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Vanitas, imágenes del conocimiento y de la vacuidad de todo saber
Sandra Accatino (Revista Vértebra, “Sentidos del Barroco”, Santiago, número 10, 2005, págs. 26-33)
En 1603, Jacob de Gheyn II, un pintor nacido en Amberes, célebre por sus
meticulosas ilustraciones científicas, pintó una de las primeras naturalezas
muertas autónomas, la “vanitas” más antigua que se conoce. Como en casi la
totalidad de las naturalezas muertas, el tamaño de los objetos comprendidos en la
pintura de de Gheyn se corresponde con la realidad. Como muchas de ellas, se
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construye a partir de un marco ilusorio, el nicho de piedra con la inscripción
“Humana vana” y los dos personajes en sobrerrelieve que lo rodean. El nicho y las
objetos representados a escala real, crean una ilusión de contiguidad con el
espacio externo, la pared en la que cuelga el cuadro, el espacio del espectador.
Este efecto, sumado a la ausencia de trazos pictóricos, hace que las naturalezas
muertas constituyan un umbral difuso entre la representación y la realidad.
Mientras en la mitad inferior del cuadro la figura dominante es la calavera
que nos mira sonriente, con sus cuencas vacías, en la parte superior, suspendida
sobre la calavera, una esfera cristalina o pompa de jabón, frágil y futil, nos
recuerda la inconsistencia y la vanidad de la vida humana. A ello aluden las cosas
del mundo que se reflejan en su superficie espejeante: una corona, un cetro, una
rueda de tortura, trofeos de guerra, copas y dados, un tablero de jacquet.
Esferas cristalinas, pompas de jabón, espejos, suelen figurar en las
composiciones de las naturalezas muerta, proyectando y ampliando la visión de lo
representado en el cuadro hacia un espacio que se extiende más allá del mismo.
Son, al mismo tiempo, una metáfora que, a partir del siglo XVII, se utilizará para
aludir a la concepción del cuadro y de la pintura en el norte de Europa. La pintura
de estos países, escribió el siglo XIX Eugène Fromentin, “se adapta a la naturaleza
de las cosas”; busca, en este sentido, una precisión y una exactitud sólo
comparable a la del espejo, una superficie sobre la cual se describe e inscribe el
mundo visible sin jerarquizarlo ni imponerle un orden externo. Ella está hecha
“únicamente con la práctica del ojo, sin criterio racional”, escribirá Leonardo, “como
un espejo que copia todas las cosas puestas frente a él, sin estar consciente de su
existencia”.
La difusión de esta concepción de la pintura a través de las naturalezas
muertas, fue simultánea y en parte una consecuencia de la constitución del
modelo gráfico de la ilustración científica, con la que compartió no sólo el interés y
el vínculo entre el conocimiento de la naturaleza y los fenómenos ópticos, al
comparar sus procedimientos con el espejo, la cámara oscura, la estructura del ojo
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y el microscopio, sino que también y sobre todo, tomó de ella su forma de pensar
la imagen.
Robert Hooke publicó, en 1665, la Micrographia, un libro de ilustraciones
realizadas a partir de la observación en el microscopio. El libro, una contribución a
la “reforma de la filosofía”, hecha bajo el signo de la Instauratio magna y del
Novum Organum (1620) de Francis Bacon, señalaba que la base del verdadero y
nuevo conocimiento se encontraba en el trabajo acucioso del ojo que, ayudado por
el lente, nos permitiría pasar del mundo ilusorio de la mente y de la fantasía al
mundo de las cosas concretas. “Nada hay más necesario – escribe – que una
mano sincera y un ojo fiel, con los cuales examinar y registrar las cosas tal como
se aparecen”. “No me fío de nada – escribió Bacon en la Instauratio Magna – sino
del testimonio de los ojos”. Al igual que Bacon, las ilustraciones de Hooke se
proponen dejar de lado las abstracciones y analizar los elementos en sus partes.
La misma intención experimental aparece en las naturalezas muertas: ellas
sacrifican en sus composiciones la elección de un modelo ejemplar y de un punto
de vista único y privilegiado, por la multiplicidad, la fractura, la disgregación y lo
particular.
