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Dominación sin hegemonía: una evaluación transdiciplinar de la decadencia hegemónica de
Estados Unidos y de la crisis estructural del capitalismo desde el análisis de sistemas-mundo
Juan Arellanes Arellanes
Universidad Anáhuac del Norte
Resumen: Con base en la estructura teórica desarrollada por el análisis de sistemas-mundo, se analiza el ciclo
hegemónico estadounidense en el marco de las tendencias seculares que han llevado al sistema-mundo moderno a
una situación de turbulencia (definida en términos físicos) antesala de un proceso de caos que lo extinguirá como
sistema histórico. Considerando el control energético como la base del poder material estadounidense en el sistema-
mundo, se analiza la construcción del «muro de los petrodólares» y su correlativo recurso a la emisión descontrolada
de moneda («señoreaje») como mecanismos centrales de un «aterrizaje suave» de su decadencia hegemónica que
ahora se enfrenta al dilema de una desarticulación geopolítica acelerada en Medio Oriente y Eurasia en general.
Finalmente, se distingue críticamente entre la crisis de la decadencia hegemónica estadounidense y la crisis
estructural del capitalismo como sistema histórico.
Abstract: Based on the theoretical framework developed by World-Systems analysis, the US hegemonic cycle is
analyzed in the context of secular trends that led to the Modern World-System to a state of turbulence (defined in
physical terms) threshold of a chaos process will extinguish it as historical system. Considering the energy control
as the American base material of power in the World-System, the construction of the "wall of petrodollars" and its
correlative use of uncontrolled emission of currency ("seigniorage") as central mechanisms of a "landing soft 'of its
hegemonic decline that now faces the dilemma of an accelerated geopolitical dislocation in the Middle East and
Eurasia in general. Finally, it is critically distinguish between the crisis of American hegemonic decline and the
structural crisis of capitalism as a historical system.
Posicionamientos teóricos
De acuerdo con el análisis de sistemas-mundo (adsm), la unidad de análisis adecuada de la
ciencia social es la totalidad social vigente, es decir, los sistemas históricos de los cuáles forman
parte las sociedades particulares (por ejemplo, los Estados). Existen dos tipos de sistemas
históricos: minisistemas y sistemas-mundo. Estos últimos han adoptado dos formas a lo largo de
la historia: imperios-mundo y economías-mundo (Wallerstein, 1974). El adsm asume que la
Arellanes, J. (2014, 9, 10 y 11 de septiembre). Dominación sin hegemonía: una evaluación transdiciplinar de la decadencia hegemónica de
Estados Unidos y de la crisis estructural del capitalismo desde el análisis de sistemas-mundo, pp. 209-267. Conferencia presentada en el
Congreso Internacional "El Cambio en la Configuración del Poder Internacional", Universidad Anáhuac México Norte.
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realidad social actual se manifiesta como Sistema-Mundo Moderno (modern world-system), una
economía-mundo capitalista que se originó en Europa en el s. XV y que desde el s. XIX abarca la
totalidad del planeta.
Antes del siglo XVI ha habido muchas economías-mundo en la historia de la humanidad […] pero […] eran
en esencia inestables. Entonces […] sucedió que, por primera vez, una economía-mundo ha podido
sobrevivir, y después incluso ha podido profundizar su desarrollo, para llegar a ser capaz de conquistar el
mundo entero. Una economía-mundo que haya logrado sobrevivir, tenía por necesidad que tomar la forma de
una economía-mundo capitalista. (Wallerstein, en Aguirre, 2003: 204-5).
El adsm es heredero de la expresión de F. Braudel: ―los acontecimientos son polvo‖. Ningún
acontecimiento particular, ni siquiera el más importante (la llegada de Colón a América, la batalla
de Waterloo, el derrumbe del Comunismo, el atentado del 11-S) tiene sentido en sí mismo. Es la
acumulación de «motas de polvo», lo que genera tendencias de longue durée, las cuales son las
verdaderas estructuras (duraderas, pero no eternas) que permiten dar sentido a la historia.
―Los acontecimientos son polvo no sólo porque sean efímeros, sino porque son polvo en nuestros
ojos‖ (Wallerstein, 1991: 153), lo que significa que la espectacularidad de ciertos
acontecimientos nos impide detectar las tendencias de larga duración. Y esas estructuras no sólo
han sido construidas por los acontecimientos pasados, sino que condicionan los acontecimientos
futuros. ―Si las estructuras no siguen siendo esencialmente las mismas, ¿en qué sentido estamos
hablando de un sistema?‖ (Wallerstein, 1999: 143)
Aunque «nada cambia jamás», «el cambio es eterno». Esta aparente paradoja sólo puede ser
resuelta si se distingue entre Sistema Histórico e Historia Total, entendida como la sucesión de
todos los sistemas históricos que potencialmente integran la historia de la humanidad. El cambio
social se produce de forma «determinista» al interior de un sistema histórico, y en forma de «libre
albedrío» durante la transición de un sistema histórico a otro. El «determinismo», lejos de ser una
mera imposición absoluta y abstracta, se refiere a los poderosos procesos internos que convierten
la lógica del sistema en una serie de estructuras institucionales autorreforzadas, dotadas de
movimiento propio, que «determinan» la trayectoria del sistema y del cambio social. Esta
«evolución determinista» se realiza a través de los ritmos cíclicos del sistema (Wallerstein, 1999).
Como todo sistema histórico, el Sistema-Mundo Moderno posee unas reglas de funcionamiento
que se expresan a través de ritmos cíclicos manifestados como fluctuaciones que permiten al
sistema expandirse y retornar a una situación de equilibrio. Se trata de un equilibrio dinámico,
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por lo que el punto de retorno nunca es el mismo. Esto da lugar a las tendencias seculares,
aquellas características del sistema que se van aproximando a su asíntota (la recta límite de toda
curva en crecimiento). Aunque dichas características no alcancen el límite, al aproximarse
provocan que el sistema ya no se comporte «normalmente» (ver figura 1).
El problema central causado por las tendencias seculares es que elevan la estructura de costos de
producción, pese al incremento de la eficiencia y la productividad, lo que representa un problema
gigantesco en un sistema cuya lógica central es la acumulación de beneficios.
¿Qué ha hecho que el sistema se mueva tan lejos del equilibrio? En breve, lo que ocurre es que a lo largo de
500 años los tres costos básicos de la producción capitalista —personal, insumos1 e impuestos— han subido
constantemente como porcentaje de los precios posibles de venta, de tal modo que hoy hacen imposible
obtener grandes ganancias de la producción cuasi monopólica que siempre fue la base de la acumulación
capitalista. No es porque el capitalismo esté fallando en lo que hace mejor. Es precisamente porque lo ha
estado haciendo tan bien que finalmente minó la base de acumulaciones futuras (Wallerstein, 2008).
Figura 1. Ritmos cíclicos y tendencias seculares del sistema.
Fuente: Elaboración propia con base en Wallerstein, 1999 y 2011c.
Lo anterior ha provocado que la evolución del sistema haya abandonado la regularidad de sus
ritmos cíclicos y adoptado una trayectoria cada vez más errática, con fluctuaciones violentas,
desembocando en una situación en la que los comportamientos sistémicos, susceptibles de ser
explicados dentro de un sistema de ecuaciones lineales, se reducen al mínimo. ―Al final, las
tendencias seculares mueven el sistema demasiado cerca de sus asíntotas […] el sistema empieza
1 Pese a su excelente análisis, Wallerstein no está considerando específicamente el más importante de todos los
costos de producción: el costo de la energía. Hemos llegado al fin de la era del petróleo barato porque los costos de
producción se están elevando irreversiblemente (EIA, 2013; Kopits, 2014; Tverberg, 2014), y ello ocurre aun si los
precios de venta del petróleo van a la baja. Por ese simple hecho, la continuidad, si no del capitalismo, sí de la
civilización industrial como la hemos conocido, está en entredicho.
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a fluctuar violentamente […] hacia una situación caótica‖ (Wallerstein, 2011c). En términos
físicos, un sistema lejos del equilibrio ha entrado en el caos2. ¿Cómo se llega a esta situación?
Imagínese una tina llena de agua a la que se introduce una mano que se mueve de adelante hacia
atrás. Si el movimiento se acelera, se pasa de un movimiento lento y organizado a la formación
de frentes de onda que rebotan en las paredes de la tina. Si el movimiento de la mano continúa (o,
peor aún, se acelera), ―se romperán los frentes de onda y se generarán remolinos […] que se irán
combinando para generar estructuras caóticas de mayor tamaño hasta que toda la bañera se
mueva de manera anárquica y desestructurada‖ (Turiel, 2014). Se trata de la transición de un
movimiento laminar a un movimiento turbulento que lleva al sistema al caos. Antonio Turiel,
doctor es física estadística, especializado en el análisis de la turbulencia, señala:
Se denomina «estado del sistema» […] a una situación del mismo que se caracteriza por ciertas variables que
definen el comportamiento colectivo […] Cuando un sistema está en un determinado estado, las variables que
caracterizan el mismo permanecen constantes o se mueven dentro de un determinado rango de valores […].
Pero bajo ciertas condiciones, si forzamos externamente el sistema […] podemos acabar induciendo lo que se
denomina un «cambio de fase», el sistema pasa a comportarse de manera completamente diferente a como lo
había hecho (Turiel, 2014).
Pero, antes de que ocurra, el «cambio de fase» anuncia su llegada por la amplitud de las
fluctuaciones de ciertos parámetros. Por ejemplo, nuestro planeta manifiesta amplias
fluctuaciones de ciertos parámetros esenciales, en el sistema climático y en el comportamiento de
los ecosistemas, que tomadas por separado podrían considerarse «normales», pero que al tomarse
en conjunto se revelan como la anticipación de un «cambio de fase»: huracanes extremos,
aceleración del deshielo del ártico, sequía extrema en el Oeste de Estados Unidos (EE.UU.),
incendios forestales en Siberia, Noruega y Chile, lluvias torrenciales en Europa Central, nevadas
extremas en el Este de EE.UU., emisiones descontroladas de metano en regiones periárticas y un
largo etcétera, todo ello registrado en el último año. Hace poco, los científicos habían advertido
acerca de este potencial cambio de fase (Barnosky, et al., 2012). Tan sólo dos años después,
abundan las señales de que puede haber comenzado.
2 La utilización del lenguaje de la Física es algo más que una simple analogía. Los sistemas históricos, como
cualquier otra realidad material del universo, son sistemas físicos, regidos por las leyes de la termodinámica (Annila
y Salthe, 2009; Bardi, 2011). Desde principios de la década de 1990, Wallerstein ha incorporado al adsm la teoría
física sobre sistemas complejos de Ilya Prigogine (Wallerstein, 1991 y 1999; Prigogine, 2000).
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Pero no sólo el sistema Tierra es un sistema complejo. También lo es la civilización humana.
―Nuestra sociedad es un sistema complejo, integrado por multitud de pequeñas partes con
multitud de interacciones, y también en ellas se observan comportamientos emergentes del
sistema como [un] todo que van más allá de la suma de sus partes‖ (Turiel, 2014). Y en nuestra
sociedad, entendida como sistema histórico, se están produciendo fluctuaciones de gran amplitud.
El sistema energético global, del cual depende la viabilidad de la civilización en su conjunto
(Korowicz, 2011), está experimentando fluctuaciones que amenazan con llevarlo a una zona de
turbulencia. Desde principios de 2012 hasta mediados de 2014 hubo una aparente «estabilidad»
en el precio mundial (brent) de petróleo, que ha fluctuado en una banda de entre 100 y 115
dólares por barril. A partir del tercer trimestre de 2014 el precio ha empezado a caer
aceleradamente, posiblemente por una caída de la demanda más que por un incremento de la
oferta, poniendo conta las cuerdas a muchos productores cuyos costos de producción por barril
apenas son compensados por los bajos precios del mercado que amenazan con seguir bajando.
Pero no sólo hay marcadas fluctuaciones en el precio, sino en muchos otros parámetros, por
ejemplo: el número de países productores en que la producción está declinando (BP, 2014), el
incremento de los costos de producción petrolera de las compañías privadas (Kopits, 2014) y el
incremento de la proporción de petróleos no convencionales en el conjunto de la producción
mundial (EIA, 2014). Lo que realmente está ocurriendo es que se están produciendo «cambio de
fase» en el precio del petróleo: de unos precios moderadamente bajos hasta 2003-2004, hubo una
elevación exponencial de 2005 a 2008, un reajuste entre 2009 y 2012, y una nueva «normalidad»
de precios altos desde entonces (Murray & King, 2012). Diversos modelos (Rubin, 2008;
Tverberg, 2012), preveían que el precio de venta posible estaría atrapado entre unos costos de
producción crecientes y la fragilidad de las economías industriales, incapaces de pagar precios
elevados de petróleo, bajo riesgo de hundirse en una nueva recesión. Pero lo que estos modelos
no preveían es que también se podía caer en una trampa de precios a la baja, sin que desciendan
los costos de producción, lo que seguramente llevará a la cancelación o abandono de muchos
proyectos de extracción. Una vez que se ha producido y reconocido el peak oil de petróleo
convencional (IEA, 2010), las fluctuaciones en los parámetros del sistema energético mundial
nos aproximan al peak oil de todos los líquidos (Turiel, 2014b).
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En el escenario político internacional se observa una auténtica revolución geopolítica. En 2008,
se contabilizaron 345 conflictos de los cuales 211 eran conflictos latentes o manifiestos, 95 eran
crisis, 30 eran crisis severas y 9 eran guerras (Heidelberg Institute for International Conflict
Research [HIIK, por sus siglas en alemán], 2008). En 2013, se contabilizaron 414 conflictos, de
los cuales 193 eran disputas o crisis no violentas, 176 eran crisis violentas, 25 eran guerras
limitadas y 20 eran guerras (HIIK, 2014). Adviértase que no sólo se ha incrementado el número
de conflictos, sino que se ha incrementado especialmente el número de conflictos violentos, lo
que ha llevado al HIIK a cambiar la nomenclatura de la intensidad de los conflictos.
Adicionalmente, debe considerarse que, para la contabilidad de 2014, deberán agregarse 3
conflictos violentos (la guerra civil en Ucrania, el recrudecimiento del conflicto Palestino-Israelí
en la Franja de Gaza y la conformación del Emirato Islámico entre Iraq y Siria) que en 2013 no
fueron contabilizados como guerras.
Por supuesto, esta revolución geopolítica expresada en decenas de guerras y conflictos violentos
(en realidad, conectados por el hilo conductor de la crisis energética) es, en buena medida, la cara
visible de un proceso mucho más discreto pero mucho más preocupante y, potencialmente, más
violento: el proceso de realineamiento geopolítico global, el reacomodo de poder entre los
«jugadores geoestratégicos» (Brzezinski, 1998): EE.UU., Francia, Alemania, Rusia, China, India
y Brasil. La simplista oposición G-7 vs. BRICS no resulta la más afortunada.
Si, por un momento, se omite la turbulencia financiera (el sector económico cuyos parámetros
están sometidos a mayores fluctuaciones y riesgos), aún quedan por destacar las fluctuaciones de
la movilización social. Las fluctuaciones en el precio de los alimentos han dado lugar a una
explosión de inestabilidad sociopolítica, especialmente en los países pobres (Lagi, Bertrand &
Bar-Yam, 2011). Pero no sólo la crisis alimentaria, sino la crisis fiscal con sus consecuentes
recortes en gasto público (lo que incluye a Europa, EE.UU. y Japón) ha desatado una ola de
conflictividad social. No hay ninguna región del planeta que esté a salvo de los «vientos de
cambio» (Wallerstein, 2011b). La «geografía de la protesta» alcanza todos los rincones del globo
(Wallerstein, 2012b). Se trata del «despertar político global» (Brzezinski, 2008) que transformará
profundamente a la sociedad mundial.
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Antonio Turiel, sólidamente formado en ciencias exactas, después de aplicar los principios de la
física estadística al análisis de las fluctuaciones energéticas, financieras, geopolíticas y sociales
en curso, emite su conclusión:
Estas oscilaciones nos anticipan que estamos llegando a los límites. Es preferible no forzarlos más, no sólo
por el caos que resultará (con sus inevitables dosis de destrucción), sino porque cuando al final todo se calme,
eliminada la perturbación que históricamente habrá durado un suspiro, las cosas ya no volverán a ser como
antes. Y es poco probable que sean mejores (Turiel, 2014).
No es muy distinta a la conclusión de Wallerstein, quien lleva más de cuatro décadas analizando
el cambio social utilizando como unidad de análisis del sistema histórico vigente: la modernidad
capitalista. Véase primero una afirmación de hace casi 20 años.
Cuando el sistema-mundo actual se derrumbe sobre nosotros en los próximos cincuenta años, debemos tener
una alternativa sustantiva para ofrecer que sea creación colectiva. Sólo entonces tendremos oportunidad de
obtener una hegemonía gramsciana en la sociedad civil mundial, y por lo tanto una oportunidad de triunfar
en la lucha contra los que quieren cambiarlo todo para que nada cambie (Wallerstein, 1995: 217).
