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Visualidad radical en torno a la composición a-tonal...

Date post: 12-Oct-2018
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Visualidad radical en torno a la composición a-tonal del relato. El lenguaje visual de Eduardo Quispe Lucas Saporosi Universidad de Buenos Aires. Facultad de Ciencias Sociales. Carrera de Sociología./ Universidad del Cine [email protected] Resumen: Las poéticas visuales contemporáneas se proponen como entrecruzamiento de prácticas y dispositivos estéticos que se integran a partir de sus disonancias y alteridades. Tanto los dispositivos como los agentes de enunciación, polifónicos y en permanente constelación, requieren de una deconstrucción de las tradicionales categorías de plano y montaje que han totalizado los límites de la cinematografía moderna. El presente trabajo busca, a través de la obra del cineasta peruano Eduardo Quispe, analizar nuevas formas de generar relatos visuales cuyas propiedades sean capaces de conjugar intensidades y velocidades emergentes, horizontes desterritorializados, afecciones, precarizaciones, líneas de fuga, gestos y posturas a-significante, propias de los espacios del capitalismo tardío. El lenguaje visual del director peruano problematiza esta cuestión y reclama nuevos dispositivos narrativos. El plano cede y se re conceptualiza ante una composición a- tonal del relato, que busca conjugar inquietudes poiéticas-sociales en la contemporaneidad. Los films a analizar exploran las atonalidades que componen las experiencias de socialidad, los desiertos afectivos y los ínfimos lazos entre subjetividades. Para ello, Quispe construye nuevas modalidades imaginal-lingüísticas que tienden a trastocar los tradicionales recursos estéticos de elaboración de relato y así proveer a su imagen de un carácter radical e insurrecto. Palabras clave: Radicalidad Visual - Plano - Encuadre - Composición Atonal 1
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Visualidad radical en torno a la composición a-tonal del relato. El lenguaje visual de

Eduardo Quispe

Lucas Saporosi

Universidad de Buenos Aires. Facultad de Ciencias Sociales. Carrera de Sociología./

Universidad del Cine

[email protected]

Resumen:

Las poéticas visuales contemporáneas se proponen como entrecruzamiento de prácticas

y dispositivos estéticos que se integran a partir de sus disonancias y alteridades. Tanto

los dispositivos como los agentes de enunciación, polifónicos y en permanente

constelación, requieren de una deconstrucción de las tradicionales categorías de plano y

montaje que han totalizado los límites de la cinematografía moderna. El presente trabajo

busca, a través de la obra del cineasta peruano Eduardo Quispe, analizar nuevas

formas de generar relatos visuales cuyas propiedades sean capaces de conjugar

intensidades y velocidades emergentes, horizontes desterritorializados, afecciones,

precarizaciones, líneas de fuga, gestos y posturas a-significante, propias de los espacios

del capitalismo tardío.

El lenguaje visual del director peruano problematiza esta cuestión y reclama nuevos

dispositivos narrativos. El plano cede y se re conceptualiza ante una composición a-

tonal del relato, que busca conjugar inquietudes poiéticas-sociales en la

contemporaneidad. Los films a analizar exploran las atonalidades que componen las

experiencias de socialidad, los desiertos afectivos y los ínfimos lazos entre

subjetividades. Para ello, Quispe construye nuevas modalidades imaginal-lingüísticas

que tienden a trastocar los tradicionales recursos estéticos de elaboración de relato y así

proveer a su imagen de un carácter radical e insurrecto.

Palabras clave: Radicalidad Visual - Plano - Encuadre - Composición Atonal

1

Visualidad radical en torno a la composición a-tonal del relato. El lenguaje visual de

Eduardo Quispe

Prólogo

Las poéticas visuales contemporáneas se presentan como irrupciones informes que

atentan contra sí mismas. Estas irrupciones trascienden el campo de lo visible y

aprehensible, y se asumen como dispositivos atonales en devenir, atraídos por sus

diferencias y disonancias. Son sus potencialidades de desterritorializar lenguajes y lazos

de socialidad, aquello que fantasmatiza la visualidad, que la vuelve permeable y

transparente, atenta a las emergencias que serializan su sentido. Las poéticas visuales

contemporáneas se deben a sí mismas, de modo que asociarles lenguajes imaginales

externos (aunque construidos históricamente) no hace más que unilateralizar la

dirección de su fuga y de su interpretación. Empero y asumiendo su carácter de

progresivo anulamiento, dichas poéticas de la imagen deben pensarse desde aquellos

lenguajes desproporcionados, mínimos, gestuales, intensos e intempestivos, es decir,

estructuras que desestructuren los esquemas de interpretación y de goce y que los

habiliten a reconexiones impensadas, a virtualidades infinitas, a alteridades azarosas.

