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Mujer y Paideia en la Antigüedad Tardía

Date post: 27-Jan-2023
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-663- MUJER Y PAIDEIA EN LA ANTIGÜEDAD TARDÍA Rosa SANZ SERRANO Universidad Complutense Madrid La joven tenía muchos encantos aparte de su juventud y belleza. Estaba muy versada en literatura y geometría, tocaba la lira y estaba acostumbrada a oír los discursos de filosofía con atención (Plutarco, Pomp., 55). Mi mujer es sensible y cuidadosa con nuestro dinero. Además me ama, un signo de virtud. De este amor por mí ha ido tan lejos que está interesada por mi literatura; posee copias de mis escritos, los lee repetidamente y los memoriza… Cuando recito mis trabajos está al lado, detrás de una cortina para ver el precio que recibo. Ella ha puesto música a algunos de mis poemas y los canta con acompañamiento de una lira, dirigida por un maestro de música, pero sobre todo por el mejor de los maestros, el amor (Plinio, ep., 4, 19, 2-4). En plena época imperial Plutarco, alabando las virtudes de la hija de Pompeyo, la consideraba una mujer bella y culta. En la misma línea Plinio otorgaba estas características a su mujer Calpurnia, completando el estereotipo de la mujer aristócrata romana bien educada con el signo inequívoco de la admiración de la esposa hacia el marido. A través de ambos textos, podemos entrever lo que los hombres romanos creían un comportamiento intelectual adecuado para una mujer de familia destacada. Para Plutarco, la juventud y belleza podían sin traba combinar bien con una educación refinada basada en unos buenos conocimientos de música y literatura, un tipo de enseñanza primaria a la que solían tener acceso en su infancia y juventud algunas niñas romanas, casi siempre de una forma privada. A Plinio, además, le interesaba resaltar las virtudes de una buena matrona, capaz también de atender la casa y, como consecuencia de su devoción conyugal, interesarse por las actividades literarias del marido. En ambos textos hay una cierta admiración por los personajes femeninos y, por lo tanto, una abierta tolerancia hacia sus «actividades» culturales. Distinto era el parecer de Salustio cuando, criticando a las mujeres del círculo de Catilina, en especial a Sempronia, a la que consideraba con un desaforado apetito sexual e implicada en ciertas muertes violentas, admitía también que esta mujer, litteris graecis latinis docta, no estaba libre de un ingenio y un encanto que le provenía de: la habilidad de escribir versos, decir chistes, hablar ya sea modesta, tierna o insolentemente (Salustio, Cat., 25, 2-5). En una línea más satírica, el poeta Juvenal, con su ironía misógina lamentaba la presencia exasperante en los banquetes de mujeres letradas y entendidas en poesía, a las que nada les estaba vetado –que no
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MUJER Y PAIDEIA EN LA ANTIGÜEDAD TARDÍA

Rosa SANZ SERRANO

Universidad Complutense Madrid La joven tenía muchos encantos aparte de su juventud y belleza. Estaba muy

versada en literatura y geometría, tocaba la lira y estaba acostumbrada a oír los discursos de filosofía con atención (Plutarco, Pomp., 55).

Mi mujer es sensible y cuidadosa con nuestro dinero. Además me ama, un

signo de virtud. De este amor por mí ha ido tan lejos que está interesada por mi literatura; posee copias de mis escritos, los lee repetidamente y los memoriza… Cuando recito mis trabajos está al lado, detrás de una cortina para ver el precio que recibo. Ella ha puesto música a algunos de mis poemas y los canta con acompañamiento de una lira, dirigida por un maestro de música, pero sobre todo por el mejor de los maestros, el amor (Plinio, ep., 4, 19, 2-4).

En plena época imperial Plutarco, alabando las virtudes de la hija de Pompeyo, la

consideraba una mujer bella y culta. En la misma línea Plinio otorgaba estas características a su mujer Calpurnia, completando el estereotipo de la mujer aristócrata romana bien educada con el signo inequívoco de la admiración de la esposa hacia el marido. A través de ambos textos, podemos entrever lo que los hombres romanos creían un comportamiento intelectual adecuado para una mujer de familia destacada. Para Plutarco, la juventud y belleza podían sin traba combinar bien con una educación refinada basada en unos buenos conocimientos de música y literatura, un tipo de enseñanza primaria a la que solían tener acceso en su infancia y juventud algunas niñas romanas, casi siempre de una forma privada. A Plinio, además, le interesaba resaltar las virtudes de una buena matrona, capaz también de atender la casa y, como consecuencia de su devoción conyugal, interesarse por las actividades literarias del marido.

En ambos textos hay una cierta admiración por los personajes femeninos y, por lo tanto, una abierta tolerancia hacia sus «actividades» culturales. Distinto era el parecer de Salustio cuando, criticando a las mujeres del círculo de Catilina, en especial a Sempronia, a la que consideraba con un desaforado apetito sexual e implicada en ciertas muertes violentas, admitía también que esta mujer, litteris

graecis latinis docta, no estaba libre de un ingenio y un encanto que le provenía de: la habilidad de escribir versos, decir chistes, hablar ya sea modesta, tierna o

insolentemente (Salustio, Cat., 25, 2-5). En una línea más satírica, el poeta Juvenal, con su ironía misógina lamentaba la presencia exasperante en los banquetes de mujeres letradas y entendidas en poesía, a las que nada les estaba vetado –que no

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solo se interesaban por la lengua griega, sino por el amor «a la griega»– y el bochornoso papel de algunas esposas que, bien ilustradas, corregían a su marido públicamente, de manera que:

Ella sola, por sí misma, hace tanto ruido como una tribu primitiva ahuyentando a

un eclipse. Debería aprender la lección de los filósofos: «la moderación es necesaria incluso para los intelectuales»… Las esposas no deberían intentar ser oradores públicos; no deberían utilizar ardides retóricos; no deberían leer a todos los clásicos –deben existir algunas cosas que las mujeres no comprendan. Yo mismo no puedo entender a una mujer que puede citar las reglas de la gramática y nunca comete una falta y cita a confusos y olvidados poetas –como si los hombres se preocupasen de tales cosas–. Si ella tiene que corregir a alguien, permítasele corregir a sus amigas y dejar a su marido en paz (Juvenal, Sat., VI, 452-460).

