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Vanitas y conocimiento

Date post: 07-Jan-2023
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1 Vanitas, imágenes del conocimiento y de la vacuidad de todo saber Sandra Accatino (Revista Vértebra, “Sentidos del Barroco”, Santiago, número 10, 2005, págs. 26-33) En 1603, Jacob de Gheyn II, un pintor nacido en Amberes, célebre por sus meticulosas ilustraciones científicas, pintó una de las primeras naturalezas muertas autónomas, la “vanitas” más antigua que se conoce. Como en casi la totalidad de las naturalezas muertas, el tamaño de los objetos comprendidos en la pintura de de Gheyn se corresponde con la realidad. Como muchas de ellas, se
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Vanitas, imágenes del conocimiento y de la vacuidad de todo saber

Sandra Accatino (Revista Vértebra, “Sentidos del Barroco”, Santiago, número 10, 2005, págs. 26-33)

En 1603, Jacob de Gheyn II, un pintor nacido en Amberes, célebre por sus

meticulosas ilustraciones científicas, pintó una de las primeras naturalezas

muertas autónomas, la “vanitas” más antigua que se conoce. Como en casi la

totalidad de las naturalezas muertas, el tamaño de los objetos comprendidos en la

pintura de de Gheyn se corresponde con la realidad. Como muchas de ellas, se

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construye a partir de un marco ilusorio, el nicho de piedra con la inscripción

“Humana vana” y los dos personajes en sobrerrelieve que lo rodean. El nicho y las

objetos representados a escala real, crean una ilusión de contiguidad con el

espacio externo, la pared en la que cuelga el cuadro, el espacio del espectador.

Este efecto, sumado a la ausencia de trazos pictóricos, hace que las naturalezas

muertas constituyan un umbral difuso entre la representación y la realidad.

Mientras en la mitad inferior del cuadro la figura dominante es la calavera

que nos mira sonriente, con sus cuencas vacías, en la parte superior, suspendida

sobre la calavera, una esfera cristalina o pompa de jabón, frágil y futil, nos

recuerda la inconsistencia y la vanidad de la vida humana. A ello aluden las cosas

del mundo que se reflejan en su superficie espejeante: una corona, un cetro, una

rueda de tortura, trofeos de guerra, copas y dados, un tablero de jacquet.

Esferas cristalinas, pompas de jabón, espejos, suelen figurar en las

composiciones de las naturalezas muerta, proyectando y ampliando la visión de lo

representado en el cuadro hacia un espacio que se extiende más allá del mismo.

Son, al mismo tiempo, una metáfora que, a partir del siglo XVII, se utilizará para

aludir a la concepción del cuadro y de la pintura en el norte de Europa. La pintura

de estos países, escribió el siglo XIX Eugène Fromentin, “se adapta a la naturaleza

de las cosas”; busca, en este sentido, una precisión y una exactitud sólo

comparable a la del espejo, una superficie sobre la cual se describe e inscribe el

mundo visible sin jerarquizarlo ni imponerle un orden externo. Ella está hecha

“únicamente con la práctica del ojo, sin criterio racional”, escribirá Leonardo, “como

un espejo que copia todas las cosas puestas frente a él, sin estar consciente de su

existencia”.

La difusión de esta concepción de la pintura a través de las naturalezas

muertas, fue simultánea y en parte una consecuencia de la constitución del

modelo gráfico de la ilustración científica, con la que compartió no sólo el interés y

el vínculo entre el conocimiento de la naturaleza y los fenómenos ópticos, al

comparar sus procedimientos con el espejo, la cámara oscura, la estructura del ojo

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y el microscopio, sino que también y sobre todo, tomó de ella su forma de pensar

la imagen.

Robert Hooke publicó, en 1665, la Micrographia, un libro de ilustraciones

realizadas a partir de la observación en el microscopio. El libro, una contribución a

la “reforma de la filosofía”, hecha bajo el signo de la Instauratio magna y del

Novum Organum (1620) de Francis Bacon, señalaba que la base del verdadero y

nuevo conocimiento se encontraba en el trabajo acucioso del ojo que, ayudado por

el lente, nos permitiría pasar del mundo ilusorio de la mente y de la fantasía al

mundo de las cosas concretas. “Nada hay más necesario – escribe – que una

mano sincera y un ojo fiel, con los cuales examinar y registrar las cosas tal como

se aparecen”. “No me fío de nada – escribió Bacon en la Instauratio Magna – sino

del testimonio de los ojos”. Al igual que Bacon, las ilustraciones de Hooke se

proponen dejar de lado las abstracciones y analizar los elementos en sus partes.