Así, debemos pensar en ignorancias y no en saberes, en enfermedades y no en saludes,

en precariedades y no en seguridades, en inhumanidades y no en humanidades

-demasiadas humanas-. En definitiva, las visualidades en el capitalismo tardío, y en

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especial dentro de lo que se podría llamar nuevo cine latinoamericano, producen

afecciones y estados, alejadas de cualquier instancia de representación.

La experiencia visual de las imágenes del director peruano Eduardo Quispe, se orientan

en estos caminos. Es una experiencia productivamente imprevista, caosmótica (citando

a Guattari) o suicida, en palabras del autor.

Según Peter Pal Pelbart “No se trata de expresar un universo interior existente (…),

sino de crear un estado, un trayecto, un rastro, un centelleo, una atmósfera, y en estos

pasajes (des)encadenados, ir produciendo nuevas contracciones y dilataciones del

tiempo, de espacio, de corporeidad, de afecto, de percepción, de visión, un pluriverso a

imagen y semejanza de estos desplazamientos” (Pelbart, 2009:154)

Pues a eso se dedica Quispe, a algo tan simple como hipnótico, al mero enfoque de

rastros y paisajes, que encuentran corporeidades en personajes residuales o

insignificantes de la Lima actual. Pero para hacerlo, y en esto radica nuestro trabajo, las

categorías tradicionales de plano y montaje le son escuetas y totalitarias. Su relato

adolece del plano, incluso del plano secuencia que tanta autoría le trajo a los autores

modernos; lo mismo ocurre con el montaje, ya no hay nada que montar, pues montar

implica construir (y no una producir), de modo que seguiría una lógica lineal temporal

y ciertas reglas estéticas. Quispe y sus personajes (o cuerpos fantasmáticos,

inconsciencias reales), necesitan de composiciones que habiliten emergencias e

intensidades, que sean capaces de producir pluriversos (en lugar de universos), de

asumir las diferentes velocidades y lentitudes de los cuerpos. Las composiciones de

Quispe son a-significantes y a-tonales, pues nada preestablecido las guía, y no están en

lugar de nada. Simplemente emergen del paisaje del autor, y están en constante

acontecimiento, y produciéndose todo el tiempo, como una chispa autopoiética. Y aún

más, estas composiciones actuales, inmanentes y emergentes a cada instante, no se

suceden unas a otras bajo la lógica de la acción (o bajo la lógica temporal), sino que

viven-perecen-resurgen. Esta es la cualidad (o si se quiere única lógica) bajo la cual

nuestro autor produce. Si antes los planos se construían bajo la lógica del montaje, con

la idea de dar unidad a un relato, aquí las composiciones son recomposiciones

constantes, viven, mueren y vuelven a nacer, de manera diferente, o en términos de

Nietzsche, son eterno retornos de lo diferente.

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A propósito del encuadre, plano y montaje

El encuadre es un punto de vista sobre el conjunto de las partes que conforma la

imagen. “El cuadro está relacionado con un ángulo de encuadre. Porque el conjunto

cerrado es él mismo un sistema óptico que remite a un punto de vista sobre el conjunto

de las partes” (Deleuze, 2005:31). El cuadro es un sistema cerrado compuesto de

subconjuntos cuya función es la de generar sistemas cerrados en la imagen. La

divisibilidad de los elementos “que no cesan de subdividirse en subconjuntos” (Deleuze,

2005:33) requiere de su función de construir hilos que comuniquen los conjuntos

divisibles, es decir cerrar el sistema, para que cobre importancia comunicativa. Si el

encuadre no construyese, a partir de su ángulo y de su cualidad de conectiva de

elementos, hilos o contrapuntos entre la materia, los subconjuntos fugarían al infinito en

sus posibles conexiones. El sistema adolecería de finitud y la instancia comunicativa

sería simplemente inoperante (o, como ya veremos, expresiva).