Sorprende que estas palabras no hayan sido escritas después de la crisis de 2008 sino en 1995, en
plena euforia de la «globalización», cuando el sistema parecía más sólido que nunca. Leyendo la
siguiente cita, se descubre la notable cercanía entre la conclusión de Wallerstein y la de Turiel:
Una crisis estructural […] afecta en la actualidad al sistema-mundo, ha estado presente al menos desde los
años de la década de 1970 y continuará hasta probablemente alrededor de 2050. La característica primordial
de una crisis estructural es el caos […] una situación de fluctuaciones rápidas y constantes que afectan a
todos los parámetros del sistema histórico, lo que incluye no solo a la economía mundial, el sistema
interestatal y las corrientes cultural-ideológicas, sino también la disponibilidad de recursos vitales, la
naturaleza adversa de las condiciones climáticas y la presencia de pandemias (Wallerstein, 2011c: 5).
Es evidente que, una vez concluida la crisis estructural (la turbulencia caótica, el cambio de fase),
se habrá instalado un nuevo sistema histórico. La gran tragedia de EE.UU. no radica únicamente
en que debe pelear contra lo inevitable: su decadencia hegemónica, sino que debe hacerlo durante
la crisis estructural que caotiza, de forma constante y cada vez más acelerada, a la civilización
capitalista como sistema-histórico. ¿En qué tipo de análisis se basó Wallerstein para pronosticar
el derrumbe del sistema-mundo moderno para c. 2050 como parte de una crisis estructural
iniciada c. 1970? En el análisis de los ritmos cíclicos y de las tendencias seculares del sistema.
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Ritmos cíclicos del Sistema-Mundo Moderno
El Sistema-Mundo Moderno evoluciona mediante ritmos económicos y políticos, que son los
marcos en los que se desenvuelven sus reglas de funcionamiento. Los ritmos cíclicos son
dinámicas evolutivas que llevan al sistema a condiciones más complejas, aunque esencialmente
iguales que las anteriores (de lo contrario no se trataría del mismo sistema). Las dinámicas
evolutivas desembocan, inevitablemente, en la extinción del sistema en tanto que sistema
histórico. Cada ciclo, conformado por fases, puede ser analizado como una unidad en sí mismo.
Las fases son resultado de fases anteriores del mismo ciclo. Una fase de crisis económica es
resultado de una anterior fase de crecimiento económico; en tanto que una fase de paz y
estabilidad es resultado de una anterior fase de violencia política y guerra.
Ciclos económicos
Se han identificado dos tipos de ritmos económicos: los ciclos de Kondratieff y los Ciclos
Sistémicos de Acumulación. En el primer caso, el criterio definitorio es la tasa de acumulación de
capital: existen etapas de mayor acumulación (de gran crecimiento económico del sistema a
escala global), definidas como fase A, y etapas de menor acumulación (de estancamiento o
crisis), definidas como fase B. Un ciclo de Kondratieff completo tiene una duración de entre 50 y
60 años, con fases A y B alternadas de entre 25 y 30 años de duración.
Los ciclos de Kondratieff, en ocasiones bajo el nombre genérico de «ondas largas», han generado
una profusa discusión (sobre el concepto, las causas, las consecuencias, la dinámica interna de los
ciclos, las fechas de inicio y fin de cada fase, etc.), no limitada al ámbito del adsm (Goldstein,
1987; Amín, 1996; Wallerstein, 1983 y 2004; Thompson, 2007, etc.).
La duración, tanto de cada ciclo como de sus fases, no es exacta. Las transiciones no son
automáticas. Un estudio reciente (Korotayev y Grinin, 2012), rigurosamente matematizado,
propone cinco ciclos de Kondratieff en los últimos 230/240 años, proponiendo que las
transiciones se pueden extender durante un periodo de entre 5 y 14 años (Véase el cuadro 1). Los
ciclos muestran una tendencia de desarrollo económico que debe interpretarse en un marco más
general de procesos sociales, políticos, culturales y tecnológicos ¿Cómo explica el adsm estos
ciclos económicos largos?
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Estos ciclos han implicado fluctuaciones de tal significación y regularidad que es difícil creer que no son
intrínsecas al funcionamiento del sistema. Si se me permite la analogía, parece ser el mecanismo respiratorio
del organismo capitalista, que inhala el oxígeno purificador y exhala los desechos venenosos. Las analogías
son siempre peligrosas, pero ésta parece especialmente adecuada. Los desechos acumulados eran las
ineficiencias económicas que con regularidad se incrustaban políticamente a través del proceso de
intercambio desigual. El oxígeno purificador era la asignación más eficiente de los recursos (más eficiente en
el sentido de que permitía una mayor acumulación de capital), que permitía la reestructuración regular de las
cadenas de mercancías (Wallerstein, 1983: 25).
Cuadro 1. Ciclos de Kondratieff en el Sistema-Mundo Moderno
Ciclo completo Fase A Fase B
Fines de 1780 a 1844/1851 Fines de 1780 a 1810/1817 1810/1817 a 1844/1851
1844/1851 a 1890/1896 1844/1851 a 1870/1875 1870/1875 a 1890/1896
1890/1896 a 1945 1890/1896 a 1914/1928 1914/1928 a 1939/1950
1939-1950 a 1984/1991 1939/1950 a 1968/1974 1968/1974 a 1984/1991
1984/1991 a 2015/20?? 1984/1991 a 2001/2007 2001/2007 a 2015/¿2020?
Fuente: Elaboración propia con base en Korotayev y Grinin, 2012
Wallerstein (1974, 1980, 1989, 2011) ha buscado identificar los ciclos económicos de la
modernidad capitalista, en tanto que sistema histórico, y «empatarlos» con los ciclos
hegemónicos. Si existe un funcionamiento sistémico que tiene una lógica económica pero que
sólo puede operar bajo un cierto orden político debe existir una correspondencia entre tales
ciclos. Wallerstein y otros analistas dsm (Arrighi, 1994; Taylor y Flint, 1998) rechazan las
propuestas de ciclos estrictamente políticos (propuestos por George Modelski, Paul Kennedy y
otros teóricos de las Relaciones Internacionales y de la Ciencia Política) que insisten en explicar
el ascenso y caída de las grandes potencias a partir de dinámicas rigurosamente políticas3.
Giovanni Arrighi afirmó que los ciclos económicos de Kondratieff, aunque existentes, no son la
herramienta adecuada para explicar conjuntamente las dinámicas económica y política del
sistema. Propuso la existencia de los Ciclos Sistémicos de Acumulación (CSA), cuyo criterio no
es la tasa de acumulación (crecimiento económico) sino la fuente principal de la misma. Los CSA
de acumulación se definen como:
3 De la misma forma que a la mainstream del pensamiento económico se le dificulta (o rechaza) el análisis de la
economía política, la mainstream del pensamiento político tiene dificultades para incorporar las dinámicas
económicas en el análisis de las tendencias políticas.
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una serie de fases de expansión estable de la economía-mundo capitalista seguidas por fases de turbulencia, en
el curso de las cuales se destruyen las condiciones de expansión estable definidas por la senda de desarrollo
establecida, y se crean las condiciones de expansión, definidas por una nueva senda […] Las fases de
turbulencia son momentos de confusión y de creciente desorganización, así como de redespliegue y
reorganización de los procesos de acumulación de capital a escala mundial (Arrighi, 1994: 283).
Los CSA alternan entre 1) fases en las que la fuente primaria de acumulación está en los
beneficios industriales (fases D-M-D‘: el dinero se utiliza en procesos productivos materiales de
la economía real para producir dinero con beneficio), 2) fases en las que la fuente primaria de
acumulación está en los beneficios financieros (fases D-D‘: el dinero se utiliza en procesos
especulativos de la economía ficticia para producir dinero con beneficio), si bien en tales fases se
desarrollan las innovaciones tecnológicas que impulsarán un nuevo ciclo, y 3) fases de
turbulencia global en las que colapsa la expansión financiera y se reestructura por completo el
Sistema-Mundo Moderno sobre la base de un nuevo modelo industrial (Arrighi, 1994). Lo
anterior no significa que en las fases industriales no haya actividad financiera, ni viceversa, sino
que en las distintas fases una actividad (ya sea la industria o las finanzas) es la dominante en
tanto que sector donde se concentran los cuasimonopolios que permiten la acumulación de capital
a gran escala.
Los CSA están limitados por crisis económicas específicas. Una fase D-M-D‘ se extiende hasta
que se produce una «crisis señal», es decir, una crisis de rentabilidad por sobreproducción que
desemboca en subconsumo, crisis típica de la economía industrial. Las «crisis señal» son fáciles
de identificar porque son la primera gran crisis de la economía-mundo capitalista después de
varias décadas de crecimiento. Una fase D-D‘ se extiende desde la «crisis señal» hasta la «crisis
terminal», crisis que pone fin a los privilegios de «señoreaje internacional» de la «moneda
mundial» vigente. La «crisis terminal» destruye la expansión financiero imperante y da paso a
una completa restructuración del sistema (Arrighi y Silver, 1999; Arrighi, 2007).
A diferencia de los ciclos Kondratieff, identificados sólo para los dos últimos siglos, Arrighi
identificó CSA desde el origen de la economía-mundo capitalista en el sistema de ciudades
estado del norte de Italia del milcuattrocento: el CSA genovés de 1400 a 1622, con su fase D-D‘
de 1557 a 1622; el CSA holandés de 1560 a 1780, con su fase D-D‘ de 1740 a 1780; el CSA
británico de 1740 a 1932, con su fase D-D‘ de 1896 a 1932; y el CSA estadounidense de 1870 a
una fecha indefinida (¿2020?), con su fase D-D‘ a partir de 1973 (Arrighi, 1994 y 2007).
Adviértase que el nuevo CSA comienza desde que acontece la «crisis señal» que abre la fase D-
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D‘ del CSA anterior. Así entonces, teóricamente, el nuevo CSA ya habría comenzado desde
1973, pero sólo se manifestaría como una fase de expansión industrial (D-M-D‘) hasta que
colapse el sistema financiero del CSA estadounidense. La de 2008 no habría sido aún la «crisis
terminal», ya que esta implicará el colapso de la «moneda mundial» vigente (el dólar).
Ciclos políticos
Para Arrighi existe plena correspondencia entre los CSA y los ciclos políticos, a los que define
como «Siglos Largos» (SL). Para comprender tales ciclos políticos (en su forma de SL o de
«Ciclos Hegemónicos»), es necesario comprender previamente el concepto de hegemonía. El
término más cercano al concepto de hegemonía utilizado por el adsm es liderazgo o «gobierno
sistémico».
El problema con la hegemonía es que es pasajera […] un Estado deja de ser hegemónico no sólo porque
pierde fuerza, sino porque otros la adquieren. […] sólo hay un breve período de tiempo en el que una
determinada potencia del centro puede manifestar su superioridad productiva, comercial y financiera sobre
todas las otras potencias del centro. Ese efímero apogeo es lo que llamamos hegemonía (Wallerstein, 1980:
51-52).
Ese viejo concepto fue enriquecido con la noción gramsciana de hegemonía agregada por
Arrighi. El concepto de hegemonía no sólo remite a la superioridad, sino a una superioridad
aceptada por otros y digna de ser imitada, es decir, una superioridad basada en el liderazgo, no en
el dominio coercitivo ni en el chantaje mafioso. La hegemonía es una «inflación de poder» que
deriva de la capacidad de los grupos dominantes para «hacer creer» que su dominio sirve no sólo
a sus intereses sino también a los intereses de los subordinados (Arrighi, 2007).
La hegemonía neutraliza la rivalidad entre potencias centrales, dotando de una enorme estabilidad
política al sistema. La hegemonía desempeña, por lo tanto, funciones de «gobierno sistémico». La
hegemonía ofrece al sistema (o al menos a sus actores y sectores privilegiados) «paz, estabilidad
y legitimación» (Wallerstein, 1995), lo cual es posible debido a que el poder hegemónico es
indiscutiblemente superior al del resto de los estados centrales que, temporalmente, minimizan
sus actividades como «jugadores geoestratégicos», disminuyendo la presión geopolítica en el
sistema. Pueden hacerlo gracias a que una de sus demandas esenciales, la seguridad, está
adecuadamente satisfecha por las funciones de gobierno sistémico de la hegemonía. En la
práctica, aunque no formal ni institucionalmente, la hegemonía desempeña funciones propias de
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un «Estado mundial» (Arrighi, 2007: 263 y ss.), algo parecido a una «policía internacional». La
hegemonía, en tanto que líder, es un protector que ofrece seguridad, pero ¿ante qué?:
En el lenguaje contemporáneo, la palabra «protección» tiene dos significados contrastantes. Uno
reconfortante y el otro ominoso. Por un lado «protección» evoca la imagen del escudo frente al peligro
proporcionado por un amigo poderoso, una gran póliza de seguro. Por otro lado evoca el chantaje con el que
un «hombre-fuerte» [un mafioso] obliga a los comerciantes del barrio a pagar un tributo a fin de evitar un
daño, daño que el propio mafioso amenaza con causar (Tilly, 1982: 1).
La hegemonía nace en el curso de una Guerra Mundial ofreciendo protección. Estabiliza el
sistema tras neutralizar un enorme riesgo coyuntural producido por una amenaza imperial (sea de
Carlos I, Napoleón o Hitler) que pondría fin a la acumulación capitalista (Wallerstein, 1983 y
1991b). Posteriormente, estabiliza el sistema tras neutralizar riesgos cotidianos producidos por
las revueltas antisistémicas, sean de esclavos negros, proletarios revolucionarios o movimientos
de liberación nacional (Wallerstein, Hopkins & Arrighi, 1998) que amenazan con poner fin a la
división internacional del trabajo entre centros y periferias. Las funciones de «gobierno
sistémico» de la hegemonía, evidentemente, no benefician a todos sino exclusivamente a los
actores y clases privilegiados del núcleo central de la economía-mundo capitalista (incluyendo al
propio estado hegemónico).
La hegemonía utiliza su enorme superioridad productiva, comercial y financiera sobre el resto de
los estados centrales para ofrecer «protección» a «un precio inmejorable»4. La decadencia
hegemónica comienza cuando tal superioridad comienza a erosionarse aceleradamente. Entonces
la «protección» ofrecida por la hegemonía ya no tiene «un precio inmejorable» y comienza a
parecerse cada vez más al «chantaje mafioso de un hombre- fuerte» que al «escudo frente al
peligro proporcionado por un amigo poderoso», parafraseando a Tilly (1982). Es entonces que,
progresivamente, la hegemonía pierde esa capacidad de «hacer creer» al resto de los estados
centrales del sistema que su dominio produce un beneficio colectivo, dando paso a una situación
de rápida (hablando en escala histórica de larga duración) «deflación de poder».
Hablaremos de crisis de hegemonía para designar una situación en la que el Estado hegemónico carece de los
medios o de la voluntad para seguir impulsando el sistema interestatal en una dirección que sea ampliamente
percibida como favorable, no sólo para su propio poder, sino para el poder colectivo de los grupos dominantes
4 Ese precio inmejorable es posible gracias a que la hegemonía financia ―la oferta de protección mundial con el
capital excedente acumulado […] durante los anteriores treinta años de caos [guerra] mundial. Ningún Estado, y
muchos menos las nuevas instituciones internacionales recientemente creadas, contaban con los recursos necesarios
para igualar el bajo precio de esa oferta‖ (Arrighi, 2007: 269).
221
del sistema. [… Distinguimos] entre crisis de hegemonía —lo que llamaremos ‹‹crisis señal››—, y crisis que
por el contrario se exacerban hasta dar lugar al fin de la hegemonía vigente, que denominaremos ‹‹crisis
terminal››. (Arrighi, 2007: 160-1).
La «decadencia hegemónica» es, entonces, el largo período (de por lo menos 4 o 5 décadas)
durante el cual la creciente incapacidad de la hegemonía de «hacer creer» a los subordinados que
las cosas «van bien», se acompaña de un proceso real de erosión del poder de la mayor potencia y
de un proceso de incremento del poder de otras potencias centrales (viejas y nuevas), sin que ello
implique, necesaria ni automáticamente, la sustitución de la hegemonía «vigente» por otra
potencia central. El Sistema-Mundo Moderno puede no tener hegemonía y ello lo vuelve caótico
y peligrosamente violento5.
Los ciclos políticos identificados se definen como ciclos hegemónicos (o «siglos largos») y se
refieren al 1) origen, 2) ascenso, 3) dominio y 4) declinación del estado hegemónico, es decir,
aquel que es capaz de establecer, temporalmente, las reglas políticas de funcionamiento del
sistema. La adecuada combinación de una lógica de dominio territorialista y una lógica de
dominio capitalista, que se fusionan para convertir a un estado en la sede global de acumulación
de capital, ha provocado que la evolución del sistema se exprese como una sucesión de
hegemonías6: la genovesa-española (intercambio político de la Dinastía Habsburgo con los
banqueros genoveses), la holandesa (intercambio político de la Casa de Orange con los banqueros
de Amsterdam), la británica (intercambio político de la Monarquía Británica con los banqueros
5 Amín, por ejemplo, excluye a la española y la holandesa (sólo habrían sido supremacías, no gobiernos sistémicos)
y considera que sólo han existido dos auténticas hegemonías en el sistema: la británica y la estadounidense. En tal
caso, la «norma funcional» del sistema entre 1492 y 1815 fue la competencia entre estados centrales, lo que significó
tres siglos de guerra e imperialismo constantes (Amín, 1996). Arrighi, por el contrario, considera que sí existió una
hegemonía genovesa-española y una hegemonía holandesa, anteriores a la fusión entre capitalismo e imperialismo
logradas por las hegemonías británica y estadounidense, las cuáles se basaron en Estados mucho más grandes y
poderosos que las dos primeras hegemonías, como consecuencia de que ―la escala territorial del centro dominante del
sistema de acumulación debía mantenerse a la par con el incremento de la escala espacial del sistema‖ (Arrighi,
2007: 252). Puede simplificarse la distinción diciendo que mientras que la genovesa-española y la holandesa fueron
hegemonías europeas, la británica y la estadounidense fueron hegemonías mundiales.
