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Trece Historias La Noria - Paul Pen

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Este relato forma parte de la colecciónTrece historias, un comPENdio decuentos con el que pretendo rendirhomenaje a tres de mis contadores dehistorias favoritos: Alfred Hitchcock,Rod Serling y el Guardián de la Cripta.Sus programas de televisión —AlfredHitchcock Presents, The Twilight Zoney Tales from the Crypt—, fueron los queme enseñaron a disfrutar y sufrir conhistorias cortas llenas de misterio,terror, drama y, sobre todo, susPENse.No puede ser casualidad que esta últimapalabra se construya con mi apellido. Enmis mejores pesadillas, este relato, y elresto de la colección, se parecerá enalgo a los capítulos de aquellas series.También es mi responsabilidad avisar

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de que las consecuencias de leer estashistorias en PENumbra pueden llegar aser imPENsables.

Paul PEN

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Mara entró al recinto ferial. Traía lacamiseta empapada en sudor. Así eransiempre los días en que comenzaban lasfiestas: poco después de llegar a cadapueblo, había que hacer alguna carrerade última hora para conseguir la llaveinglesa que se había perdido en eltransporte, comprar dos garrafas de aguao sacar dinero en el cajero de la plazacentral para pagar en negro a losoperarios que montaban las atracciones.Aquí en Las Rozas, además, los recadosse habían prolongado más de lonecesario. Pasaba siempre queregresaba a su pueblo natal. En unpasillo del supermercado, en unaesquina de la calle principal o haciendocola en el cajero aparecían caras

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conocidas que retrasaban su tarea. Hacíatreinta años que se había casado conJaime y había dejado el pueblo paraunirse a la vida nómada de un feriante,pero aún parecía que la conociera todoel mundo. Hoy, además, la dueña de laferretería le había preguntado por Jaime,y eso siempre le ponía de mal humor. Enla cola del cajero, Mari Carmen habíametido la pata aún más, preguntándolequé le pasaba en la nariz, que se la veíarara, diferente a cuando era más joven.

Mara levantó nubes de polvo concada paso. Notaba el sol quemándole lanuca.

—¿Qué te pasa, reina mía? —preguntó Damaris, la gitana dueña de ElPulpo, la misma que atosigaba a los

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clientes vendiéndoles ramitas de romeropara librarlos del mal de ojo que ellamisma amenazaba con echarles—. Eseste pueblo, ¿no? Te trae recuerdos.

Mara no se detuvo.—Pero tú tranquila que en diez días

nos estamos yendo —vociferó Damaris—. Lo bueno de ser feriante, hija, es queno tenemos que enfrentarnos a larealidad.

Mara buscó a Everton, su operario demontaje, por el recinto. Lo encontró,como siempre, en el puesto de dulces deCarmen. Estaban los dos sentados en unbanco colocado a la sombra de laautocaravana. Él se abanicaba con susombrero.

—Aquí la tienes —dijo, entregando a

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Everton la llave Allen que habíacomprado en la ferretería. Después setocó el bolsillo por fuera del pantalón—. También tengo tu dinero.

Carmen chistó para que Mara bajarala voz.

—Está durmiendo —explicó,señalando la autocaravana.

—¿La niña?—Mi madre.Una voz infantil surgió de debajo del

banco.—Yo estoy despierta.Mara se arrodilló para asomarse al

escondrijo. Encontró a Adela tumbadade lado en el suelo, detrás de los pies desu madre y los de Everton. Jugaba conun frasco que hacía rodar con un dedo,

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sin llegar a soltarlo.—¿Pero quién está aquí? —dijo

Mara.La niña la miró a los ojos.—¿Tú crees que los deseos se

cumplen?—¿Y por qué me preguntas eso?—Ha encontrado un trébol de cuatro

hojas que alguien me regaló hace mucho—explicó su madre.

—¿Un ex novio? —preguntó Everton.—Qué va, si yo era una cría. Fue una

señora, aquí en la feria. Me lo dio y medijo que lo guardara porque era mágico.Ni siquiera recordaba que lo tenía, lo haencontrado la niña en un cajón.

—Es mágico —confirmó la niña—. Ymuy poderoso.

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Carmen enarcó las cejas, sorprendidapor el vocabulario de su hija.

—A ver, déjame ver —Mara cogió eltarro de la niña. Observó su interior. Eltrébol de cuatro hojas estaba conservadoen una bola de goma o resinatransparente. Al agitar el frasco, lapelota rebotó contra el cristal con unsonido amortiguado—. Es muy bonito.

—¿Me concederá los deseos? —preguntó la niña.

A Mara la vida la había maltratado losuficiente para saber que los deseos nose cumplen. En realidad no había sido lavida, había sido Jaime. Aun así, noquiso romper la ilusión de Adela.

—Claro que sí. Si no tu madre nohabría guardado ese amuleto tanto

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tiempo.—Muchas gracias —susurró Carmen

—. Ahora estará pesadísima toda latarde con el frasco.

La niña celebró la respuesta de Mara.—¡Bieeeen!Su madre chistó para que no

despertara a la abuela.—Venga, vamos —dijo Mara a

Everton—. Ve a acabar tu trabajo en lanoria y pásate por mi caravana, que tedoy lo que te debo.

El operario se levantó y se dirigió ala atracción.

Una hora más tarde, sus nudillosgolpearon desde fuera la ventanilla de laautocaravana de Mara. Ella cogió elsobre que había dejado preparado sobre

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la mesa diminuta de la cocina. A Jaimele gustaba sentarse en una de las sillas,estirar las piernas, cruzar las manos trasla cabeza y observar con detenimiento elinterior del vehículo como si fueran lasamplias estancias de una mansióninglesa lo que se desplegaba ante él.Pero Mara, aun siendo más delgada ybajita que Jaime, se daba con la cabezaen el techo varias veces al día, segolpeaba codos y rodillas en todos lossalientes y rogaba al cielo cada nochepor un palmo más de mesa para poderservir la cena con comodidad. Laautocaravana dejó claro, desde elprimer momento en que se trasladó avivir con Jaime, que Mara no encajabaen la vida de él. La pieza de un puzzle

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no entra en el espacio que no lepertenece a no ser que se fuercen suscontornos, estropeando su formaoriginal. A ella, Jaime la había forzado,la había estropeado y la habíadeformado durante veinte años. Ojaláhubiera interpretado mucho antes lametáfora que ese vehículo le mostródesde el principio.

Mara abrió la puerta con el sobre enla mano. Everton se llevó el sombrero alpecho.

—La noria está lista, señora.—¿Hay que cambiar alguna bombilla

de las cabinas?—Andan todas, ya las comprobamos.