El contraste entre ambos grupos de textos viene a demostrar las contradicciones

del sistema romano a la hora de aceptar la participación de la mujer en la paideia clásica. Esta, para la que estaba vetada cualquier participación en la política y la vida pública y estaba lejos de situarse en un plano de igualdad profesional con los varones, podía no obstante acceder a unos conocimientos que, aunque en sí mismos no parecían peligrosos, eran vistos en ciertos círculos como potencialmente desestabilizadores del orden. Esto era así considerado aun cuando, paradójicamente, el aprendizaje se producía en el marco de la organización familiar, la célula básica de control social, y dentro de las actividades infantiles consideradas «lúdicas», que eran guiadas por los propios padres o por el ludi magister o el paedagogo. En el caso de las niñas pocas veces recibían una enseñanza más completa que unos rudimentos de escritura, lectura y música y fueron excepción quienes, de jovencitas y de mano del grammaticus, pudieron perfeccionarla con la lectura de los clásicos, unos mejores conocimientos de las matemáticas y el bilingüismo. Además hay que tener en cuenta que, quienes lo hicieron, pertenecieron en su mayoría a las familias mejor situadas económica y socialmente, para las que era fácil prescindir de sus hijas como ayuda en las actividades laborales y en el ejercicio de la pietas para con los miembros más necesitados de la familia.1

Aún así, son relativamente abundantes los documentos demostrativos de la existencia de mujeres mejor formadas. Y no solo los que se encuentran en contextos historiográficos y literarios, sino también en testimonios epigráficos y arqueológicos que no dejan de ser excepcionales si los comparamos con la documentación que tenemos sobre hombres letrados. Con ellos, algunos autores, entre los que se encuentra William V. Harris (1991: 27), han elaborado el discurso de «lo necesario»

1 Sobre el papel de la mujer dentro de la familia, vid. Rawson, 1991, principalmente el artículo

en esta edición de Saller, 1991: 144-165. Fantham, 2008: 158-172 ha señalado como la educación se producía en la etapa en que vestían la toga praetexta, y después adquirían los distintivos de una matrona, la stola (vestido), la palla (manto), la vittae purpura o cinta púrpura y el carpentum o coche de mano en el caso de que se perteneciese a alguno de los órdenes privilegiados.

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de la enseñanza femenina. Este autor ha dado un buen número de razones para justificar su argumentación, principalmente la necesidad para muchas mujeres de llevar un control de la economía doméstica, no solo en el hogar del padre sino principalmente en el correspondiente al marido, de poder leer y firmar contratos, de enviar cartas sin intermediarios en su nombre o en el de sus varones o de hacerse cargo de los negocios familiares, sobre todo en situaciones de guerra, viajes y otras vicisitudes que alejaban a los hombres de la economía familiar. Además, por supuesto, del papel que pudieran tener a la hora de transmitir sus conocimientos a los hijos varones y dar un cierto prestigio a la familia.

Estas necesidades esgrimidas por Harris explicarían la existencia en las ciudades que gozaban de una gran actividad comercial y artesanal de maestros privados y escuelas públicas, a donde acudían también las niñas. Incluso contamos con indicios de la existencia de maestras en las pinturas pompeyanas de la casa de Iulia Felix con materiales de escritura –entre ellos un rollo de papiro, un codex con varias tablillas, dos plumas y una tabula ansata– y en el conocido retrato de una mujer con una pluma en la boca y tablillas para escribir, al lado de un hombre que tiene en la mano derecha un rollo de papiro. Aunque, también es cierto que, en el contexto de los grafitos de Pompeya –que están llenos de errores gramaticales–, solo una mínima parte pertenecen a mujeres, porcentaje que es también extensible a otras provincias, principalmente de Oriente y Grecia, donde contamos con un buen número de textos alusivos a la existencia de gramáticos y pedagogos desde épocas muy antiguas. Así parece haber sucedido también en Roma, donde Tito Livio deja constancia de escuelas muy tempranas en el foro de la ciudad.2 De la lectura de algunas inscripciones, leyes municipales y sendos decretos de Vespasiano y Caracalla se deduce que, en época romana, los maestros corrían a cuenta de las colonias y gozaban de exención de munera, siempre que enseñasen en su propia ciudad.3 Y fue precisamente esta necesidad de regular sus actividades consideradas públicas así como la existencia de mecenas locales (evergetés) las que permitieron la enseñanza de niños y niñas de procedencia más humilde, incluso esclavos y libertos, que estaban destinados a ejercer los más diversos oficios públicos y privados, tal como ha demostrado Lee Too (2004: 41-51).

Precisamente una recopilación de textos de las ciudades romanas más florecientes llevada a cabo por Joyal, Mac Dougall y Yardley (2009) demuestra la presencia de niñas en estas escuelas, aún cuando los ambientes escolares no fueran siempre los adecuados para una muchachita romana de buena posición como Julia o Calpurnia que solían aprender con maestros privados, por lo que con probabilidad las referencias textuales se dirijan más hacia otros estratos sociales.4 Epígrafes,

2 Schefold, 1957. Algunas alusiones clásicas en Herdt., 6, 27, 1-2; Plutarco, Per., 10, 2, 3 y

Livio, 3, 44, 4-6 y 5, 27, 1-4. 3Dig. I, 4, 11, 4; 18, 30 y XXVII, 1, 6, 9. Algunas inscripciones representativas en CIL, XIII,

1393 y 3694. Vid. Bonner, 1977; Markschies, 2002: 97-119; Petit-Watts, 2006. 4 La presencia de niñas en Plinio (ep. 4, 13, 3-9) y Valerio Máximo (Inst.orat., VI, 1, 3) y para

la afirmación de que los magistri dictaban poesía a una audiencia grandis virgo bonusque puer

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papiros y otros documentos nos ponen en contacto con mujeres letradas o semi-letradas en las provincias, predominando entre ellas las libertas, que ejercieron oficios como los de notariae, escribae, librariae, lectrices y medicae que requerían unos conocimientos más importantes de gramática, matemáticas y otras artes, de los que pudieran necesitar otros oficios típicamente femeninos como los de tonstrices, ornamentrices, ministrae o unguentariae.5 Aunque, aún admitiendo esta realidad, Jenifer A. Sheridan, (1998: 189-203) ha resaltado la escasa proporción de mujeres respecto a los hombres en este tipo de documentos. La autora, además, se reafirma junto con Harris en la hipótesis de que, no obstante, la mayoría de estos casos tampoco vienen a demostrar la existencia de mujeres intelectuales, sino, en todo caso, de profesionales con conocimientos precisos para ejercer su profesión, a veces rudimentarios y reducidos al campo de su actividad. Lo que también contrasta con la información que tenemos sobre los intelectuales masculinos.

Esta relación se repite incluso en situaciones donde la documentación es grande, como sucede con los papiros egipcios. En ellos, de nuevo se testimonia la participación de niñas en las escuelas, sobre todo en ciudades como Alejandría, uno de los focos del saber de la Antigüedad, o en centros religiosos como Menfis o Dendera, donde se relacionan con las actividades en los templos de los didaskaleion dirigidos por maestros (didaskalos). A estos centros acudieron también mujeres, a una de las cuales debe pertenecer el retrato de la momia de Hermione grammatiké. Pero, además, como han demostrado los excelentes estudios de Cribiore (2001 y 1996), basados en documentos escolares procedentes de Hermopolis, algunos de los casos de los papiros del siglo III se relacionan con niñas procedentes de las familias que pertenecían a la boulé (oxy., XXII, 2331) y en concreto uno de ellos se refiere a Haraidous, la hija del gobernador (pap. Giss, 85). De hecho, existen una serie de cartas, hasta 42 documentos, que están firmados entre otras por Tinoutis,

Artemidora, Koprilla, Aurelia Thaïsous o Charite que Cribiore considera redactados por ellas a juzgar por los rasgos lentos y claros, la forma como se traslucen las emociones, el léxico más personal y un vocabulario menos técnico y más relajado del que hubiera empleado un escriba a sueldo. En las epístolas, estas mujeres se refieren a cuestiones relacionadas con los negocios que tenían en la ciudad e incluso alguna deja constancia del privilegio de poder administrar sus bienes sin tutor, quizás después de haber criado un buen número de hijos.