Hasta aquí el cuadro obtiene la cualidad de sistema cerrado simplemente a partir de lo

que en la imagen es visible, lo dado imagen. Ahora bien, hay un conjunto aún mayor

sobre el cual el encuadre (en especial durante el cine clásico y podemos también

ampliarlo al cine moderno) lanza sus poderosos hilos conectivos: el fuera de campo. El

encuadre es cerrado y en especial, asume su carácter de cuadro cinematográfico, en

tanto relacione el subconjunto hecho imagen con ese espacio aún no dado imagen (pero

proyectable a ser imagen). “El conjunto de todos estos elementos forma una

continuidad homogénea, un universo o un plano de materia propiamente ilimitado”

(Deleuze, 2005:33).1

Encuadre y plano. Suelen decir los directores de cine que el plano es la piedra

fundamental del cine, y Deleuze da sustento a estas palabras: “El plano es la

determinación del movimiento que se establece en el sistema cerrado” (Deleuze,

2005:36). El plano habilita el movimiento entre los subconjuntos dados imagen, cuyo

doble aspecto combina “la traslación de las partes de un conjunto que se extiende en el

espacio, (y a la vez) cambia de un todo que se transforma en duración” (Deleuze,

2005:38). El plano, afirma el filosofo francés, “es la imagen movimiento” (Deleuze,

1 Deleuze argumenta (aunque excede este artículo) que para formar un todo abierto, y no circunscripto al conjunto de

elementos dados imagen, es necesario el tiempo, o bien el espíritu. (Deleuze, 2005). Instancia que recuperará en su

segundo tomo de sus tesis sobre cine.

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2005:41), es un corte móvil, que tiene su fundamento en lo hecho imagen, o en lo

proyectable a serlo.

Plano y determinación, aquí las palabras no son casuales, ni meros artilugios. Son en

primer lugar, el síntoma estético de una particular imagen: la imagen orgánica, clásica,

sensorio motriz. El movimiento determinado, o bien plano, no es otra cosa que un

ejercicio sobre los elementos, un acto dice Deleuze, focalizando en el participio. La

instancia del participio propone dar cuenta de una exterioridad que activa una operación

sobre conjuntos pasivos, y al hacerlo, asume el carácter de unidad. “La unidad es

siempre la de un acto, como tal, una multiplicidad de elementos pasivos o sobre los que

se ejerce una acción.” (Deleuze, 2005:46). Este rodeo nos permite merodear sobre el

concepto de plano, cuya fundación es el movimiento, el corte móvil de un cuadro, es

decir de un sistema cerrado, de manera que compone una totalidad, una unidad. El

plano presenta “una unidad de movimiento, y con este carácter comprende una

multiplicidad correlativa que no la contradice” (Deleuze, 2005:46). El plano y el

cuadro, con su angulación de encuadre, capta y cierra un sistema de subconjuntos

conectados cuyo movimiento, en lugar de perpetuarse y serializarse hacia el infinito, se

desarrolla en una lógica aprehensible y circunscripta a un esquema que genera el

dinamismo extrínsecamente, fundándose en la acción de sus elementos.

Si el encuadre es el sistema cerrado que conecta y da vida a los subconjuntos dados o

proyectables a ser imagen (tanto entre sí como con el fuera de campo), deteniendo la

infinita divisibilidad; el plano es la determinación del movimiento de la materia en el

cuadro; el montaje, pasa a ser el motor que dinamiza el todo, una suerte de

encadenamiento imaginal que relaciona los diferentes niveles de la imagen. “El montaje

no es otra cosa que la composición, la disposición de las imágenes-movimiento como

constitutiva de una imagen indirecta del tiempo” (Deleuze, 2005:52). Me interesa aquí

simplemente destacar, el estatuto de composición que Deleuze le atribuye al montaje, a

la concatenación de cortes móviles, cerrados y detenidos en su serialización de sentido,

por la lógica de la acción. Ni la acción ni siquiera el tiempo es el único conector de

elementos dentro de los conjuntos.

La composición ha sido tradicionalmente una particularidad, un instrumento puesto al

servicio de la conformación de unidades. Se la ha pensado como una intervención

autoral para volver las piezas a un orden, la entonación por la cual las sombras del

cinematógrafo adquieren materialidad componible y asumible. Por eso Deleuze

distingue 4 tipos de composiciones basadas en el montaje cuyo punto de unión es la idea

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de unidad. La composición orgánica propuesta por Griffith, su contrapunto dialéctico de

Einsestein, la composición cuantitativa de le escuela francesa y la tendencia intensiva

del expresionismo alemán, tal vez la más radical de las cuatro tendencias precisamente

porque, aún asumiendo una unidad, ésta no está dada por el movimiento sino por la luz,

una imagen-luz, que centellea y destella. La condición lumínica de la imagen tiene la

propiedad de concebirse a partir de una fuerza infinita que se mida por su intensidad.

