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VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD...

Date post: 30-Sep-2018
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VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO
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VIDA Y

MILAGROS

DEL VENERABLE

ABAD BENITO

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Advertencia preliminar En las páginas que siguen se presenta el texto completo del Libro II de los Diálogos, de san Gregorio Magno. Y el comentario que compusiera en su momento el llorado P. Adalbert de Vogüé, osb. La versión castellana de la obra del papa Gregorio es la recientemente publicada por Ediciones ECUAM. Mientras que el comentario fue traducido por la Madre Isabel Guiroy, osb. Por mi parte, me he limitado a agregar sólo aquellas secciones que faltaban en las páginas de Cuadernos Monásticos. Para ello he echado mano del estupendo libro escrito por el P. de Vogüé: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982 (Vie monastique, 14). De esta forma, al tiempo que celebramos a nuestro Padre san Benito, también damos gracias al Señor por la monumental obra del P. de Vogüé.

Enrique Contreras, osb

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Introducción del P. de Vogüé1 Con ocasión del “año de san Benito” se nos pidió entregar al boletín Écoute una decena de artículos presentando la vida del santo. Tal es el origen de la presente obra. Su fondo primitivo consiste en diez artículos aparecidos en la revista Écoute entre el 1º de enero de 1980 y el 15 de febrero de 19812. El número de las entregas y el formato de los artículos del boletín (de diez a quince páginas) determinaron la forma de estos primeros ensayos y le impusieron un límite. Entregando cada vez un trozo de la biografía gregoriana, seguido de un breve comentario, no era posible recorrer la obra completamente. Elegimos por tanto diez episodios que nos parecían de particular importancia para comprender la Vida de Benito3: los que describen la subida del santo hacia la perfección a través de una serie de pruebas (caps. 1-3 y 8), su lucha con Satanás (8-11) y las primeras manifestaciones de su carisma profético (12-15), finalmente, el paso de sus milagros de poder a sus visiones, preludio de su muerte gloriosa y su irradiación desde el más allá (33-38). Este recorrido limitado dejaba de lado cuatro milagros realizados en Subiaco y otros diecinueve del período casinense (caps. 4-7 y 15-32). Cuando estuvo terminada la serie de artículos, se consideró la posibilidad de reunirlos en un volumen, y pareció bueno colmar las lagunas cubriendo por completo el Segundo Libro de los Diálogos. Realizado en los meses siguientes, este trabajo generó seis secciones nuevas, de las mismas dimensiones y estilo que las primeras. A pesar de un propósito constante, que aseguraba la homogeneidad funcional del conjunto, una cierta desviación se produjo en el curso de la redacción. Al inicio, teníamos la preocupación dominante de ser simples, accesibles a todo lector del boletín, sin caer en la aridez y el tecnicismo habitual de nuestros comentarios. Pronto, sin embargo, al trote, regresó el andar natural. El estudio del texto sacó a la luz rasgos de estructura sutiles, su comparación con las fuentes y los paralelos puso de relieve relaciones complejas, y estas observaciones minuciosas penetraron poco a poco en nuestro comentario, haciéndolo ciertamente más minucioso, pero también menos vivaz y fácil de leer. ¿Hay que lamentarse? En todo caso, el lector puede creernos: estos pequeños artículos de aspecto no científico son el fruto de un trabajo considerable. Sin aproximarse al trabajo que realizamos sobre la Regla de san Benito, el esfuerzo hecho aquí para explicar su Vida es de la misma naturaleza, y el método apenas menos exigente. Se trata, a la vez, de comprender la organización interna y de confrontarla con sus antecedentes y sus modelos. De éstos, el principal es la Biblia -volveremos sobre ello-, pero hay que tener en cuenta a cada momento una tradición de hagiografía monástica cuyo punto de partida y la obra más importante es, en Occidente, la Vida de san Martín de Sulpicio Severo, completada por sus Cartas y sus Diálogos. Ya la Introducción y las notas de nuestra reciente edición4 ofrecían un gran número de

1 Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 9-16 (Vie monastique, 14). 2 Écoute, ns. 258-267. 3 La selección privilegiaba las etapas de la ascensión (período de Subiaco) y las articulaciones de la biografía, a costa de los grupos de milagros. Sobre la distribución de éstos (Diálogos [= Dial.] II,4-7: los cuatro milagros de Subiaco; 12-22: doce milagros de profecía; 23-33: doce milagros de poder), ver nuestra edición (nota siguiente), Introduction, pp. 57-60. Un análisis un poco diferente ha sido propuesto por P. Catry, L’humilité, signe de la présence de l’Esprit-Saint: Benoît et Grégoire, en Collectanea Cisterciensia 42 (1980), pp. 306-309, que cuenta sólo once milagros de profecía (12-21), correspondientes a los once primeros milagros (1-11), y hace de la visita a Terracina el primero de los doce milagros de poder (22-32). Explicaremos en el comentario los motivos que nos hacen preferir otra división. 4 Grégoire le Grand. Dialogues, t. I, Introduction par A. de Vogüé, Paris 1978 (Sources chrétiennes, 251); tomos II y III, texte et notes para A. de Vogüé, traduction para P. Antin, Paris 1979 y 1980 (Sources chrétiennes, 260 y 263).

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referencias a esas fuentes paralelas de los Diálogos de Gregorio. Suponiendo conocida dicha documentación publicada hace poco, no la reproducimos aquí de manera completa y sistemática. Pero aún volviendo a utilizar, con o sin referencias detalladas, ese material preexistente, hemos hecho, en el presente comentario, cantidad de nuevas comparaciones, de modo que este opúsculo delgado de apariencia señala de hecho un progreso notable en relación a los volúmenes de Sources chrétiennes. Comparar: tal es el motor (ressort) muy simple de nuestro método explicativo. Relacionado con otro pasaje de la misma Vida o con alguna otra obra parecida, el texto de Gregorio se aclara por comparación. En el seno mismo de la Vida de Benito, el episodio estudiado desvela entonces su sentido y su función propios. Por contraste con la Vida de algún otro héroe, se ve aparecer la fisonomía particular de nuestro santo y la manera original de su biógrafo. En estas comparaciones siempre sugestivas, los casos más interesantes son evidentemente aquellos en los que el término de la comparación puede ser considerado como una verdadera fuente. Se asiste entonces, de alguna manera, a la elaboración del texto gregoriano5. Pero cuando la dependencia literaria de Gregorio parece dudosa, o poco probable, la comparación no es menos iluminadora. Además de los rasgos específicos de la Vida de Benito, de los que hablaremos en seguida, la comparación pone en evidencia la solidaridad de esta obra con toda una literatura, y la analogía de su imagen del santo con las otras grandes figuras de la hagiografía patrística Tocamos aquí un punto delicado, sobre el cual nuestra edición de los Diálogos provocó entre los monjes reacciones de sentido diverso. Algunos han creído asistir a una desmitificación radical de la obra entera, y especialmente de la Vida de Benito: al desvelar tantos modelos conscientes o inconscientes, que pueblan el espíritu de Gregorio, ¿no somos llevados a considerar los Diálogos como una pura ficción? Otros ha expresado su temor -y hasta su indignación- de ver esta antigua Vida del santo y sus semejantes aparecer como “una escuela de error, una oficina de fraude e impostura”6. En primer término, ¿se trata de una desmitificación? De ninguna manera, sino de comprensión. A nuestro entender -lo hemos dicho en otro lugar7-, todo milagro no es ipso facto un dato mítico. Tenemos por cierto que se produce en la estela de los amigos de Dios, y nos parece muy probable a priori que se haya producido más de uno en la existencia de Benito. Pero entonces, ¿cómo explicar la similitud constante, y con frecuencia turbadora, de los relatos de Gregorio con los milagros de la Escritura santa o de la hagiografía anterior? Tengamos en cuenta, en primer término, la condición humana, que hace renacer sin cesar las mismas situaciones, las mismas necesidades, los mismos infortunios. En segundo lugar, santos y narradores cristianos están todos inmersos en el medio espiritual impregnado por la Biblia. Ésta inspira al taumaturgo mismo sus esperanzas, sus oraciones, sus gestos. A su vez, los discípulos y los admiradores están siempre dispuestos a reconocer esos modelos bíblicos en su héroe, incluso a descubrir algunos nuevos en los que aquél ni siquiera pensó y que influencian sus relatos. En fin, el hagiógrafo aporta su parte, espontánea o calculada, para darle color bíblico al acontecimiento. Y el mismo proceso de estilización se desarrolla a partir de los modelos de la tradición hagiográfica.

5 Este caso privilegiado de texto - fuente ejerce sobre todo comentarista una cierta atracción. A veces es cómodo describir en términos de dependencia literaria una relación que sólo es de simple analogía. Esperamos que este procedimiento de exposición no engañará a nadie; los casos de dependencia cierta están suficientemente indicados cuando se presentan. 6 Así Pl. Murray, The Miracles of St. Benedict. May we doubt them?, en Hallel 9 (1981), pp. 46-52 (ver p. 51), citando a J. H. Newman, Essays on Biblical and Ecclesiastical Miracles, sexta edición, 1886, p. 227. 7 Ver nuestra Introduction (Sources chrétiennes 251), pp. 138-139.

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¿Esto quiere decir que todo relato de los Diálogos se remonta a un prodigio auténtico de Benito, más o menos estilizado del modo que acabamos de describir? Hay casos -y son bastante numerosos- en que la reproducción de un modelo es tan precisa y acabada, que el lector es casi como obligado a pensar en una fabricación completa del episodio conforme a ese antecedente literario. Tal creación puede proceder de una tradición oral, difundida por los informantes de Gregorio, que atribuyen a Benito los grandes hechos de otro personaje. Pero no hay que excluir, a mi parecer, que Gregorio mismo haya forjado totalmente ciertos relatos. Esta suposición no es una injuria al gran papa. A través de los cuatro libros de los Diálogos, Gregorio se preocupa por citar testimonios precisos para la mayor parte de los hechos, pero sólo los designa de una forma vaga, lo cual le deja un cierto margen de invención. Al principio del Libro Segundo se refiere globalmente a cuatro discípulos de Benito, sin mencionar luego, habitualmente, a un informador determinado para cada hecho. Esta referencia sumaria le deja aún más libre que en otra parte para introducir en el relato composiciones de su cosecha, si lo juzga conveniente. Más que gritar por el fraude y la impostura conviene, nos parece, apreciar la creatividad literaria y el talento pedagógico de este pastor preocupado por edificar a su pueblo. Que Gregorio haya conscientemente adornado o incluso inventado totalmente un episodio, esta sospecha en nada disminuye, confesémoslo sin ambages, la estima y la confianza que nos inspira. Cuando creemos encontrarle en alguna acción (literaria)8, consideramos con respeto sus propósitos como un lenguaje que exige ser comprendido. Felices los que son capaces de imaginar así esas hermosas historias impresionantes para comunicar un mensaje espiritual. En la base del estado del espíritu moderno que encuentra esas constataciones “turbadoras”, está, ciertamente, el estricto concepto de veracidad legado al Occidente cristiano por Agustín, todavía limitado, entre los anglo sajones, por siglos de polémica protestante contra los principios considerados laxistas del catolicismo en esta materia. Sin embargo, el hombre contemporáneo se parece principalmente a los niños de todos los tiempos a quienes se les cuenta una bella historia y preguntan: “¿Es verdadera?”. Con la diferencia que el niño está habitualmente ávido por ser confirmado y creer, mientras que todo lo maravilloso suscita en nosotros, actualmente, una desconfianza casi invencible. Pero en el fondo nuestra reacción es la misma: necesitamos lo “verdadero”, es decir, lo real, tan crudamente como sea posible, sin otra meditación que la del sentido. Ahora bien, Gregorio nos conduce a otro universo, nos invita a otras percepciones. Al positivismo infantil que reclama “la verdad histórica”, hay que sustituirla con la búsqueda del sentido de los relatos. Cuando se leen los Diálogos, la pregunta correcta no es: “¿Es verdad?”, sino: “Qué es lo que quiere decir?”. Centrando así la atención sobre el significado de los relatos, iluminados por la comparación con sus semejantes, se podrá leer a Gregorio de manera provechosa y distendida, sin preocuparse por separar hechos y ficción. Se puede tener por seguro que estos dos hilos se cruzan sin cesar en el tejido maravilloso de la Vida de Benito, pero sus recorridos y sus interferencias habitualmente se nos escapan. Cuando se constata la solidez de los datos esenciales de esta biografía, garantizada por serias referencias topográficas y cronológicas, cuando además se reconoce la existencia de un fondo, sin duda muy amplio pero imposible de abarcar, de auténticos milagros relatados por una media docena de narradores, sólo queda olvidar ese “turbador” problema de historicidad y hacerse todo oídos para escuchar lo que Gregorio quiere decirnos.

8 Literalmente: “cuando creemos encontrarle con las manos en la masa” (quand nous croyons le prendre sur le fait).

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Este mensaje del Segundo Libro de los Diálogos no es el que esperamos hoy en día de una biografía, de la Vida de un santo. La historia por sí misma le importa poco a Gregorio. Si bien reproduce las grandes líneas del curriculum vitae de Benito, el detalle de sus hechos y gestos, su obra de fundador y de abad, su fisonomía humana y espiritual, no le interesan. Lo que cuenta para Gregorio no es la figura particular y efímera de ese individuo, sino el tipo permanente de este hombre de Dios que se realiza en él. Lo interesante, en Benito, es que, lejos de especificar y diferenciar -“Amen al que jamás verán dos veces”-, por el contrario lo asimila a la imagen del santo delineada por la Biblia y la hagiografía. De esta existencia que se desarrolla en Italia en el siglo VI, el autor de los Diálogos retiene y pone en evidencia los rasgos que lo asemejan a Moisés, David y los profetas, los Apóstoles, los mártires, los confesores. Cristo mismo será evocado, no sólo en su vida terrenal, en la que se muestra como el más grande los taumaturgos, sino también en su persona divina y en su misterio glorioso, plenitud y fuente invisible de todos los carismas de los santos. Es en relación a los grandes hombres de Dios de los dos Testamentos, y en definitiva a Cristo en persona, que Benito será descrito y situado en el Segundo Libro de los Diálogos. El hombre de Dios no es sólo un alma poseída por el amor divino. Es también una existencia en la que se manifiestan la presencia y la acción del Todopoderoso, obrando por medio de los milagros. El interés de Gregorio por éstos corresponde, sin duda, al gusto de su siglo y a una curiosidad vivamente sentida en su entorno. Pero él se apoya ante todo en su cultura bíblica y en su fe. Es a la Biblia que el biógrafo de Benito debe, junto con su imagen del santo, su amor a los milagros que hacen los santos. Nada alegra tanto su alma como representar a Dios presente y obrante en su tiempo, al igual que en los más hermosos momentos de la historia de la Iglesia y en las más grandes horas de la historia de la salvación. Si su Vida de Benito es una cadena de prodigios -hay más de cuarenta-, es porque la gesta bíblica de Moisés y Josué, Elías y Eliseo, Pedro y Pablo, para no decir nada de la de Jesús según los cuatro evangelios, también estaba sembrada de milagros. Si ellos ocupan, en esta biografía, un lugar que nos parece demasiado importante, los milagros sin embargo no lo son todo, ni siquiera, a los ojos de Gregorio, lo principal. Al final del Primer Libro de los Diálogos, justo antes de comenzar el relato sobre Benito, el hagiógrafo tuvo el cuidado de recordar que los milagros no son más que un signo de la santidad, y esta consiste en una “virtud operante”, en una vida y en buenas obras. De hecho, los milagros de Benito jalonan un itinerario espiritual -una de las tareas principales será ponerlo de relieve etapa por etapa9-, y su figura no es sólo la de un taumaturgo, sino también la de un asceta, pastor y místico. Milagros y santidad. Hoy en día desearíamos saber más sobre ésta, menos sobre aquellos. En el conjunto de los Diálogos, Gregorio nos parece avaro de anotaciones precisas sobre las virtudes de sus héroes. Muy a menudo, para nuestro gusto, se contenta con afirmar que eran buenos y santos, sin decirnos cómo lo fueron10.

9 Sin entrar en detalle, notemos solamente que el primer período de la vida de Benito, aquel que describe su ascenso hacia la perfección, se termina con el milagro moral de la caridad contra un enemigo (8,4-7). En seguida, Benito despliega sus dones extraordinarios. Esta ubicación de la caridad al término de la purificación ascética, en los umbrales de la irradiación carismática, hace pensar en la doctrina de Evagrio Póntico y sus epígonos, sobre todo Casiano. Bajo la influencia de éste, la Regla (= RB) benedictina culmina la escalera de la humildad con una descripción de la caridad (RB 7,67-70), cuyo lugar literario y función doctrinal no carecen de analogía con aquellas del episodio de los Diálogos que acabamos de evocar. Como la Vida de Benito, la Regla del santo se compone de dos partes desiguales, la primera más breve que la segunda, y ese trozo sobre la caridad se encuentra justamente en la unión de las dos partes. 10 Según lo señala S. Boesch Gajano, La proposta agiografica dei “Dialogi” di Gregorio Magno, en Studi Medievali

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Igualmente, la santidad es más bien delineada que descrita, y sus virtudes son objeto más de enunciados que de análisis. Pero allí como en el resto de los Diálogos, la santidad puesta en evidencia por los milagros es ante todo presencia de Dios en el hombre, unión del hombre con Dios, algo inefable que se constata y queda inexpresado. El detalle de las obras y de las virtudes importa menos que esta misteriosa “adhesión al Señor”11 de la que habla Gregorio varias veces respecto de Benito. Ser con Cristo “un solo Espíritu”, este es el centro secreto de todo el obrar maravilloso del santo, y es hacia centro místico que Gregorio dirige la aspiración de su lector al igual que la suya. Si los milagros manifiestan esto y lo hacen desear, desempeñan su rol de edificación espiritual, sin que haya necesidad de extenderse sobre los ejemplos, las buenas acciones y las virtudes morales del héroe. Acabamos de hacer alusión a muchos de los excursus, largos o breves, diseminados por el Segundo Libro de los Diálogos. Estas disertaciones exegéticas y espirituales, algunas de las cuales son de gran belleza, tratan principalmente el tema de los poderes del santo. No se desarrollan al margen de la serie de milagros, sino que por el contrario a menudo apuntan a desentrañar la significación religiosa, o sea propiamente cristiana, de todos esos hechos maravillosos. Relacionar los prodigios de Benito con su fuente trascendente, es decir, con Cristo y el Espíritu, hacer desear “el amor espiritual”, de los que son el efecto y el signo, tal es el designio que conduce a Gregorio a desgranar ese rosario de reflexiones discontinuas. Acciones maravillosas de Benito semejantes a las de los taumaturgos bíblicos, etapas de su camino espiritual, reflexiones de su biógrafo sobre unas y otras, he aquí los grandes componentes del Libro Segundo de los Diálogos que serán el objeto de nuestros comentarios. Lo que se trata de poner de relieve, no es lo que nos gustaría encontrar en esta Vida y que no se encuentra -la psicología, la sociología, la historia-, sino lo que le interesa a Gregorio y en lo que nos ha querido interesar. Debemos salir de nosotros mismos, renunciar a nuestras curiosidades espontáneas para casarnos con aquellas de otra época. Pero el enriquecimiento va a la par del exilio. Buscando comprender lo que fascina a Gregorio, salimos del muro de nuestra prisión de espíritus modernos. Y bajo una forma tanto más provocadora cuanto que no nos es familiar, volvemos a encontrar en esa antigua Vida de un santo, contada y comentada por otro santo, la sustancia de nuestro cristianismo de ayer, de hoy, de siempre. Para terminar, el autor de estas páginas desea a quien las lea un poco de la alegría que él tuvo al componerlas.

Adalbert de Vogüé

21 (1980), p. 637. 11 1 Co 6,17; Dial. II,22,3; 30,2. [Las abreviaturas bíblicas utilizadas son las de la Biblia de Jreusalén].

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SAN GREGORIO EL GRANDE: LIBRO SEGUNDO DE LOS DIÁLOGOS

VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (480-547)12

Prólogo

1. Hubo un hombre de vida venerable, bendito por gracia y por nombre Benito, que desde su más tierna infancia tuvo la prudencia de un anciano. Adelantándose a su edad por sus costumbres, no entregó su espíritu a ningún placer sensual, sino que en esta tierra en la que por un tiempo hubiera podido gozar libremente, despreció, como ya marchito, el mundo con sus atractivos. Nacido de una familia libre de la región de Nursia, fue enviado a Roma para estudiar las ciencias liberales. Pero al ver que en este estudio muchos se dejaban arrastrar por la pendiente de los vicios, retiró el pie que casi había puesto en el umbral del mundo, temiendo que, al adquirir un poco de su ciencia, también él fuera a caer por completo en un precipicio sin fondo. Abandonó por eso los estudios de las letras y dejó la casa y los bienes de su padre y deseando agradar sólo a Dios, buscó la observancia de una vida santa. Así se retiró, ignorante a sabiendas y sabiamente indocto. 2. No pude averiguar todos los detalles de su vida, pero lo poco que voy a narrar, lo sé por referencia de cuatro de sus discípulos: Constantino, un hombre del todo respetable que le sucedió en el gobierno del monasterio; Valentiniano, que durante muchos años dirigió el monasterio de Letrán; Simplicio, que fue el tercer superior de su comunidad; y Honorato, que aún actualmente gobierna el monasterio en el que había ingresado. Capítulo 1 1. Cuando, después de haber abandonado los estudios de las letras, decidió retirarse al desierto, le siguió sólo su nodriza que lo amaba entrañablemente. Llegaron a un lugar llamado Enfide donde se detuvieron, invitados por la caridad de muchas personas honradas, y se establecieron junto a la iglesia de san Pedro. La nodriza de Benito pidió prestado a las vecinas un tamiz para limpiar trigo; lo dejó incautamente sobre una mesa, y por accidente se cayó y se partió en dos. En cuanto la nodriza volvió y lo encontró así, empezó a llorar desconsoladamente al ver roto el utensilio que había pedido prestado. 2. Pero Benito, joven piadoso y compasivo, viendo a su nodriza anegada en lágrimas, se compadeció de su dolor. Llevó consigo los dos pedazos del tamiz roto y se entregó a la oración con lágrimas. Al levantarse de la oración, encontró a su lado el tamiz tan intacto que hubiera sido imposible notar en él la menor señal de rotura. En seguida consoló cariñosamente a su nodriza y le devolvió entero el tamiz que se había llevado roto. Toda la gente del lugar se enteró del hecho, y fue tan grande su admiración que los habitantes del pueblo colgaron el tamiz en el pórtico de la iglesia, para que todos los presentes y sus descendientes pudieran conocer con cuánta perfección el joven Benito había comenzado su vida religiosa. El tamiz quedó expuesto allí a la vista de todos durante muchos años, y hasta estos tiempos de los Longobardos estuvo colgado sobre la puerta de la iglesia.

12 Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2010, pp. 21 ss.

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3. Pero Benito prefería sufrir las injurias del mundo a recibir sus alabanzas, y agobiarse de trabajos por Dios antes que envanecerse por los halagos de esta vida. Huyó pues a escondidas de su nodriza y se dirigió hacia la soledad de un lugar desierto. (...) Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb13 Estamos en 593. Gregorio es papa desde hace tres años. Su primera preocupación ha sido pronunciar y publicar cuarenta Homilías sobre los Evangelios de los domingos y las fiestas. Luego, en los momentos libres que le permiten su vasta correspondencia, su mala salud, sus preocupaciones pastorales y políticas -los terribles longobardos no cesan de amenazar Roma-, el antiguo monje ha vuelto a su ocupación favorita: comentar, en el pequeño círculo de sus íntimos, libros enteros de la Biblia. Pero sus amigos no están enteramente satisfechos con esta enseñanza espiritual con una base escriturística. Desean además otra cosa: hermosas historias de milagros parecidas a las que Gregorio ha relatado en algunas de sus Homilías. Para satisfacer este pedido, el papa interrumpe sus comentarios bíblicos y comienza a componer una obra sobre los milagros realizados en Italia en época reciente. En el Primer Libro, acaba de presentar, dialogando con su viejo amigo el diácono Pedro, una docena de santos, autores de uno o varios prodigios. Ahora trata de un personaje de estatura excepcional, al cual dará un relieve extraordinario al consagrarle todo el Libro Segundo: un cierto Benito de Nursia, fundador de monasterios en Subiaco y Montecasino. ¿Por qué tiene Benito esta importancia sin igual a los ojos de Gregorio? Sin duda a raíz de los informes particularmente numerosos que ha recogido acerca de él, pero también, como veremos, porque el antiguo monje convertido en pastor de la Iglesia, envuelve en esa figura de santo monje y de abad lo mejor de su propia experiencia, de su saber espiritual y de sus aspiraciones. El principio de la Vida de Benito que hemos reproducido más arriba, contiene dos relatos de partidas, separados por una lista de testigos. No vamos a detenernos en ella, pero notemos por esta sola vez, su alcance y su valor. Esta lista nos garantiza la historicidad sustancial de la Vida. Benito no es un héroe de leyenda, salido de la imaginación popular o de los sueños religiosos del mismo Gregorio. Los lugares donde vivió, los monasterios que fundó, los superiores que lo sucedieron, todo eso de pública notoriedad, atestigua su existencia y corrobora su biografía. Muchos de los detalles, incluso algunos de los milagros, pueden ser inventados, pero los datos esenciales de su curriculum están firmemente establecidos.

* * * “Hubo un varón llamado Benito”. Este comienzo nos trae a la memoria la presentación de Juan Bautista en el Prólogo del Cuarto Evangelio, y también el principio de dos obras del Antiguo Testamento sobre las cuales Gregorio dejó bellos comentarios: el Primer Libro de Samuel y el Libro de Job. Es un hecho significativo. Así como un compositor dibuja al comienzo del pentagrama la clave de sol o la clave de fa que permitirá descifrar su música, Gregorio nos entrega en esta primera fórmula netamente escriturística, la “clave” de su Vida de Benito. Esta deberá ser leída en constante referencia a la Sagrada Escritura, porque está totalmente compuesta, si se puede decir así, en “clave de Biblia”. Esa manera totalmente escriturística de considerar al héroe aparece de golpe en este Prólogo. La única cosa que allí se trata es su salida del mundo

13 Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 55 (1980), pp. 408-413. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 258 y 259. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.

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y su entrada al servicio de Dios. Su patria, su familia acomodada, sus estudios literarios en Roma sólo se mencionan para situar ese acto inicial de su conversión monástica. Lo que precedió no tiene interés para Gregorio. Lo único que cuenta es la ruptura con el mundo, el abandono de todo para “agradar sólo a Dios”, la decisión de “buscar el hábito de la vida monástica”. Como sucede con Abraham e Isaías, la Virgen María y los Apóstoles, y con tantos otros personajes de la Historia sagrada, el telón se levanta sobre Benito recién en el instante de su vocación. Gregorio es incluso a este respecto, más radical que la mayoría de los grandes hagiógrafos que lo precedieron. Los biógrafos respectivos nos han conservado algunos rasgos de la infancia de Antonio, Martín, Ambrosio o Cesáreo. Aquí, nada semejante. Solamente nos enteramos de que Benito niño tenía una “cordura de anciano” -expresión que resuena extrañamente en nuestro mundo que busca más bien una nueva juventud cuando envejece-. Por lo demás, esta evocación de un “niño” precozmente anciano (en el lenguaje de la época se es todavía “niño” a los dieciocho años) apunta ya al retiro del mundo que se relata luego. No se trata de los años anteriores que, lo repetimos, a Gregorio no le interesan. Recién al final del Libro, nos enteramos de que Benito tenía una hermana, Escolástica, que había sido consagrada a Dios desde su infancia, signo de una familia profundamente cristiana. Concentremos, por lo tanto, junto con el biógrafo, toda nuestra atención en el gesto de ruptura y de compromiso efectuado por este joven. Él mismo ha realizado su consagración a Dios, por medio de una decisión totalmente personal, contra los designios de sus padres. ¿Podemos hablar de “vocación”? Al comenzar, Gregorio menciona sin duda la “gracia”, con la que el santo fue “bendito” (éste es el sentido de Benedictus, Benito, en latín), pero la continuación del Prólogo no menciona un llamado divino claramente significado y percibido como tal, ni ningún acontecimiento particular. La partida de Benito parece ser más bien el resultado de una deliberación sapiencial, cuyo móvil es una percepción tranquila y aguda de la caducidad del mundo, como la que tienen ciertos seres muy jóvenes, junto a la repulsión que inspira el espectáculo del desorden moral en un alma recta. Los entretenimientos viciosos de sus camaradas revelan a Benito que él ha sido hecho para otra cosa. En lugar de buscar su placer en la carne, él desea agradar a Dios. Por tanto, en este relato, ni vemos a Jesús que camina por el borde del lago y llama a su discípulo, ni escuchamos la voz del Evangelio proclamado en la iglesia durante la liturgia y que un domingo le habló a Antonio al corazón. Y sin embargo, cuando Gregorio dice que Benito “abandonó la casa y los bienes de su padre”, pensamos en los Apóstoles que dejaron sus redes, su barca y a su padre con quien estaban pescando. La antigua aventura vuelve a comenzar, la aventura de Abraham “que sale de su país, de su parentela y de la casa de su padre” por orden del Señor. En cuanto a la admirable fórmula que expresa el significado positivo de este éxodo -“deseando agradar sólo a Dios”- evoca por su parte a dos figuras de las Cartas de san Pablo: la virgen que se preocupa únicamente de agradar al Señor y el soldado de Cristo, liberado de las preocupaciones de este mundo para agradar a aquel que lo ha enrolado14. “Dios solo”: divisa bíblica que resume el gran mandamiento dado a Israel y resplandece en el centro de una de las más bellas doxologías del Nuevo Testamento15.

14 1 Co 7,32; 1 Tm 2,4. Además, cuando “desprecia al mundo con sus flores cual si estuviese marchito”. Benito se asemeja a los mártires celebrados por Gregorio en la Homilía sobre el Evangelio 28,3. Según ese paralelo, probablemente hay aquí una alusión al estado todavía “floreciente” del mundo romano en el tiempo que precedió a los desastres de la Guerra de los Godos y de la invasión longobarda. 15 1 Tm 1,17.

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Renunciar a las creaturas por el Creador, dejar todo para ser sólo de Dios: esta decisión del adolescente que se aleja de Roma corresponde exactamente al análisis de la vocación monástica que realizará Gregorio algunos años más tarde en una página inolvidable16. Para él la figura del monje posee dos rasgos esenciales: un vigoroso desprecio del mundo y una aspiración poderosa, exclusiva, unificante de ver a Dios. Este segundo elemento es todavía más característico que el primero, ya que por medio de él el monje deviene verdaderamente lo que dice su nombre: un ser interiormente unificado, un hombre de unidad. ¿Acaso el griego monos de donde viene monachus, no significa “uno”? Lo que hace al “monje” es su único amor, su única pasión por ver a Dios.

* * * De manera que el abandono del mundo y la búsqueda de Dios solo, hacen de Benito el tipo perfecto del aspirante a monje. Sin embargo el segundo aspecto de esta conversión religiosa está presentado aquí como el deseo, no de “ver a Dios”, sino de “agradar a Dios”. Esta diferencia no es desdeñable, sobre todo para el lector moderno siempre pronto a sospechar que toda búsqueda de contemplación es egoísta. Esta sospecha, ya sea fundada o no, aquí en todo caso no tiene objeto. Nada menos egoísta que el deseo de Benito: hacer lo que agrada a Dios. Esta aspiración, vasta como la inmensidad divina, se traduce en lo inmediato en una búsqueda singularmente precisa y limitada: la del hábito monástico. Esta voluntad de tomar “el hábito de la vida monástica” significa dos cosas. En primer lugar, que Benito reconoce en esa vida religiosa tradicional, cuyo signo público desde hace mucho tiempo, es el hábito, el camino del Evangelio por el cual se agrada a Dios. Este camino no está por inventarse. Ya existe, jalonado en lo esencial por las reglas de la ascesis y por los ejemplos de los ancianos, cuya fuente es la palabra de Dios viviente en las Escrituras. El joven buscador de Dios no es por lo tanto un francotirador. Al pedir el hábito monástico, pretende afiliarse a una tradición. Al mismo tiempo, el hábito manifestará su propósito irrevocable de renunciar al mundo y de servir a Dios. Tomar el hábito es profesar abiertamente la vida monástica, es comprometerse a los ojos de todos, es comprometerse definitivamente. Al señalar esta resuelta gestión de Benito, Gregorio piensa visiblemente en su propia ruptura con el mundo, unos veinte años atrás, que no ha sido, desgraciadamente, tan neta y franca. De ello se acusa en la Carta-Prefacio de los Morales, dirigida a su amigo Leandro de Sevilla17. Gregorio, patricio de fortuna y alto funcionario, “durante mucho tiempo ha diferido” la conversión a la que se sentía llamado. Todos sus deseos iban ya hacia el cielo y la eternidad, pero “creyó preferible conservar el hábito secular”, porque “algunas costumbres inveteradas le impedían cambiar su aspecto exterior”. “Serviría al mundo sólo en apariencia”, pensaba. De hecho, se dio cuenta de que la “apariencia” tiene más importancia de lo que se cree. Su propio espíritu no resistió a las preocupaciones mundanas que lo acosaban y finalmente debió “dejar el mundo” definitivamente y “arribar al puerto del monasterio” para salvar lo mejor de sí mismo. Al buscar inmediatamente el hábito de la vida religiosa, Benito da prueba entonces de esa precoz madurez por la cual Gregorio lo honra. Y así llegamos a las últimas palabras de este primer párrafo: “Retiróse, pues, ignorante a sabiendas y sabiamente indocto”. Esta doble antítesis, cuya forma recuerda la paradoja inicial del “niño-anciano”, alude particularmente a la interrupción de los estudios literarios comenzados en Roma, a la renuncia a la “ciencia de este mundo”. Pensamos en la “sabiduría de este mundo” que denuncia san Pablo, en Cristo crucificado, que es simultáneamente “locura para los

16 Comentario al Primer Libro de los Reyes 1,61. 17 Gregorio Magno, Morales sobre Job, Libros I-II.

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paganos, sabiduría para los elegidos”18. Asimismo, al hablar de otro personaje de los Diálogos, Sanctulus de Nursia, un sacerdote que apenas sabía leer pero que expuso heroicamente su vida para salvar a un condenado a muerte, Gregorio dice que su “docta ignorancia” es sujeto de confusión para nuestra “ciencia erróneamente docta”19. Sin embargo, la ignorancia crasa e involuntaria de ese santo sacerdote, incapaz incluso de leer la Escritura, es diferente de la de Benito, deliberada y bastante relativa: esta ignorancia no le impedirá dedicarse a la lectura20, ni escribir una Regla cuya forma Gregorio estima como “brillante”21. Al interrumpir sus estudios profanos, Benito no ha renunciado totalmente a la cultura, sino que ha optado por la cultura superior que se fundamenta en la renuncia al mundo y el don total a Dios.

* * * El primer milagro de Benito nos hace pensar en las bodas de Caná. Así como Jesús hizo allí su “primer signo” respondiendo a una sugestión de su madre22, Benito inaugura aquí su carrera de taumaturgo con un gesto de compasión hacia aquella sirvienta que era un poco una madre para él. Maestro y discípulo se encuentran en la misma situación intermedia, entre la familia que acaban de dejar y la obra de Dios que van a emprender. El primer acto del poder divino que manifiesta la consagración de ambos, queda semi-envuelto en las relaciones naturales de su pasado, como si la influencia materna los engendrara por segunda vez para que nazcan a su nueva vida. Pero el prodigio que realizan así, bajo el influjo del afecto, da como resultado el corte definitivo de esa relación filial. Jesús entra en su vida pública, Benito huye a su desierto. Ambos se alejan -aparentemente para no retornar- de la amante figura de sus primeros años. Esta sin embargo reaparece imprevistamente, cuando la muerte se acerca, en las últimas páginas del relato23.

Más adelante volveremos a hablar de este primer milagro y de sus efectos. Ahora solamente destaquemos lo que nos revela del corazón de Benito. Este joven renunciante, dispuesto a una ruptura radical, no es un alma dura, un ser inhumano. En él, la ternura se combina con el espíritu religioso más absoluto.

18 1 Co 1,20 y 23-24 19 Dial. III, 37,20 20 Dial. II. 31,2-3. 21 Dial II, 36. 22 Jn 2,12. 23 Jn 19,25-27. En Dial. II,33-34, la figura femenina del final, Escolástica, ya no es la misma del principio, pero hay una evidente analogía entre estas dos mujeres desbordantes de un afecto que se relaciona con los vínculos de sangre y con la infancia de Benito.

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Capítulo 1 (continuación) 3. Benito se dirigió hacia la soledad de un lugar desierto llamado Subiaco, que dista de la ciudad de Roma unas cuarenta millas. Allí manan aguas frescas y trasparentes en tal abundancia, que primero se juntan en un extenso lago y luego se deslizan formando un río. 4. De camino, el fugitivo fue descubierto por un monje llamado Román quien le preguntó adónde iba. Al enterarse de sus aspiraciones, guardó su secreto y le prestó su ayuda; le dio el hábito de la vida monástica y lo asistió en la medida de lo posible. Al llegar al lugar deseado, el hombre de Dios se retiró a una cueva estrechísima, en la que permaneció durante tres años, ignorado de los hombres con excepción del monje Román. 5. Román vivía no lejos de allí, en un monasterio bajo la regla del abad Adeodato; piadosamente sustraía algunas horas a la vigilancia de su abad, y en días convenidos llevaba a Benito el pan que podía quitar furtivamente de su comida. Pero desde el monasterio de Román no había ningún camino hacia la cueva, porque encima de ella, en lo alto, sobresalía una enorme roca. Por eso Román, desde la misma roca, hacía bajar el pan atado a una cuerda larguísima, a la que había sujetado también una campanilla para que, a su sonido, el hombre de Dios se diera cuenta cuándo Román le pasaba el pan, y saliera a recogerlo. Mas el antiguo enemigo, envidioso de la caridad del uno y de la refección del otro, al observar un día el pan que bajaba, arrojó una piedra y rompió la campanilla. Sin embargo, Román no dejó de ayudar a Benito con medios adecuados. 6. Pero Dios omnipotente quiso que Román descansara ya de su tarea, y que la vida de Benito se diera a conocer como ejemplo a los hombres, a fin de que la luz puesta sobre el candelero resplandeciera e iluminara a todos los que están en la casa. Cierto presbítero que vivía lejos de allí, había preparado su comida para la fiesta de Pascua. El Señor se le apareció en una visión y le dijo: “Tú te estás preparando manjares deliciosos, y en tal lugar mi siervo se ve atormentado por el hambre”. En seguida el presbítero se levantó, y en la misma solemnidad de Pascua, se puso en marcha hacia aquel lugar con los alimentos que se había preparado. Buscando al hombre de Dios a través de montañas escarpadas, valles profundos y de las hondonadas de aquellas tierras, lo encontró escondido en la cueva. 7. Rezaron juntos y bendijeron al Señor omnipotente, se sentaron y después de agradables coloquios sobre la vida eterna, el presbítero que había ido le dijo: “Levántate y comamos, porque hoy es Pascua”. El hombre de Dios le respondió: “Sé que es Pascua, porque he merecido verte”. Es que, viviendo alejado de los hombres, ignoraba que aquel día era la solemnidad de la Pascua. El venerable presbítero siguió insistiendo: “Ciertamente, hoy es el día pascual de la resurrección del Señor. De ninguna manera te conviene seguir ayunando, ya que he sido enviado con el fin de que juntos comamos los dones del Señor omnipotente”. Bendiciendo entonces a Dios, tomaron el alimento. Y así, terminada la comida y la conversación, el presbítero regresó a su iglesia. 8. Por aquel entonces, unos pastores también lo encontraron escondido en la cueva. Viéndolo por entre los arbustos y vestido con pieles, creyeron que era algún animal. Pero al conocer más de cerca al servidor de Dios, los instintos feroces de muchos de ellos se convirtieron a la virtud de la piedad. Así, su nombre se difundió por los alrededores y él, ya desde entonces, empezó a ser frecuentado por muchos. Ellos le llevaban el sustento del cuerpo, y de su boca recibían en su corazón alimentos de vida.

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Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb24 Benito se aleja en secreto de Effide (hoy Affile) adonde se había dirigido cuando partió de la Ciudad, y “se marcha al desierto” de Subiaco. Situadas al Este de Roma, las dos localidades distan menos de 10 kilómetros una de otra. Benito, dirigiéndose hacia el Norte, llega rápidamente al estrecho valle del Anio, en el que Nerón había construido en otro tiempo una represa y donde había arreglado el lago que da su nombre a Sublacus-Subiaco. Sobre las dos riberas se extendía una magnífica “villa” imperial, con un suntuoso “puente de mármol” que unía los dos lados. Es el puente que Benito debió cruzar, viniendo de Affile, para llegar a la ribera derecha. Allí, a unos 75 kilómetros de Roma25 el joven aspirante a ermitaño encontrará la soledad que desea. Tanto en aquel tiempo como hoy, bastaba escalar la pendiente muy empinada de esa garganta para estar enseguida lejos de todo lugar habitado. En su gruta, a más de 600 metros de altura, con el lago a sus pies26 y una roca abrupta sobre él, Benito se encuentra en un verdadero desierto. “Marcharse al desierto”. Este era ya su proyecto, como recordaremos, cuando se alejaba de Roma27. En efecto, ésta es la gestión inicial de toda vida monástica, es el primer paso que debe dar cualquiera que quiera llevar el nombre de monje. El autor de los Diálogos lo sabe bien: “Si se nos denomina monjes, es porque, renunciando al mundo, nos hemos marchado a la soledad para llevar allí una vida retirada”28. Indudablemente Gregorio no está satisfecho con esta interpretación común de la palabra monachus, y propone otra más profunda, que define al monje por su deseo de Dios exclusivo y unificante29. Pero la opinión común no se equivoca. El preámbulo obligatorio de toda conversión monástica es, sin duda, la salida del mundo y el marcharse hacia una cierta soledad. El camino del monje hacia Dios comienza necesariamente con este movimiento físico. “Benito se marchó al desierto”. Esta marcha de Affile a Subiaco, ¿es entonces el simple cumplimiento del proyecto concebido en el momento de la partida de Roma? No, porque entretanto se produjo un acontecimiento que le da una urgencia y un significado nuevos. Benito ha realizado un milagro, y ahora es admirado y venerado por toda la población de Effide. Y precisamente ahora quiere huir de esa gloria. Ya no se trata únicamente de dejar el mundo, como lo haría cualquier aspirante a la vida monástica, sino de desembarazarse de una reputación de santidad. Para lograr esto, se impone una desaparición total. De ahora en más, Benito quiere vivir “desconocido de los hombres”. De allí la característica propia de los tres años que pasará en la gruta de Subiaco. Para Gregorio, el rasgo distintivo de este período es el incógnito total en el que se encierra Benito. Más tarde, cuando el joven superior vuelva a la soledad luego del fracaso de su abadiato, se hablará de “habitar consigo”, de vivir bajo la mirada de Dios, de salir de sí por la contemplación y el éxtasis. Por el momento, este aspecto contemplativo de la vida solitaria no aparece en absoluto. Lo único que le interesa al biógrafo es la ignorancia mutua del ermitaño y de los hombres. Nadie sabe donde está y él no sabe ni

24 Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 55 (1980), pp. 416-424. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 258 y 259. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina. 25 O sea alrededor de 50 millas romanas. Gregorio se queda corto en su estimación (40 millas, 60 kilómetros), al menos en el caso que se refiera a la ruta, que tanto en aquel tiempo como en la actualidad, sigue el curso del Anio desde Tivoli. La distancia, en línea recta, es de alrededor de 52 kms. (35 millas). 26 Este lago era alimentado no solamente por las fuentes locales, que son lo único que Gregorio menciona, sino sobre todo por el Anio. Este afluente del Tíber no fluye hacia Roma únicamente al salir del lago, sino que tiene su fuente a unos veinte kilómetros más arriba de Subiaco. 27 Diál. I,1. 28 Comentario al Primer Libro de los Reyes I,61. 29 Comentario al Primer Libro de los Reyes I,61.

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siquiera que es el día de Pascua. Esta vida totalmente escondida, es la respuesta heroica de Benito a una tentación de vanagloria. Si ésta no hubiera existido, habría sido tan radical su decisión original de “marcharse al desierto”? Quizás habría entrado en una comunidad, o hubiera habitado solo en un lugar accesible y conocido. Como dice Gregorio, “las alabanzas del mundo”. “los favores de esta vida”, provocados por el prodigio de Effide, le hicieron tomar la determinación de ese sacrificio absoluto de toda relación humana. La amplitud de la reacción, nos hace medir la gravedad del peligro. Aunque Gregorio no insiste en ello, es evidente que Benito en ese momento pasó por una prueba. De modo que su entrada en la vida monástica está acompañada por un combate interior, y toma la forma de una victoria espiritual sobre uno de los demonios más temibles que atormentan el alma humana. A partir de ese momento, nos quedamos tranquilos. Este “niño dotado de una cordura de anciano”, este principiante que “ha comenzado con la perfección”, no por eso deja de ser un hombre como los demás que debe hacer un esfuerzo para evitar el pecado, para permanecer fiel, para progresar hacia Dios. Su historia no es, como tantas vidas de santos medievales, un insípido panegírico en el que el héroe avanza sin lucha de virtud en virtud. La Vida de Benito -por lo menos la primera parte (caps. 1-8)- desarrolla una serie de crisis que lo hacen pasar por todas las grandes tentaciones que conoce el hombre. Luego de la vanagloria vendrá la lujuria y más tarde, en dos oportunidades, la cólera, la violencia, el odio.

*** “La soledad espanta a un alma de veinte años”. Benito no tiene todavía veinte años, y la soledad con la que se enfrenta, espanta de muy distinto modo que la que asustaba a Celimene. A ella se une la alimentación reducida a un poco de pan, el ayuno perpetuo, el “sufrimiento del hambre”. Sus vestidos son pieles de animales, su casa un antro de bestias. Esta extremada austeridad, supone una fortaleza de alma y un equilibrio espiritual poco comunes, donde la gracia de Dios se despliega poderosamente. Y como es natural, a su vez se revela el otro polo del universo invisible: una intervención del diablo, todavía limitada, anuncia la oposición que sube de las profundidades contra esa vida demasiado santa. Volvemos a encontrar todas estas características completadas con algunas otras, en el retrato de los anacoretas que aparecían, un siglo antes, en el pequeño escrito anónimo titulado Consultaciones de Zaqueo y Apolonio. Después de describir a los monjes que viven en comunidad, el autor presentaba a “aquellos que tienen la más alta observancia”, los anacoretas o ermitaños, de la siguiente manera30:

“Estos monjes viven solos en el desierto, en lugares desolados y abandonados y pasan su vida en un aislamiento que justifica plenamente su nombre. Se protegen del sol y de la lluvia en habitaciones talladas en la misma roca o en grutas subterráneas. Se alimentan únicamente con pan duro y se desalteran con agua pura. Su vestido está hecho con pieles o pelos de cabra. Pasan toda su vida luchando en el alma y en el cuerpo. Son pura oración incesante elevada a Dios, súplicas que suben hasta él como un sacrificio. Si de vez en cuando cesa la oración, la remplaza la salmodia que celebra la alabanza divina, a fin de reanimar la alegría del alma entregándose a un gozo religioso. Por lo demás, los diferentes demonios se aprietan como una muchedumbre alrededor de ellos y las maquinaciones de estos espíritus impuros prueban a menudo la constancia del ermitaño, que sale victoriosa de estos encuentros. El ayuno es incesante

30 Cons. Zac. III,3.

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y las noches se pasan sin dormir. El cuerpo se extiende directamente sobre la tierra o se arroja algunos instantes en la piedra dura El tiempo que dedican al reposo es tan corto, que parecen desear más bien ofender y echar al sueño que entregarse a él”. Este cuadro nos puede dar una idea de lo que Benito vivió o trató de vivir durante tres años. Pero el mismo Gregorio dice cómo veía él la vida solitaria. Además de los Diálogos, donde aparecen en escena varios ermitaños y recluidos, tenemos una carta suya dirigida a un tal Secundinus, recluido en el norte de Italia31. A los cincuenta años pasados, este hombre se quejaba de padecer tentaciones de la carne. Nada más natural, responde Gregorio, ya que la vida monástica solitaria es una provocación especial, un abierto desafío al diablo. Este no puede dejar de habérselas particularmente con ese combatiente que sale de las líneas para presentarle un combate singular. Y lo que particularmente excita al Adversario, es la intensidad con la que el recluso aspira al cielo. El “amor a la patria celeste”, “el fervor del deseo del cielo”, es lo que exaspera al diablo y le da todo su valor, a los ojos de Gregorio, a la vida del ermitaño. En otra parte, en su Comentario al Libro de los Reyes, el Papa vuelve sobre el tema de la relación entre vida común y vida solitaria. Las dos existencias, comparadas en la carta a Secundinus con el combate entre ejércitos y el combate singular respectivamente, están simbolizadas aquí por los dos tipos de sacrificio de la Antigua Alianza: la “víctima” ordinaria y el holocausto32. En la vida comunitaria se ofrecen “víctimas”, realizando generosamente sacrificios personales que van más allá de la observancia ordinaria. Pero el que se retira de la vida común y de la acción para entregarse en secreto a una contemplación amante, ése se ofrece en holocausto porque se abandona íntegramente a las llamas del amor divino. Este paralelo cobra todo su sentido si lo comparamos con otros pasajes de la obra gregoriana, donde las mismas imágenes sacrificiales simbolizan la vida del cristiano secular y la del monje33. Así el monje es con respecto al simple fiel, lo que el ermitaño es con respecto al cenobita. Tanto para Gregorio como para el autor de las Consultacioness, la vida solitaria es la forma de existencia más entregada a Dios, el grado más eminente de vida cristiana. Hay que subrayar que volveremos a encontrar esta escala de valores, generalmente admitida en esa edad de oro del monaquismo, en la Regla del mismo san Benito. El primer capítulo sobre las diversas especies de monjes, describe sucesivamente a los cenobitas y a los ermitaños, presentando a estos últimos como soldados particularmente aguerridos, capaces de enfrentar al diablo sin la ayuda de nadie. Pero este esquema que ya hemos encontrado en la carta de Gregorio a Secundinus, aparece aquí con una nota de gran importancia, que nos plantea un espinoso problema. Según Benito, el ermitaño auténtico es aquel que ha sido largamente probado en la vida común. Se debe combatir en las “filas de los hermanos” de un monasterio cenobita, antes de afrontar el “singular combate del yermo” con alguna posibilidad de éxito. Este entrenamiento comunitario que Benito en su Regla declara indispensable, pareciera justamente haberle faltado a él. Contrariamente a lo que él mismo prescribirá, lo vemos abrazar directamente la vida solitaria, sin pasar previamente por la vida común. ¿Deberemos concluir quizás que el capítulo primero de la Regla expresa una especie de arrepentimiento, como si Benito, instruido por su propia experiencia, advirtiera a sus discípulos contra una anacoresis prematura? Eso sería desconocer el carácter tradicional de este tema. La necesidad de una iniciación comunitaria ya es afirmada por Jerónimo, Casiano, el Maestro; y evidentemente es de estos autores y no

31 Epístolas IX,147 (IX,52). 32 Comentario al I Libro de los Reyes VI,30. 33 Homilías sobre Ezequiel I,12,30; II,8,16; II,9,12.

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de su experiencia personal que Benito ha tomado esa idea. Por lo tanto, el contraste entre la vida del santo y su Regla debe explicarse de otra manera. Sin pretender soslayar la contradicción, podemos observar que Benito ya ha alcanzado, según Gregorio, una especie de “perfección” en el momento de hacerse monje. Por otra parte, el milagro de Effide. que ha revelado esta madurez precoz, invita al joven taumaturgo a desaparecer completamente para escapar a la fama. El caso de Benito, por lo tanto, de cualquier manera que se lo encare, es extraordinario y obligaba a trastornar el procedimiento normal. Por otra parte, ¿tenía este procedimiento un carácter normativo a los ojos de Gregorio? ¿Incluso lo conocería? En sus escritos nunca habla de él. Sin embargo, tenemos motivo para creer que Gregorio había leído -y sin duda retenido en su memoria- los textos que prescribían formar al ermitaño en una comunidad. La Regla benedictina, que cita formalmente en dos oportunidades, bastaba en todo caso para informarlo sobre el particular. Pero no se preocupa en absoluto de conformar la Vida de Benito con su Regla. Su intención no es presentar la persona del santo como una encarnación de su doctrina34. Así como tampoco Benito había expuesto en su primer capítulo la teoría de su propia existencia. Este es un punto importante que debemos retener. La Vida de Benito y su Regla son dos cosas distintas, dos escritos que proponen el mismo objetivo, pero que tienden a él por itinerarios bastantes diferentes. Ningún hombre es una isla. Al internarse en un aislamiento absoluto, Benito depende de un confidente, el monje Román, que le ha dado el hábito y le procura el sustento. Por medio de la vestición que lo hizo nacer a la vida monástica, Benito en cierto modo se ha convertido en su hijo. Por medio del pan que le conserva la vida, permanece en una relación filial con ese padre que lo alimenta. Así, este monje discreto y generoso ocupa el lugar de la nodriza que Benito acaba de abandonar. A la ternura con que lo amaba la primera, sucede la “caridad” con que lo rodea el segundo. Esta asistencia secreta, fiel, llena de abnegación que presta al aprendiz de ermitaño un cenobita del monasterio vecino, es uno de los bellos episodios de esta Vida. La existencia de Benito depende de esa abnegación que cuesta a Román parte de su ración de pan. Esta historia nos hace pensar en dos pasajes de la Regla del Maestro, esa obra vasta que es la fuente principal de la Regla benedictina y que presenta más de un punto de contacto con los relatos de Gregorio sobre Subiaco. En el cap. 27, el Maestro permite al monje generoso renunciar a una porción de su pan y de su vino durante la comida, y entregar la parte sacrificada al mayordomo para que se la dé a algún pobre35. Por otra parte, según el capítulo 23, toda la comunidad ve descender su pan del cielo cada día, ya que al empezar la comida, se encuentra en una canasta suspendida del techo, de donde se lo hace descender por medio de una cuerda y una polea36. Este escenario ingenuo, que simboliza el origen providencial de la “ración de los obreros de Dios”, nos recuerda curiosamente el pan descendido por una cuerda en la gruta de Subiaco.

Pero más allá de la Regla del Maestro, la situación de Benito recuerda sobre todo ciertas historias de los Padres del desierto. En primer lugar, la de Antonio que fue abastecido de pan de esa manera durante toda la primera parte de su existencia. Durante los veinte años que permaneció encerrado en una fortaleza en ruinas, se lo

34 A pesar de que en Dial. II,36 dice, como veremos, que Benito “no pudo enseñar otra cosa que lo que él mismo vivió”. 35 Regla del Maestro 27,47-51. 36 Ibid. 23,2-3.

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pasaban dos veces por año por el techo37. Sólo más tarde, cuando se retiró al desierto interior, decidió hacerse él mismo su pan para evitar este trabajo a los que lo sustentaban. Por su parte, Sulpicio Severo relata que, cuando un monje del valle del Nilo abandonó su comunidad con autorización de su superior para vivir en el desierto a algunas millas de allí el abad de vez en cuando le bacía llevar pan del monasterio38. Esta situación del ermitaño alimentado por sus hermanos cenobitas, se parece mucho a la de Benito, pero con la diferencia de que este último lleva una existencia clandestina a la sombra del monasterio de Adeodato, que el mismo abad ni se imagina. Aquí también hay una evidente anomalía, que sólo se justifica en un caso excepcional. Habida cuenta de esta extraña circunstancia, no es menos cierto que el anacoreta de Subiaco vive en los alrededores de un monasterio cenobita y depende de él. El mismo pan con que se alimenta lo ganan, lo confeccionan y se lo procuran los cenobitas. No se puede estar más separado y a la vez ser más dependiente de una comunidad. La asociación de Román y de Benito se reproducirá cien veces en la historia monástica hasta nuestros días, bajo formas menos heroicas y menos pintorescas. Y cuando una mano invisible intenta cortar el cordón umbilical para que el joven solitario muera de hambre, esa historia de campanilla rota está bien en la línea del diablo en todas las épocas. El hecho de romper el vínculo de la caridad que une a los hombres -sobre todo si son hombres de Dios-, el hecho de enemistar a cenobitas y ermitaños, es una tarea bien digna de él. Pero salieron victoriosos, dice Gregorio, el corazón y la inteligencia de Román. Hasta que Dios sacó la luz de la gruta, siguió sirviendo en la oscuridad.

