GILLIANBRADSHAW
RODASLA HIJA DEL SOL
Título original: The Sun's Bride© 2008 by Gillian Bradshaw© de la traducción: Bartoile Kutip, 2010© de esta edición: 2010, ediciones PàmiesISBN: 978-84-96952-68-3Doc original por: JoseieraFb2 editado por: Sagitario
Cui dono lepidum novum libellum
Arida modo pumice expolitum?
Janice, tibi, namque tu solevas
Meas ese aliquid putare nugas.
Arida modo pumice expolitum?
UNO
Aquel año todavía no era tiempo depiratas. El Atalanta, desde luego, noesperaba encontrarlos. Era una galeranueva, recién salida del astillero de larepública isleña de Rodas, con loscostados brillantes por la pintura nuevay sus ciento veinte remos blancos bienlijados. El capitán estaba aprovechandoaquel buen tiempo tan poco propio deabril para adiestrar a la nuevatripulación mientras el trierarca discutíaen tierra con los proveedores. La
primera travesía de la nave había sidohacia el sudeste, siguiendo la costa liria,atracando dos noches en puertos amigos.Ahora navegaba de vuelta a casa.
El grito del oficial de proa atravesóla cubierta y resonó por todo elsudoroso y oscuro puente de remo,donde el capitán hablaba con elcontramaestre.
—¡Veo un barco grande! ¡Es unapentecontera, una pentecontera! ¡Estáremolcando un carguero!
Varios de los remeros másinexpertos perdieron el ritmo. Se oyó elruido de los remos al chocar unos conotros, un alarido indignado de dolor y unbrote de juramentos. El Atalanta
cabeceó, escorándoseconsiderablemente a babor.
El rostro de Damofonte, elcontramaestre de la nave, mostró suindignación. Avanzó entre los bancos,golpeando las cañas de los remosresponsables de la confusión con elmazo que usaba para marcar el ritmo,mientras gritaba:
—¡Y-uno-y-dos-y-tres! ¡Y-uno-y-dos-y-tres! ¡No-nos-importa-lo-que-digan-en-cubierta! ¡Nosotros-seguimos-el-compás!
Los remos recuperaron el ritmo apesar de que los remeros más jóvenesalargaban el cuello tratando de ver derefilón la pentecontera por las gateras;
una estupidez, porque resultabaimposible ver nada desde los bancos deremo. Los manguitos de cuero, queimpedían que entrase el agua desde laspalas, tapaban la vista casi porcompleto.
Isócrates, el capitán, ya había subidoa la cubierta y entrecerraba los ojos porel sol. El Atalanta avanzaba a pasotranquilo, con sólo la mitad de los remosen uso; el resto de remeros estaba encubierta, disfrutando de una comidatemprana al aire libre. La mayor partede ellos se habían amontonado contra laregala de babor, haciendo que el barcose escorase. Hacía fresco, de modo quealgunos se habían puesto capas finas,
pero la mayoría seguía la costumbre dea bordo de ir desnudos. Isócratesobservó a una poco atractiva fila deespaldas cubiertas de una costra de sal—altas y bajas, robustas y esqueléticas,peludas y lampiñas—, con las nalgasrojas de haber estado remando ybrillantes por la grasa que protegía losbancos. Hecho una furia, agarró elhombro que tenía más cerca y empujó asu dueño hacia el tambucho.
—¡A vuestros puestos! —vociferó—. ¡No os quedéis ahí pasmados,campesinos inútiles, que estáisdesestabilizando el barco!
Aquello hizo que los remeros segiraran y empezaran a dispersarse,
dificultando la visión del capitán. Elpalo estaba desmontado —de nadahabría servido izar la vela con una brisafresca de proa—, de modo que seencaramó a él de un salto, lo recorriócon los brazos en cruz para no perder elequilibrio, y se bajó por el otro extremo.
Nicágoras, el oficial de proa, dedieciocho años, estaba colgado de laroda y asomaba por encima delmascarón, señalando emocionado.Delante de él, el Mediterráneoresplandecía con un brillo azulado bajoel despejado cielo de primavera.Acababan de rodear un cabo y, aestribor, apareció la costa licia, verde yescarpada. Los barcos que habían
avistado se encontraban a unos seisestadios por la amura de babor... y, sí,uno de ellos tenía la forma alargada ybaja de una pentecontera. Halaba unpanzudo barco mercante, como unhombre gordo del que tirase un perrodelgado y feroz. Incluso a aquelladistancia, Isócrates pudo ver que lapentecontera tenía cubierta, un tejadillosobre los bancos y un cajón que protegíalos soportes de los remos de la hilerasuperior: era un barco de combate, y noun correo.
—¡Son piratas! —exclamóNicágoras con entusiasmo—. Lo son,¿verdad? —preguntó a continuación conmenos seguridad.
—Tal vez —dijo Isócrates concautela.
Muchos piratas iban enpenteconteras, pero no todas laspenteconteras eran barcos piratas:algunas eran barcos militaresperfectamente respetables. Se trataba degaleras pequeñas, armadas con unespolón e impulsadas por unatripulación de cincuenta remeros, de ahísu nombre. Disponían de una hilera deremos a proa, otra a popa y dos en eltravés, en lugar de una sola como otrasnaves; por eso eran más rápidas. Queésta estuviera pintada de azul claro paraocultarse en el horizonte marino erasospechoso, igual que el hecho de que
llevara a remolque un carguero. Losbarcos piratas, como todas las galeras,tenían tripulaciones numerosas y pocoespacio para mercancías, de manera quenormalmente tomaban por asalto barcosmercantes para transportar sus botines.Cabía, sin embargo, la posibilidad deque el barco de pantoque redondollevara pertrechos militares.
Fuera como fuese, las intenciones dela pentecontera quedaron de inmediatoclaras por el revuelo que se formó a supopa: se estaban preparando para soltarel barco de mercancías y huir. Incluso aaquella distancia, la tripulación debíahaber advertido el resplandor delestandarte del Atalanta, reconociendo
enseguida el disco solar dorado deRodas; sabían que estaban en la peor delas situaciones posibles. Rodas era unenemigo implacable de la piratería, y elAtalanta era un barco temible, unatrihemiolia, con dos hileras y media deremos y ciento veinte remeros.
—¡Todos a los remos! —rugióIsócrates mientras corría a popa.
Se produjo un alboroto enormecuando todos trataron de llegar a suspuestos al mismo tiempo. Desde abajo,la voz de Damofonte resonó conestruendo cuando los recién llegados seempujaron para ocupar los bancos y losque estaban ya allí les obstaculizaban elpaso. El avance se detuvo, y el Atalanta
quedó a la deriva momentáneamente,balanceándose en las aguas.
Con el corazón acelerado, Isócratesse dirigió a su puesto: el puente demando de popa, justo detrás del timón.Cleito, el timonel, asintió cuando pasó asu lado; él lo imitó, con el pensamientoinmerso en un mar de consideraciones.El Atalanta era mucho más veloz que lapentecontera; mejor dicho, debería sermucho más veloz, pero... ¿daría la tallacon aquella tripulación inexperta?Tendría que haber mandado a todos a losremos en cuanto oyó la voz de alarma,pero no había confiado en queNicágoras acertara al identificar lanave. A decir verdad, el joven no tenía
experiencia alguna a bordo y le habíandado aquel puesto por ser el sobrino deltrierarca; lo que él había estudiado eraretórica y filosofía. ¡Que la fortuna seapiadase de la Armada!
Pero el Atalanta volvía a ponerse enmarcha. El auleta, al que habíandespertado de su siesta, tocaba de formaconstante y compás suave, conDamofonte en el través del barcomarcando el ritmo con el inmensotambor. Primero empezaron a bogar lostalamitas, los remos de la hilerainferior: y uno y dos y tres, y uno y dos ytres. Luego se unieron los de la hilera deen medio, los zeugitas, si bien algodesacompasados pero, por lo menos, sin
que los remos se estorbaran. Finalmente,los remos de la última fila, los tranitas,completaron el conjunto con una entradatan suave que se hizo evidente que todoslos remeros profesionales de a bordoestaban en aquella posición, la másdifícil. Se trataba de una tripulación muyprometedora: un montón de jovenzuelosque hacían el servicio naval; un buennúmero de remeros profesionales, tantode la ciudad como extranjeros,reclutados por la voluntad del trierarcade exprimir el presupuesto estatal; y elmínimo imprescindible de fracasadosrecogidos de los muelles. Se estabanacoplando bien; Damofonte sabía hacersu trabajo.
Pero, ¿sería suficiente para alcanzaral barco pirata? Se oyó un grito a proaporque uno de los remeros no habíaclavado bien el remo en el agua. Ajuzgar por el sonido, el remo del vecinole había hecho golpearse la cabezacontra un bao. Los errores hacían quelos barcos fueran más lentos. ¿Quépasaría si retrasaban al Atalanta tantocomo para fracasar en la captura? ¿Quépasaría si tenían que volver a Rodas yadmitir que se les habían cruzado lospiratas en el camino, pero que él,Isócrates de Camiro, los había dejadoescapar... la primera vez que estaba soloal mando?
Isócrates levantó la mirada con aire
infeliz hacia el estandarte que teníasobre la cabeza. El codaste del Atalantale dificultaba la visión, pero el pan deoro brillaba con tanta fuerza que, a pesarde todo, le hizo ver la luz: el Sol quetodo lo ve, amante y protector de Rodas.Recordó la historia de Faetón, el hijodel Sol, que le había pedido prestado asu padre el carro de fuego y habíafracasado estrepitosamente alconducirlo.
No era una buena comparación, sedijo a sí mismo con firmeza. Si lospiratas escapaban por la inexperienciade la tripulación del Atalanta, tampocopasaba nada. Así era la vida en el mar...pero tenían que ser capaces de atrapar a
esos cabrones. Conocía bien aquellaparte de la costa y se había refrescado lamemoria en el viaje de ida. Puede quefuese la primera vez que estaba almando, pero él no era Faetón, nitampoco un principiante incapaz dellevar las riendas. Los barcos de guerrahabían sido su vida durante más de unadécada, había pasado todos los veranosen el mar desde que tenía dieciséis añosy durante los inviernos había trabajadoen los astilleros. Su expediente era tanbueno como el de cualquier hombre dela Armada, y mejor que el de lamayoría.
Desde luego, no tenía ningún motivopara echar de menos al trierarca ausente.
El requisito principal para ser trierarcaera tener el dinero necesario para armarun barco, una misión que, a modo deimpuesto, se encargaba a los ciudadanosacaudalados. El trierarca del Atalantasabía mucho de barcos mercantes pero,tal como él mismo había reconocido, nohabía vuelto a pisar un barco de guerradesde que hizo el servicio naval, a losdieciocho años. Aunque hubiese estadoa bordo, habría esperado que fueraIsócrates quien tomase las decisionesnavales: para eso precisamente lo habíacontratado.
—¡Timón a estribor! —ordenóIsócrates, señalando el rumbo con subrazo.
Cleito asintió y giró la caña deltimón de modo que las dos espadillas degobierno se inclinaron. Isócrates selevantó y fue hacia proa para poder vermejor, poniendo cuidado en moversecon deliberada calma. Se suponía que elcapitán debía permanecer imperturbableen cualquier circunstancia. Los remerosestaban todos a los remos, pero aúnpodía infundirles valor con su actitud alos infantes de marina y a la tripulaciónde cubierta. Y, aunque no impresionara anadie más, actuar con calma le hacíasentirse mejor a él.
El barco pirata llevaba rumbo oestecuando lo avistaron, pero había viradoal norte, batiendo frenéticamente todos
los remos. Ya había dejado bien atrás elcarguero abandonado y el Atalanta seestaba acercando con velocidad al barcode pantoque redondo. Era un mercantede tamaño medio, de unas ciento treintatoneladas, de construcción fina, con elcasco limpio y dos mástiles macizos yrectos. Tenía mascarón de proa y unestandarte a popa, pero Isócrates nosupo adivinar lo que se suponía querepresentaba. En una de sus bandas sesituaba una andrajosa fila de hombresarmados que levantaron los escudos yprepararon las lanzas cuando elAtalanta se les acercó, y luego losabuchearon ruidosamente al comprobarque la trihemiolia continuaba en pos de
sus compañeros de la galera. Otrogrupito, acurrucado en la cubierta deproa, agitaba los brazos vigorosamentecuando la nave los rebasó. Lo másprobable era que se tratara deprisioneros, ya que iban todos bienvestidos y había muchas mujeres. Desdela proa, Nicágoras les devolvió elsaludo y dio un grito de alegría.
Isócrates volvió a su puestosonriendo. Hacia el norte, la costa eraescarpada y rocosa, llena de entrantes eislotes. Lo que la pentecontera pretendíaera desaparecer de su vista. Se iba aencontrar, en cambio, con que susperseguidores estaban demasiado cercapara perderla y ya habían tomado
medidas para impedir que llegara alabrigo de aquella costa. Y sólo un pocomás allá, hacia el noroeste, empezaba lalarga, larguísima ensenada de la playade Finike, donde no encontraríaescondite alguno.
Simmias, el segundo oficial, llegócuando Isócrates acababa de sentarse denuevo.
—¿Quieres que le diga a Damofonteque acelere el ritmo, señor? —lepreguntó con impaciencia.
Isócrates negó con la cabeza, ya quecuanto más rápido bogaran, mayor seríael riesgo de que perdieran el ritmo.Simmias parecía decepcionado y mirabaansioso la pentecontera que se escapaba,
más lejos ahora que cuando la vieronpor primera vez.
—No te preocupes —le dijoIsócrates—. No puede mantener esavelocidad durante mucho tiempo.
El Atalanta sí que podía: la mayorconcentración de remos hacía queigualara la velocidad de la penteconteraremando más despacio; suponiendo,claro, que sus remos no se estorbarandemasiado.
Simmias, aún descontento, mirabafijamente el carguero por encima delhombro de Isócrates. Aquel barco fino ysu carga, si lo recuperasen, seconvertiría en «bienes recuperados delmar», y, según era ya larga tradición, la
tripulación del Atalanta se repartiría elbotín. Aunque para ello tendrían quevolver a encontrarlo, y lo más seguroera que el barco de pantoque redondoescapara... Los piratas que logobernaban tendrían tantas ganas dealejarse del Atalanta como suscompañeros de la pentecontera.
—No irá lejos —le aseguróIsócrates a su segundo—, no hay muchoviento.
—Sí, señor —dijo Simmias, peroseguía insatisfecho. Si la persecución dela pentecontera se prolongaba hasta latarde, el carguero tendría muchasposibilidades de huir, incluso con pocoviento. La noche lo ocultaría, y por la
mañana podría estar ya en cualquiersitio. Pero no había forma deremediarlo, pues era impensable que unbarco de la Armada rodia dejara deperseguir a unos piratas sólo paraasegurarse de que no se le escaparaaquel botín flotante.
—Ve a hablar con Nicágoras yPolidoro —ordenó Isócrates paradeshacerse de Simmias—, y que te digandónde le parece a cada uno queconviene colocar a los infantes demarina cuando alcancemos a los piratas.Quiero tener tres opciones.
—Sí, señor.Isócrates se recostó en su asiento. El
auleta tocaba ahora una melodía de baile
y las notas sonaban altas y claras. Elbarco, avanzando con cada golpe de losremos, se movía al compás, como unabailarina consumada. Cerró los ojos,sintiendo la caricia fresca del aire en elrostro. Por un momento se sintiócolmado de alegría. El Atalanta erasuyo. Aquella lanza de cincuenta pasosde eslora, aquel rayo con punta debronce, impulsado por ciento veinte alasrelucientes, aquella arma digna de undios... jera para que él lo gobernase!
Los barcos de guerra le encantabandesde la primera vez que le puso el ojoencima a uno. Cuando eso ocurrió teníaunos cuatro años y estaba sentado ahombros de su padre para ver el desfile
de la flota durante el Festival del Sol, enla ciudad de Rodas. No recordaba nadamás de aquel festival, pero los barcostodavía podía verlos claramente;formaban una fila larguísima,deslizándose uno tras otro por la bocanadel puerto, batiendo los remos comoalas, con ojos pintados en las proas,brillantes como los ojos de las águilas, ylos botalones de bronce adornados conguirnaldas de flores. En los añossiguientes, sus trabajos de la escuelaestaban siempre llenos de garabatos deaquellas imágenes.
No era el único que sentía aquelentusiasmo. Todos los rodios sabían quela Armada era la que defendía la
libertad de la República y la queprotegía sus riquezas. Casi todos losmuchachos esperaban con entusiasmolos dos veranos de servicio navalobligatorio y lo hacían con muchoorgullo, pero Isócrates había encontradorazones para continuar su carrera en laArmada. Cuando terminó el servicioobligatorio se volvió a alistar comoremero profesional, a pesar de lasdemandas furibundas de su padre de quevolviera a la granja de la familia.Durante los ocho años siguientes, fueascendiendo a encargado demantenimiento de los remos, luego atimonel, después a oficial de proa. Notenía esperanzas de llegar a ser tan rico
como para convertirse en trierarca,pero, siendo capitán, era el encargadoen funciones de la nave, subordinadosolamente a éste último. El rango queahora tenía —esa gloria nueva, reciénotorgada— era la cumbre de susexpectativas.
Entonces, volvió a pensar en Faetóny abrió súbitamente los ojos, temiendode pronto que su orgullo pudierallevarlos a todos a la ruina. Echó unvistazo a la costa: ¿habría pasado poralto alguna cauta perdida? ¿Habría algúnlugar donde ocultarse hacia el oeste,después de todo?
Había una zona extensa donde el marparecía estar más en calma, justo a
estribor. Lo observó durante un instante,se puso de pie de un salto y se subió alcajón que cubría los remos tranitas paramirar.
Sí, era la estela de la pentecontera.El Atalanta le estaba dando alcance.Aquellos golpes de remo frenéticos seestaban debilitando. Probablemente, losremeros estarían cansados ya alempezar. No debía de haber sido fácilremolcar el carguero. Ahora tenían quetener los músculos exhaustos, y estaríaempezando a faltarles el aliento. Pormuy desesperados que estuvieran porescapar, no iban a poder mantener elritmo.
Un cabo verde y escarpado apareció
en el horizonte. A cierta distancia delextremo había un islote, tosco y rocoso,con unos cuantos pinos marchitos en lacima. La pentecontera viró a estribor,como si tuviese intención de rodear elislote navegando en el espacio quequedaba hasta la costa. Isócrates lacontempló con el ceño fruncido. Quiengobernaba debía saber que, como noalejara pronto a sus perseguidores, loque iba a perder era su propio barco. Lomás probable era que intentase haceralgo en cuanto dejase de estar a la vistadetrás del islote. Pero, ¿qué?
Simmias volvió a aparecer, conNicágoras y Polidoro, el jefe delpequeño contingente de infantes de
marina del Atalanta.—Traemos nuestras sugerencias
sobre cómo ubicar a los hombres, señor—dijo el segundo oficial con el mayorrespeto.
Las tres propuestas eran colocar ados arqueros a proa, en el través o apopa, protegidos por nueve lanceros. Noeran demasiado imaginativas, perotampoco resultaba fácil mejorarlas.Isócrates volvió a observar lapentecontera que huía y tomó unadecisión.
—Colocad a los arqueros en eltravés —ordenó—, y decidle aDamofonte que se prepare para que loszeugitas y los tranitas dejen de remar
cuando yo lo ordene.—¿Que dejen de remar? —preguntó
Simmias alarmado—. Pero, señor...—¡Que dejen de remar! —decretó
Isócrates, interrumpiendo la protesta.Se lo pensó un momento y luego
admitió para sus adentros que no habíahecho nada para ganarse la obedienciaincuestionable de Simmias, y que susegundo se merecía una explicación pormás que fuese un quejica avaricioso ymalencarado.
—Creo que tratará de usar ese islotepara darnos esquinazo y volver pordonde ha venido mientras nosotros lorodeamos. En cuanto la perdamos devista, disminuiremos la velocidad y
viraremos a babor, para sorprenderlacuando rodee el islote.
Simmias lo miró con el ceñofruncido.
—¿Y qué pasa si sigue el rumboactual? ¿O si se esconde detrás del cabomientras nosotros estamos paradosesperando que vuelva a rodear la peña?
—En ese caso, volveremos aalcanzarla. Le vamos pisando la estela,¿cómo se va a deshacer de nosotros?
Simmias tenía el aire sombrío; sinduda alguna pensaba en el carguero.Nicágoras, sin embargo, sonreía deoreja a oreja.
—Entonces, si nos equivocamos —dijo entusiasmado—, podemos
alcanzarla igual más tarde, pero comoestamos en lo cierto ¡se meterádirectamente debajo de nuestro espolón!
Estuvo a punto de arrojarse a todoremo contra el espolón, más que demeterse debajo. Los piratas volvieron aaparecer por la punta más occidental delislote justo cuando el Atalanta iba arebasarla. Ambos barcos estaban tanpróximos que Isócrates alcanzó a ver lacara de terror del oficial de proa de lapentecontera tan cerca que tuvo miedode que se chocaran los espolones.
—¡Todo a babor! —gritó en tonoapremiante—. ¡Arqueros, disparad adiscreción!
El Atalanta se desvió para pasar
lentamente por delante de lapentecontera. Los arqueros alzaron susarcos y tuvieron tiempo de sobra parahacer blanco.
Por desgracia, no había gran cosa ala que disparar. La tripulación de remodel barco pirata estaba protegida y nohabía tripulación de cubierta nicombatientes a la vista. Al parecer,debían de estar todos en el barco depantoque redondo... o remando. Eloficial de proa de la pentecontera, detodos modos, se desplomó con unaflecha clavada en el hombro. El arqueroque le había dado gritó emocionado ycolocó otra flecha en el arco. El blancomás apreciado era el timonel.
Pero ya no volaron más flechas, y alquedar a la vista la popa de la nave,Isócrates entendió por qué: al timón ibauno de los piratas sujetando a una mujera modo de escudo, con un cuchillo en lagarganta. Los ojos del hombre buscaronel asiento del capitán, encontraron aIsócrates y le sostuvieron la mirada.Estaba en la flor de la vida, alto yrobusto, con una barba negra muyespesa. Sus ojos oscuros llamearon antelos de Isócrates en un desafío feroz. Lamujer llevaba sólo un quitón de lino sinmangas y la larga melena de colorcastaño suelta y enredada sobre lospálidos hombros. Tenía la caraamoratada y llena de sangre, y una
expresión de tristeza y vergüenza.—¡Es rodia! —vociferó el pirata—.
¡Vamos a negociar!Los barcos se cruzaron.—¡Vuelta completa a babor! —gritó
Isócrates furioso.Cleito se apoyó en la caña. Desde
abajo, la voz de Damofonte se oía contoda claridad, exhortando a los remerosde babor a dejar de remar y a los deestribor a hacerlo con más brío. Lonormal habría sido que acelerasetambién el ritmo, pero, sabiamente,había decidido mantener el que llevaba.Un minuto después, el Atalanta habíadado la vuelta para regresar por dondehabía venido. El rumbo se resintió
cuando los remeros de babor sereincorporaron a destiempo.
Para entonces, Isócrates estaba yaesperando en la proa, furioso yasqueado. La mujer era, seguramente, laesposa o la hija de alguien importante.El capitán de los piratas la habríasacado del barco mercante paramantenerla a buen recaudo y ahoratrataba de utilizarla para comprar sulibertad. Pero, ¿cómo iba Isócrates ajustificar el intercambio? Soltar al piratapodría salvarle la vida a una mujer, perocondenaría al secuestro y a la esclavituda muchas otras.
Aun así, ¿cómo podía quedarse allímirando sin hacer nada mientras
asesinaban ante sus ojos a aquella jovenhermosa? No soportaba ver que seabusara de una mujer. La sensación sedebía a recuerdos oscuros, pero le hacíatanto daño que era como sentirlo en suspropias carnes. Tal vez pudieseofrecerle al pirata un trato diferente:devuélvenos a la mujer y seguirás convida; hazle daño y eres hombre muerto.
La pentecontera había dejado deremar, pues resultaba ya inútil intentarhuir. Mientras el Atalanta se acercaba,Isócrates vio que el jefe de los piratashabía llevado a rastras a la mujer hastael cajón que protegía la hilera superiorde remos, a la altura del codaste. Ella,impasible, se arrodilló mirando hacia el
agua de color azul oscuro que había bajola popa mientras él, de pie, se inclinabasobre ella, agarrándola del pelo yempuñando el cuchillo para que todos lovieran.
—¡Dejad de remar! —ordenóIsócrates.
El Atalanta siguió avanzando a laderiva. Bajo la cubierta, los remerosempezaron a preguntarse unos a otrosqué estaba pasando, e Isócrates les diouna segunda orden.
—¡Silencio!Ambos barcos avanzaban a merced
de las olas, sin más ruido que el susurrodel agua contra los cascos, mientras elempuje del Atalanta reducía sin tregua
la distancia que los separaba. Cuandoestaban a tiro de piedra, Isócratesexaminó detenidamente al pirata. Elhombre tenía una cicatriz espantosa en elbrazo derecho que le llegaba hasta elhombro. Estupendo, eso ayudaría a lahora de identificarlo.
—¡Es rodia! —volvió a vociferar elpirata mientras la proa alta de latrihemiolia se le venía encima—. ¿Sabesquién es esta zorra? —La obligó a echarla cabeza hacia atrás, dejando expuestala garganta—. ¡Es la favorita del reyAntíoco, ni más ni menos! ¿Se la quieresdevolver a su amante agradecido, oprefieres contarle cómo murió?
Parecía que fuese a decir algo más,
pero en aquel preciso instante, la mujerse dio la vuelta y le mordió el brazo. Elpirata soltó un alarido y ella logrósoltarse para arrojarse al mar azul,dejándolo sólo con un puñado de pelosen la mano.
Isócrates se quedó boquiabierto ycomplacido. Su primer impulso fuetirarse a por ella, pero era el capitán, yde ningún modo podía abandonar elbarco. No tenía ni idea, sin embargo, dequé clase de órdenes debía dar uncapitán en una situación como aquélla.El pirata miró a Isócrates a la cara,lleno de rabia, y luego se lanzó a por lamujer.
Isócrates, por fin, reaccionó.
—¡Alguien que sepa nadar! —vociferó—. ¡Que salve a la mujer y matea ese asesino malnacido! ¡Y el timóntodo a estribor, a estribor!
El Atalanta viró bruscamente aestribor mientras nada menos que cuatroinfantes de marina y tres miembros de latripulación de cubierta se tiraban alagua.
—¡A estribor! —volvió a gritarIsócrates, regresando a toda prisa a supuesto.
Invadido por un odio exacerbado,vociferó la orden fatídica:
—¡Todos a los remos, a todamarcha!
El ritmo del mazo de Damofonte se
aceleró. El Atalanta viró describiendouna curva amplia hacia estribor,aumentando gradualmente su velocidad.Por la popa, el mar se cubría de espumay palidecía por donde el gran espolón debronce avanzaba bajo la superficie.
La pentecontera tardó en reaccionar.Sus remeros, bajo la cubierta, no veíanlo que estaba pasando, y su oficial deproa estaba herido. El Atalanta ya casihabía terminado de dar la vuelta cuandounos pocos remos empezaron a batir. Noeran suficientes para darle impulso. Lanave empezó a virar la proa hacia suoponente, pero avanzaba con menospujanza que un burro viejo. Latrihemiolia, ya a toda velocidad, se le
aproximó por la popa en un ángulooblicuo perfecto.
Isócrates estaba de pie detrás deltimonel. La emoción del minuto anteriorse había disuelto en una concentraciónabsorbente. Si avanzaban muy deprisa,se arriesgaba a producir daños en elAtalanta; si lo hacían demasiadodespacio, el enemigo podría sobrevivira la embestida.
—¡Esperad, esperad! ¡Clavad losremos! —exclamó.
La nave dio un bandazoimpresionante cuando los remerosobedecieron. Isócrates se agarró bienfuerte y gritó la orden final.
—¡Recoged los remos!
Y entonces se oyó el crujidodesgarrador y prolongado del espolón algolpear, abriendo una brecha sangrientaen el costado de la pentecontera.
Isócrates salió despedido haciadelante por el impacto, pero se agarró albrazo de la silla de mando para no caerencima de Cleito. Les gritó otra vez alos hombres que clavaran los remos. Noera necesario, porque ya lo estabanhaciendo con todas sus fuerzas, aunquegolpeando unos con otros por la tensióndel momento. El Atalanta dio unasacudida, balanceándose en el aguamientras el espolón se estremecía en lasentrañas de su víctima. Se oyó elquejido terrible de las cuadernas que se
desprendían y, por encima del ruido,resonaron los gritos de los piratas,atrapados bajo la cubierta del barcohecho trizas en el que entraba el mar aborbotones. La propia cubierta delAtalanta se inclinó hacia proa cuando lapentecontera empezó a hundirse, aúnempalada por el espolón del enemigo.Los remos de la trihemiolia se pusieronen marcha.
Luego, con un espantoso crujir demaderos, salió marcha atrás. El espolónse desprendió por fin, y el barco seestabilizó.
—¡Dejad de remar! —ordenóIsócrates, y el Atalanta, a merced de lacorriente, se apartó de su víctima
lentamente.Se imaginó la situación en el puente
de remo del barco pirata: el aguaentrando a mares, los remosrepentinamente inservibles, con suspesados contrapesos en la empuñadura,meciéndose de aquí para allá en lacreciente oscuridad, los hombresdesesperados, muchos de ellos heridos,atropellándose los unos a los otros altratar de abrirse paso hasta alguna de lasestrechas escotillas. Ya podía ver aalgunos remeros empapados que habíantrepado hasta la cubierta. La mayoría desus compañeros no lo conseguiría.
Respiró hondo, tratando de evitar laslágrimas, con la alegría despiadada de
antes perdida casi por completo. Se dijoa sí mismo que no debía compadecersede los piratas —¡no merecían sucompasión!—, que lo que le desgarrabael corazón era el naufragio de un barco.Hacía sólo unos instantes, aquellapentecontera era un barco altivo yhermoso. Ahora, era una ruina cargadade hombres moribundos.
Simmias y Nicágoras subieron acomunicarle que el Atalanta no habíasufrido daños y la tripulación tampoco,a excepción de algunos rasguños ymoratones. El segundo oficial tenía elgesto adusto. Sin lugar a dudas, él habríapreferido llevarse la penteconteraintacta y venderla como trofeo. Isócrates
se preguntó cómo pensaría hacer eso y,además, ir a por el carguero. ElAtalanta no tenía tripulación suficientepara desplazar, por despacio que fuera,ambos barcos de guerra, y sólo unimbécil trataría de poner a remar a lospiratas.
En cuanto a Nicágoras, tenía los ojosabiertos como platos y el rostro pálido.Al terminar su informe, señaló con lamirada a los infelices del barco anegadoy preguntó:
—¿Los ayudamos?Isócrates volvió a respirar hondo.—Sí, si a eso lo llamas ayudar.Aquellos hombres iban a sufrir la
pena que ellos mismos habían infligido a
tantos otros y serían vendidos comoesclavos. Aunque los que habían sidopiratas no valían para sirvientes deconfianza en las casas, ni siquiera comocabreros, pues los ciudadanosrespetables no los querían. Lo másprobable era que terminasen trabajandoen las minas y en las canteras de losreinos vecinos. Puede que algunosfueran rescatados por sus familias oamigos, pero la mayoría moriría enpocos años. Quizás habría sido másconsiderado dejar que se ahogaran.
—Los sacaremos de lo que quededel barco dentro de un minuto —dijo—,cuando termine de estabilizarse.
—Y le quitaremos el akrostolion —
dijo Simmias con una sonrisa triunfal.Se refería a la pieza ornamental queremataba el codaste de los barcos. Eratradición que la galera victoriosa se lollevara como trofeo—. ¿Cuántas galerasvuelven a casa con un akrostoliondespués de una travesía deentrenamiento, eh?
Uno de los supervivientes resbaló ycayó al mar. Volvió a izarse a bordo conayuda de sus amigos, y todos ellospatinaron por la cubierta hasta lafogonadura del palo, que era lo único deaquella embarcación que seguía a flote.Isócrates se acordó de repente de lamujer y de los hombres que habíansaltado para rescatarla.
—¿Dónde están los nuestros? —preguntó, espantado ante la idea dehaberles pasado por encima.
Estaban a popa, tan tranquilos; uncorrillo de cabezas que se dirigíalentamente hacia el islote. Lapentecontera había seguido avanzando ala deriva, y cuando la ensartaron con elespolón ya estaba apartada de la costa.Había ocurrido exactamente lo que élhabía previsto cuando dio la orden derodear el islote, pero al acercarse alotro barco no había ni mirado siquieradónde estaban sus tripulantes, y la ideade haberlos matado con su propia navele produjo sudores fríos.
Los nadadores volvieron desde el
islote al advertir que el Atalanta sedirigía hacia ellos. La trihemiolia redujola marcha y se puso de través para quela tripulación arriara la escalerilla porla popa. Isócrates, ansioso, contó lascabezas que se acercaban. Eran ocho.Estaban sus siete hombres, ¡y parecíaque tenían a la mujer sana y salva! Eramucha más suerte de la que merecía porsu descuido. Les debía una ofrenda a losdioses.
Los marineros subieron a bordo. Elprimer hombre llevaba de la mano a lamujer mientras los otros le indicabandónde debía poner los pies. Loshombres estaban tiritando —el aguaestaba fría en aquella época del año—,
pero contentos, mientras que la mujerestaba pálida y permanecía en silencio.Llevaba el lino empapado del quitónadherido al cuerpo delgado, mostrandocon perturbadora claridad lo hermosaque era. Isócrates no sabía si creer quefuese la favorita del rey Antíoco —¿quéandaría haciendo una dama de la realezapara acabar secuestrada por los piratas?—, aunque, con certeza, era lo bastantehermosa para serlo. Sintió, avergonzado,que algo se le movía en la ingle, y deseófervientemente llevar algo puesto. Sesuponía que los oficiales debían llevaruna túnica de lino blanqueado quellegaba hasta las rodillas, y sujeta alhombro derecho por un broche con el
sol de Rodas. Nicágoras y Simmiasiban, ambos, correctamente vestidos,pero Isócrates se había quitado la suya,ya que había estado trabajando con losremeros y no quería que se le ensuciase.Rápidamente, apartó los ojos de ella yse puso a pensar en lo fría que debía deestar el agua para que se le pasase elsofoco.
—¡Bien hecho! —les dijo a losnadadores y le dio la mano al que teníamás cerca, tratando de acordarse de sunombre... Cleofonte, eso era, uno de loslanceros—. Buen trabajo, Cleofonte y...Heliodoro... —se había asegurado deaprenderse todos los nombres—, lohabéis hecho todos muy bien, ya
informaré de vuestro valor al trierarca.—¡Buen trabajo el del barco! —
replicó Cleofonte sonriendo—. Señor,no lo hemos hecho todo lo bien quedeberíamos. Se nos ha escapado el jefede los piratas.
—¿Qué?—Al vernos llegar, huyó a nado. Iba
hacia el islote, igual que nosotros, peroél iba mucho más rápido, porqueayudábamos a la dama —el lancerosacudió la cabeza—. A decir verdad,señor, me alegro de no haber tenido quetrepar a esa condenada roca con esecabrón lanzándonos piedras desde loalto.
Isócrates casi se había olvidado del
jefe de los piratas y le echó, furibundo,un vistazo al islote. Era demasiadoescarpado y rocoso para aproximarsecon la trihemiolia: una racha de viento ouna corriente imprevista podrían hacerque el barco acabara contra las rocas.Podría mandar a algunos hombres anado, claro, pero cabía el riesgo de quese hirieran o de que perdieran las armasen el mar. Además, el barco de pantoqueredondo aún aguardaba para serrescatado. No, no podía perder tiempoen perseguir al pirata extraviado.
—Bueno, ¡pues que los diosesacaben con él! —dijo—. Que se muerade hambre ahí o que se ahogueintentando llegar a nado a la costa.
Vosotros deberíais secaros y calentaros,y que os den una ración de vino.
Ahora le resultaba más fácilcontrolarse, tomó aliento y se volvióhacia la mujer. Ella estaba de pie, conlos hombros encorvados. Se tapabacuanto podía con los brazos y tenía loscabellos empapados y enredados. Elmar le había lavado la sangre de la cara,pero le había dejado a la vista unmoratón en la mejilla y un labiohinchado. Tenía unos enormes ojososcuros. ¿De verdad sería la amante deun rey? No tenía ni idea de cómo debíadirigirse a una amante real. ¿Sería unadama respetable, o una puta?
Le volvió a la mente la escena en la
que se daba la vuelta para morder alpirata y luego se lanzaba al mar. Supusoque semejante ferocidad no erarespetable, pero sí honorable y de granvalentía, y el corazón le dio un vuelco alevocarlo. Ella no se había rendido,había preferido la muerte antes queconvertirse en la moneda que suenemigo iba a pagar por la libertad.
—Bienvenida al Atalanta, señora —dijo, otorgándole el respeto que se habíaganado—. Ahora estás a salvo. Estebarco es rodio y nadie de a bordo te vaa hacer daño. Te vamos a llevar a casa.
Ella rompió a llorar.Nunca había soportado que las
mujeres llorasen. Se le hacía un nudo en
el estómago, aunque las lágrimas de laseñora eran comprensibles. Después detodo lo que le acababa de pasar... Se diocuenta de que Nicágoras la miraba conadmiración y, con alivio, le pasó elproblema.
—Nicágoras, cuida de ella...búscale una toalla y una manta y dalealgo de comer.
Nicágoras se apresuró a obedecer.Isócrates suspiró algo más tranquilo ybajó al puente de remo para hablar conel resto de los hombres. Los remerosnunca podían ver nada de lo que ocurríaen las batallas, y sabía, por experiencia,lo mucho que apreciarían que la personaque estaba al mando fuera tan pronto a
informarles.En comparación con la brisa de
fuera, en el puente de remo hacía calor,y estaba oscuro, en contraste con elbrillo del sol. La poca luz que había erala que se filtraba por las lamas del ladoinferior del cajón que cubría lossoportes de los remos, la que entrabapor las tres escotillas que daban a lacubierta y la que se colaba por lasrendijas que quedaban entre las gaterasy los manguitos de cuero. Los bancosestaban dispuestos en hileras a amboslados del pasillo central: bajando unescalón, los talamitas; subiendo unescalón, los zeugitas; dos escaloneshacia arriba y hacia fuera, los tranitas.
Pero el casco se estrechaba a popa y aproa, apretando los bancos talamitas enlos extremos. Toda la sala estabadividida por los travesaños de los baos,tenía el suelo de lastre de arena ygravilla y estaba hasta arriba de remerosdesnudos. El olor a pino y breacaracterístico de los barcos nuevos ibaya dejando paso al hedor de la carne, elsudor, el aceite y la grasa de corderoque protegía los bancos.
Los hombres estaban apoyados enlos remos, charlando animadamente delo que les había parecido ensartar a otrobarco con el espolón, una experiencianueva para la mayoría de ellos. Pero sequedaron en silencio cuando Isócrates
apareció en la escalerilla. Un montón decaras expectantes lo observaba, la mitadde ellas —dado que había bajado por laescotilla central— torciendo el cuellohacia atrás para mirarle. Los rostros,igual que los bancos, formaban hileras.Rostros barbudos de hombre, jóvenescon granos, caras con cicatrices yalgunas otras lisas. Isócrates conocía amuchos de ellos. Había trabajado con lamayoría de los remeros profesionales enun barco u otro, se había afanado con losmás duros del muelle, en el astillero,durante los inviernos... y también habíallegado a las manos con alguno. No sehabía hecho ilusiones con ellos, pero derepente se sintió invadido de un orgullo
afectuoso, ya que aquella colecciónvariopinta de granjeros, ciudadanospaupérrimos, profesionales robustos yescoria de los muelles había hecho, pesea haber sido entrenados sólo a medias,lo que su ciudad esperaba de ellos.
—¡Buen trabajo! —les dijo con tonocálido—. Hemos hundido nuestro primerbarco pirata. El muy cabrón iba hacia eloeste, remolcando un carguero cargadocon un botín... y podéis estar seguros deque la mayor parte de ese botín estácompuesto por hombres, mujeres yniños. Hombres, mujeres y niñosnacidos libres, arrancados de susgranjas o de sus barcos de pesca, a losque no les queda más horizonte que la
esclavitud. Le hemos puesto freno a eso.Algunos de vosotros no habíais tocadoun remo antes de esta primavera, perono hay un solo barco en toda la flota quepudiera haberlo hecho mejor.
»Bueno, hemos tenido que dejar elcarguero para ir tras los piratas, perovamos a volver a buscarlo. Tenemos quedarnos prisa para alcanzarlo antes deque caiga la noche. Sé que estáiscansados, pero la gente que hay a bordodel carguero está rezando a los diosespara que vayamos a rescatarlos, demanera que aún no podemos descansar.Vamos a ir hacia el sur, así quetendremos el viento a favor. Montaremosel palo y no hará falta que reméis todos,
pero los que vayáis a remar tenéis quehacerlo con fuerza.
Uno de los tranitas —un remeroprofesional ateniense, que no rodio—exclamó:
—¿Y qué pasa con la pentecontera?—Ha quedado inundada —le dijo
Isócrates, y, sin más rodeos, contestó ala auténtica pregunta—. Vamos a recogera los tripulantes que queden, y de vueltaa casa pasaremos a buscar el casco. Silo encontramos, lo llevaremos aremolque para sacar lo que podamos porla madera y el bronce, pero el cargueroes más valioso. Es un navío fino, quepuede valer ocho o nueve mil dracmassin carga, y seguro que todavía porta
algo en su interior. Si lo encontramos,estaremos en condiciones de reclamar elcobro del rescate, que son unos dostercios de su valor.
El ateniense sonrió y mostró suconformidad. Todos los demás hombressonreían a su vez, y uno de los zeugitasde babor levantó el puño al aire y,eufórico, exclamó:
—¡Hurra!El resto coreó:—¡Hurra! ¡Viva!Isócrates les devolvió la sonrisa y
levantó el puño también.—¡Viva el Atalanta!
DOS
Los supervivientes de lapentecontera inundada resultaron sercretenses.
No fue ninguna sorpresa, ya que lamitad de los piratas del Egeo eran deCreta. Parecía que los cretensesconsideraban que enriquecerse a costade robar la propiedad o la libertadajenas era algo varonil y de muchavalentía. Ni siquiera las muertes de lamayoría de sus compañeros parecíanconvencerles de las ventajas de acatar la
ley. Se sometieron al cautiverio conestruendosa bravuconería. Algunos deellos insistían en que iban a serrescatados, otros amenazaban con lavenganza de su jefe, cuyo nombre, alparecer, era Andrónico de Falasarna.
—A él no lo habéis capturado, ¿aque no? —se burló uno de lossupervivientes—. ¡Ya veréis, nos sacaráde aquí y hará que paguéis por esto!
—Seguro —dijo secamenteIsócrates—, pero, si tiene un barcocapaz de alcanzar al nuestro, ¿por quéandaba en esa ruinosa pentecontera?
El pirata se quedó refunfuñando.Isócrates encargó a Simmias queinterrogase a los hombres, pero tenía
pocas esperanzas de que las respuestasfueran veraces.
Ya había pasado el mediodía cuandoel Atalanta emprendió la vuelta hacia ellugar donde se había cruzado con elcarguero. Tal y como era de esperar, elbarco no era visible por ningún lado,pero las perspectivas de volver aencontrarlo eran buenas. El vientoseguía siendo flojo y variable, aunquede componente norte, y estaban justo aloeste del cabo rocoso del Olimpo licio.Para desaparecer, el barco mercantehabría tenido que rodear el cabo, perono había tenido tiempo suficiente parahacer algo semejante. Isócrates dispusohombres en el peñol para que oteasen la
costa y comprobasen el viento. Estabacontento de que el mercante hubiera idohacia el sur... o hacia el sudeste, o alsudoeste, porque cuanto más ciñesecontra el viento más despacio iría. Latrihemiolia volaba hacia el sur sobre elagua cristalina, con la vela mayor y lade proa izadas y la mitad de los remosbatiendo por turnos: la mitad de loshombres remando y la mitaddescansando. Isócrates se puso al timón,diciéndole a Cleito que se tomara unrespiro. El peso de la caña del timón enla mano le hizo estremecerse de placer.El Atalanta se movía como un halcón,con los mismos golpes de ala, cortospero fuertes, y la misma elegancia
funesta.Le interrumpió en la contemplación
de su exquisito barco Nicágoras, quellegó a popa escoltando a la mujer. Ellase había envuelto en una manta, como sifuese una capa de la que sólo asomabael borde del quitón. Su pelo suelto erauna masa de nudos al viento.
—Quiere hablar contigo —leexplicó Nicágoras—. Bueno, pidióhablar «con el trierarca», pero le hedicho que tío Aristómaco está en Rodas.
La mujer, insegura, miró a Isócrates,y luego se volvió para echarle aNicágoras una mirada inquisitiva.Quedó patente que le costaba creer queaquel marinero desnudo, demacrado,
sucio y sin afeitar fuese el que suplía altrierarca. Isócrates se maldijo. En esemomento podía haber impresionado auna mujer hermosa —¡una mujer que, sinlugar a dudas, estaba llena de gratitud yadmiración hacia él!— y habíafracasado por el mero hecho de nohaberse puesto la túnica. La cuestión eraque la grasa de cordero resultaba difícilde quitar del Uno blanqueado, y ¿de quéles habría servido él a sus remerosentrenados sólo a medias si no hubiesepodido acercarse a los remos?
—Mis disculpas por no estar vestido—le dijo a la mujer, apocado por lavergüenza—. He estado trabajando en elpuente de remo. Soy Isócrates de
Camiro, capitán del Atalanta.—Si tú eres el que está al mando,
entonces es contigo con quien tengo quehablar —le dijo ella, aunque, por pudor,desvió la mirada hacia la cubierta.
Hablaba griego alargando lasvocales, como los jonios, y con acentoculto. Tenía la voz suave y melodiosa.
—¿Isócrates de... Camiro? ¿No eresrodio?
El se esforzó por sonreír. Locorrecto habría sido presentarse como«Isócrates, hijo de Critágoras», y no porsu pueblo natal... pero prefería nomencionar a su padre.
—Camiro es rodia, señora. Es unade las tres ciudades que se unieron para
formar el pueblo de Rodas.—Ah, sí, por supuesto: Lindos,
Ialisos y Camiro, los hijos del amadoninfo Rodos. Ya lo sabía, sólo que...Señor, has dicho antes que me llevaríasa casa pero, cuando mi barco fueabordado, yo iba rumbo a Alejandría.Necesito llegar allí lo antes posible.¿Sería posible que siguiese mi viaje?
Isócrates se encogió de hombros.—Eso depende del capitán de tu
barco... y de sus armadores, y de cómohayas concertado tu pasaje.
Ella puso mala cara.—¿De sus armadores?—Sí, los dueños del barco y de su
carga, ¿o era una empresa particular?
—¡Ah! Pues... pues no lo sé. Yoconcerté mi pasaje en el puerto, con elcapitán. Pagué por adelantado —lo miróun instante con cara de angustia y luegovolvió a apartar la mirada.
Él se quedó un momento sin hacernada, mirando el perfil cabizbajo de ellabajo el pelo enredado, la nariz larga, laboca amoratada y los ojos oscuros tanbonitos. Tendría unos veinte años,demasiados para ser soltera yrespetable... ¿y además había concertadoel viaje ella sola? ¿Había pagado alcapitán en el muelle en lugar de hacerloa través de algún hombre de su familia ode algún armador acaudalado amigosuyo? Si se tratase de una mujer normal,
él habría sospechado que estabahuyendo de un marido cruel, pero ¿porqué iba a tener que huir una concubinareal? Y, más concretamente, ¿por qué ibauna concubina del rey Antíoco a tenerque huir a Alejandría, hogar de su peorenemigo?
Sólo se le ocurría una respuestaposible, y resultaba bastanteinquietante... pero tal vez ella no fueseuna espía. Puede que fuese una esposafugada y el pirata hubiese mentidoacerca de su condición para tener másfuerza en la negociación, o que hubiesesido ella la que había mentido paraevitar que los piratas la violasen.
—¿Eres lo que ha dicho el pirata
que eres? —preguntó, dejándose derodeos.
Una mirada brusca e indignada deaquellos ojos oscuros.
—Soy una mujer libre, señor, hija deClístenes de Mileto, miembro delGremio de Artistas Dionisiacos. ¡Esmuy poco educado por tu parte hacerleuna pregunta como ésa a una ciudadanalibre!
¡Aquél no era el tono agradecido queél había esperado! Era, además, muchomás aristocrático de lo que se podríaesperar de una concubina, de modo quepodía ser una esposa. Trató deconvencerse a sí mismo de que, si erauna espía egipcia, la república de Rodas
querría mantenerse al margen. La islatrataba de estar en buenos términos contodos sus vecinos, lo que, a menudo,significaba ignorar oficialmente lasdiferencias entre unos y otros. No podíaesperarse que alguien tomase partido enuna disputa de la que no sabía nada.
Él suspiró: aquel argumento era unabazofia. Extraoficialmente, la islasiempre quería estar al tanto de todo.Los reyes, como todo el mundo sabía,eran vecinos peligrosos, siempresedientos de poder, y Rodas tenía reinosvecinos al norte, al sur y al este. Larepública era una potencia del Egeo quecontrolaba, además de la propia isla deRodas, varias islas menores y un trozo
de la Caria, en el continente. Pero erauna potencia menor, completamentesuperada por los reinos que la rodeaban.Si quería seguir siendo independiente,necesitaba saber en qué andabanmetidos. Tenía la esperanza de podercolocarle aquel problema rápidamente aalguien: él no sabía nada de asuntosdiplomáticos.
—¿Puedo, al menos, saber cuál es tunombre, señora? —preguntó con muchaeducación.
Ella puso mala cara y no contestó. Élse preguntaba si su silencio se debía a lanecesidad de anonimato de una espía osi se trataba, simplemente, de lareticencia habitual de una mujer
respetable a decirle su nombre a undesconocido.
—Puede que alguien pregunte por ti—la coaccionó—, y yo necesito poderasegurar que estás a salvo.
Ella puso aún peor cara, pero habló.—Me llamo Dionisia. Soy hija de
Clístenes de Mileto, como ya he dicho.Él asintió.—Hija de Clístenes, lo primero que
tenemos que hacer es encontrar tu barco.Si lo logramos, y si conseguimossalvarlo, lo escoltaremos hasta el puertoy llegaremos a un acuerdo por elrescate, firmado y jurado. Luego ya...
—¿Y eso cuánto tiempo va a llevar?—lo interrumpió ella—. ¿Qué es lo que
implica? Todos tus hombres hablan delnegocio ése del rescate. ¿Te tiene quepagar el capitán por haber salvado subarco?
El tono de desconfianza le dolió.—¡Señora, como todo el mundo
sabe, nosotros, los rodios, atacarnos alos piratas allí donde los encontramos!De todas formas, según la ley marítimarodiota, a quienquiera que rescate unbarco, del naufragio o de un abordajepirata, le corresponde una parte delvalor del barco y de su carga.
Ella lo miró sobresaltada.—¿Qué? ¿Una parte del barco y de
todo lo que lleve a bordo?—Señora, ese barco podía darse por
perdido, con todo lo que llevaba... túincluida. Cualquiera que hubieraquerido recuperarlo habría tenido queluchar contra los piratas paraconseguirlo. ¿Cuántos hombres conocesque estén deseosos de luchar sin esperarrecompensa alguna? La ley rodia derescates marítimos ha sido aceptada pormarineros de todo el mar Medio por elclaro motivo de que una parte del valordel barco es mejor que nada.
—Pero, ¿qué se supone que voy ahacer yo —inquirió ella con un tembloralarmante en la voz—, sola y sin dineroen un puerto desconocido?
El se dio cuenta de que estabaaterrorizada. La habían rescatado de los
piratas, pero seguía tratando de escaparde lo que quiera que fuera —un maridofuribundo o un rey vengador— lo quehabía dejado atrás. Se avergonzó de supropia indignación. Después de lo queella había pasado, resultabasorprendente que le quedara presenciade ánimo para hablar con él. Se habíaesforzado por mantener aquella entereza,pero la impaciencia de él se la habíaresquebrajado.
—Perdóname —dijo en un tonomucho más amable—. No te preocupes.La ley del rescate sólo se aplica albarco y a su carga... se refiere a la cargaque va en la bodega. Las personas y suspertenencias están exentas.
La amabilidad, o tal vez el alivio,hicieron que los ojos se le llenaransúbitamente de lágrimas.
—¡Ay! Lo siento, yo... yo... yo sólo...Sé que me has salvado la vida. Cuandotu barco rodeó aquel cabo y todo elmundo se puso a gritar «¡Es rodio!», fuecomo... ¡como ver a un dios que aparecedurante el acto final de una obra paraque todo acabe bien! Yo no deberíahaber...
—¡No te preocupes, por favor! —dijo él, apurado y temeroso de otrobrote de lágrimas, de modo que, paradistraerla, se apresuró a contestar a supregunta—. Si encontramos el barco,llegaremos a un acuerdo sobre el precio
del rescate en pocos días. Faselis,donde haremos noche hoy si podemos,es un puerto amigo y acepta la leyrodiota del mar.
La distracción pareció haberfuncionado.
—¿Faselis? ¿Eso no pertenece al reyTolomeo? ¿No vamos a ir directamente aRodas?
—Esta noche no. Rodas está a dosdías de travesía. Pero podemos llegar aFaselis en unas cuantas horas si notardamos mucho en encontrar tu barco.Allí tenemos un acuerdo permanente:dejan que nuestros barcos atraquen en elmuelle de tramontana. ¿Puedes decirnosalgo que nos sirva de ayuda acerca del
barco de pantoque redondo? ¿Quétripulación lleva, qué carga? Y lospiratas que están a bordo, ¿cuántos son?¿Cómo van armados?
La mujer respiró hondo.—El barco se llama Artemisa, como
la diosa. Es de Éfeso, y creo quebastante nuevo. Al menos, eso es lo queme dijeron, que es nuevo y veloz. Elcapitán se llama Filotimos, y latripulación estaba compuesta por unadocena de hombres.
Cualquier barco de pantoqueredondo, por muy veloz que fuese, eralento comparado con una galera. Pero,refiriéndose a un barco que no vapropulsado a remo, a menudo ese
adjetivo quería decir que era capaz denavegar muy ceñido al viento, lo cualhacía más rápidos casi todos los viajes.Isócrates, de repente, empezó a temerseque su presa hubiera ido demasiadohacia el oeste o hacia el este y lahubiesen perdido de vista. No, se dijo,nervioso, a sí mismo: no podía haberido hacia el oeste, porque el Atalanta lohabría visto, ni tampoco hacia el este, yaque había un cabo en medio. No le habíadado tiempo de desaparecer, con aquelviento flojo tan variable. El Atalantadebía seguir hacia el sur, y pronto daríancon él.
—Iban a Alejandría con uncargamento de vino y de lana —
prosiguió Dionisia—, pero los piratasse bebieron parte del vino y tiraron lasmadejas de lana por la borda. ¿Sabes?,tenían a toda esa pobre gente a la quehabían secuestrado y... —Ella se vinoabajo, apretando las mandíbulas.
Secuestrar y torturar, eso era lo quehacían los piratas. Los más decentespedían, en primer lugar, un rescate porsus víctimas. Los más despiadados sesaciaban primero y luego ofrecían losrestos al mejor postor. Isócratessospechaba que, en aquel caso, lospiratas pertenecían al segundo grupo.
—Tiraron las madejas por la bordapara hacer sitio a sus prisioneros —apuntó.
Ella asintió.—Estábamos a tres días al sur de
Éfeso cuando fuimos abordados.Vinieron del norte, de la costa licia,como una flecha. Era como siestuviésemos atrapados en una red oavanzando a través del barro; nosmovíamos muy despacio. No pudimoshacer nada para escapar de ellos.Amenazaron con ensartarnos con elespolón, de manera que el capitán setuvo que rendir. Subieron a bordo a... aun montón de hombres.
—¿A cuántos?—Pues... pues no estoy segura. El
capitán ordenó a todos los pasajeros quebajásemos a la bodega cuando nos
abordaron, y los piratas nos retuvieronallí. Eran unos setenta u ochentahombres en total; eso lo vi más tarde,cuando hicimos una escala. Había otroshombres esperándolos en la costa conmás prisioneros y otros bienes quehabían ido robando. Me has preguntadocómo van armados... vi unos veinte otreinta lanceros, también algunoshombres con arcos y otros con hondas, ybolsas de munición de plomo. Losdemás llevaban cuchillos y garrotes.Todos ellos eran hombres despiadados ysanguinarios. Habían matado gente enLicia y se reían al hablar de ello, ¡decómo habían matado a hombres que sóloestaban defendiendo a sus mujeres y a
sus hijos! Los prisioneros eran casitodos mujeres y niños, o jóvenes.Pasamos la noche en aquella cala de lacosta licia. Todos aquellos hombres seemborracharon, y...
—¡Una vela! —gritó el vigía desdelo alto del peno!—. ¡Una vela haciaponiente! ¡Es un barco de pantoqueredondo! ¡Creo que es el nuestro!
Isócrates suspiró aliviado.—¿A qué demora? —contestó,
ansioso, con otro grito.—¡Sudoeste! ¡Puede que esté a
treinta estadios de distancia! —El vigíaestiró un brazo para indicar la demora.
Isócrates cerró los ojos durante uninstante, tratando de representarse
mentalmente el rumbo del barco depantoque redondo y de calcular suvelocidad, tratando de escoger la líneamás directa que pudiera trazar parainterceptarlo. Tiró con suavidad de lacaña del timón y sintió la fuerza del aguamientras las dos espadillas de gobiernose inclinaban. La proa de la trihemioliaviró hacia el sudoeste; las velasflamearon y la tripulación de cubierta seapresuró a ajustarías.
—¿Demora? —volvió a gritar yobtuvo otro gesto de brazo.
Soltó el aire lentamente y volvió suatención hacia la mujer.
—Aún nos falta un rato paraalcanzarlo. ¿Tienes más preguntas?
Ella bajó la mirada, tirando de unapunta de la manta que llevaba a modo decapa.
—Mi única pregunta, señor, es sivoy a poder seguir mi viaje haciaAlejandría.
—Ah, sí. Bueno, como ya he dicho,depende del capitán del Artemisa y desu armador; y supongo que tambiéndepende de si le queda carga suficientecomo para que valga la pena llevarlohasta Alejandría. Tendremos queacordar el precio del rescate antes denada. Si el barco pertenece a unacompañía seria, será fácil ya que daráuna señal del pago del rescate. Incluso,si no lo hace, puede pedir prestado el
dinero para apalabrar el rescate, seguirluego hasta Alejandría y pagar elpréstamo al volver con las ganancias delviaje. Por otro lado, puede que decidavolver directamente a su casa, o venderel barco y lo que haya quedado de sucarga en Faselis. No sé qué querráhacer.
Ella se mordió el labio.—¿Y qué pasa con el dinero que le
di por el pasaje?Quedaba claro que el dinero le
preocupaba. Se preguntó si ella podríapermitirse comprar un pasaje para ir enotro barco.
—Lo siento, no creo que lo vayas arecuperar. Aunque si decide seguir
viaje, lo más probable es que se atengaal acuerdo que tenéis.
Ella parecía disgustada, pero selimitó a decir:
—Muchas gracias, trierarca.—Capitán —la corrigió él. Se quedó
pensando y luego le hizo un ofrecimiento—: Señora, si no puedes seguir viajehacia Alejandría, nosotros estaremosencantados de darte pasaje hasta Rodas.
En los ojos de ella apareció unaesperanza cautelosa, que él le sostuvocon la mirada.
—Te será mucho más fácil encontrarotro barco en Rodas —le señaló—. Esun puerto mayor que el de Faselis, y enesta época del año hay mucho comercio
con Alejandría. Y estamos en deudacontigo por haberte arrojado de losbrazos del pirata y haber echado portierra su intento de negociar.
Ante eso, ella volvió a bajar lamirada rápidamente.
—Gracias. Si... si no puedo seguiren el Artemisa, tal vez acepte tugenerosa oferta.
Él se preguntó, sintiéndose culpable,si no debería hacer algo para asegurarsede que ella no volvía a embarcarse en elArtemisa. Si era una espía, y si poseíaalguna información acerca del reyAntíoco tan importante como parallevarla en persona hasta Alejandría,entonces el Consejo de Rodas iba a
querer, sin lugar a dudas, hablar conella.
No, pensó con alivio. No iba a sernecesario que tomara partido entre eldeber y la compasión. El Artemisa habíaperdido gran parte de su carga y estabamás cerca de su tierra que de su destino,por lo que era muy poco probable quesiguiera su viaje. Podía ayudar a ladama y servir a Rodas al mismo tiempo.
Miró hacia delante y vio la vela queel vigía había divisado antes por laamura de estribor. Gracias a los remosdel Atalanta, se acercaban tan rápidocomo si el barco de pantoque redondoestuviese parado.
—Si no se te ofrece nada más,
deberías irte abajo —le aconsejó aDionisia—. Espero que no tengamos queluchar, pero es posible que sí lohagamos, y si te quedas abajo puedesestar segura de no resultar herida. Ellugar más fresco es el que hay junto a lareserva de agua.
Ella abrió la boca... luego la volvióa cerrar y se encaminó hacia la escotilla.Nicágoras hizo ademán de acompañarlae Isócrates tuvo que ordenarle quevolviera a proa, a su puesto.
Atrapados en una red, pensóvalorando aquella información, oavanzando a través del barro: el barcomercante tampoco avanzaba ahora másrápido que cuando los piratas lo
abordaron. A medida que el Atalanta sele acercaba a toda prisa, se hizo muypronto evidente que aquél era el barcode pantoque redondo que buscaban, consus dos palos y su casco limpio. Lasvelas, que antes estaban arriadas en susvergas, lucían ahora todo su esplendor;la vela de proa iba llena, y la velamayor se doblaba por delante del palocomo un ala plegada que empujaba elbuque hacia el oeste. En el mascarón deproa y el estandarte, que antes lo habíandejado desconcertado, ahora reconocíaclaramente a la diosa Artemisa y elemblema de la abeja de Éfeso, aunque, adecir verdad, la abeja seguía pareciendouna especie de cosa aplastada contra el
suelo.Los piratas los habían visto llegar,
por supuesto, y al acercarse másdivisaron a una multitud sobre lacubierta. Destellaban reflejos aquí y allácuando el sol daba en las puntas de lasflechas y en el borde de los escudos;Isócrates lo contempló disgustado.Dionisia había dicho que eran setenta uochenta hombres en total. Ésos eran yamuchos hombres para haber venidodesde Creta en una pentecontera, perolos piratas tenían la costumbre deembarcar a todos los luchadores quepudieran. Suponiendo que llevasen unhombre por cada remo de lapentecontera, quedarían todavía más de
veinte piratas en el barco de pantoqueredondo. Y entre ellos, sin lugar adudas, estaría la mayoría de losluchadores, colocados ahí para tener alos prisioneros bajo control. Superabanen número a los infantes de marina delAtalanta.
Como refuerzo, contaba, porsupuesto, con la tripulación. La mayoríade los remeros tenían experienciamilitar. Pero las armas escaseaban. Losremeros no tenían dinero paracomprarse ellos mismos espadas ylanzas, porque eran muy caras. Tenían, alo sumo, un cuchillo y una honda con unpuñado de munición. El Atalanta en síera la mejor arma que tenían, pero no
podían utilizar el espolón contra unbarco mercante cargado de mujeres yniños prisioneros. La idea de lanzar alos jóvenes reclutas novatos, la mayoríadesarmados, contra los piratasveteranos, le producía nauseas. Seimaginó volviendo con la trihemiolia apuerto, se imaginó a los familiares yamigos de los reclutas nuevos esperandopara darles la bienvenida de vuelta acasa tras su primera travesía... seimaginó los llantos al entregarles loscuerpos sin vida. No, no iba a intentarabordar el barco de pantoque redondo.
En último caso, el Atalanta podríaremar en círculos alrededor delArtemisa, acosándolo con flechas y
piedras lanzadas con hondas; pero seríauna tarea larga y extenuante... ¡tratar desitiar un barco en alta mar! Se preguntótambién si aquellos piratas, igual que sujefe, tratarían de negociar con las vidasde sus prisioneros. Lo que él necesitabaera que se rindieran.
Los piratas debían de saber que nopodían imponerse a una trihemiolia de laArmada rodia, pero podían albergar laesperanza de que, si resistían, sepodrían liberar de su perseguidor alamparo de la oscuridad y esperar a quesus amigos los rescatasen. No habíanpresenciado la destrucción de lapentecontera: tendrían la esperanza deque hubiese conseguido escapar.
El mascarón de proa del Atalanta —la legendaria cazadora a la cual debía sunombre, sonriendo con su túnica corta—llevaba ahora el akrostolion de lapentecontera metido bajo un brazo comosi fuese un ramo de flores: ¿seríaaquello suficiente para convencer a lospiratas de que su barco se había ido apique? Tal vez no. No era un adorno depopa demasiado particular. Tenía quehacerles ver a los piratas que no losiban a rescatar. Aún más, debíaconvencerlos de que, si llegaban aderramar sangre rodia, iban a tener queatenerse a la venganza de Rodas. Miró asu alrededor y le hizo una seña aPolidoro, el capitán de los infantes de
marina.Este se acercó, con su lanza al
hombro, y le echó a Isócrates una miradainterrogativa. Era un hombre grande yfeo, de unos treinta años, con muchascicatrices y los dientes podridos.Isócrates lo tenía por uno de loshombres más brillantes y máscompetentes del barco.
—Coge a uno de nuestrosprisioneros —le ordenó—, pásale uncabo alrededor de la cintura y, cuandolleguemos a la altura del barco depantoque redondo, lo empujas deltajamar. No quiero que se haga daño,pero cuanto más grite, mejor.
Polidoro sonrió.
—Les va a enseñar a esos cabronesel precio de la piratería, ¿eh? ¡Buenaidea!
Cuando el Atalanta alcanzó a supresa, Isócrates dio la orden de dejar deremar y se detuvieron a estribor delmercante, a más o menos medio estadiode distancia. Polidoro había elegido almás joven y nervioso de los prisioneros;ahora estaba llevando al jovenzueloprotesten, a paso forzado, hacia la proa,con los brazos atados a la espalda y uncabo en la cintura. Isócrates no veía eltajamar desde su asiento a popa, perocuando aumentó el volumen de losaullidos de «¡No! ¡No!», hizo virar laproa de la trihemiolia hacia el mercante,
para asegurarse de que todos los piratasveían bien a su compañero.
Se oyó una oleada de alaridosfuribundos de los cretenses,acompañados de los vítores de losrodios. Isócrates le pasó la caña deltimón a Cleito y fue hacia la proa. Dosde los infantes de marina se unieron a él,levantando sus pesados escudos demadera y hierro hacia ambos lados paraprotegerlo a él y a ellos mismos.
El joven pirata se balanceaba justopor encima del agua, con la cabeza a laaltura de las rodillas del mascarón deproa, dando patadas al aire como loco.El cabo se le estaba clavando en lascostillas y le costaba mucho respirar.
Polidoro le daba de vez en cuando untoque con el bichero para hacer que nodejara de balancearse. El Artemisaestaba ya lo bastante cerca como paraque Isócrates pudiese ver los rostros delos hombres que estaban en la cubierta,asomando por detrás de sus propiosescudos. No tenía duda alguna de que sehabían dado cuenta de que aquel hombreera uno de los suyos. Eran un par dedocenas, la mayoría armados. Otrosestaban agazapados tras la pared deescudos y sólo se les veían los pies y lascoronillas: debían ser los arqueros. Elpequeño grupo de pasajeros de lacubierta de proa había desaparecido.Isócrates esperaba que, simplemente, los
hubieran encerrado en la bodega.—¡Cretenses! —gritó Isócrates,
inclinándose sobre el borde del escudode Polidoro.
—¡Maricones rodiotas! —gritóalguien en respuesta; pero no huboflechas. Él se lo tomó como una buenaseñal.
—¡Vuestro jefe, Andrónico, no se harendido! —les gritó—. ¡Por eso vuestrobarco se ha ido a pique y casi todosvuestros amigos han muerto! ¡Ya veis eltrato que recibiréis si queréis luchar! Sios rendís y devolvéis ese barco a sustripulantes, seguiréis con vida.¡Resistíos y juro por el Sol que todo love que os colgaré de la borda como si
fueseis pescado fresco!Hubo un silencio, interrumpido sólo
por el ruido del viento, del mar y de losjadeos del pirata que colgaba deltajamar. Uno de los piratas golpeó lalanza contra el escudo con aire guerrero,pero los demás no lo imitaron.
—¡Rendíos y viviréis! —gritóIsócrates—. ¡Rendíos y habrá esperanzapara vosotros! ¡Os lo juro por el Sol!
Uno de los piratas dejó caer la lanzay el escudo, y luego otro hizo lo mismo,y luego otro, hasta que sólo quedó el delaire guerrero. Maldijo furioso, pero noopuso resistencia mientras el capitánponía, con mucho esfuerzo, el Artemisade proa al viento y sus compañeros se
iban a abrir las escotillas para Liberar ala tripulación del barco mercante.
Filotimo, el capitán del Artemisa,era un hombre alto, de pecho inmenso,con una voz de pito un tantodesconcertante. Al verse otra vez almando de su propia nave, cogió el botesalvavidas de su barco y fue hasta elAtalanta para darle un apretón de manosy una palmada en la espalda a todoaquel que se cruzaba a su paso.
—¡Que los dioses bendigan aRodas! —exclamaba—. ¡Que la grandiosa os complazca! ¡Ah, pensé que ibaa pasar el resto de mi vida sacandopiedras de alguna mina negra! ¡Fortuna y
victoria eternas para Rodas! ¿Cuál devosotros es el trierarca?
—Isócrates es el capitán —replicóNicágoras—. Nuestro trierarca está enRodas.
Isócrates había logrado recuperar sutúnica reglamentaria y ponérsela.Cuando volvió a proa, recibió unapalmada en la espalda tan fuerte quecasi se cae.
—¡Que Artemisa la Grande tebendiga! —lo saludó el otro capitán.Miró a su alrededor, con una sonrisa deoreja a oreja, y luego exclamó—: ¡Ah,pero si incluso has rescatado a mipasajera!
Isócrates le siguió la mirada y vio
que Dionisia había vuelto a subir acubierta.
—¡Es una favorita del rey Antíoco!—les informó el capitán, rebosante deorgullo—. Ella misma lo reconociócuando nos abordaron los piratas, yllevaba un paquete de cartas parademostrarlo. El rey te dará unarecompensa, ¡estoy seguro!
Dionisia lo miró, a punto dedesmayarse. Evidentemente, aquello eraalgo que habría preferido que los rodiosno supieran.
—Capitán —le dijo Isócrates conprisa—, supongo que habrás puesto a tusprisioneros a buen recaudo, pero lomejor es que los lleves a tierra lo antes
que puedas. Nosotros te podemosescoltar hasta Faselis.
—Hasta Faselis, ¿eh? —sonrió elcapitán—. Son buenos aliados deRodas, ¿verdad? Y estarán deseosos detomar parte en un rescate, no me cabeduda —se los quedó mirando a todos ysonrió aún más—. Por lo que a mírespecta, ¡os merecéis hasta el últimoóbolo!