6 El capitalismo no es un proyecto exclusivamente capitalista: de hecho, sólo es posible con una fusión de la lógica
de dominio económico (capitalista) con la lógica de dominio político (territorialista). ―Una lógica de dominio
territorialista identifica el poder con la extensión de su territorio y la densidad de la población del mismo, y concibe
la riqueza-capital como un medio o un subproducto de la prosecución de la expansión territorial. Una lógica de
dominio capitalista, por el contrario, identifica el poder con el grado de control sobre recursos escasos y considera
las adquisiciones territoriales como medio y subproducto de la acumulación de capital‖ (Arrighi, 1994: 49). Véase
una discusión más profunda sobre las lógicas de dominio capitalista y territorialista en Harvey (2003) y Arrighi
(2007).
222
Rothschild) y la estadounidense (intercambio político de los gestores políticos y militares del
Complejo Militar Industrial con los banqueros agrupados en la Reserva Federal) (Arrighi, 1994).
El desarrollo del capitalismo histórico como sistema-mundo se ha basado en la formación de bloques
cosmopolita-imperiales (o corporativo nacionales) cada vez más poderosos de organizaciones
gubernamentales y empresariales, dotados con la capacidad de ampliar (y profundizar) el radio de acción
funcional y espacial de la economía-mundo capitalista. Y sin embargo, cuanto más poderosos se han hecho
estos bloques, más reducido ha sido el ciclo vital de los regímenes de acumulación a que han dado lugar
(Arrighi, 1994: 263).
1. El origen puede ser definido como una fase de «realineamiento geopolítico»: una etapa durante
la cual la futura hegemonía desarrolla las ventajas tecnológicas, organizativas y de
posicionamiento geoestratégico, que le darán la superioridad económico-comercial futura en el
sistema. Esta etapa se superpone en el tiempo a la declinación de la hegemonía anterior (Arrighi,
1994).
2. El ascenso de la nueva hegemonía, o interregno, puede ser definido como la fase de guerra
mundial: una etapa caracterizada por la violencia político-militar expresada por largas guerras de
hasta tres décadas de duración entre las potencias centrales. Históricamente, los ascensos
hegemónicos sólo se han producido por medio de guerras mundiales: la de 1618-1648, la de
1790-1815 y la de 1914-1945. La guerra, ganada por la hegemonía, confirma su superioridad
material y le ofrece la oportunidad de definir un nuevo orden internacional (Wallerstein, 1983;
Arrighi, 1994; Arrighi, Hui, Ray y Ehrlich, 1999).
3. El dominio, puede ser definido como la fase de hegemonía en sentido estricto: son las décadas
que siguen a la guerra mundial durante las cuales la hegemonía manifiesta y despliega su
superioridad en todos los ámbitos. Es un período de intenso crecimiento económico (una fase A
de Kodatrieff y un fase D-M-D‘ de un CSA), ausencia de guerras entre potencias centrales,
funcionamiento eficiente de las instituciones internacionales patrocinadas por la hegemonía y sus
aliados e, incluso, un posible y relativo progreso de las periferias (Wallerstein, 1995; Arrighi,
1994).
4. La decadencia hegemónica, que es siempre una fase de expansión financiera, se corresponde
con una fase B de Kondatrieff (Wallerstein, 1995) y con fase D-D‘ de un CSA (Arrighi, 1994).
La hegemonía declinante recurre a las altas finanzas como refugio ante su pérdida de liderazgo
político y su pérdida de superioridad económica, tecnológica y organizativa ante las demás
223
potencias centrales (Arrighi, Hui, Ray y Ehrlich, 1999). Hacia su final, la decadencia hegemónica
se caracteriza por crisis económicas recurrentes y una inmensa inestabilidad financiera provocada
por la emisión descontrolada de «liquidez», es decir, la utilización que hace la hegemonía de su
propia moneda (la «moneda mundial») como arma política. Es su privilegio de «despedida»: así
ocurrió con la plata española entre 1560 y 1620, con el florín neerlandés entre 1740 y 1780, con
la libra esterlina entre 1896 y 1929, y así ha estado ocurriendo con el dólar desde 1973. Después
de cuatro o más décadas de «señoreaje internacional», se desgasta la confianza de la economía-
mundo capitalista en dicha moneda, llegando a su fin la expansión financiera de la hegemonía
decadente mediante una «crisis terminal». Crisis de esta magnitud sólo han ocurrido 3 veces en la
historia moderna: 1647, 1783 y 1932 (Arrighi, 1994 y 2007).
Históricamente, nunca ha habido un «aterrizaje» suave, una transición ordenada a otro orden
internacional: el orden hegemónico se desmorona en medio de recesiones, quiebras, guerras y
revoluciones. Así se eclipsó la hegemonía española a principios del siglo XVII, desembocando en
la guerra de los 30 años. También fue el destino de la hegemonía holandesa a finales del siglo
XVIII, desembocando en las guerras napoleónicas. Y así también llegó a su fin la hegemonía
británica a finales del siglo XIX y principios del XX, desembocando en las dos Guerras
Mundiales. Después de la guerra surgió una nueva hegemonía (Holanda, Inglaterra y EE.UU.
respectivamente) que instauró un nuevo orden hegemónico internacional: Westfalia, el Concierto
de Europa y Naciones Unidas, respectivamente (Arrighi, Hui, Ray y Ehrlich, 1999).
La gran diferencia entre las decadencias hegemónicas ha sido el tiempo transcurrido entre la
«crisis señal» (el momento en que nuevas potencias en ascenso dan «alcance» a la hegemonía
vigente en sectores estratégicos, hasta entonces cuasimonopólicos) y la decisión de la hegemonía
de recurrir a la emisión descontrolada de liquidez, lo que marca el inicio de su lenta decadencia.
Holanda tardó casi 70 años (de 1675 a 1740). Inglaterra tardó unos 23 años (de 1873 a 1896).
EE.UU. tardó sólo tres años (de 1968 a 1971) (Arrighi, 2007).
Los ciclos hegemónicos, profundamente entrelazados con los ciclos de Kondatrieff y los CSA,
han mostrado una impresionante regularidad en los últimos 500 años. A continuación se mostrará
un recorrido histórico por el largo siglo XX estadounidense, poniendo el acento en el petróleo
como fundamento de su hegemonía.
224
El control de la riqueza energética de Medio Oriente como fundamento material de la
hegemonía de EE.UU.
El nuevo orden hegemónico, en gestación a finales de la Primera Guerra Mundial, al principio
definió ambiguamente su relación formal con las antiguas colonias de las potencias europeas,
creadas durante la etapa de competencia de la decadencia hegemónica británica. EE.UU., por
medio de su presidente Woodrow Wilson, proclamó el «principio de autodeterminación de los
pueblos» en 1918 como parte de sus famosos «Catorce Puntos» que dieron origen a la «Sociedad
de Naciones». Aunque la Sociedad de Naciones puede considerarse el más rotundo fracaso de un
orden internacional, la ideología nacionalista de la autodeterminación —como parte de la
geocultura liberal— marcó profundamente al siglo XX, al menos de 1917 a 1989 (Wallerstein,
1995). Era imposible que, en 1918, EE.UU. fuese capaz de definir una estrategia coherente hacia
las colonias de los imperios europeos. Como la transición hegemónica en el Sistema-Mundo aun
no concluía y apenas se iba a experimentar el crash de 1929 (la crisis terminal del período
financiero británico), el ascenso del fascismo y la Segunda Guerra Mundial, era difícil suponer
que EE.UU. sería el nuevo hegemón. Cualquier analista de la época hubiera apostado por
Alemania como sucesor hegemónico de Inglaterra.
En 1938 se descubrieron los yacimientos petroleros en Arabia Saudita, por lo que la importancia
geoestratégica de la región como territorio por periferializar se disparó, considerando que la
agresividad y geoestrategias de Alemania (Dieterich, 2004) y Japón (Friedrichs, 2010) estuvieron
motivadas, en buena medida, por su carencia de energéticos.
El desafío impuesto por los proyectos imperiales alemán y japonés llevó a EE.UU. a desarrollar
uno de los ejercicios de planificación política más impresionantes de la historia humana. El orden
de posguerra, la hegemonía estadounidense e, incluso, la «Guerra Fría», no fueron el resultado de
decisiones tomadas sobre la marcha ante la avalancha de acontecimientos, sino un proyecto
cuidadosamente planificado (Arrighi, 2007; Dieterich, 2004; Saxe-Fernández, 2006).
En el momento en que estalló la Segunda Guerra Mundial, el Council on Foreign Relations
(CFR) de EE.UU. creó un grupo de trabajo multidisciplinario, que implicó movilizar a los
mejores científicos de dicho país, para desarrollar el proyecto llamado War and Peace Studies
225
(WPS),7 cuya primera tarea fue despejar la incógnita sobre si el complejo militar-industrial de
EE.UU. era autárquico, es decir, si podía funcionar adecuadamente y garantizar la seguridad
nacional operando exclusivamente con los recursos disponibles (y ya «blindados» por la Doctrina
Monroe) en el continente americano. El grupo, conformado por geógrafos, geólogos,
economistas, diversos especialistas, militares y altos funcionarios del gobierno, respondió
negativamente. La única forma en que EE.UU. podría tener dichas garantías era accediendo a los
inmensos recursos del imperio británico en Medio Oriente, África y el Sur de Asia que, junto con
el continente americano, conformaban The Grand Area, la versión estadounidense del
Lebensraum alemán. Por supuesto, controlar dichos territorios iba mucho más allá de garantizar
la «seguridad nacional»: implicaba la supremacía económica mundial y la posibilidad de
establecer el orden hegemónico de posguerra. Sin embargo, la única forma en que EE.UU. podía
garantizar que la Alemania nazi no se apropiara de tales recursos, después de derrotar a
Inglaterra, era entrando a la guerra (Dieterich, 2004).
La conclusión del grupo WPS era tajante: ―La condición más importante […] es el cumplimiento
rápido de un programa completo de rearme [… y una] política integral para conseguir la
supremacía militar y económica de EE.UU. dentro del mundo no-alemán, limitando el ejercicio
de soberanía por parte de otras naciones‖. Otra sorprendente conclusión del grupo de
especialistas era que: ―una Europa unificada, con o sin el dominio nazi, sería peligrosa para
EE.UU. y consecuentemente no se puede permitir su concreción porque sería tan fuerte que
podría seriamente amenazar The Grand Area americana‖ (WPS citado en Saxe-Fernández, 2006).
De modo que EE.UU. no sólo debía derrotar a Alemania y a Japón, sino también conseguir que el
Imperio Británico se debilitara al máximo. EE.UU. se concentró en la guerra contra Japón y
abasteció a la URSS (a través de Alaska y Siberia) para garantizar que los nazis no consiguieran
su Lebensraum en los territorios del Este. Lo que poco se conoce es cuánto aprovechó EE.UU. la
debilidad de Inglaterra cuando quedó sola frente a Alemania (de junio de 1940 a junio de 1941).
Aunque siguió abasteciendo (y endeudando) al imperio británico, EE.UU. no perdió la
oportunidad de apoderarse de sus bases militares en ultramar a cambio de la ayuda
7 Aunque en aquel momento se trató de un proyecto «secreto» y todos los materiales derivados estuvieron
«clasificados» durante tres décadas, desde mediados de la década de 1970 es información pública y buena parte de la
historia se puede consultar directamente en el sitio web del CFR (2012).
226
proporcionada, lo que en términos materiales (de dominio del espacio geográfico) representó la
auténtica transición hegemónica de Inglaterra hacia EE.UU. (Saxe-Fernández, 2006).
Al concluir la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos emergió como nuevo poder hegemónico
y pudo desplazar a Francia e Inglaterra como nuevo centro metropolitano de las antiguas
colonias, aunque bajo la modalidad de un «imperialismo informal». Desde entonces, ha existido
una consistente política exterior de EE.UU. hacia Medio Oriente, encaminada a mantener bajo su
control las reservas energéticas de la región, consideradas ―una estupenda fuente de poder
estratégico y una de las más grandes recompensas en la historia mundial‖ (U.S. Department of
State, citado en Chomsky, 1977)
El 14 de febrero de 1945, después del encuentro en Yalta, el presidente Roosevelt se entrevistó
con el rey Abd al-Aziz ibn Saud a bordo del portaviones USS Quincy con el objetivo explícito de
asegurar el monopolio estadounidense en la explotación del crudo saudita. En 1946 se instaló una
base militar aérea estadounidense en Dhahran y en 1948 se instaló la primera base militar marina
en Bahrein (Klare, 2008).
El monopolio de explotación de petróleo no se llevó a cabo por medio de una empresa estatal de
EE.UU., sino por medio de lo que Painter (2012) definió como una «asociación público-privada».
En 1947 se creó la Arabian American Oil Company (ARAMCO) que, en complemento con las
corporaciones petroleras estadounidenses, explotaron el crudo saudita y de las demás monarquías
del golfo pérsico bajo la protección política y militar del estado estadounidense. Así comenzó la
transformación del golfo pérsico en un «lago norteamericano». Durante los siguientes 25 años, es
decir, durante los «años maravillosos» de posguerra que correspondieron al período
auténticamente hegemónico de EE.UU., el monopolio sobre el petróleo árabe funcionó sin
complicaciones, aunque tuvo que ser respaldado por un creciente desarrollo de las capacidades
militares estadounidenses. De hecho:
EE.UU. presionó a Europa y Japón a cambiar a una economía basada en petróleo después de la Segunda
Guerra Mundial, en parte como forma de asegurar el control estadounidense sobre ellos. Europa y Japón
poseen carbón, pero es mejor para EE.UU. que ellos sean dependientes de una fuente de energía exterior bajo
control estadounidense. En cierto sentido, los mayores enemigos potenciales de EE.UU. son Europa y Japón.
Rusia es otro asunto, controla su propio imperio y no podemos hacer mucho sobre este punto. Pero Europa y
Japón son amenazas potenciales (Chomsky, 1977).
227
Lo anterior significa que, para la hegemonía estadounidense, el petróleo no sólo fue un
importante (y barato) insumo para su complejo militar-industrial, sino un recurso estratégico que
le ayudó a mantener bajo control la amenaza de que surgieran complejos militares-industriales
rivales en otras potencias centrales. La hegemonía sólo es posible mientras se mantiene una
ventaja estratégica sobre otros estados centrales en ascenso.
La relación entre control del petróleo y hegemonía estadounidense es tan simbiótica que resulta
imposible comprender un fenómeno separado del otro. Painter hace una excelente síntesis:
Controlar el petróleo ayudó a los Estados Unidos a contener a la Unión Soviética, poner fin a la destructiva
competencia política, económica y militar entre los estados capitalistas centrales [a los que también el
petróleo ayudó a controlar], mitigar los conflictos de clase dentro del núcleo capitalista (promoviendo el
crecimiento económico) y mantener el acceso a las materias primas, mercados y mano de obra de los países
periféricos en la era de la descolonización y la liberación nacional (Painter, 2012: 28-9).
No obstante, para controlar el petróleo, EE.UU. debió establecer:
un vasto archipiélago de bases en el extranjero que permitió a los Estados Unidos para proyectar su poder en
casi todas las regiones del mundo. Las fuerzas aérea y marítima necesarias para esta estrategia, se utilizaron
para mantener el acceso a las reservas de petróleo en el extranjero. [Pero] estas fuerzas también se hicieron
dependientes del petróleo (Painter, 2012:29).
Generalmente, cuando se habla de la dependencia o adicción de EE.UU. al petróleo, se piensa en
la economía y la sociedad, pero no inmediatamente en el ejército:
Las fuerzas militares dependen de la infusión copiosa de combustibles cruciales […] la necesidad de los
productos derivados del petróleo se multiplica con cada nuevo avance que se produce en la tecnología
armamentística. Durante la Segunda Guerra Mundial, el ejército norteamericano consumía 1 galón de petróleo
por soldado y día; durante la primera Guerra del Golfo de 1990-1, esta cifra ascendió a 4 galones; durante las
guerras de la administración Bush en Iraq y Afganistán, se disparó a 16 galones diarios por soldado (Klare,
2008: 26).
En otras palabras: EE.UU. hizo a su hegemonía dependiente de su poder militar y a ambos
dependientes del acceso al petróleo, lo que significa que perder el acceso al petróleo se traduciría
en la pérdida de su poder militar y de su hegemonía. Perder el acceso al petróleo, especialmente
al de Medio Oriente que alberga la mitad de las reservas mundiales, es la mayor amenaza a la
«seguridad nacional» de EE.UU. pero, aún más, es la mayor amenaza al orden hegemónico
mundial que, pese al deterioro experimentado, todavía permanece vigente desde el fin de la
Segunda Guerra Mundial.
228
Jörg Friedrichs ha propuesta tres modalidades de respuestas de los estados ante una crisis de
desabastecimiento energético (energy crunch): el militarismo depredador (como Japón en la
Segunda Guerra Mundial), el atrincheramiento totalitario (como Corea del Norte tras la caída de
la URSS) y la transición socio-económica hacia un bajo consumo energético (como Cuba,
también tras la caída de la URSS). Y concluye que, ante la crisis energética actual, ―dadas sus
capacidades militares, EE.UU. y China podrían ser los más obvios candidatos para una estrategia
«japonesa» de militarismo predatorio‖ (Friedrichs, 2010: 4566).
