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Malvinas: el devenir de un mito nacional

Date post: 16-Nov-2023
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Seminario: Generaciones Intelectuales Argentinas. Prof. Omar Acha Universidad de Buenos Aires MALVINAS: DEVENIR DE UN MITO NACIONAL Por Uriel Kucawca. "Las Malvinas son argentinas". Independientemente de los fundamentos jurídicos del reclamo argentino por la soberanía de las Islas Malvinas - que en modo alguno serán materia de análisis en este trabajo - hasta el desembarco del 2 de abril de 1982, la pertenencia efectiva de esos territorios a la nación argentina se pierde en un pasado remoto y oscuro. Entre ese pasado imaginado y el desembarco, las islas no participaron de ningún tramo de la historia argentina y aunque muchos compatriotas hayan estado pendientes de ellas, sus tierras resultan extrañas a casi la totalidad de los argentinos, sus habitantes se reconocen extranjeros y su lengua y cultura nos son completamente ajenas. Frente a esta realidad ineludible, la frase del comienzo del párrafo – una expresión nacionalista proferida en innumerables manifestaciones populares - puede sentirse como una provocación, un desafío al presente con aire triunfalista y esperanzado. Pero muy fácilmente, también, en la susceptibilidad de innumerables compatriotas a la misma y en la insistencia, a veces obsesiva e incluso paranoica, de la aserción, puede sugerirse algo de otro orden, algo más cercano a una duda, algo que toca un nudo sensible de la identidad nacional y que sólo la intransigencia de un postulado fáctico puede postergar: ese “son argentinas” puede resonar también de otra manera. Esta ambivalencia, sostengo, adquiere actualidad a partir de la Guerra de 1982. Y esto es así, no porque la identidad nacional no haya sido enigmática con anterioridad a la misma, sino porque a partir de ella ese enigma adquiere ribetes novedosos. En los modos de contar la guerra, entre relatos que desde el “triunfalismo” o el “lamento” siguen funcionando a partir de una lógica que sostiene a la Nación como un valor absoluto, se instalan narrativas que deshabilitan la épica como matriz válida para contar no sólo el conflicto, sino también la Nación. Malvinas como símbolo de la Nación, de una nación pendiente, y la Historia como su recuperación inminente, 1
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Seminario: Generaciones Intelectuales Argentinas. Prof. Omar Acha Universidad de Buenos Aires

MALVINAS: DEVENIR DE UN MITO NACIONAL

Por Uriel Kucawca.

"Las Malvinas son argentinas". Independientemente de los fundamentos jurídicos del reclamo

argentino por la soberanía de las Islas Malvinas - que en modo alguno serán materia de análisis

en este trabajo - hasta el desembarco del 2 de abril de 1982, la pertenencia efectiva de esos

territorios a la nación argentina se pierde en un pasado remoto y oscuro. Entre ese pasado

imaginado y el desembarco, las islas no participaron de ningún tramo de la historia argentina y

aunque muchos compatriotas hayan estado pendientes de ellas, sus tierras resultan extrañas a casi

la totalidad de los argentinos, sus habitantes se reconocen extranjeros y su lengua y cultura nos

son completamente ajenas. Frente a esta realidad ineludible, la frase del comienzo del párrafo –

una expresión nacionalista proferida en innumerables manifestaciones populares - puede sentirse

como una provocación, un desafío al presente con aire triunfalista y esperanzado. Pero muy

fácilmente, también, en la susceptibilidad de innumerables compatriotas a la misma y en la

insistencia, a veces obsesiva e incluso paranoica, de la aserción, puede sugerirse algo de otro

orden, algo más cercano a una duda, algo que toca un nudo sensible de la identidad nacional y

que sólo la intransigencia de un postulado fáctico puede postergar: ese “son argentinas” puede

resonar también de otra manera.

Esta ambivalencia, sostengo, adquiere actualidad a partir de la Guerra de 1982. Y esto es así, no

porque la identidad nacional no haya sido enigmática con anterioridad a la misma, sino porque a

partir de ella ese enigma adquiere ribetes novedosos. En los modos de contar la guerra, entre

relatos que desde el “triunfalismo” o el “lamento” siguen funcionando a partir de una lógica que

sostiene a la Nación como un valor absoluto, se instalan narrativas que deshabilitan la épica

como matriz válida para contar no sólo el conflicto, sino también la Nación. Malvinas como

símbolo de la Nación, de una nación pendiente, y la Historia como su recuperación inminente,

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adquieren matices novedosos que alteran su potencia simbólica y su eficacia mítica. A partir de

los trabajos de Rosana Guber, “¿Por qué Malvinas? De la causa nacional a la guerra

absurda” (2001); de Martín Kohan, Oscar Blanco y Adriana Imperatore, “Trashumantes de

neblina, no las hemos de encontrar. De cómo la literatura cuenta la guerra de

Malvinas” (1993-4); y de Julieta Vitullo, “Ficciones de una Guerra. La guerra de Malvinas en la

literaturas y el cine argentinos” (2007), trataré de desarrollar y fundamentar estas variaciones en

el sentido que encarnan las Islas en el imaginario nacional.

NACIONAL Y POPULAR.

"Malvinas se invoca como, y se convierte en, la representación de un país que es vivido no tanto

como progresiva conquista sino como una pérdida constante (...) la recuperación de las islas se

convierte, así, en metáfora de la recuperación final de la Argentina."

Rosana Guber, en ¿Por qué Malvinas? De la causa nacional

a la guerra absurda (2001).