La misma intención experimental aparece en las naturalezas muertas: ellas

sacrifican en sus composiciones la elección de un modelo ejemplar y de un punto

de vista único y privilegiado, por la multiplicidad, la fractura, la disgregación y lo

particular.

Verdaderas acumulaciones de experiencias del ver, las naturalezas muertas

exponen una variedad de elementos que muestran no sólo su aspecto exterior,

sino también su composición interna y, a través del reflejo en los espejos, su

imagen desde distintos puntos de vista. En este aparente desorden, la superficie

lisa de la pintura y la pincelada ilusionista reconstruyen la visión de los objetos sin

que “se aleje nunca el ojo de la mente de las cosas en sí, para recoger las

imágenes tal como ellas son” – escribía Bacon en su Instauratio Magna – porque

no se propone en ella “los sueños de nuestra fantasía”, sino “la copia fiel del

mundo”.

Se entiende así el malestar que experimentó Pascal frente a estas pinturas

en las que no asoma emoción alguna. “Cuánta vanidad”, escribe, “en esas pinturas

que provocan admiración por su parecido con cosas cuyos originales no

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admiramos”. El disgusto de Pascal, sospecho, no se debía tanto a un criterio de

orden estético, sino, más bien, a uno valórico: el pintor, al trazar con igual destreza

una migaja de pan seco, el dibujo de un retrato en un papel y un collar de perlas

blancas, nos muestra que no sólo en la pintura, sino en la realidad, pan añejo,

retrato y perlas pueden ser iguales, exactamente iguales, que no existe, a priori,

diferencia alguna entre las cosas.

Colocada en un ambiguo umbral entre la realidad y la representación, la

Vanitas de 1603 de Jacob de Gheyn, reputado ilustrador al igual que Robert

Hocke, es una forma de conocer los objetos del mundo, aunque ese conocimiento

y las apariencias del mundo no sean sino vanidades. En el cuadro, los dos sellos

representados algo más adelante que la calavera, fuera del nicho y la veintena de

monedas, han sido descritas minuciosamente, registrándose las figuras de la

superficie, con el brillo y la consistencia específica de cada material, al igual que

los vasos que sostienen un tulipán y un hilo de humo. Los cuadros de Vanitas, a

través de la presencia de estos objetos, evidencian la influencia de la

emblemática, una tradición que en los países del norte, a diferencia del resto de

Europa, no implicó un complejo sistema de referencias y correspondencias, sino la

absorción del lenguaje común, refranes y proverbios cuya finalidad era volver

plenamente visible y comprensible el comportamiento humano. En la Vanitas de

de Gheyn, el lema que encabeza la composición aparece rodeado, decíamos, por

dos personajes en sobrerrelieve. Ambos apuntan a la esfera de cristal y sus

actitudes extremas y desmedidas son los dos modos posibles de obrar frente a la

constatación de la inconsistencia y la vanidad humana – humana vana - la risa y

el llanto, actitudes que en el siglo XVII se solían representar en las figuras de

Demócrito y Heráclito.

En las vanitas y en las naturalezas muertas no existe un significado “oculto”

tras la apariencia de las cosas, sino que éste se encuentra, como los objetos

mismos, en la superficie del cuadro. Así, cuando se deseaba aludir, por ejemplo, a

la dilapidación del capital en empresas vanas, ésta se señalaba a través de la

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presencia de especies exóticas de tulipanes, como el que vemos en nuestro

cuadro. Durante todo el siglo XVII, estas flores alcanzaron, en forma alternativa,

altísimos precios para luego caer abruptamente debido a las especulaciones en la

bolsa. Para hacernos una idea, quizás convenga decir que un bulbo del semper

augustus rojo y blanco, por ejemplo, llegó a costar 13.000 florines, el equivalente

al sueldo anual de ochenta obreros no calificados en Ámsterdam. Los insectos, los

roedores y los relojes que proliferan en una serie casi infinita de cuadros de flores,

son una admonición frente a la belleza, aparentemente celebrativa, de estos

cuadros.