La decadencia hegemónica de EE.UU.
Hablar de la decadencia hegemónica de EE.UU. provoca reacciones y cuestionamientos
defensivos, incluso entre los críticos del poderío estadounidense. La mayoría de los argumentos
que se oponen a tal juicio son del tipo: «EE.UU. saldrá de la crisis económica», o bien, «es y
seguirá siendo el estado más poderoso del planeta». Aunque estas afirmaciones son en sí mismas
discutibles, indican que no se tiene claro a qué se refiere el adsm al argumentar la «decadencia
hegemónica», la cual no se originó con la gran crisis de 2008, sino hace 40 años: entre 1971 y
1973. La primera vez que se habló del proceso de «decadencia hegemónica estadounidense» fue
hace más de 30 años (Wallerstein, 1980b).
Retomando las ideas expresadas anteriormente sobre la hegemonía como la capacidad de «hacer
creer» a los subordinados que las cosas «van bien», ¿EE.UU. tiene, o ya no, la capacidad de hacer
creer a sus subordinados —otros estados centrales a los que Brzezinski (1998) denomina
«vasallos»— que el sistema interestatal está evolucionando hacia una situación más favorable
para todos? De la respuesta a esta pregunta depende el carácter hegemónico o posthegemónico de
EE.UU. Si fuese verdaderamente hegemónico, EE.UU. enfrentaría las amenazas globales que
ponen en riesgo el orden internacional vigente.
La hegemonía de EE.UU. (1944-1971) ofrecía protección contra riesgos globales ajenos a ella
(por ejemplo, la depresión económica global, los proyectos imperiales como el nazi o el japonés,
«la amenaza comunista»), si bien se beneficiaba ampliamente en tal proceso. Además ofrecía
beneficios sustanciales para la economía mundial como mantener el petróleo barato por medio
del control político de las monarquías árabes; promover la estabilidad financiera por medio del
Fondo Monetario Internacional, nacido de la conferencia de Bretton Woods en 1944 que
229
proporcionó al mundo entero 3 décadas maravillosas de crecimiento económico continuo;
financiar la «reconstrucción del mundo» e impulsar el desarrollo, por medio del Banco Mundial;
organizar el comercio internacional, por medio del Acuerdo General de Aranceles y Comercio
(GATT) y, más importante aún, garantizar la gobernanza política global por medio de la ONU y
de la «Guerra Fría». EE.UU. funcionaba, en la práctica, como «el estado mundial que nunca
existió», en la precisa descripción de Arrighi (2007).
El papel privilegiado de [EE.UU.] y de sus atributos (moneda, economía, etc.) nada tenían que ver con un
destino manifiesto, una superioridad cultural o un fin cualquiera de la historia, sino más bien estaba
relacionado con las condiciones de origen del sistema mundial tal como se constituyó en 1945. Año en que
EE.UU. casi jugaba solo, ya que pesaba más del 50% en la industria mundial y detentaba el 90% de las
reservas mundiales de oro […] Era al mismo tiempo el banquero del mundo y su fábrica. Él era el juego y su
moneda, el dólar, su instrumento privilegiado. ¡Era ÉL jugador! (Biancheri, 2010: 22).
De las maravillosas promesas de F. D. Roosevelt, lo único que EE.UU. no cumplió fue promover
la autodeterminación de los pueblos y llevar el welfare state a la periferia: de haberlo hecho,
hubiera imposibilitado la acumulación de capital volviendo inviable a la economía-mundo
capitalista. Aun así, la hegemonía estadounidense ofreció al mundo paz, estabilidad y
legitimación (Wallerstein, 1995). El período de 1945 a 1973 se caracterizó por ofrecer
«esperanza» a la mayoría de los pueblos del mundo (Arellanes, 2006).
A diferencia de la hegemonía, la mafia cobra «renta de protección» ante riesgos (¿el terrorismo,
la amenaza del cambio climático, la crisis financiera, el encarecimiento de la energía?) creados –
así sea indirectamente– por la propia mafia.
Por lo anterior, se establece que el período auténticamente hegemónico de EE.UU. aconteció
entre 1945 y 1971/1973. La décadas de 1980 y 1990 (la postmodernidad, la globalización) no
corresponden a la hegemonía estadounidense, sino a una Belle Epoque (una auténtica
«borrachera» financiera global) que fue posible gracias a la estrategia desplegada para
contrarrestar el proceso de decadencia, del cual la dirigencia estadounidense era perfectamente
consciente a finales de la década de 1970 (Arrighi, 1994). Dicha estrategia consistió, primero, en
la contrarrevolución monetarista y la financiarización de la economía global logradas en la
década de 1980 (y mantenidas en los últimas dos décadas). Posteriormente, en la década de 1990,
se recurrió a la generalización de los Programas de Ajuste Estructural en la mayoría de los países
del mundo, para llevar a cabo lo que Harvey (2003) llama «acumulación por desposesión».
230
Finalmente, desde 2001, la «guerra contra el terror» ha significado la etapa geopolítico-militar de
dicha estrategia (Arellanes, 2006; Arrighi, 2007).
Hace varias décadas que EE.UU. está perdiendo sus posiciones de liderazgo en el Sistema-
Mundo, ejerciendo una «dominación sin hegemonía». Un acontecimiento, a principios de la
década de 1970, fue el que marcó la inflexión de la hegemonía estadounidense: el abandono de la
convertibilidad oro-dólar decretada por el presidente Richard Nixon en agosto de 1971,
acontecimiento coloquialmente conocido como «abandono de los acuerdos de Bretton Woods».
Dicho acontecimiento puso fin a la estabilidad financiera de las décadas de posguerra.
Otros dos acontecimientos muy cercanos en el tiempo (la salida apresurada de Vietnam y la
elevación del precio del petróleo que pasó de 4 a 12 dólares por barril en octubre de 1973)
aceleraron el proceso de decadencia hegemónica durante la década de 1970, ya que contribuyeron
a «devaluar» el liderazgo estadounidense ante dos amplios públicos: el «Tercer Mundo» (que
después de Vietnam dejó de ver a EE.UU. como una potencia invencible) y todas las economías
importadoras de petróleo que, después de la crisis energética provocada por el embargo árabe,
empezaron a ver a EE.UU. como un poder incapaz de resguardar el «bien común» expresado en
la forma de petróleo barato (Arrighi, 2007).
Estos acontecimientos respondían, en realidad, a dos crisis casi simultáneas. 1) la «crisis de
rentabilidad» que afectaba a la economía estadounidense desde finales de la década de 1960,
cuando había llegado a su fin su ciclo de expansión industrial (1940-1968), y 2) la «crisis de
legitimación» de la geocultura liberal, manifestada en la revuelta sociocultural global de 1968
(Wallerstein, 2004).
Las economías japonesa y alemana (reconstruidas por EE.UU. al finalizar la guerra por medio del
Plan Marshall e, indirectamente, por la Guerra de Corea) habían madurado a tal grado que
representaban, ya entonces, una fuerte competencia en sectores anteriormente monopolizados por
EE.UU. como las industrias automotriz, microelectrónica y química. Después del intento de
recuperar su competitividad «saneando» el gasto público entre 1968 y 1971 (lo más parecido a un
«ajuste estructural» que EE.UU. ha tenido en su historia), el gobierno de Nixon renunció a tal
empresa. Con la histórica frase «todos somos keynesianos», dio paso a una política
macroeconómica expansionista (de crédito, de subsidios, de déficits), la cual sólo era posible con
231
el abandono de la paridad oro-dólar (Arrighi, 1994). Tal acontecimiento provocó la inflexión
hacia la decadencia hegemónica porque, a partir de entonces, EE.UU. no ha buscado mantener y
fortalecer el orden institucional internacional construido bajo su liderazgo al finalizar la guerra
mundial (las instituciones globales ya mencionadas: ONU, BM, FMI, GATT [hoy OMC], etc.)
para beneficio colectivo (es decir, para beneficio de sus socios, aliados y «vasallos»), sino que se
ha aprovechado egoísta y unilateralmente de dicho orden institucional (Arrighi, 2007). Pero todo
ello fue resultado, más que de la crisis que afectó a EE.UU., del resurgimiento económico de
otras potencias centrales (Europa Occidental y Japón) como resultado natural después de casi 30
años de crecimiento constante. El inicio de la decadencia hegemónica se explica, en términos
simples, porque otras potencias centrales empezaron a ser competidores serios y no simples
instrumentos subordinados del hegemón.
El triple hecho del ascenso de rivales económicos, la revolución mundial de 1968 y su impacto psicológico en
todo el mundo y la derrota en Vietnam, marca conjuntamente el inicio del declive de EE.UU. ¿Cómo
respondieron a esa pérdida de hegemonía los gobernantes estadounidenses? […] Trataron de convencer a
Europa Occidental, Japón y otros estados de que EE.UU. podía colaborar; de que los demás podrían contar
con una alianza entre casi iguales, aunque EE.UU. ejerciera el «liderazgo»; para eso crearon la Comisión
Trilateral y el G-7. Y, por supuesto, esgrimieron durante todo este periodo de tiempo el argumento unificador
de la amenaza soviética (Wallerstein, 2004: 477).
Sin embargo, el mismo inicio de la decadencia hegemónica proporcionó a EE.UU. las
condiciones para pasar de la hegemonía a la pura dominación. El dólar, liberado de cualquier
base material (el oro en este caso), se convirtió en un arma de competencia económica muy eficaz
al ser un arma monopólica: todo el mundo usa dólares, pero sólo EE.UU. pueden producirlos,
ejerciendo un «señoreaje internacional» (Sánchez, 2005). ―Se ha dicho, correctamente, que quien
tiene el oro pone las reglas. […] Hoy, los principios son los mismos, pero el proceso es
completamente diferente. El oro ya no es más la moneda del reino; lo es el papel. La verdad
ahora es: ‗Quien imprime el dinero pone las reglas‘.‖ (Paul, 2006). No importa cuánto mejoren en
eficiencia las economías, las tecnologías y las políticas de Europa Occidental y Japón, y ahora de
China, Rusia y Brasil: mientras la economía-mundo capitalista funcione bajo el régimen del
dólar, EE.UU. mantendrá una ventaja decisiva.
Es importante aclarar que, hasta donde se sabe, no se trató de un plan premeditado o una
conspiración tramada en Wall Street. EE.UU. rompió los acuerdos de Bretton Woods por
necesidad, incluso de una manera desesperada. ―Cuando Nixon cerró la ventana del oro […] en
esencia, declaramos nuestra insolvencia y todos reconocieron que algún otro sistema monetario
232
tenía que idearse para brindar estabilidad a los mercados‖ (Paul, 2006). De hecho, la primera
estrategia de EE.UU. para seguir manteniendo bajo control a Europa Occidental y Japón no fue
financiera sino política: la ya indicada creación de la Trilateral Commission en 1973. Más aun, la
impresión de dólares no empezó a ser utilizada de forma consciente y directa como arma
financiera sino hasta principios de la década de 1980, una vez que había avanzado con firmeza el
proceso de desregulación de los mercados financieros internacionales (Gowan, 1999). Tampoco
se trató de un proceso natural. La «trampa financiera» en que cae el mundo es siempre resultado
de una decisión de los líderes de la hegemonía decadente, aunque ciertamente el número de
alternativas es limitado. Lo mismo puede decirse de la decisión de ir a la guerra.
El caso es que desde 1971 el dólar ya no está fijo a ninguna referencia estable y medible, sino a la
capacidad de imprimir billetes de la Reserva Federal. Es una cuestión tan simple y, a la vez, tan
absurda, que es difícil de asimilar. EE.UU. puede imprimir (y de hecho lo hace) tantos dólares
como necesite o quiera, inundando de liquidez el sistema financiero internacional (Biancheri,
2010). Una vez tomada la decisión de pasar al dominio a través de las altas finanzas (como
históricamente lo hicieron los genoveses, los holandeses y los ingleses en sus respectivas
decadencias hegemónicas), la nación hegemónica declinante se sumerge en un mundo de
hedonismo, derroche y superficialidad (Arrighi, 1994). En palabras del congresista republicano
por Texas, Ron Paul:
Dado que la impresión de papel moneda es nada menos que falsificación, el emisor de la moneda
internacional debe ser siempre el país con la fuerza militar para garantizar el control sobre el sistema. Este
magnífico esquema parece el sistema perfecto para obtener riqueza perpetua para el país que emite la moneda
mundial de facto. El único problema, sin embargo, es que tal sistema destruye el carácter de las personas de la
nación falsificadora —tal como era el caso cuando el oro era la moneda y se obtenía mediante la conquista de
otras naciones. Y esto destruye el incentivo para ahorrar y producir, fomentando al mismo tiempo la deuda y
el bienestar desbocado (Paul, 2006).
Hubo una creciente desconfianza internacional hacia el dólar en 1973, que se zanjó con la
conformación del «muro de los petrodólares», como se verá a continuación. La misma
desconfianza reapareció en 1979, pero se resolvió con la «contrarrevolución monetaria» de la era
Reagan que tuvo consecuencias desastrosas para la periferia, tales como la crisis de la deuda de
1982. A mediados de la década de 1980 la desconfianza reapareció por el ascenso del Yen, pero
volvió a resolverse temporalmente con el «Acuerdo Plaza» que tuvo consecuencias desastrosas
para Japón (Arrighi, 1994). A continuación se analizarán los casos de los dirigentes de Iraq en
2000, Venezuela en 2001 e Irán en 2005, que manifestaron su intención de comercializar el
233
petróleo en una divisa distinta al dólar y que recibieron por parte de EE.UU. una respuesta
geopolítica contundente. Se desató una nueva desconfianza internacional hacia el dólar cuando el
gobierno de G. W. Bush dejó de publicar, a principios de 2006, el indicador M3 (masa monetaria)
(Federal Reserve System, 2006). Un nuevo salto en la desconfianza se ha producido por las
operaciones de Quantitative Easing decretadas por la Reserva Federal para el rescate bancario y
los planes de estímulo, tras la crisis de 2008. Se ha emitido una cantidad de dólares imposible de
conocer, cuyo único respaldo es, al parecer, la «confianza» (¿o el temor?) del mundo en el
gobierno estadounidense (Biancheri, 2010). La historia de las últimas décadas es la historia de los
esfuerzos de EE.UU. por mantener a la economía-mundo capitalista funcionando bajo el sistema
financiero del dólar.
Se habla muy poco, y se comprende menos aún, cómo están conectados los déficits (fiscal y
comercial) estadounidenses y el sistema del dólar (Engdahl, 2003). Los gigantescos déficits
presupuestarios y comerciales de EE.UU. son deliberados, ya que han permitido que el mundo
permanezca atrapado en el sistema monetario estadounidense (Sánchez, 2005).
El pobre crecimiento económico de los últimos 30 años (en comparación con el de las 4 décadas
anteriores) ha sido impulsado por el endeudamiento estadounidense quien ha fungido como
«comprador de última instancia». El detalle radica en que paga con dólares (recién impresos y
cada vez más devaluados), impulsando un proceso inflacionario a nivel global, manifestado en
los elevados precios del petróleo y de la mayoría de las commodities. Una medida certera de la
devaluación del dólar es su relación con el oro. En 1971 una onza de oro valía USD $35. A fines
de 2012 su valor es de USD $1,700 (una devaluación del dólar frente al oro de casi 5,000% en los
últimos 40 años). Por ello el crecimiento económico de los últimos 30 años ha sido tan irregular y
plagado de recesiones económicas.
Así, todos los países que tiene superávit comercial con EE.UU. se enfrentan a un problema: ¿qué
hacer con los dólares derivados de su balanza comercial positiva? Hasta el momento la solución
que han encontrado es asegurar una rentabilidad mínima comprando T-bonds (bonos del tesoro
estadounidense), los cuáles siempre estarán disponibles mientras EE.UU. mantenga su déficit
presupuestario. ―Irónicamente, la superioridad del dólar depende de nuestra fortaleza militar, y
nuestra fortaleza militar depende del dólar‖ (Paul, 2006). Con su descomunal gasto militar y con
234
los recientes y monumentales rescates bancarios, puede haber certeza de que EE.UU. no podrá
equilibrar su presupuesto en el corto plazo. ¿Y en el largo plazo si?
El asunto central, que cuesta trabajo entender y aceptar, es que EE.UU. no tiene el menor interés
en equilibrar su presupuesto, de la misma manera que no tiene interés en equilibrar su balanza
comercial. No son errores de gestión o defectos temporales: es una condición «funcional»
permanente, en el sentido de que no habrá «solución» a ella. Es la forma en que EE.UU. gestiona
su decadencia hegemónica.
Hoy la mayoría de los bancos centrales extranjeros tiene Bonos del Tesoro estadounidense o productos
similares del gobierno de ese país como sus «reservas de moneda». De hecho, se calcula que tienen entre un
millón y un millón y medio de billones de dólares de la deuda del gobierno estadounidense. Aquí está la
perversidad del sistema. En efecto, igual que un drogadicto, la economía estadounidense es adicta a los
préstamos extranjeros. Es capaz de disfrutar de un nivel de vida mucho más alto del que tendría si tuviera que
utilizar sus propios ahorros para financiar su consumo. Estados Unidos vive del dinero prestado por el resto
del mundo en el Sistema Dólar. El déficit comercial estadounidense llega hoy a la increíble cifra de 500.000
millones de dólares y el dólar no se derrumba. ¿Por qué? Sólo en mayo y junio, el Banco de China y el Banco
de Japón ¡compraron 100.000 millones de dólares del Tesoro estadounidense y otras deudas del gobierno! aún
cuando el valor de esos bonos estaba bajando (Engdahl, 2003).
