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Los intelectuales y el nacionalismo cultural en Argentina: 1910-1930

Date post: 03-Feb-2023
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Los intelectuales y el nacionalismo cultural en Argentina: 1910-1930 Introducción En los comienzos del siglo XX aparece en Argentina una problemática centrada en la emergencia de una sociedad de masas, en cuyo interior se recorta el problema inmigratorio y la consiguiente preocupación por la nacionalización de esos inmigrantes, así como la cuestión obrera, y el desafío de una ciudadanía plena que diera lugar a la república verdadera (Halperín Donghi: 1999). Problemáticas que invitarán a la fuerte intervención estatal, sea a través del disciplinamiento educativo integracionista, o de una abierta represión. Asimismo, debemos recordar un punto: La Argentina de fines del siglo XIX y comienzos del XX había logrado importantes avances en muchos terrenos: -la anarquía de las primeras décadas de la vida independiente se había resuelto en una organización nacional que, con el gobierno del general Roca, parecía afianzada bajo el lema “Paz y administración”. El éxito de la formación del Estado nacional se expresaba no sólo en la vigencia de instituciones y leyes sino también en una cultura común y en una única lengua. La consolidación de este ideal de Estado monocultural requería de políticas adecuadas; -el territorio nacional, extendido y unificado con la exterminación de los indios en la Campaña del Desierto,
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Los intelectuales y el nacionalismo cultural en Argentina:

1910-1930

Introducción

En los comienzos del siglo XX aparece en Argentina una

problemática centrada en la emergencia de una sociedad de

masas, en cuyo interior se recorta el problema inmigratorio

y la consiguiente preocupación por la nacionalización de

esos inmigrantes, así como la cuestión obrera, y el desafío

de una ciudadanía plena que diera lugar a la república

verdadera (Halperín Donghi: 1999). Problemáticas que

invitarán a la fuerte intervención estatal, sea a través

del disciplinamiento educativo integracionista, o de una

abierta represión.

Asimismo, debemos recordar un punto: La Argentina de fines

del siglo XIX y comienzos del XX había logrado importantes

avances en muchos terrenos:

-la anarquía de las primeras décadas de la vida

independiente se había resuelto en una organización

nacional que, con el gobierno del general Roca, parecía

afianzada bajo el lema “Paz y administración”. El éxito de

la formación del Estado nacional se expresaba no sólo en la

vigencia de instituciones y leyes sino también en una

cultura común y en una única lengua. La consolidación de

este ideal de Estado monocultural requería de políticas

adecuadas;

-el territorio nacional, extendido y unificado con la

exterminación de los indios en la Campaña del Desierto,

había ampliado las zonas cultivables que, gracias al

trabajo de los colonos, aportaban enormes riquezas al país.

Aunque esta bonanza económica alternaba con cíclicas

crisis, el crecimiento no parecía frenarse, apoyado. Según

Lobato, en políticas de largo y corto plazo que

contribuyeron a crear y consolidar la existencia de una

fuerza de trabajo libre dispuesta a vivir de un salario

(Lobato: 2000, 468)

-la república conservadora, gobernada por la oligarquía, se

resquebrajaba con la aprobación de la ley Saenz Peña, que

otorga el voto a todos los varones. La ciudadanía política

permitía la representación de los sectores medios a través

de los partidos políticos;

-las presidencias intelectuales de Mitre, Sarmiento y

Avellaneda organizaron el sistema escolar, sobre todo la

escuela primaria, para erradicar el analfabetismo. La ley

1.420 de Ecuación laica, obligatoria y gratuita, sancionada

en 1884, fue la herramienta privilegiada de modernización

social.

El éxito de las campañas de alfabetización crea las

condiciones para ampliar los circuitos de difusión de la

lectura, y el resultado de este proceso es doble: por una

parte, se forma un público que accede a nuevas formas de

lectura: de allí la proliferación de periódicos,

folletines, espectáculos teatrales, abundancia que

contrastaba, sin embargo, con la escasa difusión de la

cultura letrada de producción nacional; por la otra, la

educación universitaria, gratuita y autónoma se convierte

en el medio de movilidad social de los sectores medios, en

particular de los hijos de inmigrantes

Un país rico, un pueblo culto, un Estado moderno eran las

bases del clima de fe en un futuro de prosperidad y de

progreso indefinido. En esa euforia argentinocentrista, al

inmigrante se lo consideraba en una posición ambivalente:

por una parte, condición de ese progreso a través del

trabajo; por la otra, por su número, posible agente de

disolución de valores nacionales, aún no totalmente

consolidados.

En relación con su lugar en la conformación de la sociedad,

se enfrentan dos modelos contrapuestos de nación, que se

definían a partir de sus rasgos culturales:

-la concepción liberal y cosmopolita –plasmada en la

Constitución nacional, la Ley de Inmigración y la Ley de

Ciudadanía- encarna un espíritu pluralista, integrador y

respetuoso de las diferencia que concibe la cultura

nacional como una labor que se abre al futuro y resulta de

la participación de los diferentes sectores que la

integran. La prestigiosa revista Nosotros (1907-1940),

dirigida por intelectuales socialistas de origen italiano,

promueve este ideal integrador;

-la concepción esencialista y excluyente considera, en

cambio, que la nación y su cultura están ya definidas, por

lo que necesitan ser defendidas del peligro de ser

absorbidas por diferentes grupos y diferentes lenguas. Una

creciente paranoia cultural y lingüística reclama políticas

defensivas, en particular para salvar la lengua española

del peligro de la hibridación: la ideología de la

estandarización se legitimaba como un acto de patriotismo.

