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UMBRAL DE LA VIDA INTERIOR. LANZA DEL VASTO

Date post: 09-Dec-2023
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UMBRAL DE LA VIDA INTERIOR. LANZA DEL VASTO. CONTENIDO. Advertencia. El ojo simple. De la verdad. Del error original. Dos amigos sobre un puente. De la indiferencia, de la distracción y de la llamada. Del personaje y de la persona. De los cuatro círculos del conocimiento y del punto. Del camino de la conciencia. Conocimiento, posesión y don. De las dos manos y los diez dedos. Mantente erguido. De la distensión que libera y apacigua. Del aliento dominador y vivificante. De la sumisión del cuerpo o ascesis. De los seis demonios del cuerpo. Del pecado original. De los siete amos. De la belleza del compromiso. Ganar el tiempo perdido. Preguntas y respuestas en torno a la no violencia. De la libertad.
Transcript

UMBRAL DE LA VIDA INTERIOR.

LANZA DEL VASTO.

CONTENIDO.

Advertencia.

El ojo simple.

De la verdad.

Del error original.

Dos amigos sobre un puente.

De la indiferencia, de la distracción y de la llamada.

Del personaje y de la persona.

De los cuatro círculos del conocimiento y del punto.

Del camino de la conciencia.

Conocimiento, posesión y don.

De las dos manos y los diez dedos.

Mantente erguido.

De la distensión que libera y apacigua.

Del aliento dominador y vivificante.

De la sumisión del cuerpo o ascesis.

De los seis demonios del cuerpo.

Del pecado original.

De los siete amos.

De la belleza del compromiso.

Ganar el tiempo perdido.

Preguntas y respuestas en torno a la no violencia.

De la libertad.

Del arrebato o caída en lo exterior.

Belcebú o la caída en la nada.

De la servidumbre mental.

Del arrebato de la palabra.

De la maledicencia.

Los errores de los demás no nos justifican.

Del arrebato de la ira.

De la prisa.

De las preocupaciones.

De la no-violencia activa.

No-violencia y defensa legítima.

El juicio de la colmena.

No-violencia y caridad.

De la no-violencia pasiva.

De la política.

Moral de la compra.

Demasiado amable.

Del sentimiento.

De la imaginación y la representación.

Búsqueda del alma.

De la meditación.

El gran miedo.

Advertencia

No se aprende a bailar en un libro.

Tampoco a meditar.

Por eso es honesto prevenir, en la medida de lo posible, las ilusiones, las decepciones y los malentendidos: para recibir la enseñanza de

vida a que este libro de refiere, no basta con leerlo.

Es menester también la presencia, la vigilancia, el aliento o la contención moderadora, la elección del momento, la solicitud respetuosa

por la originalidad de cada uno y el calor de la amistad.

No son cosas que se puedan decir y menos escribir; solo pueden transmitirse mostrándolas o, mejor aún, incitando al buscador de verdad

a descubrirlas él mismo en sí mismo.

Por otra parte, el verdadero tema de todo este discurso es el silencio.

Las cosas dichas en estas páginas fueron dirigidas a los compañeros y compañeras de una comunidad a quienes vinculaban ciertos votos

y una regla de vida; o a grupos de amigos que vivían en la ciudad la vida de todo el mundo; o a unos y otros reunidos para la celebración

de las fiestas o en campamentos de verano; por último, a visitantes inquietos que llegaban allí para preguntar qué harían con su vida.

Fueron anotadas y conservadas durante años; circularon entre grupos cerrados por medio de un boletín llamado Noticias del Arca.

No sin escrúpulos las entregamos ahora a los azares de la publicación.

Tenemos sin embargo la esperanza de que aun el lector no preparado encuentre aquí algo de verdadero, bueno y fuerte; y de que se

despertará en él la inquietud por saber más y sobre todo por ponerlo en práctica; por amar mejor y servir mejor a la verdad, la justicia y la

paz.

Si siente esa llamada, siempre podrá entrar en nuestros grupos de la ciudad, participar en nuestros encuentros, en nuestras fiestas y en

nuestros campamentos. Y acaso alistarse en nuestras campañas no violentas y en nuestras obras de servicio a los demás.

Esta colección de apuntes está lejos de construir una exposición sistemática, metódica y completa de la enseñanza. De los dos ejercicios

principales, el ayuno y la vigilia, solo se habla por alusión.

También forman parte de esta disciplina los Principios y preceptos del retorno a la evidencia, el Comentario del evangelio (colección de

apuntes como estos) y Las cuatro plagas, estudio sobre la naturaleza y el destino de las civilizaciones y sobre los deberes cívicos del

hombre interior.

Esta enseñanza no es propiamente religiosa. No se opone ni sustituye a ninguna enseñanza religiosa.

No nos colocamos por encima, ni contra, ni al lado, sino por debajo.

Nuestra tarea es <<preparar un pueblo bien dispuesto>>. Las verdades reveladas no pueden germinar en el alquitrán de las morales y las

filosofías corrientes. Venimos a romper el asfalto.

Labor mucho más humilde, pero indispensable, universal y a menudo descuidada.

Esta doctrina nada tiene de personal. Su valor no guarda proporción con los méritos o deméritos de quien la trae. No es algo suyo que él

entrega a sus semejantes; antes bien, es él quien se ha entregado a ella y llama a otros a entregársele y a vivirla.

¿Qué hemos hecho? Plantar y regar. <<Así que ni el que planta es algo, ni el que riega; sino Dios, que da el crecimiento>> (1 Corintios 3,

7).

Se reparará que estas páginas están llenas de citas del evangelio y de alusiones bíblicas. Podría haber muchas más. Si se quisiera poner

de relieve las referencias escriturarias que confirman cada artículo de la enseñanza y singularmente los más paradójicos, se podría

fácilmente llenar un volumen igual que este.

También se encontrarán citas de sabios que no pertenecen a nuestra tradición. No hay que concluir de ello que se trata de una sincrética

antología de máximas, recetas y consejos, sacados de aquí y de allá. Existe un fondo común a todas las tradiciones cuyas evidencias puede

encontrar cada cual en sí mismo, a condición de que se someta a una preparación adecuada.

El motivo dominante de la doctrina es la unidad de vida, y su carácter fundamental el de formar una unidad viviente.

Es un todo viviente que concierne a todos los planos de la vida. Alcanza su expresión más completa en la vida de una comunidad viviente,

no en un libro. Por eso no se puede aceptar un aspecto y rechazar otro, sin desmembrarlo y quitarle la vida.

¿Por qué signo reconoceréis que estáis llamados a esta enseñanza antes que a otra?

Si al leer estas páginas pensáis: << ¡Bah! ¡Ya sé todo eso!>>, tendréis razón, pues son cosas simples, claras y de toda evidencia; y a cada

uno le asiste la razón cuando cree que las sabe. Y también os asistirá la razón si pensáis que debéis buscar en otra parte.

Si por el contrario decís: <<Es raro, es extraño, nunca se ha oído algo igual>>, no diréis bastante. Decid más bien: << ¡Es escandaloso, esto

da por tierra con todo!>> Sea como fuere, no es para vosotros.

Pero si al leer estas páginas os parece seguir vuestro propio pensamiento, si este libro os habla con vuestra propia voz interior, si no

solamente comprendéis estas cosas, sino que las reconocéis como vuestro bien, y sin embargo os sorprenden como algo totalmente nuevo,

si no solamente os proporcionan un sentimiento de novedad, sino además el de encontraros completamente renovados vosotros mismos,

entonces ahí está el signo y es una llamada. ¡Venid, tomad, dad y haced!

El ojo simple

Habréis advertido que tenemos una cabeza. Confío en que lo hayáis advertido; y un pecho y un vientre.

Y me diréis que sí, que efectivamente lo habías advertido y que es lástima haber venido de tan lejos para oír decir cosas que todos saben.

Alentados por esta aprobación, vamos a proseguir el curso de nuestros asombrosos hallazgos.

Advertimos además el lugar que ocupan estas tres cosas: la cabeza está arriba, el pecho en el medio y el vientre abajo. Obtendremos de

ello la siguiente conclusión, de grandísima importancia: que la cabeza debe estar arriba, el corazón en el medio y el vientre abajo.

Por más que digáis que todo el mundo lo sabe, hay todavía mucha gente que todavía no lo ha advertido.

Por ejemplo, los que ponen el vientre arriba. Los que emplean su inteligencia para llenarse el vientre. Los que razonan con su vientre y

cuya inteligencia solo está para servir al vientre. No son excepciones, ni monstruos, ni locos; no son necesariamente brutos. Es la mayoría

de la gente.

Incluso gente muy buena que gusta de las cosas buenas, que hace buenos negocios y, ocasionalmente, buenas acciones. Su única

desdicha es encontrarse con el vientre suspendido en el aire y la cabeza abajo.

Podríais creer que la posición es incómoda; pero, para compensar su desdicha, tienen todavía otra: la de no percibirlo.

Si les mostráis que es una posición de caída, se sienten ofendidos; si les dais un tirón para enderezarlos, se enfadan.

¡Vamos!_ exclaman _. ¿Y el sentido común? ¡Usted no tiene sentido de la realidad! ¡Sentido de la historia! ¿Acaso no sabe que la

economía lo gobierna todo?...

Por otra parte, observemos a las arañas. También ellas penden vientre al aire y cabeza abajo. ¡Qué bellas telas hacen, y cómo se pegan

las moscas!

Las arañas y las civilizaciones hacen hermosas labores al revés. ¡Admiremos las torres Eiffel, los rascacielos, los cohetes cósmicos,

vertiginosa altura!

¡Vértigo, sí; altura, no! Creen construir y levantarse, pero en realidad desintegran y se hunden. Y si no lo advertís, ¡cuidado! ¡Estáis

mirando cabeza abajo!

Pero volvamos a la evidencia de nuestras primeras observaciones: pongámonos cabeza arriba y comencemos por ella. Buda dice: <<Todo

empieza en el pensamiento. Cuando el pensamiento es falso, le sigue la aflicción como la rueda del carro marcha tras el paso del buey>>.

<<La antorcha del cuerpo es el ojo>>, dice el evangelio, <<pues si tu ojo es simple, todo tu cuerpo será resplandeciente. Mas si tu ojo

estuviere oscurecido ¿cuántas serán tus tinieblas?>>.

El ojo está hecho para la luz y la inteligencia está hecha para la verdad. Si la recibe y la expresa, cumple con su función y nada más. Pero

si permanece en la negrura y en el error, se ciega a sí misma o se deja deslumbrar por falsas luces.

La verdad es inaccesible, dice la gente. Creo más bien que es inevitable.

Por más que mientas, yerres o delires, no puedes evitar que cada uno de los elementos de tu mentira, de tu error o de tu ensueño, sea; y

por ende, sea verdadero en cierto grado.

Ser o no ser no es la cuestión. Arriba, abajo, adentro, afuera; esa es la cuestión.

<<Pues si tu ojo es simple, todo tu cuerpo será resplandeciente>>. Atención a la traducción: simple. Nos enseña esto: que la verdad es cosa

simple. Pues así como el ojo está hecho para la luz, asimismo la inteligencia para la verdad.

¿Dices que buscas la verdad? ¿Cómo? ¿Acumulando nociones, calculando, combinando, puliendo argumentos complicados?

Alza la cabeza y abre el ojo a la evidencia de la luz.

¿Ves la luz? ¿O solamente las cosas y la gente? Si tienes la mirada constantemente puesta en la presa o el obstáculo, solo ves las cosas y

la gente y no ves la luz por la cual las ves.

No olvides tampoco tu sombra, no pierdas tu sombra, el escondido, el más escondido de todos, el que se esconde detrás de tus ojos; tú

mismo. ¿Cómo? ¿Cómo te verás? No, ciertamente, con los dos ojos de la carne y a la luz del día. Cuando te ves, lo haces con tu ojo único,

tu ojo simple.

¿Quién? El que no puede ser percibido por nadie más, el único, el que con una simple mirada conoce el ojo interior fijo en el exacto

equidistante de todo.

¿Escondido dónde?

Dentro.

Detrás.

Debajo.

Lo único que conoces desde adentro. La única introducción a lo de adentro, al misterio, a la sustancia. Lo único que te hace conocer el

adentro de todas las cosas de afuera. Tú mismo: la evidencia del ser, el testigo de la verdad.

Esa verdad no se te puede escapar, si la buscas. La tienes, la eres. Aquí muestra su plenitud la palabra del evangelio: busca y

encontrarás; pide y te será dado; llama y te abrirán.

Si no sabes nada de ti mismo, no sabes nada de nada ni de nadie, pues por ti, solo por ti, conoces otra cosa.

Si no sabes nada de ti mismo, nada tiene para ti ningún sentido; tu vida no tiene ningún sentido, tu inteligencia, ningún sentido; eres un

insensato.

Eres un insensato por tu culpa.

Cuando tu ojo simple haya descubierto el yo-mismo, te mostrará la realidad del otro, del prójimo: verás ese otro yo.

Sí, otro y un yo a la vez. Al verlo como otro, tu ojo simple te enseñará la evidencia matemática del respeto y de la justicia. Al verlo como

yo, pues es un yo como tú eres un yo, como Dios es un yo que nos contiene a todos, tendrás la evidencia del amor.

Pero los otros, di, ¿ves que son otros o crees que están ahí para que los uses en tu provecho o a tu placer?

¿Comprendes que existen para sí mismos y para Dios?

Ni siquiera tu esposa está ahí para ti, ¡oh esposo!

Ni tu hijo para ti, ¡oh padre!

Ni tu madre para ti, ¡oh hijo!

Ni tu amigo, ¡oh amigo!

<< ¿Por qué hice el cocodrilo y el asno salvaje? >> pregunta Dios a Job.

Si ves en todos los seres tu uso, tu provecho o tu placer, los otros permanecerán ocultos para ti y siempre ignorarás el respeto y la

justicia. Si los consideras bienes a poseer u obstáculos a sortear, nunca los verá como un yo y siempre ignorarás el amor.

Estas tres verdades, la de la luz, la del yo y la del tú, son nada más que una, con tres dimensiones: <<A fin de que conozcáis el largo, el

ancho, la altura y la profundidad…>> dice San Pablo. El ojo simple lo capta con una mirada.

Todo lo demás es falso, vano, maligno. Cualquier otro conocimiento: nociones, definiciones, cálculos, comprobaciones, recetas,

combinaciones, descubrimientos, sistemas, doctrinas, o son modos de descender al detalle de esa verdad, o son falsos, vanos y malignos.

Malignos, ser por un modo de distraerse de la verdad y perderla.

Esa verdad debe recordarse sin cesar como primera, como condición de toda verdad. Las otras verdades deben estar comprendidas y

ordenadas por esa mirada simple que es verdad por sí misma. Puesta esa mirada, todas las demás tendrán su lugar: hasta la más humilde.

Pero si falta esa mirada, hasta la más grande y más exacta no tendrá razón de ser, ni sustancia, ni dirección.

La luz o verdad o Dios.

El yo o vida interior.

El tú o respeto, justicia, caridad, no violencia y espera activa del reino de los cielos.

En esos tres puntales se basa nuestra enseñanza. En el primero, nuestra enseñanza religiosa o más bien pre-religiosa, nuestra

introducción a toda enseñanza religiosa.

En el segundo, nuestro método de vida interior.

En el tercero, nuestra doctrina moral y social. Pero erramos al decir nuestra, pues no es nuestra. ¿Qué somos, sino profesores inútiles

que enseñan cosas conocidas por todos desde siempre?

De la verdad

Dirijámonos, pues, ante todo a la cabeza; dicho de otro modo, a la verdad.

¿Qué es la verdad?

La verdad, dice el hombre inteligente, es la mayor suma de nociones exactas del mayor número posible de cosas.

La verdad, dice el materialista, es que las cosas son, fuera de toda intervención o acomodo de nuestra inteligencia.

La verdad, dice el científico, es la conformidad de nuestras fórmulas, sistemas y medidas con las leyes de la naturaleza tal como la

experiencia nos la enseña.

La verdad, dice el idealista, es la coherencia de nuestros pensamientos y su conformidad con la ley del pensamiento; pues todas las

<<cosas>> se presentan a nuestro pensamiento como imágenes, es decir, pensamientos, y toda referencia a un <<exterior>> es

absurda e ilusoria.

La verdad, dice el místico, es el misterio y el misterio es que no se puede decir.

La verdad, dice el creyente, es Dios; y solo Dios conoce a Dios.

La verdad, dice el demócrata totalitario, es la opinión de la mayoría; y la verdadera política es obrar de modo que la mayoría opine lo que

conviene.

La verdad, dice el sofista, es lo que se demuestra con brillo; y yo puedo demostrar con el mismo brillo el pro y el contra, lo que demuestra

que la verdad es el brillo de mi inteligencia.

La verdad, dice el escéptico, es que nadie sabe la verdad.

<< ¿Qué es la verdad?>>, pregunta Pilato a Jesús y Jesús, el acusado, no responde. No le responde porque no se arrojan perlas a los

cerdos; porque nada se puede enseñar al hombre que se cree muy docto, y pregunta con suficiencia: << ¿La verdad? ¡Bah! ¿Qué quiere

decir eso?>>.

Jesús responde a Pilato con el silencio y ese silencio significa que la verdad no es un ruido en la boca.

Que no es ninguna fórmula, ninguna doctrina, ningún sistema, ninguna ciencia.

A los verdaderos buscadores de la verdad, a sus humildes discípulos, Jesús había respondido claramente:<<La verdad, soy yo>> (<<Soy el

camino, la verdad y la vida>>, 14, 16) y más allá, explicándose: <<Conoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros>>

(Juan 14, 20). Y todavía: <<Que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos en nosotros sean uno>> (Juan 17, 21).

Y Buda enseña: <<El sí mismo (Atma) es el maestro y la lámpara del sí-mismo>>.

En una palabra: la verdad es ser uno y unido como el Padre celestial es uno y el Hijo unido al Padre.

Una vez más: ¿qué es la verdad? La verdad, es el adentro como el afuera.

Pues si creemos que la verdad es una suma de nociones, el resultado de un cálculo, una combinación verbal o mental cualquiera, nunca

comprenderemos nada de palabras como: <<Conoced la verdad y ella os hará libres>> (Juan 8, 32) o como <<verdad y no violencia son una

sola cosa>> (Gandhi).

Mas la verdad es el ser, y ser, es ser uno, unido, conciliado y que lo de afuera exprese lo de adentro.

¿Qué es la verdad del conocimiento? Es la percepción, a través de la forma exterior, de lo que se mantiene debajo: de la sustancia que

está adentro.

¿Qué es la verdad de la expresión? La sinceridad.

¿Qué es <<la verdad de las formas>>? (Libro egipcio de los muertos) ¿El esplendor de lo verdadero? (Plotino) La belleza.

¿Qué es la verdad de los actos? La justicia.

¿Qué es la verdad de la conciencia? La unificación interior y la conciencia de sí.

¿Qué es la verdad del amor? Es el reconocimiento del sí en el otro.

¿Qué es la verdad de la religión? La unión con el único uno, en el fondo de sí.

Sí. ¿Qué es la verdad? Es la transparencia de la forma.

Hay algo que desde la aurora del pensamiento humano, siempre ha llenado a los hombres de asombro, los ha despertado de su sueño y

de su creencia en la realidad: que todas las noches duermen y casi todas las noches, sueñan. Y que tras haber dormido, se despiertan…

¡Ah, no era más que un sueño! Y mientras soñaba, estaba seguro de estar allí con personas, con cosas, con objetos a veces más reales que

ningún objeto real, que tenían un relieve más vivo, que tenían una densidad de existencia… como cosas que se ven brillar antes de la

tormenta. Y luego, no era nada; lo había extraído del fondo de mí mismo, se hundió, se fue: nada queda y muy pronto, ni siquiera su

recuerdo. Pero las cosas que veo, ese árbol de allí, que digo que está allí, estas personas de aquí… ¿Seguro que existen? ¿En qué se ven

que son seres? Pues a fin de cuentas, nada se asemeja más a una imagen verdadera que una imagen falsa. ¡Poned una junto a otra y

veréis!

Todo el problema de la verdad consiste en conocer la diferencia entre la imagen falsa y la verdadera. Y puesto que os he definido la

verdad en tres palabras: <<fuera como dentro>>, apresurémonos a decir que la imagen falsa es la que no tiene adentro, la que no tiene

nada adentro o no tiene el que ya la atribuía. Ese retrato vuestro en un pedazo de papel… ¡qué parecido tan sorprendente! ¡Se diría que va

a hablar! Pero le doy la vuelta y veo que detrás es papel, en tanto que si os doy vuelta, no veo papel… (Al menos, eso espero).

La diferencia entre la imagen verdadera y la falsa, consiste en que hay algo dentro, algo detrás. Y ese algo que está dentro y detrás,

sostiene la imagen, la hace persistir, la hace existir también para los demás, la hace subsistir mientras duermo o pongo mi atención en

otra cosa.

Solamente todas las realidades, plantas y animales, pensamientos o guijarros, astros u hombres, se presentan total y únicamente como

imágenes. Y apenas se percibe que el ser, lo concreto, lo sustancial, es lo que no llega a verse nunca.

¿Acaso habéis visto la materia? Sí, ¿la materia completamente desnuda, despojada de toda forma y toda figura? Explicadme… ¿qué es?

¿Cómo es? ¿A qué se parece? ¿La visteis, de veras? ¡Seguro que la he visto!... No es como sus ideas nebulosas… No es como sus utopías,

sus teorías, sus sistemas… La materia es algo que está ahí… Es pesada, es compacta, dura, firme… Se mantiene unida… Se puede tener en

la mano… ¡Es algo real!

Alejémonos pues de los constructores de sistemas, de los nebulosos utopistas, de los idealistas etéreos. Acerquémonos a la gente que

solo cree en la materia y que, creyendo férreamente en ella, se ha dedicado a estudiarla. Unos tomaron microscopios, otros telescopios;

calcularon, observaron, escrutaron, despojaron a esa forma de todas sus formas como a una cebolla: sacaron una tela, y luego otra y otra

y otra más y después observaron de más cerca y después por abajo y después por arriba, y después a través; y esta materia pesada,

impenetrable, inerte, concreta, sólida, compacta, lisa, irrefutable, se les reveló hueca, compuesta de partículas que se mueven en el vacío a

velocidades vertiginosas.

Tomaron una partícula y miraron dentro: encontraron otra minúscula partícula que giraba adentro; era como una mosca en una catedral;

y luego, en esta catedral que era la mosca, vieron revolotear una mosca. Y así, de mosca en catedral y de catedral en mosca, pasaron al

otro lado, ¡al vacío!

Erraría quien creyese que el descubrimiento es nuevo. Los sabios han sabido desde siempre que la materia es algo que se asemeja muy

de cerca a la nada. Los Upanishads denunciaron la ilusión con cortante claridad; Buda enseña: <<No existe ninguna cosa que sea una cosa

>>. Platón considera las cosas como sombras proyectadas en la desigual pared de una caverna; el problema es saber de dónde proviene la

luz y cuál es el objeto cuya sombra se proyecta, pues no está donde se lo ve.

El soñador cree en lo que ve mientras sueña, pero al fin se despierta y percibe que no había nada. Pero el hombre que se cree despierto,

¿cómo llegará a saber que ha soñado toda la vida? No aguardemos para eso al día de nuestra muerte. ¡Tratemos de despertar mientras

estamos vivos! De atravesar el decorado para ir a palpar con nuestras manos lo verdadero.

Tengo ante mí un arbusto… No, no, es tan solo una palabra que puse ahí. Tengo el color verde, el color gris, un dibujo bastante parecido

al de un buen pintor. Cómo saber lo que hay detrás, lo que hay debajo, lo que hay adentro… Es inútil que intente descascarillar la corteza,

que despoje una tras otra las apariencias. Llegaré a otras apariencias no menos aparentes que las primeras y luego llegaré a no ver

completamente nada. Pero la verdad no es eso.

Ya os lo decía: no se puede encontrar la causa de la apariencia en el interior de su efecto. Cuando vemos una sombra en una pared, no

trataremos de levantar la sombra para ver qué hay detrás; lo que hay detrás, es la pared.

En este objeto, en este arbusto, será menester hallar la sustancia proyectada bajo esa forma. ¿Dónde se encuentra?

¡Vaya! Estamos hablando de objeto y de la verdad objetiva. ¿Y qué quiere decir objeto? Arrojado contra o proyectado. Las palabras lo

dicen. Las palabras que empleamos saben cosas que nosotros no sabemos. Si queremos pensar bien, interroguemos a las palabras.

Vayamos ahora en busca de la sustancia, del adentro… Y no solamente por curiosidad filosófica: por deber moral. Pues el primero de los

objetos cuya realidad debo demostrarme es el rostro de mi prójimo. ¿Existe mi prójimo o estoy solo en el mundo? ¿Lucho quizás contra

sombras? Si sois sombras, nada os debo; ningún deber me ata a las sombras. No puedo dar mi amor a simples apariencias. Así como me

importa saber que el mundo exterior es sombra, asimismo se me prohíbe creer que mi amigo humano también lo es.

Cuando veo reír a mi amigo, tengo la seguridad de que está alegre; cuando mi mujer llora, trato de consolarla. ¿Pero dónde siento esa

alegría? ¿Dónde veo ese alborozo? ¿Pero dónde experimento esa tristeza? ¿En él, en la intimidad de ella? No. ¿Dónde? En mí. ¡Vaya! Aquí

está la llave. ¡Aquí está la llave que abre la puerta del sueño para salir del cuarto de las sombras!

Pero los árboles, el cielo, la tierra, el agua, las nubes, son como el rostro de mi prójimo y debo preguntarme: ¿Quién detrás? ¿Quién

debajo? ¿Quién adentro? Y preguntarme qué camino conduce hacia allá, hacia adentro, hacia el país de lo real. Ahora sabéis que hay un

camino, solo uno, el único para vosotros, que es: ¡Vosotros! Pues vosotros sois lo único en el mundo que podéis conocer desde adentro y

desde afuera a la vez. Todo lo demás no os es perceptible más que por afuera.

En la fachada lisa, extraña y cerrada de la vasta naturaleza, vosotros sois la única brecha y la única hendidura. Sois la única senda

abierta sobre el adentro de todo el resto. Solo en vosotros podéis captar y seguir el paso de la intención al acto, de la significación al

signo, del sentido al verbo; ese vínculo entre el adentro y el afuera que se llama verdad.

¡De todas las imágenes que se extienden hasta los cuatro horizontes, en mí está el reverso! Sin el yo, no podría conocerlas, ni siquiera

verlas: <<Mi ojo no vería el sol si no fuera de la misma esencia que el sol>>, proclama un jeroglífico egipcio. Comprendo a las cosas por su

reverso, por su otro lado. Las comprendo: las prendo, cum, conmigo. Las prendo dentro de mí y desde adentro; y al hacerlas entrar en mí,

entro en ellas.

Por ende: todo conocimiento todo conocimiento de lo otro empieza por el conocimiento de sí y nunca llega más profundamente que este

conocimiento. Si nunca hubiera experimentado alegría o dolor, la risa y las lágrimas del otro me resultarían muecas inexplicables. Es

cierto: no depende de mí que la naturaleza y las cualidades, los recursos y los sentimientos de todos los seres, encuentren en mi ser un

eco como del mar que suena en el fondo de la caracola. ¡Dado por quién, valdría la pena saber! Pero al que no sabe escuchar, dado en

vano. El que no conoce nada de sí mismo no puede conocer nada de nadie ni de nada.

Y ahora, invirtamos la proposición: <<Y si supiera todo de mí mismo…>> ¿Nos atreveremos a terminar la temible sentencia? ¡Atrevámonos!

<<…sabría todo de todo>>. Atrevámonos, pues no somos nosotros quienes lo decimos. Lo dicen los Upanishads, lo dice la Biblia, lo dice toda

la tradición de la sabiduría y de todas las sabidurías. Lo dice la inscripción de la gruta de Delfos: Gnôti sèauton; conócete a ti mismo. Pues

conociéndote, conoces todo. Y dice San Agustín: << ¡Oh Dios! Si me conociese, te conocería>>: Noverim me, noverim te. A ti, la verdad última

y suprema. A ti, la razón, la claridad, la luz de todas las cosas.

No hace falta decir que el conocimiento-de-sí no guarda ninguna relación directa con la introspección o análisis psíquico, sea novelesco o

medicinal. El conocimiento-de-sí es una disciplina espiritual, una tradición milenaria de métodos universales e inmutables. Puesto que todo

hombre tiene un yo y el Espíritu sopla donde quiere, se le encuentra por doquiera, aun cuando por doquiera raramente. Es acorde con su

naturaleza el que solo sufra una mínima influencia del país, del clima, de la raza, de la época y hasta de la religión. Dígase lo que se dijere,

nada tiene de particularmente hindú, aunque los hindúes se hayan entregado a él desde siempre con una intensidad singular. En la

cristiandad latina, es patrimonio de todos los grandes místicos y particularmente de la profunda y segura tradición carmelitana. Se suele

decir que no hay que aventurarse por esa vía sin la dirección de un maestro y aun a veces, que no se tiene derecho. Efectivamente, esa es

la regla. Pero la regla ha sufrido ilustres excepciones. Y además, incluso aquel a quien ha instruido un buen maestro, aprende lo esencial

por sí mismo y por Dios. Se suele poner en guardia contra el peligro de los ejercicios y de hecho acontece fácilmente que el ejercitante se

desquicie a causa de prácticas desordenadas, excesivas y discontinuas, que sea presa de desaliento si no se ve transportado al séptimo

cielo o que incurra en ilusión o presunción, o aun en terror, tan pronto experimenta el más mínimo <<fenómeno>>. Mas se olvida

demasiado frecuentemente señalar el peligro de no hacer ningún ejercicio: el horroroso peligro de permanecer tal como somos.

Sí, me diréis, ¿pero cómo concentrarse en el esfuerzo de conocerse, sin apartarse del mundo y encerrarse en uno mismo? Y si nos

apartamos del mundo, ¿cómo lo penetraremos? Hay en eso, efectivamente, todo un juego de cerraduras, de aberturas y de trastornos, que

es menester explicar.

Pero preguntémonos, ante todo, qué significa la simple palabra dentro. ¿De qué? De cada cosa y de todo. El adentro es como una

dimensión de lo real en su todo. El adentro es lo de dentro de fuera. Uno es pues, correlativo del otro, equivalente, cuando no coextensivo:

un anverso y un reverso. Existe entre uno y otro menos oposición que correspondencia y el paso se efectúa por inversión. Los grados de

interioridad forman una serie infinita. Lo que es interior con relación a esto, es exterior con relación a aquello.

Consideremos la faz exterior, el mundo exterior (tendemos más naturalmente hacia él). Tratemos de definir su carácter. Yo diría que el

carácter del mundo exterior consiste en que cada parte de ese mundo exterior es exterior a todas las demás. ¿Claro? Veo que alguien

mueve la cabeza con aire de duda. Tiene razón, no es claro, porque no es totalmente cierto. El mundo exterior no es lo bastante exterior

como para responder a esa definición. Su exterioridad es relativa e impura. Solo el espacio es pura y absolutamente exterior.

El espacio es un objeto maravilloso para contemplar y fácil de conocer. Es un objeto totalmente vacío; vacío de materia, vacío de vida y

vacío de ser. Puede poblarse de planos, de líneas, de figuras, pero en sus aristas exactas, todos esos objetos están vacíos. Están formados

por puntos. ¿Y qué es un punto? Una cosa sin cualidad ni cantidad. Y cuando a una cosa se le quitan la cantidad y la calidad, ¿qué queda?

Nada. El punto es igual a uno en relación con todo lo demás, pero en sí mismo es igual a cero. ¡Bueno! El espacio geométrico que rodea a

todas las cosas, está totalmente compuesto por esos puntos. Lo que da: cero multiplicado por cero al infinito. ¿Estamos? A este espacio

geométrico que como una red envuelve todas las cosas, todas las cosas se le asimilan, de un cierto modo. Toda cosa se baña en él y se le

asimilan por las superficies. Bien digo <<por las superficies>>, pues nada es absolutamente exterior. En todos los seres, aun en un grano de

arena, hay la superficie, la apariencia, la imagen, lo de fuera y hay, dentro, un núcleo, una sustancia, algo debajo: justamente lo que hace

que sea. En grados muy diferentes, hay cosas que van acercándose al espacio. ¿Qué se asimila mejor al espacio? Pues la materia en

cuestión, de la que no se sabe si está llena o vacía. En la medida en que está vacía, se asimila perfectamente al espacio. Y en la medida en

que está llena, se asimila al punto geométrico. Y en esta medida, es calculable y explicable mediante las vías de la inteligencia exterior.

Veamos, pues, que el ser tiene dos caras; de aquí sostenemos nuestro hilo: el adentro y el afuera de donde partimos. Reconocer que

nuestro conocimiento de lo exterior deja un residuo, no agota el tema; no agota el ser, ni siquiera lo roza; y no debe dejarnos inertes y

pasivos, sino suscitar en nosotros una exigencia: la de descubrir el modo de alcanzar al ser, la de entrar adentro, en el mundo interior,

pues el adentro es también todo un mundo. El reverso del otro. ¿Cómo definirlo? Dando vuelta a la definición del otro.

Hemos dicho que el mundo exterior es aquel en que toda cosa es exterior a toda otra cosa. Digamos ahora: el mundo interior es el mundo

en que toda cosa es interior a toda otra. Las cosas están implicadas unas en otras, en el mundo interior. Y sucede que el continente es

contenido por el contenido. ¿No? Me explicaré: comprendo a mi amigo, es decir, lo prendo en mí. Y mi amigo me comprende, es decir, me

prende en él. Si lo prendo en mí, soy su continente. Y si él me prende en él, es él quien contiene a su continente.

Ya veis cómo en el mundo interior, todas las partes se compenetran más cuanto más se baja. En el fondo del mundo interior, ya no hay

más partes: solo hay unidad. Hemos considerado al yo como <<formando parte (modo humano y exterior de hablar) del mundo interior>>.

Es la parte del mundo interior que podemos tomar. Pero el mundo interior está totalmente vinculado consigo mismo. Por ende, cuando se

toma una parte, se lo toma todo entero. Si, pues, entras en una parte, en una parcela, en una chispa, en una gota, en un átomo del mundo

interior, entras en todo el mundo interior. Y si tienes la dicha y la gracia de entrar en tu yo, que es una chispa, una gota, un átomo, una

ínfima parcela del mundo interior, entrarás en todo el mundo interior. <<Noverim me, noverim te…>>. Lo que se quería demostrar <<Quod

erat demostrandum>>.

Del error original

No es tarea fácil saber las ciencias, ni una ciencia, ni la mitad de la mitad de una. Si hubiera que aprenderlas todas para comprender algo

de este mundo, nos pasaríamos la vida estudiando sin comprender nada. ¡Pero ahora parece que es vano y eso nos da un gran alivio!

Parece que para tener la verdad última, basta con conocerse. Eso me regocija mucho porque siempre he sentido debilidad por ese tema. Es

que yo y yo mismo nos entendemos muy bien desde que andamos del brazo. Así que vamos por buen camino y la omnisciencia está a la

vista…, o casi.

<<Yo>>… Casi todas nuestras frases comienzan así. Y creemos saber de qué hablamos. Pero si alguien nos preguntara: << ¿Yo?... ¿qué es

eso?>>. Quizás llegáramos a advertir que no sabemos la respuesta. Dadme, pues, una definición de la palabra yo. Buscadla en el

diccionario o, mejor, no la busquéis, pues no está. ¡Sobre todo, no me digáis que es <<la primera persona del singular>> porque esa

persona no es lo bastante primera ni lo bastante singular para ser <<yo>>! En el diccionario falta otra definición: la del verbo ser. ¿Será por

la primera causa? Yo soy yo. No hay otro medio de decirlo. Y ser es ser. No hay otra palabra para lo que es. No puedo darte una definición

del olor de las lilas… Es el olor de las lilas. Ve a oler las lilas y conocerá el olor de las lilas. Hay tres cosas que no tienen definición: yo, ser

y el olor de las lilas. ¿Será por la misma causa? Aun cuando tuviéramos una definición exacta_ y después trataremos de conseguir una lo

más exacta posible_, eso no querría decir que tenemos el conocimiento de nosotros-mismos o conciencia. Ninguna acrobacia mental o

verbal nos lo puede enseñar. Una suma de estudios, tampoco. Y sin embargo, sentimos profundamente que sabemos la respuesta, puesto

que somos la respuesta.

Tomémonos, pues, en bruto, tal como somos. Y tomemos nuestro conocimiento de nosotros mismos en bruto, tal como es. Y tratemos de

ver qué entendemos cuando decimos <<yo>>. Yo como, yo duermo, yo paseo, yo me siento bien… ¿Quién? ¡Es muy fácil! Un cuerpo. Y

advertí enseguida, que hay personas que nunca hablan de sí mismas de otro modo, por la sencilla razón de que nunca se les ha ocurrido

concebirse de otro modo. Y esas personas dicen: <<Cuando yo ya no esté>>. Y cuando mueran, efectivamente dirán de ellos: <<Entregó su

alma>>. ¡Ah! ¿De veras? ¿Quién ha entregado el alma? Sé que no es vuestro caso. Vosotros tenéis un cuerpo, no sois un cuerpo. Habéis

recibido una buena educación religiosa y aun filosófica. ¿Yo, un nudo de tripas? ¿Cree acaso que soy un animal? ¡Vamos, calmaos! Vuestra

indignación es de buena ley y tenéis razón. Y ahora, probadlo. No os pido que probéis que es así, sino que probéis que lo sabéis. La prueba

se hace enseguida. Para probar una moneda, se la hace tintinear. Os pisaré bruscamente el dedo chico del pie y el sonido me dará la

prueba. Sería necesario que se escuchara algo así: <<Es muy lamentable, porque es uno de los mejores pies que tengo, pero a fin de

cuentas, es algo que no me concierne. O si os acaloráis y aulláis, será que toda vuestra educación religiosa y filosófica se ha venido abajo y

habéis caído, de un golpe, en el error común.

¡Vosotros que me escucháis, recordad esta historia de pies! Ella os enseñará el sentido que le damos a la palabra saber. Saber no es

elaborar frases correctas sobre cosas exactas y sublimes. Las cosas esenciales, hay que saberlas con todo el intelecto, con todo el corazón,

con las entrañas ¡y hasta con los pies! Tal ¿es? el sentido de ¿esta? palabra en el lenguaje tradicional. Y si sabéis qué significa saber,

entendéis también lo que los hindúes llaman la ignorancia y lo que la Biblia llama el insensato. Podéis ignorar el nombre de la sierva-ama

de Carneas y la fecha en que reinó el emperador Tetricus y hasta cuánto son siete por ocho. Esa no es la ignorancia. Un <<yogui del

conocimiento>> puede ser analfabeto. El insensato no tiene por qué ser el tonto del pueblo; puede que se trate de aquel célebre profesor de

filosofía. Salir de la ignorancia y el error, es saber la diferencia entre lo que es yo y lo que es otro. Nada más.

Hace un momento os hice decir <<yo no soy mi cuerpo>>, con bastante convicción. ¡Más raros son quienes saben esta ciencia profunda y

saludable! ¿Quiénes poseen esta rara ciencia y lo demuestran? Por ejemplo, los que saben hacer <<buen uso de las enfermedades>>, como

decía Pascal. Los que contemplan la muerte como una liberación, no porque sufran y estén asqueados de la vida, sino porque aman la vida,

porque saben la vida y no la confunden con la envoltura más que a medias corrupta que oculta su esqueleto. Aquellos a quienes se llama

bienaventurados porque pasaron por el martirio. Pero la relación entre la dicha suprema y el extremos sufrimiento (proporciona) esta

verdad: <<yo no soy mi cuerpo>>. ¿Hay un método para adquirir esta rara ciencia? Sí. ¿Cómo se llama? Ascesis. El asceta no es un penitente

devorado por el remordimiento ni un maníaco que se complace en torturarse. Es un maestro en la ciencia experimental del cuerpo vivo: de

la relación entre mi cuerpo y yo. De cada ayuno, de cada vigilia, de cada deseo o temor superados, saca esta conclusión: lo que aflige a mi

cuerpo, no me aflige, pues mi dicha continúa; lo que complace a mi cuerpo, a mí no me complace. Por ende, lo que matará a mi cuerpo, no

podrá alcanzarme.

Pero volvamos al error en donde estamos y del que ellos han salido, no sin dificultad. Pues con menos no se puede salir del error. Por el

contrario, hace falta más, hace falta la gracia y que la gracia haga de la dificultad una hoguera de alegría.

Este error que llevamos con nosotros es el peso que nos hunde en la negrura. De este error es imposible salir antes de que alcancemos la

edad, antes de la hora del despertar del espíritu. El niño de pecho no puede concebirse más que como un cuerpo. No sin razón, lo

llamaremos el error original, ya que es error de origen, común a todos desde el nacimiento. ¿Pero cómo podemos decir: <<Estamos en el

error>> y sin embargo permanecer en él? Es propio del hombre que se equivoca no saber que se equivoca, pues tan pronto como lo sabe,

no se equivoca más. Eso es cierto para cualquier otro error; pero este está profundamente enraizado en mi naturaleza. Claro que, si, como

el común de los hombres ignoro el error común, no lo puedo encontrar ni buscar la salida. El saberlo no me hace salir de él, pero me

permite abrir la puerta. Cuando llego a saberlo, saco la cabeza, lo que ya es bastante, porque respiro, pero el resto del cuerpo nada todavía

en el error.

Ignorar la ley no es excusa ante ningún tribunal. Asimismo, nadie tiene derecho a ignorar la verdad y nadie la ignora impunemente. Es

una ignorancia sin inocencia. No es una excusa del pecado: es el pecado mismo. Lo hemos llamado error original, por su vínculo con el

pecado del mismo nombre, injuria al árbol del conocimiento.

Mas veamos cómo, para el hombre hundido en su carne hasta más arriba de los ojos, el error se convierte en pecado. Y notemos ante

todo, que su error no proviene de una falta de instrucción, ni de una falta de razonamiento. El animal razonable sabe razonar muy bien.

¿Cómo queréis que se comporte si cree que es su cuerpo? En buena lógica, deberá comportarse como un animal. Pero por más que lo

intente, no lo conseguirá, pues su inteligencia se lo impide. Pues hay en la inteligencia una potencia casi divina, que sigue siendo

enteramente igual, aunque se la tuerza y se la vuelva hacia lo bajo. Y uncirla al yugo del animal es torcerla y rebajarla, pues lo distintivo

del animal es suponerse el centro del mundo y apoderarse de todo para sí. Así actúa el hombre armado con su inteligencia. Digo armado,

pues el lobo tiene sus colmillos, la serpiente su veneno y el hombre su inteligencia para imponer su animal a los demás animales y,

naturalmente, a los demás hombres.

El animal armado con su inteligencia es un agujero, una quemadura en la armonía de las cosas. Más que una bestia, es un espíritu

bestial: un demonio. Pero no está solo; tiene millones de semejantes. Y cada cual se las ingenia para dejar atrás a los demás; de ahí las

guerras, las rivalidades, la opresión y la explotación mutuas; y luego los acomodos dictados por la fatiga, el temor y la astucia que se

llaman leyes y morales, a fin de asegurar la coexistencia, a fin de que se puedan contaminar las embestidas de unos contra otros y sin

embargo, subsistir; así es como se construye lo que se llama este mundo.

Sí _dice Dios_, pero veré cuál será su fin. ¿Qué objeto tiene todo esto? Ganar, triunfar, vencer, acumular, hacerse rico, poderoso…: ese es

el objeto. ¿Y el fin? El fin es que vas a morir y no podrás llevarte contigo lo que acumulaste. El castigo de Dios… ¿Cuál es el castigo de

Dios? ¿Y en qué reconocemos que tal desdicha es un castigo y no una circunstancia desafortunada o, aún más, una prueba que debemos

superar? El castigo de Dios es el que el pecador se inflige con celo, con ardor, con saña. Dios te pone a su derecha o a su izquierda, según

el lugar en que tú mismo te has puesto, arriba o abajo, según donde tú mismo te has puesto. El castigo de este error-pecado que consiste

en creerse su cuerpo es, simplemente, que ese error se convierte en realidad. Con eso basta. ¿Te crees tu cuerpo?... ¡Bueno! Lo eres…

¡Eres un cuerpo y terminarás donde terminan los cuerpos: bajo tierra! ¿Y el alma? ¿No tengo yo un alma inmortal? Sí. Tienes un alma

inmortal. Tienes un alma. Solo que no eres un alma. Dice el Eclesiastés: <<Lo que es polvo, al polvo volverá; lo que es espíritu, volverá al

espíritu>>. ¡Pero atención! ¡Tú, tú! ¿Volverás al espíritu? Para volver a él, tienes que instalarte en el vehículo antes de la partida. ¡No se

puede perder el tren!

Conocí un banquero. Un día me enteré por los diarios que se había suicidado. Me dijeron que estaba en quiebra. Tenemos uno, por lo

menos, que no se creyó su cuerpo, puesto que lo entregó tan barato: por un poco de dinero; peor: por la falta de un poco de dinero echó

por la borda su saco de huesos. Pero, considerando que de todos modos no parecía un ángel, uno se pregunta: ¿Y ese? ¿Quién se creía que

era? Os lo diré; se creía el señor… Director de… Presidente del Consejo de administración de… Condecorado con la Orden de… Miembro de

la Academia de ciencias morales y políticas. Para abreviar: Creía ser su personaje. Creía ser un chaqué, con una cinta roja en el ojal, más

una corbata de color delicado con una perla prendida en ella. Decía <<soy el señor Fulano de Tal>> y nunca olvidaba el <<señor>>. Y no solo

era un personaje, también se lo creía. <<Se tenía fe>>, se suele decir. Pero no es esa la fe que salva.

¿Quién es el personaje? Es el que desempeña un papel en el teatro. Y para que haya teatro, son necesarios los trajes, el decorado y un

papel aprendido de memoria.

Un personaje es ante todo un traje, un nombre, una posición social; y luego un lenguaje, modales, una cultura… Cosas aprendidas y

fabricadas. Nada tienen que ver con la naturaleza y la realidad. Los negocios, la política, el mundo, el éxito, la fortuna: todo es solamente

ficción, convención y comedia. ¿Poseemos, por lo menos, el papel que desempeñamos? Los personajes ya vienen hechos, como en la

comedia del arte italiana; nuestro margen de improvisación es muy escaso. Tan pronto como se presenta el personaje, provisto con los

signos distintivos de su dignidad social, los otros personajes le dan la réplica. Sea yo campesino, portero, escritor comprometido, militar o

presidente de la república, lo único que me queda es recitar. ¿Quién ha inventado mi personaje, quién me lo ha puesto? El señor nadie,

sinónimo del señor todo-el-mundo.

Pero estaba olvidando una pieza importante de estos trastos: el sombrero. El sombrero del personaje, es su opinión personal. Conozco

gente que cambia de sombrero según la moda y la estación; y otros que se jactan de tener uno solo y verse obligados a llevar siempre el

mismo. Se han apegado tanto a él, que duermen con el sombrero puesto.

Si alguna vez os asalta la tentación, amigos míos, de creer que vuestra opinión personal es solo vuestra, recordad que existen

productores de sombreros llamados periodistas, conferenciantes, políticos. ¡Caminad bajo el cielo con la cabeza descubierta, amigos míos!

Lo que anima y opera al personaje y lo hace gesticular por el mundo, es el vacío que en buen latín se llama vanidad. Y ese vacío

proporciona satisfacciones vacías, globos que se llaman orgullo, fausto, poder. Y ese vacío proporciona también una sorda angustia.

¡Pobre, pobre personaje! En el fondo, sabe muy bien que no es nada. Por eso nunca llega al fondo de sí mismo. Se cuida muy bien de

hacerlo; y esa es una de las grandes obras del personaje y de los personajes entre sí: distraerse. ¡Hay que distraerse de la grave verdad: no

somos nada!

El gran afán de nuestro personaje consiste en hacernos creer que somos lo que no somos: más inteligentes, más brillantes, más

virtuosos, más valientes, más enigmáticos, más seductores… O bien, más malvados, más descarados, más vulgares, más modestos. ¡En

todo caso, siempre más! He encontrado en toda mi vida, solo un hombre que me dijo: <<Soy un hombre como los demás>>. Todos los otros

me afirmaron con vehemencia o dejaron entender que no eran como los demás. Todos eran excepcionales, salvo ese. Ese, era Gandhi.

Conocí a un joven muy amable (y muy inteligente, por otra parte) que un día enfermó de ictericia porque había oído decir que un fulano

había dicho que él era un… ¡hum! El fulano lo había dicho porque sí, al pasar, por tratar de ser chistoso. Diez segundos después, no

pensaba más en eso, si es que alguna vez lo había pensado. Pero veinte años más tarde, a mi amigo le dolía el hígado cada vez que se

acordaba. Es que un… ¡hum! desinfla un personaje, siempre que ese personaje dependa enteramente de la opinión que los fulanos tienen

de él.

También la angustia puede convertirse en estimulante para la ejecución de grandes obras; y la gran obra tendrá por objeto demostrar a

los demás y puede que en última instancia a nosotros mismos, que somos alguien y hasta que somos algo. Hay hombres que se han

esforzado hasta el punto de ensangrentar el mundo por dar importancia a su personaje. Este se arruina por fundar una institución casa-

cuna. Sin que le preocupen los lactantes (¡no conoce nada más repulsivo!). Pero acaricia como uno de sus más caros deseos la placa de

mármol en que su nombre se destaca en letras de oro.

¿Y el fin de todo esto? El fin será que quizá, con un poco de suerte, yo tenga algún día mi estatua. Y cuando yo tenga mi estatua, ya no

estaré allí para admirarla. ¡Ah, qué enfadosa circunstancia! De donde deduzco que es mucho menos vano llenarse la panza. Porque una

panza es bastante común y, salvo excepciones, sin gloria ni grandeza; pero, por lo menos, ¡es algo que ofrece la inmensa ventaja de ser!

¿Qué os parece todo esto? Me parece que el asunto se complica y toma un giro inquietante. ¡Y sin embargo habíamos empezado tan bien!

Así pues, cuando no es mi cuerpo que grita ¡yo! para pedir, para reclamar, para quejarse, para bufar; cuando no hablan sus deseos, sus

temores, sus trabajos, sus argucias (¡porque es taimado, el sinvergüenza!) aparece mi personaje, con su pedrería de vidrio y sus oropeles,

en busca de espectadores y de aplausos.

¿Y quién otro podría tomar la palabra en nuestro nombre? Consideremos. ¿Habéis considerado? Sí: consideré y encontré. ¿Quién habla,

sino el pensamiento? Un gran espíritu ha dicho: <<pienso, luego existo>>. En consecuencia yo soy el que piensa. El que piensa, siente y

quiere, ese se llama yo. Por otra parte, es el único que sabe hablar y darse un nombre. Para abreviar: yo soy mi conciencia. Lo demás

quizás me pertenece, quizás está en mí (qué sé yo) pero no es yo.

No se podría discurrir mejor: este es un discurso bien llevado, argumentos bien pulidos. Prácticamente, creerse un vientre es el error en

estado bruto. Erigirse en personaje, es el error propio de los civilizados, de los refinados, de los distinguidos. Pero identificarse con la

conciencia, es el hecho del filósofo. Es la forma más rara, más pura, más perfecta del mismo error.

¿Error? ¡Caramba! ¡Eso lo dice usted! ¡Demuéstrelo! ¡Responda! Respondo con una pregunta: ¿Y cuando duermes? Sí: cuando duermes

verdaderamente, profundamente, sin sueños. ¿Entonces eres, o dejas de ser? ¿Eres tú mismo u otro?

Ya veis que para esta pregunta no hay más respuesta que esta:

Despierto o dormido, soy el mismo: soy el que piensa, el que siente, el que quiere ¡y soy el que no pienso, no siento y no quiero! En una

palabra: no sé quién soy. Lao Tsé, el más grande de los sabios de China, ha dicho: <<Todos saben muy bien cuáles son sus designios; todos

dicen: yo no sé quién soy>>. Por último, para hablar a la manera del Tao-Te-King (Nota: El Tao-Te-King de Lao-Tsé comienza con estos

versos: <<El camino que se puede caminar, no es el verdadero camino. El nombre que se puede nombrar no es el verdadero nombre…>>),

podemos enunciar:

El yo que dice yo no es el verdadero yo.

¿Me seguisteis hasta aquí? Es lo que llamamos los <<tres pasos>>. ¿Me seguisteis paso a paso hasta aquí, hasta ninguna parte? ¿Poseéis

el valor, la honestidad, la lucidez de reconocer que no os conocéis? Si habéis llegado hasta este punto, si os habéis rendido a la evidencia,

doblado, inclinado, aniquilado hasta este punto. Entonces puede que hayáis llegado a una curva en la senda de vuestra vida.

Pues sois ya totalmente diferentes de los caminantes, que, caminantes vosotros mismos, encontrasteis por la calle al venir. ¡Caminantes

todos que creen saber el designio que persiguen y adónde van y quiénes son! El que cree saber siempre será un caminante que pasa al

lado del saber y de la fe. El punto en que vosotros os encontráis, el de la más completa oscuridad, tiene esto de neto, decisivo y saludable:

que no se puede permanecer en él.

Dos amigos sobre un puente

Dice, sobre el puente, el amigo al amigo: ¡Contempla la alegría de los peces en el río!

Mas el otro le replica: ¿Cómo tú, no-pez, conoces la alegría de los peces en el río?

Él le responde: Por mi alegría sobre el puente.

Apólogo chino.

De la indiferencia, de la distracción y de la llamada

Esa definición exacta del yo que os prometí (la que no se encuentra en el diccionario), os vendrá bien, sin duda, llegados a este punto:

Primera proposición: Yo soy la unidad viva de los elementos que me componen.

Segunda proposición: Yo no soy ninguno de los elementos que me componen.

Tercera proposición: Me paso el tiempo creyéndome uno u otro de esos elementos.

<<Unidad viva de los elementos que me componen>>. ¿No habrá una manera más simple y popular de decirlo? Sí, la hay. Y con una sola

palabra, una hermosa palabra, clara y latina: alma. Diré, entonces: << ¿Yo soy mi alma?>>. Un hindú respondería: <<Sí, lo soy, pero no sé

que lo soy>>. ¿Pero si no lo sabes, cómo puedes decir <<lo soy>>? Puedo decirlo, pero no lo sé de mí mismo. Lo sabré el día en que mi alma

haya tomado conciencia y posesión de mí. Me reconozco verdaderamente en la tercera proposición. Debo confesar que no soy mi alma;

tengo un alma, nada más. No estoy unido a mi ser y por eso voy a la deriva y me equivoco.

Grande es la distancia entre el tener y el ser. Aprestémonos a la travesía. La fórmula nos indica el punto de llegada exacto, la dirección y

los escollos; y eso nos da confianza. Solo nos queda por averiguar cuáles son los vientos y las corrientes adversos. Pero todavía no hemos

salido del estupor de encontrarnos tan lejos del puerto, si ese puerto es ser lo que somos y conocernos a nosotros mismos. Es algo tan

absurdo, que si no nos hubiéramos visto obligados a comprobarlo en nosotros mismos y en los demás como acabamos de hacerlo, lo

creeríamos imposible.

¿Cómo puede haberse trastocado así el orden de las cosas? ¿Por qué accidente? ¡Accidente! ¡Esa es la palabra! Y si su efecto se deja

sentir en los negocios humanos de todos los tiempos, es porque se produjo en el origen. Es el pecado (volveremos sobre esto). Pero sin

remontarnos tan alto, comprobemos; y la comprobación misma nos dará una parte de la explicación. Comprobemos que nos pasamos la

vida dándonos la espalda. Solo tenemos miradas, pensamientos y sentimientos para otras cosas y otras personas. ¿Y cómo conocer, cómo

amar, a alguien a quien siempre doy la espalda?

¡Vamos! ¡No me vendrá ahora con que la gente peca por desinterés y excesivo amor al prójimo! No he dicho eso: de lo que hablo es de su

indiferencia y de su distracción. Son completamente incapaces de amar al prójimo como a sí mismos, porque no se aman a ellos mismos.

¿Y los egoístas? ¿Va a decirme que no existen o que son raros? No, pero afirmo que no se aman en absoluto; y si me prestáis a uno,

enseguida os ofreceré la prueba. Llevaré a vuestro egoísta, que tanto se quiere, a un cuarto oscuro y lo encerraré. ¿Hay algo más delicioso

que estar encerrado en un cuarto oscuro con quien se ama? ¡Pero cómo! ¿No está contento? ¿Por qué grita? ¿Por qué grita pidiendo

socorro como si se hubiera caído en un precipicio? ¿Por qué da puñetazos a la puerta como si estuviera escapando de alguna fiera? ¿Por

qué aúlla de espanto como delante de un espectro; de dolor, como si lo torturaran?

¿Os hace falta más para advertir que <<no puede verse>> como dice la expresión, ni aguantarse un solo instante? En la práctica siempre

veréis a un egoísta ocupándose de los otros, colgado a su cuello con todas sus fuerzas y todo su peso: los necesita para ocuparse de ellos,

para reírse con ellos, para reírse de ellos, para usarlos para todo fin que le resulte útil, pero sobre todo para evitar quedarse cara a cara

con el más mohíno y desagradable de los indiferentes: él mismo. Pero de un solitario nunca se dirá que es un egoísta, a menos que quien

lo diga sea un idiota.

¿Habéis visto alguna vez un hombre que se ame a sí mismo? Hay pocos. Habéis oído predicar el amor al prójimo. ¿Alguna vez se os ha

predicado el amor a vosotros mismos? ¿Se os ha enseñado esta verdad que es el primero de los deberes? Está dicho: <<Amarás a tu prójimo

como a ti mismo>>. ¿Pero si no te amas a ti mismo, cómo amarás a tu prójimo? <<Como a ti mismo>> es el mandamiento. Insistimos en el

cómo. Cómo significa: <<de la misma manera>> y cómo significa: <<en la misma medida>>. Eso significa: ni más, ni menos; ni menos, ni

más. Y hay dos vicios del amor: el menos y el más. Y desventurado de aquel que ama a otro más que a sí mismo… No creáis que es raro.

Todos los apasionados y los viciosos hacen eso. Aman más que a sí mismos. Y aman hasta su propia destrucción. Aman su pérdida. Aman

al objeto de su pérdida. El objeto, con toda su limitación, o la persona, en toda su limitación de objeto, es amada, adorada como un

absoluto. He aquí el punto de partida de nuestras más negras pasiones. <<Todo hombre destruye y mata a la que ama>>, decía alguien

experto en esta clase de amor. Y todo hombre se mata a sí mismo en esta clase de amor.

Os haré notar, que nunca sucede que un hombre se apasione por el pan o la leche. ¿Por qué? Porque el pan es bueno. Porque la leche es

buena. Cuando se ha comido pan hasta la saciedad, basta. Uno se detiene. Cuando se ha bebido un tazón de leche cremosa, no se quiere

más, no se puede más… Si hay algo por lo que uno se apasiona, debe ser algún alcohol, algún veneno, algún humo o alguna mujer que

sirva de veneno, de humo o de alcohol. Y solo se la deja de besar para pelearse con ella. Y un día se la estrangula y luego uno se ahorca

por falta de amor de sí. ¿Dónde está el que se ama, que ama su integridad, su culminación, su salvación? Lo que la gente ama es su placer,

ama sus gustos, ama sus éxitos, ama todo en sí, menos a sí misma.

Sí mismo: detengámonos en esta palabra. Los hindúes dicen atma que traduce bastante bien el inglés self y bastante mal el español sí. Sí-

mismo es mejor; equivaldría al sentido de himself. Pero apartemos him (él) y no conservemos más que self (mismo). Así, atma sería el

mismo. Lo que nos trae a la memoria un gran tema platónico. Lo mismo y lo otro son para Platón las dos caras del mundo, el reverso y el

anverso lo uno de lo otro, lo que nosotros hemos designado <<el adentro>> y <<el afuera>>. Lo <<mismo>> es lo mismo por doquiera. Lo que

separa y está separado es lo otro. Mí-mismo, tú-mismo, él-mismo: mismo es lo mismo para los tres.

La etimología de la palabra mismo merece una meditación: Memet ipsimum. Me: To. Met: partícula intraducible, invariable, inseparable y

misteriosa. Ipse que, por sí solo, quiere decir él mismo. Ipsimus: más-que-mismo, superlativo fantástico del bajo latín forjado según el

modelo de optimus: duplicación que expresa el retorno de sí sobre sí. La mezcla y la contracción de las cinco sílabas de memet ipsimus en

dos, da mismo. El met contiene la m de mí y la t de ti, como para significar que el uno no tiene sentido sin el otro. En la segunda persona

se dice: tutemet, lo que equivaldría a decir tú con t-mismo: y en este caso, hace pensar en el mit (con), de los alemanes. Por último, la mt

de met, puede que sea la inversión del sánscrito atma (Atma).

Cuando un hombre habla bien, escuchad lo que dice; pero sobre todo dejad que os hablen las palabras que <<quieren>> decir más que el

que habla. Escuchad el eco de sus significados. En su vago rumor persiste algo de la revelación primitiva depositada en ellas antes de

Babel. Para eso, no siempre es necesario aprender filología; basta con aprender a callarse. Así como el ayuno nos deja entrever el terrible

misterio del alimento y la vigilia, el consolador misterio del sueño, así también el silencio introduce a los atentos, a las profundidades del

verbo y por él, al secreto de las cosas.

<<No por el amor del amigo se ama al amigo; ni por el amor del esposo se ama al esposo; ni por el amor del hijo se ama al hijo, sino por

el amor del atma>>. El aturdido traductor de los Upanishads tradujo <<sino por el amor de sí>> y solo queda especular y discutir tontamente

la sabiduría oriental y el poco caso que ella hace del amor; cuando en realidad se trata de esa pura caridad que el evangelio enseña con

más fuerza todavía: <<Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre y madre y mujer e hijos y hermanos y hermanas y aun también su

vida>> (Lucas 14, 26) y <<Amarás a tu prójimo como a ti mismo>>, pues no es por atracción al otro que uno ama al prójimo, ni por apego a

sí mismo, sino verdaderamente por el amor de Dios.

Pero hay algo del otro en mí y de lo mismo en los otros. Amar es reconocerse en el otro por la gracia del mismo. En ti y en sus prójimos,

odiarás al otro. En los otros y en ti, amarás al mismo. La causa de todo el mal es que el mismo y el otro se confunden por doquiera salvo

en Dios <<que es el uno, único y el mismo>>. Distinguirlos es claridad en el conocimiento y pureza en el amor. El mismo es, pues, por sí

mismo, amor y faltarle es faltar al amor. Pero cómo amaríais al que no conocéis. Si hasta lo señaláis con vuestro desamor y vuestro

desprecio dándole la espalda, sin daros cuenta siquiera.

Recordad uno cualquiera de vuestros días. Suena el despertador: son las seis. abrís un ojo y pensáis: <<¡Ah! hoy miércoles. No debo

olvidarme que a las cuatro prometí encontrarme con Fulano en el café del Progreso…>>. No habéis abierto todavía el otro ojo y ya os habéis

proyectado al otro extremo de la ciudad y con diez horas de adelanto, ¡en compañía de otro! Pero volvamos a nosotros: ¡rápido al baño!

Desayuno: el diario, para saber qué pasa en Cochinchina o en Nicaragua. Las siete y veinte. Me estaba olvidando de la hora. Ina mirada en

derredor antes de dejar el cuarto. ¿No me olvido de nada? ¿El portafolio? ¿La corbata? ¿Las llaves? No, nada. Sí. ¿Qué? A ti mismo. Pero lo

importante es no perder el autobús. Lo pesco justo a tiempo. Llego a la oficina, despacho la correspondencia, atiendo el teléfono. Recibo

dos visitas. Firmo un contrato. A mediodía, vuelvo a casa. Almuerzo. Salgo otra vez: correspondencia, contrato, visitas. Por fin llega la

noche. Me muero de cansancio: vamos al cine a ver galopar por las Rocosas; endosémonos varias vidas en vez de la nuestra. Vuelvo tarde,

me acuesto. Apago. Esta vez, estoy solo conmigo mismo, casi por un instante y caigo dormido.

Ese es el encadenamiento: cadena de deberes, de trabajos, de bullicio, de hábitos, de necesidades, de vanidades que nos impelen hacia

afuera, hacia el otro. ¿Pero cómo salir? Sí: ¿Cómo salir del exterior? ¿Y tú me lo preguntas? Es simple: dándote vuelta. Ese acto simple y

decisivo se llama en espíritu, conversión. La conversión es liberarse y desasirse del mundo y dirigir el corazón, los gustos, las fuerzas,

hacia adentro. Hacia el <<divino adentro de las cosas>> como dicen los egipcios; lo que requiere, ante todo, hacia el adentro de sí.

Hablábamos hace poco de los vientos adversos. El que más puede hacernos derivar, es la distracción. Existen tres grados de distracción:

1. Primeramente, la distracción total: la distracción del aturdido; tiene la mirada perdida y la boca abierta: nunca está donde está. Nunca

piensa en nada. Tropieza con todo. Se cae… Es el estado de distracción desastrosa… Cuando un hombre se enfada, se dice que está <<fuera

de sí>>. El distraído se pasa la vida fuera de sí sin ninguna furia. Ese estado de distracción, de desorden, de incoherencia, de estupidez

perpetua, no es un estado agradable; es el polvo del alma, la corrupción de la inteligencia ---pero corrupción es demasiado húmedo, hiede

demasiado__ digamos polvo.

2. Luego está la agradable distracción del que se divierte en distraerse, del que se complace en ello. La distrcción es muy buscada: las

distracciones… las diversiones… pues es la misma palabra; dis: hacia fuera y al azar, y verter: darse la vuelta. Uno se distrae cada vez que

puede, pero no puede hacerlo siempre. No se puede vivir, desgraciadamente, siempre distraído; no se puede estar divirtiéndose todo el

tiempo; hay que tratar de ser serio.

3. Existen, pues, las distracciones serias. Que se llaman negocios. O bien, estudios. Si se busca la razón del enorme celo que pone la

gente en los negocios o en los estudios, no hay que creer que se trata de un amor ilimitado por el deber o de un esfuerzo inmenso para

vencer la pereza. ¡No! Eso puede advertirse desde el mismo día en que se los jubila: no saben qué hacer de sí mismos… Ese sí mismos, del

que nunca se habían ocupado, se les cae súbitamente encima… Pronto se entregarán a alguna enfermedad, única distracción bastante

seria para reemplazar su antiguo trabajo.

Puesto que la distracción es una enfermedad del espíritu, ¿cómo curarla sino con la atención, con la atención interior? Pero cuando,

cerrando los ojos, vuelvo mi mirada hacia adentro, ¿qué veo? Nada; la negrura. Por eso me asusto, o me aburro, por eso escapo. ¡Ahora,

decidme! ¿Habéis dejado alguna vez la calle inundada de sol para entrar en una cueva? ¿Qué veis en la cueva? La negrura. No, ni siquiera

la negrura; más bien un torbellino de partículas luminosas que bailan ante los ojos. ¿Y cuánto tiempo necesitaréis para ver la negrura?

Veinte minutos. Y si dentro de la cueva hay un tesoro, ¿cuánto tiempo para ver relumbrar el tesoro? Una hora. ¿Pero quién de entre

vosotros se ha quedado durante una hora, con la mirada fija en la sombra de adentro? ¡Hacedlo y veréis!

No os digo qué cosa veréis y no os pido que me creáis. No os pido que creáis lo que habéis oído decir o lo que habéis leído, sino que

vayáis a ver y volváis a decir lo que habéis visto.

Es verdad que mantenerse durante una hora seguida ante sí mismo, en la sombra, no será el primer paso, pues resulta demasiado difícil.

Hay que encaminarse hacia ello poco a poco. El primer paso consistirá en vencer la <<corriente en contra>> del encadenamiento y el

<<viento en contra>> del arrebato, de la dispersión, de la dispación total que es el estado de no-ser. Ser disperso, es ser como si no se

fuera. El primer ejercicio que os proponemos, amigos ocupados y cargados de negocios muy importantes, no os exigirá una hora, ni media,

ni un cuarto, sino tres minutos tan solo: ¿y existe un hombre tan ocupado que no pueda tomarse tres minutos para lavarse las manos?

Puede que tres minutos sean todavía demasiado; cortemos el pedazo en seis; seis veces por día, tres por la mañana y tres por la tarde,

manteneos en suspenso.

Deteneos. ¿Estáis apresurados? ¡Razón de más para recobraros! ¿Tenéis quehacer? Deteneos o cometeréis alguna torpeza. ¿Debéis

ocuparos de los demás? Razón de más para comenzar por vosotros mismos, para no temer dañar a los demás.

Por tanto, pues, quitaos los arreos y distendeos. Medio minuto cada dos horas, deteneos. Dejad la herramienta. Manteneos en la vertical.

Respirad hondamente. Retirad vuestros sentidos al interior. Permaneced en suspenso ante la negrura y el vacío interiores. Y aun cuando

no pase nada, habréis roto la cadena de la precipitación. Repetid: <<Yo me llamo y me recobro>>. Nada más. Decíoslo, pero sobre todo,

hacedlo. Recogeos, como se dice tan justamente. Recogerse es reunir todas las briznas de sí dispersadas y que estaban colgadas aquí y

allá. Responded como Abrahán a Dios que lo llamaba; responded ¡<<Presente>> (adsum)!

Se trata, pues, de mantenerse presente ante sí mismo y ante Dios durante medio minuto. Suspendido ante el orificio del pozo interior.

Es poco probable que se haga en tan poco tiempo una inmersión profunda en el misterio del yo, pero con la gracia de Dios, nada es

imposible. Sin embargo, si nada más se produce durante ese instante de suspensión, habremos roto la cadena de acontecimientos que nos

tiene prisioneros; la habremos roto en seis pedazos y forjado la liberación. Además, si queremos no solo llamarnos a la conciencia, sino

también recordar que debemos recordarnos cada dos horas, deberemos ejercitarnos en una llamada latente y continua que sostendrá

todas las acciones y todos los pensamientos de nuestro día.

La llamada es el primer paso hacia el conocimiento de sí o conciencia.

¿Mas cómo se puede decir primer paso cuando se ha hablado ya <<de los tres pasos>> y este no es ninguno de esos tres? Los tres pasos

de que hemos hablado (yo no soy mi cuerpo, yo no soy mi personaje, yo no soy mi pensamiento) nos hicieron descender al fondo del error

original, nos hicieron sondear el desconocimiento. Y ciertamente, nada más necesario que esa inmersión en la noche. Pues el hombre es

incapaz para la verdad en tanto no reconozca el error concerniente a su ser. Reconocer el error es ya abertura a la libertad e impulso

hacia ella. Pues no se puede ir más allá de la nada. Y no se puede morar en la negrura. La llamada, empero, es el primer paso en sentido

inverso. El grado más humilde del ascenso. Ese primer paso, aunque pequeño, resulta decisivo y de infinitas consecuencias, porque es el

primero y sin él, los otros son imposibles o ilusorios.

Hemos visto que todo comienza en la cabeza. El comienzo de la cabeza es el ojo. el comienzo del pensamiento es la mirada de la

inteligencia o atención. La llamada, es la conversión de la atención, el retorno de la mirada. Para ver el blanco, arquero, dos ojos son

demasiado: ¡cierra uno! Si el blanco es interior, ¡cierra los dos y dispara!

El primer paso por el buen camino. Y el camino es bueno, si bien empinado, pedregoso y sobre todo, angosto. Más angosto que el ojo de

una aguja, ni camellos cargados ni ricas inteligencias pueden pasar por allí, ¡el punto exacto y estricto que es el verdadero yo! Pero más

allá, todo se abre y se convierte en luz. Sabedlo: ¡os invito a una gran aventura!

Del personaje y de la persona

El catecismo nos enseña que el hombre es una criatura formada por un alma y un cuerpo. Pero siendo cuerpo y alma, él se presenta ante

nosotros como una persona.

Todos vosotros sabéis qué es un cuerpo o, al menos, creéis saberlo. Yo creo que no lo sabéis y por mi parte, sería aventurado decir que lo

sé, pues saber qué es el cuerpo sería poseer todos los secretos de la naturaleza. No soy de los que desprecian el cuerpo. Sostengo que el

cuerpo es para nosotros la sonda, la medida y la llave de toda la creación, pues el cuerpo es lo único del mundo que sentimos desde afuera

y desde adentro al mismo tiempo. Es por lo tanto la vía que nos conduce hacia el adentro de todo. Pero esta vez, mi tema no es hablar del

cuerpo. Tampoco os hablaré del alma, ni de su naturaleza, ni de su unidad, ni de su inmortalidad. Hoy quisiera hablaros de la persona; de

la persona, o para decir mejor, del personaje. Pues la palabra persona tiene dos acepciones muy distintas. Persona significa: papel que se

desempeña en el teatro, y persona significa también: plenitud de la sustancia espiritual. Es esta segunda acepción la que emplean los

teólogos cuando dicen que Dios está hecho de tres personas. Pero cuando hablamos de la persona humana, casi siempre el término que

conviene es personaje.