Las de fuera de la rueda también.Jaime se había quejado toda su vida

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de los mozos que montaban lasatracciones, trabajadores puntuales quecontrataban en los pueblos a los quellegaban para levantar la feria y a losque él trataba como animales de carga.Les gritaba las indicaciones de montajesentado a la sombra, comiéndose unbocadillo de panceta, y con ciertapropensión a remarcar el país del queprocedían como si fuera un insulto. AEverton lo llamaba el indito. Después élcriticaba la supuesta falta de educaciónde esos operarios, el descaro con el queexigían su pago al final de la jornada —como si hubieran venido a trabajargratis— o las caras de amargura que lededicaban al contar los billetes. Una vezMara escuchó en la peluquería una cita

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inspiradora que alguien soltó entresecadores, una frase de psicologíapopular que ella había convertido enlema vital: “la vida es como un espejo,te sonríe si la miras sonriendo”. Porsupuesto, era algo que no podía decirlea Jaime, ni tampoco explicarle que eltrato que recibía de los operarios era unmero reflejo del que él les dispensaba.Cuando él murió, Mara se ocupó dereparar la mala relación con losoperarios. Por mucho que el espejo desu vida lo hubiera roto Jaime a base depuñetazos, ella se esforzaba por sonreíra los pocos fragmentos triangulares queresistían en el marco. Así habíaconseguido que hoy ellos la trataran conrespeto, la esperaran pacientemente en

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la puerta de la caravana si llegaba tardey se guardaran el sobre de dinero en elbolsillo trasero de sus vaqueros sincontarlo siquiera. Ninguno volvió amencionar a Jaime. Tampoco ella.Prefería no recodarlo. Hacía tiempo quepensaba en su matrimonio como unaccidente. Un choque frontal a cámarahiperlenta entre dos vehículosconducidos por ellos mismos. Duranteaños se había sentido como el cuerpoque se zarandea dentro de un coche,golpeándose con techo, volante yreposacabezas, antes de salir despedidopor la luna delantera para aterrizarfracturado sobre el asfalto. AunqueJaime había acabado siendo la primeravíctima mortal del accidente —un

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cáncer de testículos lo mató cinco díasantes de que cumplieran el vigésimoaniversario—, ella aún acusaba susheridas, tras diez años de recuperación.

Mara entregó a Everton el sobre conel dinero. Él se lo guardó sin abrirlo.

—Muchas gracias.—A la orden, señora. Vendremos el

domingo que viene para desmontar. Quedisfrute las fiestas.

—En este pueblo, no creo.Everton miró al suelo sin saber qué

contestar. Después se giró y se marchó através del recinto ferial. Sorteó variasatracciones, todas listas para la aperturade esa tarde. En los coches de choque,los más pequeños de los Carmona selanzaban unos contra otros al ritmo de

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una música ensordecedora. Losaltavoces del Scalextric eran los máspotentes de toda la feria. El Pulpofuncionaba también en pruebas, lostentáculos del cefalópodo mecánicogirando sin pasajero alguno. Damarisgritó al operario algo sobre unas lucesque no parpadeaban como deberían. Allado de la atracción, Carmen actualizabasu lista de precios al nivel de vidamadrileño, sumándole un diez por cientoa todos los dulces. Al pasar junto a ella,Everton le acarició la mano con la queescribía en la pizarra. Carmen se giró yle lanzó un beso que él recogió en susombrero, como si lo hubiera encestado.Prosiguió su camino con una sonrisa.Por alguna razón que Mara desconocía,

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Everton y Carmen preferían mantener surelación en secreto, aunque ella eramadre soltera. Mara bajó de la caravanay echó una ojeada a la noria. Algunas delas cabinas aún se balanceaban, elchirrido de los ejes chivándose de lareciente presencia de Everton en suinterior.

La noria había sido el negociofamiliar de los padres de Jaime. Él laheredó de ellos y Mara de él. En otrospueblos, la atracción apenas lerecordaba a Jaime. Era al regresar a LasRozas cuando las imágenes de la nocheen la que tomó la peor decisión de suvida se repetían en su cabeza como serepite el discurso del dueño de unatómbola anunciando premios para todos.

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Fue en ese pueblo, treinta años atrás,cuando, subidos ambos a la noria queaún pertenecía a los padres de él, Jaimele mostró un anillo y le pidió que secasara con él. Ocurrió al caer la noche,un día de septiembre de 1987, bajo uncielo ya sin sol pero aún sin luna,cuando más bonitas se veían las luces dela feria. Se conocían desde hacía dosaños, pero sólo habían compartidotantas noches como días se habíainstalado la feria en Las Rozas. Lanoche en la que él le pidió matrimonioera apenas la vigésimoprimera quepasaban juntos. La primera tuvo lugar en1985, cuando Mara tenía dieciséis años.Ella bajaba la escalera del Scalextric,comentando a gritos con tres amigas los

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porrazos que se habían pegado unas aotras, cuando vio a Jaime arrodilladojunto a una de las cabinas de la noria.Mojaba una brocha en un bote de pinturaverde, tratando de tapar un grafiti quealguien había estampado en lacarrocería del aparato. Las voces de susamigas parecieron disolverse en eljolgorio general de la feria, que a su vezpasó a transcurrir en algún lugar muylejano. Mara no conocía el nombre delos músculos que se marcaban en elbrazo de aquel chico, pero sintió eldeseo de tocarlos, de subir hasta elhombro la manga de la camiseta blancay probarlos con la boca. Él debió desentir la mirada en su nuca porque segiró como si lo hubiera llamado,

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apoyando el antebrazo en su rodilla. Encuanto vio a Mara, dejó la brocha en elbote sin importarle que se hundiera hastala mitad del mango y se puso de pie paraobservar mejor a la chica que lo mirabadesde la atracción de enfrente. Paseó lamirada por los contornos de su pecho, suombligo y sus muslos, bañados por laluz azul y violeta de los neones queformaban la palabra Scalextric. Jaimesintió en su corazón y su entrepierna unadescarga eléctrica más potente que laque hacía saltar chispas en la redmetálica que cubría el techo de loscoches de choque. Desde ese momento,y durante las diez noches que duraronlas fiestas de 1985, Jaime y Mara sebesaron detrás del remolque que vendía

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patatas fritas con salsa brava, alioli omixta, detrás de la caravana que vendíabocadillos y detrás del puesto quevendía algodón de azúcar y manzanascaramelizadas, que por aquel entoncespertenecía a la madre de Carmen. Sedespidieron el último día jurándosefidelidad y prometiendo verse al añosiguiente, promesa que amboscumplieron. La tarde de 1986 en la quela noria regresó a Las Rozas, Jaime seencontró a Mara esperándolo junto a laverja del recinto ferial vacío, su cuerpomostrando las nuevas curvas yvolúmenes con que lo habían esculpidolos diecisiete. Repitieron el frenesí delseptiembre anterior y se pasaron lasfiestas colándose entre La Olla Loca y

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El Tren de la Bruja, sorteando gruesoscables en el suelo, en busca de rinconesoscuros en los que descubrirse con lasmanos y leerse con las lenguas. Cuandollegó el último domingo de feria, Jaimelloró sobre el hombro de Mara mientrasfuegos artificiales iluminaban el cielo derojo, azul y blanco. Juró en alto que noiba a pasar nunca más por una de esasdespedidas y prometió que la primeranoche de las fiestas del año siguiente lepediría a Mara que se casara con él.Ella sería mayor de edad y podríadecidir unirse a la feria. Le dio un besorápido en la boca tratando de acortar laagonía del adiós y se fue atendiendo lasórdenes de su madre de que empezara adesenroscar bombillas porque mañana a