Verdaderas acumulaciones de experiencias del ver, las naturalezas muertas
exponen una variedad de elementos que muestran no sólo su aspecto exterior,
sino también su composición interna y, a través del reflejo en los espejos, su
imagen desde distintos puntos de vista. En este aparente desorden, la superficie
lisa de la pintura y la pincelada ilusionista reconstruyen la visión de los objetos sin
que “se aleje nunca el ojo de la mente de las cosas en sí, para recoger las
imágenes tal como ellas son” – escribía Bacon en su Instauratio Magna – porque
no se propone en ella “los sueños de nuestra fantasía”, sino “la copia fiel del
mundo”.
Se entiende así el malestar que experimentó Pascal frente a estas pinturas
en las que no asoma emoción alguna. “Cuánta vanidad”, escribe, “en esas pinturas
que provocan admiración por su parecido con cosas cuyos originales no
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admiramos”. El disgusto de Pascal, sospecho, no se debía tanto a un criterio de
orden estético, sino, más bien, a uno valórico: el pintor, al trazar con igual destreza
una migaja de pan seco, el dibujo de un retrato en un papel y un collar de perlas
blancas, nos muestra que no sólo en la pintura, sino en la realidad, pan añejo,
retrato y perlas pueden ser iguales, exactamente iguales, que no existe, a priori,
diferencia alguna entre las cosas.
Colocada en un ambiguo umbral entre la realidad y la representación, la
Vanitas de 1603 de Jacob de Gheyn, reputado ilustrador al igual que Robert
Hocke, es una forma de conocer los objetos del mundo, aunque ese conocimiento
y las apariencias del mundo no sean sino vanidades. En el cuadro, los dos sellos
representados algo más adelante que la calavera, fuera del nicho y la veintena de
monedas, han sido descritas minuciosamente, registrándose las figuras de la
superficie, con el brillo y la consistencia específica de cada material, al igual que
los vasos que sostienen un tulipán y un hilo de humo. Los cuadros de Vanitas, a
través de la presencia de estos objetos, evidencian la influencia de la
emblemática, una tradición que en los países del norte, a diferencia del resto de
Europa, no implicó un complejo sistema de referencias y correspondencias, sino la
absorción del lenguaje común, refranes y proverbios cuya finalidad era volver
plenamente visible y comprensible el comportamiento humano. En la Vanitas de
de Gheyn, el lema que encabeza la composición aparece rodeado, decíamos, por
dos personajes en sobrerrelieve. Ambos apuntan a la esfera de cristal y sus
actitudes extremas y desmedidas son los dos modos posibles de obrar frente a la
constatación de la inconsistencia y la vanidad humana – humana vana - la risa y
el llanto, actitudes que en el siglo XVII se solían representar en las figuras de
Demócrito y Heráclito.
En las vanitas y en las naturalezas muertas no existe un significado “oculto”
tras la apariencia de las cosas, sino que éste se encuentra, como los objetos
mismos, en la superficie del cuadro. Así, cuando se deseaba aludir, por ejemplo, a
la dilapidación del capital en empresas vanas, ésta se señalaba a través de la
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presencia de especies exóticas de tulipanes, como el que vemos en nuestro
cuadro. Durante todo el siglo XVII, estas flores alcanzaron, en forma alternativa,
altísimos precios para luego caer abruptamente debido a las especulaciones en la
bolsa. Para hacernos una idea, quizás convenga decir que un bulbo del semper
augustus rojo y blanco, por ejemplo, llegó a costar 13.000 florines, el equivalente
al sueldo anual de ochenta obreros no calificados en Ámsterdam. Los insectos, los
roedores y los relojes que proliferan en una serie casi infinita de cuadros de flores,
son una admonición frente a la belleza, aparentemente celebrativa, de estos
cuadros.
