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DE RAZÓN PRÁCTICA

Date post: 12-Jan-2023
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DE RAZÓN PRÁCTICA Directores Javier Pradera / Fernando Savater N.º 148 Diciembre 2004 Precio 8Diciembre 2004 148 ANTONIO FEROS / JUAN E. GELABERT Un tiempo para ‘El Quijote’ F. CALVO SERRALLER El retrato español JACQUES DERRIDA MANUEL CRUZ J. H. ELLIOTT Los Reinos de España GILLES KEPEL La caja de Pandora iraquí GREGORIO PECES-BARBA JOSE SANROMA La reforma de la Constitución
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DE RAZÓN PRÁCTICADirectoresJavier Pradera / Fernando Savater N.º 148Diciembre 2004

Precio 8€

Diciem

bre 2004

14

8

ANTONIO FEROS / JUAN E. GELABERT Un tiempo para ‘El Quijote’

F. CALVO SERRALLEREl retrato español

JACQUES DERRIDAMANUEL CRUZ

J. H. ELLIOTTLos Reinos de España

GILLES KEPEL

La caja de Pandora iraquí

LA CAJA DE PANDORA IRAQUÍGILLES KEPEL

GREGORIO PECES-BARBA JOSE SANROMA

La reforma de la Constitución

S U M A R I On ú m e r o 148 d i c i e m b r e

GILLES KEPEL 4 LA CAJA DE PANDORA IRAQUÍ

EL DÉFICIT CÍVICO DE VÍCTOR PÉREZ-DÍAZ 14 LA CIUDADANÍA EUROPEA

LA DOMESTICACIÓN REMO BODEI 22 DE LA POLÍTICA

GREGORIO PECES-BARBA 26 LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN

LA CONSTITUCIÓN: DE SÍMBOLO JOSÉ SANROMA 32 OSCURO A SÍMBOLO MUDO

MIGUEL SATRÚSTEGUI 40 EL PLURALISMO INFORMATIVO

Semblanza Derrida Manuel Cruz 50 Cuando el círculo se cierra

Historia J. H. Elliott 55 Los Reinos de España

Artes plásticas La existencia al natural Francisco Calvo Serraller 62 Sobre la historia del retrato español

Literatura Antonio Feros Juan E. Gelabert 69 Un tiempo para ‘El Quijote’

Ensayo El tenebroso laberinto Israel Pérez Calleja 77 de las identidades

Objeciones y comentarios Ecocentrismo y biocentrismo Jorge Reichman 82 Réplica a Fernando Peregrín

Una instalación de biombos blancos, de Lotta Hansson (Angelholm, Suecia), restauradora y casi licenciada en Bellas Artes, permite a Alfonso Carrero (Madrid, 1955) realizar unas imágenes en homenaje a Daniel Gil (1930-2004).

JacquesDerrida

DirecciónJAVIER PRADERAFERNANDO SAVATER

EditaPROMOTORA GENERAL DE REVISTAS, SADirector general ALFONSO ESTÉVEZDirector adjunto JOSÉ MANUEL SOBRINO

Coordinación editorial NU RIA CLAVERCorrecciónMANUEL LLAMAZARESDiseño e ilustracionesALFONSO CARRERO

DE RAZÓN PRÁCTICA

Para petición de suscripcionesy números atrasados dirigirse a:

Progresa. Fuencarral, 6; 4ª planta. 28004 Madrid. Tel. 915 38 61 04 Fax 915 22 22 91

Correo electrónico: [email protected]: www.claves.progresa.es

Correspondencia: PROGRESA. FUENCARRAL, 6. 2ª PLANTA. 28004 MADRID. TELÉFONO 915 38 61 04. FAX 915 22 22 91.

Publicidad: GDM. GRAN VÍA, 32, 4ª. 28013 MADRID. TELÉFONO 915 36 55 00.

Impresión: MONTERREINA. ISSN: 1130-3689Depósito Legal: M. 10.162/1990.

Esta revista es miembro de ARCE (Asociación de Revistas Culturales Españolas)

Esta revista es miembro de la Asociación de Revistas de Información

CaricaturasLOREDANO

LA CAJA DE PANDORA IRAQUÍGILLES KEPEL

Los objetivos de la invasión de Irak

El 20 de marzo de 2003, el presidente George W. Bush lanzó la ofensi va mili-tar que debería, según su punto de vista, culminar la “guerra con tra el terror” apar-tando del poder a Sadam Husein. El de-rrocamiento del tirano de Bagdad y la instauración de un régimen democrático y proamericano en el lugar del régimen baazista eran la piedra clave para la edifi-cación de un “nuevo Oriente Medio”, al que se imaginaba, en los círculos neocon-servadores de Washington, liberado de sus demonios y dispuesto a adherirse a la gloriosa mundialización del “nuevo siglo ame ricano” bajo la égida del be-nevolent hegemon, el “hiperpoder vigi-lante” de Estados Unidos. En términos menos líricos y según consideraciones más inmediatas, la liquidación de Sadam debía permitir, mediante un despliegue del arsenal americano frente a un enemi-go apropiado (al con trario que el inasible Bin Laden), asestar un gran golpe que inspirase “conmoción y espanto” (shock and awe) y haría olvidar los semifracasos de las dos etapas precedentes de la “gue-rra contra el terror”, la elimina ción de Al Qaeda y el arrepentimiento del siste-ma saudí, frente a las que la panoplia de Washington había resultado inadecuada. El acoso a Bin Laden y a sus acólitos, se quería hacer entender, no ha permitido la erra dicación completa del terrorismo, ya que sólo trataba sus síntomas. Al derrocar a Sadam, señalado con el dedo por The Weekly Standard, princi pal órgano de los neoconservadores, la gran prensa del Par-tido Republi cano y la cadena de televisión Fox News como el titiritero de Osama, se atacarían las causas del mal, destruyendo con el “Estado canalla” iraquí tanto al supuesto organizador del terror mundial como al peor dicta dor árabe. Al matar dos pájaros de un tiro, se promovería

la democracia, mientras que el terror, ese hijo perverso del mal gobierno árabe, desapa recería junto con su progenitor.

La instauración de una democracia filoamericana en Irak permitiría ejercer irresistibles presio nes sobre el sistema saudí, considerado como el precursor del 11 de sep tiembre. Por una parte, la lle-gada al mercado de unos cinco millones de barriles de petróleo iraquí diarios haría perder a Riad su arrogancia de “productor elástico” (swing producer) y el régimen no podría ya resis tirse a la reforma política y religiosa. Por otra parte, la justa representa-ción, en el seno del nuevo poder iraquí, de la mayoría chií, mantenida a raya y oprimida por Sadam, sería un factor de emulación para el Irán posjomeinista, que reanudaría sus relaciones con Washington tras mar ginar a los ayatolás más fanáti-cos. La restauración en toda su grandeza de los más importantes lugares santos del chiísmo, Nayaf y Kerbala, apa gados bajo Sadam, favorecería la proyección hacia el centenar de millo nes de creyen-tes en esa particular confesión del islam, repartidos entre el Líbano y la India y demográficamente preponderantes en las orillas del Golfo, de un polo religioso que se estaría beneficiando de la tolerancia americana; lo que, a su vez, permitiría crear un contrapeso a la domina ción de las petromonarquías suníes, sospechosas de connivencias con los terroristas, sobre los principales yacimientos de oro negro del planeta. Por último, el nacionalis-mo árabe, con las espaldas castigadas tras la derrota de Sadam, su último héroe, no tendría ya fuerzas para expresar su recha zo a Israel, y el Estado hebreo se integraría, desde una posición de fuer za, en el conjunto regional, recuperando la paz de Oslo, pero en unas condiciones mucho más favorables para sus intereses. En resumen, para recuperar el título de la obra casi milenarista que Richard Perle

publicó en diciembre de 2003, los teóri-cos del neoconservadurismo y sus fieles en la Casa Blanca ven que el virtuoso en-cadenamiento de los misiles y los tanques, la liberación y la democratización de Irak lleva necesariamente al “The End of Evi”, el fin de todos los males, en una reconci-liación de la escatología universal con los intereses específicos de América.

A pesar de algunos sinsabores pasa-jeros durante la progresión de las tropas de tierra, la irresistible ofensiva america-na, pilotada desde el cen tro de mando establecido en Qatar, demostró que el difunto Albert Wohlstetter y sus discí-pulos habían hecho del Ejército de Es-tados Uni dos la Armada Invencible de principios del siglo XXI. Pero, así como la flota española epónima fue dispersada y vencida por una vicisitud que no habían previsto los almirantes de Felipe II (la tempestad), la soberbia maquinaria tan bien engrasada para aplastar al enemigo comenzó a aga rrotarse con los granos de arena acumulados por una ocupación que sus citó reacciones entre las que la violen-cia –llámesela resistencia o terro rismo– no había sido presentida por los estrategas del Pentágono. Tras la entrada del Ejér-cito estadounidense en Bagdad, la caída televisada uni versalmente de la estatua de Sadam Husein en la plaza del Paraíso (de rribada gracias a un cable enganchado a un tanque americano después de que los iraquíes habían intentado en vano echarla abajo), tendría que evocar en la mente de los telespectadores el derrumbamiento de la esta tua gigante de Stalin en Praga. Una parecida correlación de la teleper cepción ideológica entre el Imperio del Mal, tan caro a Ronald Reagan, y el Eje del Mal de George W. Bush señala concretamente los límites de la intelección de Oriente Me-dio tal como se cultiva en la Beltway. Del aplastamiento del Ejército del tirano a la emergencia de la sociedad civil iraquí, la

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secuencia de los acontecimientos hubiera tenido que desarro llarse como un remake de la transición poscomunista en Europa del Este.

El primer año de ocupación

Sin embargo, una vez pasado el entusias-mo de las primeras semanas de la libera-ción, el año largo de ocupación directa por parte de las tro pas de Estados Unidos y sus aliados, hasta el umbral de la devo-lución formal del poder a las nuevas auto-ridades de Bagdad el 28 de junio de 2004, ha bastado para notar que la aleatoria democratización de la socie dad iraquí no sigue las mismas vías que Alemania o Japón en 1945, ni las del antiguo bloque soviético tras la caída del muro de Berlín. En ningu na parte el Ejército americano se había enfrentado con un desencadena-miento tal de la violencia por parte de los mismos a los que acababa de liberar de la tiranía. Aún podía pasar la insurrección recurrente en el “triángulo suní” entre el norte de la capital, Faluya y Ramadi, feu-

do del dictador depuesto, zona que fue el receptáculo de las prebendas prodi gadas por Sadam para unir a su destino a los árabes suníes minoritarios, promoviendo su posición preeminente en el Irak an-terior al ataque ame ricano de marzo de 2003. Los suníes representan apenas un 17 % de la población iraquí, los chiíes árabes suman dos tercios, los kurdos una quin ta parte y los cristianos y los turco-manos se reparten mayoritariamente el resto. Pero el levantamiento, en abril de 2004, de las milicias chiíes del “Ejército del Mesías”, dirigidas por un activo y joven extremista, herede ro de una dinas-tía de prestigiosos ayatolás, Muqtada al Sader, para Esta dos Unidos raya con la ingratitud, dado que la población chií aparecía como la columna vertebral de la sociedad civil iraquí del futuro, mima-da por el libertador americano e inves-tida por él de un papel importante en el Oriente Medio del mañana.

En la visión del mundo neoconser-vadora existe una especie de para lelismo entre el destino de los judíos y el de los

chiíes. No carece de fun damento: ambos pueblos perseguidos han debido la salva-guardia de su identidad a una vinculación visceral con sus Escrituras santas y han va lorado hasta el extremo el papel de sus clérigos, rabinos por una parte y ayatolás por la otra, garantes de su amenazada continuidad. Cuando les ha afectado la secularización, a principios del siglo pasa-do, la sobrevalo ración del saber escritural se transfirió de los clérigos a los intelec-tuales laicos, de la teología mesiánica a la militancia en pos de un radiante por venir. Tanto hijos de rabinos como de ayato-lás engrosaron de manera desmesurada las filas de los dirigentes comunistas. En Oriente Medio, con excepción de Le-vante, donde algunos cristianos, especial-mente or todoxos griegos, desempeñaron un papel clave en la gestación del comu-nismo, los marxistas han sido casi siempre judíos o chiíes. Después de la desapa-rición de los judíos de los países árabes como consecuencia del éxi to del sionismo y la creación del Estado de Israel, el único partido comu nista de masas se desarrolló en Irak, en medios principalmente chiíes. Las persecuciones de Sadam acabaron con su aparato y muchos exiliados y proscritos se volvieron a encontrar, con los cabellos blancos, al lado de los americanos, a quie-nes denunciaban por imperialistas en su juventud, en el combate para derrocar al tirano y democratizar al país.

Pero el Oriente Medio de principios del siglo XXI sólo es en parte el heredero de los combates de las décadas pasadas. Hinchadas por la ex plosión demográfica, miríadas de jóvenes sin ninguna memoria histórica forman la aplastante mayoría de la población en un universo en el que la violencia y la arbitrariedad han privado de cualquier legitimidad popular a los poderes establecidos o los partidos ins-tituidos, en el que todo el mundo sabe

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que la riqueza y los buenos empleos se obtienen mediante la prevaricación, el engaño o la fuerza. Así, los días siguientes a la victoria de la coalición en Irak estu-vieron marcados por acontecimientos que da ban fe de la extrema rapidez del cambio y que desmontaron los planes de los es-trategas de Washington y de sus modelos en cuanto a previsiones. En semejante contexto, ningún control por parte de una hipotética sociedad civil podría paliar las flagrantes insuficiencias de la ocupa-ción americana, inepta para restaurar el orden público y recomponer el tejido social iraquí, desgarrado, además de por la violencia de Sadam, por una década de embargo. El Ejército era demasiado poco numeroso (135.000 soldados operativos) para las tareas a las que se enfrentaba, mal formado en las funciones de la ocupación, y su déficit de encuadramiento se tradujo en el recurso a prácticas degradantes sobre los presos iraquíes deteni dos en la cárcel de Abu Ghraib, como fue revelado a prin-cipios de mayo de 2004, lo que obligó al presidente Bush y a sus colaboradores más pró ximos a presentar excusas. Washington no tenía medios para asumir una ocupa-ción políticamente eficaz, dada la ilusión que existía respecto a que la rapidez y la calidad de la victoria por las armas sobre el régimen baa zista desembocaría en un éxito político y social también brillante y rápi do, augurio de la democratización y de la recuperación de la prosperidad económica de Irak, preludio de las de Oriente Medio.

La cuestión kurda

La disyunción entre las causas reales de la ofensiva americana y los pretextos invoca-dos para llevarla a cabo constituye el pri-mer factor expli cativo de las dificultades encontradas después en un terreno que no se correspondía con la quimera soñada en los thinktanks vinculados al po der en Washington.

Hoy sabemos, después de las infruc-tuosas búsquedas en pos de las impro-bables “armas de destrucción masiva” (ADM) por parte de agen tes especiali-zados americanos, británicos y australia-nos en el territorio del Irak ocupado, y después de la publicación de testimonios abrumado res procedentes de expertos mi-litares y de responsables de la informa ción de Estados Unidos y de Gran Bretaña, que Sadam no tenía arsenal nuclear y que sus fuerzas armadas estaban en tal estado de deterioro que les impedía la utiliza-ción de armas químicas o bacteriológicas.

También tenemos, un año después de la guerra, la certidumbre de que los diri-gentes de ambas capitales no pecaban de ignorancia, sino que habían hecho de la cuestión de las ADM iraquíes un artificio retórico destinado a persuadir tanto a su opinión pública como a los gobiernos y los pueblos occidentales aliados para que se alineasen tras ellos.

La hinchazón del dossier casi vacío de las ADM iraquíes estaba desti nada a inscribir la destrucción del régimen de Sadam en la irrecusable lógica moral de una “guerra contra el terror” que encon-traba su funda mento en la réplica de las “naciones civilizadas” a la irremisible bar-barie del 11 de septiembre de 2001, lo que era aún más necesario dado que la

coalición casi universal que había apoya-do a Estados Unidos durante el ataque y erradicación del régimen de los talibanes, en octubre de 2001, se había fragmen-tado después. Más aún, la invasión y la ocupación de Irak nutrían la sospecha de que Estados Unidos no se refería al ad-venimiento de la democracia árabe más que para enmascarar sus propios intereses, estratégicos y energéticos, en el Golfo. El dossier de las ADM buscaba vencer esas reticencias presentan do a Sadam como un peligro inminente para la paz del mundo, saltando por encima de la ausencia de acuerdo del Consejo de Seguridad de la ONU, que no habría estado “a la altura de sus responsabilidades”, se gún el discurso a la nación del presidente Bush el 17 de marzo de 2003. El unilateralismo de Esta-dos Unidos encontraba así su justificación

me diante una reencarnación americana de la moral universal. La Casa Blan ca se arro-gaba las funciones que las Naciones Uni-das, tildadas de deca dentes y fracasadas, se revelaban como incapaces de asumir: liberar el planeta del jefe de un “Estado canalla” determinado a usar rápidamente sus armas de destrucción masiva. Así se culminaría la “guerra contra el terror”.

Ahora bien, el desencanto no tardó en hacerse de notar, una vez pa sados los primeros tiempos de euforia inmediata-mente posteriores a la caída de Bagdad y el hundimiento del régimen baazista. La violencia y el terrorismo se manifestaron pronto, expresando así que ni la elimi-nación política de Sadam, ni siquiera su captura meses después, constituían la pa-nacea para erradicar las causas del terror. En la parte septentrional del país, que vivía en un régimen de autono mía bajo control internacional desde abril de 1991, los dos partidos kur dos, el Partido Demo-crático del Kurdistán (PDK, dirigido por Massud Barzani) y la Unión Patriótica del Kurdistán (UPK, dirigida por Jalal Tala-bani) se dedicaban a ampliar su territorio. Al jugar la carta de Estados Unidos, los partidos kurdos que año tras año han ido desarabizando la zona autónoma y son acusados por sus ad versarios de practicar discretamente, desde el hundimiento del régimen de Sadam, una “homogeneiza-ción” étnica en las zonas de poblamiento mixto del sur, intentan crear hechos con-sumados, aprovechándose de las tensiones entre los suníes, y luego los chiíes de Muq-tada al Sader, con Washington. Así, ins-truidos por las dolorosas lecciones de las pasadas décadas, construyen una posición de fuerza que, esperan, obligarán a los Estados vecinos y a las compañías petrolí-feras a tratarles con otros mo dales que en el pasado. La autonomía más completa les convendría mien tras la situación iraquí no esté estabilizada, pero mantienen todas las op ciones abiertas, previniéndose frente al porvenir incierto de una región en la que la única dignidad válida, según los criterios del sistema interna cional, con-siste en ser reconocidos como poseedores inexpugnables de hidrocarburos.

Vista desde Washington, la cuestión kurda se edulcoró en los días posteriores a la ofensiva: la nación kurda, que no había organizado una guerrilla contra el Ejército americano, fue considerada ipso facto como democrática. Sin embargo, la estrategia de los partidos que captaron la representación política no difiere apenas, en sus objetivos, de la de los dirigentes suníes o chiíes, sino solamente por los

LA CAJA DE PANDORA IRAQUÍ

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métodos utilizados. Como beneficiarios inmediatos de la ocupación, que ratificó el estatuto de autonomía del que goza-ban desde 1991, no han tenido necesi-dad de buscar el enfrentamiento durante el primer año tras la ofensiva, pero sin ninguna duda están prestos a tomar las armas para defender sus intere ses si per-ciben cualquier amenaza contra ellos, es decir, si ve la luz un Irak centralizado y unificador, controlando desde Bagdad el conjunto de los recursos petrolíferos. La votación, el 8 de marzo de 2004, de una Constitución interina por el Con-sejo de Gobierno provisional, que pre vé la creación de un Kurdistán autónomo, molesta, además de a Turquía, siempre inquieta por la posibilidad de un con-trol kurdo del petróleo de Kirkuk y Jan-equin, a muchos árabes, que ven en ella un estímulo para la independencia de los kurdos; y a los más irredentistas de éstos, que se nie gan a cualquier tipo de desarme de la guerrilla de los peshmergas y amena-zan con utilizar la fuerza para asegurarse las zonas petrolíferas. No sería seguro entonces que coincidieran los intereses americanos y kurdos.

La guerrilla suní

En el otro extremo con respecto a los kurdos “colaboracionistas” en el espectro politicoconfesional que se ha desplegado durante el primer año de la ocupación americana, se encuentra la minoría árabe suní, lige ramente inferior en número a la población kurda y principalmente repar-tida por el Irak central. En la historia moderna, hasta la caída de Sadam, cons-tituyó siempre la minoría dominante, aunque hubiera elaborado alianzas cam-biantes para mantener su frágil poder. Desde el hundimiento del régimen de Sadam, con el desmantelamiento de sus redes de control social, partido y servicios secretos, el tejido asociativo islamista las ha sustituido como instancia de poder en los medios suníes. Un telepredicador ira-quí que había alcanzado un cierto renom-bre en las televisiones del Golfo, Ahmad al Kubaisi, volvió a Bagdad, pronunció sermones vehementes contra la ocupación americana y organizó mani festaciones a la salida de las mezquitas suníes después de la plegaria del viernes, proporcionan-do un catalizador religioso a los antiguos protegi dos del régimen caído y el recurso ideológico necesario para que levan tasen la cabeza.

La Casa Blanca, persuadida de que la transición se haría armoniosa mente entre

triunfo militar y construcción democrá-tica, había omitido tener en cuenta la evolución de las relaciones de las fuerzas reales en la base de una comunidad a la que privaba, con la destitución de Sadam, de su lugar central en el tablero político iraquí y de lo esencial de sus pre bendas. Además, la desmovilización del Ejército, considerado exclusiva mente como una supervivencia nociva del aparato repre-sivo del régimen caído, decidida por el administrador Paul Bremer, tuvo como consecuen cia (para no hablar de la caída en el paro de unos trescientos cincuenta mil soldados que engrosaron la lista de descontentos) privar de sus suel dos a de-cenas de miles de oficiales y suboficiales. Esas élites militares, sin nada que perder

y formadas tanto en el combate como en el manejo de los servicios secretos, se con-virtieron en disponibles para cualquier vio-lencia o manipulación y, por otra parte, aportaron una profesionalidad a las técni-cas de la guerrilla urbana que no tardarían en dejarse ver de ma nera patente en la ciudad de Faluya. Todo esto deja claras las ilusiones estratégicas del mando ame-ricano: el cuerpo expedicionario presente so bre el terreno no estaba específicamente preparado ni era lo suficiente mente nu-meroso para implicarse victoriosamente en la contraguerrilla en un país árabe a escala de masas. La violencia que se des-plegó en los medios suníes, aunque sea difícil discernir la parte correspondiente a los iraquíes y la de los yihadistas extran-jeros, dispuestos a pegar tiros a los GI en un campo de batalla que consideraban

una nueva Somalia, era mortífera y fue amplificada por las televisiones.

Manifestando un grado de pro-fesionalización y un acceso al armamento pesado que sólo puede impu tarse a la presencia de oficiales desmovilizados y a los stocks que habían ocultado, disparos de misil comenzaron a abatir helicópteros america nos, amenazando la misma supre-macía militar de Washington. La gue rrilla suní buscaba el fallo en la armadura de un Pentágono que concebía la guerra moder-na sustituyendo a las tropas por armas in-teligentes; em boscaban sobre el terreno a los soldados americanos, sistemáticamente tomados como blancos. La táctica no deja de recordar a la de la yihad af gana de los años ochenta, cuando los muyahidines, entonces aconsejados por la CIA, tendían trampas a la infantería soviética, atacaban sus patru llas y multiplicaban las bajas entre sus filas. Pero aún hacía más daño al adversario gracias al eco inmediato que proporciona la televisión. El 26 de octu-bre de 2003, el hotel Al Rachid, en el que se encontraba en gira de ins pección Paul Wolfowitz, encarnación de la guerra del futuro mediante el control de las tecnolo-gías punta y de las armas inteligentes tan queridas por su maestro Albert Wohlstet-ter, fue atacado por una salva de cohetes artesanales lanzados desde una batería di-simulada en una bamboleante carreta de la que tiraba un humilde borrico. Aunque el secretario adjun to a la Defensa resultó ileso, no podría imaginarse un símbolo más claro para ilustrar las limitaciones de la estrategia americana surgida de la vi-sión neoconservadora, cuando se enfrenta a las realidades cotidianas de la ocupación en un país musulmán del Tercer Mundo a principios del siglo XXI.

La apuesta chií

Entre la calculada colaboración de los kurdos y la explosión de vio lencia suní, la actitud chií constituía el desafío princi-pal, y el más desco nocido, de la invasión de Irak: la apuesta chií era de doble o nada, nada menos que la culminación o el fracaso de la “guerra contra el terror”. Al centrarse en la comunidad chií iraquí, Washington perseguía varios objetivos: ponderar en beneficio de los chiíes, más nu merosos que los suníes en las orillas del Golfo, la distribución de los in gresos petrolíferos y también influir sobre los equilibrios internos del mundo chií para devolver a Teherán al seno americano, lo que cerraría el paréntesis abierto en 1979 con la revolución jomeinista. Al pagar en

GILLES KEPEL

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ba rriles la nueva alianza geoestratégica, Estados Unidos contaría con la gra titud de las poblaciones vejadas a las que su intervención habría emanci pado: directa-mente, en Irak, del garrote del Baaz; de rebote, en Irán, de la férula de los mulás. Pero se trataba de una compleja opera-ción con un doble resorte. Suponía que en el seno del poder iraní, algunas fuer-zas, apoyadas por la sociedad civil, serían capaces de reformar el régimen para que abandonase sus inclinaciones ideológicas panislamistas y antia mericanas y le hiciera volver a una visión realista de las relacio-nes de fuerza mundiales, lo que permitiría a Teherán recuperar su papel de po tencia importante en la región, perdido desde las turbulencias revolucio narias de 1979. La evolución del chiísmo iraquí era, en esa perspectiva, una variable esencial: bien la comunidad tendería en su mayoría hacia un modelo democrático filoamericano y prooccidental en general, y el po der de atracción irresistible del fenómeno haría sentir sus efectos rápida mente en Irán; o bien, por el contrario, el caos iraquí permitiría que los promotores de la línea dura en Teherán agitasen el espantajo del desor den frente a una sociedad iraní aún traumatizada por la violencia de la revo-lución islámica y, sobre todo, que intervi-nieran desde posiciones de fuerza al oeste del Chott al ‘Arab por medio de pasrada-nes, mulás y otros agentes de influencia infiltrados, para jugar a dos barajas frente a una América desamparada y debilitada.

Los chiíes iraquíes e iraníes están vin-culados de una manera inextri cable, pero son profundamente diferentes. Aunque la tasa de interpene tración del clero, espe-cialmente de la cúpula de la jerarquía de los ayato lás, es muy elevada, los fieles, por el contrario, están muy condicionados en la época contemporánea por fidelidades de índole nacional, como quedó demos-trado con el enrolamiento en cada uno de los ejércitos, du rante la guerra de 1980-1988, de una juventud adoctrinada para que el persa mate al árabe y el árabe mate al persa, sin que la común pertenen cia al chiísmo constituyera ningún impedimen-to. La gran sangría de esos años asentó el patriotismo de cada una de las poblacio-nes, como expre saban con elocuencia los gigantescos frescos murales que exaltaban a los “mártires” caídos en combate y que de-coraban los muros de las ciudades de Irán, aunque el vocabulario pictórico se acercase esencialmente al del victimismo chií.

En ambos países, la conversión al chiísmo es un fenómeno relativa mente reciente: en Irán, tuvo lugar sobre todo

en el siglo XV, cuando la dinastía safawí adoptó esa creencia como ideología del Estado, en oposi ción al Imperio Otoma-no suní, con la población tras los prínci-pes, en una versión oriental del principio cuius regio, eius religio. ¿En qué medida la adhesión final al chiísmo, en contrapunto a un entorno suní, fue una ma nera de re-afirmar, bajo el turbante negro, la antigua identidad persa e indoeuropea, frente al mundo semítico o incluso de recuperar la estricta jerarquía del clero zoroastriano? La cuestión es materia de debate entre los intelectuales iraníes, apasionadamente convencidos, en general, de la superiori-dad de su cultura con respecto a la de los árabes, “comedores de lagartos” o la de turcos o afganos sin desbastar. En Irak, la conversión al chiísmo es aún más recien-te; se produjo sobre todo en el siglo XIX,

cuando las tribus nómadas árabes suníes se sedentarizaron, cultivando las fértiles tierras de Mesopotamia, que siglos de pas-toreo habían devas tado. La presencia de las principales ciudades mausoleo de los chiíes (Alí, muerto en el 661, se supone que reposa en Nayaf; Husein, asesina do en el 680, en Kerbala), con sus sistemas de regulación de las relacio nes sociales en-cabezado por un clero piramidal, propor-cionó a los nuevos sedentarios un marco propicio, que se tradujo en un arraigo en el suelo que no se encuentra con la misma intensidad entre sus compatriotas su níes, entre los que prevalece el fantasma de una umma, una comunidad de los creyentes nómada, sin raíces en la tierra y proyecta-da hacia un pa narabismo y panislamismo conquistadores.

En cuanto a la jerarquía clerical chií, constituía un cuerpo muy cos mopolita, en el que el acceso al grado supremo, el marja’ al taqlid o “fuen te de imitación”, no se consigue más que tras largos estu-dios, caracteri zados por la amplitud de la erudición, lo que vale a algunos sabios el sobrenombre de bahr al ‘ulim (literal-mente, “océano de saber”, expre sión que ha llegado a convertirse en patroními-co de una familia de letra dos). Nayaf es una especie de Vaticano del chiísmo, y Kerbala su Gólgo ta, el lugar en el que se conmemora el calvario de Husein durante la ceremonia de la ‘Achura, en el curso de una manifestación de piedad y adhesión a la marja’iyya, la comunidad de los marja’, los grandes ayatolás infalibles, fuentes de imitación. Su número se cuenta en general con los dedos de una mano y de su seno emerge un primus inter pares, cu-yos poderes, al contrario de los del Papa católico, están condicionados por la ne-cesidad de negociar y buscar el consenso con sus pares. ‘Achura se desdobla en una segunda ceremonia, más imponente aún, Arba’in, cua renta días más tarde. En 1977, la procesión del Arba’in derivó en un mo tín contra el Baaz, con la multitud coreando eslóganes hostiles a Sadam. Una sangrienta represión restableció el orden, los “conductores” de los jóvenes de Nayaf, sin afiliación política, fueron ejecutados o murieron torturados y la ceremonia fue prohibida. Arba’in no volvió a celebrarse hasta abril de 2003, en la confusión de la ofensiva americana, y atrajo a unos tres millones de personas, en una notable de-mostración de la fuer za del control social ejercido por el clero chií sobre la masa de sus fieles y del impacto del chiísmo en la región. La peregrinación a La Meca, bajo la égida suní saudí, reúne a unos dos mi-llones de personas, y Kerbala se convirtió instantáneamente en un contrapeso y un desafío. Comentando el fenómeno con uno de los miembros de la familia real saudí unos días más tarde, al autor se le dijo que su importancia no había escapa-do a na die en Arabia: los representantes del 10% de chiíes del reino habían apro-vechado la ocasión para enviar al príncipe heredero Abdalá un me morial en el que se reclamaba la igualdad y el fin de las discriminaciones al respecto surgidas de la intolerancia wahabí.

La potencia y la independencia de la jerarquía clerical chií procedía de un pacto con el príncipe: los clérigos, en referencia al “primero de los mártires”, Husein, símbolo de la derrota del Bien en este mundo, pro pugnan la renuncia a

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los combates de este mundo lleno de ti-nieblas e ini quidad e incitan a los fieles a buscar la perfección espiritual que les abra las puertas del Paraíso. Predican la pacien-cia –o quietismo– a la espera del Fin de los Tiempos anunciado por el retorno del Mesías (el mahdi) que llenará el universo de luz y de justicia. El príncipe es medio-cre, no se hace la oración en su nombre, ya que no podría encarnar al soberano le-gítimo, tampoco se reza en congregación el viernes por la misma razón, pero se le presta una adhesión aparente (taqiyya o ketman, “disimulo”) sin intentar derrocar-le. En contrapartida, el clero cobra a los fieles un “quinto” (khums, el doble de un diezmo) que alimenta día a día su enor me presupuesto. Los mulás administran su inmensa fortuna a través de fundacio-nes, obras piadosas y bienes inmuebles inalienables, garantizan do gracias a los ingresos de su tesoro una multitud de mediaciones y re gulaciones que mantie-nen el orden social en el interés bien en-tendido del príncipe y de ellos mismos. Tal sistema se desequilibró en la época con temporánea en Irak e Irán de maneras opuestas: el socialismo baazista in tentó desmantelar el imperio de los clérigos nacionalizando sus bienes y sustituyendo las jurisdicciones religiosas por un código civil laico, y el jomeinismo rompió con el quietismo y conquistó para el mismo clero el poder político.

Los chiítas entre 1958 y la caída de Sadam

En Irak, el golpe de Estado de julio de 1958 instaló en el poder a una camari-lla de oficiales, dirigida por el general Qassem, nacido de una “pa reja mixta” (padre suní y madre chií). Qassem se apoyó especialmente en los comunistas, que reclutaban el grueso de sus tropas entre el pueblo bajo chií de los suburbios pobres de Bagdad y del sur. El secreta-rio gene ral del partido era un sayyed, un descendiente del Profeta, originario de Nayaf; una buena parte de los miembros del comité central y de los cua dros tam-bién procedían de la comunidad. El régi-men no alimentaba una hostilidad étnica hacia los chiíes, pero se enfrentó al clero, gran propie tario agrícola, cuando pro-clamó la reforma agraria. El gran ayatolá Al Hakim, deseoso de evitar un conflicto frontal con el régimen, que cues tionaba los principios del pacto fundacional entre el clero y el príncipe, consintió que saliera a la luz que la reforma agraria violaba las leyes del islam, como lo hacía el código

de familia, que establecía la igualdad de derechos para las mujeres. En cambio, emitió en persona una fatwa, una opinión con rango de ley para los fieles, que asimi-laba la adhesión al Par tido Comunista a la impiedad (kufr): se desencadenó la guerra ideológi ca para conquistar el alma de los chiíes entre el gran ayatolá y el sayyed que dirigía el Partido Comunista. Los golpes de 1963, que instalaron (brevemente) al Baaz y después al oficial naseriano Aref en los mandos del Estado, y el último golpe de Estado, que asentó definitivamente el ré gimen del Baaz y de Sadam en 1968, marginaron en cambio a los chiíes en el plano étnico. Poco o nada representados entre los oficiales rebeldes, vieron a la vez cómo su clase comerciante, que se había beneficiado de la salida forzosa de los judíos en 1948-1949, se arruinaba con

las repetidas nacionalizaciones y cómo el PC, que representaba a muchos de ellos, era aniquilado por una feroz represión. Nayaf se convirtió en un centro de for-mación de los clérigos para el mundo chií transnacional (Jomeini es tuvo allí, exilia-do por el sha, de 1963 a 1977, y maduró su reflexión sobre el Gobierno islámico a través de conferencias a los seminaristas), pero la política de laicización, de confisca-ción de bienes y de incautación de fon dos redujo considerablemente la influencia de la jerarquía religiosa so bre sus fieles.

En ese contexto se desarrolló un par-tido político chií islamista, autó nomo respecto a la jerarquía religiosa, a la que consideraba esclerotiza da e inepta para re-sistir los nuevos retos. Constituido a fina-les de los años cincuenta, en el momento

de la caída de la Monarquía, tuvo como principal ideólogo a un clérigo nacido hacia 1930 en el seno de una gran familia de ayatolás, pero demasiado joven para imponerse a la je rarquía, Baqir al Sader. Fascinado por el tipo de organización del PC y preocupado por la atracción que ejercía sobre la juventud chií, el par tido, que se llamó Da’wa (“llamamiento al is-lam”), utilizó también el modelo egipcio de los Hermanos Musulmanes. Su ob-jetivo era el de crear un Estado islámico totalitario, en el que el partido sería el deposi tario del Soberano Bien expresado por el islam. Tal Estado llegaría gra cias a un combate revolucionario para abatir al régimen impío después de una fase de “concienciación” y de implantación en las masas. A la es pera del retorno del Mesías infalible, tendría que reinar la sharia, la ley islámica, mediante la shura o acuer-do consensuado entre juristas reli giosos (los ulemas). Ese entramado híbrido de marxismo revoluciona rio y mesianismo islámico sumió enseguida al partido en la confusión: violentamente combatido por la jerarquía religiosa (emancipaba a sus miembros de cualquier referencia a un marja’), sufría también la repre sión del poder. Baqir al Sader fue obligado a disol-verlo y, aparentemen te, retornó al seno de su familia clerical. Pero publicó, en 1959 y 1961, dos libros de factura moderna, lejos del estilo ampuloso de los ulemas: Nuestra filosofía y Nuestra economía. Im-pregnados de ideología islamista y teñidos de socialismo, conocieron –especialmente el segundo– un enorme éxito en el mun-do arabemusulmán, incluidos los am-bientes suníes. Nuestra economía continúa siendo hoy el libro de referencia de todos los defensores del sistema bancario islámi-co y de su garantía social y religiosa.

La dualidad en el seno del movimien-to chií religioso entre el polo clerical y el polo militante se ha perpetuado hasta nuestros días, con cada uno de ellos es-forzándose por ganar para su causa tanto a las masas de fieles como a las redes de seminaristas y clérigos de rango inferior, re caudadores del quinto y predicadores, que permiten la movilización re ligiosa. A la muerte del gran ayatolá Moshin al Hakim, en junio de 1970, su cargo pasó a Abu Qassem al Khoi y, después, tras la muerte de éste en 1992, a Alí Sistani. De origen iraní ambos, y por eso relati-vamente dis tanciados de los problemas de estricta política iraquí, han escatimado sus apariciones públicas (Sistani se expresa en árabe con un fuerte acento persa). Per-tenecían a la rama “quietista” del chiísmo

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y tanto uno como otro permanecieron apartados de la revolución iraní y de Jo-meini, a quien situaban en un rango infe-rior al de ellos mismos en cuanto a saber y erudición. Frente a ellos, dos clérigos de linaje iraquí, primos entre sí, Baqir al Sader y luego Sadiq al Sader, encarnaron un ala militante y ra dical que condujo a su asesinato por los servicios secretos del régimen de Sadam, el primero en abril de 1980 y el segundo en febrero de 1999. Su herencia ha sido recobrada por el hijo de Sadiq al Sader, Muqtada, un joven de una treintena de años, que ha adquirido repentinamente un re nombre excepcional al encarnar a la oposición chií a la ocupa-ción ame ricana desde abril de 2003.

La rama militante conoció descala-bros, vinculados a la vez a la bruta lidad del régimen de Sadam y a la ambigüedad de las relaciones que había anudado con Jomeini y la República Islámica de Irán. Durante sus cator ce años de exilio en Nayaf, Jomeini apenas había frecuentado a sus cole gas iraquíes, pero el ascenso al poder del levantamiento en Irán duran-te 1978 y su captación del clero radical no podían dejar indiferentes a quie nes, en Irak, alimentaban el proyecto de un Estado islámico. Baqir al Sader recupe-ró la palabra en esta ocasión y se alineó con Jomeini, junto con los militantes del partido Da’wa que habían sobrevivido a las ejecu ciones. El gran ayatolá Khoi se contentó con un telegrama de felicita ción a Jomeini en el que le daba el tratamiento de hojjat al islam, el equi valente a un pro-fesor universitario invitado con respecto a uno titular. Las manifestaciones de apoyo a Jomeini, organizadas en Nayaf en tor-no al domicilio de Al Sader, llevaron al régimen a detenerlo una primera vez en junio, mientras las redes del partido eran violentamente desmantela das. Al mismo tiempo, por una parte Sadam se estaba desembarazando de sus rivales en el seno del Baaz y accedía al poder absoluto, mar-cando esa etapa con sangrientas purgas y una vuelta de tuerca de la represión, y por otra, los activistas islamistas lanzaban una campaña de terror e in tentaban asesinar a los dirigentes. El 4 de abril de 1980, al Sader fue se cuestrado con su hermana, Bint al Houda. El 9, su cuerpo sin vida llegó al cementerio de Nayaf para ser in-humado. En septiembre, Sadam inició la guerra contra el Irán de Jomeini.

Los ocho años de guerra, después del asesinato de Baqir al Sader, no fueron muy propicios para la oposición chií ira-quí, desorganizada y descolocada a causa de su relación de connivencia con el ene-

migo iraní, aunque centenares de miles de jóvenes chiíes estaban bajo las banderas iraquíes y morían en las trincheras. En 1982, opositores exiliados en Irán crearon la Asamblea Suprema de la Revolución Islámica en Irak (ASRII), cuyo hombre fuerte era Mohamed Baqir al Hakim, un clérigo proce dente de una prestigiosa familia árabe de Nayaf, y el brazo secu-lar, el “Ejército de Badr”, una milicia de unos miles de hombres reclutados en tre los prisioneros de guerra chiíes iraquíes, equipada y pagada por Irán y controlada por los pasradanes. El fracaso de Irán y el alto el fuego fir mado a regañadientes el 18 de julio de 1988 por un Jomeini que declara ba que “bebía el cáliz del veneno”

no contribuyeron a elevar los ánimos de los chiíes iraquíes islamistas, que soñaban con que su país fuera la pri mera con-quista de la revolución islámica mundial bajo la guía del imam de Teherán. Des-amparados, incluso tomaron partido por Sadam, cuan do invadió Kuwait en agosto de 1990 en nombre de la lucha contra América. Cuando el Ejército iraquí se hundió bajo los bombardeos de la coali-ción internacional, a finales de enero de 1991, fueron incapaces de sacar provecho. La revuelta que se extendió por el sur chií a principios de marzo –estimulada, pero no apoyada por Estados Unidos– se con-virtió en una jacquerie sin jefes, como demostraron las matanzas de baazistas y

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de oficiales por los amotinados. Fueron vengados por los re gimientos pretoria-nos suníes de la guardia republicana, que ahogaron el levantamiento en sangre. En la conciencia chií, la memoria de esos acon tecimientos es ambigua: el odio ha-cia Sadam alcanzó el paroxismo, pero se alimentaron sentimientos, como poco contradictorios, respecto a Es tados Uni-dos, que, dejando hacer y no aniquilando a los regimientos fie les a Sadam, cuando las tropas del general Schwarkopf, con-centradas cerca, hubieran podido cumplir la misión fácilmente, sacrificó la revuel ta chií en el altar de los intereses globales de Washington en la región.

En 1991, la presidencia americana, en parte para preservar intacta la coalición victoriosa contra Irak con el fin de que hiciera de palanca para un acuerdo de paz entre Israel y los palestinos, y en parte por temor a una desestabilización del Irak ven-cido y desarticulado, que crearía una vasta e imprevisible zona de turbulencia chií en el Golfo bajo la égida de un Irán que toda-vía se permitía veleidades revoluciona rias, optó por la “neutralización” del país venci-do, encorsetado por un estricto régimen de embargo, pero siempre dirigido por Sadam Husein, cuya dictadura se prefirió en esa época al salto a lo desconocido. Además, al limitar considerablemente la producción de petróleo de un país arrui nado, incapaz de invertir en infraestructuras modernas de exploración y producción, disminuía la oferta, manteniendo un precio sostenido del crudo, en beneficio de las petromonar-quías suníes conservadoras aliadas de Esta-dos Unidos, como Kuwait y Arabia Saudí, cuya gratitud no tardó en traducirse en montones de contratos fabulosos, mientras las compa ñías petrolíferas, especialmente americanas, en las que había hecho su for-tuna el presidente Bush padre, obtenían sustanciosos beneficios. Pero como toda medalla tiene su reverso, la carestía de la energía inhibió la recuperación económica y la creación de empleo en Estados Unidos, y George H. Bush, el vencedor de Kuwait, fue vencido en las urnas por Bill Clinton.

En Irak, tales consideraciones de geoestrategia planetaria no concer nían a la población, y a la masa pobre chií en particular, más que porque agravaban sus sufrimientos, en medio de un país asolado por la locura de su dictador y estrangula-do por la comunidad internacional. Nadie se preocupaba entonces de la “sociedad ci-vil” iraquí y aún menos de su “democrati-zación”. Y la crítica moral de ese cinismo permitió a los ne oconservadores bruñir su argumentación, cuando comenzaron

a manio brar, a mediados de la década, para conseguir un cambio de régimen en Bagdad, que tendría como blanco a Sadam en lugar de tomar como re hén a su población. Sobre el terreno, la extrema dependencia de todos y cada uno, para el abastecimiento en la vida cotidiana, de las redes de co rrupción y contrabando rápi-damente controladas por Sadam, su fami-lia y su clan, reforzaba paradójicamente el poder del déspota, quien, adap tando su discurso de legitimación a los tiempos de miseria y desdicha, en los que los auxilios del más allá son apreciados, concedió un considera ble espacio a los religiosos de todo pelaje, como hemos observado antes en el caso suní. Entre los chiíes, donde el gran ayatolá Alí Sistani sucedió en 1992 a Khoi, ese persáfono quietista aprovechó todos los recursos del aparato para man-tenerse alejado de un régimen que había seguido dan do pruebas, después del le-vantamiento del sur en 1991, de un inau-dito salvajismo hacia sus correligionarios y al que no quería aportar ni un ápi ce de legitimidad.

Pero la epopeya militante de Baqir al Sader había deja do sus huellas, y uno de sus primos, Sadiq al Sader, recogió la antorcha de la movilización del depaupe-rado pueblo chií, en el que la explosión demo gráfica, la migración masiva hacia las ciudades y las precarias condicio nes de vida en “Sadam City”, en las afueras de Bagdad, habían aumen tado su mise-ria. Su intenso trabajo social y el desa-rrollo de actividades de beneficencia y de redes caritativas recordaban las que había puesto en marcha entre los chiíes pobres libaneses otro primo educado en Nayaf, Mussa al Sader, fundador del Mo-vimiento de los Desheredados (Harakat al Mahroumin), en un medio comparable: explosión demográfica, guerra civil y mi-gración masiva del sur de Líbano hacia la Dahiyya, los subur bios pobres de Beirut. Así como Mussa al Sader había sido bien visto por los guardianes del orden esta-blecido en Líbano, dado que canalizaba hacia la piedad a una población con sen-timientos volátiles, Sadiq al Sader gozó en un primer momento del beneplácito de Sadam. Aunque hubie ra hecho asesinar a su primo Baqir en 1980, el déspota apre-ciaba en el nuevo Sader el que fuera un ayatolá de raza árabe, que podría oponer-se llegado el caso al iraní Sistani. Frente a la hauza (el “seminario”) estereotipado y silencioso (samita) del gran ayatolá, que propugnaba el retiro del mundo, Sadiq al Sader ideó una hauza natiqa (un “semina-rio locuaz”) que se insertaba en el mundo

hasta lo más profundo de sus pro blemas sociales y movilizaba toda una red de pequeños predicadores de barrio, de re-caudadores del quinto y de mulás de base surgidos de una generación desheredada y que se esforzaban por aligerar el fardo del em bargo.

Sader, con el modelo de lo que había hecho Jomeini al apoderar se del poder en Irán, autorizó de nuevo a los chiíes a rezar en congrega ción el viernes. Hasta enton-ces, la tradición hacía que la plegaria, que se efectuaba en nombre del gobernante musulmán, estuviera en suspenso mien-tras el Mesías no hubiera vuelto: no podía apelar a un príncipe con siderado intrín-secamente malvado. En la República Islá-mica tenía senti do, ya que el poder estaba en manos de los religiosos. Restaurada en Irak, agradó a Sadam, lo que, en un primer momento, aplacó al tirano. Pero sobre todo permitía organizar reuniones masivas y los sermones fueron tomando, con los años, un cariz cada vez más hostil hacia el régi men. La sanción no tardó en llegar: al igual que su primo Baqir, Sadiq al Sader fue asesinado por los esbirros de Sadam en febrero de 1999, con dos de sus hijos. Quedaba uno, Muqtada, de algo más de 20 años de edad, que esta-ba haciendo su aprendizaje clerical en el momento del ase sinato de su padre. No tardó en construir un capital político y religioso sobre el martirio paterno: Sadiq al Sader era idolatrado por las masas del bajo pueblo chií, que blandía su retrato en cualquier ocasión. Cuatro años des-pués, la invasión americana, al derrocar al déspota, abrió un va cío de poder que el joven clérigo, heredero de un famoso linaje, se ha es forzado por llenar.

La división actual del mundo chií

Cuando el régimen de Sadam se hundió, en abril de 2003, el mundo del chiísmo iraquí, que era objeto de todas las aten-ciones en los círculos de poder de Was-hington, estaba dividido en varios polos. El mismo uni verso de los exiliados estaba disperso en una multitud de pequeños par tidos y sectas que el Gobierno ameri-cano, que financiaba el Con sejo Nacional Iraquí (INC), dirigido por el hombre de negocios chií Ahmad Charabi, tenía dificultades para clasificar. El Pentágono y los conserva dores le apoyaban ferviente-mente, enfrentados con el Departamento de Estado, más sensible a la ASRII del ayatolá Mohamed al Hakim, con base en Teherán, a quien la diplomacia americana

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consideraba con mayor apoyo popular. A los dos se les añadían una multitud de grupos naciona listas, marxistas, laicos o religiosos, que, según el universitario Faled A. Jabar, “salvo el objetivo com-partido de eliminar el régimen totalitario del Baaz, no tenían nada en común”. Los delegados chiíes de la última con ferencia del INC antes de la invasión, reunida en Londres en diciembre de 2002, “no figu-raban”, señala, “como un único bloque unido en tor no a perspectivas ideológicas, sociales o políticas”.

En realidad, el vacío institucional so-bre el terreno, en una sociedad en la que la peste del Baaz había segado cualquier tipo de vida asociativa y en la que el embar-go había impedido la recuperación de la sociedad ci vil, se llenó, a la caída del régi-men, con dos fuerzas principales, ninguna de las cuales figuraba en el INC y con las que la administración provi sional ameri-cana no ha sabido construir relaciones. La primera era la je rarquía chií presidida por el gran ayatolá Sistani, a su vez a la cabe-za de la marja’iyya (el cuerpo de clérigos, fuente infalible de autoridad, reuni dos en la hawza, es decir, el seminario religioso, de Nayaf ). La segunda era la formación que tejió rápidamente el joven Muqtada al Sader reavi vando la memoria y las redes de su padre. La emergencia de ambas fuer zas, que entraron muy pronto en conflicto, apenas algunos meses des pués de la caída de Bagdad, estructuró la competencia por el poder en el seno del mundo chií, aun-que el eventual agotamiento de la segunda po dría un día liberar un espacio alternativo que permita a actores políticos no religio-sos ocupar terreno.

El poder de las redes controladas por el gran ayatolá Sistani se mani festó du-rante la progresión del Ejército ameri-cano cuando alcanzó Nayaf, camino de Bagdad. El marja’ supremo ordenó a sus fieles que no se opu sieran a las tropas de Estados Unidos, pero a la vez prohibió a los solda dos que se acercaran a la hawza. Imágenes espectaculares en la televisión mostraron a los GI reculando, con el fusil en bandolera, mientras un mulá entur-bantado, enviado por la oficina de Sistani, transmitía instruc ciones a su oficial, en medio de una tensa multitud sobre la que el domi nio del mulá era visible. De en-trada, el control de Nayaf es la principal apuesta de poder para todos los que, en el campo chií, luchan por la he gemonía sobre la comunidad a través del control de su instancia religio sa. El 10 de abril, Abdel Majid al Khoi, el nieto del prede-cesor de Sistani, el gran ayatolá Al Khoi y

él mismo ayatolá, representante de la ten-dencia más racionalista, liberal y proocci-dental en el mundo clerical, a la vuelta de su exilio londinense, fue sacado por una multitud furiosa del mauso leo del imam Alí, conducido atado al domicilio vecino al del joven Muq tada al Sader (según las acusaciones posteriores) y, por último, apuñala do hasta la muerte antes de que su cadáver fuera arrojado a la calle. Ese acto simbólico y sacrílego marcó a la vez la irrupción de la corriente di rigida por Al Sader en el campo politicorreligioso ira-quí, la violencia de las acciones vinculadas con el poder sagrado, la determinación de un protagonista dispuesto a recurrir a los sicarios para imponerse y la inca pacidad de las fuerzas americanas para proteger, como sucedió con Abdel Majid al Khoi, a

los ayatolás más receptivos a la democrati-zación de Irak tal como se entiende en la otra orilla del Atlántico.

La marcha hacia la preponderancia de Muqtada al Sader pasaba por la conquista de una base de poder social a partir de la que pudiera lan zarse al asalto de la hawza de Nayaf. De entrada, la encontró en los gran des suburbios chiíes de Bagdad, don-de sus partidarios impusieron la nueva de-nominación de Medinet al Sader (Ciudad Sader, la “Sader City” de los periodistas), marcando así la toponimia del Irak libera-do con un nombre que se refería al padre mártir pero que confería ipso facto legiti-midad y visibilidad al hijo. La sustitución tuvo lugar en el momento en el que Bag-dad estaba entregado al pillaje y a la anar-quía, en los días que siguieron a la entrada

de las tropas americanas, sin que éstas hi-cieran nada para restablecer el orden. Por el contrario, los imames de las mez quitas chiíes de los barrios pobres, donde residía un buen número de sa queadores, reco-gían los objetos robados para devolvérse-los a sus propie tarios, demostrando así su papel en la moralización de las relaciones sociales. Tal control social fue inmediata-mente prolongado mediante la anexión de dispensarios y hospitales, en los que enfermeras y médicas fueron obligadas a ponerse el velo. En el ínterin, se formó el “ejército del Mesías” (jaish al mahdi), una milicia que empezó ocupándose de te mas municipales (recogida de basuras, circula-ción, “persecución del Mal y alabanza del Bien”, en las zonas en las que patrullaba), antes de trans formarse en el brazo armado del joven dirigente.

Muqtada al Sader necesitaba com-pensar a base del activismo y de la vio-lencia que ejercía sobre sus adversarios su déficit de erudición y su ju ventud, un obstáculo difícil de superar en el mundo chií, así como su ab soluta ignorancia del mundo exterior, que ve a través del estre-cho pris ma de sus convicciones. Su úni-co viaje al extranjero ha sido a Irán. De allí volvió del exilio, el 10 de mayo de 2003, el ayatolá Mohamed al Hakim, lí-der espiritual de la ASRII, después de 23 años. En principio, se cui dó de escenifi-car su retorno a imagen del de Jomeini a Teherán el 1 de febrero de 1979, pero la multitud fue mucho menos numero-sa. Con el apoyo del Departamento de Estado, en contacto con la ASRII desde antes de la caída de Sadam, se postuló como federador del polo chií y candi-dato a la dirección de un Irak islámi-co en el que estuvieran recono cidos los diferentes grupos etnicorreligiosos que componen la población y pusiera en pie el pluripartidismo. Intentó superar las divergencias entre el quietismo de Sistani y el extremismo de Al Sader, que inquie-taba, fuera del círculo de sus partidarios, tanto a las clases medias chiíes como a los suníes o los kurdos. Las esperanzas puestas en Mohamed al Hakim se fueron al traste con su asesinato, el 29 de agos-to de 2003, cuando la explo sión de un coche bomba en Nayaf provocó más de 100 muertos. Yiha distas suníes y fuerzas americanas se responsabilizaron mutua-mente; y la elección dos días después, de su hermano Abd el Aziz, a la cabeza de la ASRII, no compensó a la organización de la pérdida de su carismáti co dirigente. La vía estaba despejada para el activismo de Muqtada al Sader.