Quedaba mucho para llegar aFaselis. Tenían que rodear el caboOlimpo y luego poner rumbo casi alnorte exacto, lo que implicaba tener elviento en contra, y el Artemisa tenía queir a remolque. Cuando llegaron, era de
noche, una noche sin luna, con una levebruma sobre las estrellas que preocupóa Isócrates, pues presagiaba un cambiodel tiempo.
En Faselis había tres fondeaderos: eldel norte, el central y el del sur. El delcentro era para las galeras del reyTolomeo, quien reconocía la ciudadcomo suya; la flota mercante usaba elpuerto grande del sur; y los barcos deguerra visitantes, normalmente, sevaraban en la playa de arena quequedaba al norte. El Atalanta y elArtemisa se separaron.
Había un hombre de guardia en laplaya del norte, pero ya conocía elAtalanta, pues habían pasado la noche
anterior en la misma cala, y no ledificultó la llegada. La tripulaciónextenuada de la trihemiolia la atracó depopa en el mismo espacio que habíanusado antes, y afirmaron la proa conpesos muertos. Era sobre la quinta horade la noche y llevaban dieciséis horasremando. Estaban demasiado cansadoshasta para comer. Isócrates dejó que sushombres acampasen, él tenía que darparte de lo ocurrido y conseguir quealguien se hiciera cargo de los piratascautivos.
Le llevó un buen rato, a pesar de laayuda de Filotimo, que había bajado atierra con los mismos propósitos. Por lomenos, encontraron la casa del oficial
adecuado, lo sacaron de la cama ehicieron que despertara a la guarnición.Isócrates volvió a su barco con unpequeño contingente de lanceros, dos delos cuales llevaban antorchas.
Para entonces, el Atalanta parecíamás una tienda de campaña que unbarco: el palo, desembarcado, estabaapoyado contra la popa, y la vela mayor,sujeta en el suelo con cabillas, formabauna zona cubierta sobre la arena seca,donde la mayoría de los hombres sehabía acostado, unos al lado de otros,tapados con sus capas. Había otrosdurmiendo bajo un toldo que se habíanhecho con la vela del chinchorro sobrela cubierta de proa.
Isócrates comprobó que los dosinfantes de marina a los que les tocabahacer guardia estaban despiertos. Luego,fue a buscar a los piratas y se losentregó a las tropas de la guarniciónfaselitana.
Cuando los hombres de aquellaciudad se hubieron marchado con losprisioneros, la playa quedó a oscuras ycon una calma inquietante. La bruma,sobre las estrellas, se hizo más densa; elmar, que resplandecía como seda negra,apenas subía a la costa. Isócrates trepóagotado por la escala de gato,encontrando con las manos y los pies lostravesaños que apenas veía. Llegó hastael asiento del capitán. El espacio que
tenía detrás, que estaba protegido por laprominente curva del codaste, estabareservado, por tradición, para el oficialde más rango de a bordo. Puso los piesen aquel espacio y pisó... algo blando.
Se oyó un chillido de mujer;Isócrates se tambaleó hacia atrás. El queestaba de guardia a popa llegócorriendo, una silueta en la oscuridad dela noche.
—¡Ah! —le dijo a Isócrates—. Seme había olvidado decírtelo: Nicágorasle dijo a la mujer de Mileto que podíadormir ahí.
—Sí —dijo una voz temblorosa demujer desde la oscuridad.
Isócrates se las había arreglado para
olvidarse de ella.—¡Ahí es donde se supone que
duermo yo! —dijo, ofendido ydemasiado cansado como parapreocuparse de cómo sonaban suspalabras.
—¡Ay! —gritó ella afligida—. No losabía.
El habría preferido que sedespertase Nicágoras para podermaldecirlo a él, pero al instante se diocuenta de que no estaba siendorazonable. El oficial de proa le habíadado a la pasajera el único espaciosemiprivado de a bordo. Si había queecharle la culpa a alguien, ése era alrnismísimo Isócrates. Debería haberla
mandado de vuelta al Artemisa. Queríahaberla transferido cuando ambosbarcos estaban a flote —pero ¿y si sehubiera caído al agua?—, y luego,cuando llegaron a Faselis, estabademasiado cansado, preocupado por losprisioneros y ansioso por varar elAtalanta para que todo el mundopudiera descansar. Sin embargo, tendríaque haberse acordado de ella y haberleencontrado una habitación en el pueblo.
Era demasiado tarde ya paramandarla a ningún otro sitio.
—Bueno, quédate donde estás —dijo, con cierta reticencia—, yo mebusco otro sitio.
—Gracias.
—Perdón por haberte despertado —murmuró, y luego se marchó.
TRES
Isócrates se despertó temprano, aúncansado, por el ruido de la lluvia.
Se quedó tumbado, sin moversedurante unos minutos, acurrucado en elpasillo del puente de remo mientrasescuchaba el repiqueteo sobre lacubierta y las olas que rompían en laplaya. Luego soltó un gruñido, se estiróy se levantó. El puente de remo estaballeno de gente durmiendo. Había muchosmás que cuando él se acostó, lo quedebía significar que algunos de los
hombres que había bajo los toldos sehabían mojado y habían vuelto alinterior. Fue saltando por encima deellos y rodeándolos, y trepó por laescotilla de popa. Las aguas del puertodel norte estaban de color mate por lalluvia. Pequeños riachuelos corrían porla cubierta inclinada del Atalanta ysalían en forma de cascadas por losextremos de la regala. El viento soplabadel nordeste cada vez con más fuerza.Dentro del puerto, las olas eranpequeñas, pero se veían crestas deespuma blanca del otro lado delespigón. Y, además, hacía frío. Se habíavuelto a quitar la túnica y, aunque seguíaenvuelto en la capa que había usado de
manta, en seguida sintió el deseo deponerse algo más por encima.
Desconsolado, fue chapoteandohasta la silla de mando; luego reculó.Dionisia seguía en el espacio quequedaba detrás, acurrucada en el ángulode los tablones del casco que securvaban hacia arriba en una pila decojines, con la manta que la envolvíamuy apretada. Con aquella caraamoratada y el pelo suelto y enredadoparecía la superviviente de un naufragio,y él sintió una punzada de lástima.
Ella empezó a levantarse cuando lovio, y él le hizo señas de que se quedasedónde estaba.
—No te preocupes, sólo me he
levantado para mirar el tiempo que hace.Ella se quedó sentada, subiéndose la
manta hasta la barbilla.—Habría pensado que eras capaz de
verlo, y de sentirlo, desde cualquiersitio.
Él soltó una risa atribulada.—Necesito ver el mar abierto.Luego se ajustó la capa un poco más.
Volvía a estar incómodamentepreocupado por su cuerpo, pero no yapor tenerlo desnudo, sino por lo pocoatractivo que era: alto, sin una gota degrasa y de constitución grande, con lapiel deslucida por años de malaalimentación. Sabía que, además, teníala cara muy alargada, la nariz muy
grande y las cejas muy pobladas y quehablaba en dórico inculto. Dionisia eraguapa como una diosa, incluso en aquelestado de náufraga.
—Siento mucho que no se meocurriera llevarte anoche a la ciudad —le dijo—. Tenía que haberme encargadode conseguirte una habitación en algunaparte, donde pudieras lavarte, cambiartede ropa y dormir en una cama. Este... —señaló con una mano la cubiertaempapada de su barco—, este no es sitiopara una dama.
Ella recompensó la disculpa con unaleve sonrisa.
—Estaba demasiado cansada anochepara ir a ningún lado, y no habría sido
capaz de enfrentarme a másdesconocidos, aunque lamento habertequitado el sitio donde duermes.
Él se encogió de hombros.—Ya he dormido en el puente de
remo otras veces. No, soy yo el quedebe disculparse por no haberteconseguido algo mejor y por habertedespertado.
—En realidad —dijo ella despacito—, no conseguí dormirme hasta esemomento —lo miró a los ojos—. Sólocuando me pisaste y te marchastepidiendo disculpas me di cuenta de queestaba entre gente decente y de quenadie vendría a molestarme durante lanoche.
El sospechaba que el jefe de lospiratas la había violado. Parecía másque probable. El hecho de que ella fuesela amante de un rey habría hecho que alhombre aquel le dieran ganas de ponersea la altura de un rey, y todos sus intentosde controlarse para devolver intacta lapropiedad real habrían volado por laborda una vez que los cretenses sehubieran emborrachado con el vino delArtemisa. De todos modos, no queríaindagar en aquello. La mayoría de lasmujeres violadas por los piratas hacíantodo lo posible para que no se supiera,temerosas de que sus maridos o suspadres las culparan por ello.
A él mismo lo habían asaltado una
vez, cuando era un campesino novato deapenas dieciséis años que luchaba porsobrevivir en los barracones delastillero. Aún recordaba el calor de lavergüenza y la impotencia de su rabia.
—Dejaste con un palmo de narices aese pirata —le dijo, tratando de decirlealgo que le aliviase el dolor de la heridano declarada.
Ella arqueó las cejas.—Cuando saltaste al agua —
continuó él—. En un momento tenía untesoro entre las manos; al instantesiguiente sólo un puñado de pelos.¡Tenías que haberle visto la cara! —Imitó la expresión de furia incrédula delpirata y agitó en el aire una mata de pelo
imaginaria.Ella se quedó atónita durante un
instante; luego sonrió. Era una sonrisainsegura, casi tímida, y cuando él la viosupo que era auténtica y que, hasta aquelmomento, ella se había estado ocultandotras una máscara.
—Se creía que iba a poder utilizarte—le dijo él—. Estaba equivocado. Nopudo contigo.
Ella respiró hondo y luego soltó elaliento, temblando un poquito.
—Estaba desesperada.—Fuiste muy valiente.Ella lo miró a los ojos un instante,
buscando adulación sin encontrarla. Lasonrisa volvió a aparecer, indecisa e
insegura.—¿De verdad habrías negociado con
él si yo no hubiese saltado?El se lo tuvo que pensar.—Sí. No le habría dejado marchar,
pero habría aceptado que se rindiera concondiciones. Él podría haber mantenidoa todos sus hombres juntos y con vida y,una vez en Creta, haber conseguido quesus amigos los rescataran.
—Me alegro de que le hundieras elbarco —ella se pasó los dedos por elpelo enredado, deteniéndose en lacoronilla, de donde aquel puñado depelo había sido arrancado—, eran malagente. Ahora ya no pueden hacer daño amás inocentes. ¿Tú crees que... que ese
imbécil de Andrónico sigue vivo?—Tal vez —admitió Isócrates
reticente—. Si es buen nadador puedehaber llegado hasta la costa. Le he dadosu descripción al comandante de laguarnición de aquí, pero la verdad esque no pareció interesarle demasiado.
Se le arrugó el gesto al acordarse delos modales tan groseros delcomandante. «Con que piratas cretenses,¿eh? Vosotros los rodios sí que sabéispasar el rato, ¿verdad?» Aquélla era unaactitud muy peligrosa. Toda Licia, con lacosta llena de entrantes, era un territorioideal para los piratas. Si las autoridadesbajaban la guardia, pronto habría máspiratas licios que cretenses.
—No creo que se moleste en mandara alguien para que indague tierra adentro—le dijo a Dionisia—. Lo siento, penséque no me daba tiempo a perseguirlocon el Artemisa navegando en rumboopuesto.
—No, claro —asintió ella—, lagente a bordo del Artemisa necesitabaque la rescataran tanto como yo —volvió a respirar hondo—. Todosnosotros estamos en deuda contigo.
—Señora, nosotros los rodiosluchamos contra la piratería porquevivimos del comercio. Ayer no hice másque aquello para lo que se construyóeste barco. Cuando volvamos a casa,todos y cada uno de los hombres del
Atalanta se pondrán a presumir de cómohundimos al famoso pirata Andrónico ennuestra primera travesía, y todosnuestros amigos se morirán de envidia.Recibiremos nuestra parte del rescate ytambién una parte del dinero que serecaude al vender a esos piratas.¡Daremos gracias a los dioses por loque pasó ayer! No nos debéis nada.
—¿Andrónico era famoso?Isócrates se lo pensó un momento.—Creo que he oído hablar de él. No
estoy seguro. Pero para cuando llevemosdiez días en Rodas se habrá convertidoen un pirata inmensamente famoso, y enel capitán de toda una flota a la queensartamos con el espolón como si
hubieran sido perdices en un espetón.Eso le valió otra de aquellas
sonrisas tímidas, y él también sonrió.—Tengo que mirar el tiempo que
hace para averiguar cuándo vamos apoder volver a casa —dijo.
Se subió a lo alto de la regala y miróel mar hacia el norte, con una manolevantada en medio de la lluvia paraapreciar el viento. El cielo estabairremediablemente gris, y el aire fríotenía una pesadez característica quepresagiaba más lluvia. El mar picadollegaba ya al límite de lo que podíansoportar las galeras —los barcos deguerra necesitaban buen tiempo— yparecía que iba a empeorar.
—Hoy no va a escampar —concluyó, meneando la cabeza y bajandootra vez a cubierta.
—Bueno, por lo menos no teníasplaneado ir a ningún sitio.
Él la miró sorprendido.—¡Tenía planeado volver a Rodas!Ella lo miró perpleja.—¿Y qué pasa con el cobro del
rescate?—Iba a dejar aquí a Nicágoras para
que se encargase de eso.Ella bajó la mirada.—Pensaba que... quiero decir, me
habías ofrecido pasaje si...—¡Claro que sí! Pero para eso no
necesito esperar a que se cierre el
contrato. Anoche hablé con Filotimo yme dijo que no va a ir a Alejandría.
Habían discutido acerca delArtemisa y su carga mientras esperabana que el comandante de la guarniciónreuniera a los hombres que se iban aencargar de los piratas. Filotimotambién le había revelado por quéestaba tan contento con que los rodiotascobraran el rescate: ni el Artemisa ni sucarga le pertenecían. El barco habíasido construido y armado por unacompañía recién formada de Éfeso yhabían contratado al capitán sólo paraque lo llevase hasta Alejandría.
—Me dijo que no tiene sentidoseguir viaje con la bodega medio vacía
—prosiguió Isócrates—. Va a regresar aÉfeso y les va a ofrecer a los armadoresreiniciar la travesía una vez que la cargavuelva a estar completa.
Dionisia parecía preocupada.—Creí que... —paró en seco,
mirando a Isócrates con unadesconfianza que él no comprendió.
—Va a pasar un tiempo hasta quepodamos zarpar —le dijo él.
Ella lo miró en silencio durante unrato. El día anterior, cuando estabaasustada y aturdida, a él le habíaparecido que tenía unos ojos muybonitos. Ahora que estaba más tranquila,le impactó la inteligencia fría de aquellamirada oscura.
—No me has preguntado por aquelloque dijo Filotimo —observó ella derepente— de que tengo un paquete decartas del rey Antíoco. ¿Por qué?
—Te presentaste como una mujerlibre y me dijiste que no era asunto mío.
Ella, disgustada, frunció los labios.—Y tú, sin dudarlo, has sacado tus
propias conclusiones al respecto.El se lo pensó dos veces, tratando de
dilucidar el porqué de aquel cambio detono.
—Rodas no depende del rey Antíoco—le dijo él—, no nos compete hacer unseguimiento de sus amigos.
Ella volvió a arquear las cejas.—Rodas apoyó a Antíoco durante la
última guerra. De hecho, recuerdo contoda claridad que el rey dijo que ledebía la victoria a Agatóstrato y a losrodiotas.
—Tolomeo estaba utilizando a lospiratas para arruinar las relacionescomerciales de sus enemigos —respondió Isócrates enseguida—.Perjudicaba a nuestra flota mercante y anuestro medio de vida, así que tuvimosque luchar. Pero cuando la guerraterminó nos dio mucho alivio volver aser aliados de Egipto. Si hubiésemosperdido el comercio con Egipto, noshabríamos arruinado. Señora, si te digoque los reyes son más fuertes quenosotros, no te estaré diciendo nada que
no sepas ya. Tratamos de llevarnos biencon ellos porque no los queremos comoenemigos, pero eso tampoco significaque estemos a su servicio.
—Ya... O sea, que no te interesa larecompensa real de la que te hablóFilotimo ayer, ¿no? —le espetó ella conacritud.
Isócrates entendió por fin cuál era elproblema. Ella pensaba que él estabaansioso por volver a Rodas para poderentregarla al rey. Se lo volvió a pensardos veces. Luego, con cierto alivio,decidió ser sincero, la verdad era másverosímil que las sospechas de ella.
—Señora, yo no sirvo al rey deSiria, ni al rey de Egipto, ni a ningún
otro monarca. ¡Yo sirvo al Consejo y alPueblo de Rodas! Sí, me interesabaaquello que dijo Filotimo acerca delpaquete de cartas. He sospechado desdeel principio que tienes información queintentas llevarle al rey Tolomeo, y teníala esperanza de que, si te llevaba aRodas, querrías compartirla connosotros también. Pero no tengo la másmínima intención de entregarte al reyAntíoco en contra de tu voluntad. ¡Lojuro por el Sol! Por lo que a mírespecta, puedes proseguir con tu viaje,y no te he mentido al decirte que te serámás fácil hacerlo desde Rodas.
Ella lo miró detenidamente,mordiéndose el labio.
—Tengo la impresión de quenecesitas desesperadamente hacer eseviaje —le dijo él— y los piratas te handejado sin fondos para llevarlo a cabo.Lo lamento, pero no es culpa de Rodas.Creo que nos hemos ganado el derecho aque nos trates como amigos... o, por lomenos, el derecho de no ser tratadoscomo enemigos.
—Pongamos que sí tengo ciertainformación —dijo ella con muchacalma—. ¿Estaría el Consejo de Rodasdispuesto a pagar por ella? ¿Y quéharían conmigo una vez que se lahubiera dado?
—Creo que... que pagarían contentospor las copias de tus cartas. Y después
te dejarían seguir tu camino y fingiríanque no saben nada de ti.
—Las cartas no tienen nada. Sólo lashe traído para demostrar quién soy, quede verdad era amiga del rey. —Sevolvió a morder el labio, dejando a lavista la punta blanca de sus dientes—.¿Cómo sé yo que dices la verdad?
—Señora, ¡yo no hablo en nombredel Consejo! Pero te estoy dando mipunto de vista, y tengo cierta idea decómo es el Consejo. Nosotros, losrodiotas, tenemos una democracia.Elegimos a nuestros consejeros ysabemos quiénes son y de qué piecojean. Si Antíoco, de repente, se pone amandar cartas por todo el Egeo pidiendo
que quien te encuentre te mande devuelta inmediatamente, el Consejo,probablemente, te mandaría de vuelta,pero no tengo noticia de que haya hechocosa semejante, y me da la impresión deque el rey Tolomeo también está metidoen esto. Siendo dos los reyesinvolucrados, Rodas no querrá ofender aninguno de ellos. Si admitimos quesabíamos lo que estabas haciendo,tendríamos que ponernos del lado deuno o del otro. Si alguien pregunta, lomás fácil y seguro sería decir algocomo: «Ah, sí, la salvamos de lospiratas, pero nos dijo que iba a visitar asu hermano en Alejandría, de modo quela ayudamos a continuar su viaje. ¿Cómo
podíamos saber que tenía unainformación que el rey Antíoco queríaguardar en secreto?».
—Antíoco no va a mandar cartaalguna —dijo ella, descartando esaposibilidad—, y probablemente estéaliviado porque yo haya desaparecido...aunque lo más seguro es que crea que hevuelto a Mileto. —Lo miró muy seria—.¿Me aseguraría el Consejo un pasaje aAlejandría en el próximo barco quezarpe?
El abrió las manos en señal deimpotencia.
—Eso haría yo. Yo diría que temeterían, en el acto, en un barco quevaya para allá, si eso es lo que quieres.
Pero, como ya te he dicho, no soymiembro del Consejo.
Ella se lo quedó mirando un ratomás, con los ojos llenos de esperanza.
—Tu suposición me parecerazonable. ¿Cuándo podremos zarparhacia Rodas?
No iba a ser en el próximo par dedías. El tiempo siempre empeorabaantes de mejorar. La lluvia vendría deleste para convertirse, luego, en granizo ytruenos. El mar, al otro lado del espigón,era de tormenta. Los tripulantes delAtalanta habían traído sus capas másfinas, y sólo había cinco pares desandalias en todo el barco. Los hombres
se amontonaban en las tabernas deFaselis para no mojarse y los tabernerosse quejaban a Isócrates de que nodejaban sitio para los clientes quepagaban mejor; o, si no, de que losrodios habían destrozado los mueblespeleándose con la gente del lugar. Encuanto a los hombres mismos, sequejaban de los mercaderes usureros,del frío y la humedad y de la malacomida. Faselis tenía un acuerdopermanente con Rodas para elaprovisionamiento básico de lastripulaciones de las galeras visitantes,pero aquello suponía poco más quegalletas de cebada y aceitunas. Y lasaceitunas que les daban estaban ya
medio pasadas.Isócrates estaba todo el tiempo
ocupado tratando de conseguir créditosuficiente para comprar queso, cebollasy vino; apaciguando a los taberneros condisculpas y promesas; pidiendo paja porlos establos y velas prestadas alArtemisa para completar los toldos yque sus hombres pudiesen dormir enseco.
Aparte de las velas, el Artemisa nole daba más que dolores de cabeza. Lostripulantes del Atalanta contemplaban elbarco desde el muelle (¡diez mildracmas allí fondeados!) y sepreguntaban en voz alta por qué nopodían cobrarse su parte ahora, cuando
más falta les hacía. Al parecer, enFaselis también estaba todo el mundo altanto de que a los rodios se les debía unrescate, y esperaban de ellos quepagasen en metálico. No servía de nadaque Isócrates les explicara que aún nohabían llegado a un acuerdo por elrescate y que, aunque ya estuvieseacordado, Filotimo no tenía el dinero enefectivo y sólo podía comprometerse apagar en nombre de la compañía que lohabía contratado. Además, llegar a unacuerdo sobre el rescate estabaresultando más difícil de lo que se habíaesperado, a pesar de que Filotimoseguía colaborando. Había ciertaconfusión acerca de cómo tasar el valor
del barco y de su carga, acerca de si elrescate debía ser la mitad o dos terciosde dicho valor, acerca de las tasas depuerto que correspondían a Faselis.Nicágoras, que era quien Isócratesesperaba que se hiciese cargo del asunto—¡después de todo, el chico procedíade una familia de mercaderes!—, resultóno tener ni idea de cómo abordarlo. Alfinal, tuvo que establecer el acuerdo elpropio Isócrates con ayuda delconsejero faselitano que representabalos intereses rodiotas.
Por otra parte, tampoco estaba deltodo claro el asunto de los piratasprisioneros, que sumaban treinta y unoen total. El comandante de la guarnición
de la ciudad —un hombre que hablaba atoda velocidad y con mucha delicadeza,y de quien Isócrates, instintivamente,desconfiaba— se ofreció a comprarlos atodos por ochenta dracmas cada uno.Isócrates no los quería a bordo, peromenos aun quería verlos convertidos ensoldados del rey Tolomeo. Al final, tuvoque apuntar en la cuenta de Rodas unpréstamo para pagar su vigilancia y susustento hasta que viniera otro barco arecogerlos.
Fuera como fuese, al cabo de dosdías, húmedos y agotadores, se acordóuna suma de seis mil dracmas —¡todo untalento de plata!— por el pago delrescate, se firmó un documento y
Filotimo se comprometió a pagarla ennombre de su compañía. Aquella mismatarde paró de llover.
La mañana siguiente, la tercera quepasaban en Faselis, amaneció despejaday apacible. Inmensamente aliviado,Isócrates ordenó a sus hombres quelevantaran el campamento y envió lasvelas prestadas de vuelta al Artemisacon un mensaje de agradecimiento. Elmensajero también habló con Dionisia yla invitó a volver a bordo.
La ex concubina se había vuelto alArtemisa durante el primer día enFaselis. Por lo visto, allí tenía uncamarote, y eso le evitó tener que pagaruna posada. Isócrates se sorprendió
mucho al enterarse de aquello. Sólo losmás ricos viajaban en camarotes. Lagente normal conseguía una cobija encubierta, y Dionisia no parecía muyacaudalada. Sin embargo, cuandovolvió, pisándole los talones almensajero de Isócrates, éste tuvo querehacer sus cálculos.
Ahora estaba muy distinta de lasuperviviente desaliñada que habíanrecogido del mar. Un quitón largo decolor dorado claro asomaba por debajode una pañoleta de color dorado oscuro;llevaba el pelo castaño liso, recogido enlo alto de la cabeza, atado con unacadenita de oro, y perlas en las orejas.Tras ella venían una sirvienta —una
mujer de mediana edad con cara deperro— y dos marineros que llevaban unbaúl enorme con su equipaje. Sólo elmoratón que tenía en la cara, que ya sele estaba poniendo verde por los bordes,daba fe de que se trataba, realmente, dela misma mujer. Isócrates la miróboquiabierto. Una mujer tan elegantecomo aquélla estaba tan fuera de lugaren una galera como una esmeralda en unplato de limosnas. Si la hubiera visto asíantes, jamás le habría sugerido queviajase con ellos.
Jamás le habría hablado con tantalibertad, ni siquiera habría deseado —como había hecho— volverla a ver.Había esperado ganarse otra de aquellas
sonrisas tan dulces, incluso quizáshacerla reír. La fuerza de su decepciónle hizo ver cuántas esperanzas habíaconcebido, y se maldijo a sí mismo.Tenía que haberse dado cuenta de que laamante de un rey estaba muy lejos de sualcance. Además, estaba desconcertado.¿Por qué le preocupaba el precio delpasaje a Alejandría cuando sólo con lasperlas que lucía habría podido pagarseun pasaje de ida y vuelta?
—¡Salud! —exclamó ella,sonriéndole—. ¿Dónde puedo poner miequipaje?
No podían meter el baúl en el puentede remo sin tener que recolocar todaslas provisiones de comida y agua, de
modo que Isócrates le cedió el espacioque quedaba a popa de la silla demando. Los dos marineros que habíanporteado el baúl se volvieron alArtemisa, pero al parecer la mujer quevenía detrás de Dionisia era su dama decompañía. Iba a bordo del Artemisa yhabía sido rescatada con las demásvíctimas de los piratas. Era una criaturadelgada y oscura, de unos cuarenta años,con ojos que miraban a la tripulacióncon la misma mirada llana y sinpestañear de una serpiente. Se llamabaDiseria y era evidente, por su expresión,que desaprobaba firmemente la idea desu señora de viajar en un barco decombate. A ella y a su señora se les
encontró un sitio en el través del barco,en la fogonadura del palo desmontado.Dionisia se acomodó allí con unasonrisa, pero Diseria estaba ceñuda.
Los hombres se desnudaron y, dandoaullidos exagerados por lo fría queestaba el agua, arrastraron el barco hastavolver a ponerlo a flote. Treparon abordo dando voces y riéndose y seamontonaron bajo la cubierta paraocupar sus puestos en los bancos deremo. El viento venía del este. Latripulación de cubierta izó la vela deproa e Isócrates se puso al timón. ElAtalanta salió lentamente hacia elpuerto meridional de Faselis, impulsadosólo por el viento. Para cuando llegó a
mar abierto, los hombres estaban yatodos en sus puestos; el auleta empezó atocar una melodía y Damofonte batió eltambor al compás. De repente, cienvoces se pusieron a rugir una canción demarineros:
El cerdo tiene bellotas, nohay nada que más le guste
pero yo tengo una novia¡que es muchísimo más dulce!
Diseria, la sirvienta, se dirigió aIsócrates hecha una furia.
—¡Señor!Él se alegró de ir correctamente
vestido, como debe ir un oficial. Estuvo
a punto de argumentar que él no tenía laculpa de aquella situación tan impropiay, en cualquier caso, ¿no se le debíacierta gratitud por haber rescatado a laseñora e, incluso, a la propia sirvienta?
—Mi señora tiene la piel muydelicada —dijo la dama de compañía—.¿Podríais ponernos un toldo paraprotegernos del sol?
Aquella fue la primera de una largalista de exigencias. Diseria queríatambién un cántaro de agua con una tazapara que su señora pudiese beber (¡noesperarás que beba de la jarra como losmarineros!); una pantalla para protegerladel viento, y una zona cerrada a popapara que las mujeres pudieran aliviarse
en privado (¡ya que, por lo visto, estebarco no tiene algo tan elemental comouna bacinilla!). Los marineros quetuvieron que instalar todo aquello noestaban, en absoluto, molestos. Dehecho, competían unos con otros porhacerlo, como si fuese una cuestión dehonor. Hasta entonces, no se habíancreído que la mujer a la que habíanrescatado era la amante de un rey, peroaquellas fruslerías los convencieron deque de verdad lo era, y la contemplabana ella y a sí mismos con muchasatisfacción.
Cuando llevaban unas horas deviaje, Isócrates pasó por delante delislote donde habían ensartado la
pentecontera con el espolón. Tal y comoél había predicho, el casco se habíadestrozado con la tormenta. Se veíanunos cuantos tablones en las rocas, peronada más.
La tripulación estaba aliviada. Lospocos dracmas que habrían ganado alvender la madera y el bronce no valíanel esfuerzo de remolcar un casco mediosumergido. Al ver que seguían su rumbo,dejaron las canciones de marineros paraponerse a entonar un himno más formal,uno que les encantaba desde siempre alos remeros rodios:
Como el Sol con su esfuerzosostiene los días
sin parar nunca por nada,y sus corceles galopan
cuando Aurora, la rosada...
De repente, a aquellas vocesprofundas se unió una voz de sopranoque se elevó por encima de las de ellos:
... del Océano al cielo sube demañana,
sostienen las olas labradassu cama vacía
que las manos de Hefestoshan forjado
para colmarla luego de oro.
La voz de Dionisia era tan fuerte y
tan pura que los remeros se quedaron ensilencio para escucharla. Ella siguiócantando sola durante algunos compasesy luego paró para menear la cabeza yreírse. Fue hasta la escotilla central ygritó hacia abajo.
—¡Vosotros tenéis que cantartambién!
Un rato después, cuando volvió apopa a buscar un pañuelo de suequipaje, le dijo a Isócrates:
—Tengo una cítara, ¿no pasará nadasi la saco aquí, a cubierta? ¿O crees queel viento húmedo me la puedeestropear?
Isócrates sólo pudo sacudir lacabeza, sin saber qué decir. Él había
recibido una educación básica, quecomprendía de música lo justo parapoder reconocer a un músicoprofesional cuando lo oía.
—No es muy frecuente que nadietoque la cítara a bordo de una galera —logró decir—. Y mucho menos unacítara de las buenas. De vez en cuando,alguien acompaña al auleta con algúncacharro viejo, que no se resiente de lassalpicaduras ocasionales de agua demar.
—Pues la mía es una cítara muybuena. Era de mi padre. Una vez, enDelfos, ganó la corona del citarista.
Isócrates se quedó impresionado. Elfestival de música que se hacía durante
los Juegos Píricos de Delfos era el másprestigioso de todo el mundo griego.
—Entonces lo que tienes que haceres guardarla, sin lugar a dudas.
Ella asintió, como si aquélla fuese larespuesta que se esperaba.
—Es una pena, hace días que notoco. —Estiró las manos con aquellosdedos delgados pero fuertes y volvió amirar a Isócrates—. ¿Sabes si el Gremiode Artistas de Dionisio tiene sede enRodas?
—¡Uy, sí! —afirmó él—. Tienen unamuy grande, cerca del teatro.
El Gremio tenía sucursales en casitodas las ciudades de Grecia, y protegíacon entusiasmo los intereses de sus
miembros. La afiliación de los músicosy actores profesionales era algo que sedaba por hecho.
—Me habías dicho que tu padreestaba inscrito en el Gremio, ¿verdad?¿Crees que te dejarán quedarte ahí?
—No lo sé —tuvo que admitir ella—, podría ir a preguntar... —Se quedócallada un momento—. Mi padrehablaba de llevarme de gira con él y mehacía soñar despierta con ciudadesdesconocidas, la aclamación delpúblico, la emoción de la aventura.Pero, en cambio... —se encogió dehombros— apareció el rey Antíoco.Papá no perdió la esperanza de quefuéramos juntos de gira, pero eso nunca
llegó a ocurrir, y ahora él va estámuerto.
—Lo lamento.Ella le contestó con una sonrisa muy
dulce.—Tal vez pueda unirme ahora al
Gremio con mi propio nombre. Es loque más me gustaría hacer. Espero... ¿Ati te gusta la música?
—¡A todo el mundo le gusta lamúsica! No soy... no soy un hombreculto, pero me gusta escuchar, cuandotengo ocasión. Estoy seguro de quepodrás unirte al Gremio. Tienes una vozmuy bonita.
Mientras decía aquellas palabras, sedio cuenta de que no eran sino la
confirmación de un admirador ignorante,y se mordió la lengua, pero yademasiado tarde. La expresión deDionisia se volvió precavida y puso unpretexto para marcharse.
Cuando el sol empezaba adescender, llegaron a la isla de Megista.Aquella isla —como tantas otrascercanas a Rodas— pertenecíalegalmente a la república rodiota y susciudadanos podían votar en la Asambleade Rodas. La Armada rodiota tenía allícobertizos y barracones, así comoprovisiones para las galeras visitantes.Los hombres estaban contentísimos,pues aquella noche dormirían bajotecho.
La dama de compañía de Dionisiadeclaró que su señora haría noche enuna posada. Nicágoras acompañó a lasdos mujeres y volvió con la noticia deque a Diseria ninguna de las posadas deMegista le había parecido nada del otromundo, pero se había quedado en lamejor de todas. Isócrates empezaba asentirse avergonzado por haber creídoque Dionisia andaba escasa de dinero.
El buen tiempo se mantuvo y lamañana siguiente amaneció despejada yapacible. Dionisia y su dama decompañía regresaron al Atalanta 2. sudebido tiempo y la trihemiolia zarpópara completar la última manga de sutravesía.
Rodas quedaba al nordeste deMegista, a un día de travesía. La brisa,aunque ligera, seguía siendo del este, yel Atalanta pudo apuntalar el palo e izarla vela mayor y la de proa. Isócratesinsistió en que los hombres remasen porturnos. Después de todo, aquel viaje erapara entrenar a los remeros. Lo hicieronmuy bien, y la isla apareció en elhorizonte pasado el mediodía.
Isócrates reconoció el relievecuando sólo era una sombra azul, yapenas necesitó corregir el rumbo. A lospuertos de Rodas era mejor acercarsedesde el suroeste. Los vientos fuertesdel norte y las endemoniadas corrienteshacían, a menudo, imposible
aproximarse desde el nordeste.Los mares que había alrededor de
Licia estaban casi desiertos en aquellaépoca del año, pero en aquellas aguascosteras de Rodas encontraron mástráfico. Un barco de pantoque redondoque portaba el estandarte egipcionavegaba bamboleándose hacia el sur;luego pasó otro, con el Sol rodiota yrumbo norte. Más tarde, apareció uncuadrirreme que venía del continente.Era una galera mayor que el Atalanta,con cuatro filas de remeros y doshombres por remo. Sólo lo impulsabanla mitad de los remos y avanzaba muydespacio: otra tripulación de remo enfase de entrenamiento. El Atalanta
mantuvo la ventaja sin ningunadificultad.
La ciudad de Rodas apareció, unmar de tejas rojas rodeado por unosmuros descomunales de piedra gris.Isócrates le pasó la caña del timón aCleito, el timonel, y se dirigió haciaproa, donde estaba Dionisia, de piejunto a su dama de compañía. Cuando elcapitán llegó, ella le sonrió y luegovolvió a contemplar la ciudad que teníadelante. Nicágoras ya estaba a su lado, yparecía que le estaba enseñando lospuntos más destacados de la costa.Isócrates sintió una punzada deresentimiento, pero trató de reprimirla.La proa, por mucho que le pesase, era
donde se suponía que debía estarNicágoras, e Isócrates habría tenido queser muy ingenuo para pensar que algunode los dos podía albergar esperanzashacia una mujer como aquélla.
—Aquél es el templo mayor de laciudad, dedicado a Zeus y a Atenea —leestaba explicando Nicágoras, mientrasseñalaba el manchón blanco en lo altode la colina de la acrópolis—, y aquelotro más pequeño que hay ahí estádedicado a Apolo Pitio.
—Creía que vosotros, los rodios,adorabais al sol más que a los otrosdioses —dijo Dionisia un pocoextrañada—, ¿o es que acaso creéis queApolo y el Sol son realmente la misma
divinidad?—Hay gente que piensa así —
contestó Nicágoras, y luego se puso ahacer gala de su formación académica—, pero otros dicen que no, que el Soles uno de los Titanes, el hijo deHiperión, mientras que Apolo es hijo deZeus. Mi profesor de filosofía no creeen ninguna de las leyendas. ¡El sostieneque el único dios que hay es la razón! Encuanto a mí, yo no creo que los mortalespodamos estar seguros de nada relativoa los dioses, ¡esas cosas habrá quevedas para creerlas! Pero es cierto quelos rodiotas adoran al Sol más que aningún otro dios. ¿Conoces la leyenda?
—El Sol conducía su carro
resplandeciente a través de los cielos —se puso a recitar Dionisia— cuando, almirar hacia abajo, vio a una ninfa muyhermosa, la hija de Océano, saliendo delagua. Se llamaba Rodo. Él se enamoróde ella y la convirtió en su prometida.
—Esa es la historia —asintióNicágoras sonriente.
El joven estiró el brazo con un gestoque Isócrates sospechó que habríaaprendido en las clases de retórica.
—Y aquí la tenemos, la Novia delSol, ¡tan hermosa como siempre! ¡Casitanto como...
Isócrates sabía que iba a decir«¡Casi tanto como tú!». Dionisia,evidentemente, también lo pensó, porque
le interrumpió diciendo:—Pero rodo también es una flor,
¿verdad? Siempre me he preguntado sies o no un tipo de rosa. La palabraparece estar relacionada, pero la florque ponéis en las monedas no pareceuna rosa.
Nicágoras sólo pareció habersedecepcionado un poco.
—Es un hibisco rosado. Crecen portoda la isla. Tenemos un parque ahí, allado del templo, donde crece amontones; ¿ves aquel parche verde? Yaquello, justo al norte... ése es el tejadode la sala de conciertos cubierta, justoahí, ¿lo ves? La sala es nueva, cabencasi mil personas. En el techo están
pintadas las Nueve Musas. ¿Y ves aquelcapitel dorado? Es el de la Torre de losVientos, que está en la plaza delmercado. La casa de mi familia quedajusto al sur de allí.
—¡Ah! —exclamó Dionisia, pero nopor el interesante emplazamiento de lacasa de Nicágoras. El ángulo del rumboque llevaban les había dejado ver, derepente, el puerto del norte y la estatuaque allí había. De mayor altura que laeslora del Atalanta, la imagen de broncedel dios Sol se elevaba junto a labocana del puerto, con un brazo enormelevantado para proteger la isla a la quetanto amaba. Tenía un halo dorado queparecía brillar con la misma fuerza que
el sol de poniente que se reflejaba en él.—El Coloso de Rodas —dijo,
orgulloso, Nicágoras—. Lo construyóCares de Lindos. Usaron el dinerorecaudado al vender las armas de asedioque dejó Demetrio el Asediador deCiudades. No llegó nunca a tomarRodas, como sabes, a pesar de que lointentó durante un año entero, y fue elmayor asedio que haya llevado a cabo elhombre. ¡Las armas de asedio nosaportaron la suma de trescientostalentos!
—El sol de Rodas brilla con fuerza—murmuró Dionisia, contemplando laestatua con admiración.
El Atalanta pasó remando bajo el
brazo del Coloso hacia el interior delpuerto militar, e Isócrates volvió a popa.Debía afanarse en su trabajo, el regresole iba a dar mucho que hacer,independientemente de lo que hubieseesperado conseguir al ir a la proa.
En su puerto de origen, no había quevarar el Atalanta en la playa, tenía allísu propio cobertizo. Aunque había quecumplimentar unas cuantas formalidadesantes de que les abriesen sus puertas.Por lo visto, el retraso que llevabanhabía sido demasiado largo, y la noticiade la llegada ya se había extendido.Isócrates estaba desembarcando a latripulación cuando se oyó un gritoiracundo desde la entrada del cobertizo.
Levantó la vista y se encontró aAristómaco, el trierarca, que se dirigíahacia él hecho una furia, como unagalera preparada para embestir con elespolón. El desembarcó de un salto sintener en cuenta, en su apuro, la escala degato. Se apresuró a recibir a sucomandante.
—¡Llegas tres días tarde! —bramóel trierarca.
Aristómaco era un hombre fornido,con ojos de lince, de treinta y pocosaños. Llevaba puesta una túnica de linofino y una capa roja muy elegante, perola tenía torcida, descolocada por eltemperamento vigoroso de su dueño.
—Sí, señor —tuvo que admitir
Isócrates—, es que el tiempo...—¡El maldito tiempo no explica un
retraso de más de dos puñeteros días! —vociferó Aristómaco—. Por Apolo,habéis hecho un ejercicio deentrenamiento pésimo; ¿cómo puedesllegar tres días tarde de un ejercicio deentrenamiento?
Le puso el ojo encima a Dionisia,que estaba asomada por encima de laregala y lo miraba con la boca abiertade par en par.
—¡Por Apolo! ¿Qué hace tu novia abordo de mi barco?
—Señor, no se trata de...—¿Dónde está mi sobrino?Nicágoras descendió de la
trihemiolia.—Aquí estoy, tío.—Bueno, por lo menos doy gracias a
los dioses por ello. Llevo dos díasenteros con tu madre encima, que dóndeestá su niño, que si se ha ahogado, que siestará tirado en la calle y sin dinero enalgún puerto horrible y desconocido,que por qué no he ido yo mismo a bordopara cuidar de él...
Nicágoras parecía disgustado.—Señor —empezó a decir Isócrates.—Entonces, ¿cuál es la historia? ¿Y
quién, por las barbas del profeta, es esamujer?
—¡Es la amante del rey Antíoco! —anunció Nicágoras con mucho orgullo—.
¡La hemos rescatado!Los ojos de lince de Aristómaco se
clavaron en los de su sobrino.—¿De qué?—De los piratas —le explicó
Nicágoras.Se hizo el silencio por un instante.—¿De verdad? —preguntó
Aristómaco, ya en un tono mucho mássuave—. ¿Y qué piratas eran ésos?
Nicágoras sonreía de oreja a oreja.—El jefe se llamaba Andrónico.
Iban navegando por el oeste de Faselispara volver a Creta, tío, ¡pero cuandonos vieron salieron corriendo! ¡Losperseguimos y luego los ensartamos conel espolón! ¡Sólo sobrevivieron ocho de
los que iban a bordo de la pentecontera!—Parecía que ya se había olvidado delespanto y la lástima que sintió alpresenciar los eventos que ahorarelataba—. Y luego fuimos y rescatamosel barco que ellos habían abordado paratransportar el botín. Es un barco muyfino, tío: el Artemisa, de ciento treintatoneladas, recién construido por lacompañía de Estéfano y Melquíades enÉfeso. Aún conservaba a bordo cientoveinte ánforas de vino del valle delCaístro. ¡El rescate va a ser como de untalento de plata!
Aristómaco volvió a clavar los ojoscomo lanzas en Isócrates y luegocontempló las caras sonrientes de todos
los hombres y de los oficiales, que sehabían detenido, todos ellos, a ver elespectáculo. Finalmente, sus ojos fuerona parar al mascarón de proa, que aúnsujetaba como un ramillete el adorno depopa de los piratas.
—Bueno —dijo, por fin, el trierarca—, pues, ¡buen trabajo! Así que piratas,¿eh? Yo habría jurado que aún no eraépoca de piratas.
—Es cierto, señor —dijo Isócratescon mucho tacto—. Yo me quedésorprendido al verlos. Supongo queellos también pensaron que todavía nose iban a encontrar con nosotros. —Hizoun gesto señalando a Dionisia—. Señor,ésta es Dionisia, hija de Clístenes de
Mileto y, como ya ha dicho Nicágoras,compañera del rey Antíoco. Iba caminode Alejandría para visitar a su hermanocuando los piratas abordaron su barco.
Dionisia, que acababa de bajar atierra por la escala de gato, se estiró lacapa.
—Señora, yo soy Aristómaco, hijode Anaxipo, y soy el trierarca delAtalanta.
Dionisia inclinó la cabeza conmucha elegancia.
—Señor, debo agradeceros a ti y aRodas mi supervivencia. Creía quehabía llegado el final de mis díascuando tu trihemiolia nos encontró.Tiene, además, un nombre muy
apropiado, la cazadora caledonia de laleyenda no era más rápida ni másmortífera que tu barco.
Aristómaco empezó a sonreír.—Bueno... —volvió a decir.—Espero que no te haya ofendido
que aceptase el amable ofrecimiento detu capitán de traerme desde Faselis hastaaquí. El Artemisa iba a volver a Éfeso, yyo no sabía cómo proseguir mi viaje.
—¡No, no, en absoluto! Isócrateshizo muy bien en traerte hasta aquí. —Aristómaco volvió a mirar a Isócrates yse acercó a él para darle una palmaditaen la espalda—. ¡Y tanto que hizo bien!Estoy ansioso por oír la historiacompleta. Isócrates, vas a cenar
conmigo esta noche. Ah, señora... —Aristómaco se volvió otra vez haciaella, colocándose la capa debidamente—, espero que aceptes la hospitalidadde mi casa mientras estés en Rodas.
Dionisia le devolvió una miradainquisitiva.
—Eres muy amable, señor. Sinembargo, debo preguntarte si resultaríaapropiado. A pesar de que he llegado deforma repentina y vergonzante en unbuque de guerra, os aseguro que no soyuna mujer lasciva.
—En ningún momento he pensado locontrario, señora —declaró, galante,Aristómaco.
Probablemente era cierto que no se
le había pasado por la cabeza que laamante de un rey fuese a dormir con él.
—Tienes razón, ahora que lo piensomejor, no sería apropiado. Permítemeofrecerte la hospitalidad de mi hermana,que es una mujer casada. ¡Nicágoras!
El joven oficial de proa miró a su tíolleno de ilusión.
—Ve a sacar a tu madre de lapreocupación en la que se halla sumiday lleva a esta señora contigo... ¡a quéesperas! Yo iré con vosotros para hacerlas presentaciones. Isócrates, te esperoen mi casa de aquí a una hora.
—Eres muy amable, señor —murmuró Dionisia.
Mientras, Nicágoras sonreía de
oreja a oreja. ¡Ella se iba a quedar en sucasa!
A Isócrates le ardía el corazón, y semaldijo a sí mismo por estúpido.
CUATRO
A Isócrates, volver a Rodas solíaproducirle una sensación de hastío y dedesgana. A bordo, todo tenía un orden yun propósito, y él era alguienimportante. En Rodas, no era sino unpobre marinero más en tierra. Alregresar a su aposento aquella tarde, contodo su equipaje metido en un sacopequeño, el cambio le resultó másdeprimente que nunca.
Tenía una habitación alquilada encasa de la viuda de un remero. Era un
sitio pequeño y desvencijado queapestaba a aguas residuales y al vecinomercado de pescado. Se mudó allí aldejar los barracones. Por entonces noera más que el encargado delmantenimiento de los remos, y aquello leresultaba asequible. Ahora que eracapitán, podía permitirse algo mejor,pero aquella casa quedaba cerca de losastilleros, de los pronaos y de lastabernas que frecuentaban los marinerosde la Armada, y además, sabía que sucasera no podía prescindir del dineroque él le pagaba por el alquiler. Alllamar a la puerta, oyó que uno de loshijos de ella estaba llorando.
La casera, una mujer fea y de mal
carácter que respondía al nombre deAtta, abrió la puerta con una cuchara depalo en la mano.
—¡Ah! —exclamó, mirándolo conresentimiento—. No te esperaba. No hehecho cena para ti.
El pago del alquiler incluía lascenas, pero Atta tenía dos niños quemantener con muy poco dinero y lacomida siempre escaseaba. Inclusocuando le hacía la cena, nunca habíasuficiente para todos.
—No pasa nada —le aseguró—. Eltrierarca me ha invitado a cenar.
La niña que lloraba —tenía cincoaños— dejó de quejarse y fue aabrazarse a las rodillas de Isócrates.
Levantó hacia él una mirada llena deesperanza y cambió la cara de berrinchepor una sonrisa. Las niñas pequeñaseran su debilidad, y a ésta siempre leregalaba frutas y mendrugos de pan. Enaquella ocasión, sin embargo, no lehabía traído nada, así que se limitó arevolverle el pelo sucio.
—¡Salud, Leuke!Atta, con impaciencia, agarró a su
hija por el hombro y la apartó deIsócrates.
—¡Deja de hacer eso, Leuke! ¡Loestás llenando de mocos y dudo muchoque le guste!
Isócrates no tenía claro si era porqueella intuía los motivos verdaderos que le
llevaban a amigarse con la niña o si era,simplemente, porque en su vida no habíamucho afecto y no quería que sus hijosfuesen por ahí malgastándolo con loshuéspedes.
Leuke se puso otra vez a llorar y sumadre hizo caso omiso, salvo que alzóla voz para decir:
—Llegas con retraso, señorIsócrates. ¿Has tenido problemas?
—Embestimos a un barco pirata.Por un instante se vio tentado a
proseguir y contárselo todo: que lohabían hundido, que habían rescatado unbarco lleno de prisioneros y a lahermosa amante de un rey. Pero, encierto modo, todos aquellos
acontecimientos parecían exagerados eirreales ahí, en aquella casa tan pequeñade uno de los barrios más pobres deRodas.
De todas formas, a Atta no leinteresaba nada de aquello.
—Y lo perseguisteis hasta más alládel horizonte y os pescó el mal tiempo—concluyó ella, volviéndose a lachimenea para revolver lo que había enla olla—. ¡Leuke, deja de lloriquear!¡Me tienes harta ya!
—¡Harpalos me ha pegado! —refunfuñó Leuke.
Harpalos era su hermano, una fierade siete años.
—¡Y como no pares te voy a pegar
yo también! Isócrates, señor, a esasropas que llevas puestas les vendríabien un lavado. Si me las dejas, mañanate las limpiaré.
Atta cobraba por aquel servicio,pero era cierto que hacía falta.
—Gracias.Isócrates se fue a su habitación. Se
quitó la túnica de oficial y se puso lamejor que tenía, que era de lana. Seechó la capa de verano por los hombros,a pesar de que olía a humedad y de quelas polillas habían dado buena cuenta deella durante el invierno. La otra quetenía era la capa gruesa de navegar, quellevaba siempre en el Atalanta, y queestaba llena de grasa de los bancos y de
arena. No tenía tiempo para lavarse nipara visitar al barbero, Aristómacotendría que aceptarlo tal y como iba. Sedijo a sí mismo —cosa que siemprehacía antes de ir a reunirse con untrierarca— que todos los ciudadanoseran iguales ante la ley y que no debíadejar que lo intimidara con su dinero ysus nobles ancestros. Como decostumbre, no estaba convencido deltodo. Si Aristómaco hablara mal de él,podría significar su ruina.
—Llegó una carta para ti hace un parde días —le dijo Atta cuando lo volvióa ver aparecer—. La he dejado en tuhabitación, ¿la has visto?
No, no la había visto y volvió a
buscarla. Era de su padre. Le echó unvistazo rápido y luego se marchó,dejándola allí. No tenía ningún interésparticular en saber lo que su padre lequería decir. Fuera lo que fuese, podríaesperar hasta que hubiese terminado conel asunto de Aristómaco.
La casa del trierarca estaba cerca dela plaza del mercado, al este de laciudad, una casa fina y bien situada. Sumujer había muerto y había casado a suhija de catorce años el año anterior. Eraaquella ausencia de una mujerrespetable en la casa lo que hacía«inadecuado» que acogiera a Dionisiacomo huésped. Un esclavo dejó pasar aIsócrates al recibidor pavimentado y le
trajo una palangana de agua para que selavase las manos y los pies antes deacompañarlo al comedor.
Aristómaco va estaba a la mesa,comiendo aceitunas de un plato deporcelana corintia y con la mano le hizouna seña a Isócrates para que loacompañase. No había más invitados, locual era un alivio, pues Isócrates nosabía bien cuánta discreción debíaguardar, así que, por el momento, cuantamenos gente lo supiera, mejor. Tomóasiento en el sofá, al lado de sucomandante.
—La cara de mi hermana era unpoema —comentó Aristómaco,llevándose otra aceituna a la boca—. No
sabía si abrazarme por llevarle a suhijito querido intacto a casa, o sipegarme por endilgarle a una ramerareal a modo de huésped.
—La señora Dionisia no es ningunaramera —dijo Isócrates secamente.
Aristómaco tiró el hueso de laaceituna al suelo.
—¿Ah, no? ¿Y, entonces, qué hacíaviajando a Alejandría sin más compañíaque la de su sirvienta?
—Estaba huyendo —contestóIsócrates sin dilación—. Tieneinformación importante, señor. Esperapoder vendérsela a Tolomeo, pero yo lahe persuadido para que se la ofrezca alConsejo también, a cambio del primer
pasaje disponible hacia Alejandría. Leprometí que, si es informaciónconcerniente a dos reyes, nosotrosfingiríamos que no sabemos nada.
Aristómaco se lo quedó mirando unmomento. Sentados uno junto al otro enel sofá, sus caras estaban sólo a unoscentímetros de distancia, y a Isócrates lellegaba el olor a aceituna del aliento delotro hombre. El trierarca sonrió.
—Ya me habían dicho que erasagudo como un cuchillo nuevo.Cuéntamelo todo.
Isócrates le contó llanamente y sinrodeos todo lo que había pasado desdela primera vez que vieron el barcopirata. Mientras se lo contaba, los
esclavos de Aristómaco trajeron la cenay él iba robando trozos de pescado a labrasa, adornados con ensalada deperejil y cebolla, mientras el trierarcacomía en atento silencio.
Al final del relato, Aristómacosonrió ampliamente y le dio unapalmada en el hombro.
—Una victoria sobre un pirata, unarecompensa bien gorda y mi barco ytodos sus tripulantes de vuelta en casasanos y salvos. ¡Buen trabajo! Teengañaron con el precio del rescate,pero eso no es grave. Negarte a venderletus prisioneros a ese tiburón... ¡esoestuvo bien! Ochenta por cabeza es muypoco. Mandaré un barco a buscarlos
mañana, si el tiempo sigue así.Aristómaco era dueño de un barco
mercante y copropietario de otros cinco,aquélla era la fuente de su riqueza.
—Pero volvamos al asunto de laespía real...
—Tampoco creo que sea una espía.Aristómaco puso cara de sorpresa.—¡Pero si has dicho que iba a
llevarle la información a Tolomeo!—Sí —Isócrates hizo una pausa,
tratando de contrastar sus impresiones—. Yo creo que pasó algo en la corte deAntíoco, algo que la asustó mucho. Lequiere llevar la información a Tolomeoporque piensa que él pagará por esasnoticias, pero no creo que sea una de sus
espías. Dijo que traía el paquete decartas de Antíoco para demostrar quiénera ella.
Aristómaco gruñó pensativo.—Entiendo tu razonamiento, los
espías de verdad tienen contactos ycontraseñas. ¿De dónde has dicho que esella?
—De Mileto.El trierarca se detuvo a
considerarlo. Mileto, como la mayoríade las ciudades de la costa asiática,había estado bajo el mando del reyTolomeo hasta la guerra que hubo unadécada antes. De todas formas, Mileto,al contrario que la mayoría, habíaacatado con genuino agrado ser
transferida al rey Antíoco. La gente deMileto había sufrido enormemente conel gobernador que les había impuestoTolomeo y habían quedado tanagradecidos a Antíoco por liberarlos del«tirano» que le habían dado elsobrenombre de Antíoco el Dios. Unaconcubina milesia no era la mejorcandidata a espía tolemaica.
—¿Sabes de qué trata esainformación? —preguntó Aristómaco.
Isócrates negó con la cabeza.—Ni siquiera se lo pregunté, señor.
Ella tiene la intención de vender esainformación, pedirle que me la diera sinpagar sólo habría servido para quesospechase de mí. Lo que sí sé, en
cambio, es que está asustada, y que tienemucha prisa. Compró un pasaje cuandotodavía no había empezado la temporadade las largas travesías en un barco delque le habían dicho que era muy veloz, yestá ansiosa por continuar el viaje tanpronto como le sea posible, a pesar dela experiencia que acaba de vivir: unaexperiencia capaz de conseguir que lamayoría de las mujeres no quisiera,jamás, volver a poner un pie a bordo deun barco. También me parecesignificativo que no pidiera ayuda a lasguarniciones de Tolomeo en Faselis. Talvez lo hubiera hecho de no estarnosotros allí, pero, aun así, nos prefirióa nosotros antes que a ellos. Lo que
espera es recibir una recompensa poresa información. La he convencido deque no le vamos a robar esa recompensaentregando nosotros la información,pero los sirvientes de Tolomeo soncuestión aparte.
El trierarca, disgustado, meneó lacabeza.
—Todo esto no me gusta nada.Estamos teniendo una primaveradesconcertante. El mundo entero estáconteniendo la respiración desde queempezó el año nuevo.
No hacía falta preguntar lo que habíapasado en el año nuevo, lo sabía todo elmundo. En enero, el rey Tolomeo II, elque Amaba a su Hermano, que había
gobernado Egipto durante casi cuarentaaños y había hecho de su reino la mayorpotencia del Egeo, había muerto. Fue demuerte natural y el trono pasó, sincontratiempo alguno, a su hijo. El nuevorey, Tolomeo el Benefactor, era unhombre maduro y con fama de ser muyinteligente y enérgico, pero, aun así, lamuerte de un rey sembraba eldesconcierto en el mundo entero.
—¿Quién más está al tanto de esto?—preguntó Aristómaco, tras un momentode silencio.
—No creo que nadie más lo sepa,señor. Hasta donde alcanzo a saber, yosoy el único a quien se lo contó laseñora. Supongo que cualquiera puede
haber pensado lo mismo que yo (que esalgo muy extraño ver a una mujer comoésa viajando sola), pero el primer díaestuvimos muy ocupados con los piratas,y después de eso todo el mundo pareciócreerse la historia del hermano enAlejandría. Supongo que nadie más estáal tanto del detalle que me hizosospechar a mí, que ella misma secompró el pasaje en el muelle. Sinembargo, tu sobrino es el que más hatratado con ella y es posible que él...
—No —dijo Aristómaco, confiado—, Nicágoras es un idiota. Ah, parecemostrar signos de interés por losnegocios, lo reconozco, de aquí a unosaños puede que llegue a convertirse en
alguien. Pero, ¿ahora? No ve unproblema a menos que alguien se loseñale, y después acepta la primeraexplicación que se le dé. Además,piensa que la cortesana milesia es unadiosa surgida de la espuma del mar delvino, y todos sus pensamientos sobreella le brotan de la entrepierna. Demodo que no sólo has logrado enterartede todo, ¡además has logrado mantenerloen secreto! —Le dio una palmada en elhombro a Isócrates—. Hice bien enelegirte a ti para que gobernases elbarco en mi lugar.
Muchos amigos suyos le habíanrecomendado a sus protegidos para elpuesto, eso fue lo que le dijo a Isócrates
cuando se lo ofreció a él: «...pero quieroa alguien agudo, entusiasta y ambicioso,alguien que haga que mi trierarquía seaun éxito, y por eso he pensado en ti».
Aristómaco tenía menos experienciaen la Armada que la mayoría de loshombres de su clase. Desde que terminóel servicio militar se había concentradoen su flota mercante. La riqueza de sufamilia se había resentido gravemente deunas malas inversiones que había hechosu padre y él se había visto obligado areconstruirla antes de poder optar a latrierarquía. Ahora estaba tratando derecuperar el tiempo perdido. Sinexperiencia naval, tenía pocasoportunidades de ser elegido para los
puestos de mayor influencia.—Espero no darte nunca motivos
para que te arrepientas de habermeelegido, señor —le dijo Isócrates contoda sinceridad.
La aprobación de Aristómaco, y lareputación de ser un hombre que podíahacer que una trierarquía fuese un éxito,implicaban que al año siguiente no lefaltarían barcos.
Aristómaco sonrió, pero esa sonrisadesapareció rápidamente.
—No quiero que todo el Consejo seentere de esto —dijo por fin—. Ningúngrupo así de grande ha sido nunca capazde guardar un secreto. Durante estalegislatura, mi amigo Jenofante es uno
de los presidentes. Haré que traiga a unpar de colegas suyos aquí, a mi casa. —El Consejo tenía cinco presidentes, quemoderaban las reuniones por turnos—.Pueden escuchar lo que tiene que decirtu novia y decidir qué hacer al respecto.
—No es mi novia.Aristómaco sonrió.—¡Hay que ver lo tonto que eres! Ha
ido cantando tus alabanzas a los cuatrovientos todo el camino hasta la casa demi hermana.
A Isócrates le dio un vuelco elcorazón y clavó la mirada en el plato. Seimaginó a Dionisia entre algodones yobjetos de oro, y luego pensó en sucuartito desvencijado en casa de Atta:
había entre ambos un abismoinfranqueable.
—Tú eres mi comandante —dijodesapasionadamente y volviendo alevantar la mirada—, y si ella me haalabado ante ti ha sido por hacerme unfavor. Yo la salvé, y no es ningunadesagradecida. Además, una de lascosas que más agradece es que yo lahaya dejado en paz.
Aristómaco frunció los labios.—¿Aquel pirata...? —Hizo un gesto
muy gráfico.—No se lo pregunté. No es algo de
lo que a la mayoría de mujeres les gustehablar.
Aristómaco se quedó un momento
observándolo, y después asintió.—Y tú tratabas de ganarte su
confianza. Bueno, como ella ya confía enti, puedes acompañarla mañana a lareunión con los presidentes. Cuantamenos gente haya involucrada, mejor.Además, puede que los presidentesquieran hacerte unas cuantas preguntasacerca de cómo llegó hasta aquí.Mañana por la mañana. Te mandaré unmensajero para que te diga a qué hora.
Isócrates, cumpliendo con su deber,se vio a la mañana siguiente llamando ala puerta de la casa que pertenecía a lafamilia de Nicágoras.
Era cerca de la cuarta hora. Aún no
se había afeitado. Se había acostadotarde y el mensajero de Aristómacohabía llegado justo cuando se acababade despertar, sin darle tiempo más quepara lavarse a toda prisa, con laesponja, en la palangana. El esclavo quelo recibió en la puerta lo miró de arribaabajo, con la nariz levantada antesemejante desaliño, y le pidió queesperara fuera.
Llevaba apenas un minuto esperandocuando Nicágoras salió muy apresurado,vestido elegantemente con una túnica demanga larga y una capa corta, pero sinafeitar y con el pelo largo aún mojadodel baño. Miró a Isócrates conhostilidad patente.
—¿Qué haces aquí?Isócrates se irguió —valiéndose de
toda su altura— y contestó a aquellamirada enardecida con otra fría.
—Tu tío me ha mandado queacompañe a la dama milesia hasta sucasa para que conozca a su amigoJenofante. Ahora es uno de lospresidentes y quiere preguntarle cuálesson las nuevas en la corte del reyAntíoco.
—¿Ah, sí? ¡Pues puedes volverte atu casa! —le dijo Nicágoras—. La voy aacompañar yo hasta casa de mi tío.
Isócrates puso cara de sorpresa.—¿Esperas que acate tus órdenes
por encima de las de mi trierarca,
oficial de proa?Nicágoras fue lo bastante sensato
como para pensárselo dos veces. Adecir verdad, en su familia, la gentecomo Isócrates no podía aspirar a másque a arrendar sus tierras, pero tambiéncomprendía que Isócrates, en aquelmomento, era su oficial superior.
—¡No estamos embarcados! —protestó resentido.
—Así que dejas de ser un oficial dela Armada en cuanto pones el pie entierra firme, ¿no? Me parece estupendo.No tenía ni idea.
Nicágoras lo fulminó con la mirada.—Te crees tan maravilloso... ahí de
pie con tu capa apolillada, ¡y sin una
casa de tu propiedad a la que poder irte!No sé por qué mi tío te escogió a ticomo capitán, habiendo caballerosdisponibles de sobra para ese puesto.
La pulla de la capa le dolió aIsócrates, que respondió con ciertafuerza.
—Lo que me dijo Aristómaco fueque quería que su trierarquía fuese unéxito, y por lo visto no estaba seguro deque los caballeros disponibles fuesencapaces de conseguirlo. Un hombre queha destacado por sus amigos y por susrelaciones no necesita tener talento, ¿note parece?
Nicágoras se puso rojo de rabia.—Tú, tú... ¡cabrero!
—Para ti, «señor cabrero». Aunquemi granja, sobre todo, es de viñas y node cabras.
Nicágoras, que se puso de un rojoaún más oscuro, empezó a musitar unadisculpa. Luego, se acordó de su orgulloy se la tragó.
—De todas formas, ¿por qué mi tíote ha pedido a ti que acompañes aDionisia? —preguntó, al final, lleno deresentimiento—. ¡Es en mi casa dondese está quedando!
—¿Por qué crees tú? —replicóIsócrates.
Ya se estaba arrepintiendo deaquellas palabras. Pelearse con uncompañero nunca traía nada bueno, y era
especialmente inútil pelearse por unamujer que iba a desaparecer en unoscuantos días. Ella no iba a ser deNicágoras, como tampoco iba a ser deél, así que ¿para qué perder los modalesaun a pesar de que su oficial de proafuese un cretino?
Nicágoras se mordió el labio.—¿Acaso le habrá pedido mi madre
que me aparte de ella?—Yo no sé nada al respecto.
Dionisia salió de la casa con un airetan fresco como el de la primavera, conuna capa larga de color verde claroribeteada con flores bordadas. Sonriócálidamente a Isócrates, y lo saludó. En
segundo término, saludó a Nicágoras. Eljovenzuelo empezó a poner mala carapara luego reprimirse y poner la mejorde sus sonrisas. Diseria, la dama decompañía, seguía a la señora con suamargura característica.
—¿Dicen que vienes paraacompañarme a algún sitio? —preguntóDionisia.
—A casa de mi tío —respondióNicágoras antes de que Isócratespudiese abrir la boca—. Su amigoJenofante, que es uno de los presidentesdel Consejo, quiere saber las nuevas dela corte de Antíoco.
—Ah —dijo Dionisia, y le echó unamirada interrogativa a Isócrates.
El asintió, deseando poder decirlealgo que la tranquilizara, pero no queríahablar delante de Nicágoras.
—La casa de mi tío está sólo a unpar de manzanas de distancia —continuódiciendo el joven—. Yo iba a salirahora en este momento. ¿Qué os parecesi os acompaño? —Le dirigió unamirada desafiante a Isócrates, que apretólos clientes pero no dijo nada porque nose lo podía prohibir.
Se marcharon todos juntos.Nicágoras fue señalándole los lugaresmás destacados por el camino y leprometió a Dionisia que más tarde leenseñaría mejor la ciudad. Ella lecontestó distraída. Era claro como el
agua que estaba muy nerviosa por lareunión y que habría preferidopreguntarle a Isócrates qué era lo que lehabía dicho al trierarca.
Cuando llegaron a la casa,Aristómaco salió al recibidor asaludarlos. Se quedó mirando a susobrino con sorpresa pasajera; luego,sonrió.
—¡Ah, Nicágoras, estupendo! —exclamó—. Ve a casa de Efilates, porfavor. Anoche le mandé un mensajepidiéndole que llevara el Talía a Faselispara recoger a esos piratas vuestros, ynecesito saber cuándo puede zarpar.
Nicágoras estuvo a punto deprotestar por su degradación a chico de
los recados, pero prevaleció ladisciplina. Suspiró, le echó una miradamelancólica a Dionisia y otra de odio aIsócrates, y se marchó. Aristómaco lesmostró a sus invitados el camino haciael comedor.
Allí había, ahora, dos sofás y unasilla individual. Los sofás estabanocupados por tres de los cincopresidentes del Consejo de Rodas, todoscon aire severo. Isócrates estabafamiliarizado con sus caras por haberlosoído hablar en la Asamblea, pero nuncahabía tratado con ninguno de ellos enpersona.
—Ésta es Dionisia, hija de Clístenesde Mileto —les dijo Aristómaco a sus
invitados sin sentarse. Permaneció depie, apoyado en la puerta—, y éste es micapitán, Isócrates, que estaba al mandode mi barco cuando la rescataron demanos de los piratas. Señora, estoscaballeros son Jenofante, Trasícrates yHaguemonte, presidentes del Consejo deRodas.
—Se nos ha dicho que tienesinformación acerca del rey Antíoco —dijo Jenofante, que era el que estabasentado en medio de los tres. Se tratabade un hombre regordete con la cara roja,algo mayor que Aristómaco.
Dionisia tomó asiento en la silla y secolocó la capa con mucho cuidado.Isócrates estaba impresionado por la
entereza que mostraba.—Señores —empezó a decir ella,
con su voz suave y cultivada—, estoymuy agradecida a Rodas por habermerescatado y, creedme, con muy buenadisposición hacia los rodiotas, perodebo suplicaros que comprendáis que noos puedo dar las noticias que tengo acambio de nada. —Apretó firmementelas manos sudorosas, echando por tierrasu compostura—. Yo tenía propiedadesen Mileto, pero me temo que las puedodar por perdidas. Lo único que mequeda es el baúl de mi equipaje. Laesperanza que albergo es que, cuando ledé las noticias que tengo al rey Tolomeo,éste me conceda alguna clase de
patrocinio, pero no puedo estar segurade ello. No soy ninguna cortesana,señores, ni tampoco quiero llegar aserlo. Mis estudios han sido de índolemusical y el gran sueño de mi vida esdedicarme a la música, como mi padre.Pero, como estoy segura de que yasabéis, todas las intérpretes femeninas,salvo las más distinguidas, tienen malareputación. Si no quiero parecer unavulgar prostituta, debo mantener intactasmis posesiones.
Haguemonte, de unos treinta años yel más joven de los tres presidentes, seechó ligeramente hacia delante.
—¿Tu padre era Clístenes, el famosocitarista?
Ante aquella pregunta, ella sonrió yasintió con entusiasmo.
Haguemonte le devolvió la sonrisa.—Yo le oí tocar, una vez durante los
Juegos Pitios y otra vez aquí, en Rodas.Las Musas lo favorecieron con un donmagnífico.
—Gracias, señor —dijo Dionisia,con una sonrisa aún más cálida—. Elmismo fue quien me enseñó música,señor, y espero poder seguir sus pasos.Pero necesito... necesito llegar aAlejandría pareciendo una mujer deprestigio, y preferiría llegar allí cuantoantes.
—Estoy seguro de que podemosconseguirte un pasaje a Alejandría —
dijo Haguemonte—. Me parece unapetición muy modesta.
Trasícrates, el más viejo de lospresidentes, soltó una carcajada.
—Pero, ¿a cambio de qué? Estamoscomprando el cerdo sin haberlo visto.No sabemos qué «información» es ésa.Ni siquiera sabemos si esta mujer llegóalguna vez a conocer a Antíoco, ¡ymucho menos si estaba en situación detener información secreta de sus planes!
Dionisia metió la mano dentro de lacapa y sacó un rollo de pergamino.
—Son cartas del rey —dijollanamente—, con su firma y su sello.¿Sabéis reconocer el sello real?
Aristómaco cogió el pergamino y lo
desenrolló lo suficiente para que seviera que estaba compuesto por variascartas superpuestas. Se aclaró lagarganta y leyó la que estaba encima delas demás.
