Los intelectuales y el nacionalismo cultural en Argentina:
1910-1930
Introducción
En los comienzos del siglo XX aparece en Argentina una
problemática centrada en la emergencia de una sociedad de
masas, en cuyo interior se recorta el problema inmigratorio
y la consiguiente preocupación por la nacionalización de
esos inmigrantes, así como la cuestión obrera, y el desafío
de una ciudadanía plena que diera lugar a la república
verdadera (Halperín Donghi: 1999). Problemáticas que
invitarán a la fuerte intervención estatal, sea a través
del disciplinamiento educativo integracionista, o de una
abierta represión.
Asimismo, debemos recordar un punto: La Argentina de fines
del siglo XIX y comienzos del XX había logrado importantes
avances en muchos terrenos:
-la anarquía de las primeras décadas de la vida
independiente se había resuelto en una organización
nacional que, con el gobierno del general Roca, parecía
afianzada bajo el lema “Paz y administración”. El éxito de
la formación del Estado nacional se expresaba no sólo en la
vigencia de instituciones y leyes sino también en una
cultura común y en una única lengua. La consolidación de
este ideal de Estado monocultural requería de políticas
adecuadas;
-el territorio nacional, extendido y unificado con la
exterminación de los indios en la Campaña del Desierto,
había ampliado las zonas cultivables que, gracias al
trabajo de los colonos, aportaban enormes riquezas al país.
Aunque esta bonanza económica alternaba con cíclicas
crisis, el crecimiento no parecía frenarse, apoyado. Según
Lobato, en políticas de largo y corto plazo que
contribuyeron a crear y consolidar la existencia de una
fuerza de trabajo libre dispuesta a vivir de un salario
(Lobato: 2000, 468)
-la república conservadora, gobernada por la oligarquía, se
resquebrajaba con la aprobación de la ley Saenz Peña, que
otorga el voto a todos los varones. La ciudadanía política
permitía la representación de los sectores medios a través
de los partidos políticos;
-las presidencias intelectuales de Mitre, Sarmiento y
Avellaneda organizaron el sistema escolar, sobre todo la
escuela primaria, para erradicar el analfabetismo. La ley
1.420 de Ecuación laica, obligatoria y gratuita, sancionada
en 1884, fue la herramienta privilegiada de modernización
social.
El éxito de las campañas de alfabetización crea las
condiciones para ampliar los circuitos de difusión de la
lectura, y el resultado de este proceso es doble: por una
parte, se forma un público que accede a nuevas formas de
lectura: de allí la proliferación de periódicos,
folletines, espectáculos teatrales, abundancia que
contrastaba, sin embargo, con la escasa difusión de la
cultura letrada de producción nacional; por la otra, la
educación universitaria, gratuita y autónoma se convierte
en el medio de movilidad social de los sectores medios, en
particular de los hijos de inmigrantes
Un país rico, un pueblo culto, un Estado moderno eran las
bases del clima de fe en un futuro de prosperidad y de
progreso indefinido. En esa euforia argentinocentrista, al
inmigrante se lo consideraba en una posición ambivalente:
por una parte, condición de ese progreso a través del
trabajo; por la otra, por su número, posible agente de
disolución de valores nacionales, aún no totalmente
consolidados.
En relación con su lugar en la conformación de la sociedad,
se enfrentan dos modelos contrapuestos de nación, que se
definían a partir de sus rasgos culturales:
-la concepción liberal y cosmopolita –plasmada en la
Constitución nacional, la Ley de Inmigración y la Ley de
Ciudadanía- encarna un espíritu pluralista, integrador y
respetuoso de las diferencia que concibe la cultura
nacional como una labor que se abre al futuro y resulta de
la participación de los diferentes sectores que la
integran. La prestigiosa revista Nosotros (1907-1940),
dirigida por intelectuales socialistas de origen italiano,
promueve este ideal integrador;
-la concepción esencialista y excluyente considera, en
cambio, que la nación y su cultura están ya definidas, por
lo que necesitan ser defendidas del peligro de ser
absorbidas por diferentes grupos y diferentes lenguas. Una
creciente paranoia cultural y lingüística reclama políticas
defensivas, en particular para salvar la lengua española
del peligro de la hibridación: la ideología de la
estandarización se legitimaba como un acto de patriotismo.
Si bien el programa inmigratorio gozó de consenso general,
su periódico balance comenzó a arrojar resultados negativos
a comienzos del siglo XX; los resquemores se justificaban
tanto por la formación del Estado nacional como por la
incidencia de los inmigrantes en este nuevo marco:
-la presencia masiva de una inmigración cuya conformación
étnica no respondía al proyecto original: no llegó el
contingente que se esperaba –gente proveniente del norte de
Europa como ingleses, alemanes, holandeses- sino,
mayoritariamente, europeos del sur y grupos de orígenes no
previstos (judíos, orientales –procedentes, sobre todo, del
Imperio Otomano-, eslavos);
-cambios sociales perturbadores para las clases dirigentes:
el crecimiento urbano desmesurado, la escasa respuesta de
los inmigrantes a la ley de ciudadanía de 1869 y la
consiguiente exigua participación en la vida política –a
través de mecanismo institucionales previstos, el exclusivo
interés en los objetivos económicos, que permitía una
movilidad social vertiginosa, la formación de un movimiento
obrero cada vez más activo;
De la xenofilia se fue pasando gradualmente a la xenofobia.
