, Meurant. —No se trata de mí, sino de lo que usted hizo ayer. Su voz era más sorda, como si

se hubiera esforzado por contener su cólera. —He venido a decirle que no le creo, que ha mentido, igual que ha mentido toda esa

gente, que preferiría estar en la cárcel, que ha cometido usted una mala acción...¿Le había provocado el alcohol un cierto desequilibrio? Era posible. Sin embargo,

 pensó una vez más, no estaba borracho, y aquellas frases debía haberlas repetido en sucabeza durante buena parte de la noche. —Siéntese.¡Al fin! Se decidió a hacerlo, con desgana, como si en ello hubiera olfateado una

trampa. —Puede usted fumar.Como protesta, para no deber nada al comisario, no lo hizo, a pesar de las ganas que

tenía, y su mano tembló. —Le es fácil hacer decir lo que usted quiere a gente así, que dependen de la

 policía...Se trataba, evidentemente, de Nicolás Cajou, regidor de un hotel de paso, y de la

camarera.Maigret encendió su pipa lentamente, y esperó.

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 —Sabe tan bien como yo que es falso...Su angustia le hacía brotar gotas de sudor de la frente. Maigret habló, al fin.

 —¿Quiere decir que usted mató a su tía y a la pequeña Cecile Perrin? —Bien sabe usted que no. —Yo no lo  sé, pero estoy convencido de que no lo ha hecho usted. ¿Por qué cree

que es?Sorprendido, Meurant no encontró nada que contestar. —Hay muchos niños en el edificio donde vive, en el bulevar de Charonne, ¿no es

cierto?Meurant dijo que sí maquinalmente.

 —Usted los oye ir y venir. A veces, al regresar de la escuela, juegan en la escalera.¿Les habla alguna vez?

 —Los conozco. —Aún no teniendo hijos usted mismo, está al corriente de las horas de clase. Esto

me sorprendió desde el comienzo de la investigación. Cecile Perrin iba a la escuelamaternal. Leontine Faverges iba a buscarla todos los días, salvo el jueves, a las cuatro

de la tarde. Hasta las cuatro, pues, su tía estaba sola en el apartamento.Meurant se esforzaba por comprender.

 —Usted tenía que hacer un pago importante el 28 de febrero. Bien. Es posible quela última vez que le prestara dinero, Leontine Faverges le hubiera dicho que no volveríaa ceder. Suponiendo que usted haya proyectado matarla para apoderarse del dinero del

 jarrón chino y de los títulos... —Yo no la he matado. —Déjeme acabar. Suponiendo, decía, que hubiera tenido esa idea, no había ninguna

razón para que fuera a la calle Manuel después de las cuatro y, por consiguiente, matar ados personas en lugar de una. Los criminales que actúan contra los niños sin necesidadson raros y pertenecen a una categoría perfectamente definida.

Se hubiera podido creer que Meurant, con un velo sobre los ojos, estaba a punto dellorar.

 —El que asesinó a Leontine Faverges y a la niña, o ignoraba la existencia de estaúltima, o se vio obligado a dar su golpe al final de la tarde. Ahora bien, si conocía elsecreto del jarrón y el cajón de las acciones, es verosímil que conociera también la

 presencia de Cecile Perrin en el apartamento. —¿Adonde quiere ir a parar? —Fume un cigarrillo.El hombre obedeció maquinalmente y continuó mirando a Maigret con mirada

recelosa, en la que ya no había la misma cólera.

 —Seguimos con suposiciones, ¿de acuerdo? El asesino sabe que usted va a ir hacialas seis a la calle Manuel. No ignora que los forenses —los periódicos lo han repetidomucho— son capaces de determinar, hora más, hora menos, en la mayor parte de loscasos, la hora de la muerte.

 —Nadie sabía que...Su voz también había cambiado y, ahora, su mirada se apartó del rostro del

comisario. —Al cometer su crimen hacia las cinco, el asesino estaba más o menos seguro de

que usted resultaría sospechoso. No podía prever que un cliente se presentara en sutaller a las seis y, por otra parte, el profesor de música no ha podido dar un testimoniofirme, puesto que no está seguro de la fecha.

 —Nadie sabía... —repitió Meurant mecánicamente.Maigret, de pronto, cambió de tema.

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 —¿Usted conoce a sus vecinos, en el bulevar de Charonne? —Los saludo en la escalera. —¿No van nunca a su casa, ni siquiera para tomar café? ¿No va usted nunca a la

casa de ellos? ¿No tienen entre sí ninguna relación más o menos amistosa? —No.

 —Hay, pues, muchas probabilidades de que ellos no hayan oído hablar de su tía. —¡Ahora, sí! —Pero no antes. ¿Tenían su mujer y usted muchos amigos en París?Meurant respondía de mala gana, como si temiera, al ceder en un punto, verse

obligado a ceder en toda la línea. —¿Qué importa eso? —¿Iban ustedes a cenar a casa de alguien de vez en cuando? —No, con nadie. —¿Con quién salía usted el domingo? —Con mi mujer. —Y ella no tiene familia en París. Usted tampoco, aparte de su hermano, que vive

la mayor parte del tiempo en el Mediodía y con quien, desde hace dos años,- tiene rotaslas relaciones.

 —No hemos tenido ninguna disputa. —Sin embargo, ha dejado usted de verle.Maigret pareció cambiar nuevamente de tema.

 —¿ Cuántas llaves de su apartamento existen? —Dos. Mi mujer tiene una, y yo la otra. —¿Nunca ocurría que al salir uno de los dos dejara la llave al portero o a un

vecino?Meurant prefirió callar, comprendiendo que Maigret lo decía todo con algún

 propósito, aunque era incapaz de ver adonde quería llegar. —La cerradura, aquel día, no fue forzada, los expertos que la han estudiado lo

aseguran. Sin embargo, si usted no la mató, alguien entró dos veces en su casa, la primera para coger su traje azul del armario de la alcoba, y la segunda para dejarlo en élcon tanto cuidado que usted no se dio cuenta de nada. ¿Lo admite usted?

 —No admito nada. Todo lo que sé es que mi mujer... —Cuando la conoció, hace ya siete años, usted era un solitario. ¿Me equivoco? —Trabajaba todo el día y, por la noche, leía y a veces iba al cine. —¿Se echó ella a su cuello? —No. —Otros hombres, otros clientes del restaurante en que era camarera, ¿no le hacían

la corte?Apretó los puños. —¿Y qué? —¿Cuánto tiempo tuvo que insistir para que ella aceptara salir con usted? —Tres semanas. —¿Qué hicieron, la primera vez? —Fuimos al cine, y luego ella quiso ir a bailar. —¿Baila usted bien? —No. —¿Se burló de usted? No contestó, cada vez más desconcertado por el giro de la entrevista.

 —¿La llevó luego a su casa? —No.

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 —¿Por qué? —Porque la quería. —¿Y la segunda vez? —También fuimos al cine. —¿Y luego?

 —A un hotel. —¿Por qué no a su casa? —Porque yo vivía en una habitación mal amueblada al fondo de un patio. —¿Tenía usted ya la intención de casarse con ella y temía decepcionarla? —En seguida tuve deseos de hacerla mi mujer. —¿Sabía que ella había tenido muchos amigos? —Eso no le importa a nadie. Era libre. —¿Le habló de su oficio, de su taller? Porque usted tenía ya una tienda, en el

suburbio Saint-Antoine, si no me equivoco. —Naturalmente que hablé de ello. —¿No tenía usted la intención oculta de tentarla con ello? Al casarse, ella se

convertiría en la mujer de un comerciante.Meurant enrojeció.

  —¿Comprende ahora que es usted quien se propuso conseguirla y que, paralograrlo, no dudó en engañar un poco? ¿Tenía usted deudas?

 —No. —¿Y ahorros? —No. —¿No le habló ella de su deseo de tener algún día un restaurante? —varias veces. —¿Qué le contestó usted? —Que quizá lo lográramos. —¿Tenía intención de cambiar de oficio? —En aquella época, no. —No se decidió a ello sino más tarde, al cabo de dos años de matrimonio, cuando

ella volvió a la carga y le habló de una ocasión excepcional.Estaba confundido, y Maigret continuó, implacablemente.

 —Usted estaba celoso. Por celos la obligaba a quedarse en la casa en lugar detrabajar como ella tenía ganas de hacer. Vivían entonces en un apartamento de doshabitaciones, de la calle de Turenne. Cada noche, usted insistía para que ella leexplicara en qué había empleado el tiempo. ¿Estaba usted realmente convencido de queella le quería?

 —Lo creía. —¿Sin reservas mentales? —No las hay. —Imagino que su hermano iría a verle con bastante frecuencia. —Vivía en París. —¿Salía con su mujer? —A veces salíamos los tres. —¿No salieron nunca solos ellos dos? —Alguna vez. —Su hermano vivía en un hotel de la calle Brea, cerca de los Ternes. ¿Iba a verle su

mujer a su habitación?

Torturado, Meurant casi gritó: —¡No!

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 —¿Ha tenido ella un pull-over de los que se usan para ir a esquiar a la montaña, un pull-over de gruesa lana blanca, tejido a mano, con dibujos que representaban renos ennegro y marrón? ¿Solía salir en invierno vestida con pantalones negros muy estrechos

 por los tobillos?Con las cejas fruncidas, miró intensamente a Maigret.

 —¿Adonde quiere llegar? —Conteste. —Sí. Era raro. A mí no me gustaba que ella fuera por la calle en pantalón. —¿Ha visto usted a menudo a mujeres vestidas así por las calles de París? —No. —Lea esto, Meurant.Maigret extrajo una pieza de su expediente, el testimonio de la gerente del hotel de

la calle Brea. Ésta recordaba perfectamente haber tenido como inquilino a AlfredMeurant, que había ocupado mucho tiempo atrás una habitación durante un mes en suestablecimiento y que, desde entonces, volvía a ocuparla de vez en cuando por unosdías. Recibía a muchas mujeres. Reconocía sin vacilación la fotografía que se le

 presentaba y que era la de Ginette Meurant. Se acordaba incluso de haberla visto conuna indumentaria excéntrica...