Todo hombre, pues, no tiene solamente un cuerpo y un alma; posee, o mejor dicho, tiene (poseer es un término demasiado fuerte) un

personaje. Pero creo que el catecismo hace bien __hablando del hombre como criatura de Dios__ al pasar por alto esta importante parte

del hombre, pues el personaje no es una criatura de Dios. El cuerpo, en tanto que ser natural, es una criatura de Dios y el alma, en tanto

que ser espiritual, es una criatura de Dios; mas el personaje, situado entre uno y otra, es una criatura del hombre, una ficción social. Es

un compuesto, no un elemento; es un pasaje, no un ser.

Lo primero que debe señalarse cuando se estudia el personaje, es su irrealidad. El personaje es un ser fabricado, imaginario, más o

menos vacío y falso. No nace con el hombre; se fabrica poco a poco con la educación. Su fabricación continúa en la escuela, en el ejército,

en el estudio, en la fábrica, en el salón, a través de todos los rozamientos y las experiencias de la vida social: la instrucción, la cultura, las

leyes y las costumbres, contribuyen a formarlo, pues son artificios. El lenguaje es uno de ellos __y de los principales__ y la existencia

misma del personaje es no solo confirmada, sino casi confeccionada por el nombre que los demás le dan, la reputación que le hacen y por

el <<yo-me>> que él se concede a sí mismo.

La potente levadura del personaje, la fuerza que lo produce, es la vanidad. La vanidad es el vacío (vano quiere decir vacío). Sí, en el

centro del personaje, el vacío llama al aire, forma una aspiración y las sustancias de los dos polos van a confluir allí. La vanidad infla al

personaje y lo empuja hacia adelante por la vida, lo eleva y le hace ocupar el mayor espacio posible, hasta que las vanidades de los

personajes que lo rodean, le salen al encuentro y lo ponen en su lugar.

Ya que persona significa papel desempeñado por un actor en las tablas, es natural que el personaje sea ante todo una máscara, un traje

de teatro y en el límite, un títere. Podemos preguntarnos cuál es la razón de ser de este extraño ser que no existe y qué vamos a hacer con

él.

Pues aunque vacío o irreal es, empero, indispensable. El personaje tiene, en efecto, dos razones de ser, o más bien tres: la acción sobre los otros, la expresión de sí y la protección de la naturaleza. ¿Qué podemos, qué debemos hacer con él? No hay que creer que sea fácil

saber cómo emplearlo y que __vano e inexistente como es__ no sepa resistir nuestros esfuerzos por emplearlo. Nada es más fácil, en todas

las cosas humanas, que tomar los medios por fines y detenerse a medio camino; eso es precisamente lo que hacen quienes se creen su

personaje. Y no nos engañemos: ellos forman la gran mayoría de los hombres cultos, de los que no se creen simplemente su cuerpo. De

esta comedia sin autor en que se ha enredado el personaje, el hombre es la víctima. Representa y no sabe siquiera qué representa,

representa y cree que hace, desempeña un papel y cree que es, y esa marioneta henchida de vacío, imaginaria y engañosa, absorbe todas

las fuerzas del ser.

Puede decirse que la educación, la moral y la cultura tienen como objeto producir personas. Años de estudio y ejercicio con severos

maestros, escuelas, bibliotecas, teatros, juegos, encuentros y viajes; el saber, el saber-hacer, el saber-decir, el saber-vivir, los dones, los

medios, los encantos, las oportunidades y toda la civilización que ello supone, son condiciones necesarias, pero no suficientes, para la

formación de una persona. Nada es tan estimable, amable y envidiable a los ojos del mundo, como una persona acabada. El éxito, el honor,

la dicha, la fortuna y la gloria, le parecen reservados. ¿Cuál es, pues, la razón de este prestigio a los ojos del común de las gentes? Esta es

la razón: que su naturaleza espiritual está perfectamente vestida.

Y debemos saber que el alma, no menos que el cuerpo, no puede presentarse en sociedad completamente desnuda. Ante todo, por la

sencilla razón de que el alma es invisible: solo puede aparecer en el ropaje de la persona. El cuerpo se viste para ocultarse; el alma se viste

para aparecer. Por otra parte, uno y otro ropaje se reúnen, pues el vestido del cuerpo, en tanto que representa y significa, es una de las

manifestaciones que constituyen la persona. ¿Pero para qué vestirse? ¿Por qué esta mentira decorativa? ¿Qué representa esta

representación? Ya que llevar un vestido es universal entre los hombres, debe existir una razón profunda y, no lo dudemos, religiosa.

Es muy fácil denunciar que bajo el penacho y el manto con que desfila cierto personaje, se esconde un animal muy semejante a la lombriz,

reducirlo a la apariencia de una lombriz sería darle una forma aún más falsa que los artificios que lo decoran. Pues el hombre es menos

de lo que pretende y más de lo que parece. Por eso se cubre con los signos de su pretensión y oculta así la realidad de su apariencia: su

desnudez. Tan pronto se viste y se acicala, el hombre se coloca en cierto grado de una jerarquía social y espiritual. Ya no es más

simplemente lo que es: representa lo que quiere, puede y debe ser. Y en el origen, la causa no es la vanidad, sino al contrario la inmensa

aspiración a la totalidad del ser. Y la persona no es: representa. No miente: representa; representa la verdad concerniente a la naturaleza

del hombre, una doble naturaleza: pues el hombre es una posibilidad y un tránsito. Al representar, el hombre se da su sentido. No muestra su forma, sino el sentido de su transformación. Representar no es una actividad

puramente lírica; es una magia eficaz, es una obligación religiosa, es un ejercicio espiritual, es el primero de todos los deberes. Pues para

el hombre no hay sentido ni transformación, si no ha fijado un fin y si ese fin no tiene ser ni forma, si ese fin, ese ser y esa forma, no están

constantemente presentes. Ese fin, ese ser, esa forma, es la divinidad. Tenerla presente, es presentarse ante ella con la ofrenda y la

plegaria; y es representarla: recordarla y reproducir su forma. Por último, es conformarse a ella imitándola uno mismo; incorporándosela,

revistiéndose con su forma.

El retorno periódico de la representación es la fiesta. La ceremonia es la representación propiamente religiosa, o dicho de otro modo,

obligatoria. Va acompañada de otras representaciones más libres, más íntimas, más enardecidas: las danzas sagradas y el teatro donde el

actor reviste la figura y la máscara del dios, se deja invadir por el aliento y embriagar por la fuerza del dios y por su voz, y por un

momento, se convierte en él. Pero hay hombres que desempeñan este papel de modo permanente: el sacerdote y el rey (en el origen eran

todos uno). En medio y por encima del pueblo, ellos representan la divinidad y toda su vida es fiesta, rito y ceremonia, es decir, no riqueza

y placer, sino representación. Y representan a Dios, el señor en su feudo, el capitán en su ejército, el maestro en su escuela, el patrón en

su taller, el padre en su familia; y hasta el último de los hombres libres, en tanto que es dueño de su cuerpo y señor de su vida, detenta

una partícula de la majestad real y un reflejo de la luz divina. Y esa partícula de majestad y ese reflejo de lo divino, es la persona.

He aquí un nuevo aspecto de la persona, de eso que habíamos presentado primero como eminentemente fútil y falso y he aquí nuevas

indicaciones sobre el comportamiento a seguir con respecto a la persona. Pues la persona puede ser o divina, o diabólica, o vana. Se hace

diabólica tan pronto como el hombre cree en ella, en su propia persona. Quiero decir, que en lugar de servirse de ella, como una

representación del fin, hace de ella el fin mismo, el centro mismo y el dios mismo. Entonces el rey se convierte en tirano y el hombre, en

demonio; entonces la representación se convierte en mentira, la dignidad se convierte en orgullo, entonces el hombre hace lo que había

hecho Satanás antes que él, Satanás que era Lucifer, <<portador de la luz>> y que se creyó la luz, por lo que fue expulsado y precipitado.

Pero cuando, al contrario, el hombre no otorga ninguna importancia ni significación a su persona, esa persona, de demoníaca y

monstruosa que era, se torna insignificante. Casi siempre lo es en esto que se llama <<el mundo>>. Las personas son lo que pueden ser; su

amabilidad no proviene del amor y no va al amor, su sensibilidad es una complacencia para consigo misma; su fin no existe, pues ellas

constituyen su propio fin y ya os he dicho que no son nada.

¿Para qué sirve la persona? Para significar. Ella debe ser, para todos los hombres, una llamada a la dignidad humana. Solo debemos

respetarla en nosotros en razón de esa razón, de esa función. Nunca debemos humillarla ni en nosotros ni en otro a causa de esa función,

porque ella es una llamada, es una representación del Altísimo. Solo por eso es respetable y cuando da conscientemente al alma su ropaje

de dignidad, venerable.

Raras en este mundo y preciosas, son las personas. Si vosotros encontráis por azar una persona, no la dejéis partir sin tratar de hacer de

ella un amigo. Las amistades se establecen entre personas. La persona, es el hombre que hace del títere del que he hablado, una obra de

arte, que usa su persona para comunicarse con los otros hombres y para expresarse; consigue la obra dificilísima y delicada de componer

su persona a partir de expresiones aprendidas y de actitudes imitadas. Hace suyos los aportes exteriores, los escoge y dispone con gusto y

de elementos tan artificiales y comunes a todos como el lenguaje, los modales y la vestimenta, logra obtener un todo que posee belleza,

equilibrio, originalidad y valor.

Debéis saber, sin embargo, que el drama de la persona, sea cual fuere su dignidad y la perfección alcanzada, es que debe morir, que

además muere sin dejar rastro y que, por último, es justo que muera. El cuerpo, como sabéis, muere y se pudre; está hecho, empero, de

una sustancia formal que no perece, sino que está llamada a la resurrección. La persona, en cambio, no tiene sustancia y en consecuencia

cae como un traje viejo. <<Esta piltrafa de cuerpo>>, se suele decir. No; pero la persona sí es una piltrafa. Y todas las penurias que ponen

los hombres en componerse una persona admirable, en dejar en la memoria de los hombres el recuerdo de una persona gloriosa: todos

esos esfuerzos son esfuerzos perdidos.

Pensemos en Dios y cuidemos nuestra alma y dejemos a la persona brotar libremente de adentro. No tendremos necesidad de componer

una obra maestra frágil y engañosa.

La sabiduría siempre enseñó a la persona. <<Bórrate>>; y lo mismo la simple cortesía. El evangelio dice: <<El que se ensalza, será

humillado>>. Gandhi, tras tantos otros, advierte: <<El que quiere acercarse a Dios, debe reducirse a nada>>. Los místicos de todos los

tiempos exclaman: <<Yo soy nada>>. Y si <<yo>> significa <<mi persona>>, no se trata de una figura poética ni de una exageración

apasionada, sino de una afirmación metafísicamente exacta.

¿Los santos no son acaso personas y hasta santos personajes? me diréis. Sí; y comparados con los héroes de novela, de tragedia o de

epopeya, sus figuras son de más alto relieve y más singulares. Pero no porque hayan afirmado o desarrollado su persona, no porque la

hayan cultivado, instruido, ornado y exaltado. Al contrario, porque la han vaciado. Pues no se ha dicho únicamente: <<El que se ensalza

será humillado>>, sino también se ha dicho: <<El que se humilla será ensalzado>>.

El que quiere henchirse, será hallado vacío; pero el que se vacía, se encontrará pleno. Cuando el hombre ha cesado de manifestar su

buen o mal carácter, de mostrar sus pequeños o grandes talentos, de aguardar gloria y fortuna de su saber y sus aptitudes aprendidas, el

Espíritu santo tiene lugar para soplar, para sonar (Etimología posible de persona: de sonare, sonar y de per, a través. ¿La persona?:

Aquello a través de lo cual suena una significación. ¡Dios quiera que esto sea cierto!), para llamar a través de él y si es oficio de la persona

significar lo que la supera, aquí está la gloriosa plenitud de la persona, aquí la persona se convierte en un espíritu.

He hablado de los tres elementos que componen al hombre; ¿pero cómo concuerdan esos tres elementos entre sí? Se vinculan por el yo.

¿Y qué es el yo? No es ninguno de esos tres elementos, no importa de cuál de los tres se trate. En la mayoría de los hombres, el yo corre

entre esos tres elementos como la mosca encerrada en un frasco golpea en sus paredes al azar. A veces se posa en el cuerpo, a veces en la

persona, a veces en el alma. Y esas son las condiciones de la economía de la salvación y de la inmortalidad. Y también de la justicia, pues

se nos puede decir: sois lo que queréis ser, sois lo que creéis ser, sois aquello sobre lo que os posáis. Si queréis ser un cuerpo, iréis

adonde van los cuerpos: a la podredumbre. Si queréis ser la persona, iréis adonde va la ropa vieja y todas vuestras ventajas y vuestros

encantos os conducirán a la nada. Pero si queréis ser vuestra alma, vuestra alma inmortal, iréis adonde va el alma: hacia lo alto;

regresaréis al Dios de donde habéis salido. Pero tened cuidado de no dejaros atravesar solamente por esta alma que os ha sido dada;

temed no advertir que tenéis un alma que pasa y se aleja; aferraos a esta alma que está en vosotros, aprended a entrar en ella, aprended a

ser ella.

El sacerdote y el cajero.

Dos cosas me colman de admiración: el sacerdote en el altar y el cajero en el banco.

El sacerdote sube al altar más ricamente vestido que un elegante, más acicalado que un rey, más contemplado que un actor célebre. Está

cubierto de oro y pedrerías; hacia él se vuelven los ojos y las luces, hacia él humean los incensarios. Sea hermoso o feo, siempre es

hermoso; sea alto o bajo, siempre es alto. No se cruza, sin embargo, por el espíritu de sacerdote alguno, la creencia de que todos esos

homenajes se dirigen a él; ninguno se pavonea, ni se jacta, ni tira besos al público. El mismo esplendor de su casulla lo esconde.

Hombre dotado, a quien se respeta y admira con razón, contempla y aprende: ¡ese es el modo en que debes llevar tu persona!

El cajero del banco en su quiosco, humedece su pulgar, pasa el dedo por el fajo, ordena de diez en diez los billetes de mil, empuja los

paquetes por la ventanilla, coloca los otros en una pila y los hace deslizar en cajones o en carretillas. Haya repartido veinte millones por la

mañana, o puesto a un lado doscientos mil millones por la tarde, su modesto sueldo mensual permanece invariable. Su corazón, su cabeza

y sus manos, no guardan nada de las riquezas que ordena.

¡Oh, rico, obsérvalo, obsérvalo bien… y aprende!

De los cuatro círculos del conocimiento y del punto

Cuatro círculos rodean el conocimiento de sí.

Cada círculo gira alrededor del sujeto y ninguno lleva al punto central, único y desasido, que es el sí.

El primer círculo _el más amplio_ es el estudio de las ciencias del hombre, de múltiples ramas: la anatomía, la medicina, la fisiología, la

psicología, la psiquiatría, la filología, la arqueología, la paleontología, la mitología, la sociología, el derecho, la economía política, la

tecnología, la historia, la historia de las religiones, la historia del arte, la historia de la filosofía y la filosofía de la historia…

Nadie puede recorrer el círculo completo en el curso de su vida. Una vida humana no basta para adquirir todo el saber acumulado en una

sola de esas múltiples ciencias. ¿Hay que lamentarlo? No, porque el más avanzado en todas esas ciencias o en una sola de ellas, no ha

avanzado ni un paso hacia el sujeto, cuando el sujeto de que se trata, es verdaderamente sujeto y no objeto; ya que las ciencias en cuestión

se jactan de estudiar al hombre <objetivamente>.

Dicho esto, las ciencias del hombre son las menos vanas y las menos peligrosas de las ciencias. Pueden influir sobre nuestra conducta

política y moral. Deberían llevarnos a reflexionar, enseñarnos cuán vanas son nuestras empresas y nuestras glorias y cuán incierto

nuestro saber. No se prestan a aplicaciones mecánicas y no implican sus siniestras secuelas. El espíritu de lucro no encuentra lugar en

ellas. Las curiosidades que satisfacen se cuentan entre las más nobles. Pero no responden lo último si queremos saber quiénes somos.

En el interior del primer círculo, vemos delinearse el segundo: el estudio del hombre a través de la evolución de las artes y la simbólica

de las formas, pero sobre todo a través de la práctica misma del arte que es siempre un acercamiento sensible de la verdad íntima, una

ciencia de lo que sabe: lo particular, lo único, lo vivo; una ciencia sensible y viva de la vida; un saber, subjetivo y calificativo, una medida de

lo imponderable, una captación del movimiento en su huida.

Mas este conocimiento puede ser explícito o implícito. Es explícito en la tragedia y la comedia, en el drama y la novela, así como en las

máximas y los retratos. Suministra entonces caracteres que permiten descifrar a los seres vivientes y penetrar la fuente de las acciones

humanas. Pero es más profundo, a veces, cuando es implícito y lo es por doquiera en todas las combinaciones de líneas, de colores, de

valores, de ritmos y de sonidos apropiados para la representación del juego de pasiones y pensamientos.

El arte no es, empero, una senda que lleve al conocimiento esencial y saludable, sino todavía un círculo que lo rodea. No conduce, seduce

al que busca y lo desvía de su búsqueda. Puede significar, ciertamente, altos estados del alma y es la razón de ser del arte religioso _el

más importante y el más hermoso del mundo en todos los tiempos_ pero esos estados se alcanzan por la religión, no por el arte. Y puede

también significar cosas viles con igual felicidad. El arte es una expresión, por ende un movimiento de adentro afuera, un movimiento que

contraría la entrada en sí, la reflexión, la concentración. Se resuelve en un éxtasis ilusorio que es un transporte. Debilita la voluntad y

exalta los sentidos. Favorece el ensueño y suscita fantasmas y monstruos, antes que el lúcido silencio interior. Pero los opuestos existen

para ser conciliados. Eso es posible siempre que se quiera y sepa hacer.

El arte, al igual que la ciencia, pudo ser cultivado por las grandes escuelas iniciáticas como medio de edificación. Grandes obras lo

atestiguan.

Pero tenemos al alcance de la mano el objeto a estudiar y podemos estudiarlo por nosotros mismos todos los días. ¿No vale eso más que

remitirse al estudio que han hecho otros y que han llenado libros enteros? ¿Para qué nos servirá la ciencia de los libros si no hemos

entrado, al menos, en el tercer círculo, que es la observación de nosotros mismos y del otro? Es una y la misma cosa. Pues solo sabemos

de los otros por relación a lo que pasa en nosotros y no nos conocemos sino en el espejo del otro. Es lo que se llama adquirir <experiencia

de vida>. Es la menos fútil de las distracciones mundanas, el mejor beneficio a obtener de los <negocios>; es _en los amores y en las

amistades_ el único placer perdurable que no cesa jamás: reconocerse en el otro.

La experiencia de la vida cava en nosotros un recoveco, yergue en nosotros un testigo, nos enseña el desasimiento necesario para el

conocimiento, nos enseña que hay algo de nosotros en el otro y algo de extraño en nosotros. Lo que la observación pone ante nuestros

ojos, en cambio, es nuestra persona, no el nosotros-mismos-nosotros: el que está siempre allí, detrás de nuestros ojos.

El cuarto círculo se llama conciencia moral. Nos arranca del mundo y de la comparación con el otro. Erige en nosotros algo que no es un

observador más o menos curioso o perspicaz: erige un juez.

Bienaventurado el que lleva en su interior un juez incorruptible.

Ese a quien los errores del otro no lo justifican ante sus propios ojos.

El que no juzga por sus propios actos en relación con los ejemplos de los demás, sino que los juzga según la escala inmutable de los

valores, bajo el ojo de Dios.

Bienaventurado el que se juzga con la misma severidad con que juzga a otro.

Aún más bienaventurado el que muestra severo consigo mismo e indulgente con el otro.

Aún más, el que se juzga y se abstiene de juzgar a otro, pues para eso le ha sido dado el juicio: para que se corrija y se dirija a sí mismo;

pues tiene plenos poderes para instruir su propio proceso, ya que conoce su acto y los motivos de su acto; del otro, en cambio, solo conoce

el acto y presume la intención y así juzgando, peca de presunción, de falta de humildad, de caridad y de justicia.

Este cuarto círculo es el cerco del castillo interior. Es menester cruzar los portales de este cerco y morar en el interior de sus muros

para acceder a la iniciación.

Iniciación significa a la vez introducción y comienzo. Es la introducción en el adulto y el comienzo de la vida nueva.

La iniciación no se hace en los portales del cerco, sino en el centro, no en el cuarto círculo sino en un quinto, libre, que ya no es más

círculo, sino punto central.

Se puede montar guardia toda la vida en las almenas del cerco y militar bravamente por sus torreones y sin embargo no introducirse

nunca en el punto central: hasta a los más valientes les acontece ignorar siempre que haya un punto central y que allí se encuentra el

tesoro, el secreto, la salud y el fin.

El cuarto círculo aporta la conciencia por medio del juicio y el juicio es un conocimiento de división, de oposición (por eso es bueno el

símil del parapeto); opone el juez al condenado, el bien al mal, el exterior al interior. Corta, monda, fuerza, mutila, a veces decapita. El

conocimiento del punto central, en cambio, es un conocimiento por unión, es un conocimiento del sí en sí-mismo, el conocimiento de la

unión íntima a la luz de Dios que es el uno-en-sí.

Todos saben que se puede ser un hombre perfectamente honesto sin ningún matiz místico y sin ninguna noción de santidad. Mas es

menester cuidarse de invertir la proposición y afirmar que se pueda ser santo sin noción ni discriminación de lo que es honesto.

Es cierto que existe un más-allá del bien y del mal, pero ese más-allá no se encuentra afuera o al lado. Se encuentra adentro y en el

medio y por último encima, pero encima del punto central.

Incluso el señalizador objetivo del cuarto círculo, es el que marca la distancia entre la espiritualidad auténtica y la impostura o la ilusión;

entre el santo verdadero y el mago fenomenal, o el falso profeta.

No conviene considerar en primer término si un hombre es visitado por visiones, inspiraciones o adivinaciones; si efectúa curas o

prodigios; es menester considerar primeramente si está dotado de sólidas virtudes en todos los aspectos: después podrán considerarse sus

éxtasis y sus milagros sin temor a equivocarse.

Lo único indispensable es el paso por el cuarto círculo y el mantenimiento de ese círculo tras haberlo pasado.

Puede ser útil pasar por los otros tres, pero no es necesario. Siempre es peligroso intentarlo porque se corre el riesgo de mantenerse

indefinidamente en ellos. Sobre todo en épocas bajas como la nuestra, que conceden a esas etapas un valor supremo hasta hacer de ellas

fines en sí y por eso mismo, barreras infranqueables.

Una cultura como la nuestra, hecha de ciencia, de arte y de introspección, constituye un dique sistemático contra la realización

espiritual.

Mas el arte supremo de asirse y poseerse a sí mismo, de convertirse y ser uno-mismo, la ciencia de las ciencias, rara y preciosa entre

todas, es una cosa simple.

Pues nada es más accesible para mí, que yo.

Y yo soy uno y debo ser conocido como uno, como indivisible y pura unidad interior.

Toda operación artificial y complicada es, pues, ineficaz; los sistemas filosóficos y los aparatos mentales e instrumentales de la ciencia

en nada ayudan a la búsqueda esencial.

Es la simplicidad, la simplificación de las costumbres, la humildad, la renuncia a las ambiciones, a las intrigas, a los artificios y a las

mentiras, la rectitud, la llamada frecuente, el recogimiento constante, la oración y la concentración mental, lo que nos lleva directamente a

asir el yo, primer paso en la noche luminosa del misterio.

Un compañero: ¿Qué lugar ocupa la religión en esta escala? ¿No debería haber un quinto círculo propiamente religioso?

Respuesta: La religión cubre, con todo derecho, el punto central y los cuatro círculos; cubre toda la vida y enlaza todos los grados a

partir del punto central. Eso es lo que ocurre, en la práctica, en las altas épocas en que no hay ciencia que no sea doctrina religiosa, ni

arte que no se relacione con el culto y con los símbolos divinos; ni ninguna experiencia de vida, ninguna moral, que no sean observación y

ejecución de los mandamientos de Dios. Pero en las épocas bajas como la nuestra, los círculos exteriores se han desprendido uno a uno.

La ciencia se ha hecho profana, por no decir diabólica. El arte, profano y pagano. La moral misma, es racional y convencional, por ende

profana. La religión, en el sentido estricto del término, comienza en la faz interna del cuarto círculo.

La muralla de la conciencia tiene dos frentes: uno exterior que es moral y uno interior que es religioso.

La religión ocupa _por supuesto_ el punto central, el lugar del ahondamiento y la elevación del alma. De ese baluarte no puede ser

despojada.

Un artista: Para mí, que pertenezco a esta época que usted lama <baja>, el arte es siempre religioso. Mi arte es mi religión; no conozco

otra.

Respuesta: Lo que usted adelanta, comprueba que <pertenece>, en efecto, a esta época, y que es prisionero de los errores del siglo. Al

atribuir un valor religioso a su arte que es forzosamente profano, ya que usted afirma no conocer otra religión salvo el arte, no hace de él

un arte sagrado, sino un arte pagano. Pues es propio del pagano adorar como Dios a lo que es natural.

Otro compañero: Usted habla de religión y habla de iniciación; ¿qué diferencia hay que hacer entre esos términos?

Respuesta: Iniciación quiere decir comienzo. ¿Comienzo de qué? De la vida interior y por ende, de la religión. En principio, la entrada en

la vida religiosa, el segundo nacimiento, el remontarse hacia la fuente con la corriente en contra, a partir de la conversión, el bautismo, en

fin, es un rito iniciático propiamente dicho. Sabemos por otra parte, que la mayoría de los fieles practican la religión como un conjunto de

fórmulas doctrinales que repiten confiadamente sin comprender y de ritos a los cuales se someten por obediencia y por hábito. No se

puede decir que esas personas, cuando son sinceras y devotas, sean extrañas a la religión, pero tampoco se puede decir que estén

iniciadas en las verdades de la fe ni que se adhieran a las realidades espirituales. Permanecen en la cara interna del cuarto círculo. Pero,

como está escrito, Dios quiere ser adorado <en espíritu y en verdad> y todos los que adoran a Dios en espíritu y en verdad, son

introducidos en la verdad inicial, la que toca al yo. Todos los santos son iniciados.

Un visitante: ¿Pero todos los iniciados son santos? Conocemos sectas secretas y escuelas esotéricas que pretenden dar las claves de la

vida interior fuera de las religiones y en ciertos casos, oponiéndoseles tenazmente.

Respuesta: También nosotros las conocemos, pues abundan en tiempos de desarreglo religioso como el nuestro. Los que se dirigen a

ellas, se equivocan de puerta. Abordan lo religioso dándole la espalda desde el principio. La religión aporta la exigencia del sacrificio, de la

adoración y del don. Ellos en cambio buscan tesoros, secretos, poderes para ensalzarse, fortalecerse y adquirir prestigio y dominación. Así

se convierten en la presa ordinaria de los falsos profetas, de los magos de turbante rosado, de los prestidigitadores que pontifican, para

acabar, con harta frecuencia, en manos de los psiquiatras.

Otro visitante: Si no me equivoco, usted coloca la verdad concerniente al yo en el punto central de la religión. He aprendido que la verdad

que está en el centro de la vida religiosa, no es el yo, que, al contrario, debe aniquilarse, sino Dios.

Respuesta: Lo que creemos yo, debe, efectivamente, aniquilarse; se aniquila tan pronto reconocemos que es falso y que el yo-que-dice-yo

no es el verdadero yo. Mas el verdadero yo debe subsistir eternamente para conjugarse con Dios. La conjunción se efectúa en el punto

central.

El visitante: ¿De modo que usted identifica al verdadero yo con Dios?

Respuesta: No he dicho eso. ¿Sabe usted que plantea una cuestión temible? Los hindúes afirman que el atma o sí mismo y el Brahmán o

Dios son una única y misma cosa. Los cristianos, de acuerdo en eso con Israel y el Islam, afirman con fuerza y nitidez que no lo es, que el

yo de la criatura es por naturaleza distinto del yo del Creador y que el abismo de esta diferencia subsiste hasta en la unión beatífica.

¿Decidiremos nosotros el debate entre las dos corrientes religiosas más grandes de la humanidad? ¿O diremos con Buda que ni la criatura

ni el Creador tienen yo, sino que en el lugar de ese núcleo concreto solo hay vacío y que en ese vacío tiene lugar la unión que es liberación

y beatitud? ¿No será más prudente que el cristiano, sin dejar de conservar los datos doctrinales de su tradición, busque lo que esas dos,

esas tres afirmaciones contrarias tienen de común? Esto: que yo soy una unidad interior como Dios es una unidad interior. En eso levo la

imagen y la similitud de mi Creador. Esa imagen, es la imagen del uno. El uno es una imagen sin imagen, una imagen que no se parece a

nada, salvo a sí misma. Por lo que puedo muy bien llamarlo <vacío> según el lenguaje budista, añadiendo que es un <vacío que se distingue

absolutamente de la nada>. Sí; y aun un vacío que se identifica con el ser, sitio infinito en donde el sí y el no van a reunirse.

Sea como fuere, solo unificándome me asimilo a Dios; solo entrando en mí-mismo me introduzco en el conocimiento y en el amor divino,

insertando mi centro en su órbita y en su lumbre, tanto como le es dado hacerlo a mi naturaleza.

Demos el paso, pues; entremos en nosotros mismos y allí puede que sepamos por nosotros mismos qué es. El silencio interior tendrá

razón.

Del camino de la conciencia

Una compañera: Usted dice a menudo conocimiento de sí o conciencia….

Respuesta: Es el sentido etimológico del término. Con-scientia está allí por cum-sciencia y cum significa con. Por ende: ciencia que se

lleva con, consigo, ciencia interior, ciencia de sí. No se puede hablar de <<conciencia de sí>> sin decir dos veces la misma cosa. Si tenemos

conciencia de otra cosa que nosotros, es porque esa cosa está en nosotros y porque la conciencia de nosotros mismos está implícita en

ella. Tal es el caso de la <<conciencia moral>>.

Compañera: Ya que la conciencia es ciencia de sí, ¿cómo se puede decir <<yo no soy mi conciencia>>? Pues si no tengo conciencia de mí-

misma, debería decir más bien: <<Mi conciencia no es>>. Pero si tengo ese conocimiento, ¿puedo negar que soy consciente e incluso __en

cierto modo__ <<conciencia>>?

Respuesta: Ha discernido usted muy finamente el equívoco y la contradicción de la fórmula. Para evitarlo, podemos decir: <<Yo no soy mi

pensamiento>> o <<Yo no soy mi inteligencia, mi sensibilidad ni mi saber>>; pero preferimos conservar ese equívoco y esa contradicción

para indicar el estado de esta conciencia que va y viene, y de mí mismo, que soy sin ser. Tan pronto como se la descubre, esta

contradicción suministra su recurso y su impulso.

El que dice yo, se encuentra en el centro de las perspectivas del mundo sensible, en la fuente de las voluntades, de los actos, de los

pensamientos, apremiado por diversos sentimientos, hundiendo en el zumbido de la sangre y de las sensaciones orgánicas. Este conjunto

de sensaciones, de voliciones, de pasiones y de nociones, constituye la conciencia; el que dice yo, habla de ella y habla de él. De todo esto,

podría concluir, según parece, que mi conciencia soy yo.

Pero un examen atento del contenido de mi conciencia, invalida ya esta proposición, pues deberé reconocer que este objeto singular que

se llama yo, es el más oscuro de todos los que pueden ocupar mi conocimiento. No puedo describirlo, ni definirlo, ni distinguirlo. No lo

percibo como percibo esa piedra. No lo concibo como concibo un pensamiento. No lo puedo colocar ante mis ojos, pues está detrás de mis

ojos; mis ojos no pueden mirarlo, ya que es él quien mira a través de mis ojos.

Solo tengo de mí mismo una apercepción (¿percepción?) confusa, refleja y negativa; confusa, porque no me desprendo del resto como un

objeto distinto; refleja y negativa, porque solo me puedo asir indirectamente, como algo contrario de todo lo que puedo asir.

Pero si aun así creyera ser mi conciencia, esta ilusión se vería definitivamente rechazada por la experiencia del sueño. Pues en cuanto me

duermo, mi conciencia queda a oscuras y se desvanece; mi ser, en cambio, no se anula ni se altera; al contrario: va a salir del sueño

regenerado. Si hasta parece que es en el sueño donde el yo halla su integridad, su pureza y su paz; mientras que en la vigilia, se estrella

contra lo que es otro o se mezcla con él y se complica con artificios, ficciones y simulaciones.

¿Quiere esto decir que el verdadero yo es la inconsciencia? Solo hay un yo; conciencia e inconciencia pasan la una en la otra; son grados

diferentes de iluminación. La iluminación coloca reflejos en la superficie. No muestra la naturaleza del agua y su fondo: los cubre.

Cualesquiera fueren la intensidad de la iluminación y la extensión de la superficie iluminada, la profundidad del agua sigue siendo invisible

e insondable. Nosotros llamamos ciencia a la luz que forma los reflejos; conciencia, a la luz refractada que revela el color y la sustancia del

agua; y yo, soy el fondo.

Yo no soy ni mi conciencia de reflejos superficiales ni mi conciencia de las profundidades intermedias (sueños, impulsos, instintos,

complejos). Soy el fondo puro y simple. Se sobreentiende que si el fondo me es completamente oscuro y desconocido, me encuentro en

estado de división conmigo mismo; entonces mi propio yo me es extraño y desconocido; mi inteligencia, sin verdad; mi conciencia, sin

unidad y sin fundamento. Ese estado paradojal es el de todos los hombres. El pecado nos ha puesto a todos en ese estado. De él pueden

sacarnos la conversión y la iluminación.

La conversión y la iluminación aportan el conocimiento interior del fondo. No solamente una luz sobrepuesta, sino una luz de adentro, una

fusión de la luz con el fondo. Al penetrar la luz ese fondo, no solamente lo muestra tal como es, sino que también lo forma, lo transforma,

lo purifica, lo vivifica, lo hace pasar del estado latente y larvario a la vida de la gracia. Hace de él <<un espíritu de vida>>.

En la primera epístola a los corintios (15, 45) se dice que Adán es <<un alma viva>>. Y que Cristo es <<un espíritu vivificante>>. Pero

nosotros, somos más bien almas errantes, sombras de vida y fantasmas vivientes. Sin embargo, esta inconsistencia, esta fluctuación, que

son perpetuo riesgo de perdición, pueden ofrecernos una ocasión de libertad.

El riesgo se convierte en libertad tan pronto despunta la conciencia de nuestra condición de caída y de nuestra oscuridad. El evangelio

enseña: <<Conoced la verdad y ella os hará libres>> (Juan 8, 32). Ella nos abrirá la salida y nos enseñará el camino cuya primera etapa

consistirá en hacernos recobrar el grado de <<alma viva>>, la integridad natural animal y humana, la dignidad adámica y finalmente, con

ayuda del Espíritu vivificante, la gloria de habitante de la vida eterna (<<Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el solo Dios verdadero

y al que enviaste, Jesucristo>> (Juan 17, 3)).

Así como el hombre no puede salvarse si no se reconoce en estado de pecado y de reprobación __y eso no solo a causa de sus

deficiencias personales, sino en tanto hombre, en tanto ser duplo y situado en falso en el universo__ asimismo debe reconocer su

ignorancia y su error para alcanzar el bautismo de la luz y la vida interior.

Un compañero: Juan Bautista anuncia: <<Yo os bautizo con agua, pero él os bautizará con fuego y con espíritu>>. ¿Cómo hay que situar

ese bautismo de luz del que usted habla, con referencia a esos tres bautismos?

Respuesta: El agua refleja la luz, el fuego da luz al mismo tiempo que muerte en el sacrificio; el espíritu es luz de la vida.

Otro compañero: Si el <<bautismo del fuego>> es el martirio, la caridad que llega hasta la muerte; comprendo más claramente todavía

cómo purifica el <<bautismo de penitencia>>; pero me cuesta creer que un simple conocimiento pueda operar en nosotros las mismas

transformaciones.

Respuesta: Es que no se trata de un simple conocimiento, de una noción o de una fórmula correcta; se trata de un conocimiento simple,

conocimiento único en su género que se aplica a un objeto único que es el yo, el uno.

En este punto, el conocimiento es cumbre del espíritu y virtud; y el error, falta y caída que implica su castigo. Pues cualquier otro error

no afecta al objeto sobre el que recae, que permanece tal cual es cuando nos equivocamos a su respecto; y si la idea que de él nos

hacemos difiere de su naturaleza, tanto peor para nosotros, que por esa causa no tendremos ningún dominio sobre él. No pasa así con el

error que cometemos a propósito de nosotros mismos, porque aquí el objeto y el conocedor son lo mismo. En tanto el objeto que somos

nos sea desconocido, olvidado, mientras nuestro conocimiento se dispersa ocupándose de otras mil cosas, se consume en las tinieblas;

mas tan pronto la conciencia penetra en él, encuentra luz y plenitud; y es un segundo nacimiento y una vida nueva.

El que en este mundo solo conoce el bien de su alma y a quien nada ni nadie puede seducir, porque es él mismo y lo sabe, ese se

encuentra al abrigo de toda mancilla, pues para él el pecado no se presenta como una tentación sino como un absurdo. La verdad que hay

en él no es una verdad recibida, o aprendida, una verdad pasiva: se traduce necesariamente en todos sus actos. A esta verdad hay que

hacerla actuando, y ella nos hace.

Como es justo, el error correspondiente tiene el mismo carácter activo que lo hace uno con el pecado. A fuerza de creer en él, lo

realizamos de manera concreta y esta realidad es el castigo que él implica.

Una compañera: Nos ha mostrado usted con una terrible simplicidad el destino del que se cree su cuerpo: acabar <<bajo tierra>>. También

el destino de quien se cree su personaje y vive de vanidad: acabar en la nada. ¿Pero qué mal puede acontecerle al que se cree su

conciencia, aunque se equivoque?

Respuesta: Si nos hemos creído nuestra conciencia, iremos adonde va la luz de una vela cuando se extingue.

La compañera: ¿Quiere decir que la conciencia no forma parte de la vida eterna?

Respuesta: Nuestra conciencia subsiste más allá de la muerte, solo cuando se ha unido a nuestro ser. Solamente entonces se convierte en

espíritu. Esa es la utilidad de los actos en la vida espiritual: la acción efectúa la conjunción de la conciencia con el ser.

Un compañero: ¿Es posible alcanzar en esta vida un estado en que la conciencia del cuerpo y del personaje sean abolidas de una vez por

todas?

Respuesta: Sí. En el éxtasis. Pero son más bien crisis que estados. A decir verdad, el error original no se borra nunca de <<una vez por

todas>>. Sucede con él y los límites del cuerpo y de la persona, como con la línea del horizonte. Todos sabemos que el horizonte no es un

círculo de hierro ni de vidrio; que donde lo vemos, no hay nada; pero seguimos viéndolo.

Así es como hasta los bienaventurados perciben el sufrimiento del cuerpo y del corazón desgarrado, sin que su alegría profunda les sea

arrebatada; es como se llora en el teatro, con delicia y como se goza en el sacrificio aceptado por amor.

Otro compañero: ¿En qué sentido se debe vincular la persona, tal como la muestra su exposición, con las personas de la trinidad?

Respuesta: Es menester apreciar toda la distancia que separa de Dios al hombre y al mundo. Llamamos persona, o más precisamente,

personaje, a la representación bastante falaz que los hombres se ofrecen mutuamente, juego en el que ellos mismos quedan atrapados y se

pierden. Mientras que en sentido teológico, persona traduce hipóstasis, que quiere decir sustancia. Pues en la igualdad perfecta, en el

perfecto amor, en el conocimiento perfecto que tienen unas para con otras las personas divinas, la sustancia y la representación son

idénticas. Nunca se puede hablar de hipóstasis en el plano humano, pero sí se puede, trasponiendo, usar el término persona en un sentido

análogo: la persona sería el grado de conciencia que el hombre ha alcanzado de sí-mismo, la unidad espiritual que ha logrado. En ese

sentido, la identificación de la persona con el sí se hace efectivamente posible y se ofrece como una salida del error original.

Pero lo que vamos diciendo a este respecto, me trae a la memoria la notable obrita de Rose Oldenburg titulada: Yo, imagen de Dios. Voy a

retomar el tema a mi modo. A mi modo, está bien dicho, pues, por una parte, solo tengo de esta lectura un lejano recuerdo y, por otra

parte, me parece que la autora, en su búsqueda de los vestigios de Dios impresos en la naturaleza profunda del yo, no tomó bastante en

cuenta el estado incompleto y el falso conocimiento del yo en el hombre no santificado.

La verdad es que conocemos dos yos: un yo que dice yo, que actúa y habla en el estado de vigilia __un yo <<consciente y personal>>__ y un

yo sustancial y oculto, pero cuya existencia está asegurada, aunque no sea más que por la experiencia del sueño.

La relación entre los dos es oscura e intermitente, pues el yo consciente y personal solo toma conciencia de sí con relación a los objetos

exteriores; y de su persona, con relación a otras personas. Permanece inconsciente al verdadero yo o alma, a eso que subsiste idéntico a sí

mismo en el sueño sin sueños (y probablemente también en la muerte corporal).

Mientras permanezca inconsciente a lo esencial, empero, carecerá de sustancia; ese yo no debe llamarse persona, sino personaje: y su

conciencia es ilusoria.

Si por conciencia se entiende ciencia de sí mismo, es necesario subrayar que la noción que tenemos de nosotros-mismos es puramente

negativa: somos algo que se opone a todo lo demás. Y si de todas las cosas podemos tener experiencia sensible y conocimiento lógico, no

así de nosotros, puesto que todos nuestros sentidos, todos nuestros deseos, toda nuestra inteligencia, se orienta hacia afuera. Mientras

que las profundidades del inconsciente se presentan como una temible guarida de monstruos, como un abismo al cual es peligroso

asomarse, si es que eso nos resulta posible.

He aquí, pues, la imagen del Padre y del Hijo en el cenagal humano. Pues el yo consciente y personal, es el hijo del otro yo, del oscuro y

primitivo y va a volver al seno de su padre: allí vuelve todas las noches. Pero no es solamente distinto como el Hijo dentro del Padre; es,

además, en el hombre, separado. Lo olvida involuntariamente y se aparta de él voluntariamente. Cada vez que se precipita a sus placeres o

a sus negocios le da la espalda. Estado que los hindúes llaman <<ignorancia>> y los cristianos <<pecado original>>. El padre, separado del

hijo y privado de expresión y de luz, se corrompe en su hoyo de sombras y se convierte en el demonio. El hijo, privado de su razón de ser,

se convierte en juguete de la ilusión y de la vanidad. Rueda al capricho de las circunstancias, como la hoja seca al capricho de los vientos

contrarios.

De vez en cuando, despavorido ante su inconsistencia, presa de vértigo, el vanidoso dice: <<Todo es inútil. No hay Dios>>. De vez en

cuando, el oscuro se irrita, zamarrea al vanidoso, alienta en él la locura o el crimen, o al menos pesadillas y malos pensamientos.

El hijo hace todo lo posible para olvidar al padre y huir de él; por eso se apega con empecinamiento a los objetos exteriores y a todas las

distracciones y se cuelga de sus semejantes, frívolos y fluctuantes como él. Sus negocios, las incesantes necesidades de su oficio, sus

múltiples deberes, son la muralla más fuerte que puede alzar entre él y sí mismo, su protección y su sostén contra la verdad.

El padre hace todo lo que está a su alcance para atraer sobre sí la atención del distraído. Lo importuna, le pone estorbos, le hace

titubear. Las asechanzas de la tentación no son, muy a menudo, más que llamadas mal entendidas de la vida interior, el esfuerzo de las

potencias del alma para obtener la conversión del infiel, o su venganza por no haberla obtenido.

La conversión comienza cuando el hombre se separa de las cosas y de la gente, para volverse hacia su propio rincón de sombra y a su

propia sustancia (hacia su alma), para llevar allí la luz de la inteligencia, la fuerza de la atención, el calor de la vida y el amor.

Este amor y esta penetración voluntaria y consciente de la sustancia, es la apropiada imagen de la relación sustancial entre Padre e Hijo y

entre Hijo y Padre en el Espíritu santo.

Así pues, solo se puede hablar de espíritu y de una vida espiritual, en el hombre convertido. En los otros, se puede hablar de inteligencia y

de vida intelectual, pero no de espíritu. La inteligencia puede desempeñarse en el campo ilimitado del mundo exterior que se abre ante ella,

pero para tener el más mínimo dominio de su propia sustancia y unidad interior que es el yo, es menester que vuelva a sí misma y se

convierta.

Mientras el espíritu no aparece, el hombre sigue siendo un ser duplo, ambiguo y desgajado. Pero cuando el tercer elemento se ha hecho

<<dominante y vivificante>>, es ese tercer elemento, el espíritu, el que unifica.

Cuando el hijo se une al padre, el padre libera al hijo y el hijo al padre. El hijo libera al padre de la reclusión y de las tinieblas al traerle el

aire de afuera y el padre libera al hijo de sus vínculos con el mundo, del encadenamiento, de los arrebatos, del azar, de la fuerza de las

cosas.

Solamente en el convertido se puede hablar de acto libre. Los demás no actúan: reaccionan. Sus actos tienen la causa fuera de ellos, en el

mundo. Libre es únicamente aquel que sigue el consejo del padre de adentro, de él mismo: así se convierte en la causa de sus propias

acciones.

Crear, o mejor dicho, recrear en sí el vínculo de conocimiento y amor es propiamente <<hacerse hijo de Dios>> (Juan I, 12) pues ser hijo

es <<asemejarse>>.

Está escrito que el hombre ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza. Esa semejanza se perdió con el pecado y la imagen se partió

en dos y se invirtió.

Sin embargo con la conversión, que es la inversión de la inversión, y con la unificación, la semejanza puede ser restaurada y restituida.

Dice san Pablo: <<Ahora veo en enigmas y como en un espejo>>.

Veo una huella de Dios en todas sus criaturas, pero solo veo a esas criaturas parcialmente y desde afuera: por eso se me presentan como

signos enigmáticos que me sumen en la confusión y en la duda.

Mas en mí veo a Dios <<como en un espejo>>. Lo veo gracias a la semejanza; en la medida en que me hago semejante a aquel que-se-le

asemeja-perfectamente.

Otro: De todo lo que se acaba de decir, parece resultar que la coronación de todo fuese el conocimiento. Pero la iglesia enseña con san

Pablo, que es la caridad. ¿Hay entre las dos cosas una oposición irreconciliable?

Respuesta: Nada es más contrario a la religión que oponerlas. Ambas deben ser puestas a la vez, es vano preguntarse cuál es la primera.

Se añade a ellas todavía una tercera perfección igual y unida a las otras dos: la pureza. En la práctica, es posible separarlas y cultivar solo

una a expensas de las otras dos; así es como se llega laboriosamente a las peores aberraciones.

La caridad es el reconocimiento de sí en el otro. No se puede tener conciencia de esta profunda correspondencia sin haber captado la

propia esencia en lo más profundo de sí mismo. La condición de la caridad es, por ende, el conocimiento de sí-mismo y la culminación de

la caridad en el reconocimiento de sí-mismo en el otro. Si se confunde la caridad con la piedad, la misericordia, la benevolencia, la

beneficencia o cualquier otro sentimiento humano, no se puede comprender por qué es una virtud teologal, es decir, que se desprende del

conocimiento de Dios que es el uno, que es el sí en sí. Ni se comprende tampoco la admirable página de san Pablo (1 Corintios 13) a la

cual sin duda alude usted, ni por qué el llama allí dones <<incompletos>> a la ciencia y a la profecía y a este mundo donde conocemos <<en

un espejo y como por enigmas>>; en cambio para alcanzar la caridad, la única que <<no pasará>>, es menester, al alcanzar la edad viril,

<<vaciarse de todo lo que era el niño>>. <<Ahora solo conozco en parte, pero mañana conoceré como soy conocido>>; todo esto se aclara,

sin embargo, al comprender que la ciencia y la profecía son torpes accesos al conocimiento, puerilidades por así decir, y que la caridad, en

cambio, es conocimiento acabado.

Un teólogo: Dice usted: crear en sí el sitio de conocimiento y de amor, es volver a ser propiamente hijo de Dios. No es falso, pero ¿por qué

habla usted como si el hombre se forjara por sí mismo su salvación y no debiera contar más que con sus propias fuerzas, cuando es la

gracia la que lo hace todo, puesto que está escrito: <<Nada podréis hacer sin mí>>?

Respuesta: La gracia lo hace todo, es verdad, ya que comenzó por hacernos. Mas también es verdad que ella no hace nada sin nuestro

consentimiento y nuestra colaboración. Solo Dios sabe cuál es la parte de la gracia y cuál la del mérito y la voluntad en la obra resultante,

como cuál la de la madre y cuál la del padre, en el niño. Se han acumulado largos siglos de discusiones en torno a estos secretos de Dios,

que no queremos atizar nuevamente; como tampoco sobre los errores llamados pelagianismo, jansenismo, quietismo… según se excluya la

parte divina o la parte humana de la cuestión. Como lo hacemos habitualmente, no excluimos nada; pero insistimos en la parte humana,

que es la que está a nuestro alcance.

Conocimiento, posesión y don

La actitud dominante en este mundo es la ignorancia de sí; es decir, de las cosas del alma: el olvido, la distracción, la indiferencia

constante a propósito de las cosas del alma, consecuencia de una inversión del intelecto hacia el lucro, hacia la apropiación y dominación

del mundo exterior, tanto cosas como personas.

La conversión o vuelco de lo que el pecado había trastocado, dicho de otro modo la rectificación, consiste en salir del mundo, en salir del

exterior, en entrar en sí. Y ante todo, de llevar hasta allí la atención.

El alma, que era vaporosa y vaga, se hace densa y viva por efecto de esta atención y se hace consciente, se convierte en fuente de

palabras y actos originales y significativos. El conocimiento de sí es unificante y radiante, a diferencia de cualquier otro conocimiento

(porque el conocimiento de cualquier cosa exterior no afecta para nada a ese objeto).

La misma sed de poseer las cosas y de subyugar a los demás, tiene como contraparte la incapacidad de poseerse y de dominarse.

Un conocimiento de sí lúcido y hasta iluminante, pero impotente y pasivo, solo constituye una realización insuficiente y falaz. El verdadero

conocimiento del verdadero yo, se demuestra mediante la realeza del centro radiante, por su poder ordenador y pacificante sobre toda la

persona, que llega hasta los instintos y las funciones del cuerpo. De ello resulta naturalmente, un desasimiento de los bienes de este

mundo y un respeto por la libertad del prójimo. Por eso se ha dicho: <<Bienaventurados los pobres por el espíritu, porque de ellos es el

reino de los cielos>>; ya que poseen en ellos la realeza y por ende la sustancia ¿para qué perseguir sombras y apariencias en las tinieblas

exteriores y en el mundo artificial que es la ciudad de los hombres?

Mas también es posible dominarse y no darse. Este hombre, con fuerte disciplina, buscó, obtuvo y cultivó el saber y los poderes. El que es

dueño de sí <<ha vencido al mundo>>. ¡Pero atención con el príncipe de este mundo! Se puede caer en manos del seductor, sin saberlo;

para convertirse en servidor del malo no es necesario emplear los poderes y los dones para hacer el mal; basta con quererlos por sí

mismos y usarlos para sí-mismo; basta con atraer el fruto hacia sí, pues esa es la esencia misma del pecado original; ese es <<el pecado

contra el espíritu>>.

La posesión de sí precede, en cierto sentido, al don de sí; es verdad, pues no se puede dar lo que no se tiene. Pero la toma de posesión

solo debe hacerse con vistas al don. Es menester que en todas las diligencias y todos los esfuerzos para obtener esta posesión, la

desposesión esté presente.

En los ejercicios espirituales, tal como nosotros los practicamos, encontraréis que se apela incesantemente a la distensión, como un

reflejo corporal de esta verdad.

En cada articulación del ejercicio, la actitud de abandono se combina con el elemento contrario. El esfuerzo espiritual exige, como todo

esfuerzo, una tensión. Este esfuerzo fortalece y unifica el centro, pero también lo separa de todo el resto, lo tensa, lo endurece; y si esa

tensión no va acompañada de una distensión, de una espera, de una abertura, sobreviene la muerte.

En la culminación de la lucha y de la victoria, serenidad, indiferencia por el resultado, humildad: <<No soy yo quien actúa, sino Cristo en

mí>>, dice San Pablo. Empequeñecimiento y fuerza, renuncia y superación, sacrificio y gozo se dan aquí el uno en el otro.

No voy a hablar de la doctrina de Buda; su imagen me basta: ¿qué veo? Un hombre sentado, con el rostro desprovisto de toda expresión y

liso como un huevo; los miembros desanudados como cintas y como el agua, las manos florecidas, los pies florecidos, el pecho florecido, la

cabellera en flor, la sonrisa apenas perceptible. Nada hay aquí que no esté dado, abandonado, rendido. Pero dad la vuelta y contemplad la

espalda: es un muro, inquebrantable en sus cimientos, exacto en la vertical: es la fuerza y la altura de donde emana la mansedumbre.

Y los santos reyes del pórtico de Chartres, que son columnas y troncos antes que formas humanas, en la rudeza de su rectitud y su

humilde suavidad como el manantial de las altas rocas.

Manantial de caridad, abertura al prójimo. No soy el único en ser un yo. Ese caminante también es un yo, como yo. El acceso a mi unidad

íntima me abre la senda a la unidad de cada ser y de todo.

Pero hay en ello un doble sistema de defensa que se debe penetrar sin romper. Si rompo el vaso, se perderá su contenido. Es menester

hacer del muro un camino y del velo, una revelación. Para que la envoltura del otro se nos haga transparente, es menester hacer

transparente nuestra propia envoltura. Podemos hacer la experiencia todos los días: abramos la mano y todo se abrirá.

Apretemos el puño y todo golpea, todo embiste; y sobreviene la contienda general que se llama <<este mundo>>.

De las dos manos y los diez dedos

Para la manumisión del conocimiento y mantenimiento de la posesión de sí, bastan las dos manos.

Las manos tienen diez dedos para indicar y contar las diez reglas que nos dirigen.

Mano derecha, primera en tomar y primera en tenderse

1. Su índice, el primero en levantarse, enseña la atención.

2. El medio, eje de la mano, la vertical.

3. El anular, moderador, la respiración.

4. El meñique, de buen consejo, la distensión.

5. El pulgar fuerte, que desde abajo enfrenta a los otro cuatro, la meditación.

Mano izquierda, la de la conservación

1. Índice: respeto.

2. Medio: dignidad.

3. Anular: ritmo.

4. Meñique: desasimiento.

5. Pulgar: oración.

Señalemos, dedo por dedo, la relación entre una mano y la otra: atención y respeto, vertical y dignidad, respiración y ritmo, distensión y

desasimiento, meditación y oración.

1. De la atención, índice de la mano derecha

La voluntad se apodera de la inteligencia por la atención; por ella la fija, la estimula y la dirige.

En el cruce de la inteligencia y la voluntad, la atención es el punto crucial de la conciencia.

Mas cuando la atención significa un esfuerzo penoso, falta en ella la pasión. Tan pronto interviene el amor (o el odio) la atención se

obtiene espontáneamente y sin esfuerzo y alcanza su plenitud.

Todas las potencias del hombre interior, van así, a confluir en la atención.

He aquí, pues, un precepto de relevante consecuencia para el buscador de verdad: todo acto de atención, es una chispa encendida en la

lumbre del yo.

Pero la atención pronto se proyecta hacia afuera y apagada la lumbre, el yo se convierte en un pozo oscuro y frío.

La atención es la punta de nuestras facultades. Por ella pasa el impulso interior para realizarse en una expresión o en una obra.

Nuestras facultades no siempre tienen punta. Embotadas, quedan fuera de uso. Fuera de uso, se derrumban y se degradan.

La atención debe aguzarse constantemente; es una llama que se extingue cuando no se la alimenta. Aquel en quien se ha extinguido la

atención, es un distraído. El es como si no fuera. No puede hacer nada, significar nada, acabar nada. No puede desarrollarse: permanece

entre limbos de bruma. Su alma se estanca. El estancamiento produce burbujas, un hervidero inmundo y mohoso. Es la muerte del alma.

En otros, la atención se inflama y vive, pero es intermitente. Se posa primero en un objeto y luego en otro. Su vuelo es corto, como el de

las moscas. Es lo propio de los necios. Un necio no siempre es estúpido, los hay dotados, cuyo parloteo desgrana perlas; los hay incluso

geniales, que han alcanzado celebridad porque sus caprichos divertían a sus contemporáneos. El alma del necio no se pudre: vuela en

arranques y se pierde en el polvo.

En otros hay atención fija, pero en demasía. No se fija libremente; la atrae el objeto y la fija la pasión. El objeto es una riqueza o una

persona, o un animal, o una ambición, o una manía, o una fobia, o una pretensión vanidosa, o un temor imaginario, o un vicio. Cuando la

absorción es completa, empieza la alienación. Raros son los hombres impasibles, es decir, totalmente desprovistos de locura, cuya

atención permanece desasida, disponible y siempre despierta. El alma del apasionado no está muerta ni dispersa: está extraviada y al borde

de la caída.

El remedio a la distracción que es nada, a la disipación que es viento y a la absorción que es error, furia y abismo, es la atención

voluntaria.

Hay que cultivarla desde la infancia; toda educación se dedica a hacerlo. Aun cuando no se retenga nada de lo aprendido en la escuela,

siempre quedará el haber ejercitado la atención en el estudio; y la capacidad de imponerse esa obligación, es el mejor tesoro del saber. El

aprendizaje de un oficio, sea cual fuere, es ante y sobre todo, un ejercicio de atención. Toda perfección en el arte, una victoria de la

atención, la observación de reglas precisas en la conducta, la aplicación de principios en los actos, el respeto por el semejante y la justicia,

son los efectos y beneficios ordinarios de la atención.

Mas <<todo es vanidad y persecución del viento>>, dice el Eclesiastés (1, 14). << ¿Quién de vosotros podrá, acongojándose, añadir a su

estatura un codo?>> (Mateo 6, 27).

Y todavía << ¿De qué le servirá a un hombre haber conquistado el mundo si ha perdido su alma?>>.

La atención voluntaria ofrece al alma su mayor riesgo: el de volcarla enteramente hacia afuera para constituir, así, una distracción

fortalecida.

La de mecanizarla.

La de realizarla, pero fuera de sí misma y de la conciencia, en el mundo, en una obra.

La obra puede ser socialmente útil y moralmente buena, intelectualmente perfecta; puede ser célebre y gloriosa; y espiritualmente nula.

Toda obra es vana para la salvación del alma hasta la hora de la conversión.

Y la conversión comienza al invertir la atención, al aplicar la punta de la atención sobre sí.

Que nadie se equivoque en esto: no se trata de conocimiento de movimientos, de móviles o de complejos, sino de la captación del sí como

pura y simple unidad interior.

Ese meollo, ese núcleo, ese centro, ese punto <<más ínfimo en el corazón que el germen de un grano de mijo, más grande que todos esos

mundos…>> (Shandilya).

Ese hogar secreto, ese refugio de sombra, ese nudo apretado, es la puerta estrecha y el paso de la prueba de la iniciación; y la atención

interior es el primer paso que se da allí.

Esta es la versión de la <<llamada>>. Conviene practicar la <<llamada>> en tres formas: la forma interrogativa, la negativa y la afirmativa.

La llamada interrogativa consiste en preguntarse, cada vez que se dice o se piensa yo: ¿quién? ¿qué yo?

La llamada negativa, en repetirse: <<Yo no soy mi cuerpo, yo no soy mi personaje, yo no soy el pensamiento que me ocupa en este

instante>>.

La llamada afirmativa, en decirse: <<Yo me llamo>> siempre que sea posible, siempre que no nos olvidemos de hacerlo. Para eso:

suspender durante unos momentos, la tarea o los cuidados, las angustias, los coloquios, los pensamientos, mantenerse aparte y recogerse,

entrar en sí, zambullirse brevemente en el interior.

Hacer eso tres veces por la mañana y tres por la tarde y __a medida que se logra más fácilmente__ reparar en hacerlo más a menudo.

Ahora, indicaré lo que llamo un ejercicio perpetuo. Llamo así a un ejercicio que puede practicarse en cualquier circunstancia, y que no interrumpe ni desvía el curso habitual de los actos

cotidianos. Que no exige que se le consagre un momento particular, lo que hace posible dedicarle todo nuestro tiempo.

Es el ejercicio de la doble-atención o atención redoblada.

Concretar la atención en uno mismo durante la acción.

No solo prestar atención al objeto, al fin, al trabajo, sino a uno mismo viendo al objeto, a uno mismo tendiendo al fin, a uno mismo

efectuando el trabajo.

Lo que equivale a vincular todo con el centro interior, a centrarse en lo que se hace.

No basta con prestar atención a lo que se hace; es menester prestar atención a uno mismo haciendo lo que hace.

Esta regla no exige ninguna pérdida de tiempo ni de energía (al contrario), ningún retraso, ninguna dificultad, salvo durante el período en

que se pone a punto la nueva actitud.

Esta regla no exige ningún cambio de tareas o de maneras; y sin embargo, el sentido, la densidad y el valor de todos los actos, cambian

por completo.

2. De la vertical: medio derecho

Pero volvamos a nuestra mano derecha; el gran dedo del medio que significa la vertical, línea y ley, soporte del equilibrio e impulso hacia

la altura.

La vertical es la dirección del hombre, la marca imperativa de su destino. El hombre se mantiene erguido. Los animales se echan hacia

adelante con la cabeza baja: su presa y su meta están delante de ellos, a ras de tierra. El hombre erguido es testigo de que su fin está en lo

alto y que está aquí para establecer el vínculo entre el cielo y la tierra. También los árboles se mantienen erguidos; pero al revés, con la

boca hundida en la tierra y el sexo apuntando al cielo. Solo el hombre está erguido y en su sitio. ¿Pensamos bastante asiduamente en lo

que eso significa?

Estamos atravesados por la línea vertical. La línea vertical y los desplazamientos de la línea vertical; eso es lo que mueve las montañas

(no hablo en lenguaje figurado ni con tono enfático). La mecánica que modifica poderosamente la faz de la tierra es en gran parte un

movimiento de palanca, especulación de los desplazamientos de la vertical.

Y si esta línea vertical es poderosa en el mundo exterior, lo es también en el mundo interior. No se medita acostado; no se reza acostado,

salvo durante la enfermedad.

Es menester sentirse habitado por la línea vertical; la línea del fuego. Mas el fuego de vida es una llama fresca y verde.: un árbol.

El acto espiritual cumplido en la vertical compone los dos opuestos: la atención y la distensión, la vigilancia y la paz: Entrar despierto en

el sueño y vivo en la muerte: ese es el acto espiritual.

La verticalidad perfecta es un estado de reposo. ¿Sabíais eso? Haced la experiencia y veréis. Buscadla, ajustad las partes de vuestro

cuerpo de modo que una pese sobre la otra. Oscilad ligeramente y cuando paséis por la vertical, sentiréis el reposo. Observad la escalera

que sostienen dos obreros: tratan, no sin esfuerzo, de enderezarla y titubean con el esfuerzo; pero una vez enderezada, es liviana y podrán

sostenerla con la punta de un dedo. Los caballos saben dormir de pie. No hay mejor ni más cómodo asiento que el que nos obliga a

descansar sobre nosotros mismos y no sobre él; pues se tratará entonces de un descanso vivificante, no pesado y degradante. Evitad esos

instrumentos ortopédicos que llamamos sillones; evitad también el respaldo de la silla; el respaldo está en vosotros. Al caminar, no perdáis

la vertical; solamente desplazadla; al sentaros, conservadla del asiento al occipucio. Pensad en recobrarla si la habéis perdido al trabajar y

eliminaréis inútiles fatigas. El hombre que mantiene su línea en el curso de su jornada, no hace tonterías, no se precipita (Precipitarse:

etimológicamente es caer con la cabeza adelante). Apoyados en la vertical, veréis las cosas, a distancia, os tomaréis un momento antes de

responder; si además, adoptáis una buena respiración, puede que encontréis una respuesta inteligente.

Hay hombres de quienes emana una cierta majestad; la obtienen de la posesión de la vertical. De ellos emana la paz y uno se siente

seguro cuando están cerca; porque se mantienen apoyados sobre sí-mismos; la gente y las muchedumbres, en cambio, andan

perpetuamente asomados al vacío y se tiran los unos sobre los otros como las olas sobre las olas.

El dedo mayor es el eje de la mano, hemos dicho, la regla de la vertical es el punto de apoyo de los otros nueve.

Volved al cuadro y reparad:

1. Atención. Oscilad ligeramente en torno a la vertical y deteneos en ella con exactitud. Tan pronto como os encontréis suspendidos, algo

se abre en medio de vosotros como una puerta-trampa y la vista, el oído y lo demás sentidos tienden a balancearse hacia el interior. Es la

condición de llamada.

2. La vertical es la condición de equilibrio. Alcanzado ese equilibrio, todo ocupa por sí mismo el lugar que le corresponde.

3. Respiración. La vertical separa el tórax del vientre y da al aliento espacio y libertad de acción.

4. Distensión. La vertical es posición de descanso, como la horizontal; pero la horizontal es la paz que conviene al sueño y la vertical la

paz que conviene a la vigilancia. Tan pronto como se toca a la vertical desde adentro, uno se descubre aliviado de su peso: ya no se crispa

más por temor a caer y por el esfuerzo de soportarse.

5. Meditación: Cuando el ejercitante se hunde en su asiento, su concentración se desfonda, carente de centro.

6 y 7. Respeto y dignidad. La compostura es la señal del respeto por el semejante y por sí mismo.

8. Ritmo. Juego de balanza en el movimiento. Conviene colgar la balanza en el ápice de la vertical.

9. Desasimiento. El hombre establecido en la vertical contempla pasar y girar en torno de sí a la gente y las cosas como desde lo alto de

una torre.

10. Oración. Colocarse voluntariamente en la vertical, es vincularse a la altura. Lo primero que Dios dice a cada uno de los profetas, es:

¡Levántate! El musulmán levanta el dedo y ese gesto, aunque esté acostado, moribundo y haya perdido la palabra, significa: << ¡Soy testigo

de que él es!>>. El que reza de pie no pide para él más que tomar parte en la gloria del altísimo.

3. De la respiración: anular

Vuestro aliento es la medida de vuestra vida: el pecho angosto y el aliento corto denuncian al hombre temeroso, tímido, avaro quizás. El

héroe se distingue siempre por un hermoso pecho. Así como el vientre es el lugar del provecho, el pecho es el asiento del ardor y del

sacrificio, de donde, todos los sentimientos generosos: es el punto más cálido del cuerpo y el que rodea más de cerca al corazón; es

fuente del coraje, de la surgencia de la vida.

La respiración es la única función corporal que podemos modificar directamente. Las demás funciones son instintivas; pero podemos

respirar rápida o lentamente a voluntad, deliberada o indeliberadamente.

Si respiráis involuntariamente, la respiración será mediocre y sujeta a todas vuestras emociones. Dominando el aliento, dominaréis todo

el resto. Suspended el aliento y moriréis; eso manifiesta el poder del aliento.

Os propongo adoptar este <<ejercicio perpetuo>>. Preocupaos de tener siempre aire suficiente. Abrid las ventanas y salid, si hace falta;

es más útil, más urgente que buscar alimento. Saboread la calidad del aire; evitad lo que lo empobrece (en la medida de lo posible, en un

mundo donde está sumergido en un baño de petróleo y de tabaco).

Ampliad vuestro ritmo respiratorio y controladlo. Conoced vuestra medida. ¿Durante cuánto tiempo podéis retener el aliento sin

sofocaros? Nunca lleguéis a la sofocación en vuestras experiencias.

Debéis saber también, que la respiración cumple otra función además de la puramente química del aire sobre la sangre. Es la acción de

frotamiento. Todo frotamiento engendra zonas magnéticas. No es igual respirar por la boca que por la nariz, por una de las fosas nasales

o por la otra. En los resquicios de la nariz existen puntos que corresponden a todos los órganos de nuestro cuerpo. Estimulando

levemente el punto adecuado, se puede estimular tal o cual órgano debilitado. La frotación del aire sobre los puntos sensibles de las

mucosas nasales, es, por ende, una cura.

Y el que domina el hilo de su aliento, domina también el hilo de sus pensamientos.

4. De la distensión: meñique

El valor terapéutico de la relajación comienza a ser reconocido en occidente: así, algún médico, algún psiquiatra, algún masajista, algún

profesor de gimnasia, os aconsejará: <<distiéndase>>. Para eso os hará tender en el suelo, o sobre una tabla, o sobre un sofá. Una vez

acostados, os pasará una de estas dos cosas: os distendéis y caéis dormidos o, si permanecéis despiertos, no os distendéis.

La relajación hay que lograrla de pie; de pie, o sentado, pero siempre erguido.

Para mantenerse de pie, debo hacer un esfuerzo y estar en tensión, me diréis; es cierto. Ahora, haced un esfuerzo más: colocaos

__vértebra por vértebra__ en la vertical y buscad el punto exacto en donde ya no hay que hacer esfuerzos para permanecer; acostaos en la

vertical y encontraréis una posición de descanso, como el águila, que suspendida contra el viento, avanza sin batir las alas.

Considerad al soldado en guardia: es un hato de nudos y contracciones de pies a cabeza: ejemplo perfecto de lo que no debe hacerse.

Pues su ejercicio tiende, como todos los adiestramientos militares, a suprimir lo que hay de humano en el hombre, para convertirlo en

una máquina de matar. Pero vosotros sois lo opuesto a los soldados: hombres libres y de pie ante Dios. Alertas, como el vigía, pero

confiados, dóciles y sensibles a las voluntades de lo alto, relajados como la bella que duerme o el niño que juega.

Debéis, por ende, conservar las virtudes del sueño en la actividad inteligente y para ello, encontrar descanso en la vertical. Tal es el

sentido de la relajación perfectamente lograda. Es todo un arte, tan provechoso para el cuerpo como para el espíritu. No es fácil, ya que

se trata de la conciliación de dos opuestos. Es poner la noche en el día e introducir la conciencia en el misterio de las profundidades.

5. De la meditación: pulgar derecho

Os doy hoy esta quinta regla, pero para prohibiros que la uséis.

Dentro de tres o cuatro meses, quizás permita que la apliquéis. Antes es necesario que las otras cuatro reglas hayan entrado en vuestras

prácticas cotidianas, en vuestra intimidad más profunda. Es necesario que tengáis las otras nueve reglas <<en la punta de los dedos>>

como también se dice.

De otro modo, tropezaréis con obstáculos inexplicables, con fracasos imprevisibles y desconcertantes.

Cada vez que mi meditación va mal, me pregunto a cuál de las nueve reglas he faltado, para merecer tal castigo. Y tan pronto he

descubierto y reparado mi falta, me restablezco en mi bien.

Mas si seguís paso a paso este método, que por otra parte, proviene del puro buen sentido, evitaréis los deslumbramientos, los

desdoblamientos, los delirios, los terrores y los temblores, las iluminaciones ilusorias, el cortocircuito de las energías espirituales

suscitadas antes de que sepáis hacer buen uso de ellas y tampoco os arrastraréis por los desiertos de arena del tedio, donde no apunta

nada.

Meditari es un verbo que, para mí, significa <<mantenerse in medio>>, en el medio (puede que esta etimología sea imaginaria: no

importa). La forma reflexiva del verbo indica la vuelta sobre sí mismo.

Meditar no es darse a reflexiones en el sentido de conducir correctamente el discurso interior y razonar con lógica sobre un tema dado.

No es tampoco imaginar, en el sentido de representarse con nítida fuerza una escena edificante con objeto de excitar en sí los

sentimientos adecuados.

No es dar libre curso a la inteligencia discursiva o a la representación sensible según la inclinación natural de estas funciones: es

retomarlas a contracorriente.

Es, pues, reflexionar en el sentido en que se habla de la reflexión de un rayo sobre la superficie del agua, puesto que se quiebra y

retorna a sí-mismo. Y es imaginar, en el sentido de concentrar la atención en una imagen única y, en el límite, suspenderla sobre el vacío

y el abismo sin el apoyo de ninguna imagen.

Meditar, es mantenerse inmóvil, con la mirada fija en la negrura de la cueva interior, durante una hora, hasta percibir el tesoro de la

sustancia.

Pasemos a la mano izquierda, la del corazón:

1. Del respeto: índice izquierdo

Respeto es una palabra que quiere decir mirada. Sabemos que todo comienza por la mirada. El respeto es la mirada del corazón.

La mirada de la inteligencia es la atención. El respeto otorgado a una persona se indica mediante <<atenciones>> y más aún,

<<consideraciones>>. Para mirar hacen falta inteligencia y corazón y la mirada de los dos ojos (del derecho y del izquierdo) da más relieve

al objeto.

Mirar es guardar y guardarse de la mirada (y más claramente la consideración), sobreentiende protección, conservación y distancia.

La visión exige distinción y distancia. Lo mismo el amor, pues son menester dos para amar. <<Tú, primera palabra del amor>>, dicen los

egipcios. En la confusión, el apego y la mezcla no hay mirada ni claridad posibles. Del mismo modo, el amor sin respeto solo es impureza.

La distinción y las distancias que piden la mirada y el respeto son lo contrario de la división, la aversión y la indiferencia.