La presencia del humo en el otro vaso hace todavía más evidente esta idea

de vanidad y vacuidad de la belleza y de los bienes. Al igual que los tulipanes, el

tabaco era una de las mercancías más apreciadas en Holanda y, sin embargo, se

desvanecía, se convertía, como la belleza, la gloria y la riqueza, en humo. Con el

tiempo, al igual que las flores, el motivo del tabaco, símbolo de una economía de

la disipación, se convirtió, al interior de la clasificación de las naturalezas muertas,

en un tema autónomo, las toebakje u “objetos de humo”. El humo, asociado al

bienestar, a la riqueza y al ocio, es, además, una referencia al Eclesiastés, cuyas

sentencias suelen aparecer escritas al interior de estas pinturas. Hevel, la palabra

que se extiende como una letanía en todo el texto, significa en hebreo “vapor”,

pero fue traducida al latín vanitas. A diferencia de su traducción, la palabra hevel

no supone un juicio de valor, sino una constatación material: todo es pasajero,

repetición, humo. Esta dimensión material tiene especial relevancia en las

naturalezas muertas. En ellas reverberan, como en el Eclesiastés, la tribulación y

la opulencia, el recuento orgulloso de los bienes acumulados y de los placeres

obtenidos y la constatación de su caducidad: “Volviéndome a ver todo lo que había

hecho con mis manos cansadas, mis afanes ya cumplidos, he aquí que todo era

humo, vanidad, apacentarse de viento, que nada vale bajo el sol”.

La imagen que consignaba, en los libros de heráldica, a la vida del hombre

la fragilidad y la fugacidad del vapor, era la pompa de jabón: Homo bulla, todo lo

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humano es destrucción, vacío, ruina. Antes de su incorporación en el cuadro,

como en la Vanitas de de Gheyn que nos ocupa, figuras alegóricas como las

esferas cristalinas aparecieron en el reverso de retratos, dándole una dimensión

más profunda a la pintura del anverso. En el Retrato de un hombre, pintado por

Cornelis Ketel en 1574, por ejemplo, la imagen de un hombre representado junto

a papeles escritos, una pluma y un reloj de bolsillo, se alterna con la imagen del

reverso, donde un niño sopla las burbujas bajo una inscripción en griego que

señala, que “el hombre es una pompa de jabón”.

Hacia finales del siglo XVI, la figura que aparece con mayor frecuencia en el

reverso de los cuadros es la calavera, en tanto proyección inversa del retrato, su

negativo exacto: mientras el retrato pretendía perpetuar la memoria y la fama de

un hombre, el reverso borraba toda señal identificatoria y lo convertía en memento

mori, recuerdo de la muerte.

Al igual que el reloj, la pluma y las hojas que acompañan el retrato del

cuadro de Cornelis Ketel, los objetos que luego conformarán motivos recurrentes

en las vanitas serán representados también junto al retratado, cumpliendo la

misma función admonitiva que cumplían en el reverso y aportando referencias o

información sobre la identidad del sujeto. En el Retrato de Pompeius Occo (1531)

de Dirck Jacobsz, por ejemplo, la calavera aparece junto a Occo, quien posa su

mano izquierda en ella, mientras sostiene un clavel con la derecha. En la medida

que el clavel,carnatio en latín, suele ser utilizado para aludir a la Encarnación, la

naturaleza divina de Cristo se contrapone, en el cuadro, como una señal de

esperanza al destino futil del hombre indicado por la calavera. En otro cuadro

contemporáneo, el Retrato de Hans Burgkmair y su mujer (1527) de Laux

Furtenagel, la presencia material de la calavera ha sido remplazada por su

aparición especular: en el espejo convexo que sostiene la mujer no se reflejan los

rostros, sino sus calaveras. Emblema al mismo tiempo de la vanidad y de la

verdad, el espejo proyecta aquí, como una sombra, el rostro igualador y voraz de

la muerte.