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Al Sader buscó simultáneamente ero-sionar la influencia de Sistani y conferirse una estatura que sobrepasara su clientela chií multiplicando señales dirigidas a los suníes radicales y manifestando su execra-ción ha cia los americanos y los occidenta-les en general. A mediados de octubre de 2003 lanzó destacamentos de su “Ejército del Mesías” sobre Nayaf para apoderar-se del mausoleo del imam Alí y desalo-jar de allí a los fieles del ayatolá Sistani. Éstos tenían ventaja, pero las posicio-nes se plantea ban con claridad. En enero de 2004, mientras los telepredicadores y otros islamistas catódicos de las cadenas de televisión árabes se excitaban con la decisión francesa de prohibir la exhibición de signos religiosos en la escuela, Sader, a pesar de su conocimiento un tanto bru-moso de Fran cia y del mundo en general, arremetía con violencia contra París, bus-cando la intervención en un debate que sobrepasaba los meros retos del chiísmo. En marzo de 2004, mientras la violencia, imputable sobre todo a los militantes ra-dicales del “triángulo suní” Bagdad-Falu-ya-Ramadi, alcanzaba inusitadas propor-ciones y la Constitución provisional de Irak era adoptada por el Consejo interino de Gobierno a pesar de las reticen cias del gran ayatolá Sistani, el asesinato por Israel del jeque Ahmad Yas sin, guía del Hamás palestino, dio a Sader la oportunidad de convocar una manifestación en solidari-dad con esa organización. Al promover la identificación entre el combate de Hamás contra Israel y el de su “ejér cito del Me-sías” contra Washington, Muqtada al Sa-der, quien, al hacer lo, también insistía en la asimilación entre el Tsahal y el Ejército estadou nidense sugerida profusamente en las imágenes de las televisiones árabes por satélite, intentaba superar el antagonismo entre chiíes y suníes, ha ciendo un guiño político a los segundos. El movimiento se amplificó con la coincidencia del levan-tamiento suní en Faluya el 5 de abril de 2004 y las mani festaciones convocadas para el 5 por Sader para protestar por su incri minación oficial en el asesinato de Abdel Majid al Khoi el año anterior. El motín alcanzó a los bastiones chiíes de Basora y Kufa, donde el líder del “ejército del Mesías” se hizo fuerte rodeado de sus fieles, desafiando a las fuerzas america-nas a capturarle o matarle, con el peligro de agitar a la comunidad y colocar en una situación insostenible a Sistani y a los di rigentes chiíes que promovían la conciliación con Washington. En mayo de 2004, el Ejército americano tuvo que admitir el hecho consumado de que había

enclaves autónomos en los que no podía penetrar (Faluya, Kufa, y en parte Me-dinet al Sader), mientras que su crédito moral fue gravemente alcanzado por la difusión mundial de fotografías de prisio-neros iraquíes desnudos humillados por sus guardianes.

Tal deshonra erosionó el mismísimo fundamento ético del que se va lían los ideólogos neoconservadores que habían promovido la invasión de Irak, es decir, la restauración de la democracia y la abo-lición de las prácticas degradantes a las que Sadam estaba acostumbrado, aunque las torturas hasta la muerte que hacía practicar no fueran comparables con las vejaciones sufridas por los prisioneros iraquíes. Las chocantes imáge nes, de un

nuevo y sobrecogedor tipo, ocultaron en parte otras, difundi das al mismo tiempo pero que parecían triviales, de prisioneros humilla dos, uno de ellos incluso asesi-nado a sangre fría, víctimas del chantaje ejercido sobre sus Gobiernos. Los terro-ristas de todo tipo han acostum brado a los telespectadores a imágenes de cautivos originarios de países desarrollados. En es-te caso, se trataba de rehenes extranjeros, japoneses y sobre todo europeos, secues-trados por grupos que, como sus pares li baneses de los años ochenta, multipli-caban las apelaciones como otros tantos señuelos: brigadas verdes, combatientes de la yihad, etcétera.

El fenómeno indicaba una doble in-ternacionalización del conflicto y llevó a Estados Unidos a un engranaje incon-

trolable. Mostraba la irrup ción de yiha-distas extranjeros en el suelo de Irak y proyectaba los pro blemas iraquíes al resto del planeta, Europa sobre todo. La pre-sencia de yihadistas fue favorecida por la desmovilización del Ejército de Sadam, que dejó de tener cualquier control sobre las fronteras durante el año si guiente a la caída de Bagdad. Fue atestiguada por las numerosas deten ciones de árabes suníes procedentes de los países vecinos, y tam-bién por las ceremonias en honor de los “mártires” de la yihad caídos en Irak, en las mezquitas saudíes, kuwaitíes, sirias, etcétera. Más preocupante tanto para Es-tados Unidos como para Europa es la toma de rehenes entre los súbditos occidentales y como consecuencia, de sus Gobiernos, so-bre los que se ejerce un macabro chantaje. Después del atentado del 11 de marzo de 2004 en Madrid, que había manifestado la capacidad del terrorismo para golpear directamente una capital euro pea –y para intervenir en el proceso político democrá-tico, pesando so bre el resultado de unas elecciones–, el asesinato de un rehén italia-no y las exigencias de los secuestradores de sus compañeros de infortunio para que la población italiana saliera a la calle pidiendo la retirada de las tropas enviadas a Irak, es uno de los signos de que la “guerra contra el terror” no se ha acabado con la caída de Bagdad. La impericia de la po lítica ameri-cana en Irak permite hoy que los adeptos a la yihad y sus compañeros de viaje abran, como acabamos de ver, un nuevo flanco: el campo de batalla europeo. ■

Septiembre de 2004

[Versión abreviada del capítulo 5 del libro de Gilles Kepel, Fitna. Guerra en el corazón del islam, Ed. Paidós, Barcelona.]

Gilles Kepel es profesor del Institut d’Études Poli-tiques de París. Autor de Al Oeste de Alá y La Yihad: expansión y declive del islamismo.

EL DÉFICIT CÍVICO EUROPEOVÍCTOR PÉREZ-DÍAZ

1. Introducción: en un espíritu de euromoderación

E la actualidad, las clases ilustradas euro-peas hablan y actúan como si “Europa”, lo que supuestamente querría decir “los europeos”, hubiese tomado la fi rme y de-liberada decisión de construir una Euro pa políticamente unida. Pero para que ello f cierto tendría que existir una cultura política europea de ciudadanía activa que aún no ha llegado a gestarse. El espacio público y el demos europeos, dos compo-nentes fundamentales e interrelacionados de la civitas europea, siguen siendo lu-gares y personajes inaprensibles. Es evi-dente el malestar que sienten bastantes europeos ante lo que realmente sucede en el seno de la Unión Europea. Muchos de ellos parecen indiferentes ante el funcio-namiento de las instituciones europeas, cuando no ante la propia existencia de dichas instituciones, y tampoco parecen entender el laberinto de regulaciones y directivas que emanan de ellas. A veces, cuando se le convoca a referéndum para que dé su aprobación al resultado de las negociaciones entre las élites políticas eu-ropeas, el público se niega a asumirlo, tal como ha ocurrido en Irlanda, Noruega, Suiza y Suecia en diferentes ocasiones, y como casi llegó a suceder en Francia con motivo de la ratifi cación del Tratado de Maastricht. Los euroentusiastas desdeñan estas señales y adoptan el lema de “avan-zar a toda costa”, según se desprende de la reacción actual de la élite política ante la baja participación en las últimas elec-ciones europeas, mientras se apresuran a promulgar una Constitución que la gente apenas conoce. Sin embargo, estas reac-ciones sugieren un déficit de liderazgo democrático, ya que ponen de relieve el poco respeto que los líderes demuestran por el demos al que se supone que lideran.

Con el tiempo, este desmesurado afán por “avanzar a toda costa” acabará siendo

contraproducente. En su lugar, creo que hacer una pausa para reevaluar la base conceptual e histórica del proceso euro-peo sería una estrategia más inteligente, en particular en tiempos como los que vivimos, de agresión externa, división in-terna y confusión generalizada. Por eso, en un espíritu de euromoderación, me propongo aplicar cierta dosis de pensa-miento crítico a un componente crucial, pero todavía ausente, en la cultura po-lítica que debería constituir la base de cualquier construcción democrática de una Europa unida. Subrayaré el limitado entendimiento que muchos europeos tie-nen de la ciudad europea como un orden de libertad, y de los deberes cívicos de su ciudadanía. Exploraré algunas de sus cau-sas arraigadas en un pasado relativamente reciente y dejaré para otra oportunidad (salvada una alusión) el debate sobre sus efectos a la hora de enfrentarse con las amenazas actuales y con el futuro.

Mi argumentación se desarrolla en dos etapas. En primer lugar, analizo el lenguaje de la ciudadanía y profundizo en su dimensión de “deber cívico” a partir del discurso clásico. Defi endo la idea de civitas como un orden y un marco de li-bertad, y mantengo que este orden ni se perpetúa por sí mismo ni se defi ende a sí mismo. Desde un punto de vista norma-tivo, hay que construirlo, reconstruirlo y defenderlo una y otra vez. Pero las ideas y las orientaciones normativas han de ser entendidas en su contexto. Por ello, en un segundo paso busco en la historia de la Europa moderna y contemporánea el contexto de verosimilitud para este dis-curso. Mi análisis esboza, en líneas gene-rales, las razones por las que la dimensión del deber cívico está poco desarrollada en el continente europeo, lo que ha dado lu-gar a que pueblos y gobiernos se habitúen a adoptar una actitud de benefi ciarios (re-lativamente) pasivos (free-riders) en mate-rias de seguridad y defensa exterior.

2. El discurso de la ciudadaníay el deber de defender la ciudadcomo un orden de libertad

Expresiones de razonamiento práctico y formas de vida

Alasdair MacIntyre sugiere que nuestro lenguaje de razonamiento práctico se deriva de las presuposiciones tácitas que acompañan a nuestra forma de vida y se ajusta a la clase de personas que pensamos que somos (1988: 389 y sigs.). No podemos inventar o decidir sobre ese lenguaje a nuestro antojo, simplemente reflexionando sobre él o modificando nuestros esquemas mentales. El lenguaje tiende a ajustarse a nuestras experiencias reales. Un idioma determinado de razonamiento práctico en política, el de la ciudadanía, se corresponde con la práctica de vivir en la ciudad y de atender a los derechos y deberes en los que se supone que el ciudadano ha de ocuparse, así como al bien común.

El discurso de la ciudadanía admite una gama de variaciones. El de nuestra ciudad moderna, la comunidad política occidental de los últimos siglos, ha evolucionado en torno a un compromiso complejo, una mezcla, entre el lenguaje clásico de la ciudad antigua y un abanico de argumentos que nacieron en los albores de la Europa moderna. Sigue muy influido por el lenguaje clásico del pasado, y la consecuencia de ello es que, para que ese lenguaje sobreviva, también debe persistir un fragmento signifi cativo del modo de vida de la edad clásica, encapsulado (MacIntyre 1988: 391) en las nuevas formas vitales de una sociedad moderna y abierta, es decir, las formas que se corresponden con los principios liberales (y, pace MacIntyre, no “comunitarios”) de la economía de mercado, la sociedad plural y una diversidad de visiones del mundo.

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Europa como un sistema de ciudadeseuropeas, y la emergencia, en algunas de ellas, de un orden de libertad

L idea misma de “Europa” y la de “Euro-pa como un sistema de ciudades”, o co-munidades políticas autónomas, se for-jaron casi al mismo tiempo. Según algu-nos historiadores, como J. G. A. Pocock ( 20), el término “Europa” fue susti-tuyendo poco a poco al de “Cristiandad” en el periodo comprendido entre el fi n de la Guerra de Sucesión española (ha-cia 1713) y las Revoluciones Francesa y Americana. En aquel tiempo, Europa se convirtió gradualmente en un sistema de Estados que competían entre sí pero es-taban unidos por una comunidad de co-mercio y de usos o maneras sociales. En Inglaterra y, en su momento y hasta cier-to punto, también en otros países surgió una sociedad comercial y educada, y un Gobierno capaz de asegurar la paz inter-na, relativamente poco entorpecido por la Iglesia y las congregaciones o las sectas religiosas, todo ello sometido al imperio de la ley. Se establecieron, así, las condi-ciones para que resurgiera el lenguaje de la ciudadanía, adoptado a partir de una tradición antiquísima y distinguida que, siguiendo diferentes rutas, como la de la

Cristiandad y la del humanismo legal y cívico, tan importante en la historia de las ciudades italianas, podría remontarse a la época clásica.

Este lenguaje se basa en la defi nición del ciudadano como miembro de una ci-vitas, una comunidad política de un tipo determinado. Aunque esta pertenencia otorga al individuo un conjunto de de-rechos, también le confi ere determinadas obligaciones. En la ciudad clásica, el de-recho a gobernar se contrarrestaba con el derecho a ser gobernado de forma apro-piada. Ello implicaba el deber de obede-cer bajo ciertas condiciones, entre ellas la sumisión de los propios gobernantes a las leyes de la ciudad. En la visión clásica, los “muchos” podían hacer oír su voz, y posiblemente elegir a sus líderes, mientras que los “pocos” gobernaban, pero eran responsables ante los “muchos”, y todos ellos debían ejercer su función dentro de un marco de normas bastante estables y predecibles (Aristóteles 1941 [siglo iv a. de C.]: 1212 y sigs.).

Por su parte, la comunidad políti-ca moderna, que se corresponde con el tipo de sociedad educada y comercial à l’anglaise, introdujo una concepción de las normas como sujetas a límites estric-tos, ya que los derechos de los ciudadanos

restringían su ámbito de aplicación. Estos derechos implicaban un derecho general de “libertad negativa” (Berlin 1969:118 y sigs.), por el que se protegía al indivi-duo de la coacción externa en el acceso y disposición de recursos y atributos bá-sicos, como la seguridad física, la pro-piedad privada, el honor y las creencias religiosas. Cada una de estas libertades se desarrolló como respuesta a situaciones específi cas; pero, en cierto momento, se consideró que todas ellas estaban conec-tadas entre sí, se reforzaban mutuamente y respondían a un “principio” de libertad, que daba sentido a esas conexiones, y al entendimiento de la sociedad “bien orde-n como orden de libertad. Este orden podría entenderse como el entramado de las libertades negativas de los individuos, entretejidas unas con otras y formando un sistema.

La defensa de la ciudad y las dos dimensiones de la ciudadanía: la herencia clásica

Ahora bien, este orden de libertad tiene que ser defendido por agentes humanos. No es un conjunto de mecanismos ins-titucionales que se regulan, se defi enden y se perpetúan a sí mismos. Por el mero

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hecho de existir no persiste en su ser. No vivimos en un mundo parmenideano en el que el Ser subsiste en sí y por sí. Las leyes establecen las condiciones generales que d suscribir cualquier acción política, le-g pero no prescriben su contenido ni la sustituyen. De ahí, la necesidad de una continua actividad de los miembros de la sociedad orientada a mantenere lo stato (Pocock 1975: 175) frente a los enemigos externos, la corrupción interna o ambos, y, frente a los avatares de la fortuna, es de-cir, de nuevas contingencias imprevisibles. Ello es especialmente necesario en tiempos de guerra, cuando existe una apremiante necesidad de defender el orden de liber-tad. A esta circunstancia cabe aplicar las

palabras de Pericles, en lo que ha llegado a convertirse en un texto sagrado para la tradición occidental de la sociedad abierta (según el modelo de la ciudad ateniense, y no de la sociedad cerrada de las ciudades espartanas), con las que nos recuerda que la libertad no puede perdurar a menos que el pueblo esté dispuesto a defenderla y morir por ella (Tucídides 1972 [siglo v a. de C.]: 143 y sigs.).

De este modo, la ciudad clásica de tipo abierto o liberal, que se corresponde con un orden de libertad, es libre en dos sentidos: garantiza las libertades indivi-duales de sus ciudadanos, y lo hace no sometiéndose a fuerzas externas hostiles a ese orden. La pertenencia a la ciudad, la ciudadanía, comprende, así, dos dimen-siones: la de los derechos, mediante la cual el pueblo puede disfrutar del ejerci-cio de sus libertades; y la del deber cívico, que incluye las obligaciones de cada ciu-dadanos hacia los demás y de todos hacia su ciudad.

Variedades de ciudadanos activos: ciudadanos ‘clásicos’ y ciudadanos ‘monitores’

E interpretación liberal de la ciudadanía es el legado de debates intelectuales y experiencias históricas acumuladas a lo largo de mucho tiempo, principalmente d los siglos del Atlántico. Nuestra concepción de los fundamentos y los retos de la ciudadanía en una sociedad libre sigue siendo básicamente la misma desde entonces. Sus fundamentos son mecanismos inst i tucionales e interpretaciones culturales por los que se intenta conseguir un equilibrio entre los derechos y los

deberes que poseen los individuos como consecuencia de ser parte, de manera inteligente, voluntaria y activa, en un orden de libertad. Dado que diversas amenazas internas o externas pueden poner a este orden en peligro, la ciudad necesita ciudadanos comprometidos en su defensa. No requiere ciudadanos “profesionales” a tiempo completo, implicados continuamente en los asuntos públicos y propensos a raptos de entusiasmo político, pero sí ciudadanos alerta, lo sufi cientemente comprometidos como para que responsabilicen a sus líderes de sus actos, no pierdan de vista el transcurso de los acontecimientos y estén dispuestos a asumir costes personales en la defensa de la ciudad.

En condiciones “normales” estos ciudadanos se ocuparían de sus propios asuntos, pero estarían listos para intervenir en aquellos temas que juzgasen más relevantes, como Michael Schudson piensa que hacen con frecuencia los

ciudadanos norteamericanos de hoy, que encajarían en el modelo del “ciudadano monitor” (1998: 311). Este ciudadano monitor se convierte en un “ciudadano activo” en el momento en el que cruza la l que separa una atención intermitente de una atención continua o casi continua a los asuntos cívicos. Ahora bien, “cruzar esa línea” es una posibilidad permanente y siempre inminente. La razón de ello es que sólo es posible el comportamiento selectivo del ciudadano monitor en un orden de libertad en funcionamiento. En otras palabras , para que los ciudadanos puedan explorar la totalidad de los asuntos políticos y seleccionar entre ellos los que juzgan interesantes,

deben reunirse una serie de condiciones generales; y, aunque en épocas favorables cabe darlas por supuesto, en momentos críticos se ven amenazadas y hay que defenderlas. Como las circunstancias críticas pueden producirse en cualquier momento, los ciudadanos, aunque sólo sean “monitores”, han de encontrar un equilibrio al repartir su atención entre los asuntos públicos y los privados, pues han de prestar atención a ambos a la vez de forma continua.

La defensa de la ciudad como orden de libertad es, por tanto, una parte crucial de la condición ciudadana. Se trata de una tarea multidimensional y comple-ja. El oficio del jurista, la deliberación política, la diplomacia, el comercio, la educación, los ritos religiosos: todas estas actividades pueden contribuir a esa defen-sa, y pueden entenderse como instrumen-tos que la ciudad debe utilizar con tal fi n. Pero de ningún modo se puede eludir el hecho de que, en ese contexto, la dispo-

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sición a emplear la fuerza para defender la ciudad, si y cuando sea necesario, es el núcleo duro de dicha tarea y nos propor-ciona un test del sentido del deber cívico que posean los ciudadanos.

3. Una historia europea: a) el drama de la Gran Guerra y la deriva posterior

El récord de las sociedades europeas contemporáneas respecto a la capacidad de sus miembros para estar a la altura de la concepción de ciudadanía que he descrito y para responder a los desafíos de c momento, incluido la de recurrir a la fuerza en la defensa de la ciudad, es contradictorio. Y nuestro carácter político actual se deriva de esta contradicción, a la vez que la refl eja.

Como he señalado antes, ya se ob-servaba el esbozo de una sociedad civil europea en el naciente sistema de Estados del siglo xviii, vinculados a través del co-mercio y de una comunidad de maneras sociales, de una visión del mundo que valoraba de forma muy positiva la “ciu-dad terrenal” y de un tipo de gobierno orientado a garantizar la paz interna fren-te a la amenaza de los confl ictos religiosos típicos de las centurias precedentes. Sin embargo, las ilusiones de sociedad civil albergadas durante el siglo xviii no se llegaron a materializar a lo largo de los dos siglos posteriores. En ellos, lo que se desplegó ante el observador no fue tanto una sociedad civil europea como un es-cenario complejo en el que se mezclaron procesos de civilidad con una guerra civil intermitente, intercalada con periodos de tregua entre adversarios armados que se convertían en enemigos casi a la primera oportunidad.

Los Estados absolutistas europeos, y más tarde los Estados-nación, se enzarza-ron en guerras frecuentes. Lucharon en Europa, en América y en Asia, participa-r en las guerras revolucionarias y las na-poleónicas, y se implicaron en una suce-sión de guerras locales a lo largo del siglo xix. Durante la mayor parte de este tiem-po, la actuación de los ciudadanos refl ejó las disposiciones más contrarias. Aunque el nacionalismo incluía la disposición a luchas con otros Estados-nación, también se combinó con el constitucionalismo, los derechos individuales y el liberalismo. Los ciudadanos se vieron sometidos a una educación de desconfi anza e incluso odio hacia otras naciones, pero siempre quedó abierta la posibilidad de acuerdos, intere-ses convergentes y puntos de vista comu-

nes entre ciudadanos de diversos países. Aunque el nacionalismo inclinó al pueblo a excesos de incivilidad, el lenguaje de la civilidad también formó parte de la expe-riencia de la ciudadanía.

En cualquier caso, las experiencias más cruciales en la formación de nues-tro entendimiento y nuestra práctica de la ciudadanía se produjeron en el siglo xx. De nuevo los datos son contradicto-rios, y la “experiencia feliz” de la Europa Occidental de la segunda mitad del siglo debe ser contemplada con perspectiva y contrastada con un lado oscuro de una dimensión tal que no cabe desdeñarlo o restarle importancia. En esta época, las experiencias más importantes de Europa han sido el drama de la Gran Guerra, el desorden del periodo de entreguerras, la II Guerra Mundial y la guerra fría.

¿‘Sufriendo’ el totalitarismo?

La Gran Guerra fue la culminación de una serie de pasos que se iniciaron en el siglo anterior. En trazos inevitablemente un poco gruesos, cabe decir que la población había sido domesticada y conducida por un camino de destrucción mutua, en buena parte suicida, de la mano de sus élites gobernantes. En la escuela pública, el profesorado imbuía a los niños de doctrinas patrióticas, cuando no chovinistas. Después, los jóvenes cumplían el servicio militar en cuarteles en los que otros funcionarios del Estado seguían inculcándoles ideas similares. La gente leía prensa patriótica, que describía el mundo como un escenario en el que se desplegaban las rivalidades entre las distintas naciones. Iba a las iglesias, a escuchar sermones de labios de sacerdotes o pastores que mezclaban símbolos religiosos y patrióticos. Respaldaba a p políticos imbuidos de entusiasmo patriótico, o contagiados por él en el momento crítico. No cabe sorprenderse de que estas gentes se lanzasen a la Primera Guerra Mundial entonando canciones patrióticas y que intentaran acostumbrarse, lo mejor que pudieron, a una vida de miseria en las trincheras y a un número de pérdidas devastador durante más de cuatro años.

Pero se acostumbraron sólo hasta c punto. Porque una vez cumplido su d esos ciudadanos-soldados volvieron a casa profundamente desmoralizados, lo que explica la difusión posterior del auto-ritarismo, el totalitarismo y los partidos políticos y regímenes inciviles por todo el continente europeo en los años venideros.

El espíritu bélico permaneció latente en la vida europea bajo diversas formas, nuevas o viejas, como la lucha de clases y el odio racial, el confl icto religioso y el naciona-lismo agresivo.

En el periodo de entre la Primera y la Segunda Guerra Mundiales, buena parte de las nuevas generaciones se encontró a la deriva. Muchos terminaron por enrolarse en alguno de los varios movimientos auto-ritarios, o peor aún, totalitarios de la épo-ca. El centro moderado, con sus seguido-res de mentalidad liberal y civil, pasó a ser un actor secundario en el “Gran Juego”.

De este modo, la Europa continental no “sufrió” el totalitarismo del siglo xx, por más que ciertos observadores (como, por ejemplo, Todorov 2003: 90) hayan defi nido la experiencia europea con el to-talitarismo del siglo xx, precisamente, co-mo “sufrimiento”. “Sufrimiento” es aquí un eufemismo que evoca una imagen de víctimas pasivas de un régimen impuesto, cuando en realidad muchísimos europeos abrazaron y practicaron con fervor las doctrinas totalitarias, imponiéndoselas a sí mismos y a sus vecinos, y, una vez puestas en práctica, defendieron los regí-menes resultantes con convicción, y en algún caso, como el alemán, lucharon por él hasta el fi nal.

Hitler llegó al poder y se mantuvo en él con el apoyo o la aquiescencia de la mayoría de la población alemana y austriaca. Muchos franceses consintie-ron un Gobierno que colaboraba con los alemanes, y sólo cambiaron de tercio c el Ejército norteamericano desem-barcó en su país y lo liberó, casi al fi nal de la guerra. Mussolini duró mucho más en el poder que Hitler, gracias al apoyo de la mayoría del pueblo, y su caída fue un resultado de los avatares de la gue-rra. Los Gobiernos fascistas, de una u otra variedad, predominaron en Europa continental durante diez o veinte años, y su declive fue un subproducto de la II Guerra Mundial. Las iglesias cristia-nas contemporizaron con esta situación. En la península Ibérica, dos regímenes autoritarios consiguieron mantenerse en los treinta años posteriores al fi nal de la guerra mundial. En el Este, se impuso el comunismo en los países conquistados, pero fue respaldado por minorías de al-guna consideración en varios de ellos, y pudo subsistir gracias a la colaboración de un segmento de la población.

Así las cosas, en aquellos tiempos, la expresión “obligación cívica” adquirió muchas veces una signifi cación opuesta a la original. No denotó virtud cívica, con

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su referencia implícita a la virtud roma-na republicana en combinación con un espíritu liberal. Se convirtió, más bien, en una forma de expresar la sumisión al César, a saber, el duce, el führer o el caudillo, sus seguidores y los partidos totalitarios de la derecha; o, en el extremo contrario, al secretario general del Partido Comunista, su ejército de revolucionarios profesionales y los partidos totalitarios de la izquierda.

4. Una historia europea: b) una libertad no conquistadasino otorgada tras la II Guerra Mundialy las ambigüedades del papel de beneficiario pasivo (‘free-rider’)de la guerra fría

La guerra fría enfrentó a los totalitarios de izquierdas con los partidarios de una so-ciedad abierta o libre, y este en fren-tamiento respetó sólo a medias la división entre el Este y el Oeste. Por un lado, el totalitarismo comunista continuó rigien-do los destinos de la mayor parte de Eu-ropa Central y del Este, durante dos o t generaciones. Pero a ello hay que aña-dir la infl uencia de los partidos comunis-tas sobre una parte importante de la po-blación de la Europa occidental, con un amplio respaldo en las urnas en países co-mo Italia y Francia (durante muchos años, una tercera parte del electorado en Italia y un cuarta parte en Francia). To-davía hoy, esta influencia sigue siendo evidente en los medios intelectuales y de comunicación, y en una parte de ellos se sigue observando un sentimiento de dis-tancia, incluso de hostilidad, respecto a una civitas entendida como un orden de libertad que habría que defender contra sus enemigos.

Por otro lado, la gran mayoría de la p de la Europa occidental rechazó el totalitarismo y abrazó la democracia liberal, el imperio de la ley, la economía de mercado y un espacio público plural y tolerante. Esto ha proporcionado las bases p la construcción de la Unión Europea. El resurgimiento de la idea de ciudadanía en los Estados-nación europeos y ahora en la UE forma parte de ese escenario luminoso, que tiene, sin embargo, un costado de sombras.

El desequilibrio entre las dos dimensionesde ciudadanía en la posguerra

En el intervalo de unas pocas generacio-nes, muchos europeos pasaron de un exce-so de ejercicio y “entrenamiento” en acti-

vidades bélicas, muchas inciviles, durante la Gran Guerra, a un défi cit de formación en el ejercicio de su deber de defender la civitas contra los totalitarios en el pe-riodo de entreguerras. A ello le siguió el desempeño de un papel complejo en la defensa de un orden de libertad durante la II Guerra Mundial y la guerra fría.

Como ya he indicado antes, los ciu-dadanos activos deben lograr un equili-brio entre el ejercicio de sus derechos y el desempeño de sus obligaciones en la esce-na pública, incluyendo el deber de defen-der la ciudad. Si no lo hacen, se reducen a sí mismos al rango de súbditos, que no pueden entender la ciudad como un orden de libertad creado por sus propios actos ni, por tanto, sentirse plenamente responsables de ella. Ahora bien, Europa continental no se libró por sí misma de los regímenes totalitarios entre las décadas de 1920 y 1940, ni consiguió contener por sí misma la amenaza comunista pos-terior. Por eso, la mayoría de los europeos no pueden considerar que el orden de libertad que empezaron a disfrutar des-pués de la II Guerra Mundial fuese una consecuencia, sobre todo, de sus propios actos. En realidad lo fue, sobre todo, de los actos de otros. Sin duda ésta ha sido una experiencia crucial y defi nitoria para los europeos, porque si son incapaces de reivindicar su orden de libertad como una creación propia, tampoco pueden sentirse plenamente responsables de él.

Por lo tanto, ante ellos se ha abierto un proceso lento y laborioso de apropia-ción práctica e intelectual de su propio mundo. En esta empresa, y con el tiem-po, sólo han cosechado un éxito parcial.

Tras la II Guerra Mundial, los euro-peos occidentales no asumieron por com-pleto la defensa del mundo occidental contra los totalitarios de izquierdas, la Unión Soviética y sus aliados. En este esfuerzo, dependieron enormemente de la protección de EE UU. Francia no ha sido una excepción a esta regla. Los fran-ceses han podido pretender que no ne-cesitaban la protección estadounidense, pero es obvio que la OTAN, y EE UU, fueron un escudo para Francia contra la agresión soviética, y que la potencia nu-clear de EE UU fue la razón última de la contención de los soviéticos. Retirarse de la cadena de mando militar de la OTAN fue una forma de se dégager de la clase po-lítica francesa de cara al público, sin dejar de depender de la protección ajena en la realidad.

Europa ha mantenido su gasto de de-fensa a un nivel relativamente bajo. Sobre

todo, el público y la clase política no han cultivado las habilidades necesarias para desarrollar un pensamiento realista acerca de los riesgos y los costes que implica ba una acción decidida en materia de po-lítica exterior y de defensa, en términos tanto de principios como de intereses, y sabiendo cuándo actuar y cuándo demo-rar una acción, sin que ello implique una falta de resolución que revele una simple incapacidad para actuar. Todo ello ha inhibido la toma de conciencia respecto a las amenazas externas y la determinación para contemplar el uso de la fuerza como respuesta a ellas.

En cambio, aunque la dimensión del deber de la ciudadanía se ha desarrollado poco, incluido el deber de defender la ciudad, la dimensión de los derechos de los europeos occidentales se ha desarro-llado en exceso. De hecho, muchos auto-res dan simplemente por supuesto que la definición de ciudadanía se reduce a la dimensión de los derechos, y algunos de ellos hablan, por ejemplo de “un ideal de ciudadanía simbolizado en la concesión de derechos”, siguiendo la senda de los escritos de Marshall sobre “la centralidad del Estado como garante de los derechos civiles, políticos y sociales” (Crouch, Eden y Tambini 2001: 261). Es muy probable que Europa haya sido capaz de destinar importantes cantidades de recursos econó-micos a distintas áreas de política social en parte por su escasa disposición a invertir en el área de defensa. Las burocracias es-tatales han promovido proyectos de bien-estar de todo tipo, con planes públicos de salud, educación, pensiones y benefi cios familiares. Esto ha encajado con la incli-nación natural de los partidos socialde-mócratas y demócrata-cristianos o con-servadores, y al tiempo les ha ayudado a permanecer en el poder, alternándose o en coalición, la mayor parte del tiempo en la E occidental. Esto ha sido así porque la oferta de un Estado de bienestar por parte de políticos y funcionarios de uno y otro signo ha coincidido, por el lado de la demanda, con la inclinación natural de unas gentes cansadas de años de guerras, y quizá también avergonzadas de crímenes (exterminios, deportaciones) cometidos o consentidos durante tanto tiempo, y de tantos ejemplos de fracaso e impotencia, y que, por tanto, estaban deseosas de sen-tirse parte integrante de una comunidad y de vivir en un entorno benigno. De ahí, su anhelo por defi nir la ciudadanía en tér-minos de pertenencia y de derechos: dere-chos humanos, civiles, políticos, sociales, económicos y culturales.

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Acostumbrados a empresas colonialese intraeuropeas, pero poco habituadosa la dureza y el riesgo de una política exterior mundial

La atención de los ciudadanos europeos se ha centrado en el ejercicio y la garantía de sus derechos en el ámbito doméstico. Su atención ha sido menor, en general, en materia de política exterior. En ciertos momentos, han manifestado un cierto consentimiento tácito (ni respaldo to-tal, ni rechazo sistemático) con políticas exteriores de las minorías que podrían interpretarse como ejercicios de política colonial y nacionalista al estilo del siglo xix. Su consentimiento tácito no pudo convertirse en un ejercicio maduro de ciudadanía activa, dada la ambigüedad moral de muchas de esas empresas exte-riores, que solo podían justificarse ple-namente en términos de realpolitik y de

interés nacional. En casos como el de Alemania, el recuerdo de su historia du-rante la primera mitad del siglo xx hacía imposible este discurso. En casos como los de Francia y el Reino Unido (y otros), se pasó por la experiencia de guerras co-loniales fracasadas (Indochina, Argelia), expediciones semicolonialistas abortadas (Suez) y retiradas de las antiguas colo-nias que dejaron tras de sí una estela de luchas intestinas (India, Congo), golpes de Estado que condujeron a dictaduras sangrientas (Oriente Medio), Estados in-viables y violencia endémica (una buena parte de África). Estas experiencias de-jaron en la mayoría de los europeos un poso de sentimientos de culpa, vergüenza o confusión moral.

La experiencia formativa de la genera-ción de 1956/1968, que afecta a la mayo-ría de las actuales clases gobernantes euro-peas, ha dejado también un legado moral cuestionable y confuso en materia de polí-tica exterior. Para esta generación fue más fácil poner en tela de juicio la guerra de

Vietnam que plantarle cara al mundo to-talitario que tenían más cerca y reaccionar ante la entrada de los tanques soviéticos en Berlín (1953), Budapest (1956) o Praga (1968), o su amago de entrada en Varsovia (varias veces). Asimismo, las protestas por el despliegue de misiles Pershing en la dé-cada de 1980 sugieren una manifestación del idealismo abstracto de la juventud, o de su ética de buenas intenciones.

Pero un estudio atento de su adapta-ción práctica a las realidades de la vida, pública y privada, revela una actitud mo-ral más compleja. Sus buenas intenciones en el terreno de las relaciones exteriores fueron compatibles con un alto grado de r a la hora de aprovechar sus opor-tunidades en su propio país. De hecho, a lo largo de las décadas de 1970 y 1980, los miembros más conspicuos de esta ge-neración iniciaron una marcha silenciosa a través de las instituciones que les llevó

a posiciones de poder y responsabilidad, que utilizaron, a su vez, para mantener el sistema económico y político vigente con cambios menores. Su retórica del “cam-bio” y sus gestos simbólicos vinieron de la mano de conductas pragmáticas y gradua-listas. Por ello, esta generación impulsó el desarrollo de agrupaciones de intereses e identitarias que entraron en la arena pública con un espíritu similar, y articu-laron sus demandas tratando de conseguir reformas que reconocieran tales intereses y tales identidades. Con todo ello, esta generación centró sus esfuerzos en el ám-bito nacional, y tendió a mantener el des-equilibrio entre los derechos y los deberes de ciudadanía a favor de los primeros.

Al término de la guerra fría, ya en los años noventa, encontramos la mis-ma difi cultad para establecer una política exterior y de defensa enérgica, lo que se refl eja en la actitud de muchos europeos ante el terrorismo actual. Por un lado, bastantes europeos se inclinan a restar importancia al 11 de septiembre de 2001,

a desdramatizar sus consecuencias a largo plazo en Europa y en el resto del mundo, y a considerar que los nuevos desafíos requieren “algo más” que la preocupación habitual por la que se recurre a una mez-c de diplomacia y operaciones policiales, pero “no tanto” como para hablar de una “guerra contra el terror”. Esta actitud parece coherente con su experiencia an-terior. Como free-riders, o benefi ciarios (relativamente) pasivos durante la guerra fría, muchos europeos se han acostum-brado a no responsabilizarse de su defen-sa. Además, al no haber invertido mucho en este área, los europeos saben que su capacidad de defensa es modesta, por lo que tienden a tener a ajustar a la baja su sensación de peligro.

Por otro lado, los Gobiernos de países como Francia y Alemania, que habían estado en el corazón del proceso de cons-trucción europea, han podido sentirse justifi cados para tomar la guerra de Irak como una oportunidad para reafi rmarse como líderes europeos, bien porque no pensaron que la amenaza exterior fuera tan grave, bien porque sí se dieron cuen-ta, pero dieron por supuesto que EE UU se enfrentarían con ella y la resolverían de todos modos.

A la postre, quizá se dé una afi nidad electiva entre unas poblaciones ansiosas por eludir las amenazas externas y unos Gobiernos deseosos de dar prioridad a la política intraeuropea. De hecho, ninguna de las dos partes parece sentir una necesi-dad imperiosa de invertir más dinero en defensa (en el año 2003, la inversión per c41% de la de EE UU, y la de Alemania fue del 23%: SIPRI 2004), y ambas han tendido a desdramatizar la amenaza exter-na y a centrarse en los asuntos internos.

El proceso de aprendizaje, parcial, de la Europa del Este en materia de política exterior

Durante la guerra fría, observamos una asimetría en la visión de ciertos asuntos fundamentales entre los europeos occi-dentales y los orientales. Los occidentales han contemplado y deplorado la falta de libertad de la que adolecía la otra mi-tad de Europa, sin que ello les afectara profundamente. Dieron por sentado que el status quo seguiría en el futuro previ-sible, y una parte importante de ellos, especialmente en la izquierda, intentó un modus vivendi con un sistema tota-litario que incluso llegaron a considerar merecedor de cierta estima. Por el con-

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trario, los disidentes de la Europa del Este, que ansiaban para sí la libertad de la que disfrutaban sus vecinos occidentales, tuvieron una visión mucho más lúcida de su situación. Su experiencia diaria les pro-porcionó una mejor comprensión tanto de los principios en cuestión como de la dura realidad. Comprendieron claramen-te que el sistema comunista, carente de legitimidad, se basaba, en último térmi-no, en la fuerza. También sabían que el orden de libertad de la Europa occidental había sido consecuencia de una guerra, y se defendía de la amenaza comunista, en última instancia, gracias a una coalición militar liderada por EE UU.

Al fi nal, sin embargo, aunque la re-sistencia de los europeos del centro y del E al Estado totalitario fue muy notable, la transición hacia un orden de libertad fue resultado de la implosión del imperio soviético bajo la presión estadounidense más que de los propios esfuerzos de aqué-llos. Tras esta transición, en esos países, faltos de entrenamiento en el ejercicio de una ciudadanía activa durante décadas de Gobierno totalitario, prevaleció una actitud de “ciudadanos-consumidores”, que juzgaron al nuevo régimen por su ca-pacidad para proporcionarles crecimiento económico, bienestar social y otros bienes públicos. Al mismo tiempo, al proyectar esta actitud en las relaciones externas, y particularmente en la escena europea, esto se tradujo en la visión de cada país como un “consumidor” que reclama sus derechos y lucha por sus intereses vis-à-vis en el club europeo al que se intenta unir más que como un “ciudadano activo” que comparte con los otros países un proceso de deliberación y decisión supranacional orientado a un “bien común” europeo.

5. Conclusión: ¿se convertirá Europaen un pueblo de gentes extrañasentre sí y gobernadas por extraños?

El lenguaje europeo (y norteamericano) de la ciudadanía procede, en gran medi-da, de la época clásica, y a lo largo del tiempo se ha ido mezclando con otros discursos para proporcionar los funda-mentos de la civitas moderna. Sin embar-go, nuestras experiencias históricas con-temporáneas aportan sólo en parte un contexto de plausibilidad a este lenguaje. En la visión de Pericles, la ciudad es libre porque garantiza las libertades individua-les de sus ciudadanos al no someterse a una fuerza externa hostil. Por tanto, un entendimiento adecuado de la ciudadanía comprende el de su doble dimensión, de

derechos y de deberes, incluido el de la defensa de la ciudad. El problema es que, a este último respecto, las experiencias euro peas contemporáneas resultan inquie-tantes. Los traumas del siglo xx, sobre to-do la Gran Guerra y la II Guerra Mun-dial, así como otros acontecimientos, han dejado tras de sí el legado de un desequi-librio entre una dimensión de los dere-chos de la ciudadanía que se ha desarro-llado en exceso y una dimensión de debe-res cívicos que ha quedado subdesarrolla-da. La experiencia de la guerra fría ha ate-nuado sólo en parte, si acaso, este des-equilibrio, y hoy sigue existiendo un défi -cit de ciudadanos activos con un sentido sufi ciente de su deber cívico.

Quizá estamos hoy en la Unión Europea a medio camino entre los Estados-nación y otra comunidad polí-tica más amplia, pero, en todo caso, este complejo proceso institucional no se ve acompañado por el correspondiente de-sarrollo de una cultura política en la que el discurso y la práctica de una ciudadanía activa desempeñen un papel prominente.

A lo largo del proceso se han ido aña-diendo derechos específi cos de la ciudada-nía europea a los derechos de los ciudada-n miembros de cada Estado-nación. Los europeos tienen ahora el derecho de votar en las elecciones locales y europeas en el país de la UE en que residan, de disfrutar de la protección diplomática que les pro-porciona un representante europeo allí donde viajen y de petición ante las insti-tuciones europeas. También se están in-tentando defi nir otros derechos económi-cos y sociales vinculados a la ciudadanía europea, aunque ello dependerá de cómo se resuelvan los debates en curso entre los defensores de una Europa liberal en el sentido clásico europeo de la palabra, y los partidarios de un punto de vista so-cialdemócrata o social-conservador. Pero, en todo caso, la mera acumulación de los derechos de los ciudadanos no conduce a la condición de miembro pleno y activo de una comunidad cívica, de la misma manera que la acumulación de derechos y garantías jurídicas no puso a los ciudada-nos romanos del Imperio Romano en el camino de formar una comunidad cívica en su sentido propio.

La prueba de fuego de la ciudada-nía tiene lugar en los momentos críticos, cuando es necesario defender a la ciudad y apelar a la virtud cívica y al deber cívi-co. Un signo revelador de la debilidad del orden político europeo es la timidez de su política exterior y de defensa. La cuestión fundamental de la soberanía se dirime

en el momento de la guerra, cuando se aclaran cuáles son las relaciones entre la comunidad y su entorno, sus enemigos y sus aliados, y todos deben defi nirse en la acción asumiendo los riesgos y costes correspondientes. Es el locus clásico del deber cívico, pero no ha sido así en el caso de la Unión Europea, lo cual debería ponernos en alerta. Porque nos sugiere que nos estamos “moviendo”, cierto, pero quizá es un movimiento que nos lleva, sin apenas darnos cuenta, hacia una comuni-dad de ciudadanos europeos pasivos, de gentes extrañas entre sí y gobernadas por desconocidos, lo cual, de ser cierto, con-tendría la “promesa” (como sugiere Larry Siedentop: 2001) no de una ciudad libre sino de un Gobierno despótico. ■

BIBLIOGRAFÍA

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Víctor Pérez-Díaz es catedrático de Sociología. Autor de La primacía de la sociedad civil.

a pasado algo de lo que no nos he-mos dado cuenta. Se ha hablado mucho de la caída del muro de

Berlín, pero poco o nada de la caída de las paredes domésticas, que, con la tele-visión, hoy introduce –de forma virtual, con simulacros– el mundo en casa. Ésa ha resquebrajado esas paredes que, real o simbólicamente, separaban el espacio público del privado, la polis y el oikos.

El umbral de la casa ya no constituye una frontera insuperable entre dos uni-versos separados, un límite ante el cual se detenía incluso el poder absoluto del soberano de Hobbes, que no osaba desa-fiar la soberanía del pater familias. Hoy la casa es "porosa" y la política entra direc-tamente y con fuerza dentro de las casas. Pasó primero con la "radio circular" –esa radio que desde 1922 ya no transmite desde una única estación emisora a una única estación receptora con un sistema "dúplex"– y después con la televisión.

Cualquiera que posea un aparato de radio o de televisión (lo tienen, en el mundo, siete casas de cada diez) o un ordenador puede captar voces y sonidos provenientes de lugares lejanos. Sin la ra-dio circular habrían sido impensables las dictaduras de la primera mitad del siglo pasado. Se produce una nueva politiza-ción que implica de forma progresiva a figuras que, por tradición, estaban más relacionadas con el espacio cóncavo de la casa, de la familia y de la administra-ción de la propiedad privada, que con el espacio convexo de la política. A través de la radio, los "regímenes totalitarios de masa" –como pasó en Italia con el fas-cismo– empezaron a sacar de la guarida de la dimensión privada a las mujeres, a los niños y a esos estamentos sociales que antes no se interesaban por la vida pú-blica, a transformarlos en "amas de casa rurales", en "jóvenes italianas", en "hijos de la loba", o en exponentes de alguna es-tructura corporativa del partido único. La

mujer, especialmente, sale de casa y se la promueve a la política, de la misma forma que se confiere una conciencia nacional, sobre todo a los que vivían aislados de esa comunidad más amplia y a los que el eco de los grandes acontecimientos colectivos llegaba de forma apagada.

La politización que se obtenía antes gracias a la radio, hoy se consigue –sin du-da de un modo más eficaz, aunque dife-rente– con la televisión. Ésta produce un consenso "forzado", no porque se consiga con la violencia, sino porque se obtiene mediante una coacción, un crecimiento acelerado como en un invernadero. Uti-lizo ese término en el sentido en que los jardineros utilizan el verbo forcer1. Y ese invernadero en el que crece el consenso de forma acelerada es la casa.

Las formaciones políticas han igno-ra-do durante largo tiempo las implicacio-nes de una tal politización por sexo, por franjas de edad y por grupos sociales no politizados precedentemente, olvidando que "abuelas, madres y tías" (las perso-nas que están quizá más expuestas a los efectos de la televisión, después de los niños) no son sólo una reserva ignorada de votos sino la punta emergente y más visible de gran cantidad de ciudadanos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos que, con frecuencia, han perdido esas formas de relación familiar, interpersonal y polí-tica con las que se entrelazaba su existen-cia individual: la familia ampliada con la convivencia de varias generaciones bajo el mismo techo, la comunidad de vecinos, las reuniones parroquiales y, en algunos casos, las reuniones en las casas del pueblo y en las agrupaciones de un partido polí-tico. Es decir, se trata de sujetos que no

tienen, por lo general, otra relación con la política que las imágenes y las peroratas de la televisión, objeto de atención, nor-malmente, de una política con bajo coste de participación, que se puede elaborar cómodamente desde un despacho y que no exige reuniones extenuantes, manifes-taciones y mítines.

Millones de personas (muchas de ellas ancianas por el alargamiento de la espe-ranza de vida) experimentan una relativa soledad, una forma de segregación social que las aísla y las aleja de unas formas de vida pública y de politización a las que estaban acostumbradas. La televisión y su "ficción" de la vida –más que la ficción transmitida por el cine o por las novelas– representa para ellas un sucedáneo parcial de relaciones humanas, una satisfacción in interiore homine de la necesidad de socialización. Mediante los simulacros re-transmitidos, incluso los protagonistas del combate político adquieren las valencias (de simpatía o de antipatía, de interés o desinterés) que circundan a otros héroes de la pantalla, desde los presentadores de concursos a los personajes de las teleno-velas.

La casa –lugar inicialmente más "en-dótico" que "exótico", de creación de una comunidad– sufre cambios radicales cuando se abre o se cierra al mundo exte-rior. De la caída metafórica de sus paredes depende también la estructura del espacio doméstico, tanto en términos materiales como afectivos. La conversación alrede-dor de la mesa sigue siendo la zona privi-legiada de comunicación y de intercam-bio de experiencias tras la vuelta a casa del trabajo o de la compra de los padres y la de los hijos del colegio. Pero está limita-da o entreverada por la presencia habitual de otros huéspedes inmateriales que se asoman por la pantalla, que se convier-ten literalmente en "familiares", más co-nocidos –en su dimensión pública– que los amigos o que los mismos vecinos. El

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1 En la Introducción a la tercera edición de Re-flexiones sobre la violencia, de 1919, Georges Sorel uti-lizó este verbo para designar la manera con que Pedro el Grande introdujo la modernidad en Rusia, o Lenin el marxismo.

H

LA DOMESTICACIÓNDE LA POLÍTICA

REMO BODEI

hogar, típico de la civilización campesina, ha desaparecido desde hace tiempo como inspirador mágico de relatos y cuentos. Las llamas, que destellan en medio de la oscuridad y de sombras gigantescas, han sido sustituidas por el calor que hoy pro-ducen de forma anónima las estufas o los radiadores. Ha cambiado el régimen de la fantasía y, consecuentemente, el de la relación con la realidad. El nuevo "ho-gar" televisivo (o telemático, en general) que socava las tradiciones locales y abre al mundo de forma tumultuosa, tiene tam-bién un efecto positivo ilustrador y sirve como antídoto contra el provincianismo. Pero borra la voz que narra en torno al fuego –retazo de millones y millones de años de civilidad–, presentando, con imá-genes y sonidos, una imitación total y ve-rosímil de la "realidad" que resta espacio a la imaginación.

En la comprensión del mundo, el ma-yor riesgo que se corre es que los medios

de comunicación se transformen en "in-dustria de la irrealidad", sustituyendo la noticia por el acontecimiento hasta casi borrarlo2. Georges Perec ha observado que en nuestra sociedad un árbol empie-za a existir al borde de un camino sólo cuando choca contra él un coche y que un tren que descarrila es mucho más real si los pasajeros que mueren en el accidente son muy numerosos3. Según Chomsky, los medios de comunicación venden en general ‘‘ilusiones necesarias’’4, casi en el sentido de la dostoievskiana Leyenda del Gran Inquisidor’, donde se describe a nuestros semejantes como seres pávidos que no buscan la libertad sino el pan y la

seguridad y, por tanto, tienen más nece-sidad de certidumbres y de autoridad a las que aferrarse que de dudas críticas. Es una opinión discutible pero que vuelve a plantear el problema de qué hacer ante el dilema de entregarse a nuevos y antiguos protectores del alma.

Existe una impresión bastante generali-zada de que, en democracia, la política se ha vaciado desde dentro, tanto de sus mo-tivaciones racionales como de sus pasiones civiles. Sólo quedaría la cáscara de la es-pectacularidad rellena de una emotividad pobre en contenidos. Muchas personas se sorprenden de la aparente incoherencia que presentan los sistemas parlamentarios en la "época de los derechos" al constatar que la democracia, con la amplia difusión de los medios de comunicación de masas, parece servirse cada vez más de las mis-mas armas de simulación y disimulación "deshonestas" utilizadas por los regímenes totalitarios. Sin duda alguna, la dosis de violencia física utilizada para hacer creer y, llegado el caso, para lograr que se obe-dezca es, por lo general, modesta o nula. Pero la de la seducción, la de la persuasión y la del engaño, ¿no es acaso más sofisti-cada y eficaz? Y los ciudadanos, ¿no están cada vez más trastornados por un exceso de información y cada vez más exaltados por una participación simulada en la vida política que se asemeja más a la "pasión" por un equipo de fútbol o al divismo por un héroe popular que al conocimiento ra-zonado y apasionado en la busca de solu-ciones a unos problemas que es necesario afrontar?

En la actualidad, el peso de la litera-tura, de los medios de comunicación y de las artes visuales en la formación de la identidad individual ha aumentado enor-memente con la oferta de un repertorio más amplio y articulado de vidas y expe-riencias alternativas. Cada uno entreteje su historia con la de otros más fácilmente. Por otra parte, Madame de Staël ya di-

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2 Cfr. I. I. Mitroff y W. Bennies, The Unreality Industry. Oxford, 1989.

3 Georges Pérec, L’infra-ordinaire. Paris, 1988, págs. 5 y sigs.

4 Noam Chomsky, Ilusiones necesarias: control de pensamiento en las sociedades democráticas. Ediciones Libertarias, Madrid, 1991.

jo que era imposible encontrar algo que no nos pareciera que ya habíamos leído en otra parte. Con la difusión de la alfa-betización y de los medios audiovisuales (acce-sibles incluso a las personas anal-fabetas) el catálogo de las vidas paralelas asequibles a la imaginación está abierto a miles de millones de personas. ¿El mun-do imaginario se ha mezclado de forma fundamental con el cotidiano? ¿Ha per-dido su excepcionalidad, su tendencia a abstraerse del mundo y ha pasado, por el contrario, a ser su contrapunto, volviendo a configurar con múltiples alternativas los planes de vida y los proyectos? Sin duda alguna, el paso de los deseos a la realidad es ahora más factible y las vidas imagina-das están más al alcance de la mano. Esto vale sobre todo para Occidente, donde los

nuevos héroes son precisamente los que han tenido éxito o visibilidad en los me-dios de comunicación (Bill Gates, actores, futbolistas, princesas de la prensa rosa). Con la llegada de la democracia, todos pueden albergar expectativas en conso-nancia con el ideal de igualdad, que legiti-ma la ambición de cada uno de superar la propia condición de partida para llegar a la cumbre de la pirámide social, a la rique-za, a los cargos y al prestigio. El horizonte de lo posible se amplía y, desde niños, se nos permite imaginar vidas diferentes, le-janas de los ambientes socioeconómicos de origen, y cultivar esperanzas de éxito. Para soslayar el posible naufragio de los que no van a lograr nunca hacer coincidir una vida soñada con la realidad, se han elaborado múltiples estrategias de gestión

de las frustraciones, entre las cuales una inflación de vidas paralelas.

Las sociedades tradicionales poseían instrumentos bastante eficaces tanto para compensar a los hombres de las desventa-jas de su condición como para justificar las jerarquías. La aceptación de los límites y de las privaciones de la vida encontraba su resarcimiento en la perspectiva religio-sa de una recompensa en el más allá y las ideologías dominantes procuraban que a los más desfavorecidos no se les ocurriera con frecuencia aspirar a los niveles altos de la escala social. Sin embargo, las socieda-des democrático-igualitarias modernas (a partir de la estadounidense de comienzos del siglo pasado) han abierto una brecha en este dispositivo de inhibición de las expectativas verificado durante milenios. Las vidas imaginadas constituyen, por un lado, un servomecanismo de mediación entre el mundo imaginario y la realidad, así como una compensación respecto a las temidas frustraciones; pero, por otro, también representan un enriquecimien-to de la individualidad que aumenta su complejidad al poder declinarse en un número de posibilidades antes descono-cido. Cada uno adquiere de forma virtual la percepción de no ser un individuo en sentido literal, un ser indivisible, un áto-mo consciente. Se descubre ‘‘dividuo’’, componible, modular, quizá privado de un alma unitaria5.

¿La imaginación actúa, por tanto, sólo como un servomecanismo de compensa-ción de las derrotas de la suerte? En reali-dad, no actúa siempre como mecanismo de consolación; es más, cada vez tiene mayor cultivo fuera del jardín secreto de la interioridad. En muchos países, espe-cialmente en algunos lugares de deses-peración, la identidad tiende a volverse compacta, a simplificarse. Cambian los héroes pero el poder de la imaginación no disminuye y alienta de forma decidida a la acción. El ideal son los ‘‘mártires’’, los que saltan por el aire junto con sus ene-migos. Pero no se trata de seguir modelos inertes, de abandonarse a inocuas formas de integración de la propia y limitada ex-periencia mediante la pluralidad de vidas ajenas o de buscar dentro de uno mismo vías de escape a una existencia considera-da insatisfactoria. Las fantasías de bien-estar de ciertos países, difundidas por las películas o por la televisión, incitan, por ejemplo, a emigrar a millones de indivi-

LA DOMESTICACIÓN DE LA POLÍTICA

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5 Cfr. Remo Bodei, Destini personali. L’età della colonizzazione delle coscienze. Feltrinelli, Milano, 2002.