Por lo tanto, parece ser evidente que en el mundo romano nunca se negó a determinadas mujeres de determinados círculos la posibilidad de adquirir una formación, ya fuera para poder dirigir sus negocios –o los de otros en el caso de las libertas–, ejercer ciertas profesiones familiares, atender los asuntos domésticos,

Marcial (ep. IX, 3, 15-68 y X, 62, 1). La educación en casa también está presente en los textos de Plutarco, Crasso, 2; Séneca, De tranq., I, 8; Plinio., ep. VII, 327, 13, Ulpiano, Digesto, XXXIII, 7, 12, 32.

5 Vid. CIL I, (2), 729: II, 497 y 4380; XIII, 2019; VI, 9615 y 9617. Al respecto Evans, 1991: 103 ss; Cribiore, 2001 y 1996. Sobre la actividad de libertos en el comercio de libros y la copia de los ejemplares, sobre todo, White, 2009: 268-288.

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educar a los hijos o lucirse en los ambientes culturales acompañando a sus maridos en sus ejercicios intelectuales. Incluso no faltaron corrientes filosóficas como el estoicismo que las concedían el derecho a una educación similar a la de los hombres, como puso de manifiesto en su día Julio Mangas.6 De acuerdo con todo ello, la Pompeya de Plutarco y la Calpurnia de Plinio no fueron casos aislados dentro de las grandes familias romanas donde podemos recordar también los casos de Julia, la hija de Augusto, Agripina, la esposa de Claudio y madre de Nerón, que escribió sus propias memorias o, todavía mejor, el paradigma de matrona romana que representó Cornelia, la madre de los Graco, hija de Escipión el Africano, que debatía de literatura en su villa de Misenum y quien educó a sus doce hijos en la paideia griega.7 Gracias a Marcial (ep. 10, 64 y 93; 9, 30 y 12, 21) conocemos incluso el nombre de reputadas poetisas que acudían a los banquetes y lecturas privadas, acompañando por lo general a sus maridos, como Argentaria Polla que parece haber sido la mujer de Lucano, la gala Sabina, la hispana Marcella o Sulpicia, hija de un amigo de Cicerón que formaba parte del círculo literario de Ovidio, mientras en el Egipto estudiado por Cribiore es conocida la inscripción de Iulia Bilbilla en la basa del Coloso de Memnon, una mujer a la que se quiere hacer provenir de la estirpe real.

Estos casos excepcionales no siempre contaron con la aprobación de los hombres, como se comprueba en los textos de Juvenal, Salustio y otros autores. Buenos ejemplos son la descripción, plagada de tópicos, de Pánfila, la esposa de Milón, en la obra de Apuleyo «El Asno de Oro» o los estereotipos femeninos presentados en las fábulas griegas y romanas. La cada vez mayor participación de la mujer en la vida pública desató no solo el miedo de los varones a los «peligros» a los que estaba expuesta en los teatros o los baños públicos, también el temor a que pudiera debatir públicamente, escuchar a los oradores en los foros, comprar libros prohibidos o participar en ceremonias religiosas permisivas.8 Esta corriente de rechazo a la libertad intelectual femenina no operó solamente desde la crítica y el descrédito de la mujer educada y culta. En realidad, y aún en la tolerancia, a estas mujeres les faltó siempre el grado de proyección social del que gozaron los hombres, si no en su momento, si con el transcurso del tiempo, como prueba la práctica

6 Mangas, 2003: 289-299. Aunque no por ello Cicerón dejaba de recordar las virtudes propias

de una matrona romana que no eran precisamente las de convertirse en una intelectual (Verr., 2, 2, 7). Pero Epícteto sí abogaba por una mujer romana culta (eps. hermano Quintus, VIII, 2, XXI, 1.10 y a Atticus, 4, 15, 10). Sobre la educación en los estoicos también Christes, 1975.

7 Grimal, 1988: 205. Más información en el excelente trabajo de Hemelrij, 2004. 8 Como han comprobado Dyson, 1992 y Evans, 1991. Macrobio en el siglo IV todavía se

escandalizaba en sus Saturnalia (3, 14,7) de la existencia de escuelas musicales donde acudían chicas y chicos rompiendo con los usos y costumbres de los antepasados. Julio Mangas, 2007: 89-120 ha señalado la utilización de niños y niñas en ceremonias religiosas y concursos. Robert, 1988: 133 ha dado algunos ejemplos de los cambios operados en la moda femenina, con el abandono de la stola y el manto o palla y adoptando tejidos como la seda, además de nuevas modas alimenticias, el gusto por la poesía y la literatura e incluso prácticas como la adivinación o la mántica. Sobre el tema White, 2009: 268 y Parker, 2009: 186-230.

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desaparición de sus escritos gracias al esfuerzo de quienes decidieron relegarlas al olvido, aún cuando en muchos casos produjesen admiración o se hubieran convertido en modelos de círculos intelectuales masculinos.9

A pesar de un relativo éxito social de las mujeres cultas romanas durante la etapa imperial, fueron muy escasas las que, además, tuvieron la posibilidad de acceder libremente al grado más alto de educación, el que les daba la posibilidad de aprender en las mejores escuelas del momento y acceder a estudios superiores de retórica, filosofía, jurisprudencia, medicina, astronomía o arquitectura. Incluso en los casos que tenemos documentados, sus actividades nunca dejaron de estar relacionadas con los padres y esposos en los que encontraron su apoyo y protección, y con círculos intelectuales masculinos conocidos que completaban el reducido grupo en el que se desenvolvían. La explicación está contenida en el modelo de sociedad antigua que negaba a la mujer el acceso a cargos administrativos y a la participación en la vida política, lo que a la larga dejaba socialmente sin sentido sus actividades intelectuales. Sobre todo si las familias tenían que invertir una buena parte de su patrimonio en la educación superior de unos hijos cuya compensación solo podía venir a través del éxito social y profesional de los mismos, realidad que se comprueba especialmente al final del Imperio romano, tanto en la obra de Agustín de Hipona como en la de Libanio de Antioquía.10