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Algunos años más tarde, en 1533, Hans Holbein pintó Los embajadores. En

ellos se cierne, omnipresente, el recuerdo de la muerte. Memento mori es, de

hecho, el lema de Jean de Diteville, el delegado del Rey Francisco I de Francia

que aparece a la izquierda de la pintura, con un alfiler premunido de una calavera

clavado en su sombrero. Frente a él, Georges de Selve, obispo de Latour y

embajador del Papa. Ambos, Diteville y de Selve, se han reunido,

infructuosamente, para evitar el cisma religioso anglicano. El cuadro, lo sabemos,

es la constatación de ese fracaso. Es, además, una Declamación sobre la

incerteza, la vanidad y los abusos de las Ciencias y de las Artes, parafraseando el

título del libro que había publicado, en 1530, Cornelio Agrippa en Amberes: en el

cuadro de Holbein, los objetos del saber científico (el globo celeste, el calendario

cilíndrico, los cuadrantes, el reloj de diez caras, el torquetum, el mapamundi, el

libro de cálculos aritméticos, los compaces y las reglas) se contraponen al laúd

que descansa, con una cuerda rota, al lado de un libro de cantos luteranos. La

presencia de una cuerda rota era, en las composiciones de naturalezas muertas,

una referencia a la pérdida de la armonía y del acuerdo que regula al mundo. La

vecindad del laúd con el libro de cantos luteranos hace todavía más evidente la

vanidad de la ciencia y del conocimiento que el hombre ha construido. Tras el

cisma de la iglesia, parece decirnos, no hay música en estas esferas, todo está en

silencio.

El laúd era, además, un objeto que, debido a su figura escorzada, se solía

incorporar como modelo en los tratados de perspectiva. La vacuidad de la

perspectiva – que es a la vez ciencia y arte – se acentúa también en la

anamorfosis de la calavera que flota, en la parte inferior de la pintura, sobre suelo

del sacrarium de la abadía de Westminster, lugar de coronación y de entierro de

reyes.

En el cuadro de Holbein, esta absoluta visibilidad de las cosas del mundo

se opone a la aparente invisibilidad del crucifijo, oculto en los pliegues de la

cortina, y al emblema de la muerte, velado en la anamorforsis de la calavera. En

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este sentido, Los embajadores es también una meditación sobre la vanidad de la

pintura que, deslumbrándonos y engañándonos con la exactitud de la

representación, nos seduce, como la ciencia, con el aspecto de las cosas, pero

nos oculta su esencia, que es la muerte, y lo inconmensurable, que es Dios.

En su pintura, Holbein incorpora, tal como harán luego las naturalezas

muertas de vanitas, libros y escritos, instrumentos científicos y musicales,

partituras, mapas y objetos de arte, aludiendo de esta forma al deterioro de lo que

parecía más perdurable, la perfección de la armonía musical, la fama de los logros

conquistados, el poder de la letra escrita, la trascendencia de la imagen

reproducida.

Una de las primeras vanitas en la que aparecen cuadros, libros,

instrumentos de medición, cuadernos de apuntes, esculturas y pinceles fue

realizada en 1621 por Jacob de Gheyn, el mismo pintor de nuestra primera

vanitas. El cuadro es un emblema del triunfo de la muerte, en cuyo centro ha sido

colocada una calavera coronada por hojas del laurel, rodeada de los objetos del

saber. Sobre ella, tal como en la vanitas de 1603, resplandece una esfera de

cristal en cuya superficie se refleja un niño alado, una imagen que indicaba la

naturaleza volátil, cambiante y frágil de la fortuna. La inscripción con un fragmento

de la Farsalia de Lucano, colocada sobre el mantel, en la parte inferior del cuadro,

refuerza, como un lema, la imagen: “Conoce tus límites, aférrate a tu fin, sigue a la

naturaleza”. Lo único invariable, nos dice, es la persistencia de la muerte.

El motivo del cuadro de de Gheyn se repitió, en distintas versiones, durante

un siglo, pero fueron los años inmediatamente sucesivos, hacia 1630, los que

condensaron la mayor producción de estas vanitas. En muchas de ellas, la

superficie espejeante – pompa de jabón, espejo, vaso o esfera de cristal – no

refleja ya las “cosas del mundo” como en nuestra primera vanitas, ni una figura

alegórica, como en la de 1621, sino la habitación del pintor, con sus ventanas,

puertas y vigas, el atril que deja ver el reverso de la tela que se está pintando y

que nosotros vemos ya terminada y el pintor en su trabajo. Así, por ejemplo, en la

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Naturaleza muerta de Vanitas, que Pieter Claesz pintó en 1628, la esfera frágil y

vacía que lo refleja frente a su tela, está rodeada de objetos que aluden al paso

del tiempo, a la fragilidad de la vida, del arte y del pensamiento. El candelabro

vacío, el reloj quebrado, la nuez seca, la pluma y el tintero dado vuelta, el violín

con una cuerda rota, el libro carcomido, la calavera que cierra la composición, todo

lo que se ha dispuesto sobre la mesa, también el arte de la pintura que practica

Claez, todo es vanidad.