REMO BODEI

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duos, en busca de una vida mejor. Pién-sese en los albaneses o en los tunecinos que han llegado a Italia, o en los marro-quíes que entran en España, atraídos por un país concebido gracias a los mensajes indirectos de la televisión. A excepción de los pueblos más aislados de la tierra (las tribus del Amazonas o de Borneo), no hay nadie actualmente que no esté atravesado por el flujo mundial de la comunicación y, más concretamente, por los productos de la imaginación.

La desterritorialización, es decir, el desarraigo de los individuos, su falta de anclaje en las tradiciones locales, multipli-ca el poder de la imaginación. La tasa de ima-ginación en la vida de las personas, así como el repertorio de historias esce-nificables, aumen-ta cuando lo que está cercano resulta desenfocado y se observa como algo provisional6. Y esa tasa ha au-mentado aún más desde que los intercam-bios entre las culturas se han intensificado gracias a los medios de comunicación de masas, ya sean materiales como barcos o aviones o inmateriales como periódicos o correo electrónico; y se ha creado un folclore mundial que sustituye, desde la infancia, los cuentos y narraciones locales por Micky Mouse o los dibujos animados japoneses.

¿Cuántas horas al día pasan sentados ante la televisión niños y adultos, interio-rizando centenares de personajes y milla-res de tramas que inciden en lo profundo de su identidad, plasmando su carácter, perfilando sus deseos y llevando a una superposición virtual entre vida real y vida imaginada? De esta forma se trans-muta la relación entre realidad y fantasía y se empieza a pensar que nuestra vida tiene que parecerse a una novela escri-ta por nosotros (Novalis) o que no nos pertenece del todo, como ‘‘una novela leída sólo una vez hace mucho tiempo’’ (Schopenhauer).

¿Debemos suponer que posibles nue-vos totalitarismos en gestación utilicen como instrumento principal la televi-sión o, en cualquier caso, una realidad reconstruida, filtrada o manipulada? Per-sonalmente, no creo que la democracia esté amenazada en su esencia por nuevas formas de totalitarismo ‘‘videocrático’’. Considero, por el contrario, que el po-der asumido por la televisión es un efec-to más que una causa. Es verdad que la

democracia parece amenazada por una cuestión ineludible, con frecuencia ve-lada; es decir, por la escasez de recursos tanto materiales como simbólicos redis-tribuibles, por su desecación en el seno de un horizonte de expectativas socia-les decrecientes, más o menos advertida de forma inconsciente. Dicha escasez encuentra su sucedáneo en un pathos hipercompensatorio de participación mimética en la vida pública, en una in-flación de mensajes políticos que roza el chismorreo, en una superabundancia de vidas realizadas en la fantasía.

Sin embargo, esta situación presenta otro aspecto: la política, cuanto más y con más detalle revela los mecanismos de sus tácticas y de su funcionamiento, más parece esconder su verdadera esencia. Y, paralelamente, cuanto más muestra su rostro público para uso ‘‘externo’’, más ‘‘interioriza’’ y esconde su rostro oculto. La política oficial se muestra en conse-cuencia ‘‘drogada’’ e hiperactiva, mien-tras que la política oficiosa que actúa silenciosa y eficazmente entre bambali-nas (y que no se reduce a espectáculo) confiesa de vez en cuando, con una ma-yor conciencia, que no puede estar a la altura de las importantes tareas a las que está llamada en la actualidad. Y es quizás este sentido de relativa impotencia el que alienta incluso a ciertas formas de de-mocracia recientes, a compartir medios poco adecuados a su decorosa imagen ideal y a buscar engañosas vías de escape a su perdurabilidad mediante la especta-cularización y la sobrecarga emotiva de los mensajes. Me atrevería, por tanto, a plantear la hipótesis según la cual los elementos espectaculares tienden, en este caso, a crecer en proporción directa al aumento de las dificultades que hay que superar. Los ingredientes de teatralidad puros, estrictamente emotivos, pueden ser considerados, por un lado, y dentro de ciertos límites, como una sustitución de acciones eficaces y, por otro, como ceremoniales propiciatorios públicos.

Empero, no es verdad que esta terapia sea eficaz a largo plazo y que esté destina-da a apagar los razonamientos articulados y las pasiones civiles. A pesar de que to-do indica lo contrario, nuestra capacidad de creer disminuye. Un indicio indirecto de lo dicho es precisamente el encarni-zamiento ‘‘mediático’’, la expansión de la voluntad de hacer creer mediante el refuerzo y la diversificación de los instru-mentos de persuasión. Éstos orientan las elecciones políticas incluso y sobre todo sin hablar de política, simplemente evo-

cando deseos, miedos y esperanzas que se perfilan de acuerdo con los valores que se quieren proponer. Dichos ‘‘contene-dores’’, virtualmente indiferentes a los contenidos que se transmiten, alcanzan efectos duraderos a la hora de plasmar las inclinaciones y la sensibilidad de la ‘‘gente’’.

Pero si se abusa de la política como espectáculo y de la emotividad dosifi-cada precisamente cuando la capacidad de sedimentar creencias y pasiones per-durables es de manera porcentual más inestable, incluso las propuestas más nobles para eliminar de la política todo elemento de tea-tralidad (y, por tanto, de emotividad) tienen pocas probabilidades de éxito y, sus-tan-cialmente, poco sen-tido a la hora de permitir que trasluzca su pura esencia y que la democracia se transforme en la proverbial ‘‘casa de cris-tal’’. En las imágenes se juega una parte importante de la contienda política. En cualquier caso, es innegable que la polí-tica ha sido domesticada. En un sentido doble: ha entrado en casa, ha invadido la esfera privada y, por tanto, hay más política de lo que se piensa; sus métodos y contenidos imitan la familiaridad, uti-lizan la seducción y las formas de comu-nicación propias de la intimidad en vez de hablar de programas y de perspectivas razonadas. Sin embargo, el 11-S ha de-mostrado a Occidente que existe tam-bién otro mundo fuera de nuestra casa, que la casa misma no siempre protege y que, cuando la realidad se topa con el simulacro, éste no tiene una vida fácil. ¿Qué cambiará ahora en la relación entre espacio público y espacio privado? ■

[Traducción de Valentina Valverde]

Remo Bodei es profesor de Historia y Filoso-fía en la Universidad de Pisa. Obras traducidas al castellano: Hölderlin: la Filosofía y lo trágico, Una Geometría de las pasiones y Ordo amoris.

6 Cfr. Arjun Appadurai, Modernity at Large: Cultural Dimension of Globalization. University of Minnesota Press, Minneapolis-London, 1996.

LA REFORMA DELA CONSTITUCIÓN

GREGORIO PECES-BARBA MARTÍNEZ

1. El clima político después de la victo-ria del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y de la formación del Gobierno del Sr. Rodríguez Zapatero ha mejorado sensiblemente y ha desaparecido o ha dis-minuido la crispación, los malos modos y las descalifi caciones. Es pues un buen momento para reformas en general y de la Constitución en particular. Se pueden éstas abordar con sosiego, en un clima de tranquilidad y de diálogo sereno. Lo ante-rior no signifi ca que esa reforma no deba sujetarse a una serie de criterios formales y materiales que consoliden y arraiguen el texto de 1978 y sus principios básicos y reformen aquellos aspectos más necesita-dos de una corrección que sea sentida por la sociedad y por las fuerzas políticas.

2. Me adelanto a señalar que, en mi opi-nión, las cuatro reformas propuestas por el Gobierno son razonables y necesarias. Derivan o de insufi ciencias, lagunas o zo-nas de penumbra del texto constitucio-nal de 1978, o son consecuencia del cam-bio social y de la evolución de las ideas y de las creencias en estos veinticinco años de vigencia. A la primera razón obedece principalmente la reforma del Senado y también, en cierto sentido, la reforma del sistema de sucesión a la Corona. A la se-gunda obedece la necesidad de regular las relaciones del sistema jurídico español y, especialmente, de la Constitución, con el Tratado que con toda probabilidad per-mitirá la entrada en vigor de la Constitu-ción Europea. También la enumeración de las Comunidades Autónomas (CCAA) y otras adaptaciones del Título VIII pa-ra situar en realidad presente y concluida lo que en 1978 aparecía como un proce-so que se iniciaba. Hasta aquí no creo que existan problemas serios, porque parece posible encontrar un acuerdo que man-tenga o incluso incremente el pacto social

del consenso de 1978. No sólo me refi ero al acuerdo PSOE-Partido Popular (PP), sino también a la gran probabilidad de que a esta reforma se pueda vincular Iz-quierda Unida y los nacionalismos catalán y gallego. Los nacionalistas vascos es muy difícil que se incorporen al consenso si antes no renuncian al Plan Ibarretxe, que s una reforma directa y generalizada de la Constitución al margen del procedi-miento reconocido para esa reforma.

La reforma del Senado es imprescin-dible para poner a la Constitución de acuerdo consigo misma. En efecto, un Estado compuesto como es el de las Au-tonomías no puede tener un Senado pro-pio de un Estado unitario como el que se regula en el Título III, Capítulo I, especialmente en el artículo 69. El apar-tado número 1 del citado artículo esta-blece que “El Senado es la Cámara de representación territorial.” Y luego, en los números siguientes, se desvirtúa el principio al establecer la provincia como la circunscripción electoral, en la que se eligen cuatro senadores por un sistema mayoritario corregido. En la reforma la opción es si el nuevo Senado es represen-tación de los Gobiernos de las CCAA, al estilo del Bundesrat alemán, o de sus Par-lamentos. Personalmente me parece más homogéneo mantener el parlamentaris-mo, de tal forma que todos los senadores sean elegidos por los parlamentos de las CCAA según su población y, en menor medida, según su territorio. No se disol-vería nunca y se renovaría por partes des-pués de cada elección autonómica. A mi juicio, sin que podamos entrar a fondo en el tema, deberían reforzarse sus pode-res en el tema autonómico y en todas las dimensiones donde sea relevante la pre-sencia de las Comunidades Autónomas. En todo caso, el proceso de elaboración de las Leyes no debe ser modifi cado res-pecto de su regulación actual.

El sistema de sucesión a la Corona era una norma especial frente a la norma ge-neral de la igualdad de sexos regulada en el artículo 14. El cambio de mentalidad y el desarrollo de las dimensiones igualita-rias y de los derechos de la mujer convier-te en obsoleta la norma del artículo 57.1 de la preferencia en el mismo grado del varón respecto de la mujer. De todas for-mas, estamos ante una reforma regulada en el artículo 168, por lo que la aproba-ción del principio por mayoría de dos ter-cios es seguido de la disolución inmediata de las Cortes. Serán las Cortes que salgan de las siguientes elecciones las que debe-rán estudiar el texto de la reforma, por lo que ésta debe plantearse al fi nal de la le-gislatura.

Las otras dos propuestas de reforma derivan de las nuevas necesidades y si-tuaciones producidas en la sociedad es-pañola. En relación con la Constitución Europea estamos ante el hecho nuevo de una norma que será Derecho interno es-pañol y que se debe insertar en nues-tro ordenamiento con el rango jerárqui-co que corresponda. En relación con las CCAA se propone incluir en el texto constitucional la relación de todas ellas y de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla. Al tiempo hay que depurar el texto vigente eliminando normas que ca-recen de sentido porque ya han cumpli-do su función. Así, de la primera frase del artículo 137 deberían eliminarse los términos “las” y “que se constituyan”, re-zando entonces “El Estado se organiza territorialmente en municipios, en pro-vincias y en Comunidades Autónomas.”

El artículo 143 debe ser la sede de la enumeración de las Comunidades Autó-nomas, suprimiendo el texto actual en su totalidad. Los artículos 144, 145, 146 y 151 pueden ser suprimidos en su conte-nido actual. El artículo 147 debe cambiar el tiempo de los verbos en los números 1º

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y 2º, situándoles en el presente. Así, “re-conoce y ampara” en vez de “reconoce-rá y amparará”. Se mantienen los artícu-los 148, 149 y 150. El artículo 152 debe-rá ser modifi cado para adaptarlo a la si-tuación actual. Probablemente sea ade-cuado unifi car y extender la organización institucional a todas las CCAA para refl e-jar la realidad. Quizás sea también necesa-rio establecer una regla para la reforma de los Estatutos que complete la sucinta refe-rencia del artículo 147.3, que remite a lo establecido en cada Estatuto. No pa-rece necesario modifi car el resto de los artículos del Título desde el 153 al 158. Se pueden suprimir la Disposición Adi-cional Cuarta y todas las Disposiciones Transitorias salvo la Cuarta. Para man-tener lo establecido en esta disposición t la posibilidad de la integración entre la Comunidad vasca y la Comuni-dad Foral de Navarra, habrá que modifi -car su contenido actual, previsto para los momentos iniciales de la Constitución y con una terminología ya superada.

Como se ve en este último aspecto de la reforma, no se trata simplemente de la enumeración de las CCAA sino que ade-

más se produce una derogación de va-rios artículos del Título VIII y de las dis-posiciones adicionales y transitorias y una nueva redacción de otros artículos, lo que exigirá probablemente una toma de deci-siones adicional que exceda de la simple supresión. Estamos ante una reforma más importante y donde, a mi juicio, se de-be mantener en lo esencial el pacto social de 1978. Es conveniente señalarlo porque puede ser la puerta para incorporar modi-fi caciones que reformen ese pacto social, lo que no debería hacerse si un consenso al menos similar al de 1978.

3. Me he referido al comienzo a la nece-s de respetar una serie de criterios for-males y materiales en el proceso de refor-ma. La razón fundamental de este plan-teamiento deriva de la convicción -que espero y deseo que sea compartida por la sociedad española en su mayoría, por el Gobierno y las fuerzas políticas- de que las reformas tienden a mejorar la Cons-titución y a fortalecer el consenso de en-tonces y no a modifi car ese consenso bá-sico ni los principios fundamentales del

pacto social, que supone la constitución material.

A.- En relación con los criterios formales, el primero y más evidente es que la reforma debe hacerse de acuerdo con los procedimientos establecidos en la propia Constitución en su Título X. Si estas formas no se mantuviesen estaríamos e en situaciones de hecho, abiertas a cualquier aventurerismo como el que supone el llamado Plan Ibarretxe. El viejo principio que Cicerón incorporó a la cultura política, “legum servi summus ut liberi esse possummus” y que Montesquieu introdujo en su defi nición de la libertad política, –“La libertad consiste en hacer lo que las leyes permiten porque si pudiéramos hacer lo que prohíben todos tendrían ese poder y ya no habría libertad”– es pertinente para entender la profundidad del problema. Sólo el respeto al procedimiento evita el caos, las situaciones de hecho y, de alguna manera, la vuelta al estado de naturaleza que conduce a la lucha de todos contra todos. Una reforma de la Constitución fuera de los procedimientos arruinaría todo

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el enorme esfuerzo de integración que supuso 1978. Estaríamos en el ámbito de la ley del más fuerte y, seguramente, el respeto a las reglas es también la única garantía para quienes quieren reformas más amplias y profundas. Nada garantiza que si se impone la selva las modificaciones no vayan a ir en dirección contraria. Un modelo igualmente indeseable, porque conduciría a los mismos resultados, es el que algunos parecen propugnar defendiendo una reforma libre de los Estatutos de Autonomía, aún excediendo de los límites de la Constitución, para adaptarla posteriormente a las nuevas exigencias con una reforma mucho más amplia que la prevista. Ése no es el supuesto del Plan Ibarretxe, que va mucho más lejos porque deroga muchos artículos de la Constitución desde la propia reforma del Estatuto. En todo caso, esta versión más mitigada de una reforma de los Estatutos, que acarrearía la reforma posterior de la Constitución, es imposible y produciría muy serios problemas.

1) En primer lugar, no respetaría el prin-cipio de jerarquía normativa: de una ma-nera consciente supondría una violación fl agrante del artículo 9.1 de la Constitu-ción, que supone una formulación ad hoc del principio kelseniano de la organiza-ción y estructura escalonada del ordena-miento, encabezado por la Constitución.

2) En segundo lugar, impediría la apro-bación de la reforma del Estatuto por las Cortes Generales por su inconstitucio-nalidad. La alternativa sería, antes de la presentación del texto ante las Cortes Generales, esperar a que se produjese la reforma de la Constitución, necesaria pa-ra poder realizar la aprobación estatal. Estaríamos ante una indudable coacción al constituyente español, que tendría que reformar la Carta Magna para evitar una crisis jurídica de consecuencias incalcu-lables. En todo caso, forzar los procedi-mientos reabriría una tensión que hoy no existe y que exigiría replantearse todo el consenso en que se ha basado nuestra convivencia los últimos veinticinco años.

Si alguna Comunidad Autónoma pre-t desbordar la Constitución actual-mente vigente se debería negociar el tema no desde la reforma de los Estatutos sino desde la reforma de la Constitución.

B.- El primer criterio material vincula-do a la idea de Constitución material, en-

tendida como conjunto de fuerzas socia-les y políticas que apoyaron el texto de 1978, conduce a la exigencia para la re-forma de un apoyo, al menos, de los mis-mo sectores que hicieron posible e impul-saron la efi cacia del texto actualmente vi-gente. Eso exige al menos la presencia en el consenso, como ya he dicho, del PP, de Izquierda Unida (IU) y de los naciona-listas catalanes, que estuvieron apoyando entonces.

Para alcanzar aquel consenso to-dos tuvimos que ceder y abandonar mu-chos de nuestros principios más queridos. Los sectores procedentes del franquismo abandonaron su posición dominante y se sometieron a las reglas de la democracia. Los sectores de la oposición democráti-ca de izquierdas -socialistas y comunistas- cedieron mucho, incluidos valores que es-taban presentes en las instituciones de la Segunda República. Las renuncias de los sectores procedentes del franquismo tu-vieron valor en tanto en cuanto facilita-ron la viabilidad del nuevo proyecto; pe-ro tuvieron menos porque el futuro del “statu quo” era imposible. El franquismo carecía de futuro. Las renuncias de la iz-quierda fueron más relevantes, afectaron a la forma de Estado, a símbolos muy que-ridos, a una enseñanza laica y a una nue-va forma de relación con la Iglesia Cató-lica, entre otras cosas. Al fi nal, sólo se les devolvió, en parte, mucho de lo que ha-bían perdido. Los nacionalistas habían te-nido poco y consiguieron casi todo, ex-cepto la autodeterminación y la indepen-dencia. No creo que esta reforma, vein-ticinco años después, deba ser la ocasión para volver a reivindicar renuncias que fueron parte del consenso. Y mucho me-nos tiene sentido ese enfoque si conseguir esos objetivos supone romper consensos de entonces y ser desleales con valores co-munes queridos por muchos o por todos los demás.

1) El criterio material vinculado a la idea de contenidos de la Constitución se refi e-re a aquellas dimensiones de organización o de principios y valores que se conside-ran esenciales para la formación del con-senso que hizo posible, desde entonces, la convivencia y que una gran mayoría con-sidera que no se puede prescindir de ellos si no se quiere quebrar la convivencia.

Es cierto que en una sociedad demo-crática los ciudadanos pueden discrepar de los contenidos, incluso de los que es-tán en el núcleo más fundamental que son la raíz del consenso. Pero para que esa discrepancia sea operativa y pueda modi-

fi car el texto constitucional es necesaria la mayoría y seguir los procedimientos exi-gidos. También es necesario que hasta la puesta en marcha de las propuestas de re-forma la vida política se desarrolle con la debida normalidad. Es necesario que los diversos operadores individuales e institu-cionales se hayan comportado con lealtad si quieren que sus propuestas de reforma puedan ser consideradas. En caso contra-rio a nadie puede extrañarle que sean mi-radas con desconfi anza. No se puede que-rer todo para unos y no aceptar ni siquie-r los símbolos que representan los valores constitucionales. No tiene ninguna justi-fi cación que la bandera constitucional no haya fi gurado nunca en las instituciones vascas, ni que los discursos del Rey hayan estado ausentes en la Radiotelevisión de la Comunidad Autónoma vasca, ni que se pretenda que el catalán se incorpore a las instituciones del Estado, como el Congre-so de los Diputados, mientras que dipu-tados de los grupos que defi enden esa rei-vindicación abandonan el parlamento ca-talán cuando un diputado del PP preten-de hacer una intervención en castellano. El artículo 3 no apoya en su actual redac-ción la primera pretensión, mientras que la segunda es jurídicamente correcta. No caben los dos raseros ni las dos medidas.

Cualquier reforma que exceda de las cuatro señaladas puede abrir debates in-deseados y poner de relieve esta descon-fi anza de gran parte de los ciudadanos; y también de gran parte de las militancias del PP y del PSOE. Primero debe ser la lealtad y luego, más tarde, cuando las sus-picacias desaparezcan, pueden plantearse otras reformas.

2) El problema de los contenidos mate-riales se puede contemplar también des-de otra perspectiva, que ya no es la del juego limpio sino la del uso de catego-rías y de conceptos que sean coherentes con las posibilidades del consenso. Usar categorías que lo hacen imposible por-que sólo responden a posiciones minori-tarias y que además tienen una difícil fun-damentación objetiva supone una im-posición y una falacia política imposible de llegar a buen fi n. Para explicarme voy a usar dos términos muy utilizados des-de posiciones nacionalistas que tergiver-san la realidad y que pretenden objetivos que se enfrentan radicalmente con el con-senso del pacto social de 1978. Me refi e-ro a los términos “comunidades históri-cas” y “Estado plurinacional”. Pero antes quisiera referirme a la posición de algu-na Comunidad Autónoma, como Catalu-

L A REFORMA DE L A CONSTITUCIÓN

CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 14828

ña, que quiere defi nirse expresamente co-mo “nación”. Es una concreción de la ex-presión “nacionalidades”, que ya consta en el artículo 2 de la Constitución y no produce ninguna difi cultad siempre que se haga dentro del sistema de la Consti-tución. Eso supone que “nación” se utili-za como “nación cultural” cuyas compe-tencias derivan de la Constitución; supo-ne también que España es una nación, la única nación soberana, puesto que la so-beranía reside en el pueblo español, del que emanan todos los poderes del Esta-do. En ese contexto es posible identifi -car a Cataluña, si lo quiere incluir en la reforma de su Estatuto, como nación.

● Hablar de comunidades históricas pa-ra identifi car a Cataluña, el País Vasco y Galicia es como poco una desmesura. Se usa para referirse a comunidades con he-cho diferencial lingüístico y cultural, dife-renciadas en parte del hecho cultural co-mún vinculado a la idea de España. Tam-bién se usa para referirse a comunida-des que en la Segunda República tuvie-ron un Estatuto de Autonomía vigente o en tramitación. La denominación de esas dos indudables realidades como comuni-

dades históricas supone, primero, un uso lingüístico fuera de los límites adecuados para que el lenguaje pueda cumplir sus fi -nes. Además, conceptualmente, el térmi-no “histórico” tiene un sentido más am-plio y en España existen otras comuni-dades con mayor legitimidad para uti-lizar ese adjetivo con propiedad. ¿No lo es Castilla o Aragón o Navarra? ¿No lo es Asturias? Todo quedaría en un equí-voco científi co o en una posición confu-sa y poco justifi cada si no fuera además la base de una reivindicación muy arrai-gada para pretender posiciones de venta-ja en el poder político estatal y para cri-ticar el federalismo funcional que supo-ne la Constitución, llamado despectiva-mente “café para todos”. De nuevo, en los últimos tiempos en Cataluña se insis-te en la idea de la asimetría, en base a ese concepto de comunidades históricas, pa-ra pretender una diferencia de competen-cias con el resto de las CCAA. Es eviden-te que en relación con el hecho diferen-cial -lengua, cultura o Derecho propio- la asimetría está justifi cada; pero no en otros ámbitos donde debe regir el principio de igualdad, desde la libre disposición de las CCAA respecto a sus competencias den-

tro del marco constitucional. Es eviden-te que en ningún caso las reformas que se basen en esa falacia deben prosperar: esta-ríamos en otro pacto social distinto y en ruptura con el de 1978. Cuando se pres-cinde de esa categoría-coartada, racional-mente no hay ninguna justifi cación pa-ra pretender unas competencias al margen del hecho diferencial.

● Por su parte, la segunda categoría, “Estado plurinacional”, tiene pretensiones similares, aunque planteadas desde otro punto de vista que afecta a la idea de soberanía, también como un camino para l a las diferencias entre Comunidades. En los últimos tiempos es un concepto muy usado por distintos dirigentes nacionalistas. Otras personas lo repiten, seguro que de buena fe, sin saber en qué caballo de Troya están cabalgando. En todo caso, es una categoría que no cabe en el pacto social de la Constitución y que además está enfrentada radicalmente con los fundamentos mismos en que se construye la Carta Magna. “Estado plurinacional”, para referirse a España, es negar que España es una nación desde un nacionalismo excluyente que inventa

GREGORIO PECES-BARBA MARTÍNEZ

Nº 148 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA 29

un sistema nacional en el Estado Español donde Cataluña, Euskadi y Galicia compiten en igualdad de condiciones con Castilla y con Aragón, igualmente naciones parciales que constituyen el Estado Español. Negar que España es una nación supone negar la existencia de una lengua propia, de una literatura, de una cultura española, reconocidas universalmente y que son, junto con las creencias comunes, con las vivencias históricas y con los sentimientos y los afectos comunes, los rasgos que identifi can a una nación. Es la otra cara de los nacionalismos que se niegan y se destruyen. La versión española de esta ideología es la que niega a Cataluña, Euskadi o a Galicia la condición de naciones culturales.

Además, al negar a España la condición de nación se niega el iter de la soberanía en España, que en 1812 pasa de ser atributo del Rey absoluto a ser atribución de la Nación Española. Esa negativa les conduce a rechazar lo que establece el artículo 1.2 de la Constitución (“La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.”) y a sostener el concepto de soberanía compartida de las naciones que forman el Estado plurinacional. Este punto de vista nunca ha tenido aceptación ni jamás ha sido una realidad en España. Además de romper el consenso constitucional, abre d esta nueva perspectiva la posibilidad de competencias diferenciadas, que sólo corresponderían a las naciones soberanas que componen el Estado plurinacional y no al resto de las Comunidades Autónomas. No se puede negar que algunos tengan esa idea de España, pero no la pueden imponer a una mayoría que acepta el consenso constitucional y que cree en España como Nación de Naciones y de regiones. Por eso, el resto de las naciones no son soberanas y sus derechos no derivan de una soberanía originaria, sino de la propia Constitución.

No produce ningún problema que los nacionalistas pretendan que fi gure en la Constitución el concepto de que su Comunidad Autónoma es una nación -en realidad ya se dice al hablar de nacionalidades en el artículo 2-, pero sí que pretendan imponer que España es un Estado plurinacional. Este planteamiento carece de cualquier apoyo constitucional e histórico y su aceptación, además de r la letra y el espíritu constitucional, rompe también el consenso. No puede plantearse la negociación de una reforma

desde un talante que exige la imposición de criterios de minorías mientras que se desconocen y se apartan los criterios y los ideales de la mayoría.

El nacionalismo español excluyen-te, que estaba silencioso y resignado has-ta hace pocos años ha resurgido, sobre to-do en el Partido Popular, ante esta ofen-siva del nacionalismo periférico y frag-mentario. Fue buena la intuición de los constituyentes al excluir a los dos nacio-nalismos incompatibles. Se ve que la re-aparición de uno y su intento de imposi-ción trae consigo inexorablemente el re-surgir del otro. Volveríamos a empezar y arruinaríamos todo el progreso conse-guido con la Constitución de 1978. Te-nía razón el Padre Feijoo cuando, en su “Teatro Crítico Universal”, denunciaba los enfrentamientos entre las propriae pa-triae y la communis patria y propugna-ba una vida en común y en libertad bajo la coyunda de unas mismas leyes. El tema viene de lejos y la Constitución es el ma-yor esfuerzo jamás hecho para solucionar-lo. Los patriotismos compatibles, la idea de Nación de Naciones y de regiones, en una Constitución democrática con unas instituciones de un Estado social y demo-crático de Derecho y unos derechos y li-bertades reconocidos y garantizados, son conquistas que no debemos despilfarrar. Conducen al único patriotismo que, re-conociendo a las naciones, emerge de los diabólicos efectos de su enfrentamiento. Es el patriotismo constitucional. Hay que resaltar, por otra parte, que sobre la in-mensa mayoría de la Constitución el con-senso se ha ampliado respecto del inicial, en especial en lo que se refi ere a los crite-rios de organización, con la exclusión de sus dimensiones autonómicas.

4. Las reformas necesarias deben afrontarse y debe buscarse el consenso que las fundamente. Los sueños y las i de reformas imposibles deben ser abandonadas por sentido común, porque no conducen a ninguna salida posible y porque suponen un esfuerzo inútil. El constitucionalismo se sitúa siempre en los ámbitos de la moderación y las reformas deben tener esa impronta. El extremismo político tiene siempre, como dice Bobbio, una veta antiiluminista. Las posiciones de prudencia, de tolerancia, de respeto y reconocimiento del otro son siempre causa y efecto de procedimientos moderados. Las reformas exageradas, extremas y desmesuradas son producto de tesis radicales con poco encaje en el escenario constitucional.

La propuesta del Gobierno me parece sensata y ajustada a las necesidades a y adecuada no sólo para mantener vivo sino también para fortalecer el pacto social del 78. Cualquier otra reforma debe ser abordada con prudencia y desde la lealtad. Hay también muchas propuestas- sondeo o también propuestas arbitristas y autistas de personas o grupos que prescinden de la realidad y trasladan sus ensoñaciones imposibles al ámbito político. Los efectos en estos casos son nulos en cuanto a su posible realización pero pueden ser perversos para crear inseguridad y confusión en la opinión pública. Es curioso cómo ideas no compartidas por la mayoría y fruto de iniciativas muy minoritarias y extremas a fuerza de repetirlas y de enfatizar mucho su importancia tienen una repercusión mediática que no merecen. En todo caso, a mi juicio, a esas reformas imposibles no es bueno dejarlas mucho recorrido. Los poderes públicos deben salir pronto al paso y proclamar su inconveniencia y su imposibilidad. Dar pábulo a propuestas poco fundadas y muy minoritarias sería claramente antidemócrata y dejaría a las mayorías al capricho de minorías cambiantes, poco consistentes y con alianzas coyunturales.

Debe cuidarse que la reforma consti-tucional no sea un campo de desconfi an-za y de desencuentros que abra de nuevo la puerta de los demonios familiares. Sería un error de fatales consecuencias. La His-toria juzgará muy duramente a quienes propicien esas situaciones. ■

Gregorio Peces-Barba Martínez es Catedrático de Filosofía del Derecho y Rector de la Universi-dad Carlos III de Madrid

L A REFORMA DE L A CONSTITUCIÓN

CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 14830

LA CONSTITUCIÓNDe símbolo oscuro a símbolo mudo

JOSÉ SANROMA ALDEA

a reforma de la Constitución de 1978 tomará plaza en el debate público. Éste deberá ser intenso. Necesitamos

confiar en que la fuerza cohesiva de la Constitución como símbolo de la demo-c permitirá embocarlo por la no siem-pre fácil vía del acuerdo (imprescindible dadas las mayorías que la Constitución exige para su reforma). Si la reforma ha de hacerse, su propósito tendrá que aten-der a las necesidades del presente más que a cumplimentar lo que no se hizo en el singular proceso que alumbró la Constitución. Es obvio también que si la tarea ha de ser cumplida con perspecti-va de futuro esta dimensión histórica ha de incluir la comprensión de su origen. Aunque su pasado no es tan lejano como para haberse convertido en un país extra-ño, las ideas sobre su nacimiento vagan ya por las brumas del mito. Por ello no sobra una refl exión sobre el valor simbólico que entonces pudo ganar.

La utilidad de la tarea presupone admitir la influencia –para bien o para mal– de los símbolos en la formación de la cultura política ciudadana. Desde esta perspectiva mantengo que la Constitución en su origen y hasta su consolidación tras el 23-F de 1981:

1. No fue convertida en el símbolo de la democracia, a pesar de que fue su acto fundacional; y

2. Como obra de concordia fue un sím-bolo inane para dar cohesión democrática a una sociedad que salía de la dictadura.

En suma, su potencial valor simbólico quedó disminuido y oscurecido por otro simbolismo estimulado a bombo y platillo: el asociado al mito de la transición en el que el Rey aparece como motor del cambio de-mocrático y árbitro de la concordia.

Obstáculos para simbolizar la democracia

Que la Constitución no fue convertida en símbolo de la naciente democracia es

una afi rmación con traza paradójica que apenas exige razonamientos, pues puede sustentarse en un hecho incontrovertible: en sus principios no fue conmemorada. El País lo decía así:

“El segundo aniversario del referéndum que aprobó la Constitución no va a ser conmemorado de manera ofi cial y apenas ha sido aireado –con la casi única excepción del PSOE– por las fuerzas políticas parlamentarias”1.

En aquel entonces el mayor grupo parlamentario era el de UCD, bajo cuyo Gobierno tuvo lugar la transición y el proceso constituyente que quedó culmi-nado con el referéndum.

Si tanta importancia tenía o estaba llamada a tener la Constitución ¿por qué no se celebró? Una respuesta obvia pero no por ello menos esclarecedora del ori-gen de nuestra Constitución y de nues-tra democracia es: porque no se quiso; no hubo voluntad política bastante para comenzar a hacer de la Constitución un símbolo. Todavía el 6 de diciembre de 1981 (año del fracasado golpe militar del 23-F), en el editorial de El País ‘El día de la Constitución’ se decía:

“El poder Ejecutivo no se ha interesado hasta el momento por dar un carácter festivo a este día y se ha declarado fi esta nacional el 12 de octubre sin contar con la oposición”.

Un año más tarde en el editorial ‘El 4º Aniversario de la Constitución’, se afi rma-ba que “una sociedad necesita fechas”, y se pedía que las Cortes Generales regularan

“con mayor claridad y sin ambigüedades, el lugar que le corresponde en la memoria ofi cial de nuestra vida pública al aniversario de la Constitución”.

¿Qué signifi cado hay que atribuir al hecho de que transcurridos cuatro años desde su aprobación esta fecha no se hu-biera convertido en relevante para forjar la memoria colectiva y para la formación de la cultura política de los españoles?

Antes de responder viene a propósito recordar la conclusión que formulaba, en su Ensayo de una teoría de los símbolos políticos, Manuel García Pelayo al analizar la función y dialéctica de éstos en la vida política:

“El acierto en el hallazgo de un símbolo es, en determinadas circunstancias históricas, un impor-tante factor para promover adhesiones y generar en-tusiasmos por la causa que representa –la efi cacia del símbolo puede depender de que dé adecuada y con-creta expresión a un mito en vía de hacerse actual”,

y terminaba: “Pero el éxito del símbolo dependerá, sobre

todo, de la lealtad con que sirvan a sus signifi cacio-nes aquellos que lo han promovido y de las signifi -caciones valiosas que vayan acumulando a lo largo del tiempo...”2.

Demos la respuesta que quedó pen-diente: evitando su celebración se privaba a la democracia naciente del hallazgo de un símbolo propio que contribuyera a promover adhesiones y a generar entu-siasmo a su causa. Quienes mandaban no mostraron interés en la tarea. Cabe dedu-cir que el pacto constitucional no incluía una voluntad política común de hacer de la Constitución un factor simbólico, integrador de la sociedad, ampliando y consolidando la base social que apoyara consciente y participativamente el nuevo régimen político instaurado por ella. Ade-más, en el hipotético caso de que el pacto constituyente hubiera implicado convertir la Constitución en símbolo de la demo-cracia, su éxito hubiera estado comprome-tido por la falta de lealtad, a continuación demostrada, a su signifi cado democrático. El centro-derecha gobernante no quería encontrar ni hacer de la Constitución un símbolo de la democracia porque su programa no era activar la participación cívica sino desmovilizarla. Las difi culta-

32 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 148

L

1 Editorial ‘Dos años de Constitución’, El País, 6 de diciembre de 1980.

2 Manuel García Pelayo, ‘Ensayo de una teoría de los símbolos políticos’ (Obras Completas. Tomo I. Centro Estudios Políticos y Constitucionales 1991. pág. 1028)

des no nacían de que la UCD fuera una coalición de barones sino de la cultura política de su electorado, tan abierta a la necesidad de cambio como a las dudas que éste le inspiraba. La relación política del mensaje ucedeo con su electorado era muy frágil, a pesar del carisma de Suárez, y parecía estar necesitada de un sosiego que la rápida evolución de los tiempos no permitía. Suárez, en una audaz decisión, le había arrebatado la iniciativa y la di-rección política a la izquierda, pero le era muy difícil conservarla una vez estableci-das las libertades de expresión, organiza-ción, reunión, manifestación y huelga.

El País del 5 de diciembre de 1979, primer aniversario, podía titular su edi-torial ‘El Gobierno de nuevo contra la Constitución’; y con razones, poner en entredicho “la seriedad de las convicciones democráticas de muchos diputados cen-tristas”.

Esta línea gubernamental de restric-c y control del proceso democratizador y de la participación ciudadana se había manifestado ya en el periodo constituyen-te. Uno de los ejemplos más claros fue el incumplimiento de la promesa suarista de celebrar elecciones municipales en 1977, que fueron incluso postergadas a las elec-ciones generales de 1979. El 8 febrero 1978, El País en su editorial ‘La Constitu-ción y las municipales’, dice así:

“España no es todavía un país democráti-co.[...], no hay en España un régimen democrático auténtico, ni lo habrá mientras no se hayan cele-brado las ineludibles, urgentes y necesarias elec-ciones municipales. Más de dos años después de la desaparición del régimen anterior, y cerca de ocho meses más tarde de la celebración de las primeras elecciones generales libres en casi medio siglo, el pueblo español carece de una representación local y provincial democrática”.

Se criticaba el incumplimiento del compromiso asumido por el Gobierno Suárez de celebrar elecciones municipales en 1977; y avisaba del intento de poster-garlas a la aprobación de la Constitución Española y a las subsiguientes elecciones generales, como así fue. Le atribuía el retraso no sólo a UCD sino también a la boca cerrada del PSOE, cuando debió hablar.

La renuncia a dotar de valor simbó-lico democrático a la Constitución, no puede interpretarse inocentemente; tam-poco era un olvido.

En el editorial de 1980, antes citado, se consideraban lamentables

“los sostenidos intentos de fi ngir que se hallan en vigor, leyes obviamente afectadas por la disposi-ción derogatoria” [y] “las reticencias públicamente expresadas por algunos altos mandos militares o las tentativas de ciertos prelados de poner en duda el carácter vinculante... de algunas leyes”.

Un amplio sector de UCD y el parti-do de Fraga pretendían que la transición

de un régimen político dictatorial a otro de democracia constitucional se realizara sin poner fi n, de modo explícito, ante la conciencia cívica, a la caduca pretensión de legitimidad basada en el triunfo en la guerra civil. Aceptar sinceramente el principio de legitimidad democrático que albergaba la Constitución obligaba a más de lo que voluntariamente estaban dis-puestos a reconocer.

Su cuestión era no comprometer la “buena conciencia” de la base social y del electorado de la derecha y del centro de-recha, afín o tolerante con el franquismo hasta el término de sus días. La formación de una cultura política democrática de la ciudadanía quedaba entorpecida. ¿El nuevo régimen?: Votar sí, pero callados y quietos: ésa era la fórmula y cuando con-viniera. En suma, poco espacio quedaba para la razón democrática, y ninguno para factores simbólicos que pudieran aumen tar las adhesiones activas.

Sin embargo, el periodo constituyente y la aprobación de la Constitución estu-vieron marcados y precedidos por una lu-cha simbólica frontal, cuyo planteamiento y resultado no habían quedado sometidos a ningún acuerdo. Recordemos el signi-fi cativo episodio de la aceptación de la bandera por Santiago Carrillo y el PCE a cuenta de su legalización. Aquella era una exigencia de los militares, protagonistas

Nº 148 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA 33

del triunfo armado del franquismo, pero no sólo de ellos; para éstos podía ser más signifi cativo el efecto simbólico del “des-fallecimiento producido en una tropa por la pérdida de la bandera” bajo la que se sentían llamados a combatir. Pero no eran los únicos: a los que le faltaban razones para sustentar sus posiciones en el debate público tenían que poner a su favor la fuerza de símbolos ajenos a la recupera-ción de la democracia.

Desde la derecha y el centro se hacía frente al símbolo a través del cual los sectores sociales más activos en la lucha contra el franquismo se representaban la recuperación de un régimen democrático: Nadie gritaba ¡Viva la Constitución! ni mucho menos ¡Constitución o muerte! sino “España, mañana, será republicana” mientras se hacía ondear la bandera tri-color en las grandes concentraciones de todas las izquierdas. Ante la perspectiva de un necesario pacto constitucional, tal simbolismo apoyaba directamente la de-manda democrática de la decisión plebis-citaria sobre la forma de gobierno; y colo-caba a la Monarquía ante la evidencia de que sólo podría mantenerse negando ese símbolo pero aceptando la democracia. La Constitución era el punto de encuentro. Su ensalzamiento como símbolo requería poner en primer plano no la soberanía del Rey, del Jefe del Estado, sino la soberanía popular. Pero en esto no había acuerdo.

Así pues, por un lado, el camino para que la democracia naciente encontrara en la Constitución un símbolo que la fortaleciera en la conciencia mítica de los españoles estaba obstruido; y por otro, y simultáneamente, los poderes guberna-mentales y fácticos convirtieron la lucha de símbolos en un hecho políticamente trascendente para asentar en la imagen colectiva la idea de continuidad. La expli-cación de ambas afi rmaciones se completa con otra: el interés dominante fue alentar la formación de un nuevo mito, la tran-sición, como una admirable obra de in-geniería política proyectada desde arriba cuyo símbolo era el Rey como motor del cambio hacia la democracia, proceso en el que la ciudadanía era benefi ciaria más que protagonista: de súbditos de Franco a ciudadanos por la gracia del Rey.

No es asunto de estas páginas poner en cuestión esa versión rosa de la transi-ción (sometida hoy, con razón, a revisión histórica) sino tan sólo apuntar que en ella se basa una conciencia mítica sobre el origen de nuestro actual régimen político, que falsea la realidad en cuanto desme-rece la importancia de la lucha contra el

franquismo. La razón política, la teoría, debería haberse aplicado a la explicación de porqué pudo producirse y cómo se pro-dujo efectivamente en diciembre de 1978 un hecho de extraordinaria novedad en la historia de España: la confl uencia positi-va entre Monarquía, constitucionalismo y democracia; hecho que no contradice otro: que cada una tiene su propia historia y su propio futuro. En cambio, predomi-nó la ingente labor de los propagandistas hacedores del mito de la transición, de cuya pastelera mezcla sólo sobresalía in-cuestionablemente la fi gura emblemática del Rey. Viene aquí a propósito la cita de Marx que hace García Pelayo:

“Se había creído hasta ahora que la formación de los mitos cristianos bajo el Imperio Romano sólo había sido posible porque todavía no se había descubierto la imprenta. Es justamente al revés. La prensa diaria y el telégrafo, que en un momento expanden sus invenciones sobre toda la superfi cie terrestre, fabrican más mitos en un día (y el rebaño burgués los cree y los expande) de los que podían fabricarse un siglo anterior”3.

Habíamos podido creer que la de-formación de la historia de España y la fabricación de los mitos franquistas sólo habían sido posibles por la reducción de los ciudadanos a súbditos, pero he aquí, que existiendo libertad de expresión (está claro que con RTVE y toda clase de “No-dos”), asistimos a la implantación de un mito que convertía al pueblo soberano en “rebaño democrático” pastoreado por la realeza, ayudada por los guardianes de la ortodoxia de la transición.

Ciertamente, la conmemoración de los aniversarios de la Constitución no ha sido ocasión especial para la exaltación del Rey y de la Monarquía (sencillamente porque ésta –además de tener su fecha propia, la de su entronamiento– consti-tuía ingrediente continuo de la publicidad ofi cial), pero tampoco extraña; al fi n y al cabo el aliento de su propio simbolismo, frente a cualquier eventual rivalidad em-blemática, requería hacerse no sólo con la relevancia debida que ha de reconocerse al jefe del Estado, sino con la imagen del Monarca cuyo reinado logra la concordia entre españoles que antes de él supuesta-mente estaban sin distinción dispuestos a enzarzarse en una disputa cruenta. De este modo, el papel de la Constitución, como pacto entre fuerzas políticas distintas y aún contrapuestas, queda disminuido en la misma proporción en que se enaltece el

papel del Rey en la consecución de la con-cordia. Su inanidad queda así anticipada.

Pero antes de exponer la segunda de las tesis anunciada conviene plantear una cuestión que hasta ahora parece haberse dado por resuelta: ¿Podía convertirse la Constitución en símbolo de la democra-cia naciente?

Símbolo de la democracia naciente

Ciertamente, Constitución no es igual a democracia, de modo que previamente cabe cuestionarse la posibilidad de expre-sar esta última tomando como símbolo aquélla. La respuesta no implica sólo al razonamiento abstracto sino a los hechos, a la coyuntura política en que la cuestión se plantea. A mi juicio cabía la posibili-dad de convertir a la Constitución en el símbolo de la democracia naciente por un triple orden de razones y hechos, a través de los que también se evidencian las difi -cultades de la tarea.

● En primer lugar, porque la Constitu-ción le dio fundamento jurídico; y su puesta en vigor trascendió ese ámbito convirtiéndola, también en el plano polí-tico, en el acto fundacional de un régimen político nuevo. La Norma Suprema intro-ducía el principio de legitimidad demo-crático y derogaba las leyes fundamentales de la dictadura, estableciendo así solución de continuidad entre uno y otra.

Ciertamente, no se había producido una revolución política que, derrocando el régimen anterior, hubiera barrido de la escena política a sus deudos, entre los que se encontraba el Rey designado por Fran-co. También es cierto que la Constitución como acto fundacional quedó diluida por otros factores: a) la proclamación monár-quica y el simbolismo atribuido al Rey, antes referido; b) la importancia real de otros hechos iniciativos en la consecución de la democracia (la legalización del PCE y la celebración y los resultados de las elecciones de junio de 1977), y c) su espe-cial proceso constituyente al que le faltó rapidez, concentración y publicidad4.

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3 Manuel García Pelayo, ‘Ensayo de una teoría de los símbolos políticos’ (Obras Completas. Tomo I. Centro Estudios Políticos y Constitucionales, 1991).

4 Así lo dejó escrito Francisco Tomás y Valiente, que añadió: “Sin una participación directa y amplia, sin debates públicos, sin intervenciones que puedan provocar adhesiones razonadas o incluso en ocasiones apasionadas, la Constitución se redactará sin pena ni gloria y el país no verá en ella el punto de convergen-cia que nos una a todos fortaleciendo la conciencia de pertenecer a una misma comunidad política, sino una ley más redactada en secreto”, y concluyó : “La Constitución se promulgará entre la indiferencia de la mayoría y el entusiasmo de nadie...” (‘La Constitución secreta’, Diario 16, 25 de octubre de 1977. O. C., tomo VI, páginas 5249 y 5250).

La acción conjunta de todos ellos di-fi cultaba la conversión de la Constitución en símbolo de la democracia. Además, la emoción no propendía precisamente a ello. El referéndum fue organizado por el Gobierno de UCD con técnicas plebisci-tarias herederas del franquismo, pensando en su aprovechamiento electoral partidis-ta. El signifi cado de su aprobación por el pueblo quedaba tanto más vaporoso cuanto menos se le había implicado en el debate constituyente; así que el porcenta-je de participación se redujo respecto a las elecciones de un año y medio antes en 12 puntos. Santiago Carrillo pudo decir con sinceridad manifi esta que había sentido más emoción al depositar su voto en las elecciones del 15 de junio de 1977 que en esta ocasión (Abc, 7 de diciembre de 1978).

La emoción se haría presente pasa-dos poco más de dos años, en febrero de 1981. Volvíamos a la época inicial en la que la Constitución fue inequívoco signo de la libertad. La novedad de 1978 –con-fl uencia positiva entre Monarquía, Cons-titución y democracia por primera vez en nuestra historia constitucional– pasó de presentarse como un hecho natural a revelar sus entrañas. La Constitución de Cádiz lo fue de la Monarquía, pero no de su deseado Rey. Cuando diputados absolutistas –que aún siéndolo la habían aprobado– tuvieron ocasión propicia de ofrecérsela rendida al absolutismo de Fer-nando VII, acudieron al mito de la cos-tumbre de los persas de celebrar cinco días de anarquía al fallecimiento de su rey. Aquel Rey supo oler bien la debilidad de los apoyos a la Constitución y declararla nula. Su felonía convirtió a la Pepa en un símbolo de libertad; el grito de “Cons-titución o Muerte” no se daba en vano. Pasados 20 años, a la muerte del Monarca absoluto, había perdido en buena medida su fuerza simbólica, entre otros motivos porque en 1823 su repetida nulidad (tras una nueva felonía de Fernando VII que en 1820 había pronunciado el famoso “marchemos francamente y yo el primero por la senda constitucional”) no había concitado excesiva resistencia, aunque sí produjo una masiva oleada de exilios y represión.

En 1869, la palabra que simboliza la libertad ya no es Constitución sino Revo-lución, a la que, por si no fuera bastante con ella, se le añade el califi cativo de glo-riosa. En esta fecha la democracia se hace presente en el constitucionalismo español, pero, expulsada la dinastía borbónica, la Constitución de la Monarquía española se

acompaña con la ausencia de Rey. Buscar un Rey para una Constitución democrá-tica no era tarea fácil. Ni coherente: hasta a un general sin descendencia –nacido en Granátula, manchegas tierras de Calatra-va– le fue ofrecida.

Cuando se produce la restaura-ción de los Borbones, con rey nuevo, la Constitución de 1876, que viene al mundo espantada de los riesgos de la democracia, la ahuyenta de su seno. La corrupción –de alta intensidad– de aquel constitucionalismo –de bajo nivel– a lo largo de su cuestionable vigencia, llegan-do a su abolición con la dictadura de Primo de Rivera, hará que en 1931 la palabra que simboliza la democracia no sea otra que República. La Constitución republicana dota al Estado español del régimen democrático a la mayor altura de su tiempo. La Constitución Españo-la de 1978 también puede ser califi cada de democrática, con independencia de las sombras de su proceso constituyente, aunque sólo fuera por haber puesto fi n a una dictadura de 40 años, y por haber abierto un camino cuya andadura ya no está marcada por sus primeros pasos.

● En segundo lugar, la Constitución de 1978 podía ser símbolo democrático porque sin la lucha de quienes estuvieron a contra la dictadura franquista y la pretensión de darle continuidad reformista no se hubiera logrado la Constitución que hoy tenemos. Ésta no es sólo de quienes lucharon contra el antiguo régimen y contra los intentos de reformarlo; en virtud del pacto constituyente lo es también de quienes sirvieron a la dictadura o al menos la t con complacencia y que después utilizaron el puente que les tendía el Rey desde la Jefatura del Estado, que él mismo usó, para transitar “de la orilla del autoritarismo a la ribera de la libertad” en frase de Gabriel Cisneros.

La lealtad a ese pacto implica lógica-mente no enzarzarse en si es más de unos que de otros, pero no obliga a tener una explicación común de porqué se logró ni una idea común de cómo se consolidó.La “historia ofi cial” de la transición ha disminuido al máximo el protagonismo de la acción y de la voluntad popular (queda incluida por tanto su expresión en los resultados electorales de junio de 1977 que dejaron a los “siete magnífi cos” del antiguo régimen reducidos al tamaño electoral de los siete enanitos frente al Suárez que dio el oportuno bandazo hasta convertirse en el adalid de la “libertad sin

ira”) pero fue ese protagonismo colectivo, expresado en huelgas, manifestaciones, alianzas entre partidos ilegales, manifi es-tos, etcétera, el factor más explicativo de los cambios de criterio de los protago-nistas de renombre (incluido por tanto el Rey). Sin ese protagonismo, aunque en los créditos de la película apenas aparezca como fi gurante, no es posible comprender ni la Constitución de 1978 ni la historia de la democracia. Como tampoco, an-dando el tiempo, sería posible hoy idear caminos para aumentar la fuerza legitima-dora del constitucionalismo en su actual encrucijada histórica sin apelar, como actor principal, a las virtudes que exige el republicanismo cívico.

Ciertamente el pacto constituyente, como hemos visto, no conllevó el com-promiso de convertir en símbolo la Cons-titución; de ese modo se hubiera activado el protagonismo popular al que el centro y la derecha temían como a un nublado. La posibilidad y la conveniencia de ganar y reforzar adhesiones a la Constitución, poniendo de relieve lo que la Constitu-ción le debía a la lucha, quedaron desaira-das. A frustrarlas contribuyó el desencan-to popular perceptible en aquellas fechas, que se expresó en el pasotismo juvenil, y que tanto infl uyó en algún sector de sus mayores. Desencanto estimulado no sólo por la voluntad contraria de quienes no querían alentar el democratismo de la población sino también favorecido por la debilitada voluntad de quiénes debían apoyarse en éste para ganar fuerza; e in-cluso influyó el despiste y descoloque político de un sector de la intelectualidad comprometida frente al franquismo que no captó la importancia simbólica del hecho constituyente y abogaron por la abstención.

● Y en tercer lugar, porque la Constitu-ción fue tomada por los franquistas con-tumaces como el símbolo negativo por excelencia; en ella se compendiaban todos los males que se cernían sobre España, de los que ya Franco nos había librado una vez. Éste quizá fuera el factor más decisi-v porque afectó a la emoción de millones de personas. Su agitación propagandística contra la Constitución no fue gastar pól-vora en salvas, sino parte del golpismo que se promovía y que no se conformaba ni siquiera con el hecho de que la Consti-tución fuera demediada o reducida a una condición nominal. Sus propósitos no eran amagar sino dar; aunque bastara lo primero para acobardar a muchos demó-cratas de última hornada.

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“En una tapia de un solar madrileño del dis-trito de Chamberí leí ayer tarde (y pido perdón por la anécdota) la siguiente inscripción precedida por una esvástica: ‘Viva la muerte y muera la Consti-tución”.

Quien daba este testimonio era Francisco Tomás y Valiente en un artí-culo publicado el día de su primer ani-versario. Quién después sería presiden-te del Tribunal Constitucional escribía invocando la experiencia histórica del constitucionalismo español:

“La Constitución, ésta que tenemos porque no hemos podido tener otra mejor, es el funda-mento jurídico de la democracia”; y advertía: “No es lícito exaltar hasta el mito la importancia del Derecho, pero es suicida infravalorar su función y su potencialidad, en este caso, abrir caminos a una democracia que nunca se alcanza plenamente, porque la democracia es un proceso y es una forma de vida colectiva que hay que ir desarrollando a partir de esta ley básica (‘Grundgsetz’) que es la Constitución”5.

Sus propuestas para frenar el desen-canto y fortalecer la democracia a partir de la Constitución no hallaron acogida bastante. El intento de regresar al pasado se presentaría pistola en mano, cubierto con tricornio y tanques en la calle ape-nas transcurrido poco más de un año. A partir de entonces ya era imposible no otorgar importancia a la Constitución y a su defensa para cualquiera que tuviera convicción democrática, pero incluso en esas circunstancias parecía vedado gritar el “Viva la Constitución”, aunque millo-nes de personas se habían manifestado el 23-F en su defensa6. Llegado su tercer aniversario, se mostró, como quedó ano-tado antes, que no todos los que querían su continuidad la querían como símbolo para la democracia. Y ¡vaya si podía serlo! Hasta Fraga sacó la consecuencia debi-da: “Nunca plantearé una reforma sin el mandato electoral adecuado”7.

Sin embargo, se propugnaba como valor emblemático a compartir el de la bandera incluso en medios de comunica-ción que no venían del régimen dictato-rial8. Para que las castañas se sacaran del fuego hubo que esperar a que en 1982

diez millones de votantes encumbraran al PSOE al Gobierno, y que la derecha, ya desligada del franquismo activo, pero reagrupada en un partido que defendía su legitimidad histórica, comenzara, junto a su electorado, su irremisible travesía del desierto en la democracia naciente.

La concordia inoperante

La Constitución ha sido publicitada con constante insistencia como la Constitu-ción de la concordia. Consenso sería la palabra simbólica cuya sola invocación serviría de explicación del inicio, desarro-

llo y culminación del proceso en el que se alumbró. Puestos a recordar aquello debe-ríamos recordarlo todo, como prescribía Azaña, y así despojaríamos al mito de sus pretensiones de narración plenamente verídica.