Seguía la descripción del pull-over y del pantalón. —¿Había ido Ginette Meurant recientemente a la calle Brea?Respuesta de la hotelera: hacía menos de un año, durante el paso por París de Alfred

Meurant. —¡Es falso! —protestó el hombre rechazando el papel. —¿Quiere que le dé a leer todo el expediente? Contiene treinta testimonios por lo

menos, todos de hoteleros, uno de ellos de Saint-Cloud. ¿Tenía su hermano un cocheazul cielo descapotable?

El rostro de Meurant proporcionó la respuesta. —Es el único que ha tenido. En el baile de la calle Gravilliers le han conocido a su

mujer una docena de amantes. !

Maigret, machacón y sombrío, llenó una nueva pipa: y no era deliberadamente por lo que le había dado tal carácter a la entrevista.

 —¡Es falso! —gruñó el marido aún. —Ella no le pidió ser su mujer. No hizo nada para ello. Dudó tres semanas en salir 

con usted, acaso por no hacerle daño. Le siguió al hotel cuando usted se lo pidió porque, para ella, era una cosa sin importancia. Usted le pintó una existencia agradable, fácil, laseguridad, el acceso a una cierta forma de burguesía. Usted, más o menos, le prometióque algún día realizaría su sueño de un pequeño restaurante.

»Por celos, le impidió trabajar.»Usted no bailaba. Ni siquiera le gustaba el cine. —Íbamos todas las semanas. —El resto del tiempo, ella estaba condenada a ir sola. Por la noche, usted leía. —Siempre he soñado con instruirme. —Y ella siempre, soñó con otra cosa. ¿Empieza usted a comprender? —No le creo. —Sin embargo, usted está seguro de no haber hablado a nadie del jarrón chino. Y,

el 27 de febrero, no llevaba su traje azul. Su mujer y usted eran los únicos que poseíanla llave del apartamento del bulevar de Charonne.

Sonó el teléfono. Maigret descolgó.

 —Soy yo, sí...Al otro extremo del hilo estaba Baron.

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 —Ha salido hacia las nueve, a las nueve menos cuatro minutos exactamente, y se hadirigido hacia el bulevar Voltaire.

 —¿Cómo va vestida? —Un vestido de flores y un abrigo de lana marrón. Sin sombrero. —¿Y luego?

 —Ha entrado en una tienda de artículos de viaje y ha comprado una maleta barata.Con la maleta en la mano, se ha vuelto a su apartamento. Debe hacer calor en él, puesha abierto la ventana. De cuando en cuando la veo ir y venir y supongo que estáhaciendo su equipaje.

Mientras escuchaba, Maigret miraba a Meurant, que sospechaba que estabanhablando de su mujer y se mostraba inquieto.

 —¿No le ha sucedido nada? —le preguntó en cierto momento.Maigret sacudió la cabeza.

 —Como hay teléfono en la portería —continuó Barón—, he hecho venir un taxi para que se estacione a unos cien metros aproximadamente, para el caso de, que ellallame uno.

 —Muy bien. Tenme al corriente.Y a Meurant:

 —Un momento.El comisario entró en el despacho de los inspectores, y se dirigió a Janvier.

 —Será mejor que tomes un coche de la casa y vayas allí, al bulevar de Charonne, lomás de prisa que puedas. Parece que Ginette Meurant se dispone a levantar el vuelo. ¿Esque sospecha que su marido ha venido aquí? Debe tener miedo.

 —¿Cómo reacciona? —Me alegro de no estar en su piel.Maigret también habría preferido ocuparse de otra cosa.

 —Le llaman al teléfono, señor comisario. —Páseme la comunicación aquí.Era el fiscal, que tampoco sentía la conciencia completamente tranquila.

 —¿No ha ocurrido nada? —Han regresado a su casa. Parece que han dormido cada uno en una habitación.

Meurant ha salido temprano y se encuentra en este momento en mi despacho. —¿Qué le ha dicho usted? Imagino que él no estará oyéndole. —Estoy en el despacho de los inspectores. No está todavía muy seguro de creerme.

Se debate. Empieza a comprender que habrá de mirar la verdad cara a cara. —¿No teme usted que él...? —Hay todas las posibilidades de que no la encuentre al regresar a su casa. Ella está

haciendo ahora la maleta. —¿Y si la encuentra? —Después del tratamiento al que me veo obligado a someterle, no es a ella a la que

más odiará. —¿No es hombre que pueda suicidarse? —No mientras no sepa la verdad. —¿Cuenta usted con descubrirla?Maigret no dijo nada, se encogió de hombros.

 —En cuanto usted tenga noticias... —Le telefonearé o pasaré a verle por su despacho, señor fiscal. —¿Ha leído los periódicos?

 —Sólo los titulares.

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Maigret colgó. Janvier se había marchado ya. Convenía retener a Meurant un ciertotiempo, para evitar que encontrara a su mujer en plenos preparativos de partida.

Que la encuentre después, será ya menos grave. El momento más peligroso habría pasado. Por eso Maigret, con la pipa en la mano, iba y venía, paseándose un rato por ellargo corredor, con menos calefacción.

Luego, mirando su reloj, penetró en su despacho y encontró un Meurant mástranquilo, con aspecto de reflexionar. —Queda una posibilidad de la que usted no ha hablado —objetó el marido de

Ginette—. Al menos una persona debía conocer el secreto del jarrón chino. —¿La madre de la niña? —Sí. Juliette Perrin. Visitaba a menudo a Leontina Faverges y a Cecile. Aunque la

vieja no le haya dicho nada sobre su dinero, la niña ha podido ver... —¿Cree que no lo he pensado? —¿Por qué no ha buscado en esta dirección? Juliette Perrin trabaja en una sala de

fiestas nocturna. Frecuenta a gente de todas clases...Se agarraba desesperadamente a esta esperanza y Maigret sintió escrúpulos de

desilusionarle. Sin embargo, era necesario. —Hemos investigado entre todas sus relaciones, sin resultado. Por otra parte, hay

una cosa que ni Juliette Perrin ni sus amantes de una noche o habituales, podían procurarse sin una complicidad muy concreta.

 —¿El qué? —El traje azul. ¿Conocía a la madre de la niña? —No. —¿Nunca la encontró en la calle Manuel? —No. Sabía que la madre de Cecile trabajaba de animadora, pero nunca tuve

ocasión de verla. —No olvide tampoco que a su hija también la han matado.Era, para Meurant, una nueva salida que se cerraba. Seguía buscando, tanteando,

decidido a no aceptar la verdad. —Mi mujer pudo hablar sin darse cuenta. —¿A quién? —No sé. ;

 —¿Y dar, sin darse cuenta también, la llave de su apartamento al marcharse para elcine?

El teléfono.Janvier, esta vez, un poco sofocado.

 —Le llamo desde la portería, jefe. La persona se ha marchado en taxi con la maleta

y una bolsa marrón bastante llena. He tomado por si acaso la matrícula del coche.Pertenece a una compañía de Levallois y será fácil encontrarle. Barón la sigue en otrotaxi. ¿Espero aquí?

 —Sí. —¿Sigue con él? —Sí. —Pienso que después de que llegue, no me debo mover de aquí, ¿no? —Es conveniente. —Voy a estacionar el coche cerca de una de las puertas del cementerio. Se le notará

menos. ¿Piensa dejarle pronto? —Sí.

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Meurant estaba tratando de adivinar y el esfuerzo hacía que se le subiera la sangre ala cabeza. Se le notaba muy cansado, y al borde de la desesperación, pero conseguíamantenerse bien, y casi hasta sonreír.

 —¿Es a mi mujer a quien vigilan? Maigret hizo un gesto afirmativo. —Me imagino que desde ahora a mí me van a vigilar también.

Gesto vago del comisario. —¡No tengo ningún arma, créame! —Lo sé. —No tengo intención de matar a nadie, ni de matarme a mí. —También lo sé. —En todo caso, no por ahora.Se levantó, vacilando, y Maigret comprendió que la crisis estaba a punto de estallar,

que el hombre se contenía para no deshacerse en lágrimas, sollozar, golpear las paredescon sus puños apretados.

 —Valor, amigo mío.Meurant desvió la cabeza y caminó hacia la puerta, con pasos no muy seguros. El

comisario le puso un momento la mano sobre el hombro, sin insistir. —Venga a verme cuando quiera.Meurant salió al fin sin descubrir su rostro, sin decir gracias, y la puerta se cerró.Barón, en la calle, estaba esperando para continuar siguiéndole.

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CAPITULO VI

A mediodía, cuando se disponía a regresar para comer a su casa, Maigret recibió las

 primeras noticias de Ginette Meurant.Era Dupeu quien telefoneaba desde un bar de la calle Delambre, en el barrio

Montparnasse, cerca de la calle de la Gaîté. Dupeu era un excelente inspector que notenía más que un defecto: daba sus informes con una voz monótona, con el aire de no ir a acabar nunca, acumulando tantos detalles que se acababa por escucharle con un oídodistraído.

 —¡Pasa delante!... ¡Pasa delante!...—había que decirle siempre.Cuando se tenía la desgracia de decirle esto, a él se le ponía un aspecto tan triste que

uno se arrepentía en seguida de haberlo hecho. —Estoy en un bar llamado  Pickwick,  jefe, a cien metros del bulevar Montparnasse,

y hace doce minutos que ella se ha bajado frente al Hotel de Concarneau. Es un hotel bastante bueno, con agua corriente caliente y fría y teléfono en todas las habitaciones, yun cuarto de baño en cada piso. Ella ocupa la habitación 32 y no parece dispuesta amarcharse en seguida, pues ha discutido los precios del alojamiento a la semana. Amenos que sea un truco.