Si bien el programa inmigratorio gozó de consenso general,

su periódico balance comenzó a arrojar resultados negativos

a comienzos del siglo XX; los resquemores se justificaban

tanto por la formación del Estado nacional como por la

incidencia de los inmigrantes en este nuevo marco:

-la presencia masiva de una inmigración cuya conformación

étnica no respondía al proyecto original: no llegó el

contingente que se esperaba –gente proveniente del norte de

Europa como ingleses, alemanes, holandeses- sino,

mayoritariamente, europeos del sur y grupos de orígenes no

previstos (judíos, orientales –procedentes, sobre todo, del

Imperio Otomano-, eslavos);

-cambios sociales perturbadores para las clases dirigentes:

el crecimiento urbano desmesurado, la escasa respuesta de

los inmigrantes a la ley de ciudadanía de 1869 y la

consiguiente exigua participación en la vida política –a

través de mecanismo institucionales previstos, el exclusivo

interés en los objetivos económicos, que permitía una

movilidad social vertiginosa, la formación de un movimiento

obrero cada vez más activo;

De la xenofilia se fue pasando gradualmente a la xenofobia.

El buen inmigrante que aportaba sus brazos para convertir

el desierto en un espacio productivo debía ser distinguido

del inmigrante perturbador que atentaba contra la seguridad

del orden social. El paso entre percibir diferencias de

costumbres y comportamientos y proclamar la inferioridad

sirvió como estrategia para cimentar la identidad nacional.

El recelo y el desprecio ante los “advenedizos” que

progresivamente ocupan espacios y posiciones antes

reservadas a las clases dirigentes se expresa en diferentes

formas.

La confirmación étnico-cultural de valores de la Argentina

preinmigratoria se privilegió como la respuesta más idónea

para conjurar el peligro. El inmigrante ha pasado a ocupar

el lugar del bárbaro que, al carecer de la lengua y de las

virtudes del criollo, tenía el efecto disolvente de

desnacionalizar al país. La “cuestión inmigratoria”,

estrechamente vinculada con la “cuestión social”, exigirá

una confirmación enfática y eficaz de la “cuestión

nacional”.

En el tópico del inmigrante se presentan varias facetas del

discurso del prejuicio, desplegadas en una serie de

motivos: el enfrentamiento entre los supuestos valores

tradicionales -depositados en la élite- y el afán de lucro,

el mercantilismo y el materialismo en los advenedizos; la

preservación del orden social que algunos extranjeros

ponían en peligro; el ascenso social logrado en el mercado

de trabajo urbano y rural o a través de la especulación; la

posibilidad de un recorte del poder político tradicional

por la competencia de estos nuevos sectores –clases medias

representadas por el radicalismo y clases obreras por el

socialismo y el anarquismo-; la falta de interés

y de participación en los asuntos políticos de la nación;

las pautas culturales conservadoras, de raíz

mayoritariamente católica, frente a una cultura laica y

cosmopolita.

Ante estos cambios, desde diversos sectores se reclamó una

política inmigratoria destinada a encauzar los procesos que

se habían llevado a cabo espontáneamente. La política

lingüística –integrada a la política educativa partía de la

convicción de que decidir el destino de la lengua equivalía

a establecer sobre qué base se constituiría la raza

argentina del futuro.

La endogamia en los grupos inmigratorios, su resistencia a

naturalizarse, la marginación política que de ella se

deriva, la conservación de las identidades étnicas, que se

manifiesta en la adhesión a instituciones basadas en la

solidaridad nacional –como las sociedades mutualistas o las

escuelas extranjeras- indican, por una parte, la

resistencia de los inmigrantes a incorporarse plenamente en

una sociedad que los mira con recelo. Por la otra parte,

los estereotipos que los caricaturizaban, la reafirmación

étnica, cultural y religiosa de la clase dirigente, el

resentimiento de los nativos supuestamente relegados, las

campañas xenófobas son índices de un nivel de conflicto

que, aunque latente, socavaba las relaciones entre los

recién llegados y la sociedad receptora.

Como señala Di Tullio, desde ambos lados se cruzan

representaciones del Otro, desfiguradas y hostiles –el

gringo tacaño o el criollo perezoso-, superpuestas a

imágenes complacientes del propio grupo –el gringo

trabajador y le criollo desprendido-. Pero, al mismo

tiempo, el inmigrante pretende mimetizarse, en un medio que

siente hostil, a través del disfraz de criollo y la

imitación de su lenguaje, ridículamente exagerados; y el

criollo, a su vez, se burla de la lengua híbrida del

inmigrante imitándola en el lunfardo.

El viraje ideológico de las ideas dominantes ya se puede

visualizar: las posturas biologicistas para describir al

“ser nacional” tan buscado dejan paso poco a poco a un

nacionalismo cultural que adoptará otras pautas para

establecer relaciones con los inmigrantes.

Un elemento prodigioso: la educación

Sin duda alguna la generación del ’80 hereda del verbo

sarmientino la fe en la educación pública, hecho por demás

evidenciado en la importancia que se le dio al tratamiento

y promulgación de la Ley 1420, en 1884, siendo Eduardo

Wilde ministro de Educación del presidente Roca. Sin

embargo, subyace en esta fe profesada por la elite,

obviamente inspirada en los núcleos liberales y

positivistas europeos, y en la tradición iluminista,

elementos paradojales, a veces contradictorios: a la

necesidad de performar y calificar una mano de obra que ya

se muestra indócil en la época de la organización nacional,

se le suma la idea de proveer a unas masas ahora de origen

inmigratorio, portadoras de diversas tradiciones y

experiencias, de un acervo simbólico común y unívoco, que

también es considerado disciplinador de sujetos

conflictivos.