El buen inmigrante que aportaba sus brazos para convertir
el desierto en un espacio productivo debía ser distinguido
del inmigrante perturbador que atentaba contra la seguridad
del orden social. El paso entre percibir diferencias de
costumbres y comportamientos y proclamar la inferioridad
sirvió como estrategia para cimentar la identidad nacional.
El recelo y el desprecio ante los “advenedizos” que
progresivamente ocupan espacios y posiciones antes
reservadas a las clases dirigentes se expresa en diferentes
formas.
La confirmación étnico-cultural de valores de la Argentina
preinmigratoria se privilegió como la respuesta más idónea
para conjurar el peligro. El inmigrante ha pasado a ocupar
el lugar del bárbaro que, al carecer de la lengua y de las
virtudes del criollo, tenía el efecto disolvente de
desnacionalizar al país. La “cuestión inmigratoria”,
estrechamente vinculada con la “cuestión social”, exigirá
una confirmación enfática y eficaz de la “cuestión
nacional”.
En el tópico del inmigrante se presentan varias facetas del
discurso del prejuicio, desplegadas en una serie de
motivos: el enfrentamiento entre los supuestos valores
tradicionales -depositados en la élite- y el afán de lucro,
el mercantilismo y el materialismo en los advenedizos; la
preservación del orden social que algunos extranjeros
ponían en peligro; el ascenso social logrado en el mercado
de trabajo urbano y rural o a través de la especulación; la
posibilidad de un recorte del poder político tradicional
por la competencia de estos nuevos sectores –clases medias
representadas por el radicalismo y clases obreras por el
socialismo y el anarquismo-; la falta de interés
y de participación en los asuntos políticos de la nación;
las pautas culturales conservadoras, de raíz
mayoritariamente católica, frente a una cultura laica y
cosmopolita.
Ante estos cambios, desde diversos sectores se reclamó una
política inmigratoria destinada a encauzar los procesos que
se habían llevado a cabo espontáneamente. La política
lingüística –integrada a la política educativa partía de la
convicción de que decidir el destino de la lengua equivalía
a establecer sobre qué base se constituiría la raza
argentina del futuro.
La endogamia en los grupos inmigratorios, su resistencia a
naturalizarse, la marginación política que de ella se
deriva, la conservación de las identidades étnicas, que se
manifiesta en la adhesión a instituciones basadas en la
solidaridad nacional –como las sociedades mutualistas o las
escuelas extranjeras- indican, por una parte, la
resistencia de los inmigrantes a incorporarse plenamente en
una sociedad que los mira con recelo. Por la otra parte,
los estereotipos que los caricaturizaban, la reafirmación
étnica, cultural y religiosa de la clase dirigente, el
resentimiento de los nativos supuestamente relegados, las
campañas xenófobas son índices de un nivel de conflicto
que, aunque latente, socavaba las relaciones entre los
recién llegados y la sociedad receptora.
Como señala Di Tullio, desde ambos lados se cruzan
representaciones del Otro, desfiguradas y hostiles –el
gringo tacaño o el criollo perezoso-, superpuestas a
imágenes complacientes del propio grupo –el gringo
trabajador y le criollo desprendido-. Pero, al mismo
tiempo, el inmigrante pretende mimetizarse, en un medio que
siente hostil, a través del disfraz de criollo y la
imitación de su lenguaje, ridículamente exagerados; y el
criollo, a su vez, se burla de la lengua híbrida del
inmigrante imitándola en el lunfardo.
El viraje ideológico de las ideas dominantes ya se puede
visualizar: las posturas biologicistas para describir al
“ser nacional” tan buscado dejan paso poco a poco a un
nacionalismo cultural que adoptará otras pautas para
establecer relaciones con los inmigrantes.
Un elemento prodigioso: la educación
Sin duda alguna la generación del ’80 hereda del verbo
sarmientino la fe en la educación pública, hecho por demás
evidenciado en la importancia que se le dio al tratamiento
y promulgación de la Ley 1420, en 1884, siendo Eduardo
Wilde ministro de Educación del presidente Roca. Sin
embargo, subyace en esta fe profesada por la elite,
obviamente inspirada en los núcleos liberales y
positivistas europeos, y en la tradición iluminista,
elementos paradojales, a veces contradictorios: a la
necesidad de performar y calificar una mano de obra que ya
se muestra indócil en la época de la organización nacional,
se le suma la idea de proveer a unas masas ahora de origen
inmigratorio, portadoras de diversas tradiciones y
experiencias, de un acervo simbólico común y unívoco, que
también es considerado disciplinador de sujetos
conflictivos.
Aquí es explícita la huella de Sarmiento. En ninguna otra
obra, la escuela es metaforizada como una espuela que doma
cuerpos morosos y esquivos a constituirse en mano de obra y
mercado de trabajo para el proceso de modernización, que el
sanjuanino ve promisorio y futuro. La educación será arma y
esencia de ese combate, destinado a convertir a estos
gauchos díscolos, propietarios de una vitalidad no
productiva y pastoril que inunda el Facundo, en
agricultores farmers con tierra, escuelas para sus hijos,
derechos ciudadanos y gobierno municipal. Este mecanismo,
es vislumbrado también como igualador de estas masas
nativas en relación al esperable (y fervorosamente deseado)
aluvión inmigratorio, que Sarmiento sueña anglosajón y
portador de virtudes ciudadanas de difícil hallazgo en los
criollos. Obviamente las necesidades del capital,
urgentes, requieren otra forma de goce, y otra disciplina.