* * * El doble descubrimiento del hombre de Dios, en primer lugar por un sacerdote y luego por los pastores, se parece singularmente a los evangelios de la infancia de Cristo. El primero de estos hechos, debido a una revelación, se debe comparar con la ida de los magos a Belén conducidos por la estrella. En cuanto al segundo hecho, si bien no ha sido provocado por ningún anuncio sobrenatural, sin embargo la identidad de personas -pastores en ambos casos- basta para fundamentar su comparación con Navidad. De este modo, así como Mateo y Lucas condujeron a sabios y simples hacia el recién nacido en el pesebre, Gregorio hace desfilar al clero y a los fieles, en correcto orden jerárquico, por esa gruta donde se escondía una nueva santidad. La visita del sacerdote, largamente relatada, se termina sin un mañana, mientras que el breve episodio del descubrimiento de los pastores pone fin definitivamente a la vida oculta de Benito. El primero de estos acontecimientos, aunque recuerda la Epifanía, tiene como marco la fiesta pascual. El Señor resucitado se muestra, como en el Evangelio, a un testigo elegido y por la visita de este testigo, Benito resucita a la vida social. Su respuesta al sacerdote -“Sé que es Pascua, porque he sido digno de verte”- manifiesta al mismo tiempo su extraordinario olvido del mundo, que va bastante más allá de la “sabia ignorancia” del Prólogo, y su fe en Cristo vivo representado no solamente por el hermano que lo visita (“Has visto a tu hermano, has visto al Señor”), sino también por la cualidad sacerdotal de éste último. De hecho, convenía que un ministro de Dios pusiera la luz en el candelabro en ese día de resurrección, a imagen del cirio en la noche pascual. Este sacerdote viene de lejos. Sin duda esto era necesario para evocar a los magos venidos de Oriente; pero además pronto nos enteraremos de que otro sacerdote que vive muy cerca de la gruta -el propio cura del lugar- no era precisamente el hombre apropiado para este ministerio de gracia.

37 Atanasio, Vida de Antonio 21,4-5 (cf. 8,1 y 3). Antonio agricultor; ver 50,1-7. 38 Sulpicio Severo, Diálogos I, 10.

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También un día de Pascua, un gran monje de Egipto, el abad Apolo, fue gratificado milagrosamente con una comida deliciosa, que unos desconocidos trajeron expresamente para él en respuesta a su oración39. Pero los manjares que Dios procura a su servidor hambriento por medio del sacerdote nos hacen pensar sobre todo en la historia de otro monje egipcio, el abad Frontón. El también, junto con sus discípulos, sufría de hambre en el desierto y repentinamente recibieron suntuosas provisiones enviadas por un rico a quien Dios había mandado decir: “¡Tú festejas magníficamente en tu opulencia, y a mis servidores en el desierto les falta el pan!”40. Por lo tanto, al telón de fondo bíblico de esta escena se agregan antecedentes monásticos bien precisos. Y ella recuerda más ampliamente, el hallazgo de Pablo, el primer ermitaño, por Antonio y de Onufrio por el monje Pafnucio. También a raíz de una revelación se había internado Antonio en el desierto para descubrir allí a su predecesor, que vivía olvidado de los hombres desde hacía casi noventa años. Y también había sido enviado por el Señor para prestar un servicio al ermitaño moribundo: el de enterrarlo dignamente41. Pero a diferencia de estos viejos anacoretas, Benito es un joven cuya carrera monástica recién comienza. Al hacerlo descubrir por los visitantes maravillados, Dios no quiere salvar su memoria del olvido sino hacerle ejercer una irradiación activa. Esta primera influencia personal llega a los seglares. Ellos son quienes, en cambio, tomarán el lugar del monje Román y sustentarán a su vez al varón de Dios. Al reanudar así, por voluntad divina, su relación con los seglares, Benito llega al término del ciclo comenzado con su partida de Effide. Había huido en aquel momento de la admiración del pueblo fiel. Su renuncia heroica a toda relación con los hombres, por medio de la cual venció la vanagloria, resulta ahora en una acción espiritual sobre los hombres Tentación, victoria, irradiación: son los tres momentos de una dialéctica que veremos plantearse más de una vez en la gesta de Benito en Subiaco.

39 Hist. mon. VII; PL 21,416 A-C. Ver Historia de los monjes de Egipto VIII,38-41. 40 Vita Frontonii 5-6; PL 73,440 B-D. 41 Jerónimo, Vida de Pablo 7-16; Vita Onuphrii, PL 73,211-220. Por otra parte, el descubrimiento de Benito por los pastores recuerda a Cirilo de Scythopolis, Vida de Eutimio 8 (cf. Vida de Sabas 15).

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Capítulo 2 1. Un día en que estaba solo, se presentó el tentador. Una avecilla negra, vulgarmente llamada mirlo, comenzó a revolotear en torno de su cara y a acercársele importunamente, tanto que el hombre santo, si hubiera querido, hubiera podido agarrarla con su mano. Pero trazó la señal de la cruz, y el ave se alejó. En cuanto el ave se fue, le siguió una tentación de la carne tan violenta, como el hombre santo nunca la había experimentado. Algún tiempo antes, había visto a una mujer que ahora el espíritu maligno volvió a presentar ante los ojos de su mente, y de tal modo su hermosura inflamó el corazón del siervo de Dios, que apenas podía contener en su pecho la llama del amor. Y vencido por la voluptuosidad, ya estaba casi decidido a abandonar el desierto.

2. Pero iluminado súbitamente por la gracia de lo alto, volvió en sí, y divisando muy cerca un matorral de ortigas y espinas, se quitó la ropa y se arrojó desnudo en esas espinas punzantes y ortigas ardientes. Después de haberse revolcado allí durante mucho tiempo, salió con todo el cuerpo lacerado. Así, por las heridas del cuerpo curó la herida del alma, transformando el placer en dolor. Al abrasarse en el exterior por un castigo beneficioso, extinguió lo que en su interior ardía ilícitamente. De este modo venció el pecado, al cambiar la naturaleza del incendio.

3. Desde entonces, según él mismo contaría luego a sus discípulos, la tentación de la voluptuosidad quedó dominada en él de tal manera que nunca más volvió a experimentar en sí nada semejante. En lo sucesivo, muchos empezaron a abandonar el mundo y se apresuraron a ponerse bajo su dirección. Libre del mal de la tentación, con razón pudo hacerse maestro de virtudes. A este respecto, Moisés había ordenado que los levitas debían prestar el servicio a partir de los veinticinco años en adelante, y que a partir de los cincuenta fueran custodios de los vasos sagrados (cf. Nm 8,24 ss.).

4. PEDRO: Ciertamente, de algún modo llego a entrever el sentido del pasaje aducido; pero te ruego que me lo expongas más claramente.

GREGORIO: Es evidente, Pedro, que en la juventud la tentación de la carne es

más abrasadora, pero que a partir de los cincuenta años el ardor del cuerpo se apacigua. Los vasos sagrados son, a su vez, las almas de los fieles. Conviene por consiguiente que los elegidos, mientras están sujetos a la tentación, estén sometidos a un servicio, fatigándose en obediencias y trabajos. Mas cuando por la edad, su espíritu se apacigua y se aleja el calor de la tentación, entonces son custodios de los vasos sagrados, porque llegan a ser doctores de las almas.

5. PEDRO: Confieso que me agrada lo que dices. Y ya que me aclaraste el sentido de este texto, te ruego que continúes el relato de la vida de este justo. Capítulo 3 1. GREGORIO: Alejada entonces la tentación, el hombre de Dios, a la manera de un terreno cultivado y libre de espinas, produjo frutos más abundantes para la mies de las virtudes. A causa de la fama de su preclara santidad, su nombre se hizo célebre. Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb42

42 Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 56 (1981), pp. 4-11. Original en francés, publicado en: Ecoute, n° 260. Tradujo: Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.

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Habiéndose refugiado Benito en el desierto para escapar a la gloria, los hombres lo van a buscar allí y comienza a ejercer sobre ellos una influencia y una atracción. Esas relaciones renovadas con los seglares serán la causa de una nueva tentación. Ya no se trata de la vanagloria -los tres años de heroica desaparición la dejaron fuera de combate- sino de un vicio más brutal, al que sin duda Gregorio apuntaba en primer lugar cuando hablaba del desarreglo de los estudiantes romanos: la lujuria. Indirectamente, a través de sus conversaciones edificantes con los campesinos de los alrededores, Benito se ve enfrentado en su gruta con la gran pasión de la cual había huido tan resueltamente al abandonar la Ciudad.

Este segundo combate se asemeja singularmente al primero. La tentación de la lujuria, como la de la vanagloria, será vencida por medio de un acto heroico, y esta victoria engendrará una nueva influencia en los hombres. Tentación, victoria, irradiación: volvemos a encontrar aquí los tres tiempos de la prueba anterior, pero con una nitidez acrecentada que hace del presente episodio el más típico de los cuatro cielos probatorios recorridos por Benito. Y este segundo ciclo no solamente es análogo al anterior, sino que, además se vuelca sobre él: la irradiación con la cual culmina la primera tentación, engendra la segunda43. Hay además otros lazos que ligan este episodio al precedente. El relato de los tres años solitarios en la gruta estaba centrado en el problema de la alimentación. El monje Román en primer lugar, luego el sacerdote anónimo44 y finalmente los pastores y los demás fieles, llevaban al joven ermitaño los víveres que necesitaba para sobrevivir y él, en cambio, les daba el alimento espiritual de sus palabras. A ese tema de la alimentación le sucede ahora el de la sexualidad. Lo que tienta a Benito es el goce sexual, y cuando supera la tentación, el mismo resultado de su victoria es descrito en términos de fecundidad: como una tierra desbrozada, el santo producirá una cosecha espiritual exuberante, ya sea de sus propias virtudes o de aquellas que cultivará en las almas. Comer y procrear: estos dos instintos primordiales dominan por lo tanto, por turno, la historia de Benito, de la misma manera que se suceden al comienzo de la famosa lista de los ocho vicios principales -antepasados de nuestros siete pecados capitales- familiares a Casiano y al mismo Gregorio. Al considerar el trasfondo escriturístico de estas escenas, vemos también que corresponden una y otra a cuadros de la vida de Cristo. Habíamos visto que el doble descubrimiento de Benito en su gruta se refería a Navidad y Epifanía, y la visita del sacerdote se realizaba un día de Pascua, resucitando Benito con el Señor a la vida social. De estos misterios gozosos y gloriosos, pasamos en el relato presente, a los combates intermedios de la Tentación en el desierto y de la Pasión. El retiro de Cristo en el desierto, ya evocado por la soledad y el ayuno de Benito en su gruta, aquí se imponen al pensamiento: como Jesús, el ermitaño de Subiaco recibe la visita del tentador y lo rechaza. Es cierto que la tentación no es triple sino única y que no coincide, por su objeto, con ninguna de las que sufrió Cristo. Además, Benito es un hombre frágil, que corre el peligro de romperse bajo la presión de la pasión. No le basta una palabra como a Jesús para rechazar la sugestión del seductor. Pero esta última diferencia no hace más que abrir paso a otra visión del Evangelio. Para resistir al pecado que se apodera de él, Benito se arroja a las espinas y sale de ellas cubierto de heridas. Ese cuerpo desgarrado nos hace pensar en aquél que sufrió la

43 Es inútil suponer, como se hace a menudo, que la mujer cuyo recuerdo atormenta a Benito es una persona conocida en otro tiempo en Roma. El relato sugiere más bien que formaba parte de la oleada de visitantes venidos recientemente a la gruta. 44 A los precedentes ya indicados (Cuadernos Monásticos nº 55, p. 423, notas 15-16) podemos agregar la comida que Habacuc llevó milagrosamente a Daniel (Dn 14,32-38).

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Pasión. No se trata solamente de la corona de espinas. Como ya veremos, junto con la flagelación, están presentes los mismos clavos de la cruz. Así, la Pasión de Jesús se agrega a su Tentación en esta crisis en que Benito corre el riesgo de perderlo todo y lo gana todo. La cruz, cuya simple señal es suficiente para ahuyentar la visión del ave, debe hacerse dolorosa realidad para disipar la tentación. Y cuando ésta fue vencida a su vez, el que se levanta ya no es el mismo. Su carne purificada, inmunizada, participa de la incorruptibilidad de los resucitados45 y, como Jesús cuando sale del desierto, está preparado para anunciar el reino de Dios. Sin embargo, la prueba de Benito no transcurre solamente con ese telón de fondo bíblico. Hay algunos precedentes más, inmediatos que vienen al pensamiento y que esclarecen su sentido. En primer lugar, la famosa tentación de Antonio. Este prototipo de todos los monjes ya había soportado, en medio de un enjambre de variadas sugestiones y de terribles castigos físicos, una rebeldía del instinto sexual46. La comparación del relato de Atanasio con el de Gregorio es instructiva. Mientras que el primero piensa en una prueba prolongada en la que las sucesivas oleadas de la lujuria se estrellan contra su propósito de castidad siempre renovado, el segundo limita la lucha a una crisis de algunos instantes. La constante serenidad de Antonio, que responde a las imágenes voluptuosas con pensamientos nobles, contrasta con la turbación de Benito, por un momento vacilante, cae vencido. Por esta razón, la escena gregoriana tiene como característica propia, un sesgo dramático, que llega a su paroxismo cuando el joven se revuelca en las espinas y en las ortigas. Aunque la asistencia de la gracia divina se menciona en ambas partes, sólo Benito recibe la inspiración de un acto violento que pone fin a su turbación y resuelve la crisis. Por otra parte, el recuerdo preciso de cierta mujer que atormenta a Benito es otro rasgo particular del relato de Gregorio, ya que Antonio parecía sufrir solamente los asaltos de fantasmas genéricos. De este modo, todo contribuye a convertir la tentación de Benito en un episodio singularmente patético, más rico en miseria y grandeza humana que la resistencia mental imperturbable del monje egipcio. Podríamos citar también al joven Hilarión, cuya tentación, reducida a fuerza de ayunos, oraciones y trabajos, fue descripta por Jerónimo47. Pero es en otra Vida de monje escrita por Jerónimo, la de Pablo, donde encontramos el paralelo más esclarecedor. En la época en que ese príncipe de los ermitaños se refugió en el desierto, hacía estragos la persecución de los emperadores Decio y Valeriano. Para hacer sentir el horror de estas persecuciones, Jerónimo relata algunas anécdotas, en particular la historia de un joven mártir que fue entregado, atado de pies y manos, a las provocaciones de una cortesana. A punto de sucumbir, se cortó la lengua con los dientes y la escupió en el rostro de la seductora48. Este “dolor que vence a la voluptuosidad”, como dice Jerónimo, prefigura claramente la proeza de Subiaco. En cuanto al suplicio particular que se inflige Benito a arrojarse en los espinos, nos hace pensar en otro martirio de la misma persecución, el de Ágata, cuya última prueba fue la de ser revolcada, desnuda, en una alfombra de agudos vidrios y carbones ardientes. Recordamos también un pasaje de la vida de Pacomio: mientras era todavía aprendiz de ermitaño, iba a trabajar con los pies desnudos a un bosque de acacias: y cuando las espinas se clavaban en sus pies, las soportaba con alegría recordando los clavos de nuestro Señor en la cruz49. Este último detalle nos muestra hasta qué punto teníamos razón cuando más arriba comparábamos a Benito con Cristo crucificado.

45 Cf. Mt 22,30: “En la resurrección, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido”. 46 Atanasio, Vida de Antonio 5-6. 47 Jerónimo, Vida de Hilarión 3. 48 Jerónimo, Vida de Pablo 3. 49 Dionisio, Vida de Pacomio 11, en la que el “desierto lleno de espinas” corresponde al “bosque de acacias” de las Vidas coptas.

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Los tormentos de estos ascetas y mártires, ya sean voluntarios o infligidos por otros, soportados ya sea por la castidad o por la fe, abrieron camino a Benito y a su biógrafo50. De los Evangelios a los Diálogos, pasando por los relatos de las persecuciones y de los orígenes del monaquismo, hay una línea continua que liga la Pasión de Cristo con la del héroe de Gregorio. Volviendo a la tentación de Antonio, en ella encontramos todavía un rasgo que anuncia nuestro relato, aunque sin dejar de poner de relieve su originalidad. Cuando el demonio que acosa a Antonio vacía su carcaj inútilmente, se aparece a él, despechado, en forma de niño negro y le confiesa su impotencia. Interrogado por Antonio, le dice su nombre: el espíritu de fornicación. Esta visión que sigue a la tentación de Antonio, no deja de tener su analogía con la que precede a la tentación de Benito. En efecto, según Gregorio, el tentador se muestra en primer lugar bajo la forma de un mirlo inoportuno que revolotea en el rostro del santo. Al ser echada por medio de la señal de la cruz, el ave deja su lugar a la tempestad de recuerdos y pulsiones. Por lo tanto hay dos fases, tanto en la escena de los Diálogos como en la Vida de Antonio, pero que se suceden en orden inverso. Tanto en la una como en la otra, una visión del diablo en forma corporal -las dos veces del mismo color negro- acompaña a la tentación propiamente dicha. Pero mientras que el niño del relato de Atanasio habla y explica lo que acaba de suceder, el mirlo de Gregorio presagia tácitamente lo que va a producirse. De este modo, el comentarista demoníaco se ha transformado en un “anunciante”, como dice Claudel, y además ha abandonado la forma humana para revestirse con la de un animal. Esta metamorfosis es tanto más interesante, cuanto que el tentador volverá a aparecer muy pronto en la Vida de Benito, con los rasgos de un “negrito”51, exactamente como en la Vida de Antonio. Quizás toma aquí el aspecto de un ave, precisamente para evitar una repetición. Sin embargo, esta representación posee por sí misma títulos literarios y simbólicos bien establecidos. Sin detenernos en los relatos hagiográficos ni en los textos del mismo Gregorio, en los que los espíritus malos están representados por aves52, basta recordar la parábola evangélica del sembrador: la primera desventura del grano es la de ser arrebatado por los pájaros del cielo que representan al diablo53. Por otra parte, esta misma parábola menciona luego a las “espinas” que ahogan el grano -símbolo de las “voluptuosidades” de la vida-, y finalmente habla de la buena tierra, donde la semilla da sus frutos. Estos dos detalles hacen pensar en la conclusión de nuestro relato, en la que Gregorio observa que “el varón de Dios”, luego de su victoria sobre la voluptuosidad, “cual tierra cultivada libre de espinos, dio copiosos frutos en la mies de las virtudes”. Esta parábola del sembrador, que Gregorio ha comentado en sus Homilías, es por lo tanto una de las claves del relato de la tentación de Benito. Ella esclarece el comienzo y el fin: el ave demoníaca y la tierra sin espinas que redobla en fecundidad54. Nos vemos

50 Hay que citar otros dos monjes: Antonio, que se aplica un hierro al rojo y Evagrio que toma un baño helado (Paladio, Historia Lausíaca 11, 4 y 38,11). 51 Dial. II,4,2: en este caso el demonio debió tomar forma humana para poder “tirar del borde del vestido” a su víctima. 52 Ver Sources chrétiennes (= SCh) 260, p. 137, nota a Dial. II,2,1. Agregar Gregorio, Morales 33,30-31. 53 Lc 8,4-15. Cf. Gregorio, Homilía sobre el Evangelio 15,1-4. 54 Podríamos pensar que también ha sugerido a Gregorio las espinas que desgarraron el cuerpo de Benito, pero esto nos parece poco seguro. No hay duda de que las heridas corporales de las espinas sirven de remedio a las heridas morales del vicio, lo cual inclina a asimilar al vicio a un arbusto de espinas que desgarran el alma. Pero esta

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llevados nuevamente al Evangelio. En un segundo plano de nuestro relato, no solamente vislumbramos dos episodios de la vida de Jesús -su Tentación y su Pasión- sino también una gran página de su enseñanza: la parábola-tipo, explicada por él mismo, que evoca las vicisitudes y el triunfo de su palabra. Antes de dejar al ave negra y a la tentación anunciada por ella, debemos observar que esta secuencia, contraria al orden de los fenómenos correspondientes a la Vida de Antonio, es también un poco sorprendente en sí misma. Anunciar la tentación mostrándose aunque sea con un disfraz, no es muy hábil por parte del tentador: Benito, que enseguida lo reconoce -hace la señal de la cruz-, queda prevenido de este modo contra la tempestad que vendrá luego. Pero esta visión del ave ¿ha sido querida por el adversario? Podemos hacernos esta pregunta, tanto más cuanto que la visión análoga del “negrito” dos capítulos más adelante, será presentada como un privilegio insigne del varón de Dios, un don preternatural que su discípulo Mauro obtiene sólo después de dos días de oración y que le será negado al abad Pompeyano. También aquí, sin duda, la visión del mirlo es de naturaleza carismática. Por una gracia de clarividencia, Benito percibe la oscura presencia que le presentará combate. Esa avecilla que revolotea en su rostro, no solamente es el símbolo clásico de los “pensamientos que revolotean”, como ha sido notado antes que nosotros, sino también, para hablar como san Pablo, “el ángel de Satanás que me abofetea”55. Al haber sido descubierto, ya está casi vencido. Esta lucidez del santo, antes de la intervención de la gracia propiamente dicha, es ya un beneficio de Dios56. El remedio para la tentación que sugiere el Señor a su servidor, está relacionado con una terapéutica que ha sido analizada por Gregorio en los Morales. Este comentario del Libro de Job hace notar que, tanto el santo varón como sus semejantes, encuentran en las pruebas exteriores que soportan una providencial diversión de la guerra interior de las tentaciones. Sin ese freno de las calamidades físicas, correrían el riesgo de sucumbir a las pasiones57. Aquí encontramos una nueva aplicación del tema, con las mismas imágenes médicas. La prueba de Benito no le es infligida a pesar suyo. Al convertirse bajo la moción de la gracia en su propio médico, se administra él mismo el tratamiento drástico que Dios hace sufrir en general pasivamente a sus elegidos. A largo plazo, el efecto de esta cura es doble: la desaparición de toda tentación carnal y una acción nueva sobre las almas. El primero de estos resultados recuerda la historia de más de un santo monje: en primer lugar de Antonio, pero sobre todo del abad Serenus de Casiano, de un cierto Elías, retratado por Paladio y del famoso Equitius, un abad italiano presentado por el mismo Gregorio en el Libro anterior de los Diálogos58. Todos, luego de muchas aflicciones y oraciones, recibieron la misma gracia de una inmunidad definitiva. Pero una cosa es ser liberado, como estos tres últimos, por medio de la operación de un ángel que quita el foco del mal en una visión, y otra muy distinta es obtener esta liberación por medio de un acto heroico como lo hace Benito. Nuevamente la comparación hace resaltar el vigor de su iniciativa y de su coraje. En cuanto a la irradiación sobre las almas que resulta de esta victoria observemos hasta qué punto supera a la influencia ejercida al final del ciclo procedente. Entonces se trataba solamente de conversaciones edificantes con los visitantes seglares. Ahora

asimilación está apenas sugerida, y la imagen de las espinas que lastiman al hombre sería incluso diferente a la de las espinas que ahogan la simiente (Lc 8, 4. 15; Dial. II,3,1). 55 2 Co 12,7. Acerca de los “pensamientos que revolotean”, ver sobre todo P. Courcelle, “Saint Benoît, le merle et le buisson d’épines”, en Journal des savants, julio-setiembre 1967, pp. 154-161. 56 Cf. Dial. II,25,2: un monje apóstata es salvado por la visión del dragón diabólico dispuesto a devorarlo. 57 Morales 33,35-36. 58 Casiano, Conf. 7,2; Paladio, Hist. Laus. 29, 2-5; Gregorio, Dial. I,4,1-2.

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muchos empiezan a dejar el mundo para ponerse bajo la guía del santo. Al convertirse en “maestro de virtudes”, atrae a la vida perfecta. De este modo, su nueva victoria sobre el vicio, profundiza su acción sobre los hombres. Este desarrollo de la influencia de Benito está ilustrado con un bonito comentario sobre el ministerio de los levitas en el Antiguo Testamento. Según esta exégesis del Libro de los Números, que Gregorio ha desarrollado en otra parte59, el “servicio” impuesto a los Jóvenes levitas significa la ascesis y la obediencia indispensables a los principiantes, mientras que la “custodia de los vasos sagrados” que se encarga a los quincuagenarios, representa la dirección de las almas, reservada a los hombres maduros y dueños de sí mismos. Este dominio de sí y esta responsabilidad sobre los demás, han sido concedidas, contra toda regla, al joven Benito. Aquello que sólo se confiere normalmente por la edad -el apaciguamiento de las pasiones- lo ha conquistado por su reacción excepcional contra el vicio tentador. Una vez más, su precocidad quema etapas. Pero este pequeño comentario de los Números no solamente aporta una nueva pincelada al retrato del santo. También posee el interés de introducir en el relato dos elementos constitutivos de los Diálogos: las intervenciones del diácono Pedro y las reflexiones sobre la Sagrada Escritura. En este primer caso como en muchos otros, los dos componentes se conjugan: Pedro, que es el representarte de la Iglesia discípula, sólo interviene para pedir una aclaración sobre el texto de la Escritura citado por su obispo. Este, que relata estas historias de santos entre dos obras de exégesis, es feliz de poder volver un momento a la explicación del texto sagrado. Al hacer esto, no hace más que manifestar a la luz del día, esa relación íntima con la palabra de Dios que es -lo notamos en cada línea- el carácter secreto y constante de una música escrita íntegramente en clave de Biblia.

59 Nm 8,24-25. Cf. Morales 23,21.

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Capítulo 3 (continuación) 2. No lejos de allí existía un monasterio cuyo abad había fallecido, y toda su comunidad se dirigió al venerable Benito, pidiéndole insistentemente que fuera su superior8. Él, negándose, difirió su asentimiento durante mucho tiempo, diciéndoles de antemano que las costumbres de él y las de ellos no podrían coincidir. Pero vencido finalmente por sus reiteradas súplicas, dio su consentimiento. 3. Mas él velaba por la observancia de la vida regular del monasterio, no permitiendo a nadie desviarse -como lo habían hecho hasta entonces- por actos ilícitos del camino de perfección, ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Los hermanos de quienes se había hecho cargo, insensatamente enfurecidos, empezaron a acusarse a sí mismos por haberle pedido que los gobernara, ya que su vida torcida estaba en pugna con aquella norma de rectitud. Dándose cuenta de que bajo su gobierno no se les permitirían cosas ilícitas, se dolieron de tener que renunciar a sus costumbres, y les pareció demasiado duro verse obligados a aceptar cosas nuevas con su espíritu envejecido. Puesto que la vida de los buenos resulta intolerable a los de costumbres depravadas, empezaron a tramar el modo de darle muerte. 4. Después de decidirlo en consejo, mezclaron veneno en el vino. Cuando según la costumbre del monasterio se le presentó al abad, sentado a la mesa, el vaso de cristal que contenía la bebida envenenada para que lo bendijera, Benito extendió la mano e hizo la señal de la cruz, y con ella el vaso que estaba a cierta distancia, se rompió, y a tal punto se hizo añicos como si a ese vaso de muerte en lugar de la señal de la cruz, le hubieran dado con una piedra. El hombre de Dios comprendió en seguida que el vaso había contenido una bebida de muerte, ya que no pudo soportar la señal de la vida. Al instante se levantó, y con rostro sereno y ánimo tranquilo convocó a los hermanos y les dijo: “¡Que Dios omnipotente tenga misericordia de ustedes, hermanos! ¿Por qué quisieron hacer esto conmigo? ¿Acaso no les dije de antemano que mis costumbres no eran compatibles con las de ustedes? Vayan y búsquense un Padre de acuerdo con sus costumbres, porque en adelante en modo alguno podrán contar conmigo”. 5. Acto seguido, volvió al lugar de su amada soledad y solo, bajo la mirada del Espectador divino, habitó consigo. PEDRO: No llego a entender del todo lo que quiere decir la expresión “habitó consigo”. GREGORIO: Si el hombre santo hubiera querido tener sometidos por más tiempo a quienes de común acuerdo conspiraban contra él y eran del todo diferentes en su modo de vivir, tal vez esto habría excedido la medida de sus fuerzas y él hubiera perdido la tranquilidad, apartando la mirada de su espíritu de la luz de la contemplación. Y fatigándose día tras día en la corrección de todos ellos, habría descuidado su interior, y tal vez se hubiera abandonado a sí mismo, sin encontrar a los demás. Porque, cada vez que por alguna preocupación excesiva salimos fuera de nosotros mismos, seguimos -es verdad- siendo nosotros, pero ya no estamos con nosotros, porque distraídos por otras cosas, nos perdemos de vista a nosotros mismos. 6. ¿Diremos acaso que vivía consigo aquel que partió a una región lejana, derrochó la herencia que había recibido, tuvo que contratarse con uno de los habitantes de allí y apacentar los cerdos, a los que veía comer bellotas, mientras que a él lo consumía el hambre? Y sin embargo, cuando después empezó a pensar en los bienes que había perdido, la Escritura dice de él: Vuelto en sí, dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia!” (Lc 15,11 ss.). Si estuvo consigo, ¿cómo volvió en sí? 7. Por eso quisiera decir que este hombre venerable habitó consigo, porque teniendo

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constantemente fija la atención en la vigilancia de sí mismo, mirándose siempre ante los ojos del Creador y examinándose sin cesar, no permitió que la mirada de su espíritu divagara por fuera. 8. PEDRO: En este caso, ¿cómo se explica lo que está escrito acerca del apóstol Pedro, cuando fue sacado de la cárcel por un ángel: Volviendo en sí, dijo: “Ahora sé que realmente el Señor envió a su ángel y me libró de las manos de Herodes y de todo cuanto esperaba el pueblo judío” (Hch 12,11)? 9. GREGORIO: Hay dos maneras, Pedro, de salir fuera de nosotros mismos: o por culpa de los pensamientos caemos por debajo de nosotros, o por la gracia de la contemplación somos elevados por encima de nosotros. Así aquel que apacentó los cerdos, cayó por debajo de sí por la divagación del espíritu y la impureza. El otro en cambio, a quien el ángel libró arrebatando su espíritu en éxtasis, estuvo sin duda fuera de sí, mas por encima de sí mismo. Ambos, por lo tanto, volvieron en sí: el primero cuando, apartándose del error de su vida, volvió hacia la sensatez de su corazón, y el segundo, cuando volvió, desde las cumbres de la contemplación, a su primer y habitual estado de espíritu. Por consiguiente, el venerable Benito habitó consigo en aquella soledad, en cuanto se mantuvo dentro de la clausura de su pensamiento. Pero cuantas veces lo arrebató el ardor de la contemplación hacia lo alto, no cabe duda de que quedó por debajo de sí mismo. 10. PEDRO: Es lógico lo que dices. Pero ahora te ruego que me expliques, si le era lícito abandonar a los hermanos una vez que los había tomado bajo su dirección. GREGORIO: Por mi parte, Pedro, estimo que donde existen algunos buenos a quienes se pueda ayudar, hay que soportar con ecuanimidad a los malos que están allí reunidos. Pero donde falta en absoluto el fruto de los buenos, ya se hace inútil el trabajo que se toma por los malos, sobre todo si en las cercanías se ofrecen otras ocasiones para lograr resultados más provechosos en honor de Dios. ¿Por quién iba a permanecer allí el hombre santo como guardián, cuando veía que todos unánimemente lo perseguían? 11. Y a menudo sucede en el ánimo de los perfectos -no lo olvidemos- que al advertir que su trabajo no da ningún fruto, se van a otra parte a ocuparse de una tarea que les reporte algún fruto. Por eso aquel eminente predicador que deseó “irse para estar con Cristo”, para quien “la vida era Cristo, y la muerte una ganancia” (Flp 1,23. 21), que ambicionaba las luchas de las persecuciones no sólo para sí, sino que incitaba también a otros a soportarlas, al sufrir persecución en Damasco buscó un muro, una cuerda y una canasta para poder evadirse, y quiso que lo bajasen a escondidas (cf. Hch 9,24 ss.; 2 Co 11,32 ss.). ¿Diríamos, entonces, que Pablo temía la muerte, cuando él mismo declara que la deseaba por amor a Jesús? Pero al ver que en aquel lugar hallaba poco fruto y una pesada labor, se reservó para realizar en otra parte un trabajo provechoso. El esforzado luchador de Dios no quiso quedarse en el campamento, sino que salió en busca del campo de batalla. 12. Si me escuchas con benevolencia, pronto verás que el venerable Benito hizo lo mismo, pues al escapar con vida y abandonar allí a los rebeldes, resucitó de la muerte del alma a una multitud en otros lugares. PEDRO: Lo acertado de lo que enseñas, lo prueban la manifiesta razón y el coherente testimonio aducido. Pero te ruego que reanudes el relato de la vida de un Padre tan grande. 13. GREGORIO: Como el hombre santo iba creciendo en virtudes y milagros en esa soledad, muchos se reunieron en aquel lugar para servir al Señor omnipotente. Por lo tanto con la ayuda del omnipotente Señor Jesucristo construyó allí doce monasterios, a

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cada uno de los cuales asignó doce monjes, después de constituir sus abades respectivos. Pero retuvo consigo a algunos pocos, juzgando que serían mejor formados en su presencia. Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb60 Decididamente, Benito no sale de una prueba sino para entrar en otra. No bien triunfa de la lujuria, la irradiación que resulta de esta victoria es la causa de un nuevo combate. Su naciente prestigio de maestro espiritual, hace que una comunidad monástica lo elija como abad y estos monjes, que son malos, le procuran una tentación análoga a la de la mujer cuyo recuerdo tanto lo había atormentado. De hecho, estos dos episodios no solamente se encuentran uno a continuación del otro sino que se asemejan. Tanto en uno como en otro, una señal de la cruz rechaza el mal. Tanto en uno como en otro también, Gregorio habla de derrota: “casi vencido” por la voluptuosidad, Benito resulta efectivamente “vencido” por las reiteradas súplicas de los monjes. Aquello que casi realiza en el primer caso -abandonar su desierto-, lo cumple efectivamente en el segundo. Tanto en un caso como en el otro, se trata de “volver en sí”. La primera vez, esta vuelta en sí se opera, por la gracia de Dios, luego de un instante de extravío, y salva al joven monje de la caída. La segunda vez, pese a que abandona su gruta, Benito no se deja arrastrar fuera de sí. En el momento crítico, su pronta decisión de abandonar su cargo y de volver a su querida soledad, le permitirá “habitar consigo” sin interrupción. Pero se libró por un poco de esa fatal salida de sí que ilustra la parábola del Hijo Pródigo, de quien el Evangelio dice que “volvió en sí”, desde lo más profundo de su miseria61. De modo que nos encontramos con una nueva tentación, una nueva prueba. A la seducción de la mujer, sigue la oposición de los hombres. A la atracción del placer carnal, se sustituye la trampa de la autoridad, la preocupación excesiva de una responsabilidad pastoral ejercida en vano. Esta vez Benito se arriesga, no ya a abandonar el servicio de Dios y volver al mundo, sino más sutilmente, en el seno mismo de la vida religiosa, a perder la paz interior, la “luz de la contemplación”, la visión de sí mismo y de Dios. Así como había sucedido la vez anterior, Benito sale victorioso de esta prueba. El descubrimiento del atentado perpetrado contra su vida no consigue turbarlo. Por el contrario, este descubrimiento le sugiere inmediatamente el retiro liberador que custodiará su paz contra el inminente naufragio. Abandona esta autoridad que no ha buscado, que incluso durante mucho tiempo ha rechazado, sin tardanza ni pesar para volver a su amada soledad. Y la actual victoria, igual que las dos anteriores, tiene también como recompensa una irradiación ejercida sobre las almas. Por haber renunciado a una vana autoridad por su bien espiritual, Benito ve llegar a su refugio a los hombres que buscan el servicio de Dios. Ha abandonado un monasterio y funda doce. Así llega a su culminación la progresión que hemos observado. La influencia de Benito que ha comenzado modestamente por medio de algunas buenas palabras dirigidas a los visitantes laicos, se hizo más profunda luego de la segunda tentación: la gente comenzó a dejar el mundo para ponerse bajo su dirección. Ahora se da un nuevo paso: se organizan verdaderas

60 Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 57 (1981), pp. 141-148. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 261 y 262. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina. 61 Lc 15,17. La preocupación excesiva tiene por lo tanto el mismo efecto que la lujuria, pecado del Hijo Pródigo. Se establece también una cierta analogía entre los cerdos de este último y los malos monjes de san Benito.

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comunidades. Primero seglares; luego aspirantes a la vida perfecta, finalmente monjes cenobitas: estos son los trofeos cada vez más nobles de aquellos combates. Para completar esta mirada retrospectiva, observemos ciertas correspondencias entre los tres ciclos ya recorridos. En el primero, Benito se va al desierto para huir de su popularidad entre los seglares. En el segundo, permanece allí a pesar del deseo de una mujer. En el tercero vuelve allí, huyendo del odio de los malos monjes. La estima de los hombres lo llevó a la soledad, su hostilidad lo vuelve a traer. Vanagloria, lujuria, vanas preocupaciones pastorales: cada una de estas cosas ha ido fracasando en su intento de hacerlo caer. Fortificado por este triple asalto, ahora más que nunca es el jovencito que no hace mucho abandonaba la ciudad, “deseando agradar sólo a Dios”.

* * * Tentación, victoria, irradiación: este ciclo bien conocido está nuevamente cerrado y constituye lo esencial del presente episodio. Pero éste posee sus detalles concretos que no carecen de interés. Algunos de estos detalles nos sorprenden. En primer lugar, la elección de un ermitaño para gobernar una comunidad. Benito, como recordaremos, ha pasado directamente de la vida seglar a la soledad absoluta, sin ningún período de aprendizaje en una comunidad monástica. ¿Cómo es posible que se lo llame para dirigir una vida comunitaria de la cual no tiene la menor experiencia? Sin embargo, Benito no es un caso aislado. En el Libro siguiente, Gregorio relata un hecho análogo acerca de un cierto Eutiquio, originario de Nursia como él; y conocemos por lo menos otro más por Teodoreto, el historiador de los monjes de Siria en el siglo anterior62. Estos hechos son significativos. Que un ermitaño se convierta así en abad, no es solamente el indicio de una personalidad excepcional sino también la prueba de que eremitismo y vida común son dos formas estrechamente relacionadas de la misma vocación. Instruido brevemente por el monje Román que le ha dado el hábito, Benito ha llevado realmente en la soledad esa “vida regular” que ahora se preocupa por hacer observar. Concientes de esta afinidad profunda del cenobitismo y del eremitismo en el interior de la única vocación monástica, esos monjes que toman como superior a un ermitaño dan testimonio de que la misma vida comunitaria tiende a las altas virtudes cultivadas en la soledad. Allí indudablemente que Benito no ha experimentado ni la obediencia, ni el soportar a los demás, ni el servicio al prójimo en la caridad; pero ha practicado en un grado eminente la pobreza, la abstinencia y el ayuno, el silencio y el cara a cara con Dios, el combate contra los demonios y la oración incesante. Todo esto interesa también en alto grado a los cenobitas. Lo que buscan en ese hombre que toman como Padre, no es tanto al organizador y al jefe como al guía espiritual y al entrenador en los caminos de la ascesis. Para el cenobitismo antiguo, el abad es sobre todo el modelo y el promotor del renunciamiento. En el caso presente, sin embargo, nos asombra que esos monjes relajados elijan a un abad tan severo. Desde el principio Benito los ha prevenido. El malentendido nos parece imperdonable, incluso inexplicable. No obstante, podría ser la consecuencia del deseo de integrar a la comunidad a un asceta de prestigio63, cuyo patrocinio podría cubrirla con respecto al exterior, mientras que su inexperiencia y su orientación exclusiva hacia las cosas de lo alto, lo harían poco atento a lo que sucediera en el interior.

62 Gregorio, Dial. III,15,2; Teodoreto, Historia de los monjes de Siria 4,3-5 (Eusebio de Teleda). 63 El prestigio del abad cuenta mucho para los monjes. Ver Dial. III,15,5, donde los cenobitas matan un oso, celosos de un ermitaño que hace sombra a su abad.

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Otro motivo de sorpresa, y no el menor, es el crimen cometido por esos monjes. El hecho de estos religiosos que tratan de envenenar a su superior no es común y constituye una buena paradoja. Gregorio lo relata francamente, sin pestañar, del mismo modo que en otro lado habla del pecado carnal de un obispo o de las brutales violencias de un abad64. Este papa que tiene con respecto a sí mismo y a la Iglesia entera ambiciones infinitas, sin embargo, cuando escribe, se preocupa muy poco de la respetabilidad de los eclesiásticos y de los consagrados. No se sabe qué pensar de una situación tan extraña. En primer lugar, pone en evidencia el extremado rigor del joven superior, inflexible guardián de la regla. Ese contemplativo a quien quizás creían distraído, desapegado, complaciente, resulta ser un pastor vigilante e intransigente. De repente vemos aparecer la fuerte personalidad del abad, que se expresará, en el otro extremo del Libro, por medio de la redacción de una regla para los monjes65. Por otra parte, en ese contraste de una intensa atracción por la contemplación y de un temperamento pastoral de lo más exigente, reconocemos sin esfuerzo la imagen del mismo Gregorio. Según parece, Benito ha sido riguroso hasta la rigidez y la torpeza. Su fracaso es total: la comunidad entera se levanta contra él. ¿No habrá tratado aunque más no sea, como Gregorio lo recomienda en el Pastoral, de complacer un poco a sus súbditos, no por su propio interés sino para ayudarlos a recibir la palabra de Dios66? Nos inclinamos a pensar que su juventud y su inexperiencia tienen algo que ver con esta tragedia, que por lo menos le habrá servido de lección, haciéndolo madurar para su tarea de abad67. No obstante ¿es esto lo que Gregorio quiere hacernos entender? Pareciera que su intención es totalmente distinta. En lugar de la psicología, lo que le interesa es la doctrina espiritual. Para él, se trata de colocar a su héroe en una situación extrema, casi imposible, en la que podrá legítimamente e incluso deberá lúcidamente preferir la búsqueda solitaria de Dios a una relación pastoral viciada. De hecho, la aventura de Benito es un poco irreal y romántica. La historia del monaquismo antiguo relata más de un conflicto entre monjes y superiores -Pacomio y sus primeros discípulos, Orsisio y su congregación, Sabas que fue echado dos veces de la laura que había fundado- pero nunca, que nosotros sepamos, habla de una tentativa de asesinato. Para encontrar los antecedentes de este acontecimiento inaudito, hay que remontarse a Moisés, a los profetas y al mismo Jesús. Como ellos, Benito representa, frente al pueblo de Dios descarriado, al testigo fiel hasta la muerte68. Este conflicto de Benito con sus monjes, llevado hasta un extremo fantástico y absurdo, le permitirá abandonar su cargo y volver a su gruta. A esto apunta Gregorio antes que nada. En efecto, el tema de la soledad no ha sido todavía desarrollado como se merece. La vida solitaria, que hasta ahora ha sido presentada únicamente bajo el aspecto ascético, tiene otros valores más altos aún, que deben ser celebrados. Luego de la heroica renuncia de los tres años vividos totalmente de incógnito, en el despojo y el hambre, Benito debe acceder a la “contemplación”, a la “habitación consigo” bajo la mirada de Dios, incluso al “éxtasis”, que es la “cima de la contemplación”69. Esto no quiere decir que le haya sido negada toda experiencia de este tipo al principio, sino que

64 Dial. I,2,8 (el abad de Fondi); III,7,2-5 (el obispo Andrés). 65 Dial. II,36. 66 Gregorio, Pastoral II,8. 67 Cf. RB 64,12: el abad debe tener cuidado de no “romper el vaso” al raer demasiado la herrumbre. Aparte de la vasija que se hizo añicos por su señal de la cruz, ¿no habrá quizás Benito quebrado a sus hombres corrigiéndolos demasiado fuertemente? 68 Por eso hay una diferencia con el obispo Sabino (Dial. III,5), envenenado también por uno de sus súbditos pero por un simple motivo de ambición. Sabino no es una especie de mártir como Benito. 69 Sobre el “volver en sí” del Apóstol Pedro, ver Hch 12,11.

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Gregorio prefiere describir su existencia solitaria en dos tiempos, en los que sucesivamente aparecen, como en una progresión, los aspectos “activo” y “contemplativo” de esa vida. Vemos entonces la función que cumple este episodio del abadiato fracasado. Sirve de separación entre los dos períodos de vida solitaria. Pone fin a la etapa ascética e introduce apropiadamente el tiempo de la contemplación. Así como las tentaciones de vanagloria y de lujuria provocaron y llevaron a su paroxismo el esfuerzo ascético, la tentación de “salir de sí” a causa de las preocupaciones excesivas trae naturalmente el tema contemplativo de “la habitación consigo”. Por otra parte, el episodio prepara la sucesión de los acontecimientos, es decir el afluir de vocaciones y la creación de doce monasterios. Como san Pablo, Benito se evade de una situación sin salida sólo para ofrecerse a una acción útil. Así, el monasterio malo que abandona aparece como el anuncio y la antítesis de los que él luego creará. Su verdadera comunidad no será aquella que lo ha elegido a pesar suyo y que lo ha arrancado de su soledad sino aquella que, en su misma soledad, se agrupará a su alrededor. Este fracaso pastoral desemboca entonces simultáneamente en el tiempo de la contemplación y en el del apostolado fecundo. Estos dos epílogos, aparentemente divergentes, en realidad no hacen más que uno. La fecundidad es una consecuencia de la presencia en sí mismo y en Dios. No existe una verdadera acción sobre los demás que no emane de una contemplación.

* * * Este asunto del superiorato rechazado, aceptado y abandonado, no juega un papel solamente en la economía de la Vida de Benito. Tiene también resonancias profundas en el destino y la obra de su biógrafo. Tres años antes, los romanos habían nombrado obispo a Gregorio. Monje por vocación y diácono por obediencia, éste había huido de esa nueva función y se había escondido. Obligado por fin a asumirla, se quejó amargamente en sus primeras cartas y el comienzo de los Diálogos renueva estas quejas dolorosas. En el Libro Pastoral, que fue su primera obra como Papa, trata de justificar su rechazo inicial del episcopado, de un modo más especulativo y más sereno. Por lo tanto Gregorio, al hablar aquí de Benito, en realidad trata un asunto que le interesa mucho y que es eminentemente personal. La resistencia que Benito opone a sus electores, su aceptación final a sus deseos: todas esas vicisitudes las ha vivido el mismo Gregorio. Gracias a Dios que no entran en su experiencia ni el conflicto agudo, ni el envenenamiento ni la dimisión, pero ciertamente la liberación y el regreso a la soledad son sueños que obsesionan a este hombre fatigado, enfermo, apasionadamente enamorado de la vida claustral y de la contemplación. Por eso encontramos en la Regla Pastoral múltiples ecos de las páginas que comentamos. Lo que lo ha hecho huir del ministerio pastoral, dice Gregorio, es el doble peligro de la división y de la extroversión, de estar tironeado por las múltiples preocupaciones que hacen salir de sí. ¿No rechazó el mismo Jesús ser rey?70. Sin embargo, si es la voluntad de Dios, hay que aceptar como Moisés, como Jeremías, como Cristo71. Aun cuando deba hablar sin temor contra los vicios72, el pastor debe tener cuidado de que la preocupación por los demás no le haga perder de vista su propia alma. A estas preocupaciones exteriores, hay que agregar la vigilancia interior,

70 Jn 6,15. Ver Gregorio, Regla Pastoral (= Past.) I,3-4. 71 Past. I,5-7. 72 Past. II,4 y 6. Cf. II,10.

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renovada por la lectura cotidiana de la Escritura73. Por lo demás, este problema de la contemplación y de la acción, del retiro y del ministerio, es uno de aquellos sobre los cuales más ha reflexionado Gregorio. El Comentario a los Reyes, que sin duda es la última de sus obras, lo replantea en términos particularmente conmovedores. David, que es figura del pastor cristiano, no puede tomar por esposa a Merab, hija de Saúl la vida contemplativa. Imposible para el obispo abandonar su cargo para darse a la contemplación: la “ley de la Iglesia” se lo prohíbe. En cuanto a combinar ministerio y soledad, preocupación por los demás y guarda de sí mismo, es una ilusión que se alimenta al principio pero que resiste mal a la experiencia74. Estas Confesiones, apenas disimuladas, nos hacen entrever lo que Benito representa para Gregorio: la casi imposible probabilidad de renunciar, con tranquilidad de conciencia, a un cargo abrumador y de volver a aquella “habitación consigo” bajo la mirada de Dios, que es el lugar de toda la alegría espiritual y de toda la verdadera irradiación. Quizás también el santo Papa ve en su héroe al modelo de la aceptación y el cumplimiento tranquilo de una función no deseada. Benito, en efecto, no rechaza en principio la responsabilidad pastoral en nombre de su propia vocación solitaria y contemplativa. Sus objeciones sólo provienen de su desemejanza con sus ovejas y de un presentimiento de inutilidad. Más tarde, cuando los auténticos discípulos se agrupen a su alrededor, los recibirá como hijos, al parecer sin resistencia ni reticencia. La contemplación se complace en la soledad75, pero no la exige absolutamente. Esto es tan cierto que Benito llegará a la cumbre de la contemplación en Montecasino, en pleno abadiato, como veremos al final del Libro76. El obstáculo para la contemplación no está en los demás sino en nosotros mismos. Dominar las preocupaciones, permanecer dueños de nosotros mismos y aplicados a la oración: nada más se necesita para hacerla posible en toda circunstancia77.

* * * Un último comentario sobre la formulación de este ideal. “Habitar consigo”: Gregorio se preocupó por expresarlo con una fórmula impactante sobre la que llama la atención mediante una pregunta del diácono Pedro y un hermoso comentario. ¿De dónde sale, por tanto, esta expresión destacada como si fuera una palabra de la Escritura? Dejemos de lado la admirable pero lejana página del Fedón de Platón, para quien lo que debe “habitar sólo en sí mismo” es el alma del filósofo separada del cuerpo desde ahora como muy pronto lo será por la muerte78. Más cercana en todos los aspectos es la máxima Tecum habita, “Habita contigo”, que se encuentra al final de una sátira de Persio79, y Gregorio quizás piensa en ella. Para el poeta latino, que se dirige a un hombre público, se trata de desembarazarse de las mentiras de la reputación y del prestigio y de volver en sí para descubrir la verdad de su miseria moral. Esta variante del “Conócete a ti mismo” no carece ciertamente de grandeza, pero observemos todo lo que Gregorio le agrega: la mirada de Dios, el esfuerzo constante tanto para preservarse del mal como para percibirlo, la soledad que se abraza con el objeto de dedicarse enteramente a esta ocupación incesante80. Esta joya de la sabiduría pagana adquiere así nuevos colores

73 Past. II,7 y 11. Cf. II,5 y el “volver en sí” del final (IV). 74 Comentario al I Libro de los Reyes V,178. Cf. 179-180. 75 Ibid. V,179: al salir de la acción, los contemplativos vuelven en cuanto pueden a “su amada soledad”, exactamente como Benito. 76 Dial. II,35,2-3, donde por otra parte, Benito está solo en su ventana. 77 Com. a los Reyes, V,180: hermoso pasaje sobre Marta, quien debe conservar, en medio de sus múltiples servicios, la única intención de servir a Jesús, con la mirada vuelta hacia Él. 78 Platon, Fedón 67 c. 79 Persio, Sat. 4, 52. Ver los estudios del P. Courcelle que hemos citado en nuestra nota de SCh 260, p. 143. 80 Por otra parte, el término opuesto no es el renombre sino la preocupación excesiva.

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cristianos y monásticos. Guardarse en todo momento, evitar el pecado, vivir y actuar bajo la mirada de Dios: los lectores de la Regla benedictina ya habrán reconocido el “primer grado de humildad”, que Benito presenta con tanta amplitud al principio de su famosa escala al cielo81. Esta disposición fundamental, no es por lo tanto únicamente el punto de partida del itinerario hacia la perfección trazado por Benito. Si creemos a Gregorio, fue también la matriz de toda su obra. Sus virtudes y sus prodigios, el afluir de sus primeros discípulos, la fundación de sus doce monasterios, esto y todo lo demás surgió de una severa atención a sí mismo y a Dios, según la doctrina de la Regla. Este “primer grado”, en el que el monje está solo frente a Dios, sin que se trate del prójimo, puede ser entonces para el que lo observa, como lo fue para el que lo redactó, una fuente inagotable de influencia bienhechora sobre los demás. “Habitar consigo” es la raíz de “habitar con los otros”82, es decir de toda la vida común, porque es en esta soledad interior donde el monje se encuentra a sí mismo y aprende a vivir sin cesar con el Otro.

81 RB 7,10-30. 82 Cf. Sal 67,7 y 132,1, fundamentos tradicionales de la vida común.

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Capítulo 3 (continuación) 14. Entonces empezaron a llegar hasta él hombres nobles y piadosos de la ciudad de Roma, ofreciéndole a sus hijos para educarlos en el temor de Dios omnipotente. También Eutiquio y el patricio Tértulo le encomendaron a sus hijos de condiciones prometedoras, el primero a Mauro, y el segundo a Plácido. El joven Mauro se distinguía por sus buenas costumbres y empezó a ser el ayudante del maestro; en cambio Plácido era aún un niño. Capítulo 4 1. En uno de los monasterios que Benito había construido en los alrededores, había un monje que durante la oración no podía quedarse en su lugar, sino que en cuanto los hermanos se inclinaban para entregarse a la oración, él salía afuera, y con la mente distraída se entretenía en cosas terrenas e intrascendentes. Habiendo sido advertido reiteradas veces por su abad, fue llevado al hombre de Dios quien a su vez lo reprendió duramente por su necedad. De regreso al monasterio, apenas si se acordó durante dos días de la amonestación del hombre de Dios; al tercero volvió a su antigua costumbre, y otra vez empezó a dar vueltas durante el tiempo de la oración.

2. El asunto fue comunicado al servidor de Dios, por el Padre que él había constituido para esta casa. Benito dijo: “Yo iré y lo corregiré personalmente”. El hombre de Dios llegó al monasterio, y a la hora fijada, concluida la salmodia, los hermanos se aplicaron a la oración. Entonces observó que un negrito arrastraba hacia fuera por el borde del vestido, a aquel monje que no podía permanecer en la oración. Benito, al ver esto les dijo secretamente al Padre del monasterio, de nombre Pompeyano, y al servidor de Dios Mauro: “¿No ven quién es el que arrastra hacia afuera a este monje?”. A lo que ellos respondieron: “No”. Les dijo: “Recemos, para que también ustedes vean a quién sigue este monje”. Después de haber orado durante dos días, el monje Mauro lo vio, pero Pompeyano, el Padre del monasterio, no pudo verlo.

3. Al día siguiente, terminada la oración, el hombre de Dios salió del oratorio, sorprendió al monje que estaba afuera, y para curar la ceguera de su corazón lo golpeó con una vara. A partir de aquel día, el monje ya no sufrió de ningún modo el engaño del negrito, sino que permaneció sin moverse durante la oración. Así, el antiguo enemigo ya no se atrevió a influir en su imaginación, como si él mismo hubiera recibido el azote. Capítulo 5 1. De los monasterios que había construido en aquel paraje, tres se hallaban emplazados en lo alto de las rocas, y resultaba muy penoso a los hermanos bajar siempre al lago para sacar agua, sobre todo por el grave riesgo que corrían al bajar por la pendiente abrupta de la montaña. Entonces se reunieron los hermanos de los tres monasterios y acudieron al servidor de Dios Benito, diciendo: “Nos es muy penoso descender cada día al lago para sacar el agua. Por eso es preciso trasladar los monasterios a otro lugar”.

2. Benito los consoló bondadosamente y los despidió. Aquella misma noche, acompañado por el pequeño Plácido, a quien mencioné antes, subió a la cumbre de la montaña y rezó allí durante mucho tiempo. Concluida la oración, puso como señal en aquel lugar tres piedras, y sin decir nada a nadie, regresó al monasterio.