«El rey Antíoco el Dios tesaluda, Clístenes, hijo de Jereas.Durante la ceremonia debienvenida de hoy, nos hacomplacido mucho oír a tu hijacantar y deseamos volver a oírla.Así pues, te instamos a que nosvisites esta tarde y a que latraigas a ella, para que podamosdeleitarnos oyendo tu soberbiainterpretación y su hermosa
voz. Saludos.»
—Yo tenía dieciséis años —agregóDionisia en voz baja—. El rey vino devisita a Mileto y yo canté en laceremonia de bienvenida que se hizo ensu honor. Mi padre me acompañó a lacítara. Estuvo todo muy bien organizado.Actuamos nosotros con un coro de dosniños, y unos actores y un coro completorepresentaron una obra hechaexpresamente para él. Mi padre queríaque el rey se fijase en él, no en mí.
Aristómaco leyó la segunda carta.
«El rey Antíoco el Dios tesaluda, Clístenes, hijo de Jereas.
La belleza y el encanto de tu hijanos han cautivado por completo,y nos permitimos elatrevimiento de pedírtela para lacorte. Te otorgamos lapropiedad descrita más abajopara compensarte por supérdida y para que le sirva dedote cuando ella se case.Saludos.»
—Esa carta llegó al día siguiente —dijo Dionisia, sonriendo tímidamente—.Mi padre no supo si sentirse ofendido ocomplacido. Le pareció muy despóticopero, por otro lado, aquel hombre era unrey, y la propiedad era bastante
sustanciosa.Aristómaco pasó a la siguiente
página.—Esto es la descripción de una
finca en el valle del Menderes, de variashectáreas. Lo pone todo a nombre deClístenes, hijo de Jereas de Mileto ytiene lo que a mí me parece un selloreal.
—Déjame ver —dijo Jenofante.Este cogió el documento e
inspeccionó el sello. Después, se lopasó a sus colegas.
—Parece un terreno de buen tamaño—comentó Haguemonte.
—Sí —concordó Dionisia—, conuna casa señorial y una finca con seis
familias de arrendatarios. Mi padre noera pobre, señor, pero tampocohabíamos sido ricos hasta entonces. Mipadre seguía descontento por laarrogancia del rey, pero no se le diceque no a un rey. —Ella suspiró y añadiósombríamente—: Cuando murió, el añopasado, Padre aún seguía haciendoplanes de lo que íbamos a hacer cuandoel rey se cansara de mí.
—Pero aún no se ha cansado de ti,¿verdad? —preguntó Haguemonte, conla mejor de sus sonrisas—. No mesorprende en absoluto.
Dionisia apartó la mirada y negó conla cabeza. Aristómaco leyó la siguientecarta.
«Antíoco te saluda, queridaDionisia. Esta noche no puedodormir; la gata egipcia lleva todoel día maullando. ¡Cómo megustaría que estuvieses aquí yme cantases algo que me hicieraolvidar tanta pena! Ven pronto aSeleucia para encontrarteconmigo, querida Dionisia. Nosquedaremos en el palacio deverano y comeremosmelocotones. Te mando uncarruaje. ¡Ven pronto! Saludos.»
Ella bajó la mirada, y luego lavolvió a alzar con cara de
determinación. Aristómaco le devolviólas cartas.
—Creo que no hace falta que leamosmás. Queda claro que eras una favoritadel rey Antíoco, y resulta evidente,también, que ha tenido que pasar algograve para que lo hayas abandonado a ély a tus tierras, y estés huyendo parahablar con Tolomeo.
—Sí —concordó Jenofante quienmiró a los colegas que tenía a los lados.Ambos asintieron, y prosiguió—: Acambio de la información que tienes,haremos que viajes a Alejandría de lamanera que corresponde a una dama, yen el primer barco que zarpe. ¿Te bastacon mi palabra o prefieres que te lo
juremos?Dionisia inclinó la cabeza.—Estoy segura de que tu palabra es
suficiente, señor. Como ya he dicho, mideuda hacia Rodas es tal que me davergüenza tener que pedir algo a cambiode las noticias que tengo. Es lanecesidad la que me empuja a hacerlo.—Respiró hondo y cerró los ojos unmomento, para luego volver a abrirlos ydeclarar—: Las nuevas que traigo sonéstas: el rey Antíoco tiene intención dedivorciarse de su segunda esposa paravolver con la primera.
Se hizo el silencio. Habían quedadoprimero desconcertados, y luegoatónitos. Aquello era una catástrofe
diplomática. La segunda mujer deAntíoco, Berenice la Portadora de laGran Dote, era la hija de Tolomeo, y sumatrimonio había sido la clave delacuerdo de paz entre Egipto y Siria. Lagran dote en cuestión que le habíaaportado a su marido estaba formadapor las ciudades asiáticas que se habíandisputado durante la guerra.
—¡Eso es una locura! —bramó, porfin, Trasícrates—. ¡Va a hacer queempiece otra guerra!
—Estoy de acuerdo —dijo Dionisiaenseguida—, ya traté de decírselo. Medijo que el viejo Tolomeo ha muerto y suhijo necesita afianzar su posición enEgipto antes de poder plantearse
declararle la guerra a Siria, y que,incluso aunque decida entrar en guerra,Siria ya venció a su padre en la última ypuede vencer al hijo en ésta.
—¡Qué locura! —insistióTrasícrates aterrorizado—. ¡Siria sóloganó la última guerra porque tuvo ayudade nuestra parte!
—Y de Macedonia —señalóAristómaco con frialdad—. Yo amo aRodas tanto como vosotros, pero noexageremos nuestra importancia.
—¡No fue Macedonia la que ganó laBatalla de Éfeso! —protestó Trasícrates—. Fuimos nosotros. ¡Yo estuve allí!
—¡Muy bien! —dijo Jenofante,impaciente—. El hecho sigue siendo que
Antíoco ganó la última guerraencabezando una alianza, pero ¡no puedeseguir contando con que esa alianza lovuelva a respaldar cuando lo que quierees sumergir a hombres, barcos yciudades enteras en una guerrasangrienta sólo porque se ha cansado desu mujer! ¡Semejante estupidez podríacostarle el reinado! ¿Por qué iba a haceruna cosa así?
—En primer lugar, porque nunca leha gustado Berenice —dijo Dionisia—.Ella es «el gato egipcio que no para demaullar», por si no os habíais dadocuenta. Es una mujer orgullosa y sepasaba el día diciéndole cuánto mejoreseran todas las cosas en la corte de su
padre, en Egipto. En segundo lugar, porLaodice —contempló el corro de rostrosperplejos—. ¿Ya os habéis olvidado dequién es ella? ¿O acaso habíais pensadoque, una vez que él la dejó de lado,había dejado de existir? Creedme, si undía la conocieseis, no cometeríais eseerror.
—Sabemos quién es —contestóJenofante, exasperado.
Laodice era la primera esposa deAntíoco. Era su prima, hija de su tíoAqueo. Había reinado durante quinceaños y le había dado a Antíoco cuatrohijos antes de ser repudiada en nombrede la paz con Egipto. El acuerdo dedivorcio le había proporcionado unos
ingresos equiparables a los de toda laisla de Rodas.
—Es una mujer aterradora —dijoDionisia con voz grave—. Lleva desdeque fue repudiada buscando la manerade volver al poder, y cuando se enteróde que el rey Tolomeo había muerto,mandó al menor de sus hijos a queinvitase a Antíoco a ir a visitarla aÉfeso. Antíoco no tenía por qué ir.¡Todos sus amigos se lo dijeron! Podíahaber enviado a alguien para enterarsede lo que quería, o podía haberle pedidoa su hijo que se lo contase. Pero no, fueél en persona. Dijo que era una «muestrade respeto», pero yo creo que, enrealidad, estaba saboreando la idea de
deshacerse de su segunda mujer ya poraquel entonces. Dejó a la reina Bereniceen Antioquía y se llevó a media corte aÉfeso; por tierra, porque hacía muchofrío aún para ir navegando.
—Llegamos a la ciudad... ¡Ah, hacesólo doce días de aquello! Laodiceinvitó a Antíoco a cenar en su mansión yél se quedó a pasar la noche. Cuandovolvió a su propia residencia, a lamañana siguiente, dijo que había sidomuy injusto con ella, que nunca debíahaber cedido a las exigencias de Egiptoni repudiado a la novia que su padrehabía elegido para él, ni desheredado asus hijos. Maldijo a Berenice y empezóa hablar de mandarla de vuelta a su
casa. Todos sus amigos le dijeron lomismo que habéis dicho vosotros: queera una locura, que con toda seguridadiba a provocar otra guerra. Peor aún,que lo iban a tachar de quebrantador dejuramentos y de imbécil. En aquelmomento, estuvo de acuerdo, pero dijoque tenía que explicárselo a Laodice.Acabó volviendo a pasar allí la noche, ypor la mañana estaba decidido adivorciarse de Berenice y se negó aatender a razón alguna.
—Aquella misma tarde, Laodice meinvitó a su casa para que cantase paraella, según dijo. A mí me daba miedo ir,pero no me atrevía a desobedecer.Cuando entré en el recibidor, la encontré
ya con una capa de color púrpura puestay llevando la diadema real. Me miró dearriba abajo y me dijo: «¡Así que tú eresla pájara que le ha calentado la cama ami marido! Ya que no era mi camatambién, te permito que te marches a. tucasa. Pero debes entender una cosa: elrey es mío ahora. Si descubro quemancillas mis sábanas, te cortaré esalengua que tan dulcemente canta y teentregaré a un amigo mío que seencargará de que no se te vuelva a verjamás».
Dionisia respiró hondo.—No me cabe la menor duda de que
es capaz de hacerlo. Pensé en irme acasa y vivir tranquilamente en la finca.
Pero entonces pensé qué pasaría siAntíoco me mandaba llamar. Porque mebuscaría, estoy segura. Quiere volvercon Laodice, pero no creo que encuentremotivos para limitarse a ella. Esa mujeres un fuego abrasador y él va querer quele pongan su bálsamo, mujeres que loconsuelen tratando de complacerlo. Y yole complacía. De momento, está contentocon el reencuentro, pero a la primeradisputa, o simplemente en cuantonecesitase consuelo, me llamaría. Perono me protegería de ella. —Sacudió lacabeza—. Cuando discutimos el asunto,le dije que, si de verdad no podía pasarsin Laodice, le ofreciera que fuese suamante, o incluso su segunda mujer.
¡Después de todo, su abuelo Demetriotuvo varias esposas a la vez! El contestóque Laodice era una mujer libre porcategoría y que no la iba a deshonrar...¡Y me lo estaba diciendo a mí! ¡Nisiquiera fue capaz de comprender porqué me sentí ofendida! Para Antíoco,Laodice es una mujer libre y todas susotras amantes son esclavas. Ospreguntabais cómo podía sumergir almundo entero en una guerra sólo porestar cansado de su mujer; es todo partede la misma cosa. Los hombres quemuriesen, los barcos que se hundiesen ylas ciudades que fueran saqueadas,todos serían esclavos. El lamentaría laspérdidas pero no se avergonzaría,
porque son sus hombres, sus barcos ysus ciudades, y tiene el derecho de hacercon ellos lo que le plazca. Si Laodiceme matase, se enfadaría con ella, perono más que si diera muerte a su caballopreferido. No le duraría más que un díao dos.
—En cuanto una ciudad tiene un rey,todos los demás habitantes se conviertenen esclavos —murmuró Haguemonte.
Los otros dos presidentes lo miraronmuy irritados, aquel dicho estaba ya muytrillado.
—Así que decidí marcharme delreino —concluyó Dionisia—, y encuanto hube tomado esa decisión,empecé a pensar que tal vez podía hacer
algo más que salvar mi propia vida.Antíoco está determinado a divorciarsede Berenice, pero todavía no ha hechoningún anuncio público al respecto. Silo conozco tan bien como creo, pasarámucho tiempo antes de que lo haga. Sabeperfectamente que va a ser muy criticadoy eso no le agrada. También le gusta queLaodice lo adule y sabe que será muchomenos dulce y encantadora una vez quehaya conseguido lo que quiere. Hastaque lo haga público, Antíoco aún puedecambiar de opinión sin mucho engorro.Y, si recibe esta información a tiempo,el rey Tolomeo puede escribirle unacarta que le haga replantearse las cosas.Hacer que un rey entre en razón y evite
una guerra en la que morirían miles depersonas es una buena causa, ¿no? Poreso me embarqué con rumbo aAlejandría. Me llevé a mi dama decompañía, mi ropa, mis joyas y la cítara.Todo lo demás lo dejé abandonado.Pero, tres días después de haberzarpado, el barco en el que iba fueabordado por los piratas cretenses, ypor eso, señores, estoy aquí.
CINCO
Dionisia partió de Rodas a lamañana siguiente, viajando en camarotepropio a bordo del barco deAristómaco, el Talía. El Atalanta, detodas formas, la acompañó.
Los presidentes del Consejo sequedaron tan indignados por la conductade Antíoco que, finalmente, decidieronque no querían fingir que no sabían nadadel tema. Llegaron a la conclusión deque, fuera como fuese, lo más fácil paraAntíoco sería retractarse antes de que
sus intenciones fueran del dominiopúblico, por lo que estaban siendo muydiscretos. Dicha discreción, sumada a lafalta de tiempo, hizo que el Consejo nose pudiera reunir con la Asamblea, y sinaquella reunión no podría designarseuna embajada oficial, ya que lospresidentes no tenían poder suficientepara enviar una.
Aristómaco había sugerido unaforma de abordar el problema: elAtalanta había rescatado a Dionisia, ypor eso se justificaba que laacompañase durante el resto del viajehasta Alejandría. Cuando hubieseterminado de contarle su historia al reyTolomeo, Aristómaco daría un paso
adelante para asegurarle al rey que,como trierarca del barco que la habíarescatado, desaprobaba tajantemente elcomportamiento de Antíoco. De esemodo, la isla no se vería involucrada,pero Tolomeo sabría leer entre líneas ycomprendería que, en caso de que sedesencadenase una guerra, Rodas no sepondría del lado de su enemigo.
Aristómaco estaba encantado con sumisión de enviado oficial. No era ningúnsecreto que tenía intención de serelegido para el Consejo una vez quehubiese terminado su periodo detrierarca. Esa era la razón de que tuvieratanto empeño en que su trierarquíaobtuviese un éxito sin precedentes.
Representar a Rodas ante un rey, detodas formas, era un cometido másprestigioso aún, y ambas cosascombinadas podían colocarlo en la líneade presidencia en uno o dos años. Seaplicó a la misión con toda su energía.
Isócrates no estaba seguro de lo queopinaría Dionisia de todo aquello.Esperaba que estuviese complacida —llegar a Alejandría escoltada por unbarco de guerra rodiota añadiría peso ydignidad a sus propios esfuerzos—,pero le daba miedo que creyese que élla había engañado. No se lo habíapodido preguntar, no había tenidoocasión de hablar con ella a solas, y encualquier caso él andaba ocupadísimo
preparando el barco para volver azarpar. A la tripulación aquello no lehizo ninguna gracia. Los hombres habíanesperado recibir un adelanto del dinerodel rescate y tener tiempo para gastarloen el puerto. Isócrates, a cambio, lesprometió las delicias de Alejandría.Confiaba en que Aristómaco llegase conuna gratificación o con un adelanto dealgún tipo. Era lo acostumbrado, y sushombres sabían que se lo merecían. Laavaricia, tal como estaban las cosas,minaría la moral de la tripulación y lareputación del trierarca.
Además, todavía quedaba la carta desu padre para robarle un poco más deatención. Ya suponía que no habría nada
bueno en ella, y no estaba equivocado:
«Critágoras te saluda,Isócrates. Nuestro vecinoTeofrasto tiene una hija, dedieciséis años, a la cual hepedido en matrimonio. Dadoque el hijo que tengo es rebeldey desobediente, me voy aprocurar otro. Saludos.»
La primera reacción de Isócrates fuegritar airadamente «¡pobre muchacha!»En cambio, después de reflexionarlodecidió que era poco probable quellegasen a casarse. Teofrasto podríaconseguirle a su hija algo mejor que un
viudo cincuentón que ya había enterradoa dos esposas. Su padre le había escritoaquella carta para provocarlo. Peroaquella conclusión no le fue ningúnalivio: el pinchazo le dolía. La rabiahacia su padre lo mantuvo despiertotoda la noche, componiendoexplicaciones de dónde, exactamente, sehabía equivocado aquel viejo orgullosoy testarudo... palabras que nunca podríadecirle a su padre. Palabras que supadre nunca podría soportar.
Para colmo de males, susmeditaciones nocturnas acerca de supadre le acabaron llevando a unacontemplación miserable de Dionisia yde su propia pobreza. Pensó que
entendía mejor la preocupación de lamujer con el dinero: lo que ahora teníale parecía tan poco, comparado con loque había perdido, que temía que se leagotara enseguida. Ella tenía muy pocaexperiencia a la hora de comprar y devender, había pasado, directamente, dela casa de su padre a la del rey. Elpensamiento de todo el valor que habríatenido que reunir Dionisia para ir hastael puerto y comprarse ella misma elpasaje le conmovía y lo colmaba deadmiración. Quería ayudarla, y sabíaque no podía hacerlo. Su padre podríapensar en el matrimonio, pero él no. Leiba mucho mejor ahora que cuando eraun remero, pero seguía sin poseer casa
ni tierras. No podía acercarse a ningunamujer respetable y, menos aún, a unaacostumbrada a la riqueza. Sus fondosalcanzaban sólo para alguna visitaocasional al burdel, y siempre salía deallí profundamente deprimido,lamentándose por las pobres esclavasque trabajaban en el lupanar.
¡Matrimonio!, pensó disgustado.¿Habría llegado ya, de verdad, a esepunto?
Aquélla era una pregunta delicada.Sí que había llegado. Pensar en lasonrisa dulce y tímida de Dionisia, o ensu entereza ante los presidentes, o en elsalto desesperado para tirarse al mar... aIsócrates le dolió como una puñalada de
anhelo profundo. Se parecía, más que aotra cosa, a la nostalgia que habíasufrido durante los primeros años quepasó en la Armada. Recordaba biencuando se quedaba tumbado, aunquedespierto, en su barracón, durante aquelprimer invierno, reproduciendomentalmente todos los detalles de lagranja en la que había crecido, desde laspiedras ennegrecidas de la chimeneahasta el olor de los pinos del monte, yaquel silencio interrumpido sólo por eltintineo lejano de los cencerros de lascabras. Entonces había sentido el mismoanhelo doloroso y la misma certeza deque nunca alcanzaría sus propósitos.
Pero al final lo había superado, se
dijo a sí mismo. La memoria todavía lejugaba malas pasadas de vez en cuando,pero las horas de no ver la luz ya eranhistoria. Esto también lo superaría, conel tiempo.
Se sintió muy aliviado cuando lanoche, finalmente, empezó a clarear. Lavida en tierra puede que fuese lúgubre,pero en el mar tenía a su hermosa damaAtalanta, Se levantó y fue a ver cómoestaba el barco, y cómo iban lospreparativos para la travesía hastaAlejandría.
Era una mañana clara de primaveracuando salieron del puerto. El Atalantase reunió con el Talía, justo pasado elColoso, y las tripulaciones se saludaron
mutuamente por señas. El Talía era unbarco mucho más grande: cuatrocientastoneladas descargado, con dos palosmuy altos y una vela mayor enorme. Lehabían puesto el nombre de la musacómica, cuya imagen, riéndose, formabael mascarón de proa. Era como una torreconstruida sobre la línea baja y alargadadel casco del mercante. Isócrates estiróel cuello para buscar a Dionisia en lacubierta del barco de pantoque redondo,pero no la vio, puede que estuviese ensu camarote, o tal vez asomada por laotra banda del barco.
Nicágoras también estaba mirando.Cuando Isócrates se dio la vuelta, lamirada del oficial de proa, llena de
resentimiento, se cruzó con la suya.Isócrates suspiró: ¿acaso no se dabacuenta aquel jovencito estúpido de loabsurdo que era estar celoso por unamuchacha que, ya de por sí, iba caminode otro país?
La tripulación de cubierta se puso acorrer por el Atalanta, afirmaron lainmensa escota de la mayor y la vela sehinchó con la brisa del norte cuando latrihemiolia viró la proa hacia el sudeste.
El Talía, con su sonrisa de oreja aoreja y un casco fuerte, podría haber idodirecto hasta Egipto perfectamente, peroel Atalanta, como todas las galeras,trataba de hacer noche en tierra siempre
que podía. Dormir bajo un toldo en unaplaya era muchísimo mejor que tratar dedormir acurrucado precariamente sobreun banco de remo. De mutuo acuerdo,los dos buques trazaron la misma rutaque había tomado la trihemiolia en suúltima travesía, pero a la inversa,atracando la primera noche en Megistapara luego seguir hacia Faselis. Lasegunda escala suponía una desviación,aunque pequeña, cuyo propósito erarecoger el cargamento del barco depantoque redondo recuperado a lospiratas: Aristómaco había decididovender a los cautivos en Alejandría.
—Eso nos da la excusa perfecta paraacompañar al Talía —le dijo a Isócrates
—. Nadie se va a preguntar por qué unbarco de guerra tiene que acompañar aun mercante si éste lleva un cargamentode piratas. Y deberíamos conseguirvender a esos malnacidos a buen precioen Alejandría, los reyes siemprenecesitan mano de obra esclava.
Faselis, de todos modos, quedaba alnorte del cabo Olimpo, y para el Talíasería imposible llegar desde Megistahasta allí en un solo día, va que tendríaque hacer un cambio de bordada yquedaría de proa al viento. El Atalantasiguió adelante para pagar a losfaselitanos y hacer los preparativosoportunos.
Fue una travesía larga y no llegaron
hasta que cayó la noche; Isócrates yAristómaco fueron a ver al jefe de laguarnición, el de ojos de lince, a lamañana siguiente. Isócrates seimaginaba que éste los extorsionaría porel mantenimiento de los prisionerosantes de entregárselos. Lo que no podíaimaginarse era que los prisioneros sehubiesen marchado.
—Ayer —dijo alegremente elcomandante de la guarnición—, losvendí a doscientas dracmas por cabeza.—Y sonrió.
Aristómaco miró con mala cara aIsócrates, como dudando de lasdecisiones tomadas por su subordinado.Isócrates, dolido, objetó:
—¡Habíamos quedado en que losibas a retener hasta que viniésemos abuscarlos!
El comandante se limitó a encogersede hombros.
—¡Sí... pero sabes que nadie te iba adar más que eso por ellos! ¿Cuánta gentehay que quiera comprar piratas? Te heguardado el dinero, quitando lossalarios de los guardias, por supuesto, ylos costes de la comida de losprisioneros, como habíamos acordado.Salieron a doscientas dracmas porcabeza.
Seguro que los había vendido máscaros, pero eso era lo de menos.
—Habíamos pactado en que los
retendrías para nosotros —dijoIsócrates muy enfadado.
—Bueno, sí, pero... —Y se volvió aencoger de hombros.
Isócrates sospechó que elcomandante se había beneficiado deltrato.
—¿Quién te los compró? —leinquirió.
—Un tratante de esclavos, de Cos.Lisandro, dijo que se llamaba.
Aquel nombre despertó de inmediatolas sospechas de Isócrates: Lisandrosignificaba «el liberador de hombres».Un pensamiento repentino le hizosospechar aún más: en Cos, como enRodas, hablaban el dialecto dorio, que
era muy diferente de lo que se hablabaen las ciudades jonias de losalrededores, pero era muy parecido alcretense.
—Y ese Lisandro —dijo con muchaagudeza—, ¿no sería un hombre alto, depelo negro y con una cicatriz así? —Sedibujó una línea irregular sobre el brazoderecho y el hombro.
El comandante se quedó muysorprendido.
—Sí, ése era. ¿Lo conoces?Isócrates, desesperado, lo fulminó
con la mirada.—¡Te di su descripción! ¡Cuando te
hablé del jefe de los piratas que habíalogrado escapar, te di su descripción!
—Sí, pero me dijiste que sellamaba...
—¡Es evidente que no utilizó sunombre verdadero! ¡Cretino, criminal!¡Acabas de devolverle la tripulación aljefe de los piratas!
El comandante no parecía muyimpresionado.
—¡Me dijo que era de Cos! ¡Teníaun barco y hombres, y tú le hundiste elsuyo, o por lo menos eso es lo quedices! ¡Cualquiera puede tener unacicatriz!
—¿Qué tipo de barco? ¿Cuántoshombres?
—Un akatos pequeño, precioso. —Una especie de barcos mercantes
veloces, provistos de remos—. Con unadocena de hombres, supongo. Vino aquícon muy buenos modales. Dijo que habíaoído que tenía algunos piratas y que éltenía un comprador que los quería.
Aristómaco intervino.—¿Quién es tu superior?El comandante lo miró atónito. Por
primera vez, parecía preocupado.—¡Vamos, es una pregunta sencilla!
Si no me quieres contestar, tus hombreslo harán.
—Yo trabajo para Éscines deCorinto —admitió el comandante congran reparo—, el comandante de laguarnición en Pidna.
—¡Le voy a escribir, una carta
contándole todos los detalles de tupuñetera estupidez! —lo amenazóAristómaco—. ¡Danos un talento deplata y deja de hacernos perder eltiempo!
En el camino de vuelta al barco,Aristómaco le preguntó:
—¿Estás seguro de que eraAndrónico, el pirata?
—Sí —dijo firmemente Isócrates.Era cierto que cualquiera podía
tener una cicatriz pero, sabiendo que setrataba de un hombre con esa cicatriz,con acento dorio y llamado Lisandro quehabía aparecido en Faselis para ofrecerun precio tan bueno por aquellos piratasprecisamente, el margen de error se
reducía enormemente.—¿De dónde habrá sacado el
dinero? —se preguntó Aristómaco.Isócrates se estaba haciendo la
misma pregunta. Andrónico se habíatirado al agua sin otra cosa que sucuchillo; ¿dónde habría obtenido untalento de plata para liberar a sushombres sólo ocho días más tarde?
—Debe tener otro barco —dijoIsócrates apenado—. El akatos ese conel que apareció. Sus hombres me dijeronque él los liberaría. Debí habérmelotomado en serio.
Avanzaron algunos pasos ensilencio. Entonces, Aristómaco meneó lacabeza.
—Aun cuando tuviera otro barco,¿crees sinceramente que tenía un talentode plata?
La respuesta a eso era que no. Sihubiese tenido un talento de plata,Andrónico lo habría llevado a bordo desu propio barco, donde pudiera tenerlocontrolado, igual que había llevado abordo a Dionisia, la única otra cosa quehabía tenido de valor igualmenteexcepcional. Tampoco habría podido ira Creta a buscar el dinero. Aunque eracierto que un akatos, con una tripulaciónadecuada, podría haber navegado con eltiempo que retuvo al Atalanta en puerto—era más estable que un barco deguerra—, pero, aun así, a ningún barco
le habría dado tiempo a ir a Creta, haberhecho acopio de una suma enorme dedinero y volver con el viento en contraen tan sólo ocho días. Y era altamenteimprobable que el akatos hubieraconseguido todo un talento de platamediante el saqueo. Tal saqueo habríatenido que ocurrir frente a las costasrurales de Licia, y la gente del camporaramente tenía esa cantidad de dinero.
—Las monedas son todas del mismocuño —prosiguió el trierarca en vozbaja—. ¿Te habías dado cuenta?
La plata les había sido entregada encuatro saquitos de piel, cada uno conquince libras. Aristómaco había hechoque el comandante de la guarnición las
desenfundase para examinar lasmonedas y asegurase de que no lesestaba tomando el pelo. Isócrates sehabía fijado en que las monedas eransignificativamente uniformes: estaterosde plata y tetradracmas, acuñados con elestandarte rodiota que se utilizaban portodo el Egeo, pero llevaban impresa lacabeza del rey Antíoco el Dios.Sinceramente, no le había parecido algoanormal —él sólo había visto grandessumas de dinero cuando había que pagara las tripulaciones de los barcos al finalde cada temporada— pero ahora queAristómaco se lo había señalado, elhecho era evidente.
—Es un mercenario —concluyó,
muy preocupado, Isócrates—. Puede quelo haya sido siempre o, muyprobablemente, que haya vendido susservicios y los de su tripulación acambio del dinero del rescate.
Aristómaco asintió.—Sólo puede haberlo conseguido de
esa manera. Y puede que no sepamosquién se lo dio, pero sí sabemos de quéreino procede. Ese hijo de perra podríahaber ido a Éfeso y haber vuelto en sóloocho días. Me pregunto cuánto sabe dela historia de tu novia.
—No es mi...—Sí, sí, ¡ya lo sé! —Aristómaco
suspiró—. Bueno, le escribiré una cartaal superior de ese comandante de
guarnición y va a ver lo que es bueno.Que lo echen de su puesto. Hemosperdido mucho tiempo, pero aúnpodemos evitar que el Talía lo pierdatambién. Voy a usar la plata paracomprar un cargamento en Alejandría.
Isócrates se lo pensó durante un rato,y luego se decidió a hablar.
—Los hombres esperan recibir algode dinero en Alejandría, señor. Se lesdebe. Ellos capturaron a esos piratas.Señor, es importante que les des algúnanticipo. Pensarán mal de ti si no lohaces.
Aristómaco ladró una carcajada.—Hombre, lo que voy a comprar es
grano ¡y no incienso ni esclavas! Con
medio talento tendré de sobra. La otramitad puede ser para la tripulación yrecibirán el resto del dinero al volver aRodas. No hace falta que se lo gastentodo en flautistas egipcias. ¿Contento?
Se encontraron con el Talía en labahía de Finike cerca del mediodía. Latripulación se estaba preparando paracambiar de bordada y así rodear el caboOlimpo para poner rumbo a Faselis, y sealegraron de poder ahorrarse elesfuerzo. Los dos barcos ajustaron lasvelas para navegar hacia el sur. Elviento seguía siendo del norte y no hacíafalta remar. Los hombres del Atalanta sesentaron por la cubierta o se pusieron
cómodos en los bancos, charlando yjugando a los dados. Isócrates eraconsciente de la tensión que tenía con suoficial de proa y de la hosquedad de susegundo oficial, que tenía un interésparticular en ponerle la mano encima aldinero, pero de eso no se podía quejar.
Cuando empezó a oscurecer,hicieron que la trihemiolia se acercasemás al barco de pantoque redondo.Siempre que una galera tenía que hacernoche en alta mar, por lo general, tratabade hacerlo en compañía de otro buquemás estable y capaz, uno que pudiesecargar provisiones de comida y aguapara más de un par de días. Isócrates,con esa idea en mente, había revisado
las existencias del Talía antes de zarpar.El Atalanta llevaba en aquella ocasiónel chinchorro a flote, remolcado por lapopa, y Aristómaco ordenó que se lopreparasen. Cuando hubo embarcado enél con mucho cuidado, le hizo señas aIsócrates para que lo siguiera.
Remaron hasta el barco de pantoqueredondo y treparon con destreza por laescala de gato del Talía. Efilates, elcapitán del Talía, estaba esperando encubierta con gran curiosidad por saberlo que quería su jefe.
—Llévales pan, salchichón y vino alos hombres del Atalanta —le ordenóAristómaco—, que Isócrates y yo vamosa hablar con la chica milesia.
Dionisia, que andaba por allí, lo oyóy puso cara de sorpresa, pero se limitó adecir:
—Si se trata de asuntos oficiales,trierarca, podemos hablar en micamarote.
Se le había prometido un camaroteque estuviera a la altura de una dama yel Consejo, sin lugar a dudas, se lohabía procurado. La habitación erapequeña, pero tenía una decoración muybonita, con paneles de madera tallada ypintada, y el sofá estaba tapizado conpeces bordados. Una lámpara de broncecolgaba del techo con pantallas de astapulida que protegían la llama.
Aristómaco miró en derredor, dando
su aprobación.—Simónidas ha hecho un buen
trabajo. No esperaba menos, claro, dadolo que le he pagado.
Dionisia se sentó en el sofá.—Tu barco es verdaderamente muy
elegante, señor. Incluso Diseria estáimpresionada, y eso que a ella no esfácil complacerla. De todos modos,¿acierto al pensar que esta visita se debea la ausencia del cargamento queteníamos que haber recogido en Faselis?
El trierarca sonrió.—Eres una dama inteligente. Sí.
Isócrates, cuéntale lo que ha pasado.Isócrates desearía estar en cualquier
otro lugar. Con aire avergonzado, le tuvo
que contar que el hombre que habíaabusado de ella no sólo seguía vivo y enlibertad, sino que, además, volvía atener barco y tripulación. Dionisia loescuchó todo, a punto de desmayarse, ycuando hubieron terminado el relatovolvió la cabeza hacia los paneles demadera tallada.
—Lo que necesitamos saber —dijoAristómaco— es hasta dónde le contasteal pirata.
Ella fue a empezar a hablar, perotuvo que aclararse la garganta, paraluego volverlo a intentar.
—Le conté muy poco.—Pero, ¿de qué llegó a enterarse?—De que yo era una favorita del rey
y... supongo que el modo en queconseguí el pasaje despertó sussospechas.
—¿Mencionó otro barco en algúnmomento?
—No. —Ella se apretó las manos, ysin apartar la vista del panel prosiguiócon amargura—. Lo que le interesaba noera precisamente la conversación.
—Lo lamento —dijo Isócrates sinpoder remediarlo.
Al oír aquello, Dionisia lo miró ymeneó la cabeza.
—Tú tenías que preocuparte dealcanzar al Artemisa. No creo quetuviera otro barco.
—¿No? —preguntó, interesado,
Aristómaco.—Si lo hubiera tenido, yo me habría
enterado de algo, ¿no? Si no por elpropio Andrónico, al menos por algunode sus hombres; alguien habría habladode ir buscarlo, o se habría preguntadoqué estaría haciendo y cuántos hombresiban a bordo, ¿no os parece?
El trierarca soltó un gruñido, y luegole echó una mirada especulativa aIsócrates.
—Tu segundo de a bordo interrogó alos hombres y tampoco oyó nada de unsegundo barco, ¿verdad? Dime, señora,¿tú crees, pues, que Andrónicoconsiguió el akatos en el mismo lugardonde consiguió el dinero?
Ella asintió.—Era... era el tipo de hombre al que
le gustan los riesgos. Supongo que es loque llaman valor y desparpajo cuandosale bien, y locura temeraria cuando no.No consigo imaginármelo tomando ladecisión de ir a Éfeso a ver siencontraba algo a lo que sacarle partido.¡Por Apolo! Sí me lo imagino cortándoleel cuello a algún pobre pescador parallevarse su barco con rumbo al norte,hasta Éfeso. Si preguntase allí por mí...si se hubiera enterado Laodice, ¡ella lehabría dado el dinero y un barco paraque me diera caza antes de que yo hablecon Tolomeo!
—¿Crees que eso es lo que ha
pasado? —le preguntó Aristómaco,mirándola atentamente.
—No lo sé. Podría ser. Laodiceconoce a Antíoco tanto como yo, si nomás. Sabe que aún es capaz de cambiarde opinión. No querrá que llegue cartaalguna de Tolomeo antes de que ella sehaya podido afianzar en su posición.
El trierarca hizo una mueca,sonriendo.
—Tendría que haberme informadomejor cuando estuvimos en Faselis. Si élhubiese estado preguntando por ti, lagente se acordaría. Bueno, ¡ahora ya esdemasiado tarde! ¡No te preocupes! Siesa perversa reina le pidió que te dieracaza, no lo va a conseguir. Ahora estás
bajo protección rodiota y no puedetocarte ni un pelo.
Dionisia, con cara de cansada, lesonrió.
—Te lo agradezco, señor.—Nosotros le daremos caza a él —
ofreció, impulsivamente, Isócrates.Aristómaco lo miró por el rabillo
del ojo.—¿Ah, sí? ¿Eso haremos?Isócrates se dio cuenta de que tenía
la respuesta preparada.—¿Quieres que siga libre,
navegando a su antojo por la costa deAsia, señor, con un apoyo en Éfesosiempre que lo necesite?
Aristómaco resopló al darse cuenta:
la costa egea de Asia era un mercadomuy rico y podían encontrarse barcosrodios en todos los puertos de escala.
—Visto así, no. Muy bien, en cuantovolvamos de Alejandría, saldremos abuscar a ese malnacido —asintiómirando a Dionisia.
Ella parecía preocupada.—Espero, señores, que no acabéis
maldiciendo el día que me crucé envuestro camino. Resultará muy extrañoque lleguéis a Alejandría escoltando unbarco vacío, ¿no? ¿Cómo lo vais aexplicar?
Aristómaco despreció esa idea conun gesto de la mano.
—No será la primera vez que envío
un barco vacío a Alejandría: muchosbarcos que cargan grano llegan vacíos.En cuanto al Atalanta... bueno, ¡esevidente que soy un trierarca corrupto!Me estoy valiendo de un barco de guerrade la república para proteger mi propiaplata, que es el dinero que voy a pagarpor el trigo que voy a llevar hasta...¡hasta Éfeso! Si, contra todo pronóstico,tu rey y la mitad de su corte llegan allí yse quedan hasta el final del invierno,querrán grano y hasta pagarán bien porél. Ya veréis, al final voy a salirganando con este viaje.
El Talía y el Atalanta navegaronhacia el sur durante otros tres días de
mar en calma y vientos ligeros.Aristómaco estaba espantado por loincómoda que era una trihemiolia en altamar, y ya después de la primera nocheplanteó la cuestión de quedarse, mejor, abordo del Talía, donde podría dormir enel camarote del capitán. A Isócrates nole gustaba la idea porque, aunque erarazonable, iba a perjudicar la imagendel trierarca ante sus hombres.
Durante la tercera noche, el oficialde la segunda guardia divisó un punto deluz muy débil por el sur del horizonte ypuso rumbo hacia él. La mañana mostróa Alejandría, una mancha roja y blancacontra el verde llano del Delta del Nilo.El humo flotaba sobre el faro enorme
que los había guiado durante la noche,una veta blanca en el azul del cieloclaro, y los espejos, en lo alto de latorre, brillaban con las primeras lucescomo estrellas caídas sobre la tierra.
Isócrates ya había visitadoAlejandría antes. Los piratas y loscazadores de piratas seguían a losbarcos mercantes, y las líneas marítimasentre Alejandría y Rodas eran las quemás tráfico tenían en el mundo entero.Aquella ruta estaba ya tan establecidaque los alejandrinos, bromeando, habíanpuesto por nombre «Anterrodas» alislote que había en medio de su granpuerto, como si Rodas y éste estuvieranmirándose cara a cara, separados sólo
por un pequeño estrecho. En Anterrodas,de todas formas, no paraban los barcosmercantes, allí sólo había un palacio deverano y un par de amarres para usoexclusivo del rey. Por todo el sectororiental del gran puerto se extendían máspalacios y jardines. A Isócrates siemprele había parecido escandaloso que casiun tercio de la ciudad perteneciesesolamente a un hombre.
De todas formas, le gustabaAlejandría. Tenía mucho espacio, erasoberbia, y sobre todo era una ciudadviva. Las calles eran anchas, estabanbien trazadas y, continuamente, llenas degente de todos los lugares del mundo. Sepodía comprar de todo en Alejandría:
lino egipcio, vino de Quíos, marfilafricano; los perfumes de Arabia y lasperlas de la India. Se podía oír tocar alos mejores músicos y ver lasrepresentaciones más espectaculares y alas cortesanas más hermosas. EnAlejandría, además, había siempre algonuevo: una estatua musical, una jirafa o,lo más fascinante de todo, una galeracon dos cascos, de doscientos ochentacodos de eslora, impulsada por cuatromil remeros. Esta última había sidoridiculizada hasta la saciedad en Rodas—aquella monstruosidad apenas si eracapaz de desplazarse por el puerto—pero todos los que la habían visto sepodían ganar unas copas a cambio del
relato durante el resto de sus vidas.Ambos barcos atracaron por
separado, el Talía en el muelle de losmercantes y el Atalanta en la zonareservada a las galeras visitantes. Era uncomplejo que comprendía no sólo loscobertizos y rampas de varado sino,además, barracones y un jardincito conuna fuente de agua potable. Tolomeoconsideraba a Rodas como amiga,valoraba los esfuerzos de la isla paraacabar con la piratería y le daba labienvenida a su flota militar. Losegipcios, en cualquier caso, nodesatendían la seguridad. El complejoestaba protegido por soldadostolemaicos y los rodios fueron
interrogados acerca de su cometido en laciudad antes de poder desembarcar.
Aristómaco informó a la guardia deque era una misión diplomática para elrey y solicitó hablar con un mandosuperior. Al Atalanta se le permitióquedarse y los hombres tuvieronpermitido el acceso a toda la ciudad.Aristómaco les dio quince dracmas acada uno —con una gratificación de diezdracmas a los oficiales de marina— yles prometió más cuando volvieran aRodas. La tripulación no se sintióapabullada por la generosidad deltrierarca, pero se fueron contentos haciala ciudad, discutiendo entusiasmados enqué se lo iban a gastar.
Isócrates empezó su tarea habitualde repasar todas las piezas del barco.Aristómaco lo interrumpió.
—A ti te corresponde una parte de laplata también —dijo el trierarca—. Laparte de los oficiales asciende adoscientos dracmas por cabeza. Te doycien ahora.
Cien dracmas era una suma dedinero muy respetable. Era más que elsalario de tres meses de un remero. Laidea de gastar semejante cantidaddurante los pocos días que iban a pasaren Alejandría era obscena.
—Ahora me quedo con diez, señor—dijo, con el debido respeto, Isócrates—. Preferiría que el resto quedase
guardado a buen recaudo hasta quevolvamos a casa.
Aristómaco sonrió y le entregó unpuñado de monedas.
—Toma. Cómprate ropa nueva. —Isócrates puso mala cara y él se rió—.¡Por Zeus! No, ya sé que es el dineroque has ganado con el sudor de tu frentey que puedes gastarlo como mejor teparezca. Pero vas a ver que aquí la ropaes más barata que en Rodas. Sobre todoel lino, pero hasta la lana es más baratasi sabes dónde buscar.
Isócrates recordó los agujeros de laspolillas de su capa de verano y cogió eldinero.
—En cuanto a las otras cien —
prosiguió Aristómaco—, si quieres, yolas puedo invertir por ti. Te puedo daruna participación de la carga del Talía,¿qué te parece? Espero sacar entre undiez y un cincuenta por ciento debeneficio en Éfeso. Si quieres, puedoinvertir ahí tu parte del dinero delrescate también.
Isócrates no sabía qué contestar. Unaparte de él tenía cierto recelo; otra partereconocía que aquélla era unaoportunidad que no debía dejar escapar.Era sabido que Aristómaco era unhombre de negocios muy astuto, ymuchos mercaderes envidiarían aquellaoferta.
—Gracias, señor —dijo por fin.
Aristómaco volvió a sonreír.—Te preguntas qué me traigo entre
manos, ¿a que sí? Pues te lo voy a decir.Te has peleado con tu padre, y te hadejado con una mano delante y la otradetrás. No te ofendas, hombre, ¡si losabe todo el mundo! Pues bien, casisiempre que tengo que fiarme de unhombre pobre, me aseguro de darledinero para que no se vea tentado aaceptarlo de otra persona. Pero no haréeso contigo. Tú te lo tomarías como uninsulto. No entiendo, sin embargo, porqué ibas a tener que sufrir por el hechode ser honesto. Así que, amigo mío,¡tengo la intención de ayudarte a usar tupropio dinero para que llegues a ser
rico!Otra vez, Isócrates se había quedado
sin saber qué decir.—Gracias —logró decir, por fin.Aristómaco le dio una palmada en el
hombro, y se fue a martirizar a losguardias preguntándoles cuándo podríaver a alguien de autoridad.
La petición del trierarca de seratendido por alguien de rango superiorfue finalmente satisfecha. Su otrapetición más ambiciosa, la de conseguiraudiencia con el rey, resultó tan urgentey misteriosa que le consiguieronaudiencia para el día siguiente, por latarde. Enseguida mandó a alguien al
Talía para acordar con Dionisia que sereuniera con él y que pudieran llegar atiempo. Isócrates se dio cuenta de que,de algún modo, había esperado acudir ala audiencia también y maldijo su propiaestupidez. No era un mercaderacaudalado, ni un enviado del Consejode Rodas, ni amigo de reyes: ¿por quédiantres iba él a asistir a una audienciareal? Salió a beber aquella noche conDamofonte, el contramaestre, yPolidoro, el lancero, y terminó en unburdel, totalmente borracho ydeprimido.
Al día siguiente salió también por laciudad a comprarse una capa de veranonueva, y acabó comprándose una de lino
de buena calidad, amarilla ribeteada ennegro. Volvió al barco con ella puesta yse quedó sentado en el jardín delcomplejo durante varias horas,esperando con mucha ansiedad a quevolviera Aristómaco. No había nadiemás allí, casi todos los hombresdeambulaban por la ciudad, degustandolas delicias que ofrecía, y los demás seestaban recuperando de eso mismo.
El trierarca no apareció hasta elatardecer. Cuando se dejó ver, Dionisiay su dama de compañía estaban con él.La chica milesia iba elegantementevestida con una capa con dibujosrosados y verdes, pero llevaba unpliegue cubriéndole la cabeza y, cuando
Isócrates se apresuró hacia ella, vio quehabía estado llorando. Miró, alarmado,a Aristómaco.
—El rey ya lo sabía —dijo eltrierarca—. ¡Zeus, qué bien me vendríaun trago!
Isócrates había comprado vinopeleón como parte de las provisionesbásicas para los hombres, abrió elánfora y sirvió un poco en un jarro.Aristómaco bebió varios tragos de aquelvino puro y después rellenó el jarro conagua de la fuente. Se lo ofreció aDionisia; al rechazarlo ella con lacabeza, le dio varios tragos más.
—Supongo que tampoco ha sidoninguna catástrofe —condescendió,
secándose la boca—. No se ha enfadadocon Rodas. Pero, en fin, parece que suhermana le había escrito quejándose dela dama milesia y no la han recibidocomo ella había esperado.
—¡He sido una idiota! —dijoDionisia bruscamente, retorciéndose elborde de la capa con las manos.
La entereza que había luchado pormantener durante tanto tiempo, a travésde tantos acontecimientos, se le había,por fin, roto en pedazos. Se mostrabajoven, asustada y completamenteabatida.
—Pensé que iba a sentirseagradecido por enterarse enseguida dela noticia por alguien que estuvo allí.
¡Pensé que apreciaría el hecho de que noestuviese de acuerdo con Antíoco yhubiese discutido con él por eso! Teníala esperanza de que... —paró de hablar,ahogándose, y se llevó la tela a la cara.
—¿Él ya estaba al tanto? —preguntóIsócrates.
—Aja, aunque yo creo que desdehace poco —Aristómaco tomó otro tragode vino—, un par de días, a lo sumo.Todavía está hecho una furia por losacontecimientos. Bueno, tiene espías, nocabe duda, y entre el encuentro con lospiratas y el desvío a Rodas, la damatardó más en llegar a Alejandría de loque había imaginado.
—¡Debí habérmelo esperado! —dijo
Dionisia, atragantándose.Aristómaco gruñó.—El caso es que allí estaba
Tolomeo el Benefactor, hecho una fieraporque han insultado a su hermana y,¿quién aparece?, ni más ni menos que lamujer de la que se quejaba su hermanaen la carta. No es de extrañar, supongo,que se pusiera como se ha puesto...aunque no ha sido agradablepresenciarlo. La ha llamado ramera y leha dicho que puede que la hayan sacadoa patadas de la cama de Siria, pero queno iba a lograr meterse en la de Egipto.Ella ha tratado de defenderse, pero la haavergonzado hasta que ha roto a llorar.Todo eso ha sido antes de que yo haya
podido decir ni una sola palabra, fíjate,y eso después de tenernos dos horasesperando. Así que he dado un paso alfrente y he contado mí historia: cómo mibarco salvó a la chica de manos de lospiratas y nos contó lo que sabía, y queme preocupé muchísimo y la trajimos lomás rápidamente posible con laesperanza de que el rey pudiese arreglarlas cosas con su cuñado. Le he dichoque nosotros no le hemos dicho nada anadie, a la espera de que Antíoco entreen razón.
»Ante esas palabras, el rey se hacomedido un poco y ha dicho que valorala lealtad de Rodas —¡já!— por venircorriendo a informar, y que apreciaba
mucho nuestra amistad. Ha dicho que meva a dar una carta para que la lleve aRodas, y que le va a escribir otra aAntíoco. Y eso ha sido todo. Sushombres nos han enseñado la salida. —Aristómaco le dio otro sorbo al vino ylo saboreó detenidamente antes detragárselo.
—¡He sido una estúpida! —sollozóDionisia y se apretó la nariz, luchandopor detener las lágrimas—. Lo únicoque se me ocurrió pensar fue que iba aestar a salvo en Egipto. Apoyé la causade Berenice, ¡traté de ayudar! ¡Quisedetener una guerra! ¡Debí comprenderque a nadie le iba a importar!
Aristómaco hizo un ruido evasivo y
le volvió a ofrecer el vino. Dionisia selo pensó dos veces, luego cogió el jarroy bebió un poco.
—Lo lamento —dijo Isócrates contristeza.
—¡Es culpa mía, por estúpida! —respondió Dionisia, secándose los ojos—. ¡Ay, Apolo! Y yo esperando que mepatrocinase, ¿cómo puedo ser tanimbécil? He tenido suerte de que no meencadenasen y me mandasen en un barcohasta Antíoco para que Berenice mecastigase como creyera conveniente.Creo que eso es lo que habrían hecho sihubiese venido aquí por mi cuenta. ¡Hesido una necia!
—Bueno, a nosotros tampoco se nos
había ocurrido —señaló Aristómaco—.¡Alégrate, muchacha! Alejandría no es laúnica ciudad del mundo.
Ella lo miró a través de las lágrimas.—¡Ya, y lo siguiente que me vas a
decir es que no habrá impedimentospara que me establezca en Rodas comocortesana!
El trierarca se encogió de hombros.—Bueno, no lo habría. Pero si te
opones a ello, de todas formas no hayrazón para que no pruebes suerte en elmundo de la música. —Hizo un gestocon la mano para enfatizar lo que decía—. Claro, ya sé que Alejandría es elJardín de las Musas y la Casa deAfrodita. Todo el mundo, desde los
filósofos hasta los flautistas, viene aquícon la esperanza de hacerse rico. Eso noquiere decir que no te puedas hacer ricaen cualquier otro lugar. Yo lo hice, porejemplo. —Volvió a hacerse con el vino,le dio unas vueltas dentro del jarromientras meditaba, y después le dio otrotrago.
—Es cierto —dijo Isócrates dandopalos de ciego—. A todo el mundo legusta la música. El Consejo gasta muchodinero en los festivales del pueblo deRodas, y eso sin contar todos losconciertos que se dan en las demásciudades de Rodas. Y nuestra repúblicacomercia con todas las ciudades del marMedio, de modo que, si te haces un
nombre en Rodas, te lo habrás hecho entodas partes.
Ella se apretó las manos contra losojos.
—Es más difícil para las mujeresque no quieren venderse, ¡y yo noquiero! ¿Cómo voy a empezar, sinpatrocinio y sin una familia que meayude? Mi padre ha muerto, he perdidomis posesiones, Antíoco, sin lugar adudas, piensa que lo he traicionado. Loúnico que tengo es un baúl lleno de ropay unas cuantas joyas. Si las vendo, mequedo sin nada. No quiero, no quiero...—paró y volvió a intentarlo—. ¡Noquiero ser una ramera! Sé que todo elmundo piensa que ya lo soy, ¡pero no lo
soy! ¡Yo me dedico a la música!Aristómaco eructó.—¿Quieres que te dé un consejo?
Vuelve a Rodas. No necesitas elpatrocinio de un rey, ¡tienes a trespresidentes del Consejo! Los dejastemuy impresionados a los tres, lo sabes,y Haguemonte conoce a toda la genteque se encarga de los festivales y cosaspor el estilo. Claro, intentará que teacuestes con él, pero si la música se teda realmente bien, no insistirá. Él es, enrealidad, un amante de las Musas. Vas averle y le preguntas por el alquiler denuestra sala de conciertos, y te prometoque si eres buena, tirará de algunoshilos, te lo reservará él mismo, te lo
dejará a un precio más que razonable, yles dirá a todos sus amigos que vayan aescucharte. Luego, das un conciertogrande y gratuito durante alguno de losfestivales, cuando haya muchosvisitantes en el pueblo... tal vez con unpar más de representaciones diferentes.Para tener un poco de variedad, puedesbuscar músicos principiantes buenos quetoquen gratis a cambio de no tener quepagar por la sala... y, bueno, así habrásempezado, ¿no te parece?
Dionisia lo miraba estupefacta.Diseria se apresuró a hablar.—¿Señor, le estás ofreciendo a mi
señora un pasaje de vuelta a Rodas?Aristómaco separó las manos.
—¿Por qué no? Nadie más hareservado ese camarote.
—¡Ay! —susurró Dionisia,sonriendo a pesar de las lágrimas—.¡Muchas gracias!
SEIS
La oferta de pasaje a Rodas a bordodel Talía tenía para Dionisia uninconveniente: el hecho de que la naveharía escala en Éfeso, el último lugaradonde ella quería ir. Aristómaco, encualquier caso, se quedó atónito ante lamera proposición de que el barco depantoque redondo no se detuviera allí.Su beneficio se vería reducido si elgrano de otro llegaba a aquella ciudadsuperpoblada antes que el suyo. Lo queDionisia podía hacer, según le dijo, era
permanecer en su camarote mientras elbarco estuviera en Éfeso —en cuyocaso, nadie en la ciudad tenía por quéenterarse de que estaba allí—, o bienpagarse un pasaje directo a Rodas abordo de otro barco. Ella, sin dudarlo,decidió quedarse en el Talía.
Aristómaco fue convocado a otraaudiencia con el rey Tolomeo a lamañana siguiente y volvió A Atalantaportando una carta del rey para lospresidentes rodios.
—Ha sido muy, muy cortés esta vez—dijo con enorme satisfacción—. Noha dejado de asegurarme locordialmente que celebra su amistad conRodas. Estaba avergonzado, creo yo,
por la manera en que trató a la muchachamilesia delante de mí. Si la carta es tancivilizada como lo ha sido él enpersona, la mujer me habrá hecho unfavor. ¡Los presidentes creerán que soyel mejor diplomático que ha habidodesde Odiseo! Empieza a reunir a latripulación, ¿de acuerdo? Zarparemosmañana, si el tiempo y los dioses lopermiten.
Efilates, el capitán del Talía, sehabía pasado los dos días previosindagando sobre el abastecimiento degrano; ahora, Aristómaco habíaaprobado sus transacciones y habíapagado y organizado la labor decargarlo a bordo. A la mañana siguiente,
el Talía y el Atalanta zarparon conrumbo hacia el norte.
El viento seguía siendo del norte, talcomo sería durante casi todo el verano,de manera que la ruta directa haciaRodas o hacia Éfeso le sería imposiblea cualquier barco que dependiera delviento. El Atalanta acompañó al Talíahacia el nordeste, hasta Chipre.Después, dejó a su suerte al barco depantoque redondo para volver a navegarhacia el noroeste y remó a lo largo de lacosta de Panfilia, haciendo una escalanocturna para descansar y comprarprovisiones. A Aristómaco no lesatisfacía mucho más acampar en unaplaya que pasar la noche en un barco de
guerra en alta mar.—¡Zeus! —se quejó, estirándose
para sacudirse la rigidez por la mañana—. ¡Y pensar que hice esto a losdieciséis años y me pareció divertido!
Tomaron la decisión de hacer escalaen Faselis para realizar indagacionesacerca del barco que había recogido alos piratas cautivos. Las autoridades delpuerto lo habían registrado: el Nea,procedente de Cos, capitaneado porLisandro. Uno de los trabajadores delmuelle lo recordaba bien.
—Bonito barco, aquél. Más esbeltoque la mayoría de los akatos, con laproa afilada como la de los barcos deguerra. Recién pintado... ¡de azul, para
que se confundiera con el mar! Un mástily diez remos, unas treinta toneladas consu carga, supongo. Me sorprendió muchoque el capitán embarcara a todosaquellos esclavos. Yo diría que no era elbarco ideal para transportar a tantospendencieros. De hecho, tuvo queembarcarlos en un espacio tan reducidoque la tripulación apenas si tenía sitiopara mover los remos.
Uno de los empleados del capitándel puerto confirmó, también, que«Lisandro» había estado preguntandopor una mujer que había sido rescatadade los piratas por los rodios.
—Dijo que era amigo del tío de laseñora. ¿Así que vosotros sabéis de
ella? ¡Supongo que fue tu gente la que larescató! Yo no sabía nada, pero unamigo mío me dijo que la muchacha ibaa bordo del Artemisa.
Llegaron de regreso a Rodas quincedías después de haber zarpado, y sietedespués de haber dejado Alejandría. Yaestaban en el mes de mayo y latemporada propicia para navegar habíaempezado. El puerto estaba abarrotadode barcos mercantes y los depósitos dela Armada estaban prácticamentevacíos, sus trirremes y cuadrirremeshabían salido a proteger el comerciorodiota.
El Atalanta pasó tres días en puerto.Casi toda la tripulación consideraba que
eso era demasiado poco. Muchos deellos se acercaron a Isócrates paraseñalar que habían estado remando deun lado al otro del mar Medio mientrasel resto de la Armada se quedaba enpuerto, esperando a que llegara elverano, y que se merecían laoportunidad de poder gastar el dineroque habían ganado. Aristómaco leshabía dado el resto de lo que se lesdebía por el asunto de los piratas. Elsegundo oficial, Simmias, se quejaba,además, de que seguía esperando suparte del rescate del Artemisa.
—Estamos todos igual —le dijobrevemente Isócrates—. Todavía no noslo han pagado, Simmias.
—El trierarca nos lo podría dar acuenta —objetó Simmias—. Aristómacotiene mucho dinero. —Contempló aIsócrates, durante un momento, con carade desconfianza—. ¿Te ha dado a ti algoa cuenta?
—No —contestó Isócrates. Luego sequedó pensando si aquello era cierto.Aristómaco le había dicho que iba ainvertir la parte del dinero del rescatecorrespondiente al primer oficial en elcargamento del Talía: ¿era eso lo mismoque pagar a cuenta?
Simmias pareció darse cuenta de suinseguridad.
—¡Todos nos esforzamos muchopara remolcar aquel barco!
—Simmias, si la compañía sedisuelve o acaba en bancarrota, nadieobtendrá el dinero. Ahora nos dirigimoshacia Éfeso, podremos preguntar por eldinero del rescate cuando estemos allí.
Simmias aceptó aquello, pero semostró desconcertado.
—¿Por qué a Éfeso? Esa ciudad noes ninguna cueva de piratas.
Isócrates le contó la verdad hastadonde pudo, sin mencionar al reyAntíoco.
—Sabes que pensamos que elcomandante de la guarnición de Faselisle vendió nuestros prisioneros al propiojefe de los piratas, ¿verdad? Queremoshablar con el capitán del Artemisa para
ver si nos puede dar alguna informaciónque nos ayude a seguirles la pista.
Pasadas dos tardes, cuando llegarona su destino, Aristómaco le vino a decireso mismo al capitán del barco deguardia que los detuvo en la bocana delpuerto y les preguntó a qué venían.
—¿Quieres hablar con Filotimo? —dijo el capitán del barco de guardia,poniendo mala cara—. Está muerto.
Isócrates recordó la palmada que ledio Filotimo en el hombro, que casi ledesencajó los huesos, y aquella voz depito llena de entusiasmo, y se quedóestupefacto.
—¿Muerto? —exclamó,
interrumpiendo la conversación deforma indebida.
—Lo encontraron ahogado en elpuerto hace diez días —respondió elcapitán del barco de guardia—. No va apoder responder a tus preguntas.
Se hizo el silencio. Entonces,Aristómaco suspiró y dijo:
—¿Podemos entrar al puerto detodas formas? Es muy tarde ya paraencontrar otro sitio donde hacer noche.
El capitán del barco de guardia lesdejó entrar de mala gana. Parecía, sinembargo, que, estando el rey en suresidencia, los barcos de guerra rodiotasno eran tan bienvenidos como decostumbre. El Atalanta fue dirigido
hacia una playa enfangada al norte delpuerto, fuera de la muralla de la ciudady bien apartada de los muelles.
Las autoridades portuarias sabían,en cualquier caso, que los barcosmilitares tenían que comprarprovisiones, y cuando Aristómaco eIsócrates atravesaron el lodo aquellatarde acompañados por un par deremeros para que transportasen lossuministros, fueron admitidos a laspuertas de la ciudad. El Talía estabaamarrado en el muelle principal.
Aristómaco se apresuró a subir abordo.
—No me esperéis de regreso estanoche —declaró—. ¡Juro por Poseidón
y por Zeus, el dios de los viajeros, queya he tenido bastante de esta vida deperro! Voy a cenar en la mejor tabernade Éfeso y a dormir en el camarote delcapitán de mi querido barco. Os veomañana.
—Señor —dijo Isócrates apenado—, ¿de verdad crees que separarte delbarco es lo más sabio?
Aristómaco se rió.—¿Por qué? ¿Qué crees que va a
pasar?Isócrates no habría sabido decirlo...
lo que sabía era que no se sentía nadatranquilo. El rey Antíoco estaba en algúnlugar de aquella ciudad inmensa yAristómaco acababa de volver de una
misión para el rey rival. La reinaLaodice también estaba allí, yAristómaco tenía a bordo del Talía a lamujer de la que la reina se queríadeshacer. El Atalanta estaba varado dellado de fuera de la muralla, y el hombrecon el que habían venido a hablar habíasido encontrado flotando en el puerto. AIsócrates no le parecía el mejormomento para que el trierarca cortase lacomunicación con el barco.
—¡No me va a pasar nada! —dijoAristómaco alegremente, dándole unapalmada en el hombro al capitán—.Vosotros id a hacer las compras —ordenó mientras trepaba con entusiasmopor la escala del Talía.
Isócrates no pudo evitar preguntarsesi lo que quería el trierarca no sería, enrealidad, probar suerte en el camarotede pasajeros. Trató de desechar aquellaposibilidad tan desagradable, pero levolvía una y otra vez a la mente.Aristómaco era viudo, no había nadaque le impidiese perseguir a las mujereslibres. Había hecho mucho por ayudar aDionisia y ella le estaba agradecida. Aél le gastaba la mujer, y no sólo era muyrico, sino también inteligente yavispado. Si ella no tenía todo eso encuenta, es que era idiota.
La imagen de ambos dos riendo enaquel camarote, tan pequeño y biendecorado, le produjo una sensación de
mareo y ardor de estómago, y sintió unataque de odio hacia su trierarca. Tratóde digerirlo. Aristómaco no había hechonada para merecer que le odiara. Másaún, a Isócrates estaba empezando acaerle bien. Lo único de lo queverdaderamente se podía culpar a aquelhombre era de preocuparse demasiadopor su dinero, y de negarse a sufririncomodidades. No era culpa suya queIsócrates fuese pobre.
Llevó a los hombres a la plaza delmercado, compró vino y queso para elAtalanta y desanduvo el extenuantecamino hacia el barco mientras suimaginación le mostraba a Aristómacocon Dionisia, alegremente desnudos,
emparejándose sobre aquel sofátapizado de peces bordados.
Pasó la noche en vela en el asientodel comandante, bajo el codaste, y sequedó dormido cuando ya estabaamaneciendo. Lo despertaron unas vocesjusto antes de que uno de los remeros losacudiera de un hombro y le susurrara:«Señor, señor», con cierto tono deurgencia.
Isócrates se levantó de un salto ydescendió por la escala de gato, concara de sueño y el pelo revuelto,arropado en su vieja capa de navegar. Elbarco tenía visita: un oficial y una filade lanceros. El oficial era un hombrejoven, pálido y regordete, con una capa
larga finísimamente bordada de violeta ycarmesí. Llevaba un báculo heráldico demarfil con serpientes doradasentrelazadas, y tenía las manosrechonchas cuajadas de anillos. Losdieciséis lanceros que lo acompañabanllevaban corazas y grebas de bronce, ycascos con crestas teñidas de morado;los escudos estaban pintados del mismocolor y decorados con estrellas doradas,y las puntas de las lanzas se habíanrematado con oro. La tripulacióndescalza y medio desnuda del Atalantalos contemplaba con una mezcla deadmiración y desprecio, mientras loslanceros de a bordo se encontrabandivididos entre la vergüenza y la
envidia.—¿Eres tú el trierarca de este
navío? —preguntó el heraldo con unacento jonio muy marcado.
—Soy el capitán, Isócrates deCamiro. Nuestro trierarca está en laciudad.
El heraldo se decepcionó.—¡Bueno, pues yo no voy a ir a
perseguirlo por ahí! Les tendrá que valercon que vayas tú.
—¿Que yo haga qué?El oficial se irguió.—Soy Hipérides, hijo de Lisímaco,
¡pertenezco a la realeza! ¡La reinaLaodice me ha mandado venir a vuestrobarco rodiota para invitar al trierarca a
su casa! Tiene curiosidad por saber quéencargo os ha traído aquí.
Isócrates se lo quedó mirando,confuso y receloso.
—¡Ah! —exclamó como un estúpidopara, pasado un momento, añadir—:Nos honra mucho la invitación de lareina, por supuesto, pero no tiene...quiero decir, no hace falta que se tometanta molestia. Ya le comunicamosnuestro encargo al barco de guardiaayer, cuando llegamos. Esperábamosconseguir información acerca de unospiratas de un hombre llamado Filotimo,que tuvo cierto roce con algunos deellos, pero nos han dicho que ha muerto.Estábamos planeando volver a zarpar
esta misma mañana.Hipérides soltó una risilla burlona.—Pues vais a tener que posponer la
partida, rodiotas. Mis instrucciones sonclaras: tengo que llevar a uno devosotros ante la reina y, dado que tutrierarca no está aquí, vas a tener queacompañarme tú.
—¡Podría ir yo! —ofrecióNicágoras con entusiasmo.
Isócrates se lo quedó mirandoperplejo, y entonces cayó en la cuenta deque el jovenzuelo no imaginaba siquieraque pudiera haber algo alarmante enaquella invitación. El solamente queríaver con sus propios ojos a una reina.
—Me temo que no —respondió el
heraldo. Su tono y la expresión de surostro añadieron: «¿Quién te has creídoque eres, renacuajo?», con lasuperioridad que le daba ser, a lo sumo,un año mayor que él—. Tú, capitán... sitienes algo mejor que esa capa paravestir, póntelo.
—Por supuesto —dijo Isócrates,empezando a sentirse enfermo.
No sabía para qué quería la reinaLaodice hablar con Aristómaco, peroexistía la aterradora posibilidad de quesupiera lo de la reunión con el reyTolomeo. Ahora se alegró de que eltrierarca no estuviese a bordo. ¿Acasoera el título de «reina» un indicio de quesu rango era ya público y oficial? El no
se había enterado de que hubiera sidoanunciado. Si llevaba la diadema puestadesde el día siguiente a sureconciliación con el rey, seguramenteen Éfeso se contemplaría su título comoun hecho establecido, tanto si era oficialcomo si no. Probablemente, ya erademasiado tarde para que Antíocopudiese volver a cambiar de opinión sinque le resultase muy embarazoso.
El instinto le gritaba que se llevaseel barco de allí a toda prisa, ahora quetodavía estaba a tiempo. Era altamenteprobable que fuese a estallar la guerra, ytal vez Siria ya consideraba que Rodasera un aliado de Egipto. Sin embargo,salir huyendo antes de que los
amenazasen habría sido... ridículo,cuando menos; y en el peor de los casos,podía ser causa de un incidentediplomático. El título de Laodicetodavía se podía revocar. Aquellainvitación, tranquilamente, podía haberestado motivada por un deseo deinformación de la que pudiera valersepara aferrarse a su posición. Además,Aristómaco estaba en la ciudad,probablemente a bordo del Taita. Si lasautoridades lo registraran, encontraríana Dionisia, y eso les acarrearía másproblemas aún. No, tendría que ir él areunirse con la reina.
Tenía la capa nueva cuidadosamentedoblada y guardada en su bolsa. Volvió
al barco para ponérsela y sintió unalivio inmenso al ver que Nicágoras lohabía seguido, con gesto huraño.
—Tráeme a Simmias y a Polidoro—le dijo al joven y se entretuvocolocándose la capa hasta que llegaronsus subordinados.
—Puede que esto nos traigaproblemas —les dijo, secamente, a lostres en un susurro—. Preparad el barcopara zarpar y mandad a buscar aAristómaco enseguida. Decidle que nome espere si no he vuelto al mediodía. Ysi no lo encontráis, o si el mensajero quemandéis no regresa, zarpad. Le seréis demás ayuda si volvéis en unos días conuna queja formal de Rodas que si os
quedáis aquí.Nicágoras y Simmias se quedaron
sencillamente apabullados, peroPolidoro reaccionó enseguida.
—¿Todo esto es por algo que le dijoal rey en Alejandría? —preguntó en unsusurro muy áspero.
Isócrates agradeció que por lomenos uno de sus subordinados fuerainteligente.
—Puede ser. Espero que no, pero esmejor que estemos preparados.
Se ató las sandalias, se echó elextremo de la capa nueva por encima delhombro y descendió por la escala degato. Se esforzó por alejarse del barcomostrando seguridad, como si no tuviera
duda de que iba a volver.Los que lo escoltaban partieron
hacia la ciudad, pero se desviaron antesde llegar a la entrada norte de lamuralla, tomando un camino que llevabahacia la izquierda. Isócrates sesorprendió.
—¿Pero no íbamos a casa de lareina?
—Sí —respondió Hipérides, elheraldo, meneando la cabeza antesemejante ignorancia, y se lo aclaró—.La reina no vive en la ciudad. No habíasitio allí para una casa de la categoríade una gran reina. Tiene su mansión aunos diez estadios de aquí, sobreaquella colina.
Siguieron andando en silencio, salvopor el traqueteo de las armaduras de lossoldados al compás de las pisadas. Elcamino subía por la ladera de la colina,con Éfeso a sus espaldas. El valle delCaístro apareció ante sus ojos envueltoen una bruma azul. El sol brillaba sobreel paisaje de ricos campos, verdes porla primavera y salpicados de floressilvestres. Había vacas disfrutando delos altos pastos. Isócrates se preguntó sino se habría dejado llevar por el pánico.Si la reina solamente tenía curiosidad yno se traía nada entre manos, susinstrucciones desesperadas iban aparecer muy estúpidas.
Llegaron a lo alto de la colina y a
sus pies se desplegó lo que sólo podíaser la mansión de Laodice. Era unaconstrucción espléndida, con pórticos demármol, cipreses y albercas, y con ungrupo de establos y otros edificios a lolejos. La escolta de Isócrates marchó enpos de las columnas que había en laparte delantera del edificio. Allísalieron a recibirlos más soldados y elguardián de la puerta. Tras una brevediscusión, los soldados de la escolta semarcharon en formación por un lado dela casa. Isócrates pensó si protegíanpermanentemente a la reina o si, dehecho, servían al rey. Entonces, sepreguntó si el rey estaría alojado en casade su esposa. Era posible... aunque
también era posible que Antíoco sealojase en la ciudadela efesia.
El guardián de la puerta,desconfiado, miró a Isócrates de arribaabajo.
—¿Está armado? —le preguntó alque le traía.