A lo largo de la historia argentina, la causa por la soberanía de las Islas fue adquiriendo

notoriedad hasta imponerse como una verdad evidente en el imaginario nacional. Un conflicto

diplomático por un territorio originalmente sin valor estratégico ni económico, que involucraba

sofisticados argumentos jurídicos, se transformó en una causa nacional y popular con la que aun

hoy la inmensa mayoría de los argentinos se identifican. Respecto de este proceso puede

remarcarse que la mayoría de los sentimientos nacionalistas se muestran exageradamente

recelosos de lo que consideran la totalidad de su territorio. De modo que la creciente importancia

de Malvinas puede leerse en función del esfuerzo por definir y consolidar una identidad nacional

(Guber, 102-3). Sin embargo, lo significativo, tanto en éste como en otros casos similares, es que

la animosidad y susceptibilidad que las disputas territoriales acarrean ponen en juego algo más

que cualquier razonamiento estratégico o económico. Es decir, ese recelo por el territorio,

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compartido por la mayoría de los sentimientos nacionalistas, está en función de experiencias

propias que fundan sentidos particulares y que no siempre están a la vista.

En el caso de Malvinas, como veremos a continuación, es evidente que el sentido que cobra el

reclamo y los modos en que trascendió en la escena pública, exceden la denuncia de la

usurpación de un territorio nacional por parte de un gobierno extranjero. De algún modo

Malvinas llegó a representar algo más, cuyo sentido trasciende la agresión británica de 1833 y

apela aún más que a los ingleses o a la comunidad internacional, a los propios argentinos.

Un repaso pormenorizado del proceso por el cual Malvinas adquiere relevancia hasta volverse

fundamental en el imaginario nacional excedería los límites de este trabajo . Sin embargo, este 1

proceso, tal como queda expuesto en el trabajo de Rosana Guber, acarrea ciertas características

que se complementan y que fundamentan la evaluación de que Malvinas adquirió el carácter de

un mito nacional, en el sentido en que Levi-Strauss entiende este concepto; a saber: el de unos

acontecimientos que a pesar de suponerse ocurridos en un momento del tiempo, constituyen una

estructura permanente que interpela “simultáneamente al pasado, al presente y al futuro” (1955,

430). El mito de Malvinas, cabe agregar, posee una particularidad: el conflicto no está resuelto,

no es la historia de la recuperación la que se mitifica y se vuelve clave explicativa de la realidad

argentina, sino la de la usurpación. Por lo tanto, Malvinas convoca de una manera también

particular: permite articular un reclamo, una deuda pendiente, bajo la forma de su resolución

inminente.

En esta línea se explica, entonces, una primera característica a destacar: la reiteración a lo largo

de la historia en utilizar Malvinas como herramienta de denuncia por parte de grupos que se

reconocen como marginados de la comunidad nacional. Malvinas pudo funcionar en distintos

momentos y para los más diversos actores políticos como metáfora de lo que para cada uno de

ellos era una usurpación interna de la Nación y su exclusión de la misma. Independientemente de

Precisamente, el trabajo de Rosana Guber (2001) se aboca a esta tarea y lo he usado como referencia 1

en toda esta sección.

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la continuidad y perseverancia del reclamo oficial a través de los canales diplomáticos naturales,

“la difusión y el acogimiento de Malvinas por parte de las más diversas audiencias y su

representación como causa popular se produjo en contextos de denuncia de la opresión y la

injusticia” (Guber, 2001, 102-3). Desde José Hernández denunciando la negligencia de los

sucesivos gobiernos en torno al reclamo por las islas, pasando por Groussac y su crítica al

rosismo, o por Palacios que asoció la recuperación de las islas con la justicia social; así como

también los Irazusta y su denuncia del entreguismo y la corrupción del gobierno de Justo o el

reclamo por la vuelta de Perón de los Cóndores, en la mayoría de los casos en que Malvinas

entró en la escena nacional, el conflicto, propio de la política exterior, fue leído y utilizado para

articular una demanda propia de la política interior del país.

A modo de ejemplo, el contraste entre el tipo de demandas que Malvinas pudo articular para

Alfredo Palacios y los hermanos Rodolfo y Julio Irazusta evidencia la potencia y la versatilidad

de Malvinas como metáfora de una Nación pendiente. Con sólo meses de diferencia, en 1934, y

desde posicionamientos políticos adversos, ambos explotaron exitosamente esa potencia

simbólica.

El legislador socialista - en gran medida responsable, gracias a esta iniciativa, de la divulgación

de la causa por Malvinas en públicos masivos – introdujo en ese año un proyecto de ley que

establecía la distribución en todos los establecimientos escolares y bibliotecas populares de la

versión castellana de Las Islas Mavinas, de Paul Groussac. Sin embargo, Palacios argumentaba

su iniciativa desde un nacionalismo comprometido con derechos democráticos y sociales, y por

lo tanto explícitamente opositor al oficialismo conservador del presidente Justo. El derecho

argentino sobre las islas era independiente de cualquier cálculo económico o estratégico; se

fundaba, antes bien, en un derecho moral y su ocupación lesionaba la dignidad nacional (Guber,

79-82). El deber de recuperarlas, entonces, se inscribía en la misma línea en que los derechos

sociales de los trabajadores y las minorías debían defenderse. Así Palacios afirmaba: “El derecho

de nuestra Argentina a la soberanía de las Malvinas es innegable. A pesar de ello, una de las

naciones más poderosas del mundo, abusando de la fuerza, las mantiene en su poder. Es

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imperioso que el pueblo conozca su derecho”, y continuación agregaba que “nuestro país está

destinado a iniciar una nueva orientación en la evolución social, que se fundamente en la

colaboración y en la solidaridad para superar la competencia que muchas veces tiene carácter

brutal; también en la exaltación de los valores humanos para lograr que se sobrepongan al

poderío de las cosas” (Palacios, 1984). El proyecto de ley que presentó Palacios fue aprobado

por unanimidad.