Dice Deleuze acerca de esta tendencia: “no se trata pues de un dualismo, y tampoco de

una dialéctica, porque nos hallamos fuera da toda unidad o totalidad orgánicas. Se

trata pues de una oposición infinita tal como aparecería ya en Goethe o en los

románticos: la luz no sería nada, al menos, nada manifiesto, sin lo opaco al que se

opone y que la hace visible.” (Deleuze, 2005:77). Si bien aún persiste cierta idea de

linealidad en las composiciones expresionistas de Murnau, de Lang o de Pabst, son

líneas quebradas y fracturadas, aunque muchas veces geométricamente determinadas,

desde donde se conectan los subconjuntos. Las líneas que disponen los elementos en el

cuadro muestran cesuras o indefiniciones producto de la luminosidad que, por

momentos, esconde los segmentos tras las tinieblas o por otros, las satura, hasta su

confusión.

Estos tres aspectos, que Deleuze trabaja en sus tesis para la imagen movimiento, propia

del cine clásico, perduran, aunque en una naturaleza diferente, en la imagen tiempo,

(propia del cine moderno). A pesar de que el plano secuencia y la profundidad de campo

habilitan la emergencia de nuevas formas de devenir imagen, y que el montaje visibiliza

aquello que siempre fueron las sobras (como por ejemplo las elipsis), aún perduran en el

cine moderno estas categorías.

Son las visualidades contemporáneas, y en especial la radicalidad imaginal-suicida de

Quispe, quienes trastocan materialmente los dispositivos tradicionales de relato. Así,

aparecen nuevas modalidades en la composición del relato para contemplar las

complejas intensidades sociales y las nuevas formas de subjetividad en el marco del

capitalismo tardío.

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Quispe y la radicalidad visual

Uno (2008), Dos (2009), Tres (2010). Así bautiza sus largometrajes Eduardo Quispe.

Acercarse a ellas produce paradójicamente una sensación de distancia, una especie de

reverso empático que transforma la acción tradicional de ver, en una experiencia en

estado naciente. Un devenir en imagen, que confronta páticamente los dualismos

occidentales y capitalísticos e incita a pensar desde las singularizaciones fragmentadas,

espacialidades abarrotadas y vacías, y pulsiones gestuales que marean la misma

instancia de experiencia.

Los personajes en las imágenes de Quispe generalmente no tienen nombre, tampoco

trabajos, ni rutinas, incluso difícilmente puedan ser identificados a un particular estrato

social. Lo que allí se pone en juego, entonces, es la búsqueda de afecciones. Los

personajes, o cuerpos fragmentados (pues así son generalmente exhibidos), intentan

afectarse, conectarse o encontrarse. Todo lo que allí ocurre son desplazamientos en

formas de torbellinos que buscan atraerse o fusionarse afectivamente, en espacialidades

indeterminadas o abrumadas. Estos desplazamientos ignoran precisión de coordenadas y

direcciones orientadas, simplemente acontecen en el fluir de las experiencias. Uno

(2008) da lugar a tres posibles encuentros de una pareja pero que ninguna llega a buen

término. En Dos (2009), el personaje masculino (interpretado por el mismo Quispe)

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intenta contactar a una mujer por teléfono, simplemente para juntarse a hablar. Tres

(2010), exhibe momentos de diálogos entre personajes diseminados en una plaza.

Se busca la afección pero lo que se obtiene son desiertos afectivos, y de hecho, eso son

los personajes: acumulación de desiertos afectivos, instancia a partir de la cual emergen

como subjetividades en la Lima posmoderna. Los personajes adolecen de actividades

importantes y de sentidos a sus agenciamientos. Son siendo, simplemente eso. Acuden a

una fiesta, beben alcohol, y duermen. Lavan su ropa, toman la combi, llaman por

teléfono y leen un libro. Precisamente esa ausencia de sentidos molares que hilvanen las

escenas, es lo que permite a los personajes catalizar sus procesos de desterritorialización

y de re-singularización. Las subjetividades buscan entremezclarse, entramarse y

plurificarse, como si fueran dispositivos maquínicos que para desplazarse precisan de

