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El concepto de democracia en el pensamiento político de la Concertación (Chile, 1990-2000)

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DEBATES Y REFLEXIONES. APORTES PARA LA INVESTIGACIÓN SOCIAL El Concepto de Democracia en el Pensamiento Político de la Concertación: 1990-2000 César Guzmán Concha Documento N° 8 Santiago de Chile, Diciembre 2001 COMITÉ EDITORIAL CONSEJO EDITORIAL CARLOS RUIZ SCH. ALFONSO ARRAU C. RODRIGO BAÑO ALINA DONOSO HELIA HENRIQUEZ OCTAVIO AVENDAÑO IRMA PALMA ROGRIGO FIGUEROA MARIA ELENA VALENZUELA MAURO BASAURE EDUARDO DEVES El consejo editorial agradece especialmente a Miguel Valderrama, en su calidad de Consultor de “Debates y Reflexiones”. Aportes para la investigación Social, por haber aportado intelectualmente a este documento.
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DEBATES Y REFLEXIONES. APORTES PARA LA INVESTIGACIÓN SOCIAL

El Concepto de Democracia en el Pensamiento Político de la Concertación: 1990-2000

César Guzmán Concha

Documento N° 8

Santiago de Chile, Diciembre 2001

COMITÉ EDITORIAL CONSEJO EDITORIAL CARLOS RUIZ SCH. ALFONSO ARRAU C. RODRIGO BAÑO ALINA DONOSO HELIA HENRIQUEZ OCTAVIO AVENDAÑO IRMA PALMA ROGRIGO FIGUEROA MARIA ELENA VALENZUELA MAURO BASAURE EDUARDO DEVES

El consejo editorial agradece especialmente a Miguel Valderrama, en su calidad de Consultor de “Debates y Reflexiones”. Aportes para la investigación Social, por haber aportado intelectualmente a este documento.

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EL CONCEPTO DE DEMOCRACIA EN EL PENSAMIENTO POLITICO DE LA CONCERTACIÓN: 1990-2000*

César Guzmán Concha

RESUMEN

En este documento indago en el pensamiento político de la Concertación, en especial en el que se ha producido durante la última década. Para ello, me centro en la obra de cinco autores: M. A. Garretón, J. J. Brünner, G. Arriagada, E. Tironi, y E. Boeninger. Desde por lo menos 1988 en adelante, el pensamiento de la actual coalición de gobierno ha ocupado un lugar de alta relevancia tanto en los debates públicos como en las discusiones académicas. En general, las características fundamentales de las reflexiones sobre la democracia observan el predominio de algunas corrientes vinculadas a la tradición liberal, como son las teorías consociativas y elitistas, al tiempo que, y como consecuencia de la denominada “renovación socialista”, algunos autores han abandonado el enfoque de raíz marxista, en sus versiones gramsciana, o la de Poulantzas en su último período. La aceptación generalizada de la democracia en la última década, y la reivindicación de sus virtudes en el contexto de las luchas de recuperación democrática en América Latina durante los 80 y 90, no ha implicado que el concepto mismo no haya sido cuestionado. Se han producido modificaciones sustanciales en su significado, que han terminado recluyéndola a un ámbito más acotado de la vida social. Los cuestionamientos formulados a la idea de democracia tienen que ver con las finalidades que comporta su ejercicio, producto de lo cual se ha adscrito a la propuesta de la democracia mínima de Bobbio, según la cual por ésta sólo debemos entender al conjunto de procedimientos para la toma de decisiones colectivas. En este contexto, me parece pertinente preguntarse si no es posible pensar que el tipo de democracia existente en el país se vincula con la consecución de un proyecto de sociedad determinado, más específicamente con el proyecto político de la dictadura. Esta pregunta, además, permite interrogar a la democracia actual en una de sus argumentaciones más recurrentes: la apepsia de procedimientos que no vinculan ni a modelos de sociedad ni a políticas económico–sociales específicas.

* Este documento fue elaborado en el marco de una investigación para el "Concurso de Investigación para Jóvenes Profesionales y Egresados de Sociología en Chile", desarrollado en Santiago entre marzo y septiembre de 2000, por el actual Programa de Estudios Desarrollo y Sociedad (PREDES).

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I. INTRODUCCIÓN. Este trabajo se propone indagar en la noción de democracia presente en el pensamiento político de la coalición de gobierno en Chile. Desde por lo menos 1988 en adelante, el pensamiento de esta fuerza política ha ocupado un lugar de alta relevancia tanto en los debates públicos como en los de índole académica. Así, durante toda la década del noventa, las proposiciones y reflexiones que reconocen esta adscripción han ejercido un influjo que ciertamente también se extiende hacia la práctica del gobierno en materia de sistema político, orientando tanto el accionar gubernamental, como las propuestas de reforma política al sistema en general. A esto se agrega además, y no por evidente deja de tener importancia, que el propio comportamiento de los partidos de la Concertación encuentra fundamento en muchas de las proposiciones que a continuación expondremos. Ahora bien, ¿qué consideraremos como “pensamiento político de la Concertación”? Para aclarar este punto, parece necesario partir de la base de reconocer y afirmar la existencia de una elite político intelectual, que representa la intelligentsia de la coalición gobernante. La compone un grupo selecto de personas, intelectuales, dirigentes políticos o ambos, que se ha destacado en reflexionar en torno a las características fundamentales del período abierto con la crisis de 1973, y sobre la inserción de este fenómeno en el cuadro de las tendencias históricas e intelectuales presentes a escala mundial durante las últimas tres décadas del siglo. Respecto a esto último, uno de los fenómenos intelectuales de mayor influencia fue la denominada renovación socialista; y en paralelo a ésta, y posiblemente en estrecha relación, el acelerado proceso de transnacionalización de la economía y globalización cultural, que obligó a revisar muchas de las categorías con las que se pensaba la sociedad y se hacía política. A efectos de manejar un grupo más reducido de personas que haga más expedito su análisis, combinamos el criterio de relevancia pública con el de influjo en la comunidad académica, al cual agregamos la representatividad de al menos las dos sensibilidades o tendencias más importantes presentes en la Concertación. Nos referimos al mundo demócratacristiano por un lado, y al denominado polo progresista —el PS y PPD—, por el otro. De tal modo, finalmente terminamos considerando a las siguientes personas: Manuel Antonio Garretón, Edgardo Boeninger, Genaro Arriagada, Eugenio Tironi y José Joaquín Brünner. Me parece que cada uno de los escogidos son individuos activadores y depositarios del debate que comienza en 1973, y que en los noventa alcanza su madurez y apogeo, al tiempo que son la expresión de los elementos fundamentales presentes dentro del pensamiento y debate de la elite de la coalición en los últimos años. Si bien es cierto es evidente que una revisión plenamente acuciosa del universo de pensamiento factible de aglutinar en el arcoiris de la Concertación obliga a revisar la documentación oficial de la coalición, ello será abordado en etapas posteriores.

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Uno de los elementos más distintivos de la propuesta política de la Concertación, cuestión que la destaca de los anteriores esfuerzos teórico–políticos llevados a cabo en el país, se encuentra en la profunda revisión que, con especial fuerza desde 1975 en adelante, se realizó al repertorio de conceptos con los que hasta ese minuto se comprendía la realidad y el desenvolvimiento de la política en particular. Esta revisión se realizaba en el contexto tanto de la renovación socialista, como en el de las abismantes restricciones y quebrantamientos de la condición humana más básica que representaba el régimen militar. En el ámbito de las ciencias sociales ha sido donde con gran fuerza se han manifestado los efectos de este examen. Entre los efectos más notorios se verifica la relegación de importantes conceptos que en anteriores décadas gozaron de centralidad y consideración. A nuestro juicio, el desplazamiento de tales conceptos y de los constructos teóricos asociados a ellos comporta el riesgo de empobrecer las nociones con las que hoy en día se está comprendiendo y haciendo política. Como lo veremos más adelante, las reflexiones de la última década sobre la democracia, en las ciencias sociales y políticas, observan el predominio de algunas corrientes vinculadas a la tradición liberal, como son las teorías consociativas y elitistas, al tiempo que —al menos una parte de los autores analizados— abandona ciertas visiones de raíz marxista, como la gramsciana, o la de Poulantzas durante su último período. Visiones, estas últimas, que presenciaron un cierto auge durante los primeros tiempos del proceso de revisión y crítica que implicó la renovación socialista. A su vez, parece necesario considerar el contexto más general en el que se desenvuelve el debate sobre la materia, contexto en el cual es evidente que se inserta nuestro tema de estudio. Nos referimos a una tendencia que ha hecho transitar por carriles distintos las aportaciones provenientes de los distintos enfoques o tradiciones disciplinarias. En efecto, el pensamiento y la teoría política durante el siglo XX asiste a un acelerado proceso de especialización y segmentación, que en el caso de Chile hace posible observar a los menos cuatro tipos de corpus por los que está desenvolviéndose el debate al respecto. Uno de ellos es el constitucionalismo y el derecho político; otro es la filosofía política; un tercero que podríamos llamar la sociología de la dominación —la más disminuida en la actualidad; para finalmente mencionar la propia ciencia política. Esta última es la que reclama con mayor énfasis el estatuto de “ciencia” que tendrían los asuntos políticos, calidad o atributo que proviene de la tradición positivista del siglo XIX y que, como lo veremos, tiene enormes consecuencias en el carácter que le asigna a las elites o dirigencias políticas. Estas divergencias de enfoque se presentaron en nuestra investigación como un obstáculo, que esperamos subsanar o morigerar. Con todo, es algo de lo que no podemos escabullirnos fácilmente. La aceptación generalizada de la democracia en la última década, y la reivindicación de sus virtudes en el contexto de las luchas de recuperación democrática en América Latina, no ha

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implicado que el concepto mismo no haya sido cuestionado en algunas de sus versiones. Se han producido modificaciones sustanciales en su significado, que la han recluido a un ámbito más acotado de la vida social. Los cuestionamientos formulados a la idea de democracia tienen que ver con las finalidades que comporta su ejercicio. Es decir, el concepto de democracia no vincularía con una idea de sociedad predeterminada, producto de lo cual se termina adscribiendo a una noción de democracia mínima, como lo plantea Bobbio, lo que significa que por democracia sólo debemos entender un conjunto de procedimientos para la toma de decisiones colectivas. Son desplazadas aquellas visiones que consideran que la democracia remite a un modelo de sociedad, lo que genera un enfoque que la considera como un subsistema autónomo, desvinculado en lo sustancial del resto de las dimensiones o subsistemas societales. La tendencia generalizada rompe con la noción de que los diseños político–institucionales están en permanente referencia a la esfera económica y la estructura social que emana de ella, a pesar de que simultáneamente se confía en que estos mismos diseños institucionales son los que resolverán los debates, demandas y requerimientos económicos y sociales. En este contexto parece pertinente plantear la pregunta, junto con Zemelman1, si no es posible pensar que el tipo de democracia existente en el país se vincula con la consecución de un proyecto de sociedad determinado, más específicamente con el proyecto político de la dictadura. La pregunta remite a la concreción institucional de la democracia vigente, pero de forma más específica a la relación que estas instituciones tienen con el tipo de sociedad que emerge de la experiencia autoritaria en Chile, y lo más importante, a las posibilidades que se cierran o se abren producto de la concreción de un sistema político como el actual, especialmente los clivajes que expresan vías alternativas en el pensamiento político de la Concertación en términos de su –eventual– capacidad de ofrecer alteraciones o imprimir un dinamismo tanto al curso del modelo económico social como a sus arreglos políticos. A su vez la pregunta permite interrogar a la democracia actual en una de sus argumentaciones más recurrentes: la asepsia de procedimientos que no vinculan ni a modelos de sociedad o ideologías de naturaleza omnicomprensiva o global, ni a políticas económico–sociales específicas. Es bajo estas premisas que nos proponemos sistematizar el concepto de democracia presente en el pensamiento político de la Concertación durante la década del noventa. La revisión de algunos de los aportes fundamentales de la filosofía política contemporánea con relación al concepto en cuestión, junto al análisis socio–histórico y las herramientas analíticas de conceptos como hegemonía o dominación constituyen las bases de nuestro trabajo. 1 Hugo Zemelman: Chile: ¿un proceso democrático inmóvil? (Marco Interpretativo: 1990-1997), Mimeo, 1998.