Desde una tradición ideológica opuesta, para el revisionismo histórico de los hermanos Irazusta,

en cambio, la usurpación de las Malvinas y el deber de su recuperación no se inscribían en la

imperiosidad de la búsqueda de justicia, en línea con el avance de la democratización y de los

derechos sociales. En cambio, la usurpación de Malvinas venía a representar el primer

antecedente de una larga cadena en el fracaso de gobiernos que bajo la falacia de políticas

liberales y democráticas permitían el avance del imperialismo extranjero. Se exigía, entonces, la

imposición de gobiernos “fuertes” con una clara consciencia nacional para ponerle freno al

imperialismo. La intervención de los Irazusta en la cuestión Malvinas se daba en el contexto de

una contienda ideológica entre los promotores de una Argentina liberal y europeizada y los que

insistían con una identidad criolla e hispana (Guber, 2000, 84; 2001, 88).

Esta flexibilidad de Malvinas para convocar a tan diversos actores y representar causas tan

disímiles, se inserta dentro de una matriz interpretativa de la historia argentina por la cual se

representa al país a partir de la figura de una pérdida originaria y la inminencia de su

recuperación - clave interpretativa siempre funcional a cualquiera que se sintiera excluido de la

comunidad nacional. Para muchos, la historia política argentina pudo, y puede, leerse como una

serie de repeticiones o re-actuaciones de esa misma perdida originaria. Así, como dice Guber, “el

relato [de la usurpación de las islas] se arraiga y retroalimenta en los modos en que los

argentinos imaginan su argentinidad” (2000, 80).

En este sentido, Malvinas es un símbolo especialmente potente: funciona como metáfora de la

Nación usurpada, del origen pedido, pero en tanto hubo una usurpación real y las islas fueron

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efectivamente cercenadas del resto del territorio, éstas se mantuvieron por fuera de la historia del

país y de sus sucesivas pérdidas. Por lo tanto, la causa por la soberanía pudo representarse como

algo por sobre cualquier mezquindad política e invocarse desde cualquier punto del espectro

político. Malvinas, entonces, pudo encarnar a la nación originaria, al fundamento anterior a toda

ruptura con el que cualquiera era capaz de identificarse no a partir de su adscripción política,

sino en tanto perteneciente a la comunidad nacional.

De ahí una segunda característica a destacar respecto del funcionamiento mítico de Malvinas:

frente a una realidad vivida como plagada de rupturas intestinas, las islas representaban un

reclamo siempre pendiente. Quiero decir, Malvinas podía convocar por encarnar la continuidad y

la unidad de una causa nacional en oposición a una historia que se representaba como cautiva del

enfrentamiento de intereses particulares (políticos) y de las rupturas que esos enfrentamientos

imponían. Aún más, en un siglo veinte en que la memoria se transformó en territorio de lucha - el

esfuerzo por borrar a Perón y a Eva de la historia que llevó a cabo la Revolución Libertadora es

el ejemplo más ilustrativo de esa lucha -, a través de Malvinas otros reclamos pudieron

identificarse con algo más allá de la lógica mezquina de los enfrentamientos fraternales y así

sortear la falta de legitimidad o la sanción social que a menudo estigmatizaban a los

posicionamientos políticos.

Los acontecimientos de 1966 conocidos como Operación Cóndor, en donde un grupo de jóvenes

peronistas secuestraron un avión de Aerolíneas Argentinas y lo desviaron a las Islas, evidencia

esta cuestión. En medio de una coyuntura de mucha tensión política, bajo una dictadura militar

que proscribía y perseguía al peronismo, estos jóvenes decidieron apelar a Malvinas, un símbolo

que no acarreaba connotaciones partidarias y que articulaba una demanda inapelable: la

restitución de la Nación. De ahí que en sus proclamas se hayan reconocido como “cristianos,

argentinos y jóvenes”, antes que pertenecientes a cualquier facción política. Pero al mismo

tiempo, desde su actitud rebelde y desde gestos como su decisión de rebautizar Port Stanley

como Puerto Rivero – en honor al “Guacho” Rivero, quién protagonizó en 1833 una rebelión

contra la ocupación inglesa que fue reinterpretada luego como una acción patriótica contra los

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invasores -, los “cóndores” resignificaban Malvinas en calve de lucha popular y resistencia

peronista. La Nación usurpada por los ingleses, de este modo, resonaba ahora en la usurpación

del poder por parte de las FF.AA., al tiempo que la inminencia y el imperativo de recuperar las

Islas metaforizaba la inminencia y el imperativo de recuperar a Perón.

Como señala Levi-Strauss (1955), la eficacia mítica consiste en que los mitos forman una

“estructura permanente” por la cual se “refiere[n] simultáneamente al pasado, al presente y al

futuro”. De modo que unos acontecimientos pasados, reales o imaginados, son capaces de

interpelar la realidad actual y señalar, alegóricamente, un curso futuro. Malvinas, reitero, fue

especialmente apropiada para encarnar esta función: desde que la usurpación fue real y las islas

no participaron de la historia, su restitución fue un imperativo pendiente, tanto metafóricamente

como en términos concretos. Las Islas se mantuvieron en una temporalidad suspendida, lejos de

las rupturas políticas y por lo tanto, más allá de la política. Así, justamente, fueron capaces de

encarnar un principio constante entre tantas rupturas, y un origen común entre tantas divisiones.

LA ENTRADA EN LA HISTOTRIA.

“La patria existe a nivel simbólico. Básicamente es una metáfora. Si uno trata de hacerla real

toda de golpe, se le evapora de las manos.” Carlos Gamerro, en Las Islas (1998).

Si bien los Cóndores permanecieron en ellas por un puñado de días, los cierto es que entre 1833

y 1982 las Islas Malvinas estuvieron, precisamente, aisladas de la historia argentina en el sentido

de que no compartieron las experiencias políticas, económicas y sociales que afectaron al país. A

pesar de que, como vimos, tuvieron vigencia en numerosas ocasiones como causa nacional, la

eficacia simbólica de las Islas estuvo condicionada por su carácter abstracto: Malvinas pudo

representar a la nación pendiente en tanto no participó de la nación real. Su origen como deuda

pendiente se perdía en tiempos remotos y se mezclaba con el origen mismo de la Nación, lo que

le permitía articular reclamos políticos diversos a partir de símbolos reconocidos como

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apolíticos, como por encima de la política. Y, precisamente, porque el reclamo por la soberanía

se mantuvo pendiente e irresuelto, éste no podía ser apropiado por ningún sector particular:

ningún gobierno o político había recuperado las Islas ni recompuesto la Nación.