 —¿Sabe que ha sido seguida? —Estoy seguro de ello. En el taxi, se ha vuelto varias veces. En el momento de

abandonar el bulevar de Charonne enseñó al conductor una tarjeta de visita que sacó desu bolso. Cuando, uno detrás de otro, llegamos al bulevar Saint-Michel, ella se inclinóhacia el conductor. La vi claramente a través del cristal de atrás. De pronto ha torcido ala derecha, por el Faubourg Saint-Germain, y luego, durante cerca de diez minutos, ha

estado dando vueltas por las calles estrechas de Saint-Germain-des-Prés.«Imagino que intentaba despistarme. Cuando comprendió que no podía, dio nuevasinstrucciones y su taxi no tardó en detenerse ante un edificio de la calle Monsieur-Le-Prince.»

Maigret escuchaba pacientemente, sin interrumpir. —Hizo esperar al coche y entró. Yo entré un poco después de ella y preguntó a la

 portera. La persona a la que Ginette Meurant ha ido a ver no es otra que el abogadoLamblin, que vive en el primer piso. Ha permanecido en la casa unos veinte minutos.Cuando salió, parecía que no estaba satisfecha y en seguida le dio al conductor la ordende traerla aquí. Supongo que debo continuar la vigilancia.

 —Hasta que vaya alguien a relevarte.

Janvier, por su parte, estaba sin duda todavía en el bulevar de Charonne, vigilandoal marido en compañía de Barón.¿Era sólo para pedirle consejo para lo que Ginette Meurant había ido a ver al

abogado? Maigret lo dudaba. Antes de dejar la P. J., dio instrucciones a Lucas, y luegose dirigió hacia la estación de autobuses.

Siete meses antes, el 27 de febrero, los Meurant no tenían casi dinero, puesto que noestaban en condiciones de pagar la letra que les sería presentada al día siguiente.Además, tenían cuentas por pagar en los proveedores del barrio, lo cual, ciertamente,era ya habitual en ellos.

Cuando el juez de instrucción, unos días más tarde, le dijo a Meurant que eligieraun abogado, el artesano objetó que no tenía con qué pagarle y Fierre Duché fue

designado de oficio.

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¿De qué había vivido, desde entonces, Ginette Meurant? Que supiera la policía, quehabía vigilado su correspondencia, ella no había recibido giros. Tampoco parecía quehubiera cobrado ningún cheque. Si no había hecho muchos gastos, si había llevado, ensu apartamento, una vida retirada, también era cierto que había comido y que, antes del

 proceso, se había comprado la falda y el abrigo negro que llevaba en la Audiencia.

¿Había que pensar que ahorraba personalmente dinero, sin que lo supiera su marido,engañándole, como hacen ciertas mujeres, a costa de los gastos de la casa?Lamblin, en el Palacio, se había pegado a ella. El abogado tenía suficiente olfato

como para prever que el asunto tendría resonancias espectaculares y que, si representabaa la joven, ello le valdría una gran publicidad.

Quizá se equivocaba Maigret, pero estaba convencido de que Ginette Meurant habíaido a la calle Monsieur-le-Prince para procurarse fondos más que para pedir consejo.

Dada la reputación de Lamblin, había debido darle dinero, pero con cuentagotas.Sin duda también le había aconsejado no abandonar París y mantenerse tranquila.

El barrio Montparnasse no había sido elegido al azar. Ni Meurant ni Ginette habíanvivido en él ni lo habían frecuentado, y había pocas probabilidades de que Meurant

fuera a buscar a su mujer por aquella parte.El comisario se encontró de nuevo en la tranquila atmósfera de su apartamento,

comió frente a su mujer y cuando, a las dos, regresó al Quai, un mensaje telefónico deJanvier le informaba de que Meurant no había abandonado su domicilio, donde todoestaba en calma.

Tuvo que ir a conferenciar con el director a propósito de un asunto desagradablerelacionado con la política, y eran las cuatro cuando Janvier le llamó de nuevo.

 —Hay movimiento, jefe. Ignoro lo que va a pasar, pero es seguro que va a haber novedades. Ha salido de su casa a las dos cuarenta y cinco llevando voluminosos

 paquetes. Aunque parecen pesados, no ha llamado a un taxi. Es cierto que no fue lejos.Ha entrado un poco más tarde en la tienda de un revendedor en el bulevar deMénilmontant, y allí ha estado bastante tiempo discutiendo con el comerciante.

 —¿Te ha visto? —Probablemente. Era difícil esconderme, pues el barrio estaba casi desierto. Ha

vendido su reloj, el tocadiscos, los discos y una pila de libros. Luego ha regresado a sucasa, y ha vuelto a salir, esta vez con un enorme bulto envuelto en una sábana.

»Ha ido a la misma tienda, donde ha vendido trajes, ropa blanca, cubiertos ycandelabros de cobre.

»Ahora está en su casa. Pero no creo que por mucho tiempo.»En efecto, Janvier volvió a llamar cincuenta minutos más tarde.

 —Ha salido otra vez para ir al suburbio Saint-Antoine, a ver a un comerciante de

marcos. Después de una conversación bastante larga, éste ha llevado a Meurant en sucamioneta, que se ha detenido en la- calle de la Roquette, frente a la tienda que usted yaconoce.

»Han examinado los marcos uno a unos. El hombre del suburbio Saint-Antoine hacargado un cierto número de ellos en su camioneta y ha entregado billetes de banco aMeurant.

»He olvidado decirle que ahora está afeitado. Ignoro lo que hace en su taller, perotengo el coche a dos pasos por si acaso...»

A las seis, Maigret recibía la última llamada de Janvier desde la estación de Lyon. —Se marcha dentro de doce minutos, jefe. Ha sacado un billete de segunda clase

  para Tolón. Sólo lleva una pequeña maleta en la mano. En este momento, está

 bebiéndose un coñac en el bar; le veo a través del cristal de la cabina. —¿Te mira?

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 —Sí. —¿Qué aspecto tiene? —El aspecto de un hombre al que no le interesa nada más que la idea que se le ha

metido entre ceja y ceja. —Asegúrate de que toma ese tren y vuelve.

El tren sólo paraba en Dijon, Lyon, Avignon y Marsella. Maigret tuvo al otroextremo del hilo telefónico al comisario de estación de cada una de estas ciudades, les proporcionó la descripción del artesano y les dijo el vagón en el que iba. Luego llamó ala brigada móvil de Tolón.

El comisario que la dirigía, y que se llamaba Blanc, era más o menos de la mismaedad de Maigret. Se conocían bien los dos, pues, antes de entrar en la Sûreté, Blanchabía pasado por el Quai des Orfèvres.

 —Aquí, Maigret. ¿Qué tal, viejo? Confío en que no esté demasiado ocupado. Ya melas arreglaré para que el juzgado le envíe mañana un exhorto, pero conviene que le

 ponga ya al corriente. El tren que ha salido de París a las seis y diecisiete, ¿a qué horallega a Tolón?

 —A las ocho y treinta y dos. —Bien. En el coche número 10, a menos que no cambie de sitio en el curso del

viaje, encontrará usted a un tal Meurant. —Ya he leído los periódicos. —Quisiera que se le siga apenas se baje del tren. —Eso es fácil. ¿Conoce la ciudad? —Pienso que no ha ido nunca al Mediodía, pero quizá me equivoque. Meurant tiene

un hermano. Alfred. —Lo conozco. He tenido que ocuparme de él varias veces. —¿Está en Tolón en este momento? —Se lo podría decir dentro de una o dos horas. ¿Quiere que le llame yo? —A mi casa.Le dio su número del bulevar Richard-Lenoir.

 —¿Qué sabe usted de las actividades de Alfred Meurant en estos últimos tiempos? —Vive casi siempre en una pensión que se llama «Los Eucaliptus», fuera de la

ciudad, bastante lejos, en una colina, entre el Faron y La Vallette. —¿Qué clase de pensión? —De la clase que nosotros solemos vigilar. Hay cierto número de ellas, entre

Marsella y Mentón. El regidor es un tal Lisca, llamado Freddo, que ha sido muchotiempo barman en Montmartre, en la calle Douai. Freddo se ha casado con una chicamuy guapa, antigua bailarina de strip-tease, y juntos compraron «Los Eucaliptus».

»Es Freddo quien hace la cocina y según dicen maravillosamente. La casa estáapartada de la carretera, al final de un camino que no conduce a ninguna parte. Enverano se come fuera, bajo los árboles.

»Gente muy bien de Tolón, médicos, funcionarios, magistrados, van allí a comer devez en cuando.

»La verdadera clientela, sin embargo, son los chicos descarriados que viven en laCosta y que van periódicamente a París.

»También van chicas a pasar allí un día de campo.»¿Se da cuenta de qué clase es?»

 —Ya veo. —Dos de los clientes asiduos, casi pensionistas todo el año, son Falconi y Scapucci.

Dos hombres que tenían un expediente judicial cargado y a los que se encontraba periódicamente por Pigalle.

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 —Son grandes amigos de Alfred Meurant. Abiertamente, los tres se ocupan deinstalar máquinas tragaperras en los bares de la región. Se encargan también de

 proporcionar barmaids poco escrupulosas, que traen más o menos de todas partes.»Tienen varios coches a su disposición y los cambian a menudo. Desde hace un

cierto tiempo, sospecho que introducen en Italia coches robados y disfrazados en París o

en las afueras.«Todavía no he podido probar nada. Mis hombres se ocupan del asunto. — Todo me hace pensar que Gastón Meurant va a intentar entrar en contacto con su

hermano. —Si se dirige a un lugar conveniente, no le costará encontrarle, a menos que el

hermano haya hecho correr la consigna. —En caso de que Meurant comprara un arma o intentara procurársela, me gustaría

que se me advirtiera inmediatamente. —Comprendido, Maigret. Se hará lo mejor que se pueda. ¿Qué tal tiempo tienen

 por ahí? —Gris y frío.

 —Aquí hace un sol espléndido. A propósito, me olvidaba de alguien. Entre losclientes de Freddo, en este momento está uno llamado Kubik.

Maigret le había detenido doce años atrás a consecuencia de un robo en una joyeríadel bulevar Saint-Martin.