—Por lo que he podido ver, ¡ningunode ellos va debidamente armado! —respondió Hipérides con desprecio.
—¿Lo has comprobado? —preguntóel guardián.
—¡No estoy armado! —dijobruscamente Isócrates, sacudiéndose lacapa y separando los brazos para que elguardián pudiera verlo por sí mismo—.Señor, no soy tan imbécil como para
venir armado a reunirme con la realeza.El guardián de la puerta dio un
respingo, y con cierto recelo dejó pasara Isócrates y a su guía al interior de lacasa.
Atravesaron la entrada, cuyo sueloera de mármol pulido, hacia un patiodonde tintineaba una fuente, y luegopasaron por una columnata hacia unnuevo atrio. Este tenía un pilónrectangular de agua oscura, rodeado deplantas de romero y de lavanda en urnasde piedra. Había un parral, ahora enplena floración, con un banco de mármoldebajo. Una mujer con una capa moradalos esperaba en el banco, rodeando conlos brazos la rodilla que tenía doblada.
Llevaba la diadema real —una cintaestrecha de púrpura de Tiro—entretejida en el intrincado recogido desu pelo castaño rojizo. Otro par demujeres la flanqueaba, una bailando encírculos y la otra tocando la lira.
La reina levantó la vista, y luegochasqueó los dedos. La que tocaba paróen mitad de un acorde. El guía deIsócrates avanzó unos cuantos pasos máspara ir a postrarse con la mirada fija enel pavimento empedrado.
—¡Salud, oh, reina! —exclamó, y sevolvió a erguir—. Fui adonde losrodios, como me pediste, pero eltrierarca no estaba. Éste es el capitán.
No dijo el nombre de Isócrates,
probablemente porque no se habíamolestado en recordarlo.
Laodice miró a Isócrates. La reinaera más joven de lo que él se habíaimaginado, y más guapa, con la carapálida y ovalada y los ojos verdes. Sepreguntó si estaría esperando que éltambién se postrara, y deseó que nofuese así. Le parecía degradante... y detodas formas no habría sabido cómohacerlo.
—Capitán —repitió la reina,levantando las cejas—, ¿dónde está tutrierarca?
—Se fue esta mañana a la ciudad,señora. Yo estaré encantado de atenderteen su nombre.
—¿De verdad? —Laodice se estiróy posó en el suelo el pie que teníalevantado. Isócrates advirtió conincredulidad que las sandalias de lareina estaban labradas en oro yrepujadas de amatistas—. ¿Y qué havenido tu barco a hacer en Éfeso,capitán? Y, por cierto, soy reina y no unasimple señora.
—Perdóname, oh, reina —dijoIsócrates con mucho cuidado—, noconozco el protocolo, nunca antes habíatratado con una reina. Si te ofendo espor ignorancia, y no a propósito.Vinimos aquí esperando obtenerinformación sobre unos piratas de unhombre que fue capturado por ellos hace
cosa de un mes. Sin embargo, nos handicho que ha muerto. Teníamos intenciónde volver a zarpar.
—¡Piratas! ¡Es fascinante! ¿Y porqué queréis información acerca de unospiratas?
—Sen... quiero decir, reina, la tareaprincipal de nuestra trihemiolia es cazarpiratas. Estos en concreto son unos conlos que nos encontramos el mes pasado.Hundimos su barco e hicimosprisioneros a los supervivientes. Perotuvimos que dejárselos a la guarniciónde Faselis, y cuando volvimos abuscarlos, nos encontramos con que elcomandante de la guarnición se loshabía vendido a alguien cuya
descripción corresponde con la del jefede los asaltantes. Teníamos la esperanzade atraparlos antes de que vuelvan acausar más daños.
Laodice soltó una pequeña sonrisade satisfacción y volvió a chasquear losdedos. La intérprete de lira se acercó atoda prisa, escuchó una orden que lesusurró la reina y salió corriendo.
—Tal vez yo pueda ayudarte. ¡Perocuéntame más de esa batalla navaldesesperada en la que hundiste un barcopirata!
Isócrates estaba desconcertado.—No fue una batalla naval, reina.
¡Ellos sólo tenían una pentecontera!—¿Y eso no es un contrincante de
categoría? Bueno, entonces ¡no parecemuy valiente por tu parte el haberloshundido!
—Hundir piratas no es valiente, es...es como matar lobos cuando acechan alos rebaños, o ratas cuando se comen elgrano. ¡Es algo que hay que hacer parano perder nuestro medio de vida!
Laodice sonrió a alguien que acabade entrar en el patio, a la izquierda deIsócrates.
—¿Has oído eso, Andrónico? Piensaque eres un gusano.
Isócrates se dio bruscamente lavuelta y se encontró con el jefe de lospiratas, que lo estaba mirando.Reconoció a aquel hombre de inmediato,
a pesar de que solamente lo había vistouna vez, y a pesar de que su barba negray densa estaba ahora bien recortada, yaunque su cuerpo musculoso estabacubierto por una túnica de colorescarlata que disimulaba parcialmente lacicatriz inconfundible.
Andrónico también reconocióvisiblemente a Isócrates; puso cara deira y de asombro.
—¿Qué hace aquí este rodio demierda? —inquirió.
Laodice se rió con disimulo ylevantó un dedo en señal deamonestación. Andrónico torció elgesto, agachó la cabeza, y luego se pusode rodillas... ¡se postró!
—¡Perdóname, oh, reina! —exclamó—. Me ha pillado por sorpresa. ¡Este esel hombre que me hundió el barco!
—¡Cielos, no! —exclamó la reinacomo una chiquilla—. ¿El sólito? En talcaso, el barco no te lo hundió untrierarca siquiera, porque este caballeroes solamente el capitán. Su barco se hatomado la molestia de venir hasta Éfesoa preguntar por ti, ¿no te resultaconmovedor?
Isócrates se había estado mordiendola lengua para contener una exclamacióniracunda, pero en este punto se volvióhacia la reina y dijo en tono duro:
—¡Este hombre es un pirata, oh,reina! ¡Ha llevado a cabo saqueos por
toda Licia, ha asesinado y ha robado,llevándose a personas nacidas librespara venderlas como esclavos! ¡Nodeberías tenerlo a tu servicio!
—¡Ah, cállate! —lo interrumpióLaodice—. Era un pirata. Ahora, es unmercenario a mi servicio. Rodio, si nofuera por tu ignorancia respecto a losmodales de la corte, te habría mandadoazotar por atreverte a decirme a mí loque debo o no debo hacer. Había unamuchacha que rescataste del barcopirata, una arpía milesia, llamadaDionisia. ¿Qué ha pasado con ella?
¡Con que era de eso de lo que setrataba! La reina no sabía nada del viajea Alejandría, aún seguía tratando de dar
caza a Dionisia. Isócrates se quedóparalizado durante un instante, tratandode pensar. El pirata ya se había vuelto aponer de pie, y lo estaba observandocon la misma intensidad con la que unperro observa a una persona que come.Isócrates comprendió en ese precisoinstante lo que le había pasado aFilotimo: a Andrónico le habían dichoque Dionisia estaba a bordo delArtemisa, y por eso el capitán delArtemisa había sido llamado ainterrogatorio... pero, como susrespuestas no resultaron satisfactorias,su cuerpo acabó flotando en el puerto.
—Se embarcó rumbo a Alejandría—dijo, por fin, Isócrates.
—Ah —Laodice se echó haciadelante, con los codos apoyados sobrelas rodillas—, ¡bueno, ya vamosprogresando! Y tú la ayudaste, ¿verdad?¡Tú la llevaste a Rodas! Te haré saber,rodiota, que esa mujer es una ladrona.¡Me robó unas joyas y salió huyendo!
Isócrates, incrédulo, se la quedómirando.
—De eso no sé nada.—Te digo que era una sucia ladrona,
rodio... ¡y tú la ayudaste!—¿Y esperas que te compadezca,
cuando tú tienes a tu servicio a unpirata?
Aquello creó un gran revuelo. Lamujer que, con suma simpleza, llevaba
todo aquel rato dando vueltas, paró degirar y se quedó mirando, Hipéridessoltó una exclamación indignada.Andrónico sonrió. Laodice entornó losojos.
—Rodiota, si eres inteligente, ¡metendrás más respeto! La ignorancia no esexcusa para todo. Te digo que hasayudado a una mujer que robó en casade Seleuco el Conquistador.
—¡Y yo te digo que no sé nada deeso! ¡No puedes esperar que profundiceen la historia de cada una de las mujeresque acaban en manos de los piratas! ¡PorZeus, si había por lo menos veintesolamente en el Artemisa! Recuerdo a lamuchacha de la que me hablas. Dijo que
tenía cierta relación con el rey Antíoco yque tenía cartas de él que lodemostraban, dijo que estaba tratando dellegar a Alejandría, donde vive suhermano. Era poco probable que fuese aencontrar otro barco en Faselis en losdías siguientes, de modo que le ofrecípasaje hasta Rodas. Cuando llegamosallí, la ayudamos a reservar un camaroteen el siguiente barco que zarpó conrumbo a Alejandría. —Miró a la reina alos ojos—. Si el rey está enfadadoporque ayudamos a alguien que seproclamaba de su círculo de amistades...bueno, ¿quiere que le prometamos que,en el futuro, no lo volveremos a hacer?
Hubo un momento de silencio.
Entonces, la reina preguntó:—¿Y no os pareció sospechosa esa
muchacha?—No era asunto mío preguntar
acerca de la vida amorosa de un rey, nipor qué la había mandado tan lejos.
Laodice lo miró con desdén, peroIsócrates se dio cuenta de que estabasatisfecha.
—¿De modo que está en Alejandría?Isócrates asintió.—Los vientos han sido favorables.
Debe de haber llegado a la ciudad elmes pasado.
La reina puso mala cara.—¡La muy zorra y traicionera!
Bueno, por lo menos ésa aquí ya no
vuelve.Hubo otro momento de silencio.
Isócrates era consciente de queAndrónico estaba de pie, con lospulgares colgados del cinturón,esperando a que aquellas migajascayeran de la mesa de la reina. Tomónota de que el pirata también ibadesarmado. Era evidente que la reina,por más que lo tuviera a su servicio, noconfiaba en él lo bastante como parapermitirle estar armado en su presencia.Pasase lo que pasase a continuación, eraallí donde tenía que ocurrir.
Andrónico, por supuesto, teníaarmas a su alcance... armas y hombresque acudirían en su ayuda. Las únicas
esperanzas que tenía Isócrates estaban abordo del Atalanta. Luchó contra unincipiente deseo de rogarle por su vida ala reina. El miedo que le apretaba lagarganta puede que fuese innecesario, yen caso de que estuviera justificado,ponerse a rogar no le iba a valer másque para saber que había avergonzado aRodas.
—¿Eso era todo, oh, reina? —preguntó, por fin.
Laodice torció el gesto y volvió aponer las sandalias repujadas deamatistas encima del banco.
—Me desagradas, rodio.—Lamento que sea así. Rodas
siempre ha tratado de ser amiga de la
casa de Seleuco.Ella frunció los labios.—¡Eso en sí es una arrogancia! ¡Una
isla tan pequeña creyéndose que enmodo alguno puede considerarse amigade un reino que gobierna todo oriente,desde Persia hasta las Puertas deArabia! ¡Mi marido es un dios, rodiota!
—También lo fue Demetrio elAsediador de Ciudades en su día.Vendimos sus armas de asedio portrescientos talentos, como debes saber.
Hipérides volvió a exclamar deindignación y dio un paso adelante,levantando el báculo de marfil como sifuera un garrote. Miró a Laodice parapedirle permiso, pero ella, sin prestarle
atención, se quedó contemplando aIsócrates un rato más con aquellos ojosentornados. Después, puso una sonrisitamaliciosa.
—No hace falta que mis hombres teescolten de vuelta a tu barco, ¿verdad?—preguntó con una voz muy dulce—.Estoy segura de que sabrás volver túsolo.
Isócrates no volvió la cabeza paraver la reacción del pirata, la adivinabaperfectamente. Le hizo una reverencia ala reina y se encaminó hacia la salidaque tenía detrás.
—¡No te he dado permiso para quete marches! —exclamó la reina.
El se detuvo y se volvió hacia ella,
con el corazón acelerado de rabia ydesesperación. Por el rabillo del ojo,vio que Andrónico se postrabaapresuradamente y se marchaba.
Laodice se puso más cómoda en elbanco y sonrió con aire de suficiencia.
—Dime, ¿qué te pareció a ti esazorra, Dionisia?
—Admiré su valor y su dignidad —contestó, sinceramente, Isócrates—, yme dio lástima. La habían separado desu familia por el capricho de un rey(tratándola como si fuera una esclava yno una mujer libre), y por otro caprichoreal la habían despedido. Me alegré deque en Rodas no tengamos reyes.
La sonrisa de suficiencia se
transformó en una mirada iracunda.El apretó un poco más.—Cuanto más sé de la monarquía,
más aprecio nuestra democracia.Laodice dejó escapar una
exclamación sin palabras, se quitó unade las sandalias y se la tiró a la cabeza.Él consiguió levantar una mano a tiempode pararla. La reina recorrió lacolumnata con la mirada, como siestuviera pensando en llamar a losguardias. Luego, aparentemente, se lopensó mejor.
—¡Fuera de aquí! —le ordenó,hecha una furia.
Él le hizo una reverencia rápida y semarchó. A ver si lograba hacerlo lo
bastante rápido para...Hipérides, el guía de Isócrates, lo
alcanzó antes de que llegase al siguientepatio. El joven petimetre corrió, se pusorojo y resopló, agarró a Isócrates por unbrazo y clavó los talones, haciendo queambos se detuvieran.
—¡Tú! —gritó muy enfadado—. ¡Nose te permite deambular solo por la casade la reina!
Isócrates se soltó de los dedos quelo sujetaban por el brazo.
—Pues, entonces, muéstrame lasalida. Tu señora me acaba de ordenarque me vaya.
El joven gruñó.—Es por ahí —dijo, señalando
hacia la derecha, por delante de lacolumnata.
—Por ahí no es por donde hemosvenido.
—Es por donde vas a salir. —Hipérides volvió a coger a aquelextraño invitado del brazo. Isócrates sesacudió para soltarse y se quedaron losdos durante un instante mirándose cara acara. El joven regordete era varioscentímetros más bajo que él, y resultabaevidente que no era un luchador. AIsócrates le dieron ganas de dejarloinconsciente de un golpe y marcharse.
Imposible. Hipérides era, a todasluces, alguien importante, y ademáshabía estado haciendo de heraldo de la
reina. Una persona así debía de sersacrosanta. Isócrates hizo una mueca ysiguió hacia la derecha.
Hipérides, corriendo, se pusodelante de él.
Trazaron una ruta en zigzag por lacasa... muy lentamente. Deambularonpor patios y salones espléndidos,forrados de alfombras de valorincalculable. Entraron y salieron de lassalas de trabajo donde las mujeres delservicio, sobresaltadas, tejían en lostelares. Pasaron por la cocina yrodearon el jardín. A Isócrates no lepreocupaba el miedo, pero los pasitoscortos que daba aquel hombre le hacíanhervir los nervios y la sangre le
palpitaba en las orejas.Llegaron a la entrada de mármol por
fin. Hipérides le hizo pararse otra vez.—El guardián de la puerta querrá
registrar tu salida —dijo con altivez—.Tu nombre, la ciudad y esas cosas.Espera aquí un momento, voy a buscar ellibro de registro.
Isócrates asintió. En cuanto el jovendesapareció, sin embargo, se fue directohacia la enorme puerta de roble, corrióel pestillo, la abrió y echó a correr.
El heraldo y el guardián de la puertale gritaron, ambos indignados. Lossoldados que estaban de guardia fueragritaron también, y uno empuñó la lanza,pero estaban tan sorprendidos que no
sabían qué hacer. Su trabajo consistía enno dejar que la gente entrase. Isócratespasó volando por delante de ellos,camino de Éfeso. La capa nueva era tanlarga que le hacía ir más despacio, asíque se la quitó y, con gran dolor, la tiróal suelo. Más le valía perder la capa quela vida. Se oían más gritos desde atrás:¡Para! ¡Espera! Eso sí, tampoco oyó anadie gritar «¡Matadlo!», de manera quesiguió corriendo sin mirar atrás.
Estaba subiendo a la colina, con elcorazón en un puño, cuando una piedrasaltó disparada en el camino, justodelante de él. Miró al suelo cuando pasócorriendo por delante, pero no vio nada.Habría sido, pues, un proyectil lanzado
con una honda, y no una flecha. Todavíano sentía miedo, incluso a pesar de unsegundo disparo que casi le dio en lospies. No podía prestar atención a otracosa que no fuera correr. Respiraba condificultad y las piernas ya le dolían.Hacía ya años que no corría unadistancia larga, pero tenía buenaresistencia de tanto remar. No pensabaparar.
En cuanto llegó a la cima de lacolina, algo le golpeó la espalda con unimpacto brutal que lo dejó entumecido.Se tambaleó, pero logró no caer y seguircorriendo. ¡Salvado por otro minuto odos más! No podrían dispararle porencima de la colina, y al bajar por la
ladera del otro lado iría mucho másrápido que ellos, que estaban subiendo.Tal vez fuese capaz de ponerse fuera desu alcance. Si llegaba a la ciudad, ¿lodejarían en paz? Deseó con todas susfuerzas que no lo mataran en presenciade testigos. Bajó desesperadamente y atoda velocidad, con grave riesgo a cadapaso de torcerse un tobillo o caer debruces. El dolor de lo que fuera que lehabía golpeado fue cobrando cuerpo.Volvía a sentir el golpe cada vez quedaba un paso, y sintió que le faltaba elaire. El sudor se le estaba metiendo enlos ojos y apenas si veía el camino quetenía delante. Tropezó contra una roca, yla sacudida incandescente que sintió en
la espalda al caer le arrancó un grito. Seforzó a volver a levantarse y se vio a símismo remando con todas sus fuerzaspara alejar su barco del poderosoenemigo: máxima velocidad, y uno ydos, y uno y dos...
Los gritos lo rodeaban por todaspartes, y entonces sintió un impacto en lacara. Tanteó buscando su remo, perotenía las manos entumecidas. ¡El barcohabía sido ensartado con un espolón!Estaba paralizado por un miedo inmensoque era más fuerte que él. ¡El magníficoAtalanta! ¡Abierto en canal, roto,chapoteando en el mar amargo, todasaquellas vidas apretujadas que llevaba abordo, tragadas por las olas! La voz de
su padre le gritaba:—¡Es inútil! ¡Lo has echado todo a
perder por salir corriendo detrás de untrozo de madera, imbécil!
Apartó la cabeza... y vio a Agido.Ella tenía el rostro sereno y
contento, estaba otra vez tan hermosacomo siempre. A Isócrates se le llenaronlos ojos de lágrimas. Ella le sonrió conternura y le acarició la frente con sumano gentil.
—Shhh, Isocrátida —le murmuró—.Todo va a salir bien.
El trató de decir su nombre pero loslabios no se le movían. Ella meneó lacabeza y, aún sonriendo, volvió amarcharse.
—Dadle un poco de agua —sugirióalguien.
Le pusieron un tazón contra loslabios, intentó beber, pero le costabatragar. Estaba mareado y veía borroso,de modo que cerró los ojos. Sintió unasacudida de dolor en la espalda, volvióa abrir los ojos y gritó.
—¡Con cuidado! —dijo otra voz. Seoyeron otras después de aquélla, pero élya no las escuchó.
SIETE
Isócrates se despertó con mucha sed,con el estómago revuelto y con un dolorespantoso en la espalda. Se dio lavuelta, tratando de encontrar una posturamás cómoda, y alguien se acercó a él, leayudó a recostarse sobre el ladoderecho y le ofreció un tazón. Él bebió,dándose cuenta sólo al final de que noestaba seguro de qué era lo que habíabebido ni de quién se lo había dado.
—¡Se ha despertado! —gritó elhombre que le había dado la bebida.
Era Polidoro, el capitán de loslanceros. Sonrió para darle ánimos y lepreguntó:
—¿Cómo te encuentras?Isócrates gruñó. Aristómaco
apareció ante sus ojos, con cara depreocupación.
—¿Le has dado la mixtura? —lepreguntó a Polidoro.
—Se la ha bebido toda —respondióel lancero—. ¿Quieres ahora un poco deagua, señor? Voy a buscarla.
Polidoro desapareció.—¿Cómo te encuentras? —le
preguntó Aristómaco.Isócrates no sabía bien qué
contestar. El entarimado que tenía
debajo le resultaba familiar, igual que elolor: agua de mar, pinos, sudor y grasa.
—¿No nos hemos hundido? —preguntó, con un susurro ronco.
El trierarca se rió y le dio unapalmada en el hombro con muchocuidado.
—Tú has estado a punto. ¿Nos vas acontar qué pasó?
Polidoro volvió a aparecer con eltazón de agua.
—¡Bebe! Has perdido mucha sangre.Isócrates lo miró confundido.—¿Sangre?—Fuiste corriendo hasta la entrada
que queda al norte de Éfeso y tedesplomaste en un charco de sangre —le
informó Aristómaco—. Los guardias dela ciudad te iban a llevar a la ciudadela,pero nos dimos cuenta de lo que estabapasando y te apartamos de ellos.
Aquello no tenía sentido.—¡Me tiraron una piedra con una
honda! —protestó sin apenas fuerzas.—¿Una piedra? ¡Tenías una flecha
del demonio clavada en la espalda!Puedes echarle un vistazo si quieres, lahemos guardado. ¿Quién te disparó?
Siempre había pensado que unaflecha le habría producido una sensaciónafilada. Aquel golpe en la espaldapodría haber sido un garrotazo. Sepreguntó, confundido, qué efecto lehabía producido el flechazo. Torció el
cuello, tratando de verse la espalda,pero le dolió mucho, de modo quevolvió a apoyar la cabeza y a tumbarsesobre el torso.
—Me gustaría hacerte un par depreguntas, si puedes contestar —lopresionó Aristómaco—. ¿Quién tedisparó?
—Andrónico. O, tal vez, alguno desus hombres. No llegué a verlo.
—Ah —dijo Aristómaco,poniéndose en cuclillas con cara decircunstancias—. ¿Estaba en casa de lareina, o te lo encontraste por el camino?
—Estaba en la casa. Ahora es unmercenario al servicio de Laodice. —Había otra cosa, algo importante... ¡Ah,
sí!—. ¡El Talía! ¡El Talía tiene queescapar! Señor, lo que la reina queríaera encontrar a Dionisia.
—El Talía ha salido de Éfeso estamañana —lo tranquilizó Aristómaco—.Terminó sus negocios el mismo día quellegamos. Descansa, estamos todos asalvo. —Le dio otra palmadita aIsócrates en el hombro—. ¿La reinaordenó que te mataran?
Isócrates cerró los ojos, tratando deencontrarle el sentido a las cosas.Recordó haber corrido colina abajo y,luego, haber remado desesperadamentepara salir de allí. A continuación llegóel impacto de un espolón contra elcasco... pero no, no había podido ser, su
barco estaba ahí, debajo de él, todavíaentero y avanzando con el impulso delos remos. Estaba tumbado en eltranquilo y agradable lugar que habíadetrás de la silla de mando, y toda sugente estaba a salvo. Ya podíaofrecerles a los dioses el sacrificio deun cordero para agradecerles sumisericordia infinita.
Aristómaco seguía esperandoenterarse de si la reina había ordenadosu muerte.
—No —logró decir por fin,esforzándose por volver a abrir los ojos—. Ella ya sabía que Andrónico queríamatarme y quería que lo hiciera.Simplemente, buscó la manera de que
pudiese hacerlo. Pero ella no... no dioninguna orden al respecto. Cuando salícorriendo, los soldados no intentarondetenerme. No creo... no creo que fuesenlos soldados de ella.
—Casi seguro que no —convinoAristómaco con suavidad—. Casiseguro que eran los soldados de sumarido, de modo que, si el rey lespreguntase si ella les había mandadomatar a un oficial de la Armada rodiota,le habrían respondido la verdad. Encambio, si es un mercenario quien mataa un hombre por una rencilla personal,no se la puede culpar a ella, ¿verdad?En ese sentido, son muy útiles losmercenarios. —El trierarca se sentó y
frunció los labios—. No estoy seguro deque hiciéramos bien en marcharnos deÉfeso. Si ella quería verte muerto, era,seguramente, para que no pudierascontar tu interrogatorio. Lo quedeberíamos haber hecho era irdirectamente a Antíoco y decirle: «Miralo que se trae entre manos la arpía de tumujer».
—Cuando los vi venir, pensé que eraporque sabían lo de Alejandría —le dijoIsócrates.
—Lo mismo pensé yo cuandoNicágoras me contó lo que habíapasado. Pero, ¿no lo sabían?
—No. Le dije a la reina queDionisia había viajado a esa ciudad.
Nadie dijo nada de que nosotroshubiésemos ido también. Yo fingí que elrey la había mandado para allá porquese había cansado de ella. Y la reina mecreyó.
Aristómaco gruñó.—¿Sabes qué? Creo que lo mejor
que podríamos hacer sería contárselo alrey. Pero hoy ya es demasiado tardepara volver a Éfeso. Vamos a hacernoche en Cos. Te dejaré allí con algunosamigos, para asegurarme de que cuidanbien de ti.
Isócrates ya se estaba volviendo aquedar dormido, pero al oír aquello losojos se le abrieron como platos.¿Quedarse en Cos mientras su barco,
que se había salvado de milagro, semarchaba sin él? ¿Qué pasaría si sedespertaba y se encontraba con que todoaquello no había sido más que un bonitosueño y la realidad era la muerte en aguasalada?
—¡No!—Tú descansa —le ordenó
Aristómaco—. Ya lo hablaremos mástarde.
No hablaron. A Isócrates le dejaronen casa de aquellos amigos deAristómaco esa misma tarde, bajo losefectos de una fuerte droga. Cuando sedespertó, por la mañana, el Atalanta yahabía vuelto a zarpar.
Fue como si se le hubiera muertoalgún familiar. El pensamiento anteriorde que habían ensartado su barco con unespolón volvió a invadir su cabeza. Nopodía librarse de la convicción de que,ahora, se iba a hacer realidad. El únicoconsuelo que le quedaba era que Agidole había dicho que todo iba a salirbien... pero tampoco le daba muchasesperanzas. Después de todo, ella no lehabía dicho nada acerca del barco.
Los amigos de Aristómaco eran muyricos e Isócrates estaba bien atendido.Alguno de los esclavos de la casapasaba, regularmente a lo largo del día,por la habitación del enfermo para ver sise le ofrecía alguna cosa. La isla de Cos
era famosa por sus médicos, y uno, deapariencia muy respetable, pasaba dosveces al día para limpiarle la herida yhacer la mixtura curativa. Al segundodía, le dijo en tono molesto a Isócratesque la herida en sí no estaba tan mal.
—La flecha se te clavó en sentidodescendente, con cierta inclinación —leexplicó, colocando los dedos junto alnúcleo del dolor punzante, bajo elomoplato, en el lado izquierdo de laespalda del paciente—. Rozó el ladoexterior de esta costilla y se alojó en ellado interior de esta otra, en lugar declavársete de lleno en el pulmón. No teha dañado los órganos vitales. Si tehubieras quedado quietecito después del
impacto, ya te habrías recuperado. Peroseguiste moviéndote y eso hizo que laherida se rasgase, por eso sangraste tanabundantemente. Ha sido la pérdida desangre lo que casi te mata, y es lo que teestá mermando la energía ahora.
Isócrates pensó decirle al médicoque, si se hubiera quedado quietecito, yaestaría muerto, pero le pareció que noiba a servir de nada ponerse a discutir.
—Ahora necesitas recuperar lasfuerzas —le dijo el médico—. Te hasalimentado mal y has perdido muchopeso. Si no sigues una dieta adecuada,no te vas a recuperar. Cuando te traiganel caldo, te lo tienes que beber todo,nada de darle un sorbito y decirles a tus
cuidadores que ya te lo terminarás mástarde.
Cuando se marchó el médico,Isócrates se quedó tumbado, dándolevueltas a la promesa de Agido. Sóloentonces se dio cuenta de que surecuerdo de haber remado para escaparno tenía ningún sentido. No habríapodido, de ningún modo, remar trashaber caído con una flecha clavada en laespalda. Había tenido que ser algún tipode sueño. ¿Cómo, si no, podría habersido tan estúpido como para creérselo?
¿Y Agido también habría sido unsueño? Se acordaba de su cara serena yalegre y esperó que, por lo menos,
aquella visión hubiese sido verdadera:Shhh, Isocrátida. Todo va a salir bien.Rezó a los dioses para que fuese cierto.
Transcurrida la mitad del tercer díaen aquella casa, se oyó un alborotofuera, en el pasillo, y entonces entróAristómaco, con la cara roja y sudando.Isócrates exclamó sin palabras,aliviado, y trató de incorporarse. Eltrierarca se puso a su lado paraayudarlo.
—¡Bueno! —exclamó con unasonrisa de oreja a oreja—. Ya tienesmucha mejor cara, se mire como semire. Me cuentan, de todas formas, queno te has estado portando demasiadobien.
—¡No teníais que haberme dejadoaquí!
Aristómaco se rió.—Hablas igual que mi hijo pequeño:
«¿Por qué me dejáis aquí? ¡Yo quiero irtambiééén!» No seas idiota. Estabasdemasiado enfermo para viajar.
—Teníais que haberme llevado convosotros de todas formas —dijoIsócrates con vehemencia—. Lo únicoque le habréis podido decir al rey habrásido lo que yo os conté que sucedió.Seguro que habría preferidopreguntármelo a mí.
—No lo vimos. —El trierarca hizouna mueca al ver la cara de sorpresa deIsócrates—. No lo vimos y, ayer, nos
marchamos tan deprisa como pudimos.—Aristómaco bajó el tono de voz yprosiguió—: Cuando llegamos al puertode Éfeso, les dije a los del barco deguardia que venía para hablar con el reyacerca de lo que le había pasado a micapitán en casa de la reina Laodice. Unamigo del rey apareció aquella mismatarde para hacerme unas preguntas alrespecto, y yo le dije casi todo lo quehabía pensado contarle al monarca. Semarchó muy preocupado.
»Ayer por la mañana, el amigo delrey volvió y nos dijo que Antíoco nosrecibiría después de comer. A esa hora,sin embargo, volvió a aparecer paradecirnos que el rey estaba enfermo.
«Deberíais iros a casa», me dijo, y huboalgo en la manera en que lo dijo que mehizo pensar que no era sólo queestuviera tratando de deshacerse denosotros. Así que yo le pregunté quequién se hacía cargo de todo cuando elrey estaba enfermo y me miró como si lealiviara que le preguntase. Me contestóque el hijo mayor del rey, Seleuco, hijode la reina Laodice. Luego me dijo:«Antíoco se ha reunido con la reina estamañana, justo antes de caer enfermo».Aquello me lo tomé como la declaraciónde sospechas más abierta que uncortesano sería capaz de hacer. Así quele di las gracias y ordené quezarpásemos enseguida, a pesar de que ya
era muy tarde. ¡Zeus! Ni siquierahabíamos logrado recargar lasexistencias de agua y, anoche,terminamos en una playita de mierda enmedio de la nada, sin nada para beber.—Aristómaco suspiró y se estiró—. Ytenemos otra noche mala por delante, siqueremos que estas noticias lleguenrápido a Rodas.
Isócrates estaba aturdido yespantado.
—¿El rey ha sido envenenado? ¿Pornuestra culpa?
—Uy, no creo que haya sido culpanuestra. Es más probable que le llegara,durante estos últimos días, la carta deTolomeo. Ésa ha debido ser la razón.
Debía de estar, ahí sentado,preguntándose si de verdad queríameterse en otra guerra. Pero el hecho deque nosotros apareciéramos en elmomento en que aparecimos, puedehaber inclinado la balanza. Su esposaestaba a punto de poner en peligro sureinado por tratar de deshacerse de suconcubina preferida, y lo que es más, hacontratado a piratas que han ido por ahíintentando asesinar a los aliados del rey.Me da la sensación de que, si él no sedaba cuenta de que ella no valía tanto lapena, era porque no estaba bien de lacabeza. —Aristómaco se frotó la nuca—. Lo que yo creo es que fue lo bastanteestúpido como para ir y decirle a su
esposa: «Querida, lo siento mucho, perovoy a tener que volver a repudiarte». Megustaría preguntarle a Dionisia quéopina ella, que conoce a esa gente.Bueno, he hecho un alto en Cos paracargar agua y comida y para ver cómoestabas, pero tengo pensado seguir hastaRodas para explicarle al Consejo lo queestá pasando. Tenía la esperanza de queestuvieras lo bastante bien como paraque vinieses con nosotros, pero...
—Estoy lo bastante bien paraembarcar.
—Eso no es lo que dicen misamigos.
—Estoy bien. Antes no lograbadescansar. Estaba preocupado por
vosotros.Aristómaco se rió.—¿Qué, tenías miedo de que nos
mataran si no estabas tú allí paraprotegernos?
Isócrates se sintió avergonzado, yfurioso: no creía merecer semejanteridículo.
Aristómaco le puso una manoencima del hombro y lo miró con unamezcla de exasperación y afecto.
—Amigo mío, tú y yo sabemos bienlo que les pasa a las heridas feas quequedan. Jamás dejaría que eso te pasasea ti. Los soldados de la reina habíanpreguntado por el trierarca. Si yohubiese estado en mi barco, como era mi
obligación, me habrían llevado a mí areunirme con ella, y no creo que hubiesesido capaz de correr más que ellos. Tedebo la vida. No podría pagar esa deudasi te dejase morir.
—No era... —empezó a decirIsócrates, pero Aristómaco lointerrumpió.
—¡Muy bien! Has estado bienatendido durante unos días y hay solo undía largo de navegación hasta Rodas.Veré cómo puedo conseguir una camillapara llevarte a bordo.
Bajar hasta el puerto de Cos en unacamilla fue bastante sencillo. Subir abordo por la escala de gato resultómucho más complicado, pero toda la
tripulación lo vitoreó cuando loconsiguió. Se tumbó en el hueco de popay se quedó escuchando el sonido delbarco que se estaba poniendo en marcha.Hizo un esfuerzo por no echarse a llorar.
No fue una noche tan dura comoAristómaco se había temido. Al caer lanoche, el viento siguió siendo suave ydel norte. La trihemiolia pudo navegarfrente a la costa, lenta y cuidadosamente,mientras los remeros dormitaban.Isócrates, de todas formas, estababastante incómodo. Aristómaco insistióen cederle el lugar privilegiado dedetrás de la silla de mando, pero aIsócrates le resultó imposible dormir detodas formas. La cubierta era muy dura y
no lograba encontrar una postura en laque no le doliera la espalda. Había,además, una procesión constante dehombres que se subían a la regala paraaliviarse a popa, por la borda. Cada vezque estaba a punto de quedarse dormido,el timonel alteraba el rumbo ligeramentepara apartarse de algún cabo o algúnislote, o para compensar una racha deviento y, entonces, la tripulación decubierta se apresuraba a ajustar lasvelas haciendo mucho ruido al pisar lacubierta y al gritar las instrucciones.Cuando volvió a ser de día, se sentíafatal y tenía mucha fiebre.
Pasó, de todas formas, sólo un parde horas desde que amaneció hasta que
llegaron a Rodas. Aristómaco saliódisparado a hablar con los presidentesdel Consejo, pero no sin antes organizarel traslado de Isócrates a su propia casa.
—Te vas a quedar conmigo hastaque te recuperes —dijo, como dándolopor sentado.
Isócrates se sintió muy aliviado. Nose encontraba lo suficientemente bienpara cuidar de sí mismo, y la idea detener que depender de Atta le dabamiedo. Al mismo tiempo, se sentíaincómodo por tener que depender deAristómaco. Para un hombre pobre,aceptar la caridad de uno rico era laforma perfecta de perder laindependencia. El trierarca le caía bien,
pero no deseaba convertirse en susiervo. Aun así, ¿qué alternativa lequedaba?
Entre cuatro de los remeros lollevaron hasta casa de Aristómaco, en ellado oriental de la plaza del mercado, ylo instalaron en una habitación deinvitados. Era una habitación grande ybien ventilada que daba a un patioajardinado, con plantas de jazmín y dehibiscos rosados, típicos de Rodas. Ellecho era blando, cubierto con una telade lino limpia que olía a lavanda. Losesclavos de Aristómaco le trajeroncaldo, le pusieron una cataplasma paraque le aliviara la herida y, luego, lodejaron descansar.
Estaba a punto de quedarse dormidocuando Aristómaco entró.
—¡Perdón! —exclamó el trierarca—. Los presidentes quieren hablarcontigo, y han venido a verte. ¿Creesque puedes andar hasta el comedor, obusco a alguien que te lleve?
Isócrates, medio dormido, se sentódemasiado rápido y estuvo a punto dedesmayarse. Aristómaco chasqueó lalengua en señal de desaprobación y leayudó a ponerse la túnica. Consiguióandar hasta el comedor, agarrándose albrazo del trierarca para apoyarse.
El comedor estaba lleno. Habíandispuesto tres sofás contra las paredes yuna silla junto a la puerta y todos
estaban ocupados. Isócrates habíaesperado ver a los tres hombres de laotra vez y se quedó impresionado al verque el asunto, ahora, atañía a los cincopresidentes, además de otros tresantiguos presidentes muy distinguidos alos que, seguramente, habrían invitadopor su experiencia en asuntos de estado.Uno de estos últimos era el almiranteAgatóstrato, que había estado al mandode la flota rodiota durante la últimaguerra y había ganado la Batalla deÉfeso. Isócrates se colgó del brazo deAristómaco, tragando saliva.
Jenofante se levantó de un salto delsofá que estaba en el centro.
—¡Aquí, échate aquí! —le ordenó
—. Ya sabemos que estás herido.Isócrates estaba abochornado, pero
tomó el asiento que había quedado libre.La cabeza le daba vueltas y temía que, sise quedaba de pie, se pudiese desmayar.
Les contó a los presidentes todo loque pudo recordar de su encuentro conLaodice. Ellos lo escucharonatentamente y le hicieron preguntas: siestaba seguro de que la reina no sabíanada de la misión de Alejandría, sicabía la posibilidad de que ella ignorasela trayectoria como pirata de Andrónico,si estaba seguro de que sabía queAndrónico tenía intención de matarlo. Élrespondió sinceramente: sí; no; sí.
—¿Por qué estaba tan decidida a
encontrar a la muchacha milesia? —preguntó Jenofante con mala cara—. ¡Nopodía tener la esperanza todavía deimpedir que la noticia de su vuelta altrono llegase a Egipto! Ya ha pasado unmes y la temporada propicia para lanavegación ha empezado, ¡debe saberque ya habrá ido alguien a contárselo aTolomeo!
—No lo sé —dijo Isócrates exhausto—. No es algo que yo estuviera encondición de preguntarle.
—Tendremos que preguntarle a lamuchacha milesia —dijo Aristómaco—.Debería llegar aquí en breve.
Isócrates lo miró sorprendido y,luego, se dio cuenta de que sí, por
supuesto, Dionisia debía de haberllegado ya a Rodas y que,evidentemente, los presidentes habríanordenado ir a buscarla.
Haguemonte empezó a tamborilearcon los dedos en el brazo del sofá. AIsócrates le llevó un momento reconocerel siniestro ritmo machacante del corode una obra trágica.
—«Igual que una leona —musitó—escondida en la montaña, atacando consaña, se proclama campeona». ¡EsaLaodice parece ser la reina de peorfama desde Clitemnestra!
El almirante Agatóstrato le pusomala cara.
—No sabemos si ha envenenado al
rey Antíoco. Podría, simplemente, haberenfermado por la ansiedad provocadacon todo este asunto y las noches envela. Por otro lado, podría haber sidoalgún amigo de la reina que esperasebeneficiarse de que ella volviera aasumir la corona quien lo hayaenvenenado... o puede que no estéenfermo en absoluto, y que,simplemente, le mandase aquel mensajea Aristómaco para evitar una reunión tanbochornosa con un aliado. Lo quetenemos que hacer...
En ese momento llamaron laatención de todos ellos desde la puerta.Uno de los esclavos de Aristómacoentró y le susurró algo a su amo.
—¡Hazla pasar! —le ordenó en vozalta—. Consejeros, la muchacha milesiaha llegado.
Dionisia entró un momento después,seguida por su sempiterna dama decompañía, y miró en derredor de la salacon aprensión. Después, dejó caer lavista sobre Isócrates y gritó preocupada:
—¡Por Apolo! ¿Qué ha pasado?—Traemos malas noticias de Éfeso
—le contó Aristómaco—. Isócrates sereunió con tu amiga Laodice. Se suponeque no debía vivir para contarlo, peroaquí está. Y parece que eso ha desatadola ira de ella. Por lo menos, esocreemos, pero no conocemos tan biencomo tú a los seleúcidas. Esperamos
que nos puedas ayudar.Dionisia tragó saliva varias veces y
miró a Isócrates tan consternada que élse sintió abochornado.
—No es más que una herida —ledijo—, y estoy cansado y se me va lacabeza, pero eso es todo.
Ella se ruborizó y apartó la mirada.—Estoy deseando ayudaros en todo
lo que pueda, señores.—¡Estupendo! —dijo Jenofante y
pasó a hacerle un resumen de lo quehabía ocurrido en Éfeso.
Para cuando hubo terminado elrelato, Dionisia estaba más bien pálida.Se tapó la boca con las manos y sacudióla cabeza. Tenía lágrimas en los ojos.
Aristómaco, poniendo mala cara, miró asu alrededor. Luego, salió y volvió conun taburete de tres patas. Ella sedesplomó sobre el asiento y se puso unpliegue de la capa sobre la cabeza.
—Perdonadme —dijo secamente—.¡Ay, Apolo!
—Te tiene que haber impactadomucho —reconoció Jenofante.
Ella asintió sin decir palabra y sindescubrirse la cabeza.
—Yo no... nunca pensé que... ¡ay,qué estúpida! ¡Ay, ay, ay, pobre Antíoco!¡Nunca debí abandonar la corte! ¡Loúnico que he hecho ha sido empeorar lascosas!
—¡No seas tonta! —le dijo
Aristómaco, bruscamente—. A mí meparece que es la reina Laodice la queestá empeorando las cosas. ¿Deboentender que estás de acuerdo en que esposible que envenenase a su marido?
Dionisia se tragó un sollozo y volvióa asentir.
—Sí. Si pensara que la iba a volvera repudiar, lo habría hecho. Antíocosiempre confió en ella demasiado. Noparaba de decirle que lo amaba y él...¡se lo creía! Nunca llegó a entender quela gente lo adulaba. Pensaba que, comotodo el mundo le decía lo maravillosoque era, debía de ser verdad.
—¿Sabes por qué tendría ella tantointerés en encontrarte? —preguntó
Jenofante.Dionisia sacudió la cabeza.—Al principio, pensé que querría
asegurarse de que no hablara conTolomeo hasta que el divorcio fuese unhecho. Pero ahora pienso que tal vezsólo quiere castigarme.
—Ha arriesgado mucho con esto —señaló Agatóstrato—. Cuando su maridose enteró, se sintió ofendido. ¿Le valíatanto la pena castigarte?
—No lo sé. Yo no me lo habríapodido imaginar. Cuando se acostabaconmigo, no era su marido.
Isócrates, de repente, entendió loque había pasado.
—¡El rey preguntó por ti! —
exclamó.Todo el mundo se lo quedó mirando
y él se esforzó por incorporarse para daruna explicación.
—Cuando le dije a Laodice queestabas en Alejandría, ella dijo:«Bueno, por lo menos, ésa aquí ya novuelve». En aquél momento no le diimportancia, pero la aliviaba que no teinterpusieras en su camino. El reypreguntó por ti y a ella le daba miedoque tú pudieses ejercer alguna influenciasobre él.
—Eso tiene sentido —dijoAristómaco—. Para el rey, sería másfácil repudiar a su esposa para volvercon la anterior si a la vez se consuela
con su concubina preferida. Y además,la reina ya sabía que Dionisia habíatratado de persuadirlo para que no sedivorciase de Berenice.
Todos los demás asintieron.Jenofante puso cara de disgusto.
—Yo esperaba que la explicaciónpudiera ser de alguna utilidad. En fin...
Empezó a hacerle a Dionisiapreguntas acerca de la corte, acerca devarios amigos de Antíoco y de lo que,probablemente, irían a hacer ahora. AIsócrates le resultó imposible prestaratención. Le había empezado a doler lacabeza y se sentía mareado. Alguien loagarró del brazo y tiró. El levantó lamirada y vio que era Aristómaco.
—Disculpadme —les dijo a susilustres invitados—. El capitán tiene quevolver a la cama. —Acompañó aIsócrates de vuelta por el pasillo y lodejó de nuevo en la habitación deinvitados.
Isócrates durmió. Despertó cuandollegó un médico para verlo, despuésdescansó profundamente durante toda lanoche y se despertó encontrándosemuchísimo mejor. Los esclavos deAristómaco le trajeron un poco de caldoy bebió con ganas. Luego, se quedótumbado en la cama, contemplando eljardín. Era ya por la tarde, habíaperdido otro día más. Trató de averiguar
cuánto tiempo había pasado desde quelo habían herido. Seis días, según suscálculos. Se preguntó cuánto tiempo máspasaría antes de que se encontrasetotalmente recuperado.
Un muchacho apareció por la puerta,vio que Isócrates estaba despierto y nosupo qué hacer.
—¿Querías algo? —le preguntóIsócrates.
El muchacho entró. Tendría nueve odiez años, con el pelo negro y rizado ylos ojos de color avellana. Llevaba unatúnica lisa y no demasiado limpia, perosu actitud no era la de un esclavo.
—Tú eres Isócrates —lo acusó—.Tú eres al que le han disparado. Mi
padre dice que te vas a quedar connosotros hasta que estés mejor.
—Así es, y os lo agradezco mucho.¿Así que tú eres el hijo de Aristómaco?¿Cómo te llamas?
—Anaxipo. —Tenía el nombre de suabuelo, como casi todos losprimogénitos varones de cada familia.Miró a Isócrates con malicia—. Mipadre dice que bajaste una colina tanalta como la Acrópolis corriendo conuna flecha clavada en la espalda.
—No sé si aquella colina era tanalta.
Anaxipo frunció el ceño.—¿Cómo pudiste hacerlo? Yo, una
vez, me tuve que perder la carrera de la
escuela porque me hice un corte en larodilla.
Isócrates estaba fascinado.—Tenía unos piratas detrás que me
estaban disparando. No quería que mematasen. Por eso lo pude hacer.
El muchacho se quedó mirándolo.—¿Cuántos piratas?—No los conté. A decir verdad, ni
siquiera los vi. Estaba demasiadoocupado en correr.
—Entonces, ¿cómo sabes que eranpiratas?
—Me crucé con uno de ellos justoantes de empezar a correr.
—¿Y por qué no luchaste?Por un instante, Isócrates se sintió
ofendido. Entonces, se dio cuenta de queél, a la edad del chiquillo, tampoco lohabría entendido. Que le disparen a unoen la espalda mientras huye es el sinodel cobarde... pero todo el mundotrataba la herida como algo de muchohonor.
—La primera vez que vi a aquelpirata —dijo—, salió huyendo todo lorápido que su barco podía remar. Eso nolo convierte en un cobarde. Su barco noestaba a la altura del nuestro y, sihubiéramos luchado, él y todos sushombres habrían muerto. Pasó lo mismocuando me lo volví a encontrar, sólo quese habían invertido las tornas. Yo estabasolo y desarmado, él tenía amigos y
armas. A veces, lo único que se puedehacer es correr, y la mayor aspiraciónque queda es escapar.
Anaxipo se lo pensó.—¡Qué cobardía, un grupo de gente
atacando a un solo hombre desarmado!Isócrates meneó la cabeza con
impaciencia.—¡No es más cobarde que atacar a
un barco de cincuenta remos con unatrihemiolia! No fue una lucha. El noquería ganarme, quería matarme. Si mehubiera perseguido él solo, no habríasido una cuestión de valentía, habríasido una estupidez porque, para mí,habría sido más fácil escapar. Y logréescapar. Aquello fue una derrota para él,
y una victoria para mí.Aquellas palabras le hicieron
sentirse mejor. Tomó consciencia de quealgún rincón oculto de su mente estabade acuerdo con el punto de vista delmuchacho. Había huido dejando a suenemigo a salvo, bajo la protección dela reina. Sin embargo, estaba seguro deque Andrónico no veía aquel encuentrocomo una victoria.
Anaxipo puso toda su atención enaquello.
—Como cuando Demetrio elAsediador de Ciudades atacó nuestraciudad —se decidió a decir—. Nosotrosno le ganamos. Pero, al fracasar elasedio, él perdió.
—¡Eso es! —concordó Isócrates,complacido por la comparación.
—Es como nuestra república —dijoAristómaco.
Isócrates no se había dado cuenta deque estaba ahí, y levantó la miradasobresaltado para encontrar al trierarcasonriéndoles desde la puerta.
—No podemos vencer a un rey —prosiguió el trierarca—, pero si él nonos vence a nosotros, nosotros ganamos.Anaxipo, querido, ¿has hecho tusejercicios de música?
El chiquillo honró a su padre con unsuspiro exagerado, puso cara de víctimay salió enfurruñado de la habitación.
—Espero que no te haya molestado
—dijo Aristómaco.—No. Señor...—¡Estupendo! ¿Te encuentras
mejor?—Sí. Señor, ¿qué han decidido
hacer los presidentes?El trierarca hizo una mueca.—Pues no gran cosa. No sabemos
exactamente qué es lo que está pasandoen Éfeso y, hasta que lo sepamos,debemos ser precavidos, ésa ha sido laconclusión.
—Ah.—Sin embargo, estamos pensando
enviar una embajada. Agatóstrato se haofrecido a encabezarla. Los sirios tienenmotivos para tratarlo con respeto. De no
haber sido por él, Éfeso seguiríaperteneciendo a Tolomeo. Adoptará unapostura si Antíoco sigue vivo, y otradiferente si ha muerto... pero no va aacusar a la reina. A lo sumo, se quejaráde uno de sus mercenarios.
Isócrates puso cara de pena y eltrierarca asintió suspirando.
—A nadie le ha hecho mucha gracia,pero todos sabemos que si Antíoco hamuerto, lo más probable es que elpróximo rey sea Seleuco, su primogénitopor parte de Laodice. Por lo visto, elmuchacho tiene diecinueve años y llevalos dos últimos en la corte, sin haberofendido a nadie demasiado importante.Sí se convierte en rey gracias a su
querida madre, no le hará mucha graciaque Rodas la acuse de asesinato, ¿nocrees? Eso le haría más daño a Rodasque a la propia Laodice.
—Pero, si ella ha envenenado a supadre...
—Entonces, él se habrá beneficiadodel asesinato, ¿no? No lo podrá admitir.La auténtica cuestión es que laalternativa a Seleuco es el primogénitode la reina Berenice, que tiene tres años.Todos han estado de acuerdo: loshombres de Antíoco no van a aceptar laregencia de Berenice por miedo a que lepreste más atención a su hermanoTolomeo que a ellos. Según dice tuamiga, no están entusiasmados con la
arpía de Laodice, pero tienen menosentusiasmo aun en que los gobiernendesde Alejandría. Seleuco desciende desu homónimo «el Conquistador» porambos lados y ya tiene edad parahacerse su propio nombre.
—Tolomeo le va a declarar la guerra—dijo Isócrates.
—Y tanto. Toma, aquí tienes unacarta de tu amiga. —Aristómaco sacó unrollo de pergamino sellado y se rió de lacara de sorpresa de Isócrates—. ¿No tediste cuenta ayer? Estaba hecha un marde lágrimas por ver a su valientemarinero yaciendo herido por salvarla.Bueno, tú parecías un despojo quehubiera dejado el mar en una playa.
—¡Pero no lo hice por salvarla aella! Yo sólo...
—Ella estaba en la maldita ciudadde Éfeso cuando la reina mandó abuscarte, y tú le dijiste a la reina queella estaba en Alejandría. No es tonta,sabe que si le hubieses ido a la reinacon el cuento de que estaba al otro ladode la colina, habrías sido recompensadocon oro en lugar de con una flechaclavada en la espalda. Además, a lasmujeres les encanta pensar que loshombres se sacrifican por ellas.Supongo que las hace sentirseimportantes. Como Helenacontemplando, desde los muros deTroya, cómo luchaban sus héroes. —
Pestañeó muy coqueto y se agarró elpecho con las manos. Isócrates cogió elpergamino y rompió el sello.
Dionisia, hija de Clístenes, tesaluda, Isócrates de Camiro. Lavergüenza me empuja aescribirte. Te he traído malafortuna. La reina te llamósolamente para preguntarte pormí y tú me protegiste, a pesarde que casi te cuesta la vida. ¡Teestoy profundamenteagradecida y rezo a los diosespara que te concedan unarápida recuperación! Saludos.
—Deberías escribirle unacontestación —dijo Aristómaco conmalicia.
Isócrates levantó la miradaenseguida.
—Yo creía que... —y calló.—¿Qué? —preguntó Aristómaco
levantando las cejas—. ¿Que yo estabainteresado en ella? ¡Uy, no! Ya la oíste,es una mujer respetable, no unacortesana. Yo no ando detrás de lasmujeres respetables: prefiero mil vecesa las de mala reputación. Son másdivertidas y traen menoscomplicaciones.
Isócrates maldijo el alivio que sintióal oír aquello. «Yo no puedo ir detrás de
una mujer respetable», pensó, pero nodijo nada y se quedó mirando los trazosde tinta negra de la carta que tenía en lamano. «Te estoy profundamenteagradecida».
¿Cómo de agradecida? ¿Como paraecharle una de aquellas sonrisas tímidas,tocarle la cara con esos delicados dedosy darle un beso? ¿O como para darleaquello que el pirata había tomado porla fuerza y el rey por decreto?
Seguramente, no... pero, aunque asífuese, ¿se lo pediría él? Ella habíadicho, con lágrimas en los ojos, quequería dedicarse a la música y no seruna cortesana. No iba a lograr esa metasi empezaba por acostarse con un
capitán de la Armada pararecompensarlo por su ayuda. Unentusiasta de la música rico, comoHaguemonte, podría llegar a aceptar unanegativa si fuese casta, pero era pocoprobable que se resignara si ella seacostase con un rival de baja cuna.
Y ofrecerle matrimonio sería aúnmás cruel. Convertirse, en vez de en unacantante famosa, en la esposa de unhombre pobre, y tener que luchar contrala mugre y el hambre en una casucha dealquiler, criando niños que su marido nopodría mantener, sería una condena muyamarga. Ningún hombre decente lepediría eso.
—Escríbele una carta —lo apremió
Aristómaco—. Les diré a los esclavosque te traigan una pluma y tinta.
OCHO
—¿Qué carta de mierda es ésta? —inquirió Aristómaco indignado al entraren la habitación blandiendo la misivaaquella tarde.
Isócrates se sentó y se lo quedómirando.
—¿La has leído?—Estás en mi casa. ¡Tengo derecho
a leer las cartas que se envían desde mipropia casa! Ah, vamos, amigo mío,¿qué pretendes al escribirle a la pobremujer una carta así de fría y remilgada?
«Lo que hice fue para servir a Rodas, noa ti. Espero poder volver a estar prontolisto para asumir mi cargo». ¿A dóndecrees que vas a llegar con eso?
—No creo que llegue a ningún lado.—¡Por Afrodita, yo tampoco! ¿Pero
qué es lo que te pasa? Te gusta esamujer, ¡queda claro por la forma quetienes de mirarla!
Un esclavo entró y miró nervioso losrostros enfadados, para luego decirle asu amo:
—Señor, hay un señor en la puertaque dice ser el padre de este caballero.
Isócrates miró, horrorizado, alesclavo.
—¡Que entre, pues! —ordenó
Aristómaco.Las palabras «No, que no entre»
lucharon por salir de los labios deIsócrates pero, al final, se las tragó. Unhijo no podía negarse a recibir a supropio padre.
—Debe de haberse enterado de quete han herido —dijo el trierarca concierta satisfacción— y viene a arreglarlas cosas contigo, supongo.
—No —dijo Isócrates—, lasnoticias tardan más en llegarle. Debe dehaber venido a la ciudad de Rodas paraotra cosa.
El soldado volvió, acompañando alpadre de Isócrates.
Habían pasado ocho años desde la
última vez que se vieron y el pelo queantes era en su mayoría negro, ahora eragris, con la barba blanca casi porcompleto. El viejo había perdido peso ylos huesos se le marcaban, tenía los ojosinseguros inyectados en sangre. Llevabauna túnica vieja y remendada. Al ver aIsócrates, se detuvo en la puerta de lahabitación sin saber bien qué hacer conlas manos.
—¡Salud! —dijo Aristómaco conalegría—. Tú debes de ser... ¿cómo erael nombre?
—Critágoras, señor —dijo el viejomirando, muy nervioso, al trierarca.
—Yo soy Aristómaco, elcomandante de Isócrates. Se va a quedar
conmigo hasta que se recupere de laherida. Es un marinero excepcional y yolo tengo en altísima consideración.
Critágoras agachó la cabeza y volvióa centrar su atención en Isócrates, que ledevolvió una mirada pétrea.
—Dijeron en el astillero que tehabían herido —dijo, por fin, el viejo—. No es... demasiado grave, ¿verdad?
—No —dijo Isócrates secamente—.¿Qué te ha traído a la ciudad de Rodas?
—He venido a verte. —Critágoras,incómodo, se aclaró la garganta yprosiguió con premura—: Te escribí unacarta acerca de la hija de Teofrasto.Bueno, su padre no me la quiereconceder, pero estaría más que
encantado de concedértela a ti. Es unamuchacha muy guapa y muy trabajadora.Si...
—No.—No haría falta que te quedases en
la granja todo el año —le presionó supadre— y, de todas formas, los barcosno navegan durante los inviernos.
—No —insistió Isócrates.—Yo no te...—La respuesta es no —lo
interrumpió Isócrates—. Y además,estás equivocado: Teofrasto no estaríaencantado de concedérmela a mí. Elquiere que se la lleve un hombre quetenga tierras y yo no tengo.
A Critágoras se le arrugó el rostro
compungido.—¡Por favor!—¡Te lo juro por el Sol! —le dijo
Isócrates con vehemencia—. Esa tierraestá maldita. Búscate otro heredero.
Critágoras no se puso a vociferar,como siempre había hecho antes. Encambio, se puso a llorar, resoplando yapretándose las manos llenas de calloscontra la cara. Fue mucho, muchísimopeor, pero Isócrates logró reprimir elimpulso de compadecerse.
—Pero, ¿qué es lo que ocurre? —preguntó Aristómaco espantado.
—¡Es por una imbécil! —gritóCritágoras, secándose las lágrimas—.Eso es lo que pasa, por la estúpida de
mi segunda mujer, que se ahorcó. ¡Perono fue culpa mía!
Isócrates, furioso, sacudió la cabeza.—Catorce años llevas diciendo lo
mismo. Y lo puedes repetir hasta en tulecho de muerte, que seguirá sin serverdad.
—Ella tuvo una hija tras otra —explicó, volviéndose hacia Aristómaco—. Nuestra propiedad es muy pequeña,señor: ¿cómo se supone que iba yo aconseguir dotes para un ejército dehijas? Quería que se mantuviera intacta,sin deuda alguna... y lo hice por él, ¡pormi hijo!
—¡Un ejército de hijas! —exclamóIsócrates con desprecio—. ¡No dejaste
que se quedara con una sola! Y pegarlacuando lloraba por ellas, ¿también lohacías por mí?
—Yo volvía cansado de la viña —dijo Critágoras— y me encontraba lacasa hecha un desastre, la cena sinpreparar y a mi mujer lloriqueando en unrincón. En fin... ¡Cualquiera perdería losestribos! Yo no era... yo nunca... haymuchos hombres que... —Se fueviniendo abajo, ante la mirada sombríade Isócrates—. ¡Ella siempre reconocíaque era culpa suya!
—Ella siempre te perdonaba. Eraamable y cariñosa y siempre cargabacon las culpas de todos. Pero yo soy tuhijo, y no el de ella, y no tengo más
compasión que la que tuviste tú. Te lojuré por el Sol y lo mantengo.
—¡Tenías doce años!—Fue un juramento y lo mantengo.
Búscate a otro que quiera tu tierra,viejo. Yo no la voy a tocar.
Critágoras volvió a echarse a llorar.Isócrates se volvió hacia Aristómaco,que estaba allí delante, sobrecogido.
—Siento mucho, señor, que hayastenido que presenciar esta escena tanlamentable.
—¡Ay, Zeus! —musitó Aristómacoconmovido—. Venga, anciano, lo mejorserá dejarlo estar por el momento. Ven asentarte en el comedor y te servirán unpoco de vino.
Volvió pasado un rato. Isócratesestaba echado, tapándose el rostro conel antebrazo, acordándose de cuandodescolgaron el cuerpo de Agido de laviga del techo.
—Le he dado un poco de vino —dijo, desconcertado.
—Gracias, señor.Se quedaron en silencio.—Yo tenia ocho años cuando mi
padre se casó con Agido —dijoIsócrates bruscamente, sin levantar lamirada—. Ella tenía catorce. Nunca fuecomo una madre, pero no fue como lo deFedra, si es lo que estás pensando. Nohabía nada impuro en el modo en que yola amé. Éramos como hermanos.
Jugábamos a las adivinanzas y noscontábamos cuentos, nos reíamos juntosy me enseñó a tocar el aulos. La granjaestá en lo alto de las montañas, ya sabes,entre Ataviros y Siana. Es una regiónmuy bonita y las uvas dan buen vino,pero no había mucha gente en losalrededores. Mi madre murió cuando yoera muy pequeño y no tuve hermanos nihermanas. Tenía que andar durantemedia hora para llegar a la granja máscercana, donde había niños de mi edad.Hasta que llegó Agido, estábamos mipadre y yo solos en casa casi todas lasnoches. Era muy triste. Pero el primeraño que pasó ella con nosotros fue elmás feliz de mi vida.
—Hay muchos hombres que no críanhijas —dijo Aristómaco—. Las dotesson un gasto enorme. Yo pagué la dotede mi hija el año pasado. Lo hicecontento, pero yo soy rico y, si hubieratenido más de una hija, no sé de dóndehabría sacado el dinero.
—Sin embargo, casi todos loshombres permiten a sus mujeres teneruna hija, especialmente si no tiene otrohijo que la consuele y, especialmentesi... ¡si está dolida por la pérdida! Mipadre no. Agido tuvo tres hijas seguidas.A la primera la tiró colina abajo; fui abuscarla al día siguiente, pero lospájaros y los zorros se la habíancomido. A las otras dos las llevé a
Camiro, con la esperanza de que alguiencuidara de ellas. Y, ahora, no me atrevoa acostarme con ninguna puta menor deveinte años por miedo a que sea mihermana. Vi cómo Agido pasaba de seruna niña dulce y alegre a convertirse enun objeto lloroso y asustadizo que seescondía por los rincones. Cuando sequedó embarazada por cuarta vez, lesupliqué a mi padre que prometiera quela iba a dejar quedarse con el bebé,fuese lo que fuese. Él se negó.
—Bueno —dijo Aristómaco tras unsilencio—, no cabe duda de que obrómal. Pero...
—Dijo que lo hacía para conservarla propiedad intacta, así que yo juré que
se la podía llevar, intacta, al Hades.—El juramento de un niño no es algo
inamovible. En eso sí que lleva razón.Mira, ¡es un anciano! Está llorando. ¡Estu padre!
—No quiero tener nada que ver conese hombre. Pero lamento que hayastenido que presenciar esto.
—¡Por Zeus! Tenía entendido que élte había repudiado a ti. Supongo quenadie creyó que un hijo se fuese adesheredar a sí mismo.
—No quiero saber nada de esatierra. Por mí, que quede abandonada.Mi padre se puede morir en ella, solo.
—¡Que los dioses impidan que secumpla ese mal augurio! Te arrepentirás
si eso llega a pasar.—¡Entonces, que se busque otro
heredero! Tú no lo has entendido, igualque él. Agido murió para que nadie máspudiera compartir esa tierra y, por eso,yo no la puedo trabajar. Está malditapara mí y no la quiero volver a verjamás. Dile a mi padre que me deje enpaz.
Aristómaco maldijo y salió de lahabitación.
Una parte de Isócrates quisoseguirlo, ir a hablar con su padre ahoraque estaba el hombre en aquella casa.Aquellas lágrimas le escaldaron lamemoria. Nunca había visto a su padrellorar. Se quedó donde estaba,
alimentando la ira y el asco para alejarla pena.
—¡Vas a volver corriendo a casa encuanto llegue el invierno! —le habíagritado Critágoras el verano queIsócrates lo abandonó. Pero Isócrates nohabía corrido a casa. Resistió losveranos remando y los inviernos en elastillero. Había sobrevivido a losbarracones, a la nostalgia, a los asaltos.Había aprendido a luchar y a manejar unbarco, y ahora, por fin, estaba triunfandoen la carrera que había elegido.Critágoras había venido y habíaencontrado que el hijo, al que le habíajurado que fracasaría como capitán, eramuy respetado por un trierarca rico y
distinguido... y lloraba ahora porque,por fin, se había dado cuenta de quehabía perdido. Isócrates deberíaalegrarse por la victoria. Había hechomuchos sacrificios para merecérsela.
Por la mañana, uno de los esclavosse ofreció a arreglarle el pelo y labarba. Cuando el hombre terminó conlos tijeretazos, le pasó a Isócrates unespejo para que pudiese admirar elresultado. El rostro reflejado estabadolorosamente demacrado, y era tanparecido al de su padre que se quedóperturbado. Isócrates lo examinó enbusca de alguna semejanza con sumadre, casi olvidada ya. ¿Las cejas,
quizás? ¿Las orejas?, pero siguió viendola cara de su padre y recordando suslágrimas.
Se puso una túnica y se dio cuenta,al hacerlo, de que aquella prenda no erasuya, y de que no tenía ni idea de lo quehabía pasado con sus cosas, aparte de lacapa alejandrina nueva, tan elegante, dela cual todavía se arrepentía. Fue abuscar a Aristómaco.
El trierarca estaba en su despacho,escribiendo cartas. Cuando aparecióIsócrates, dejó la pluma y sonrió.
—¡Me alegro de verte levantado!¿Qué tal te encuentras?
—Mucho mejor, gracias, señor. Yadebería irme a casa.
—¡Sí, claro! Cuando dices «casa»supongo que te refieres a ese cuchitrillleno de mocosos llorones, en el barriodel puerto. No, te vas a quedar aquíhasta que te encuentres mejor.
Isócrates se preguntó quién le habríacontado lo de los mocosos llorones.
—Señor, yo...—Eso es porque te sientes
abochornado por haber discutido con tupadre en mi presencia, ¿verdad? Bueno,pues vas a tener que tragarte tu orgullo.Es una ardua tarea, te lo aseguro, dadoel tamaño del mismo, pero ponte a ello.
—Señor, te agradezco laamabilidad, pero soy un ciudadano librey...
—Si crees que creo que meperteneces, estás lamentablementeequivocado.
—¡Si no sé ni dónde tengo mi propiaropa!
—Tu túnica de oficial debe de haberquedado reducida a jirones.
—¿Qué?—¿Qué esperas, después de que se
empapase entera de sangre y se lehiciera un agujero espantoso en laespalda? La destrozaste cumpliendo contu deber: te darán otra gratis. Y meimagino que el resto de tu ropa está otravez en el cuchitril y, si tanto te preocupa,mandaré allí a alguien para que te latraiga. Pero no vas a volver hasta que
estés mejor.—¿Y dices que no crees que te
pertenezco?—No —dijo el trierarca, en voz
baja y mirándolo a los ojos—. Creo quesoy tu amigo. Ahora bien, si quieresdecirme que me equivoco y marchartepor esa puerta, adelante. Yo no te lo voya impedir. Me sentiré como cualquierhombre cuya amistad es rechazada, perome ocuparé de que no sufras por ello.
Se hizo el silencio. Isócrates sesintió como una cuerda tensada almáximo por el orgullo y la desconfianzaque se hubiera soltado de golpe.
—¡Siéntate! —le ordenóAristómaco, levantándose de la única
silla que había en la sala—. Te haspuesto verde. Zeus, no te estabaproponiendo ninguna cochinada.¡Francamente, me resultas tan atractivocomo el poste de una puta verja!
Isócrates se sentó y, luego, se inclinópara colocar la cabeza entre las rodillas.
—Lo siento —musitó—. No penséque fueses mi amigo. No estoy... tanrecuperado como creía.
—Eso es lo que yo te había dicho, ¿aque sí?
La palabra «amigo» dejópreocupado a Isócrates. Los reyes teníanamigos, a los cuales encomendabantareas diversas, pero esos amigos noeran sus semejantes. Aristómaco,
seguramente, tenía en mente algoparecido... Aunque, si le preguntaba quéhabía querido decir con aquello, lo másprobable es que le dijese: «¿Qué tipo depregunta de mierda es ésa?»
Isócrates sonrió ante aquelpensamiento y levantó la mirada hacia eltrierarca. Seguía sin querer ser un siervopero, teniendo que elegir entre amistad—como quiera que se definiese— oromper por completo con un hombre alque había llegado a apreciar, ya sabíacuál iba a ser su elección.
—Me sentiría muy honrado de poderllamarme amigo tuyo.
—¡Estupendo! Entonces, vuelve a lacama y esmérate en recuperarte. Quiero
sacar al Atalanta a navegar de aquí aocho días y preferiría que tú fueras abordo.
Con gran sorpresa por su parte,Isócrates disfrutó mucho de los ochodías siguientes. Deambuló por toda lacasa y entonces, cuando empezó arecuperar las fuerzas, fue a pasear por laplaza del mercado. Jugó a juegos demesa con el hijo de Aristómaco y hablóde barcos con él; hasta leyeron uno delos libros del trierarca. Se encontró a símismo empezando a aprender algoacerca de los barcos mercantes y deinversiones.
No había vuelto a pensar en el
dinero que había invertido en elcargamento de grano alejandrino hastaque Aristómaco le preguntó dóndequería ponerlo ahora, una pregunta quedescubrió que no significaba que dóndequería guardarlo, sino en quécargamentos quería invertirlo. Lacantidad que tenía a su disposición,descubrió, con gran asombro, ascendía acuatrocientos veinte dracmas.
—Bueno, tu inversión fue detrescientos dracmas, ¿verdad? —dijoAristómaco con agilidad—. Cien de tuparte del dinero de los piratas ydoscientos del rescate. Ya tenemos eldinero del rescate, por cierto. Nos lodieron en Éfeso y, ¡sí, les he dado su
parte a la tripulación! Se piensan quesoy un hombre espléndido y lo estángastando a espuertas. De todas formas,el grano rindió un cuarenta por ciento debeneficio. Eso es algo excepcional pero,casi siempre, puedes contar comomínimo con el quince por ciento...aunque, normalmente, hay que pagar loscostes de los portes y las tasas delpuerto. Sin embargo, convienediversificar riesgos. Si un barco cae enmanos de los piratas, o se ve atrapadoen una tormenta, pierdes todo lo que hasinvertido. Por eso no hay que invertirlotodo en un solo barco, ¿te das cuenta?Pero no vale la pena invertir menos deciento cincuenta. A las compañías no les
interesa malgastar el tiempo conpequeñas sumas.
