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Las novelas policíacas de Raymond
Postgate no solo sintetizan la
virtudes clásicas del género: so
ambién hermosas, inolvidables
rágicas. En «Veredicto de doce»
utilizando una estructura poco usuaPostgate analiza la personalidad de
cada uno de los miembros del jurado
y el desarrollo de los hechos paraen una audaz disección
presentarnos las contradicciones e
nconsecuencias de la justicia.
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Raymond William Postgate
Veredicto de
doceSelecciones Séptimo Círculo # 7
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ePub r1.1
Akhenaton 03.08.14
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Título original: Verdict of TwelveRaymond William Postgate, 1940Traducción: Marta Acosta van Praet
Selecciones del Séptimo Círculo nº 7Colección creada por Jorge Luis Borges yAdolfo Bioy CasaresDirigida por Carlos V. Frías
Editor digital: AkhenatonRetoque de portada: OrhiRetoque de imágenes: PiolinePub base r1.1
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Los toxicólogos descubriránun error en mitad de la Parte
II. Por razones obvias, se tratade algo intencional. En cuando
al resto amigos expertos measeguran que la información
suministrada es exacta.
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Juro por Dios Todopoderosoque con razón y de buena fe juzgaré y dictaminaré entre
nuestro soberano y señor rey yel procesado compareciente
ante el Tribunal a mi cargo, y
que pronunciaré un veredicto justo de acuerdo con las
pruebas presentadas.
(Juramento del jurado en
juicios por homicidio)
«Lo que determina la
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existencia de los hombres noes su conciencia, sino que suconciencia está determinada
por su existencia social».
K. M arx
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PARTE I
EL JURADO
1. Señorita V. M. Atkins.2. Señor A. J. Popesgrove.3. Doctor Percival Holmes y señor J
A. Stannard.4. Señor Eduardo Bryan.
5. Señora de Morris.6. Señores E. O. George, F. A. H
Allen, D. Elliston Smith, Ivor G
Drake, G. Parham Groves y EWilson.
7. El caso se inicia.
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l secretario del tribunal tenía qu
aliviar de alguna manera el tedio qu
e causaba tomar, año tras año, e
mismo juramento. Por costumbrermanecía casi un minuto de pie
contemplando al jurado y
estudiándolo; luego, con ciertentitud, hacía jurar a cada uno de su
miembros mientras les observaba y
rataba de adivinar en qué form
cumplirían su deber. Se jactaba de que
siempre presentía al tonto o al fanático
que votaría en contra de la mayoría
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entorpeciendo una decisión. Ese día, como siempre, hizo una
ausa y miró la fila de persona
respetables que aguardaban sus
ndicaciones. Dos mujeres, un hombre
bastante apuesto, dos hombres bastant
maduros… nada extraordinario.«Un jurado muy común», pensó
or lo mismo, era probable qu
actuara en forma excelente. La falta dsorpresas y de personas raras en e
urado significaba que no habrí
sorpresas ni rarezas cuando seronunciara el veredicto.
Tosió y se volvió hacia la primera
ersona de la fila: una mujer d
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aspecto austero, fea y de edad madura
que usaba lentes y vestía de negro. — Victoria María Atkins —le dijo
, repita…
«Oxford y Cambridge son dos ciudadeencantadoras que se destacan por svida universitaria y conservan mucho d
su carácter medieval». Esta descripcióes falsa; lo sabría el lector si hubiervivido, como vivía Victoria Marí
Atkins, en Cambridge, en la calle de lCoronación. La vida de la universidano tenía nada que ver (ni antes ndespués del nacimiento de Victoria)
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absolutamente nada que ver con la vidde la ciudad, al menos con la de callecomo la de la Coronación. Y nadmedieval sugería la línea ininterrumpidde casitas de ladrillo amarillento, todadénticas, edificadas sobre la calle. L
oscuridad y la sordidez son medievalesno así la vileza.
Victoria tenía cuatro hermano
mayores y cuatro menores; su padrhabía muerto cuando ella tenía oncaños de edad. Obrero inhábil, nadi
había lamentado su desaparición. Erbebedor y su jornal (cuando trabajabarepresentaba un término medio dveintiún chelines por semana. Azotab
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con una correa a sus hijos y a su mujerpero Victoria no le guardaba rencor poello. Después de todo, ser azotada eralgo natural; a cualquier chiquillo locurría. Con disimulo y astucia no erdifícil poner en aprietos a los niño
mayores y ver de esta suerte vengadoos propios resentimientos; poco preci
era pagar por ello el dolor ocasional d
una azotaina. No; Victoria no guardabrencor a su padre porque la azotara, sinpor el hambre continua que la hací
crecer flaca y raquítica; por lvergüenza de vivir de limosna durantmeses; por la vergüenza, aún mayor, dvestir harapos y por algún acto d
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violencia anterior, que no recordaba, consecuencia del cual había quedadcon una pierna algo más corta que lotra.
Aun así, su padre era un enemigmenos peligroso que su madre. Por l
menos, aquél estaba a veces ausentrabajando, y otras inofensivament
ebrio y hasta jovial.
En cambio la madre sólo salíescasos minutos de los dos cuartos quconstituían el hogar, y siempre s
mostraba desagradable. El padre no erde las personas que se fijan en todopero la madre lo veía todo, y, lo que epeor, si ponía una mala cara y se negab
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a contestarle, le retorcía el brazo hastarrancarle ayes de dolor.
Dos años después de la muerte de spadre, Victoria abofeteó a la madre, larañó la mejilla y la arrojó rodandsobre el recipiente del carbón. Habí
comprendido que era, a los trece añosprobablemente tan fuerte como su madr, con toda seguridad, más lista
Mientras su madre se ponía de pie, nntentó huir; con los puños apretados
respirando agitadamente y bastant
asustada, se mantuvo firme en su sitioCuando su madre, en vez de atacarlagritó: «¡Perversa, hija perversa!», supque había vencido. En adelante serí
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ibre. Uno de sus hermanos mayorepodría, tal vez, azotarla de cuando ecuando, pero sería lo único. Ella podrícorrer por las calles como un perro, sasí lo deseaba.
Exceptuando raterías por las cuale
nunca había recibido el menor castigonada muy malo podía acontecerle a unchiquilla fea en el Cambridge de 1911
Era coja, sucia y andaba vestida dremiendos; tenía los dientes torcidos un atroz acento de bajo fondo. Su ma
carácter era notorio. Por lo tanto, tenípocos amigos. Después de un año libertad callejera se había tornad
aburrida; y cuando un día esa liberta
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erminó bruscamente, su desesperacióno fue mucha, aunque, por principioprotestó bastante.
Un lunes por la mañana su madruvo un desvanecimiento y resbaló en l
escalera. La ambulancia se la llevó y l
familia recibió la noticia de que nuncregresaría: había muerto en el hospital.
A los tutores designados no les hací
gracia la obligación establecida por ley de alimentar y cuidar a esa numeros
familia de holgazanes; habían eludido
dentro de lo posible, tan penosa tareapero no podían ya dejar de cumplirlao obstante, trataron por todos lo
medios a su alcance de poner la carga e
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otras manos. Mediante halagos ntimidaciones sugestionaron a la tí
Etelvina, sólida mujer de unos cuarentaños, dueña de una tienda en CherrHinton, y consiguieron que fuera a casde sus sobrinos, en compañía de l
representante de los tutores legalesmujer de edad madura, inteligente experimentada. Ambas hallaron a l
familia, o lo que quedaba de ella, acuidado poco entusiasta de IsabeSaunders, vecina de los huérfanos.
—Me alegra mucho verlas —dijo lseñora de Saunders—. Ni un minuto mápermaneceré con un grupo de chiquilloan sucios y desagradables. Creo qu
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hay pocas personas tan caritativas como; nadie los hubiera cuidado sin tene
obligación. Por fin han llegado ustedesLas dejaré con ellos y no haré nada más
Sorprendida ante tanta vehemenciaa representante de los tutores legale
nició una frase para explicar que estabsegurísima de lo mucho que todoagradecían y apreciaban cuanto l
señora de Saunders… pero advirtió questaba hablando a una espalda que salejaba, y no insistió.
—Y bien, queridos niños —dijoentonces con jovialidad—, vuestra tíEtelvina ha tenido la bondad de venidesde Cherry Hinton, y vamos
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reunimos para hablar amistosamente decidir lo que debemos hacer mientradure la enfermedad de vuestra mamáCreí que alguno de vosotros tendría máedad —añadió mirándolos uno por un—. ¿Tú eres Violeta? —preguntó a l
que parecía mayor.La interpelada emitió, babeante, un
especie de mugido.
—Esa es Lili —explicó la tíEtelvina—. Es idiota. Siempre lo fueDebería estar en un asilo. Violet
rabaja en Cottenham, y hoy no es su díde asueto. Gana cinco chelines y seipeniques por semana y es una suerte quhaya encontrado ese trabajo. No esper
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ayuda de ella. —¡Ah! Comprendo. ¡Dios mío
Menos mal que está Eduardo… Pero noqué estoy diciendo!; se marchó hacres años. ¿Y Roberto?
Victoria, encantada de comunica
malas noticias, contestó con voz aguda. —No cuente con ése. Se fue a l
estación esta mañana; le he visto. E
cuanto supo que mamá había muertodijo que se marchaba, que no pensabencargarse de todos nosotros, y que…
Terminó la frase con una expresióque aún en nuestros días no es mufrecuente en boca de una joven, y lrepresentante de los tutores legales y l
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ía Etelvina miraron fijamente y condignada reprobación a Victoria.