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II. LOS ELEMENTOS COMUNES EN EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA

COALICIÓN. Para comenzar es preciso que nos detengamos en uno de los temas que preocupan y guían las reflexiones de los autores escogidos, y sobre el cual se piensa la democracia en sus posibilidades y límites. Nos referimos a la evaluación del proceso político y social que precedió a la crisis de la democracia chilena en 1973. En esto, existe un virtual consenso en todos ellos. Es en virtud de la negativa evaluación del período que se deducen los preceptos sobre los que se levanta el concepto de democracia de cada uno. Sobre el particular, hay varios elementos que son considerados como obstáculos para la conservación y desarrollo de una democracia estable. Uno de ellos es la existencia de un sistema de partidos polarizado, donde todos los actores relevantes del proceso político contaban con un proyecto de sociedad completo y complejo. En un período donde presidían la vida política las llamadas “planificaciones globales”, los actores tienden a comportarse de manera “épica”, defendiendo cada cual su proyecto hasta la última coma, puesto que la negociación y los acuerdos de programa eran considerados como una “traición” a los ideales. La ausencia de disponibilidad a la negociación se arraigó en la cultura política de la sociedad durante la década de los sesenta, promovida precisamente por la emergencia de los proyectos globales. En síntesis, la polarización ideológica de los actores contribuyó de manera decisiva a la crisis de la democracia chilena. De esta situación son característicos tanto el proyecto de “vía chilena al socialismo” de la Unidad Popular, como el proyecto de “socialismo comunitario” del PDC. Arriagada señala, por ejemplo: “la confrontación entre proyectos utópicos tiene como consecuencia generar un debate político marcado por un ‘espíritu de ortodoxia’, que niega la confrontación racional de ideas y programas y opta por la condena de quienes discrepan, la dictación de anatemas y la descalificación moral e intelectual de los adversarios”2. Por su parte, Garretón se refiere al proceso de quiebre democrático desde la perspectiva de los actores políticos de la oposición al régimen militar a fines de los ochentas usando el concepto de “aprendizaje”. Para Garretón, la toma de conciencia respecto de los errores del pasado fue la clave para derrotar al régimen militar en el plebiscito de 1988 y luego en las

2 Genaro Arriagada: ¿Hacia un Big Bang del sistema de partidos?, Editorial Los Andes, Santiago, 1997, p. 39.

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elecciones generales del año siguiente: “no se había completado el aprendizaje de ligar las causas del derrumbe democrático con las condiciones del restablecimiento de la democracia una vez terminado el régimen militar. Este es el aprendizaje crucial”3. Finalmente, se menciona que la ideologización cambió el carácter de los partidos del centro político. Se pasó del estilo de un partido de centro como el radical, proclive a las negociaciones y efectivo en la articulación entre la derecha y la izquierda, a un partido de centro programático —en la terminología de Arraigada— como fue el PDC en los sesenta, más atento a realizar su programa que a construir acuerdos de profundidad. No sólo las cuestiones relativas a las propiedades de los actores están a la base de la crisis política. Existen elementos propios del carácter del Estado y del tipo de instituciones políticas vigentes en el país desde la Constitución de 1925, que reforzaron la tendencia centrífuga en el comportamiento de los actores. Uno de ellos es el sistema electoral representativo. Este sistema permitió que se generaran los denominados “tres tercios irreconciliables”, que los partidos no se vieran impelidos a generar alianzas, y que se operara bajo la noción de que preservar la fidelidad al programa era más importante que generar consensos, ya que de cualquier manera se obtendría representación parlamentaria. Para esta evaluación, la práctica de ratificar en el parlamento al candidato a la presidencia que sacara aunque fuera “un voto más”, consagró que el más alto cargo fuera ocupado por presidentes que no contaban con mayoría absoluta en el parlamento. Esto generaba, a su vez, una nueva fuente de problemas: la interminable disputa congreso/ejecutivo, que impidió la construcción de mayorías políticas que otorgaran un mínimo de gobernabilidad al gobierno. Por último, se menciona que el régimen presidencialista imperante en Latinoamérica, redujo la capacidad del parlamento de llegar a acuerdos que superaran la mera voluntad presidencial, reforzando la noción de que la voluntad de un presidente minoritario debía ser llevada a cabo. Esta evaluación, resumida de forma sucinta, ha gatillado la formulación de propuestas que, tomando en consideración los factores críticos, se esfuerce por superarlos. La preocupación central se ha puesto en analizar las instituciones y los mecanismos que permiten el logro de una democracia estable que evite la reiteración de situaciones como la vivida en los setenta en toda América Latina. Las propuestas comienzan por resaltar las cualidades del sistema de partidos generado a partir del proceso de oposición democrática al régimen de Pinochet, que llevó al nacimiento de la Concertación de Partidos por la Democracia. En efecto, lo que los autores ponen de relieve es la dinámica de diálogo, acercamiento y posterior alianza política que se verificó durante la segunda mitad de la década del ochenta, más

3 Manuel Antonio Garretón: “Aprendizaje y Gobernabilidad en la Redemocratización chilena”, en Nueva Sociedad, N° 128, Caracas, 1993, p. 52.

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específicamente con el hito de la Alianza Democrática en 1984. Lo que ahí se dio fue el paso gradual pero sostenido en la dirección de reconocer, primero, que los proyectos globales no sirvieron para profundizar la democracia sino que la llevaron a un retroceso. En seguida, sobre esa base, abandonar las ideologías, reconocidas ahora como un factor de polarización, para cimentar un acuerdo programático que tuvo por objetivo principal consolidar los consensos ideológicos y políticos que lentamente se venían dando. Uno de esos consensos fundamentales fue el abandono de la vía insurreccional de lucha contra el régimen, para pasar a disputar dentro de sus cauces la conducción política del país y el retorno a la democracia. Este elemento es bastante relevante, por cuanto la vía insurreccional suponía una derrota política de envergadura para Pinochet, básicamente una derrota de su proyecto político-institucional expresado en la constitución de 1980, cuestión que implicaba, o la vuelta en vigencia de la constitución de 1925, o la generación de nuevas bases institucionales donde la negociación con la derecha o los militares se hacía sobre una situación de fuerzas muy favorable a la oposición. Al mismo tiempo, la vía insurreccional suponía una presencia protagónica de fuerzas o partidos que no formaban parte de la Alianza Democrática, fuerzas consideradas extemporáneas a los acercamientos ideológicos entre los partidos de la Alianza, lo que ampliaba substantivamente los márgenes de negociación en todo lo referido al andamiaje institucional y económico social, cuestión que a su vez aumentaba la incertidumbre respecto de la continuidad en el largo plazo de las reformas económicas de la dictadura. El consenso también se produjo sobre la idea de desalojar la noción instrumental sobre la democracia, que la sometía a la obtención de ciertos fines (como la igualdad o la justicia social), para valorarla ahora como un fin en sí mismo, sin condicionamientos de ninguna especie. De acuerdo a Garretón, la naturaleza brutal de la dictadura hizo que se apreciara en su real magnitud a esa democracia a la que sólo años antes se le achacaban múltiples defectos. Así, se le reconoció el mérito de constituir ese marco mínimo de convivencia en el respeto efectivo de los derechos humanos y las libertades individuales y colectivas. Paralelo a esto, en las dirigencias políticas de los partidos de la Alianza y en sus equipos económicos se empieza a valorar y destacar la política de modernización económica de la dictadura. Esto implicó que ya hacia el año 1988 y 1989 existiera un consenso amplio en la Concertación respecto, primero, del agotamiento del Estado de Bienestar y del modelo de industrialización por sustitución de importaciones; segundo, que cualquier propuesta económica para ser viable debía basarse en el mercado y la apertura al exterior; y tercero, respecto de cuestiones como el nuevo rol del Estado y el reconocimiento de la iniciativa privada. Días antes de que asumiera el gobierno de Aylwin, el entonces Ministro Secretario General de la Presidencia Edgardo Boeninger afirmaba: “el hecho básico y primordial es que Chile presenta, hoy día, una considerable convergencia ideológica y programática entre

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las distintas fuerzas políticas democráticas. Esa convergencia constituye el punto actual de evolución de un proceso que tiene una trayectoria de diez, doce o quince años; que ha sido experimentado por cada uno de los diferentes grupos políticos chilenos (probablemente por razones distintas en cada caso), y que marca claramente un proceso de maduración”4. El arribo a estos consensos implicó negociar con Pinochet bajo sus propios términos y aceptar por ende el tránsito institucional propuesto en la Constitución de 1980. Pero la negociación fue más expedita que las realizadas en el marco de las protestas de 1983 y 1984, puesto que ahora la oposición representada por la Alianza Democrática admitía dicho marco legal y los términos del debate entre las partes se reducían, para tematizar sobre la aceleración de los plazos estipulados en la carta fundamental y la obtención de garantías a todo el proceso de transición. En ese momento se arribaba explícitamente al consenso sobre uno de los aspectos fundamentales del orden social post–dictatorial. La consagración final de la legitimidad de la Constitución de 1980 tuvo lugar con la realización del plebiscito constitucional de 1989, que morigeró los ingredientes más autoritarios de dicho texto. Esto nos permite relevar el primer y gran factor de estabilidad no sólo para nuestros autores, sino que en general para todas las fuerzas políticas de la Concertación (y por cierto también para la derecha): el consenso. La condición de viabilidad del sistema político en su conjunto se basa en la existencia de consensos sobre los elementos fundamentales del orden social. Respecto de los consensos en el orden económico, Tironi señala que “el sector privado y el capitalismo han debido sortear en Chile numerosas pruebas para sobrevivir y legitimarse. Si en la década del sesenta fueron cuestionados radicalmente, entre los 70 y los 80 tuvieron que hacer frente a la reestructuración de las reglas del juego y a crisis económicas profundas y fulminantes, para luego procesar en los noventa las incertidumbres propias del tránsito de un régimen autoritario al que se sentían ligados, a un régimen democrático dominado por partidos que habían sido sus adversarios históricos. El resultado de esta travesía es una economía en expansión y una empresa privada que goza del mayor prestigio de su historia”5. El retorno a la democracia ha sido un factor central en la legitimación de la empresa privada y, por cierto, en su expansión puesto que “el capitalismo chileno ya se ha reconciliado con ella. En su madurez [del capitalismo] sin embargo, hay que ir más lejos: debe transformarse en su aliado, porque es el entorno natural del capitalismo. La democracia crea el clima de libertad, de innovación, de apertura, de

4 Edgardo Boeninger: “El marco político general y el marco institucional del próximo gobierno”, en Oscar Muñoz (compilador): Transición a la Democracia. Marco Político y Económico, CIEPLAN, Santiago, 1990, p. 44. 5 Eugenio Tironi: La irrupción de las masas y el malestar de las elites. Chile en el cambio de siglo, Grijalbo, 1999, p. 64.