A Isócrates nunca le había parecidoque cien dracmas fueran «una pequeñasuma». La granja de su padre rendíapoco más que eso en todo un año, unavez pagadas todas las facturas. La charlade Aristómaco acerca de «porcentajesde beneficio» y «préstamos a fondoperdido» lo dejó mareado. Sabía, sinembargo, suficiente de transportemarítimo para que la aproximación a sumecánica financiera le resultarafascinante. Terminó por invertir cientocincuenta dracmas en cada uno de losdos barcos que le ofreció Aristómaco,guardándose ciento veinte para cubrir
gastos y comprarse ropa nueva.La embajada a la corte seléucida
partió y regresó en el plazo de aquellosmismos ocho días. Las noticias de Éfesoeran tan malas como se temía: el reyAntíoco el Dios había muerto. La reinaLaodice había conseguido testigos quejuraron que, en su lecho de muerte, habíanombrado a su hijo Seleuco comoheredero. La corte de Éfeso lo habíaaceptado y le había dado al joven ladiadema real. No habían recibidonoticias directas de la corte rival deAntioquía, pero todos predecían que lareina Berenice le iba a pedir ayuda a suhermano que estaba en Egipto, y que, amitad del verano, la guerra habría
empezado.La única y auténtica cuestión,
debatida hasta la saciedad en lastabernas y plazas de la ciudad, era loque iba a hacer la tercera monarquía.Antígono, el rey de Macedonia, habíasido, de toda la vida, amigo de Siria yenemigo de Egipto. Pero, ¿estaríadispuesto a apoyar al nuevo reySeleuco? Antíoco había sido su sobrino,por lo que podría negarse a apoyar a susasesinos.
Todo aquello, en cualquier caso, seanunció públicamente al pueblo deRodas en una reunión de emergencia dela Asamblea y la gente lo discutía allídonde se encontrase. Ya no se hacían
reuniones particulares en casa deAristómaco. Parecía que el ojo delhuracán se había desplazado, dejandoque el Atalanta y su tripulaciónsiguieran su rumbo.
El Atalanta volvió a zarpar a finalesde mayo, en travesía ordinaria en buscade piratas, con rumbo sudoeste haciaCreta, luego hacia el norte por la costaoccidental del Peloponeso y así hastallegar a Epiro. Aquellas eran aguas,principalmente, de piratas, y se valieronde todas las tretas habituales paralocalizar al enemigo. Invitaron a beber alos marineros que había en las tabernaspara enterarse de los rumores, seofrecieron a escoltar a los barcos
mercantes más prometedores, yendo trasellos con mucho sigilo, esperando quealguna pentecontera se decidiera aatacar; se quedaban al acecho detrás delos cabos o se escondían en las calas.Vieron un solo barco que podría habersido de algún interés —y que losesquivó metiéndose rápidamente en elpuerto de Dreros, donde las autoridadesse negaban a dejar entrar a los rodios.
—¡Bueno, por lo menos esoscabrones están demasiado ocupadosescondiéndose como para atacar anuestros cargueros! —comentóAristómaco, pero se vio frustrado ydecepcionado. Los piratas siempre semultiplicaban en tiempos de guerra y él
tenía seis barcos mercantes de los quepreocuparse.
Ya estaban en junio y hacía calor. Elpuente de remo resultaba sofocante, apesar de que todos los toldos estabancolocados con esmero para quecirculara el aire entre ellos. El sudor delos hombres quedaba suspendido en elrecinto húmedo, dejando aquel sabor enlas bocas eternamente. Por más agua quebebiesen, nunca parecía suficiente.Isócrates, aún débil por la herida, tratóde sobrellevarlo. No podía remar, elmovimiento le tiraba de la nueva cicatrizcon un dolor insoportable, y el esfuerzoconstante por recordar los lugares dondepodían atracar de forma segura y donde
podían cargar agua le dejaba la menteagotada al final del día. Los cuatro díasque pasaron racionando los víveres,atrapados por una tormenta en una playaremota, los agradeció profundamente,porque le permitieron descansar. Dehecho, pensó que estaba recuperando lasfuerzas. No llegó a sentirse mejor pero,si no las estuviese recuperando, sesentiría peor, ¿no? Siguió trabajando conuna mezcla de costumbre y mucha fuerzade voluntad.
A finales de junio, volvieron aRodas para descansar y hacerreparaciones. Isócrates estaba exhausto.Aristómaco también estaba dolorido ycansado. Se había quedado todas las
noches, a conciencia, con su barco yhabía comido el mismo rancho que elresto de los hombres. Se había ganado,por fin, el respeto de la tripulación deremo, pero tenía una necesidadimperiosa de volver a su casa. Cuandoel Atalanta atracó, invitó a Isócrates,con la boca muy pequeña, a cenar, perose sintió muy aliviado cuando éstedeclinó la invitación: todo el mundo abordo estaba cansado de la compañía delos demás.
Isócrates se ocupó de lasnecesidades del barco y, luego, semarchó andando a su habitación en casade Atta. Había visto a su casera sólo depasada desde que lo habían herido y, al
volver a aquella casa, descubrió muy asu pesar que era más pequeña yhedionda de lo que recordaba. Sinembargo, por una vez estaba en silencio.Atta y sus hijos estaban comiendo,cuestión delicada para todos ellos.
—¡Ah! —exclamó Atta cuando lovio aparecer por la puerta—. No te hehecho nada de comer.
Isócrates no esperaba lo contrario yse había traído un puñado de galletas decebada que habían sobrado del barco.Se las enseñó sin decir nada. Alunísono, los hijos de Atta empezaron alloriquear diciendo que ellos queríangalletas de cebada también. Lo queestaban comiendo debía de ser aún más
frugal de lo habitual. Atta les dijo que secallasen.
—¡Pero Isócrates siempre me dagalletas de cebada! —protestó lapequeña Leuke.
—¡Porque eres una pedigüeñainsaciable! —refunfuñó Atta y le dio unazote a la niña que la hizo ponerse allorar.
Isócrates pensó en marcharse pordonde había venido. En cambio, le diodos galletas a Atta. El tenía más que desobra y, de todas formas, estaba harto yade esas galletas.
—¡Que los dioses te bendigan! —gritó Atta, partiendo una en dos, paradarle la mitad a cada niño y
guardándose la otra para ella. La familiaentera volvió a quedarse en silencio: losniños metiéndose las galletas correosasen la boca con entusiasmo, la madresaboreando cada bocado.
Isócrates se sentó, agotado.—¿Qué noticias hay, Atta? —le
preguntó, masticando despacio unbocado de galleta.
Atta tragó y exclamó:—¡Uy, todo lo que se habla es
acerca de esa pobre reina siria!—¿Laodice? ¿Pobre?—¡No, no! ¡Esa parece tan cruel e
insensible como una loba en celo! Yodigo la otra, Berenice, la hermana deTolomeo. ¡Han muerto ella, su hijito y
todos sus siervos!A Isócrates casi se le cae la galleta
de la boca.—¿Qué?—La perversa reina mandó a unos
hombres que la matasen en cuanto supoque su marido había muerto... y dicenque tuvo algo que ver también en lamuerte del rey, ¡pero nadie puededemostrarlo! La reina Berenice estabaen Antioquía, ¿sabes?, sólo que no enplena ciudad, sino en su casa deveraneo, en las afueras, donde está eltemplo sagrado del divino Apolo.Dafne, se llama el lugar. Todo el mundohabla de lo que ha pasado en Dafne.Laodice mandó barcos cargados de
soldados, mercenarios y piratas asueldo, que vararon los barcos en laplaya y marcharon hacia el interior parasorprender a la población. La gente dela reina Berenice luchó... dicen quehasta la mismísima reina luchó, al final,con una espada que le quitó a uno de susguardias, pero la mataron a ella y a suniñito.
—¡Por Heracles!Isócrates no sentía nada en especial
por la reina Berenice pero, aun así,había sido un acto brutal. Por lo visto,Laodice quería asegurarse de que el hijode su rival nunca iba a heredar ladiadema, pero a un precio espantoso. Yano iba a haber lugar para medias tintas
ni para ponerse a negociar. Ahora sí quese iba a poner Tolomeo en pie deguerra... y Seleuco iba a tener pocosaliados.
—¡Ese asesinato ha sido casi unsacrilegio! —dijo Atta con fruición—.Los dioses se vengarán. ¡Fue asesinada,pobre reina, ante los ojos del mismísimoApolo!
—Yo creo que el que se va a vengarva a ser el hermano de Berenice —dijoIsócrates.
—Sí, pero los dioses lo van aayudar —respondió Atta—, porqueApolo es el patrón de la casa deSeleuco, ¿verdad? Pero ya no los va afavorecer, después de un insulto
semejante a su templo sagrado.—Nadie los va a favorecer
demasiado ya —dijo Isócrates.Se tragó la galleta de cebada y
reprimió la necesidad imperiosa de ircorriendo a casa de Aristómaco parapreguntarle al trierarca lo que opinabade aquellas noticias. Desde el punto devista de Rodas, había muy pocadiferencia entre que Berenice hubieramuerto o que hubiera tenido que huir. Elhermano de Berenice iba a declarar laguerra de todas formas. Dudó mucho, sinembargo, de que Rodas fuese a unirse aél. Una muestra de condolencia ysolidaridad bastaría para que Tolomeolos siguiese considerando amigos, así
que, ¿por qué iba Rodas a tener quedarle también su sangre y sus barcos?Especialmente, cuando el resultado iba aser un aumento del poder egipcio en elEgeo. No, la neutralidad era unaestrategia mucho mejor. Se quedópreguntándose, sin embargo, acerca delos «mercenarios y piratas» que habíancometido el asesinato. No tuvo queforzar mucho la imaginación para incluira Andrónico entre ellos. ¿Qué iría ahacer, ahora, aquel malnacido?
Sospechó que no volvería a Éfesotan campante para ver si su jefa teníaalgún otro trabajito para él. Andrónicotendría tan claro como Isócrates queSeleuco, el nuevo rey, se iba a
desentender del asesinato paraapaciguar a la opinión pública: Ha sidocosa de mi madre, no mía ¡Mujeres!Son unas criaturas apasionadas eirracionales, ¿qué puedo hacer yo? Loshombres que habían obedecido lasórdenes de la reina tendrían suerte si elrey se limitaba a desterrarlos.
Por otro lado, ¿por qué iba a quererAndrónico volver a Éfeso? Laodice lehabía proporcionado un barco, armas yhombres. Podía, tranquilamente, volvera su antigua ocupación.
Isócrates se quedó desconcertadoante la amenaza que aquello suponíapara él. Andrónico, el mercenario de lareina, era intocable. Andrónico, el
pirata, era presa fácil para él... y elpensamiento de salir a capturarlo hizoque todo el cansancio de Isócratesdesapareciera. ¿Cómo era posible que elodio hacia un hombre, al que apenashabía visto un par de veces, fuera tanestimulante?
Era porque aquel hombre habíaviolado a Dionisia, sin lugar a dudas.Ella se había alegrado mucho de que nofuese a hacer daño a más inocentes, peroaún seguía en libertad y derramandosangre.
Isócrates se limpió la cebada de losdedos.
—Voy a dormir un poco —le dijo aAtta.
—¿Quieres que coja tus cosas y laslave? —le preguntó ilusionada—. Porcierto, te he arreglado la otra túnica.Está en tu habitación.
—¿Qué otra túnica?—Pues tu antigua túnica de oficial.
Tu compañero, Polidoro, la trajo cuandoestabas enfermo. Uf, debió de ser unaherida espantosa. ¡No me extraña queestuvieras tan enfermo! ¡Tuve quelavarla y blanquearla tres veces paraquitarle la mancha! Tenía también unrasgón enorme en la espalda, pero ya lohe cosido.
Isócrates se la quedó mirando,complacido por la sorpresa. Porsupuesto, Aristómaco pensó que se
habían deshecho de ella; él se desharíade la ropa estropeada, pero otroscompañeros menos acaudaladosapreciaban mejor el valor del lino fino.Ahora, Isócrates tenía dos túnicas deoficial: una para el día a día y otra paralas ocasiones especiales. Inclusodespués de pagarle a Atta por susservicios, era como si le hubieranpagado medio sueldo de más. Sintió unaextraña punzada de gratitud hacia sucasera.
—¡Muchas gracias! —le dijo concalidez.
En la plaza del mercado, a lamañana siguiente, descubrió que se
había convocado a la Asamblea a unareunión extraordinaria. Parecía ser quelos embajadores de Tolomeo y deSeleuco habían llegado mientras elAtalanta estaba en alta mar. Amboshabían venido en busca de apoyo.
Complacido por haber llegado justoa tiempo, Isócrates se abrió paso haciael teatro de la ladera de la acrópolis.Para que una asamblea tuviese valoroficial, debía haber, por lo menos,quinientos ciudadanos presentes pero, yaantes de llegar al teatro, Isócrates sabíaque no iban a tener problemas paraalcanzar el quorum. Pasó por el arco dela entrada para descubrir que había másdel doble de personas en el lugar. Todos
los asientos estaban ocupados, inclusoaquellos medio desvencijados de lasgradas que estaban al sol. Bajo aquel solabrasador, los ciudadanos amontonados—todos los hombres tenían dieciochoaños o más— sudaban, se bebían el aguaque compraban a los vendedores, queestaban haciendo buen negocio, y seabanicaban con los sombreros.Granjeros y cabreros, que habían venidodel campo a pasar el día, se levantabanel lado derecho de las túnicas con lospulgares llenos de callos para que lesentrase algo de aire fresco. Losmarineros y los trabajadores del puerto,simplemente, se quedaban en cueros, ylos ciudadanos más ricos, con sus
túnicas de lino fino, los miraban conenvidia. El ambiente, de todas formas,era muy sobrio. Normalmente, lasasambleas eran eventos llenos de vida,con mucho revuelo de bromas y vítores.Pero, aquel día, la gente de Rodas sehabía reunido solemnemente paraescuchar la llamada a la guerra.
Isócrates, que seguía estandocansado, no estaba seguro de sucapacidad para aguantar un par de horasde pie bajo el sol y buscó un sitio a lasombra. En cualquier caso, no era elúnico, y todos los asientos estabanocupados. Estaba a punto de rendirsecuando un conocido de otro barco lo vioy le hizo señas desde la sombra de un
arco de entrada.—He oído que te han herido —le
dijo.Se hizo a un lado y le dejó un sitio a
Isócrates.Isócrates, muy agradecido, se apartó
de la luz del sol y apoyó un hombrocontra el muro.
—Gracias.—¿Qué te pasó?Isócrates puso cara de
circunstancias.—Me dispararon por la espalda
mientras huía, si quieres que te diga laverdad. El hijo de un amigo estáespantado por mi cobardía. Pero unabanda de piratas me había tendido una
emboscada y no tuve mucha elección.El otro hombre lo miró a los ojos.—Tengo entendido que te dispararon
por orden de la reina Laodice.Isócrates apartó la mirada, pero
luego se forzó a volver a mirar aquellosojos curiosos. El había repetidoconcienzudamente la versión oficial queexculpaba a la reina. El argumento deque acusarla iba a perjudicar a Rodasera convincente. La mentira era másfácil de digerir ahora que tenía aAndrónico en el punto de mira.
—No fue por orden de la reina —dijo con firmeza—. Fue un pirata quetrabajaba para ella como mercenario,cuando yo volvía a mi barco desde la
casa de ella. Él tenía sus motivos, puesyo hundí su barco.
El conocido y sus amigos rieroncomplacidos. Tenían más preguntas quehacerle, pero el heraldo de la ciudadtocó la trompeta para indicar que laasamblea estaba a punto de empezar.Los embajadores desfilaron hasta elcentro del ágora, cada uno con su báculoheráldico y escoltado por uno de lospresidentes del Consejo rodiota.
Los dos embajadores eran hombresaltos, bien vestidos y con buena voz.Ambos pusieron de manifiesto el granaprecio que sentían sus superiores haciael pueblo de Rodas y los diversosfavores que los reyes le habían hecho a
la isla. El de Tolomeo era el que lo teníamás fácil. Lo único que tuvo que hacerpara ganarse la simpatía de todos fuedescribir el asesinato de la reinaBerenice y de su hijito. Lo hizo con tantafuerza, valiéndose de lágrimas y de lascualidades de un actor trágico, que fuerecompensado con gruñidos deindignación y de lástima. Terminódenunciando a la reina Laodice yllamando al pueblo rodiota a «honrar laantigua alianza y ayudar a su fiel amigo,el rey Tolomeo, a poner fin al reinadodel terror».
El embajador de Seleuco,sabiamente, optó por no competir por lasimpatía de los rodios. Se limitó a
justificar brevemente el asesinato comoel intento de una madre de proteger a sushijos de la conspiración de unausurpadora... y luego apeló al miedodirectamente. Egipto ya controlaba Liciay Panfilia, señaló. Tolomeo ya dominabala Confederación de Delos. Preguntócuánto tiempo más iba a durar laindependencia de Rodas si el rey deEgipto se quedaba sin rivales en elEgeo.
—¿Es que ha muerto ya el reyAntígono? —gritó uno, con muchoingenio, desde lo alto de las gradas.
Aquello produjo un coro deabucheos por parte del público que pusoal embajador muy nervioso. El rey de
Macedonia, Antígono, también teníainterés en controlar el Egeo y había sidosiempre un rival más serio para lasambiciones de Tolomeo que los sirios.
Aparte de aquella interrupción, elpúblico escuchó el discurso en silencio.El embajador de Tolomeo habíarecibido un rotundo aplauso desolidaridad cuando terminó de hablar; elde Seleuco obtuvo, apenas, algunaspalmadas.
Los discursos duraron casi hastamediodía. Cuando los embajadoreshubieron terminado, los presidentesrodios anunciaron que la votaciónrespecto a la respuesta que daríantendría lugar al día siguiente, después de
que el Consejo se hubiera reunido parahacer propuestas concretas para que laasamblea las considerase. El públicoaplaudió.
Isócrates salió del ágora con suconocido y, luego —reacio a hablar desu herida—, se detuvo con la excusa dequerer beber un poco de agua de lafuente que había fuera de la plaza. Habíamuchos esperando a hacer lo mismo ylos que lo acompañaban lo dejaron allí.Estaba esperando pacientemente cuandooyó que gritaban su nombre. Miró a sualrededor y vio a Aristómaco, que losaludaba con la mano.
Fue hacia él. El trierarca estaba conNicágoras y con el padre de éste, un
miembro del Consejo llamado Nicolao.—¿Qué te ha parecido? —le
preguntó Aristómaco.Isócrates se encogió de hombros.—No he oído nada por lo que valga
la pena luchar.Aristómaco se rió.—Yo tampoco. ¡Pero ándate con ojo!
Parece ser que Estratocles quiere hablarcontigo. Tiene intención de que des fe dela recepción que te dio la reina Laodice.Piensa que eso le puede ayudar en sucausa.
Isócrates puso mala cara, tratando derecordar quién era Estratocles... ah, sí,era un consejero de Lindos, al sur de laisla.
—¿Trabaja para Tolomeo?Aristómaco se rió e intercambió una
mirada con Nicolao.—Si contestara a eso, tendría que
hablar mal de un consejero amigo —dijoNicolao, sonriendo.
—Yo creía que estarías encantadode testificar contra la reina —dijoNicágoras con cierto resentimiento—.¡Ella trató de que te mataran! ¿Te vas alimitar a aceptarlo como si fueras unesclavo?
Isócrates se lo quedó mirandodurante un instante.
—Una rencilla personal no essuficiente para desatar una guerra. ¡Sipensase lo contrario, estaría tan loco
como Antíoco! Sufriese lo que sufrieseel mes pasado, es un rasguño comparadocon la paliza que nos iba a dar el reySeleuco, incluso aunque ganáramos. Siahora podemos ir tras Andrónico deFalasarna, me doy por satisfecho.
—¿Así que crees que debemos mirarpara otro lado y dejar que los reyeshagan lo que les plazca?
—¡No! —dijo Isócrates exasperado—. Lo que digo es que no debemosluchar si no vale la pena. No nosjugamos nada aquí. El rey Seleuco no haamenazado nuestras relacionescomerciales ni nuestra independencia, yTolomeo no se va a poner en nuestracontra si seguimos neutrales. Berenice
era la hermana de Tolomeo, dejemos quevengue él su muerte.
—¡Bien hablado! —exclamóNicolao. Nicágoras estaba que echabachispas y su padre le dio unaspalmaditas en el hombro.
—No vivimos en la era de loshéroes, mi niño. ¡Y no puedes ganar uncombate tú solo cuando necesitas queciento veinte remeros te muevan eldichoso barco! —Se volvió haciaIsócrates—. ¡Ven con nosotros! —dijoalegremente—. Vamos a comer algoantes de la reunión del Consejo. Loharemos en la Casa del Consejo y te voya presentar a Estratocles. Puedescontarle lo que nos acabas de decir: ¡eso
hará que se calle!
NUEVE
A Isócrates no le apetecía enabsoluto ir con ellos a la casa delConsejo ni conocer a Estratocles, perofue de todas formas para no ofender anadie. El consejero simpatizante deTolomeo, sin embargo, resultó no sermotivo de preocupación. Cuandocomprendió que Isócrates no lo iba aayudar, lo único que hizo fueapresurarse a buscar apoyo en otros.
Aquello de «comer algo» que habíaprometido Nicolao consistió en pan con
cordero recién asado, que losconsejeros saborearon de pie en elpórtico de la casa del Consejo, sin pararde hablar, enardecidamente, de política.Isócrates escuchó con atención,disfrutando de la sensación de estar enel corazón de Rodas. También disfrutódel almuerzo, pues rara vez teníaocasión de comer tanta carne. Seguíacomiendo y escuchando el debatecuando Aristómaco le tocó un hombro.
—¡Ven conmigo! —le ordenó eltrierarca—. Hay un concierto para quelos embajadores se entretengan estatarde y la muchacha milesia va aparticipar.
Isócrates tragó con dificultad.
—¡Pensé que iba a dar un conciertogratuito durante el festival!
—Parece ser que ya lo hizo cuandonosotros estábamos en alta mar. Este lova a pagar la ciudad.
Isócrates sonrió complacido, ¡elconcierto gratuito de Dionisia debióhaber sido un éxito!
Su entusiasmo se vio sóloligeramente disminuido cuandoNicágoras se unió a ellos. Era naturalque el joven acompañase a su tío,especialmente porque su padre estaba enla reunión del Consejo. En cualquiercaso, Nicágoras se mostraba muchomenos tolerante hacia la presencia deIsócrates. Todo el camino hasta el
concierto trató de matarlo a base demiradas asesinas.
Casi todos los bancos estaban yaocupados cuando ellos llegaron, peroAristómaco había reservado unosasientos en la tercera fila y uno de susesclavos estaba sentado sobre un montónde cojines para guardarles el sitio.
Al poco de haber tomado asiento,entraron las dos embajadas; esta vez, nosólo los embajadores, sino todo elséquito diplomático, cada unoacompañado por su anfitrión rodiota. Elgrupo tolemaico fue conducido hasta lasdos primeras filas, a la derecha, y losseléucidas a las mismas filas, pero a laizquierda, con los anfitriones rodios
haciendo de intermediarios en el centro.Sucedió que la embajada seléucida
quedó delante de los asientos queAristómaco había reservado, y cuandoocuparon sus lugares, Isócratesreconoció a Hipérides, el regordete «desangre real» que lo había acompañadohasta la casa de la reina en Éfeso.Hipérides, en cualquier caso, estabademasiado ocupado charlando con suvecino para saber a quién tenía sentadodetrás. Isócrates se agazapó contra elrespaldo de su asiento y apretó losdientes. Miró a Nicágoras, que estabasentado justo detrás del petimetre, peroel joven oficial de proa, aparentemente,no lo había reconocido. Después de
todo, sólo se habían visto unos instantes.Se oyó un redoble de tambor y un
coro que procedían del foso de laorquesta, que estaba justo delante delescenario. Aparecieron los músicos,tocando la cítara y el aulos, y empezó laprimera función: una canción alegre yuna danza que daba la bienvenida —aunque sin especificar a quién— a «laisla de las flores, la novia del Sol quetodo lo ve, ¡la adorable Rodas!».
Dionisia actuaba a continuación.Salió al escenario, sonriente y hermosa,con un quitón largo de lino estampadobajo una capa de seda muy fina, y conuna cítara. Tocó un acorde y empezó aentonar el himno al Sol. Isócrates ya la
había oído cantar antes, de modo que lavoz —pura, dulce y fuerte— no fueninguna sorpresa para él. Lo que lo dejóimpresionado fue la habilidad con la quetocaba la cítara. Las cuerdas vibraban ysonaban bajo sus largos dedos, oracomplementando la canción, orabailando con ella; ora marcadas yrítmicas, ora dulces y lastimeras. Sucara miraba al público, pero su atenciónestaba centrada, por completo, en lamúsica. Isócrates contuvo la respiraciónmientras la escuchaba. Él, ya antes,pensaba que la mujer tenía un don, peroesa creencia había sido una cuestión defe. Ahora sabía que su fe estabajustificada.
Al terminar la canción, el público laaplaudió incansable. Sin embargo,Hipérides no aplaudió, sino que sevolvió hacia su vecino y le dijosusurrando muy fuerte:
—¡Esa es Dionisia, la antiguaramera del rey Antíoco! ¿Qué estáhaciendo aquí? ¡Se supone que estaba enAlejandría!
Al oír aquello, Nicágoras se irguióen su asiento y lo miró indignado.
—¡No es ninguna ramera! —declaróen voz alta.
El petimetre miró hacia atrás y soltóuna risilla burlona.
—¿Es eso lo que pensáis aquí, enRodas?
El embajador, que estaba en laprimera fila, miró atrás, puso mala caray les pidió, por señas, que guardaransilencio. Sobre el escenario, Dionisiahabía vuelto a empezar a tocar.
El concierto prosiguió con unabanico de piezas diferentesseleccionadas de entre el repertorio delos artistas, seguramente, para honrar aambas embajadas. El coro entonó elhimno a Apolo (patrón de la casa deSeleuco) y, luego, se representó unadanza en honor a Dionisio (patrón de lacasa de Tolomeo). También hicieron untrío instrumental compuesto por aulos,cítara y tambor, y reprodujeron un ariade una tragedia. El canto de Dionisia, de
todas formas, sobresalió respecto a losdemás actos como la cumbre de unamontaña por encima de un bosque. Lascanciones que había elegido eran piezasde vana adulación —una canción quealababa al primer Antíoco por haberderrotado a los galateos; otra alabandoal Nilo—, pero su destreza las dotó dedignidad e hizo que resultasenmaravillosas. Cuando terminó elconcierto, el público la llamó,desafortunadamente, por su nombre:«¡Dionisia! ¡Dionisia de Mileto!¡Dionisia la de la cítara!» y, cuando ellaaccedió a volver al escenario,ruborizada y sonriente, el aplauso fueatronador.
Hipérides, sin embargo, se quedósentado y de brazos cruzados. Nicágoraslo miró con desprecio y se echó un pocohacia delante para rozar, mientrasaplaudía, el pelo largo del otro con lasmanos. El sirio se puso una mano en lacabeza para protegerse y volvió,furioso, la mirada hacia atrás. Nicágoraslevantó las cejas, desafiándoloabiertamente.
—¿Tú crees que vale la penaaclamarla? —bramó Hipérides mientrascesaba el ruido—. ¿A una zorra milesiacon una cítara? Ya fue aclamada enAntioquía hace años. ¿Es que en Rodasno tenéis nada innovador?
—¡La señora Dionisia no es ninguna
zorra! —dijo Nicágoras enardecido.—Es la antigua ramera del rey
Antíoco. Él se cansó y ella se marchó abuscarse otro amante. Tengo entendidoque se fue a Alejandría.
—¡El rey nunca se cansó de ella! —le respondió Nicágoras—. ¡Huyó aAlejandría para prevenir al rey Tolomeocontra vuestra reina Laodice!
Hipérides le echó una mirada aúnmás afilada a Nicágoras, recorrió la filacon la mirada y vio a Isócrates. Sequedó petrificado.
Isócrates le echó una sonrisaamarga. Sobre el escenario, Dionisiaempezó a entonar el bis:
—«Como el Sol nos trae labores a
diario...»El segundo verso fue engullido por
los vítores de los rodiotas, queacompañaron el resto de la canciónpateando el suelo al compás para imitarlos remos al batir.
Cuando el bis hubo terminado,Hipérides se levantó de un salto y se fuea decirle al embajador algo al oído,ahogado por los aplausos. Amboshombres se dieron la vuelta para mirar aIsócrates. El petimetre, con cara depocos amigos, y el embajador, concuriosidad. Isócrates gruñó.
—¿Qué está pasando? —susurróAristómaco.
—Ese es el hombre que me fue a
buscar para llevarme a casa de la reina.—¡Ah! —el trierarca, con
satisfacción, contempló al individuo—.¡Estupendo!
Isócrates miró a su comandante másde cerca.
—¿Habías planeado esto?Aristómaco se encogió de hombros.—¿Planear el qué? Sí, admito que
tenía la esperanza de que, si nossentábamos cerca de los sirios,pudiéramos oír las conversaciones, y talvez enterarnos de algo. Pero era unaesperanza, no es que se tratase de unplan.
Cuando, por fin, el aplauso cesó y lagente empezó a salir de la sala, el
embajador seléucida se puso de pie,miró a Isócrates y le hizo una señalcargada de optimismo. Isócrates,receloso, se levantó y se acercó a él.Aristómaco fue con él, llevándose aNicágoras pegado.
—Salud —dijo el embajador y miró,desconcertado, a los tres—. Hipéridesme dice que tú eres el oficial rodiotaque fue desafortunadamente herido porun mercenario que estaba al servicio dela reina madre Laodice.
Hipérides lo miró sorprendido porla descripción que hizo de lo que él leacababa de contar. Isócrates se limitó aasentir. Aristómaco, sin embargo, lepuso su mejor sonrisa al embajador y
dijo:—El mismo. Y yo soy su trierarca,
Aristómaco, hijo de Anaxipo. Nosestábamos preguntando, embajador, si túpodrías decirnos qué ha sido de esepirata asesino.
El embajador se quedó perplejo,pero prosiguió con lo que,evidentemente, era un discursopreparado.
—Esperamos que comprendáis quela reina jamás dio su aprobación aningún ataque semejante. En cuanto sedio cuenta del tipo de hombre que teníaa su servicio, lo despidió.
Nicágoras empezó a protestar. Su tíole lanzó una mirada fulminante y dijo:
—Estupendo, embajador. Me alegrode saberlo.
—El rey Seleuco se quedódesconcertado al saber que uno de loshombres contratados por su madre habíaatacado a un oficial de la Armadarodiota —prosiguió el embajador—.Como ya he dicho en vuestra Asambleaesta mañana, valora mucho la amistad delos rodios. Me indicó que encontrase aloficial herido y le ofreciese unacompensación. Lo habría hecho antes,pero nadie había tomado nota de sunombre.
—Tenías que haber preguntado en lasede de la Armada —dijo Aristómacotratando de ayudar—. Allí, todo el
mundo está al corriente. Así que,¡Isócrates!, el rey te ofrece unacompensación.
Isócrates, tenso por la indignación,no era capaz de pensar en lo que debíadecir. Se había contenido de acusar a lareina porque pensaba que era lo mejorpara Rodas, y ahora todo el que seenterase pensaría que era porque sehabía vendido.
—El rey Seleuco lamentaenormemente... —empezó a decir elembajador.
—Yo no acepto limosnas —dijoIsócrates bruscamente— y juro por elSol que no quiero el dinero del rey.
Al oír eso, Hipérides lo miró con
irritación y el embajador puso cara dedolor.
—Lo has ofendido —le explicóAristómaco, con mucho tacto, alembajador—. Le estás ofreciendodinero por algo que él hizo por purabuena voluntad. Nosotros, los rodios,apreciamos la amistad del rey tantocomo él aprecia la nuestra, ¡Que esaamistad no se vea perjudicada poracusaciones precipitadas! Todossabemos bien que el pirata tenía unarencilla personal y eso es lo que lehemos dicho a todo el que hapreguntado.
El embajador sonrió aliviado.—Sin embargo, te diré lo que nos
gustaría —prosiguió Aristómaco—. Loque queremos es saber qué ha sido delpirata. Dónde está, qué tipo de barcotiene, cuántos hombres y esas cosas. Noqueremos que haya piratas cretensesnavegando a sus anchas por las rutascomerciales, poniendo en peligro eltránsito mercantil. Estoy seguro de quetú opinas lo mismo.
—Ah —dijo el embajador,abochornado—. Me temo que no sé quéha pasado con el pirata. De todasformas, entiendo lo que dices, y mepondré de inmediato a haceraveriguaciones.
—Muchas gracias —dijoAristómaco con otra amplia sonrisa—.
Se llama Andrónico de Falasarna. Loúltimo que supimos de él es que está almando de un akatos llamado Nea. Habíarecuperado a treinta y uno de sustripulantes, parece ser que la reina ledio un talento de plata para hacerlo.
En el rostro del embajador, a lavergüenza se unió el enfado.
—Ella también lo había provisto deuna tripulación para el Nea —prosiguióAristómaco alegremente—. Ignoro siaún los conserva o si volvieron con lareina.
—Haré averiguaciones —volvió adecir el embajador, y le lanzó aHipérides una mirada rápida perocargada de contenido.
—¡Estupendo, estupendo! Si teenteras de algo, me puedes mandar unanota a mi casa. Está al lado de la plazadel mercado, todo el mundo sabe cuáles. ¿Quieres tomar nota, esta vez, denuestros nombres? Aristómaco, hijo deAnaxipo, e Isócrates, hijo de Critágoras,de la trihemiolia Atalanta.
—¡Señora! —lo interrumpióNicágoras con una expresiónmaravillada.
Isócrates miró hacia atrás y vio queDionisia había bajado del escenario y sehabía acercado a ellos. Todavía tenía lacítara y la estaba acunando sobre unacadera cubierta de seda. Podría haberpasado por la Musa lírica de no ser por
la expresión de ansiedad de su rostro.—¡Salud, señora! —exclamó
Aristómaco.—¡Salud! —contestó ella, muerta de
nervios. Examinó rápidamente al grupoy detuvo la mirada en Isócrates—. Mealegro mucho de ver que te hasrecuperado, capitán.
Isócrates inclinó la cabeza, con lalengua hecha un nudo. Después de lacarta tan fría que él le había mandado,esperaba que ella lo despreciase pero,sin embargo, sólo parecía nerviosa.
—Has sido lo mejor de todo elconcierto —le dijo Nicágoras conentusiasmo.
El embajador estaba de mal humor.
—Dionisia, hija de Clístenes, nos hasorprendido mucho verte en Rodas.Habíamos oído que habías ido aAlejandría.
—Y fui —se limitó a contestarDionisia, mirándolo a los ojos—.Después volví a Rodas. Señor, te pidodisculpas. No quería entrometerme, sóloquería asegurarme de que el capitán sehabía recuperado de sus heridas. Comosin duda habrás oído, su barco merescató de los piratas.
El embajador frunció los labios.—¿Cómo? ¿Ya has vuelto de
Alejandría? ¿Es que Tolomeo no terecompensó por tu traición?
—Ya estaba al corriente de lo que
fui a decirle —contestó sin alterar lavoz—. Señor, por favor, créeme quenunca quise hacerle daño alguno al reyAntíoco. Tenía la esperanza de queTolomeo pudiera persuadirlo de lo queyo no pude... y yo le tenía miedo aLaodice, que había...
—¡Ramera traidora! —la cortóHipérides.
—¡Cómo te atreves tú a hablar detraición! —exclamó Nicágoras alinstante—. Tú y tu señora con cara dezorra habéis...
—¡Ya basta! —soltó Aristómaco,agarrando a su sobrino por el hombro ysacudiéndolo bien fuerte. Se volvióhacia el embajador con una sonrisa falsa
—. Disculpa a mi sobrino, señor. Losjóvenes, cuando se trata de mujereshermosas...
—Está perdonado —el embajadorestaba mirando a Dionisia con el ceñofruncido—. ¿Tolomeo ya estaba alcorriente?
—Yo llegué con retraso, señor,como ya debes de saber. Alguien llegó aAlejandría antes que yo. No sé quiénfue.
El embajador se quedó dándolevueltas durante unos momentos, y luegohizo una mueca.
—¡Pudo haber sido cualquiera! Elasunto alcanzó grandes dimensiones enpocos días. —Se volvió a quedar en
silencio, mirando fríamente a Dionisia—. El rey te echaba de menos, como tepuedes figurar. Quería saber dóndehabías ido. Cuando se le dijo que tehabías embarcado con rumbo a Egipto,se negó a dar crédito. Dijo que otrospodrían perder la fe, pero tú no.
Dionisia se estremeció.—Cuando estaba en su lecho de
muerte, enfermo y dolorido, no paró depedir que fueses a cantarle algo.
Ella apartó la mirada.—¡No tuve intención de causarle
daño alguno!—¡Pues no quiero saber el daño que
puedes llegar a causar cuando tengasintención! —El embajador, furioso, se la
quedó mirando un rato más y luegoapartó la mirada—. Bueno. Trierarca,capitán: ¡Os deseo lo mejor! Y si meentero de algo acerca del pirata, os loharé saber.
Reunió a su séquito y partió. Yaquedaban pocos de los asistentes alconcierto. Hipérides lanzó un par desonrisillas airadas mientras semarchaba. Nicágoras le dirigió unamirada asesina.
Dionisia se cubrió la cabeza con unpliegue de la capa y se fue, otra vez,hacia el escenario. Había algo en sumanera de ser que, a Isócrates, lerecordaba a Agido. Se fue corriendo trasella y la agarró del brazo. Ella se volvió
hacia él con los ojos llenos de lágrimas.—¡No le hagas caso! —le dijo él
con vehemencia—. Ese hombre es unhipócrita.
Ella lo miró sin comprender.—Acaba de intentar sobornarme, y a
ti te estaba reprochando cosas que noson, de ninguna manera, culpa tuya. El teestaba escuchando cuando empezaste adecir que Laodice te amenazó, ya lo hasvisto, y ha hecho caso omiso. Sabíaperfectamente que estabas diciendo laverdad. Sabía que, si te hubierasquedado en la corte, ahora estaríasmuerta, pero no iba a admitirlo,especialmente con una de las criaturasde la reina pegada a él. ¿Acaso crees
que él se habría quedado con el rey sihubiera sido su vida la que corríapeligro?
Ella se quedó callada un momento.—No, pero es diferente.—¿Por qué? El embajador era uno
de los amigos de Antíoco, ¿no? Le debíaal rey tanta lealtad como tú... pero ahorava por ahí contando mentiras paraencubrir a la asesina de su señor.
—¡No! Miente para encubrir a sunuevo rey.
—Puede ser. ¡Pero, aun así, no tienederecho a acusarte a ti! Y tú no le hicistedaño al rey. Si Antíoco te hubiera hechocaso y no hubiese ido a Éfeso, ahoraseguiría vivo. Eso es cierto y tú lo
sabes.Dionisia respiró hondo y lo miró a
los ojos. Aquél resultó ser un contactotan íntimo que Isócrates le soltó el brazoy dio un paso atrás. Pero no cejó en suinsistencia.
—Tú huiste porque no podíasconfiar en el rey Antíoco, ni siquierapara que velara por tu vida. Eso no esculpa tuya sino de él.
Nicágoras había ido corriendo haciaellos, hecho una furia.
—¡Ahora te haces el decente! —seburló, muy enfadado—. ¡Nadieadivinaría que tú también has estadocontando mentiras para encubrir a lareina!
—Sobrino mío, no seas imbécil —lointerrumpió Aristómaco—. Ha estadocontando mentiras por el bien de Rodas,y si no me crees pregúntaselo a tu padre.
Dionisia miró al trierarca fijamente.—¿Ese soborno iba destinado a que
no se supiese que la reina intentó que lomataran?
—Bueno, un intento de asesinato aun oficial aliado resulta un pocoembarazoso durante una visita en buscade apoyo — dijo Aristómaco conamargura—. Y, a decir verdad, contratara un pirata viene a ser igual de malo.Todo el mundo sabe que los rodiotasodiamos a los piratas. Naturalmente, elembajador traía órdenes de correr un
tupido velo sobre el asunto. —Sonriódivertido—. De hecho, ha sido tanembarazoso que, en cuanto se ha dadocuenta de que no se trataba sólo de unrumor, no quiso ni preguntar cómosucedió para no atraer la atención haciael tema. Debe de estar dando gracias alos dioses porque seamos tanrazonables. ¡Pero deberías haber dejadoque te sobornase, Isócrates! ¿Por qué nosacar un par de miles de dracmas porhacer lo que ya habías hecho de todasformas?
—No estoy en venta —contestóIsócrates orgulloso.
Aristómaco soltó una risilla.—Espero que tu orgullo te dé
muchas satisfacciones. Lo pagas muycaro.
Dionisia tenía el ceño fruncido.—De todas formas, ¿sabe Hipérides
que vas a guardar silencio?—¿Por qué? ¿Es que puede tratar de
asesinarlo al ver que el intento desoborno ha fracasado? —preguntóAristómaco—. ¡Por Zeus! ¡Qué jovenejemplar! No temáis, sabe que estamosdeseando congraciarnos con el nuevorey.
—Yo, de todas formas, no le tendríamiedo a ese Hipérides —dijo Nicágorascon desprecio—. Es un gordoblandengue.
Dionisia meneó la cabeza.
—El en persona no mataría a nadie.Contrataría a otro para hacerlo. Nohabrá manera de saber quién podría serni cómo protegerse.
—¿Pero quién es él? —preguntóAristómaco.
—Es de la estirpe de Laodice —contestó Dionisia—. Creo que es hijo deuna sobrina suya. No lo conozco muybien. No conocí a la gente de la reinahasta que nos marchamos a Éfeso. Loque sí sé, es que él es parte de suentorno y que todas sus esperanzasdependen de ella. Si sospechase quealguien trata de ponerla en un aprieto,haría todo lo posible para silenciarlo.
Isócrates no daba crédito.
—¿Pero qué puede importarle a él?Entiendo que le importe al embajador,pero ¿a la gente de Laodice? Si a ella nole da vergüenza asesinar a otra reina,¿por qué iba importarle asesinar a unmarinero?
Dionisia volvió a menear la cabeza.—No sabes nada de la vida de la
corte, ¿verdad? Los cortesanosauténticos se preocupan más de suposición dentro de la corte que de nadade lo que pueda ocurrir fuera de ella.Matarte sería, para Hipérides, unamanera de demostrarle a la reina ladevoción que siente por ella.
Isócrates puso mala cara, tratando deasumir aquello, pero luego le quitó
importancia y se encogió de hombros.—Bueno, sabe que no represento
ninguna amenaza, así que no tepreocupes.
Se hizo un momento de silencio.Dionisia se recolocó la cítara.
—Bueno. Me están esperando entrebastidores. Sólo... sólo queríaasegurarme de que te habías recuperado.
—Estoy bien. Me... me ha encantadoel concierto.
Eso provocó otra de aquellassonrisas tímidas tan escasas.
—¿De verdad?A él, de repente empezó a latirle el
corazón a toda prisa. Él le gustaba. Noera sólo por educación y gratitud: él le
gustaba. Eso no cambiaba el hecho deque sólo podría convertirla en unadesgraciada... pero, ah, era tan dulce...
—¡Has estado maravillosa! —intervino Nicágoras.
Dionisia le echó una miradainconfundible de irritación, pero se loagradeció por pura educación.
—Tengo otro concierto dentro detres días —les dijo—, en la fiesta deAtenea de la ciudad.
—¡Allí estaré! —prometióNicágoras enseguida.
—Eso será si seguimos todavía enRodas —dijo su tío, severamente—.Puede que ya no estemos.
Isócrates respondió a la mirada
interrogativa de Dionisia.—Vamos a cazar piratas. Deséanos
suerte. —Y movido por un impulsorepentino añadió—: ¡Esperamos poderseguirle la pista a Andrónico y acabarcon él de una vez por todas! —Luego sesintió avergonzado. Ese arranque habríasido más propio de Nicágoras.
—Ah, pues, ¡buena suerte! —dijoella y sonrió—. En fin, si estáis enRodas para el festival de Atenea, osconseguiré entradas.
—Si estamos aquí, estaré encantadode pagarla —respondió Isócrates—. Séque lo voy a disfrutar. Se ve que hasconseguido hacerte miembro delGremio, porque vas regalando entradas
para los conciertos.Ella volvió a sonreír con brillo en
los ojos.—Sí. Es lo que mi padre siempre
había soñado y por fin lo he conseguido.—Bajó la mirada—. Pero, claro,siempre pensó que él sería mi tutor.Tengo que tener un tutor varón, porsupuesto. Haguemonte, amablemente, seha ofrecido a serlo... pero el nombre quefigura en el registro es el mío y hepagado yo la tasa de ingreso.
La idea de que Haguemonte fuese eltutor de Dionisia le produjo un arrebatode celos pero, con mucha educación,dijo:
—Me alegro mucho.
—Te lo debo a ti —dijo ella convehemencia—. Es decir, se lo debo aRodas y a la hospitalidad con que me haacogido, pero tú eres el que meconvenció de venir aquí.
—Se lo debes a las Musas —lerespondió Isócrates—. Ellas son las quete han dado el don de la música.
La dama de compañía de Dionisia,con su cara de perro, salió de entrebastidores y le susurró algo a su señora.Dionisia suspiró.
—Me están esperando —dijo—.Tengo que irme. Me alegro mucho deque te hayas recuperado, capitán. Tedeseo lo mejor, y buena suerte paratodos.
Dionisia se retiró. La sirvienta lelanzó a Isócrates una mirada de recelomientras pasaban por la puerta que dabaal escenario.
Aristómaco, Isócrates y Nicágorasfueron saliendo de la sala de conciertosya vacía. Nicágoras no paró de lanzarlemiradas de desconcierto a Isócrates, yen cuanto salieron a la calle, le preguntóbruscamente:
—¿Estás enamorado de ella, o no?—¿Y tú?Nicágoras suspiró intensamente.—¡Sí! —Y le echó otra mirada
desconcertada y resentida—. ¡Yo, sinduda alguna, no le habría dicho que «mealegro mucho» de que otro hombre sea
su tutor!—No te puedes casar con ella —le
dijo Aristómaco a su sobrino deinmediato—. Tu padre te hacomprometido con Hiparquia, la hija deNeofrónte.
Nicágoras miró, muy enfadado, a sutío.
—¿Y bien?—La milesia dejó muy claro que
quiere ser respetable. Y eso quiere decirmatrimonio, muchacho, y tú no se lopuedes ofrecer. Incluso aunque aceptaseser tu concubina, no estás en situaciónde mantenerla. No sin más dinero que tuasignación y el sueldo de oficial deproa. ¿Qué imagen te crees que le das a
una mujer que ha sido la amante del reyde toda Asia? ¡Estás haciendo elimbécil!
—Si yo le gustase...—Te voy a decir una cosa que tú ya
sabes: a ella le gusta Isócrates. Y él nose está dejando llevar por sussentimientos.
Isócrates apretó los dientes.—Si lo hiciera, sería su ruina.
¿Acaso crees que Haguemonte seguiríapatrocinándola si ella estuvieraconmigo?
Nicágoras se quedó perplejo.—No, pero...Isócrates lo miró a los ojos.—Sabes que yo ni siquiera tengo
casa propia, ya me lo restregaste por lasnarices. No puedo ofrecerle matrimonio.Seguramente, Dionisia es demasiadointeligente para elegir entre tú o yo, perono le rezo a Afrodita para que seaestúpida. Ahora es una más de losArtistas Dionisiacos, lo cual significaque está empezando a triunfar en lo quea ella le gusta, y tiene talento; ¡tú sabesque lo tiene! ¿Acaso debería tratarlacomo si fuera un barco enemigo?¿Embestirla y hundirla? ¡Que los diosesme destruyan si le hago eso a cualquieraque proclama que soy su amigo!
Aristómaco chasqueó la lengua.—Vaya si tienes casa. Tu padre sería
capaz de rebanarse el pescuezo con tal
de que te la quedases.—Yo no tengo herencia, y aunque la
tuviese, no sería suficiente paracompensar lo que ella me daría acambio.
Nicágoras se había puesto de un rojopálido y anduvo varios pasos mirándoselos pies.
—Tú es que no estás enamorado deella de verdad —declaró y levantó lamirada de repente—. Si lo estuvieras,no te mostrarías tan razonable.
—Entonces, ¿sólo es amorverdadero si no te importa lo que lepase a tu amada? —le preguntóAristómaco divertido—. Mira,muchacho, la diferencia entre Isócrates y
tú es que él es mayor y tiene mucha másexperiencia del coste de la vida. Tú vasnavegando con la convicción de que lascosas, de un modo u otro, van a acabarbien. El sabe que, a menudo, se va todoal traste. —Volvió su astuta miradahacia Isócrates—. Supongo que tienesrazón. Es una pena, pero tienes razón.
—Sé que tengo razón —dijoIsócrates con sobriedad.
DIEZ
Isócrates estaba en casa a la mañanasiguiente, cuando Atta llamó a su puerta,para luego abrirla con cara de ansiedad.
—Hay un extranjero aquí que quiereverte.
Él estaba arreglando su cama. La redde cuerda que sujetaba el colchón estabatan deshilachada que estaba a punto determinar de romperse y había apoyado elmarco contra la pared para recolocarla.La cuerda era vieja y estaba muy frágil,así que el trabajo le estaba llevando
mucho tiempo. Se había sentado en elsuelo polvoriento, donde antes estaba lacama. Se había ensuciado y estaba llenode trocitos de paja del colchón. Llevabapuesta su túnica vieja de oficial quehabía quedado tan llena de manchas que,muy a su pesar, había decidido que no leiba a servir para otra cosa que no fueranlos trabajos más sucios. No estaba comopara recibir visitas. Maldijo, trató desacudirse la mugre de encima, pero serindió y fue a ver quién era y qué quería.
Era Hipérides. El sirio estaba en lapuerta de la casa de Atta, cubierto conuna capa corta preciosa de sedacarmesí, con la mano apoyada en laempuñadura de oro de una espada.
Estaba observando con cara de asco elvecindario mugriento. Los niños de Attaestaban en la entrada, contemplándolomaravillados.
—¡Heracles! —exclamó Hipéridesal ver a Isócrates—. ¡Vives en esteestercolero!
Isócrates se había sentidoavergonzado, pero, al oír aquellaspalabras, sus sentimientos seconvirtieron en pura ira.
—¿Qué quieres? —le preguntótajantemente.
Hipérides lo miró con aire desuperioridad.
—Hablar contigo, rodiota. Te iba asugerir que entráramos para poder
hablar con cierta intimidad, pero me lohe pensado mejor. ¿Hay algún sitiolimpio por aquí cerca?
Isócrates se vio fuertemente tentadode decirle que se fuese al Hades, perocabía la posibilidad de que el siriohubiera venido a traer información.
—Podemos caminar —le dijo sinmás.
Isócrates salió de la casa sinsiquiera detenerse a ponerse lassandalias.
Condujo al sirio por el callejónestrecho hacia el puerto. Los edificiosque había allí eran almacenes y no habíanadie sentado en las piedras delespigón. Era un día de verano radiante,
hacía ya mucho calor, y el agua, delantede ellos, resplandecía con el sol. A suderecha se veía la cabeza del Colosopor encima del rompeolas; a laizquierda, se levantaba la alta pared delastillero de la Armada al que losextranjeros, como Hipérides, teníanprohibida la entrada. Un cuadrirremeflotaba ocioso en medio del puerto, conlos remos recogidos y el palodesmontado. Un bote pequeño remaba asu alrededor, seguramente en busca delmotivo de algún problema de maniobra.
Hipérides soltó una risita sarcásticaal ver la escena.
—¿Qué clase de barco es ése?—Un cuadrirreme.
—¡Ah, claro! Uno de vuestrosfamosos cuadrirremes rodios. ¿Quélleva, la mitad de hombres que un barcode guerra de verdad? ¿Por qué losusáis? Ya nadie los usa.
—Los utilizamos porque son másrápidos y más fáciles de maniobrar quelos quinquerremes, pero necesitan sólodos tercios de la tripulación —respondió Isócrates en tono ecuánime.
—¡Ah, va veo! Los utilizáis porqueno tenéis bastantes hombres para losbarcos de verdad. Claro, porque ésta esuna isla pequeña, ¿verdad?
Rodas, de hecho, era una isla grandeque, además, dominaba otros territoriosen ultramar. Aquello podía no parecerle
mucho a un sirio, pero a Isócrates no lecabía duda de que Hipérides estaba altanto de ello. Y, con toda seguridad,conocía la reputación de la Armadarodia. Se quedó mirando al individuo ensilencio hasta que se le borró la sonrisay, luego, le preguntó en voz baja:
—¿Has venido para decirme algo, osólo para provocarme?
Hipérides resopló, se colocó la capacon unos tironcitos y posó una manoregordeta sobre la empuñadura de sucarísima espada.
—Tu trierarca ayer dio a entenderque te ibas a abstener de difamar a lareina Laodice. Quería comprobar si eraverdad.
—Me abstengo de decir la verdadacerca de la visita que le hice, sí.
—¿Por qué? ¿Es que, acaso, hasaceptado dinero de otra persona?
—¡Yo no vendo ni mi lealtad ni misilencio! No he dicho nada porque unadisputa con el rey Seleuco nobeneficiaría en nada a Rodas. ¿Es ése,en realidad, el motivo de tu visita?
El sirio lo miró de arriba abajo.Después, puso una cara extraña.
—No te creo. ¿Cómo podría unpaleto que vive en un estercolero llegara ser tan orgulloso?
Isócrates le escupió,deliberadamente, en aquella capacarmesí, se dio media vuelta y se
marchó por donde había venido.Hipérides maldijo y corrió tras él.Isócrates se volvió y le soltó una patada.Descalzo como estaba, el impacto notuvo el efecto que podría haber tenido,pero estaba impulsado por la rabia yaterrizó de lleno en la rodilla del otro.Hipérides soltó un alarido y cayó alsuelo. La espada que estaba blandiendochocó estrepitosamente contra la piedra.
Isócrates reaccionó sin pensar. Seechó sobre él y le dio un pisotón rápidoy fuerte en la mano al sirio, provocandootro alarido. Después, con un gestorápido, recogió la espada. Hipéridesvolvió a chillar, sacando la mano dedebajo del pie del otro y mirándolo
aterrorizado. Isócrates levantó laespada, cuyo peso y equilibrio leresultaban poco familiares. Era unkopis, el alfanje curvo y de un solo filopreferido por la infantería. El habíapracticado con una lanza, pero no conaquella cosa tan extraña.
Miró al miembro de la nobleza siria,abatido en el suelo con su seda carmesí.
—Eres un idiota patético y chillón—le dijo con desprecio, y se marchó.
Ya había vuelto a casa de Attacuando empezó a razonar. Fuera lo quefuese lo que buscaba Hipérides, lo queiba a querer ahora era venganza... y leiba a resultar fácil conseguirla. Formabaparte de una misión diplomática, e
Isócrates lo había tirado al suelo y lehabía quitado la espada. Sería cuestiónde la palabra de Isócrates contra la suyademostrar que estaba blandiendo laespada.
Durante un instante, se vio tentadode ir a Aristómaco... ¿pero qué podíahacer el trierarca? Una idea mejor levino a la mente. Se colocó la espada enel cinto y se echó a la calle, corriendohacia el ágora. Seguro que alguien allísabía dónde estaba el embajadorseléucida.
Se hospedaba en casa del almiranteAgatóstrato, que era amigo del invitado.La perspectiva de aparecer ante el gran
comandante descalzo y con una túnicavieja y mugrienta era atroz pero, cadavez más preocupado por lo que pudieradecir Hipérides, Isócrates se obligó a símismo a llegar a la casa y llamar a lapuerta.
El sirviente de la puerta no queríadejarlo pasar, pero insistió: tenía quever al embajador; era muy urgente... dehecho, era una emergencia. Le hizoentrega de la espada de Hipérides y lepidió al hombre que se la llevaseenseguida al embajador.
Problema resuelto. El hombre volviócorriendo, con cara de preocupación, ylo acompañó al interior de la casa.
El embajador estaba sentado debajo
de una parra en el patio, al lado de sudistinguido anfitrión. La espada estabaencima de una mesita que había entreambos. En cuanto Isócrates apareció, elembajador se puso en pie y le inquirió:
—¿Qué le has hecho a Hipérides, elhijo de Lisímaco?
—Lo he tirado al suelo —contestóIsócrates—. Me amenazó con eso. —Apartó la mirada del sirio, saludó alalmirante y prosiguió—: Señor, lamentopresentarme ante ti de esta guisa, peroese tal Hipérides vino a mi casa cuandoyo estaba haciendo una reparación untanto engorrosa y no he tenido tiempo decambiarme.
El almirante Agatóstrato lo
contempló con mala cara.—¿Estás diciendo que te ha
atacado?—No de manera inmediata, señor.
Cuando llegó a la casa, dijo que queríahablar conmigo en privado. Cuando yoconvine, sin embargo, pareciódeterminado a empezar una refriega. Meinsultó a mí y a Rodas. Finalmente, tratéde marcharme, y él sacó la espada yvino hacia mí. He venido aquí, señor,porque me temo que va a mentirrespecto a lo que ha pasado parameterme en un problema.
El almirante puso peor cara aun.—Tú presumes de ser un hombre
pacífico, pero esa mancha que llevas en
la túnica no es de vino.El almirante sabía reconocer la
sangre, aunque estuviera descolorida.—Sí, señor. Esta es la túnica que
llevaba puesta cuando me dispararon.La... la guardé para hacer trabajos en losque pudiera ensuciarme. Pido disculpas.
A Agatóstrato se le despejó el rostrode repente.
—¡Ya me acuerdo de ti! ¡Tú eres eloficial al que estuvo a punto de matar elpirata de la reina Laodice!
—Sí, señor. De eso es de lo que medijo Hipérides que quería hablarconmigo.
—¡Ay, Zeus! —gruñó el embajador—. ¿Está herido?
Isócrates lo miró con airedesenfadado.
—No.—¿Eso es lo único que se te ocurre
decir? —le dijo, disgustado, elalmirante a su invitado—. ¿Que si estáherido? ¡Uno de tus hombres acaba dedesenvainar la espada ante un oficialdesarmado de la Armada rodiota!
—Eso no lo sabemos —contestó elembajador muy malhumorado—. Sólohemos oído una versión de la historia.
Agatóstrato dio un golpe con lamano en la mesa, haciendo que laespada saltara.
—Diodoro, ¿eres imbécil, o es quecrees que yo lo soy?
El embajador se quedó sorprendido,mirando a su anfitrión.
—Ese joven lleva buscandoproblemas desde la primera vez quepuso un pie en esta casa. ¡Si no hubierasido mi invitado, lo habría embarcadode vuelta a Éfeso dentro de una tinaja!De haber sido él el embajador, sudiscurso hacia los rodios habría sido:«¡Someteos a la voluntad del nuevo reyo ateneos a su ira!», y la Asambleahabría votado por llevarle a Tolomeolos barcos que necesitase, tan segurocomo que el sol sale por las mañanas.¿A qué ha venido?
—Lo lamento —balbuceó elembajador—. Yo...
Se oyó un alboroto procedente de laentrada, y entonces llegó Hipérides. Suelegante capa estaba sucia, tenía sangreen una rodilla y se venía sujetando lamano derecha. Al ver a Isócrates, sedetuvo de golpe y la boca se le abrió depar en par. Isócrates supo que habíahecho bien en ir directo al embajador.
Hipérides se recompuso, sacó elbrazo herido con un gesto dramático yexclamó:
—¡Este hombre me ha atacado!—O justo al revés, según nos acaba
de contar —dijo Agatóstrato vivamente—. ¿Dónde se supone que ha tenidolugar la confrontación? Si ha habidotestigos, los interrogaremos, pero, si no,
quiero saber para qué querías hablar coneste hombre en privado.
A Hipérides le habían destruido porcompleto el plan. Tardó un poco, peropor fin declaró:
—Fui a preguntarle acerca de suencuentro con la reina. Él...
—De modo que reconoces que fuistea buscarlo —le dijo el almirante—. ¿Asu casa?
—Bueno, sí. Él...—¿Y solicitaste hablar con él en
privado?—Sí. Él... Yo temía que hubiese
estado contando por ahí alguna historiadifamatoria de la reina Laodice. Hablécon él y utilizó términos insultantes para
referirse a ella. Cuando se lo reproché,me atacó...
—¡Ah, cállate! —lo interrumpió derepente el embajador—. ¿Acaso hasperdido el juicio? Este hombre ya habíaaccedido a mantener la boca cerrada. Túfuiste tras él buscando pelea, ¡de formaflagrante!, y tienes suerte de seguir vivo.Él ha venido aquí con tu espada, y dadoque él la tenía y tú no ¡podía,tranquilamente, habernos traído tucabeza!
Hipérides, estupefacto, lo miró conindignación.
—¡Soy de sangre real! ¿Así escomo...
—Sí, eres de sangre real —lo
interrumpió el embajador—, y cuando lecuente a la reina este asunto, y no tequepa duda de que lo voy a hacer, lerogaré que no deje que vuelvas a jugartetu precioso cuello. También le voy acontar que entraste a la ciudad parameterte en una riña con el rodio que laofendió, y que el rodio, habiéndosecallado previamente, cuando podíahaber hablado, te concedió la gracia deperdonarte la vida, aunque podíahabértela quitado. Pedazo de idiota, sihubieras logrado matar a este hombre,¿te parece que yo podría haber actuadocomo si nada hubiera ocurrido?
—Yo no iba a matarlo —dijoHipérides huraño—. Sólo quería darle
una paliza por su insolencia.Al oír aquello, Agatóstrato soltó una
carcajada discordante.—¡Pero, en cambio, te la ha dado él
a ti! —Le dirigió una sonrisa muyamplia a Isócrates—. ¡Bien hecho!
—¡Esto es vergonzoso! —exclamóHipérides, furioso.
—¡Y tanto! —replicó el embajador—. Estamos en Rodas, por si no te hasdado cuenta, tratando de persuadir a losrodios para que se alíen con nosotros...o, si eso fracasa, que se mantenganneutrales, ¡y un miembro de mi séquitose piensa que le puede dar una paliza aun oficial rodiota por insolente! ¡Portodos los dioses y héroes! ¡Desaparece
de mi vista!Hipérides se puso de color carmesí
y se quedó allí, temblando. Los ojos sele fueron a la espada que estaba encimade la mesa.
Isócrates se acercó y la cogió, peroluego decidió que la precaución erainnecesaria. Hipérides jamás seríacapaz de atacarlo delante de dostestigos. Le ofreció la empuñadura alsirio.
—Tómala —le dijo—, yo no laquiero. La mejor arma que conozco es elespolón.
Hubo un momento extraño cuandosus miradas se cruzaron. Era como siHipérides lo viese por primera vez y
por primera vez hubiera comprendidoque estaba tratando con alguien cuyomedio de vida consistía en destrozarbarcos y dejar que la gente se ahogase.Se puso pálido, cogió la espada y saliócorriendo de aquel patio.
—Pido disculpas —dijo elembajador—. Es joven y atolondrado.Nació tierra adentro, además, en la parteseléucida del Tigris. Está acostumbradoa tratar con bárbaros y no con griegoslibres. —Inclinó la cabeza ante elalmirante—. Espero que me conozcas lobastante bien como para saber que nocomparto ninguna de sus opiniones.
—¿Te lo encomendó la reina? —lepreguntó Agatóstrato.
—Sí, aunque yo creo que él seofreció voluntario para esta misión —respondió el embajador. Miró aIsócrates con cautela y añadió—: Dijoque quería ver por sí mismo si Rodastenía fundamentos para tanto orgullo. Yadebería haber visto que sí los tiene, perose muestra reacio a admitirlo.
El almirante carraspeó.—Has dicho algo acerca de que el
capitán accedió a guardar silencio.El embajador puso cara de
circunstancias, pero asintió.—El rey me había autorizado a
ofrecerle una compensación al rodio queresultó herido por un mercenario de lareina. Hipérides, en el concierto de ayer,
me señaló que éste era el capitán encuestión y yo le ofrecí el dinero, pero éllo tildó de soborno y lo rechazó. Debodecir que su negativa no me ofendió,dado que estuvo acompañada demuestras de buena voluntad hacia el reySeleuco, pero Hipérides estaba muypredispuesto a ofenderse. —Miró aIsócrates con sobriedad y prosiguió—:Una vez más, pido disculpas, y teagradezco sinceramente que le hayasperdonado la vida a ese cretino. Sihubiera resultado herido, la reina me...me habría puesto las cosas muydifíciles.
Isócrates inclinó la cabezabrevemente, sin atreverse a decir nada.
No le cabía la más mínima duda de queel embajador habría preferido creer laversión que daba Hipérides de loshechos. Fue Agatóstrato quien lo forzó aaveriguar la verdad. Si bien laexasperación del embajador hacia susubordinado era genuina, había llegadoa ella porque se vio obligado.
Se volvió hacia el almirante.—No te voy a robar más tiempo,
señor. Muchas gracias por tu ayuda.Agatóstrato le sonrió de oreja a
oreja.—Ha sido un placer, capitán. ¡Te
deseo lo mejor!Isócrates se despidió y se marchó.
En la reunión de la Asamblea deaquella tarde, a la gente de Rodas se lehicieron dos propuestas. La primera,presentada por Estratocles de Lindos,consistía en ofrecerle veinte barcos alrey Tolomeo. La segunda, presentadapor Agatóstrato, era la de mantenerseneutrales y tratar de mantener buenasrelaciones con ambos reyes. Una terceramoción —la de mandar refuerzos al reySeleuco— no había reunido,aparentemente, los apoyos suficientespara que trascendiera desde el Consejohasta la Asamblea. Isócrates votó por lasegunda moción y se sintió aliviadocuando ésta ganó por una proporción dedos a uno.
La mañana siguiente llegóacompañada de una invitación deAristómaco para almorzar juntos.Isócrates llegó a la casa a la horaadecuada y fue conducido hasta elcomedor. El amo de la casa seguíaocupado con sus cosas, pero Anaxipo, elchiquillo, entró con aire espléndido yentusiasmado.
—¡Salud! —dijo con muchaeducación.
—¡Salud! —le respondió Isócrates.Anaxipo se lo quedó mirando ensilencio, con mucha expectación hastaque el otro añadió—: ¿Pasa algo?
—Papá dice que uno de los sirios teatacó con una espada —dijo el
muchacho enseguida— pero que tú se laquitaste, ¡a pesar de ir desarmado!
—Bueno, sí —admitió Isócratesabochornado, preguntándose quién se lohabría contado a Aristómaco—. Enrealidad, fue porque el sirio no sabíaluchar.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó elniño, entusiasmado.
—Le di una patada en la rodilla.Anaxipo miró a su alrededor y,
entonces, cogió un rollo de pergaminoque había en el aparador y lo agarrócomo si fuera un cuchillo.
—Muéstrame cómo lo hiciste —leofreció ilusionado.
Isócrates, solícito, se puso de
espaldas, y luego giró de repentesimulando que le daba una patada al críoen la rodilla. Anaxipo dio un gritoentusiasmado y fingió que sedesplomaba sobre el suelo del comedor.Isócrates le quitó el pergamino.
—¡Ahora me toca a mí! —exclamóAnaxipo, volviendo a ponerse de pie.
El ataque de Isócrates había sidofingido, pero Anaxipo giró con unentusiasmo feroz y le propinó una patadade verdad. Isócrates dio un aullido y seagarró la espinilla con las dos manos,dejando caer el pergamino. El chiquillo,consternado, se puso pálido.
Aristómaco entró corriendo.—¡Anaxipio! ¿Qué has hecho?
—Me estaba enseñando cómo hizopara desarmar al sirio —le explicóAnaxipo.
Al trierarca se le iluminó la cara.—¿De verdad? Yo también me lo
estaba preguntando. ¿Estás herido?—Herido de muerte —respondió
Isócrates, frotándose la zona afectada—.¡La patada que le di al sirio fue en larodilla, Anaxipo!
—Es que eres muy alto —contestóAnaxipo con cara de pena—. Tu rodillame queda muy arriba.
Aristómaco se rió.—Tendrás que crecer un poco antes
de intentar enfrentarte a un espadachínsirio, hijo mío. ¿Un poco de vino,
Isócrates?Se sentaron con sendas copas de
vino blanco bien aguado, porque ese díahacía mucho calor. Anaxipo no sedespegó de ellos, esperando enterarsede algo interesante. Isócrates le dio unossorbitos al vino... entonces, sorprendidoy admirado, le dio unos sorbos más. Elaroma seco le llenó la boca, y evocó lastardes calurosas que había pasadocosechando uvas y el olor amargo de lafermentación en invierno. Dejó la copa,contemplando con suspicacia altrierarca.
—¿Qué te pasa? —le preguntóAristómaco—. ¡Ah, es el vino! Zeus,eres muy suspicaz. Sí, se lo compré a tu
padre. Hablamos un poco de vinos lanoche que estuvo aquí, y le encargué unánfora por pura curiosidad. El año queviene le compraré más: está muy bueno.—Le dio unas vueltas en la copa y tomóun trago para saborearlo—. Pero,volviendo a lo que te estabapreguntando... el embajador Diodoro meha mandado una carta. Está en elaparador... ¿eh? ¿Qué ha pasado con lacarta de las narices?
Anaxipo salió disparado a coger elpergamino que había quedado debajodel sofá.
—¿Es esto, papá?—¿Qué estaba haciendo ahí debajo?—Estábamos fingiendo que era una
espada.Aristómaco se rió.—Parece que ese truco para
desarmar a alguien funciona de verdad.Trae aquí. ¿No tienes nada que estudiar?
—Ahora, no —respondió el hijo,poniendo cara de exasperación—. ¡Eshora de comer! Papá, quiero que mecontéis cosas del Atalanta. Un día yoseré trierarca, así que necesito sabertodo acerca de los barcos, ¿no crees?
—¡Muy interesante! —concordóAristómaco, haciendo un gesto señorialcon la mano—. Pero no te entrometas.—Cogió el pergamino, lo abrió, le echóun vistazo y lo dejó—. La cuestión esque nuestro amigo Andrónico no se
quedó con el akatos. En cambio, metemo que ha conseguido otra puñeterapentecontera, el Cratusa, construida enPatara.
—¿Con cubierta? —preguntóIsócrates.
—El embajador no ha mencionadoese detalle.
—¿Eso hace mucha diferencia? —preguntó Anaxipo.
—Los barcos que no tienen cubiertason mucho más fáciles de abordar —lerespondió su padre—, especialmente site los quieres llevar de una pieza. Sihieres aunque sólo sea a unos cuantosremeros, los demás pierden el compás.Parece ser que Andrónico ha logrado
reunir a suficientes mercenarios de entrelos hombres de la reina para quetripulen su barco, y están bien armados.Tal y como habíamos sospechado,estuvo involucrado en lo que pasó enDafne. A la cabeza, de hecho. Salió delpalacio de verano de Berenice con unbarco cargado de tesoros, y desdeentonces no se ha vuelto a saber de él.
»Ahora bien, no te niego queesperaba que pudiéramos ir tras él, peropienso que tal vez tengamos querendirnos. Lo que yo creo es que havuelto a su casa, a Falasarna. Es elsueño de todo pirata, ¿no? Hacerse ricoy comprarse una finca en su tierra. Nocreo que volvamos a verlo en muchos
años. Puede que llegue a cansarse de lavida del campo, pero para eso va a tenerque pasar más de una temporada.