El ejemplo del “buen maestro”, que ordena masas díscolas,
es parte de esta política pedagógica de “normalizar” a las
clases subalternas. Sin embargo, sería desmesurado afirmar
que todos los sectores dirigentes de fines del XIX formados
en el marco liberal - positivista tuvieron esta sarmientina
adhesión incondicional a la educación popular. Si bien por
un lado, era unánime la idea de que ella era necesaria para
afianzar el nuevo orden, por el otro les resultaba
peligroso instruir demasiado a estos grupos, ya que esto
podría generar ambiciones de emancipación, contrarias a sus
intereses.
La nacionalización del pasado, y su reelaboración en clave
heroica dentro de un relato de historia batalla será uno de los
artefactos elegidos, más allá de las elaboradas
reconstrucciones mitristas del panteón de próceres,
reconstrucción que por otro lado dejará bien en claro que
la Argentina existe desde el momento en que el primer navío
hispano ingreso al Plata, siendo esta tierra desde
entonces, según, Bartolomé Mitre, el fundador del diario La
Nación, un edén condenado a la movilidad social ascendente.
Pero hay otras políticas vinculadas al ámbito educativo,
que aunque lo exceden, abarcan otros espacios públicos, y
están conectadas con lo que José M. Ramos Mejía llamaba
“pedagogía de las estatuas”. Estas operaciones intentarán,
en el plano simbólico, llevar adelante la tarea de
inventariar y darle un pasado heroico al contenido de la
nacionalidad, disciplinando y estatizando las fiestas
patrias, los himnos, y los héroes de ese pasado glorioso,
ya mostrado como patrimonio de todos aquellos que quieran
habitar el suelo argentino.
Ramos Mejía utiliza este concepto en sus publicaciones del
Consejo Superior de Educación, y en sus recomendaciones a
las escuelas. Asoma así en la obra ramosmejiana una
búsqueda de reaseguro de la buena nacionalidad a construir,
que la educación pública y la ritualidad de la patria
(himnos, actos, cantos, fiestas, onomásticos, héroes,
desfiles, gestos pensados como partes de una religión,
paredes con frescos que construyen una peculiar memoria de
la patria) tendrán que insuflar a la nueva población.
Dentro de este marco, la Argentina de principios de siglo,
tendrá entre sus primeras filas a un grupo de
“nacionalistas del Centenario”, que tiene el fin
inestimable de construir los cimientos simbólicos de la
nueva nación. El aparato de instrucción pública y su peso
sociocultural delinearán la visión de la educación como
proceso de socialización o de endoculturación, transmisor de
patrones de comportamiento, pensamiento y valoración. En
este marco, la escuela aparece como un elemento capaz de
consolidar matrices ideológicas sin mucha consistencia
lógica, pero dotadas de gran carga afectiva, orientada más
hacia el disciplinamiento de la conducta y la
homogeneización ideológica de grandes masas poblacionales,
que a la formación de habilidades, o al desarrollo del
pensamiento o del conocimiento. Esta construcción estatal,
coincide con la criminalización del anarquismo (Suriano) en
los discursos públicos y académicos, prolegómenos de las
leyes represivas antes señaladas.
La gestión de José María Ramos Mejía como presidente del
Consejo Nacional de Educación se concentró en dotar de
contenido nacional a la escuela primaria mediante una serie
de medidas destinadas a reforzar la identidad nacional de
los nativos y a crearla en los extranjeros.
La escuela se convierte así en el agente privilegiado de la
nacionalización en una sociedad en la que habían fracasado
los proyectos de integrar políticamente al inmigrante,
asegurando su participación plena en la vida cívica. Su
indiferencia, que se interpretaba como rechazo, sólo podía
ser modificada a través de ideales y sentimientos que la
escuela estaba encargada de imbuir en los hijos mediante
una educación que tomara el patriotismo como la principal
divisa. En este sentido, se ponía el énfasis en la
ritualización de las prácticas escolares en torno a los
símbolos patrios. Ese ritual cívico pretendía infundir en
los futuros ciudadanos el afecto a la patria como valor
privilegiado. El fervor con que se encaró la campaña de
patriotismo provenía de la convicción de que la sociedad
estaba sumida en una profunda crisis moral debida a la
pérdida de los valores que aseguraban la cohesión y la
disciplina social: la consigna era recuperar la identidad
nacional preinmigratoria, que, aunque no demasiado bien
definida, se vinculaba con auténticos valores ya perdidos.
La misión trascendental que se encomendaba al maestro
consistía en centrar toda la educación en la exaltación de
la nacionalidad. Esto significaba un desplazamiento del
paradigma cientificista predominante en la concepción
educativa anterior a favor de las disciplinas humanísticas:
la historia, la instrucción cívica y la lengua se
convierten en los ejes del adoctrinamiento.
Ricardo Rojas, el restaurador
La restauración nacionalista. Crítica de la Educación Argentina y Bases para
una Reforma en el Estudio de las Humanidades Modernas, publicado en
1909, se propondrá una ambiciosa labor: recuperar un acervo
tradicional que juzgaba absolutamente necesario para re-
trazar la figura espiritual de una nación que, desde su
punto de vista, amenazaba con desdibujarse.
Rojas era entonces funcionario del Ministerio de
Instrucción Pública. Desde su título, este informe, que se
publica por primera vez en una imprenta estatal elige un
tono deliberadamente provocativo y polémico. Afirma en el
prólogo a la edición de 1922: "[...] mi propósito inmediato --dice- era
despertar a la sociedad argentina de su inconsciencia, turbar la fiesta de su
mercantilismo cosmopolita..." "sabía que nadie había de prestarme atención si
no empezaba por lanzar en plena Plaza de Mayo un grito de escándalo." (p.