Tal análisis, de hace una década, no ha perdido vigencia. Al contrario, la situación se ha
agravado. Los datos actuales son alarmantes: los déficits fiscales acumulados suman una deuda
federal estadounidense de USD$ 16.5 billones (trillions), es decir, 105% del PIB estadounidense
de 2012 (en Grecia es del 150%, en México es del 26%). Pero la deuda total (que incluye la
deuda de los hogares, las empresas, los gobiernos estatales, los gobiernos municipales y, por
supuesto, la del gobierno federal, es de USD$ 58 billones (trillions). EE.UU. tendría que dedicar
íntegramente su PIB durante 4 años para pagar su deuda. El déficit comercial de EE.UU. con el
mundo es de USD $728 mil millones. Sólo el déficit comercial con China es de USD $317 mil
millones y las importaciones de petróleo son de USD $429 mil millones. Y se calcula que las
reservas chinas de dólares son de alrededor de USD $2 billones (trillions), de los USD$ 5.6
billones que están en manos extranjeras (datos de fuentes oficiales, recopilados en US Debt
Clock, 2013).
Si las naciones superavitarias desean seguir exportando y, por lo tanto, creciendo
económicamente, parecen no tener otra alternativa: deben venderle a EE.UU., deben aceptar
dólares recién impresos y deben utilizarlos para comprar bonos del tesoro financiando la
operación gubernamental de la superpotencia decadente. Mantener a la economía mundial
235
gravitando alrededor del dólar, ha implicado un conjunto de manipulaciones financieras (las
recurrentes «burbujas» como la punto.com y la de hipotecas subprime), subsidios encubiertos,
presiones políticas y diplomáticas, utilización de las instituciones globales como instrumentos de
imposición financiera y el recurso, cada vez más intenso, a la violencia geopolítica. La situación
es alarmante desde hace muchos años.
Esta absurda situación, que desafía a las leyes de la física (Al-Shibli, 2011), no podrá continuar
indefinidamente: las deudas estadounidenses no pueden crecer hasta el infinito mientras se
suceden crisis económicas que golpean a toda la economía mundial centrada en el dólar
(Biancheri, 2010). La crisis de 2008, cuyas causas últimas siguen sin atenderse, era previsible. No
sólo era: fue predicha por excelentes economistas, ninguno de los cuales fue incorporado por los
dirigentes políticos para solucionarla. Los mismos que fueron capaces de predecirla nos
previenen que una nueva crisis, aun mayor, sobrevendrá en el futuro (Süss, 2010)8. El
Laboratorio Europeo de Anticipación Política, desde 2006, ha venido anunciando que el sistema
financiero internacional, basado en el dólar, ha entrado en un callejón sin salida, cuyo único
resultado posible es el colapso de la moneda mundial vigente (LEAP, 2006 y 2013). ―El colapso
del dólar [se hace] más probable. La política del gobierno de EE.UU. de maximizar los déficit
presupuestario y comercial y la política de la Reserva Federal de monetizar el déficit
presupuestario y los activos fraudulentos de los grandes bancos en papel, hacen que el dólar se
dirija hacia su desaparición‖ (Roberts, 2011). El dólar colapsará inevitablemente en el futuro
histórico cercano y la generación actual lo vivirá como un auténtico «apocalipsis» (Paul, 2006;
Biancheri, 2010; Morgan, 2012 y 2013). No obstante, en escala de larga duración, será tan solo la
«crisis terminal» del período financiero del ciclo hegemónico estadounidense (Arrighi, 2007).
El último dique que «contiene» el colapso del dólar es el muro de los petrodólares. Un muro cada
vez más agrietado.
8 ―Curiosamente, todos los economistas que pronosticaron con buenos argumentos la crisis y que han sido
distinguidos por ello en las votaciones del Premio Revere se oponen también radicalmente ahora a las medidas de
austeridad y recortes de derechos sociales que están poniendo por obra los bancos centrales y unos gobiernos que
siguen asesorados por los mismos economistas neoliberales que no sólo no vieron venir la crisis, sino que hasta
cierto punto y en distinta medida fueron responsables de su estallido‖ (Süss, 2010). El economista más votado por
los economistas del mundo, como el que mejor predijo la crisis de 2008, fue Steve Keen de la Universidad de
Western Sydney, quien trabaja con un enfoque marxista.
236
La conformación del «muro de los petrodólares»
La expresión «muro de los petrodólares» (LEAP, 2011), quizás resulte insuficiente para describir
la compleja trama de vínculos e intereses entre EE.UU. y sus semiperiferias del golfo pérsico. Se
trata de un «muro» de petrodólares (petrodollars) en coalición con un de «muro» de armas-
dólares (weapondollars) cuyo conformación se remonta a principios de la década de 1970. Se
trata, nada menos, que del mecanismo «desacelerador» de la decadencia hegemónica
estadounidense y, consecuentemente, del pilar sobre el que se mantiene la mayor parte de la
estructura del orden mundial construido al finalizar la Segunda Guerra Mundial.
Un petrodólar es un dólar estadounidense (USD$) que es recibido por un productor de petróleo a
cambio de la venta de petróleo y que, posteriormente, es depositado en bancos occidentales. A
pesar de la simplicidad del arreglo de intercambio de dólares por petróleo, el «muro de los
petrodólares» es un sistema altamente complejo que no resulta sencillo de comprender para la
mayoría de la población (Robinson, 2012).
Debe comenzarse por recordar que, a principios de la década de 1970, el mundo vivió la primera
crisis económica después de 25 años de crecimiento económico constante. La explicación en
boga señalaba a los altos precios del petróleo (que pasó de USD$ 1 a USD$ 3 entre 1971 y 1973,
y de USD$ 3 a USD$ 12 sólo entre octubre y noviembre de 1973). Ello creó un fuerte desbalance
en el comercio internacional:
Los exportadores de petróleo tienen un excedente comercial estructural porque ellos no pueden incrementar
sus importaciones tan rápido como se incrementa el precio del petróleo. En consecuencia tiene que producirse
un déficit comercial en el resto del mundo. Si una nación importadora de petróleo intentara aumentar sus
exportaciones de modo que su cuenta comercial pudiera balancearse, ello simplemente cambiaría el déficit a
otra nación. Si cada nación intenta hacer lo mismo, ninguna podría tener éxito porque forzosamente se
produce un déficit. El resultado podría ser un daño al régimen del comercio internacional con una pérdida
neta en el bienestar de todos (Spiro, 1999: 2-3).
De una forma más alarmante, William Cassey, quien se desempeñó como subsecretario de Estado
para Relaciones Económicas de la administración Nixon, indicaba que una crisis de tal naturaleza
podría ―amenazar al mundo con un círculo vicioso de competencia, autarquía, rivalidad y
depresión tal como el que llevó al colapso del orden mundial en la década de 1930‖ (Cassey,
citado en Spiro, 1999: 3). En realidad el mejor referente para la situación mundial en 1973 era la
llamada «Gran Depresión» de 1873-1896, es decir, la crisis de rentabilidad («crisis señal») que
237
marcó el inicio de la decadencia hegemónica británica un siglo atrás. En aquella ocasión, la
competencia y la guerra de divisas (devaluaciones deliberadas para promover las exportaciones)
derivaron en una guerra de precios que hundió a la economía mundial en una crisis deflacionaria
(Arrighi, 2007). Con tal experiencia, EE.UU. debía intentar algo distinto para enfrentar la crisis
de rentabilidad que marcaba el inicio de su decadencia. Para entenderlo, debe contestarse: ¿por
qué subió de precio el petróleo después de casi 3 décadas de mantenerse estable en prácticamente
USD$ 1 por barril? Aunque quizás la pregunta correcta sea ¿por qué EE.UU. fue incapaz de (o
perdió la voluntad de, o dejo de convenirle) mantener un régimen de petróleo barato que
beneficiaba, sustancialmente, a todo el mundo?
Es de sobra conocido que, entre fines de 1973 y principios de 1974, la Organización de Países
Exportadores de Petróleo (OPEP), países predominantemente árabes, llevaron a cabo un
«embargo» petrolero contra EE.UU. y sus aliados de Europa Occidental por su apoyo a Israel
durante la guerra de Yom Kippur. Aunque el embargo, mediante la reducción de la producción,
podría «explicar» el incremento de USD$ 3 a USD$ 12, no explica el incremento anterior, ni
tampoco el aumento posterior (el petróleo llegó a casi USD$ 40 a principios de la década de
1980), ni mucho menos por qué EE.UU. (que tenía una amplia presencia militar en la región del
Golfo Pérsico) no tomó las medidas de fuerza necesarias para evitar el embargo. Mucho se ha
dicho que la OPEP se comportó como un cartel mafioso, que provocó una recesión mundial,
incluso que arrodilló a las economías de occidente (BBC, 2005). ¿No podría haberse evitado?
En primer lugar, debe destacarse el total desprecio con que las potencias centrales consumidoras
de petróleo, la prensa occidental y la misma CIA asumieron el surgimiento de la OPEP en 1960
(Laurent, 2006). Aunque en sus inicios la OPEP se sumergió en divisiones debido al total
alineamiento de Arabia Saudita con EE.UU., la guerra de los Seis Días en 1967 provocó que
surgiera el clamor en el mundo árabe por usar el petróleo como arma de presión política.
El éxito del régimen revolucionario libio en 1970 sentó un precedente esencial. En lugar de
expulsar a las corporaciones petroleras nacionalizando los recursos energéticos, Libia desarrolló
una inteligente estrategia de negociación: se enfocó en presionar a la corporación más débil y
dependiente de los pozos libios: Occidental Petroleum, obligándola a pagar USD$ 0.30 más de
impuesto por cada barril extraído, a cambio de poder quedarse operando en el país, lo que
provocó la consternación de las «Siete Hermanas» y mandó un importante mensaje a las
238
petromonarquías (Laurent, 2007). Inmediatamente después de estas negociaciones, representantes
de las corporaciones petroleras viajaron a Washington para entrevistarse con el presidente Nixon
en busca de respaldo político. El problema de fondo era las petromonarquías empezaban a
demandar una mayor porción de las ganancias petroleras y, tras una década de existencia de la
OPEP, no lo habían conseguido. Este «repentino poder» de las petromonarquías se derivaba de
un hecho geológico: en 1970 EE.UU. alcanzó su pico de petróleo convencional. Desde algunos
años antes se volvió un importador neto de petróleo y en 1980 Arabia Saudita lo desplazó como
mayor productor mundial (BP, 2014).
A principios de 1971 se reunieron las corporaciones petroleras con la OPEP en Teherán. Se
estableció un aumento generalizado del impuesto a la extracción de USD$ 0.30 por barril en
todos los países de la organización. Más de un analista indicó que allí se produjo el cambio de
mando del viejo «cártel» petrolero de las Siete Hermanas hacia el nuevo «cártel» de la OPEP.
Gadafi anunció, en 1973, que celebraría el cuarto aniversario de la revolución libia
nacionalizando a todas las compañías petroleras y deteniendo las exportaciones de crudo libio
hacia EE.UU. en protesta por el apoyo estadounidense a Israel. Richard Nixon, enredado en un
escándalo que lo obligó a renunciar en 1974, amenazó a Gadafi con un boicot occidental contra
Libia, pero el editorial de The New York Times del 7 de octubre de 1973 puso las cosas en su
sitio: ―¿Puede que el Presidente de EE.UU. todavía no haya comprendido el hecho dominante?
La cuestión no es si el petróleo [libio] encontrará mercados, sino si los mercados encontrarán
petróleo?‖ (The New York Times, 1973). El mismo 7 de octubre, las tropas de Egipto cruzaron el
canal de Suez y barrieron las posiciones de Israel al tiempo que Siria lanzaba un ataque en los
altos del Golán. Al día siguiente, en Viena, se realizó una nueva reunión de los representantes de
las corporaciones petroleras occidentales y los dirigentes de la OPEP, quienes impusieron
condiciones de extracción aún más severas. André Bernard, representante de Shell, señaló
respecto a dicha reunión:
De hecho, durante las 36 horas pasadas en Viena, no negociamos más que algunas horas con los países de la
OPEP. El resto del tiempo lo pasamos redactando y enviando telex para advertir a los Gobiernos de los países
consumidores y pidiéndoles directrices. No nos llegó ninguna respuesta, cosa extraña: en aquel momento el
mundo parecía completamente mudo y como golpeado por el estupor (citado en Laurent, 2007: 130).
¿Cómo pudo la situación estadounidense y occidental degradarse tan rápido?
239
Arabia Saudita, presionada por el sentimiento proárabe y antiisraelí, también amenazó a EE.UU.
con un embargo petrolero. Cuando se materializó el 20 de octubre, el embargo no tomó por
sorpresa a EE.UU. Como ha documentado fehacientemente Neff (1997) Arabia Saudita advirtió a
Washington sobre el boicot durante casi 8 meses, deseando no tener que llevarlo a cabo. Incluso,
el rey Faisal envió a su ministro de energía, quien no fue recibido por Nixon. Era imposible que
la casa de Saud no cumpliera con el boicot:
Si [el rey Faisal] no hubiera actuado, su régimen entero se habría puesto en grave peligro por una ola de
resentimiento que seguramente habría seguido. Tal como resultaron las cosas, su decisión de actuar le dio una
nueva imagen. Con este movimiento, el rey Faisal pasó de ser un «aliado reaccionario del imperialismo de
EE.UU.» a ser un líder nacionalista árabe, un desarrollo simbolizado por sus visitas triunfales a Egipto, Siria y
Jordania en 1974 y principios de 1975 (Szyliowicz y O'Neill, 1977).
La parálisis política de Nixon dejó muchas decisiones ejecutivas en manos del Secretario de
Estado, Henry Kissinger, quien respondió con una estrategia sorprendente. Consideró que
EE.UU. debería encontrar un camino ―para ganar un poco de tiempo para la ofensiva de Israel‖
(Kissinger citado en Neff, 1997). EE.UU. estaba ignorando deliberadamente la advertencia Saudí.
El 17 de octubre el crudo pasó de USD$ 4.90 a USD $8.25 por barril debido al inicio del
embargo libio y, el día 20, comenzaron el embargo y los recortes de producción sauditas,
seguidos casi de inmediato por Argelia, Bahrein, Kuwait, Qatar y los Emiratos recién unificados,
que se extendieron hasta marzo de 1974. Kissinger, maestro de ajedrez de la geopolítica mundial,
simplemente señaló ―Cometí un error […el embargo petrolero] incrementó nuestro desempleo y
contribuyó a la más profunda recesión que hemos tenido en el período de posguerra‖ (citado en
Neff, 1997).
De modo que, para solucionar su «error», Kissinger viajó a Riad para entrevistarse con el Rey
Faisal el 8 y 9 de noviembre de 1973, y volvió a la capital saudita el 14 de diciembre, el 2 de
marzo de 1974, el 9 de mayo y, junto con el Presidente Nixon, los días 14 y 15 de junio (US
Department of State, 2009), pocas semanas antes de la única dimisión presidencial en la historia
de EE.UU. Tales visitas fueron correspondidas por autoridades sauditas. El 8 de junio, durante la
visita del viceprimer ministro Saudí, Fahd bin Abd al Aziz, se firmó el Joint Statement on Saudi
Arabian-United States Cooperation (clasificado por el Departamento de Estado con la clave 26
UST 1689), que señala: ―Al término de la visita, su real alteza y el Secretario de Estado
acordaron lo siguiente: A. Establecer una Comisión Conjunta de Cooperación Económica. Esta
Comisión estará presidida por el Secretario del Tesoro de los Estados Unidos y por el Ministro de
240
Finanzas y Economía Nacional de Arabia Saudita‖ (Kissinger y Abd al Aziz, 1974: 3117-8). A
continuación se dedican 7 detallados párrafos para especificar la cooperación en términos de
industrialización, comercio, formación de personal especializado, agricultura y ciencia y
tecnología. Pero respecto a la cooperación financiera, únicamente se indica: ―El Departamento
del Tesoro de EE.UU. y el Ministerio de Arabia Saudita de Finanzas y Economía Nacional
considerarán la cooperación en el campo de las finanzas‖ (Kissinger y Abd al Aziz, 1974:3120),
para dar paso inmediatamente al acuerdo B, referente a la modernización de las fuerzas armadas
sauditas ―a la luz de los requerimientos de defensa del reino‖ (Kissinger y Abd al Aziz, 1974:
3120).
Después de las visitas mutuas en el primer semestre de 1974,
Arabia Saudita hizo elevar su producción [de petróleo] a los niveles anteriores, aunque siguió advirtiendo
sobre la necesidad de lograr una solución del conflicto árabe-israelí. Washington dio la bienvenida a estos
acontecimientos y una nueva relación con Arabia Saudita fue confirmada oficialmente a principios de abril de
1974, cuando ambos estados anunciaron un acuerdo para fortalecer la cooperación económica, tecnológica y
militar. […] el Departamento de Estado se esforzó en negar que EE.UU. estuviera participando en el tipo de
acuerdos bilaterales que había criticado de sus aliados en ocasiones anteriores (Szyliowicz y O'Neill, 1977).
