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edebé

Volumen V de la serie DREAMHOUSE

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Título original: Whirlwind

© Robert Liparulo, 2010

All Rights Reserved. This licensed work Publisher under license.

First Published in Nashville, Tennessee by Thomas Nelson

© Edición en español: Edebé, 2012

Paseo de San Juan Bosco 62 (08017 Barcelona)

www.edebe.com

Dirección de la edición: Reina Duarte

© Traducción al español: Raquel Solà

Diseño: Mandi Cofer (adaptación de F. Sala)

Mapa: Doug Cordes

ISBN 978-84-683-0397-0

Depósito Legal: B. 32140-2011

Impreso en España

Printed in Spain

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transforma-ción de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Repro-gráfi cos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicen-cia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

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ESTE LIBRO ESTÁ DEDICADO A MIS PADRES: MAE

GANNON Y TONY LIPARULO

Gracias por inculcarme la creencia de que

mi imaginación me llevaría a donde quisiera.

Al fi nal ha resultado que me ha llevado a todas partes.

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SEGUNDA PLANTA

DORMITORIO

AR

MA

RIO

RO

PE

RO

AR

MA

RIO

RO

PE

RO

BAÑO

AR

MA

RIO

RO

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DORMITORIO

DE TORIA

AR

MA

RIO

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DORMITORIO

PRINCIPAL

BAÑO

HABITACIÓN

DE LOS CHICOSDORMITORIO DORMITORIO

AR

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RIO

RO

PE

RO

AR

MA

RIO

RO

PE

RO BAÑO

ARMARIO ROPERO

VESTÍBULO

BAJAR

PRIMERA PLANTA

«DEPENDENCIAS DEL SERVICIO»

SALA DE ESTAR ESTUDIO

LAVADERO

SALÓN

ZONA DE DESAYUNO

COCINA

ISLA

FREGADERO

BAÑO

BIBLIOTECA VESTÍBULO

ESCALERAS PARA BAJAR AL SÓTANO

PORCHE CUBIERTO

PORCHE DELANTERO

DESPENSA

OFFICE

SOLARIO

COMEDOR

SUBIR

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¡STOP!Lee LA CASA DE LAS SOMBRAS,

EL VIGILANTE DEL BOSQUE,

GUARDIANES DE LAS PUERTAS

Y REGRESIÓN

antes de continuar

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«Lo único que necesita el mal para triunfar... es que las

buenas personas no hagan nada.»

EDMUND BURKE

«El Universo es más extraño de lo que imaginamos.»

BILL BRYSON

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CAPÍTULO

uno

JU E V E S, 18:24

PI N E D A L E, CA L I F O R N I A

El grito de David King resonó entre las paredes de la cámara.

Al muchacho le pareció que gritaba muy fuerte, pero no lo

sufi ciente. Por la forma en que las paredes le devolvieron el

eco de su voz le dio la impresión de que ésta no traspasaba

las gruesas piedras. Se apoyó contra una fría pared.

Echó la cabeza hacia atrás y de todos modos volvió a

gritar:

—¡Socoooooorro! ¿Me oye alguien? ¿Alguien...?

––––––––––

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La última palabra empezó fuerte, pero se desvaneció como

el chillido de un hombre cayendo por un pozo sin fondo.

La oscuridad, más negra que la boca del lobo, le tragó,

pero no importaba puesto que tenía los ojos cerrados, muy

apretados, como si por el hecho de hacerlo la última cosa que

había visto no fuese real, como si al hacerlo aquello fuese a

desaparecer. Estaba atrapado en una habitación no mucho

más grande que un ataúd colocado en vertical, al que había

ido a parar a través de un portal escondido en una alacena

de la cocina de Taksidian. Encontró una caja de cerillas en

una piedra que sobresalía y encendió una. Había visto que

el suelo estaba cubierto de huesos. La mayoría de ellos eran

cajas torácicas, columnas vertebrales, cráneos pulverizados

hasta el punto de quedar reducidos al tamaño de gravilla

y polvo. Sólo cerca de las paredes quedaban restos lo su-

fi cientemente intactos para reconocerlos, como si muchos

pies hubiesen pisoteado una habitación llena de esqueletos...

antes de que quienquiera que hubiera quedado atrapado allí

hubiese muerto y se hubiese descompuesto, añadiendo sus

propios huesos al suelo.