La muchacha no bajó los ojos; snecesitaba mucho más que una miradracunda para desconcertarla. En esnstante la tía Etelvina tomó un
decisión: no permitiría que esa chiquillmal hablada entrara en su casanterrumpió, sin oírla y sin ceremonia,
a representante legal que le proponídiversas soluciones.
—Tendrá que llevar a la pobre Lil
donde debe estar. Conoce usted suobligaciones, señorita. En cuanto a lodemás huérfanos, llevaré a mi casa estos tres y con mucho gusto cuidaré d
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ellos. —Señaló a los tres menores: dovarones y May, la pequeñita—. Victoriano puede vivir conmigo. No tengo sitipara ella; además, es muy mayorcitamala chica y mala influencia.
Nada pudo alterar esa decisión
finalmente la representante legal slevó consigo a Victoria, con lntención de internarla en un asilo.
Ahora bien, los asilos de niñas, auantes de la guerra de 1914 y en laprovincias, no eran siempre esos antro
nfernales que describen los escritorerealistas. En el Asilo West Fen, hicieronodo cuanto podía hacerse por Victoria si no hicieron más, fue porque entr
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allí demasiado tarde. La alimentarobien por primera vez en su vida, ldieron los lentes que aproximadamentnecesitaba, y le proporcionaron una botortopédica para la pierna izquierda. Lvistieron con ropas parduscas, per
abundantes y abrigadas. Le enseñaron hablar correctamente y modificaron sdetestable acento. Puesto que no habí
extraído casi ningún beneficio de sntermitente asistencia al colegio de
estado, le enseñaron a leer y escribi
debidamente, a dominar la aritmética y eer la Biblia.Más aún, recibió leccione
completas sobre el arte del servici
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doméstico. Supo así a la perfección lque era lavar, asear cuartos, hacecamas, ennegrecer parrillas con grafitocoser y cocinar comidas sencillas. Si eadiestramiento puede hacer de unmuchacha una sirvienta consumada, ell
o era; además era respetuosa. Lomiembros del personal del asilo, sidejar de ser estrictos, hubieran sid
bondadosos con Victoria si Victorihubiese respondido a la bondad; comno era así, se conformaron con qu
disimulara su mal carácter y su renconalterados bajo una actitud dsilenciosa impasibilidad. Mucho lehubiera sorprendido conocer l
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verdadera opinión que Victoria tenía dellos y de las escasas personas adultaque visitaban el asilo.
En 1915 la enviaron a trabajar; erun buen empleo; estaba al servicio de lmujer del rector de una universidad
Permaneció seis meses en su puesto; smarchó con excelentes referencias entró en una fábrica de municiones. S
mudó a Londres y ahorró cuanto pudo; afinal de la guerra, en el momento en qua fábrica cerró sus puertas, poseía alg
más de doscientas libras. Era frugal moderada en sus gastos, tenía pocoamigos y vestía siempre de negro; no ersimpática ni amable; pero después de l
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guerra las amas de casa no podían darsel lujo de ser muy exigentes. La escasede sirvientas era extraordinaria. Unmuchacha con tan excelenterecomendaciones y tan habilidosa en laareas domésticas era un verdader
esoro; y resulta evidente que, por lmenos, no había que preocuparse por lo«novios».
Sin embargo, Victoria, nopermanecía mucho tiempo en el mismempleo. De uno de ellos se march
porque sospechaban que había robadocuando su ama se negó a otorgarlbuenos informes, la obligó a dárseloempleando cáusticas amenazas qu
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significaban la publicidad de ciertas determinadas informaciones. De otro smarchó después de una furiosa disputcon la cocinera; y de otro más, despuéde echar agua hirviendo sobre el brazo a mano de una de sus compañeras.
En 1923 perdió todo su dineronvertido en acciones de una empres
algodonera; se dirigió a la oficina de l
compañía desfalcadora y de un golpasestado con el regatón de su paraguahirió en la cara a un infeliz emplead
que atendía al público, abriéndole uajo desde la boca hasta el ojo. El juea amonestó severamente, pero no l
condenó a prisión porque era su primer
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falta e, indudablemente, su queja erustificada. Después de ese episodio
estuvo varias semanas sin trabajo.Cuando pensaba en la tía Etelvina s
suerte le parecía peor. La tía Etelvinhabía vendido su tienda de Cherr
Hinton y había trabajado en lfabricación de pertrechos bélicoestaba en el límite de edad), pero habí
conservado su dinero. Con buen sentidhabía comprado casas en el distrito dBloomsbury y había elegido el lad
oeste del camino Grey’s Inn. Lvaloración de las propiedades aumentel bienestar económico de Etelvina. Snegaba rotundamente a prestar u
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penique a Victoria, pero le prometírecordaría en su testamento, junto con shermana menor, May Ena, y una huérfanlamada Irene Olga Hutchins, únic
recuerdo de los dos Atkins menores…«De los dos», porque existía un
amentable duda sobre cuál de ellosería el padre; y ambos yacían, fuera dealcance de toda pregunta, en u
cementerio de Flandes. Las últimacartas de los hermanos a la madre de lcriatura habían sido breves
namistosas, escritas con el solo objetde negarle la menor ayuda pecuniaria redactadas en idénticos términos.
Irene hacía, prácticamente, todo e
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rabajo doméstico en casa de su tíabuela, alentada por promesas de que, su debido tiempo, sería rica. Las cifravariaban: a veces era de tres, otras dcinco y cierta vez hasta de diez miibras el importe de la herencia qu
correspondería a Irene cuando su tíabuela falleciera, de acuerdo con lo quésta le decía. Como es de suponer
Etelvina nunca hablaba tadetalladamente de sus planes coVictoria; pero Irene, cuando s
desagradable tía le preguntaba cualquiecosa, le contestaba de buena gana; pocas eran las preguntas de Victoria quno se refirieran a la herencia.
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En consecuencia, al menos por lque se sabía, en 1927 sólo quedaban covida cuatro miembros de la otrornumerosa familia Atkins: la tía EtelvinaVictoria, su hermana May y la sobrinitde éstas, cuya infortunada carencia de
apellido Atkins cayó en el olvidopuesto que invariable y únicamente se llamaba la pequeña Irene. De la
mencionadas personas, las tres últimase hallaban en la indigencia, y a lprimera le sobraba dinero. Ta
circunstancia fue el hecho mámportante de un expediente instruidpor la policía en el invierno de ese año.
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Otro hecho significativo fue un sucesque la policía nunca anotó en su informe
Un jueves de fines de noviembre, por larde, May —que escribía su nombr
con «e» final en lugar de «y», aun ante
de que Mae West borrara todo recuerdode la princesa May— tomaba el té ecompañía de Victoria en la casa dpensión de la señora de Mulholland, eLewisham. Victoria recibía a shermana cada ocho días, no por afectfamiliar, sino porque quería hacer vale
sus derechos, y también con el objeto dprocurarse, como justo intercambio, uugar a donde ir de visita en su tarde d
asueto.
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—¡Qué malo está el té! —exclamMae con cierta desconfianza, posando laza sobre el platillo.
—Es la pura verdad —respondiVictoria en el mismo tono—. La vieja eacaña. No sé dónde compra el té; l
rae ella misma. El otro día hallexcrementos de ratón dentro depaquete, figúrate. Yo… ¿No te siente
bien, Mae? —Me siento un poco rara —contest
ésta débilmente.
—¿Vas a vomitar? —inquirióVictoria, con el tono de crecientansiedad con que se pronuncian siempresas palabras.
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—Me parece que sí… —¡Por Dios! Corre, no tardes; y
sabes dónde está el excusado —gritó shermana mayor, mientras que, pocomenos, la empujaba fuera del cuarto.
Mae dio evidentes muestras de esta
muy indispuesta; los ruidos que hacíeran tan lamentables que hasta shermana se apiadó y corrió a sostenerl
a cabeza. A decir verdad, sundisposición no tuvo peore
consecuencias; hasta podría decirse qu
su salud mejoró, y que, sencillamentehabía ingerido sin querer una dosis dpecacuana. Pero en ese momento, lmpresión que sintió fue mortal, y
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astimeramente, así lo expresó. Shermana demostró comprensión simpatía, sentimientos muy pochabituales en ella.
—Me inquietas mucho, Mae. Estáblanca como el papel. Temo que se
algo serio. Será mejor que vayadirectamente a tu casa y te metas en lcama. Iré a verte por la mañana, e
cuanto pueda. Sería inútil pedirle a lvieja perra permiso para salir estnoche; pero me levantaré temprano y, e
cuanto haya preparado el desayuno, iré verte.Con muestras de preocupad
solicitud obligó a marcharse a s
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hermana, quien lo hizo casi de malgana, bastante sorprendida y tambiéalgo asustada. No era para menosVictoria nunca había mostradosemejante celo fraternal. ¿Estaría muenferma? Le parecía que la culpa l
enía el horrible té de Victoria. Edetalle de los excrementos de ratóhubiera bastado para enfermar
cualquiera. De todos modos, era mejomarcharse; y a nadie incomodaría quVictoria fuera a verla a la mañan
siguiente.Mientras Mae se alejaba, Victoriadesde la ventana del sótano, la mirabcon expresión curiosamente satisfecha
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o dijo una palabra de lo ocurrido a lseñora de Mulholland.