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tolerancia al riesgo, que éste necesita para desarrollarse. Un sólido joint venture entre ambos es otro reto de la madurez”6. Sobre este mismo tema, Garretón consiente: “respecto de la base material, es evidente que, a diferencia de algún tiempo atrás, no se discute que ella está constituida por alguna variante capitalista, y que no hay alternativa posible en el corto o mediano plazo y ni tampoco aún visible ahora para el largo plazo. Esto puede cambiar en un nuevo ciclo de la realidad mundial, porque estamos en un ciclo y no en el fin de la historia, pero es el dato con el que hay que contar en el próximo tiempo”7. Boeninger va más allá, para relevar que parte importante del consenso económico tuvo que ver con la formación de los nuevos economistas de los partidos de oposición en universidades norteamericanas que ya no contaban con el influjo de economistas como Baran o Sweezy, y señala que el programa económico de Aylwin “sin perjuicio de sus evidentes propósitos electorales, tuvo el sentido más profundo de reducir el temor y la desconfianza del empresariado y de la clase media propietaria, condición necesaria para sostener en democracia el crecimiento sostenido de la economía logrado a partir de 1985. De este modo indirecto, el éxito económico postrero del régimen militar influyó significativamente en las propuestas de la Concertación, generando de hecho una convergencia que políticamente el conglomerado opositor no estaba en condiciones de reconocer”8. Este señalamiento ayuda a explicar las razones de la denominada “política de los consensos” impulsada durante el gobierno de Aylwin. Finalmente, Arriagada cree necesario analizar de forma mesurada el régimen de Pinochet. Si bien es cierto éste será recordado por encabezar el régimen más brutal que haya conocido la historia de Chile, hay un discurso que ha sobrevivido y que forma parte constitutiva del programa actual de la Concertación, producto de lo cual concluye que “en cierto modo, demonizar a Pinochet y reducir su período al horror evita a muchos de los que fueron críticos de su gobierno tener que ajustar cuentas con algunas concepciones y propuestas programáticas, sobre todo económicas, que ellos han sostenido y que hoy están largamente superadas”9. En efecto, el autor considera que no es posible adjudicarle a la dictadura “el triunfo del mercado, ni el paso de una cultura que define a las personas en función de su rol de productores a otra que los considera esencialmente consumidores, ni la globalización, ni la

6 Ibid. p. 80. 7 Manuel Antonio Garretón: Hacia una Nueva Era Política. Estudio de las Democratizaciones, Fondo de Cultura Económica, Santiago, 1995, p. 233. 8 Edgardo Boeninger: Democracia en Chile. Lecciones para la Gobernabilidad, Editorial Andrés Bello, Santiago, 1997, p. 369. 9 Genaro Arriagada: Por la razón o la fuerza. Chile bajo Pinochet, Editorial Sudamericana, Santiago, 1998, p. 18.

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derrota del Estado Empresario, ni el término del Estado de Bienestar”, puesto que todas ellas constituyen tendencias universales que no pueden ser obviadas a riesgo de transformar al país en una nación atrasada y desfasada del curso de la historia10. Partiendo de la base de los consensos, la institucionalidad debe ser consistente con el logro de estabilidad y gobernabilidad. Se trata de constituir los procedimientos, de ajustarlos a este requerimiento de manera que el sistema tienda hacia su propia estabilización. Así por ejemplo, se ha terminado por admitir que el sistema binominal tiende al equilibrio de las fuerzas representadas, disminuyendo el peso relativo de la mayoría y aumentando el de la minoría11, y fomentando una tendencia a la disolución de los “tres tercios irreconciliables”. Se pasa a la presencia de dos bloques dominantes que se disputan el centro político y que tienden a subsumir los partidos pequeños y a moderar a los extremos del espectro. El sistema binominal, al terminar con la representatividad del sistema anterior —calificada de “extrema”—, y operando en un contexto multipartidista como el chileno, obliga a las colectividades a arribar a alianzas que moderan las diferencias con el objetivo de constituir las mayorías que los lleven al gobierno. Es así como Tironi aprecia el bipartidismo o bi–coalicionismo emergente en los noventa, y no sólo por sus efectos políticos. Para el autor, éste “ha contribuido enormemente a la estabilidad política y económica del país. La existencia de un sistema electoral binominal ayuda a la pervivencia de las dos coaliciones. Los diferentes partidos deben esforzarse para convivir dentro de un bloque, porque quedar fuera equivale a ser penalizados con la marginalización electoral”12. Como se observa, el sistema político asegura la continuidad del orden económico, razón más que suficiente en el autor para no alterarlo. A lo más, el autor concede que es posible agregarle elementos de representatividad al sistema, que no deberían alterar el funcionamiento de su principio fundamental. Tanto o más relevante que el sistema electoral, es el régimen político. La reforma en este aspecto conduce a la transformación del régimen presidencial en un semi–parlamentarismo. Ello, con el objeto de evitar que un gobierno minoritario permanezca en el poder una vez perdida su mayoría, lo que significa entregar un valioso instrumento al Estado para maniobrar en situaciones de crisis. Sin perjuicio de las garantías que confiere la madurez de los actores relevantes, y reconociendo la fuerte tradición presidencial de Latinoamérica, Boeninger presiente un agotamiento del presidencialismo, por lo que “habrá que buscar manera de desarrollar instituciones que ayuden a evitar o a resolver las crisis políticas que

10 Ibid., p. 14 y 15. 11 Aunque es preciso señalar que una fuerza que sobrepase el 67% de los votos se lleva el 100% del parlamento. Lo señalado en el texto es válido para mayorías que no sobrepasan dicho porcentaje. 12 Eugenio Tironi: La irrupción de las masas..., op. cit., 1999, p. 116.

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en el sistema parlamentario se resuelven por disolución del parlamento: se llama a elecciones y asume un nuevo primer ministro o el mismo, pero con mandato y legitimidad renovados. Es decir, en un sistema parlamentario hay una forma institucionalizada de resolver crisis políticas, lo que no existe en el sistema presidencial”13. Terminando la exposición de los argumentos más socorridos, falta mencionar el último factor determinante: la labor de consolidación democrática. La consolidación de la democracia, junto a los elementos de diseño del sistema institucional como la superación de los enclaves autoritarios —senadores designados, subordinación constitucional de las jefaturas de las Fuerzas Armadas, tribunal constitucional—, o la propuesta de reforma del presidencialismo, modificaciones que eliminarían las trabas a la efectiva representación, depende de la profundidad que en el largo plazo adquieran los consensos que se hallan a la base de todo el sistema político. Los esfuerzos por recomponer o construir una democracia robusta requiere, para Garretón, de valorar los mecanismos consociativos: “no son posibles estas recomposiciones sin la creación de un espectro inclusivo de todas las fuerzas políticas y de consensos básicos sobre las reglas del juego entre tales fuerzas, así como la importancia de los acuerdos consociativos que complementen el principio mayoritario del régimen democrático”14. Sólo en la medida que los consensos se consoliden, será posible estabilizar las nuevas instituciones. Por cierto que los distintos autores hacen alusión al problema que significa en términos de restricción a la soberanía la mantención de dichos enclaves. Sin embargo la necesidad de democratizar está de la mano de la construcción de consensos. Frente a la pregunta por la consolidación del sistema, Boeninger responde: “en primer lugar hay que profundizar los consensos. El requisito tiene una dimensión política: las convergencias programáticas entre las fuerzas políticas deben consolidarse en el tiempo, evitando las disrupciones por factores de política cotidiana y contingente y por otras razones (...). En segundo lugar, es evidente que hay una dimensión institucional en los consensos”15. III. RESTRICCIONES Y POSIBILIDADES DE UN CONCEPTO. Parece evidente que uno de los conceptos que más destaca, y no sólo por su reiteración en los distintos escritos vistos, es el de la existencia de un consenso pre–establecido, consenso(s) que están en los fundamentos mismos del sistema político. La generalidad de

13 Edgardo Boeninger: “La gobernabilidad: un concepto multidimensional”, en Revista de Estudios Internacionales, Universidad de Chile, año XXVII, N° 5, Santiago, 1994, p. 86. 14 Manuel Antonio Garretón: Hacia una nueva era política..., op. cit., 1995, p. 45. 15 Edgardo Boeninger: “El marco político general...”, op. cit., 1990, p. 47.

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los autores analizados, y no sólo ellos, argumentan acerca del carácter consociativo que tendría el proceso de recuperación democrática en el país. Basados en las formulaciones de Lijphart, y el aterrizaje a la realidad nacional de autores como Van Klaveren o el propio Brünner, se destaca la cualidad que tiene el consociativismo en cuanto principio de acción política para facilitar los tránsitos desde el autoritarismo a la democracia, al tiempo de constituir sobre la base de los consensos una concertación política de envergadura que permite la constitución de gobiernos mayoritarios. Para el caso chileno, es el carácter mismo de los consensos lo que determina —en mi opinión— la naturaleza de la situación política post–dictatorial. No obstante los consensos que posibilitan la transición provienen de una negociación política, en este caso entre la Concertación y el gobierno militar, prontamente ellos son desalojados del ámbito político. Aún más, el lugar que ocupan los consensos hace emerger una paradoja, puesto que a pesar de su origen, los consensos se sitúan en un espacio pre–político. Una vez que se arriba al consenso, estos dejan de formar parte del debate público, puesto que se les concibe como condición de existencia de todo el sistema político e incluso como elementos estabilizadores y ordenadores del sistema social en su conjunto. De allí su cualidad pre–política, en cuanto preceden, permiten y condicionan la existencia de la política en su forma concreta. Esta característica, en mi opinión, no solo no la asemeja con el tipo de democracia consociativa sino que la distingue radicalmente de ésta. El consociativismo se justifica como un acuerdo sobre bases institucionales que permite dar salida a una situación prolongada de crisis, la que se admite no puede ser resuelta bajo sus condiciones actuales, pero que se espera resolver una vez alcanzado el momento de estabilidad. En el caso del tipo de democracia chileno, el acuerdo que fundamentó su concreción en las instituciones conocidas, ha significado precisamente eludir la tematización acerca de las alternativas para el logro de la justicia social, las estrategias de crecimiento económico, el lugar que ocupa el Estado en dichas estrategias, o las fórmulas de la democratización política. La receta consociativa se levanta como un acuerdo que tiene un horizonte de mediano plazo, puesto que respecto del largo plazo las fuerzas que le dan origen reconocen sus diferencias. Se trata entonces de obtener un marco mínimo de expresión, procesamiento y resolución de las distintas visiones que legitima los disensos respecto de un sinfín de materias, incluso aquellas que explican la crisis que se espera superar mediante el acuerdo consociativo. En el caso chileno, es posible reconocer por lo menos dos ejes profundos que manifiestan las tendencias socio–históricas de largo alcance sobre las cuales se desarrolla la crisis política de 1973. Uno de estos ejes es el conflicto acumulación/distribución, que remite a la participación de los distintos sectores o clases en el crecimiento económico y la riqueza social. El otro es el conflicto de participación y representación política de los actores