En su obra clásica, Yergin (1991) realizó un análisis monumental de mil cables del Departamento
de Estado entre 1974 y 1981, obtenidos mediante la Freedom of Information Act. Yergin
concluyó que EE.UU., en su relación con Arabia Saudita, se opuso constantemente a los precios
altos de petróleo, pero nunca hizo nada sustancial para lograr que bajaran. Debe recordarse que,
entre 1971 y 1974, una de las mayores preocupaciones para el gobierno estadounidense era cómo
mantener la demanda mundial de dólares en un contexto en el que el dólar ya no estaba
respaldado en oro. Por ello
para mantener la demanda global de dólares, Washington creó el sistema de petrodólares. El primero en
ingresar a este arreglo fue Arabia Saudita. Los sauditas acordaron fijar el precio de todo su petróleo en dólares
e invertir algunos de sus beneficios en títulos del Tesoro de EE.UU. A cambio, EE.UU. proporcionaría armas
a los sauditas, junto con bases militares estadounidense para «proteger» los campos petroleros sauditas
(Robinson, 2012).
La parte no especificada en el Joint Statement on Saudi Arabian-United States Cooperation era el
acuerdo no escrito de reciclar los petrodólares, obtenidos por los sauditas y demás miembros de
la OPEP, en títulos del Tesoro estadounidense. EE.UU. había encontrado la fórmula para
mantener la hegemonía del dólar después de haberlo desanclado del oro: anclarlo al petróleo, lo
241
que le ha permitido en las últimas cuatro décadas «pilotar» su decadencia hegemónica. Una
investigación reciente encargada por el Congreso estadounidense, revela:
A raíz del embargo, funcionarios estadounidenses y sauditas trabajaron para volver a anclar la relación
bilateral sobre la base de una oposición compartida al comunismo y una renovada cooperación militar y
económica a través de iniciativas que promueven el reciclaje de los petrodólares de Arabia Saudita a los
Estados Unidos a través de la inversión saudita en infraestructura, expansión industrial y títulos
estadounidenses. (Blanchard, 2010).
Así surgió el «muro de los petrodólares», la base de toda la fortaleza geopolítica actual de
EE.UU., que pronto se tradujo en un paulatino incremento del caos geopolítico global (Amin,
1992) que se ha acelerado en las dos últimas décadas.
Si se parte del supuesto de que la prioridad para EE.UU. es que los grandes productores de crudo,
especialmente las petromonarquías, no abandonen el uso del dólar para las transacciones
comerciales de la commodity esencial de la economía mundial, se entiende fácilmente que para
que ello ocurra es necesario que se eleven los precios del petróleo, lo cual beneficia
simultáneamente a las petromonarquías y a las corporaciones petroleras, a costa de afectar
severamente el desempeño económico de prácticamente todas las economías industrializadas
cuya base energética es el petróleo. En principio, esto puede sonar absurdo dado que un petróleo
más caro afecta a todos, incluyendo a las empresas industriales estadounidenses9. Sólo
entendiendo el conjunto podrá comprenderse la irracionalidad de esta «racionalidad». En palabras
de Shakespere: aunque sea locura, tiene método.
Entre 1973 y 2003, el comportamiento del precio del petróleo y su relación con los inventarios
(consumo menos producción) fue completamente inverso a lo esperado de acuerdo con las
«leyes» de la oferta y la demanda. Teóricamente, un aumento de los inventarios se corresponde
con un exceso de oferta que, al inundar el mercado, llevaría a una caída de precios, y viceversa
(un alza de precios llevaría a una caída de los inventarios). Sin embargo, ―durante el masivo
9 No es casual que, a partir de la década de 1970, comenzó el proceso de desindustrialización de EE.UU. mediante el
outsourcing de sus empresas industriales hacia regiones de mano de obra barata, especialmente China. Aunque a
corto y mediano plazo ello ha representado, primero, un alivio y, después, enormes ganancias para las corporaciones
industriales estadounidenses, a largo plazo se está relevando como un terrible error para la economía nacional
estadounidense. El «desastre de la globalización» consiste en que ―los países occidentales redujeron su producción
sin realizar las correspondientes reducciones en su consumo. Fundamentalmente, lo que ocurrió es que puestos de
trabajo cualificados y bien remunerados se exportaron, el consumo aumentó y cada vez mayores cantidades de deuda
se utilizó para llenar el vacío. Esto es, por definición, insostenible. […] Lo que esto significa es que no es posible ni
deseable volver al mundo pre-2008 (Morgan, 2013).
242
incremento de precios de la década de 1970 y principios de la de 1980, los inventarios
aumentaron en lugar de caer; y cuando el precio del petróleo cayó durante la década de 1980, los
inventarios cayeron en lugar de crecer‖ (Bichler y Nitzan, 2004: 302). Lo anterior manifiesta una
pobre relación entre precio y escasez física en el período indicado. En realidad, los altos precios
entre 1973 y mediados de la década de 1980 correspondieron a una escasez «percibida» en Medio
Oriente. Desde 1973 se considera que la región está «bajo amenaza». Y, desde entonces,
realmente lo está. Medio Oriente ha sido la región más conflictiva y violenta a nivel mundial en
las últimas cuatro décadas.
Actualmente, Medio Oriente tiene casi el 48.1% de las reservas globales de petróleo, pero sólo
aporta el 32.6% de la producción global (BP, 2012). Siempre se ha afirmado que la región tiene
una capacidad productora muy superior a lo que efectivamente produce, manteniendo los precios
deliberadamente altos, de lo que se han beneficiado las monarquías árabes. Es probable que la
situación haya cambiado recientemente (como se analizará más adelante), pero puede afirmarse
que fue así hasta hace muy poco. La libertad para manipular la producción e incrementar su renta
petrolera fue el beneficio adquirido por las petromoarquías después de sus acuerdos con EE.UU.
en 1974 y 1975 (Laurent, 2006; Klare, 2008; Jones, 2011). El costo fue convertir a Medio Oriente
en la región más violenta el mundo. Que EE.UU. saliera de Vietnam en 1974 representó un duro
golpe para los contratistas de armamento del complejo militar industrial. Pero ese mismo año,
encontraron en Medio Oriente un nuevo mercado para su voluminosa producción. El acuerdo de
los petrodólares era, también, un acuerdo de armas-dólares.
La relativa importancia de las ventas [de armas a] Medio Oriente para los beneficios de las compañías de
armamento declinó un poco durante el fortalecimiento militar de Reagan a principios de la década de 1980.
Pero […] con la caída del comunismo, el Oriente Medio se convirtió una vez más en una importante fuente de
beneficios militares. Parece claro, por tanto, que renovar el conflicto en la región, particularmente con la
participación directa de EE.UU., es de mucho interés para los contratistas de armas (Bichler y Nitzan, 2004:
303).
Los conflictos regionales, la carrera armamentista en Medio Oriente y la protección de la mayor
reserva de petróleo mundial, han contribuido a crear una atmósfera permanente de «crisis del
petróleo», impulsando al alza, de forma casi constante, el precio del crudo. Los mayores precios
del petróleo se traducen en una mayor renta petrolera que permite financiar nuevas importaciones
de armas, produciéndose un ciclo constante de tensión, hostilidades, y, nuevos incrementos en el
precio del petróleo.
243
Bichler y Nitzan (2004) han demostrado cuantitativamente la estrecha relación entre el precio del
petróleo y la participación integrada de las corporaciones petroleras en los beneficios privados
globales netos. El coeficiente de correlación es de 0.80, considerado desde enero de 1974, y de
0.92 a partir de enero de 1979. De la misma forma, existe una estrecha relación entre el monto de
las exportaciones petroleras de la OPEP y el beneficio neto de las 5 mayores corporaciones
petroleras, con un coeficiente de correlación de 0.83, todo ello en un contexto de violencia
incrementada en Medio Oriente:
La posición de la OPEP en la cuestión de los conflictos es inherentemente esquizofrénica. Por un lado, el
conflicto pone en riesgo sus negocios petroleros. Por otro lado, desde el estrecho punto de vista de las
ganancias, el interés de los países productores de petróleo es más o menos el mismo que el de las compañías
petroleras. […] El significado de esta correlación es simple: los conflictos en Medio Oriente, a través de su
impacto sobre el precio del petróleo, ha funcionado para impulsar el ingreso de la OPEP tanto como ha
aumentado los beneficios de las compañías petroleras Bichler y Nitzan (2004: 306)
Si se observa la figura número 2, se detecta fácilmente que el nivel de conflicto geopolítico en
Medio Oriente ha pasado por 3 fases en las últimas décadas. Gran inestabilidad entre 1973 y
1985, estabilidad relativa entre 1986 y 2000 (sólo interrumpida por la invasión de Iraq a Kuwait y
la Segunda Guerra del Golfo) y un nuevo período de gran inestabilidad a partir de 2001. También
resulta fácil percibir un período de intensa elevación del precio del petróleo hasta 1981 y su
descenso hasta 1985, un segundo período de precios relativamente bajos hasta 2000, y un
incremento constante de precios a partir de 2001.
Figura 2. Precio del petróleo y estabilidad geopolítica en Medio Oriente.
Fuente: Elaboración propia con base en datos de la Energy Information Administration (2013).
244
La visión prevaleciente, popular entre analistas de izquierda y derecha, es que las invasiones de EE.UU. sobre
Afganistán e Iraq son parte de una gran estrategia cuya meta es alcanzar el control directo sobre las reservas
de petróleo de la región. Esta perspectiva puede ser cierta. Pero controlar las reservas de la región no hará, en
sí mismo, a las compañías petroleras más ricas (Bichler y Nitzan, 2004: 303).
El objetivo de la Administración Bush al «incendiar» la región a partir de 2001 era,
simultáneamente, beneficiar a las compañías petroleras con las cuáles él, su vicepresidente y la
mayor parte de su gabinete estaban directamente involucrados (Klare, 2003; Harvey, 2003). Pero
otro objetivo, mucho más importante para el estado norteamericano, era la preservación del
«muro de los petrodólares».
El segundo objetivo es mucho más difícil de conseguir que el primero. Las corporaciones
petroleras y los países de la OPEP se benefician de los precios altos del petróleo, pero ello afecta
el desempeño económico de los grandes consumidores de energía. Adicionalmente, muchos
productores consideran que la continua devaluación del dólar (frente a otras divisas, pero
especialmente frente al oro), no es suficientemente compensada por la elevación de los precios.
En los últimos 10 años ha habido alarmantes señales de que muchos de los principales
productores (Iraq, Irán, Venezuela, Arabia Saudita, Rusia) y consumidores de petróleo (China,
India, Alemania, Francia, Brasil), que son también grandes potencias, no desean seguir utilizando
el dólar para los intercambios petroleros (Sánchez, 2005; Paul, 2006; Clark, 2007; Fisk, 2009).
Antonio Sánchez Pereyra realizó un análisis preciso de esta situación para el caso de la invasión
estadounidense a Iraq:
El 24 de septiembre de 2000 el gobierno de Saddam Hussein tomó una decisión que coadyuvó para sellar su
fatal destino: optó por denominar sus exportaciones de petróleo en euros en lugar de dólares. El 27 de octubre
la ONU aceptó estudiar la propuesta y ofreció dar una respuesta en tres meses. Los iraquíes habían
amenazado con suspender sus exportaciones petroleras en caso de recibir una respuesta negativa, unos 2,3
millones de barriles diarios […] Hussein se mostró inamovible […] Finalmente, la ONU accedió a dar su
autorización el 31 de octubre. Con esta decisión se certificaba el nacimiento oficial del «petroeuro», fruto del
patrocinio de un dictador y una Francia alcahueta, encargada de favorecer la posición iraquí en el Consejo de
Seguridad (Sánchez, 2005: 383).
El verdadero objetivo de EE.UU. al invadir Iraq no era tanto «apropiarse» del petróleo iraquí
como «redolarizarlo». Lo que Hussein estaba haciendo al desdolarizar su petróleo era disparar un
auténtico misil financiero contra el «muro de los petrodólares». Por ello, desde los primeros días
de la administración Bush, el primer punto de la agenda era el derrocamiento de Saddam Hussein,
como descubrió el sorprendido Paul O'Neill, Secretario del Tesoro durante los dos primeros años
de la presidencia de G.W. Bush (Suskind, 2004). De modo que, sin importar cuánta oposición
245
hubo en contra de ella, era imposible (en términos de funcionamiento global y de larga duración
del Sistema-Mundo Moderno) impedir la guerra contra Iraq (Wallerstein, 2003). Pero derrocar a
Hussein no fue suficiente:
El mensaje de Bagdad no pasó desapercibido para Irán, importante exportador de petróleo castigado con
sanciones económicas por parte de Washington e incluido también en el satanizado ―eje del mal‖. Teherán se
hizo eco de la idea de percibir al euro como una oportunidad para que Irán e Iraq, junto con los principales
productores de petróleo en el mundo, incluyendo a la Venezuela de Hugo Chávez, desataran una estampida
contra el dólar a partir del cambio en la cotización del petróleo en euros (Sánchez, 2005: 384).
A fines de 2001, el embajador de Venezuela en Rusia habló de la intención de su país de cambiar
al Euro para todas sus ventas de petróleo (Paul, 2006). En abril de 2002, el presidente Chávez fue
secuestrado durante 3 días por miembros del ejército en un fallido golpe de estado que, en el
mejor de los casos, era conocido por la CIA (Forero, 2004) y, en el peor, fue planificado por la
oposición interna con apoyo de la inteligencia estadounidense (Golinger, 2004).
En junio de 2003, trascendió que Irán ya comercializaba su gas y petróleo exportado a Europa en euros. El
vicegobernador del banco central iraní, Mohammed Jaffar Mojarrad, puso de manifiesto la conveniencia
económica de dicha medida puesto que ha evitado que su país vea mermados sus ingresos debido a los efectos
de un dólar devaluado. Además, Irán se ha convertido en un activo promotor de la moneda única europea. En
el seno de la Unión de Compensación Asiática (Asian Clearing Union, ACU), organismo conformado por los
representantes de los bancos centrales de ocho países del sur de Asia -Blangadesh, Bután, India, Irán,
Myanmar, Nepal, Pakistán y Sri Lanka- la representación iraní ofreció vender su petróleo en términos
referenciales a otros miembros de la Unión, con la condición de que los pagos se efectuaran en euros
(Sánchez, 2005: 385-6).
Son numerosos los análisis que concluyen que las amenazas de guerra contra Irán están
profundamente vinculadas con la promoción iraní del abandono del dólar en la comercialización
del petróleo (Gokay, 2005; Hensman, 2007; Clark, 2007).
Más recientemente, el conflicto en Ucrania y el distanciamiento político entre Rusia y la mayor
parte de Europa se han posicionado como la amenaza mayor al «muro de los petrodólares», dado
que ahora el mayor productor mundial de energía (Rusia) y el mayor importador de energía
(China) han decidido abandonar el dólar en sus transacciones. De ese nivel es la amenaza
representada por la propuesta de Putin de una Unión Euroasiática que llegase a incluir a otros
miembros y observadores de la Organización de Cooperación de Shangai (incluidos Irán y la
India).
Los dirigentes estadounidenses son perfectamente conscientes de la dimensión de la amenaza que
representa el abandono del dólar en la comercialización del petróleo. Una vez destruido el «muro
246
de los petrodólares», EE.UU. no podrá gestionar su decadencia hegemónica a través del
«señoreaje internacional» del dólar. Por ejemplo, los casi 9 millones de barriles de petróleo que
EE.UU. importa diariamente tendrían que ser pagados, en el mejor de los casos, con una moneda
(cualquiera que fuera) que EE.UU. no puede imprimir. En el peor de los casos tendría que ser
pagados con oro (Biancheri, 2010). Está visto, tras los monumentales rescates bancarios y
programas de estímulo económico post 2008, que la Reserva Federal puede hacer casi cualquier
cosa, pero no puede, por ejemplo, imprimir Euros u otra moneda distinta al dólar. Si el petróleo
se comercializara en Euros, a precio del día de hoy, EE.UU. tendría que desembolsar más de 800
millones de Euros (que no tiene ni puede imprimir) diariamente para garantizar su abasto
energético. Considerando todo lo anterior, las petromonarquías resultan vitales para el
mantenimiento del poderío estadounidense.
Debe destacarse que, a raíz de la elevación del precio del petróleo en la década de 1970, se
produjo una escisión en el mundo árabe como periferia del Sistema-Mundo Moderno. Tras
realizar un cálculo de los patrones de intercambio desigual (―el mecanismo determinante de la
economía mundial‖ [Tausch, 2003: 28]), se observa que las pérdidas anuales sufridas por los
países musulmanes en la economía-mundo capitalista son enormes, aunque no tanto como las
pérdidas de África subsahariana, el sur de Asia, Centroamérica y Europa Oriental. Ello lleva a
Tausch a concluir que:
El intercambio desigual es más fuerte en la periferia y más débil en los centros, con la semiperiferia
mostrando niveles medios de exposición al intercambio desigual. Nuestro mapa de este fenómeno […]
claramente muestra que la mayor parte del mundo árabe es típicamente parte de la semiperiferia‖ (Tausch,
2003: 29).
Pero, al revisar detalladamente el mapa, lo que en realidad se observa es que el intercambio
desigual sigue siendo muy elevado para los países árabes no petroleros (Siria, Jordania, Yemen,
Egipto y Túnez) que permanecen como periferias, pero en cambio es bajo o nulo para las
petromonarquías del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) que son los países árabes que son
parte de la semiperiferia. No hay datos disponibles para Libia ni Iraq.
