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ECOS MUNDIALES DEL GOLPE DE ESTADO

ESCRITOS SOBRE EL 11 DE SEPTIEMBRE DE 1973

COLECCIÓN CIENCIAS SOCIALES E HISTORIA

Ecos mundiales del golpe de estado © Alfredo Joignant y Patricio Navia, de la introducción© Ediciones Universidad Diego Portales, 2013

Primera edición: septiembre de 2013ISBN xxxxxxxxxxxxx

Universidad Diego PortalesDirección de Extensión y PublicacionesAv. Manuel Rodríguez Sur 415Teléfono: (56 2) 2676 2000Santiago – Chilewww.ediciones.udp.cl

Traducción: Gabriela Palet y Andrea Palet Diseño: FelicidadFotografía de portada: Xxxxxx XXXXxxxImpreso en Chile por Salesianos Impresores S.A.

ECOS MUNDIALES DEL GOLPE DE ESTADO

ESCRITOS SOBRE EL 11 DE SEPTIEMBRE DE 1973

Alfredo JoignAnt y PAtricio nAviA, comPilAdores

Índice

Presentación ..............................................................................................................Alfredo Joignant y Patricio Navia

PRIMERA PARTE. CHILENOS CONTRA CHILENOS

Radicalismo de izquierda en Chile. Examen de tres hipótesis ....................................Alejandro Portes

Capitalistas en crisis: la clase alta chilena y el golpe de Estado del 11 de septiembre ....Richard E. Ratcliff

Reflexiones sobre los patrones de cambio en el Estado burocrático-autoritario ..........Guillermo O’Donnell

El autoritarismo burocrático revisitado ......................................................................Karen L. Remmer y G.W. Merkx

SEGUNDA PARTE. LA ELITE POLARIZADA

Hipermovilización en Chile, 1970-1973 ...................................................................Henry A. Landsberger y Tim McDaniel

La opinión pública y el desplazamiento del gobierno chileno hacia la izquierda, 1952-1972 ................................................................................................................James W. Prothro y Patricio Chaparro

TERCERA PARTE. EL GOLPE VINO DE AFUERA

El “bloqueo invisible” y el derrocamiento de Allende ................................................Paul E. Sigmund

El golpe de Estado en Chile ......................................................................................Kyle Steenland

CUARTA PARTE. LA IZQUIERDA HACIENDO HISTORIA

Chile: la cuestión del poder .......................................................................................Paul Sweezy

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Sweezy sobre Chile ....................................................................................................Andrew Zimbalist

Una réplica ...............................................................................................................Paul Sweezy

Réplica a Sweezy .......................................................................................................Andrew Zimbalist

El asesinato de Chile .................................................................................................Eric Hobsbawm

El golpe de Estado en Chile ......................................................................................Ralph Milliband

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El golpe a la cátedra.Los intelectuales del primer mundo y la vía chilena al socialismoAlfredo JoignantPatricio Navia1

Golpe, putsch, pronunciamiento, coup d’Etat: son varias las formas de nom-brar lo que sucedió en Chile el 11 de septiembre de 1973. Y son muchos los que escribieron desde ese mismo martes 11 de septiembre acerca del trágico final del verdadero experimento político que se inició un 4 de noviembre de 1970 en Chile: una revolución a través de las urnas, y no de las armas. So-ciólogos, filósofos, historiadores, juristas, economistas y cientistas políticos, pero también narradores, poetas y dramaturgos: el listado de repertorios de escritura es largo, y la variedad de ensayistas, verdaderamente sorprendente. Y hay algo más. La importancia y fama de quienes escribieron sobre Chile y su tragedia tienen algo de fascinante: varios de estos intelectuales eran descono-cidos entonces, y hoy son académicos relevantes en sus disciplinas. Qué duda cabe: la celebridad de varias de estas plumas está a la altura de ese conjunto de acontecimientos que franqueó rápidamente las fronteras de Chile. Si este experimento pudo provocar tanta pasión, se entiende el interés por compren-der su fracaso.

La selección de textos que presentamos en este volumen no constituye un ejercicio inédito, puesto que muy tempranamente, allá por el año 1975,2 Arturo

1 Queremos agradecer a Manuel Gárate por habernos ayudado a encontrar, en el contexto de sus propias investigaciones sobre la caricaturización de Augusto Pinochet en la prensa mundial, algunas columnas de opinión de destacados intelectuales franceses en el perímetro inmediato de la fecha del golpe.

2 Arturo Valenzuela y J. Samuel Valenzuela, “Books in Review: Visions of Chile”, Latin American Research Review 10(3), otoño de 1975, 155-175.

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y Samuel Valenzuela publicaron una primera revisión de la literatura sobre la Unidad Popular y el golpe, a la que siguió una aguda reflexión de North y Nun sobre el papel de los militares en política, con numerosas referencias a Chile,3 sin olvidar la notable bibliografía de época sobre la historia de este país del Cono Sur y sus avatares entre 1920 y 1980 que fuera reunida y comentada por Drake.4 Nuestra contribución consiste en ofrecer al lector una antología de textos escritos poco antes, durante y después del gobierno de la Unidad Popular por especialistas de la academia anglosajona principalmente, textos que en su mayoría son desconocidos por las ciencias sociales chilenas, lo que se evidencia en que sus autores son escasamente citados en los trabajos nacionales.

La selección no se proyectaba como una tarea fácil dado el corpus de varias centenas de trabajos sobre el tema publicados en revistas, libros, periódicos y journals. Para resolver esta dificultad optamos por un principio de selección basado en cuatro aproximaciones a la Unidad Popular y al golpe, así como a las razones del quiebre democrático, privilegiando al interior de cada grupo los que nos parecían los textos más originales e influyentes.

El primer grupo de trabajos, que presentamos bajo el título “Chilenos contra chilenos”, se interesaba en descifrar la Unidad Popular y el golpe como el resultado de la lucha de clases o del conflicto entre grupos sociales en Chile, con todo lo que ello implica en la comprensión del radicalismo de izquierda que se adjudicaba a los sectores populares, el papel desempeñado por las “clases medias”, la creciente autonomía del “pueblo”, la fisonomía y el protagonismo decisivo de la clase “alta” y la pregunta por la autonomía o dependencia de las Fuerzas Armadas. En este primer grupo optamos por un artículo de Alejandro Portes publicado en 1970 en Comparative Politics, “Leftist Radicalism in Chile: A Test of Three Hypotheses”; por un estudio de 1974 de Richard E. Ratcliff, “Capitalists in Crisis: The Chilean Upper Class and the September 11 Coup”, publicado en Latin American Perspecti-ves; por un célebre análisis de Guillermo O’Donnell que complementa un primer libro de su autoría sobre el Estado burocrático-autoritario,5 “Reflec-tions on the Patterns of Change in the Bureaucratic-Authoritarian State”, aparecido en Latin American Research Review en 1978; y por una crítica a este último de Karen L. Remmer y Gilbert W. Merkx, “Bureaucratic-Autho-ritarinism Revisited”, publicada en el mismo lugar.

3 Liisa North y José Nun, “A Military Coup is a Military Coup… or is it?”, Canadian Journal of Political Science 11(1), marzo de 1978, 165-178.

4 Paul W. Drake, “History of Chile, 1920-1980”, The History Teacher 14(3), mayo de 1981, 341-347.

5 Guillermo O’Donnell, Modernization and Bureaucratic-Authoritarianism: Studies in South American Poli-tics, Berkeley, Institute of International Studies, University of California, 1973.

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El segundo grupo de estudios, reunidos en el capítulo “La elite polarizada”, aborda la polarización política y electoral del sistema de partidos y del electo-rado chileno, fenómeno que la literatura de la época analizó a partir de varios indicadores de “hipermovilización” y de polarización. Se trata de un área de investigación sumamente importante, y para dar cuenta de ella seleccionamos dos textos: el estudio de 1974 de James W. Prothro y Patricio Chaparro “Pu-blic Opinion and the Movement of Chilean Government to the Left, 1952-72”, aparecido en The Journal of Politics, y la notable investigación de Henry A. Landsberger y Tim McDaniel “Hypermobilization in Chile, 1970-73”, publicada en 1976 en World Politics.

El tercer capítulo, “El golpe vino de afuera”, reúne dos artículos selecciona-dos para ilustrar la visión de que el fracaso de la Unidad Popular habría sido el resultado del bloqueo estadounidense y sus políticas imperialistas, o más generalmente de la guerra fría: el famoso y polémico estudio de Paul Sigmund “The ‘Invisible Blockade’ and the Overthrow of Allende”, aparecido en Fo-reign Affairs en enero de 1974, y un texto de Kyle Steenland, “The Coup in Chile”, publicado también en 1974 por Latin American Perspectives.

El último conjunto de textos –“La izquierda haciendo historia”– es el más político de todos, puesto que agrupa a autores que debatieron apasionada-mente acerca de las características, los aciertos y errores del proyecto de la Unidad Popular. Se privilegiaron tres artículos de este prolífico grupo de pu-blicaciones: uno que Eric J. Hobsbawm escribió a pocos días del golpe para New Society (“The Murder of Chile”); uno de Ralph Miliband de octubre de 1973, “The Coup in Chile”, publicado en The Socialist Register; y la dura po-lémica que enfrentó en varios textos sucesivos publicados por Monthly Review a Paul Sweezy con Andrew Zimbalist.

El golpe de Estado en Chile: del hecho local al acontecimiento universal

Antes de dar paso a esta antología de textos de época sobre el quiebre de-mocrático en Chile, parece relevante poner en perspectiva la vía chilena al socialismo y su fracaso, enfatizando aquel verdadero golpe a la cátedra que fue resentido por innumerables intelectuales del primer mundo.

No es fácil explicar de buenas a primeras la extraordinaria resonancia mundial que tuvieron tanto el gobierno de la Unidad Popular como el golpe de Estado de 1973. Una parte de la dificultad para explicar la universaliza-ción de este acontecimiento reside en que después de la batalla todos somos

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generales, y nos afanamos en racionalizar lo ocurrido teniendo a la vista el desenlace de una trama histórica que no estaba determinada de antemano. He allí el interés de trabajar y pensar con textos producidos sin la suficiente distancia histórica, cuando aún se desconocían las consecuencias de largo plazo de los acontecimientos.

En el momento del golpe de Estado, Chile cultivaba una imagen de de-mocracia ejemplar que contrastaría vivamente con el cruento desenlace de los mil días de Allende, contraste que años más tarde se repetiría a propósito de un modelo de desarrollo y de un proceso de transición que son elogiados por moros y cristianos. Es ese excepcionalismo chileno el que trasluce la pluma de Gabriel García Márquez, para quien los ciudadanos de esta franja de tierra habían alcanzado “un grado de civilización natural, una madurez política y un nivel de cultura que los pone aparte del resto de la región”.6 A lo que alude el autor de Cien años de soledad es a algo así como una inusual civilización del comportamiento de los chilenos, para parafrasear a Norbert Elias, la que habría cristalizado en una pasión por la “legalidad” en cuyo perímetro debían dirimirse incluso los conflictos más agudos, “lo que ha convencido a los chilenos del carácter único de su país en el contexto de América Latina”.7 Pues bien, es en este país literalmente excepcional donde tiene lugar un intento de transformación profunda del orden económico y social: el célebre “socialismo con sabor a empanada y vino tinto”. Con-duciría el experimento una amplia coalición de partidos de izquierda cuya originalidad residía tanto en su modo de acceso al poder político –la vía electoral– como en el hecho de que su programa era “mucho más radical que cualquier programa sobre el cual un partido socialista occidental o frente popular” hubiese competido hasta entonces, como advierten los editores del Monthly Review en 1974; sin duda, no se equivocaban al sostener que se tra-taba de “un programa no para ganar una elección, sino de un programa para perder”.8 Y sin embargo se ganó, y se gobernó de un modo tan inhabitual que hasta Ionesco, cuya convicción lo llevaba a sostener sin ambages que “el socialismo no es humanista”, pudo concluir que “Allende era un humanista” y que fue “porque él respetó la libertad tras haber solicitado el asentimiento del pueblo que fracasó y murió”.9

6 Gabriel García Márquez, “The Death of Salvador Allende”, Harper’s Magazine, marzo de 1974, 47.

7 Robert L. Ayres, “Political History, Institutional Structure, and Prospects for Socialism in Chile”, Compa-rative Politics 5(4), julio de 1973, 508.

8 Monthly Review, “Peaceful Transition to Socialism?”, en Sweezy y Magdoff, eds., Revolution and Coun-ter-Revolution in Chile, Nueva York y Londres, Monthly Review Press, 1974, 32, 34.

9 Eugène Ionesco, “Allende et le socialisme des autres”, Le Figaro, 28 de septiembre de 1973.

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Estas breves pero elocuentes descripciones del excepcionalismo chileno10 parti-cipan de la definición del golpe como un acontecimiento único, y por lo mismo con significado de interés universal, en el que confluyen características de esta-bilidad política y apego a la Constitución que eran muy poco frecuentes en la región (exceptuando los casos de Uruguay y Costa Rica), la originalidad de un proyecto de transformación revolucionaria legitimado en las urnas y una actua-ción de corte carismático del Presidente Allende el 11 de septiembre de 1973. Es sin duda a esta singular convergencia de circunstancias, tradiciones y acciones a las que alude Eric Hobsbawm cuando se propone entender la universalización de lo ocurrido: “La tragedia de este pequeño y remoto país es que, como España en los años treinta, su proceso político resultó ser de importancia mundial, ejem-plar…”.11 Pero, más precisamente, ¿qué es lo que explica este significado global? ¿La profunda originalidad del proyecto de la Unidad Popular o la naturaleza de las luchas a las que dio lugar a partir de 1970? Sobre esto último, Alain Touraine se pregunta acertadamente: “¿Por qué no reconocer también que esta pureza de las luchas populares es lo que atrae hacia Chile tantas esperanzas y tanta solidari-dad?”;12 un país que hizo las veces de laboratorio y que era “en realidad el primer caso histórico” de una nación que no formaba parte de las “sociedades capitalistas centrales”, como tampoco de las “sociedades despóticas”, eso era precisamente lo que explicaba “el interés inmenso que el mundo tiene en Chile”.13

Entonces, ¿qué ocurrió en Chile el 11 de septiembre de 1973? Fue tal el desconcierto que no pocos intelectuales se hicieron eco de sucesos tan dramá-ticos como absurdos, y en algunos casos francamente inverosímiles, lo que en sí mismo constituye una pista para descifrar en vivo los motivos y razones (en este caso de superficie, anecdóticas y en ningún caso finales) del derrumbe de la democracia chilena. Dicho de otro modo, tras el relato de esos episodios anec-dóticos y poco creíbles lo que asoma es una auténtica perplejidad intelectual.

Así, haciéndose eco de rumores y de una fantasía más propiamente literaria que de otra cosa, Gabriel García Márquez sostenía muy en serio que el bombar-

10 Del que incluso mucho antes del golpe ya se hacía eco la academia anglosajona: Russell H. Fitzgibbon explicaba la excepción chilena –su solidez democrática– por los orígenes europeos de buena parte de su población (“A Political Scientist’s Point of View”, American Political Science Review 44, 1950, 124, y “Mea-suring Democratic Change in Latin America”, Journal of Politics 29, 1967, 129-166); Maurice Zeitlin habla de Chile como un caso fuera de lo común en el continente en “Los determinantes sociales de la democracia política en Chile”, en James Petras y Maurice Zeitlin, eds., América Latina: ¿reforma o revolución?, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970, 178. Para una reflexión sobre este excepcionalismo criollo, ver de Al-fredo Joignant, “Political Parties in Chile: Stable Coalitions, Inert Democracy”, en Kay Lawson, ed., Political Parties and Democracy, Santa Barbara, Praeger, 2010, tomo 1: “The Americas”, 128-130.

11 Ver, en este volumen, “El asesinato de Chile”, 349.

12 Alain Touraine, Vida y muerte del Chile popular, México D.F., Siglo Veintiuno, 1974, 9.

13 Íd., 116.