3. Al día siguiente los hermanos volvieron a él para recordarle la falta del agua. Benito les dijo: “Vayan y caven un poco sobre la roca en la que encuentren tres piedras

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superpuestas. Porque Dios omnipotente es capaz de hacer manar agua aún en la cima de esta montaña, para ahorrarles el cansancio de un camino tan penoso”. Ellos fueron y encontraron la roca que Benito les había indicado, ya exudando. Y al cavar un hoyo, al instante el agua brotó tan copiosamente, que aún en la actualidad corre en abundancia, deslizándose desde la cumbre hasta el pie de la montaña. Capítulo 6 1. En otra ocasión, un Godo pobre de espíritu se presentó para hacerse monje. El hombre del Señor, Benito, lo recibió con muchísimo gusto. Un día mandó que le dieran una herramienta parecida a una hoz, llamada falcastro, para que cortara las zarzas en un lugar destinado a un huerto. El lugar que el Godo debía limpiar, estaba situado directamente a la orilla del lago. Como el Godo cortara con todas sus fuerzas aquel matorral de zarzas, el hierro se desprendió del mango y cayó al lago, en aguas tan profundas que no había esperanza de recobrarlo.

2. Así, perdido el hierro, el Godo corrió tembloroso al monje Mauro, le contó el daño que había causado e hizo penitencia por su falta. De inmediato, el monje Mauro se encargó de informar al servidor de Dios Benito. Al oírlo, el hombre del Señor se encaminó al lugar, tomó el mango de manos del Godo y lo sumergió en el lago. Al punto, el hierro volvió de la profundidad del agua y se ajustó al mango. Benito devolvió en seguida la herramienta al Godo y le dijo: “¡Hela aquí! ¡Trabaja y no te entristezcas!” (cf. 2 R 6, 5ss). Capítulo 7 1. Un día, mientras el venerable Benito estaba en su celda, el mencionado niño Plácido, monje del hombre santo, salió a sacar agua del lago y al sumergir descuidadamente en el agua el recipiente que llevaba consigo, se cayó tras él. La corriente lo arrastró en seguida y lo llevó agua adentro, casi a un tiro de flecha de la orilla. El hombre de Dios, desde su celda, se dio cuenta al instante de lo ocurrido. De inmediato llamó a Mauro, diciéndole: “¡Corre, hermano Mauro! Porque el niño que fue a sacar agua, se cayó al lago y la corriente lo arrastra lejos”.

2. Pero ¡cosa admirable e insólita desde los tiempos del apóstol Pedro (cf. Mt 14,28s)! Después de pedir y recibir la bendición, Mauro se dirigió a toda prisa para cumplir la orden de su Padre. Y creyendo que caminaba por tierra firme, corrió sobre el agua hasta el lugar adonde la corriente había arrebatado al niño. Y agarrándolo por los cabellos, volvió también corriendo rápidamente. Apenas llegó a la orilla, vuelto en sí, miró hacia atrás y se dio cuenta de que había corrido sobre el agua y, admirado, se estremeció al ver como un hecho lo que nunca se hubiera atrevido a hacer.

3. Cuando estuvo ante el Padre, le contó lo sucedido. Pero el hombre venerable Benito atribuyó esto no a sus propios méritos, sino a la obediencia del discípulo. Mauro, al contrario, sostenía que ello se debía sólo al mandato del Padre y que él no tenía parte en aquel prodigio porque lo había hecho inconscientemente. Pero en esta amistosa discusión de mutua humildad intervino como árbitro el niño que había sido salvado, diciendo: “Cuando me sacaban del agua, veía sobre mi cabeza la melota del abad y observaba que era él quien me sacaba de las aguas”.

4. PEDRO: Realmente es impresionante lo que cuentas, y servirá de edificación para muchos. Por mi parte, cuanto más bebo de los milagros de este hombre tan bueno, más sed tengo.

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Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb83 En Subiaco, Benito hizo más de cuatro milagros: antes y después de los que leemos en estos textos, Gregorio narra varios de ellos. Pero estos cuatro forman un conjunto distinto, que ocupa el centro del ciclo de Subiaco. Lo que une estos hechos maravillosos es su carácter intemporal: ninguna cronología relativa los ubica temporalmente entre sí. Mientras que los acontecimientos precedentes y los siguientes se encadenan en una historia -la de la ascensión de Benito al abadiato de Subiaco y su partida para Montecasino- los cuatro milagros aquí relatados marcan un tiempo de reposo. En lugar de avanzar a través de una sucesión de hechos, se detiene a contemplar prodigios que pertenecen a un mismo indiferenciado período, sin antes ni después. A falta de un orden cronológico, nuestros cuatro relatos se ordenan de otras formas. Desde el punto de vista topográfico, ante todo, los dos primeros tienen como marco monasterios de la periferia, mientras que los dos últimos se sitúan cerca del lago, donde se desarrollará igualmente el fin del ciclo de Subiaco. Como en la descripción de las fundaciones de Benito84, se pasa de las doce comunidades circundantes establecidas por el santo a aquella en la que él reside. Esta marcha hacia el centro es tanto más neta cuanto que el segundo relato, concerniente a los tres monasterios situados en la montaña, ya hace mención del lago como de un lugar muy alejado, al que hace falta aproximarse. Ausente del primer episodio, esta planicie de agua fascinante ya está a la vista en el segundo; en el tercero, se está al borde; en el cuarto, dentro de ella. Desde los torrentes del segundo relato al ahogo del último, el agua corre por todas partes, por lo que se comprende que Pedro, sumergido por ese diluvio de imágenes acuáticas, termine por decir graciosamente, a propósito de los milagros mismos: “Cuanto más bebo..., más sed tengo”85. Otro principio de orden: los personajes. Presentados poco antes, Mauro y Plácido se suceden junto a Benito. Mauro asiste al episodio diabólico, Plácido al milagro de la fuente, Mauro de nuevo en aquel del hierro que flota. Finalmente, pasando del segundo plano al centro de la escena, Plácido y Mauro protagonizan juntos el último acto. La alternancia de las dos figuras es perfectamente regular. Un último criterio ordenador es el trasfondo bíblico, que Gregorio mismo desarrollará en la conclusión del ciclo86. Allí aprenderemos que los tres últimos prodigios reproducen milagros de Moisés, Elías, Pedro. En paralelo con sus modelos bíblicos, estos tres relatos se ordenan en una serie cronológica: la Ley, los Profetas, el Evangelio. Desde este punto de vista, sin embargo, el primer relato queda fuera de la serie. No porque carezca de una correspondencia bíblica -veremos que Elías es discretamente presentado-, sino porque Gregorio no ha considerado oportuno manifestarla. Tomemos nota de este silencio y coloquemos aparte esta escena inicial. La cual se distingue por otras dos características, de las que una -se recordará- es la ausencia del lago; y la otra, la presencia activa del diablo. Ausencia y presencia conectadas: el rol maléfico que tendrá el lago en los episodios siguientes, lo desempeña aquí el diablo. Al igual que el agua “arrastra” físicamente a Plácido, el pequeño hombrecito negro “arrastra” a su víctima fuera del deber.

83 Traducción de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 66-74 (Vie monastique, 14). 84 Dial. II,3,13. 85 Dial. II,7,4. Es su primera intervención después de Dial. II,3,12, lo cual subraya la unidad de este conjunto. 86 Dial. II,8,8,

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Esta fisonomía particular del primer relato está en relación con su posición en el Libro. Recuerda, en efecto, los capítulos precedentes, a los que debe relacionar con la serie de los cuatro milagros. Nueva transformación del diablo, el niño negro hace pensar en el pájaro negro de la tentación carnal, y “la salida” del monje que “divaga” fuera del oratorio se asemeja a las desgracias del hijo pródigo evocadas en el comentario de habitavit secum87. Lo que Benito, permaneciendo en su gruta y “habitando consigo mismo” había obtenido por su propia cuenta, lo consigue para su monje arrastrado por el demonio: con un golpe de vara, lo hace capaz de permanecer en oración en el interior del oratorio.

* * * Antes de examinar más detalladamente este primer milagro y los siguientes, observemos lo que tiene de incisivo la afluencia de los aristócratas romanos, entre los cuales Gregorio nombra los parientes de Mauro y de Plácido. Benito ha dejado Roma para buscar a Dios: he aquí que Roma viene a él. Renunció a hacer carrera: la elite de la ciudad le lleva sus hijos. Despreció los estudios88: le entregan a sus hijos para que los eduque. Si la construcción de los doce monasterios aparece como el fruto inmediato del retiro contemplativo y de la victoria sobre el irascible, esta irradiación sobre la nobleza romana parece relacionarse -mucho más lejos hacia atrás- con la conversión inicial del joven santo. He aquí entonces a Benito convertido en educador. Este papel no lo desempeña sólo respecto de los jóvenes romanos que le son especialmente confiados, sino también en relación con todos los monjes de sus monasterios. El primer relato de milagro es un ejemplo. Bajo el revestimiento maravilloso, se reconoce un asunto típico de la disciplina claustral: siguiendo un esquema trazado en debida forma por la regla, resultando ineficaces las admoniciones, son sustituidas por los golpes. Sin embargo este procedimiento disciplinar, que aparece en las dos extremidades del relato, es interrumpido por una visión sobrenatural. Llegado al lugar para corregir al transgresor, Benito percibe inmediatamente, por un don de clarividencia que anuncia sus milagros de “profecía”, la causa invisible y satánica del mal. Se piensa en Martín que descubre al demonio que enfurece a uno de sus adversarios89, pero más aún -porque se trata del abandono de la oración- en dos escenas famosas del monacato egipcio: en Casiano, un anciano ve a un monje, que se dedica locamente a trabajar en lugar de orar, excitado a ese trabajo inútil por un demonio invisible; en otra parte, Macario asiste a un oficio nocturno donde los demonios no cesan de distraer a los monjes que rezan90. Esta última historia se relaciona especialmente con nuestro relato, por el hecho que Macario mismo reza varias veces para obtener la visión de esas artimañas diabólicas y su repercusión en los corazones. Esta visión de Benito no carece de antecedentes monásticos. Pero ellos no deben ocultarnos el gran precedente bíblico que ocupa sin duda el pensamiento de Gregorio. Ya el profeta Eliseo, un día en que había sido rodeado por el enemigo, vio la armada invisible del Señor, mucho más numerosa que la de los sirios, que lo protegía. Y como su sirviente esta aterrorizado, pidió al Señor que le abriera los ojos91. Heredero de Eliseo, Benito también obtiene por la oración que Mauro, su discípulo, vea lo invisible. Pero esto es diabólico, no angélico, y la visión del discípulo, en lugar de

87 Dial. II,2,1 y 3,9. 88 Como tantos otros jóvenes provincianos que “afluían de todas partes para posicionarse en este mundo”, según la observación de Gregorio mismo (Homilías sobre Ezequiel II,6,23). 89 Sulpicio Severo, Diálogos III,8 y 15. 90 Casiano, Conferencias 9,6,1-3; Historia monachorum 29; PL 21,454. 91 2 R 6,15-17.

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obtenerse de inmediato por la sola oración del hombre de Dios, sólo se consigue cuando Mauro ha rezado dos días completos. Este largo esfuerzo, al término del cual el otro discípulo, Pompeyano, sigue sin ver, realza el carisma singular de Benito, que vio todo de inmediato. A la visión del diablo sigue la acción que lo pone en fuga. Al mismo tiempo vindicativo y medicinal, el golpe de vara no alcanza sólo al ser humano que lo recibe. Su acción sobrepasa la de los castigos corporales previstos por la regla: toca misteriosamente al diablo mismo. El bastón de Benito está dotado de una eficacia sobrenatural92, como aquel de Moisés en el milagro de la fuente que manó de la roca, que justamente el próximo relato pondrá ante nuestros ojos. Antes de pasar a ese nuevo milagro, retengamos la lección que surge del presente relato. Todo se relaciona con la oración: el diablo se opone a ella, y es por ella que se consigue superar esa oposición. “Se entretenía en cosas terrenas e intrascendentes”, en vez de la obra divina y eterna que es la oración: conocemos bien esta tentación. Al menos sirve de consuelo saber que es de todos los tiempos. Los términos en que Gregorio nos lo dice son aquellos que Benito usa en su regla para poner al abad en guardia contra las preocupaciones de este mundo93. Puede ser que uno y otro se acuerden de aquella frase de Agustín que ya reunía ambas expresiones.

* * * Con el milagro del agua sacada de la roca, pasamos de Eliseo a Moisés. Sin dejar, sin embargo, a Eliseo. La primera escena de esta historia, en la que se ve a los monjes de tres monasterios reclamarle a Benito un cambio de lugar, no carece de analogía con aquella del Libro de los Reyes en la que “los hijos de los profetas” le declaran a Eliseo su deseo de dejar el sitio, demasiado estrecho, en el que viven con él y hacerse una nueva casa cerca del Jordán94. Pero en vez de aceptar y seguir a sus discípulos como Eliseo, Benito mantiene el monasterio en su lugar incómodo, remediando la incomodidad con un milagro. Este milagro -Gregorio mismo lo dirá- reproduce aquel de Moisés en el desierto de Sin95. Con todo, lejos está la escena dramática y espectacular del Libro de los Números del milagro sonriente y discreto de los Diálogos. Es una verdadera sublevación la que deben enfrentar Moisés y Aarón: falta de agua, el pueblo amotinado contra ellos, acusándoles de haberlo sacado de Egipto para su perdición. Los dos hermanos se postran en la Carpa y claman al Señor, cuya gloria aparece ante ellos. Por orden del Señor, Moisés golpea la roca con el bastón delante del pueblo, después de haberlo desafiado. Pero estas hesitaciones provocan la cólera divina: en castigo, Moisés y Aarón no entrarán en la Tierra Prometida. Sombrío y grandioso, el hecho le vale a la fuente milagrosa el bien merecido nombre de “Agua de contradicción”. Diverso es el color del relato gregoriano. La queja de los hermanos es razonable, la respuesta del abad bondadosa y alentadora. Es una cuestión de familia, que se trata gentilmente entre padre e hijos. En cuanto al milagro, Benito lo implora ocultamente, nocturnamente, sin otro testigo que el pequeño Plácido. A la mañana siguiente, la constatación se realizará sin tumulto. Como en el desierto de Sin, el agua correrá en abundancia, pero el Señor no manifestará ni su gloria ni su cólera, y

92 Este bastón del abad que expulsa al demonio golpeando al poseído, lleva a pensar en la Vida de santa Eufrasia 27-29; PL 73,636-638, donde esta sencilla monja se sirve de la virga de la abadesa para libra a una poseída. 93 RB 2,33: de rebus transitoriis et terrenis (de las cosas caducas y terrenas). 94 2 R 6,1-4. Es el comienzo de la historia del hacha que cae al agua, que servirá de modelo al siguiente relato de Gregorio (Dial. II,6). Como en el caso del bastón, Gregorio toma de la fuente bíblica del siguiente episodio un detalle que ocupa tiene lugar, por anticipación, en el relato que está narrando. 95 Nm 20.1-13 (cf. Dial. II,8,8). Ver también Ex 17,1-7.

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nadie será castigado. Transpuesto a un marco cristiano y monástico, el antiguo relato bíblico aparece totalmente desdramatizado. Si alguna vez la oposición del temor y del amor pudo caracterizar las dos Alianzas, este es el caso. Al mismo tiempo que el modelo de los Números, Gregorio parece haber tenido en la memoria la oración nocturna por medio de la cual un célebre obispo oriental del siglo III, Gregorio del Taumaturgo, obtuvo el desplazamiento de una montaña. Expresamente citado en el Libro precedente, donde servía de modelo a un milagro de un monje italiano96, este prodigio realizado sin ruido, por medio de una oración oculta en la noche, está en la línea del modo humilde y discreto de los santos cristianos.

* * * Ya oscuramente presente, como se ha visto, en los dos primeros milagros, el profeta Eliseo se muestra al descubierto en el tercero. Según el Libro de los Reyes97, los “hijos de los profetas” cortaban árboles al borde del Jordán para construir su nueva morada. El hierro del hacha de uno de ellos cayó al agua, ¡y era una herramienta prestada! Alertado por la exclamación del leñador, Eliseo cortó un pedazo de madera, y lo arrojó en el lugar donde había desaparecido el objeto. En seguida el hierro subió a la superficie, sólo había que tomarlo. Tal es el prodigio bíblico que se renueva en el lago de Subiaco. Muchos detalles aparecen modificados, pero es inútil querer relevarlos a todos. El más importante es el pasaje de la libre asociación de “los hijos de los profetas” a la comunidad de monjes cristianos: el trabajo ya no es más espontáneo, sino ordenado por obediencia; la herramienta no es más “prestada” por algún vecino, sino “entregada por el superior”; su perdida no provoca un simple grito de dolor, sino una confesión a la autoridad y una “penitencia”. Las referencias a la regla benedictina podrían ser señaladas en cada uno de los detalles. Pero lo que sobre todo es necesario destacar, a este respecto, es la palabra del final. Ese: “No te entristezcas” parece un eco de la célebre conclusión del capítulo de Benito sobre el celerario: “Que nadie se perturbe ni aflija en la casa de Dios”98. A la humildad del que ha cometido una falta responde la caridad del superior, quien, lejos de reprenderlo, realiza un milagro para reconfortarlo. Se permanece en la tesitura bondadosa y amable del episodio precedente. ¿Por qué Gregorio no hace beneficiario de ese milagro a un monje cualquiera, sino a esa ave rara que es un Godo católico, “convertido” a la vida monástica, “pobre de espíritu”, es decir humilde, ardiente en el trabajo, pronto a la penitencia? Antítesis del impío Totila y del cruel Zalla, este Godo ejemplar se humilla como ellos -pero espontáneamente- ante el hombre de Dios, incluso delante del joven Mauro. Recibido “con muchísimo gusto” por Benito, a pesar de la tensión que opone a los dos pueblos, alentado por él con bondad, representa idealmente la entrada de los bárbaros en una comunión cristiana, en la que tomarán sin ruido un lugar modesto, junto y bajo los Romanos. El trabajo que Benito le manda hacer al Godo no es el de un leñador, como aquel de los hijos de los profetas, sino el de limpieza: el hacha se convierte en un falcastro. Este cambio tiene su interés, menos para confirmar que los monjes cultivaban huertos -lo cual los Diálogos y la regla señalan varias veces- que por lo que permite entrever del

96 Dial. I,7,2-3. 97 2 R 6,4-7. 98 RB 31,19.

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monasterio central de Subiaco. Según parece, Benito no lo construyó, sino que se instaló con sus monjes en las edificaciones ya existentes -las de la villa de Nerón-. Así la transformación del relato bíblico confirma los datos de la arqueología. Tal es este tercer milagro, en el que “el hombre del Señor” Benito toma muy evidentemente el relevo del “hombre de Dios” Eliseo. La anécdota simplísima de los Reyes se complica un poco, sobre todo por el rol de intermediario atribuido a Mauro. La narración se amplifica, el milagro mismo se complica: no sólo el hierro retorna a la superficie, sino que vuelve a entrar en el mango. Por encima de todo, la palabra del final le imprime a todo el relato un nuevo significado: al poder del taumaturgo se une la bondad del abad.

* * * El último milagro, al igual que el primero, es complejo: comprende al mismo tiempo una operación de rescate, realizada por un intermediario, y una visión concedida al que es salvado. El rescate presenta dos rasgos maravillosos: la marcha sobre las aguas y la inconciencia del protagonista. Además, puede ser que el inicio de la narración quiera afirmar que Benito supo del ahogamiento de modo preternatural. De estos diversos elementos, el que Gregorio pone de relieve es la caminata sobre las aguas, prodigio que declara inédito después del apóstol Pedro99. Por primera vez el modelo bíblico es expresamente mencionado. Cosa curiosa, es en el mismo Pedro que hace pensar “la vuelta en sí” de Mauro después de su hazaña inconciente: en el capítulo tres, Gregorio cita este ejemplo del Príncipe de los Apóstoles saliendo de la prisión como en sueños, “volviendo en sí” y tomando conciencia de la realidad de su liberación100. Así Mauro representa dos veces al Apóstol: primero cuando corre sobre las aguas, después cuando “vuelve en sí”. Agreguemos que su rol de salvador lo asimila a Jesús en el escena del lago: cuando Pedro se asusta y comienza a ahogarse, el Maestro le tiende la mano y lo saca del peligro. Pero este gesto discreto de Cristo casi no se parece al del joven monje que toma de la cabellera al pequeño Plácido. A este respecto, se piensa más bien en el ángel que toma por la cabeza a Habacuc -otro episodio bíblico que se volverá a encontrar pronto en los Diálogos101. Caminando sobre las aguas, Mauro se limita a obedecer a su abad. Se ve así el lugar de quien ocupa. Como Pedro no caminó sobre las aguas sino en virtud de la voluntad de Jesús, también Mauro debe su hazaña a Benito. “El abad hace las veces de Cristo”, dice Benito en su regla. A este axioma de fe, el presente cuadro le ofrece una ilustración imprevista. Realmente, si se toma en cuenta el modelo bíblico, Benito desempeña aquí el papel de Jesús. Por lo demás, este cuarto milagro también es tan diferente del precedente evangélico como el segundo lo era de la escena del Libro de los Números. Porque la narración del Evangelio también es dramática: es de noche, sopla el viento en medio de una tempestad, la barca está en dificultades, los discípulos se atemorizan al ver a Jesús y lanzan gritos; Pedro pide un signo, se lanza al lago, se asusta del viento, comienza a hundirse, pide socorro; Jesús lo salva reprochándole su falta de fe. Al contrario, la acción de los Diálogos se desarrolla como por un encantamiento: es sólo luego de su proeza que Mauro se da cuenta del prodigio realizado y del peligro que

99 Mt 14,22-33. 100 Hch 12,11; cf. Dial. II,3,8. 101 Dn 14,32-38; Dial. II,22,4.

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ha corrido. Gregorio, por tanto, ha desdramatizado el episodio evangélico, exactamente como lo había hecho con el asunto del “agua de la contradicción”. Nada de sombrío, ni de angustioso, ni de tumultuoso. Un hermoso milagro triunfal y apacible: he aquí todo lo que queda de la noche de tempestad sobre el lago de Galilea. La inconciencia de Mauro se encuentra en relación con un tema que aparece más de una vez en las Pasiones de mártires: el héroe padece los tormentos en una especie de éxtasis, sin sentirlos102. Se recuerda la palabra de Felicidad, cuando da a luz en la prisión y le predicen sufrimientos aún mayores a la hora de su martirio: “Otro sufrirá en mi lugar”. Aquí, igualmente, otro obra en vez de Mauro. La obediencia, como el martirio, despoja e inmuniza a quien se entrega. Este caso de obediencia prodigiosa hace pensar asimismo en las hazañas de los monjes obedientes celebradas por Sulpicio Severo y Casiano103: un leño inerte regado durante tres años y que reverdece, el novicio que entra en un horno y sale indemne, el padre que arroja al río a su propio hijo... Pero en estos relatos del desierto de Egipto, el héroe sabe lo que hace y despliega para hacerlo una virtud heroica. Estas escenas famosas de obediencia monástica tienen algo de dramático que no se encuentra aquí. En relación a ellas, de nuevo, Gregorio desdramatiza. Su relato es al mismo tiempo más maravilloso -una gracia extática se apodera de Mauro- y menos trágico: el joven es dispensado de la locura lúcida exigida a sus predecesores. Una de las finalidades de esa transformación es sin duda no atribuir a Mauro la gloria que sólo le corresponde a Benito. Este propósito aparece con toda claridad en la discusión final, arbitrada por el niño. La visión de éste curiosamente se parece a la del joven sirio salvado de ahogarse en un pozo por el gran monje Julián Sabas104. En cuanto a la declaración de humildad del discípulo y del maestro, que atribuyen al otro el mérito del milagro, también tiene un antecedente ilustre en Sulpicio Severo105. Pero mientras que este último el resultado del debate queda indeciso y el lector se inclina por el discípulo, aquí la controversia es resueltamente zanjada -por Dios mismo- en favor del maestro. Gregorio escribe una Vida de Benito, no un elogio de Mauro. El último de los cuatro milagros glorifica al abad de Subiaco, al igual que el primero. En uno Benito le hace ver a Mauro, en el otro le impele a obrar. El primero magnifica la oración, el último exalta la obediencia. Entre ambos, dos milagros inspirados por la bondad, uno que Benito obtiene nuevamente por medio de una larga oración; el otro, que realiza sin esfuerzo aparente, en favor de un monje particularmente humilde. Oración, humildad, obediencia: son, con una alteración, los tres criterios de vocación de un novicio que indica la regla106. Que lo piense o no, Gregorio, como sus informantes, es un hijo de Benito.

102 Ver por ejemplo Rufino, Historia eclesiástica I (X),36. 103 Sulpicio Severo, Diálogos I,18-19; Casiano, Instituciones 4,23-29. 104 Teodoreto, Historia de los monjes de Siria 2,17. 105 Sulpicio Severo, Diálogos I,11. Cf. Gregorio, Dial. I,2,7, donde se refiere al ejemplo de Elías y Eliseo (¡otra vez!) en 2 R 2,13-14. 106 RB 58,7: “obra de Dios, obediencia, oprobios”.

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Capítulo 8 1. GREGORIO: Toda aquella región ardía ya a lo largo y a lo ancho en el amor del Señor Dios Jesucristo, y muchos abandonaron la vida del mundo, sometiendo la altivez de su corazón al yugo suave del Redentor (cf. Mt 11,30). Pero como es costumbre de los malos envidiar en los demás el bien de la virtud que ellos no se animan a desear, el presbítero de la iglesia vecina, llamado Florencio, y que era el abuelo de nuestro subdiácono Florencio, incitado por la malicia del antiguo enemigo, empezó a sentir celos del hombre santo, a difamar sus costumbres y a apartar de su trato a cuantos le era posible. 2. Mas al ver que ya no podía impedir sus progresos y que la fama de su vida seguía creciendo, y que además por el prestigio de su reputación muchos se sentían atraídos de continuo hacia una vida mejor, abrasado cada vez más por la llama de la envidia, empeoraba cada día, porque pretendía tener la fama de virtud de Benito, sin querer llevar su vida laudable.

Obcecado por las tinieblas de la envidia, llegó al punto de enviar al servidor del

Señor omnipotente un pan envenenado como si fuera pan bendito. El hombre de Dios lo aceptó con acción de gracias, aunque no se le ocultó el mal escondido en el pan.

3. A la hora de la comida solía llegar un cuervo de la selva vecina, para recibir el pan de su mano. Cuando el cuervo llegó como de costumbre, el hombre de Dios le echó el pan que el presbítero le había enviado, y le ordenó: “En el nombre del Señor Jesucristo, toma este pan y arrójalo a un lugar donde nadie pueda encontrarlo”. Entonces el cuervo, abriendo el pico y extendiendo las alas, empezó a revolotear y a graznar alrededor del pan, como si dijera a las claras que sí quería obedecer, pero no podía cumplir lo mandado. Mas el hombre de Dios le ordenaba una y otra vez: “Llévalo, llévalo tranquilo, y arrójalo donde nadie pueda encontrarlo”. Tras larga vacilación, al fin el cuervo lo agarró con el pico, lo levantó y desapareció. Transcurrido un intervalo de tres horas, y después de haber arrojado el pan, volvió y recibió de manos del hombre de Dios la ración acostumbrada (cf. 1 R 17,4 ss.). 4. El venerable Padre, al ver que el ánimo del sacerdote se enardecía contra su vida, se apenó más por él que por sí mismo. Por su parte el mencionado Florencio, ya que no pudo matar el cuerpo del maestro, se encendió en deseos de perder las almas de sus discípulos. Así, en el huerto del monasterio en el que estaba Benito, introdujo ante sus ojos siete muchachas desnudas, que trabándose las manos unas con otras, danzaron durante mucho tiempo delante de ellos, con la intención de inflamar sus almas en la perversidad de la lascivia. 5. El hombre santo, al verlo desde su celda, temió por la caída de sus discípulos más débiles, y comprendiendo que él era la única causa de esa persecución, cedió ante la envidia. Estableció prepósitos y grupos de hermanos en todos los monasterios que había construido, luego él cambió de residencia llevando consigo unos pocos monjes. 6. Mas en cuanto el hombre de Dios se apartó humildemente del odio de Florencio, Dios omnipotente hirió a éste de un modo terrible. En efecto, cuando el mencionado presbítero, al haberse enterado de la partida de Benito se regocijaba desde la terraza, ésta se derrumbó mientras que el resto de la casa permanecía intacto. Y así el enemigo de Benito murió aplastado. 7. Mauro, el discípulo del hombre de Dios, estimó que debía anunciárselo al instante al venerable Padre Benito que apenas se había alejado diez millas de aquel lugar, y le dijo: “Vuelve, porque el presbítero que te perseguía ha muerto”. Al oír esto, el hombre de Dios Benito prorrumpió en fuertes sollozos, tanto porque había muerto su adversario, como porque el discípulo se alegraba por la muerte del enemigo. Por este motivo

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impuso al discípulo una penitencia, puesto que, al comunicarle tal noticia, se había atrevido a alegrarse por la muerte del enemigo.

8. PEDRO: Lo que cuentas es admirable y totalmente asombroso. Pues el agua que manó de la piedra, recuerda a Moisés (cf. Nm 20,7 ss.), el hierro que volvió desde lo profundo del agua, a Eliseo (cf. 2 R 6,5 ss.), el caminar sobre las aguas, a Pedro (cf. Mt 14,28 s.), la obediencia del cuervo, a Elías (cf. 1 R 17,4 ss.), y el llanto por la muerte del enemigo, a David (cf. 2 S 1,11-12). Por lo que veo, este hombre estuvo lleno del espíritu de todos los justos10. 9. GREGORIO: Pedro, el hombre del Señor Benito tuvo el espíritu del Único que por la gracia de la redención cumplida llenó los corazones de todos los elegidos. Es Él de quien Juan dice: Era la luz verdadera que al venir a este mundo ilumina a todo hombre (Jn 1,9), y también: De su plenitud todos nosotros hemos recibido (Jn 1,16). Porque los santos obtuvieron de Dios el poder de obrar milagros, pero no el de transmitirlo a los demás. En cambio, el que prometió dar a sus enemigos la señal de Jonás pudo conceder a sus fieles estas señales milagrosas (cf. Mt 12,39; 16,4). En efecto, se dignó morir delante de los soberbios, pero resucitó delante de los humildes, de modo que los unos vieron en Él un ser despreciable, y los otros al objeto de su amor y veneración (cf. Jn 19,37; Za 12,10). En virtud de este misterio se sigue que mientras los soberbios ven el aspecto ignominioso de la muerte, los humildes reciben la gloria de un poder sobre ella (cf. Lc 1,50 ss.). Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb107

El episodio que vamos a comentar es, por un lado, el broche de oro de la serie de prodigios bíblicos: el cuervo obediente recuerda a Elías, mientras que la caridad de Benito con respecto a su enemigo evoca a David108. Pero, por otra parte, Gregorio retoma aquí el hilo de los relatos de tentación. De nuevo Benito se encontrará en una situación dramática, donde tendrá que probar su virtud. Este cuarto ciclo de pruebas se asemeja extrañamente al precedente109. El acontecimiento que constituye la prueba es el mismo: una tentativa de envenenamiento. Aunque la reacción virtuosa de Benito no está presentada de la misma manera, como ya veremos, la tentación es idéntica en lo esencial: la de un hombre enfrentado con el odio de sus adversarios que quieren quitarle la vida. La turbación, la cólera, la venganza, el hecho de devolver odio, todo eso que es tan natural que se agite en un caso semejante, sale de la misma zona del alma. Hoy quizás hablaríamos de agresividad. Los antiguos lo llamaban el irascible. Vemos entonces al “irascible” de Benito probado por segunda vez. En este punto, conviene echar una mirada retrospectiva y abarcar el conjunto de las cuatro tentaciones. La primera, como recordaremos era de vanagloria; la segunda de lujuria; la tercera, que se repite aquí, de violencia defensiva. Esta tríada adquiere todo su sentido si recordamos que los antiguos dividían al alma humana en tres regiones principales: en la cima, la parte racional; debajo, los dos apetitos sensibles, el “concupiscible” -que es el centro de los deseos como el de comer o el de procrear- y el “irascible”, del que acabamos de hablar. La primera tentación que sufre Benito, la vanagloria, ataca a la parte racional, mientras que la lujuria depende del “concupiscible” y la violencia del

107 Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 57 (1981), pp. 151-158 Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 261 y 262. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina. 108 Cf. 1 R 17,4-6; 2 S 1,11-12. 109 Quizás para hacer justamente menos sensible esta repetición, Gregorio ubica una serie de milagros entre los dos ciclos.

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“irascible”. Por lo tanto Gregorio, en esta serie de tentaciones atravesadas Por Benito, pasa revista a los tres grandes sectores del psiquismo y a los tres capítulos principales de la vida ascética. El santo es probado metódicamente en todos los puntos claves de su ser moral. Sufre, como Cristo, una triple tentación. Y como Cristo también, si podemos decir así, lleva a cabo una justicia total. El total dominio de las pulsiones más profundas del alma humana: he aquí entonces, aparentemente lo que esta sucesión de pruebas pretende manifestar. Pero ¿por qué insistir tanto en la última tentación, la del irascible? Al repetirla. Gregorio no solamente quiere subrayar su importancia, sino que también tiene necesidad de esta repetición para poner en evidencia sus dos facetas distintas. Efectivamente, como ya lo hemos dicho. Benito no reacciona exactamente igual en los dos casos. Cuando descubre que sus monjes lo quieren matar, inmediatamente sale a la luz su calma inalterable: “rostro apacible, espíritu tranquilo”. En cuanto a los asesinos, se comporta con ellos con una asombrosa mansedumbre, pero los deja sin Preocuparse aparentemente por su suerte. En este asunto. los únicos rasgos que le interesan a Gregorio son la ausencia de turbación, la perfecta Posesión de sí, la voluntad de “habitar consigo”. Estos rasgos son puramente ascéticos y se refieren solamente al sujeto que los presenta; el prójimo sólo interviene para hacerlos aparecer, por medio de su impotente malicia. Por el contrario, cuando Benito se da cuenta del atentado del sacerdote, su reacción íntima en el momento del descubrimiento no está anotada. El episodio del cuervo, relatado por Gregorio con una sonrisa, da a entender que esta reacción fue absolutamente apacible. Pero esto no es lo que le importa al biógrafo. Lo que quiere mostrar esta vez es la caridad de Benito. Ya no le interesa la no-violencia, la ausencia de turbación ni el impecable control de las emociones, sino la bondad que se Preocupa por el otro, la piedad por el asesino, víctima de su crimen: “dolióse más del sacerdote que de sí mismo”. Es una segunda victoria sobre el irascible, complementaria de la anterior y que va más lejos. Cuando se es el blanco del odio, es hermoso no odiar, pero mucho más hermoso todavía es amar. En dos oportunidades. en la continuación del relato, se manifiesta esta orientación positiva hacia el otro. Al principio, de una manera discreta, en las motivaciones de la partida. Benito, igual que luego del primer atentado, se retira ante la persecución; pero en lugar de hacerlo solamente para poner su paz a buen recaudo, esta vez es movido por la preocupación de las almas que le han sido confiadas: decide desarmar al mal sacerdote desapareciendo, porque teme, por sus discípulos, las maniobras corruptoras de este último. Pero esta señal de humilde caridad es poca cosa al lado del dolor que estalla cuando Benito se entera de la muerte de Florencio y de la alegría de Mauro. Reaparece aquí el amor al enemigo con toda su fuerza. Esta respuesta del bien al mal, del amor al odio, subrayada por la comparación con David, es la cumbre de la ascensión moral que Gregorio hace llevar a cabo a su héroe. Luego de esta purificación suprema, ya no queda más que cerrar la era de las pruebas y abandonar Subiaco. Por lo tanto. Gregorio ha desdoblado la tentación del irascible para analizarla a fondo. Nos encontramos aquí con un procedimiento de exposición que ya habíamos visto antes. Benito, como recordaremos, vivió dos períodos solitarios: el primero de absoluta renuncia ascética y el segundo iluminado de claridades contemplativas. El abadiato frustrado actuaba de separación entre los dos. Ahora, como vemos, Gregorio trata el

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tema de una manera análoga, presentando sucesivamente los aspectos ascético110 y caritativo de la lucha contra el irascible. Y, como vimos más arriba, los separa con un entreacto que consiste en la serie de los cuatro milagros. Para concluir esta retrospectiva, observemos que las dos tentaciones del irascible se articulan una con la otra, exactamente como los ciclos de la prueba anterior. Los cuatro milagros intermediarios hacen sin duda que esta conexión sea menos aparente; pero no por eso es menos real. La victoria sobre la turbación y la cólera se resuelve, como recordaremos. en un afluir de vocaciones y en la fundación de doce monasterios. Ahora es precisamente este éxito lo que le hace sombra al sacerdote Florencio y provoca nuevas amenazas contra Benito. Al llevar como de costumbre, a una irradiación sobre los hombres, este primer triunfo sobre el irascible ha engendrado la ocasión del segundo. Tentación, victoria, irradiación: el ciclo habitual se repite aquí Por cuarta vez. Pero con una variante, o más bien con una aparente laguna. No se habla, al final de nuestro relato, de una nueva irradiación. Benito se aleja humildemente, en puntas de pie, sin sacar ninguna ventaja visible de su victoria moral. Solamente en la continuación del texto veremos los resultados positivos de este repliegue que tiene la apariencia de una derrota. La purificación del Monte Casino, la abolición de los cultos idolátricos, la conversión de la gente de los alrededores en medio de un desencadenamiento de violencias demoníacas, serán los frutos a distancia, de una especie totalmente nueva, del último triunfo de Benito sobre sus pasiones.

* * * Después de haber desentrañado el sentido general del episodio, podemos detenernos en algunos detalles. En primer lugar, la conducta escandalosa del sacerdote. Después de la de los monjes que querían matar a su abad, no hay en ella nada que pueda sorprendernos. Los primeros envenenaron el vino de Benito, y este miserable envenena su pan. El santo varón parece tener el don de exasperar las pasiones hasta el crimen. Aquí la pasión se llama envidia. Tanto a los ojos de Gregorio, como de muchos de los Padres, ésta es el mal propiamente diabólico que suscitó la tentación de la serpiente en el Paraíso y fue la causa de la caída de nuestros primeros padres111. Cualquiera que se deje llevar por ella, se convierte en sujeto del diablo112. Florencio se asemeja en particular al desgraciado Saúl, celoso de David113, mientras que Benito, por su magnánima caridad, aparecerá semejante a este último. La envidia del sacerdote tiene como objeto el valor y la influencia espirituales de Benito, maestro de la vida perfecta. Por eso, cuando fracasa en su tentativa de asesinato, se ensaña bastante naturalmente con la virtud de los discípulos del santo, tratando de destruir esa vida casta de la cual está celoso. Algunos, con bastante verosimilitud, han visto en la danza de las siete muchachas desnudas ciertos ritos mágicos de fecundidad practicados en la Antigüedad pagana y por numerosas poblaciones rurales a través de las épocas. La enormidad del escándalo quedaría así atenuada: aparte de la mala intención del sacerdote, las muchachas no habrían hecho más que conformarse a las costumbres recibidas.

110 Este conduce a la contemplación de la segunda soledad, que alternativamente preparan la primera soledad y la primera victoria sobre el irascible. Aquí existe una interferencia del esquema acción-contemplación y del esquema antropológico (racional, concupiscible, irascible). 111 Cf. Sb 2,24-25. Más arriba (Dial. II,1,5) ya aparece la envidia del diablo en su primera manifestación, cuando envidia (inuidens) la caridad de Román y la refección de Benito”. 112 Past. 3,10; Moralia in Iob (= Mor.) 5,84-86. 113 Mor. 5,84.

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El cuervo inteligente, servicial, obediente, es el único animal de esta especie que aparece en la Vida de Benito: pero se encuentran varios que se le parecen en los otros Libros de los Diálogos. Dos siglos antes, Jerónimo y Sulpicio Severo ya habían popularizado ese tipo de milagro, que se remonta hasta la Vida de Antonio, es decir, a los mismos orígenes de la literatura monástica. Franciscanos por anticipado, estas maravillas de animales que obedecen a los santos tienen un significado profundo. Simbolizan el retorno al Paraíso, la armonía restablecida entre las creaturas y el hombre, habiendo recuperado este último la posesión de sí mismo y la gracia de Dios. El cuervo aquí hace pensar un poco en Noé, pero sobre todo en Elías114, tal como el narrador se preocupará por hacer notar. Porque al mismo tiempo que somete a Benito a una última prueba, Gregorio prosigue, como ya hemos dicho, con su galería de cuadros de los dos Testamentos. La otra escena maravillosa que completará a ésta, es el duelo de Benito por su perseguidor, reflejo de David llorando a Saúl. Esta grandeza de alma de Benito está subrayada por un detalle que merece ser puesto de relieve para terminar: así como Florencio “se alegró” de su partida, Mauro, a su vez, “se alegra” por la desaparición de su enemigo. Entre estas dos alegrías antagonistas, por y contra él, el varón de Dios aparece como un justo que domina el tumulto del que es objeto. Las pasiones humanas desencadenadas a propósito de él no lo alcanzan, e incluso no soporta que uno de los suyos se deje llevar por ellas. David había castigado al joven amalecita que le anunciaba la muerte de Saúl como una buena noticia. Asimismo Benito impone una penitencia al discípulo que se atrevió, al enviarle semejante mensaje, a alegrarse de la muerte de un enemigo.

* * * Esta magnanimidad que recuerda a David, es el último de los cinco milagros imitados de la Biblia que Gregorio -o más bien el diácono Pedro- recapitula con admiración al final del texto. Pero ¿se trata realmente de un milagro? Mas bien es una maravilla moral, de orden puramente espiritual. La repentina muerte de Florencio aparece como un castigo del cielo, una manifestación fulminante de la justicia divina. Este milagro, si puede llamárselo así, es el único que se produce. En cuanto a la reacción de Benito, no es más que un rasgo de sublime virtud, en el que ciertamente se manifiesta el Espíritu de Dios pero sin trastornar el mundo físico. Por lo tanto, la última de estas cinco escenas tomadas de modelos bíblicos, que pone punto final a toda la gesta de Subiaco, es un prodigio moral y no un milagro propiamente dicho. Gregorio aplica así a la Vida de Benito, un procedimiento de composición que ya ha usado dos veces en el Libro anterior: completar una serie de milagros físicos con una simple maravilla de orden espiritual115. Semejante procedimiento dice mucho acerca del objetivo de este compendio de milagros que son los Diálogos. Como lo hace notar insistentemente Gregorio en muchas oportunidades116, los actos de paciencia y de humildad heroicos, llevan ventaja sobre todos los milagros incluso el de la resurrección de un muerto. El milagro no es más que un signo de la virtud. La verdadera grandeza está adentro. Lo que ay que buscar no son los “signos” sino la “vida”. En otra parte, Gregorio exalta de este modo la paciencia y la humildad sobre todo poder milagroso. Aquí lo hace también con la humildad117, pero sobre todo con la caridad, en su forma sublime de amor a los enemigos. Ninguna nota de esta partitura era tan apta

114 Y no en Eliseo, como hemos escrito por error en la nota de Dial II,8,3 (SCh 260, p. 162). 115 Noticias sobre Libertino y Constancio (Dial. I,2 y 5). 116 Dial. I,2,8; 5,3; 12,46. Cf. t. I (SCh 251), pp. 86-87. 117 Dial. II,8,6 (“humildemente”) y 9 (“humildes” bis).

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como ésta para llevar el calderón al terminar esta primera parte de la vida de Benito. La caridad de Benito, expresamente ilustrada con el ejemplo de David, hace pensar también en Esteban y Cristo moribundos. El eco de su oración por los perseguidores, le da toda su grandeza a este triunfo de la reina de las virtudes.

* * * Por otro atajo, y en la forma más explícita, la meditación final de Gregorio culmina. también en Cristo. Debemos subrayar muy fuertemente este hecho, tanto más cuanto que este hermoso pedazo sobre el Redentor se cita muy raramente. Así como la frase anterior Benito “lleno del espíritu de todos los justos” se hizo célebre, nos olvidamos de la gran conclusión cristológica cuya introducción es la única misión de la primera. Todos los milagros de los dos Testamentos y los de Benito que los reproducen, están aquí relacionados con Cristo muerto y resucitado, humilde y glorioso, su única fuente118. Esta página ferviente, por donde pasa toda la fe y el amor de Gregorio por Cristo. corona una composición muy estudiada y que merece ser considerada con cuidado. Los cinco personajes bíblicos que antes hemos enumerado, están ubicados en un orden notable. En el centro, el Apóstol Pedro, única figura del Nuevo Testamento. Antes y después de él, los santos del Antiguo Testamento que se corresponden de a dos: Eliseo forma pareja con Elías, Moisés con David. En el texto, los dos profetas son los vecinos inmediatos de Pedro y también son los más cercanos a él en la historia. Más allá, el mediador de la antigua Ley y el rey salmista, más alejados de Pedro en el texto, están a mayor distancia de él también en el tiempo. Si marcamos con flechas las secuencias cronológicas, obtenemos el siguiente esquema119:

Moisés →→→→ Elíseo →→→→ Pedro ←←←← Elías ←←←← David Para el que conoce Roma, este ordenamiento recuerda inmediatamente ciertos mosaicos absidales, particularmente el de la basílica de los santos Cosme y Damián, en el Forum, que data del pontificado de Félix IV (525-529), es decir, de los mismos años en que Benito terminaba su estadía en Subiaco. Allí Cristo está en el centro rodeado por los Apóstoles Pedro y Pablo y de los mártires Cosme y Damián120:

Damián ←←←← Pablo ←←←← Cristo →→→→ Pedro →→→→ Cosme Aparte del sentido de nuestras flechas, la disposición es la misma. Si Cristo, en los Diálogos, está ubicado en otro lugar -después de los cinco varones de Dios de acuerdo al orden del texto121, y por encima de ellos en majestad, de acuerdo al pensamiento expresado- es porque esta posición exterior y sublime corresponde al hecho de que el mosaico coloca a Cristo muy por encima de los otros personajes, sobre un pedestal de nubes, con una corona que desciende del cielo sobre su cabeza, que le alcanza la mano del Padre. ¿Pensaría Gregorio en un modelo de este estilo cuando componía su cuadro? En todo caso, la analogía es tanto más notable cuanto que esa recapitulación de los cinco milagros corresponde exactamente al orden de los relatos. Por lo tanto, el autor de los

118 Cf. Com a los Reyes, IV, 61: de la plenitud de Cristo fluyen las virtudes particulares de Moisés, Abraham, José, Job, Finés. Allí también Gregorio alinea cinco figuras, pero todas del Antiguo Testamento. 119 Esta composición centrada en un solo personaje del Nuevo Testamento, con dos personajes del Antiguo Testamento a cada lado, nos hace pensar en el hecho siguiente: para designar a Florencio, Gregorio emplea dos veces presbyter (1 y 3), luego una vez sacerdos (4), y luego nuevamente dos veces presbyter (6-7). 120 Además, en el extremo izquierdo está el papa Félix y en el extremo derecho el mártir Teodoro. 121 Lo cual lo ubica como vecino de David, cuya “virtud” totalmente espiritual, evangélica por anticipado, es de algún modo la más cristiana.

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Diálogos debió pensar en disponerlos según esta figura, antes de redactar su obra. Si pensamos que intervienen otros principios de clasificación en su ordenamiento122, nos quedamos sorprendidos frente a la habilidad que despliega Gregorio en ese trabajo de composición. Pero este grupo de los cinco taumaturgos bíblicos, tan bien ordenado, no es más que un motivo ornamental de la gloria de Benito y de Cristo. Completemos entonces nuestro esquema, haciéndolos figurar:

Cristo

↓↓↓↓ Moisés →→→→ Eliseo →→→→ Pedro ←←←← Elías ←←←← David

↓↓↓↓ Benito

Recordamos que nuestras flechas marcan simplemente las relaciones temporales. En cuanto a las relaciones de influencia, Cristo ejerce la suya sobre cada uno de los cinco personajes y Benito, a su vez, recibe de El directamente la gracia multiforme que lo hace el sucesor de todos. Incomparable grandeza del santo de Subiaco, síntesis de las más altas figuras de la Escritura, y único agente de las maravillas sembradas por Dios en el curso de los siglos de la historia de la salvación. Pero esta grandeza depende íntegramente de su inmediata unión con Cristo, cuyo Espíritu posee. La primera parte de la Vida de Benito se termina entonces con una especie de apoteosis, que no es tanto la del mismo santo como la del Señor de la gloria de quien lo ha recibido todo. Cristo viene magníficamente, al término de la juventud de Benito, como para realizar una especie de coronamiento anticipado de su propia obra. Como el gloria que sigue a cada salmo, como la doxología que concluye cada colecta, un himno a la “Luz que ilumina a todo hombre” finaliza la gesta de Subiaco. Efectivamente, aquí hemos llegado realmente a un final. Todo nos lo advierte. En el transcurso de este último episodio, Gregorio ha multiplicado los ecos de los primeros capítulos. El mal sacerdote que envenena a Benito nos hace pensar en el buen sacerdote que un día de Pascua lo convidó; el buen cuervo nos recuerda al mirlo diabólico; la danza de las siete muchachas evoca la tentación de lujuria en la gruta; el segundo envenenamiento renueva el primero. De modo que, más allá del grupo de los cuatro milagros123, reaparecen para concluir muchos hilos de los primeros relatos. Como para completar esta inclusión, la humildad de Benito frente a su perseguidor nos retrotrae a aquella que lo había impulsado a desierto para huir e sus admiradores. Pero una vez más, no se trata tanto de Benito como de Cristo. Para concluir nosotros mismos con una mirada sobre este último, observemos cómo Gregorio ha preparado su venida en esta conclusión, por medio de los excursus de los capítulos anteriores. El primer excursus, como recordaremos, comparaba a Benito con los levitas. El segundo lo aproximaba a los Apóstoles Pedro y Pablo. El tercero, que es el que encontramos aquí, lo asocia a diversos santos de la Escritura sólo para ponerlo frente a Cristo en persona. De este modo, de los misterios de la Antigua Alianza, hemos pasado a los Apóstoles de la Nueva y finalmente al Verbo hecho carne, Señor de la historia. Gregorio, en su calidad e Obispo, sabe cómo se organiza una liturgia de la palabra. A semejanza de estas celebraciones, su Vida de Benito está íntegramente construida de manera de

122 Monasterios periféricos (II, 4-5) y monasterio central (II, 6-7); alternancia de los compañeros: Mauro (4), plácido (5), Mauro (6), Plácido y Mauro (7). 123 Este grupo forma el panel central de un tríptico cuyas dos hojas se corresponden, a semejanza de la composición centrada que acabamos de analizar. Por otra parte, los tres primeros Libros de los Diálogos forman un tríptico análogo.

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glorificar a Cristo.

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Capítulo 8 (continuación) 10. PEDRO: Te ruego ahora que me digas a qué regiones emigró el hombre santo, y si allí también obró nuevos milagros.

GREGORIO: Al marcharse a otra parte, el hombre santo cambió por cierto de

lugar, pero no de enemigo. Porque después sobrellevó combates tanto más difíciles, cuanto que tuvo que enfrentarse en lucha abierta con el maestro mismo de la maldad. La fortaleza, de nombre Casino, está situada en la ladera de una montaña alta, que parece acogerla en una dilatada hondonada y, elevándose unas tres millas, levanta su cumbre casi hasta la misma altura de los cielos. Había allí un templo antiquísimo, en el que un pueblo de campesinos ignorantes rendía culto a Apolo, según los ritos antiguos de los paganos. En los alrededores habían crecido bosques destinados al culto de los demonios, donde aun en ese tiempo, una multitud insensata de infieles inmolaba víctimas sacrílegas. 11. Al llegar allí, el hombre de Dios destrozó el ídolo, derribó el altar, taló los bosques (cf. Ex 34,13; Dt 7,5) y construyó en el mismo templo de Apolo un oratorio en honor de san Martín, y donde había estado el altar de Apolo, un oratorio dedicado a san Juan. Y con su predicación continua llamaba a la fe a todos los que vivían en los alrededores. 12. Pero el antiguo enemigo no podía soportar en silencio esta actitud. Se aparecía a los ojos del Padre, no ocultamente o en sueños, sino en clara visión. Con fuertes gritos se quejaba de la violencia que tenía que padecer (cf. Mt 8,29), de modo que los hermanos oían su voz, aunque no podían verlo. El venerable Padre contaba a sus discípulos que el antiguo enemigo se mostraba a sus ojos corporales horrible y envuelto en llamas, y parecía embestirlo, con fuego en la boca y los ojos encendidos. En cambio, todos oían lo que decía: primero lo llamaba por su nombre y, como el hombre de Dios no le respondía, lo atacaba en seguida con insultos. Así, cuando gritaba: “¡Benito, Benito!”, y veía que de ningún modo le respondía, al instante agregaba: “Maldito y no Bendito, ¿qué tienes conmigo? ¿Por qué me persigues?” (cf. Hch 9,4). 13. Veamos ahora los nuevos combates del antiguo enemigo contra el servidor de Dios. Lo que el enemigo quería, era hacerle la guerra, mas contra su voluntad le proporcionó nuevas ocasiones de victoria. Capítulo 9 1. Cierto día, mientras los hermanos construían las habitaciones de su monasterio, encontraron en medio del terreno una piedra que decidieron llevarse para la construcción. Como dos o tres de ellos no consiguieron moverla, se les agregaron unos cuantos más, pero la piedra permaneció tan inmóvil, como si hubiera echado raíces en la tierra. Claramente entendieron que el antiguo enemigo estaba sentado sobre ella, ya que tantos hombres juntos no podían moverla. Ante esta dificultad avisaron al hombre de Dios para que viniera y ahuyentara al enemigo con la oración, y poder así levantar la piedra. Él llegó en seguida, y rezando impartió la bendición, y pudieron levantar la piedra con tanta rapidez como si nunca hubiera tenido peso alguno. Capítulo 10 1. Entonces le pareció conveniente al hombre de Dios excavar la tierra en ese lugar. Al cavar hasta cierta profundidad, los hermanos encontraron un ídolo de bronce. Lo arrojaron provisoriamente a la cocina, y de repente vieron salir de allí fuego y a todos

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ellos les pareció ver que iba a consumir todo el edificio de la cocina. 2. Como los hermanos, al arrojar agua para extinguir el fuego, hicieron gran estrépito, acudió el hombre de Dios atraído por la barahúnda. Al darse cuenta de que el fuego estaba en los ojos de los hermanos, pero no en los suyos, al punto inclinó la cabeza para orar. Luego llamó a los hermanos que había encontrado engañados por el fuego imaginario, para que se cerciorasen de que el edificio de la cocina estaba intacto e hicieran caso omiso de las llamas que el antiguo enemigo había simulado. Capítulo 11 1. En otra ocasión, mientras que los hermanos levantaban un poco más una pared, según lo exigía la obra, el hombre de Dios se hallaba en el recinto de su celda, dedicado a la oración. Se le apareció el antiguo enemigo, insultándolo y diciéndole que iba a ver a los hermanos que estaban trabajando. Rápidamente el hombre de Dios advirtió a los monjes, por medio de un mensajero, con estas palabras: “Hermanos, tengan cuidado, porque en este mismo instante el espíritu maligno está dirigiéndose hacia ustedes”. Apenas había terminado de hablar el que llevaba el mensaje, cuando el maligno espíritu derrumbó la pared que estaban levantando y un monje jovencito, hijo de un magistrado, quedó aplastado bajo los escombros. Todos quedaron consternados y profundamente afligidos, no por la pared destruida, sino por el hermano triturado. Sin pérdida de tiempo, corrieron a anunciárselo con honda pena al venerable Padre Benito. 2. Entonces, el Padre ordenó que le llevaran al niño hecho añicos; no pudieron hacerlo sino envuelto en un lienzo, porque las piedras de la pared derrumbada le habían destrozado no solo los miembros, sino incluso los huesos. El hombre de Dios mandó que lo dejasen en seguida en su celda sobre el psiathio -es decir, lo que comúnmente llaman estera-, donde él solía rezar. Y despidiendo a los hermanos, cerró la celda y se entregó a la oración con mayor fervor que de costumbre. ¡Y se realizó el milagro! En el mismo instante, sano y salvo como antes, fue enviado de nuevo al trabajo, a terminar la pared junto con los hermanos, ese monje con cuya muerte el antiguo enemigo había pretendido burlarse de Benito. Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb124 Hay que haber subido personalmente esa cuesta de más de trescientos metros, en línea recta por la ladera sur, en una mañana de primavera, para imaginarse la admiración de Benito y de sus compañeros cuando llegaron a la cumbre del Monte Casino. Sin duda venían en realidad de Aquinum y subieron por el noroeste, por donde se puede realizar la ascensión más progresivamente. Pero de todos modos, llegados a la cima, contemplaron esa vista inolvidable de uno de los paisajes más bellos que existen: al este, las cumbres nevadas de los Abruzos; al norte el poderoso y árido Monte Cairo; al oeste y al sur, ricas planicies desplegadas más allá de las cuales se levantan, en bloque, alturas de mil metros y más. Un trono real, donde se posee la tierra a los pies y una corona de montañas en la cabeza. El pequeño enjambre de monjes que venía de Subiaco, se encontraba a la misma altura. Pero a un poco más de 500 metros, igual que en el pasado, ¡qué diferencia entre los dos lugares! El valle de Subiaco, aunque también de una gran belleza, no dejaba de ser un retiro severo cuyo campo visual -al menos en el monasterio a orillas del lago- era extremadamente limitado. Estaba encerrado entre dos altas paredes bastante cercanas

124 Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 58 (1981), pp. 305-312. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 263 y 264. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.