conexiones. Lo que provocan estas acumulaciones de desiertos afectivos son, de hecho,

no estallidos sino implosiones proto-gestuales, proto-enunciativas, proto-posturales. Los

gestos son gestos inaccesibles para la imagen, pero gestos al fin; las enunciaciones, las

verbalizaciones, o los silencios no dicen ni más ni menos de lo que expresan,

simplemente son eso. Son gestualidades o sensaciones propias de agentes que emergen

de desiertos afectivos, que buscan y desean afectarse, pero redimen en el camino. Esta

proto-gestualidad volatiliza nuevas velocidades para sus desplazamientos, para las

sensaciones, para la experiencia, que escapan a las coordenadas espacio-temporales

capitalísticas.

Ninguno de los tres filmes ordena la temporalidad según la línea tradicional de tiempo.

En Uno, se exhiben intercaladas tres posibles encuentros de una pareja (que como ya

dijimos, no incursionan en el deseo afectivo), no sabemos cuál tiene lugar en primera

instancia, cuál en segunda o cuál en tercera. Precisamente porque nada de eso importa, y

los vectores que rigen para dicha temporalidad no están dados por la cronotopia

occidental, sino por las emergentes velocidades y lentitudes que proponen los

personajes en relación con sus afecciones y las espacialidades.

“Las relaciones de temporalización son esencialmente de sincronía maquínica. Hay

despliegue de ordenadas axiológicas, sin constitución de un referente exterior a este

despliegue. Estamos más acá de la relación de linealidad, “extensionalizante”, entre

un objeto y su mediación representativa en el seno de una complexión maquínica

abstracta”. (Guattari, 1996:45). Pensar la temporalidad en estos términos, habilita a

concebirla desde su intensidad, y no desde su extensidad, desde las emergentes

modalidades de devenir cuerpo con sus propias puntos de fuga, con sus propias

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producciones de deseo, con su apertura a la multiplicidad. Las formas de vivir el tiempo

afectivo, no pueden encuadrarse en territorios prefigurados ni instrumentalizarse a partir

de cánones capitalistas. Las experiencias subjetivas se configuran con los paisajes

(entendidos como espacios heterogéneos, con tonalidades propias, y donde se

combinan virtualidades impalpables y actualidades palpables), en especial en suelos

latinoamericanos, donde el paisaje es un claro vector de subjetivación. Pensemos en la

Lima quispeana, como dice Fuguet:

“La Lima de Quispe es una ciudad de piezas vacías, acaso arrendadas, de parques

en la noche, de puestos ambulantes; una ciudad de millones de personas donde sin

embargo nadie realmente conecta, donde el Primer, Segundo y Tercer mundo se

juntan en una misma esquina, donde los celulares te alejan tanto como las distancias

enormes entre un punto y otro.”(Fuguet, 2011)

Piezas vacías, abiertas a lo múltiple, a lo divergente, a la alteridad. Piezas que se

acoplan maquínicamente y asumen el rol que el acoplamiento convoca. Un parque

puede ser un lugar de siesta o el espacio proclive para una discusión amorosa, o el

diálogo distendido acerca de las desventuras generacionales post 25. Pero también

dispara formas particulares de vivenciar el parque, o el restaurant, o la fiesta o la cabina

telefónica. Pues las subjetividades contemporáneas, en especial cuando acumulan

afecciones y deseos virtuales (aún no concretados en vínculo) ante cualquier objeto o

espacio pueden fugar hacia lugares inesperados, no prefijados, caóticos (o casomóticos),

pueden desprenderse de la espacialidad y sumergirse en la nocturnidad limeña,

desplazando sus afecciones en otras direcciones. Por eso los espacios quispeanos más

que universos, pueden ser considerados pluriversos, como afirman Guattari y Pelbart.

Esta cualidad maquínica de la temporalidad y pluriversal de la espacialidad, en

consonancia con subjetividades emergentes de paisajes desérticos afectivos, producen

borramientos en los límites de la tríada tiempo-espacio-subjetividad. Es la des-forma, un

dispositivo corrosivo confinal, que al hacer permeable y atravesable la tríada, genera

cesuras por donde supura la heterogénesis y permite la coexistencia, contaminal, de

aspectos de unos y de otros. Los contornos existen, pero indiferenciados, por ellos fluye

la serialización del sentido.