La presencia del humo en el otro vaso hace todavía más evidente esta idea
de vanidad y vacuidad de la belleza y de los bienes. Al igual que los tulipanes, el
tabaco era una de las mercancías más apreciadas en Holanda y, sin embargo, se
desvanecía, se convertía, como la belleza, la gloria y la riqueza, en humo. Con el
tiempo, al igual que las flores, el motivo del tabaco, símbolo de una economía de
la disipación, se convirtió, al interior de la clasificación de las naturalezas muertas,
en un tema autónomo, las toebakje u “objetos de humo”. El humo, asociado al
bienestar, a la riqueza y al ocio, es, además, una referencia al Eclesiastés, cuyas
sentencias suelen aparecer escritas al interior de estas pinturas. Hevel, la palabra
que se extiende como una letanía en todo el texto, significa en hebreo “vapor”,
pero fue traducida al latín vanitas. A diferencia de su traducción, la palabra hevel
no supone un juicio de valor, sino una constatación material: todo es pasajero,
repetición, humo. Esta dimensión material tiene especial relevancia en las
naturalezas muertas. En ellas reverberan, como en el Eclesiastés, la tribulación y
la opulencia, el recuento orgulloso de los bienes acumulados y de los placeres
obtenidos y la constatación de su caducidad: “Volviéndome a ver todo lo que había
hecho con mis manos cansadas, mis afanes ya cumplidos, he aquí que todo era
humo, vanidad, apacentarse de viento, que nada vale bajo el sol”.
La imagen que consignaba, en los libros de heráldica, a la vida del hombre
la fragilidad y la fugacidad del vapor, era la pompa de jabón: Homo bulla, todo lo
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humano es destrucción, vacío, ruina. Antes de su incorporación en el cuadro,
como en la Vanitas de de Gheyn que nos ocupa, figuras alegóricas como las
esferas cristalinas aparecieron en el reverso de retratos, dándole una dimensión
más profunda a la pintura del anverso. En el Retrato de un hombre, pintado por
Cornelis Ketel en 1574, por ejemplo, la imagen de un hombre representado junto
a papeles escritos, una pluma y un reloj de bolsillo, se alterna con la imagen del
reverso, donde un niño sopla las burbujas bajo una inscripción en griego que
señala, que “el hombre es una pompa de jabón”.
Hacia finales del siglo XVI, la figura que aparece con mayor frecuencia en el
reverso de los cuadros es la calavera, en tanto proyección inversa del retrato, su
negativo exacto: mientras el retrato pretendía perpetuar la memoria y la fama de
un hombre, el reverso borraba toda señal identificatoria y lo convertía en memento
mori, recuerdo de la muerte.
Al igual que el reloj, la pluma y las hojas que acompañan el retrato del
cuadro de Cornelis Ketel, los objetos que luego conformarán motivos recurrentes
en las vanitas serán representados también junto al retratado, cumpliendo la
misma función admonitiva que cumplían en el reverso y aportando referencias o
información sobre la identidad del sujeto. En el Retrato de Pompeius Occo (1531)
de Dirck Jacobsz, por ejemplo, la calavera aparece junto a Occo, quien posa su
mano izquierda en ella, mientras sostiene un clavel con la derecha. En la medida
que el clavel,carnatio en latín, suele ser utilizado para aludir a la Encarnación, la
naturaleza divina de Cristo se contrapone, en el cuadro, como una señal de
esperanza al destino futil del hombre indicado por la calavera. En otro cuadro
contemporáneo, el Retrato de Hans Burgkmair y su mujer (1527) de Laux
Furtenagel, la presencia material de la calavera ha sido remplazada por su
aparición especular: en el espejo convexo que sostiene la mujer no se reflejan los
rostros, sino sus calaveras. Emblema al mismo tiempo de la vanidad y de la
verdad, el espejo proyecta aquí, como una sombra, el rostro igualador y voraz de
la muerte.