Isócrates se apretó las manosfirmemente, con el ceño fruncido,recordando los dos breves encuentrosque había tenido con el pirata,repasando todo lo que sabía de aquelhombre.
—Yo no lo creo —dijo muydespacio—. Es un hombre osado yambicioso, y hay una guerra que está apunto de empezar, con lo que elloimplica en términos de las posibilidadesde pillaje. Tiene un barco nuevo, ¿porqué lo iba a vender antes de haberledado su uso verdadero? Además, debe
de estar eufórico con el botín y su gentealabándolo. Estoy de acuerdo en que sedebe de haber ido a su casa, pero no melo imagino ahí sentado, dejando pasar laoportunidad.
Aristómaco lo sopesó e hizo unamueca.
—¿Estás seguro de que eso no essólo lo que a ti te gustaría? Tú quieres irtras él, lo has dejado bastante claro cadavez que ha salido su nombre a relucir.
—Y tú también —señaló Isócrates,aunque con el pesar incómodo de que eltrierarca podía tener razón—. La idea desacarles información a los sirios fuetuya.
Aristómaco hizo con la mano un
gesto de desprecio.—Sí, bueno. No me gusta el ejemplo
que está dando, escapando del castigoque se merece, patrocinado por larealeza. Y no me gusta que hayaintentado asesinar a un rodio, a mipropio capitán, y se haya ido tancampante. Si lo atrapamos en alta mar,todo el mundo nos va a aplaudir por elloy mi trierarquía acabaría cubierta degloria. Eso no le haría daño a nadie,¿verdad? Pero no me siento tan segurocomo tú. Yo no me vi obligado a huir deél con una flecha clavada en la espalda.
Tampoco tuviste que oír a Dionisiadiciendo lo mucho que se alegraba deque el hombre que abusó de ella no
fuese a hacerle daño a más genteinocente, pensó Isócrates con tristeza.
—No creo que sea sólo lo que a míme gustaría —insistió con todasinceridad—. Hay que pensar tambiénen su nueva tripulación. La que tenía alprincipio estaba formada por hombresde Falasarna, pero no sabemos nadaacerca de los mercenarios que se le hanunido ahora. Es muy poco probable quesean todos de su mismo lugar de origen,de modo que no van a quererdispersarse allí. Y, lo que es más, si havuelto a casa con un botín tanespectacular, habrá muchos jóvenes enFalasarna que se quieran unir a él paracuando empiece la guerra. Yo creo que
va a volver a zarpar... y que tendrá másde un barco cuando lo haga.
—¡Pues menuda gracia! —dijoAristómaco—. ¿Y qué más? ¿Dónde esprobable que aparezca, por ejemplo?
Isócrates puso mala cara y seencogió de hombros muy irritado.
—¿Así que lo único que podemoshacer es dar otra puñetera pasada pordelante de Creta, a la expectativa?
—¡No! —bramó Isócrates, tratandode pensarlo bien—. No va a hacer loque hace todo el mundo. Aquel asalto enLicia, cuando nos conocimos, fue algototalmente inesperado. Igual que cuandofue corriendo a ver a la reina. Habrá idoa algún lugar que supuestamente sea
seguro. Yo apostaría por el norte delEgeo. Se ha convertido en la peorpesadilla de Tolomeo; querrá estar bienlejos de tierras egipcias. Creo quedeberíamos pasar navegando entre lasCícladas para tratar de enterarnos dealgún rumor. Entonces, podríamoshacernos con algún barco mercante ypasearlo por los lugares potencialmenteproblemáticos.
Aristómaco lo miró conescepticismo.
—¡Ya sé que llevamos todas las deperder! —exclamó Isócrates enfadado—. Pero, aunque no atrapemos aAndrónico, puede que nos conduzca aotros piratas. Tolomeo va a desplazar su
flota hacia el norte y los buitrescarroñeros estarán justo al otro lado dela zona que él controla. Además, casitodos nuestros barcos navegan alrededorde Creta y de Epiro, y los piratas estándeseando hacerse con ellos. No vamos alograr dar ningún otro golpe este veranosi nos quedamos en aguas conocidas.
Aristómaco, que lo empezaba acomprender, resopló.
—¡Eso es muy cierto! Bueno, a lasCícladas pues.
—¿No será muy peligroso si lospiratas tienen un montón de barcos? —preguntó Anaxipo con cara depreocupación.
—No creo que tengan «un montón de
barcos» —respondió Isócrates—.Tendrán la pentecontera y una o dosembarcaciones menores. Sólo serápeligroso si los piratas encuentran laocasión de abordarnos.
—Casi todos los piratas van enbarcos pequeños —le explicóAristómaco a su hijo—. Meten a bordotantos hombres como pueden llevar,pero no tienen espolón. Van tras losmercantes que no llevan armas, osaquean ciudades desprotegidas queestán cerca de la costa. No puedenenfrentarse a los barcos de guerra y noquieren toparse con ninguno.
—¿Pero qué pasa si llegan a abordara un barco de guerra? —preguntó el
chiquillo—. ¿Con muchos de esos«mercenarios bien armados» en muchosbarquitos pequeños?
—Ahí es donde empiezan losproblemas —le dijo, bruscamente, supadre—. Pero no te preocupes: nuncapodrán alcanzar al Atalanta. Es un barcomuy veloz y muy ágil. Puede ensartarcon el espolón a esos desgraciados sindarles tiempo a defenderse. —Frunciólos labios—. Uno de mis barcos tieneque ir a Delos con un cargamento degrano dentro de poco. Podríamosreunimos con él allí y preguntarle alcapitán si sabe algo. Delos es un buensitio para enterarse de los rumores y loscapitanes de los cargueros oyen cosas
que los oficiales de la Armada no oyen.—Eso estaría bien —dijo Isócrates
—. Pero cuando volvamos a salir nosconviene seguirle la pista a otro barco.Los piratas no suelen ir tras los que vancargados de grano.
Aristómaco asintió.—¡Pues ya tenemos el plan! El barco
que tiene que ir a Delos es elMelpomene. Ya debe de haber zarpadodesde Alejandría. ¿Cuándo puedes tenerlisto el Atalanta?
—Ya debería estarlo —le informóIsócrates—. No ha habido que hacerleninguna reparación y he organizado elavituallamiento. Sólo queda reunir a latripulación.
Aristómaco puso mala cara.—¡A algunos de nosotros, Isócrates,
nos gustaría ver a nuestras familias ydormir en nuestras camas de vez encuando! Zarparemos pasado mañana.
Isócrates agachó la cabeza. Elpensamiento de que iba a poder asistiral concierto de Dionisia le saltó a lamente casi sin darse cuenta. Estabadecidido a no perseguirla, pero notendría nada de malo si solamente fuesea escucharla, un hombre entre un millar,¿no? Y volver a verla, a oír su voz. Lodeseaba enardecidamente.
El trierarca tomó aliento y luego lovolvió a soltar.
—Bueno, hay otra cuestión —dijo,
recuperando la alegría—. El embajadorme escribió contándomelo porque seimaginaba el tipo de respuesta que tú ledarías. Parece ser que el rey, de hecho,le dio un saquito de dinero para comprartu silencio... perdón, para compensartepor la herida. Cuando lo rechazaste, sedisgustó un poco. Tiene que rendircuentas del dinero ante el tesoro real, ysi lo devolviese sería como haberfracasado. Después de que leperdonaras la vida al pimpollo ése desangre real, decidió dártelo, en cambio,como recompensa.
Isócrates se lo quedó mirando conescepticismo, como si fuera una afrenta.
—Yo no...
—Ya sé que tú no, y el embajadortambién lo sabe. Yo, sin embargo, sí.Motivo por el cual yo soy rico y tú no.Acepté el dinero en tu nombre y juré porel Sol que me aseguraría de que locogieses. ¿Dónde quieres que lo ponga?
Isócrates lo seguía mirando. Eltrierarca soltó una risita.
—¡Oye, a mí no me mires! Fuiste túel que le perdonó la vida al individuoése cuando te amenazó con la espada.Si...
—Jamás tuve intención de matarlo!¡Habría sido como... como matar a unperrito faldero!
Aristómaco se rió.—¡Me alegro de que el muy
desgraciado no te oyera decir eso! Esoharía que te odie más de lo que ya lohace. ¡Y ese hombre tiene más de víboraque de perrito faldero, amigo mío! Si elembajador no lo hubiera mandado devuelta a casa esta misma mañana, metemo que estarías a punto de sufrir algúnaccidente espantoso. Pero, dime, ¿porqué no ibas a aceptar una recompensapor perdonarle la vida? ¡Imagínate lacara que se le va a quedar cuando elembajador informe a la tesorería de loque ha hecho con ese dinero!
En contra de su voluntad, Isócratessonrió.
—¡Así me gusta! —dijo Aristómacocon su amabilidad característica—.
Vamos a comer y te hablo de los barcosen los que te puede interesar invertir.
—¡Qué aburrimiento! —gruñóAnaxipo, y dejó a los mayores con suscosas.
ONCE
El soborno del rey era de dos mildracmas. Isócrates nunca habíaconcebido la idea de llegar a poseersemejante suma, y una vez que la huboinvertido en otros tres de los barcos deltrierarca le resultó difícil creer que esedinero había llegado a existir.
No obstante, se sintióplacenteramente acaudalado mientras sealejaba de la casa del trierarca y, porprimera vez en muchos años, se vio a símismo planteándose la posibilidad de
vivir de otra cosa que no fuese laArmada. Dos mil dracmas —o en lo quese hubieran convertido al final del año— eran suficientes para comprarse unacasa y, tal vez, para arrendar un viñedopequeño...
Se preguntó si habría sido el sabordel vino de su padre lo que le habíallevado a pensar en las viñas. Trató derepresentarse el mismo sueño con unolivar o con un barquito de pesca, peroel recuerdo del tiempo en que cuidó delas cepas se había apoderado de él: elaroma que desprendían, cómo se lesmovían las hojas y la alegría de lacosecha.
Las viñas, el olivar o, simplemente,
seguir invirtiendo: ahora tenía todasesas posibilidades. Por primera vezdesde que murió Agido, volvía a teneresperanzas de llevar la clase de vidaque una vez le había parecido natural einevitable: una casa, una mujer, niños...
Sin embargo, una casita y un viñedoarrendado no iban a ser suficientes paraDionisia. Una vez más, la vio de pie enel escenario, tocando la cítara conaquellos dedos y la cara deconcentración introspectiva mientras suvoz llenaba la sala. No, no podíaofrecerle a aquella diosa una vida comoesposa de un arrendatario de tierras.
Se detuvo de golpe en medio de lacalle, con el corazón golpeando su
pecho con rabia y con una penaprofunda, deseando, de forma salvaje ydolorosa, algo que sabía que no podíaconseguir. Tragó saliva varias veces,tratando de razonar consigo mismo. Susituación era mejor y más esperanzadoraque cuando murió Agido. Había ganadola competición contra su padre, habíalogrado, por sí mismo, vivir de formaindependiente. También había alcanzadoel rango de capitán y tendría acceso amás barcos en el futuro; tenía unpatrimonio nuevo que, con ayuda deAristómaco, podría llegar a convertirseen una casa y un terreno propios.Entonces, ¿a qué venía ese sentimientode que todo aquello por lo que había
trabajado no era más que un puñado decenizas? ¡Era una estupidez!
Se sacudió con rabia esas ideas dela cabeza y fue al astillero, donde colgóun aviso ordenando a toda la tripulacióndel Atalanta que se presentase en elbarco en un plazo de dos días. Luego,fue a ver cómo estaba la trihemiolia y aenterarse de cómo iba elavituallamiento.
Ya era por la tarde cuando terminó ytomó la precaución de parar de regresoa su habitación a comprar comida,imaginando el «¡pues no he hecho cenapara ti!» de Atta como si ya estuvieraallí.
Sin embargo, al llamar a la puerta,
no obtuvo respuesta. Se quedódesconcertado, mirándola durante unrato. Estaba empezando a oscurecer,Atta y su familia ya deberían haberterminado de cenar y estar preparándosepara ir a dormir. ¿Habría pasado algo enel barrio que los hubiera llevado asalir? Volvió a llamar, menos seguroesta vez.
Se oyó un sonido que venía delinterior de la casa, un gemido. Isócratesse quedó paralizado de la impresión.Había hablado con Atta aquella mismamañana, antes de salir, y ella estaba biende salud. ¿Qué podría haberle pasado ensólo doce horas? Resistió el impulso desalir corriendo y, en cambio, trató de
abrir la puerta. No pudo, tenía la trancaechada. Se agachó, metió los dedos pordebajo de la puerta y la levantó hastasacarla de las bisagras.
La habitación apestaba a vómito.Además, estaba a oscuras. La poca luzdel atardecer que entraba por la puertareveló un bulto oscuro en el rincón,donde Atta y sus hijos dormían por lasnoches. Isócrates buscó a tientas lalámpara que solía estar sobre el estante,al lado de la puerta pero, cuando laencontró, no logró alumbrarla. El fuegodel hogar se había enfriado y noencontró con qué encenderlo. Se acercóa la cama, pisando sobre algo pringosoy, con cautela, llegó a tocar lo que
esperó que fuese un hombro.—¿Atta?Oyó otro gemido.Tembloroso, salió corriendo de la
casa y llamó a la puerta del vecino de allado. Era un trabajador del puerto aquien despreciaba llamado Bion, unborrachín que pegaba a su esposa.Cuando el hombre salió a la puerta,enfadado porque lo molestaran despuésde cenar, Isócrates lo saludó muyaliviado.
—¡Le ha pasado algo a Atta! —exclamó—. ¿Me prestas una lámpara?
La mujer de Bion, pálida y alicaída,apareció detrás de su marido tapándosela boca con una mano y los ojos como
platos. Bion la miró con cara dereprobación, pero no hizo objeciónalguna cuando ésta se metió en casadisparada y volvió con una lámpara,encendida con ascuas de la lumbre.
La luz inestable de la lámpara revelóa Atta acurrucada en la cama, rodeandoentre los brazos a sus niños. El vómito,salpicado de rojo aquí y allá, habíarebosado el orinal y había formado unbarrizal asqueroso con la arcilla delsuelo. La mujer de Bion se lamentódesconcertada y se acercó corriendo.Atta volvió a gemir cuando la otra mujerla tocó, pero los niños que tenía en losbrazos no se movieron.
—¡Apártate de ella! —le ordenó
Bion bruscamente—. ¡Te vas acontagiar!
—¡No está enferma! —protestóIsócrates indignado—. ¡Esta mañanaestaba perfectamente! —Y entoncesempezó a sospechar.
—Deben de haber comido algo malo—dijo la mujer de Bion restregándoselas manos—. ¡Le dije que no comieranlo que tiraban los pescaderos! Perosiempre tenían hambre los pobres.¡Pobres criaturas!
Haber comido algo malo. Había unacesta sobre la mesa, una cestita hecha dejuncos trenzados, con una tapa. Isócratesla abrió. Contenía bolitas de sésamo conmiel. No llegaban a formar una capa
sobre el fondo de la cesta, quedaba sitiopara dos o tres más. Un pedacito depapiro yacía sobre los dulces: «DeDionisia, hija de Clístenes, paraIsócrates, hijo de Critágoras, comomuestra de alegría por tu recuperación».
—¡Ay, Zeus! —dijo Isócrates en vozbaja.
Miró de nuevo a la mujer y los niñosen la cama y sintió un retortijón deangustia, un dolor físico, como si elveneno le estuviera royendo las entrañasa él también.
La pequeña Leuke había nacido unpar de meses después de que él llegara ala casa, la había conocido durante todasu corta vida. Recordaba a la niña
abrazándose a sus rodillas mirándolocon los ojos llenos de esperanza. ¿Quéera lo que le había traído esta vez? Seacercó y le tocó el pelo suave. Lacabeza quedó colgando hacia atrás, conlos ojos en blanco, entreabiertos, y labarbilla cubierta de vómitoensangrentado. No supo decir si seguíaviva.
Dejó a la mujer de Bion con Atta ysalió corriendo a buscar al médico, eralo único que podía hacer. Para cuandovolvió a la casa, las mujeres delvecindario ya habían empezado a llorarsus muertes. Atta siguió respirando unahora más, pero los niños ya llevabantiempo muertos.
Apenas logró retener lo que pasódurante el resto de la noche. Recordabahaberse ofrecido a pagar los funerales,pero nada más hasta que amaneció,cuando llamó a la puerta de Aristómacollevando consigo la cesta de los dulcesde sésamo.
El trierarca no estaba despierto,pero los esclavos dejaron pasar aIsócrates al comedor para esperarlo.Poco después llegaba, desaliñado ybostezando.
—Más te vale tener un buen motivo—le dijo—. Por Heracles, hombre, ¿quépasa?
—Atta ha muerto. Mi casera. Y susdos hijos también. Creo que comieron
de aquí. —Isócrates dejó la cesta sobrela mesa.
Aristómaco cerró la boca a mediobostezo. Se quedó perplejo un instante yluego, con cautela, abrió la cesta. Leyóla nota y levantó la vista sin poder darcrédito.
—¿Crees que la milesia ha envene...—¡No! —exclamó Isócrates
enfadado—. Hipérides.—Ah —Aristómaco se quedó
mirando la cesta—. ¿Sabía él...? Sí,claro que lo sabía, estuvo el día delconcierto. —Sacudió la cabezadisgustado—. ¡Ay, por Apolo! ¿Y dicesque tu casera está muerta?
La imagen de Leuke, muerta en
brazos de su madre moribunda, volvió aabrirse paso a la fuerza entre lospensamientos de Isócrates. Se apretó losojos con las manos, tratando deolvidarla.
—¡Tranquilo! —exclamóAristómaco, y se acercó a darle unaspalmaditas en el hombro.
—Eran para mí —dijo Isócrates sinmiramientos—. Pero ellos se comieronalgunas. ¡Claro que comieron! Siempretenían hambre, ¿iban a dejar una cestallena de dulces encima de la mesadurante todo el día sin tocarla? ¡Lapequeñita tenía sólo cinco años!
—¿Estás seguro de eso? —lepreguntó Aristómaco muy serio—. Esa
casa es un agujero insalubre. Puede quelos dulces sean, de verdad, de lamuchacha milesia y perfectamentecomestibles.
Sí, era un agujero insalubre. Y sí,como había dicho la mujer de Bion, Attahacía, a menudo, sopa de pescado viejo.Sin embargo, siempre había tenido unaidea muy acertada acerca de lo que sepodía comer y lo que no, acostumbradaa regatear enardecidamente con losmercaderes que no bajaban los precioshasta que la comida estaba para tirarla ala basura.
—Estoy seguro. —Cogió la nota quehabía en la cesta—. Todavía tengo laotra carta de Dionisia y no es la misma
letra. Además, está dirigida a mí como«hijo de Critágoras». Así es como mepresentaste al embajador, pero yosiempre digo «de Camiro», y así escomo ella me conoce. De todas formas,si te cabe alguna duda, podemos darleuna de éstas a una rata y ver lo que pasa.
Aristómaco se estremeció.—Te aseguro que yo no querría tener
que comerme una. ¿Qué quieres quehaga?
Isócrates respiró hondo. ¿Que quéquería que hiciese Aristómaco? ¿Porqué había ido ahí y no a...? ¿A quiéndebería ir?
—Debería ir a ver a Agatóstrato —dijo en voz alta—. Él fue el anfitrión de
los sirios.—Muy bien. Voy a escribirle una
nota.Isócrates se quedó mirando al
trierarca.—No tenía intención de...—Bueno, has venido aquí en busca
de apoyo, ¿verdad?Isócrates le contestó con lo que, de
repente, entendió que era la pura verdad.—He venido aquí porque eres un
amigo en el que confío. Necesito tusentido común. Ese hombre es de larealeza. Yo no sé... No sé si...
Apretó los dientes, temblandoimpotente por la rabia que lo asaltó. Nosabía si podía hacer algo contra
Hipérides. Peor aún: no sabía si debíasiquiera intentarlo. Si acusar a Laodicepodía haberle acarreado problemas aRodas, ¿se atrevería a acusar a suprotegido? Quería, con una ansiedadviolenta y enardecida, castigar alhombre que había puesto unos dulcesenvenenados al alcance de unos niñosinocentes... pero había muchos otrosniños en Rodas y, ¿de qué le iba a servira Leuke que se desatase la guerra sobreellos?
—Vamos a hablar con Agatóstrato—le dijo Aristómaco—. Él sabrá quéhacer.
El almirante, evidentemente, se
levantaba temprano, porque sucontestación a la nota de Aristómacovino con el mismo mensajero. Era unainvitación para que fuesen a discutir elasunto lo antes posible.
Los dos hombres atravesaron elmercado que se estaba despertando enesos momentos. Los tenderetes delpanadero estaban hasta arriba de panrecién hecho; los fruteros vendíancerezas, melocotones y fresas; lasmujeres del campo estaban en cuclillas,a un lado del camino, con fardos dehierbas y espárragos. A Isócrates leparecía increíble que ya hubieraempezado otro día y que Leuke no lofuese a ver.
En casa de Agatóstrato, los esclavosestaban lavando el recibidor de laentrada, echando cubos de agua yhaciendo que escurriese hacia la calle.Aristómaco e Isócrates se quitaron lassandalias y pasaron por un lado. Actoseguido, los esclavos fueron tras elloslimpiando las huellas embarradas quedejaron a su paso.
Agatóstrato estaba en el jardín,desayunando pan y aceitunas. Le asintióa Aristómaco, quien inclinó la cabeza enseñal de respeto antes de sentarse en elbanco del jardín. Isócrates se colocó asu lado.
—Gracias por recibirnos —empezóa decir Aristómaco—. Mi capitán...
—¿Ha tenido algún contratiempo porculpa de Hipérides, la víbora siria? —elalmirante le acabó la frase.
—Sí —dijo Isócrates—. Al menoseso creo yo, señor. —Le pasó la cestade bolitas de sésamo—. Alguien dejóesto en la casa donde me alojo en algúnmomento del día de ayer. Mi casera ysus dos hijos están muertos.
Agatóstrato tomó aliento con ciertorecelo. Cogió la cesta y, con cautela,miró lo que tenía dentro.
—Mi capitán dice que la nota no esde Dionisia, la citarista milesia —aportó Aristómaco—. La letra esdiferente. Además, ella lo conoce como«Isócrates de Camiro» y no por el
nombre de su padre. Hipérides sabíaperfectamente que ella podría hacerle unregalo, estaba delante cuando Dionisiase acercó tras el concierto a agradecerlea Isócrates la ayuda que le habíaprestado. Pero, si quieres, podemosmandar traer a la dama y preguntarle.
El almirante asintió disgustado yvolvió a cerrar la cesta.
—Ya me lo... no, decir que me loesperaba es mucho decir. Estabaintranquilo. Ese joven, Hipérides, sesintió despreciado por el embajador y,sobre todo, por ti, capitán. Y Diodoro,por más que era el cabeza de laembajada, estaba claramentepreocupado por él. Lo que me consuela
es que se marcharon todos ayer por lamañana. Que te mandase un regalo dedespedida... no, no me sorprende. Voy amandar a buscar a la dama, pero no mecabe duda de que nos confirmará queesto no lo envió ella.
Llamó a uno de sus esclavos y le dioun recado para Dionisia. Después, sequedó mirando un rato a Isócrates.
—Por lo que tengo entendido,Diodoro se ofreció a comprar tusilencio. Tú rechazaste el dinero, perohas guardado silencio de todas formas.
—Sí, señor. Mi trierarca me hizo verque acusar a la reina Laodice no le iba aser de provecho a Rodas, y surazonamiento me convenció.
—No me extraña, está bienfundamentado. —Agatóstrato puso carade circunstancias—. El hecho de queDiodoro estuviese tan preocupado por laopinión de ese jovenzuelo, tan perversocomo atolondrado, demuestra que lareina tiene mucha influencia en la nuevacorte. Y supongo que es natural que asísea, ya que su hijo le debe el título a sufalta de escrúpulos. Lo crucial ahora essaber hasta qué punto Hipérides cuentacon el apoyo de su patrona.
Aristómaco se quedó dándolevueltas al asunto.
—El nuevo rey necesita amigos.Seguramente...
—El nuevo rey ya tiene amigos —
dijo el almirante con amargura—. Puedeque Antígono de Macedonia no se hayadefinido todavía, pero ha sido amigo deSiria y enemigo de Egipto toda la vida.Incluso, aunque rechace a Seleuco,¿podría alguien creer seriamente que seiba a quedar al margen y dejar queTolomeo se haga con el control delEgeo? Y, si Antígono lo respalda, nocreo que Seleuco se preocupedemasiado en reconciliarse con Rodas.¡Hemos votado por una postura neutra!
—¡Esa fue tu moción! —dijoAristómaco con agudeza.
—¡Sí! Y no creo que fuese un error.Pero, aun así, el nuevo rey sabe que laneutralidad es todo el apoyo que le
vamos a brindar y, por eso, no se va adesviar de su camino para servirnos deayuda si vamos a quejarnos de uno delos protegidos de su madre. Ya sólopreguntar puede resultar peligroso.
—Una mujer ha muerto —dijoIsócrates—. Una mujer y dos niños,rodiotas y libres. ¡Se les debe justicia!
Agatóstrato suspiró.—No te lo niego. Pero la Justicia,
esa diosa nacida de una estrella, dejó latierra en la Edad de Oro. Que nuestraqueja tenga o no alguna esperanza deéxito depende del apoyo del que puedahacer acopio Hipérides en la corte deSiria. Vuelvo a decir que puede resultarpeligroso siquiera intentarlo... no para
Rodas, hijo de Critágoras: para ti.Parece que Hipérides era tu enemigo yaantes de que llegase a Rodas. Supongoque le sentó mal que sobrevivieras a laentrevista que tuviste en casa de la reinay que te convirtieras en un problemapara ella. Cuando le quitaste la espada ylo avergonzaste ante el embajador, suodio creció más aún. Si nos quejamos ynuestra protesta fracasa, encontrará laforma de matarte... y yo, por lo menos,lo lamentaría. Rodas no puedepermitirse perder sin que le importe ahombres como tú.
—¡Pero si ya ha tratado de matarme!—¡Mientras estuvo en Rodas! Dudo
mucho que vuelva a intentarlo cuando
esté de vuelta en su casa, a menos, comoya he dicho, que sepa que nos hemosquejado de él al rey. Te lo voy a decircon franqueza: lo mejor es dejar correreste asunto.
Aristómaco se quedó pensando enello, pero no dijo nada, sólo miró a sucapitán con cara de duda. Isócratesvolvió a pensar en el rostro de Leukemuerta. Sacudió la cabeza enfadado.
—¡Ha muerto gente! Juro por el Solque no dejaré este asunto correr sinpresentar, siquiera, una queja!
El almirante suspiró.—Muy bien. ¿Puedo, por lo menos,
convencerte de que lo dejes en mismanos y no hables de esto con nadie
más?Isócrates se lo quedó mirando con
inseguridad. Había ido contento a hablarcon el almirante pero, ahora, caía en lacuenta de que Agatóstrato era partidariode Siria y que tenía muchos amigos en lacorte seléucida.
—Lo que yo haría es lo siguiente —dijo el almirante con voz ecuánime—:me pondré en contacto con mi amigoDiodoro en secreto, quien ya conocecómo actúa Hipérides, para contarle loque ha pasado. Una prueba de intento deasesinato puede que sea suficiente paraconvencer a la reina de que le retire laprotección a ese hombre, en cuyo caso,seríamos libres de ir a por él. Si, en
caso contrario, opina que la reinaLaodice estaría complacida por lo quehizo su protegido, Diodoro podríaguardarnos el secreto ante la reina y, encambio, contárselo al rey en privado. Ledaría al rey un buen motivo paradesconfiar de Hipérides y yo podríainsistirle en que tuviese en cuenta tuseguridad al hablar con él.
—A mí me parece bien —dijoAristómaco enseguida. Clavó la miradaen Isócrates—. Eso no haría que laqueja tuviese menos oportunidades defructificar —presionó.
Isócrates, disgustado, lo sopesó.Aquel acercamiento secreto y rastrero leparecía una traición a la pobre Leuke,
tan pequeña... pero Aristómaco teníarazón al decir que actuar conprecipitación tenía pocas posibilidadesde salir bien y podría beneficiarlosmenos aun. Era cierto que el embajadorDiodoro tenía buenos motivos parahablarle mal de Hipérides al rey, aunquesólo fuese para justificarse.Probablemente, era lo mejor que iban aconseguir. Con mucha reticencia, asintió.
En ese momento se abrió una puertay Dionisia entró en el jardín,acompañada por su dama y por uno delos esclavos del almirante. Estabavestida con mucha sobriedad, llevandouna capa muy voluminosa —de lana, apesar del calor—, y con cara de
ansiedad. La preocupación cedió elturno a la sorpresa y, de formainconfundible, al placer cuando vio aIsócrates.
—Hija de Clístenes —dijo elalmirante, inclinando la cabeza—.Gracias por venir tan rápido. ¿Puedopreguntar si sabes algo de esto? —Cogió la cesta y se la alcanzó.
Ella, sorprendida, la contempló uninstante, miró confundida a Isócrates yse lo pensó dos veces antes de cogerla.Abrió la tapa, cogió la nota y se quedómirándola sin comprender nada.
—No —dijo ella azorada—. Yo nola he escrito. No es mía. —Miró aIsócrates y algo en la cara de él lo
delató. A ella se le abrieron los ojoscomo platos y dejó la cesta corriendo—.¿Qué pasa? No es... tú no has...
—Creo que mi casera y sus doshijos comieron de ahí —le explicóIsócrates—. Están muertos.
—¡Por Apolo! —Dionisia se llevólas manos a la boca, mirándoloespantada—. Yo no te lo he mandado,¡créeme, por favor! Yo... ¡Hipérides!Estaba delante cuando hablé contigo,él...
—Eso es lo que hemos pensadonosotros también —le dijo Aristómacocon satisfacción.
—Yo nunca haría nada que pudierahacerte daño —le dijo Dionisia a
Isócrates, sin aliento y con la cara roja—. Tú me has ayudado más que nadie eneste mundo. Me rescataste de lospiratas, me trajiste aquí, me presentastea los amigos y a los patrocinadores ynunca me has pedido nada a cambio. Yojamás...
—¡Por favor! —protestó Isócratesabochornado—. Sólo teníamos queasegurarnos. Nos sentiríamos muyestúpidos si nos quejáramos al reySeleuco y luego resultase que tú me lohabías enviado y Atta y sus hijoshubieran muerto por comer pescado enmal estado.
Dionisia se lo quedó mirando.—¿Vais a apelar al rey Seleuco?
¡Ah, no! ¡No, por favor, no! ¡Hipérideste matará!
—Me encargaré de que este asuntose lleve a cabo con discreción —dijoAgatóstrato de forma tajante—. Elcapitán no debería correr peligro, dandopor sentado que el asunto se maneje condiscreción también aquí, en Rodas.
—Pero... —empezó a decir ella.—Agradecemos tu participación —
dijo Agatóstrato con cierta hostilidad—.También te agradeceremos que guardessilencio.
Miró disgustada a Isócrates. Este lehizo una reverencia con la cabeza alalmirante.
—Entonces, señor, lo dejo en tus
manos. —Se volvió hacia Dionisia—.Puedo acompañarte de vuelta a tosaposentos si quieres, señora.
—Por favor —musitó ella.Dionisia no dijo nada mientras
caminaban por la casa, pero cuandollegaron a la calle dijo en voz baja:
—Lo siento mucho. No te he traídomás que problemas.
—No —dijo él con firmeza—. Tusenemigos son los que me dan problemas.No te culpes de sus crímenes ni por uninstante.
Ella levantó la vista para mirarlocon ojos tristes y repitió:
—Lo siento.—¿Por dónde se va a tus aposentos?
Ella señaló hacia la derecha.—Estoy en la casa del Gremio, por
ahora. Está cerca del teatro. —Tomaronla dirección indicada, con la dama decompañía siguiéndolos en silencio.
—Mi casera tenía dos hijos —dijoIsócrates de pronto—. La pequeña desólo cinco años. Yo le daba siemprealgo de comida, aunque a su madre no legustaba.
Dionisia puso cara de dolor.—¡Cuánto lo siento!—No es... Sólo quiero que entiendas
por qué no he seguido tu consejo.—¿Adonde vas a ir ahora?Eso no lo había pensado. No tenía ni
idea de quién iba a heredar la casa de
Atta, pero estaba seguro de que le seríaimposible pasar otra noche allí. Ahora,aquel lugar le parecía maldito, igual quela casa en la que había nacido estovocondenada desde el momento en quedescolgaron el cuerpo de Agido de laviga del techo. De repente, mareado ycon la vista borrosa, se detuvo a mediocamino. Sintió como si una plagahubiera invadido todos los lugares a losque había llamado su hogar, y que todoaquello sobre lo que volvía la miradaestaba contaminado.
Dionisia estiró el brazo conintención de tocarle el hombro.
—¿Isócrates?Él tembló y la cogió de la mano. Los
dedos finos de la instrumentista leenvolvieron los suyos, y la hermosa caraque lo miraba fijamente le parecía elúnico puerto seguro que había en aquelmundo aterrador.
—Me... me gustaría poder ayudar —dijo ella muy seria—, si hay algo quepueda hacer. Si necesitas dinero paraquedarte en otro sitio, yo podría...
—¡No! —dijo él, herido por lahumillación. ¿Acaso era un objeto decompasión para ella? Le soltó la manode golpe—. Cuando empiece el otoñome compraré una casa. Hasta entonces,me quedaré en los barracones, o conAristómaco.
Entonces se hizo el silencio. Fue ella
quien lo rompió para expresar susdudas:
—Me han dicho que tu padre tedesheredó tras una disputa.
Él sacudió la cabeza y empezó aandar otra vez.
—Es cierto que me peleé con mipadre. Pero ahora tengo un poco dedinero, del rescate y de una recompensaque me dio el embajador sirio porhaberle perdonado la vida a Hipérides...
—¿Cómo?Él le contó lo ocurrido días antes.—¡Por Apolo! —exclamó ella
espantada—. ¡La corte entera se debe deestar riendo de él! ¡Ahora entiendo quetratara de envenenarte!
Isócrates miró muy nervioso a sualrededor, pero la calle estaba vacía ynadie se había enterado.
—¡No hables de ello! —le ordenó.—¡Por favor! —dijo ella con la voz
afectada. Él se detuvo, sorprendido, yvio que ella se había quedado variospasos más atrás, apretándose las manos.
—¡No me odies! —le suplicó—. ¡Sime lo permites, quiero ser tu amiga!
Él se la quedó mirando consternado.—No te odio, yo... soy tu amigo,
¡claro que lo soy!—Pero... —dijo ella y calló para
morderse el labio—. Necesito hablarcontigo. ¿Hay algún sitio...?
Diseria, la dama de compañía, hizo
un ruido de desprecio y Dionisia la mirófuriosa.
—Se siente avergonzado porque esdemasiado pobre para ti —dijo Diseriasin pelos en la lengua—. Y, al ofrecerledinero, se lo has restregado por la cara.Hala: ya te lo he resuelto.
Ambos la miraron con idénticascaras de asombro.
—Si tienes que hablar, hazlo enpúblico —prosiguió Diseria—. Alseñor Haguemonte no le va a hacerninguna gracia si llega a sus oídos queun oficial de la Armada, que no tienedonde caerse muerto, fue visto saliendode tu habitación por la mañana.
—¡Diseria! —exclamó Dionisia
furiosa.—Es cierto y lo sabes —replicó la
dama de compañía.Dionisia le echó una mirada y luego
se volvió a Isócrates.—Hay un jardín público cerca del
templo de las Ninfas, a una manzana deaquí. Podemos ir allí.
El jardín aquel era pequeño, situadopor debajo del nivel de la calle y juntoal pequeño templo de mármol. Se veíadesde la calle que a esa hora estabadesierto. Rosas, jazmines e hibiscosrodios crecían a lo largo de los murosde piedra; en la charca que había en elcentro crecían lilas. Dionisia se sentó enel banco de piedra y se colocó la capa
con delicadeza. Isócrates se sentó, muyincómodo, al borde de la charca.
—Haguemonte no es mi amante —declaró Dionisia con ojos enardecidos—. Si eso es lo que piensas, estásequivocado. Le dije que no soy unacortesana y él lo aceptó.
A pesar de todo, a Isócrates elcorazón le dio un vuelco ante semejantedeclaración. Sin embargo, se limitó adecir:
—Si lo has rechazado a él, no querráque aceptes a otro.
Diseria soltó una risa burlona.—¡Tipo listo! ¡Mira lo que dice!Su señora la volvió a mirar furiosa,
y después dijo:
—¿Es cierto lo que ha dicho, que tehas apartado de mí porque eres pobre?
Era un alivio que hubiera salido a laluz.
—Las Musas te han otorgado un donque te hará rica y famosa. Yo ni siquieratengo casa propia. No tengo nada queofrecerte.
Ella lo miró a los ojos y le sostuvola mirada.
—¿Te gustaría?El cerró los ojos.—Sí, por supuesto.—No estaba segura —dijo ella con
dulzura—. Me lo había parecido, ¡perotu carta fue tan fría! Me arrepentí dehaberte escrito... Pero cuando te vi en el
concierto fuiste muy amable. No lograbaentenderlo.
—Si eres tan tonta como paraenamorarte de mí, te va a costar elpatrocinio y tus sueños. Yo no les hagodaño a mis amigos... ¡y espero que meconsideres tu amigo!
—¡Un amigo sincero y muy querido!—exclamó Dionisia en un susurroatragantado, retorciendo el borde de lacapa con los dedos.
Isócrates apretó las manos entre lasrodillas. Algún rincón de su mentedeseaba que Dionisia reclamase que élpodría hacerla feliz, que le bastaba suamor para ser feliz. Pero no lo habíahecho. El amor sin la música la haría
desgraciada, y ella lo sabía. Él se sintióde repente mucho más tranquilo y juntocon la tranquilidad, profundamentecansado.
Diseria lo despreció con unasonrisilla.
—Los hombres y las mujeres jamáspodrán ser amigos.
—Eso no es cierto —le dijoIsócrates en voz baja—. Agido era miamiga. Mi madrastra. Murió hacetiempo, pero éramos como hermanos.
—Ella fue el motivo por el que tepeleaste con tu padre —dijo Dionisia envoz baja.
No había sido una pregunta. Élasintió y, sin pretenderlo, se vio
hablándole de Agido, de la granja en loalto del monte, tan hermosa comomaldita. Dionisia lo escuchaba ensilencio.
—¡Ah! —murmuró ella cuando élhizo una pausa—. Ahora lo entiendotodo. —Suspiró profundamente.
—De todas formas, no era un sitiomuy grande —le contó él—. No como tumansión de Mileto.
—No, pero... pero ahora lo entiendo.Te has portado como un amigo conmigo.—Volvió a suspirar y luego dijo conprecipitación—: ¡Ahora, deja que seaamiga tuya! Por favor... por lo menos,podría prestarte algo de dinero.
El sacudió la cabeza.
—Yo... te lo agradezco, pero no.Estaré bien en cuanto haya descansado.Respecto al dinero, mi situación esmejor que nunca. Puede que no tengasuficiente para... para mantener un hogarrespetable, pero tengo de sobra para mispropias necesidades. Me compraré unacasa en otoño. Hasta entonces... bueno,no creo que pase más de diez días enRodas hasta que acabe la temporada denavegación. Volvemos a zarpar pasadoman... no, mañana.
Al darse cuenta de que el Atalantaiba a zarpar a la mañana siguiente, se lequebró el corazón.
Ella lo miró preocupada.—¿Estás bien para navegar?
—No estoy enfermo. —Se quedó unmomento en silencio y luego dijo—: Tuconcierto es hoy, ¿verdad?
—Sí. No te preocupes, tengo tiempode sobra para prepararlo.
—Yo iba a ir. Pero los funerales sonesta tarde.
Dionisia dudó, pero luego dijo:—Rezaré a la tierra por ellos. Mira,
deberías volver con tu amigo el trierarcahasta entonces. Estoy segura de quequerrá que te quedes en su casa. Esevidente que se preocupa por ti y, si noestá ya esperando que te quedes, loestará en cuanto se lo piense un poco.¡No hace falta que me acompañes acasa!
El apenas sonrió. Seguramente ellatenía razón acerca de Aristómaco.Asintió y se levantó sintiéndose muypesado.
—Deja que... deja que sepa cómoestás —le dijo Dionisia, muy seria—.Mándame una nota antes de irte y otracuando vuelvas. Partiré de viaje a finalde mes, pero siempre me puedes dejaruna nota en el Gremio.
—Muy bien. Pero, ¿te vas? ¿Adónde?
—A Atenas. —Sonrió con timidez—. ¡Me han invitado a participar en elPanateneo, en la modalidad de «cítara yvoz»!
—¡Ah! —Esa sí que era una buena
noticia.El Gran Panateneo se celebraba
cada cuatro años en Atenas, concompeticiones musicales incluidas,además de las atléticas, y atraía aintérpretes procedentes de todo elmundo griego. Ser invitado a competirno era ninguna nimiedad; el únicofestival de música más reputado era elde los Juegos Pitios.
—¡Te deseo toda la suerte delmundo!
—¡Y yo a ti! —le dijo ellamirándolo atentamente—. ¡Te deseo lomejor, amigo mío!
DOCE
A Isócrates nunca le había gustadoDelos. En aquella ocasión, comotodavía tenía el corazón encogido por lamuerte de Atta y de sus hijos, llegó adetestar el lugar.
Lo cierto era que aquella isla teníamucho misticismo. En el mismo centrodel Egeo y de la inmensa rueda de lasCícladas, aquella isla pertenecía a losdioses. Bajo la palmera sagrada de laisla, Leto había dado a luz a Apolo y aArtemisa, las más brillantes de todas las
deidades. El pueblo de Delos semostraba espléndido y tenía templos pordoquier, todos ellos ricamenteadornados con oro y marfil, con ricostapices y estatuas hermosísimas demármol y bronce. El ágora, con suslargas columnatas, resultaba casi tanmagnífica como la de Alejandría.
Lo sagrado de la isla, sin embargo,significaba que nacimiento y muertequedasen ambos excluidos y, con ellos,toda la autenticidad de la vida corriente.La gente adulta iba a Delos a adorar alos dioses o a comerciar en su famosomercado. Otros llegaban navegandodesde las islas vecinas paraabastecerlos. En realidad, nadie vivía en
Delos más de unos pocos meses al año,la tierra estaba sin labrar y allí nocrecían niños. A los viajeros que caíanenfermos los enviaban a las islasvecinas antes de que contaminasen elsuelo sagrado con la muerte. A Isócratesle había parecido siempre un lugarespurio, como los decorados de unaobra de teatro.
Lo que verdaderamente ledisgustaba, sin embargo, era el hedor apiratas que había en el aire. Lacondición sagrada de la isla implicabaque cualquiera podía comerciar allí sintemor a represalias por los crímenescometidos en otros lugares y, enconsecuencia, tenía el mercado de
esclavos más grande de todo el Egeo. Elcomercio de esclavos siempre había idode la mano de la piratería y la habíarespaldado. Él lo odiaba. Sin embargo,Aristómaco tenía razón al decir queDelos era un buen sirio para enterarsede los rumores.
—No corren tantos como decostumbre —señaló Timón, el capitándel Melpomene, barco que era en partede Aristómaco—, ninguno de piratas,quiero decir. De lo único que se hablaes de la guerra.
Estaba sentado con Aristómaco ycon Isócrates en una de las tabernas deDelos que ofrecía precios escandalosos,bebiendo un vino que lo dejó
indiferente. El Atalanta había llegado ala isla aquella tarde tras un lento viajeen busca de rumores, y se encontró alMelpomene atracado y con las bodegasya descargadas. Timón se había unido aellos muy contento para echar un trago,pero no estaba resultando ser de tantautilidad como Aristómaco habíaesperado.
—¡Pero si este sitio es un hervidero!—objetó Aristómaco mirando elmercado del ágora desde la terraza, quehabía quedado a la sombra.
Empezaba a anochecer, pero laenorme plaza estaba todavía abarrotada.
—¡Ah, sí, hay mucho movimiento!—asintió Timón—. He vendido el grano
nada más pisar el muelle, le he sacadoun veintiséis por ciento. Pero eso esporque la gente está tratando de llevarseel cargamento a casa antes de queempiece la guerra. Hay menos cotilleosque de costumbre, y lo único que sehabla es de la guerra. —Sacudió lacabeza—. La gente de la costa asiáticani siquiera sabe si, cuando vuelvan, susciudades seguirán igual que cuandozarparon. Y también está el tema deMacedonia: nadie sabe si se va aimplicar o se quedará al margen, y esorepercute en todos los aspectos. El casoes que se oyen menos rumores de piratasque de costumbre.
—¡Por todos los dioses! —explotó
Aristómaco con impaciencia—. ¿Estástratando de decirme que a los patronesde los barcos mercantes no les interesasaber dónde pueden encontrarse con lospiratas?
Timón, un hombre delgado ymenudo, de mediana edad, premió elsarcasmo del trierarca con una sonrisadébil.
—Nnn-oooo... pero le estándedicando a eso menos tiempo de lohabitual. Además, todo el mundo sabedónde es más probable encontrarse conlos piratas. Sólo hablan de ellos cuandoaparecen donde no se los espera.
—¿Y eso no ha pasado últimamente?—preguntó Isócrates.
El otro capitán se encogió dehombros.
—No, que yo sepa. El único rumorque he oído es que en estos momentosEubea es un sitio del que convieneapartarse.
—¡Ah! —exclamó Aristómacoentusiasmado—. ¿Quién te lo ha dicho?
Timón volvió a encogerse dehombros.
—El capitán del Dióscuri, tambiénrodiota. Aunque no sé cómo se habráenterado él, ni por qué se supone queEubea es peligrosa. No es más que otrode esos rumores que van de boca enboca.
El trierarca soltó un gruñido de
reconocimiento.—Por lo que yo sé, puede que tenga
algo que ver con el rey Antígono —prosiguió Timón—. Esa costa lacontrola él. Los macedonios siempre seponen quisquillosos cuando Tolomeo seaventara hacia el norte, y dicen que todala flota egipcia se ha desplazado aPidna. ¿Es cierto que nuestra Asambleavotó a favor de permanecer neutrales?
—Por dos a uno... con toda nuestrasimpatía y buenos deseos hacia Tolomeo—le respondió Aristómaco.
Timón asintió.—Bien, bien. No es nuestra guerra.
—Le dio un trago al vino y prosiguió—:Aunque no me cabe duda, trierarca, de
que vamos a sufrir las consecuencias. Sila flota de Tolomeo está en Pidna, noestará patrullando entre Chipre y laCirenaica. Cuando el perro anda por laviña, el zorro entra a saquear elgallinero.
Aristómaco hizo un ruido pocoelegante.
—De todas formas, la flota deTolomeo no es que sea precisamente unperro guardián, ¿verdad? Demasiadosmalditos quinquerremes que no puedenhacer nada contra las embarcacionespequeñas. Nosotros vamos a vigilar elgallinero, como siempre.
Timón sonrió al oír eso y alzó lacopa.
—¡Que los dioses os ayuden ahacerlo!
Los tres derramaron un poco de vinosobre el suelo sucio, a modo de ofrendaa los dioses por su ayuda.
—Así que —concluyó Aristómaco,bebiendo lo que le quedaba en la copa—, ¿dices que el único rumor que hasescuchado es ése de Eubea?
Timón asintió y Aristómaco le diolas gracias. Vació los posos del vino enla pila que había en el rincón, y le hizouna seña con la cabeza a Isócrates parasalir de la taberna. Emprendieron elcamino de vuelta hacia el puerto delnorte, donde el Atalanta estaba varado.El camino los llevó por el gran mercado
que había en el Puerto Sagrado. Era denoche y los tenderetes estaban cerrados,pero aquel lugar seguía abarrotado deviajeros que habrían ido a Delos aadorar a Apolo y a Artemisa, aunqueestaban festejando a Dionisio y aAfrodita en las tabernas y en losburdeles. Era una noche calurosa dejulio, el aire se había detenido y lasenormes estrellas titilaban en el limpiocielo. El aire olía a vino, miel yespecias, y el sonido de la flauta y lacítara se abría paso por la plaza delmercado.
En el lado norte del puertoencontraron un aroma bien diferente: aorina rancia y a heces. Los corrales de
los esclavos estaban allí, y lamercadería del día siguiente esperabaencadenada a que llegara la mañana. Alpasar por delante de los cobertizososcuros, Isócrates se preguntaba, comohacía siempre, cuánta de esa gente seríavíctima de los piratas.
—¡Tendrían que cerrar estemercado! —dijo furioso.
—¡La gente necesita esclavos! —protestó Aristómaco—. Yo no podríavivir sin los míos, te lo aseguro.
Isócrates hizo un aspaviento,impaciente.
—Pero no los compraste aquí,¿verdad? Si cerrasen este sitio, lospiratas lo tendrían más difícil para
ganarse la vida.—No —dijo Aristómaco—,
simplemente se irían a otro lado.Siempre lo hacen. Si cerrasen este sitio,lo único que pasaría es que la riqueza seiría a otro lugar.
Isócrates, que no estaba muyconvencido, puso cara de circunstancias.Había otros mercados de esclavos,cierto; pero ninguno era tan céntrico yoportuno como el de Delos. Sinembargo, no tenía ganas de discutir y selimitó a soltar un gruñido.
Pasaron de largo los corrales de losesclavos y atravesaron el saliente detierra rocosa que separaba el PuertoSagrado de la media luna de arena del
puerto del norte.—Entonces —dijo Aristómaco tras
un rato de silencio—, con un poco desuerte, podremos encontrar a esospiratas uno de estos días.
—¡Con la ayuda de los dioses! —dijo Isócrates con vehemencia.
—Sí —dijo el trierarca con un airede inseguridad poco propio de él—.Mmm... Hay algo de lo que te quierohablar desde hace tiempo.
—¿Señor?—Sí. —Aristómaco tragó saliva, y
entonces empezó a hablar sin pausa—.He estado pensando en lo que estamostratando de hacer... y en que los hombrestras los que vamos superan en número a
nuestra infantería de cubierta, y puedeque a toda nuestra tripulación. Siconsiguen abordarnos, será una situacióncomprometida. Hasta mi hijo se ha dadocuenta.
—El Atalanta es un buen barco,señor —replicó Isócrates al momento—,y la tripulación sabe bien lo que tieneque hacer. Maniobrando somos másrápidos que ellos.
Aristómaco desechó esas palabrascon impaciencia.
—¡Sí, pero a veces las cosas salenmal! De todas formas, lo que te queríadecir es que he cambiado mi últimavoluntad antes de salir de Rodas.
Isócrates no estaba seguro de lo que
debía responder a eso, así que se limitóa emitir un sonido interrogativo.
—Te he nombrado mi albacea y tutorde mi hijo.
Isócrates se detuvo de golpe,mirándolo y tratando de adivinar la caradel otro hombre en la oscuridad.
—Señor —dijo impresionado—,eso es... un honor para mí, pero tusfamiliares...
—Dilapidarían el dinero —dijoAristómaco resignado—. Aquellos enlos que más confío no gastarían mucho,pero si se viesen angustiados, aunquefuera sólo un poco, saquearían misfondos para cubrirse las espaldas enlugar de tirar de los suyos o de pedirlo
prestado. ¡Qué narices, eso es lo que yoharía si estuviera a cargo de lasposesiones de otra persona! Puede queluego lo devolvieran y puede que no,pero, incluso aunque lo hicieran,Anaxipo perdería los intereses. En elmejor de los casos, arruinarían losnegocios de mi hijo en favor de lossuyos propios. Tú, en cambio... túcuidarías de su herencia con la máximaatención, y le entregarías la totalidad dela misma en cuanto alcanzase la edadoportuna. Además, al chico le gustas. Teadmira, a decir verdad. El te haría casoy tú cuidarías de él.
—Es un buen chico —dijo Isócrates,sintiendo que no lo iba a poder evitar.
¿Hacerse cargo del patrimonio deAristómaco? Seis barcos, una casaseñorial, tierras y capital suficiente paracostear una trierarquía. ¡Una trierarquía!¡El, Isócrates, podía llegar a trierarca!
Según lo pensaba, se fue echandoatrás. Podía concebir el deseo deconseguir ese título tan elevado, pero noal precio de la vida de Aristómaco.
—Señor —dijo avergonzado—, yono... no tengo la experiencia necesariapara...
—La experiencia se adquiere, escuestión de perseverar. La honestidad eslo que busco en el tutor de mi hijo y esdifícil de encontrar. De todas formas, yahe dado tu nombre, y si me pasa algo, mi
casa será tuya cuando vuelvas.—Me... me siento muy honrado.
Pero...Se detuvo un instante para examinar
al otro hombre, tratando aún de hacersea la idea de lo que le había ofrecido y,lo que significaba todavía más, de laconfianza que tenía en él. Entendió, deforma un tanto inesperada, que respetabaa su trierarca profundamente, y quequería que Aristómaco viviera mucho yllegara muy alto. La imagen de sutrierarca presidiendo la república coninteligencia y habilidad le hizo sentiruna punzada de orgullo.
—¡Prefiero morir, señor, antes quedejar que te pase algo! —exclamó.
Aristómaco soltó el aliento en unsuspiro.
—¡Pues muchas gracias! Peroespero que no muera nadie. Aparte delos piratas, por supuesto.
—Tenemos que procurarnos lamanera de conseguido, señor.
—Eso espero. —El trierarca volvióa suspirar, y entonces dijo por fin—: Loque pasa, Isócrates, es que yo no heestado en ninguna de esas malditasbatallas. Yo no... no tengo... ¿tienesalgún consejo?
Isócrates se lo quedó mirando,entendiendo por fin el motivo de laconversación.
—¡Hice el servicio naval, sí! —
exclamó Aristómaco, desechando laobjeción no pronunciada—. Pero ahí nopracticábamos con piratas, ¿verdad queno? Y ahora... en fin...
—¡Lo harás bien! —dijo Isócratesprecipitadamente.
—¿Tú crees? —le preguntó eltrierarca inseguro—. No dejo de tenervisiones en las que me vengo abajo ytrato de salir corriendo, fracasando antetodo el mundo.
—Señor, estoy seguro de que no va aser así —dijo Isócrates con totalsinceridad—. En Éfeso zarpaste con elbarco sin ningún problema, y luegovolviste. ¡Exigir ver al rey no es propiode un cobarde!
—Sí, pero eso es sólo hablar.—Señor, has mantenido la calma en
tiempos difíciles y has tomado buenasdecisiones. Hay muchas cosas que mepreocupan ahora mismo, pero que tú tevengas abajo no es una de ellas.
Aristómaco soltó el aliento en unsuspiro corto.
—Gracias.Tras otro silencio, insistió:—De todas formas, cuando nos
enfrentemos al enemigo quiero que seastú el que dé las órdenes. Yo no tengoexperiencia en combates. Puede quehaga algo mal.
—No, señor —dijo Isócrates confirmeza—. Tú eres el trierarca y los
hombres esperan que las órdenesprocedan de ti. Pero si quieres, terecordaré las cosas y te haré saber cómoconsidero yo que se deben coordinar.Esa es la parte más difícil: coordinarlotodo bien cuando hay que maniobrar.
El trierarca asintió, ya sonriendo.—Me lo puedo imaginar. —Avanzó
unos cuantos pasos más—. Bueno, ahoraque hemos resuelto ese asunto, sólo nosqueda encontrar a esos desgraciados,¿no?
—Puede que estén en Eubea —dijoIsócrates lleno de optimismo—. Puedeque no tardemos en encontrarlos.
Prosiguieron por la playa, felicespor la mutua compañía. El Atalanta
estaba varado a un tercio de la longitudtotal del puerto del norte, junto a unbarco correo de Tolomeo. Habían vueltoa hacer un campamento con el palo y lavela mayor, pero a aquella altura delverano el toldo estaba colocado muyarriba, para protegerlos del sol y no dela lluvia. El ojo experto de Isócratesrepasó las formas acurrucadas que seveían debajo y sacudió la cabeza.
—¡La mitad de los hombres debe deestar por ahí, bebiendo!
Aristómaco sonrió y sus dientesresplandecieron en la oscuridad.
—Bueno, ¿y por qué no? No creoque vayamos a zarpar al rayar el alba.Antes tenemos que encontrar un barco
que vaya a Eubea, si es que aúnqueremos ir siguiendo a alguno. Yo nohe encontrado ningún motivo para nocontinuar con nuestra idea. —Suspiró yse frotó el cogote—. Juro por todos losinmortales que, en cuanto llegue a casa,me voy a comprar otra esclava. Quierouna que sea joven y guapa, y su trabajova a consistir en darme friegas en laespalda hasta que se me pasen todos losdolores de este puñetero viaje.
A la mañana siguiente no les fuedifícil encontrar un barco al queescoltar. El Tique era un keles, una navepequeña y veloz que iba a zarpar condestino a Chalquis, su puerto base en
Eubea. El capitán también se habíaenterado del rumor y estaba encantadode ir bajo la protección de un barco deguerra rodio. En su bodega llevaba uncargamento de esclavos reciénadquiridos en el mercado de Delos.
A Aristómaco le pareció divertido, aIsócrates, no. Pero con independencia desus objeciones morales, tuvo quereconocer que el Tique era perfecto. Lospiratas preferían los barcos pequeños yrápidos, y los esclavos eran una cargade lo más beneficiosa y tentadora.
Remaron delante de su acompañantedurante el primer día de travesía ypasaron la noche en una playita diminutaen la costa sur de la isla de Andros. El
consorte los alcanzó durante la noche,pero se quedó esperando en un extremode la isla hasta que el Atalantareapareció y le hizo señas de proseguir.
Desde el extremo oeste de Androsya se veía claramente la costa de Eubea.El Tique navegó hacia el sudoeste hastaentrar en el mar al que le daba nombre,con la vela blanca bastante rizada que seveía desde bien lejos. El Atalanta fuedetrás disimuladamente, con el palodesmontado, escondiéndose bajo elhorizonte.
Era cerca del mediodía y el marempezaba a estrecharse entre Eubea y elÁtica cuando el Tique izó un trapo rojoen lo alto del palo: la señal convenida
en caso de peligro. Por lo visto, elrumor del que hablaba Timón no erainfundado.
Hubo un gran alboroto cuando latripulación se apresuró hacia suspuestos. Isócrates tuvo que prevenir aDamofonte, el contramaestre, de que noacelerase el compás. No quería que latripulación de remo quedase exhaustapara cuando se enfrentaran a los piratas.De momento bastaba con que hubiera unhombre en cada remo. El Atalanta volóhacia su protegido, convirtiendo por laproa el agua en espuma. Nicágoras trepóal pie de roda y contempló conentusiasmo el barco que tenía enfrente.
—¡Hay un barco grande que va
derecho hacia el Tique! —vociferó—.¡Es muy grande y viene remando desdela costa del Ática! ¡Es rojo!
—¿Qué? —preguntó Isócrates muysorprendido.
Los piratas preferían los tonosazules para que se los confundiera conel mar, nunca había oído que ninguno desus barcos estuviera pintado de rojo.
—¡No tiene cubierta! —observóNicágoras—. ¡Es... es... es un trirreme!
Aristómaco e Isócrates se miraron...y entonces Isócrates dijo en voz alta loque ambos ya sabían:
—Es un buque militar.Las armadas reales utilizaban los
trirremes como correos y barcos de
vigilancia. Los piratas nunca iban entrirremes. Aristómaco asintió, fue hastala escotilla y gritó:
—¡Dejad de remar!—¡El Tique ha arriado la vela y se
está poniendo a la capa! —gritóNicágoras—. El trirreme se estáacercando... ¡Tiene un estandarte muygrande, de color dorado y púrpura!
—¡Mierda! —farfulló Aristómaco—. Hay que alejarse de Eubea.¡Antígono, el puñetero rey deMacedonia está reuniendo su puñeteraflota ahí! —Y se quedó mirando haciaadelante.
—Podríamos rodearlos —le sugirióIsócrates, pero el trierarca sacudió la
cabeza con pesar.Isócrates supuso que tenía razón. Si
corrían, el trirreme llegaría a laconclusión de que eran espías enemigosy, si acababan combatiendo contra unbuque militar macedonio, podríanprovocar un desastre diplomático mayoraun. Rendirse era la mejor opción.
Sin embargo, se sintió culpable.Aquél había sido su plan, y ahora, en elmejor de los casos, tendrían que perdertiempo tratando de convencer a losmacedonios de que eran neutrales y noespías. En el peor de los supuestos, losmacedonios arrestarían a una parte de latripulación del Atalanta. Entre losremeros profesionales había unos
cuantos atenienses que habían huido desu ciudad natal tras la desastrosa Guerrade Cremónides, y eran todosprofundamente antimacedonios. Era muyprobable que el gobierno macedonio deAtenas los hubiera condenado a muerte.
El trirreme viró para alejarse delTique en cuanto vio al Atalanta, y surcóel mar con velocidad batiendo todos losremos. Era más rápido que el Atalanta,el único tipo de barco que tenía esehonor. A pesar de que ambasembarcaciones tenían la misma eslora,el trirreme, con más manga a popa y aproa, nevaba cincuenta remos más y, alno tener cubierta, era más ligero.
Isócrates bajó al puente de remo porla escotilla central y dio la orden dedejar los remos.
—No eran piratas —les dijo a loshombres—. Es la flota macedonia.
Un par de remeros tranitas —atenienses, por supuesto— gritaronalarmados.
—Lo que les vamos a decir es quesomos todos rodios —anunció,recorriendo el puente de punta a punta—, neutrales y en buenas relaciones conMacedonia. Los macedonios no tienenmotivos para retener a ninguno denosotros, y si alguno se ve tentado adelatar a uno de vuestros compañeros,ya se puede ir preparando para el exilio,
porque no podrá volver a vivir entre losrodios. ¿Entendido?
Alguien vitoreó:—¡Atalanta!Y todos respondieron al unísono:—¡Viva el Atalanta! —Isócrates
asintió brevemente y volvió a subir acubierta.
Había hecho lo que había podido, yaquello debería bastar para que losatenienses siguieran a salvo, por lomenos durante unos días más. Sinembargo, si los macedonios tuvieransospechas, si retuvieran al Atalantadurante mucho tiempo y la trihemiolia sequedase sin comida y sin dinero...bueno, si eso llegara a pasar, ya se
preocuparía entonces.El trirreme ya estaba cerca y había
aminorado la marcha. Ahora, en suestandarte se reconocían con todaclaridad el águila y la corona de ramitasde roble de Macedonia, el tercer granreino, cuya postura era la comidilla delas ágoras.
—¿Qué barco es? —gritó el oficialde proa del trirreme.
—¡El Atalanta, de Rodas! —lecontestó Isócrates.
—¡Nos vais a acompañar al puertobase! —vociferó el macedonio, tal ycomo Isócrates se había temido.
La flota macedonia estabaconcentrada en la famosa playa de
Maratón, y era inmensa. Las proas delos barcos de guerra del rey estabanalineadas todo a lo largo de la costa,como las torres curiosas de la murallade una ciudad. Aquellos barcos estabanpintados de tonos rojos brillantes,verdes y púrpuras, y los mascarones deproa y los ornamentos de popa teníanreflejos dorados. Casi todos eranquinquerremes, galeras con cinco hilerasde remeros por banda y dos hombres encada uno de los remos de la hilera.Había barcos mayores también, con seis,ocho y hasta nueve hileras por banda.Barcos enormes tripulados por hasta unmillar de hombres; barcos que luchabanno con el espolón, sino con catapultas
montadas en torres sobre la cubierta, ycon grandes ejércitos de infantería paraabordar a los enemigos; barcos que a losrodiotas, más que barcos, les parecieronfortificaciones flotantes.
El Atalanta fue conducido hasta unazona de playa vacía que había en mediode toda la flota y el trirreme se varó depopa, a su lado. El comandante deltrirreme fue a verlos en cuanto su barcoestovo bien afirmado a los pesosmuertos. Era un hombre enclenque conuna túnica de seda espléndida; unateniense macedonio petulante yengreído. Les preguntó qué hacían en elmar de Eubea, cuándo y de dónde habíanzarpado, y qué tripulación llevaban.
Aristómaco le respondiópacientemente y le permitió hacer unainspección a bordo del Atalanta.
—¿Y tus tripulantes son todosrodiotas? —preguntó el comandante deltrirreme, mirando a los remeros porencima del hombro.
—Todos de Rodas y de territoriosrodios —confirmó Aristómaco—. Estánhaciendo el servicio militar.
El comandante del trirreme parecióaceptarlo sin más, aunque mandó a sucontable hacer una lista con todos losnombres. Se rió al oír alguno de losnombres, pero aparentemente era sólo lapronunciación lo que lo ofendía, porquese dirigió a su contable imitando el
acento dórico. Aristómaco lo sobrellevócon diplomacia. Sólo le flaqueó lapaciencia al final.
—¿Y cuándo podemos marcharnos?—preguntó.
—Cuando al rey le plazca —respondió con altanería, y se marchó.
—¡Pues eso va a ser mucho tiempo!¡Al puñetero Antígono el Patizambo nolo ha complacido nada en muchos años!
—Lo lamento —dijo Isócratesdisgustado.
Aristómaco se lo quedó mirando, yluego suspiró.
—No, tu razonamiento era bueno. Yoestuve de acuerdo, ¿no? Es sólo que...¡esta guerra está haciendo que se vaya
todo a la mierda!Un par de horas más tarde, un oficial
del rey apareció por el barco. Paraentonces, la tripulación ya habíacolocado la vela mayor a modo de toldoy casi todos estaban sentados a lasombra, mientras unos cuantos serefrescaban en el mar junto a la proa delbarco. Parte de la tripulación deltrirreme estaba también en el agua,aunque los demás, incluidos variosarqueros, permanecían de guardia paraasegurase de que ninguno de los rodiotastrataba de infiltrarse en el campamento.
El oficial era un hombre de medianaedad con una barba magnífica, vestidomuy discretamente de no ser por el
báculo reglamentario de oro y de marfil.Se acercaba por la playa y Aristómacodescendió por la escala de gato parasaludarlo en cuanto vio el báculodorado. Isócrates se apresuró a bajarcuando quedó claro que, de hecho, eloficial iba hacia el Atalanta.
—¡Salud, rodios! —dijo el oficial—. Soy Apolonio, amigo del reyAntígono.
—¡Salud! —respondió el trierarca,tratando de congraciarse con una sonrisa—. Espero que vengas a decirnos quepodemos marcharnos.
Apolonio sacudió la cabeza.—Tú eres Aristómaco, hijo de
Anaxipo, trierarca de este barco.
Aristómaco confirmó que lo era.—El rey Antígono me manda a
preguntar si fue uno de tus hombres elque se vio envuelto en un encuentro conlos mercenarios de la reina Laodice elmes pasado.
—Ah —Aristómaco se pusonervioso y miró a Isócrates.
Apolonio advirtió aquella mirada yasintió como si el trierarca le hubieracontestado.
—En tal caso, el rey te invita a cenarcon él, a ti y al oficial que resultóherido.
—Mi barco... —empezó a decirAristómaco.
El oficial levantó una mano para que
guardara silencio.—Yo me encargaré de que se les
traiga comida y bebida a tus hombres. Elrey Antígono no tiene nada contra losrodios.
El rey estaba alojado tierra adentro,en un campamento junto a la corriente deagua que llenaba las marismas que habíaal norte de la playa. La caminata hastaallí les llevó más de una hora, y cuandollegaron al pabellón del rey estabanacalorados, sudorosos y desaliñados. Laenorme tienda del rey era, más o menos,del tamaño de la casa de Aristómaco enRodas; toda de lona blanqueada, perocoronada con un águila dorada que
arrastraba una banda de seda de colorpúrpura. Varios hombres, ataviadosrigurosamente con la preciosa armadurade la guardia real macedonia, laflanqueaban por todos lados.
Apolonio los acompañó hasta untoldo colocado entre tres olivos, pegadoa la tienda del rey, y allí los dejó. Unguardia les trajo vino aguado y otro lessuministró una palangana para que sepudieran lavar las manos y los pies.Después, los volvieron a dejar solos.No había asientos debajo de aquel toldo,pero sobre el suelo raso habíaesparcidos unos juncos arrancados de lamarisma. Aristómaco se dejó caer sobreellos y luego trató de encontrar una
postura cómoda. Pasados unos minutos,se volvió a levantar y fue al guardia queestaba más cerca para preguntarlecuánto iban a tener que esperar. Elguardia no lo sabía y Aristómaco volvióa la sombra del toldo, arrancó un par deaceitunas que no estaban maduras, sesentó muy irritado y las machacó.
Isócrates se sentó en cuclillas,abrazándose las rodillas, tenso por laincertidumbre y el miedo. Era evidenteque a los oídos del rey había llegadoalgo de lo que había pasado en Éfeso yno estaba seguro de lo que tenía quedecir. Si contase la verdad y los siriosse enterasen, no les iba a hacer ningunagracia.
Por otro lado, ¿iría el rey deMacedonia a creerse la versión oficialde los hechos? Estaba claro que ya sabíalo suficiente como para tener sus dudas,y si sospechaba, era muy probable queretuviese el Atalanta todo el tiempo quequisiera. Eso sería muy duro para todoslos hombres, y para los ateniensespodría llegar a ser fatal. Pensó enSimmias, el inagotable y ambiciosoSimmias, su segundo oficial. Era capazde delatar a los otros si pensase que coneso podía salir del paso. Deseaba poderconsultárselo a Aristómaco, pero no seatrevía, no mientras estuviesen rodeadospor los hombres del rey. Cuando lassombras empezaban a alargarse al caer
la tarde, el guía, Apolonio, reapareciópor fin y los invitó a entrar en la tiendadel rey.
El pabellón estaba dividido envarias habitaciones, separadas porparedes de lino, pero varias de ellashabían sido apartadas para dar lugar auna sala de banquetes. El poste con labanda dorada del estandarte real estabaen un extremo de la sala y le habíancolocado unos sofás al lado; el sueloestaba cubierto de alfombras suntuosas.En el otro extremo de la sala, unoscuantos hombres estaban agachadosjunto al cuenco del vino. Iban todosexquisitamente vestidos de escarlata yseda, con armaduras doradas y broches
de piedras preciosas. Entre ellos, sinembargo, había un hombre mayor conaspecto de cansado, de barba blanca ydesaliñada, con el ornamento más ricode todos. Llevaba el fino cabello sujetocon un lazo de seda púrpura del quecolgaban los extremos: la diadema real.Isócrates se detuvo en seco, sintiendo,contra todo pronóstico, ciertaadmiración. Puede que Antígono llevaseel sobrenombre de «el Patizambo», peroera hijo de Demetrio el Asediador deCiudades, y en su juventud se habíaenfrentado a Tolomeo Cerauno y aSeleuco el Conquistador. Sus antiguosoponentes ya se habían convertido encenizas, pero sus herederos debían
seguir lidiando con él. Era comoconocer a Agamenón o a algún otrohéroe de la época de las leyendas.
Le pareció que Antígono habíasentido su mirada. Observó a sualrededor, los examinó un momento... yluego sonrió y se aproximó a ellos.
—¡Los rodios! —dijo cordialmente—¡Sed bienvenidos!
Aristómaco e Isócrates le hicieronsendas reverencias.
—Me han contado que habéis venidoal mar de Eubea a perseguir a los piratas—dijo el rey con una sonrisa.