En 1982 la ecuación cambió: entre el 2 de abril y el 14 de junio las Islas Malvinas permanecieron

bajo soberanía nacional. No cabe aquí analizar o valorar las causas que llevaron a la Junta Militar

a tomar las Islas y provocar la Guerra. Pero sí destacar que al embarcarse en dicha aventura, los

responsables explotaban deliberadamente un símbolo que resonaba en toda la comunidad

nacional. El apoyo masivo que recibió Galtieri se inscribe en la larga tradición de usos de

Malvinas como símbolo de la Nación. Y esa capacidad de convocar que tenía Malvinas, como

vimos anteriormente, se vio potenciada al extremo por la coyuntura política por la que atravesaba

el país en ese entonces. Luego de años de violencia política y terrorismo de estado, de censura y

autocensura, de nuevas y más estrechas delimitaciones de la “frontera interna”, la susceptibilidad

general de la gente a identificarse con una verdadera causa nacional, que permitiera manifestarse

abiertamente y reconocerse como miembros de una comunidad inclusiva, era mayúscula (Guber,

2000; Lorenz, 2006, 31-126). Sin embargo, quebrando con la tradición, esta vez Malvinas no se

invocaba para articular una demanda al Estado, sino para convocar desde el Estado y para luego

ser literalmente apropiadas por el Estado. Malvinas entró en la Historia, y el desenlace de esa

historia alteró y condicionó aquello que Malvinas había podido representar, admitiendo, desde

entonces, interpretaciones y sentidos nuevos.

Los militares habían explotado un símbolo cargado de sentido en un momento en que la sociedad

era especialmente susceptible a ese sentido, pero a diferencia de los usos anteriores, su recurso

no fue sólo simbólico, fue concreto y al ser promovido desde el estado comprometió

inexorablemente a toda la sociedad que, a su vez, correspondió comprometiéndose moral y

sentimentalmente, dando apoyo político y económico, y aun, humano a través de los conscriptos

y voluntarios.

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No tiene sentido especular aquí con qué consecuencias hubiera tenido una victoria argentina en

la guerra, ni en términos políticos, ni en los términos que competen a este trabajo - en el modo en

que una hipotética victoria hubiera alterado la potencia simbólica de Malvinas y los modos de

representación de la Nación. Lo cierto es que la entrada de Malvinas en la historia defraudó

doblemente: ni la recuperación de las islas terminó siendo tal, ni la comunidad nacional terminó

siendo tal apenas ocurrida la derrota. En cambio, la decepción fue tal que después de la guerra

“Malvinas empezó a aparecer, si aparecía, como objeto del mayor extrañamiento, enviando la

única guerra argentina del siglo veinte al mundo de la irracionalidad” (Guber, 2001, 112).

En gran medida, y entendiblemente, la reacción general frente a la derrota fue identificar a

Malvinas con la guerra, con el proceso, y con los crímenes que éste cometió . Se omitió 2

deliberadamente una elaboración crítica de los factores que habían vuelto viable y popular la

iniciativa militar del mismo modo que se omitía ese tipo de elaboraciones respecto de la

viabilidad y, en buena medida, popularidad de los golpes militares y de la violencia política

(Lorenz 2007, 8). En este sentido, puede entenderse la resistencia inicial a pensar la guerra y a

descartarla como una irresponsabilidad de un gobierno inepto en serie con la resistencia a pensar

la violencia política de la década del setenta y a descartar posicionamientos políticos e

ideológicos como meros intereses mezquinos luego de la caída de la dictadura.

Tal vez el ejemplo más emblemático del quiebre que produjo la guerra en la capacidad de

Malvinas para representar a la nación se dio unos años después, durante las fiestas de Pascua de

1987, en ocasión del levantamiento militar bajo el gobierno de Alfonsín que protestaba por los

juicios a las violaciones a los derechos humanos que el gobierno había impulsado. La crisis había

sido sorteada gracias a una negociación personal del presidente con los rebeldes, quienes

“El Proceso había politizado una causa nacional, roto los lazos de filiación y herido de muerte a la 2

temporalidad pendiente de la reconquista territorial” (Guber, 2001, 114). Precisamente, una expresión de la profanación de la pureza del símbolo Malvinas, sería esa identificación con el Proceso – que Guber señala en su libro. Sin embargo, en su planteo, el “mal uso” del símbolo – aquel que realizaron los militares – sólo reafirma el sentido del uso tradicional, del supuesto “buen” uso del símbolo. A diferencia de su planteo, señalaré, a partir de la sección siguiente, que esa profanación, aunque no elimina los usos anteriores – “buenos” y “malos” - permite usos genuinamente novedosos en tanto que desarticulan el relato de la Nación.

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terminaron deponiendo las armas. Hasta ese entonces, y acorde con el ánimo general, Malvinas

había sido relegada en la política oficial. El propio Alfonsín, en 1983, se había referido a la

guerra como una “aventura irresponsable”. Sin embargo, en su discurso desde el balcón de la

Casa Rosada, frente a una multitud que originalmente se había congregando dando pleno apoyo

al presidente y, en buena medida, rechazando cualquier concesión a los militares sublevados,

Alfonsín, de modo inesperado - pues hasta ese momento no había surgido en los reclamos

carapintadas - decidió invocar a Malvinas: “Se trata de un conjunto de hombres” dijo, en

referencia a los sublevados, “algunos de ellos héroes de Malvinas, que tomaron esta posición

equivocada y que reiteraron que su intención no era provocar un golpe de estado”(Clarín,

20/4/87).