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primera hora partían hacia Denia y mirahijo cuántas bombillas hay. Enseptiembre de 1987, Mara no esperójunto a la verja del recinto ferial a quellegaran los camiones de lasatracciones. Pasó la tarde en casa dandovueltas en su habitación, preguntándosesi Jaime se acordaría de aquello quehabía soltado en el clímax de la últimadespedida. Se miró la mano izquierdapor un lado y por otro, imaginando eldestello de un anillo en su dedo anular.Un minuto estaba segura de que Jaimecumpliría lo prometido, y al siguiente seconvencía de que no sólo habríaolvidado la idea de pedirle matrimonio,sino que se habría olvidado de ella porcompleto. A un joven de veinte años

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como él, con vaquero ajustado, mangassiempre recogidas y Adidas blancas,seguro que se lo habían rifado chicasmucho más guapas que ella en todos lospueblos por los que había pasado lanoria ese año. Mara se vistió con elatuendo elegido tras rechazar otras milopciones. Incluyó las Converse a las quehabía estampado una J, con rotulador, encada una de las punteras. Cepilló supelo para avivar el brillo. Tras un añoentero de crecimiento y tres meseslavándolo con manzanilla habíaadquirido el rubio que ella ansiaba, elde su ideal de belleza por aquelentonces: la Olivia Newton-John deGrease (había visto la película porprimera vez esa Nochevieja). Imitando a

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Sandy, se recogió el pelo en una coletafrondosa que ajustó con un lazo rosado.Se presentó en la feria cuando el solestaba tan bajo que la noria arrojabasobre la arena una sombra kilométrica,rozando la entrada, al otro extremo delrecinto ferial. Mara pisó la sombra consus Converse, acercándose a laatracción tan nerviosa como si fuera yala novia que camina al altar. Vio a Jaimeen la cabina de mando, operando lanoria y dando instrucciones de seguridada quienes iban subiendo: les hacía saberque el aparato daría siete vueltascompletas antes de que pudieran bajar.Mara se puso a la cola sin llamar laatención de Jaime. Llegó al principio dela fila cuando el sol desaparecía tras la

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sierra, llevándose también las sombras.Jaime reparó en ella en el precisoinstante en que se encendieron todas lasluces de la feria. En los altavoces de loscoches de choque sonaba TheNeverEnding Story, de Limahl. Jaimerecordaría siempre ese momento comoel más mágico de toda su vida, pero lacara de sorpresa que puso no le permitiósaber a Mara si se alegraba o no deverla. Nerviosa, escapó de la situacióncolándose sin permiso en la cabina quepasaba por la base. El aparato la alejódel suelo mientras la pareja frente a laque se había sentado intercambiabafrases murmuradas por un lado de laboca. Durante el ascenso, Mara se sintióestúpida, convencida de que él no

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esperaba verla de nuevo, que los llorosbajo los fuegos artificiales queclausuraron las fiestas del año anteriorformaban parte de una vida muy lejanapara ambos. Su temor aumentó a medidaque la cabina completaba su órbita y elsuelo se acercaba a ella devolviéndola ala realidad del rechazo. De nuevo en labase, la atracción se detuvo en seco.Algunos pasajeros resollaron cuando suscabinas se balancearon más de lohabitual. La pareja frente a Maraaprovechó para escapar. Ella vio aJaime cederle el control de las palancasa su padre, explicándole con gestosalguna orden a ejecutar en breve.Después abandonó el puesto de mando,corrió a la noria y se sentó junto a Mara

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sin decir una palabra. Repitió a su padreel gesto que acababa de mostrarle,dibujando un círculo en el aire con eldedo, y la atracción reanudó su ascenso.Antes de llegar a la cúspide, el aparatose detuvo tres veces. Ambospermanecieron en silencio observandoel pueblo desde las alturas, oyendo elchirrido metálico del balanceo de lacabina. Mara, dando por perdido el añode espera y despidiéndose del futuro quehabía imaginado junto a él, recogió laspiernas para esconder las punteras desus zapatillas. No sabía que Jaime se ibamordiendo la lengua para no dejarescapar antes de tiempo las palabras quehabía ensayado. La noria alcanzóentonces el punto más alto de su

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trayectoria. Allí arriba, los extremos dellazo rosa de Mara ondeaban comobanderas. El aire olía a palomitas,churros y a la gasolina de losgeneradores. Un estuche rojo, cuadrado,aterrizó sobre los muslos de Mara. Nose atrevió a tocarlo hasta que Jaime loabrió frente a sus ojos. El anillo reflejóbombillas multicolores. Cuando Jaimeformuló la pregunta que ella ansiabaescuchar, Mara se llevó las manos a laboca y, sin pensarlo, respondió que sí,que se casaría con él.

Mirando ahora a la noria vacía, Marachasqueó la lengua. Maldijo su juventud,su ingenuidad y la facilidad con la queaccedió a la propuesta. Entendió queconseguir lo que uno desea no es

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siempre lo mejor que puede ocurrir.Ojalá esa noche no hubiera tenido unfinal feliz. Ojalá hubiera regresado acasa con las mejillas tiznadas de rímel,con el corazón roto, llorando por Jaime.Habría estado triste unos días, dossemanas o seis meses, pero no habríamalgastado su vida y su salud en unmatrimonio tóxico. Si tan sólo pudieravolver atrás en el tiempo y responder deotra manera a la pregunta que Jaime lehizo en la noria…

—Este pueblo te trae recuerdos, quelo sé yo —Damaris había aparecido a sulado. Sus pulseras tintineaban mientrasgesticulaba al hablar—. Mírate, si hastalos ojitos los tienes a punto de llover.Pero el pasado es el pasado, reina mía,

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es imposible cambiarlo.A Damaris se le daba bien ofrecer

consuelo a las almas que sufrían. Y teníabuen ojo para identificarlas. De unpuñado que llevaba en la manoizquierda, separó una ramita de romeroy se la entregó a Mara.

—Esto, para ti.—¿Y con qué vas a sacarle los

cuartos a la gente?—Yo no les saco nada. Les protejo

del mal de ojo.—El que tú les echas si no te lo

compran.—No te me pongas tan arisca que a ti

te lo estoy regalando. Dicen que cuandouna gitana regala su romero, te regalacon él un deseo.

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Mara aceptó la ramita. Sujetándolaentre los dedos, miró a la noria.

—Ahora mismo sólo pediría una cosa—en su pecho se avivó el anhelo derehacer su pasado—. Pero no es algoque tu romero me pueda conceder.

A Mara se le cayó la ramita al suelo.Mientras se agachaba a recuperarla, oyódecir a la gitana: Mi romero puedehacer muchas cosas. Su voz sonódiferente, más débil, como sipronunciara aquella frase desde elpuesto de dulces de Carmen, allá atrás.El romero había caído junto a la sombrade Damaris, a la altura de su mano. Alrecogerlo, la silueta de la gitana sedesvaneció. Otras sombras, la de lanoria, la de la propia Mara, la de la

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caravana, perdieron contraste hastadejar de existir, como si una enormenube hubiera cubierto el sol de repente.La temperatura descendió unos gradosen lo que pareció un atardeceracelerado.