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deo del palacio de La Moneda habría sido obra de “un grupo de acróbatas aéreos norteamericanos que habría ingresado al país bajo la pantalla de la Operación Unitas”;14 otros sostuvieron que el Presidente Allende no solo habría podido recurrir a un plebiscito sino que podría haber disuelto aquel día las dos cámaras del Congreso y haber llamado a elecciones (olvidando que Chile tenía un régi-men presidencial y no uno parlamentario);15 o que “los tanques se detenían en los signos Pare y en los semáforos en rojo en su camino para tomar el palacio de gobierno”, no sin antes pasar por el supuesto bochorno de que el conductor de un tanque requiriera petróleo en una bencinera y le fuese negada por el emplea-do a cargo, lo que hizo que “los golpistas abandonaran el tanque”.16

Pero es a propósito de la muerte de Salvador Allende que la fantasía se torna delirio. Mientras que para García Márquez, quien cita el relato de un testigo que le habría pedido no divulgar su nombre, “el Presidente murió en un intercambio de disparos” con la “pandilla” de militares que era encabeza-da por el general Javier Palacios, tras lo cual todos los oficiales involucrados se habrían confabulado en una suerte de “ritual” que habría desemboca-do en que todos “dispararon sobre el cuerpo” (al punto de que existiría una fotografía en manos del conocido fotógrafo Juan Enrique Lira),17 para Steenland “el relato del suicidio de Allende es grotesco (ludicrous)”, ya que lo más probable es que “un tal capitán Garrido” disparase primero sobre Allende, “y después este murió por otras y numerosas descargas”.18 Más allá de la anécdota y de lo que hoy sabemos era un delirio, ¿cómo no ver que la duda acerca de la muerte de Allende aun persiste, como lo prueban algunas investigaciones sobre la memoria del golpe en los chilenos?19

14 García Márquez, “The Death of Salvador Allende”, 53, lo que contrasta con el relato del exgeneral Mario López Tobar, El 11 en la mira de un Hawker Hunter. Las operaciones y blancos aéreos de septiembre de 1973, Santiago, Sudamericana, 1999.

15 James Petras, “The Transition to Socialism in Chile: Perspectives and Problems”, en Paul M. Sweezy y Harry Magdoff, eds., Revolution and Counter-Revolution in Chile, 70.

16 Betty y James Petras, “Ballots into Bullets: Epitaph for a Peaceful Revolution”, en Paul M. Sweezy y Ha-rry Magdoff, eds., Revolution and Counter-Revolution in Chile, 146. Ignacio González Camus narra algunos de estos episodios absurdos pero a veces reales, al recordar por ejemplo que el día del golpe una radio de iz-quierda transmitía proclamas de resistencia con la música ya para entonces hiperconservadora de los Huasos Quincheros de fondo. El día en que murió Allende, Santiago, ChileAmérica-CESOC, 1988, 205 [Hay una nueva edición: Santiago, Catalonia, 2013.]

17 Gabriel García Márquez, “The Death of Salvador Allende”, 53.

18 Ver, en este volumen, “El golpe en Chile”. Sobre este mismo episodio, González Camus (en el capítulo “Dudas” de El día en que murió Allende) recoge –sin avalarla– la versión del libro Laberinto, de Eugene Propper y Taylor Branch, según la cual “el teniente de Ejército René Riveros habría cosido a balazos con su metralleta a Allende, desde el cuello a la ingle, al encontrarse ambos con sus armas en la mano, en el segundo piso de La Moneda”.

19 Jorge Manzi, Ellen Helsper, Soledad Ruiz, Mariane Krause y Edmundo Kronmüller, “El pasado que nos pesa: la memoria colectiva del 11 de septiembre de 1973”, Revista de Ciencia Política 23(2), 2003, 177-214.

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Una vez consumado el golpe, ¿qué régimen sucedió a la democracia? He allí una pregunta que suscitó apasionadas tomas de posición. Una de ellas con-sistía en tipificar al gobierno militar como un régimen “totalitario”, postura a la que adhirieron desde Poulantzas a Salazar,20 hasta con la complicidad del propio dictador,21 o más generalmente como un régimen fascista: para Zeitlin y Ratcliff, lo que hubo en Chile fue “el advenimiento del fascismo” como con-secuencia de la interpenetración de los intereses latifundistas y capitalistas,22 una pista de investigación que será sistemáticamente ensayada por estos dos autores, además de por Petras: como veremos, este tipo de literatura sociológi-ca se interesará profusamente en el entroncamiento de intereses de los grupos económicamente dominantes en el campo y la ciudad, interrogándose acerca de las estrategias matrimoniales, los parentescos, la propiedad y conducción familiar de empresas financieras y latifundios, esto es, la base social de susten-tación de lo que políticamente sería –en esta óptica– el fascismo.

Sin embargo, varios autores abordan de modo más matizado la naturaleza del régimen militar. Si bien Rouquié tilda la dictadura de Pinochet de “Esta-do terrorista”,23 también considera el golpe chileno como “una intervención conservadora, contrarrevolucionaria, equivalente funcional del fascismo”.24 En cuanto a Grugel, aborda el quiebre de la democracia a la luz de la histórica influencia de la ideología fascista en el país, desde el Movimiento Nacional Socialista de Chile en la década de 1930 hasta la actuación del grupo de extre-

20 Nicos Poulantzas, en L’Etat, le pouvoir, le socialisme, París, Presses Universitaires de France, 2ª edición, 1982, 225, define los regímenes de Videla en Argentina y de Pinochet en Chile como expresiones de “los totalitarismos del Oeste”. Gabriel Salazar (en “Bicentenario: 200 años de daño transgeneracional”, que corresponde a la presentación del libro Daño transgeneracional: consecuencias de la represión política en el Cono Sur, Santiago, CINTRAS/EATIP/GTNM-RJ/SERSOC, 2009) llega a hablar del “holocausto del Cono Sur” y de “totalitarismo neoliberal en Chile”. Hoy en día, si bien Salazar insiste en esta categoría para nombrar la dictadura de Pinochet, a Stern se le debe reconocer el mérito de haber acuñado una categoría mucho menos connotada, la de “policidio”, que distingue una clase específica de ejercicio del poder estatal en relación con el “genocidio” y el “etnocidio”, y subraya la singularidad del esfuerzo político de destruir radical y permanentemente “los modos de hacer y pensar la política que caracterizaron al Chile de los años sesenta”. Steve J. Stern, The Memory Box of Pinochet’s Chile, tomo 1: Remembering Pinochet’s Chile: On the Eve of London 1998, Durham y Londres, Duke University Press, 2006, 31.

21 El escritor francés Bernard Chapuis apunta en 1976 que “el general Pinochet acaba de aportar una nueva piedra al edificio de la ciencia política, al declarar que ‘Chile ha puesto exitosamente en marcha una experiencia basada en la democracia totalitaria’”, un invento no muy distinto “para la humanidad que el submarino a vela”. “Augusto”, Le Monde, 24 de diciembre de 1976.

22 Maurice Zeitlin y Richard E. Ratcliff, “Research Method for the Analysis of the Internal Structure of Dominant Classes: The Case of Landlords and Capitalists in Chile”, Latin American Research Review 10(3), otoño de 1975, 7.

23 Alain Rouquié, L’État militaire en Amérique latine, París, Seuil, 1982, 276 y ss.

24 Alain Rouquié, “L’hypothèse ‘bonapartiste’ et l’émergence des systèmes politiques semi-compétitifs”, Revue Française de Science Politique 6, diciembre de 1975, 1.107. A su vez, Raskin ve en el derrocamiento de Allende una analogía con “la estrategia fascista empleada en Italia en 1921”. Markus G. Raskin, “Democracy versus the National Security State”, Law and Contemporary Problems 40(3), verano de 1976, 201.

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ma derecha Patria y Libertad durante la Unidad Popular, lo que en este caso se interpreta como “parte de las divisiones internas de la burguesía” sobre cómo enfrentar el gobierno de Allende, sin que ello signifique que la dictadura mi-litar que le sucedió haya sido de tipo fascista.25 Muy distinta era la postura de O’Donnell, quien consideraba “un error confundir el Estado burocrático-au-toritario con el fascismo”,26 no obstante el carácter altamente coercitivo del régimen militar chileno durante sus primeros años.

En el mismo sentido apunta el análisis de Touraine en su diario sociológico so-bre la Unidad Popular. Al preguntarse “¿hay fascismo en Chile?”, impelía a tomar seriamente en cuenta dos elementos. En primer lugar, ante la pregunta de si la so-ciedad capitalista chilena se encontraba en crisis, Touraine respondía afirmativa-mente, señalando que ello constituía una condición necesaria pero no suficiente para asentar la existencia del fascismo. El segundo elemento es la naturaleza de la industrialización en un país periférico como Chile, esto es, si el proceso se realizó “bajo la dirección del Estado y de una fracción de una antigua clase dirigente y no bajo la de la burguesía comerciante”: la respuesta de Touraine es sin ambages, ya que el Estado fue en efecto (y muy especialmente durante el gobierno de Allende) “el agente central”, aunque sin una participación protagónica de las cla-ses medias. Esto último le permite concluir pocos días antes del golpe de Estado que “no es exacto hablar, en el caso presente, de movimiento fascista”, sino más bien de “un movimiento contrarrevolucionario como la Acción Francesa”.27 Tras el posterior desarrollo de la investigación sobre el totalitarismo nazi en Alemania y fascista en Italia, hoy sabemos que es impropio y sumamente peligroso (por los riesgos de relativización del horror que son bien conocidos por los historiado-res) caracterizar la dictadura de Pinochet como “fascista”: no porque en ella no haya habido elementos fascistas, sino porque generalmente se confunde fascismo con nacionalismo, y sobre todo se olvida que el gremialismo liderado por Jaime Guzmán distaba de ser fascista debido a la presencia originaria de un catolicismo ultraconservador que terminó armonizándose con un pensamiento económico neoliberal que abogaba por un Estado mínimo.

Fascista o no, el hecho es que una forma inédita de régimen político coer-citivo surgió en Chile a partir de 1973, y que la literatura sobre el “nuevo au-toritarismo” latinoamericano penaba por capturar.28 Respecto de las circuns-

25 Jean Grugel, “Nationalist Movements and Fascist Ideology in Chile”, Bulletin of Latin American Research 40(2), 1985, 109 y 117.

26 Ver “Reflexiones…”, en este volumen.

27 Alain Touraine, Vida y muerte del Chile popular, 99.

28 David Collier, ed., The New Authoritarianism in Latin America, Princeton, Princeton University Press, 1979.

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tancias que acompañaron su surgimiento, sabemos bastante gracias a varias crónicas de periodismo investigativo;29 sobre su génesis política han sido muy valiosos los trabajos de Valenzuela, Huneeus y sobre todo el brillante estudio de Mouzelis sobre las rutas a la dictadura en Argentina, Grecia y Chile.30 Pero, ¿tenemos claridad sobre cómo llamar al nuevo régimen?

Seis años antes del golpe militar, Putnam proponía una tipología de regíme-nes encabezados por uniformados: desde los “regímenes militares puros” hasta “coaliciones cívico-militares”, pasando por “regímenes militares constitucio-nales” y “protectorados militares”.31 ¿Eran estas categorías pertinentes para dar cuenta de la especificidad del nuevo orden emanado del golpe de Estado en Chile, y sobre todo para designarlo con claridad? Más allá del estigma aso-ciado a cada una de estas categorías, ¿qué es lo que se privilegia en tal o cual tipificación? ¿La naturaleza represiva de la dominación? ¿El resultado político de un cierto estadio evolutivo del capitalismo criollo? ¿El arreglo más o menos inestable de las relaciones de clase? ¿La superioridad política de la burguesía chilena, un acto de fuerza de las clases medias o una expresión de autono-mía de las Fuerzas Armadas? Las respuestas a estas preguntas son tan variadas como matizadas, y no basta definir el nuevo orden chileno apelando a la natu-raleza de una “nueva dictadura militar” derivada de “otra etapa del desarrollo capitalista” a la que se le asignan “tareas específicas”.32 Pero, ¿en qué consiste este nuevo orden? La respuesta de Löwi y Sader no se deja esperar, en una clara alusión al 18 Brumario de Luis Bonaparte de Marx: en Chile, “la incapacidad que muestra la burguesía para componer una fuerza social que logre batir a la izquierda en el marco de la democracia representativa” encuentra su corolario en “la incapacidad de la izquierda para vencer la reacción burguesa”, que es precisamente lo que abre “la vía a la solución militar”.33 ¿Cómo no verlo? La naturaleza política de esta solución militar corresponde a lo que Rouquié

29 Ignacio González Camus, El día en que murió Allende; Ascanio Cavallo, Óscar Sepúlveda y Manuel Salazar, La historia oculta del régimen militar, Santiago, Grijalbo, 1997; Mónica González, Chile: la conjura. Los mil y un días del golpe, Santiago, Ediciones B, 2000; Ascanio Cavallo y Margarita Serrano, Golpe: 11 de septiembre de 1973, Santiago, Aguilar, 2003.

30 Arturo Valenzuela, The Breakdown of Democratic Regimes: Chile, Baltimore: The Johns Hopkins Uni-versity Press, 1978. [Hay una nueva edición en castellano: El quiebre de la democracia en Chile, Santiago, Ediciones UDP, 2013.] Carlos Huneeus, El régimen de Pinochet, Santiago, Sudamericana, 2000. Nicos Mouzelis, “On the Rise of Postwar Military Dictatorships: Argentina, Chile, Greece”, Comparative Studies in Society and History 28(1), enero de 1986, 55-80.

31 Robert D. Putnam, “Toward Explaining Military Intervention in Latin American Politics”, World Politics 20(1), octubre de 1967, 2.

32 Michael Löwi y Eder Sader, “La militarisation de l’Etat en Amérique latine”, Revue Tiers-Monde XVII(68), septiembre de 1976, 872 [“The Militarization of the State in Latin America”, Latin American Perspectives 12(4), invierno de 1985, 7-40.]

33 Íd., 876.

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pudo llamar una “hipótesis bonapartista”,34 la que a su vez no es muy distinta del papel crecientemente autónomo que desempeña el nuevo régimen pocos años después del golpe, momento en el cual “varios sectores sociales descubren amargamente que no están incluidos en la lista de beneficiarios del nuevo Es-tado”.35 Si bien esta hipótesis bonapartista armoniza con la pregunta, cargada de controversia y que abordaremos más adelante, de si las Fuerzas Armadas actuaron de modo autónomo o en función de intereses de clase de sus altos mandos, gana en verosimilitud cuando Raskin recuerda que un “Estado de seguridad nacional” como el chileno emerge casi mecánica y autónomamente de “la guerra, del miedo a la revolución y al cambio, de la inestabilidad eco-nómica del capitalismo y de las armas nucleares, y de la tecnología militar”.36

Autonomía castrense o expresión militar del conflicto de clase: es esta an-tinomia la que alimentó un duradero debate sobre las responsabilidades y causas del golpe, del cual es preciso dar cuenta en las páginas siguientes.

El golpe de Estado: ¿lucha de clases o autonomía militar?

La relación entre los intereses de clase en disputa y el resultado político del conflicto nutrió una importante literatura. Los trabajos de Portes (uno de los cuales se incluye en este volumen), que intenta un acercamiento al fenómeno del radicalismo de izquierda basándose en datos estadísticos, constituyen un buen ejemplo de este interés persistente. Si bien Portes verifica la proposición según la cual mientras más alta la clase social con la cual uno se identifica menores son las simpatías con el radicalismo de izquierda,37 el autor invita a incursionar en el estudio de “variables de personalidad” afirmando con razón que el radicalismo de izquierda, “más que una reacción emocional simplista”, es una orientación política compleja y para entenderla es necesario compren-der las formas pasadas de la socialización política del individuo popular.38

Con los mismos datos de Portes, pero con otra metodología, y contrariando todas las apariencias, en “Hipermovilización en Chile, 1970-1973” Lands-berger y McDaniel infieren que los trabajadores se orientan a la izquierda “en diferentes grados, dependiendo de la naturaleza exacta del tema”, no tanto

34 Alain Rouquié, “L’hypothèse ‘bonapartiste’ et l’émergence des systèmes politiques semi-compétitifs”.

35 O’Donnell, “Reflexiones…”, en este volumen.

36 Markus G. Raskin, “Democracy versus the National Security State”, 189.

37 Portes, “Radicalismo de izquierda en Chile”, en este volumen.

38 Portes, “Political Primitivism, Differential Socialization, and Lower-Class Leftist Radicalism”, American Sociological Review 36(5), octubre de 1971, 829-830.