Morirse de hambre, de falta de aire, de un ataque al co-

razón, de miedo. Podía pensar en una docena de formas de

morir en un lugar como ése. Las paredes a su alrededor esta-

ban hechas de piedra gris, cortadas en cubos de unos veinte

centímetros y encajados entre sí con tanta precisión que no

cabía ni el fi lo de una uña entre ellos. Encima se había for-

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mado una capa de humedad, que a David le evocó una cripta

subterránea.

«El castillo de Drácula», pensó, y antes de que pudiese

evitarlo, la imagen de un vampiro de blanco rostro surgió en

su imaginación. Se le quedó la respiración interrumpida

en la garganta. ¿Había cambiado algo en aquel minúsculo

espacio? ¿Algo que no fuese él? ¿Había espacio para otra

persona, o para otra cosa?

«¡Basta! Sé realista, ¿de dónde quieres que salga alguien

más?», se dijo.

Pero su mente respondió: «Del suelo, levantándose de los

huesos de sus víctimas».

O del mismo lugar de donde él había venido, ¡de la casa

de Taksidian!

Taksidian era el hombre que quería apoderarse de la casa de

su familia. Quería que se marchasen de allí, vivos… o muertos.

David estaba casi seguro de que a Taksidian no le importaba,

mientras se quedase con la mansión para él. Poco después de

trasladarse a la nueva casa —David reparó en que… ¡no hacía

ni siquiera una semana!, aunque parecía que habían pasado

años—, habían descubierto una tercera planta secreta y un co-

rredor en el cual había puertas a ambos lados. Tras cada puerta

había una pequeña habitación, una antecámara, con objetos

que, cuando los cogías o te los ponías, hacían que se abriese

otra puerta. Esta otra puerta, una para cada habitación, en rea-

lidad era un portal que conducía a otra época y otro lugar.

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Su hermano Xander había sido el primero en «cruzar»,

como llamaban a atravesar los portales. Había ido a parar

al Coliseo romano, donde había luchado con un gladiador.

Más tarde descubrieron que no sólo ellos podían ir desde la

casa a otros «mundos», sino que la gente de aquellos otros

lugares podía irrumpir en su casa. Y uno lo hizo: un enorme

bruto que secuestró a su madre y se la llevó a algún lugar...,

algún lugar en el tiempo. Y desde entonces habían estado

intentando encontrarla.

—¿Hola? —dijo David en la oscuridad, escuchando cómo

su voz rebotaba en las paredes.

Si alguien hubiese respondido, se habría caído fulminado

allí mismo. Pero nadie lo hizo. Ni un vampiro, ni Taksidian.

Taksidian. Aquel hombre primero se ofreció a comprar

la casa, luego hizo que la policía arrestara a su padre y fi nal-

mente convenció al ayuntamiento de la ciudad de que aque-

lla casa no era segura. David no podía discutirle esto último.

Cuando ninguna de estas tretas funcionó, se las ingenió para

enviarles gente del pasado para capturarlos: aquel enorme

bruto, al que Xander había apodado Femo, como el cíclope

Polifemo, y a dos de sus compinches.

David se quedó mirando fi jamente la oscuridad y soltó

un lamento. Había sido una semana muy larga, con la su-

fi ciente dosis de aventura y roces con la muerte como para

llenar toda una vida. La última había empezado sólo unas

pocas horas antes.

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Él, Xander y su padre habían seguido a Taksidian hasta su

propia vivienda, una casa escondida entre la maleza del bos-

que. Cuando Taksidian se marchó de la vivienda, el padre le

siguió y los chicos irrumpieron en la casa. Descubrieron una

habitación llena de mapas, fotos y artículos sobre las guerras

a lo largo de la historia. Excepto una pared, que estaba cu-

bierta de fotografías de la familia King realizando acciones

de su vida cotidiana, planos de su casa y notas escritas en un

idioma extranjero.

En aquel momento Taksidian había regresado y los dos

hermanos corrieron frenéticamente a esconderse: Xander

entró en una habitación; David lo hizo en una alacena, que

le había lanzado inmediatamente dentro de aquella cámara

oscura...

«¿Cómo es posible? ¡No puede ser! ¡No puede ser!»

