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Historia del Teatro Contemporáneo de Juan Guerrero Zamora ...

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C A P Í T U L O C U A R T O g) infrarrealismo 8. — IV Biblioteca Fundación Juan March (Madrid)
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C A P Í T U L O C U A R T O

g) infrarrealismo

8. — IV

Biblioteca Fundación Juan March (Madrid)

c .

Biblioteca Fundación Juan March (Madrid)

H . - R . L E N O R M A N D

Nacido en París, el 3 de mayo de 1882, murió en la misma ciudad, el 16 de febrero de 1951. Su obra constituye el paradigma de una dramaturgia in­trascendente o que alcanza su trascendencia mediante la exploración de las zonas miasmáticas de la personalidad, hasta el punto de ser la encarnación escénica del sieoanalismo freudiano, cuyas afirmaciones básicas avizoró con­fusamente—-Le réveil de l’instinct, 1908 — diez años antes de que el drama­turgo llegara a conocer la Introducción al psicoanálisis — según lo afirma Daniel Rops—,x ateniéndose luego a sus teorías de un modo casi programá­tico, pero no exclusivo.

En este orden, Les Bâtés, Le Simoun, Le mangeur de rêves, L ’Homme et ses fantômes y Une vie secrète son específicas. La primera, en el marco descrip­tivo de una jira teatral provinciana —• con tintes satíricos respecto al desempe­ño actual de la vida histriónica —, establece bajo su implacable microscopio las relaciones de un autor, Él, y una actriz, Ella, ligados por la degradación del amor. Sobre un hecho inicial utilizado como catalizador de reacciones ■— que Ella se entregue al primer conquistador adinerado, con oscuro con­sentimiento de Él, y ofreciéndose a tal sacrificio para subsanar momentá­neamente la miseria que ambos padecen y evitar así que hayan de separarse —, Lenormand libera los monstruos fétidos del alma precipitando a Él en los brazos de ocasionales prostitutas con las que éste satisface su orgullo herido, co­bra venganza de la ofensora — Eh lien, c’était peut-être de l ’orgueil... un dernier sursaut d ’orgueil imbécile... Me prouver que je n ’étais pas un être humilié, accablé... Quelque chose, en moi, qui voulait retrouver de la dig­nité, de l ’honneur perdu... Comme si j ’avais perdu de l ’honneur! E t comme si d ’aller avec una fille eût pu m ’en rendre!... Non, c’est trop absurde! Ce n ’était pas cela! Ce devait être plutôt un de ces mouvements de vengeance irraisonnés, qui font qu’une femme se donne ait premier venu, quand elle sait 1

1 Sur le théâtre de H. R. L., por H. Daniel-Rops (Paris, 1926). Véase asimismo Le théâtre de H. R. L., Apocaliypse d’une société (Paris, 1947) y Anouilh, H. R. L., Sala­crou, trois dramaturges à la recherche de leur vérité, por S. Radine (Ginebra, 1951).

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que son mari la trahit — y, profundamente, siempre por amor, un amor dis­tinto pero auténtico, ya en el despeñadero de la impureza pero sangrante, busca acercarse al ser amado alcanzándolo en el envilecimiento — C’était aussi... no obscur désir de m ’abaisser, de me souiller, pour être plus près de toi... Pour être avec toi... Me salir comme tu t ’es salie—. El sacrificio de Ella se repite, luego, una y otra vez bajo los mismos imperativos circunstanciales, y en esa repetición define la heroína una silueta mártir y silente de ofertorio de sí y siempre por amor a Él, mientras éste, bajo el aguijón de su conciencia, se empecina en su devastación-— Il ne suffit pas d ’aimer pour rendre sa pas­sion vivante et féconde!... Peut-être faut-il encore souiller ce qu’on aime... —, parece complacerse en su propia tortura... pero está llorando. Este final del cuadro noveno — la obra se estructura en breves pasajes cuya dialéctica de­mostrativa es, a veces, demasiado flagrante ■—■ y el que, al cabo, Él termine matando a la que amaba —- incluso el pensamiento que esta acción ilustra, repetido en la obra del autor : Je ne sais qui a dit: “On finit toujours par tuer la chose qu’on aime”. Oui... Ou bien, c’est elle qui vous tue —, patentizan una nostalgia de la pureza, del recto orden del sentimiento que, desesperada, niega toda finalidad prevista a la creación y, carente de sentido metafisico, la con­cibe inerte en el flujo y reflujo de esa inevitable impureza con la que Anouilh, más tarde, compondría su elegía. Porque, tanto si destruimos lo que amamos como si lo que amamos nos destruye, la ineluctabilidad del hecho — llorado por Oscar Wilde en su Cárcel de Beading — radica en que la imagen del amor, como ideal, es incompatible con la real degradación tanto del amante como del amado, y el hombre siempre destruye el espejo que le delata. Explicación que me parece más frecuentemente cierta que aquella otra que define el hecho ci­tado por las palabras de San Pablo : No hago lo bueno que quiero y lo malo que aborrezco, esto hago y que, admitiendo la existencia del mal ope­rante en nosotros, lo cual es verdadero, llega a veces a suponer la escisión consiguiente de nuestra persona como producto de la dualidad de cuerpo y espíritu, dualidad que es falsa.2

No hay dualidad sino mezcla, y tal es la recta concepción lenormandiana, como se prueba por el simple título de otra de sus obras: Mixture; mezcla y recíproca determinación entre las zonas subconsciente, inconsciente y cons­ciente de nuestro ser, de donde se produce la permanente contradicción de nuestra conducta — en la obra citada, Monique, tras preservar a su hija, la entrega al primer postor, Raymond preside benefactoras sociedades en tanto odia a su mujer y a su hija, y el homosexual Grégoire llora y ríe si­multáneamente cuando sueña con la muerte de su compañero ■— y, en el cam­po dramático, un nuevo tipo de antagonismo, interior e inmanente, entre la imagen que nos proponemos de nosotros y aquello en lo que consistimos. El problema reside ahora en saber qué somos: si aquella imagen a la que cons­cientemente pretendemos alzarnos o aquella a veces ignorada consistencia que desde el subconsciente nos lastra. Lenormand es, en ello, proyección si­cológica de un problema que, sustancialmente el mismo, había sido propuesto ya en Peer Gynt por su vertiente ontològica. Y la solución, en Le mangeur de rêves, es equivalentemente la misma.

2 La colación de las palabras de San Pablo citadas y el asentimiento a la refutada dualidad han sido hechas por José María Monner Sans en el extenso estudio que dedica a la producción lenormandiana dentro de su Panorama del nuevo teatro (Losada, Buenos Aires, 1950).

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Aquí, como en Le simoun, Le reveil de l ’instinct — embrión de aquélla — y L ’Homme et ses fantômes, aparece el sentimiento incestuoso inconsciente, concretamente el llamado complejo de Edipo. Lo padece Jeannine Felse, al menos según el sicoanalista aficionado Luc de Bronte : A l’époque mystérieuse où vos parents étaient pour vous des géants, des demidieux limitant votre minuscule univers, vous l’avez haï (a su madre), voiis avez obscurément souhaité sa mort... et votis l’avez tuée dans vos rêves... Jalousie enfantine. Elle se dressait entre vous et l’être à qui vous aviez donné toute la force neuve de vostre petit cœur chimérique... Votre père. Tras esta revelación, la mucha­cha se piensa curada de su incapacidad amorosa y se echa en brazos de su salvador. Pero hay un recuerdo que aún la asedia : la muerte real de su ma­dre, víctima del ataque armado de unos árabes del desierto. Remontando fuentes, irá a encontrarse con que fue un gesto suyo, infantil pero ¿ culpable ?, de advertencia, lo que atrajo a los atacantes hasta el refugio donde su madre había sido guarecida. Y, abrumada por el descubrimiento, se suicidará.

Para el dramaturgo, el personaje de Jeannine Pelse no es más que el co­bayo en el que se encarniza la curiosidad investigadora de Luc de Bronte, especie de Bakú japonés y, como él, demonio que devora los sueños marca­dos por el mal, con el fin, evideútemente sicoanalítico, de liberar al poseído trocándole el terror en alegría. Y es a esta figura de faux don Juan, qui se refuse á l’amour, pour l ’amour d ’autre chose, a este obsédé par le signe indéchiffrable que está grabado en cada ser, a este decadente Virgilio gno- seológico en perpetua singladura por los círculos infernales — Si je te disais que j ’ai vécu six mois avec une ivrognesse? E t l ’amitié aussi m ’est empois- sonée. J ’ai fait mon compagnon d ’un criminel. J ’ai risqué l’infamie et la prison—, al que se desplaza el núcleo dramático para dilucidar así la licitud del sicoanálisis como extraña injerencia en la mente humana o, dicho de otro modo, su eficacia terapéutica o, en fin, si es cierto que, como afirma Bronte, on peut être un psychologue et garder pour l’espèce humaine un cœur humain. En su caso, la respuesta se produce con los dos personajes intervenidos por él y reside en el signo de su conducta. Conocemos el de Jeannine, cuyo consciente se muestra incapaz de soportar ese desbordamiento de la subconsciencia que Bronte le incita, y no por el poder asfixiante de sus larvas, sino porque éstas definen un acto real — aquel gesto de aviso que causó la muerte de su madre — con una definición que sólo es válida para el proceder inconsciente y que, por ello no valuable desde el punto de vista de la ética, es falsa para la responsabilidad: Juste... et faux, mon pauvre homme! Car tu croyais ne trouver en elle que des désirs obscurs — et c’est une action qtd pesait sur son âme... Tu croyais la guérir en l ’éclairant—, et le premier rayon qui a percé sa mémoire l ’a tuée! El otro personaje es Pea- ron, aventurera internacional desde que Bronte, tras su apariencia de mu­chacha recatada, alumbró el mal latente ; feliz desde entonces en la asunción de su verdadera identidad — ¿ pero es que nuestra verdadera identidad re­side en la libre expansión de los instintos ? —, corrompida y corruptora, ac­tiva asimismo en Mixture y Terre de Satan, para el autor — según lo confie­sa él mismo3 — Vombre charnelle du mal, encarnación — como la mujer real

3 En Les confessions d’un auteur dramatique, memorias insoslayables si se desea com­prender las más profundas motivaciones de la obra lenormandiana, y significativa, asimis­mo, sobre su época (Editions Albin Michel, dos vols., París, 1949).