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obedeciendo una ideología u orientación política universal, y que la constante en Chile era que “no querían ver violencia”.39 Este estudio es muy importante ya que permite descartar la hipótesis de Lipset según la cual existiría un con-servadurismo cultural y una suerte de propensión natural a la violencia de par-te de la clase obrera,40 en circunstancias que el radicalismo de los trabajadores chilenos (y no solo de los obreros) sería más bien temático y en ningún caso una orientación política general de este grupo social: tanto es así que los mis-mos autores reseñan una encuesta de la revista Ercilla de septiembre de 1972 según la cual –de modo muy contraintuitivo– Allende no habría recibido siquiera “el 50% de los hipotéticos votos de los encuestados de clase baja”.41 Así las cosas, de haber habido lucha de clases, el conflicto no habría tenido lugar a lo largo y ancho de la sociedad sino más bien en función de temas y urgencias que variaban en alcance e intensidad para individuos que se reco-nocían de una misma clase social, lo que debiese obligar a estar más atentos a la topografía social del izquierdismo revolucionario o del “primitivismo” del que nos habla Portes.

Algo de esta topografía social de una misma clase se aprecia en el trabajo de Winn, quien, a partir de entrevistas a trabajadores de la textil Yarur, distingue cinco “tipos de conciencia” obrera: desde la conciencia del “apatronado” que considera “justa” la desigualdad entre clases sociales hasta la conciencia del “revolucionario”, para quien es viable un camino democrático y pacífico al socialismo, pasando por la conciencia del “populista”, del “comunitarista” y del “radical reformista”.42 En todas estas gradaciones de la conciencia obrera y popular se aprecian distintas formas de apropiarse el mundo, a partir de varia-dos tipos de radicalidad, en donde no siempre ni necesariamente esta última tiene que ver con la transformación del orden establecido.

Pero continuemos con la analogía topográfica. Si bien a partir de 1970 es todo el orden político y social el que está en entredicho, naturalmente no son todas las clases sociales las que tienen un papel en la subversión. Al respecto, la literatura sobre el golpe de Estado se interesó profusamente en el papel desempeñado por las clases medias, en la medida en que se entendía que el destino del experimento chileno se jugaba en lo que estos grupos medios po-

39 Ver, en este volumen, “Hipermovilización en Chile, 1970-1973”, 202.

40 Es la famosa tesis del “autoritarismo de la clase obrera” de Seymour Martin Lipset en El hombre político. Las bases sociales de la política (Buenos Aires, Eudeba, 1963, 77-111), que fue decisivamente criticada por Pierre Bourdieu en “L’opinion publique n’existe pas”, Les Temps Modernes 318, enero de 1973, 1.292-1.309.

41 “Hipermovilización en Chile, 1970-1973”, 202.

42 Peter Winn, “Loosing the Chains Labor and the Chilean Revolutionary Process, 1970-1973”, Latin American Perspectives 3(1), invierno de 1976, 72.

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dían o no podían hacer. Sin embargo, ¿sabemos realmente en qué consistía la clase media chilena? ¿Conocemos sus magnitudes y fronteras, su composición y cultura? Las respuestas a estas preguntas eran tan variadas como contradic-torias, al punto de que hasta el día de hoy no es evidente afirmar que la clase media consistía en tal o cual, actuaba de tal o cual forma y, en una coyuntura de crisis, y por las razones que fueren, era propensa a comportamientos revo-lucionarios o a conductas derechamente reaccionarias. Como veremos, fue esta última alternativa, la de una clase media timorata, conservadora y ávida de movilidad social la que se impuso como creencia y representación domi-nante a la hora de dar cuenta del golpe de Estado.

¿En qué podía consistir la clase media, o las clases o capas medias, en donde el uso del singular alude a un grupo compacto y homogéneo, mientras que el plural refiere por el contrario a su heterogeneidad constitutiva? Miliband se hace cargo de este problema ensayando una sociología política de este grupo social que distingue entre clase media alta, clase media media y clase media baja: en su estudio, la mayoría de los dos primeros segmentos se opondría a la Unidad Popular, y tan solo los “profesionales inferiores y oficinistas, técnicos, personal administrativo” de la clase media baja habrían servido de sustento al gobierno de Allende.43 Sin embargo, más allá de esta sociología política de los oficios y funciones profesionales de los grupos medios en Chile, lo que esta distinción sugiere son predisposiciones políticas distintas de un grupo a otro, lo que equivale a subrayar la profunda heterogeneidad de estas clases medias. Es este uso del plural que se encuentra presente en el interesante artículo de Winn, quien sostiene que las “capas medias” estarían formadas por “un estrato intermedio en Chile entre la clase trabajadora y la clase media”, esto es, básica-mente por empleados que se consideran miembros de las “capas medias”,44 sin que queden claras las fronteras ni la magnitud45 de esta clase y de las “capas” que se supone estarían por debajo de ellas, a sabiendas de que sus miembros no se dicen ni forman subjetivamente parte del mundo de los trabajadores. No muy distinta es la tipificación de Touraine de esta esquiva clase media, la que estaría formada de “estratos que ejercen una influencia política sin ocupar una posición de clase bien definida”,46 de los que forman parte preponderante

43 Ver, en este volumen, “El golpe en Chile”.

44 Peter Winn, “Loosing the Chains Labor”, 73, nota 5.

45 Según Nogee y Sloan, el tamaño de la clase media era considerable, ya que representaba alrededor del 30% de los 9 millones de chilenos de entonces. Joseph L. Nogee y John W. Sloan, “Allende’s Chile and the Soviet Union. A Policy Lesson for Latin American Nations Seeking Autonomy”, Journal of Interamerican Studies and World Affairs 21(3), agosto de 1979, 341.

46 Alain Touraine, Vida y muerte del Chile popular, 54.

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la “clase media burocrática” que es importante que “no se vea liquidada por la inflación” para que pueda “en reciprocidad, aportar al régimen un apoyo in-dispensable”.47 Como veremos, para Touraine estos estratos son muy distintos del “pueblo” (el que además no se reduce a la clase obrera).

En todos los casos, la controversia decisiva acerca de la clase media residía en su rol políticamente conservador y promotor de una solución de fuerza al conflicto de clase. Al respecto, la posición de una gran mayoría de intelec-tuales era categórica: es a esta clase media que fue tan pocas veces definida y tipificada con precisión a la que se le imputará la responsabilidad histórica de haber servido de base de sustentación para el golpe. Así, para Hobsbawm, la tragedia y el asesinato de Chile fue “la venganza de sus clases medias”, lo que ya se encontraba prefigurado en formas de “rebelión” de estos grupos como la marcha de las cacerolas de “mujeres de clase media acomodada”, el paro de los camioneros y las movilizaciones de “trabajadores de cuello blanco y profesio-nales”.48 ¿Significa esto que las clases medias son grupos naturalmente propen-sos a soluciones autoritarias? Ciertamente no. Lo que explicaría esta rebelión o traición de las clases medias es la frustración que experimentaron a raíz de las políticas de Allende, al abortar aquel “sueño de la clase media” de alcanzar “bienes de consumo duraderos”.49 Aun si se reconoce que muchos “pequeños burgueses” se beneficiaron materialmente con “las políticas redistributivas del gobierno”, ello se pagaba al alto precio de violar “la mística de la propiedad, la movilidad y la ambición”:50 algo así como un freno redistributivo a las luchas por la distinción entre las clases cuya dinámica conocemos hoy tan bien a través de la obra de Bourdieu,51 y que habría marcado a fuego a la clase media en Chile. Esta interpretación es sugerente, sobre todo cuando se apoya en análisis de sociología histórica y comparada: tal es el caso del extraordinario y desconocido estudio de Mouzelis sobre Argentina, Grecia y Chile después de la Segunda Guerra Mundial, tres países en donde cuando “los trabajadores rurales comenzaron a movilizarse radicalmente, las clases medias hacía rato habían cesado de ser outsiders políticos”, lo que las convirtió en “el principal tapón” para la “amenaza popular [que venía] desde abajo”.52 Dicho de otro

47 Íd., 96.

48 Cristóbal Kay, “Chile: the Making of a Coup d’Etat”, Science and Society 39(1), primavera de 1975, 13.

49 Íd., 20. Véliz atribuye incluso “el distanciamiento masivo de los sectores dominantes de clase media” a la personalidad y al “carácter del Presidente”. Claudio Véliz, “Continuidades y rupturas en la historia chilena: Otra hipótesis sobre la crisis chilena de 1973”, Estudios Públicos 12, 1983, 64.

50 Betty y James Petras, “Ballots into Bullets: Epitaph for a Peaceful Revolution”, 145.

51 Pierre Bourdieu, La distinction. Critique sociale du jugement, París, Minuit, 1979.

52 Nicos Mouzelis, “On the Rise of Postwar Military Dictatorships: Argentina, Chile, Greece”, 66.

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modo, lo que Mouzelis demuestra convincentemente es “el rol conservador post-oligárquico de las clases medias” en estos tres países, no porque sean grupos necesariamente conservadores, sino porque su papel histórico se juega en el momento en que comienzan a ingresar a la competencia política y a pujar por la democratización de la sociedad grupos campesinos y populares.53 Puede entonces entenderse la importancia de la reforma agraria y la política de promoción popular que llevaron adelante el gobierno de Frei Montalva y naturalmente el gobierno de Salvador Allende. Así las cosas, no puede ser una sorpresa que el papel de la clase media en el golpe chileno diese lugar a lec-ciones generales orientadas a ilustrar el proceso político de otros países: “[L]a primera condición del pasaje democrático al socialismo en un país occidental de tipo francés es que el gobierno de izquierda tranquilice a las clases medias sobre su suerte en el futuro régimen”.54

Sin embargo, la discusión sobre el papel de la clase media no se limitó a la pregunta de si esta alentó, promovió o sustentó en tanto clase social la so-lución golpista. La pregunta por el papel de este grupo también se planteó a propósito de una eventual relación de causalidad entre el origen social de clase media de los oficiales de las Fuerzas Armadas y su actuación institucional el 11 de septiembre de 1973. Una vez más, no existe acuerdo sobre si las Fuerzas Armadas actuaron y dieron autónomamente el golpe en virtud de una percep-ción de amenaza a la institución, o si la solución militar se explica porque los altos mandos respondían a los intereses no solo de la clase alta sino también y sobre todo porque los miedos y temores de la clase media se transmitían por origen y condición social entre los oficiales de todas las ramas castrenses.55 Para numerosos autores, el golpe militar habría sido una decisión institucional to-mada a partir de un principio de autonomía organizacional. Löwi y Sader afir-man categóricamente que para entender el golpe y a los militares en el poder es preciso convencerse de que “ellos no constituyen ni una clase ni una ‘casta’ y que su práctica política no se puede explicar enteramente a partir de su origen

53 Al respecto, Goldberg señala un interesante dato indicativo del conflicto de clase durante la Unidad Popular: según una encuesta de opinión de la revista Ercilla de 1972, el 75% de los hogares de bajos ingresos afirmaba que en aquel momento era más fácil obtener bienes esenciales que en el pasado, mientras que el 77% de los hogares de ingreso medio y el 99% de los de altos ingresos opinaban exactamente lo contrario. Peter A. Goldberg, “The Politics of the Allende Overthrow in Chile”, Political Science Quarterly 90(1), primavera de 1975, 107, nota 21. Es inútil enfatizar que esta disparidad de juicios entre grupos socioeco-nómicos alimentaba “las predisposiciones conservadoras, consumistas y de conciencia de estatus de muchos chilenos de clase media”, 116.

54 Maurice Duverger, “Le passage au socialisme démocratique”, Le Monde, 23-24 de septiembre de 1973.

55 Sobre la relación entre militares y clase media en Chile, ver el clásico estudio de Alain Joxe, Las Fuerzas Armadas en el sistema político chileno, Santiago, Universitaria, 1970, 124 y ss.

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social”.56 Se infiere entonces que existe una cierta autonomía organizacional y política de las Fuerzas Armadas, y que los intereses y pasiones externos son procesados por la racionalidad interna de las instituciones castrenses; en tal sentido, las Fuerzas Armadas no pueden ser concebidas como simples reflejos de los intereses de la sociedad y de las clases en pugna, lo que no quiere decir que el alto mando sea indiferente ante el conflicto de clases: todo el problema radica, entonces, en la naturaleza de la articulación entre lógica institucional y conflicto social, en donde el eslabón mediador es el funcionamiento del sistema político, y muy especialmente el papel de los partidos.

Sin necesariamente traducirse en una solución de tipo bonapartista –tras el brillante estudio histórico de Marx–, la que ha sido solicitada en innu-merables ocasiones en América Latina, Mouzelis sostiene que en Argentina, Grecia y Chile los militares intervinieron no solo para “salvaguardar los in-tereses capitalistas, o porque los oficiales eran de origen de clase media, sino también con el fin de proteger sus propios intereses corporativos”, los que son “principalmente intereses de poder”.57 Nunn aborda esta autonomía militar de modo sumamente original a partir de la revisión del Memorial del Ejército de Chile durante varias décadas, para concluir que “la falta de interés de las Fuerzas Armadas en materias extraprofesionales”, y la consiguiente ausencia de “una propensión a la acción política”, son un mito.58 Esto no significa, sin embargo, que una rama como el Ejército haya sido una exten-sión de “la clase media y/o de la oligarquía”,59 y que por lo tanto su actuación política fuera la consecuencia mecánica de uno de estos grupos, o de ambos. En efecto, se pregunta Nunn, “¿es la clase del oficial (…) representativa de la clase media? Si así es, las tropas que realmente hicieron el trabajo y que man-tuvieron a la Junta después del 11 de septiembre, ¿son también representa-tivas de la ‘clase’ media?”.60 Para responder estas preguntas, recuerda que “las organizaciones militares profesionales, por su naturaleza, exhiben por lejos una mayor cohesión y homogeneidad que sus contrapartes civiles”,61 y es este carácter objetivado de la institución castrense lo que puede explicar los rasgos de autonomía de los intereses de sus miembros. Puede entonces entenderse que Nunn distinga, al interior del Ejército, entre los militares

56 Michael Löwi y Eder Sader, “La militarisation de l’Etat en Amérique latine”, 861.

57 Mouzelis, “On the Rise of Postwar Military Dictatorships: Argentina, Chile, Greece”, 76.

58 Frederik M. Nunn, “New Thoughts on Military Intervention in Latin American Politics: The Chilean Case, 1973”, Journal of Latin American Studies 7(2), noviembre de 1975, 287.

59 Íd., 289.

60 Ibíd.

61 Íd., 291.

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“constitucionalistas” (Schneider, Prats) y los militares “institucionalistas” (en este caso generales “preocupados por su supervivencia frente a la crecien-te asociación con la política izquierdista”62 graficada en la incorporación de militares al gabinete de Allende en 1973), esto es, dos grupos apegados a dos principios que se tornaron contradictorios para el funcionamiento del Ejército: por una parte, la subordinación irrestricta a la Constitución, y por la otra el apego a la autonomía organizacional de las Fuerzas Armadas que en tiempos de paz y de guerra las mantiene al margen del conflicto político y social. Aun más: incluso después del golpe inicial que origina la dictadu-ra militar, O’Donnell recuerda que el Estado burocrático-autoritario no es nunca completamente la expresión directa de los intereses económicamente dominantes, que es lo que explica que las relaciones entre este tipo de Esta-do y el capital internacional sean “complejas y a veces tensas”.63

Sin embargo, más allá de estas cavilaciones, es otra la representación del papel de los militares la que terminó predominando en la literatura tanto académica como ensayística. Para García Márquez, “las Fuerzas Armadas, como un grupo social, poseen los mismos orígenes y ambiciones que la clase media”.64 Un juicio relativamente parecido es el de Petras, quien sos-tiene que “los altos oficiales del Ejército de Chile son predominantemente de clase media”, mientras que “los oficiales de menor rango son cercanos a la clase media baja”,65 en un juego (en sentido literal) de correspondencias entre posiciones jerárquicas al interior de la institución castrense y posicio-nes sociales medianas o inferiores de la clase media. Para otros autores, por ejemplo Moreno, “la identificación de los militares chilenos con las clases medias y alta era total” ante la amenaza para sus “ideas conservadoras e in-tereses económicos”,66 lo que reitera el rol históricamente conservador que desempeñan los grupos medios en coyunturas críticas. Ratcliff, un autor prolífico en investigaciones empíricas y originales sobre las clases sociales dominantes en Chile, critica ácidamente en cambio las interpretaciones del golpe como consecuencia de un levantamiento de militares de clase media: a juzgar por las fuentes biográficas disponibles (un material que Ratcliff emplea frecuentemente en sus trabajos), “los líderes de la Junta están estre-chamente relacionados con familias acomodadas de la sociedad chilena”,

62 Íd., 298.