A la mañana siguiente, poco más omenos a las cinco, la figura de una muje
de mediana estatura, vestida de negro con el rostro cubierto por un velo —qupudo ser vista y no lo fue— avanz
cautelosamente por una humildcallejuela de Camberwell. Quizá llevzapatos con suelas de caucho, porque s
andar es completamente silencioso. Sdirige a la casa de la esquina, dondvive la tía Etelvina; saca una llave, abra puerta y entra sin hacer ruido. Exist
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un pasador del otro lado, pero no sirveporque hace años que la madera estarqueada. Una vez dentro, la mujer sdetiene y durante medio minutpermanece inmóvil escuchando. No soye ningún ruido; sólo el tictac del gra
reloj del vestíbulo.Con paso firme y silencioso d
persona que conoce el terreno, la muje
se dirige al dormitorio de la tíEtelvina, hace girar suavemente epicaporte de la puerta y escucha. Oye l
respiración acompasada de una persondormida, entra y cierra la puerta.El cuarto está a oscuras; no s
distingue más que la levísima vislumbr
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del embozo de la sábana y de la fundde la almohada; sobre ésta, un círculndistinto marca el lugar donde descansa cabeza de la anciana. Una negra figur
está de pie junto a la cama; sería difíciaun estando allí presente, descubrir qu
hacen sus manos. Parece que tratan dalcanzar, debajo de la cabeza de lanciana, la segunda almohada. ¿Par
robar algo? No; las manos sólo deseaasir la almohada. Y con repentinaceleridad, que contrasta con la anterio
cautela, la cogen, la arrojan sobre erostro de la mujer dormida y lpresionan con frenética energíaSobresaltada, la anciana se debate e
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violenta y ciega lucha: sus piernas sagitan desesperadamente, sus manondefensas, crispadas como garras, da
manotadas en el vacío, pero no lograasir a su atacante. La almohada ahogos gritos de la víctima.
Transcurren minutos que parecehoras. Las manos presionan cada vemás. El forcejeo de la anciana s
debilita, pero los manos impacientes naguardan que se aquiete del todo. Lofuertes dedos separan las plumas de l
almohada hasta sentir, a través de la telde la funda, el cuello de la víctimaEntonces los dos pulgares, con unespecie de salvaje deleite, se hunden
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mantienen la presión.Poco después se oye un leve suspiro
la negra figura se endereza. Brilla dpronto la lucecilla vacilante de unpequeña linterna eléctrica cuya pila estcasi gastada. A esa luz la mujer retira la
almohada y sobre la boca de la ancianaparece, como sostenido en el aire, uespejito semejante a los que se llevan e
un neceser. No se empaña ni shumedece. Su dueña lo sostiene hastconvencerse de que permanecerí
eternamente límpido, y entonces apaga luz. En la oscuridad las manovuelven a colocar la almohada en ssitio y a arreglar apresuradamente l
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cama; la negra figura, deslizándose siruido, sale de la casa.
Una vez en la calle, la mujer vestidde negro dobla dos esquinas, marcha o largó de moradas silenciosas
debajo de claras luces eléctricas. Lleg
a la calle principal y dirige sus pasos una cabina telefónica. Introduce dopeniques y marca el número de l
policía local. Cuando le contestanexclama con voz curiosamente agudapero contenida:
—¡Vengan en seguida, vengan enseguida! Mi tía abuela ha muerto. ¡Eespantoso!… Ha muerto, se lo aseguro estoy sola. ¿Van a dejar que me
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asesinen?… Es en la calle Duke, 68…Les ruego que vengan pronto! ¡Y no m
pregunte tonterías!El sargento de guardia, que habí
ratado de detener aquel torrente dasustadas palabras y de darle
respuesta, anotó la hora de la llamadantes de entrar en acción. Eran las cinc cincuenta y dos de la madrugada.
La mujer colgó el auricular ydespués de un instante de vacilaciónmarcó el número de Etelvina, que, com
era rica, tenía teléfono. Oyó, durantargo rato, el sonido del timbre yfinalmente, la voz quejosa de Irene qupreguntaba:
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—¿Qué desea a estas horas de lnoche?
La mujer de negro no contestóoprimió el botón de devolución, recogisus dos peniques y se marchó. Irenestaría despierta y levantada. Podría as
franquear la entrada a la policía y darlquizá alguna explicación. La mujer dnegro se alejó de la cabina telefónica y
minutos más tarde, al ver que llegaba uranvía tempranero de trabajadores
subió y tomó asiento. Todos, inclusiv
el cobrador, estaban soñolientos y spresencia no llamó la atención. Podíser una sirvienta de buen aspecto que sdirigía a su trabajo. No era probable qu
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nadie se fijara en ella ni la recordara; así ocurrió.
A las seis en punto, según scostumbre, la señora de Mulholland sdespertó, miró su reloj y escuchó parcerciorarse de que Victoria se estab
evantando. Varias veces en los últimoiempos ésta se había retrasado. Oyó eejano sonido del despertador de l
sirvienta, que cesó casi inmediatamentePero después llegó a sus oídos el ecdel inconfundible golpe de una silla qu
cae al suelo.«¡Qué torpe se está poniendo esmuchacha!», pensó, y se volvió sobre ucostado, con la intención de dormi
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media hora más. Esperaba, comsiempre, que le trajeran una taza de té as seis y media.
A las siete menos veinte la taza de tno había llegado.
La señora de Mulholland se levantó
se envolvió en una bata y gritó por ehueco de la escalera:
—¡Victoria!
No obtuvo contestación. Enfadada con frío, bajó a la cocina. Las bandejadel desayuno estaban preparadas, la
cortinas descorridas y todo en ordenPero el agua no había sido puesta hervir, y en el centro de la mesa habíun papel doblado que decía:
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«Señora: Me han comunicado que m
hermana Mae estuvo muy enferma ayer; vo
a salir un rato para saber cómo sigue
amento las molestias que pueda causarleero estoy muy preocupada y creo que debo
r a verla. Estaré de regreso en cuanto
ueda.
V. M. Atkins
La señora de Mulholland se encoleriz
mucho, y cuando Victoria volviódespués de las siete, la amenazó codespedirla. Esta no se inmutó: dijo quno tenía inconveniente en marcharse sasí lo deseaba la señora; que al no tenepadre ni madre era su deber ocuparse dsu hermana menor, y que por suert
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podía decir, aunque no se lo habíapreguntado, que la enferma se sentíbastante mejor. La señora de Mulhollanreflexionó, recordó la escasez dservicio doméstico y decidió ignorar lfalta. Victoria subió a su dormitorio y lo
arregló; bajó a la cocina, arrojó al fuegdos trozos de cuerda y un cabo de vela
inguna otra cosa notable ocurrió hast
que algo más tarde, esa misma mañanalegó la policía.
Las autoridades policíacas tuvierodificultad para entrar en la casa de lcalle Duke, número 68. Irene se habí
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vuelto a acostar; y cuando finalmentconsiguieron que abriera la puerta, ledijo que el mensaje tenía que ser unbroma. Por último, consintió edespertar a su tía abuela y entró en sdormitorio. Segundos después, comenz
a lanzar agudos e intermitentes chillidoque recordaban la estridencia de unmáquina de vapor. Los dos policías —
uno de ellos sin uniforme— cerraroapresuradamente la puerta de la calle corrieron al dormitorio. Casi al instante
uno de los funcionarios volvió, sdirigió al teléfono y llamó al médicforense. Era indudable que la ancianestaba muerta, y dos marcas poc
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acentuadas en el cuello parecían indicaque había sido estrangulada. El cuerpestaba tibio como si la anciana hubiermuerto minutos antes. El inspector mira hora; eran las seis y cuarto.
Al principio se creyó que el caso n
presentaba complicaciones. Irene estabevidentemente postrada por la aflicció el golpe inesperado. Sea como fuere
sus fuerzas no le habrían permitidestrangular a la anciana, sin contar qusi ella hubiera sido la asesina, l
lamada telefónica no tenía explicaciónLa joven insistía en que era inocenteaseguraba que la habían despertadpoco más o menos un cuarto de hor
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antes y que se había visto obligada acudir al teléfono; pero que al descolgael auricular no había recibido respuestaEl inspector Hodson la absolvimentalmente, diciéndose quedescartando todos los otros factore
favorables, ninguna criatura de su edapodía ser tan consumada artista. Loven le había dicho que su tía Victori
era coheredera de los bienes de lanciana y que tenía en su poder una llavde la puerta de calle. El inspecto
verificó personalmente que el pasadose hallaba inutilizado.Envió a un agente para informar
Victoria de lo ocurrido; y cuando ést
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volvió diciendo que la mujer habísalido temprano esa mañana y habíregresado tarde, el inspector se apresura trasladarse a Lewisham para dirigias investigaciones. Tenía la seguridad
de que el caso estaba solucionado; sobr
odo desde que Irene, en medio de suágrimas, había hallado tiempo par
mencionar el carácter en extrem
desagradable de su tía.
Para dar una idea exacta de lo quocurrió después, es preferible citavarias preguntas y respuestas.
P.—Espero que comprenda, señora
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de Mulholland, que estoy obligado hacerle ciertas preguntas, por purformalidad.
R.—Escuche, joven; si cumple sarea sin perder el tiempo, podré volve
más pronto a la mía. Tengo que trabaja
para vivir.P.—¿Emplea usted a una tal Victoria
Atkins como sirvienta?
R.—Ya se lo dijo el agente.P.—Bien. ¿Salió dicha persona de la
casa esta mañana temprano?