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en la que se inspiró — para el dramaturgo de las fuerzas devastadoras, ex- teriorización de las aguas turbias de su mente y, es más, particularidad tras­cendida a la representación de la erinnia vengativa contra un mundo injusto, agresivo, injerente y procaz — Elle a prête un corps, un visage et une vois aux griefs qui, depuis mon enfance, fermentaient en moi contre la civilisa­tion—. La obra analizada se patentiza, pues, antifreudiana en cuanto que demuestra los efectos contraproducentes — por dos casos extremos y anta­gónicos —- del sicoanalismo practicado sin amor. Y aquí aparece ya la so­lución equivalente a la de Peer Gynt, apenas esbozada o sugerida en Le man­geur de rêves: que sólo es factible la redención de la identidad humana — y sicoanalizar es un intento de redim ir—’mediante el amor. Jeannine lo in­tuye: On n ’apprend rien que par l ’amour. On ne peut savoir qu’en se donnant.

Escribe Lenormand que el personaje Fearon le hizo comprender l’inno­cence qui est au fond des crimes. Efectivamente, Une vie secrete dramatiza este aserto casi de forma opuesta a Les ratés, su otra dramatización. Se plantea en aquélla el problema de la nutrición del talento creador su pro­tagonista, un músico, baja nuevamente a los infiernos de la prostitución (en lo que expresa, según confesión propia, a Lenormand), corrupción de meno­res, promiscuidad erótica y, en fin, la gama entera del vicio, llegando incluso a iniciar en el opio a una joven alucinada, Vera, que al cabo termina suici­dándose — y, por tanto, el de la amoralidad del genio. El análisis está llevado a últimas consecuencias que sería erróneo considerar — como la so­lución antifreudiana ya descrita — generalizaciones. Lenormand no pretende implantar ley alguna, pero tampoco evita la afirmación de que beaucoup de créateurs sont des assassins. On ne peut pas créer sans détruire; de que un artiste a besoin — ou croit avoir besoin—, de raviver sa flamme a des y eus nouveaux-, de que nada humano es ajeno al que crea, ni aun los abis­mos; y de que — Cette chose qu’on appelle le génie ne m ’a pas été donnée pour rien... Je l ’ai payée de ma substance — en ese absoluto entrañamiento va implícito el precio de sí que debe pagar. Por muy anacrónica que nos resulte hoy la especie del artista maldito, es incontestable que, en la balanza del juicio ético, se acumulan más eximentes para los extravíos del que crea que para los del infecundo. En razón de una sensibilidad más excitable y, por tanto, doliente. En razón de un supernumerario cordial y mental. Y por lo mismo que una vivisección, repugnante o criminal en manos de un pro­fano, no lo es en manos de un médico, esas manos que, para conocer y sanar — ¿ crear no es sanar ? —, han tenido primero que hurgar en la entraña viva y sangrante. Lo que el criterio burgués considera disolución de la sociedad artística no es un hecho fortuito sino síntoma de una realidad para la que, si socialmente es aplicable la ley moral, cabe esperar que una evaluación última —- de Dios — establezca más precisas y — ¿ por qué no ? — ontológicas matizaciones. Sea como fuere, Sarterre, el compositor lenormandiano, busca su inspiración no en el amor, sino en el deseo—-Ma loi n ’est plus l’amour, c’est le désir—, ese mismo deseo que es única ley de estrellas, tierras, aguas y vapores — Il n ’y a que le désir, un désir éternel de s ’approcher, de s’ét­reindre et de se détruire —, y que imprime a su obra un sello que podríamos calificar de dionisiaco. Su jira es circular — las concepciones lenormandianas lo son frecuentemente al proponerse el encuentro de los extremos-— ya que, a través de las más refinadas perversiones, aspira a conseguir la inocencia,

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paraíso perdido — n ’y a-t-il pas des moments où vous regrettez, vous aussi, un paradis perdu? — para la espontaneidad natural del deseo un día rozada, entrevista en las junglas asiáticas. No suscribe el autor los principios de su personaje y a los que constituyen su música — fièvre, désir, ivresse — les opo­ne los que aquél ignora — les sentiments humains, tout simplement. Sa pitié, sa douleur, son amour inquiet d ’un infini quelconque—, dejando al transcurso dramático demostrar el éxtasis creador último que sobrevendrá tras el cono­cimiento de esos sentimientos humanos, nacidos a la muerte de Vera. Pero lo que importa es que, aunque no los suscriba racionalmente, consiente in- confesadamente en ellos, en esa telúrica inocencia ansiada por hastío hiper- consciente, en ese estado de paganismo original para el que no existía el sentimiento del mal y que ahogó — son palabras dichas en el texto — la plaga que el cristianismo expandió por el mundo : la conciencia. Si aquí, por tanto, la inocencia subyacente al crimen infrasciende a las raíces preló­gicas, en Les ratés, en cambio, es imagen ofendida y humillada y que, por ello, se envilece. En rigor, una misma imagen de amor preservado opera en Sarterre y en Él, allí como algo perdido que se añora, aquí como algo man­chado que sangra. Pero, en el primer caso, la voluntad interviene; no, en el segundo. De ahí que aquél se delate impostura, y no éste. Porque ope­rante en ambos la inocencia, aquél cree alcanzarla proponiéndose a sí mis­mo el artero empeño de calcularse la espontaneidad.

L ’Homme et ses fantômes, version sicoanalítica del mito donjuanesco, va a retrotraernos nuevamente a las raíces primitivas del hombre. Lenor- mand delimita con implacable bisturí la consistencia de su burlador. El Hombre-—-sin nombre propio que le particularice, pues la especie burla­dora se extiende a la humana — es propuesto con el consabido complejo de Edipo—adiaba a su madre, pero en realidad la amaba porque la haine... c’est peut-être de l ’amour manqué, y afirma, ruborizándose como claro sín­toma, que sólo un ser hubiera podido comprender y absolver aquella es­pecie de odio : su padre — ; exhibicionista según la tradicional figura de Don Juan — J ’ai l’impression que, sans l ’amitié, l ’amour ne serait peut- être pas. Si nous n ’étions, l’un pour l’autre, un témoin de nos aventures, elles perdraient leur charme et presque leur réalité — ; como aquélla, ave de paso — tres minutos invierte el Hombre en desembarazarse de sus amantes, ganándole, así, la mano al seductor de Zorrilla, que invertía una jornada entera —• ; sin preferencias de condición, como aquélla — desde la princesa altiva a la que pesca en ruin barca — ; avaro de sí y, por tanto, narciso; im- positor, en cada mujer que ama, de un fantasma, que no es sino el fantasma de su simismo, su propia incógnita, cuyo secreto busca vanamente descubrir — qu’est-ce qui m ’interdit la fixité?... Soudain, j ’eus l’impression que ces corps, si abandonnés en apparence, que ces cœurs, qui semblent tout ouverts au souffle de la passion, étaient autant de cassettes, sournoisement fermées sur un secret, un secret qui me concernait seul, mais que les femmes, obstiné­ment, m ’avaient caché. E t je compris que ce que j ’avais demandé sans le savoir à chacune d ’elles, c’était ce secret-là! Mon secret, à moi, pas le leur! —. Lenormand va a perseguir el rastro de esta incógnita. Una sucesión de datos comienza el diagnóstico. Una de las amantes del Hombre, Alberte, afirma que aquél le recuerda al San Miguel de la iglesia, que mira con ojos de mu­jer; mano de mujer ve Laura en la mano del Hombre, y carne de mujer en su carne, y pensamientos de mujer tras su sonrisa; por último, cuando esta

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misma Laura, demente por el abandono sufrido, vuelve a enfrentarse con su seductor, le corona con sombrero de plumas — Vous êtes la reine!—, con sombrero grotesco de mujer. No se precisan más términos para concluir en la oculta femineidad de Don Juan.

La teoría de un burlador subconscientemente femenino recorre todo el sicoanálisis desde Freud basta Adler y había sido matizadamente expuesta, en 1917, por Gregorio Marañón4 y recogida, en 1919, por Kamón Pérez de Ayala.5 Lenormand asegura no haberlos leído y no es difícil concederle cré­dito en cuanto que aquel aserto se muestra común en pensadores de tan dis­tinta índole y preestablecido ya, a principios de siglo, en la obra Sexo y ca­rácter, de Otto Weininger, quien, lejos de circunscribirse a la identidad don­juanesca, abarca al hombre afirmando su primitiva disposición bisexual — y, en efecto, dice el Génesis que, al crear Dios al hombre, varón y hembra le crió—,6 o sea, su hermafroditismo original, su posterior diferenciación or­gánica pero, asimismo, la pervivencia de cualidades heterogenéricas — La di­ferenciación sexual jamás llega a ser completa — en cada ejemplar masculino o femenino. Ese secreto, el ser andrógino paradisiaco, es el que impulsa la agónica estela del burlador lenormandiano, y el Amigo lo intuye cuando dice : Les hommes comme nous veulent pressentir dans leur étreinte le support calcaire des différences, le patron identique des sexes. Al abrazar a la mu­jer, don Juan busca, pues, el origen, el soporte calcáreo, el patrón — donde las diferencias se unifican —, la androginia básica que en él alienta con tan persua­siva fuerza, hasta el punto de que, cuando con la posesión satisface uno de sus principios, la insatisfacción del otro — femenino — le lleva a proseguir su afanosa búsqueda. Por si cupieran dudas, ahí está el tónico diagnosticador lenormandiano, Luc de Bronte, para dilucidar el secreto: Parce qu’aucune étreinte ne peut l ’assouvir. Son corps répugne au genre d ’union que son âme souhaite. Pero estas palabras llegan a más, sobrepasan la afirmación del her­mafroditismo y, al escindir en Don Juan cuerpo y alma en géneros contra­rios, le afirma homosexual que se ignora. Así es: Chez Don Juan, le corps est mâle et l ’âme, femelle... Son corps réclame la femme et son âme, l’hom­me. Il cherche dans la famme le fantôme de l ’homme. C’est pour cela que chacune de ses victoires est una défaite intime... Pero, en rigor, no se deben tomar estos asertos literalmente. Porque si don Juan, cediendo — como lo hizo Fearon — a la satánica revelación de su sicoanalista, cayera en la ho­mosexualidad, su insatisfacción sería la misma y el aserto cambiaría sus términos suponiéndole un cuerpo virtualmente hembra y un alma macho. Le­normand, por ello, puntualiza: Don Juan n ’est pas un malade. Il est... une hésitation de la nature. L ’ébauche d ’une forme future... ou le souvenir d ’une forme passée. Il ne serait pas plus hereux, s’il faisait violence á son corps, pour posséder ce que son âme désire. Y así, cuando el seductor convida a cenar — como lo hiciera Tenorio con el Comendador — durante una sesión de espiritismo al fantasma de Alberte; cuando ésta y las demás acuden,

4 Los estudios marañonianos sobre la identidad donjuanesca comienzan en 1917, apa­recen ya en La edad crítica (1919), se explayan en Notas para una biología (“Revista de Occidente”, enero 1924) y se congregan en Don Juan, ensayos sobre el origen de la le­yenda (1940).