En efecto, en las ciudades como Tiro, Roma, Atenas, Alejandría, Antioquía, Cartago o Burdeos, donde se concentraban los jóvenes varones de las familias más notables –y a veces no tan notables– faltaban las alumnas aventajadas que habían recibido, sin embargo, una enseñanza más básica en las escuelas o en la casa. Los peligros de la vida estudiantil eran grandes y los ambientes poco adecuados para una mujer, al depender la enseñanza superior de las estructuras del Estado y de unas condiciones sociales y políticas difíciles.11 Las peleas entre estudiantes y la delincuencia estudiantil eran habituales en esos ambientes como se ve en la descripción hecha por Libanio (Orat., I, 8) de las cofradías de estudiantes de Atenas y de sus luchas a palos, a cuchilladas, a pedradas y de las heridas resultantes de

ellas, de las defensas, los procesos y de los juicios substanciados sobre pruebas

resultantes de tales enfrentamientos. A la par de ellas sucedían las rencillas continuas entre docentes que luchaban por conseguir la titularidad de las cátedras del Estado –cathedrae/thronoi–, remuneradas y que contaban exacciones fiscales y premios. De manera que los aspirantes no se reprimían a la hora de desprestigiar al

9 Como sucedió con Corina, la docta puella, del Ars Amandis de Ovidio. Sobre la admiración

que recibieron algunas mujeres, vid. Hermelrijk, 2004; Grisé, 1982; Grimal, 1988. 10 Las ciudades en general estaban llenas de hijos de notables llegados de todas las provincias.

Agustín, Conf., I, 9, 14; I, 16; V, 8, 1; V, 16,10 ss. El mismo Agustín y su amigo Alipio llegaron al obispado gracias a sus estudios y a los contactos que tuvieron en las ciudades italianas y del norte de África. Libanio, Orats. I, 11, 17-18; I, 12, 19; II, 3, 5; III, 3, 5; III, 6, 10; V, 5, 8). Al respecto, mis trabajos Sanz Serrano, 1993: 455-462 y 2009: 83-116. También los clásicos de Bowersock, 1969 y Liebeschüetz, 1972.

11 Marrou, 1948; Petit, 1955 y más recientemente Petit, Edward y Watts, 2006; Maxwel, 2006; Morgan, 1998.

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contrario, utilizando todo tipo de artilugios para atraer a los estudiantes que habrían de darles fama y que además cubrían con sus pagas el escaso sueldo recibido de las ciudades, y elaborando todo tipo de denuncias que podían llevar al rétor rival a dar con sus huesos en la cárcel o a pagar su cargo con la vida. Los conflictos y la competencia, a veces, fueron tan duros que los emperadores se vieron obligados a regular el número de profesores en cada ciudad para que no hubiera litigios entre personas y entre ciudades, lo que no siempre consiguieron.12

La situación se complicó cuando, a partir del siglo IV, comenzaron los grandes enfrentamientos religiosos entre cristianos y paganos que alcanzaron también a los ambientes estudiantiles, iniciándose en ellos una lucha todavía más encarnizada por el monopolio de la educación y el control ideológico del estado.13 Esta fue, en gran parte, la causa de la tan controvertida ley del emperador Juliano (C. Th., 13, 3, 5) en la que, en un último intento de devolver su prestigio a los antiguos cultos paganos y a la paideia helenística en el año 362, prohibía enseñar a los profesores cristianos en la escuelas públicas con el argumento de que podían verse obligados a debatir sobre aquello en lo que no creían, añadiendo además que una buena educación no es una

fluidez de palabras y conocimientos, sino una disposición hacia el buen juicio y las

correctas opiniones, hacia lo bueno y lo malo. A pesar de que el corto reinado de este emperador impidió apartar a los cristianos del cada vez mayor control de la enseñanza, todavía a comienzos del siglo V una buena parte de los rétores eran paganos y existía una cierta vergüenza entre los que se convertían al cristianismo, según Agustín (Conf., VIII, 1, 2 y 2, 4-5). Lo que no libraba a los paganos de ser acusados con asiduidad de practicar la adivinación y la magia, usos castigados con la pena capital, con el fin de eliminarlos en el ejercicio de la enseñanza. Como le sucedió a Libanio cuando, en la labor de atraerse estudiantes, fue acusado de guardar las cabezas de dos mujeres en su casa para practicar la magia contra el emperador por un bailarín partidario de otro sofista (Orat., I, 98).

Las controversias religiosas y el temor de los padres a que sus hijos fueran captados por sectas y grupos contrarios a las creencias familiares habían existido siempre, pero se acrecentó entre las familias cristianas. No en vano era común, en los ambientes estudiantiles, las obligadas iniciaciones en la teurgia y las prácticas de adivinación en misterios como los de Eleusis y otras actividades paganas. Incluso algunos de los más prestigiados rétores prestaban sus servicios a determinados

12 Por ejemplo, 3 profesores de latín, 5 rétores de griego, un filósofo y 2 profesores de leyes

(C. Th., XIV, 9, 3 de Teodosio). Se intentó regular incluso los locales donde podían enseñar (C.

Th., XV, 1, 53). El emperador Graciano en el año 376 (C. Th., 1, 3, 3,11) prohibió en una orden dirigida al prefecto del Pretorio de la Galia que las ciudades cambiaran los sueldos de los profesores sin permiso del Estado para evitar la competencia entre ellas.

13 Libanio, Orationes I y XXX. También Juliano, ep. 260. Aunque, en general, los estudiantes procuraban asistir a las clases de distintos profesores, tanto paganos como cristianos como Prohaeresius, como hicieron el propio emperador Juliano y el cristiano Gregorio, después obispo de Nacianzo, que habían estudiado juntos en Atenas (Amiano Marcelino 17, 5, 14). Basilio de Cesarea era un cristiano de Armenia y, no obstante, estudió en Antioquía con el sofista Ulpiano y luego marchó a Atenas (Socrates, 4, 26 y Sozom 6, 17). Vid. Sanz Serrano, 2009.

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templos y divinidades, tal como testimonia el poeta Ausonio –hijo de paganos y de padre médico– en su obra Commemoratio, en la que se expone el abierto paganismo de los profesores de Burdeos, como también de los de otras ciudades como Ilerda, Tolosa, y Bazas, destacando entre ellos personajes como Acio Patera (Commemoratio, 4) que era de una familia de druidas (de Bayocaso) proveniente del

sagrado linaje del templo de Beleno y dedicada desde siempre al culto de Apolo. También Libanio (Orat., I, 3 y 13) y Juliano (Orat., I, 23-28; 31) dejaron constancia de la implicación de los estudiantes en las más variadas prácticas religiosas. Pero, además, estos podían ser captados por grupos de dispar ideología que solían ofrecer su apoyo en las ciudades a sus simpatizantes, como les sucedió por ejemplo a Agustín y sus amigos con los maniqueos en Roma, lo que servía al mismo tiempo para encontrar apoyos fuertes dentro de una carrera política.14 Al respecto he tratado en otro momento las razones por las que considero que la subida al poder de Juliano, tras su pronunciamiento en contra de Constancio II, y la restitución del paganismo en el imperio, estuvieron soportadas por grupos de presión política surgidos de las filas de rétores y filósofos de las principales ciudades estudiantiles en las que había estudiado el emperador de joven.15 La evidencia en la documentación de los siglos IV y V de la fuerza de los grupos de presión es grande, principalmente porque estaba en juego el destino del Imperio cristiano y porque las usurpaciones, movidas por intereses políticos pero amparadas por discursos ideológicos, fueron en estos siglos constantes. Los emperadores fueron conscientes de ello y de ahí la ley del año 379 (C. Th., 14, 9, 1), por la que se obligaba a los estudiantes a registrarse a su llegada a una ciudad, certificar sus orígenes familiares, los apoyos con los que contaban y los estudios que querían llevar a cabo que eran bien investigados. También las leyes (C.