R.—Sí, salió sin permiso. Me dejsola para preparar los desayunos. Nade he dicho, porque es una buen
sirvienta; pero será la última vez.
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P.—No creo que vuelva a hacerloseñora. ¿Puede decirnos exactamente qué hora salió?
R.—Exactamente, no; pero erdespués de las seis.
P.—¿ Después de las seis? ¿Est
segura? ¿Mucho después de las seis?R.—Estoy segura. No teng
costumbre de hablar sin saber lo qu
digo. Se levantó a las seis, porque oí sdespertador y también la oí levantarse oí el ruido que hizo. No tiene ningun
consideración con el sueño de lodemás. Supongo que la señorita Meekiambién la habrá oído; ocupa, porque niene mucho dinero, el cuarto de arriba
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que es más barato; es una excelentísimpersona. Después, Victoria bajó, arreglóos cuartos y salió sin decir palabra
dejó esta carta. No oí cuando cerró lpuerta de calle: tuvo bastante picardípara hacerlo sin ruido. De modo que n
puedo decir exactamente a qué horsalió. Debe de haber sido alrededor das seis y veinte.
P.—Muy bien. Gracias. Con supermiso guardaré esta carta durantalgún tiempo. ¿Puedo ver su reloj?
R.—¿Ver mi reloj? ¿Para quéBueno, si quiere.P.—¿No le ha dado cuerda; no ha
ocado las manecillas desde es
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mañana? ¿No lo ha dejado en otramanos?
R.—¡Claro que no! ¿Por qué habríde hacer semejante cosa?
P.—¿Está absolutamente segura deque Victoria Atkins se levantó a la hora
que usted dice?R.—Ya se lo he dicho.P.—¿Cuánto tiempo estuvo sonando
su despertador?R.—Como siempre; sólo uno
segundos.
P.—¿Qué oyó después? ¿La oyóimpiar las chimeneas, descorrer lacortinas o hacer algo así?
R.—En realidad no podrí
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asegurarlo. Oí que se levantaba y corrímuebles de aquí para allá; pero npresté atención, y no sé exactamentcuáles eran. A decir verdad, volví comode costumbre a dormir otro rato mientraaguardaba que me subiera el té. Se
como fuere, lo encontré todo en orden el trabajo hecho; sería injusto negarloSin embargo; tuve que preparar lo
desayunos. Si quiere saber lo que hizVictoria, es mejor que se lo pregunte ella.
Nota: Las declaraciones de la señoritMeekin confirman lo arriba escrito).
Más preguntas:
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P.—¿Su nombre, por favor?R.—Mae Ena Atkins. ¿Qué desea?P.—¿Podría decirme a qué hora la
visitó esta mañana su hermana Victoria para qué?
R.—¡Vaya una pregunta! En fin…
Por algo será, y no tengo inconvenienten contestarle. Ayer me sentí muyndispuesta, y Vic dijo que vendría
verme hoy temprano para saber si seguíbien. No la culpo, por tener en cuentque trabaja para esa vieja ta
desagradable y se ve obligada a salicuando puede, pero fue demasiadatrevimiento; no debió haber venido esa hora. ¿Comprende usted? Le habí
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explicado yo a mi ama (una señora mubuena) que me había sentido mal, y mdio permiso para descansar un pocoGracias a ello me encontraba, por unvez, disfrutando de un buen sueñsuplementario cuando a las siete meno
veinte llegó Vic en forma intempestiva ycausando un alboroto tan grande qudespertó a toda la casa, nada más qu
para cerciorarse del estado de mi saludP.—¡Siete menos veinte! No e
posible que haya venido a esa hora.
R.—¡Le aseguro que sí! Se lagradecí mucho; pero le dije que mparecía un aturdimiento despertar a todel mundo a esas horas de la mañana. Vi
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me contestó que eran más de las siete, e repliqué que se equivocaba, pero n
quiso creerlo hasta que le hice mirar ereloj de San Miguel y verificar la horaEntonces mostró cierto mal humor y sfue después de cambiar conmigo mu
pocas palabras.P.—¡Hum!… ¿Queda lejos de aqu
a casa dónde trabaja su hermana?
R.—Alrededor de veinte minutos eautobús. He hecho con frecuencia erayecto.
P.—¿Durmió usted aquí toda lanoche, como siempre?R.—¡Naturalmente! Ya le he dicho
que no me sentía bien; además, ¿con qu
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objeto había de andar corriendo dnoche por las calles? La señora tuvo lbondad de darme un vaso de lechcaliente y tres aspirinas; me dormí eseguida y no me moví hasta que Vic mdespertó.
No es necesario transcribir el informexacto del interrogatorio de la patronde Mae. Extractamos lo esencia
«Aconsejé a Mae que se acostaremprano, porque había estadndispuesta, y que tomara un vaso d
eche caliente. Subí a verla; estaba en lcama a las nueve y media, y le llevé treaspirinas. Se las di yo misma y le dij
que me encargaría de prepararle e
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desayuno a mi marido. Creo que durmioda la noche, hasta que fuimo
despertados por su desagradablhermana»).
R.—¿Su nombre es Victoria Atkins?R.—Sí.P.—Supongo que le han comunicado
a noticia de la súbita muerte de su tíaEstamos realizando alguna
averiguaciones y espero que no tendrnconveniente en contestar lo que l
pregunte.
(Ninguna respuesta).P.—¿Cuándo vio usted a su tía po
última vez?
R.—La semana pasada. No recuerd
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qué día. Irene podría decírselo. Mi típarecía encontrarse muy bien de salud.
P.—¿No la vio usted esta mañana?R.—No.P.—¿Qué hizo esta mañana?R.—Me levanté a la hora d
costumbre: las seis; cumplí con miquehaceres y escribí unas líneas a lseñora. Salí para ver a mi hermana Ma
que no se había sentido nada bien. Lencontré mejor y regresé directamentaquí. Eso es todo. ¿Por qué me hac
estas preguntas?P.—¿Su tía tenía medios de fortuna?R.—No podría decirlo. Lo únic
que sé es que no pasaba miserias.
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P.—¿Cree que le habrá dejado usted algo en su testamento?
R.—Prefiero no hablar de semejantcosa cuando la pobre no está aún fría esu tumba.
P.—Sin embargo…
R.—Entre personas educadas ndeben mencionarse esas cosas. Nolvide que acabo de recibir un rud
golpe; y así como es cierto qucontestaré cualquier pregunta razonableno he de prestar oído a inútiles charlas
Mi tía Etelvina habrá hecho lo que creymejor, y esto es lo único que importsaber.
P.—¡Naturalmente, naturalmente!…
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Veamos si he comprendido bien surespuestas: dice usted que se levantó…¿a qué hora? Un poco antes de las seis¿verdad?
R.—Exactamente a las seis. Y bajéunos diez minutos después.
P.—Sí, sí. Y arregló lashabitaciones y preparó la mesa¿Descorrió las cortinas?
R.—No recuerdo los detallesestaba preocupada por mi hermanaAcudí junto a ella en cuanto pude… U
poco más temprano de lo que habípensado. Justamente antes de las sietecreo.
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Se formularon muchas otras preguntas respuestas, pero la policía no logr
hacer avanzar las investigaciones. Eagente que vigilaba la noche del crimeel barrio donde vivía la señora dMulholland había advertido, al pasafrente a la casa, que las cortinas desalón no habían sido corridas como dcostumbre. Pero la comprobación de es
rregularidad no llevaba a ninguna parteMinuciosos interrogatorios fracasaroen su intento de hallar a alguien qu
hubiese visto aquella mañana a algúsospechoso, o simplemente a algunpersona, en la calle Duke. El sistem
automático impedía verificar l
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procedencia de la llamada telefónica.Durante algún tiempo la policí
sospechó de Irene; pero se descubrique tenía un brazo semiatrofiado, con lque se demostró su imposibilidad físicpara cometer el crimen. El inspecto
Hodson abrigaba la convicción de lculpabilidad de Victoria; pero ldefensa de ésta era inexpugnable. Tanto
su ama como la señorita Meekirecordaban claramente el ruido quhabía hecho al levantarse; y aunque n
estaban seguras de la hora en que habísalido de la casa, no existían razoneconvincentes para suponer que no fuerdespués de las seis: es decir, en e
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momento en que dos policías se hallabaunto al cadáver, tibio aún, de Etelvina a media hora de distancia.
Finalmente Victoria heredó de su tídos mil trescientas veintisiete libras coonce chelines, y adquirió con ese diner
un comercio de tabaco y venta dperiódicos. En tres años sus gananciae permitieron comprar la casa qu
habitaba; y a esta nueva prosperidad sdebió que recibiese una citación paractuar como jurado. Gastó siete cheline
seis peniques en consultar a uabogado, y se enteró de que no podíeludir su deber. En consecuenciadisgustada a medias, a media
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nteresada, se dirigió al tribunal en lfecha establecida.