5 Las máscaras. — Véase, en el próximo volumen de esta Historia, el estudio com­parativo sobre las distintas especies de donjuanes.

6 Cap. I, vers. 27.

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como furias, a la cita — en lo que Lenormand ve, con criterio bastante con­fuso de la mística, el passage de la vie sexuelle au mysticisme —,7 aterrado recibe los reproches de homosexualidad que sus antiguas amantes le hacen — pues tuvo, dicen, celos no de su Amigo, sino de las amantes de su Ami­go —, se refugia en la única euménide que asiste su agonía, su madre, y mue­re en su regazo pronunciando el verbo que movió todas sus acciones: Savoir...

Quien lea Les confessions d ’un auteur dramatique, hallará lúcidamente enunciadas las determinaciones autobiográficas que operan sobre la drama­turgia lenormandiana. De ahí la frecuente transcripción estenográfica que el dramaturgo imputa como falta a numerosos hechos y características de sus personajes y acciones y por la que se acusa de un verismo que, según él, patentiza la incierta confianza que presta — como si necesitara de garan­tías reales — al misterio humano allí y como lo aprehende. Entre esas de­terminaciones, los repetidos viajes con preferencia a tierras africanas aña­den un nuevo calificado a su obra: el exotismo, del que son exponentes Le Simoun, Le mangeur de rèves, A l ’ombre du mal, Terre de Safan, Insurrec- iion y Asie. En el mismo sentido confluyeron, como impresiones grabadas en su infancia, los relatos que le hiciera el que fue partero de su madre, la ex­posición de 1889 con sus manifestaciones orientales y, sobre todo, las obras musicales de su padre, el compositor René Lenormand. Pero este exotismo no implica, como pudiera parecerlo, evasión y, desde luego, tampoco esa si­tuación en lejanía que los románticos — Schiller — creyeron oportuna a la tragedia y de la que Brecht haría estímulo de la conciencia crítica. Implica la determinación del espacio sobre la persona. El calor asfixiante africano es un lecho de cultivo adecuado para que en él germinen los lapsos síquicos de Laurency al llamar a su hija Clotilde, recién llegada, con el nombre de la madre ya fallecida — Yvonne ■— y a la que físicamente se parece, es decir, para que germine lo que esos lapsos significan : la oscura inclinación inces­tuosa de la que Laurency sólo descansará — con animal descanso — cuando su hija muera a manos de su amante Ai'escha. En Le mangeur de reves, el mismo factor opera análogamente. La desordenada proliferación vital de la selva es el determinante de las bromas crueles con que Préfailles, un día, torturara a Rougé, disponiendo a éste para ejercer el mal gratuito en des­quite del que hubo de padecer y precipitando así, de un modo arquetípico, la cadena del mal entre los hombres. Y, en Asia — trasposición del mito de Medea—, la jungla da imagen exterior al hervidero de pasiones inconteni­bles y desmesuradas que agitan a la princesa, pero, simultáneamente, ex­ponen su telúrica inocencia, patente desde el momento en que se comparan sus pasiones con las que hipócrita y cruelmente calcula su amante De Mez­zana, nueva encarnación de Jasón. Por último, la profètica Insurrection pro­yecta a categoría política aquellas determinaciones diferenciadoras del espa­cio y expone la flama de independencia encendida en tierras exóticas y en contra de sus colonizadores. Basten como ejemplos. Estrechamente relacio­nado aparece otro factor al que el dramaturgo, en la inquietud de dilucidar los cooperantes en la conducta humana, presta, si no su credulidad, sí su atención: el acervo de la fe en las potencias mágicas, que promueve, en La Dent Rouge y en consonancia con la rusticidad de sus gentes, todo un re- mejer de sortilegios y temores oscuros por los cuales el innaccesible pico de

7 En Les confessions...

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la montaña que da nombre a la obra llega a cobrar un poder demiùrgico ; que inspira — con raíces bretonas — L ’amour magicien; y que se relaciona con las creencias metapsiquicâs que, en L ’Homme..., encarnan las sesiones de espiritismo. Lenormand, oscilando, como él mismo lo confiesa y durante cuarenta años, entre la necesidad y la imposibilidad de creer, contrarresta su escepticismo metafisico con la curiosidad metapsíquica, por otra parte co­herente con sus exploraciones en cuanto de indefinible y misterioso configura al hombre. En ello, Maeterlinck y Poe son sus guías. Pero, en su caso, lejos de adoptar las inefables presencias, signos mudos y, en suma, estremecidas evanes- cencias del primero, hace del misterio, como el segundo y en descendencia de los isabelinos ingleses, soporte de sangre, estímulo de macabras conden­saciones — que, a veces, son un hallazgo de intensa penetración trágica, como en La Dent..., cuando se practica la costumbre de enterrar en la nieve del techo al recién fallecido manteniéndolo allí, estremecedoramente grávido, hasta la primavera-—, en una palabra: base de sensualización.8 Y en este orden comprendemos asimismo que su inútil — porque lo mata — empeño de medir el misterio, consonante con el de imponer rótulos al complejo de la conciencia, no es sino repugnancia de lo inefable, incompatibilidad con todo lo que no sea réductible a especie sensorial. Porque en Lonormand se pro­duce, simultánea e inversamente, lo que Bronte predecía a Don Juan: si éste, agotado el mundo de los poemas, sería invadido por el de los espíritus, aquél, invadido permanentemente por este mundo, lo transfiere una y otra vez al de las formas para nuevamente verse poseído por el primero.

Tan atento a los males del teatro — tecnicismo, trasposiciones tergiversa- doras, divismos, atentados contra el verbo... según son expuestos satírica y apasionadamente en su obra Le crépuscule du théâtre, de mero interés anec­dótico o gremial—, no vio el que personalmente ayudaba a desencadenar: el sicologismo por el que, al analizarse detenidamente al personaje, se pier­de la expresión sintética de éste y, con ella, su entidad ontològica y su tras­cendencia metafísica, es decir, su proyección poética. De esto escapan, sin embargo, algunas de sus obras, notables por su espontaneidad — La Dent... —, porque se detienen respetuosas sin pretender descifrar el misterio — Le temps est un songe —, porque hacen del mismo cálculo infinitesimal de la sique causa directamente dramática — La Maison des remparts, donde el fin de la sociedad burguesa resulta producido no por causas externas, sociales o políticas, sino por la misma disolución de las conciencias, tras de lo cual el autor, acaso por única vez en toda su obra, invoca la intervención remedia­dora de un poder sobrehumano y que se diría divino — y porque recogen las pasiones en haz, en la complejidad de sus efectos, dejando a glosas extra­dramáticas la dilucidación de lo que estos efectos significan en el orden sí­quico — como sucede en la que, sin duda, es la más vigente de sus tragedias : Asie, donde hasta el mismo lenguaje se transfigura por la fuerza poética

8 El propio Lenormand reconoce sus inclinaciones al gran guiñol — género al que pertenecen sus obras incipientes La folie blanche, Le fantôme de Glenmore...— consonante con sus inclinaciones a producir horror de las que su ambición literaria acabó preserván­dole. Todo ello conecta con una de sus adolescentes impresiones literarias : el descubri­miento de los isabelinos — al cabo de los años adaptaría muy libremente Arden of Fevers- ham, una de las obras más crueles de aquéllos—, cuya influencia se conjuga en su obra con las citadas de Poe y Maeterlinck y, asimismo, con la de Nietzsche — visible en Une vie secrete —, y Dostoievski.

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siempre presente en Lenormand pero aquí no refrendada —. En los restantes casos, o sea, en aquellos donde el sicoanalismo es agudo, se produce un sintomático tipo de reversión creadora. Lo creador es Sófocles cuando encar­na sus mitos. La interpretación freudiana de esos mitos — complejos de Edi- po y Electra, etc. — traslada la creación a territorio científico. Lenormand, en vez de fijarse en el primer movimiento de este doble período, creando nuevos mitos, recoge los de aquél a través de Freud y, en el mismo momento de crear, está revertiendo la creación en ciencia. Como su don Juan, no se limita al ejercicio del amor, sino que precisa, además, filosofar sobre el amor. Pero éste es un síntoma del decadentismo creador de nuestro tiempo, en el que la inspiración se produce circularmente reflexiva al estar condicionada por la saturación — cerebral y sanguínea — de la cultura.