El recinto ferial quedó en absolutosilencio.

Ni siquiera se oía el balanceo de lascabinas de la noria.

Tras unos instantes, una débil melodíacomenzó a resultar audible a lo lejos.Llegaba desde el mismo plano en el quehabía hablado Damaris por última vezpero, al contrario que la voz de lagitana, la música fue ganando presencia.Mara tuvo que tragar saliva cuandoreconoció la canción. The NeverEnding

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Story sonaba a todo volumen en losaltavoces del Scalextric. Aún agachada,vio aparecer decenas de pies a sualrededor, caminando, esquivándola,levantando polvo. El palo chupado deuna manzana caramelizada cayó al suelo.Multitud de voces estallaron allá arriba.Una de ellas destacó sobre el resto.Daba indicaciones de seguridad a losclientes que iban a subirse a la noria:cómo entrar, como ajustar la barra,cuándo salir. Asustada, Mara se negó areconocer la voz. Sintió un mareo que laobligó a sentarse en el suelo. Perdida enun bosque de piernas, examinó la ramitade romero entre sus dedos.

—No puede ser —murmuró.Un chica joven, vestida con una

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chaqueta con hombreras, le ofrecióayuda para levantarse.

—Son esos minis, a saber qué lesponen —dijo.

Mara aceptó la mano que le tendían yse dejó hacer. La chica de las hombrerastiró de ella hasta que se puso de pie. Sequedó allí quieta, ligeramente mareadapor la impresión y con la vista perdidacomo si de verdad estuviera borracha.

—¿Estás bien?Mara asintió.—¿Quieres que te llevemos a algún

sitio?Mara sacudió la cabeza. No dijo una

palabra.La chica de las hombreras y su amiga

intercambiaron una mirada. Optaron por

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marcharse.—Si es que hay edades a las que ya

no se puede venir a beber a unas fiestas—dijo una de ellas mientras se alejaban.

Mara concentró su atención en laramita entre sus dedos. No se atrevía amirar a su alrededor y comprobar que elromero realmente había cumplido sudeseo. La voz que le asustaba reconocerhabló de nuevo a sus espaldas.

—Nadie se baja mientras la noria seesté moviendo, ¿entendido? Vais a darsiete vueltas completas cada uno.Cuando se pare mientras estáis abajo,entonces bajáis.

Mara se giró sin pensarlo. Colgado deun lateral del marco de la puerta,hablando a la cola, vio a Jaime. Llevaba

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enrolladas las mangas de su camisetablanca, los vaqueros azules abrochadosmuy por encima de la cintura. El bajodel pantalón caía a la altura de lostobillos, mostrando los calcetinesnegros, las Adidas blancas. Cuandosalió a enganchar la cadena que hacía depuerta en una de las cabinas, Maraparpadeó varias veces, despacio, comoalguien que despierta de una anestesiageneral. Su corazón palpitó al ritmo deun amor que no recordaba. Se negó adarle pábulo forzando la flexión de sumuñeca izquierda, la que Jaime lerompió contra el fregadero y nunca curócorrectamente, para recordar el dolorque ese chico iba a provocarle en elfuturo. Mara se sorprendió ante la

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sencillez con la que pensó en términosde futuro acerca de un incidente, el delfregadero, que para ella era pasado.Acercó el romero a su nariz y aspiró conganas, dejando que el olor fresco ydulce de la hierba la renovara pordentro, reconociendo su poder. Depronto pareció perfectamente normalque la ramita de la gitana le hubieraconcedido su deseo.

—Gracias, Damaris —susurró Mara.Un detalle le confirmó la fecha a la

que había llegado: en la cabina demando, entre palancas y botones, Jaimejugueteaba con algo entre sus manos. Elestuche rojo que contenía el anillo conel que iba a pedirle matrimonio. Lacanción de Limahl llegó a su fin sólo

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para empezar otra vez, iniciando elbucle de reproducción en el quepermaneció durante las fiestas de 1987.Mara se fijó en que las luces de la noriaaún no se habían encendido. Ni losneones del Scalextric. Miró a sualrededor, al sol en el horizonte, a laentrada de la feria, tratando de calcularel momento exacto en el que seencontraba. Quizá ahora ella seguía encasa, cepillando su pelo rubio paraparecerse a la cursi aquella de Grease.Recordó la sombra kilométrica de lanoria bajo sus pies, la que ella habíapisado aquella tarde mientras se dirigíanerviosa a la atracción. La mismasombra podía servirle ahora dereferencia: si era tan larga como para

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alcanzar la entrada, al otro extremo delrecinto ferial, entonces ella estaba apunto de llegar. Mara se guardó elromero en el bolsillo y rastreó la siluetaoscura en el suelo. Sorteó a losvisitantes, oliendo el exceso de coloniade los adolescentes, los enormes chiclesque masticaban los más pequeños. Apunto de alcanzar el extremo de lasombra, un par de Converse negrasentraron en su plano visual. Las dostenían una J escrita con rotuladorpermanente en la puntera de goma.Recordó cada uno de esos trazos, cómolos había repasado una y otra vezdurante el año que había fantaseado conel regreso de Jaime. Mientras reunía elvalor para mirarse a sí misma, las

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zapatillas retomaron su camino ydesaparecieron de su vista. Mara sólollegó a verse de espaldas, el lazo rosatemblando como temblaba la joven queansiaba reencontrarse con su amor dedos veranos. Verse avanzar tanilusionada hacia el momento en que suvida tomaría un giro a peor,conduciendo ingenua ese coche quechocaría frontalmente con el de Jaime,la despertó del estado de shock en elque se encontraba. Antes de tener tiempoa valorar sus opciones, caminó detrásdel lazo rosa, alargando su zancada.Esquivó a niños con las manos llenas defichas para el Scalextric, a muchachasabrazadas a peluches gigantes y ajóvenes con minis de calimocho. No

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logró sortear a una madre y su hijo, quecaminaban cogidos de la mano. Se colóentre ambos a tal velocidad que quebrósu unión, derribando al niño. Lamanzana caramelizada que iba comiendorodó por la arena y quedó rebozada desuciedad y guijarros. Tirado en el suelo,disfrazado con un sombrero y un látigo,el niño empezó a llorar.

—Lo siento, de verdad, lo siento.Mara se disculpó con la madre, una

mujer latina que, arrodillada junto a suhijo, le secaba las lágrimas y le sacudíael polvo de las palmas de las manos.

—No ha sido nada, mi cielo, no hasido nada.

—De verdad que lo siento, iba muyrápido y…

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—Digáselo al niño —interrumpió lamadre—. Discúlpese con mi Everton. Esa él a quien ha tirado.

Al oír ese nombre, Mara se arrodillójunto al crío y le miró a la cara. Elsombrero del disfraz facilitó la labor dereconocimiento: ese mismo niño habíaterminado de montarle la noria hacía unahora o dentro de treinta años. Mara lepellizcó la mejilla con cariño.