La palabra respeto contiene, además, el sentido de species que quiere decir belleza y también especie. Eso señala aún mejor el vínculo

entre la apariencia considerada y la sustancia; entre el carácter perceptible y el ser.

Respeto significa mirada; pero no toda mirada es respetuosa; hay miradas desdeñosas, burlonas, insolentes. Respeto es la mirada que se

dirige al ser.

Y el respeto exige ya fijar la mirada, ya levantarla, ya bajarla, ya apartar la vista. La discreción y el pudor son finas formas del respeto.

La gente dice <<solo respeto a quienes lo merecen>>. Es confesar que se juzgan los méritos o deméritos sin haber mirado.

Debemos saber que el respeto es la más estricta y mínima justicia que se le debe a un ser humano como tal.

Esa es la verdad profunda contenida en esa ficción, esa convención, ese simulacro obligatorio que se llama cortesía.

Y si nosotros queremos liberarnos de las vanidades humanas y de las mentiras de la complacencia, no lo hagamos tratando con aspereza

a nuestros semejantes ni haciéndolos víctimas de nuestros malos modos. Hagámoslo empeñándonos en poner en la amabilidad su

contenido de amor, y su valor de verdad en las señales de respeto.

El ejercicio asiduo, sin pausa y sin excepción, del respeto, debe ayudarnos a desenredar las enmarañadas madejas de nuestras relaciones

humanas.

Ellas se deben a los azares de nuestros lazos familiares y de nuestros encuentros. Las atracciones han formado nudos y los humores,

enredos. Hay rupturas ocultas, remiendos de fortuna, ovillos de costumbres en donde han anidado las polillas.

El respeto nos enseña a desasirnos de nuestros allegados sin ingratitud y sin brutalidad y a acercarnos al prójimo sin chocar con él.

Afectos de familia sin respeto: trampa y emplasto en donde estamos presos desde nuestro nacimiento. Mientras no sepamos salir

completamente los unos de los otros, solo habremos nacido a medias.

Pasiones sin respeto: <<No sabemos amar>> __dice Luc Dietrich__ <<solo sabemos hundirnos en la noche boca sobre boca; solo sabemos

olvidarnos juntos>>.

Matrimonios sin respeto: periódicos y fumar en pipa, cocina y embarazos y escenas domésticas, y sermones y moralejas a los hijos hasta

la edad en que huyen…

Mundanidades sin respeto: cumplidos por delante, secretos al oído, calumnias por la espalda, o burlas: enojo a muerte, amores, intrigas,

y otros juegos para matar el tiempo que es nuestra vida.

Amistades sin respeto: complacencia y complicidad.

Pero son los buenos negocios los que hacen los buenos amigos. Me hace falta un espantajo que sea mi hombre de confianza. <<La

confianza da dividendos, señor>>, me explicaba un viajante de comercio en un tren, <<el crédito vale caro, el respeto… eso da ¡dividendos!>>

¿Dónde empieza el respeto? Cuando se deja de considerar al prójimo como un estorbo, o como un instrumento, o como un nadie; ahí

empieza la mirada que se llama respeto.

Cuando saludéis a alguien, dadle la mano, si queréis, mas nunca dejéis de darle la mirada.

Ya que el respeto es la mirada dirigida al ser, él depende de nuestro grado de conocimiento y se pone del lado en que coloquemos al ser.

Por eso se distinguen tres clases de respeto:

a) Un respeto de diferencia.

b) Un respeto de estima.

c) Un respeto de justicia.

El primero es exterior, mundano y convencional.

El segundo es personal y espontáneo.

El tercero es espiritual.

a) Deferencia (palabra parecida a diferencia) señala una retirada, un empequeñecimiento ante lo que se pone por encima de uno: el

hombre exterior, efectivamente, solo tiene respeto por las jerarquías sociales a las que atribuye un valor objetivo mayor que la del hombre

semejante a él. Así pues, un personaje será saludado con una reverencia tanto más pronunciada cuanto más elevado sea el poder, la

riqueza y la autoridad que se le reconozcan. La confusión de su persona con el papel que desempeña, se produce tanto más fácilmente

cuanto más se trate de un ser ordinario. Solo plantea problemas el caso de un monstruo, un genio o un loco.

En todas las sociedades, se aprende desde la infancia a distinguir a los superiores y a proporcionar signos de respeto de acuerdo con la

distancia que los separa de uno.

Entre los salvajes, las leyes del respeto se expresan por medio de tabúes con sanciones mágicas inmediatas y fulminantes.

En la antigua China y en todos los imperios teocráticos, los gestos de cortesía se llaman <<ritos>> (Confucio). Tienen un valor religioso y

el culto no es más que una aplicación particular (cortesía con los dioses).

En los regímenes monárquicos tradicionales, el crimen de lesa majestad comporta la pena de muerte y algo de ese rigor repercute en

todos los estratos y hasta en las relaciones de hijos a padres.

En la democracia avanzada, la cortesía solo tiene un valor sociológico. Sus obligaciones tienden a simplificarse en extremo y a vaciarse de

su sentido.

En los regímenes intermedios, como el nuestro, la cortesía ocupa un lugar entre la legalidad, la moralidad y la elegancia. Te la puedes

tomar a la ligera, pero no demasiado si eres prudente, pues los ciudadanos no necesitan de los tribunales ni de la policía para reprimir las

infracciones a la regla.

b) El respeto de estima es el homenaje rendido al valor de una persona, a su honestidad, a sus virtudes y sus méritos, a su coraje, a su

lealtad, a su hermosura, a su inteligencia.

El tributo de la estima es libre; depende del juicio y de la generosidad de cada cual.

La estima tiene el derecho de establecer sus grados con toda independencia. Sus grados no coinciden (salvo por feliz y raro accidente)

con el rango social y el grado oficial.

Pero el respeto de la gente honesta y el tratamiento que de él proviene, resulta siempre de una suma o combinación de ambas

connotaciones.

c) No pasa lo mismo con el respeto de justicia, que no hace ningún caso de las ventajas naturales o sociales, ni del accidente cuantitativo

que señala la suerte de los individuos. Considera la esencia, que es la misma en todo hombre. Es un respeto de principio y no implica

variación ni graduación. Tampoco cambios, como sucede en las otras dos formas del respeto.

Pues si debemos deferencia a nuestros superiores y si honramos a nuestros iguales para saludar en ellos nuestro propio estado, ¿qué

debemos, en la práctica, a nuestros inferiores? Tenemos que señalar distancias, no podemos tolerar familiaridades: los pondremos

firmemente en su lugar. Si nos agrada ser buenos, les acordaremos nuestra benevolencia, nuestra compasión y nuestra condescendencia.

Pero, qué quiere usted, no pertenecen a nuestro mundo.

Podemos disimular cortésmente en cada encuentro el desdén por el pobre, pero no podemos impedir que sea el verdadero fundamento de

la civilización. El nombre de los oficios útiles pasó al lenguaje corriente para servir de insulto: villano quiere decir labrador, lo mismo que

rústico; ganapán es el obrero y palurdo, el aldeano.

En lo que concierne al respeto de estima, también se invierte y con furor mucho más sincero. Pues si admiramos a los héroes, los genios

y los santos, ¿cómo no detestar al cobarde, al traidor, al imbécil y al canalla?

El respeto de justicia se define: respeto sin reverso de desprecio. (En otra parte, definimos la caridad como amor sin reverso de odio).

2. De la dignidad: medio izquierdo

La dignidad es el respeto de sí-mismo, primer deber de justicia, así como el amor de sí-mismo es primer deber de caridad.

¿Pero no irá a unirse esta exhortación al culto del yo que predican nuestros decadentes? Plantear esa cuestión equivale a declarar que

hasta ahora hemos hablado en vano. Porque eso <<yo>> y ese <<culto>>, consagran todos sus talentos a inventar, fabricar y exhibir un

enorme y fascinante personaje que atraiga sobre él los aplausos del público. Lo diametralmente opuesto al conocimiento de sí y a la

dignidad.

La dignidad tiene dos opuestos: el orgullo y la bajeza.

El orgullo es un error concerniente al yo, que consiste en contemplarse desde afuera, en creerse una envoltura, en exaltar esa envoltura

afanándose para que prevalezca, en imaginar que eso ha ocurrido y que ella brilla por encima de todo.

En este error se oculta una verdad: el valor único, el insondable misterio del verdadero yo, imagen de la unidad divina. Mas tan pronto se

saca el pez del agua, muere y se pudre. Esa misma verdad, llevada al exterior, muerta y podrida, es el orgullo; es creerse un dios, porque

se atribuye a la envoltura el carácter del verdadero yo. Entonces la envoltura se dilata y se vacía hasta que revienta y explota.

La bajeza es la capitulación del orgullo, no ante la verdad, sino ante los sinsabores, o desde antes de todo esfuerzo, por temor al fracaso

y la fatiga.

Es la aceptación de la decadencia, donde creemos poder revolcarnos a gusto.

La dignidad tiene dos escrúpulos: el de ocupar exactamente su lugar y el de nunca traspasar sus límites y sus derechos.

Ocupar su lugar, cumplir sus deberes, desempeñar su papel, honrar la palabra dada, satisfacer las promesas, responder de los actos: la

dignidad opone su plenitud a toda vanidad.

Tan pronto se la ataca, la dignidad se convierte en fiereza, o dicho de otro modo, se defiende como la fiera.

La fiera tiene dos opuestos: la impostura y la venalidad. La fiereza ruge y se eriza cuando se la quiere disfrazar o empenachar con algún

artificio ventajoso. La fiereza aborrece los regalos que no provienen de la amistad. Cadeau (regalo) es una bonita palabra si __como

parece__ proviene de catellus que significa perrito y también cadenita; se comprende entonces, cómo se vinculan los dos e incluso los tres

sentidos del término: pues un regalo (que no viene de la amistad), es una cadenita que nos convierte en perritos. Venal es quien se dedica a una faena de sangre o de amor por dinero, venal quien se casa por amor al dinero, venal quien habla o se calla

porque se le ha pagado. Venal quien se queja de una ofensa para reconocer su honor intacto tan pronto ha cobrado los<<daños y

perjuicios>>. El que trabaja en un oficio del que solo aprecia la paga, puede exigir un certificado de buena venalidad.

Hay personas que se venden por nada y que hasta pagan por venderse. Se venden por honores, premios y condecoraciones. La dignidad

es el eje central de nuestra justicia, la razón y el aval de nuestro respeto por el prójimo, ya que nuestra actitud para con nosotros mismos,

rige nuestras relaciones con todo lo demás.

3. Del ritmo y de la armonía: anular izquierdo

Esta regla es continuación de las dos primeras que conciernen al respeto. Tras el respeto por el prójimo y el respeto por sí mismo, el

respeto por las cosas y el orden de las cosas.

Poned limpieza y hermosura en los entornos que os reflejan y que a su vez se reflejan en vosotros; los entornos donde recibís a vuestros

amigos y educáis a vuestros hijos.

Conozco algunos que son lecciones de austeridad, de grandeza de alma, de recogimiento. Otros, trasuntan futilidad y pretensión; algunos,

opresión. Y los hay que dejan adivinar el suicidio.

Argüís que no poseéis cosas hermosas ni dinero con qué comprarlas; lo más probable es que tengáis demasiadas cosas y demasiado

dinero. Recuerdo al brahmán que me recibió en la India en su casa de adobe, con una estera, una jarra y una lámpara de aceite en un

nicho, como todo mobiliario; en Granada he visto grutas recién encaladas y adornadas con una cacerola de cobre deslumbrante; en Sicilia,

una familia vivía bajo las vigas de un solo recinto que también cobijaba al asno; y he visitado castillos y abadías que ostentaban, en su

estilo, un decorado igualmente hermoso, pero más hermoso, no. Yo mismo he vivido en palacios, en graneros y en desvanes y no sé cuál

prefiero. Siempre que en ellos reinen el orden y la limpieza, que no cuesta nada.

Me respondéis que cuesta un tiempo que vosotros no tenéis. Y es aquí donde la regla se hace más imperativa: debéis tomaros vuestro

tiempo. Recobrad vuestro tiempo, ordenadlo y descubriréis que hay tiempo para todas las cosas, como dice el Eclesiastés: <<Todo tiene su

tiempo y todo cuanto se hace bajo el sol tiene su hora…>>. <<Todo lo hace Dios apropiado a su tiempo…>> (Eclesiastés, 3).

La gran belleza de la religión consiste en fijar las fiestas a su hora y en hacer alternar los tiempos: tiempo de glorificación, tiempo de

arrepentimiento, tiempo de conmemoración, tiempo de súplica, de espera y de esperanza: y todos esos tiempos, son tiempos de fiesta.

Y tú, si eres piadoso, acaba de ordenar los trabajos y los días de tu vida, las seis jornadas de labor intensa y la séptima de completo

descanso para pensar solamente en Dios, en los demás y en ti mismo.

Las horas de trabajo en que te prohíbes soñar con las vacaciones y las horas de reposo en que te has vedado pensar en lo que hiciste o

no hiciste o dejaste de hacer; o preocuparte por el mañana.

Cuando vuelvas a casa, no pienses más en tus quehaceres o tus proyectos, ni hables de ellos; piensa en tu mujer y en tus hijos.

Existe el día del ayuno y el día del festín.

Existen las noches de sueño profundo y las noches del alto pensamiento. <<…tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de lamentarse y

tiempo de danzar>> (Eclesiastés, 3).

No te embarulles con agitaciones y preocupaciones a contratiempo.

Sobre todo, no pases el tiempo añorando el tiempo pasado, pues ese es tiempo verdaderamente perdido.

No emprendas nada por tu sola voluntad; pregúntate si la cosa es querida, si llega a su tiempo. Interroga a las circunstancias y reconoce

los signos.

Regocíjate en la hora de la dicha y en la hora del desastre, piensa.

Si crees que tus fracasos suceden siempre por culpa de los demás, nada aprenderás de tus tribulaciones; el que sabe decir: <<me he

equivocado>>, corrige el destino.

Existe el error de precipitarse y el error de tergiversar, el error de forzar y el error de desviar. El sabio se contiene diez años y luego cae

como el rayo, o bien deja caer suavemente su fruto cuando está maduro.

La Biblia enseña: <<Considera de este modo todas las obras del altísimo, de dos en dos, una opuesta a la otra>> (Eclesiastés 33, 15). Los

opuestos se extraen uno del otro y ambos de una misma sustancia.

La tierra tiene dos polos y el hombre tiene dos polos que son el varón y la mujer. La mujer fue sacada del varón y el varón nace de mujer.

Y la mujer tiene dos polos, uno de los cuales es el varón-en-ella, y el hombre otros dos, uno de los cuales es la mujer-en-él (1 Corintios

11, 12).

La sombra fue extraída de la luz y la luz de la sombra; y todos los colores son avances del uno sobre el otro. Así, la vida y la muerte, con

su arco iris de penas y alegrías, nacen la una de la otra.

Todo lo que marcha, avanza por alternancia de la derecha y la izquierda, y la caída es una alternancia rota.

El bien, la vida, la suprema dicha, consiste en que los pares vuelvan a la unión y concierten en la espera.

Pues los semejantes se hicieron para ensamblarse, las parejas para aparejarse, los complementarios para completarse, los diversos para

ordenarse como perlas sobre un hilo, los extremos para tocarse, los opuestos para conciliarse, los contrarios, por último, para

reencontrarse en la unidad del infinito donde todo pasa el límite.

Y el mal y la muerte consisten en que las parejas se desaparejen, en que los complementarios se contraríen, en que los planos distintos

se confundan, que choquen y luchen entre sí las cosas que en una y otra parte están fuera de sitio, que el hilo de los diversos se rompa y

las perlas caigan en el polvo.

La filosofía suprema es la doctrina de la conciliación de los opuestos. (Conciliatio oppositorum, de Giordano Bruno y Nicolás de Cusa).

Mas esta solo se alcanza plenamente en el conocimiento de los opuestos; y los razonadores sin sabiduría permanecen en el debate del sí

con el no y todas sus soluciones plantean nuevos problemas: la música en cambio, comienza por la solución tan pronto pone un ritmo y un

acorde.

Por eso la música es más sabia que la filosofía.

El mundo exterior entero, tal como lo hizo Dios en su perfección relativa, ondula como la superficie del mar y la ley de la creación es el

ritmo.

Entre el desorden y la agitación de las cosas (tal como ellas llegan a nuestro entendimiento limitado y a nuestro corazón impaciente) y el

círculo inmutable del uno, se despliega el plano de la ondulación. El paso de un estado a otro, se efectúa, pues, con el ritmo.

Por eso, aquel que no sabe plegarse a la regla del ritmo es una quebradura del universo y se hará quebrar.

Por lo cual si tú no sabes cantar ni bailar, tienes muy pocas probabilidades de saber vivir.

Pero si sabes cantar y bailar y sin embargo no sabes lo que haces cuando cantas y bailas, no eres más que un saltimbanqui y un bufón.

Te hace falta vivir como se canta y como se baila.

El derviche, que gira como un trompo, sabe qué es bailar al mantenerse inmóvil en medio del movimiento; y el monje benedictino sabe qué

es cantar. Y el uno y el otro saben qué significa vivir como se canta y se baila.

4. Del desasimiento: meñique izquierdo

El desasimiento es la condición de la caridad perfecta. La caridad es el amor infinito.

No que podamos nosotros, seres finitos entre los seres finitos, alcanzar la plenitud infinita de ese amor, pues es poder de Dios solo y es

Dios mismo.

Mas toda caridad es amor de dios y participación en el amor que Dios lleva a sus criaturas. Es pues infinito en calidad, de derecho y por

reflejo.

El apego tiene por objeto un bien o una persona considerada un bien poseído o a poseer. Tiene como causa y fuente esa parte del yo que

encuentra o busca su bien y su pareja, en ese objeto. Y ese objeto que es un fin y ese yo parcial que no es yo, dan a esta especie de amor

su carácter finito y falso.

El apego es un amor limitado, ciego, carnal y encarnizado, exclusivo y celoso, conturbado, turbio, ambiguo y siempre pronto a caer en lo

contrario, como lo hemos demostrado.

El apego es pues una mácula y un obstáculo al amor verdadero que aun cuando se dirija a una persona en particular (y siempre se dirige

a una persona en particular), es ante todo el amor por el bien de esa persona, del bien que hay que darle o hacerle en miras de su felicidad

o de su salud.

El desasimiento es siempre consecuencia y signo del amor de Dios.

Inversamente, puede llegar a ser un acceso al amor de Dios, tan pronto se lo busca con voluntad deliberada y se ejercita uno en él

conscientemente.

En lo que a mí concierne, hago ejercicio de desasimiento cada vez que recuerdo el desesperado amor que me unía a mi osito de felpa a

quien, en mis trasportes, le había arrancado su ojito de vidrio y le había comido a besos el hocico hasta la trama. ¡No menos irrazonables y

pueriles nuestras violentas preferencias de hoy, opacos y limitados nuestros amores posesivos y consuetudinarios!

No olvidemos, por otra parte, que todo sentimiento se cultiva y se excita y que en cuanto llevamos a otra parte la mirada, se marchita y

perece completamente solo.

Otra receta menuda, pero oportuna, para ganar el desasimiento, es partir, ya que, como se sabe, ¡partir es renacer un poco!

Todo peregrino va en busca de la fuente del desasimiento.

Es necesario advertir que si el desasimiento es la virtud que conduce al amor absoluto o a la gracia que de él emana, el desasimiento sin

amor se anula como se anula la no-violencia sin enemigos y sin combate. (La no violencia, en efecto, es el amor por los enemigos hasta en

el combate. Sin enemigos y sin combate, por ende, no puede haber no-violencia, como se demostrará más adelante).

5. De la oración: pulgar de la mano izquierda

El pulgar izquierdo y el pulgar derecho pueden oponerse o bien estirarse uno a lo largo del otro, iguales y paralelos.

La oración y la meditación son dos operaciones del espíritu que impulsan en sentido inverso.

La oración es un movimiento hacia lo alto. <<Una elevación del alma>>, según Orígenes y Clemente de Alejandría. La meditación es un

buceo en las profundidades.

La oración se dirige al rey de los cielos. La meditación sondea las tinieblas interiores para reencontrar en ellas la imagen soterrada e

invertida.

La oración indica el ímpetu hacia el objeto del deseo y hacia <<el fin de todos los deseos>>. (<<La fin di tutti i dissi>>: así designa Dante a

Dios en el canto XXXIII).

La meditación es una retirada, un retorno, una remembranza.

La oración es una efusión del corazón; la meditación es una retención mental, una concentración del silencio.

La oración es un grito que va a ese completamente-otro residente en el otro extremo de los mundos; la meditación es el encuentro

asombrado con ese <<otro en mí, más mí-mismo que yo>> (Claudel). (Citando a San Agustín).

Puesto que los dos caminos van en sentido inverso, ¿cuál lleva a la meta?

Los dos, pues Dios está tanto abajo como está en lo alto, tan adentro como está afuera, <<en el infinito de los cielos y en la sombra del

corazón como una ínfima semilla>>. (Oración del Arca).

Pero de los dos, ¿cuál es el mejor, cuál conviene preferir?

Os devuelvo la pregunta: ¿Cuál de los dos pulgares preferís perder?

Sin duda responderéis: <<Prefiero conservar los dos>>. Y tenéis razón.

Cuando una mano ayuda a la otra, se hace un buen trabajo.

Recurrir a la oración ferviente, a la oración conmovida, animará e irrigará lo que pueda haber de duro, de áspero y de abrupto en la

concentración mental.

La práctica de la meditación enseñará a los devotos a no ser <<sublimes sin profundidad>> (Nietzsche, Zaratustra), ni patéticos sin

consistencia, como el borracho que llora.

Mas para que la trenza sea perfecta, es oportuno alternar el trabajo de una y otra mano y mostrar cómo se entrecruzan sus direcciones.

Los grandes místicos no siempre lo hacen; al menos, no siempre usan términos bastante claros, lo que puede engendrar cierta confusión

en los principiantes, y asimismo vanas discusiones y molestas desconfianzas hacia medios saludables que fueron concebidos para

corroborarse mutuamente.

Ha llegado el momento de demostrar, por otra parte, cómo se colocan los dos pulgares uno sobre otro, desde la base a la punta. Ante

todo, en la base. En la base de la oración, el recogimiento.

Y el joven sacerdote dice a su grey: <<Recojámonos para rezar>>. Pero no les da tiempo y acto seguido comienza a salmodiar. Se diría que

el recogimiento es algo fácil e instantáneo, que viene naturalmente. Nadie se da cuenta que así no se consigue y que de ese modo, sin

preparación, es incluso imposible.

Y así, la oración que sigue no es más que un ruido en la boca y pese a la velocidad del recitado, tiempo perdido. Si el recogimiento

hubiera hecho el vacío, la oración podría haber logrado plenitud.

La meditación es el recogimiento llevado a la perfección, la que desenvuelve todas sus virtudes apaciguantes, fortificantes y unificantes, la

que lleva, en el ápice, al éxtasis de la iluminación.

Cierta santa se confesaba incapaz de rezar el padrenuestro hasta el final, pues ya cuando llegaba a las palabras <<que estás en los

cielos>>, se encontraba extasiada, confundida, muda. Así es como, en la cumbre, la oración se convierte en meditación.

Se pueden distinguir cinco grados de oración:

a) Oración de obligación.

b) Oración de petición.

c) Oración efusiva.

d) Oración contemplativa.

e) Oración mental.

a) Oración de obligación. Toda religión inculca buenos modales a sus fieles y les enseña a decir salud, perdón y gracias.

No se puede esperar que esas frases aprendidas, esas exaltaciones, esos júbilos, esas lamentaciones, esas celebraciones a hora fija, sean

siempre sentidas. Por otra parte, su oficio no es el de expresar lo que sentimos, sino al contrario, el de imprimir su sentido en nosotros

por medio de una repetición asidua, paciente y dócil.

Esos recitados incesantes, de compás continuo y cadencioso, ese murmullo, siempre el mismo, como el del follaje o el del mar, tiene por

objeto hacer penetrar más profundamente su contenido en nosotros a cada golpe de martillo, moldearnos y acomodarnos a su forma.

Pero estos felices efectos (felices, pues su forma y su contenido son de origen inmemorial y bellos de toda belleza), solo se obtienen

cuando la voluntad de obtenerlos acompaña a la religión. Cuando falta esa voluntad, el trabajo se efectúa al revés: la atención, embotada

por la monotonía y la costumbre, se deja desalojar por una fuerza centrífuga y la mecánica se instala en su lugar.

Acostumbramos a reírnos de los tibetanos y de sus molinos de oración que giran y crujen al viento. Ellos creen que así saldan cuentas

con los dioses y quedan libres de deuda. Pero no son los únicos en moler ruidos con ayuda del viento.

Existen también las máquinas descompuestas que chirrían y que raspan; los padrenuestros farfullados, las señales de la cruz encogidas,

las genuflexiones aproximativas.

Este es el momento de recordar la primera de nuestras diez reglas: la atención. Y si no podemos ser fervientes siempre, seamos por lo

menos correctos, quedémonos en suspenso, disponibles y presentes. La oración es ante todo la ofrenda de sí, ¿pero de qué vale un

presente presentado por un ausente?

Y la segunda, que es la vertical, la dirección natural de la <<elevación del alma>>. Conservémosla de pie y también de rodillas. Nunca

recemos inclinados, torcidos, agachados, caídos.

Y la tercera, que es la respiración en el habla y en el canto, con los silencios y las entradas en el punto exacto y la seguridad del tono

justo en el tiempo justo.

La cuarta es la distensión. No nos enrosquemos tratando de librarnos del torpor, no nos excitemos para excitarnos a la compunción, no

metamos el cuello entre los hombres ni nos envaremos; no frunzamos las cejas para que nos llegue la gravedad que conviene, no

entrelacemos nerviosamente los dedos, gesto que quiere decir: <<Mira, Señor, cómo permanezco aferrado a mí mismo, a mis deseos y a mis

temores.

Si no podemos alcanzar el fervor del amor de Dios, que solo puede venir de Dios, conservemos por lo menos el respeto que depende de

nosotros, el extremo respeto que las escrituras llaman temor-de-Dios. Él nos preservará de la distracción, de la negligencia y de las demás

blasfemias inconscientes.

En cuanto al deber de dignidad, él nos obliga en la ocurrencia a reconocer nuestra indignidad en relación con la gloria y no obstante, por

esa misma relación nos glorifica.

La oración nos enseñará a someter nuestra vida a la regla del ritmo. Sí. La oración, más que la práctica y la afición por las bellas artes. Y

más que ninguna otra forma de oración, la oración de obligación. Pero yo no me remitiré al reino de mi corazón, sino al ritmo impreso al

universo por su creador, traducido en las escrituras por los profetas y en los ritos por la tradición. A su vez, la experiencia de las artes y la

de los ejercicios, así como los consejos del corazón, darán vida a la oración y hermosura al oratorio.

Por último, el desasimiento que pediremos en nuestras oraciones, es el conseguir <<adorar a Dios en espíritu y en verdad>>, a guardar

fidelidad a nuestra religión, sin reverso de servilismo, de pasión sectaria o fanática y sin rebeldía.

Obligación no es esclavitud ni compulsión; es un vínculo ofrecido, tendido (ob) a la voluntad libre; por tanto no es ningún honor rebelarse

contra ella y no hay excusas para descuidarla, como no las hay para olvidar una deuda.

A la oración de obligación se vincula el despliegue del culto público que es testimonio, enseñanza, servicio y a veces comunión y fiesta.

(La jornada del Arca está apoyada en cinco oraciones comunes.)

b) Oración de petición. Es aquella en que pedimos lo que queremos. Grito de nuestros deseos, de nuestras necesidades, de nuestros

temores. Es una oración mucho más libre y con las probabilidades de ser más ardiente que la otra.

Es tan natural, que en el habla popular, la palabra oración solo se refiere a ella; se confunde, además, con petición.

Podemos pedir gloria, fortuna, o victoria y confusión de nuestros enemigos; pedir recobrar la salud, encontrar dicha en el amor o ganar

el premio mayor de la lotería. Pero no es de obligación.

No está ni siquiera recomendada: solamente permitida.

Y puede que solamente en razón de nuestra debilidad y de nuestra ignorancia, para aliviarnos de una carga demasiado pesada, como

derivativo o consolación y quizás para echar alguna claridad a la dudosa mezcla de nuestros móviles.

En efecto: hay cierta contradicción en hacer de la oración __que es el acto religioso por excelencia__ un pedido; en someterla a la

obtención de un beneficio personal o colectivo, siendo como es naturalmente el espíritu de provecho, inconscientemente y sin malicia,

irreligioso ya que la religión es don y sacrificio, contrarios del provecho.

Esta clase de plegaria permanece siempre más o menos manchada por el pecado. Por eso Jesús la aparta suavemente y calma a los

suyos: << ¿De qué os inquietáis, hombres de poca fe? Bien sabe vuestro padre que tenéis necesidad de esas cosas. Él nutre a las aves del

cielo y viste a los lirios del campo, ¿y no valéis vosotros más que un pajarillo? Ni un pelo de vuestras cabezas cae sin que él lo quiera.

Buscad pues el reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura>>.

Hasta la petición del pan cotidiano en la oración dominical se debe, sin duda, a un error de traducción. (Epicuasion en el texto griego,

nunca puede traducirse quotidianum; parece significar: el pan nuestro sobrenatural dánosle hoy.)

En la misa, la iglesia nos hace pedir el estar <<al abrigo de toda perturbación>> e implora en otra parte: <<Líbranos de la guerra, del

hambre y de la peste>>, lo que no impide el cíclico retorno de esas plagas con la regularidad de las mareas, tanto para los buenos como

para los malos, para los que rezan como para los que no rezan, puesto que tanto unos como otros continúan preparando las aludidas

plagas, provocándolas y desencadenándolas y se empeñan en merecerlas. (Por qué y cómo ello se hace, es la tesis de Las cuatro plagas,

Buenos Aires.) No se puede tirar una piedra al aire y ponerse a rezar: <<Oh, todopoderoso. Haz un milagro para que no vuelva a caer sobre

esta, mi cabeza de tonto>>.

El bien más grande que nos puede aportar esta oración de petición, es el de descubrir nuestras intenciones expuestas abiertamente al ojo

de Dios, y el que de este ojo descienda la luz que nos es menester para verlas y juzgarlas.

Purificación, antes que satisfacción.

La petición aceptable, es la que se presenta como una flor cortada: <<Si es tu voluntad, Señor, que así sea>>.

Mas (¡oh, hombres de poca fe!), ¿no es mejor decir sencillamente: <<hágase tu voluntad>>? Pues si se hace su voluntad, el reino ha

llegado ¿y qué más podríamos desear?

Libéranos, Señor, de todo deseo que no sea deseo de ti. ¡Ven tú y toma nuestro lugar en nosotros!

c) Oración efusiva. No busca otra satisfacción fuera de sí misma.

Su dicha es la de ser un lazo vivo entre el amigo y el amado. (Raimundo Lulio: El libro del amigo y del amado es en sí mismo y

enteramente una oración efusiva <<por la cual aumentan el entendimiento y la devoción>>.

Para ella no se dictan reglas, pues encuentra por sí misma lo que debe decir según la <<ley de la libertad>> (Santiago 2, 12) que es amor.

<<Ama ¡y haz lo que quieras!>> (San Agustín).

La oración efusiva __íntima por esencia__ puede tomar formas colectivas tales como confesiones públicas, predicaciones inspiradas, o

profecía.

d) Oración contemplativa. Es una devoción libre, pero regulada como las oraciones de obligación.

Una de ellas, popular en la cristiandad, es el rosario, que merece un lugar aparte (quizás deban comprenderse bajo el mismo título el Vía

crucis o la <<Oración de Jesús>> de los hesicastas griegos y rusos).

El rosario comporta, por una parte, la recitación de oraciones aprendidas de memorias, de a decenas contadas; y por la otra, al mismo

tiempo, la contemplación de un <<misterio>> gozoso, o doloroso, o glorioso.

Como la fina punta del espíritu se encuentra hundida en el <<misterio>> (el de la navidad, por ejemplo, o el de la crucifixión) y este

misterio es visto a través de los ojos de la Virgen __lo que quiebra y entrecruza las direcciones a observar__ es evidente que el

pensamiento no puede pesar sobre cada palabra pronunciada y que la recitación solo sirve de fondo, como lo haría una música sin

palabras o las paredes desnudas y los espacios umbríos de una iglesia, o como el humo del incienso.

Esta misma recitación impide, por ende, que el motivo contemplado se despliegue, se explique y se vacíe en pensamientos o en imágenes;

antes bien, lo envuelve y lo mantiene enrollado sobre sí mismo, mientras gira a su alrededor.

e) Oración mental. Es una plegaria silenciosa o, para decir mejor, una suspensión de la plegaria.

Es el ejercicio de la <<presencia ante Dios y ante sí-mismo (Título de un precioso opúsculo de Francisco de Sainte-Marie) tal como lo

enseña la grande y muy antigua tradición del Carmelo. (Leer y sobre todo meditar las obras de santa Teresa de Ávila y de san Juan de la

Cruz.)

Por respeto a los grandes maestros de esta escuela, le damos el nombre de oración y la colocamos como uno de sus grados, pues es

exactamente lo que nosotros llamamos meditación. Se encontrará en ella la misma desconfianza (cuando no negación) hacia las

<<consolaciones sensibles, las imágenes y los razonamientos discursivos, el paso por la ¡nada! ¡nada! para arribar a la “visión

intelectual”>>.

Dicho de otro modo: los pulgares se unen al menos en ese grado supremo que es el éxtasis de la verdad.

Lo que, una vez más, no quiere decir que pongamos la meditación por encima de la oración. Pues si tuviéramos que tratar a la meditación

en detalle, como lo hemos hecho aquí con la oración, deberíamos __como en esta__ distinguir cinco formas, o mejor dicho, cuatro,

correspondientes a las cuatro primeras formas de oración y una quinta común.

1. La concentración regular.

2. La fijación de la mirada y condensación del deseo o magia.

3. El pensamiento religioso.

4. El ejercicio espiritual.

5. La meditación mística u oración mental.

1. La concentración es un ejercicio mental que entre nosotros es de regla y se practica en las primeras horas de la mañana,

inmediatamente después de las posiciones corporales preparatorias y de las respiraciones medidas. Es la inmovilización total de lo de

afuera y lo de adentro (correspondiente: oración de obligación).

2. Las fijaciones de la mirada y la condensación del deseo son la clave de los poderes mágicos. Están rigurosamente excluidas de

nuestras disciplinas como sospechosas, peligrosas, cuando no diabólicas, aun si se trata de <<magia blanca>> acompañada de fascinantes

prodigios (correspondiente: oración de rogativa).

3. El pensamiento religioso es el sentido popular que en nuestros países tiene la palabra meditación. Interpretación de la palabra de

Dios, exégesis de la escritura, reflexión sobre los misterios, los dogmas, los sacramentos, los símbolos y los ritos. Transmisión de la

enseñanza de los sabios, lección extraída de la vida de los santos y de los héroes. Doctrina espiritual, sea que se la imparta, se la reciba, o

se la madure. Eso es, en la práctica, lo que estamos haciendo en este momento (correspondiente: oración efusiva).

4. El ejercicio espiritual. Tomamos prestado el término de San Ignacio de Loyola y os remitimos a su célebre tratado. El ejercicio tiene

por tema una de las páginas del evangelio, por ejemplo, y uno de los métodos consiste en representarse la escena, en impregnar la

imaginación y los cinco sentidos corporales y espirituales tan fuertemente con ella, que uno acaba por convertirse en un testigo ocular y

hasta en uno de los actores (correspondiente: oración contemplativa).

5. Del quinto grado ya hemos dicho algo; y algo más, aunque poco, diremos más tarde.

La oración es el acto religioso más simple, más fundamental y más completo.

Es el sacrificio del verbo. <<Y el verbo estaba en Dios y todas las cosas fueron hechas por él y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido

hecho. En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres>> (Juan 1, 1).

Al ofrecerla, pues, se ofrecen todas las cosas, y uno, y Dios mismo, a Dios.

Y ahora, recemos la oración común del Arca no como una oración, sino como una meditación del tercer grado; es decir, pensando cada

palabra a la medida de lo que acabamos de decir de la oración.

Oh, Dios de verdad,

que los hombres distintos llamamos con distintos nombres,

pero que eres el uno, único y el mismo,

que eres el-que-es

y en la unión de todos los que se unen

que estás en las alturas y en el abismo,

en el infinito de los cielos y en la sombra del corazón como una ínfima semilla.

Te alabamos, Señor, por lo que nos otorgas

ya que esta plegaria es un otorgamiento,

ya que al dirigirnos juntos a ti,

elevamos nuestra voluntad,

purificamos nuestro deseo,

y nos reconciliamos.

¿Y qué más pedir si esto está cumplido?

Sí, qué pedir sino que esto dure, oh eterno,

a lo largo de nuestro día y nuestra noche,

sino amarte lo bastante para amar a todos los que te aman y te invocan como nosotros.

Lo bastante para amar a los que te oran o te piensan de otro modo,

lo bastante para desear el bien a los que nos desean el mal,

lo bastante para desear el bien a los que te reniegan o te ignoran, el bien de volver a ti.

Danos la inteligencia de tu ley, Señor,

el respeto maravillado y misericordioso por todo lo que vive,

el amor sin reverso de odio,

la fuerza y el gozo de la paz.

Amén.

Mantente erguido

¿Cómo resumir todos los manuales de urbanidad pueril y honrada?

¿Qué se debe repetir a los niños cuando se quiere que algún día sean bien recibidos en sociedad?

Mantente erguido y sonríe.

Enseñanza tradicional y espiritual del Arca: ¿iniciación en los misterios?... Sí. ¿Introducción a la vida interior?... Sí. ¿Yoga?... Sí. ¿Y cuál es

esta enseñanza que desde lejos vinimos a recibir y que solo se entiende plenamente cuando se da la vida para recibirla?

Tan solo esta, hijo mío: mantente erguido y sonríe.

Hazlo en todo tiempo: en la hora del mal humor y en la hora del buen humor, ante quienes te agradan y ante quienes te repugnan.

En la dicha o en la angustia,

en miseria o en riqueza,

en salud o enfermedad,

mantente erguido y sonríe.

Ante quienes se abalanzan,

o se echan al vacío,

o se hieren mutuamente,

mantente erguido y sonríe.

Y si avanzan a codazos,

y ávidos tienden la mano

o se ocultan al acecho,

mantente erguido y sonríe.

Ante aquellos que disputan,

ante aquellos que se injurian,

y los que cierran los puños,

y los que apuntan sus armas,

mantente erguido y sonríe.

En el día de la ira

y de la desbandada,

cuando todo cae y arde,

solo en medio del pavor,

mantente erguido y sonríe.

Ante justos cuellitiesos,

ante jueces implacables,

y afanosos personajes,

mantente erguido y sonríe.

Cuando oigas tu alabanza,

o te escupan a la cara,

mantente erguido y sonríe.

Y si estás entre los tuyos,

mantente erguido y sonríe.

Y delante de tu amada,

mantente erguido y sonríe.

En los juegos y en las danzas,

mantente erguido y sonríe.

En vigilias y en ayunos,

mantente erguido y sonríe.

Solo, en el alto silencio,

mantente erguido y sonríe.

Y ya al borde del gran viaje,

aun cuando lloren tus ojos,

mantente erguido y sonríe.

Lo afirmo: el que sabe hacer esto en todo tiempo, y en las tormentas y en la bonanza guarda hacia y contra todos rectitud y benevolencia,

es un santo, un niño para toda la eternidad.

De la distensión que libera y apacigua

¿Lo sabemos verdaderamente? ¿lo repetimos con la necesaria frecuencia? ¿quién lo enseña?

La atención para con nosotros mismos, primer paso de la vida interior, exige la distensión exterior.

La atención es posible en razón directa de la distensión.

¿Lo sabemos verdaderamente?

La relajación muscular y nerviosa es la condición para la concentración mental.

¿Lo repetimos con la frecuencia necesaria?

Toda contracción, toda crispación, bloquea la circulación de los fluidos, produce el estrangulamiento de la garganta e impide la entrada

en sí.

¿Quién lo enseña?

El recogimiento, la plegaria, la meditación, le resultan imposibles al que no sabe distenderse.

¿Lo sabemos verdaderamente?

¿Sabemos que la atención en la distensión es un estado difícil de alcanzar, que es caminar sobre la cuerda floja y que no se la consigue

sin un ejercicio asiduo y paciente, sin precauciones y sin riesgo de caerse?

Pues, o bien uno hace un esfuerzo para alcanzar el estado difícil, ¿y cómo hacer un esfuerzo sin entrar en tensión? O bien uno se

distiende, se apacigua totalmente y entonces, se duerme.

Pero la vida espiritual consiste en mantener al mismo tiempo, y la una en la otra, las dos cosas contrarias; y en entrar así totalmente

despierto en el sueño. Entrar totalmente despierto en el sueño es penetrar conscientemente en la sustancia, es entrar en las profundidades

del sí sin perderse, es ver la verdad sin morir.

Un discípulo fue hasta su maestro y le dijo: << ¿No me permitiríais meditar a vuestro lado? Espero que eso me sirva de gran ayuda.

Vuestra presencia me guardará de la distracción>>. El maestro le repuso: <<Es verdad, la presencia de hombres dispersos y ruidores impide

recogerse. No hay por qué asombrarse si la concentración de nuestro vecino, aunque no tengamos de ella una percepción directa, sopla un

viento favorable en nuestras velas. Colócate, pues, frente a mí y meditemos>>.

Al cabo de un rato, el maestro fue arrancado de su meditación por un ruido insólito. El discípulo estaba allí, frente a él, con la cabeza

sobre el pecho, roncando. En un momento dado, cabeceó, se recobró, abrió los ojos y permaneció ante su maestro despavorido como niño

pillado en falta.

Pero el maestro sonrió y le dijo con sencillez: << Eso, más la conciencia y habrás llegado>>…

¿Se lo conoce bastante? La vigilia es un estado de contracción general constante y constantemente en movimiento, pues las contracciones

toman diversas direcciones y son de diversos grados; y se encuentran, giran y se rompen según la hora y los vientos.

Por eso los yoga-sutras empiezan con este precepto que resume todos los demás: << Yoga: apaciguamiento de los remolinos>>. Cuando los

remolinos se apaciguan, aparece la naturaleza del agua, el color del agua, la virtud del agua: calma, verde, límpida; el fondo aparece

poblado de seres vivos y de ricos tesoros sumergidos y el cielo se refleja en él.

Hay contracciones corporales, sensitivas, volitivas y mentales.

1. Las contracciones corporales son útiles o inútiles. Útiles, todas las que exigen las acciones; y en este mundo de trabajo y de lucha, no

se puede vivir sin actuar. Es imposible levantar un peso o ir de un lugar a otro sin contraer este o aquel músculo. Pero hay que tomar en

cuenta esta ley natural: todo esfuerzo útil provoca espontáneamente una resonancia y tiende a multiplicarse en una cantidad de contracciones vanas.

Cuando, por ejemplo, tengo que llevar una maleta, debo crispar la mano y el brazo derecho; también debo contraer la región lumbar y las

piernas para que la carga no me haga tambalear. Pero hete aquí que como por simpatía, la contracción se apodera también de mi brazo

izquierdo que colgaba, que el cuello se me hincha y se me tuerce, que mi garganta se anuda, que pierdo el aliento __lo que lleva la

perturbación hasta mi sangre y mis entrañas__ que se me arruga la mitad de la cara, que tuerzo la boca, que el ojo derecho se me cierra

mientras que el otro se queda torvo y fijo y que la estupidez me gana el intelecto. Así es como la mitad de mis esfuerzos me fatigan por

pura pérdida.

Y así me pasa en todos los actos de mi vida (admitiendo que todos ellos sean útiles).

Pero además de este vano esfuerzo que se añade a toda acción eficaz, hay contracciones totalmente inútiles y casi perpetuas: las que

provienen de mi mala postura. En la práctica, cada vez que mi cuerpo, de pie o sentado, se aparta de su eje, se encuentra en equilibrio

inestable, y para no caerse, se arquea y se envara. Pongamos también en la cuenta de las crispaciones inútiles, las exclamaciones, los

ademanes y las muecas que subrayan la expresión de mis buenos o malos sentimientos hacia el prójimo.

El remedio contra este desperdicio de la mitad de nuestra vida, se encuentra en el arte de la distensión.

Una pequeña parte nos la enseña la buena educación: nos enseña a moderar nuestros estallidos, a frenar nuestros arrebatos, a

mantenernos erguidos y a vigilar la compostura de nuestra expresión. Estas cosas nos son enseñadas en general por motivos mundanos y

fútiles. No por ello su precio es menos inestimable: son el cuidado y la moderación; y sin ellas no se entra en la vida espiritual; y si no las

hemos aprendido en la niñez por amor al mundo, será necesario que las acatemos a cualquier edad, por amor a Dios. Pues nada grosero y

vulgar puede trasponer el umbral de la santidad.

En lo que se refiere a la relajación en el trabajo mismo, ella es signo de maestría en todo oficio y en todo arte. El maestro de su arte,

trátese de un mozo de cuerda o de un poeta, sabe desplegar sus esfuerzos en ciclos rítmicos, reunir su presión en los tiempos fuertes,

aprovechar el paso de los tiempos débiles para recobrarse y para descansar, uniendo la flexibilidad a la fuerza, de tal modo que se exalte y

se renueve en el curso del trabajo; en cambio, el aprendiz que se aferra al mango de su herramienta, rompe la hoja, se sofoca y se agota.

El leñador deja caer su hacha en libre vuelo; el cavador mueve rítmicamente su pala; el joyero maneja su sierra y su lima con muñeca

sutil; el nadador abandona al agua el cuidado de llevarlo en su reflujo; el esquiador, que siente cómo el terreno se sustrae bajo sus

piernas, pone en juego sus tobillos y sus rodillas y se confía sin reticencias a la cuesta; el acróbata exhibe su rostro impasible y sonríe en

el vértice del peligro…

Dueño de sí y maestro en el arte de vivir, es el hombre que en la acción sabe comprometer solamente las partes de su ser estrictamente

apropiadas para la eficacia y deja el resto en reserva para encontrarlo dispuesto cuando se dedique a otra tarea.

Esté sentado o de pie, coloca su cuerpo en la vertical, lo apoya sobre sus puntos de equilibrio, para mantenerse siempre erguido sin

esfuerzo y sin envaramiento.

No acompañará su conversación con gritos, carcajadas, muecas y melindres, movimientos de brazos o de cabeza, salvo con la deliberada

intención de sorprender y de significar, y no porque no pueda impedir desbordarse como leche hervida.

2. Las crispaciones sensitivas más señaladas son las reacciones al frío y al dolor.

El frío provoca una retracción de defensa que prácticamente no defiende de nada, sino que agrava el mal al disminuir la respiración que

es el fuego de la vida, al bloquear la circulación de la sangre. Abrid el pecho y respirad generosamente dejando libres las extremidades y

sufriréis menos frío. Acostumbraos al baño con agua helada todas las mañanas y aprovechad la experiencia para luchar contra la

contracción previsible.

Desconfiad de toda calefacción que no sea la de fuego abierto. No hay mejor invernadero para el cultivo intensivo de la gripe y de la

tuberculosis que la calefacción central. Huid de las pestilentes estufas de gas y de petróleo y hasta de los radiadores eléctricos. En la

medida en que os sea soportable, pasad bruscamente del calor al frío: asó fortaleceréis vuestra vitalidad.

El dolor es la señal de una lesión y la imperiosa advertencia de que hay que alejar la causa de la ofensa. Es indispensable para la vida

animal. Aquel a quien nada le provoca dolor, no vivirá mucho tiempo. Como el muñeco Pinocho, olvidará sus pies en el fuego. El dolor

provoca contorsiones en el ser entero; contracciones que como las demás, tienden a multiplicarse desmesuradamente y a repercutir. En el

caso del hombre, encuentran una temible caja de resonancia en la imaginación; pronto siembran confusión en el corazón y ofuscan la

razón. Dan lugar a esfuerzos contradictorios, a reflejos abortados que lo multiplican. De ese modo, la exasperación del dolor acaba por

paralizar la defensa que debía suscitar. Llegado a ese estado de crisis, el dolor agota, corroe, envenena y en un círculo vicioso, provoca

dolor al infinito.

La lucha contra el dolor es asunto de relajación. Ciertos faquires consiguen una insensibilidad local o total con ejercicios de relajación.

Nuestra meta no debe ser esa, pues el dolor tiene una función vital y también una razón de ser en la economía de la salvación. No se trata

de eliminar el dolor sino de dominarlo.

Mas no se dominará si no se eliminan:

el dolor imaginario

el dolor enfático, impúdico, ostentoso

el dolor superfluo, que llega a ser destructivo.

Tan pronto como observamos que más de la mitad de nuestros dolores son fabricados por nosotros, obtenemos un respiro y un alivio; y el

sufrimiento vuelve por propia gravitación a sus límites naturales. (<<Sabed que los hombres sufren los males que escogieron>> (Pitágoras,

Versos dorados)).

Tan pronto comprobemos que la causa del dolor no puede eliminarse, empeñemos todas nuestras fuerzas en soportarlo, en lugar de

extenuarnos tratando de reprimirlo; se obtendrá de inmediato un relajamiento que lo hará soportable.

Es poco probable que consigamos suprimir un dolor súbito e intenso tan solo con la relajación voluntaria; pero sí es cierto que el

ejercicio cotidiano de la relajación tendrá como efecto atenuar la virulencia inútil.

Conviene reparar, a este respecto, en la nueva escuela terapéutica que suprime casi totalmente los dolores del parto con la ejercitación

previa de la respiración rítmica y de la relajación.

La milenaria costumbre cristiana de <<ofrecer los sufrimientos>> como sacrificio de penitencia o de propiciación y de reemplazar los

gritos por la oración mental, es el método más prudente para obtener la distensión que alivia y para trocar el desborde en abundancia y el

desorden en gracia.

3. En el plano volitivo interior, es menester notar: el deseo que es una tensión simple y una propensión al exterior, generalmente

acompañado de un vano placer pronto a transformarse en decepción: el temor, que es una doble tensión negativa acompañada por una

retracción dolorosa; y la irritación, crispación triple y triplemente dañina.

Desdichados de nosotros si buscamos multiplicar nuestros deseos con la perspectiva del placer que de ellos esperamos; si creemos que

los placeres <<dan gusto a la vida>> y hacen <<que la vida valga la pena>>… La supresión voluntaria de los placeres se ha efectuado

innumerables veces y siempre con el mismo resultado: la obtención __a veces inmediata__ de satisfacciones más profundas y de alegrías

más altas. Acostumbrémonos a considerar nuestros deseos como deficiencias, como defectos, como peligros, como acechanzas. Hay

simples y contados deseos fundados en la naturaleza, como los de comer y dormir; aun ellos tienden naturalmente a convertirse en vicios,

y necesitan regularmente del ayuno, el trabajo y la vigilia, para restablecer sus límites. Pero por cada deseo natural, existen veinte o ciento

que hemos contraído por contagio, que cultivamos por convención, que solamente alimentan nuestra vanidad, que nos excitan

envenenándonos, que nos chupan la sangre y disipan nuestros pensamientos, que gozan de nosotros y no nosotros de ellos. (<<No hemos

gozado de nuestros placeres. Mas nuestros placeres han gozado de nosotros…>> (Bhartri Hari, Centuries)). Los hombres de todas las épocas se han dejado llevar por sus inclinaciones perversas y fantásticas, sin necesitar razones para hacerlo;

pero con cuánto más ardor lo hacen hoy, cuando la nueva ciencia psicológica los pone en guardia contra <<el peligro de las represiones>>.

No es necesario recordar que la <<represión>>, causa de disturbios profundos y de locura, es debida a la inhibición de tendencias por

efecto del temor en la edad que precede a la formación de la conciencia; y que la negación lúcida y deliberada a ceder a solicitudes

exteriores y ficticias, es lo diametralmente opuesto a la represión y lleva a la salud mental, cuando no a la sabiduría.

Todo deseo extirpado lleva consigo al temor correspondiente.

Quedan los temores naturales: los de morir y sufrir. Ellos también disminuyen con el ejercicio que se llama resignación.

La lucha contra la irritación exige capítulo aparte, pues se vincula con el problema crucial de la no-violencia.

Por encima del deseo, del temor y de la irritación, se encuentran el orgullo, la angustia y la rebelión, tres contracciones viciosas y

nefastas, tres enfermedades del carácter, tres demonios que encuentran hoy adoradores fervientes: en la práctica, reinan como amos de

nuestra época.

1. El orgullo es una exaltación de la persona, una pasión amorosa y celosa de la persona por las fuerzas que están en ella y por la forma

que la distingue. Esta pasión la ciega a lo que la supera y la opone a lo que la rodea. Así la priva de las ilimitadas potencias del acuerdo,

del amor, la justicia y la verdad. Esta separación la disminuye en la práctica, pero por una treta de la imaginación, se cree un privilegio

único y una inmensa ventaja. Error que la expone a las risas y a las injurias de todo el mundo. Lo que empuja al orgulloso a empresas y

luchas desmesuradas, con las cuales pretende probar que tenía razón donde todos se equivocaban; pero como el punto de partida era un

error de juicio, el de llegada no puede ser otro que el fracaso; y cuanto más dotado el ambicioso, más grande el desastre.

El remedio contra el orgullo, es la representación viva y la contemplación de lo que es perfecto; así nos pondremos, por simple

comparación y sin ningún esfuerzo, en nuestro lugar, que se encuentra a ras de tierra, o poco menos. Relajación de la humildad. Otro

remedio: renunciar a la comparación con los demás y a la competencia; inclinarse en cambio, sobre aquel a quien la naturaleza o el

destino han dejado en el desamparo, y servirlo, y reconocer en él, charca estancada en lo más bajo, la imagen del altísimo. Relajación de la

caridad.

2. La angustia es un orgullo invertido, contraído y doblemente tenso, tenso hasta el temor, un orgullo que se puede llamar desgraciado,

en el sentido con que se habla de un amor desgraciado. Pues parte de la convicción de un fracaso total, que es donde acaba el orgullo. Es

un apego empecinado de la persona por sí misma, con plena conciencia de su pequeñez y de su fragilidad. Es una aversión desconfiada y

temerosa por todo lo que es otro, una negación desesperada de lo que la supera y de todo medio de superarla y salvarla. Cierta escuela

filosófica predica en nuestros días la angustia como signo de un alma elevada y condición indispensable para la vida espiritual. Y la iglesia

le responde con todos sus himnos: Jubilate Deo. Y todas las tradiciones religiosas denuncian su falsedad.

Todo ritual es una defensa contra este demonio. Toda vida interior, un arma ofensiva al respecto. Relajación de la fe: abertura al más allá.

Relajación de la fraternidad. Aun en su forma más justificable, la del remordimiento, que proviene de la consideración de nuestros

irremediables defectos y de nuestros crímenes irreparables, la angustia se persigue y se rechaza con la penitencia, las purificaciones, la

ascesis y, además, entre los católicos, con la confesión y la absolución. Distensión del perdón.

3. La rebelión es la manera propia de Satanás. Combina el orgullo y la angustia con la embriaguez del desorden y de la destrucción; erige

la agitación en sistema y la irritación en virtud teologal. El odio a todo orden establecido en la ciudad o en el mundo, hace que para ella la

violencia sea un deber. Es la nueva religión del vulgo, de la cual se espera <<la salvación de las masas>>.

Remedio para esta presión triplicada: amad a vuestros enemigos, compadeced a los culpables, reparad las injusticias a fuerza de caridad,

reconoced la mano de Dios en las desgracias inevitables. No os indignéis, antes bien, usad la reflexión. El sacrificio repara el mal; la

violencia, lo propaga. Relajación en la resistencia no-violenta.

Dejando de lado estas crispaciones volitivas fundamentalmente inútiles e insensatas, es necesario __como en el plano corporal__

conservar las contracciones necesarias y advertir que todo acto de voluntad es una de ellas. De modo que para alcanzar la perfección del

acto, también aquí es menester saber aliar la elasticidad con la fuerza; y (secreto que los ambiciosos ignoran) el abandono con la audacia;

con el coraje, la obediencia a la voz interior, a las leyes de la naturaleza, a las justas exigencias del prójimo. Para aquel a quien inspira el

espíritu, existe asimismo una manera de crear retirándose, de suscitar sin intervenir, de expresarse con el silencio; es lo que llamamos

<<hacer como si no se hiciera>>; es el <<abandono de la voluntad propia>> de los místicos, y el no-hacer de los maestros del Tao. Ese

hombre está muy cerca de ser perfecto como el Padre celestial y de imitar su manera.

Las crispaciones mentales son constantes y flotantes. Son nuestros pensamientos y ensueños que creemos luz y vida de nuestra

inteligencia, porque brillan y se mueven. Son las muecas de ese espejo que nos devuelve imágenes quebradas y falsas de nosotros mismos

y de todo; solo relucirá la verdad para quienes sepan aplanarlo con una disciplina apropiada. Volveremos sobre este punto capital.

Las contracciones sensitivas, volitivas y mentales pueden discernirse, cernirse y disolverse directamente, mediante la acción del

conocimiento. Con frecuencia desaparecen en cuanto la atención arroja sobre ellas su fuego. Un alivio, un desasimiento, sobrevienen

enseguida; una paz enriquecida de alborozo presto a brotar, señala esta fácil victoria. Conviene pues mantenerse vigilante, ver el

surgimiento de la crispación y no dejarse atrapar en su red.

Pero ante todo, conviene saber que la crispación es un mal. Raros son los que lo saben. La gente cree que contrayéndose adquiere fuerza,

o que la manifiesta, cuando por el contrario, se anula y se traba.

Debéis saber, por último, que todas las crispaciones sensitivas, volitivas o mentales tienen su repercusión y por así decir su realización,

en los centros nerviosos del cuerpo, siempre que no sean ellas mismas repercusiones de contracciones corporales de origen accidental o

enfermizo. Las únicas contracciones que se pueden abolir voluntariamente, son las musculares. Las crispaciones nerviosas y orgánicas

solo se eliminan mediante la cotidiana repetición de ejercicios que no pueden transmitirse por escrito. Conozca o no los medios prácticos

para resolverlo, el buscador de verdad debe compenetrarse de la importancia fundamental de este problema.

La distensión y el ejercicio

Cuando experimentamos una incapacidad incomprensible para recogernos y concentrarnos, debemos preguntarnos: << ¿Cuál es la

contracción que sin duda me ata y me traba?>>.

Debemos preguntarnos si el mismo esfuerzo de concentrarnos no será la contracción que nos hace fracasar.

La distensión es el aderezo y la fortuna del ejercicio.

El ejercicio no es una penuria, ni una penitencia, ni un sacrificio. Esas tres cosas poseen su valor y su razón de ser en la vida, pero en

otro momento y lugar.

¿Quién es el músico que va a hacer sus ejercicios con fastidio y disgusto? Os lo puedo decir: no es un músico.

Eso no quiere decir que para ir al ejercicio, debáis esperar a que os dé la gana, como vulgarmente se dice. El músico que espera la

inspiración para hacer su ejercitación, tampoco es músico.

Ningún impulso reemplaza a la regularidad: Ubi ordo deficit virtus non sufficit. Hay que atenerse a una disciplina, pero a una disciplina

musical.

El esfuerzo consiste en desasirse del tren de los trabajos, de los pensamientos y de los discursos, o aun de arrancarse de la cama para ir

a los ejercicios. Más de una vez, comenzado el ejercicio, hay que eliminar el esfuerzo.

No existen ejercicios difíciles. Mientras sea difícil, un ejercicio no vale nada. Pero gracias a la perseverancia diaria, se obtienen

transformaciones sorprendentes sin llegar nunca hasta el esfuerzo.

Por otra parte, los ejercicios más simples __como el de mantenerse inmóvil en una <<postura cómoda e inquebrantable>>__ son los más

eficaces. (<<La postura del loto es cómoda e inquebrantable>>, Yoga Sutra).

No paséis de un ejercicio a otro sin dilaciones. Dejad entre uno y otro un espacio vacío. Si estáis fatigados, esperad que la cadencia del

descanso haya recobrado sus derechos.

Distensión y concentración

La concentración es <<la vía estrecha y raros son los que la emprenden>>.

Ellos son los que remontan todas las pendientes de la naturaleza y de la costumbre, en el extremo opuesto de la pereza, de la cobardía y

del capricho. Y sin embargo, en esta operación que se tiene miedo de emprender, todo es libertad y gracia. Tal es la magia de la relajación.

Conocí a dos hombres que hicieron sus ejercicios durante años y parecían, sin embargo, condenados a la impotencia. La causa es

siempre la falta de relajación. Y la razón de su falta reside en su celo y en su buena voluntad: saben que la concentración es un trabajo

importante y que todo trabajo importante exige una contracción; luego, ahí están, con los puños apretados, mordiéndose los labios, con la

cabeza entre los hombros, listos a saltar al abismo. Si no se crisparan, les parecería que no están haciendo nada al escapárseles el

sentimiento de su impulso.

La verdad es que para la mayoría, distensión significa caída en el sueño. ¿Mas cómo estar distendido y vigilante a la vez, e incluso tanto

más atento cuanto más distendido?

Nunca se llega a hacer converger estos opuestos como no sea con el ejercicio. Al principio se deben alternar las tensiones con las

distensiones, el esfuerzo con la relajación del esfuerzo, hasta que cercándolos más y más, se los mantenga a los dos juntos, el uno en el

otro.

Distensión y seguridad

Si queréis lecciones de relajación en vivo, elegid como espiritual a un gato.

¿Cómo puede ser que ese gato, que acaban de tirar de un tercer piso, aterrice indemne sobre sus patas?

Pedidles también lecciones a los borrachos y a los sonámbulos. Se caen con frecuencia y desde muy alto, pero es raro que se lastimen. El

secreto de su invulnerabilidad es la relajación.

Distensión y pensamiento

Todos conoceréis una estatua que se llama <<El pensador>> y cuyo autor es Rodin. Es un hombre pesado y membrudo, que se muerde el

puño, con la espalda doblada, las cejas fruncidas y torcido hasta los dedos de los pies.

Pero este gran trabajo del puño, de la espalda, de las cejas y de los pies, no es probablemente expediente para el pensamiento. Y el artista

ha colocado a esta figura sobre la puerta del infierno, lo que demuestra que se la debería llamar el remordimiento o: contrario del

pensamiento.

Dejad a este desdichado con sus contorsiones y sus contracciones y acercaos a la estatua de Buda, recta, sin rigidez, compulsión, ni

dureza.

A veces pongo a los compañeros en círculo para que mediten a mi alrededor.

Algunos son apuestos y otros no. Este tiene la nariz torcida y aquel el mentón prominente. Mas cuando entran en la meditación, todos son

hermosos y, cosa extraña, hermosos de la misma hermosura.

La relajación ha borrado sus rasgos particulares que son otras tantas muecas del único rostro, la imagen y semejanza del único.

Distensión y descarga

Ya que el deseo es una tensión, el medio más natural y común de acabar con ella es satisfacerlo. Eso no es una distensión, sino una

descarga. Las fuerzas vitales suscitadas por el deseo, se pierden afuera. Se desvanece la sensación inmediata de desear; pero la raíz del

deseo se ha nutrido y fortalecido. La voluntad que pierde una ocasión de afirmarse, pierde pie dentro y se deja arrastrar a nuevos actos

exteriores. Si el deseo es maligno, su saciedad produce asco o remordimiento, contracción negativa y agravada.

Para calmar la excesiva tensión intelectual, generalmente se recomienda el juego; y asimismo los espectáculos, los bailes y las

diversiones mundanas, contra las aflicciones del corazón. Esto es, empero, reemplazar una tensión por otras más fuertes y de más baja

calidad; es dispersar, no apaciguar.

La distensión voluntaria, por el contrario, tiene como efecto mantener en reserva las fuerzas de la naturaleza, mientras que la atención

interior las convierte en surtidor de la vida espiritual.

La descarga, por tanto, es una distensión falsa, inferior y peligrosa.

Sin embargo, cuando las fuerzas que nos invaden son demasiado numerosas y repentinas y nuestro conocimiento de las prácticas de

relajación demasiado precario, conviene recurrir a la descarga en una forma derivada.

Así, puede resultar aconsejable descargar un enojo rompiendo un objeto (evitad, no obstante romperlo sobre la cabeza del prójimo, ni

siquiera en su presencia). Una caminata al viento y bajo la lluvia puede calmar un tumulto interior. Y un viaje, un duelo.

Pero lo mejor es derivar hacia lo alto, como el que se consuela de un desengaño amoroso componiendo una canción (per isfogar la

mente, dice Dante).

Y mejor aún superar que derivar. Este aleja una tentación carnal con una simple señal de la cruz y aquel, una imagen obsesiva recitando

un rosario (os aseguro que al tercer Ave se habrán dispersado los vahos de la sangre). En lugar de los gritos de fiera acorralada que

aguardaba al verdugo, el mártir entona un himno de gloria.

Hemos dicho que para conseguir la llamada, es menester dejar a un lado la tarea, mantenerse en equilibrio, asentarse, respirar

profundamente y distenderse. Mas puede que al hacerlo, os esforcéis en vano; entonces levantaos, salid a la calle marchando a buen paso,

sin fijar la mirada ni en los transeúntes ni en los escaparates y allí, en medio del bullicio y de la muchedumbre, la llamada viene sola.

Es que la marcha, descarga suave y regulada, ha conseguido una distensión mejor que la de vuestros inexpertos esfuerzos de relajación

voluntaria.

Del aliento dominador y vivificante

La lámpara del Señor es el aliento del hombre,

que penetra el trasfondo de sus entrañas.

(Proverbios 20, 27)

Trabajamos ocho y más horas por día para ganarnos el sustento cotidiano. Cuando lo hemos ganado, debemos hacer las compras,

después cocinar, revolver las salsas, sazonar y sobre todo, pensar. Pensamos: ¿será bastante? ¿Bastante variado, bastante sabroso? ¡Cómo

te preocupas, oh, Marta! Detengámonos un poco y tratemos de no comer durante tres días. ¿Qué pasará? Nada alarmante, lo aseguro;

puede que hasta nos sintamos más libres y aliviados. Tratemos ahora de no respirar durante un cuarto de hora y seremos hombres

muertos. ¿Qué significa? Que el hombre vive de aire mucho más que de pan. ¿Y cómo es posible que siempre estéis pensando en comer y

nunca en respirar? ¡Necios! ¡Porque no cuesta nada!

Se nace con el primer aliento y se muere entregando el último. Decir vida es decir aliento de vida; la palabra alma significa hálito; la

palabra espíritu es igual a respiro; la inspiración es el viento de lo alto que llega adentro; la espiración es el suspiro que se pierde afuera, que cae en las tinieblas exteriores. La vida es un don frágil, de precio inestimable, gratuito, que se os pone en las manos y vosotros,

¡necios! Lo dejáis caer por pura estupidez y distracción. Respiráis al azar, cobardemente. ¿Qué quiere decir? Esto: ¡que perdéis la mitad o

las tres cuartas partes de vuestra vida por simple negligencia, por pura ingratitud!

Y después iréis a casa del médico y le diréis lastimeramente: estoy débil, tengo mareos, me siento pesado, tengo un dolor aquí y una

hinchazón allí… Puede que él os diga el nombre de vuestra enfermedad, pero ni él ni vosotros os preguntaréis por qué estáis enfermos. Él

no os preguntará:

1) ¿Cuál es vuestro porte?

2) Cómo respiráis.

3) Qué coméis.

4) Si estáis crispados y tensos, o bienhumorados y serenos.

5) Qué hacéis para vincularos con la fuente de vida y resistir el peso muerto que está en el cuerpo.

La salud reside en estas cinco preguntas, que el médico no os hará. El os dará en el muslo el pinchazo que merecéis y os marcharéis

entonados, como el burro que ha recibido un latigazo.

Si yo fuese médico, diría a casi todos mis clientes: ¡váyase a pasear! Sí, ¡salga a tomar aire! Tome aire todos los días antes de las

comidas y a veces, en vez de las comidas. ¡Y no vuelva! (No sé si llegaría a hacer fortuna).

La buena respiración depende estrictamente de la buena postura. El que abandona la vertical, tiene una respiración oprimida y endeble.

Para saber hasta qué punto os desviáis de la vertical, apoyaos contra la pared; tocad el muro con los talones, los dos hombros y la cabeza

(pero no echéis la cabeza para atrás; retraed el mentón y poned la cara en el plano vertical). Apoyad también la región lumbar contra la

pared; para ello, enderezad el arco dorsal. Ahora el fuelle está en su lugar, listo para entrar en función. La caja torácica está levantada y

libre para ejecutar su trabajo. ¿Habéis visto alguna vez a un hombre mortalmente herido, pero todavía de pie? Se le inclina la cabeza, los

dos hombres caen hacia adelante, se le hunde el pecho y se le doblan las piernas. Si avanzáis de este modo por la vida, ya estáis

condenados: así los hombros y la espalda pesan sobre el pecho, el pecho pesa sobre el estómago, que pesa sobre las entrañas; todo cae,

todo pesa y se estanca, todo empieza a pudrirse. Entonces iréis a tomar excitantes y alcoholes y añadiréis venenos a la podredumbre.

Venenos agradables, es verdad; pero pronto deberéis acudir a la farmacia a comprar venenos desagradables. Levantad más bien la cabeza;

de lo contrario, os vais a caer: a <<caer enfermo>> como tan bien se dice.

Hay tres formas de respiración:

La respiración clavicular, que es mala.

La respiración abdominal, que es mejor, pero artificial y forzada.

La respiración lateral que es completamente buena y profunda y asimismo natural y fácil (y que se extiende hasta el abdomen).

La clavicular se reconoce porque los hombros se levantan en la inspiración. Al espirar el aire, todo el pecho se hunde, como se puede

observar en los sofocados tras una carrera. Estos están igualmente sofocados aunque no hayan corrido, si bien invisiblemente, no tienen

aliento. La respiración clavicular es corta y superficial: solo airea la copa de los pulmones. Es la marca de los seres acosados, inquietos,

distraídos, inconscientes, irritables, mezquinos, desconfiados, irreflexivos, endebles, avaros. Es la respiración de los conejos domesticados

y de las ranas de la ciénaga. Señal vergonzosa que nadie quiere conservar cuando la tiene. Enderezaos y se disiparán. Respirad y seréis

semejantes a aquellos de quienes se dice: <<respira>> salud, bravura, franqueza.

En la respiración perfecta, los hombros están en su sitio desde el comienzo y se quedan en su sitio. No digo levantados, digo: en su sitio;

están incluso lo más bajo posible; el que se desprende, es el cuello. Los hombros permanecen abiertos y el pecho se abomba. La base del

tórax permanece levantada, no con esfuerzo, sino como efecto de la correcta postura. El trabajo ocupa toda la cintura abdominal y por

tanto la espalda; al separar las alas de las costillas falsas e ir a morir al hueco del estómago, el trabajo __o más bien el juego__ y el

movimiento, son tan libres como el del estandarte que ondea al viento con amplitud y abandono.

No se trata de una hazaña atlética: es lo contrario de la gimnasia y del <<deporte>>. (Antigua palabra francesa: desport, que significa

placer de llevarse (portarse) afuera aquí y allá. Prefijo dis como en distraer, disipar, destruir, derrota). Todos sus ejercicios preparan para

el recogimiento y deben practicarse con una atención religiosa, en silencio, al abrigo de las miradas de los profanos y los curiosos. Cuando

se los posee bien y se han reconocido sus beneficios, se pueden enseñar a aquellos a quienes deseamos el bien y que desean aprenderlos;

pero nunca se los debe hacer para exhibirse. En público y en el mundo, en la mesa o en un tren, nunca se los debe mencionar. No conviene

discutirlo con quienes, sin saber nada, declaran que son vanos; ni con quienes, no queriendo saber nada, afirman que son peligrosos.

Llevad adelante vuestra experiencia y creed en lo que vosotros mismos habéis experimentado y descubierto, antes de abriros siquiera a

vuestro más íntimo amigo. Pero en las reuniones del Arca, sí; venid a escuchar, hablar y preguntar a fin de alentaros y reafirmaros los

unos a los otros.

La lección del sueño

Si queréis un instructor infalible en cuestiones de respiración, interrogad al sueño. Me diréis que si bien el sueño es un maestro, es un

maestro mudo que nos da la espalda. Tratad de sacarle a escondidas un secreto o dos. Observadlo con un ojo al despertaros, cuando

todavía tenéis un ojo abierto y el otro cerrado. Observadlo con el ojo cerrado. ¿Qué notáis con respecto a la respiración?

1) Que es igual y libre.

2) Que es profunda, que mueve suavemente los flancos y el vientre, que anima las raíces del ser; mientras tanto los miembros, la cabeza,

el corazón, los apetitos, los temores, los deseos __todo lo que se mueve, se conmueve, actúa o se agita de ordinario en el mundo__ están

ahora sepultados en la paz.

3) Que es feliz y saborea el aire que toma. El durmiente es como un peregrino sediento que encuentra en su camino una fuente de agua

pura para que beba a grandes sorbos. Y se experimenta el mismo placer aun si el aire es confinado y maloliente. El sueño no se ve más

afectado que el nenúfar por el agua turbia. ¿Y cómo nombrar este sabor que el durmiente encuentra en el aire?: Sabor de vida.