Y he aquí ya un primer dato del determinismo al que la obra lenorman- diana se atiene conscientemente, afirmando toda una gama. El contenido subconsciente embrida al hombre y rara vez —• sólo en Mixture — se deriva de su descubrimiento la curación freudiana —• en Le lâche, biografía de un cobarde, éste conoce el poder apaciguador de la confesión y humillación, pero permanece marcado por traumas que, desde la infancia, dirigen su co­bardía—. Determinan al hombre, asimismo, sus circunstancias — L ’homme n ’est pas assez fort pour avoir raison, ni siquiera oponiéndose a un mal obvio, la guerra, de la que sólo a costa de la disolución y remordimiento in­ternos logra sustraerse, como sucede en Le lâche— ; o la relatividad de los demás, sea indirecta —■ como en aquel caso — o directa y lineal — como en el caso de A Vombre du mal, donde la gratuita maldad de uno engendra fatal­mente la de otro y, así, en cadena inacabable para la que Lenormand no concibe la rebelión redentora que la detenga — ; el espacio en sus varias con­creciones geográficas y, por fin, el tiempo. En Le temps est un songe, el autor imprime a su trascendencia una dirección no infra sino ultrascendente— y en la que Priestley y Giovaninetti se le emparientan—, que ya hacían presagiar sus indagaciones en las credulidades mágicas. Komée ha sido víc­tima de una extraña alucinación o acaso premonición, viendo ahogarse a su prometido Nieo en las aguas del estanque. La sensación de lejanía que, entre tanto, la embarga se explica como distancia no en el espacio sino en el tiempo. De ahí la inmediata afirmación de que pasado, presente y porvenir coexisten. Luego nuestra vida está medida de antemano y, si somos libres en el espacio, en cambio somos prisioneros del tiempo. ¿Qué es nuestra vida, entonces? Une harmonie inexplicable, qui résonne quelques instants et finit à un moment déterminé, marqué d ’avance... Un accord musical, condamné, malgré son charme, sa pureté, à être brusquement interrompu, sans raison, sans avertis­sement... Ah! la seconde où cette note délicieuse s’est tue, j ’ai réellement compris la féroce et l ’inutile stupidité des lois de la vie. Ésta es la elegía— una elegía de amor, pese a todo —• del pesimismo lenormandiano. Tras la cual abre el agnosticismo sus puertas: Nous ne pourrons jamais rien con­naître de ce que voient nos yeux, de ce qu’entendent nos oreilles, de ce qui traverse nos cervaux... — dando paso a la angustia de conocer — Ah! Saïdyah, rêver n ’est rien. L ’affreux, c’est de savoir que l ’on rêve... •—, a la consiguien­te certidumbre de nuestra impotencia y después, como una esperanza escato- lógica que implica un cierto optimismo metafísico, al deseo de la muerte concebida como despertar — según las palabras de Nico, que Priestley repeti­ría más tarde: Mourir, ce n ’est pas dormir, ce n ’est pas rêver... C’est main-

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tenant qu’on rêve... Les arbres, la terre, les vapeurs, voilà le rêve inexpli­cable. Mourir, c’est s’éveiller, c’est savoir, c’est peut-être atteindre ce point de l ’éternité d ’où le temps n ’est plus un songe... cette marche où tout coexiste —.

La última crítica y definición de todas las citadas concepciones, con cuan­to en ellas es interna contradicción, tanteo de ciego, conexión o delación de sí, el propio Lenormand la lia hecho : J ’appartiens, non par l ’ensemble de mes pièces, mais par plusieurs d ’entre elles, à la race des témoins et des accusa­teurs... J ’ai dénoncé les méfaits du rêve et j ’ai bu les philtres du rêve. J ’ai fait profession de connaître l ’homme et j ’ai été la dupe d ’hommes bien moins subtils que moi-même. Parfois aussi ma propre dupe. J ’ai montré les ravages qu’exerce le poison de l’analyse, dont j ’avais pourtant avalé ma dose. J ’ai vu, chaque jour, décroître sous les coups de la superstition et de l ’anxiété, le pouvoir créateur de mes contemporains. Mais quels remèdes leur ai-je apportés? Je leur ai refusé le recours en Dieu et j ’ai démonté, ironi­quement, à leur intention, les attrapes de l ’occultisme et de la magie, tous les fantasmes de la religiosité seconde. J ’ai criblé de flèches les conformisme bourgeois et la morale chrétienne, pour aboutir à une sorte d ’inmoralisme qui a, lui aussi, son conformisme, ses canons, ses prêtres et qui ressemble à un culte du mal.9

9 Las obras dramáticas completas de Henri-René Lenormand han sido editadas en Pa­rís, 1921-1942. Cronología de estrenos : La Folie blanche (1905) ; Le réveil de l’instinct (1908) ; La grande mort (en colab. con d’Aguzan, 1909) ; Les Possédés (1909) ; Nion (adapt. de Nju, de Osip Dymow, 1911); Au désert (19Í1); L ’esprit souterrain (según Dostoievski, 1912); Le cachet rouge (según Vigny, 1912); Terres chaudes (1918); Poussière (1914); Le temps est un songe (1920) ; Les ratés (1920); Le Simoun (1920); Le mangeur de rêves (1922); La Dent rouge (1922); L’Homme et ses fantômes (1924); A l’ombre du mal (1924); Lelâche (1925) ; L’amour magicien (1926) ; Mixture (1927) ; L’Innocente (1928) ; Une viesecrète (1929); Elisabeth d’Angleterre (1930); Les trois chambres (1931); Asie (1931); Sortilèges (1932) ; Crépuscule du théâtre (1934) ; La Folle du Ciel (con música de D. Mil- haud, 1937); Pacifique (1937); Arden de Feversham (1938). — La maison des remparts y Terre de Satan no han sido aún puestas en escena; aparecen editadas en el vol. X de sus obras. Insurrection permanece inédita. — Versiones españolas: El Hombre y sus fantas­mas, El devorador... y El tiempo... (por E. Fernández Sanz y José Jiménez; un vol., Lo­sada, Buenos Aires, 1941); Los fracasados, La loca del cielo y La inocente (por Alejandro Casona; ídem, ídem., 1943); El cobarde (por Pablo Palant, Pandora, Buenos Aires, 1944); Asia (por P. Palant, en Antología del Teatro Francés Contemporáneo, vol. I, Argonauta, Buenos Aires, 1945). Existe otra versión de Asia, debida a Arturo Mori (“La Farsa”,número 291, 1933), que tergiversa el paralelo de la obra con Medea y que el propio Le­normand ha desautorizado.

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T E N N E S S E E W I L L I A M S

La obra de este autor, nacido el 26 de marzo de 1914 en Columbus, Mississi- pi, retiene su. último secreto hasta que se comprende cómo la contradicción no es en ella sólo la posibilidad de un debate o de una agonía, sino la íntima sustancia de sus raíces creadoras. De ahí que cuando la crítica se pregunta quién entre Kowalski o Blanche — A Streetear Named Desire — tiene razón, quién de ellos encarna la afirmación positiva y quién la negativa del autor— si el hombre rudo y perfectamente conciliado con las más acres necesida­des corporales, incluso con las escatológicas, groseramente espontáneo, macho vigoroso que con su mujer Stella traba unas relaciones, y ésta con él. redu­cidas, agazapadas y embelesadas en el sexo; o si la ex maestra prófuga y vaporosa, espiritual hasta el extremo de la evasión, corrompida por incapa­cidad de asumir las brutales realidades de la existencia y cuya línea de con­ducta es una obstinada disciplina de espiritualización — ; o si el dramaturgo se solidariza con el vitalismo sensorial de Serafina •—• The Rose Tattoo —, o bien con la apartada repugnancia hacia todo contacto carnal de Brick— Cat 07i a Hot Tin Roof — ; de ahí, digo, que la crítica no dé con una res­puesta precisa cuando se formula tales interrogantes. En cuanto al senti­miento, Williams-—por verdadero nombre Thomas Lanier Williams-— es un producto de complejos; en cuanto al área cultural en la que se enraiza, sudista de ascendencia francesa nutrido atávicamente por códigos puritanos y caballerescos que su pasión abarca y su razón rechaza; en cuanto al pensa­miento, una conceptuación del mundo en la que pretende establecer evalua­ciones morales que, a su pesar y se diría que inconscientemente, son sustitui­das por otras sicológicas y generalmente siquiátricas, por lo cual su obra queda como varada en aguas deterministas, incapaz de adherirse a una ética previa y, por lo tanto, a proyección alguna social, y, por otra parte, frustrada en su capacidad trágica. Éstas son las limitaciones de su teatro, en el que sería inútil buscar esa cualidad reveladora que impone un orden en el caos y que para Eliot es el último fin de la estética. Precisamente porque su radical

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agonía reside en el esporádico proyecto de alcanzar ese cosmos — y este pro­yecto es el máximo grado ético que, para Williams, se ha concedido al hom­bre— y en la permanente conciencia de que semejante propósito es utópico. O, precisamente, porque, cuando Williams se acerca a la diosa Sais, que para los egipcios representaba a la verdad, al comenzar a separar sus velos tropieza con la carne pero no con el desnudo. La visión está interferida, permanente y universalmente interferida. Y de esa interferencia, la obra de Williams hace un estado, un estado estético y un estado existencial. Es, por eso, curvo y nunca lineal; dinámico porque no procede ni desde ni hacia valores estables; unamuniano porque reivindica la contradicción como sustancia humana; expresionista porque, para comunicarla, la polariza a veces y sólo hipotéti­camente en extremos contrarios — Kowalski y Blanche, o Alma y John en Summer and SmoJce— ; impresionista porque corrige estas polarizaciones inoculando en el extremo espiritualista la corrupción y en el extremo mate­rialista la herida sangrante de una profunda decepción espiritual; y, además, chejoviano porque en el conjunto de reacciones que constituye cada obra suya hay un clima, que no es otra cosa sino el pasado, operante, y ese clima lo es de degradación, de abdicación de las más nobles aspiraciones humanas, de contaminación en la inercia declinante del hombre; ibseniano porque procede por formulación de efectos y posterior y sucesiva ilustración, en visiones retrospectivas, de las causas; dramático y no trágico porque sus per­sonajes están privados del don de la responsabilidad ética; determinista y no fatalista porque no son causas sino coacciones lo que los mueve; fáustico y no apolíneo-dionisíaco, o sea representante de un estado cultural opuesto al griego, en el que la armonía cerrada del Mediterráneo se ha trocado mar tenebroso y vacío amenazante el horizonte luminosamente palpable de las estatuas. La misma distancia y la misma reversión mental, ética y cultural — yo lo llamaría cultura del escorpión, porque se muerde la cola — hay entre Williams y Sófocles que entre Freud y éste.