 —Hay el máximo de probabilidades de que sea uno de los autores del robo de joyasdel pasado mes en el paseo Alberto I de Niza.

Maigret conocía aquel ambiente bastante bien y envidiaba un poco a Blanc. Comosus colegas, prefería tener que vérselas con profesionales, pues, con ellos, se sabía enseguida en qué terreno se desarrollaba el partido y existían reglas del juego.

¿Qué es lo que Gastón Meurant, solo ahora en su compartimento, iba a hacer conaquellas gentes?

Maigret conversó un rato con Lucas, al que encargó de organizar la vigilancia de lacalle Delambre y de designar los inspectores que se iban a relevar.

Ginette Meurant había pasado la tarde en su habitación del hotel, verosímilmentedurmiendo. Había, como se anunciaba en el exterior, teléfono en las habitaciones, perotodas las comunicaciones pasaban por la centralita.

Según el encargado, que era auvernés, ella no había utilizado el aparato y estabaseguro de que el hotel no había pedido ninguna conferencia con el Mediodía. Noobstante, un especialista estaba dedicado a controlar la línea en una mesa de escucha.

Ginette había sido prudente durante mucho tiempo. O era de una habilidadextraordinaria o, desde el crimen de la calle Manuel, no había tratado ni una sola vez de

entrar en contacto con el hombre al que acompañó durante meses, y todavía el 26 defebrero, a la calle Victor-Massé.Se hubiera podido creer que, de la noche a la mañana, aquel hombre había dejado

de existir. Por su parte, no parecía haber intentado entrar en contacto con ella.La policía había considerado la posibilidad de señales convenidas. Se vigiló las

ventanas del bulevar de Charonne, se estudió la posición de los visillos, que habría podido tener un significado, las luces, las idas y venidas por la acera de enfrente.

El hombre no se había mostrado en la Audiencia ni en los alrededores del Palaciode Justicia.

Aquello era tan excepcional que casi se podía decir que Maigret estabaimpresionado.

Ahora ella salió, al fin, buscó un restaurante del barrio que no conocía, unrestaurante barato, y comió sola en una mesa leyendo una revista. Luego fue a comprar 

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más revistas a una esquina del bulevar Montparnasse, varias novelas populares, yregresó a su habitación, cuya lámpara permaneció encendida hasta pasada lamedianoche.

Gastón Meurant, por su parte, seguía de viaje. En Dijon, y luego en Lyon, uninspector recorrió los pasillos, asegurándose de que estaba en su puesto, y la

información llegó al bulevar Richard-Lenoir, donde Maigret tendió el brazo en laobscuridad para descolgar el teléfono.Otra jornada empezaba. Pasado Montélimar, Meurant encontró el clima de la

Provenza y, sin duda, con la cara pegada al cristal, no tardó en ver desfilar bajo el sol un paisaje nuevo para él.

Marsella... Maigret se estaba afeitando cuando recibió la llamada desde la estaciónSaint-Charles.

Meurant seguía en el tren, que continuaba su ruta. No se había engañado: se dirigía,efectivamente, a Tolón.

En París, el tiempo seguía gris y, en el autobús, las caras estaban tristes o ceñudas.Sobre la mesa, una pila de cartas administrativas esperaba.

Un inspector —Maigret no sabía ya cuál— telefoneó desde el bar de la calleDelambre.

 —Está durmiendo. Por lo menos, los visillos están echados y no ha pedido eldesayuno.

El tren llegó a Tolón. Gastón Meurant, con su maleta en la mano, un policía a sustalones, vagó por la plaza, desorientado, y acabó por entrar en el Hotel de los Viajeros,donde eligió la habitación más barata.

Un poco más tarde, se tenía la seguridad de que no conocía la ciudad, pues comenzó  por perderse por las calles, y llegó, no sin esfuerzo, al bulevar de Estrasburgo, penetrando allí en una gran cervecería. Pidió, no un coñac, sino un café, e interrogólargamente al camarero, que parecía incapaz de proporcionarle la información que le

 pedía.A mediodía, no había encontrado lo que buscaba y, cómicamente, era el comisario

Blanc quien se impacientaba. —He querido ver personalmente a su hombre —le telefoneó a Maigret—. Le he

encontrado en un bar del Quai Cronstadt. No ha debido dormir mucho en el tren. Tieneel aspecto de un pobre tipo agotado de cansancio obsesionado a pesar de todo por suidea fija. No sabe desenvolverse. Hasta ahora ha entrado en unos quince cafés y bares.Siempre pide agua mineral. Tiene el aspecto de un mendigo al que se mira con recelo.Su pregunta es siempre la misma:

»—¿Conoce usted a Alfred Meurant?

»Barmans y camareros desconfían, sobre todo, precisamente los que le conocen.Los hay que responden con un gesto vago. Otros le preguntan:»—¿Qué es lo que hace?»—No lo sé. Vive en Tolón.»Mi inspector, que le sigue paso a paso, empieza a sentir lástima de él y casi siente

deseos de darle él la información.»Al paso que va Meurant, esto puede durar mucho tiempo y se va a arruinar en agua

mineral.»Maigret conocía lo suficiente Tolón como para saber, por lo menos tres sitios,

donde Meurant habría podido obtener noticias de su hermano. Pero el artesano acabó por encontrar el sector bueno. Si se adentraba más por las callejuelas próximas al barrio

Cronstadt o si el azar le llevaba hasta Mourillon, acabaría sin duda por conseguir lainformación que buscaba con tanto ahínco.

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En la calle Delambre, Ginette Meurant había separado las cortinas; pidió café ycroissants y se volvió a acostar para leer en la cama.

 No telefoneó ni a Lamblin ni a ninguna otra persona. Tampoco trató de saber quéhabía sido de su marido, ni si la policía continuaba ocupándose de ella.

¿No terminarían por desencadenarse sus nervios?

EL abogado, por su parte, no inició ninguna gestión ni se entregó a sus ocupacioneshabituales.Una idea se le ocurrió a Maigret. Fue al despacho de los inspectores y se acercó a

Lucas. —¿A qué hora fue ella a ver a su abogado ayer? —Hacia las once, si no recuerdo mal. Puedo consultar el informe. —No vale la pena. De todas formas, daba tiempo aún para insertar un anuncio en

los periódicos de la tarde. Procúrate todos los periódicos de ayer y los de esta mañana yluego los de esta tarde. Examina minuciosamente los anuncios.

Lamblin no tenía fama de ser hombre de escrúpulos. Si Ginette Meurant le había pedido poner un anuncio, ¿habría dudado? Era poco probable.

Si la idea de Maigret era buena, indicaría que ella no conocía la dirección actual desu antiguo amante.

Si, por el contrario, ella la sabía, si él no se había cambiado desde el mes de marzo,¿no podría Lamblin haber hecho la llamada telefónica por ella? ¿No habría podidohacerlo ella misma, en los veinte minutos que había pasado en el estudio del abogado?

Un detalle, desde el comienzo de la investigación, en la primavera, le había chocadoal comisario. Las relaciones de la joven con el hombre descrito por Nicolás Cajouhabían durado meses. A lo largo de todo el invierno se habían encontrado varias veces

 por semana, lo que parece indicar que el amante vivía en París.¿Había que pensar que, por una u otra razón, el hombre no podía recibir a su

querida en su propia casa?¿Estaba casado? ¿No vivía solo?Maigret no había encontrado la respuesta.

 —De todas formas —dijo a Lucas—, trata de averiguar si ayer hubo una llamadatelefónica desde casa de Lamblin a Tolón.

 No podía hacer otra cosa que esperar. En Tolón, Gastón Meurant seguía buscando yeran las cuatro y media cuando, en un pequeño café ante el cual se jugaba a las bochas,obtuvo al fin la información que deseaba.

El camarero le indicó la colina y entró en complicadas explicaciones.Maigret sabía ya, en ese momento, que el hermano, Alfred, estaba, en efecto, en

Tolón y que no había dejado «Los Eucaliptus» desde hacía más de una semana.

Dio sus instrucciones al comisario Blanc. —¿Tiene usted, entre los inspectores, algún muchacho que no sea conocido de esagente?

 —Mis hombres no se mantienen mucho tiempo desconocidos, pero tengo uno queha llegado hace tres días. Viene de Brest, pues su misión era, sobre todo, ocuparse delarsenal. Seguramente no le conocen aún.

 —Envíele a «Los Eucaliptus». —Comprendido. Llegará allí antes que Meurant, pues el pobre, bien porque quiera

ahorrar, bien porque no tenga idea de las distancias, se ha puesto en camino a pie. Ycomo hay probabilidades de que se pierda dos o tres veces por los caminos de lacolina...

Maigret sufría de no estar allí. A pesar de su rapidez y de su precisión, los informesque recibía no le proporcionaban sino noticias de segunda mano.

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Dos o tres veces, aquel día, estuvo tentado de ir a la calle Delambre y volver aentrar en contacto con Ginette Meurant. Tenía la impresión, sin que nada especial la

  justificara, de que empezaba a conocerla mejor. ¿Encontraría ahora, acaso, preguntasconcretas a las que ella terminaría por contestar?

Era aún demasiado pronto. Si Meurant se había dirigido sin vacilar a Tolón, debía

tener sus razones.En el curso de la investigación, la policía no había sacado nada del hermano, peroello no significaba que no hubiera nada que sacarle.

Gastón Meurant no estaba armado, este punto estaba ya establecido y, por lo demás,no quedaba sino esperar.

Regresó a su casa, gruñón. La señora Maigret se guardó muy bien de interrogarle, ycenó, en zapatillas, se hundió en la lectura de los periódicos, luego puso la radio, buscóuna emisora en la que no hablaran demasiado y, al no encontrarla, la desconectó con unsuspiro de alivio.