Ciertamente hay argumentos para ha-blar de concordia: hubo constantes ape-laciones a ella en las Cortes Generales salidas de las elecciones de junio de 1977; hubo transacciones, cesiones y conce-siones mutuas a la hora de establecer los concretos contenidos del texto constitu-cional; es innegable que los apoyos que la

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5 Francisco Tomás y Valiente añadía: “La Constitución de 1978 no despertó en su nacimiento ni durante su génesis grandes entusiasmos. Tal vez porque los políticos no supieron convencer al pueblo de que estaban elaborando un texto para todos, o por-que no fueron capaces de hacer público los principales debates, que en torno a cuestiones clave se llevaron a cabo en círculos reducidos y secretos”. (‘Constitución Española: entre el desencanto y el entusiasmo’, publi-cado en Andalán el 6 diciembre de 1979).

modos de atacar la Constitución: desde el golpismo violento a la mediocridad política, desde la exaltación de la intolerancia hasta el incumplimiento del trabajo diario”, y pervierte la realidad para ocultar cuáles son los enemigos de la Constitución: “...¡Cuántos que se dicen enemigos de la Constitución lo que realmente están pidiendo es que se cumpla! A la Constitución le han hecho probablemente más daño sus falsos amigos que sus enemigos”.

7 Coloquio en el que participaron Gabriel Cisneros, Gregorio Peces-Barba, Jordi Solé Tura, Miguel Roca Junyet y Manuel Fraga organizado por Abc el 6 diciembre de 1981.

8 “Feliz iniciativa de cuatro partidos políticos ma-yoritarios (UCD incluida) de invitar a los ciudadanos para que expresen esta celebración sacando a la calle la bandera de todos los españoles merece el aplauso”. (‘El día de la Constitución’, El País, 6 de diciembre de 1981).

6 Abc, en su editorial del 6 de diciembre de 1981 ‘Como hacer viva la Constitución’. Más que gritar “Viva la Constitución”, hay que hacerla viva, dice. Y da su recetario para lograrlo. El guiso resultante revela la presión del golpismo. No hace referencia concreta alguna al golpe de Estado frustrado 10 meses antes, sino consideraciones que sirven de atenuantes: Llama a “mantener apasionadamente la unidad de España, a acrecentar el honor de las Fuerzas Armadas, a la tradición española y a no olvidar nuestra historia. Nombra a los que tienen la principal responsabilidad, Parlamento, Gobierno, Rey, y sólo de éste dice que se ha convertido de hecho en el “primer defensor” y “pri-mer cumplidor” de la Constitución.

Las críticas son para todo lo que está asociado a la democracia presentándolo torcidamente: “Se ase-sina la Constitución abusando de las autonomías en detrimento de la unidad de España, monopolizan-do o menospreciando a la bandera, abusando de la fuerza sindical para hacer política, menospreciando las Fuerzas Armadas o traicionándolas en acciones partidistas contra la Constitución y no a su servicio”, y otras perlas: “Libertad de expresión para encizañar”, “políticos que traicionan a sus electores incumpliendo sus programas”. Iguala lo inigualable: “Hay muchos

Constitución recibió, en sede parlamen-taria y después en el referéndum, respon-dían a un abanico de opciones ideológicas y políticas muy diversas. Pero todo esto no bastó para poder afi rmar que la con-cordia cobró valor simbólico con fuerza para dar cohesión democrática a aquella sociedad en un tiempo convulsionado políticamente.

Visto desde el prisma de las genera-ciones que no lo vivieron cabe preguntar: si la necesidad de la concordia era tan evidente y tan unánimemente admitida ¿qué hubo de extraordinario en hacer una

Constitución basada en ella?, ¿qué hay de simbolismo rememorable que contribuya a nuestra cultura política democrática de hoy y al modo en que hayamos de plantearnos en estos tiempos su reforma? Aquí procede comenzar recordando que la publicitación de la Constitución como obra de concordia entre fuerzas políticas diversas y contrapuestas fue sobre todo el resultado de una elaboración posterior a

su aprobación. A ella se aplicaron más que las propias fuerzas políticas que abocaron la transición hacia un pacto constituyente algunos ucedeos desplazados del poder.

Este pacto, expresado fi nalmente en el sí a la Constitución exigía unidad en la aceptación de: 1. Que el único principio de legitimidad en el que podría basarse el Estado y la convivencia entre españoles era el principio democrático, que implica la soberanía popular y cuya contrapo-sición con el franquismo era evidente; 2. Que la violencia armada quedaba des-terrada como vía para resolver los con-

fl ictos de intereses e ideas. Precisamente esa vía era la única mediante la cual los franquistas contumaces podían intentar impedir la constitucionalización del prin-cipio democrático. Desde hacía décadas el Partido Comunista había apostado por la vía pacífica, y todos los organismos unitarios de oposición a la continuación de la dictadura se habían pronunciado en el mismo sentido. El golpismo civil y

militar podía aspirar a hundir el proceso constituyente en colaboración objetiva con el terrorismo etarra. Éste actuó, parti-cularmente desde la muerte de Franco, al servicio de la provocación y justifi cación del golpismo.

1. En afi rmar la supremacía del principio democráticoLas fuentes del valor simbólico no manan espontáneamente. Aquí procede recor-dar que la concordia no fue activa para afi rmar la soberanía popular como único principio de legitimación democrática de todo el proceso constituyente; tampoco lo fue para hacer frente, unidos y pública-mente, al golpismo descarado y rampante en determinados medios, incluidos ámbi-tos militares. Esa inactividad conllevaba que la concordia no operara como factor cohesivo en el convulsionado movimien-to de la sociedad hacia la democracia. Mal podría decirse: en el principio fue la concordia; refl eja mejor el proceso decir: la concordia llegó al fi n. Pero las perdices del fi nal feliz sólo pudieron ser servidas tras el corte de digestión del 23-F.

La explicación se halla en una visión de la transición que desnude su mito y que insista en algunos de sus rasgos. Es obligado recordar que la transición abocó a un proceso constituyente sin convocato-ria de elecciones y asamblea con tal obje-tivo. Esto no es insólito en la historia del constitucionalismo; y precisamente por ello pueden examinarse con perspectiva histórica sus causas y sus efectos. Entre unas y otros hay que incluir este factor: los poderes fácticos no aparecían vincu-lados a un compromiso público en el que hubiera quedado convenida la supremacía del poder constituyente y reconocido que este sólo radica en la representación del pueblo libremente elegida. No se puede negar lo evidente: el Rey –investido de los poderes absolutos que le otorgaron Fran-co y sus Cortes– aunque no ejerciera los tales, actuaba como un poder constituido en línea con la tradición histórica del de-mediado constitucionalismo español que situaba la soberanía en la actuación con-junta del Rey con las Cortes, o viceversa, de las Cortes con el Rey.

En cuanto al método seguido para la elaboración de la Constitución casi todo está ya dicho: carente de transparencia, demediado el debate público, incógnito o difuso el contenido de las transacciones y de las cesiones y concesiones mutuas.

Ha de admitirse el valor positivo que representa la imagen de una Constitu-ción que se hace desde la voluntad de

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comprometerse entre fuerzas políticas y sociales que, aún cuando mantengan in-tereses e ideologías contrarias, concuerdan en resolver por métodos no antagónicos, constitucionales, los problemas asociados a esas contraposiciones. En una Cons-titución surgida de una revolución po-lítica, que ha derrocado un régimen e instaura uno nuevo, se requieren también compromisos entre las fuerzas que la han apoyado; pero su valor simbólico mana directamente no de estos compromisos sino de la unión que conquistó la victoria y derrotó al enemigo común. Cuando la Constitución no va precedida de tal re-volución sino de una transición entre un régimen político y otro de naturaleza dis-tinta; cuando no ha existido un enemigo común de cuantos convienen “transitar”, aunque haya acuerdo en sustituir lo viejo por algo nuevo, el surgimiento de un va-lor simbólico con fuerza cohesiva es más complejo; y difícilmente puede surgir si no ha quedado despejada previa y clara-mente la incógnita del destino de la tran-sición iniciada y el carácter radicalmente distinto del nuevo régimen que se quiere alumbrar.

Por pacífi ca y lenta que sea la transi-ción fi nalmente ha de producir una so-lución de continuidad. La ocultación de ésta puede ser funcional para la posición política y la conciencia de cuantos creían o admitían pasivamente la legitimación del régimen anterior; pero indefectible-mente cuanto más se vela esa ruptura ante la opinión pública más débil se revela el sentido de la concordia como fundamen-to de la Constitución, y más se difi culta su valor simbólico.

En el caso español también se contri-buyó a este demediamiento desde sectores de la izquierda y del nacionalismo, desva-lorizando la ruptura legal que conllevaba la Constitución de 1978, añorando a toro pasado la solución que hubiera sido la rup-tura democrática como revolución política y no simplemente jurídica. Pero ese velo no se extendió sólo por pasiva, sino tam-bién por activa a través del protagonismo de la Jefatura del Estado, ejercida sin solu-ción de continuidad por el Rey.

Precisamente la cuestión que en el texto constitucional no podía ser resuelta a través del mecanismo de las cesiones mutuas y de los textos ambiguos era la determinación de la forma republicana o monárquica del Estado. Aquí sólo cabía optar por una u otra. El conjunto de las fuerzas políticas parlamentarias descartaron la vía de un referéndum específi co al efecto aunque éste constituía la aplicación más

cabalmente democrática del principio de legitimidad que iba a reconocer la Cons-titución. La derecha y el centro, porque tomaban la continuidad de la Monarquía como un factor favorable para conservar la iniciativa y el control político y social. El Partido Comunista, porque se atuvo al planteamiento de que la opción real no era monarquía o república sino democracia o dictadura y tomó por incuestionable el hecho de que la aceptación abierta de la monarquía facilitaba el pacífi co acaba-miento en democracia de la transición. Esta posición era clara: aceptamos la mo-narquía porque la monarquía acepta una Constitución democrática. Do ut des. La del PSOE (mantener su voto particular), que empleaba ya la técnica de las ambigüe-dades (quizás más fi ngidas que) calculadas, aparecía como un paripé sin apenas tras-cendencia en la opinión pública. Sea como fuera la concordia como sometimiento de diferencias al principio de legitimidad democrático no pudo ganar en este te rreno fuerza de cohesión democrática. Todo el espacio simbólico quedaba despejado a favor del Rey; paradójicamente, quien ocu-paba la posición en que se concentraban todas las contradicciones de aquella sin-gular forma de conducir la transición que estallaron el 23-F.

En efecto, la transición y la elaboración de la Constitución (su punto de llegada) se conducían (intento insostenible rayano en lo absurdo y la milagrería) como si el anterior régimen político no hubiera exis-tido. No es extraño que fuera de España se hable de “milagro español”. Sí lo es que los ucedeos, también a toro pasado, se atrevie-ran a decir trece años más tarde que:

“Los aperturistas que desbrozamos el camino de la reforma en los años del franquismo tardío y de la transición teníamos la convicción plena de que las cosas iban a transcurrir como transcurrieron”,

y que la tarea tenía ya preparado el terreno para su genial obra de ingeniería política9. Por supuesto, se da al olvido mencionar el golpe del 23-F como si tam-poco nunca hubiera existido.

Muerto Franco, la razón política de casi media España, la más activa en la calle e infl uyente en la opinión pública, era erradicarlo como una mala hierba; la razón de casi la otra media era darlo al olvido, echándolo al cajón de las medici-nas caducadas. Ambas partes, una vez que fracasó el primer Gobierno de la Monar-quía, tenían que encontrarse en el proceso constituyente. Pero ese encuentro abierto,

público, transparente (condición nece-saria para hacerse activo políticamente) estuvo desde el principio entorpecido por la presencia de la minoría –poderosa– que no quería una Constitución democrática porque la temía; minoría que, en paralelo, quería inspirar miedo, y podía conseguir este propósito porque a su alcance estaba recurrir al uso de la violencia, en cuya organización institucionalizada tenía una fuerza no precisamente pequeña.

Suárez había dicho, en frase memo-rablemente ilustrativa, que no había que tener miedo al miedo. Su decisionismo fue audaz, no temerario; aunque final-mente tuvo que pagar, con su dimisión, por ello. Pero es un hecho cierto que el miedo produjo sus efectos divisionistas: primero en la Santísima Trinidad de la transición; en las fi las de UCD después, que traspasó más de la mitad de su elec-torado al partido de Fraga, formado por mitades entre quienes se habían opuesto a la Constitución (entre ellos Aznar) y quie-nes la aceptaban pero propugnando ya su reforma en sus dos primeros aniversarios; y, antes y durante, también en el seno de las fuerzas democráticas en general y de izquierdas en particular, que no acertaron a ver la forma de desintegrar con la fuerza de la opinión pública y la movilización masiva la cobarde bravu conería de los que estaban dispuestos a jugar la baza de la violencia.

La concordia no fue “preconstituyen-te”; tuvo que afirmarse en un proceso complejo sometido a una inestabilidad crónica. Incluso cuando ya era evidente que sólo cabría una Constitución que tuviera un amplio respaldo mayoritario de las fuerzas políticas parlamentarias se intentó defraudar ese propósito: frente al excluyente acuerdo UCD-PP tuvieron que afi rmar su autoridad (por encima de la resultante del juego de la mayoría entre los “padres de la Constitución”) Abril y Guerra, representantes de las fuerzas polí-ticas más infl uyentes (Gobierno de Suárez –más que UCD– y PSOE).

2. En desarmar a los golpistasLa concordia como renuncia a la violencia tampoco operó como un factor simbólico que contribuyera a desarmar los propó-sitos de quienes seguían considerando su legitimidad ganada con el triunfo en la Guerra Civil y con los treinta y tantos años de “paz”. A pesar de que la mayoría de los españoles había aprendido de los desastres de la guerra, y a pesar de que la oposición –organizada ya en la Platafor-ma de Organismos Democráticos– había

9 Gabriel Cisneros, ‘La antesala histórica de la Constitución del 78’, Abc, 6 de diciembre de 1988.

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apostado inequívocamente por un acaba-miento pacífi co de la dictadura, la amena-za de acudir al empleo de la violencia (por quienes disponían del aparato represivo del franquismo, incluido el Ejército) estu-vo latente durante toda la transición.

Frente a esta amenaza no hubo pacto activo: aun a riesgo de que el control se les fuera de las manos a quienes gober-naban. Quienes disponían de la organi-zación institucionalizada de la violencia se reservaban la decisión sobre el empleo de la fuerza; y frente a esta realidad –más o menos emboscada– no se levantó una voluntad política concorde de cuantos querían Constitución aunque debatiesen sobre sus concretos contenidos. Esa ame-naza y el riesgo que conllevaba se concre-tó, una vez aprobada la Constitución, en el esperpéntico drama del 23-F, que no fracasó por défi cit de golpistas sino quizá por exceso de ellos.

La forma en que se produjo el fraca-so del golpe militar evidenciaba que ha-bían quedado al margen de la concordia constitucional voluntades sufi cientemente poderosas como para impedir la paz. Paul Preston, en su biografía de Juan Carlos, cita las palabras que el entonces capitán general de Madrid, Quintana Lacacci, le dijo al ministro de Defensa Alberto Oliart, cuando éste llamó a los capitanes generales para conocer su versión de los acontecimientos del 23 y 24 de febrero:

“Ministro, antes de sentarme te tengo que decir que soy franquista, que adoro la memoria del general Franco, he sido ocho años coronel de su regimiento de guardia, llevo esta medalla militar que gané en Rusia, hice la guerra civil, por tanto ya te puedes fi gurar cómo pienso. Pero el Caudillo me dio orden de obedecer a su sucesor y el Rey me ordenó parar el golpe del 23-F y lo paré; si me hu-biera ordenado asaltar las Cortes, las asalto”10.

Conviene aquí aportar un dato car-gado de simbolismo que tampoco puede ser interpretado inocentemente. Cuando Juan Carlos fue coronado Rey el 22 de noviembre de 1975 juró (o tuvo que ju-rar) lealtad a las Leyes Fundamentales del franquismo; pero no juró la Constitución que las derogaba cuando ésta fue apro-bada por referéndum; tal juramento sólo tuvo lugar tras el fracaso del 23-F, el día 28, en el transcurso de una ceremonia de celebración del 25º aniversario de la XIV Promoción de la Academia militar de Zaragoza:

“Por primera vez, el Rey hizo solemne jura-mento de respetar la Constitución que, en 1978 simplemente había fi rmado”.

También lo cuenta Paul Preston así en la obra citada antes.

Al día siguiente de aprobarse por el Congreso y el Senado el proyecto consti-tucional, en su editorial ‘Una Constitu-ción que dure’ (1 de noviembre de 1978) El País había criticado que ninguno de los tres senadores militares, que lo fueron por designación real, hubieran dado su voto afi rmativo y les pedía que declararan como ciudadanos que la acatarían y que como militares estarían dispuestos a su defensa. No hubo tal. La Constitución como obra de concordia cobraba fuerza simbólica tan sólo, o al menos fundamen-talmente, cuando era vinculada al reco-nocimiento de la figura del Rey, como supremo hacedor de la democracia y del consenso.

En esta imaginería mítica el comienzo de tan encomiable labor habría tenido lugar cuando, ¡aún bajo juramento de fidelidad a las leyes fundamentales del franquismo!, anunció su propósito de ser el Rey de todos los españoles. La vacui-dad de tal anuncio es obvia por mucho que los apologistas de la Monarquía lo hayan enaltecido. ¿Quién siendo Rey no va a querer serlo de todos? La cuestión no era si el Rey nombrado por Franco y sus Cortes quería serlo de todos los españoles, sino si éstos querían que lo fuera. Juan Carlos ganó el 23-F, por la vía de los he-chos, una legitimidad que hasta entonces no se había planteado ganar mediante el simbolismo de jurar la Constitución de 1978, que no proclamaba su soberanía sino la del pueblo.

Desde esa posición, y atribuyéndose una autoridad moral que se le reconocía tras el 23-F bajo el shock que éste pro-dujo, reconvino a la clase política de la naciente democracia y a los militares cuya obediencia debía al viejo régimen; aunque las contradicciones que habían estallado eran las que concernían a su propia po-sición, parte del problema aunque a la postre parte también de la solución.

Asegurar la Monarquía quedaba de-fi nitivamente vinculado a la defensa de la Constitución de 1978. La exaltación de ésta en sus aniversarios iría a partir de entonces vinculada a la exaltación de la Monarquía parlamentaria como hacedora de la concordia. Los demonios de la vio-lencia, aunque hubiera planes frustrados antes de su ejecución, quedaban exorciza-dos. Pero todo ello venía a evidenciar que la concordia de la Constitución, luego

tantas veces ensalzada, no fue activa fren-te a los enemigos de la libertad hasta que estos fracasaron en su pretensión de dar un escarmiento a quienes radicaban la so-beranía en el pueblo que elige. Una inci-piente cultura política democrática asen-tada en la idea de que la confrontación de intereses e ideas excluye su resolución por otras vías que no sean la ley y las urnas solo alzó el vuelo al borde del precipicio.

A modo de comienzo

La Constitución ha durado. Esto ha sido positivo para nuestro constitucionalismo. Su mérito ahora no será sólo durar. Invo-car su intangibilidad asociada a la defensa de la democracia es convertirla en un símbolo mudo. Algunos que hoy niegan radicalmente su reforma vuelven a sus orígenes en los que combatieron la Cons-titución con su abstencionismo activo.

Será necesario el acuerdo de una gran mayoría de fuerzas políticas muy diver-sas. La concordia de hoy nacerá de un debate menos combado por la presión de la fuerza que entonces. Tendrá en todo caso razones diferentes a las de ayer. Será inevitable y quizá sea necesario que cada posición política se ampare en un simbo-lismo propio. Pero sería conveniente que esa lucha simbólica no desplazara la abier-ta confrontación de ideas. La cuestión no es o mito o logos. El encuentro requerirá cesiones y concesiones; para hacerse posi-ble habrá de ser movido por la necesidad de asociar la reforma a una democracia creciente que cabe en la Constitución española si se da voz y participación a la ciudadanía. Necesidad cuyo reconoci-miento está ligado a admitir la crisis de legitimación que afecta a las democracias constitucionalizadas, también a la nuestra.

Hagamos hablar a la Constitución Española de 1978; a los poderes constituidos de ahora que no son los de entonces; y ábrase espacio al poder constituyente de hoy que no es el mismo del ayer. Se demostraría así que con su reforma esta Constitución puede traer más democracia y más efi cacia. En esta tarea también se trata de lograr la necesaria comunicación entre generaciones que se han formado políticamente en tiempos muy distintos. ■

José Sanroma Aldea es presidente del Consejo Consultivo de Castilla-La Mancha.

10 Paul Preston, Juan Carlos. El Rey de un pueblo. Plaza Janés 2003 (pág. 533).

EL PLURALISMO INFORMATIVO

MIGUEL SATRÚSTEGUI

Planteamiento

El pluralismo informativo es frecuente-mente invocado en las discusiones sobre los medios de comunicación e incluso en la legislación sobre los mismos, pero es difícil encontrar una explicación precisa de lo que se quiere decir con este térmi-no1. Por eso parece oportuno, en primer lugar, intentar hacer explícito, aunque sólo sea en bosquejo, lo que aquí se en-tiende por pluralismo informativo. Para hacerlo, habrá que referirse a cómo se re-laciona este objeto con el proceso de la comunicación y con el sistema de los medios de comunicación.

De entrada, hay que reconocer que el pluralismo informativo no es parte indispensable de l proceso de la comunicación. El objeto que asoma al conocimiento del lector de prensa, del oyente de radio o del espectador de televisión es la información proporcionada por un medio y el pluralismo informativo no se manifi esta en ese concreto acceso a la información. Además es perfectamente posible que una determinada persona no esté en absoluto interesada en el pluralismo informativo; esto es, que su intención sea conocer la información tal y como un medio la proporciona, sin preocuparse de cómo informan los demás. No obstante, el pluralismo informativo es re levante para e l proceso de la comunicación, porque determina las posibilidades del ciudadano-consumidor de acceder a otras informaciones distintas o a diferentes enfoques de la misma información.

El pluralismo informativo no es tam-poco una característica propia de los me-dios de comunicación individualmente considerados. Por el contrario, consiste en una nota o propiedad del sistema de medios de comunicación, entendido como el ám-bito de las interacciones de los medios de comunicación entre sí, con el público y con el poder político (un concepto analí-tico que es similar al que se utiliza en otros aspectos de lo social: por ejemplo, el sistema educativo o el sistema de partidos políticos). Este concepto de sistema sirve para analizar una pluralidad de relaciones sociales que son elementos de un conjun-to históricamente dado. Concretamente, el sistema de los medios de comunicación es una realidad histórica (por ejemplo, el sistema de los medios de comunicación en Estados Unidos a fi nales del siglo xix o en España, en la actualidad); y en cada sistema de medios de comunicación his-tóricamente existente el pluralismo infor-mativo presenta un perfi l específi co. Para describirlo hay que tener en cuenta tres dimensiones principales: su diversidad, su polarización y su relevancia.

La diversidad alude a los distintos te-mas o campos que pueden ser materia de la información (por ejemplo, la política –doméstica e internacional–, la economía, los asuntos religiosos, deportivos, cultura-les, sexuales, etcétera). En este sentido puede haber un pluralismo informativo respecto de cada uno de estos ámbitos; por ejemplo: si los medios procuran dife-renciarse por sus opiniones políticas, por su enfoque de los fenómenos económicos, por la doctrina religiosa o laica que man-tienen, por su interés predominante por uno o varios deportes (o incluso por un equipo deportivo determinado), por su apertura hacia o su rechazo de los proble-mas de las minorías sexuales, por su van-guardismo o su tradicionalismo cultural,

etcétera. En consecuencia, podrá haber un pluralismo informativo más o menos diverso según los campos en los que éste se manifi este. Y aunque es evidente que el aspecto estrictamente político del plura-lismo informativo tiene una importancia sobresaliente, no conviene olvidar la ex-presión del pluralismo informativo en otros campos o aspectos diferentes del po-lítico, cuya importancia en las sociedades modernas es creciente, como lo es la pro-pia diversidad cultural de estas sociedades (resultante de la erosión de los consensos tradicionales por procesos como la laici-dad, el feminismo, la inmigración o los nacionalismos étnicos).

La polarización del pluralismo infor-mativo depende de la distancia entre las líneas o planteamientos informativos de los diferentes medios. Que presenten ma-tices diferenciales en su manera de infor-mar no manifi esta un pluralismo tan po-larizado como cuando mantienen posicio-nes editoriales contrapuestas y enfrenta-das. La polarización del pluralismo infor-mativo puede ser limitada voluntariamen-te por los propios medios, si acuerdan –más o menos explícitamente– unifi car su manera de informar (consenso informati-vo), como por ejemplo ocurrió en Estados Unidos después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. También puede ser reducida por imposición del poder políti-co (restricción): no sólo en regímenes auto-ritarios (donde el deber de respetar la doctrina ofi cial minimiza el pluralismo informativo), sino también en contextos democráticos (por ejemplo, las restriccio-nes informativas establecidas por razones de seguridad nacional, especialmente en confl ictos bélicos).

Por último, la relevancia del pluralis-mo informativo depende de la importan-cia, mayor o menor, de los medios que

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1 Por ejemplo, el Libro Verde de la Comisión Euro-pea sobre Pluralismo y Concentración de Medios en el Mercado Interior no defi ne este concepto, limitándose a afi rmar que constituye un límite a la libertad de ex-presión y que su propósito es garantizar la diversidad de la información para el público.

mantienen posiciones críti-cas respecto del Gobierno. Habrá pluralismo informa-tivo relevante en aquellas situaciones en las que el Gobierno esté sometido a la confrontación de medios infl uyentes por su credibili-dad y por su audiencia (co-mo ocurrió, por ejemplo en Estados Unidos en asuntos tan conflictivos como los papeles del Pentágono o el caso Watergate). Por el con-trario, si los medios que mantienen actitudes de crí-tica u oposición son sola-mente marginales, el plura-lismo informativo tendrá escasa relevancia (con inde-pendencia de cuál sea su grado de diversidad y de polarización). En defi nitiva, el pluralismo informativo no consiste sólo en la posibilidad de obte-ner una información diferente sino en la confi anza razonable de que los abusos y errores de los gobernantes serán someti-dos a escrutinio y crítica pública de ma-nera efi caz por parte del sistema de me-dios de comunicación. Por eso es funda-mental, a este respecto, el papel de las te-levisiones, que son actualmente los me-dios de mayor audiencia y por lo tanto los que más cuentan para medir la relevancia del pluralismo informativo.

Una vez señaladas cuáles son las prin-cipales dimensiones del pluralismo infor-mativo (diversidad, polarización y rele-vancia), conviene volver a considerar la afi rmación de que el pluralismo informa-tivo constituye una nota o propiedad del sistema de medios de comunicación para precisar que debe ser entendido como una característica estructural del sistema mis-

mo. Esta interpretación se fundamenta en la insufi ciencia de una concepción mera-mente morfológica de la estructura del sistema que sólo atienda al número y a las clases de medios de comunicación inte-grantes del mismo. Porque lo más deter-minante de la manera de ser del sistema no es el número de medios que lo forman sino su diferenciación, que no es mera pluralidad objetiva y verifi cable sino vo-luntad de diferenciarse. Este aspecto sub-jetivo de la voluntad o vocación de dife-renciación de los medios es absolutamente determinante, de tal manera que dos sis-temas de medios con la misma morfología (número de medios) serán estructural-mente distintos si difi eren por su diferen-ciación. Y como el pluralismo informativo es una manifestación (aunque no la úni-ca) de la diferenciación, un sistema puede ser menos pluralista que otro aunque cuente con mayor número de medios si

éstos presentan menor dife-renciación. Por eso, el plura-lismo informativo no es una variable dependiente de la es-tructura del sistema sino un aspecto defi nitorio de la mis-ma. En otras palabras, los sis-temas de medios son estruc-turalmente pluralistas de una determinada manera.

Los medios pueden dife-renciarse por distintas estra-tegias, pero no todas son igualmente signifi cativas para el pluralismo informativo. Existen, en efecto, estrategias de diferenciación en la co-mercialización y otras en los contenidos. Las de la primera clase se manifi estan en el ám-bito de las políticas comer-ciales (de precios, promocio-nes, “empaquetamiento”, et-cétera). Las estrategias de di-

ferenciación en contenidos se refi eren, en cambio, a la variedad de objetos que for-man parte de la oferta que los medios po-nen a disposición de su audiencia. Por ejemplo, los contenidos de ocio, que ocu-pan un lugar destacado en la programa-ción de las televisiones (películas, series, etcétera); y también los contenidos infor-mativos, en estricto sentido. Evidente-mente las estrategias de diferenciación en la información son las que más cuentan (aunque no sean las únicas que cuentan) para el pluralismo informativo.

Una característica específi ca de las es-trategias de diferenciación en la informa-ción es su estabilidad; porque aunque to-das las estrategias de diferenciación son susceptibles de ser modifi cadas y están su-jetas a cambios, las estrategias de diferen-ciación en la información tienden a ser bastante más estables que las otras, ya que se reflejan en líneas editoriales que no

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pueden ser modificadas abruptamente (otra cosa es la evolución gradual de las mismas). En efecto, un cambio brusco de línea editorial puede defraudar a una par-te importante de la audiencia del medio, exponiéndole por lo tanto a perderla con riesgo para la viabilidad y la subsistencia del medio en cuestión. Por eso puede de-cirse que el pluralismo informativo, resul-tante de las diferentes líneas editoriales de los medios, tiene un carácter estable y es-tructural.

Llega el momento de referirse al fun-damento de la diferenciación. Esta consti-tuye una pauta de conducta o un proceso que es a la vez intencional y refl exivo. Por una parte se trata de diferenciarse para sa-tisfacer las necesidades de un público ob-jetivo, que por defi nición es siempre una parte mayor –o menor– del público. Por lo tanto, las ofertas (comerciales y de con-tenidos) procurarán ser adecuadas a una parte del pluralismo social, cultural, polí-tico, etcétera. Pero se trata también de un proceso refl exivo (y no sólo unilateral, del medio hacia la sociedad), porque tiene que tomar en cuenta la respuesta de la audien-cia y también la de los demás medios de comunicación. En otras palabras, en el es-fuerzo por servir a su público objetivo y por conservar y aumentar su audiencia los medios actúan en competencia. La com-petencia es el contexto de la diferencia-ción, de todas las estrategias de diferencia-ción, incluso de la diferenciación en con-tenidos de información. Por lo tanto el pluralismo informativo no es ajeno a la competencia, sino que es una expresión de la misma en el mercado de los medios de comunicación (entendiendo por mer-cado de los medios de comunicación el sistema de los medios de comunicación en su dimensión económica). Lo que pasa es que en este mercado puede haber com-petencia con muy poco pluralismo infor-mativo si se atenúa la diferenciación en los contenidos de información y se poten-cian las estrategias de diferenciación en la comercialización o las estrategias de dife-renciación en contenidos distintos a la in-formación (ocio), como ha ocurrido en los últimos años en bastantes países en el sector de la televisión. Sin embargo, no puede haber pluralismo informativo sin competencia.

Una vez situado el pluralismo infor-mativo en su contexto, que es el terreno de la competencia, estamos en condicio-nes de abordar el asunto principal en el que suelen centrarse las discusiones sobre el pluralismo informativo, que no es otro que las relaciones de éste con la propiedad

de los medios de comunicación. Desde luego, la propiedad de los medios no es nada irrelevante para su línea editorial y, aun reconociendo que los periodistas, y en particular los directores de los medios, desempeñan un papel fundamental en la defi nición de la línea editorial, hay que admitir la hipótesis razonable de que la propiedad de los medios también está re-lacionada con su línea editorial (que es cosa bien distinta a que la propiedad de-termine cotidianamente los contenidos informativos que los medios difunden). Por lo tanto, la propiedad de los medios de comunicación es un factor (aunque no el único) del pluralismo informativo. Lo que pasa es que dista de ser sencillo esta-blecer una teoría sufi cientemente explica-tiva y no simplifi cadora sobre el modo en que ambos se relacionan.

El concepto clave para analizar el de-sarrollo de esas relaciones es el de grupo de empresas, oriundo del derecho mercantil y del derecho de la competencia. Un grupo de empresas está integrado por aquellas que están sometidas a una unidad de deci-sión, unidad que generalmente resulta del hecho de que la mayoría del capital de las mismas pertenezca directa o indirectamen-te a la empresa matriz del grupo (la com-pañía holding). Sin embargo la unidad de decisión puede obtenerse también por otros medios (por ejemplo: pactos entre accionistas minoritarios). También puede haber empresas (y, concretamente, medios de comunicación) que no formen parte de ningún grupo, porque carezcan de accio-nista mayoritario o de otra estructura de control de las mismas. En todo caso, la pertenencia de un medio de comunicación a un grupo puede tener diversas conse-cuencias desde el punto de vista del plura-lismo informativo. Por una parte, puede admitirse como razonable la hipótesis de que dicha pertenencia podrá homogenei-zar más o menos la línea editorial de los medios integrantes del mismo grupo aun-que sea una hipótesis que la realidad tam-bién puede desmentir; por ejemplo, si se trata de medios con públicos objetivos muy diferentes (a este respecto, baste pen-sar en la línea editorial de periódicos tan distintos entre sí como el Times o el Sun, ambos propiedad de un mismo grupo: el de Murdoch). Pero la pertenencia de un medio a un grupo también puede favore-cer la diferenciación de su línea editorial frente a los medios de la competencia. En este sentido, los grupos de medios tam-bién pueden ser un factor positivo para el pluralismo informativo, lo que, sin embar-go, a menudo suele olvidarse.

Todas estas consideraciones previas deben ser tenidas en cuenta para analizar el pluralismo informativo desde la pers-pectiva del derecho y, en particular, para poder valorar los principales modelos le-gislativos ideados para favorecerlo.

Desarrollo

¿Existe o no un derecho subjetivo al plu-ralismo informativo? Ésta es la primera pregunta a la que se debe responder; y pa-ra hacerlo, hay que determinar si las liber-tades de expresión y de información in-cluyen como contenido de las mismas el pluralismo informativo. Pues bien, sin ne-cesidad de realizar un análisis comparati-vo exhaustivo parece claro que estas liber-tades, tal y como están reconocidas en los principales tratados internacionales en materia de derechos humanos, así como en los principales ordenamientos consti-tucionales, no comprenden el pluralismo informativo2. La función de estas liberta-des es proteger la comunicación que lle-van a cabo los medios individualmente considerados, prohibiendo cualquier in-tervención restrictiva en la misma. En este sentido, representan, sin duda, un presu-puesto indispensable del pluralismo infor-mativo pero no constituyen un título para exigirlo. En otras palabras, no permiten reclamar un determinado modo de ser de la oferta informativa total ni pueden ga-rantizar jurídicamente un determinado ti-po de diferenciación del sistema de me-dios ni, en consecuencia, el pluralismo in-formativo. Y es que la naturaleza negativa (de libertad-autonomía) de las libertades de expresión e información imposibilita interpretarlas extensivamente como dere-chos de prestación para exigir el pluralis-mo informativo, porque eso iría en contra del contenido esencial de esas libertades, que protegen la discrecionalidad absoluta de los medios para escoger su propia línea editorial. Por lo tanto, no puede jurídica-mente exigirse a los medios que se dife-rencien unos de otros en la manera de in-formar.

Partiendo de esta afi rmación, no debe concluirse que el pluralismo informativo sea indiferente para el derecho, porque

2 Por ejemplo: la Declaración Universal de Dere-chos Humanos (art. 19); el Pacto de Derechos Civiles y Políticos (art. 19); el Convenio Europeo de Dere-chos Humanos (art. 10); la Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. 13); la Constitución de los Estados Unidos (Primera Enmienda); la Decla-ración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (art. 11) y la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania (art. 5).

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puede ser considerado como un valor (no un derecho) que el Estado debe promo-ver. Ésta es la perspectiva que –implícita o explícitamente– han adoptado muchas le-gislaciones sobre los medios de comunica-ción en las democracias occidentales. El Proyecto de Tratado sobre la Constitución Europea también proclama en su artículo II-11,2, que “se respetan la libertad de los medios y su pluralismo”; lo que supone desde luego una novedad formal porque incorpora el pluralismo informativo al plano del Derecho Constitucional pero no cambia el planteamiento de fondo, porque el pluralismo informativo sigue siendo considerado como un valor adicio-nal y no como un contenido de la libertad de información, según se desprende de la propia estructura gramatical de este pre-cepto. Por otra parte, hay que advertir que el reconocimiento de este valor en la Constitución Europea tendrá efi cacia li-mitada, porque vinculará a las institucio-nes de la Unión, pero solamente obligará a los Estados Miembros cuando apliquen el derecho europeo (artículo II-51,1) y es difícil que el principio de subsidiaridad permita aprobar ninguna legislación euro-pea para la promoción del pluralismo in-formativo3.

En cualquier caso, la extrema diversi-dad de las legislaciones nacionales sobre esta materia y la constante revisión de las mismas son síntoma de la falta de consen-so general sobre la manera en que la ley puede garantizar el pluralismo informati-vo. Por eso, merece la pena preguntarse si las soluciones legales más típicas utilizadas en este campo, son realmente adecuadas a la fi nalidad que pretenden alcanzar.

Pero antes de entrar en ese análisis conviene referirse al horizonte u objetivo posible de las leyes acerca del pluralismo informativo. De entrada hay que descar-tar que la ley pueda intentar imponer el pluralismo informativo desde fuera, como si fuera un valor abstracto, del género de la igualdad o la justicia; porque –según se ha expuesto en la introducción de este trabajo– el pluralismo informativo es una característica del sistema de medios, que es lógico que sea considerada valiosa y re-presente en este sentido un valor para el ordenamiento jurídico, pero habrá que entenderlo como un valor dotado de una

fuerte connotación sociológica, como ocurre con el pluralismo cultural o con el pluralismo político, que tampoco pueden ser impuestos. En consecuencia, sería ab-surdo que las normas legales pretendieran multiplicar el pluralismo informativo, porque al ser éste el resultado de una de-terminada modalidad de diferenciación del sistema de medios (la diferenciación de las líneas editoriales), las leyes podrán a lo sumo proteger el pluralismo informa-tivo realmente existente (y garantizar la posibilidad de que cambie) pero no po-drán multiplicarlo, “inventando” más plu-ralismo informativo; (del mismo modo que las leyes electorales permiten que se exprese, en el plano institucional de la re-presentación, el pluralismo político exis-tente pero no pueden, ni siquiera las más proporcionales, multiplicar ese pluralismo político). Por lo tanto, en el mejor de los supuestos, las normas legales pueden pro-ponerse, no la imposición del pluralismo informativo o su multiplicación, sino la defensa del mismo, que normalmente se considera necesaria para contrarrestar las tendencias del mercado de medios de co-municación hacia la concentración.

Conforme a este planteamiento, las leyes que aspiran a defender el pluralis-mo informativo suelen fi jar determina-das limitaciones a la propiedad de los medios de comunicación. Estas limita-ciones son adicionales a las que pueden derivarse del derecho de la competencia. También son distintas a otro tipo de res-tricciones que el Estado puede establecer en relación con la propiedad de los me-dios pero que responden a planteamien-tos que no son la defensa del pluralismo informativo. Me refi ero, por ejemplo, a los límites por razón de la nacionalidad, que en algunos casos impiden a los ex-tranjeros acceder a la propiedad de los medios y que en otros supuestos sólo les permiten acceder a la misma con restric-ciones (con una participación minorita-ria en el capital de los medios, con dere-chos de voto limitados, etcétera). Obvia-mente, este tipo de medidas no están destinadas a proteger el plura lismo infor-mativo sino la independencia nacional, que estaría supuestamente amenazada por la infl uencia de los capitales extran-jeros en el sistema de medios.

Las limitaciones típicamente impues-tas en defensa del pluralismo informativo pueden clasifi carse en dos categorías: los límites mono-media y los límites multi-me-dia4. Los primeros se refi eren a la propie-dad de los medios individualmente consi-derados. Los segundos restringen la parti-

cipación en un medio por razón de la participación de la misma persona o enti-dad en el capital de otro medio. A su vez, este segundo tipo de límites pueden divi-dirse en dos subcategorías: los límites mul-ti-media sectoriales y los límites multi-me-dia transversales, según se trate de restric-ciones para participar en la propiedad de medios de un mismo sector de la comuni-cación (como la prensa, la radio o la tele-visión) o para participar en la propiedad de medios de sectores diferentes. Además, tanto los límites mono-media como los lí-mites multi-media pueden ser simples (es-to es, independientes de la importancia de los medios en cuestión) o ponderados, si están defi nidos en función de la impor-tancia del medio, revelada por su cobertu-ra, su cuota de mercado o su audiencia.

La feraz imaginación de los legislado-res ha ideado una gran variedad de solu-ciones que pueden encuadrarse dentro de esta tipología general de los límites a la propiedad de los medios de comunicación. No se pretende analizar en este trabajo la amplísima panoplia de medidas legislativas que ofrece el derecho comparado. Cada una de ellas, además, debe ser examinada en el contexto del sistema de medios que pretende regular. Lo que aquí se pretende es realizar una valoración general y abs-tracta sobre la idoneidad de las distintas clases o tipos de límites legales para la de-fensa del pluralismo informativo, juzgán-dolos en función de su razonabilidad para la consecución de ese objetivo.

● Para empezar, consideremos los límites mono-media, que consisten en la fi jación de un techo máximo a la participación de una persona o grupo en el capital de un medio de comunicación. Dado que ese techo suele establecerse por debajo del 50% del capital (así se ha hecho, por ejemplo, en la fase inicial de la televisión privada en distintos países), resulta claro que la fi nalidad de esta limitación es que el medio no quede integrado en ningún grupo o, a lo sumo, que se confi gure co-mo un medio multi-grupo. Ahora bien, este tipo de restricciones no parecen ade-cuadas a su pretendida fi nalidad de pro-

3 Así parece desprenderse del fracaso en 1997 del proyecto de Directiva para el desarrollo del Libro Verde de la Comisión Europea sobre Pluralismo y Concentra-ción de los Medios en el Mercado Interior. Sin embargo, el Parlamento Europeo ha invitado reiteradamente a la Comisión a volver a intentar regular esta materia.

4 El Libro Verde de la Comisión Europea sobre Plu-ralismo y Concentración de Medios en el Mercado Inte-rior atribuye a los límites mono-media y multi-media un signifi cado distinto al que se propone en este tra-bajo. En el Libro Verde los límites mono-media son los establecidos “en orden a impedir una situación en la que una misma empresa controle o ejerza infl uencia sobre varios medios de la misma clase”, una categoría que coincide con los que aquí se denominan límites multi-media sectoriales.

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teger el pluralismo infor-mativo. El hecho de que un medio no pueda ser controlado individualmen-te por ningún grupo no tiene por qué facilitar la definición de una línea editorial propia e indepen-diente. En realidad, en esa situación la línea editorial suele ser establecida por un accionista minoritario en-cargado de la gestión (el socio profesional); o en ca-so contrario, es probable que los directivos y perio-distas del medio opten pragmáticamente por difu-minar su línea editorial o por cambiarla en respuesta a las presiones de los dife-rentes accionistas minori-tarios. Las restricciones de este género son, por lo tan-to, incoherentes con su ob-jetivo proclamado y a me-nudo se ha demostrado que pueden ser sorteadas mediante titularidades fi-duciarias, que ciertamente no son preferibles, para asegurar el pluralismo in-formativo, a la presencia transparente de un accio-nista mayoritario. Esta va-loración negativa de los lí-mites mono-media es pre-dicable de todos ellos, tan-to de los simples como de los ponderados; porque aunque estos últimos sólo pongan techo a la participación acciona-rial en los medios importantes, que cuen-ten, por ejemplo, con una audien cia sig-nificativa, la restricción sigue siendo igualmente incoherente.5

● Los límites multi-media sectoriales pue-den tener más sentido que los límites mo-no-media antes considerados; especialmen-te si se aplican en sectores que necesitan utilizar recursos escasos (el espacio radio-eléctrico), porque en estos supuestos, la distribución equitativa de dicho recurso (que normalmente tiene la consideración de dominio público) puede justifi car deter-minadas restricciones, como la prohibición de participar en más de una sociedad de televisión nacional o la limitación del nú-mero de sociedades o licencias radiofónicas que puede poseer un determinado grupo en un mismo ámbito local6. Sin embargo, en último término estos límites tampoco aseguran la diferenciación en el plano de la información ni garantizan el pluralismo informativo, porque las líneas editoriales de los distintos medios pueden ser muy si-milares a pesar de pertenecer a grupos em-

presariales diferentes (co-mo se ha acreditado en distintas ocasiones y con-cretamente, de forma muy notoria, en el sector televisivo en España du-rante los últimos años).

● Los límites multi-media transversales son los que pretenden limitar la in-fl uencia de los grupos de medios, impidiendo o res-tringiendo su capacidad de expansión desde uno a otro campo o sector de la comunicación. Se trata de reglas como las siguientes: prohibición de participar simultáneamente, dentro de un mismo ámbito te-rritorial, en varios medios diferentes (televisión her-tziana, televisión por ca-ble, radio y prensa escrita) o limitación de la cuota de capital que los empresarios de uno de esos medios pueden tener en otro dis-tinto7. En defi nitiva, a di-ferencia de los límites mo-no-media o de los límites sectoriales multi-media, las restricciones que ahora se contemplan no son aplicables a cualquiera (es-to es, no son generales) si-no que consisten en un trato desigual, puesto que sólo están dirigidas contra las personas o entidades

que ya poseen medios o participan en la propiedad de medios en otro sector de la comunicación. Por esta razón, este tipo de reglas no sólo serán inadecuadas, sino tam-bién discriminatorias, en caso de no poder justifi carse con criterios sufi cientemente razonables.

5 La ley española de televisión privada prohibía que nadie participase en más del 49% del capital de una sociedad concesionaria (límite mono-media sim-ple); la ley francesa de 30 de noviembre de 1986, por el contrario, establecía ese mismo límite de participa-ción en las sociedades de televisión por ondas de ám-bito nacional con una audiencia media anual superior al 2,5% de la audiencia total de televisión (límite mo-no-media ponderado).

6 La prohibición de participar en más de una so-ciedad de televisión nacional se encuentra tanto en la legislación francesa como en la española; la limitación de la propiedad de múltiples emisoras locales de radio se encuentra tanto en España (Ley de Ordenación de las Telecomunicaciones de 1987) como en Estados Unidos (en una Ley de 1996), aunque en este último caso en términos menos restrictivos que en España.

7 La Ley francesa de 27 de noviembre de 1986 prohibe participar, dentro de un mercado local, en más de dos de los siguientes medios: prensa (nacional o local), televisión (nacional o local), radio (nacional o local) o un sistema de cable. En Estados Unidos, una norma de la FCC, de 1975, también prohibe ser pro-pietario de una estación de televisión o de radio y de un diario en un mismo mercado, aunque la norma admite exenciones. La FCC también prohibía tener una emisora de televisión y un sistema de cable en un mismo mercado local, aunque esta norma fue anulada por el Tribunal del Distrito de Columbia en 2002 –Fox Televisión Stations Inc. contra la FCC–. En el Rei-no Unido, los titulares de una licencia regional del Canal 3 no pueden tener más del 20% del capital de un periódico local del mismo ámbito y viceversa.

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Y en eso reside el problema, porque es abusivamente simplificador considerar nocivo para el pluralismo informativo que un grupo, que se encuentra presente en un sector de la comunicación pueda ex-pandir sus actividades a otro. Esa hipóte-sis no tiene en cuenta ninguna de las di-mensiones principales del pluralismo in-formativo arriba analizadas. Porque si se trata de un grupo de medios especializado en un determinado campo de la informa-ción (por ejemplo, la prensa deportiva o la económica) que pretende extender su actividad informativa a un sector (por ejemplo, la televisión o la radio) en el que no haya medios con la misma especializa-ción, eso no puede ser lesivo para el plu-ralismo informativo, porque aumentaría su diversidad. Si se trata de un grupo ca-racterizado por posiciones editoriales po-líticamente muy diferenciadas que aspira a introducirse en un sector de la comuni-cación en el que hasta entonces sólo ope-ran medios con líneas editoriales muy di-fuminadas o muy similares entre sí, eso tampoco puede ser nocivo para el plura-lismo informativo; al contrario, aumenta-ría su polarización. Si se trata de un grupo que mantiene una línea editorial crítica respecto del Gobierno, en un contexto en que éste disponga de importante apoyo mediático, la ampliación de los negocios de ese grupo crítico a un nuevo sector de la comunicación tampoco dañaría al plu-ralismo informativo sino que reforzaría la relevancia del mismo. En defi nitiva, este tipo de soluciones legislativas sólo toma en consideración a los grupos de medios como potencialmente restrictivos del plu-ralismo informativo, olvidando que en realidad también pueden ser un factor fa-vorable para su desarrollo. En esa medida, los límites transversales paradójicamente pueden ser, en determinadas circunstan-cias, un freno para el pluralismo informa-tivo. Y probablemente lo serán, en el caso de los límites diseñados para impedir o difi cultar la expansión de los grupos de prensa fuera de su sector originario. Esas reglas objetivamente tienden a evitar que se “contaminen” la radio y la televisión con la diferenciación editorial característi-ca de los periódicos; y su efecto previsible es reducir la polarización del pluralismo informativo e incluso su relevancia (cabe esperar, por ejemplo, que la desvincula-ción de las televisiones respecto de los pe-riódicos facilitará que aquéllas centren ex-clusivamente sus estrategias de competen-cia en el terreno de los contenidos de ocio y adopten una línea editorial acomodati-cia con el poder político).

● Los límites multi-media sectoriales8 o transversales9 pueden complementarse con criterios de audiencia, de cobertura o de cuota de mercado. Entonces constitu-yen límites ponderados, dirigidos a impedir la formación de grupos con una infl uen-cia o un poder de mercado cuantifi cados como excesivos. Sin embargo, estas solu-ciones más sofi sticadas no logran desvir-tuar las objeciones anteriormente realiza-das a los límites multi-media simples, ya sean sectoriales o transversales.

De hecho, los límites ponderados ofrecen un fl anco adicional a las críticas porque los umbrales cuantitativos que establecen tienen una apariencia de arbitrariedad, como se pone de manifi esto al comprobar que no existe ningún consenso en el derecho comparado sobre cuál sea la cuota de audiencia, de difusión o de mercado que deba considerarse excesiva. En efecto, las dist intas legislaciones establecen porcentajes muy diferentes para defi nir los límites multi-media sectoriales: 15% (UK) o 35% (EE UU) de la audiencia televisiva; 30% (EE

UU) de los abonados al cable; 20% (Italia) o 30% (Francia) de la difusión de diarios nacionales; 50% (Italia) de la difusión de diarios locales en un determinado mercado. La diversidad puede aumentar si se tienen en cuenta también los límites transversales; por ejemplo, 16% (Italia), 20% (Francia) o 25% (Holanda) del mercado de la prensa diaria como causa para denegar una licencia de televisión o de radio. Todo ello demuestra, sin necesidad de un análisis más profundo, que estos límites no responden a un modelo abstracto bien teorizado sino que expresan la respuesta política pragmática del legislador nacional a los problemas concretos de su sistema de medios. Una respuesta que es siempre provisional y que está constantemente sometida a revisión y cambio10. Por otro lado, aunque la respuesta consistente en los límites multi-media ponderados sea más matizada que la que proporcionan los límites multi-media simples, sigue pareciendo inadecuada porque sólo considera positivos o inocuos, desde el punto de vista del pluralismo informativo, a los grupos pequeños, pero no a los grandes que a lcanzan e l umbral cuantitativo establecido. Un plantea -miento tan simple peca sin embargo de reduccionista. Porque si se toman en cuenta las distintas dimensiones del pluralismo informativo (diversidad, p o l a r i z a c i ó n y r e l e v a n c i a ) , e s perfectamente posible que la expansión de un grupo grande a un nuevo sector deba ser juzgada favorablemente.

Llegados a este punto, puede con-cluirse que hay buenos motivos para du-dar de la coherencia de los límites legales a la propiedad de los medios de comuni-cación, cualquiera que sea su naturaleza: mono-media o multi-media, simples o ponderados. Todos ellos toman en consi-deración los aspectos cuantitativos del sis-tema de medios (su morfología) pero no los cualitativos, es decir, la diferenciación de los medios, que es lo que en realidad determina el pluralismo informativo en todas sus principales dimensiones. Y hay que reconocer que las leyes difícilmente pueden tomar en cuenta esos aspectos cualitativos porque se refi eren a los conte-nidos de la comunicación, que están pro-

8 Límites sectoriales ponderados: en Estados Unidos, una regla de la FCC impide a una misma persona o entidad tener participaciones en compañías de televisión cuya audiencia conjunta en el ámbito na-cional sea superior al 35%. Asimismo, la FCC prohi-bía la propiedad por la misma persona o entidad de sistemas de cable que, en total, engloben más del 30% de los abonados del país, incluidos los abonados a ser-vicios de satélite (norma anulada por el Tribunal de Distrito de Columbia). En el Reino Unido, la Broad-casting Act prohibía poseer dos o más licencias de te-levisión que alcanzasen el 15% o más de la audiencia televisiva total. En Francia, la ley de 1-10-1986, impi-de la adquisición de un diario de información general si proporciona a un grupo más del 30% de la difusión de los diarios del mismo tipo. En Italia, la ley no per-mite la toma de control de un periódico si lleva a al-canzar el 20% de la circulación nacional de periódicos o más del 50% de la circulación de diarios en un mer-cado local. En España le ley prohibe a quienes partici-pan en sociedades concesionarias de televisión nacio-nal tener una participación signifi cativa (5% o más) en sociedades de televisión local o de televisión regio-nal que cubran, respectivamente, más del 25% de la población nacional.

9 Límites transversales ponderados: en Holanda, la ley prohíbe otorgar una licencia de televisión a una entidad que controle 25% o más del mercado de pren-sa diaria. En Francia, la ley ordena denegar las licencias de radio, televisión o cable a un grupo que sobrepase más de dos de los siguientes límites: 20% del mercado total de prensa diaria de información general, 30 mi-llones de habitantes cubiertos por sus operaciones de radio, cuatro millones de habitantes cubiertos por sus operaciones de televisión o seis millones de habitantes cubiertos por sus sistemas de cable. La legislación de distintos Länder alemanes, como Baviera, Schleswig-Holstein y Hessen, prohíbe tener una emisora de tele-visión y una posición dominante en el sector de la prensa diaria, dentro de la misma área de cobertura. En Italia, la Ley núm. 67 de 25-2-1987 no permite te-ner una concesión de televisión nacional a una fi rma que publique diarios cuya circulación exceda del 16% de la circulación nacional de prensa diaria.

10 Un caso extremo, a este respecto, es el de la Ley norteamericana de telecomunicaciones de 1996, que exige a la FCC que revise los límites a la propie-dad de las televisiones y las radios (ya sean simples o ponderados) cada dos años.

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tegidos por la libertad de expresión frente a cualquier injerencia estatal11.

Pero si los límites a la propiedad de los medios no garantizan el pluralismo infor-mativo (y en determinados casos pueden tener el efecto perverso de restringirlo, co-mo más arriba se ha señalado), se deberá evaluar si son realmente necesarios para el control de las concentraciones en el merca-do de los medios: si es o no sufi ciente, a ese respecto, la legislación general de de-fensa de la competencia. En segundo lugar, será preciso considerar la justifi cación de estos límites desde el punto de vista consti-tucional.

En relación con la primera cuestión, podría argumentarse que los límites legales a la propiedad de los medios de comuni-cación son necesarios porque el derecho de la competencia es excesivamente fl exi-ble al prestar atención a las condiciones concretas del mercado, de modo que algu-nas operaciones de concentración de me-dios de comunicación, que podrían resul-tar prohibidas por la aplicación de límites mono-media o multi-media (ya sea secto-riales o transversales), tal vez fueran auto-rizables por las autoridades de defensa de la competencia, teniendo en cuenta argu-mentos como el fracaso irreparable de la compañía adquirida (“failing company ar-gument”), o que la adquisición no sea de-terminante del cierre del mercado (siem-pre que la posición de la sociedad resul-tante de la concentración pueda ser dispu-tada por nuevos entrantes), o que la ad-quisición no constituya un caso de abuso de una posición de dominio.