Aquí es explícita la huella de Sarmiento. En ninguna otra

obra, la escuela es metaforizada como una espuela que doma

cuerpos morosos y esquivos a constituirse en mano de obra y

mercado de trabajo para el proceso de modernización, que el

sanjuanino ve promisorio y futuro. La educación será arma y

esencia de ese combate, destinado a convertir a estos

gauchos díscolos, propietarios de una vitalidad no

productiva y pastoril que inunda el Facundo, en

agricultores farmers con tierra, escuelas para sus hijos,

derechos ciudadanos y gobierno municipal. Este mecanismo,

es vislumbrado también como igualador de estas masas

nativas en relación al esperable (y fervorosamente deseado)

aluvión inmigratorio, que Sarmiento sueña anglosajón y

portador de virtudes ciudadanas de difícil hallazgo en los

criollos. Obviamente las necesidades del capital,

urgentes, requieren otra forma de goce, y otra disciplina.

El ejemplo del “buen maestro”, que ordena masas díscolas,

es parte de esta política pedagógica de “normalizar” a las

clases subalternas. Sin embargo, sería desmesurado afirmar

que todos los sectores dirigentes de fines del XIX formados

en el marco liberal - positivista tuvieron esta sarmientina

adhesión incondicional a la educación popular. Si bien por

un lado, era unánime la idea de que ella era necesaria para

afianzar el nuevo orden, por el otro les resultaba

peligroso instruir demasiado a estos grupos, ya que esto

podría generar ambiciones de emancipación, contrarias a sus

intereses.

La nacionalización del pasado, y su reelaboración en clave

heroica dentro de un relato de historia batalla será uno de los

artefactos elegidos, más allá de las elaboradas

reconstrucciones mitristas del panteón de próceres,

reconstrucción que por otro lado dejará bien en claro que

la Argentina existe desde el momento en que el primer navío

hispano ingreso al Plata, siendo esta tierra desde

entonces, según, Bartolomé Mitre, el fundador del diario La

Nación, un edén condenado a la movilidad social ascendente.

Pero hay otras políticas vinculadas al ámbito educativo,

que aunque lo exceden, abarcan otros espacios públicos, y

están conectadas con lo que José M. Ramos Mejía llamaba

“pedagogía de las estatuas”. Estas operaciones intentarán,

en el plano simbólico, llevar adelante la tarea de

inventariar y darle un pasado heroico al contenido de la

nacionalidad, disciplinando y estatizando las fiestas

patrias, los himnos, y los héroes de ese pasado glorioso,

ya mostrado como patrimonio de todos aquellos que quieran

habitar el suelo argentino.

Ramos Mejía utiliza este concepto en sus publicaciones del

Consejo Superior de Educación, y en sus recomendaciones a

las escuelas. Asoma así en la obra ramosmejiana una

búsqueda de reaseguro de la buena nacionalidad a construir,

que la educación pública y la ritualidad de la patria

(himnos, actos, cantos, fiestas, onomásticos, héroes,

desfiles, gestos pensados como partes de una religión,

paredes con frescos que construyen una peculiar memoria de

la patria) tendrán que insuflar a la nueva población.

Dentro de este marco, la Argentina de principios de siglo,

tendrá entre sus primeras filas a un grupo de

“nacionalistas del Centenario”, que tiene el fin

inestimable de construir los cimientos simbólicos de la

nueva nación. El aparato de instrucción pública y su peso

sociocultural delinearán la visión de la educación como

proceso de socialización o de endoculturación, transmisor de

patrones de comportamiento, pensamiento y valoración. En

este marco, la escuela aparece como un elemento capaz de

consolidar matrices ideológicas sin mucha consistencia

lógica, pero dotadas de gran carga afectiva, orientada más

hacia el disciplinamiento de la conducta y la

homogeneización ideológica de grandes masas poblacionales,

que a la formación de habilidades, o al desarrollo del

pensamiento o del conocimiento. Esta construcción estatal,

coincide con la criminalización del anarquismo (Suriano) en

los discursos públicos y académicos, prolegómenos de las

leyes represivas antes señaladas.

La gestión de José María Ramos Mejía como presidente del

Consejo Nacional de Educación se concentró en dotar de

contenido nacional a la escuela primaria mediante una serie

de medidas destinadas a reforzar la identidad nacional de

los nativos y a crearla en los extranjeros.

La escuela se convierte así en el agente privilegiado de la

nacionalización en una sociedad en la que habían fracasado

los proyectos de integrar políticamente al inmigrante,

asegurando su participación plena en la vida cívica. Su

indiferencia, que se interpretaba como rechazo, sólo podía

ser modificada a través de ideales y sentimientos que la

escuela estaba encargada de imbuir en los hijos mediante

una educación que tomara el patriotismo como la principal

divisa. En este sentido, se ponía el énfasis en la

ritualización de las prácticas escolares en torno a los

símbolos patrios. Ese ritual cívico pretendía infundir en

los futuros ciudadanos el afecto a la patria como valor

privilegiado. El fervor con que se encaró la campaña de

patriotismo provenía de la convicción de que la sociedad

estaba sumida en una profunda crisis moral debida a la

pérdida de los valores que aseguraban la cohesión y la

disciplina social: la consigna era recuperar la identidad

nacional preinmigratoria, que, aunque no demasiado bien

definida, se vinculaba con auténticos valores ya perdidos.

La misión trascendental que se encomendaba al maestro

consistía en centrar toda la educación en la exaltación de

la nacionalidad. Esto significaba un desplazamiento del

paradigma cientificista predominante en la concepción

educativa anterior a favor de las disciplinas humanísticas:

la historia, la instrucción cívica y la lengua se

convierten en los ejes del adoctrinamiento.

Ricardo Rojas, el restaurador

La restauración nacionalista. Crítica de la Educación Argentina y Bases para

una Reforma en el Estudio de las Humanidades Modernas, publicado en

1909, se propondrá una ambiciosa labor: recuperar un acervo

tradicional que juzgaba absolutamente necesario para re-

trazar la figura espiritual de una nación que, desde su

punto de vista, amenazaba con desdibujarse.