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En torno a la composición a-tonal del relato

Iniciemos este apartado con un interrogante: si las categorías de cuadro, plano y montaje

resultan restrictivas ante conformaciones enunciativas emergentes con las texturas y

textualidades ya descriptas, ¿cómo producir, entonces, soportes visuales-referenciales

que excentren y potencialicen las constantes re-singularizaciones en espacios

heterogenéticos? (Guattari, 1996).

Tal vez las visualidades contemporáneas sean las experiencias donde las subjetividades

polisémicas atravesadas por las imágenes, tengan el escenario propicio para

desenvolverse. Así parece reflejarse en la poética de Eduardo Quispe, quien aturdido

(según sus palabras) de construcciones trilladas y reproducciones estéticas unilaterales,

sumerge sus producciones en paisajes procesuales no esperados, inauditos para las

instituciones artísticas. (Quispe, 2011)

Sus textos no conciben un orden narrativo que se explique a partir de leyes causales y

regulaciones de estados de situación. No hay instancias centrales o fundamentales que

expliquen las tramas ni jerarquizaciones textuales que permitan clasificar eventos en

orden de importancia. No hay una construcción de relato, no hay estados no-construidos

y ya construidos.

Lo que aparece allí es una producción atonal del relato, una des jerarquización de la

narración, donde las acciones se disuelven en las imágenes. Las composiciones tienen

huellas borrosas, sendas erráticas, laberínticas, cuyos márgenes son inasibles, y que

habilitan nueva lógicas de discusividad en espacios donde el discurso resulta

inabordable.

La cámara se sumerge en profundidades textuales habilitadas por las intensidades

subjetivas y devienen en una musicalidad propia y autopoiética. Por momentos parece

instarse a una cualidad registral, cuya vida propia hace vagar la composición por

coordenadas autofundadas. Por otros momentos, pareciera descubrir espacialidades a fin

de proveérselas al personaje que hace su entrada.2

Lo que resulta interesante es que la composición atonal emerge del paisaje y no

responde a prefiguraciones de un guión técnico o indicaciones previamente elucubradas.

En todo caso, la indicación es permanente y en acontecimiento, es un indicarse a sí en

pleno rodaje. Los movimientos bruscos, los fuera de focos, las duraciones

2 Gonzalo Aguilar hace referencia a esta cualidad en relación al filme Los Muertos de Lisandro Alonso: “Espacio desacralizado, espacio inerte: la cámara no avanza con el personaje descubriendo el entorno (…) sino que espera al personaje en un lugar ya descubierto” (Aguilar, 2010:97)

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autorreferenciales, el sonido ambiente perturbador, las sombras del camarógrafo (por

citar algunas características) no hacen a una experimentalidad intencional, sino que es

expresión del paisaje y de su entrecruzamiento con subjetividades cargadas de desiertos

afectivos. La Lima hecha añicos, vacía y caosmótica, pluraliza y emplaza ciertas

particularidades en los personajes, que a su vez reproducen y alimentan en sus prácticas

sociales. La composición atonal es el brote (y rebrote) de ese entrecruzamiento, cuyos

límites, como ya dijimos, se redefinen permanentemente. De modo que lo que esta

composición expone son vidas precarias, pero no por su condición de fatalidad, sino por

sus latencias al cambio. Precarias en sentido fantasmáticas, es decir, como virtualidades

incorporales capaces de (o a punto de) materializarse en los diferentes espacios sociales,

íntimos, públicos o privados.

La composición atonal al ser expresión del entrecruzamiento de prácticas catalizadas

por desiertos afectivos, no puede desprenderse de su cualidad corporal. De manera que

el dispositivo se abarrota a los cuerpos que visibiliza y acuña, muchas veces, sus

sensaciones. La composición no muestra sensaciones afectivas, sino que es ella misma

una sensación, una sensación del enfoque. Entonces, asume aptitudes respiratorias, por

ejemplo, exhalaciones, contracciones o espasmos, cuyas velocidades marcan los ritmos

de los movimientos, de las musicalidades, de las entonaciones. Por esta razón, las

composiciones atonales de Quispe suelen ser muy cercanas a los cuerpos de sus

personajes. Sus enfoques son abrumadoramente cortos, pegados y encimados, pero no

por cuestiones de sofocar a los personajes, sino para absorber parte de ellos. Es como si

la composición desprendiese particularidades de los cuerpos y las acoplase a su

dispositivo para irrumpir en el relato. Esto nos habilita a sentir olores, los ruidos

molestos, mareos por la cerveza, vuelos inconscientes. Esta condición de detalle (y de

desprendimiento corporal), tan cercana al objeto, empero no puede sino lastimar y por

lo tanto, lastimarse. Allí se generan las grietas, por donde supura el relato. De manera

que la composición atonal no sólo es sensación, sino también grieta por donde fluye el

relato, que atravesando esta atonalidad acusa y reproduce estas cualidades. Los

personajes, el espacio, la composición y el relato, no salen ilesos al entrecruzamiento,

de allí la precariedad de estas instancias y sus eventuales re-significaciones ante las

prácticas sociales y estéticas.