Pensó, con lo más próximo ahumorismo que podía caber en sespíritu, que muy probablemente locaría ser jurado de un caso d
homicidio. Alguien que sabía hacerlouzgando a uno que no lo había sabidounca había procurado olvidar s
crimen ni había sentido el menoremordimiento; se enorgullecía de sacción. No obstante, recordaba vario
sustos mayúsculos que había sufrido estaba segura de que nunca reincidiría.Había sido relativamente fáci
ramar el crimen. La treta del relo
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despertador no era muy complicadaHasta la policía había pensado en lposibilidad de este recurso. Bastabprobar la cuerda, y Victoria lo habíhecho varias veces, sofocando con spañuelo el rumor del timbre. De est
modo había descubierto el númerexacto de vueltas de llave necesaripara que sonara nada más que veint
segundos. Luego lo había preparado dacuerdo con sus propósitos. Durantvarios días, intencionalmente, se habí
evantado a diferentes horas con eobjeto de comprobar si la señora dMulholland vigilaba su puntualidaratando de oír el timbre de
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despertador. Sea como fuere, la señoritMeekin, con toda seguridad, la oiríaExiste una levísima diferencia entre eimbre de un despertador cuya cuerda sermina y la que se interrump
bruscamente; pero una person
semidormida no advierte, por lo generaese detalle; y en caso de advertirlo, emuy poco probable que lo recuerde a
declarar ante la policía.Provocar el ruido del movimiento d
os muebles había sido menos fáci
Pero sólo se necesitaba un poco dpaciencia y dormir con la ventancerrada para evitar las corrientes daire: las velas se consumen en un tiemp
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exactamente determinado. ¿Acaso no laempleaban los romanos a guisa drelojes, o algo por el estilo? Victorihabía pasado muchas noches despiertaverificando el tiempo que tardaban equemarse y marcándoles previament
as horas, las medias y los cuartos. Nhizo uso de este conocimiento hasta quuvo, con diferencia de pocos minutos
absoluta seguridad de la duración de lavelas, por ambas puntas. Luego, la nochfijada para cumplir sus fines bajó l
persiana y preparó lo que parecía unespecie de trampa para burlar a alguienAtó una cuerda larga a un clavo metiden el marco de la ventana; el otr
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extremo lo anudó en la silla de maderque constituía casi todo el mobiliario dsu dormitorio. Inclinándola hacia uado, la apoyó contra la cama. A
cortarse la cuerda, caería al suelo sobrun costado, produciendo un ruid
razonable, pero no excesivo.Luego efectuó un corte triangular e
un punto que había marcado ya en l
vela que estaba sobre la mesa, junto a lcama. Colocó la mesa debajo de lcuerda, que quedó introducida en e
corte triangular y apoyada contra epabilo. Entonces, mirando su relojencendió la vela. Si sus cálculos eraexactos, la llama llegaría al cort
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ustamente a las seis y en cosa de uminuto quemaría la cuerda.
Sus cálculos resultaron exactos; tuvademás a su favor un elementnesperado. Uno oye lo que espera oír
La señorita Meekin y la señora d
Mulholland habían oído, día tras día, lcampanilla del reloj de Victoria; luegoel ruido que ésta hacía al vestirse
ropezando con sus escasos mueblesdespués, si aguzaban el oído, el rumovago y distante de su atareado ir y veni
mientras limpiaba la cocina. Cuandoyeron entre sueños el principio de esproceso imaginaron haber oído el restoSi aquella misma mañana el inspecto
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Hodson las hubiera interrogado sidilación y en forma más minuciosahabría tal vez despertado una duda en lmente de las dos mujeres: si en realidase habían producido después devantarse Victoria los ruidos habituale
característicos del trabajo diario qurealizaba. Pero el inspector sabíperfectamente que es posible hace
dudar de sus propias declaraciones cualquiera con sólo someterlo a uprolongado interrogatorio y volviendo
repetir con habilidad las mismapreguntas; sabía que los tribunales dusticia no aprecian mucho lo
resultados obtenidos de ese modo. Po
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otra parte, durante el interrogatoriambas mujeres no dieron pruebas dposeer la asombrosa memoria de lodetalles que a veces tienen lopersonajes de las novelas policíacasRecordaban, simplemente, que aquell
mañana todo había acontecido como dcostumbre, y así lo declararon.
Mucho valor había necesitado —
recordaba Victoria— para dirigirse casa de Mae después del crimen, eugar de regresar en seguida a su propi
domicilio. En cuanto estuvo de vueltasubió a su cuarto, levantó la persianaarregló la cama, puso bien la silla, dicuerda al reloj y extrajo el clavo
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Colocó una vela nueva y dejó quardiera un minuto. Recogió los trozos dcuerda y el cabo de vela y los quemó eel fuego de la cocina. Por consiguientesi la policía hubiera revisado su cuartno habría encontrado nad
comprometedor.De pie junto a los otros miembro
del jurado se hallaba ensimismada
pensando en esas cosas, cuando esecretario la llamó por su nombre.
—Juro por Dios Todopoderoso —
repitió con él— que con razón y dbuena fe juzgaré y dictaminarsinceramente entre nuestro soberano señor el rey y el procesad
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compareciente ante el tribunal a mcargo y que pronunciaré un veredictusto de acuerdo con las prueba
presentadas.«¡Qué estúpidas palabras!», pensó
besó la Biblia y se sentó la primera e
el banco del jurado.
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l secretario del tribunal se volvió
entonces hacia el hombre que le había
arecido apuesto. Como a la mayoría
de los que han cruzado el límite de ledad madura, al secretario l
desagradaban en general los hombre
apuestos; le inspiraban ciertdesconfianza, especialmente si era
morenos. En cuanto descubría el meno
detalle que justificase su apreciación
os calificaba de llamativos y exóticos
su juicio, un hombre de aspecto rudo
enía mucho a su favor; no así el que s
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caracterizaba por sus faccione
regulares y por su elegancia
vistosamente pulcra. Sin embargo, no
enía prevención alguna contra est
miembro del jurado. Después d
mirarlo fijamente, sin disimulo, le dijo
Arturo Jorge Popesgrove, repita…
Arturo Jorge Popesgrove. Nombre munglés. Sólo un inglés o u
norteamericano puede pronunciar Arturo
en inglés, correctamente: Arthur; Jorges el nombre del Rey; y nadie podísuponer que Popesgrove era un apellidomado de la guía telefónica. Más de un
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vez, Arturo Popesgrove había lamentadoa elección de sus nombres de pila
Hubiera preferido llamarse AntonioAunque más moreno, su rostro sasemejaba mucho al del honorablAntonio Edén, y no era culpa d
Popesgrove si sus trajes no se parecíaa los del eminente político. Con todseguridad, Edén no se sentía má
consciente que él de su nacionalidanglesa. Ninguno de los otros miembro
del jurado comprendía el gran privilegi
que significaba ser llamado a colaboracon la justicia; lo aceptaban como udeber nada más. En cambio, ArturoPopesgrove se sintió feliz al abrir l
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citación. —¿Comprendes, Matilde? —dijo
su mujer—. Me nombran jurado. Es mumportante. Contribuiré a salvaguardaa justicia británica.
Sonrió satisfecho; su mujer bajó lo
ojos, se miró la punta de la nariz guardó silencio. Su nariz era gruesagrande y blanca; muy ancha en la punta
con espinillas; no era un rasgfisonómico muy inglés. Peroevidentemente, no puede uno ordenar
su mujer que cambie de nariz. Por lmenos respondía sin protestar al nombrde Matilde, y en la intimidad de la casno hablaban más que inglés. Inglés; é
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era más inglés que ninguno, porque lodocumentos probatorios de snacionalización atestiguaban que selección había sido voluntaria, en tantque la partida de nacimiento del vecinno era otra cosa que la prueba de u
accidente. Sus hijos no sabrían jamáque la sangre que corría por sus venano era inglesa. Hasta había pensado
legado el caso, en cambiar los platos dcomida de su restaurante. Tenía ya uempleado cuya misión consistía e
recorrer el grill-room detrás de unenorme fuente de plata que sostenía ugran trozo de solomillo asado. Muchaveces, cuando los clientes le pedía
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consejo, contestaba: —Pensándolo bien, no hay nad
mejor que el auténtico rosbif, ¿no lparece, señor? O quizá un bistec. Bieasado por fuera y rojo por dentro.
Las hojas de vid rellenas había
desaparecido de la lista, y disminuía enúmero de platos condimentados coajo.
Por la cantidad de hijos, su familino era tal vez muy inglesa; sólo despuéde nacer el sexto había advertido que la
familias numerosas no estaban de mod resultaban poco económicas. Pero lonombres de sus vástagos erantachables: Erico Archibaldo, Julia
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Jacobo Enrique, María, Carlos Eduard Arturo Heriberto. ¡Tratad, si podéis
de menoscabarlos! La pronunciación dArturo Popesgrove era perfecta. En añoanteriores solía sesear levemente; peros rastros de esta particularidad s
habían borrado por completo. Hasthabía preparado, por lo que pudiersuceder, una genealogía falsa destinad
a sus hijos. Pensaba contarles que smujer era oriunda de las Islas del Cana que, por parte de él, habían tenido u
abuelo bastante pillo. —No hablaremos de mi padre, peres justo que sepáis la verdad —ledecía en su imaginación—. Era hijo d
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un pequeño terrateniente de Dorset, vina la ciudad y despilfarró su dineroCierta noche intervino en una riña mató a un policía. Sufrió una condenbastante severa. No me acuerdo de élo era muy niño en aquella época.