Rojas era entonces funcionario del Ministerio de

Instrucción Pública. Desde su título, este informe, que se

publica por primera vez en una imprenta estatal elige un

tono deliberadamente provocativo y polémico. Afirma en el

prólogo a la edición de 1922: "[...] mi propósito inmediato --dice- era

despertar a la sociedad argentina de su inconsciencia, turbar la fiesta de su

mercantilismo cosmopolita..." "sabía que nadie había de prestarme atención si

no empezaba por lanzar en plena Plaza de Mayo un grito de escándalo." (p.

17)

Rojas inicia entonces el ataque a la inmigración: Si la

generación del '37 consideró que el mal de la Argentina era

el "desierto", un mal equivalente acecha en el

"cosmopolitismo":

“Hoy la ‘barbarie’ no es la ‘montonera’ sino la neobarbarie del mero progreso

material, orientado exclusivamente al lucro, en una sociedad desintegrada. Si

se quería combatir al desierto poblándolo, el cosmopolitismo nos devuelve a

una situación igual o peor. Si se deseaba superar la barbarie con la creación de

riqueza, la riqueza sin un sentido espiritual resulta tanto o más bárbara que la

miseria, y en todo caso, se trata de una riqueza que encadena al país a la

dependencia de las inversiones extranjeras”. “Corrupción”,

“disolución”, “caos” son las voces de alarma que Rojas

prodigará a lo largo del libro: "La riqueza y la inmigración la han

sacado [a la Argentina] de su antigua homogeneidad aldeana, pero no para

traernos a lo heterogéneo orgánico, que es la obra verdadera del progreso

social, sino para volvernos al caos originario. [...] continuamos careciendo de

partidos, de ideas propias, de arte y de instituciones." (p. 85)

Sus alertas colocan bajo una luz extrema de tragedia a un

país que, con avances y retrocesos, llevaba ya, sin

embargo, décadas de organización republicana y democrática,

que había producido arte e instituciones (aunque pudiera

haber justificadas quejas con respecto al funcionamiento de

éstas), y que se preparaba para festejar rumbosamente el

Centenario de la Revolución de Mayo. Es que el peligro,

para su óptica, radica en otra cosa: que ese país, esas

instituciones, esa cultura, no corresponden cabalmente a lo

que Rojas llama una nación. Más allá del contrato político

y jurídico, la nación no es sólo "el Estado"; constituye

una personalidad colectiva, un organismo. La nacionalidad

es, entonces, la conciencia de esa personalidad colectiva.

Debe formarse, apunta, "por la conciencia de su territorio y la

solidaridad cívica, que son la cenestesia colectiva, y por la conciencia de una

tradición continua y de una lengua común, que la perpetúa, lo cual es la

memoria colectiva." (p. 47)

La restauración nacionalista es tal vez su libro más vehemente,

donde su nacionalismo asume un cariz predominantemente

defensivo y donde no faltan expresiones de corte xenófobo.

Antes que los aspectos afirmativos, positivos, de esa

amplia tradición artística y cultural, de cuyo rescate

historiográfico Rojas fue innovador y pionero, se enfatiza

el temor frente a lo que se experimenta como invasivo y

disgregante. En la "Crítica a nuestra educación" (segunda

parte del libro), se resumen tópicos que habían estado

sobre el tapete parlamentario desde mediada la década del

'80, así como en el horizonte de preocupación de escritores

e intelectuales, aunque Rojas aparezca como el que los

instala, doctrinariamente, en un marco, el del Centenario,

donde adquirirán especial resonancia. Se refieren todos

ellos al problema de la educación, y podemos citar, entre

otros, la crítica de un excesivo "liberalismo" que llevaría

al Estado a descuidar su indelegable papel tutelar en el

ámbito de la enseñanza; la crítica a los maestros

ineficaces, mal preparados, o sin vocación; las objeciones

contra programas de estudio que no tienen que ver con las

necesidades del país, que son copia de programas europeos,

o que descuidan la enseñanza del idioma, la geografía y la

historia patrias; el peligro que representa la escuela

extranjera en tanto que, librada a su arbitrio, formará

también ciudadanos extranjeros, como si éstos hubieran

nacido en un dominio colonial de sus respectivos países y

no en una nación soberana.

Como señala Lilia Ana Bertoni, muchas de estas cuestiones

se habían discutido en el Parlamento y en la opinión

pública; algunas estaban solucionadas o en vías de

solución, como el problema de las escuelas extranjeras. El

temor ante el establecimiento de la "Gran Italia", mediante

la formación de colonias espontáneas, no había sido sólo

una fantasía aterradora de las clases dirigentes:

correspondió a un sector de la política italiana que

realmente predicaba el expansionismo, en un momento de auge

colonialista en el que Italia iba a la zaga de otras

naciones más poderosas. Pero ya no era realmente sostenible

en las vísperas del Centenario. Para la época en que Rojas

publica su informe, la cuestión de la enseñanza del idioma

nacional en las escuelas de las colonias, italianas o

judías, estaba bajo control (Bertoni, 2001: p. 158)

Por otra parte, algunos de los remedios preconizados por

Rojas, como la liturgia patriótica, veneración de los

símbolos patrios, culto de los héroes, se habían discutido

en foros públicos y constituían ya una metodología en

marcha. Pero lo esencial, y lo novedoso, de su programa es

colocar la enseñanza de la Historia en el eje de la

educación (no ya de la mera instrucción informativa), desde

la misma escuela primaria, como disciplina formadora de la

conciencia nacional, capaz de dotar de un contenido vivo a

la conciencia cívica. En esa Historia, se resignifica la

vieja "barbarie": gauchos y mestizos son los hacedores de

la Independencia y del espíritu nacional: "Su obra sangrienta

fue el complemento indispensable de la revolución, pues elaboró con sangre

argentina el concepto del gobierno y la nacionalidad, dando base más sólida a

la obra de los constituyentes”. (La restauración nacionalista, p. 98). Y se

resignifica asimismo el papel, pasado y futuro, de las

provincias, ahogadas bajo la excesiva influencia de Buenos

Aires. La "tradición nacional" que rastrea Rojas hace el

camino inverso del Progreso tecnológico y económico: ha de

llegar desde el interior profundo a la metrópoli sin

"alma", para cambiar la orientación espiritual de la vida

nacional. Una empresa de "regeneración" nacional que Rojas

espera que llegue desde las provincias argentinas señalando

la importancia de que la nación sea también una patria: no

sólo una entidad jurídico-política, sino la tierra de los

antepasados. Bien ha señalado Maristella Svampa que la

"perspectiva integracionista" de Rojas no se propone "negar

el presente cosmopolita: busca en ella el principio espiritual que articule ese

magma en un todo social que, por necesidad histórica, debe ser un todo

nacional". (Svampa, 1994: p. 97)

El retorno de lo hispano.