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involucrados en el proceso de modernización económico–social del país desde los años ‘30 en adelante, que se manifestó tanto en el ámbito institucional como en el sistema político en su conjunto. En consecuencia parece legítimo interrogarnos sobre la situación en la que quedan ambos conflictos, respecto de su visibilidad pública y la tematización que los distintos actores hacen de ellos, durante la democracia del Chile post–dictatorial. La pregunta remite a la forma de tratamiento, resolución y superación que las problemáticas planteadas tienen en el debate público nacional. Mejor dicho, corresponde evaluar si estos ejes/asuntos son problematizados en el debate sobre el tipo de democracia chilena durante los noventa; y si lo son, observar la manera específica en que éstos se problematizan. Reconocer la presencia de estas tendencias de largo alcance en la crisis del ‘73 supone pensar en las trabas o inadecuaciones que la democracia de la época tuvo para enfrentar tales problemáticas. Del mismo modo, admitir la imposibilidad de esa democracia para resolver o maniobrar con estos conflictos obliga a pensar en una democracia y/o en un tipo de sociedad que trate de resolverlo. Establecer la relación entre las materias relativas al régimen o sistema político con las dimensiones económico sociales obliga a considerar a lo menos dos aristas del problema. Lo primero es que no se trata de subordinar lo político a lo económico. Hay que partir de la base que existe autonomía entre cada una de las dimensiones constitutivas de la sociedad, pero que esta autonomía es relativa16 ya que “la política es de hecho, en cada momento dado, el reflejo de las tendencias de desarrollo de la estructura, tendencias de las que no se puede decir necesariamente que hayan de confirmarse”17. Como lo señala Gramsci, la función de dominio político sobre una sociedad es sólo una ilusión si no cuenta con el sustrato económico, sin embargo el dominio sobre lo económico sin la hegemonía política carece de sentido, ya que no organiza la vida social, y finalmente no hace historia. “Hay que recordar la afirmación de Engels según la cual la economía no es, en último análisis, sino el resorte de la historia... afirmación que es necesario unir directamente al pasaje del prefacio a la Crítica a la Economía Política en el que dice que en el terreno de las ideologías es donde los hombres se hacen conscientes de los conflictos que se manifiestan en el mundo económico”18. La noción de hegemonía, en consecuencia, se nos presenta como un concepto que permite establecer una mediación entre el terreno de la política y el terreno de lo económico–social. La segunda consideración, que se fundamenta en lo anterior, tiene que ver con el significado del conflicto político. Se trata de considerar las distintas dimensiones del 16 Concepto tomado de Nicos Poulantzas. Ver del autor: Poder Político y Clases Sociales en el Estado Capitalista, Siglo XXI, México, 1968; pero especialmente: Estado, Poder y Socialismo, Siglo XXI, México, 1987. 17 Antonio Gramsci: Notas sobre Maquiavelo, Editorial Nueva Visión, Buenos Aires, 1973, p. 100. 18 Ibid., p. 32.

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conflicto, que no se agotan en aquello considerado trivialmente como lo político, es decir, las actuaciones del gobierno o el presidente, la conducta del congreso, o en una palabra, el “Estado cosa”. Por el contrario, el conflicto halla en la estructura económica y la estratificación social una de sus principales fuentes de alimentación, aún cuando no se agota en ellas. Parece necesario considerar una noción sobre lo político que incluya la imbricación entre las distintas dimensiones que participan de él, de manera que lo político es concebido como “la articulación dinámica entre sujetos, prácticas sociales y proyectos, cuyo contenido específico es la lucha por dar una dirección a la realidad en el marco de opciones viables”19. Visto así, el conflicto político puede —analíticamente— ser descompuesto hasta identificar las diferentes dimensiones que participan de él. Así, además, no escamoteamos la relación entre la política, entendida como la expresión inmediata de la historia, y las tendencias socio–históricas de largo aliento que le sirven de referente, que otorgan sentido y significado al fenómeno político en el recorte de tiempo y espacio en el que situamos el análisis. Ahora bien, ¿cuál es el significado de la política que se puede desprender si los consensos de la versión chilena del consociativismo tienen un carácter pre–político? Sobre el particular resulta muy ilustrativo indagar en los desarrollos recientes del pensamiento liberal contemporáneo. Como se sabe, el liberalismo político no nace como una propuesta que concilie la participación con la representación. En sus orígenes el liberalismo se presenta como un arreglo político institucional que significa el control del poder —en este caso de la aristocracia— mediante la existencia de instituciones representativas —de la burguesía emergente. El liberalismo toma el apellido democrático sólo en la vertiente que internaliza las proposiciones de Rousseau y Mill, cuestión que históricamente recién se manifiesta en Europa hacia finales de la segunda mitad del siglo XIX. En América Latina este fenómeno se verifica en el período de la crisis de la dominación oligárquica, durante las primeras décadas del siglo XX. Tributario de esta segunda tradición es Rawls, para quien el problema fundamental del liberalismo democrático es formulado mediante las siguientes preguntas: “¿Cómo es posible que pueda existir una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales profundamente dividida por doctrinas religiosas, filosóficas, morales, razonables aunque incompatibles entre sí? En otras palabras: ¿Cómo es posible que unas doctrinas comprensivas profundamente opuestas entre sí, aunque razonables, puedan convivir y afirmen toda la concepción política de un régimen constitucional? ¿Cuáles son la estructura y el contenido que permiten a una estructura política tal obtener el apoyo de

19 Hugo Zemelman: De la Historia a la Política. La experiencia de América Latina, Siglo XXI y Universidad de las Naciones Unidas, México, 1989, p. 38

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consenso tan traslapado?”20. Formulado el asunto de esta manera, parece evidente que los arreglos institucionales bajo el marco del liberalismo en Rawls no deben interferir en la expresión pública y privada de las varias doctrinas que están en la sociedad. De tal manera los disensos y el conflicto, que son anteriores a cualquier mecanismo institucional, permanecen una vez que se acuerda el dispositivo legal. De la misma manera, tanto en las formulaciones de Rawls como en los planteamientos de la versión original del pacto consociativo, los dispositivos legales que regulan el conflicto político otorgan un espacio amplio para la libre expresión de las ideas. Este espacio debe ser tan considerable como lo sean las diferencias de las doctrinas que perviven en la sociedad. Las instituciones por lo tanto deben reflejar y permitir la pluralidad vigente en la sociedad, puesto que la pluralidad antecede y comprende a las instituciones. Es el propio significado del pluralismo lo que se pone en juego al centrar las preocupaciones del sistema político y de los actores relevantes en el objetivo de la profundización de los consensos. El debate que enfatiza en los procedimientos que aseguran la disponibilidad de consensos comporta una tendencia a limitar el pluralismo, cuestión que puede tener enormes consecuencias. Si estrechamos el marco de lo que es posible considerar como materia de interés público, se estrecha al mismo tiempo el cuadro de opciones que la ciudadanía puede considerar y escoger. Así, podríamos encontrarnos con la incongruencia de asumir como alternativas a aquellas opciones que sencillamente no lo son, o que a lo más son variaciones dentro de un mismo formato (“trutro o pechuga, siempre comemos pollo”). El sistema electoral binominal cumple con dicho objetivo. Por cierto que la búsqueda de acuerdos es un objetivo loable, pero se desnaturaliza cualquier acuerdo mientras la dinámica que el método binominal imprime al sistema de partidos es a la conformación de dos grandes bloques. Cualquier partido que aspire a tener representación parlamentaria, especialmente los que están fuera de los dos bloques, se ve obligado a censurar los contenidos de su programa con tal de ver asegurada dicha representación. Además, producto de las restricciones del sistema, son los acuerdos entre directivas políticas al interior de un bloque los que aseguran la cuantía de la representación de algún partido, reforzando el poder de la ingeniería electoral en desmedro de la soberanía popular. En un país como el nuestro, que históricamente ha contado con un sistema pluripartidista, el procedimiento binominal estrecha sus márgenes de movilidad y expresión, obligándolos a realizar diverso tipo de piruetas con tal de obtener representación, aumentando el desconcierto ciudadano frente a la “gimnasia político–electoral” de sus partidos y dirigentes. La problemática materialización del pluralismo y la expresión y resolución del conflicto en las instituciones democráticas concentra buena parte de las preocupaciones al interior del paradigma liberal durante el siglo XX. Durante las últimas décadas, éste ha visto cómo 20 John Rawls: Liberalismo Político, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, p. 13.

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desde una trinchera que se consideraba opuesta, como el marxismo, se intentó conciliar el logro de su objetivo fundamental —el socialismo—, mediante la adscripción a los principios fundamentales del liberalismo en la versión de Rousseau y Mill. Este fenómeno tiene lugar en el contexto de la crisis del paradigma marxista clásico, en particular del marxismo soviético y de raíz leninista, y de las experiencias de renovación del mismo, proceso en el cual se redescubre y se relee a autores como Gramsci ó —en el caso latinoamericano— Mariátegui, al tiempo que se incursiona en autores o corrientes alternas al marxismo, como el pensamiento foucaultiano, por ejemplo. Eran dos los problemas fundamentales que ocuparon buena parte de las energías de quienes se involucraron en esta empresa. El primero se refería a la tortuosa y por sobre todo contradictoria relación entre democracia y socialismo. La experiencia de los socialismos reales hizo emerger con fuerza la evidencia de que la superación de las privaciones materiales no hacía desaparecer la enajenación ni aseguraba necesariamente la libertad, a la vez que el terrorismo de Estado ejercido por las dictaduras latinoamericanas resituaba la importancia de la democracia como marco mínimo de respeto a derechos fundamentales de los individuos. La experiencia histórica se unía a las dificultades teóricas en la propia noción de política que el marxismo manejaba. Se transitaba desde la subordinación de la política a la infraestructura económica, al voluntarismo mesiánico que la autonomizaba desatendiendo los elementos del contexto societal. El segundo problema remitía a la imposibilidad del marxismo clásico de atender e incorporar las nuevas luchas democráticas como la de los derechos de la mujer, la defensa del medio ambiente o de las identidades culturales, producto de la idea de sujeto histórico asumida. Los nuevos temas eran considerados reivindicaciones “pequeño burguesas”, reforzando una práctica y una teoría política que el desarrollo de los acontecimientos de los años 60 y 70 mostraron como poco flexible a la propia dinámica histórica de las sociedades contemporánea. El sujeto histórico era sinónimo de la clase, a la que se le suponían altos grados de homogeneidad, cuestión que acarreaba un impedimento para considerar las reivindicaciones políticas de otros actores no obreros y restringía el campo para la constitución de sujetos pluriclasistas, sin considerar que la propia idea de clase social como sujeto consciente sugería un programa político externo a ella —al cual la clase se plegaba. Esto terminaba por restarle cualquier dinamismo al proyecto de liberación ya que éste no se constituía en la misma dinámica de lucha política de los actores y en las especificidades de las sociedades “realmente existentes”21, sino que venía dado de antemano, por medio de una suerte de exégesis que contrastaba con la pretensión modernista y secular de sus cultores. 21 Sobre el particular, ver: Ernesto Laclau: “Teoría marxista del Estado: Debates y Perspectivas”, en: Estado y Política en América Latina, Norbert Lechner editor, Siglo XXI, México, 1981.