Como en 1987, la apelación a Malvinas buscó explotar su capacidad para convocar como un

símbolo nacional por sobre los enfrentamientos políticos. Por un lado, como señala Guber (2001,

139-40), Malvinas parecía ser “el único punto de articulación posible con los sublevados a

quienes la opinión pública denostaba”. Se podría reinsertar moralmente a las FF.AA. en la

sociedad si se diferenciaba en su interior a los altos mandos responsables de la represión ilegal

del resto de la fuerza que combatió heroicamente en Malvinas. Al mismo tiempo, la negociación

misma y las concesiones a que diera lugar – que en última instancia incluyeron la sanción de la

ley de Obediencia Debida meses más tarde - quedarían legitimadas si los insubordinados antes

que rebeldes que reivindicaban el terrorismo de estado eran presentados como héroes de una

gesta por la restitución de la nación. (Lorenz, 2006, 204-8; Guber, 2001, 128-43).

Sin embargo, “[l]a crisis de Semana Santa (…) reveló la debilidad del gobierno democrático para

disciplinar a las Fuerzas Armadas, y tuvo réplicas – debido a esta falencia – en las sublevaciones

militares de enero de 1988 (…), de diciembre de 1988 (…), y por último el sangriento

alzamiento de diciembre de 1990” (Lorenz, 2006, 241). Cinco años antes, a pesar de la evidencia

y de las heridas de la represión ilegal, de una crisis económica que se profundizaba y de una

creciente pérdida de legitimidad de la Junta, Malvinas había sido capaz de convocar ampliamente

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incluso a aquellos más perjudicados por las políticas del gobierno militar . En 1987 la eficacia 3

del símbolo mostraba sus límites: la interpretación general de la alusión a Malvinas fue la de

haber sido una imposición más de los rebeldes y, por lo tanto, un signo de la debilidad de la

autoridad presidencial. Antes que la comunión nacional, parecía haberse invocado la fractura.

Malvinas, veremos a continuación, articulaba ahora nuevos sentidos de la Nación.

UNA NUEVA FORMA DE CONTAR LA NACIÓN.

“…a San Martín, en las Malvinas, se le hubiera resfriado el caballo”.

Fogwill. Los pichiciegos (1982).

En Trashumeantes de Neblina, no las Hemos de Olvidar, de Oscar Blanco, Adriana Imperatore y

Martín Cohan (1993), los autores identifican dos tipos de relatos sobre la cuestión Mavinas que

se proyectan en dos formas predominantes de contar la guerra. Hablan de una versión

“triunfalista” del relato y otra bajo la forma del “lamento”. “La versión triunfalista corresponde

al discurso oficial, es la que construye héroes y responde a la tradición según la cual ´nuestra

bandera jamás ha sido atada al carro del enemigo (sic)´ ”. La del lamento surge “en el punto de

inflexión de la derrota: construye víctimas”. Esta última, sin embargo, no presentaría una

verdadera novedad. Por un lado, como se vio anteriormente, Malvinas funcionó reiteradamente

en clave de denuncia de la usurpación interna de la nación y como símbolo de la nación

pendiente. El lamento por el curso de la cosas ya se había instalado como un modo de hablar de

Malvinas mucho antes de la guerra: en 1869 José Hernandez ya lamentaba, respecto de la causa

por la soberanía, “la negligencia de nuestros gobiernos, que han ido dejando pasar el tiempo sin

acordarse de tal reclamación pendiente” e insistía en que “absorbidos por los intereses

Silvina Jensen (2007) se ocupa de detallar las posiciones de de los grupos de exiliados políticos. Sin 3

relativizar aquellas posiciones críticas a la guerra y sin menospreciar la complejidad de tomar una posición determinada, lo cierto es que en su mayoría las agrupaciones de exiliados decidieron apoyar la guerra, incluyendo la cúpula de Montoneros. Este apoyo no significaba un olvido ni una amnistía a las FF.AA., pero no deja de sorprender lo generalizado del mismo. El libro “Las Malvinas: de la guerra a la guerra limpia” de León Rozichner (1985) refleja el tipo de debates que se suscitaron en aquellas agrupaciones.

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transitorios de la política, nuestros gobiernos no han pensado en velar por los altos intereses de la

Nación” (1952, 23).

Pero por otro lado, como afirman los autores, la versión del lamento no cuestiona al triunfalismo

puesto que en última instancia ambas participan de una misma lógica: la de un Gran Relato

Nacional, es decir un relato “cuya función es homogeneizar, definir un nosotros y un ellos en un

sistema de inclusión y excusión, otorgar una identidad colectiva que opera en el horizonte social

a través de un sistema simbólico”. Este relato da sentido a acontecimientos e individuos en

términos de gestas y héroes, así como honrosas derrotas y vergonzosas traiciones, en el marco

permanente de una causa nacional. Los relatos en torno al lamento por la derrota critican la

iniciativa y la gestión de la guerra, denuncian los abusos e identifican a las víctimas, pero nunca

ponen en duda la dignidad de la causa. En ese sentido reproducen aquellos sentidos con los que

la tradición trataba a Malvinas: como una causa por encima de la política, más allá de los

poderes oficiales y aún en contra de ellos. Como afirman los autores, “todo podrá ser

cuestionado excepto las bases de la identidad nacional, núcleo fundante de la versión oficial.

Todo podrá ser dicho, excepto que el problema de la soberanía sobre las islas carece de

relevancia”. En este sentido, la preponderancia de relatos en clave de lamento parecería seguir

sosteniendo a Malvinas en el mismo lugar simbólico en que se ubicaba con anterioridad a la

guerra. El mito nacional habría sido confirmado con la usurpación británica de las islas y la

usurpación militar del gobierno; la restitución de la nación seguía estando pendiente.