David rezó para que su hermano estuviese bien, para que

hubiese podido escapar, de la forma que fuese.

Una idea le atravesó como la hoja de un cuchillo: «¿Y si la

casa de Taksidian también está toda llena de portales, como

la tercera planta de nuestra casa? ¿Y si es como un gran trozo

de queso suizo, justo esperando a que la gente caiga en un

agujero y desaparezca?».

¿Pero adónde había ido a parar? ¿Dónde estaba?

David abrió los ojos. Tuvo que parpadear para asegurarse

de que realmente los había abierto y no sólo había pensado

que lo había hecho, puesto que en aquel lugar la oscuridad

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era total. Las lágrimas se derramaron por sus mejillas y las

apartó de un manotazo.

Al recordar que había imaginado que había alguien más

en la cámara con él, abrió de golpe los brazos y los movió a

su alrededor. Era posible que Taksidian hubiera entrado tras

él, aunque David creía que se había metido en la alacena sin

ser visto. Cuando no sintió nada más que el aire a su alrede-

dor, dejó escapar un suspiro que ni sabía que había estado

conteniendo.

Se giró hacia la pared y empezó a golpearla. Cada golpe

acababa con un sonido sordo, tan sólido e infructuoso como

golpear con el puño una acera de cemento.

—¡Xander! —gritó, pensando que tal vez su hermano es-

taba en alguna parte de la casa de Taksidian y podría oírle.

Retrocedió un paso. Los huesos que había bajo sus pies

crujieron e intentó no pensar en ellos. David llevaba el bra-

zo izquierdo escayolado desde la mano hasta el codo, aun-

que la escayola se estaba deshaciendo debido a que se había

sumergido en las aguas del océano Atlántico después de ser

arrastrado a través de un portal hasta el Titanic, ¡justo en el

momento en que éste se hundía! Su padre le había envuelto

el brazo con una venda elástica para que no le acabase de

saltar, pero la piel de debajo de la escayola le picaba como

si un millón de hormigas estuviesen paseándose por allí. Y

por dentro, el hueso le dolía.

Se dio cuenta de que estaba sujetando algo con aquella

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mano: la caja de fósforos. La abrió y sacó uno. Tocó el lado

de la caja con la cabeza del fósforo y pensó: «¿Realmente

quiero verlo? Lo único que hay aquí es paredes y... calave-

ras». Como la que le había mirado fi jamente con sus grandes

cuencas vacías la última vez que encendió uno.

De pronto recordó algo de una antigua civilización: los

aztecas o los incas o los mayas…, nunca se acordaba bien

de cuál de ellas era; usaban cabezas humanas como pelotas

en su versión del fútbol. Él y Robbie, su mejor amigo en

Pasadena, habían bromeado que les gustaría hacer aquello

con la cabeza de su entrenador de fútbol cuando se metía con

ellos más de lo normal. Aquella idea hizo que a David se le

revolviese el estómago, no sólo por lo asqueroso que era,

sino también por el recuerdo de Robbie, el fútbol y mejores

épocas..., épocas normales.

Se guardó las cerillas en el bolsillo del pantalón y presio-

nó la pared con la palma de la mano. Bajó la cabeza cuando

su respiración se convirtió en jadeos breves y entrecortados.

«No llores, ya te has hartado de llorar», se dijo.

Pero sus doce años de vida no le habían preparado para

esto ni para nada de lo que le había pasado hasta ahora: su

madre había sido secuestrada, un tipo realmente malvado in-

tentaba matarlos, se había quedado atrapado en una cámara

llena de huesos… No era porque sólo tenía doce años; es que

nadie sabría cómo enfrentarse a todo esto.

Un pensamiento le llevó a otro: ¿qué opciones tenía, sino

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intentar sobrellevarlo?, ¿rendirse?, ¿sencillamente sentarse y

morir?

No, aquello no era propio de él. Aún no estaba preparado

para morir.

Apretó los dientes y dio un manotazo a las piedras. Luego

las golpeó con más fuerza, apretó los puños y aporreó la pa-

red con el brazo bueno; después le dio puntapiés.

—¡Socorro! —gritó.

Alzó la cabeza y repitió de nuevo la misma palabra. Vol-

vió a gritarla, una y otra vez..., una y otra vez.

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