—Perdóname, vaquero —le dijo acuenta del disfraz.

—Soy Indiana Jones.—Pues perdóneme, señor Jones.—Me has tirado la manzana.El niño señaló la fruta, los rastros de

sus pequeños mordiscos cubiertos ahorade arena. Mara pidió permiso a la madre

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para llevarlo al puesto de dulces quetenían al lado, que ahora pertenecería ala madre de Carmen.

—¿Cuál quieres? —preguntó Mara,señalando el montón de manzanasdispuestas en una vitrina.

Everton señaló la que más brillaba,pero no había nadie a quien pedírsela,nadie atendía el negocio.

—¿Hola? —llamó Mara.Se mordió el labio inferior,

impaciente. Buscó el lazo rosa entre lamultitud. Lo vio situarse al final de lacola para la noria.

—¿Perdone? —alzó la voz para quela madre de Carmen pudiera oírla dentrode la caravana.

Quien salió del vehículo fue una niña.

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Mara entrecerró los ojos como si miraraa una antigua foto escolar y reconoció ala propia Carmen.

—Quería esa manzana —dijo.La pequeña Carmen la cogió.

Envolvió el palo con una servilleta y, depuntillas, se la ofreció a Mara porencima de la vitrina. Ella le indicó queera para quien estaba a su lado. Cuandolos niños se miraron por primera vez, aun lado y a otro lado de la máquina queconvertía cucharadas de azúcar enovillos de algodón rosa, Mara sintió enla piel la fuerza de su atracción, comouna corriente magnética entre dos polosopuestos.

—Dime cuánto es —dijo Mara.—Cien pesetas —contestó la niña sin

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separar los ojos de Everton.—¿Pe… pesetas?—Ya ha oído a mi hija, cien pesetas.La madre de Carmen apareció en el

umbral de la caravana. Mara reparó enla bandera de España que decoraba elfrontal del vehículo, con un águila negraen el centro.

—Que estamos en Madrid y aquíganáis bien —continuó la señora—. Siestuviéramos en Soria a lo mejor te lodejaba en noventa.

Mara se echó la mano al bolsillo ysacó las tres monedas que encontró:sumaban cuatro euros, pero no valíannada.

El sol estaba a punto de desaparecer.El lazo rosa se encontraba ya a mitad

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de la fila.Mara movió las monedas en la palma

de su mano, pensando una solución.—De todas formas, espero que la

manzana no fuera para ese niño —dijola madre de Carmen.

La cobertura de azúcar crujió con elprimer mordisco que le dio Everton,confirmando que así era. La mujer loobservó con un labio levantado.Después bufó y desapareció en elinterior de su casa. Entre el montón depalabras que farfulló, Mara sólodistinguió “inmigrantes”. Entendió porqué en el futuro Carmen y Everton selanzaban besos en secreto mientras esaseñora habitaba, como una bestiamitológica, el interior de la

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autocaravana.—¿Qué ha dicho? —preguntó la

madre de Everton, que llegaba al puestoen ese momento.

—No sé —mintió Mara—, no la heentendido.

—¡Hija! ¡Que te den las cien pesetasy se vayan de aquí! —profirió la vozdesde la oscuridad.

A Mara ya no le pareció tan mal irsede allí sin pagar. Aun así, le dio unamoneda de dos euros a Carmen y le dijoque la escondiera, que era una monedamágica: si la guardaba el tiemposuficiente valdría mucho más que cienpesetas. Eso sí, tenía que asegurarse deque no la viera su madre porque ciertasmiradas pueden quitarle la magia

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incluso a los sucesos másextraordinarios. La niña aceptó lamoneda con un suspiro de asombro y sela metió en el bolsillo delantero de supeto vaquero.

La madre de Everton instó al niño adar las gracias por la manzana.

—No hace falta —dijo Mara—, yame devolverá su hijo el favor en otromomento. Estoy convencida. Además,todo esto ha sido culpa mía. Tiene ustedun niño encantador que será un granhombre en el futuro. Y eso vale mucho,no todos lo son.

Como si la sola mención velada deJaime pudiera tener efectos planetarios,el sol desapareció tras las montañas dela sierra en ese mismo instante. Mara se

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despidió y corrió a la noria. A mitad decamino, se encendieron todas lasbombillas de la atracción. Un montón dededos señalaron el fenómeno, avisandodel espectáculo a hijas, abuelos onovias. Ese había sido el momento en elque Jaime había reparado en Mara,cuando él puso la extraña cara desorpresa que ella interpretó como un malaugurio. Mara aumentó la velocidad desu carrera. Llegó a tiempo de verse a símisma colándose sin permiso en lacabina que usó como escapatoria. Leresultó gracioso ver ahora la cara quepuso la pareja allanada.

También vio por primera vez cómoJaime salía de la cabina de mando justodespués y corría a la caravana aparcada

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junto a la taquilla. Aporreó la puertagritando a su padre. Cuando el hombresalió, Mara experimentó una sacudidade terror. Su organismo activó unainstintiva respuesta de defensa ante lomucho que aquel señor se parecía alúltimo Jaime que ella había conocido, elque consumió sus días finalesinsultándola desde la cama, acusándolanoche tras noche de desear su muertepara poder irse con el primero que sepusiera a tiro en la feria. La única vezque Mara contestó a las provocaciones,Jaime le arrojó a la cara la sopahirviendo, sopa que ella le habíapreparado para aliviar el frío enfermizoque lo atería por dentro.

—Necesito que me sustituyas un rato

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en la caseta —dijo Jaime a su padre.Mara observó la escena a tres pasos

de distancia mientras su otra versióngiraba en la noria acompañada de unosextraños.

—Hijo, no llevas ni una hora.—Es por la chica, ha venido.Su padre entendió, de inmediato, la

importancia de la presencia de esa chicaen la feria, lo que reveló que Jaimehabía planeado y comentado con suspadres lo que iba a hacer esa noche. Esehecho, unido a la emoción con la queJaime pronunció las palabras, conmovióa Mara. Se preguntó si ese chico quetiraba de la camisa de su padre era elmismo que dentro de unos años iba a sercapaz de romperle una muñeca contra el

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fregadero de la autocaravana. Paraconvencerse de que así era, flexionó laarticulación hacia el lado que dolía. Unespasmo le durmió el antebrazo yeliminó los residuos de su amor por él.

Ya en el puesto de mando, padre ehijo negociaban su cambio de turnoseñalando el reloj de muñeca de uno deellos. A través del cristal, Jaimecomprobó en qué posición se encontrabala cabina de Mara. Desde el suelo, ellatambién se buscó. Se encontró a la unaen punto, faltaba menos de media vueltapara que su cabina regresara a la base.Tenía que pensar con rapidez. Decidircómo cambiar lo que estaba a punto deocurrir. Giró sobre sí misma tapándosela cara con ambas manos. Le resultó

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imposible concentrarse con los gritosexcitados de la gente a su alrededor, elruido de los coches de choque y losefectos fantasiosos de la canción deLimahl. Mara vio cómo, en la caseta,Jaime abría el estuche rojo y sonreía alanillo. Se puso en marcha sin darle másvueltas, sin trazar ningún plan. Sus pasoslevantaron polvo y dispararon guijarros,lo que llamó la atención de Jaime. Miróa Mara extrañado, preguntándose si,como parecía, esa señora enfadada sedirigía a la cabina de mando. En efecto,esa señora se subió a la pasarela demetal, se plantó frente a él y le arrancóel anillo de las manos.