Al mismo tiempo, sin embargo, luego de la guerra también aparecen relatos que funcionan a

partir de deconstruir aquel Gran Relato Nacional, y que, entiendo, reproducen formas sociales de

elaborar el tema. Estos relatos se manifestaron con mayor claridad en las formas de contar la

Guerra y la Nación en la literatura de posguerra. Como demuestra Julieta Vitullo en Ficciones de

una Guerra (2007b), es característico de esta literatura la desarticulación de la lógica épica

intrínseca a aquellos relatos que, ya sea en clave triunfalista o de lamento, antes y después de la

Guerra, se inscribían en un Gran Relato Nacional.

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Los Pichiciegos, de Rodolfo Fogwill (1983) es la primera representación literaria de la guerra –

escrita, de hecho, durante el conflicto – y es imprescindible puesto que funda un modo de contar

la guerra que terminó siendo una referencia ineludible para casi todas las elaboraciones

posteriores. En la novela, un grupo de conscriptos enviados a las islas deserta y se esconde en

refugios subterráneos donde inician una sociedad cuya mayor preocupación es la supervivencia.

La guerra, tal como es representada, carece de cualquier signo honroso, de valores políticos o

morales, de grandes actos heroicos y aún de cobardías o traiciones. La novela se sustrae de

cualquier juicio moral; todo se disuelve en la necesidad material de sobrevivir, único principio

aglutinante de la comunidad de los “Pichis”. Ellos intercambian, roban o venden información a

los ingleses a cambio de raciones de comida, linternas y cigarrillos. La única virtud en este

esquema es la astucia por sobrevivir que, a su vez, es presentada en clave picaresca. De este

modo, Los Pichiciegos inaugura una tradición de representaciones de la guerra que rechaza la

posibilidad del relato épico (Vitullo, 2007b, 65-71; Sarlo, 1994). La causa nacional, la causa

justa por la soberanía de las islas, con su dignidad característica más allá de cualquier manejo

político y los grandes actos heroicos que la escenifican, brillan por su ausencia. En cambio, la

preocupación por las necesidades materiales más básicas ocupa su lugar: “¡No queda un puto

tarro de polvo químico! Ni los ingleses, ni los malvineros, ni los marinos ni los de aeronáutica: ni

los del comando, ni los de policía militar tienen un miserable frasquito de polvo químico, tan

necesario”(94), dice un “Pichi” en referencia al químico para tratar los excrementos humanos.

Sin embargo, esta imposibilidad del relato épico no se da sólo a través de la exaltación de una

ética de la supervivencia, sino que la novela, como señala Vitullo, “refuta de manera definitiva y

despiadada las premisas sobre las que se construye la identidad nacional” (65). Ésta es atacada y

deconstruida desde todos los ángulos posibles. Las procedencias disímiles de los personajes se

remarcan en sus modos de hablar y en la insistencia, a lo largo de la novela, en la dificultad de

definir cualquier identidad: un argentino, por ejemplo, procedente de Gualeguay, que es llamado

El Turco por ser hijo de libaneses; o un inglés apodado “Chavo” por haber aprendido español en

California viendo televisión mejicana. La insuficiencia de las categorías nacionales se repite una

y otra vez: “en la estación de radio británica la locutora habla en chileno y pasan chamamés,

tangos y folklore; los ingleses toman té con bombilla; hace tanto frío en las islas que uno de los

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pichis dice que le gustaría ser brasilero, etc.” (66). Y aun la propia comunidad Pichi no parece

fundarse en una identidad que vaya más allá de las exigencias materiales del presente, los lazos

entre los miembros son efímeros y la posibilidad de deshacerse de algunos miembros para aliviar

la sobrepoblación en el refugio no es presentado como un acto éticamente conflictivo o

deplorable, sino más bien como una necesidad natural y razonable dadas las circunstancias

(Sarlo, 1994)

En definitiva Los Pichiciegos inaugura una tradición de representaciones desde las cuales la

problemática de la Nación es completamente deconstruida. No se trata, ahora, de redefinir la

nación o de defenderla simbólicamente de usurpaciones. En plena guerra, y aún en pleno fervor

malvinero, Fogwill, como sus personajes, renuncia a comprometerse con una causa nacional. La

nación, sea la argentina o cualquiera, solo aparece como categoría dudosa, y el Gran Relato

Nacional, no es ni confrontado ni repercute en un lamento por la nación perdida, sino que más

bien es disuelto en ese "barro pesado, helado, frío y pegajoso" que es el territorio malvinero.

Respecto de la literatura de posguerra, precisamente, los autores de “Transhumantes…” señalan

que la operación característica consiste en deconstruir y no en destruir. “La deconstrucción”,

dicen, “utiliza el mismo principio que decontruye, opera dentro de su objeto, pero invirtiendo sus

jerarquías; provoca un corrimiento del sistema en la medida en que consigue ubicar un elemento

que dicho sistema no puede resolver”. La obra de Fogwill, como se mencionó anteriormente, no

es un caso excepcional sino que da comienzo a una tradición literaria cuyas tramas giran

alrededor de Malvinas y desde la cual, una y otra vez, a pesar de la diversidad de procedimientos,

de estilos e incluso de pertenencia generacional de los autores, se pone en crisis a la nación tal

como era imaginada. En una línea similar a la de Fogwill, en este respecto, obras como “La

Causa Justa” de Osvaldo Lamborghini, los cuentos “Aprendíz de Brujo” y “Soberanía Nacional”

de Rodrigo Fresán o “Impresiones de un ser Nacionalista” de Daniel Guebel, son mencionados

como ejemplos de esta tradición literaria. Sin embargo, la capacidad de Malvinas para encarnar

simbolizaciones nuevas a partir de la guerra no se manifestó sólo a través de la puesta en duda de

la Nación como categoría identitaria o de la imposibilidad de contar la guerra en términos de un

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relato épico. La insistencia en numerosas obras de la literatura de posguerra en metaforizar la

Nación a través de la paternidad es también característica. Pero si el sentido de la Nación luego

de la guerra es puesto en crisis, los lazos filiales tematizados en la literatura de posguerra

también lo serán.

PATERNIDADES Y PATRIOTISMOS.