Th., 14, 9, 3 de 425, Teodosio II) actuaban contra los falsos profesores que enseñaban en sus casas y reclutaban con malas artes a los alumnos, lo que siempre estaba bajo la sospecha de crimen contra el Estado.

De estas pocas pinceladas sobre un problema muy complejo se desprende que los ambientes estudiantiles no eran los más adecuados para una mujer romana, por muy interesada que esta estuviera en recibir una enseñanza superior. Sobre todo si ello suponía un desplazamiento costoso, el alejamiento de la familia que la protegía, los peligros de vivir sola en ciudades hostiles y el poder caer en círculos peligrosos, sórdidos y masculinos, sin existir a cambio una compensación profesional. A pesar de ello, contamos en los siglos IV y V con ejemplos de mujeres muy cultas, que ejercieron sin obstáculos actividades que requerían unos estudios especializados.

14 Aja Sánchez, 1998 ha trabajado sobre las disputas urbanas de distinto calibre. Libanio

mismo expone en sus escritos cómo incluso tuvo que sacar de la cárcel a algunos de sus alumnos perseguidos por sus enemigos políticos (Orat., I, 87, 102). También este rétor tuvo entre sus discípulos a hombres con cargos muy importantes en la administración provincial que luego le protegieron.

15 Es el mejor ejemplo de que estos grupos políticos de presión podían tener una fuerza considerable, ya que antiguos compañeros se encontraban dispersos en el Imperio controlando las provincias y mantenían una fidelidad grande a sus antiguos profesores. Sanz Serrano, 1993 y 2009.

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Pero también es cierto que las ejercieron dentro de su círculo familiar del que difícilmente la mujer honorable podía separarse. Al respecto es significativa la alabanza del poeta galo Ausonio a su tía Emilia Hilaria, quien había conseguido dedicarse al ejercicio de la medicina, una profesión tradicional entre los hombres de su familia, decorosamente y amparada por la tradición familiar, pero a costa de la renuncia a su condición de mujer, de la maternidad y el matrimonio:

Te volvías como un muchacho bien a las claras, al practicar las artes de la

medicina siguiendo la costumbre de los hombres. El sexo femenino siempre te causó odio y de ahí creció tu deseo por consagrar tu virginidad (Parentalia 6).

Afortunadamente no todas las mujeres inquietas intelectualmente renunciaron a

contraer matrimonio, ya que fueron sus esposos sus principales pilares en el ejercicio de la filosofía. La Vida de los Sofistas de Eunapio (468 ss) demuestra que algunas filósofas de los círculos académicos más importantes en Oriente –como Aedesia, mujer del neoplatónico Hermias, Sosipatra, la esposa del filósofo Eustacio y sus afines Anthusa, Theodora y Eunomia, seguidoras de grandes pensadores como Dion de Prusa, Carnéades de Atenas, León de Bizancio, Eudoxo de Nido, Ammonio y Longino de Alejandría–, eran esposas o hijas de filósofos de prestigio con los que compartían sus aficiones y estudios. De Alejandría proviene también el caso más conocido, gracias a Amenábar, de la filósofa Hypatia, a quien tampoco se puede apartar de los círculos neoplatónicos que, siguiendo a Porfirio y Jámblico, admitían la igualdad de enseñanza para varones y hembras y a los que pertenecía su familia, en especial su padre, el filósofo Theon, quien la introdujo en los estudios y ambientes del Mouseion y del Serapeion y en los debates de los foros. De hecho, Hypatia pudo ser quien fue, no por ser mujer, sino porque nació en el lugar apropiado y en la familia apropiada, aunque no en el tiempo apropiado como demuestra su asesinato. Además de que contó con el apoyo de un círculo intelectual de antiguos compañeros de estudios y de discípulos, donde destacaban políticos como Hesiquio, el dux de Libia, y Orestes el prefecto de Alejandría y gobernador de Egipto, además del filósofo Isidoro. Estos incondicionales le permitieron desarrollar sus actividades, incluida la política, con cierta libertad, como se desprende del discurso del cristiano Sócrates Escolástico en el que se señalan las mismas, propias de hombres y paganos, como causa principal de su asesinato:

Había una mujer en Alejandría llamada Hipatia, hija del filósofo Teón que tuvo

tales logros en literatura y en ciencia como para sobrepasar a todos los filósofos de su tiempo. Siguiendo la escuela de Platón y de Plotino, ella explicaba los principios de la filosofía a sus oyentes, algunos de los cuales venían de lejos para oír sus lecciones. Debido a su autocontrol y distinción que había adquirido como a partir del cultivo de su mente, ella aparecía en público en presencia de magistrados. Ella no se avergonzaba de acudir a una asamblea de hombres. Todos los hombres tenían gran admiración por ella debido a su extraordinaria dignidad y

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virtud. Cayó víctima de la envidia política que dominaba en aquellos tiempos (H.E. 7, 13).

Y fueron precisamente hechos como los relatados los que alimentaron la leyenda,

al igual que le sucedió a Hilaria, la tía de Ausonio, de un cierto rechazo por parte de la filósofa a aceptar su condición de mujer:

Acostumbraba a ponerse su manto de filósofa y pasear por medio de la ciudad

interpretando públicamente a Platón, a Aristóteles, y las obras de algunos otros filósofos para quienes deseaban escucharla. Además de su habilidad en la enseñanza, destacaba en el pináculo de la virtud. Era justa y casta y permaneció siempre virgen. Era tan bella y bien constituida que uno de sus discípulos se enamoró de ella y al ser incapaz de controlarse a sí mismo le mostró un signo de su encantamiento. Hipatia intentó sin conseguirlo, calmarle mediante la música. La verdad es que la historia acerca de la música no es correcta. En realidad, ella cogió paños que había manchado durante su menstruación y se los mostró como un signo de la suciedad de su menstruación y dijo: «Esto es lo que amas, joven, y esto no es bello». Él se sintió tan avergonzado y asustado ante la horrible visión que experimentó un cambio en su corazón y se convirtió rápidamente en un hombre mejor. Así era Hipatia, tanto inteligible y elocuente en el discurso como prudente y cortés en sus actuaciones (Damascio, Vita Isidorus, I, 166).