63 Ver, en este volumen, “Reflexiones…”, 120.

64 García Márquez, “The Death of Salvador Allende”, 48.

65 James Petras, “The Transition to Socialism in Chile: Perspectives and Problems”, 73.

66 Francisco José Moreno, “The Breakdown of Chilean Democracy”, World Affairs 138(1), verano de 1975, 20.

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generalmente a través de relaciones de parentesco o de estrategias matrimo-niales, al punto que los cuerpos de oficiales superiores estarían dominados por “parientes cercanos de las familias pudientes de clase media alta y alta”.67 Es entonces en la imbricación entre instituciones militares, y más allá de ellas entre instituciones políticas, estatales y clases sociales dominantes don-de se juega la tragedia de Chile y el fracaso del experimento revolucionario de Salvador Allende.

Pero, ¿qué cabe entender por clase dominante, o simplemente “clase alta” (upper class) en el Chile de comienzos de los años setenta? Básicamente “aque-llas aquellas familias acaudaladas que dominaban una parte desproporcionada del sector local de la economía chilena”,68 cuyo núcleo estaba formado por familias que controlaban la actividad económica en sectores sumamente dife-rentes. Más profundamente, Ratcliff (junto a Zeitlin y Ewen) se interesará en el surgimiento de los “nuevos príncipes” de la economía chilena, en rivalidad con los “viejos propietarios”, así como en la posible formación de una “noble-za de negocios”:69 para tal efecto, estudiará la estructura de propiedad de 37 grandes corporaciones no financieras, llegando incluso a determinar las rela-ciones de parentesco entre estos “nuevos príncipes”. ¿El resultado? La fuerte sospecha de que varios de estos personajes fueron “confiablemente identifica-dos como activos participantes en la planificación del derrocamiento de Allen-de por los militares”.70 Sin duda, es esta pista de análisis la que ha permitido que se asentara la creencia en un golpe como acto de fuerza por parte de lo que el marxismo de entonces (desde Althusser a Poulantzas, y en Chile a través de Marta Harnecker) llamaría “fracciones” de las clases dominantes, en este caso las fracciones superiores de la clase media y naturalmente de la burguesía financiera chilena, cuyos miembros se alían entre sí mediante matrimonios y vínculos familiares que permiten hablar de estos “nuevos príncipes” como de la clase económicamente dominante, la que no duda en actuar política-mente de modo homogéneo.71 En efecto, el tránsito de la acción económica a la acción política no supone necesariamente en Chile saltos cuánticos. Es así como Zeitlin, Neuman y Ratcliff muestran, en un documentado estudio

67 Ver, en este volumen, 86.

68 Íd., nota 1.

69 Maurice Zeitlin, Lynda Ann Ewen y Richard E. Ratcliff, “‘New Princes’ for Old? The Large Corporation and the Capitalist Class in Chile”, The American Journal of Sociology 80(1), julio de 1974, 117.

70 Íd., 120.

71 Sobre este tema, ver además el estudio de Maurice Zeitlin y Richard E. Ratcliff “Research Method for the Analysis of the Internal Structure of Dominant Classes: The Case of Landlords and Capitalists in Chile”.

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sobre los distintos “segmentos”72 de la clase de grandes terratenientes y direc-tores capitalistas, cómo estas fracciones de clase se desempeñan a través de sus parientes o de ellos mismos en cargos en el Congreso y en los gabinetes ministeriales, y ejercen “el liderazgo en los partidos de derecha”.73 Así las cosas, la investigación muestra que “los ejecutivos de las empresas terratenientes y los directores capitalistas” no solo “personifican la fusión (coalescence) de la gran propiedad agraria y del capital empresarial” –al punto de que ninguno de estos dos segmentos de clase “poseía un autonomía específica”–,74 sino que además penetraban y colonizaban regiones enteras del espacio político.

Si esta verdadera hegemonía de nuevos príncipes y segmentos de la clase dominante fue desafiada por la Unidad Popular fue porque la base de susten-tación de este gobierno estaba entre los obreros y campesinos, o si se prefiere en ese mundo que Touraine llamaba un “pueblo” cuyos miembros trascendían su condición de clase y que a menudo se caracterizaba por su autonomía res-pecto de los partidos de la izquierda y de su brazo sindical, la Central Única de Trabajadores (CUT). Touraine no se equivoca al señalar que buena parte de la fascinación que ejercía la Unidad Popular en las izquierdas del mundo occidental radicaba en la actuación crecientemente autónoma de un pueblo que no era ni masa ni partido ni sindicato: “[L]as fuerzas populares han adqui-rido autonomía de acción”, esto es, “una pureza de las luchas populares” que es donde reside el interés por el experimento chileno.75 Como bien sabemos gracias a los trabajos del propio Touraine,76 las dos principales expresiones ori-ginales de esta autonomía y pureza de las fuerzas populares eran los cordones industriales (“militantes en las fábricas, generalmente pasadas al sector social o bajo intervención, que se agrupan sobre una base territorial”) y los comandos comunales, que eran el “esbozo de un poder local paralelo que prepara a su vez un poder popular”.77 Qué duda cabe: se trata de un movimiento de clase, pero que no se deja asir ni interpretar fácilmente como extensión de los partidos o de los sindicatos. En efecto, si bien el papel que desempeñan en estos cor-

72 Maurice Zeitlin, W. Lawrence Neuman y Richard E. Ratcliff definen un “segmento de clase” como “una localización relativamente distinta en el proceso social de producción” en “Class Segments: Agrarian Proper-ty and Political Leadership in the Capitalist Class of Chile”, American Sociological Review 41(6), diciembre de 1976, 1.009.

73 Íd., 1.007.

74 Íd., 1.024-1.025.

75 Alain Touraine, Vida y muerte del Chile popular, 8-9.

76 Y mucho más recientemente con los textos de Mario Garcés y Sebastián Leiva, por ejemplo El golpe en La Legua. Los caminos de la historia y la memoria, Santiago, LOM, 2005, especialmente el análisis de la actividad sindical previa al golpe en la textil Sumar.

77 Alain Touraine, Vida y muerte del Chile popular, 12.

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dones y comandos los militantes de partidos excluía “un espontaneísmo ciego respecto de las condiciones políticas generales”,78 eso no significaba que el liderazgo de ese movimiento revolucionario recayera natural y mecánicamente en los partidos de la Unidad Popular, en su gobierno o en su aparato sindical. He allí la singularidad de la experiencia chilena, que inflamó la imaginación de la izquierda latinoamericana y europea: “Los cordones son una expresión casi pura de la conciencia de clase obrera, a la vez próxima y lejana de la acción política de la Unidad Popular”, escribe Touraine.79 Es en esta creciente autono-mía de los cordones industriales y los comandos comunales en donde reside la explicación de los constantes desbordes por la izquierda y por la base del gobierno de Allende (que es lo que varios autores muestran a través de indica-dores de hipermovilización y polarización).80 Pero es también el origen de un Pueblo con mayúsculas, el que al final del camino “no puede ser reducido a una definición de clase simple”.81

Entonces, ¿qué es el pueblo? ¿Un agregado de individuos que actúa local-mente (en fábricas o barrios) como grupo, sin transformarse en masa amorfa, precisamente porque habría en ellos formas inéditas de autoorganización? ¿O se trata más bien de grupos sociales populares que, aun si incluyen a “estu-diantes y profesores”,82 trascienden colectiva y autónomamente su condición originaria de clase para transformarse en una fuerza superior cuya compo-sición dejaría de ser obrera, campesina o trabajadora? ¿Sería esto el Pueblo según Touraine? La respuesta no es evidente, ya que en su diario sociológico Touraine oscila entre una concepción dinámica y movediza de la conciencia popular (“la debilidad del sector moderno extranjero, debido a la exigüidad del mercado interior, desplaza el centro de la conciencia hacia un lugar inter-medio entre la clase obrera y el pueblo”)83 y una montée en généralité de una clase obrera que a partir de sus propias luchas se transforma en Pueblo: es probablemente a esto último a lo que alude el autor de Vida y muerte del Chile popular al destacar que “aquí, en Chile, el pueblo y la clase obrera no se sepa-ran ni se confunden; la acción política y el movimiento de masas se apoyan pero no están unificados dentro de un marco único y general”.84

78 Íd., 13.

79 Íd., 17; el subrayado es nuestro.

80 Ver los artículos de Landsberger y McDaniel, y de Prothro y Chaparro en este volumen.

81 Alain Touraine, Vida y muerte del Chile popular, 27.

82 Íd., 13.

83 Íd., 26.

84 Íd., 102.

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En cualquier caso, esta creciente autonomía de las fuerzas populares fue seriamente tomada en cuenta por quienes se interesaron en el experimen-to de la Unidad Popular. Kyle Steenland también sostiene que los cordones industriales se volvieron crecientemente independientes del gobierno de la UP,85 en un contexto contradictorio entre autonomía e integración del movi-miento popular respecto del gobierno de Allende cuya principal traducción sería la proliferación de huelgas que la CUT no lograba frenar (por ejemplo en las minas del Teniente)86 y la explosión de paros ilegales cuya contabilidad y duración aportan Landsberger y McDaniel en el texto traducido en este volumen. Considerando estas expresiones de autonomía, ¿se puede concluir que tanto los militares como el mismo Allende desconfiaban profundamente de “las masas, de los trabajadores y campesinos, de organizaciones de trabaja-dores autónomos y de una economía basada en empresas de trabajadores”?87 No exactamente, ya que la vía chilena al socialismo no era otra cosa que un proyecto revolucionario elaborado e implementado por partidos, en el cual incluso el camino de las urnas reafirmaba el papel conductor de las organiza-ciones partidarias. Si hubo desconfianza (aunque el término parece excesivo) fue porque la propia dinámica del proceso gatillado por el gobierno de la UP alentó formas inéditas de autonomía popular, las que, dejadas a su libre albe-drío, amenazaban con desbordar tanto a la coalición gobernante como a las instituciones de la democracia representativa. A final de cuentas, bien podría ser el desborde popular y el miedo al pobre, al roto y sus vicios que embargaba a las clases dominantes y a sus elites políticas lo que explicara el golpe de Es-tado, lo que era hasta discernible en el estigma del “upeliento”, con todas sus connotaciones sociales de repulsión.88

El contexto de la guerra fría

La importancia que adquirieron tanto la experiencia de la vía chilena al socia-lismo como el golpe militar de 1973 no se puede entender sin comprender las

85 Ver, en este volumen, 300.

86 Francisco Zapata, “The Chilean Labor Movement under Salvador Allende: 1970-1973”, Latin American Perspectives 3(1), invierno de 1976, 95.

87 Brian Loveman, “Unidad Popular in the Countryside: Ni razón, ni fuerza”, Latin American Perspectives 1(2), verano de 1974, 155.

88 Esta es una de las pistas de análisis de “Sens, masse et puissance. Dégradations cérémonielles et repré-sentations de la puissance sous l’Unité Populaire au Chili, 1970-1973”, de Alfredo Joignant, en Isabelle Sommier y Xavier Crettiez, eds., Les dimensions émotionnelles du politique. Chemins de traverse avec Philippe Braud, Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2012, 131-142.

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dinámicas políticas mundiales de esos años. El peso electoral de la izquierda en Chile se tornó más relevante después de que la revolución cubana se convirtiera en modelo para muchos líderes y activistas latinoamericanos, convencidos de que sus propios países precisaban de reformas que transformaran profundamen-te sus sociedades caracterizadas por la exclusión, la pobreza y la desigualdad. Sin la revolución cubana –sin el efecto imitativo que producía entre los simpatizan-tes de izquierda la exitosa aventura de Fidel Castro y, sobre todo, de Ernesto Che Guevara–, la vía chilena al socialismo y el violento final de esa experiencia revo-lucionaria por la vía democrática difícilmente hubieran suscitado la atención y el atractivo que tuvieron.

Después de que la Segunda Guerra Mundial ordenara la política mundial en torno de dos grandes ejes –capitalismo versus comunismo, democracia versus autoritarismo, u opresión de los pueblos versus liberación de los oprimidos–, pronto los efectos de ese nuevo ordenamiento se hicieron sentir en América La-tina. Considerada como área de influencia exclusiva de Estados Unidos desde la proclamación de la doctrina Monroe en 1823 –el famoso “patio trasero”–, la región se había convertido en un área de preocupación especial para Washington. Tras anexarse exitosamente el noroeste mexicano –lo que ahora es Texas, Califor-nia, Nuevo México y Arizona– y luego, después de la guerra con España en 1898, hacer lo mismo con Puerto Rico y Cuba (país que obtuvo su independencia de manos de Washington en 1902), sumado a su papel en la construcción del canal de Panamá (y de la República de Panamá en 1903), Estados Unidos consolidó su papel dominante en la región, el que se hizo evidente en su presencia militar permanente en Cuba y casi permanente en Haití, y en la ocasional pero evidente intervención de Washington en Nicaragua y República Dominicana.

La activa participación de países de América Latina en la Liga de las Naciones confirma la influencia de Washington en la política exterior de la región. Ade-más, por sus lazos comerciales en algunos casos y por presencia militar en otros, Washington también influía con fuerza en la orientación política e ideológica de una buena parte de los países latinoamericanos. Después de que la crisis de 1929 indujera políticas más proteccionistas en el continente, esa influencia sobre Amé-rica Latina disminuyó, lo que se refleja en una menor intensidad y recurrencia de intervenciones militares estadounidenses después de 1930. La política del buen vecino impulsada por el Presidente Franklin Delano Roosevelt (1933-1945) re-flejó esa nueva realidad, aunque también confirmó que su país mantenía su rol preponderante en la región: ningún país de América Latina apoyó abiertamente a Alemania y sus aliados en la Segunda Guerra Mundial, y finalmente todos los países importantes de la zona tomaron partido por Estados Unidos y sus aliados.

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Por eso, en la inmediata posguerra, cuando se evidenciaba el surgimiento de una estructura bipolar que enfrentaría a Estados Unidos y a la Unión Soviética –defensor del modelo capitalista y de la democracia representativa uno, promo-tora del modelo estatista marxista y de un partido único que defendiera los in-tereses de la clase obrera la otra–, resultó inevitable que América Latina siguiera siendo esa región que Estados Unidos aspiraba a mantener en su reducto y que la Unión Soviética soñaba con atraer hacia sí. Dado que el proceso de industria-lización en los países latinoamericanos se había puesto en marcha, en el contexto de la política de sustitución de importaciones, la emergente clase obrera manu-facturera –que en algunos casos se sumaba a una ya activa clase obrera minera y en otros a una menos activa clase obrera en el sector agropecuario– propició el crecimiento de partidos obreros que aspiraban a un modelo de sociedad similar al soviético, o al menos inspirado en los escritos de los intelectuales que a su vez el modelo soviético buscaba materializar. La intervención estadounidense en Guatemala en 1954, y posteriormente la reacción estadounidense a la revolu-ción cubana, reflejaron la creciente preocupación de Washington ante el riesgo de perder su hegemonía en América Latina.