Estaba seguro de que prestaría a suhijos un gran servicio contándoles escuento y ocultándoles la verdad. N
obstante, nadie, excepto él mismohabría considerado vergonzoso el origede A. J. Popesgrove, propietario d
restaurante. Procedía de una aldea dTesalia: árida, pobre, malolientebañada por un sol deslumbrante qununca se muestra en Inglaterra, n
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siquiera en el más claro de sus díaestivales. En Inglaterra el sol nunca eenemigo: no quema la piel con su fuegni lastima los ojos con su brillo. El cielazul nunca es metálico y odioso. Rarvez la campiña inglesa se tuesta y s
resquebraja o arroja nubes de polvsobre la comida y la ropa. Los olorepueden no ser mejores, pero so
distintos y no eternamente invariables.El chiquillo Aquiles Papanastasiou
bello como únicamente puede serlo u
pequeñuelo griego, decidió muy prontque lo más conveniente para él ermarcharse de su aldea en cuanto le fuerposible. No le importaba la forma d
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cumplir su propósito, y un cuarto dsiglo más tarde no recordaba cómhabía salido de su tierra. Pero fue así:
Antes de la guerra de 1914 lpolítica griega era algo más flexible qua actual, pero en esencia no diferí
mucho. El coronel Teseo Theotoki, euna de sus campañas políticas dproselitismo, se fijó en el joven Aquiles
Habló con los padres del muchacho y lcompró, como hubiera podido compraun ternero, con la diferencia de que hub
un poco más de conversación. Les hablde Atenas, de una educación liberal y das oportunidades que tendría e
muchacho en su calidad de secretario d
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un dirigente político. La transacción fuanotada en el ayuntamiento bajo erótulo de su adopción.
El joven Aquiles no tardó edescubrir que sus deberes incluíaservicios más íntimos que los exigido
por las tareas de secretario. El coroneera dueño de ciertas casas privadas y dciertos hoteles que funcionaban e
contravención directa con la ley. Lcosa no era muy grave; pero conveníproceder con discreción. Existía l
posibilidad de un chantaje bajo cuerdaA los dieciséis años Aquilecomprendió que tenía en sus manos unpalanca que podía usar contra e
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coronel. Por consiguiente, durante ucorto tiempo tuvo mucho dinero. Lalegría reinaba en Atenas; eran épocade guerra y abundaban las diversionenormales que el muchacho prefería. Samo era una fuente inagotable d
recursos y Aquiles vivía continuamentde juerga.
Durante bastante tiempo el corone
no pareció molestarse por su actitudPero Aquiles era inexperto y, a fin decuentas, un vulgar aldeano. Cometió l
enorme imprudencia de volversarrogante y, simultáneamente, pródigoGastaba sin consideración el dinero dsu protector y no cumplía ninguna de la
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areas por las cuales se le pagabaDurante innumerables noches dejó dconcurrir, como era su obligación, a lasalas de juego y a las casas donde sofrecía otra clase de diversión. Srabajo en esos lugares era atender a lo
clientes, estimular el derroche, ayudar arrojar a la calle a algún parroquianmolesto y, en ocasiones, actuar como
carterista. No hacía nada de eso. Ecoronel Theotoki protestó varias veceshasta que, de pronto, comprendió qu
Aquiles le ponía en ridículo. Recordque tenía aún alguna influencia y sentrevistó con el jefe de policía.
Esa tarde Aquiles se hallaba en un
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cantina situada en el Pireo. Aún no habíbebido mucho: conservaba su serenida la mente despejada; pero se sentí
vagamente inquieto por la actitud que sprotector había tenido frente a él esmañana. Su intranquilidad aument
cuando la muchacha que atendía el saló—sería poco más o menos de su mismedad— le dijo en voz baja:
—¡Váyase! Márchese de Atenas estarde y no regrese a su casa. Se l
aconsejo.
Le dejó con la boca abierta y volvia su trabajo. Después de un minuto eoven la llamó.
—Un vaso de cerveza. ¿Qu
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significa lo que acaba de decirme?Mientras hablaba le había rodead
a cintura con el brazo. —Modérese, tonto. Hablo en serio
Dos policías (usó una palabra griegmuy ofensiva que no tiene equivalente e
nglés) han estado aquí hace una horaSe refirieron a usted. Supe que srataba de usted porque nombraron a
coronel Theotoki. Piensan detenerle estnoche. Un marinero le acusará de…mencionó una obscenidad). Ademá
probarán que atacó a la policía. Lcondenarán a prisión y suponen que ldeportarán a una isla.
—Lo que me está diciendo e
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nvento suyo. —No. Aguarde y verá. Si regres
usted a casa del coronel, le acusarán dun tercer delito. No comprendexactamente de cuál; pero tenía algunrelación con el robo.
Aquiles palideció y se sintindispuesto. Se le había ido un poco l
mano en lo referente a las joyas de
coronel. Pensándolo bien, ¿para ququería pulseras aquel viejo?
—¿Cómo te llamas? —preguntó a l
muchacha. —Elena Melagloss. ¿Se marcharusted?
Durante varios minutos Aquile
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permaneció sentado en silencio; luego sevantó y se dirigió al puerto. En loransportes aliados había muchas tarea
para muchachos robustos, y no se hacíapreguntas.
Hasta el final de la guerra trabajó ebuques franceses, generalmente en l
cocina, como pinche. Estuvo biealimentado, aprendió el francéperfectamente y ciertos rudimento
culinarios. También aprendió a servirscon presteza del cuchillo. Cayó enferm el médico de a bordo le atemorizanto, endilgándole una exageradísim
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disertación médica, que desde entoncesiguió un cauteloso método de vida. EMarsella, el 18 de noviembre de 1918escapó del buque, sin pasaporte ndocumento alguno, excepto una tarjetde marinero, comprobante de que habí
servido en transportes franceses durantdos años.
Poco le duró el dinero que habí
ganado; y en Tolón, cuando se hallabmedio muerto de hambre, fue socorridpor un compatriota de cuyo verdader
nombre nunca se enteró. Nadie llamaba de otro modo que MonsieuDimo. Era éste propietario de upequeño hotel-restaurante en el distrit
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del puerto. El restaurante era baratopero decente. En cambio, los cuartos dehotel estaban casi enteramentdedicados a la prostitución.
El trabajo de Aquiles consistía ehacer y arreglar continuamente, todas la
noches, las mismas camas. Sus tareaproseguían sin interrupción hasta la uno las dos, y a veces hasta más tarde
Volvían a empezar a las nueve de lamañana, hora en que limpiaba arreglaba el restaurante antes de ir a l
cocina a pelar patatas y a hacer laveces de fregona. Luego, su obligacióera regresar al restaurante a serviaperitivos. Después servía la mesa hast
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alrededor de las tres de la tardeEntonces lavaba la vajilla, taredemasiado pesada para Madame DimoHabían estipulado que, después de todese trabajo, podría dedicar un rato a spersona; pero casi invariablemente l
arrebataban ese momento de descanscon el pretexto de que Madame Dimo nhabía tenido tiempo de asear por l
mañana los dormitorios. A las cinco ymedia de la tarde preparaba la comida de esta hora en adelante el trabajo er
continuo. No recibía sueldo; solamentpropinas, que compartía, por parteguales, con Monsieur Dimo; per
pronto aprendió a escamotearle grande
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sumas. Monsieur Dimo le consiguió upasaporte y un permis de séjour nombre de Antón Polycrate. Nunca suposi tal persona existía realmentepensándolo bien, era probable que epasaporte no hubiera sido robado, sin
falsificado.Cierto día comprendió que podrí
mejorar su situación avanzando por l
costa hacia San Rafael o NizaCortésmente notificó a Monsieur Dimsu decisión de partir. Este entornó lo
ojos. —¿Así que te marchas, chiquillo¿Estás seguro? Me parece quconseguiré convencerte y que t
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quedarás.Aquiles sonrió. Un aumento d
sueldo, o mejor dicho, un sueldo sería lmejor persuasión.
—La policía francesa —continudiciendo Monsieur Dimo— es mu
severa con los extranjeros que sntroducen en el país con documento
falsos. Varios meses de cárcel y luego l
deportación es el castigo más leveSospecho que los documentos que llevacontigo no te pertenecen. Creo que a lo
gendarmes les interesaría conocer lsuerte del verdadero dueño. Te aconsejoque permanezcas junto a mí. Si huyes, doy aviso a la policía para que t
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busque, te encontrará muy pronto.Aquiles no contestó en el momento. —No dudo de que me dará usted un
excelente recomendación, MonsieuDimo —dijo al cabo de un instante.
Sin agitarse, Monsieur Dimo s
imitó a replicarle con una solpalabrota.
—Estoy seguro de que me la dará —
nsistió el otro—. No tengo la menontención de eludir a los gendarmes. A
decir verdad, hay muchas cosas sobr
as cuales desearía que me aconsejaranLes diré que soy un honrado muchachgriego; que hablo francés, pero que nsé leerlo, y que sólo conozco el alfabet
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griego. Tengo en mi poder ucomprobante: he servido a Franciealmente, corriendo grandes peligros
durante dos años de guerra. Estodocumentos (miró con desconfianza spasaporte y el permiso de residencia
me los consiguió el bondadosonsieur Dimo, que se encargó d
odas las formalidades necesarias
Como no sé leer en francés no entiendo que dicen. Pero tendré qu
comunicarle al jefe de policía que m
preocupa la cantidad de documentos desta clase que tiene Monsieur Dimopara facilitarlos a quienes los necesitanTantos infortunados compatriotas mío
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han sido favorecidos por él en estforma, que me pregunto si midocumentos serán válidos. El policía da esquina es muy comprensivo; l
preguntaré si también debo hablar a sefe del hotel de Monsieur Dimo. M
preocupa, sobre todo, la muchachbonita que fue maltratada por enorteamericano.
Dirigió melancólicamente los ojos acielo raso.
En el rostro de Monsieur Dimo s
dibujó una sonrisa muy poco alegre. —Hablaremos otra vez del asuntesta noche —dijo—, si realmentnsistes en esta tontería.