Aparte sus volúmenes de cuentos — Hard Candy, One Arm and Other Sto- ries (1948) — su libro de poemas In the Winter of Cities y su novela The Ro­mán Spring of Mrs. Stone (1950), éstas son sus obras dramáticas: los dos volú­menes titulados 27 Wagons Full of Cotton and Other One-Act Plays (27 vago­nes llenos de algodón y otras obras en un acto, 1945) y American Blues (1949), en los que se contienen piezas de indudable maestría, algunas consideradas por la crítica como la cima de su producción, y, desde luego, sus características en germen — The Long Stay Cut Short or The Unsatisfactory Supper (La larga estancia interrumpida o la cena que deja que desear), Portrait of a Ma­donna (Retrato de una Dama), This Property Is Condemned (Propiedad condenada), Talle me Hice the rain (Habíame como la lluvia), The Long Good- Bye (El largo hasta la vista), Moony’s Kid don’t cry, The Case of the Crus- hed Petunias (El jarrón de las petunias marchitas), Auto-da-Fe, The Purifi- cation, Lord Byron’s Love Letter (Una carta de amor de Lord Byrom), The Last of my Solid Gold Watches (El último de mis relojes de oro mazizo) ■—; Battle of Angels (Batalla de ángeles, 1940), su primera obra representada, base de la posterior Orpheus Descending; Candles of the Sun (Luces del sol) y Fugitive Kind (Muchacho fugitivo), que anteriormente habían sido montadas por teatros vocacionales, así los “Mummers”, de Saint-Louis; The Glass Me- nagerie (El zoo de cristal, 1944); You Touched Me! (¡No me toque!, 1945), en colaboración con D. Windham e inspirada en una novela de D. H. Lawren-

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ce; A Streetcar named Desire (Un tranvía llamado Deseo, 1947, título primi­tivo: Poker Night); Summer and Smoke (Verano y Rumo, 1947) ; The Rose Tattoo (La rosa tatuada, 1950); I Rise in Fíame, Oried the Phoenix (Renaz­co de las llamas, gritó el fénix, 1951), Camino Real (1953); Cat on a Rot Tin Roof (La gata sobre un tejado de zinc caliente, 1955) ; Sweet Bird of Youth (Dulce pájaro de juventud, 1956) ; Orpheus descending (La caída de Orfeo, 1957); Carden District (Distrito del parque, 1958, constituida por el título en un acto Something Unspoken — Algo no dicho •—, y por Suddenly, Last Summer — De repente, el último verano —); Period of Adjustment (Período de ajuste, 1960) ; The Night of the Iguana (La noche de la iguana, 1961) y The Milk Train Doesn’t Stop Rere Any More (El tren de la leche no volverá a detenerse aquí, 1962), a las que hay que agregar el guión cinematográfico Baby-Doll, basado en las obras The Long Stay Cut Short y Twenty Seven Wagons Full of Cotton.1

El seso es la constante en esta ya vasta producción. Pero pocas veces en el teatro contemporáneo dicho factor se ha dado con las implicaciones que aquí presenta. En principio, es una reivindicación natural e irretenible contra un sistema educativo puritano que, en vez de encauzarlo, trata de reprimirlo y, con ello, lo estimula a extremos obsesivos, generalmente oscuros y angustiosos y, en el caso de Williams, torcidos. Alma, en Summer and Smoke, lindando con esa estatua de ángel que, decorativamente — uno de los muchos símbolos tangibles caros al autor—, representa la Eternidad, mani­fiesta una pureza ambivalente, enaltecida por lo que tiene de impulso gótico ■—-ése es el secreto, el principio que sustenta la vida... la incesante lucha y aspiración a algo más de lo que nos han puesto al alcance de nuestros límites humanos... Todos estamos en el arroyo... ¡pero algunos miramos las estre­llas! ■—, pero, en el transcurso de la obra, probada en lo que contiene de puritana frustración. Cuando afirma que sólo el amor redime al acto sexual de constituirse en un apareamiento de bestias, Williams está especificando su búsqueda de ese insuflo espiritual, de esa llama transfiguradora — el amor — por la que aquello, el sexo, que de por sí le aterra en la misma medida en que lo turba y sume en un vértigo fascinado, se eleva a un plano que es casi místico. Pero Alma yerra en cuanto que, como respeto a ese ideal, no entiende otra vía de manifestación que el rechazo a las solicitaciones del hombre, de John, en cuyo sexualismo cínico confluyen estímulos que más tarde veremos. El noble principio que anima su conducta, en el mismo momento de expre­sarse, de encarnar en ella y en su conducta, ya se da impuro. Y es purita­nismo. Por eso Williams converge en Dürrenmatt, Anouilh y otros dramatur­gos contemporáneos: revelando cómo la idea, al humanizarse, resulta bastarda. Dramatizándolo, Summer and Smoke dirigirá dos líneas paralelas pero en sen­tido inverso la una de la o tra : Alma, que de la pureza frustrada abdica para ofrecerse al cabo, y John, que desde su materialismo y avidez concupiscente revierte en el reconocimiento del amor como dato probatorio de que, en el entresijo de glándulas y visceras que solía señalar en su cuadro anatómico, reside la impalpable presencia de un alma. Y aquella que lleva este nombre

1 En castellano existen, entre otras, estas versiones: Tres dramas (con La rosa tatuada, La gata..., Camino Real; traduc. de Floreal Mazía; Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1958); Teatro (Un tranvía llamado Deseo, El zoo..., Verano y Humo; traduc. de León Mirlas; Losada, ídem, 1951); La gata..., traduc. de Antonio de Cabo (Alfil, núm. 256, Madrid); Un tranvía..., traduc. de Méndez Herrera (ídem, núm. 320, ídem).

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cerrará la obra, tras haber visto rechazado su ofertorio, renovándolo con el primer venido, dándose — lo que es índice de la claudicación al sexo que Wi­lliams afirma insosloyable — pero dándose casi en humana conmiseración, a un perdido, a un forastero, como quien acepta humillarse. Y, en esa asunción, encarna la misericordia, término este último en el proceso de claudicaciones que traza, desde su anhelo y sucesiva nostalgia de pureza, la dramaturgia tanto de Williams como de Anouilh —- gemelos en las mismas obsesiones —, pero que en el americano se propone compadeciéndose y no sólo como absolu­ción piadosa de lo humano, sino como intento, muchas veces confuso y mias­mático, de sublimar la corrupción en base de una evaluación siquiátrica de quien la contiene y hasta el punto de que, por ello, se ha hablado a su te­nor — y porque con su crudeza reproduce aquella en la que Williams se com­place (¿o denuncia?) —-de una mística de la mierda. 2

Williams, desde un comienzo, se confiesa Jano, cuya doble faz es la del puritanismo sudista de sus años niños y, más profunda, la de un pequeño - monstruo de sensualidad.3 Tal ambivalencia determina su obra, pero aun cabe distinguir en esta determinación lo que es consciente, lo que se produce como un intento de denuncia bifásica de esas dos polarizaciones del materialismo que son la espiritualidad desencarnada y la baja carnalidad, y lo que es efluvio inconsciente — porque en la luz reside la oscuridad y ésta en aqué­lla— y se infiltra, pese al autor, en el cauce voluntario de su creatividad. Aquel término turbio ya citado es síntoma de esta expansión involuntaria nutrida en los traumas personales del dramaturgo. Pero continuemos las exploraciones conscientes del autor en la condición del hombre, según el eje del sexo, y de nosotros en él.

Como en las medievales danzas macabras, el sexo se desencadena en luju­ria por excitación de la muerte. A Streetcar named Desire fue concebida cuan­do el autor, tras un ataque grave de apendicitis, se mantenía aislado en la isla de Nantucket creyéndose paciente de cáncer. Y Blanche du Bois, perso­naje que inicia su serie de ninfómanas, es en su sexualidad dispersa un pro­ducto de ese temor a la muerte que, por reacción, se desbrida en ansia de vivir y, con la consiguiente exultación de los sentidos, en sexual peregrinaje. Su declinación, en efecto, echa sus raíces en la larga e insoportable estadía en la finca familiar cuidando a enfermos y asistiendo muertes. Un muchacho pudo liberarla, pero — Williams siempre multiplica las causas —, al ser des­cubierto por ella en su secreta condición de invertido, se suicidó por incapaci­dad para arrostrar la vergüenza. Y como un signo sonoro de aquella muerte, la música que sonaba en el salón de baile en el momento en que un tiro — el del suicida-—-le puso trágico contrapunto, persigue a Blanche como índice expresionista-—-aquí perfectamente entrañado y no, como en otras obras del autor, yuxtapuesto como una innecesaria corroboración—-del origen de su permanente huida. Huida de hombre en hombre y, por ello y simultáneamen­te, huida de la propia repugnancia por tan promiscua entrega. Huida, en fin, de la muerte, de esa misma muerte con la que, en su momento decisivo — decisivo porque entonces se revela confesándose y efectúa el primer acto

2 Robert E. Fitch, en “New Republic”, sept. 3, 19S6, págs. 17-18. Citado por Roger Asselineau en T. W. ou la nostalgie de la pureté {Le théâtre contemporain en Grande- Bretagne et aux Etats-Unis, “Études anglaises”, Didier, París, año X, octubre-diciembre 1957, núm. 4).

3 Hardy Candy, pág. 93.

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69.— Tennessee Williams.

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70 (derecha).—A Streetcar named Desire, en version germana.

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71 y 72 (izquierda).—Camino Real, en Alemania.

73 (abajo).-—The Rose Tattoo, en Londres.

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àn

74. —The night of the Iguana.

75. —Portrait of a Madonna, en version francesa.

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volitivo de su pendiente: rechazar a Mitch que, decepcionado al descubrir su historia, ha trocado su proyecto de matrimonio con ella por un simple reque­rimiento físico —, le golpea los oídos la vendedora de flores, de flores y co­ronas para los muertos, con su pregón que intercala y subraya el vómito espiritual de Blanehe, su sangrante toma de conciencia. Tras la cual — dado su anhelo de pureza (expreso sintomáticamente, entre otros datos, por su ob­sesión de la higiene y su repulsión de la realidad cruda) y que se ha deshecho la torre marfileña (evasión o inhibición) en la que se encastillaba encubriendo lo real con mentiras, sueños, alcohol, caricias, pieles, vestidos, joyas falsas, delirios de esplendor y pantallas de colores para las bombillas -— es imposible que sobreviva, y menos cuando la realidad — Kowalski -— la viola en un acto bestial de entrañado simbolismo. Su fin dará el cabo que le falta a la secular ronda macabra: la demencia.

Ese mismo impulso de la muerte repercute en la niña pintada de This Property Is ConcLemned — una de las obras, en su brevedad, más fascinantes de Williams —, en su coqueteo de muñeca monstruosa — que refleja no sólo la prostitución de su hermana, sino también la muerte de ésta, la muerte que ha dado derredor al comienzo de su vida—, y es el que arroja a John ■—• que ha descubierto a la intrusa, en Summer and Smoke, entre visceras des­nudas : Quiere mandarme a la universidad para que estudie Medicina, pero yo no quiero ser médico por nada del mundo. ¡Tener que entrar en una habi­tación y mirar morir a la gente! ¡Dios mío!, y, aun antes de ejercer como médico, en el deceso de su madre: No parecía mi madre. Su rostro estaba horrible y amarillo y... ¡olía espantosamente!... De modo que le di un golpe para que me soltara la mano... ¡Me dijeron que yo era un demonio! — por el plano inclinado de su sarcasmo materialista. Y en las citas anteriores ha aparecido ya la obsesión eseatológica de la podredumbre que, más tarde, engendrará uno de los más patéticos pasajes de Camino Real, aquel en el que Byron evoca la cremación de Shelley, su hedor y su cerebro hirviendo y su cuerpo abierto como el de un cerdo asado.