—No vas a hacerlo —dijo Mara.Sus ojos se encontraron con los de

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Jaime. Descubrir que aún quedaba algode pureza y bondad en esa miradasupuso un consuelo para el tormento quele había provocado durante años pensarque había sido error suyo no reconocerla maldad de Jaime en cuanto lo vio.Ahora pudo comprobar que cualquierotra chica habría cometido el mismoerror. Una chispa de compasión prendióen el estómago de Mara, pero la apagóobligándose a recordar que, tan sólocinco años después, esa mirada seendurecería hasta parecer la de un reptil.Que esos ojos marchitos la observaríandesde las alturas mientras ella searrastraba de espaldas por el suelohuyendo de la siguiente bofetada.

Jaime miró sus manos vacías, más

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sorprendido que enfadado.—¿Me puede explicar qué está

haciendo? —preguntó sin señal dereconocimiento.

Continuando con el procederimpulsivo de sus actos, Marasimplemente salió corriendo. No llegó adar dos zancadas. El cuello de sucamiseta la detuvo, ahorcándola. Jaimehabía agarrado la prenda por la espalda.

—¿Qué te parece esto, papá? ¿Quevenga esta tipa a robarme delante de misnarices?

La manera en que crujieron lascosturas de la camiseta encendieron enla mente de Mara recuerdos de otraspeleas. Otras mangas dadas de sí, otrosbotones arrancados con violencia, otra

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ropa interior desgarrada contra suvoluntad. Sintió que se le calentaba lasangre. Como si fuera la correa de unperro, Jaime tiró de la camiseta paracontrolarla. A ella sólo se le ocurrió unacosa. Lanzó el estuche rojo con un jadeodesgarrado, de tenista. Rodó hasta elpuesto de patatas fritas.

—¿Pero esta tía de qué va? —gritóJaime.

—Esa no sé —su padre señaló lanoria a través del cristal—, pero tuchica está a punto de llegar abajo.

Jaime zarandeó a la Mara que teníaagarrada.

—Imbécil —le dijo.Desechó la camiseta con tanta rabia

que la desequilibró. Ella se golpeó la

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cadera contra la barandilla de lapasarela. Esa actitud ya era más propiadel Jaime que conocía.

—Frena la noria —indicó él a supadre—, y espera a que suba.

De un salto, Jaime bajó a la arena.Corrió al anillo. Frotó el estuche deterciopelo contra la pernera de supantalón vaquero. Sopló. En la noria,los viajeros resollaron ante el frenazorepentino de la atracción. De vuelta,Jaime se cruzó con la pareja en cuyacabina se había colado una extraña.Intentaron transmitirle sus quejas, peroJaime no se detuvo. Se encontró a Maraa solas, meciéndose en la base de laatracción, el cuello estirado buscándoloa él en el puesto de mando. El lazo rosa

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caía sobre sus hombros. Jaime se subióa la cesta por un lateral. Después dirigióun gesto a su padre, dibujando un círculoen el aire, y la noria reanudó la marcha.

Antes de que la cabina iniciara elascenso, otra Mara saltó al interior de lacabina. De pie en el habitáculo,trastabilló con el movimiento de laatracción.

—¿Tú otra vez?Jaime la empujó. Mara logró sentarse

en el banco opuesto. Él sacó mediocuerpo de la cabina y ordenó a su padreque detuviera la atracción. Alejándosedel suelo y con la música del Scalextrica todo volumen, la orden vociferada nollegó a la cabina de mando.

—¿Qué es lo que quieres? —espetó

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Jaime.—¿La conoces?La Mara cuyo rostro Jaime había

golpeado durante años dirigió porprimera vez la mirada a la versiónpasada de sí misma. Al ver su caraadolescente, la suavidad de susfacciones, el porte despreocupado de supostura y el maquillaje que habíaaplicado esperanzada para impresionara Jaime, dejó escapar un sollozo. Sepellizcó la nariz para contener laslágrimas.

—Tú también me conoces —se dijo así misma.

La Mara joven se agarró al brazo deJaime.

—¿Quién es? —el aire que mecía la

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cabina le pareció más frío de repente—.¿Qué está pasando?

—Una loca —respondió él—. Antesha intentado robarme el… —no terminóla frase para no arruinar la sorpresa.

—¿Robarte qué?Jaime se pellizcó el labio. Miró a la

Mara mayor.—Gracias por estropearme este

momento —se metió la mano en elbolsillo y sacó el estuche con el anillo—. Robarme el anillo. Te prometí el añopasado que me casaría contigo, ¿no?

Abrió el estuche con una mano. Era lasegunda vez que la Mara mayor veíareflejarse las luces multicolores de lanoria en la curvatura del metal. Era laprimera para la Mara joven. Como

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correspondía, se llevó las manos a laboca, emocionada. Jaime sonrió tratandode recuperar la normalidad, ignorandola presencia extraña, y formuló lapregunta esperada.

—¿Quieres casarte conmigo?Como todo el mundo, Mara había

fantaseado con la idea de volver a vivirsu vida sabiendo lo que sólo laexperiencia de vivirla puede aportar.Como todo el mundo, había deseadomiles de veces poder decirse algo quetardó demasiado tiempo en descubrir,transmitirse algún conocimiento quesólo obtuvo cuando ya era demasiadotarde. Ahora que todas esas fantasías secumplían de pronto, sintió pavor a nosaber cómo comunicar su mensaje.

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—No lo hagas —dijo sin más. Doslágrimas cayeron, silenciosas, por susmejillas. La humedad reflejó, como elanillo, las luces de la noria—. Porfavor, no lo hagas.

La Mara más joven se quedó con laboca abierta. La respuesta afirmativaque iba a ofrecer a Jaime se disolvió enuna saliva que se tornó amarga.

—¿Pero esta quién es?—No tengo ni idea —respondió él—.

Apareció ahí abajo, antes.—Mara —dijo la Mara mayor—.

Mírame. Soy tú.—¿Yo?—No le hagas caso —intervino Jaime

—. En cuanto bajemos llamo aseguridad y que se la lleven.

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—Soy tú misma dentro de treinta años—continuó Mara—. He venido paraevitar el mayor error de tu vida. Denuestra vida. Casarte con él.

—A ver, a ver, a ver, que yo meentere —Mara sacudió la cabeza—.¿Qué me estás contando? ¿Que eres yo yhas venido del futuro?

—Venga ya, hombre —la voz deJaime había subido una octava—.Pensaba que te llevarían a comisaríapero van a tener que encerrarte en unloquero.

—O sea, ¿me estás diciendo quedentro de treinta años voy a ser comotú?

—Por favor, Mara, no le des coba. Nisiquiera se parece a ti.