4) Que aspira el aire por las narices y la garganta posterior, donde la frotación produce un sonido rítmico que varía entre el zumbido de

la abeja y el trueno del ronquido. La apertura de la faringe se efectúa exactamente a la inversa de la del cantante que quiere lanzar su voz

a lo alto y a lo lejos. Aquí no hay voz (aunque haya ruido) y la dirección del movimiento va hacia abajo y hacia el fondo.

Extraigamos de estas cuatro observaciones, otras tantas reglas, remedios, temas de experiencia y de reflexión, de certidumbre y de

claridades.

Así como el ritmo armonioso de la respiración es la expresión del reposo en el cual el durmiente se renueva, se rehace y se recrea, el

mismo ritmo u otros más enérgicos y marcados por la conciencia, pero análogos, producirán el apaciguamiento y la armonía tanto en el

cuerpo como en el alma y entre el cuerpo y el alma.

¿Conocéis vuestra capacidad respiratoria? ¿y vuestra medida? Sí; la medida más amplia que podáis llenar; y contando con que nos lleva

espirar el aire el doble de tiempo que inspirarlo, tomad el aire en cinco segundos y devolvedlo en diez y observad si no podéis subir a 6-12,

7-14, 10-20. Si al cabo de un rato os sofocáis, descended. Puede que solo estéis cómodos con 4-8 o 3-6, que son respiraciones de bebés.

Sea cual fuere vuestra medida, conocedla y llenadla cada vez que podáis, y no la forcéis jamás.

No la forcéis jamás. Se oye decir que los ejercicios de respiración son peligrosos y es verdad: lo son porque son eficaces: lo son para los

que los fuerzan. Ante todo, forzar no sirve para nada; no se hace brotar a las plantas tirando del tallo, pues a fuerza de tirar, se quiebra

todo. No es cosa vuestra agrandar vuestra medida. Llenadla a menudo y veréis cómo crece por sí misma.

No os preciéis de vuestras proezas y no intentéis convertiros en superhombres o en faquires de feria; servíos del aliento como de un

medio potente y razonable para purificaros, fortificaros y pacificaros.

Cuando os sintáis deprimidos, agitados o inertes y cargados de una opaca indiferencia, acosados por la angustia o la timidez, reanimad la

lumbre con algunos golpes de fuelle y todo arderá en ella.

Pero si deseáis encontrar el instrumento perfecto para alejar los disturbios, es necesario aprender a manejarlo en tiempos de calma.

Hay dos clases de ejercicios: los ejercicios determinados y los ejercicios perpetuos. Los ejercicios determinados se hacen todos los días, a

hora fija (de preferencia por la mañana) durante un tiempo determinado (de media hora a dos horas). Los ejercicios perpetuos llevan ese

nombre porque se los puede hacer en cualquier momento, mientras se hace otra cosa y en todas las pruebas y experiencias que os depare

la vida.

Hablaremos primeramente de los ejercicios perpetuos porque nos hemos propuesto comenzar por lo que exija menos tiempo y esfuerzo. Y

puesto que se respira todo el tiempo sin dejar de hacer otras cosas, puesto que no lleva más esfuerzo ni se pierde más tiempo en respirar

consciente y correctamente que en hacerlo mal y al azar, puesto que incluso se malgastan fuerzas al respirar mal, con la consiguiente

pérdida de tiempo que implican la enfermedad y su cura, saco como consecuencia que no puedo dejar de ocuparme por más tiempo de mi

respiración.

De los ritmos respiratorios.

Pero estamos lejos de haber sacado partido de las cuatro lecciones del sueño. Ya que nuestro modelo es la respiración del durmiente, es

menester buscar el sentido de los puntos que hemos observado y las aplicaciones que de ellos podemos hacer para fortalecer y purificar

nuestra vitalidad y desembarazar al espíritu de sus trabas habituales.

Primera observación: la respiración del durmiente es igual y libre.

Dicho de otro modo: es rítmica. No mantendremos ese ritmo, pues nuestro objetivo no es dormirnos, sino por el contrario, encender la

conciencia. Ese ritmo es más o menos de cuatro segundos de inspiración y cuatro segundos de espiración, seguidos por dos segundos de

suspensión en el vacío.

Ampliaremos el ritmo duplicando la segunda fase y haremos:

inspiración: 4

espiración: 8

Podremos ampliar más aún la medida, si nuestra capacidad natural nos lo permite sin esfuerzo, guardando siempre la misma proporción:

5-10; 6-12; 7-14.

La amplificación tonifica y la duplicación de la espiración apacigua. Para prepararnos al dominio de nosotros mismos y a la meditación,

debemos obtener la tonificación y el apaciguamiento, el uno en el otro.

Si en vez de duplicar el tiempo de espiración, tratáramos de alargar la inspiración y de espirar rápidamente (por ejemplo: 8-4) pronto

provocaríamos una tensión tan inútil como desagradable.

Introduzcamos ahora una tercera fase en el ritmo alternado: la retención. Haremos de la retención el centro y la culminación del acto

respiratorio y por eso la efectuaremos a pulmón lleno a diferencia de la del sueño, que se realiza a pulmón vacío. La retención a pulmón

lleno es acto de vigilancia y toma de posesión; a pulmón vacío, está en punto muerto.

La medida hindú clásica es 1-4-2. Tomemos 4 como base:

inspiración: 4

retención: 16

espiración : 8

Si nuestra base es 5: 5-20-10 y del mismo modo en la sucesión de la escala. Nosotros preferimos el siguiente ritmo ternario, menos

arduo:

inspiración: 4

retención: 12

espiración : 8

Pero se aumente o se disminuya la amplitud de la respiración, es menester guardar la proporción 1-3-2.

Estos ejercicios pueden efectuarse sentados en un cuarto bien ventilado o de pie y caminando (entonces se contarán las fases

respiratorias por número de pasos) o también, en el buen tiempo, sentado afuera mirando el agua, o un fuego de leña, o un árbol.

Velad (por lo menos en vuestra casa y en donde eso dependa de vosotros) por la pureza del aire. Empeñad todas vuestras fuerzas en

escapar del petróleo y del tabaco, que son los dos incensarios del diablo. Hay que dar a cada flor su perfume y ellos son los olores del

siglo. Venenos tan dañinos como el alcohol, que cada cual escupe cortésmente en la casa de su prójimo.

Se entiende que si sois fumadores, el primer ejercicio será el de cesar de serlo: sin eso, vuestros esfuerzos resultarán inútiles. Meta del

tabaco: la distracción sin objeto. Fumar es cultivar y querer la distracción por ella misma. ¿Pues qué es la distracción, sino reducción al

polvo de la inteligencia, lo contrario del recogimiento, la vida interior malbaratada, pisoteada, desquiciada? ¿quién es Belcebú? El príncipe-

de-las-moscas y las moscas son la distracción. Cuando digo que el tabaco es el incienso del diablo, creo estar dando una definición muy

exacta.

Desconfiad de la calefacción. Las chimeneas de fuego abierto son las únicas sanas. Después vienen las estufas a leña y luego, las estufas

a carbón. La peor es la estufa a petróleo, sin escape. Los radiadores eléctricos, aunque inodoros, no son del todo inofensivos. Las casas

sobrecalentadas son fábricas de resfriados, gripes y tuberculosis.

Unas palabras más sobre el ritmo. Recordemos que la vida es una onda. La vibración es una de las leyes fundamentales de la naturaleza y

particularmente de la vida. Todo lo rítmico exalta la vibración vital, en tanto que la irregularidad la fatiga y la entristece.

La actividad de nuestros órganos es rítmica porque están informados por la vida. La actividad de las extremidades y del intelecto, las

sensaciones y las emociones no son rítmicas porque se encuentran libradas al azar de los encuentros exteriores. Por eso es por lo que en

el ciclo de una jornada, agotan la vida. Cuanto más consigan comunicar una parte de su desorden a los órganos, tanto más agotarán la

vida; el desorden se transmite a través de la respiración y del corazón. El secreto de la restauración que se opera en el sueño, consiste en

la interrupción de todos los movimientos arrítmicos, desaparecidas las causas constituidas por el choque y las fricciones múltiples con el

mundo exterior.

Si, por ende, imprimimos a nuestros miembros movimientos rítmicos, nuestra vida de vigilia participará de ciertas virtudes creadoras del

sueño (este es el fundamento del arte).

Pero si, con los miembros inmóviles, imprimimos a la respiración un ritmo voluntario y concertado __y es fácil, pues la respiración es

rítmica por naturaleza__ haremos penetrar esa verdad hasta las profundidades de la vida orgánica. No ignoramos que en esas cavernas se

cobijan monstruos y demonios de todas clases. Y no nos creamos liberados porque pensemos en otra cosa y miremos a otra parte. Ellos

prosperan al favor de la sombra y de la ignorancia y se alzan, favorecidos por la distracción, para atravesarse en nuestros más queridos

proyectos.

No es que nos propongamos jugar al más fuerte con las potencias de-lo-bajo ni hurgar y escudriñar en los infiernos del inconsciente,

como hacen ciertos psiquiatras de hoy. (No tratamos de discutir los hallazgos geniales ni los éxitos terapéuticos del psicoanálisis.

Encontramos en este método, ciertas características de la ciencia moderna: se declara ateo, extraño a la religión y a la sabiduría y

completamente amoral. No obstante, pretende llegar a los más íntimos recovecos del alma y corregir la conducta de los hombres. Este es el

tremendo peligro de confiarse a sus cuidados. Los <<shocks>> y las drogas de la psiquiatría corriente, son peores todavía. El método Vittoz

no presenta las mismas objeciones de principio). Nuestro método consiste en hacer descender hasta el fondo de nosotros un rayo de la luz

eterna que operará por sí mismo; no vamos a seguir ese rayo con mirada curiosa; al contrario, durante la meditación nuestra mirada se

mantendrá continuamente alzada. Levantando la mirada haremos descender el rayo; si bajáramos la vista, nos veríamos reducidos a nada

más que nuestras luces.

Pero nos anticipamos al hablar de la meditación propiamente dicha y de los efectos de la respiración rítmica que solo se revelarán en

ella.

Un músico antes de <<tocar>> una pieza, comienza por las escalas para que sus dedos no encuentren nunca obstáculos a sus impulsos y

sus abandonos. Del mismo modo ejercitaremos nuestro cuerpo a fin de que de impedimento que es, se convierta en instrumento del

espíritu. No somos como los que dicen: no os ocupéis de vuestro cuerpo. Si no os ocupáis del cuerpo, el cuerpo os ocupará.

En respiración, como en música, debe alcanzarse la precisión, la medida exacta, la nitidez, la intensidad y la delicadeza del toque. Por

último, podremos dar un sentido a nuestro aliento como el músico lo da a su canto.

Segunda observación: que es profunda y mueve suavemente el vientre y las paredes laterales. Debéis ejercitaros primeramente acostados en el suelo, con las manos sobre las costillas falsas. Trataréis, en esta posición, de llenar las

medidas indicadas, verificando, con ayuda de las manos, el trabajo del cinturón abdominal. Trataréis de asir las costillas falsas con los

dedos y de imprimirles una tracción en cada espiración, con el objeto de ensanchar la caja torácica; pero más que amplitud, lo que ella

necesita es elasticidad.

Luego, haréis el ejercicio apoyados contra una pared, con los brazos flojos y caídos, bien distendidos; al respirar, solicitaréis la actividad

de los músculos laterales.

Después os separaréis de la pared conservando una perfecta verticalidad y repetiréis el ejercicio como cuando estabais apoyados.

Luego balancearéis de adelante hacia atrás al aspirar el aire y de atrás hacia adelante al espirarlo, para facilitar la dilatación de las

paredes laterales.

Luego comenzaréis a caminar tras haber colocado un libro o un cesto sobre vuestras cabezas, para que os sirva de testigo de vuestra

postura.

Durante todo ese tiempo mandaréis el aire hacia abajo al aspirar y con el pensamiento lo seguiréis en su descenso. (Lo que no contradice

lo dicho más arriba a propósito de la <<mirada levantada>> y el <<rayo descendente>>. Este pensamiento que sigue el trayecto del aliento no

es una mirada puesta sobre objetos de orden inferior; es un pensamiento sin objeto; es la insistencia pura y simple de la atención en una

dirección dada. Por otra parte, no hemos llegado aún al estadio de la meditación).

Todo debe tender, no a la exaltación, sino a la pacificación y al ahondamiento. Repito a menudo: ¡no seáis sublimes! ¡Estad presentes,

entrad en vosotros mismos y descended hasta lo más bajo!

Tercera observación: que es feliz y sabrosa. Los ejercicios a tiempo contado, podrán, en un principio, pareceros insoportablemente monótonos y fastidiosos. Y así seguirán

pareciéndolo mientras sean exteriores y mecánicos, mientras su ritmo no sea absorbido por vuestro ritmo. Sois como el que sopla sobre

un fuego de leña verde. Mas tan pronto el fuego haya prendido, gozaréis de la hermosa llama y del suave calor, pues habréis vivificado

vuestra vida.

Cuarta observación: Que aspira el aire por los senos y la garganta posterior.

Observad bien la posición de la faringe y de la garganta en el momento de despertar y poned el empeño en tomar el aire como el que

ronca (el ronquido es una manera de retener el aire como para palparlo y saborearlo) y sin embargo, tratad de no hacer ruido.

Pues por el silencio, vuestro aliento comulga con la inmensidad del aire que envuelve todas las cosas hasta el cielo.

Podéis echar el aire por la boca si queréis, pero debéis aspirarlo siempre por las fosas nasales; primero, porque en ellas disminuye su

marcha y es sometido a un filtrado y entibiamiento muy necesarios. Es una elaboración análoga a la que los alimentos sufren en la boca.

Pero hay algo más: la fricción de las mucosas. Toda fricción produce la energía magnética que contribuye tanto a la renovación química de

la sangre como a la acción vivificante de la respiración. Y existe una porción de la mucosa, en torno de los senos, que ciertos acupuntores

conocen y en la cual cada punto corresponde a un órgano; de modo que el aire fresco que pasa por cada punto, estimula el órgano

correspondiente.

O más que del aire, se trata de esa corriente magnética que los hindúes designan con el término prana, pues el prana no se contenta con

un vaivén entre la nariz y los pulmones: penetra el cuerpo entero y visita la médula ósea. Por otra parte, el pensamiento atento tiene sobre

ella un dominio directo y él la dirige al interior del cuerpo hasta algún punto enfriado, herido o enfermo; o la proyecta sobre el cuerpo del

prójimo, efectuando curaciones.

Gracias a ese término medio magnético (cuya naturaleza no es ni espiritual ni corporal, sino puramente vital) la conciencia puede

fundirse con el aliento. Mas si el pensamiento domina el aliento merced a ella, el aliento domina también al pensamiento. Es la brida por la

cual el pensamiento toma las riendas, monta a caballo de sí mismo y se endereza.

De la sumisión del cuerpo o ascesis

El lugar del cuerpo en la naturaleza humana, está señalado en el cuerpo.

En efecto: no hay más que considerar el vientre; el vientre de concupiscencia, de necesidades, de terror, de bajas voluptuosidades, de

oscuros dolores y de inmundicias: está colocado debajo del corazón emotivo y cálido que está colocado debajo de la cabeza inteligente y

luminosa.

El vientre es la parte más corporal del cuerpo y su lugar en el cuerpo es el lugar del cuerpo en el todo: el más humilde, el último.

Justo y sabio, pues, aquél que sabe poner el cuerpo en su sitio, que es debajo; aquél cuyo cuerpo está so-metido.

Puesto bajo el yugo, uncido a la tarea, dedicado al servicio del espíritu, reducido al estado de instrumento y de vehículo.

Pero raros los justos y los sabios. Porque en la mayoría de los hombres normales y morales, corazón y cabeza están afectados al servicio

del cuerpo. Casi nunca habla en ellos el corazón: su sentimiento no es más que el eco de algún instinto. Su cabeza está incesantemente

ocupada, preocupada, y a veces obsesa, ofuscada, enloquecida, en el cuidado del cuerpo.

Si os descubrís a vosotros mismos así, cabeza abajo, ¡no os obstinéis en seguir siendo acróbatas inconscientes, enderezaos sin pérdida

de tiempo!

Esta voltereta perpetua, esta bufonada sin alegría, este absurdo que a nadie asombra, y que apenas se percibe, es el estado de pecado en

el que nacemos y vivimos; es la persistencia del pecado original.

La primera dificultad reside en captar y sorprender el ridículo y el escándalo de nuestra postura.

El día de la conversión es aquel día en que se repara con estupor que todo tiene que ser dado de vuelta y que ese dar de vuelta todas las

cosas, es ponerlas en su sitio.

Una vez enderezadas las perspectivas, nos queda todavía amaestrar al animal.

Solo entonces el animal muestra los dientes y nuestro cuerpo se nos aparece como un animal que se debe domar. Porque empezamos a

poner distancia entre él y nosotros. En nuestro estado nativo, nuestro estado bruto y vulgar, nos confundíamos con nuestro cuerpo y sus

deseos eran nuestros deseos; pero ahora sabemos que <la carne tiene deseos contrarios a los deseos del espíritu> (san Pablo). El trabajo

de desasimiento, de dominación y de conocimiento que se llama ascesis, ha comenzado.

Digo de conocimiento, pues en tanto me confundo con mi cuerpo, permanezco en la ignorancia y en el error. La conciencia se hace en la

purificación; purificarse es desprenderse de la mezcla y afirmarse como una esencia distinta. Entonces comienzo a distinguirme, es decir, a

verme.

Distinguir, empero, no significa separar. Ver y conocer es establecer un vínculo con lo que se ve y se conoce. Al distinguir a mi cuerpo de

mí mismo, no rompo con él, no lo rechazo: repelerlo y perderlo sería morir; y yo quiero y debo vivir. Pero el vínculo que mantengo entre yo

y mi cuerpo, no es un vínculo entre iguales; es un vínculo entre sujeto y objeto, entre interior y exterior, entre superior e inferior.

Conservar ese vínculo, sostener y mantener al cuerpo en ese vínculo, es dominarlo.

Lo que debo saber es que mi cuerpo y yo, tan pronto como nos distinguimos, nos convertimos en dos seres capaces de afrontarse.

Mi cuerpo no es una vasija ni una masa de carne, sino un animal y hasta en cierto sentido, un hombre. Posee, o más bien reconstruye,

una sensibilidad, una voluntad y una inteligencia que ya no son las mías; y si yo no lo domino, él me dominará a mí.

Es asimismo muy vigilante y muy astuto. A poco que me descuide, me hace creer que sus voluntades son las mías. Por eso es un

constante motivo de tentaciones, un demonio guardián que no me pierde pisada y cuya presencia olvido hasta el instante en que advierto

que está sentado en el sillón que ocupo.

Es preciso saber, por otra parte, que si consigo guardar distancia y ganarle mi independencia, no me voy a evaporar en abstracción, sino

por el contrario, a adquirir una consistencia, una densidad, un cuerpo de virtudes; ese cuerpo espiritual que dice san Pablo se forma <tras

el cuerpo natural> y que <sembrado en la corrupción, va a renacer en la gloria>.

Entonces, no hay simplemente un espíritu y un cuerpo, sino un espíritu del cuerpo y un cuerpo del espíritu.

Lo que nos vuelve a la imagen del caballo y del caballero: dos seres vinculados durante el tiempo de la carrera, pero cuyo destino es ir en

sentido inverso.

El alma que no se ha construido un vehículo capaz de transportarla cuando se separe del cuerpo natural, se halará en gran peligro de

naufragio.

Por eso la ascesis, que es la construcción del arca interior, es preparación indispensable para la vida espiritual.

Así, en una vida de hombre bien llevada, tan pronto salido de la infancia y de la escuela que nos prepara para la vida terrestre se debería

entrar en alguna disciplina ascética con el fin de prepararse para la prueba de la muerte.

La ascesis a veces es llamada mortificante. Estamos ahora en mejores condiciones para captar el sentido del término. El asceta hace

sondeos y viajes de prueba en la muerte; pero no es la muerte lo que busca: es la entrada en la vida eterna.

Tampoco busca el sufrimiento, aunque se hunda intrépidamente en él; busca vencerle y pasar más allá; va en pos de la alegría y es

bienaventurado.

La ascesis es a veces llamada penitencia; mas son dos cosas que no deben confundirse. Se hace penitencia para purificarnos de faltas

personales y ocasionales; la ascesis, en cambio, va mucho más lejos: va a tocar la raíz del pecado que subsistiría en nosotros-mismos aun

cuando no cometiéramos falta alguna. Aspira a la transformación de la naturaleza.

La ascesis, pues, va siempre en contra de la corriente natural. Mas también va en contra de todo lo que esté en contra de la naturaleza.

Comprime la vida, para hacerla brotar con más fuerza.

También la medicina va en contra de la naturaleza: vierte drogas amargas y venenos, punza, quema, corta y en ocasiones, mutila. A decir

verdad, la ascesis es, aun corporalmente, la mejor de las medicinas. San Antonio, el padre de los padres del desierto, murió casi

centenario; y muchos otros como él.

Eliminar el alcohol y la ira, la carne y el encarnizamiento, el tabaco y la distracción, los almohadones y la molicie, las charcuterías y la

política, el foie-gras y la preocupación, las trufas y la hipocresía, el automóvil y la prisa, la mansión fastuosa y el ajetreo, los éxitos y la

vanidad, los espectáculos y la mentira, las golosinas y los ensueños amorosos, la langosta con mahonesa y la malevolencia, el exceso en

las comidas y la avaricia, es eliminar parásitos, miasmas y enfermedades. Ayunar con frecuencia, dormir sobre una tabla, bañarse con

agua fría en invierno, regular la respiración, ocupar los brazos en labores rudas, alimentar el corazón con pensamientos generosos, es

templar la fibra vital, fortalecerse y no destruirse. El gusto por el sufrimiento es una enfermedad mental y el suicidio un crimen: los

renunciamientos enfurecidos e incoherentes solo son pasiones aberrantes. Las pruebas de fuerza y las exhibiciones, farsas sombrías.

La ascesis, al contrario, es una disciplina; aventurarse solo y a tientas por ella, tiene sus riesgos. El riesgo consiste en que la fatiga, el

sufrimiento o el asco no sirven ya como advertencia, alarma, o llamada de atención. Una disciplina exige un maestro. Es menester seguir a

un maestro vivo o al menos, reglas tradicionales interpretadas con prudencia.

En latín, salud significa también salvación. No digo que salud y santidad tengan forzosamente que andar a la par y que la enfermedad no

haya desempeñado un papel importante (y a veces bienhechor), en la vida de los santos. Pero está en el orden de las cosas que ellas

concuerden. Cuando lo primero que se busca es la justicia del reino, la salud es uno de esos bienes que generalmente, son <dados por

añadidura>.

La fatiga y la carga que un caballero exigente impone a su cabalgadura, son al mismo tiempo una guía, un estímulo y un sostén; la

confusión entre caballero y caballo sería la ruina de los dos.

Pues entonces, efectivamente, es cuando las potencias y las aspiraciones infinitas del alma se convierten para el cuerpo en un estorbo

mortal y una calamidad.

Hay en la embriaguez, en la lujuria y en el orgullo, ímpetus que superan el orden natural. Son las potencias del espíritu y los furores o

languideces del alma trabada en el cuerpo que en él cocean, se retuercen y se debaten, se convierten en corrosivos y explosivos y acaban

por hacer estallar la envoltura.

De los seis demonios del cuerpo El hombre que quiere alcanzar el dominio del cuerpo, sin el cual no hay liberación, paz ni salud posibles, debe cuidarse de seis demonios

e impedirles que hagan nido en sus órganos; sobre todo, en el corazón y la cabeza.

Los seis espantajos se llaman: glotonería, borrachera, lujuria, pereza, suciedad y cobardía.

1. La glotonería

La especie más baja está representada por el goloso, cuyo castigo natural y cómico es la indigestión. Pero también otros desórdenes

provienen de ella e incluso la mayor parte de las enfermedades; un proverbio dice con horrible exactitud: <El hombre se cava la tumba con

los dientes>. Este demonio, empero, antes de matarla, juega con su víctima, la envilece, la desfigura y se mofa de ella. Convierte su vientre

en una hinchazón, un tumor, un chancro; pero chancro querido y podredumbre placentera; le endilga un enorme paquete que debe cargar

a todas partes como un tesoro; un tesoro de inmundicias, su cuerpo; se le sube a la cara y la convierte en la de un cerdo. Le apaga la

mirada, le pone la lengua estropajosa y a veces, para hacerle una broma, lo castra. En lugar de sostener sus fuerzas, las tripas lo atraen

hacia ellas y lo estrangulan entre sus nudos. El corazón, sorbido desde abajo, se vacía; el intelecto se embota y se confunde; los

sentimientos generosos se encogen, el espíritu se ahoga con un gluglú.

Cuando la glotonería se eleva al nivel de un refinamiento, de un ornamento, de un arte, de una crítica de arte, toma el nombre de

gastronomía (palabra cercana a astronomía); y el gastrónomo es un afamado personaje a quien el desempeño de sus funciones puede

llevar a sufrir los inconvenientes de un largo viaje con el único propósito de clavar el diente en las perdices de la Mère Fouillaupot o en los

caracoles de la hostería de l’Hermitage.

Como la glotonería es un defecto infantil, o el pecadillo de un buen señor redondito cuya indolencia nos parece más amable que la agria

flacura de los abstinentes profesionales, nos inclinamos a la indulgencia y la consideramos casi inocente.

Mas considerad a la serpiente, el tiburón, el pulpo y la araña y cuán difícil es ya suponer totalmente inocente a la atroz guerra del

hambre, aunque la necesidad la justifique. El horror de las bestias que devoran a las bestias es un incendio que asola los confines del

mundo en todos los tiempos y arde hasta en el fondo de los mares. ¡Me parece que cabe muy bien decir aquí qué oscuros son los caminos

del Creador! ¿No basta con verse obligado a participar en el crimen universal? ¿Tenemos todavía que complacernos en él hasta el exceso,

convertirlo en una diversión y en un capricho, revolcarnos y destruirnos en él?

Recordemos que no podemos comer sin matar. Y que si es un placer, es un placer sangriento. El más vulgar y maligno que existe.

Que esta terrible verdad nos corrija cuando nos sintamos tentados a perder la moderación.

El gran pecado del glotón es el de injuriar el alimento que come y desperdicia; el de desconocer el valor del acto de comer.

Comer es un acto grave al que se le debe conservar su significado sagrado y sacrificial.

Es ante todo una comunión con las fuerzas de la tierra, tras el sacrificio de los vivos que las han llevado hasta nosotros; seres inferiores,

sí, pero como nosotros, criaturas de Dios; y ciertamente, su vida y su muerte no tenían como fin nuestro placer. Si de ellos sacamos

fuerzas, son para servir a Dios; y si tomamos sin dar nada a cambio, somos rapaces y ladrones. Es lo que dice una estrofa de la Guitá: <El

que come sin dar gracias, come alimento robado>. Es menester prepararse para esta ceremonia lavándose, peinándose, acicalándose lo

mejor que se pueda. Es menester mantenerse derecho al sentarse a la mesa, servirse con discreción y mantener un cierto recogimiento.

Es menester también, recordar que la comida en común es una alianza natural, un acuerdo que conviene subrayar con propósitos

benévolos e intercambios fraternales; porque sacar fuerzas de la misma sustancia, es crear o renovar vínculos de consanguinidad (es

darse una misma sangre); cualquier disputa o disensión o expresión hiriente o burla, es entonces doblemente deshonesta.

La sabiduría exige que lo que se haga, se haga bien. Conviene ayunar bien cuando se ayuna y cuando se come, comer bien.

Si para eliminar la tentación, se va más allá de las repugnancias y se frustra indiscriminadamente todo deseo, la naturaleza se vengará

en esas violaciones y esas imprudencias enviándonos la enfermedad. El que coma cualquier cosa de cualquier manera, apresuradamente y

pensando en otra cosa, peca contra sí mismo por negligencia y contra el mundo por ingratitud.

Si os sirven bazofias inmundas, mescolanzas sospechosas y malolientes, comidas que huelen a moho, agrias, rancias, o que están

tratadas industrialmente, quimificadas o vitaminadas, os conviene absteneros antes que forzaros y envenenaros.

Hay una arte del buen comer que nada tiene que ver con la <gastronomía>. Buen comer significa ingerir alimentos que fortalecen y

refrescan, que dejan la cabeza despejada, que no molestan, no excitan, no arden, no pesan. Significa ingerir los frutos de la tierra donde se

está, en el momento en que la naturaleza los ofrece. Significa dejar transcurrir el menor tiempo posible entre la tierra y la boca. Significa

poner en su preparación lo menos de artificio que se pueda: servirlos crudos o cocinarlos a fuego lento. Significa pedir el sustento ante

todo al pan moreno de la tierra, a la sal gris del mar, al aceite de oliva y a las mieles solares.

Debemos saber que cualquier alimento es un remedio o un veneno; el médico perfecto deberá poder arreglarse sin medicamentos y

corregir toda deficiencia, todo trastorno y toda fiebre, con la calidad, la dosis y las combinaciones del alimento cotidiano. Eso es lo que

primero pedimos a los compañeros, doctores de la comunidad. Gandhi y Vinoba han buscado la salud de ese modo durante toda su vida.

Nosotros mismos estamos en esa búsqueda. Tan pronto como hayamos adquirido certidumbres satisfactorias, por haber efectuado un

número suficiente de experiencias en carne propia, las participaremos a nuestros amigos y fundaremos sanatorios.

Comer no es tan solo absorber una cierta masa de materia; es asimismo introducir ciertos espíritus en nosotros. Y también para nuestro

espíritu, todo alimento es un remedio o un veneno. Hoy se ha perdido por completo la ciencia de la influencia espiritual de los alimentos.

Ella está ciertamente en el fundamento de las observancias religiosas de antaño. Vale la pena recordar, por ejemplo, que la carne de cerdo

y las patatas nutren la pesadez, la brutalidad y la oscuridad y predisponen a la ceguera, a la obesidad y al cáncer; que las carnes rojas y

ricas en sangre nutren la cólera, la ferocidad y la saña; que los huevos y las ostras ponen en peligro la castidad; los cereales completos, en

cambio, traen fuerza y paz, las legumbres verdes y las hierbas silvestres, frescura y vivacidad; las frutas y los lácteos, pureza y

mansedumbre.

El régimen carnívoro, las bebidas fermentadas y el tabaco, no proporcionan al cuerpo, aunque lo parezcan, más vigor que el latigazo al

caballo. Ponen obstáculos a la vida interior y socavan la no-violencia en su base.

El glotón ignora todas estas cosas y no tiene cura. El hombre que en el alimento más parco en cantidad, más simple y más juiciosamente

escogido, busca mantener sus fuerzas y su equilibrio, la libertad mental y la tranquilidad del alma, al mismo tiempo que comulga con los

otros hombres y con todos los seres en la bendición del Señor, es un hombre que ya ha vencido a la glotonería.

Se puede, pues, vencer la glotonería comiendo; pero al fin de cuentas, se trata de una victoria negativa; y además, de una victoria relativa

y confusa, ya que siempre resulta difícil hacer en ella la participación entre la satisfacción corporal y el bienestar interior.

Hay un método menos tortuoso, menos complicado, menos docto y más claro: el ayuno.

El ayuno asegura, además, una victoria positiva, pues no solamente arranca la glotonería de raíz; planta al mismo tiempo en el corazón y

la carne <el hambre y la sed de justicia>.

Ayunar es dar o dejar su parte al prójimo.

Ayunar no es privarse de alimento o soportar el hambre con valor: es evacuar todo pensamiento y todo deseo de alimento y en

consecuencia, también el hambre.

La voluntad con la que se corta y reduce uno de los deseos más hondos, oscuros y tenaces de la carne, se distingue de todo otro deseo y

de todo lo que proviene de la carne: es necesariamente una pura voluntad, una potencia que viene de lo alto.

Se equivocan quienes piensan que tan preciosos resultados exigen esfuerzos enormes, muchos años de práctica y gracias excepcionales.

Sostengo, por el contrario, que están al alcance de cualquiera. Uno se queda generalmente maravillado de la rapidez con la que se llega a

tal punto, siempre que se practique con cierta regularidad.

Aconsejo firmemente a todos los amigos del Arca que dediquen al ayuno completo un día por semana, sin tomar más que agua y sin

interrumpir sus tareas cotidianas. Puede que las primeras veces experimenten alguna debilidad y algunos mareos, pero se reirán de ellos;

y pronto sabrán que esta purificación periódica es tan salubre como saludable (en el arca, los niños de seis años ayunan a veces por

propia voluntad y lo hacen muy alegremente).

2. La borrachera

La borrachera no puede confundirse con la glotonería. Aunque corre por los mismos canales, se le distingue por naturaleza y en

ocasiones, la excluye. La glotonería es un abuso, es decir, el exceso de algo agradable y bueno; la borrachera es un vicio.

Llamo borrachera (a falta de un término mejor) a todo artificio para obtener una excitación de la sangre y de los nervios con el único

objeto del placer; e incluyo en ella el uso de todos los licores fuertes, estupefacientes y humos tóxicos, cuyo empleo, por restringido que

fuere, es ya contrario a la naturaleza y de intención perversa.

<Tomando mi vasito en mi rinconcito>, dice el manso borracho, <no hago mal a nadie>.

En ningún lado mejor que aquí se evidencia que el que peca contra sí mismo peca contra todo el mundo.

No creamos que los hombre que se odian, se desprecian y huyen de sí mismos, son raros. Numerosos son los que se desean el mal y se

hacen mal: todos los distraídos se huyen, todos los perezosos se dejan caer, todos los disipados se pierden, todos los orgullosos prefieren

la vanidad antes que a sí mismos: el vacío, la reputación, la nada.

Todos los avaros prefieren sus posesiones a ellos mismos y se alienan; los atareados se venden, los iracundos se ponen <fuera de sí> y,

por último, los viciosos y los apasionados se envenenan y se matan.

El suicidio es el desenlace normal de la pasión, porque el gusto por la muerte está en su esencia. El suicidio se efectúa entonces con un

acto brutal y breve. Pero en el vicio que es pasión mezquina, visceral y sin aventura, el suicidio toma la forma de una larga decadencia.

Así como con una poda se da fuerza al árbol, asimismo con la ayuda de un veneno, se puede estimular la vida. La medicina lo sabe: casi

todos los remedios son venenos. Lo que convierte a un veneno en remedio, es la ciencia de la dosis y la balanza de precisión. Una gota de

más y el veneno ataca irreparablemente la raíz de la vitalidad. ¿Qué le pasaría al enfermo que comiera sus píldoras como si fuesen pan y

se tragara de una sola vez las porciones de un mes? Así se comportan el borracho, el fumador y el adicto a las drogas con la diferencia de

que no están enfermos o que si lo están, no quieren curarse. Pronto lo estarán y de un mal que ellos mismos se buscaron.

La mayor parte de los venenos repugnan a los sentidos y causan horror; los hay, sin embargo, que debido a la rapidez de las reacciones

superficiales que provocan, ofrecen por un instante la ilusión de una vida más intensa, de donde proviene el placer. El instinto se equivoca

y se instala el vicio. El gusano está en el fruto. El placer se mantiene a expensas de las fuentes del placer, que son las fuerzas vitales. Una

vez agotada la fuente y embotados los sentidos por el hábito, el instinto extraviado cree retomar el ritmo forzando la dosis y apresura la

catástrofe.

Aquí, por tanto, el origen forja el castigo. La borrachera alcanza en ciertos países las proporciones de una calamidad pública, de una

plaga y de una epidemia; una plaga y una epidemia que azotan el alma y el cuerpo, que azotan a los culpables y a las generaciones

venideras.

Hay que admirar a este respecto la sabia severidad de los hindúes y del Islam, pues es infinitamente más difícil moderar una práctica

cuya sola razón de ser es el exceso, que impedir su nacimiento mediante una prohibición absoluta. Todo placer que no sea la satisfacción

de una necesidad, debería ser simplemente excluido de nuestra vida.

3. La lujuria

Hablaremos hoy de la lujuria y empezaremos explicando por qué en tantos años de enseñanza, nunca hemos hablado de ella.

Señalaremos en esta ocasión, que el evangelio no alude a ella casi nunca y el antiguo testamento, menos todavía. San Pablo se contenta

con aconsejar a los suyos: <Que de la fornicación y otras inmundicias no se haga siquiera cuestión entre vosotros>.

¿Por qué entonces, con tanta frecuencia, la educación religiosa y <la moral>, apenas hablan de otra cosa?

Porque probablemente los que sin cesar ponen en guardia a los niños y a los jóvenes contra ese demonio, piensan en él a todas horas.

Y se piense bien o mal de él, se lo acaricie o se lo persiga, el efecto es más o menos el mismo: cuando uno se ocupa de él, está en sus

manos.

Luego, la verdadera manera de resolver la cuestión es: <que no se haga siquiera cuestión de ella entre nosotros>.

La lujuria pertenece al cuerpo, pues es un demonio del cuerpo: pero ante todo, es un demonio y un demonio es un espíritu. El mal, por

tanto, es mental y el remedio también.

El mal consiste en pensar en él a todas horas.

Pensar a todas horas, es hacerse una idea fija, una obsesión. Los estudios de Freud y de otros psiquiatras perspicaces, demuestran que

la <libido> es el fundamento de todas las enfermedades mentales: en lenguaje moderno, locura: en lenguaje bíblico, demonio; y de todos

modos, alienación, palabra que significa que el yo se transforma en otro (alienus: extranjero); que otro (un demonio) toma el lugar del yo.

Por otra parte, se piensa en ella a todas horas porque se piensa de manera incorrecta, quiero decir, incompleta. La frecuencia del

pensamiento lujurioso está en razón directa de su deficiencia. Pensamos en algo a todas horas cuando no sabemos ni abolir el

pensamiento, ni pensarlo a fondo.

Para la lujuria hay dos remedios: la castidad y el matrimonio. La castidad consiste en abolir los pensamientos amorosos; el matrimonio

consiste en pensarlos a fondo y rematar la <obra de la carne>.

Insistamos en esta regla: o bien debemos abolir el pensamiento del sexo o bien pensarlo a fondo.

Porque si no sabemos pensarlo a fondo, pensaremos en él a todas horas y tendremos un gusano en nuestro fruto y un demonio en el

corazón.

Mas si sabemos pensarlo a fondo, no podremos pensar en él a todas horas y nos liberaremos del demonio por el dedo de Dios.

¿Pero qué es pensarlo a fondo?

Es pensar que es sagrado, dedicado a una función sagrada, estrechamente vinculado a la vida, a la perennidad de la vida, a la naturaleza,

a la creación, al acto mismo del Creador.

Es esta una verdad primordial. Uno de los dogmas de la revelación primitiva.

Hay un viejo dicho que Platón recuerda: el estupor ante la muerte, es el comienzo de la filosofía.

Formaré otro, paralelo, entendedlo bien: la admiración ante el acto de amor y de engendramiento, es el comienzo de la religión.

Los monumentos más antiguos que ha dejado el hombre en honor de la divinidad, son una piedra erguida y una piedra tendida: imagen

de uno y otro sexo, polo de lo real, ya que el sexo masculino comprende todo lo que es fuego y aire y el femenino todo lo que es tierra y

agua.

El cruce de los sexos, o fusión de los polos, o unión de los opuestos, produce el surgimiento de la vida. El paso de un cuerpo en el otro

para que de eso resulte un nuevo portador de vida, es el momento supremo, la cumbre del ritmo vital, el momento en que la vida está en

vivo, el momento en que la vida se muestra desnuda.

Aquí, el misterio de la vida azora y confunde la razón: aquí la vida revela su trascendencia y el amor, su esencia divina.

Ello explica la rica flora de figuraciones y de ornamentos fálicos y ctónicos en todas las religiones antiguas (y hoy en la hindú) que nos

desconcierta y nos horripila en la misma medida en que nos hemos hecho incapaces de contemplar el misterio de la vida correctamente, es

decir, en Dios. ¿Quién de nosotros sabe leer el Cantar de los cantares?

Si nos preguntamos cuáles son los altos hechos que señalaron a Abrahán, a Isaac y a Jacob, debemos responder, no sin estupor, ellos engendraron. Y nuestros himnos de gloria celebran todavía <su simiente en los siglos>.

Solo la costumbre nos impide asombrarnos de la insistencia (que sería indiscreta si no fuera sagrada) en el vientre de la virgen María. Y

la imagen de la virgen es un poderoso amparo contra el demonio carnal. ¿Por qué? Porque nos obliga a pensar sanamente en la carne: de

modo pleno y santo; pleno, porque fecundo, divinamente fecundo; santo, porque exento de placer.

Fuera de estas perspectivas sagradas, solo le quedan al sexo, profanación, blasfemia, irrisión, decadencia y mancilla.

La lujuria en sí, es un error. Las opiniones corrientes a su respecto son otros tantos errores y todos los errores son agua que se lleva a

su molino.

Para combatir a un enemigo, primeramente debemos saber qué es un enemigo, después, quién es, y por último, dónde está; sin esto, nos

sorprenderán y vencerán antes de combatir; o bien erraremos la puntería, o dispararemos sobre nuestro amigo, o sobre nosotros mismos.

Uno de esos errores corrientes, consiste en ver en el libertinaje un desquite de la naturaleza contra los tabúes tradicionales, las

conveniencias burguesas, falsos pudores, los apocamientos del temor y las debilidades sentimentales; así es como este demonio nos

sonríe.

¿Pero de qué <desquite> y de qué <naturaleza> se trata?

Confundir la naturaleza humana con la naturaleza de los animales es ignorar la naturaleza; la naturaleza decreta que el hombre no

puede equipararse al animal ni conformarse a él. Si no quiere colocarse por encima del animal, esto es, en su sitio, cae necesariamente

por debajo de él; porque para su honor, su dicha o su desdicha, el hombre no puede deshacerse de la razón y de la inteligencia que son

parte de su naturaleza; solamente puede invertir la dirección y hundirse tanto más bajo, cuanto más alto apuntaba su destino.

La lujuria no es un impulso de la naturaleza; es un pecado contra la naturaleza. El deseo natural no es lujuria y, en sí mismo, no es un

pecado. El pecado consiste en darle rienda suelta cuando no se debe hacerlo o quizá en no darle rienda suelta cuando se debe hacerlo. La

lujuria es una especulación sobre el deseo y el placer. Ningún animal es capaz de esta especulación. Todo animal acata a la naturaleza y

usa su sexo para reproducirse (no él, sino la naturaleza en él, que lo usa así para sus fines); y cuando no lo consigue, es por accidente. La

marca de la lujuria, en cambio, es la esterilidad: la voluntad deliberadora de eludir las consecuencias desagradables del placer. Por ende,

no se debe establecer una diferencia entre <los vicios contra natura> y los demás abusos del sexo a sabiendas dedicado a la infecundidad.

Únicamente <el animal razonable> lo consigue, empleando su razón al revés (aquí apunta el grano de locura).

Un segundo error consiste en creer que el libertinaje es una conquista de los derechos de la persona, un libre florecer, un paso hacia la

dicha, una liberación del amor, una valerosa reacción contra las imposiciones sociales.

Apartémonos de estas necedades novelescas y digamos: la lujuria es una ofensa a la persona, un impedimento grave a la caridad, un

pecado contra el amor, una destrucción de la dicha y al final, hasta del placer. No es liberación, es servidumbre. Sigue rindiendo tributo a

los prejuicios corrientes y solo viola las imposiciones morales para someterse a las cadenas de la decadencia.

Reparemos ante todo, en que la lujuria no es amor y don de sí, pues sí quiere decir uno, quiere decir todo. El don de sí no puede ser el

don (o el préstamo) de una ínfima parte de sí. El don de sí _y mutuo_ es el matrimonio. La lujuria es tomar al otro y perderse a sí mismo.

Es olvido de sí y del otro.

El lujurioso dice al objeto de sus desvelos: <Te adoro>; pero no nos engañemos: lo que adora es el sexo; y efectivamente, lo adora (la

Biblia habla incansablemente de la idolatría como de una prostitución, de donde se debe concluir que la lujuria es una idolatría). En cuanto

al portador de dicho sexo, poco importa, siempre que lo lleve bien; otro portador serviría más o menos igual; hasta vale más renovarlo de

tiempo en tiempo y todas las noches, si hay necesidad; de todos modos, la cara apenas se mira.

El amado o la amada por el lujurioso, el objeto de sus desvelos, solo es eso. Un objeto. Una presa, una posesión, una mercancía, una

vianda, un juguete, un animal de lujo. Y si ese ser conserva algún aspecto humano, puede servir de esclavo trastero o, en el mejor de los

casos, de hermoso enemigo.

El lujurioso se jacta de su realismo porque considera al sexo tal como es, en sí, válido por sí mismo. Y este ídolo es un falso dios e

incluso un falso ser. Pues un sexo que subsista de por sí, no existe en ninguna parte: es un monstruo de la imaginación (aquí brota la

hierba de la locura).

Solo la persona es real; no la persona en función del sexo. El amor es el amor a la persona como tal y la caridad, el amor al bien de la

persona. Por eso la lujuria excluye el amor y la caridad.

Los cómplices de la lujuria no se agradecen el placer que han obtenido uno de otro. En la práctica, ese placer deja un resabio detestable

y eso es todo lo que les queda. Tan pronto como se lo emplea para instrumento de goce, el sexo (que no fue concebido para eso) se

convierte en una trampa. Pues es un órgano de doble función, en el cual la simiente viva encuentra la materia muerta del desecho, dado

que la naturaleza es la trama donde los contrarios se entrecruzan. Una vez saciado el deseo, lo sumerge el asco. Podría suponerse que tal

desventura escarmentaría de una vez por todas a un ser inteligente. (Pero aquí pulula y florece la locura) la lección de la decepción

repetida no sirve para nada, pues el engaño es consciente y voluntario. La víctima se ingenia y se afana porque la tomen, porque la

golpeen, la mutilen, la deshonren y la ridiculicen. Se complace en sufrir. Mas eso no impide que el sufrimiento engendre el odio y la

decepción del desprecio. Por ello podría definirse a la lujuria como amor enconado y despreciativo: los que se descubren mutuamente

presos en la trampa del otro, se muerden, se escupen, se vomitan y se ultrajan. Y si para entonces no se han matado, empiezan a besarse

de nuevo. Las páginas de las novelas y los dramas están llenos de estas alternativas.

Luc Dietrich las llama <los infiernos del amor>.

<No pueden vivir juntos ni estar el uno sin el otro>, comprueba Tolstoi.

<¡Heureux est qui rien n’y a!>, concluye Villon.

Al mismo tiempo, hemos demostrado la clase de liberación que puede esperarse de la licencia.

Es cierto que el orden social reprime el deseo natural y, a veces, en forma trágica; pero esa no es razón para infringir ese orden o

cambiarlo, pues cualquier sociedad es imposible sin restricciones sexuales (y en este aspecto, no es la sociedad burguesa la más rigurosa,

sino la tribu salvaje). La liberación de las compulsiones se halla únicamente en el sacrificio del deseo, del deseo vivo, puro y bello, como

debe serlo el animal de sacrificio.

La lujuria cunde en las épocas decadentes y apresura la descomposición de todas las sociedades, al atacar a la célula del tejido social: la

familia.

Y si bien es la ruina de las leyes que a veces impiden o limitan la dicha, es también, con mucha más certeza, la ruina de la dicha. Pues la

dicha es la unión completa, armoniosa y rara de dos seres que se aman. En ella, el placer deslumbrante y el júbilo del corazón (¿son esas

cosas únicamente carnales? No lo sé, ¡Solo dios lo sabe!) rayan con el éxtasis y de hecho, los textos inspirados, los grandes santos

arrobados en Dios, no han encontrado nunca una imagen mejor para hablar de la beatitud espiritual, que la de la esposa y el esposo.

Mas si la unión es manantial de alegría, la multiplicación del placer es su operación inversa. División sería una palabra más justa. La

caída en la cantidad, lo reduce a polvo; incesantemente renovado, el amor sin amor acaba por dar una satisfacción menos plena que la de

un bostezo.

Ruina de la unión de dos, ruina de la dicha. Ruina de la unidad interior o ser; ruina del alma.

Junto al gran tronco abatido, brota una muchedumbre de hongos y el gusano se da un festín en el vientre del cadáver. Así es el hombre

corrompido, roto por dentro, descompuesto e hirviendo en podredumbre. En él, la locura da su fruto.

Un tercer error consiste en creer que la lujuria es una señal de fuerza indomable.

Su consecuencia es que cualquier pequeño libidinoso se crea un león, un Hércules, un volcán, un mar embravecido.

Que miles de necios pregonen su vergüenza y divulguen muy complacidos sus secretos.

Para reventar esta pompa de jabón, conviene citar los Yoga-Sutras; en la parte en que colocan la castidad explican: <Para dar fuerza>. Y

eso basta.

Basta con reparar en que no solamente el asceta, sino también el atleta observa castidad si no desea perder su fuerza.

Puede que algún hombre de naturaleza rica y desbordante tenga ese vicio.

Eso demuestra que todo es fuerte en él, salvo él mismo. Así como la fuerza corporal se desarrolla con el ejercicio, es decir, con las

victorias repetidas sobre los obstáculos y las resistencias, asimismo, la fuerza interior o voluntad, se ejercita en vencer los deseos. Cada

deseo vencido cede su fuerza a la voluntad. E inversamente, todo deseo vencedor afloja la fibra central. La castidad es una de las coronas

de la victoria sobre sí mismo; signo y manantial de fuerza. Pero nos equivocaríamos si creyésemos que la fuerza interior se nutre a

expensas de las fuerzas naturales y deja al cuerpo extenuado, lánguido y enfermo. Al contrario: le otorga la fuerza de llevar a buen fin

empresas considerables aunque sea débil y enfermizo; y cuando está en pleno vigor, lo mantiene en él hasta el punto de poder comunicar a

los demás fuerza y salud.

Los seres más libidinosos que he conocido, eran jóvenes enclenques, ojerosos, de manos húmedas y pecho hundido; enfermizos, gibosos,

tuberculosos, neuróticos llenos de tics y sobre todo, vejetes imponentes.

Un cuarto error consiste en creer a la lujuria (porque se exhibe en las civilizaciones decadentes y se cultiva entre los ricos elegantes que

no tienen otra cosa que hacer) una flor de refinamiento.

Contentémonos con recordar lo que hemos dicho sobre las conexiones del sexo con la inmundicia. Y si revolcarse con deleite en la

inmundicia sin advertir que hiere, es el colmo del buen gusto, confesemos que hay finezas que se nos escapan.

Una palabra en el lenguaje popular hace justicia a este error: porquería.

Y aquí estamos. He hablado demasiado rato porque el monstruo es numeroso; es un pólipo, un pulpo que no se puede apreciar con una

sola mirada ni describir con pocas palabras.

El remedio es sencillo: castidad y matrimonio.

No son dos remedios distintos, sino una sola cosa que se llama fidelidad: constancia, consistencia, unidad, plenitud, posesión y don de sí.

Todas estas cosas que son solo una, son lo contrario de la corrupción y la impureza.

En francés, la palabra propre tiene dos sentidos: lo que me pertenece únicamente a mí y lo que es puro. La impureza es la íntima alteración del yo.

Hay una llave que abre el castillo de la pureza y da acceso a sus tesoros profundos: esa lave es el poder de dirigir la imaginación y

_cuando se quiere_ de suspender el pensamiento.

Los que siguen la enseñanza y la disciplina del Arca, poseen, pues, una llave que falta a los demás. Era casi innecesario enseñarles esta

aplicación particular, pues ya la han encontrado por sí mismos.

La distracción es el primer grado de la corrupción. Es la corrupción mental.

El corazón vacío es tierra baja. En ella se encharcan difusas ensoñaciones. La ciénaga se lama lujuria.

Cabeza ocupada en pensar. Corazón ocupado en amar. Miembros ocupados en trabajar y en servir: ¡no queda sitio para que anidéis en

vosotros, malos pensamientos!

Es cierto… pero demasiado cierto. Es inútil aconsejarnos que seamos perfectos. Si lo fuéramos, no nos harían falta los consejos. Pero

somos débiles y necesitamos procedimientos que estén a nuestro alcance, recetas fáciles.

Sea. ¿Pero por qué suponéis que es cosa difícil? ¿Creéis que debéis luchar contra vuestros deseos como contra el toro que se toma por

los cuernos para hacerle morder el polvo?

Hay gestos más expeditivos. Por ejemplo, santiguarse.

Y en lugar de preguntaros cómo iréis a hacer ahora para detener ese furioso incendio que invade todos los rincones de vuestra morada y

os llena de humo la cabeza, empezad a rezar:

Padre nuestro que estás en los cielos. Santificado sea tu nombre…

Ya sabéis cómo sigue. Pero basta con que lo sepáis, porque para ese entonces, el fuego se habrá apagado.

¡Y además, ya lo sabíais, hipócritas! ¡Por eso no lo hacéis!

Los otros tres demonios: pereza, suciedad y cobardía, van muy juntos, se asemejan y se reúnen con mucho gusto. Ninguno de los tres

tiene forma, ni historia, ni brillo, ni atractivo. Pero con su fofa insignificancia, causan formidables estragos.

4. La pereza

La pereza está en el extremo opuesto de la lujuria. La lujuria se vincula al deseo, que es la exaltación de la vitalidad para su superación y

propagación. La pereza, en la otra pendiente, lleva al sueño, que es caída y retiro.

El sueño no es un mal, como no lo es el deseo. Es un elemento esencial de vida. La vida es un ritmo. Todo ritmo supone tiempos fuertes y

tiempos débiles. El sueño es el tiempo débil del ritmo vital. Los tiempos débiles son la condición de los tiempos fuertes. Si solo hubiera

tiempos fuertes, ya no habría ritmo, ni tampoco ritmos fuertes. Del sueño se sale nuevo, recreado, refrescado; la vida surge de nuevo tras

el buceo.

Ser perezoso, no es dormir, ni siquiera dormir mucho. Si tenéis necesidad de dormir mucho, no os alarméis: ¡es porque sois jóvenes! El

niño duerme a todas horas; para el viejo, en cambio, se agotan los recursos del sueño. Si dormís mucho y bien, es porque estáis

destinados a una larga vida: dormid en paz.

La pereza, como los demás vicios, no es satisfacción de una necesidad vital, sino búsqueda del placer en detrimento de la vida. Esta

búsqueda es directa y positiva en los tres primeros: gula, borrachera y lujuria y negativa en los tres últimos. La búsqueda negativa del

placer consiste en escaparle a la pena.

Como las demás funciones corporales, también el descanso da placer. Para la fatiga es incluso una delicia. Por ende, el que busque ese

placer con inteligencia, deberá ponerse en marcha e ir a trabajar. En el camino encontrará muchos otros placeres y a la vuelta, el del

descanso. Ese placer, sin embargo, le está prohibido al perezoso.

Porque perezoso es quien se niega a hacer el esfuerzo, no el que se toma un descanso. Torna los tiempos fuertes de la vida en tiempos

débiles y deprime a la vida. Pero la vida deprimida da trabajo; así es como esta especulación lleva implícito su fracaso; esta falta, su

castigo. La pereza es un demonio, un diablejo, pero un diablejo estúpido.

Hay cuatro clases de perezosos: el perezoso pasivo, el perezoso moderado, el perezoso turbulento y el perezoso activo.

Solamente el primero es perezoso de título y notoriedad públicos. Es una carga para sí mismo y para los demás. Se arrastra. Se arrastra

de la cama por la mañana, cansado de antemano por lo que le espera en el día y tarda a la noche, retrocediendo ante la faena de

desvestirse. Se resiste a empezar cualquier cosa y se harta antes de terminar; <mete la mano en el plato y no se la lleva a la boca>, dice la

Biblia. Arrastra la lengua sobre las palabras, se traga la mitad de las que dice y arrastra los pies al caminar. Sale con los botones

prendidos a medias, lavado a medias. Deja la puerta abierta tras de sí y se le sigue por su rastro, pues su rastro es desorden. No sirve

para nada, porque nada le parece que valga la pena. Es una bobada: no puede ocultar su desnudez viscosa y no se toma la molestia de

hacerlo. Las otras tres clases, en cambio, son caracoles y cargan su caparazón para esconderse.

El perezoso moderado se adelanta con cautela bajo un cascarón de sólidas virtudes. Parece bueno, porque nunca se toma el trabajo de

hacer mal. Elude las vanidades que afanan a los hombres, pues para él todo es vano, salvo evitarse el trabajo. Sigue la corriente común y la

opinión corriente, pues es lo más fácil; así se asegura una buena reputación. Como pago, la sociedad regala a estos caracoles nichos

convenientes: son porteros, rentistas o presidentes honorarios, según su posición.

El perezoso de la tercera clase, adopta como cascarón el remolino del movimiento perpetuo. Parece haberse propuesto ocupar el mayor

espacio posible, partir en todas direcciones al mismo tiempo, llenar con palabras todos los instantes del tiempo, pero al final, no hace

nada. Para explicar su caso, debe saberse que permanecer inmóvil y callado es un esfuerzo de concentración y una imposición voluntaria

imposible para el hombre vulgar. Como no puede mantenerse quieto ni puede actuar, se mueve. Distraído, disipado, disoluto, papanatas,

mundano en vacaciones perpetuas a costa de todo el mundo, juega a la lotería de los negocios, de los deportes, de la política; juega a la

guerra o al amor, a costa de todo el mundo.

Los perezosos activos, en último término, son los más numerosos. Se puede decir que la pereza generalizada es el poder dominante de la

técnica y la economía modernas, las cuales quedan totalmente explicadas por el horror al trabajo y la ley del menor esfuerzo. Así como el

agua no tiene más que abandonarse a su peso, a través de conductos forzados, para hacer girar las turbinas y suministrar energías

desmesuradas, del mismo modo las masas no tienen más que dejarse llevar por la voluntad de eludir el trabajo para desembocar en la

mecanización, la servidumbre, la decadencia de los pueblos y el abuso de los más capaces; en el éxodo rural, en el hacinamiento urbano,

en el salario, en el reino de la policía y de las oficinas; en la pasión por el <confort> (En francés, esta palabra significa: consuelo espiritual.

Tras haber cruzado y vuelto a cruzar el canal de la Mancha, ha llegado a querer decir comodidad. Degradación de la palabra, degradación

del hombre.), en la vida gris, insensata, compulsiva; en el creciente poder de la gran maquinaria del estado (Cf. Las cuatro plagas I, 9-10.).

Pereza del corazón: indiferencia, que causa y hace causar más mal en el mundo que la maldad.

Pereza mental: prejuicio. Adopción de la opinión de todo el mundo para todas las cosas. Irreflexión y rutina. ¡Imbécil! Gritan con

indignación. La Biblia y demás textos sagrados condenan <al insensato>. Y no les falta razón: imbécil es cualquiera que se niegue a hacer el

esfuerzo de pensar y descuide el ser inteligente.

¿Cómo se remedia la pereza? ¿Dónde encontrar voluntad para curar la falta de voluntad?

El primer remedio, es aprender a dormir bien. A separar nítidamente el sueño de la vigilia y concentrar el sueño dentro de sus límites

exactos: para sanear el terreno podrido por aguas muertas, es menester cavar un canal profundo, de orillas netas. Si toda nuestra inercia

se escurre por el drenaje del sueño, afirmaremos nuestro terreno.

Más tarde aprenderemos a ejercitarnos en la vigilia. Por ahora, contentémonos con estar atentos durante el día.

Empecemos el día con abluciones frías, los ejercicios y la oración de la mañana, para desprendernos completamente de las sombras de

la noche.

Apartemos de nuestro alrededor los puntos de apoyo de la molicie: almohadones, sillones, sofás, alfombrados espesos, atmósfera

recalentada y confinada del invierno. Sentados o de pie, conservemos la espalda derecha, respiremos profundamente y sobre todo,

multipliquemos las llamadas.

La vigilia es presencia ante sí mismo, ante el prójimo y ante Dios: la vigilia es la ofrenda de la jornada. La vigilia es el control del

pensamiento, de la palabra, del disco, del gesto, del acto. Es no meterse de cabeza en el trabajo o dejar funcionar los mecanismos de los

hábitos, o abandonarse a los humores, que son tres maneras de dormir de pie.

Hay que mantenerse relajado sin abandono y activo sin agitación. Hay que alternar a todas horas el esfuerzo con la distensión. Y de

noche, ejercitarse solamente en la distensión.

La mejor distensión consiste en abandonarse en manos del Padre y decir en completas: <In manus tuas, Domine, commendo spiritum

meum>. Decirlo y hacerlo.

El sueño es un retorno a las fuentes, un descenso a las raíces. Pronto va a convertirnos en un niño inocente, acurrucado en el seno de

su madre. Convierte al animal en planta y al árbol en mineral. Suelda los eslabones de la naturaleza, llevando a cada ser al estadio inferior.

Nos confunde en las aguas del principio, y nos devuelve al Creador, pues lo más humilde vuelve a encontrar al Altísimo en lo más profundo.

Nos asemeja a los muertos. Es una muerte sin agonía y sin terror. Una visita cotidiana a los infiernos. Todas las noches, Dios nos

enseña: <Ya ves que no es tan terrible>. El sueño es el aprendizaje de la buena muerte.

5. Suciedad

El cuerpo se alimenta y elimina. Elimina de vez en cuando por los aparatos excretores y constantemente por todos los poros de la piel.

Este oscuro quehacer nos brinda una enseñanza a la vida, la muerte y la resurrección.

Esto es lo que el cuerpo sabe y dice de sí mismo: <No tomo la forma de lo que absorbo y no conservo nada de su masa. Me mantengo con

lo que pasa: no soy lo que pasa en mí. Soy una cosa que no se asemeja a nada de lo que llaman cosa. Soy un aliento, una onda, un fuego.

El aliento forma una onda en el agua y esa onda no pertenece al agua; el fuego surge de la madera, pero no es de madera: del mismo

modo, yo no soy materia. En la ola de la materia, soy el nadador; el alimento y la eliminación son mis brazadas>.

Mas en cuanto deja de nadar, el nadador se ahoga. Y en cuanto el cuerpo deja de arrojar el desecho lejos de sí, se hunde en él, se pudre

y se convierte en desecho. El horror a lo inmundo es la salvación de la carne viva. El apego a los desechos, la complacencia por la

suciedad: todo eso es <el espíritu inmundo>, el demonio de quien estamos hablando.

El parentesco de este demonio con los de la pereza y la cobardía, explica la aceptación inerte de la suciedad. Porque lavarse, limpiar la

ropa, barrer la casa, el taller, la calle o la ciudad, exige un trabajo constante, improductivo, a menudo mal remunerado, ingrato, monótono

y de nunca acabar. Hay que tener cierto coraje para romper una costura de grasa tibia y algunas personas temen al agua en invierno y

verano. Limpiar las caballerizas de Augias no es la menor de las hazañas de Hércules.

En cuanto a la suciedad mental, a la exhibición de inmundicias en las bromas, los cuentos, las canciones, los insultos y las palabrotas, se

la debe considerar como una reacción a las convenciones sociales.

El placer de violar impune y públicamente las conveniencias, puede tener dos motivos: un motivo moral y otro social.

El motivo moral proviene de que algunos hombres, instintiva o sistemáticamente, vinculan el disimulo convencional de la inmundicia con

el disimulo de todas las vergüenzas y todas las bajezas, generalmente muy difundido entre los hombres; y apelando a los atrevimientos de

un lenguaje cínico, denuncian la hipocresía humana (¿Se libran acaso de ella?).

El motivo social es el siguiente: las clases oprimidas de la sociedad mezclan la inmundicia a todo lo que les sale de la boca. Es una torpe

protesta contra el injusto desprecio al que se sienten relegados; un esfuerzo por rebajar a todos los hombres a su mismo nivel (pero el

arma se les vuelve en contra y en lugar de reparar sus agravios, les pone el sello de la infamia).

El gusto por las inmundicias, por último, esa curiosidad, esa atracción apasionada por lo inmundo, la conversión de lo repugnante en

deseable, es una jugarreta del demonio lujuria. Preferimos dejar al psiquiatra el desvelo de estudiar y explicar ese desvío de la razón.

El amor a la pureza, a lo que es sí-mismo, sin mezclas ni confusiones, a lo que es vivo, hermoso, fresco y fragante, a lo que está limpio y

bien ordenado (porque la suciedad es ante todo, desorden, lo que está en su sitio, no es sucio. El polvo en su sitio, afuera, en el camino, no

es sucio; y los desechos que están donde les corresponde, en el estercolero o en el mantillo donde brotarán las flores, no merecen

desprecio), ¿quién nos lo puede enseñar? Los sentidos nos lo enseñarán, el buen sentido nos lo enseñará, la prudencia y el cuidado de

evitar contaminaciones y enfermedades nos lo enseñarán; y la lógica que se complace en claros ordenamientos, y la belleza, y el amor

enamorado de la belleza, la religión, nos lo enseñarán.

Me dirán: ¿qué vale más? ¿Estar limpio, bañado y perfumado como una prostituta o preocuparse únicamente de la pureza del alma y

considerar al cuerpo una inmundicia y por tanto mantenerlo en la inmundicia como hicieron algunos santos?

Si se me obliga a elegir, sé muy bien qué debo elegir; pero elegiría más bien evitar el dilema. Elegiría elegir las dos limpiezas, pues es

justo, simple, regular y conforme a la verdad, que lo exterior corresponda a lo interior.

La limpieza corporal no es solamente expresión de la pureza; es su efecto natural y por ende, su condición más favorable.

La religión, siempre maternal, se ocupa del cuerpo al mismo tiempo que del alma. Todos los ritos son signos corpóreos de operaciones

interiores y desde el bautismo al agua bendita, todo invita a considerar al pecado como inmundicia y a lavarse en sentido real y no

solamente figurado.

¿Podríamos concebir, por otra parte, una misa dicha sobre manteles manchados y oficiada con las manos sucias? ¿Quién no lo

supondría una blasfemia? ¿Tolerarían los devotos un templo mancillado? E inversamente, para el hombre religioso, todos los actos de la

vida tienden al rito. Echar a los espíritus impuros es encaminarse a la salud tanto como a la santidad; y salvación quiere decir salud

eterna.

Recordemos que nuestro cuerpo es un templo.

6. Cobardía

La cobardía no figura en la lista de los siete pecados capitales, como el negro no se menciona entre los siete colores.

La cobardía es lo negro del pecado; no es un pecado como los demás: es el pecado o ausencia de virtud, como el negro es ausencia de

luz.

Virtud quiere decir fuerza y coraje.

El cobarde es un flojo. Floja se llama a la cuerda del laúd que ya no puede sonar, floja la cuerda del arco que no es capaz de lanzar su

flecha y flojo el hombre sin corazón, sin fe, sin honor, sin fervor, sin amor y sin valor.

No se puede llamar cobarde al que evita el dolor y la muerte, pues evitar el dolor y la muerte es deber y prudencia y la prudencia es una

de las virtudes mayores.

Ser cobarde es engañarse en cuanto al dolor y en cuanto a la muerte.

Es creer al dolor una desdicha irreparable, un mal en sí, una cosa en sí, en vez de un signo.

Es creer que la muerte es el fin de todo.

Si esa fuera la verdad del dolor y de la muerte, sería completamente irrazonable que se nos exigiera no ser cobardes.

El que cree o dice que cree que es así, pero en la práctica demuestra ser valiente, no sigue su lógica hasta el fin y desconoce la verdad

que hay en él.

Todos los héroes testimonian su fe en algo que supera su vida.

Pero este tema es tan capital, sobre todo para los adeptos a la no-violencia, que merece capítulo aparte.

Gandhi considera a la intrepidez una condición necesaria de la no-violencia y dice: <Puedo enseñar la no-violencia a los que saben pelear,

pero a los que tienen miedo a la muerte, no.

Dice en otra parte: <Los cobardes son, desde siempre, objeto de la repugnancia de todos. La manera de tener valor no es poseer la

espada y el poder de vencer al enemigo: es negarse a reconocer en un ser humano, sea quien fuere, un enemigo…>.

Y en otra parte: < ¿Cómo liberar a nuestro espíritu de todo temor? Cuando hayamos aprendido a temer únicamente a Dios, cesaremos de

temer a nuestros semejantes. Comprenderemos que nadie puede infligirnos daño alguno si no estamos asustados. Esta ha sido la

experiencia constante de los últimos sesenta años de mi vida>.

Del pecado original

El pecado original es un dogma religioso, es decir, una revelación sobre el secreto de las cosas y sobre las condiciones de nuestra

salvación. Está enunciado en las primeras páginas de la Biblia, en forma de una enigmática narración que se debe descifrar.

El nombre del árbol da la clave del enigma. El árbol del conocimiento del bien y del mal no figura en la clasificación de ningún tratado de

botánica. Y con motivo, ya que se trata más bien del conocimiento que de un árbol cualquiera.

El fruto no es una manzana cualquiera; es el fruto del conocimiento. Y la mano llevada contra el conocimiento y su fruto, no constituye

una falta cualquiera, sino un <<pecado contra el Espíritu>>, inmenso y sin perdón (El pecado original nunca fue perdonado; fue rescatado,

cosa muy distinta); no un pecado, sino el pecado; atentado contra la esencia misma del hombre, de donde, sus incalculables

consecuencias.

Es costumbre creer que el hombre adquirió el conocimiento gracias al pecado, pero esta opinión no resiste una lectura atenta del texto.

Lo verdadero, es exactamente lo contrario.

El conocimiento es el privilegio nato de Adán y su razón de ser. El texto insiste en esta proposición: que Dios lo creó, mediante un acto

especial y premeditado, <<a su imagen y semejanza>>. ¿Y de qué imagen se trata? ¿quizás de una imagen con manto y barba?

La imagen invisible impresa en la naturaleza humana, es: así como Dios es una unidad viva y consciente, también el hombre es un ser

vivo, y sino uno y consciente, por lo menos capaz de unidad y de conciencia, y por ende, de unión consciente o amor.

Amor o don, o mejor dicho, restitución. Eso es también, el sentido que hay que atribuir a la palabra semejanza: el sentido activo de

devolver. La imagen es la impronta de la luz recibida: la inteligencia; y la semejanza, es el reflejo devuelto en el reconocimiento y en la

adoración.

Por tanto Adán, el hombre primero y perfecto, se hallaba establecido en el conocimiento del uno, en el conocimiento de vida que es

conocimiento de sí mismo y de Dios. El espíritu que Dios había insuflado directamente en su barro, lo mantenía en familiaridad con el

Padre. Fue entonces cuando Satanás lo indujo a hacer lo que él mismo había hecho.

Satanás (según un mito que no se narra en la Biblia, sino que figura en los textos no canónicos, pero a menudo profundos y admirables,

llamados apócrifos) se llamaba antes Lucifer, y como lo dice su nombre, era el portador de la luz; la más alta de todas las criaturas; mas,

preso en el vértigo de su propia grandeza, concibió el proyecto de usurpar el sitio del único que lo superaba: Dios mismo. Y por eso fue

arrojado a las tinieblas. Satanás entró en la serpiente que era __que es__ el más lucífero de los animales, pues está enteramente revestido

de luz, como el oro y las piedras preciosas, llamea como el rayo y corre como el agua, su ojo fascina, es fuerte como la espada y flexible

como el junco, está en todas partes al mismo tiempo y resurge de su piel más viva que antes; por eso la serpiente fue venerada en todas las

religiones antiguas y lo es todavía en la India de hoy y sin duda en China, en forma de dragón, como cifra de sabiduría. Acompaña a

Hermes, el iniciado, a Esculapio, el taumaturgo, a Shiva el asceta. Y Satanás entró en Mefistófeles, o mejor dicho, en Megistófeles

(Megistos: la mayor, Ofis: serpiente), y luego, perpetrado el daño y sobrevenida la condenación, el más luminoso, el más deslumbrante, el

más acabado de los animales, se torna la bestia más vil, más rastrera, más viscosa y más repugnante; la más pérfida, con su doble lengua,

voraz y venenosa y tan cruel, que quiere viva a su presa, como para engullirse su alma con su carne. Y así es como la sabiduría caída se

torna ciencia.

Se dice que la serpiente es el más astuto (callidior) de los animales de la tierra; y la astucia es la exacta inversión de la sabiduría y la

adoración. Es la inteligencia bestial, la inteligencia sometida por el instinto y puesta al servicio del vientre. El conocimiento divino insuflado

en el espíritu de Adán por su creador, va a ser seducido del vientre. El conocimiento divino insuflado en el espíritu de Adán por su creador,

va a ser seducido, extraviado, reducido a servir a los poderes de lo bajo.

Esta es precisamente la falta original: no una desobediencia cualquiera y un pueril asunto de fruta robada, sino un atentado contra el

espíritu, como lo revelan las Escrituras en el significativo nombre del árbol en cuestión.

No es una simple falta moral, personal y accidental: es un pecado fundamental, mental, metafísico.

El pecado original es el mal de haber comido-del-fruto-del-conocimiento-del-bien-y-del-mal. ¡Extraña fórmula algebraica! Ella desequilibra la

lógica de los filósofos y los axiomas de la razón práctica llamada moral.

Comer significa tomar posesión con violencia y degradar para reducir a sí. Fruto significa goce y provecho. El pecado, pues, es el de

haber atraído hacia sí y degradado el conocimiento para goce y provecho, y también por orgullo, ya que el tentador promete: <<Cuando lo

hayáis comido, seréis como dioses. El Dios celoso os lo prohíbe por temor a que ocupéis su lugar>>.