17)
Rojas inicia entonces el ataque a la inmigración: Si la
generación del '37 consideró que el mal de la Argentina era
el "desierto", un mal equivalente acecha en el
"cosmopolitismo":
“Hoy la ‘barbarie’ no es la ‘montonera’ sino la neobarbarie del mero progreso
material, orientado exclusivamente al lucro, en una sociedad desintegrada. Si
se quería combatir al desierto poblándolo, el cosmopolitismo nos devuelve a
una situación igual o peor. Si se deseaba superar la barbarie con la creación de
riqueza, la riqueza sin un sentido espiritual resulta tanto o más bárbara que la
miseria, y en todo caso, se trata de una riqueza que encadena al país a la
dependencia de las inversiones extranjeras”. “Corrupción”,
“disolución”, “caos” son las voces de alarma que Rojas
prodigará a lo largo del libro: "La riqueza y la inmigración la han
sacado [a la Argentina] de su antigua homogeneidad aldeana, pero no para
traernos a lo heterogéneo orgánico, que es la obra verdadera del progreso
social, sino para volvernos al caos originario. [...] continuamos careciendo de
partidos, de ideas propias, de arte y de instituciones." (p. 85)
Sus alertas colocan bajo una luz extrema de tragedia a un
país que, con avances y retrocesos, llevaba ya, sin
embargo, décadas de organización republicana y democrática,
que había producido arte e instituciones (aunque pudiera
haber justificadas quejas con respecto al funcionamiento de
éstas), y que se preparaba para festejar rumbosamente el
Centenario de la Revolución de Mayo. Es que el peligro,
para su óptica, radica en otra cosa: que ese país, esas
instituciones, esa cultura, no corresponden cabalmente a lo
que Rojas llama una nación. Más allá del contrato político
y jurídico, la nación no es sólo "el Estado"; constituye
una personalidad colectiva, un organismo. La nacionalidad
es, entonces, la conciencia de esa personalidad colectiva.
Debe formarse, apunta, "por la conciencia de su territorio y la
solidaridad cívica, que son la cenestesia colectiva, y por la conciencia de una
tradición continua y de una lengua común, que la perpetúa, lo cual es la
memoria colectiva." (p. 47)
La restauración nacionalista es tal vez su libro más vehemente,
donde su nacionalismo asume un cariz predominantemente
defensivo y donde no faltan expresiones de corte xenófobo.
Antes que los aspectos afirmativos, positivos, de esa
amplia tradición artística y cultural, de cuyo rescate
historiográfico Rojas fue innovador y pionero, se enfatiza
el temor frente a lo que se experimenta como invasivo y
disgregante. En la "Crítica a nuestra educación" (segunda
parte del libro), se resumen tópicos que habían estado
sobre el tapete parlamentario desde mediada la década del
'80, así como en el horizonte de preocupación de escritores
e intelectuales, aunque Rojas aparezca como el que los
instala, doctrinariamente, en un marco, el del Centenario,
donde adquirirán especial resonancia. Se refieren todos
ellos al problema de la educación, y podemos citar, entre
otros, la crítica de un excesivo "liberalismo" que llevaría
al Estado a descuidar su indelegable papel tutelar en el
ámbito de la enseñanza; la crítica a los maestros
ineficaces, mal preparados, o sin vocación; las objeciones
contra programas de estudio que no tienen que ver con las
necesidades del país, que son copia de programas europeos,
o que descuidan la enseñanza del idioma, la geografía y la
historia patrias; el peligro que representa la escuela
extranjera en tanto que, librada a su arbitrio, formará
también ciudadanos extranjeros, como si éstos hubieran
nacido en un dominio colonial de sus respectivos países y
no en una nación soberana.
Como señala Lilia Ana Bertoni, muchas de estas cuestiones
se habían discutido en el Parlamento y en la opinión
pública; algunas estaban solucionadas o en vías de
solución, como el problema de las escuelas extranjeras. El
temor ante el establecimiento de la "Gran Italia", mediante
la formación de colonias espontáneas, no había sido sólo
una fantasía aterradora de las clases dirigentes:
correspondió a un sector de la política italiana que
realmente predicaba el expansionismo, en un momento de auge
colonialista en el que Italia iba a la zaga de otras
naciones más poderosas. Pero ya no era realmente sostenible
en las vísperas del Centenario. Para la época en que Rojas
publica su informe, la cuestión de la enseñanza del idioma
nacional en las escuelas de las colonias, italianas o
judías, estaba bajo control (Bertoni, 2001: p. 158)
Por otra parte, algunos de los remedios preconizados por
Rojas, como la liturgia patriótica, veneración de los
símbolos patrios, culto de los héroes, se habían discutido
en foros públicos y constituían ya una metodología en
marcha. Pero lo esencial, y lo novedoso, de su programa es
colocar la enseñanza de la Historia en el eje de la
educación (no ya de la mera instrucción informativa), desde
la misma escuela primaria, como disciplina formadora de la
conciencia nacional, capaz de dotar de un contenido vivo a
la conciencia cívica. En esa Historia, se resignifica la
vieja "barbarie": gauchos y mestizos son los hacedores de
la Independencia y del espíritu nacional: "Su obra sangrienta
fue el complemento indispensable de la revolución, pues elaboró con sangre
argentina el concepto del gobierno y la nacionalidad, dando base más sólida a
la obra de los constituyentes”. (La restauración nacionalista, p. 98). Y se
resignifica asimismo el papel, pasado y futuro, de las
provincias, ahogadas bajo la excesiva influencia de Buenos
Aires. La "tradición nacional" que rastrea Rojas hace el
camino inverso del Progreso tecnológico y económico: ha de
llegar desde el interior profundo a la metrópoli sin
"alma", para cambiar la orientación espiritual de la vida
nacional. Una empresa de "regeneración" nacional que Rojas
espera que llegue desde las provincias argentinas señalando
la importancia de que la nación sea también una patria: no
sólo una entidad jurídico-política, sino la tierra de los
antepasados. Bien ha señalado Maristella Svampa que la
"perspectiva integracionista" de Rojas no se propone "negar
el presente cosmopolita: busca en ella el principio espiritual que articule ese
magma en un todo social que, por necesidad histórica, debe ser un todo
nacional". (Svampa, 1994: p. 97)
El retorno de lo hispano.