“¿En qué estaba? Ah, sí. Padres e hijos. La influencia del padre sobre el hijo. Tomemos otro

ejemplo. Usted. Su padre, seguramente, le hizo cosas peores; basta con verlo”

Carlos Gamerro, Las Islas.

La preponderancia del lenguaje filial y de parentesco en los discursos sobre Malvinas se remonta

a los inicios mismos de su instauración como mito nacional. Este tipo de lenguaje, a su vez, es

típico de los discursos nacionalistas para los que la apelación a la familia como metáfora de la

nación siempre fue un recurso efectivo por su capacidad para explicar e ilustrar el modelo de

organización social con el que las ideologías nacionalistas se identifican; el carácter preeminente

de la nación frente a los individuos que la componen quedaba explicado y, en cierto modo,

legitimado, en términos con los que la mayoría de la población podía identificarse. Sin embargo,

Malvinas, como mito nacional, suponía una nación cercenada, una usurpación externa que

metaforizaba la usurpación interna, por lo que las figuras de filiación a las que recurrían los

discursos sobre Malvinas constantemente ilustraban lazos truncados: “Hermanitas perdidas

(Yupanqui), protector de madres solteras, de los humildes y de las islas miserables (Palacios),

eventuales hijos de Perón (Cóndores)” (Guber, 2001, 103-4). La nación no era puesta en duda

sino que era reclamada por grupos a los que se había excluido de la misma.

Durante la década del setenta, la familia y el leguaje de parentesco cobraron un protagonismo

inusitado en la batalla simbólica que se libraba. La familia cobró relevancia en tanto instancia de

inserción social anterior a cualquier oposición política y por lo tanto fuente de legitimidad más

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allá de la política. En consecuencia, la Junta militar buscó apropiarse de los valores de la “buena

familia” y atacar a la guerrilla y a las agrupaciones de izquierda por contrariar esos valores. A

través de la propaganda oficial se resaltaba el valor, la unidad y la armonía de la familia

tradicional argentina y se desafiaba a los padres a controlar a sus hijos. Al mismo tiempo, la

potencia simbólica del parentesco se volvió en contra de la Junta cuando el reclamo por las

violaciones de derechos humanos explotó los lazos de parentesco como instancia legitimatoria

frente a las acusaciones de tendenciosidad política de los denunciantes. Así organizaciones como

Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, por ejemplo, aprovecharon estos lazos para obtener

reconocimiento y legitimidad frente a la sociedad (Vecchioli, 1-10). La reiterada presencia de la

temática del parentesco en la literatura de posguerra, sin embargo, tiene una particularidad que

quiebra con esta tradición de usos: el parentesco no aparece como instancia de legitimidad, sea

de un reclamo o de un estado de cosas; aparece, en cambio, bajo la forma de un enigma; y a

menudo - señala Vitullo (103) - ese enigma deviene en una conducta paranoica o en la

imposibilidad de afirmar el vínculo paterno.

Más allá de su relación etimológica, la Patria y el Padre comparten, en el plano simbólico - y en

cierta medida también en el jurídico –, la facultad de disponer de sus hijos. Defender la patria y

defender el honor de la familia, que lleva el nombre del padre, es una obligación tanto de los

hijos de la patria como de los del padre. Pero en la medida en que a la paternidad le es inherente

la duda sobre la identidad de los hijos, esta es siempre propensa a la conducta paranoica. En este

contexto la masculinidad puede aparecer como una ficción paranoica capaz de asegurarse la

posesión del territorio - el cuerpo de la nación - a través de la violencia y de reasegurar aquella

paternidad dudosa (Vitullo, 122). El episodio al inicio de la novela Las Islas, de Carlos Gamerro,

en que el empresario Fausto Termerlán somete a su hijo homosexual montándolo como un

caballo y se propone a viva voz reconcebirlo “hasta que me salgas bueno”, es emblemático del

modo como la paternidad enigmática y el discurso paranoico se combinan y potencian en la

literatura que trata la guerra como alegorías de una identidad nacional que se presentaba,

precisamente, como enigmática así como de un nacionalismo paranoico. En la novela de

Gamerro, el padre es retratado como un individuo despiadado y sin ningún tipo de escrúpulos,

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obsesionado con perpetuar un imperio familiar que veía amenazado por la incapacidad del hijo

para engendrar descendencia.

En muchas otras novelas del período las vidas de los protagonistas se ven afectadas por la guerra

y como resultado la paternidad y la sexualidad se vuelven problemáticas. En Aún Arde sobre los

Años de Fernando López aparece el problema de la paternidad trunca en relación con la guerra de

Malvinas. La novela insistirá en la dificultad de engendrar vínculos y proyectos como un efecto

de la guerra en los personajes. Cachito, el protagonista, tendrá problemas para mantener

relaciones sexuales con la que era la novia de su amigo, que había sido enviado a las islas como

conscripto, y de la que se enamora. Terminada la guerra y con el Moro, el amigo conscripto

primero incapacitado y luego muerto, la relación con la chica se desarma. Pero la impotencia

también aparece en otros ámbitos. El proyecto que el Moro le encomienda a Cachito - filmar una

película sobre la guerra - tampoco se concreta; en cierto sentido, se abandona. El universo

anterior a la guerra que la novela representa en clave nostálgica, emulando los valores

idealizados de la Patria y la Nación, sostenido por los vínculos homosociales y donde las mujeres

tienen un papel secundario (Vitullo, 137); ese universo queda truncado; ya no es capaz de

funcionar como fundamento de una épica imaginada. El final, de algún modo, "redentor" de la

novela - en el que Cachito y su grupo de amigos frustran la candidatura a intendente de quien

había sido informante de la dictadura - no rehabilita el gran relato nacional. A pesar del tono

esperanzado y de la insinuación de un "nuevo comienzo", el efecto que genera es más bien de

"incredulidad", de cierta suspicacia (Murphy, 4-5). Está la sangre caída, como reza el verso de

Pablo Neruda que da nombre al libro, "ardiendo aún sobre los años como una corola implacable".