Tan pronto como Adán lo roba a Dios y lo reduce a sí, el conocimiento se degrada y se seca. Se convierte en conocimiento-del-bien-y-del-mal, conocimiento por división y oposición, conocimiento objetivo, es decir, exterior; conocimiento abstracto, es decir, <<sacado fuera de>>;

conocimiento de las relaciones, relativo y vacío de sustancias; conocimiento caído; que mira hacia abajo: conocimiento de la materia.

Ciencia positiva y justicia punitiva.

Ciencia en el sentido moderno de la palabra, que es la negación de la sustancia, la negación de la vida, la negación del Espíritu, la

negación de Dios.

Justicia que es oposición del mal al mal y que consiste en añadir el cadáver del asesino al de su víctima y a lavar la ofensa del bofetón con

sangre, pues así es como repara y purifica. De ella se dice <<que es el mal menor>>; pero la historia demuestra con holgura que de ella

provienen los grandes males, pues de ella derivan las leyes civiles que erigen la opresión en sistema y las virtudes cívicas que crean la

guerra. Lo que explica las palabras de san Pablo sobre la ley: que ella es la causa del pecado; y los estallidos de Jesús contra la justicia de

los fariseos y de los escribas.

El falso saber y la falsa virtud, son, por consiguiente, el fruto del pecado de haber comido el fruto-del-conocimiento-del-bien-y-del-mal.

Así como Lucifer se apropió de su más alto don: la luz, así Adán, ladrón de lo que dios le daba, se apropió de la razón y el juicio con el fin

de ser un dios y poder pasarse sin Dios. Por eso, todas las murallas defensivas que levantará para asegurarse la posesión del don robado y

todas las exaltaciones y goces que obtendrá de él, van a encerrarlo y hundirlo en la separación.

Para que la gloria divina pueda alcanzarlo, el hombre tiene que dar la espalda a todas las pompas y las obras, a la gloria y el poder. Y así,

aquel que trae el bautismo y lava a las gentes del pecado original, les grita: ¡Convertíos! Es decir: Daos vuelta.

Mas si el pecado original concierne al conocimiento y contempla únicamente al hombre, veamos cómo la naturaleza toma parte en él y por

qué sufre sus consecuencias.

La tentación viene de la serpiente y pasa por Eva; lo que equivale a decir que es de inspiración animal y que pasa por la carne. La

serpiente es el ápice supremo de toda animalidad; Eva es la carne; pues si en la pareja humana, el ser humano está hecho de carne y

espíritu, la mujer representa la carne y el hombre, el espíritu. Eva es, pues, la carne de Adán y por ella la animalidad va a ganar el alma de

Adán. El pecado es la trasposición de la rapacidad y voracidad animales al plano del espíritu. Pues la bestia es la criatura separada que se

ha separado al preferirse a sí misma atrayendo todo hacia sí. Toda bestia se coloca en el centro del mundo y con ese acto, ocupa el lugar

de Dios. Se esfuerza por tomar y se defiende para no dar. Roba el don e ignora al donante. Busca el goce, la multiplicación, la expansión:

Come. Y la consecuencia de este pecado natural es el dolor, el temor, la inquietud, el odio, los celos, la ira; dolores y fuente de dolores. No

lo dudemos: los animales fueron arrojados del paraíso terrenal al mismo tiempo que Adán; las plantas florecidas y pacíficas, la tierra

humilde, las piedras pacientes y los astros fieles a su eje y a su órbita, en cambio, viven todavía en él.

Todos los animales están en el cuerpo del hombre, con todos sus deseos y todos sus dolores, y cuando por él, por el cuerpo, el genio

animal invade el plano de la inteligencia, adviene la caída: la inteligencia pierde sus vínculos celestiales y su dirección divina; les da la

espalda y se consagra a saciar las necesidades del cuerpo. El resultado: todas las ciencias inspiradas por el espíritu de lucro, de

comodidad, de dominación, de curiosidad, que es el espíritu de Satanás; ciencias de muerte. El resultado: el cuerpo bestial de las naciones

enteramente sometidas al <<príncipe de este mundo>>, Satanás, que multiplican la ferocidad animal y la arman con todas las potencias del

intelecto.

Así, el que trae el bautismo es el asceta del desierto, el que mortifica su cuerpo y grita: <<Allanad los caminos del Señor, todo monte será

rebajado y todo valle elevado. ¡Convertíos!>>. Y dirá: <<Es necesario que yo disminuya y que él crezca>>.

En lo que concierne a la injusticia de castigar en la descendencia las faltas de los antecesores y condenar al recién nacido, digamos que

más nos conviene comprender las cosas que juzgar al juez. El pecado original es la inclinación de nuestra naturaleza y la dirección natural

de nuestra conciencia. Es, por ende, el pecado latente que llevamos desde que nacemos y que se convierte en nuestro pecado cada vez que

seguimos nuestra inclinación, esto es, a cada momento. Es nuestro y es nosotros, mientras no nos hayamos <<convertido>> o dicho de otro

modo, <<dado vuelta>>. Y aun en los convertidos, es el peso que los detiene y los hace tropezar; por eso se dice que el santo peca siete

veces cada vez que respira. No se trata del pecado <<actual>>, del mal consciente y querido. Es un pecado masivo, un estado defectuoso del

que se debe salir. En grandes masas, los hombres se revuelcan y se complacen en él; en él se instalan, prosperan, se glorifican.

El que trae el bautismo, es el que mortifica su carne y llama al arrepentimiento; es el que se acorta la rienda, se domina y se ejercita en la

soledad. El que <<quita el pecado del mundo>> es el que se clava en la cruz y da su carne a comer. Todavía debo aclarar un punto: casi todos piensan que el pecado de Adán es el <<pecado carnal>> y (aunque eso no se diga en ninguna

parte del texto) que Adán y Eva habrían sido castigados por haberse unido carnalmente. El hombre y la mujer desnudos cerca del árbol

erguido, la presencia de la serpiente y hasta esa vergüenza por su desnudez que embargó a los culpables y los forzó a cubrirse de hojas:

todo impele al pensamiento en ese sentido.

Pero si Dios creó a la pareja y la dotó de sexo, si les dijo: <<seréis una sola carne>> ¿por qué causa sería la cópula un pecado e incluso el

origen de todo mal?

Y sin embargo, no se puede descartar el problema, porque se vuelve a plantear de nuevo, irresistiblemente. Sí; el pecado carnal es uno de

los aspectos del pecado de Adán. Es menester decir, empero, que el pecado no es la unión carnal, sino la lujuria. El acto de amor y de

procreación debe tener como fuente el amor y como fin, la unión y la procreación. Y la lujuria es el acto carnal con el único propósito del

goce. El licencioso no siente amor y se ríe de su futura descendencia; sacia su sed de placer con cualquiera y no le preocupa que el otro

encuentre en eso placer o pena, o la muerte. En él, la carne obra tal como lo definimos antes: como lo que atrae hacia sí, degrada y devora.

La lujuria es, otra vez, el don robado. Buscar en la unión el propio goce en lugar de darse a ella por el gozo del acuerdo, responde muy

bien a lo que se llama <<comer el fruto>>. Y si consideramos el doble significado de la palabra <<concepción>> y la analogía, presente en

todas las lenguas, de los términos <<nacer>> y <<conocer>>; si recordamos que cuando la Biblia dice que alguien <<conoció>> a su mujer, es

porque se unió carnalmente con ella; si comparamos la íntima penetración de los dos grandes principios o polos de la vida en el nudo de

los sexos, con la confluencia del sujeto y el objeto en el conocimiento, comprobamos que buscar en el amor el propio goce, es <<comer el

fruto del conocimiento>>: convertir al don divino en una presa.

¿Pero por qué, para ambos, el castigo es la muerte; para Adán: <<ganarás el pan con el sudor de tu frente>>, y para Eva: <<parirás con

dolor>>?

La muerte: porque es el fin inevitable del ser finito, es decir, limitado; del que se limitó por sí mismo al separarse. No es Dios quien lo

mata: él mismo se mata y se consagra a la nada al separarse de la fuente de vida que es Dios. Y para el que se aferra a sus límites, se

exalta en la separación y se obstina en apoderarse de todo para sí, hay más: morirá en el dolor y la angustia de la agonía, pues todo

aquello de que se había apoderado, le será arrancado de un solo golpe y caerá totalmente en el infierno de la nada y de la corrupción.

Igualmente para Eva: deberá parir con dolor, pues un ser separado solo puede producir otro ser separado, desgarrándose. No sucede así

con las plantas que dejan caer su fruto y brotar su retoño sin pesar, porque no rompen la trama continua de la creación.

Y Adán precisará trabajar para vivir, cosa que las plantas y todas las criaturas unidas no necesitan hacer. Pero el ser más separado, el

que todo lo quiere para sí: comer todo, saborear todo, tocar y despojar todo, dominar todo y conocer todo, ese debe dedicarse a un trabajo

agotador e interminable. Y ese trabajo consiste en hacer del árbol de fresco follaje, una estaca; del bosque profundo, un cuadro de

labranza; del animal retozón y alado, un trozo de carne; en desgarrar, arrancar, torcer, golpear, atornillar, forzar y desnaturalizar; en

descortezar, desollar, desecar, triturar, moler y cocinar. Arado del labrador, cuchillo del carnicero, hacha del leñador, martillo del herrero

o sable del soldado: las herramientas y las armas son del mismo metal. La guerra es un trabajo como los demás y los trabajos son guerra

contra la naturaleza.

Y sin embargo, el trabajo es una necesidad y un deber. Aunque efectuado por provecho, prepara al sacrificio con la práctica cotidiana del

coraje: desarrolla la fuerza, la inteligencia y la destreza; favorece la ayuda fraternal, embellece la vida humana, aleja a la gente del vicio y

del desorden; no es, por ende, pecado para nadie. Es la consecuencia, el castigo, o sea, la purificación del pecado original.

Por otra parte, el trabajo fue instituido en el gozo del paraíso. Dios, está escrito, dio al hombre un jardín <<para que lo trabajara>> (ut operaret).

Sí, para que con su obra, tomara parte en la creación, que es la más intensa alegría del amor (él, imagen y semejanza del creador).

Y esta obra se efectuaba en el acuerdo y la paz, como don de caridad hacia la tierra y ofrenda al cielo. Y en medio del jardín, cultivaba el

árbol del conocimiento para que floreciera, uniendo su ramaje al del árbol de la vida, de tal modo, que se hubiera podido llamarlo árbol-

del-conocimiento-de-vida. Y su frescura, su follaje y sus frutos estaban hechos para los ojos, no para el vientre; la inteligencia servía para

comprender, no para combinar y falsificar por provecho. El árbol del conocimiento se alzaba hacia el cielo como un himno.

Al arrancar el fruto, al morderlo, al comérselo para apoderarse del conocimiento, Adán separó el fruto del árbol y se separó él mismo de

todo por violar el orden divino de las cosas. Al separarse, se rebajó. Al incorporarse rebajado, el conocimiento demasiado grande para él

perdió su equilibrio nativo y cayó en la inquietud y el movimiento. La inquietud y el movimiento engendraron la multiplicación de los

deseos, de las codicias, de las curiosidades, de las vanidades que lo arrastran a innumerables quehaceres y a luchas y peligros infinitos.

Así es como llegó a convertir el trabajo en una cadena y un castigo.

Del trabajo forzado surgen las babeles de las civilizaciones, con su cortejo de miserias, de servidumbre y de rebeliones; y la guerra, salida

del orgullo de los ricos, los doctos y los poderosos. Todo eso constituye <<este mundo>> por el que Jesús no rezó, que condenó a Jesús en

la cruz y al cual Jesús a su vez condenó; este mundo del que deben apartarse los buscadores del reino de Dios.

Esta es una verdad que se enseña a todos los cristianos. Y en distintas formas, a los herederos de las otras grandes tradiciones

religiosas; pero los filósofos y doctores de este mundo la ignoran.

Quien la ignora, puede muy bien, con toda buena fe y buena voluntad, poner su gran saber y sus altas virtudes al servicio del príncipe de

este mundo. Y cuanto mayor sea su saber y más altas sus virtudes, tanto más provocarán disturbios y desórdenes.

Es muy tarde para ti, pobre Einstein, que descubriste en el último día de tu vida que tus supremos descubrimientos podrían señalar el fin

de toda vida y que lo habías calculado todo, salvo el estallido de la tierra que será seguramente el resultado de tus cálculos. Inútil es ahora

suplicar a los pueblos y a los gobiernos que empleen con fines benéficos las armas que tú y tus compañeros les proporcionasteis. Inútil,

que declares cuánto desprecias a los militares que marchan en fila detrás de la banda, pues la muerte que tu ilustrada vigilia ha

preparado, llegará sin tambores ni trompetas. Puede que seas tú el más inteligente de los hombres, y el más humano, pero la serpiente ha

demostrado ser más inteligente que tú y tus semejantes, y tú ignoraste siempre (¡Oh, hombre, que sabes demasiado!) el pecado contra el

Espíritu que tu ciencia perpetra y perpetúa por sí misma.

Los que nos acusan de alabar sin reservas los siglos pasados porque vinculamos directamente el desarrollo científico y técnico de

nuestra época al pecado original, se equivocan. Pensamos que todas las civilizaciones se fundaron igualmente sobre el pecado y que el

castigo que recayó sobre ellas a su debido tiempo, no venía a sancionar los vicios e inmoralidades de los hombres: resultaba del pecado,

que se expresa tan eficazmente en las virtudes cívicas, el genio profano y el saber mundano, como en las faltas personales y deliberadas.

Si la técnica científica moderna es la renovación más completa del pecado original, la historia de la bomba demuestra cuán

inevitablemente desemboca en la muerte y cuánta mezcla de malicia y de inconsciencia, de orgullo y envilecimiento, de audacia y de pasiva

aceptación de la fatalidad, constituye los engranajes del pecado.

¿Pero por qué engendra el pecado la vergüenza de la desnudez y la necesidad de vestimenta?

Porque el pecado consistió en convertir al vientre en amo de la cabeza y en la razón de las razones del animal razonable.

La divina inteligencia está uncida a las humildes necesidades del cuerpo y el superior se pone al servicio del inferior. Tal es nuestra

posición de caída. El hombre cuelga cabeza abajo. Es justo entonces que como los diablejos de Brueghel, cubra su prominentísimo trasero

con un sombrero.

La vestimenta sirve para disimular esta incongruencia. Cuando más dominan los bajos instintos, más vergüenza se tiene y más hay que

ocultarse. Mentira que rinde homenaje a la verdad: con el acto de vestirse, el hombre representa y recuerda el estado en el cual fue creado.

Esta ficción se convierte en deber moral y religioso.

El hombre entra con la vestimenta en un mundo de representación y de convenciones, de artificios en donde la naturaleza desnaturalizada

y el espíritu degradado y civilizado se amalgaman por efecto de la educación y la costumbre. Es el mundo de los personajes, en el que

saciamos deseos más o menos ficticios y experimentamos sinsabores más o menos imaginarios. En él, la persona humana con su cultura y

sus modales aprendidos, se halla constituida en pecado, perpetuamente en falta con la naturaleza y en falsa postura ante Dios.

En ese decorado, la ciencia-del-bien-y-del-mal le sirve de guía.

Queda todavía un punto por dilucidar. Capital: ¿cuál es la consecuencia espiritual del pecado? Sencillamente: la pérdida de la verdad.

La pérdida de la verdad es que <<nadie pueda ver a Dios sin morir>>. <<Nadie ha visto a Dios>>. Y sin embargo ¿no sería lo más natural

para quien fue creado a imagen y semejanza de Dios el reflejarlo? Si solo aprehendemos a Dios por el conocimiento oscuro de la fe, ¿es

por efecto del pecado?

Pero antes de conocer a Dios, o por lo menos al mismo tiempo, el hombre debería conocerse a sí mismo: nada parece más natural y

primordial. Si conoce todas las cosas menos esa, si se pasa la vida engañándose sobre sí mismo y creyéndose otra cosa, es por efecto del

pecado.

La verdad es conocer el origen, la sustancia, el fin de todas y cada una de las cosas y su relación conmigo, el hombre. Y eso es lo que

ninguna <<ciencia>> enseña ni sabe.

Así pues, no hay más que abandonarse a las pendientes de la historia, seguir las solicitaciones del mundo, resignarse a las exigencias de

los nuevos tiempos, para desembocar en las catástrofes. Y un poquito más velozmente se empuja la rueda dando gritos de triunfo.

No hay más que abandonarse a las inclinaciones de la naturaleza para obtener la disolución y la muerte del alma.

En estas consideraciones sobre el pecado original, se encuentra el punto de unión entre los dos aspectos de nuestra enseñanza:

resistencia y retorno, o remedio a las plagas sociales por medio de la no-violencia y la búsqueda del reino de Dios y su justicia; conversión

y control, o toma de posesión de nuestra vida cotidiana e introducción a la vida interior.

Un compañero: Si, antes del pecado, Adán era el hombre primero y perfecto; si poseía la plenitud del conocimiento y veía a Dios cara a

cara, no puedo comprender cómo flaqueó, ni siquiera que eso fuera posible.

Respuesta: Únicamente Dios es absolutamente perfecto y en consecuencia, infalible. La más perfecta de las criaturas no deja de ser

limitada y sujeta a cambio. Hablas de <<plenitud del conocimiento>> y de visión <<cara a cara>>. Los textos no hablan así de Adán ni lo

admiten los teólogos. La visión cara a cara es cosa del paraíso celestial, del bien perfecto y último que surge de la dolorosa lucha entre el

bien y el mal. Si la salvación solo fuese el retorno puro y simple al estado primigenio, no podrá comprenderse cómo permitió Dios que el

mal interviniese y durase en su obra. Si lo permitió, es porque era necesario para que de esto resultase un bien inmenso, sin proporción

con los males, por numerosos o enormes que parezcan o sean. El estado de Adán en el paraíso terrenal era el de la familiaridad y el

coloquio con Dios. El pecado interrumpió ese coloquio. La fe se oscureció; la experiencia de los divino se tornó excepcional y la plenitud del

conocimiento, imposible en los límites de la vida terrena, es lo que acabamos de llamar <<la pérdida de la verdad>>.

Esta verdad únicamente permanece como una lámpara en la noche de la fe, en forma de enseñanzas religiosas, de dogmas y de símbolos.

Lo que por mérito y por gracia los más grandes santos ven verdaderamente con sus ojos a la claridad de esta lámpara, es solamente

fragmentario.

Del mismo modo se perdió el conocimiento del yo como unidad interior, como alma. El conocimiento de sí es un don extraordinario y

sobrenatural. ¡Oh, paradoja y prueba de nuestra posición de caída! Hacen falta ya mucha sabiduría y mucho mérito para descubrir que se

ignora.

Una dama: Su condenación de los animales me parece severa y cruel. ¡Que las pobres bestias tengan que sufrir por el pecado del hombre,

es de una injusticia que indigna!

Respuesta: En nuestra oración cotidiana, pedimos: <<Danos, Señor… el respeto maravillado y misericordioso por todo lo que vive…>>. Lo

que dijimos de los animales no es un juicio, sino un intento de explicar su condición al demostrar cómo se encuentran comprendidos en el

pecado, ya que los vemos expuestos a sus consecuencias. Pero debemos ir más lejos:

Dijimos que a diferencia de los animales, arrojados del paraíso terrenal al mismo tiempo que Adán, las plantas florecidas, la tierra

humilde, las piedras pacientes y los astros fieles, permanecen todavía en él. Es menester poner sordina a este pensamiento y atenuar la

oposición. Porque la naturaleza es un todo y toda ella sufre el ataque del pecado, aunque en grados diferentes; san Pablo dice que <<la

naturaleza toda sufre dolores de parto>>. Queremos y podemos esperar que reciba asimismo los beneficios de la salvación. Son <<los

nuevos cielos y la nueva tierra>> que anuncia el profeta.

Un dominico: Dijo usted que el pecado original no es un pecado <<moral>>, <<personal>> y <<accidental>> como los demás. Eso es exacto

para los que nacemos en el pecado. No lo es para Adán, que nació perfecto: para él y en relación a la perfección, es un pecado moral y

personal. Para él, es una falta; para nosotros, un defecto.

Respuesta: Advirtamos, por otra parte, que cuanto más elevado es el hombre, tanto más grave es la falta que comete. En ciertos estados

de bajeza y de ignorancia nata, el crimen puede ser una simple bagatela; para el hombre establecido en la cumbre de la sabiduría y la

santidad, en cambio, la más mínima flaqueza es un crimen.

Un visitante: Hace más de una hora que oigo hablar del pecado original y debo decir que es la primera vez en mi vida que oigo explicarlo

de un modo interesante y completamente original. Sin embargo, sigo sin entenderlo y hasta creo que no hay nada que entender. ¡Al contrario! Rechazo ese mito judeo-cristiano como algo

malsano. ¿No se tratará sencillamente de ese <<sentido de culpabilidad>> que el psicoanálisis ha descubierto en los angustiados y que cura

demostrándoles que no tiene fundamento? La iglesia católica, en cambio, lo erige en dogma y nos obliga a creer en él y atormentarnos. Sea

como fuere, no experimento esa sensación y no siento su carencia ni su necesidad. Plantear el problema, es crear el trastorno. Pero no hay

tal problema; esa es mi opinión.

Respuesta: El otro día fui a visitar a un pez amigo mío. Es un buen amigo, pero no siempre es fácil encontrar con él temas de

conversación. Creí encontrar uno bueno al hablarle del agua. Pero me miró con su ojo de pez y en su lengua de pez, me dijo: << ¡No

entiendo nada de lo que me dices! ¿Agua? ¿qué es? ¡Muéstramela, nunca la he visto!>>.

De los siete amos

Está escrito: <<No servirás a dos amos. No se puede servir a Dios y a Mamón>>. Ya sabéis que Mamón es el dios de las riquezas.

Cuando nos examinamos de veras, observamos con cierta inquietud que los amos a quienes servimos y adoramos no son dos, sino tres,

cuatro, cinco, seis, siete amos.

Cuando decimos <<yo>> pensando en nuestras personas, no hablamos de una cosa sino de dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete cosas, siete

personas, siete personajes.

Cuando decimos <<mi vida>> no hablamos de una vida, sino de dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete vidas. Pues tenemos una vida de familia,

a veces contraria a nuestros deseos, nuestros placeres y nuestros gustos; una vida personal hecha de nuestros deseos, nuestros placeres y

nuestros gustos; en ocasiones tenemos una vida sentimental extraña a nuestra vida familiar y quizás opuesta a ella; al lado de esta vida

sentimental, poseemos una vida intelectual que no tiene ninguna relación con el resto de nuestras actividades. Y además, tenemos una vida

profesional y estamos apresados en el engranaje de cierto asunto, de cierto quehacer, de cierto deber; y todas las mañanas, al entrar a la

oficina o a la fábrica, nos ponemos esta vida que nos quitamos todas las noches para colgarla en el perchero.

Y somos otro hombre u otra mujer en la oficina y en el campo; y no solamente en apariencia, sino también otros en las aspiraciones, las

ambiciones y las esperanzas, otros en los escrúpulos y en los juicios.

Tenemos todavía una vida política y nos dejamos apresar en los hervideros de las opiniones y en el viento de los sucesos exteriores.

Y después, puede que tengamos también una vida religiosa; y esta vida no está en relación con ninguna de nuestras demás vidas y en

ninguna relación con la vida.

Entramos en vidas hechas, como quien se pone un traje hecho. No somos nosotros los que hacemos nuestras vidas; nos limitamos a

entrar en ellas; pues esta vida profesional, o intelectual, o religiosa, o familiar, ya está hecha; es una especie de máquina que funciona

sola: a talentos iguales, a vitalidad y salud iguales, los hombres son intercambiables.

¿Y nosotros? ¿dónde estamos ahí dentro? ¿y cuándo nos encontramos con nosotros mismos? ¿quién nos ayuda a encontrarnos en medio

de tantas cosas, de tanta gente, de tantas instituciones, cuyo objeto es apartarnos de nosotros mismos?

¿Cuándo tendremos una vida? ¿la vida, la verdadera? << ¿Quién vive la vida, Señor, quién vive la vida?>>, pregunta Rilke en su Elegía. Y la

poesía acaba con: << ¿Eres tú, Señor, eres tú quien la vive?>>.

Vosotros, que vais de la una a la otra, ¿cuándo seréis vosotros mismos? ¿cuándo sabréis que lo sois y no querréis ya salir de vosotros?

Lo que sale de sí mismo no puede crecer. Crecer es permanecer en sí mismo y agrandarse; salir, que los pedazos se vayan según su

suerte; que las partes partan.

Tomad una resolución; decíos tres cosas: <<Quiero conocerme, quiero amar a mi prójimo, quiero servir a Dios>>. Decid: <<quiero, deseo,

espero>>; no digáis: <<quisiera>>. Lo que se quiere, se hace, o al menos, se comienza a hacer; y si fracasa, es porque no se tiene fuerza;

pero no todo puede ser defecto donde hay voluntad, ni todo se ha perdido donde hay un impulso interior.

Quiero servir a Dios: quiero servir a un solo Dios. Para servir a Dios es menester que yo llegue a ser uno, pues no se trata aquí de

masculino ni de femenino. <<No puedo abandonar mis siete vidas>> __me diréis__ <<porque estoy comprometido en el mundo y retirarme

equivaldría a una deserción; otros sufrirían por mi conducta>>. Este tiene hijos y aquel tiene padres; y otros tienen amigos o compromisos

firmados y todo el mundo tiene deberes para con sus hermanos humanos.

De modo que a nadie le pido que deserte. Digo: sabed que sois actores en escena y que debéis desempeñar un papel que vosotros no

habéis escrito. Desempeñad vuestro papel con corrección; no os aconsejo que adoptéis actitudes fingidas o que tratéis de causar efecto. Os

digo: proceded como el actor que llora y hace llorar a los otros, pero que sabe que no es él quien llora. Sed los testigos de vosotros

mismos, sed los espectadores de vosotros mismos; dad un paso atrás con respecto a vosotros mismos; no os dejéis tragar, comer, hundir;

no os sumerjáis en vuestra propia vida: manteneos algo arriba y algo atrás. Comprometidos, pero no encadenados.

Conservad la libertad del jugador, del buen jugador y buscad el refugio. Buscad en todas las cosas que cambian y varían el punto que no

varía y tratad de fijaros en él. Os doy medios pequeños: pequeños, en apariencia insignificantes; distenderos, vigilad la respiración, estad

atentos a lo que hacéis, pero sobre todo a quien lo hace; buscad detrás de vuestra persona el núcleo oculto que es el ser mismo.

Haced con constancia estas pequeñeces todos los días y si podéis, todas las horas y de ese modo podréis estableceros en el lugar de que

os he hablado. Llegaréis a él imperceptiblemente; un buen día advertiréis ¡ya estoy!, al producirse cierta circunstancia que antes os

hubiera trastornado, arrebatado, forzado la mano y que ahora domináis. Al presente, en cambio, vuestros propios medios, vuestra

imaginación, vuestra inteligencia, vuestra vitalidad o vuestras fuerzas, os traicionan sin cesar, ya por carencia, ya por exceso.

Entonces, tratad, sin que por el momento nada cambie en vuestra vida, de retiraros poco a poco a ese sitio desde donde podréis

contemplarla, examinarla y juzgarla, como un juez imparcial. Tan pronto como la hayáis juzgado, advertiréis su desorden y su vanidad.

Poco a poco, os embargará la repugnancia; en el instante en que antes hubierais cantado victoria, experimentáis ahora una humillación,

una especie de remordimiento.

¡Muy bien! Ese es el mal que os deseo: hasta que ese remordimiento vago, se precise; hasta que ese sentimiento de estar metido en una

camisa sudada, en una cama donde se ha tenido fiebre, se os haga insoportable; hasta que el que nacerá en vosotros, se levante y haga su

vida, una vida, una sola vida: ¡la vuestra!

De la belleza del compromiso

<<Mi amor mismo por la verdad absoluta, acabó por hacerme comprender la belleza del compromiso>>.

Es preciso comprender la valerosa sabiduría y la belleza de estas palabras de Gandhi.

¿Qué es un compromiso? Un arreglo provisorio con el adversario; un acomodamiento adquirido al precio de concesiones mutuas.

¿Cuál es la belleza del compromiso?

Que se renuncie a la obstinación para llegar al acuerdo.

¿La belleza del compromiso? Que se haga algo.

Mientras hay combate (victoria o derrota) no hay nada hecho. Pero el que quiera hacer, debe ante todo combatir __sobre todo si lo inspira

el amor a la verdad absoluta_, pues debe afrontar al mundo, lugar de las apariencias, de las mezclas, de las limitaciones y los tránsitos, y

encontrar al adversario y al obstáculo. Y no se combate sin riesgos y hasta sin pérdidas seguras, pues no se trabaja sin ensuciarse las

manos ni se actúa sin comprometerse. Todo acto es un compromiso: un pacto con lo real.

La más elevada especulación acerca de la verdad absoluta no vale lo que el más corto paso real de un hombre real que avanza en la

realidad; pues la especulación es solo juego y figuras; el paso, en cambio, es verdadero.

La belleza del compromiso es que algo de la verdad pase a lo real.

Y sin embargo, seguís mirándome con desconfianza. ¡Os comprendo, sí!

¡La palabra compromiso suena mal a vuestros oídos jóvenes! Sí: tengo que confesarlo: no todo compromiso es bello. Huele a traición, a

hipocresía, a hábil componenda; cuando la concesión que se hace al mundo consiste en renegar de la verdad, toda belleza queda

comprometida.

Un compromiso definitivo no podría ser hermoso. Sería una traba, no un paso. Únicamente el absoluto es definitivo.

Bello es el compromiso menos feo que el de ayer.

Un compromiso bello es un acto colocado en las perspectivas de lo absoluto, puesto en el sentido de la verdad.

Entonces la palabra misma se hace hermosa y advertimos que contiene la palabra promesa. Me decís todavía: <<Solo es bella la exigencia de vivir sin compromiso>>. Os respondo: <<No, no es bella>>.

¿Por qué? Porque es falsa. Porque esa proposición proviene del orgullo y de la ignorancia de nuestra naturaleza. Para nosotros, el

absoluto es como el éter de las alturas: irrespirable.

Únicamente Dios vive en el absoluto.

Para el hombre, es pretensión engañosa o presunción mortal. Si pretende estar viviendo en él, representa una comedia.

<<No te hagas el virtuoso>>, aconseja la Biblia. Si su exigencia es sincera, siempre se descubrirá en falta, caerá en la desesperación y si

se obstina, morirá. Pero lo más probable es que, al no encontrar a ningún hombre lo bastante puro como para ser amado, ni ninguna

acción lo bastante pura como para entregarse a ella, acabe por detestarlo todo y no haga nada. Su pasión por lo absoluto se reducirá a un

argumento en las discusiones y sobre todo en el juicio de la conducta de los demás: un argumento que nada resiste; y su amarga lengua

envenenará a todos los que se empeñan en hacer lo más que pueden.

Hemos conocido a esos pequeños perfectos concentrados y circunspectos y a esos grandes todo-o-nada locuaces, exaltados y tornadizos.

Hemos soportado la tutela de esa clase de discípulos cuando el Arca era apenas algo más que un proyecto. Hemos recibido sus juramentos

y también sus reprimendas; porque no nos perdonaban nada: debíamos saberlo todo y poderlo todo. Empezaron a odiarnos tan pronto

descubrieron nuestra infamia, que era la de ser lo que somos. Nos abandonaron con estruendosa indignación. Y nosotros nos quedamos

muy afligidos y muy aliviados. Esos discípulos nos dieron una gran lección: nos enseñaron a amar al prójimo con todos sus buenos y

grandes defectos, tan conmovedores.

Las palabras de Gandhi parecen dirigidas a los amigos del Arca y dichas para responder a su inquietud; para llevarles no solo consuelo,

sino también una enseñanza y un método preciso.

Pues a menudo, al regresar de las fiestas y de los campamentos, cuando les es menester reemprender la vida de la ciudad tras los días

exaltados y apacibles de la comunidad, los invade el desaliento. Algunos llegan a reprocharnos que, con nuestra enseñanza, les hayamos

suscitado inquietudes que antes no sentían. <<Antes __dicen__ la costumbre, la comodidad, cuando no la necesidad y el deber, justificaban

nuestras tareas, nuestros negocios y nuestras obligaciones mundanas. Ahora estamos carcomidos de dudas con respecto a la utilidad de

nuestro trabajo, a la legitimidad de nuestro haber y a la honestidad de nuestras ganancias; con respecto al régimen y a la dirección de los

asuntos públicos en que tomamos parte, con respecto a la posibilidad de avanzar en la vida interior ya que nuestras ocupaciones nos

acosan y nuestro ambiente nos hostiliza. Y empezamos a avergonzarnos de nuestros éxitos y a sentir repugnancia por nuestros mismos

placeres. La plenitud de la vida que nos mostráis, nos lleva a medir la vanidad de la nuestra, de la cual, sin embargo, no podemos salir.

Si creyéramos en la doctrina del Arca, deberíamos abandonar todo e ir a reunirnos con vosotros; pero si nos quedamos donde estamos,

es porque no creemos bastante. Así que, como pensamos que se debe ser coherente y serio, tenemos la tentación de no abandonarlo, de

resignarnos humildemente a ser y hacer como todo el mundo, para que quizás volvamos a tener paz>>.

Les respondo: no se puede, por más que se quiera, descomprender lo que se ha comprendido. Nunca podréis libraros del veneno de la

verdad que os hemos inoculado. Por eso, os conviene ser fieles, buscar la paz en la perseverancia antes que en el olvido y encaminaros en

el sentido de vuestra perfección, aunque en este momento no veáis el fin del camino, aunque no os sintáis en este momento en estado de

llegar al final.

Sabedlo, amigos: nuestra enseñanza se dirige especialmente a vosotros, os sale al encuentro entre vuestras ingratas circunstancias, en

vuestro desorden natural agravado por las reglas de la vida civilizada, ordenada a contrapelo, en las atracciones y las distracciones que os

asaltan sin cesar por todos lados, en las fricciones y las irritaciones, en las mezclas y los contagios mentales, en las tentaciones y las

tribulaciones, en los escrúpulos por vuestra opulencia o en las preocupaciones de vuestra pobreza, en vuestra sumisión a la tiranía

inconsciente de vuestros allegados, a la opresión de los prejuicios corrientes, a la crueldad de la indiferencia general, en vuestras

vanidades obligatorias y vuestras contradicciones necesarias; en resumen: en el compromiso en el cual no podéis dejar de estar.

Ahí, en el punto en que estáis o estaréis, ahí es donde esta enseñanza debe serviros.

Ningún impedimento puede impediros obtener de ella una dirección, un estímulo y medios para vencer vuestros impedimento.

Hay varios grados de amigos:

Algunos permanecen en el mundo, porque ese es su deber; porque la vida y el bienestar de los que están a su cuidado, así lo exigen. Esos

amigos están crucificados a su condición por voluntad del Altísimo. Deben aprender a encontrar bienestar donde se encuentran, a hacer de

su presencia un testimonio, de sus obstáculos, peldaños: de su lucha, una práctica de no-violencia; de su sufrimiento, una plegaria.

Otros se aferran a <<sus deberes de estado>> porque están en condiciones de gozar de las cosas buenas de la vida y de los honores a los

que están muy apegados. Sería poco amistoso, probablemente inútil y puede que injusto, acusarlos de hipocresía. El ejercicio, al aclararlos

por dentro, los desasirá por fuera. No hay que violar el tiempo y arrancar el fruto antes de que madure. A fuerza de <<cumplir con sus

deberes>>, advertirán __a la luz de la doctrina__ que los tales deberes son y seguirán siendo vanos.

Otros, muy raros, están en el mundo, <<pero no son del mundo>>. Están en él no por inercia, sino por vocación: porque allí encuentran el

mejor modo de servir a Dios, de conocerse y probarse a sí mismos y de salvar a los demás sin perderse. Ellos no necesitan inscribirse para

ser amigos, ni pronunciar promesas solemnes para ser aliados. Y son ellos (que no la necesitan) los más rápidos en comprender la

enseñanza y en sacarle provecho.

Finalmente, están los últimos: los que saben que el mundo (en el sentido evangélico del término) es malo y que ellos mismos no son

mejores (estos últimos valen más que el primero de quienes piensan que nuestro mundo es bueno y que es bueno ocupar un buen lugar en

él). No están contentos con los demás ni consigo mismos, y el deseo de un cambio los desazona. Que se cuiden de considerar a esa

desazón como una conversión o una vocación, cuando puede ser solo un presentimiento.

Querer entrar en el Arca porque se está mal en los demás sitios, es una mala razón (buena razón para quedarse, mala razón para entrar).

Lo primero que deben aprender es, al contrario, a encontrarse bien en todas partes, a estar contentos con lo que les llega porque viene a

Dios, y siempre contentos con los demás. Lo estarán en cuanto hayan aprendido a no esperar nada de los otros, en cuanto no se empeñen

tanto <<en ser colmados, como en colmar, en ser amados, como en amar>> (San Francisco, Oración simple). Se sentirán menos

descontentos de todo cuando tengan menos motivos de sentirse descontentos con ellos mismos.

Por otra parte, la mayoría de quienes detestan el mundo no piden abandonarlo todo para unirse a nosotros. Saben que les falta fuerza y

voluntad. Pero creen estar errados, y en eso se equivocan: creen que deberían querer tomar resoluciones heroicas y en eso se equivocan.

El mismo hecho de que el mundo les repugne y los fastidie, comprueba que no tienen el derecho espiritual a abandonar el mundo.

Pues si renunciamos a lo que nos repugna y nos fastidia, ¿qué renunciamiento es? ¿y qué sacrificio?

Sabedlo: no podéis <<salir del mundo>>. Por más que lo escapéis, siempre volveréis a encontrar ese mundo en torno de vosotros; y el

tropel y el desorden y las trabas que están en vosotros.

Un necio corrió al desierto y lo primero que exclamó, fue: << ¡Vaya! ¡Eres tú, soy yo! ¡Qué encuentro tan desagradable!>>

El monje está en el mundo que es su convento y su convento en el mundo que es el mundo. No hay nadie que viva fuera del compromiso.

Dije que las palabras de Gandhi sobre el compromiso comportan un método preciso.

Lo primero que debemos hacer es establecer el punto: ¿a qué distancia de lo absoluto se sitúa nuestro compromiso?

Esta comprobación nos indicará el sentido en el que hay que dar el primer paso.

¿Cuál es el primer paso? El más fácil que imaginarse pueda. Basta con pensar en él y ya lo hemos dado. Esta fácil victoria nos dará la

fuerza y el fervor para emprender el siguiente.

Pero el primer paso hay que darlo enseguida, o no tendrá continuación.

Detengámonos aquí, en el punto de interés culminante y digamos, como en las novelas por entregas: continuará.

Lo reitero enérgicamente: ¡continuará!

Ganar el tiempo perdido

Dado que el absoluto es irrespirable, podemos aceptar nuestro compromiso siempre que sea para partir, siempre que sea un punto de

apoyo y no una detención. Pero cambiar los exteriores sin cambiar el interior, es como hacer un agujero en el agua: quizá una ilusión

inquieta que nos lleva siempre a ver nuestro bien, en el sitio donde no estamos. Puede, por otra parte, que nos sintamos muy bien en el

sitio en que estamos y solo nos haga falta ser bastante firmes para conservarlo, bastante plenos para cumplir nuestros deberes; o

finalmente que la necesidad que nos clava a esta estaca, nos deje ver claramente que es nuestra cruz. Sea como fuere, tenemos mucho que

hacer aquí y ahora.

No porque digamos __como los que convierten en un absoluto al <<deber de estado>>__ que nuestro deber es el de no cambiar nunca de

estado; que nuestro estado es el efecto de la voluntad de Dios y que no somos quiénes para juzgar. Y si los azares de la vida hubieran

hecho de nosotros ladrones y prostitutas ¿sería nuestro deber el de robar y prostituirnos a más y mejor? La enseñanza del Arca exige, por

el contrario, que examinemos el lugar, el anverso y el reverso de nuestra posición social y del oficio con que nos ganamos la vida. Siempre

tenemos que preguntarnos si no somos ladrones o prostitutas. Ladrones todos aquellos cuya posición es tan buena que reciben más de lo

que dan; ladrones los que fabrican o venden cosas dañinas o inútiles, o viven del trabajo de los demás. Prostitutas todos los que venden

sus jornadas, sus meses, sus talentos y sus pensamientos a sus patronos, cuya empresa reprueban. Si nuestra conciencia nos demuestra

que nuestra posición nos pone en falso, buscaremos los medios de salir de ella con el tiempo. Es lo que han hecho muchos de nuestros

antiguos amigos, o empezado a hacer. Cierto industrial se contenta hoy con un salario de obrero y construye casas para los pobres. Cierto

policía piensa convertirse en maestro. Cierto profesor universitario, al no entrever el bien que su curso podía aportar a sus alumnos, va a

jubilarse para cultivar su huerta y fundar una escuela.

El que cambia por motivos de conciencia, busca en general una tarea más humilde, más penosa y menos lucrativa. Puede que no estemos

solos. Nuestro cambio concierne también a los que dependen de nosotros. No debemos forzar ni romper nada; nuestra primera tarea será

la de hacer aceptar y desear el cambio a quienes van a sufrir sus consecuencias. No nos debe importar lo que piensen los demás:

parientes, colegas, amigos y conocidos. Su indignación, sus sermones, sus llamadas a la cordura y sus burlas son obstáculos inevitables

por los que hay que pasar.

No digáis: tengo hijos, puedo elegir y renunciar por mí, pero no por ellos. Si pensáis que no tenéis derecho a lo que ganáis trabajando

¿cómo podrían tener ese derecho los que no trabajaron? ¿y qué mayor bien podemos hacer a los otros, que el que nos hacemos a nosotros

mismos? La historia del antepasado que rechazó una fortuna por convicción religiosa, o por dignidad, o por casarse con la mujer que

amaba, se transmite en las familias de generación en generación, mucho más que las fortunas, que a veces se pierden.

Dijimos: no forzar ni romper nada; añadamos: no precipitar nada. Precipitación, es cambiar de oficio, de comportamiento, de lenguaje y

de vestimenta, sin haberse cambiado a sí mismo. Y aquí estamos nuevamente en el punto de partida: ¿qué podéis hacer sin cambiar de

estado y por dónde comenzar?

Ya sabemos que todo lo que hacéis es importante; que estáis ocupados y sumidos en vuestro trabajo y que tenéis que estarlo, porque si os

tomaseis una hora para respirar, se perdería el negocio, la familia iría a la ruina, las naciones se arrojarían una contra otra y se

desplomaría el mundo.

Continuad, entonces. El torno del alfarero sigue girando hasta cuando el pie ya no lo impulsa; os vestís, coméis y hacéis otros gestos

perfectos, sin que ellos os absorban y quedáis libres para pensar en otra cosa. Quizás pudierais dejar que el vértigo y la urgencia del

mundo exterior os rodearan, sin dejaros devorar y perder la cabeza. Mirad con el rabillo del ojo cómo vuestro personaje se dedica a sus

ocupaciones y fijad la densidad de la atención sobre el interior y el centro de lo interior.

La llamada, la doble atención, la vertical, la respiración, la concentración; hemos explicado estos elementos del método en el curso del

año. ¿Habéis seguido los consejos? Sí; ¿y después? Después, volved a empezar, día tras día. El ejercicio no es una simple experiencia, algo

que se prueba para ver qué pasa. No; el ejercicio es un alimento. La cena de ayer no nos dispensa de la de hoy. Debemos tener hambre y

sed de sustancia interior.

Un consejo más: ya que estáis tan ocupados, ganad el tiempo perdido. Sí; hasta el hombre más ocupado del mundo pasa horas en las

salas de espera, en los andenes de las estaciones, en el cordón de la vereda esperando un taxi, en el aeropuerto, en auto y en avión; y

siempre hay alguien que le haga perder tiempo hasta en su casa. ¡Sí…! ¡Ese mal educado, ese sinvergüenza que da una cita y no viene!

Entonces, en lugar de taconear, en lugar de sacudir las llaves en el bolsillo, en lugar de perder la paciencia a pura pérdida, de escupir

vuestro inútil enojo al viento y de renegar gratuitamente, decíos: aquí está el tiempo que siempre me falta para hacer mis ejercicios. Por

fin lo tengo.

Si se os da a la fuerza, tomadlo y dad gracias.

Preguntas y respuestas en torno a la no-violencia

Un joven: ¿Los efectos de la no-violencia son siempre buenos? La India, por ejemplo, se liberó de los ingleses con la no-violencia. ¿Pero se

ha comprobado que eso sea un bien para la India?

Respuesta: Por lo menos, es cierto que la India no ha salido de sus miserias. Sin embargo, creo que la libertad es un bien tanto para un

pueblo como para un hombre. Es un bien que no se mide por la prosperidad. Entre un esclavo ahíto y el último de los hombres libres,

aunque sea un mendigo, al que hay que compadecer es al esclavo, sobre todo si está satisfecho. La libertad es un valor antes que una

dicha.

No obstante, su observación es oportuna: es bueno recordar que se trata de un bien relativo. Gandhi no lo olvida nunca. ¿Quién es este

conductor de hombres que busca la victoria con todas sus fuerzas mientras afirma, con igual claridad que esa victoria no es un fin en sí?

Gandhi es bastante sabio para saber que solamente hay un bien en sí: el de convertirse uno mismo en algo mejor.

Un hombre de edad: Para nosotros, los cristianos, esa es la evidencia misma. Pero si se está convencido de que el que conquista el

mundo no gana nada si perdió su alma ¿por qué no volverse hacia <<el único necesario>> en vez de continuar enredándose en intrigas y en

luchas, con gran riesgo de encontrar la decepción en el triunfo mismo?

Respuesta: Tomar ese atajo es muy lógico y legítimo. Es lo que hace el monje. Y sin duda elige <<la mejor parte que no le será quitada>>.

Pero eso es salir de la condición humana. No le es posible al hombre; solo le es posible a Dios: quiero decir que es posible con la gracia de

una vocación precisa. Hay otros caminos en que las curvas y los retrasos no van a pura pérdida, porque en cada vuelta se puede guiar y

sostener a otros peregrinos. El camino que eligió Gandhi o para el cual fue elegido puede abrirse a un mayor número de hombres de buena

voluntad.

Alguien: Eso no quiere decir que sea mejor: el número no es lo que cuenta.

Respuesta: ¿Quién dijo que es mejor? Creo que incluso he afirmado lo contrario. Pero si el mejor camino me está cerrado, sigue siendo

bueno en sí y bueno para los que lo siguen, pero a mí no me sirve. Gandhi suma la sabiduría de discernir el fin puramente interior, a la

prudencia de conocer la disposición y las costumbres de los mejores hombres comprometidos en el mundo, a cuyo encuentro va: las del

pecado original y el error original, las de estar siempre fuera de sí mismos y considerar, consecuentemente, que su bien está fuera de ellos

mismos. Ven su bien en el objeto de sus deseos o en las circunstancias o en los cambios que son deseables.

Si Gandhi hubiera venido, tras tantos otros, a enseñarles que todo eso no era más que proyección y espejismo, no hubieran escuchado su

llamada, como no escucharon la de sus predecesores. Por eso, esta gran alma, aprovechó la ocasión ofrecida por cierto movimiento

histórico, como el de la liberación de un pueblo; aliento que ya tiene la virtud de elevar a muchos por encima de sus tibias costumbres, de

sus mezquinas preocupaciones y de sus sórdidos cálculos; en esa vuelta del camino los esperó, cumpliendo el destino inscrito en su

nombre: Mohandas. Porque <<Mohan>> significa el seductor; el Dios que arrebata a los hombres; y Das, el hombre que lo sirve. La obra de

seducción de Mohandas consistió en agitar ante los suyos la imagen de un fin elevado y exterior, tanto, que suscitara la exaltación, pero

también el temor de que a la exaltación siguiese una recaída, como sucede habitualmente en los abismos de la sangre; les impuso así

medios, que no pueden llevar al triunfo sin purificar a quien los emplea. Y así fue como muchos, al precipitarse hacia un bien menor,

descubrieron uno mucho mayor; y de las cosas relativas y pasajeras, pasaron a las absolutas y supremas.

Un hombre maduro: Cuando se considera el carácter de los dos pueblos enfrentados y sus respectivas potencias, ¿no cree que el principal

mérito de Gandhi haya sido el de poseer un sutilísimo sentido de la oportunidad en la elección de los medios?

Respuesta: Eso es lo que se creyó después, cuando se enfrentó la evidencia de triunfos imprevistos y desconcertantes. Muchos de sus

partidarios lo creyeron y diría que hasta esperaron que así fuera. Pensaron que Gandhi adoptaba la salida no-violenta, porque para un

pueblo numeroso y desarmado era la única abierta; que al agrupar y ejercitar a sus partidarios con acciones más simbólicas que eficaces,

ganaba tiempo y terreno y se ponía en condiciones, llegado el momento, de provocar el alzamiento. Pero ese momento no dejó de

presentarse muchas veces. No hay que olvidar que durante las dos últimas guerras mundiales, la causa británica parecía perdida; no era

difícil que en esos momentos, una embestida del elefante hubiese arrojado a sus adversarios al mar. Sin embargo, Gandhi aprovechó

siempre esas oportunidades para ayudar al enemigo en dificultades en lugar de atacarlo; eso conforma a las leyes caballerescas y se opone

totalmente a las de la oportunidad. Y esa conducta causó ira y decepción muchas veces a sus partidarios. Para Gandhi, la no-violencia era

cuestión de fe y no de habilidad; de esa fe de la que se dice que mueve las montañas y hace milagros; y la fe siempre es eficaz. Si hubiera

adoptado la no-violencia por cálculo sutil y como una maniobra hábil, yo no vacilaría en declarar que se trata de un cálculo infame y de

una maniobra innoble: especulación sobre los buenos sentimientos del prójimo y sobre la lealtad del adversario.

Un joven: Estamos hablando de la no-violencia y todo lo que se dice me interesa, me aclara las ideas. ¿Pero me permite que le haga un

reproche a esta enseñanza?

Respuesta: Hágalo sin miedo.

El joven: Que de esto no se habla todo lo que se debería. Y que cuando se habla, se habla en torno a la no-violencia y no se habla de la no-

violencia.

Respuesta: ¿A qué llama usted hablar de la no-violencia?

El joven: A enseñarnos reglas precisas para que las apliquemos en nuestra vida. Es eso y no otra cosa lo que vengo a buscar junto al

discípulo de Gandhi.

Respuesta: Su impaciencia es de buena ley y lo felicito por el reproche que me hace. Pero su satisfacción le será negada todavía por un

tiempo. Porque la no-violencia no es nunca un procedimiento. No nos es lícito hacer abstracción de todo lo demás. Es indispensable el

trabajo interior que llega hasta la completa inversión de los modos de ver, de sentir y de actuar, que son comunes. Debe adquirirse

primeramente un cierto estado a partir del cual la acción no violenta surge natural y legítimamente y no es una práctica artificialmente

encolada sobre una naturaleza en bruto que sometida a la prueba del primer combate, mostrará la oreja y arruinará todo. Además, los

efectos de la no violencia, como sucede con las mejores cosas de este mundo, siempre serán bienes exteriores e incompletos. El rodeo al

que usted desea escapar en cambio, es el único que lo puede conducir a las luces y alegrías ganadas de una vez por todas.

El joven: Pero Gandhi no tuvo que hacer tantos rodeos. En cuanto él mismo estuvo preparado, encontró hombres que le siguieron.

Respuesta: Pudo contentarse con prepararlos entre una acción y otra y ejercitarlos en el trascurso de la acción. Porque el temperamento

y la educación del más religioso de los pueblos, preparaba a los hindúes a comprenderlo en cuanto hablara.

Alguien: ¿Y nosotros, no tenemos el evangelio que es la mejor preparación?

Respuesta: No basta con tener el evangelio; hay que seguirlo. Si aquí todo el mundo siguiera al evangelio, encontraríamos millones de

hombre listos para la no-violencia y no tendríamos ninguna necesidad de aportes y ejemplos extranjeros.

Un escritor católico: ¿Quiere decir que la iglesia ha fracasado en su misión?

Respuesta: Compruebo con mucho pesar que todas las corrientes del pensamiento occidental van en sentido inverso con una fuerza casi

irresistible y que su reflujo ha alcanzado a la iglesia misma.

El escritor católico: Hay que reconocer que la iglesia debió hacer al mundo más de una concesión que Jesús no hacía en su tiempo ni

Gandhi en el nuestro.

Respuesta: Siempre ha sido así casi en toda época. Con una prudencia que nuestro ardor deplora (aunque puede que nuestro ardor se

equivoque y su prudencia tenga razón) la iglesia debió ceder en puntos secundarios para ella y primordiales para el mundo, a fin de no ser

destruida y rechazada. Por eso, en todas las épocas, se necesitan cristianos audaces, que sin alzarse contra la autoridad, recuerden la

pureza de las fuentes. Es lo que, entre otros, tratamos de hacer.

De la libertad

Para desechar la necia opinión de que la libertad consistiría en ser sin ley, basta fijar la atención en qué es la ley. Es una de esas cosas

difíciles de definir.

¿Qué es el ser, por ejemplo? Ya sabéis que esta pregunta no tiene respuesta, pues no podemos decir qué es el ser, pero tampoco podemos

decir que no sabemos qué es.

Con la ley sucede más o menos lo mismo. La ley es la forma del ser en el tiempo, o sea, en el movimiento y en la vida. Por ende, decir que

se es sin ley, sería decir que se es sin ser.

La libertad no consiste en ser sin ley, sino en no sufrir la ley de otro… Yo diría que la libertad consiste en realizar la ley propia. En todos

los estadios, hasta en el más humilde.

El cuarzo cristaliza en exágonos. Su libertad consiste en cristalizar en exágonos. Lo hace siempre que las condiciones de presión y calor

lo permiten. Pero en cuanto se produce un deslizamiento de terreno o una congelación súbita, los ángulos de su cristal se falsean. Esa es

la violencia y la imposición tal como se ejercen en este estadio de lo real.

La ley del árbol consiste en erguirse hacia el cielo según la vertical. Y así lo hace siempre que el viento, una roca, una pared o un

accidente no se lo impidan, no lo quiebren, no lo hagan desviar.

Las leyes no son todas de la misma clase; hay leyes que pertenecen a diferentes planos del ser. Y en el mundo no hay una sola sustancia;

no hay un solo plano del ser. Hay por lo menos tres planos del ser.

El ser material o muerto soporta las leyes del movimiento y de la gravedad. Es un mundo privado de libertad por definición; la libertad se

manifiesta en él, como lo he demostrado con el ejemplo del cuarzo, pero solamente porque toda la realidad está presente en cada parte de

la realidad. Y casi no hay (y puede que no haya ninguna) materia que no esté iluminada por un reflejo de los planos superiores.

El plano superior al material, es el vital. Se distingue del primero, aunque aquel lo penetre; y su juego de leyes es contrario al de las leyes

de la materia. Las leyes de la impenetrabilidad de la materia están ya abolidas por completo en la forma de vida más humilde: la célula

viviente. Las leyes de la gravedad son también parcialmente contrariadas: todo ser vivo se endereza; todo ser vivo presenta aspectos

surgentes.

Podría decirse que al cambiar de plano, las leyes se dan vuelta: son las mismas leyes, pero convertidas.

Por último viene el plano espiritual, que representa una nueva conversión con respecto al plano vital. Esa es la explicación más profunda

que se puede dar de la ascesis a quienes no ven su razón. ¿Por qué contraría el santo sus impulsos naturales más legítimos? Tal cosa

parece enfermiza e insensata a los que no han llegado al plano espiritual; pero al que se eleva a ese plano, le resulta lógico y necesario,

pues es conforme a la ley de ese plano.

El hombre lleva en sí los tres estadios de la realidad: materia, vida y espíritu. Eso en cuanto a su composición nativa. Y posee además, un

cuarto elemento, que es artificial: el social y convencional.

El hombre se presenta desde el principio como un ser complejo y como campo de batalla de fuerzas contrarias. Si quiere alcanzar la

libertad, es menester que alcance la unidad. Alcanzar la unidad, es poner en armonía los elementos que lo componen. Y luego, oponerse en

bloque a todo lo que lo rodea.

Oponerse, separarse, imponerse, y por último llegar a su culminación.

Pero su tendencia lo lleva a tomarse libertades en lugar de buscar su liberación. Tomarse libertades significa dar rienda a uno u otro de

los elementos que predominan en él, de manera constante o durante un tiempo. Es soltar, por así decir, una parte de sí-mismo, como si esa

parte fuese un ser independiente o como si fuese el centro de su ser. Con la complicidad o la rivalidad de todos los seres de esa especie

que se hallan afuera y de esos mismos instintos y tendencias en los demás hombres. Si, por ejemplo, el hombre libera sus instintos

animales, tendrá que habérselas con las demás bestias de la tierra y también con el animal humano, luchando o aliándose con ellos.

Esas clases de libertades son causas de disturbio en el mundo exterior y de desorden en el mundo interior.

No se debe oponer libertad a determinación. La libertad actúa en medio de las determinaciones que son su límite. Es necesario oponer

libertad a imposición, que no es la misma cosa… Soy libre en medio de las determinaciones, significa que en el desarrollo de mi proyecto y

de mi acción, tomo en cuenta lo que está allí y lo que está allí me favorece o me pone obstáculos. De acuerdo a esos obstáculos y

solicitaciones, dispongo mi acción de un modo particular, para conseguir mis fines.

El impedimento, el arrebato y el encadenamiento son las tres enfermedades de mi libertad.

Si no soy bastante fuerte, encuentro por doquiera el impedimento.

El arrebato es el movimiento contrario. El arrebato me aspira, me precipito hacia afuera y me desborda. Soy arrebatado, todas las veces

que una parte de mí mismo es atraída por el mundo exterior y sale de sus límites, comprometiendo el todo que yo debo ser. La excesiva

facilidad en los actos puede llegar a ser, en igual grado que el impedimento, un ataque a la libertad.

El encadenamiento está formado por los eslabones y engranajes de la costumbre. La costumbre arrebata nuestra acción y nuestras

palabras en el sentido de las cosas ya hechas y pensadas e impide la invención, el impulso, la expresión espontánea, en suma: el acto libre.

Podemos estar encadenados a un vicio, o a las exigencias de la vanidad mundana, o a la vida casera, o a la rutina del trabajo, o a las

obligaciones de una carga, a las deudas y a los deberes. El encadenamiento consiste en funcionar en vez de vivir.

La lucha contra estos tres enemigos será constante y siempre incierta la victoria, aun admitiendo que la razón y la virtud hayan hecho de

mí una persona acabada. Mas cuando hablo de la razón y la virtud como componentes exteriores de la persona humana, me refiero al

hombre que permanece en el error original. La verdadera liberación solo puede comenzar con la revelación misma de la unidad interior de

los elementos que me componen. No se puede efectuar componiendo esos elementos según una regla moral dictada desde el exterior.

Únicamente en el caso de una persona de razón y de virtud se puede hablar de libre albedrío. Para actuar como hombre libre, se debe

haber superado el orden de las reacciones. El orden de las reacciones es mucho más amplio de lo que pensamos. La mayoría de nuestros

actos solo son reacciones. Hay hombres que nunca han tenido más que reacciones; puede decirse que <<se dejan vivir>>, porque solo son

capaces de reacciones al azar de los encuentros.

La parte de libertad a la que el hombre exterior puede aspirar, es la de realizar lo que concibió. Es una parte limitada. No hay ninguna

libertad absoluta, pues las limitaciones de la libertad provienen ante todo del límite de mis fuerzas y también del límite de la unidad. Por

ende, las dos amenazas a mi libertad, son: primero, que no haga un todo y además que hasta mi todo pueda dar con otro todo más fuerte

que lo aplaste.

Para tener libertad, se necesitan tres cosas: fuerza, inteligencia y amor.

Y según uno u otro dominen, se tratará de una libertad exterior y negativa o bien positiva e interior.

Por negativa y exterior, quiero significar la libertad que consiste en no sufrir imposiciones de otros. Por positiva e interior, quiero

significar la libertad que consiste en realizar la ley propia. Si la libertad se obtiene por la fuerza, la libertad obtenida es exterior y negativa:

no se soporta la ley de otro, porque se está en condiciones de resistirla. Y la fuerza duplicada o violenta, nos lleva, además, a imponer

nuestra ley o nuestra voluntad a otros. Es esta libertad la que está en juego en las luchas humanas: la de las naciones y los partidos, las

tribus y los clanes. Pero para obtenerla, el uso de la fuerza debe siempre estar corroborado, hasta cierto punto, por la inteligencia y el

amor. Pues la fuerza, sola, no puede subsistir sin la unión: <<Si un reino está dividido contra sí mismo, se desploma>>, dice el evangelio. Y

lo dice a propósito del diablo. Es decir que hasta la fuerza maligna, hasta la violencia y hasta la violencia diabólica debe, para subsistir,

efectuar alguna unificación, que es una manera de amor elemental y exterior. Todo no puede ser violencia en la violencia; es menester que

alguna partícula de buena voluntad entre en ella, para que todo no luche contra todo y se destruya a sí mismo.

La fórmula <<la unión hace la fuerza>> es muy familiar en un mundo donde la palabra <<amor>> ha sido desplazada. La unión, empero, es

una forma de amor.

Igualmente se puede afirmar que la inteligencia siempre está presente en el uso de la fuerza; sin ella, esa fuerza ciega y estúpida se

toparía con un inmediato fracaso.

Esta forma de inteligencia, encerrada por así decir, y como encubierta por la fuerza, se llama astucia. Ella es la creadora de la legalidad.

Ella también, la creadora de las ciencias y las técnicas. Así es como se ve a la fuerza bruta de las conquistas y las revoluciones,

transformarse en legalidad. Y esa legalidad limita la fuerza que la creó.

Consideremos ahora la fuerza liberadora de la inteligencia. La inteligencia es de extensión infinita. La inteligencia del hombre o razón,

tiene la propiedad de franquear de un salto el horizonte. Basta con ello para comprender que libera a quien la pone en acción y le permite

tomar distancia. Toda posibilidad que se ofrece es una ampliación de la libertad. El ser que no tiene capacidad de elección, no tiene

libertad. El que puede escoger entre dos acciones, indica su voluntad; su libertad es la determinación inteligente en la elección. La libertad

de elección está pues en razón directa a la inteligencia que abre las posibilidades.

La inteligencia puede luchar con ventaja contra la fuerza y con una ventaja inmensa contra la fuerza sin inteligencia. Puede emplear esta

fuerza-sin-inteligencia para sus propios fines. <<Cuando un hombre fuerte defiende su casa, todo lo que posee está a salvo; pero si viene

alguien más fuerte que él, se enriquecerá con sus despojos y le arrebatará las armas en las que ponía su confianza>>. La inteligencia es

ese alguien más fuerte que el fuerte. Es el niño que lleva al elefante por la trompa.

Consideremos ahora al tercer elemento: el amor. Amor significa ante todo unión y acuerdo. El fuerte siempre encontrará en este mundo a

alguien más fuerte que él y ese será el límite de su libertad, cuando no el fin de su poder y de su vida. Los objetos, las fuerzas inanimadas

limitan nuestra libertad y nuestro poder. Los demás hombres o los demás pueblos nos imponen su libertad y su poder. Por ende, si

estamos solos, estamos encerrados en la cárcel de nuestra propia fuerza. Pero si nos entendemos con otro, a nuestra fuerza se suma toda

la fuerza del otro. Si conseguimos conciliarnos, uno por uno, con todos los que nos hacen frente, con todos los que tratamos, inclusive con

quienes nos combaten, podemos decir que hacemos conquistas incruentas y en la misma medida aumentamos el imperio de nuestra

libertad.

Un día vi dos conejos en un prado. Los habían atado juntos, por el cuello, con una soga. No había por qué cercar el prado, pues en cuanto

uno de los conejos tiraba para un lado, el otro tiraba para el opuesto y una vez tensa la cuerda, una voltereta los devolvía al punto de

partida.

Esa es la imagen de las imposiciones legales y morales que nos tienen atados por el cuello. Si los dos conejos, por amor o por

inteligencia, se hubieran puesto de acuerdo, habrían escapado campo traviesa uno junto al otro. Por eso dice San Agustín: <<Ama y haz lo

que quieras>>. Ama, y no habrá límite para tu libertad.

¿Quién es este hombre que se dispone a perder la vida para defender a otro? Y ¡oh, maravilla! lo hace libremente. Lo quiere hacer; si se le

impidiera hacerlo, gemiría, se debatiría. Es que ese ama y ama hacer libremente lo que todo otro animal hace únicamente por imposición y

por fuerza. Lo que equivale a decir que todo, inclusive la muerte, se convierte en acto libre por el mágico efecto del amor.

Solo resta considerar el caso único de la libertad positiva e interior.

¿Cómo realizar nuestra ley propia si no nos conocemos?

El que ignora está reducido a la servidumbre o a esa libertad ilusoria que acabo de llamar negativa y exterior. Jesús dice: <<Conoced la

verdad y ella os liberará>>. La verdad es el conocimiento de lo interior y en consecuencia, del yo. Si yo me conozco, conozco también mi ley

propia. Voy a realizarla naturalmente. Por supuesto, no la realizaré sin fuerza, pues conocerse y dominarse no es empresa fácil.

Pero esta fuerza ya no es trabajo ni lucha. La liberación no proviene de una mayor potencia contra los obstáculos, sino de la

circunstancia de que no teniendo ya los mismos fines ni la misma dirección, no encuentro más esos obstáculos.

Cuando lo que busco es mi alma, ya no tropiezo con la rivalidad de los demás y de ello resulta la paz con mi prójimo.

Las cadenas de mis viejos hábitos caen en cuanto me interno por un camino tan nuevo.

El arrebato de las distracciones, la seducción de los sentidos, la propensión a las charlas ociosas, a las bromas y a la ira, desaparecerán

sin que los reprima, si conozco el júbilo de recogerme.

Advertiré que las riquezas nada valen para la búsqueda interior y pasaré de la codicia a la indiferencia liberadora. Y bien pronto advertiré

que me importunan, que me rodean de personas que buscan sacarles provecho y no me resultan buena compañía: que falsean mis lazos

con el mundo; y pasaré de la indiferencia ante la riqueza, a la aversión liberadora.

La fuerza de que habré menester no será en ningún momento una violencia. Ni contra mí mismo tendré que ejercer la violencia del que

hace esfuerzos por corregirse desde afuera. Será una fuerza del orden del crecimiento de los árboles.

También la inteligencia es requerida en la liberación.

Si la inteligencia es la que abre posibilidades, nos enseña el modo de dar eficacia a nuestros actos, discierne en todas las cosas lo

esencial de lo accesorio y descubre una salida para cada circunstancia, ¡qué inteligencia nos hará falta para abrirnos una posibilidad que

el vasto mundo no contiene: la de salir de él!, para revelarnos que la conquista del mundo de nada sirve a quien ha perdido su alma.

La inteligencia aquí necesaria está tan lejos de la astucia, como la fuerza aquí necesaria lo está de la violencia.

Distingamos tres clases de inteligencia:

La inteligencia-astucia, la inteligencia-ciencia y la inteligencia-sabiduría.

La inteligencia instruida puede ser más vasta, más alerta, más aguda, más inventiva; la sabiduría es siempre más grave y más alta.

A la inteligencia le competen los medios; a la sabiduría, los fines.

Por último, el amor procura la liberación y la liberación, el amor.

Pues no puedo descubrir mi alma sin que el alma del otro se me revele al mismo tiempo; y reconocerme entonces en el prójimo, es

amarlo como a mí mismo.

No puedo descubrir mi unidad interior y mi todo, sin reconocer en todo y por encima de todo el uno-en-sí, a Dios, y sin amarlo.

Mi ley propia, si soy un todo que he acordado yo mismo, es la de acordarme a la ley de todas las cosas.

La libertad es un puerto lejano. ¡Pero veamos! Dios viene delante de nosotros y nos lo trae él-mismo. Así que no nos contentemos con

esforzarnos. Recemos.

Del arrebato o caída en lo exterior

Ceder al arrebato es abandonarse a todas las inclinaciones de la naturaleza según las solicitaciones de lo exterior.

Por <inclinaciones de la naturaleza> entiendo la naturaleza natural o animal y la naturaleza artificial de la que nos han dotado la

sociedad, la educación y la moda, que es superiormente exigente y frecuentemente pervertida. Las solicitaciones del exterior provienen del

mundo natural y también, y sobre todo, del mundo social. La civilización es una solicitación constante, una tentación sistemática, una

multiplicación voluntaria y docta de los objetos de deseo y de ilusión.

Estos arrebatos de la naturaleza segunda deben atacarse en primer término. ¿Por qué? Porque son más superficiales que los otros.

Basta a veces percibir su carácter artificial, fútil y perverso, para quitarlos de en medio o para desear quitarlos de en medio, o para saber

que hay que desear quitarlos de en medio, lo que es el primer paso.

La moral común nos prohíbe dejarnos caer por cierta pendiente, que contraviene las leyes y convenciones. Pero muy raras veces nos

enseña a resistir la tentación de acariciar con la imaginación el objeto prohibido en la práctica.

Abandonarnos a la corriente de las imágenes se nos antoja, pues, a la vez agradable e inocente. Nos parece que la satisfacción

imaginativa es un sustituto y que reemplaza sin riesgos a la satisfacción en actos.

Pero la satisfacción imaginativa nutre, fortalece y hace crecer la tendencia, hasta que llega el momento en que se presenta la ocasión de

darle libre curso en forma secreta o escandalosa.

El primero de los arrebatos es el de la imaginación, estimulada por los instintos y los deseos, o bien, vacía.

Nido y caricia de pasiones ilícitas, es una preparación para el pecado y en sí misma un pecado. Un pecado íntimo que mancilla

profundamente, que destruye las resistencias, que corrompe la voluntad.

El abandono de la imaginación a la deriva, es una flaqueza y un reblandecimiento de la fibra intelectiva, una pérdida de sustancia y una

pérdida de tiempo, un agotamiento, un gusano que corroe la pulpa de la conciencia.

La sociedad se ocupa diligentemente en cultivar esas tendencias y en explotarlas comercialmente.

Así es como el vicio imbécil de dejarse ir de una sensación a otra, el vicio de no pensar en nada, come su ración en las luces y los ruidos

de la ciudad, en el ir y venir de los peatones, en la prisa y los empellones, en el brillo de letreros y escaparates, en las discusiones

callejeras y los accidentes que hacen las delicias de los papanatas.

En cuanto a las pasiones que es agradable excitar en sí y provechoso suscitar en los demás, son de dos clases: las irascibles y las

eróticas. Sus efectos son perturbadores, peligrosos y nefastos. La moral y la policía se encargan de atenuar esos efectos; el comercio, la

industria, las artes, los bailes, los bares, las pocilgas, las salas y los espectáculos, los cines y las novelas, sin mencionar a los deportes, la

política y los diarios, mientras tanto, multiplican las excitaciones y las irritaciones. Las drogas, los alcoholes y el humo favorecen a todos

ellos o los reemplazan.

No hay entonces por qué extrañarse de que el civilizado, preso de la exasperación del deseo, las satisfacciones ilusorias y la frustración,

se refugie en algún vicio clandestino o se abandone a alguna forma de demencia y se torne accesible a los ataques de demencia colectiva

que se llaman guerra o rebelión.

Los arrebatos de la ira, de la lujuria y de los demás apetitos, de la vanidad y de la envidia, de la pereza o de la cobardía, de donde derivan

diversos dramas privados y malestares sociales, abrevan todos en la fuente de la imaginación mal controlada.

Y por mucho que nos arrepintamos de nuestros pecados, hagamos penitencia y nos formemos buenos propósitos, siempre volveremos a

caer mientras no aprendamos a dominar a la que los santos llaman la <loca de la casa>.

Un artista: ¿Quién arrebata?

Respuesta: Nada ni nadie: ¡Vuestra falta de peso! Vuestros temores os arrojan afuera porque adentro solo hay vacío.

El artista: ¿Cómo podemos saber la causa de que Dios nos inspire estas inclinaciones? Puede que sean útiles a nuestra evolución. ¿No se

debe seguir los impulsos interiores?

Respuesta: No se trata de impulsos interiores: se trata de impulsos exteriores. Esos son los que deben evitarse. El arrebato es un impulso

exterior. Un desperdicio de la fuerza interior.

Alguien: Esa toma de posesión de sí mismo. ¿Debe ser gozosa o entrañar una contrariedad, aunque sea temporal?

Respuesta: Cuando ha llegado, la posesión de sí mismo es necesariamente gozosa. Sin embargo, exige esfuerzos que no deben efectuarse

con miras al gozo. El gozo es gracia; una gracia que llega al hombre que se ha elevado. El hombre debe poseerse, elevarse. Hay que saber

discriminar el placer, la comodidad, la dicha misma, del gozo, que es algo muy diferente. El gozo es un estado que no es ni placer ni dolor.

Posee la naturaleza del placer y la profundidad del dolor; pero pertenece a una tercera clase cuyo único oponente es la desesperanza. Pero

en el hombre que tiene el gozo, no hay verdaderamente oponentes. No es como el placer que por naturaleza fluye hacia el dolor y no puede

prolongarse porque lleva al dolor como contrapeso. El gozo, en cambio, puede crecer siempre.

Otro: ¿No se trata de la alegría franciscana?