La búsqueda hacia Lo argentino tomará el camino de la

valorización de una supuesta “tradición”, que antepone la

figura del gaucho, del interior (la patria vieja y heroica

de poetas y guerreros), en el criollismo, en la

desbarbarización del pasado federal y provinciano.

Lo particular del proceso es que dos maneras de entender

lo argentino se cruzaran y serán muchas veces impulsadas, en

esta etapa, por los mismos intelectuales. Es decir que

veremos figuras que por un lado serán firmes defensoras de

los valores de la modernización, y que por otro empiezan a

transitar por la senda de la recuperación de una “esencia

nacional” perdida en ese proceso.

Pero los intelectuales nacionalistas del centenario irán

abandonando esta situación de colage, para ubicarse en un

camino crítico al proceso de modernización, en donde los

valores serán invertidos, y la senda civilizatoria recusada

desde el termino “cultura”. Los nuevos argentinos han

conseguido civilización, acumulación, pero han perdido su

cultura, que resiste valerosa en el interior olvidado.

Desde aquí un ámbito rural (el interior) ya despojado del

mote de barbarie será visto como el lugar de recomposición

de una sociedad que ha perdido su norte, su destino, sus

virtudes. Toda una inversión de la programática

sarmientina.

Tres nuevos enemigos deletreará el nacionalismo del

centenario: el sufragio universal, el cosmopolitismo, y la ciudad

perversa, serán los grandes problemas a vencer. Y la

educación será otra vez la herramienta idónea, pero a

diferencia de los intelectuales positivistas, o los

cruzados por el positivismo y el modernismo, los

nacionalistas del centenario poseerán un nacionalismo

distintivo, portador de un espíritu particular, de una raza

interpretada en términos culturales, no biológicos, que

reniega de valores universales, todos inspirados en la idea

de nación de la Revolución Francesa. Es decir que este

nuevo nacionalismo insiste en que hay valores puramente

argentinos, que lo constituyen, y que deben ser rescatados:

el hispanismo, el legado colonial, y la reencontrada figura

de Rosas. Estos serán los contenidos a difundir con la

educación, que sostendrá batallas en un nuevo campo: la

lengua. Los nacionalistas del centenario ven con claridad

el valor simbólico del habla cotidiana, a la que ven

amenazada por el cocoliche de los italianos.

El retorno del legado español reinventa el vínculo con

España, que de ahora en más será la madre patria. No es

casual que pocos años después, el gobierno de Hipólito

Yrigoyen instale la festividad del 12 de octubre como día

de la raza. Es decir, los argentinos han aceptado

simbólicamente una maternidad legitima en la ex metrópoli,

algo que hubiera sido inaceptable para la generación del

’37, o para la de la organización nacional, cuyo núcleo

programático consistía precisamente en la pronta

desarticulación del legado colonial hispano. Las figuras

del regenracionismo español dan la impronta para soñar un

regeneracionismo argentino. Esa es una de las principales

empresas del nacionalismo cultural del centenario.

Como sostienen Sarlo y Altamirano, “el espíritu de conciliación hacia

España y la reconsideración de la ‘herencia española’, que tomó auge en toda

Hispanoamérica particularmente después de la guerra hispano-

norteamericana, comportaban un viraje respecto de la tradición liberal

decimonónica y abrirían paso a una nueva visión del pasado, alimentando uno

de los mitos de la hora: el mito de la raza”. (Altamirano C. y Sarlo B.,

1997: p. 164)

Si el surgimiento de la reacción nacionalista remite para

su explicación a las circunstancias sociopolíticas que se

apuntaron más arriba, algunos de sus rasgos tienen como

premisa el campo intelectual cuya laboriosa emergencia

acabamos de describir. En efecto, así lo testimonian el

papel que se le atribuyó a la literatura y a los escritores

en la afirmación de la identidad nacional, el carácter de

discusión literaria que asumió uno de sus episodios

característicos –la cuestión del Martín Fierro-, la búsqueda

de una tradición nacional propiamente literaria (es decir,

no sólo político-institucional), y la creación misma de una

cátedra de literatura argentina, dictada por quien

ostentaba los títulos de idoneidad intelectual para

ejercerla.

Todo ello fue decisivo en las variantes introducidas en el

tema de la nacionalidad que, como ya señalamos, no era

nuevo. Las últimas dos décadas habían puesto en circulación

un conjunto de significaciones ideológicas, una suerte de

legado intelectual y literario, con las que se

identificaría un segmento del campo intelectual en

formación. Es decir que las novedades de la reacción

nacionalista del Centenario y los mitos culturales y

literarios que generaría, se insertan en una secuencia

donde las imágenes y los valores depositados implicaban, en

muchos casos, un viraje respecto de los que presidieron la

construcción de la Argentina moderna. Así sucedería, por

ejemplo, con la imagen de la inmigración que, de agente de

progreso, se transformaría en la portadora de una nueva

barbarie.