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Algunos años más tarde, en 1533, Hans Holbein pintó Los embajadores. En
ellos se cierne, omnipresente, el recuerdo de la muerte. Memento mori es, de
hecho, el lema de Jean de Diteville, el delegado del Rey Francisco I de Francia
que aparece a la izquierda de la pintura, con un alfiler premunido de una calavera
clavado en su sombrero. Frente a él, Georges de Selve, obispo de Latour y
embajador del Papa. Ambos, Diteville y de Selve, se han reunido,
infructuosamente, para evitar el cisma religioso anglicano. El cuadro, lo sabemos,
es la constatación de ese fracaso. Es, además, una Declamación sobre la
incerteza, la vanidad y los abusos de las Ciencias y de las Artes, parafraseando el
título del libro que había publicado, en 1530, Cornelio Agrippa en Amberes: en el
cuadro de Holbein, los objetos del saber científico (el globo celeste, el calendario
cilíndrico, los cuadrantes, el reloj de diez caras, el torquetum, el mapamundi, el
libro de cálculos aritméticos, los compaces y las reglas) se contraponen al laúd
que descansa, con una cuerda rota, al lado de un libro de cantos luteranos. La
presencia de una cuerda rota era, en las composiciones de naturalezas muertas,
una referencia a la pérdida de la armonía y del acuerdo que regula al mundo. La
vecindad del laúd con el libro de cantos luteranos hace todavía más evidente la
vanidad de la ciencia y del conocimiento que el hombre ha construido. Tras el
cisma de la iglesia, parece decirnos, no hay música en estas esferas, todo está en
silencio.
El laúd era, además, un objeto que, debido a su figura escorzada, se solía
incorporar como modelo en los tratados de perspectiva. La vacuidad de la
perspectiva – que es a la vez ciencia y arte – se acentúa también en la
anamorfosis de la calavera que flota, en la parte inferior de la pintura, sobre suelo
del sacrarium de la abadía de Westminster, lugar de coronación y de entierro de
reyes.
En el cuadro de Holbein, esta absoluta visibilidad de las cosas del mundo
se opone a la aparente invisibilidad del crucifijo, oculto en los pliegues de la
cortina, y al emblema de la muerte, velado en la anamorforsis de la calavera. En
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este sentido, Los embajadores es también una meditación sobre la vanidad de la
pintura que, deslumbrándonos y engañándonos con la exactitud de la
representación, nos seduce, como la ciencia, con el aspecto de las cosas, pero
nos oculta su esencia, que es la muerte, y lo inconmensurable, que es Dios.
En su pintura, Holbein incorpora, tal como harán luego las naturalezas
muertas de vanitas, libros y escritos, instrumentos científicos y musicales,
partituras, mapas y objetos de arte, aludiendo de esta forma al deterioro de lo que
parecía más perdurable, la perfección de la armonía musical, la fama de los logros
conquistados, el poder de la letra escrita, la trascendencia de la imagen
reproducida.
Una de las primeras vanitas en la que aparecen cuadros, libros,
instrumentos de medición, cuadernos de apuntes, esculturas y pinceles fue
realizada en 1621 por Jacob de Gheyn, el mismo pintor de nuestra primera
vanitas. El cuadro es un emblema del triunfo de la muerte, en cuyo centro ha sido
colocada una calavera coronada por hojas del laurel, rodeada de los objetos del
saber. Sobre ella, tal como en la vanitas de 1603, resplandece una esfera de
cristal en cuya superficie se refleja un niño alado, una imagen que indicaba la
naturaleza volátil, cambiante y frágil de la fortuna. La inscripción con un fragmento
de la Farsalia de Lucano, colocada sobre el mantel, en la parte inferior del cuadro,
refuerza, como un lema, la imagen: “Conoce tus límites, aférrate a tu fin, sigue a la
naturaleza”. Lo único invariable, nos dice, es la persistencia de la muerte.
El motivo del cuadro de de Gheyn se repitió, en distintas versiones, durante
un siglo, pero fueron los años inmediatamente sucesivos, hacia 1630, los que
condensaron la mayor producción de estas vanitas. En muchas de ellas, la
superficie espejeante – pompa de jabón, espejo, vaso o esfera de cristal – no
refleja ya las “cosas del mundo” como en nuestra primera vanitas, ni una figura
alegórica, como en la de 1621, sino la habitación del pintor, con sus ventanas,
puertas y vigas, el atril que deja ver el reverso de la tela que se está pintando y
que nosotros vemos ya terminada y el pintor en su trabajo. Así, por ejemplo, en la
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Naturaleza muerta de Vanitas, que Pieter Claesz pintó en 1628, la esfera frágil y
vacía que lo refleja frente a su tela, está rodeada de objetos que aluden al paso
del tiempo, a la fragilidad de la vida, del arte y del pensamiento. El candelabro
vacío, el reloj quebrado, la nuez seca, la pluma y el tintero dado vuelta, el violín
con una cuerda rota, el libro carcomido, la calavera que cierra la composición, todo
lo que se ha dispuesto sobre la mesa, también el arte de la pintura que practica
Claez, todo es vanidad.