En Chile, la concreción de la polarización que trajo la guerra fría se hizo evi-dente durante el gobierno de Gabriel González Videla (1946-1952), del Partido Radical. Elegido en coalición con el Partido Comunista, una vez en el poder González Videla se mostró como un acérrimo anticomunista y, con el apoyo de partidos de derecha, pero también de una buena parte del Partido Socialista –que veía en el PCCh a un competidor más que a un aliado–, impulsó la promulgación en 1948 de una ley que proscribió a ese partido. La Ley de Defensa Permanente de la Democracia o “ley maldita”, que estuvo en vigencia hasta agosto de 1958, prohibió la existencia legal del PCCh, eliminó a miles de militantes comunistas del padrón electoral y dio pie a la persecución política de militantes y simpati-zantes. Abrogada a fines del período presidencial de Carlos Ibáñez del Campo (1952-1958), la “ley maldita” debe entenderse en el contexto de la guerra fría mucho más que por cuestiones internas o electorales nacionales, y representa la primera evidencia incontrastable de que la configuración de la rivalidad mundial de las potencias hegemónicas había alcanzado también a las fronteras de Chile.

En la elección presidencial de 1958, la sorpresivamente alta votación de Salvador Allende situó al senador socialista –quien, a diferencia de socialistas más moderados, se identificaba claramente con las ideas marxistas– muy cerca de obtener la mejor votación entre los cinco candidatos en liza. Su 28,5% de votos, apenas por debajo del 31,2% que alcanzó el derechista Jorge Alessandri, demostró el poderío electoral de la izquierda. Si bien Alessandri fue ratificado

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como Presidente por el Congreso Nacional para el período 1958-1964, la vo-tación de Allende confirmó que el peso electoral de la izquierda, ya derogada la “ley maldita”, había aumentado sustancialmente. También el aumento en la participación electoral, que pasó del 29% al 34% de aquellos en edad de votar, estaba relacionado con la mayor fortaleza de la izquierda.89 Por eso, parecía razonable esperar que a medida que el padrón electoral incorporara a más personas el apoyo electoral de los partidos de izquierda también aumentara.

La repercusión que tuvo la significativa votación de Allende en 1958 se vio además magnificada por la victoria de la revolución cubana solo meses más tarde. Con la llegada al poder de Fidel Castro –y la ascensión del Che Guevara a la calidad de héroe revolucionario latinoamericano y al poco an-dar mundial–, creció la preocupación estadounidense por evitar que América Latina comenzara a replicar el modelo soviético. A su vez, y aunque no tuvo participación directa en el éxito de la revolución cubana, la Unión Soviética vio en la épica llegada al poder de Fidel Castro y su ejército revolucionario una oportunidad para establecer y profundizar lazos en la región. Así, la revolu-ción cubana abrió de par en par las puertas de América Latina a la guerra fría.

El momento más simbólico de este proceso fue la crisis de los misiles en 1962, un episodio típico de la guerra fría que subraya de manera ejemplar el papel que desempeñaron las naciones de América Latina en el desarrollo de la confrontación entre Estados Unidos y la Unión Soviética: más que actores clave, se constituyeron en campo de batalla donde las grandes potencias com-batieron en forma vicaria a través de guerras locales que vieron enfrentados a simpatizantes de ambas en sus propios países. En Cuba fue donde estuvie-ron más cerca de enfrentarse directamente,90 pero los revolucionarios cubanos eran más nacionalistas que antiestadounidenses, y (lo que no compartía el Che Guevara) no aspiraban a combatir el rol hegemónico de Estados Unidos en el mundo. Su motivación principal era liberar a su propio país de la in-fluencia excesiva que había ejercido Estados Unidos en Cuba.

En parte producto de la negativa reacción estadounidense a las reformas im-pulsadas por el nuevo gobierno, pronto este radicalizó sus posturas, y la fallida invasión de fuerzas contrarrevolucionarias en Playa Girón en enero de 1961 terminó de convencerlo de que necesitaba aliarse con la Unión Soviética para protegerse de un eventual ataque militar estadounidense más contundente. Así, la presencia militar soviética aumentó rápidamente y, cuando estalló la crisis de

89 Patricio Navia, “Participación electoral en Chile 1988-2001”, Revista de Ciencia Política 24(1), 2004, 87.

90 Ver al respecto el libro de Graham T. Allison Essence of Decision: Explaining the Cuban Missile Crisis, Boston, Little, Brown, 1971.

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los misiles, en la segunda mitad de 1962, el gobierno cubano había ya sellado su destino y el futuro de la revolución había quedado ligado a la protección que la Unión Soviética pudiera dar al régimen de Castro.

El arribo al poder de John F. Kennedy en enero de 1961 había marcado un cambio en las prioridades de la política estadounidense hacia América Latina. Por un lado, Kennedy autorizó el frustrado ataque de Playa Girón, pero su go-bierno también se abrió a impulsar una relación de cooperación económica con la región. En marzo de 1961 se presentó el plan de la Alianza para el Progreso. La iniciativa, oficialmente proclamada por Estados Unidos y los países de la re-gión en septiembre de ese año en Montevideo, buscaba promover el desarrollo económico y fortalecer a la clase media latinoamericana con el fin de aplacar las condiciones materiales que facilitaban la aparición de grupos revolucionarios. Ya que la democracia se hace más estable en países con una clase media fuerte y en contextos de desarrollo, el gobierno de Kennedy buscaba combatir no solo la amenaza comunista representada por la revolución cubana sino las causas de la pobreza y la desigualdad que alimentaban el apoyo a esos movimientos insu-rreccionales. En Chile, el gobierno de Jorge Alessandri se vio beneficiado por al-gunas iniciativas de la Alianza para el Progreso. A cambio, Washington presionó para que se impulsara una reforma agraria que otorgara títulos de propiedad a los campesinos y ayudara a reducir la pobreza en zonas rurales.

El asesinato de Kennedy en 1963, la creciente tensión en el sudeste asiático y la compleja situación política al interior de Estados Unidos –con el movimien-to por los derechos civiles liderado por Martin Luther King– terminaron por arrinconar la Alianza para el Progreso en un lugar secundario dentro de las prio-ridades de Washington, aunque Estados Unidos mantuvo su preocupación por evitar la propagación del comunismo en América Latina, como lo demuestra su actuación con motivo de la elección presidencial de 1964 en Chile. Como ha quedado ampliamente documentado,91 Washington se abocó a evitar la victoria presidencial de Salvador Allende, que después de su buena votación en 1958 aparecía como el candidato con más posibilidades, y para ello apoyó con en-tusiasmo y recursos la candidatura del reformista Eduardo Frei Montalva, del Partido Demócrata Cristiano. Convencida de la necesidad de evitar la victoria de Allende, la derecha chilena optó también por apoyar a Frei y este se convirtió en Presidente de Chile con el 56% de los votos en septiembre de 1964.

91 Armando Uribe y Cristián Opazo, Intervención norteamericana en Chile, Santiago, Sudamericana, 2001; Paul Sigmund, The Overthrow of Allende and the Politics of Chile, 1964-1976, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 1977, y The United States and Democracy in Chile, Baltimore, The Johns Hopkins Univer-sity Press, 1993; Victor Wallis, “Imperialism and the ‘vía chilena’”, Latin American Perspectives 1(2), 1974, 44-57.

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La victoria de Frei fue especialmente importante en el esfuerzo por frenar el avance de la izquierda marxista, ya que se produjo en un contexto de creciente inclusión en el padrón electoral de personas de menores ingresos. Si en 1958 votó un 33,8% de los chilenos en edad de votar, en 1964 los 2,5 millones de votantes representaron el 61,6% de los chilenos en edad de votar. Además, como la izquierda chilena había logrado levantar una alternativa electoral para llegar al poder, la victoria de Frei la limitó en sus opciones democráticas. Con su promesa de “Revolución en Libertad”, Frei buscaba contraponer sus refor-mas a la revolución prometida por la izquierda chilena que, se creía, se realiza-ría en un contexto de autoritarismo marxista.

La invasión estadounidense a República Dominicana en 1965 brindó a Frei una oportunidad para marcar diferencias con Washington y demostrar que su programa no era servil a los intereses estadounidenses. En ese momento buscó activamente el apoyo y la relación con gobiernos moderados de Euro-pa –varios democratacristianos entre ellos–, y se alejó tanto de los gobiernos autoritarios proestadounidenses en América Latina como de los grupos que sentían especial cercanía con la revolución cubana.

Estados Unidos mantuvo su apoyo a Frei, pero, más que preocupación por el éxito de su gobierno, seguía estando interesado en evitar que la izquierda marxista llegara al poder por la vía democrática. Ese interés recrudeció en las presidenciales de 1970, momento en que, como también ha quedado documentado,92 Washin-gton hizo verdaderos esfuerzos –rayanos en la ilegalidad– para evitar que Allende ganara la elección primero, y que el Congreso Pleno lo ratificara como Presidente después. Como el informe de la Comisión Church del Senado estadounidense y documentos desclasificados posteriores han dejado en claro,93 el asesinato del co-mandante en jefe del Ejército René Schneider, en octubre de 1970, cometido por extremistas que tenían contactos y financiamiento estadounidense, constituyó una evidencia concluyente de que Estados Unidos estaba interesado en promover acciones que evitaran que Allende llegara al poder.

La famosa frase de Nixon “make the economy scream” resume vívidamente el interés de la Casa Blanca por desbaratar la vía chilena al socialismo. La re-volución “con empanadas y vino tinto” que Allende prometió para Chile en-contró en Estados Unidos a uno de sus principales obstáculos, en tanto este impulsó una verdadera “diplomacia del crédito”94 con fines de desestabilización.

92 Ver Uribe y Opazo, Intervención norteamericana en Chile, y los tres textos citados de Paul E. Sigmund.

93 Armando Uribe y Cristián Opazo, Intervención norteamericana en Chile. Peter Kornbluh, The Pinochet File. A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability, Nueva York, The New Press, 2003.

94 James F. Petras y Robert LaPorte, Jr., “Chile: No”, Foreign Policy 7, verano, 1972, 156.

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Si bien la historia del intervencionismo estadounidense en Chile ha sido bien documentada, el efecto que tuvo sobre el desempeño del gobierno de Allende y la participación que el gobierno del republicano Richard Nixon tuvo en los sucesos que desembocaron en el golpe militar se mantienen como cuestiones altamente contenciosas. Algunos autores han demostrado la participación de Estados Unidos en una serie de acontecimientos que propiciaron el golpe.95 Otros han presentado argumentos plausibles que minimizan tanto la influencia como las acciones de esa nación en el proceso de desestabilización de la UP. En sus memorias, el entonces embajador de Estados Unidos en Chile rebate deta-lladamente muchas de las acusaciones que en la época recibió sobre el supuesto involucramiento de Washington en Chile.96 Académicos de gran reputación, como el profesor de Princeton Paul Sigmund, han demostrado que Estados Unidos tuvo un papel activo, al tiempo que sostienen que no fue ese el factor más relevante en el quiebre de la democracia en Chile, sino más bien un con-junto de factores, entre los cuales se cuentan la oposición de grupos económicos poderosos a las reformas de Allende, los propios errores de política del gobierno de la Unidad Popular y el hecho de que Allende no haya tenido un apoyo mayo-ritario en las elecciones nacionales para impulsar sin contrapesos su programa.97

Merom indica que, si bien la dependencia económica chilena de Estados Uni-dos era evidente, lo que constituye un factor de vulnerabilidad, la dependencia por sí misma no explica el deterioro del orden social y político en Chile; en efecto, “la dependencia económica, la vulnerabilidad económica y las presiones económicas externas no son suficientes para explicar el éxito de la desestabiliza-ción”.98 Más profundamente, Feinberg señala con razón que muchos líderes de la Unidad Popular “no estaban plenamente conscientes de cuán crucial era el rol de las finanzas extranjeras”, y que habían subestimado “el grado de interconexión de la comunidad de negocios estadounidense” y “los estrechos lazos entre Anaconda y el Chase Manhattan, entre Kennecott y Morgan Guarantee”.99 Y no solo ellos: los propios editores de Monthly Review ponían en duda la eficacia del bloqueo es-tadounidense, afirmando que “de todas las neocolonias en el imperio americano,

95 Peter Kornbluh, The Pinochet File. A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability; Alistair Horne, Small Earthquake in Chile. New, Revised and Expanded Edition of the Classic Account of Allende’s Chile, Nueva York, Penguin Books, 1990.

96 Nathaniel Davies, The Last Two Years of Salvador Allende, Ithaca, Cornell University Press, 1985.

97 Paul Sigmund, “El ‘bloqueo invisible’ y el derrocamiento de Allende”, en este volumen; The Overthrow of Allende and the Politics of Chile, 1964-1976, y The United States and Democracy in Chile.

98 Gil Merom, “Democracy, Dependency, and Destabilization: The Shaking of Allende’s Regime”, Political Science Quarterly 105(1), 1990, primavera, 82.

99 Richard E. Feinberg, “Dependency and the Defeat of Allende”, Latin American Perspectives 1(2), 1979, verano, 34.

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probablemente pocas si es que hay alguna sean tan económicamente indepen-dientes y por lo tanto tan poco sujetas a control a través de presiones económicas como Chile”.100 Por su parte, Wallis afirma que “podemos concordar que los chilenos serían normalmente los iniciadores; pero debemos inmediatamente re-cordar la interpenetración de larga data de los intereses privados y extranjeros”.101

Precisamente porque los estudiosos no concuerdan respecto de qué tan importante fue la intervención estadounidense en el proceso que culminó con el golpe militar de 1973, aquí solo intentamos presentar el contexto que muestra que tanto la elección de Allende como la vía chilena al socialismo que promovió su gobierno deben entenderse en un contexto regional más amplio. La preocupación de Estados Unidos por evitar que América Lati-na se convirtiera en área de influencia soviética y la especial importancia que adquirió Chile, donde la izquierda participaba activamente del proceso democrático y tenía buenos resultados electorales, son también variables explicativas importantes de lo que ocurría en Chile desde el punto de vista de las dinámicas de la guerra fría.

Por otra parte, parece razonable pensar que, independientemente de la posición de Estados Unidos, el sector empresarial chileno de cualquier for-ma se habría opuesto a las radicales reformas promovidas por el gobierno de la Unidad Popular. El intento por nacionalizar empresas, profundizar la reforma agraria y mejorar la relación de poder entre los empleadores y los trabajadores habría provocado rechazo en la elite económica chilena aun descontando la existencia de la revolución cubana o la realidad de la gue-rra fría. De ahí que resulte excesivo atribuir a Estados Unidos la principal responsabilidad por el golpe de Estado. Si la hegemonía estadounidense en América Latina no se hubiese visto amenazada por el avance de los movi-mientos revolucionarios en la región, de todos modos había que contar con la férrea oposición al programa de Allende.

Pero también es cierto que las reformas que Allende prometió en 1970 y que se concretaron durante el gobierno de la Unidad Popular no diferían sustancial-mente de las que el mismo Allende había prometido en su campaña presidencial de 1958. Sin embargo, en esa época no despertaron la misma animosidad en los sectores empresariales y terratenientes, ni suscitaron la misma preocupación en Washington, lo que prueba que la revolución cubana y la guerra fría fueron una suerte de caja de resonancia que magnificó la importancia de la elección de Allende más allá de las fronteras de Chile. Una eventual victoria de Allende en

100 Monthly Review, “Peaceful Transition to Socialism?”, 44.

101 Victor Wallis, “Imperialism and the ‘vía chilena’”, 51.

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1958 no hubiese tenido la repercusión mundial que tuvo en 1970 porque en-tonces Cuba todavía no había convertido a América Latina en campo de batalla ideológico y militar de las dos potencias involucradas en la guerra fría.