Respuesta: Sí; san Francisco pide: Conservadme siempre la alegría, la perfecta letizia, a través de todos los dolores. <Cuando salga el

portero, me dé de garrotazos y me grite, ¡vete, ladrón!, entonces alcanzaré la alegría perfecta>.

Este <gozo que nadie podrá arrebataros>, dijo Cristo, y que pertenece al alma como el rojo al rubí. El alma, es, por su misma naturaleza,

gozosa en profundidad. Solo puede ser triste en las superficies por donde toca al cuerpo. El cuerpo, por su parte, solo puede ser feliz

superficialmente, pues en profundidad, es dolor. Observad al hombre que muere lentamente; al atormentado que derrama gota a gota todas

las reservas de dolor del cuerpo y medid esos dolores con sus placeres; el más intenso de ellos no puede haber durado más de diez

segundos. El juego de la balanza es desigual o más bien de duplicada desigualdad, ya que en la balanza del espíritu, el gozo supera

infinitamente a la tristeza.

Un católico: ¿Considera usted el abandono a la voluntad divina como una forma de arrebato?

Respuesta: Es lo contrario del arrebato: es liberación por obediencia a la voz interior. Es la enseñanza común a todas las religiones. Es el

tema mismo del Bhagavad-Gita y el tema de la Imitación de Cristo. En cuanto a la palabra Islam, significa en sí renunciamiento a la

voluntad propia y abandono a Dios. Es el principio dominante del Tao.

Belcebú o la caída en la nada

La distracción y la diversión siempre fueron consideradas por los hombres espirituales como el mayor obstáculo para la vida interior;

obstáculo tan grave como lo es una pasión cualquiera. La distracción _ la palabra lo dice _ significa estar dado vuelta hacia el exterior.

Disipación y dispersión es lo mismo que aniquilamiento. Esparcirse, salir de sí mismo, caer y perderse entre las cosas del exterior: esa es

la manera de morir, de corromperse, de destruirse. Todos los pecados, todos los vicios, no son otra cosa que distracciones, disipaciones,

diversiones, violentas dispersiones del ser. Y si son malos, es sobre todo por eso.

En la literatura mística, se compara a la distracción con el polvo, o con los insectos, con el bullir de los piojos, con los juegos de los

monos, todas imágenes de una agitación sin sentido. La agitación da idea de una vida multiplicada de la que resulta un cierto placer; pero

la idea es falsa y el placer, ilusorio, pues en realidad, se trata de una división de la vida. Es una fácil y deliciosa destrucción de la realidad

viviente. Deliciosa y fácil momentáneamente, pues ser es cosa grave, es cosa fuerte; y conservar el ser demanda esfuerzo. Conservar

entero, denso y firme el surtidor interior, que es duro por la densidad de su empuje, aunque hecho de materia líquida y pronto a volver a

caer, no es fácil, no es divertido; exige virtud y virtud significa coraje, significa tensión interior; es lo opuesto a la laxitud, a la flojedad; es

lo opuesto a la corrupción, es decir, una vez más, a la distracción.

El poderoso empuje de las pasiones es un estorbo para nuestra vida interior, es cierto; pero puede que ese empuje sea débil y que

nosotros no valgamos más que él; hasta puede que ese empuje haya sido vencido por la imposición del deber y quizá nosotros no valgamos

más que él para la vida espiritual, si no hemos discernido que nuestro último enemigo es nuevamente la distracción imbécil, sin ningún

valor pasional; la simple espuma de la inteligencia en movimiento que muele al azar los desechos de los recuerdos. Es una barrera gruesa

y blanda, que apartamos y vuelve a caer sobre nosotros. Es necesario prenderle fuego para desinfectarla, es necesario mantener sobre ella

una atención constante; sobre esa falta de la cual nunca nos advierten los moralistas, que la ignoran, porque su moral se ajusta a

propósitos de comodidad social y tiene fundamentos convencionales y no un fin espiritual.

¿Qué significa Belcebú? Me responderéis que es el nombre del diablo. Una vez más: ¿qué significa Belcebú? Bel o Baal significa el señor,

el dios, y Zebub significa: de las moscas. Belcebú es el dios-de-las-moscas, de las moscas movedizas y distraídas que reinan sobre las

inmundicias y las carroñas. Ahora sabéis por qué Belcebú es el nombre del diablo.

La distracción llama a la distracción y al distraído le gusta reunirse con otro distraído para distraerse con él. Así es como todos los

distraídos forjan una civilización distraída y se incitan mutuamente a la destrucción con mil artificios, a menudo agotadores y costosos.

Buscan la distracción como el pan y la consumen en mucha mayor cantidad. Una importante actividad de las naciones consiste en crear

distracciones lo bastante fáciles y estúpidas como para ocupar a los millones de ociosos que se vuelcan en los lugares públicos por el

régimen del trabajo mecanizado. Teatro, cine, revistas ilustradas, diarios, radio, bares, variedades, bailes populares, cafés cantantes,

deporte y demás. Están encima, los grandes negocios y la política, a los que nos precipitamos, no tanto por amor al provecho o por

ambición, como para salir de nosotros y porque no sabemos quedarnos tranquilos. Y entre esos grandes negocios, hay uno que se llama

guerra y otro que se llama revolución. ¿Por qué se acoge con jubilosos clamores una declaración de guerra? Porque es una formidable

distracción ante la que nadie permanece insensible; pues no solo distraen las comedias: también lo hacen las tragedias y la tragedia en

acción es mucho más entretenida que la que vamos a ver en el teatro.

El distraído busca durante toda su vida eludir la reflexión, no volverse hacia sí. Pero siempre, en un momento dado, se tropieza con algo

que obliga a la reflexión. Y por más esfuerzos que haga por evitarlo, todo hombre va a encontrarse con sí mismo en algún recodo.

Justamente con aquel con quien no quiere encontrarse, a quien no quiere conocer, de quien no quiere oír hablar. Quedarse encerrado cara

a cara consigo mismo durante largas horas y especialmente de noche, es para el hombre que ha pasado todo el día distraído, una suerte

de desgracia.

Os extrañará que casi todos los grandes cómicos sean hombres sumamente amargados y predispuestos a la angustia. Os extrañará que

los hombres que se pasan la vida divirtiéndose y cuyo único fin es distraerse, sean hombres devorados por el hastío hasta en su lecho,

hasta en su lecho de muerte. ¿Qué es el hastío? Es el vacío que el distraído encuentra cuando por desdicha o descuido, echa una ojeada

sobre sí mismo. Todo se ha vaciado en sus actividades útiles o fútiles (pues la mayoría de las actividades consideradas útiles, solo son

distracciones disfrazadas).

El alborozo es la complacencia en la distracción y la risa, la exaltación de esa complacencia: el éxtasis de la distracción: por eso abunda

_ como dice Virgilio en la boca de los necios: <Risus abundat in ore stultorum…>.

Me diréis que la risa y el alborozo son un modo agradable de crear vínculos humanos; que es una forma benigna, superficial sin duda,

pero placentera, de la caridad fraternal. No es del todo falso; es cierto en su plano: la simpatía en la distracción y en los placeres sigue

siendo una simpatía y por eso es buena; pero es tan superficial, tan pasajera y frágil como su causa; nacida en el olvido, pronto es

olvidada. Nacida en la distracción, resulta distraída por naturaleza, es decir, nula. Cuando nos golpea la desgracia, no son los compañeros

de nuestros placeres quienes encontramos a nuestro lado: <Esos son amigos que se lleva el viento…> (Canción de Rutebeuf: Ce sont amis

que vent emporte / Et il ventait devant la porte / Quand l’emporta…).

Pero aun más molesta para la vida interior que el alborozo, es la tristeza; y no hay frase más profunda y justa que esta: <no hay santos

tristes>. Más molesto aun que el alborozo y la tristeza, es el hastío, pues el hastío es la muerte, la nada de la vida interior; hemos visto,

además, que cada uno de ellos está íntimamente vinculado con el otro; ya que cuanto más alborozo buscamos, más tristeza encontramos.

Cuanto más buscamos la diversión, más encontramos el hastío. Cuanto más placer buscamos, más caemos en el dolor y tanto más

inconscientemente y sin defensas.

¿Cuál es entonces la actitud justa? Ni tristeza ni alborozo: serenidad. Buscad la densidad interior. Haced lo contrario a distraeros, a

divertiros. Convertíos: convertirse es volverse hacia el interior. Arrepentíos, deteneos en la pendiente que conduce a toda vida a la

dispersión y a la muerte.

La serenidad es el sentimiento que acompaña la impasibilidad, que corona el desasimiento; es lo contrario de la indiferencia y lo

contrario del hastío. El hombre que se ejercita en llevar sus sentidos hacia el interior, que busca su presencia en lugar de huirse, ese

hombre no se hastía nunca; ese hombre nunca está triste, ese hombre nunca es desdichado. Aunque lo encierren en un calabozo profundo

y lo carguen de cadenas, permanece dichoso y libre en la luz. Cuando se alcanza esa densidad, nace una tercera cosa que no es alborozo ni

tristeza, esa tercera cosa se llama gozo. Y el gozo, debéis saberlo, nunca se expresa con risas. Ni siquiera los grandes gozos naturales.

Recuerdo que cuando estaba enamorado, mi único placer era el de subirme a la rama más alta de un árbol y pasarme allí todo el día,

completamente solo, soñando en mis amores. Y volvía tan pálido y con los ojos hundidos que mis amigos se acercaban y me decían:

<Querido, ¿qué te pasa? ¿Estás enfermo?>. No, era feliz.

El hombre que conoce los gozos interiores, quizás presente a los demás una cara demacrada. De todos modos, es sobrio en la palabra y

en el gesto.

¿Eso quiere decir que es menester ser siempre tieso, taciturno y atildado y mostrar al prójimo un rostro severo y adusto?

¿Quién es así? El hombre de cuello duro es así, el pedante es así, el burgués convencional y circunspecto es así, el hipócrita y el

pretencioso son así…

El hombre que vive del espíritu está aún más alejado de esta opaca contención que de la hilaridad vulgar o de la tristeza cobarde.

¿Qué es lo primero que se os enseña cuando se os prepara para los ejercicios? A relajaros. El hombre espiritual se reconoce en eso: en

que está constantemente relajado, libre y sencillo. Es sereno y la serenidad es siempre sonriente, afable, amante y amable; o bien grave y

majestuosa sin nada de arrogante ni soberbio. Se abandona, desde luego, pero ese abandono es don y no arrebato; ese desborde es signo

de plenitud, no de flaqueza. Es justa y fuerte sin dureza. Puede conmoverse, pero no disturbarse. Es secreta sin disimulo. Puede ser jovial;

en el límite, llega a la ingenuidad del niño.

Los chinos dicen:

El sabio tiene tres aspectos: de lejos, parece grave; de cerca, parece amable; a quien lo escucha, le parece inflexible (Tsé-Hia).

Sutil, misterioso, profundo, el sabio de antaño, hasta hacerse inasequible; atento como el que avanza sobre el río helado, reservado como

el que teme la mirada de los vecinos; discreto como se debe ser ante los extraños; humilde como el hielo que se derrite; rústico como un

tronco de árbol; vacío como el valle y simple como el agua… (Lao-Tsé).

De la servidumbre mental

Existe un mal que no es visible desde afuera; que nos socava y nos carcome casi continuamente y tanto más hondamente cuanto que es

secreto; es el arrebato perpetuo y el encadenamiento de nuestros pensamientos.

Es un fenómeno muy conocido: la psicología elemental lo estudia a lo largo y a lo ancho, sin buscarle remedio y sin considerarlo un mal.

El fenómeno se llama <<asociación de ideas>>. Se nos viene a la cabeza un pensamiento o una imagen, suscitado por la conversación o por

la visión de las cosas, enseguida, sin que sepamos por qué, otra idea u otra imagen reemplaza a la primera y luego otra y otra más.

Aunque nos sentemos solos en la oscuridad y nos propongamos no pensar en nada, ante nuestros ojos desfilará una película, nuestros

oídos escucharán un disco y del fondo de nosotros mismos subirán toda clase de burbujas, como en los pantanos donde el agua se

corrompe.

Las ideas se asocian <<por semejanza>>; por semejanzas parciales: un cierto aspecto de la primera imagen se asemeja a un cierto aspecto

de la segunda. O bien por semejanza invertida: lo muy grande nos recuerda lo muy pequeño y lo malo, lo muy bueno. O bien por

contigüidad, cuando ambas cosas se han unido al azar en nuestra experiencia: cada vez que vemos a una de ellas, se nos aparece la otra.

Esto engendra un engranaje, por otra parte, casi irresistible, un desarrollo mecánico, es decir, involuntario y no inteligente. Ahora esta

maquinita sirve de pensamiento aun a los más inteligentes. Y sin embargo, es en cierto modo lo contrario del pensamiento, pues el

pensamiento establece relaciones entre las cosas que no se asemejan y da así enormes saltos más allá de las apariencias.

Las asociaciones, en cambio, son vanas; transforman nuestra cabeza en molinos que muelen y vuelven a moler arena, no grano. Nada

nutritivo se obtiene de ellas. A veces, la máquina se atasca. Somos incapaces de modificar su curso y sobre todo, de detenerlo. Existe, pues,

en nuestro interior, un arrebato que nos hace perder nuestro eje, que nos hace perdernos a nosotros mismos. Debéis saber que la

ensoñación es lo contrario de la vida interior; obstáculo capital para el pensamiento y hasta para la poesía, pues poeta es quien se

sobrepone a sus sueños, remonta el curso, busca analogías o más bien las inventa, establece vínculos, introduce en la masa de las

asociaciones un ritmo, una armonía, una música, una paz y el sello de su dominación, que se llama estilo. El pensador no se deja llevar por

el curso natural de las asociaciones. Dicen que Newton descubrió la ley de gravitación universal al ver caer una manzana. Esa no es una

asociación de ideas por semejanza, ni por contigüidad, ni por contraste; es un salto del genio hacia la esencia, hacia la ley oculta detrás de

la apariencia; es una relación establecida, una creación del pensamiento, un pensamiento que nadie había pensado antes que él.

Debéis saber que ese abandono a la asociación de ideas es una servidumbre, que en él perdéis, con o sin consentimiento (generalmente

es desagradable antes que agradable), los tres cuartos de vuestra inteligencia. ¿Queréis medir vuestra flaqueza? Hacedlo hoy mismo.

Decíos: ahora voy a tratar durante dos minutos, durante un minuto, durante medio minuto, de no pensar, de no pensar en nada, en nada;

voy a rechazar todos los pensamientos, todas las imágenes que se me puedan presentar, para quedarme con la cabeza vacía; hacedlo y ya

me diréis qué pasó. Ni dos minutos, ni un minuto, ni medio minuto, ni un cuarto de minuto: puede que tres o cinco segundos; lo que

estaría muy bien: intersticio entre dos tonterías. Sentiréis cómo suben en tropel, con una especie de aullido interior, todas las estupideces

del mundo: sobras de canciones, retazos de discusiones, residuos de rencores, habladurías y chistes, y réplicas geniales al interlocutor

ausente. En resumen: cualquier cosa, salvo nada.

Argüiréis que no pensar en nada no tiene objeto. ¿Cuándo consiga no pensar en nada, qué habré ganado? Os respondo: la liberación. No

os pido no pensar en nada, os pido poder no pensar en nada. Si podéis no pensar en nada, podréis hallar la verdad: en una palabra,

pensar; y hacer algo más que pensar: ser. Esas asociaciones que pasan, movidas por sentimientos más o menos intensos, más o menos turbios y que no podéis apaciguar, forman

un oleaje en vuestra inteligencia. Mientras un lago tiene oleaje, no se le puede ver el fondo. Esas olas son como las crispaciones de vuestro

cuerpo (por otra parte, ambas cosas son de la misma naturaleza) y os impiden la visión de las cosas profundas. Mientras sigáis asociando,

no podréis conoceros. ¿Queréis ver el fondo? Cuando se calman las olas aparece el fondo; ¿queréis ver vuestro fondo? Haced de vos mismo

un lago sin arrugas. Apartad de vuestro lado el viento del arrebato. Así conoceréis vuestra naturaleza. Así tomaréis posesión de vuestro

bien; de otro modo, estáis a merced de los vientos.

Hay gran empeño en demostrar que la libertad no existe y que todas nuestras acciones y nuestros pensamientos tienen causas exteriores;

es fácil demostrar que el criminal no es culpable, puesto que es inconsciente: su acto es el efecto de una causa que no está en él. Todos

somos criminales como él, puesto que nuestras acciones buenas o malas (las que llamamos buenas y las que llamamos malas por razones

de utilidad social), tienen su causa fuera de nuestra conciencia. No es una excusa para proceder mal. No debíamos haber estado atados. La

libertad no es un don natural; es menester adquirirla, hay que hacer la libertad. Solo tenéis una libertad: la de elegir entre el

encadenamiento y la liberación; esa la tenemos y es nuestra tabla de salvación. Trabajamos para liberarnos: todos nacemos inconscientes y

en consecuencia, culpables; en consecuencia, culpables de todas las faltas que se producen en nosotros y en torno a nosotros. Por eso la

iglesia nos enseña que hemos nacido en pecado original. Lo que sirve de excusa al criminal, es justamente su crimen: ser irresponsable.

No es un crimen moral: es un crimen metafísico; no es un crimen personal: es el crimen de todo el mundo y también de cada uno. Y entrar

en la buena senda, es romper los lazos con el crimen, con el príncipe de este mundo, con la inclinación natural que conduce a la muerte,

que conduce a la perdición, que parte de la inconsciencia y va a la inconsciencia, que parte del placer y va al dolor a través de las

ilusiones, que parte de la falta y la violencia y que va a la violencia y a la muerte a través de los sobresaltos de la flaqueza.

Nunca corregiréis vuestra vida y nunca haréis el bien con buena voluntad sin voluntad, con impulsos sin conciencia. No podéis hacer el

bien sin conoceros, no podéis daros sin poseeros, no podéis amar y ayudar abandonándoos a los arranques de vuestra naturaleza, pues

vuestra naturaleza es como un columpio e inmediatamente se produce el envión a la inversa. Abandonaos a un impulso generoso y esperad

a la media hora una recaída exactamente correspondiente y proporcionada. Cultivad vuestras virtudes naturales y cultivaréis al mismo

tiempo, sin duda alguna, vuestros vicios que quizás estén más ocultos, lo que os hará agradables y honorables ante los demás; pero solo

vosotros sabéis lo que esconde vuestra apariencia. Estáis ligados con el exterior y estáis ligados al interior de vosotros mismos en un

equilibrio inestable del cual no poseéis la clave; todas vuestras buenas intenciones se malogran, todas vuestras fuerzas se enmarañan,

porque andáis a tientas en una semiconciencia, porque estáis confundidos, porque tanto os atraviesan los buenos impulsos como los malos

deseos, porque ni siquiera tenéis la dignidad de ser demonios. Por lo menos un demonio es un ángel. ¿Quién de vosotros es puramente

malo? Somos impuramente malos y hacemos el bien, pero lo hacemos mal. Vigilad todo lo que se hace en vosotros sin que vosotros lo

hagáis; tratad de tomar las riendas de vuestro carruaje; no lo dejéis ir por donde él quiera; aprended a querer. Que vuestro querer no sea

una diagonal entre vuestros deseos; no llaméis querer a vuestro deseo más imperioso. El deseo es una reacción; el deseo os llevará a

reacciones, no a acciones.

<<Pienso, luego existo>>, dice un filósofo que cree enunciar una evidencia. ¡Hum! ¿Yo? ¿quién, yo? ¿quién piensa, quién guía el

pensamiento? Si es él quien me arrastra por donde le place, soy el juguete de mi pensamiento, no su autor. No puedo decir <<pienso>>; solo

puedo decir <<piensa>> como quien dice <<llueve>>.

Pero toda acción comienza con el pensamiento. Si no estoy en el comienzo de mi pensamiento, ninguno de mis actos me pertenece y toda

mi vida queda librada al azar.

Del arrebato de la palabra

Hablaremos en primer término del arrebato. ¿Por qué? Porque es un vértigo transitorio; una embriaguez artificial la más de las veces,

que no tiene raíces en nuestras necesidades profundas, ni en nuestros hábitos, ni en nuestros apegos. Llamo arrebato a los impulsos

irreflexivos, a todos los arranques y embriagueces que nos hacen dar vueltas o perder la cabeza y que no son solamente los del vino y los

excesos: aparecen en nuestros actos cotidianos, en nuestras irritaciones, nuestras prisas, nuestros deseos, nuestros placeres, y hasta en

nuestros impulsos generosos, en nuestras indignaciones, en la risa y en la piedad. Vivimos; y al vivir, actuamos. Pero la verdadera acción

es la que no nos arrebata de nosotros mismos. El centro no debe ser conmovido por nuestras acciones y arrastrado de derecha a izquierda

a toda hora. Cualquiera sea el furor del viento que sacude las ramas, el tronco no debe doblarse ni perder el sentido de su eje, pues

entonces se rompe y es arrancado. Consideremos hoy el arrebato que representa el simple acto de hablar.

Es menester que tomemos conciencia de la importancia de la palabra. Los filósofos antiguos y las leyendas, atribuyeron desde siempre a

la palabra y al lenguaje un origen divino y su aparición entre los hombres permanece ciertamente en el misterio. Las grandes lenguas-

madre han reivindicado todas, muy particularmente, su origen divino: el sánscrito, el hebreo, el egipcio y el chino son considerados por los

pueblos que las hablan, lengua sagrada preexistente al mundo y que sirvió para su creación. La Biblia enseña; Dios dijo: <<Sea la luz>>. Y la

luz fue. Dios creó diciendo. Y verdaderamente no se ha encontrado mejor símil para expresar la segunda persona de la trinidad, que

llamarla el Verbo, o el logos, es decir, la palabra, porque esta segunda persona está con la primera en la misma relación que la palabra

con el pensamiento.

La luz reflejada es todavía luz. Lumen de lumine. Y el pensamiento se refleja con la palabra. La palabra <<reflexión>> tiene dos sentidos: el

primero, es el del rayo que choca contra un espejo y se vuelve sobre sí mismo; el segundo, el del pensamiento que se refracta sobre un

signo y vuelve sobre sí mismo; sin eso, es inasequible para el que piensa. Así como la luz en el espacio interestelar no es luminosa

mientras no encuentre nada que la quiebre y la haga brillar.

La verdad es que no podemos pensar sin hablar. Observaos cuando pensáis a solas y en silencio: nunca dejáis de hablar y si no habláis

un lenguaje comprensible para los demás, es porque empleáis imágenes y signos personales para abreviar vuestras frases. El pensamiento

y el lenguaje están tan íntimamente vinculados, que en ciertos idiomas, como el griego, una sola palabra representa a los dos.

La palabra tiene relaciones con la esencia de las cosas por su valor lógico. Muchos filósofos y no de los más mediocres, porque se trata

de san Agustín y de Descartes, ven en el pensamiento la única prueba irrefutable del ser. <<No me puedo equivocar al pensar>>, <<pienso

luego soy>>, pues no puedo pensar que pienso sin pensar y no puedo pensar sin ser. Pero como por otro lado, no puedo pensar sin hablar,

es forzoso que hablar, pensar y ser, mantengan en mí los vínculos necesarios.

Así es como del carácter lógico de la palabra, se pasa a su carácter mágico. Pues la magia es la penetración en la esencia de las cosas

por vía de los signos y el poder de operar directamente sobre la esencia mediante una concentración del espíritu sobre los signos. La

palabra es un instrumento mágico de primer orden.

Por la misma razón, es el más puro objeto de sacrificio religioso. Ya que ella representa la quintaesencia de las cosas y al mismo tiempo,

la suma de nuestros deseos, de nuestras esperanzas y de nuestros pensamientos. Por eso la oración es el sacrificio de los sacrificios y vale

más que el holocausto y casi tanto como el martirio.

El valor poético de la palabra se explica igualmente. Ofrece a la vez el sonido, la imagen, el movimiento, la emoción y la idea. La palabra

es a la vez un grito y un gesto. Grito por la emisión de la voz, gesto por la articulación y por la imagen. Y el grito es la expresión

espontánea del sujeto y el gesto, la representación de la forma o el sentido del objeto: el sujeto y el objeto, por ende, se funden en la

palabra. La arquitectura y la pintura por un lado y la música por el otro, se reencuentran en la palabra. Son solamente desarrollos de la

palabra.

Resta el aspecto útil de la palabra. La primera de esas utilidades, ¿no es acaso la de vincularnos a un grupo humano? ¿no es acaso la de

llamarnos, la de oírnos y sostenernos, pues todos estamos aislados y hasta cierto punto perdidos? ¿no somos acaso náufragos que gritan

<<¡socorro!>> a sus compañeros?

Observad las bandadas de pájaros migratorios. Su grito casi continuo es la circulación de un cierto estado afectivo que los gana uno a

uno y hace del grupo un cuerpo. Asimismo la palabra es uno de los instrumentos más admirables para la unión y para el acuerdo entre los

hombres.

Por último, la palabra es una moneda de cambio. Sirve a nuestras necesidades de cada día. Nos informa de nuestros mutuos deseos,

trasmite órdenes y pedidos, explica y relata.

Si he hablado en pocas palabras de todos los sentidos y de todo el valor de la palabra, es para invitaros a pensar en lo que hacéis cuando

habláis y para haceros medir vuestra falta cuando habláis para nada. Pues la palabra es verdaderamente una semilla que no se tiene

derecho de esparcir al azar: semilla del pensamiento.

Es menester que la palabra sirva, o cante, o enseñe, o ilumine o actúe, o que rece. Y toda palabra que no se emplee para esos usos, es

una pérdida de sustancia, una falta grave que debéis conocer. Toda palabra que no sirve para eso os desgasta, propaga el mal en torno de

vosotros, desgasta a los demás, es fuente de distracción, de disturbio, de confusión. Muchos se abandonan a un vano parloteo,

sencillamente porque nadie les ha dicho que se trata de una falta. Pero el evangelio enseña: <<De toda palabra ociosa que hablaren los

hombres, de ella darán cuenta el día del juicio>> (Mateo 12, 36).

Corregíos primeramente en este punto, porque basta pensar en él para corregirse, porque os corregiréis a medida que adquiráis un

control de vuestro pensamiento, meta de nuestros ejercicios en este momento. Con muy poco esfuerzo obtendréis beneficios espirituales y

hasta resultados prácticos tan considerables como inesperados.

Recuerdo una obrita de Krishnamurti __que no es un libro de juventud, sino más bien de infancia, puesto que lo escribió a los doce

años__ que contiene toda suerte de bellas cosas, justas y graciosas. Me ha quedado este pasaje: <<Antes de hablar, preguntaos si lo que

tenéis que decir es verdadero, caritativo y oportuno>>. Antes que nada, verdadero: ¿no estaré adelantando con imprudencia algo de lo que

no estoy seguro?

¿Es caritativo? ¿a quién va a hacerle bien? Aunque sea verdadero, ¿no tengo derecho a callarme? La mayoría de las veces decís cosas que

son falsas, injustas, hirientes e inútiles a la vez.

¿Es oportuno? ¿y si es plantear un problema que en este momento no se puede resolver, si es poner confusión en los espíritus o

turbación en los corazones? ¿y si es arrojar una perla a los cerdos? Hay que preguntarse si el oído que nos escucha está preparado para

oír y sobre todo, si cierta palabra pronunciada en cierta compañía en cierto momento, no es una profanación y un modo de sacrilegio.

Sumaré todavía otro precepto a esos tres: ¿tengo yo derecho a decir lo que voy a decir, aunque sea verdadero, caritativo y oportuno?

¿estoy yo autorizado a decir esa verdad y a hacer ese bien, yo que con mis actos contraigo lo que afirma mi boca?

Esto para aclarar, para corregir nuestra vida. No para remover ideas abstractas y jugar con ellas. Lo que acabo de decir implica un

programa de trabajo para cada uno. Podemos empezar desde ahora a controlar nuestra lengua. Poco a poco, conseguiremos controlar

nuestros instintos más fuertes, más hondos y menos artificiales que el defecto de hablar sin decir nada; pero empecemos por lo que está a

nuestro alcance.

Si alguno no peca en palabra, este es varón perfecto, que también puede con freno gobernar todo el cuerpo. He aquí que nosotros

ponemos frenos en la boca de los caballos y gobernamos todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque tan grandes, y llevadas de

impetuosos vientos, son gobernadas por un muy pequeño timón por donde quisiere el que las gobierna. Así también la lengua es un

miembro pequeño y se gloría de grandes cosas. He aquí un pequeño fuego ¡cuán grande bosque enciende! Y la lengua es un fuego, un

mundo de maldad. Así la lengua está puesta entre nuestros miembros, la cual contamina todo el cuerpo e inflama la rueda de la creación y

es inflamada del infierno. Porque toda naturaleza de bestias, y de aves y de serpientes y de seres de la mar, se doma y es domada de la

naturaleza humana. Pero ningún hombre puede domar la lengua que es un mal que no puede ser refrenado; llena de veneno mortal. Con

ella bendecimos al Dios y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, los cuales son hechos a la semejanza de Dios. De una misma boca

proceden bendición, y maldición. Hermanos míos, no conviene que estas cosas sean así hechas. ¿Echa alguna fuente por la misma

abertura agua dulce y amarga? Hermanos míos, ¿puede la higuera producir aceitunas o la vid higos? (Santiago 3, 2).

De la maledicencia

En otro tiempo yo no prestaba atención ni a lo que se murmuraba en torno a mí ni a lo que se murmuraba de mí. Me parecía que era

viento en el viento y a veces, hasta me divertía. Pero viví. Y tuve que advertir los daños, las ruinas, las separaciones y las lágrimas que

puede provocar el sencillo acto de mover maliciosamente la lengua.

La maledicencia no es solo una llaga social: es una injuria a la majestad misma del lenguaje. La palabra, con sus valores místicos,

lógicos, mágicos, líricos y prácticos, no está hecha para ese uso.

Analicemos sumariamente las causas de la maledicencia.

Pongamos aparte la primera, que es la voluntad deliberada de perjudicar por odio y aversión natural o por rivalidad de intereses, por

celos, por envidia o por venganza, pues la perfidia y la maldad del ataque, son demasiado evidentes, aun cuando no se recurra a la

calumnia (y es muy raro que en los argumentos de la malevolencia no se deslice la inexactitud) y busquemos las causas de la maledicencia

gratuita, a la cual nos entregamos a veces por puro amor al arte.

Veo cinco:

1. Advirtamos que en ninguna parte florece mejor que en lo que se llama <<el mundo>>. ¿Por qué? Sin duda porque allí la maledicencia

funciona como una reacción natural a la necesidad de la cortesía. La cortesía es una imposición de la cual no puede escapar nadie que

quiera mantenerse un poco en el mundo; y como por otra parte, las sonrisas y las amabilidades no representan de ningún modo un

sentimiento fraternal y caritativo, es natural que nos venguemos de la comedia que estamos obligados a desempeñar ante los otros,

diciendo de ellos, a sus espaldas, todo lo malo que pensamos y más.

Pero no únicamente en el mundo hace estragos la maledicencia; reina tanto en la portería como en los salones. Responde a otras causas,

además de la descortesía reprimida.

2. Hay en todo maldiciente un justiciero que juzga. El maldiciente siempre se erige en juez. Pero es un juez que castiga y condena a la

ventura. Por darse el placer de sentirse por encima de su víctima y de golpearla. Es un juez sin desasimiento; un juez que no instruye el

proceso en que interviene con suficiencia; un juez fútil que no corrige a quienes condena, que no enmienda ningún agravio ni aplacará

jamás una disputa. Nadie mejora nunca por lo malo que de él se diga durante su ausencia: como la falta de delicadeza del procedimiento

constituye en sí misma una ofensa, el acusado se eleva ante sus propios ojos al rango de víctima inocente, aun si las infamias que sobre él

se dicen, son por casualidad, verdaderas. Ciertos maldicientes se defienden afirmando que ellos solo dicen verdades sobre todo el mundo y

que decir siempre y por doquiera la verdad, es un deber. Pero se trata de una hipocresía más: la verdad es algo muy distinto a las

murmuraciones de los ociosos y los secretos vergonzosos. Son menester otros métodos para conocerla; otro corazón y otro espíritu para

tenerla y decirla; ella es vivificante, impersonal y desinteresada.

3. En todo maldiciente, hay además un psicólogo infalible. La infalibilidad en materia de psicología es la cosa mejor compartida del

mundo. Nada más vulgar que creerse infalible en psicología. Basta con no revisar nunca las afirmaciones que se han hecho y con no tomar

en cuenta los errores que se hayan cometido, para mantener una fe inquebrantable en la propia infalibilidad.

Los inteligentes leen novelas (el placer de leerlas es algo muy análogo al de la maledicencia) y extraen de esas reservas de caracteres de

confección, las máscaras que endilgan con más o menos ventura a las personas que conocen: así hacen novela o drama aplicado.

Pero el imbécil es un psicólogo más infalible todavía. Se basa en lo que él llama su instinto; es un dogma __especialmente para el

imbécil__ que el instinto nunca se equivoca. El instinto es parecido, ciertas veces, al de la mosca que se abalanza y choca contra los

vidrios. Pero la fe no exige pruebas y sobrevive a todos los fracasos.

4. Detrás de la maledicencia hay una especie de angustia. El maldiciente tiene el sentimiento de su pequeñez y de su bajeza. La necesidad

de justificarse, no elevándose __porque eso exige demasiado esfuerzo y se corre el peligro de caer; ni corrigiéndose, porque es demasiado

serio__ pero al menos, rebajando al prójimo al propio nivel y un poco más abajo aún. La maledicencia es un consuelo para la mediocridad.

5. Existe, por último, la necesidad de reír. El juego consiste en disfrazarse y en desenmascarar a los demás. Así es como las torpezas

descubiertas resultan divertidas. Los burlones forman clanes. Los secretos arrancados al clan adverso son el botín del cual viven.

La maledicencia es generalmente una venganza hipócrita de la irritación. La irritación es una reacción inevitable entre los hombres que

viven en mutua compañía. Nadie está al abrigo de la irritación por naturaleza y hay personas para quienes, incluso, es una especie de

tortura continua. Tened muy en cuenta que entre los arrebatos que queremos mantener a raya, no lo hay más destructivo y dañino. Y la

maledicencia, si bien consuela la irritación, la azuza y la prolonga.

Caemos a menudo en maledicencias sin malicia, por ligereza, a menudo llevados por el placer del momento, tomando parte en el juego

que otro ha empezado delante de nosotros. ¿Cómo reprimirnos? Preguntémonos: <<Si la persona de quien hablo estuviera presente o

entrase bruscamente ¿me daría vergüenza?>> Tengamos en cuenta que si la persona no está presente en ese momento, lo estará muy

pronto; y que no pasarán tres días sin que el horror que dijimos de ella llegue a sus oídos.

Si nos hemos dejado llevar por la maledicencia, me parece que el primer remedio consiste en reunirse con la misma compañía ante quien

hemos hablado mal y destruir ese mal con un discurso opuesto o, si es necesario, acercarse al interesado y pedir disculpa. Practicando

esta regla, suscitaréis mucha sorpresa y variadas reacciones en torno a vosotros. Pero haréis amistades sólidas y en lo concerniente a los

que no quieran concederos el perdón que les rogáis, no lo lamentéis demasiado y abandonadlos a su intratable amor propio.

La maledicencia colectiva es tan nefasta y tan difundida como la maledicencia personal.

Juzgamos a los hombres, por grupo, por nación, por clase. Es una manera sumaria y cómoda de condenarlos. Todos partimos del

principio de que nuestra clase, nuestro grupo o nuestra familia es el centro y la cima del mundo y medimos a todos en relación con los

prejuicios vigentes.

La verdad es que no es más difícil conocer a un pueblo que conocer a un hombre, pues nada hay más difícil que conocer a un hombre:

Y loco tres veces quien cree haber sondeado

la concha en que se enrosca una persona (Le chiffre des choses).

Conocer a un pueblo es relativamente fácil, pero no podemos hacerlo por nuestra falta de consideración, por nuestra falta de abertura,

por nuestra falta del deseo de llegar a una verdad. Viajemos, leamos, conozcamos los pueblos lejanos: no hay ninguno del que no podamos

aprender algo si nos acercamos a ellos sin prejuicio, si su conocimiento representa para nosotros la ocasión de un retorno sobre nuestro

corazón y sobre nuestros defectos.

El conocimiento de los pueblos podría constituir para nosotros una ayuda en el conocimiento del hombre; en cambio, es generalmente un

antifaz que ponemos ante él; un marco que no mide al hombre que juzgamos: antes bien, lo oculta. Si usáramos esas medidas con espíritu objetivo, podríamos sacar provechos de ella para comprender al extranjero, para prever sus reacciones, para estimar su valor.

Los astrólogos antiguos y ciertos médicos de hoy recurren, para conocer a los hombres y para curarlos y orientarlos, a marcos

prefijados. Los unos los clasifican según la influencia del planeta que domina en ellos y determinan tipos muy bien señalados de

saturninos, de solares o de marcianos. Los otros, siguiendo a Hipócrates, los clasifican según sus humores dominantes, distinguiendo los

biliosos de los sanguíneos, o bien según la composición de sus huesos, o según la preponderancia de una función o de un centro. Esos

marcos descubiertos por los filósofos y los doctos por las necesidades del conocimiento y no para servicio de las pasiones, se ofrecen

como claves a la ciencia y la intuición.

Del mismo modo, cada pueblo y cada país ha producido tipos humanos acabados, ya que la historia de ese pueblo, su idioma, sus ideas

corrientes, sus costumbres y los rasgos de su raza se han impreso en cada uno de sus hijos, moldeándolos profundamente. ¿No sería

mejor servirnos de esas claves de conocimiento que tomar el nombre de una nación extranjera como sello de infamia que se debe imprimir

en la frente del interlocutor?

Sabéis además, que la maledicencia colectiva suscita y mantiene odios que solo encuentran salida en el derramamiento de sangre. En

consecuencia, sed responsables de vuestras palabras; debéis saber que no podéis hablar en vano con desprecio de un pueblo entero;

volverá a vosotros, recaerá sobre vosotros y sobre vuestros hijos; por tanto, reprimid severamente vuestra lengua y considerad. Y en

cuanto a los pueblos, tratad de conocerlos; no existe salvaje en el seno de una selva que no pueda enseñaros alguna virtud, algún arte,

algún secreto. Ninguna tradición humana ha durado desde el comienzo de los tiempos hasta ahora, sin brindar algún fruto, sin presentar

algún significado.

Y ahora, como aplicación práctica de lo que hemos dicho, ¿por qué no tratáis de hacer un día o medio día de silencio? Es una experiencia

interesante. Y aun para los que tenéis ocupaciones en casa o en la ciudad, no es tan imposible como se podría creer. Si es necesario,

envolveos el cuello en una bufanda y con un murmullo inarticulado haced comprender que estáis roncos. Es un engaño inocente y yo

asumo su culpa. Tomad un cuaderno o una pizarra para las comunicaciones urgentes e indispensables o recurrid a los gestos. Obtendréis

de ese silencio un beneficio inesperado. Pero el silencio exterior no basta. Consagrad esa jornada de silencio a un tema determinado. No

dejéis vagar vuestros pensamientos: dirigid la imaginación. Conteneos y exploraos.

Los errores de los demás no nos justifican

Los errores de los demás no nos justifican: esto es una evidencia. Una evidencia que se oscurece para nosotros en cuanto estamos en

juego. Es raro el hombre que sorprendido en falta, no arguya: <<Fulano o mengano hacen lo mismo>>, como si el error del otro constituyera

un derecho del cual no queremos privarnos.

Pero la defensa más eficaz es el traslado de la acusación al acusador: <<¿Y usted? ¿acaso no procede igual?>>.

Y si el argumento es contestable, tanto mejor. Porque la contestación misma y la atención, van a desplazarse enteramente hacia la culpa

del otro.

O bien se dirá: <<Y usted hace esto otro. ¿Le parece mejor?>>. Lo que es una manera de dar el cambio dos veces.

Y se le descubrirá una tara o alguna razón de inferioridad. O bien se encontrará un vicio de forma en la acusación; se encontrará que ha

sido pronunciada en un tono desagradable (con frecuencia lo desagradable es el fondo de la cosa y no el tono), o de un modo incorrecto, o

que es inoportuna, o que oculta una intención hostil o una presunción insoportable.

Y así es como para evitar el reproche por una falta a veces venial, cometemos un error inmenso e irreparable; el de no querer

corregirnos, el de no querer mirarnos a la cara y desprendernos de nuestro mal reconociéndolo.

Recordemos que en nuestra infancia aprendimos a repetir. <<Por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima culpa>>. Cuidémonos de no

equivocarnos recitando: por su culpa, por su culpa, por la culpa de cualquier otro.

Del arrebato de la ira

La ira es lo que mejor responde a la definición del arrebato. Indudablemente es el menos inocente de los arrebatos. Inocente, en sentido

recto, significa: <<lo que no hace daño>>. Inocencia es la traducción exacta de ahimsá, no-violencia. La ira es la esencia de himsá.

La ira es la chispa del odio o bien, su expresión concreta. Es un odio súbito, explosivo, a veces mortal. A menudo es superficial y se apaga

tan rápidamente como se enciende. Muy a menudo es imaginaria y verbal y a veces, contenida y oculta, se limita a una ebullición de la

sangre, a una borrasca respiratoria, a un rechinar de dientes y apretar de puños que afectan únicamente al iracundo. Va acompañada por

enérgicas imprecaciones de muerte o de mutilación que si se realizaran, sumirían sin duda en el horror y remordimientos al que las ha

pronunciado, aunque no fuera en ningún grado su ejecutor.

La locura más grave es la locura furiosa, la que adopta la forma de una ira extravagante e irreprimible; pero toda ira es acceso, crisis y

locura. Ciertas enfermedades del hígado, del estómago, de los nervios y de la circulación, predisponen a la ira; la carne y los alcoholes

alimentan la ira.

A nivel animal, la ira está unida al temor, como si fuera su revés. Por eso el perro encadenado ladra a <<las personas con palos>>. Y

grandes iras de pánico atormentan a las naciones cuando su vecino las inquieta.

A nivel humano, la ira casi siempre tiene el orgullo como fuente. Todo atentado contra un derecho, una prerrogativa, una pretensión

personal o social, provoca ira. La ira es generalmente tanto más pronta y viva cuanto más discutible sea la pretensión.

El orgullo en cuestión puede ser el orgullo de la virtud y la pretensión, la de estar del lado de los justos. Eso la justifica ante los ojos del

que se entrega a ella. Le parece un deber. Es la <<noble indignación>>.

Pero la ira casi siempre se justifica a los ojos del que se abandona a sus trasportes.

Si tuviéramos que hacer el elogio de la ira, deberíamos decir que antes de ser un <<pecado capital>> ---en tanto exceso irrazonable--- es

(con el amor, su contrario) uno de los elementos constituyentes del alma y de la naturaleza animal. Santo Tomás la ve, incluso, como lo

más noble que hay en el animal, pues por ella se expone voluntariamente al peligro y al sufrimiento con miras a un bien futuro, cosa que

prefigura, en un plano inferior, la virtud y el sacrificio.

El alma a la que le faltase toda agresividad, sería completamente despreciable, endeble, blanda, sin fuerza ni fiereza.

No todas las iras son explosiones de odio bestial.

Hay iras que deben disculparse y otras que deben admirarse; la ira del honrado hombre trabajador ante quien se tiene la osadía de

proponerle que se mezcle en un negocio sucio.

La ira del padre de familia con un hijo o una hija deshonrados y sin señas de arrepentimiento.

La ira del maestro (del que ante todo es maestro de sí mismo) puede tener un valor educativo y saludable.

La ira de Moisés delante del becerro de oro.

La ira de Jesús al arrojar a los mercaderes del templo nos enseña que existen indecencias y torpezas que no basta tratar con razón y

reserva, sino que hay que expulsar, aplastar, reducir a polvo como solo la ira sabe hacerlo.

<<Ira>> es la primera palabra de la Ilíada.

La ira del gato, de la serpiente, del león, del fuego, del océano y del trueno, provoca en nosotros el temblor sagrado.

Dios es un Dios de ira tanto como un Dios de amor. Su ira, su amor, sus celos y su perdón son una misma cosa que hace de él el Dios

vivo (en cambio el <<ideal>> que sirve de Dios a quienes no lo tienen, es neutro y nulo, vacío de vida, de conciencia, de amor y por ende,

también de ira).

Mas los aspectos sagrados, poéticos, legítimos y nobles de la ira son un señuelo para los hombres de poco juicio y un antifaz que les sirve

para cubrir su malignidad.

Me diréis que la ira puede ser un condimento del amor. Que el atrevimiento mismo de las injurias produce a menudo una contraola que

nos lleva a consolar y ensalzar a quienes habíamos ofendido. Eso lo saben los amantes: tras haberse declarado su desprecio mutuo y total

en sentencias definitivas y mortales y quizás molido a golpes, solo les queda volver a abrazarse. Pero ambas alternativas son igualmente

repugnantes y señalan la misma pérdida de toda dignidad.

Los borrachos, asimismo, aúllan una venganza que no asusta a nadie y se abandonan enseguida a ternuras ridículas.

Existe hoy una tendencia general a eludir todo freno con el pretexto ---desde Freud--- de no crearse <<represiones>>, lo que explica en parte

la enorme grosería del siglo.

Pero cuando se interroga al mismo Freud y no a sus exegetas mundanos, se reparará en que las <<represiones>> se forman por

inhibición inconsciente, por efecto del temor y la imposición exterior.

El control voluntario y consciente no produce <<complejos>> y si tiene la fuerza necesaria, nos libera de los que poseemos, llevándonos a

la claridad y a la pureza.

El primer freno de la irritación es la simple cortesía pueril y honesta.

¿Qué fuerza opondremos a la ira? Dos: la razón y la bondad.

¿Qué disposiciones prácticas, qué táctica adoptar cuando se nos lanza al asalto desde adentro y nos obsesiona? Ante todo, contemporizar

y tomarse tiempo para considerar. La ira es un demonio lucífugo. La luz de la reflexión lo destruye como destruye a la risa. Considera un

momento lo que te causa risa y te pondrás serio; lo que te enfada y ya te calmaste.

Si recibís una carta que os revuelve la sangre, postergad al menos por tres días su respuesta.

Si recibís el latigazo de una injuria en plena cara o una insolencia os agobia, tomad al menos tiempo para respirar profundamente: tratad

de relajaros: aflojad los puños y los dientes.

La ira, surgida del orgullo, va al orgullo: como es un desorden y una pérdida del control de sí, conduce a miserables ilusiones de

grandeza.

Desde adentro, se la experimenta de un modo totalmente distinto al que la ve desde afuera. El iracundo se imagina fácilmente que

produce el efecto de una fuerza desatada y de un dios tonante; en cambio todos lo consideran un pobre chiflado.

La mejor lección que se puede dar al niño rojo de rabia, es tenderle un espejo que le muestre lo feo de sus muecas y de sus ademanes.

Esta corrección se nos puede administrar de algún modo en cualquier época de la vida y con provecho.

Esas fuerzas centuplicadas que surgen en nosotros con la ira, nos producen súbitamente la sensación de una potencia sobrehumana; no

nos engañemos; no son nuestras fuerzas. Solo es nuestra la fuerza de dominar nuestras fuerzas, la que nos falta en esta ocasión; la

abundancia de las demás fuerzas es desbandada y derrota interior.

<<Al que domina el carro rodante de la ira que sube, a ese llamo el conductor del carro>>, dice Buda.

So pretexto de que existe una justa ira, todo furioso apela mentalmente a una justicia de su invención para legitimar, cuando no

santificar, la incontinencia de sus humores.

Más de una santa ira está sujeta a caución; la ira de las naciones en vísperas de una guerra, siempre es justa; y por ambas partes, de

modo que acaba en ríos de sangre.

¡Y qué decir de la santa ira de Caifás, ya que debe ser una santa ira la que mandó crucificar a Dios!

El control de la ira es un artículo fundamental de todas las disciplinas espirituales.

Una ira desenfrenada, un arrebato irresistible, es siempre injusto, aun cuando caiga bien por casualidad del mismo modo que una

mentira es siempre una mentira aun cuando la cosa que se afirma con ánimo de engañar, resulte ser cierta sin que se lo supiera.

Me diréis que más vale un buen ataque de ira que se descarga y que alivia, que una furia reprimida que se convierte en rencor profundo.

Si eres el único que está enfurecido, ve a darte una ducha, pon la cabeza bajo el agua fría, y en vez de quedarte en tu cuarto, sal a tomar

aire; haz una caminata a paso vivo o mejor todavía, ve a cortar leña al patio.

Si alguien está furioso contigo, trata de evitar el contagio. No mires al iracundo con ira: considéralo con piedad. Actúa con prudencia,

como con los locos. A un loco siempre se le dice que sí. Trata de penetrar en las razones del furioso tanto como puedas; trata de darle

siempre la razón en algún punto, pues así lo calmarás, pues todo lo que hayas ganado para la razón, se lo has quitado a la ira. No le

opongas una calma que tomará por altanería; empéñate en calmarlo con mucha vehemencia. Demuéstrale buenos sentimientos, pero no le

opongas tus buenos sentimientos; trata de conducirlo a una bondad más fuerte y generosa que la ira.

De la prisa

Desconfiad de la prisa; escapadla; combatidla, pues es una de las grandes destructoras de la vida interior.

El advenimiento de las máquinas y la misma ventaja que esperábamos de ellas, ganar tiempo, tuvo por efecto, al acelerar los intercambios

y los trasportes, la expansión de la prisa por doquiera. Y a poco que entremos en el circuito de los negocios, nos vemos acosados y

perseguidos de la mañana a la noche por la precipitación y el temor al retraso.

Debemos saber que la prisa es una de las tentaciones de la urbe; que es, como cualquier otro vicio, un modo de perjudicar nuestra vida y

de perder nuestra alma.

No perdamos nuestro tiempo apresurándonos.

Recordemos que más nos vale perder el tren que nuestra dignidad.

Resistamos denodadamente el arrebato de esta inclinación común. Aquietemos deliberadamente nuestros gestos y nuestros pasos, la

pronunciación de nuestras palabras y el curso de nuestros pensamientos. Suspendamos nuestros actos y sobre todo nuestras reacciones;

nuestro estallido en la ira y nuestra respuesta en el diálogo, para practicar, aunque sea en un abrir y cerrar de ojos, la llamada a la

conciencia.

No nos dejemos sorprender desprevenidos y hagamos nuestros planes con prudencia cuando el día se anuncia muy ocupado. Debemos

podar nuestras ocupaciones y nuestras obligaciones.

Aunque seamos los hombres más atareados del mundo, nos es forzoso encontrar tiempo para dormir, para comer y para lavarnos.

Reservémonos, a cualquier precio, un tiempo cada día para considerar, para meditar, para orar; pues esos cuidados no son menos

necesarios que los otros. Lo son mucho más.

Hay empero ocasiones en que la caridad, la cortesía o algún otro deber imperioso nos privan irremediablemente del cuidado de

permanecer en calma. Entonces, en el vértigo de la acción, debemos encontrar remedio a la prisa con la suspensión interior.

La suspensión interior es una forma de llamada de sí. Consiste en repetirse y en realizar esto: <<Mi cuerpo corre, porque debe hacerlo; y

yo lo ayudo poniendo toda mi fuerza de voluntad en mis pantorrillas. Pero yo no intervengo en la carrera, pues no soy mi cuerpo. Yo me

quedo en mi sitio y miro cómo corre mi cuerpo>>.

De las preocupaciones

Un visitante dijo un día: <<tengo un sinfín de preocupaciones. Aunque nada me falta para ser dichoso, no tengo paz>>. Ramana Maharshi

le preguntó: <<Esas preocupaciones, ¿perturban su sueño?>>. El visitante respondió: <<no>>. Entonces el sabio le preguntó: <<¿Y es usted

ahora el mismo hombre o es diferente del que dormía sin preocupaciones?>>. Y el otro: <<Soy el mismo hombre, por supuesto>>. El sabio

concluyó: <<Entonces, esas preocupaciones no le pertenecen. Usted lo sabe cuando duerme. Si cuando está despierto lo olvida, es culpa

suya>>.

De la no-violencia activa

Nuestras armas no son carnales. Son, gracias a Dios,

de una fuerza tal como para derribar fortalezas. (2 Corintios 10, 4).

La no-violencia es simple, pero sutil.

Si es tan difícil aplicarla y hasta captarla, es porque resulta totalmente extraña al común de las costumbres.

Pero la dificultad se hace insuperable cuando se cree haberla captado perfectamente, cuando parece evidente que consiste en negarse a

toda lucha y en mantenerse prudentemente al abrigo de los golpes.

Vamos a tratar, con tres definiciones, de esbozar sus rasgos esenciales:

1. No-violencia: solución de los conflictos.

2. No-violencia: fuerza de la justicia.

3. No-violencia: palanca de la conversión (A diferencia de los otros temas recogidos en este volumen, este consiste en una conferencia

concebida para el gran público. En el capítulo 5 de Las cuatro plagas hay un tratado sobre no-violencia breve, pero, nos parece el más

completo aparecido hasta ahora).

1. Solución de los conflictos

Lo primero que muestra esta primera definición, es que solo se puede hablar de la no-violencia si hay conflicto. Que no se puede llamar

no-violento al que busca refugio mientras el mundo se incendia. El que vive tranquilo, quizás sea no-violento, pero no lo sabemos. Se sabrá

el día en que estalle el conflicto y lo veamos resolverlo sin recurrir a la represión ni a la astucia.

Porque la no-violencia consiste en decir ¡no! a la violencia y sobre todo a sus formas más virulentas: la injusticia, el abuso y la mentira.

¿Cuáles son las actitudes posibles frente a un conflicto? De entrada, vemos cuatro.

La primera, volver la cabeza y eludir el problema, sobre todo cuando no se nos ataca directamente, porque, como es sabido, <<siempre

tenemos suficiente valor para soportar los males ajenos>> (Chamfort). En resumidas cuentas, eso no nos concierne. Permanecemos

neutrales o mejor dicho, no permanecemos, ya que escurrimos discretamente el bulto.

La segunda actitud es la de meternos con bravura en la pendencia, devolviendo golpe por golpe o dos por uno, si podemos.

La tercera es la de girar sobre los talones y tomar rápidamente las de Villadiego.

La cuarta, levantar las manos, caer de rodillas, implorar gracia, invocar la clemencia de Augusto; en resumen: capitular.

¿Será posible que haya una quinta actitud?

El quinto y último recurso

La quinta actitud es la no-violencia. La quinta actitud excluye a las otras cuatro por igual.

Excluye la neutralidad.

Excluye la pendencia.

Excluye la fuga.

Excluye la capitulación.

¿Estamos en ello?

Sí, estamos, pero bastante confundidos.

Pues si no puedo pelear, ni dejar de pelear, ni escapara, ni rendirme… ¿qué debo hacer?

Comprendo vuestra confusión. Para salir de ella, solo tenéis que consultar el manual.

Es un manual fácil de conseguir. Basta con hojearlo usando el pulgar y encontrar la página. ¿El nombre del manual? Evangelio. ¿Lo

conocíais?

Sí. ¿Y qué dice el evangelio a propósito de la legítima defensa, del castigo de los ladrones y los desalmados, del honor de la patria, de la

defensa de la civilización cristiana y de las demás excelentes y hermosas razones y necesidades de la guerra justa y de la pena de muerte?

<<Si te pegan en la mejilla derecha, ofrece la izquierda>>.

<<Si te arrancan el manto, da también la túnica>>.

<<Si te fuerzan a hacer cien pasos, harás doscientos>>.

¡Bueno! Ahora sí que está claro. Y conocéis de memoria esas palabras del evangelio, ya que sois cristianos, o al menos hay cristianos

entre vosotros y siempre habéis vivido en medio de cristianos. Deduzco que esto es lo que hacéis. Que nunca obráis de otro modo. Que

nunca habéis visto a un cristiano obrar de otro modo. Pues quien obra de otro modo no es cristiano.

No lo digo yo, lo dice Cristo:

<<Si amáis a los que os aman, si saludáis a los que os saludan, si prestáis dinero a los que os lo devolverán (con un pequeño rédito), ¿qué

hacéis más que los paganos?>>.

Entonces, no hay duda: ¡haces eso!

Y observo enseguida que al hacer eso

no permaneces neutral,

no golpeas ni amenazas,

no huyes ni retrocedes.

Te mantienes firme, te enfrentas a tu enemigo, no vas a soltarlo hasta resolver el conflicto.

Has encontrado, pues, el quinto modo de obrar, un modo tan nuevo, tan original, tan intrépido, que la gente se queda boquiabierta.

Solamente falta explicarles por qué obras así. Les costará comprenderte.

Quizás crean, ¡pobrecitos! que eres un vicioso y que te gusta recibir dos golpes en vez de uno.

Por qué debo reclamar la segunda bofetada

¡Paff! ¡En la mejilla! Oiga señor, no se vaya, se le olvidó algo.

Que tengo dos mejillas, señor.

¡Trata de explicarle a la gente por qué obras así!

Y diles, primeramente, que es muy raro encontrar un malvado lo bastante valiente y perseverante en su maldad, como para aprovecharse

indefinidamente del ofrecimiento y de la impunidad. Que hasta has llegado a ver rabiosos detenerse como fulminados. ¡Explícales por qué!

Diles:

Obro así porque sé que mi enemigo es un hombre.

¡Un hombre, comprenden, un hombre!

¡Bah! No hay por qué gritar tan fuerte. Eso lo sabe todo el mundo.

¡Claro! Lo sabes porque es evidente, pero sobre todo porque estás apaciblemente sentado en una silla.

Pero en el ardor del conflicto, cuando la sangre se te suba a la cabeza, ¿la evidencia no va a darse vuelta de golpe?

¿Y no se encargará tu enemigo, por sí mismo, de ofrecerte la prueba irrefutable de que es una bestia dañina, un monstruo, un demonio?

Quizás tu enemigo sea feroz, implacable y de una fuerza irresistible, ¡pero cuanto más difícil de vencer, más feroz, más implacable, será

la tentación que te invadirá de considerarlo un bruto, un monstruo, un demonio!

Es aquí cuando hay que afirmar la difícil verdad: que es un hombre, <<un hombre como yo>>.

Si es un hombre, el espíritu de justicia está en él como en mí.

Pues el espíritu de justicia está en todo hombre.

Pues la justicia es simple como dos y dos son cuatro.

Y dos y dos son cuatro para el blanco, para el negro y para el amarillo; para el papú y para el francés, para los buenos y para los malos;

para mí y para mi enemigo.

Deseo atraer tu atención sobre la fuerza coactiva que oculta la simple proposición de que dos y dos son cuatro. Porque cuando sumamos

dos y dos, ---no depende de mi buena o mala voluntad, de mi saber o de mi ignorancia, de mi fuerza o de mi habilidad___ que el resultado

sea forzosamente cuatro.

Ahora bien, mi causa debe ser tan justa como dos y dos son cuatro, o la no-violencia nada podrá hacer por ella.

Y aquí llegamos a la segunda definición:

2. No violencia: fuerza de la justicia

Pues si eres el defensor de la justicia ---y quiero creer que lo eres o por lo menos estoy seguro de que quieres serlo--- te conviene

preguntarte si no hay una fuerza de la justicia. No te engañes: dije una fuerza de la justicia y no una fuerza aplicada a la defensa de la

justicia y que justificas por esa razón.

No hablo tampoco de la fuerza que adquieren los combatientes por su convicción de estar en el bando de los justos.

Hablo de una fuerza inherente a la justicia misma, a esa <<fuerza coactiva>> que ya he demostrado mediante A+B, quiero decir mediante

2+2.

De dónde vienen esta fuerza y sus infalibles efectos

De aquí: para que dos y dos sean cuatro, es menester que uno sea igual a uno.

Axioma común a la justicia y a las matemáticas.

Ya que se discute de todo y sobre todo, de gustos y de colores; pero no de la verdad de los números.

La fuerza de la justicia reside en que todo hombre debe rendirse a la evidencia de que uno es igual a uno.

La justicia es la exactitud matemática en los actos y es también, el irresistible eslabonamiento de la lógica y las implacables conclusiones

prácticas de la verdad.

Pero si es así, ¿cómo explicar que haya injustos? ¿y quién es el malvado?

En realidad no lo hay. Por lo menos, no hay ninguno que lo sea ante sus propios ojos.

Todos, si los creemos, trabajan y luchan por la justicia y buscan el bien; sin ello no habría dirección ni motivo para actuar.

Puesto que sin bien ni justicia nada se puede hacer, a falta del bien, buscan un bien; a falta de justicia, encuentran la justificación.

El mal no es un mal, sino un bien parcial considerado bien total, un bien inmediato considerado como bien eterno.

Lo contrario de la justicia no es la injusticia; es la parcialidad.

Todo mal y toda injusticia comienzan por el error:

<<Cuando el pensamiento es falso la aflicción lo sigue…>> dice el sabio que nos gusta citar.

<<Uno es igual a uno>>. Todo el mundo lo sabe y yo también, hasta el momento en que yo soy ese uno; en cuanto entra en juego esta

enorme unidad, todas las cuentas salen mal.

Todas las rectas y todos los ángulos de la justicia están falseados por el pecado y el error originales…

¿Quién es, pues, el malvado? ¿Quién me arranca mis haberes, quién pisotea mis derechos, quién desea mi muerte y la de los míos? ¡Ese

tipo, ese bruto, ese sinvergüenza, ese asqueroso, ese calculador desalmado, ese traidor, ese hipócrita, ese crápula, ese canalla, en una

palabra, mi enemigo! ¿quién es?

Un hombre que se equivoca.

Esta comprobación es de suma importancia porque en ella se asienta la no-violencia.

La primera consecuencia que se deduce de esta comprobación, es que estoy dispensado de odiarlo.

Pues realmente sería vano, ridículo, importuno y completamente injusto odiar a un hombre porque se equivoca.

La segunda consecuencia es que tengo el deber elemental y urgente de sacarlo de su error.

¿Qué cosa más natural, por otra parte? ¿No es lo que todos hacemos, espontáneamente, cuando oímos a alguien afirmar algo falso,

aunque sea un simple error sin importancia para nadie? Y tenemos razón, pues la verdad siempre importa, importa por sí misma, importa

para todos: por ella vivimos y somos.

¡Pero cuánto más nos importa aquí corregir el malentendido, causa del conflicto y de todo el mal!

La tercera consecuencia es que tengo ante mí mi tarea y mi batalla como un plan trazado: debo derribar una a una las justificaciones de

mi enemigo, esas justificaciones que lo defienden, lo encierran y lo ciegan, hasta dejarlo solo y desnudo ante su propio juicio.

La verdad hará triunfar su razón contra la de él.

Y yo habré encontrado la solución del conflicto.

La fuerza de persuasión

Se dice muy pronto y es expresión muy feliz, pero no debe creerse que se consigue con una varita mágica.

Dijimos que la no-violencia es simple, no que sea fácil.

Ya es bueno saber y hacer admitir que es posible.

Aun cuando cueste fatigas y afanes (y sobre todo pensamiento) cuesta menos que la violencia- No la siguen la derrota, la humillación y el

desquite. Es sabiduría; y la sabiduría ahorra sufrimientos y crímenes inmensos.

A veces previene el conflicto e impide que estalle. Mediante buenas palabras, dignas y justas, apacigua a quien se ha enfadado creyéndose

lesionado, ofendido o amenazado. Es lo que se llama fuerza de persuasión.

Fuerza de convicción

Pero a veces la palabra es acción más fuerte y real que cualquier otra acción.

Tomaré un ejemplo de la vida de David.

El rey David, como sabemos, había tomado la mujer de uno de sus soldados y luego había enviado al valiente a hacerse matar.

Todo era miel sobre hojuelas. Entonces el profeta subió a la cámara del rey para apelar ante él por un caso lamentable:

---Mira, conocí a un pobre que solo tenía una oveja y la amaba. Un vecino rico codiciaba su oveja blanca y no solo le quitó la oveja, sino

que también le tendió una trampa y le quitó la vida.

¡Oh! ---exclamó David indignado--- ¿Quién es el infame? ¡Que me lo traigan! Lo juzgará y lo condenaré a muerte.

Y el profeta, mirándolo a la cara y señalándolo con el dedo le dijo: <<El infame eres tú…>>.

Y he aquí lo que sucedió: David se puso inmediatamente un saco de ceniza.

Pero no se da todos los días con infames de la clase de David. Generalmente, hace falta más para convertir a un hombre.

Cuidémonos, empero, de pensar de alguien: es tan vil y brutal que lo único que puede comprender es el lenguaje de la fuerza.

Ocurrió en Alemania durante la guerra; la vida de los prisioneros era dura. Frío, hambre, trabajos forzados y la vuelta a las barracas al

anochecer.

Pues allí esperaba el guardián con botas, que ensayaba en ellos sus fantasías de las cuales era el único en reírse. A este le tiraba la nariz,

al otro le daba una patada en el vientre y todos se preguntaban si esa noche no sería la de ellos.

Hasta que uno de ellos se adelantó y dijo:

---Puesto que tiene que golpear a alguien todos los días, le ruego que hoy sea a mí-

---Ja, ja, francesito. Ya que tienes tantas agallas, dime cuántos latigazos tengo que darte en el…

---No soy yo quien tiene que decir cuántos merezco. Lo dejo a su conciencia.

---¡Mi conciencia, mi conciencia! ¡Yo no tengo conciencia!

---Sí ---repuso después de un rato el prisionero---, sí, tiene conciencia. La prueba es que todavía no me golpeó.

Se alejó tranquilamente algunos pasos y sin mirarlo, añadió:

---Y hasta creo que hoy no me va a pegar…

Finalmente se dio la vuelta. El otro, pálido, miraba fijamente hacia adelante con los mojos llenos de lágrimas y los labios temblorosos.

Nunca nadie había mencionado su conciencia a ese desdichado y quizá fuera esa la razón de su brutalidad…

Desde ese día no pegó más a ningún prisionero. Y esta historia es tan poco creíble que no la contaría si no fuese cierta (Conozco esta

historia por mi amigo Jean Goss que la cuenta como si él hubiera sido testigo; pero creo que fue su protagonista. Es muy capaz de eso).

Fuerza del sufrimiento aceptado

Volvamos ahora al evangelio del abofeteado porque ya podemos comprender mejor de qué se trata.

¿Qué quiere decir <<Pon la otra mejilla>>? Quiere decir: induce a tu enemigo a hacerte el doble del mal que pensaba. ¿Por qué?

Porque el hombre que te golpeó injustamente sabe confusamente que fue injusto. O por lo menos, alguien que está dentro de ese hombre

y a quien él no deja hablar, lo sabe. El espíritu de justicia oculto dentro de él espera que le devuelvan la bofetada: la necesita; la bofetada

devuelta justificaría la que él le dio y permitiría continuar la lucha.

Pero en lugar de recibir la bofetada esperada, se encuentra, por el contrario, obligado a redoblar, triplicar, cuadruplicar su falta.

Regla táctica de la acción no-violenta: arrastra y fuerza al adversario a multiplicar su mala acción.

Y tú soporta con paciencia, con constancia, con esperanza.

Aguarda sin flaquear a que él haya acumulado bastantes faltas e injusticias, para que algo oscile en su alma oscura.

3. No-violencia: palanca de la conversión

Henos aquí en el meollo del tema: la conversión del adversario es el verdadero fin de la no-violencia. El fin y no el medio de llegar al fin

propuesto; por bueno, útil y justo que este pudiera ser.

La conversión del enemigo en amigo, del malvado en justo, del tirano en mandatario equitativo y generoso, es el verdadero fin. La meta

que nos proponíamos alcanzar (reparación de ofensas y de daños, libertad, salvaguardia, paz) es solo el resultado y una de las

consecuencias de la concordia obtenida.

Pero si uno busca el acuerdo y la buena voluntad del adversario solo como un atajo para conseguir su fin, entonces es cuestión de

habilidad ---lo que merece felicitaciones--- y no de no-violencia.

Obtener lo que queríamos del adversario, no porque se rinda a nuestras razones sino, por ejemplo, porque teme el escándalo o porque le

molestamos mucho, no es no-violencia: se llama extorsión.

Pero la extorsión más innoble es la especulación en torno a la piedad, el escrúpulo religioso, el sentido del deber u otros buenos

sentimientos; y la amante celosa que descarga una pistola sobre su galán es una ingenua comparada con la que lo amenaza con dejarse

morir.

¿En qué se reconoce al no-violento?

¿En que es amable y dulce? ¿en que dice siempre sí, sí?

¡Ah, no!

¿En su paciencia, en su imperturbable calma?

No, porque para ser no-violento no basta con no ser violento.

Es no-violento el que apunta a la conciencia.

Y si para llegar a la conciencia de los furiosos solo conviene la calma, los asombrará por la humilde serenidad con que aguanta los

insultos; y si para sacudir a los inertes, los gritos, las injurias y los golpes valen más, hallará el coraje de la ira.

Es capaz de burlarse y provocar, si advierte que su adversario está en riesgo de confundir el respeto que le demuestra con adulonería y

astucia.

Es capaz de agredir. Justamente cuando no es defensiva la no-violencia alcanza su mayor legitimidad y pureza. El no-violento premedita su

ataque y se lanza al camino, al barco o al tren, para llegar al sitio en que se perpetra la atrocidad o el abuso y para dar testimonio, elevar

su protesta, suscitar el incidente y el escándalo.

Al enemigo se le sirve, se le honra y se le salva, combatiéndolo.

Y se lleva ese combate hasta su meta, que no es la victoria, ni el botín; sino la reconciliación.

Retorno a las primeras definiciones

Podemos ahora volver a nuestras primeras definiciones con precisiones nuevas. Ante todo: solución de los conflictos.

Digo la solución, pues no hay otra.

Efectivamente: si devuelves mal por mal, no reparas el mal: lo duplicas.

¿Cómo puedes llamar bien al mal que devuelves?

Si para castigar al asesino, lo matas, no devolverás por eso la vida a su víctima. Habrá dos muertes en vez de una y dos asesinos: él y tú.

¿Cómo puedes afirmar que es un mal menor, cuando tu justicia exige un castigo igual al crimen?

¿Cómo puedes creer que es un modo de detener el mal, cuando tú mismo agregas un eslabón al que irán a unirse otros más?

Ya que el vencido aguarda su hora para tomarse desquite.

Si lo suprimes, lo vengará su hermano.

Si lo reduces a servidumbre, te verás atado al otro extremo de la cuerda.

La violencia es un encadenamiento. El que piensa liberarse por su medio, forja su propia cadena.

Las cadenas de la violencia legítima son de un acero más resistente y de mejor factura que el de cualquier otra.

Solamente la no-violencia es la solución efectiva, ruptura de la cadena y liberación.

Y aun cuando el adversario sea tan tenaz y empecinado como para impedirte arribar a la meta, la lucha te obligará a victorias sobre ti

mismo, a experiencias y descubrimientos interiores, cuyo fruto te pertenece.

Elogio de la fuerza

Hemos dicho: no-violencia, fuerza de la justicia.

Y así disociamos dos cosas que demasiado a menudo se confunden en la opinión corriente: fuerza y violencia.

La fuerza es una de las mejores cosas que existen. La fuerza es el valor del ser. En latín, fuerza se dice virtus. La fuerza en plenitud, la

omnipotencia, es Dios.

De la debilidad, de la inercia, de la inacción, nada se puede esperar de bueno.

Tampoco de la violencia, que es el abuso de la fuerza. Y el abuso de lo mejor, produce lo peor.

La violencia es la fuerza del mal en todas sus formas. la brutalidad, o predominio estúpido de las fuerzas inferiores; el abuso, o violación

del derecho; la violación de la verdad.

Es evidente que la violencia, o exceso de fuerza, no puede ser detenida, no puede ser detenida mediante un exceso de la misma naturaleza

y sentido contrario: de ese modo solo se ejerce y se excita más aún.

También es claro que no puede ser compensada por la debilidad o la cobardía. Más aún: se combina con ellas. Los violentos encuentran

un gran número de débiles y cobardes (es su número el que les da fuerza) que los sirven y les pagan tributo. Y de esta combinación de la

violencia con la debilidad y la cobardía ---consolidada mediante construcciones racionales y morales que examinaremos enseguida--- resulta

la sumisión de los ciudadanos y la disciplina de los ejércitos.

La única fuerza que puede oponerse a la violencia es, pues, la fuerza de la justicia.

De las dos fuerzas

<<Hay dos fuerzas en el mundo; la fuerza de la espada y la fuerza del espíritu. La fuerza del espíritu siempre acaba por vencer a la fuerza

de la espada>>.

Si crees que esta visión de la historia pertenece a un gran místico, profeta o predicador, te equivocas. Es de Napoleón.

Tocaba a otro héroe demostrar que era verdadera. A un héroe limpio de la sangre de sus hermanos: a Gandhi.

Y sobre todo en recuerdo de su epopeya, la expresión <<no-violencia>> ha entrado en nuestras lenguas, como traducción del sánscrito

<<ahimsá>>. Pero Gandhi sintió necesidad de encontrarle otro nombre más fuerte y positivo: Satyagraha, o fuerte adhesión a Sat; fuerza

interior de Sat. Y Sat significa verdad y ser. De donde, exactamente: fuerza de la verdad, o, parafraseando a Napoleón, fuerza del espíritu

(En Las cuatro plagas (V, 46-52) he resumido esta epopeya lo más brevemente que pude: tres milagros históricos. A él remito al lector.