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una de otra, y al mismo tiempo a poca distancia de un pueblo. Con respecto a esta situación humilde y confinada, el nuevo horizonte representa un ensanchamiento magnífico. Aquí, a tres millas de distancia del viejo castrum casinense, que él puede dominar desde casi toda la altura del monte, Benito respirará más a gusto, frente a las cumbres, frente al cielo, frente a Dios. La llegada a esta cima, abre una nueva etapa en la vida del santo. La época de las tentaciones y de los progresos ha pasado. Como si su héroe hubiera llegado a la cumbre de la santidad, Gregorio ya no lo hace pasar por ninguna prueba espiritual. En esa altura, de donde ya no descenderá nunca más -ni siquiera para visitar Terracina125-, una vez que el diablo ha sido echado y el monasterio construido, Benito no hará más que desplegar, en dos series de doce milagros, sus carismas de profeta y de taumaturgo mientras que espera volver su mirada al más allá y ser llevado al cielo. El valle de Subiaco es como el crisol donde fuera fundido ese metal brillante que ahora, como la ciudad del Evangelio126, resplandecerá a la vista de todos en la montaña. Pero este sitio espléndido y significativo no es lo que retiene la atención del biógrafo. Si lo describe, y muy exactamente, es sólo para situar las abominaciones que deshonran la cumbre del monte: el viejo templo pagano, el ídolo, el altar, los bosques sagrados. Como la Tierra Prometida, hay que conquistar esta montaña a un pueblo idólatra, y purificarla de sus horrores demoníacos. Y como el Israel de la conquista, Benito llega precisamente para realizar esta purificación. Gregorio sin ninguna duda piensa sobre todo en este modelo bíblico, tal como lo demuestran los términos que utiliza para relatar la obra de destrucción127. Al mismo tiempo ni él ni Benito pueden olvidar la acción similar de Martín contra los santuarios paganos de las Galias, ya que el hombre de Dios consagrará el nuevo oratorio que reemplaza al templo al gran obispo, y esta sección del relato gregoriano está llena, como veremos, de reminiscencias de la Vida de Martín por Sulpicio Severo.

* * * Antes de entrar en el detalle de los hechos y en su comparación con los precedentes martinianos, debemos notar su significación global con respecto a los acontecimientos anteriores de la Vida de Benito. Esta campaña antipagana constituye, como recordaremos, el término del último ciclo ternario de pruebas atravesado por el santo en Subiaco. Probado por segunda vez por el odio de un perseguidor, Benito triunfa sobre la tentación retirándose humildemente y amando a su enemigo. Como de costumbre, esta victoria produce sus frutos. Pero la nueva irradiación que ejercerá Benito no se produce allí mismo. Tiene lugar en Montecasino, bajo la forma inédita de una violenta acción contra el paganismo y de la conversión de una multitud de campesinos. De este modo, según un sistema de engranaje que ya conocemos bien, la gesta de Montecasino se pone en movimiento por medio del último resorte de la de Subiaco. Además se establece un notable contraste entre la humilde mansedumbre del perseguido que acaba de renunciar a todo, y la violencia que despliega ahora en la cumbre del monte. Por haber probado dos veces su entero dominio sobre su “irascible”, Benito recibe ahora la autorización de emplearlo con toda libertad al servicio de Dios. Pero este contraste que nos llama la atención, no está puesto en evidencia por Gregorio. Lo que le sirve de broche para unir los dos períodos, es una gradación entre las dos

125 Dial. II,22. Cuando Benito “desciende” para encontrarse con su hermana (33,2) no hay ninguna prueba de que fue hasta el pie de la montaña, como quiere la tradición del “Colloquio”. 126 Mt 5,14. La imagen conexa de la lámpara (Mt 5,15) ya ha sido utilizada por el mismo Gregorio (Dial. II,1,6). 127 Comparar Dial. II,8,11 con Ex 34,13; Dt 7,5.

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formas de combate contra el mismo enemigo: el diablo, que estaba escondido en Subiaco bajo la forma de sus satélites -el mirlo impuro, los monjes relajados, el sacerdote celoso- se lanza personalmente y a rostro descubierto en la batalla de Montecasino. O más bien es Benito quien, dejando sus puestos en el valle, ha ido a provocarlo en esa cima donde reinaba abiertamente. Este nuevo tipo de conflicto se presenta como mucho más duro que el primero. El período casinense que inaugura, es por lo tanto desde esos trabajosos comienzos, un progreso con respecto al de Subiaco. Pensamos en las famosas luchas de Antonio con los demonios, que comenzaron como simples tentaciones y terminaron, cuando estas fracasaron, con visiones espantosas, acompañadas de terribles sufrimientos físicos. La Vida de Benito sigue la misma progresión, con la diferencia que la primera etapa incluyó, además de las tentaciones propiamente dichas, las persecuciones, y que la segunda no traerá aparejados con las visiones diabólicas, sufrimientos que lo alcancen personalmente.

* * * En efecto, la Vida de Antonio es aquí sólo un antecedente lejano. Lo que inspira a Gregorio de manera inmediata es otra Vida célebre, la de Martín. La biografía de Sulpicio Severo, igual que el Segundo Libro de los Diálogos, está dividida en dos períodos desiguales: antes y después de la promoción al obispado de Tours. La lucha del nuevo obispo contra la superstición y el paganismo128 se sitúa al principio del segundo período129, exactamente como en los Diálogos. Más adelante, luego de una serie de curaciones y de un encuentro con el emperador Máximo, Sulpicio relata las peleas de Martín con el diablo130, y esas apariciones diabólicas tienen muchos rasgos de semejanza evidente con los fenómenos demoníacos que acompañarán la construcción de Casino. Este pasaje de la Vida de Benito está por lo tanto estrechamente relacionado con dos secciones bien distintas de la Vida de Martín. Lucha contra el paganismo y manifestaciones del diablo: en lugar de desarrollar estos dos temas severianos por separado y a una cierta distancia uno de otro, Gregorio los funde en un único y mismo relato de batalla. A la acción destructora de Benito contra el santuario idolátrico, sucede inmediatamente la reacción defensiva del diablo por medio de apariciones y malas jugadas. Es claro que esta erupción de violencia satánica está causada únicamente por la supresión del culto pagano en el alto. Este encuentro de las dos secciones de la Vida de Martín en el presente relato, es una de las cosas más interesantes para estudiar de cerca. A los múltiples episodios de la primera, corresponde, en los Diálogos, un solo hecho, relatado muy sobriamente. Mientras que Martín desenmascara a un falso mártir, detiene una ceremonia pagana, derriba tres santuarios131 en diversos lugares y sale ileso de dos atentados de idólatras contra su persona, Benito se limita a limpiar Montecasino y a evangelizar el pueblo de los alrededores. Uno actúa como un obispo misionero que recorre toda la Galia, el otro como un monje que conquista una posición bien determinada del diablo, de la cual ya no saldrá más. Otra diferencia entre las dos obras apostólicas es que la de Martín se extiende por un período de tiempo indeterminado, aparentemente coextensivo con su episcopado, que

128 Vida de Martín 11-15. 129 Marcado, como el de la Vida de Benito, por un cambio de lugar y abierto por medio de una descripción del monasterio de Marmoutier (Vida de Martín 10), que Sulpicio representa como dominado por una “montaña” (en realidad, es el modesto acantilado del Valle del Loire). Este detalle hace pensar en Montecasino. 130 Vida de Martín 21-24. 131 Los dos primeros (Vida de Martín 13,1; 14,1) están calificados como “muy antiguos”, del mismo modo que el templo de Apolo en Montecasino.

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duró más de un cuarto de siglo, mientras que la de Benito se limita -por lo menos el período de choque- a los primeros tiempos de la ocupación de Casino. Finalmente, las dos campañas misioneras encuentran resistencias muy distintas. Martín, antiguo soldado, obtiene las posiciones enemigas a golpes de milagros, luego de dramáticas peripecias: la población pagana le hace frente y amenaza su vida. Por el contrario, Benito no parece encontrar ninguna oposición por parte de los hombres. Ha pasado un siglo y medio: el paganismo que era todavía vigoroso al final del s. IV, no es más que un tímido sobreviviente cuya fachada al menos es fácil de derribar. Y es por eso que, a falta de resistencia humana, Gregorio nos hace presenciar una resistencia diabólica. En su relato, dado el cambio de los tiempos, los episodios demoníacos de Sulpicio Severo deberán ocupar el lugar de las revueltas populares que se suscitaban otrora gracias a las campañas iconoclastas del santo obispo. Así se explica lo que antes observábamos: la reunión en este pedazo de la Vida de Benito de dos secciones independientes y bastante distantes de la Vida de Martín. Antes de pasar a la segunda de estas secciones -los relatos de las “diabluras”- observemos aún dos puntos de contacto de los Diálogos con la primera. En primer lugar, las construcciones de Benito en Montecasino. “Cuando Martín destruía los templos, narra Sulpicio Severo, inmediatamente edificaba iglesias o monasterios en su lugar”132. Benito actúa de la misma manera, y los descubrimientos arqueológicos, posibilitados por las destrucciones de 1944, confirman lo que dice Gregorio. Se ha encontrado el trazado -ampliado en el s. VIII y en el s. IX- de los oratorios de San Martín y de San Juan Bautista, con sus cimientos precristianos. El primero, que Benito arregló dentro del mismo templo sólo tenía 12 metros133 de largo y 8 de ancho, lo que hace suponer una comunidad bastante pequeña. El segundo, en la cima de la montaña, ubicado donde estaba el altar pagano al aire libre, tenía la misma anchura, pero era un poco más largo (15,25 metros). Benito muere en el primero y es enterrado en el segundo. Otro detalle que debemos notar en la sección misionera de la Vida de Martín, es la diferencia de las percepciones de Martín y de sus compañeros en la escena inicial, cuando el obispo se comunica con un falso mártir que no era sino un bandido: mientras que el santo percibe la sombra del difunto y oye su voz, “los asistentes oían la voz que hablaba, pero no veían al personaje”134. Observamos el mismo contraste en el relato de Gregorio: Benito ve y oye al diablo, pero los hermanos solamente lo oyen. Así, el primer episodio de la lucha de Martín contra la superstición, proporciona el primer rasgo de las peleas de Benito con el diablo. Sin embargo, esta analogía con la historia del obispo de Tours no debe hacernos olvidar otro antecedente memorable: el de san Pablo en el camino de Damasco. Allí también se nos dice que los compañeros de Pablo “oían la voz sin ver a nadie” (Hch 9,7). ¿Significa esto que la aparición de Cristo a su futuro Apóstol es por lo tanto, como un telón de fondo de las del diablo a Benito? Podemos pensarlo con fundamento, tanto más cuanto que Gregorio pone en boca del diablo la misma palabra del Señor a Pablo: “¿Por qué me persigues?” (Hch 9,4). De este modo, por medio de una asombrosa transposición, la gran escena de la conversión de los Hechos se refleja en este episodio demoníaco de la Vida de Benito, y mientras que éste se asimila a Pablo, Satanás se coloca, a sus ojos, en el lugar de Cristo glorioso135.

132 Vida de Martín 13,9. 133 Y no 23 metros, como dice, por un terror tipográfico, nuestra nota de Dial. II,8,11 (SCh 260, p. 169, segunda línea de las notas). Pedimos disculpas a don Angelo Pantoni por este lapsus y pedimos a todos los lectores que lo corrijan. 134 Vida de Martín 11,5. 135 Esto recuerda extrañamente, a su vez, a la Vida de Martín 24,4-8 (la aparición del diablo a Martín con los rasgos de Cristo Rey). En la escena de los Hechos, notemos también el doble llamado de Cristo (“Saulo, Saulo”), al cual corresponde aquí el doble llamado del diablo (“Benito, Benito”).

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* * *

Este conflicto con el Antiguo Enemigo nos conduce a la segunda sección paralela de la Vida de Martín. Aunque “la boca y los ojos encendidos” del Maligno recuerdan más bien un pasaje de la Vida de Antonio, los “insultos” lanzados a Benito136 hacen pensar desde ya en la vida del obispo de Tours. Los otros rasgos comunes de Sulpicio y Gregorio son, en primer lugar, la fantasmagoría producida por el diablo y disipada por el varón de Dios -un pretendido vestido celeste en el primero, un incendio en el segundo-, y luego el crimen cometido por el diablo en detrimento de una persona cercana al santo, con una aparición burlona para anunciárselo. Omitiendo varios episodios relacionados, Gregorio agrega uno que faltaba en Sulpicio: la piedra inmovilizada e izada. En total, su texto es más o menos dos veces más corto. Los dos trozos presentan una diferencia importante. Mientras que la Vida de Martín considera los fenómenos demoníacos como simples visiones, a propósito de las cuales el santo manifiesta sus dones de clarividencia y de discernimiento, la Vida de Benito los transporta al contexto de la lucha que conocemos. Aquí el diablo tiene un objetivo, al que apunta en cada una de sus intervenciones: impedir la construcción del monasterio; y la respuesta del varón de Dios es cada vez una “victoria” práctica. El monasterio de Montecasino será edificado contra viento y marea y solamente después de la muerte del santo, otros adversarios, los Lombardos, conseguirán saquearlo por haberlo permitido Dios. Por lo demás, es válido lo que hemos observado más arriba: del mismo modo que la sección misionera, la parte demoníaca de la Vida de Martín desarrolla una cadena de acontecimientos sin fecha que se distribuyen no se sabe cómo a lo largo de un prolongado episcopado. Por el contrario, los hechos correspondientes de la Vida de Benito están reunidos en el corto período de los primeros tiempos de Montecasino. Una vez construido el monasterio, la lucha se sosiega y el diablo interviene sólo de cuando en cuando, como hacía en Subiaco. En estas páginas tan visiblemente influenciadas por la Vida de Martín, el milagro más notorio es el de la resurrección del monjecito aplastado por un derrumbe. Mirémoslo de cerca, comparándolo con su homólogo martiniano. Según Sulpicio Severo, Martín recibe un día en su celda la visita del diablo, que llevaba en su mano un cuerno de buey empapado en sangre jactándose de haber matado a uno de los suyos. Martín da la voz de alarma. Después de investigar, se ve que no falta ninguno de los monjes. Pero uno de los obreros seglares había ido a buscar unos bueyes. Poco después, encuentran a ese hombre agonizante: uno de los bueyes le había dado una cornada mortal. En Gregorio, las cosas suceden con algunas diferencias. El diablo no se presenta al santo luego de su delito sino antes, de modo que Benito tiene tiempo de advertir a los hermanos. Además, la persona golpeada no es un laico empleado por los monjes, sino un monje propiamente dicho, muy joven por otra parte, y cuyo origen social elevado se nos indica: era el hijo de un curial. La forma del asesinato también es diferente: en un caso es una cornada, en el otro el derrumbe de un muro. Finalmente y sobre todo, difieren los desenlaces: mientras que seglar de Martín queda abandonado a su triste suerte -“no se sabe por qué juicio del Señor”, dice Severo-, el monjecito de Benito se repone gracias a la oración de su abad. Esta última diferencia verifica lo que antes adelantábamos: en Sulpicio Severo se trata sólo de un caso de conocimiento preternatural, al ser Martín informado milagrosamente de un hecho que todos ignoran. En Gregorio, por el contrario, a la

136 Atanasio, Vida de Antonio 24,1; Sulpicio Severo, Vida de Martín 22,1-3.

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presciencia del santo se agrega una acción que anula la del diablo, de modo que el asunto termina con una gozosa victoria. Benito defiende a los suyos. La víctima, que es un religioso consagrado a Dios e hijo espiritual del santo, no sucumbe a los golpes del Maligno. El monjecito vuelve al trabajo y continúa la construcción del monasterio. Los detalles de esta primera resurrección -habrá otra al final de la Vida de Benito-, nos hacen pensar en varias escenas de la Escritura y de la hagiografía. Cuando Benito hace salir a los hermanos y cierra la puerta, pensamos en Martín resucitando al catecúmeno de Ligugé137. Pero esa puerta cerrada nos recuerda más precisamente todavía a Eliseo resucitando al hijo de la Sunamita138 el cual, por otra parte, es un niño de familia distinguida tal como el hijo del curial. El hecho de que la resurrección suceda en la habitación y en el lecho del santo, termina de convencernos de que Gregorio piensa en esta historia del Libro de los Reyes, que citará por otra parte expresamente varios capítulos más adelante139. Si unimos a este milagro de Eliseo, el de Pablo en Troas, del cual algunos rasgos nos hacen pensar en nuestro relato140, aparece claramente que éste sale decididamente del marco martiniano para desembocar en el Antiguo y el Nuevo Testamento. De este modo el último milagro de esta pequeña sección se agrega a los cinco prodigios que tienen modelos escriturísticos enumerados en la precedente. Incluso se podría decir que es el coronamiento, ya que ninguna maravilla es comparable a una resurrección. Y sin embargo este importante milagro está relatado con una extremada discreción, como si Gregorio temiera ponerlo en evidencia. La palabra “muerte”, a propósito del accidente, se pronuncia apenas, la encontramos solamente en la última frase, cuando todo está acabado; una simple oración, sin gestos ni testigos, basta para componer al niño destrozado y, finalmente, la atención está desviada del prodigio esencial -la vuelta a la vida- hacia el corolario menor del retorno del “miraculado” a su trabajo. Esta discreción de Gregorio tiene su explicación. El autor reserva la gran puesta en escena para la resurrección del hijo del campesino narrada al final del Libro: súplica del padre, presencia de la comunidad, gesticulación profética del taumaturgo, oración en voz alta, reanimación espectacular del niño a la vista de todos. Como para no desvirtuar esta página solemne, el asunto del hijo del curial está reducido a las dimensiones de un simple accidente de trabajo.

* * * Para terminar, subrayemos dos rasgos de este relato: la predicación de Benito y sus oraciones. El primero contrasta singularmente con lo que encontrábamos al comienzo del período de Subiaco. El joven monje, apasionado por la soledad, que no soñaba sino con “habitar consigo”, se ha convertido en un misionero emprendedor personaje casi único en los Diálogos141. No podemos evitar pensar en los monjes de San Andrés de Caelius, el propio monasterio de Gregorio, que el papa enviará, dos años después de los Diálogos, a evangelizar Inglaterra. Esta comparación se impone tanto más cuanto que Gregorio un día les recomendará, en una carta famosa, que transformen sin destruirlos, los templos paganos en iglesias142, exactamente como lo hizo Benito en Montecasino. ¿Ha habido en Benito una evolución de la “amada soledad” al celo evangelizador? El

137 Vida de Martín 7,3. 138 2 R 4,32-33. El episodio de 1 R 17,17-24 (Elías) es menos próximo. 139 Dial. II,21,3. 140 Hch 20,7-12: el joven cae de lo alto de un edificio; Pablo vuelve tranquilamente a la reunión luego del milagro. 141 El abad Equitius (Dial. I,4) también predica pero sólo a los fieles, no a los paganos. Por otra parte, parece ser más viajero que Benito. Ver también Dial. III,31 (Leandro y Recaredo). 142 Registrum epistolarum (Reg.) 11,56 = Epístola (= Ep.). 11,76. Cf. Dial. III,7.

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santo papa a quien las interferencias de la contemplación y de la acción interesan mucho, aquí sin embargo no dice nada. Quizás, más que de evolución se trata de dos facetas de un mismo ideal de santidad, que fue tanto el de Gregorio como el de su héroe. En todo caso, es notable que esta sección misionera de la vida de Benito mencione por lo menos cuatro veces su oración. El santo levanta la piedra, disipa las seducciones del diablo, resucita al niño, por medio de la oración. Y sobre todo -nueva característica en relación con el antecedente martiniano- Benito estaba ocupado en la oración, con todas las puertas cerradas cuando el diablo lo visitas143. Esta oración, para la que el varón de Dios se encierra en su celda y permanece en ella mientras los hermanos van a trabajar, es el alma de su obra de constructor de la Iglesia, el arma de sus victorias contra el mal.

143 En SCh 260, p. 173, agregar (Dial. II,11,1, línea 2). “El varón de Dios se había quedado rezando en su celda”; p. 175, agregar (Dial. II,11,2, línea 10): “pudo incluso terminar el muro con los hermanos”.

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Capítulo 11 (continuación) 3. A partir de estos acontecimientos, el hombre de Dios empezó a gozar también del espíritu de profecía, prediciendo eventos futuros y anunciando a los presentes lo que estaba ocurriendo en su ausencia. Capítulo 12 1. Era costumbre en el monasterio, que cada vez que los hermanos salieran para alguna diligencia, no tomaran alimento ni bebida fuera del monasterio. Este uso de la Regla se observaba con toda solicitud. Mas un día salieron los hermanos para una tarea que los obligó a demorarse hasta una hora avanzada. En las cercanías vivía una mujer piadosa que ellos conocían, entraron en su casa y tomaron una merienda. 2. Después de haber regresado ya muy tarde al monasterio, solicitaron como de costumbre la bendición del Padre. Él en seguida les preguntó: “¿Dónde comieron?”. A lo que ellos respondieron: “En ninguna parte”. Entonces él les dijo: “¿Por qué mienten de esta manera? ¿Acaso no entraron en la casa de aquella mujer? ¿Acaso no comieron allí tal y tal alimento y bebieron tal cantidad de copas?”. Cuando el venerable Padre les refirió la hospitalidad de aquella mujer, la clase de alimentos que habían tomado y la cantidad de copas que habían bebido, reconocieron todo lo que habían hecho, y postrándose temblorosos a sus pies, confesaron su culpa. Él les perdonó en seguida su falta, considerando que en adelante no volverían a hacer nada en su ausencia, convencidos de que les estaba presente en espíritu. Capítulo 13 1 El hermano del monje Valentiniano, ya mencionado más arriba, era laico, pero muy piadoso. Para encomendarse a la oración del servidor de Dios y poder ver a su hermano, solía ir al monasterio todos los años en ayunas desde el lugar de su residencia. Un día, mientras iba de camino hacia el monasterio, se le unió otro viajero que llevaba consigo comida para el viaje. Y siendo ya la hora un poco avanzada, le dijo: “Ven, hermano, tomemos alimento, para no desfallecer en el camino”. A lo que aquél respondió: “En absoluto, hermano, no haré tal cosa, porque tengo la costumbre de ir en ayunas a ver al venerable Padre Benito”. Al recibir esta respuesta el compañero de ruta se calló por el momento. 2. Sin embargo, cuando habían marchado otro trecho de camino, de nuevo lo invitó a comer, pero el que había hecho el propósito de llegar en ayunas no quiso consentir. Se calló nuevamente el que lo había invitado a comer, consintiendo en andar con él algo más sin probar alimento. Habiendo recorrido así un camino bastante largo, y cuando la hora un poco tardía fatigaba a los viajeros, encontraron junto al camino un prado con un manantial y todo lo que podía parecer deleitable para recuperar sus fuerzas. Entonces el compañero de viaje le dijo: “Aquí hay agua, un prado y un lugar ameno donde podemos restaurar nuestras fuerzas y descansar un poco para poder terminar luego nuestro viaje sin inconvenientes”. Y como estas palabras halagaron los oídos, y el lugar deleitara la vista, él, persuadido por esta tercera invitación, consintió y comió. 3. Al anochecer llegó al monasterio. Al presentarse al venerable Padre Benito y solicitar su bendición, al instante el hombre santo lo reprendió por lo que había hecho en el camino, y le dijo: “¿Qué te ha pasado, hermano? El maligno enemigo que te habló por boca de tu compañero, no pudo persuadirte ni la primera ni la segunda vez, pero te hizo consentir la tercera, y te venció en lo que él quería”. Entonces él, reconociendo su falta debida a su vacilante voluntad, se arrojó a los pies de Benito y empezó a llorar su culpa

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y a sonrojarse, tanto más cuanto que reconoció haber faltado a la vista del Padre Benito no obstante encontrarse a distancia. 4. PEDRO: Veo que en el corazón del hombre santo estaba presente el espíritu de Eliseo quien, aunque ausente, presenció lo que estaba haciendo el discípulo (cf. 2 R 5,26). GREGORIO: Por el momento, Pedro, conviene que guardes silencio, para enterarte de hechos aún más grandes. Capítulo 14 1. En tiempos de los Godos, su rey Totila oyó decir que el hombre santo estaba dotado del espíritu de profecía. Entonces se dirigió hacia su monasterio, y a poca distancia se detuvo y le anunció su llegada. Cuando de inmediato le comunicaron desde el monasterio que podía ir, él, descreído como era, trató de averiguar si el hombre de Dios poseía en realidad espíritu profético. Prestó su calzado e hizo vestir con la indumentaria real a uno de sus escuderos, llamado Rigo, ordenándole que se presentara ante el hombre de Dios como si fuera él mismo en persona. Como séquito envió a tres condes, más allegados a él que los demás: Wulderico, Rodrigo y Blindino, para que, caminando al lado de aquél, fingieran ante los ojos del servidor de Dios que se trataba realmente del rey Totila. Le añadió otra comitiva y escuderos a fin de que, tanto por estos honores como por los vestidos de púrpura, hiciera creer que era el mismo rey. 2. Cuando Rigo, ostentando las vestiduras reales y rodeado de numeroso séquito, llegó al monasterio, el hombre de Dios se encontraba sentado a considerable distancia. Al verlo llegar, cuando pudo hacerse oír, le gritó: “Quita, hijo, quítate lo que llevas. No es tuyo”. Rigo cayó al instante en tierra y quedó sobrecogido de temor por haber tenido la osadía de burlarse de hombre tan grande. Y todos los que lo habían acompañado a ver al hombre de Dios, cayeron consternados en tierra. Al levantarse, no se atrevieron a acercársele, sino que, volviéndose a su rey, le contaron temblando con qué prontitud habían sido descubiertos. Capítulo 15 1. Entonces el rey Totila fue personalmente a ver al hombre de Dios. Cuando de lejos lo vio sentado, no se atrevió a acercarse y se postró en tierra. El hombre de Dios le dijo dos o tres veces: “Levántate”. Pero él no se animaba a levantarse en su presencia. Entonces Benito, el servidor del Señor Jesucristo, se dirigió él mismo hacia el rey que permanecía postrado. Lo levantó del suelo, lo reprendió por sus acciones y en pocas palabras le anunció todo lo que le iba a suceder, diciendo: “Estás haciendo mucho daño, y mucho daño ya has hecho. Reprime por fin de una vez tu maldad. Entrarás por cierto en Roma y atravesarás el mar, reinarás durante nueve años y al décimo morirás”. 2. Al oír estas palabras el rey quedó visiblemente aterrado. Pidió la oración de Benito y se retiró, y desde aquel momento fue mucho menos cruel. Poco tiempo después entró en Roma, llegó luego a Sicilia y al décimo año de su reinado, por disposición de Dios omnipotente, perdió el reino junto con su vida. Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb144

144 Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 58 (1981), pp. 316-324. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 263 y 264. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.

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Los tres renglones que abren este pasaje, son una de las principales articulaciones de la Vida de Benito. En efecto, anuncian una larga serie de milagros de profecía que llenará once capítulos (12-22). Como uno de estos capítulos (15) contiene dos hechos distintos, esta sección profética contiene doce milagros. Luego seguirá otra serie de doce hechos maravillosos145, que ilustran el poder operativo del santo (23-33). Profecía y poder, conocimiento y acción: estas dos especies de carismas concedidos a Benito constituyen entonces el objeto de desarrollos semejantes y simétricos. Abandonando el orden cronológico146, Gregorio acumula en estas dos secciones, hechos de la misma naturaleza, agrupados simplemente por un tema común. Casi todo el período casinense de la Vida de Benito, se presentará así en forma sistemática, no debiéndose buscar generalmente en él un progreso en el tiempo, una marcha histórica. Este carácter relativamente intemporal de los relatos que comienzan, no impide que pertenezcan a una etapa bien determinada de la vida del santo. En Montecasino, Benito “comienza” a dar pruebas de su espíritu profético. Este florecimiento carismático se produce luego de la construcción del nuevo monasterio y de las victorias sobre el diablo que la acompañaron. Más allá de las pruebas sucesivas de Subiaco y del conflicto con Satanás en Casino, Benito parece haber adquirido una especie de madurez, que en adelante manifestará el tranquilo desarrollo de dones extraordinarios. Sin embargo, la aparición del carisma profético en este preciso momento, no es indudablemente un simple asunto de desarrollo espiritual. En efecto, hay que tener en cuenta un antecedente literario, la Vida de Martín. Esta obra de Sulpicio Severo inspiraba visiblemente, como ya vimos, los relatos de Gregorio sobre la llegada a Montecasino, la destrucción de los santuarios paganos y las visiones del diablo que siguieron después. Especialmente la última, en la que el diablo anunciaba a Benito que visitaría a los hermanos que estaban trabajando, correspondía evidentemente a la aparición de Satanás para anunciar a Martín que acababa de matar a uno de los suyos. Sin embargo, esta escena de la vida de Martín termina con una observación general de Sulpicio Severo: además de ese caso particular de conocimiento preternatural, “Martín preveía con mucha anticipación cantidad de hechos de ese tipo o recibía aviso de que iban a suceder y se lo comunicaba a los hermanos147. Tanto por su ubicación como por su contenido, esta frase de la Vida de Martín corresponde exactamente a la de la Vida de Benito que comentamos. Este paralelo proyecta una fuerte luz sobre la secuencia diabluras-profecías del Segundo Libro de los Diálogos. Según toda la apariencia, Gregorio se dejó guiar por su predecesor. Si anuncia una serie de milagros proféticos justo después de la última manifestación del diablo, es porque Sulpicio Severo ubicaba en ese lugar una nota sobre la presciencia de su héroe. Pero no por eso la relación diabluras-profecías es puramente extrínseca. Tanto en los Diálogos como en la Vida de Martín está fundada en el hecho de que la visión del diablo inmediatamente precedente, implicaba la revelación de un acontecimiento desconocido, por lo tanto un conocimiento preternatural, que es lo que Gregorio llama una “profecía”.

* * * A semejanza de la noticia de Sulpicio Severo acerca de Martín, la de Gregorio atribuye al nuevo “profeta” dos clases de prodigios: la “predicción de los acontecimientos futuros” y el “anuncio de lo sucedido lejos de allí”. Alejamiento en el tiempo y en el espacio: estas dos clases de distancia alternarán en efecto en los relatos siguientes,

145 Allí también uno de los once capítulos (27) contiene dos milagros. 146 Salvo en 14-15, preparados por 12-13 y prolongados por 16. Ver también 28-29. 147 Vida de Martín 21,5 (alusión a 20,8-9 y a 21,2-3).

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aunque ocasionalmente intervengan otros obstáculos al conocimiento natural148.

Los diversos tipos de “profecía” definidos así, se sucederán en un orden muy estudiado. Según su costumbre, Gregorio da a esta sección una armoniosa estructura. En ella se suceden dos trípticos centrados tanto uno como el otro en hechos de predicción: en primer lugar, un grupo de nueve milagros, en el que las predicciones medianas (15-17) están precedidas y seguidas por dos rasgos de conocimiento a distancia149 (12-13 y 18-19); luego, un grupo de tres milagros, de los cuales el segundo es una predicción, mientras que el primero es una lectura del corazón y el último un mensaje llevado en sueños (20-22). Este análisis basta para mostrar lo que Gregorio entiende por “profecía”. No se trata de la noción bíblica en toda su profundidad y su comprensión -hablar en nombre de Dios-, sino solamente del fenómeno extraordinario que la Escritura atribuye a menudo a los profetas y al cual se reduce, aun hoy, el concepto corriente de “profecía”: anunciar el futuro y las cosas ocultas. Gregorio se aplica a reflexionar y a razonar metódicamente sobre este fenómeno maravilloso, así como sobre otros datos bíblicos. Inmediatamente después de los Diálogos, comenzará su Comentario sobre Ezequiel con una homilía entera donde no hará sino analizar, clasificar y comparar todos los hechos proféticos que pudo recoger en la Biblia150. Con un rigor y una sutileza que hacen pensar en Agustín y en los escolásticos, distingue una quincena de categorías, cada cual ilustrada con uno o varios ejemplos. De este modo, veremos desfilar, entre otros, a los diversos tipos de milagros realizados por Benito, así como también a los modelos escriturísticos a los que se refieren los Diálogos. La presente sección de la Vida de Benito es entonces el preludio de ese tratado sistemático de la profecía que es la primera Homilía sobre Ezequiel. Sin esforzarse por ser completo, Gregorio escruta desde ya con cuidado el fenómeno profético. En los otros tres Libros de los Diálogos también encontramos profecías, pero aquí el autor realiza, a propósito de Benito, un esfuerzo de síntesis y de reflexión más extenso que en otras partes. El Segundo Libro de los Diálogos, que es la única biografía completa en medio de una serie de pequeñas noticias, le da la ocasión de reunir una buena cantidad de milagros cognoscitivos más o menos análogos a los que se encuentran, en un orden disperso, en la literatura bíblica y hagiográfica. Benito aparece de este modo, en la línea que ya conocemos, como lleno del espíritu de todos los profetas.

* * * Los dos primeros milagros se asemejan mucho. Tanto en uno como en el otro, se trata de la misma: una refección tomada indebidamente a cierta distancia del monasterio; en los dos casos, Benito tiene conocimiento de la falta cometida lejos de allí y se la reprocha a los delincuentes cuando éstos se presentan ante él por la noche. Esta pareja de hechos similares es el primer ejemplo de un procedimiento de composición que encontraremos habitualmente en el primer tríptico: casi todos los hechos se encadenan de dos en dos151. Lo que distingue a estas dos historias tan semejantes, es en primer lugar la calidad de

148 Disfraz (14); secreto del corazón (20). El caso de 22 es aparte: el conocimiento a distancia no es recibido sino concedido por el hombre de Dios por medio de un sueño. Corregir nuestra nota de Dial. II,11,3 (SCh 260, p. 175), pasando 12-13 de las “predicciones” (segunda línea) a las “visiones a distancia” (tercera línea). 149 El milagro de 14, sui generis, se relaciona con el siguiente (predicción). 150 Homilías sobre Ezequiel I,1. 151 A excepción de 15,3, que está simultáneamente ligado a los dos episodios precedentes y aislado (centro del tríptico).

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los actores: en el primer caso son monjes, y en el segundo un seglar152. Pero también es -no sin relación con la primera diferencia- la naturaleza de las faltas y el modo como han sido cometidas. Los monjes violan un punto de la regla -de hecho, se encuentra consignado en la regla benedictina153-, mientras que el seglar, que no debe observar ninguna regla comunitaria, falta a su propósito personal de ayunar. La transgresión de los monjes se narra sin detalles. La del seglar, por el contrario, da lugar a un relato circunstanciado que constituye un buen ejemplo de tentación. En efecto, el diablo en persona tienta a ese piadoso peregrino y, a la tercera solicitación lo hace caer. Tres tentaciones: ¿cómo podríamos dejar de pensar en Jesús en el desierto? Aunque en el caso presente el triple asalto no tiene objetivos diferentes sino la única tentación de comer, ¿acaso no es ésta precisamente la primera de las que habla el Evangelio? Sin embargo, el hermano de Valentiniano rechaza al tentador a la manera de Cristo solamente las dos primeras veces. Cuando finalmente sucumbe, se hace semejante a Adán cuando come del fruto prohibido. La triste escena del Génesis se impone al lector, tanto más cuanto que Gregorio ubica la caída de su personaje en un marco paradisíaco, insistiendo mucho en lo atractivo del lugar. Esta falta del hermano de Valentiniano, referida de este modo a la tentación original y típica de los primeros padres, tienen un alcance simbólico ilimitado, a pesar de ser tan leve. Representa todos los desfallecimientos de una humanidad que peregrina a la montaña de Dios, todas las caídas provocadas por la atracción de las criaturas, por la voz del diablo, por los consejos falsamente razonables y caritativos de un prójimo que predica la facilidad. Este valor de símbolo se confirma cuando comparamos el presente relato con los textos en los que Gregorio analiza el proceso de la tentación, por ejemplo en la Homilía sobre el Evangelio que comenta el enfrentamiento de Jesús con el diablo en el desierto154. La caída en el pecado se puede descomponer aquí en tres tiempos: sugestión, delectación, consentimiento. Sin corresponder precisamente a las tres fases de nuestro relato, encontramos allí esos tres momentos de toda tentación: sugestiones del compañero de ruta, aspecto “deleitable” del lugar, “consentimiento” final del peregrino. En la misma Vida de Benito, esa tentación en la ruta recuerda a dos episodios anteriores: la tentación carnal del santo ermitaño y las divagaciones del monje de Subiaco al que el diablo arrastraba fuera del oratorio durante la oración155. En el primer caso, Benito rechaza el pecado por medio de una acción heroica. En el segundo, el monje se deja arrastrar pasivamente. Entre esos dos extremos, nuestro relato presenta la historia intermedia y muy humana de un buen hombre que al principio resiste enérgicamente pero que termina por abandonarse. Este episodio tan rico en savia bíblica y humana, nos hace pensar también en la escena de los peregrinos de Emaús, de la cual es como una parodia siniestra: el diablo, misterioso compañero de ruta, toma el lugar de Cristo resucitado156. Pero, sea como fuere, estas posibles reminiscencias no importan tanto como el papel adjudicado a

152 El mismo binomio, en orden inverso, en el otro extremo del tríptico (18-19). En el espacio intermedio, solamente seglares. Los monjes se encuentran entonces solamente -y simétricamente -al principio y al final (12 y 19). 153 RB 51. 154 Homilías sobre el Evangelio 16,1. 155 Dial. II,4,1: el culpable, amonestado, se comporta bien durante dos días y al tercero recae en su falta. 156 Esta sustitución nos hace pensar en la del diablo por Cristo en Dial II,8,12 (cf. “La lucha con Satanás”, p. 304). Pero Gregorio es tan discreto con respecto a ese compañero de ruta que podemos preguntarnos si se trata del diablo en persona o de uno de sus agentes inconscientes. En la primera hipótesis, completar nuestro Cuadro de los milagros al final del t. III (SCh 265, p. 359: Manifestación de los demonios).

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Benito. En el marco del drama paradisíaco, el santo aparece como el análogo del Señor omnisciente que reprocha a Adán por haber comido del fruto prohibido. Más claramente aun, como lo hace notar el diácono Pedro, se asemeja al profeta Eliseo, que asiste a distancia a las faltas cometidas por su servidor Guejazí157. Esta referencia explícita al Libro de los Reyes, que concluye los dos primeros milagros, es válida no solamente para el segundo sino mucho más todavía para el precedente. Volvamos por lo tanto un instante a este último. El interrogatorio a los monjes culpables, su negativa de confesar, la revelación de la falta por el hombre de Dios que se encontraba “presente” allí, son todos elementos calcados en la conversación del profeta y su servidor. Pero algunos términos de Benito y de su biógrafo hacen eco a otro drama bíblico, el de Ananías y Safira (Hch 5,1-10): reproche por la “mentira” dirigido a los culpables, sobrecogimiento de estos que “caen a los pies” del hombre de Dios. Benito es por lo tanto imitador no sólo del profeta Eliseo, sino también del Apóstol Pedro. Sin embargo, su imitación es original, ya que perdona en lugar de castigar. Guejazí se cubrió de repente de lepra, Ananías y Safira cayeron muertos a los pies del Apóstol. Aquí, los culpables no sufren ninguna pena. Caen a los pies de su abad, pero para confesar su falta y recibir su perdón. Benito, educador y padre, se contenta con saberlos corregidos y al abrigo de recaídas. Esta clemencia es tanto más notable cuanto que la Regla benedictina inflige automáticamente la excomunión por este tipo de falta. Este primer milagro de profecía transporta entonces dos escenas de la Biblia al registro de la vida cenobítica. Las dos parejas de figuras, el profeta del Antiguo Testamento y su discípulo-servidor y el Apóstol del Nuevo y sus fieles, se funden en la imagen de un abad que educa a sus monjes. La Regla del Maestro, de donde Benito sacó la suya, ya lo había dicho: el abad, como el obispo, es el sucesor de los profetas y de los Apóstoles158. Comer fuera de la clausura a espaldas del abad, delito que puede parecer anodino, está ubicado al lado de los célebres fraudes que Dios golpeó con los más duros castigos. En cuanto al carácter de Benito, este asunto confirma lo que Gregorio dejaba entrever a propósito de su primer abadiato: el abad de Montecasino, como el de Subiaco, no bromea con la regla. La comunidad poco observante que lo había elegido como superior, pronto se da cuenta, como recordaremos, que no la dejaría alejarse un milímetro de la regularidad. Ahora lo volvemos a encontrar más maduro, inclinado a la indulgencia pero siempre guardián fiel de la regla. En la otra punta de este primer tríptico de sus “profecías”, Gregorio lo hace representar el mismo papel -entonces se tratará de la ley de la pobreza- hasta que su desavenencia con su hermana Escolástica simultáneamente ponga en evidencia y haga fracasar su inflexible respeto por la observancia regular.

* * * Después de estos dos modestos asuntos domésticos, el relato gregoriano se eleva súbitamente a la escena política y desemboca en forma inesperada en la gran historia. Totila, que reinó sobre los ostrogodos del 541 al 552, no es un personaje cualquiera. Jefe improvisado, sacó a su pueblo de la situación casi desesperada en que se encontraba luego de la pérdida de Ravena, reconquistada por los bizantinos en 540. Gracias a ese gran capitán, los godos recuperan en esos años el control de casi toda Italia, cuyos dueños habían sido durante cincuenta años. Esta brillante contraofensiva retardará diez años la ruina gótica y la restauración romana en la península. Pero también prolongará y llevará a su paroxismo una guerra atroz que duró por lo menos

157 2 R 5,25-26. 158 RM 1,82-92, etc.

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dieciocho años159. La mayoría del tiempo que Benito vivió en Montecasino transcurrió en medio de esa espantosa tormenta, de la cual apenas se descubre alguna huella en la Regla. Para Gregorio, que escribe a fines del siglo, el nombre de Totila evoca los peores horrores. Este hombre, a sus ojos, es el tipo del bárbaro orgulloso y sanguinario. Además es un “incrédulo” por añadidura y no solamente porque duda pasajeramente de los dones proféticos de Benito. Mucho más grave es el hecho de que Totila, como todo su pueblo, profesa el arrianismo. Esta barrera religiosa que lo separa de los Romanos católicos es la causa profunda del drama italiano. Toda la inteligencia de un Teodorico o de un Casiodoro no pudo conseguir que los dos pueblos separados por sus creencias, se fundieran en una entidad política coherente como ya lo habían hecho los galo-romanos y los francos más allá de los Alpes, gracias al bautismo de Clovis. El encuentro de Totila y de Benito es por tanto una escena cautivadora, en la que se enfrentan el bárbaro y el romano, el arriano y el católico, el ocupador y el ocupado. Por un trastocamiento de papeles que Gregorio relata encantado, el seudo rey y el verdadero se derrumban por turno frente a este pequeño superior de monjes. Benito, sentado tranquilamente para recibir a esos poderosos, no se “digna” molestarse más que para levantar de la tierra al soberano postrado y para regañarlo como a un niño. En este triunfo del “servidor de Jesucristo”, se realiza la revancha ideal de un pueblo oprimido, humillado, agobiado por medio siglo de ocupación y de guerra. Estos son indudablemente los sentimientos del narrador. En cuanto a los de Benito, antes de conjeturarlos es necesario recordar otros dos episodios de los Diálogos. Uno de ellos -el encuentro con el terrorista Zalla hacia el final del Libro- confirma su tranquila indiferencia de hombre de Dios frente a toda intimidación por parte de los godos. Pero el otro revela una actitud complementaria y más positiva: cuando Benito en Subiaco ve llegar a un postulante godo, lo recibe “gustosísimo”, ya que se trata de un “pobre de espíritu”, y de un hombre humilde160. Este “gustosísimo” dice mucho sobre las repugnancias naturales que podían tener los romanos; incluso en tiempos de paz, de vivir con esos bárbaros poco apreciados. Benito, sobreponiéndose a ese sentimiento demasiado humano, actúa como “hombre del Señor”, atento únicamente a la calidad de las almas y a su salvación. Sea cual fuere el sentimiento que Gregorio y sus lectores hayan podido experimentar al respecto, la entrevista con Totila no es tanto el triple enfrentamiento -racial, confesional y político- en el que pensamos a primera vista, sino más bien el encuentro de un santo monje, verdadero servidor de Cristo, con un rey de este mundo, soberano de la ciudad terrena. Las características y las taras personales de Totila son secundarias. Lo que importa sobre todo es que él detenta, como cualquier otro jefe, el poder de este mundo. Este encuentro cara a cara del monje-profeta con el soberano temporal, entendido así, no es más que el último de una larga serie que comienza en la Biblia con Samuel y Saúl, Natán y David, Elías y Ajab, y termina en la hagiografía cristiana, pasando por el Bautista y Herodes, en Afraat y el emperador Valente, Martín y el usurpador Máximo, Severino y el rey Odoacro. La predicción de Benito se asemeja más precisamente a la célebre profecía por la cual el solitario egipcio Juan de Licópolis anunció a Teodosio su victoria y su muerte próximas, y más aún a la que Sulpicio Severo pone en boca de san Martín cuando predice a Máximo el mismo destino161. Pero Martín, en presencia del discutible soberano Máximo, sólo da pruebas de una hermosa altivez que raya en el

159 Ver nuestro resumen en Ecoute 162 (15 de febrero 1968), pp. 1-13. 160 Dial. II,6,1. 161 Vida de Martín 20,8-9.

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desenfado. Las pequeñas humillaciones que inflige al emperador -por otra parte muy bien aceptadas- no tienen nada que ver con el aplastamiento de Totila frente a Benito. La singularidad de nuestro relato aparece aún más si lo comparamos con diversos pasajes del Libro siguiente, donde Gregorio narra los altercados de Totila con cinco obispos taumaturgos162. Allí también el rey cruel e impío es confundido todas las veces por el hombre de Dios, pero ninguna de estas lecciones se acerca al derrumbamiento al que asistimos aquí. Benito, un simple abad, tiene un ascendiente inusitado sobre el rey, al que no puede compararse el de ninguno de los grandes y santos prelados que lo han impresionado más. Este episodio es pues altamente significativo. Gregorio lo ha convertido en el símbolo acabado de la superioridad del santo sobre el soberano, del reino de Dios sobre este mundo y sobre su Príncipe. Por otra parte, el incidente esclarece un aspecto de la personalidad de Benito. Aquí y solamente aquí lo vemos enfrentado al poder político. Nos gusta verlo más altivo y más sereno que ningún otro santo frente a él Esta actitud nos tranquiliza con respecto a la unwordliness -ausencia de mundanidad- de un hombre que parece haberse codeado a menudo con los grandes de este mundo. Benito no era un hijo del pueblo, y Gregorio que lo es menos aún, no oculta sus relaciones con la élite social de su tiempo163. Pero su mirada interior no se ha dejado cautivar por las apariencias mundanas. Iluminado por la fe, no ha dejado de contemplar a Cristo, que recibe y reconoce en la persona de todos los hombres. Como dice magníficamente la Regla, “en los pobres y peregrinos se recibe a Cristo más particularmente: que a los potentados el mismo temor que inspiran induce de suyo a honrarlos”.

162 Dial. III,5-6 y 11-13 (este último no es más que una revancha póstuma). 163 Ya el hecho de instalarse en propiedades públicas (Villa de Nerón, acrópolis casinense) supone relaciones encumbradas.

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Capítulo 15 (continuación) 3. El obispo de la Iglesia de Canosa solía visitar al servidor del Señor, y el hombre de Dios sentía hacia él un afecto especial debido a su vida virtuosa. Durante una conversación acerca de la entrada del rey Totila en Roma y de la devastación de la ciudad, el obispo dijo: “Este rey va a destruir la ciudad de manera tal, que en adelante no podrá ya ser habitada”. A lo que el hombre de Dios respondió: “Roma no será exterminada por los bárbaros, sino que se consumirá en sí misma devastada por tempestades, huracanes, ciclones y terremotos”. Los misterios de esta profecía son ya para nosotros más patentes que la luz, pues en esta ciudad vemos las murallas demolidas, las casas derribadas, y las iglesias destruidas por los tornados, y tenemos ante la vista cómo sus edificios, desgastados por una larga vejez, se están convirtiendo en montones de escombros.

4. Su discípulo Honorato, por cuya relación me enteré de estos sucesos, asegura que él nunca los escuchó de la boca de Benito, pero atestigua que los hermanos los han contado. Capítulo 16 1. También por ese mismo tiempo, un clérigo de la Iglesia de Aquino se veía atormentado por el demonio. El venerable Constancio, obispo de su Iglesia, lo había enviado a muchos santuarios de mártires con el fin de obtener su curación. Pero los santos mártires de Dios no quisieron concederle el don de la salud, para poner de manifiesto en qué medida Benito se hallaba favorecido por la gracia. Entonces, fue conducido a la presencia de Benito, el servidor de Dios omnipotente, quien elevó sus plegarias al Señor Jesucristo y al instante expulsó al antiguo enemigo del hombre poseso. Y después de curarlo, le ordenó: “Vete, y en adelante no comas carne, y nunca te atrevas a recibir ningún orden sagrado. El día en que pretendas profanar algún orden sagrado, inmediatamente pasarás a ser de nuevo propiedad del diablo”. 2. Después de haber recobrado la salud, el clérigo se fue, y como un castigo reciente suele atemorizar al espíritu, observó por un tiempo lo que el hombre de Dios le había mandado. Pero cuando transcurridos muchos años, habían muerto todos los que le habían precedido, viendo que otros menores que él lo aventajaban en las sagradas órdenes, desatendió las palabras del hombre de Dios, haciéndose como olvidadizo en razón del largo tiempo transcurrido, y accedió a un orden sagrado. De inmediato el diablo que lo había dejado tomó posesión de él, y no cesó de atormentarlo hasta quitarle la vida. 3. PEDRO: Según puedo ver, este hombre penetró incluso los secretos de la Divinidad, ya que llegó a saber que este clérigo había sido entregado al diablo para que no se atreviera a recibir ningún orden sagrado. GREGORIO: ¿Cómo no iba a conocer los secretos de la Divinidad quien de ella observaba los preceptos, cuando está escrito: El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con Él (1 Co 6,17)? 4. PEDRO: Si el que se une al Señor forma con Él un solo espíritu, ¿por qué razón el mismo egregio predicador dice en otra oportunidad: ¿Quién penetró en el pensamiento del Señor, o quién fue su consejero? (Rm 11,34)? Parece ser realmente una inconsecuencia que quien ha sido hecho un mismo espíritu con otro, ignore su pensamiento. 5. GREGORIO: Los santos, en cuanto son una misma cosa con el Señor, no ignoran el

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pensamiento del Señor. Porque el mismo Apóstol dice también: ¿Quién puede conocer lo más íntimo del hombre, sino el espíritu del mismo hombre? De la misma manera, nadie conoce los secretos de Dios, sino el Espíritu de Dios (1 Co 2,11). Y para demostrar que conocía las cosas referentes a Dios, agregó: Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios (1 Co 2,12). Dice también: Lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman, nos lo reveló por medio del Espíritu (1 Co 2,9-10). 6. PEDRO: Entonces, si las cosas que son de Dios le fueron reveladas al mismo Apóstol por el Espíritu de Dios, ¿por qué, antes del texto que cité hace unos momentos (cf. Rm 11,34), él dijo: ¡Qué profunda y llena de riqueza es la sabiduría y la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus designios y qué incomprensibles sus caminos! (Rm 11,33)? Al decir esto, se me ofrece ahora una nueva dificultad. Porque el profeta David, hablando con el Señor, le dice: Yo proclamo con mis labios todos los juicios de tu boca (Sal 119 [118],13). Y puesto que el conocer es menos que el pronunciar, ¿por qué afirma Pablo que los juicios de Dios son incomprensibles, cuando David atestigua que no sólo conoce todo esto, sino que también lo ha pronunciado con sus labios? 7. GREGORIO: A ambas dificultades te respondí ya brevemente, al decir que los santos, en cuanto están unidos al Señor, no ignoran el pensamiento del Señor. Porque todos los que siguen devotamente al Señor, por cierto están junto a Dios por su devoción, mas como todavía se hallan abrumados por el peso de la carne corruptible, aún no están junto a Dios. Por eso, conocen los juicios ocultos de Dios en cuanto le están unidos, pero los ignoran en cuanto están separados de Él. Así, porque no penetran todavía perfectamente sus secretos, atestiguan que sus juicios son incomprensibles. Mas cuando le están unidos en el espíritu y en esa unión reciben, por las palabras de la Sagrada Escritura o por revelaciones secretas, algún conocimiento, entonces lo comprenden y lo anuncian. En consecuencia, ignoran lo que Dios calla y saben lo que Dios les comunica. 8. Por eso el profeta David, después de haber dicho: Yo proclamo con mis labios todos los juicios, en seguida agregó: de tu boca (Sal 119 [118],13), como si dijera abiertamente: “Pude conocer y pronunciar aquellos juicios, puesto que sé que Tú los pronunciaste. Porque lo que Tú mismo no dices, sin duda lo estás escondiendo a nuestro conocimiento”. Están de acuerdo, entonces, las sentencias del Profeta y del Apóstol. Porque los juicios de Dios son incomprensibles, y sin embargo, lo que haya sido proferido por su boca, es anunciado por labios humanos. Así, lo revelado por Dios puede ser conocido por los hombres, pero lo que Él ha ocultado, no puede serlo. 9. PEDRO: Con la objeción de mi insignificante pregunta ha quedado aclarada la verdad de tu razonamiento. Te ruego, pues, que continúes hablando de los milagros de este hombre, si aún hay otros. Capítulo 17 1. GREGORIO: Cierto hombre noble, llamado Teoprobo, que había sido convertido por las exhortaciones del Padre Benito, gozaba por su vida virtuosa de plena confianza y familiaridad con él. Un día que entró en la celda de Benito, lo encontró llorando amargamente. Esperó un largo rato y al ver que sus lágrimas no cesaban y que el hombre de Dios no lloraba como habitualmente lo hacía al rezar, sino con aflicción, le preguntó cuál era el motivo de dolor tan grande. El hombre de Dios le contestó en seguida: “Todo este monasterio que he construido y todo lo que he preparado para los hermanos, va a ser entregado a los bárbaros por disposición de Dios omnipotente. Apenas si he podido conseguir que se me conservaran las vidas de los monjes de este lugar”.