La búsqueda hacia Lo argentino tomará el camino de la
valorización de una supuesta “tradición”, que antepone la
figura del gaucho, del interior (la patria vieja y heroica
de poetas y guerreros), en el criollismo, en la
desbarbarización del pasado federal y provinciano.
Lo particular del proceso es que dos maneras de entender
lo argentino se cruzaran y serán muchas veces impulsadas, en
esta etapa, por los mismos intelectuales. Es decir que
veremos figuras que por un lado serán firmes defensoras de
los valores de la modernización, y que por otro empiezan a
transitar por la senda de la recuperación de una “esencia
nacional” perdida en ese proceso.
Pero los intelectuales nacionalistas del centenario irán
abandonando esta situación de colage, para ubicarse en un
camino crítico al proceso de modernización, en donde los
valores serán invertidos, y la senda civilizatoria recusada
desde el termino “cultura”. Los nuevos argentinos han
conseguido civilización, acumulación, pero han perdido su
cultura, que resiste valerosa en el interior olvidado.
Desde aquí un ámbito rural (el interior) ya despojado del
mote de barbarie será visto como el lugar de recomposición
de una sociedad que ha perdido su norte, su destino, sus
virtudes. Toda una inversión de la programática
sarmientina.
Tres nuevos enemigos deletreará el nacionalismo del
centenario: el sufragio universal, el cosmopolitismo, y la ciudad
perversa, serán los grandes problemas a vencer. Y la
educación será otra vez la herramienta idónea, pero a
diferencia de los intelectuales positivistas, o los
cruzados por el positivismo y el modernismo, los
nacionalistas del centenario poseerán un nacionalismo
distintivo, portador de un espíritu particular, de una raza
interpretada en términos culturales, no biológicos, que
reniega de valores universales, todos inspirados en la idea
de nación de la Revolución Francesa. Es decir que este
nuevo nacionalismo insiste en que hay valores puramente
argentinos, que lo constituyen, y que deben ser rescatados:
el hispanismo, el legado colonial, y la reencontrada figura
de Rosas. Estos serán los contenidos a difundir con la
educación, que sostendrá batallas en un nuevo campo: la
lengua. Los nacionalistas del centenario ven con claridad
el valor simbólico del habla cotidiana, a la que ven
amenazada por el cocoliche de los italianos.
El retorno del legado español reinventa el vínculo con
España, que de ahora en más será la madre patria. No es
casual que pocos años después, el gobierno de Hipólito
Yrigoyen instale la festividad del 12 de octubre como día
de la raza. Es decir, los argentinos han aceptado
simbólicamente una maternidad legitima en la ex metrópoli,
algo que hubiera sido inaceptable para la generación del
’37, o para la de la organización nacional, cuyo núcleo
programático consistía precisamente en la pronta
desarticulación del legado colonial hispano. Las figuras
del regenracionismo español dan la impronta para soñar un
regeneracionismo argentino. Esa es una de las principales
empresas del nacionalismo cultural del centenario.
Como sostienen Sarlo y Altamirano, “el espíritu de conciliación hacia
España y la reconsideración de la ‘herencia española’, que tomó auge en toda
Hispanoamérica particularmente después de la guerra hispano-
norteamericana, comportaban un viraje respecto de la tradición liberal
decimonónica y abrirían paso a una nueva visión del pasado, alimentando uno
de los mitos de la hora: el mito de la raza”. (Altamirano C. y Sarlo B.,
1997: p. 164)
Si el surgimiento de la reacción nacionalista remite para
su explicación a las circunstancias sociopolíticas que se
apuntaron más arriba, algunos de sus rasgos tienen como
premisa el campo intelectual cuya laboriosa emergencia
acabamos de describir. En efecto, así lo testimonian el
papel que se le atribuyó a la literatura y a los escritores
en la afirmación de la identidad nacional, el carácter de
discusión literaria que asumió uno de sus episodios
característicos –la cuestión del Martín Fierro-, la búsqueda
de una tradición nacional propiamente literaria (es decir,
no sólo político-institucional), y la creación misma de una
cátedra de literatura argentina, dictada por quien
ostentaba los títulos de idoneidad intelectual para
ejercerla.
Todo ello fue decisivo en las variantes introducidas en el
tema de la nacionalidad que, como ya señalamos, no era
nuevo. Las últimas dos décadas habían puesto en circulación
un conjunto de significaciones ideológicas, una suerte de
legado intelectual y literario, con las que se
identificaría un segmento del campo intelectual en
formación. Es decir que las novedades de la reacción
nacionalista del Centenario y los mitos culturales y
literarios que generaría, se insertan en una secuencia
donde las imágenes y los valores depositados implicaban, en
muchos casos, un viraje respecto de los que presidieron la
construcción de la Argentina moderna. Así sucedería, por
ejemplo, con la imagen de la inmigración que, de agente de
progreso, se transformaría en la portadora de una nueva
barbarie.