A diferencia de lo sostenido por la academia de pintura, que consideraba

vacua a la pintura de naturalezas muertas por los objetos que representaba, la

ruina y la fragilidad que estas pinturas proponen, según hemos visto, no se refiere

tanto a las cosas pintadas, sino, más bien, a la pintura misma, al artificio y al

engaño que ellas entrañan.

La reflexión sobre la vanidad del arte y el efecto cautivador de la pintura

ilusionista alcanzan, sin embargo, su culminación sólo hacia 1670, en una serie de

vanitas que el pintor protestante Cornelis Norbertus Gijsbrechts realizó mientras

trabajaba en la corte de Dinamarca, en los mismos años que condensan el fin de

la producción de Vermeer y de Rembrandt. Gijbrechts pintó una serie naturalezas

muertas similares a la realizada por Jacob de Gheyn en 1603, un modelo que se

repitió, tal como decíamos, durante todo el siglo XVII. En ellas vuelve a aparecer el

nicho en cuyo interior calavera, reloj, candela, clepsidra, violín, espigas secas,

pergaminos escritos, pompas de jabón, pipa y tabaco se reúnen para amonestar

nuestra vanagloria, sólo que ahora, en el borde superior de los cuadros, uno de los

ángulos de la tela se ha desprendido del bastidor, dejándolo al descubierto. Este

artificio técnico de Gijsbrechts, que muestra en acto la sujeción de la pintura al

tiempo, tuvo, en un cuadro ligeramente posterior, un corolario. En él, el pintor

representó la madera seca y astillada, la tela con un número adherido y los clavos

del reverso de un cuadro. Si en las vanitas anteriores, Gijsbrechts había hecho

visible y palpable en la misma pintura la acción aniquiladora del tiempo, en El

reverso de un cuadro, es el propio arte ilusionista del pintor – todo el conocimiento

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y el oficio del arte – el que sustituye a la imagen por su ausencia, algo que

recuerda el paso de las vanitas, a principios de siglo, del reverso al anverso de la

tela, la suplantación del retrato por la calavera.

Esta reflexión sobre la vacuidad del arte – un arte entendido en el contexto

propio de los países del norte, como forma de saber y dominio, pero también como

excelsa y suprema artesanía – fue posible en la medida en que se opuso a la

retórica de lo irrepresentable y de lo invisible, propia de la figuración barroca

católica, una práctica descriptiva de la pintura que concibió, al igual que la ciencia,

al sentido de la vista como órgano fundamental del conocimiento.

La ciencia, por su parte, cada vez con mayor frecuencia, recurrió a las

imágenes en sus demostraciones. Utilizando a la imprenta como medio divulgador,

proliferaron, en especial, los tratados de anatomía descriptiva, en los que se fijó el

vocabulario visual de la estructura del cuerpo humano a partir de las disecciones y

de la copia y adaptación de ilustraciones anteriores, en especial las comprendidas

en las más de seiscientas páginas del De Humani Corporis Fabrica (1543) de

Vesalio. Tras la publicación de este libro, la producción de imágenes basadas en

las disecciones llegó a ser el componente central de la anatomía científica. Sin

embargo, mientras en las vanitas el artificio ilusionista de la pintura llevó a hacer

cada vez más palpable la muerte porque, en última instancia, registrar el paso del

tiempo, a través de la inmovilidad de la pintura, es también un desafío técnico, las

ilustraciones científicas, en cambio, absorbieron el lenguaje artístico y los recursos

estilísticos de las formas y decorados del arte que las naturalezas muertas, en su

afán realista y descriptivo, habían excluido: capilaridad y deslizamiento de las

emociones, de los movimientos teatrales y de las poses forzadas, de los paisajes

escenográficos, de los marcos fantásticos, del ideal de belleza, como si las

maneras del arte aplicadas a la ciencia domesticaran y volvieran soportable la

visibilidad del vacío y del horror de la muerte, mostrando, se diría, unos cadáveres

rebosantes de vitalidad.


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