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La Mara mayor se incorporó en suasiento, encarando a Jaime.

—No me parezco a ella porque tú —le señaló con un dedo índice tan tensoque podría atravesarle con él— melanzaste una sopa hirviendo a la cara.Porque tú —rozaba su nariz con la uña—me rompiste tres veces este pómulo.Porque dejé de operarme el tabiquenasal que tú —regó a Jaime con saliva—volvías a romperme de un puñetazo encuanto me quitaba las vendas.

—Que tú le has hecho ¿qué? —preguntó la otra Mara.

—Pero que esta tía está delirando —se defendió Jaime—. No tengo ni ideade lo que habla.

—Esto ya me está dando mal rollo —

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dijo la Mara joven.—Te esperan cosas mucho peores si

te casas con él.La cabina en la que viajaban llegó al

punto más alto. La noria frenó. Lainercia empujó a la Mara que señalabacon el dedo, que se precipitó contraJaime. Él reaccionó como si le cayerauna cucaracha, agitando los brazos ypataleando para quitársela de encima.Ella atacó la cara de Jaime con las uñas.Recibió de él una patada que la lanzócontra el espacio que hacía de puerta. Elimpacto desenganchó la cadena deseguridad. Mara trató de agarrarse a lacabina pero sus dedos resbalaron. Antesde caer, cogió a Jaime de un pie. Loarrastró consigo al vacío.

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Varias personas gritaron en la cola.La Mara joven imaginó la camiseta

blanca de Jaime manchada de polvo ysangre en el suelo. Se asomó paraenfrentar la tragedia. Encontró a Jaime ya la extraña colgando de un travesañometálico de la estructura. Luchando porno caer. Ella se sujetaba aún con las dosmanos, él colgaba sólo de una.

—No vas a joderle la vida —dijoMara—. Ni a ella ni a mí.

Realizó una torsión del tronco parapatearlo. El esfuerzo le hizo perder elagarre de una mano y, como Jaime,quedó colgando sólo de la derecha. Lapatada impactó contra el costado de él.Consiguió que se le soltara el meñique.

—¡Mara! —gritó Jaime a la que

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seguía en la cabina. —. ¡Ayúdame!Mara se tumbó boca abajo en el

habitáculo. Retorció las piernas entornoa la barra central. Sacó medio cuerpo alvacío. Estiró los brazos, hacia abajo,tratando de alcanzar a Jaime.

—Déjalo caer —dijo la Mara quecolgaba. Sentía que se le acababan lasfuerzas. El dolor en el hombro era tanintenso que soltarse se le antojaba comoun alivio—. Es lo mejor que nos puedepasar. Ayúdame a mí.

A Jaime se le resbaló el dedo anular.—Mara, por favor, está loca —gritó

él.En el suelo, el padre de Jaime

confirmó lo que temía: quien colgaba dela cabina era su hijo. Regresó al puesto

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de mando y utilizó el desplazamientomanual de la atracción. El débil giro querealizó la noria desequilibró aún más aJaime y Mara. Su agarre no lesconcedería más de cinco segundos. Losgritos de los otros viajeros alertaron desu error al padre de Jaime. Detuvo elmecanismo. El corazón le palpitaba enel cuello.

—Mara, me caigo… —susurró Jaime—. Mara…

—No le escuches —dijo la Maramayor. Sentía que el hombro podíaceder en cualquier momento. Antes deque ocurriera, dirigió un ruego a Jaime—: Por favor, no le hagas daño. Nunca.Acuérdate siempre de lo mucho que laquieres ahora.

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La Mara joven estiró los brazos almáximo. Frente a ella, pero sin ellasaberlo, se presentaba la decisión deelegir entre el hombre que le arruinaríala vida y la mujer que había venido aevitarlo. La mujer en quien seconvertiría ella misma si optaba porsalvarlo a él.

Tomó su decisión en el instante en queambos perdían el agarre al travesaño.

Sólo logró salvar a uno.Mientras caía al vacío, Mara maldijo

a su propio destino. A la historia porestar condenada a repetirse.Deslumbrada por las luces de la noria,se vio a sí misma, allá arriba, ayudandoa subir a la cabina al hombre que no laayudaría a ella a marcar el teléfono de

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urgencias después de quemarle la manoen el fogón eléctrico de unaautocaravana barata. Antes de llegar alsuelo, pensó en la ramita de romero quehabía guardado en su bolsillo. Deseóque la devolviera al momento del quehabía venido. Allí, por lo menos, lopeor de su vida ya había pasado. No sesentía capaz de vivirla otra vez. Elimpacto contra el suelo no dolió. Sólohizo que todo quedara en silencio. Comosi la feria, el mundo entero, hubieradesaparecido de repente.

Oyó entonces la voz de Damaris.Mi romero puede hacer muchas

cosas.Mara parpadeó sin entender dónde

estaba. Entre dos de esos parpadeos, se

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hizo de día.—¿Me oyes, reina mía? Que digo que

mi romero puede hacer muchas cosas.Así que a ver cómo gastas tu deseo.

Mara se descubrió de rodillas, en elsuelo de la feria, recogiendo la ramitade romero que se le había caído antes,aunque fue incapaz de entender cuántotiempo antes o cuándo había sido eseantes.

—El romero de una gitana es muypoderoso —siguió Damaris.

Ella se levantó con la hierba entre losdedos.

—Sí que lo es, Dama.La gitana percibió una nueva

profundidad en la mirada de Mara.Tomó aire, satisfecha: su romero le

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había concedido algo, aunque no supieraqué. Tampoco preguntó.

—Pero hay cosas mucho máspoderosas —añadió Mara—. Cosas queno se pueden cambiar.

Le devolvió la ramita a Damaris congesto de resignación.

—¿Cosas más poderosas? —preguntóuna voz infantil. La hija de Carmen sehabía acercado a ellas—. ¡Como miamuleto de la suerte!

Agitó el frasco que contenía lo quehabía encontrado esa mañana en uncajón de su madre. En lugar del sonidoamortiguado de la pelota de goma queconservaba un trébol de cuatro hojas, seprodujo un fuerte tintineo en el cristal.

Mara frunció el ceño.

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—¿Me dejas verlo?Adela le ofreció el tarro. Mara lo

examinó sin dar crédito a lo que veía.—Te has quedado con la boca abierta

—dijo la niña.En el interior del frasco había una

moneda de dos euros.Se abrió entonces la puerta de la

autocaravana de Mara.—¡Cariño! —gritó Jaime. Llevaba

puesto un delantal—. Venga, ven. Vamosa cenar antes de abrir, que nos esperauna noche muy larga.

Damaris observó la cara de sorpresade Mara, el brillo repentino que iluminósu rostro.

—Mi romero es muy poderoso —repitió en un susurro. La comisura de su

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labio dibujó una mínima sonrisa—.Guárdalo como recuerdo.

Le devolvió la ramita a Mara. Ella lacogió sin decir una palabra. Caminó a lacaravana con pasos lentos. Subió lasescaleras temerosa, como si fuera acolarse en la casa de otra persona.Encontró a Jaime sentado a la mesa.Sobre el mantel, junto a un centro deflores, descansaba una fuente de horno,aún tapada.