Probablemente la historia entera de América Latina hubiese tomado un rumbo muy distinto si Allende hubiese sido el primer marxista en alcanzar democráticamente el poder pero en 1958, antes de que los revolucionarios cubanos entraran triunfantes a La Habana el 2 de enero de 1959. No fue así, y la forma en que su triunfo de 1970 se percibió fuera de Chile estuvo fuertemente influida por la idea de Washington sobre los riesgos de un “pa-tio trasero” radicalizado y aliado de su rival. Joan Garcés, en un documenta-do artículo (no obstante el sesgo conspirativo de un “plan ITT-CIA-Frei”), sostiene también que “el auge, desarrollo y caída del gobierno de la Unidad Popular coincide con el estadio más avanzado hasta ahora de la política de coexistencia pacífica defendida por la Unión Soviética”,102 en un espacio geográfico que arriesgaba poner precisamente en duda esa política. Así las cosas, “Allende y el gobierno de la Unidad Popular podrían haberse conver-tido en víctimas de la détente”.103

Aunque es evidente que Estados Unidos tuvo una activa participación tanto en evitar la victoria de Allende en 1964 como en intentarlo en 1970, y en desestabilizar el gobierno de la Unidad Popular y alentar –o ciertamente no disuadir– a aquellos que planearon el golpe militar y pusieron fin a la de-mocracia chilena, el hecho de que haya puesto tanta atención a la evolución política de Chile en los años setenta responde en buena medida a procesos que se desarrollaban en el resto de América Latina mucho más que a una preocupación por el futuro político, la estabilidad o la democracia en Chile.

La opinión pública chilena y el gobierno de Allende

La mayoría de los estudios que se abocan a entender la experiencia socialista en Chile se centran en cuestiones de elite y en la polarización del sistema de partidos que desembocó en la crisis política. Pero, ¿qué tanto sabemos sobre el resto de la población? Si bien abundan las imágenes de las marchas y las concentraciones políticas que caracterizaron la época, ignoramos qué tan re-presentativas de la conformación del país eran esos manifestantes. ¿Estarían

102 Joan Garcés, “World Equilibrium, Crisis and Militarization in Chile”, Journal of Peace Research 11(2), 1974, 81.

103 Joseph L. Nogee y John W. Sloan, “Allende’s Chile and the Soviet Union. A Policy Lesson for Latin American Nations Seeking Autonomy”, Journal of Interamerican Studies and World Affairs 21(3), 1979, 363.

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allí esos ciudadanos comunes y corrientes tan brillantemente estudiados por Bermeo en un libro desconocido para la academia chilena?104

Tenemos algunos datos para contextualizar el nivel de polarización política que existía en la elite política del país a fines de los años sesenta y durante el pe-ríodo de Allende. Como dijimos ya, la inclusión política y electoral de sectores rurales tradicionalmente excluidos y la rápida urbanización desde fines de los cincuenta impulsaron la participación en elecciones como nunca antes: en las presidenciales de 1958 votó un 33,8% de la población en edad de votar, pero ya en las de 1964 votó un 61,6%, lo que constituye un aumento enorme en tan solo seis años. La participación electoral bajó marginalmente en la presidencial de 1970, con 2,9 millones de votantes representando un 56,2% de la población en edad de votar.105 Esta explosión del padrón electoral fortaleció las opciones de los candidatos que promovían reformas. En 1964, el gran beneficiario fue el de-mocratacristiano Eduardo Frei. Pero Salvador Allende también lo fue. En 1958, con una participación de 1,3 millones de personas, Frei recibió 256 mil votos (20,7%), y Allende 357 mil (28,9%). En 1964, el número de votantes alcanzó a 2,5 millones. Frei recibió el 56% (1,4 millones de votos), mientras que Allende alcanzó el 38,9% de los votos (977 mil electores). Si bien en 1964 Frei recibió seis veces más votos que en 1958, ese crecimiento se debió en parte al apoyo de los partidos de derecha. Allende, en cambio, triplicó su votación, reflejando el fuerte crecimiento de la izquierda en el período.

En 1970, Allende obtuvo el primer lugar con un porcentaje de votos me-nor que el obtenido en 1964 (36,6% vs. 38,9%). El número de votantes au-mentó de 2,5 a 2,9 millones de personas (aunque, como adelantamos, como porcentaje de la población en edad de votar la participación disminuyó). Esta vez el ingreso de 400 mil nuevos votantes no favoreció especialmente a la izquierda. De hecho, Allende alcanzó 1.075.161 votos, mejorando solo en 100 mil votos respecto de su votación de 1964. En términos relativos, el apoyo a Allende fue más fuerte en 1964 que en 1970, pero como la derecha y el centro se presentaron unidas en 1964 y se dividieron en 1970, el triunfo de la izquierda se verificaría en esta última ocasión.

La muy aceptada interpretación de que el sistema político chileno se dividía electoralmente en tres tercios estables (izquierda, centro y derecha)106 también

104 Nancy Bermeo, Ordinary People in Extraordinary Times. The Citizenry and the Breakdown of Democracy, Princeton, Princeton University Press, 2003.

105 Gonzalo Contreras y Patricio Navia, “Diferencias generacionales en la participación electoral en Chile, 1988-2010”, Revista de Ciencia Política 33(2), 2013, 419-441.

106 Julio Samuel Valenzuela, “Orígenes y transformaciones del sistema de partidos en Chile”, Estudios Públicos 58, 1995, 5-80; Arturo Valenzuela, El quiebre de la democracia en Chile, Santiago, Ediciones Uni-versidad Diego Portales, 2013.

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se ha utilizado para sugerir que los electores chilenos se agrupaban en los mismos tercios. Pero, aunque es claro que el sistema político –los partidos, y la elite– estaba constituido por partidos que se ordenaban en torno a los tres tercios, la evidencia respecto de las preferencias del conjunto de la sociedad no es igualmente clara; aparentemente la gente estaba menos atrapada de lo que se cree en ese mismo ordenamiento. Si bien la rápida incorporación de cientos de miles de chilenos al padrón electoral en la década de 1960 hizo que aumentara el apoyo a los partidos reformistas y disminuyera el de los partidos de derecha, no indujo un crecimiento excesivo de la izquierda. Más bien ali-mentó el apoyo tanto a la izquierda como al centro.

En otras palabras el electorado chileno no se polarizó de la misma forma en que lo hizo la elite política. De hecho, en un estudio pionero que utilizó datos de encuestas para medir el apoyo a las distintas corrientes políticas, Prothro y Chaparro concluyeron que no había evidencia de tal polarización. El apoyo a la izquierda se mantuvo estable en el período y los autores concluyen que “[e]l hecho de que Allende haya ganado en 1970 y no en 1958 fue un accidente en lo que respecta a la opinión pública”.107

En una encuesta realizada en Santiago en junio de 1970, el sociólogo Eduar-do Hamuy, pionero en el trabajo de encuestas en Chile,108 indagó en la inten-ción de voto para las presidenciales del 4 de septiembre. Aunque su encuesta solo se realizó en Santiago, los datos de Hamuy estuvieron muy acertados: predijo que Alessandri ganaría la elección con un 40%, que Allende recibiría un 33,9% y el democratacristiano Radomiro Tomic un 26,1% (en Santiago, los resultados oficiales fueron 38,4%, 34,8 y 26,8%, respectivamente). Si bien la encuesta no tenía representatividad nacional, sus datos nos permiten saber algo más de las preferencias ideológicas de los votantes que apoyaron a los candidatos que representaban las opciones de los tres tercios.

Si bien Allende tenía más apoyo en los sectores populares y Alessandri mu-cha más adhesión en los sectores de clase media y alta, la orientación ideológi-ca de las personas era el principal determinante de sus preferencias electorales. El Cuadro 1 muestra la intención de voto por identificación ideológica. Un 21,4% de los santiaguinos se identificaba con la derecha, un 33,2% con el centro y un 36,2% con la izquierda. Alessandri monopolizaba el apoyo de la derecha, con un 84% de intención de votos entre aquellos que se definían como de ese sector. Allende atraía a la gran mayoría (82,3%) de los votantes

107 James W. Prothro y Patricio Chaparro, “La opinión pública y el desplazamiento del gobierno chileno hacia la izquierda, 1952-1972”, en este volumen.

108 Patricio Navia y Rodrigo Osorio, “Evaluando viejos supuestos. Las encuestas de opinión pública en Chile antes de 1973”, Latin American Research Review, en prensa.

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que se identificaban con la izquierda. Entre los votantes de centro, las prefe-rencias se dividían por Tomic (52,8%) y Alessandri (41,2%).

La plataforma de campaña de Tomic era marcadamente más izquierdista que la que había llevado al poder a su camarada democratacristiano Eduardo Frei en 1964. Aunque en su momento Tomic justificó esa decisión argu-mentando que el electorado tenía dichas preferencias, los datos de Hamuy parecen indicar que Tomic cometió un error al adoptar posturas más de izquierda. De haber mantenido un discurso centrista, bien pudiera haber capturado más apoyo en ese sector. La izquierdización de Tomic permitió a Alessandri ganar apoyo entre los electores de centro, lo que le permitió al-canzar el segundo lugar. Con un resultado diferente –con Tomic en segundo lugar–, podría haberse dado el caso de que Allende no llegara al poder. Chile se habría mantenido con un gobierno reformista en vez de haber experi-mentado la llegada al poder de un gobierno socialista. Es más, de haberse repetido el pacto de apoyo entre la derecha y el centro, Allende no habría llegado a La Moneda.

Volviendo a la discusión acerca de la polarización, son numerosos los estudios que confirman la polarización de la elite política, pero los escasos datos de opinión pública que existen no permiten verificar esa polarización en la totalidad del electorado. Los chilenos seguían teniendo en 1970 postu-ras similares a las observadas en 1958. Si Allende no ganó en 1958, fue solo por unos pocos miles de votos. A su vez, si la Democracia Cristiana no ganó en 1970 no fue porque los chilenos rechazaran el gobierno de Frei, sino más bien porque el candidato democratacristiano optó por un discurso más izquierdista que el que le hubiese permitido atraer a esa mayoría de electores que se definía como de centro o de derecha.

CUADRO 1.Intención de voto en junio de 1970 por identificación política de los votantes (%)

Derecha Centro Izquierda No opina/Otra respuesta

Total (N)

Allende 2,7 6,0 82,3 18,8 34,1 (239)

Alessandri 84,0 41,2 5,9 50,0 38,4 (269)

Tomic 13,3 52,8 11,8 31,3 27,5 (193)

Total 100 100 100 100

Total (N) 21,4 (150) 33,2 (233) 36,2 (254) 9,1 (64) 100 (701)

(Datos de encuesta Hamuy 34 (Santiago, julio de 1970). Solo incluye inscritos y votantes que expresaron intención de voto por uno de los tres candidatos.)Fuente: Patricio Navia y Rodrigo Osorio, “Evaluando viejos supuestos. Las encuestas de opinión pública en Chile antes de 1973”, Latin American Research Review, en prensa.

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En sus encuestas realizadas en Santiago, Valparaíso y Concepción entre 1957 y 1973,109 Eduardo Hamuy también indagó sobre la aprobación presidencial, la percepción que tenía la gente sobre la situación del momento y sus expectativas sobre el futuro. Ya que hay más encuestas realizadas en Santiago que en Valpa-raiso y Concepción, aquí solo discutimos los resultados de aquellas, todas alea-torias y probabilísticas. La Figura 1 confirma que el Presidente Frei gozaba de niveles de apoyo más que respetables al terminar su mandato: su aprobación se elevaba a un 56% en julio de 1970. Por ello resulta paradójico que el candidato oficialista, Radomiro Tomic, haya optado por hacer campaña distanciándose de su predecesor. Es verdad que durante el gobierno de Frei se había producido una polarización de la elite, y que su propio partido había sufrido una crisis con el alejamiento de un grupo de jóvenes líderes que formaron el MAPU y que luego respaldaron la candidatura de Allende. Pero la opinión pública parecía más sa-tisfecha con el gobierno de Frei que la propia elite del PDC.

La Figura 1 también muestra la evolución en la percepción negativa sobre la situación actual y futura del país. Hasta julio de 1970, mientras la apro-bación de Frei iba en alza, la percepción de que la situación del país era mala sufrió altibajos. Si bien a comienzos de 1970 menos de un 30% creía que la situación era mala, para julio de 1970 el porcentaje de santiaguinos que creía que las cosas estaban mal superó el 40%. Pero, como a menudo ocurre, la cercanía de la elección presidencial elevó el optimismo sobre el futuro. El porcentaje de los que creían que la situación económica empeoraría en el futuro cayó por debajo del 20% en julio de 1970, dos meses antes de la elección presidencial.

El Cuadro 1 y la Figura 1 muestran que el país no estaba especialmente po-larizado ni pesimista sobre el futuro. Uno de cada tres chilenos se consideraba de centro (Cuadro 1) y la aprobación del mandatario saliente se ubicaba por sobre el 50%.

Desafortunadamente, Hamuy no condujo muchas encuestas después de la victoria de Allende. De hecho, no hay en 1971. La siguiente encuesta se realizó en abril-junio de 1972, y después de eso, en diciembre de 1972 y febrero de 1973. Así, tenemos tres datos de aprobación presidencial, per-cepción sobre la situación presente y percepción sobre la situación futura del país durante el gobierno de Allende. En abril de 1972, la aprobación a Allende superaba el 60% en Santiago. Es verdad que en 1971 la economía se había expandido y que la inflación todavía se mantenía por debajo del 20% (en 1972 llegaría a un 85%). Pero con niveles de aprobación presidencial su-

109 Ibíd.

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periores al 60% difícilmente podemos hablar de un Presidente que dividiera a un país altamente polarizado. Al menos hasta comienzos de 1972, no hay evidencia de tal polarización en la opinión pública.

FIGURA 1.Aprobación presidencial y percepción sobre situación actual y futura del país, 1969-1973

20%

0%

40%

60%

80%

Ene

-69

Jul-

69

Ene

-70

Jul-

70

Ene

-71

Jul-

71

Ene

-72

Jul-

72

Ene

-73

Situación actual: mala Situación futura: peor Aprueba desempeño del presidente

Fuente: Patricio Navia y Rodrigo Osorio, “The evolution in support for Salvador Allende. Economic, class-based and ideolo-

gical support in Chile, 1970-1973”, manuscrito, Universidad Diego Portales, 2013.

La aprobación de Allende sí experimenta una tendencia a la baja en 1972. En la encuesta de diciembre de ese año, el apoyo a Allende llegaba a un 40,8%. Pero ya para febrero de 1973 había subido hasta un 49,6%. Lamentablemente, no tenemos datos posteriores de encuestas confiables que nos permitan cono-cer la evolución en la aprobación a Allende en los meses anteriores al golpe de Estado. Pero sí sabemos que para febrero de 1973 la elite politica chilena estaba altamente dividida. De hecho, los dos principales partidos de derecha y centro, el Partido Nacional y el PDC, se habían unido en una coalición para enfrentar a la Unidad Popular en las elecciones legislativas de marzo. La polarización en la elite política y la tensión en el sistema de partidos que había evolucionado desde los “tres tercios” a una división clara en torno al apoyo y oposición a la

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vía chilena al socialismo no tenían un correlato evidente, al menos hasta febrero de 1973, en la opinión pública chilena. Los santiaguinos estaban mucho menos polarizados en torno a la figura de Allende y a la vía chilena al socialismo que la elite. De hecho, Allende tenía niveles de aprobación similares a los que tienen los presidentes en democracias saludables. Si bien el sistema político estaba al-tamente polarizado, la opinión pública no aparecía igualmente dividida. Así las cosas, los cambios en “la popularidad de los partidos no fueron generalmente el resultado de cambios masivos en las lealtades partidarias de la gente común: fueron más bien el resultado de cambios en las leyes electorales y de cambios en la táctica de las elites de los partidos”.110

La Figura 1 muestra un aumento sostenido en el porcentaje de personas que creía que la situación del país era mala. El 51,5% de los santiaguinos creía que las cosas estaban mal en febrero de 1973. Pero ese aumento en la mala percepción sobre la situación no se reflejaba en las expectativas sobre el futuro. A siete meses del golpe de Estado, solo el 26,9% de las personas creía que la situación futura sería mala.

Hay buenas razones para pensar que la aprobación de Allende empeoró dado el deterioro de la situación económica en 1973 y la profundización de la crisis política que se vivió después de que las elecciones legislativas de marzo no pro-dujeran los resultados esperados por la oposición. Por desgracia no tenemos da-tos que corroboren estas razonables especulaciones. Pero es evidente que la pola-rización que experimentó la elite política incluso antes de la victoria de Allende en 1970 no se vio automática ni inmediatamente reflejada en las percepciones y prioridades de todos los chilenos, al menos a partir de los datos disponibles de encuestas realizadas en Santiago por Eduardo Hamuy.