La necesidad de asegurar el control de las mayores reservas de petróleo, la credibilidad de su
moneda como divisa mundial anclándola a la commodity más importante del comercio
internacional y el control militar de una de las zonas geoestratégicamente más importantes del
planeta, ha llevado a EE.UU. a profundizar una estrategia iniciada en la década de 1970, de la que
247
poco puede enorgullecerse: respaldar a diversas corrientes ultraconservadores del islam más
retrógrado y antiprogresista a cambio de neutralizar los proyectos democratizantes (nacionalistas-
desarrollistas) que podrían ayudar al mundo árabe a superar su condición de periferia
subdesarrollada y pobre (Túnez, Egipto, Yemen, etc.) o su condición de semiperiferia
políticamente subordinada (las petromonarquías del Consejo de Cooperación del golfo).
No obstante, el mayor problema es que la región de Medio Oriente está fuera de control, como lo
ha dejado patente el surgimiento del Estado Islámico, la interminable Guerra Civil en Siria, el
recrudecimiento de la violencia de Israel contra los Palestinos, el aumento de la rivalidad entre
Irán y Arabia Saudita, la degradación de la situación de EE.UU. en Afganistán y el colapso
catabólico en curso de Egipto y Yemen. Medio Oriente será barrido por una «tormenta de fuego».
Las viejas alianzas se romperán, llegarán nuevos estados (como China y Rusia) a «vender»
protección y el «muro de los petrodólares» reventará, llevando a EE.UU. a un trágico desenlace.
Pero ahí no terminará todo. Así se cerrará el «ciclo hegemónico» de EE.UU. Después de ello,
proseguirá la disolución del capitalismo como sistema histórico.
Tendencias seculares
Las tendencias seculares han llevado a un incremento de los costos de producción de la
economía-mundo capitalista, lo que representa la causa central de las recurrentes crisis
económicas de las últimas décadas, al menos desde el inicio de la crisis estructural a principios de
la década de 1970. Tales tendencias seculares son las que, finalmente, llevarán al colapso del
sistema, con el desenlace de su crisis estructural antes de 2050, según el pronóstico de
Wallerstein (1995). Considerando la velocidad con que ha evolucionado muchos vectores
críticos, es perfectamente previsible que el colapso del sistema ocurrirá mucho antes. 2050 es una
fecha excesivamente optimista.
Es fundamental distinguir entre la «crisis terminal» del ciclo hegemónico en curso
(estadounidense) y el desenlace de la crisis estructural del sistema-mundo moderno, aunque por
su cercanía temporal, en una escala de larga duración, parecerá que ocurrirán simultáneamente.10
10
El desarrollo conceptual, teórico y prospectivo de las tendencias seculares ha sido trabajado en Wallerstein, 1995,
1998 y 1999. Puede verse un análisis más profundo de cada uno de los vectores institucionales analizados a largo
248
No obstante, parece perfectamente plausible que el sistema-mundo moderno sobrevivirá algún
tiempo tras la «crisis-terminal» de la hegemonía estadounidense, lo cual no significa que habrá
una «nueva hegemonía». No existen condiciones materiales (energéticas, de recursos naturales,
territoriales, etc.) para una nueva ronda de expansión material (una nueva fase D-M-D‘ de un
CSA) que ofrezca la base de acumulación necesaria para un nuevo ciclo hegemónico. El sistema-
mundo moderno no se extinguirá en las condiciones plácidas de «paz, estabilidad y legitimación»
de un orden hegemónico, sino en las condiciones caóticas y violentas de una competencia
irrestricta (económica y geopolítica) por los recursos menguantes de un planeta saturado y
exprimido. A tal situación nos conducen las tendencias seculares del sistema.
Para comprender la primera y más compleja de las tendencias seculares, la democratización,
deben comprenderse las sucesivas necesidades sistémicas de funcionalidad, estabilidad y
legitimación creadas, grosso modo, entre 1500 y 1800.
1) La funcionalidad fue el primer atributo en consolidarse y se logró desde el siglo XV con la
conformación de las cadenas transnacionales mercancías que inauguraron el mercado mundial. El
Sistema-Mundo Moderno fue, antes que nada, una economía-mundo capitalista. 2)
Posteriormente se consolidó la estabilidad, lograda en Westfalia de 1648. El Sistema-Mundo
Moderno fue, en segundo lugar, un sistema internacional de estados que se ha expandido y
contraído (por medio de olas de colonización y descolonización) y se ha reestructurado a fondo
(particularmente después de Viena, en 1815, y San Francisco, en 1945), mostrando ser
formidablemente resistente pese a sus profundas crisis sociopolíticas y militares posteriores a las
declinaciones hegemónicas. 3) Finalmente, se consolidó la legitimidad, por medio de un tortuoso
camino iniciado con la Revolución Francesa (1789) y concluido, grosso modo, con la Revolución
Rusa (1917). El Sistema-Mundo Moderno fue, en tercer lugar, una geocultura11
, una civilización
en sentido estricto (Wallerstein, 1991b).
plazo (el sistema interestatal, la producción, la fuerza de trabajo, el bienestar humano, la cohesión social de los
estados y las estructuras de conocimiento) en Wallerstein y Hopkins [Edits.] (1996). Hay versión al castellano de los
dos últimos capítulos de dicho libro en Wallerstein (1999b). Más recientemente, Wallerstein ha explicado la crisis
iniciada en 2008, en el contexto de las tendencias seculares, en diversos artículos, conferencias y commentaries
publicados en el Fernand Braudel Center: Wallerstein, 2008, 2009, 2010, 2011c y 2012.
11 He discutido y profundizado los argumentos de Wallerstein sobre el Liberalismo como geocultura legitimadora del
Sistema-Mundo Moderno, en Arellanes, 2002 (Capítulo 8. El fin del sueño liberal. Crisis de legitimación). A
continuación se presentará una apretada síntesis de este complejo planteamiento.
249
La legitimación del sistema se logró mediante la creación de una geocultura liberal centrista que,
además de mediar y minimizar el conflicto entre la izquierda revolucionaria y la derecha
conservadora, proporcionó la base material para la «domesticación» tanto de: a) las «clases
peligrosas», en la lucha de clases al interior de cada Estado; como de b) la ideología y los
proyectos de desarrollo nacional, en la competencia interestatal entre centros y periferias al
interior del sistema. Sin embargo, la vida «legítima» del sistema fue muy breve: sólo la parte
central del siglo XX (entre 1917 y 1989). La geocultura liberal fue un instrumento
impresionantemente eficiente a la vez que terriblemente engañoso. Compartió una generosa
porción del excedente mundial a una minoría privilegiada ampliada (los hombres blancos de los
estados centrales que pasaron a constituir una «aristocracia proletaria»), al tiempo que desarrolló
un sistema de exclusión basado en el racismo, el machismo y el nacionalismo, dejando fuera de la
distribución de beneficios al 80% de la humanidad (mujeres, grupos étnicos no blancos y pueblos
de los estados periféricos). La geocultura liberal fue extraordinariamente eficiente en ofrecer
esperanzas de que, en el futuro, mejorarían las condiciones de vida de la mayoría (Wallerstein,
1995 y 2011).
La geocultura liberal, entendida como el proyecto político global que renunció a cuestionar la
lógica de acumulación de capital en nombre del «desarrollo» y del «crecimiento económico» para
generar beneficios que después serían redistribuidos por los estados, logró que las «clases
peligrosas» renunciaran a la revolución (entendida como «destrucción» o enfrentamiento radical
con el sistema) en nombre de proyectos reformistas de desarrollo nacional. Sorprendentemente,
fue en el «mundo socialista» donde las premisas de la geocultura liberal alcanzaron su mayor
éxito (Wallerstein, Hopkins y Arrighi, 1998).
La geocultura liberal como «proyectos de desarrollo nacional», tuvo numerosas expresiones: el
populismo en Latinoamérica, el socialismo en la semiperiferia (URSS/China y Europa Oriental),
el nacionalismo árabe, el desarrollismo asiático, los movimientos de liberación nacional en África
y, por supuesto, los pactos keynesianos en los estados centrales (New Deal en EE.UU., estado de
bienestar en Europa Occidental, Japón, Canadá y Australia). Entre 1917 y 1989 el Sistema-
Mundo Moderno vivió la «era del desarrollo nacional». Si se considera en términos globales, al
finalizar la Segunda Guerra Mundial, la «izquierda» (en sus diversas manifestaciones) gobernaba
la mayoría de los estados del sistema (Wallerstein, 1995; Amin, 1996).
250
La geocultura liberal fue cuestionada por la revolución sociocultural mundial de 1968, cuya
crítica radical no sólo se dirigió contra el «capitalismo» stricto sensu, sino contra la «izquierda»
(reformista, nacionalista y socialista) que, después de tomar el poder estatal (en el centro, la
periferia y la semiperiferia) fue incapaz de «cambiar el mundo» y aliviar la pasmosa polarización
humana entre géneros, etnias, pueblos y clases. Pero la explosión de 1968 no bastó para liquidar
la geocultura liberal: fueron necesarias las «dulces dosis de mercurio y cromo» de los programas
neoliberales, desplegados a lo largo de las últimas cuatro décadas, para desmontar los «proyectos
de desarrollo nacional» en nombre de la «globalización». Cuando en 1989 se derrumbó el Muro
de Berlín, las celebraciones por la «victoria» estadounidense en la «Guerra Fría», no permitieron
comprender que, en realidad, estaba muriendo la ideología del desarrollo nacional que había dado
estabilidad política al sistema durante la mayor parte del siglo XX (Wallerstein, Hopkins y
Arrighi, 1998). Con ella moría también la legitimidad del sistema ante las clases desposeídas:
La contradicción interna de la ideología liberal es total. Si todos los seres humanos tienen los mismos
derechos, y todos los pueblos tienen los mismos derechos, no podemos mantener el tipo de sistema
desigualitario que la economía-mundo capitalista siempre ha sido y siempre será. Pero si se admite esto
abiertamente, la economía-mundo capitalista no tendrá legitimación a los ojos de las clases desposeídas. Y un
sistema que no tiene legitimación no sobrevive. La crisis es total, el dilema es total (Wallerstein, 1995: 163).
El período de 1970 a 2008 vio morir la legitimidad del sistema que empezó a construirse en
tiempos de la revolución francesa. El consenso liberal, construido a lo largo del siglo XIX
(Wallerstein, 2011) y dominante en el siglo XX, ya no estará presente en el siglo XXI. Ahora el
Sistema-Mundo Moderno enfrenta la crisis de los estados, ya no como «ideología» de desarrollo,
sino como instituciones económicas esenciales para su funcionamiento y estabilidad. Los estados
enfrentan ahora un desafío que los rebasa. ―Los estados ya no pueden cumplir su función como
mecanismo de ajuste. La democratización del mundo y la crisis ecológica han cargado con un
nivel imposible de demandas a las estructuras estatales, que están todas padeciendo una crisis
fiscal‖, escribió Wallerstein (1999: 38) nueve años antes de la crisis de 2008. Ahora, a la carga
fiscal de los estados, debe agregarse el costo de «rescatar» la locura financiera de las últimas
décadas. Los estados han quedado sumergidos en deudas impagables (Morgan, 2013).
El resultado es que el Sistema-Mundo Moderno está regresando, en la década de 2010, a los
niveles de polarización y de inestabilidad social anteriores a la Revolución Francesa. Agotado el
soborno liberal, se acabó el consenso. Puede pensarse que el sistema pudo expandirse durante tres
siglos (grosso modo de 1500 a 1800) sin geocultura legitimadora, así que podría continuar sin
251
ella, por medio de la fuerza. ―Pero la fuerza sola, como sabemos por lo menos desde Maquiavelo,
no permite a las estructuras políticas sobrevivir mucho tiempo‖. (Wallerstein, 1995: 241). Esto no
es ninguna exageración.
Por un lado, hay un poderoso llamado político a la «austeridad», [que] significa recortar los beneficios
existentes (como las pensiones, el nivel de asistencia en salud, los gastos en educación) y recortar también el
papel que tienen los gobiernos en garantizar estos beneficios. Si casi toda la gente tiene menos, obviamente
gasta menos. La gente que vende encuentra menos gente que compra –es decir, menos demanda efectiva. Así,
la producción se hace menos rentable y los gobiernos son más pobres [porque recaudan menos]. Es un círculo
vicioso y no hay un modo fácil o aceptable para salirse. Tal vez no hay ninguna salida. Esto es lo que hemos
llamado la crisis estructural de la economía-mundo capitalista (Wallerstein, 2012).
Hace 200 años, a fortiori antes, no existía el «virus» de la democracia que hoy está diseminado
por todo el planeta. Las «masas» desposeídas saben que tienen derechos, aunque ello no se refleje
en su calidad de vida. Resulta ingenuamente optimista pensar que no reaccionarán con diversos
niveles de descontento y violencia contra una realidad que consideran ilegítima. Pero no se
manifestarán contra el Sistema-Mundo Moderno sino contra los estados de los que forman parte.
Antes de devenir en una revuelta global, la rebelión se manifestará como «crisis de
gobernabilidad» en estados específicos, que cada vez están siendo más y cada vez serán más. A la
deslegitimación del sistema se suma la crisis económica y se obtiene un resultado explosivo:
Cuando se estanca la economía-mundo y el desempleo real se expande […] el «pastel» total se encoge. La
cuestión entonces resulta ser quién cargará el peso del encogimiento –dentro de cada país y entre países. La
lucha de clases se torna aguda y tarde o temprano conduce a un conflicto abierto en las calles. Esto es lo que
ha estado ocurriendo en el sistema-mundo desde la década de 1970 y del modo más dramático desde 2007.
Hasta ahora, el estrato más alto (el «uno por ciento») se ha aferrado a su tajada, de hecho la ha incrementado.
Esto necesariamente significa que la tajada del «99 por ciento» se ha encogido (Wallerstein, 2012b).
En este contexto deben entenderse los movimientos ciudadanos en Grecia, España, Italia,
Portugal y Estados Unidos, los movimientos estudiantiles en Chile, Alemania, Canadá y México,
las revueltas por hambre en África, el Caribe y el Sur de Asia y, por supuesto, la Primavera Árabe
en Medio Oriente y el Norte de África.
El hecho es que el mundo está apenas en el inicio de una depresión que durará bastante y que se pondrá
mucho peor de lo que es ahora. El asunto inmediato para los gobiernos no es cómo recuperarnos, sino cómo
sobrevivir al creciente enojo popular que, sin excepción, enfrentan todos (Wallerstein, 2009).
La revolución está de regreso. Fukuyama y su simplismo del «fin de la historia», anunciado tras
el colapso del comunismo en Rusia y Europa Oriental, se contempla en toda su ridícula
dimensión. Esta condición es a la que Z. Brzezinski, un geoestratega de la élite global, llama «el
despertar político global»:
252
En el siglo XXI, la población de buena parte del mundo en vías de desarrollo se está movilizando
políticamente. Es una población consciente como nunca de las injusticias sociales y molesta con las
privaciones y la falta de dignidad personal que ha tenido que padecer. El acceso casi universal a la radio, la
televisión e internet está creando una comunidad de envidias y rencores compartidos que trasciende las
fronteras de los Estados soberanos (Brzezinski, 2008: 266).
Poco después, escribió:
Los mayores poderes mundiales, viejos y nuevos [las potencias de Occidente y a las potencias ascendentes de
Asia], enfrentan una nueva realidad: mientras la letalidad de su poder militar es más grande que nunca, su
capacidad para imponer el control sobre las masas políticamente despiertas está en un mínimo histórico. Para
dejarlo en claro: antes era más fácil controlar un millón de personas que matar físicamente a un millón de
personas. Hoy es infinitamente más fácil matar a un millón de personas que controlar a un millón de personas
(Brzezinski, 2009: 54).
La guerra contra el terrorismo es una pantalla de humo. Los grandes estrategas del status quo
saben perfectamente que el verdadero desafío a la gobernanza global del sistema es cómo
controlar este masivo «despertar político global» en el contexto de la triple crisis (energética,
climática y alimentaria). La lucha de las masas desposeídas contra la élite privilegiada, en
ausencia de una clase media (ya casi extinta por casi cuatro décadas de neoliberalismo) que
minimice el conflicto, y con una disponibilidad energética y de recursos naturales en caída libre,
promete convertirse en la lucha central del siglo XXI y el resultado es de pronóstico reservado:
A medida que la economía mundial choca contra los límites de la deuda y los recursos, más y más países
responden intentando salvar lo que, en realidad, son sus elementos más prescindibles —los bancos corruptos e
insolventes y los gastos militares inflados— mientras dejan languidecer a la mayoría de su población en la
«austeridad». El resultado, previsiblemente, será un levantamiento mundial. El actual conjunto de condiciones
y respuestas llevará, más pronto o más tarde, a levantamientos sociales y políticos —y a un colapso de la
infraestructura de soporte de la que dependen miles de millones para su supervivencia— (Heinberg, 2012).
La segunda y la tercera tendencias seculares son la proletarización/urbanización (que está
disminuyendo la disponibilidad de mano de obra semiproletarizada en la periferia), y la brecha
demográfica entre el centro y la periferia. Ambas reforzarán la primera tendencia. El resultado
más evidente de la combinación de ambas tendencias seculares es la inversión de poder global en
detrimento de «Occidente» y a favor de «Oriente». Se trata de una tendencia secular que rebasa
los límites temporales del Sistema-Mundo Moderno.