Los años de posguerra también dejaron escenas de paternidades denostadas o incapaces en el

plano de la política. El canto popular contra Galtieri - “¡(…) borracho, mataste a los

muchachos!” – lo ubica en ese lugar de padre cruel e irresponsable, que torturó y mandó a morir

a los hijos de la patria, hijos que debían mostrarse dignos, verdaderos descendientes de una

tradición patriótica. Por otro lado, en el levantamiento carapintada de 1987, la simbología

paterna también afloró. Las palabras del presidente al final de la jornada - “Felices fiestas. La

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casa está en orden” – poseen la simbología explícita de la dinámica familiar. Sin embargo, en ese

entonces, la apelación a Malvinas desde un lugar de enunciación paternal no logró que la

mayoría de la gente se reconozca en esa identidad familiar-nacional a la que estaban siendo

convocados. Como en los ejemplos literarios, el lazo patrerno-patriótico se mostró insuficiente.

CONCLUSIÓN.

Desde la ocupación británica de 1833, e independientemente de los reclamos formales en el

ámbito diplomático, para la cultura nacional Malvinas se fue transformando en un símbolo que

representaba mucho más que aquel diferendo territorial. Las características particulares del caso

sirvieron como fundamento para que en Malvinas pudieran confluir imágenes de lo que para

muchos era el estado de la Nación: un territorio usurpado del que eran excluidos, un origen puro

no contaminado por una historia de luchas políticas mezquinas, o una parte de la familia que

había sido negligentemente desprotegida. Hasta 1982 Malvinas se constituyó en un auténtico

mito nacional capaz de ser invocado por los más variados actores y en las más diversas

coyunturas como clave para explicar siempre desde la denuncia tanto el presente como el pasado

y el futuro de la Nación. Con la guerra de 1982, sin embargo, algo en el funcionamiento de

Malvinas como un símbolo se modificó y esa modificación se manifestó en la aparición de

nuevos usos de Malvinas, junto con los anteriores, como metáfora de la Nación. .

Tanto metafóricamente como en términos concretos, con la guerra las Islas habían entrado en la

historia y en el territorio nacional por primera vez en 150 años. Su distancia había sido funcional

a su eficacia simbólica: representaban una Nación abstracta que podía ser invocada con una

inmensa variedad de sentidos cuyo única coincidencia era el de formularse en clave de un

reclamo o denuncia. Los militares explotaron ese potencial en un momento en que la sociedad

era especialmente sensible a la promesa de restituir la unidad nacional. Pero además explotaron

el símbolo rompiendo con la tradición de usos en varios sentidos: se apropiaron del reclamo

desde el Estado y, por lo tanto, no como un reclamo al Estado; y trajeron el ideal de la restitución

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de la Nación a la práctica de la nación real, sacaron a Malvinas de aquel lugar prístino y las

sometieron al desencantamiento propio de la realidad nacional.

La derrota, entonces, fue vivida como una traición, como una promesa defraudada. Se había

profanado un símbolo que representaba lo más puro de la identidad nacional y las reacciones

típicas - potenciadas por la divulgación de las violaciones a los derechos humanos y las

negligencias y abusos en el las islas por parte de los militares - fueron las del lamento por la

oportunidad perdida y las de la detención de todo análisis crítico con la sentencia terminante de

“guerra absurda”. Las elaboraciones sociales tampoco tuvieron, al menos en lo inmediato, un

tratamiento institucional, a pesar de lo cual se manifestaron espontáneamente en las reacciones

sociales frente a la invocación de Malvinas luego de la guerra.

La eficacia de Malvinas como mito nacional había estado siempre supeditada a la vigencia de un

Gran Relato Nacional, aquel que define una identidad nacional aglutinante, que funda un sistema

simbólico a partir de una narración de origen. Sin embargo, luego de la guerra y entre discursos

que en clave de lamento aún sostienen ese Gran Relato, aparecen con fuerza signos de

agotamiento del mismo. La apatía generalizada tanto respecto de la guerra como de la causa en

general excede la mera decepción por la derrota. La insistencia y el odio generalizados contra los

responsables de la conducción de la guerra antes que contra la agresión británica es prueba de

que, como antes de la guerra, Malvinas era mucho más que un conflicto territorial con otro país.

Pero, precisamente, a diferencia de lo que acontecía en el pasado, cuando Malvinas operaba en

clave de política interna y motorizaba un reclamo, ahora la denuncia se disolvía en apatía y

resentimiento, en el abandono de cualquier reclamo para restituir la Nación.

El agotamiento de Malvinas como símbolo de la Nación tuvo una puesta en escena remarcable

en la crisis de Semana Santa de 1987. Su invocación antes que garantizar un halo de legitimidad

a la negociación con los sublevados, defraudo a amplios sectores de la población que apoyaban

al Presidente democrático. Pero su elaboración más acabada se dio, tal vez, en otra forma de

expresión de los discursos y sentimientos sociales: la literatura. Allí el tratamiento de Malvinas

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en la posguerra estuvo atravesado por sentidos y temáticas novedosas. La sugerente

preponderancia de relatos que rechazan la forma épica para contar la guerra; la deslegitimación

de la nación como categoría identitaria y como valor intrínseco; y la tematización de la

paternidad trunca o incapaz, son todas manifestaciones de una insistencia en deconstruir la lógica

de aquel Gran Relato Nacional que es característica de esta literatura y que demuestra que

Malvinas pudo operar de manera distinta de como había operado hasta entonces. Es sólo a partir

de esta modificación que la literatura manifiesta de manera ejemplar - pero que la trasciende y se

afirma como un discurso social vigente - que una desafiante sentencia popular como “Las

Malvinas son argentinas” además de resonar como orgullo nacionalista y triunfalismo

esperanzado, empieza a resonar también y más que nunca como un esfuerzo por neutralizar, con

la violencia de una sentencia tajante, una profunda inquietud.

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