A las diez de la noche, le llamaron desde Tolón. No era Blanc, que estaba asistiendoa un banquete, sino el joven inspector de Brest, llamado Le Goënec, a quien el

comisario de la-brigada móvil había enviado a «Los Eucaliptus». —Le telefoneo desde la estación. —¿Dónde está Gastón Meurant? —En la sala de espera. Va a tomar el tren de la noche dentro de hora y media. Ha

 pagado su cuenta en el hotel. —¿Ha ido a «Los Eucaliptus»? —Sí. —¿Ha visto a su hermano? —Sí. Cuando llegó, hacia las seis, tres hombres y la dueña jugaban a las cartas en el

 bar. Estaban Kubik, Falconi y Alfred Meurant, los tres muy despreocupados. Yo lleguéantes que él y pregunté si podía cenar y dormir. El dueño salió de la cocina paraexaminarme y acabó por decir que sí. Provisto de una mochila, he fingido que estabarecorriendo la Costa Azul en auto-stop buscando trabajo.

 —¿Lo han creído? —No sé. Mientras esperaba la hora de la cena, me senté en un rincón, y pedí vino

 blanco y me puse a leer. Me lanzaban una mirada de vez en cuando, pero no parecíandesconfiar demasiado. Gastón Meurant llegó un cuarto de hora después que yo. Habíaobscurecido ya. Vimos abrirse la puerta encristalada del jardín y él permaneció de pieen el umbral mirando a su alrededor con ojos de búho.

 —¿Cuál fue la actitud del hermano? —Miró duramente al recién llegado, se levantó, tiró sus cartas sobre la mesa y se

acercó a él.»— Qué vienes tú a hacer aquí? ¿Quién te ha dicho este sitio?»Los otros hacían como que no escuchaban.»— Necesito hablar contigo —dijo Gastón Meurant.»Y se apresuró a añadir:»—No tengas miedo. No es por ti por quien vengo.»—¡Ven! —le ordenó su hermano dirigiéndose hacia la escalera que conduce a las

alcobas.»No pude seguirles inmediatamente. Los otros se callaban, inquietos, y empezaban

a mirarme de una forma diferente. Sin duda, comenzaban a establecer una relación entremi llegada y la de Meurant.

»En resumen, yo continué bebiendo mi vino blanco y leyendo.

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»La casa, aunque pintada recientemente, es bastante vieja, y está mal construida, yse oyen todos los ruidos.

»Los dos hermanos se encerraron en una alcoba del primer piso y la voz de AlfredMeurant, al principio, era fuerte y dura. Aunque no se distinguían las palabras, era claroque estaba en plena cólera.

»Luego, el otro, el parisiense, empezó a hablar, con una voz mucho más sorda. Estoduró mucho tiempo, más o menos sin interrupción, como si contara una historia quetrajera preparada.

»Tras guiñar un ojo a sus compañeros, la patrona vino a ponerme el cubierto, como para divertirse. Luego los otros pidieron el aperitivo. Kubik fue a buscar a Freddo a lacocina y no le volví a ver.

»—Supongo que, por prudencia, levantó el vuelo, pues oí a poco un motor decoche.

 —¿No tiene usted idea de lo que ocurrió arriba? —Sólo que permanecieron encerrados durante hora y media. Al final, se diría que

era Gastón Meurant, el parisiense, quien llevaba la ventaja, y su hermano el que hablaba

en voz baja.»Yo había terminado de cenar cuando bajaron. Alfred Meurant estaba más bien

sombrío, como si las cosas no hubieran ido conforme él esperaba, mientras que el otro, por el contrario, se mostraba más despreocupado que a su llegada.

»—¿Tomarás un vaso? —propuso Alfred.»— No. Gracias.»—¿Te marchas ya?»—Sí.»Uno y otro se miraron frunciendo el ceño.»— Voy a llevarte a la ciudad en coche.»—No te molestes.»—¿No quieres que llame un taxi?»—Gracias.«Hablaban los dos en voz baja y se notaba que sus frases sólo servían para llenar un

silencio.»Gaston Meurant salió. Su hermano cerró la puerta, fue a decir algo a la dueña y a

Falconi, pero, al verme, cambió de opinión.»Yo no estaba seguro de lo que debía hacer. No me atrevía a telefonear al jefe para

 pedirle instrucciones. Creí que era mejor seguir a Gastón Meurant. Salí como quien va atomar el aire después de cenar, sin llevarme mi mochila.

«Encontré a mi hombre caminando a pasos regulares por la carretera que desciende

hacia la ciudad.»Se detuvo para comer algo en el bulevar de la República. Luego fue a la estación ainformarse del horario de los trenes. Al fin, en el Hotel de los Viajeros, cogió su maletay pagó la nota.

»Desde entonces, está esperando. No lee los periódicos, ni hace nada, salvo mirar hacia delante, con los ojos semicerrados. No se puede decir que esté sonriente, pero no

 parece descontento de sí mismo. —Espere a que suba al tren y vuelva a llamarme para decirme el número de su

coche. —De acuerdo. Mañana por la mañana, entregaré mi informe al comisario.El inspector Le Goënec iba a colgar cuando Maigret cambió de opinión.

  —Quisiera que se aseguraran de que Alfred Meurant no abandona «LosEucaliptus».

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 —¿Quiere que vuelva allí? ¿No cree que yo estoy ya quemado? —Bastará con que alguno de ustedes vigile la casa. Me gustaría también que se

controlara también el teléfono desde la mesa de escucha. Si llaman a París, o a cualquier número de ahí, que me avisen lo más rápidamente que se pueda.

Comenzaba de nuevo la rutina, en sentido inverso: Marsella, Avignon, Lyon y

Dijon estaban alerta. Dejaban a Gastón Meurant viajar solo, tranquilamente, pero, encierto modo, se lo iban a pasar de mano en mano. No llegaría a París hasta las once y media de la mañana.Maigret se acostó. Cuando su mujer le despertó trayéndole la primera taza de café,

tuvo la impresión de no haber dormido apenas. El cielo estaba, al fin, despejado, y seveía el sol sobre los tejados de enfrente. La gente, por la calle, caminaba con un pasomás vivo.

 —¿Vienes a comer?  —Lo dudo. Te telefonearé antes de mediodía. Ginette Meurant no había

abandonado la calle Delambre. Seguía pasando la mayor parte del tiempo en la cama, ysólo bajaba para comer y renovar su provisión de revistas y novelas.

 —¿Nada nuevo, Maigret? Era el fiscal, inquieto. —Nada concreto aún, pero no me sorprendería que hubiera novedades muy pronto. —¿Qué es de Meurant? —Está en el tren. —¿En qué tren? —El de Tolón. Vuelve. Ha ido a ver a su hermano. —¿Qué ha pasado entre ellos? —Han tenido una larga conversación, primero violenta, según parece, y luego más

tranquila. El hermano no está contento. Gastón Meurant, por el contrario, da laimpresión de un hombre que sabe al fin adonde va.

¿Qué más podía decir Maigret? No tenía ningún informe concreto que comunicar alJuzgado. Desde hacía dos días, tanteaba en una especie de niebla, pero, como GastónMeurant, tenía la sensación de que algo se iba concretando.

Estaba tentado de ir ahora mismo a la estación a esperar personalmente al artesano.Pero, ¿no era preferible que él siguiera en el centro de las operaciones? Y siguiendo aGastón Meurant, ¿no corría el riesgo de falsearlo todo?

Eligió a Lapointe, sabiendo que a él le gustaría, y luego a otro inspector, Neveu, quetodavía no se había ocupado del asunto. Durante diez años, Neveu había trabajado en lavía pública y se había especializado en los rateros.

Lapointe partió para la estación sin saber que Neveu no iba a tardar a seguirle.Antes, Maigret hubo de darle instrucciones concretas.

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CAPITULO VII

Durante años, Gastón Meurant, con su color pálido, su pelo rubio, sus ojos azules,

su aire de cordero, había sido un tímido, sin duda, pero, sobre todo, un paciente, unobstinado, que se había esforzado, en medio de los tres millones de habitantes de París,

 por crear una pequeña felicidad a su medida.Había aprendido su oficio lo mejor que pudo, un oficio delicado, que exigía gusto y

minuciosidad, y se podía pensar que el día en que se instaló por su cuenta, aunque fueraal fondo de un patio, sintió la satisfacción de haber superado el obstáculo más difícil.

¿Fue su timidez, su prudencia o el miedo a equivocarse lo que le mantuvo tantotiempo alejado de las mujeres? En el curso de sus interrogatorios, había confesado aMaigret que, hasta su encuentro con Ginette, se había contentado con poco, lo mínimo,furtivos contactos que le parecían vergonzosos, salvo en el caso de una aventura quetuvo, hacia los dieciocho años, con una mujer mucho mayor que él y que duró algunassemanas.

El día en que, ruborizándose, pidió al fin a una mujer que se casara con él, había pasado ya ampliamente los treinta años y el destino quiso que fuera una muchacha que,algunos meses más tarde, cuando él esperaba impacientemente el anuncio de un futuronacimiento, le confesaba que no podía tener hijos.

 No se rebeló. Aceptó, del mismo modo que había aceptado que ella fuera tandiferente de la compañera que él había soñado.

A pesar de todo, constituían una pareja. No estaba ya solo, aunque no hubierasiempre luz en la ventana cuando regresaba por la noche, aunque él, a menudo, tuvieraque preparar la cena y aunque, después, no tuvieran nada que decirse.

El sueño de ella era vivir en medio del movimiento de un restaurante del que fuerala dueña y él había cedido, sin ilusión, sabiendo que la experiencia sólo podía terminar en un fracaso.

Luego, sin demostrar amargura, volvió a su taller y a sus cuadros, viéndoseobligado, de vez en cuando, a pedirle ayuda a su tía.

Durante aquellos años de vida conyugal, lo mismo que en los que los habían precedido, no reveló cólera alguna, ninguna impaciencia.

En suma, había edificado un pequeño mundo para él en torno a su amor y seagarraba a él con todas sus fuerzas.

¿No explicaba esto el odio que endureció sus ojos cuando Maigret declaró, en laAudiencia, substituyendo con otra imagen la que se había formado de Ginette?