Por otro lado, la noción misma de “progreso”, que asociada

a la de “orden” había sido el lema de la generación del

ochenta, deja poco a poco de designar un valor unívoco y

autosuficiente. Una constelación semántica de reticencias y

perplejidades comienzan a rodear esta palabra. En la carta-

prólogo a Mis Montañas de Joaquín V. González, Rafael

Obligado escribía:

“He ensalzado alguna vez el progreso, a esa evolución más o menos rápida que

va concluyendo con el pasado y arrastrándonos a un porvenir que será grande

y próspero, así lo deseo, pero nunca tan interesante como aquél, ni tan rico

para el arte, ni tan característico y genuino para la personalidad nacional.

Desgraciadamente la electricidad y el vapor, aunque cómodos y útiles, llevan en

sí un cosmopolitismo irresistible, una potencia igualatoria de pueblos, razas y

costumbres, que después de cerrar toda fuente de belleza, concluirá por abrir

cauce a lo monótono y vulgar. (Mis montañas, Buenos Aires, 1905,

2ª edición pp. 17 y 18. Citado por Altamirano, C. y Sarlo,

B., 1997: p. 184)

El “espíritu de la tierra”, la “raza”, la “sangre”, las

categorías del espiritualismo antipositivista, pero también

aquí y allá algunas gotas de positivismo: en fin, todos

aquellos elementos del horizonte ideológico que podían

contribuir a elaborar esa “realidad primordial”, fueron

movilizados para dotar a los argentinos de la sólida

tradición nacional frente a la amenaza de la invasión

disolvente.

Estas tendencia hallarían una cristalización característica

(y de larga influencia en la cultura argentina) en el

movimiento de revaloración del Martín Fierro, que tuvo su

punto de condensación en el año 1913. La nueva lectura del

poema de Hernández no sólo fue ocasión para la

transfiguración mitológica del gaucho –convertido en

arquetipo de la raza-, sino también para establecer el

texto “fundador” de la nacionalidad. El movimiento tuvo sus

episodios claves en las conferencias dictadas por Leopoldo

Lugones sobre el Martín Fierro, que serían editadas pocos años

después bajo el título de El payador; en el discurso con que

Ricardo Rojas se hizo cargo de la recién fundada cátedra de

Literatura Argentina y, finalmente, en la controversia

promovida por la encuesta de Nosotros a propósito del poema

de Hernández. Como explican Altamirano y Sarlo:

“La encuesta de la revista era, en realidad, el eco de los otros episodios y la

larga polémica que recorrió varios números tenía un eje de discordia: ¿era el

Martín Fierro un poema épico? Lugones lo había afirmado y Rojas también,

aunque le asignaran una filiación histórico-literaria diferente. Para el primero,

el Martín Fierro tenía sus antepasados en los poemas homéricos, mientras que

para el segundo se emparentaba con la épica medieval: la obra de Hernández

representaba para los argentinos lo que el Cantar del Mio Cid para los

españoles”. (Altamirano C. y Sarlo B., 1997: p. 187)

El operativo Lugones

La relación entre la épica (primitiva o popular) con la

nacionalidad fue formulada con claridad por Lugones en el

prólogo de 1916 a sus conferencias: “El objeto de este libro es,

pues, definir bajo el mencionado aspecto la poesía épica, demostrar que

nuestro Martín Fierro pertenece a ella, estudiarlo como tal, determinar

simultáneamente, por la naturaleza de sus elementos, la formación de la raza,

y con ello formular, por último, el secreto de su destino”. (Lugones, 1961:

p.16)

Si el texto de Hernández contenía el secreto de la

nacionalidad, volver sobre él significaba resucitar esa

verdad primordial, pero ya no únicamente para evitar que el

“gaucho simbólico” se eclipsara frente a los cambios que el

progreso introducía. También para afirmar, a través del

mito de origen, el derecho tutelar de la élite de los

“criollos viejos” sobre el país. Derecho que los recién

llegados aparecían impugnando.

En esta disertación Lugones comienza poniendo al poema de

Hernández en el campo de la alta cultura, sacándolo de la

literatura escrita en lengua popular. Lo estetiza con

patina modernista, llena de sensibilidad y colores,

reinventándolo para su auditorio: gran parte del gabinete

nacional con el presidente Saenz Peña a la cabeza, y otros

miembros de la elite. El intelectual en acción ofrece un

nuevo producto a su público selecto: este poema también es

parte de la alta cultura. Pero el gaucho lugoniano del Odeón

ya no será el paria marginal huyendo de la milicada a los

toldos, sin tierra ni hogar: la descripción de su figura

está saturada de elementos europeos (en su vestimenta), de

modernismo y pintoresquismo El orden natural que ese gaucho

reinventado trae a través de la operación, es

aristocrático, estamental. No pide más, sólo goza de sus

mateadas ante el fógón, de sus guitarreadas entre iguales,

de su poesía esencial y de su trabajo. Es inmune a lo

extraño. Con esa vida, y la mirada atenta del “buen patrón”

se conforma, en contraposición al inmigrante insaciable de

riquezas y derechos. En la operación lugoniana, la figura

gauchesca ha sido despojada de la vitalidad bárbara

facciosa y combativa que desbordaba el Facundo, para mostrar

seres cuya toda nobleza reside en su docilidad, y en la

disposición a obedecer y a colaborar. Lugones percibe que

tipo de gaucho, y que tipo de nacionalidad, la clase

dirigente argentina está buscando.