En 1776, pleno de entusiasmo acerca de las bondades del comercio internacional, Adam Smith
escribió:
El beneficio comercial que podían haber obtenido los nativos de las Indias orientales y occidentales como
consecuencia de esos acontecimientos [la colonización] se han perdido y hundido en los terribles infortunios
que han ocasionado […] En la época del descubrimiento era tan superior la fuerza de los europeos que,
253
valiéndose de la impunidad que ésta les confería, pudieron cometer toda clase de injusticias en aquellos
remotos países. Es posible que en lo sucesivo los habitantes de aquellas regiones aumenten sus fuerzas o que
se debiliten las europeas, y que los habitantes de todas las partes del mundo puedan alcanzar aquel nivel de
valor y fuerza que, inspirando a todos un temor recíproco, obligue a todas las naciones independientes a una
especie de respeto mutuo (Smith, A., citado en Arrighi, 2007: 11).
¿Qué es lo que ha hecho posible que esa ―especie de respeto mutuo‖ haya sido aplastada por las
relaciones internacionales de dominio que han caracterizado a la modernidad capitalista? La idea
de Wallerstein de que ―la fuerza sola, como sabemos por lo menos desde Maquiavelo, no permite
a las estructuras políticas sobrevivir mucho tiempo‖ (Wallerstein, 1995: 241) no hace referencia
exclusivamente a la posibilidad de legitimar la dominación. El dominio puede mantenerse no sólo
por medio de la legitimación: también puede mantenerse por la fuerza, pero ello a su vez
demanda una revolución tecnológica y geoestratégica permanente que mantenga las diferencias
de poder entre dominadores y dominados. Como ha demostrado brillantemente Headrick (2010),
no hay ninguna ventaja tecnológica-militar que sea eterna: las tecnologías son replicables y la
eficiencia de las estrategias se topan con límites (geográficos, económicos, políticos y
termodinámicos). Ahora mismo está en entredicho la política que ha «contenido» la proliferación
nuclear y el dique podría desbordarse (Wallerstein, 2014). Finalmente, en un mundo globalizado,
no hay forma de evitar la difusión de conocimientos y tecnologías. El poder basado en tales
ventajas no puede ser eterno.
La superioridad tecnológica y geopolítica de las potencias centrales europeas sobre los pueblos
colonizados era tan abrumadora en el origen del Sistema-Mundo Moderno que «Occidente»12
no
reflexionó seriamente acerca de la fuente de su poder. Las explicaciones «deterministas»
(geográficas o biológicas) y «esencialistas» (culturalistas o filosóficas), desde el siglo XV hasta
bien entrado el siglo XX, ofrecían una narrativa autocomplaciente según la cual la superioridad
de «Occidente» era innata: estaba predestinado a la imposición de sus valores sobre el resto del
mundo como resultado de un proceso «lógico» o «natural» dado el carácter «universal» de su
cultura13
. Según tales narrativas autocomplacientes, la expansión de «Occidente» no sólo ha
resultado benéfica sino también inevitable.
12
El entrecomillado hace referencia a que la denominación geográfica resulta del todo inexacta. Con precisión
geopolítica debe hablarse de las potencias centrales del sistema-mundo localizadas en el Atlántico Norte.
13 Ha existido, en palabras de Dussel (1998), una incapacidad manifiesta para comprender la particularidad empírica
de la cultura europea. De forma aún más precisa, Amín (1989) demostró la diferencia entre la cultura «europea» y la
254
Esta argumentación subyace de forma implícita en prácticamente toda la historiografía moderna
que se ha escrito desde mediados del siglo XIX, es decir, a partir de que «Occidente» pudo
someter económica y/o militarmente a todo el planeta (incluyendo las altas civilizaciones
asiáticas) y el Sistema-Mundo Moderno se hizo global, por lo que debe considerarse el paradigma
dominante. Desde finales de la década de 1980 y a lo largo de la década de 1990, un sinnúmero
de obras (por ejemplo: Bernal, 1987; Amin, 1989; Abu-Lughod, 1989; Frank, 1998; Dussel,
1998, etc.) lanzaron un ataque frontal contra la interpretación eurocéntrica de la historia moderna.
El ataque al paradigma dominante fue tan severo que, después de más de un siglo, se volvió a
argumentar la superioridad occidental «innata» en forma explícita (Landes, 1998), lo que sólo
sirvió para revelar la debilidad científica de dicho paradigma: para defender los argumentos
eurocéntricos de una superioridad innata, Landes tuvo que recurrir a las viejas argumentaciones
(Adam Smith, Max Weber, Karl Wittfogel) las cuáles han sido desmontadas por los críticos del
eurocentrismo por su escaso valor científico y su gran peso ideológico. En la primera década del
siglo XXI los argumentos anti-eurocéntricos se han fortalecido notablemente sobre la base de
rigurosas investigaciones: Pomeranz, 2000; Hobson, 2004; Arrighi, 2007; Turchin y Nefedov,
2009; Fernández-Armesto, 2010.
Las ventajas de «Occidente» nunca fueron innatas, fueron mundanamente materiales e
históricamente acumuladas. De hecho, no sólo no fueron innatas: ni siquiera fueron estrictamente
occidentales. Se trata de ventajas euroasiáticas (y predominantemente asiáticas más que
europeas) desarrolladas a lo largo de un extenso periodo que comenzó desde el final de la última
glaciación (Diamond, 1997). Las razones por las que Europa, y no Asia, capitalizó tales ventajas
colonizando América, resultan de una mezcla de oportunismo, desesperación y azar (Wallerstein,
1992; Dussel, 1998; Fernández-Armesto, 2010). No hay nada predestinado ni inevitable en el
surgimiento del Sistema-Mundo Moderno.
A partir de 1500 y hasta 1800 (incluso hasta 1900, considerando la relación entre el centro
europeo y la periferia latinoamericana, asiática y africana), el sistema pudo acumular capital sin
mayor problema, aun careciendo de cualquier legitimidad, debido a la enorme diferencia de poder
derivada de la superioridad tecnológica y militar europea (Headrick, 2010). Desde la primera
cultura propiamente «moderna» construida por la civilización capitalista. En sentido estricto, la cultura «europea»
también fue aplastada por la cultura «capitalista» como lo fueron las culturas de los pueblos colonizados.
255
mitad del siglo XX, la inversión en la relación de fuerzas entre Asia y Europa/Norteamérica se
perfila como el hecho fundamental de la disolución del sistema-mundo moderno (Arrighi, 2007).
El tema central del análisis geopolítico, en el presente y para los próximos años, es el inevitable
advenimiento de un mundo multipolar. Todo ello en ausencia de una geocultura legitimadora.
Un par de imágenes manifiesta el progresivo, inevitable e irreversible regreso del poder mundial
desde el Atlántico Norte hacia el Pacífico Asiático, no como hegemonía de la modernidad
capitalista, sino como núcleo civilizatorio.
La primera imagen muestra la localización del centro económico de gravedad de la Tierra desde
el inicio de nuestra era hasta 2025. A partir de 1820, con la revolución industrial, comenzó el
acelerado desplazamiento del centro económico de gravedad mundial desde Asia Central hacia el
Atlántico. El siglo XX fue el único auténticamente atlántico («occidental»), con un pleno
desplazamiento desde la costa europea hasta la costa de Norteamérica entre 1940 y 1950 (lo que
manifiesta la transición de la hegemonía británica a la hegemonía estadounidense. No obstante, a
partir de 1970/1980 comenzó el acelerado regreso hacia el «Oriente», con un desplazamiento
acelerado en la primera década del siglo XXI. Obsérvese que el centro de gravedad no sólo se
mueve en dirección Oeste-Este, sino también (aunque menos marcadamente) Norte-Sur (Véase
figura 3).
Figura 3. Evolución del centro económico de gravedad de la Tierra, del año 1 al 2025 E.C.
Dobbs, Remes, Manyika, Roxburgh, Smit & Schaer (2012).
256
La segunda imagen muestra el desplazamiento de la porción dominante del PIB mundial desde el
extremo oriental de Eurasia (China y Japón) desde su máximo en 1820 (un 36%
aproximadamente), hacia el atlántico norte (EE.UU. y Gran Bretaña), alcanzando su máximo en
1950 (un 34% aproximadamente). Desde entonces, ha comenzado a reducirse la distancia, no
tanto por la lenta disminución del aporte del PIB mundial del Atlántico Norte, sino sobre todo por
el acelerado crecimiento de la porción del PIB mundial correspondiente al Pacífico asiático.
Figura 2. PIB combinado como % del PIB mundial: EEUU + G.B. vs. China + Japón
Fuente: Arrighi, 2007: 46.
La inversión de poder global en detrimento de «Occidente» y a favor de «Oriente» no hará sino
profundizarse en las próximas décadas (dentro o fuera del actual sistema histórico). Nuevamente,
es el geoestratega de la élite global quien describe el proceso en curso sin concesiones
emocionales de ningún tipo:
El antioccidentalismo […] constituye una parte integral del cambiante equilibrio demográfico, económico y
político global. No sólo la población no occidental supera con mucho número a la del mundo euroatlántico
(en 2020, Europa y Norteamérica sumarán probablemente un escaso 15% de la población mundial), sino que
las aspiraciones políticas que se están despertando en los países no occidentales generan un significativo
impulso favorable a una redistribución de poder que ya está en marcha (Brzezinski, 2008: 272-3).
De tal forma que el «despertar político global» (la crisis de legitimidad del Sistema-Mundo
Moderno), no es simplemente una revuelta anti-moderna (entendida como una movilización
política de masas inconformes con los mediocres resultados de la modernidad capitalista), sino
que es ―históricamente antiimperial, políticamente antioccidental y emocionalmente
antinorteamericano en dosis crecientes. Este proceso está originando un gran desplazamiento del
centro de gravedad mundial, lo que a su vez está alterando la distribución global de poder‖
(Brzezinski, 2008: 268).
257
Y en concordancia con la argumentación anterior de que ninguna ventaja tecnológica o
geopolítica es definitiva, afirma que: ―el efecto geopolítico más destacado del despertar político
global es la desaparición definitiva de la era imperial‖ (Brzezinski, 2008: 268), lo que resulta en
una aceleración de la historia. ―De ahora en adelante, la superioridad de cualquier potencia estará
sometida a presiones cada vez mayores para su adaptación, su modificación y, finalmente, su
anulación‖ (Brzezinski, 2008: 270).
Las hegemonías del Sistema-Mundo Moderno no sólo se caracterizaron por ser capitalistas,
fueron hegemonías específicamente occidentales. El sistema no solamente experimenta una crisis
de legitimación por la crisis del liberalismo como geocultura moderna, experimenta también una
redistribución de poder global de la cual «Occidente» será el menos beneficiado.
Incluso si tras la «crisis terminal» de hegemonía estadounidense surgiera un nuevo poder
hegemónico estatal capaz de negociar con la élite del capitalismo global un nuevo New Deal,
ahora forzosamente global, que desactivara las crecientes «bombas» del descontento social, el
sistema seguirá enfrentando la última y más grave de sus tendencias seculares: la evasión de los
«costos ecológicos de producción», que ha sido el secreto sucio del capitalismo durante sus 500
años de existencia (Wallerstein, 1998 y 1999; Hornborg, 1998; Bonds y Downey, 2012). Pero no
se trata, únicamente, de la necesaria aparición de ―impuestos‖ ecológicos en las actividades
productivas, especialmente las más contaminantes, sino de algo mucho más grave: la
convergencia simultánea en este momento histórico del Peak Oil y el Cambio Climático. El
cambio climático ilustra los límites de la naturaleza para absorber nuestros desechos. El Pico del
petróleo ilustra los límites de la naturaleza para abastecer la demanda humana (Holmgren, 2010),
o más exactamente: la demanda capitalista, de recursos naturales. La base ecológica «natural»
debe proporcionar simultáneamente la fuente de suministros vitales de toda la humanidad, y de
las especies con las que compartimos la biósfera, y la fuente de insumos materiales (petróleo y
gas, pero también minerales, suelo fértil, agua y biomasa) para la competencia y la acumulación
capitalista. Es una ecuación de demandas imposibles de satisfacer. El Sistema-Mundo Moderno
intentará mantener su lógica de acumulación incesante de capital en un planeta de recursos
naturales menguantes (Klare, 2008) y límites ecológicos y estabilidad geofísica agonizantes
(Röckstrom et al., 2009), lo que resulta económica, lógica y termodinámicamente imposible
(Bermejo, 2008; Bardi, 2011; Heinberg, 2011, Tverberg, 2012 y Morgan, 2013).
258
¿Podría la crisis ecológica (climática y de recursos) llevarnos a un escenario postcapitalista que
preserve (o hasta incremente) los actuales niveles de polarización? En el tránsito hacia un nuevo
sistema histórico existe la posibilidad de que el resultado sea un imperio-mundo (por primera vez
global) de corte eco-fascista que por razones pragmáticas abandone el capitalismo en nombre del
racionamiento de recursos para mantener los privilegios de una reducida élite. Sería la opción por
el «atrincheramiento totalitario», una Corea del Norte global (Friedrichs, 2010).
También, nunca debemos olvidarlo, es posible transitar hacia un escenario postcapitalista
relativamente igualitario y democrático cuyo requisito esencial es la domesticación de los
instintos animales de la incesante acumulación de capital.
A modo de conclusión
«Nadie puede predecir el futuro» es una afirmación ambigua. Una afirmación totalmente correcta
es: «nadie puede producir el futuro con exactitud». También resulta correcto señalar: «hay
muchas cosas del futuro que pueden ser (y de hecho son) adecuadamente predichas». De hecho,
construir escenarios lógicamente congruentes y potencialmente posibles sobre el futuro es una
labor constante y esencial del trabajo científico. Señalar que «cualquier cosa puede suceder» es
una mentira: no cualquier cosa puede suceder. Ciertas cosas son posibles, otras no14
. Pero decir
que «cualquier cosa puede suceder» es, frecuentemente, una forma de evadir un análisis serio
sobre las tendencias que nos llevan a un futuro muy distinto al que deseamos. Hay un enorme
peligro en rechazar un análisis porque resulte incómodo para nuestras visiones del mundo y
nuestras expectativas. Pero si tal análisis resultara correcto, ello no convierte su pronóstico en un
futuro inevitable: debería ser un impulso para detener o modificar las trayectorias que nos llevan
hacia dicho escenario.
Si el análisis precedente resulta correcto, el mayor desafío no radica en enfrentar la
ingobernabilidad que la decadencia hegemónica estadounidense está dejando a su paso. Una vez
que se produzca la «crisis terminal» de lo que será no solamente la última hegemonía occidental,
14
Resulta ampliamente recomendable el libro de Franz Hinkelammert Crítica de la razón utópica, en donde
desarrolla la categoría «principios empíricos de imposibilidad». Hay muchas cosas que son imposibles y un trabajo
teóricamente inteligente puede construir certezas a partir de lo categóricamente imposible, sabiendo que ello nunca
va a ocurrir.
259
sino también la última hegemonía capitalista, la humanidad enfrentará la turbulencia caótica
producida por la disolución del Sistema-Mundo Moderno.
Cualquier ventaja que aun conserve EE.UU. como el mayor poder estatal que ha conocido la
historia humana, resultará completamente inútil frente a las crisis que descarrilarán el sistema
histórico y que amenazarán la viabilidad misma de la civilización. El poder militar es inútil en un
mundo postimperial, como lo demuestran los recientes fiascos geopolíticos de EE.UU. en
Afganistán, Iraq, Libia, Siria y, posiblemente, Ucrania. La base tecnológica de la economía
estadounidense es mortalmente dependiente de los combustibles fósiles. El modo de vida
estadounidense es el mayor impedimento para enfrentar el cambio climático. Y la propia
democracia estadounidense se revela impotente como modelo para los demás estados en una
situación de crisis de legitimación ante la pasmosa desigualdad producida por la modernidad
capitalista.
No habrá ninguna potencia que sustituya a EE.UU. Sencillamente, la mayor superpotencia de la
historia humana contemplará impotente cómo el orden mundial que construyó durante y al
finalizar la Segunda Guerra Mundial, se disuelve irreversiblemente bajo las poderosas tendencias
seculares que han llevado al Sistema-Mundo Moderno a una situación de turnulencia, antesala del
caos.
Cuando lo que tiende a predominar ya no son los ritmos cíclicos sino las tendencias seculares que
dirigen el sistema hacia su extinción, lo que resulta racional es que el compromiso de los
intelectuales (que entonces deben ser necesariamente críticos de un sistema que se extingue) sea
con el progreso más allá del sistema, con las alternativas que podrán construirse una vez que el
caos derribe las estructuras vigentes. La tarea que deben realizar los intelectuales en una era de
transición es clarificar el presente y evaluar sobriamente las opciones del futuro, lo que impone
una necesaria reconexión de la búsqueda de la verdad, del bien y de la belleza, pese a las
dificultades que ello implique.
Aún en esta incómoda situación, la labor intelectual de las ciencias sociales en una época de
transición es más importante y necesaria que nunca. Se trata de asumir el compromiso intelectual
de imaginar, proponer y desarrollar nuevas estructuras, para una realidad social post sistema-
vigente, que serán construidas colectivamente en un nuevo sistema histórico. No hay mayor
260
enemigo de la libertad humana que el determinismo. Sin embargo, los límites de todo
determinismo son los límites del sistema que lo genera. En la transición hacia un nuevo sistema
histórico, el libre albedrío, emancipado de cualquier determinación sistémica, se convierte en
nuestra mejor carta. Habrá que jugarla con inteligencia.
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