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Es bajo estas circunstancias que la izquierda explora en el liberalismo. Uno de sus resultados es la propuesta de “democracia radical” de Mouffe, que a mi juicio contribuye de manera sustantiva a situar el problema del pluralismo y el lugar que ocupa el conflicto en la teoría política y su traspaso a instituciones. Tomando como base la idea de democracia mínima de Bobbio, según la cual ésta debe caracterizarse por un conjunto de normas (primarias o básicas) que establecen quién tiene la autoridad de tomar las decisiones colectivas y qué procedimientos deben aplicarse, Mouffe establece que estos últimos están diseñados “con objeto de facilitar y garantizar la máxima participación posible de la mayoría de los ciudadanos en las decisiones que afectan a toda la sociedad. La función de algunas de estas normas es determinar qué se entiende por voluntad general”22. El propósito que orienta a la autora es despejar una posibilidad teórica y política de alcanzar los objetivos históricos del socialismo por la vía del constitucionalismo, el parlamentarismo y la competencia entre partidos, evitando las convulsiones y las revoluciones con los costos que ellas acarrean, es decir, abandonando el paradigma clásico de la lucha de clases. Dado que el liberalismo y la democracia están ligados, una opción socialista democrática tiene que ser necesariamente liberal. Asumiendo este propósito, es necesario arribar a una idea de democracia que pueda basarse en un contrato social que articule las exigencias de justicia social con los derechos civiles y políticos individuales. La propuesta socialista liberal se resume entonces en la idea de la democracia radical y plural. “La articulación entre el liberalismo político y el socialismo puede ayudar a instituir el marco de referencia necesario para desarrollar una democracia radical y plural, pues éste, y no otro, es el objetivo al que debería aspirar un socialismo liberal sensible a toda la multiplicidad de luchas democráticas”23. Para superar el paradigma de la lucha de clases, Mouffe afirma que en democracia es central “el reconocimiento de la dimensión antagónica de lo político, razón por la cual sólo es posible protegerla y consolidarla si se admite con lucidez que la política consiste siempre en ‘domesticar’ la hostilidad y en tratar de neutralizar el antagonismo potencial que acompaña a toda construcción de identidades colectivas. El objetivo de la política democrática no reside en eliminar las pasiones ni en relegarlas a la esfera privada, sino en movilizarlas y ponerlas en escena de acuerdo con los dispositivos agonísticos que favorecen el respeto del pluralismo”24. Lo que está a la base de estos planteamientos es que el disenso y el antagonismo se encuentran en los fundamentos mismos de la vida política, por lo que lo central es crear instituciones que permitan transformar el antagonismo en agonismo, es

22 Chantal Mouffe: “¿Hacia un socialismo liberal?”, en Leviatán, N° 45 , España, 1991, p. 65. 23 Ibidem, p. 74. 24 Chantal Mouffe: El Retorno de lo Político, Paidós, Barcelona, 1999, p. 14.

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decir, pasar de la noción del otro como enemigo, al otro como adversario. De lo que se trata entonces es de “sin dejar de postular la defensa de los derechos y el principio de libertad individual, [no escamotear] la cuestión del conflicto, el antagonismo y la decisión”25. El consenso básico en Mouffe consiste en la adhesión a los principios liberales, y no se extiende a otras materias. Pero sin perjuicio del consenso, la dinámica del conflicto tiene lugar en la tensión entre el consenso sobre los principios y el disenso sobre su interpretación, “de ahí la exigencia de una doble reflexión, por una parte sobre la manera en que se puede asegurar la adhesión a los valores ético–políticos que definen esta forma política de sociedad y, por otra parte, sobre las diferentes interpretaciones que se pueden dar de esos valores, es decir, sobre las diversas modalidades de la ciudadanía y las formas posibles de hegemonía”26. De tal forma, concluye la autora, el objetivo de una izquierda moderna se vincula a transformar la relación de fuerzas existente, para, sin cuestionar los principios de legitimidad de la democracia liberal, se pueda arribar a una nueva hegemonía donde imperen los valores igualitarios y libertarios del pensamiento socialista. Como se observa, en la propuesta de Mouffe materias como el carácter del modelo económico, la prioridad en los principios distributivos o acumulativos, y la modalidad específica de democracia, son cuestiones que deben ser resueltas en el marco del proceso “agonístico” de la política democrática. Una propuesta de esta naturaleza no intenta sentar consensos previos a la democracia que pudieran limitarla, sino que abre todos los temas a la política, posibilitando con ello un ejercicio más pleno del pluralismo, o por lo menos un espacio más amplio de representación de las ideas políticas. IV. DEMOCRACIA Y MOMENTO HISTÓRICO: AJUSTES Y

CONTRADICCIONES. La apreciación respecto a la naturaleza de la evolución histórica del país en las últimas cuatro décadas se constituye en otro tema que contribuye a precisar las características de la transformación político–institucional y social–cultural chilena. El cambio de época ha tenido enormes consecuencias sobre la cultura política nacional, bosquejando, trazando los nuevos alineamientos y elecciones ciudadanas y modificando los patrones de comportamiento, adscripción y organización de la población en la esfera política. Sobre el particular, nuevamente es el pluralismo quien sale peor parado de los embates de la modernidad tardía chilena. El pluralismo en cuanto representación de opciones sobre tipos posibles de sociedad se transforma durante los noventa en una galería multimedial 25 Ibid., p. 13. 26 Ibid., p. 21.

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donde los públicos escogen programaciones a distancia y por control remoto. Al respecto, Brünner y Tironi, cada uno a su manera por cierto, nos entregan las pistas del cambio de época que sufre la sociedad chilena —y el mundo entero—, y cómo éste incide en las características de la política. Para el primero27, la idea clásica sobre la democracia, como un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, ha pasado a ser una simbólica que oculta la realidad de la última década en el país. Se vive en una democracia de públicos, lo que hace que su operatoria sea similar a la de los mercados. Funciona a través de la oferta de asuntos o temas, los que movilizados por los medios de comunicación son procesados en algún sentido por el público, quién va desde la dependencia y la subordinación hasta el rechazo o el malestar. Las encuestas de opinión vienen a ocupar el lugar que antes tuvieron los movimientos sociales e incluso los propios partidos, ya que ellas son la opción de contrapesar la influencia de la opinión publicitaria. Junto a ello, se manifiesta el predominio de las decisiones técnicas. Autonomizada la política del resto de los subsistemas, ésta queda entregada a sus propias leyes. Cuestión que a su vez supone asumir que el mercado es la forma de funcionamiento natural del subsistema económico. De tal forma “en el caso de una economía abierta y de mercado, [ésta] depende de la estabilidad de las reglas del juego, las que son configuradas por el sistema político”28, es decir la política interviene sólo bajo la forma de garante de las reglas internas del subsistema. La dinámica de la sociedad contemporánea presencia una modificación de los patrones tradicionales de comportamiento colectivo, que es lo que hace que Tironi describa a los noventa como un período de “irrupción de las masas”. Son ellas las que se desbordan por todo el paisaje del territorio nacional, reclamando un lugar que le había sido vedado durante décadas en la mesa de los privilegios de la elite. Para Tironi ello es muestra de la democratización que ha vivido Chile en los últimos años. Los autos Lada en el Pan de Azúcar, o la profusión de los celulares son señas inequívocas de dicho proceso. Para Tironi los movimientos y las clases sociales desaparecieron del panorama. Estas últimas no serían más que categorías estadísticas. La generalización de intereses como proceso crucial para su representación y satisfacción, ha dado paso a la particularización de estos. Tironi distingue entre las elites por un lado, y el público, la gente, las personas o las masas, por otro. Contrario a las premisas clásicas del pensamiento de izquierda o centroizquierda, el autor sostiene que las convulsiones sociales en vez de visibilizar e identificar a masas hasta ese minuto anónimas, terminan precisamente por transformarlas en muchedumbre y por exaltar a las elites, quienes son las grandes ganadoras con las turbulencias. De esa forma el autor emite una sentencia de muerte sobre la movilización social y los sujetos sociales y

27 Del autor remitirse a: Globalización cultural y post–modernidad, Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, 1998. 28 Eugenio Tironi: La irrupción de las masas..., op. cit., p. 108.

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políticos que las protagonizan, al tiempo que promueve la participación individualizada, privada y personal en el sistema político. La política sufre así un desalojo de parte importante de sus funciones clásicas. Y al mismo tiempo es la idea del cambio social la que queda en entredicho. Según la noción moderna e ilustrada, el cambio social proviene de una manifestación de voluntad de uno o varios actores, a los que se considera sujetos conscientes de su voluntad de apropiación de la historicidad. En cambio ahora las opiniones sobre materias de interés público no pasan de ser “estados de ánimo”, o “climas discursivos”, que reducen la opinión a puro discurso, sin anclaje en fenómenos sociales concretos, y que pueden ser intercambiadas por otras de la misma valencia. El cambio es considerado como propio de la naturaleza intrínseca de un sistema, no compromete voluntades explícitas, sino que es un resultado o un efecto del funcionamiento del sistema; finalmente el cambio dependerá de los grados de autonomía de cada subsistema. “Lo anterior significa que la democracia renuncia a pensar que la política sea el único o el más eficaz instrumento de cambio; o sea, que éste podría ser producido preferentemente por la acción deliberada realizada con arreglo a fines concordados públicamente”29. Por otra parte, el uso del concepto de elite en Tironi permite vincular con el papel que éstas juegan en una democracia. En este autor no hay referencia a la forma en que las elites cambian; no contempla incorporaciones de nuevos individuos, o una reducción, ni tampoco las elites son sustituidas por otras. Así, sólo cabe pensar que las elites que en efecto dirigen la sociedad, sean la clase dirigente deseable. Consecuencias de este tipo vinculan estos planteamientos con las teorías elitistas sobre la democracia. Estas teorías se basan tanto en la obra de Mosca y Pareto, como en los planteamientos de Schumpeter. En general, tanto los desarrollos iniciales como los más recientes de la versión elitista de la teoría democrática contemporánea no se esfuerzan por ocultar su relación con la economía capitalista y la estructura de privilegios que ella cobija. Mosca y Pareto rechazaron taxativamente a la democracia como el autogobierno del pueblo, ya que esto sería un vehículo para el socialismo. Las elites son las responsables de asegurar la estabilidad y la libertad en el marco del capitalismo. Para Schumpeter en tanto, el bien común y la soberanía del pueblo serían nociones erradas, puesto que los individuos y los grupos sociales son muy distintos entre sí, lo que impide que exista acuerdo sobre materias como estas, que interpelan a los principios. La democracia debe circunscribirse a procedimientos. Específicamente es la oportunidad del pueblo de aceptar o rechazar las personas que lo gobernarán. Schumpeter invierte el argumento de la teoría clásica de Rousseau y Mill, para otorgarle el poder a la clase política. El pueblo o los ciudadanos se limitarán a controlar el 29 José Joaquín Brünner: “Cambio social y Democracia”, en Estudios Públicos N° 39, Santiago, 1990, p. 241 y 242.