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Aquiles no iba a esperar quoscureciera. Muchas cosadesagradables ocurren de noche.
—Me marcho ahora —repuso—. Ovoy a la Riviera con una recomendaciósuya y cien francos en concepto d
sueldos, o me presento a la policía coestos papeles.
Mostraba una asombros
ranquilidad, pero se sentía muncómodo. Afortunadamente, Monsieu
Dimo se encontraba más molesto que él
—Muy bien —replicó iracundo—Espera aquí mientras busco el dinero. —No —dijo Aquiles—. Esperar
afuera, a la vista del gendarme. Y usted
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me entregará allí el dinero.
Por una parte, un joven levantindeseoso de trabajar, buen cocineromozo de comedor, bailarín mu
agraciado y escaso de escrúpulos; pootra, la Riviera en 1920. Reúna el lectoestos factores y comprenderá que er
mposible no ganar dinero. Polycrate —adoptó este nombre durante unemporada— lo ganó y, lo que es más, l
ahorró. Después de observar a loclientes de todas las nacionalidades quse alojaban en los grandes hoteles dondrabajaba, sacó la conclusión de qu
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sólo los ingleses y los norteamericanoposeían dinero firme. Convirtió suahorros en dólares. Se esmeró mucho eservir a los clientes de habla inglesa: esu mente había nacido la esperanza dque le propusieran un empleo en Nuev
York o en Londres. Llegar a cocinero deun duque o de un millonario era locupación ideal.
Nunca lo consiguió, pero logrlegar a Londres. No sería exacto deci
que su viaje se debió al esfuerzo qu
hizo atendiendo impecablemente a unglés propietario de hoteles; en estcaso de justicia abstracta las cosas scombinaron con menos facilidad.
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Bernardo Hubbard no era uentendido en materia de comida, nAquiles un cocinero que asombrara posu excelencia. Hubbard había compraduna parte importante de la sociedad dHoteles Imperiales y Universales Ltda.
estaba decidido a probar lo que puedhacer un hombre de negocios decondado de Lancaster en una empresa d
esta clase. Mientras duró el auge dealgodón, hubo centenares de Hubbardiseminados por el mundo: casi todo
enían mucho dinero y bastantdesfachatez. Pero a Bernardo Hubbarno le faltaba, además, obstinación arrogancia; el dinero, que recibía
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manos llenas, no permanecía muchiempo en sus bolsillos; ignoraba e
absoluto el arte culinario y cómo debatenderse un hotel, pero estaba dotadde cierta capacidad de organizaciónHabía ido a la Riviera con objeto d
buscar a varios cocineros de primerclase. Pedía consejos; pero luego lorechazaba astutamente por temor a qu
quisieran engañarlo. Era buen juecuando se trataba de budín ingléspescado fresco o en conserva, y patata
fritas; pero no entendía una palabra das listas de comidas francesasnmovilizado por su desconocimiento ea materia y por su desconfianza, no s
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decidía a contratar a nadie, pese a spermanencia de un mes entero en Niza Cannes.
Había comido una vez en el hotedonde Aquiles era jefe de camarerosCierta tarde volvió allí y reservó un
mesa para dos; él y una rubia que niene ningún papel especial en est
historia.
—Y cuide que la comida sea mejoque la del otro día. La última vez quvine era malísima —dijo quejándos
nada más que por principio—. Esperque encargará algo especial para mí. —Me ocuparé personalmente, seño
—aseguró Aquiles, inclinándose solícit
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olvidando en seguida su promesa.Cuando se adelantó a recibir
Hubbard, que llegaba en compañía de lrubia, parecía, a juzgar por su extremcordialidad, que toda la tarde no habíhecho otra cosa que pensar en la comid
que habría de prepararles. Mientras loprecedía hasta la mesa reservadreflexionó rápidamente. Los platos de l
ista no eran buenos ni malos; pero nadie, ni siquiera a Hubbard, se le podíhacer creer que alguno de ellos fuer
especial. Gigot de pré salé. Escalopde veau. Blanquette de veau. Boeuf à lmode. Poulet rôti. Perdreau en
casserole. No obstante, existía l
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posibilidad de arreglar las perdicesRecomendó a su cliente caviar, caldofrío (ambas cosas desagradaban Hubbard, pero aprobó la elección parmpresionar a la rubia) y solé meunière
—Luego, señor, tenemos el plato
que encargué para usted. Perdicepreparadas en forma especial. Nfiguran en la lista.
Como correspondía, BernardHubbard se mostró escéptico, peraceptó las perdices. Aquiles fue a l
cocina, dio las órdenes pertinentes meditó frente a la cacerola que contenías aves.
—¿Puede arreglar las perdices e
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forma que parezcan preparadas de otrmodo? —preguntó al cocinero—. Haun cliente inglés que insiste en comealgo especial.
El cocinero le miró malhumoradoLos mozos eran ladrones que s
guardaban las propinas; no hacíaningún trabajo serio; eran parásitos qumerecían el desprecio de cualquie
artesano honrado. —Nada distinto puede hacerse co
estas perdices —replicó—. Son d
frigorífico y no han sido suficientementoreadas. Si no las cocino en la cacerolaquedarán tan duras que no se podrán nmasticar.
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—Una salsa más sabrosa, tal vez…—insinuó Aquiles.
—La salsa es perfecta —replicó ecocinero—. He hecho todo lo posiblpara mejorar un elemento básico tadeficiente. No es difícil comprender l
razón: son aves de muy mala calidad; nienen remedio. No puedo hace
milagros si me obligan a guisar un
porquería; para lo único que sirven estaperdices es para hacerme perder tiempcharlando inútilmente. Las he cocinad
con vino, hongos, cebollas y hierbasTienen un espléndido color tostado entran por los ojos. Sea como fuereestán buenas para el gusto de lo
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ngleses. Demasiado buenas.Aquiles probó una de las aves y
preparadas. Era cierto: tenía muy pocsabor. La salsa estaba bien hecha; erdéntica a la que, en ese momento, s
preparaba en otros cien restaurantes
Desconsolado, volvió a su ocupación.Después de servir el pescado en l
mesa de Hubbard regresó a la cocina
Había llegado el momento crítico; teníque hacer algo. Sus ojos se detuvieroen una naranja. Las naranjas se servía
con pato; ¡magnífico! La cortrápidamente en rodajas y se la presental cocinero.
—Échela dentro de la cacerola par
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el número 5, y deje la fuente cincminutos en el horno.
Poco después, haciendo unreverencia, presentaba dos perdices dcolor dorado oscuro, rodeadas dpequeños discos de un dorado brillante
Al retirar la fuente probó los restos da salsa. Era excelente: un agradabl
sabor realzaba el guiso y salvaba la
aves de la insipidez. —Parece algo especial, querida —
comentó Bernardo Hubbard.
—¡Qué raro! —observó la rubia—Yo creía que las naranjas sólo seservían con pato.
Fuese por sugestión, o porqu
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realmente había advertido el deliciossabor de la salsa, Hubbard se mostrabsatisfecho. Cuando Aquiles regresó y lpreguntó si el plato le había gustado, ldirigió una sonrisa radiante.
—¿De dónde sacó la idea de echarl
naranjas? ¿No sabe usted que sólo semplean para acompañar el pato?
—Es un detalle esencial de la nuev
eoría de los que saben cocinar, señor. —¿Nueva teoría? Supongo que n
quiere hacerme creer semejante cosa
muchacho. ¿Pretende insinuar que se lha inventado usted? ¡Oh, no, no! —Es la pura verdad, señor. H
pasado toda la tarde meditando sobr
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ese plato. Nunca se ha preparado unperdiz en esta forma. Me lo he inventado. Lo he estado vigiland
personalmente. El señor, si así lo deseapuede preguntárselo al cocinero.
Hubbard le miró con una expresió
que él consideraba sagaz. —¡Hum! —exclamó—. Justo e
decirlo: estaban muy sabrosas. ¿Cóm
se llama usted? —Antón Polycrate, señor.A la mañana siguiente Antón
Polycrate aceptó, después de unpequeña resistencia decorosa, ucontrato con la Sociedad de Hotelemperiales y Universales Ltda., por l
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cantidad de setecientas cincuenta libraanuales, durante el plazo de tres años, dos mil quinientos francosuplementarios destinados a aplacar agerente del restaurante por encumplimiento del contrato. No existí
al contrato; pero como en el restaurantnunca se enteraron de que había exigidocon tal fin, dicha suma, no se produj
ninguna complicación. BernardHubbard se encargó de todo lo referenta visados y permisos de trabajo.
Desde ese día empezó su vida, sverdadera vida. Comprendió a
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desembarcar en Londres que sencontraba en un mundo nuevo y quendría que construir una nueva vida
Evocó todo lo que había sido, todo lque había hecho; lo examindetenidamente y lo desechó relegándol
al olvido. Había, sin embargo, unmportante excepción. Un ciudadan
cabal, griego o inglés, necesita por l
menos una cosa para darle solidez a ssituación. Después de vivir dos meseen Londres, Aquiles se entrevistó con e
gerente del banco donde guardaba sdinero; éste le trató con el respetdebido a un cliente, dueño de una sumpequeña, aunque no despreciable, que h
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sido presentado por una expresiva cartde la Société Générale. ¿Tenía el bancosucursal en Atenas? La tenía. ¿Podía ebanco ordenar (cobrando, por supuestoa comisión correspondiente) lransferencia de una pequeña cantida
de dinero a una amiga que tal vez habrícambiado de domicilio? Le contestaroque lo averiguarían y harían lo posible.