Esta condición corporal de la composición atonal tiene su expresión en lo

tradicionalmente se llamó montaje. Si antes estuvo supeditado a diferentes lógicas, (a la

lógica de acción y a la lógica de la imagen-tiempo), en este caso su potencia radica en

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ser prolongaciones afectivas. De hecho, son ellas las que ritman el relato. El corte nada

tiene que ver con las acciones, pero tampoco podemos considerarlos tiempos muertos

(entendido en la modernidad del término), sino que el corte es un gesto. Es decir, una

faceta enunciativa necesaria para habilitar la atonalidad del relato, la apertura a lo

múltiple, y permitir el advenimiento pluridireccional de líneas afectivas. El corte es un

gesto basado en los cuerpos derramados de inconscientes, como lo explica Guattari:

“veo el inconsciente, por el contrario, como algo que se derramaría un poco por

todas partes a nuestro alrededor, en los gestos, en los objetos cotidianos, en la

televisión, en los climas del tiempo, e incluso en los grandes problemas del

momento” (Guattari, 1988:10-11, citado en Pelbart, 2009:208).

Este tipo de montaje que ya nada tiene que ver con el montaje de la totalidad propio del

cine clásico y moderno, se acopla a la composición atonal, no “como un estado

pasivamente vivido, sino de una territorialidad compleja de proto-enunciación, lugar

de una praxis potencial. No es una energía elemental, sino materia desterritorializada

de enunciación” (Pelbart, 2009:206).

En otras palabras, el montaje es un estado más allá de un dispositivo lingüístico, que se

asume en constante creación, nunca llega concretarse como articulador total de

totalidades, porque precisamente, lo que articula son atonalidades, es decir, que lo que

vincula, corporalmente y a flor de piel, son disonancias, composiciones de lo alterno.

Por eso un estado proto-enunciador.

De hecho, Feliz Guattari prefiere hablar de paradigma protoestético al referirse a las

nuevas y emergentes manifestaciones artísticas (o protoartísicas), “como una dimensión

de creación en estado naciente (…) potencia de emergencia que subsume la

contingencia y los azares de las empresas de puesta en el ser de Universos

inmateriales” (Guattari, 1996:125)

Tal vez, podamos referir esta condición protoestética, en estado naciente y como

potencia creadora, a la composición atonal del relato en Quispe. ¿Podemos hablar

proto-planos, tal vez? Y lo incluyo como interrogante precisamente porque cualquier

conclusión, resultaría paradójica. Las composiciones podrán comenzar como plano

tradicional, pero rápidamente fracasan como tal y devienen atonalidad, al progresar la

secuencia. Es un plano que no termina de conformarse como tal, por eso la eventual

consideración de proto-plano, cuya naturaleza radica en una suerte de mirada

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micrológica de su propia infinitud, del pixel. En otras palabras, la composición atonal

acontece en tanto haga fracasar el sistema cerrado del cuadro y de su vínculo sensorio

motriz asumido en el plano, y a medida que fluye entre los desiertos afectivos, y se

acerque a ellos a tal punto que se haga visible el pixel. Allí descubrimos la imaginalidad

de los personajes, cuyas formaciones son pixeles, sus cuerpos son pixeles, así como sus

afecciones, y también la espacialidad. La composición atonal es una mirada pixológica,

que pone en evidencia afecciones pixológicas, subjetividades pixológicas y una Lima

pixológica. Podemos decir que la mirada protoestética de Guattari se expresa en esta

mirada pixo-estética de Quispe. De manera que no sólo se entraman subjetividades

polifónicas en espacios heterogenéticos, sino que también lo hacen los pixeles

formativos y puestos en visibilidad. Estos pixeles en producción estética son las cesuras

(que antes describimos) por donde fluye el relato.