Sin negar que esto sea posible, convie-ne recordar, sin embargo, que algunos de los episodios más excesivos y peligrosos de concentración de medios han surgido en contextos en que faltaba una legislación general de defensa de la competencia. Concretamente, en Italia, el proceso de acumulación de televisiones por parte del grupo Fininvest (Canale 5, Retequattro e Italia Uno) se llevó a cabo antes de la ley de 6 de agosto de 1990, núm. 223, que estableció el “Garante para la radiodifu-

sión”, y de la ley de 10 de octubre de 1990, núm. 287, que introdujo una disci-plina jurídica general de defensa de la competencia, de modo que ese proceso de concentración no fue objeto de control por parte de las autoridades de competen-cia. Las consecuencias negativas de ese de-fecto inicial están resultando muy difíciles de corregir (lo que es lamentable, no sólo para Italia, sino también para Europa)12.

Por otro lado, la experiencia del dere-cho comunitario de la competencia no parece que sea excesivamente permisiva de la concentración de medios o que lo sea tanto como para poner en peligro el pluralismo informativo. A este respecto, conviene tener en cuenta que la norma básica de control de concentraciones a ni-ve l comunitar io , e l Reg lamento 4064/1989, ahora sustituido por el Regla-mento 139/2004 del Consejo, permite –como excepción a la exclusiva compe-tencia de la Comisión en las concentra-ciones de dimensión comunitaria– que los Estados miembros adopten medidas pertinentes para proteger intereses legíti-mos distintos de los contemplados en ese Reglamento siempre que sean compati-bles con los principios generales del dere-cho comunitario de la competencia; inte-reses legítimos entre los que se incluyen la seguridad pública y la pluralidad de los medios de comunicación13.

Por lo tanto, la norma europea básica centralizadora del control de concentra-ciones permite la aplicación de las legisla-ciones estatales relativas al pluralismo in-formativo a aquellas concentraciones de dimensión comunitaria que afecten a su territorio, siempre que ello no desvirtúe o desnaturalice el objetivo básico del Regla-mento, que no es otro que el estableci-miento de un control único y centralizado (“one stop shop”).

No obstante lo anterior, han sido nu-merosas las notifi caciones efectuadas a Bru-selas en el sector de los medios de comuni-cación pero únicamente las autoridades británicas invocaron la excepción del plu-ralismo informativo en una operación de adquisición de un periódico británico por un consorcio internacional formado por editores británicos, españoles e italianos14. La operación fue notificada simultánea-

mente a la Comisión y a la autoridad britá-nica, encargándose ésta únicamente de la evaluación de aquellos aspectos regidos por la legislación nacional sobre los medios e informando a la Comisión de cualquier condicionante impuesto a las partes. De hecho, el análisis realizado por la autoridad británica no añadía nada a lo concluido por la Comisión. Así, tras 14 años de vi-gencia del Reglamento comunitario, sólo se ha utilizado una vez la excepción relativa al pluralismo informativo y sin que dicha aplicación tuviera trascendencia práctica real.

Todo esto parece avalar la tesis de que la normativa de Defensa de la Competen-cia sirve para controlar las concentraciones en el sector de los medios de comunicación sin que, en general, sea necesario ni esta-blecer normas limitativas a la propiedad de los medios, que casi siempre se revelan de-fectuosas, ni mecanismos de autorización adicionales a los de defensa de la compe-tencia. No obstante, la reducción del inter-vencionismo del Estado en la propiedad de los medios no tiene por qué llegar hasta el punto de suprimir todos los límites. Por ejemplo, algunos límites multi-media sec-toriales son indispensables para regular la utilización del espectro radioeléctrico, por-que –aunque no garanticen el pluralismo informativo– posibilitan una distribución equitativa de ese recurso escaso.

En todo caso, pasando al segundo as-pecto del problema, es importante tener en cuenta que las incoherencias de los lí-mites mono-media y multi-media no sólo ponen en duda la oportunidad de las leyes que limitan la propiedad de los medios si-no la validez misma de tales leyes desde el punto de vista constitucional. Esto es así porque la intervención del legislador en la propiedad de los medios de comunicación no es cuestión que pueda enfocarse mera-mente como un aspecto del derecho mer-cantil o comercial aplicable a las empresas o a sus accionistas sino que afecta a los medios mismos. Dicho de otro modo, lo que está en juego con estas regulaciones no es solamente la libertad de empresa si-no las libertades de expresión y de infor-mación, que protegen la libertad de crea-ción de los medios15. A ese respecto, debe mencionarse, por su importancia, la doc-

11 Es revelador, en relación con esto, el Comuni-cado de la FCC de 2 de junio de 2003 que anunciaba los nuevos límites a la concentración en el mercado de medios y el nuevo Índice de Diversidad: “Th e FCC´s Diversity Index (DI) refl ects the degree of concentra-tion in viewpoint diversity in local markets, consistent with First Amendment concerns, the DI does not as-ses diversity by looking to the specifi c views expressed over a media outlet. Instead it measures the availabili-ty of outlets of various types and assigns a weight to each class of outlet (radio, newspaper, television, etc.), based on their relative value to consumers”.

12 Pacce, Alessandro, ‘El sistema televisivo italia-no’ y Tizzano, Antonio, ‘Les pouvoirs du Garante televisivo en Italie’, en Muñoz Machado, Santiago (ed.) Derecho Europeo del Audiovisual, Madrid, 1997, págs. 145-171 y 943-970, respectivamente.

13 Art. 21(3) del Reglamento 4069/89, de 21 de diciembre de 1989 y art. 21(4) del Reglamento 139/2004, del Consejo.

14 Case No IV/M.423 Newspaper Publishing, 14-3-1994.

15 En España, el Tribunal Constitucional no lo entendió así inicialmente, interpretando de forma in-debidamente restrictiva el contenido del art. 20 de la Constitución (concretamente en la STC 12/82, de 31

MIGUEL SATRÚSTEGUI

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trina del Tribunal Europeo de Derechos (TEDH), que viene interpretando –desde el asunto Groppera Radio AG c. Suiza, de 26-3-1990–, que las autorizaciones estata-les a las empresas de radiodifusión y televi-sión deben ajustarse a los criterios forma-les y materiales que debe satisfacer con ca-rácter general cualquier intervención esta-tal en el ámbito de libertad expresión, conforme a lo establecido en el apartado primero del art. 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH). Concre-tamente, es necesario que la intervención 1. E s t é “p rev i s t a po r l a l e y” ; 2. Que persiga un “objetivo legítimo”; y 3. Que sea “necesaria en una sociedad democrática”. El TEDH ha interpretado estos tres requisitos del siguiente modo:

1. La expresión “prevista por la ley” no signifi ca una reserva de ley en sentido formal sino la exigencia de que cualquier intervención en la libertad de informa-ción se encuentre establecida por una normativa previa a los hechos que sea su-fi cientemente accesible y precisa.

2. Los objetivos legítimos de las auto-rizaciones referidas en el apartado prime-ro del artículo 10 del CEDH no sólo pueden ser aquellos bienes o valores que están expresamente citados en su apartado segundo (seguridad nacional, integridad territorial, seguridad pública, defensa del orden, prevención del delito, protección de la salud o de la moral, protección de la reputación o de los derechos ajenos, auto-ridad e imparcialidad del poder judicial) sino también otros como el pluralismo informativo o cultural, según lo ha reco-nocido el TEDH en su sentencia en el ca-so Demuth c. Suiza, de 5-11-2002.

3. El criterio de la necesidad supone una “necesidad social apremiante” y re-quiere examinar si la limitación de la li-bertad de expresión es razonablemente adecuada con el objetivo legítimo que el Estado pretende alcanzar con ella; en otras palabras, si cumple con el principio de proporcionalidad.

Éste es el parámetro aplicable en Euro-pa para enjuiciar la validez de las normas limitativas de la propiedad de los medios de comunicación, porque condicionan el ejercicio de la libertad de creación de me-dios y, en general, su desarrollo. Sin em-bargo, parece más que dudoso que mu-

chas de esas normas pudieran superar, en su caso, un examen tan riguroso. Por ejemplo, difícilmente cumplirán el requi-sito de la previsión legal las normativas redactadas de forma muy ambigua, con-fusa e incluso contradictoria, que no son infrecuentes en este campo. Tampoco acatarán este requisito las decisiones judi-ciales (a pesar de que el TEDH ha inter-pretado que la expresión “prevista por la ley” incluye las normas de origen judicial) si amplían los límites establecidos en cuanto a la propiedad de los medios de comunicación, porque darán lugar a res-tricciones que no han sido accesibles al conocimiento de los ciudadanos y de las empresas con anterioridad a los hechos, lo que determinaría su invalidez16. Pero, al margen de los requisitos formales, el mayor problema para la legitimidad jurí-dica de estos límites estriba en acreditar que respetan el principio de proporciona-lidad. Por las razones arriba analizadas, las leyes que regulan la propiedad de los medios de comunicación pueden impo-ner muchas veces sacrifi cios de la libertad de información que son injustificados porque no sirven al pluralismo informati-vo si éste es entendido en su real comple-jidad y no de una manera simplifi cadora. De hecho, en Estados Unidos, en más de una ocasión los tribunales han anulado normativas de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) que establecían límites multi-media transversales y secto-riales, por considerarlos insufi cientemen-te fundamentados17.

No debe concluirse de lo hasta aquí dicho que haya que renunciar a la defensa del pluralismo informativo. Lo que ocurre es que habrá que justifi car rigurosamente el establecimiento de límites mono-media o multi-media en el mercado de los me-dios de comunicación, teniendo en cuen-ta la efi cacia de la legislación general de defensa de la competencia (que también protege indirectamente el pluralismo in-formativo, en la medida en que éste es imposible sin competencia) y la necesidad de respetar todos los requisitos que, para

la protección de la libertad de informa-ción, se derivan del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

Conclusión

La última cuestión que hay que tratar es si el pluralismo informativo requiere o no el llamado “pluralismo interno”. Con este término suele aludirse en Europa a la exi-gencia –que recogen la legislación, la doc-trina y la jurisprudencia en varios países–de que los medios informen dando cuenta de los distintos puntos de vista implicados en los asuntos de interés público, de modo que su información sea equilibrada y no unilateral18. Adviértase que se trata de algo diferente de la obligación de contrastar de-bidamente las fuentes de la noticia; porque el “pluralismo interno” busca una informa-ción polifónica mientras que la obligación de contrastar tiene por fi nalidad que la in-formación sea veraz, sin perjuicio de que su interpretación o valoración pueda ser sesgada.

Tanto el pluralismo informativo como el “pluralismo interno” tienen que ver con la información plural pero, en el primer caso, ésta es fruto de una característica es-tructural del sistema de medios, mientras que en el segundo resulta del “estilo” o mo-do de informar de un medio individual-mente considerado. Además, el pluralismo informativo y el “pluralismo interno” no están directamente correlacionados. Por ejemplo, en la hipótesis improbable de que todos los medios llegasen a practicar un “pluralismo interno” óptimo habría infor-mación plural pero paradójicamente el pluralismo informativo del sistema sería

de marzo, afi rmó que la creación de emisoras privadas de televisión “no es una derivación necesaria” del art. 20 ni una “exigencia constitucional”); pero lo cierto es que hoy ha rectifi cado esa doctrina, con una nueva orientación que, desde 1990, ha ido perfi lándose en su sentido cada vez más garantista.

16 Esto es lo que hay que reprochar, a mi enten-der, a la Sentencia de la Sección Tercera de la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo español, de 9 de junio de 2000; porque anuló el acuerdo del Consejo de Ministros que dio luz verde a la operación de concentración de la SER y Antena 3 Radio, realizando una interpretación extensiva y ana-lógica de los límites a la propiedad de las empresas ra-diofónicas establecidos en la Ley de Ordenación de las Telecomunicaciones de 1987. En ese sentido, el dicta-men del profesor Rubio Llorente sobre el Auto de 25 de septiembre de 2002, dictado en el proceso de eje-cución de la mencionada Sentencia.

17 Por ejemplo: el Tribunal de Distrito de Co-lumbia, en el caso Fox Televisión Stations, INC contra FCC (2002) anuló la norma de la FCC que prohibía a un operador de cable participar en el capital de una emisora de televisión en el mismo mercado local. Así mismo, en 2001, el mismo tribunal, en el caso Time Warner Entertainment Co contra FCC, anuló la norma que prohibía a una misma entidad ser propietario de sistemas de cable que, en total, engloben a más de 30% de los abonados del país.

18 Por ejemplo, en Francia, los Cahiers de Charges de las cadenas públicas y las Convenciones de las priva-das les exigen respetar el pluralismo de la expresión de las corrientes de pensamiento y de opinión; en España, el Estatuto de la Radio y la Televisión de 1980 estable-ce, en su art. 4, que la actividad de los medios de co-municación del Estado se inspirará, entre otros, en el principio de “respeto al pluralismo político, religioso, social, cultural y lingüístico”; y el Pliego de bases del concurso para la adjudicación del servicio público de televisión, en gestión indirecta (Cláusula 10), impone al concesionario la obligación de “garantizar el respeto a la expresión libre y pluralista de ideas y corrientes de opinión”; en el Reino Unido el principio de “due im-partiality” está establecido en la Broadcasting Act y es aplicable a los operadores públicos y privados.

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bastante reducido porque, al seguir crite-rios semejantes de neutralidad y equilibrio, los medios no se diferenciarían mucho en la presentación de la información. En cam-bio, en el supuesto de que la mayoría de los medios no se ajustaran a las pautas del “pluralismo interno”, el que uno o algunos pocos se atuvieran a ellas contribuiría des-de luego a diferenciar su línea editorial y en defi nitiva al pluralismo informativo del sistema. Sea como fuere, lo cierto es que el respeto al “pluralismo interno” no se ha concebido, en realidad, como una obliga-ción de carácter general sino circunscrita a los medios de radiodifusión o televisión, justifi cándose esta exigencia en el hecho de que utilizan un recurso público limitado como es el espectro radioeléctrico, por lo que estos medios deben actuar como fi du-ciarios de la sociedad y expresar su plurali-dad. En cambio, en la prensa escrita o en Internet prevalece el planteamiento más clásicamente liberal y los legisladores se han abstenido de intervenir, confiando, por lo tanto, en que la información plural quede asegurada por la pluralidad de los medios (esto, es por el pluralismo informa-tivo).

El “pluralismo interno” puede enton-ces considerarse como un límite a la liber-tad de información aplicable en los me-dios de radiodifusión y televisión, un lími-te que puede condicionar incluso el otor-gamiento de las licencias o concesiones correspondientes y también su renovación, como se interpretó por la FCC en Estados Unidos al amparo de la fairness doctrine19. Sin embargo, la FCC abandonó en 1985 esta doctrina, por considerarla fuente de injerencias excesivas y también innecesa-rias en la libertad de los medios porque la información plural viene sufi cientemente garantizada por la oferta de una pluralidad de los medios; o sea, por el pluralismo in-formativo20.

Este cambio de política de la FCC es muy signifi cativo (aunque ha habido re-petidos intentos fallidos de restablecer la fairness doctrine mediante ley) e invita a reconsiderar la aplicabilidad del “pluralis-mo interno” como límite a la libertad de informar de los medios privados. En cual-

quier caso, subsiste otro problema, que tiene más importancia en Europa y que consiste en el “pluralismo interno” de los medios de comunicación de titularidad pública, en especial las televisiones públi-cas, que tan infl uyentes son en los Estados europeos. Desde luego, éste es un asunto capital, porque los medios públicos y en particular las televisiones estatales tienen, salvo excepciones, un marcado sesgo progubernamental que afecta negativa-mente a la relevancia del pluralismo infor-mativo. Por eso la reforma de los medios públicos es el desafío más urgente que tie-ne planteado el Estado democrático para reforzar el pluralismo informativo. En es-te asunto, el “pluralismo interno” y el pluralismo informativo van de la mano y cuantas medidas garanticen el primero contribuirán también al segundo.

Lo que pasa es que las soluciones que se han ensayado en distintos países para mejorar el “pluralismo interno” de los medios públicos son de efi cacia desigual (derecho de acceso a tiempos de emisión por parte de los partidos políticos, sindi-catos y otros grupos, en periodos electora-les y fuera de esos periodos; proporciona-lidad de los tiempos que se dedican a la cobertura de las actividades del Gobierno y de la oposición; regulación de los deba-tes o tribunas políticas; control de esos medios por parte de un regulador inde-pendiente, etcétera) y no existe todavía una fórmula institucional absolutamente segura para garantizar este objetivo. De modo que hay que esforzarse por buscar soluciones adaptadas al caso concreto y eso representa una tarea que excede con mucho el propósito de este trabajo.

En conclusión, el pluralismo informa-tivo es un fenómeno complejo y es tam-

bién un valor importante; pero la con-ciencia de lo segundo no justifi ca necesa-riamente las leyes que lo invocan, para li-mitar la propiedad de los medios y que a menudo tienen un planteamiento que re-sulta anómalo e incluso extravagante en el ámbito de la legislación que regula el ejer-cicio de lo derechos fundamentales. A este respecto, baste pensar en lo exótico que parecería que, para defender el pluralismo religioso, se prohibiera por ley que ningu-na confesión pudiera tener más del 25% de los fi eles de una nación o de una re-gión o que, en caso de alcanzarse esa cuo-ta, se impidiera la apertura de ningún nuevo templo de dicha confesión. Tam-bién parecería excéntrico proponer, como garantía del pluralismo educativo, que ninguna institución propietaria de un centro de educación primaria pudiera abrir, en el mismo municipio, otro centro de educación secundaria o de formación profesional. Sin embargo, es sorprendente cómo se han admitido en muchos Estados con naturalidad límites comparables en la legislación sobre los medios de comunica-ción. Y es que, a pesar de la jurispruden-cia de los tribunales constitucionales sobre el carácter preferente de la libertad de in-formación, parece que ésta se halla en la práctica más expuesta que otras a sufrir el intervencionismo arbitrario del Estado cuando se justifi ca, no en nombre de una verdad ofi cial, sino con la noble bandera del pluralismo.

Sin embargo, el pluralismo informati-vo no puede ser garantizado legislativa-mente mediante límites a la propiedad de los medios porque las dimensiones cuali-tativas de este fenómeno son más impor-tantes que sus aspectos cuantitativos. Por eso, los límites a la propiedad de los me-dios de comunicación deben ser revisados teniendo en cuenta especialmente si están justifi cados o no desde el punto de vista de la defensa de la competencia y del res-peto a la libertad de información. Y aun-que ciertos límites serán seguramente ne-cesarios, las tendencias más recientes apuntan hacia un significativo aligera-miento del catálogo de límites21. En todo caso, en los Estados europeos la contribu-ción que indispensablemente debe hacer el legislador al pluralismo informativo consiste en garantizar que los medios de comunicación de titularidad pública cum-plan de verdad con las exigencias del “plu-ralismo interno”. ■

Miguel Satrústegui es profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense.

19 La fairness doctrine de la FCC, fue consagrada en la Sentencia del Tribunal Supremo en el caso Red Lion v. FCC, de 9 de julio de 1969.

20 FCC Fairness Report 1985. La nueva posición de la FCC fue convalidada por los tribunales (Senten-cia del Tribunal de Distrito de Columbia en el caso Meredith Corp. v. FCC de 1987) y posteriormente ha sido incorporada a la Communications Act, en su re-forma de 1996, que consagra la preferencia de los ac-tuales titulares sobre los nuevos solicitantes en la reno-vación de las concesiones de radio y de televisión.

21 En junio de 2003, la FCC llevó a cabo una re-visión de la normativa sobre la propiedad de los me-dios que permitió: defi nir nuevos límites multi-media sectoriales para la televisión y la radio en los mercados locales menos restrictivos; ampliar del 35% al 45% el techo máximo de audiencia en televisión nacional y la relajación de los límites multi-media transversales para la televisión, la radio y la prensa en los mercados loca-les. Sin embargo, esta normativa todavía no ha entrado en vigor, porque está sujeta a revisión judicial en la Corte de Apelaciones del Tercer Circuito. En el Reino Unido, la Communications Act de 2003 ha suavizado los límites multi-media (sectoriales y transversales) aplicables a la prensa y la televisión. Por ejemplo, ha suprimido el límite multi-media sectorial del 15% de la audiencia de televisión, de forma que ha hecho posi-ble la fusión de Carlton y Granada, en 2004; también ha mitigado el límite transversal que impedía a los pro-pietarios de grandes periódicos nacionales (con cuota de mercado superior al 20%) tener una participación superior al 20% del capital en sociedades titulares de una licencia de televisión: antes la prohibición se refe-ría al Canal 3 y al Canal 5 y ahora sólo al Canal 3.

La venda antes que la herida

En los últimos años de su vida José María Valverde gustaba de repetir, no sin cierta dosis de melancólica ironía, una frase de Jorge Luis Borges: “… no sé nada. Imagínese que ni siquie-ra sé la fecha de mi muerte”. La frase, como tantas otras del gran escritor argentino, con-tenía una de esas inquietantes paradojas que se desliza sua-vemente en la mente del lec-tor para luego, una vez insta-lada ahí, desplegar desde den-tro todos sus efectos en forma de pregunta. ¿Quería dar a en-tender Borges que, siendo él ignorante de lo que más le im-portaba, carecía de valor cual-quier otra cosa que no supiera? ¿O pretendía sugerir que des-de la atalaya del final todas las cosas anteriores adquieren un sentido, encuentran su sitio y su papel?

Los filósofos, como es sabi-do, no mueren, no desapare-cen bruscamente, no dejan de estar en el mundo de los vivos de un día para otro: los filóso-fos se extinguen, la llama de su inteligencia se va apagando po-co o poco (en el peor de los su-puestos) o permanece entre sus lectores, iluminando el que-hacer de su espíritu (en el me-jor de los casos). Cuando mu-rió Althusser –para que se en-tienda mejor lo que pretendo decir, poniendo un ejemplo en más de un sentido próximo– hacía años que como filóso-fo había dejado de existir, y en consecuencia fue objeto de una despedida tan cortés como dis-plicente. Desapareció hace po-cas semanas Derrida, y la no-ticia de su fallecimiento, como

no podía ser de otra manera, dio lugar a una catarata de co-mentarios, de diverso signo, en los que se alternaba el elogio irrestricto, la consabida (y ca-si obligada) adulación a título póstumo, con las insinuaciones acerca de la rareza de sus pro-puestas, su insuficiencia episte-mológica o su sospechosa (para algunos) productividad textual.

Jacques Derrida estaba, des-de luego, muy presente en el panorama filosófico occiden-tal. Por proporcionar un pri-mer dato, simple pero cierta-mente indicativo, el número de sus obras traducido al cas-tellano casi alcanza la cuaren-tena. Y si queremos hacernos una idea, aunque sea muy so-mera, de la resonancia que han obtenido sus propuestas, basta-rá con indicar que podrían ci-tarse, en las más importantes lenguas europeas, arriba de un centenar de monografías de-dicadas de manera central o a Derrida en particular o, más en general, a las posiciones des-contruccionistas de variado pe-laje. Los números son sólo un indicio, claro está, y requieren de la adecuada argumentación posterior.

Bien pudiéramos decir que Derrida ha sido un filósofo de contrastes. Las reservas, ya seña-ladas, hacia sus posiciones han alcanzado una repercusión tan grande o tal vez más que las adhesiones. No hay que des-cartar, por cierto, que alguna de estas últimas (especialmen-te las inquebrantables) le ha-yan prestado un flaco favor a la causa derridiana. Empieza a ser larga la lista de autores severa-mente dañados en su imagen pública (supongo que por una

mecánica asociación de ideas me viene ahora a la cabeza el nombre de Jacques Lacan) a causa del empeño de sus segui-dores en elevarlos a los altares. Pero, volviendo a las reservas explícitas, parece claro que de-terminados episodios, como el del paródico artículo de Alan Sokal Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica trans-formadora de la gravedad cuán-tica1 reabrieron una discusión, no ya sólo acerca del valor de las ideas de Derrida sino, más en general, acerca de cualquier modo de hacer filosofía que no sea el más estrictamente cien-tífico positivo, de cuyo signo hay serios motivos para du-dar. También en este caso te-nemos derecho a pensar que ecos y voces se confundieron; y el empeño, sin duda legítimo, de algunos por desenmascarar determinados casos de impos-tura –cuando no de fanatis-mo o bobaliconería– terminó haciendo que se tirara por el desagüe al niño junto con el agua del baño, dejando sin pensar lo único que merecía la pena, a saber, el contenido y, en su caso, el valor, de las propuestas derridianas2. Que tal vez, llegada la hora de su muerte, alcancen un sentido o puedan acceder a un orden de inteligibilidad que, en el fluir

de su vida intelectual, nos ve-nía velado.

Cambios de tonalidad

Aunque con Derrida no ha he-cho fortuna una clasificación de su extensa obra en periodos o bloques, clasificación que nos permitiera hablar, como sí su-cede con tantos otros autores, de un primer y un segundo De-rrida (o de cuantos hiciera fal-ta), lo cierto es que se halla no-tablemente extendida una ten-dencia a considerar que, sin poder señalar en la evolución derridiana grandes fracturas, saltos o rupturas, sí se obser-va en la misma un cierto des-plazamiento en lo que bien pu-diéramos llamar su tonalidad teórica. Dicho desplazamien-to desde aquellas obras inicia-les por las que obtuvo una gran notoriedad y con las que más se le suele identificar a las más tardías se puede percibir tan-to desde el punto de vista for-mal o estilístico como desde el punto de vista del contenido propiamente dicho.

Aunque Jacques Derrida aparece en la escena pública en 1962 traduciendo al francés la obra de Husserl El origen de la geometría, obra para la que redacta una extensa introduc-ción3, hay coincidencia entre

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S E M B L A N Z A

DERRIDACuando el círculo se cierra

MANUEL CRUZ

1 Publ i cado or ig inar i amente en la revista norteamericana Social Text en 1996, e l lector español puede encontrarlo incluido como apéndice en A. Sokal & J.Bricmont, Imposturas intelectuales, Barcelona, Paidós, 1998.

2 Porque, todo hay que decirlo, no es pensar en sentido mínimamente fuer-te la divertida gamberrada de Sokal. Ha-cer bromas, e incluso engañar, a cuenta de una jerga incomprensible es algo que

de siempre se ha hecho, y con excelen-tes resultados, sobre todo porque legiti-ma al ignorante, convierte su desconoci-miento en valor y la presunta sabiduría del otro en demérito. El humor más ca-zurro ha echado mano tradicionalmente de este recurso: se conoce que a los ton-tos les da mucha risa utilizar lenguajes que no entienden.

3 Jacques Derrida, ‘Introduction à L’origine de la geometrie’, de E. Husserl, París, PUF, 1962.

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los especialistas en señalar que es su libro La voz y el fenóme-no, publicado en 19674, el pri-mer texto propio. Podría de-cirse que la tarea emprendida con aquel escrito introducto-rio, en el que iniciaba un par-ticular ajuste de cuentas con la metafísica occidental centrán-dose en uno de los ejes verte-brales de la misma, el logocen-trismo, le servirá para desbro-zar un camino que, partiendo de la fenomenología, conduce a la desconstrucción. Lengua-je, escritura y diferencia serán los temas que, liberados de las adherencias husserlianas, cons-tituirán las piezas clave del dis-positivo teórico derridiano. En La voz…, Derri da va a recha-zar el privilegio que el autor de Las investigaciones lógicas con-cedía a la voz como manifesta-ción de la conciencia inmedia-ta, en detrimento del valor de la escritura, la cual supone una pérdida de esta presencia. El privilegio en cuestión, al que Derrida denomi-na “fonocentrismo”, implica degradar a la escritura, en tanto mera instancia téc-nica y a posteriori, al rango de representa-ción externa y artificial de la voz o, lo que vie-ne a ser lo mismo, al ran-go de representación de una representación.

Para Derrida una tan exage-rada valoración de la voz resul-ta sospechosa. Sospechosa, en concreto, de metafísica. La me-táfora del habla ha sido siempre la metáfora de la presencia, y sabemos que el supuesto mayor de la metafísica –Vattimo tiene escritas luminosas páginas a es-te respecto– es el del ser como presencia (“se podría demos-trar que todos los nombres re-feridos a fundamentos, a prin-cipios o al centro han designa-do siempre la constante de una presencia”, Derrida). El signo,

en cambio, ni es presencia vi-viente ni necesita de presen-cia alguna para fundamentarse –como, por otro lado, se en-cargó de mostrar con claridad la hermenéutica–. Antes bien al contrario, en la escritura en-contramos también la faz de una no-presencia. El texto es-crito, creado para combatir los desmanes de la temporalidad (para dejar constancia de algo,

una vez desaparecidas las con-diciones de existencia de ese al-go), acaba convirtiéndose en el medio que mejor la expre-sa. La vida de lo escrito es el re-lato de la distancia que va ad-quiriendo dicho escrito con re-lación a las presencias que esta-ban en su origen: está en la na-turaleza de la escritura disemi-narse en lugares incontrolables para el autor.

Pues bien, el desvanecimien-to de la fi gura del autor (la es-critura opera sin su presencia), la emergencia de nuevos inter-locutores o la desaparición de buena parte de las lecturas e in-terpretaciones iniciales (se pier-de el control acerca del senti-do de lo que se desea transmi-tir) pueden ser vistos como epi-sodios en los que la escritura re-vela su radical contingencia, la inscripción temporal que la ha-ce incompatible con la inamo-vible aspiración metafísica. De ahí que se pueda afi rmar que, frente a la metáfora de la pre-sencia, la escritura constitu-ye la mejor imagen de la(s) ausencia(s). Aunque también se podría plantear la misma

idea desde otro ángulo y decir: frente a la ideali-dad del signifi cado co-mo transparencia ideal y univocidad perfec-ta (que precisamente por ello permite la re-

petición indefi nida), la apuesta derridiana aventu-

ra un nuevo camino, el de enca-denar el signifi cado a los signos y, de esta forma, dar entrada en la conciencia a la realidad, com-pleja y heterogénea, del lengua-je.

Semejante estrategia teórica, en la que muchos –y no sin ra-zón– podrían reconocer una in-equívoca inspiración hermenéu-tica, desborda con mucho los parámetros fi jados por autores como Gadamer. Es en esta cla-ve en la que deben interpretarse las sugerencias desconstructi-vas, que tan famoso han hecho a Derrida. Sus libros De la gra-matología5, La escritura y la di-ferencia6 y, sobre todo, su infl u-yente conferencia “La Diff èran-ce”7 (incluida más tarde en la obra Márgenes de la fi losofía8) suponen ya la explicitación de

MANUEL CRUZ

4 Jacques Derrida, La voz y el fenó-meno. Introducción al problema del signo en la fenomenología de Husserl, Valencia, Pre-textos, 1985.

5 Jacques Derrida, De la gramatolo-gía, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.

6 Jacques Derrida, La escritura y la di-ferencia, Barcelona, Anthopos, 1989.

7 Jacques Derrida, ‘La diff érance’, en VV AA, Teoría de conjunto, Barcelona, Seix Barral, 1971.

8 Jacques Derrida, Márgenes de la fi -losofía, Madrid, Cátedra, 1988.

Jacques Derrida

52 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 148

una propuesta a menudo mal-interpretada. Por lo pronto, hay que decir que el propio Derrida se ha referido a las primeras oca-siones en las que utilizó la pala-bra desconstrucción y a la esca-sa importancia que le concedía a dicho empleo en aquel mo-mento (“tenía la impresión de que era una palabra entre otras muchas, una palabra secunda-ria del texto, que iba a borrarse o que iba al menos a ocupar un lugar en un régimen en el que no regiría nada”).

Pero lo que importa, sin du-da, es el fondo del asunto. Tan-to los rótulos más publicitados como otros aspectos materiales

de la estructura misma de sus obras que le han proporciona-do gran notoriedad (pensemos en los extrañísimos textos de los años setenta, en que distintas grafías y textualidades se entre-cruzan en la disposición gráfi ca de las obras, o en los textos pos-teriores, que incluyen muchas veces una página suelta o algún otro elemento desconcertan-te) deben ser interpretados des-de la perspectiva de la voluntad derridiana de cuestionar no só-lo la fi gura del autor, sino tam-bién la del lector como sujeto unitario que desea apropiarse de un sentido. Se trata de po-ner en jaque a quien desee se-guir un “hilo” textual ordena-do, residuo último de una idea que merece ser abandonada, la de la lectura y la escritura co-mo comunicación de concien-cias en una unidad de sentido. La idea resultaba ya insosteni-

ble, una vez que se había hecho saltar por los aires el supuesto en el que se basaba, que no es otro que el de que la conciencia ejerce una especie de soberanía sobre el sentido, entendido co-mo aquello que se “quiere de-cir” o comunicar, “mediante” el lenguaje. Derrida se instala de-cididamente en otro supuesto y se esfuerza por actuar en conse-cuencia. La desconstrucción se desarrolla a partir del conven-cimiento derridiano de que la conciencia es indisociable del lenguaje y, por lo tanto, el sen-tido (en cualquiera de sus for-mas) no es autónomo con res-pecto a su soporte lingüístico.

Habitar entre escombros (la crítica a la metafísica occidental)

Sin embargo, el alcance de la propuesta no se agota en lo se-ñalado. De ser así, Derrida no constituiría otra cosa que un epígono –ligeramente excéntri-co, eso sí– de Gadamer. La es-pecifi cidad derridiana –que la hay– tiene que ver con su am-bición. No en vano era propio de toda una tradición pensar a la conciencia como siendo ori-ginariamente “presencia a sí”. Poner en cuestión la concep-ción instrumental del lenguaje va a abrir la caja de los truenos. La crítica a la metafísica por en-tero –ahí es nada– que Derri-da emprende no queda limita-da únicamente a cuestionar la pareja autor/lector, o a reconsi-derar la relación lenguaje/mun-do, sino que, tirando de este ca-bo, termina por atacar a la es-tructura binaria de todo el pen-samiento occidental. La fuer-te oposición binaria de los con-ceptos del fi losofar europeo (es-ta forma de pensar que hereda-mos de Platón, y que nos ha-ce distinguir entre el ámbito de lo real, las ideas, la luz, el bien, la voz; frente a lo engañoso, lo sensible, la oscuridad, el mal, la escritura) no se supera por un acto voluntario ni por una sim-ple inversión. Entre otras ra-zones porque, como el propio Derrida admite, el edifi cio de

nuestra tradición es un edifi cio, sin duda, bien construido, sóli-damente armado…

Por eso no se lanza a tan ambiciosa tarea con sus so-las armas, sino que se sirve de la ayuda de otros clásicos. Co-mo Heidegger, de quien reco-ge la idea de Destruktion9, o como Nietzsche, en cuya este-la se enmarca lo que Ricoeur, elocuentemente, ha denomi-nado “escuela de la sospecha” (Nietzsche-Freud-Marx), Derri-da es consciente del error que supondría empeñarse en des-montar la tradición “logocén-trica” y “presentista” de la his-toria de la fi losofía con la inten-ción de desvelar un engaño o una ilusión y, de esta forma, dar cuenta de un presunto “sentido originario” o esencia. Operar así implicaría permanecer en el seno de la estructura de pensa-miento que se pretende cuestio-nar. Desconstruir no es invertir, pasar de uno de los elementos de la pareja al otro. O, mejor dicho, no tiene dicha inversión como un fi n, sino sólo como un medio. Porque, en efecto, lo que importa observar es que, si analizamos con atención las tí-picas parejas conceptuales que están en la base de toda argu-mentación lógica binaria antes indicada (sensible/inteligible, opi nión/conocimiento, enga-ño/verdad), comprobamos que, por debajo de la apariencia de coexistencia pacífi ca de térmi-nos contrapuestos, lo que se es-conde es una violenta jerarquía. Uno de los términos domina al otro (axiológicamente, lógica-mente, etcétera) y ocupa la po-sición dominante. La prime-

ra tarea de la desconstrucción consiste entonces en derribar la jerarquía, en afi rmar las razones del concepto más débil y de esta forma denunciar el intento, lle-vado a cabo por una de las mi-tades de la pareja, de prevalecer sobre la otra, de someterla a la propia forma y a la propia ra-zón (Foucault ha analizado con especial agudeza esta operación en el caso de la pareja razón-locura). Si se quiere, se puede califi car a esta primera fase de “inversión de la jerarquía”. Pero añadiendo a continuación que tal momento no agota el sig-no de la empresa desconstruc-tiva. La desconstrucción no se queda ahí (de hacerlo, perma-necería todavía en el interior del régimen que pretende des-construir), sino que procede, por utilizar la propia expresión derri diana, a “un corrimiento general del sistema”.

Obras como La disemina-ción10, Glas11, Espolones. Los es-tilos de Nietzsche12, La tarjeta postal. De Sócrates a Freud y más allá13 o Signéponge14 constitu-yen ejercicios desconstruccio-nistas en los que Derrida va a ir mostrando el auténtico obje-tivo de la empresa abordada. La desconstrucción despliega en estos textos su genuino rostro y aparece fundamentalmente como des-estructuración, una desestructuración orientada a deshacer algunas etapas estruc-turales dentro del sistema. Po-dríamos decir que este descons-truir es como un deshacer una edifi cación para ver cómo está constituida o desconstituida. Y aunque el propio Derrida ha-ya afi rmado en alguna ocasión que la desconstrucción es “una estrategia sin fi nalidad”, algo, desde antes de empezar, parece

DERRIDA: CUANDO EL CÍRCULO SE CIERRA

9 Puede leerse en Ser y tiempo: “La destrucción tampoco tiene el senti-do negativo de un sacudirse la tradición ontológica. Debe, a la inversa, acotarla dentro de sus posibilidades positivas, y esto quiere decir siempre dentro de sus límites, que le están dados fácticamen-te con la manera de hacer la pregunta en todo caso y la limitación del posible campo de la investigación impuesta de antemano por esta manera. [...] La des-trucción no quiere sepultar el pasado en la nada; tiene una mira positiva: su fun-ción negativa resulta indirecta y tácita” (Martin Heidegger, Ser y tiempo, 4ª ed. en español, revisada, 1971, pág. 33.

10 Jacques Derrida, La diseminación, Madrid, Fundamentos, 1975.

11 Jacques Derrida, Glas, París, Ga-lilée, 1974.

12 Jacques Derrida, Espolones. Los es-tilos de Nietzsche, Valencia, Pre-textos, 1981.

13 Jacques Derrida, La tarjeta postal. De Freud a Lacan y más allá, México, Si-glo XXI, 1986.

14 Jacques Derrida, Signéponge, Pa-ris, Seuil, 1988.

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tener claro. Por lo mismo que no se trata de invertir los térmi-nos para afi rmar los opuestos a los considerados valiosos, tam-poco se pretende destruir para reconstituir. Tal pretensión re-queriría disponer de certezas o seguridades, lo que no es, mani-fi estamente, el caso. De lo que se trata más bien es de mostrar que no existen las tales seguri-dades. Inexistencia, por cierto, necesaria y no contingente. Las zonas de ambivalencia, los ám-bitos de ambigüedad, los des-plazamientos de signifi cado o su fragmentación forman par-te de la naturaleza misma de la cosa, y como tal deben ser pen-sados. De ahí que Derrida ni emprenda ni defi enda una hui-da de la metafísica. Más bien al contrario, propone la con-veniencia de habitar las estruc-turas del edifi co metafísico pa-ra reconocer tanto las grietas que lo atraviesan como las fuer-zas que lo apuntalan. Con otras palabras: la desconstrucción no persigue desvelar ningún secre-to ni sacar a la luz ninguna re-cóndita esencia largamente ve-lada. Busca, más bien, mostrar la íntima debilidad, el desorden profundo que habita en el inte-rior de todo texto (que no otra cosa es lo que una determinada concepción de la fi losofía ha in-tentado ocultar o excluir)15.

Desembocadura: ética y malas compañías

Aludíamos páginas atrás a los contrastes derridianos. En di-cho capítulo podríamos incluir tanto los propios como los so-brevenidos. En este segundo grupo incluiría las lecturas que ha ido recibiendo Derrida, y que lo han ido allegando a pro-blemáticas, discursos, saberes e incluso doctrinas muy alejados de su punto de partida. Qui-zá el ejemplo paradigmático de este desplazamiento lo cons-tituya la recepción americana de Derrida. Se ha escrito mu-

cho acerca del éxito –en cierto sentido perverso– de las teorías descontruccionistas en los de-partamentos de lengua y litera-tura de las universidades norte-americanas. Para unos, ha sig-nificado la justa consagración de un autor malinterpretado en su país de origen, mientras que para otros ese mismo éxito constituye precisamente la me-jor prueba de que su discurso era radicalmente extranjero a la filosofía propiamente dicha.

En principio, la lista de teó-ricos literarios que le deben to-do o parte de su pensamien-to a Derrida no supone ningún desdoro para éste. Personajes como Soshana Felman, Bar-bara Johnson, Drucilla Cor-nell, Eve Sedgwick, Stanley Fish, Geoffrey Bennington, Christopher Norris, y ya no di-gamos Geoffrey Hartman, J. Hillis Miller, Harold Bloom y Paul de Man (generalmen-te agrupados bajo el rótulo de “Escuela de Yale”) podrían ser considerados como unos valio-sos avalistas que, incluso, pu-dieran hacernos sospechar que tal vez los lectores europeos de D no habían andado sufi-cientemente despiertos a la ho-ra de valorar su aportación16. Y si pensamos en la forma en la que se produce la penetración de Derrida en la cultura nor-

teamericana, la consideración debería adoptar un signo igual-mente positivo. Derri da, co-mo es sabido, se dio a conocer en Estados Unidos de la mano de Paul de Man y de la crítica hindú Gayatri Spivak. El pri-mero, analizando la lectura de Rousseau hecha por Derrida, terminaba proponiendo “leer a Derrida a partir de Rousseau” (lo que, como poco, impli-ca considerar a aquél un ade-cuado interlocutor de éste), en tanto que la segunda presenta-ba la obra derri diana como la prolongación posestructuralis-ta de cinco “proto-gramatólo-gos” alemanes que rondan su texto, Hegel, Nietzsche, Hus-serl, Freud y Heidegger. Derri-da vendría a representar en es-ta otra lectura el último episo-dio, o el retorno crítico, de la llamada en EE UU “filosofía continental”.

Tengo para mí que las co-sas se empezaron a torcer en un segundo momento, cuando los nuevos maestros del cam-po literario norteamericano, e incluso artistas o cineastas pretendidamente derridianos, confundieron la potencia crí-tica, la capacidad para erosio-nar certezas que ofrecía el pro-grama desconstruccionista, con un instrumento multiuso de paso universal. Y así, se lan-zaron a una utilización pun-tual, táctica, de las propues-tas de Derrida, cuyos resulta-dos, heterogéneos, mezclaban lo perspicaz con lo ininteligi-ble e incluso, en algún caso, con lo extravagante. Así, hubo quienes denunciaron el “fono-centrismo del derecho” (que, desde el interrogatorio hasta el testimonio, se basa en la úni-ca compilación de una palabra, a menudo sonsacada, como ex-presión plena del sujeto). Por su parte, la crítica Mary Cico-ra releyó los grandes libretos de Wagner como “deconstruccio-nes operáticas” e irónicas de los mitos germánicos. En otro or-den de temas, Homi Bhabha intentó, mediante el ingenioso concepto de “disemi-Nación”, pensar en la dispersión migra-

toria y de la identidad del su-jeto postcolonial. En el campo de la arquitectura, Peter Eisen-man y Mark Wigley, autode-nominados deconstructivistas, buscaron por su lado una rela-ción con la edificación que sea destotalizada, lúdica o perver-sa, siempre anti-funcional y li-berada del imperativo de ac-tualizar los proyectos17. Y las feministas anti-esencialistas, en fin, también buscaron –y algu-na hasta creyó encontrar– en Derri da el remedio para esca-par a los impasses teóricos que les son propios.

Pero conviene resaltar en qué medida algunos de es-tos usos pueden ser conside-rados auténticos desv(ar)íos –por permitirme una peque-ña broma derridiana– respecto del programa deconstruccio-nista. Porque ya se dijo, por ejemplo, que para Derrida no se trata de acabar de una vez por todas con los clásicos de la historia de la filosofía (Platón, Kant, Hegel), sino de estable-cer la adecuada complicidad con ellos. No es cuestión de in-vertir la metafísica ni de dina-mitarla, sino de elaborar esa metafísica crítica que nos per-mita entender mejor los sin-sentidos de la heredada. No se deben emprender grandes cru-zadas contra la Razón machis-ta o el Logos occidental, sino tener siempre presente que la descontrucción es fundamen-talmente un acontecimien-to de la materia textual, y ex-traer de dicho recordatorio las consecuencias pertinentes. Se-ría injusto, por tanto, impu-tar a Derrida la responsabili-dad de unas interpretaciones

MANUEL CRUZ

15 Me serví de esta misma caracteriza-ción en mi libro Filosofía contemporánea, Madrid, Taurus, 2002, pág. 395.

16 Para la recepción norteamericana de Derrida, a mi entender el mejor li-bro continúa siendo el de Jonathan Cul-ler, Sobre la deconstrucción, Madrid, Cá-tedra, 1984.

17 Así, el segundo de los arquitectos mencionados tiene escrito: “La descons-trucción […] obtiene toda su fuerza de su desafío a los valores mismos de la ar-monía, la unidad y la estabilidad, propo-niendo a cambio una visión diferente de la estructura: en ella los fallos son vistos como inherentes a la estructura. No pue-den ser eliminados sin destruirla. Son, de hecho, estructurales” (M. Wigley, Arqui-tectura Desconstructiva, en Wigley, M. & Johnson, Ph., Arquitectura deconstruc-tivista, Barcelona, Gustavo Gili, 1988, pág. 11.

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claramente alejadas de lo que, de forma explícita, ha defendi-do. Es más, él mismo se ha en-cargado de denunciar un cierto t de desconstrucción norte a-m reformateada en “teo-ría práctica, fácil, cómoda e in-cluso vendible”.

De mucho mayor interés, a mi juicio, que la deriva nor-teamericana de las propuestas derridianas es el giro que pre-sentan sus textos a partir de un cierto momento. Ese otro con-traste, propio, al que me refe-ría al iniciar el presente epí-grafe, tiene que ver fundamen-talmente con los problemas éticos y con el tema de la al-teridad. A partir de mediados de los años ochenta, en diálo-go con sus amigos –los desapa-recidos Lévinas o Blanchot o el todavía vivo Jean-Luc Nan-cy–, Derrida aborda cuestiones como la amistad, la muerte, el duelo imposible, la hospi-talidad, el fantasma, la comu-nidad, el don. Testimonio de sus reflexiones son libros como Memorias para Paul de Man18, Dar (el) tiempo19, Dar la muer-te20, Aporías21, Espectros de Marx22 o Políticas de la amis-tad23, sin olvidar joyitas como su Fuerza de ley24 o Cosmopoli-tas de todos los países, ¡un esfuer-zo más!25.

E otro, en efecto, constituye el eje y el hilo conductor de es-ta segunda etapa de la reflexión derridiana. Un otro que es te-matizado unas veces de mane-ra directa, y otras de manera indirecta, derivada, analizando sus supuestos o sus efectos. Tal ocurre cuando Derrida plan-

tea el tema de la hospitalidad y forzando, según su querencia, los términos, llama la atención sobre el vínculo existente entre el hostis (enemigo, extraño) y el hospes (huésped, anfitrión que acoge al otro). Ello le permi-te desarrollar la idea de que la hospitalidad puede ser vista co-mo una adecuada metáfora del vínculo que se establece con el otro –con los otros–. Frente a la lógica –binaria, por cierto– de los espacios separados, del dentro y del fuera (sobre la que se apoya la dicotomía entre lo público y lo privado de cier-tos discursos), lógica que es, en

último término, la que funda-menta el contraste entre mi yo y los demás, Derrida propone una difuminación de las pare-jas o, si se prefiere, otro tipo de lógica. No la lógica de la invi-tación, en la que se supone que yo soy el dueño de mi casa y, en mi calidad de tal, acepto la presencia, ocasional y medida, de algún otro, sino lo que pro-pone denominar la lógica de la visitación, en la que el huésped aparece sin que se le invite, co-mo un fantasma.

Figura ésta, la del fantas-ma o la del espectro, que in-dicaría un lugar y una modali-dad de presencia del otro. Más allá de nuestros deseos e inten-tos de dominio, hay una alte-ridad resistente, que no se de-ja conjurar ni abolir. Es tan in-útil como pernicioso obstinarse en retornar los fantasmas a sus tumbas, como si de esta forma

pasaran a estar irreversiblemen-te muertos. No es ésa la acti-tud que conviene. Por el con-trario, dirá Derrida en Espec-tros de Marx, “hay que amar a los espectros”, entre otras co-sas porque todos, en la medida en nos movemos entre la vida y la muerte, tenemos una con-dición fantasmática. Pero es-ta exhortación a una conviven-cia armoniosa y amorosa con los fantasmas (con los muer-tos-vivos) no debe interpretarse como una elucubración abs-tracta, desvinculada o alejada de los problemas concretos del presente. Justamente a la inver-sa: son precisamente tales con-sideraciones las que sirven co-mo premisas al Derrida de los últimos años para lanzarse a es-cribir sobre cuestiones como la del perdón imposible (en rela-ción con los juicios del perdón del apartheid), la de la hospita-lidad (en relación a los indocu-mentados en Francia), y tantas otras (pienso ahora en su diálo-go con Habermas a propósito del terror en nuestra época26).

De la misma forma que se ha convertido en un lugar común la observación de que habría que ver el resultado de aplicar la desconstrucción a los propios textos derridianos, así también a buen seguro que en esta hora del duelo fi losófi co surgirá al-gún ingenioso –en todos los en-tierros hay quien se lanza a con-tar chistes con mala pata– que, a cuenta de sus tesis fantasmales, bromeará acerca de si Derrida ha muerto (o no) y cuál es el es-tatuto que le corresponde co-mo espectro. En pura ortodoxia derri diana habría que decir que Derrida (no) ha muerto. De acuerdo con su idea de lo fan-tasmático, ya estaba muerto an-tes, en tanto la existencia acon-tece entre la vida y la muerte, y en tanto sus obras, portado-ras de su nombre, portaban su ausen cia. Lo cual, por cierto, es lo que le permitía, en su adiós

a Paul de Man, afi rmar algo tan sensato como que todo lo que se puede decir de un amigo cuando muere es lo mismo que se podría decir mientras está vi-vo. Pero también algo tan pers-picaz como que toda relación se inscribe en el marco de las me-morias de ultratumba (por uti-lizar su propia expresión). Y es que en una relación entre dos, uno sobrevive, aunque desapa-rezca físicamente, al ser convo-cado por el otro, mientras que del otro se podría decir que vi-ve para recordarlo, que vive en tanto lo recuerda. Pues lo que mejor acredita su existencia es precisamente su capacidad pa-ra no dejar caer al otro en el ol-vido, su capacidad para traerlo de nuevo al mundo de los vivos, para llamarlo a presencia entre nosotros, a partir de su nom-bre. Como en este instante, sin ir más lejos, estamos haciendo con Derrida.

Tal vez, llegados a este pun-to (que es casi el punto final), sea el momento de citar ya en-tero el pasaje del que José Ma-ría Valverde extraía la frase que mencionábamos al principio. Valdrá la pena hacerlo porque acaso encontremos en el mis-mo alguna clave que pueda ser-vir a modo de glosa y resumen a todo lo que, en el fondo, he-mos pretendido plantear aquí. Lo que escribía Borges vie-ne, desde luego, muy a cuen-to: “No estoy seguro de que yo exista, en realidad. Soy to-dos los autores que he leído, toda la gente que he conoci-do, todas las mujeres que he amado... Nada, nada, amigo mío, lo que he dicho: no es-toy seguro de nada, no sé nada. Imagínese que ni siquiera sé la fecha de mi muerte”. Tal vez, por servirnos de la lógica bor-geana, Derrida no haya existi-do nunca. Pero en todo caso lo que parece seguro es que, haya existido o no, hemos aprendi-do mucho de él. ■

Manuel Cruz es catedrático de Filo-sofía en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filoso-fía del CSIC.

DERRIDA: CUANDO EL CÍRCULO SE CIERRA

18 Jacques Derrida, Memorias para Paul de Man, Barcelona, Gedisa, 1989.

19 Jacques Derrida, Dar (el) tiempo, Barcelona, Paidós 1995.

20 Jacques Derrida, Dar la muerte, Barcelona, Paidós, 2000.

21 Jacques Derrida, Aporías, Barcelo-na, Paidós, 1998.

22 Jacques Derrida, Espectros de Marx, Madrid, Trotta, 1995.

23 Jacques Derrida, Políticas de la amistad, Madrid, Trotta, 1998.

24 Jacques Derrida, Fuerza de ley, Madrid, Tecnos, 1997.

25 Jacques Derrida, Cosmopolitas de todos los países, ¡un esfuerzo más!, Valla-dolid, Cuatro Ediciones, 1996.

26 Giovanna Borradori, La fi losofía en una época de terror. Diálogos con Jür-gen Habermas y Jacques Derrida, Madrid, Taurus, 2003.

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Hugh Th omas, Rivers of Gold: Th e Rise of the Spanish Empire, from Columbus to Magellan (Random House)*

David A. Lupher, Romans in a New World: Classical Models in Sixteenth-Century Spanish America (University of Michigan Press)

Staff ord Poole, Juan de Ovando: Governing the Spanish Empire in the Reign of Philip II (University of Oklahoma Press)

Stanely J. Stein y Barbara H. Stein, Apogee of Empire: Spain and New Spain in the Age of Charles III, 1759-1789 (Johns Hopkins University Press)

Spain in the Age of Exploration, 1492-1819, Catálogo de la exposición en el Seattle Museum of Art, dirigido por Chiyo Ishikawa (University of Nebraska Press)**

1.“Sería una historia de gran vo-lumen”, escribía el capitán John Smith en su libro A Description of New England (1616)

recitar las aventuras de los espa-ñoles y los portugueses, sus afrentas y sus derrotas, sus riesgos y sus desventu-ras; que con tan incomparable honor y constante empeño, muy superiores a lo creíble, han acometido y soportado en sus descubrimientos y sus planta-ciones, tanto que podría condenarnos a nosotros por exceso de imbecilidad, pereza y abandono…

Al lanzar esta llamamiento a sus compatriotas para em-prender “la construcción de una colonia”, el capitán Smith

les desafi aba a entrar en acción, recordándoles el ejemplo de los habitantes de la península Ibérica por haber encontrado “nuevas tierras, nuevas naciones y comercios”, y dirigía una mi-rada torva a la negativa de In-glaterra a aceptar “aquella hon-rada oferta del noble Colón”1.

En el fondo de la crónica del imperialismo y la expan-sión ultramarina de Occidente late una historia de imitación y competencia entre Estados. Di-cha historia comenzó en el siglo xv con la rivalidad entre dos de los reinos que entonces forma-ban la península Ibérica: Castilla y Portugal que, entre 1474 y 1479, estuvieron en guerra por los esfuerzos de Alfonso V de Portugal para impedir la subida de Isabel –la presunta herede-ra–, al trono de Castilla. Una vez terminada la guerra con la victoria de Isabel y su marido, Fernando de Aragón, la rivali-dad se mantuvo y se tornó en pugna por territorios. En 1487 la navegación en torno al Cabo de Buena Esperanza de la expe-dición de reconocimiento ca-pitaneada por Bartolomé Díaz abrió el camino para la creación de una ruta marina que daría a los portugueses acceso a las especias de Oriente. Fue para ganar ventaja al monarca por-tugués por lo que Fernando e Isabel estuvieron dispuestos a aceptar en 1492 “aquella hon-rada oferta del noble Colón” de traerles las riquezas del Oriente

navegando en sentido Oeste a través del Atlántico.