A diferencia de lo sostenido por la academia de pintura, que consideraba
vacua a la pintura de naturalezas muertas por los objetos que representaba, la
ruina y la fragilidad que estas pinturas proponen, según hemos visto, no se refiere
tanto a las cosas pintadas, sino, más bien, a la pintura misma, al artificio y al
engaño que ellas entrañan.
La reflexión sobre la vanidad del arte y el efecto cautivador de la pintura
ilusionista alcanzan, sin embargo, su culminación sólo hacia 1670, en una serie de
vanitas que el pintor protestante Cornelis Norbertus Gijsbrechts realizó mientras
trabajaba en la corte de Dinamarca, en los mismos años que condensan el fin de
la producción de Vermeer y de Rembrandt. Gijbrechts pintó una serie naturalezas
muertas similares a la realizada por Jacob de Gheyn en 1603, un modelo que se
repitió, tal como decíamos, durante todo el siglo XVII. En ellas vuelve a aparecer el
nicho en cuyo interior calavera, reloj, candela, clepsidra, violín, espigas secas,
pergaminos escritos, pompas de jabón, pipa y tabaco se reúnen para amonestar
nuestra vanagloria, sólo que ahora, en el borde superior de los cuadros, uno de los
ángulos de la tela se ha desprendido del bastidor, dejándolo al descubierto. Este
artificio técnico de Gijsbrechts, que muestra en acto la sujeción de la pintura al
tiempo, tuvo, en un cuadro ligeramente posterior, un corolario. En él, el pintor
representó la madera seca y astillada, la tela con un número adherido y los clavos
del reverso de un cuadro. Si en las vanitas anteriores, Gijsbrechts había hecho
visible y palpable en la misma pintura la acción aniquiladora del tiempo, en El
reverso de un cuadro, es el propio arte ilusionista del pintor – todo el conocimiento
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y el oficio del arte – el que sustituye a la imagen por su ausencia, algo que
recuerda el paso de las vanitas, a principios de siglo, del reverso al anverso de la
tela, la suplantación del retrato por la calavera.
Esta reflexión sobre la vacuidad del arte – un arte entendido en el contexto
propio de los países del norte, como forma de saber y dominio, pero también como
excelsa y suprema artesanía – fue posible en la medida en que se opuso a la
retórica de lo irrepresentable y de lo invisible, propia de la figuración barroca
católica, una práctica descriptiva de la pintura que concibió, al igual que la ciencia,
al sentido de la vista como órgano fundamental del conocimiento.
La ciencia, por su parte, cada vez con mayor frecuencia, recurrió a las
imágenes en sus demostraciones. Utilizando a la imprenta como medio divulgador,
proliferaron, en especial, los tratados de anatomía descriptiva, en los que se fijó el
vocabulario visual de la estructura del cuerpo humano a partir de las disecciones y
de la copia y adaptación de ilustraciones anteriores, en especial las comprendidas
en las más de seiscientas páginas del De Humani Corporis Fabrica (1543) de
Vesalio. Tras la publicación de este libro, la producción de imágenes basadas en
las disecciones llegó a ser el componente central de la anatomía científica. Sin
embargo, mientras en las vanitas el artificio ilusionista de la pintura llevó a hacer
cada vez más palpable la muerte porque, en última instancia, registrar el paso del
tiempo, a través de la inmovilidad de la pintura, es también un desafío técnico, las
ilustraciones científicas, en cambio, absorbieron el lenguaje artístico y los recursos
estilísticos de las formas y decorados del arte que las naturalezas muertas, en su
afán realista y descriptivo, habían excluido: capilaridad y deslizamiento de las
emociones, de los movimientos teatrales y de las poses forzadas, de los paisajes
escenográficos, de los marcos fantásticos, del ideal de belleza, como si las
maneras del arte aplicadas a la ciencia domesticaran y volvieran soportable la
visibilidad del vacío y del horror de la muerte, mostrando, se diría, unos cadáveres
rebosantes de vitalidad.