Por otro lado, la noción misma de “progreso”, que asociada
a la de “orden” había sido el lema de la generación del
ochenta, deja poco a poco de designar un valor unívoco y
autosuficiente. Una constelación semántica de reticencias y
perplejidades comienzan a rodear esta palabra. En la carta-
prólogo a Mis Montañas de Joaquín V. González, Rafael
Obligado escribía:
“He ensalzado alguna vez el progreso, a esa evolución más o menos rápida que
va concluyendo con el pasado y arrastrándonos a un porvenir que será grande
y próspero, así lo deseo, pero nunca tan interesante como aquél, ni tan rico
para el arte, ni tan característico y genuino para la personalidad nacional.
Desgraciadamente la electricidad y el vapor, aunque cómodos y útiles, llevan en
sí un cosmopolitismo irresistible, una potencia igualatoria de pueblos, razas y
costumbres, que después de cerrar toda fuente de belleza, concluirá por abrir
cauce a lo monótono y vulgar. (Mis montañas, Buenos Aires, 1905,
2ª edición pp. 17 y 18. Citado por Altamirano, C. y Sarlo,
B., 1997: p. 184)
El “espíritu de la tierra”, la “raza”, la “sangre”, las
categorías del espiritualismo antipositivista, pero también
aquí y allá algunas gotas de positivismo: en fin, todos
aquellos elementos del horizonte ideológico que podían
contribuir a elaborar esa “realidad primordial”, fueron
movilizados para dotar a los argentinos de la sólida
tradición nacional frente a la amenaza de la invasión
disolvente.
Estas tendencia hallarían una cristalización característica
(y de larga influencia en la cultura argentina) en el
movimiento de revaloración del Martín Fierro, que tuvo su
punto de condensación en el año 1913. La nueva lectura del
poema de Hernández no sólo fue ocasión para la
transfiguración mitológica del gaucho –convertido en
arquetipo de la raza-, sino también para establecer el
texto “fundador” de la nacionalidad. El movimiento tuvo sus
episodios claves en las conferencias dictadas por Leopoldo
Lugones sobre el Martín Fierro, que serían editadas pocos años
después bajo el título de El payador; en el discurso con que
Ricardo Rojas se hizo cargo de la recién fundada cátedra de
Literatura Argentina y, finalmente, en la controversia
promovida por la encuesta de Nosotros a propósito del poema
de Hernández. Como explican Altamirano y Sarlo:
“La encuesta de la revista era, en realidad, el eco de los otros episodios y la
larga polémica que recorrió varios números tenía un eje de discordia: ¿era el
Martín Fierro un poema épico? Lugones lo había afirmado y Rojas también,
aunque le asignaran una filiación histórico-literaria diferente. Para el primero,
el Martín Fierro tenía sus antepasados en los poemas homéricos, mientras que
para el segundo se emparentaba con la épica medieval: la obra de Hernández
representaba para los argentinos lo que el Cantar del Mio Cid para los
españoles”. (Altamirano C. y Sarlo B., 1997: p. 187)
El operativo Lugones
La relación entre la épica (primitiva o popular) con la
nacionalidad fue formulada con claridad por Lugones en el
prólogo de 1916 a sus conferencias: “El objeto de este libro es,
pues, definir bajo el mencionado aspecto la poesía épica, demostrar que
nuestro Martín Fierro pertenece a ella, estudiarlo como tal, determinar
simultáneamente, por la naturaleza de sus elementos, la formación de la raza,
y con ello formular, por último, el secreto de su destino”. (Lugones, 1961:
p.16)
Si el texto de Hernández contenía el secreto de la
nacionalidad, volver sobre él significaba resucitar esa
verdad primordial, pero ya no únicamente para evitar que el
“gaucho simbólico” se eclipsara frente a los cambios que el
progreso introducía. También para afirmar, a través del
mito de origen, el derecho tutelar de la élite de los
“criollos viejos” sobre el país. Derecho que los recién
llegados aparecían impugnando.
En esta disertación Lugones comienza poniendo al poema de
Hernández en el campo de la alta cultura, sacándolo de la
literatura escrita en lengua popular. Lo estetiza con
patina modernista, llena de sensibilidad y colores,
reinventándolo para su auditorio: gran parte del gabinete
nacional con el presidente Saenz Peña a la cabeza, y otros
miembros de la elite. El intelectual en acción ofrece un
nuevo producto a su público selecto: este poema también es
parte de la alta cultura. Pero el gaucho lugoniano del Odeón
ya no será el paria marginal huyendo de la milicada a los
toldos, sin tierra ni hogar: la descripción de su figura
está saturada de elementos europeos (en su vestimenta), de
modernismo y pintoresquismo El orden natural que ese gaucho
reinventado trae a través de la operación, es
aristocrático, estamental. No pide más, sólo goza de sus
mateadas ante el fógón, de sus guitarreadas entre iguales,
de su poesía esencial y de su trabajo. Es inmune a lo
extraño. Con esa vida, y la mirada atenta del “buen patrón”
se conforma, en contraposición al inmigrante insaciable de
riquezas y derechos. En la operación lugoniana, la figura
gauchesca ha sido despojada de la vitalidad bárbara
facciosa y combativa que desbordaba el Facundo, para mostrar
seres cuya toda nobleza reside en su docilidad, y en la
disposición a obedecer y a colaborar. Lugones percibe que
tipo de gaucho, y que tipo de nacionalidad, la clase
dirigente argentina está buscando.