Absuelto sin desearlo, en cierto modo, liberado a causa de las sospechas que pesaban ya sobre su compañera, se marchó del Palacio de Justicia, a pesar de todo, consu compañera y a su lado; sin cogerse del brazo, habían llegado a su vivienda del

 bulevar de Charonne.Sin embargo, no había dormido en, su cama. Dos, tres veces, la mujer había ido a

hablarle, esforzándose acaso por tentarle, pero ella había acabado por dormir solamientras él pasaba la mayor parte de la noche velando en el comedor.

En ese momento, sin embargo, aún se debatía, aún se obstinaba en dudar. Quizáhubiera sido capaz de recuperar la fe. Pero, ¿le habría durado mucho tiempo? ¿Habría

 podido empezar de nuevo la vida como antes? ¿No habría pasado, antes de la crisisdefinitiva, por una serie de alternativas dolorosas?

Fue a ver, solo, sin afeitar, una fachada de hotel. Para darse ánimos, bebió trescoñacs. Dudó aún si entrar bajo la bóveda encristalada del Quai des Orfèvres.

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¿Se equivocó Maigret al hablarle brutalmente, desencadenado el resorte que, detodas formas, se habría desencadenado, más tarde o más pronto?

Aun queriéndolo, el comisario no habría podido obrar de otra forma. AbsueltoMeurant, declarado no culpable, quedaba en libertad, en algún sitio, un hombre quehabía degollado a Leontine Faverges y ahogado después a una niña de cuatro años, un

asesino que poseía la suficiente sangre fría y astucia como para enviar a otro en su lugar ante los tribunales y que había estado a punto de conseguirlo.Maigret había operado en caliente, obligando de un solo golpe a Meurant a abrir los

ojos, a mirar al fin la verdad de frente, y era ya otro hombre el que salió de su despacho,un hombre para quien no contaba ya nada sino su idea fija.

Había caminado derecho, sin sentir el hambre ni el cansancio, pasando de un tren aotro, incapaz de detenerse antes de llegar a su meta.

¿Sospechaba que el comisario había establecido una red de vigilancia en torno a él,que le esperaban al pasar por las estaciones y que había siempre alguien detrás de sustalones, acaso para intervenir en el último momento?

 No parecía preocuparse de ello, convencido de que la astucia de la policía no podía

nada contra su voluntad.Las llamadas telefónicas se sucedían, tras un informe por palabras. La mesa de

escucha, que acechaba las posibles llamadas de Ginette Meurant, siempre en suhabitación de la calle Delambre, no tenía nada que decir.

El abogado Lamblin no había llamado ni al Mediodía, ni a ningún númerointerurbano.

En Tolón, Alfred Meurant, el hermano, no había abandonado «Los Eucaliptus» ytampoco había llamado a nadie por teléfono.

Se estaba ante el vacío, un vacío en cuyo centro no había más que un hombresilencioso agitándose como en un sueño.

A las once cuarenta, Lapointe llamó desde la estación de Lyon. —Acaba de llegar, jefe. Está tomándose unos sandwichs en el mostrador. Sigue con

su maleta. ¿Es usted quien ha enviado a Neveu a la estación? —Sí. ¿Por qué? —Me preguntaba si desearía usted que me relevara. Neveu está en el mostrador 

también, muy cerca de Meurant. —No te ocupes de él. Continúa.Un cuarto de hora más tarde, era el inspector Neveu quien informaba.

 —Hecho, jefe. He tropezado con él a la salida. No se ha dado cuenta. Va armado.Una gran automática, probablemente una Smith et Wesson, en el bolsillo derecho de suchaqueta. No se nota demasiado gracias a la gabardina.

 —¿Ha salido de la estación? —Sí. Ha subido a un autobús y he visto a Lapointe subir detrás de él. —Puedes volver.Meurant no había entrado en ninguna armería. Forzosamente era en Tolón donde se

había procurado la automática, y sólo se la podía haber dado su hermano.¿Qué había pasado exactamente entre los dos hombres, en el primer piso de aquella

curiosa pensión que servía de casa de citas a los jóvenes descarriados?Gastón Meurant sabía ahora que también su hermano había tenido relaciones

íntimas con Ginette, y, sin embargo, no era por eso por lo que había ido a pedirlecuentas.

¿No esperaría, yendo a Tolón, obtener informes sobre el hombre de poca talla, de

 pelo muy moreno, que, varias veces por semana, acompañaba a su mujer a la calleVíctor-Massé?

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¿Tenía alguna razón para creer que su hermano estaba al corriente de ello? Y, enfin, ¿había encontrado lo que buscaba, un nombre, un indicio que la policía, por su

 parte, buscaba en vano desde hacía varios meses?Era posible. Era probable, puesto que había exigido que su hermano le entregara un

arma.

Si Alfred Meurant había hablado, en todo caso, no era por afecto hacia su hermano.¿Había tenido miedo? ¿Le había amenazado Gastón? ¿Le había revelado algo? ¿Algoque le ponía en sus manos para el día que él quisiera?

Maigret llamó a Tolón y consiguió, no sin esfuerzo, comunicar con el comisarioBlanc.

 —Soy yo otra vez, viejo. Me excuso por todo el trabajo que le estoy dando. Puedeque necesitemos a Alfred Meurant de un momento a otro. No es seguro que se leencuentre en el momento preciso, pues no me extrañaría que le entraran ganas de viajar.Hasta ahora, no tengo nada contra él. ¿No podría usted interrogarle bajo un pretextomás o menos plausible y retenerle durante unas horas?

 —De acuerdo. No es difícil. A esta gente siempre tengo preguntas que hacerle.

 —Gracias. Trate de saber si poseía una automática de bastante calibre y sí sigue ensu habitación.

 —Entendido. ¿Nada nuevo? —Todavía no.Maigret estuvo a punto de añadir que no tardaría en haberlo. Acababa de advertir a

su mujer que no regresaría a comer y, no queriendo abandonar su despacho, habíaencargado unos sandwichs a la cervecería Dauphine.

Seguía lamentando no estar fuera, siguiendo en persona a Gastón Meurant. Fumaba pipa tras pipa, mirando sin cesar al teléfono. El sol brillaba y las hojas amarillentas delos árboles daban a los muelles del Sena un aire de alegría.

 —¿Es usted, jefe? Tengo mucha prisa. Estoy en la estación del Este. Ha dejado sumaleta en consigna y acaba de sacar un billete para Chelles.

 —¿En Seine-et-Marne? —Sí. El ómnibus parte dentro de unos minutos. Es mejor que me marche. Supongo

que debo continuar siguiéndole. —¡Naturalmente! —¿Alguna instrucción especial?¿Qué idea tenía en la cabeza Lapointe? ¿Había sospechado la razón de la presencia

de Neveu en la estación de Lyon?El comisario gruñó:

  —Nada especial. Haz lo mejor que puedas. Conocía Chelles, a unos veinte

kilómetros de París, al borde del canal y del Marne. Recordaba una gran fábrica de sosacáustica ante la que se veían siempre barcazas cargando y, una vez que pasaba por laregión, un domingo por la mañana, vio a toda una flotilla de canoas.

La temperatura había cambiado en veinticuatro horas, pero el encargado de lacalefacción de las oficinas de la P. J. no había regulado la caldera oportunamente, desuerte que el calor era sofocante.

Maigret comió un sándwich, de pie ante la ventana, mirando vagamente al Sena. Decuando en cuando, bebía un poco de cerveza y lanzaba una mirada interrogante alteléfono.

El tren, que se detenía en todas las estaciones, debía tardar una media hora por lomenos, acaso una hora, en llegar a Chelles.

El inspector de servicio en la calle Delambre fue el primero en llamar.

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 —Siempre igual, jefe. Acaba de salir y está comiendo en el mismo restaurante, en lamisma mesa, como si se hubiera ya hecho sus costumbres.

Por lo que se podía saber, la mujer continuaba teniendo el valor de no entrar encontacto con su amante.

¿Era éste quien le había dado, en febrero, antes del doble crimen de la calle Manuel,

las instrucciones oportunas? ¿Tenía miedo de él?De los dos, ¿quién había tenido la idea de la llamada telefónica que habíadesencadenado la acusación de Gastón Meurant?

Éste, al principio, no había sido sospechoso. Fue él quien se presentóespontáneamente a la policía y quien se dio a conocer como sobrino de LeontineFaverges, de cuya muerte acababa de enterarse por los periódicos.

 No había ninguna razón para registrar su domicilio.Pero alguien se impacientaba. Alguien tenía prisa por ver a las investigaciones

tomar una dirección determinada.Tres, cuatro días habían pasado hasta que se recibió la llamada anónima revelando

que, en un armario del bulevar de Charonne, se encontraría cierto traje azul manchado

de sangre.Lapointe seguía sin dar señales de vida. Fue desde Tolón desde donde llamaron.

 —Está en el despacho de mis inspectores. Le están haciendo algunas preguntas sinimportancia y le retendremos hasta nuevo aviso. Se encontrará un pretexto. Hemosregistrado su habitación, sin que aparezca el arma. No obstante, mis hombres afirmanque solía llevar una automática, por lo que incluso ha tenido dos condenas.

 —¿Ha sufrido otras? —Nunca nada serio, aparte de las persecuciones por proxenetismo. Es demasiado

listo. —Gracias. Hasta luego. Cuelgo, porque espero una llamada importante de un

momento a otro.Penetró en el despacho vecino, al que acababa de llegar Janvier.

 —Conviene que estés preparado para partir y que te asegures de que hay un cochelibre en el patio.

Comenzó a reprocharse el no haberle dicho todo a Lapointe. Se acordaba de una película sobre Malasia. En ella se veía a un indígena que entraba de pronto en estado deamok, es decir, que era poseído súbitamente por un furor sagrado y empezaba a caminar en línea recta, las pupilas dilatadas, con un kriss en la mano, matando a todo el queencontraba.