El último aspecto de la misma medalla se llama tiempo. Está en Blanehe, ajando su rostro que ella oculta a la luz del día. Está en Hannah, de The Night of the Iguana, despeñándola por su sensibilidad herida y tránsfuga que arrastra a su vera a su anciano padre, ese histrión que busca afanosa­mente las palabras de un poema como un tiempo encarnado — en vejez, que es la sola presencia tangible del tiempo — que buscara una imagen de inmor­talidad. Está, sobre todo, informando el contenido de la obra, en Sweet Bird of Youth y en su Ariadna del Lago, la actriz cinematográfica que huye a la imagen que, al reaparecer en la pantalla, ha visto de su declinante estrella y que, huyendo, ha engaritado a un muchacho, a su vez no fugitivo, sino corrupto del tiempo — No pido vuestra piedad, sino vuestra comprensión... No, ni siquiera eso... Sólo quiero que reconozcáis en mí al enemigo que existe dentro de todos nosotros... E l tiempo—, en cuyo abrazo intenta detener el vuelo de ese dulce pájaro de la juventud que se le escapa — como a la señora Stone en la novela de su nombre — y por cuya conservación nada le importa, ni siquiera el escarnio grotesco de sí misma, ni la imagen abyecta que apa­rentemente ofrece ■— la ansiosa y su gigolo —, porque no conoce otra forma de escapar a la siniestra memoria que la persigue: Sea o no verdad que estoy enferma del corazón, no debes referirte a ello jamás, ni mencionar la palabra muerte. Es un personaje odioso. Lo único que me interesa conseguir,

9. — IV

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al 'precio que sea, es la vida... Cuando yo pronuncie la palabra “ahora”, la respuesta nunca debe hacerse esperar. Sólo conozco un medio infalible para olvidarme de aquellas cosas que no quiero recordar. Y es el amor.

El proceso se va concretando. Que hayamos de morir y la progresiva degradación que el tiempo impone a la condición humana son las causas primeras determinantes de esa galería corrupta de alcohólicos, ninfómanos — Shannon, en The Night of the Iguana— y, por no citar más, inverti­dos — Sebastian, en Suddenly, Last Summer —- con que se puebla el teatro de Tennessee Williams. Ahora bien, si muerte y lujuria se corresponden como causa y efecto y si, del mismo modo, podemos admitir como integrante del fatum humano la degradación o por lo menos declinación que el tiempo inflige a nuestros dones — fuente de Anouilh—, el que dichas causas engen­dren casos sicopatológieos no es, como resulta obvio, ley común y pertenece privativamente al acervo traumático de Williams. La medida en que esa galería sea, como él dice, denuncia o, como se delata, extroversión, no nos incumbe. Entre otras razones porque ambas posibilidades pueden implicarse, y Williams, al extrovertirse, denunciar una o varias entre las muchas dege­neraciones que caben en la naturaleza humana. Y, sobre todo, porque lo que importa a una consideración estética es el acrisolamiento y ulterior y definitivo resultado artístico que el artista logra de sus fermentos, larvas, fantasmas, pasiones y pensamientos. Williams husmea casos de extravío, no sólo contra conditio, sino contra natura. Al vengativo sádico —- Vicarro, en 27 wagons full of cotton, azotando a la mujer de quien ha incendiado su desgranadora —- se une el incestuoso — The Purification —, la demente ero- tómana— Portrait of a Madona—, el invertido, la lesbiana y, en suma, la galería dicha. Es evidente su proclividad a temas y ambientes deletéreos, primero, para mostrarlos en toda su crudeza realista y, después, para pro­yectar el naturalismo resultante en categorías simbólicas — auxiliadas por recursos expresionistas de orden escenográfico — que, al dar una dimensión poética al tema, especifican a veces la relatividad de la corrupción en el seno de la eternidad envolvente — Summer and Smoke—, o la impotencia hu­mana en el sino, o el desvalimiento del hombre en la indiferencia cósmica, pero que también controvierten la intencionalidad denunciatoria justificando lo injustificable, borrando las huellas de todo código moral, dejándose llevar de una piedad que casi sublima lo que de por sí sólo es digno de recusación. Con lo que el dramaturgo en cuya obra se repite el concepto de mendacity acaba practicando la misma mixtificación que quiere acusar. Así sucede en su obra más insólita: Suddenly, Last Summer.

Esta obra, que interpreta de forma decadentemente laica el martirio de San Sebastián — patrono de su protagonista —• y de cuya frecuente morbidez pictórica deduce sus rasgos propios, nos sitúa desde un comienzo, por suges­tión del jardín-jungla que la decora salvajemente latente con el trasiego sonoro de su fauna, en la primitividad de los instintos o, por decirlo como Petrarca, en la ley bárbara por la cual en la naturaleza todo es ofensión. Los datos de esta ley son los que Sebastián Venable rastrea en su constan­te nomadismo, hallando su imagen neta en las Islas Encantadas o de los Galápagos, cuando anualmente sucede la eclosión oval de las crías de tor­tuga y los pájaros voraces y famélicos atacan a las recién nacidas persi­guiéndolas en su huida hacia el mar. En tan atroz espectáculo, Sebastian busca y halla el rostro de Dios, un Dios evidentemente cruel a cuya zarpa se

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siente predestinado y en cierto modo se propicia como víctima. Pero defina­mos al cordero. Poeta de un solo poema anual gestado humanamente-— ¿Nue­ve meses? Sí, la duración de un embarazo — y con el necesario concurso de la madre a cuya sombra vivía — ¿Y el poema nacía con dificultad?, pregunta el doctor, contestándole la señora Venable: Sí, incluso conmigo. Sin mí, doctor, imposible —, aparte reproducir a su autor en la medida en que éste fue asimismo producto de una cerrada tutela femenina — de su abuela, su madre y, sobre todo, su hermana Isabel — en la que se acomodó su primera adolescencia, ya invierte por lo dicho su recta función viril asumiendo una maternidad que se afirma como fecundada por — doble fase de la inversión de funciones— aquella que lo engendró. En dos períodos se divide su trans­curso— engarzados por la premonición de sentirse destinado a morir pronto, o sea, por la conciencia de su presunta identidad de inmolado a un sacerdocio pagano en el que el oficiante es la naturaleza concebida de un modo panteís- t a —, el primero bajo la tutela de su madre, el segundo en compañía de su prima Catherine -—- que llega a amarle, asiste a su evolución y, por último, a su trágica muerte —- y, por lo que la obra nos revela, diferenciados entre sí porque el que se mantuviera casto en aquél — efebo de cuarenta años —, de repente, el último verano, o sea, en su segundo período, se abalanza — des­de su distante crepúsculo — a una especie de solidaridad mediterránea o solar -—• se puso a preferir los mediodías y la playa — y de exaltación de los sentidos que hubiera podido significar un renacimiento personal pero que ■— y aquí es donde comienza la promiscuidad de conceptos-— se manifiesta como degeneración, pues este Orfeo no desciende a otro infierno que el de la adoles­cencia hambrienta, andrajosa, playera y vagabunda, pescador de niños te­rribles a los que tiende el reclamo de Catherine desnuda— ¿El maittot era indecente?... E l agua lo volvía transparente... ¿Por qu,é hacía eso?... Era para llamar la atención... ¡Yo reclutaba para é l ! — , obteniéndolos — no rescatándolos del infierno, sino sumiéndolos más en él — para su rito, un rito que no acaba de ser establecido en la obra pero que, obviamente, es ho­mosexual ya sea por el goce carnal consumado o simplemente por la erección mítica de sí en medio de tanto desventurado adorador al precio de una pro­pina o un trozo de pan. Este bello ídolo onfálico alcanza, sí, la helada her­mosura del hermafrodita de Leautréamont, pero su hermosura es depravada, no corruptora pero al menos estímulo de la corrupción que anida en esos ni­ños famélicos —■ y que si Brecht la hubiera esgrimido para eslabonar la cadena de la responsabilidad social, Williams la expone para sugerir el ánimo ofen­sivo de la ancestral arcilla humana — y, al mismo tiempo, patética, pues supone casi un ofertorio para el presentido sacrificio cuyo desenlace se acelera casi conscientemente y que adviene, en efecto, cuando los acólitos devoran —-literalmente — a Sebastián bajo la candente luz que calcinará — y no con flechas —• sus huesos a los que la carne es arrancada a mordiscos. El martirio se consuma., pero ¿cuál es su significado?

El método de exposición del argumento dicho es absolutamente indirecto, pues se efectúa mediante el relato que hace Catherine al médico que la señora Venable— porque se niega a aceptar lo que aquélla cuenta como real — ha propuesto para que la obligue a modificar su versión, para arrancarle •—• inclu­so „ con la ayuda de drogas — la verdad, lo que aquél hace amenazando a la testigo con internarla en un manicomio si no la reconoce — o, desde el punto de vista de la testigo, si no le miente—. Esta índole coercitiva de la-señora

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Venable—-otra decadente sureña — esparce sobre la imagen que ella propor­ciona de su hijo una sombra de duda y la torna ambigua. Pero, sea como sea y por cuanto también Catherine aparece presa en la mórbida fascinación del monstruo—-en el sentido jarryano, como insólita belleza—, éste resulta, a efectos dramáticos, encarnador de un estadio de sensibilidad necesariamente más evaluable que el que sus devoradores representan, o sea, que el ávido an- tropofagismo. ¿Afirma Williams entonces que, en la vida, lo presensible, atávi­co, instintivo o bestial, la selva agazapada en los umbrales de la conciencia, destruye siempre todo intento de sensibilidad o civilización? Pero, si esto es así, ¿no heroifica a un degenerado? Nótese que Sebastian es tortuga madre que solicita su progenie: un poema anual, gestado como un hijo, que lo in­mortalice — Tenga, he aquí la obra de mi hijo, doctor, he aquí su vida que continúa -— arrancándolo a la muerte. En este sentido expone una obsesión prevalente en Williams. Cuando, el último verano — o sea, en la época habi­tual de su parto —, su cuaderno permanece a la espera de los versos, agóni­camente en blanco, el poeta cae en la angustia de la esterilidad — o, lo que es lo mismo, de la muerte-—-y, para fecundarse, busca sol. Pero también carne joven fecundante. ¿Es que el hombre, según Williams, está fatalmente destinado conforme al índice de su sensibilidad a espantarse de la muerte, buscándose inmortal en consecuencia y degenerándose en esa búsqueda, para terminar devorado por su degeneración? Esta simbología es plausible y, en cuanto círculo vicioso —- a mayor sensibilidad, mayor ansiedad de vida, más cerval pánico de la muerte, más anhelosa fuga hacia el desdoblamiento inmor­tal de sí, mayor transgresión (para lograrlo) de los límites establecidos, con posible degeneración precisamente por ansia de propia generación—, com­porta el fatum que la cotiza dramáticamente. Pero, desde el momento en que Williams implica en ese atroz proceso la imagen de Dios, parece estar afir­mándolo necesario y universal o, dicho de otro modo, está justificando la degeneración con la hipersensibilidad. Y esto es inaceptable. Williams se justifica a sí mismo, pero no da un arquetipo humano, sino un caso de ago­nismo reflecto — de sí — y sicopatológico. La ambigüedad es patente.