Meditó varios días en la respuestque le habían dado; luego se decidió dio instrucciones al banco, encargándol
que enviara a Elena Melaglossempleada en 1916 en el cafDemóstenes, situado en el Pireo, lcantidad necesaria para cubrir los gasto
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de un pasaje a Londres y de upasaporte con la condición de que spresentara ante el agente de la sucursaateniense y jurase que no era casada que no tenía hijos. Además envióveinticinco libras al director artístico d
leftheron Bema, a quien conocía upoco, indicándole que guardase cinco ecalidad de retribución por su tarea
pidiéndole que averiguase la situacióque tenía en aquel momento la señoritMelagloss. La carta estaba redactada e
un tono amistoso, exagerado y retóricestilo que, mientras escribía, sprometía no volver a emplear jamás)
o obstante, las instruccione
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principales eran absolutamente clarasDicho personaje debía cerciorarse dque Elena no era casada, ni madre, nmujer de la calle, y comprobar si ssalud era buena. Cuando estuvierseguro de estas cuatro cosas debí
preguntarle qué calificativo había usadpara designar a los policías que en añoanteriores actuaban a las órdenes de
coronel Theotoki, y entregarle una cart veinte libras. La carta contenía un
propuesta de matrimonio e instruccione
para que se dirigiese al banco.El director artístico del Eleftheroema se guardó veinte libras y dio cinc
a Elena, junto con la carta. No hiz
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averiguación alguna (excepto en lreferente a la palabra usada pardesignar a los policías). Elena tampoco hizo; apenas recordaba al muchach
que había salvado. Se negó a revelar ecalificativo que había empleado e
aquella ocasión; pero parecía quAquiles disfrutaba de buena posición, cualquier cosa era mejor que la vida d
camarera en un café de marineros. Hizel inaudito esfuerzo de pagar uelegrama para enviar su aceptación
omó el vapor y desembarcó en Londrecon la firme intención de ser, fuera quiefuese el muchacho que la mandablamar, su esposa buena y fiel.
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En cuanto comprendió los fines quguiaban a su marido, se concentró máaún que él en la realización de talepropósitos. Le sugirió que cambiaregalmente de apellido y de nombres d
pila. Insistió para que ambos asistieran
as interminables clases nocturnas en laque aprendieron a pronunciacorrectamente el inglés y bastant
ortografía. Consiguió que Aquiles, ahorArturo, iniciara los trámites parnacionalizarse; adoptó la enérgic
medida de prohibir el idioma griego ea casa, aun en los momentos mántimos, cuando el mayor de sus hijo
cumplió dos años.
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Cierta noche Arturo pronunció egriego una frase que recordabromántica y temerariamente ufragmento de literatura clásica. Su mujeo echó del dormitorio y no le permiti
que volviera hasta que él, empleand
una típica y corriente expresión inglesae rogó que abriese la puerta.
Lo estaba contemplando mientras
estremecido de placer y con la carradiante, leía la extensa citación oficiaSi Matilde sentía alguna duda
ansiedad, su rostro no lo traslucía. —¿Crees que te nombrarápresidente del jurado, Arturo? —lpreguntó con admiración, después d
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una larga pausa. —Me parece poco probable. —No veo por qué.Su mujer no se había equivocado
fue elegido presidente. Ello se debiósin duda, a su actitud segura y a s
aspecto de persona acomodada. Tal venfluyó también la altivez cas
majestuosa con que enunció s
uramento:
—Juro por Dios Todopoderoso que corazón y de buena fe juzgaré dictaminaré sinceramente entre nuestrsoberano y señor, el rey, y el procesado
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compareciente ante el tribunal a mcargo y que pronunciaré un veredictusto de acuerdo con las prueba
presentadas.«Palabras espléndidas —pens
Arturo—; frases ennoblecidas por l
pátina de la historia». El sentido de ssignificado y su belleza parecía irradiasobre él. Observándolo, nadie podí
dudar de que dictaminaría sinceramentedentro del límite de sus posibilidades.
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l secretario del tribunal hizo pasar a
opesgrove al banco de los jurados
irando distraídamente el papel qu
enía en la mano, porque su mentestaba concentrada en los rostros de
os jurados, dijo:
— Jaime Alfredo Stannard… —Unhombre de corta estatura y cabello
rises se adelantó; pero no era su
urno—. Disculpe —dijo algo molest
el secretario—; el siguiente es
ercival Holmes, repita… El nombrado, que se hallaba en e
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ugar más próximo de la fila, avanzó y
omó la Biblia en sus manos.
Un año antes de este juicio, cierto jovenorteamericano que estudiaba en Rhode
había convencido a un condiscípulo dque le presentara al renombrado erudito profesor de griego, docto
Percival Holmes, graduado en dichcolegio. El condiscípulo le dijo que edoctor Holmes casi nunca estaba e
Oxford y para verlo era necesarirasladarse a Londres. No era posiblconcertar una cita con él; pero esto nsignificaba que la entrevista tuviera qu
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ser dejada al azar. El doctor Holmealmorzaba siempre en un lugadeterminado; y después del almuerzo erhombre accesible.
No sin sorpresa, el estudiantnorteamericano vio que su amigo l
guiaba hacia una humilde lechería quenía un pequeño salón de té. Situada e
una callejuela secundaria, su aspecto n
era muy limpio. La acción del tiemphabía agrisado la pintura, otrora blancade las paredes; algunas parte
desconchadas dejaban ver que antehabían sido pintadas de verde. Dentrosobre un mostrador de mármol, había ugran recipiente de leche, una lista d
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precios, tres tortas con baño de coco una recubierta de azúcar rosada. Detrádel mostrador había una mujer de edamadura, morena, con lentes y delantablanco.
—¿Está el profesor? —le pregunt
el amigo del estudiante norteamericano.Sin pronunciar palabra, la muje
movió la cabeza, indicando la mampar
de madera, con vidrios opacos en lparte superior, que separaba el fondodel local.
Los dos jóvenes cruzaron la puertpracticada en la mampara y el estudiantde Rhodes se vio frente a un espectáculque hirió profundamente su sentido d
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as conveniencias. En el sórdidsaloncillo había seis mesas de mármoSólo una estaba ocupada, porque eraas tres menos cuarto de la tarde. Comodo lo que contenía aquel recinto, l
mesa estaba sucia, llena de migas
salpicaduras de salsa de tomate marcas circulares dejadas por loplatillos de las tazas; había tambié
sobre la mesa dos botellas oscuras algunos vasos de vidrio ordinariosemejantes a los que se encuentran e
os dormitorios de las casas de pensiónSentado a la mesa había un hombrextraordinariamente obeso, que vestía uviejo y desaseado traje marrón. Parecí
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una masa de grasa de cocina que hubiersido vertida en un molde y luegcongelada. Era difícil imaginarlo emovimiento; mantenía una absolutquietud; sólo agitaba sus blancos dedosatacados por un continuo temblor. Su
ojos celestes, húmedos y enrojecidosestaban clavados en un punto fijo frenta él. Emanaba de su persona un fuert
olor a alcohol mezclado a otro qupodía ser el de ropas no muy limpiaspero que al estudiante norteamericano l
pareció el hedor de la muerte. La mesocultaba la parte inferior de su cuerpoo que se veía se asemejaba a un
perfecta figura cónica: cabeza angost
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en la parte superior, colocada sobrgruesos rollos colgantes de grasgrisácea que deformaban por completel cuello que acaso había tenido algunvez; hombros caídos y, más abajo, uvientre enorme.
—Buenos días, doctor Holmes —dijo el amigo—; le presento a Allinsonde su colegio. Estudiante de Rhodes.
—¡Ah! —exclamó el voluminospersonaje con entonación alta y bronc—. ¿Oporto o Mosela?
El norteamericano permaneció mud perplejo. —¿Oporto o Mosela? —repitió
gritos el doctor acercándole las do
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botellas. Seguramente le pertenecíanporque el negocio carecía de patentpara la expedición de bebidaalcohólicas—. Nunca hay que beber otrcosa —añadió, no se supo si como unorden o como una declaración sobre su
costumbres. —No sé —repuso el norteamerican
—. Oporto, tal vez —agreg
apresuradamente al ver asomar la ira eel rostro del doctor Holmes.
— ¿ N o sabe? —inquirió ést
sarcásticamente. Vertió un cuarto ditro de líquido purpúreo en uno de logruesos vasos y lo empujó hacia eoven; éste bebió un trago: tenía el gust
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asqueroso a azúcar, tinta y pimentón qucaracteriza al oporto de mala calidad.
Entretanto, el doctor Holmesostenía con su amigo una animadcharla sobre chismografía del colegioconversación que Allinson no podí
seguir porque no estaba enterado de lque hablaban. Al parecer, se trataba dalgo escabroso; la impresión provení
quizá de la ambigua risita, entre aguda bronca, del doctor Holmes. Allinsorató de intervenir dos veces en l
conversación: la primera para hacer unpregunta, preparada de antemano, sobra nueva versión del Agamenó
realizada por Verrall.
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—Doctor —(pronunció esta palabrcon acento tan norteamericano, quHolmes ni siquiera disimuló sestremecimiento)—, ¿considera usteque las palabras iniciales del guardiádeben interpretarse com
ntencionalmente falsas? —Lea el capítulo cuarto de mi
nsayos sobre la tragedia grieg