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comportamiento de sus elites, pero siempre a través de la mediación ejercida por los partidos políticos. Al hacer depender las disposiciones de los ciudadanos de las ofertas temáticas que la clase dirigente le ofrece, como lo plantea Brünner, o al afirmar que en estados de desintegración social las masas le entregan la iniciativa a sus elites, como lo plantea Tironi en su análisis de la crisis del ’7330, “vemos esbozarse así una imagen de la democracia y de la política cuyos elementos centrales son los procedimientos, los métodos de acción y cuyos actores fundamentales, si no los únicos, son las elites, los partidos, los líderes. En conjunto el sistema funciona como un mercado, en el que las elites ocupan el lugar de los empresarios y los electores el de los consumidores”31. Por su parte, Boeninger ha subrayado que en el carácter cupular de la lucha contra Pinochet, controlada por una elite que coincidía con la dirigencia de los partidos, se encuentra una de las claves del éxito de la transición. Ello permitió reducir considerablemente las disrrupciones maximalistas de dirigentes intermedios o de base que podrían haber ocasionado el fracaso de la estrategia de acuerdos que encabezó la Concertación con el régimen militar. En ello ayudó también, de acuerdo a Boeninger, el traspaso de los liderazgos en el mundo social, especialmente en la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), desde el Partido Comunista a dirigentes de la Concertación. Uno de los argumentos más frecuentes para argumentar respecto del nuevo estatuto de la política, su carácter más autónomo y al mismo tiempo más técnico, es la nueva relación entre ésta y el mercado. Para el mismo Boeninger las condiciones básicas que permiten el crecimiento sostenido son reglas del juego estables, que faciliten las decisiones e inversiones —en especial las de largo plazo—, y el respeto a la lógica básica de funcionamiento de la empresa privada, todo lo que implica “la necesidad de reconocer estas limitaciones a la soberanía y al poder, y de adecuar tanto las conductas como las instituciones políticas y sociales a esta realidad”32. Brünner por su parte, basado en la teoría de sistemas sostiene que la democracia reduce el campo de la política, diferenciándola e independizándola de los otros subsistemas. Esta diferenciación “permite que cada subsistema especialice sus mecanismos de coordinación y aumente su capacidad de producir de acuerdo a valores y con estímulos diferenciados. Así como la política se especializa en producir decisiones colectivas que gozan de legitimidad, la economía se organiza para producir eficazmente en función del mercado, mientras que la cultura se encarga de generar tradiciones y producir medios simbólicos y motivaciones para la 30 Ver: Eugenio Tironi: El régimen autoritario. Para una sociología de Pinochet, Editorial Dolmen, Santiago, 1997. 31 Carlos Ruiz Schneider: Seis ensayos sobre teoría de la democracia, Universidad Nacional Andrés Bello, Santiago, 1993, p. 85. 32 Edgardo Boeninger: “La gobernabilidad: un concepto...”, op. cit., 1994, p. 81.

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interacción y para sostener un orden normativo compartido”33. Ya hemos visto como Tironi recurre a la metáfora del joint venture para ilustrar la estrecha relación que a su juicio debe existir en el futuro entre el capitalismo y la democracia, y finalmente llega a la misma conclusión que Brünner, puesto que “el vigor de la empresa depende cada vez menos del poder político y cada vez más de ella misma”34. Todas estas citas conducen a reflexionar sobre los condicionamientos o imbricaciones entre el sistema político, lo social y lo económico. Como lo han señalado acertadamente Baño y Faletto, las consideraciones sobre la viabilidad del sistema político, o aquellas que propugnan por su modernización, tienen como objetivo preferente “la constitución de un Estado moderno capaz de interpretar la nueva dinámica de la economía. Es perceptible que a pesar de la alegada autonomía de lo político, las expectativas se cifran en que el éxito del nuevo desarrollo genere las condiciones de un equilibrio político social. Las contradicciones posibles se espera que sean resueltas por el carácter expansivo de la economía (...). Sin embargo, la estructura política y en especial el Estado se conciben como la expresión de la alianza entre los grupos más directamente interesados en el proceso de modernización”35. V. CONCLUSIONES. Llegados a este punto, parece necesario detenernos en la antinomia entre la proclamación de un sistema político autónomo y las dependencias o estrecheces que a éste le imprime la estrategia de desarrollo vigente. Planteado de una manera más general —y actual—, el tema de la relación entre Estado, sociedad civil y mercado. Antes, empero, quisiera señalar un par de ideas respecto de los límites de la democracia en el marco del liberalismo clásico y las actualizaciones que propone Mouffe. Lo primero es que la reducción de la democracia a ciertos principios o procedimientos, comporta asumir el supuesto de que la comunidad política constituyente está conformada por ciudadanos iguales, o equivalentes entre sí, los que asumen sus obligaciones bajo la forma de un contrato. Este neo–contractualismo conduce necesariamente a aceptar que la comunidad de ciudadanos y el contrato que los vincula se encuentran en un estado pre–social. Ello porque el sujeto político del liberalismo —el pueblo— se constituye políticamente prescindiendo de cualquier desigualdad. El Estado se yergue entonces como un ente que homologa a los individuos, los considera a todos como propietarios —de su libertad, de su propia persona y capacidades— quienes enajenan una parte al pactar el contrato36. Las similitudes entre la

33 José Joaquín Brünner: “Cambio social...”, op. cit., 1990, p. 242. 34 Eugenio Tironi: La irrupción de las masas..., op. cit., 1999, p. 80. 35 Baño, Rodrigo y Faletto, Enzo, 1992, p. 59. 36 Consultar la obra de C. B. Macpherson: La realidad democrática. Liberalismo, socialismo, tercer mundo, Editorial Fontanella, Barcelona, 1968; La Teoría Política del individualismo posesivo, Siglo XXI, México, 1974.

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comunidad política y el mercado son evidentes. Pero además, es la posibilidad misma del contrato la que queda en duda si “socializamos” a los individuos y reconocemos sus desigualdades en el marco de la sociedad capitalista. En efecto, ¿cuál es la viabilidad de pactar de manera equitativa si la distribución del poder entre los contrayentes es tan disímil?, ¿Cuáles son las características de un contrato como este —es decir, los principios que vamos a respetar y los procedimientos que legitimaremos para tomar nuestras decisiones— en circunstancias que reconocemos la coerción subyacente al estado de naturaleza que es su base, es decir las desigualdades que le son inherentes?; o dicho de otro modo, ¿cuál es la “letra chica” de un contrato hecho efectivo sobre estas bases? Esto nos conduce a la segunda consideración. Si pensamos que la obligación política mínima son los procedimientos pactados, la legitimidad toda del sistema político recae en un formalismo. La legitimidad radicaría en el cómo decidimos, es decir en la legalidad que expresan los procedimientos. Lo que plantea el problema del lugar que ocupa la “voluntad general” y el alcance de su fuerza normativa. Si la “voluntad general” se orienta en la dirección de alterar los principios de propiedad —de los medios de producción— o las relaciones de producción —del capitalismo—, entonces la legitimidad formal —de los procedimientos— no alcanza a contener la complejidad inherente a un conflicto, como el planteado, que por cierto se presenta como una alternativa posible, lo que finalmente torna fútil la argumentación que sostiene la comunidad política en los procederes. Esto orienta a preguntarnos si la legitimidad formal no está vinculada entonces con otros principios legitimantes, principios que aluden a la naturaleza del orden social que se considera bueno. Si esto es así, el pluralismo y el conflicto político que se estima legítimos quedan a merced del consenso a nivel de orden social que se haya establecido al origen del contrato (y que graficamos recién con la expresión “letra chica”), cuestión que los limita puesto que obliga a ajustar los comportamientos de la comunidad política al tipo de pluralismo y al tipo de conflicto que se considera deseables. De esto se desprende que en las relaciones de la sociedad civil con el Estado subyace una tensión, puesto que se pueden prever sinnúmero de situaciones dependiendo de la naturaleza de la articulación que exista entre ambos, y de sus márgenes de autonomía y complementariedad. Estas situaciones van desde una completa autonomía del Estado sobre la sociedad civil, lo que implica que ésta adquiere una dinámica que se ajusta a los requerimientos de orden del Estado, hasta una situación donde es la sociedad civil la que coloca al Estado en un impasse que lo imposibilita de ofrecer una solución de continuidad dentro del marco establecido, lo que termina obligándolo a una seria redefinición de sus fundamentos. Del mismo modo, la redefinición dependerá de la aceptación por el Estado de la nueva dinámica de la sociedad civil, o bien de una subordinación de ésta al Estado, lo que solo es posible en un contexto de coerción sobre la propia sociedad civil.

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Se ha sostenido que en América Latina el Estado ha dado muy poco margen para una articulación más coherente entre su propio movimiento y las dinámicas de desarrollo y expresión de la sociedad civil. El Estado oligárquico primero, se cimentó en la existencia de una sociedad civil que sólo veía extendida el ámbito de la ciudadanía sobre una porción muy pequeña de personas. En la medida que el capitalismo fue extendiéndose y arrinconando los otros modos de producción, y en consecuencia se fue complejizando y extendiendo el ámbito de las clases y grupos sociales que reclamaban cartas de ciudadanía, el Estado entró en una seria crisis de representatividad, que encontró respuesta mediante la violencia del Estado sobre la sociedad civil. En la medida que desde la sociedad civil se levantaron propuestas de integración política que se basaban en el impulso de una estrategia de desarrollo —capitalista— que de alguna manera conciliaba la participación política con la integración económica, al tiempo que ofrecía un lugar para la reproducción económica y la representación política de la oligarquía, como fue el modelo de sustitución de importaciones en Chile, se logró redefinir los fundamentos del Estado. Se asiste así a la emergencia del Estado de compromiso. No obstante, su continuidad y legitimidad se vieron mermadas por cuanto este tipo de Estado encontraba límites estructurales muy precisos para la expansión de la participación política y la integración económica. La complejidad de los procesos que generaba la estrategia de desarrollo seguida expresada en la urbanización acelerada y el conflicto campo/ciudad, la aparición de nuevos grupos sociales que reclamaban por participar y reconducir el proceso general, sin dejar de considerar el contexto internacional de guerra fría y predominio de los Estados Unidos sobre lo que consideraba era su espacio de influencia, termina por minar las febles bases de legitimidad que lo hacía viable en tanto espacio de representación colectiva de un “sujeto nacional”. En este caso vemos que es la propia dinámica de la sociedad civil la que producto de su complejidad creciente reclama una modificación sustantiva del significado del Estado. Sus funciones y actividades aumentan, ya que en muchos casos el Estado debe suplir la carencia de una clase que lidere y represente social y políticamente la estrategia de desarrollo adoptada. Surge la contradicción entre su tendencia a asumir el monopolio de la política, lo que sitúa a las elites político–administrativas como el actor central de la sociedad, y la tendencia de esta última a autonomizarse para transformar al Estado. Desde este punto de vista, las dictaduras militares —por cierto la chilena también— se presentan como el reclamo de soberanía del Estado para imponerse sobre la sociedad civil, ajustándola por la fuerza a las obligaciones de una nueva estrategia de desarrollo, también capitalista, que se confía supera los problemas de la anterior, en especial sus limitantes a la acumulación; restricciones aún mayores en la medida que la transnacionalización reduce los márgenes de autonomía política de los Estados–Nación en el nuevo escenario mundial, especialmente de los Estados periféricos, lo que configura una nueva situación de dependencia.