En su disertación, induce e intenta dar pautas a la elite

sobre el mejor orden a seguir, y se ubica estratégicamente

como portador de la palabra popular, que esos dirigentes

deben conocer, y él les ofrece a manos llenas. Desde aquí,

Lugones abandona la campaña del arte por el arte típica de

la impronta modernista, para politizar su prosa. Es el

intelectual que ha conseguido un lugar desde donde ser

escuchado con atención, de legitimación en y ante la

“coalición estatal”, y percibe de parte de esta, y también

de la sociedad una demanda de identidad, de definir que es

ser argentino. Y no duda: interviene reinventando el Martín

Fierro, y construyendo diversos niveles de legitimidad: el

de la función del intelectual, el de un poema, de un género

y de un héroe nacional, que establecen “modelos de

nacionalidad”. Es la cumbre de su consagración como

intelectual: ha operado inventando un artefacto verosímil y

útil que venía siendo buscado desde décadas. Ha reinstalado

la función del intelectual en la sociedad. Pudo percibir

claramente que había un mercado (formado fundamentalmente

por las clases dirigentes y el estado, pero también en

menor medida por las clases subalternas de la sociedad

civil) que reclamaba el bien de la “identidad nacional” que

él produce, y que esta dispuesto a brindar. No sería

descabellado afirmar, por todo lo anteriormente sostenido,

que el presunto “estado liberal”, prontamente buscó

nutrirse de símbolos e imágenes que contradecían, o

chocaban abruptamente con el ideario iusnaturalista que

aparentemente inspiraba su accionar, impactado ante los

niveles de conflictividad social, político y cultural que

el propio proceso de modernización y desarrollo capitalista

en el marco de la división internacional del trabajo

impulsada por el imperialismo británico, implicaban. Se

trataba de movilizar entonces, instancias de integración y

represión, de homegeneización y disciplinamiento.

El Discurso de Ayacucho

Claro que esta operatoria de Lugones está atravesada por

todo tipo de desplazamientos ideológicos y discursivos, en

las que se destaca por una obsesión por definir “la

argentinidad”. Por eso no podemos soslayar su famoso

“Discurso de Ayacucho” al que consideramos como el

acontecimiento a partir del cual emerge la matriz

discursiva militar argentina. En este contexto, su

ubicación en el campo intelectual argentino se inscribe

dentro de lo que denominados formación discursiva

tradicionalista, conjunto de enunciados que se enfrentan

dentro del campo discursivo del primer tercio del siglo XX

argentino en un complejo juego enunciativo con la formación

discursiva progresivista. Proponer que un civil sea el

enunciador originario del discurso militar argentino, y que

el acontecimiento enunciativo que aparece como su

superficie de emergencia se produzca en un ámbito académico

y no en el contexto de un dispositivo militar tiene una

implicancia estratégica para entender sus duraderas

condiciones de aceptabilidad en la subjetividad argentina.

El 6 de julio de 1923 Leopoldo Lugones inicia una serie de

conferencias, la primera de las cuales lleva el título de

Ante la doble amenaza, en la cual, bajo el pretexto del amor a

la patria, exaltaba el militarismo y proclamaba su

xenofobia al contemplar la invasión del país “por una masa

extranjera disconforme y hostil, que sirve en gran parte de elemento al

electoralismo desenfrenado”, y ante la cual propone ejercer una

postura de fuerza, para añadir: “Nadie se alarme por esto ni vaya a

creer que de cerca o de lejos tenga yo intención política. El pueblo, como

entidad electoral, no me interesa lo más mínimo. Nunca le he pedido nada,

nunca se lo he de pedir, y soy un incrédulo de la soberanía mayoritaria

demasiado conocido para que pueda despertar sospecha alguna”.

(Lugones, 1979: p. 296)

En estos enunciados se encuentran presentes los temas

centrales del discurso político lugoniano así como la forma

en que se definen y agrupan los objetos discursivos que

conforman la modalidad discursiva del discurso militar: la

inmigración como productora de efectos disolventes de las

tradiciones que definen el “ser argentino” ó argentinidad;

el rechazo a las formas democráticas de organización del

sistema político, como productoras del “comunismo” a través

de la “demagogia”; la asociación entre orden social y

coacción física para imponerlo; el lugar de los militares

como ejemplo de argentinidad y modelo jerárquico de

organización social en tanto “cuartel militar”; la

identificación del necesario “Caudillo” que debe imponer el

orden en la figura del “Jefe militar”.

El positivismo y su ideología política, el liberalismo

decimonónico fundador de la organización nacional argentina

es transmutado, en el discurso lugoniano, en el productor

de una modernidad que genera las bases sociales y

discursivas que hacen posible el desorden social, la

inversión y elusión de las jerarquías sociales, la

degeneración del ser argentino en tanto raza arquetípica

por efecto del materialismo cosmopolita capitalista y de la

invasión de cuerpos extranjeros atraídos por la

inmigración.

Conclusión

En las últimas décadas del siglo XIX, el campo intelectual

argentino acompañó a la dirigencia política de la época con

un proyecto ideológico para constituir las bases del Estado

Nacional. Este proyecto apuntaba a fundar y consolidar el

“nacionalismo argentino”. El inmigrante constituía una

condición desencadenante del caos social y la

desintegración cultural, factores que impedían el “Orden”

para el “Progreso”, necesarios para entrar en la

“modernidad” (entendida como el sistema de integración con

Europa).

Los intelectuales positivistas confeccionaron el problema

político desde una clave étnica: lo “nacional” se

constituye desde la mirada estigmatizante hacia el

inmigrante

que impide el Orden integrativo del progreso, es decir, del

capitalismo. Construir una nación moderna, según el modelo

de homogeneidad social y territorial europeo, se constituyó

en una programa coercitivo del Estado.

Dos fueron los caminos de la intelectualidad para

configurar esta visión del inmigrante:

así como la emancipación de nuestro país tuvo que ver con

la apertura al mundo de las colonias y la penetración de

las ideas libertarias del siglo del las Luces, en 1880 la

apertura al mundo, a partir de la incorporación del

inmigrante trajo aparejada la penetración de ideas

revolucionarias anarquistas y socialistas. En una primera

instancia, esta situación, trato de ser explicada por las

ciencias positivas, como un fenómeno social que

correspondía a los parámetros de la evolución social de la

especie humana, en

otras palabras, un efecto “displicente” pero lógico dentro

del proceso de “civilización” de una sociedad. La figura

del extranjero, fue leída en clave positivista: bajo los

cánones de la radiación adaptativa, la solución del

conflicto social era posible a partir de la implementación

de ciertas “reformas terapéuticas” impulsadas desde el

discurso científico en su capacidad de hablar desde la

Institución. Entonces, ciertas “anomalías” fisiológicas

podían despertar perturbaciones psicológicas en el

extranjero, a modo de síntoma individual: el extranjero

podía ser considerado un “enfermo moral”, un inadaptable a

la sociedad y rotularse dentro de las tipologías del delito

policial.