“Sería una historia de gran volumen”, como observó el ca-pitán Smith, “recitar las aven-turas de los españoles, … sus afrentas y derrotas, sus riesgos y desventuras” a raíz del épico viaje de Colón. Y es precisa-mente “una historia de gran volumen” la que Hugh Th omas nos ofrece espléndidamente en Rivers of Gold. Historiador que ha participado también en la vida pública, es preciso decir que Hugh Th omas no ha sido nunca hombre de pequeños volúmenes. Se dio a conocer en principio con su precursora historia de la Guerra Civil es-pañola2, y entre sus posteriores publicaciones fi guran: Cuba: Th e Pursuit of Freedom3; An Un-fi nished History of the World4; Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Old Mexico5, y su libro más reciente, Th e Slave Trade6. Entre todos, suman mi-les de páginas y representan una impresionante trayectoria***.

Todos estos libros dan fe de un autor con un voraz apetito de información, y se basan en lecturas enormemente variadas, tanto de fuentes primarias como de secundarias. Amplias en sus planteamientos, meticulosas en la presentación de detalles, estas

obras ilustran mediante la narra-ción. Hugh Th omas pertenece al linaje de los grandes historia-dores narrativos, diestros en el arte de evocar personas, lugares y acontecimientos, expertos en mantener el relato en movi-miento y sin miedo a expresar juicios de valor. Esta tradición narrativa, representada en el si-glo xix por historiadores como Macaulay, Froude y Prescott y, en el xx, por G. M. Trevelyan, C. V. Wedgwood y Garrett Ma-ttingly, ha estado en los últimos decenios algo desprestigiada entre los historiadores profesio-nales, pero nunca ha perdido su atractivo para el público lector. Tachada con excesiva facilidad de “anticuada”, nos recuerda la constante importancia del papel desempeñado en la historia por la voluntad humana, así como la contingencia de los hechos, y nos ayuda a recuperar un cierto sentido del pasado como movi-miento a través del tiempo.

Escrito con enorme vi-vacidad y brío, Rivers of Gold cuenta una historia que será conocida a grandes rasgos por muchos lectores, pero que es relatada con una abundancia de pormenor que vuelve descono-cido lo ya conocido. La historia de ‘La formación del imperio español’, que es el subtítulo que ha dado Th omas al libro, se ha escrito muchas veces, no siendo de mérito menor la del historia-dor de Harvard, Roger B. Me-rriman, Th e Rise of the Spanish Empire in the Old World and in the New, en cuatro volúmenes publicados entre 1918 y 19347.

H I S T O R I A

LOS REINOS DE ESPAÑAJ. H. ELLIOTT

∗ Este libro se ha publicado en España con el título de El Imperio español (Planeta, Barcelona, 2003).

∗∗ El título que se ha dado en España a la exposición de Seattle es: España y la edad de las exploraciones: 1492-1819.

1 Th e Complete Works of Captain John Smith (1580-1631), ed. a cargo de Philip L. Barbour (tres volúmenes, University of North Carolina Press, 1986), Vol. 1, págs. 348-349. La ortografía y la puntuación han sido modernizados.

2 Th e Spanish Civil War (Harper, 1961).

3 Harper and Row, 1971.4 Londres: Hamish Hamilton,

1979.5 Simon and Schuster, 1993.6 Simon and Schuster, 1997.∗∗∗ Hay traducción española de

los siguientes: Cuba, la lucha por la libertad (Debate, 2004); La conquista de México (Planeta, Barcelona, 2003); La trata de esclavos (Planeta, Barcelona, 1998).

7 Publicados primeramente por Macmillan y reeditado por Cooper Square, 1962.

Nº 148 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

LOS REINOS DE ESPAÑA

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Pero han sido muchas las cosas descubiertas desde la época de Merriman, y era una historia madura para volver a ser con-tada. Merriman, mucho más interesado que Th omas en la historia institucional, comienza su exposición con un volumen dedicado a la España medieval y la termina tres volúmenes después con la muerte de Feli-pe II en 1598. La narración de Th omas se inicia con “España en la encrucijada” en el otoño de 1491, cuando Isabel y Fer-nando se preparan para el asal-to fi nal a la ciudad de Granada, último emplazamiento islámico en tierras ibéricas, y termina a principios de la década de 1520 con la conquista de México por Cortés y el regreso a España de la expedición de Magallanes después de su viaje de circun-navegación. Los cimientos del imperio global de España ya estaban puestos, pero todavía quedaba Perú por conquistar.

Este truncamiento de la historia de la expansión ultra-marina de Castilla en un pun-to cercano al inicio del reina-do del emperador Carlos V en 1519 –reinado al que Merriman dedica un volumen entero– pa-rece extraño y plantea inevi-tables preguntas en cuanto a la escala de la obra de Th omas. ¿Se trata simplemente de que exce-dió su límite de espacio o hay en ello una intención no expresa de producir una actualización del libro de Merriman, continuan-do la historia con otro u otros volúmenes sobre la conquista del Perú y la consolidación del imperio español en Europa y América? El libro concluye, de modo algo sorprendente, con una vívida evocación de Sevilla como capital de un Atlántico español en rápido crecimiento, un capítulo que parecería más apropiado como primer escena-rio de un segundo volumen que como cierre del que nos ocupa.

La historia narrativa no es una forma que se preste bien a la economía, y Th omas, que lo-gra en este volumen un auténti-co triunfo de condensación en su descripción de la conquista

de México, un tema sobre el que ha escrito ya extensamente, se recrea con deleite en los deta-lles de gentes y lugares que dan vida a su narración: Colón era “un hombre de cabello prema-turamente cano –pelirrojo en su día–, ojos azules, nariz aqui-lina, pómulos prominentes que a menudo se tornaban de un rojo encendido, y cara alarga-da”; Alonso de Hojeda, uno de los capitanes de Colón, era “un hombre apuesto e inteligente, de constitución menuda y gran-des ojos”; y el conquistador Pe-drarias Dávila, comandante de la expedición al Nuevo Mundo de 1514, “alto, de tez pálida, ojos verdes y pelirrojo”, bien co-nocido por su “crueldad, [y] su arrogancia”. En cuanto a los lu-gares, Th omas ha visitado prác-ticamente todos ellos, incluso “pequeños pueblos apenas indi-cados en los mapas, antiguos o nuevos”, como los extremeños de La Abertura, “situado sobre un monte” y “con una serie de preciosos arroyos en sus cer-canías”, y Madrigalejo, donde murió Fernando el Católico en “una edifi cación de una planta que el tiempo no ha cambiado ni mejorado”.

La historia que narra Th o-mas es esencialmente una his-toria de los españoles, más que de las gentes a las que conquis-taron y mataron. Está escrita como un relato épico y se lee como tal: una épica del “co-raje y la crueldad” española, a medida que los conquistadores van abriéndose paso a golpe de espada por selvas impenetrables y aniquilando a los aterroriza-dos indígenas refugiados en sus aldeas. No tiene una tesis cen-tral, aparte de que los conquis-tadores exhibieron una audacia y una determinación pasmosas, y no avanza mucho en la solu-ción del gran problema históri-co de cómo pudo la “España” formada por la unión, reciente y nominal, de las coronas de Castilla y Aragón surgir en el transcurso de poco más de una generación como la potencia europea dominante con un im-perio mundial.

Ahora bien, a diferencia de la obra de Merriman, Th omas tiene el gran mérito de integrar en un todo los sucesos que ocu-rrían simultáneamente a ambos lados del Atlántico, transmi-tiendo con ello al lector una idea de la interconexión entre decisiones y acontecimientos. Al mismo tiempo, aunque co-mienza y termina con las bien conocidas y muy contadas his-torias de los viajes de Colón y la conquista de México, al centrar-se en la historia menos conoci-da del gradual dominio español sobre el Caribe y las incursiones en América Central, Th omas si-túa la conquista de México y la posterior conquista de Perú en una perspectiva más clara de la que han proporcionado hasta el momento las descripciones ge-nerales del periodo.

Este periodo caribeño, que presenció la ocupación de Ja-maica en 1509 y de Cuba en 1511, y la toma de posesión del Océano Pacífi co por Núñez de Balboa en nombre del rey de Castilla, después de cruzar el istmo de Panamá en 1513, iban a ser decisivos para la futura ex-pansión ultramarina de España. Casi como de pasada, al comen-zar la descripción de la conquis-ta de Cuba, Th omas escribe lo siguiente: “El imperio español se expandió como si fuera un inmenso tumor; por impulso local y motivación local”. Estas palabras suministran, de hecho, la clave de mucho de lo suce-dido posteriormente, pues las iniciativas locales y la moviliza-ción local de recursos determi-naron en gran medida el carác-ter y ritmo de la apropiación de tierras americanas por parte de España.

Para comprender las inicia-tivas locales es preciso conocer a las personas que las empren-dieron. Durante los años de conquista española del Caribe vemos por primera vez a Cortés y Pizarro en papeles de com-parsas, y nos encontramos cara a cara con fi guras principales como el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, que, para su eterno pesar, iba a autorizarla

expedición de Cortés a México en 1519. A medida que Th omas va introduciendo su numeroso elenco de personajes, muchos de ellos casi olvidados hoy día, y narra sus contiendas y rivali-dades, su interés en los hombres y los hechos rinde jugosos divi-dendos en cuanto a explicar y aclarar la génesis y evolución de las iniciativas locales y cómo la Corona se vio obligada una vez y otra a aceptar los hechos con-sumados.

En uno de sus libros menos conocidos, Who’s Who of the Conquistadors8, Th omas ofre-ció una fuente indispensable de información bibliográfi ca sobre los conquistadores de México. En Rivers of Gold procura igual-mente rastrear los antecedentes familiares y relaciones persona-les de la fi guras que, en ambos lados del Atlántico, quedaron cogidas en la “empresa de In-dias”; hombres como el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, que fue a todos los efectos el primero de los ministros para las Indias y que organizaba en Sevilla las llegadas y salidas de las fl otas, o como Nicolás de Ovando, enviado por Isabel y Fernando a Hispaniola (posteriormente dividida en República Domini-cana y Haití) para poner orden en la anarquía que reinaba en la isla. Los datos biográfi cos de esta índole, pacientemente reuni dos a partir de una gran variedad de fuentes, suministran claves im-portantes para entender cómo fue en primer lugar adquirido y después colonizado, gobernado y conservado el imperio espa-ñol. Algunas de dichas claves sugieren cuestiones curiosas. Por ejemplo, cuántos de los que participaron en la conquista y colonización de América eran, como Pedrarias Dávila, de ori-gen judío, pese a las restriccio-nes impuestas sobre la emigra-ción de conversos a las Indias. Al parecer, la Hispaniola estaba llena de éstos. ¿Qué conclusio-nes debemos extraer?

8 Cassell, 2000. Hay traducción española: Quién es quién de los con-quistadores (Salvat, Barcelona, 2001).

J. H. ELL IOTT

57Nº 148 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

En investigaciones recientes se ha hecho hincapié en la esen-cial contribución de la familia y las redes locales al proceso de conquista y colonización. Nicolás de Ovando, Hernán Cortés y Francisco Pizarro, por ejemplo, provenían todos de la reseca región de Extremadu-ra, y es imposible entender la conquista y colonización sin tener presente la importancia de la conexión extremeña, una de las muchas basadas en clien-telismo, amistad y lazos fami-liares9. Al incluir detalles per-sonales como éstos, aun si en algunos momentos amenazan con anegar la narración, Hugh

Th omas ha facilitado la tarea de los historiadores que en su día elaboren un análisis sistemático de las vidas e interconexiones de las personas que crearon y mantuvieron unido el imperio español de Europa y América o, en terminología de los coetá-neos, la “Monarquía española”. Igual que los conquistadores saquearon América en busca de pepitas de oro, los historiadores van a saquear este libro en bus-ca de pepitas de información. Otros, sencillamente preferirán dejarse llevar por una fascinante crónica de hechos extraordina-rios que cambiaron la faz del mundo.

2.Hacia el fi nal de su libro, ha-blando sobre la generación que creció en los primeros veinte años del siglo xvi y creó un im-perio con la conquista castella-na de las Indias, Hugh Th omas observa que “a todos servía de

inspiración la visión de la anti-gua Roma, aun si todo hombre avisado consideraba insupe-rable aquel viejo imperio”. En un libro notable, Romans in a New World, que ilumina as-pectos nuevos de la conquista española de América, David Lupher escribe que “aunque ni un solo habitante vivo de la antigua Roma pisó jamás el Nuevo Mundo”, lo cierto es que los romanos “acompañaron a los conquistadores españoles en cada tramo del camino”. Si bien fue la creación del imperio ultramarino de Portugal lo que constituyó el acicate inicial para la empresa española de las In-dias, fue la creación del Impe-rio Romano lo que suministró el modelo con el cual midieron sus logros los españoles.

Los historiadores se han percatado desde hace mucho tiempo de la fantasmal presen-cia de la antigua Roma ron-dando en torno a la empresa imperial española del siglo xvi.

Hernán Cortés, el más culto de los conquistadores, era pro-penso, en momentos críticos, a recordar alguna alusión clásica pertinente, mientras que sus seguidores, admiradores y pu-blicistas no vacilaban en com-parar sus hazañas a las de Julio César. Los conquistadores, por su parte, no dudaban de haber superado las proezas romanas. Bernal Díaz del Castillo, que es-cribió en edad tardía la incom-parable Historia de la conquista de Nueva España vista a través de los ojos de un soldado raso, decía con orgullo que había es-tado en muchas más batallas y refriegas que las 53 batallas que según los cronistas libró Julio César. Los religiosos que fue-ron a América para convertir a sus pueblos indígenas, y los funcionarios que fueron para gobernarlos, hallaron en los textos clásicos útiles analogías con la empresa que ellos habían acometido, mientras se esforza-ban en llevar los benefi cios del

9 Véase Ida Altman, Emigrants and Society: Extremadura and America in the Sixteenth Century (University of California Press, 1989). Véase también, Ida Altman, Transatlantic Ties in the Spanish Empire (Stanford University Press, 2000) según la cual sólo de Brihuega salieron más de mil emigrantes a la región mexicana de Puebla entre 1560 y 1620.

Cristóbal Colón, Hernán Cortés y Francisco Pizarro

LOS REINOS DE ESPAÑA

58 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 148

cristianismo y de la “civilidad” a gentes bárbaras. Finalmente, la elección en 1519 de Car-los de Gante, Rey de Castilla y Aragón, como Emperador del Sacro Imperio Romano no sólo agregó orígenes y parale-los romanos al imaginario y la terminología ofi ciales, sino que también sugirió a los contem-poráneos que estaban a punto de presenciar el renacer de una “monarquía universal”.

Pese a que estas alusiones y paralelismos clásicos se han incorporado a la literatura his-tórica hace mucho tiempo, se han realizado escasos inten-tos de sistematizar las fuentes utilizadas por quienes crearon y administraron el imperio americano, o el modo en que aquéllas eran entendidas e in-terpretadas. Es éste un tipo de labor que requiere especialistas con formación en estudios clá-sicos, y David Lupher, profesor de clásicas en la Universidad de Puget Sound, ha aceptado el reto10. Al leer textos espa-ñoles del siglo xvi con mirada de clasicista, el profesor Lupher ha hecho una contribución ori-ginal y apasionante a nuestras ideas sobre la historia de la con-quista y la colonización españo-las de América.

Su libro, Romans in a New World, es preciso decirlo, no es para pusilánimes. Aunque está convincentemente argumenta-do y escrito con brillantez, ine-vitablemente depende de una lectura pormenorizada de los textos, y no todo el mundo se sentirá equipado para acom-pañar al autor en este particu-lar “agon”, por utilizar una de sus palabras predilectas. Ahora bien, para los interesados en sumergirse en los debates espa-ñoles del siglo xvi en torno a la

legitimidad del derecho caste-llano a las Indias, o que quie-ra saber más sobre los modos en que la observación del gran mundo a través de cristales clá-sicos afectaba a la visión del ob-servador, este libro es de lectura imprescindible.

Aunque comienza con un capítulo fascinante sobre el uso que hicieron los conquistadores y sus cronistas de analogías clá-sicas, una parte sustancial del libro está dedicada a la “con-troversia de las Indias”. Dicha controversia fue iniciada en las aulas de la Universidad de Salamanca en la década de 1530 por el teólogo neotomista Fran-cisco de Vitoria, y alcanzó su punto álgido en el famoso de-bate de Valladolid del año 1550 entre el erudito humanista Juan Ginés de Sepúlveda y el “após-tol de los indios”, el dominico Bartolomé de las Casas, que fi -gura de manera prominente en el libro de Hugh Th omas. En el fondo de este debate, objeto de enorme atención en la literatu-ra histórica, laten las cuestiones interrelacionadas del derecho de España a conquistar y ocu-par tierras de otros pueblos, y del tratamiento que debía darse a las poblaciones indígenas que sojuzgaba. Como se ha observa-do con frecuencia, ningún otro imperio se ha planteado de for-ma tan angustiosa y prolongada su derecho de dominio sobre otros11.

Por lo general, se entiende que esta polémica gira en tor-no a la aplicabilidad de la teoría aristotélica de “esclavitud natu-ral” a los indígenas de América. Pero Lupher argumenta convin-centemente que la controversia gira alrededor de interpreta-ciones opuestas de los hechos

históricos de la Roma imperial. Aunque su punto de arranque fue la cuestión jurídica de la so-beranía mundial de Roma y los precedentes que ésta pudiera suministrar para la creación de una monarquía española uni-versal, la disputa pronto llegó a implicar una nueva ponde-ración del carácter total de la experiencia imperial romana, mientras los participantes ex-purgaban los textos clásicos en busca de munición contra sus adversarios. Sepúlveda se reve-ló como un defensor fanático de las virtudes y los logros ro-manos, mientras que Las Casas era un antirromanista obsesivo para quien los romanos, lejos de haber cumplido una misión civilizadora, eran los verdaderos bárbaros por haber extendido su dominio tiránico sobre pue-blos inocentes. ¿Cómo podía ser aquello un modelo a seguir para España?

El meticuloso escrutinio que hace Lupher de los nu-merosos y prolijos escritos de Las Casas hace evidente el ex-traordinario conocimiento de las fuentes clásicas del domini-co. Pero si bien Las Casas fue el más persistente, así como el más celebrado, de los partici-pantes en el debate, hubo tam-bién muchos otros, varios de ellos más o menos desconoci-dos hasta que Lupher los sacara de su oscuridad. Éste dirige su potente linterna, por ejemplo, hacia un dominico dálmata, Vinko Paletin. En su juven-tud, Paletin pasó cuatro años tomando parte en la conquis-ta de Yucatán y escribió una descripción, con un diagrama adjunto, de las ruinas mayas de Chichen Itzá, donde afi rmaba haber encontrado inscripciones en púnico. Esta aparente evi-dencia de que los cartagineses habían tenido posesiones en el continente americano acreditó la hipótesis de que los roma-nos, como herederos de los cartagineses, habían sido en un tiempo señores de las Indias, aunque otro manuscrito indi-ca que Palatin tuvo posteriores dudas sobre esta conclusión.

Pero él, a diferencia de su com-pañero dominico, el padre Las Casas, fue siempre un ardiente romanista.

Un exhaustivo examen de las contribuciones, publicadas e inéditas, a la polémica de las Indias nos lleva hasta la sección fi nal, y enormemente sugestiva, del libro de Lupher, en la que describe cómo la controversia en torno al carácter del legado imperial romano llegó a infl uir en la percepción del pasado es-pañol. Trazando paralelos entre la invasión española de las In-dias y la invasión romana de Es-paña, Las Casas y sus seguidores fomentaron una nueva valora-ción de los primeros iberos, que habían resistido heroicamente a los romanos en el sitio de Nu-mancia y habían sido sometidos a trabajo servil en las minas de la España meridional, igual que los indios estaban siendo explo-tados como esclavos en las mi-nas de Perú. Después de todo, quizá no fueran los conquista-dores y colonizadores romanos, sino los primeros iberos, los auténticos antepasados de los españoles modernos.

La última sección del libro de Lupher ofrece una valiosa demostración de cómo, con el tiempo, los acontecimientos del Nuevo Mundo llegaron a infl uir en la percepción europea de su propia civilización, po-niendo en entredicho la validez del modelo interpretativo clási-co al que habían recurrido en su intento de explicar la asombro-sa variedad de pueblos y civili-zaciones revelados por los viajes ultramarinos. Ello representa una buena conclusión para esta rica obra de erudición que pro-porciona una visión nueva, des-de una perspectiva diferente, de cómo se veían a sí mismos y al “otro” los europeos de la edad moderna.

Sorprendentemente, falta en este completo estudio un examen de la palabra “colonia” y de los modos en que la funda-ción de colonias en la antigüe-dad clásica pudo haber infl uido en la acción colonizadora de los españoles y europeos de co-

10 Otra estudiosa que ha utilizado su formación en estudios clásicos, con valiosos resultados, para el estudio de la historia de la Hispanoamérica colonial es Sabine MacCormack, autora de Religión in the Andes (Prin-ceton University Press, 1991). Sabine MacCormack dirige la serie en la que se ha publicado el libro de David Lupher.

11 El historiador que más hizo para llevar este debate a la atención del público lector anglo-americano fue Lewis Hanke, autor de Th e Spanish Struggle for Justice in the Conquest of America (University of Pennsylvania Press, 1949), y muchas publicaciones posteriores. Para un replanteamiento más reciente, véase Anthony Paguen, Th e Fall of Natural Man (Cambridge University Press, 1982; reeditado con correcciones y añadidos, 1986).

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mienzos de la edad moderna12. En origen, el colonus romano era simplemente un labrador que cultivaba la tierra, pero la palabra se aplicó también a un habitante de las colonias, asentamientos originados por la emigración de soldados ve-teranos fuera de Roma y, pos-teriormente, de Italia. Pero se mantuvo el uso original y llegó a asociarse no sólo con agricul-tores arrendatarios sino tam-bién con los siervos de la tierra. Fue presumiblemente a causa de esta connotación peyorativa por lo que los colonizadores de Hispaniola, cuando se rebela-ron contra el Gobierno de Co-lón, rechazaron el nombre de “colonos” insistiendo en que ellos eran pater familias (¿enco-menderos?), con todos los de-rechos que esto conllevaba.

Un diccionario español de 1611 defi ne “colonia”, en su sentido romano, como una por-ción de tierra colonizada por gentes venidas de fuera, llegadas de la ciudad que domina ese te-rritorio, o traídas de otro lugar. Pero nunca se aludía a los terri-torios de la América continental con el nombre de “colonias” an-tes del siglo xviii. Hasta fi nales de dicho siglo los ministros de Madrid no adoptaron, al menos entre ellos, la costumbre, origi-nada por los ingleses, de llamar “colonias” a los terri torios ame-ricanos. Cuando el capitán John Smith hablaba de “construir una colonia”, las palabras “colonia” y “plantación” eran intercambia-bles en el uso inglés, y signifi -caban un conjunto de personas, como la colonia romana. Llega-do el siglo xviii, no obstante, en Inglaterra el término empezó a connotar estatus dependiente, siguiendo el modelo de la pro-vincia romana.

En la práctica, el “imperio” español se desvió del modelo imperial romano en el sentido de que no fue tanto un impe-rio con provincias dependien-tes como un complejo de terri-torios, cada uno de ellos con leyes, instituciones y privilegios reconocidos, pero todos ellos unidos por su obediencia a un soberano común. Incluso los territorios americanos –aunque de estatus subordinado por ser conquistas de Castilla en lu-gar de estar vinculados a ella por herencia dinástica– eran tratados como un conglome-rado de reinos y territorios di-ferenciados, y con el tiempo adquirieron sus propias leyes y ordenamientos específi cos. Ine-vitablemente, las complicacio-nes de gobernar una monarquía universal construida sobre estos supuestos eran monumentales, y la efi cacia del Gobierno de-pendía en última instancia de la calidad de los reales funciona-rios que componían la burocra-cia imperial.

3.Uno de los más trabajadores y efi cientes de estos funcionarios del siglo xvi fue Juan de Ovan-do, objeto de un nuevo estudio realizado por Staff ord Poole, un investigador independiente, autor de la traducción y edición de una obra de Las Casas, y de la biografía de un arzobispo de México del siglo xvi13. Ovan-do, miembro de la misma fa-milia extremeña que Nicolás de Ovando, cuyo éxito en la esta-bilización de la incipiente colo-nia de Hispaniola relata Hugh Th omas, ascendió en el escala-fón burocrático durante el rei-nado de Felipe II hasta llegar a ser presidente de los Consejos de Indias y de Hacienda, y un no-table reformador. Fue él quien

12 Éste era el tema de un infl uyente artículo del historiador clasicista M. I. Finley, no citado en la bibliografía de Lupher: “Colonies-An Attempt at a Typology”, Transactions of the Royal Historial Society, 5ª serie, vol. 26 (1976), págs. 167-188. Agradezco al profesor Glen Bowersock su orientación en cuanto a los usos romanos.

13 In Defense of the Indian, traducción y edición de Staff ord Poole, C. M. (Northern Illinois Press, 1974); Pedro Moya de Contreras: Catholic Reform and Royal Power in New Spain, 1517-1591 (University of California Press, 1987).

LOS REINOS DE ESPAÑA

60 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 148

se esforzó para poner orden en la compleja legislación para el gobierno de las Indias, que ha-bía ido ampliándose sin orden ni concierto, ordenando su co-difi cación. Entre sus numerosas acciones reformadoras, Ovando fue también el instigador de los famosos cuestionarios ideados para reunir un inmenso corpus de datos que hiciera posible el buen gobierno de los territorios americanos.

Lamentablemente, ni si-quiera las exhaustivas investi-gaciones de Poole han logrado desenterrar mucha información personal sobre este ministro del rey, objeto de interés histórico desde hace mucho tiempo. Pero Poole utiliza los archivos con acierto para solventar una ca-rencia prolongada, ofreciéndo-nos un estudio claro y riguroso de la vida y la actividad de este extraordinario servidor del re-gio burócrata que fue Felipe II. Como ministro responsable del buen gobierno de las Indias, recayó en Ovando la tarea de polemizar con las implicaciones de la campaña de Las Casas y sus colegas a favor de un trato justo para los indios, y en 1573 elaboró una serie de ordenanzas para los nuevos descubrimien-tos y colonias con el fi n de im-pedir repeticiones de anteriores atrocidades. Estas ordenanzas, dice Poole, “siguen destacando como caso único en la historia de la época moderna. Ningún otro imperio colonial se esforzó tanto para regular su expansión y velar porque ésta se realizara sin detrimento para los pueblos indígenas”. Desafortunadamen-te, también podrían califi carse de intentos desesperados de poner remedios cuando ya eran inútiles.

Administrador de temple romano –cuya biblioteca per-sonal, como la de cualquier funcionario real que se precia-ra, contenía, junto a los volú-menes de derecho romano, las obras de conocidos autores clá-sicos– Ovando era también un administrador con conciencia cristiana. Era en este sentido de defender la fe cristiana y llevar

los benefi cios del cristianismo a los pueblos paganos en el que los españoles que deliberada-mente buscaban inspiración en Roma consideraban que habían trascendido el modelo romano.

“Es evidente sin necesidad alguna de prueba” –escribió un jurista español del siglo xvii–, “en cuánto superan los españoles a los romanos, pues aquellos han legado a los indios leyes mucho más útiles y saludables, costumbres, artes y muchas otras cosas para vivir una vida auténticamente humana y civilizada”.

Ahora bien, a medida que nuevas generaciones de es-pañoles se esforzaban, como Ovando, para difundir la mi-sión civilizadora de España y gobernar un imperio que sus predecesores sólo se habían preocupado por adquirir, las analogías con Roma empeza-ron a parecer pe ligrosamente cercanas. Hacia principios del siglo xvii algunos comenzaron a recurrir a Salustio y Séneca para preguntar si su país, co-rrompido por la riqueza, no empezaba a descender por la misma pendiente resbaladiza que Roma. Porque los roma-nos no sólo ofrecían un mo-delo de adquisición y gobierno de un imperio sino también de su decadencia y caída.

Cuando fi nalizaba el siglo xvii, la impresión general era que España y su imperio se encontraban en estado de de-cadencia terminal; y así como el capitán John Smith y sus coetáneos habían buscado ins-piración en el modelo español, posteriormente los británicos le volvieron la espalda. Los modelos pueden servir de ad-vertencia tanto como de inspi-ración. Empezaba a cundir la idea de que en la posesión de colonias ultramarinas estaba el origen de la caída de Espa-ña, pues habían despoblado a la madre patria y dado origen a una serie de falsos valores al fomentar la impresión de que la única riqueza verdadera con-sistía en la plata de México y Perú. La explotación de las minas americanas, sostenía sir Josiah Chile en su libro A New

Discourse of Trade (1693), ha-bía inducido a los españoles a “desatender en gran medida el cultivo de la tierra, y a produ-cir artículos del crecimiento de ellas…”.

El imperio británico del siglo xviii se concibió, por tanto, a diferencia del español, como un imperio comercial, no un imperio de conquista14. Y como imperio comercial sus éxitos fueron espectaculares, y el acelerado crecimiento de la riqueza y la prosperidad de Gran Bretaña la convirtieron en envidia de sus rivales. En-tre estos rivales estaba España, donde la dinastía borbónica, que había ocupado al trono en 1700, intentaba reformar la maltrecha herencia legada por sus predecesores Austrias. Nada más natural, pues, para los re-formadores y potenciales refor-madores españoles del xviii que buscar inspiración en otro mo-delo, no siendo esta vez Roma sino Gran Bretaña. La creación de un imperio auténticamente comercial, que iba a implicar la reorganización del gobierno de los territorios americanos y una explotación racional de sus recursos en benefi cio de la ma-dre patria, pareció a la sazón la única vía de salvación para una España subdesarrollada y atra-sada.

Es el intento del Gobierno de Carlos III, que reinó desde 1759 a 1788, de revivir y mo-dernizar España y su imperio ultramarino lo que suministra el tema central de un impor-tante nuevo estudio, Apogee of Empire, de Stanley J. Stein, pro-fesor emérito de cultura y civili-zación española en la Universi-dad de Princeton, y de Barbara H. Stein, antigua bibliógrafa de esta universidad para España y América Latina. Bien conoci-dos ya por su infl uyente libro Th e Colonial Heritage of Latin

America15, han escrito reciente-mente un volumen precursor a Apogee of Empire, en el que se examinan los intentos reformis-tas de los Borbones en la prime-ra mitad del siglo16. Este nuevo volumen, aunque es una obra independiente, completa por tanto lo que podría considerar-se un proyecto de dos tomos.

El trabajo en sí es una monumental contribución a nuestro conocimiento y com-prensión del funcionamiento interno del imperio español en el siglo xviii, pues representa el trabajo de dos vidas enteras de investigaciones históricas. Estos dos autores han sacado a la luz una gran masa de do-cumentación y conocen hasta el último detalle y rincón de la política española colonial y comercial. Así, podemos seguir dicha política en sus libros, de memorándum en memorán-dum, observando los esfuerzos “modernizadores” de los minis-tros reformistas enfrentados a intereses creados de todo tipo y a una enérgica oposición. En nadie como en los Stein confío para que me guíen por los pa-sillos del poder en el Madrid del siglo xviii o para explorar los recovecos secretos de las ca-sas mercantiles de Ciudad de México y Cádiz. Pero se precisa de una enorme energía, porque el grado de pormenor de sus análisis es casi abrumador.

Mientras que el primero de los dos volúmenes estaba, a mi juicio, viciado por lo que a mí me parecían supuestos an-ticuados sobre la incapacidad de los españoles para abrazar la causa del crecimiento econó-mico e iniciar el camino hacia la civilización moderna, Apogee of Empire es menos condena-

14 Sobre la formación de la ideología británica de imperio en el siglo xviii, lo más recient es: David Armitage, Th e Ideological Origins of the British Empire (Cambridge University Press, 2000).

15 Oxford University Press, 1970. [Hay traducción española: La herencia colonial de América Latina (México, Siglo XXI, 1982)].

16 Silver, Trade, and War: Spain and America in the Making of Early Modern Europe (Johns Hopkins University Press, 2000). [Hay traducción es pa ño-la: Plata, comercio y guerra: España y América en la formación de la Europa moderna (Crítica, Barcelona, 2002)].

J. H. ELL IOTT

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torio y, en un momento dado, los auto res reconocen explíci-tamente la necesidad de tener en cuenta “el contexto de con-dicionantes y fuerzas impul-soras” del lugar y la época, lo cual hace a este libro más equi-librado y más persuasivo que su predecesor. Como las restantes obras que aquí se comentan, tiene el gran mérito de tratar España y su imperio america-no dentro de un mismo marco, con algunos episodios excelen-tes, en particular el análisis de la caída en 1766 del marqués de Esquilache, el ministro re-formista de Carlos III, debido a una combinación de violen-cia popular y conspiración de intereses creados.

Las implicaciones de su caí-da para el futuro de las reformas borbónicas fueron profundas, y los Stein las examinan aten-tamente cuando describen los intentos del gobierno de aumen-tar sus rentas y liberalizar el sis-tema monopolista español de comercio con América. Gene-ralmente se achaca al programa de reformas de los Borbones –inspirado en los éxitos ingleses e impulsado por consideracio-nes “racionales” para maximi-zar los recursos coloniales con objeto de devolver a España a su debido lugar entre las nacio-nes de Europa– el haber soca-vado la estructura del imperio español de las Indias, abriendo la vía que llevaría a la indepen-dencia de América Latina. Pero fue Gran Bretaña, volviendo la espalda deliberadamente al ejemplo de la España de los Austrias, la que perdió primero su imperio americano.

David Lupher nos recuerda que en el siglo xviii el teórico de la agricultura Arthur Young, ignorando la infl uencia del mo-delo romano en España, escribió sobre el imperio español en su época de esplendor: “Nosotros tenemos, en este momento, su ejemplo para guiar nuestro jui-cio; España no tenía ninguno que pautara su conducta”. Cua-tro años después de haberse es-crito estas palabras, las colonias americanas de Gran Bretaña se

declararon independientes. El imperio español, por el contra-rio, superó sus crisis de las déca-das de 1770 y 1780 y perduró aún otra generación, hasta que su población criolla, siguiendo el ejemplo de los colonos de América del Norte, cortó sus lazos con la madre patria. Tres-cientos años de imperio habían llegado a su fi n.

Aquel imperio tenía mu-chos defectos, pero sigue ha-biendo general ignorancia e in-comprensión en el mundo an-gloamericano sobre los aspectos más positivos de los logros de la España imperial. Una ocasión para enderezar el equilibrio va a presentarse en Seattle desde mediados de octubre de 2004, cuando el Seattle Art Museum, asociado al Patrimonio Nacio-nal de España, presente una exposición con el título de ‘Es-paña y la Edad de las Explora-ciones, 1492-1819’17. En años recientes, Patrimonio Nacional ha realizado un notable trabajo de conservación, restauración y exhibición de la extraordinaria riqueza de tesoros arquitectóni-cos y artísticos encomendados a su cuidado, y, como deja claro el magnífi co catálogo, la expo-sición será una oportunidad única para ver muchas obras de arte nunca vistas anteriormente fuera de España.

Algunas de éstas serán una revelación. Por ejemplo, existe la idea generalizada de que, en palabras de una reciente reseña literaria,

“Hasta la llegada de los holande-ses en los años 1630, el Nuevo Mundo no había sido científi camente explo-rado. Su fl ora y su fauna no estaban catalogados; sus pueblos nunca habían sido sistemáticamente descritos”18.

Uno de los cuatro temas de la exposición es ‘Las ciencias y la corte’, y en uno de los ensayos

del catálogo, “El mundo es uno y no muchos’: Representaciones del mundo natural en la España imperial”, Jesús Carrillo Casti-llo da noticia de la expedición científi ca encargada por Felipe II en 1569 para estudiar la fl o-ra de México y Perú. En aquel mismo año, Juan de Ovando envió sus cuestionarios pidien-do descripciones de los territo-rios americanos, testimonio del interés que había en la corte por recibir información sobre la in-mensa extensión de tierra ahora bajo dominio español.

Dicha expedición estaba di-rigida por el médico real, Fran-cisco Hernández, que no llegó a Perú pero pasó siete años en México examinando y traba-jando con ahínco para clasifi car su fl ora y su fauna, tan desco-nocidos para los europeos. El resultado fueron 16 volúmenes manuscritos en que se descri-ben más de tres mil plantas, 40 cuadrúpedos, 58 reptiles, 30 insectos y 35 minerales. Trági-camente, esta monumental la-bor fue destruida por un fuego de El Escorial en 1617, pero dos copias de las ilustraciones originales extraídas de otro manuscrito y exhibidas en esta exposición dan cierta idea de la riqueza perdida.

Los restantes temas de la exposición son ‘Imágenes del Imperio’, ‘Espiritualidad y mun danidad’ e ‘Intercambios interculturales’, todos ellos explorados en el catálogo en ensayos claros e informativos. Con un tratamiento vivaz y su-gestivo sobre los retratos de la realeza española, Sarah Schroth observa que los descendientes de Carlos V se inspiraron di-rectamente en retratos de los 12 emperadores romanos de la antigüedad y del Renacimiento cuando se hicieron retratar con armadura de batalla o atavío triunfal y llevando el bastón de general en la mano. Quizá no fueran técnicamente empera-dores, pero el modelo de Roma no estaba nunca muy lejos.

Al recordarnos algunas de las virtudes que acompañaron la adquisición española de su

imperio americano, esta expo-sición, que abarca tres siglos, nos recuerda también su per-durabilidad, comparable a la del Imperio Romano, al que quiso imitar y superar simultá-neamente. Teniendo presentes tanto el aliento como las ad-vertencias que ofrecía la Roma imperial, el imperio español creó sus propios mecanismos de supervivencia, que durante mucho tiempo le prestaron ex-celente servicio. Los ejemplos, sean éstos positivos o negativos, no son guías infalibles para em-prender políticas. Pero los que afi rman estar de algún modo al margen del proceso imperial de ascenso y decadencia, corren el riesgo de descubrir que la his-toria será la que tenga la última palabra. ■

Traducción: Eva Rodríguez.

© The New York Review of Books, 2004.

J. H. Elliot fue profesor de Historia Moderna de la Universidad de Oxford. autor de España y su mundo y Europa en la época de Felipe II.

17 Exposición: Seattle Museum of Art, 16 de octubre-2 de enero, 2005Norton Museum of Art, West Palm Beach, Florida, 2 de febrero-1 de mayo, 2005

18 Véase Benjamín Moser, “Dutch Treta”, Th e New York Review, 12 agosto, 2004.

1. Contrahacer el natural

Casi al fi nal de la extensa bio-grafía que Palomino dedicó a Velázquez, y en el epígrafe ilus-trado Mordacidad de los pinto-res, podemos leer lo siguiente:

“Era (Velázquez) muy agudo en sus dichos, y respuestas: díjole un día Su Majestad, que no faltaba, quien dijese, que toda su habilidad se reducía a saber pintar una cabeza; a que respondió: Señor, mucho me favorecen porque yo no sé, que haya quien la sepa pintar. ¡Notable efecto de la emulación en un hombre, que con tan soberanos testi-monios de cuadros historiados había acreditado su universal comprensión del arte, en que dejó otros tantos do-cumentos a la posteridad!”.

Al margen de lo que la anterior manifestación revela de cómo Velázquez era, según la expre-sión literal del propio Palomino, “muy envidiado”, no podemos encontrar en ella una defi nición mejor del polémico valor artísti-co concedido al pintor sevillano por sus contemporáneos; esto es: el de ser un excelente retratista pero también basar su superiori-dad artística en lo que entonces era considerado un género me-nor. Por lo demás, que la anéc-dota relatada por Palomino no circunscribía su alcance sólo al cerrado coto de la Corte españo-la nos lo demuestra lo acaecido en el segundo viaje italiano de Velázquez, cuando fue celebra-do con múltiples honores por el muy exigente círculo romano de afi cionados y artistas precisa-mente como retratista, si bien, en este caso, sin que los testi-monios conservados al respecto estuvieran acompañados de re-nuencia crítica alguna; aunque también es cierto que, por aquel entonces, en el más libre y sofi s-

ticado mundo artístico italiano en absoluto se apreciaba como cimera la cualidad de ser sólo un sobresaliente retratista, la única que pudo demostrar durante esta visita nuestro pintor.

Aunque las apostillas ci-tadas de Palomino al genio de Velázquez como retratista están casi al fi nal del relato biográfi co de éste, el recelo de sus contem-poráneos se remontaba casi has-ta los comienzos de su brillante carrera en la Corte, tal y como asimismo lo atestigua Palomino, que relata su inicial inclinación naturalista en Sevilla, llegándo-le a califi car de

“segundo Caravaggio, por contra-hacer sus obras el natural felizmente, y con tanta propiedad, teniéndole de-lante para todo, y en todo tiempo”.

El término castellano “con-trahacer” deriva del latino con-tra facere, que signifi ca en gene-ral sacar o extraer una imagen exacta de la realidad. Lo recoge Covarrubias como “imitar algu-na cosa de lo natural o artifi cial”, añadiendo que “contrahecho” signifi ca “lo imitado de esta ma-nera”; y en ello se insiste en el Diccionario de Autoridades, que literalmente lo describe “como hacer una cosa tan semejante a otra, que difi cultosamente se pueda distinguir la verdadera de la falsa”. Y aunque el término haya caído en desuso en nuestra época, signifi cativamente lo si-gue incluyendo María Moliner como “hacer una copia exacta de una cosa” y como “imitar o falsifi car una cosa”. De manera que, sea cual sea su pervivencia popular actual, los citas de los diccionarios alegados demues-tran la unidad de signifi cados de este verbo al cabo de los siglos.

De todas formas, lo que nos importa aquí es el uso histórico por parte de los artistas, lo cua-les, según Filippo Baldinucci en su Vocabolario toscano dell’Arte del Disegno (1681), entendían el Contrafarre como

“imitare, fi ngere, far cor un’altro, e per lo più ne’gesti, e nel favellare. I nostri Artefi ci se ne vagliano alcuna volta per lo stesso, che ritrarre”,

o sea: prácticamente los mismos usos que en castella-no, con la ligera ampliación de incluir en esta facultad de imi-tarla animación de los gestos y de la facundia, concluyendo que, para los artistas, era un término intercambiable con el de “retratar”. Sin ánimo de caer en la prolijidad, me he permi-tido estas aclaraciones sobre el signifi cado de “contrahacer”, no sólo por haberlo aplicado Palomino para defi nir la mane-ra de pintar de Velázquez, sino porque, a mi juicio, centra muy bien la polémica histórica en re-lación con el género del retrato, en cuya confi guración española la intervención del pintor se-villano fue indiscutiblemente decisiva. Una polémica que, desde mi punto de vista, puede muy bien ser abordada desde el comentado término del “con-trahacer”, al que no sólo iden-tifi có Baldinuci con “retratar”, sino que el propio Covarrubias defi ne de la siguiente manera ejemplar:

“La fi gura contrahecha de una persona principal y de cuenta, cuya efi gie y sejemança es justo quede por memoria a los siglos venideros (…) Díxose a retrahendo, porque trae para sí la semejança y fi gura que se retrata. Retratador, el pintor, ofi cial de hazer retratos”.

Como vemos, Covarrubias confi rma la identifi cación en-tre “contrahacer” y “retratar” –etimológicamente afín, por otra parte, porque este último proviene del latín “re’trahere”, como “portrait” lo hace de “pro-trahere”, de sentido res-pectivamente equivalente–, pero además añade la aclara-ción de que el modelo debe ser “persona principal y de cuenta”, junto a la de que había pintores especializados en este ofi cio, ad-virtiendo así, en una fecha tem-prana, de dos de las cuestiones más debatidas sobre este género artístico.

En cualquier caso, antes de plantear la discusión de “quién” debía de ser retratado, estaba la más básica e insidiosa, desde una perspectiva estética, del retratar en sí; esto es: el crucial y atosi-gante asunto de lo que debía en-tenderse por imitación como fi n del arte, un asunto que, como es sabido, resultó polémico desde los orígenes de la concepción clásica de esta actividad en la antigua Grecia, cuando se ad-virtió que la imitación artística no debía ser indiscriminada, ni en cuanto el tema tratado, ni, por supuesto, en la manera o forma de llevarla a cabo. Este apasionante debate, que acompa-ña prácticamente toda la historia del arte occidental hasta casi los albores de nuestra época, tuvo, no obstante, una infl exión deci-siva durante el siglo xvi, cuando el canon artístico inició su ya imparable curso subjetivo, afec-tando de manera importante a la defi nición moderna del género del retrato. Signifi cativamente, en pleno siglo xvi, Vicenzo Danti estableció su célebre distinción entre “imitare” y “ritrarre”, entre

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A R T E S P L Á S T I C A S

LA EXISTENCIA AL NATURALReflexiones sobre la historia del retrato español

FRANCISCO CALVO SERRALLER

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“imitar” y “retratar”; y, aunque lo que planteó con ello tuviera mucho más vuelo que la mera discusión sobre la extensión e insólita libertad de tratamiento que estaba adquiriendo el géne-ro del retrato, no se puede obviar su aplicación a los pintores que obtenían su prestigio sólo como “retratadores”. En este sentido, es muy elocuente lo que al res-pecto le pregunta el discípulo al maestro al comienzo del cuar-to diálogo de los Diálogos de la Pintura (1633), de Vicente Carducho, cuando, repasando las tres especies de pintura que el maestro previamente le ha

dado noticia, le reclama una inédita, la de

“un genero de Pintura tan viva, tan natural, que admira y espanta a to-dos, que es la que hazen teniendo de-lante la cosa que han de imitar, como cuando se retrata algun personage vivo sin otra circunstancia”.

Pues bien, la larga diser-tación del maestro distingue entonces entre “estudiar del natural” y “copiar”, lo que se corresponde con las diferen-cias entre imitar y retratar de Vicenzo Danti, aunque en el caso de este último no sólo se acuda al tópico de apelar a la

clásica “imitación selectiva o ideal”, que es superior a la pura y simple imitación, sino que considera el retratar semejante a la prosa y el imitar, a la poesía, lo cual, volviendo a las fuentes aristotélicas, otorga a ésta un mayor rango artístico.

Como es sabido, el éxito del joven Velázquez recién llegado desde Sevilla a la Corte madri-leña se debió, sobre todo, a la admiración suscitada por sus retratos, lo cual produjo no po-cos recelos y envidias entre los pintores que entonces se vieron desbancados por el jovencísimo maestro sevillano, entre ellos Vicente Carducho, al cual se le atribuyen varias descalifi cacio-nes veladas de aquél, cuya iden-tifi cación, a mi juicio, no es concluyente, aunque en el fon-do tanto da porque gran parte de su tratado es una fl agrante descalifi cación de la corriente naturalista, cuyo epítome más característico era precisamente el del estilo practicado por los “retratadores”.

Aunque sin el tono crítico y suspicaz de éste, los restan-tes tratados pictóricos mayores de nuestro país del siglo xvii, obviamente el de Francisco Pacheco, así como de una forma más dispersa el variado conjun-to de otras fuentes literarias para el arte de esta época, insisten en destacar la suprema condición de Velázquez como retratista, lo cual no estaba sólo justifi cado por las razones heráldicas in-discutibles que adornaban a sus modelos sino a su superior cali-dad en este género, incluso apli-cado a personas de escasa o nula importancia social. Esto último es muy importante, porque, en primer lugar, contravenía

la norma contrarreformista de no hacer retratos a personas sin relevancia cortesana, sagrada o humanística; pero también, en segundo lugar, porque ponía el dedo en la llaga sobre el signifi -cado estético del género o, por extensión, sobre la categoría del “imitar” indiscriminado, que practicaba el estilo por nosotros llamados naturalista.

2. Escorzo especulativo

Antes, en cualquier caso, de proseguir por esta senda marcada por la apreciación contemporánea de Velázquez como retratista, y, en defi nitiva, por lo que signifi có su estilo como modelo, troquel o punto de referencia esencial en la defi nición del retrato español, me parece necesario abrir una vía perpendicular para ahondar en las raíces históricas de la identifi cación, en arte, entre “imitar” y “retratar”, lo cual es imposible de circunscribir a la polémica atizada durante el siglo xvi, tal y como se insinuó antes con la cita a lo escrito por Vicenzo Danti. En este sentido, conviene recordar que la invención del retrato “individualizado” fue una creación del arte griego, que lo practicó a partir de aproximadamente la primera mitad o el segundo cuarto del siglo v antes de Cristo, y que, según Gisela M. A. Richter,

“pasó después por varias fases de evolución, siempre en la dirección del realismo, al compás por así decirlo de la tendencia general del arte, y, fi nal-mente, en el siglo i antes de Cristo, co-bró un nuevo empuje en la retratística romana”.

Pablo Picasso y El Greco

LA EXISTENCIA AL NATURAL

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Que este precedente anti-guo grecorromano, a pesar de los pesares, siguió afectando en la nueva restauración del clasi-cismo humanista del siglo xv, lo podemos apreciar en lo que escribió al respecto su codifi -cador artístico máximo, L. B. Alberti, el cual, en su tratado Della Pittura, no sólo empleó la metáfora de comparar al pin-tor con Narciso, sino que des-cribió el acto de pintar como algo semejante al “abracciare con arte quella ivi superfi cie del fonte”; esto es: a representar o contrahacer artísticamente la imagen refl ejada en el agua o, se entiende, en cualquier espe-jo. Es cierto que el “objetivista” Alberti reglamentó normativa-mente, con prolijidad, todos y cada uno de los múltiples fi ltros científi cos que el pintor necesi-taba para llegar a la plasmación ideal de esta imagen contra-hecha del natural, pero, así y con todo, no dejó de califi car la imitación artística como un “retratar” la realidad visible.

En 1524, Francesco Ma-z zola, llamado Parmigianino (1503-1540), pintó, a la edad de 21 años, su célebre Autorretrato en un espejo con-vexo, que se conserva hoy en el Kunsthistorisches Museum de Viena, causando una estupefa-ciente admiración en el sofi sti-cado círculo de la corte papal, entonces, como es sabido, sa-cudida por una profundísima crisis, que puso en dramática evidencia la honda transfor-mación que sufrían en aquel momento los pilares políticos y culturales de la Europa mo-derna. La sorpresa ante el sin-gular autorretrato del entonces jovencísimo pintor se debió a la profunda alteración percep-tiva de la imagen contrahecha; porque, gracias a la forma con-vexa del espejo usado, no sólo la mano del primer término se dilataba monstruosamente en relación con el fondo, sino que los correspondientes refl ejos divergentes, que enmarcaban la fi gura, abrían de forma infi nita el campo de lo representado. De todas formas, no es aquí mi

intención comentar este céle-bre autorretrato por sí mismo, sino a modo de ejemplo de lo que supuso el manierismo, no sólo como relajación subjetiva del canon, sino como trans-formación del “retratar” y del “retrato” en, como escribió al respecto el poeta John Ashbery, “caricatura”; esto es: en una monstruosa representación de un yo hipertrofi ado, o, si se quiere, volviendo al término de contrahacer, la representación individualizada de alguien con tal exagerada exactitud que re-sultase paradójicamente defor-me o, como también se estila decir en castellano, “contrahe-cha”. En este sentido, la utiliza-ción arbitraria –fantástica– de elementos reales llevó al arte de la primera mitad del siglo xvi a toda clase de excesos, que afec-taron por igual a la fi gura en general y al retrato.

En relación con este úl-timo, la perspectiva abierta fue particularmente desconcer-tante porque la característica esencial del retrato había sido la de obtener el mayor pareci-do con el modelo; pero ahora este requisito ya no se ceñía sólo a la reproducción de los rasgos físicos, sino que preten-día captar también, o, sobre todo, el”alma”, la personalidad. Semejante salto supuso una re-volución en la historia del re-trato, lo que explica cómo se mantuvo la polémica hasta un siglo después, aunque durante el siglo xvii, ya no tanto hacien-do énfasis en la extrema estili-zación individual del “mundo interior”, sino en la plasmación objetiva de la “existencia”, en lo que la Contrarreforma tuvo una infl uencia decisiva por su orientación antihumanista y antiantropocéntrica. En cual-quier caso, no hay que olvidar que el naturalismo de la segun-da mitad del xvi y comienzos del xvii se nutrió de ambas fuentes: la del manierismo y la de la Contrarreforma. De esta manera, captar lo singular de cualquier ser humano como tal existente se convirtió en el objetivo del retrato barroco, al

menos como así lo intentaron algunos de los mejores artistas del momento, grandes retrata-dores, como Rembrandt, Hals o Velázquez.

Pero antes de tratar esta cuestión hay que señalar la pu-blicación en 1586 del que se convirtió en el manual básico de fi sionomía para artista: la Fisionomía humana, de Gian Battista della Porta, una obra que se convirtió en referencia bibliográfi ca obligada en prác-ticamente todos los tratados del arte posteriores y cuya pre-sencia nos consta en casi todas las bibliotecas de artistas del xvii que hemos llegado a cono-cer. Mezcla de conocimientos científi cos clásicos y de fuen-tes literarias asimismo clásicas, dentro del género de las fábu-las, el tratado Della Porta no se limitó sólo a establecer analo-gías entre el rostro humano y el de los animales sino que esta-bleció una tabla de caracteres, al modo de Teofastro, y, para lo que aquí más nos interesa, una tipología racial, lo cual, a tra-vés de muy diferentes vías, fue cobrando históricamente una mayor relevancia, ya que con-siguió traspasar las barreras de la tradición y replantearse en nuestra revolucionaria época contemporánea a través de la ideología romántica.

En cualquier caso, la Fisio-nomía de Della Porta, además de su valor como monográfi -ca sistematización de un sa-ber acerca de la expresión del rostro, llevado a cabo justo en el momento histórico de sub-jetivación del canon artístico y de un nuevo interés por la introspección artística, aportó el cauce para ordenar “cientí-fi camente” lo que amenazaba con convertirse en un engorro-so caos de arbitrarias licencias singulares y caprichosas mons-truosidades. No hay que olvi-dar que el siglo xvi no fue sólo el momento de Parmigianino y de Arcimboldo, sino de Rabelais y Pieter Brueghel el Viejo, cultivadores de las representaciones grotescas de inspiración popular, pero en

ambos casos sin abandonar una perspectiva realista, todo lo de-formada que se quiera; o sea: que simultáneamente, junto a la extrema estilización anímica de la personalidad, se produ-jo la extrema caricaturización de los instintos materiales, las bajas pasiones, la exhibición de los trazos más “bestiales” de la fi gura humana.

Como ha explicado Charo Crego con admirable claridad en un reciente ensayo, titula-do Geografía de una península. La representación del rostro en la pintura, la fi gura humana y el rostro estuvieron codifi ca-dos según una jerarquía, que, sucesivamente, graduaba la importancia del cuerpo, divi-dido en cabeza, pecho y vien-tre, representantes respectivos de la razón, el sentimiento y el apetito, y la del rostro, a su vez, dividido en ojos, nariz y boca, que se correspondían con el alma, la sensibilidad y la sensualidad. En cualquier caso, en función de la repre-sentación artística de estas escalas corporales, no sólo era más difícil diseñar una cabeza, en el sentido en que era me-nos reducibles a un prototipo común, sino dentro de ésta la de la mirada, lo más esencial y sutil para determinar la ex-presividad singular. Por otra parte, el retrato en sí era un problema por la complejidad de tener que articular la dia-léctica de lo individual con su naturaleza normativa; esto es: lo que distinguía y distin-gue a una persona como un ser único e irrepetible, con lo que tiene de portaestandarte de una función heráldica, de empleo o de virtud, toma-da esta última cualidad en el sentido etimológico latino de acción o de pasión ejempla-res. En cualquier caso, para lo primero, que resalta la singu-laridad del retratado, se hace imprescindible el “parecido”, mientras que, para lo segundo, la “acción”, que puede ser está-tica o dinámica, pero a la que se puede acceder de forma más codifi cada, en cuanto refl eja

FRANCISCO CALVO SERRALLER

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valores sociales dominantes, la “idealización”. En este sen-tido, siempre ha existido una tensión entre esta dimensión subjetiva y objetiva del retrato, un género fundamentalmente funerario porque no se puede obviar el hecho de que su exis-tencia viene predeterminada por la idea de mantener viva la memoria de un muerto o un mortal mediante la preserva-ción de su imagen. Ni siquiera la secularización moderna ha podido eludir esta cuestión de que quien trata de fi jar una ex-presión o una acción humanos tiene, por así decirlo, las “ho-ras contadas”.