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¿Cuál es la situación actual de estas tendencias en el Chile post–dictatorial? ¿Cómo se manifiestan en el país estas tendencias relativas al curso histórico y a los movimientos de la sociedad civil y el Estado? ¿Cuál es el lugar que ocupan los “consensos fundamentales” de la recuperación democrática en Chile en la articulación actual entre Estado y sociedad? Si reconocemos las fronteras que encierran al pluralismo y determinan el tipo de conflicto en el Chile actual, y admitimos que la base ideológica de esta situación en buena parte la constituye el pensamiento político imperante en las elites políticas e intelectuales, ¿cuáles son las brechas sobre las cuales es posible avistar y viabilizar una nueva articulación entre Estado y Sociedad teniendo como referente eso que llamamos “pensamiento político de la Concertación”? Al respecto me parece que una pista posible de seguir son los temas que (no) se hayan en la agenda pública de gobierno, que ocupan un lugar secundario tanto en ésta como en la de los partidos de la Concertación, y que pugnan por emerger. Sin lugar a dudas uno de los grandes temas de la sociedad latinoamericana desde los ’50 en adelante, y que la diferencia de los ’90, fue el de los “estilos” o modelos de desarrollo. Sobre esto Garretón ha señalado: “si la cuestión central que planteaba el modelo de desarrollo basado en los Estados nacionales fue autonomizar la economía del predominio de la política y generar los espacios de mercado, la del nuevo modelo que tiende a imponerse con las crisis mundiales de los setenta y ochenta, con los ajustes estructurales y con procesos de globalización básicamente financiera, pone en el tapete, en cambio, el control de la economía por la política”37. Para el autor, son evidentes las limitaciones que la transnacionalización impone a los Estados. Ello obliga a problematizar la modalidad con que el Estado se inserta en la economía mundial, puesto que lo que hay que resolver es el ejercicio de la soberanía en el contexto de la globalización, y al mismo tiempo, en el espacio de la nación, problematizar sobre la forma en que la democracia articula participación y representación para sociedades que paralelamente se fragmentan —perdiendo importancia las formas clásicas de constitución actoral, como clases y partidos— y se constituyen sobre la base de nuevos principios adscriptivos. Lo cual lo lleva a concluir que “para que la democracia no sea excluyente, ni autoritaria, ni definida al margen de los modelos de convivencia que la gente y los actores sociales quieren, hay que ampliar permanentemente los espacios de la democracia política y hacerla relevante”38.

37 Manuel Antonio Garretón: “¿En que sociedad vivi(re)mos? Tipos societales y desarrollo en el cambio de siglo”, en Helena González y Heidulf Schmidt: Democracia para una nueva sociedad (modelo para armar), Editorial Nueva Sociedad, Caracas, 1998, p. 74. 38 Manuel Antonio Garretón: Hacia una nueva era..., op. cit., 1995, p. 29.

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No es posible, en consecuencia, afirmar que el país ha o habría pasado al eje de la modernización, dejando atrás el eje de la transición. Sin perjuicio de lo equivocado que para Garretón es el uso del concepto “transición”, los problemas que se supuso debían abordar los gobiernos democráticos aún permanecen pendientes. El debate sobre las políticas culturales que generan un ensanchamiento del pluralismo es uno de ellos. Otro tema es resolver sobre el modelo de desarrollo y de inserción internacional que Chile debe implementar para el largo plazo. El balance es que “en los grandes temas socio–económicos, relacionados con la consolidación democrática, más allá de las políticas específicas, tampoco puede hablarse de consenso, por cuanto o no hubo debate propiamente tal o el acuerdo fue parcial u obligado como en el caso de las reformas laborales”39. La sola posibilidad de que el país en general y la Concertación en particular abriera un debate que implicara la posibilidad de alterar en alguna medida el camino trazado por la gestión económica durante los primeros dos tercios de los ’90, significaba para Tironi una incertidumbre que instala a la Concertación en una contradicción. Ella debe asumir “con pasión y optimismo la gestión política del país en la época que le toca vivir, o le deja el lugar a otras fuerzas, se instala en la oposición y se concentra en acumular energías desde fuera para dar un vuelco radical al sistema vigente. O asume sin vergüenza su vocación reformista, admitiendo el sistema político y económico que le cabe conducir, o se reencuentra con su pasado utópico y revolucionario. Lo que la Concertación no puede hacer es seguir con la ambigüedad actual, porque si alcanza nuevamente el gobierno puede ser el peor de los mundos”40. En la contienda entre autocomplacientes y autoflagelantes durante el ’99, Tironi da claras señales acerca de lo que la coalición debe hacer para superarla: reafirmar la adhesión a los principios constitutivos de la sociedad que emerge de la modernización autoritaria. De la misma manera, Brünner hace referencia explícita al debate en cuestión y que se ha prolongado hasta hoy bajo la forma de un “malestar” con las consecuencias de la modernización, sensación que es transversal a la Concertación. Para el autor el sector autoflagelante siente una molestia “con el país realmente existente; con la cultura moderna y sus disposiciones proclives al mercado y al consumo; con una economía abierta y sujeta, por ende, a las turbulencias de la competencia y el contagio provocado por las crisis financieras internacionales; con una sociedad que necesaria e inevitablemente se ha vuelto individualista; con la secularización de los mitos políticos y las ideologías; con la difusión de los valores propios de la industria de las comunicaciones; con el debilitamiento de las

39 Ibid., p. 24. 40 Eugenio Tironi: La irrupción de las masas..., op. cit., 1999, p. 221.

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formas tradicionales de participación a través de sindicatos y partidos”41. Frente a ello, la tentación por izquierdizar la Concertación (expresada por ejemplo en el lema “crecer con igualdad” tomado por la campaña de Lagos hasta la primera vuelta) sólo la conduce al fracaso. Del mismo modo se equivocan quienes proclaman, a instancias de la actual coyuntura económica del país, que el problema no radica en ajustes en los instrumentos macroeconómicos sino en una crisis del modelo de desarrollo. Por lo que Brünner concluye que: “en suma, si la Concertación parece dirigirse hacia el ocaso no es por envejecimiento natural ni por una enfermedad incurable del tipo cáncer. Es lisa y llanamente por una perturbación de su ánimo que la lleva a hacer malos diagnósticos y a proponer peores soluciones. En ese ciclo, de tumbo en tumbo, la dirigencia de la coalición ha ido perdiendo vitalidad, voluntad de poder, sentido de identidad, afecto y emoción colectiva, y se ha deteriorado seriamente su imagen como la alternativa de sentido común para gobernar el futuro del país”42. Esta es la raíz de la lenta pero persistente trizadura que se ha producido entre socialcristianos y socialdemócratas durante los últimos cuatro años, y la verdadera causa de la aparente debilidad de la Concertación frente a la derecha, manifiesta a partir de la elección presidencial de 1999. Para Garretón, en tanto, este tipo de controversias invitan a pensar en los límites de la manera cómo se desenvuelve y resuelve tal querella en la actualidad. Esto implica perder el temor de pensar la política como debate en torno a proyectos de sociedad deseables. No se trata de perder de vista los problemas causados por el ideologismo y el mesianismo político en la crisis del ’73. Pero en ello, está el peligro de opacar la dimensión ética de la política, “y subsumirla en un pragmatismo o realismo político, bajo los que impera una verdadera ideología minimalista. En las antípodas del antiguo maximalismo, el ‘minimalismo ideológico’ trae como consecuencias una visión corta de la política, incapaz de representar y convocar, y un debate que no mira el largo plazo, donde todo queda sujeto al cálculo táctico y al éxito inmediato. Desaparecen de la política los grandes temas de la sociedad y su destino; y se la reduce exclusivamente a su dimensión de ‘carrera’, mercado o manipulación comunicativa, lo que la aleja del sentimiento y la atracción de la gente”. Y continúa: “el trauma de la polarización y la confrontación puede llevar a una visión distorsionada del tema del consenso. A diferencia de la visión clásica de la política que percibe el conflicto como parte esencial de la vida social y donde el rol de las instituciones es su debida canalización, la visión traumática de una sociedad llevada a su crisis por el desborde de la dimensión confrontacional, corre el riesgo de patologizar el conflicto. Así, el consenso deja de ser visto en la óptica de la teoría democrática consociativa como grandes acuerdos fundantes del orden y la convivencia social y pasa a ser concebido casi

41 José Joaquín Brünner: “El anunciado ocaso de la Concertación”, en Diario Electrónico El Mostrador, agosto de 2001. 42 Ibidem.

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exclusivamente como una técnica de negociación puntual y permanente para cada asunto, destinada a ‘enfriar’ las coyunturas, pero con la consecuencia de ahogar la expresión de las grandes opciones. Ello vuelve a reforzar la dimensión cupular de la política y el ejercicio reservado de ella a una elite de aparatos partidarios y corporativos. Las nuevas contradicciones y conflictos no desaparecen, sino que pierden expresión y representación política y buscan formas de canalización que no son asumidas por las instituciones”43. En estas tendencias, es posible percibir —en el contexto de la relación Estado/Sociedad— la manifestación de una forma arquetípica de Estado que termina imponiéndose sobre las expectativas de lo que significaba para la oposición en términos de sistema político la lucha contra la dictadura en los ‘80. Un Estado que se impone como el estructurador y ordenador fundamental de la sociedad, que tiende hacia un encuadre ideológico y político de la nación, y que tiene en sus cuadros administrativos y funcionarios de alto nivel, es decir en las elites políticas que lo constituyen y lo conducen, al actor deliberativo fundamental. Desde el punto de vista de su discurso, el Estado se proclama dotado de una racionalidad que le permite maniobrar y resolver —siempre en el terreno de los discursos— las crisis. En el predominio de esta racionalidad —técnica— se encuentra una de las claves que le permiten conciliar su papel como estructurador de la sociedad y su proclamado repliegue desde los espacios en que éste intervenía en la sociedad civil en el modelo societal pasado. La racionalidad técnica levanta un sujeto poseedor de racionalidad que no es otro que la tecnocracia. Es ella la que cada vez con mayor intensidad, desde los espacios más locales de representación del Estado en la sociedad —como la gestión municipal o los gobiernos regionales—, hasta los espacios de dirección centralizada —como los ministerios o subsecretarías—, se encarga de “técnicamente” gestionar y resolver los asuntos públicos. Esto supone una relativa ampliación del sujeto portador de la racionalidad, pero su extensión está limitada por la tendencia al recorte de funciones del Estado, producto de la preeminencia de la doctrina de la subsidiariedad. Esta doctrina comporta a su vez elevar como sujeto privilegiado de la sociedad al individuo privado, quién se presenta bajo la forma de “empresario” o “emprendedor”, y ello se hace en desmedro de la figura del “político” o del “funcionario público”. Pareciera que el choque de estas corrientes es morigerado producto de una compatibilidad substancial, esta es que tanto el tecnócrata como el empresario comparten la misma racionalidad, a la vez que participan de la misma elite política dominante. Desde el ángulo de los tipos de racionalidad es que parece posible pesquisar la conformación de los nuevos alineamientos políticos a partir de la salida de Pinochet en 1990, puesto que en ellos subyace la dinámica del sistema político de nuevo cuño que reemplaza al esquema del Estado Populista imperante durante cuatro o cinco décadas. 43 Manuel Antonio Garretón: “Aprendizaje y Gobernabilidad...”, op. cit., 1993, p. 156.