No es este el momento de analizar con detenimiento la vida de la filósofa ni los

pormenores de su condena a muerte, ni las relaciones con sus antiguos discípulos, algunas de ellas muy intensas como demuestran las cartas de Sinesio, obispo de Cirene, en las que este lo mismo le cuenta que ha perdido a sus hijos como le pide que le construya un hidroscopio (eps. 10, 15 y 1, 16 de Sinesio), o le habla de los compañeros comunes (eps. 4 y 5, 260) y de la decadencia de la escuela (eps. 56 y136).16 Pero sabemos que, después de su muerte, era ya considerada por ciertos cristianos, cuya tradición recoge Juan de Nikiu (Chron., 84-92), no como una pensadora, sino como una experta en artes mágicas, entregada a los astrolabios y a la música, el estereotipo de la mujer no deseada. En la propia muerte, el despedazamiento desnuda en la madurez, y sus resultados, la réplica ante las actividades prohibidas para una mujer, se puede percibir no solo la intolerancia religiosa, también la culminación de un proceso de coacción –acentuado por el triunfo de la ideología cristiana– de la libertad femenina para aprender y enseñar la

16 Sócrates continúa diciendo que fueron motivos políticos los de su asesinato y que fue la

muchedumbre encabezada por Pedro quien la asaltó y la llevó a la iglesia llamada de Cesarión, donde la desnudaron completamente y la mataron con escombros de tejas. Después de descuartizar su cuerpo llevaron sus trozos a Cenarion y allí los quemaron. A Sócrates, que era cristiano, le pareció que el acto era contrario al espíritu de la cristiandad. Sobre la problemática, vid. Frankfurter, 2000: 162-94; Reyes, 2004: 107-10; Baegnoen, 1982; Haas, 1997 y, en español, más recientemente Blázquez, 2004: 403-419.

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paideia clásica.17 La fuerza que faltó a las críticas textuales de Juvenal o Salustio la tuvieron los obispos cristianos y sus masas dispuestas a destrozar y mancillar el cuerpo de sus maestras.

Pero hay otros indicios de mujeres víctimas de la intolerancia masculina y religiosa, aunque menos conocidas. Algunas pertenecientes a los círculos gnósticos y maniqueos, donde según Jerónimo tuvieron un importante papel estudiando y debatiendo junto a sus hombres; entre ellas Ágape, la maestra de Prisciliano, quien, por cierto, aparece en los textos realizando sus actividades junto a su esposo Elpidio y que fue tachada de maga.18 Más demostrativos son los ejemplos de la ejecución de Eucrothia y Procula, compañera de Prisciliano y madre de esta respectivamente (Sulpicio Severo, Chron., II, 49), mujeres cultivadas e hija y esposa de uno de los rétores paganos más conocidos de Burdigala, Acio Tiro Delfidio. Este fue dedicado al culto a Júpiter y le dedicó un recuerdo Ausonio, quien se alegraba de que hubiera muerto antes de que se produjera la ejecución de ambas, acusadas de herejes junto con otros priscilianistas y no habiendo sido lastimado por la locura de tu hija

desatinada y el castigo de tu esposa (Comm., 5. Acio Tiro Delfidio, rétor). Las intelectuales que buscaban los cristianos debían elevar los ojos al cielo y

descuidar las cosas de la tierra. Pocas de ellas pudieron escaparse de esta imposición, como fue el caso de la emperatriz Eusebia, esposa de Constancio II y protectora de un Juliano filósofo y pagano, con quien intercambiaba debates, libros y quizás algo más, educada según la paideia clásica (Juliano, Orat., V, 5). El nuevo ideario apostaba por la mujer culta dedicada al conocimiento de Dios, la defensa de la fe frente a las herejías y el fomento del culto de los mártires, como se comprueba en el excelente estudio de Holum (1982) sobre las mujeres de la dinastía Tedosiana. Entre ellas, destacaron la emperatriz Aelia Flavia Flacilla, primera esposa de Teodosio y madre de Arcadio y Honorio, Aelia Eudoxia, mujer de Arcadio, o Aelia

Pulcheria dueña del gobierno de Oriente en nombre de su hermano Teodosio II, que se entregó a la virginidad y la ascesis, y convirtió su palacio en un monasterio en el que se supervisaba la educación cristiana de las mujeres y hombres de la familia; principalmente la de la emperatriz Aelia Eudocia, llamada anteriormente Athenais

por su padre, el filósofo pagano Leontius.19 La última mezcla de viejos y nuevos conceptos la encontramos todavía en Occidente en la Augusta Gala Placidia, hija de Teodosio, hermana de Arcadio y Honorio y madre de Valentiniano III quien, habiendo sido educada en su infancia y juventud en la casa de Estilicón, rodeada de esclavas extranjeras y en unos ambientes relativamente liberales, gracias a cuya

17 Aunque no faltaron cristianos como Damascio frg. 102 que llamó bestias a sus asesinos y

Sócrates (HE, VII, 15) que lo consideró el acto como una deshonra para el cristianismo. Vid. Dzielska, 1996; Sheppard, 2008: 835 ss.

18 Vid. Jerónimo, ep. 120, 2, 10 y Sulpicio Severo, Chron., II, 46, 7. He estudiado el problema en Sanz Serrano, 2003: 140-150.

19 Quien por ser muy bella fue entregada a la emperatriz por su pariente el comes sacrarum

largitionum Asclepiodotus para que la apartara del paganismo y la casara con su hermano. Vid. Sócrates Escolástico, 7, 22, 4-6, Sozomeno, 9, 1, 3-11 y Teodoreto, HE, 5, 36, 4.

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educación pudo compartir su vida con el godo Ataúlfo, siempre fue presentada como una líder del cristianismo por los autores de su tiempo (Sanz Serrano, 2006).