Este apremio de lo tempo-ral se agudizó más en la medida del proceso creciente de “mo-dernización” de social, o sea: de “temporalización” o seculariza-ción, que, fi nalmente, no cuen-ta otra cosa del hombre que el discurrir tasado de “su” tiempo, su historia, lo único fehaciente-mente humano: éste de no ser sino para morir. El retrato es, por tanto, una máscara mor-tuoria; y lo es, incluso, cuando se trata de una jovial instantá-nea fotográfi ca, cuya mecánica reproductiva signifi cativamente se denomina como “disparo”, que no sólo alude al hecho físi-co del proyectil capaz de matar a alguien, sino la de dar una obligada fi jeza a lo vitalmente tornadizo. La secularización moderna del género del retrato va unida a una doble amplia-ción horizontal y vertical de lo que identifi ca al hombre: la horizontal, porque lo extendió democráticamente a todo ser humano sin distinción; la ver-tical, porque ahondó en la in-terioridad del mismo, no sólo desde un punto de vista psí-quico sino biológico; es decir: trató y trata de sacar a la luz, de exteriorizar, los más profun-dos “complejos” que dominan inconscientemente la vida hu-mana, sino también su sustrato biológico más elemental, como su ADN, que, siendo asimismo “personal e intransferible”, no deja de singularizar a cada in-dividuo de la especie.

3. Etnografía del retrato

Entre las caracterizaciones “ob-jetivas” del retrato, un géne-ro que, no hay que olvidarlo nunca, siempre responde al im-pulso de convertir un sujeto en un objeto, de “fi jar” su identi-dad, estuvo la más superfi cial y evidente de distinguir sus rasgos raciales. En cierto sentido, los primeros retratistas de la his-toria fueron los geógrafos, que

describían los accidentes físicos del paisaje, del que formaba una parte relevante y signifi ca-tiva su habitante humano. De esta manera, la determinación de la “barbaridad” ha respondi-do históricamente a la extrañeza que le produce al hombre, valga la redundancia, lo extraño, lo extranjero, lo otro del otro, que se va particularizando cada vez más en la medida que se ha do-minado mejor el paisaje huma-no. El potencial de extrañeza ha aumentado según se ha podido viajar mejor por el espacio y el tiempo, llegando hasta nuestra época global, que unifi ca todos los accidentes del hombre en el genérico de la humanidad, que, una vez fi jado el denomi-nador común de la igualdad, acota insaciablemente las “des-igualdades”, que responden a tan variado número de causas, que nunca hace viable un re-trato colectivo completo del ser humano, pues siempre hay al-guien que, moviéndose, no sale en la fotografía.

De alguna manera, ¿no será, por tanto, el retrato la úni-ca razón de ser del arte, por no decir que del conocimiento en general? ¿Una reduplicación de lo real para, guardando las dis-tancias, mejor comprenderlo? Pero la polémica relación entre el “retratar” y el “imitar”, con la que iniciamos este ensayo, ya nos advierte de los límites, eta-pas o niveles de este presunto conocimiento visual de la reali-dad; como si la aprehensión de lo real mediante los ojos tuvie-ra una dimensión inmediata y física, lo que, en efecto, vemos cuando miramos, y otra, no menos real, pero que se hur-ta a la vista y deviene conoci-miento puro, ideal, abstracto. Se puede, sin embargo, obviar esta puntual polémica histórica considerando ambos términos como necesariamente comple-mentarios; esto es: como dos estrategias diferentes pero que convergen con un mismo fi n, el del conocimiento, que lo es de lo tan próximo, que no se capta sino como “instantánea”, porque detiene un fl ujo dema-

siado rápido para ser normal-mente percibido, o de lo que es tan lejano, tan ideal, que hace falta hacer abstracción de las apariencias. En esta dialéctica se mantuvo, en cualquier caso, casi toda la tradición artística occidental hasta nuestra época.

No me habría permitido esta deambulación acerca, de nuevo, entre el retratar y el imitar si no fuera porque lo “etnográfi co”, el estudio de las individualidades desde un pris-ma antropológico genérico, si esta visión de lo humano como colectivo no concerniera al re-trato, el género que se dedica a atrapar la “extrañeza” de lo otro, del sí mismo de uno mis-mo, tanto como del sí mismo de nosotros mismos o de los de-más. En este sentido, es obvio, en primer lugar, que la forma-ción de las escuelas locales de arte siguieron la pauta política de la Europa moderna en la que se gestó la “nacionalización” de los Estados, un acontecimien-to incontestablemente madu-ro durante el siglo xvii, que es cuando se “programa” lo que han de ser las “sensibilidades” nacionales, a veces, de forma tan organizada y consciente como la que se produce en la Francia de Luis XIV. También es evidente, en segundo lugar, que esta tendencia fermentó al inicio de nuestra época con el romanticismo nacionalista bur-gués, el responsable de que no sólo el presente sino todo pasa-do fuera revisitado bajo esta es-pecie de “destino” histórico na-cional encarnado en el volkgeist, en un mítico espíritu popular, de esencia atávica.

De esta manera, se gene-ró una forma nacional de au-torretratarse, que, durante el siglo xix, fue componiendo el mapa de todas las identidades artísticas nacionales; y, entre ellas, la de la Escuela Española, cuyo reconocimiento histórico fue tanto más tardío cuanto lo característico de esta Escuela Española, desde el último ter-cio del xvi, se alejó del paradig-ma del clasicismo cosmopolita, lo que, dicho en los términos

LA EXISTENCIA AL NATURAL

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que estamos tratando, supuso anteponer el retratar al imitar, o, si se quiere, lo real a lo ideal. Una de las razones que infl uye-ron más decisivamente en esta orientación fue, sin duda, el triunfo de la Contrarreforma en nuestro país, con su ideolo-gía antihumanista, anticlásica y, por tanto, artísticamente natu-ralista. El caso español no fue, desde luego, el único, porque, por diversas razones, una bue-na parte del gusto artístico de Europa occidental, al menos durante el primer tercio del si-glo xvii, siguió esta misma sen-da del naturalismo, si bien sólo perduró, más allá del momento cronológico antes señalado, en los vastos dominios españoles, y paradójicamente, en los Países Bajos, aunque, en este último caso, trocándose el naturalismo táctil católico en un realismo óptico protestante.

4. El retrato español

Escrito el presente texto en re-lación con, o a propósito, de la exposición titulada precisamen-te El retrato español del Greco a Picasso, abierta al público en el Museo del Prado entre el 20 de octubre de 2004 y el 6 de febrero de 2005, hay al menos dos cuestiones que al respecto conviene dilucidar: la primera, la del hecho en sí del “retrato español”, y la segunda, la “ex-tensión” histórica propuesta, que no se limita a las coorde-nadas habituales para la defi ni-ción de la Escuela Española, del Greco a Goya, sino que abarca también nuestra revolucionaria época contemporánea, en la que, se supone, el vanguardis-mo habría retornado a la hor-ma cosmopolita del clasicismo, rompiendo de esta manera con las estrechas visiones de lo na-cional. Aunque ambas cuestio-nes son en sí mismas “proble-máticas”, la primera de ellas descansa al menos en un fun-damento innegable: el de que, sea cual sea el criterio actual para validar la visión nacional del pasado artístico, si se ha

creído en la existencia artística de una Escuela Española, ésta ha de corroborarse en todos los géneros pictóricos, entre los que está el retrato, máxime en un gusto nacional que his-tóricamente se ha defi nido pre-cisamente por su orientación “retratística” más que “imita-tiva”. El que, no obstante, se haya tardado comparativamen-te tanto en abordar esta Escuela Española bajo la especie de los diversos géneros “menores” –los del paisaje, el bodegón o el retrato–, se explica en tanto y cuanto esta Escuela española no tuvo un verdadero recono-cimiento internacional hasta el siglo xix.

Al margen de cualquier planteamiento expositivo, lo

que la historiografía artística contemporánea escribió sobre el retrato español fue muy pa-recido a lo afi rmado sobre la Escuela Española en general; esto es: en primer término, que se caracterizaba por su men-cionada orientación dominan-te “realista” o “naturalista”; en segundo, que se confi guró a partir de las infl uencias respec-tivamente de los Países Bajos e Italia, los dos abrevaderos del arte moderno: en tercer lugar, que “cristalizó”, con persona-lidad propia, durante el siglo xvii y, de alguna manera, se mantuvo “activa” por lo menos hasta Goya. Estas generalidades son insufi cientes para defi nir la naturaleza del retratar pictóri-co y del retrato como géneros

españoles, como tampoco nos sirven las, por lo demás, muy útiles sugerencias iconográfi cas que han develado el sentido de los objetos y actitudes de los retratados, muy cargados todos ellos de valor simbólico y con-ceptual. Hay que tener en cuen-ta la paradoja de una teoría ar-tística como la que refl ejan los tratados artísticos españoles del xvii, casi unánimemente anti-naturalista y, por ende, suspicaz frente al retrato no historiado, más que sólo de aparato, frente a una práctica artística ardien-temente naturalista y donde, fuera de la pintura religiosa, no abundan los retratos profanos; pero, en cualquier caso, fueran los retratados santos, príncipes o mendigos, dejando traslucir todos ellos una hondura im-presionante.

Pero ¿cómo se forjó esa hondura y en qué consiste? Desde el punto de vista histó-rico, aunque existen retratos realistas admirables desde el gótico fi nal, es difícil establecer la identidad del retrato español antes de fi nes del siglo xvi y no atribuir a El Greco un papel decisivo en esta defi nición. Los especialistas en la obra del cre-tense han señalado la transfor-mación del pintor, sobre todo a partir del cambio que expe-rimenta en la forma de retratar tras instalarse en España. Es ló-gico que así fuera porque, ade-más de la acomodación al gus-to local que ha de emprender un artista foráneo, se encuentra ante tipos humanos distintos, que son, se visten y se com-portan de manera diferente. Su psicología es asimismo peculiar y, con ella, también su actitud y sus gestos.

Estos últimos, como lo explicó André Chastel en un célebre ensayo ahora tradu-cido al castellano, El gesto en el arte, tenían una elocuencia codifi cada, como las expresio-nes fi sionómicas, pero en cuya clasifi cación y desciframiento también se tropieza con lo irre-ductible de la individualidad o del poso etnográfi co. Figura, gesto y expresión, El Greco fue

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el primer cartógrafo de los ros-tros o cabezas españoles, algo en lo que signifi cativamente reparó Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, pero que transformó en pintu-ra este último. Además de los pintores cortesanos, del últi-mo tercio del xvi y comienzos del xvii, como Moro, Sánchez Coello, Sofonisba Anguisciola, Pantoja de la Cruz o Blas del Prado, que siguen un modelo italofl amenco, cada vez más determinado por la infl uen-cia de Tiziano, hay que contar con los retratos naturalistas de Ribalta, Ribera y Zurbarán; pero quien se fi ja más en El Greco y quien da vuelo defi -nitivo al retrato español es, sin duda, Velázquez, considerado desde su juventud como el me-jor retratista español incluso por sus competidores, y cuya genialidad consistió en dar un nuevo, más profundo y univer-sal sentido al “contrahacer” la efi gie humana; esto es: que so-brepasó los límites convencio-nales del retrato realista hasta quedarse sólo o a solas con el alma del retrato. Sin eludir ja-más las apariencias, logró mos-trarnos que un ser humano trasluce siempre algo que está tras o a través de ellas: el ex-traño y casi inaprensible fulgor que las anima.

En su ensayo titulado ‘Una historia para Esopo’, inclui-do en su recopilación Siempre bienvenidos, el escritor y artista británico John Berger escribió sobre la interpretación velaz-queña de esta fi gura clásica lo siguiente:

“Si no supiera que el retrato de Esopo es de Velázquez, estoy conven-cido, sin embargo, de que sí me habría dado cuenta de que es un cuadro espa-ñol. La intransigencia, la austeridad y el escepticismo que en él se perciben son cosas muy españolas”.

Antes, Berger se ha referi-do a que la visión velazqueña del personaje no sugiere otra cosa que lo que éste ha visto y ha sentido, lo que tiene “en la espalda de su vida”. También: que

“el hombre del cuadro de Velázquez lleva consigo el discurrir todo de su existencia. Su virilidad no tiene mucho que ver ni con el afán del magisterio ni con el heroísmo, sino con la ingenuidad, con la sabiduría, con cierto sarcasmo que es trasunto paradójico de un claro rechazo de todo compromiso. Este rechazo, sin embar-go, no es consecuencia de una obstina-ción sino de haber visto lo sufi ciente como para saber que no tiene nada que perder”.

De forma, en suma, que Velázquez cuenta, a través del retrato, el meollo de la exis-tencia, su desamparo, la cons-ciencia de las pérdidas, su fatal previsibilidad, tanto más con-movedora que ya se nos mues-tra en la expresión de un niño, un ser deforme, un disminuido psíquico o un rey al borde del colapso. Todo ello, además, como si nada... ¿Cabe ir más allá de esta suprema retracción, de este despojamiento de las apariencias a través de ellas?

Durante su visita al Museo del Prado en 1865, Manet se percató de que la máxima contribución de la Escuela Española estaba, sobre todo, cifrada a través del soterrado diálogo que unifi có la obra de El Greco, Velázquez y Goya. Cuando pronunció esta senten-cia, hoy universalmente acepta-da, los dos primeros eran ape-nas conocidos y el cretense se-guía despreciado por propios y extraños. El hilo conductor de este soterrado diálogo se asentó, en no poca medida, en el modo en que los tres grandes maestros supieron retratar la realidad, dejando su animación como en suspenso. Enhebrar este hilo es lo que da el mayor sentido a la exposición de El retrato español del Greco a Picasso, no porque este fundamental esqueleto no tenga otras muchas vértebras y accidentes, más o menos plau-siblemente representados en el conjunto de lo exhibido, sino porque son la que lo sostienen en pie y, a su vez, dan pie a que el recorrido lo culmine Pablo Picasso; el cual fundamentó su revolucionario arte volviendo, una y otra vez, sobre El Greco, Velázquez y Goya, no dejando

jamás que su violencia desfi gu-radora traspasase el umbral de la compasión, que es también, y cómo, autocompasión, como se refl eja en la alucinada mirada de uno de los últimos autorre-tratos del artista malagueño, que está diseñado de cara a la muerte.

5. La existencia al natural

Esta excursión divagatoria sobre el quid del retrato español toca ya a su fi n entre apuros sin cuen-to. No cabe cerrar, no obstante, el capítulo sin una conclusión, que ha de insistir sobre lo que signifi có el “contrahacer” una fi gura o retratarla, una prácti-ca que transfi guró Velázquez al incluir el moderno latido de la existencia en esas efi gies, más o menos realistas, pero fi nalmen-te de una veracidad acartonada. De nada nos serviría la lección del maestro sevillano sin haber rebuscado en las raíces que le nutrieron en el empeño, que fueron, fundamentalmente, por el lado italiano, Tiziano y El Greco, pero, por el hispa-no-fl amenco, Antonio Moro y Sánchez Coello, con cuyos mo-delos él logró cerrar la tipología completa de los retratos, los ci-viles o profanos, los cortesanos o de aparato y los religiosos; pero esta lección, para ser tal, necesitó de una mínima interlo-cución contemporánea, y, sobre todo, una proyección histórica, que alcanzó su plenitud, al cabo del tiempo, en Goya y Picasso. Pues bien, para tratar de ello, me voy a referir a dos ejemplos: uno, El patizambo (1642), de José de Ribera, que no ha po-dido estar presente en la mues-tra del Prado, y el Autorretrato con el doctor Arrieta (1820), de Francisco de Goya, que sí lo está. El primero nos remite a los retratos infantiles, en los que los pintores españoles fue-ron quizá los más extraordina-rios heraldos de la modernidad, como lo demuestran sobrada-mente Velázquez, Murillo y el propio Goya; pero, saltando por encima de lo obvio, es bue-

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DE RAZÓN PRÁCTICA

LA EXISTENCIA AL NATURAL

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no rescatar al respecto esa obra maestra de Ribera, que atesora el Museo del Louvre, porque es un maravilloso ejemplo de ese sentido existencial de la com-pasión, entremezclado a su vez de escéptico fatalismo, que a mi juicio caracteriza el mejor retrato español, cuyo providen-cialismo contrarreformista no podía encontrar mejor asidero que la edad infantil y la miseria lisiada, el desamparo humano total. El así llamado Patizambo es el retrato de un niño mendi-go, con una evidente deforma-ción en un pie, que está pinta-do en una época de plenitud y madurez de Ribera, diez años antes de morir. Aunque como buen naturalista embebido en las fuentes ideológicas de la Contrarreforma, Ribera no ha-bía dejado de abordar el aspecto miserable del hombre, incidien-do a veces en la representación de lo monstruoso, como así lo hizo en el caso de la Mujer bar-buda, presente en la exposición del Prado, con todo lo que este regusto por lo anormal y extra-vagante en la naturaleza tuvo de eco tardío del manierismo, en el caso que ahora nos ocupa de este niño cojo la visión moral y artística de Ribera es de talante muy distinto. En primer lugar, aunque la fi gura de cuerpo en-tero ocupa el primer plano y está captada desde abajo, lo que le permite al artista una descrip-ción rigurosa y descarnada de la deformidad, el hecho de que se recorte sobre el fondo celeste de un luminoso paisaje, así como la sonrisa abierta que nos dedica el tullido, manifi estan una inten-ción simbólica de llana piedad cristiana de carácter moraliza-dor. En este sentido, junto a la lección genérica de la humana precariedad, que es física pero también circunstancial porque tampoco nadie elige su destino miserable, Ribera aprovecha la desdicha para incitar nuestra compasión y socorro; en suma: nos aproxima a lo que podemos ser y, en buena medida, somos, y, desde allí, nos reclama. La exhibición que hace el mendigo de una muleta que porta sobre

el hombro como un soldado lleva honrosamente su pica o su arcabuz, mientras en su mano izquierda lleva un papel con la leyenda latina “Dadme una li-mosna por amor de Dios”, ins-criben esta imagen en el espíri-tu de militancia piadosa. Desde el punto de vista formal, Ribera alcanza en esta obra una inten-sidad prodigiosa, por la que, sin abandonar su proverbial rea-lismo, su honda expresividad y su efi cacia descriptiva, ya no resulta tan prolijo, su composi-ción es más sintética, los efectos están mejor administrados y, sobre todo, alcanza una pro-fundidad psicológica y moral de enorme calado.

Pintado cuando Goya tenía 74 años, y justo después de ha-ber librado un penúltimo com-bate contra la muerte, a partir de cuya alucinante intimidad tuvo las espantosas visiones que adornaron la Quinta del Sordo, su última residencia madri-leña antes de autoexiliarse en Burdeos, El autorretrato con el doctor Arrieta, que se conserva en el Instituto de las Artes de Minneapolis, es el exvoto de un ateo, una paradoja muy espa-ñola. Es impresionante cómo el pintor se autorretrata de manera tan precaria y lastimera, en ac-titud de total postración, mien-tras es atendido piadosamente por su médico y amigo, que aparece como la fi gura angélica que consuela a Cristo en una solitaria oración ante la muer-te en el Huerto de los Olivos. No en balde Goya había afi r-mado que sus únicos maestros eran Velázquez, Rembrandt y la naturaleza, lo cual hay que interpretar en sentido artístico literal, pero no sin desatender el hilo moral que entreteje esta infl uencia.

¿Cómo no reparar, a tra-vés de este par de ejemplos de un miserable niño tullido y un anciano enloquecido al borde del colapso, acerca de cuál fue la urdimbre del retrato y del retratar españoles? ¿Acaso no estamos ante una antropología artística de las carencias y las pérdidas, ante la representa-

ción del humano desamparo? Al comienzo de este escrito, me referí al término castellano de “contrahacer”, aplicado para la imagen perfectamente replica-da de la realidad, un uso hoy ciertamente en desuso, pero, curiosamente, no en el sentido de signifi car actualmente “con-trahecho”, lo deforme, lo paté-tico que es un vivir mortal, el estrago existencial del paso del tiempo. Quizá la aportación más profunda del retrato espa-ñol es, por tanto, haber captado la existencia al natural, desnu-da, con lo que, más que simple-mente “contrahacer” el natural, los mejores maestros españoles han intuido la patética imagen contrahecha de la existencia hu-mana, su fatal destino. Pero esta actitud moral y artística ¿no se corresponde con lo que escribió la poeta rusa Ajmátova: “Más permanente que cualquier otra cosa, sobre la faz de la tierra, es la tristeza. Pero nada hay más duradero que las palabras her-mosas”? Por eso envolvemos, con el ánimo encogido, sobre el retrato español, un género que nos da nuestra mejor imagen histórica, antropológica y, por supuesto, artística. ■

BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA

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Francisco Calvo Serraller es cate-drático de Historia del Arte. Autor de Imágenes de los insignifi cante, Las meninas de Velázquez y La novela del artista.

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[Este artículo resume las aportaciones de los diferentes autores que han cola-borado en el volumen España en tiem-pos del Quijote, Taurus, 2004, dirigido por Antonio Feros y Juan E. Gelabert.Cada una de ellas se reconoce en nota a pie de página.]

s probable que Miguel de Cervantes hubiera comenzado a engendrar

El Quijote “por lo menos una década antes” de que llegase a manos de sus lectores (enero de 1605)1. De ser así, hacia prin-cipios de la década de 1590, el más genial de los escritores en lengua castellana habría da-do entonces con la justa sazón para iniciar precisamente en aquellos días su camino hacia la inmortalidad. Que una es-tancia de tres meses en la cárcel de Castro del Río, en el otoño de 1592, le haya proporciona-do el ocio necesario para coger la pluma se nos antoja, desde luego, circunstancia adicional propicia, si bien lo que al his-toriador del tiempo quijotesco importa bastante más, o im-porta sobre todo, es poder lle-gar a establecer las eventuales relaciones entre este concreto impulso creativo y los hechos históricos capaces de alentarlo. Y a poco que uno se ubique en estos años, procurando, ade-más, enfundarse en la piel de Miguel de Cervantes, no podrá sustraerse al hecho de que el autor de El Quijote llevaba por entonces algo más de treinta

años, desde mediados de 1570, al servicio de su majestad Feli-pe II, inicialmente como solda-do, en primera línea de fuego, y desde 1587 en la retaguardia de la administración fiscal; y que su existencia, pues, se mire por donde se mire, había dis-currido desde entonces y dis-currirá luego por muchos años a la sombra del Rey de España, sea porque éste le pague su sol-dada o porque sus movimien-tos (de Madrid a Valladolid y de nuevo a Madrid) habrán de ser también los de Miguel y su familia. Por consiguiente, no sería aventurado ni exagerado afirmar que Cervantes debió sentir como propias las peri-pecias históricas vividas por su rey y señor, y que, ciertamente, los años por los que nos move-mos, no fueron precisamente de los huérfanos en hechos sin-gulares.

La Armada Invencible

Primero se trató de los pre-parativos de la Armada In-vencible (1585-1588), en los que Cervantes estuvo invo-lucrado desde el verano de 1587; luego sucedió la partida de la flota y al cabo de unos

pocos meses la noticia del desastre, a cuyo coro se suma de inmediato el comisario Cervantes:

“No te parezca acaso desventu-ra / ¡oh España, madre nuestra! / ver que tus hijos vuelven a tu seno, / de-jando el mar de sus desgracias lleno, / pues no los vuelve la contraria dies-tra / vuélvelos la borrasca incontrola-ble [...]”2.

Y luego, apenas sin tregua, el ataque inglés a La Coruña y a Lisboa (1589), y con aque-llo y con esto la sensación de que el corazón de la Monar-quía Hispana era vulnerable, que los españoles ya no podían en lo sucesivo vivir tranquilos, que había miedo... Un mie-do muy parecido al que en la primavera y el verano de 1588 re corriera Inglaterra a medi-da que la Armada en cuestión subía por el Canal. Cuenta Thomas Hobbes en su Vida que su madre, no pudiendo

sustraerse al pánico general que se había apoderado de su país aquel fatídico año, acabó pa-riendo gemelos el 5 de abril: “a mí y al miedo mismo”3.

Para Cervantes, pues, co-mo sin duda para muchos de sus contemporáneos, el fraca-so de la que ahora llamamos, con más juicio, Gran Armada, debió suponer una convulsión de lo más profundo. Nacido en el año que Carlos V venció en Mühlberg (1547), testigo y actor de Lepanto (1571), vuel-to a su patria desde el cautive-rio africano (“¡Cuán cara eres de haber, o dulce España!”) en 1580, el mismo año que Fe-lipe II incorporaba la corona de Portugal, la vida de Miguel entre 1547 y 1588 parecía ha-berse movido al ritmo de los impulsos de un poder que no conocía límites; impedido pa-ra el combate desde 1571, a buen seguro que el autor de El Quijote envidió e hizo su-ya la participación de su her-mano Rodrigo en la última de las etapas que condujeron a las alturas previas a 1588: la ba-talla naval de Azores (1583) bajo las órdenes de don Alva-ro de Bazán. Años éstos de un optimismo tan racional como incontrolado que llevaron al marqués de Santa Cruz a su-gerir precisamente entonces a Felipe II que tal vez no habría otro momento como aquél pa-ra acometer sin la menor som-bra de fracaso “la empresa de Inglaterra”4.

L I T E R A T U R A

UN TIEMPO PARA EL QUIJOTEANTONIO FEROS / JUAN E. GELABERT

Nº 148 ■ CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA

1 Ellen M. Anderson y Gonzalo Pontón Gijón, ‘La composición del Quijote’, en Don Quijote de la Man-cha, ed. del Instituto Cervantes dir. por Francisco Rico, 2ª ed., Barcelona, 1998, pág. CLXX.

2 Jean Canavaggio, Cervantes, Madrid, 2003, pág. 220. El poema íntegro (‘Canción segunda a la Arma-da Invencible’) en Obras completas de Miguel de Cervantes, Manuel Arroyo Stephens (ed.), 4 vols., Madrid, 1993; III, págs. 675-9.

3 Diálogo entre un filósofo y un jurista y escritos autobiográficos, M. A. Rodilla (ed.), Madrid, 1992, pág. 151.

4 G. Parker, La gran estrategia de Felipe II, Madrid, 1998, pág. 284.

E

UN TIEMPO PARA EL QUIJOTE

70 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 148

Y luego la caída de 1588, primero disfrazada como “con-fuso rumor” que poco a poco irá disipándose para meter en el cuerpo de los españoles aquel miedo que un año antes había adelantado el parto de la ma-dre de Hobbes. Tan indefensa como Inglaterra se había visto a sí misma en la primavera de 1588, debió sentirse España en 1589 cuando la flota de Drake y Norris desembarcó primero en Galicia, entrando luego por el Tajo para atacar Lisboa. Se-ríamos estúpidos si no fuéramos capaces, en 2004, de calibrar la verdadera dimensión de una sa-cudida como la de 1588-1589 en un hombre con una trayec-toria como la de Miguel de Cervantes y en sus coetáneos; los méritos que aduzca en 1590 para solicitar un oficio en In-dias no son sino méritos milita-res, “jornadas de mar y tierra”, prácticamente todas las “que se han ofrecido de veinte y dos años a esta parte”5. Estos dos años de 1588 y 1589 debieron representar, pues, un turning point personal para Cervantes, como sin duda lo fueron para la España de aquel entonces. De 1583 a 1588 se había pa-sado de la euforia al pánico; el enemigo podía atacar tanto la metrópoli como las colonias e incluso poner pie en la una y en las otras. Hace años que Pierre Vilar calificó su Tiempo del Quijote (1598-1620) como “la primera gran crisis de du-da de los españoles”, aprecian-do también en este tiempo un “sentimiento de inseguridad vital” que, sin embargo, él no vinculó tanto a realidades de orden político-militar como a otras de carácter económico6. Sin embargo, y por lo que se ha dicho, no parece necesario

que para percibir tal cambio de aires hubiera que esperar a 1598, como sugirió Vilar. Pre-cisamente de 1589 es el Trata-do de la Tribulación, de Pedro de Ribade-neyra, cuyo prólogo está fechado el 10 de noviem-bre de este año7. Tribulación es: “Congoja, pena, aflicción, o tormento, que inquieta, o tur-ba el ánimo” (Diccionario de Autoridades); y, según el propio jesuita, también “castigo gene-ral” en unos tiempos cargados de “trabajos y calamidades”; concretamente: “La guerra, la sequedad, el hambre y pestilen-cia, los incendios”, sin olvidar que “una Armada grande y po-derosa, y que parecía invenci-ble, aprestada para volver por la causa de Dios y su santa fe católicas, y acompañada de tan-tas oraciones y plegarias y pe-nitencias de sus fieles y siervos, se haya deshecho y perdido por una manera tan extraña que no se puede negar sino que es azo-te y severo castigo de la mano del Muy Alto”.

Miedo y dolor entre los es-pañoles, euforia y optimismo en los enemigos. Por esto mis-mo tampoco debe ser casuali-dad que fuera justamente en 1589 cuando Richard Hakluyt decide publicar The Principal Navigations, Voyages, Traffiques, and Discoveries of the English Nation, un volumen en cuar-to que crece hasta los tres en su segunda edición de 1598. Aquél es también el año de la Faerie Queen de Spenser, de la Britannia de Camden, etcétera. Optimismo e imperialismo a raudales que en toda línea con-trastan con la tribulación en la que España está sumida. “No es tan fiero el león como lo han pintado”, acabaría escribiendo en 1603 sir Walter Raleigh.

¿Producto, en fin, El Qui-jote de los años 1588-1589? Lo sugirió en 1959 Garrett Mat-tingly, el historiador canónico de la Armada, cuando señaló que, mientras que del lado in-glés, y a su entender, no existía relación alguna “entre la cam-paña de la Armada y una deter-minada obra literaria inglesa”, aquí, “un veterano mutilado de Lepanto, un poeta menor, en las semanas de confusión que precedieron a la partida de la Armada de Lisboa, lle-vó de manera tan embrollada la relación de recaudaciones por cuenta de la flota españo-la, que jamás llegó a saberse si pretendía o no defraudar a la Corona. A su debido tiempo fue encarcelado hasta que al-guien puso en claro sus libros de contabilidad. En su forzado ocio comenzó a escribir Don Quijote”8.

Los sucesos de 1588-1589 fueron tal vez, pues, principio del fin, pero desde luego no el fin mismo; los imperios no sucumben de un día para otro, ni siquiera cuando se produ-cen derrotas y afrentas especial-mente dolorosas y estratégicas, como sin duda lo fueron las sufridas en este bienio negro. Como se advierte en varios de los ensayos contenidos en la España en tiempos del Quijote, nunca se debe mirar el pasa-do desde un punto de vista fi-nalista, aduciendo que lo que habrá de suceder, por ejemplo, en 1640, ya estaba presente en 1588. De hecho, los especialis-tas en el periodo argumentan que poco después de estas fe-chas la recuperación –al menos en lo militar– era un hecho: en octubre de 1590 tropas espa-ñolas desembarcaban en Bre-taña y Normandía facilitando el tránsito desde la Península a los Países Bajos y dotándose así de excelentes puntos de apoyo para una eventual nueva Ar-mada contra Inglaterra; en la primavera siguiente tenía lugar

una invasión del Languedoc y de las dos ocasiones en las que el Ejército de los Felipes (II y IV) fue capaz de plantarse ante la capital de Francia, la primera de ellas acaeció precisamente el 16 de octubre de 1590, cuan-do Alejandro Farnesio alcanzó Corbeil. “El poderío de España nunca pareció más formidable que en 1591 y 1592”, escri-bió John Elliott. Era como si, en efecto, las vergüenzas y los miedos del bienio 1588-1589 quisieran ser conjurados me-diante un despliegue militar que fuera no sólo capaz de ha-cer olvidar aquellos episodios, sino que al mismo tiempo pu-diera también dejar bien claro ante el mundo quién era capaz de golpear simultáneamente aquí y allá con más fuerza aún que la exhibida en el pasado9.

Con todo, y a pesar de las susodichas manifestaciones de fuerza, no debió resultar na-da fácil olvidar los hechos de 1588-1589, dado que correrías como las protagonizadas por Drake y Norris en este último año dieron pie a una secuencia de asaltos del mismo género que a partir de entonces se re-petiría con más frecuencia de la que hubiera sido deseable. Pero todavía más importante fue el hecho de que por estos años la visión estratégica que había presidido el Gobierno de Felipe II comenzó a ser cuestio-nada desde varios sectores de la opinión pública. Hubo enton-ces quienes, por ejemplo, in-cluso tras los acontecimientos de 1588-1589, se resignaban a aceptar que la Monarquía Hispana hubiera empezado su declinar; quienes así pensaban se aventuraban también a sos-tener que lo que ocurría era simplemente que, tal como se había formulado y ejecutado, el programa expansionista de Felipe II había llegado al lími-te, haciendo necesario repen-sar la situación, toda ella: las razones del expansionismo, la

5 Canavaggio, Cervantes, págs. 222-6.

6 ‘El tiempo del ‘Quijote’, Crecimiento y desarrollo. Economía e historia. Reflexiones sobre el caso español, 3ª ed., Barcelona, 1976, págs. 332, 341. El artículo original se publicó en el número 121-122, año XXXIV, págs. 3-16 de la revista

Europe. Se trataba de una edición en parte monográfica dedicada a conmemorar el 350º aniversario de la aparición de la primera parte del Quijote.

7 Obras escogidas del padre Pedro de Rivadeneira, Vicente de la Fuente (ed.), Madrid, 1952; vol. LX de la Biblioteca de Autores Españoles.

8 La Armada Invencible, Madrid, 2004, pág. 367.

9 Véase el capítulo de John H. Elliott.

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justificación de las guerras euro-peas, la financiación de la Mo-narquía, las relaciones entre el Rey y sus súbditos, etcétera. Como más adelante se verá, comenzaba a criticarse a Felipe II no tanto porque no fuera suficientemente “viril y orto-doxo” –como en cierto modo pensaba el ya citado Ribadeney-ra– cuanto por las consecuen-cias de sus decisiones políticas. Así, comenzaban a escucharse voces sosteniendo que los ata-ques de los ingleses y holande-ses constituían la respuesta a las injustas acciones realizadas por Felipe II, acciones en for-ma de guerras casi todas ellas preventivas u ofensivas (contra Inglaterra, por supuesto, pero sobre todo a propósito de la creciente intervención en los asuntos internos de Francia), y que, como tales, no reunían algunas de las condiciones que convertían una guerra en gue-rra justa10. En este sentido los años 1588-1589 representan también el comienzo de la quiebra de una dinámica an-terior en la que la existencia de conflictos “extranjeros” ha-bía permitido el progreso de visiones más autoritarias del poder real. Ser victoriosos an-te los enemigos, se argumen-taba, requería la existencia de una sociedad por entero uni-da alrededor de su rey y señor; cuestionar a éste, se asegura-ba igualmente, permitiría a los eternos enemigos de España resquebrajar su poder. Pero una vez puesta en duda la vi-sión estratégica de Felipe II, el resultado inmediato no podía ser sino el repaso crítico a mu-chos de los otros presupuestos de su programa político, algo que comenzó a percibirse ya en 1590, sin duda alguna un año capital para el Gobierno del

Rey Prudente.Los hechos de 1588-1589

propiciaron así una serie de de-sarrollos fundamentales en la historia inmediata de la España de Felipe II. Las repentinas cri-sis financiera y defensiva dieron pie a un proceso de aceleración política y administrativa que contribuiría a modelar la faz de los reinos peninsulares en modo muy diverso a como se presentaban con anterioridad a estos años. Estas transforma-ciones fueron especialmente visibles en Castilla. Habrá des-de entonces materia histórica a espuertas para llenar un tiempo de El Quijote.

La factura del desastre

Los primeros síntomas de los nuevos tiempos se percibieron en la escena política. Mientras que en la primavera de 1590 Miguel de Cervantes se postu-laba para alguno de los cuatro oficios que a la sazón estaban vacantes en Indias, un movi-miento que por su parte no de-ja de tener cierto regusto aban-donista, Felipe II empezaba a tratar con las Cortes de Castilla el pago de la factura del desas-tre de 1588, una negociación que iba a correr pareja con los miedos de la amenaza inglesa sobre las costas de España. Al cabo de unas pocas semanas los representantes del reino le concedieron ocho millones de ducados –cuantía jamás vis-ta– pagaderos en seis años; por ello las gentes bautizaron esta contribución como la de “los millones”. Sin embargo, tanto el trámite parlamentario como la posterior colecta distaron le-guas de resultar un camino de rosas; el cronista del Rey, Luis Cabrera de Córdoba, cuenta que en las paredes de varias ciudades castellanas aparecie-ron “letrones fixados sobre la paga de los millones”, así como

panfletos de texto rotundo e ilustrativo: “¡Y tú, Felipe, con-téntate con lo que es tuyo y no pretendas lo ajeno!”11. El des-contento y la agitación callejera entraban de nuevo en Castilla después de las siete décadas de paz que había dejado tras de sí la Guerra de las Comunidades (1520-1521). Don Diego de Bracamonte, regidor de Ávila, llegó a pagar con su cabeza la oposición de la ciudad, actitud que Felipe II tuvo por desca-rada “ofensa”. Pero el caso era que no sólo Castilla mostraba tal clase de síntomas. Al año siguiente, las mismas “necesi-dades del Rey” obligaban en el virreinato del Perú a intro-ducir el cobro de un impuesto del 2% sobre las compraventas que de inmediato provocó una rebelión en Quito. Era indu-dable que el despliegue militar de estos años por los frentes de Europa estaba poniendo en peligro la consistencia política de la retaguardia. Encabalga-dos sobre el esfuerzo militar de 1590-1592 se encuentran, en efecto, los episodios de contes-tación político-fiscal reseñados y, sobre ellos, también, los gra-vísimos “sucesos de Aragón” que precipita la fuga allí de An-tonio Pérez. El embajador ve-neciano Francesco Vendramino describirá en 1595 el sensible empeoramiento de la situación con estas palabras:

“Pero grande y digna de mucha con-sideración es la oposición que se des-cubre tiene Su Majestad en éste su gobierno a causa del mal contento de los súbditos, viéndose Flandes con armas en la mano durante tantos años hacerle tan obstinada resistencia; Es-paña colmada de descontento a causa de la violación de sus privilegios y por las muchas e insoportables cargas que nuevamente le han sido impuestas; en Italia tanto el estado de Milán co-mo el reino de Nápoles deseosos de cualquier otro príncipe que no sea éste, y dispuestos a ser gobernados por cualquier otra nación en lugar de la española…”12.

Pocos años como éstos tan funestos asimismo para la vida de Miguel, años en los que, a su frustrada demanda para Indias, siguen incidentes en Teba y Écija, una lamentable situación económica personal y, a guisa de corolario, la pri-sión en Castro del Río. Malos también seguirán siéndolo pa-ra Felipe II, que, no habien-do acabado todavía de cobrar por completo “los millones” de 1590, solicita de las Cortes algo muy parecido a su pró-rroga. Y como llovía sobre mo-jado, las Cortes se mostraron entonces tan renuentes como jamás lo habían sido, dando pie a la formulación de pre-guntas que, invariablemente, habrían de serlo en términos no muy distintos a éstos: “¿Y si los objetivos de Felipe no fueran los de España?”. Cortes larguísimas, en efecto, las que van de 1592 a 1598, durante las que la situación del fisco del Rey, en ausencia de cualquier ayuda del reino, empeora día tras día.

Pronto acabará el mismo Cervantes siendo víctima de esta situación financiera gene-ral insostenible: el clima que propicia la bancarrota de las finanzas reales hecha pública el 29 de noviembre de 1596 es el que también se lleva por de-lante a Simón Freire de Lima, el banquero sevillano a quien el comisario Cervantes había confiado sus dineros, los pro-pios y los ajenos. Poco antes, en primavera, de nuevo la flota inglesa atacaba Cádiz ocupan-do la ciudad durante dos se-manas13. Y como las desgracias nunca vienen solas, 1596 es también el año en el que unos navíos procedentes de Flandes arriban en diciembre a San-tander con un cargamento de pañería entre el que se abriga el bacilo de la peste. La agonía

10 Sobre la teoría de la guerra en la Europa moderna véase ahora Heinz Duchhardt, ‘War and International Law in Europe. Sixteenth to Eigh-teenth Centuries’, War and Competition between States, Philippe Contamine (ed.), Oxford-Nueva York, 2000, págs. 279-99.

11Historia de Felipe II, rey de Es-paña, J. Martínez Millán y C. J. de Carlos Morales (eds.), 3 vols., Vallado-lid, 1998; III, pág. 1.367. Richard L. Kagan, Los sueños de Lucrecia. Política y profecía en la España del siglo XVI, Ma-drid, 1991, pág. 189. Véase también el capítulo de José Ignacio Fortea Pérez.

12 Eugenio Albèri, Le relazioni degli Ambasciatori Veneti al Senato (du-rante il secolo decimosesto), Florencia, 1839-1863; en concreto, serie I, vol. V, 1861, pág. 463.

13 Véase el análisis que de la per-cepción cervantina de este episodio hace Carroll B. Johnson en La espa-ñola inglesa and Protestant England, Cervantes and the Material World, Ur-bana-Chicago, 2000, págs. 159-62.

UN TIEMPO PARA EL QUIJOTE

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del Rey Prudente coincide de modo dramático con la de de-cenas de miles de sus súbditos que van cayendo a medida que el morbo baja desde la Monta-ña. Cuando Felipe II muere en El Escorial, en la madrugada del 13 de septiembre de 1598, el contagio alcanza ya Aranda de Duero.

Hay unos ve r so s de Cervantes, a modo de balance del reinado, que ponen el dedo en la llaga de los reveses mili-tares (los últimos, los más do-lorosos) y del paralelo desastre financiero:

“Quedar las arcas vacías / Donde se encerraba el oro / Que dicen que recogías / Nos muestra que tu tesoro / En el cielo lo escondías”14.

Era más que suficiente para descalificar los años de Feli-pe II desde 1588. ¿Podrá ex-trañar que la muerte del Rey Prudente haya sido acogida por muchos con una sensación de alivio? La herencia que deja es penosa; si algo bueno sus súb-ditos son capaces de percibir, como la paz firmada con Fran-cia en mayo de ese año –poco tiempo antes, pues, de irse el Rey al otro mundo–, es opor-tuno mencionar también que los críticos la tendrán por una lisa y llana claudicación, como “abandonista” se les antoja asi-mismo la maniobra de entregar el Gobierno de los Países Bajos a la hija predilecta, Isabel Clara Eugenia, y a su marido, el ar-chiduque Alberto15.

El reinado de Felipe III

Cervantes, mientras tanto, ha dejado Andalucía en algún mo-mento del año 1600. “Duras realidades las del año 1600”, anota Vilar. ¡Cuántas cosas se han movido ya desde septiem-bre de 1598 y alguna más que-da aún por hacerlo! El nuevo Rey tiene apenas veinte años

y en todo parece querer dis-tanciarse de su padre. El 14 de septiembre, tras el funeral cele-brado en El Escorial, el joven monarca había confiado a don Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, todavía marqués de Denia –pero ya a punto de re-cibir su más conocido título, el de duque de Lerma– el cuerpo del difunto Rey en su tránsi-to a la cripta. Los cronistas no dudan de que el gesto, prema-turo y de mucho peso, inau-gura una nueva etapa política; hacia enero de 1599 Luis Ca-brera de Córdoba señalaba ya, en efecto, que “privanza” como la de Lerma con Felipe no re-cordaba él que hubiera existido en ministro alguno ni ahora ni antes. “Privar” era entonces un verbo habitualmente utilizado para subrayar la especial vincu-lación entre dos personas tanto en relación de superioridad de la una sobre la otra como en circunstancias de estricta igual-dad; el participio podía con-vertirse luego tanto en sustan-tivo como en adjetivo: fulano es “privado” o “muy privado” de –o con– mengano. Esta par-ticular relación se elevaba sobre las que eventualmente pudiera mantener cualquiera de ambos con terceros, y se materializaba en determinados favores entre ellos, favores que, obviamen-te, escapaban al alcance de los demás.

Esto es lo que fray Pedro de Maldonado, confesor del propio Lerma, desarrolló en El perfecto privado: éste era quien el rey había “escogido entre los demás para una cierta manera de igualdad fundada en amor y perfecta amistad”. Por en-tonces el calificativo se había vuelto ya sustantivo: el privado. El concepto quedaba, pues, en apariencia desvinculado de su polémica carga política, lo que sucedía cuando era presentado como el individuo que hacía “sombra” al mismo rey o se in-terponía entre éste y sus súb-ditos, en especial los grandes. Éste precisamente había sido el tono del sermón pronunciado por cierto fraile en Valladolid

ante la Corte en noviembre de 1605, discurso que le valió una fulminante expulsión a las po-cas horas. De ninguno de los ministros de Felipe II (Pérez, Idiáquez, Moura), ni siquiera de su propio yerno el archidu-que Alberto, pudo decirse lo que su hijo escribió de Lerma y que más tarde, pensándolo mejor, tachó: “Que el peso del gobierno de mis reinos carga sobre sus hombros con entera satisfacción”16.

Este privado que carga con “el peso del gobierno” priva a su vez con individuos de un siguiente escalón que respon-den a los nombres de Pedro Franqueza (conde de Villalon-ga), Rodrigo Calderón (mar-qués de Siete Iglesias) y Alonso Ramírez de Prado. A su lado militan conspicuos miembros de la familia del privado. Unos y otros constituyen la facción, que ahora es única, como úni-co es el privado. Entre todos constituyen lo que los historia-dores suelen etiquetar como un “gobierno de criaturas”, un go-bierno formado por individuos con lazos familiares y cliente-lares que, al menos en teoría, permite la creación y manteni-miento de un régimen unido en sus designios y programas.

Las intenciones públicas y declaradas de estos hombres –entre quienes también se en-cuentra un personaje clave en la vida de Cervantes, el conde de Lemos (Pedro Fernández de Castro, sobrino y yerno de Lerma)– consistían en tratar de renovar la monarquía re-fundando tanto los principios como los sistemas que la sus-tentaban. Las reales, como ade-lante se verá, eran más mun-danas, más interesadas, como se demostraría unos años más tarde con la detención por co-rrupción de algunas de estas criaturas lermistas, incapaces de vencer la tentación que pro-voca la sobredosis de poder. En

cualquier caso, nuevos perso-najes para la segunda parte del drama17.

Con todo, el cambio de rey y régimen no fue sólo mu-danza de personas y escenarios (de Madrid a Valladolid). Es importante poder calibrar el nuevo pulso de la vida política examinando las soluciones ar-bitradas en estos años por pa-dre e hijo frente al mayor de los problemas del día a día, a saber, la crisis financiera que galopaba desde 1595; pues una de las cuestiones más trascen-dentales que presidieron este tránsito fue justamente el dis-tinto tratamiento dado por uno y otro a dicha crisis. La confi-guración política del reino que se fabricó entre la muerte del Rey Prudente y el comienzo del año 1601 es, sin duda, uno de los hechos más decisivos en la historia del país, tanto por lo que tiene de ruptura con el pasado como por inaugurar un curso irreversible por décadas y décadas. No había exageración en la magnitud de la tarea; con estas palabras lo expresó el conde de Miranda, presi-dente del Consejo de Castilla y de las Cortes, en noviembre de 1599: “Lo que agora se ha de hacer ha de ser fundar un Reyno de manera que lo pueda ser de su Majestad, pues sin hacienda no lo puede ser”18. Evocaba así el señor presidente la estrecha relación existente entre el despliegue de la acción de gobierno, por limitada que ésta fuese, y la existencia para ello de la necesaria provisión de hacienda. “Sin hacienda no puede haber Estado” –se dijo también por entonces.

Y es que en noviembre de 1599, a un año de la muerte de Felipe II, la damnosa hereditas financiera que éste había deja-do había empeorado de forma notoria por el mero transcurso de una escandalosa inacción (el viaje de la Corte a Valencia pa-

14 Canavaggio, Cervantes, pág. 262. El poema íntegro (‘A la muerte del Rey Felipe II’) en Obras comple-tas...; III, págs. 685-6.

15 Véase el capítulo de I. A. A. Thompson.

16 A. Feros, El Duque de Lerma: realeza y privanza en la España de Feli-pe III, Madrid, 2002, pág. 213.

17 Véase el capítulo de Antonio Feros.

18 Actas de las Cortes de Castilla, XVIII, pág. 427.

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ra recibir a la reina). Para resu-mir el panorama pudiera decir-se que su majestad no sólo no tenía nada con qué valerse, si-no que también sus deudas ha-bían aumentado en este primer año de gobierno, al tiempo que sus recursos futuros se hallaban hipotecados hacia adelante. Fe-lipe estaba “sin sustancia nin-guna” porque su padre la había “consumido toda, de manera que podemos con verdad de-cir que, cuando falleció, acabó su real persona y juntamente [con ella] su patrimonio real todo”. Lo que su padre le dejó, se comentaba, “en verdad se puede decir que sólo ha sido el nombre de rey, con las cargas y obligaciones de tal, y sin tener con qué cumplirlas, por estar todo enagenado”. La lástima que el joven rey podía causar en sus súbditos rayaba en la burla; al decir de Melchor de Ávila, procurador por Toledo, Felipe andaba “como metido en el hoyo profundo del me-nester y la necesidad”, impor-tando ahora poco “si se cayó él o si le han metido o echado”.

Y un monarca sin recursos era, desde luego, fácil presa de quienes pretendieran hincarle el diente. Conrad Russell pin-tó los contornos de la pareja formada entre la pobreza de la Corona y la debilidad del Rey en la Inglaterra de 1640 que se precipitaba hacia el abismo19. Dicha situación podía ofre-cer buenos réditos a la nación política de puertas adentro –como de hecho sucedió en Inglaterra de 1640 a 1660–, pero entrañaba asimismo una inequívoca dosis de peligro pa-ra un país amenazado desde fuera, situación en la que pre-cisamente España se encontra-ba desde 1588. En el año de la inacción, en 1599, los holan-deses se sumaban a las correrías de los ingleses y ponían pie en la Gran Canaria. En tal tesi-tura constituía una temeridad

seguir permitiendo que el rey continuara metido en el hoyo. Quienes podían sacarle de él con su ayuda ya habían hecho un ofrecimiento a Felipe II en aquellas Cortes que se habían abierto en 1592 y que duraron hasta la muerte del Rey Pru-dente.

Jugando entonces a fon-do con los apuros del monarca las Cortes habían ido suman-do hasta 22 “condiciones” en paralelo al servicio que tenían intención de concederle (29 de julio de 1596). Pero algunas de ellas, dijo Felipe al tenerlas a la vista, “perjudican mucho a mis sucesores y les quitan mucha autoridad y la dan al

Reino [asunto éste] que podría ser inconveniente y así no se podrá pasar por ellas sino re-formándolas mucho”20. Tras la bancarrota que siguió, Felipe acabó transigiendo (22 de ene-ro de 1597), sin por ello dejar de reconocer que algunas de las exigencias o “condiciones” puestas por el reino constituían pura y simplemente una “in-

decencia” política (sic). Con todo, cuando el borrador de servicio acordado entre el rey y los procuradores de Cortes fue sometido a la particular apro-bación de las 18 ciudades que tenían asiento en aquéllas, el tono de las “condiciones” con-tinuó subiendo más y más, y como el agobio del fisco crecía con el paso de los días, el “en-treguismo” real necesariamente lo hizo también, hasta que lle-gó un punto en el cual pare-ció preferible decir basta; la vía seguida a lo largo de seis años había conducido a un peligroso callejón oscuro por el que era preferible no aventurarse, de manera que Felipe II se fue a la

tumba sin rubricar un trato en el que tanto él como sus mi-nistros habían estado bregando por más de un lustro...

Y ésta justamente fue la si-tuación que los ministros de Felipe III heredaron, situación ante la cual las reticencias del Rey Prudente y sus consejeros palidecieron en sus sucesores, de manera que a la vuelta de Valencia, y tras unos pocos me-ses de negociación, en los últi-mos días del año 1600, el jo-ven rey y sus reinos de Castilla sellaban al fin una “escritura”

mediante la cual, a lo largo de los siguientes seis años, aqué-llos harían el esfuerzo que creían les correspondía para sacar a su majestad del “hoyo” financiero en el que éste se ha-llaba sumido. A partir del año entrante, el panorama político, institucional, y aun el econó-mico, se iba a ver profunda-mente alterado por el primero de esta serie de tratos fiscales y financieros entre monarca y Cortes.

En primer lugar, por lo que respecta a la vida política, y en lo que toca a la relación entre el rey y la representación del reino, es evidente que se acentuó el sentido negociador abierto con los contratiempos de 1588-1589; sin exagera-ción se puede afirmar que en la práctica las Cortes no ha-bían conocido descanso desde entonces hasta que en enero de 1601 fueron disueltas por Felipe III. En efecto, la asam-blea se encontraba ya en sesión –desde el 5 de abril de 1588–

cuando llegó la noticia del desastre de la Armada, y no se disolvió (25 de agosto

de 1590) sin haber antes aprobado el servicio de “los millones”. El 3 de mayo de 1592 comen-zó una nueva legisla-tura, la más larga de la

historia de las Cortes de Castilla, que se disolvió el

26 de noviembre de 1598, tras la muerte de Felipe II, para ser reanudada de

inmediato (17 de diciembre del mismo año) y durar hasta el 28 de febrero de 1601, habiendo aprobado tam-bién poco antes el menciona-do servicio de los 18 millones en seis años. El orden del día, pues, no varió sustancialmente a lo largo de este convulso pe-riodo, por más que los inter-locutores, de uno y otro ban-do, se alternaran en diversas ocasiones. Los historiadores acostumbran a decir que a par-tir de entonces, a partir de es-tos años, que son los años del tiempo del Quijote, la vida po-

19 ‘The Poverty of the Crown and the Weakness of the King’, The Causes of the English Civil War, Oxford, 1991, pág. 161-84.

20 J. I. Fortea Pérez, Monarquía y Cortes en la Corona de Castilla. Las ciu-dades ante la política fiscal de Felipe I, Salamanca, 1990, pág. 163.

UN TIEMPO PARA EL QUIJOTE

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lítica se “parlamentarizó”, pues es cierto que esta secuencia casi ininterrumpida de sesiones de las Cortes continuó asimismo en los años por venir.

El contenido político que en lo inmediato seguía a es-tos acuerdos entre las Cortes y el monarca consistía en que la representación del reino pe-netraba en los entresijos de las finanzas de la monarquía no sólo para conocer su verdadero estado, en otro tiempo y lu-gar auténticos arcana imperii, sino que dictaba asimismo las pautas para proceder al ansiado “desempeño” de la hacienda de su majestad. El acuerdo fir-mado en fin de año de 1600 constituía así, básicamente, la receta que a tal efecto el reino dispensaba al rey tras su pro-pio diagnóstico, aconsejándole, por ejemplo, la abstinencia en la firma de nuevos asientos, los contratos de préstamo con los banqueros que permitían la ac-tividad militar en los frentes de Europa. Y no sólo esto, que no era poco... A las incursiones del reino por el territorio de las finanzas reales seguían las que tenían por objeto cuestio-nes más inmediatas al interés de las entidades locales y sus oligarquías, como las relativas a los cargos que ocupaban sus gobernantes, la integridad del señorío de estas mismas ciuda-des, sus relaciones con la Mes-ta, etcétera21.

Presión fiscal y carestía

Pero esta parlamentarización de la vida política, esta intro-ducción de la representación urbana del reino en la admi-nistración de la fiscalidad regia tuvo asimismo otra consecuen-cia no menos importante: la confección de un fiscalismo a la medida de las Cortes y de las ciudades o, en otras pala-bras, el traslado de la presión fiscal hacia los segmentos más humildes de la población. Hay que imaginarse por estos años

a Miguel de Cervantes y al gi-neceo que le acompañaba (sus hermanas Andrea y Magdale-na, su mujer Catalina, su hija Isabel, su sobrina Constanza) apañándose más mal que bien con los dineros que Andrea ga-naba como costurera (la “labor blanca” a la que en el Quijote también se dedican Altisidora y doña Rodríguez22), ampara-dos todos en la “muy medio-cre holgura” que hacía poco les había llegado procedente de la herencia de su cuñado Fer-nando o recurriendo de tanto en tanto a los 1.500 reales que, como máximo, Francisco de Robles habría dado a Miguel por el manuscrito de El Quijote en el verano de 160423.