Ahora bien, la percepción de que el país estaba polarizado en torno a la figura de Allende y a la vía chilena al socialismo debiera verse reflejada en el apoyo que tenía Allende en distintos grupos socioeconómicos. La Figura 2 muestra la intención de voto por Allende en agosto de 1970 por grupo socioeconómico y el apoyo a Allende en las tres encuestas realizadas entre 1972 y 1973. En 1970, la intención de voto por Allende estaba claramente definida. Las personas de grupos socioeconómicos más altos tenían menor inclinación a votar por Allende que las personas de grupos más bajos. Entre las personas de grupo medio-bajo y bajo, casi un 45% tenía intención de votar por el candidato socialista. En cambio, en los grupos más altos, la in-tención de voto por Allende estaba en torno al 10% (en el grupo más alto) y 20% (en el grupo medio alto).

110 Nancy Bermeo, Ordinary People in Extraordinary Times, 139.

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Pero una vez en el poder Allende logró mejorar su apoyo en todos los sectores. En abril de 1972 tenía más de 60% de aprobación. Si bien esta seguía siendo más alta en los sectores de menos ingresos (67%), en los sectores más acomoda-dos también tenía un apoyo superior al 50%. De hecho, si la diferencia en in-tención de voto por Allende en 1970 era casi de 35 puntos entre el sector medio bajo y bajo (45%) y el sector alto (10%), en 1972 esa diferencia se había redu-cido a 15 puntos entre el sector medio bajo y bajo (67%) y el sector alto (52%).

En febrero de 1973, la aprobación a Allende estaba en 49,6%. Su mayor apoyo se mantenía en el sector bajo y medio bajo (54,5%) y su menor apoyo en el sector alto (42,1%). Si bien es claro que el sector de nivel socioeconó-mico alto era mucho menos entusiasta de las reformas que estaba impulsan-do Allende que los sectores más populares, los datos de opinión púbica no muestran una polarización tan intensa como la que evidentemente existía en la elite política y en el sistema de partidos reflejado en el Congreso Nacional.

FIGURA 2.Intención de voto por Allende y aprobación presidencial por grupo socioeconómico, 1970-1973

10%

20%

0%

30%

40%

50%

60%

70%

80%

Intención de voto (agosto 1970)

Abril 1972 Diciembre 1972 Febrero 1973

Total Alto Medio-alto Medio Medio-bajo y bajo

Fuente: Patricio Navia y Rodrigo Osorio, “The evolution in support for Salvador Allende. Economic, class-based and ideolo-gical support in Chile, 1970-1973”, manuscrito, Universidad Diego Portales, 2013.

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Los pocos datos disponibles que tenemos sobre la opinión pública chilena nos permiten aventurar que hay menos evidencia de polarización política de la que a menudo se supone a partir de la forma en que los partidos y líderes políticos abordaron la vía chilena al socialismo. Es innegable que el país se polarizó a partir de las iniciativas de reforma social y económica que emprendió el gobierno de Allende, la proliferación de marchas y movi-mientos sindicales, la activa resistencia de grupos políticos y empresariales, la radicalización estudiantil y la profundización de un discurso rupturista de reformas y contrarreformas que encontró en el Congreso Nacional y en la elite política un escenario proclive a los enfrentamientos y a materializar y profundizar las visiones dramáticamente diferentes de sociedad que existían en el país. Pero esa polarización se dio mucho más desde arriba hacia abajo que desde la opinión pública hacia la clase política. Bermeo tiene razón en preguntarse cuánto realmente de “lo que vemos como polarización” es en realidad “un artificio”: en efecto, “sin historias individuales de voto, nunca podremos realmente saber”.111

Las contradicciones de la vía chilena al socialismo

Naturalmente, en medio de estas cavilaciones había un proyecto de transfor-mación del orden establecido, que debía lidiar con las reglas electorales. La discusión acerca de la vía legal o electoral al socialismo es relevante porque, además de descartar la ruta insurreccional, conduciría a acaloradas polémicas entre intelectuales una vez materializado el fracaso de la Unidad Popular. ¿Era viable un proyecto revolucionario desde las urnas?112 ¿Cuáles eran sus límites? ¿Era posible conciliar revolución y democracia en tiempos de guerra fría y en un continente en donde las izquierdas guerrilleras se habían apasionado por la revolución y la figura mítica del Che Guevara, de lo cual eran un fiel testimo-nio el ala “elena” del Partido Socialista de Chile,113 el MIR y el propio Salva-dor Allende? ¿Era lo mismo ganar el poder y ejercerlo con el fin de producir la ruptura con el capitalismo? Fueron estas preguntas, junto a muchas otras, las que poblaron el debate ideológico desde el primer día del gobierno de la Unidad Popular, y se intensificaron una vez derrocado el Presidente Allende.

111 Íd., 144.

112 Esta tensión se aprecia hasta en el subtítulo del libro del jurista francés Olivier Duhamel, Chili ou la tentative, révolution/légalité, París, Gallimard, 1974.

113 Los “elenos” tomaron su denominación del Ejército de Liberación Nacional, una rama política de apoyo a su homónima boliviana, cuyo líder era Arnoldo Camú, asesinado con ocasión del golpe de Estado.

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No es fruto del azar que un gran especialista en sistemas electorales, Maurice Duverger, viera en las reglas electorales la principal explicación del golpe de Es-tado. El autor de Los partidos políticos y de una famosa ley que lleva su nombre sostenía que “las reglas del juego mayoritario que caracterizan la democracia liberal no pueden aplicarse del mismo modo cuando el gobierno que llegó al poder mediante elecciones regulares no se limita a gestionar el orden capitalista existente o a retorcerlo con reformas secundarias, sino que emprende la tarea de transformarlo radicalmente”.114 Aun más: para Duverger, la lección que arroja el derrocamiento del gobierno de Salvador Allende es que si toda la oposición considera inaceptable la transformación revolucionaria, entonces “no será posi-ble establecer el socialismo mediante métodos liberales y legalistas, cualquiera sea la buena voluntad de los gobernantes”.115 Esta afirmación es políticamente crucial, puesto que explicita un juicio profundamente pesimista respecto de la viabilidad electoral del proyecto impulsado por fuerzas revolucionarias que triunfaron en comicios y ganaron el gobierno, sean de izquierda o eventual-mente de derecha. No muy distinta es la postura de Aron, quien ve en “el origen de la tragedia” chilena una razón constitucional, la ausencia de segunda vuelta o ballotage bajo la Constitución de 1925.116 La inexistencia de este pro-cedimiento de generación de una voluntad mayoritaria y de legitimación de un gobernante le permite a Aron formular una importante pregunta moral: “Ele-gido con el 36% de los votos, ¿el Presidente Allende tenía el derecho de ins-taurar el socialismo? Legalmente sí”, afirmaba este gran pensador liberal, para en seguida replicar con otra pregunta: “¿Poseía la capacidad política? De eso era posible dudar desde el principio”. Su conclusión era categórica: “Quiérase o no, un gobierno legal que atenta contra los intereses vitales de una fracción importante de la población choca inevitablemente con una oposición que se torna poco a poco incompatible con las prácticas de la democracia”.117

El denominador común entre Duverger y Aron consiste en plantear, desde la perspectiva de las reglas electorales y de la Constitución, el problema del poder. Miliband, por su parte, no se equivoca al señalar que en países con sistemas políticos como el chileno “es por la vía del triunfo electoral que las fuerzas de la izquierda se encontrarán en el gobierno”.118 Pero, ¿produce tam-bién las condiciones para ejercerlo en propiedad? La respuesta de Miliband

114 Maurice Duverger, “Le passage au socialisme démocratique”.

115 Ibíd.

116 Raymond Aron, “La tragédie chilienne”, Le Figaro, 14 de septiembre de 1973. Ver además del mismo autor “Contre la terreur”, Le Figaro, 4 de octubre de 1973.

117 Ibíd.

118 Ralph Milliband, “El golpe en Chile”, en este volumen, 372.

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no se deja esperar: parafraseando al Marx de La guerra civil en Francia cuando se pronunciaba acerca de la Comuna de París de 1871, Miliband recuerda lúcidamente que “la victoria electoral solo nos da el derecho a gobernar, no el poder de gobernar”,119 lo que equivale a plantear el espinudo problema del poder y de su ejercicio efectivo por fuerzas que promueven la transformación del orden, o su subversión.

¿Cómo formular con claridad el problema del poder para dar cuenta de un experimento revolucionario como el de la Unidad Popular? Touraine lo articula mediante una pregunta: “¿Se pueden transformar las bases de la sociedad, echar abajo a la clase dirigente, sin apoderarse del poder de Estado, sin instaurar un poder de clase, una dictadura del proletariado?”.120 Se trata de una pregunta crucial para resolver el acertijo de la ruptura con el capitalismo sin desviarse de la vía legal al socialismo, la que dará lugar a virulentas polémicas intelectuales en el mundo de la izquierda europea (especialmente con la emergencia del eurocomunismo en Italia, España y Francia) y anglosajona. Podemos concor-dar y sostener que, “con todos los inconvenientes del legalismo”, era “el único enfoque disponible a nivel gubernamental”.121 Pero, ¿a partir de qué momento cabía abandonarlo? Y en primer lugar, ¿era realmente imprescindible dejar atrás la vía electoral y legalista para transitar de modo irreversible hacia el socialismo? En otros términos, ¿era realmente inevitable transitar hacia una vía insurreccio-nal para provocar la ruptura con el capitalismo, beneficiándose de las ventajas que proporcionaban los recursos coercitivos del Estado?

La respuesta más radical a estas preguntas la tiene Paul Sweezy, quien ade-más se muestra como el principal crítico de los errores cometidos por la Uni-dad Popular. Para este importante economista de la época, el programa de la Unidad Popular estaba lejos de ser revolucionario y solo servía para enfrentar “la etapa de construcción del socialismo” sin hacerse seriamente la pregunta del fin del capitalismo, precisamente porque no se encontraba enteramente formulada la pregunta (menos la respuesta) del poder y de sus condiciones de ejercicio para romper con el orden establecido.122 Así explicitados los tér-minos del problema, es fácil inferir que lo que predomina en Sweezy es una concepción del cambio revolucionario hecha de etapas y de fases. ¿En qué fase se encontraba entonces la Unidad Popular allá por el mes de agosto de 1973, un momento que Touraine no duda en calificar como una etapa o “situación

119 Ibíd., subrayado por el autor.

120 Alain Touraine, Vida y muerte del Chile popular, 171.

121 Victor Wallis, “Imperialism and the ‘vía chilena’”, 54.

122 Paul M. Sweezy, “Chile: Advance or Retreat?”, en Paul M. Sweezy y Harry Magdoff, eds., Revolution and Counter-Revolution in Chile, 92.

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revolucionaria”, puesto que lo que la define es la alteración de las relaciones entre los problemas económicos, políticos, ideológicos y sociales, en donde “todo se da simultáneamente” y en donde “todo se vuelve acontecimiento”?123 Pero, más allá de definir la coyuntura que se vivía entonces, lo que es relevante es el debate referido a la totalidad del período 1970-1973,124 cuya dinámica invitaba a preguntarse si lo que cabía hacer era “avanzar consolidando” o al revés “consolidar avanzando”: como bien lo señala Winn, en este debate reside una disputa fundamental sobre “estrategias económicas, políticas y sociales diametralmente opuestas”.125 Es importante precisar que una vez planteada esta disputa el proceso de transformación de Allende dejó definitivamente atrás el terreno socialdemócrata de reformas profundas, que es probablemente lo que definió su primer año de gobierno. Aun más. Cuando la controversia entre consolidar avanzando y avanzar consolidando atraviesa a todos los par-tidos de la Unidad Popular y se transforma en debate permanente, no parece haber dudas de que el proceso se torna en ese momento irreversible: algo así como el cruce de un umbral sin retorno, el que para ser abordado exigía tener respuestas al problema del poder.

En cualquier caso, fase inicial o mera construcción de un socialismo que a ojos de Sweezy resulta inconducente, Zimbalist replica que para el gobier-no de Allende avanzar y consolidar constituían los dos polos de un mismo problema: “Consolidar su programa implica alterar las relaciones sociales de producción en las industrias y los latifundios expropiados y, al mismo tiempo, aumentar la producción en el nuevo sector social”.126 Zimbalist no se equivo-ca al señalar que “[s]i el Estado se mueve más rápido que las masas (…), si el Estado nacionaliza sin primero ‘consolidarse’, entonces repetirá el dilema de Lenin de mayo de 1918 y después”.127

Ya sea por elección, estrategia o tradición, el hecho es que lo característico de la izquierda chilena era que la lucha de clases se daba al interior de un mar-co democrático burgués –“esa era su tradición–”,128 lo que derivó durante la Unidad Popular en que “progresivamente las fuerzas conservadoras transfor-maron la luchas de clases en una guerra de clases”.129 Naturalmente, cuando

123 Alain Touraine, Vida y muerte del Chile popular, 57.

124 Y eventualmente el que se inicia en 1964 con la Revolución en Libertad de Eduardo Frei.

125 Peter Winn, “Loosing the Chains Labor and the Chilean Revolutionary Process, 1970-1973”, 79.

126 Andrew Zimbalist, “Sweezy sobre Chile”, en este volumen, 335-336, subrayado por el autor.

127 Ibíd.

128 Ralph Miliband, “El golpe en Chile”, en este volumen, 357.

129 Ibíd.

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se pasa de la lucha de clases a la guerra de clases cambian también las armas, especialmente cuando lo que está en juego (por ejemplo en la reforma agraria) es “transferir el poder de una clase a otra”.

Es este dilema irresoluto entre un marco democrático y las voluntades de ruptura el que se tradujo en innumerables críticas a la Unidad Popular desde la izquierda, unas más virulentas que otras. Miliband hipotetiza acerca de lo que habría ocurrido si la Unidad Popular hubiese “promovido realmente la creación de una infraestructura paralela”, y concluye que así el gobierno de Allende podría haber sobrevivido.130 No muy distinta es la aseveración de Steenland, quien critica a la Unidad Popular por no haber promovido un “capitalismo de Estado” ni haberse preparado mejor para una confrontación armada,131 lo que al final del camino se tradujo en inmovilismo y pérdida de iniciativa. Pero nuevamente es en Sweezy en quien se aprecia la crítica más radical, y por lo mismo ciega a las restricciones que impone la vía legal al socialismo. Escribiendo en marzo de 1973, el autor de Lettres sur quelques problèmes actuels du socialisme (junto a Bettelheim) consideraba estéril la dis-cusión en torno a la consolidación del proceso, consolidación que para él no tiene sentido mientras no se resuelva el problema del poder, que es lo que le confiere un carácter “inherentemente inestable y transitorio” a la situación.132 En tal sentido, la situación a la que había llegado la Unidad Popular en marzo de 1972 no admitía dudas, pues, según Sweezy, “no existe un camino inter-medio entre revolución y contrarrevolución”,133 una afirmación en la que se delata tanto en su radicalismo como en su pesimismo intelectual respecto de la vía legalista a la revolución socialista.