Hará bien, además, en leer la Vida de Gandhi de Louis Fischer y para entrar en detalles de la táctica no-violenta, El maquiavelismo de rebote de S. Panter Brick. Pero no se debe creer que la no-violencia es una invención de Gandhi. Buda la enseñaba cinco siglos antes de Jesucristo

y cinco siglos antes que Buda, José en la Biblia.

Tampoco hay que considerarla algo oriental que nosotros somos incapaces de llevar a cabo. La no-violencia tiene una larga historia en

occidente y una de sus hazañas no es otra que el a de la iglesia cristiana, pues ella constituye lo que podríamos llamar <<el método de los

mártires>>. Polonia, Hungría y América del sur han proporcionado numerosos ejemplos de revolución y de liberación no violentos en los

dos últimos siglos. Y no puede ignorarse que en estos momentos surgen movimientos no-violentos por doquiera, de importancia numérica

modesta, por ahora, pero que va en aumento).

De la eficacia

La eficacia de la no-violencia no necesita más demostraciones. Es objeto de tesis y tema de discusión muy corriente hoy en día. No creo

equivocarme al emitir esta regla general: todos los que la nieguen o dudan de ella ---compruébalo--- no tienen ninguna experiencia hecha.

Respóndeles: ¡Vayan a ver y me cuentan luego!

Lo que quiero discutir no es la eficacia de la no-violencia, sino el valor de la eficacia.

Eficacia es un término que produce en nuestros contemporáneos un efecto mágico y fascinante. Hasta tal punto, que si se consiguiese

hacer admitir a la opinión pública que la no-violencia es eficaz, sería inmediatamente aceptada sin reservas y entraría a formar parte de

nuestras costumbres. Y es deseable, urgente y de importancia vital y capital que así sea. Pero el feliz acontecimiento podría deberse tan

solo a un malentendido. Esforcémonos por apartar el malentendido, aun arriesgándonos a perder la eficacia de tal malentendido.

La eficacia es el valor de un medio haciendo abstracción del valor de su fin.

Así la técnica, la economía, la estrategia, la política, la ciencia, son buenas para todo fin útil.

La técnica es eficaz para producir toda suerte de objetos, haciendo abstracción de la naturaleza de esos objetos y del uso que se haga de

ellos, ya que pueden ser indiferentemente herramientas o armas, venenos o remedios y servir al bienestar o a la muerte. La técnica

procura eficazmente la aceleración de los trasportes haciendo abstracción del problema de si es bueno precipitarse sin saber hacia qué, o

si es bueno, mediante la precipitación general, acortar el tiempo.

La economía es eficaz para el aumento de las riquezas, haciendo abstracción del problema de si las riquezas traen dicha o corrupción y

disturbios.

La estrategia es eficaz para ganar batallas, haciendo abstracción de la causa por la que se combate y del problema de saber si se trata de

una causa válida para que se destruya por ella tantas vidas de hombres.

La política sirve eficazmente para conquistar y mantener el poder, haciendo abstracción del problema de si ese poder puede y quiere

hacer el bien común.

La ciencia es eficaz para poner en manos de los hombres las enormes fuerzas de la naturaleza, haciendo abstracción del problema de si

es bueno que los hombres puedan provocar conmociones desmesuradas a voluntad.

Pero preguntémonos si tenemos derecho a hacer todas esas abstracciones.

Si tenemos derecho a entregarnos totalmente al desarrollo de los medios, remitiendo a otros tiempos y a otra gente el cuidado de

considerar los fines.

¿No serán esas abstracciones negaciones de la razón, cegueras voluntarias?

¿No son esas abstracciones las que han traído a nuestra civilización fuera (Abstraer significa traer o tirar, abs : fuera de) de su camino,

las que privan a la vida de su sentido?

Todo lo que se mide por su eficacia porque pertenece al orden de los medios, todo eso con sus necesidades y sus mecánicas tiene un

valor propio, que es relativo, secundario, práctico y no se confunde con los valores religiosos y morales que son absolutos y primordiales y

que solo se aplican a las acciones personales y libres.

Pero a medida que ocupan un lugar cada vez mayor en la vida de los civilizados, a medida que les aseguran medios cada vez mayores de

prevalecer sobre el prójimo, nos encontramos con que se les va atribuyendo un valor superior y por último, supremo.

Y el mal, ya lo hemos visto, es un bien parcial que se toma por todo el bien.

He aquí cómo todas esas cosas, que en su grado legítimo serían relativamente buenas, se convierten en un mal en lo absoluto y cómo, en

la práctica, trabajan para el mal. Lo demuestra el retorno periódico de las grandes plagas, como la guerra; y no es difícil percibir cómo

todas esas cosas las preparan, las provocan y las sirven.

La degradación de los valores morales es la contrapartida de esta exaltación del orden práctico, especialmente allí donde el amor propio

colectivo se erige en virtud, y el interés del grupo en moral.

Entonces, crímenes tales como el homicidio, la servidumbre, la explotación del prójimo, el engaño, la corrupción, se juzgan como

<<medios>> y su éxito los justifica.

Y se llega a la demasiado célebre fórmula de que <<el fin justifica los medios>>.

La eficacia de la no-violencia consiste en dar por tierra con esas justificaciones, todas las cuales surgen de los falsos absolutos de la

técnica, la política, la estrategia, la economía y la ciencia.

La no-violencia es lo contrario de la justificación de los malos medios para el buen fin; es el ajuste de los medios al fin; ya que si el fin es

justo los medios también deben serlo.

Gandhi enseña que medios y fines están unidos como la simiente al árbol.

Y que la malicia que los medios introducen en la empresa, se encontrará necesariamente en el fin.

Lo que explica la decepción que sigue a todas las victorias y liberaciones obtenidas mediante la violencia, aun cuando la causa fuera

buena y los combatientes heroicos y sinceros.

No, las buenas causas no justifican los malos medios; al contrario: los malos medios arruinan las mejores causas.

Hay que distinguir eficacia instrumental de eficacia final.

La ciencia se presta a cualquier aplicación; la conciencia, no.

La inteligencia se pliega a cualquier combinación; la sabiduría, no.

El poder puede cualquier cosa; el dominio de sí, no.

El dinero se presta para todo uso, pero la honestidad, no.

El coraje se entrega a cualquier causa, pero la caridad, no.

La fuerza puede servir para cualquier fin; pero la no-violencia o fuerza de la justicia solo puede servir a la justicia.

Elogio de la justicia

La justicia, la verdadera, o para decir mejor, para decir como Gandhi, la verdad.

La justicia que es la verdad en los actos.

La justicia, primera entre las virtudes sin la cual las otras pierden su valor y se mutan en defecto.

La justicia que es evidencia de la bondad.

La justicia que es ley de la vida y razón de la armonía.

La justicia que pone y mantiene a cada cosa en su lugar y toda cosa es buena en su tiempo y en su lugar.

Las cosas bajas son buenas abajo por su solidez, las cosas altas arriba por su limpidez.

El dolor es bueno a su hora para la purificación, la muerte es buena a su hora para la liberación.

La sombra es buena como un descanso, el fuego es bueno como la hermosura.

Nada es vano, nada es vil, nada es falso, nada es sucio, nada es malo, salvo el desorden.

La justicia es buena como la música.

De las dos justicias

Pero nosotros conocemos dos justicias: la justicia buena y la otra.

La justicia buena es la que devuelve bien por bien y multiplica el bien, que da los beneficios medida por medida y por los beneficios sin

medida rinde gracias,

que da a cada cual su diezmo; honor al grande, ayuda al débil y piedad al pequeño,

que sostiene a los que marchan rectamente, retiene a los que se desbordan, reencamina a los que se extravían, levanta a los que caen.

La otra justicia es la que devuelve mal por mal para detener el mal: pero se detiene en el mal y lo duplica.

La que en el arte de descubrir y perseguir a los culpables propicia todas las malicias, todas las bajezas y todos los ardides,

la que en el arte de administrar venganza propicia todos los retardos, todos los desvíos, todos los cálculos de la crueldad más fría e

inhumana,

la que en el arte de agravar las penas conoce los refinamientos más atroces,

la que ahorca, quema, tortura, asfixia, desuella, aplasta, arranca, saca los ojos, corta las manos, retuerce los miembros, empala y castra,

desnuda y arranca las entrañas,

la que marca al rojo vivo, exilia, envilece, condena y mata el alma con el cuerpo,

la que con sus leyes, sus procesos, sus clavijas, sus recursos, sus sentencias y sus ejecuciones arma los miedos y las cóleras de la bestia

humana con todas las potencias del espíritu de sistema.

Oye ahora las oscuras y terribles palabras de san Pablo: <<la ley es la fuerza del pecado>> (1 Corintios 15, 56).

Y se te aparece claramente el camino que debe recorrer la justicia desde el Talión hasta lo que Santiago llama la ley de libertad (Santiago

2, 12).

¿Comprendes ahora por qué Cristo debía ser condenado en debida forma y crucificado entre dos ladrones y que desmentido a la <<justicia

de los hombres>> es el signo de la cruz?

Y, vosotras, buenas personas, queréis saber de qué justicia os valéis. Juzgaos vosotros mismos, colocaos vosotros mismos a la derecha o

a la izquierda.

Ante un crimen que os indigna, ¿qué os preguntáis?

¿Con qué pena va a castigarse al criminal para que sea igual a su crimen, pues la muerte no basta?

¿O bien os preguntáis ---ya que la justicia exige igualdad--- qué bien podría encontrarse para compensar un mal tan grande? ¿y qué hacer

o decir a ese desdichado para que se arrepienta y se salve?

Todos los hombres generosos que en estos dos últimos siglos han trabajado para suprimir el interrogatorio, la tortura, los suplicios

públicos, la picota, las galeras, el baño, la pena de muerte,

para sanear y humanizar las penitenciarías, reeducar a la juventud delincuente, acoger y rehabilitar a los prisioneros liberados, asegurar

el respeto de los desconfiados, someter a la libertad a prueba a los condenados por primera vez, acordar el semiindulto a los detenidos que

hayan hecho mérito,

esos hombres cuyo inmenso mérito es haber descubierto por sí solos y contra el sentimiento de todo el mundo esta evidencia: el horror

de la justicia represora, deben tener su nombre inscrito como campeones de la no-violencia, aun cuando ellos mismos no se arroguen ese

título.

Encadenamientos y desencadenamientos de la justicia

Sobre la justicia represora y sus encadenamientos se funda la solidez de nuestras instituciones seculares, nuestros jueces ornados de

armiño, nuestros gobernantes condecorados en sus palacios, no conocen otra,

sobre ella se funda la prosperidad de nuestros negocios y la tranquilidad de nuestras familias.

No nos asombremos si Jesús revela en el último día de su vida que el espíritu convencerá a este mundo <<de pecado, de justicia y de

juicio>>.

Y <<que el príncipe de este mundo ya ha sido juzgado>> (Juan 16, 8. 11)

Pero si se quiere saber cómo se ha condenado este mundo a causa de su pecado, su justicia y su juicio, es menester considerar ---además

de los encadenamientos de la justicia violenta--- los desencadenamientos de la violencia legítima.

¿Cómo se llama el desencadenamiento de la violencia legítima?

¡Guerra!

Y advertid que hablamos de violencia legítima, pues la violencia ilegítima ---la que proviene del odio, de los celos, de la envidia, de la

codicia, de la cólera y de otras maldades--- es preocupación de la moral. La no-violencia le hace muy poco caso.

Así que me pesa enterarme por los grandes títulos de los diarios que han apresado a un hombre que mató a dos o tres de sus semejantes,

que lo van a someter a juicio y que probablemente lo ahorquen.

¡Si yo querría correr a felicitarlo por haber matado a tan pocos, solo a dos o tres! ¡Pobrecito!

Mientras los que nos fabrican la muerte con su bomba en Marcoules (lugar donde se encuentra el centro atómico de Francia) o en otra

parte ---los que preparan la lepra para millones de inocentes que todavía no han nacido siquiera--- no corren riesgo de ser ahorcados,

¡claro que no!

¡Esos no son asesinos vulgares! Son ciudadanos honorables. Se los cubre de oro a la medida de su ciencia desinteresada, se los colma de

honores por el gran bien que hacen a la humanidad.

Y los buenos obreros, los buenos empleados y hasta el barrendero, que consagran sus jornadas, sus pensamientos y sus afanes a esta

maravilla de la técnica y a otras obras no menos útiles, son honestos, ¿no es verdad?

Y tanto que hasta están afiliados a los sindicatos y además son socialistas por añadidura; y no pacifistas que balan, no, sino pacifistas

que rugen, siempre prontos en los comicios y en los cortejos a aullar por la paz.

¡Y cuando todo explote, será seguramente por culpa de los otros!

Pero nosotros, amigos, hermanos míos, ¿vamos también a seguir como ellos <<cumpliendo nuestros deberes de estado>> sin plantearnos

cuestiones?

Cuando todo explote (¡y parecía que iba tan bien!) ¿será menester, como explicación, evocar la avidez de los vendedores de armas, la

ambición de los dictadores, el odio ensañado y la ferocidad del pueblo enemigo?

No, eso no hace falta para que todo explote.

Que cada cual continúe cumpliendo sus deberes de estado, que obedezca órdenes superiores sin hacerse preguntas. ¡Con eso basta para

que, seguramente, en un punto dado, todo explote!

Y será el desencadenamiento de la violencia legítima o guerra en pro de la justicia.

¡Para qué, oh patriotas, oh filósofos, oh teólogos, elaborarnos una doctrina de la guerra justa y demostrarnos que la guerra más justa

que puede haber es justamente la que declaramos!

Lo sabemos, sino no la haríamos. Sin buena causa y buenas razones, nadie puede hacerla.

Si los animales no la hacen, es porque no son bastante razonables y no saben nada de justicia.

Pues el hombre obtiene las armas que necesita para la guerra de su razón, de su espíritu de justicia obtiene los motivos que necesita

para la guerra.

No basta con decir que nuestra guerra es justa: debemos saber que tiene a la justicia por causa y al espíritu de justicia como sostén.

¿Qué? ¿usted no nos cree? ¿por quién nos toma, díganos… por mentirosos?

¿O por canallas, por malhechores, por asesinos? ¡Eso no es hacer la guerra! La guerra no se hace con malos sentimientos; la guerra

exige coraje, disciplina, consagración, inteligencia. Somos nosotros la gente honesta, quienes hacemos la guerra.

No mentimos, no… pero ¿nos engañan? ¿quién nos engaña? ¿el gobierno? ¡Por una vez estamos con él!

¿Dice que nos obligan?

¿Acaso pueden enviarnos a pelear usando la fuerza de las armas? ¡Si estamos armados y podríamos combatir a quienes nos envían!

¿Es quizás por interés? Así pretenden ciertos economistas que se creen muy enterados, pero no entienden nada de los resortes del

corazón humano y menos todavía ---nos parece--- de negocios.

Pues si se trata de defender intereses, ¿por qué van los pobres a la par que los ricos? ¿para defender los intereses de los otros? ¿o para

enriquecerse vendiendo su piel? ¡Realmente cree usted que son imbéciles!

Y nosotros, ciudadanos vulgares, atentos a nuestras cuentas, ¿cree que somos tan idiotas como para hacer la guerra por interés?

El interés de todos y también el nuestro, es que haya trabajadores que produzcan y se ganen el pan, ¡no soldados que coman y destruyan!

Nuestro interés está en la seguridad de las rutas, en la apertura de las fronteras, en la amistad de los pueblos vecinos, en suma: en la

paz.

Porque la guerra no la pagan los militares aun cuando la ganen, ni el gobierno, por más que lo parezca, ¡la pagamos nosotros! Y las

expensas, los estragos, los riesgos son inmediatos, ciertos; y las ventajas lejanas y dudosas, en el mejor de los casos.

Y luego, por más apego que tengamos al lucro, más se lo tenemos a nuestra vida y a la de nuestros hijos; y de los peligros de la guerra

ninguna riqueza protege a nadie.

¿Entonces es por odio?

Si nunca he visto al enemigo, ¿cómo puedo odiarlo? Y sin embargo, sí… lo odio, pues odio todo lo que él representa. No lo odio en lo que

a mí toca, pero me hago un deber odiarlo por amor a la justicia. Pues es la encarnación del espíritu del mal. Es la fuerza contra el derecho,

es la barbarie contra la civilización. Es la servidumbre contra la libertad. ¡Es el impío y Dios está conmigo!

Todas esas razones son irrefutables y tanta es nuestra sinceridad que estamos prontos a prestar testimonio hasta la muerte. Y también el

enemigo.

La guerra es la exaltación del espíritu de justicia; qué puede haber más exaltante que ser a la vez acusador, juez y ejecutor de la sanción.

Pecado, justicia y juicio: ¡<<ya juzgado>>!

En este punto crucial de la historia, el árbol-del-conocimiento-del-bien-y-del-mal da su más bello fruto. El árbol que tiene como raíz a la

astucia, como savia a la rivalidad, como ramas mayores a la técnica, la economía, la estrategia, la política y la ciencia, tiene en el tronco

donde estas ramas se reúnen, el fruto: la bomba.

¡Hola! ¿Me escuchas?

¿O tienes oídos para no entender?

¿No te queda en la cabeza, a falta de sabiduría, algo de sentido común y en el corazón, a falta de amor, un poco de miedo animal para

dirigirte a la única salida? ¡La que se presenta justamente en esta hora histórica! ¡Por casualidad, crees! ¿Es que no tienes ojos para ver?

¿Puede la no-violencia detener la guerra?

Busca en la vida de Gandhi y sabrás que él solo detuvo una en cinco días (Vinoba o la nueva peregrinación (XXV), Las cuatro plagas (V,

52), Masacres hindúes-musulmanes de 1947).

Si la no-violencia no puede detener la guerra, nada podrá detenerla. Y como dijo Kennedy: <<o la humanidad acaba con la guerra o la

guerra acaba con la humanidad>>. El porvenir es, pues, de la no-violencia, o no hay porvenir. ¿Pero contra un extranjero que aprovechando nuestro renunciamiento a las armas ocupara el país, qué puede la no-violencia?

Pregúntale otra vez a Gandhi cómo echó del suyo, sin asestarle ni un golpe, a un ocupante magníficamente armado.

Pero si no te gusta recibir siempre la misma lección, pregúntale a King-Hall, coronel británico, cómo es su plan de defensa nacional en la

edad nuclear (King-Hall, National defense in nuclear age, London). Este militar, dotado de una notable independencia de espíritu, que une a

un sólido sentido pragmático un atisbo de excentricidad ---ambos muy insulares---, cayó en advertir que los tiempos de la buena reina

Victoria han concluido, y que hablar hoy de defensa armada contra proyectiles teledirigidos, es detenerse en un sueño pueril

Expone, por ende, las tácticas con las que un pueblo digno de libertad puede derrotar al opresor, o mejor dicho, burlarse de él, ya que el

autor se siente más bien inclinado a la ironía heroica de un Till Eulenspiegel que al estilo trágico. pero hace falta algo muy distinto, hace

falta un sacrificio casi igual al que exigiría la guerra y el doble de valor. No obstante, la vida de los pueblos ofrece algunos ejemplos.

Mas la violencia no siempre es sanguinaria ni la opresión llega siempre del extranjero.

Está también el abuso, estado de violencia latente y constante de donde en cualquier momento puede surgir la rebelión.

Esa es la violencia vertical, la que los ricos ejercen sobre los pobres y los gobernantes sobre los gobernados, para imponerles trabajos e

impuestos ---sin contar los homenajes---, en el marco del orden establecido y asumiendo la forma de la más estricta legalidad.

Pregunta a Gandhi cómo liberó a los parias (Peregrinación a las fuentes IV, 31 s. Las cuatro plagas V, 48, 50, 51) y qué entiende por

Swadeshi, independencia económica o economía independiente de toda forma de explotación del prójimo y de compulsión (La economía

capitalista conoce la explotación y la compulsión. La economía comunista suprime la explotación pero agrava la compulsión). Pregúntale a

Vinoba cómo concibe y conduce la reforma agraria mediante el Bu-Dana y el servicio-de-todos o Sarvodaya (Vinoba o la nueva

peregrinación).

No olvidemos, por último, que la huelga, que ha sido el instrumento de la promoción obrera en occidente es ---pese a los Sorel y a los

Marx--- el arma no violenta por excelencia y que purificada y generalizada, asumiendo la forma de no-cooperación y desobediencia civil

bastaría para conseguir las reformas necesarias contribuyendo al mismo tiempo, en lo que permite su medida, a la madurez de los

pueblos.

Quizá me replique: Solo hay una sola objeción contra la no-violencia, pero sin duda insuperable; porque ella supone la posesión de la

verdad y nadie posee la verdad.

Es verdad que la posesión de la verdad no pertenece exclusivamente a nadie, una verdad que el no-violento nunca debe perder de vista.

Razón de más para usar la no-violencia; ante todo, para prevenir el caso de que nos equivocáramos; y luego, si se está en la verdad, para

hacer de la lucha misma y de la preparación para esa lucha, un instrumento de conocimiento y de tener más verdad.

La furia por tener razón es el rasgo más distintivo de la violencia legítima: una pasión arrebatada.

Se completa con la convicción de que el enemigo no solo es malvado y de mala fe, sino que es el mal mismo y que la única manera de

suprimir el mal, es suprimirlo.

El error es tan grosero, que parece increíble que ni siquiera un imbécil lo cometa, pero hasta los más inteligentes caen en su trampa

cuando su cólera pronuncia los juicios. Y pueblos enteros juzgan súbitamente así a pueblos enteros: esa es la razón demencial de las

guerras.

¡De este modo, la frontera entre el bien y el mal sería la que nos separa del otro! ¡A esto sí que se le puede llamar simplicidad de espíritu!

Lo que debemos meternos bien en la cabeza y jamás perder de vista, es que la frontera entre el bien y el mal pasa exactamente por aquí

(ademán que parte de lo alto de la frente y llega hasta donde acaba el pecho), exactamente en el medio de nosotros, entre la derecha y la

izquierda.

Ya hemos visto que el postulado fundamental del que depende toda la no-violencia, afirma que el espíritu de justicia está tanto en mi

enemigo como en mí.

Y el complemento de esta proposición es el de que el mal y el error están en mí como en él.

Al admitir el bien en él, contra las instancias de mi ira, lo distingo de su mal, en que mi ira lo hundiría.

Al admitir el mal en mí, cosa que mi orgullo no puede ver, me distingo de mi ira y de mi orgullo y me adentro más en lo vivo de la justicia.

Ahora, ya no es a él a quien odio, sino al mal que hay en él. <<No combatimos contra la carne y la sangre, sino contra las dominaciones…

que habitan en el aire>>, dice san Pablo (Efesios 6, 12).

Lo que retiene mi atención en estas palabras es (entre otras cosas), el nombre dominación, pues no es el nombre de un mal o de un

demonio, sino el de un ángel.

Sí; pues como sabemos, el mal es siempre un bien parcial. El error de mi enemigo es una verdad ---quizá muy elevada--- que le impide ver

la verdad; una justificación que reemplaza a la justicia.

Patria, honor, derecho, libertad, son cosas resplandecientes que no tienen su lugar ni en la tierra ni en el cielo. <<Habitan en los espacios

aéreos>>, son cosas <<en el aire>>; y por ellas combatimos entre hermanos y nos olvidamos de Dios.

Debemos tener mucho cuidado en no hacer un absoluto negativo de estas reservas tocantes a la verdad absoluta.

Aún indignos, aún ignorantes, tenemos que levantarnos por la justicia; eso nos liberará de la ignorancia y de la indignidad.

Una cosa es pretender que una causa es absolutamente buena porque es nuestra y otra, hacer nuestra una causa porque es buena.

Podemos equivocarnos, como todos los mortales. De esta posibilidad debemos partir; y si somos totalmente humildes y sinceros, sucederá

que contra toda previsión, nuestra misma falibilidad se tornará en ventaja.

En el conflicto en que estamos envueltos, preguntémonos cuál es nuestra parte de culpa.

Seguramente tenemos alguna, pues si hubiéramos sido impecables, no habría conflicto. Los yoga-sutras enseñan: <<Una vez alcanzado el

estado de no-violencia, la violencia se derrumba sola ante el sabio>>. Por ende, cuanto menos puros seamos, más ardua será la lucha. Pero

las tribulaciones que debamos sufrir por parte de los injustos, serán menos injustas de lo que creemos. Si sabemos eso, nos harán bien.

Cuando hayamos descubierto nuestra culpa, en vez de proceder como nuestro enemigo, en vez de disimularla, de encerrarnos en nuestras

justificaciones y confirmarlas en las de él, vamos a confesar nuestra culpa y a ofrecer reparación con desarmante simplicidad para romper

el círculo, para inclinar al enemigo a entrar dentro de sí mismo.

El enemigo a quien se acusa replica a las razones con injurias y a las acusaciones con acusaciones. Pero cuando nos acusamos a

nosotros mismos, escucha y nos sigue. Ahora somos nosotros quienes llevamos las riendas y hemos minado sus fortificaciones, quiero

decir sus justificaciones.

Pero el valor de mi causa no guarda relación con los méritos o deméritos de quien la defiende. Debo asegurarme, mediante honda

reflexión, de su valor objetivo, pues sobre eso cuento, no sobre mis fuerzas. Es a ella a quien mi acción debe poner en relieve, acción

conforme a la naturaleza del conflicto y proporcionada a su gravedad; de tal modo que mediante la elección del lugar, del tiempo, del modo

y del estilo de mi anuncio, mi causa se erija en símbolo.

Y para no marchitar la nobleza de la causa y vestir a mi flaqueza, lo menos que puedo hacer es no proceder como mi enemigo, no

afianzar en su error al defensor del derecho. Debo evitar a toda costa las violencias, ardides y ofensas que le reprocho. Ningún ejercicio

espiritual es más difícil ni más eficaz.

En la no-violencia, no hay victoria posible contra el enemigo si no me combato a mí mismo.

Si el mal está en mí como en mi enemigo y si lo único que quiero es vencer el mal, deduzco que debo proceder con orden y empezar por

combatir el mal en mí.

¿Cómo convertir al otro si yo mismo no estoy bastante convertido?

¿Cómo presentar su culpa ante su conciencia y derrumbar sus justificaciones, si le dejo esta, muy mala pero muy poderosa, la de que me

replique: <<Y tú>>?

El primer golpe que debo asestar al mal que hay en mí es el de reconocerlo; a veces, basta solo eso para liberarme.

No puedo erigirme en justiciero, antes de haber por lo menos empezado una tarea de purificación.

Vinoba dice: <<El campo de batalla de la no-violencia es el corazón del hombre>> (Principio de la independencia, 54). Y también el campo

de maniobras.

La preparación regular para la no-violencia, es la iniciación en la vida interior; conocimiento, posesión y don de sí mismo. Por eso existe

un arca para comenzar por el comienzo (y desde la infancia para quienes nacen allí); y el comienzo es establecerla en lo secreto del

corazón, enseguida aplicarla en el círculo de nuestro allegado y por último en los azares de la acción cívica.

Pero si tu generosidad, conmovida por los riesgos y las desdichas de tus semejantes o indignada ante el escándalo, te ha llevado primero

a las manifestaciones públicas, no debes inquietarte demasiado por tu falta de ejercicio y de fundamentos espirituales, siempre que te

hayas puesto en las manos de un buen jefe. La experiencia pronto te hará notar esta laguna y la necesidad de cubrirla; y el que busca,

encuentra.

Cualquier cosa vale más que excusarse con una fórmula de este tipo: <<La no-violencia es cosa de santos y nosotros no somos santos>>.

Se trata de ser un hombre. Dice Gandhi: <<La ley del bruto es la violencia y la del hombre, la no-violencia>>.

Al seguir la ley del bruto, pero del bruto armado con inteligencia, contra sí mismo, el hombre va primero a su embrutecimiento y después

a su destrucción.

¡Se trata de ser hombre y de salvar la vida, de dar su vida para salvar la vida!

No-violencia y defensa legítima

Un amigo: Si una noche me ataca un bandido y yo me defiendo como puedo, y llego a matarlo… ¿la ley de la no-violencia me condena sin

remisión?

Respuesta: No. Todos los que pelean, de eso no cabe duda, están bajo el signo del pecado <<cuyo aguijón es la muerte>> (San Pablo), pero

en grados muy distintos.

No asimilamos al que mata para defender su vida ---porque atacado por sorpresa, no atina a hacer otra cosa--- con el que lo asalta para

robarlo.

Y entre pueblos en guerra, no consideramos iguales la causa de los que combaten para sojuzgar y aplastar y la causa de los que lo hacen

para recobrar su libertad, aun cuando la carga de los crímenes sea innumerable de una parte y otra.

Un resistente a la guerra: Su respuesta me frustra y me consterna al mismo tiempo. Creí por fin encontrar en la doctrina no-violenta

posiciones firmes, respuestas inequívocas y veo que volvemos a caer en los argumentos gastados de la <<guerra justa>> y de la <<legítima

defensa>>.

Y sin embargo, usted debe ignorar menos que nadie que defensa y ataque son uno el reverso del otro y que el argumento es reversible.

Sabe que todos se defienden, inclusive el agresor. Sabe que la mejor defensa es atacar primero y conoce la secuela. Se argüirá sin

descanso hasta que la bomba ponga fin a los combates y las discusiones por falta de combatientes y de discutidores que justifiquen el

golpe.

Respuesta: La no-violencia es cosa simple y primordial; no simplista y primaria. Si las cosas fueran tan claras como usted las cree, no

hubieran acosado y llevado a contradecirse a tantos grandes espíritus, a santos, inclusive. Lo absoluto reside en la dirección, pero el pro y

el contra están mezclados inextricablemente en los negocios humanos y no podemos, cosa que lamento, disponer de juicios ya hechos.

El resistente: Pero si usted concede al no-violento el derecho de matar para defenderse ¿en qué se diferencia de los demás? Porque eso

es exactamente lo que hace el último de los violentos.

Respuesta: No le concedo ese derecho, o más bien le retiro la calificación de no violento; pero tampoco le considero un asesino.

El resistente: Todavía no veo en qué difiere a ese respecto la no-violencia de la moral ordinaria.

Respuesta: En esto, estimado señor: en que vemos en eso un caso extremo, un caso excepcional, un caso de fuerza mayor y decimos: <<la

necesidad no conoce ley>>. Pero nos cuidaremos mucho de erigir ese caso específico en regla general y en sacar de él cualquier conclusión

o deducción tocante a la legitimidad.

En la práctica, la mayoría de los conflictos humanos se presentan de modo muy diferente. A todos, o a casi todos, se les puede encontrar

una solución humana. Y golpear al que golpea y matar al que mató, , o quiere matar, o puede llegar a quererlo, no es una solución

humana: es una reacción de bruto.

La no-violencia es, de todas las soluciones, la más humana.

El resistente: Ahora lo comprendo mejor; disculpe mi exabrupto.

Respuesta: Su exabrupto lo honra, señor. La no-violencia no consiste en evitar los exabruptos.

Un compañero: Pero volviendo al caso de la agresión nocturna… ¿Qué debe hacer el no-violento?

Respuesta: Levantar las manos, pero para unirlas y ponerse a rezar en voz alta por su agresor, porque si la muerte lo sorprende en ese

instante, será bienaventurado, ¡os lo aseguro!

Pero puede que la muerte se desvíe. Quizás el agresor se desconcierte ante una conducta tan extraña. Quizás se ahorre un crimen inútil

ya que le falte la razón más fuerte de las violencias: el miedo.

Y así, el no-violento salvará la vida. No era su propósito, pero de todos modos, es un resultado harto apreciable. Digo esto para demostrar

que aun para el sentido común más vulgar, la no-violencia no es tan loca ni necia como parece.

Un visitante: Permítame decirle que se hace usted demasiadas ilusiones sobre la bondad de los hombres y especialmente sobre la de los

asaltantes. Me gustaría ver en su doctrina, que admiro por otra parte, un sentido más marcado de la realidad.

Respuesta: Ya que habla usted de realidad, ¿lo han atacado de noche los asaltantes alguna vez en la realidad?

El visitante: ¡No, gracias a Dios!

Respuesta: A mí, sí. Y ya que prefiere las realidades a las razones, quizás le convenza más una historia verdadera…

Pasó en el camino de Homs a Balbek, cuando mi peregrinación a tierra santa (De Rodas a Tarso, en barco; de Tarso a Jerusalén y vuelta

a Beirut, a pie. De ahí a Constantinopla, en barco. A Salónica en barco y del monte Athos a Atenas a pie; 1938-1939). Me habían dicho que

iba a encontrarme con asaltantes o con lobos, pero la luna estaba llena, la noche, hermosa y la soledad, seductora.

No tardé en encontrar a mis asaltantes, alineados al borde del camino. Me acerqué sin temor, no por valentía, sino por falta de ese

sentido de la realidad que con toda razón me reprocha usted. La verdad es que se parecían tanto a los bandidos de los cuentos, que era

casi divertido.

Sea como fuere, no perdieron tiempo; enseguida me sacaron la bolsa y el bastón, me ataron las manos y me llevaron, con la punta del

fusil apoyada en mi espalda, hasta la tienda del jefe, oculta en una hondonada del paisaje.

Allí me registraron sin encontrar nada.

---¿Quién eres?

---Un peregrino.

--¿Adónde vas?

---A Jerusalén.

---¿De qué vives?

---Alá provee

Desde ese momento, todo cambió. Me hicieron sentar y empezaron a hacerme preguntas sobre Cristo, sobre el Islam, sobre los alauitas

(ellos lo eran), sobre la trinidad y la unidad. Se traducían las respuestas uno a otro y parecían muy contentos.

Por último llamaron a una mujer (¿esclava o esposa?) que se presentó sin velo en la cara y llena de tatuajes. Con una jarra, me echó agua

sobre las manos y los pies, y me sirvió arroz y leche cuajada.

Después, mis huéspedes me ayudaron a armar mi pequeña tienda al lado de la grande y me desearon buenas noches.

Poco después, se oyeron unos aullidos en dirección al horizonte: los lobos. Los hombres salieron con sus fusiles y dispararon varios tiros

al aire. Y volvió a reinar el gran silencio.

Agradecí a Dios que los asaltantes me hubieran librado de los lobos. Meditaba sobre los lobos y los hombres y a diferencia de muchos

filósofos, me inclinaba a favor de estos últimos (por razones completamente subjetivas, convengo en ello).

Pero no podía conciliar el sueño, porque me acosaba un pensamiento: el del dinero que llevaba conmigo y que los ladrones no habían

descubierto. Un amigo me había cosido una pequeña suma en un forro, diciéndome: <<Puedes comportarte como si no tuvieras nada. Pero

el día en que te veas en apuros, te alegrarás de tener un amigo precavido>>.

Hasta ese momento, el dinero solo había servido para pesarme, y ahora me escocía. Porque la frase que yo le había dicho al asaltante,

esa frase sobre el desasimiento perfecto, sobre la total confianza en Dios, era desmentida por ese dinero.

<<¡Sería muy necio si destruyera mi ruta y mis pasos por tan poco!>>, me decía.

Saqué mi peculio de su escondite, lo anudé en un pañuelo y al día siguiente, al partir, se lo entregué al ladrón. El hombre se ensombreció,

echó mano de su puñal y casi se me echa encima.

¿Por quién lo tomaba? ¿por un cualquiera que se hace pagar su hospitalidad?

Lo calmé como pude, explicación verdaderamente muy difícil.

Por último, con un ademán airado, me metió el dinero en el bolsillo, exclamando: <<¡Dios me libre de tocar lo que sea de un hadj, de un

morabito, de un huésped!>>

Ese fue el preámbulo de la ceremonia de bendiciones y adioses.

El visitante: Muy bonito, pero pienso que no hubiera tenido la misma suerte con un apache parisino.

Respuesta: Puede ser. No afirmo que la no-violencia sea una receta infalible para salir de todos los malos pasos y para ganar en todas las

vueltas. ¿Pero que le hace tener tan mala opinión de los ladrones parisinos? ¿algún incidente desdichado?

El visitante: ¡Oh, no! Pero me cuesta imaginarlos como a su noble árabe de Siria, intimidados por el respeto religioso, o por cualquier

otro.

Respuesta: Prefiero la experiencia al sentido (teórico o imaginario) de la realidad.

El visitante: ¿Qué experiencia puedo tener con un ladrón, salvo la de que me robe y de que yo llame a la policía? Esa la tuve. ¡Espero que

no me crea usted en la obligación de correr tras el ladrón con un regalo!

Respuesta: Veo que os reís todos y que la cosa os parece insólita. Pero más insólito sería intentarlo.

El visitante: ¡Habría que tener muy buenas piernas! ¿Y usted trató de hacerlo, Siria aparte?

Respuesta: No exactamente, pero algo muy parecido.

Una mañana, se nos apareció en Tournier (nombre del dominio de Saintonge donde se fundó la primera comunidad del Arca; 1948-1952)

un hombre gordo, hirsuto, jadeante, con el traje arrugado. Explicó que había vagado por el bosque toda la noche buscando la casa.

La acogida que recibió disipó por completo su aire de perro perdido y durante los ocho días siguientes nos aturdió y divirtió con el relato

de sus aventuras por todos los rincones del mundo. Y sin embargo, sus historias nos dejaron un cierto malestar, pues intuíamos que había

otras que no nos contaba.

De modo que casi no nos sorprendió advertir que la caja (un cartón en un cajón de la sala común) había desaparecido y él con ella.

Inspeccionando el cuarto que había ocupado y los alrededores, un compañero descubrió una multitud de trozos de un papel roto y

consiguió reconstruir la página de una carta que nos indicaba ---según presumíamos--- su verdadero nombre y dirección.

Esa misma noche, el compañero tomó el tren para París y a la hora del desayuno, tocaba el timbre de la casa. Se abrió la puerta y

apareció el gordo que enseguida se demudó y se enredó en explicaciones y súplicas.

Pero el compañero le declaró: <<Vengo expresamente de parte de la comunidad para darle seguridades con respecto a este incidente.

Estamos muy contentos de haber podido hacerle un servicio. También de haberle prestado asilo cuando la policía le pisaba los talones>>.

Entonces, recuperando su locuacidad, el desdichado se deshizo en agradecimientos. Pero el compañero le interrumpió: <<Agradezca más

bien al cielo por este aviso que le envía en esta hora de su destino. Somos nosotros los que le suplicamos que tenga piedad de usted mismo

y que cambie de vida>>.

Nunca más supimos nada de nuestro pobre ratero y no le puedo asegurar que se haya convertido en un hombre honesto de la noche a la

mañana.

Pero lo que me parece cierto, es que nuestra persecución no-violenta era más apropiada para ponerlo en buena senda, que un proceso y

tres meses de cárcel.

Un padre de familia: Que usted se exponga así al robo y hasta al asesinato habla en su honor, pero me pregunto si tengo derecho a

exponer a eso a mis hijos y a los bienes de mi familia y a preferir hasta ese punto mis ideas a su vida.

Respuesta: ¿Cree usted que yo prefiero <<las ideas>> a la vida? ¡Mis ideas, no! Mi salvaguardia y mi razón de ser. Y vosotros, elegid una

de estas dos cosas: o creéis en la no-violencia y la practicáis como otros practican la violencia, a riesgo de perder la vida, la vuestra y la de

los vuestros, es todo uno… o no creéis en ella y entonces no tenéis derecho a arriesgar ninguna vida, ni siquiera la vuestra, por curiosidad

y por ver si la cosa resulta (la cosa no resultará). Por otra parte, os cuidáis muy bien de intentarlo, ¿verdad? Y además, sabemos que <<los

hijos>> son una excusa excelente, pero algo gastada.

Una señora: ¿No escribió usted mismo que si para suprimir la guerra hubiese que suprimir las virtudes guerreras, más valdría la guerra?

El resistente: ¡Oh!

Respuesta: ¿Cuáles son las virtudes guerreras? El coraje, la disciplina, el sentido del honor, el espíritu de justicia, el espíritu de

sacrificio… Suprimirlas es matar el alma del hombre. Sí; más vale morir.

¿Pero por qué decimos que son virtudes guerreras? Porque se encuentran hasta en la guerra y porque nos asombra admirarlas en ese

trance, pese al mal que causan.

Pero se las admira por virtudes, no por guerreras; se las admira por su hermosura, no por sus fechorías.

También tienen su sitio y mucho mejor, en la paz; en la guerra, en cambio, también tienen su sitio todas las cobardías, todas las

rapacidades y todas las bajezas.

Pero es menester reconocer que en la paz las virtudes elevadas se encuentran adormecidas en la mayoría de los hombres, a causa de la

tibieza de las comodidades, de la distracción de los placeres y de los cálculos del provecho. El hierro y el fuego las despiertan.

Por ende, el combate les conviene. Pero la no-violencia, tanto en la guerra como en la paz, es un combate por la paz que exige virtudes

guerreras en doble medida.

El resistente a la guerra: ¿Cuál es exactamente su posición en relación a la objeción de conciencia al servicio militar?

Respuesta: El ejército en perpetuo pie de guerra, es incontestablemente un signo del estado de pecado en que se encuentran todas las

sociedades humanas y el servicio militar es una forma de servidumbre. Que esta servidumbre sea más grave en las democracias que en

cualquier otro régimen, es aún más el signo de que no depende de la maldad de los poderosos, sino del pecado común (En Las cuatro plagas se pone en claro el vínculo siempre presentido y nunca explicado de la guerra (y asimismo de las demás plagas hechas por mano

del hombre) con el pecado original).

El objetor de conciencia, pues, tiene razón en el absoluto, pero no vivimos en el absoluto ni él tampoco.

Y entre los motivos que pueden inspirarlo o impulsarlo, los hay excelentes, los hay discutibles, los hay malos e incluso muy malos.

Lo que es justo, digno y oportuno, es sostener ese primer derecho del hombre que consiste en elevarse por encima de sus pasiones de

ciudadano, en obedecer a su conciencia antes que ceder a su amor propio, a la opinión de la gente y a las amenazas del poder. Que

consiste en considerar al mandato divino: <<No matarás>>, como un absoluto y en actuar y testimoniar en consecuencia. Cuando un hombre

prueba que prefiere ser matado a matar, los que lo persiguen lo convierten en un mártir.

Lo discutible es la actitud del objetor de conciencia que no tiene conciencia de lo que implica su negativa.

El que cree que el ejército es la causa de la guerra, cuando solo se trata de su instrumento, y que considera a la guerra un mal en sí, y la

causa de todos los males, cuando es solamente un efecto.

Se niega a la guerra, pero no se niega a nada de lo que la torna inevitable y hasta puede que viva de ello.

El verdadero objetor de conciencia, es decir, consciente, objeta tanto en la paz como en la guerra, los abusos, los excesos, las mentiras

encubiertas por la ley, la opresión y la explotación, el sistema industrial y comercial, político, policial y judicial (El Movimiento

internacional de la reconciliación, La Internacional de resistentes a la guerra, el Servicio civil internacional, la Sociedad de amigos

(cuáqueros) y otras, no se limitan a objetar la guerra: se esfuerzan por luchar contra sus causas, en la medida en que les son conocidas).

Y la primera objeción es negarse a prestarles ayuda y a sacarles provecho; y la segunda, es formar una milicia de resistencia y de

intervención, es pasar de la objeción de conciencia a la acción cívica no-violenta, o algo parecido (La Acción cívica no-violenta existe en

Francia. Ha hecho campañas continuas en los últimos años de la guerra de Argelia).

¿Pero qué decir del objetor de conciencia que ni siquiera se eleva al grado de responsabilidad moral del ciudadano corriente? ¿Y que

rechaza la obligación y el servicio como el imbécil que se entera de que su casa se incendia y se niega a unirse a las brigadas de socorro

por la única razón de que su cuarto está intacto?

Por último, es completamente abyecta la negativa a la guerra que tiene por motivo el miedo a los golpes. Por inverosímil que parezca (Es

poco verosímil que un cobarde sepa oponer su negativa a cara descubierta, al mundo entero. Preferirá desertar o buscar su excepción

fingiendo una enfermedad o, en el peor de los casos, quedarse a la retaguardia y escapar o esconderse durante la batalla), siempre se

sospechará del objetor a menos que aporte la prueba en contrario, como hizo san Martín, su antecesor y patrono.

Todos saben, efectivamente, que Martín, hijo de un veterano del ejército romano, había sido, como tal, incorporado a la fuerza. Hasta el

día en que resolvió, aun a costa de su vida, despojarse de la espada para convertirse en soldado de Cristo.

Su capitán y sus camaradas se burlaban de él y lo acusaban de cobarde, pues se esperaba un ataque de los bárbaros para el día

siguiente.

Pero el objetor les respondió: <<Sea. Iré al combate, pero sin espada y sin coraza>>.

Y así lo hizo, poniéndose en primera fila.

Y los bárbaros se azoraron tanto ante ese sorprendente caballero, que, según dicen, bajaron las armas y pidieron la paz.

Es deseable, honorable y razonable que un país civilizado reconozca los derechos de sus objetores de conciencia y les permita trabajar

por el bien común en vez de agostarse en la cárcel.

Por eso hemos unido nuestros esfuerzos a los vuestros para conseguir un estatuto de objetores en Francia (Se obtuvo en Francia después

de una larga campaña no-violenta). Pero sin hacernos ilusiones, porque aun obtenido el estatuto, el temible problema de la guerra sigue en

pie y hará que el gesto del objetor pierda incluso una parte de su significado y de su eficacia.

Alguien: En toda mi vida siempre procedí con no-violencia. Y confieso que me ha fracasado totalmente…

Respuesta: ¡Qué sorprendente! ¿Cómo lo explica? ¿Qué hizo?

El mismo: ¿Qué hice? ¡Nada, esa es la cosa! ¡No hice nada, dejé que me hicieran, como un idiota!

Respuesta: No contestaré nada.

El mismo: ¿Por qué?

Respuesta: Si usted no escuchó nada de lo que dijimos desde el comienzo ¿cómo puedo esperar que me escuche ahora?

El juicio de la colmena

¡Oh, hermanas mías!, dijo la abeja, somos chispas del sol; nuestro cuerpo es del mismo metal.

Somos las hijas del gran cielo; nuestras alas son del mismo cristal.

La justicia reina en nuestras ciudades: la razón nos dirige a la dicha; la música acompaña nuestros actos.

Nos alimentamos con luz líquida; con un azúcar incorruptible y diáfano.

Somos las únicas criaturas que saben comer sin matar. Para nosotras, comer es unirnos a la más fina esencia de las cosas. Para

nosotras, comer no es perseguir una presa, abatir a un ser viviente, desgarrar el cadáver, arrancar y dañar el fruto; para nosotras, es

fecundar la flor, es hacer resurgir la vida.

Mas, ¡oh hermanas mías!, ¿por qué no somos del todo perfectas como los astros son perfectos?

Solo una cosa nos aparta de la dignidad de los dioses: el aguijón y el veneno que llevamos en el vientre.

Y el que emplea el aguijón, muere por el aguijón. La sabiduría y el cielo os lo enseñan: el aguijón mata, pero quita la vida del que mata.

Si, pues el amor no os contiene, que por lo menos el temor os cohiba.

En cuanto a mí, prefiero morir a manos de mis enemigos que por efecto de mi propia malicia.

¡Oh, reina, te devuelvo mi aguijón y de mi propio veneno haré miel!

Las obreras juzgaron y dijeron:

¿Para qué sirve la miel sin el aguijón y el veneno?

Cuanta más miel tengamos, más expuesta al robo quedará nuestra colmena.

Devolver el aguijón es hacerse cómplice del enemigo.

¿Quién no descubre el aguijón y el veneno de la traición en las melosas palabras de esta?

La acusada merece la muerte.

Los zánganos juzgaron y dijeron:

Conocemos nuestro destino, que es perecer por el aguijón. ¿Pero quién sospecha que somos cobardes?

El amor y la muerte están ligados. Querer el uno sin la otra es contrario a la lógica, a la costumbre y al honor. La proposición nos ofende.

La acusada merece la muerte.

La reina juzgó y dijo:

Si el razonamiento de la acusada fuese justo, señalaría el fin de la colmena; por ende, es falso.

Ella merece la muerte.

Todos los aguijones se volvieron, pues, contra la abeja que había renunciado al suyo.

Todos los que la picaron, murieron con valentía.

Toda la colmena murió por miedo a quedarse indefensa.

No-violencia y caridad

Un compañero: ¿Qué vínculo hay entre no-violencia y caridad? Gandhi acostumbra decir: <<no-violencia o dicho de otro modo, amor>>, y

usted mismo escribió algo parecido. Pero más tarde hizo algunas distinciones, ¿Cuáles, exactamente?

Respuesta: En Peregrinación a las fuentes digo que la no-violencia tal como Gandhi la profesa y la practica no se distingue en nada de la

caridad cristiana: en Vinoba digo que después de diez años de reflexiones y de experiencia, he llegado a pensar que eran cosas muy

diferentes y que era justo que existieran dos palabras. Pero he aquí que al cabo de algunos años más, creo haber determinado la fórmula

definitiva:

El grado más bajo de la caridad y el más alto.

El grado más bajo de la caridad, es el respeto. Y el primer grado del respeto al prójimo, es el respeto por su vida.

El respeto por el adversario es ya un principio fundamental de la caballería, así como el respeto por las reglas de la esgrima y por las

reglas de la cortesía, hasta en el ardor del combate y en peligro de muerte.

Pero por más que saludemos al enemigo y nos declaremos encantados por el honor de medirnos con él, el hecho de escupirle el fuego de

una pistola en plena cara o de pincharle el vientre con un acero, ya es un gesto bastante indiscreto y poco ameno.

La no-violencia consiste en depurar las virtudes y las costumbres heroicas de ese residuo de barbarie y de brutalidad. Es el respeto al

enemigo en actos y no solo con buenos modales, sin renunciar por eso a combatirlo.

Respeto por la dignidad, respeto por la delicadeza, respeto por la reputación, respeto por los derechos, respeto por los bienes, respeto

por las conveniencias, respeto por la consciencia, respeto por la libertad: todas las formas del respeto deben respetarse; pero cuando se le

arranca la raíz, solo quedan frases; y la raíz es el respeto a la humilde vida corporal de nuestro prójimo.

¡Ah, amigos míos, si el respeto por la vida humana pudiese ser situado, como lo exige la lógica, en el fundamento de toda política, de toda

moral, de toda ley, de toda institución social! ¡Si toda autoridad secular renunciara a arrogarse el derecho a matar o a ordenar matar y

toda autoridad religiosa el de permitir el homicidio o de recomendar obediencia cuando nos lo ordenan!

¡Ah! ¡Qué revolución saldría, o mejor, qué renovación y qué conversión!

¡Qué fácil sería combatir la violencia si solo fuera propia de los malvados!

Si todos, salvo los violentos, fuesen no-violentos, la violencia caería en el vacío y solo le quedaría el recurso de destruirse a sí misma.

Si todos supiéramos repeler con horror de nuestro pensamiento toda reforma, toda liberación, toda visión de un mundo mejor y de una

ciudad perfecta, cuando su establecimiento exigiera la supresión de una sola persona.

Si renunciáramos, de una vez por todas, a admitir que el crimen puede ser necesario en determinada circunstancia o bueno y aceptable

para determinado fin.

Entonces estaríamos por fin en condiciones de hallar salida a los encadenamientos y razonamientos de la justicia violenta y de la justicia

legítima, cuya conclusión es: ¡Muerte para todos!

Pero debemos saber que solo seremos capaces de hacerlo cuando nos encontremos entre la espada y la pared y a condición de que

cualquier otra vía se nos haya cerrado (voluntariamente o no).

Mientras aceptemos una sola excepción, el absoluto del mandato divino, que es también un axioma, empezará a fundirse ya escurrirse,

gota a gota, por esa falla.

Por esa falla se infiltrará el solvente de las justificaciones prácticas, jurídicas, científicas, morales, religiosas y místicas. Elaborado desde

hace siglos, tiene potencia para digerir cualquier crimen. Ni el fratricidio, ni el genocidio ni el suicidio: nada quedará sin justificación. Y lo

primero y más puerilmente fácil de justificar es, por supuesto, la bomba, que hará perecer de lepra a todos los pueblos de la tierra.

El más alto grado de caridad ¿Cuál es?: El amor al enemigo.

El amor al enemigo ¿oís?

¿Oís? ¿O la costumbre os ha tapado los conductos?

¿Sabéis qué es el amor?

¡Bueno! Y el enemigo, ¿sabéis qué es?

Sí, el enemigo. ¡Justamente, ese!

Y ahora, retorced el intelecto hasta poner a los dos juntos.

¿Entendisteis? NO, claro que no. Es como pediros que encontréis que el blanco es negro y el círculo, cuadrado.

Yo quiero a los que me gustan; quiero a los que sienten y piensan como yo, a los que estimo y admiro, a aquellos de quienes recibo y a los

cuales les hago bien. Quiero a los que quiero, en fin, aun sin razón ninguna. ¿O es que no tengo derecho?

Tenéis derecho a amar a vuestros allegados y a hacerles todo el bien que queráis, pero… ¿y los demás?

Sí, los demás; porque el deber empieza ahí.

¿Qué deber?

El de amar al prójimo

¿Quién es mi prójimo?

Cualquiera. El que encuentras ahí.

¿Queréis una definición más completa del prójimo? El que no tiene nada que me agrade, el que no se impone a mi respeto ni embelesa mi

admiración, aquél de quien nada espero porque está en la miseria; en resumen aquel, a quien, esté bien o mal, no quiero. ¡A este debo

<<amar como a mí mismo>>!

¿Pero por qué no puedo contentarme con amar mejor a los que amo y tengo que obligarme a amar al que no amo?

Porque los que amas son todavía tú y el que no amas, en cambio, es el otro.

¿Y por qué debo amar al otro?

Para salir de la cárcel, para no morir, para tener vida eterna.

¿Salir de qué cárcel?

De la del yo que dice <<yo>>.

Y los muros de esta cárcel son los otros, pues choco contra ellos. Donde ellos empiezan, yo acabo. No puedo ir adonde van. Estoy privado

de lo que tienen: no puedo ser lo que son. Me aprietan por todas partes. Empujo para hacerme sitio, pero todos hacen lo mismo y nos

aplastamos.

Hay que salir para no morir. Los otros son mi muerte. ¿Qué es la muerte? La separación. Y el que está separado de todo, comienza a

separarse en sí. Mi muerte consiste en que todas las partes de mí se separen. Mi muerte consiste en convertirme en otro.

La vida, en cambio, en unir en mí todo lo que me pertenece. Unirme yo mismo a los otros, es, por ende, magnificar la vida.

En cuanto amo, se abre una ventana y por ahí me escapo. El amor de otro duplica de un solo golpe la extensión de mi ser reforzado por el

suyo. Su vida despierta mi vida y su pensamiento ilumina mi pensamiento. Los bienes de uno enriquecen a los dos. Las penas se comparten

y las alegrías se multiplican. Caen las barreras y las imposiciones y se descubren horizontes. He entrado al país de la vida.

Yo, el verdadero, mi unidad viva interior, es unión, es amor por esencia y todo lo que es amor me exalta, me engrandece, me libera. Yo me

expando, me supero y me depuro. Me reúno con mi sustancia que es vida y mi vida, con su sustancia, que es alegría.

Y el amor es Dios, sea cual fuere, el nombre que se le dé o aunque no se le dé nombre.

Un amigo: Así es verdaderamente cualquier amor y especialmente el más apasionado, el más culpable y desdichado; eso lo saben los

poetas.

Respuesta: Hablemos de la pasión sin pasión. Los extravíos del amor, tienen excusa, pero los extravíos del pensamiento a propósito del

amor, la tienen menos.

Por otra parte, ha definido usted muy bien el amor apasionado en dos palabras : culpable y desdichado. Añado falso y bastará para

oponerlo al amor del cual les hablo, que se llama caridad.

El amor apasionado es culpable porque está completamente desprovisto de amor : está hecho de deseo, de goce, de voluntad de poder y

de curiosidad.

Desdichado, porque está completamente desprovisto de libertad: todo enamorado lo confiesa y canta llorando sobre sus cadenas y sobre

su cárcel. Es un arrebato, un encadenamiento, un ensañamiento movido por oscuras reacciones viscerales, a merced de los humores,

siempre pronto a convertirse en ira o en desesperación.

Falso, porque ciego a las realidades e iluminado por ilusiones.

Falsa salida del falso yo, me pone fuera de mí sin hacerme entrar en otro y se consume en el vacío.

Falso éxtasis que solo es espasmo y delirio.

Falso espíritu de sacrificio que solo es furor de destrucción.

Falso misterio que solo es oscuridad del error.

Una señora: Pero cómo se explica que un amor que no tiene nada de culpable, como el de los padres, el de los hermanos y las hermanas,

el de los esposos y de los hijos, amor totalmente impregnado de verdaderos valores morales, desemboque a menudo en las mismas

desgracias. ¡Cuántos destinos malogrados en el círculo familiar! ¡Cuántas vidas arruinadas entre el horno de la cocina y la escoba y el

cepillo! ¡Cuántas tiranías, rebeliones, ingratitudes y decepciones!

Respuesta: Y sobre todo, ¡cuántos asfixiados por la blanda tibieza! Eso es lo que se llama afecto, palabra de la familia de afección, que

significa enfermedad.

Amor estancado, híbrido, limitado, cegado, no como la pasión por el deslumbramiento, sino por el torpor.

Mis allegados no son ni yo ni mi prójimo. No son los otros, porque son <<los míos>>. De modo que el afecto no es ni fervor, ni indiferencia,

ni amistad, ni caridad, sino una molienda de todo eso y de algunas otras cosas más mediocres, como hábitos, comodidad, cargas,

preocupaciones, intereses, apegos…

El apego resulta en impedimento. El afecto es lo contrario del amor liberador. Esta suave envoltura favorable al crecimiento del niño, se

convierte en estrangulación para el adulto que no supo deshacerse de ella en la época requerida.

La señora: ¿Debemos deducir entonces, que el afecto estorba la vida espiritual?

Respuesta: Pregúnteselo al evangelio, que le dará ciertas respuestas muy netas y crudas del problema. Y considere la vida de los santos.

Por otra parte, el afecto contiene en su mezcla cosas de precio indecible, como la piedad filial, la confianza fraternal y las ternuras de una

madre. <<¿Mas quiénes son mi madre y mis hermanos?>>, pregunta Jesús. Hay que filtrar todo eso y a veces, templarlo al fuego.

Un padre de familia: Detengámonos un momento en este punto. Usted mismo fundó una <<orden patriarcal>>. Sabe por ende, que la

dulzura, el calor y hasta la tibieza del hogar merecen una mirada benévola del padre celestial.

Respuesta: Trate de seguir mi pensamiento y ---se lo ruego--- no se engañe sobre el sentido de este análisis. Un estudio no es un proceso y

menos una condenación.

¡Nosotros amamos el amor! Lo amamos en todas sus formas; tanto en sus formas inferiores y carnales como en sus formas espirituales,

porque es la vida de la vida y amamos la vida y todas las formas de la vida y todos los animales.

No es por desprecio que se distinguen las especies inferiores y no es por insultar al gusano que lo llamamos gusano, ni al burro, burro.

Un perro no es un hombre y es casi tan indignante el tratar a un perro como a un hijo que tratar a un hijo como a un perro.

Tratamos de determinar los caracteres específicos y los respectivos grados de los sentimientos, no para extirpar a los inferiores o arrojar

el anatema sobre ellos, sino para alcanzar la armonía al poner cada cosa en su sitio.

Rara es la caridad pura, la que ha quemado, absorbido y trasmutado en ella todo lo demás. Es propia de los santos y es muy raro que

ellos tengan familia. Viven en soledad; de ahí su nombre, que significa <<cercenados>>. O bien entran en familias espirituales, o bien

fundan una.

La caridad obra en todos los hombres de buena voluntad como la levadura en la masa.

Para saber qué es la caridad sin mezcla, hay que saber qué es la mezcla y todos los elementos de la mezcla puros de caridad.

En la vida de los corazones, la caridad se combina con ellos de diversas maneras.

El matrimonio es el ejemplo de una difícil conjunción de la caridad con todos los elementos de la mesa; difícil, porque rica y compleja.

Comprende en primer lugar, una buena cantidad de deseo carnal y soporta asimismo una apreciable medida de pasión. Una porción de

celos de buena ley no puede faltar, ni tampoco una tierna fiereza. Se añaden afecto, amistad, complacencia, exigencia, conveniencia,

hábitos y hasta preocupaciones por el bienestar y la economía. Todo eso, más risas de niños, lágrimas de una madre y desvelos y trabajos

del padre y la mano de la mujer en la mano del marido, todo eso no es solamente justo, honesto y necesario, sino también sagrado.

Es el manantial de la vida terrena y es un sacramento. Es el alba de la vida espiritual de los hijos que se crían y es una disciplina común

en los cónyuges.

La razón de una orden patriarcal es la de destacar deliberadamente esos valores místicos, escuela de vida conyugal. Conyugal significa

colocado bajo un mismo yugo. Y la palabra yugo, la palabra junto y la palabra yoga, son lo mismo.

En el mundo se desea a los esposos <<felicidad>> o dicho de otro modo, buena ventura. Concordar tantas cosas de tan distinta suerte, no

puede ser abandonado a la ventura y el triunfo merece otro nombre que el de felicidad.

Lo que se debe desear a los esposos es que forjen juntos su salvación y la felicidad llegará, y centuplicada, por añadidura.

Un joven: ¿Qué piensa usted de la amistad?

Respuesta: No diré con Cicerón que es privilegio de los hombres virtuosos; pero lo es, sin duda, de los hombres de talento. Es un afecto

de la inteligencia, una afinidad de gustos y de pensamientos y por eso es generalmente más abierto y más razonable que cualquier otro.

Los sentidos no forman parte de ella; si así fuera, recibiría otro nombre. Puede estar entremezclada con la pasión, especialmente en las

adoraciones de la primera juventud, con sus trasportes, sus efusiones y sus dramas.

La caridad puede entrar en ella como en casa propia, preparada para recibirla.

Un visitante: ¿Y qué me dice usted del amor a la patria, fuente y fundamento de las más elevadas virtudes y que ciertas almas elevan a la

altura de una religión?

Respuesta: Hablemos de poesía más bien que de virtud.

Tierra amada, ¿eres tú ese polvo y esas piedras que, de rodillas, cubrimos de besos y de lágrimas al regresar de aquel tan largo viaje?

¿Eres esa punzada en el corazón cuando la noche trae el recuerdo del campanario de mi pueblo?

¿Eres el olor a espliego que surgía de los armarios de ropa blanca de mi casa natal o, sobre el gran embaldosado, el paso de mi madre

que llegaba?

¿Eres aquellas altas torres? ¿o el mármol de esas ruinas gloriosas?

¿Nuestras viejas piedras históricas? ¿o los acentos de nuestro antiguo pueblo y su canción mezclada a las esquilas del rebaño?

¿O bien la historia de nuestros antepasados embellecida y agrandada a la medida de su distancia en el tiempo?

¿O bien eres el gendarme o el recaudador? ¿eres esa máquina de hierro, de fuego, de humo y de sangre, que las multitudes sin alma han

puesto en lugar de Dios y a la cual sacrifican por millones las víctimas humanas?

Fuente y fundamento de las más elevadas virtudes, dice usted; o más bien de virtudes extraviadas y encendidas que se convierten en

fuente de infinitos males.

Si queremos medir la distancia que separa a un amor cualquiera del verdadero amor, fuente de vida, fuente de paz, de fuerza y de gozo,

basta con examinar su reverso.

En la práctica, todo amor natural implica un reverso y se muestra reversible en un punto dado.

El reverso del amor apasionado es el odio; odio mortal por todo lo que hiere o amenaza nuestro amor; odio que puede abatirse

súbitamente sobre el objeto de mi amor con el puñal y el veneno.

El reverso del afecto es la indiferencia. Y cuanto más os afecte el afecto de los vuestros, tanto más desdeñosa es vuestra indiferencia por

<<la gente>>. Pero no es raro que vuestra indiferencia, insensiblemente, se desvíe hacia los vuestros.

La tercera especie de amor, en cambio, el amor que abrasa a una nación entera, acumula los reversos de los dos primeros: odio, revés de

la pasión; indiferencia, opaco revés del afecto.

Odio mortal hacia el enemigo de la patria y total indiferencia por el conciudadano (Las cuatro plagas IV, 52-60).

Estamos lejos de la caridad, aunque la caridad pueda manifestarse públicamente como sincero celo por el bien común. Hubo asimismo

hombres, como Gandhi, que amaron a su pueblo y no lo amaron contra ningún otro.

Pero la pasión nacional en sí, es un contra-amor

Nada es más falso y hasta diría, más estúpido, que acordar a un sentimiento un valor moral porque es colectivo y común.

El número de objetos que cubre, nada añade a la naturaleza y al grado de un amor.

En verdad, siempre se ama únicamente a uno; aun si se ama a varios, se ama a cada uno sin compartir y sin comparar, como si fuese el

único. En verdad, el único objeto del amor es el uno y el mismo; es dios, <<que es el uno, único y el mismo>>.

Por eso está escrito: <<Amarás a tu prójimo>> y no, <<amarás a todo el mundo>>, ni siquiera: <<amarás a la mayoría o, a la masa, o a la

humanidad>>.

En los discursos oficiales se dicen esas cosas, pero en los evangelios, no. ¿Por qué? Porque no quieren decir nada. Expresan la

vulgaridad de los errores modernos, la idolatría de la cantidad.

Volvamos al prójimo y tratemos de elegirlo en estado puro y bruto.

¿Qué es el prójimo en estado puro y bruto?

Ya lo dijimos, es el que no me es nada, el que no tiene nada que pueda agradarme, el que no tiene nada que darme.

Pues si amo a uno porque estuvimos siempre juntos, porque es una de mis costumbres, una de mis comodidades, lo odiaré en cuanto él

cambie o en cuanto yo cambie; pues cambiar es siempre insólito e incómodo, pero cambiar es vivir.

Si lo amo como un bien poseído, odiaré a todos los que amenacen llevármelo y lo odiaré a él tan pronto ponga cara de querer recobrarse

y poseerse a sí mismo.

Si lo amo porque me agrada, como el agrado y el desagrado están estrechamente vinculados y se deslizan uno en otro, muy pronto lo voy

a odiar, porque me desagrada.

Si lo amo porque su amor me conviene, habré puesto o dejado en el amor el contrario del amor: el cálculo y el lucro, zumo del fruto del

pecado. Inmediatamente sospecharé que intenta sacar provecho de mí y seguirá la querella. O mejor, obrando con espíritu de justicia

(porque soy honesto) calcularé lo que tengo que devolverle y viendo que es imposible, descubriré súbitamente que él no vale nada y me

invadirá el urgente deseo de romper. Pero como el papel de ingrato no me produce ningún placer, lo odiaré profundamente por haberme

llevado a ese extremo.

La ley del amor humano y natural, es por ende la siguiente: A tanto amor, tanto odio.

Eso resulta tan evidente como las leyes de la gravedad.

Conviene meditar en esta ecuación y aprender de la experiencia que cualquier esfuerzo por escaparse a ella, está condenado al fracaso y

que toda victoria es ilusoria y de poca duración.

La caridad no sufre esa ley, lo que prueba que no es natural ni humana.

En realidad solo se llega a ella por medio de la conversión, es decir, por un darse vuelta de la naturaleza; y se la llama <<virtud teologal>>

y gracia.

La caridad no tiene el reverso de violencia de la pasión, ni el reverso de indiferencia y la falta de consideración por el prójimo del afecto.

el reverso de la caridad es la no-violencia y el respeto.

La caridad está libre de atracciones, porque la atracción es una causa exterior del amor que lo abandona a la ventana de los encuentros y

lo ata a su objeto; y la caridad es un amor interior y libre.

La caridad está libre de celos porque no busca poseer, obtener ni retener; busca, por el contrario, suscitar, ayudar y liberar.

La caridad está depurada de cálculos y rechaza el provecho, porque es don y resplandece, como la luz, por naturaleza.

La caridad está exenta de orgullo y no busca los placeres que son los intereses de la carne; pero no es incapaz de alegría ni de gozos en

su participación en el placer del prójimo (<<Regocijaos con los que se regocijan>> [san Pablo]. <<Pero escucho la voz del esposo y mi gozo

es perfecto>> [Juan el bautista]), así como participa, y con más presteza, en el dolor. La compasión le sienta mejor que la complacencia.

La caridad está desprovista de orgullo; despoja de las envolturas separadoras a la esencia profunda.

La caridad está despojada de apego y de empecinamiento, porque no depende de su objeto y no se encierra en él. Ama al amor, ama al

bien, en una palabra, ama a Dios. A Dios en este objeto como en cualquier otro objeto, o aun en ausencia de todo objeto.

La caridad está libre de indiferencia, porque va rectamente hacia aquel que no nos es nada.

Una joven: Jesús nos enseña a amarnos los unos a los otros, nada más.

No añade tantas explicaciones, complicaciones ni dificultades.

Respuesta: Saque la cruz.

La joven: ¿Qué quiere decir?

Respuesta: Saque la cruz y todo será, tal como usted lo entiende: simple, fácil y amable…

(Un momento de silencio. Después, bruscamente):

¿Se ha encontrado alguna vez con el prójimo?

¿Ha notado usted, como yo, que el prójimo no tiene linda cara?

Que su rostro es gris y desabrido; que es repugnante y torvo muy a menudo; y hasta abyecto.

¡Y eso no es nada al lado de su olor!

Claro que eso no es nada, admitiendo que usted consiga querer su bien; pero hay que saber qué bien es ese.

Hay que saberlo mejor que él: el borracho pide dinero para ir a tomar y cuanto más le dé usted, más mal le hace.

Eso no es nada. Hay que saber además cómo tratarlo.

Porque si usted se le acerca demasiado, él se preguntará ¿y este?

¿Qué me quiere sacar?

Y si se inclina usted sobre él con piedad, pensará: <<¿Quién se creerá este, para venir a ver mi miseria?>>

Pero lo más difícil de levantar es el inmenso, el blandamente pesado y pegajoso manto de la indiferencia; el mismo que tengo mucho

interés en dejar en su sitio, pues me oculta el abominable espectáculo de la miseria y de la decadencia humanas; y la indiferencia me

permite comer con apetito y dormir el sueño de los justos.

¡No, no es fácil amar al prójimo, vamos! Es una tarea que nos arranca el corazón. Y ahora, dígame: ¿cuál es el prójimo más difícil de

amar? ¡El enemigo!

Y henos aquí de vuelta en la no-violencia, el más alto grado de la caridad.

Pues se trata de algo muy distinto que sacudir la indiferencia: se trata de vencer la aversión, el desprecio, la repugnancia, el horror y el

miedo: sí, el miedo, más tenaz, más taimado y más fuerte que todos los otros.

Y qué bien puedo querer y hacer a mi enemigo sino el de eliminar su mal que es la aversión, el desprecio, la repugnancia, el horror y el

miedo, todo lo que suscita el odio y la enemistad, hasta ganar la paz en la reconciliación.

Es no aceptar ningún compromiso, ningún acomodo, ningún pacto que no sea el acuerdo en la paz de la reconciliación.

De la no-violencia pasiva

Este es el enunciado de nuestro voto de no-violencia, o por lo menos de su primer parágrafo.

<<No agraviar a ningún ser humano y en cuanto sea posible a ningún ser vivo, por placer, por provecho o por comodidad>>.

<<No agraviar a ningún ser humano comprende primordial y absolutamente: no matarás, ya que la muerte es la aflicción absoluta e

irreparable.

Excluimos pues de entrada, y por voto, todos los casos ---tan numerosos como dudosos--- en los cuales las consideraciones humanas,

ilegales o legales, personales o colectivas, profanas o religiosas invalidan la prohibición divina.

No afligir comprende:

No robar, no engañar, no explotar, no sobornar, no sojuzgar, no oprimir, no corromper, no seducir, no despreciar, no denigrar, no

ofender.

No reducir a nadie al estado de instrumento de tu placer o de tu provecho.

No herir a nadie por negligencia, indiferencia o pereza.

Ciertamente tendrás que afligir ---hablamos de pena, no de muerte--- por necesidad, por exigencia de justicia, por deber y hasta por

caridad.

Deberás contradecir al que miente o al que yerra; combatir al que causa un daño a otro, o a ti, o a sí mismo; corregir a quien estás

encargado de cuidar, de educar, de instruir.

Y si el temor a afligir te impidiese obrar, entonces ese temor sería culpable.

<<A ningún ser humano…>> sea blanco, negro o amarillo, sea hermano o extraño, o enemigo, civilizado o salvaje, rey o mendigo, cristiano,

judío o ateo, inocente o culpable. Según un relato de la tradición musulmana, Jesús tomó dos puñados de tierra y preguntó: <<¿Cuál vale

más?>>. Y como se le respondiera: <<¿Quién puede decir si este o aquel?>>, prosiguió: <<Lo mismo es para mí un hombre u otro hombre>>.

<<… y en cuanto sea posible, a ningún ser vivo>>.

El voto viene a llenar una de las lagunas más graves y peligrosas de nuestra moral: la falta de toda ley concerniente a nuestras relaciones

con <<esa gran familia de hierbas y animales>> (Foscolo, I Sepolcri) de la que somos tributarios en nuestra vida terrena y de la cual

formamos parte corporalmente.