Las sisas sobre los alimen-tos que por entonces el reino recauda para ayudar al rey las notan en su bolsa los Cervantes al igual que el resto de sus co-etáneos; los historiadores regis-tran la espectacular subida del índice general de los precios de un año para otro, un alza que arranca con la pésima co-secha de los panes en 1598 y que obliga a las Cortes a me-ter en su agenda la “cuestión agraria”; en 1605, para hacerle frente, Felipe III decidirá ele-var el precio legal máximo que regía para el trigo y la cebada pretendiendo estimular así su producción. La carestía general de las cosas es tema de con-versación en los días del pri-mer Quijote: “Porque [hace] ahora doze años valía una vara de terciopelo tres ducados, y ahora [1604] vale cuarenta y ocho reales; una de paño fi-no de Segovia tres ducados, y ahora vale quatro y más” –se oye en las Cortes. Crecían los

ingresos del fisco tanto como disminuían las raciones que la familia Cervantes podía llevar a su mesa. Y no sólo porque le llegaran el vino, el aceite, el vi-nagre y la carne “sisados”. Los

apuros financieros de Felipe II le habían llevado el último día del año 1596 a emitir mone-da de casi nulo contenido en plata, medida que obviamente su hijo corrigió al alza (1602, 1603) hasta que las Cortes le obligaron a desistir de ello (1608).

Por lo demás, el efecto de esta carestía fue de largo alcan-ce, pues no sólo tocó a los pre-cios sino también a los salarios nominales. Los historiadores han levantado acta del alza producida nada más comenzar el siglo xvii, alza que por su-puesto debe vincularse inicial-mente a las cuantiosas pérdidas humanas que a partir de 1596 causó la peste, prosiguiendo luego por las razones que ya se han dicho; en estos años, efectivamente, quien quisiera empleados a sus órdenes, debía pagarlos bien, por más que los incrementos que en su día re-gistró Earl Jefferson Hamilton sean por lo bajo, dado que el célebre historiador americano usó en sus cálculos de los pre-cios de los alimentos medidas enteras, cuando sabemos que lo que se estiló a partir de 1601 fue el uso de las medidas recor-tadas, sisadas. Sin embargo, el alza de los salarios nominales a medio plazo se hizo difícil-mente digerible por los em-pleadores, pues la demanda de cualquier otro tipo de produc-tos que no fueran los alimentos debió reducirse de forma sus-tancial (piénsese, por ejemplo, en la industria textil). Ponerse a elaborar paños teniendo que pagar tales salarios no parece desde luego la inicitiva em-presarial más afortunada en la España de estos años. De ahí que hayan sido, en especial, las poblaciones urbanas las que de forma más acusada experimen-taran entonces el impacto de esta crisis.

Se ha escrito que el realis-mo contra el cual pugna el lo-co e idealista Alonso Quijano tal vez pudiera vincularse con la emergencia de un mundo dominado por el dinero que toma el relevo del orden aris-

tocrático y feudal en retroce-so; precisando todavía más el sentido de este tránsito se han apreciado asimismo distintas actitudes cervantinas entre la primera y la segunda partes de El Quijote, testimoniando la necesaria y dolorosa aceptación de aquella transición por parte del autor24. Lo que el histo-riador puede asegurar es que hacía falta ser un necio para no prestar atención y oídos al entorno económico, y más específicamente monetario, en el que se movía Castilla por los años en los que Cervantes se sentaba a escribir su novela.

Políticas internacionales

Pero no todos los contextos preocupantes eran, desde lue-go, en el tiempo del Quijote, los de orden material, los eco-nómicos, los financieros, pues en verdad que también es difí-cil apreciar el cambio de rey y régimen sin llamar la atención sobre las circunstancias de la política internacional. En este sentido, aunque no de forma inmediata, el cambio de reina-do en 1598 provocó de igual modo un debate nacional sobre la estrategia que la Monarquía Hispana habría de seguir en relación con las otras potencias europeas, especialmente la In-glaterra de Isabel, la Francia de Enrique IV y los aún tratados como “rebeldes” de las Provin-cias Unidas. Un buen número de historiadores sigue presen-tando la llegada al trono de Felipe III como una suerte de “traición” a los ideales hispanos representados por Felipe II y su política expansionista; y para demostrarlo se hacen eco de las declaraciones de ministros, cronistas, publicistas y milita-res que seguían insistiendo en la validez de la estrategia de Felipe II, en la necesidad de mantenerla a pesar de fracasos diplomáticos, reveses milita-res...; una estrategia que, por

21 Sobre estos temas véase el capí-tulo de José Ignacio Fortea Pérez.

22 Es imposible no recordar el ve-lazqueño retrato de la joven cosiendo que algunos autores creen no es otra que Francisca, la propia hija del pintor. José López-Rey, Velázquez: catalogue raisonné, 2 vols., Colonia, 1996; II, pág. 202.

23 Véanse los párrafos que a la fa-milia de Miguel dedica Andrés Trapie-llo, Las vidas de Miguel de Cervantes. Una biografía distinta, Barcelona, 1993, pág. 183.

24 David Quint, Cervantes’s Novel of Modern Times. A New Read-ing of Don Quijote, Princeton, 2003, Prefacio.

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otra parte, había auspiciado la creación de nuevas coaliciones en Europa dirigidas a parar el poder español y hacer frente a éste y a sus aliados25.

Pero esta visión de la po-lítica exterior del nuevo régi-men no era en modo alguno compartida por todo el mun-do26. En contra de lo que se suele afirmar, no pocos de los contemporáneos de Cervantes entendieron que la Monarquía Hispana necesitaba plantearse un viraje en su manera de en-tender las relaciones con otros poderes europeos, incluidas las Provincias Unidas, consi-derando incluso la posibilidad de ceder territorios, especial-mente aquí. Como ha visto Xavier Gil, desde comienzos del siglo xvii “el nuevo gobier-no de Felipe III fue adecuando sus objetivos a las exigencias de la situación hacia la paci-ficación. Pero, tal como ya se había comprobado durante los úlitmos años de Felipe II, la disyuntiva entre guerra y paz no era tan simple. Más aún, esta disyuntiva no era sino el preámbulo de otra, más aguda: para alcanzar la anhelada con-servación, ¿qué era más eficaz, retener todos los dominios de la Monarquía o ceder alguno de ellos?”27. La revisión de los documentos generados en este periodo indica claramente que ésta era una disyuntiva amplia-mente discutida por ministros reales y decenas de otros indi-viduos interesados en el curso de la Monarquía Hispana.

A lo largo de algo más de cuarenta años y de una forma prácticamente ininterrumpi-da, ésta había permanecido en estado de guerra con varios de los poderes europeos. Y ¿cuál había sido el resultado? En

contra de aquellos que alaba-ban a Felipe II como a un gran monarca que había puesto a la Monarquía en el culmen de

su poder, no faltaban quienes ahora cuestionaban sus deci-siones en relación con Europa. Baltasar Álamos de Barrientos, por ejemplo, planteaba una vi-sión por completo negra del legado dejado por Felipe II. Los rebeldes en los Países Ba-jos seguían obstinados en su decisión de cuestionar el po-der del monarca hispano; y en cierto modo este mismo pro-longado enfrentamiento ha-bía permitido a las Provincias Unidas definirse como entidad

separada. Francia, por su parte, había sido capaz de mantenerse unida, y al tiempo había pro-porcionado a sus habitantes la oportunidad de una suerte de comunión con su nuevo mo-narca y con ella un objetivo: vengarse de la política de agre-sión hasta entonces practicada por España. La situación de los católicos ingleses e irlandeses no había mejorado, a pesar de los continuos ataques contra Isabel I, al tiempo que se había permitido a la soberana inglesa convertirse en abanderada de la causa protestante en Europa.

Mientras tanto, Castilla, ver-dadero sostén del imperio, se encontraba a las puertas de la más completa ruina28.

Por el contrario, argumen-taban otros, lo que el nuevo régimen debía hacer era pri-vilegiar la conservación de los territorios leales; y más impor-tante aún, examinar la con-veniencia o no de las guerra basándose no tanto en los in-tereses más inmediatos de la monarquía cuanto en las ven-tajas y desventajas de un con-flicto a medio y largo plazo. Se trataba de la opinión de otro de los grandes escritores del periodo, Martín González de Cellorigo, quien en su famoso Memorial de la política necesa-ria y útil restauración a la repú-blica de España proponía nue-vos parámetros de principios y prioridades alentando una política de conservación:

“Mayormente estando tan en ra-zón las cosas para asegurar con la paz, y retirar las velas mientras pasa la bo-rrasca y se refuerza el navío, que según las reglas de estado es bien seguirla hasta cobrar fuerzas”29.

Álamos de Barrientos, por su parte, indicaba que aquellos que promovían la continuación de la política auspiciada bajo Felipe II, seguramente alberga-ban buenas intenciones al que-rer la gloria de España, pero al buscar esta gloria pasajera, coyuntural, ponían en ries-go todo lo demás. La historia mostraba ejemplos de monar-quías que se habían autodes-truido por perseguir objetivos imposibles: “Que yo he leído muchas guerras no acabadas, muchas paces no hechas, mu-chos reinos no apaciguados,

muchos rebeldes no reducidos, muchas monarquías acabadas y mudadas sólo por poner la mira en lo que he dicho”. La gloria podía también buscarse a través de la conservación y consolidación de los territo-rios ya controlados, y a través de un análisis serio y realista de la situación hacendística30. Y esto debía hacerse teniendo en cuenta que las circunstan-cias habían cambiado desde 1547, el año del nacimiento de Cervantes y de la gran victo-ria de Carlos V en Mulhberg; así lo indicaban los consejeros de Estado en relación con los Países Bajos en una consulta al Rey fechada en 1614:

“Aquellos tiempos del Empera-dor eran diferentes tiempos y después acá la gente de aquellos Países, con el ejemplo de los españoles y tan larga guerra, se han hecho muy valientes soldados y han aprendido de los ita-lianos a discurrir sobre todo, y asen-tándose esto con la natural flema de mirar las cosas despacio, se han hecho grandes hombres y muy pláticos en las cosas del gobierno y de la guerra”31.

La esperanza en esta polí-tica de pacificación, de replan-tearse los conflictos y las es-trategias, resultó en la primera gran paz del reinado, la firmada con la Inglaterra de Jacobo I. La llamada Paz de Londres fue firmada por los representantes de las dos monarquías en agos-to de 1604, y posteriormente sería confirmada por Felipe III ante los representates de Jaco-bo en junio de 1605, casi exac-tamente coincidiendo con la publicación de la primera parte de El Quijote. No sabemos casi nada de lo que Cervantes pen-saba de esta paz con Inglate-rra ni tampoco conocemos su opinión sobre la estrategia que se debía seguir en relación con otros conflictos en Europa32. Quizá, al igual que muchos de 25 Véase el capítulo de I. A. A.

Thompson.26 Sobre esta cuestión véase el

capítulo de Jean-Frédéric Schaub.27 Xavier Gil, ‘Las fuerzas del rey.

La generación que leyó a Botero’, Le Forze del Principe, Mario Rizzo, José Javier Ruiz Ibáñez y Gaetano Sabatini (eds.), 2 vols., Murcia, 2004; II, pág. 1.001.

28 Baltasar Alamos de Barrientos, Discurso político al rey Felipe III al co-mienzo de su reinado [1598], Modesto Santos (ed.), Madrid, 1990, passim; y Norte de príncipes [c. 1600], Martín de Riquer (ed.), Madrid, 1969, págs. 88-91.

29 Martín González de Cellorigo, Memorial de la política necesaria y útil restauración a la república de España [1600], José L. Pérez de Ayala (ed.), Valladolid, 1991, pág. 57.

30 Alamos de Barrientos, Discurso político, págs. 122-3.

31 Archivo General de Simancas, Estado, leg 2514/18-23: Consulta del Consejo de Estado, 3, junio, 1614.

32 Carroll B. Johnson, Cervantes, pág. 166.

UN TIEMPO PARA EL QUIJOTE

76 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 148

sus contemporáneos, Cervantes esparaba que esta paz, las me-didas de reforma hacendística y otras propuestas del gobier-no liderado por el duque de Lerma, permitiesen la apertu-ra de un tiempo de sosiego y tranquilidad, y la restauración de la república que tantos y tantos españoles de esa época anhelaban.

El régimen del duque de Lerma

Sí sabemos que mucho no hu-bo, ni de lo uno ni de lo otro. Cuando en 1605 aparece la primera parte de El Quijote, el régimen político construido por el duque de Lerma para la monarquía de Felipe III pa-recía vivir sus días “dorados”, aunque por poco tiempo. Al año siguiente, en efecto, caía primero (diciembre) una de sus criaturas, Alonso Ramírez de Prado, a quien seguía po-co después Pedro Franqueza. La nómina de damnificados se completaba luego con Rodrigo Calderón, que sin embargo no salió del todo mal parado por el momento, y con el propio Lerma, quien tampoco pudo evitar el ver su reputación cues-tionada. Por las cortes europeas circuló entonces el rumor de que Lerma había pedido licen-cia al Papa para hacerse frai-le gerónimo cuando lo con-siderara oportuno (“quand il voudra”). Volvían, pues, a co-rrer malos tiempos. A princi-pios de 1607, por los días del arresto de Pedro Franqueza, se calculaba la profundidad del “hoyo” financiero en unos 10 millones de ducados. El 18 de abril se detenía –por necesi-dad– la guerra en Flandes. El 9 de noviembre Felipe III de-claraba su primera bancarrota. No puede extrañar que ya en septiembre y octubre hubieran corrido rumores sobre la “reti-rada” de Lerma. Desde luego era un triste récord el que en menos de una década desde el acceso de Felipe III, y habien-do obtenido de sus súbditos lo que ninguno de sus antepasa-dos (14,5 millones de ducados

sólo de los servicios de millo-nes de 1601 a 1607), el régi-men se hubiera visto obligado a entrar en tratos con sus súb-ditos rebeldes, aunque de nue-vo muchos españoles pensaban que esto era lo mejor que podía sucederle a la Monarquía.

Los resultados de estas ne-gociaciones con los “rebeldes” holandeses acabaron en la fir-ma de la llamada Tregua de los Doce Años (1609-1621). De nuevo, en la España del mo-mento, se barajaron muchas explicaciones sobre esta tre-gua, no faltando desde luego quienes la vieron, también de nuevo, como una traición a los ideales españoles (una visión que siguen defendiendo no pocos historiadores de hoy en día), mientras que para otros se trató de la única medida posible en los momentos por los que transitaba la Monar-quía. Así lo aseguraba, entre otros muchos, el jesuita Juan de Mariana en su tratado sobre la moneda, donde pedía al mo-narca que se evitasen empresas militares inútiles, aconsejándo-le en particular que procediese a cortar “los miembros encar-cerados y que no se pueden curar”, en referencia explícita a los Países Bajos, alabando la decisión de Felipe II en 1598 de ceder la soberanía de los Países Bajos a los archiduques, sobre la cual añadía que había sido una pena que tal cesión no se hubiera producido an-tes...33. Sabemos también que una de las medidas tomadas por el régimen para acallar las posibles críticas a la firma de la tregua con Holanda fue la de-cisión de expulsar a los moris-cos de Castilla y Aragón, una “empresa” que habría de durar de 1609 y 1614 y que acaba-ría con la salida de al menos 300.000 almas. Es triste reco-nocer que el único “proyecto” que a Lerma se le ocurrió para

cauterizar la vergüenza de la Tregua no fuera otro que pro-ceder a esta sangría34.

La situación en general se complicó todavía más en los años subsiguientes, y si algo se puede asegurar es que el tiem-po de la publicación de la se-gunda parte de El Quijote era todavía más complicado que el de los comienzos del siglo xvii. Es cierto que con su muerte en 1616 Cervantes ya no pu-do experimentar la continua profundización de la crisis, la creciente pérdida de la ilusión ante lo que parecían problemas irresolubles. Él, soldado en Le-panto, que “por querer del cie-lo” reconocía haber nacido en ésta “nuestra edad de hierro”, no podría haber etiquetado de otra guisa el tiempo que le había tocado vivir. No faltará razón a quien lea El Quijote como una “novela de desenga-ño”, del descubrimiento de un mundo real imposible de ajus-tar con los sueños del hidalgo, y que, en el fondo, no hace si-no contar la historia del declive de España35. Si algo revelan las innumerables y divergentes lecturas del texto cervantino a lo largo de cuatro siglos es que cada momento lo hace desde su presente36. Nuestra lectura aquí no escapa a esta disyunti-va. Si insistimos en el peso de la historia en la novela, es, sin duda, porque ese peso, nunca ausente, se ha hecho sentir de forma devastadora en nuestro momento, como tal vez lo hi-ciera en la España del Quijote. A pesar de los 400 años que nos separan de ese pasado, no pensamos que sea demasiado audaz sugerir que afrontamos ansiedades y crisis no tan di-ferentes de las que Cervantes vivía en 1605: razón imperial (imperio ahora regido por cor-

poraciones y no monarquías), guerra injusta, conflictos reli-giosos, bancarrotas financieras, intolerancias, inquisiciones, pi-ratería, torturas, etcétera.

La revisión más somera de la biografía de Cervantes –la historia de una vida a la vez típica y extraordinaria– sugie-re que vivió estas crisis y es-tos desengaños como en carne propia. A través de las páginas del Quijote, Cervantes relata tanto la historia como la con-tra-historia de su España. En tanto que la España de Feli-pe II y Felipe III, la que le tocó vivir a Miguel de Cervantes, era –o pretendía ser– un terri-torio de ortodoxias y cerrazón, la España de Don Quijote es, por el contrario, territorio de la duda, espacio de contra-dicciones. Éste es también uno de los atributos de la novela, que ofrece, a veces pese a las in-tenciones mismas de su autor, el revés contrahecho, la contra-cara impresentable que mancha y empaña el lustre apologético de la historia sancionada. Si bien “Santiago y cierra España” es el grito de guerra de aquella España oficial y heroica, tal vez el Quijote nos sirva para abrir esa España y para trazar el ma-pa de ese territorio de dudas, de esa España abierta y hete-rodoxa, que recorrieron de for-ma inolvidable Sancho y Don Quijote. ■

Antonio Feros es profesor de Histo-ria Moderna de Europa en la Universi-dad de Pennsylvania (Filadelfia). Autor de El Duque de Lerma. Realeza y favo-ritismo en la España de Felipe III.

Juan E. Gelabert es catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Cantabria (Santander). Autor de La bolsa del rey, 1598-1648 y Castilla convulsa, 1631-1652.

33 Juan de Mariana, De Monetae Mutatione, en Obras del Padre Juan de Mariana, ed. F. Pi y Margall, 2 vols., Madrid, 1950; II, pág. 593.

34 Sobre los moriscos y su expul-sión, y en general sobre la sociedad es-pañola en tiempos de Cervantes, véase el capítulo de Bernard Vincent.

35 Quint, Cervantes, pág. xii.36 Los dos párrafos que siguen

son una adaptación de parte del capí-tulo de Georgina Dopico Black.

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E N S A Y O

EL TENEBROSO LABERINTO DE LAS IDENTIDADES

ISRAEL JOSÉ PÉREZ CALLEJA

Amin MaaloufIdentidades asesinasAlianza Editorial, Madrid, 1999

“Para quien es capaz de refl exionar, todos somos extranjeros, judíos errantes, todos venimos de no se sabe dónde y vamos hacia lo desconocido (¿hacia los desconocidos?), todos nos debemos mutuamente deber de hos-pedaje en nuestro breve tránsito por este mundo común a todos, nuestra única verdadera ‘patria”.

Fernando Savater.Las preguntas de la vida, 1999.

El concepto de identidadAmin Maalouf es un prolífi co autor libanés verdaderamente comprometido con algunas de las cuestiones socio-políticas y morales más preocupantes de la actualidad, algunas de las cuales denuncia por su carác-ter eminentemente intolerante y peligroso mediante un análi-sis apasionado y crítico, apos-tando por la convivencia pací-fi ca de valores de diferente procedencia comunitaria. Así, su obra Identidades asesinas su-pone un esfuerzo decidido y realista por identifi car y com-prender las causas por las que a lo largo de la historia de la humanidad la afi rmación de unos valores o creencias ha sig-nifi cado la negación sistemáti-ca de otras. A través de una pormenorizada exploración crítica del problema de las identidades culturales, Maa-louf desmenuza las diferentes y erróneas concepciones y pro-piedades que le han sido atri-buidas al concepto de identi-dad, cuyas funestas consecuen-cias –surgidas al calor de su creciente protagonismo– de-

ben ser reconducidas o erradi-cadas en su caso para crear un nuevo escenario más humana-mente provechoso, donde el genocidio y la barbarie en nombre de una religión, etnia o lengua, no tengan cabida.

De este modo, el presente trabajo se elaborará partiendo de una breve recensión en la que incluiré aquellas ideas ex-puestas en la obra de Maalouf que, a mi juicio, deben ser re-saltadas por su importancia y trascendencia para después, a raíz de cada refl exión, estable-cer una opinión. Hay que in-dicar que durante este trabajo se ha seguido un guión inde-pendiente del orden estableci-do en su análisis por el autor, de tal manera que pudiera ha-ber omitido, por seguir un cri-terio equivocado, algunas ideas básicas o haber perfi lado un orden secuencial de claves desor denado e incoherente. En cualquier caso, y asumiendo el

riesgo, he considerado necesa-rio establecer de manera prio-ritaria una serie de refl exiones acerca del signifi cado del tér-mino identidad por haberse convertido el mismo en una incógnita tan desconocida co-mo mal interpretada, para des-pués atender sucesivamente a otra serie de cuestiones siem-pre colaterales a la anunciada.

Identidades asesinas consti-tuye, en buena parte de sus lí-neas, una denuncia vigorosa del generalizado error implan-tado en nuestro discurso a la hora de abordar cualquier de-bate o problemática acerca de la identidad. No sólo los neó-fi tos en el estudio de este con-trovertido término (y lo que el mismo genera a su alrededor) abundan y reinciden en la idea equivocada de vincular el con-cepto de identidad a una per-tenencia única que no sólo condiciona sino que determi-na de manera innata e incorre-

gible el pasado, presente y fu-turo de una comunidad de manera unívoca, jerárquica, pura y absoluta. Para ser más concisos y prácticos podemos sumergirnos, a modo de intré-pidos observadores, por las ca-lles de una gran ciudad espa-ñola y escuchar por doquier afi rmaciones taxativas como “soy alemán”, “soy español”, “soy colombiano” o “soy ára-be” con una seguridad y un sentimiento de pertenencia di-ferencial tan arraigado y pe li grosamente asumido como el sentimiento de no pertenen-cia de esas mismas personas a otras identidades o comunida-des culturales, ajenas a nuestros valores del ayer y del mañana.

Comenzando por esta de-fectuosa defi nición del con-cepto de identidad podemos hilar con no demasiado atrevi-miento para llegar a la conclu-sión de que este concepto compartimentado, hermético y purista de la identidad pro-duce un lenguaje nocivo en el que predomina el antagonis-mo violento y sesgado del no-sotros frente al ellos. Esta segu-ridad insultante es el germen que ha abanderado confl ictos bélicos y desastres étnicos en nombre de la identidad y de sus elementos constituyentes más comprometidos. Por lo tanto, en consonancia con lo expuesto por Maalouf, con-vendría urgentemente rees-tructurar y dotar de su verda-dero signifi cado al concepto de identidad y, por ende, neu-tralizar esa variante de identi-dad tan nociva y caduca cuya esencia supone la negación o asfi xia de otras muchas. De este modo, el tipo de identi-

Amin Maalouf

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EL TENEBROSO LABERINTO DE LAS IDENTIDADES

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dad más recomendable y sin-cero es aquel que asume sin reticencias y espurios prejui-cios las múltiples pertenencias que todos los seres humanos poseemos y poseeremos en un futuro. Estas pertenencias múltiples a las que aludo se-rán, como comprobaremos a continuación, tan numerosas como irrepetibles en otras per-sonas. Resulta muy interesan-te, llegados a este punto de la refl exión, no obviar, como ha-bitualmente se viene hacien-do, la perspectiva de futuro cuando se aborda la cuestión de la identidad; ya que el con-cepto tribal y simplista de la misma, aquella que se estable-ce alrededor de una semilla de única procedencia y de in-variable desarrollo y destino, comete un error sibilino al ha-blar de pertenencias con na-turales debido a que los ele mentos que componen la identidad, no son innatos en su ampulosa mayoría, sino que van fermentando en las personas con el paso del tiem-po y el devenir de las condi-ciones contextuales del mo-mento. Las palabras a conti-nuación citadas son un ejemplo práctico y personal de esta refl exión mitad deseo, mitad anhelo.

Con una ascendencia tan hetero-génea como la mía, los partidarios de las “raíces” y las “identidades” bien perfi ladas lo tienen difícil para reclu-tarme. Estoy seguro que cada cual proviene de la intersección azarosa e injustifi cable de otras biografías indi-viduales, no del macizo de la historia ni de la entraña popular del terruño. Creo que el mestizaje y el desarraigo, lejos de ser lamentables perturbacio-nes a remediar, constituyen perspec-tivas privilegiadas para comprender la condición humana. No tengo raíces asentadas en una nación, sino que sólo puedo reclamarme de semillas volanderas barajadas por los artifi cios administrativos de un Estado pluri-nacional y transcontinental –lo que llamamos España– que ha potencia-do amalgamas y favorecido híbridos, a menudo a pesar de sus administra-dores más unanimistas. Y veo hoy con lógica simpatía a los inmigrantes marroquíes, polacos o subsaharianos que harán cada vez más imposible la España castiza, libre de contagios

exóticos. Ningún Estado es del todo puramente nacional, por mucho que lo pretendan los nostálgicos de ideo-logías decimonónicas1.

Estas líneas biográfi cas bri-llantemente construidas por Fernando Savater, y que bien pudieran llevar el marchamo de Maalouf por su condición de hombre a caballo entre Oriente y Occidente, nos sir-ven como postura introducto-ria para referirnos a la identi-dad como un elemento con-formado por una serie de componentes tan recurrentes como la lengua, el color de la piel, la nacionalidad, la clase social, la religión, etcétera, cu-ya falsa jerarquización y orden inmutable conviene rebatir y analizar de manera crítica, ya que los citados aspectos sobre-salen en la cúspide de la iden-tidad como pertenencia única de acuerdo a la coyuntura tem-poral e ideológica imperante en cada momento. De tal mo-do que esos elementos relacio-nados comúnmente con la pu-reza y la universalidad ni son puros ni son universales, ya que el mestizaje y la multicul-turalidad son hilos que han entremezclado afortunada-mente a los seres humanos, incluidas sus creencias y valo-res más considerados desde tiempo inmemorial de una manera más aparente de la que se quiere presentar. En cuanto a la preconizada universalidad de componentes tales como la raza, la lengua o algún otro más, hay que indicar que de-terminada clase social o carac-terística racial, por citar algún ejemplo paradigmático, no su-ponen de ningún modo lo mismo en unos lugares que en otros.

La identidad excluyente frente a la identidad multicultural

Los defensores y amantes de ese concepto viciado de identi-dad tribal y caduca (identidad

excluyente) denunciado en el texto citado de Savater y con-trarrestado ampliamente a lo largo de los sucesivos capítulos de Identidades asesinas, ven en esa moderna concepción de identidad propuesta (identida-d multicultural) y en sus cuali-dades de complejidad, globalidad, apertura y multi-plicidad de pertenencias una amenaza creciente que pone en entredicho de manera in-sultante ese proyecto irreversi-ble del “nosotros” como pureza de una comunidad en un sen-tido romántico, sin reparar en dos consideraciones verdade-ramente interesantes señaladas por Maalouf:

1. El aumento de pertenencias y la multiplicidad de las mis-mas nos reporta una riqueza considerable que tiene efectos benefi ciosos en varios aparta-dos de nuestra existencia como la ética, la política, la religión, la lengua, el conocimiento, etcétera. Uno asiste perplejo ante la vanidad identitaria de individuos que se vanaglorian de utilizar en su actividad diaria una sola lengua como ve hícu lo de comunicación, perdiendo la oportunidad de adquirir conocimientos lin-güísticos de otras procedencias y, lo que es más preocupante, por tanto, limitando su área de conocimiento por un lado y estrechando innecesariamente sus posibilidades de comuni-cación y entendimiento con sus semejantes.

2. El segundo gran aspecto y quizá más importante que el anterior lo constituye el hecho de que ese mestizaje ideológi-co, cultural y moral nos estre-cha, nos une en épocas de des-unión galopante, nos empa-renta tangencialmente con buena parte de la humanidad, nos familiariza con muchas comunidades con las que com-partimos de forma inconscien-te determinados valores.

Al contrario de lo que se pudiera deducir, tras lo an-

teriormente comentado y co-mo respuesta a aquellos adali-des de una identidad exclu-yente temerosa del contagio de la identidad multicultural, cuanto mayores son las conco-mitancias puntuales, más es-pecífi ca y menos compartida se revela nuestra identidad; es decir, se produce una paradoja terriblemente deseable y bella, ya que cuantas más cosas com-partimos y asimilamos con respecto a los demás, más di-ferentes somos entre nosotros mismos, más ricos en todos los sentidos, más personaliza-dos e individualizados y me-nos repetibles y clonables. En este sentido, cabe destacar la siguiente refl exión:

Los grupos humanos han ido in-fl uenciándose y educándose unos a otros; ninguno ha desarrollado la “pureza” de su esencia sin contagio con quienes les rodean. La numera-ción romana, por ejemplo, fue un rasgo enormemente característico de la identidad cultural latina pero sin duda la numeración árabe es mucho más efi caz y práctica: hubiera sido absurdo conservar la primera porque es “la nuestra” en lugar de adoptar la otra... ¡que por cierto hoy es tan “nuestra” ya como lo fue la primera y con evidentes mejores resultados!2.

La cita aquí trasladada del autor donostiarra Fernando Savater nos sirve para apunta-lar la teoría de Amin Maalouf, la cual cobra especial vigencia cuando la comprobamos en la más cotidiana de las realida-des; ya que se puede contrastar fehacientemente que ningún árabe es igual entre sí, ni nin-gún francófono, ni tampoco dos personas de raza blanca. Es más, resultaría enormemen-te provechoso comprobar la existencia de múltiples casos (tantos como personas) que comparten más pertenencias identitarias con presumibles integrantes de otra comunidad considerada ajena a la suya que con los de la propia.

Desgraciadamente, la con-cepción de identidad propues-

1 Savater, F., Mira por dónde. Auto-biografía razonada, Madrid, Taurus, 2003, págs. 25-26.

2 Savater, F., Política para Amador, Barcelona, Ariel, 2003, pág. 117.

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ta por Maalouf, pese a reclutar en sus fi las un número de adeptos en franca progresión, ha obtenido siempre un balan-ce negativo respecto a la ope-ratividad ventajista e interesa-da del concepto de identidad vinculado a la pureza y a la única pertenencia; hasta el punto de que no resultaría no-vedoso relatar múltiples gue-rras y campañas genocidas que han emanado del manantial envenenado de la identidad. Estas desastrosas consecuen-cias nacen, como ya he expues-to de la mano de Maalouf, de la construcción y postrer afi an-zamiento de un concepto de identidad anquilosado que si-túa a una comunidad “pura” en sus orígenes e inmutable en sus cometidos futuros (noso-tros) frente a otra (ellos) que pretende, mediante su disimu-lada fusión, corromper la raíz inmune y única de la que sur-ge nuestra comunidad, hoy afortunadamente más amena-zada de contagio que ayer.

Y es que el concepto de identidad supone un manjar tan apetecible como obscena-mente cínico, ya que la fácil instrumentalización de al-gunos de sus más populares componentes por las esferas de poder puede provocar que co-munidades que han sido hu milladas en aras de preser-var indemne la identidad de otras comunidades se aferren a la misma para luego saciar su sed de venganza bajo los mis-mos parámetros belicistas con los que fueron ellas masacradas con anterioridad. En este caso, cobra especial relevancia el pa-pel que desempeñan los mass-media, que legitima en dema-siadas ocasiones esa impúdica inversión operativa, etiquetan-do de víctimas y de verdugos a comunidades que han pasado y siguen haciéndolo bajo su cómplice mirada por ambos estados antagónicos e indesea-bles. Maalouf, lo asevera con estas palabras:

Y cuando nuestra mirada –la de los observadores externos– entra en

ese juego perverso, cuando asignamos a una comunidad el papel de cordero y a otra el de lobo, lo que estamos haciendo, aun sin saberlo, es conce-der por anticipado la impunidad a los crímenes de una de las partes. En confl ictos recientes hemos llegado a ver cómo algunas facciones cometían atrocidades contra su propia pobla-ción porque sabían que la opinión internacional acusaría espontánea-mente a sus adversarios3.

Parece meridianamente cla-ro que aquel individuo que opta por la identidad como una amalgama de pertenencias modifi cables y éticamente en-riquecedoras puede y debe ser-vir de enlace en comunidades gravemente enfrentadas y em-pecinadas en la institucionali-zación defi nitiva de un modelo de individuo bien diferente al demandado. Por lo tanto, en esas comunidades donde la identidad es enfocada desde una perspectiva unívoca y ex-cluyente, hasta el punto de morir y matar por ella (de ahí lo de identidades asesinas), de-ben intervenir activamente personas que ejemplifi quen con su conducta este tipo de identidad constructiva y co-operante, respetuosa y toleran-

te con la similitud y, sobre to-do, con la diferencia. El obs-tácu lo más difi cultoso que se erige en el camino hacia la consecución de esta multicul-turalidad y mestizaje de valo-res es el a menudo insalvable escenario de confrontación que surge en países donde con-fl uyen oriundos e inmigrantes poco proclives a la coexistencia pacífi ca. Lejos de generalizarse un estado de equilibrio, la ac-tualidad en este sentido está presidida por una dicotomía perniciosa donde el país de acogida o marco de encuentro es concebido por el inmigrante como una página en blanco en la que él debe escribir desde ya mismo a su manera; y por el oriundo, como una página cu-yo último renglón ya está con-cluido.

La implantación de este ti-po de identidad moderna re-pleta de valores éticos y de convivencia por la que suspi-ran Maalouf y muchos más merece un escenario de en-cuentro o una página en con-tinua elaboración, por seguir con la metáfora iniciada; es decir, se debe reemplazar ese escenario de confrontación y de desencuentro por un marco de reciprocidad donde todos se sientan reconocidos de al-guna manera, independiente-mente del tiempo de estancia en el lugar. La difi cultad de es-te anhelo pretendido parece cada vez más utópico si uno atiende con frecuencia a las in-formaciones que aparecen al respecto de la cuestión; ya que lejos de implantarse la dinámica planteada son mu-cho más numerosos los cho-ques y confl ictos producidos por desencuentros entre co-munidades “diferentes”, que lo único que provocan es que to-dos los agentes que interactúan en el espacio referido se sien-tan extraños y amenazados por el “otro”, además de ser in-conscientemente inducidos a mostrar de forma abierta y or-gullosa símbolos de diferencia que no permiten avanzar a la comunidad sino detenerla sú-

bitamente en confusiones y confl ictos estériles de benefi cio nulo tanto para la colectividad como para el individuo. La si-guiente refl exión del profesor Espinosa abunda en la necesi-dad urgente de primar lo co-mún:

Lo importante de esta visión es que, al resaltar los elementos comu-nes que cruzan de unas culturas a otras, muestran los caminos que van de unas a otras, posibilitando así la comunicación y el diálogo entre ellas. Hasta ahora las ciencias sociales han enfatizado las diferencias entre las culturas, pero quizá ahora es el mo-mento de estudiar mucho más lo co-mún a ellas, sus hilos y fi bras comu-nes. Esta actitud posibilitaría el diálo-go y el enriquecimiento mutuo4.

Los ingredientes venenosos de la identidad: la religión como ejemplo paradigmático

Una vez despejado el nublado horizonte de la identidad y sus posibles interpretaciones hay que dispensar merecida aten-ción a algunos de los compo-nentes de eso que hemos veni-do a llamar identidad, los cua-les han ocasionado por su vigencia y trascendencia histó-rica, consecuencias de todo tipo, amén de engrandecer to-davía más si cabe esa aureola peligrosa que envuelve al con-cepto de identidad. Me voy a referir, tal y como ha hecho Maalouf en su obra Identida-des asesinas, a las diferentes doctrinas religiosas como uno de los ingredientes y pertenen-cias de la identidad que tradi-cionalmente ha venido gene-rando confl ictos tan cualita-tivos como cuantitativos siempre de una manera ininte-rrumpida.

La persona que lea las si-guientes líneas me puede acu-sar tanto a mí, como intérpre-te independiente de unas ideas, como al autor libanés,

3 Maalouf, A., Identidades asesinas, Madrid, Alianza Editorial, 1999, págs. 46-47.

4 Espinosa Antón, F. J., El reconoci-miento político de la identidad cultural (o del tejido multicultural) nacional, pág. 22, en Hernández, A. y Espinosa, J., Nacionalismo. Pasado, presente y futuro, Cuenca, Ediciones de la UCLM, 2000.

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EL TENEBROSO LABERINTO DE LAS IDENTIDADES

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como original foco emisor de las mismas, de ser unos ateos irreductibles y terminales. Nada más lejos de la realidad, ya que Amin Maalouf y quien escribe coincidimos en un cristianismo, si no practican-te, sí comprometidamente pa-sivo. De este modo, no se me puede tachar de agnóstico pervertido al coincidir plena-mente con Maalouf en su teo-ría del equilibrio a la hora de ponderar aciertos y desacier-tos de las diferentes comuni-dades religiosas, a las que, si bien hay que reconocerles en la mayoría de los casos su afán encomiable por divulgar valo-res humanos aunque sea des-de una perspectiva eminente-mente teórica, también se les puede apuntar en su debe particular la complacencia in-teresada y demostrada con determinados ejercicios y prácticas amorales. Precisa-mente en la hora en que nues-tras sociedades tratan de con-solidar un pluralismo cívico basado en transmitir ofi cial-mente el marco común de va-lores establecidos, dentro del cual uno puede practicar sus creencias o desarrollar su espi-ritualidad laica, no debemos olvidar que el culto religioso que con mayor frecuencia ha colisionado con los intentos de democratizar este país y menos ha respetado histórica-mente a los disidentes ha sido el cristianismo. De este mo-do, partiendo de esta idea de equilibrio a la hora de valorar el papel desempeñado por las doctrinas religiosas, el autor restringe o extrapola dicha teoría a dos de las enseñanzas y credos religiosos más vene-rados, estableciendo un acer-tadísimo esquema valorativo del funcionamiento de ambas, que se ha visto invertido con el transcurso de los siglos y los escenarios coyunturales de índole política y económica, tal y como veremos a conti-nuación.

Maalouf rebate con gran habilidad no exenta de justifi -caciones documentadas esa

vinculación errónea y gratuita que anida en la conciencia de buena parte de la sociedad oc-cidental y que establece una repulsión sistemática al isla-mismo por su aparente disfraz terrorista, al parecer inherente a dicha doctrina religiosa. Na-da más lejos de la realidad en palabras de Amin Maalouf:

Desde sus primeros pasos, el islam estaba abierto, sin barreras, a los ira-níes, a los turcos, a los indios, a los bereberes; imprudentemente, según algunos, pues los árabes se vieron des-bordados y perdieron enseguida el poder en el seno del imperio que ellos habían conquistado. Tal era el precio de la universalidad que preconizaba el islam5.

Junto a esta aseveración, Maalouf expone a lo largo de su obra un buen número de episodios históricos relevantes que le conducen a la afi rma-ción concluyente de que el is-lamismo ha estado durante mucho más tiempo que el cris-tianismo bajo postulados de-mocráticos éticamente prove-chosos e incomparables en origen a los de un cristianismo que, sólo al rebufo de la evolu-ción político-económica de su sociedad, consiguió mejorar y evolucionar su doctrina reli-giosa; mientras que el islamis-mo, en un proceso cronológico paralelo al descrito, fue per-diendo como consecuencia del galopante empobrecimiento político, económico y social de su comunidad civil esos ci-mientos morales y universales tan envidiables como admira-dos. A su vez, parece induda-ble que el sojuzgamiento de lo político por lo religioso-cleri-cal en los países islamistas ha frenado de manera bastante contundente su desarrollo eco-nómico-social y democrático. Por tanto, una desgracia les ha conducido irremisiblemente a otra no se sabe si peor.

El proceso de inversión an-teriormente aludido se produ-jo, primero, porque la sociedad fue y es capaz de readaptar las

doctrinas religiosas a su imagen y semejanza (volvemos a en-contrarnos con un nuevo dato sumativo que alimenta nuestro convencimiento y compromiso con la idea de que las perte-nencias y componentes de la identidad no son inmutables sino que se van adquiriendo y modelando como el alfarero juega con su arcilla); y, segun-do, porque esa modernización impulsada por condiciones económicas favorables tuvo únicamente el sello prepotente

y acaparador de Occidente, que no dejó más alternativa a la sociedad islámica que la de obedecer ciegamente y perder su identidad de manera abso-luta o bien aislarse de manera defi nitiva, como así ocurrió en la mayor parte de los casos, de cualquier síntoma de evolución en los diferentes apartados en los que un ser humano o una sociedad pueden prosperar. El investigador arabista Peter Marsden es elocuente al res-pecto con la siguiente re-fl exión:

Algunos han propuesto que el is-lam tratara de incorporar lo que se consideraba que era lo mejor de la sociedad occidental pero conservan-do a la vez aquellos de sus aspectos superiores a lo que Occidente podría ofrecer. Otros han creído que el islam

debería modernizarse y adaptarse a las nuevas circunstancias con las que se encuentra, con el fi n de fortalecer su posición con respecto a Occidente. Y aun otros han rechazado cualquier tipo de adaptación a los valores occi-dentales y han tratado de retornar a los elementos clave del islam, elimi-nando al mismo tiempo todos los vestigios de infl uencia occidental. Es-tos movimientos han tendido a retra-tar a Occidente de una manera este-reotipada, similar a la utilizada en Occidente para referirse al mundo islámico6.

Algunos analistas vienen apuntando en este sentido des-de hace ya algún tiempo una teoría que vendría a esclarecer, de una vez por todas, los ocul-tos argumentos y verdaderas razones que subyacen a esta in-misericorde actitud occidental para con el mundo islámico. Estas visiones críticas, cada vez menos defenestradas por la opi-nión pública y la colectividad anónima, señalan sin mira-mientos hacia el poder occiden-tal, cuya vanguardia incuestio-nable está copada por los Estados Unidos de América co-mo foco emisor de un intento perseverado por frustrar la crea-ción de un Estado supranacio-nal o de una gran entidad paná-rabe no fundamentalista y ali-ñada con grandes gotas de laicismo al estilo del mandata-rio egipcio Násser que aglutina-ra a una serie de potencias ára-bes; lo que provocaría, debido a la enorme potencialidad de al-gunos de sus hipotéticos inte-grantes, una amenaza conside-rable para el mantenimiento del actual y viciado orden econó-mico mundial. Es decir, a Esta-dos Unidos, desde su posición dominante, y al resto de la je-rarquía occidental les interesa, por un lado, la perpetuación vi-talicia y la radicalización paula-tina del fundamentalismo islá-mico, lo que desbarata el viejo sueño de Násser o cualquier es-bozo de proyecto nacionalista a gran escala que pudiera germinar en las regiones árabes; y, por otro lado, también les interesa subra-

5 Maalouf, A., o. cit., pág. 78.

6 Marsden, P., Los talibanes. Gue-rra y religión en Afganistán, Barcelona, Random, 2002, pág. 103.

CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº 148

ISRAEL JOSÉ PÉREZ CALLEJA

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yar la triste imagen del kamikaze dispuesto a inmolarse abrazado al Corán para mantener conjun-tamente el clima de terror vigen-te y contribuir con su difusión mediática a estrechar las miras de los ciudadanos occidentales para además infl amar, todavía más si cabe, ese sentimiento radicaliza-do de lo antioccidental y an-tiamericano de la sociedad islá-mica, que entretanto no podrá pergeñar, por su desunión y con-tinuos confl ictos religiosos, gran-des proyectos de unión transna-cional árabe con los que amena-zar el poder hegemónico occidental en el panorama eco-nómico-social a gran escala.

Esta situación resulta verdade-ramente apocalíptica, ya que es de dominio público que Occi-dente en ningún caso contempló la asimilación constructiva de una serie de valores que la socie-dad islámica explotó y difundió históricamente con acierto y hu-mildad, como la convivencia o la reciprocidad de esfuerzos. Por otro lado, la comunidad islámica se negó también, por su parte, a urdir un marco de encuentro plenamente occidental en el que la totalidad de sus valores no en-contraban ni el respeto merecido ni la admiración que les corres-pondía.

Resultaría obvio imaginar que estas posturas a priori irreconci-liables no facilitaban en ningún caso el intercambio de riquezas y la reciprocidad activa que allana-se el sendero del mutuo disfrute del superávit político, moral, cul-tural y económico con el que cada sociedad contara. Por ello, tal y como arguye Maalouf, algu-nas veces, en momentos de re-fl exión escéptica y pesimista, nos autoformulamos cuestiones de difícil solución:

Sí, en cada paso que dan en la vida chocan con una decepción, una desilu-sión, una humillación. ¿Cómo no van a tener la personalidad magullada? ¿Cómo no van a sentir que su identidad está amenazada? ¿Cómo no van a tener la sensación de que viven en un mundo que les pertenece a los otros, que obede-

ce a unas normas dictadas por los otros, un mundo en el que ellos tienen algo de huérfanos, de extranjeros, de intrusos, de parias? ¿Cómo evitar que algunos tengan la impresión de que lo han per-dido todo, de que ya no tienen nada que perder, y lleguen a desear, al modo de Sansón, que el edifi cio se derrumbe, ¡oh, Señor!, sobre ellos y sus enemigos7.

La religión junto a otras per-tenencias como la lengua o la raza son ese tipo de reclamos que por su trascendencia social han sido objeto de deseo e instru-mentalizados continuamente du-rante el último siglo por aquellos que apuestan por el concepto tri-bal y hermético de identidad; ya que en una sociedad donde la evolución tecnológica es cons-tante y la globalización es irremi-sible, muchos han optado por afi rmar su diferencia cuando la misma se manifi esta de manera pacífi ca, sin buscarla hasta el has-tío infl amando su vena religiosa. Es decir, se ha provocado que la necesidad creciente y equivocada de identidad como sinónimo de diferencia haya sido satisfecha con un desmesurado fanatismo religioso, estrechando de manera paupérrima el verdadero concep-to de identidad hasta límites tan insospechados como primarios; bastante alejados, por cierto, de la aldea global.

Hacia una identidad universalista en permanente construcción.

Si bien entendemos, al igual que Maalouf, la identidad como la convivencia pacífi ca de nuestras pertenencias que se entremezclan en un escenario de reciprocidad tolerante y respe tuosa como es la comunidad humana, hay que su-brayar que este deseo no implica de ninguna manera la erradica-ción de las particularidades y de los localismos existentes, ya que hay dos opciones bien defi nidas: la de la universalidad, donde con-vergen lo común y lo diferente, mientras que la segunda opción es algo más espinosa y no es otra que la de la uniformidad. Este segundo camino aglutina a viajeros que terminan haciendo lo mismo y sucumbiendo a la hegemonía po-lítica y económica de las grandes potencias dominantes. Pero hay

un espacio intermedio de recipro-cidad, de mestizaje ideológico-moral, de intercambio cultural en el que todos aportan y todos se benefi cian y en el que la totalidad es necesaria y reconocida. Así, po-demos plantear de nuevo un vi-brante decorado paradójico en el que la mundialización de la cultu-ra, la multiculturalidad o el mesti-zaje social pueden, por un lado, incentivar aquellas prácticas delez-nables, a las que acuden frecuen-temente los adalides de la identi-dad excluyente y retrógrada; pero, a la vez, la misma globalización cultural y ética también puede desactivar esos comportamientos nocivos ya que, como he indicado con anterioridad, no es lo mismo la globalización en un sentido de universalidad que en un sentido de uniformidad. Una opción u otra van a depender, sobre todo, de cuáles son los aspectos y ele-mentos que se están dispuestos a difundir en la globa lización.

Convendría, a raíz de lo co-mentado anteriormente, realizar un análisis comparativo, íntima-mente relacionado con la actua-lidad, en el que sondeásemos con brevedad cuáles son los grandes modelos de identidad que ope-ran en nuestra sociedad actual. Hemos estudiado en profundi-dad el tipo de identidad exclu-yente y hermético que se aferra a la pertenencia única y a la dife-rencia mal entendida como pro-yecto intolerante e inmodifi cable de sociedad; pero al desmenuzar el otro modelo de identidad que aspira a una sociedad multicultu-ral y mestiza de valores, no debe-mos pasar por alto que bajo esta propaganda optimista, y parale-lamente al todavía hoy precoz desarrollo de este modelo de identidad múltiple, convive otro subgénero de identidad que, si bien se disfraza con prendas re-cubiertas de buenas intenciones y remates delicadamente éticos, sólo responde, desde el respaldo dispensado por el liberalismo económico, a un interés lucrativo bastante alejado de la mundiali-zación de la cultura propugnada. Bajo falsos pretextos multicultu-rales, este tipo de globalización está más pendiente del mercado

y de la economía que del mesti-zaje de los valores éticos de las personas, aunque los protagonis-tas de esta discutible globalización doten a la misma, con gestos ca-da vez más superfi ciales, de una aureola de preocupación falsa por los valores universales y por las peculiaridades benefi ciosas del conjunto de la humanidad.

Como consecuencia de lo hasta aquí analizado, se trata, pues, de cooperar en la medida de lo posible en la instauración de un escenario global en el que el dominador y el dominado, si desgraciadamente los sigue ha-biendo, se sientan reconocidos y valorados; es decir, se debe avan-zar sin interferencias hacia la consolidación de una plena iden-tidad global y universalista para desprendernos de manera defi ni-tiva de ese hálito pestilente a identidad unívoca y tribal que durante tanto tiempo ha impedi-do, y hoy lo sigue haciendo, la realización de una refl exión co-lectiva y serena dirigida a dotar de un signifi cado moral y huma-no a ese animalito fi ero y voraz a la vez que es y puede ser la iden-tidad. La solución, cada vez me-nos utópica e idealista, rebosa de sentido común, coherencia y buenas intenciones ya que en las jóvenes generaciones anidan grandes dosis de deseo de actuar de la mano de la responsabilidad conforme a un comportamiento verdaderamente implicado en esa mundialización de la comunidad en la que los compatriotas son todos los seres humanos y las di-ferencias y semejanzas son mo-tivo de enriquecimiento y no de división y empobrecimiento físico y moral. ■

Israel José Pérez Calleja es licen-ciado en Humanidades y becario de investigación de la Universidad de Castilla-La Mancha.7 Maalouf, A., o. cit., pág. 91.

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ay artículos que, bajo la apariencia superfi cial de una propuesta de diálo-

go, en realidad propinan una apenas disimulada bofetada al posible interlocutor, y con ello clausuran el posible espacio de diálogo. Así el de Fernando Peregrín Gutiérrez (‘El pensa-miento ecológico: ciencia ética y mitología’) en Claves de Razón Práctica, núm. 145, de septiembre de 2004.

El procedimiento de Pe re-grín no es nuevo (pero sí har-to inadecuado para el debate intelectual serio): simplifi car y exagerar para reducir al absur-do. Ello le conduce a menudo a una tergiversación completa de las ideas que está intentan-do criticar. Así, suponer que ecocentrismo y biocentrismo son la misma cosa –cuando se trata de dos nociones que numerosos autores han dis-tinguido cuidadosamente–, y que esa cosa se reduce al pos-tulado según el cual “todo se debe supeditar –incluyendo la especie humana, su bienes-tar y hasta su supervivencia– a una rígida axiología y a una imprecisa teleología de la bio-sfera” hace dudar sobre si el autor carece realmente de toda capacidad de matiz, o senci-llamente se propone ofender la inteligencia de los lectores y lectoras, y escamotearles de-bates complejos e importan-tes que duran ya varios dece-nios. Otro ejemplo: citar de segunda mano el aforismo del biólogo estadounidense Barry Commoner Nature knows better como si fuera una espe-cie de exabrupto panteísta ma-nifi esta por parte de Peregrín un absoluto desconocimiento

de uno de los autores centrales del pensamiento ecológico del siglo xx –que por añadidura es seguramente más raciona-lista, materialista y científi co de lo que su debelador llegará nunca a ser–. Y así sucesiva-mente...

En efecto, el crítico musi-cal Fernando Peregrín toca de oídas, en lo que a pensamiento ecológico se refi ere. Resumir la vasta refl exión ética de Peter Singer sobre nuestra relación con los animales no huma-nos diciendo que “se centra en derechos legales” hace sos-pechar que no ha leído una sola página del autor australia-no. Cuando se nos alecciona paternalmente acerca de que la falacia naturalista “es parte muy importante de la retórica ecologista y de los verdes, que insisten en que todo lo natu-ral es intrínsecamente bueno”, uno se pregunta a cuántos ecologistas habrá visto en su vida el señor Peregrín, aparte de en las series de televisión (recuerdo también una pelícu-la española en la que Miguel Bosé interpretaba a un acti-vista ajustado al estereotipo de Peregrín). Cuando se decreta campanudamente que “el eco-feminismo culpa al patriarca-do y al antropocentrismo de todos los males de la biosfera y propone una ética feminis-ta para la ecología, basada en la idea de la naturaleza como diosa femenina que nos nutre, cuida y protege”, uno se pre-gunta si Peregrín lee algo más que las Selecciones del Reader’s Digest. Cuando se indica que los marxistas sólo comenzaron a interesarse por la ecología después de los éxitos políticos

de los partidos verdes, uno se pasma ante tanta ignorancia sobre nuestra historia político-social reciente...

Por lo demás, llama la atención que el ámbito de ideas y textos al que se refi e-re Fernando Peregrín sea ex-clusivamente estadounidense. Dado que Claves de Razón Práctica parece una revista cuyos lectores y lectoras no se encuentran todos concentra-dos en California, ¿de verdad no le parece al señor Peregrín oportuno medirse con pen-sadores de la talla de Manuel Sacristán o José Manuel Na-re do, que quizá tengan cosas más pertinentes que decirnos a nosotros que los ilustres pro-fesores de Los Ángeles o San Francisco? El desconocimien-to peregriniano de los debates concretos que están teniendo lugar aquí y ahora (léase: en la Unión Europea y en los últi-mos veinte años) se plasma en la ignorante displicencia con que despacha en pocas líneas la cuestión del “desarrollo sos-tenido” (sic): un hipotético votante marciano de George W. Bush no lo hubiera hecho mejor, incluso prescindiendo de consultar los noticiarios de Fox News.

Cuando la embestida ideo-lógica –no demasiado bien informada ni fundamentada, en mi opinión– se disfraza de discusión racional, no hay de-masiado lugar para el debate. Muchos ecologistas compar-ten –compartimos– supues-tos básicos del señor Peregrín en lo que a ontología, epis-temología o ética se refiere, pero ello importa poco en este caso. Le importa poco a él:

no trata de debatir racional y razonablemente sobre ética, epistemología u ontología, si-no de manifestar su extremo desagrado por los defensores y defensoras de una relación más sana entre las sociedades humanas y la biosfera (sólo repasar la adjetivación de su artículo, donde “estalinismo ecológico” y “delito de lesa humanidad” son casi expresio-nes suaves, resulta concluyente al respecto).

Racionalidad, cuántas ton-terías se cometen en tu nom-bre. Las revistas serias debe-rían escoger con más cuidado los textos que publican. ■

Jorge Riechmann es profesor titu-lar de Filosofía Moral, Universidad de Barcelona. Autor de Gente que no quiere viajar a Marte y Transgénicos: el haz y el envés.

O B J E C I O N E S Y C O M E N T A R I O S

ECOCENTRISMO Y BIOCENTRISMORéplica a Fernando Peregrín

JORGE REICHMANN

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CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Nº148


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