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EN FAVOR DE JAMES JOYCE
Manuel Almagro Jiménez
En junio de 1978, Juan Benet publicaba un artículo en Camp de l' arpa con el título de «¿Contra Joyce?». Como se deduce del título ya allí Benet plan
teaba sus dudas sobre la importancia de la obra literaria de James Joyce. Más adelante (Quimera, enero 1981) Benet renovaba su falta de aprecio por el escritor irlandés. Por su parte, David Hayman, uno de los más importantes críticos de la obra joyceana, declaraba en una entrevista (El País, 3-7-80) que «para disfrutar a Joyce hay que tener sentido del humor». Pero sin duda también hace falta paciencia y, sobre todo, una gran humildad.
Entre el desprecio de Juan Benet y el apasionamiento de David Hayman, la crítica literaria de izquierdas ha mantenido una cierta y extraña relación de amor-odio, como con Eliot y Pound, admirando por un lado la calidad formal del texto joyceano pero al mismo tiempo, pienso en Alick West por ejemplo, recriminándole la visión del mundo que se desprendía de sus obras. La condena llegó a extremos realmente ridículos, como cuando se le criticó desde la izquierda el hecho de que Ulysses no reflejara la guerra civil en Irlanda. Como es sabido, Ulysses fue terminado en 1921, tras siete largos años de penoso trabajo y su acción se centra en el 16 de junio de 1904, desde entonces conocido como Bloomsday en honor del protagonista Leopold Bloom. La guerra civil estalló en 1922!
Afortunadamente esos tiempos han ido pasando y la crítica de izquierdas ha ido poco a poco, por parciales se diría, aprobando esa asignatura pendiente que representaba Joyce. Así, se pueden encontrar casos que muestran criterios más sensatos y, sobre todo, más artísticos: André Gisselbrecht se negaba literalmente a hacer tan precioso regalo a la burguesía y es también interesante la realización en abril de este año de un simposio en la ciudad inglesa de Leeds en el que se dará especial énfasis a la perspectiva marxista y su análisis de la obra de Joyce.
El caso de Joyce, como el de otros pocos genios en la literatura universal -Shakespeare o Milton, Garcilaso o Cervantes en nuestras letras- es un caso de tipo lingüístico. La innovación literaria, con un carácter más o menos revolucionario, viene inevitablemente acompañada -es difícil concebir la una sin la otra- por una innovación de corte lingüístico que es asimismo más o menos revolucionaria según los casos y circunstancias, y que es la que en definitiva perdura: la literatura no es, por citar al príncipe danés, sino «words, words, words». En cuanto a Joyce, está claro que
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May Murray Joyce.
John Stanislaus Joyce, detalle de un retrato por Patrick
Tuohy.
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James Joyce niño.
el lenguaje establecido, el de los Bennet (no confundir con Juan Benet, por favor), Gissing, Wells y Galsworthy contemporáneos, ya no le sirve. Las palabras están gastadas y no pueden expresar los viejos problemas y angustias de los nuevos héroes. Joyce, por un lado, recupera el lenguaje, entonces gastado y fosilizado, produciendo una revolución lingüística cuyos resultados finales, sobre todo en Finnegans Wake, todavía está la crítica intentando desentrañar. A la vez, mediante un replanteamiento de las posibilidades a mano en lo que Hugh Kenner llamaría el closed field del lenguaje, le devuelve la frescura haciendo que de nuevo podamos, por utilizar la terminología de los formalistas, conocer la vieja "y sabida realidad por primera vez y una vez más. Y esta meditación sobre las posibilidades de la lengua, J oyce se la plantea en cada una de sus obras, sucesiva y progresivamente, de manera que nunca una determinada combinación se repita dos veces, mostrando así la consistencia a lo largo de su obra.
Una anécdota bastará para hacer comprender el celo, dedicación y seriedad que exigía su método de composición y la cualidad artesanal en la textura de cualquier pasaje. Frank Budgen, amigo y confidente de Joyce durante muchos años, le preguntó un día sobre los progresos del autor con Ulysses. J oyce contestó que había estado trabajando en él todo el día. Budgen dedujo que en ese caso habría escrito bastante pero Joyce le corrigió señalándole que sólo había escrito una frase. «¿Estabas buscando las palabras adecuadas, entonces?», inquirió Budgen. Y Joyce: «No, ya te-
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Y a los dos años de edad.
nía las palabras. Es el orden de esas palabras lo que he estado buscando».
La revolución literaria, el agotamiento, casi, de la forma novelística produce en las siguientes décadas lo que se podría denominar el síndrome post- Ulysses: los nuevos escritores se ven asaltados por la desesperanza ante la sensación de que es imposible escribir algo original después de Joyce. Y esto parece que aún no se lo han perdonado en algunos sectores. Afortunadamente, Beckett, entre otros, demostrando que la originalidad es todavía posible en novela, restauró un tanto el equilibrio.
Con J oyce se puede sentir que la literatura, el arte, sigue teniendo sentido en la sociedad moderna, que el aspecto formal de la literatura se ha complicado, igual que se ha complicado la sociedad, pero que todavía merece la pena. Esa es la cuestión no ya para un irlandés que aún lo pueda sentir en sus propias carnes sino para cualquier ser humano que vibre ante el reconocimiento ( conocimiento renovado) de la condición humana, de la esencia del hombre. Por ello, Joyce puede hacer petlectamente uso de los antiguos mitos y leyendas: las ansias de libertad del nuevo y creador Dédalo y las peripecias (incluso en el sentido original del término), esta vez en un Dublín hostil y huraño, del moderno Ulises aún sirven para enmarcar una nueva investigación sobre la condición de ser hombre.
Uno de los problemas que plantea la lectura de cualquier obra de Joyce es la aureola, rayando en la falacia, de escritor difícil. No seré yo quien diga que es precisamente lo contrario y exalte la «sen-
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Joyce (a la derecha) con sus amigos ael colegio universitario George Clancy y J. F. Byrne.
cillez» de su producción. Sin embargo, Joyce no es más difícil de leer y entender que cualquier otro escritor de su categoría. Los que leen en profundidad a Homero, Shakespeare o Cervantes saben muy bien que no las tienen todas consigo cuando se enfrentan a los textos. Por ello, la discriminación contra Joyce, aunque provenga de eminentes plumas, resulta, cuando menos, injusta. Quizá la mejor manera de superar esta dialéctica sea perderle el respeto a Joyce (en el mejor sentido, por supuesto) y enfrentándose al texto, que es el que en definitiva da y quita razones, perderle el miedo, porque merece la pena que este autor sea rescatado de las manos y los ojos de una minoría selecta, no sé si bien o malintencionada, que ha puesto más barreras entre los lectores y Joyce de las que ha conseguido quitar. Esto resultaría especialmente gratificante en el caso de su obra maestra, Ulysses: como señala J. M. Valverde, lo mejor es zambullirse directamente, de lleno, en este río de palabras, ya en un remanso como «Sirenas» o «Nausicaa», ya en un torrente como «Cíclope»o «Penélope», según el gusto y la apetencia decada cual y cada momento.
Sigue siendo relevante leer por enésima vez la obra de un escritor ante todo honesto, sincero y consecuente consigo mismo: es necesario seguir humildemente conociendo, aprendiendo de Joyce. Si es verdad que la más adecuada defensa frente a la barbarie siempre amenazante es la cultura, en este año ominoso lo mejor es empezar sumergiéndonos de nuevo en el legado literario y, sobre todo, humano de James Joyce.
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