Nuestra conducta para con los animales, tan sensibles como nosotros al sufrimiento y carentes de consuelos espirituales, está dictada

por la fría explotación utilitaria, por la grosera indiferencia, por la crueldad maníaca o la sensiblería caprichosa, por el apego neurótico,

por la admiración mundana o el horror supersticioso.

Y decimos: <<Me trataron como a un perro>> y nos indignamos. Cuando lo que debería indignarnos es que se trate así a los perros y que

el lenguaje mismo dé la cosa por supuesta.

Por amor al ahorro o al lucro, para gusto del glotón o para capricho de la coqueta, no hay tortura que no nos creamos con derecho a

aplicar a los desdichados seres vivos caídos en manos del hombre, la más maligna de todas las fieras.

Conozco países donde se despluma a las gallinas antes de haberles torcido el cuello y donde el cerdo pasa toda su vida acostado sobre

sus inmundicias en el fondo de un sombrío calabozo hasta el día de la sangre, de los aullidos y del cuchillo.

¿Os habéis detenido a mirar los ojos del perro atado durante toda su vida a una cadena sujeta a la pared?

Las anguilas se desuellan vivas; las pieles finas se arrancan del animal vivo y se arroja a las langostas vivas al agua hirviendo.

El pacífico pescador de caña, como preludio a su honrado pasatiempo dominical, hunde la punta del anzuelo en las entrañas de la lombriz

y lo hace correr delicadamente hasta la cabeza, que deja libre de torcerse a derecha o izquierda. Luego, cuando haya atrapado al pescado

saltarín (salta de gusto, claro está) lo dejará languidecer entre algas o entre pasto húmedo hasta la noche o lo echará, moviéndose todavía,

en aceite hirviendo: un bocado de deliciosa fritura.

Nada supera la meticulosa atrocidad de la vivisección, medida de la inhumanidad de nuestra ciencia, de su ciega y escudriñante malicia,

de su desdén, de su desconocimiento de la vida.

Tenaz es, en nuestros países, la superstición de que solo se obtiene fuerza y salud con millones de holocaustos dirigidos a la voracidad

humana.

Un día, en Dijon, al salir de una de mis pláticas sobre la violencia y la guerra, vino a darme la mano un hombre que me dijo: <<creo que

todos esos terribles males le suceden a la gente, porque vive del sufrimiento de los animales>>. Esa es también la opinión de Bernard Shaw,

le respondí. Shaw dijo: <<Sean cuales fueren su moral, su filosofía y su religión, mientras la gente coma carne, siempre hará la guerra>>.

<<Y como conclusión, replicó el otro, Bernard Shaw se hizo vegetariano y usted, seguramente, también. Yo, en cambio, soy carnicero. Y

mirándome fijamente a los ojos, agregó: Cuando pongo el pedido en la cesta de mis clientes, me dan ganas de decirles: os vendo muertes y

llagas>>.

En lo que a mí toca, llegué bastante tarde a la no violencia, pero tuve desde niño (como muchos niños) horror por esas carnicerías. Mi

madre me cuenta que cuando pequeño, corría delante de los cazadores y les gritaba: <<¡Malvados! ¡Dejen saltar a los conejos y cantar,

volar y vivir a los pájaros!>>.

Era mi obsesión el pensamiento de los mataderos que me desvelaba por las noches, pero compartía el prejuicio común y los creía

necesarios para el mantenimiento de nuestra vida. Por último, alrededor de los treinta años, resolví renunciar a la carne, costara lo que

costare. Lamentaba tener que perder fuerzas por ello y todas las mañanas me palpaba preguntándome cuánto habría perdido. Al cabo de

algunos meses, advertí que había perdido mi reumatismo (enfermedad de viejo carnívoro que me había atormentado durante toda mi

juventud). Perdí también mi palidez de poeta tísico y mis demás languideces. Poco después me convertí y me eché a andar por los caminos

a razón de mil quinientos kilómetros por mes, durmiendo al raso por la noche, durante todo el invierno. Mi salud no se resintió con las

faenas, las pruebas y la edad. El régimen alimenticio no es su única causa, pero sí la primera y principal.

Y no se debe imaginar que sea un caso excepcional. Conocí en la India pueblos sanos y fuertes, que no conocen desde hace siglos el

sabor de la carne.

Y para responder a la objeción de que se trata de otra raza, tengo la experiencia del Arca en un número siempre en aumento de personas

de todas las edades y entregadas a toda clase de labores.

Contemplo florecer las mejillas de nuestros niños y de nuestros muchachos en el campo, al sol y a la lluvia. Las madres jóvenes, que dan

a luz fácilmente y poseen leche abundante. Buscad primero el reino de los cielos y su justicia (hecha de sabiduría, de mansedumbre, de

entendimiento con la creación) y el resto se os dará por añadidura (incluso la salud).

Observad, por último, la naturaleza: los animales carniceros no tienen ninguna superioridad sobre los demás; ningún animal de presa

posee la fuerza del elefante, la potencia genética del toro o el brío del caballo y del ciervo.

La medicina popular comparte el prejuicio popular: que la carne es un alimento rico y que la dieta vegetal, en cambio, es inconsistente y

diluida. Es todo lo contrario a la verdad: la carne no tiene trabajo ninguno en asimilar la carne, dado que la asimilación se hace de

semejante a semejante. Lo que exige más fuerza es la asimilación de lo distinto, y cuando sale bien, lo que libera más fuerza. Contemplad

el irresistible crecimiento del árbol. ¿Cuál es el secreto de su gigantesca y rica vitalidad? Sabe comer tierra y piedras.

Y habréis visto a esos niños paliduchos, a quienes se les hace engullir asados jugosos y vino tinto; y que cuanto más cosas rojas comen,

más pálidos se ponen.

Todo lo que es hojas y tallo (legumbres y ensaladas) es efectivamente acuoso, pero refrescante. Las raíces son ya más potentes, pero más

pesadas; en el cereal, en la fruta y en el huevo, en cambio, se reúnen todas las virtudes solares y vitales que las producen, con una

densidad casi explosiva.

Añadamos que comer un alimento es introducir en sí los caracteres fundamentales del ser vivo de donde se tomó ese alimento. Ningún

alimento deja de producir efecto en los impulsos instintivos, los sentimientos y los pensamientos de quien lo asimila. Es muy evidente en el

caso de los alcoholes, los excitantes, los estupefacientes y los somníferos. Pero todo alimento es, en un cierto grado, una droga. El

alimento carnívoro lleva en sí las inquietudes, las codicias, las señas y la agresividad del animal; el alimento vegetal, la frescura, la paz y la

estabilidad de la planta.

Estas consideraciones medicinales y psíquicas son resultado de nuestra experiencia. No fueron el motivo de nuestra negativa. El motivo

fue y sigue siendo la voluntad de no afligir.

Pero, dice la gente, en un siglo de guerra y de miseria, cuando los hombres experimentan tantos dramas y miserias, es ocioso y pueril

enternecerse por los cerdos, los peces y las lombrices; el argumento gruñonamente expuesto por el más pleno sentido común, deja de lado

la cuestión, pues el sufrimiento de los animales, no quita nada a la desdicha de los hombres. Se añade a ellas y hasta contribuye a su

causa.

Nunca olvidemos esta ley: que el hombre acabará por tratar al hombre como trata a la naturaleza. En este mundo todo se comunica y el

pesar y la muerte circulan y retornan.

Así como el cirujano <<se prepara la mano>> con perros y ratones antes de operar al hombre, así mismo el asesino.

Es menester establecer en nosotros, desde la infancia, el horror corporal de matar y de hacer sufrir. Si esta moral no se hace física,

bastará una sola ocasión para que flaquee.

Se aducirá todavía: los animales que no matamos mueren de todos modos, pues la naturaleza es una carnicera implacable y los que no

comemos se comen entre sí.

Es verdad: insondable misterio esa guerra universal que hace estragos desde el fondo del mar hasta la cumbre de las montañas. Todas las

tradiciones del pensamiento primordial, ponen la tragedia natural en relación con el pecado del hombre. De alguna manera, toda la

naturaleza sufre los dolores del castigo (y del parto).

Se dirá: <<Si tiene usted escrúpulos en herir al más insignificante ser vivo, ¿cómo justificar su ferocidad en cuanto a las plantas? Porque

usted se permite herir legumbres inocentes, y atormentarlas en el fuego y nada prueba que no sufren como nosotros.

Es probable, efectivamente, que las plantas no sean insensibles. Bhose, un científico hindú, demostró que el nombre de <<sensitivas>> que

damos a ciertas especies, podría aplicarse a todas. Por eso detestamos el hábito de la gente de atormentar la hierba mientras piensa en

otra cosa, y de mordisquear los tallos; talar un hermoso árbol sin razón ninguna es un verdadero delito.

Dicho esto, debemos añadir que no pensamos que las plantas <<sufran como nosotros>>. ¿Por qué? Porque son criaturas dormidas.

Sometido a sueño artificial, puedo soportar que me corten un miembro sin advertirlo. Toda vida vegetativa (aun en nosotros) conoce el

bienestar o los malestares oscuros y vagos; no el sufrimiento agudo, atroz, intolerable, el infierno del animal. ¿Por qué pensamos así?

Porque la naturaleza no hace nada inútil y si da el dolor al animal, no lo hace para infligirle un mal, sino para advertirlo e impedir que vaya

a su destrucción. A la planta que no puede defenderse ni huir, no le serviría de nada.

Al menos eso es lo que esperamos; pero, sea como fuere, no podemos dejar de imponer tributo al reino vegetal y tenemos que ceder a la

necesidad.

Por eso nuestro voto tiene esta restricción: <<y en cuanto sea posible, a ningún ser vivo>>.

Está lejos de ser el único caso. En efecto: por más que seamos vegetarianos, no comeríamos ni siquiera verduras si no matásemos los

insectos; nos comería el hambre (o puede que los insectos). Así que si sorprendemos al pobre animalito en nuestra huerta, sufrirá su

suerte; pero si lo encontramos por los caminos, lo dejamos seguir.

Es verdad, que en estas condiciones, el trabajo del camino presenta arduos problemas que no nos gloriamos haber resuelto siempre de

modo satisfactorio. Chocamos sin cesar con nuestros límites. No llevamos las cosas al extremo como los hindúes, que por otra parte, se

enredan en contradicciones inexplicables.

Pero ya que hablamos de ellos, aprovechamos la ocasión para aclarar algunos malentendidos a su respecto.

Muchos, en occidente, dan por supuesto que su abstención a la carne tiene como razón la doctrina de las reencarnaciones. Nos

preguntamos con qué lógica.

Sus razones son demasiado buenas para que se les atribuyan otras. La primera, es la de haber descubierto cuán inconvenientes serían,

para un sacerdote o un monje, el régimen y los gustos de una fiera. La segunda, la de haber estudiado durante siglos las condiciones

favorables a la vida interior y renunciado a aquellas que son nefastas.

Al adoptar la casta sacerdotal el régimen vegetariano por convicción religiosa, las demás también lo hicieron en mayor o menor grado,

por buen gusto e imitación y a menudo por pobreza.

Pero la prohibición de matar está mucho más difundida que la de comer. Matar es, para los hindúes de todas las clases, una mancilla y

un deshonor. Matar una serpiente es para ellos un crimen igual al homicidio. Matar un insecto por descuido al mover el cántaro, único

mueble de la casa, es un pecado que exige penitencia y sacrificio expiatorio. Delicadeza que cuando se trata de animales que no se pueden

suprimir, ni alimentar, ni impedir pulular, concluye en crueldades terribles; y que cae en lo ridículo y lo repugnante cuando se trata de

piojos y de chinches.

El horror a matar es un rasgo profundo del carácter hindú por el cual este pueblo se distingue de casi todos los otros. No es vano

demorarse en él, pues le debemos el término popular de ahimsa o no-violencia, al que la epopeya gandhiana dio nuevas acepciones e hizo

penetrar hasta en nuestras lenguas.

Y así como el nuevo testamento trae al antiguo un complemento y una culminación, pero no se comprende sin él, asimismo la nueva no-

violencia gandhiana y revolucionaria parece defectuosa y sin raíces, si no se entra en la noble y universal verdad religiosa que es el

fundamento de la otra, de la no-violencia tradicional, hindú y si se quiere, pasiva.

Esa verdad es: el respeto por toda vida.

Más que respeto y más que vida: el horror sagrado ante la vida.

Y así como hay una luz que se quiebra en siete colores y luego en setenta veces siete mil colores, asimismo no hay una vida humana y una

vida animal, una vida espiritual, una vida intelectual, una vida corporal: hay una sola vida, que es la vida, como hay un solo Dios que es

Dios, el Dios vivo, el Dios que es la vida. Quien, por ser la vida, es el único que crea, da y quita la vida, vida que de grado en grado

desciende y se refracta y se mezcla de mil modos con su contrario.

Por eso el ser vivo más oscuro, más abyecto, más monstruoso, debe suscitar en nosotros, vencido el miedo, el estupor y el asco,

admiración y piedad, pero sobre todo, despertar el temor reverencial de la presencia divina bajo un velo que no se debe tocar.

De la política

¿Qué es hacer política?

Es militar en un partido con miras a participar en los adelantos y privilegios del poder.

Decimos adelantos y privilegios, pues adelanto tiene el sentido de pasar antes que los demás y privilegio el de privar a otro de una

libertad que uno goza. Todo bien que se pueda obtener de la política ---actividad improductiva, juego de rivalidades--- tiene que ser quitado

al prójimo. La política es el reino de la división; en los países donde reina la política, la dirección se da como una resultante, como un

sesgo entre los contrarios, como una línea que serpentea según las leyes de la gravedad y de la menor resistencia.

Para algunos, la política es un aspecto de los negocios, un negocio de negocios. Le es menester la flexibilidad y la astucia del

comerciante, el cálculo del financista, la cautelosa osadía, el ascendiente y la competencia del jefe de empresa y las vulgaridades,

zalamerías, jactancias y embustes de la propaganda, para atraer en masa la clientela y cubrir de lodo al competidor; y la dosis de fraude y

de corrupción que demande la ocasión y que permitan las costumbres de la época y del país. En su celo por promover la prosperidad, un

ministro diligente raras veces olvida la suya; y las agrupaciones que tuvieron los medios de llevarlo al poder, también poseen los medios de

recordarle sus obligaciones al respecto.

Para otros, la política es una pasión sanguinaria y vanidosa, una oscura y falsa religión que exige guerras santas y víctimas. Son los más

sinceros. No hay mentira ni crimen que no se pueda esperar de ellos.

Acaso nos digan que somos injustos: no se puede definir a una cosa por sus defectos, sino que se debe buscar determinarla en su

esencia; y la esencia de la política es el desvelo por el interés general y la consagración al bien común. Se sabe de hombres públicos a

quienes nunca se pudo convencer para la deshonestidad y la sevicia. Algunos, tras una carrera brillante, se retiraron o extinguieron en una

muy honrosa pobreza.

Es verdad. Conmemoremos a estos raros grandes hombres en el mármol y en el bronce (y no miremos muy de cerca al revés del

decorado). Es verdadero o es posible y eso muestra otro empleo posible de la expresión hacer política.

¿Hizo política Gandhi? entonces, solo puede ser en este último sentido y en este caso, el revés del decorado es más hermoso que el

derecho.

¿Pero se puede decir que hizo política el que nunca aceptó ningún cargo o título oficial, ni detentó más poderes que el de ser escuchado

cuando daba un consejo y seguido, cuando daba el ejemplo? ¿el que siempre se negó a dejarse encerrar en un partido y hasta a limitarse

perteneciendo a una nación, porque en todas las cosas quería servir a Dios y al prójimo? <<Enjugar las lágrimas de todos los desdichados:

esa es toda mi ambición, toda mi doctrina y toda mi política>>, decía.

Cuando la liberación, invitó al congreso, partido mayoritario y victorioso, a disolverse, dado el absurdo de un partido nacional.

<<Convertíos más bien en una confraternidad al servicio de todos>> (Sarva Seva Sang). La confraternidad se fundó fuera del partido

nacional del congreso el cual, absurdamente, subsiste. Vinoba, el heredero, se puso a la cabeza de la confraternidad.

<<¿Con qué derecho la mayoría dicta la ley a la minoría? ¿qué sería de una familia, seis de cuyos miembros prosperasen a costa del

séptimo? Nosotros no buscamos el mayor bien de la mayoría; el bien es el bien de todos (Sarvodaya) o no es el bien>>, dice.

Enseña a todo hombre, a toda casa, a todo pueblo: <<Gobernaos vosotros mismos y no aguardéis nada del gobierno>>.

Rechaza igualmente la trampa, la impostura, la lotería de las elecciones: <<Juego que consiste en contar las cabezas sin preocuparse por

saber si tienen algún sentido adentro>>.

Vemos, entonces, que se puede tener amor por el bien común sin hacer política; que se puede intervenir en los asuntos públicos con

eficacia. La no-violencia no tiene nada que hacer con las vías parlamentarias y los apoyos oficiales, pues no se impone por la fuerza, ni por

la atracción del provecho, ni por el respeto a las leyes.

Hay también pésimas razones para no dedicarse a la política; la primera es la pura estupidez, el apego del idiota al negocio: y si el mundo

explota que se las arregle el mundo.

Otra mala razón es el desdén y la indiferencia de aquel cuya única ocupación, cuya única función, es disfrutar y cuyo único trabajo es

divertirse: la gente, la mayoría, los que trabajan para él y demuestran en eso que son sus inferiores, se debaten en las miserias que

merecen: ¡a él no le concierne!

En una monarquía tradicional, el rey gobierna con sus consejeros y ministros y nadie más hace política, salvo en los malos días, cuando

los facciosos destrozan el país. El régimen democrático, surgido de las revoluciones, es el de las facciones que se arrebatan el poder con el

nombre de partidos y con la pretensión de representar la voluntad del pueblo; y todos los hombres, quiéranlo o no, sépanlo o no, se

encuentran obligados a hacer política. Pues se la hace cuando se vota y se la hace asimismo cuando no se vota; se la hace actuando y se la

hace consintiendo a lo que otros hacen o deshacen.

Es cierto, por lo menos, que los partidos extremistas, tanto de derecha como de izquierda, son facciones que pueden transformarse en

bandas armadas de la noche a la mañana. Todo hombre que quiera conservar su libertad civil y su dignidad personal, debe permanecer

vigilante a su respecto.

La orden patriarcal del Arca no tiene política que proponer. No tiene derechos que reivindicar, porque ya es soberanamente libre. No tiene

intereses que defender, pues tiende a la desposesión y se desinteresa de los intereses. No espera nada del gobierno y su honor le impide

reclamar subsidios y protecciones. Los estatutos prohíben a un compañero del arca pretender el poder u ocupar cualquier puesto oficial. El

arca no tiene ninguna preferencia por el presente régimen ni espera nada de un cambio de régimen.

El arca no espera, tampoco, permanecer neutral, indiferente a las justicias, a los desbordes, a las intrigas y a las amenazas, a las

mentiras y a los escándalos, a las crueldades, a la insolencia de los fuertes y a las desdichas de los pueblos.

Se reserva para intervenir en la acción directa no-violenta cada vez que lo crea su deber y pueda hacerlo.

Tampoco se dejará detener por el temor a parecer que hace política (si nos estuviera reservado hacer lo mismo que Gandhi, no lo

lamentaríamos ni nos avergonzaríamos).

No es nuestra misión dictar a nuestros amigos su conducta en los asuntos del mundo. Pueden inspirarse en la nuestra, o más bien, en los

principios que la inspiran. De todos modos, no creemos que les esté permitido imitarla en todos los detalles.

En la medida en que posean bienes, un negocio o un puesto, que reciban un salario y sobre todo concesiones, pensiones, asistencia o

jubilación, que recurran a la policía o a los tribunales en caso de necesidad, tienen una parte de responsabilidad en la dirección general

del país.

Sabemos lo difícil que es jugar limpio con tramposos y qué fuerte es la tentación de alejarse por repugnancia. Pero si se quiere salir del

juego sucio, es menester dar la espalda a toda la civilización y no solamente a la política.

Hay que reconocer que la buena voluntad de los particulares no puede todo lo que se debe con respecto a ciertas lacras sociales, sin el

apoyo de las leyes y sin reformas: el alcoholismo, la prostitución, la trata de blancas, los tugurios, la delincuencia y el régimen

penitenciario, la brutalidad y la corrupción de la policía, la desocupación, el servicio militar obligatorio, la contaminación de las industrias

de la alimentación y los medicamentos, la contaminación del aire y del agua, la tala de bosques, el empobrecimiento de los suelos, la lepra

atómica.

Actuad, pues, sin ilusiones y sin apasionamiento, pero también sin descuido ni cobardía. Tratad, usando los medios legales en vigencia,

de cortar el camino a los energúmenos, a los célebres caballeros de industria, a los incapaces notorios, a los asesinos de toda clase.

Repeled con horror la doctrina para la cual la política y la economía o <<los intereses superiores de la nación>> son un orden aparte

donde los mandamientos religiosos y los escrúpulos de conciencia no tienen derecho a intervenir.

Mas sobre todo, recordad la promesa: que los mansos poseerán la tierra, dicho de otro modo: que la última palabra pertenece a la no-

violencia tenaz e intrépida, que actuará ya en público, ya en privado, ya en secreto, ya según las leyes, ya contra las leyes, ya con el apoyo

del poder, ya contra él, ya de acuerdo con tal partido y tal fracción de la opinión, ya hacia y contra todos, fuera del debate y por encima de

la contienda, pues el viento sopla donde quiere y crea sus propios caminos.

Moral de la compra

¿Os hace falta algo? Corred al negocio de la esquina y lo encontraréis muy bueno y muy barato. Si no fuera bastante barato, id a otra

tienda. Si sois listos, os ocuparéis únicamente de lo reducido del precio y de la calidad del artículo. Si sois honrados, contad el cambio y

cercioraros de que no os devulevan de más ni de menos.

Aquí se detiene el código moral del comprador.

Nunca se os pasará por la cabeza preguntaros cómo un artículo de tan buena calidad se encuentra en el negocio a tan bajo precio. Puede

que para obtener esa maravillosa ganga haya sido necesario reducir al hambre o a la servidumbre a toda una población obrera; puede que

hacer una guerra colonial y arrastrar todo un continente. No lo sabemos. Ni queremos saberlo. Vemos solamente que la mercancía y el

precio nos convienen. Pagamos y estamos en paz. corremos el riesgo de haber hecho del homicidio un buen negocio. No importa: estamos

en paz.

¿Estamos seguros de ello? ¿bastará no considerar lo que hacemos para adquirir inocencia?

Sabemos que el ladrón es el primer culpable, pero que el encubridor también es condenable en los términos de la ley. ¿Qué? ¿el asaltante

es el único criminal y el que comparte su botín no lo es? El hombre que tiene el coraje de su mala acción, es quizás menos indigno que el

otro, que interviene en el provecho sin compartir el riesgo.

Saquémonos de la cabeza la idea de que comprar es un hecho exterior que depende únicamente de <<leyes económicas>>, especie de

fatalidad natural que soportamos desde afuera y de la cual no somos responsables. Comprar es un acto humano que depende de nuestra

voluntad y que necesariamente es moral o inmoral. Y eludir la responsabilidad, es convertirlo necesariamente en acto inmoral.

Mi vecino hacía zuecos. En esa familia los hacían por generaciones. El abuelo había estacionado madera para que su nieto pudiera hacer

zuecos. Trabajaba cantando. Daba forma a su obra como un escultor (como muchos escultores no saben ya hacerlo). Alimentaba una

familia numerosa y la mantenía con su trabajo. Un día apareció un viajante: ofrece zuecos fabricados en el extranjero. Cuestan treinta

francos menos. Tienen un barniz brillante. Los hay de todas las medidas. ¿Quién resistiría la tentación de ahorrar treinta francos? ¿quién

vacilaría en el pueblo en vender la piel de nuestro zapatero por treinta francos? Al cabo de dos meses, los zuecos vendidos por el viajante

están rotos. Pero cada dos meses él vuelve a nuestro pueblo para ofrecernos su mercancía y darnos la ilusión de ahorrar treinta francos.

La ventaja económica es discutible, pero el crimen no lo es. La estupidez de esta especie de obediencia pasiva, de la obligación que nos

hacemos de caer en la trampa que nos han tendido, es evidente. Pueblos enteros se han arruinado y degradado así (precipitándose uno

sobre otro y cada cual dejándose arrastrar por todos).

<<Observar únicamente la regla de la oferta y la demanda es privilegio de los cerdos y las ratas; la ley de la acción humana, es la moral>>,

dice Ruskin.

Según esto, toda nuestra civilización acepta la ley de los cerdos y las ratas.

<<Si tuviéramos que hacernos tantas preguntas antes de comprar cualquier cosa, nos veríamos reducidos a una extrema miseria con

dinero en los bolsillos>>, me responderéis. Y la vida se haría muy difícil y complicada.

Sí; o puede que acabara siendo muy simple y puede que no tuviéramos tanto dinero ni tanta necesidad de dinero.

Pues adoptaríamos entonces la vida del Arca, que se esfuerza en dar una solución práctica y precisa a esta cuestión (que no puede ser

resuelta independientemente de todas las otras).

Pero, diréis, nosotros que vivimos todavía en la ciudad la vida de todo el mundo, ¿qué podemos hacer?

Pensar (a diferencia de todo el mundo), no dejarnos amilanar por la consideración de que no podemos cambiar todo ni hacer todo solos e

inmediatamente. Algo habrá seguramente que podamos hacer desde hoy mismo. Hagámoslo y sin que sea necesario trazar el derrotero de

antemano, veremos que un paso conduce al siguiente.

Demasiado amable

En aquel tiempo yo vivía en la ciudad y era muy pobre. Tenía un amigo rico y generoso. Era tan dispensador, que a fin de mes siempre se

encontraba en apuros. Una noche apareció en casa desesperado; necesitaba dinero con urgencia. Le presté lo poco que tenía. Se fue

jurando devolvérmelo a los ocho días.

Pasaron los días y los meses sin que yo volviese a ver a mi amigo. Me había quedado tan pobre, que a la hora de la comida bajaba a la

calle a mordisquear un poco de pan duro. Elegía mi rincón cerca de un gran restaurante porque del respiradero de su cocina partía un

calor nuevo y un olor nutritivo.

Un día, al darme la vuelta, vi por la vidriera del restaurante a mi amigo sentado a una mesa. Él también me vio y me hizo un signo.

Y hasta se levantó y vino a buscarme a la calle, pues era muy buen amigo, y me invitó y me trató magníficamente.

Y yo le di las gracias.

Y nosotros, hijos míos, tratemos de no ser tan generosa, larga y amablemente deshonestos; preguntémonos si no lo fuimos, si no lo

somos con Dios.

Del sentimiento

Los psicólogos reconocen un cierto número de sentimientos, unos siete u ocho: ira, orgullo, amor, celos y sigue la lista. En realidad,

como sabéis, esas listas son arbitrarias y existen una infinidad de ellos. Sabéis muy bien que cada persona que conocéis y cada objeto con

el que tropiezan vuestros ojos, suscita en vosotros un sentimiento específico que todo un libro no alcanzaría a describir.

Hay una infinidad de sentimientos y hay solo dos sentimientos, o más bien uno solo, dividido en dos polos: el placer y la pena. Cuando

digo que solo existe un sentimiento, estoy en lo cierto. El resto se debe a las percepciones, a la asociación y a la imaginación.

Pasa con el sentimiento algo similar a lo que pasa con el gusto. Como sabéis, hay únicamente cuatro gustos: dulce, amargo, ácido y

salado. Y sabéis, por otra parte, que cada plato y hasta cada vaso de un mismo vino tiene un gusto diferente. En realidad, esta

diversificación de los gustos se produce por la íntima amalgama de los gustos con los olores. El placer y la pena asimismo se amalgaman

indisolublemente con nuestras asociaciones, con nuestras imaginaciones, con nuestras percepciones de las cosas y la gente, con nuestros

recuerdos y hasta con nuestras concepciones y convicciones.

¿Pero qué son el placer y la pena? ¿y por qué el placer y la pena? El Señor no nos los ha dado, seguramente, el uno para divertirnos y la

otra para someternos a tortura. El placer y la pena son funciones. La pena es el signo de la muerte y el placer el signo de la vida.

Como vemos, es muy simple. Sin embargo, no a todo el mundo le es dado saber que placer y pena son solo signos. Sabedlo bien, sabedlo

con un saber íntimo y profundo, si queréis saber del anegamiento universal. Pues para la mayoría de los hombres, el placer es una meta y

evitar la pena, una constante preocupación. Debéis saber que la meta no está allí, que la meta está detrás, que la meta es obtener la vida,

conservar la vida, aumentar la vida, entrar en la senda de la vida.

Los que se suicidan dicen que <<la vida no vale la pena>>.

Absurda manera de agrupar las palabras <<vida>>, <<valor>> y <<pena>> ya que es la vida la que da su valor a la pena y al placer.

Todos los que buscan el placer son hasta cierto grado suicidas, pues se dirigen a su pérdida al tomar el signo por la cosa significada, al

tomar el medio como fin. Hay quienes se arrojan como locos y otros que se enredan creyéndose muy astutos: refinan la naturaleza y hacen

artimañas con ella; se las arreglan para ir de placer en placer, evitando el pago de la pena. Pero la pena y el placer van siempre juntos y el

que busca el placer cava un pozo a sus espaldas y amasa un tesoro de penas que recaerán sobre él sin que sepa cómo ni por qué; o se

fabrica una pena más terrible aún, porque es más secreta: el tedio que es la muerte en vida.

Los que buscan el placer, encuentran efectivamente estimulantes de su vitalidad; esos estimulantes pueden ser artificiales, falsos y

venenosos: no por eso dejan de ser estimulantes. Donde hay placer, hay siempre algún chispazo de vida. Pero esos chispazos son como los

hongos alrededor de un tronco podrido. El hongo es vida como el árbol: pulular de vida que toma su savia del tronco. Un hombre puede

expandir y multiplicar su vida en el pulular de los pequeños placeres: es lo que se llama un hombre corrompido, es decir, podrido. Solo

puede dar su vida a ese pulular a costa de la savia del tronco, es decir, de sí-mismo. Y si ser es ser uno, si el alma es la sustancia de la

unidad, se puede afirmar que el hombre corrompido está muerto, <<ha perdido su alma>>.

El que busca su alma no se preocupa por el placer, pues el pasa detrás de la <<apariencia>>; no teme privarse de ella; sabe romper la

cáscara para llegar al fruto. Los menudos placeres que quedaron detrás de él, le llegarán por centuplicado cuando haya alcanzado la

fuente del gozo: es decir, más vida; y vida más pura y más alta: su alma.

Por otra parte, la búsqueda de más vida implica esfuerzo, fatiga, violencia ante la corriente natural, abandono de antiguas formas y por

tanto, sufrimiento. Sufrimiento nuevo y totalmente diferente del que la naturaleza inflige con golpes, heridas, enfermedades o pasión

insatisfecha, ya que los sufrimientos naturales son pasivos y soportados, mientras que la búsqueda de más vida, es como el dolor de parto

<<y la madre que alumbró, pronto olvida su dolor, ya que un hombre ha entrado al mundo>>, dice el evangelio. Y los que se niegan al dolor,

se cierran la entrada a la vida espiritual.

¿Qué actitud debemos tomar ante el placer y el dolor, una vez que reconocimos que no podemos dejarnos llevar o entregarnos a ellos sin

mesura? Debemos evitar <<caer>> en la aflicción, según la expresión corriente, o dejarnos <<arrebatar>> por los placeres. No se puede decir

mejor: hay caída por un lado y arrebato por el otro. Debemos encontrar la impasibilidad.

¿Y qué quiere decir impasibilidad? ¿Quizás que no se siente nada? <<El que nada siente debe temerlo todo>> dice el bienaventurado Tauler.

El que nada siente se entrega a la muerte.

A veces nacen niños desprovistos de sensibilidad; se los puede lastimar sin que lo adviertan. Nunca llegan a ser hombres porque siempre

acaban haciéndose herir o dejándose debilitar por descuido.

La impasibilidad no es insensibilidad; es lo contrario de la indiferencia. Dado que el placer y la pena son oscilaciones de un mismo

péndulo, la impasibilidad consiste en colocarse en el punto de suspensión del péndulo, es decir, en el punto que no se mueve ni oscila,

pero desde donde las oscilaciones son perceptibles o sensibles. Se trata, pues, de gozar y de sufrir sin ser arrastrado ni determinado por la

contrariedad del placer o de la pena.

Si tratáis de encontrar este punto de equilibrio y de impasibilidad en un gran dolor o en una loca alegría, no lo conseguiréis; os hundiréis

al primer intento. Por eso es menester no aguardar esa eventualidad para poner manos a la obra; para trabajar todos los días con las

pequeñas penas y las pequeñas alegrías de todos los días, para aprender, con toda intención y en todo momento, a deteneros en la

inclinación natural, a manteneros en un punto inmutable. Cuando os hayáis ejercitado en las cosas menudas, habréis adquirido fuerza

para afrontar las grandes.

Pero como la impasibilidad no es insensibilidad, no basta con alcanzarla: hay que ampliar la sensibilidad. Porque ahora que vuestro

péndulo puede correr libremente sin sacudiros, es menester que suba alto y que cale hondo. ¿Por qué? Porque la sensibilidad es una forma

del conocimiento. El que siente, se conoce sensitivo; por medio de la sensibilidad se coloca a sí-mismo en lo que conoce. Si el conocimiento

es luz, la sensibilidad es el reverso de esta luz: es el calor. Y la luz sin calor no hace brotar ningún grano; el sol invernal deseca. Para que

el conocimiento se haga vivo, profundo y vuestro, para que os sirva, para que os haga crecer, para que os vivifique, es menester que sintáis

lo que sabéis.

Como el saber se lanza naturalmente hacia el infinito, lo primero que sabéis es la infinitud del espacio donde todo se sitúa; lo primero

que sentís es vuestro cuerpo limitado. El conocimiento se os da, por ende, sin vida y sin calor; sin sustancia, pero objetivo e ilimitado; la

sensibilidad se os da con vida y limitación. La plenitud se alcanza dando vida al uno e ilimitación a la otra; llegando a la sensibilidad

objetiva, iluminada, serena: impasible.

Hay una forma de vida intelectiva que es al mismo tiempo sensible; hay una emoción particular, un placer particular en conocer ciertas

relaciones puras: es el sentido de lo bello que da nacimiento a todas las artes. Aun cuando raramente los que cultivan las artes y los que se

deleitan con ellas busquen una verdadera purificación en esa práctica, es cierto que la purificación es el origen y la razón de ser del arte.

Si el artista tiene como fin filtrar y purificar nuestras pasiones, y elevarlas mediante un trabajo paciente y delicado a la forma del

conocimiento, el arte resultante es verdaderamente sagrado. Pero si no es ese el fin del que crea la obra de arte y del que la contempla, se

trata entonces sencillamente de una desviación y de un estorbo, de un velo y de una pantalla más, de una distracción.

Nuestras relaciones humanas nos ofrecen todos los días la ocasión de profundizar nuestra sensibilidad y hacerla objetiva. Debemos llegar

a sentir a ese otro: eso es lo que se llama simpatía (propiamente: el hecho de sentir con). Amar las mismas cosas y compartir las mismas

alegrías es ya una forma de simpatía, es cierto. Pero compartir los mismos sufrimientos es una forma de simpatía más perfecta y más

profunda. La compasión (propiamente: el hecho de sufrir con), la compasión voluntaria y activa es el gran factor de la caridad y de la vía

de salvación. ¿Y por qué la compasión y no el goce común? Porque en todo goce, lo que domina es la voluntad carnal y personal de tomar

para sí. Y sabemos que la voluntad de poder y de goce llevan a Satanás, mientras que la voluntad de sacrificio y de empequeñecimiento son

la entrada en la senda estrecha.

La compasión es hoy una virtud mal estimada, un beneficio mal recibido. Hemos visto tantas falsificaciones, que hemos acabado por

detestar el original. La impureza del que la siente y la vanidad del que es su objeto, emponzoñan la compasión y la convierten en esa

<<piedad tan deleitosa a los piadosos, en ese amor que pesa como la rodilla sobre el pecho del vencido>>.

Confesémoslo: no nos gusta que la gente nos tenga lástima (puestos en la necesidad, preferimos que nos envidien). Es que la piedad va

hacia quien se encuentra en condición de inferioridad y nosotros queremos, en todo momento y en todas las circunstancias, ser o hacer

creer que somos superiores. Hasta cuando a nuestra vez nos compadecemos, ¿estamos seguros de que la compasión sea en nosotros un

sufrimiento puro? ¿No se mezcla en él cierta complacencia con nosotros mismos, agradablemente sorprendidos por encontrarnos tan

buenos, un júbilo más o menos secreto por nuestra superioridad sobre el miserable? Tal es la primera impureza de la compasión, dolor

que se torna gozo. Pero una impureza contraria y que la perjudica aún más es la repugnancia, que hace que en lugar de acercarnos al que

sufre, lo despreciemos y lo rechacemos, porque nos ofrece un penoso espectáculo. Y casi siempre una gota de complacencia o de

repugnancia se mezcla a nuestra compasión e impide la caridad.

Sí: todo sentimiento es mezclado, pero es. Es una materia prima dada, desde donde se puede partir. Debéis partir del sentimiento para

purificarlo. Debéis observarlo, desenmarañarlo, ampliarlo, armonizarlo. Entrar en vosotros mismos y alcanzar la impasibilidad. Salir de

vosotros mismos por la compasión, la sinceridad de la palabra y el valor de actuar.

De la imaginación y la representación

Hablemos esta tarde de la imaginación. No hablaremos de ella, como supondréis, con la exaltación tan en boga desde la época romántica.

Hoy se acostumbra a considerarla como <<un modo de evasión>>, como <<el desquite de la libertad íntima oprimida por la realidad>>, como

<<una superación de la realidad>>. Más bien llamemos a las cosas por su nombre; evasión significa huida; y huida significa pérdida. La

huida es lo propio del cobarde. La imaginación es el tumulto de la cobardía interior; entiendo por cobardía, la flojedad, en sentido propio:

cuerdas distendidas. No es una superación de la realidad: es una falsificación de la realidad para beneficio del placer.

Hablamos ya del arrebato; sabéis qué entendemos por ello; ese movimiento en el que perdemos nuestro centro y nuestro eje interior; esa

caída en lo exterior; esa atracción irresistible hacia la nada por efecto de la prisa, de la ira, del deseo, del olvido. La imaginación es la

perdición a domicilio, es el arrebato instalado en el interior; es el olvido de sí sin salir de sí. La imaginación gira en el vacío de la mañana

a la noche y nos desgasta para nada, arrebata nuestros fluidos y destruye nuestro centro, nos llena la cabeza de burbujas y de humo.

El libro juego nos complace y estamos prontos a empujar la rueda. Pero esa rueda gira sola sin que nadie la impulse. Gira

irresistiblemente cuando se le aplica la fuerza motriz de una pasión cualquiera; pero cuando la pasión se extingue sigue girando y

dándonos placer con una especie de caricia que nos vacía.

Los moralistas no ponen el dedo en esta llaga, en este obstáculo capital para una vida espiritual. Ya no me acuerdo qué santo llama a la

imaginación <<la loca de la casa>>; pero es muy raro que siquiera los más severos nos la presenten como un mal y una fuente de males.

Que mis palabras os inviten a considerar, a interrogaros; sin duda muchos de entre vosotros se dejan devorar por la imaginación pues no

saben que se la puede y se la debe resistir.

La imaginación abandonada a sí misma y excitada con el único fin del placer es un vicio: agua podrida del pantano en donde toda clase de

vicios pululan y medran.

¿Qué instinto ceba al ebrio que bebe sin sed y que ya borracho, continúa bebiendo y vomita para volver a empezar? abreva la imaginación.

¿Y el fumador que apesta el aire y se envenena los pulmones? Inciensa la imaginación.

¿Qué enfermedad empalidece a los colegiales, mata con sus languideces a las jovencitas en sus honestos hogares y en los conventos, sin

lesión visible que no cura medicina alguna? La imaginación amorosa sin amor.

¿Y las inversiones y perversiones lujuriosas, dónde tienen sus raíces, al contrario del instinto? En la imaginación.

Y a los ambiciosos que ensangrientan el mundo, ¿qué demonio los inspira? Su imaginación.

¿Qué demonio dicta la mentira y la calumnia? La imaginación.

¿De dónde salen diablos, fantasmas, vampiros, lampreas, hidras, gorgones y tarascas? De la imaginación.

¿De dónde vienen la duda y la angustia sin razón? De la imaginación.

¿De dónde viene el error sin fundamento en la realidad? De la imaginación.

¿De dónde viene la codicia de las riquezas y el orgulloso contentamiento de poseer sus signos sin gastarlas ni gozarlas? De la

imaginación.

¿De dónde vienen las guerras, las sediciones, las opresiones que crean el infierno terrenal, contrarias a la ley natural y a la ley de Dios,

sino de la búsqueda de dos o tres paraísos contradictorios, pero igualmente imaginarios?

¿Entonces hay que ahogar la imaginación, extinguirla? Es de veras un don divino. El espíritu sin imaginación no sería espíritu. Elimínese

la imaginación y solo queda estupidez. Pues la imaginación es un desborde de la sustancia, pero es la riqueza de esa sustancia.

Abandonada a sí misma o uncida al deseo, introduce lo irreal y lo falso, nos relega a un mundo intermedio, nos extravía en una especie de

limbo. Pero también es ella la que elude las apariencias y nos libera de la tiranía de la percepción inmediata. La voluntad puede domarla y

la inteligencia adoptarla como herramienta. Entonces cambia de nombre y se llama representación. Y sin representación no hay vida

espiritual posible.

En primer lugar, no hay actividad posible, pues toda actividad supone un propósito y un propósito es una causa que no está en el pasado

ni en el presente; es una causa que está en el futuro; es una causa que no se da en los sentidos; es por ende, una causa que hay que crear

de la nada, que es menester imaginar o para decir mejor, representar. Y la palabra representar contiene el presente. Representar es hacer

presente. La imaginación abandonada a sí misma y errando a la ventura, es una ausencia, una manera de huir del presente con el auxilio

de una agradable bruma. Pero la representación que hace presente un propósito futuro, un mundo que no existe, o un mundo que existe

más allá de lo visible, esa representación, es el apoyo del espíritu, el único modo verdadero de superar la realidad y de salir de lo

particular.

Las ciencias y las artes son formas de representación. En lo concerniente a las artes, diremos que son de imaginación o de

representación, según que la obra sea una obra de arte o no. La mayor parte de la producción actual es de pura imaginación. Es una

prolongación de esa caricia interior de dudoso cuño de que ya hablamos. La novela, el film y a veces hasta la poesía, son paladeados por

los curiosos porque estimulan, alientan y nutren esa clase de vicio.

Pero el arte verdadero es representación; y el arte más elevado es, incluso, representación pura; con esto quiero decir que en su pureza

entra el hecho de fijar el presente, de impedir que el presente pase. Por efecto del ritmo y del retorno periódico de las imágenes y de todos

los recursos de los acordes, la obra nos hace presente al presente. No tanto porque represente objetos o estados. Sí, lo hace, pero

secundariamente y con otro propósito; esos objetos o esos estados solo tienen interés porque impiden que el presente pase, es decir, que

fluya según su pendiente natural; y el arte más puro es mucho más una resistencia a la imaginación, una lucha contra la imaginación y

contra esa huida que la imaginación produce, que un producto de la imaginación y una incitación al ensueño.

En lo concerniente a las ciencias, no debemos creer que serían posibles sin la imaginación. Ningún descubrimiento, ningún invento ha

surgido de una pura comprobación de los hechos. Han sido menester sistemas extremadamente apartados de lo real y sistemáticamente

imaginarios (como el espacio geométrico, por ejemplo); ha sido menester, repito, un inmenso despliegue de imaginación para constatar la

menor realidad. Ahora bien: los sueños y la imagen de las cosas son tan parecidos, que muchos filósofos los asimilan, no sin razón: es

asaz extraño, pues, que sea por el desvío de los imaginarios y el rodeo de lo real que se sale de las ilusiones de lo real y se llega a las

verdades (hablo aquí de verdades simplemente abstractas, relativas a la real realidad exterior).

En la vida religiosa y en la vida del espíritu, la representación no desempeña un menor papel ni la imaginación implica un menor peligro.

En toda vida religiosa y espiritual, lo que se trata de alcanzar es Dios y es el yo, es decir, lo que se niega indefinidamente a revestir una

imagen. El error en religión, en ascética y en filosofía, consiste en considerar a estas realidades como una u otra de las imágenes en que

se deslizan y sin las cuales es imposible representarlas o aprehenderlas.

No hablemos del mal uso de la imaginación en materia mística y en el trabajo interior, pues habría mucho que decir; preguntémonos, más

bien, cuál puede ser el buen uso de la imaginación. No se trata, en este acto, de la imaginación destructora de que hablamos

primeramente, ni de la imaginación creadora a la cual nos referimos a propósito de las artes y las ciencias; se trata de una tercera forma:

de la imaginación realizadora. Se trata de representar lo que no tiene forma ninguna; de hacer que eso esté presente y de impedir que eso

salga del presente. Labor que va a unirse con la que atribuimos al arte puro; por eso todas las religiones han empleado ese arte como su

instrumento más importante. Realizar la representación es servirse de la imagen para salir de lo imaginario; es dar vida a la imagen para

sacar vida de ella; es estar colmado por la imagen y es colmarla de sí; y es estar presente ante ella y obtener de ella una presencia.

Aquellos de entre vosotros que han ensayado los ejercicios de concentración en una imagen, saben por experiencia qué entiendo por

imagen realizadora. La imagen se emplea para impedir que la imaginación corra y divaga. El primer esfuerzo del ejercicio consiste en

encontrar la imagen con los ojos cerrados; el segundo esfuerzo consiste en colocarse dentro de la imagen, en no verla más, en pasar más

allá, en entrar a la sustancia secreta.

¿Cuál es el lugar de la imaginación en una vida de caridad y de justicia? Me acuerdo de un diálogo entre André Gide y Oscar Wilde, que

salía de la cárcel. Una frase de este último ---repetida, por otra parte, muchas veces en el relato de sus sufrimientos--- me conmueve:

<<Había allí un carcelero muy cruel porque no tenía imaginación>>. Y más lejos: <<Ese pobre hombre que no tenía imaginación era tan

cruel>>. Es verdad: la mayoría de nuestros pecados son faltas de imaginación, o mejor dicho, faltas de imaginación realizadora. Si

verdaderamente queremos vencer esta limitación que somos para nosotros mismos, nos conviene representarnos a los demás,

representación en la figura de los demás. Si supiéramos representarnos el dolor de los demás, no nos resultaría tan fácil soportarlo en

modo tan ecuánime. Leo Ferrero decía bromeando (una broma cuya atrocidad él mismo reconocía): <<Un simple dolor de muelas me causa

más dolor que la muerte de diez mil chinos>>. El ímpetu de la caridad sería irresistible en quien, por efecto de la representación, realizara

la pena y la necesidad del prójimo en su propio cuerpo. Cuántos de nosotros somos tan crueles como el carcelero de Oscar Wilde.

Ved con qué cuidado los ricos apartan todas las imágenes de la miseria de los hombres; cómo levantan rejas y paredes en torno a su

residencia, cómo se rodean de jardines y cómo quieren solamente a su alrededor gente bien vestida y sonriente, para poder olvidar que

tantos seres humanos sufren por carecer de lo que ellos poseen en exceso. La cuestión social no es tanto una cuestión de falta de justicia,

como de imaginación.

Un visitante: Cuando nos sentimos en un estado excepcionalmente bueno, ¿no se trata a veces de una jugada de la imaginación?

Respuesta: En efecto, la imaginación nos hace frecuentes jugarretas. Por eso siempre debemos buscar confirmaciones, medidas, pruebas

de su calidad. Este es el valor de los actos y de las obras: sirven de confirmación, de medida y de prueba a la vida interior; son el fruto por

el cual se juzga al árbol. Que vuestra vida interior, pues, aflore en actos de la vida exterior; así vuestra vida exterior cesará de ser exterior,

es decir, indiferente e insignificante. Se hará significativa y plena y no correréis el riesgo de caer en la locura. Porque hay locuras lúgubres

y locuras sublimes. El que se siente constantemente en un estado de júbilo y de exaltación del que no resulta nada bueno, es uno de esos

tantos locos que se creen Jesucristo.

Otro: Ya que delante de nosotros solo hay imágenes, ¿cómo medir la realidad? ¿cómo distinguirla de lo imaginario?

Respuesta: ¿Hasta qué punto no es la realidad misma una pura imagen y un sueño entre otros? Ese es el problema que trata toda la

filosofía clásica y no vamos a internarnos en ese matorral espinoso. La verdad es que ni lo real ni lo imaginario son verdaderos. Lo que

ante todo importa es saber la dirección que imprimimos a la imaginación pues, como acabo de decirlo, lo bueno y lo malo, lo verdadero y

lo falso, dependen solamente de la dirección. Deje que la imaginación corra en el sentido que halague a su placer y de manera que le

proporcione una caricia gratuita y sufrirá usted el arrebato más pérfido y más hondo. Emplee su imaginación para llegar a la

representación y tendrá usted en la imaginación la fuente de todos los beneficios del espíritu y el único modo de salir del embrutecimiento

y de la distracción.

El mismo: Si imagino que estoy en un estado superior, ¿puedo llegar a alcanzar ese estado, a hacerlo presente?

Respuesta: Eso le impedirá alcanzarlo, pues es todo lo contrario de lo que llamo representar y realizar. Al imaginarse en un estado

superior, probablemente siga usted ese abandono de que hablé y su imaginación trabaje para halagar su deseo de encontrarse en un

estado superior. Nuestra imaginación nos hace saborear por adelantado, inmediatamente y sin afanes, lo que deseamos tener, en

consecuencia, nos proporciona un placer muy sutil y muy real que nos conforma cuando lo que buscamos es el placer. Y eso se cumple no

solamente en el caso de las pasiones groseras y de los malos deseos, sino también en el caso de los buenos. Y nuestra buena voluntad

puede llevarnos a satisfacciones engañosas. Por eso siempre nos conviene estar alerta.

Una señora: ¿Cuál es el límite al imaginarnos las desdichas de los otros? Porque eso puede llevar a una persona sensible a perder todas

sus fuerzas. ¿Dónde debemos detenernos?

Respuesta: Debe usted detenerse en el punto en donde ya no resulta útil que se represente ese dolor para remediarlo con la acción, la

palabra o la oración. Por otra parte, la acción, la palabra y la oración, la consolarán de la inútil tortura de la imaginación pasiva o

compasión imaginaria.

Búsqueda del alma

Este modesto título es el que conviene: de una cosa tan grande, solo puedo hablar por aproximación. No vamos a hacer un estado: nos

lanzaremos de cabeza al agua y nadaremos lo mejor que podamos. Pensaré en voz alta delante de vosotros.

Alma es una hermosa palabra que significa hálito, anima, aliento, aliento de vida y más simplemente, vida. Al explicarla de este modo

hemos reemplazado un enigma por otro.

¿Sabemos acaso qué es la vida? Sabemos distinguir lo vivo de lo muerto, no cabe duda; pero nuestra ciencia acaba más o menos ahí.

Si podemos afirmar con certeza que el alma es vida, establecemos su inmortalidad. Cuando un hombre muere, se dice con acierto que la

vida lo abandona ¿abandona qué…? Abandona su cuerpo, ¿pero cómo puede la vida abandonar la vida? Me replicaréis que la muerte de un

hombre se asemeja a una vela que se apaga o a una guitarra al rompérsele la cuerda; ¿pero adónde va la llama cuando se extingue la vela?

¿Y a qué paraíso las notas perdidas?

Decimos acertadamente que una llama mariposea; pero sabemos que por más que una mariposa viva se parezca a una llama, no es una

llama: es otra cosa. Con qué ciencia lo sé, me pregunto; pero sabemos muy bien que así es. Me lo pueden demostrar todo, salvo que no

vivo. Pero no me pueden mostrar ni demostrar la vida. Sé, pues, de fuente segura, pero oscura, que la vida no es de la misma naturaleza

que el movimiento de una llama. Una ciencia interior me enseña que la vida que hay en mí, me hace mover, mientras que la llama es

movida por algo que no es ella misma. La llama es un resultado, un fenómeno: su causa está fuera de ella; yo poseo en mí mismo la causa

de mi propio movimiento y vivo. Sí; mi vida es mi sustancia y el alma es la sustancia de la vida. Pero heme aquí reemplazando nuevamente

un enigma por otro, ya que no sé qué es una sustancia. No sé qué es, pero sé qué no puede ser.

Se llama sustancia al ser de una cosa. Por definición es lo que está debajo, lo que está debajo de la apariencia. Así, toda sustancia es

misterio, incluso la más simple de todas, aquella de quien nadie duda, aquella de quien todos hablan como si la vieran y tocaran: la

materia. Pero la materia es un misterio y su existencia de veras más difícil de demostrar que la de Dios. En cuanto tropezamos con una

realidad cualquiera, esta realidad se resiste a nuestro conocimiento, que solamente la capta en sus aspectos exteriores; su núcleo

permanece impenetrable. Conocemos únicamente lo que puede dividirse y analizarse. Lo que se presenta en bloque, derrota a nuestro

saber. Y todo lo que es, forma bloque y resiste; cada vez que encontramos un ser vivo, encaramos, en cierto modo, un misterio de doble

fondo, pues la envoltura exterior de este ser que es materia, implica un primer misterio; y la vida unida a esa materia, el segundo. ¿Qué

ciencia nos enseña esto? ¿Cómo hacemos para distinguir una clase de misterio de otra clase de misterio? No lo sé; nadie lo sabe. Y sin

embargo hablo con certeza. Pero yo, que hablo y pienso, y los que frente a mí escuchan y piensan ¿no somos acaso la sede de otro

misterio, el del pensamiento, que se distingue de la vida como la vida se distingue de la materia? Un perro vive, pero no le dice a otro perro

que él vive.

El hombre es un misterio de triple fondo; y habiendo dicho que el alma es la vida, debemos reconocer que no hay una sola alma, sino

tres; o, mejor dicho, hay un alma y en ella se distinguen tres planos con relación a sí misma. La Bhagavad-Gita enseña, efectivamente, que

la naturaleza humana se compone de tres cuerdas:

_ La cuerda tenebrosa, con asiento en el vientre,

_ La cuerda real que reina en el corazón,

_ La cuerda de la verdad que brilla en la inteligencia.

Asimismo, la filosofía tradicional de occidente, conocida (o más bien desconocida) con el nombre de escolástica, enseña que hay tres

almas: el alma vegetativa, el alma sensitiva y el alma racional. Platón alude a este triple aspecto cuando habla del caballo, del carruaje y

del conductor. Esta doctrina de la trinidad del alma se vuelve a encontrar en las doctrinas de todas las sabidurías, pues está inscrita en la

naturaleza de las cosas.

Los hindúes y los cristianos no dicen que hay tres almas. Sino que esas tres son una. El alma es la sustancia de la unidad interior. Hay

tres almas en el alma, como hay tres dimensiones en el espacio.

Esas tres partes son, hasta un cierto punto, independientes entre sí. Cada una de esas tres partes forma un todo más o menos completo,

que en su estrato, refleja el conjunto de los estratos. Así, hay un alma del cuerpo que se llama vida o vitalidad; hay un cuerpo del alma que

se lama forma; y hay por fin, un cuerpo del espíritu del cual volveremos a hablar.

Debo hacerles notar, en este aspecto, que el cuerpo es un misterio no menor que el del alma. ¿Quién puede jactarse de saber qué es

nuestro compañero de todos los días? En verdad, el cuerpo tiene su alma. Dijo Orígenes: <El alma del cuerpo es el corazón>; y tiene

también su inteligencia que puede llamarse maña o astucia y que por otro lado, puede ser genial.

Pero ante todo, el cuerpo posee su forma, tema de estupor y de meditación y que es su esencia misma. Por su forma es cuerpo y su

forma no es materia. Un cuerpo vivo no es una masa de materia; tanto es así, que al cabo de siete años, su materia se ha renovado casi

por entero y no obstante, el cuerpo sigue siendo el mismo. Lo único que persiste a través de los años es una especie de filtro y eso mismo

es la forma.

Me diréis que desde el niño al viejo caduco se abre un abanico de formas y no una forma única. Pero este abanico de formas es

simplemente la evolución de una misma forma.

En todas las partes del cuerpo se imprimen las mismas proporciones formales, en el espacio y en el tiempo. No por azar se observan las

mismas proporciones en uno y otro miembro. En la fuente de las formas, existe, por ende, una forma invisible, una simiente oculta en el

núcleo del cuerpo. Es el núcleo que los hindúes llaman cuerpo seminal y del que dicen que tiene <el tamaño del pulgar y se aloja en la

punta del corazón>.

Y entre esta simiente siempre igual a sí misma y la apariencia presente, hay un vínculo como entre los rayos de una rueda. Los hindúes

conocen ese vínculo, al que llaman cuerpo sutil. <Ese cuerpo que se desplaza en los sueños>, dice, pero ese cuerpo no es materia: es el

llamado a una resurrección plausible cuando haya pasado por la hoguera de la vida y la hoguera de la muerte; y será capaz de asumir una

materia más ligera y acaso luminosa, de donde su nombre cristiano de cuerpo glorioso. Si por una parte, el cuerpo tiene una especie de alma formal e inmaterial, el espíritu, por su lado, va constituyéndose una suerte de

cuerpo. Dice san Pablo: <Primero se forma el cuerpo natural; después se forma el cuerpo espiritual> (1 Corintios 15, 35-55). Es menester

que el espíritu tome vida para que se constituya el cuerpo espiritual.

Se acostumbra a confundir espíritu con inteligencia; ora se distingue, ora se confunde lo intelectual con lo espiritual. Pero raro es que se

distinga en qué convergen y en qué se oponen.

Así como la vida es la faz interior del cuerpo, el alma del cuerpo, asimismo el espíritu es la faz interior de la inteligencia: su ser, su alma

y su vida.

La inteligencia humana, que por naturaleza va hacia el exterior, puede desarrollarse hasta el infinito sin encontrar al espíritu: es el caso

de nuestra ciencia moderna. Una inteligencia del espacio geométrico y de las relaciones exteriores, una ciencia de los fenómenos, es decir,

de la apariencia _ una ciencia de superficie, una apariencia de ciencia.

Y una inteligencia que no toca, que no penetra la superficie, que excluye por principio y a priori toda posibilidad de penetrarla, acaba por

negarla y hasta empieza por ahí. Diría, inclusive, como lo demuestra la experiencia que empieza por negarla y acaba por destruirla.

Hemos dicho que el espíritu es el alma de la inteligencia, es decir, su aspecto interior. ¿Pero cómo alcanzar esta sustancia interior? Solo

vemos y concebimos lo que está delante de nuestros ojos; del mismo mundo exterior conocemos únicamente la superficie. El espíritu, por

quien vemos y pensamos, es necesariamente invisible y no puede convertirse en objeto de pensamiento. ¿Quiere decir que es ambiguo?

Misterioso, sí; ambiguo, no. Cierto y oscuro.

Negar el misterio del alma es como afirmar que no se existe y en consecuencia, negar lo que se afirma.

Cualquiera que piense, hable y actúe, hace acto de razón y de conocimiento espiritual.

La inteligencia solo puede captar su propia sustancia dándose vuelta. Eso es el espíritu: inteligencia volcada. Lo que no quiere decir de

ningún modo desinteligencia y locura, sino, al contrario, sabiduría y conocimiento de sí.

El retorno de la inteligencia sobre su sustancia propia por medio de la suspensión y la concentración, implica una disciplina, como la

implica la ciencia exterior; sus operaciones mentales son análogas, pero al revés; lo que vale aquí no es la agilidad mental, o la precisión

lógica, o la argumentación exacta, o la curiosidad vigilante, la observación y el cálculo; es la concentración, es el recogimiento, es la

repetición asidua; es también el fervor de la vida espiritual, pues al interiorizarse, todo se intensifica y se ilumina. La ciencia exterior, en

cambio, es un sol frío.

Pero hemos pasado del cuerpo a la cumbre del espíritu y hemos saltado por encima la cuerda central y real: la del corazón.

La cuerda del corazón está hecha de dos fibras trenzadas una con otra; una de esas fibras se llama afecto o apego y la otra, ira y orgullo

(por eso los antiguos llaman irascible a esta alma).

Allí, en esa alma del medio, en el alma irascible, resiste el yo. La ira y el orgullo yerguen y defienden al yo que dice yo; y el afecto lo

proyecta y lo vincula con los otros yo.

Con la cuerda real se vinculan todos los dramas humanos, el amor y los combates (por encima y por debajo de ese plano, no hay

historias).

La fibra afectiva puede exaltarse en pasión y en amor; y la fibra irascible puede exaltarse en virtud: el coraje (la palabra virtus significa

coraje y la palabra coraje significa que es del corazón).

Pero el coraje y el amor, cosas tan bellas, son solo manifestaciones. ¿Manifestaciones de qué? De lo que queremos saber, si buscamos el

alma. Si el corazón es el alma de la carne, ¿cuál es entonces el alma del corazón? Respondamos: el alma misma y el centro del alma,

central en relación a las cosas exteriores y central en relación a las cosas de lo alto y de acá abajo: la encrucijada donde el alma de acá

abajo o vida y el alma de lo alto o espíritu se encuentran y que debería ser el lugar del verdadero yo.

Es la morada donde debemos establecernos, el arca en que debemos hallar sitio para ser salvados.

De la meditación

Ya que desde principios del verano, los más adelantados de vosotros han sido introducidos en la meditación, voy a insistir en la manera

cómo deben emprenderla para llevarla a buen fin y antes que nada, voy a precisar ese fin.

Ese fin es la conversión de la inteligencia, de los sentidos y de la imaginación; su vuelta hacia lo interior para hacerlos penetrar en la

inexplicable, invisible y esencial unidad viva que es el verdadero yo.

El verdadero yo es un punto blanco al que se apunta con los ojos cerrados.

El yo es un punto, pero ese punto es un cubo de rueda. El menor cambio en él, produce trayectos inmensos en la periferia de la rueda.

El yo es un punto, pero ese punto es un germen. Hay más potencia en el germen, donde todo está concentrado en uno, que en el roble

desplegado y endurecido. Todo el roble estaba ya en la bellota.

El yo es un punto. Ese punto es vivo, uno y único. Como Dios es vivo, uno y único. Imagen de Dios íntima y escondida; imagen sin imagen.

Nada es más estrecho que un punto. Ese punto es la senda que lleva a Dios, pues no puedo ir a él sino por lo que en mí se le asemeja y

que es yo-mismo. Es la <senda estrecha> por la cual raros son los que se internan. Uno y único, cada vez, el que se interna; la mayoría, en

cambio, se va, por la senda ancha, a las tinieblas exteriores.

La meditación se apoya generalmente en una fórmula, o en una imagen, o en una fórmula aplicable a una imagen.

Os pongo enseguida en guardia contra la presunción y la indulgencia de elegir solos el tema de vuestra meditación y de cambiarlo

cuando os plazca. Esta mala costumbre lleva en sí su castigo: el de ver los temas no fundados en autoridad alguna, zozobrar y resbalar

unos sobre otros. El tema es la casa que nos protege de la intemperie, pero es menos peligroso estar en medio de la tormenta que entre

paredes que se desploman.

Pediréis, pues, a quien os ha iniciado, que os dé el tema. A él rendiréis cuentas de vuestros esfuerzos, de vuestras dificultades, de

vuestros hallazgos, de vuestras dudas, y _ si Dios quiere _ de vuestro gozo. A él, a solas o delante de condiscípulos, a fin de que las

experiencias y los consejos sirvan a varios.

Ciertos maestros espirituales solo dan a su discípulo un único tema para toda la vida.

Sea como fuere, un tema único debe ocuparnos varios meses y en ocasiones, varios años. Es vuestro guía quien debe juzgar la

conveniencia de daros otro, si os encuentra en crisis o llegados a un punto muerto.

Para decir verdad, el tema _ sea el que fuere_ solo da color a vuestra meditación, pues únicamente hay un tema: yo y Dios en el fondo de

mí.

La imagen solo está para detener la imaginación y la fórmula, para detener el pensamiento mediante una repetición rítmica. La imagen

no debe desarrollarse y suscitar otras, ni la fórmula explicaros sino concretarse con la repetición y ahondarse.

La imagen o la fórmula deben consumirse en la meditación. Los hindúes la comparan con el bastón que se frota en el agujero central de

la tabla pedernal. El bastón y la tabla se inflaman con el mutuo frotamiento y el fuego devora todo.

Yo os he dado como tema el árbol-de-vida.

El árbol es un vínculo entre la tierra y el cielo: una aspiración de toda la tierra. Es un ser vivo que ignora el pecado, el dolor y la

inmundicia que te recuerda el jardín primero. Es una forma musical que se hace desde adentro, que obra en el reposo y se expresa con su

belleza. Es una gran fuerza inofensiva en perpetuo crecimiento. Muy bien lo dice el salmo: el justo crecerá como la palma, como un plátano

plantado al borde de las aguas…

La meditación del árbol es la apropiada para el paso de lo profano a lo espiritual. Como los demás ejercicios que recomendamos, es

buena en los dos planos. Los concilia en lugar de oponerlos, no ofrece ningún riesgo y no oculta nada turbio.

Doy por supuesto, ante todo, que no os entregáis a estos ejercicios ni por curiosidad, ni por vanidad, ni para llamar la atención de

alguien, sino porque sois de los que aspiran

A conoceros a vosotros mismos,

A amar al prójimo,

A servir a Dios,

Porque comprendéis que estas tres cosas son una sola,

Porque experimentáis la necesidad de adquirir la fuerza, la calma, la claridad que son necesarios para alcanzarlas.

Doy asimismo por supuesto que observasteis y continuáis observando las nueve prácticas de que hablé a propósito de las dos manos y de

la que ésta es el décimo dedo.

Trazados esos grandes lineamientos, volvamos a los detalles técnicos y sepamos que la buena voluntad no basta; y el fervor desordenado,

tampoco.

El procedimiento es sencillo. Consiste en hacer callar todo razonamiento, en ahuyentar toda ensoñación, en instaurar en vosotros

tinieblas susceptibles de recibir la luz, tinieblas perfectas y puras, que falsas luces no turban. Vuestra no verá la estrella mientras la

cieguen las lamparillas eléctricas. Apagaos pues, para contemplar. El sueño profundo os ofrece una experiencia natural. Cuando una

imagen se presenta en medio del sueño, adquiere fuerza de realidad. Del mismo modo, cuando hayáis acallado todo parloteo interior, el

árbol se realizará por sí solo. Lo veréis como el navegante, al despuntar el cuadragésimo día de travesía, descubre una isla cercana sobre

el lomo del mar.

El árbol, por supuesto, no es un fin; no se trata de contemplar y adorar un árbol. Es un medio para ahondar y purificar las tinieblas, que

son, a su vez, un medio de llamar a la luz.

Puede que tropecéis con dificultades incomprensibles. Verificad entonces el estado de vuestro cuerpo. ¿Está en ayunas, sin fiebre, sin

excitación, sin irritación, sin entumecimiento?

¿El lugar de la meditación está bien elegido, es bastante aislado, ventilado y calmo? Volveos hacia el norte.

¿Es una hora propicia? La mejor es la cercana a la aurora, cuando todo sube en la creación y cuando las casas están en calma.

¿Vuestra posición es correcta? ¿Estáis bien establecidos en la vertical?

Por último y sobre todo, ¿estáis perfectamente relajados? La crispación es el obstáculo más frecuente e inadvertido. En vuestro ingenuo

fervor por concentraros, fruncís las cejas, apretáis los dientes y acaso los puños. En los primeros tiempos estaréis o bien atentos y por

tanto tensos, o sino relajados y por tanto somnolientos y distraídos. Probablemente os sea menester alternar los estados de tensión y

relajación hasta el momento en que consigáis mantener uno en otro.

Os invito a asimilar la imagen, a fundir la imagen del árbol en vuestras disposiciones corporales a fin de incorporar la imagen. A fabricar

el tronco del árbol a partir de la línea vertical que os atraviesa y el gran follaje del árbol a partir del aliento.

Pondréis todo vuestro empeño en adheriros a la imagen, en no dejaros llevar por el viento, en no dejaros transportar al cielo, en no

evadiros, en no tomar vuelo.

Es menester que el ejercicio os haga densos y profundos, no sublimes y livianos.

Y ahora, tras haberos precavido contra las dificultades, os pongo en guardia contra las facilidades inopinadas y falaces.

No es improbable que ya en los primeros intentos, os sintáis elevados, ennoblecidos, penetrados de calor, visitados por visiones

infinitamente más hermosas que el árbol y a no dudar, beatíficas y divinas.

Aguardad el resultado y no os creáis tan fácilmente transportados al séptimo cielo sobre la alfombra mágica de las Mil y una noches.

Manteneos inmóviles, respirar a pleno pulmón, acumulad la energía que no se escurre por vía de la acción. Ella se traducirá entonces en

el plano mental. Como se manifiesta la energía en la naturaleza; con fenómenos de movimiento, de calor, de luz.

Es lo que pasa en vosotros: calor, luz, transportes; lo natural, solamente. Estáis alborozados y tenéis razón, porque es bueno que algo

pase. Los fenómenos y los éxtasis son un buen signo y nada más.

En cuanto a las visiones, suben del inconsciente o dependen de influencias extrañas que no por ser espirituales, son necesariamente

buenas. Que su rareza no os exalte. Ahuyentadlas valerosamente, como ahuyentáis vuestras ensoñaciones, aunque sean de distinta

naturaleza y retornad al árbol de vida, donde habita la serpiente.

¿Cómo sabe usted que nuestras visiones (que únicamente vemos nosotros) no son inspiraciones del Altísimo? ¿No sería un gran pecado,

si por ventura lo fueran, hacerlas tan valientemente a un lado?, me objetaréis.

Respondo: Dios da su gracia a quien elige. Puede efectivamente, que os haya elegido. Debéis saber, empero, que la unión mística es rara;

tanto como el milagro, o más.

Las felices sensaciones de que hablamos, en cambio, favorecen bastante comúnmente a los que hacen la meditación según el método

prescrito. Así como la fe y la esperanza son virtudes y deberes para con Dios y la salvación, así también la duda y la humildad son la regla

para todo lo que nos concierne propiamente. Es presuntuoso creerse inspirado sin pruebas. Cuando nos creemos visitados, la prudencia

exige que ante todo nos abramos a nuestro director de conciencia, con el fin de tener un testigo del valor objetivo de la revelación. El

testigo también puede equivocarse. Lo que menos engaña, es la prueba del tiempo y de los actos. <Un buen árbol solo da buenos frutos>. Si

vuestras virtudes, vuestra pureza, vuestra caridad, vuestra piedad, vuestro valor y vuestra sabiduría resplandecen, hablarán con autoridad

de la santidad del manantial del que manan.

Puede también, que efectuéis progresos reales y preciosos, sin encontrar ningún <fenómeno> y sin advertir que adelantáis, como el que

cava un túnel golpe por golpe. Un día, tras un golpe de pico igual a todos los precedentes, se encuentra súbitamente del otro lado de la

montaña, inundado por la luz del día.

Sea como fuere, actuad con intrepidez. Puede que cualquier otra aventura esté destinada al fracaso. Esta, no. El fin de ésta está

adquirido de antemano, está en vosotros, es vosotros mismos. Por tanto, es sabio atreverse.

¡Dichoso el hombre…

Que tiene su deleite en la ley del Señor

Y en ella medita de día y de noche.

Es como un árbol

Plantado en las riberas de la aguas

Que a su tiempo dará fruto

Y cuyas hojas no se marchitan!

(Salmo 1)

Dibuja en el espíritu de tu alma

Este árbol plantado en el jardín del paraíso celeste

(San Buenaventura, Tratado místico del árbol de la vida).

El alma… es este árbol de vida que está plantado en las mismas aguas vivas de la vida, que es Dios… El principio de nuestras buenas

obras… procede de esta fuente de vida donde el alma está como un árbol plantado en ella

(Santa Teresa de Ávila, Moradas del castillo interior).

El gran miedo

Caía la noche. El sendero se internaba en el bosque más negro que la noche. Yo estaba solo, desarmado. Tenía miedo de avanzar, miedo

de retroceder, miedo del ruido de mis pasos, miedo de dormirme en esa doble noche.

Oí crujidos en el bosque y tuve miedo. Vi brillar entre los troncos ojos de animales y tuve miedo. Después no vi nada y tuve miedo, más

miedo que nunca.

Por fin salió de la sombra una sombra que me cerró el paso.

<<¡Vamos! ¡Pronto! ¡La bolsa o la vida!>>.

Y me sentí casi consolado por esa voz humana, porque al principio había creído encontrar a un fantasma o a un demonio.

Me dijo: <<Si te defiendes para salvar tu vida, primero te quitaré la vida y después la bolsa. Pero si me das tu bolsa solamente para salvar

la vida, primero te quitaré la bolsa y después la vida>>.

Mi corazón enloqueció, mi corazón se rebeló.

Perdido por perdido, mi corazón se dio la vuelta.

Caí de rodillas y exclamé: <<Señor, toma todo lo que tengo y todo lo que soy>>.

De pronto me abandonó el miedo y levanté los ojos.

Ante mí todo era luz. En ella el bosque verdecía.


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