El cambio se evidencia en especial en la epístola dirigida por Jerónimo a Leta, hija del pontífice pagano Albino y convertida al cristianismo al casarse con Toxocio, un noble abandonado de niño por su madre Paula cuando esta decidió irse a vivir a Belén con el llamado santo. La pareja había pedido consejo a Jerónimo sobre la enseñanza que su niña recién nacida debía recibir y este no dudó en aconsejar su formación dentro de la casa como parte de la tradición de las familias romanas, con una forma de aprendizaje basado en el juego para evitar el odio a los estudios. Sin embargo, la epístola encierra una dureza educativa sorprendente, clara en sus intenciones, hasta el punto de que Jerónimo era consciente de que Leta podría no ser capaz de llevarla a cabo y, por ello, le aconsejaba remediar este dolor deshaciéndose de la hija y enviándosela a su abuela y al propio Jerónimo a Belén para vivir entre los coros de vírgenes, afirmando además que los cristianos no nacen, sino que se

hacen. Entre tanto, el monje aceptaba que como propio de una mujer aprenda

también a labrar cosas de lana, a manejar la rueca, a tener sobre las rodillas el

canastillo de las mazorcas pero pedía que se inculcase en la niña el desprecio a las telas de seda y el oro, se la alimentase exclusivamente de hortalizas, sémola y rara vez algunos pececillos para que el hambre le permitiera leer y orar después de la comida, se la apartase de los compañeros de juegos, de los seglares, de las fiestas, de los baños e incluso de cualquier amistad con criadas –salvo con la más fea de su edad (siempre el miedo a cualquier interés por el amor y el sexo) y de su aya–, al mismo tiempo que ordenaba que desde una corta edad emplease sus horas en la oración, desde la madrugada a la noche, cantando los salmos e himnos, de manera que un tiempo ocupado en tanta variedad de obras se le hará muy corto. Además, Jerónimo definía las líneas de la formación intelectual de una niña cristiana:

Aprenda primero el salterio y con estos cánticos se aparte de los otros mundanos,

y en los Proverbios de Salomón instrúyase para la vida. En el Eclesiastés acostúmbrese a pisotear las cosas del mundo. En Job siga los ejemplos de fortaleza y paciencia. Pase luego a los evangelios, que no deje ya de la mano. Con todo el afecto del corazón, empápese de los Hechos y cartas de los apóstoles. Y ya que con estos tesoros hubiere enriquecido las arcas de su pecho, aprenda de memoria los profetas y el Heptateuco, los libros de los Reyes y de los Paralipómenos, así como los volúmenes de Esdras y Ester; por último, y ya sin peligro, aprenda el Cantar de los cantares… Críese en el monasterio, viva entre los coros de las vírgenes, no aprenda a jurar, tenga el mentir por sacrilegio, no sepa lo que es el siglo (ep. 107 A Leta).

Al mismo tiempo ofrecía a la madre con la dureza que le caracteriza la

compensación del compromiso de transportarla él mismo, ya viejo, en sus hombros y educar a la esclava y esposa de Cristo, que ha de ofrecerse a los reinos celestes.

Por lo tanto, la transformación operada con el cristianismo no radicaba en la negativa al aprendizaje de las mujeres, sino en el empeño de conseguir un nuevo

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ideal de mujer, fundamentalmente desviada hacia la educación religiosa dentro y fuera del matrimonio, y en especial alejada de las inquietudes intelectuales y sociales de las que, al menos unas pocas mujeres paganas, habían disfrutado en otros tiempos. Si bien es cierto que la dedicación a los dioses no era un fenómeno nuevo, con el cristianismo este ideal de vida, al menos teóricamente, debía de ser asumido por toda la sociedad y condenaba a la mujer que tuviera otras inquietudes a seguir estos preceptos. El periplo por el Mediterráneo de la noble Melania, cuya vida nos ha llegado a través de la obra de Geroncio (V.M., 56 ss) y la Vida Lausica, es un reflejo del monopolio por parte de la Iglesia de las actividades de un tipo de mujer aventurera e inquieta a la que se ha llegado a comparar con una snob de su tiempo20 que, imbuida de la nueva ideología, sacrificó su matrimonio, su hacienda y su vida a la consecución de un ideal impuesto por hombres como Jerónimo, arrastrando a esposo y siervos por los más dispares lugares del Mediterráneo, obsesionada por la fundación de monasterios y la visita de los lugares santos. Otras hijas predilectas de familias cristianas, cultas en el sentido cristiano del término, componen un listado de mujeres conocedoras de la paideia cristiana cuya libertad se identificaba con actividades semejantes a las de Melania, por otra parte no exentas de riesgos y de experiencias, motivo por el cual no dudaron en hacer partícipes de ella a las personas que les rodeaban. De entre ellas, la misma suegra de Leta, que terminó sus días en los lugares santos con Jerónimo y no dudó en abandonar a su niño pequeño o Therasia, la mujer del hispano Paulino de Nola, rica latifundista hispana que ayudó a su esposo a convertir las posesiones de ambos en monasterios.

En el cambio buscaban la salvación individual mediante la lectura y el encuentro con Dios y ello, en comparación con las filósofas e intelectuales paganas, llevaba a la renuncia a cualquier forma de reflexión e inquietud científica y, en un grado menor, a cualquier actividad intelectual que requiriera lecturas o actos considerados inapropiados. De la lectura de los documentos de los siglos V al VII, se desprende que alcanzar el ideal no fue tan fácil y los ideólogos cristianos dedicaron parte de sus esfuerzos a devolver a la mujer a su papel de elemento indispensable en la pervivencia de la familia y del orden social, con una clara bipolarización entre el matrimonio terrenal y el espiritual que, a veces, como en Melania o Therasia que fueron monjas al lado de sus maridos monjes, se confundían. Basado en este modelo, Ausonio decía de su hermana Julia Driadia, que renunció a formar una familia y a estudiar el arte de la medicina como su tía Hilaria:

Bastante cultivada para proteger su vida con la rueca y su fama, cultivada en las

buenas costumbres y para enseñarlas a los suyos. Para ella era más querida la verdad que la vida y su única preocupación era conocer a Dios y amar a su hermano más que a los demás… Se igualó a las ancianas austeras y alargó durante sesenta años su vida placentera y murió en la misma casa y bajo el mismo techo que su padre (Parentalia, 11).

20 S. Martín González (en prensa).

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El cerco a la mujer fue alcanzando todos los ambientes. Ya, a mediados del siglo IV, el c. 81 del Concilio de Elvira amenazaba a las mujeres que se atreviesen a escribir a los seglares en nombre propio y no en el de sus maridos, o que recibiesen cartas de amistad para ellas solas, principio que se repetía en el 1 del Concilio de Zaragoza del año 380 en el que se añadía incluso la prohibición de juntarse entre sí las mujeres si el objeto era aprender o enseñar. Los concilios cristianos endurecieron sus condiciones hasta el punto de prohibir cualquier tipo de familiaridad con varones, incluso religiosos, si la mujer había dedicado su vida a Dios (c.6 del I Concilio de Toledo). Con estas bases, que se repiten machaconamente en la literatura de su tiempo, se producía el definitivo control de la educación de las mujeres y, en especial el ejercido sobre las hijas de las familias más destacadas, que eran las que importaban, muchas de las cuales, como Paula, la hija de Leta, habían sido dedicadas sin previa consulta a la vida religiosa desde niñas. Al contrario de lo que sucedía con sus hermanos varones, que en el deseo de alcanzar los cargos públicos, incluido el obispado, no dudaron en acudir cuando era necesario a la lectura de los clásicos y a los estudios contenidos anteriormente en la paideia pagana.21 Sin aceptar esa desigualdad de oportunidades, no podríamos entender la existencia de intelectuales de la altura de Isidoro de Sevilla, Paulino de Nola o Salviano de Marsella. El imperio cristiano no podía prescindir de hombres letrados e informados, como bien ha señalado Kaster (1988), ni de los siervos cultos, ahora monjes, que llegados de todas partes –como antes los estudiantes a las ciudades– copiaban y estudiaban los documentos antiguos indispensables y los conservaban, incluso después de ser prohibidos y a pesar de que su trabajo estuviese regulado por las reglas monásticas y se fomentaran las lecturas cristianas.22