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2. Esta profecía que entonces oyó Teoprobo, nosotros la vemos cumplida, por cuanto sabemos que su monasterio ha sido destruido hace poco por los Longobardos. En efecto, no hace mucho tiempo, durante la noche, mientras los hermanos descansaban, los Longobardos entraron allí y saquearon todo, pero no pudieron apresar ni a un solo hombre. Así Dios omnipotente cumplió lo que había prometido a su fiel servidor Benito: aunque entregara los bienes materiales a los bárbaros, salvaría las vidas de los monjes. En esto veo que Benito tuvo la misma suerte que Pablo, cuya nave perdió todos sus bienes, pero él recibió como consuelo la vida de cuantos lo acompañaban (cf. Hch 27,22 ss.). Capítulo 18 En otra ocasión, nuestro Exhilarato, a quien conoces desde su conversión, había sido enviado por su señor al hombre de Dios, con el fin de llevar al monasterio dos recipientes de madera llenos de vino, que vulgarmente llamamos barriles. Él entregó sólo uno, después de haber escondido el otro mientras iba de camino. Pero el hombre de Dios, a quien no podía ocultarse lo que se hacía en su ausencia, lo recibió dando las gracias, y al retirarse el joven, le advirtió diciendo: “Cuidado, hijo, con el barril que escondiste: no bebas de él, sino inclínalo con precaución y verás lo que contiene”. Muy avergonzado, el muchacho se alejó del hombre de Dios. Y de regreso, quiso cerciorarse acerca de lo que había oído. Cuando inclinó el barrilito, salió de inmediato una serpiente. Entonces el joven Exhilarato, a vista de lo que encontró en el vino, se horrorizó por el mal que había cometido. Capítulo 19 1. No lejos del monasterio había una aldea, en la que una buena cantidad de habitantes se había convertido del culto de los ídolos a la verdadera fe, gracias a la predicación de Benito. Vivían allí también unas mujeres religiosas, y el servidor de Dios Benito procuraba enviarles con frecuencia a alguno de los hermanos para exhortarlas en provecho de sus almas. Un día, como de costumbre, mandó a uno de los monjes. Pero el que había sido enviado, después de su exhortación, aceptó a instancias de las religiosas unos pañuelos y los escondió bajo el hábito. 2. En cuanto hubo regresado, el hombre de Dios empezó a increparlo con la más viva amargura, diciéndole: “¿Cómo ha entrado la iniquidad en tu corazón?”. Él se quedó asombrado, porque olvidado de lo que había hecho, ignoraba por qué se lo reprendía. Benito le dijo: “¿Acaso no estaba yo allí presente, cuando recibiste de las siervas de Dios los pañuelos y los escondiste en tu seno?” (cf. 2 R 5,26). Él, echándose en seguida a sus pies, se arrepintió de haber actuado tan neciamente, y arrojó lejos de sí los pañuelos que tenía escondidos. Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb164 Con estos cinco relatos se cierra el primer grupo de milagros de profecías, que había

164 Traducción de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 116-124 (Vie monastique, 14).

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comenzado con las cuatro narraciones precedentes. En conjunto, estos nueve prodigios forman un todo bien dispuesto, con cuatro pares de hechos que se corresponden de una parte y de la otra con un relato único, ubicado en el centro de la composición: el de la profecía de Roma. Después de dos capítulos de conocimiento a distancia (12-13), se encuentran dos relatos concernientes a Totila (14 y 15,1-2). Y aunque éste aparezca en el episodio siguiente (15,3), el de la predicción sobre Roma permanece, en cierto modo, aislado. La continuación presenta dos predicciones (167-17) y de nuevo dos episodios de conocimiento a distancia (18-19), que se parecen mucho a aquellos del comienzo. La profecía de la declinación de Roma, por la que comenzamos, sirve de eje de simetría del conjunto. Permaneciendo sola en medio de esos pares, el acontecimiento se relaciona a la vez con los precedentes y con los siguientes. Continuando los primeros -la entrada de Totila en Roma, predicha justo antes, ahora es un hecho cumplido-, anuncia los segundos, en los que el obispo de Aquino recordará al de Canosa, y la destrucción de Montecasino sucederá a la devastación de Roma165. Que esa predicción sobre la suerte de la Ciudad Eterna esté ubicada en el centro de los nueve primeros milagros de profecía, sin duda no es una casualidad. Roma merecía ese lugar de honor. Centro de la existencia y de las preocupaciones de Gregorio, lugar donde se desarrolla su diálogo con el diácono Pedro, esta ciudad era el objeto más digno de ser ofrecido al carisma profético de Benito. El obispo de Canosa, ciudad de Apulia [Puglia], no es nombrado aquí por Gregorio, pero figurará nominalmente en el Libro siguiente. Conocido en la historia por su papel de legado en Constantinopla, este prelado ilustre era también un santo, del que Gregorio relata dos milagros resonantes166. Esos dos prodigios son hechos de profecía, y uno de los dos, que se asemeja mucho a aquel de Benito desenmascarando al escudero de Totila, se refiere precisamente a ese rey. El amigo que visita a Benito no es sólo un hombre de gran “mérito”. Como su anfitrión, es un verdadero profeta. Se ve entonces el significado de este encuentro. El cual pone de relieve el carisma superior de Benito. El obispo profeta prevé la destrucción inmediata de Roma, pero se equivoca. El monje profeta, que lo corrige, se muestra más clarividente. ¿Y no es en consideración a este fracaso que el nombre del prelado no se pronuncia? Esta situación del monje que profetiza ante un obispo recuerda las revelaciones hechas por Antonio en presencia de Serapión de Thmuis, obispo de una provincia, como Sabino. Un día, en particular, después de una especie de éxtasis, el gran egipcio había anunciado los males que la herejía arriana iba a infligir a la Iglesia de Alejandría167. Sin embargo, a diferencia de Antonio, Benito no entra en trance, sino que formula su profecía sin emoción, en el transcurso de una simple conversación. Por otra parte, no es el futuro de la Iglesia lo que anuncia, sino el de la ciudad. De la historia eclesiástica se pasa a la política. La realización de esa profecía es para Gregorio y Pedro un hecho de la experiencia: Roma empobrecida, despoblada, se derrumba literalmente. Esta dolorosa decadencia es más de una vez constatada por el papa en sus homilías y en sus cartas. Un pasaje particularmente significativo -la conclusión de una de las Homilías sobre Ezequie168l-

165 Menos neta, a pesar de todo, esta relación con lo que sigue es ligeramente reforzada por una anotación cronológica: la curación del clérigo de Aquino es “contemporánea” de la profecía sobre Roma (547). 166 Dial. III,5. 167 Atanasio, Vida de san Antonio 82,3 (profecías recogidas por Serapión) y 4-13 (profecías sobre la Iglesia de Alejandría, cuyo nombre no es pronunciado). Los dos hechos son distintos, pero se siguen en el texto y se asocian en la memoria del lector. 168 Homilías sobre Ezequiel II,6,22-24. Cf. Homilías sobre los Evangelios 1,5-6 (casas e iglesias; tempestad). El tema conexo de la devastación de Italia aparece en Dial. III,38,3-4, y en una serie de paralelos (ver SCh 260, p. 431), en

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deplora extensamente las desgracias de la ciudad, donde ya no hay más ni senado ni pueblo, ni habitantes ni extranjeros de visita. Mencionadas allí solamente de paso y en conjunto, las ruinas materiales son ahora las únicas consideradas y un poco más detalladas, al igual que las perturbaciones atmosféricas que son su causa. En ese mismo pasaje, Gregorio aplica a la triste suerte de Roma las profecías de Ezequiel sobre Samaría y de Nahún sobre Nínive. Benito se ubica así junto a los grandes videntes del Antiguo Testamento. Como la ruina de las capitales de otro tiempo fue predicha por esos hombres de Dios, la de Roma lo es a su vez por el abad de Montecasino, con una precisión que los antiguos profetas no siempre alcanzaron. “Roma se va a marchitar”. Esta imagen de una planta que se seca o una flor que se marchita, recuerda curiosamente lo que Gregorio dice de Benito en el Prólogo: “... Despreció, como ya marchito, el mundo con sus atractivos”. Poco tiempo antes capital del mundo, Roma es un símbolo perfecto de esas floraciones efímeras y de su rápido deterioro. Despreciando el mundo y dejando Roma, Benito se anticipó a los acontecimientos169. Por una especie de profecía en actos, se retiró de aquella ciudad de la que se iba a retirar la vida. Y ahora, bajo la luz de Dios, predice su próxima ruina, lo que justificará con evidencia su propia anacorésis. Pero esta relación con el Prólogo la hacemos nosotros. Gregorio se abstiene de sacar de esa profecía y de su realización ninguna conclusión moral. A diferencia de todos los pasajes en los que evoca la ruina de Roma y de Italia, verdadero llamado de Dios a la conversión, aquí se limita a constatar los hechos. Roma, que parecía destinada a la destrucción inmediata y definitiva en tiempos de Benito, ha gozado de una especie de aplazamiento, esperando la suerte melancólica que le llegará al final del siglo.

* * * Al igual que el obispo de Canosa, el de Aquino reaparecerá en el Libro III, y también en el rol de profeta170. De nuevo, entonces, un obispo que es un verdadero santo se muestra inferior a Benito. Incapaz de curar a su clérigo, de discernir la causa del mal, lo envía al taumaturgo que habita, espiritual y geográficamente, encima de él, como el Monte Casino domina Aquino, Benito supera en poder a Constancio. Pero la glorificación de Benito es más notable todavía por el hecho de que el enfermo había sido conducido a las tumbas de varios mártires. Muchas veces comparado con los profetas y los Apóstoles -aquí mismo se citará en seguida a Pablo y David- el héroe de Gregorio es colocado ahora por encima de los grandes testigos de la fe. Volveremos a encontrar al final del Libro la misma comparación de Benito con los mártires. Sin embargo, el exorcismo practicado sobre el clérigo de Aquino, por el que se afirma la superioridad de nuestro santo, es sólo el preludio de una maravilla más considerable: la predicción, lamentablemente cumplida, de una recaída en caso de no observar ciertas prescripciones. Este rasgo de conocimiento sobrenatural es lo que le permite al presente relato encontrar un lugar en la serie de los milagros de profecía. Y es también el que ocasiona el hermoso excursus sobre las condiciones y los límites de la profecía, uno de los más largos del Libro. Oponiendo primero Pablo a sí mismo y a David, resolviendo luego estas contradicciones aparentes en una síntesis bien lograda, Gregorio medita sobre el poder

particular en las Homilías sobre Ezequiel II,6,22. 169 La Homilía sobre Ezequiel II,6,23, constata que no se ve más a los jóvenes de todas las provincias ávidos de hacer carrera acudir a Roma. Benito había sido uno de ellos. 170 Dial. III,8.

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de los santos, en la línea de las reflexiones que ya había hecho en el capítulo 8, concluyendo el ciclo de Subiaco171. Lo que allí decía sobre la taumaturgia en general, lo reafirma ahora a propósito de la profecía: sólo del Señor reciben los santos todos sus dones. Más exactamente, señala ahora la condición moral del carisma: la unión con Cristo, manifestada por la observancia de sus preceptos. Observación importante, a menudo renovada en los Diálogos, que tiende a poner en evidencia la fuente interior y propiamente espiritual de esas maravillas en las se deleitaban muy superficialmente los hombres de entonces. Más aún, subordinando el poder del santo a su unión con Cristo, Gregorio obliga al lector a elevar su mirada de Benito hacia Dios. Nada le parece más importante que esa pedagogía que conduce de las creaturas al Creador, de los hombres a la divinidad que los ilumina, de los santos al único Señor de quien reciben las revelaciones.

* * * Esa amplia disertación sobre los límites del conocimiento profético tiene además la ventaja de ampliar el espacio que separa la profecía sobre Roma de aquella sobre Montecasino172. Estando más próximas la una de la otra, estas dos páginas parecerían muy semejantes. En efecto, se asemejan mucho. De una y otra parte, un amigo espiritual, de rango social elevado y personalmente muy estimado “por el mérito de su vida”, se encuentra allí para recoger la predicción. Asimismo, de una y otra parte, las devastaciones de los bárbaros -Godos o Lombardos173- están ante la vista. Sobre todo, de una y otra parte se anuncia una ruina, aquí la de Roma, allí la de Montecasino. Otros lazos, menos visibles, unen el nuevo episodio con aquel que lo precede inmediatamente. Por un designio providencial, el clérigo de Aquino había sido “entregado al diablo”, como dice el Apóstol174. Por otro decreto de la Providencia, el monasterio de Benito será “entregado a los bárbaros [o: paganos]”, y ese gentibus tradita hace pensar en una palabra del Nuevo Testamento: ¿no es de esa forma que Cristo anuncia, por tercera vez en los Sinópticos, su pasión?175. Por lo demás, esa sentencia del Señor sobre Montecasino es calificada por Gregorio de “juicio de Dios”, término que hace pensar en las consideraciones precedentes sobre el conocimiento que tienen los santos de esos juicios. Además, el Apóstol Pablo, que ha sido abundantemente citado en esas consideraciones, reaparece aquí como el precursor de Benito: a semejanza de él, el abad de Montecasino obtiene la salvación de la vida para los suyos en el desastre material. Luego de haber indicado las posibilidades y los límites del poder profético, Pablo provee un ejemplo práctico. Tomada en sí misma esta profecía de la destrucción de Montecasino es uno de los episodios más emocionantes del Libro. El temor de Benito es profundo: lágrimas amargas que no cesan, lágrimas que brotan no de la oración sino de la pena, duelo cuya violencia sorprende a Teoprobo. ¿Por qué? ¿No le basta a Benito haber obtenido la vida de sus monjes? Es de la simple ruina material de su obra que se aflige. En esto se muestra menos filósofo que sus hermanos, el día en que se derrumbó el muro y aplastó a un joven monje “profundamente afligidos, no por la pared destruida, sino por el hermano triturado”176. Este miedo descontrolado sorprende tanto más cuanto que Gregorio ha mostrado, a lo

171 Dial. II,8,9, donde ya se mencionaba a Cristo y al Espíritu. Aquí los textos sobre el Espíritu citados por Gregorio son: 1 Co 6,17 (§ 3), Rm 11,34 (§ 4), 1 Co 2,11-12 y 9-10 (§ 5), Rm 11,33 y Sal 118 [119],13 (§ 6-8). 172 Un poco como el abadiato fallido (Dial. II,3,2-4) separaba los períodos, ascético y contemplativo, de vida solitaria. 173 Estos son anunciados después de los episodios en que aparecen los Godos, como lo exige la cronología. 174 1 Co 5,5 (cf. 1 Tm 1,20). 175 Lc 18,32: tradetur enim gentibus; cf. Mt 20,19 y Mc 10,33. 176 Dial. II,11,1.

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largo del ciclo de Subiaco, los triunfos de Benito sobre las pasiones. Vanagloria, lujuria, cólera: parece haber adquirido el domino completo sobre estos movimientos. El apetito irascible, en particular, del que brota la tristeza, había sido dominado por él en dos ocasiones. De esas victorias, que parecen haberlo conducido a una perfecta “impasibilidad”, su biógrafo, en la segunda parte de la Vida, parece ya no acordarse. Además de esta ola de tristeza, la cólera invadirá a Benito varias veces en el ciclo casinense177. No importa. Así amamos más a este hombre semejante a nosotros. Nos conmueve su apego, tan humano, a la obra que había realizado. Montecasino, por el que tanto había tenido que padecer, le era más querido que la Regla de los monjes, trabajo modesto del que no estaba tan seguro ni orgulloso. Y sin embargo nada quedará de Montecasino, ni siquiera una comunidad que se vuelva a formar en otro lugar y cultive el recuerdo de su fundador. Sólo la Regla subsistirá, junto con la biografía gregoriana que la hará conocer. La irradiación póstuma de Benito será un fenómeno esencialmente literario, sin la continuidad viviente de una posteridad de discípulos, que custodie sus tradiciones y su doctrina178. Esas lágrimas amargas son lo que diferencia a Benito de san Pablo, de quien Gregorio hace aquí su modelo. En el naufragio de Malta179, el Apóstol no lloró, y con motivo: la nave no le pertenecía, él no perdió nada en el desastre. Otros hombres de Dios lloraron sobre ruinas actuales o futuras, como Jeremías y Jesús por Jerusalén, pero estos precedentes no son para nada semejantes al caso de Benito, ni están presentes, según parece, ante el espíritu de Gregorio. Poco “edificantes”, lo hemos visto, estás lágrimas tampoco son bíblicas. ¿Serán por tanto simplemente verdaderas? El testigo de la escena, Teoprobo, es un habitante de Cassinum, como lo indicará más adelante Gregorio180. La profecía sobre la lejana Roma había sido provocada por el obispo de la lejana Canosa. La profecía sobre Montecasino tuvo por confidente a un habitante de la ciudad vecina. El hecho, sin duda, no es fortuito. La población de los alrededores necesitaba ser defendida, antes o después del desastre, contra el escándalo que arriesgaba provocar el hecho. Trofeo de la victoria de Cristo sobre el paganismo, el monasterio fundado por Benito se derrumbaba, como golpeado por la venganza de los dioses. Cuando Gregorio habla a este respecto como una “disposición de Dios omnipotente”, dice lo que los cristianos suelen afirmar cuando no saben qué decir. Tocado en su prestigio de hombre de Dios por ese desastre, Benito se eleva prediciendo el evento. Esta predicción significa que el acontecimiento perturbador entra a pesar de todo en el plan del Señor y que el santo sigue siendo su amigo.

* * * Los dos últimos episodios deben ser considerados en conjunto, porque juntos se corresponden claramente con los dos primeros del grupo (capítulos 12 y 13), que se estudiaron previamente. Al primer relato, en que los monjes enviados al exterior comen sin permiso, corresponde el último de los que ahora se presentan: un monje enviado afuera acepta, contra la regla, un pequeño regalo; al segundo relato, aquel de la falta cometida por el hermano de Valentiniano durante una marcha hacia Montecasino, corresponde el capítulo 18: el servidor Exhilarato, en el transcurso de una caminata hacia el monasterio, comete un fraude. Ninguno de estos delitos, de monjes o laicos, escapa a Benito, que reprende en cada ocasión al culpable cuando llega.

177 Dial. II,25,1; 28,2. Cf. 19,2; 20,2. 178 La comunidad de Subiaco tal vez pudo subsistir, pero desaparecerá, después de Honorato, en una oscuridad completa que abarcará varias generaciones. 179 Hch 27,22-24. 180 Dial. II,35,4.

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Así la dupla de historias iniciales se encuentra, invertida, en la dupla final. Esta doble “inclusión”, como dicen los críticos, indica claramente que los nueve milagros del grupo forman un conjunto literario bien definido. Entre cuatro hechos de conocimiento a distancia, Gregorio ha dispuesto cinco milagros de otra naturaleza, entre los cuales hay cuatro predicciones. Esta larga serie intermedia atenúa la impresión de repetición que tendría el lector si los últimos hechos de conocimiento a distancia, tan semejantes a los primeros, se siguieran inmediatamente181. Como Teoprobo, Exhilarato es un “convertido”, es decir, un cristiano comprometido en una vida cuasi religiosa en medio del mundo. Él era, o mejor lo será, porque en la época del relato su condición era todavía servil y su comportamiento poco edificante. A diferencia de su homólogo, el hermano Valentiniano, su falta no es directamente de gula, sino de deshonestidad, pero esta desviación también tiene por objeto un artículo de alimentación. Al barrilito de vino que sustrae corresponderá, en un relato casi idéntico del Libro III, la panera puesta a un costado por otro mensajero182. Líquido o sólido, esta alternancia hace pensar en los envenenamientos de Benito. Ese primer hecho de apropiación clandestina es seguido por una segunda falta del mismo género: el monje predicador, a su vez, acepta los pañuelos y los esconde en los pliegues de su vestimenta. En relación al episodio simétrico (capítulo 12), el contraste es siempre el mismo: de la gula de los monjes que comen fuera de la clausura, se pasa a la falta de delicadeza de aquel que toma un objeto sin permiso. En estos dos pares de historias, Gregorio resalta sucesivamente el primero de los ocho vicios principales -la gula- y el tercero: la avaricia. Comparado a su homólogo del capítulo 12, el presente relato contrasta asimismo por el número de personajes que aparecen en escena. En la primera historia, los monjes van a comer a lo de una mujer piadosa; en el segundo, un monje acepta un regalo que le ofrecen las monjas. Cada vez, sin embargo, se evita el encuentro individual contrario a la castidad. Entre el primer vicio y el tercero, el no segundo tiene lugar en nuestros relatos. Una última relación entre los dos episodios resulta del uso que hacen ambos del modelo bíblico: la historia de Eliseo y de Guejazí183. A escondidas de Eliseo, Guejazí vuelve después del milagro y obtiene dinero y ropas. Al atardecer, se presenta ante el profeta que lo interroga: «“¿De dónde vienes, Guejazí?». Él respondió: “Tu servidor no fue a ninguna parte”. Pero Eliseo le replicó: «¿No estaba allí mi espíritu cuando un hombre descendió de su carruaje para ir a tu encuentro?». Y después de haber denunciado la falta, el profeta castigó con la lepra al culpable. Nuestros dos relatos se inspiran visiblemente de este texto, pero mientras que el primero toma el comienzo del diálogo -“¿Dónde comieron?”, pregunta Benito; “En ninguna parte”, responden los que están en falta-, el segundo imita la continuación: “¿No estaba yo presente cuando recibiste los pañuelos?”. Así las frases del texto bíblico se reencuentran, sucesivamente y en orden, en los dos pasajes de Gregorio. De estos, el segundo es que se asemeja más al modelo desde el punto de vista de la falta cometida: como Guejazí, el monje predicador se apropia de un objeto -y más precisamente de un artículo de vestuario- en tanto que los monjes del primer relato habían sucumbido al deseo de comer. Pero los derivados gregorianos tienen en común, respecto de su fuente, la ausencia del castigo. En lugar de la lepra infligida a Guejazí,

181 Se encuentra de nuevo aquí el procedimiento de composición analizado previamente. 182 Dial. III,14,9 (Isaac de Spoleto). 183 2 R 5,20-27.

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los monjes comilones son perdonados, y el predicador, del que Gregorio menciona solamente el “arrepentimiento”, parece haberse retirado indemne. Por lo demás, su falta es menos deliberada y consciente que la de sus colegas: aceptó solamente el presente, sin pedirlo, y el recuerdo del acto se borró cuando regresó. Desde esta perspectiva, los comilones se parecen más a Guejazí por su iniciativa delictiva y su descaro. Aquí como allí Gregorio ha desdramatizado el relato bíblico, trasponiéndolo a un cuadro monástico. Benito es un profeta, ciertamente, y de la misma envergadura que los más grandes, pero su carisma está al servicio de una misión educativa que desarrolla con misericordia. Sus prodigios nunca lo ponen en contradicción con el ideal de bondad paciente que él mismo le propone, en su regla, al abad. Esta indulgencia en comparación con el modelo bíblico atenúa la impresión de severidad que presenta el episodio cuando se lo compara con el precedente. A la gentileza sonriente que muestra Benito con el laico Exhilarato, le sigue “la reprimenda vehemente y amarga” que dirige a su monje. Sin ser tomada de un texto preciso, la primera frase que le lanza: “¿Cómo ha entrado la iniquidad en tu corazón?”, tiene un sonido bíblico184, y hace pensar en las increpaciones de los profetas. Pero, una vez más, se trata sólo de una reprimenda verbal, y la penitencia del pecador es suficiente para poner término al mal. Si Benito se muestra más severo con sus monjes que con los laicos, es porque es su padre y los ama más185.

184 Ver sobre todo Jb 31,33; Dn 13,5. Cf. Pr 6,27; Jr 32,18. 185 Al inicio de este último relato (19,1), Gregorio recuerda la predicación de Benito (8,11). Igualmente, el anuncio de la destrucción de Montecasino (17,1) reenvía a su fundación (8,11).

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Capítulo 20 1. Cierto día, mientras el venerable Padre tomaba su refección a la hora de la cena, uno de sus monjes, que era hijo de un magistrado, le sostenía la lámpara junto a la mesa. Mientras que el hombre de Dios comía y él cumplía el oficio de sostenerle la lámpara, inducido por el espíritu de soberbia, empezó a cavilar secretamente en su interior y a decirse en sus pensamientos: “¿Quién es éste a quien yo asisto mientras come, le sostengo la lámpara y le presto mi servicio? ¿Quién soy yo para que deba servirlo?”. De inmediato el hombre de Dios se volvió hacia él y empezó a reprenderlo severamente diciéndole: “¡Haz el signo de la cruz sobre tu corazón, hermano! ¿Qué estás diciendo? ¡Haz el signo de la cruz sobre tu corazón!”. Y llamando de inmediato a los hermanos, ordenó que le quitaran la lámpara de sus manos, y a él le mandó que cesara en su oficio y que sin réplica alguna fuera a sentarse inmediatamente. 2. Los hermanos le preguntaron después qué había pasado en su corazón. Él les contó detalladamente en qué medida el espíritu de soberbia se había apoderado de él, y qué palabras había proferido secretamente en su pensamiento contra el hombre de Dios. Entonces a todos se les hizo manifiesto que nada podía ocultarse al venerable Benito, en cuyos oídos resonaban aún las palabras secretas del pensamiento. Capítulo 21 1. En otra ocasión había sobrevenido en la región de Campania una gran carestía, y la falta de alimentos afligía a todos. También en el monasterio de Benito ya faltaba el trigo y se habían consumido casi todos los panes, de modo que a la hora de la comida sólo se pudieron encontrar cinco. Cuando el venerable Padre los vio afligidos, procuró corregir su pusilanimidad con suave reprensión y reanimarlos con la siguiente promesa: “¿Por qué se entristece el espíritu de ustedes por la falta de pan? Hoy ciertamente hay muy poco, pero mañana lo tendrán en abundancia”. 2. En efecto, al día siguiente se encontraron delante de la puerta del monasterio doscientas fanegas de harina en unas bolsas, sin que hasta el momento presente se haya llegado a saber, a quiénes Dios omnipotente había dado la orden de regalárselas. Cuando los hermanos vieron esto dieron gracias a Dios, y aprendieron que no debían dudar de la abundancia ni siquiera en tiempo de escasez. 3. PEDRO: Dime, por favor: ¿Debemos creer que este servidor de Dios tenía siempre el espíritu de profecía, o que el espíritu de profecía llenaba su mente de tiempo en tiempo? GREGORIO: El espíritu de profecía, Pedro, no siempre ilumina la mente de los profetas, porque así como está escrito respecto del Espíritu Santo: “Sopla donde quiere” (Jn 3,8), así también hay que entender que inspira cuando quiere. Es por esto que Natán, preguntado por el rey si podía construir el templo, primero asintió y después se lo prohibió (cf. 2 S 7,1 ss.). Y por eso Eliseo, al ver a la mujer que lloraba, ignorando el motivo, le dijo al criado que le impedía acercarse: “Déjala, porque su alma está llena de amargura, y el Señor me lo ocultó y no me lo ha revelado” (2 R 4,27). 4. Dios omnipotente lo dispone así por designio de su gran bondad. Porque cuando a veces da el espíritu de profecía y otras veces lo retira, eleva las mentes de los profetas hacia las cumbres, al par que las mantiene en la humildad, para que así, cuando reciben el espíritu, comprendan lo que son por la gracia de Dios, y en cambio cuando no lo tienen conozcan lo que son por sí mismos. 5. PEDRO: El peso de tus razones asevera que es así como tú dices. Pero te ruego que

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continúes el relato de todo lo que te venga a la memoria, respecto del venerable Padre Benito. Capítulo 22 1. GREGORIO: En otra ocasión un hombre piadoso le pidió que enviara a una de sus posesiones cerca de la ciudad de Terracina, a algunos de sus discípulos para fundar un monasterio. Benito accedió a sus ruegos y, después de designar a los hermanos, instituyó al abad y al que debía ser su prior. Al despedirlos, les hizo esta promesa: “Vayan, y tal día llegaré yo y les indicaré el lugar donde deberán edificar el oratorio, el refectorio de los hermanos, la hospedería y todo lo que sea necesario”. Recibida la bendición, los hermanos partieron de inmediato. Esperando ansiosamente el día indicado, prepararon todo lo que les pareció necesario para los que pudieran llegar con el Padre tan venerado. 2. Pero en la noche del día convenido, antes del rayar el alba, el hombre de Dios se apareció en sueños al monje a quien había constituido abad de aquel lugar y también a su prior, y les indicó con toda exactitud los diferentes sitios donde debía edificarse cada recinto. Al despertar, se contaron el uno al otro lo que habían visto. Pero no queriendo dar del todo crédito a un sueño, seguían esperando la visita prometida del hombre de Dios. 3. Como el hombre de Dios no se presentó en el día señalado, se volvieron donde él con tristeza y le dijeron: “Padre, esperamos que fueras conforme a lo prometido, para indicarnos dónde debíamos edificar, y no fuiste”. Él les dijo: “¿Por qué, hermanos, por qué dicen esto? ¿Acaso no fui como lo había prometido?”. Al preguntarle ellos: “¿Cuándo fuiste?”, respondió: “¿Acaso no me aparecí a los dos mientras dormían y les indiqué cada uno de los lugares? Vuelvan, y construyan el monasterio como les indiqué en la visión”. Ellos, al escuchar esto, quedaron sobremanera admirados, y regresando a la referida propiedad, construyeron todas las dependencias según les había sido revelado. 4. PEDRO: Quisiera que me aclares cómo pudo ser que él haya ido tan lejos a darles una respuesta mientras dormían, y que ellos en sueños lo oyeran y reconocieran. GREGORIO: Pedro, ¿por qué indagar cómo se dieron los hechos, dudando de ellos? Resulta evidente, por cierto, que el espíritu es de una naturaleza más ágil que el cuerpo. Así sabemos con certeza, por el testimonio de la Escritura, que el profeta Habacuc fue arrebatado desde Judea y colocado al instante con su comida en Caldea. Con ella le dio de comer al profeta Daniel, encontrándose al momento de nuevo en Judea (cf. Dn 14,33 ss.). Si, pues, Habacuc pudo ir en un momento tan lejos corporalmente y llevar la comida, ¿por qué admirarse de que el Padre Benito haya podido trasladarse en espíritu y mostrar lo necesario a los hermanos mientras dormían, y que, así como aquél fue corporalmente a llevar el alimento del cuerpo, éste fuera espiritualmente a llevarles una instrucción para la vida espiritual? 5. PEDRO: Confieso que el acierto de tu exposición hizo desaparecer las dudas de mi mente. Quisiera ahora saber, cómo se mostró este hombre en su manera habitual de hablar. Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb186

186 Traducción de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 128-137 (Vie monastique, 14).

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Este segundo grupo de profecías es mucho más breve que el primero, y de contornos menos definidos. En lugar de nueve hechos contenidos de forma evidente en una doble inclusión, aquí hallamos sólo tres, y el último es tan especial que su carácter profético no aparece en una primera lectura. Sin embargo, esa visita “en espíritu” [en sueños] había sido anunciada precedentemente, por ende profetizada187, y veremos que Benito tiene como precursor, en este prodigio, a un célebre monje-profeta, Juan de Licópolis. Nuestro tercer milagro -la visita de Benito a Terracina- pertenece por tanto a esa serie de profecías. Si se vacila, en una primera mirada, a incluirla, es porque Gregorio se interesa menos en la predicción de Benito que en la extraña forma en que va a Terracina Ya la profecía precedente -el anuncio de un alimento abundante para el día siguiente- queda en parte eclipsada por lo maravilloso de su realización: doscientas fanegas de harina depositadas de manera anónima. Estos dos milagros, en que la predicción desemboca en un prodigio más sorprendente aún, contrastan con las profecías simples del primer grupo; cuyo objeto es un hecho común: la carrera de Totila, la suerte de Roma, la destrucción de Montecasino188. Se diría que Gregorio quiso comenzar con los relatos más simples, en los que resalta mejor el carisma de profecía, y dejar para el fin de la sección los dos prodigios complejos que encontramos aquí189. En lo que respecta al primer milagro de este segundo grupo, es un hecho “sui generis”: una lectura del corazón, lo que los antiguos llamaban “cardiognosis”. Pero incluso dentro de su originalidad, no deja de recordar el episodio que precedía las predicciones del primer grupo: el falso rey desenmascarado (cap. 14). En uno y otro hecho, la clarividencia de Benito le permite traspasar las apariencias y reconocer lo que le oculta un personaje presente: su verdadera identidad o los pensamientos de su corazón. Allí como aquí, la clarividencia en el presente precede a la presciencia del futuro. En su brevedad, este segundo grupo se corresponde con el núcleo central del primero. Sólo faltan los hechos de conocimiento a distancia que abren y cierran aquel. Y como en el primer grupo, Gregorio hace un largo “excursus” aproximadamente en la mitad (cap. 16,3-9), en tanto que aquí tiene dos muy cortos a continuación del segundo y tercer relato. Para terminar esta comparación de los dos grupos, todavía resta observar el orden e que se suceden los vicios que Benito combate en sus hijos. En el primer grupo, era cuestión primero de la gula (caps. 12-13), después de la avaricia (caps. 18-19)190. Ahora comienza por desenmascarar pensamientos de orgullo (cap. 20), luego reconforta y reprende a un mismo tiempo a los hermanos “afligidos” y “pusilánimes”, y finalmente regaña a los superiores de Terracina “entristecidos”. Esta serie de defectos debe compararse con la famosa lista de los “ocho vicios principales” establecida por Evagrio Póntico, reproducida por Casiano y retomada, con ligeras modificaciones, por Gregorio mismo. Según dicha lista la gula es la primera pasión, la avaricia la tercera, provenientes ambas del mismo foco: el apetito “concupiscible”. Después se encuentra la tristeza, entre las pasiones del “irascible”. Finalmente, el orgullo es el vicio propio del elemento superior del alma, el “racional”. Aunque en esta sección de los Diálogos el orgullo está antes que la tristeza, es llamativo que estos dos vicios superiores se encuentran en le segundo grupo de profecías, en

187 De una forma velada, como la dio a los hermanos, pero Benito era consciente del giro prodigioso que tomaría su visita. 188 Sólo el asunto del clérigo de Aquino, en que la predicción está precedida por un exorcismo y seguida de una recaída en la posesión, se asemeja un poco, por su complejidad, a los dos milagros presentes. 189 El asunto de Aquino (ver la nota precedente), Gregorio lo ha ubicado en el primer grupo en virtud de sus relaciones cronológicas y temáticas con los episodios vecinos. 190 Tener en cuenta la parte que tiene también la gula en el episodio de Exhilarato (cap. 18).

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tanto que la gula y la avaricia, provenientes del apetito inferior que es el concupiscible, aparecen en el primer grupo. Queda así delineada una progresión: partiendo de los vicios más groseros, se pasa a las pasiones más nobles, como si la obra educativa de Benito fuera refinando gradualmente a sus discípulos.

* * * La primera escena hace pensar en un episodio de la gesta de Subiaco. Esta cena, en la que el abad de Montecasino está en la mira de la hostilidad secreta de uno de sus hijos y recurre al signo de la cruz para ponerle fin, se parece a aquella de la cual Gregorio habló en el capítulo 3: allí también el joven abad estaba frente a monjes hostiles, de quienes descubrió y frustró un atentado por medio del signo de la cruz. Con todo, hay una gran distancia entre el odio asesino de entonces y el simple desprecio del presente caso. Nuevamente, relacionando los dos hechos, se advierte una especie de espiritualidad del mal. El mismo período de Subiaco ofrece otro punto de comparación. El Godo, “pobre de espíritu”191, es decir humilde, aparece como la antítesis del hijo orgulloso del magistrado desenmascarado aquí. Uno confiesa su falta, completamente material, que había cometido, y recibe de Benito un estímulo; el otro se guarda para sí sus malos pensamientos y recibe una reprimenda. Esta “reprensión severa” dirigida al hermano orgulloso liga el presente episodio con aquel que le precede inmediatamente. Casi en los mismos términos, Gregorio había mostrado a Benito corrigiendo duramente, a su regreso, al hermano que se había apropiado de los pañuelos. Así el primer relato de este segundo grupo continúa el último del grupo anterior: bajo formas diversas, el carisma profético del padre no cesa de operar para la corrección de sus hijos. La forma particular de profecía que se despliega aquí -la cardiognosis- no es de la mejor atestiguadas en la Biblia y en la tradición hagiográfica. Si los evangelios mencionan en varias ocasiones el conocimiento que Jesús tenía de sus auditores192, lo hacen sólo al pasar, sin que este fenómeno sea objeto de un relato particular y sorprendente. Igualmente es como de paso, que Samuel le anuncia a Saúl que “le dirá todo lo que tiene en su corazón”193. Y es también de esa forma indirecta, sin un ejemplo preciso, que la “Historia de los monjes de Egipto” dice del gran monje Juan de Licópolis: “Revelaba a muchos de sus visitantes lo que tenían oculto en el fondo de sus corazones”194. Sin embargo, otra fuente presenta, respecto del mismo Juan, un relato no menos detallado que el de Gregorio195. El recluso egipcio ha concedido audiencia al joven monje Paladio, que ha venido de muy lejos para verlo. Llega el gobernador de la provincia. De inmediato Juan deja a su interlocutor para ocuparse del recién llegado. El coloquio se prolonga, Paladio se impacienta, censura interiormente esa preferencia demasiado humana concedida al gran personaje, y piensa irse. Entonces Juan le hace decir que permanezca, y cuando después de la partida del gobernador, regresa a su primer visitante, lo reprende por sus pensamientos de impaciencia y su juicio temerario. El episodio se asemeja todavía más al de Benito y al hijo del magistrado porque en uno y otro caso, el hombre de Dios descubre en el corazón del joven monje un desprecio secreto hacia su persona.

191 Dial. II,6,1. 192 Mt 9,14; 12,25; Lc 7,39-40. Cf. Jn 2,24-25; 6,61. 70. 193 1 S 9,19. 194 Historia Monachorum 1, PL 21,393C. Aquí y en la continuación, nos remitimos a este texto latino, no al griego traducido por A.-J. Festugière, Enquête sur les moines d’Égypte, Paris 1964, pp. 10-11, donde varios detalles difieren. 195 Heráclides, Paraíso 22, PL 74,302AC. Gregorio pudo haber leído este texto.

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El hijo del magistrado, sin embargo, no es un extraño para Benito, sino uno de sus monjes. Esta situación del discípulo agitado por malos pensamientos ante su superior recuerda la Regla de san Benito, donde se prescribe en varias ocasiones196 confesar todos los malos pensamientos al abad o a un anciano. Sin aguardar esta manifestación del corazón, Benito toma la iniciativa y combate directamente los sentimientos que ha leído a corazón abierto. Haciéndolo delante de todos, “publica” una falta secreta, lo cual es reprobado por la Regla197. Pero lo anormal no está sometido a ninguna norma. Reemplazando la confesión prevista por la Regla, la cardiognosis del superior le dispensa del secreto de la confesión. Esta publicación confiere al milagro una solemnidad excepcional. En los cuatro casos de conocimiento a distancia narrados al comienzo y al final del primer grupo, sólo los culpables parecen recibir el impacto de la revelación. Aquí, al contrario, “a todos se les hizo manifiesto que nada podía ocultarse al venerable Benito”. Como sucederá también en el capítulo siguiente, se da una lección a toda la comunidad. Es posible que a propósito Gregorio dé a estos dos últimos milagros una nota de publicidad, lo que constituye una especie de cúspide en el despliegue del carisma de profecía. Ordenando al culpable “signar su corazón” para expulsar el mal pensamiento, Benito habla de la misma manera que la Regla del Maestro198. Otros detalles no concuerdan bien con la Regla benedictina ni con la del Maestro: la primera quiere que se coma con luz del día, la segunda prescribe un minucioso ceremonial de la comida, que parece excluir el oficio del portalámpara. Pero es posible que Gregorio y sus informantes hayan tenido en vista una circunstancia excepcional. Si Benito ese día tuvo necesidad de una lámpara, pudo haber sido justamente porque comió a una hora insólita y el refectorio, conforme a la Regla, no estaba provisto de ninguna iluminación.

* * * La escena de la cardiognosis se desarrollaba en un refectorio, pero el milagro mismo no tenía relación directa con la alimentación. Situada en el mismo marco -el refectorio del monasterio-, la profecía siguiente está, por el contrario, relacionada con el alimento. Este asunto del hambre conjurado por un prodigio se parece mucho a un episodio que será contado más adelante, entre los milagros de poder199. Aquí el alimento dado por el Señor es la harina, allí será el aceite. Sólido y líquido: conocemos este dúo por otro doblete, el de los envenenamientos de Subiaco200. Esto coloca una ligera diferencia entre dos milagros contemporáneos -uno y otro datan del mismo “hambre en Campania- y muy semejantes. Otra diferencia, más importante, se marca en el modo en que interviene el taumaturgo: aquí Benito se contenta con profetizar, allí se pondrá en oración y obtendrá en ardua lucha, si se puede decir así, la maravilla divina. Cada una de las dos historias ilustra así el carisma particular del que trata la sección en que se encuentra. El hambre del año 537 dio a Benito la ocasión de afirmarse como profeta y como hombre de oración poderosa. La llegada misteriosa de las bolsas de harina, depositadas en la puerta del monasterio anónimamente, es un género de milagro que se encuentra muchas veces en las Vidas de santos anteriores. Pero habitualmente el hecho se produce de manera inopinada, sin que el santo lo haya anunciado o previsto. En esos casos, un simple acto de fe en la

196 RB 4,50; 7,44; 46,5-6. 197 RB 46,6. 198 RM 8,27: signarse frente y pecho (cf. RM 15,54: frente). 199 Dial. II,28-29. 200 Dial. II,3,4 (vino) y 8,2 (pan). Comparar II,18 y III,14,9.

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Providencia -“Dios nos dará lo necesario cuando quiera”201- ocupa el lugar de la predicción que hace aquí Benito. Este anuncio preciso -“mañana lo tendrán en abundancia”- tiene sin embargo un antecedente sumamente parecido en la Vida de Cesáreo de Arlés: a sus clérigos ya desfallecientes, el gran obispo les predice también que “Dios les dará mañana”, y al día siguiente, en efecto, llegan tres naves de trigo enviadas por los reyes burgundios202. En la Vida de Benito misma el episodio tiene también un precedente. Se recordará cómo el joven ermitaño de Subiaco fue milagrosamente obsequiado, el día de Pascua, por un sacerdote que el Señor le había enviado con ese fin. Recibida entonces sólo para Benito, la ayuda providencial se extiende ahora a toda su comunidad. Más allá de estos precedentes hagiográficos, ¿el milagro tiene alguna raíz en la Biblia? Un detalle al menos hace pensar en el Evangelio. Cuando Gregorio relata que los hermanos tenían únicamente, ese día, cinco panes para la comida, se piensa de inmediato en la escena de la multiplicación de los panes, en la que los cuatro evangelistas testimonian de común acuerdo que no había más que cinco panes antes del milagro203. Éste, en los evangelios, se produce inmediatamente. En los Diálogos, al contrario, ocurre al día siguiente, porque Benito es aquí el profeta que predice el futuro, no un taumaturgo que obra con poder Al final de esta pequeña historia, Gregorio hace un excursus, bastante breve en sí mismo, pero que sobrepasa a dicha narración en extensión. Esa hermosa meditación sobre los límites del don de profecía, no tiene ningún vínculo preciso con el relato. Se trata de una simple cuestión teórica que se le ocurre a Pedro y que muy bien podría haber planteado en cualquiera de los relatos anteriores. En realidad se trata de un pequeño problema que Gregorio ya trató más ampliamente en los Morales y que volverá a poner sobre el tapete en las Homilías sobre Ezequiel. La solución estaba ya preparada, el trozo prefabricado sólo tenía que ser insertado en los Diálogos. Por eso, Gregorio reduce la demostración a dos ejemplos: Natán y Eliseo204, pero la enriquece con una “prueba” bíblica nueva, tomada de la palabra de Cristo en san Juan: El Espíritu Santo sopla donde quiere205. Sobre todo desarrolla la idea, apenas esbozada en otra parte, del provecho espiritual que el profeta saca de esa limitación impuesta a sus dones. Se reencuentra así un tema que es apreciado entre nosotros: la humildad. Los Diálogos están esmaltados de anotaciones sobre esta virtud, particularmente indispensable a quienes Dios designa, por los milagros, ante las miradas de los hombres. Es, por tanto, bueno para el profeta verse en ocasiones privado de su carisma, abandonado a su debilidad de hombre ignorante. Ya el largo excursus del capítulo 16 señalaba la estricta subordinación del saber profético a la voluntad de Dios que revela: el profeta puede decir sólo lo que oye del Señor, y queda en silencio desde el momento en que Dios calla. Pero de esta observación Gregorio no había sacado en aquel momento ninguna conclusión moral. Ahora, muestra que tales impotencias al profeta le son provechosas, porque lo humillan. La “dispensación de la bondad divina”, que le procura esas noches beneficiosas, será de nuevo celebrada por Gregorio a raíz de otro género de humillación: los pequeños defectos que Dios permite incluso en grandes santos, a fin de mantenerlos en vilo. Ángel u hombre, la criatura espiritual progresa

201 Así, por ejemplo, la Vita Frontonii 3, PL 73,4440A (texto que parece subyacente a Dial. II,1,6). 202 Vita Caesarii II,7-8, PL 67,1027-1028. Aquí, sin embargo, los agentes de la Providencia son conocidos. 203 Mt 14,17 y paralelos. 204 Cf. 2 S 7,1-7; 2 R 4,27. Ver Morales 2,89; Homilías sobre Ezequiel I,1,15-16. 205 Jn 3,8. Sobre la utilización de este texto por Gregorio y otros, ver nuestras observaciones en La Règle de saint Benoît, t. VII, Paris 1977, pp. 391-395.

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retrocediendo, gana perdiendo: tal el poder paradojal e inestimable de la humildad206.

* * * El evento que constituye el objeto de la última profecía -una visita realizada en un sueño- es todavía más raro que la cardiognosis narrada previamente. Sólo es posible hallarle un antecedente: la aparición nocturna de Juan Licópolis a una mujer a la que no había querido recibir207. Así, este tercer relato de nuestro pequeño grupo de milagros, nos conduce de nuevo al gran monje-profeta egipcio, que ya habíamos encontrado en el primer relato. Juan de Licópolis se había mostrado en un sueño a una persona que había insistido mucho para verlo. Siendo incompatible tal deseo con su propósito de no ver a ninguna mujer, encontró ese medio extraordinario de satisfacerla sin faltar a su regla. En el transcurso de esa visión nocturna, le dio a la mujer todos los consejos que ella necesitaba, incluida la curación que deseaba obtener de él. El milagro de Juan respondía a una especie de necesidad. Se trataba, para el santo monje, de conciliar dos obligaciones opuestas: la caridad hacia una mujer enferma y venida de lejos para verlo -su marido aseguraba que moriría si no conseguía la audiencia-, y la fidelidad a su propósito de reclusión. Por el contrario, el milagro de Benito no tiene un motivo aparente. ¿Por qué el abad de Montecasino no podía ir a Terracina de la manera ordinaria para visitar su fundación? Al no decirlo, Gregorio parece narrar un prodigio gratuito, realizado por Benito por el simple placer de hacer un milagro. ¿El santo abad había tomado como regla no dejar nunca su monasterio, en cierto modo a semejanza de Juan, que vivía en reclusión sobre su montaña? No es algo imposible. La Vida de los Padres del Jura y Gregorio de Tours nos dan a conocer a muchos abades reclusos, y ya el archimandrita Eutiques de Constantinopla, el heresiarca que iba a ser condenado por el Concilio de Calcedona (451), había rechazado comparecer ante sus jueces por causa de su resolución de no salir jamás de su monasterio, considerado como su “tumba”. Nuestro santo tuvo que tratar un caso similar, el del ermitaño Martín de Monte Massico, que se había encadenado a la pared rocosa de su gruta. Aconsejándole abandonar esa cadena de hierro y no tener otra que la “de Cristo”, Benito lo había invitado a espiritualizar su ascesis, no a abandonarla208. ¿Acaso se habría atado a sí mismo por un compromiso de esas características? De hecho, se comprueba que jamás dejó ese lugar, a no ser para recibir a su hermana a poca distancia del monasterio. Esta hipótesis de una suerte de voto de clausura es la única que disipa la impresión de que la visita en sueño a Terracina fue un milagro de lujo, pero Gregorio, por su parte, no hace nada para sugerirlo. Por el contrario, su relato ofrece una especie de puja en relación con el prodigio de Juan: éste se había mostrado a una sola persona; Benito se aparece a dos superiores de Terracina. Este fenómeno de la doble visión, que recuerda diversas escenas hagiográficas y se volverá a encontrar en la muerte de Benito, refuerza el milagro de la visita en sueños. Acumulando todas las formas de lo maravilloso, el héroe de Gregorio se coloca por encima incluso del profeta extremadamente célebre que era Juan de Licópolis. Ya sea que suponga, o no, el propósito de no salir, nuestro relato muestra en todo caso

206 Dial. III,14,12-13. 207 Historia monachorum 1, PL 21,391-392. La historia es resumida por Agustín, De cura pro mortuis 21 (hacia 421), quien dice haber sido informado por una persona que conocía a los dos esposos, pero se ve, por los términos que utiliza, que había leído la Historia. 208 Dial. III,16,9.

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que Benito tenía interés en las construcciones. No sólo el abad fundador designa al superior de la fundación y a su segundo -¿este último no debía, según la Regla benedictina, ser nombrado por el superior local?-, sino que también se reserva el trazado del plano de las edificaciones. Este interés arquitectónico recuerda la desolación de Benito cuando conoció la futura ruina de Montecasino: “Todo este monasterio que he construido...”: Ambos episodios dejan entrever un genio constructor a quien los edificios no le son indiferentes. La fundación de Terracina será, en el libro IV, el escenario de una visión a distancia. Cierto monje Gregorio recibirá, durante una comida, el anuncio de la muerte de su hermano, el monje Especioso, ocurrida en ese momento en la lejana Capua209. Así, el último episodio profético de la Vida de Benito ofrece el marco para un relato ulterior. La galería de los milagros de profecía se concluye con una especie de ventana, que se abre sobre el inmenso horizonte escatológico del último Libro de los Diálogos. Pero incluso si no llega hasta esta perspectiva final, la mirada del lector es conducida por un instante lejos de Montecasino. Es hermoso que los hechos de profecía se terminen con un viaje en espíritu. Como esta sección estaba precedida por la fundación de Casino, así ella se acaba con la de Terracina. De esa forma esta última se encuentra en la bisagra de los milagros de profecía y los de poder, en la mitad del período casinense. Para que sirviera de conclusión a toda la sección profética, el excursus que cierra nuestro relato reviste un significado particular. Comparando a Benito con Habacuc, Gregorio no juega solamente su juego habitual: igualar a su héroe con los santos de la Escritura, para elevarlo incluso por encima de ellos. De modo especial, tanto por su nota espiritual como por su posición final, la presente comparación recuerda el trozo que concluía la gesta de Subiaco -Benito lleno del espíritu de todos los justos, es decir del Espíritu de Cristo210-, y anuncia la última página del Libro, donde Gregorio, partiendo de los milagros póstumos de Benito y los mártires, se elevará hasta Cristo, que ha dicho del Espíritu Santo: “Si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito”211. Bajo formas diversas, estas tres conclusiones conducen a la misma realidad suprema: la vida del Espíritu, derramada en la tierra por Cristo. El paralelo de Habacuc y Benito es mucho más que una reflexión ingeniosa sobre el cómo del milagro de Terracina. Bajo la aparente ingenuidad de una explicación del prodigio se oculta el designio de desembocar, al término de los milagros de profecía, en esa “vida espiritual” a la cual tiende todo el esfuerzo del Gregorio narrador, como así también el de Benito fundador. El viaje a Terracina es un viaje “en espíritu”, pero ese modo de transporte preternatural no es más que un instrumento y el signo de una realidad propiamente espiritual: la vida cristiana perfecta, en el Espíritu Santo, que va a comenzar en ese monasterio. No es la primera vez que la historia de Habacuc y Daniel nos es presentada. Al comienzo del Libro, la habíamos entrevisto cuando Gregorio narra la visita del sacerdote a Benito el día de Pascua212. Aquí Gregorio mismo la convierte en una figura del viaje milagroso a Terracina. En el primer caso, Benito desempeñaba el papel de Daniel y recibía, como éste, un alimento corporal. Ahora, es con Habacuc con quien se identifica, y su vuelo “en espíritu” contrasta con el desplazamiento corporal del profeta.

209 Dial. IV,9. 210 Dial. II,8,9. 211 Dial. II,38,4 (Jn 16,7). Las dos últimas palabras (spiritaliter amare) hacen pensar en las dos últimas que se leen aquí (spiritaliter pergeret). Allí, el “amor espiritual” de después de la Resurrección se opone a la visión corporal de antes de la Pasión. Aquí, “el viaje espiritual” del santo cristiano se contrapone al desplazamiento del profeta del Antiguo Testamento (Dn 14,32-30). 212 Dial. II,16-7.

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Lo que lleva a Terracina no es un alimento terrestre. Es la vida por excelencia, la verdadera vida, esa “vida espiritual” en que consiste -tomar nota de la equivalencia- la vida monástica.

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Capítulo 22 (continuación) 5. PEDRO: ... Quisiera ahora saber, cómo se mostró este hombre en su manera habitual de hablar. Capítulo 23 1. GREGORIO: Ninguna palabra suya, Pedro, ni siquiera en sus conversaciones habituales, estaba desprovista de eficacia milagrosa, porque al tener su corazón siempre fijo en las realidades de lo alto, en modo alguno podían caer en vano las palabras de su boca. Y si alguna vez decía algo, no ya como una orden sino tan sólo como una amenaza, su palabra tenía tanta fuerza como si la hubiera pronunciado a modo de sentencia y no dubitativa o condicionalmente. 2. No lejos de su monasterio vivían en casa propia dos religiosas de noble linaje, a las que un hombre piadoso proveía de lo necesario para el sustento material. Pero como en algunos la nobleza de estirpe suele originar bajeza de espíritu -pues al recordar que han sido más que otros, están menos dispuestos a menospreciarse en este mundo- las mencionadas religiosas todavía no habían aprendido a dominar perfectamente su lengua con el freno de su hábito, y con frecuencia provocaban con palabras ofensivas la ira de ese hombre piadoso que les prestaba servicio en sus necesidades materiales. 3. Éste, después de tolerar durante mucho tiempo tal situación, se dirigió al hombre de Dios, y le contó las muchas afrentas que tenía que escuchar. Al oír estas acusaciones contra ellas, el hombre de Dios les mandó decir en seguida: “Corrijan su lengua, porque si no se enmiendan, las excomulgaré”. En rigor, él no pronunció una sentencia de excomunión sino tan sólo una amenaza. 4. Pero ellas no modificaron en nada su conducta. A los pocos días murieron y fueron sepultadas en la iglesia. Y cuando allí se celebraba la misa solemne y el diácono, según el uso, decía en voz alta: “Si alguien está excomulgado, que se retire”, la nodriza de estas religiosas que solía ofrecer al Señor la oblación por ellas, las veía abandonar sus sepulcros y salir de la iglesia. Como repetidas veces observara que a la voz del diácono salían fuera sin poder permanecer dentro de la iglesia, recordó lo que el hombre de Dios les había ordenado cuando aún vivían. En efecto, había dicho que si no corregían sus costumbres y sus palabras, las privaría de la comunión. 5. Con gran tristeza se comunicó esto al servidor de Dios. Él, sin pérdida de tiempo, entregó de su mano una ofrenda, diciendo: “Vayan y hagan ofrecer al Señor por ellas esta oblación, y en adelante ya no estarán excomulgadas”. Una vez que se inmoló la ofrenda por ellas, aunque el diácono dijera, según la costumbre, que los excomulgados debían salir de la iglesia, ya no se las vio abandonar el lugar. Con lo cual quedó indudablemente manifiesto que, si ellas no se retiraban más con los que estaban privados de la comunión, era porque la habían recuperado del Señor, por mediación del servidor del Señor. 6. PEDRO: Es verdaderamente admirable que un hombre, por más venerable y santo que fuera, viviendo aún en esta carne corruptible, haya podido absolver a unas almas que ya se hallaban ante el tribunal invisible. GREGORIO: ¿Acaso, Pedro, no vivía aún en esta carne aquel que oía las palabras: “Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt 16,19)? Este poder de atar y desatar lo poseen ahora aquellos a quienes incumbe la dirección espiritual en virtud de su fe y sus costumbres. Mas para que el hombre terreno pueda tener un poder tan

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grande, el Creador del cielo y de la tierra vino desde el cielo. Y para que la carne pueda juzgar también a los espíritus, Dios hecho carne a causa de los hombres se dignó concederle este poder. Así nuestra debilidad se elevó por encima de sí misma, porque la fuerza de Dios se hizo débil por debajo de sí. 7. PEDRO: La razón de tus palabras está de acuerdo con el poder de sus milagros. Capítulo 24 1. GREGORIO: Un día, uno de sus monjes, muy joven, que amaba a sus padres excesivamente, se fue a casa de ellos, luego de haber salido del monasterio sin la bendición. El mismo día que llegó, murió y fue enterrado. Al día siguiente, apareció su cuerpo fuera del sepulcro. De nuevo intentaron enterrarlo; al otro día lo encontraron otra vez, como la víspera, rechazado y privado de sepultura. 2. Acudieron entonces rápidamente a los pies del Padre Benito, y le pidieron con fuertes sollozos que se dignara concederle su gracia. En seguida, el hombre de Dios les entregó la comunión del Cuerpo del Señor y les dijo: “Vayan y pongan el Cuerpo del Señor sobre su pecho y entiérrenlo”. Así lo hicieron, y la tierra retuvo el cuerpo y no lo rechazó más. Ya ves, Pedro, cuál no sería el mérito de este hombre ante el Señor Jesucristo, que hasta la tierra rechazaba el cuerpo de aquel que no tenía el favor de Benito. PEDRO: Si, me doy cuenta y el hecho me llena de admiración. Capítulo 25 1. GREGORIO: Cierto monje, que había cedido a la veleidad de su mente, no quería permanecer en el monasterio. A pesar de que el hombre de Dios lo había reprendido y exhortado con frecuencia, en modo alguno consentía en permanecer en la comunidad y le insistía con ruegos importunos que lo dejara en libertad. Un día el Padre venerable, cansado de su impertinencia, le ordenó airado que se fuera. 2. Mas apenas salió del monasterio, se encontró en el camino con un dragón que lo agredía con las fauces abiertas. Cuando el dragón hacía ademán de devorarlo, él, temblando y agitándose, empezó a gritar con toda su fuerza: “¡Corran, corran, porque este dragón quiere devorarme!”. Los hermanos que acudieron corriendo no llegaron a ver al dragón, pero llevaron de vuelta al monasterio al monje asustado y estremecido. Éste prometió en seguida que ya nunca más volvería a abandonar el monasterio. Y desde aquel instante permaneció fiel a su promesa. La verdad es que por las oraciones del hombre santo había visto al dragón que lo hostigaba, y al que antes seguía sin verlo. Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb213 La serie de milagros de profecía se concluía con un grupo de tres prodigios. La de los milagros de poder comienza de la misma forma, pero esta nueva trilogía es mucho más neta que la precedente. Si se podía dudar en aquella, en la presente los tres milagros que encontramos están relacionados de manera evidente. No en el sentido que formen un tríptico propiamente dicho, con un elemento central y dos ventanas simétricas, como se encuentra a menudo en los Diálogos. Sino que estos

213 Trad. de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 141-152 (Vie monastique, 14).

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tres relatos están ligados dos a dos, el del medio hace de nexo por sus estrechas relaciones con el precedente y con el que le sigue. Los dos primeros milagros son hechos muy semejantes de muerte súbita en estado de pecado y de reconciliación por la Eucaristía. Los dos últimos se parecen mucho por el delito de fuga del que se hacen culpables -cada uno a su modo- los beneficiarios de los milagros. Sin tener un centro, como es el caso de un tríptico, la presente trilogía tiene una gran cohesión. Reunidos dos a dos, los tres hechos se hallan además relacionados por el tema común de la salida, del regreso y de la permanencia: las monjas difuntas salen de la iglesia en cada Misa, después permanecen; salida del monasterio, el pequeño monje es expulsado de su tumba, pero terminará por quedarse; salida también, la del monje apóstata que vuelve al monasterio y se queda. La cohesión de este pequeño grupo aparece reforzada por la distribución de los roles: dos mujeres primero, luego dos hombres. Pero lo que lo constituye como un bloque bien definido es la relación de los tres episodios con el Libro IV. El hecho salta a la vista por los dos primeros (episodios): por encima de muerte gloriosa de Benito, estas muertes y estas eucaristías anuncian sobre todo la serie de finales trágicos, de tumbas atormentadas, de almas en pena y de liberaciones por medio de la Misa que Gregorio presentará en la última parte de su obra. En cuanto al tercer relato, esa visión del dragón que convierte a un pecador tendrá también su réplica exacta en el último libro de los Diálogos. En la mitad de la Vida de Benito, Gregorio ha colocado un bosquejo de cuadros escatológicos, que reserva para el final de la obra. Ya, si se recuerda, el relato de la fundación de Terracina nos parecía anunciar la visión del más allá, de la cual el nuevo monasterio será un día escenario. Pero se trataba de una preparación lejana, apoyada sobre el marco externo de una de las escenas del Libro IV. Aquí, por el contrario, recibimos, inmediatamente después de la fundación de Terracina, un verdadero anticipo de esas revelaciones del mundo futuro.