En su disertación, induce e intenta dar pautas a la elite
sobre el mejor orden a seguir, y se ubica estratégicamente
como portador de la palabra popular, que esos dirigentes
deben conocer, y él les ofrece a manos llenas. Desde aquí,
Lugones abandona la campaña del arte por el arte típica de
la impronta modernista, para politizar su prosa. Es el
intelectual que ha conseguido un lugar desde donde ser
escuchado con atención, de legitimación en y ante la
“coalición estatal”, y percibe de parte de esta, y también
de la sociedad una demanda de identidad, de definir que es
ser argentino. Y no duda: interviene reinventando el Martín
Fierro, y construyendo diversos niveles de legitimidad: el
de la función del intelectual, el de un poema, de un género
y de un héroe nacional, que establecen “modelos de
nacionalidad”. Es la cumbre de su consagración como
intelectual: ha operado inventando un artefacto verosímil y
útil que venía siendo buscado desde décadas. Ha reinstalado
la función del intelectual en la sociedad. Pudo percibir
claramente que había un mercado (formado fundamentalmente
por las clases dirigentes y el estado, pero también en
menor medida por las clases subalternas de la sociedad
civil) que reclamaba el bien de la “identidad nacional” que
él produce, y que esta dispuesto a brindar. No sería
descabellado afirmar, por todo lo anteriormente sostenido,
que el presunto “estado liberal”, prontamente buscó
nutrirse de símbolos e imágenes que contradecían, o
chocaban abruptamente con el ideario iusnaturalista que
aparentemente inspiraba su accionar, impactado ante los
niveles de conflictividad social, político y cultural que
el propio proceso de modernización y desarrollo capitalista
en el marco de la división internacional del trabajo
impulsada por el imperialismo británico, implicaban. Se
trataba de movilizar entonces, instancias de integración y
represión, de homegeneización y disciplinamiento.
El Discurso de Ayacucho
Claro que esta operatoria de Lugones está atravesada por
todo tipo de desplazamientos ideológicos y discursivos, en
las que se destaca por una obsesión por definir “la
argentinidad”. Por eso no podemos soslayar su famoso
“Discurso de Ayacucho” al que consideramos como el
acontecimiento a partir del cual emerge la matriz
discursiva militar argentina. En este contexto, su
ubicación en el campo intelectual argentino se inscribe
dentro de lo que denominados formación discursiva
tradicionalista, conjunto de enunciados que se enfrentan
dentro del campo discursivo del primer tercio del siglo XX
argentino en un complejo juego enunciativo con la formación
discursiva progresivista. Proponer que un civil sea el
enunciador originario del discurso militar argentino, y que
el acontecimiento enunciativo que aparece como su
superficie de emergencia se produzca en un ámbito académico
y no en el contexto de un dispositivo militar tiene una
implicancia estratégica para entender sus duraderas
condiciones de aceptabilidad en la subjetividad argentina.
El 6 de julio de 1923 Leopoldo Lugones inicia una serie de
conferencias, la primera de las cuales lleva el título de
Ante la doble amenaza, en la cual, bajo el pretexto del amor a
la patria, exaltaba el militarismo y proclamaba su
xenofobia al contemplar la invasión del país “por una masa
extranjera disconforme y hostil, que sirve en gran parte de elemento al
electoralismo desenfrenado”, y ante la cual propone ejercer una
postura de fuerza, para añadir: “Nadie se alarme por esto ni vaya a
creer que de cerca o de lejos tenga yo intención política. El pueblo, como
entidad electoral, no me interesa lo más mínimo. Nunca le he pedido nada,
nunca se lo he de pedir, y soy un incrédulo de la soberanía mayoritaria
demasiado conocido para que pueda despertar sospecha alguna”.
(Lugones, 1979: p. 296)
En estos enunciados se encuentran presentes los temas
centrales del discurso político lugoniano así como la forma
en que se definen y agrupan los objetos discursivos que
conforman la modalidad discursiva del discurso militar: la
inmigración como productora de efectos disolventes de las
tradiciones que definen el “ser argentino” ó argentinidad;
el rechazo a las formas democráticas de organización del
sistema político, como productoras del “comunismo” a través
de la “demagogia”; la asociación entre orden social y
coacción física para imponerlo; el lugar de los militares
como ejemplo de argentinidad y modelo jerárquico de
organización social en tanto “cuartel militar”; la
identificación del necesario “Caudillo” que debe imponer el
orden en la figura del “Jefe militar”.
El positivismo y su ideología política, el liberalismo
decimonónico fundador de la organización nacional argentina
es transmutado, en el discurso lugoniano, en el productor
de una modernidad que genera las bases sociales y
discursivas que hacen posible el desorden social, la
inversión y elusión de las jerarquías sociales, la
degeneración del ser argentino en tanto raza arquetípica
por efecto del materialismo cosmopolita capitalista y de la
invasión de cuerpos extranjeros atraídos por la
inmigración.
Conclusión
En las últimas décadas del siglo XIX, el campo intelectual
argentino acompañó a la dirigencia política de la época con
un proyecto ideológico para constituir las bases del Estado
Nacional. Este proyecto apuntaba a fundar y consolidar el
“nacionalismo argentino”. El inmigrante constituía una
condición desencadenante del caos social y la
desintegración cultural, factores que impedían el “Orden”
para el “Progreso”, necesarios para entrar en la
“modernidad” (entendida como el sistema de integración con
Europa).