Pero es que el mismo Williams es ambiguo e intermitentemente volcado hacia uno u otro extremo en la dicotomía obsesionante con que resume el mundo: decadentes y primitivos. Su postura ante ambos es una especie de ecléctica compasividad por la que, en los primeros, ve el grado de corrupción pero simultáneamente la eximente causa de la sensibilidad cercada y la puri- ficadora trascendencia de su nostalgia paradisíaca, en tanto que, en los se­gundos, recusa la supervivencia de la bestia—-Blanche dice: Stanley Ko- ivalski... ¡el superviviente de la Edad de Piedra!... (pero) ¡se han hecho al­gunos progresos desde entonces! ¡Ya han aparecido en el mundo cosas como el arte... como la poesía y la música! ¡En algunas personas han empezado a nacer sentimientos más tiernos! ¡Tenemos que acrecentarlos! ¡Y aferrar­nos a ellos, y retenerlos como nuestra bandera! En esta oscura marcha hacia lo que sea, hacia lo que está cada vez más próximo... ¡No te quedes atrás... no te quedes atrás con los brutos ! — pero, al par, concibe un término pre­servado del deseo en el que considera lograda — como escribe Roger Asseli- neau — 4 una victoria sobre la muerte.

Esta segunda fase positiva de lo primitivo — con respecto a la cual

4 Véase nota 2 anterior.

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Williams ostenta la actitud del típico residente de un estadio supercivili- zado y, por ello, crepuscular, cuando, porque los extremos se tocan o por satu­ración, se pregunta si no será el regreso a las simples estratificaciones pasio­nales y mentales la única posibilidad redentora del mundo en que vive, o dicho de otro modo, cuando adquiere conciencia de que sólo una transfusión de sangre nueva y elemental podría remozar su acomplejada y confusa resi­dencia —• está implícita en las relaciones de macho y hembra con que se tra­ban los esposos Kowalsky y Stella, él a la caza de la carne fresca para el sustento familiar, ella enclaustrada, encasada a la espera del hombre, siempre ferviente en la esperanza de ser tomada, gozada, poseída por aquél — que la toma, goza y posee como el rey que otorga — y, simultáneamente, abiei’ta como la tierra, vientre protector, ternura ante la que el salvaje llora como un niño — después de haberla golpeado y después de que ella ha padecido, pero también asumido los golpes como una manifestación natural del amor —, cerrándose así el ciclo de la unidad, estableciéndose así ese y que entre ma­rido y mujer forma como una constancia copulativa no sólo el acto sexual, sino cada momento, cada acto de su vida en común. Y esa naturalidad sana es lo que Blanche no puede comprender, como no entiende la primaria pero entrañable emoción de Kowalsky rompiendo en la noche de bodas y con la zapatilla de su mujer todas las bombillas de la casa, ese emocionado deseo de una fuerza que se expande y, buscando con violencia la oscuridad, está cerrando el abrazo y dándose a una cegadora luz íntima e incompartible: la de la carne amada.

Esta salubridad del deseo natural o inmediato — y no mediatizado por un trauma impulsivo — obtiene su apoteosis en The Rose Tattoo, aislada en la producción del dramaturgo porque resulta producto de un descubrimiento: el dionisiaco Mediterráneo. Su Serafina italiana es pariente de Kowalski. Las coordenadas que la sitúan son las mismas, telúricas, que las del orbe lor- qniano: absoluta dedicación de la mujer al marido considerado insustituible cuando muere, porque, para ella, no hubo, hay o habrá hombre mejor — Por la noche me quedo sentada aquí y me conformo con recordar, porque yo tuve lo mejor... lo mejor de todo—, sustancialidad sexual de la persona — en re­ducción que es plenitud—, sentido religioso y supersticioso entreverados, voluntario encasamiento — árabe —, pero, a diferencia con las viudas de Lorca, en vez de luctuosa anulación, mantenimiento de una lumbre que al cabo, reavivada por el recién venido que reproduce las facciones del marido muerto, acabará imponiéndose sobre la viudedad y sobre la fidelidad a una memoria. Para ello, bien es verdad, se establece una premisa justificativa r que Serafina descubre pasadas infidelidades maritales. Pero lo que importa, es el acto resultante de arrojar las cenizas del esposo, antes guardadas en urna ritual, a la dispersión del viento, en arrebato que es triunfo de la vida, con­secución vitalista por lo demás armonizada con todos y cada uno de los datos tipológicos — expansión temperamental a gritos, interjectiva y verbalmente profusa—, ambientales — la magnífica escena en que las vecinas pasan de mano en mano la camisa roja que Serafina cosió por encargo de quien, sin saberlo ella, era amante de su marido y que, destinada para él, no fue reco­gida por causa de su muerte, restó en la cómoda de la viuda y fue a parar, luego, a Alvaro, el sustituto —, escenográficos —■ decoración tropical de una Sicilia vertida en el Golfo de México, permanente policromía—-, sonoros— el rumor del tráfico de carretera, la música de percusión subrayante — y, en

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suma, conformativos que en la obra denotan un constante hervor y fervor sensorial. La unidad es perfecta en la obra, pero 'Williams, cantando la es­pontaneidad del sexo, no puede olvidar la subyacencia grotesca y pespuntea su trama con la presencia de una irrisoria procesión: la de la Strega con su cabra que, si para Serafina es maléfica, es porque la intuye proyección en escarnio de lo que para ella es gloria y sustento. Y así — junto al grito bella de Alvaro, resuena el balido antifonal de la cabra; en la ronda amorosa del galán, un preservativo farmacéutico cae de su bolsillo; y casi un olor de orín animal se extiende —, el sexo glorificado alcanza su mediodía, no sólo por idealización, sino asimismo por escarnecimiento, como si Williams nó pudiera ni aun aquí cerrar los ojos a lo sórdido humano.

En la sexualidad traumática reside la corrupción, pero en la espontánea subyace el escarnio. De tal lucidez obsesiva, Williams deduce un último esta­dio sexual: la inocencia preservada. La concibe imposible —■ el paraíso no tiene retorno—, pero por ello mismo es más fuerte su nostalgia, esa nostalgia de lluvia purificadora y refrescante con que Ella, en Talk me lilce the rain, se evade aunque mentalmente de su sórdida unión con un alcohólico. Val, en Orpheus descending — obra que se encabeza significativamente con una cita de Strindberg: ¥ o también comienzo a sentir una inmensa necesidad de con­vertirme en un salvaje y de crear un mundo nuevo —, es el ejemplo mayor de ese paraíso preservado. No es de este mundo, con la piel de serpiente que usa como prenda y que da el índice expresionista de su silvestre personalidad. Prófugo entre la malignidad humana para la que su preservación es tanto más imperdonable cuanto más aviva la memoria de una imagen de pureza que en todos supervive aunque asfixiada bajo escombros y degradaciones, el autor lo sitúa ante tres tentaciones de solidaridad o conmiseración: con respecto a Carol, tan niña perdida como él, idealista un día y, por decepción y asco ante el fariseísmo puritano, hoy pródiga de sí, impúdicamente, cultora obsti­nada de la impudicia, retadora de yermos e hipócritas con un exhibicionismo que no es sino la expresión, en un mundo de coberturas, del ansia de vivir y ser notada viva; con respecto a Lady, casada con el que, junto a otros, incen­diara tiempos atrás el cuchitril de bebidas de su padre ocasionando a éste la muerte en el fuego — porque había vendido licores a los negros y así, con el acto homicida, pretendían castigarle los que se arrogaban la representación de jueces de una presunta justicia reformadora—, rechazada entonces — bajo la misma razón de su indeseabilidad social — por el que sin saberlo la tenía fecundada, madre frustrada — que perdiera al hijo nonato—-y, por ello, amputada a su simismo de Ceres abierta y materna; y con respecto a Eva, pintora visionaria de iluminaciones místicas que la torturan y ciegan y que no son sino la transfiguración de una ignorada sexualidad. Para todas ellas, Val es mano apaciguadora: es niño perdido junto a Carol, consuelo aquietador para Eva, fecundador—-en la única manifestación de su sexo, que se presta por solidaridad — de Lady. Mientras está como empleado en el almacén de ésta, habita en un reducto cuya cortina, cuando aquél se enciende, revela en transparencia el símbolo de su habitante e incluso del acto de amor con- miserativo que allí tiene lugar: el dibujo estilizado de un árbol de oro con frutos escarlatas y pájaros blancos, o sea, la faz del paraíso perdido y allí fugazmente recobrado. Y esos pájaros blancos acaso sean de aquellos que Val cuenta y que, por carecer de pies, no se posan jamás sobre lá tierra dur­miendo en brazos del viento. Como él. Que ha sorteado todos los peligros de

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acomodación, de alienarse en la sociedad falsa que le rodea, conservando siempre su piel de serpiente. Su imperdonable piel de serpiente sobre la que están en acecho Job, el agonizante marido de Lady capaz, aun en su agonía, cuando la sabe preñada de Val, preñada de la vida inocente — ¿y en esta gravidez no ve Williams por un momento la trascendencia redentora del deseo ? —, de disparar contra ella y de clamar, en frenético paroxismo del mal, que es Piel de Serpiente el asesino; y, sobre todo, los perros de la justicia humana en su celo guardián — día y noche aullante en la obra como un signo sonoro de las furias — de un orden que no es el de Dios ni el del paraíso ni el de la inocencia, sino el del pacto tácitamente acordado de ocultar entre todos la común degeneración imponiendo una común apariencia respe­table.