Por el contrario, la mujer perdió definitivamente la batalla por la libertad intelectual que había iniciado unos siglos antes. Según Gregorio de Nyssa, en la Vida de Santa Macrina (3-4), porque sus mismas madres cristianas consideraban ya inapropiado el estudio de los poetas y de los autores clásicos, desviándolas a las lecturas religiosas y al recogimiento fuera de la vida pública mediante su encierro en los conventos donde eran bien moldeadas por los principios del cristianismo.23 Triunfó el consejo de Jerónimo, al menos en los círculos aristocráticos, a través de

21 Como han demostrado entre otros Markschies, 2002: 97; Browning, 2008: 855; Delaplace,

2004: 171-184 basándose en el estudio de obras de autores como Boecio, Cassiodoro o el mismo Isidoro de Sevilla repletas de conocimientos antiguos. Sobre todo por el control que tenían de las antiguas bibliotecas que pasaron a ser patrimonio de los obispados y monasterios. Incluso monjes que renunciaron a su antigua vida habían sido educados en el helenismo como Prisciliano, Paulino de Nola, Salviano de Marsella, el mismo Ausonio o el papa Gregorio Magno por poner algunos ejemplos.

22 No obstante, se tendió a eliminar las lecturas consideradas paganas, llegando incluso a castigar a los monjes que desobedecieran. Pero es evidente que de haberse producido un rechazo radical a las mismas hoy en día no nos hubieran llegado. Pero las escuelas laicas fueron desapareciendo para ser suplantadas por las escuelas episcopales o monásticas, la iuniorum schola que primaban más las lecturas religiosas. Más información en Nathan, 2000: 157.

23 Vid. Young, 2008: 485-503; Le Jan, 2001: 291-328.

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los cuales en otros tiempos las mujeres habían tenido un contacto estrecho con la cultura pagana. Incluso cuando el coste fuera excesivo para la mujer que era entregada –muchas veces a la fuerza– a los monasterios, convertidos en centros de reclusión para hijas, madres y siervas. Fenómeno que ha sido justificado por algunos autores como el último intento de protegerlas en unas épocas de extrema violencia y de grandes desequilibrios demográficos, y por otros como la intención de mantenerlas lejos de la vida pública, a la que en tiempos anteriores habían tenido acceso y de aprovecharse en más de una ocasión de sus bienes y de sus predios convertidos en monasterios. Como consecuencia, los concilios están repletos de cánones denunciando las huidas de mujeres de los centros donde estaban recluidas y el rechazo de muchas de ellas a la rigidez de la vida impuesta.24

No obstante, los terribles cambios en el tratamiento de la mujer, de Hypatia a Leta, llevaban en sí una fuerte dosis de pensamiento antiguo. Lo veíamos en las críticas de Salustio y Juvenal, por ejemplo. Pocos siglos después, los hombres cristianos habían dado con la solución para evitar esas situaciones incómodas de los hombres ante las sutilezas y conocimientos de las mujeres. Si estas mantenían su curiosidad por la cultura pagana, podían contar con el rechazo social y la persecución religiosa que a veces las llevaba a la muerte, como a Hypatia o Prócula; si se mantenían fieles a los valores de su entorno, acababan en el aislamiento social obligado como parte de la estrategia masculina para anular su capacidad de pensar en algo más que en la vida de los santos y las sagradas escrituras. Como bien decía Jerónimo en su epístola a Leta, había que cuidar que la muchachita no sepa lo que es

el siglo. Al respecto Gerontio (V.M. I, 6), quien, por cierto, era pariente de Leta, ponía en boca de Melania, cuando esta se encontraba enferma, el siguiente consejo a su esposo preocupado por su salud: Si quieres que sobreviva, da tu palabra delante

de Dios de que nos pasaremos en castidad el resto de nuestras vidas y verás

entonces la pujanza de Cristo. Ideal de vida de difícil cumplimiento en un matrimonio. El acuerdo significaba también la dedicación de sus bienes a la Iglesia (I, 19) y la adquisición de fincas e islas que fueron convertidas en enormes monasterios. Melania era una mujer letrada, pero según el mismo Geroncio (II, 23-32) se había fijado un límite de lo que tenía que escribir cada día y cuanto debía de

leer de los libros canónicos y de las homilías, hasta el punto de no dormir más de dos horas diarias, envuelta en rezos y lecturas y temerosa de que llegara en algún momento el ladrón de su virtud, en una paranoia que inculcó igualmente a sus hermanas, a las que prohibió tener contacto con ningún hombre tras encerrarse ella

24 Hasta los bienes de los monasterios de mujeres fueron administrados por hombres. Son

continuas las quejas conciliares respecto a la falta de obediencia en los centros religiosos como en los cánones 11 del II Concilio de Sevilla y 5 del X de Toledo, 5 del XIII de Toledo, 5 del III de Zaragoza y 7 del XVII de Toledo, con el argumento de que las mujeres debían dedicarse exclusivamente a la oración y a la búsqueda de Dios. Al respecto los excelentes estudios de De Jong, 2001: 291-328 y Guidobaldi, 1999: 53-68. No obstante, a la mujer no se le negó con más intensidad que en otras épocas el cultivarse, incluso Cesáreo de Arlés pedía que todas las religiosas aprendiesen a leer y escribir (Regula Sanctarum Virginum, 18, 6).

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misma en una celda, donde evitaba la conversación hasta con su madre cuando esta la visitaba; aunque, paradójicamente, su vida estaba entregada a los obispos a quienes continuamente interrogaba.

El consejo de Jerónimo convertido en modelo literario por Geroncio daba sus frutos: escribir, leer, aprender latín y griego, cultivarse, sí, pero con unos fines muy distintos a las aspiraciones de muchas mujeres romanas unas décadas antes de que se impusiera el ideal cristiano, con lo que de represión y aislamiento llevaba consigo, como la única vía posible de libertad femenina.

Al menos así parece presentarse el fenómeno en el discurso histórico, mucho más complejo y lleno de matices de lo que aquí he podido demostrar. Pero como soy consciente de que esta argumentación puede ser tachada por algunos lectores de «libelo» feminista –metodología, por otra parte, a la que no me dedico–, con el fin de encubrir la incomodidad de su lectura, quiero aclarar que mi única intención ha sido combinar una serie de documentos en un discurso dedicado especialmente al profesor Julio Mangas, quien sin duda lo leerá con la liberalidad que le caracteriza.

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