* * * Por su gran extensión y por el breve excursus con que termina, el relato sobre las dos monjas se parece particularmente al episodio precedente. Entre el último milagro de profecía y el primero de poder, Gregorio ha querido establecer una expresa relación: uno ilustra el poder de Benito para comunicarse a distancia, el otro el poder de su lenguaje habitual. De una forma externa esta relación no sólo une los dos prodigios, sino también las dos grandes series de milagros de los que son el final y el comienzo. Transición artificial y superficial, que encubre más que mostrar una de las articulaciones mayores de la obra. Dos monjas abren, por tanto, la serie de los milagros de poder. Otra monja está destinada a cerrarlos. Pero mientras que las dos mujeres del principio solamente padecen los efectos, terribles o benéficos, del poder del santo, la hermana de éste, al fin, le impondrá su voluntad y le hará sentir su propio poder. Mirando así hacia delante, el episodio vagamente hace pensar en rasgos precedentes. Ante todo, estas monjas son de origen noble, y Gregorio lo dice de una forma que recuerda la presentación de Benito en el Prólogo214, aunque la “nobleza” de esas damas las coloca claramente por encima de la condición simplemente “libre” del joven habitante de Nursia. Otro hecho que los relaciona es la presencia de una nodriza a su lado después de la renuncia, aunque Benito pronto haya dejado a la suya para desaparecer en un desierto, en tanto que las monjas conservan la de ellas y permanecen

214 Comparar Dial. II,1, Prol. 1: liberiori genere... ortus; 23,2: nobiliori genere exortare.

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en su casa. Sanctimoniales viviendo “no lejos del monasterio” ya hemos encontrado -a no ser que sean las mismas- algunos capítulos más arriba215. Pero por su orgullo nobiliario, estas dos mujeres nos llevan a pensar sobre todo en el monje que sostenía la lámpara, “hijo de un magistrado”, que alimentaba pensamientos de desprecio hacia Benito mientras le servía en la mesa216. La falta corregida allí por el santo -y esta observación vale también para los dos relatos siguientes- se mantiene en el nivel relativamente elevado al que se había llegado al final de la sección precedente. En cuanto a la forma particular que adopta el orgullo en el relato presente -ya no sólo con pensamientos, sino también con palabras- representa una novedad en la Vida de Benito, donde aún no habíamos hallado faltas (cometidas) con palabras217. En el Libro IV, un relato macabro que se parece al presente tendrá por heroína a otra monja insolente y charlatana218. Este asunto de las monjas amenazadas de excomunión, víctimas de una muerte casi súbita, visiblemente excluidas de la comunión, finalmente reconciliadas por una ofrenda eucarística de la mano del santo, no sólo es uno de los más extraños de la Vida de Benito, sino que sus múltiples elementos hacen de él un milagro complejo, o para decirlo mejor, una cadena de milagros, cuyo rol respectivo y su encadenamiento debe ser considerados con cuidado. Lo que Gregorio subraya al comienzo es el poder de la simple palabra de amenaza que tiene todos los efectos de una verdadera sentencia. Y lo que pone de relieve al final es el poder de absolver a las almas del más allá. Pero entre estos dos prodigios, que son objeto de comentarios, hay otro que pasa casi desapercibido, por ser rápidamente narrado: la muerte de las dos mujeres, pocos días después de la reprimenda de Benito. Aunque Gregorio lo presenta como si se tratase de un hecho natural, esas dos muertes repentinas y conjugadas tienen toda la apariencia de un castigo del cielo, tal como se encuentra más de un ejemplo en los Diálogos219, o al menos como un decreto especial de la Providencia.

Mencionado sin comentario este acontecimiento juega un papel clave en el relato. Es el que coloca a las monjas en su estado reprensible antes que ellas sean corregidas, y a continuación concede efecto a la palabra de Benito sin que él lo quiera: la condición -“si no se enmiendan”- se realiza, la amenaza se cumple automáticamente. Es él quien transporta al más allá, con las culpables, la sanción con que fueron golpeadas, de modo que Benito se encuentra haber “atado” con la excomunión a personas difuntas. Si Gregorio pasa por sobre este evento capital es porque el santo no es claramente responsable y su poder no se pone en evidencia por este hecho, al menos directamente. Pero no hay que engañarse: en la muerte de las dos monjas, es el deus ex machina quien condiciona todo el proceso maravilloso. Sin ese golpe de escena providencial no tendríamos ninguno de los dos milagros celebrados por Gregorio: la amenaza eficaz como una verdadera sentencia, y la absolución de las almas del más allá. Hay otro hecho maravilloso que Gregorio presenta como natural: la visión de las dos almas concedida a la nodriza. Esta persona común, a la cual el narrador no le atribuye

215 Dial. II,19,1. 216 Dial. II,20,1. 217 Al menos entre los discípulos del santo, beneficiarios de sus milagros educativos, porque deben recordarse las murmuraciones de Florencio (8,1). 218 Dial. IV,53. Todo el final del Libro IV desarrolla dos tesis conexas: la sepultura de los difuntos en las iglesias les es de poca ayuda, y pesar de su valía pueden ser expulsados (IV,52-56); la verdadera forma de auxiliarles es ofrecer por ellos el sacrificio de la Misa (IV,57-62). Esta doble demostración está delineada aquí: las monjas son expulsadas de la iglesia y socorridas por la Misa. 219 Dial. II,8,6; III,15,7; IV,33,3 y 54,2, etc.

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ningún mérito particular, es gratificada con una clarividencia preternatural que hace pensar en el carisma de Benito mismo. Como el santo, en Subiaco, había visto y hecho ver por la oración al “niño negro”, como sólo él lo veía, (y) en Montecasino al diablo cara a cara, como lo obtendrá también orando, dos capítulos después, para que uno de sus monjes vea “el dragón”; aquí una mujer ve con sus ojos, no al diablo, sino dos fantasmas de almas angustiadas. Y las ve como naturalmente, sin tener necesidad, al parecer, de sus propias oraciones o las del santo. Es por tanto “purificando el ojo del espíritu por una fe pura y una oración prolongada” que se llega a ver un alma que ha salido de su cuerpo, objeto invisible a los ojos corporales, dirá Gregorio al comienzo del Libro IV; citando en primer lugar la visión del alma de Germán de Capua concedida a Benito220. El último libro de los Diálogos estará lleno de fenómenos análogos, tanto que el lector -y puede ser que Gregorio mismo- terminará por olvidar las altas exigencias de purificación mencionadas al comienzo. Visiones y sueños, demonios y (difuntos) que retornan abundan, al extremo de dar la extraña impresión de una comunicación incesante de este mundo con el otro, de una presencia casi inmediata de los espíritus en nuestro universo carnal. El hecho narrado aquí es un primer ejemplo de ese modo fantástico que se desencadenará en el Libro IV. Allí como en el presente (capítulo), el lector se preguntará sin cesar si se encuentra ante representaciones puramente fantásticas, o ante objetos más o menos consistentes, pero Gregorio se cuida con esmero, habitualmente221, de responder a esa cuestión. Dos historias del Libro IV se parecen particularmente a la presente. Son relatos de almas en pena que se muestran para pedir la ayuda de los vivientes. Un obispo y un sacerdote son requeridos por fantasmas y obtienen su liberación del purgatorio, bien por varios días de oración insistente222 (instante), bien por la celebración de Misas, acompañadas de lágrimas, durante una semana223. En este último caso, el medio instrumentado es parecido al de Benito. Pero éste no necesita de siete Misas para obtener sus fines. Ni tampoco de las treinta Misas que Gregorio mismo hará celebrar por uno de sus monjes muerto en desgracia224. Una sola hostia que da de su mano y hace ofrecer en el altar basta para obtener el resultado. La comparación con esos casos del Libro IV pone entonces de relieve, al parecer, el poder superior de nuestro santo. Con todo, mirando más atentamente las circunstancias son muy diferentes, como para quitar valor a tal comparación. Si bien se trata de almas de difuntos en desgracia, las de las monjas no se encuentran expresamente en el purgatorio, sino apartadas de la comunión de la Iglesia. Y lo que pone fin a su pena no es una intercesión sacerdotal, apoyada o no sobre el sacrificio eucarístico, sino el simple levantamiento de la excomunión, significada por la ofrenda del santo. Pero permanece el hecho que esta absolución de difuntos constituye una auténtica maravilla, de la que Pedro y Gregorio admiran juntos su singularidad. Es grande, en efecto, y más aún de lo que nosotros pensamos. Para medirla, hay que recordar las declaraciones del papa Gelasio sobre Acacio. Este obispo de Constantinopla había muerto un siglo antes (468) en ruptura de comunión con Roma. El episcopado oriental, que le permanecía fiel, pidió a la Santa Sede que fuera absuelto. Por dos veces, Gelasio

220 Dial. IV,7 y 9. 221 Algunas indicaciones sobre este tema se ofrecen en nuestra Introducción (SCh 151), pp. 150-151, ns. 36-40. 222 Dial. IV,42,4. 223 Dial. IV,57,7. 224 Dial. IV,57,14-16.

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declaró que le era imposible, fundándose justamente sobre la palabra de Cristo a Pedro que Gregorio cita en este (capítulo): “Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”225. Acacio no estaba ya más “en la tierra”, el papa no podía “desatarlo”. “En la tierra”: para Gelasio, estas palabras se aplican a las personas juzgadas y significan que Pedro y sus sucesores pueden absolver las almas de los vivientes, y sólo a ellas. Para Gregorio, se aplican a la persona que juzga, por lo que subrayan la condición terrenal del hombre “carnal” y “débil”. Por medio de esta nueva exégesis, que reproducirá en un pasaje de su Comentario a los Reyes226, el papa de fines del siglo VI revierte sin ruido la tesis de su predecesor. Gelasio negaba que le fuera posible absolver a Acacio. Gregorio afirma que Benito absolvió totalmente a las monjas. Así el mismo texto del Evangelio sirve de fundamento a dos tesis contrarias. Pero aquí hay más que una simple cuestión exegética. La nueva interpretación corresponde a un progreso doctrinal, que aparecerá en el Libro IV. Siguiendo a Agustín, Gregorio desarrollará una doctrina del purgatorio, reconociéndole a la Iglesia una amplia posibilidad de intervención en favor de los difuntos. Sin identificarse con la cuestión del purgatorio, ésta de la suerte de los difuntos excomulgados está en conexión. No sorprende, por tanto, que Gregorio se muestre más abierto que Gelasio, cuya actitud negativa era todavía, a mediados del siglo VI, la misma del papa Virgilio227. Por lo demás, estos dos predecesores de Gregorio hablan en su condición de pontífices romanos, responsables de la doctrina y de la disciplina eclesiástica. En las cuestiones graves que incumbían a toda la Iglesia, como la de Acacio y sus semejantes, es necesario mantenerse en el minimum de los principios ciertos y de los poderes incontestables. Aquí, por el contrario, Gregorio pone en escena a un simple abad, que amenazó excomulgar a dos monjas. Y ese abad es un santo, cuyos poderes, de orden carismático, desbordan las normas usuales228. Presentándolo como “vicario de Pedro”229, Gregorio cuida de hacer notar que ocupa el lugar del Apóstol “por su fe y sus costumbres”. Como la amenaza inicial debía su fuerza sorprendente al hecho que Benito “tenía su corazón suspendido en lo alto” -en los cielos, junto a Dios-, así también su poder de desatar hasta en el más allá provenía, sin duda, de esa cualidad excepcional de fe y costumbres que le constituía como un verdadero sucesor espiritual del Pedro. No es la primera vez que encontramos, en esta biografía, al Príncipe de los Apóstoles. En Subiaco ya Benito lo había hecho revivir por el milagro de la marcha sobre las aguas, y más tarde, Gregorio había evocado su “vuelta en sí” al salir de la prisión, modelo de las experiencias de Benito después de sus éxtasis230. Es por ese modo de imitación carismática que nuestro santo, aquí, “ocupa el lugar” del gran Apóstol, como antes había ocupado el de Pablo231. Pero por encima de esos hombres de Dios, es al hombre-Dios mismo con quien

225 Mt 16,19, citado por Gelasio en el concilio romano del 495 (PL 59,190A; Collectio Avellana 103,28); Mt 18,18, citado por Gelasio, Ep. 11, PL 59,59BC (Collectio Avellana 101,8), el año anterior (494). Ver ya León, Ep. 108,3 y 167,8 (sin referencias bíblicas). 226 Comentario sobre el libro Iº de los Reyes II,59. Correlativamente “en los cielos” no significa más, como en Gelasio “a los ojos de Dios”, sino “después de la muerte, en el más allá”. 227 Collectio Avellana 83,215-216 (Constitución sobre los Tres Capítulos, dirigida a Justiniano el 14 de mayo de 553), donde Virgilio cita a Gelasio. 228 Cf. Dial. I,4,8-19, donde la predicación del abad Equitio, contraria a los cánones, es justificada por los signos del cielo. 229 Igualmente el Maestro considera a los abades, al igual que a los obispos, como sucesores de los Apóstoles. Cf. nuestro estudio Structure et gouvernememt de la communuaté monastique chez saint Benoît et autour de lui, que aparecerá en las Actas del Congreso de Norcia-Cassino (sept.-oct. 1980), especialmente parágrafos III,2,3-4. 230 Dial. II,3,8-9 (Hch 12,11); 7,2, (Mt 14,28-29). Cf. 8,8. 231 Dial. II,17,2.

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Gregorio relaciona los poderes de su héroe. La frase de conclusión descuella por su particular belleza entre todos los pasajes que vibran por su fe en Cristo. Más aún que en el excursus precedente, el de este capítulo claramente envía a la conclusión del ciclo de Subiaco, donde la recapitulación de los cinco prodigios imitados del Antiguo y del Nuevo Testamento se dirige a la gloria de Cristo, fuente única e inmediata de los milagros de Benito al igual que la de sus modelos bíblicos232. También ahora como antes Gregorio canta el abajamiento del Dios hecho carne233, causa de exaltación para los hombres nacidos de la tierra. Y en los dos pasajes el Prólogo del cuarto evangelio sugiere las fórmulas de esa glorificación de Cristo. Cuando se recuerda que la figura de Cristo ocupará de nuevo la última página del Libro, se advierte que el presente excursus hace, con el precedente, de enlace entre la conclusión del ciclo de Subiaco y aquella de toda la Vida. Nada de sorprendente en esto, porque estamos aquí en la unión de los milagros de profecía y de poder, en la mitad del ciclo casinense. En este poste central Gregorio ha plantado el doble jalón de una conmemoración de Cristo y del Espíritu, recuerdo de las personas divinas hacia las que conduce a su lector a través de esta historia humana. Posiblemente también conviene notar que la única mención de la Misa que ofrece la Vida de Benito se encuentra en este capítulo medianero de la gesta de Montecasino.

* * * Este misterioso y fascinante episodio (cap. 23), exigiría todavía mayores comentarios. En cambio, al pasar al presente y al siguiente nos encontramos ante un material menos amplio. Del primero (cap. 24), ya dijimos lo esencial: calcado sobre el episodio de las dos monjas, esta historia del joven monje es como el doblete masculino. El Evangelio también presenta dos pares de parábolas para uno y otro sexo234, pero en orden inverso. Aquí el episodio en femenino no solamente es el primero, sino también el más largo y detallado. Falta que provoca la ruptura con el santo, muerte súbita, castigo que oprime en el más allá a quien ha faltado, recurso de los parientes consternados al hombre de Dios, reconciliación procurada por éste a través de la Eucaristía: todos estos puntos esenciales son comunes a los dos relatos. El doblete que así forman no es menos evidente que el de aquellos que abrían y cerraban la primera serie de profecías. A esta analogía estrecha con el relato precedente se unen los detalles que anuncian particularmente ciertos episodios del Libro IV. Allí se verá a un pecador quemado lentamente en su tumba; otro, enterrado en la iglesia, será sacado de su sepulcro y arrojado fuera del lugar santo; el cuerpo de un tercero desaparecerá, después de oírle gritar: “Me quemo”235. Volviendo al caso precedente de las dos monjas, notemos que la muerte súbita del culpable aparece aquí, todavía más netamente, como un castigo del cielo, pero sin ser esto mayormente señalado. Otra diferencia es que Benito significa su perdón no por un pan para ofrendar, sino por medio de una hostia consagrada. Este detalle acentúa para nosotros la rareza del hecho. Sin entrar en el uso extravagante de dar la Eucaristía a los muertos, del que hemos hablado en otro lugar236, observemos que el pan consagrado parece circular libremente entre manos que no son las de los sacerdotes: Benito sin

232 Dial. II,8,9, citando Jn 1,9. 16. 233 Con alusión a Jn 1,14. 234 Lc 13,18-21 (el hombre que siembra el grano de mostaza; la mujer que pone levadura en la masa); 15,4-10 (el hombre de las cien ovejas; la mujer de las diez dracmas). 235 Dial. IV,33,3; 55,2; 56,1-2. Según Gregorio de Nacianzo, Sermón 21,33, el cuerpo de Juliano el Apóstata fue igualmente arrojado de su tumba por un temblor de tierra. 236 Nota a Dial. II,23,2 (SCh 260, pp. 211-212).

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duda no lo es, y tampoco los parientes del joven. Nos es difícil representarnos esta situación, común en la Iglesia antigua, de laicos disponiendo a su antojo de las especies eucarísticas recibidas en la liturgia. Entre los numerosos hechos que la atestiguan, recordemos al menos este: hacia el inicio del otoño de 519, el obispo Doroteo de Tesalónica hizo distribuir la comunión en grandes cantidades, en virtud de una persecución que se anunciaba; así los fieles tendrían la posibilidad, en ausencia de sus pastores, de comulgar durante largo tiempo237. Excepcional únicamente por su abundancia, esta distribución en vistas a la comunión en el domicilio era en sí misma algo normal. En todo tiempo la Eucaristía recibida en la Misa podía ser enteramente consumida allí mismo, o bien reservada en parte por el comulgante para un uso posterior, que quedaba a su criterio.

* * * Habiendo salido para hacer una simple visita a sus parientes, ese monjecito murió súbitamente y ya no retornó. Habiendo salido para no volver, pensaba él, el monje del presente capítulo es llevado de vuelta al monasterio y permanece. Este caso de un religioso que importuna a su superior con pedidos de salida, se encuentra de nuevo en el Comentario a los Reyes. Después de haber alabado la Regla benedictina por la severidad con que prueba a las vocaciones238, Gregorio observa que aún la probación más seria no impedirá que ciertos sujetos quieran un día librarse de sus votos. Como los Israelitas se lamentaban ante el Señor por el rey que ellos mismos habían pedido, así estos monjes quieren irse luego de haber insistido para que se les recibiera. Pero del mismo modo que el Señor no escuchó las quejas de Israel, el superior no debe oír los “clamores” de esos desgraciados. “Porque a quienes son tibios en los monasterios, hay que curarlos como a los enfermos, no echarlos como si fueran muertos”. Puesto que han sido enviados por el Señor, pueden ser curados. Al superior le corresponde ofrecerles todos sus cuidados, manteniéndolos con gran esfuerzo -y no sin mérito- bajo el yugo que quieren abandonar239. Esta línea de conducta señalada al superior, Benito no la sigue hasta el final. Después de haber resistido por largo tiempo, termina por cansarse y ceder. Pero su desfallecimiento no es más que aparente, porque la autorización de partida que concede conducirá al apóstata hacia el camino de Damasco. Al ceder sólo le concede la mano, como dicen los caballeros. La recuperación no tardará. Lo que no pudieron obtener las amonestaciones y las correcciones, lo realizará la oración: procurándole al fugitivo una visión, lo convertirá por las buenas. Esta oración del abad por el hermano incorregible hace pensar en uno de los pasajes más hermosos de la Regla benedictina. Pero también recuerda un episodio anterior de la vida de Benito. En Subiaco ya el santo había obtenido, mediante dos días de oración, que Mauro viera al demonio que empujaba fuera del oratorio a un monje. Los dos relatos se parecen mucho, pero la visión del diablo es concedida a un simple testigo en el primer caso, en tanto que a la víctima misma en el segundo. Esta diferencia implica otra: visto en Subiaco como “un niño negro”, el tentador se muestra aquí bajo el aspecto de un dragón que devora. Porque era necesario que el culpable fuera aterrorizado. Además, su falta -una verdadera apostasía- es mucho más grave que la simple extravagancia de su cohermano, en la misma línea de las faltas de inestabilidad. Comparado con su precedente de Subiaco el presente relato es, en todos los aspectos,

237 Collectio Avellana 186,4 (Indiculus del obispo Juan); 225,7 (Suggestio del obispo Germán). 238 Comentario a los Reyes IV,70 (1 S 8,18), citando RB 58,1-2. 8. 12. 239 Comentario a los Reyes IV,73 (1 S 8,22).

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más dramático. Para encontrarle paralelos exactos, hay que buscar al mismo tiempo en la correspondencia de Gregorio y en la continuación de los Diálogos. La primera informa que un monje de San Andrés en el Celio, el monasterio mismo de Gregorio, fue preservado de la huida, que meditaba (realizar), por la visión de un perro furioso que el Apóstol, patrón del monasterio, lanzó contra él240. En cuanto al último libro de los Diálogos, mostrará dos veces a unos agonizantes atormentados por la visión de un dragón que empezaba a devorarlos241. Sin buen resultado en uno de los casos -el moribundo entrega su alma en medio de esos tormentos- la visión obtiene, en el otro, la conversión del vidente. La historia es tanto más semejante a la nuestra cuanto que el convertido era justamente un hombre joven que vivía en un monasterio, pero refractario a la vida monástica. La diferencia consiste en que el dragón se le aparece (en el presente episodio) a un hombre con buena salud, y allí a un enfermo en su lecho de muerte242.

* * * Los primeros milagros de poder nos conducen entonces hacia la región de lo extraordinario. No sólo porque todo milagro es, por definición, un hecho asombroso, sino también por un título especial: estos tres milagros entran en un mundo diferente al nuestro, el de los muertos y el de los espíritus invisibles. A este carácter particularmente extraño, los tres relatos agregan una nota severa, casi angustiosa. Dos veces, un fin súbito, seguido de signos de reprobación en el más allá, castiga faltas relativamente leves, y en el tercer caso, la amenaza de condena se añade a la de la muerte. Pero la narración no se detiene en este aspecto sombrío. El poder del santo se dirige hacia el bien, y nada detiene la acción de la beneficencia, ni la muerte en estado de pecado, ni la ruptura de la apostasía. Cada partida es seguida por un regreso, cada exclusión por una reintegración. Y si, en los dos primeros casos, Benito educador tropieza con la muerte, este fracaso tiene como efecto desvelar que su poder, como el de Cristo y el de la Iglesia a quien ella señala, se extiende a los campos sin límites de la misericordia.

240 Reg. 11,26 = Ep. 11,44. 241 Dial. IV,40,4-5 (el joven Teodoro) y 11 (monje de Iconium). 242 Además, Teodoro fue liberado por la oración de sus hermanos reunidos alrededor de él in articulo mortis. Aquí la oración de Benito interviene para hacer que el monje vea, no para preservarlo del dragón.

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Capítulo 26 1. Tampoco quiero pasar en silencio lo que supe por el ilustre varón Antonio. Me contaba que un esclavo de su padre había sido atacado de elefantiasis, a tal punto que se le caía el cabello y se le hinchaba la piel, y no podía ocultar el pus cada vez más abundante. El padre de Antonio envió al enfermo al hombre de Dios, y al instante el esclavo recuperó su salud. Capítulo 27 1. Tampoco callaré lo que solía contar su discípulo Peregrino. Cierto día un buen cristiano, apremiado por la necesidad de cancelar una deuda, pensó que le quedaba como única solución acudir al hombre de Dios y exponerle su urgente necesidad. Llegó pues al monasterio y encontró al servidor de Dios omnipotente. Le expuso las graves molestias que sufría de parte de un acreedor al que le debía doce monedas de oro. El venerable Padre le respondió que no tenía las doce monedas, pero para consolarlo en su necesidad, le dijo con amables palabras: “Vete, y vuelve dentro de dos días, ya que hoy no tengo lo que debería darte”. 2. Durante estos dos días Benito se entregó a la oración, según su costumbre. Cuando al tercer día regresó el angustiado deudor, inesperadamente aparecieron sobre el arca del monasterio que estaba llena de trigo, trece monedas de oro. El hombre de Dios mandó traerlas y se las entregó al afligido solicitante, diciéndole que devolviera las doce y se guardara una para sus propios gastos. 3. Pero volvamos ahora a lo que me contaron los discípulos ya mencionados en la introducción de este libro. Un hombre sentía mortal envidia hacia un adversario suyo, y su odio llegó a tal punto que puso veneno en su bebida sin que aquél se diera cuenta. Aunque el veneno no llegó a quitarle la vida, le cambió el color de la piel, de modo que aparecieron en su cuerpo unas manchas como de lepra. Pero al ser llevado al hombre de Dios, de inmediato recobró la salud: en cuanto el santo lo tocó, desaparecieron todas las manchas de su piel. Capítulo 28 1. También por aquel tiempo en que la falta de alimentos afligía gravemente la Campania, el hombre de Dios había distribuido entre diferentes necesitados todo lo que había en su monasterio, al punto de que no quedaba casi nada en la despensa, con excepción de un poco de aceite en un frasco de cristal. En aquel momento se presentó un subdiácono, de nombre Agapito, pidiendo insistentemente que le dieran un poco de aceite. El hombre de Dios que se había propuesto dar todo en la tierra para recuperar todo en el cielo, ordenó que se diera al solicitante ese poco de aceite que había quedado. El monje encargado de la despensa, aunque ciertamente oyó la orden, difirió su cumplimiento. 2. Cuando poco después Benito preguntó si se había entregado lo que él había dispuesto, el monje respondió que no lo había dado, pues de haberlo entregado no hubiera quedado nada para los hermanos. Entonces, airado, Benito mandó a otros hermanos que arrojaran por la ventana el frasco de cristal con el resto de aceite, para que nada quedara en el monasterio contra la obediencia. Y así se hizo.

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Ahora bien, debajo de aquella ventana se abría un gran precipicio erizado de enormes rocas. El frasco naturalmente fue a dar a las rocas, pero quedó intacto como si no hubiera sido arrojado, de modo que ni el frasco se rompió ni el aceite se derramó. El hombre de Dios mandó recoger el frasco, y entero como estaba lo entregó al subdiácono. Entonces, después de haber reunido a los hermanos, reprendió delante de todos al monje desobediente por su falta de fe y su soberbia. Capítulo 29 1. Después de hacer esta reprensión, se entregó a la oración con los hermanos. En el mismo lugar donde estaba rezando con ellos, había una tinaja de aceite, vacía y tapada. Como el hombre santo persistiera en la oración, la tapa de la tinaja empezó a levantarse empujada por el aceite que subía. Removida y quitada la tapa, el aceite que seguía subiendo desbordó y empezó a inundar el piso del recinto donde estaban postrados. Al ver esto, el servidor de Dios Benito de inmediato puso fin a la oración, y el aceite dejó de correr por el piso. 2. Entonces volvió a amonestar al hermano desconfiado y desobediente para que aprendiera a tener fe y humildad. Y el hermano, corregido saludablemente, se avergonzó, pues el venerable Padre acababa de mostrar con milagros ese mismo poder de Dios omnipotente que antes le había insinuado al reprenderlo. Así en adelante nadie podría dudar de las promesas de quien, en un instante, en lugar de un frasco de cristal casi vacío, había devuelto una tinaja llena de aceite. Capítulo 30 1. Un día, mientras que Benito se dirigía hacia el oratorio de san Juan, situado en lo más alto de la montaña, le salió al encuentro el antiguo enemigo disfrazado de veterinario, llevando un vaso de cuerno y un lazo. Al preguntarle: “¿Adónde vas?”, él contestó: “Me voy a ver a los hermanos, para darles un brebaje”. Entonces el venerable Benito se fue a rezar. Y cuando terminó su oración, volvió de inmediato. El maligno espíritu, por su parte, encontró a un monje anciano que estaba sacando agua, y al momento entró en él y lo arrojó al suelo atormentándolo furiosamente. El hombre de Dios, que volvía de la oración, viendo que el anciano era torturado con tanta crueldad, le dio tan solo una bofetada, y al instante expulsó de él al maligno espíritu, de suerte que éste en adelante ya no se atrevió a atacarlo. Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb243 Entre la trilogía claramente diseñada que se ha recorrido previamente y los dos relatos con tesis que le seguirán, el grupo presente es uno de los menos coherentes de la Vida de Benito. Sin duda, estos cinco hechos maravillosos demuestran todos el poder operativo del santo, conforme al tema general de esta parte del Libro, pero su reunión parece relevar, en gran medida, causas exteriores, y su relación no es orgánica. Al considerar estos relatos, el hecho de conjunto que asombra es la presentación de testigos particulares para los dos primeros, seguido por un retorno al testimonio colectivo de cuatro abades que garantizan, después del Prólogo, los relatos de Gregorio. He aquí, entonces, la curación de una elefantiasis -una especie de lepra-, relatada por el

243 Trad. de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 155-169 (Vie monastique, 14).

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secular Antonio (Aptonius), luego la historia de las trece monedas de oro conseguidas por la oración, que testimonia el monje Peregrino. En seguida, los cuatro abades retoman la palabra y narran dos hechos que extrañamente se asemejan a los precedentes: la curación de una enfermedad de piel análoga a la lepra, y una abundancia de aceite obtenida igualmente por medio de la oración. Estas dos parejas similares de historias disparatadas, debidas a informantes directos, son doblemente insólitas. Ante todo, porque Gregorio no introduce en ninguna otra parte distintos testigos a no ser “los cuatro discípulos”, de los cuales además nunca menciona el testimonio global, invocado al comienzo de una vez por todas244. Luego, porque agrupa de buen grado sus relatos de a dos o de a tres, pero uniéndolos por un tema común245; aquí, al contrario, cada pareja incluye dos relatos muy diferentes -una curación y una producción ex nihilo- no estando el par sostenido más que por un nexo extrínseco, y cada uno de los dos relatos encuentra su verdadero homólogo en la otra pareja. Este cuarteto de rimas cruzadas aparece además desarreglado por la presencia de un quinto milagro, inserto entre los dos últimos. La producción del aceite milagroso sigue, en efecto, al prodigio del recipiente de vidrio arrojado contra las rocas y que no se rompe. Los dos episodios forman un solo relato continuo, y esta secuencia histórica hace de ellos un par mucho más aparente que los que se consideraron antes. Se puede pensar en la secuencia Rigo-Totila de los capítulos 14-15. Esos dos prodigios de la sección “profecía” se suceden, según parece, con algunos días de intervalo. Aquí los milagros relativos al aceite se suceden inmediatamente, y su relación es tan estrecha que se requiere un esfuerzo de atención para captar la semejanza del segundo con el prodigio de las piezas de oro. En cuanto al último milagro, la liberación del monje poseído, recuerda un poco las dos curaciones de lepra, tanto por su naturaleza curativa cuanto por su rapidez. Pero la originalidad de este relato es grande, y sus homólogos en la Vida se encuentran en otros pasajes. En el seno del presente conjunto, aparece aislado. Con lo que se agrava la incoherencia relativa del grupo. Para reducir un poco esta impresión de desorden, sólo se puede invocar un hecho: la sucesión ordenada de los personajes, primero seculares, después monjes. El servidor de Antonio (Aptonius), el deudor acorralado, la víctima del veneno, estos tres primeros beneficiarios de los milagros de Benito son todos laicos. A continuación, el subdiácono Agapito también es un secular, pero el celerario del monasterio y los hermanos que oran con Benito pertenecen al mundo claustral. Finalmente, el senior poseído por el diablo también es un miembro de la comunidad. A través del asunto del aceite, en el que se vuelven a encontrar las dos categorías, se pasa sin ningún nexo de los seculares al ámbito monástico. Concluyamos esta visión de conjunto observando que Gregorio parece guiarse, en la constitución de este grupo, por las semejanzas que ofrecen los relatos que llegan hasta él desde diversas partes. Es así que parece explicarse el conjunto de los cinco primeros milagros, habida cuenta del vínculo especial que une al cuarto con el quinto. Para la última narración, que no se relaciona con claridad a alguna de las precedentes, puede que exista, lo veremos, una relación especial con el grupo siguiente.

* * *

244 Se encuentra una sola mención de Valentiniano (Dial. II,3,1), y una referencia al testimonio particular de Honorato (15,4). Esta última se coloca hacia la mitad de la sección “profecía”, como el retorno a los cuatro abades aparece justo en la mitad de la sección “poder”. 245 Ver especialmente Dial. II,12-13; 18-19; 24-25; 34-37.

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Las dos curaciones de las enfermedades cutáneas se parecen mucho: extrema sobriedad del relato, que llega a tener en el primer caso una brevedad única; descripción de la enfermedad, peregrinación hacia el hombre de Dios, curación inmediata obrada por éste. De una parte y de la otra, Gregorio muestra un cierto interés por la patología, dando, para caracterizar el mal, algunos detalles que no se encuentran en las narraciones análogas de la Escritura y de las Vidas de los santos. Las curaciones de los leprosos, en efecto, no faltan en la hagiografía, desde aquella que realiza san Martín en la puerta de París hasta las dos que obra san Severino, pasando por aquella que hizo san Romano, célebre en Ginebra246. Pero ninguno de estos precedentes ha influenciado de modo claro los relatos gregorianos. Lo mismo se puede decir de la larga historia del leproso Naamán curado por Eliseo. En su simplicidad, los dos relatos de los Diálogos conducen ante todo a pensar en los evangelios, ya sea el caso del que hablan los tres Sinópticos o de aquel que menciona sólo el Evangelio de Lucas247. Cuando Benito, en nuestro segundo relato, “toca” al enfermo, que se cura inmediatamente, se piensa en Jesús “tocando” a los leprosos y expulsando su mal con la misma rapidez248. Este el lugar para señalar que las curaciones son asombrosamente raras en la Vida de Benito. Junto con algunos casos de exorcismos, de los que hablaremos más adelante, estas dos únicas curaciones de enfermos asimilados a la lepra representan un tipo de milagros señaladamente popular. Por su muy exiguo número al igual que por su máxima brevedad, las narraciones de milagros tienen realmente una parte pobre en esta obra de hagiografía.

* * * El segundo favorecido por un milagro había sido envenenado con un brebaje que le había dado de beber un enemigo envidioso. Este rasgo recuerda lo que le había ocurrido a Benito en persona, según los mismos narradores, al final de su primer abadiato. Pero este retorno hacia atrás concierne sólo a un detalle. Por el contrario, el milagro de las monedas de oro, relatado entre las dos curaciones, repite, en su sustancia misma, un prodigio anterior de los Diálogos, aquel del obispo Bonifacio de Ferencio249. Ese santo obispo era pobre, como Benito. Un día que unos mendigos le pidieron, no encontró nada para darles. Sabiendo que su sobrino, el sacerdote Constancio, tenía doce monedas de oro en su caja, aprovechó su ausencia para forzar el cofre, tomar las monedas y distribuirlas. Al regresar el sacerdote, constató el robo y se encolerizó. Para calmarlo, Bonifacio, que ya no tenía más recursos, fue a la iglesia. Entre las manos extendidas del obispo en oración, doce piezas de oro, brillantes como monedas nuevas, cayeron en su vestimenta. Al momento se las dio al sacerdote, no sin predecirle que su avaricia no le reportaría la felicidad. A pesar de algunos detalles diferentes, lo esencial de nuestro relato ya está en aquel: el hombre de Dios, para hacer limosna, obtiene por la oración las doce monedas que necesitaba. Comparado con Bonifacio, Benito se muestra más eficaz -además de las doce monedas estrictamente necesarias, recibe una más- y menos rápido: en lugar de obtenerlas inmediatamente, pasa dos días en oración.

246 Sulpicio Severo, Vida de san Martín 18,3-4; Vida de los Padres del Jura 45-47 (cf. Gregorio de Tours, Vida de los Padres 1,4); Eugipo, Vida de san severino 26 y 34, donde la curación se describe como “un cambio de color”. 247 Lc 17,11-19 (los diez leprosos). 248 Comparar Dial. II,27,3 (contigit) y Mt 8,3 (tetigit); Mc 1,41 (tangens); Lc 5,13 (tetigit). 249 Dial. I,9,10-13.

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En el plano literario, el relato del Libro II es mucho más sobrio que el precedente. Dos veces más corto, también es menos rico en peripecias. Suena como un eco, que ofrece un sonido débil. Se diría que, despojado de las circunstancias concretas que lo hacían tan vivaz, y revestido muy pobremente, el esquema de la historia de Bonifacio se introdujo en la gesta de Benito. Esta reducción no le impide a Gregorio conservar los trazos morales de la primera historia, e incluso agregar. El obispo Bonifacio había “hablado gentilmente” a su terrible sobrino para aplacarlo. Benito hace lo mismo con su visitante para consolarlo, al igual que lo había hecho con su nodriza y con los hermanos de Subiaco que no tenían agua250. Otro rasgo edificante es su prolongada oración. Aquella de Bonifacio había durado sólo un instante. La de Benito durará dos días, y ello en virtud de su propia voluntad: él mismo había fijado ese plazo. Monje, Benito dedica más tiempo a la oración que lo que puede hacer un obispo. Señalando que esa dedicación a la oración era habitual en él, Gregorio abre una de esas raras ventanas que permiten vislumbrar algún aspecto de las costumbres del santo. Pero la originalidad más interesante del episodio benedictino consiste en la palabra final, que hace aparecer en un segundo plano otro modelo. Si Benito recibe una pieza más que Bonifacio, es para permitirle decir a su protegido: “Devuelve las doce y guarda una para tus propios gastos”. Esta palabra evidentemente hace eco aquella de Eliseo, cuando ayudó a la viuda multiplicando su aceite: “Ve, vende el aceite y devuélvele a tu acreedor; después, tu y tus hijos vivirán con el resto”251. El paralelismo se impone tanto más cuanto que Gregorio va a contar, en un instante, un milagro del aceite multiplicado que se asemeja singularmente a aquel de Eliseo. El presente prodigio combina aquellos de Bonifacio y Eliseo. Si los pobres de Ferencio se habían convertido en deudores insolventes, es porque la gesta del profeta de Israel se aproximaba a aquella del obispo toscano en los recuerdos del narrador -Gregorio o Peregrino-. Como muchos otros relatos en la Vida de Benito, el presente tiene a un mismo tiempo elementos de la Biblia y de la literatura hagiográfica.

* * * Ya subyacente al asunto del deudor ayudado por un milagro, el episodio de Eliseo y de la viuda vuelve irresistiblemente a la memoria cuando se pasa a la doble historia del resto de aceite dado por caridad, y milagrosamente reemplazado por un barril lleno. No son idénticas las circunstancias. El hambre en Campania -aparentemente el mismo que el del capítulo 21- recuerda más bien la sequía que se vivía en tiempos de Elías, cuando éste se hizo servir por otra viuda lo que a ella le quedaba para vivir, prediciéndole en recompensa que nunca le faltarían ni el aceite ni la harina252. La fe y la generosidad de Benito, dando sus últimas reservas, se parecen a las de esa mujer. Pero el milagro del aceite que llena el barril es menos semejante a aquel de Elías que al de Eliseo. Recordemos la escena del Segundo Libro de los Reyes: por orden de Eliseo, la mujer pide recipientes a sus vecinas, cierra su puerta y, con sus hijos, comienza a llenar con “el poco aceite” que le queda las vasijas253. Éstas se llenan una después de otra. Cuando la última está llena, el aceite deja de correr... Esta detención del milagro

250 Blanda locutione (I,9,11) se vuelve a encontrar aquí, pero con consolatus (cf. II,,1,2; 5,2: blande consolatus; en el segundo caso, como en el presente, “el consuelo” precede al milagro). 251 2 R 4,1-7. 252 1 R 17,10-16. 253 El nisi parum olei (2 R 4,2) se encuentra de nuevo en Dial. II,28,1. Cf. 1 R 17,12: nisi... paululum olei (un poco menos próximo, al menos según la Vulgata).

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se encuentra en Gregorio, aunque en una situación diferente. En lo esencial las dos escenas se corresponden: de una y otra parte, el aceite milagroso llena en el momento todo el volumen que se ofrece completar, mientras que en la historia de Elías, el aceite se mantiene en un estado constante durante el transcurso de una hambruna prolongada. Sobre este fondo común a la Biblia y a los Diálogos se destacan los detalles propios del presente episodio. En vez de recipientes múltiples, aquí hay un único barril, y el aceite no sólo se multiplica, sino que aparece, sin materia preexistente, en el barril vacío. Pero la principal diferencia es que en lugar de obrar, como la viuda y sus hijos, Benito y los hermanos rezan. La eficacia de su oración está subrayada por la divertida anotación del final: es necesario concluir la oración rápidamente porque el aceite desborda e inunda el suelo. Gregorio, por tanto, ha introducido la oración en el presente relato, al igual que la había hecho durar dos días enteros, en lugar de unos instantes, en la precedente narración. No es la primera vez que el Segundo Libro de los Diálogos muestra a Benito orando, allí donde sus modelos literarios no hablan de oración254. A este respecto es instructivo comparar el presente relato, no sólo con el Libro de los Reyes, sino también con los Diálogos de Sulpicio Severo y la Vida de san Severino, donde aparecen milagros casi idénticos. Según Sulpicio, el aceite se desborda de un frasco que había recibido la bendición de Martín255. Allí también la multiplicación del líquido resulta menos de un esfuerzo de oración que de una especie de efecto mágico. Según, Eugipo, el biógrafo de Severino, este santo llenó una cantidad de recipientes presentados por los pobres, sin que el aceite disminuyese en el vaso con el que se vertía256. Una oración y la señal de la cruz precedían el prodigio, pero éste está calcado de la historia de Eliseo, a la cual Eugipo envía expresamente. La oración está lejos de desempeñar el papel principal que le asigna el relato de Gregorio.

* * * De este milagro es necesario volver al que le precede inmediatamente: el frasco de vidrio, conteniendo un poco de aceite, que es arrojado sobre las rocas sin que se rompa ni el líquido se derrame. Cosa curiosa, un prodigio análogo se lee en el pasaje de Sulpicio Severo que acabamos de citar. Inmediatamente después del desbordamiento del aceite por efecto de la bendición de Martín, se menciona “un vaso de vidrio” -la misma expresión de la que sirve Gregorio- que contenía también aceite bendecido por el santo y que cae del borde la ventana sin romperse257. Esta aventura, que presenció Sulpicio mismo, es relatada por él con términos de los cuales Gregorio parece acordarse muy bien. Es posible, entonces, que el historiador de Benito siga al de Martín en estas dos historias gemelas, no sin invertirlas y unirlas en un relato común. Sin embargo, ciertos rasgos hacen pensar en otros modelos. Cuando Benito ordena arrojar el recipiente por la ventana, se piensa en una anécdota de Casiano: puesto a prueba por su anciano, el joven monje Juan de Licópolis no vacila en tirar por la ventana un frasco de aceite, su única provisión258. Más allá de la semejanza de los hechos, este ejemplo de obediencia inmediata y ciega se asemeja particularmente a la orden de Benito, por el hecho que constituye una protesta contra la desobediencia. Más aún, los dos relatos tienen en común la situación de penuria, haciendo de la acción un

254 Cf. Dial. II,11 (y el comentario). 255 Sulpicio Severo, Dial. III,3 (213C). Cf. Gregorio de Tours, Mir. S. Mart. II,32. 256 Eugipo, Vida de san Severino 28. Este milagro ocurre poco después de la curación del primer leproso (26), al igual que en Gregorio. Y allí también el aceite se desborda, y luego se detiene súbitamente. 257 Sulpicio Severo, Dial. III,3 (213D). Ver nuestra nota en SCh 260, pp. 218-219. 258 Casiano, Instituciones 4,25.

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desafío a la prudencia. Pero la historia de Casiano termina con en este gesto heroico, que no es seguido de ningún milagro. La de Gregorio, por el contrario, concluye con el doble prodigio del frasco que no se rompe y el aceite que no se derrama. A este respecto es necesario relacionar el nuestro con los dos milagros contados por autores anteriores. Según Optato de Milevi, una ampolla de crisma, que los donatistas habían arrojado por la ventana, quedó “intacta en medio de las rocas”; según uno de los biógrafos de Cesáreo, un pequeño frasco de aceite bendecido por el santo se rompió, pero el líquido no se derramó259. Estos dos antecedentes tienen su interés, pero no se puede probar que Gregorio los tuviese en la memoria, sobre todo el segundo. Por el contrario, los relatos de Casiano y Sulpicio Severo tienen todas las posibilidades de haber inspirado la presente historia. Su combinación basta para darse cuenta: como el viejo monje de Oriente, Benito hace arrojar el objeto por la ventana, y como los discípulos de Martín, sus hijos lo recogen intacto. La maravilla moral del desierto de Egipto va acompañada del milagro físico de la Galia. El santo de Montecasino reúne en un solo acto dos de las más célebres “virtudes” de los Padres.

* * * Juan de Licópolis y Martín, Martín y Eliseo. Cuando se reconocen los dos precedentes que parecen haber sugerido cada una de nuestras dos historias, resulta casi imposible que Gregorio o sus informantes pudieran tener en la cabeza otros modelos. Por lo tanto, si se consideran los dos episodios no de forma separada, sino la historia global que forman en conjunto, aparece el diseño de un esquema narrativo que se relaciona bien con un modelo definido y abundantemente representado. El ejemplo más antiguo que conocemos es la historia que abre la parte martiniana de los Diálogos de Sulpicio Severo. A punto de celebrar una misa solemne, el obispo de Tours es abordado por un mendigo, que le pide ropa. (Martín) le ordena a su arcediano que le compre ese objeto inmediatamente. El arcediano tarda en obedecer, y el mendigo vuelve a la carga. Entonces Martín, en la sacristía, se quita la túnica y se la da. Ocultando su desnudez con una gran capa, aguardará a que el arcediano le traiga el precario hábito destinado al pobre y poniéndoselo celebrará con ese atavío ridículo la misa ante el pueblo. Pero se producirá un milagro durante esa liturgia: una esfera de fuego brillará alrededor de la cabeza del santo260. Puede advertirse lo que esta anécdota tiene en común con nuestra historia. Como Martín, Benito es solicitado por un pobre y ordena darle lo que pide. También como Martín, no es obedecido. Finalmente, como Martín, su generosidad no se detiene por causa de las dilaciones de su subordinado, y ella es recompensada con un milagro. Articulada en tres actos y un epílogo, la obra es interpretada por tres personajes: el buen santo, el mal ecónomo y el mendigo. Sin embargo, este primer representante del género todavía no lo muestra acabado. Después de él el esquema adquirirá mayor precisión, evolucionando en una dirección que es justamente la de la Vida de Benito. El santo y su entorno serán ubicados en una situación de carestía, que tornará heroica la caridad hecha al pobre. El subordinado del santo no pecará simplemente por negligencia, sino por deliberada resistencia, debida a

259 Optato, Sobre el cisma de los Donatistas II,19; Vida de Cesáreo I,39; Ver también Vida de los Padres de Jura 163. 260 Sulpicio Severo, Diálogos II,1-2. Es la repetición, en el transcurso del episcopado del santo, de la célebre historia de la vestidura dada por el catecúmeno al pobre de Amiens (Vida de san Martín 3,1-4).

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la prudencia humana o a la falta de fe. El milagro no será sólo un signo de la aprobación divina concedida al santo, sino una ayuda que pone fin a su miseria y a la de los suyos. Este esquema ya lo presenta, a pesar de su brevedad, un breve relato del historiador Sozomeno sobre san Epifanio, obispo de Chipre. Su generosidad era tal que el ecónomo de la Iglesia murmuraba: el dinero empezaba a faltar. Entonces, alguien trajo una gran bolsa de dinero y desapareció261. Mucho más larga, la historia de Cesáreo de Arlés y su ecónomo completa el bosquejo. Era una época turbulenta, en que la ciudad rebosaba de prisioneros liberados, a quienes les faltaba todo. El obispo los alimentaba generosamente. Pero los víveres empezaron a faltar, y el ecónomo le pidió que terminara con sus dádivas, de lo contrario, no habría pan para el día siguiente. Cesáreo se refugia en la oración “conforme a su costumbre”262, y sintiéndose inmediatamente oído, increpa a su incrédulo ecónomo ordenándole alimentar a los indigentes como de costumbre, sin dejar un solo grano de trigo en el granero; en cuanto al mañana, Dios proveerá. Así se hizo, a pesar de las murmuraciones de los clérigos. A la mañana siguiente, al amanecer, los reyes burgundios enviaron tres grandes naves llenas de trigo. En un marco monástico, que recuerda más exactamente a Montecasino, se encuentra de nuevo el esquema en Cirilo de Escitópolis, biógrafo del gran abad palestino Eutimio. Pero este autor griego tiene menos posibilidades de haber sido leído por Gregorio. Dejémosle entonces para considerar tres relatos latinos que forman un grupo aparte, caracterizado por una variante común: la incredulidad del colaborador del santo conlleva una reducción del milagro, proporcional a lo que fue negado al Señor. A la cabeza de ese grupo marcha Constancio de Lyon, biógrafo del obispo Germán de Auxerre. Por no haber dado al obispo más que dos de las tres monedas de oro que quedaban, y que éste le había ordenado distribuir a los pobres, el diácono auxerrense que lo acompañó a Italia vio llegar un don de la Providencia ciertamente inesperado, pero reducido a doscientas monedas. Faltaban cien, comenta Germán: Dios hizo la misma retención que su servidor infiel. Según Gregorio de Tours, la misma historia les sucedió a Paulino de Nola y su esposa Terasia: éste no queriendo dar el único pan que les quedaba, perderá una nave, hundida en el mar, de la flotilla de trigo y vino que venía a recompensar la fe del santo. En el siglo siguiente, el autor de las Vidas de los Padres de Mérida relata un rasgo semejante del obispo Masona263. En estos tres casos es Dios mismo quien, por el milagro final, le da una lección al personaje infiel. En nuestro texto, al contrario, como en la Vida de Eutimio, el santo se encarga de amonestar al culpable como corresponde a un abad, responsable de la educación de sus monjes. Benito lo hace en dos ocasiones, subrayando Gregorio cada vez el doble objeto de la reprimenda: falta de fe y de confianza, por una parte264, desobediencia y orgullo por la otra. Aquí y allá la amonestación sigue al milagro y recibe de éste su particular acento. En la primera reprimenda, es el tema de la obediencia el que domina; en la segunda, se trata sobre todo de la fe en Dios todopoderoso265.

261 Casiodoro, Historia tripartita 9,48 = Sozomeno, Historia eclesiástica 7,26. Cf. Vidas de los Padres del Jura 68-70 (trigo multiplicado; aquí, sin embargo, la penuria no viene formalmente atribuida a la caridad). 262 Vida de Cesáreo II,7 (consuetudinaria). Esta oración no es larga como aquella de Benito, pero el ecónomo es acusado de infidelitas como el celerario de Cassino, y la profecía de Cesáreo (cras dabit Deus) hace pensar en aquella de Benito en Dial. II,21. Hay una referencia a Elías y la viuda (1 R 17,14). 263 Cirilo de Escitópolis, Vida de Eutimio 17 (cita 2 R 4,44 y 1 R 17,14); Constancio, Vida de Germán 33; Gregorio de Tours, Sobre la gloria de los confesores 111; Vida de los Padres de Mérida 13. 264 Infidelitas (28,2) parece corresponder a diffidendem... fidem (29,2), más que a inoboedientiem. No se trata de una falta de obediencia, sino de una falta de fe. Cf. 8,10, donde los infideles son los paganos que no creen. 265 Omnipotens Domini (29,2) recuerda omnipotens Dei (27,1). Este eco confirma la homología de las dos historias.

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Benito, el celerario y el pobre subdiácono: la historia que desarrollan estos dos capítulos proviene de una tipología que tiene al menos dos siglos de antigüedad. En cuanto a los rasgos morales que pone en evidencia, son por un lado la generosidad del santo que “da todo” -la expresión se repite en el primer capítulo-, y por el otro su fe en la justicia divina, que le lleva a orar para conseguir el milagro. Las dos actitudes están conectadas, porque dar todo aquí abajo supone no sólo que se espera “recuperar todo en el cielo”, como lo señala Gregorio, sino que también se espera recibir, gracias a la oración, los auxilios necesarios para la vida presente. Por lo demás, cada uno de estos rasgos se vuele a encontrar, de forma discreta, en el relato precedente o siguiente: la generosidad de Benito y su pobreza ya aparecen en la historia del deudor, y su oración reaparecerá en la historia del poseso curado.