Cualquiera entre las formas del amor está deformada para quien, por haber abierto los ojos al mal, ve la desnudez desvalida de los cuerpos. Brick, en C'at on a Hot Tin Roof, es una patética tentativa de un nuevo aspecto del amor: el amor de amigo. Existía entre él y Skipper, pero Margaret, con la que se casó, se interpuso con la convicción de que aquél abrigaba un deseo, aun inconsciente, de algo que no era perfectamente puro, enfrentándole un día — Skipper ¡deja de amar a mi esposo o dile que tiene que permitirte que se lo digas!—-y arrojándole con su desafío a un suicidio probatorio de que su conciencia estaba limpia, limpio su amor de amigo, siendo incierta la sospecha de Margaret — hizo (se refiere a que la abofeteó) esa lamentable, ineficaz y minúscula tentativa para demostrar que lo que (Margaret) había dicho no era cierto... Y de ese modo le destruí, al decirle una verdad que él y su mundo en que nació y se crió, tu mundo y el de él, le habían afirmado que no podía ser dicha—. Pero la gata había descubierto, por objetivación de la propia ca­lentura, la ajena — aun inconsciente —■, desvelando a Skipper sobre su simismo ignorado. Y Brick abrió los ojos sobre las degeneradoras filtraciones que la inconsciencia corrupta puede hacer penetrar en una amistad pura. Su reac­ción se llama — y lo dice — repugnancia. Se inhibe del sexo, huye del lecho conyugal, se refugia en el alcohol, se determina voluntariamente impotente y yermo — y ella es un roce frenético en torno a esa columna de hielo —, y clama: ¿Por qué una amistad excepcional, real, verdadera, profunda, pro­fundísima, entre dos hombres no puede ser respetada como algo limpio y decente en lugar de ser considerada como cosa de maricones í —, lo clama frente a su padre, frente al pacto general de ignorar pero, no obstante, sos­pechar la cosa inadmisible, pero—-en esa habitación del matrimonio que un día lo fuera de dos viejos invertidos—-también frente a las larvas que, al margen de la voluntad del hombre, minan su sentimiento, degradan su pu­reza y acaso estaban ya en el inexplorado fondo del sentimiento y de la pure­za de él, de Brick, que por ello es agónico y, en cierta medida, invicto, y, de ese modo, perteneciente a aquellos que por la obra de Williams pasean la palabra honor — en Camino Real se dice: ¡Y, oh, que alguna vez y en alguna parte haya algo que vuelva a tener el sentido de la palabra honor ! —, espe­cificando la parte más noble de la herencia caballeresca del sur que en el autor opera del mismo modo que aquella repugnancia del deseo, aquella ansiedad de inocencia, proceden del lado noble de su heredado puritanismo.

En toda su obra, Williams sólo ha concedido un exponente al desasi­miento del sexo: The Glass Menagerie, y es del de la inhibición: Laura, coja y embelesada en sus figuras zoológicas de cristal, en esa transparencia que

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su autor perdería luego definitivamente — pues sólo Orfeo es capaz de pro­vocarla pero por un camino humillado y no sabemos si manchado —, y, sobre todo, en la preferencia del unicornio que —■ de especie extinta en el mundo -— emblematiza su propio ser. Así, la asexualidad de Laura es frustración, por melancólicamente elegiaca que su historia sea, como es frustración el orbe de falsas apariencias de su madre Amanda, siempre refractaria a la realidad e idealizándola con los engañosos encubrimientos que, en ella, la peor herencia de la caballería sureña y el puritanismo le sugieren, y como es frustración — aunque, al cabo, rebeldía — de su autofidelidad la interina sumisión del hermano Tom a aquel orbe, a aquella elegía y — espejo biográfico de los pri­meros oficios de su autor — al sórdido empleo de vendedor en una zapatería. El signo de la agonía lo representa Tom: será huésped de un mundo estre­mecido de relámpagos y, estamos seguros, se enlodará en el mundo pero cumpliendo su deber de compromiso. Para él acaso florezcan esas violetas que, en Camino Real, se profetiza que romperán las rocas para todos los que, como Don Quijote, se obstinan agónicamente en un ideal constantemente desmentido por la realidad. Para Laura, las violetas han florecido, se han identificado con ella, como — en aquella obra —■ con el boxeador Kilroy del corazón de oro o como con todos los que preservan su inocencia de la única forma posible, como exigencia para sí y tolerancia por los que la perdieron o, en una palabra, ternura para un mundo en el que la corrupción, por impo­nerse al hombre fatalmente -— el determinismo de Williams —, merece por parte de las pocas excepciones de la pureza la conmiseración, el consenti­miento, que suavicen —• tacto exquisita y piadosamente humano —• el repro­che, la ofensa, que dichas excepciones implican para aquel mundo. Así se resume el entrañamiento humano de Tennessee Williams.

La síntesis alegórica radica en la ya mencionada Camino Real, conjunto simbólico de más empaque que consecución artística en el que Williams abandona por única vez sus continentes infrarrealistas—-realismo trascen­dido en dirección infra, por los sustratos de la conciencia—-para sumirse en una ecuación de personajes y actos emblemáticos que, sin forjar una convención, se traban en un artificio, por lo demás de componentes híbridos -—-personajes históricos o literarios utilizados como arquetipos (Jacques Ca- sanova, el seductor engañado, encornado y - públicamente escarnecido; Mar­garita Gautier, su amante infiel; Byron, poeta decadente que viaja con pájaros enjaulados; Don Quijote, lanza en ristre hacia un ideal intangible, y Sancho, que en la obra no es su contrapunto, sino su eco) junto a otros de entidad expresionista (Gutman o el desentrañador, guía de los tramos temporales en que el camino se divide), mítica (La Madrecita de los perdidos, a quien se acogen los rebeldes, perseguidos y humillados satisfaciendo su más profunda nostalgia: Todos nosotros tenemos un 'pájaro desesperado en el corazón, un recuerdo de... una madre distante... alada), originalmente sim­bólica (Kilroy del corazón de oro) o asemántica—. El camino real, no regio, sino de la realidad descarnada, les lleva a todos a la plaza universal, al sitio único e insoslayable, a la estación término donde todos paramos: el umbral de la Tierra Incógnita, la antesala de la muerte. La vida entera se asoma estremecida a ese interrogante de un desierto que a todos espanta y mantiene donde ni libertad ni fraternidad—-la palabra hermano está prohi­bida y penada — ni dignidad ni honor existen. Entre estas criaturas hetero­géneas congregadas como por un proceso de sedimentación, cada cual ha de

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pagar su precio. El de verse declinar. Bajo un impulso determinante común: el temor de la muerte, Casanova se abraza al calor de un cuerpo humano aun a costa de la humillación, Margarita busca la cercanía de una joven virilidad a costa de su fama y de su desvalimiento, el Barón de Charlus — importado de Proust—-intenta resolverse homosexualmente y Byron trueca su virtud poética en presunción lírica ansiosa de honores — con los que curar la espan­tosa visión de un cerebro y un corazón excelsamente poéticos, los de Shelley, convertidos en lava hirviente y fétida-—-. Los ritos se cumplen. Pero éstos, en la concepción de Williams, se reducen a uno solo: el de la fertilidad. La virgen — Esmeralda — corresponderá en premio al campeón, que la posee levantando su velo y que — en un gradual rebajamiento del símbolo — ter­mina cambiando, en casa del usurero, su corazón de oro por joyas y pieles que satisfagan la esquiva veleidad de la poseída. Es rechazado, no obstante, y perseguido, y escarnecido. Su bautismo es un bautismo escatológico: cuando recibe encima el contenido de un orinal. Y allí están los barrenderos de la muerte para recoger sus despojos.

En este intento de teatro total que se auxilia con pantomima, rito, danza, música, magia y hasta toreo, el símbolo se embrolla consigo mismo al desa­rrollarse o, en otros casos —• así respecto a ese Avión Fugitivo que todos desearían tomar sin conseguirlo y que ignoramos si indica el anhelo de evasión—, resulta equívoco. Tan equívoco y contradictorio como la filosofía y los impulsos oscilantes de Williams. Sin embargo, sus constantes emergen. No somos libres. El temor de la muerte nos arroja, por ansiedad de vida, en la degradación. El tiempo nos obliga a declinar. H a y en el m undo una pasión por la declinación. Hay en el mundo una desvalida y tierna compasión por la declinación. La razón de nuestras corrupciones es razón de soledad, de niño perdido en los umbrales helados: ¿Sabe qué es lo que más se echa de m enos? ¿Guando uno se separa? ¿De una persona? ¿Con la cual se ha vivido? ¿ Y a la cual se ha amado? ¡E l despertar por la noche! ¡Con ese ...! ¡Calor ju n to a u n o !... Una vez que uno se ha acostum brado a ése. ¡A l calor! ¡ E s u n sen tim ien to de soledad, ese despertar y no tenerlo ! Nunca conceptuó Williams como aquí la ternura implícita en la cercanía de los cuerpos. Y, al cabo, junto al anhelo estoicamente preservado de que la palabra honor vuelva a tener sentido alguna vez y en alguna parte, las violetas florecen no sólo para el que se encastilla en la entrañable locura de un ideal imposible, sino para el que, como Casanova, surge de sus círculos degradantes como quien ha comulgado y asumido la necesaria y purificadera humillación y aun sabe tender, por ello, la mano conmiserativa en la que su propia miseria se trans­figura.5

S Las dos últimas obras del autor, The Mutilated y The Gnädiges Fraulein, ofrecidas recientemente (1966) en espectáculo unitario bajo el título común Slapstick Tragedy, cons­tituyen un patético esfuerzo de -Williams por sumarse al teatro del absurdo, sin otro resul­tado que la hibridez de sexo y sobrenaturalidad — en la primera pieza, dos prostitutas se reconcilian tras la aparición de la Virgen y después de haberse explayado la una con la pueril vanidad de sus senos y la otra con el lamento de su mutilición (un seno operado), que Williams, por lo demás, extiende a todos los seres (todos somos mutilados) — y que un cierto tipo de simbolismo gratuito y expresionista — en la segunda obra, una vieja can­tante alemana contiende con los amenazantes pájaros, que terminan por sacarle los ojos, disputándoles los peces con que se alimenta en tanto que desarrolla su agonismo junto a personajes extemporáneos como un indio armado con el hacha de guerra, cronistas de so­ciedad y fumadoras míticas de marihuana —-.

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