—Sí, oh, rey —le confirmóAristómaco—. Malinterpretamos unrumor que decía que había que evitar
esta zona.—¡Bueno, pues ha sido una suerte
para mí! —le contestó el rey—. Queríatener noticias de Rodas. ¡Venid, tomadun poco de vino!
Los esclavos sirvieron el vino encopas de plata. Acompañaron a losreticentes invitados hasta un sofátapizado de carmesí, situado junto a otrocon apliques de oro y tapizado depúrpura. Antígono tomó asiento y susamigos se dispersaron por la sala. Losesclavos trajeron barras de pan de trigofino, aromatizado con cardamomo yazafrán, y carne con una salsa tansabrosa y especiada que Isócrates notenía ni idea de qué podía ser.
El rey preguntó acerca de la posturaque había tomado Rodas ante la guerra.Parecía estar ya al tanto del voto a favorde la neutralidad, pero sentía curiosidadpor los argumentos del Consejo.Aristómaco negó tener conocimiento delo que se había hablado fuera de laAsamblea, aunque le dio todos lospormenores de la misma. A todos le hizomucha gracia conocer la anécdota delque interrumpió al orador para preguntarsi Antígono había muerto ya. Otro de losque estaban invitados a la mesa del reyquiso saber si Rodas iba a construirbarcos para Tolomeo. Aristómaco dijo,con diplomacia, que esa cuestión nohabía salido a la luz antes de que el
Atalanta zarpara de Rodas. Isócrates,profundamente consciente de que él erael más pobre y menos culto de lospresentes, sin contar a los esclavos, noabrió la boca. De todas formas, nadiemencionó lo ocurrido en Éfeso, ydespués de un rato, empezó a relajarseun poco.
—¿Por qué creíste que podría haberpiratas en el mar de Eubea? —lepreguntó a Aristómaco uno de losinvitados, con las cejas arqueadas.
Aristómaco volvió a contar lo delrumor, añadiendo la información de queiban tras un pirata que eraparticularmente osado y pococonvencional. El amigo del rey lo miró
con escepticismo, pero no hizo ningunaacusación abierta de espionaje.Isócrates empezó a esperar que alAtalanta de verdad se le permitiesezarpar a la mañana siguiente.
Llegó el segundo plato —lubina a laparrilla con salsa picante— y la charlaadquirió un carácter más general: eltiempo, las perspectivas de la cosecha,una obra que varios de los amigos delrey habían visto en Atenas hacía unosdías, el festival Panateneo, que estaba apunto de empezar. Los rodiotas notuvieron nada que añadir y comieron ensilencio.
Parecía que la cena había llegado asu fin. Solos o acompañados, los
invitados se fueron marchando,postrándose ante el rey antes de salirpara adentrarse en la noche. Llegado elmomento, Aristómaco hizo ademán delevantarse, pero se detuvo ante un levegesto del rey.
Al final no quedaba nadie en la sala,excepto el rey, Apolonio, los rodiotas ylos esclavos. Antígono les hizo una señaa éstos para que le rellenasen la copa atodo el mundo, y después los hizo salirde la sala. Les dirigió una sonrisa deoreja a oreja a los rodios.
—Ahora podemos hablar conlibertad —dijo, poniéndose más cómodoen el sofá—. Ninguno de los presentesse va a ir de la lengua. Tengo entendido,
caballeros, que ambos estabais en Éfesojusto antes de la muerte de mi sobrinoAntíoco. Os estaría muy agradecido sipudierais arrojar algo de luz sobre elasunto.
Isócrates se sorprendió un poco anteesa referencia al rey envenenado: lasrelaciones de familia no parecían tenerrelevancia para monarcas que nunca sehabían visto cara a cara. Miró incómodoa su trierarca, sin saber lo que tenía quedecir.
—Mi gratitud es algo que vale lapena tener —dijo el anciano rey, tras unmomento de silencio—. Por otro lado, sino sois capaces de contármelo vosotrosmismos, tendré que sacar la conclusión
de que vuestro propósito al venir aquíno era honesto... en cuyo caso, vuestrobarco será confiscado, y vuestrosesclavos y vuestros hombres irán aprisión durante el tiempo que dure laguerra.
Aristómaco se aclaró la garganta.—A ambos nos resultan extrañas las
cortes reales. ¿Por qué crees quesabemos la verdad acerca de la muertede tu sobrino?
Antígono sonrió apenas. Su amigoApolonio dijo en tono ecuánime:
—Estabais en Éfeso. Allí, tu capitánfue invitado a casa de la reina poralguna razón que parece que nadie sabe.Regresó un par de horas más tarde
corriendo y se desplomó delante de laentrada de la ciudad con una flechaclavada en la espalda. Tú zarpaste conel barco a toda prisa para regresar al díasiguiente queriendo hablar con el reyAntíoco. El rey accedió a verte y sepuso enfermo; en cuanto te hicieronllegar la noticia, volviste a zarparprecipitadamente.
—¡Vamos, vamos! —dijo el ancianorey con cordialidad—. ¿Qué hay demalo en que me contéis lo que pasó?
—Uno de los mercenarios de lareina antes había sido pirata —explicóIsócrates muy incómodo—. Tenía unarencilla conmigo porque le hundí elbarco. Me tendió una emboscada cuando
salí de casa de la reina.El rey le echó una mirada cargada de
una sabiduría indescriptible.—Esa es la versión oficial, sí. Los
sirios deben de estar muy contentos deque la vayas contando por ahí. Todosmis cortesanos me han oído cuando oshe preguntado acerca de la postura deRodas, y si alguno de ellos va a hablarcon Seleuco le dirá que eso es de lo quehemos hablado. Ya he dicho que nadiede esta sala se va a ir de la lengua,puedes hablar con toda libertad. —Seinclinó un poco hacia delante y miró aIsócrates a los ojos—. Yo, en cualquiercaso, estoy metido en esta guerra; no meatrevo a otorgarle a Egipto la hegemonía
del Egeo. Antíoco era mi sobrino, elhijo de mi querida hermana, y su casa yla mía han sido siempre amigas. Sigosopesando si debería oponerme másfirmemente a la flota de Tolomeo yproporcionarle ayuda activa a misobrino nieto Seleuco... y ahí sí que meimporta si Seleuco consiguió la diademamediante un asesinato. Un hombre que escómplice del asesinato de su padredifícilmente tendrá escrúpulos a la horade traicionar a su tío-abuelo. ¿Quéquería la reina Laodice de ti, rodiota?
Isócrates miró desesperanzado aAristómaco, y luego le contó al rey todala verdad acerca de su visita a la casade la reina. Cuando hubo terminado,
Aristómaco expuso su intento dehablarle de lo ocurrido al rey, de lo quehabía sucedido y de las conclusionesque habían sacado los rodiotas.
Antígono los escuchó en silencio,silencio que duró hasta después de queAristómaco hubiese terminado su relato.
—No tenemos la certeza de quefuese envenenado —dijo por fin eltrierarca— y aunque así fuese, no haynada que asegure que Seleuco lo sabía.
El rey suspiró.—Fue envenenado. Seleuco puede
que no lo aprobara de antemano, pero sino lo sabe ya, es que es de una estupidezexcepcional y no durará hasta quetermine el verano. Yo no creo que sea
estúpido, y si desaprobase lo que hizosu madre, la habría retirado a algunafinca remota en el campo. En cambio, aella se le han concedido todos loshonores reales y ejerce una influenciaque no conoce parangón en la cortesiria; siempre ha sido como un dolor demuelas. Todavía tengo el comunicadoque me trajo uno de mis espías cuandose casó. Parece que, cuando erapequeña, mató a otra niña porque lapobre criatura la había ganado en unjuego. —Se rió—. Pero sus padrescorrieron un tupido velo en vez decastigarla por ello, así que no es deextrañar que ahora se crea con derecho adeshacerse de aquello que se interpone
en su camino por los medios que juzgueoportunos.
Le dio unas vueltas al vino en sucopa y lo tiró, sin probarlo, a la pila.
—Bien, bien; os estoy agradecido.Había oído rumores... ahora tengo elrelato de un testigo presencial. ¿Quépuedo hacer para demostraros migratitud?
—Si estás agradecido por las malasnoticias que te hemos dado, oh, rey —dijo Aristómaco con educación—, puesbien, nos alegramos de que Rodas seauna amiga para ti.
—Muy diplomático —dijosecamente Antígono—. En otraspalabras, que no queréis dinero porque
entonces los sirios sospecharían que mehabéis contado la verdad.
—Mi capitán ya ha sobrevivido a unintento de envenenamiento, oh, rey.
El rey puso cara de sorpresa.—No sabía nada de eso. Contadme.—Fue un hombre llamado
Hipérides, hijo de Lisímaco —dijoIsócrates avergonzado—, miembro de lafamilia de la reina Laodice. Él, bueno,me imagino que estaba enfadado porqueyo me salí con la mía, y eso supuso unproblema para la reina. Se unió a unaembajada que vino a Rodas, por lovisto, para darme un escarmiento.
—¿Una embajada? —preguntóApolonio impresionado.
—Había infravalorado a mi hombre—dijo Aristómaco satisfecho—.Isócrates lo tiró al suelo, le quitó laespada, se la llevó al embajador ypresentó una queja. Aquello enfureciótanto a esa víbora que, como regalo dedespedida, le envió una cesta de dulcesenvenenados fingiendo que se losmandaba una amiga.
—Mi casera y sus dos hijos estánmuertos —dijo Isócrates con amargura—. Queremos quejarnos de lo ocurridoal rey Seleuco, señor, pero condiscreción, porque no sabemos cuántainfluencia tiene ese tal Hipérides.
Antígono sonrió pensativo.—Eso, de hecho, es una información
muy útil, una paja al viento, como decíslos de la Armada, que muestra en quédirección sopla. Ese hombre fue capazde unirse, él sólito, a una embajadadelicada, ¿verdad? ¿Puedo preguntarquién era el embajador?
—Diodoro, que fue invitado pornuestro almirante Agatóstrato.
—Lo conozco. Es un buen hombre,capaz y leal. Mi sobrino también lomandaba aquí de vez en cuando. ¿Quéhizo con ese tal Hipérides?
—Yo creo que a él no le cae bien —dijo Isócrates lentamente—, pero habríapreferido creer que no tenía la culpa denada. Cuando se convenció de que sí latenía, se enfadó y se impacientó, pero
también se preocupó por lo que le iba atener que decir a la reina. Agatóstratohizo hincapié en ello, en que era un malpresagio que Diodoro se preocupase.
El rey soltó el aliento.—Y tanto que es un mal presagio.
Gracias por segunda vez. —Dio unapalmada en el brazo del sofá y luegovolvió a sonreír débilmente—. Vuelvo adecir que os estoy agradecido. Sigoesperando que me digáis cómo deberíaexpresaros mi gratitud.
—Nos basta con que sigasconsiderando a Rodas como amiga tuya—dijo Aristómaco— y que se permita alos barcos amigos entrar y salir de lospuertos macedonios.
Antígono hizo un gesto con la mano.—¡Ni que decir tiene que vuestro
barco tendrá permiso para zarpar por lamañana! Contadme, ¿de verdadesperabais encontrar a un pirata? ¿En elmar de Eubea?
—Sí, oh, rey, eso esperábamos. Esun pirata muy poco convencional que sellama Andrónico de Falasarna. Tienemotivos para mantenerse alejado deaguas egipcias y mucha tendencia aaparecer donde no se lo espera, así quevamos siguiendo rumores. Sé que para tilos piratas son un juego de niños, oh,rey, pero nuestro barco precisamente seconstruyó para perseguirlos, y yo creoque hasta tú te alegrarías de ver el fin de
un hombre como Andrónico. Participóen el ataque en Dafne, y la última vezque alguien lo vio fue saliendo deaquella atrocidad a vela en unapentecontera llamada Cratusa, con elbotín a bordo.
El rey pareció ligeramenteinteresado.
—¿Fue uno de los asesinos deBerenice y, encima, es pirata? Por lovisto, es un enemigo común de toda lahumanidad. Apolonio...
El oficial, que lo había escuchadotodo en silencio y con cara de pocosamigos, asintió.
—Puedo encargarme de ello, mi reyPero no puedo prometer nada y
necesitaré, por lo menos, tres días.—Encárgate de ello, sí —le ordenó
el rey. Se quedó un momento mirando aAristómaco, y luego se dirigió a él—:Eres libre de coger tu barco y marchartecuando te apetezca. Te sugiero que, talvez, puede interesaros deteneros un parde días en Atenas para asistir alPanateneo y rastrear rumores entre losasistentes. Si os encontráis conApolonio allí, tal vez queráis tomarosalgo con él.
Aristómaco no se atrevió ni apestañear. Luego, se levantó e hizo unaamplia reverencia.
—Muchas gracias, oh, rey. Estamosen deuda contigo.
TRECE
Atenas, durante el Panateneo, erauna pesadilla. Todos los productosestaban por las nubes, había escasez deagua y de comida, y por todas partesgente, gente y más gente. En el puertodel Pireo se hacinaban los cargueros; enel camino que separaba el puerto de laciudad, los carruajes estaban atascados;en Atenas misma, apenas se podíacaminar. El ruido era ensordecedor,estaba todo muy sucio y hacía un calorsofocante.
La idea de ir a dar un paseo por laciudad había sido de Aristómaco, puesno había ninguna necesidad de salir delPireo. Apolonio, sin duda alguna, losbuscaría en el barco, no había otro lugardonde pudiera estar más seguro de ir aencontrarlos. Pero había dicho que iba anecesitar tres días. Llegar a Atenas, encambio, les había llevado sólo uno, yAristómaco quería ver algo del festival.
A Isócrates no le gustaba la idea dedejar el Atalanta. Evidentemente, nohabían podido decirle a la tripulaciónque viajaban a Atenas para reunirse conel jefe de los espías de Antígono enrecompensa por la informaciónfacilitada. Eso los delataría ante
cualquier informador sirio que semolestase en investigar. Aun así, loshombres mostraban fundadas sospechasante la excusa de que habían ido allí enbusca de nuevos rumores, pues losasistentes al festival sabrían menos depiratas que los mercaderes de Delos, yla información obtenida allí no les habíadado buen resultado. Los atenienses dela tripulación se mostrabanespecialmente aprensivos, aunque lamayoría de ellos estaban planeando ir ahurtadillas a la ciudad para visitar a susfamilias, perspectiva que ponía muynervioso a Isócrates pero que no habíaprohibido. Además, tenía que dejar aSimmias al mando, y no confiaba en su
segundo. Si fue con Aristómaco, lo hizoporque esperaba poder oír cantar aDionisia.
Para cuando llegaron al ágora deAtenas, estaba deseando habersequedado en el Atalanta. Aristómacohabía invitado a su sobrino también, yambos iban señalándose los lugares másdestacados el uno al otro y exclamando.Ninguno había estado antes en Atenas,pero los dos habían leído a grancantidad de oradores atenienses,filósofos y dramaturgos. Parecíanconocer los lugares importantes deAtenas casi tan bien como los de Rodas.Isócrates tenía la sospecha nadahalagüeña de que Dionisia debía ser
igualmente culta, pero para él, la ciudadera un sitio desastroso, lleno demiserables casas de adobe y genteantipática, por más que los edificiospúblicos fuesen muy elegantes.
Aristómaco contempló el Partenónen lo alto de la colina que teníandelante.
—«Estremecedor y renombrado, convioletas coronado —recitó conentusiasmo—. ¡Atenas, la gloria deGrecia!»
Isócrates, irritado, se agitó.—Eso sería cuando era una
democracia.—¡Por supuesto! —dijo Nicágoras
con desprecio—. ¡Es de Píndaro! ¡Todo
el mundo lo sabe!—Yo no lo sabía —dijo Isócrates
malhumorado.—Elige el escenario que quieras y
seguro que lo oyes al compás de lamúsica en cualquiera de ellos —dijoAristómaco con júbilo—. Los ateniensesse sienten muy orgullosos de ese poema.Me pregunto si nuestra Dionisia locantará. Tenemos que encontrar elGremio de Artistas de Dionisio, ellostendrán el programa.
Era el segundo día del festival. Elprimero había estado dedicado a losrituales religiosos; ahora, los actosmusicales y atléticos estaban en plenoauge, pero era difícil enterarse de lo que
estaba ocurriendo. Aristómaco lepreguntó unas direcciones a un tendero yel hombre se rió de su ignorancia conuna imitación burlona del acento deltrierarca. Otro que pasaba por allíresultó ser de Siracusa y no tenía másidea de la distribución de la ciudad quelos propios rodios. Isócrates deseóhaber reclutado a uno de los remerosatenienses para que los acompañara.
Encontraron, de casualidad, a unvendedor de agua que les indicó dóndequedaba el teatro: al otro lado de laacrópolis, partiendo desde la plaza delmercado. El Gremio de Artistas deDionisio tenía una casa allí que, comoera habitual, se poma a disposición de
los miembros del Gremio que estuvierande visita. Los rodios llegaron yencontraron un pandemonio de actores ymúsicos que corrían de un lado a otro endiversos grados de desnudez, llevandoconsigo máscaras e instrumentos. Alpreguntar por la competición de cítara yvoz apareció un apurado secretario conun listado.
—¿Dionisia, hija de Clístenes deMileto? —preguntó pasando un dedopor la lista hacia abajo—, No, no tengoregistrado a nadie con ese nombre.
—Me dijo que la habían invitado acompetir —dijo Isócrates—. Tal vez latengas bajo el nombre de su tutor,Haguemonte.
Dionisia tampoco estaba registradacon el nombre de Haguemonte, ni se lahabía anotado por error en lascategorías de «cantante» o «citarista».El secretario se negó a seguir buscandoy salió corriendo a atender una quejapor la pérdida de un timbal.
—Debiste haber oído o entendidomal —le dijo Aristómaco a Isócrates—.¡Ah, bueno, no pasa nada! ¡Vamos a verlas carreras de caballos!
El hipódromo no quedaba lejos delteatro, y para encontrarlo sólo tuvieronque seguir el sonido de las ovaciones.
Isócrates vio un par de carreras sinenterarse de quién ganaba. Estabaseguro de no haber oído ni entendido
mal, Dionisia le había dicho que iba acantar en el Panateneo. Era evidente quealguien había cometido un error y lepareció mucho más probable quehubiese sido aquel secretario queDionisia.
Se disculpó después de la terceracarrera y volvió a la casa del Gremio.Casualmente, había otro participantepreguntando por la competición, un tenormuy amanerado, de pelo largo, quevenía de Corinto. La competición sellevaría a cabo al día siguiente, leinformó el tenor; pero no, no sabía nadade Dionisia.
—¿Es hija de Clístenes de Mileto?—preguntó con mucho interés—. No
sabía que tuviera una hija. Yo lo oítocar... ¡el más divino toque de cuerdaque haya escuchado! A ese hombre, lahabilidad le venía directamente deApolo. ¡Con qué gusto le besaría lasmanos! La voz, en cambio... bueno, poreso dejaba, sabiamente, que otrapersona cantase. ¿Qué tal lo hace suhija?
—Como una diosa —le dijoIsócrates.
El corintio pareció ponersenervioso.
—¿De verdad? —Y se le iluminó lacara—. Pues, no puede haber venido. Siestuviera aquí, yo me habría enterado.Su padre era muy conocido, si su hija
estuviese a punto de concursar, todo elmundo estaría hablando de ello. Debesde haberte equivocado.
—Tal vez se haya retrasado al salirde Rodas —dijo Isócrates, pero estabapreocupado.
Buscó otra vez al secretario delGremio y lo encontró, por casualidad, enel patio, discutiendo con un dúo deflauta y tambor.
—¡No, no lo estaba! —estabadiciendo, furioso, el secretario—. No séqué es lo que le habéis hecho...
—¡No le hemos hecho nada! —protestó el flautista.
El secretario soltó una risa burlona,levantó la mirada y vio a Isócrates.
—¡Ah, aquí estás! Me alegro de quehayas vuelto. La mujer por la quepreguntabas, la hija de Clístenes... comoel nombre me resultaba familiar, lo hecomprobado y tenías razón, iba acompetir en el concurso de «cítara yvoz». Cuando empezó el festival, sinembargo, ella aún no había aparecido yla borraron de la lista.
—¡Se ha roto sin más! —argumentóel tamborilero—. ¡No hemos hechonada!
—¡Vosotros dos, puñeterosborrachos, lo habéis roto! —exclamó elsecretario—. ¡Ya lo podéis ir pagando!
Isócrates le dio las gracias y semarchó.
Ya no le apetecía asistir al festival yempezó a caminar de vuelta hacia elbarco. El Pireo estaba a una hora decamino desde Atenas, tiempo de sobrapara que la preocupación se convirtieseen miedo. La ausencia de Dionisia nopodía deberse a ninguna explicacióntrivial, aquella invitación era muyimportante para su carrera. No teníalazos familiares que la hubieran podidoretener y no había habido tormentas quela hubieran retrasado. ¿Se habría puestoenferma? ¿Le habría pasado algunadesgracia en Rodas, o en alta mar?
Tal vez se debiese simplemente aque le dolía la garganta y no podíacantar, o se hubiese hecho daño en una
mano y no podía tocar... aunque, dehaber sido así, ¿no habría mandado unacarta? Tal vez la hubiera mandado, peroa la persona que la había invitado, y elsecretario no la habría visto. Isócratesestovo a punto de darse la vuelta para ira preguntarle quién la había invitado,pero le parecía poco probable que elsecretario lo supiese. Además, paracuando se le ocurrió, ya casi habíallegado al puerto.
El Pireo era un pueblo en sí, y aIsócrates le parecía especialmenteinquietante. La base naval, que seextendía por sus tres puertos, habíallegado a albergar a casi trescientos
barcos de guerra, y los trirremesatenienses que amarraban allí habíandominado el Egeo. Apenas la quintaparte de los depósitos seguía en uso, eincluso esos estaban vacíos, ya que losbarcos que los habitaban habían zarpadopara servir al rey Antígono. Atenashabía sido más fuerte en el pasado, másorgullosa y más gloriosa que Rodas;ahora era territorio macedonio y destinoturístico. A Rodas le sucedería lo mismosi la sabiduría de la república no semantenía a la altura.
La Armada ateniense puede que yano fuese lo que fue, pero el puertocomercial estaba en plena actividad. ElAtalanta se había visto obligado a varar
en un lugar bien apartado de los muellesmás céntricos, y la tripulación se habíadisgustado mucho. Isócrates fuerodeando el puerto de Cántaros,pasando, uno tras otro, todos los barcosmercantes, y por fin llegó a sutrihemiolia, varada en la playa entrebotes de remo y barcos de pesca; unhurón entre conejos.
El barco estaba en silencio. Casitoda la tripulación había ido a ver elfestival. Isócrates trepó por la escala degato y se encontró a Simmias jugando alos dados con Damofonte, elcontramaestre, y uno de los soldados decubierta. Tenían un jarro grande de vino.
Simmias lo miró adormilado.
—¿Qué haces aquí tan temprano?—¿Y tú qué haces bebiendo mientras
estás de servicio? —le contestóIsócrates, cogiendo el jarro—. ¡Quedasrelegado y confinado al barco hasta quezarpemos del puerto!
Simmias rabió y se marchó hechouna furia. Isócrates se sentó de malhumor en la silla de mando y se quedódesolado, mirando el puerto.
Damofonte se acercó, avergonzado yconciliador.
—Lo siento, señor.—Tú no estabas al mando.—Bueno, no, pero todos hemos
puesto dinero para comprar el vino.Isócrates se rió y le pasó el jarro,
que estaba casi vacío.Damofonte agachó la cabeza en
señal de gratitud.—No seas muy duro con Simmias,
señor. No es mal tipo, a pesar de sucodicia. Está nervioso, todos loestamos. No sabemos qué estamoshaciendo aquí. Preferiríamossimplemente estar navegando por aguasde piratas, como todo el mundo.
Isócrates meneó la cabeza.—No íbamos a conseguir nada si
hiciéramos eso. Pronto el Egeo se va ateñir de sangre, eso atraerá a lostiburones. —Miró al contramaestre a losojos y vio que estaba preocupado—.¿Crees que estoy haciendo el idiota?
Damofonte frunció los labios.—Esa no es tu reputación, señor. Sin
embargo, yo creo que tal vez estésdemasiado entusiasmado con eso devengarte de Andrónico y te limitas a lacaza de rumores. De cualquier modo, loque has dicho de los tiburones es cierto.—Puso cara de circunstancias—. Laflota que había en Maratón, era enorme.
—Sí.Isócrates se imaginó esos barcos
inmensos zarpando al mar de Eubea,rebanando las olas con sus proasaltísimas y con sus miles de hombres alos remos. La flota de Tolomeo,igualmente descomunal, ya estaríazarpando de Pidna, en Licia, para
encontrarse con ellos. El mar teñido desangre y hombres ahogados a centenas.Isócrates se preguntaba por qué. Podíaentender que la gente estuviese dispuestaa morir por su ciudad y sus amigos. Elmismo estaría dispuesto a morir porRodas... Pero, ¿por qué iba nadie amorir por un rey?
—Una flota como ésa —dijoDamofonte— va a necesitarcontinuamente que la abastezcan entodas partes para alimentar a tantoshombres. Y los reyes siempre concedenamnistías a los piratas que atacan a losbarcos que van a abastecer a susenemigos. ¡Cuánta razón tienes con lo delos tiburones! Pero a mí me parece que,
para cuando corra el rumor de dóndeestán, ya se encontrarán en otro lado.
—Pero vale la pena intentarlo.—Supongo —dijo Damofonte
cargado de dudas. Saludó al capitán conel jarro de vino y fue a seguir jugando alos dados con el soldado a la sombradel toldo que habían hecho con la velamayor.
Ya había oscurecido, y Aristómaco yNicágoras aún no habían vuelto.Isócrates estaba empezando apreocuparse seriamente cuando unmuchacho apareció con una nota deltrierarca, que decía que iban a pasar lanoche en la ciudad.
—¿Te la dio él en persona? —le
preguntó Isócrates al muchachovisiblemente nervioso—. ¿Está bien?
El niño se rió.—Está de fiesta. Su sobrino y él
están dándose un atracón en La Viña deAspasia, comiendo lisas a la parrilla ybebiendo vino meloso, mientras laschicas más guapas de la ciudad cantan ybailan para ellos. Dijo que no debíashaberte marchado.
Hubo que esperar hasta el mediodíasiguiente para que Aristómaco subierapor la escala de gato, sudoroso,desaliñado y apestando a vinoderramado.
—¡Zeus, qué calor! —exclamó y sedesplomó en su asiento—. ¿Ha
aparecido Apolonio?Isócrates puso mala cara y le hizo un
gesto como para que no hablara de eso,aunque, de hecho, la cubierta de popaestaba vacía.
—No, señor.—¡Bueno, pues que se pudra! Hay
una representación esta tarde de Ifigeniaentre los Tauros, de Eurípides, en elmismísimo teatro en el que se estrenó,pero he tenido que dejar a mi sobrinoque la viera solo para arrastrarme hastaaquí, con este calor infame, para noperderme la visita de ese desgraciado.
—Toma un poco de agua —le dijoIsócrates con tacto, ofreciéndole unjarro.
—Hoy también hay una carrera decarros —comentó el trierarcaarrepentido, y luego tomó un trago deagua y se secó la boca.
—Es una lástima, señor. Ayer volvíal Gremio, y Dionisia debería haberestado allí. Quitaron su nombre de lalista de participantes porque no habíaaparecido al comienzo del festival.
Aristómaco lo miró asustado, peroluego sacudió la cabeza.
—Puede que esté enferma. Ya lepreguntarás qué ha pasado cuandovolvamos a Rodas.
Apolonio no apareció aquel día. Dehecho, no llegó a aparecer. Aquella
tarde, un oficial del puerto se presentóen el barco llevando un estuche selladocon una carta en su interior.
—Está dirigida a Aristómaco, hijode Anaxipo, de la trihemiolia rodiotaAtalanta —dijo el oficial del puerto.
—Ese soy yo —afirmó Aristómaco,cogiendo el estuche con la carta.
El oficial lo miró con aprensión y semarchó a toda prisa.
—¡Mierda! —farfulló Aristómaco,examinando el sello—. Es evidente queese tipo lo ha reconocido, por más queyo no sé de quién es, y seguramente sepiensa que somos espías.
Nicágoras y un par de infantes decubierta se habían acercado a ver qué
estaba pasando y el trierarca les echóuna mirada fulminante.
—Esto debe de tener algo que vercon la visita al rey, ¿de acuerdo?Largaos y dejadme que la lea enprivado... ¡tú no, Isócrates!
Estaba cayendo la noche y tuvieronque ir a una taberna cercana a pedirprestada una lámpara antes de poderleer la carta. Aristómaco, la sacó a lapuerta de la taberna y la leyó en vozbaja mientras Isócrates le sujetaba lalinterna.
Apolonio, hijo de Filarco, ledesea salud al trierarcaAristómaco. Lo primero,
lamento que la presión de misobligaciones me impidareunirme contigo —sí claro, ypor eso haces que llamemos laatención al mandarnos unacarta con el sello del jefe de losespías, ¡maldito seas!—. Heindagado acerca de Andrónicoy he descubierto lo siguiente:
En primer lugar, que elhombre fue empleado por lareina Laodice, como tú biendijiste, y ésta le facilitó unbarco, el Cratusa, y unatripulación de mercenarios a suservicio en Asia —¡Es cierto,maldito cretino, nosotros te lo
contamos!En segundo lugar, que fue,
de hecho, uno de los cabecillasen Dafne y que Tolomeo lo haincluido en la lista de loscriminales más buscados —¡Esotambién lo sabíamos!
En tercer lugar —yallegamos al asunto que nosinteresa—, cuando se marchó deDafne, Andrónico volvió a suciudad natal, Falasarna, dondealardeó de lo que había hecho ygastó plata por valor de tres ocuatro talentos. Desembarcó auna parte de los tripulantes,pero recluta a otros muchos y
volvió a parpar de Falasarnahace ocho días, según me hainformado alguien que acaba devolver de esa ciudad. Ademásde la pentecontera Cratusa, sesabe que va al mando de otrosdos barcos más ligeros, uno deveinte remos y otro de treinta,ambos cargados de hombresarmados para realizar saqueos.En uno de sus alardes, dijo queiba a recibir ayuda einformación por parte de Siriasi saqueaba los barcos egipcios,y se piensa que haya ido haciaLicia, zona que conoce bien.
—¡Licia! —exclamó Isócratesvolviendo a representarse el mar azulque rodea al cabo Olimpo y lapentecontera hundiéndose.
Licia pertenecía a Egipto, y habríaasegurado que Andrónico habría queridoevitarla. Sin embargo, sabía que aquelhombre era muy osado. No debía haberdescartado esa posibilidad.
—Licia —repitió Aristómacodisgustado—. Esa costa es como unahoja de higuera, toda llena de entrantes ysalientes, salientes y entrantes.Podríamos pasar navegando por delantede él y no darnos ni cuenta.
—No, puede que yo sepa adondedebemos ir, a juzgar por el sitio donde
lo encontré la vez anterior.Aristómaco puso cara de sorpresa
con el ceño fruncido.—Si su base ya ha sido descubierta,
no la va a usar otra vez.—¡Es que no encontré su base! Lo
que pasa es que conozco esa costa lobastante bien como para deducir dóndeestá. Verás, yo me lo encontré a mediamañana. Dionisia dijo que habíanpasado la noche anterior en una calitapequeña. ¡Sólo hay uno o dos lugaresposibles!
—¡Ah, buen trabajo! —dijoAristómaco con calidez—. Si nunca laha encontrado nadie, todavía confiará enella... sobre todo, teniendo en cuenta que
no sabe que vamos a por él.Isócrates sacudió la cabeza con
disgusto.—Si zarpó hace ocho días, ahora
estará en Licia. Eso si es que de verdadse dirigía allí, puede que haya estadodifundiendo rumores falsos acerca de sudestino. Incluso, aunque esté allí, estámuy lejos. Puede volver a marcharseantes de que lleguemos.
—¡No me seas tan cenizo! —dijoAristómaco—. Estará pensando quepuede ponerse melindroso y tomarse sutiempo para elegir sólo los mejorestesoros para llevarse a casa. Los vigíasde Tolomeo se deben haber quedado sinhombres por la campaña, y si los barcos
desaparecen, todo el mundo pensará quees debido a la guerra y no a la piratería.Andrónico no esperará que nadie vayatras él. Hay muchas probabilidades deque siga en la zona, si nos damos prisa.La carta sigue:
Si bien mi señor, el rey, nolamentaría ver dañados losbarcos de Tolomeo, opina queese pirata es un peligrosoenemigo común de todosnosotros. En consecuencia, sinecesitas ayuda, puedesenseñarle, allí donde estés, estacarta a la gente del rey y ellostendrán la obligación de darte
lo que puedas necesitar paraperseguir al criminalAndrónico.
—¡Tiene el sello real! —exclamóAristómaco, sujetando la carta a la luz—. Por lo menos, yo diría que es elsello real. Tiene el águila y la corona deroble. De todas formas, no es el mismoque el del estuche. Bueno, lo más seguroes que no la vayamos a necesitar, perovale la pena conservarla.
Isócrates no sonrió. Una posibilidadpreocupante, aunque muy vaga aún,empezaba a tomar forma en su mente.Andrónico había zarpado de Falasarnahacía ocho días; Dionisia había zarpado
de Rodas... ¿cuándo? ¿Cinco o seis díasantes para llegar a tiempo al festival?¿Habrían coincidido sus rumbos?
Le pareció una casualidad excesiva,pero... ella tenía que haber estado en elPanateneo, y no estaba. Y, tal vez, lacoincidencia de fechas no fueseaccidental. Si Andrónico seguíateniendo contactos en la corte deLaodice, y si Laodice seguía odiando aDionisia, no quedaba mucho margen deerror. La reina odiaría a Dionisia muchomás ahora que antes. El intento deLaodice de deshacerse de ella fue lo queprovocó la última discusión que tuvocon su marido. Después de haberlecausado tantos problemas, que Dionisia
estuviese viva y triunfando en Rodasdebía ser insoportable. Aquellainvitación al Panateneo, ¿de dóndeprocedía?
Con un repentino sudor helado,Isócrates cayó en la cuenta de que,independientemente de su procedencia,tuvo que haber llegado cuandoHipérides estaba en Rodas.
—¡Entonces! —exclamó Aristómacoy le dio una palmada en la espalda—. ¡ALicia se ha dicho! Zarpar será loprimero que hagamos mañana.
El Atalanta zarpó al amanecer,aunque Isócrates tuvo que registrar todaslas tabernas del Pireo para lograrlo, y
aun así tuvo que dejarse a dos hombres.Aquel día, tan largo y caluroso, y elsiguiente, hicieron que los remerostrabajasen duro, bogando por turnosdesde el amanecer hasta el atardecer. Nose quejaron: entendieron perfectamenteque aquella carta misteriosa conteníanoticias, y estaban entusiasmados poralcanzar a otro barco. Eso preocupaba aIsócrates. Si los sirios mandaban aalguien en algún momento para indagaren el tema, les iba a resultar evidenteque Aristómaco y él habían hecho untrato con Antígono. Pero la mayor partede su mente estaba obsesionada por lanecesidad de velocidad. La tripulacióncreía que estaba ansioso por vengarse
de Andrónico. Pero su auténtico miedo—que Dionisia hubiera vuelto a caer enmanos de quien ya había abusado de ella— era algo que no podía mencionarle nisiquiera a Aristómaco. La imagen de lamujer tal y como la había visto laprimera vez lo tenía abatido ydesesperado, le ardía en la mente y leresultaba imposible descansar. Insomneaquella noche en una playa remota,pensó en ella retorciéndose el borde dela capa y llamándolo «amigo sincero ymuy querido».
El le había fallado. No había matadoa Andrónico la primera vez que lo vio.La segunda, había salido huyendo de él.Ahora estaba tratando de arrastrar un
barco a través del azul infinito del Egeo,aun sabiendo al hacerlo que llevaba unrumbo equivocado o que iba a llegardemasiado tarde.
¡Puede que sólo le duela lagarganta!, se dijo a sí mismo una y otravez. ¡Se habrá hecho daño en unamano! Pero se sentía como si estuvieseinmerso en una pesadilla, atrapado enuna red o avanzando a través del barropara salvarla, demasiado despacio,siempre demasiado despacio.
Atravesaron las Cícladas, viraronhacia el sur y llegaron de vuelta a Rodaspor la noche, tres días después de habersalido de Atenas. Isócrates no tenía lamás mínima intención de detenerse en la
isla, pero se habían quedado sin víveres.Se negó a que los hombres se fueran a laciudad y, en cambio, los mandó a dormiren los barracones del astillero paraasegurarse de que podrían zarpartemprano. Él mismo durmió a bordo delAtalanta y se levantó antes del amanecerpara recorrer todo el astillero tratandode conseguir comida y agua.
Después tuvo que esperar altrierarca. Aristómaco se había ido acasa, a dormir en su cama. Por fin, llegóal Atalanta a la cuarta hora de lamañana, cuando el barco ya llevaba unahora en el agua, con todos los remerosen sus puestos.
Aristómaco subió a bordo con cara
de preocupación.—Perdona —le dijo a Isócrates—.
He tenido asuntos que atender.Isócrates asintió brevemente,
demasiado enfadado para hablar, y diola orden de soltar amarras. Aristómacolo cogió del brazo y lo llevó hasta lasilla de mando.
—Agatóstrato vino a verme —ledijo en voz baja—. Anoche les mandéun comunicado acerca de nuestroencuentro con el rey Antígono a él y aJenofante. Pensé que alguien lo tenía quesaber.
—Ah. —A Isócrates no se le ocurrióantes. Aristómaco había hecho bien, porsupuesto.
—Sí. De todas formas, Agatóstratovino a contarme que había tenidonoticias de su amigo Diodoro, elembajador. Por lo visto, le envió lacesta con los dulces envenenados,haciéndole saber lo que había pasado.
»Diodoro ya había tenido unencuentro con la reina que,aparentemente, no salió demasiado bien.Laodice estaba enfadada por el trato«irrespetuoso» que le había dado aHipérides y pensó que debería haberinsistido en darte una paliza por habertepeleado con un miembro del cuerpodiplomático. Al embajador le dio tantaaprensión que no intentó volver areunirse con ella. Lo que hizo, en
cambio, fue llevarle los dulces al reySeleuco. El rey mandó llamar aHipérides y le contó lo que Diodoro lehabía dicho. Hipérides negó todaresponsabilidad por su parte, así que elrey le pidió que se comiera uno de losdulces.
Aristómaco hizo una pausa, a laespera de alguna respuesta. Isócrates nodijo nada, le estaba costando un terribleesfuerzo concentrarse en las palabras desu amigo. Sólo el ritmo acompasado delos remos le parecía real, llevándolosrumbo a Licia.
—Bueno. Hipérides se negó, porsupuesto —prosiguió, por fin,Aristómaco—. Y ahora viene la parte
mala: el rey lo único que hizo fuedespedirlo. Ah, parece ser que le dejóclaro que no iba a tolerar que losdiplomáticos se aprovechasen de suposición para envenenar a sus enemigospersonales... pero no trató de hablar consu madre para que se deshiciese de esavíbora. Solamente llamó a Diodoro y lepreguntó si había alguna posibilidad deque esto nos hiciese cambiar de opiniónen cuanto a nuestra neutralidad. Diodorole dijo que no. —Aristómaco puso carade circunstancias—. Está en lo cierto,me temo. Aunque levantásemos unescándalo por lo del envenenamiento, laAsamblea no impugnaría la votación, noahora. Nadie quiere participar en esta
guerra. Y mira lo que te digo, amigomío: no formes un escándalo. Por favor.Si lo haces, no vas a conseguir que sehaga justicia con tu casera, pero síconseguirás que te maten. Por elmomento, el consuelo que nos queda esque los sirios no van a tratar de matartea corto plazo, porque creen que ya estásmuerto. Agatóstrato tuvo la picardía dedejar que Diodoro creyese que te habíascomido el puñetero veneno y que es tumuerte el motivo de nuestra queja.
Isócrates se lo quedó mirandoensimismado, acordándose otra vez dela cara de Leuke. Aristómaco le puso lamano en el hombro.
—Lo siento mucho.
—Se darán cuenta de que no estoymuerto —dijo Isócrates por fin—, sobretodo si... si descubren que nos reunimoscon Antígono.
Aristómaco se encogió de hombros.—Bueno, sí... si se llegan a interesar
por ese asunto, los dos lo vamos a tenermuy difícil. Pero, por ahora, los siriostienen cosas más urgentes por las quepreocuparse. Cuando la guerra termine...bueno, aunque Hipérides y Laodicesigan vivos, ya seremos agua pasada.Tendrán heridas frescas y nuevosenemigos a los que echar de sus tierras,de eso no me cabe duda. Si no lesvuelves a meter el dedo en el ojo, seolvidarán de ti.
Isócrates se quedó mirando porencima del hombro del trierarca al Egeoazul. No había sido capaz de ayudar aLeuke, ni contra las intimidaciones de suhermano ni contra la falta de atención desu madre; ni en la vida tan dura quehabía tenido ni en su cruel muerte. Habíasido, a la vez, testigo y causa de su fin.Exactamente igual que con Agido.
—Lo siento mucho —volvió a decirAristómaco— y, además, tengo másmalas noticias. Hice unasaveriguaciones acerca de nuestra amigade Mileto. Parece que sí zarpó haciaAtenas, poco después de que nosotrosnos fuésemos a Delos. Lo lamento.
Isócrates no había querido preguntar.
No había querido perder el tiempo y,además, le había dado miedo saberlo.
—Pensé que ése pudiera haber sidoel caso —dijo, por fin, apesadumbrado.
Aristómaco soltó el alientolentamente.
—Eso es lo que te ha estadoatormentando, ¿verdad?
Isócrates lo miró con cara de asco.—Yo no sé cómo funcionan las
invitaciones al Panateneo. La esperabanallí, pero no sé si alguien podía haberintervenido en su nominación. Debió derecibir la invitación mientras Hipéridesestaba en Rodas, y la carta decía queAndrónico todavía tiene contactos enSiria.
—¡Esa es una idea espantosa! —exclamó Aristómaco sobresaltado—.Espero que no estés en lo cierto... yespero que encontremos a ese malditohijo de su madre.
Los hombres remaron con fuerzadurante todo el día y la isla de Megistaapareció por el horizonte cuandoempezaba a caer la tarde. Isócratesquería seguir; Aristómaco dio la ordende detenerse.
—Los hombres están cansados —dijo con voz firme, respondiendo a lamirada de reproche de Isócrates—.Tienen que dormir bien al menos unanoche, sobre todo si quieres que este
barco capture a una horda de piratas enel próximo par de días. Y tenemos,también, que sentarnos a planear nuestraestrategia con sumo cuidado.
Isócrates puso mala cara, el trierarcasuspiró y prosiguió.
—Ese malnacido va a tener¿cuántos? ¿Setenta u ochenta hombres enla pentecontera y otros tantos, por lomenos, en las otras dos embarcaciones?Puede que tengan, más o menos, losmismos hombres que nosotros, pero túsabes, igual que yo, que ellos estánmejor armados y son mucho más crueles.Si nos limitamos a ir remando y a atacarsu puñetera base, van a hacer unacarnicería con nosotros. Si consiguen
abordarnos, harán una carniceríatambién. ¡Hasta mi hijo se daría cuentade eso!
Isócrates se quedó inmóvil duranteun rato, contemplando a su amigo. Loque decía el trierarca era, sin duda, laverdad. Si él no lo había visto así era,probablemente, porque no habíaquerido. No tenía ninguna idea precisade lo que iba a hacer si se encontraban aAndrónico, pero sí albergaba la vagaesperanza de poder detener al pirata yrescatar a Dionisia. Las cosas no seríanasí de fáciles, desde luego. El Atalantano podía alcanzar a los piratas portierra, y por mar podría lograrlo sólovaliéndose de su velocidad y agilidad
superiores a la hora de usar el espolón.Eso mataría o incapacitaría a los pirataspero, seguramente, los prisioneros quepudiesen llevar a bordo correrían lamisma suerte. Un marinero desnudopodría tener la posibilidad de nadarhasta ponerse a salvo una vez que subarco hubiera sido anegado, pero unprisionero se ahogaría.
Si querían asegurarse de rescatar alos prisioneros de los piratas,necesitaban una fuerza de combate quepudiese atacar el bastión de los pirataspor tierra... y no tenían ninguna. Rodastenía un ejército pequeño, pero elproceso de solicitar asistencia a travésde la sede de la Armada, y conseguir
que los hombres rodeasen por tierra suescondite, les iba a llevar demasiadotiempo, incluso aunque la repúblicaestuviese dispuesta a aportarcombatientes a aquel propósito tan pococonvincente, lo cual era poco probable.
—No va a servir de nada pedirayuda a las fuerzas de Tolomeo,¿verdad? —le preguntó al trierarca entono de súplica—. ¿No podemos pedir alas guarniciones de Pidna o de Faselisque manden tropas terrestres pararespaldarnos?
Aristómaco sacudió la cabeza.—Imposible. No creo que las
guarniciones del rey tuviesen el másmínimo interés en hacer una marcha ni
siquiera antes. Pero ahora, con la guerra,los fuertes habrán quedado vacíos y todoel que sea capaz de manejar una lanzaestará atacando a Siria. —Miró aIsócrates con el gesto torcido y le diouna palmadita en el brazo—. ¡No tedesesperes, hombre! Si Andrónico estátodavía en Licia, será porque estásiendo muy quisquilloso y andaráseleccionando los tesoros para quedarsesólo con los más suculentos. Eso quieredecir que estará dejando el botín bienguardado en su base hasta que esté listopara volver a Creta. Si primerorastreamos sus barcos por mar, susprisioneros estarán a salvo hasta quelleguemos a rescatarlos.
Isócrates soltó el aliento poco apoco y asintió. Esa era, de hecho, lasituación más probable... Siempre queAndrónico siguiera en Licia.
Mejor dicho, si Andrónico había idoa Licia, para empezar. Si, si, si...
Dionisia había salido de Rodashacía ya nueve días y no había llegado asu destino, no había un «si» en eso.¿Dónde estaría ahora? ¿En el barco delpirata, destinada ya a volver a Creta, auna vida de esclavitud, con miedo,herida, humillada y sola?
Isócrates recordó que ya una vez ellahabía preferido la muerte, tirándose alagua antes de dejar que Andrónico lautilizara como moneda de cambio. Esta
vez, incluso, podía habérsele negado esaposibilidad.
—¡Dioses del Olimpo! —rezóangustiado a Apolo y a las Musas—.Vosotros la amáis y le habéis concedidolos dones que tiene. ¡Cuidad de ella! Ytú, Sol que todo lo ve, ¡ayúdame aencontrarla!
CATORCE
En Megista encontraron lo quepareció ser la primera brizna de suertede aquel año.
—Si vais hacia el este, ¿podríaisescoltar a un barco? —preguntó elcomandante de la base de la Armada dela isla—. Hay un barco mercante quetiene que ir a Antioquía y llevaamarrado desde ayer, esperandoencontrar a alguien que lo proteja.
Aristómaco recobró las esperanzas.—¿Qué tipo de barco mercante?
—Es el Colquídea, de cuatrocientastoneladas, que va a Antioquía con uncargamento de madera del Euxino. Elcapitán es el dueño del barco, Cilonte,hijo de Polemonte, de la ciudad deRodas. Tiene miedo de que los egipciosle confisquen la carga si lo encuentrannavegando sin escolta. Los barcos deTolomeo han estado recorriendo estacosta de arriba abajo desde principiosde mes y la madera sirve para laconstrucción de barcos.
—Nosotros lo escoltaremos —dijoAristómaco—. Le mandaré una notadiciendo que queremos zarpar temprano.
—Conozco a Cilonte y al Colquídea—le dijo, poco después, a Isócrates—.
Es un buen barco, con mucho espacio ybastante rápido además. Lleva unaparejo característico del Euxino, conobenques dobles, y su mascarón de proaes Medea de la Cólquida, ¡con elmaldito vellocino de oro en la mano!Cualquier pirata que lo vea pensará:«¡Alabado sea Hermes! ¡Un barco delEuxino! ¡Tal vez vaya cargado de oro!»,y se apresurará a echarle un vistazo másde cerca.
—Deberíamos ir, a hurtadillas,bordeando tierra —dijo Isócrates conentusiasmo—. De esa forma, no sóloestaremos protegidos por el relieve,sino que, si los piratas salen corriendo,podríamos impedirles que vuelvan a su
base.Aristómaco llamó a Nicágoras,
Simmias y Polidoro y anunció que,durante el próximo par de días, esperabacruzarse con un buen número de piratas.Nicágoras pareció ser el único al que lanoticia había pillado por sorpresa. Loscinco se pusieron a debatir la táctica aseguir mientras cenaban. Mirando losrostros que tenía alrededor a la luz de lalámpara, Isócrates se sintióreconfortado. A pesar de todas lasdiferencias que había tenido con suoficial de proa y con su segundo, ahoratodos parecían tener el mismo objetivo.Al día siguiente, el barco tenía quefuncionar como una sola criatura viva.
El Atalanta y su consorte zarparonde Megista con los tonos grisáceos queprecedían al amanecer. Soplaba unabrisa ligera y el Colquídea lo tuvodifícil para salir de puerto. Al final, elAtalanta remolcó al mercante por puraimpaciencia.
Cuando hubieron salido de la bahía,se volvieron las tornas. El mar estabapicado y los remeros tuvieron seriasdificultades mientras el barco depantoque redondo apartaba las oías aempujones, con las velas ceñidas alviento del nordeste, avanzando hacia eleste. El Atalanta se apresuró aaprovechar las aguas calmadas quehabía más cerca de la costa. El sol
naciente mostraba la escarpada costalicia que se levantaba a la izquierda, consus cabos e islas como una turmalinanebulosa contra el azul oscuro del mar.Un grupo de delfines rodeó la galera,saltando y jugando con la espuma que seformaba en la proa. Los hombres losseñalaban y reían, tomándolo como unaseñal del beneplácito de los dioses. Apesar de la mala mar, se les veía muycontentos.
Remaron acompasadamente y porturnos, siempre con la costa a la vista, locual, además de reconfortarlos, les dabacierto amparo del viento. Por elcontrario, el Colquídea se dirigió maradentro, sacándole el mejor partido al
viento contrario. Como resultado, lamayor parte del tiempo quedaba visiblesólo como una mancha de velas blancas.Llegó el mediodía y pasó de largo.Alcanzaron la playa de Finike a eso dela octava hora y vieron el cabo Olimpo,que se erigía, escarpado y cubierto depinos, ante ellos. El Atalanta remabaparalelo al oleaje, con los remosbatiendo al compás del ritmomelancólico del aulos. Los hombresestaban demasiado cansados para cantar.
Al final de la playa, divisaron lasvelas blancas del Colquídea, muy lejosen el agua azul, haciéndose máspequeñas cuando las ajustaron pararodear el cabo. Entonces, el vigía del
Atalanta soltó un grito ahogado y, uninstante después, se oyó la voz deNicágoras, que le salió estridente por laemoción.
—¡Hay un barco grande ahí! ¡Estáremando hacia el Colquídea!
Aristómaco e Isócrates fueroncorriendo a proa, aunque todos losremeros que descansaban en esemomento habían trepado al pie de roda.Nicágoras soltó una risa malévola yseñaló. Efectivamente, había una galerasaliendo de alguna de las cuevas delcabo que tenían delante, una aguja azulfinísima que era casi imposible dereconocer con el mar de fondo. Pudieronver que era pequeña y no tenía cubierta.
No era una pentecontera. Isócrates,aguzando la vista, pensó que podría serun miaparón, el tipo de barcos de guerramás pequeño, que llevaba sólo veinteremos. La ligereza de la proademostraba que, fuera lo que fuese, notenía espolón.
—¡Dejad de remar! —gritóAristómaco y la trihemiolia siguióavanzando a la deriva con un silenciorepentino.
Una segunda aguja azul apareciódesde detrás del cabo, esta otra muchomás grande. Sus líneas, más gruesas,daban a entender que sí tenía cubierta:una pentecontera, sin lugar a dudas.
Aristómaco dio un grito de júbilo yle dio una palmada en el hombro aIsócrates.
—¡Todos a los remos! —vociferó—.¡Hemos encontrado a ese maldito!
—¡Todo a babor! —vociferóIsócrates, repentinamente espantado. Siellos veían a los piratas, los piratas losverían a ellos, y esos barcos todavíaestaban a tiempo de volver a refugiarseen su escondite. El Atalanta debíamantenerse fuera de su vista.
Cleito obedeció, y el pico de latrihemiolia viró hacia tierra firme. Lacubierta crujió cuando los hombres queestaban descansando se fueron abajo aayudar a sus camaradas con los remos y
la trihemiolia empezó a ganar velocidad.Isócrates volvió a popa, Cleito lo miró ala cara y le pasó el timón. Isócratesasintió. La fuerza de la caña en la palmade la mano parecía hacer que sedesvaneciesen sus miedos y, tras tantashoras de impaciencia, se sentíasorprendentemente tranquilo. Ahora nohabía lugar para las emociones. Lo quese iba a hacer a continuación debíahacerse a la perfección o, de locontrario, fracasaría.
El Colquídea y sus atacantesdesaparecieron tras la elevación delterreno, pero llevó el barco más cercaaun de la costa, hasta que vieron losacantilados escarpados por encima de
sus cabezas e hizo todo lo posible paraque el barco siguiera el compás.
Aristómaco se reunió con él a popa,con la cara pálida de la emoción.
—Señor —le dijo Isócrates en vozbaja—, los hombres deberían remar enturnos cortos.
Aristómaco puso cara de pena.—¿Y qué pasa con el Colquídea?—Deja que los piratas lo asalten. La
tripulación sabe que estamos aquí, asíque no van a luchar y, si no luchan, nosaldrán heridos. Tendrán que navegarcon el Colquídea a Creta y, al final de latravesía, sacarán doscientas dracmaspor cabeza por lo menos.
El trierarca puso mala cara, pero dio
la orden. Sabía tan bien como Isócratesque era lo que había que hacer. Latripulación de remo del Atalanta llevabatodo el día remando con el mar picado,pero las tripulaciones de los piratasestarían como nuevas. La trihemioliatenía que conservar las fuerzas de sushombres hasta que hubiese pasado lapeor parte.
La mitad de los remos en uso sedetuvo con suavidad. El barco se habíaconvertido en un solo ser, cuyos cientoveinte miembros se movían biencoordinados, como uno solo. La torpezadel mes de abril pertenecía a otra época.Isócrates sabía que, bajo cubierta, lamitad de los hombres estaba
desplomada sobre las cañas de losremos, tratando de recobrar el aliento.Damofonte dejaría que los demássiguieran durante otros sesenta golpes y,luego, cambiarían los turnos.
Aristómaco fue hasta la escotillacentral y gritó:
—¡Bebed bastante agua!Después, siguió hasta el pie de roda
para decirle algo a Nicágoras y regresó,sentándose en la silla de mando, sinencontrar una postura cómoda.
—¡Menuda mierda! —musitó,mirando hacia los acantilados que teníana la izquierda—. ¡Si esos malnacidosnos han visto, puede que ya hayan vueltoa esconderse!
Isócrates se mantuvo en silencio. Loque acababa de decir Aristómaco eracierto, aunque siguieran con todos a losremos. La única esperanza que lesquedaba era que los piratas hubiesenestado concentrados en el Colquídeadurante el breve intervalo en que elAtalanta había quedado a la vista.
Siguieron remando, amparados porlos acantilados. El ritmo del tambor, a laaltura del través, tenía la constancia deun corazón, acompasado y sinimpedimentos: dos, pum, tres, pum, dos,tres, los remos excavaban las aguasturquesas de la costa e impulsaban alenorme barco a toda velocidad en contrade la corriente.
Por fin, rodearon una curva quedescribía el terreno y el Colquídeavolvió a aparecer ante sus ojos. Elbarco de pantoque redondo estaba a lacapa, de proa al viento y las velasflameando, aparentemente solo... ¡no!No estaba solo. El miaparón estabaabarloado a él. ¿Dónde estaba lapentecontera? ¿Y el tercer barco que sesuponía que tenía Andrónico?
El acantilado que tenían a laizquierda cayó en altura y remaron paraadentrarse en una ensenada azul yprofunda: ya no había posibilidad deesconderse.
—¿Todos a los remos? —susurróAristómaco anhelante.
Isócrates negó con la cabeza.—Señor, no necesitamos todos los
remos. Ya los tenemos.El Colquídea y sus atacantes
estaban, todavía, tan lejos que apenas sedistinguían las figuras de los hombresque estaban a bordo. Pero estaban aestribor, a sotavento del Atalanta. Lospiratas ya no podían volver a tierra sinpasar por delante de la trihemiolia.
El Atalanta prosiguió, con airemajestuoso, hacia el centro de laensenada, con el pico de broncemordiendo el agua, el estandarteresplandeciendo y el tambormanteniendo el mismo ritmoacompasado. Pareció transcurrir una
eternidad antes de que se viera algúnmovimiento en la galera que estabaabarloada al Colquídea. Entonces, loshombres empezaron a desembarcar delmercante para volver a bordo del barcopirata. Habían visto a los rodios ysabían que tenían que escapar o luchar.
La pentecontera salió, de repente,disparada desde detrás del barco depantoque redondo. Se percibió ciertomovimiento en su pie de roda y, luego,un destello de luz. Un marinero habíatrepado allí y estaba haciendo señalescon un escudo pulido. El barco piratapuso rumbo hacia el Atalanta y avanzó atoda velocidad, con todos los remosfuncionando. Su consorte menor avanzó
en paralelo, muy cerca del otro.Isócrates les adivinó las intenciones a laperfección. Fuera cual fuese el que elAtalanta atacase primero, el otrotrataría de acercarse para abordarlo.
La pentecontera era la más peligrosade los dos: no sólo por ser más grande,sino por estar protegida por una cubiertay tener espolón. Una vez destruida lapentecontera, el miaparón sería cosafácil.
—Todos a los remos —dijo en vozbaja.
—¡Todos a los remos! —rugióAristómaco—. ¡Infantes de marina, avuestros puestos, por las dos bandas! —y luego añadió en voz baja—: Vamos
justo al medio de los dos, ¿verdad?¿Anulamos a uno y le damos con elespolón al otro?
Isócrates levantó la mirada hacia elsol brillante del estandarte, asintió ycorrigió el timón.
—¡Justo al medio! —confirmó eltrierarca, gritando para que toda latripulación se enterase—. ¡Si nopodemos derrotar con la maniobra a unpar de cretenses de mierda, entonces,chicos, no somos dignos de Rodas!
Los hombres lo vitorearon, aunquelos vítores de los remeros sonaronapagados. Los hombres estaban remandocon todas sus fuerzas y no les quedabamucho resuello para gritar.
De repente, los piratas estabanmucho más cerca, lo bastante como paraver a los hombres amontonados encubierta, con los escudos levantados ylas lanzas resplandecientes en la mano.Los arqueros y los de las hondas estabanagachados a la sombra de los otros. Dosde los infantes de marina del Atalanta sehabían apostado en la popa y levantaronlos escudos para protegerse y proteger asus oficiales de la amenaza que secernía sobre ellos.
—Más velocidad —susurróIsócrates.
—¡Más velocidad! —gritóAristómaco.
El ritmo del tambor se aceleró por
fin: pum, dos, pum, dos, los latidos delcorazón, de repente, latían como siestuviera furioso o tuviera miedo. ElAtalanta aceleró con regocijo.
—¡Más a babor! —gritó Nicágorascon voz estridente.
Isócrates corrigió el timón. Ahoraveía bien a ambos barcos, lapentecontera a babor y el miaparón porestribor, con los piratas amontonados enlas bandas. De repente, se oyó uncrujido explosivo en la cubierta: elenemigo estaba empezando a dispararcon las hondas. Aristómaco pegó ungrito de pura emoción y se golpeó lapalma de la mano con el otro puño.Isócrates respiró hondo: aún no, aún
no...El aire se cubrió de flechas y los
hombres estaban dando el grito deguerra; el sonido de las lanzas quechocaban contra los escudos casi hacíaque se dejase de oír el tambor.
—Que dejen de remar —susurró.—¡Dejad de remar! —vociferó
Aristómaco.Isócrates volvió a hacer girar el
timón.La pentecontera había virado
bruscamente en el último instante,tratando de rozar los remos de babor delAtalanta para inhabilitarlos, pero losremos estaban planos contra el casco delbuque y el Atalanta había virado
bruscamente también. Isócrates viopasar la proa del enemigo por el rabillodel ojo. Una lanza pasó volando porencima del altísimo codaste de latrihemiolia. El infante de marina queestaba a su derecha maldijoprofundamente y cayó de rodillas.Isócrates no le prestó atención, sino quese limitó a tirar con fuerza de la cañadel timón. El barco dio una sacudida yse oyó un ruido de algo que se hizoastillas. Aristómaco soltó un aullido deeuforia y le dio una palmada tan fuerteen el hombro que hizo que el timón setambalease. Un instante después, notenían delante otra cosa que el agua azulde la bahía.
—¡Todo a estribor! —vociferóAristómaco, sin tener que recurrir alapuntador.
Los remos de estribor del Atalantase quedaron fuera del agua, los remos debabor se clavaron en ella a todavelocidad. Isócrates se apoyó en la cañadel timón. La trihemiolia viró enredondo, casi sin moverse del sitio. Algirar, miró fugazmente al miaparón, queiba, irremediablemente, a la deriva: elAtalanta había rozado su popa, le habíaarrancado una espadilla de gobierno desu chumacera y la había dejado sintimón. Un pirata se asomó por la bordapara gritar improperios.
La pentecontera había virado a
babor y estaba empezando a volver. Sinembargo, era lenta, demasiado lenta.Casi todos sus tripulantes eranluchadores, no marineros, y el inmensonúmero de hombres que llevaba a bordola lastraba.
—¡Todos a los remos, a todavelocidad! —gritó Aristómaco. Y, envoz baja, añadió—: Tú das la siguienteorden.
Isócrates asintió. El timón que teníaen las manos parecía una extensión suyay se sintió como si el barco fuese élmismo, su cabeza la que avanzaba contrael enemigo y sus colmillos desnudos losque arremetían furibundos contra elcostado del pirata que volvía lentamente
hacia él.El ángulo era muy audaz, de lleno
contra el costado de la pentecontera. Auna velocidad ligeramente superior a ladel paso humano, el espolón se alojaríaen el costado del barco pirata y,entonces, esa multitud de hombresarmados tendría que correr, con grandificultad, hacia la proa para subir abordo del Atalanta. A la trihemiolia nole había dado tiempo de ganar muchavelocidad pero, aun así, dio la orden:
—¡Remos atrás! —Y el ritmoambicioso del Atalanta cesó—. ¡Dejadde remar! —vociferó con la manoaferrada al timón. Luego, vino la partedel espolón.
El impacto hizo que la penteconterase escorase sobre una banda y lostablones de su casco crujieron y sehicieron astillas. Su tripulación de remoaulló; alguien, a proa, lanzó el grito deguerra y se oían otros gritos.
—¡Remos atrás! —gritó Isócrates—.¡Remos atrás!
El timón se le revolvía entre lasmanos y se esforzó por mantenerloenderezado.
Sobrevino una lluvia de proyectilesy, procedente de proa, se oyó el ruido deun metal golpeando otro metal, unsonido agudo comparado con el quejidointenso de la madera. El Atalantaempezó a desplazarse hacia atrás,
lentamente al principio y, un segundodespués, más deprisa. Los gritos sesiguieron oyendo, acompañados porimproperios aterrorizados. Con larespiración agitada, Isócrates miró a sualrededor en busca del miaparón.
El barco pequeño estaba remandohacia el Atalanta con dificultad,valiéndose de los remos de más a popapara gobernarse. Los piratas que estabanen cubierta se mostraban histéricos,haciendo ruido con los escudos ygritando iracundos al contemplar cómose hundía la pentecontera. Más leshabría valido escapar.
—¡Todos a los remos! —bramóIsócrates, inclinando el timón con
fuerza.Los remos del Atalanta, muy
obedientes, empezaron a moverse comosi fueran uno solo antes, incluso, de queel tambor empezase a marcar el compás.La trihemiolia se alejó de su víctima.Varios de los piratas se habían tiradopor la borda de la pentecontera, dejandocaer sus lanzas y sus escudos, para tratarde lidiar a nado con su oponente, pero elAtalanta ya llevaba demasiadavelocidad para que pudieran darlealcance. Describió una curva elegantehacia estribor, con el miaparón detrás enpenosas condiciones.
Aristómaco levantó la mirada haciaIsócrates con el rostro iluminado, y hubo
un momento de perfecto entendimientoentre ellos.
—¡Más velocidad! —vociferó eltrierarca.
El ritmo del tambor volvió aacelerar: pum, dos, pum, dos. ElAtalanta volaba delante de suadversario, desviándose hacia estriborgradualmente al principio y, luego, cadavez más notablemente. El incapacitadomiaparón no pudo imitar una curva tancerrada y tardó en comprender susignificado. Para cuando se dio cuenta,ya era demasiado tarde. El Atalanta sele echó encima, preparado para clavarleel espolón con un ángulo oblicuoperfecto desde detrás.
Parte de los remeros piratas saltaronde los bancos y se tiraron al mar;algunos de los luchadores dejaron lasarmas y los imitaron. Los demás sequedaron, irremediablemente, haciendoaspavientos y gritando de miedo o derabia, cubriéndose los rostros oblandiendo los puños.
—¡Dejad de remar! —ordenóIsócrates. En aquella ocasión pensó quepodían ensartarlos con el espolón a todavelocidad.
El espolón se clavó. El miaparón erade construcción tan ligera que,simplemente, se deshizo con el golpe, yel Atalanta le pasó por encima con unruido espantoso de crujidos y alaridos.
Siguió a la deriva hasta que se detuvosobre los restos de los naufragios, en unagua llena de tablones y cuerpos queluchaban por sobrevivir. Uno de lospiratas se agarró de uno de los remosrodiotas.
—¡Todos a los remos! —gritóAristómaco alarmado, y de inmediato sepusieron en marcha.
Uno de ellos le dio un golpe alpirata, que chilló pero no se soltó. Unode los arqueros del Atalanta se asomópor la borda, apuntó con cuidado y ledisparó al cuello. El hombre chilló consonido espantoso y cayó de espaldas alagua.
Remaron para salir de los restos del
naufragio y siguieron la costa hastadetenerse. A proa había alguienllorando. Alrededor de ellos, las aguasazules de la ensenada brillaban con elsol de la tarde, como si nada hubiesepasado.
Aristómaco estaba rojo y sudando araudales.
—¡Por Zeus padre! —exclamó,secándose la cara—. ¡Por todos losdioses! —Miró, aturdido, a sualrededor. Por el lado de estribor, seveía el casco anegado de la penteconteray, detrás de ellos, los tablones delmiaparón a merced de las olas. ElColquídea estaba atareadísimo en suhuida.
—¿Nicágoras? —lo llamó eltrierarca con una inseguridad enorme yse fue hacia la proa.
Isócrates soltó el timón. Tenía lamano entumecida y los dedos se lehabían puesto blancos. Los estiró concuidado y, luego, miró a su alrededor. Elinfante de marina que se habíadesplomado cuando estaban pasandoentre los dos barcos estaba sentado juntoa la silla de mando, sujetándose el brazoderecho y balanceándose de atrásadelante. Isócrates se acercó a él y vioque era Cleofonte, el que había sacado aDionisia del agua aquel día deprimavera. Su hombro formaba unángulo extraño.
—Putas hondas —musitó Cleofontemientras Isócrates lo examinaba.
—Parece que tienes la clavícularota.
—Sobreviviré —dijo Cleofonte enun tono que, seguramente, pretendíaparecer estoico pero resultó ser dealivio. Isócrates asintió.
Llamó a Cleito para que se pusieseal timón y, después, fue a proa para verquién más estaba herido.
Uno de los infantes de marina habíamuerto, lo había matado una flecha;otros cuatro, incluido Polidoro, estabanheridos. El capitán de los infantes demarina tenía una flecha clavada en el piey estaba sentado en la fogonadura del
palo, maldiciendo. A proa, Nicágorasestaba sentado sobre un charco desangre, sujetándose el muslo ysollozando de dolor. Su tío estaba encuclillas a su lado, sujetándole la manoy tratando de calmarlo. La heridaparecía hecha por una lanza —un tajoprofundo que no paraba de sangrar—,aunque el arma que la había provocadono aparecía por ningún lado;probablemente hubiese caído por laborda.
Isócrates fue abajo y le dijo aDamofonte, el contramaestre, que teníamás experiencia en heridas que nadie abordo, que subiese a ocuparse de losheridos. Damofonte asintió y subió a
cubierta. Isócrates se volvió hacia losremeros, que estaban descansando,mirándolo llenos de expectación. Abrióla boca y se dio cuenta de que no eracapaz de hablar.
—¡Buen trabajo! —consiguió decirpor fin—. Tenían dos barcos y loshemos hundido a ambos.
Alguien lo vitoreó.—Los soldados de cubierta se han
llevado la peor parte —prosiguió—.Los piratas los superaban en número y,si nos hubieran abordado, habría sido undesastre, pero han podido con ellos.Onomarco ha muerto y hay cincoheridos, entre ellos Polidoro y nuestrooficial de proa. Estamos en deuda con
esos hombres.Aquello se recibió en solemne
silencio.—Ahora bien... —prosiguió, pero se
detuvo para tragar saliva. Era difícilpensar en lo que había que hacer ahora.
—¿Tenían tesoros? —preguntó unode los atenienses cargado de esperanzas.
—Creemos que los tienen, en suescondite —respondió Isócrates,retomando el hilo—. Pero antes tenemosque encontrar al mercante y asegurarnosde que está bien. Después, veremos sipodemos encontrar la base pirata. Estáen alguna calita de esta ensenada. Estoyseguro.
El Colquídea no había sufrido dañoalguno y había cejado en su huida de laensenada en cuanto tuvo la certeza deque los piratas se habían ido a pique. ACilonte, su capitán, le preocupaba queAristómaco fuese a querer cobrarle elrescate. De hecho, la expresión hostilque mostraba ponía en evidencia quesospechaba que Aristómaco habíaretrasado el ataque, precisamente, parapoder exigir el pago, dado que era muydiferente el hecho de que el barcohubiese estado en manos de los piratas.Aristómaco le aseguró que había sidodurante un intervalo de tiempo tan cortoque no tenía importancia, y que no teníaintención de timar a un paisano rodiota.
Al oír eso, el aliviado capitán lesagradeció efusivamente que le hubiesensalvado el barco.
—Tal vez puedas ayudarnos tútambién a nosotros —le dijo Aristómaco—. Tenemos heridos. ¿Puedes hacernoche hoy con nosotros, subirlos abordo y llevarlos de vuelta a Megista?
El capitán del mercante torció elgesto.
—Me llevo a vuestros heridos, perovoy con rumbo a Antioquía y ya voy conretraso. Si lo que queréis es que los veaun médico en Megista, hay varios enFaselis.
Aristómaco puso mala cara. Igualque Isócrates, preferiría que los heridos
fueran tratados por el cirujano de laArmada de la base de Megista. Cilonte,sin embargo, se negó a volver atrás y, alfinal, Aristómaco se vio obligado aaceptar que los llevase a Faselis.