* * * Este relato nos lleva de nuevo al tiempo en que Benito tomaba posesión de Montecasino. Recordado por la mención del oratorio San Juan, ese período de construcciones fue también un tiempo de violencias diabólicas, que se reproducen ahora bajo la forma inédita de una posesión. La aparición del diablo anunciando un mal golpe contra los hermanos, es un verdadero doblete de aquella del capítulo 11. Más atrás aún el lector encontrará, en los milagros de Subiaco, un hecho muy semejante. Al igual que Benito había liberado, golpeándolo con un bastón, al monje arrastrado por el demonio fuera del oratorio, igualmente aquí cura el poseso dándole una bofetada. En uno y otro caso el demonio “no se atrevió” a retornar. El presente exorcismo se parece a esa curación de Subiaco más que a aquella del clérigo de Aquino, contada a propósito de una de las profecías, en la cual el diablo había sido expulsado por la oración. Además de estas analogías con episodios anteriores, nuestra historia tiene relaciones llamativas con varios relatos hagiográficos. Los primeros en que se piensa -tanto nos ha acostumbrado Gregorio a mirar en esa dirección- son dos de las apariciones del diablo que Sulpicio Severo cuenta en la Vida de Martín. Al comienzo, cuando Martín va a Italia, “se encuentra” con el diablo, camuflado bajo una “forma” humana, que “le pregunta adónde va”266. Aunque la pregunta la formula el diablo, no el santo, ese encuentro en el camino y el diálogo con Satanás, iniciado con esa pregunta, se parecen mucho al que leemos en el presente texto. Sin embargo, la continuación de la entrevista toma en Sulpicio Severo una dirección diversa. Se limita a un intercambio de palabras. Para hallar como aquí malos tratos contra los compañeros del santo, hay que pasar a la segunda aparición, acompañada de la muerte de un servidor laico de Marmoutier267. No es necesario volver sobre los detalles de ese episodio, que ya sirvió, como se recordará, de telón de fondo al relato gregoriano del capítulo 11. Recordemos solamente que el diablo se le aparece a Martín con un cuerno en la mano. Aquí tiene el mismo objeto, pero ha cambiado su sentido: en lugar de un arma de muerte, el cuerno no es más que un instrumento del veterinario. Esta transformación de un rasgo particular corresponde a la diferencia global de los dos relatos. El de Sulpicio Severo es sombrío y dramático, el de Gregorio jovial, casi humorístico. De un asesinato se pasa a una posesión breve, detenida por una simple bofetada. Como en el capítulo 11, el asunto termina bien, pero esta vez Benito ni siquiera necesita hacer un esfuerzo y orar. La oración ya la había hecho en el oratorio San Juan. Ahora le basta un golpe para expulsar definitivamente al diablo.

266 Sulpicio Severo, Vida de san Martín 6,1. 267 Ibid. 21.

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Los dos antecedentes martinianos, por tanto, ofrecen un importante sustrato de rasgos originales. Pero no hemos terminado de descubrir el plan que está por detrás de nuestro relato. Todavía más que en la obra de Sulpicio Severo, hay que pensar en un apotegma del abad Macario, que fue traducido al latín, hacia mediados del siglo VI, por uno de los predecesores de Gregorio, el papa Pelagio Iº268. Esa larga historia puede resumirse de la siguiente manera. Habitando en el desierto sobre una elevación, Macario un día vio al diablo que se dirigía hacia la parte baja del mismo desierto, donde habitaban un cierto número de hermanos. El disfraz del Maligno era pobre. Como un vendedor ambulante, llevaba frascos enganchados a su vestimenta. Ante la pregunta: “¿Adónde vas?”, él respondió: “Les voy a recordar algunas cosas a los hermanos”. “¿Y esos frascos?”. “Son diversos licores que les daré a degustar; hay para todos los gustos”. Inquieto por tales declaraciones, Macario se quedó al acecho del retorno del miserable y supo que casi todos los hermanos lo habían rechazado, pero uno de ellos se había dejado seducir por la tentación. Inmediatamente el santo abad visitó a ese hermano tentado, y obteniendo su confesión, le prescribió una ascesis para vencer el mal. Retornando a su lugar, Macario encontró de nuevo, algún tiempo después, al mercader ambulante, que volvía a hacer su gira entre los hermanos. Pero esta vez el regreso de Satanás fue lastimoso: su anterior víctima no quiso saber nada; aquel ya no volvería por mucho tiempo Se puede apreciar todo lo que tienen en común Benito y Macario. Como el abba del desierto de Egipto, el de Montecasino se encuentra -no habitualmente, es verdad, pero al menos de forma pasajera- sobre la altura dominante del lugar donde se encontraban los hermanos: el oratorio de San Juan -Gregorio se toma el trabajo de notarlo aquí, y sólo aquí- “situado en lo más alto de la montaña”. Mientras se hallaba allí arriba, a corta distancia de los hermanos, el diablo los visitó. Como en el apotegma egipcio les llevó de beber, no en frascos esta vez, sino -más groseramente- con un vaso de cuerno. Este “cuerno” sabemos de dónde viene... Es eso sin duda lo que sugirió el cambio de disfraz de mercader ambulante a veterinario. Martín y Macario, Sulpicio Severo y las Vidas de los Padres: se asiste a una nueva combinación de modelos, semejante a la que hemos observado en tres escenas anteriores. Como Benito, en el asunto de las monedas de oro, se identificaba simultáneamente con el obispo Bonifacio y el profeta Eliseo, igualmente ahora él revive al mismo tiempo la experiencia del santo obispo de Tours y la del gran monje egipcio. No sólo el vaso de cuerno que ve en las manos del diablo tiene gran semejanza con el cuerno ensangrentado de Marmoutier y con los frascos envenenados del desierto de Egipto, sino que la posesión que va a curar está a medio camino entre el homicidio del episodio martiniano y la tentación del apotegma macariano: físico como el primero de esos males, remediable como el segundo. Pero prosigamos nuestra comparación con el apotegma. Allí como en el texto de Gregorio, a diferencia del de Sulpicio Severo, es el santo quien interroga al diablo. El diálogo comienza de la misma forma: “Dónde vas?”. -“Voy a ver a los hermanos”. Pero en lugar de continuar Gregorio se detiene allí. Su relato resulta mucho más corto que el apotegma. Contrariamente a Macario, Benito no pregunta ni recibe ninguna explicación sobre la “poción” maléfica. El mismo propósito de acortar se observa en lo que sigue. El Maligno no regresa ni hay noticias de sus fechorías. Como Macario, Benito desciende hacia los hermanos, y ve con

268 Vidas de los Padres V,18,9 (PL 73,981-982). Mismo relato en Pascasio de Dumio, Liber geronticon 10,4, pero su Quo vadis? Difiere del Ubi vadis? De Pelagio, que se encuentra en Gregorio. Texto griego: Apotegma Macario 3 (PG 65,261).

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sus ojos -sin que Satanás tenga necesidad de informarle- al hermano atormentado. En efecto, en esta ocasión el tormento no es moral sino corporal: la tentación secreta del apotegma es substituida por una espectacular posesión. De allí que no haya diálogo entre el abad y el hermano: en vez de consejos edificantes, una bofetada pone fin a la crisis. Como en el apotegma, el remedio administrado por el santo se revela soberano: el diablo es vencido por el bien. Pero este resultado no necesita de una nueva visita de Satanás para verificarse. Ya queda adquirido totalmente. Es para siempre: no solamente el diablo no se presentará “antes de mucho tiempo”, sino que “en adelante ya no se atreverá a atacarlo”. En esta transformación del apotegma macariano, dos rasgos son de singular importancia. Ante todo, el reemplazo de la tentación diabólica por la posesión, y aquel de los consejos del santo por una especie de exorcismo expeditivo. La nueva escena lleva a pensar en los evangelios, donde posesiones y exorcismos son numerosos269. En particular en la curación del niño epiléptico, después de la Transfiguración de Jesús. Según Marcos, el niño era arrojado por tierra por el demonio y daba vueltas echando espumarajos270. “Tirado al suelo”, también el anciano monje de Montecasino, sufría un tormento “furioso”, “cruel”. En estas anotaciones se vuelve a encontrar el interés de Gregorio por la descripción clínica, ya evidenciado en el caso de los dos leprosos, pero esta vez el Evangelio aparece tras la escena. El otro hecho importante es que Benito, a diferencia de Macario, se muestra como hombre de oración. Por más breve que sea la anécdota gregoriana en comparación con el apotegma, ella trae este dato suplementario: yendo a orar Benito encuentra al diablo, y volviendo de su oración cura al poseso. Sin duda, esta peregrinación al oratorio San Juan juega un papel funcional en el relato, procura un intervalo en que el santo abad está apartado de los hermanos, lo cual aprovecha el diablo para asaltarlos. Pero el espíritu de oración que se manifiesta en Benito es llamativo. La amenaza del diablo no le impide al santo ir a orar, y si regresa rápidamente, es sólo después de haber rezado, tal como había decidido hacerlo. De nuevo este rasgo recuerda los inicios de Montecasino y las luchas de entonces contra Satanás, donde la oración tenía su lugar en cada episodio. En el presente grupo, como se ha visto, también es honrada. Y sobre todo, ella es ubicada en el primer plano, no sólo de la narración, sino también de las reflexiones del narrador, tanto en los dos milagros que seguirán, como en el episodio conclusivo de la oración victoriosa de Escolástica.

269 Mt 8,28-34; 9,32-34; 12,22-30; 15,21-28 y paralelos. 270 Mc 9,14-29 (ver 14,20). Cf. Mt 17,14-20; Lc 9,37-43.

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Capítulo 30 (continuación) 2. PEDRO: Quisiera saber si siempre obtenía estos milagros tan grandes en virtud de la oración, o si a veces los obraba también mediante la sola manifestación de su voluntad. GREGORIO: Los que con devoción están unidos a Dios, suelen obrar milagros de las dos maneras, según lo exijan las circunstancias, de suerte que algunas veces realizan estos signos por medio de la oración y otras los hacen gracias a su poder. Puesto que Juan dice: A todos los que lo recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios (Jn 1,12), ¿por qué admirarse de que quienes son hijos de Dios gracias a su poder, puedan hacer milagros en virtud de ese mismo poder? 3. Que se obran milagros de las dos maneras lo atestigua Pedro, quien con su oración resucitó a la difunta Tabita (cf. Hch 9,40), y con su reprensión entregó a la muerte a Ananías y a Safira, por haber mentido (cf. Hch 5,1-10). No leemos, en efecto, que hubiera rezado para que muriesen, sino solamente que les reprochó la falta que habían cometido. Es evidente pues que unas veces los milagros se realizan por poder y otras por la oración, puesto que Pedro a éstos les quitó la vida por una reprimenda y a aquélla se la devolvió por la oración. Ahora te voy a contar dos hechos del fiel servidor de Dios Benito, en los que se manifiesta claramente que uno pudo hacerlo por el poder recibido de Dios y otro por la oración. Capítulo 31 1. Un Godo de nombre Zalla que pertenecía a la herejía arriana, en tiempos del rey Totila se enardeció con máxima crueldad contra los hombres fieles de la Iglesia católica, hasta el punto de que cualquier clérigo o monje que se le pusiera delante, ya no salía con vida de sus manos. Un día, abrasado por el ardor de su avaricia, ávido de rapiña, afligió con crueles tormentos a un campesino, torturándolo mediante diversos suplicios. Vencido por los sufrimientos, el campesino declaró que había confiado sus bienes al servidor de Dios, Benito, para que el verdugo, al darle crédito, suspendiera entre tanto su crueldad, y así pudiera ganar algunas horas de vida. 2. Zalla entonces dejó de atormentar al campesino, pero atándole los brazos con fuertes cuerdas, lo obligó a ir delante de su caballo para que le mostrara quién era ese Benito que se había hecho cargo de sus bienes. El campesino, caminando delante con los brazos atados, lo condujo al monasterio del hombre santo, a quien encontró solo, leyendo sentado junto a la puerta. El campesino dijo a Zalla que lo seguía enfurecido: “He aquí al Padre Benito de quien te hablé”. Zalla fijó en él su mirada con ánimo encendido y perversa ferocidad; y pensando que podría actuar con su terror acostumbrado, empezó a gritar desaforadamente: “¡Levántate! ¡Levántate y devuelve los bienes que de él has recibido!”. 3. Al oír estas palabras, el hombre de Dios al instante levantó sus ojos del libro, y después de mirarlo, fijó su atención también en el campesino que estaba maniatado. En cuanto dirigió su mirada hacia los brazos de éste, las cuerdas que los sujetaban comenzaron a desatarse de un modo maravilloso y con tanta rapidez, que nunca presteza humana alguna hubiera podido hacerlo con igual celeridad. Al ver que quien había venido maniatado de pronto se encontraba desatado, Zalla, aterrado ante la fuerza de un poder tan grande, cayó en tierra e inclinó su cerviz de inflexible crueldad a los pies de Benito, encomendándose a sus oraciones. No por esto el hombre santo se levantó de su lectura, sino que llamó a los hermanos y les ordenó que acompañaran a Zalla adentro para que tomara un alimento bendecido. Cuando volvió junto a Benito, éste lo amonestó diciéndole que debía cesar en los excesos de su insensata crueldad. Zalla se retiró humillado, y en adelante ya no se atrevió a exigir nada al campesino, a

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quien el hombre de Dios, sin tocarlo sino sólo mirándolo, había liberado de sus ataduras. 4. Aquí tienes, Pedro, lo que dije: que los que sirven a Dios omnipotente más de cerca, a veces pueden obrar milagros por poder. El que reprimió sentado la ferocidad del terrible Godo y con su mirada desató las correas y los nudos que sujetaban los brazos de un inocente, nos muestra, por la misma celeridad del milagro, que realizó lo que hizo gracias al poder recibido. Agregaré ahora otro gran milagro que pudo obtener por su oración. Capítulo 32 XXXII.1. Cierto día en que el Padre Benito había salido con los hermanos a trabajar en el campo, llegó al monasterio preguntando por él, un campesino, transido de dolor, que llevaba en brazos a su hijo muerto. Cuando le dijeron que el Padre se encontraba en el campo con los hermanos, al instante colocó a su hijo muerto frente a la puerta del monasterio y, alterado por el dolor, se fue corriendo rápidamente en busca del Padre venerable. 2. Pero a esa misma hora, el hombre de Dios regresaba ya con los hermanos del trabajo del campo. Apenas lo divisó, el desdichado campesino empezó a gritar: “¡Devuélveme a mi hijo, devuélveme a mi hijo!”. Al oír estas palabras, el hombre de Dios se detuvo y le dijo: “¿Acaso fui yo el que te quitó a tu hijo?”. A lo que aquél respondió: “Ha muerto. ¡Ven y resucítalo!”. Apenas el servidor de Dios oyó esto, se entristeció profundamente y dijo: “¡Apártense, hermanos! ¡Apártense! Esto no nos incumbe a nosotros, sino a los santos apóstoles. ¿Por qué quieren imponernos una carga que no podemos soportar?” (cf. Hch 15,10). Pero el campesino, abrumado por el excesivo dolor, persistió en su demanda, jurando que no se iría si no resucitaba a su hijo. De inmediato el servidor de Dios le preguntó: “¿Dónde está?” (cf. Jn 11,34). A lo que él respondió: “Su cuerpo yace frente a la puerta del monasterio”. 3. Cuando el hombre de Dios llegó allá junto con los hermanos, se puso de rodillas, se acostó sobre el cuerpecito del niño (cf. 2 R 4,34-35), y luego levantándose, elevó sus manos hacia el cielo y dijo: “Señor, no mires mis pecados sino la fe de este hombre que pide que su hijo sea resucitado, y devuelve a este cuerpecito el alma que le quitaste”. Apenas había terminado las palabras de la oración, cuando el alma del niño regresó a su cuerpecito, estremeciéndose éste de modo tal, que todos los presentes pudieron ver con sus propios ojos cómo palpitaba temblando por esa sacudida milagrosa. En seguida lo tomó de la mano y lo entregó vivo y sano a su padre. 4. Resulta evidente, Pedro, que no tenía el poder de obrar este milagro. Por eso imploró, postrado, la facultad de realizarlo. PEDRO: Consta manifiestamente que todo es como dices, porque estás probando con hechos las palabras que antes propusiste. Pero te ruego que me digas si los hombres santos pueden todo lo que quieren y consiguen todo lo que desean obtener. Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb271

271 Traducción de: Grégoire le Grand. Vie de saint Benoît (Dialogues, Livre Second), Abbaye de Bellefontaine, Bégrolles-en-Mauges, 1982, pp. 172-183 (Vie monastique, 14).

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Estos dos últimos milagros de poder realizados por Benito tienen un carácter especial, no sólo dentro de la sección que concluyen, sino en toda la Vida del santo. Por primera vez Gregorio enuncia al inicio una tesis teológica, que después demuestran los dos relatos. Este modo de proponer una tesis al comienzo se vuelve a encontrar en el capítulo siguiente, donde la impotencia de Benito ante su hermana probará que los santos no pueden hacer siempre lo que desean; pero aquí el proceso tiene algo de especial, siendo doble la tesis, en el sentido que la prueba procede de dos milagros gemelos. Este método de exposición, donde la preocupación didáctica comanda la narración, anuncia ciertos pasajes del final del Libro III, y sobre todo el Libro IV, que estará enteramente organizado de esta forma. Estrechamente unidos por la tesis bipartita que ilustran, estos relatos de la liberación del campesino y de la resurrección del niño tienen en común su considerable amplitud, que contrasta con la brevedad habitual de los precedentes272. Para encontrar un capítulo tan largo hay que remontarse hasta el inicio de la sección de “poder”, es decir, a la reconciliación de las monjas excomulgadas. Ese relato de apertura estaba asimismo seguido por un pequeño excursus teórico, lo que ya no se encontrará sino hasta nuestros dos episodios. En resumen, Gregorio ha reservado para el inicio y el final de esta sección los textos de grandes dimensiones, que dan pie a una reflexión doctrinal, mientras que reunió en medio de ellos los hechos de menor importancia. El primer milagro de poder y los dos últimos se asemejan tanto más cuanto que la figura del Príncipe de los apóstoles es evocada en ambas partes. Usando, en el primer caso, el poder de atar y desatar, Benito se muestra como sucesor de Pedro, conforme a la promesa hecha a éste en el evangelio de Mateo. Obrando prodigios, ya sea por su solo poder, ya sea por la oración, es a Pedro a quien imita nuevamente, esta vez según dos pasajes de los Hechos: el castigo de Ananías y Zafira, la resurrección de Tabita273. Así la sección “poder” se abre y se cierra bajo el patronato del Apóstol, fundador de la sede romana. Para ilustrar inmediatamente la impotencia de los santos, Gregorio recurrirá al ejemplo de Pablo274. En cuanto a Pedro, su gesta provee aquí sólo recuerdos gloriosos. Ausente de la sección “profecía” -de hecho la Escritura no le atribuye ningún milagro de ese género-, Pedro ocupaba anteriormente, por su caminata sobre las aguas, el lugar central en la serie de cinco milagros bíblicos de Subiaco. Y previamente había simbolizado los comienzos contemplativos del joven místico. Allí, fue el primer santo del Nuevo Testamento que sirvió de modelo a Benito. Ahora, luego del largo eclipse de los milagros de profecía, se transforma de nuevo en su fulgor, el que lo guía hacia sus últimos prodigios. Pero Pedro no es el único astro que ilumina esta sección de la Vida. Por encima de él aparece Cristo. Presentado solemnemente en el episodio de las monjas, como la fuente de poder de atar y desatar275, el Dios hecho carne aparece también, de modo más discreto pero patente, en el anuncio de nuestros dos milagros. Para establecer que es posible para los santos obrar algunas veces “en virtud de su poder”, Gregorio cita el cuarto evangelio: A todos los que lo recibieron..., les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios276. Designado por medio de simples pronombres, el Verbo hecho carne del prólogo joánico no está menos presente en esta demostración. Es Él quien “da el poder” no sólo de llegar a ser hijos de Dios, sino también de realizar signos en consecuencia. Aunque marginalmente, esta referencia a Cristo es de gran interés para quien quiera

272 Excepto los dos relatos de los capítulos 28 y 29 que, reunidos, superan un poco en extensión al capítulo 32. 273 Hch 5,1-10; 9,36-42. 274 Dial. II,33,1. Es también en situaciones difíciles, en las que se muestra su debilidad, que Pablo aparece en Dial. II,3,11 y 17,2 (cf. 16,3-6). 275 Dial. II,23,6 (cf. Jn 1,14). 276 Jn 1,12.

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comprender el pensamiento de Gregorio y la estructura de su obra. Si bien pareciendo ocupado en especulaciones sobre el poder de los santos, el autor de los Diálogos no pierde de vista la fuente única y trascendente de sus carismas. Que el taumaturgo depende de Cristo, es algo que aparece claro cuando realiza su milagro orando. Pero incluso cuando obra “en virtud de su poder”, es también Cristo -la cita joánica da fe- quien le concede ese poder. Conduciendo así los santos al Señor, Gregorio repite al final del período casinense, el movimiento final del ciclo de Subiaco. Cuando terminaba éste su mirada se elevaba desde cinco figuras de taumaturgos bíblicos hacia el único Redentor “que ilumina a todo hombre”, y de cuya “plenitud todos hemos recibido”. Entonces como ahora, el prólogo de san Juan le proveía las fórmulas de esta evocación final de Cristo. Cuando se piensa que Éste reaparecerá -de nuevo a través de una cita del cuarto evangelio- en la última página del Libro, se toma conciencia de la importancia, a la vez literaria y doctrinal, de estas referencias “cristológicas” diseminadas en la Vida de Benito.

* * * El enunciado de la tesis que introduce nuestros dos milagros no es el único nexo que los une con los capítulos precedentes. Una persona atada y desatada, un niño muerto: ¿no hemos encontrado, una después de la otra, estas dos figuras? De hecho, la liberación física del campesino prisionero recuerda la liberación espiritual de las monjas cautivas; y el niño vuelto a la vida hace pensar en el pequeño monje devuelto a su tumba. Curiosamente, estos dos últimos milagros de Benito se parecen a los dos primeros de la sección de “poder”. Tomados por separado uno y otro relato conducen a pensar en episodios anteriores. La visita del Godo Zalla recuerda, en su conjunto y en algún detalle, la de sus compatriotas Rigo y Totila. La resurrección del hijo del campesino lleva a pensar en aquella del joven monje aplastado por un muro durante la construcción del monasterio casinense -episodio que se asemeja también, se recordará, al mal golpe del diablo que encontramos en el capítulo 30-. Y justo antes de éste, el milagro del aceite multiplicado en tiempo de hambre renovará el de la harina traída anónimamente en el transcurso del mismo período. Estos dos últimos signos de poder corresponden entonces, como los dos precedentes, a milagros anteriores, y todas esas correspondencias siguen un orden regular que merece ser señalada. Las dos series homólogas se desarrollan en sentidos opuestos: Visita del diablo y resurrección 11 30: 32 Visita del Godo 14-15 31 Alimento providencial 21 29 Sin duda la primera serie no es continua como la segunda, y una entorsis de carácter regresivo se produce en esta última277. Sin embargo, la figura central que designan estas correspondencias es impresionante. El período casinense aparece dividido en dos partes, la primera comprende la lucha contra el diablo y las profecías, mientras que la segunda está formada por los milagros de poder. Desde los hechos más próximos a los más alejados, las dos partes se reflejan como en espejos. Esta disposición concéntrica recuerda la organización de los cinco milagros bíblicos de Subiaco. A un lado y otro el apóstol Pedro, se recordará, Eliseo y Elías. Moisés y David se corresponden dos a dos:

277 Los capítulos 30 (visita del diablo) y 31 (visita del Godo) están invertidos.

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5 6 7 8 8 Moisés Eliseo Pedro Elías David Aquí no se trata solamente de dos parejas, sino de tres que se constituyen en torno de un centro ideal, situado entre los milagros de profecía y los de poder:

Entre esta constelación y la precedente, la principal diferencia es que el personaje central de la primera (Pedro) se desdobla en la segunda en una pareja central (21 y 29: harina y aceite). Además, la serie de Subiaco era continua y diseñada por Gregorio mismo, mientras que la de Casino es discontinua -al menos en su primera mitad- y no aparece a primera vista. Permanece el hecho que los dos grandes períodos de la Vida se ordenan parcialmente según estos esquemas análogos, de los que sería muy bueno saber en qué medida estaban presentes en la conciencia clara del escritor.

* * * Después de la visión de conjunto de los dos milagros y su ubicación en la obra, examinemos brevemente cada uno de ellos. La liberación del campesino sometido por Zalla es un episodio en dos etapas. Por una parte, Benito recibe la visita de un godo herético y cruel, al que humilla hasta el suelo en su orgullo: en esto nada nuevo respecto a las visitas de Rigo y de Totila, únicamente los modales, burlón o brutal, del visitante, y la respuesta del santo -palabra profética o prodigio operativo- varían un poco el tema común. Por otra parte, Benito libera un prisionero haciendo caer sus ataduras con una simple mirada. Este segundo hecho, que constituye el prodigio que aterra a Zalla, es un milagro original, que no tiene paralelo exacto en los Diálogos o en otros textos. Sin duda las liberaciones de cautivos son moneda corriente en la hagiografía de esos siglos de hierro. Martín, Lupicino, Severino, Cesáreo, y en los Diálogos mismos Fortunato de Todi, Paulino de Nola, Santulo de Nursia, todos esos santos -y muchos otros que dejamos de lado- intervinieron en favor de los prisioneros. Pero incluso cuando realizan un milagro, como es frecuente, esa acción no tiene la eficacia directa e instantánea del presente prodigio. De ninguno de aquellos se dice que las cadenas del prisionero se rompieron en su presencia278. Sin embargo, las liberaciones físicas de esta clase no faltan en la Escritura y en la hagiografía, aunque se producen en circunstancias diferentes, sin que un hombre de Dios presente y viviente sea el autor. Así, los apóstoles Pedro y Pablo fueron sacados de la prisión, aquel por un ángel, este por un temblor de tierra -como por una intervención directa de Dios-. También por una acción misteriosa de la Providencia fueron liberados los católicos africanos hechos prisioneros por los Vándalos, según Víctor de Vita, y otro prisionero vio caer sus cadenas luego de unos días, según el mismo Gregorio279. En otros textos, el autor de la liberación es un santo, pero un santo difunto, que responde a la invocación de los desgraciados u obra por medio de sus reliquias. Tres hechos de este género figuran entre los milagros realizados por san Esteban luego del hallazgo de sus restos en el siglo V, y una docena entre los milagros póstumos de san Martín que recuerda Gregorio de Tours280. Además de la referencia al santo, es una

278 Es verdad que Lupicino saca de la prisión a Agripino (Vida los Padres del Jura 102-103), pero es en una visión que llega hasta él, y no se describe de qué forma se desatan las ataduras del prisionero. Cf. Hch 12,6-7. 279 Víctor de Vita, Sobre la persecución de los vándalos 1,10; Gregorio, Dial. IV,59,1. 280 Milagros de san Esteban 1,9-10; Gregorio de Tours, Milagros de san Martín I,11 y 23; III,41. 47. 53; IV,16 (bis).

11 14-15 21 29 31 30; 32 diablo Godos alimento alimento Godo diablo resurrección humillados multiplicado multiplicado humillado resurrección

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“fuerza” misteriosa la que opera en esos casos, sin que un personaje en la carne aparezca como el autor del prodigio. El rol del liberador viviente y visible es justamente lo que coloca a Benito en un lugar aparte. Sin duda, no se trata de un hecho absolutamente aislado: se lo encuentra en la Vida de Germán de Auxerre (n. 36). Pero éste debió prosternarse y orar para liberar a los prisioneros. No pudo, como Benito, librar con una simple mirada al prisionero amenazado en su presencia. Una semejante liberación supone un encuentro, y nosotros sabemos que Benito nunca salió de Montecasino. Era necesario entonces que el prisionero llegase hasta él, y por ello debía llevarlo su carcelero. La visita del bárbaro y la liberación del prisionero se conjugan entonces en una especie de necesidad. Para que Benito liberara al desgraciado por un milagro operado en su presencia, que demostrase la eficacia inmediata de su poder, era necesario que el verdugo llevase su víctima hasta Montecasino -¿y quién podía desempeñar mejor ese papel que un godo?-. Si nos remitimos al precedente bíblico indicado por Gregorio mismo -el castigo de Ananías y Safira- se advierte que ese modelo terrible se refleja solamente en una parte de nuestro relato, e incluso de una manera muy suave. Lo que aquí corresponde al castigo infligido por el Apóstol, es la reprensión de Zalla. El Godo cae por tierra como los dos esposos muertos, pero en vez de caer muerto, sólo está atemorizado. Benito además no lo ha golpeado expresamente a él; su turbación es consecuencia de la visión de las ataduras desligadas. En cuanto a este último hecho, que constituye el punto esencial de nuestro relato, es una acción totalmente bienhechora. Entre el terrible episodio de los Hechos y el de los Diálogos, hay, como se puede ver, un contraste muy marcado. Tal como lo hemos señalado varias veces, el relato gregoriano es mucho menos sombrío que el de la Biblia. A diferencia de aquel del Príncipe de los apóstoles, el poder de Benito se muestra contemporáneamente benigno hacia el culpable y benéfico para con una tercera persona.

* * * Cuando se pasa a la resurrección del niño, se ven aparecer lazos de unión entre los dos relatos. Como la víctima de Zalla, el padre del niño es un campesino. Como la liberación del prisionero, la resurrección se produce en la puerta del monasterio. De estos dos puntos comunes, el primero es sin duda el más significativo. El fin del período casinense hace aparecer de nuevo en escena a los rustici que frecuentaban esos lugares al llegar Benito. Privados de sus ídolos y evangelizados, ahora retornan para recibir los beneficios, incluso temporales, del hombre de Dios. Pero hay también otro broche, menos aparente, que une los dos milagros. A propósito del primero, citamos en su momento un antecedente: la liberación de los prisioneros debida al obispo Fortunato de Todi, héroe del final del Primer Libro de los Diálogos. En varios aspectos esa liberación se parece a la del campesino desatado por Benito: como ese pobre hombre, los dos niños liberados por Fortunato estaban en manos de un Godo, y como Zalla, éste entra en razón al caerse del caballo. Pero más curioso todavía es el hecho que esa liberación de los cautivos es seguida inmediatamente de una resurrección. El anciano de Todi que informa a Gregorio tiene estas dos historias en su bolsa. Algunos días después de la primera, narra la segunda281.

26. 35. 39. 41. 281 Dial. I,10,11-15 y 16-19. Idéntica secuencia ya en Constancio, Vida de Germán 36 (prisioneros liberados) y 38 (resurrección del hijo de Voluciano). Como en el caso de Benito, estos milagros se producen hacia el final de la vida del santo.

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Estos dos relatos debidos al mismo narrador no sólo forman una secuencia análoga al par de milagros que estudiamos. Los modos de proceder del taumaturgo ya son, en sustancia, los que constituyen el objeto de la tesis aquí desarrollada: para liberar a los niños cautivos Fortunato profiere una simple amenaza, que se muestra de inmediato tremendamente eficaz, mientras que para resucitar al muerto, ora. Sin poner en evidencia este contraste, Gregorio presenta allí un milagro realizado por poder y otro obtenido por la oración. Estos dos últimos prodigios de Fortunato se parecen extrañamente, por su naturaleza y modo de realización, a los dos últimos milagros de Benito. ¿Será entonces que al reflexionar sobre este antecedente Gregorio llegó a construir la presente tesis? Se podría explicar así que la haya ilustrado con dos grandes hechos que corresponden muy exactamente a los del obispo de Todi. Aún en el detalle, en efecto, la resurrección realizada por Benito tiene semejanza con la operada por Fortunato. El pedido del padre del niño es el mismo que aquel de las hermanas del laico Marcelo: “Ven a resucitarlo”, y la respuesta del taumaturgo es también la misma: “Váyanse…”. Como Fortunato, aunque por un motivo diferente, Benito estaba “triste”. Y si la resurrección del hijo del campesino no está, como la de Marcelo, calcada sobre la resurrección de Lázaro, es a ésta que hace pensar la última pregunta de Benito: “¿Dónde está?”. Por otros rasgos, sin embargo, esta resurrección del Libro Segundo se asemeja más a aquella que realiza el monje Libertino (Libertinus), que aparece en el inicio del Libro Primero282. Allí, como aquí, el muerto es un niño: Libertino es conjurado por la madre, Benito por el padre, con el mismo juramento. Genuflexión, manos tendidas hacia el cielo, retorno del alma al pequeño cuerpo, luego el santo lo toma de la mano para devolverlo vivo a aquella o aquel que lo trajo: todos estos detalles son comunes a los dos relatos. Pero leyendo la historia de Libertino y la de Benito, muchos otros vienen a la memoria. Ante todo el gran milagro de san Martín sobre la ruta de Chartres, narrado por Sulpicio Severo en sus Diálogos283. Como Libertino, Martín está de viaje, y como Benito, obra delante de una asistencia numerosa. Como en los dos relatos gregorianos, el muerto es un niño; como en el primer relato, es traído por su madre; al igual que en el segundo, ella le dice al santo: “Devuélveme a mi hijo”. Genuflexión, oración, restitución del niño vivo a su madre, Martín hace todo esto como lo harán los dos monjes italianos. Un rasgo particularmente interesante del episodio martiniano es la conclusión que saca Severo: Martín se ha asemejado a los apóstoles y a los profetas. De estos últimos hablaremos en un instante. En cuanto a la referencia a los apóstoles, ella anuncia la protesta de Benito cuando se le exige que resucite al niño: “¡Apártense, hermanos! ¡Apártense! Esto no nos incumbe a nosotros, sino a los santos apóstoles”. Que la resurrección de los muertos sea un milagro propiamente “apostólico”, es una idea firme tanto en Sulpicio Severo como en Gregorio284. Ella se fundamenta no sólo sobre los milagros de los grandes apóstoles relatados en el libro de los Hechos -recordemos que aquel de Pedro acaba de ser evocado expresamente por Gregorio-, sino también sobre la palabra de Cristo a los Doce enviados en misión285. Por lo demás, al poner en labios

282 Dial. I,2,5-6. 283 Sulpicio Severo, Diálogos II,4-5. Las palabras de la madre (“Nosotros sabemos que eres un amigo de Dios”) anuncian aquellas de las hermanas de Marcelo: “Nosotros sabemos que tú vives como los apóstoles” (Gregorio, Dial. I,10,17). 284 Sulpicio Severo, Vida de Martín, 7,7; Gregorio, Dial. I,10,17 (nota precedente), que hace alusión a Mt 10,8 (nota siguiente). 285 Mt 10,8: “Resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos” (cf. Mt 11,5).

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de nuestro santo esa protesta de indignidad, Gregorio le reconoce implícitamente el carácter apostólico que él rechaza. Como Martín, Benito se muestra de hecho como un hombre “poderoso y verdaderamente apostólico”, un digno émulo de los apóstoles. Importante para la significación que le da al milagro, es esa relación con los “santos apóstoles” sin mayores aclaraciones en el relato mismo. Entre la resurrección de Tabitá por Pedro y la del niño por Benito, los puntos de contacto son poco significativos, y la resurrección del joven Eutico por Pablo, si bien más próxima a nuestro relato, no se le parece particularmente. En cambio, las resurrecciones efectuadas por los dos grandes profetas, Elías y Eliseo, inspiran de forma manifiesta a nuestros hagiógrafos monásticos286. Algunos rasgos de la historia de Benito -pedido del padre, marcha del santo hacia el niño, “incubación” sobre este- hacen pensar especialmente en Eliseo, pero las analogías con Elías son mayores. Como este último Benito profiere en alta voz una oración que el narrador refiere textualmente, y esta súplica sigue al gesto de incubación, para proceder inmediatamente a la reanimación. Este orden de los sucesos tiene su importancia: para verificar la tesis de Gregorio era necesario que el milagro apareciese como el resultado de la oración. Así, a imitación de Elías y a diferencia de Eliseo, Benito reza después de haberse acostado sobre el niño, justo antes de obtener la resurrección. Además, al hablar del “retorno del alma” del niño” y que el santo “lo entrega a su padre”, Gregorio se hace eco de la gesta de Elías de modo inequívoco. Comparado a estos antecedentes proféticos, el milagro de Benito se presenta algo más solemne y más dramático. Ya sea que se trate del diálogo inicial, de la oración del taumaturgo o del retorno a la vida del niño, todo es más patético y espectacular. La escena sucede en el exterior, asiste la entera comunidad287. Esta publicidad contrasta con la discreción e intimidad que envolvían los milagros de los dos profetas, realizados ambos en una habitación, a puerta cerrada. El mismo contraste se observa al comparar esta resurrección con la primera de la Vida de Benito, operada por el santo en sus inicios en Montecasino. Aquella, si se recuerda, fue contada de una forma voluntariamente sobria, con el deseo manifiesto de no darle demasiado relieve. Como los milagros de Elías y Eliseo, se efectuó lejos de las miradas, en una celda cerrada, y la reanimación del cadáver, en lugar de ser dramatizada como aquí, era apenas indicada. Tratando de forma tan diversa estos dos milagros semejantes, Gregorio sin duda reserva para el final el relato sensacional que corona la carrera de Benito. Esta resurrección, el último de los milagros realizados por él, es también el más grande de todos. Igualándose, según propia confesión, a los santos apóstoles, el abad de Montecasino se ubica al mismo tiempo en la línea de los más célebres taumaturgos. Porque resucitar a los muertos no es algo que hacen todos los santos. Ni a Antonio, ni a Pacomio, ni a Hilarión, ni a ninguno de los tres abades del Jura -para no mencionar a Agustín y Fulgencio- se les atribuye semejante prodigio. Si el obispo Espiridón de Chipre y el abad Macario de Egipto hicieron hablar a los muertos288, con todo la

286 1 R 17,17; 2 R 4,18-37. 287 O al menos “los hermanos” (o “algunos de los hermanos”). A este respecto hay que preguntarse por qué Benito pone en plural (“¡Apártense, hermanos!...”) una réplica que parece dirigirse sólo al padre del niño. ¿Estaría este acompañado por otros seculares? En todo caso, fratres no parece designar aquí a los monjes, al menos en primera línea y de forma exclusiva (¿habrán ellos unido sus súplicas a las del padre?). Si ese plural se refiere simplemente al campesino, se lo debe relacionar con el “nosotros” siguiente, que designa a Benito (puede ser que unido, él también, a los santos que seguían a los apóstoles; en todo caso, ese plural aparece sugerido por la reminiscencia de Hch 15,10). 288 (8) Rufino, Historia eclesiástica I (X),5; Vida de los Padres VI,2,13 (cf. Casiano, Conferencias 15,3; Historia monachorum 28; Paladio, Historia Lausíaca 17,11).

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primera hagiografía oriental habitualmente no se atrevió a conferir a sus héroes tan gran poder. Fue Sulpicio Severo el primero, con la confesa intención de poner a Martín por encima de los santos monjes de Oriente289, quien atribuyó al monje de Ligugé dos resurrecciones y al obispo de Tours una tercera290. Sobre esta huella, los biógrafos de Ambrosio, Germán, Severino y Cesáreo han narrado hechos análogos291. Gregorio mismo, en el Libro Primero de los Diálogos, celebra a tres hombres de Dios que resucitaron muertos, y a otro, sino a dos, en el Libro III292. En cuanto a la Vida de Benito, ella contiene dos resurrecciones, al igual que la de Martín, pero en lugar de estar una luego de otra hacia el comienzo de la biografía, como los dos prodigios de Ligugé, esas resurrecciones realizadas por Benito su ubican al comienzo y al final de la segunda mitad de su existencia. Así, separados por toda la extensión del período casinense, estos dos milagros mayores se corresponden sin repetirse, el primero anuncia discretamente y confiere valor al segundo. Para terminar, es importante captar bien el sentido de esta segunda resurrección, el anteúltimo de los doce milagros de poder. Por una parte, aparece al mismo tiempo como la culminación del poder del santo293 y el preludio de su caída final, el Capitolio acercándose a la Roca Tarpeya, el prodigio supremo de Benito antes de la derrota que le infligirá Escolástica: el doceavo milagro de poder será obra de su hermana, no de él. Por otra parte, resucitar no es sólo la cima de la taumaturgia, sin también un acto que toca la muerte. Como tal, la presente resurrección introduce en los últimos hechos de la Vida de Benito, concernientes todos ellos a la muerte y el más allá.

289 Sulpicio Severo, Dial. II,5. 290 Sulpicio Severo, Vida de Martín 7-8; Dial. II,4. 291 Paulino, Vida de Ambrosio 28 (cf. 2 R 4,18-37); Constancio, Vida de Germán 38; Eugipo, Vida de Severino 16; Vida de Cesáreo I,28. 292 Gregorio, Dial. I,2,5-6; 10,17-18; 12,2; Dial. III,17,2-4 (cf. 32,1). Una oración precede cada vez al milagro. 293 Al “tomar al niño de la mano”, Benito renueva el gesto de Cristo (Mt 9,25). Cuando el campesino lo recibió de él, este lenguaje supone que el hombre de Dios es culpable, como Dios mismo, de haberle quitado el niño (2) o su alma (3). Como si se tratase del otro niño, de cuya muerte Benito misteriosamente es responsable (Dial II,24,1).

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Capítulo 32 (continuación) 4. PEDRO: Te ruego que me digas si los hombres santos pueden todo lo que quieren y consiguen todo lo que desean obtener. Capítulo 33 1. GREGORIO: En esta vida, Pedro, ¿quién más grande que Pablo, el cual rogó tres veces al Señor que lo librara del aguijón de la carne, y sin embargo no pudo obtener lo que deseaba? (cf. 2 Co 12,7 ss.). Por eso es necesario que te cuente cómo el venerable Padre Benito quiso en una ocasión algo que no pudo obtener. 2. Su hermana Escolástica, consagrada desde su infancia a Dios omnipotente, solía visitarlo una vez al año. El hombre de Dios por su parte descendía para verla a una propiedad del monasterio, no lejos de la portería. Un día fue como de costumbre y su venerable hermano bajó a verla, junto con algunos discípulos. Pasaron todo el día en alabanzas de Dios y en santas coloquios, y al caer la oscuridad de la noche, tomaron juntos la refección. Cuando aún estaban sentados a la mesa, y el tiempo transcurría en santas conversaciones, su hermana religiosa le rogó diciendo: “Te suplico que no me abandones durante esta noche, para que podamos conversar hasta mañana de las alegrías de la vida celestial”. Mas él contestó: “¿Qué estás diciendo, hermana? De ninguna manera puedo permanecer fuera del monasterio”. 3. Era tanta la serenidad del cielo que no se veía en él nube alguna. La santa religiosa, al oír la negativa de su hermano, entrelazando sus dedos sobre la mesa, apoyó la cabeza en sus manos para implorar al Señor omnipotente. Cuando la levantó, estallaron con tanta vehemencia truenos y relámpagos y fue tal la inundación producida por la lluvia, que el venerable Benito y los hermanos que estaban con él, no pudieron ni siquiera traspasar el umbral de la habitación en la que se hallaban. En efecto, la santa religiosa al apoyar la cabeza en sus manos, había derramado sobre la mesa ríos de lágrimas que transformaron en lluvia la serenidad del cielo. Tan sin tardanza siguió la inundación a la oración que ambas coincidieron, de modo tal que al levantar la cabeza estalló el trueno y en el mismo momento comenzó a caer la lluvia. 4. Viendo entonces el hombre de Dios que en medio de los relámpagos y truenos y de la inundación de la lluvia torrencial, no le era posible regresar al monasterio, contristado comenzó a quejarse diciendo: “Que Dios omnipotente te perdone, hermana. ¿Qué es lo que hiciste?”. Ella le contestó: “Mira, te rogué a ti y no quisiste escucharme; rogué a mi Señor y Él me escuchó. Sal ahora si puedes y, dejándome, regresa al monasterio”. Pero él no pudo salir de la casa, y no habiendo querido quedarse de buen grado, tuvo que permanecer allí contra su voluntad. Y así fue como pasaron toda la noche en santos coloquios sobre la vida espiritual. 5. Por eso te decía, Pedro, que Benito había deseado algo que no pudo conseguir. Porque si nos fijamos en el pensamiento del hombre venerable, no hay duda de que deseaba que se mantuviera el tiempo sereno como cuando había bajado, pero en contra de lo que él quería, por el poder de Dios omnipotente ocurrió el milagro, alcanzado por el corazón de una mujer. Y no hay que admirarse de que en esa ocasión pudiese más que él esa mujer que ardía en deseos de ver por más tiempo a su hermano. Porque según las palabras de Juan, Dios es amor (1 Jn 4,8. 16), y era muy justo que pudiera más la que más amaba. PEDRO: Confieso que me gusta mucho lo que me dices.

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Capítulo 34 1. GREGORIO: Cuando al día siguiente, la venerable mujer volvió a su casa, el hombre de Dios regresó al monasterio. Tres días después, estando él en el monasterio, elevada la mirada hacia lo alto, vio el alma de su hermana que, después de haber abandonado su cuerpo, penetraba en forma de paloma en las profundidades misteriosas del cielo. Colmado de alegría por gloria tan grande, dio gracias a Dios omnipotente con himnos y alabanzas y anunció a los hermanos su muerte. 2. Al instante los envió para que trajeran el cuerpo al monasterio y lo depositaran en el sepulcro que se había preparado para sí. Sucedió entonces que ni siquiera el sepulcro pudo separar los cuerpos de aquellos cuyo espíritu siempre había sido uno en Dios. Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb294 Nos encontramos aquí con el último de los milagros de acción que siguieron a los doce milagros de conocimiento. Y es curioso constatar que este milagro no es realizado por Benito sino por su hermana Escolástica, contra la voluntad de este último. Inmediatamente después Escolástica muere, y la visión de su alma que entra al cielo, inaugura la última etapa del santo, la etapa de las revelaciones sobre el más allá donde él mismo penetrará por medio de su glorioso final. Estos dos episodios relativos a la hermana de Benito, forman por lo tanto el gozne que une la era de los milagros con la de las visiones, la fase activa de la historia del héroe con la fase contemplativa, el tiempo de la vida con el de la muerte. Para Benito, la lluvia que le impide retornar al monasterio es una contrariedad. Su poder, que parecía ilimitado, por primera vez fracasa y con este fracaso termina su carrera de taumaturgo. Una lección de humildad que Gregorio inculca cuidadosamente, como un teorema enunciado y demostrado al principio y al final del relato. Esta tesis de la impotencia del santo recuerda dos desarrollos de la sección precedente. Hacia el final de los milagros cognoscitivos295 Gregorio ha insistido largamente en dos oportunidades sobre los límites del don de profecía. San Pablo y David, Natán y Eliseo han sido puestos por turno como ejemplos de la ceguera del vidente cuando la iluminación divina lo deja abandonado a su debilidad de hombre. Aquí, Gregorio cita nuevamente a Pablo, y este testigo de primera categoría le basta. Tanto en el campo operativo como en el del conocimiento, la Escritura muestra claramente que el taumaturgo no puede hacer nada sin la gracia de Dios. Y en cada caso, esta lección debe ser recordada para terminar. Sin embargo, a diferencia de los dos, pasajes anteriores sobre la profecía, el presente capítulo no se contenta con afirmar los límites del poder de los santos y con ilustrar esta tesis con ejemplos escriturísticos. El propio Benito es el principal sujeto de la demostración. A semejanza de Pablo, quiso algo y no lo obtuvo. En lugar de razonar sobre textos bíblicos, Gregorio cita brevemente uno y pasa a un largo relato sobre Benito. Pablo y Benito. Estos dos casos no son tan semejantes como aparentan. Pablo pidió al Señor que lo librara del aguijón de su carne296. Benito no pide nada. Solamente desea. Es Escolástica quien pide al Señor, y es escuchada. Por lo tanto, la historia de Benito no

294 Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 59 (1981), pp. 392-401. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 265 y 266. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina. 295 Dial. II,16,3-9 y 21,3-5. 296 2 Co 12,7-9.

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es en absoluto como la de Pablo, un ejemplo de oración que Dios no satisface. Por el contrario, el presente relato ilustra magníficamente la eficacia de la oración: Gregorio proclama que la respuesta divina al pedido de Escolástica fue instantánea, con un lujo de precisiones tal que disipa toda duda. De este modo, el tema del taumaturgo impotente no resulta en absoluto lo que el lector moderno espera instintivamente cuando se lo anuncian: un episodio no maravilloso. Aquí, tanto como por todas partes en esta biografía, nos encontramos con un milagro. La única novedad es que el milagro proviene de una voluntad contraria a la del santo. Benito no se encuentra, como Pablo, dialogando a solas con el Señor. Interviene una tercera persona, más poderosa que él delante de Dios. ¿De dónde le viene esa superioridad? ¿Y el papel de qué personaje bíblico representa? Lo sabremos al final del relato.

*** Mientras tanto, Gregorio nos hace asistir a la última entrevista de Benito y su hermana. Aunque nada anuncia formalmente la muerte de esta última, su insólito pedido, su deseo de prolongar la conversación, su insaciable deseo de “hablar de los goces de la vida celestial”, son otros tantos indicios que nos hacen presentirla. De este modo, el coloquio del hermano y la hermana se tiñe de un aire de semejanza con las escenas de adiós de donde surgieron las más grandes páginas de la literatura profana y sagrada: el Fedón, el Discurso de la Última Cena. Pero entre todos estos fragmentos en que un hombre o una mujer, a la hora de la muerte, abren a los que aman las perspectivas del más allá, hay uno que nos lleva a pensar más precisamente en nuestro relato: es el célebre pasaje de las Confesiones que narra la conversación de Agustín y Mónica en Ostia, algunos días antes de la muerte de esta última297. La madre de Agustín no parece estar más expresamente advertida de su próximo fin que la hermana de Benito. Y sin embargo, la conversación de Ostia se desarrolla proféticamente sobre el mismo tema que la de Casino: “Cuál será la vida eterna de los santos”. Sin ser monje ni monja, Agustín y Mónica se encuentran en ese momento en el mismo tono religioso: uno acaba de convertirse, mientras que la otra termina una vida ardiente de fe, de oración, de buenas obras. Llegan de Milán, luego del bautismo de Agustín y se detienen en Ostia antes de embarcarse rumbo a su África natal. La conversación tiene lugar “en la ventana” del lugar donde se alojan, detalle que volveremos a encontrar al comienzo de la visión cósmica de Benito. Agustín narra la conversación en unas cincuenta líneas que tendríamos que reproducir del principio al fin. Sabiendo que no existe una medida común entre los goces de la tierra y el gozo de la vida futura, los dos santos recorren con el pensamiento toda la creación corporal e incluso el cielo con todos sus esplendores. Más arriba aún, encuentran a sus propias almas y de allí se elevan hasta la eterna Verdad, fuente de toda la creación. En ese momento, sus corazones experimentan una especie de contacto con ella... Con un suspiro, vuelven del Verbo inmutable a la palabra humana que tiene principio y fin. Tomando ese instante de iluminación como medida de la vida eterna, Agustín y su madre se representan la felicidad del más allá como su indefinida continuación, absorbente, embriagadora, en una total desaparición de toda percepción extraña a aquella. Hacer callar todo ruido de la carne y de la materia, todo discurso sobre las cosas y todo pensamiento del alma sobre sí misma, no escuchar ya nada más que al Verbo de Dios, hablando por sí mismo sin intermediarios: éste debe ser “el gozo del

297 Agustín, Confesiones 9,23-26. Esta semejanza nos fue sugerida por E. Jungclaussen - C. Pastro, Benedictus. Ein Bild-Biographie, Ratisbonne 1980, p. 23.

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Señor” al que estamos llamados a “entrar”298. Este fragmento espléndido, compuesto de dialéctica y de aspiraciones neo-platónicas, de rasgos tomados de la Biblia, de fe y esperanza cristianas, sólo reproduce aproximadamente -su mismo autor lo confiesa- las palabras proferidas en Ostia diez años antes. Lo único que Agustín garantiza es que su madre le dijo ese día, entre las consideraciones sobre los placeres terrenos: “Hijo mío, en cuanto a mí, ya no hay nada que me dé placer en esta vida. ¿Qué podría hacer en adelante? ¿Por qué estoy aquí todavía? Lo ignoro. Mis esperanzas terrenales están agotadas. Lo único que me hacía desear permanecer aquí algún tiempo todavía era verte cristiano católico antes de morir. Dios me ha concedido esta alegría con sobreabundancia, porque veo que para servirlo llegas hasta el desprecio de las felicidades terrenas. Entonces ¿qué hago yo aquí?”299. Esta declaración de Mónica que concluye la conversación de Ostia, se puede comparar con un rasgo de la escena de Casino. Así como la madre de Agustín deseaba ver a su hijo católico antes de morir, también Escolástica “quería ver por más tiempo a su hermano”, como nos dice Gregorio al final. Para estas dos santas mujeres, la “vista” del hijo y del hermano amados, es lo último que desean sobre la tierra. Agustín al servicio de Dios, Benito hablando de la vida eterna: luego de este espectáculo, ya pueden cantar el Nunc dimittis e irse. En cuanto a la conversación en sí misma, es evidente que la pieza de Gregorio no tiene nada que se aproxime al gran fragmento de Agustín. A las cincuenta líneas de las Confesiones, en los Diálogos corresponde nada más que la rápida mención de las “santas conversaciones sobre la vida espiritual”, con la frase de la monja que precisa el tema escatológico: “los goces de la vida celestial”. La última conversación de Benito y Escolástica no es más que la ocasión de un milagro. No menor es la sobriedad de Gregorio en lo que concierne a la vida anterior de la santa. Le basta una sola línea para resumirla. Esta mención seca de la consagración de Escolástica a Dios desde su infancia, nos parece bien pobre cuando acabamos de leer el resumen lleno de interés que hace Agustín de la vida de su madre, inmediatamente antes de la visión de Ostia300. Allí escuchamos hablar de la familia cristiana en la que fue educada, de su debilidad por el vino de África, de sus relaciones con las sirvientas, jóvenes y viejas, de su vida conyugal ejemplar con un pagano irascible y superficial, al que termina por convertir en un cristiano. Amigos, esclavos, suegra, niños, compañeros de Agustín: descubrimos sus altercados con unos, su influencia sobre los otros, su inteligente caridad para con todos. Este admirable retrato de una cristiana que todavía no era una “santa”, nos hace calibrar lo que perdemos al pasar de las Confesiones a los Diálogos. Pero no critiquemos la hagiografía. Gregorio no se encontraba en la posición privilegiada de un hijo con respecto a su madre para informarnos acerca de Escolástica. ¿Sabría algo más de lo poco que nos dice sobre la hermana de Benito? Tampoco podemos reprocharle que no nos dé ninguna información sobre la muerte de Escolástica. Nuevamente en este pasaje de los Diálogos, lo único que tiene cabida es lo maravilloso: la muerte de la hermana de Benito no es más que la ocasión de una visión. Por el contrario, por Agustín nos enteramos de algunas circunstancias de la enfermedad de Mónica301 y de dos de sus últimas palabras que atestiguan su meritorio

298 Mt 25,21 (Confesiones 9,25 fin). 299 Confesiones 9,26. 300 Confesiones 9,17-22. 301 Esta enfermedad se declaró por lo menos cinco días después de la conversación y duró nueve días. Este intervalo

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desapego con respecto al lugar de su sepultura, del cual tanto se había preocupado. Y luego de habernos informado la fecha de su muerte y su edad, vienen las páginas admirables que terminan el Libro IX y toda la parte narrativa de las Confesiones: el dolor del hijo, las lágrimas contenidas, las palabras convencionales que esconden la pena torturante, la misa junto a la tumba -todavía sin una lágrima-, el baño que no procura ningún alivio, y sólo al día siguiente, al despertar, un principio de sosiego, el llanto tranquilo, la oración. Frente a este dolor filial, que quizás nunca fue descrito con tanta veracidad, los Diálogos esbozan en dos palabras una escena totalmente diferente. Benito no ha asistido a la muerte de su hermana. Se entera por medio de un milagro, viéndola subir al cielo y esta noticia no le hace experimentar más que alegría, alabanza, acción de gracias. La muerte queda absorbida en la victoria y en la gloria. El duelo, el afecto, la aflicción, ya no existen. Las confesiones tan conmovedoras de Agustín dan lugar a la actitud estilizada del hombre de Dios, cuya mirada fija en lo invisible ignora la tierra. El entierro de Escolástica “en el sepulcro que para sí mismo había preparado” su hermano, nos recuerda nuevamente algunos detalles de las Confesiones. Como ya dijimos, Mónica se había preocupado mucho por su sepultura. Muy unida a Patricio, su buen y temible marido, quería a toda costa descansar junto a él y, con ese fin, “se había preparado una tumba a su lado”. Ella esperaba que su viaje de ultramar no le impediría morir en su país y obtener esa sepultura tan deseada. Agustín, que en esto ve sólo un capricho bastante inútil, y donde entraba un poco de vanidad302, se alegra de que, al acercarse su muerte, su madre haya sido liberada de este deseo. De todo corazón aceptó morir y ser enterrada en cualquier lado, en tierra extranjera, lejos de su marido. A diferencia de Mónica y de Patricio, Escolástica y Benito descansarán en la misma tumba. Que nosotros sepamos, la monja, que llegado el caso sabe mostrarse obstinada e incluso caprichosa, no había reivindicado esa sepultura junto a su hermano. No obstante, en este punto nuevamente su desbordante afecto por Benito quedará satisfecho. Una sepultura sin separación303 traduce hasta en la muerte, la unión espiritual del monje y de la monja. Era necesario, sin duda, que Mónica fuera purificada de un deseo demasiado humano. La hermana de Benito, cuyos sentimientos son más puros, recibe lo que le fuera negado a la madre de Agustín.