Los intelectuales positivistas confeccionaron el problema
político desde una clave étnica: lo “nacional” se
constituye desde la mirada estigmatizante hacia el
inmigrante
que impide el Orden integrativo del progreso, es decir, del
capitalismo. Construir una nación moderna, según el modelo
de homogeneidad social y territorial europeo, se constituyó
en una programa coercitivo del Estado.
Dos fueron los caminos de la intelectualidad para
configurar esta visión del inmigrante:
así como la emancipación de nuestro país tuvo que ver con
la apertura al mundo de las colonias y la penetración de
las ideas libertarias del siglo del las Luces, en 1880 la
apertura al mundo, a partir de la incorporación del
inmigrante trajo aparejada la penetración de ideas
revolucionarias anarquistas y socialistas. En una primera
instancia, esta situación, trato de ser explicada por las
ciencias positivas, como un fenómeno social que
correspondía a los parámetros de la evolución social de la
especie humana, en
otras palabras, un efecto “displicente” pero lógico dentro
del proceso de “civilización” de una sociedad. La figura
del extranjero, fue leída en clave positivista: bajo los
cánones de la radiación adaptativa, la solución del
conflicto social era posible a partir de la implementación
de ciertas “reformas terapéuticas” impulsadas desde el
discurso científico en su capacidad de hablar desde la
Institución. Entonces, ciertas “anomalías” fisiológicas
podían despertar perturbaciones psicológicas en el
extranjero, a modo de síntoma individual: el extranjero
podía ser considerado un “enfermo moral”, un inadaptable a
la sociedad y rotularse dentro de las tipologías del delito
policial.
En consecuencia, en la conjugación del delito policial y el
enfermo moral, la figura del extranjero, aparecía, también,
como un “síntoma” que revelaba la ausencia de valores
compartidos, la imposibilidad de armonizar todos los
intereses individuales con el interés colectivo. Hacia
1910, los conflictos se habían agudizado: el asesinato al
Jefe de la Policía Federal, Ramón Falcón, y el atentado de
bomba al Teatro Colon hicieron inminente la sanción de la
Ley de Defensa Social. El extranjero, ya no era concebido a
partir de su fisonomía y sus necesidades individuales, y
era portador de ideas perturbadoras del orden social, un
sujeto discursivo, y como tal, político. La ley de Defensa
Social, implicaba un desplazamiento de la figura del
extranjero en el discurso y en la consecuente aplicación de
los dispositivos de control del Estado. La problemática en
torno a la presencia del extranjero se desplaza del
conflicto social al conflicto moral y político: es la
presencia del “Estado Extranjero” minando la paz del
“Estado Argentino”; el extranjero ya no es concebido como
una individualidad sino como un “ser genérico”. En
consecuencia, la figura del extranjero sufre un
desplazamiento en el trayecto que va del discurso de las
ciencias positivas en el tratamiento de la “cuestión
social” al discurso de la ley de Defensa Social donde
aparece muy fuertemente el debate acerca de la “cuestión
nacional”. Ahora, la figura del extranjero, soporta un
“peligro” que atenta contra los valores morales colectivos.
En este sentido, comienza a configurarse en los albores del
primer Centenario una visión, también estigmatizante y
racista, del inmigrante, pero con un claro giro del enfoque
cientificista al “cultural”. Por eso, comienza ahora la
etapa del “nacionalismo cultural” representado en las
figuras de Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas. Sus proclamas
inician un proceso que se pregunta cómo se puede construir
una identidad homogénea, ya que la nación implica la
existencia de una unidad, ya sea de raza, idioma,
costumbres o creencias. Estas proclamas identitarias
nacionalistas de ambos autores se manifiestan como intento
de encontrar una espiritualidad originaria que refleje
nuestras fisonomías y nuestras necesidades en oposición al
malestar del conflicto social que “no refleja ni nuestra
fisonomía ni nuestras necesidades”, haciendo necesaria la
continuidad con nuestro pasado hispano-colonial y la
recuperación de los rastros de civilidad en dicho pasado.
Así, decían revalorizar la supuesta trascendencia que
tienen España y su cultura en la vida y el pensamiento
americanos. Todo en pos, por supuesto, de encontrar al
“ciudadano ideal” y “la Republica ideal”.
El “sentimiento nacional” buscado por Rojas y Lugones,
remite a una noción “esencial” de la nación independiente
de la situación jurídico-territorial existente en un
momento concreto; es decir, no vinculada a la nación
territorial ni a la contractual, sino a una especificidad
cultural. Este sentimiento primigenio, une política y moral
y, consecuentemente, viene del pasado para diagnosticar el
presente y re-orientar el futuro: la América hispánica mira
con desdén la veneración fetichista del dinero y el
utilitarismo vacío de espíritu de la modernidad, tomando al
extranjero, como horizonte concomitante de sentido. En
síntesis, estos pensadores miran el proceso de alienación
de la sociedad moderna sin entender como en ello, pudo
quedar sumergida la nación en la total ausencia de valores
espirituales. Cada uno de los textos recorridos, a su
manera, ha llevado a reflexionar acerca del problema de la
identidad nacional ante la presencia del extranjero, o, en
otras palabras, acerca de los cambios en la vida espiritual
de una nación, en cuanto conciencia de sí misma, social y
colectivamente.
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UNIVERSIDAD NACIONAL DE SAN MARTIN
INSTITUTO DE ALTOS ESTUDIOS SOCIALES
MATERIA: PROBLEMAS HISTORICOS CONTEMPORANEOS: ARGENTINA Y EL MUNDO