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Dicho de otro modo, la elite política que se gesta durante los años de dictadura y que emerge en la escena nacional para conducir al país en los noventa, y los debates al interior del bloque gobernante —como el de los “autoflagelantes” v/s “autocomplacientes”, o el de los “liberales transversales” v/s los “progresistas socialdemócratas”— son inteligibles en la medida que los asociemos a los fundamentos que sostienen la situación de dominio político vigente, es decir, con los consensos que dan soporte al andamiaje institucional y al diseño del conflicto político. Esto se expresa, por ejemplo, en la naturaleza y límites de la esfera de lo público; en los asuntos que es factible levantar como temas de discusión política, vale decir, aquello sobre lo que se admite posibilidad de tematización y deliberación, cuestión que por lo demás define a los sujetos deliberativos y considerados “legítimos” para el tipo de conflicto que se estima admisible en la esfera pública criolla. Se ha descubierto una tendencia político–intelectual emergente durante los últimos años de la década del noventa, a la que se ha denominado “progresismo liberal nihilista”. Ella expresa la racionalidad básica preeminente en el discurso político hegemónico, la que traspasa los límites de las coordenadas que definen el universo concertacionista para llegar hasta los partidos de la oposición de derecha. De acuerdo a Cortés Terzi, “lo esencial del nihilismo es su descreimiento en filosofías de la historia, su desconfianza o escepticismo respecto de la condición de sujeto histórico del ser humano y su convicción de que nada (nihil) sustentado en la voluntad y el imaginario puede corregir o reorientar lo fundamental de los rumbos seguidos por la humanidad. (...) El nihilismo no niega el progreso sino el cambio social. Y concibe al primero como producto de los avances científicos y de su correspondiente traducción a tecnologías y aparatos. (...) El concertacionismo nihilista adopta el liberalismo como discurso y como matriz político–programática. Pero no lo adopta como pensamiento y ambición nacidos de una reflexiva voluntad política. Lo adopta como discurso reflejo de lo histórico inercial, porque la realidad, lo existente se mueve en sentido liberal. (...) En suma, el liberalismo nihilista ha asumido acríticamente el capitalismo contemporáneo y eso le permite interpretar el liberalismo como ideología final y como único pensamiento ad hoc a lo moderno y en el que deberían desembocar a la postre todas las corrientes del progresismo tradicional. Por otra parte, y en proyección política de lo anterior, esta tendencia sustrae a la política parámetros históricos trascendentes y roles direccionales sobre la vida social”44. Ello explica que Brünner sostenga que “el debate político–intelectual planteado entre antiguos y modernos, entre conservadores y renovadores, entre socialistas y liberales, entre tradicionalistas y autonomistas éticos o entre monistas y pluralistas morales, abre por primera vez —tras diez largos años— la perspectiva de volver a delinear el mapa 44 Antonio Cortés Terzi: “Concertación: liberalismo nihilista y nueva encrucijada”, en Diario Electrónico El Mostrador, octubre de 2000.

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ideológico de la sociedad chilena. Los parámetros de discusión ya no tienen que ver con la fractura entre dictadura y democracia ni con la bipolaridad casi bélica de socialismo contra capitalismo. Ahora hay más espacio para respirar y pensar los problemas del futuro, para explorar nuevas maneras de abordarlos y revisar los lenguajes heredados. Ahora es más fácil desarrollar posiciones y construir identidades, aunque todavía suele traer consigo reacciones destempladas”45. En suma, si se observa a los noventa desde la óptica del proyecto estratégico de la dictadura, desde sus formulaciones conceptuales más básicas, desde el horizonte utópico que se trazó el gobierno militar durante los debates constitucionales que fueron la génesis de la actual Constitución política; desde esa óptica, decíamos, la actual comunidad de visiones, el nuevo paradigma o sistema político ideológico —del cual Brünner proclama su nacimiento, y que resulta consistente también con la lectura de Arriagada respecto de la muerte y comienzo de los sistemas de partidos en el país— que reestructura la escena política nacional vigente durante décadas, representa el éxito de la vanguardia política–intelectual de la dictadura. En la medida que la elite política actual tome razón de su propia existencia, de su origen, de sus bases históricas y epistemológicas de sustentación, que ella se haga consciente de lo que la define, y en la medida que tal elite observe que los años noventa han sido testigos de una práctica común; en una palabra, de la identidad manifiesta que la hace ser una, heterogénea y múltiple, pero común y diferenciable de otras entidades; bajo estas circunstancias mejores podrían ser, eventualmente, sus perspectivas de perdurabilidad. Sin embargo, si esta situación dará lugar a redefiniciones de importancia en el cuadro político de actores y orientaciones generado a partir del plebiscito de 1988, sólo lo dirá la preeminencia que tengan en su momento las lógicas de largo plazo (aquellas que apuntan en la dirección de resguardar los consensos fundacionales) o las lógicas de corto plazo (aquellas que apuntan hacia la consecución de cupos en la administración del Estado), y su articulación y/o contradicción, como también la presencia y/o aparición de otros actores que disputen con propuestas de viabilidad la condición de hegemonía detentada por la actual elite46. Los años noventa han gestado una elite política nacional (una clase dominante dirían los nostálgicos). Una forma de percibir su condición de elite radica en el tipo de vinculación con la sociedad “no elitaria”47. La relación intrínseca entre las dirigencias políticas concertacionistas y el mundo social ha ido cada vez más severamente resintiéndose, en la misma medida que sus lazos con los poderes fácticos han ido mejorando tanto más cuanto

45 José Joaquín Brünner: “De socialistas, conservadores, liberales y otras posibilidades”, en Diario Electrónico El Mostrador, 11 de mayo de 2001. 46 Cuestión que no por improbable en el corto e incluso en el mediano plazo, debe ser descartada del todo. 47 A falta de otra definición más satisfactoria.

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mayor es el tiempo (y olvido) pasado desde los años ochenta. El principal capital de la Concertación, su vínculo popular y de masas obtenido en las luchas populares de aquellos años, se ha debilitado. Para Cortés Terzi —analista vinculado al Partido Socialista—, mientras la derecha ha dado gigantescos pasos con el “fenómeno Lavín” en la dirección de constituir un bloque histórico, “en la Concertación el proceso es a la inversa: su bloque histórico camina hacia la desintegración. De un lado porque las elites concertacionistas se diferencian cada vez menos de otras elites del status, en cuanto a estructura de ingresos, de comportamientos culturales y sociales. Ya no son percibidas por los mundos masivos como elites escindidas de los grupos privilegiados, sino como parte de los mismos”48. En este escenario son los liberales nihilistas quienes se hallan en mejor pie, puesto que estos “aspiran a la construcción de un nuevo bloque histórico que no contempla ni discursos ni prácticas sociales dirigidas a conquistar fuerzas sociales como tales”, sino que —coherente con lo sostenido por Tironi—, aspiran a capturar “a la gente, a los ciudadanos, a los votantes y para lo cual no hay que ocultar o explicar la condición de elite ni es menester regenerar relaciones endopáticas con lo popular”49. Para concluir, baste decir que este paradigma estatal descrito en las líneas precedentes, encuentra su origen histórico en el Estado portaliano50, expresado en la constitución de 1833, la cual sobrevive hasta 1925. Este persigue ordenar, mediante la estructura institucional, las tensiones de la sociedad civil e identifica un espacio de participación que se fusiona con el orden público y estatal. Esto nos plantea la interrogante respecto a si no es precisamente la recuperación del orden estatal frente a la dinámica de la sociedad civil, y el encuadre de ésta en el Estado lo que se buscó con el proyecto político de la dictadura51.

48 A. Cortés Terzi: Liberalismo nihilista..., op. cit., 2000. 49 Ibídem. En efecto, el autor presiente una conflictiva escena interna y aventura sobre los posibles realineamientos a escala nacional, y afirma que “el inevitable desarrollo de esta cultura política, facilitado por el estancamiento del progresismo tradicional, es el elemento que a poco andar pondrá muy seriamente en jaque la sobrevivencia de la Concertación. Puesto que se trata, de hecho, de una corriente que no existía, cabe la duda de si podrá coexistir con el mosaico de tendencias del progresismo tradicional. La Concertación no ha experimentado el grado de pluralismo que se necesitaría para mantenerse con tal corriente en su interior. Pero, además, hay que tener en cuenta que el concertacionismo nihilista posee un diseño de alianzas sociales y políticas y de estrategia política bastante acabado y que de plasmarse estremecería hasta los cimientos de la Concertación. Sus competidores dentro de la alianza gobernante no poseen un diseño de magnitud similar, de suerte que corren el riesgo de cederles la hegemonía. ¿Estarán dispuestos a tanto en aras de la unidad?”. 50 Sobre la naturaleza permanente del portalianismo en la clase dominante chilena y el Estado, consultar a Gabriel Salazar, en especial su obra: Violencia política popular en las “grandes alamedas”. Santiago de Chile 1947-1987, Sur Ediciones, Santiago, 1990. Particularmente la Introducción y el Capítulo 1. 51 Ver Hugo Zemelman: “Chile: El régimen militar, la burguesía y el Estado (panorama de problemas y situaciones, 1974–1987)”, en Pablo González Casanova: El Estado en América Latina. Teoría y Práctica, Siglo XXI y Universidad de las Naciones Unidas, México, 1990.

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Si, como lo han mostrado diversos autores, reconocemos a lo menos cierta continuidad

tanto a nivel de basamentos conceptuales como de institucionalidad política entre el

proyecto societal de la dictadura y la propuesta política de la Concertación, ¿es factible

pensar en la constitución y emergencia de una nueva situación de hegemonía, esta vez

expresada en los invocados consensos sobre las bases de una estrategia de desarrollo y

acumulación, y en los arreglos político institucionales que hacen posible su permanencia a

la vez que limitan las posibilidades de generar un conflicto que se represente efectivamente

en el sistema político y que cuestione la legitimidad de esta estrategia en tanto expresión de

la voluntad del “sujeto nacional”? Si esto es así, ¿cuáles son los grupos sociales que

expresan estos consensos, o dicho de otro modo, quiénes conforman el bloque histórico

constituido una vez resuelto el conflicto con la dictadura?; ¿cuáles son los grupos —

sociales y políticos— al interior de la Concertación que pugnan por prolongar dicha

situación, y cuáles son los grupos proclives a revisar las bases sobre las que funda la

transición política en el país? ; ¿mediante qué estrategias resulta viable un replanteamiento

de la transición, que permita sobre nuevas bases replantear la integración económica y la

participación política para extenderlas? En las respuestas que podamos darle a estas

preguntas radica, en mi opinión, parte importante de las posibilidades de incidir en la futura

democratización del país.


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