* * * La muerte de Mónica, como ya hemos dicho, es el último relato de las Confesiones. La de Escolástica es uno de los últimos hechos del Segundo Libro de los Diálogos. Este último encuentro de Benito y de su hermana nos remite al comienzo de la biografía cuando Benito dejaba Roma junto con su nodriza, realizaba para ella su primer milagro y luego la abandonaba en secreto para desaparecer de la vista de los hombres. Así como la madre de Jesús en el Cuarto Evangelio está presente en las bodas de Caná -su primer “signo”- y reaparece junto a la cruz, también dos figuras femeninas que pertenecen a su infancia y a su familia enmarcan la historia de Benito: una, casi maternal, a cuyo afecto se arrancó para seguir al Señor; la otra, fraterna, que lo alcanzó e incluso superó en su búsqueda de Dios y cuyo afecto sublimado en caridad pura triunfa de sus escrúpulos de superior y de religioso a la hora de la muerte. En efecto, en la escena del coloquio, Benito está como paralizado por su fidelidad a la

de dos semanas entre la última conversación y la muerte es bastante más largo que los tres días de los que habla Gregorio. 302 Confesiones 9,28: “La estrecha unión en que habían vivido le hacía desear –¡tan mal se abre el alma humana a las cosas divinas!– agregar algo más a esa felicidad pasada y hacer que la gente dijera que después de haber cruzado los mares, le había sido concedido unir su polvo con el de su marido, bajo una misma tierra”. 303 Reminiscencia de 2 S 1,23 (Saúl y Jonatán).

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Regla: “¿Qué estás diciendo, hermana? En modo alguno puedo permanecer fuera del monasterio”. Su respeto por la Regla es tan fuerte, que incluso la intervención divina no consigue tranquilizarlo. Subsiste un sentimiento de culpabilidad: “Que Dios Omnipotente te perdone, hermana ¿qué es lo que has hecho?”. Volvemos a encontrar aquí al inflexible guardián de la observancia, envenenado por sus monjes al comienzo de su abadiato, a causa de su amor por la regularidad y muchas veces mostrado por Gregorio durante el período casinense, en el ejercicio de su vigilancia de la observancia de los puntos de la Regla. La Regla es la voluntad de Dios. Nada más respetable en un monje que el firme propósito de observar la Regla. El mismo Gregorio está convencido de ello. En una de las últimas páginas del último Libro de los Diálogos, narra con qué vigor ha castigado a un hermano de San Andrés de Coelius que, en el momento de morir, había sido encontrado en contravención con la Regla304. Pero la observancia de la Regla no es todo. La observancia es válida solamente por el amor, y el amor, en ciertos casos, se burla de la observancia. Es lo que sucedió aquí. En efecto, Gregorio atribuye la victoria de Escolástica al hecho de que ella ha “amado más”. Su oración fue escuchada porque su amor más grande triunfó sobre la voluntad de Benito frente al Dios-Caridad305. Ella opuso, al amor por la Regla, el amor de persona a persona; y este último, a juicio de Dios, superó a aquél. Porque Dios, que es la Ley eterna, es también Trinidad de Personas y Ágape. “Era muy justo que tuviese más poder quien más amaba”. La fórmula es hermosa, sobre todo en latín. Pero ¿no nos recuerda una célebre frase del Evangelio? Al final del episodio del fariseo y la pecadora306, Lucas indica la palabra de Jesús: “Quedan perdonados sus muchos pecados, porque muestra mucho amor”. Y más arriba, al comparar Cristo a los dos deudores, pregunta: “¿Quién de ellos le amará más?”. La frase de Gregorio se inspira visiblemente en ese precedente. Así como en el Evangelio de Lucas el amor y el perdón de los pecados se condicionan mutuamente, en el relato de Gregorio el amor y el poder sobre el corazón de Dios van parejos. Uno es la medida del otro. El fariseo y la pecadora, Benito y Escolástica... ¡Que el santo nos perdone esta comparación! Por más desagradable que parezca, se impone. Gregorio nos invita a realizarla, por su explicación final. La escena evangélica, evocada por esta conclusión, aparece como telón de fondo de la de los Diálogos. En ella, también un hombre y una mujer se encuentran en presencia del Señor y éste resuelve el litigio que los opone en favor de la mujer. Las lágrimas de Escolástica orando nos hacen pensar en las que derrama la pecadora a los pies del Maestro. Y la regularidad alarmada de Benito ¿no tiene acaso un aire de parentesco con las reflexiones escandalizadas del fariseo, aquel justo según la Ley? Para no quedarnos en este paralelo desagradable, observemos que nuestro santo se identifica también con Cristo, en el hecho de que es objeto del amor de su hermana. Así como la pecadora ama a Jesús, también Escolástica ama a Benito. Es Benito quien representa el papel del Maestro amado, cuya palabra es larga y ávidamente escuchada307, en esta conversación espiritual de la cual la hermana se muestra

304 Dial. IV,57,8-16. 305 1 Jn 4,8 y 16. 306 Lc 7,36-47. Como se desprende de la Homilía sobre el Evangelio 36 y de otras partes, Gregorio asimila la pecadora anónima de Lucas a María de Betania, que unge al Señor antes de su Pasión, y a María, hermana de Marta, de quien habla el Evangelio de Lucas en otra parte (Lc 10, 38-42). Sobre este punto y sobre todo lo que sigue, ver nuestro artículo “La rencontre de Benoît et de Scholastique. Essai d’interprétation”, en Revue d’histoire de la spiritualité 48 (1972), pp. 257-273. 307 Este detalle falta en Lc 7,36-47, pero lo encontramos en Lc 10,38-42. Ver la nota anterior.

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insaciable. Así, a la luz del precedente evangélico, el personaje de nuestro héroe se duplica. Benito es al mismo tiempo la réplica del Señor apasionadamente amado por un alma santa, y la del justo, observante de la Ley, ubicado en una posición de inferioridad a causa de ese mismo amor. Pero estas sombras del Evangelio no deben distraer nuestra atención de la relación que une formalmente el final del episodio con el comienzo: si Benito, como Pablo, fue impotente, es porque Escolástica, como la pecadora, amó más.

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Capítulo 35 1. En otra ocasión, Servando, diácono y abad del monasterio que había sido construido hacía tiempo por el patricio Liberio en la región de Campania, fue a visitar a Benito según su costumbre. Como también él era un hombre lleno de la doctrina de la gracia celestial, a menudo acudía al monasterio de Benito con el fin de transmitirse mutuamente dulces palabras de vida, pues ya que no podían gozar plenamente del suave alimento de la patria celestial, al menos lo pregustaran suspirando por él. 2. Al llegar la hora del descanso, el venerable Benito subió a la parte superior de su torre, y en la parte inferior se instaló el diácono Servando. Una escalera comunicaba la parte inferior de la torre con la superior. Delante de la torre había una habitación más grande, donde descansaban los discípulos de ambos. Mientras que los hermanos aún dormían, el hombre de Dios Benito, solícito en velar, adelantaba la hora de la oración nocturna, y de pie junto a la ventana rezaba al Señor todopoderoso. De repente, en esas altas horas de la noche, vio difundirse desde lo alto una luz que ahuyentaba las tinieblas, brillando con tal fulgor que en medio de la oscuridad de la noche su resplandor era más potente que la luz del día. 3. A esta visión siguió algo del todo maravilloso: según él mismo contó después, apareció ante sus ojos el mundo entero como concentrado en un rayo de sol. Mientras que el venerable Padre dirigía su mirada atenta hacia este resplandor de luz deslumbradora, vio cómo el alma de Germán, obispo de Capua, era llevada al cielo por los ángeles en una esfera de fuego (cf. Lc 16,22). 4. Entonces, queriendo procurarse un testigo de milagro tan extraordinario, llamó con voz fuerte al diácono Servando, repitiendo su nombre dos o tres veces. Aquel, confundido a causa del insólito grito de tan santo hombre, subió y miró, llegando a divisar solo una tenue estela de luz. Él se quedó turbado ante prodigio tan excepcional, y el hombre de Dios le contó por orden lo sucedido, dando en seguida aviso al piadoso Teoprobo, de la villa de Casino, para que enviara aquella misma noche un mensajero a la ciudad de Capua, con el fin de averiguar y notificar las últimas novedades respecto del obispo Germán. Y así se hizo. El que había sido enviado encontró ya muerto al reverendísimo obispo Germán, e indagando minuciosamente se enteró de que su muerte había acaecido en el mismo instante en que el hombre de Dios lo viera ascender a la gloria. 5. PEDRO: ¡Es un hecho en extremo estupendo y admirable! Pero eso que dijiste de que ante su mirada se presentó el mundo entero como concentrado en un solo rayo de sol, al no haberlo experimentado nunca, tampoco alcanzo a imaginármelo. ¿Cómo es posible que el mundo entero pueda ser visto por un solo hombre? 6. GREGORIO: Fíjate, Pedro, en lo que te digo: para el alma que ve al Creador, toda creatura es pequeña. Por poco que haya visto de la luz del Creador, se le hace insignificante todo lo creado, ya que por la misma luz de la visión interior se ensancha la capacidad del alma y de tal modo se dilata en Dios que se hace superior al mundo. Más aún, la propia alma del que contempla se eleva por encima de sí misma y cuando en la luz de Dios es arrebatada sobre sí, se dilata interiormente, y mientras mira desde lo alto lo que queda debajo de ella, comprende qué pequeño es lo que no podía comprender cuando estaba abajo. Por consiguiente, el hombre que veía la esfera de fuego y también a los ángeles subiendo al cielo, sin duda no pudo hacerlo sino a la luz de Dios. ¿Por qué, entonces, admirarse de que haya visto el mundo concentrado delante de sí el que, elevado por la luz del espíritu estaba fuera del mundo? 7. Al decir que el mundo quedó concentrado ante su mirada, no queremos decir que el cielo y la tierra se hubieran reducido, sino que el alma del que contemplaba se había

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dilatado y, extasiada en Dios, pudo ver sin dificultad todo lo que está por debajo de Dios. A aquella luz que brillaba ante sus ojos exteriormente, correspondió una luz interior en su espíritu que, al arrebatar el alma del contemplativo hacia las realidades superiores, le mostró qué limitadas eran todas las cosas de aquí abajo.

8. PEDRO: Pienso que me resultó útil el no haber entendido lo que habías dicho, pues a causa de mi lentitud intelectual se hizo más prolija tu explicación. Pero ya que me hiciste comprender estos razonamientos con toda claridad, te ruego que vuelvas al orden de la narración. Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb308 Este episodio en que el alma de Benito llega a la cumbre de sus experiencias terrestres, se asemeja singularmente al precedente. Los dos relatos siguen aproximadamente el mismo esquema: visita de un amigo espiritual -en este caso el abad−diácono Servando, en el anterior Escolástica, monja y hermana del santo-, larga conversación sobre la vida futura durante el día, a la tarde, prodigio o durante la noche, visión a distancia de un alma de difunto que sube al cielo, constatación del fallecimiento por medio de mensajeros enviados a tal fin. Sin embargo, el presente episodio se distingue por numerosas características, de las que por lo menos debemos subrayar algunas. En primer lugar, el milagro se produce a favor de Benito, no contra su voluntad y su visitante no es el agente sino un simple testigo subsidiario: luego de la derrota infligida por su hermana, el santo recobra aquí todo su prestigio. Además, a diferencia de la tormenta que había desencadenado la oración de Escolástica en un cielo sereno para impedir a Benito que saliera, esta luz en la noche llega como una gracia inesperada, no solicitada, que llena los ojos con su esplendor, sin intentar otro efecto más que la iluminación contemplativa del vidente. Finalmente, esta visión maravillosa termina con la vista de la elevación de un alma al cielo: este espectáculo de ascensión celeste no se presenta tres días después del prodigio cósmico, sino en su mismo interior. En efecto, la gran visión de Benito tiene un triple objeto: la luz nocturna más brillante que el día, el mundo entero concentrado como un punto bajo el rayo luminoso, el alma llevada al cielo por los ángeles en una bola de fuego. A juzgar por el comentario de Gregorio, el motivo central es el más importante. Lo que hay que explicar es cómo pudo Benito ver con una sola mirada al universo creado. La luz del Creador, en la que el alma se dilata inmensamente, nos da la explicación. En cuanto al alma de Germán llevada al cielo, no es más que un detalle, aunque útil en más de un aspecto: por la relación que establece entre esta escena y sus vecinas -las asunciones de Escolástica y Benito-, por la verificación a la que se presta y que confirma la realidad del milagro, por el anuncio que contiene del Libro IV de los Diálogos, en el que el primer relato de Gregorio consiste en un recuerdo de esta visión de Benito309. En el mismo Libro II, nuestro episodio remite no solamente a los que lo rodean, sino también al comienzo de la vida del santo. Esta pequeñez del mundo visto desde arriba, nos hace pensar en el joven Benito que “desprecia” el mundo -literalmente: lo “mira desde arriba”-, tal como lo ha presentado Gregorio en su Prólogo310. Lo que percibía el adolescente con una mirada de fe cuando abandonó Roma, el santo, que ha llegado a la perfección, ahora lo ve, por medio de un milagro bajo el resplandor de la luz divina.

308 Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 59 (1981), pp. 405-414. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 265 y 26. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina. 309 Dial. II,8. Aquí, el elemento principal es la ascensión del alma de Germán. 310 Dial. II, Prol 1: despexit... mundum.

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Además, esta visión que arrebata y transporta a Benito por encima de sí mismo, también está anunciada en los primeros capítulos. Al comentar el habitavit secum, Gregorio previó estas “salidas fuera de sí”, por encima de sí, en el arrebato y el éxtasis311. Esta gracia final de la contemplación, concedida a Benito en pleno abadiato casinense, lleva a un pináculo inesperado los vuelos que parecían reservados a la soledad de Subiaco. Para terminar estas observaciones sobre la ubicación de nuestro relato, notemos que ésta no corresponde para nada a la fecha del acontecimiento. En efecto, sabemos que un tal Víctor sucedió al obispo Germán en la sede de Capua, a comienzos de 541. En esa época, Benito estaba todavía lejos de la muerte, ya que su conversación con el obispo de Canosa sobre la entrada de Totila en Roma y sobre la destrucción de la Ciudad, relatada mucho antes312, parece situarse en 547. Al colocar esta visión al final de la biografía, entre la muerte de Escolástica y la de Benito, Gregorio sugiere por lo tanto una fecha bastante más tardía que la real. El lugar asignado al episodio corresponde no tanto al orden de los acontecimientos sino a un designio literario: la analogía de la escena con los últimos días de Escolástica y de Benito la ha trasladado a ese lugar, donde significa un término magnífico para toda la carrera espiritual del santo.

* * * Las reflexiones que terminan este capítulo, además de su excepcional belleza, tienen una característica que las ubica en un lugar aparte entre todos los excursus doctrinales de la Vida de Benito: la ausencia de referencia a la Biblia. No solamente no está citada ni una sola vez, sino que tampoco tiene ningún eco preciso en estas reflexiones. Apenas los “ángeles que suben al cielo” nos hacen pensar en la parábola del rico malo, según la cual “el pobre fue llevado por los ángeles al seno de Abraham”313. Pero esta escena ha sido muy vulgarizada por la hagiografía, por lo que la alusión del relato gregoriano al Evangelio314 pierde su nitidez en el comentario. Esta insólita ausencia de colorido escriturístico, nos invita a examinar con mucho cuidado los paralelos no bíblicos del episodio. Cada una de las tres fases de la visión -la iluminación nocturna, el mundo reducido a un punto, el alma llevada al cielo- recuerda algún antecedente que Gregorio conocía bien. Simplificando, podemos decir que la triple visión de Benito amalgama tres anécdotas diversamente célebres: la vigilia iluminada del monje Victorino Emiliano, el sueño del joven Escipión, la revelación hecha a Antonio referente al alma de Amún. La primera de estas historias fue narrada por el mismo Gregorio en una de sus Homilías sobre los Evangelios315. Un tal Victorino, de sobrenombre Emiliano, se hace monje para expiar una falta grave. La conciencia de su pecado lo estimula constantemente a llevar una vida monástica ejemplar. Se levanta antes que los hermanos y le gusta buscar la soledad en los alrededores del monasterio y rezar en las tinieblas. Un día su abad lo sigue a escondidas. Mientras Victorino Emiliano hace oración, el abad ve que de repente cae una luz sobre él de lo alto del cielo. Asustado, se retira. Al interrogar más tarde a Victorino, se entera de que el monje penitente ha escuchado una voz que acompañaba a la luz: su pecado ha sido perdonado. Este último detalle falta en el relato de los Diálogos. Benito no es un gran pecador

311 Dial. II,3,9. 312 Dial. II,15,3. 313 Lc 16,22. 314 Dial. II,35,2: “el alma llevada al cielo por los ángeles”. 315 Homilías sobre los Evangelios 34,18.

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arrepentido que busca la certeza del perdón, sino un hombre de Dios que ha llegado a la cumbre de la santidad. La iluminación nocturna de la que goza como Victorino, no significa solamente la presencia y el favor de Dios. Lo arrebata en éxtasis, amplía prodigiosamente su mirada, le hace ver desde lo alto la pequeñez de toda criatura. En lugar del perdón, Benito recibe una contemplación. No obstante, las dos escenas son casi idénticas. En ambas encontramos el mismo fervor que impulsa a adelantarse al oficio de vigilias con una oración solitaria, la misma luz extraordinaria en plena noche, la misma presencia de un testigo que constata el fenómeno esplendoroso. Este primer antecedente, tanto por su contenido como por su origen -Gregorio conoce la historia por Maximino, antiguo abad de su propio monasterio-, no nos hace salir del mundo de los monjes al que pertenece Benito. Por el contrario, la visión del universo entero en su pequeñez nos remite a una literatura no monástica, e incluso no cristiana. Se trata esencialmente de uno de los grandes fragmentos de la literatura latina profana, de esa obra maestra de Cicerón que es el “sueño de Escipión”. Para concluir su De republica, Cicerón imaginó un sueño grandioso que habría tenido Escipión Emiliano, el segundo Africano en su juventud (149 antes de Jesucristo) y que habría relatado en un círculo de amigos veinte años más tarde, justo antes de ser asesinado (año 129). Este fragmento, por su ubicación en la obra y por su relación con la muerte del héroe, se asemeja por lo tanto a la visión de Benito. Pero la principal semejanza se encuentra en el hecho de que ese sueño arrebata al joven Escipión a lo más alto de los cielos, a esa vía láctea que es la residencia de las almas bienaventuradas, de los buenos servidores de la patria. Allí su abuelo por adopción, Escipión el Anciano, el primer Africano, y su propio padre Pablo Emilio, le revelan los secretos de su destino en la tierra y los esplendores del mundo celeste que le esperan cuando muera. Desde allá arriba contempla las siete esferas de los planetas y del sol que, con sus órbitas concéntricas, envuelven la tierra. Esta aparece por debajo, en toda su miserable estrechez. El viejo Escipión aconseja largamente a su nieto que desvíe su mirada, la cual instintivamente desciende hacia la tierra. No, allí no se encuentra la gloria que él busca. La tierra, ya tan poca cosa en el universo, ofrece a los hombres sólo una pequeña parte para que puedan habitarla. Y de esa partecita ¿qué le corresponde a ese Imperio del que los Romanos están tan orgullosos? Que el alma de Escipión no se pierda en ambiciones tan ridículamente limitadas. Que tienda más bien, por el servicio al Estado que agrada a los dioses, a la recompensa sublime e ilimitada que recibirá un día en el campo de las estrellas316. En síntesis, éste es ese suntuoso fragmento que pone al servicio de una alta moral los múltiples recursos de una cosmología simultáneamente sabia y poética. El punto de vista astral, el decorado universal, los tiempos y los espacios desmesurados, la música de las esferas y su inmutable armonía, todo contribuye a dilatar el alma, a revelarle su divina grandeza, a desapegarla de las sórdidas codicias de la tierra. La analogía del sueño de Escipión con la visión de Benito casi no tiene necesidad de ser subrayada. El motivo central del relato gregoriano -la pequeñez de las cosas bajo una mirada humana que las abarca a todas- llena ya la página de Cicerón. Sin embargo, hay una considerable diferencia. Lo que Escipión encontraba tan pequeño desde lo alto del cielo no era el mundo sino la tierra. Al reunir en un solo rayo de sol, a los ojos de Benito, “al mundo entero”, “a la creación entera”, “al cielo y a la tierra”, Gregorio amplía la experiencia imaginada por Cicerón. Alrededor de la tierra tan pequeña, el

316 Cicerón, Rep. VI,8-26.

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mundo aparecía ante Escipión en toda su grandeza. Bajo la mirada infinitamente dilatada de Benito, el mundo a su vez se encoge y no es más que un punto luminoso asombrosamente exiguo, como la tierra en el sueño ciceroniano. Correlativamente con este cambio, el punto de mira del vidente se desplaza. Escipión contemplaba el universo desde su más elevado observatorio, aquella novena esfera con movimiento propio e idéntica al dios supremo, donde están fijas las estrellas. Benito se encuentra infinitamente más allá. Se eleva por sobre todo y por sobre sí mismo en la luz inaccesible del Dios trascendente317. La distancia ya no es espacial sino metafísica; la experiencia ya no depende de la cosmología sino de la mística. Además, el carácter y el alcance del acontecimiento se han modificado. Al sueño de Escipión dormido, sucede la visión despierta de Benito. Gregorio subraya que ésta no es una ilusión sino un hecho parcialmente verificado por testigos: Servando ve un resto de luz y el enviado Teoprobo constata el deceso de Germán. Se trata de un acontecimiento a la vez sobrenatural y real, de una irrupción de lo invisible en lo visible. El grito de Benito a la vista del fenómeno, subraya bien su carácter experimental y su potencia desconcertante: esta infracción al silencio nocturno que asombra a Servando, sólo pudo ser cometida por el santo bajo el influjo de una trastornadora sorpresa318. El comentario de Gregorio, por su parte, subraya la realidad del hecho. Lo que el autor de los Diálogos se esfuerza por explicar, es el cómo de esta visión maravillosa. Esta explicación que depende de la teología mística, contrasta con el objetivo moralizante del sueño de Escipión. El fin de Cicerón es elevar al lector, por medio de un mito sublime, hasta el desprecio de la gloria humana y a una concepción muy pura del deber. El de Gregorio es dar cuenta de una experiencia espiritual extraordinaria, cuya posibilidad trata de establecer y de la cual trata de esbozar el mecanismo. En cuanto al desapego de los bienes terrenos, Benito hace tiempo que lo ha logrado. La experiencia de la torre no apunta a curarlo, como al joven Escipión del deseo de la gloria humana, sino a poner sobre su larga vida de renuncia el sello de una revelación fulgurante, presagio de la visión gloriosa y de la condición celestial, a la que, a semejanza de la de Germán, muy pronto será admitida su alma319. Nos falta decir que tanto el lector de los Diálogos como el de De republica, no pueden dejar de escuchar un llamado al desapego para sí mismos. La “luz interior” que mostró al santo la estrechez de todo lo creado, lo hace desear. Pero tanto para él como para Benito, esa luz sólo puede ser una gracia recibida en la oración y asociada a la renuncia. Del plano de la especulación filosófica, pasamos al de la oración y la ascesis del monje. Aunque el sueño de Escipión tuvo lugar mientras dormía y la visión de Benito en el transcurso de una vigilia, los dos hechos sin embargo, tienen en común la hora nocturna. Además, tanto una como la otra, estas noches memorables han estado precedidas por un día que las ha preparado. Así como Benito acaba de saborear, durante su conversación con Servando “el suave alimento de la palabra celestial”, también Escipión había conversado toda la noche con el rey Massinissa de su abuelo, el primer Escipión. Cuando éste se le aparece en el sueño que sigue, es un efecto normal de las conversaciones que acaban de tener lugar. En el caso de Benito, ciertamente la relación entre la conversación diurna y el acontecimiento nocturno no es tan estricta −la visión recibida sigue siendo pura gracia−, pero esos intercambios espirituales sobre

317 La última frase del comentario distingue “la luz exterior que brillaba ante sus ojos” de la “luz interior que estaba en su mente”. Más arriba, esta luz es llamada dos veces Dei lumen, y una vez mentis lumen, lux creatoris, lux visionis intimae. 318 Como observa A. Pantoni, “Echi e riflessi moderni di una celebre visione di S. Benedetto”, en Benedictina 23 (1976), p. 151-161. (ver p. 152). 319 Lo cual recuerda la proximidad de la muerte de Escipión en el momento de su relato y las promesas de inmortalidad contenidas en su sueño.

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el más allá, no han podido menos que predisponer al santo para la gran experiencia de la noche320. Por lo demás, la visión de la estrechez de las cosas no es el único punto en común del sueño de Escipión y la iluminación de Benito. El tercer elemento de esta última -la visión del alma subiendo al cielo en una esfera- también está ligado a Cicerón. Según la enseñanza atribuida a Escipión el Anciano, las almas puras vuelan al cielo. Al realizar esto, vuelven a su lugar de origen, ya que están hechas del mismo fuego que los astros, que están animados también por espíritus divinos. Este origen astral del alma humana lleva naturalmente a representarla como una esfera; y, de hecho, ésta es su forma según el estoicismo, sin hablar de las especulaciones origenistas sobre el cuerpo esférico de los resucitados. En último caso, lo que ve Benito es una transposición cristiana de esas nociones: el alma de Germán aparece en una bola de fuego y es llevada por ángeles. Por lo tanto, la visión de Benito se asemeja mucho al sueño de Escipión. No es de extrañar que este Fragmento de Cicerón haya influenciado la imaginación del santo -o la de su biógrafo-: pocos textos de la literatura latina son tan célebres como éste. Luego de los paganos Séneca y Macrobio321, el cristiano Boecio había sacado una hermosa página de su Consolación, en vida del mismo Benito. Sin embargo, a diferencia de todos estos autores y del mismo Cicerón, Gregorio no se entrega a una consideración detallada de la tierra y del mundo. En lugar de desplegar una geografía y una cosmología eruditas, le basta con mostrar con una palabra al mundo entero reducido a un punto, prodigio que luego alimenta su reflexión. Esta reflexión muy personal, emplea ideas típicamente gregorianas. Lo que aquí se dice, ya había sido dicho en los Morales: la mirada dilatada de Benito que abarca el universo, corresponde al espíritu profético de Job que abarcaba todos los tiempos, “porque estrecha es toda creatura para el Creador”322. Escipión, Job. ¿No deberíamos agregar, para terminar, a Agustín y Mónica? Como recordaremos, su contemplación de Ostia había tenido lugar “en la ventana”323, igual que esta visión de Benito. La ascensión de sus espíritus más allá del mundo convertido en algo vil a sus ojos, su contacto por un instante con el Verbo eterno, su aspiración de huir del ruido de las creaturas para no oír más que a Dios solo, todo esto es profundamente semejante al arrobamiento que arrebata a Benito por encima de la creación en la luz del Creador. Sin embargo, aparte del momento de contacto místico, el razonamiento de estos dos santos es dialéctico y sus deseos platónicos. Están lejos de la revelación deslumbrante que recibe Benito. En último caso, su inflamada conversación se asemeja no tanto a esta experiencia trastornadora, vivida durante la oración solitaria, sino al ferviente diálogo sobre la patria celestial que en la víspera había tenido Benito con Servando.

* * * El último objeto de la visión de Benito, la asunción del alma de Germán, recuerda, como hemos visto, algunos rasgos del sueño de Escipión. Pero su modelo principal es otro. Entre los numerosos espectáculos de asunción que registra la hagiografía, el más antiguo, el del alma de Amún llevada al cielo a la vista de Antonio, es sin duda el más

320 Cf. Th. Delforge, “Songe de Scipion et vision de saint Benoît”, en Revue Bénédictine 69 (1959), pp. 351-354 (ver p. 352). 321 No pensamos que Gregorio haya leído a este autor, como quiere P. Courcelle, “La vision cosmique de saint Benoît”, en Revue des études augustiniennes 13 (1967), pp. 97-117 (ver pp. 110-114) cuyo estudio, por otra parte es fundamental. Los paralelos que indica Courcelle no son definitorios. Si Gregorio depende de alguien, es de Cicerón. 322 Morales, 4,65. 323 Agustín, Confesiones 9,23 y 28.

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semejante324, tanto más cuanto que da lugar a una verificación análoga a aquella de la que habla Gregorio. Con este prototipo monástico, volvemos a la familia espiritual de Benito. Recordaremos que ya la iluminación nocturna que iniciaba su visión recordaba a la del monje Victorino. Entre estos dos objetos de contemplación que permanecen en el marco del monaquismo, la visión del mundo recogido en un solo rayo de sol aparece como un tema venido de afuera. Pero aunque ese motivo central nos hace pensar en la literatura profana, la forma particular que adquiere en la visión de Benito y en la explicación que de ella hace Gregorio, está marcada por un carácter propiamente cristiano, e incluso monástico. Lo que enseña, en la línea de toda la biografía de Benito es que, separándose de todo y buscando sólo al Creador, se adquiere no solamente un extraño poder sobre las cosas, sino también una vida divinamente ensanchada frente a la insignificancia de estas mismas cosas.

324 Atanasio, Vida de Antonio 60. La traducción de Evagrio (parágrafo 32, PL 73, 153b) introduce dos menciones del cielo.

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Capítulo 36 GREGORIO: Me agradaría, Pedro, contarte todavía muchas cosas de este venerable Padre, mas a propósito paso por alto algunas, porque debo apresurarme para relatar los hechos de otros hombres. Sin embargo, no quiero que ignores que entre tantos milagros por los que resplandeció en el mundo, el hombre de Dios también se distinguió no poco por su palabra de doctrina. Porque escribió una Regla de monjes, notable por su discreción y clara en su lenguaje. Si alguien quiere conocer con más detalles su vida y sus costumbres, podrá encontrar en la enseñanza misma de la Regla todas las acciones del Maestro, puesto que el santo en modo alguno pudo enseñar otra cosa que lo que él mismo vivió. Capítulo 37 1. En el mismo año en que había de salir de esta vida, anunció el día de su santísima muerte a algunos discípulos que vivían con él y a otros que estaban lejos. A los que estaban presentes, les recomendó que guardaran silencio sobre lo que habían oído, y a los ausentes les indicó la señal que les sería dada cuando su alma saliese del cuerpo. 2. Seis días antes de su muerte ordenó que abrieran su sepulcro. Pronto fue atacado por una fiebre cuyo ardor violento lo postraba. Como la enfermedad se agravara día a día, al sexto día se hizo llevar por los discípulos al oratorio. Allí se fortaleció para la partida con la recepción del Cuerpo y la Sangre del Señor. Apoyando su cuerpo debilitado en los brazos de sus discípulos, permaneció de pie con las manos levantadas hacia el cielo, y entre las palabras de la oración exhaló el último suspiro. 3. El mismo día, su muerte les fue revelada a dos de sus discípulos -uno que se hallaba en el monasterio y otro que estaba lejos- mediante una misma e idéntica visión. En efecto, vieron un camino ricamente tapizado e iluminado con el fulgor de innumerables lámparas que se extendía en dirección hacia el oriente, desde su celda directamente hasta el cielo. Desde lo alto, un hombre resplandeciente y de aspecto venerable les preguntó de quién era el camino que estaban mirando. Ellos confesaron que no lo sabían. Entonces él les dijo: “Este es el camino por el cual el amado del Señor, Benito, subió al cielo”. Así del mismo modo como los discípulos presentes vieron la muerte del hombre santo, los ausentes se enteraron de ella mediante la señal que les había sido anunciada. 4. Fue sepultado en el oratorio de san Juan Bautista, que él mismo había edificado después de destruir el altar de Apolo. Capítulo 38 1. También en la cueva de Subiaco, en la que habitó primero, resplandece con milagros hasta el día de hoy, si así lo exige la fe de los que los piden. Reciente es el hecho que voy a contar. Una mujer que había perdido el juicio y que estaba perturbada por completo, vagaba día y noche por montes y valles, selvas y campos, descansando solamente allí donde la fatiga la obligaba a hacerlo. Un día, después de haber andado errante durante un tiempo muy prolongado, llegó a la cueva del bienaventurado Padre Benito y se quedó allí, sin saber adónde había entrado. A la mañana siguiente salió tan sana de juicio, como si nunca hubiera sufrido ninguna perturbación mental. Y durante todo el resto de su vida conservó la salud así recobrada.

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2. PEDRO: ¿Cómo explicar lo que con frecuencia ocurre también con el patrocinio de los mártires, que no conceden tantos beneficios por sus cuerpos cuanto por sus reliquias, y obran prodigios más grandes donde no están sepultados? 3. GREGORIO: Es indudable, Pedro, que los santos mártires pueden obrar muchos prodigios donde yacen sus cuerpos, como de hecho lo hacen, y así lo atestiguan los innumerables milagros realizados en favor de quienes los piden con un corazón puro. Pero como las almas débiles pueden dudar que los mártires estén presentes para escucharlos donde consta que no están sus cuerpos, es necesario que obren allí mayores milagros para que así el alma débil no pueda dudar de su presencia. En cuanto a los que tienen el alma fija en Dios, su fe es más meritoria porque creen que los mártires, aunque no yacen allí corporalmente, no por eso dejan de escucharlos. 4. De aquí que también la Verdad misma, para acrecentar la fe de sus discípulos, les dijo: Si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes (Jn 16,7). Puesto que es cierto que el Espíritu Paráclito siempre procede del Padre y del Hijo, ¿por qué el Hijo dice que debe ausentarse para que venga Aquel que nunca se apartó del Hijo? Pero por cuanto los discípulos, habiendo visto al Señor en la carne, siempre tenían sed de verlo con los ojos corporales, con razón les fue dicho: Si no me voy, el Paráclito no vendrá, como si les hubiera sido dicho abiertamente: “Si no sustraigo mi cuerpo a las miradas de ustedes, no puedo mostrarles quién es el Espíritu de Amor, y si no dejan de verme corporalmente, nunca aprenderán a amarme espiritualmente”. 5. PEDRO: Me agrada lo que dices. GREGORIO: Ahora tenemos que interrumpir un poco esta conversación, si pretendemos narrar los milagros de otros santos. Entretanto reparemos en silencio nuestras fuerzas para después seguir hablando.

FIN DEL LIBRO SEGUNDO Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb325 Este final de la Vida de Benito se articula en tres secciones cada vez más largas: un elogio de la Regla escrita por el santo, un relato de su gloriosa muerte, una información referente a un milagro póstumo realizado en Subiaco, con algunas reflexiones al respecto. Luego de abandonar esta tierra, Benito continúa “brillando” en ella, tanto por su Regla para monjes como por el poder milagroso que opera en los lugares donde vivió. La breve presentación de la Regla para monjes juega en esta biografía, un papel más importante de lo que parece: es una noticia sobre la persona del santo. Tanto en la antigüedad como hoy en día, toda Vida de un hombre célebre incluía, además del relato de sus hechos y de sus gestos, un retrato. Tomemos un ejemplo: el de la Vida de Vespasiano por Suetonio, de la cual volveremos a hablar: toda la segunda mitad de esta obra está consagrada a describir al hombre, en su físico y sobre todo en su aspecto moral. Las primeras grandes Vidas de santos cristianos se sometieron a esta ley, por otra parte tan natural, pero reteniendo solamente los rasgos morales y espirituales: la de Antonio incluye muchos cuadros de sus virtudes y de su ascesis y la de Martín termina con una celebración de sus méritos.

325 Tomado de: Cuadernos Monásticos nº 60 (1982), pp. 17-25. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.

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En la Vida de Benito, este pequeño capítulo sobre la Regla hace las veces de retrato. Ubicado justo antes de la muerte del héroe, igual que en la Vida de Vespasiano o en la de Martín, responde a la pregunta que no puede dejar de hacerse ningún lector culto: ¿cuáles fueron las costumbres ascéticas, el estilo de vida, la fisonomía moral de Benito? Esta pregunta es tanto más perentoria, cuanto que hasta ahora Gregorio lo ha mostrado solamente actuando, es decir realizando milagros, y con respecto a sus costumbres, sólo ha dado algunas indicaciones al margen, de lo más someras. Frente a esta exigencia de toda gran biografía, Gregorio simultáneamente la cumple y la esquiva. Su respuesta cabe en una palabra: Benito escribió una Regla, léanla. Para nuestra desgracia, el biógrafo posee un escrito del santo que lo dispensa de hablar más de él. Al remitirnos a ese autorretrato, puede contentarse con la materia ordinaria de los Diálogos: los milagros. Por lo tanto, la Regla benedictina cumple en el Segundo Libro de los Diálogos, el papel de un documento anexo al cual se refiere explícitamente el biógrafo y que hace las veces de una de las obligaciones esenciales que sabe que debe cumplir. ¿Debemos deplorarlo? Quizás poseía muy poca información sobre la manera de vivir de Benito. Quizás habría trazado un retrato convencional, más representativo de su propio ideal de santidad que de la realidad vivida por su héroe. El hecho es que esta remisión a la Regla nos deja insatisfechos. Una imagen del hombre de Dios, aunque fuera muy estilizada, hubiera terminado felizmente, a nuestro parecer, esta serie de milagros demasiado numerosa. Esta mención de la Regla, aunque es decepcionante en algunos aspectos, no deja de ser preciosa. No solamente representa para el historiador la única mención de la regula en el mismo siglo de Benito, sino que también contribuyó poderosamente a lanzar la obra al público de esa generación y de las siguientes. El hecho de ser, tanto ella como su autor, solemnemente recomendados por el escritor más grande de esa época y el papa más grande de la antigüedad que terminaba, constituyó para la Regla una “propaganda” de primera que le aseguró una enorme difusión. El doble elogio -del fondo y de la forma- que hace Gregorio de la Regla es menos fácil de interpretar de lo que parece. “Notable por su discreción”: ¿qué quiere decir? Y en primer lugar ¿se trata exactamente de “discreción”? Quizás “discernimiento” traduciría mejor aquí la discretio latina. En efecto, un pasaje del Comentario a los Reyes muestra que Gregorio apreciaba mucho las consignas dadas por Benito en el capítulo 58 de la Regla para el discernimiento de las vocaciones326. Cuando Benito prescribe “probar los espíritus para ver si son de Dios” y “ponderar (al postulante) todas las cosas duras y ásperas para que sepa a lo que entra”, para Gregorio estas asperezas son una prueba de discretio que aprueba sin reservas. Es muy posible que piense principalmente en esta prueba de las vocaciones. En ese caso, el presente elogio apuntaría no tanto a la moderación de la Regla -como ordinariamente se lo entiende- sino a su rigor. En cuanto al elogio de la forma -sermone luculentam-, podemos dudar entre dos sentidos: “clara” o “brillante”. Este último, que preferiríamos estaría relacionado con el Prólogo de la Vida, donde se felicita a Benito por haber “despreciado los estudios literarios” para buscar sólo a Dios. Habiendo partido de Roma “ignorante”, sin embargo consigue escribir un opúsculo “brillante”, incluso por su estilo. De todos modos, “brilló por su doctrina”, él que se había “retirado antes de ser docto”. Este céntuplo concedido a su renuncia, nos hace pensar en la visión de la pequeñez de las creaturas que finalmente recompensó -como hemos visto en el capítulo anterior- su desprecio inicial del mundo.

* * *

326 Comentario al Primer Libro de los Reyes IV,70.

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La muerte de Benito, su “santísima muerte”, está rodeada de un imponente aparejo de predicciones y de visiones. Las primeras no son algo insólito en los Diálogos, pero éstas resaltan sobre todos los demás casos por un conjunto de características que subrayan la dignidad única de Benito. Por lo común, el santo es advertido de su muerte poco tiempo antes, en un lapso de tres a treinta días327. Aquí se entera de ella -o mejor dicho la anuncia- con una anticipación mucho más considerable, un año antes. Por otra parte, generalmente la notificación es vaga328, mientras que en el caso de Benito, indica de manera precisa el día de su muerte. Además anuncia que un signo hará conocer su deceso a los ausentes y, por una especie de lujo imprevisto, este signo prometido a los ausentes le es concedido por añadidura a un monje presente en el lugar. Profusión de lo maravilloso que subraya la grandeza incomparable de este “amado del Señor”. Gregorio no nos dice cómo fue informado Benito de su próximo fin: el santo pareciera sacar esta noticia de su propio fondo. La misma impresión de soberano dominio se desprende del relato de la última semana. La orden de abrir la sepultura precede al comienzo de la enfermedad, como si el mismo Benito resolviera la llegada de esta última. Y nuevamente la muerte parece responder a la iniciativa del santo -orden de llevarlo al oratorio- cuando viene a la cita que él ha fijado. Esta muerte programada por el moribundo, está precedida inmediatamente por la comunión del viático. Comparada con los otros cuatro casos que relatan los Diálogos329, esta última comunión de Benito está descripta en términos particularmente solemnes: “se fortaleció para la salida de este mundo” recibiendo la eucaristía. Algunas fórmulas empleadas en otros lugares subrayan la grandeza del sacramento. La que Gregorio utiliza aquí subraya la grandeza de la muerte del santo. Pero la característica más impresionante de esta agonía, es el heroísmo con el que el moribundo permanece de pie en oración, sostenido por sus discípulos, hasta el último instante. Otro abad, compatriota de Benito, llamado Spes de Nurcia, también murió en el oratorio en medio de sus hermanos, como relata Gregorio en el Libro IV330, y esta muerte en oración, luego de la comunión mientras la comunidad canta un salmo, se asemeja mucho a la de nuestro santo. Pero parece producirse casi repentinamente, y le falta la grandeza del fin de Benito: esa lucha de un cuerpo agotado para mantenerse en actitud de oración mientras le quede un aliento de vida. Este último combate nos hace pensar en tres antecedentes ilustres: la oración de Moisés en la montaña, los esfuerzos del Emperador Vespasiano por morir de pie, la obstinación de Martín por rezar hasta el último suspiro. La primera escena está en todas las memorias: mientras los Israelitas y Josué presentan batalla a Amalec en la llanura, Moisés ora en la montaña con los brazos levantados, sostenidos por Aarón y Hur331. La analogía es evidente y la reminiscencia indudable. Sin embargo, el gesto de Moisés, por más agotador que sea, no es el de un agonizante y, por otra parte, permanece sentado durante esa jornada memorable. Benito, por el contrario, muere y muere de pie. Al hacer esto, imita a otro de sus compatriotas, el Emperador Vespasiano. Este príncipe, originario de Nursia por su

327 Tres días: IV,14,4–5; 27,9, 1–3. Treinta días: IV,18,1–3; 54,2 (cf. I,14,4–5). Entre los dos, encontramos lapsos de cuatro, siete, diez, catorce, quince días. Suele suceder que el plazo sea de varios años (IV,49,6; 58,1–2), pero entonces los anuncios son enigmáticos o imprecisos. 328 A excepción del caso de la pequeña Musa (IV,18,1–3). 329 Dial. III,36,3; IV,11,4; 16,7; 36,2. 330 Dial. IV,11,4. 331 Ex 17,12: Aaron autem et Hur sustentabant manus eius.

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madre, no dejó de dirigir sus asuntos y de dar audiencias durante su última enfermedad. En el momento supremo dijo: “Un emperador debe morir de pie”. “Y mientras hacía un esfuerzo por levantarse, agrega el historiador Suetonio, murió en los brazos de los que lo sostenían”332. Esta muerte de un antiguo soldado, no carece de grandeza, y posiblemente nuestro relato le haga eco. Pero a Vespasiano le falta lo que está en el corazón de Benito moribundo: el amor divino, la religión, el espíritu de oración. El abad de Montecasino no es un jefe conciente de sus deberes que quiere dar el ejemplo por medio de una muerte orgullosa. Es un monje tendido hacia Dios, que obedece hasta el último minuto a la consigna evangélica de orar sin cesar. En este aspecto, Benito se asemeja más a Martín, a aquel santo al que justamente había dedicado el oratorio donde muere. Según Sulpicio Severo, los últimos días de Martín fueron una incesante oración. Día y noche, en el cilicio y la ceniza, a pesar de las instancias de sus discípulos, vela y ora. “Con los ojos y las manos tendidos sin cesar hacia el cielo, no permitía a su alma invencible que cediera en su oración”333. Sin duda este magnífico ejemplo está presente en la memoria de Benito y de su biógrafo. Pero dos diferencias por lo menos separan la escena de Montecasino de la de Candes. En primer lugar, Martín está acostado, mientras que Benito permanece de pie. Además la oración de Martín, según Sulpicio Severo, se prolonga durante varios días. Gregorio, por el contrario, nos deja ignorantes sobre el modo cómo Benito pasó sus seis días de fiebre. Sólo en el último instante nos muestra el esfuerzo supremo del moribundo por permanecer en la oración. Este modo de recoger en un instante dramático una lucha que en su antepasado se extendía durante todo un período, nos recuerda lo que hemos observado a propósito de la tentación de Benito comparada con la de Antonio. En ese caso también, como recordaremos, a las oleadas sucesivas de la tentación de Antonio, correspondía la única crisis, muy breve y extremadamente violenta atravesada por Benito334. Estos contrastes repetidos nos ponen frente a una de las recetas del arte gregoriano. Moisés, Vespasiano, Martín. ¿Forman estos tres modelos todo el telón de fondo de la escena que contemplamos? Muchos rasgos del relato dejan entrever otro antecedente más sublime todavía. Cuando Gregorio dice que Benito “entregó su último suspiro” -o mejor dicho “su último aliento, su espíritu” (spiritum)- utiliza una expresión muy rara en los Diálogos, en los que sin embargo asistimos a muchas muertes. Por lo común es “el alma” que “sale del cuerpo” o “es liberada de la carne”. Solamente dos veces se habla, como en este caso, del “espíritu” (spiritus) entregado por el moribundo335. ¿Cómo no pensar, al leer estas palabras, en los Evangelios de Mateo y de Juan donde se dice de Jesús que “entregó su espíritu”336? Alertado por este detalle, el lector descubre otros que sugieren la misma comparación. Como Cristo, Benito muere en oración con las manos extendidas. Como también sucedió con Cristo, el “sexto día” antes de su muerte es el que da la señal para los preparativos inmediatos: a la unción de Jesús “para su sepultura”337, corresponden la apertura de la tumba de Benito y el comienzo de su última enfermedad. Como Cristo, finalmente, Benito conoce de antemano la hora de su muerte y sube al cielo luego de ella, en una ascensión triunfal que recuerda también la entrada en Jerusalén: el

332 Suetonio, Vesp. 24: inter manus subleuantium extinctus est (79 d.J.C.). 333 Sulpicio Severo, Ep. 3,15. 334 Dial. II,2,1–3. Cf. Cuadernos Monásticos nº 56 (1981), p. 6. 335 Dial. III,8,2 (uitae exhalauit spiritum); IV,18,3 (spiritum reddidit). Cf. IV,5,1 (uitalem emisit flatum). 336 Mt 27,50 (emisit spiritum); Jn 19,30 (tradidit spiritum). Cf. Mc 15, 36 y Lc 23, 46 (exspirauit); Hch 7,59. 337 Jn 12,1-7.

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“camino adornado de tapices por el cual el amado del Señor, Benito, ha subido”, nos trae a la memoria el que recorrió Jesús el día de Ramos, cuando la multitud extendía vestidos y ramas bajo sus pies338.

* * * Llegamos así a la visión que anuncia a los discípulos la muerte del santo. Sin detenernos en todos los detalles, cada uno de los cuales tiene su correspondiente en la antigua literatura cristiana y monástica, subrayemos el hecho principal -y bastante sorprendente- de la ausencia del principal interesado. En lugar de ver al alma de Benito ascender al cielo bajo algún símbolo, como en el caso de Escolástica o de Germán, los espectadores sólo tienen delante de sus ojos un camino luminoso, por el que no pasa nadie. Esta evocación indirecta tiene en sí misma un cierto poder de sugestión: el misterioso acontecimiento adquiere tanta más majestad cuanto que nadie es admitido a asistir a él. Siguiendo la Biblia, los artistas paleocristianos han recurrido a veces a este modo de significación por ausencia. Así, en lo más alto del arco triunfal de Santa María la Mayor, la gloria divina está representada por un trono vacío. Pero la razón última de la invisibilidad del héroe debemos buscarla sin ninguna duda en el comentario dialogado que sigue a la visión. Si Benito no se muestra, es porque el Señor se reserva la revelación verbal de que esta puesta en escena se refiere a él. Al proferir la explicación del signo mudo, el personaje celestial agrega una palabra a la visión y duplica su impacto. Como sucede a menudo en la Escritura -pensemos en Moisés y la zarza ardiente, en Pablo en el camino de Damasco-, el mensaje divino será simultáneamente fáctico y oral, visual y sonoro. En el caso presente, la palabra de lo alto dialoga con los videntes interrogados, estos confiesan su ignorancia y reciben la respuesta que no han sabido dar. Esta manera particular de provocar una revelación depende de un género bien definido. El relato gregoriano está calcado exactamente de un pasaje del Apocalipsis339: «Uno de los Ancianos tomó la palabra y me dijo: “Esos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido?”. Yo le respondí: “Señor mío, tú lo sabrás”. Me respondió: “Estos son los que vienen de la gran tribulación...”». Los profetas del Antiguo Testamento ofrecen ya una gran cantidad de ejemplos de este procedimiento340, pero ninguno prefigura tan claramente como éste nuestro relato. La visión del camino celeste, asimilada por este diálogo a una revelación bíblica, recuerda particularmente el sueño de Jacob. La escala en el que este último veía descender y subir a los ángeles, es reemplazada por un camino tapizado e iluminado, por el cual, por un asombroso privilegio, es admitida a ascender un alma humana. Así como en el antiguo relato del Génesis, el Señor se inclinaba sobre lo más alto de la escala para hablar al soñador, también aquí un personaje misterioso -un ángel o quizás el mismo Señor- aparece por encima del camino y se dirige a los videntes. Este paralelo es tanto más digno de atención cuanto que la Regla benedictina, cuyo elogio acaba de hacer Gregorio, utilizaba ya este símbolo de la escala para exponer su doctrina fundamental de la humildad. Esta imagen, familiar a los discípulos de Benito, era muy apropiada para transfigurarse en visión gloriosa, a fin de exaltar al santo. La inhumación de Benito no es ni clandestina como la de Antonio, ni triunfal como la de Martín, sino que está sobriamente relatada y localizada con precisión. Lo que

338 Mt 21,8. 339 Ap 7,13-14. 340 Ver sobre todo Jr 1,11-14; Ez 37,1-4. Cf. Za 1,8-11; 2,1-2, etc.

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Gregorio tiene ya en vista es la lección final que quiere sacar de esta vida. Como ha hecho en varias ocasiones, aprovechará la ocasión del entierro y de los milagros póstumos del santo para hacer reflexionar al lector sobre algunas verdades generales aplicables a todo el vasto campo de la hagiografía. En resumen, se trata de desarrollar la devoción a los santos y de purificar la fe en su poder, separándola del lugar de su sepultura y del contacto físico con sus restos. Por esta razón, en este final del Libro, la tumba de Benito en Montecasino no es sino el punto de partida de una peregrinación a la gruta de Subiaco. Allí es donde Benito realizará su último milagro. ¿Tiene quizás algo que ver este regreso a las fuentes con la destrucción de Montecasino por los longobardos -Gregorio da a entender tan sólo que también allí se producen milagros- o con algún llamamiento de la comunidad de Subiaco cuyo abad, Honorato, es el único discípulo de Benito e informante de Gregorio que todavía vive? En todo caso, de este salto hacia atrás resulta un hermoso efecto literario. En dos pasos, Gregorio vuelve sucesivamente a la fundación de Casino -evocada a propósito de la tumba- y al lugar salvaje donde Benito comenzó su vida de hombre ebrio de Dios. Así como los Evangelios terminan en el borde del Lago, en Galilea, con una escena familiar de pesca que recuerda los primeros días, la gesta de Benito vuelve a sus orígenes, y encuentra nuevamente, más allá de tanta gloria, algo de su simplicidad. En efecto, la gruta parece haber permanecido tal como estaba: un lugar desierto, donde cualquiera puede entrar y pasar la noche. Todavía no ha sido consagrada por ningún culto y acoge a una pobre demente cuyo vagabundeo por montes y valles se asemeja al recorrido del sacerdote que llevó su comida festiva a Benito un día de Pascua. Esta visita del sacerdote, por orden del Señor, había descubierto a los hombres la existencia de la virtud escondida del santo. La visita de la demente, les revelará el poder taumatúrgico que ejerce su invisible santidad en esos lugares. Pero esta mujer que entra en la gruta nos hace pensar también en otra criatura, aquella cuya imagen hechicera casi había conseguido poner fuera de sí al joven ermitaño y hacerlo salir de su gruta. La tentadora y la demente: una vez más, el final de la historia de Benito se toca con el comienzo. La santidad de Benito, que otrora había sido puesta en peligro por el otro sexo, se toma su desquite. Esta vez, la mujer ya no viene como adversario sino como enferma y, en lugar de traer la turbación de las pasiones, su espíritu recibe la curación. La forma de esta curación no deja de evocar también otro relato de los Diálogos. Volveremos a encontrar esta manera de pasar la noche en un lugar santo, aún involuntariamente, en el último episodio del Libro siguiente -cosa curiosa- en el que el obispo Redemptus de Ferentis, durante un recorrido pastoral se acuesta junto a la tumba del mártir Juticus y recibe de él durante la noche, la horrible revelación de que “el fin de toda carne” se aproxima341. De este modo, los dos Libros de igual longitud que están en el centro de los Diálogos terminan uno y otro con una especie de incubación sagrada que tiene efectos maravillosos. Pero estas correspondencias, sean voluntarias o fortuitas, tienen a los ojos de Gregorio mucho menos importancia que la lección que se desprende de todo el episodio. El excursus donde la expone, sirve de conclusión a toda la Vida de Benito. El santo es asimilado, en primer lugar a los mártires y luego a Cristo. Una única ley rige las relaciones de los hombres con todos esos santos y con aquel que es la santidad misma: el alejamiento físico es útil, incluso necesario para dar lugar a la fe. El espíritu humano, que está apegado al contacto material, debe ser privado de esta relación sensible para

341 Dial. III,38.

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poder tener acceso, en la fe y el amor a la verdadera espiritualidad. Esta breve disertación, que une los santos a su Señor, hace pasar de los primeros al segundo, de tal manera que el Libro termina con una mirada sobre Cristo. Admirable final que revela la intención profunda de toda la obra. Benito ha sido puesto en escena sólo para conducirnos a Cristo. Con esta conclusión sucede como con la del ciclo de Subiaco, en el centro del capítulo 8. Ya allí, como recordaremos, Gregorio había aprovechado cinco milagros con modelos bíblicos para proclamar que Benito, visiblemente lleno del espíritu de todos los justos, estaba en definitiva bajo el influjo inmediato de Cristo342. De este modo, la primera y la segunda parte de esta Vida acaban igual: con una contemplación de Cristo y de su Espíritu. En el capítulo 8, dos frases del Prólogo de san Juan -“La verdadera Luz que ilumina a todo hombre” y “De su plenitud todos hemos recibido”- servían de alimento a esta contemplación. Aquí también la alimenta el Cuarto Evangelio, pero con un texto tomado del Discurso de la Cena: “Si yo no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes”343. Más allá del argumento preciso que saca el narrador de estas palabras, este anuncio de separación nos hace pensar en la partida de Benito. También él, quizás, debía irse -por medio de su muerte corporal y de la destrucción de su monasterio344- para que su espíritu, por medio de la Regla que dejaba, se extendiera entre los monjes. Pero no volvamos sobre este hombre una mirada que Gregorio quiere fijar más arriba. Se trata de Cristo, de su ausencia corporal y de su presencia misteriosa por el Espíritu. “Amarlo de una manera espiritual”: es la última frase de esta biografía. El Espíritu ya no es más, como en la conclusión de la primera parte, fuente de poderes milagrosos variados, sino simplemente del don por excelencia que es el amor. Todo el sentido, tanto de la Vida de Benito como de la hagiografía gregoriana en su conjunto, es el de conducir de la admiración del poder de los santos al amor espiritual de Cristo.

342 Dial. II,8,8-9. Ver Cuadernos Monásticos nº 57 (1981), pp. 156–158. 343 Jn 16,7. 344 Dial. II,17.


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