Gastón Meurant no era malayo ni estaba en estado de amok. No obstante, desdehacía más de veinticuatro horas, ¿no seguía una idea fija y no era capaz de

desembarazarse de todo lo que pudiera alzarse en su camino?El teléfono, al fin. Maigret saltó hacia el aparato. —¿Eres tú, Lapointe? —Sí, jefe. —¿Desde Chelles? —Más lejos. No sé exactamente dónde estoy. Entre el canal y el Marne, a dos

kilómetros de Chelles aproximadamente. No estoy seguro, porque hemos seguido uncamino complicado.

 —¿Parecía conocer el camino Meurant? —No le ha preguntado nada a nadie. Han debido darle indicaciones precisas. Se

 paraba de vez en cuando para reconocer una encrucijada y al final tomó una senda que

conduce a la orilla del río. En el cruce de este camino con el antiguo camino de sirga,que no es más que un sendero, hay una posada, desde donde le estoy telefoneando. La

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dueña me ha dicho que en invierno no sirve de comer ni alquila habitaciones. Su maridoes el barquero. Meurant ha pasado ante la casa sin detenerse.

»A doscientos metros río arriba se encuentra una casita vieja, rodeada de gansos y patos en libertad.

 —¿Ha entrado en ella Meurant?

 —No. Se ha dirigido a una vieja, que le ha señalado con un gesto el río. —¿Dónde está en este momento? —De pie a orillas del río, pegado a un árbol. La vieja tiene más de ochenta años. La

llaman la Madre de los Gansos. La posadera dice que está medio loca. Su nombre esJoséphine Millard. Hace mucho tiempo que murió su marido. Desde entonces llevasiempre el mismo vestido negro y por el pueblo corre el rumor de que no se lo quita ni

 para dormir. Cuando necesita algo va al mercado el sábado para vender un ganso o un pato.

 —¿Tuvo hijos? —Sería hace tanto tiempo que la posadera no se acuerda. Como ella dice, es de

antes de su época.

 —¿Eso es todo? —No. Con ella vive un hombre. —¿Siempre? —Desde hace algunos meses, sí. Antes, solía desaparecer durante varios días. —¿Qué hace? —Nada. Corta leña. Lee. Pesca con caña. Se ha arreglado un viejo bote. Ahora está

 pescando. Le he visto, desde lejos, en la balsa amarrada a unas pértigas, en el recodo delMame.

 —¿Cómo es? —No he podido distinguirle. Según la posadera, es moreno, muy fornido, con el

 pecho velludo. —¿Bajo? —Sí.Hubo un silencio. Luego, dudando, como molesto,Lapointe preguntó:

 —¿Viene usted, jefe?Lapointe no tenía miedo. No obstante, ¿no se daba cuenta de que iba a tener que

tomar responsabilidades por encima de sus fuerzas? —En coche, tardará por lo menos media hora. —Salgo para allá. —¿Qué hago, mientras tanto? Maigret vaciló y acabó por soltar:

 —Nada. —¿Me quedo en la posada? —¿Puedes ver, desde donde estás, a Meurant? —Sí. —Entonces, quédate ahí.Entro en el despacho vecino, e hizo un gesto a Janvier, que le estaba esperando. En

el momento de salir, cambió de opinión y se acercó a Lucas. —Sube a los Registros y mira a ver si hay algo bajo el apellido Millard. —De acuerdo, jefe. ¿Le telefoneo a algún sitio? —No. No sé bien adonde voy. Más allá de Chelles, a cierto lugar a orillas del

Marne. Si tuvieras algo urgente que comunicarme, pide a la gendarmería local el

nombre de una posada que está a unos dos kilómetros río arriba.

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Janvier se puso al volante del pequeño coche negro, pues Maigret no había queridonunca aprender a conducir.

 —¿Algo nuevo, jefe? —Sí.El inspector no se atrevió a insistir y, al cabo de un largo silencio, el comisario

gruñó con aire descontento: —Sólo que no sé bien qué es. No estaba seguro de que fuera urgente llegar allí. Prefería no confesarlo, ni

confesárselo a sí mismo. —¿Conoces el camino? —He ido a comer por allí algún domingo con mi mujer y los niños.Atravesaron los suburbios, encontraron los primeros solares, y, poco después, los

 primeros prados. En Chelles se detuvieron, dudando, en un cruce. —Si es río arriba, tenemos que tomar a la derecha. —Probemos.En el momento en que salían de la ciudad, un coche de la gendarmería con la sirena

funcionando les pasó, y Janvier miró a Maigret en silencio.Éste no dijo nada tampoco. Mucho más adelante, dejó escapar mordisqueando el

tubo de su pipa: —Me imagino que la cosa está hecha.Pues el coche de la gendarmería se dirigía hacia el Marne, que ya empezaba a verse

entre los árboles. A la derecha se alzaba una posada con los ladrillos pintados deamarillo. Una mujer, que parecía muy excitada, estaba en su puerta.

El coche de la gendarmería, que no podía ya ir lejos, se había parado, en efecto, al borde del camino. Maigret y Janvier salieron del suyo. La mujer, que gesticulaba, lesgritó algo que no entendieron.

Caminaron hacia la casita rodeada de gansos y de patos. Los gendarmes, que habíanllegado antes que ellos, hablaban con dos hombres que parecían esperarles.

Uno era Lapointe. El otro, a lo lejos, parecía Gastón Meurant.Los gendarmes eran tres, uno de ellos teniente. Una vieja, en la puerta, miraba a

todos aquellos hombres moviendo la cabeza; parecía no comprender bien lo que pasaba. Nadie, por otra parte, lo comprendía, salvo, acaso, Meurant y Lapointe.

Maquinalmente, Maigret buscó con la mirada un cadáver, pero no lo vio. Lapointele dijo:

 —En el río...Pero, en el agua, no se veía nada tampoco.En cuanto a Gastón Meurant, estaba tranquilo, casi sonriente, y cuando el comisario

se decidió al fin a mirarle a la cara, se hubiera dicho que el artesano le expresaba suagradecimiento mudo.Lapointe explicó, tanto para su jefe como para los gendarmes:

 —El hombre dejó de pescar y separó su bote de aquellas pértigas que se ven allí. —¿Quién es? —Ignoro su nombre. Llevaba un pantalón de tela gruesa y un jersey de marinero

con el cuello vuelto. Se puso a remar para atravesar el río en oblicua respecto a lacorriente.

 —¿Dónde estaba usted? —preguntó el teniente de la gendarmería. —En la posada. Seguía la escena por la ventana. Acababa de telefonear al comisario

Maigret...

Señaló a éste, y el oficial, confundido, avanzó hacia él.

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 —Le pido perdón, señor comisario. Estaba tan lejos de pensar en encontrarle aquíque no le he reconocido. El inspector ha hecho que nos telefonee la posadera, que nosha dicho simplemente que acababan de matar a un hombre y que había caído al agua.Inmediatamente avisé a la brigada móvil...

Se oyó un ruido de motor por la parte de la posada.

 —¡Ahí están!Los recién llegados aumentaron el desorden y la confusión. Estaban en Seine-et-Marne, y Maigret no tenía ningún título para mezclarse en las investigaciones.

 No obstante, era al comisario a quien se dirigían todos. —¿Le ponemos las esposas? —Eso es cosa suya, teniente. Por mi parte, pienso que no es necesario.La fiebre de Meurant había pasado. Escuchaba distraídamente lo que decían como

si no tuviera nada que ver con él. La mayor parte del tiempo tenía su mirada fija en lasaguas turbias del Mame, río abajo.

Lapointe continuó explicando: —Mientras remaba, el hombre del bote volvía la espalda a la orilla. No podía ver,

 por consiguiente, a Meurant, que se mantenía cerca de ese árbol. —¿Sabía usted que iba a disparar? —Ignoraba que estuviera armado.El rostro de Maigret permaneció impasible. Sin embargo, Janvier le lanzó una

 brevísima mirada, como de alguien que cree haberlo comprendido todo. —La proa del bote tocó la orilla. El remero se levantó, cogió la amarra y, en el

momento en que se volvía, se encontró frente a frente con Meurant, del que sólo leseparaban tres metros escasos.

»Ignoro si cruzaron alguna palabra. Yo estaba demasiado lejos.»Casi inmediatamente, Meurant sacó una automática del bolsillo y alzó el brazo

derecho.»El otro, de pie en la embarcación, debió ser alcanzado por las dos balas disparadas

sin interrupción. Soltó la amarra. Sus manos se agitaron en el aire y cayó al agua decara...»

Todo el mundo, ahora, miraba al río. La lluvia de los últimos días había hechocrecer las aguas, que tenían un color amarillento y que, en ciertos lugares, formabangrandes remolinos.

 —Le pedí a la posadera que avisaran a la gendarmería y acudí... —¿Está usted armado? —No.Lapointe, acaso irreflexivamente, añadió:

 —No había peligro.Los gendarmes no comprendieron. Los hombres de la brigada móvil tampoco.Aunque hubieran leído la información sobre el proceso en los periódicos, no estaban alcorriente de los detalles del asunto.

 —Meurant no intentó huir. Se quedó donde estaba, viendo al cuerpo desaparecer yluego reaparecer dos o tres veces, cada vez un poco más lejos, antes de hundirsedefinitivamente.

»Cuando llegué junto a él, dejó caer su arma. Yo no la he tocado.»La automática se había incrustado en el barro del camino, junto a una rama muerta.

 —¿No ha dicho nada? —Sólo dos palabras: «— Se acabó.»

Gastón Meurant, en efecto, había acabado de debatirse. Su cuerpo parecía más blando, su rostro abotagado por el cansancio.

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 No se mostraba triunfador, ni experimentaba ninguna necesidad de explicarse, de justificarse. Eso era un asunto que no le correspondía a él.

A sus ojos, había hecho lo que debía hacer.¿Habría encontrado la paz de otra forma? ¿La encontraría ahora?El juzgado de Melun no tardaría en llegar al lugar. La loca, desde la puerta, seguía

moviendo la cabeza: nunca había visto tanta gente alrededor de su casa. —Es posible —dijo Maigret a sus colegas— que, cuando registren la casa, hagandescubrimientos.