Pero, y para ir concluyendo, vale preguntarse: ¿donde radica la materialidad actual en

esta poética intempestiva? Guattari constela el asunto, al describir la caosmosis:

“El movimiento de la virtualidad infinita de las complexiones incorporales llevan en

sí la manifestación posible de todas las composiciones y de todas las conformaciones

enunciativas actualizables en la finitud” (Guattari; 1996:137)

Las complexiones incorporales, los pixeles que explicitan la consistencia de la

subjetividad, llevan en sí, la condición material. La incorporalidad es actualmente

posible de devenir inmanente, de acuerdo al entrecruzamiento de prácticas (estéticas o

sociales) y las espacialidades heterogenéticas. Las subjetividades no tienen

conformaciones estáticas, ni fugas prefijadas, sino que se conforman en el devenir de

sus prácticas. Exhibir el pixel del rostro de un personaje, es asumir una posición

política, a nuestro entender, radical: es romper con rumbos prefigurados de los agentes

enunciadores, es caotizar las identidades, es trastocar los cimientos de orden y matrices

sociales capitalísticas, en definitiva, es asumir las intensivas posibilidades de cruces

entre subjetividades, entre cuerpos y afecciones, y tensionar la raíz de fundamentos

últimos y dualidades capitalísticas.

“La caosmosis no oscila, pues, mecánicamente entre cero y el infinito, entre el ser y

la nada, el orden y el desorden: rebota y rebrota sobre los estados de cosas, los

cuerpos, los focos autopoiéticos que ella utiliza con carácter de soporte de

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desterritorialización; ella es caotización relativa a través de la confrontación de

estados heterogéneos de la complejidad” (Guattari, 1996:137)

Por eso las composiciones atonales son escrituras en proceso, que exhiben las potencias

sociales de vivir velocidades propias, identidades fragmentarias y performativas, de

nuevas formas de vivir el cuerpo, las sexualidades y las prácticas sociales y políticas. Es

la expresión de la apertura a la multiplicidad y a la alteridad.

Tensionar la raíz, eso es la radicalidad. Atentar permanentemente contra lo que le da

origen y distorsionar el camino desandado, de manera tal que para regresar o disparar

sea necesario la creación de la senda. La radicalidad tiene una instancia destructiva y

una creadora: por un lado violenta su raíz originaria, que si bien se engorra, perdura

como ruina, en la segunda instancia creadora. Es ella que reproduciendo en sus

conformaciones ciertos aspectos de su origen, crea y brota nuevas formas de

enunciación y de entrecruzamiento de prácticas. La radicalidad quispeana tiene esta

paradoja como tensión fundante a la hora de producir su imagen. Por eso el mismo, en

su manifiesto ¿Qué es el cine independiente? afirma hacia el final: (…) ser

independiente es algo así como ser suicida, con todas las ventajas y compromisos que

ello implica” (Quispe, 2011)

Su independencia es radical, ajena a todas las convicciones y a todos los parámetros

estéticos, pero, por sobre todas las cosas esta independencia resulta peligrosa,

poéticamente peligrosa. Una peligrosidad que apunta en todas las direcciones, hacia los

creadores, hacia el relato y hacia los espectadores.

Cierro con palabras de Carlos Losilla, citadas por Quispe en su manifiesto:

“¿Por qué no ser radicales? ¿Por qué no poner al espectador contra las cuerdas del

sentido, de sus límites? ¿Por qué no aniquilar todas sus certezas para salvaguardar la

excitación de la búsqueda constante? (Quispe, 2011)

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Las imágenes pertenecen a Cinepata.com

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Bibliografía:

AGUILAR, G. (2010), Otros Mundos, Un ensayo sobre el nuevo cine argentino, Santiago Arcos Editor:,

Buenos Aires

DELEUZE, G. (2005) La imagen movimiento. Estudios sobre cine I, Paidós: Buenos Aires.

FUGUET, A (2011), La soledad de los números primos y enteros. Publicado en Cinepata.com

GUATTARI, F (1996),Caosmosis, Editorial Manantial: Buenos Aires

JAMESON, F. (2010), Marxismo Tardío. Adorno y la persistencia de la dialéctica, Editorial Fondo de

Cultura Económica: Buenos Aires.

PELBART, P.P. (2009) Filosofía de la Deserción. Nihilismo, locura y comunidad, Editorial Tinta Limón:

Buenos Aires.

QUISPE, E (2011), ¿Qué es el cine independiente? Publicado en Cinepata.com

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