En consecuencia, en la conjugación del delito policial y el

enfermo moral, la figura del extranjero, aparecía, también,

como un “síntoma” que revelaba la ausencia de valores

compartidos, la imposibilidad de armonizar todos los

intereses individuales con el interés colectivo. Hacia

1910, los conflictos se habían agudizado: el asesinato al

Jefe de la Policía Federal, Ramón Falcón, y el atentado de

bomba al Teatro Colon hicieron inminente la sanción de la

Ley de Defensa Social. El extranjero, ya no era concebido a

partir de su fisonomía y sus necesidades individuales, y

era portador de ideas perturbadoras del orden social, un

sujeto discursivo, y como tal, político. La ley de Defensa

Social, implicaba un desplazamiento de la figura del

extranjero en el discurso y en la consecuente aplicación de

los dispositivos de control del Estado. La problemática en

torno a la presencia del extranjero se desplaza del

conflicto social al conflicto moral y político: es la

presencia del “Estado Extranjero” minando la paz del

“Estado Argentino”; el extranjero ya no es concebido como

una individualidad sino como un “ser genérico”. En

consecuencia, la figura del extranjero sufre un

desplazamiento en el trayecto que va del discurso de las

ciencias positivas en el tratamiento de la “cuestión

social” al discurso de la ley de Defensa Social donde

aparece muy fuertemente el debate acerca de la “cuestión

nacional”. Ahora, la figura del extranjero, soporta un

“peligro” que atenta contra los valores morales colectivos.

En este sentido, comienza a configurarse en los albores del

primer Centenario una visión, también estigmatizante y

racista, del inmigrante, pero con un claro giro del enfoque

cientificista al “cultural”. Por eso, comienza ahora la

etapa del “nacionalismo cultural” representado en las

figuras de Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas. Sus proclamas

inician un proceso que se pregunta cómo se puede construir

una identidad homogénea, ya que la nación implica la

existencia de una unidad, ya sea de raza, idioma,

costumbres o creencias. Estas proclamas identitarias

nacionalistas de ambos autores se manifiestan como intento

de encontrar una espiritualidad originaria que refleje

nuestras fisonomías y nuestras necesidades en oposición al

malestar del conflicto social que “no refleja ni nuestra

fisonomía ni nuestras necesidades”, haciendo necesaria la

continuidad con nuestro pasado hispano-colonial y la

recuperación de los rastros de civilidad en dicho pasado.

Así, decían revalorizar la supuesta trascendencia que

tienen España y su cultura en la vida y el pensamiento

americanos. Todo en pos, por supuesto, de encontrar al

“ciudadano ideal” y “la Republica ideal”.

El “sentimiento nacional” buscado por Rojas y Lugones,

remite a una noción “esencial” de la nación independiente

de la situación jurídico-territorial existente en un

momento concreto; es decir, no vinculada a la nación

territorial ni a la contractual, sino a una especificidad

cultural. Este sentimiento primigenio, une política y moral

y, consecuentemente, viene del pasado para diagnosticar el

presente y re-orientar el futuro: la América hispánica mira

con desdén la veneración fetichista del dinero y el

utilitarismo vacío de espíritu de la modernidad, tomando al

extranjero, como horizonte concomitante de sentido. En

síntesis, estos pensadores miran el proceso de alienación

de la sociedad moderna sin entender como en ello, pudo

quedar sumergida la nación en la total ausencia de valores

espirituales. Cada uno de los textos recorridos, a su

manera, ha llevado a reflexionar acerca del problema de la

identidad nacional ante la presencia del extranjero, o, en

otras palabras, acerca de los cambios en la vida espiritual

de una nación, en cuanto conciencia de sí misma, social y

colectivamente.

Bibliografía

Altamirano, Carlos y Sarlo, Beatriz: “Ensayos argentinos: de Sarmiento a la vanguardia”, Buenos Aires, Ariel, 1997.

Bertoni, Lilia Ana: “Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas: La construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX”, Buenos Aires, FCE, 2001

Di Tullio, Angela: “Políticas lingüísticas e inmigración: El caso argentino”, Buenos Aires, Eudeba, 2003.

Halperín Donghi, Tulio: Vida y muerte de la República verdadera(1910-1930), Ariel, Buenos Aires, 1999 (cap. I "Hacia laRepública verdadera", pp 21-55).

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Lugones, Leopoldo: “El payador”, Buenos Aires, Centurión,

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Suriano, Juan: "El Estado argentino frente a lostrabajadores urbanos: política social y represión, 1880-1916" en Anuario, No 14, Rosario, 1989-1990.

Svampa, Maristella: “El dilema argentino: civilización o barbarie. DeSarmiento al revisionismo peronista”, Buenos Aires, El Cielo porAsalto, 1994.

UNIVERSIDAD NACIONAL DE SAN MARTIN

INSTITUTO DE ALTOS ESTUDIOS SOCIALES

MATERIA: PROBLEMAS HISTORICOS CONTEMPORANEOS: ARGENTINA Y EL MUNDO

PROFESOR: DANIEL LVOVICH

ALUMNO: MAXIMILIANO GASTON MARTINEZ

CURSO: PRIMER CUATRIMESTRE DE 2009-08-15

TRABAJO FINAL

TITULO: “LOS INTELECTUALES Y EL NACIONALISMO CULTURAL EN ARGENITNA: 1910-1930”


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