—Primer día de fiestas en Las Rozas—dijo él—. Feliz treinta aniversario, mivida.

Mara fue incapaz de articular palabra.Se dirigió al baño. Se miró al espejo. Lanariz ilesa que encontró en el reflejo lenubló la vista. Acarició el lugar donde

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había estado la quemadura que leprovocó la sopa, buscando la cicatriz,pero sólo encontró piel tan sana como ladel resto de su cara. Su pómuloizquierdo ya no estaba hundido.

—¿Estás bien? —preguntó Jaimedesde el salón.

Ella colocó la mano izquierda frente asus ojos.

Flexionó la muñeca a un lado y a otro.Arriba y abajo.No quedaba ni rastro del dolor.

FIN

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¿Quieres leer más del comPENdio?

Fragmento del próximo cuento

Sirena de dos colasOtro día aquí, Sara. Estoy mirándotedesde la mesa redonda en la esquinamás apartada del mostrador, esa que túno ves porque te la tapa el estante dondeponéis cada mañana los sándwiches, losdonuts y esas cookies enormes controcitos de chocolate. Cosas para comerque yo nunca pido. Me basta con eltamaño más grande del café dechocolate blanco que te tengo que pediren inglés, porque así es como lo pone enel cartel sobre tu cabeza. Y como quiero

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el tamaño grande, te digo que lo quieroVenti. Aunque estemos en Madrid.Tranquila que ya sé que eso no es cosatuya, política de la empresa. Cafeteríaamericana y todo eso. La mañana se meestá pasando muy rápida. A sorbos.Como todos los momentos que vivocerca de ti. Por suerte, ya llevo aquítiempo suficiente para que el olor a caféhaya impregnado mi ropa. Ojalá me durehasta el final del día. A veces, cuandome desvisto por la noche al lado de lacama, la chaqueta aún me huele amedium roast —¿ves las cosas queaprendo en ese sitio?—, y la aprietocontra mi cara pensando que estásconmigo en la habitación. Que el olor hallegado a mi casa, a mi cama, que se ha

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adherido a tu pelo, esa melena rubia queme hipnotiza cada día mientras losclientes te piden lattes y caramelmachiattos. Cómo me gusta la maneraen que tomas las comandas en lapantalla táctil de tu caja, presionándolacon la esquina de tu tarjeta Micros y nocon el dedo. ¿Por qué trabajas aquí,Sara? ¿Y cuáles son tus sueños? Eresdemasiado guapa para pasarte el díasirviendo cafés a la gente que va decompras a un centro comercial.Demasiado guapa. Como una diosa.Como una sirena. ¿Sabías que ellogotipo de esta cadena de cafeteríaspara la que trabajas es una sirena de doscolas? Fíjate en él. Mira ese vaso quesujetas ahora. Mira el bordado en tu

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delantal verde. ¿Lo ves? ¿Y por quécrees que la imaginación de los hombresha creado una sirena de dos colas?Piénsalo. Te doy el tiempo que tardes entomar el pedido a esa mujer con lasbolsas de Primark. ¿Ya lo sabes? ¿No?Pues está claro, Sara: para que hubieraalgo entre las colas. Igual que hay algoentre las piernas. No te hagas lasorprendida. Así es el hombre:buscando sexo hasta en figurasmitológicas. Convirtiendo bestias enatractivas criaturas. Siempre hay unabella y siempre hay una bestia. Míranosa nosotros. Eres muy guapa para trabajarsirviendo cafés, Sara. El tercero que mehas servido hoy ya se me ha quedadofrío. Es porque me olvido de beber

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cuando te miro. Y el estante de lascookies me lo está poniendo fácil hoy.He desenrollado con los dientes elborde de cartón del vaso. No puedoevitar morderlo cada vez que sonríes aese tío que viene siempre a las doce enpunto, con la toalla del gimnasio aúnsobre los hombros. Me da rabia que nonecesites preguntarle su nombre, que loescribas directamente en su vaso cuandolo ves aparecer por la puerta. Nosoporto que roces su mano con la tuya aldevolverle el cambio. Sara, soy yo elque está aquí sentado, mirándote.Deseándote. ¿Por qué a él lo reconoces?¿Por qué a mí no? He venido cincuenta ytres tardes de los últimos dos meses. Yatienes que haber aprendido a diferenciar

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mi cara de la del resto de gente que pasapor aquí. Por favor, Sara, no sigasmirándole ahora que sale por la puerta.No ladees la cabeza para mirar cómo lequeda por detrás el pantalón de chándal,como si fueras una chica cualquiera. Tepido que no hagas eso delante de mí. Ysobre todo no comentes su visita, entrerisas, con ese compañerito tuyo quetiene cara de ir al instituto. No lo hagas,que te estoy mirando, y me molesta. ¿Veslo que consigues? Me haces morder elvaso con tanta rabia que lo he roto, Sara.Está goteando sobre la mesa. Me estoymanchando la camisa. ¿Quiereslimpiármela tú? ¿Como una camareraeducada que busca un trapo para secar asu cliente más fiel? ¿Y si se me moja

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también el pantalón? Ya imaginas quéparte del pantalón exactamente…Mírame, Sara, estoy manchado de café.Pero mírame tú, no tu compañeroadolescente. No, él no. Hala, ya está.Ahí lo tengo, pendiente de mí, estirandosu cuello de pollo desplumado, con labayeta amarilla en una manopreguntándome si necesito ayuda. Yo noquiero su ayuda, quiero la tuya, pero nopuedo decirle que no. Apenas puedoapoyar los codos en el charco de lecheque se ha formado en la mesa. Aquíviene. ¿Por qué anda como si alguientirara por detrás y hacia arriba de lacintura de su pantalón? Parece que nisiquiera apoyara los talones. Vale, ahoralo entiendo. He visto cómo se ha

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retirado el flequillo de la frente antes deusar el trapo. Este chico es de la otraacera, ¿no? ¿Cómo no me he dado cuentaantes? Por eso cada vez que viene elniñato del gimnasio sonreís de esamanera, entre cuchicheos, con las manosen la barbilla como ardillas cogiendobellotas. Como amigas. Las doshablando de lo bien que le queda elpantalón de chándal, ¿no? Pues quelimpie esto cuanto antes y se vaya, quecon su cabeza aquí delante no consigoverte. Y encima intenta llevarse mi vaso.¿En qué piensa este crío? Claro, que élno sabe que guardo todos los vasos quehas escrito con mi nombre. Es lo quemás me gusta de esta cafetería. Quetengáis que preguntar el nombre a los

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clientes. Y escribirlo con vuestrasmanos en un vaso de papel. Por esonunca he aceptado tu oferta de compraruna de esas enormes tazas que vendéis:en una de esas no me escribirías nada.Aún recuerdo la primera vez que mepreguntaste mi nombre. No sabía quépretendías, no tenía ni idea de cómofuncionaba este rollo americano. Laverdad, ni siquiera sé por qué entréaquí. Yo soy de cafetería de toda lavida. De cortado con dos sobres deazúcar, tomado en la barra.


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