—Hay otra cosa —dijo, después dehaber cedido—. Queremos recoger a lospiratas que no se hayan ahogado. ¿Túpodrías transportarlos? Estamos segurosde conseguir un buen precio por ellos enAntioquía: el rey querrá tener mano deobra esclava para la guerra.
—Lo haré si nos acompañáis —dijoel del mercante—. No quiero transportarpiratas a menos que tengamos unrespaldo.
Aristómaco iba farfullando mientras
bajaba por la escala de gato.—¡Qué cabrón! ¡Le salvamos el
maldito barco y no puede ni siquieratomarse la molestia de volver a Megista!¡Un rodio, y se queda tan contentodejando a sus paisanos con loscarniceros de Faselis! ¡Qué puto cabrón!
El Atalanta navegó hacia dondeestaba el casco de la pentecontera, perosólo había tres hombres agarrados a lafogonadura del palo. Los supervivientesque sabían nadar estaban, sin lugar adudas, de camino a la costa. Laensenada era lo bastante pequeña, y susaguas lo bastante calmas, parabrindarles la posibilidad de conseguirlo,
aunque lo que fuesen a hacer después,desnudos al pie del acantilado, sin nisiquiera un par de sandalias, ya era otroasunto. Aristómaco maldijo y ordenóque la galera diera una pasada por ellado más cercano de la costa, en buscade los nadadores.
El segundo hombre al que sacarondel agua fue recibido con un coro de«¿Tú otra vez?» y «¿Te acuerdas denosotros?»
Isócrates se abrió paso entre lamultitud y el joven pirata al que habíancolgado del tajamar lo miró muerto demiedo.
—Tú estabas con Andrónico haceunos meses —le dijo—. ¿Estaba en el
mismo barco que tú?El pirata desdichado meneó la
cabeza.—¿En qué barco ibas? ¿En el
miaparón?—En el Cratusa —musitó el pirata
—. La pentecontera.—¿Y Andrónico no iba a bordo?El cretense volvió a negar con la
cabeza. Uno de los otros prisionerosempezó a decirle que se mantuviesecallado y, a éste, uno de los infantes demarina lo obligó a guardar silencio.
—Vas a ser vendido —le dijoIsócrates con voz grave—, y laesclavitud puede ser dura o llevadera.Contéstame con la verdad o juro por el
Sol que me encargaré de que vayas a lasminas, de que todos los guardias que sequieran cebar contigo te hagan la vidaimposible y de que trabajes hasta morir.
El joven lo miró aterrorizado.—No iba en el Cratusa hoy, señor,
¡lo juro! Están reparando el Lucena. Sele abrió una vía de agua y no estará listopara navegar hasta mañana. Andrónicose quedó en tierra para que sutripulación confiara en que no losíbamos a engañar. Cuando vimos elmaldito barco del Euxino, ¿sabes?,pensamos que podía estar transportandooro, y la gente del Lucena tenía miedode ir a ser excluida, a pesar de quetodos habíamos jurado compartir lo que
sacásemos. La única forma que encontróAndrónico de convencerlos de que seiba a hacer un reparto justo fue quedarsecon ellos. Sus soldados de cubiertavinieron con nosotros, así que él sequedó con la tripulación de remo. Sonsólo treinta hombres y no están mejorarmados que los tuyos. —El pirata seechó a llorar—. ¡Por mí, puedes matarloy que tengas buena suerte! ¡Todo esto esculpa suya! No necesitábamos salir otravez a saquear. ¡Nos habíamos hechoricos con lo de Dafne! ¡Yo queríaquedarme en Falasarna y casarme, perome dijo que era un cobarde si no loacompañaba sólo una vez más!
—¿Dónde tenéis la base?
—En una calita —dijo el joven,secándose las lágrimas—, detrás delextremo noroeste de la ensenada.
—¿Y dices que Andrónico está allícon treinta hombres poco armados? ¿Esun asentamiento fortificado?
—¿Fortificado? —preguntó elcretense—. ¡No, claro que no! Sihubiera aparecido algún soldado, noshabríamos hecho a la mar enseguida.
Isócrates miró a sus hombres.—¡Atadlo! —ordenó, y se fue a
buscar a Aristómaco.El trierarca estaba, otra vez, sentado
al lado de su sobrino, sujetándole lamano. Damofonte había ido a verlo y vase había vuelto a marchar, y el muslo de
Nicágoras estaba vendado con tela delvelamen. Estaba tumbado en la cubiertade proa, con los otros heridos; latripulación de cubierta colocaba untoldo para cubrirlos del sol. El jovenestaba muy pálido y débil, perorespiraba de forma acompasada y laherida parecía haber dejado de sangrar.
—Señor —dijo Isócrates, yAristómaco levantó la mirada con elceño fruncido.
Isócrates le contó lo que el pirata leacababa de decir.
—¡Ay, Zeus! —dijo el trierarca,agotado, y se secó la cara—. ¿Qué es loque quieres hacer?
—Señor, deberíamos tomar su base.
Si no, por lo menos, debemos abordar odestruir el barco que le queda. Si no lohacemos, volverán a abordar otromercante y se irán a casa con el botín.
Aristómaco se lo quedó mirando.Entonces, le dio una palmadita aNicágoras en el hombro y se levantó.
—¿Tío? —dijo Nicágoras, abriendolos ojos.
—No pasa nada —le dijoAristómaco con delicadeza—. Sólo voya hablar un momento con Isócrates. Mequedo cerca por si me necesitas.
Se apartaron unos cuantos pasoshacia popa.
—No sé qué le voy a decir a mihermana —dijo Aristómaco disgustado
—. Le prometí que cuidaría delmuchacho. ¿Quieres que destruyamosuna base que está en tierra? ¡La mitad denuestros infantes de marina están heridosy no tenemos, a bordo, más de veintelanzas!
—¿Y qué alternativa nos queda? —le inquirió Isócrates—. ¿Dejar que elpirata se vuelva a escapar? Señor, estoyseguro de que lo que me ha dicho esechico es verdad, que sólo hay unostreinta remeros con Andrónico en elcampamento. Tiene sentido. Los otrosdos barcos llevaban más tripulantes delo normal. Deberíamos actuar deinmediato. De lo contrario, cualquieraque haya huido del naufragio a nado
podrá llegar hasta Andrónico y esoempeoraría mucho la situación. Casitodos nuestros hombres están entrenadosy podemos repartir las armas entre losmejores luchadores.
Aristómaco gruñó.—Tendremos que llevar a los
heridos abajo, no los voy a dejar encubierta si nos vamos a meter en algoasí.
QUINCE
La base de los piratas estaba en unacala en la que un arroyito de agua sehabía abierto paso por el acantilado yhabía depositado una capa de gravilladonde se podían varar varios barcos sinpeligro. La playa era invisible desde elmar desde casi todos los ángulos, y eradifícil acceder a ella por tierra, unacombinación que la hacía ideal para lospiratas. Cuando el Atalanta se acercó,con mucha cautela, el sol se estabaponiendo y la cala ya estaba a la
sombra. Todavía se veía, de todasformas, que había dos barcos allí: unagalera que estaba en tierra para serreparada y un mercante enorme varadoen la orilla por la popa y con el anclaechada por la proa. Había al pie delacantilado unas cuantas cabañasimprovisadas, hechas de maderas quehabía traído el mar y de lona, pero nohabía gente a la vista.
El Atalanta viró, se clavó de popaen la arena y dejó de remar. Seguía sinverse movimiento alguno.
—Han huido —dijo Aristómacoindignado. Había tomado prestados unescudo y una lanza de uno de los infantesde marina heridos y los blandía mohíno
—. Han visto lo que les ha pasado a susamigos y han salido corriendo.
Isócrates sacudió la cabeza,rechazando esa posibilidad. La idea deque Andrónico hubiera vuelto a escaparera demasiado dolorosa para poderaceptarla.
—Puede que estén escondidos enesas cabañas —sugirió y se dirigióhacia la escala de gato.
Aristómaco lo cogió del brazo ymeneó la cabeza para, luego, hacerle unaseña a uno de los infantes de marinapara que bajase primero. Isócrates nollevaba escudo e iba armado solamentecon una honda y un hacha. Las mejoresarmas habían quedado reservadas para
los hombres más hábiles en su manejo, eIsócrates no era uno de ellos.
El infante de marina le sonrió altrierarca, lo saludó y, después,despreciando la escala de gato, saltó porla borda con el escudo en alto. Aquellaprecaución fue innecesaria: no volabanflechas por el aire.
El resto de los lanceros empezó adesembarcar. El primer infante demarina cruzó la gravilla hasta la cabañamás cercana, le clavó la lanza y, luego,fue corriendo hasta la siguiente.Enseguida se hizo evidente que todas lascabañas estaban vacías.
El Colquídea iba siguiendo alAtalanta a una distancia prudente.
Cuando quedó claro que la base estabadesierta, entró y fondeó al lado del otrobarco de pantoque redondo. Latripulación del Atalanta empezó a sacara los heridos del interior de la galera.
La luz del día iba desapareciendocada vez más deprisa. Isócrates se situóen mitad del campamento abandonado,furioso y desesperado. Andrónico habíahuido, estaba vivo y en libertad. Algúndía volvería a aparecer, sin duda, conmás sangre en las manos. ¿EstaríaDionisia con él? ¿O ya estaría su cuerpopudriéndose en algún hoyo de lascercanías?
Las ascuas de la hoguera central delcampamento seguían calientes y había un
par de antorchas listas para serutilizadas. Encendió una y echó unvistazo rápido a su alrededor. Eraevidente que los piratas habíanabandonado el lugar con cierta prisa.Las cabañas estaban llenas de las piezasmás aparatosas del botín: alfombras ytapices de valor incalculable, copas ycuencos decorados con mucha elegancia,ánforas de aceite del Ática y de vino deQuíos. Debería de haber objetos demenor tamaño también —monedas yjoyas seguramente y, probablemente,piezas de orfebrería, especias yperfumes—, pero no había nada de esoen las cabañas. El botín había sidoclasificado y los piratas se habían
llevado sólo las cosas más ligeras ymanejables, aquellas que no lesentorpecieran la huida. Una prisioneraque no estuviese dispuesta a colaborarsería un impedimento mayor que unaalfombra y parecía poco probable queAndrónico se la hubiera llevadoconsigo.
«Muerta, muerta». Aquellas palabrasle latían en la mente como un tambormarcando la máxima velocidad,impidiéndole pensar con claridad. Tratóde decirse a sí mismo que no habíapruebas de que ella hubiese estado allí,que era perfectamente posible que, albarco que la llevaba a Atenas, se lehubiera abierto una vía de agua y que ya
hubiera regresado a Rodas, sana ysalva... pero su corazón no pensabaigual. Estaba desesperado por encontrarsu cuerpo, acunarlo y hacerle el ritualdel enterramiento. Pero, más aun,deseaba encontrar a su asesino.
La única salida posible de la playaera por el cauce del arroyo, ya que losacantilados eran tan escarpados que nose podía trepar por ellos. Isócrates sepuso en marcha hacia el barranco,sujetando la antorcha bien alta. Aaquella altura del verano, el lechoestaba casi seco y medio obstruido porzarzas y pedruscos caídos. Sería muydifícil recorrerlo, y peligroso también,pues, además del riesgo de derrumbes,
habría serpientes y escorpiones. Lostripulantes del Atalanta estaban, casitodos, descalzos. No podía hacerles irpor ese camino tan duro a ciegas y, siutilizaban las antorchas, los pirataspodrían verlos venir. El enfrentamientoya iba a ser bastante sangriento sinnecesidad de darle al enemigo laposibilidad de tenderles una emboscada.
Eso, suponiendo que los piratasestuviesen todavía en las cercanías.Habían tenido un par de horas de luzpara salir huyendo. Probablemente, vahabrían llegado a la cima del barranco.¿Cómo iban, entonces, a seguirles elrastro? En ese terreno seco y pedregoso,no era fácil que quedasen las huellas
marcadas y les resultaría imposibleencontrar en la oscuridad el camino quehabía seguido Andrónico. Sin embargo,si esperaban a que hubiera luz de nuevo,los piratas ya estarían demasiado lejos.
La luz de la antorcha flameabasujetada por la temblorosa mano. Ladejó caer y se quedó quieto, respirandocon dificultad. Quería gritar y darlespuñetazos a las piedras pero, ¿de qué leiba a servir? Lo único que conseguiríaera que la tripulación dudase de sucapitán, y eso no se lo podía permitir.Lo que sí podía, en cambio, era pensaren alguna manera de perseguir alenemigo.
Se oyó un alarido y Cleito, el
timonel, corrió casi sin aliento.—¡El barco mercante! —exclamó
con la consternación patente en su voz.¡Claro! El refugio más seguro que
los piratas habían encontrado a sualcance era la bodega del mercante quehabían capturado. Ahí era donde habíanretenido a los prisioneros; ahí era dondeestarían los cuerpos. Isócrates recogióla antorcha y volvió corriendo hacia laorilla.
Aristómaco estaba esperando en lacubierta de popa del barco de pantoqueredondo de los piratas, sujetando unfarol. Cuando Isócrates llegó corriendo,le dijo:
—Lo lamento.
—¿Dionisia? —preguntó Isócratesatragantado. El trierarca no lo sabía.
—No he podido mirar todavía. Hemandado a Gluconte a buscar un farol yme lo acaba de traer.
Isócrates apagó la antorcha. Lacostumbre de no subir nunca a bordo conuna llama al descubierto era más fuerte,incluso, que la angustia que tenía en esemomento. Trepó por la escala de gato ydescendió junto a Aristómaco por laescotilla de popa.
La bodega había estado atrancadadesde fuera pero ahora estaba abierta.El hedor que procedía del interioroscuro era la fetidez inconfundible desangre y heces característica de las
muertes violentas. Empezaron adescender por la escalerilla; Aristómacollevaba el farol.
Los cuerpos estaban en la otra puntade la bodega, contra el pie de roda,como si hubieran intentado refugiarsecontra los tablones. Eran todasmuchachas y mujeres que sólo llevabanpuestos quitones muy raídos. La mayorpodía tener veinticinco años, la másjoven no tendría más de catorce. Susojos aún brillaban a la escasa luz delfarol y las expresiones de espanto de suscaras hacían que casi parecieran vivas.El suelo de la bodega estaba húmedo ypegajoso por la sangre a mediocoagular.
Isócrates se acercó un poco,estremeciéndose al sentir la sangre, peroimpulsado por la necesidad de encontrarun rostro en concreto.
No estaba allí. La visión de lasmuchachas muertas era tan aterradora ylamentable que le llevó un rato darsecuenta de que había otra ausencia.
—Sólo hay una docena —dijo, y suvoz sonó extraña en aquel aire tancargado.
Volvió la vista y miró a Aristómacoa los ojos. El trierarca estaba bienapartado, donde no había sangre, conuna expresión de dolor y repugnancia enel rostro.
—Debieron capturar a más de una
docena de prisioneros, ¡en elcampamento hay trofeos de muchosbarcos diferentes! ¿Dónde están todoslos demás?
—Tal vez se los hayan llevado conellos —dijo Aristómaco sin ningunaseguridad.
Isócrates negó con la cabeza.—No por el lecho de ese arroyo. No
con la prisa que tenían. —Dio la vueltapara empezar a salir de la bodega.Sentía que la sangre que tenía en lospies se pegaba al suelo y le subió labilis a la garganta.
—Bueno, ¿y entonces? —preguntóAristómaco y lo siguió—. ¡Puede quedejaran marchar al resto de los
prisioneros! ¡No tenían por qué matar aninguna de esas pobres criaturas!
Isócrates se detuvo, queriendocreerlo desesperadamente.
—No lo sé. Pero mataron a esasmujeres para amedrentarnos porque leshemos hundido los barcos y se hanpuesto furiosos. ¿Te parece probableque, de repente, les haya dado pena?
—Es posible —le respondióAristómaco, gustándole la idea—. Matarasí a unas jovencitas adorables... ¡tieneque haber sido difícil hasta para uncorazón de bronce! El resto de losprisioneros pueden estar escondidos poraquí cerca... se habrán escondido alvernos llegar. ¡Por lo que a ellos
respecta, podríamos ser otra banda depiratas!
—¡Quieran los dioses que seaverdad! —gritó Isócrates apasionado.
Una posibilidad más sombría se leocurrió a Isócrates: que los piratashubieran intentado llevarse a losprisioneros con ellos. Que las mujeresde la bodega se hubiesen negado a ir y,directamente, las hubieran matado.Podrían encontrar a los demás subiendopor el lecho del arroyo, asesinados allídonde hubieran fracasado al trepar porlas rocas caídas o donde hubierantratado de escapar.
Dionisia, de eso estaba bastanteseguro, trataría de escapar. Se dijo a sí
mismo, con rabia, que ni siquiera sabíaque la hubieran capturado, pero suimaginación insistía en la visión de ellahuyendo de Andrónico y desplomándosecon una lanza clavada en la espalda.
Salieron a la cubierta del barco depantoque redondo. En la playa, loshombres estaban levantando elcampamento, extendiendo las alfombraselegantes que había en las cabañas ydesmantelando las chozas mismas parahacer un fuego; en aquella época del añono hacía falta cubrirse por la noche, y elAtalanta tenía previsto volver a zarparantes de que el sol estuviese muy alto.Los heridos habían sido colocados cercadel fuego. No los iban a llevar a bordo
del Colquídea hasta por la mañana yaque las camas en tierra firme eran máscómodas.
—Reúne a los hombres y diles quevamos a subir por el cauce del arroyo—ordenó Aristómaco—. Quiero decirque dejaremos un destacamento aquí,para vigilar el campamento, pero loshombres que tengan buenas armas tienenque venir conmigo.
—No van a ser suficientes —le dijoIsócrates—. Debe de haber, al menos,treinta piratas, y tendrán ventaja porestar en un terreno más elevado.
El trierarca puso cara deimpaciencia.
—¡Todos los hombres con buenas
armas y algunos que vayan peorarmados, pues! Pero tenemos que darnosprisa. Veremos si encontramos al restode los prisioneros... pero, por lo menos,tenemos que asegurarnos de que esoscabrones sanguinarios no estánesperando a que nos durmamos paravolver y matarnos. —Miró a Isócrates yrespiró profundamente—. Supongo quetú también vienes, pero te quedarás a lazaga. Esa hacha no te va a servir de nadasi te atacan con una lanza.
Isócrates se dio toda la prisa quepudo pero, aun así, le llevó un ratopreparar la expedición. Tenían queorganizar los turnos de guardia en elcampamento, hacer acopio de antorchas
y faroles, y recoger piedras adecuadaspara lanzar con las hondas. Ante lainsistencia de Isócrates, los hombres queno tenían sandalias tuvieron queenvolverse los pies en telas. Al final, apesar de todo, tenían un pequeñodestacamento listo para escalar por elbarranco: una docena de hombresequipados con escudos, lanzas y cascos,otros diez sólo con lanzas y, finalmente,en la retaguardia, otra docena armadacon hondas, cuchillos y hachas. Todoslos hombres estaban nerviosos, perotodos se mostraban muy bien dispuestos.Sabían ya lo que habían encontrado en labodega del barco pirata y ninguno teníadeseos de dormir sin estar seguro de que
el enemigo estaba bien lejos.La senda que subía por el lecho del
arroyo resultó ser tan complicada comoIsócrates había esperado, una subidadolorosa entre peñascos sueltos yzarzas. La única suerte fue que noencontraron serpientes. Sólo llevaban encamino cosa de media hora cuandoAristómaco ordenó a sus hombres que sedetuvieran. Los que iban atrás seamontonaron hacia delante cuando losque marchaban al frente obedecieron yse molestaron cuando se les ordenó quese quedaran quietos. Se hizo el silencioentre los jadeos, silencio que sólorompía el crepitar de las antorchas.Entonces, Isócrates lo oyó: un crujido y
un traqueteo de algo que se movía, másadelante, sobre las piedras sueltas.Buscó una piedra en la faltriquera y lacolocó en la honda, rezando condesesperación para no tener que usarla.
—¿Quién anda ahí? —preguntóAristómaco a la oscuridad—. ¡Somosrodios y hemos venido a combatir a lospiratas!
Durante un buen rato no obtuvorespuesta. Dos de los infantes de marinaempezaron a avanzar, blandiendo laslanzas y con los escudos en alto.
—¡No! —dijo una voz asustadadesde la oscuridad. Era una voz dehombre con acento cretense—. ¡Nosrendimos!
Se hizo silencio otra vez, esta vezpor la intriga. Entonces, el trierarca dijofurioso:
—¡Pues tira las armas y sal con lasmanos detrás de la cabeza!
Tras unos instantes, el hombre salióa la luz de la antorcha. Se trataba de unremero sucio y sin afeitar, con una túnicacorta y los pies descalzos envueltos entela. Tiró un cuchillo al suelo y, luego,se puso las dos manos detrás de lacabeza.
—¡Ponte de rodillas! —le ordenóAristómaco—. ¡Y deja las manos dondelas tienes!
El pirata obedeció enseguida y searrodilló sobre las piedras. Ante eso,
otro hombre, al parecer seguro de queno lo iban a matar directamente, salió ala luz también. Tiró al suelo un alfanje yse puso de rodillas al lado de sucamarada. Entonces, aparecieron otrosdos a la vez. Uno de ellos sangrando poruna herida que tenía en la cabeza, con elbrazo por encima del hombro de suamigo. Luego, otros dos, uno cojeandocon el pie cubierto de sangre,apoyándose en el otro...
Eran catorce en total y, la mitad deellos, heridos.
—¿Dónde están los demás? —lespreguntó Aristómaco sin entender nada—. ¡Por Apolo! ¿Qué os ha pasado?
—¡Han sido esas putas chaladas! —
exclamó el primer pirata, impulsadorepentinamente a hablar por laindignación—. ¡Nos han tirado piedras!Desde allá arriba, y estaba empezando aanochecer. ¡Apenas conseguíamos verlaspara contraatacar! Han sorprendido aljefe. Este ha resbalado y ellas hanseguido tirándole piedras, mientras élchillaba y maldecía, y nosotros nohemos podido hacer nada. ¡Todos loshombres que han intentado ayudarlo hanrecibido el mismo tratamiento! —Derepente, el pirata estaba llorando—. ¡Nohemos logrado avanzar! ¡Mujeres! ¡Putaszorras!
Isócrates se abrió paso hacia elfrente.
—¿Las mujeres han escapado?El pirata se lo quedó mirando con
las lágrimas de su rostro brillando a laluz de la antorcha.
—Las muy putas salieron del barcode los cojones mientrascontemplábamos... mientras oscontemplábamos a vosotros cuando nosestabais hundiendo los barcos, ¡por Zeuspadre! Salieron corriendo por el lechodel arroyo arriba y el jefe dijo: «Bueno,ya las volveremos a encerrar cuando lasatrapemos». Pero subieron por los ladosdel barranco y ¡se pusieron a tirarnospiedras!
Aristómaco soltó un grito deadmiración.
—¡Qué muchachas tan valientes! —Le dio una palmada a Isócrates en laespalda—. ¡Y nosotros pensando que lasteníamos que rescatar! ¡Dignas de sermadres de héroes, todas ellas! —Sevolvió al pirata—. ¿Cómo está lasituación ahora? ¿Las mujeres siguenahí? ¿Qué le ha pasado al resto devuestra gente?
El hombre, que seguía llorando,sacudió la cabeza.
—No lo sé. Nosotros nos hemosvuelto porque no podíamos seguiravanzando. Si queda alguno de losnuestros ahí arriba, estará muerto.
Isócrates sintió que le fallaban laspiernas y la respiración. El corazón
volvía a latirle a toda prisa y, ahora porfin, le decía: ¡está viva, está viva!
—Señor —dijo—, deja que melleve a unos cuantos hombres a lo altodel arroyo para ver si podemosencontrar a las mujeres.
Aristómaco sonrió.—De acuerdo. Pero ten cuidado,
¿eh? ¡Asegúrate de que sepan quién eresantes de que te caiga una lluvia depiedras!
Al final, de todas formas, Isócratesse llevó algo más que «unos cuantos»hombres. Aristómaco y la mitad de losque lo acompañaban se hicieron cargode los prisioneros, mientras Isócrates
dirigió al resto del destacamento por ellecho pedregoso del arroyo. El pequeñogrupo tuvo serias dificultades para pasarpor las peñas sueltas y entre las zarzas,escuchando atentamente y, de vez encuando, dando una voz en son de paz.Sin embargo, pasado un rato, Isócratesempezó a preguntarse si las mujeres —en caso de que siguieran en algún lugaren lo alto del acantilado— creerían quecualquier grupo de hombres armadosque fuese ascendiendo por el arroyopodía ir, de hecho, en son de paz. Sepreguntaba qué podía hacer paraconvencerlas ele que no era un pirata... yencontró la respuesta que buscaba.
— Como el Sol nos trae labores a
diario —cantó en voz baja y contenidaen la oscuridad.
Dionisia, sin la menor duda,reconocería esa canción y él, ahora,estaba seguro de que ella estaba con lasmujeres que se habían escondido másarriba.
Los hombres, todos, se pusieron acantar el himno tan conocido:
...sin parar de ningún modo,sus corceles galopan cuando
Aurora, la rosada,al cielo del Océano sube de
mañana...
Siguieron andando y cantando.
Cuando llegaron al final del himno,volvieron a empezar. Habían llegado ala mitad de la segunda repetición cuandolas antorchas les enseñaron el primercuerpo del camino. Estaba medioenterrado bajo una pila de piedras, peroparecía ser un hombre. Les tembló lavoz y callaron.
Isócrates se adelantó y se puso derodillas para inspeccionar el cadáver:no le cupo duda de que era un pirata y, sibien podía haber caído a causa de laspiedras, alguien se había aseguradocortándole el cuello.
—¿Señoras? —las llamó entre lanoche que los envolvía—. ¡Señoras,venimos en son de paz!
Desde algún punto en lo alto, se oyóuna voz insegura de mujer.
—¿Rodios?El conocía aquella voz. Toda su
alma pareció dar un vuelco al oír esesonido.
—¡Dionisia, soy yo!—¿Isócrates? —preguntó ella, esta
vez con la voz temblorosa. Notaron unmovimiento en la oscuridad, tras la luzde la antorcha. Un revuelo blanco... y;de repente, allí estaba ella, esbelta ydelicada, con un quitón empapado ensangre, con el pelo suelto y enredado yun cuchillo en las manos enrojecidas.Tiró el cuchillo al suelo y fue dandotumbos hacia él, rompiendo a llorar.
Isócrates tuvo el tiempo justo de dejar laantorcha a un lado antes de que ella searrojara a sus brazos.
Hicieron falta un par de horas parabajar, con todos los prisioneros quehabían escapado, otra vez por el caucedel arroyo. Eran unos cincuenta, casitodo mujeres, aunque había unos cuantosmuchachos también. Estaban todosagotados y maltrechos. A una muchachala había picado un escorpión, dos teníanheridas feas hechas por las piedras queles habían tirado los piratas con lashondas y casi todas estaban lesionadasya de antes, por los abusos de los díasprevios. Permanecían muy calladas e,
incluso, las que tenían las heridas másgraves rechazaron la asistencia de losrodios. Sus amigas se tenían que turnarpara ayudarlas.
—Es que no quieren que ningúnhombre las toque —le explicó Dionisiaa Isócrates.
Ella no parecía sentir lo mismo. Letenía la mano cogida con firmeza. Losdos juntos iban guiando al resto de lapartida por el lecho del arroyo abajo,Isócrates con la antorcha bien levantadapara que iluminase lo máximo posible.Habían apagado la mitad de lasantorchas y de los faroles para nodesperdiciar el combustible.
—Lo lamento muchísimo —dijo él.
Se imaginaba perfectamente lo queDionisia y sus compañeras cautivashabían estado sufriendo durante días, ysu admiración por la manera de escaparse veía mancillada por la culpa, porqueél no las había rescatado.
—¿Por qué ibas tú a lamentarlo? —le inquirió ella—. Has venido abuscarme. ¡Has venido a buscarme y leshas hundido los barcos! ¿Cómo lo hasconseguido? ¿Cómo lo supiste?
—No estabas en el Panateneo. Y nosdieron cierta información y... ¡peroíbamos tan despacio! Tendría que habermatado a ese cabrón la primera vez quelo vi. Lo lamento.
—Ahora ya está muerto.
Lo dijo en un tono llano. Isócrateshabía revisado los cadáveres antes deemprender la vuelta y había encontradoel de Andrónico. Las piedras lo habíandejado muy maltrecho, pero ese rostroferoz de barba negra seguía siendoreconocible. Su cuello también estabarebanado aunque, probablemente, yaestaba muerto cuando eso ocurrió.Isócrates se acordó del cuchilloensangrentado que tenía Dionisia en lasmanos, se detuvo y se volvió paramirarla a los embrujadores ojos.
—Has sido muy valiente —le dijosin más—. Tú y tus amigas. Vosotrashabéis triunfado donde yo he fracasado.Podéis estar orgullosas de lo que habéis
hecho.—¡Ha sido espantoso! —contestó
ella, con la voz temblorosa—. Se puso agritar y...
—¡Claro que ha sido espantoso!Pero era un hombre malvado, era tuenemigo. El te hizo daño y se alegrabade ello. Si no lo hubieses matado, él tehabría matado a ti. No te debesavergonzar de lo que has hecho.
Ella suspiró con fuerza y, luego, seapoyó contra su cuerpo. El le pasó elbrazo por encima de los hombros. Laforma del cuerpo de ella al apretarsecontra el suyo era más armoniosa quecualquier música. Isócrates apartó lamente del futuro y devoró la sensación
de tener lo que más amaba en el mundo asalvo, a su lado. Al día siguiente yapodría volver a las formalidades: esanoche le pertenecía. Retomaron denuevo el paso.
—¿Qué les ha pasado a las otras? —preguntó ella, tras un rato en silencio—.¿A las otras que no vinieron connosotras, las que se quedaron a bordo?
Él se lo pensó dos veces.—¿Están muertas?—Sí, lo siento.Ella sacudió la cabeza.—Les dije que esos hombres las
iban a matar. Les supliqué quevinieran... pero tenían miedo. Dijeron:«¡Si nos escapamos, nos van a castigar!»
Pensaron que iban a estar más a salvo sise quedaban. —Calló un momento y,luego, dijo en voz baja—: Tal vez habríasido así si las demás no hubiésemoshuido, pero no creo. ¡Ay! ¡No sabes, nosabes, no sabes! Ese mercante quetomaron, el Eleuteria, tenía sutripulación. Al principio iban a dejarlacon vida para llevar el barco hastaCreta, pero algunos de ellos trataron deescaparse y, entonces, los piratas secansaron de tener que mantener a losdemás, así que los... los enterraron atodos hasta la cintura en un hoyo en laarena y se turnaban para tirarles piedras.Lo convirtieron en un juego, tantospuntos por un ojo, tantos por darle en la
boca... ¡esos pobres hombres! ¡Estabanciegos, llenos de sangre y sollozando yesos monstruos terribles seguíantirándoles piedras y se reían!
—¿Cómo conseguiste escapar?Ella se apartó una maraña de pelos
de los ojos.—Los vigías vieron un carguero del
Euxino y los barcos salieron a asaltarlo,llevándose a todos los hombres menosAndrónico y los remeros del Lucena.Casi todos ellos se fueron hacia elextremo oeste de la playa, para tratar dever. Entonces, les oímos gritar que habíauna galera en la ensenada. Y yo supe —se lo quedó mirando con toda laatención del mundo—, supe que eras tú,
y supe que los ibas a hundir... y,entonces, supe que Andrónico nos iba amatar, porque no iba a poderarrastrarnos con él y no nos dejaría enlibertad. Así que se lo dije a las demás yestuvimos de acuerdo en que teníamosque intentar escapar, enseguida, mientraslos hombres estaban en la punta oeste dela playa.
«Fingimos una pelea, Mirta dio unosgolpes en la puerta de la bodega y lessuplicó a los que estaban de guardia quele pusieran fin. Los guardias eran sólodos, pero aun así no les dio miedoentrar. Entraban todas las tardes, de unoen uno o de dos en dos, y se llevaban aalguna muchacha, así que esperaban que
todo el mundo se aterrorizara y llorase,jamás habrían esperado que losatacásemos. Sin embargo, no losmatamos. Teníamos la esperanza de que,si les perdonábamos la vida, tal vezellos se la perdonasen a las muchachas alas que les daba demasiado miedo huir.Simplemente, los dejamos atados ysalimos del barco con mucho sigilo paracorrer luego por la playa hacia el arroyoy, de allí, hacia arriba.
—Y, cuando ellos os siguieron —dijo Isócrates que aún no había salidode su asombro—, les plantasteis cara ylos vencisteis.
Ella anduvo unos cuantos pasos yañadió sin más:
—Nos haces parecer más valientesde lo que somos. No queríamosplantarles cara ni por asomo. Sóloestábamos tratando de huir. Pero... peroel camino de subida por ese barrancoera difícil, no teníamos sandalias y lamayoría estaba herida. No podíamos irlo bastante deprisa y yo sabía que loshombres nos venían siguiendo. Así que,donde el cauce se ensanchaba un poco,mandé a todo el mundo trepar a lo másalto que pudiese. Les dije querecogieran piedras pesadas y que se lastirasen a los hombres en cuanto nosviesen, aunque en realidad tenía laesperanza de que ya se hubiese hecho denoche y pasaran de largo. No pensé que
pudiésemos hacerles daño de verdad.—¿Así que tú has sido quien las
dirigió? —Se dio cuenta de que noestaba nada sorprendido.
Ella se encogió de hombros.—Supongo. —Y lo volvió a mirar a
los ojos con cierta inseguridad.¿Acaso ella suponía que él
desaprobaba su valor? Trató deimaginársela recluida con las demás enla bodega de aquel barco, hablando ensusurros con sus compañeras paraplanear la huida.
Se imaginó a los hombres queentraban todas las tardes para «llevarsea una muchacha» para pasar la noche.¿Habría ella tenido que sufrirlo o se la
habría reservado Andrónico para sí?No se lo iba a preguntar. No iba a
intensificar la vergüenza que sentíahaciendo que lo reviviese. Estaba viva yentera y tenía el cuerpo apretado contrael suyo, temblando de alivio. Eso era loque importaba.
—Has sido muy valiente —le volvióa decir—. Has sufrido, pero has luchadoy, al final, has ganado.
Ella sonrió, pero los ojos, derepente, le brillaban con lágrimasnuevas.
—¡Ay, no sabes cómo esperaba queme dijeras eso! Cuando estabaencerrada con las demás mujeres en labodega hablamos mucho acerca de los
hombres. Las otras decían que loshombres veían a las mujeres como sifuesen esclavas, que cuando somosjóvenes y guapas nos utilizan y, cuandosomos viejas, nos gritan y nos hacentrabajar hasta morir. Y yo les dije queno, que yo conocía a hombres que noeran así... pero, cuando me preguntaronqué hombres eran ésos, el único que mevino a la cabeza fuiste tú. —Ella le pasóun brazo por la cintura—. Supe que erastú el de la galera. Andrónico me dijoque estabas muerto, pero yo sabía queno era cierto. Él...
—¿Hablasteis de mí? —preguntó él,sorprendido.
—¡Uy, sí! Tenía la capa aquella que
te compraste en Alejandría y yo le dijeque se la había robado a un hombre queera mejor que él. Eso lo puso furioso ytrató de decirme que te había vencido,que era mejor que tú. Yo le contesté:«No, la primera vez que viste aIsócrates, te hundió el barco y, lasegunda vez, se libró de la emboscadaque le tendiste y llevó a tu patrona a ladesesperación. Si alguna vez te lovuelves a encontrar —le dije—,acabarás muerto».
—Pero la que lo ha vencido has sidotú, Dionisia: ¡tú y tus compañeras!
Ella respiró hondo mientras lesujetaba con fuerza.
—Tú les has hundido los barcos. Tú
has venido a buscarme. ¡Tú eres mi sol yno quiero volver a perder la luz jamás!
DIECISÉIS
Isócrates se despertó a plena luz deldía, aturdido y con la sensación de queestaba siendo observado. Abrió los ojosy se encontró a sí mismo mirando aDionisia a la cara. Ella le sonrió y seapartó un mechón de pelo de los ojos.
Reaccionó sin pensarlo. Sacó unamano para ponérsela a ella detrás de lacabeza y tirar hacia sí para poderbesarla. Ella le devolvió el beso y,cuando dejaron de besarse, seguíasonriendo. Durante un rato, le devolvió
la sonrisa con cara de idiota. Entonces,la realidad se le vino encima de golpe.Estaban a plena luz del día, echados enuna alfombra en una playa abierta,rodeados por cerca de doscientoshombres y unas cincuenta mujeres, más omenos. Le había parecido lo más naturaldel mundo, la noche anterior, tumbarseuno al lado del otro, pero la luz del díareveló lo inapropiado de aquel acto, pormás que no hubieran hecho otra cosa quedormir.
Que la amaba era algo de lo que él,con gran dolor, era consciente desdehace mucho tiempo. Ahora sabía queella también lo amaba a él.Desgraciadamente, el amor no les iba a
cubrir los gastos. Dionisia habíareconocido que era demasiado pobrepara ella y no había habido ningúncambio significativo en suscircunstancias desde entonces.
El se apartó y se sentó; Dionisia sepuso en cuclillas, con el gesto algotorcido.
—¿Qué te pasa?—Tengo que... —Señaló los barcos
vagamente.Se dio cuenta de que Damofonte, el
contramaestre, estaba allí cerca, sentadocon un par de remeros. Todos le estabansonriendo; él les contestó con mala cara.
—Señora, discúlpame. Tengotrabajo que hacer. Una trihemiolia que
preparar para salir a la mar, prisionerosque recontar y un barco mercanterescatado que limpiar de cadáveres ycargar con el botín recuperado.
El gesto de ella se torció un pocomás.
—Pero, ¿qué es esto? ¿Vuelves allamarme señora? ¡Anoche me llamabaspor mi nombre!
El respiró hondo, incapaz deresponder. Sabía lo que debía decir,pero no reunía valor para decirlo.
El gesto torcido se convirtió en carade profundo dolor.
—Anoche me dijiste que habíasufrido en una guerra, y que habíaganado. ¿Acaso esta mañana no soy más
que el sucio desecho de un pirata?—¡No! —dijo él consternado—. Yo
no... Dionisia, ¡no soy más rico ahoraque cuando hablamos la otra vez!
—¡Eso ya no me importa! —sollozóapasionada.
—Pues debería. ¿Sabes lo que es serpobre? ¿Tener que preocuparte cada vezque tienes que comprar la comida e irtea la cama con hambre porque no te llegapara pagar, a la vez, la comida y elalquiler? Ya es fatídico para un hombre,pero para una mujer... y la peor parte estratar de criar hijos. Mi casera, la quemurió, alguna vez debió de ser joven yfeliz pero, desde que yo la conocí,siempre fue amarga y cruel. Que tus
hijos lloren de hambre y no poder darlesde comer destroza el ánimo acualquiera, creo yo. ¡Y tú! —La cogióde las manos—. ¡Tan hermosa y con esedon! ¿Cómo podría yo perdonármelo, site convirtiera en otra Atta?
Ella volvió a poner mala cara.—Has dicho que tenías dinero
suficiente para comprar una casa.—Sí. Por fin, este verano. Pero... no
una casa grande.—Bueno, si tú tienes bastante para
una casa, yo estaba ahorrando esteverano para arreglármelas, aunque letengo que pagar al Gremio el alquiler.¡Si no tuviera que pagar un alquiler meiría mucho mejor, no peor! Y, si pierdo
el patrocinio de Haguemonte, tú podrásser mi tutor.
Él se la quedó mirando. De hecho,sonaba posible y se esforzó porsopesarlo. Salir a trabajar sería unadesgracia para la mayoría de lasesposas, pero la música era diferente.Cuando menos, una instrumentistacasada sería más respetable que unasoltera.
Le espantaba la idea de vivir deldinero de una esposa, pero más leespantaba la idea de perderla. Sisumaba los ahorros de ella a los suyospropios, y si las inversiones dabanbuenos beneficios... Sin embargo,tendría que comprar esclavos: no podía
pedirle a Dionisia que fregara los suelosni que moliese el grano, no con esasmanos de citarista. Aquello implicaba lanecesidad de dinero para alimentarlos yvestirlos y una casa más grande parapoder darles una habitación. Los dos mildracmas, que le habían parecido unasuma inmensa el mes anterior, ahora leparecían poco. Aunque, tal vez, siambos ahorrasen y se conformaran conpoco...
¿Podría pedirle eso a ella?—Deberíamos esperar hasta que
volvamos a Rodas —dijo él por fin—.Tienes que pensarte bien lo que estásdiciendo.
Ella sacudió la cabeza con mucho
énfasis.—No voy a cambiar de opinión.El tragó saliva con miedo de creer
lo que ella le decía.—Aun así —logró decir—,
deberíamos esperar hasta que volvamosa Rodas. Entonces, si no has cambiadode opinión, podemos ver... podemos vercómo nos apañaríamos.
Las manos de ella, que todavíatenían cogidas las de él, de repenteapretaron con más fuerza y la cara se leiluminó con aquella sonrisa tímida tanmaravillosa.
—¡Isócrates! —lo llamó alguien, yambos se volvieron para ver aAristómaco, que venía hacia ellos desde
la otra punta de la playa.—¡Menos mal que te has
despertado! —dijo el trierarca—. Salud,señora. Isócrates, tú conoces bien estacosta. ¿Cuál es el pueblo más cercano?
—Melanipion —respondióIsócrates, un poco sorprendido—. Estáen el cabo que queda al este, justo alsalir de la ensenada. Pero es un pueblomuy pequeño.
—¿Habrá un médico ahí? ¿Y unmercado?
—Yo diría que sí a ambas cosas.—Estupendo —dijo Aristómaco con
satisfacción—. Estaba pensando losiguiente: llevamos el barco para allá,buscamos a un médico que atienda a los
heridos, compramos provisiones ypasamos, aquí, un día o dos. Los heridosvan a estar mejor aquí que embarcados ynos daría a los demás la posibilidad dedescansar. Y no sé tú, pero a mí mevendría bien pasar un par de días entierra firme. Podríamos terminar lasreparaciones del barco pirata y cargar elmercante que hemos rescatado. Entoncespodríamos volver a Megista.
—¿Y qué pasa con el Colquídea? —preguntó Isócrates lleno de dudas.
Aristómaco escupió al suelo.—El Colquídea, que se pudra. Si
Cilonte no es capaz de volver a Megistapor el bien de los heridos rodiotas, ¡quese vaya él sólito a Antioquía! Y tampoco
necesitamos al Colquídea ahora quetenemos nuestro propio barco mercante;uno estupendo, dicho sea de paso. Le heechado un vistazo. Es de Siracusa,construido con abeto italiano. Tiene unaquilla de buen calado y muy bonita, deroble de Epiro. Nos darán un talento deplata cuando salga a subasta, y estoyseguro de lo que digo, porque estoypensando en pujar yo mismo por él.
—Señor —dijo Dionisia después dehabérselo pensado—. Tengo el equipajea bordo de ese barco.
—Te lo devolveremos intacto —leprometió Aristómaco—. ¿Dónde está tudama de compañía?
A Dionisia se le borró
instantáneamente la sonrisa de la cara.—La dejaron en el Lindia, el barco
del que me sacaron.—Entonces, ¿hay que conseguirle un
pasaje desde Atenas?—No. Los piratas hundieron el
Lindia cuando hubieron cogido todo loque quisieron de a bordo. Diseria... —Dionisia dejó súbitamente de hablar y sellevó las manos a los ojos.
Isócrates y Aristómaco se miraronperplejos. Aquello era de una brutalidadextraordinaria, incluso para el común delos piratas cretenses.
—Lo siento —dijo Dionisia despuésde unos instantes—. Ella fue... fue miniñera cuando yo era pequeña y mi fiel
consejera cuando crecí. Pero no deberíamolestaros con mis penas. Ya he lloradosu pérdida y la lloraré más cuando tengatiempo. Ahora, lo que queréis esinformación acerca de los piratas.Hundieron todos los barcos queasaltaron, excepto ése de ahí, elEleuteria. Estaban tratando de manteneren secreto que lo tenían aquí y noquerían que nadie se enterase. Señor,puedo decirte una cosa que te resultaráde interés. Andrónico tenía una carta deHipérides. En ella le decía cuándo iba azarpar el Lindia y que yo iba a ir abordo. Decía que la reina Laodicequedaría muy complacida si yo acabasemal y que podía estar seguro de que la
reina iba a proteger a quien la ayudase.Decía, también, que Isócrates había sidoenvenenado. Andrónico me enseñó lacarta. Creo que sigue en su camarote. Esdecir, el camarote del capitán delEleuteria.
Aristómaco soltó el alientosiseando.
—Nos habíamos imaginado la mayorparte, pero una carta incriminatoria...¡eso sí que podría sernos muy útil!
Isócrates puso mala cara.—Si Seleuco no ha obligado a su
madre a librarse de Hipérides porenvenenamiento, ¿por qué lo iba a hacerporque haya mantenido correspondenciacon un pirata?
—No estaba pensando en darle lacarta a Seleuco —dijo Aristómaco conuna sonrisa de niño bueno, y miró, de lacara estupefacta de Isócrates, a la caraigualmente estupefacta de Dionisia—.Pidna nos queda justo en el camino devuelta a casa. Podemos dársela a lagente del rey Tolomeo, junto con la cartade Apolonio.
—¿Cómo? —protestó Isócrates—.Si le entregamos a Tolomeo una cartadel jefe de los espías del rey Antígono,¿no vamos a echar a perder nuestracredibilidad?
—¡Qué va, qué va! —le respondióel trierarca con un brillo especial en losojos y haciendo un gesto dramático con
la mano—. El mayor rival de Tolomeoestá deseando ayudarlo a librarse de tannotorio pirata. ¡Un pirata que no seconforma sólo con saquear los barcossino que, además, los hunde! Elprotegido de la reina Laodice (unhombre de la propia estirpe del reySeleuco) mantiene correspondencia conél y ¡le dice dónde encontrar a susvíctimas! ¿Crees que el rey Tolomeo nole va a sacar provecho a una historiasemejante? ¡Ja! Señora, ¿podríais tusamigas y tú hacer una lista de los barcosque asaltó ese monstruo y cuándo lohizo? ¡Podemos dársela a Tolomeotambién! El Lindia era rodio y elmaravilloso Eleuteria es de Siracusa.
¡Hipérides propició el ataque a barcosde territorios neutrales! —Sonriócruelmente—. Después de eso, Seleucova a tener que deshacerse de la víbora;exiliarlo, al menos. Y hay una guerra queacaba de empezar, recordadlo. SiHipérides llega a caer en manos de losegipcios, esas cartas le van a costar lacabeza. —Los miró con una sonrisa deoreja a oreja, como un anfitrión quehubiera elaborado un platoespecialmente delicioso para la cena enuna fiesta.
—Estaré encantada de hacer unalista de los barcos —dijo Dionisiaentusiasmada.
—¡Estupendo, estupendo! —dijo
Aristómaco, dando palmadas—.Entonces, yo me llevo el Atalanta aMelanipion con la mitad de los hombres.Isócrates, tú pones a la otra mitad atrabajar en esa galera pirata. Y tú,señora, haces la lista de barcos... Y sipodéis también echar una mano connuestros heridos, os estaremos muyagradecidos.
Se quedaron en la playa durante dosdías. El Atalanta fue de visita aMelanipion y volvió con un médico ycon medicinas, además de una buenaremesa de víveres y leña, y unos cuantospiratas más, de los que habíansobrevivido a los naufragios, que habíanllegado a nado a la costa y habían sido
pillados en Melanipion tratando derobar un barco de pesca. Los piratasfueron recluidos en la bodega del barcode Siracusa. Los cuerpos de las mujeresa las que habían asesinado habían sidosacados de ahí, se les hizo los ritosfunerarios y fueron quemados en unapira construida en la playa. Los cuerposde los piratas, por el contrario, fuerondejados a merced de las alimañas en elbarranco, aunque los rodios mandaron aun grupo de trabajadores a recuperar lospequeños tesoros que llevaban.
Aristómaco insistió en que tambiénrecuperasen la cabeza de Andrónico.Cuando los hombres regresaron con ella,él la selló, con cuidado, dentro de un
tarro de aceite.—Esto se lo voy a mandar también a
Tolomeo —le dijo a Isócrates—. Unregalo de Rodas: la cabeza del pirataque asesinó a la hermana del rey. Sepondrá muy contento.
—Pero no estamos seguros de queél, en persona... —empezó a decirIsócrates.
—¡No importa si la mató él enpersona o no! —le replicó Aristómaco—. Sin duda, formó parte de aquelataque y Tolomeo había puesto sunombre en la lista de los más buscados.—Soltó una carcajada—. Puede quehasta ofrezcan una recompensa. Esacarta de Apolonio le demostrará al rey
que nosotros estábamos haciendo todolo posible por encontrar a ese hombre.Pero, aunque Tolomeo no nos dé unarecompensa, hará que se diga a símismo: «Ah, sí, los rodiotas son gentemuy respetable. Por lo que a mírespecta, que naveguen por el Egeo a susanchas». —Miró a Isócrates sonriendo yañadió—: Y eso tampoco le hará ningúndaño a mi reputación, ¿verdad? Ni anteel rey ni ante nuestra queridademocracia. ¡Zeus, si todavía puedoconvertirme en un hombre de estado!
—Yo te votaré —dijo Isócrates,devolviéndole la sonrisa.
Cuando, por fin, los rodiosvolvieron a zarpar, los hombres estaban
de muy buen humor. La bodega delEleuteria iba cargada con una fortuna entesoros recuperados y con un total deveintidós piratas para venderlos comoesclavos. Y estaba también el barcopirata, el Lucena, un lembos de treintaremos muy propenso a convertirse enbarco correo de la Armada. Uno de losheridos del Atalanta murió, pero losotros cuatro —incluido Nicágoras— serecuperaban a buen ritmo. La proa delAtalanta iba decorada ahora con cuatroakrostolia, y los hombres habían ungidoel mascarón de proa con aceitesaromáticos y buscado laurel parahacerle una guirnalda. El Atalanta era,de manera incuestionable, un barco
afortunado que le había aportadovictoria y riqueza a todo el que habíaservido en él.
En Megista se detuvieron a hacernoche. Una docena de mujeres, de lasque habían abarrotado las cubiertas delos tres barcos, desembarcaron allí conla esperanza de poder volver a casadesde la isla o desde Antífelos, elpueblo del continente que quedaba máscerca de ella. Aristómaco les dio, acada una, algunas monedas procedentesdel botín para ayudarlas en su regreso.
Allí obtuvieron noticias de la guerra.—¡Tolomeo ha tomado Antioquía!
—les dijo el comandante de la basenaval, muy emocionado, al saludarlos
cuando llegaron—. Llevó la flotacosteando desde Pidna; tantos barcoscomo pensó que cabrían en el puerto deSeleucia. Cuando llegó a su destino, losgobernantes salieron a darle labienvenida, ¡todos con guirnaldas y conlas coronas puestas!
—¡Zeus! —exclamó Aristómacoasombrado.
Seleucia, el puerto de Antioquía,había sido fundada por el bisabuelo delrey Seleuco, Seleuco el Conquistador.Que salieran a darle la bienvenida aTolomeo era algo extraordinario.
El comandante de Megista asintió.—¡Y cuando llegó con su ejército a
la mismísima Antioquía, pasó lo mismo!
—La reina Berenice debió de sermuy apreciada.
—¡Seguro que su asesinato no lofue! En cualquier caso, el rey Tolomeoestá en el propio palacio de Seleuco,atendiendo peticiones e impartiendojusticia.
—¿Dónde estaba Seleuco cuandopasó todo eso? —le preguntóAristómaco—. ¿Seguía en Éfeso?
El comandante de la base no losabía, no tenía noticias de losseléucidas.
—Simplemente, pone de manifiesto—declaró piadosamente— que nisiquiera un rey puede ofender a losdioses. Apolo mismo se volvió contra
Laodice cuando ésta mandó a losasesinos profanar su templo de Dafne.
—A mucha gente, igual que a Apolo,les ha resultado ofensivo —apuntóAristómaco—. Podría decirse que hastalos reyes tienen que interesarse por loque opina la gente.
Se marcharon de Megista a lamañana siguiente y remaron hacia elnoroeste por delante de la costa. Ya erapor la tarde cuando llegaron a la basetolemaica de Pidna, en el extremo oestede la playa de Patara. Estaba casi vacía—la flota de Tolomeo seguía en elpuerto de Seleucia—, pero los hombresque quedaban allí estaban bien alerta.
Fueron muy educados con los rodios, encualquier caso, sobre todo después deque Aristómaco les contara que teníauna información muy valiosa para el reyy un regalo que lo iba a alegrarenormemente.
—¿Un regalo? —le preguntó elcomandante de Pidna, frunciendo elceño ante el dudoso tarro sellado.
—¡Es la cabeza del pirata que matóa la reina Berenice! —anuncióAristómaco, triunfante.
El comandante de la base se loquedó mirando. Tocó el tarro concautela y luego le echó a Aristómaco unasonrisa de oreja a oreja.
—¡Verdaderamente es un regalo muy
noble! —exclamó. Se hizo cargo delpaquete de cartas y del tarro sellado yprometió mandarlos a Antioquía en elsiguiente correo.
Por fin, al tercer día de haber dejadola playa de los piratas, volvieron aRodas y empezaron a ver el Coloso aprimera hora de la tarde.
Aristómaco se había pasado alEleuteria para hacer la última mangadel viaje. El barco de pantoque redondoatracaría en el puerto comercial, no enel astillero de la Armada, y Aristómacoquería organizar lo relativo a aquelbarco en persona. Había dejado de todasformas una remesa de monedas en el
Atalanta para que se repartiese entre loshombres a modo de adelanto del rescate.Cuando Isócrates las entregó, lovitorearon y salieron de un humorextraordinario a gastarlo y alardear delas proezas del barco.
Isócrates pasó el resto del día en elastillero, cuidando del Atalanta y de lagalera apresada. Trató de no pensar enDionisia. Ella había ido a bordo delEleuteria. Durante la travesía habíaestado muy ocupada cuidando de suscompañeras y todas la consideraban lajefa. Él se la imaginaba ahora tratandode encontrarles alojamiento einformándose de los barcos que laspodían llevar de vuelta a sus casas. Ya
estaría, otra vez, hermosamente vestidae impecablemente arreglada. Habíarecuperado su equipaje, y una de lasprisioneras había aceptado ser su damade compañía. Ella se encargaría de losasuntos oficiales con su composturacaracterística.
Se preguntaba si habría cambiado deopinión, ahora que la euforia del rescatehabía pasado. Una parte de él esperabaque sí. Tenía miedo de que, si se casabacon él, llegase a arrepentirse. La otraparte le rezaba a Afrodita para que latrajese a su cama.
Organizó algunos trabajos demantenimiento en el Atalanta, encontróun sitio para el Lucena y encargó unos
pedidos de lona y de cuero. Paraterminar, fue al cuartel general de laArmada para ver si se sabía algo de losdos hombres que tuvo que dejar enAtenas.
Ambos lograron volver a casa yhabían vuelto a poner sus nombres en lalista del barco unos días antes. Estaríandisponibles cuando el Atalanta volviesea zarpar. Satisfecho, Isócrates les dejóuna nota pidiéndoles que hablaran conél. Estaba a punto de marcharse delcuartel general cuando el funcionario ledijo:
—¿Isócrates de Camiro? Hay unacarta para ti.
Era de su padre. La aceptó con
recelo y la sacó a la calle, para leerla ala luz de la tarde.
«Critágoras a su hijoIsócrates, saludos. No estoybien y me temo que no lovolveré a estar. Te ruego quevengas a despedirte de mí».
Leyó la carta dos veces y, después,se sentó en los escalones, mirándolaensimismado. Se acordó de las lágrimasde su padre —se acordó de Agidosollozando en un rincón— y, entonces,de repente, se acordó de cuando era muypequeño e iba sentado a hombros de supadre durante el Festival del Sol,
mirando la procesión de barcos quehabía dentro del puerto.
Volvió a leer la carta, recordandocómo había respondido a Aristómaco:«No quiero saber nada de esa tierra.Por mí, que quede abandonada. Mipadre se puede morir en ella, solo». Ylo que le contestó el trierarca: «¡Que losdioses impidan que se cumpla ese malaugurio! Te arrepentirás si llega apasar».
Volvió a entrar en el cuartel.—Esta carta —le dijo al funcionario
—, ¿cuándo llegó?Había llegado hacía cinco días.
Isócrates le dio las gracias alfuncionario y emprendió el regreso
hacia el cobertizo, donde había dejadosu equipaje, planeando ya el viaje.Desde el pueblo de Rodas a Ialisoshabía un buen trecho, unas pocas horaspor el camino llano de la costa. Si salíaenseguida, podría llegar antes demedianoche. Entonces podría descansardurante unas horas y partir al amanecer.Llegaría a Camiro por la tarde y, sicontinuaba, podía llegar a la granja aeso de medianoche.
Estaba saliendo del astillero, con elequipaje en un saco pequeño al hombro,cuando alguien lo llamó por su nombre.Miró a su alrededor y, con gransorpresa, vio a Aristómaco que estabacorriendo hacia él.
—Menos mal que he dado contigo—jadeó el trierarca—. Vamos a mi casay hablamos.
Isócrates le señaló el equipaje.—Señor, lo lamento pero he
recibido malas noticias y tengo que...—Tu padre ya está enterrado —le
dijo Aristómaco de golpe—. Sería unviaje inútil.
Isócrates se lo quedó mirandoatónito. Aristómaco lo cogió del brazo.
—Vamos —le dijo con delicadeza—. Vayamos a mi casa a beber algo.
Isócrates lo siguió aturdido hasta lamisma puerta de la casa antes de que sele ocurriera preguntarle:
—¿Cómo sabías tú que mi padre ha
muerto?—Siéntate y tómate el vino primero
—le contestó el trierarca—. Después telo cuento.
En casa de Aristómaco olía acomida y se oía un murmullo de vocesque venía de la cocina. Un esclavo leslavó los pies y, luego, les llevó vino alcomedor. Anaxipo apareció, deseandooír hablar de los piratas.
—Dentro de un ratito, Anaxipio —ledijo Aristómaco, pensando en otra cosa—. Isócrates acaba de recibir muy malasnoticias de su familia.
—Ah —dijo el chiquillodecepcionado y abochornado—. Losiento mucho. —Y se marchó.
—¿Que cómo sé lo de tu padre? —lepreguntó Aristómaco, y bebió un tragode vino—. Yo acordé comprarle lastierras, por eso lo sé. Estaban a sunombre de por vida y, cuando muriese,las tierras pasarían a ser mías. El preciode las tierras, once mil dracmas, siguedebiéndose tras su muerte y se puedepagar a sus herederos, es decir, a ti. —Bebió otro trago de vino—. Insistió enuna cláusula que decía que, si tú decideshacerte cargo de la granja, el trato secancelaría, pero creo que ya sabía queno ibas a querer.
Isócrates se miró las manos, queeran como las de su padre, grandes yhuesudas. Pero, donde las de su padre
tenían callos por las tijeras de podar ypor el arado, las suyas los tenían por losremos y por el trabajo del astillero.
—¿A quién se le ocurrió esa idea?—preguntó, tras un largo rato ensilencio.
Aristómaco se lo tuvo que pensardos veces.
—A decir verdad, no estoy segurodel todo. Quedó acordado cuando estuvoaquí por lo del vino. Empezamos ahablar de ti y, no sé cómo, terminamoshaciendo ese trato. Me preguntó por ti ypor tu carrera, ya ves. Estuvo muycontento y muy orgulloso cuando seenteró de tu éxito y de la reputación dehombre honesto y valiente que tienes.
Me preguntó si podrías casarte, si teníassuficiente para comprarte tu propia casa.Entonces, dijo que él iba a vender sustierras, ya que tú no las querías, sóloque, entonces, no tendría donde vivir.
Isócrates se cubrió el rostro.—¿Murió sólo? —preguntó
atragantado.Otra vez tuvo que pensar
Aristómaco.—No lo sé. Tenía un vecino,
Teofrasto, que había estado pasando aver cómo estaba durante su enfermedad.Le dio instrucciones de ponerse encontacto conmigo cuando hubierafallecido.
—¿Qué... qué tenía?
—Fiebre. Disentería. Es lo únicoque sé.
—¿El corazón roto?Aristómaco suspiró.—Fiebre y disentería, según
Teofrasto. Él se encargó del ritualfunerario.
—Y tú... ¿tú eres ahora el dueño deesas tierras?
—No creo que vaya a salirperdiendo —dijo el trierarca—. Sonunas viñas de primera.
—Once mil dracmas es mucho másde lo que valen esas tierras. Están en unsitio recóndito. Hay que transportarlotodo por ese camino de cabras.
—Aun así, no creo que vaya a salir
perdiendo. Puedo sacar más por el vinoque lo que le sacaba tu padre. Créeme,cualquier maldición que puedan teneresas tierras sólo te afecta a ti, yo voy asalir beneficiado del trato. No rechacessu legado, amigo mío. Hizo cosas malas,eso seguro, pero te quería. Deja que sumuerte ponga fin a la maldición.
Isócrates respiró hondo y, después,volvió a hacerlo. Estaba empezando allorar y se secaba las lágrimas conimpaciencia. Su padre había muerto...solo.
—Tenías razón —le dijobruscamente—. Estoy arrepentido.
Aristómaco se levantó y se acercópara ponerle la mano en el hombro.
—Bébete el vino, cena algo y vete ala cama. La muerte es un trago amargo,pero es un trago que todos bebemosantes o después.
Isócrates durmió mal. No logróconciliar el sueño hasta la hora grisprevia al amanecer y un esclavo lodespertó, un par de horas después,dándole unos golpecitos en el hombropara decirle que había una señora en lapuerta que preguntaba por él.
Era Dionisia, claro. El lugar deDiseria, unos pasos por detrás de ella,lo había ocupado Mirta, una de lasmuchachas del barco. Cuando lo vio,empezó a sonreír, pero el gesto se
convirtió en cara de preocupación.—¡Por Apolo! ¿Es que ha pasado
algo?El se agarró al marco de la puerta,
tratando de poner su cerebro enfuncionamiento.
—Me dieron una mala noticiaanoche —logró decir—. Mi padre hamuerto.
—¡Ah! —Ella lo miró sin saber quécara poner.
—No creí que me fuese a doler —ledijo él—. Todavía no lo he perdonado.Pero desearía haber estado allí paradespedirme.
—Lo siento mucho.—Vamos a dar un paseo —dijo de
repente.Empezaron a andar por la calle
hacia el ágora. Las miradas que lesechaban los viandantes le hicieron darsecuenta de que no hacían muy buenapareja: Dionisia, guapísima y elegantecon una capa rosada encima del quitónde color crema; él, desaliñado y sinafeitar, con su túnica de a bordo quenecesitaba desesperadamente un buenlavado.
—He venido a decirte que no hecambiado de opinión —le dijo Dionisiaen voz baja—. Tal vez no quieras hablarde eso ahora, pero te lo digo para que losepas. No he cambiado de opinión nipienso cambiar.
Él tragó saliva con dificultad.—Mi padre... vendió la granja. A
Aristómaco, de manera que yo mequedase con el dinero. Once mildracmas.
—¡Ah! —exclamó Dionisia,parándose en medio de la calle—. Esoes suficiente para una casa grande, ¿no?
—Sí. —Volvió a tragar saliva—. Essuficiente para una casa grande conjardín. Y, lo que es más, significa quepuedo seguir... que puedo seguirinvirtiendo el resto del dinero que heganado este verano. Si alguna vez llegoa hacerme rico, ésa es la manera deconseguirlo.
—¡Es maravilloso! —exclamó
Dionisia emocionada.Su nueva sirvienta se apresuró hacia
ella y la cogió de la mano.—¿Eso significa que puedo
quedarme? —le preguntó entusiasmaday, luego, miró a Isócrates con ansiedad—. ¡No daré problemas, señor! ¡Sécocinar, ocuparme del jardín, tejer ycoser y trabajaré mucho si dejas que mequede!
Isócrates se la quedó mirandoperplejo. Dionisia le dio unaspalmaditas suaves a la muchacha en elhombro y explicó.
—Mirta y Tomareta me hanpreguntado si se pueden quedarconmigo. Sus maridos no las van a
querer, ahora que han yacido con lospiratas. Les he dicho que no sabía siíbamos a tener sitio para ellas, pero...
—¿Quedarse contigo?—Como sirvientas a sueldo.—¡Yo pensaba que iba a tener que
comprar esclavos!—¡No, no! Yo prefiero mil veces
ayudar a mis amigas que tener esclavos.Yo podría pagarles su salario, si hubierasitio para ellas en la casa. —Se detuvode repente a examinar la cara de él—.¿Vas a aceptar el dinero?
«Deja que la muerte ponga fin a lamaldición».
—Sí —dijo atragantándose con lamezcla exquisita de alegría y angustia—.
Sí.
FIN
NOTA DE LA AUTORA
Este libro está ambientado en elverano del año 246 a.C., durante elestallido de la «Guerra de Laodice» o«Tercera Guerra Siria». Era el auge delo que se conoce como período«helenístico», una época tan ignorada dela Historia popular que, probablemente,les tengo que explicar a muchos lectoreslo que, de hecho, fue. Cuando AlejandroMagno murió, sus generales dividieronsu imperio en pedazos y se proclamaronreyes de esos lugares: los tolemaicos se
hicieron con Egipto (pero tambiéngobernaron la Cirenaica, Chipre yalgunas partes de Anatolia); losseléucidas, en principio, tenían todo elOriente Medio desde el Mediterráneohasta Afganistán; los antigónidas,finalmente, se establecieron enMacedonia y en Grecia. Todos esosmonarcas eran griegos macedonios, apesar del uso de términos como«egipcios» o «sirios» para algunos deellos, y sus reinos estaban plagados deinscripciones griegas. Ese período,tradicionalmente, se extiende hasta elaño 30 a.C, cuando Egipto, la últimamonarquía helenística, fue engullido porRoma. Pero, de hecho, aquello fue sólo
el entierro de algo que llevaba más deun siglo agonizando.
Rodas era, como he tratado deplasmar, una república marítima queparecía mayor de lo que era debido a suimportancia en las relacionescomerciales. Su influencia, en realidad,llega hasta nuestros días: la «LeyRodiota» es la base de las leyesmarítimas del mundo entero desdeentonces.
Aquellos que hayan tenido la suertede haber pasado unas vacaciones en la«Costa Turquesa» de Turquía puedenestar preguntándose por qué mis piratasson cretenses y no licios o cilicienses,ya que todas las guías dicen, y están en
lo cierto, que la piratería era unproblema de aquellas costas en laAntigüedad. Eso, de todas formas, fuedespués, cuando Roma echó a lostolemaicos y a los seléucidas einmovilizó a los rodiotas. En el siglo IIIa.C, los peores piratas eran cretenses.(Y aquellos que no han estado nunca enesa región... ¡que vayan! Es fantástica.También lo es Rodas; y sí, por supuestoque es un nido de turistas, pero es quetiene encanto para atrapar a los turistas,a raudales. ¡Es una isla bonita, bonita!)
Toda descripción de la vidacotidiana de la Antigüedad es unareconstrucción. Las fuentes deinformación acerca del siglo III a.C. son
relativamente escasas, lo cual significaque he reconstruido este edificio sinpartir de las paredes y el tejado, sinodel hueco donde estaban los cimientos yde un ladrillo suelto. He conseguido unacantidad aceptable de información y hetratado de ser todo lo precisa que hepodido pero, donde he tenido querecurrir a la adivinación, habrá muchoserrores; y, lo que es peor, para contaruna historia se necesita un trasfondosimplificado. Quien se intereserealmente por la historia helenística, queno confíe en mí. Que pruebe conAlexander to Actium, de Peter Green yla fascinante fuente de información TheHellenistic World de M. M. Austin.
Para evitar cargar la narración detérminos griegos y títulos, he utilizadolos ingleses, excepto cuando aquellos notenían buena traducción: así, he puestocapitán, contramaestre y timonel enlugar de kybernetes, keleustes ypedaliouchos, pero trierarca en lugarde capitán. No estoy muy segura detraducir el título del rey Antígono,Gonatas, por Patizambo. Los reyes, amenudo, tenían apodos poco respetuososademás de los títulos de culto oficiales,así que es posible que quisiera decirprecisamente eso... pero nadie lo puedeasegurar.
No soy la persona más indicada paraescribir historias que ocurren en el mar
—¡me mareo hasta en los trenes!—,pero, de verdad, la literatura común quetrata de barcos de guerra antiguos es tanabominable que cualquier cosa suponeuna mejoría y, por lo menos, me lo heestudiado bien. Estoy en deudaespecialmente con dos autores: LionelCasson (Ships and Seamanship in theAncient World) y John Morrison (Greekand Roman Oared Warships). El diseñode las galeras con más de un banco deremos sigue siendo algo discutible,aunque la controversia acerca de quetres bancos superpuestos eran algobastante imposible, cayó por su propiopeso ante la reconstrucción del trirremeateniense de tres bancos, el precioso
Olympias. Se puede visitar la páginawww.triremetrust.org.uk para ver fotos ydetalles de las pruebas de navegaciónrealizadas.
Eso me lleva al tema de los esclavosde las galeras. Algunos lectores puedenpensar que, en mis galeras, los remeroseran ciudadanos libres porque me hayanegado a aceptar las atrocidades de lahistoria. Por favor, que lean a Casson yMorrison: allí podrán ver las pruebasdel uso de esclavos en las galeras; o,más bien, no las podrán ver, porque nolas hay. Lo que sí hay, de todas formas,son muchas pruebas de que habíaremeros libres. Las galeras medievalesy de principios de la Edad Moderna
puede que utilizasen mano de obraesclava; las galeras de la Antigüedad,no.
El apogeo helenístico fue breve y, enmuchos sentidos, la Guerra de Laodicefue el comienzo de su fin. La flota deTolomeo fue derrotada por la deAntígono en la Batalla de Andros pero,contra Seleuco, su campaña obtuvo unavictoria aplastante: su ejército llegóhasta Babilonia. Antes de haber podidoafianzar la victoria, tuvo que volver aEgipto por una rebelión interna y subreve triunfo dejó marcada la línea depleamar del poder tolemaico. En cuantoa los seléucidas, las provincias del estese aprovecharon de los problemas de la
secesión y nunca las pudieron recuperar.Para empeorar las cosas, la reinaLaodice persuadió a su hijo Seleucopara que permitiera que su hermanopequeño, Antíoco el Halcón,compartiese la corona con él. Antíocono tardo en rebelarse y, a la Guerra deLaodice, la siguió «la Guerra de losHermanos», durante la cual otrasprovincias se independizaron. Lapotencia seléucida decayó más aún quela tolemaica.
En aquel Este debilitado y dividido,se abrió paso la potencia que estabafloreciendo en el Mediterráneo: Roma...invitada, como suele pasar, por losrodiotas y por los habitantes de
Pérgamo, que se estaban sintiendoamenazados por un posible pacto entrelos antigónidas y los seléucidas. Romase los tragó a todos, ya fueran amigos oenemigos: el tratamiento que le dio aRodas es especialmente deprimente. El«Coloso» de Rodas, terminado en el 280a.C, se derrumbó en un terremoto en el226 a.C. y no se reconstruyó.
* * *
V.1 16-11-2012
Joseiera