Habría podido quedarse con ellos, asistir al registro. —Señores, les enviaré todos los informes que necesiten. No se llevaría a Meurant a París, pues Meurant no pertenecía ya al Quai des

Orfèvres, ni al Juzgado del Sena.Sería en otro palacio de justicia, en Melun, donde comparecería por segunda vez

ante la Audiencia.Maigret interrogó, uno tras otro, a Lapointe y a Janvier.

 —¿Venís, muchachos?

Estrechó las manos a su alrededor. Luego, en el momento de volver la espalda, tuvouna última mirada para el marido de Ginette.

De pronto, dándose cuenta de su fatiga, sin duda, el hombre se había apoyado denuevo en el árbol y miraba marcharse al comisario con una especie de melancolía.

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CAPÍTULO VIII

Durante el regreso cambiaron pocas palabras. Varias veces Lapointe abrió la boca,

 pero el silencio de Maigret era tan denso, tan intencionado, que no se atrevió a decir nada.

Janvier conducía y, poco á poco, iba teniendo la sensación de comprender.Unos kilómetros de diferencia y hubieran sido ellos los que se hubieran llevado a

Gastón Meurant. —Quizá sea mejor así —murmuró Janvier, como hablando consigo mismo.Maigret ni aprobó ni desaprobó. ¿A qué aludía exactamente Janvier, por otra parte?Subieron los tres las escaleras de la P. J. y se separaron en el corredor, Lapointe y

Janvier para entrar en el despacho de inspectores, Maigret en dirección al suyo, dondecolgó su abrigo y su sombrero en el armario.

 No tocó la botella de coñac que reservaba para ciertos clientes. Apenas tuvo tiempode llenar una pipa cuando Lucas llamó y depositó ante él un grueso expediente.

 —Esto es lo que he encontrado arriba, jefe. Parece que cuadra.Y, en efecto, cuadraba. Era el expediente de un tal Pierre Millard, alias Pierrot, de

treinta y dos años, nacido en París, en el barrio de la Goutte d'Or.Desde la edad de los dieciocho años tenía su ficha, compareciendo por primera vez

ante el tribunal del Sena por proxenetismo. Luego fueron otras dos condenas por elmismo motivo, con una temporada en Fresnes: más tarde, una condena por golpes yheridas en Marsella, y, al fin, cinco años en la central, en Fontevrault, por robo en unafábrica de Burdeos, con golpes y violencia sobre la persona de un guarda nocturno alque se encontró medio muerto.

Salió de la central año y medio más tarde. Desde entonces, se había perdido surastro.Maigret descolgó el teléfono, y llamó a Tolón.

 —¿Es usted, Blanc? Bueno, viejo, hemos llegado al final. Dos balas en la piel de untal Pierre Millard, alias Pierrot.

 —¿Un tipo moreno, bajo? —Sí. Se está buscando su cuerpo en el Marne, al que cayó de cabeza. ¿Le dice algo

su nombre? —Tendré que hablar con mis hombres. Me parece que ha rodado hace poco más de

un año. —Es verosímil. Salió de Fontevrault y le estaba prohibida su residencia aquí. Quizá,

ahora que conoce su nombre, pueda hacerle algunas preguntas concretas a AlfredMeurant. ¿Sigue ahí? —Sí. ¿Quiere que le llame más tarde? —Gracias.En París, en todo caso, Millard había sido prudente.Si venía con frecuencia, casi todos los días, procuraba no dormir nunca aquí.

Encontró un refugio seguro a orillas del Marne, en la casa de la vieja, que debía ser suabuela.

 No se movió desde el doble crimen de la calle Manuel. Ginette Meurant no habíatratado de unirse con él. No le había enviado ningún mensaje. Acaso ignoraba el sitiodonde se ocultaba.

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Si las cosas hubieran ocurrido de otra forma, si Nicolás Cajou, en particular, nohubiera testimoniado, Gastón Meurant habría sido condenado a muerte o a trabajosforzados a perpetuidad. En el mejor de los casos, le habrían salido veinticinco años.

Millard, entonces, una vez dictada sentencia, habría podido salir de su escondite eirse a provincias o al extranjero, donde Ginette no tendría más que ir a reunirse con él.

 —Aló, sí...Le llamaban de Seine-et-Marne. Era la brigada móvil de Gournay, que le anunciabaque se habían encontrado piezas de oro, acciones al portador y un cierto número de

 billetes de banco en una vieja cartera.Todo estaba enterrado, protegido por una caja de hierro, en el cercado de los gansos

y patos.Todavía no se había encontrado el cuerpo, al que se confiaba hallar, como a la

mayor parte de los ahogados en el canal, en la presa de Chelles, según estabaacostumbrado a hacer el guarda.

Se habían hecho más descubrimientos en la casa de la vieja, entre otros, en elgranero, una vieja maleta que contenía un vestido de novia segundo imperio, un traje,

otros vestidos, algunos de seda parda o azul pastel, adornados con encajes amarillos. Elhallazgo más inesperado era un uniforme de zuavo de comienzos del siglo.

La Madre de los Gansos apenas si se acordaba de su familia, y la muerte de su nietono parecía haberla afectado. Cuando se le habló de llevarla a Gournay para interrogarla,sólo se preocupó de sus volátiles y tuvieron que prometerle que la volverían a llevar aquella misma tarde.

Apenas si pensaban ocuparse de su pasado, ni de sus hijos, de los que se había perdido todo rastro.

Quizá viviría aún años en su casita a orillas del río. —¡Janvier! —Sí, jefe. —¿Quieres tomar a Lapointe contigo e ir a la calle Delambre? —¿Me la traigo? —Sí. —¿No cree que sería mejor llevar una orden de detención?Maigret, como oficial de policía judicial, tenía derecho a firmar órdenes de

detención y lo hizo sin esperar a más. —¿Y si hace preguntas? —No digas nada. —¿Le pongo las esposas? —Sólo si es indispensable.

Blanc volvió a llamar desde Tolón. —Acabo de hacerle algunas preguntas interesantes. —¿Le ha comunicado la muerte de Millard? —Naturalmente. —¿Pareció sorprendido? —No. Ni siquiera se molestó en fingirlo. —¿Ha confesado? —Más o menos. A usted le toca juzgar. Ha tenido buen cuidado de no decir nada

que pueda perjudicarle. Admite que conocía a Millard. Lo encontró varias veces, hacemás de siete años, en París y en Marsella. Luego, Millard cumplió cinco años y AlfredMeurant quedó sin noticias de él.

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»A su salida de Fontevrault, Millard volvió a Marsella y luego a Tolón. Estaba enmala situación y trataba de salir adelante. Su idea, según Meurant, no era ya robar, sinodar un buen golpe que le sacara de apuros de una vez para siempre.

»En cuanto hubiera rehecho su guardarropa, tenía la intención de volver a París.»Sólo se quedó unas semanas en la Costa. Meurant admite que le entregó pequeñas

cantidades, y que le presentó a compañeros y que éstos también le ayudaron.»En cuanto al asunto de Ginette Meurant, su cuñado habla de ello como de una broma. Según él, en el momento de su partida, le dijo:

»—Si te faltan mujeres alguna vez, siempre puedes ir a buscar a mi cuñadita, queestá casada con un imbécil y se aburre.

»Jura que no hubo nada más. Él le dio la dirección de Ginette, añadiendo quefrecuentaba a menudo un baile de la calle Gravilliers.

»A creerle, Pierre Millard no le volvió a dar noticias suyas ni las tuvo tampoco deGinette.»

Esto no era forzosamente cierto, pero resultaba plausible. —¿Qué hago con él?

 —Tome su declaración y suéltele. De todas formas no le pierda de vista, pues lenecesitarán en el proceso.

¡Si es que había proceso! Una nueva investigación iba a comenzar, en cuantoLapointe y Janvier llevaran a Ginette Meurant al despacho de Maigret.

¿Se establecería de forma suficiente su complicidad con su amante? Nicolás Cajou iría a reconocer el cuerpo de Millard, y luego la camarera y otras

 personas aún.Luego, vendría la instrucción; después, eventualmente, la transmisión del sumario a

la sala de actas de acusación.Durante todo este tiempo, era más que probable que Ginette permaneciera en la

cárcel.Luego, un día, se presentaría ante los tribunales también.Maigret sería llamado como testigo, una vez más. Los jurados tratarían de

comprender algo de aquella historia que se desarrollaba en un mundo tan diferente de suuniverso familiar.

Antes de esto, puesto que el asunto era más sencillo y el programa menos recargadoen los Tribunales de Seine-et-Marne, Maigret sería citado en Melun.

Junto con otros testigos, le encerrarían en una habitación sombría y acolchada comouna sacristía, donde esperaría su turno mirando a la puerta y escuchando los ecosensordecidos de la audiencia.

Volvería a encontrar a Gastón Meurant entre dos gendarmes, y juraría decir la

verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.¿La diría verdaderamente toda? ¿No había tomado en cierto momento, mientras elteléfono sonaba sin cesar en su despacho, donde tenía de algún modo todos los hilos delos personajes, una responsabilidad difícil de explicar?

¿No habría podido...?De allí a dos años, no tendría que encargarse ya de los problemas de los demás.

Viviría con su mujer lejos del Quai des Orfèvres y de los palacios de justicia, donde se juzga a los hombres, en una vieja casita que se parecía a una rectoral, y, durante horas, permanecería sentado en una barca amarrada a un piquete, contemplando pasar el aguay pescando con caña.

Su despacho estaba lleno de humo de pipa. Al lado se oía el tecleo de las máquinas

de escribir, el timbre de los teléfonos.

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Se sobresaltó cuando, tras un ligero golpe en la puerta, se abrió ésta ante la jovensilueta de Lapointe.

¿Hizo verdaderamente un movimiento de retroceso, como si -vinieran a pedirlecuentas?

 —Ella está aquí, jefe. ¿Quiere usted verla en seguida?

Y Lapointe esperó, dándose perfectamente cuenta de que Maigret estaba saliendolentamente de un sueño o de una pesadilla. Noland, 23, noviembre, 1959.


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