Este pesimismo se torna definitivamente en crítica e incredulidad gene-ral sobre la pertinencia de vías intermedias al socialismo una vez conocido el derrocamiento de Allende. Enfrentado a la tragedia, Sweezy no vacila en afirmar que “no existe tal cosa como una vía pacífica al socialismo”.134 Reto-mando el razonamiento por estadios y fases que era tan propio del marxismo en aquel entonces, para Sweezy la experiencia chilena prueba que “en alguna etapa del proceso la confrontación es inevitable”135 y que es precisamente esa etapa la que Allende y su coalición nunca abordaron. Esta postura maxima-

130 Ibíd.

131 Kyle Steenland, “El golpe en Chile”, en este volumen, 297.

132 Paul M. Sweezy, “Una réplica”, 342.

133 Ibíd.

134 Paul M. Sweezy, “Chile: la cuestión del poder”, en este volumen, 325.

135 Ibíd.

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lista ya había sido objeto de réplica por Zimbalist en las páginas del Monthly Review, pues este defendía la estrategia de consolidación de lo avanzado, esto es, las transformaciones económicas emprendidas por el gobierno de la Uni-dad Popular con el fin de perpetuar “las relaciones sociales de producción en las industrias y los fundos expropiados, y al mismo tiempo incrementar la producción en el nuevo sector social”.136 Sin embargo, Sweezy insistía en sostener que consolidar el proceso no sería otra cosa que eludir nuevamente el problema del poder:137 en efecto, después de las elecciones municipales de 1971, que se tradujeron en una contundente victoria de los partidos de la Unidad Popular, el gobierno debía haber aprovechado el resultado para ace-lerar la implementación de su programa, promoviendo una ley que abolía las dos cámaras y las sustituía por una única Asamblea Popular, proyecto que, si era rechazado, habría abierto la puerta a un plebiscito para ganarlo y a partir de ese momento conquistar una mayoría de escaños y capturar el poder real del Estado.138 Nada de eso ocurrió, lo que se tradujo en una definitiva pérdida de la iniciativa política por parte del gobierno, continúa Sweezy. Después del golpe ello provocó una dura crítica a la Unidad Popular por parte de Zimbalist y Stallings, para quienes cuando estaban dadas las oportunidades para avanzar “el gobierno no las aprovechó como debía”.139

A partir de entonces, se transita hacia una crítica política muy desconoci-da en Chile y que se concentra en la figura del propio Allende, a quien a me-nudo se muestra como un líder indeciso, vacilante, contradictorio: “Cada lado intentaba imponer su propia solución definitiva a la pregunta por la he-gemonía política (…). En el medio permanecía Allende, tratando desespe-radamente de terminar su mandato, apelando primero a la negociación con el enemigo, y en seguida volviéndose hacia los trabajadores para defenderlos de las amenazas de violencia” que provenían “de la misma gente con quien se había propuesto un acuerdo el día anterior”.140 Así, la contradicción estaba en el propio Allende, quien habría sido “un parlamentarista que, lo que ya

136 Andrew Zimbalist, “Sweezy sobre Chile”, en este volumen, 337.

137 Un dilema que también estaba presente en Zimbalist en su polémica con Sweezy durante la Unidad Popular, aunque sus conclusiones eran radicalmente distintas: “Allende no ha resuelto la pregunta del poder, pero está dando pasos positivos en esa dirección” (“Réplica a Sweezy”).

138 Paul M. Sweezy, “Chile: la cuestión del poder”, 332.

139 Andrew Zimbalist y Barbara Stallings, “Showdown in Chile”, en Paul M. Sweezy y Harry Magdoff, eds., Revolution and Counter-Revolution in Chile, 141. Aunque acotado al plano electoral, Ayres sostenía lo mismo dos meses antes del golpe: la Unidad Popular “no ha hecho mucho para adoptar medidas diseñadas para convertir su triunfo electoral presidencial en un cambio electoral de largo plazo” (Robert L. Ayres, “Political History, Institutional Structure, and Prospects for Socialism in Chile”, 519).

140 Betty y James Petras, “Ballots into Bullets: Epitaph for a Peaceful Revolution”, 158.

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es notable, tuvo tendencias genuinamente revolucionarias”,141 aunque sin llevarlas nunca hasta las últimas consecuencias. No es casualidad que su muerte resistiendo el bombardeo del palacio presidencial permaneciese en la memoria, no como expresión dramática de una voluntad revolucionaria, sino como expresión máxima de una defensa… de la Constitución y de la voluntad electoral del pueblo.

141 Ralph Miliband, “El golpe en Chile”, 379..

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Nota de los compiladores

Radicalismo de izquierda en Chile. Examen de tres hipótesis, de Alejandro Portes, se publicó originalmente en enero de 1970 en Comparative Politics 2(2), 251-274, como “Leftist Radicalism in Chile: A Test of Three Hypotheses”.

Capitalistas en crisis: la clase alta chilena y el golpe de Estado del 11 de septiembre, de Richard E. Ratcliff, se publicó originalmente en 1974 en Latin American Perspectives 1(2), 78-91, como “Capitalists in Crisis: The Chilean Upper Class and the September 11 Coup”.

Reflexiones sobre los patrones de cambio en el Estado burocrático-autoritario, de Guillermo O’Donnell, se publicó originalmente en 1978 en Latin American Research Review 13(1), 3-38, como “Reflections on the Patterns of Change in the Bureaucratic-Authoritarian State”.

El autoritarismo burocrático revisitado, de Karen L. Remmer y Gilbert W. Merkx, se publicó originalmente en 1982 en Latin American Research Review 17(2), 3-40, como “Bureaucratic-Authoritarianism Revisited”.

Hipermovilización en Chile, 1970-1973, de Henry A. Landsberger y Tim McDaniel, se publicó originalmente en 1976 en World Politics 28(4), 502-541, como “Hypermobiliza-tion in Chile, 1970-73”. La opinión pública y el desplazamiento del gobierno chileno hacia la izquierda, 1952-1972, de James W. Prothro y Patricio Chaparro, apareció originalmente en 1974 en The Journal of Politics 36(1), 2-43, como “Public Opinion and the Movement of Chilean Government to the Left, 1952-72”.

El “bloqueo invisible” y el derrocamiento de Allende, de Paul E. Sigmund, se publicó originalmente en 1974 en Foreign Affairs 52(2), 322-340, como “The ‘Invisible Blockade’ and the Overthrow of Allende”.

El golpe de Estado en Chile, de Kyle Steenland, se publicó originalmente en 1974 en Latin American Perspectives 1(2), Chile: Blood on the Peaceful Road, 9-29, como “The Coup in Chile”.

Chile: la cuestión del poder, de Paul Sweezy, apareció originalmente en el número de diciembre de 1973 de Monthly Review, y luego en Revolution and Counter Revolution in Chile, Paul Sweezy y Harry Magdoff, eds., Nueva York y Londres, Monthly Review Press, 1974, como “Chile: The Question of Power”.

Sweezy sobre Chile, de Andrew Zimbalist, y Una réplica, de Paul Sweezy, se publicaron originalmente en el número de marzo de 1972 de Monthly Review, y luego en Revolution and Counter Revolution in Chile, Paul Sweezy y Harry Magdoff, eds., Nueva York y Lon-dres, Monthly Review Press, 1974, como “Sweezy on Chile” y “A Reply”.

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Réplica a Sweezy, de Andrew Zimbalist, se publicó originalmente en el número de mayo de 1972 de Monthly Review, y luego en Revolution and Counter Revolution in Chile, Paul Sweezy y Harry Magdoff, eds., Nueva York y Londres, Monthly Review Press, 1974, como “Reply to Sweezy”.

El asesinato de Chile, de Eric Hobsbawm, se publicó originalmente en el número del 20 de septiembre de 1973 de New Society como “The Murder of Chile”.

El golpe de Estado en Chile, de Ralph Milliband, apareció originalmente en el número de octubre de 1973 de Socialist Register, 451-474, como “The Coup in Chile”.

Primera parteChilenos contra chilenos

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Radicalismo de izquierda en Chile.Examen de tres hipótesisAlejandro Portes*

La revolución de las expectativas y su impacto en el comportamiento po-lítico de las masas menos privilegiadas en todo el mundo han conducido a un frenesí de estudios en ciencias sociales sobre los factores determinantes y las consecuencias del radicalismo político, y especialmente del radicalismo de izquierda. Expertos contemporáneos como Seymour Martin Lipset, Eric Hoffer, Gerhard Lenski y Maurice Zeitlin, por mencionar solo a algunos, han formulado de una manera más o menos sistemática sus hipótesis rela-tivas a los determinantes estructurales y psicosociales del radicalismo.1 Este suele definirse como la participación activa o simpatía por los movimientos revolucionarios comprometidos con una transformación total y rápida de la estructura de la sociedad. El propósito principal de este artículo es poner a

* Los datos en los que se basa este artículo fueron recopilados en 1961 por el profesor Eduardo Hamuy como parte de un estudio de estratificación y movilidad en cuatro ciudades de América Latina. Agradezco al profe-sor Hamuy y al International Data Library and Reference Service, de la Universidad de California-Berkeley, por su autorización tanto para el uso de los datos como para publicar resultados. También agradezco a la Social Science Data and Program Library Service, de la Universidad de Wisconsin, por proporcionar las pla-taformas de datos reales y por su valioso apoyo computacional. El profesor A.O. Haller leyó los borradores iniciales y me dio útiles recomendaciones. Estoy especialmente en deuda con el profesor D.J. Treiman por su generosa ayuda y sus valiosas sugerencias en las distintas etapas del análisis. Cualquier error contenido en este artículo es, naturalmente, de mi responsabilidad.

1 Ver Seymour Martin Lipset, Political Man, Nueva York, Anchor Books, 1960 [El hombre político, Buenos Aires, 1993], especialmente los capítulos 7 y 8. Ver también Lipset, Agrarian Socialism, Berkeley y Los An-geles, University of California Press, 1950; Eric Hoffer, The Ordeal of Change, Nueva York, Harper & Row, 1963; Gerhard Lenski, “Status Crystallization: A Non-Vertical Dimension of Social Status”, American So-ciological Review XIX, agosto de 1954, 405-413, y Maurice Zeitlin, “Economic Insecurity and the Political Attitudes of Cuban Workers”, American Sociological Review XXXI, febrero de 1966, 31-51.

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prueba algunas de las hipótesis más importantes de los escritores menciona-dos en el escenario de una nación en desarrollo, Chile.

En el momento en que se recopilaron los datos para este trabajo (1961), el panorama político chileno ofrecía ventajas a este propósito. Primero, la opi-nión política en ese país estaba dividida a lo largo de líneas perfectamente claras y racionales. La derecha estaba compuesta por los partidos Liberal y Conserva-dor, tradicionalmente apoyados por las clases altas, los industriales urbanos y los grandes terratenientes.2 El centroderechista Partido Radical representaba a grandes sectores de la burocracia gubernamental y a la clase media urbana.3 Los democratacristianos, de centroizquierda, que son quienes hoy gobiernan, eran respaldados por otros grupos de clase media y por una cantidad considerable de trabajadores industriales, desempleados urbanos, trabajadores del campo y pequeños propietarios rurales. El apoyo de estos grupos había sido arduamente disputado entre los democratacristianos y la extrema izquierda, representada por el FRAP (Frente Revolucionario de Acción Popular), cuyos dos principales componentes eran, y aún son, el Partido Socialista y el Partido Comunista. El FRAP encuentra a sus partidarios incondicionales entre ciertos sectores del proletariado chileno como los mineros, tradicionalmente radicales.4

Un segundo factor que favorecía la investigación era la ausencia de un movimiento guerrillero importante en Chile. Esto, junto con el programa y las actividades radicales del FRAP en aquel tiempo, facilita el estudio del radicalismo de izquierda ya que permite su análisis dentro de la estructura política institucionalizada. Dada la legalidad del FRAP, y dado su programa revolucionario y la ausencia de competidores guerrilleros en su demanda de liderazgo de la izquierda radical, se justifica la suposición de que votar o ex-presar simpatía por el FRAP en 1961 eran indicadores precisos de radicalismo de izquierda. El caso puede ser fructíferamente contrastado con el de países como la actual Venezuela, donde votar o simpatizar por el Partido Comunista legal puede perfectamente indicar una actitud moderada, ya que el liderazgo de los sectores de izquierda radicales ha sido asumido por grupos guerrilleros castristas. En este último caso no es fácil evaluar las inclinaciones radicales

2 Poco después ambos partidos se fusionaron en el Partido Nacional, que de este modo se transformó en el único representante de la derecha chilena.

3 Tras las elecciones presidenciales de 1964, el Partido Radical experimentó un marcado giro hacia la izquier-da. Algunos observadores ubican actualmente a este partido incluso a la izquierda de la Democracia Cris-tiana en el espectro político chileno. Así, esta clasificación de “centroderecha” ya no es aplicable hoy en día.

4 Florencio Durán Bernales, El Partido Radical, Santiago, Nascimento, 1958; Eduardo Frei, Sentido y forma de una política, Santiago, Del Pacífico, 1951; Oscar Waiss Band, Presencia del socialismo en Chile, Santiago, Espartara, 1952; Sergio Guilisasti Tagle, Caminos de la política, Santiago, Universitaria, 1960, y James Pe-tras y Maurice Zeitlin, “Miners and Agrarian Radicalism”, American Sociological Review XXXII (agosto de 1967), 578-586.

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porque, primero, los grupos guerrilleros no reciben votos, y segundo, es difícil y peligroso manifestar simpatía hacia un movimiento ilegal.

Así, mientras en muchos países de Europa occidental existe la posibilidad de una oposición política legalizada en ausencia de grandes grupos verdadera-mente radicales, y mientras en países como Venezuela y Guatemala importan-tes grupos radicales de izquierda no participan en el proceso político-social, Chile poseía en 1961 un sistema político institucionalizado suficientemente flexible como para acomodar a una organización izquierdista radical bastante grande. Aquí reside, entonces, la oportunidad única de examinar la validez de propuestas relativas al radicalismo.

Consideraciones metodológicas

Este artículo se basa en una muestra probabilística de la población de jefes de hogar en Santiago de Chile. En total, se realizaron 822 entrevistas. Este traba-jo considera solo al sector masculino de la muestra, lo que reduce el número de casos a 680. La encuesta, que fue dirigida por el profesor Eduardo Hamuy de la Universidad de Chile en 1961, formó parte de un estudio realizado en cuatro ciudades sobre la movilidad social y el comportamiento político en América Latina.5

El radicalismo de izquierda fue operacionalizado como un índice formado por tres variables:

1. Una declaración del jefe de hogar acerca de sus simpatías políticas genera-les. A la derecha se le asignó el puntaje “1”, al centro el puntaje “2” y a la izquierda el puntaje “3”.

2. Una declaración del jefe de hogar acerca de sus preferencias políticas espe-cíficas (partidistas). A las preferencias por los partidos Conservador, Liberal y Radical se les asignó el puntaje “1”, a la preferencia por el Partido De-mócrata Cristiano se le asignó el puntaje “2”, y a las preferencias por los partidos Socialista, Comunista o el PADENA (otro miembro del FRAP) se les asignó el puntaje “3”.

3. Una declaración del jefe de hogar respecto de su opinión sobre la revolución cubana. A las opiniones “muy mala” y “mala” se les dio el puntaje “1”, a la respuesta “indeciso” un “2”, y el “3” a las opiniones “buena” y “muy buena”.

5 Para mayores especificaciones sobre las características de la encuesta, ver International Data Library and Reference Service, Survey Research Center, “Stratification and Mobility in Four Latin American Cities – The Santiago Survey” (Berkeley, 1967), mimeo.

60

La Matriz 1 presenta las correlaciones de orden cero entre estas variables. El tamaño de las correlaciones y el hecho de que los patrones de correlación de cada una de estas variables con las independientes fueran muy similares sugieren fuertemente que ellas forman un grupo en torno de la misma di-mensión teórica. Nuestro índice del radicalismo fue construido, entonces, tomando un simple promedio aritmético de las tres puntuaciones.

MATRIZ 1Correlaciones de orden cero entre indicadores de radicalismo de izquierda

VariablesInclinaciones políticas

generalesPreferencias por un partido

específicoActitud hacia la revolución

cubana

X1 --- 0,49 0,42

X2 --- 0,35

X3 ---

Variables independientes, como educación, ingresos, ocupación, satisfac-ción laboral, identificación de clase subjetiva y otras, se operacionalizaron a través de preguntas directas. Algunos problemas de medición y estadísticos que se encontraron en el proceso de análisis de la información serán discutidos más adelante en la medida en que sean relevantes.

Hipótesis 1: Mientras más alto es el nivel socioeconómico (NSE), menor es el grado de radicalismo de izquierda

Esta hipótesis ha sido parte de la ciencia social desde sus comienzos con Marx y Weber. Las personas que disfrutan de la mayor parte de las recompensas sociales y económicas de una sociedad, y que son por lo tanto las más satisfe-chas con su situación, tienden a defender el statu quo, mientras que los menos privilegiados tienden a apoyar el cambio, incluso de una naturaleza radical, si es que está a su favor. Estudiosos del comportamiento electoral como Sey-mour Martin Lipset, Edward C. Banfield y James Q. Wilson, Paul Lazarsfeld y otros han reportado consistentemente una tendencia derechista dominante entre los estratos alto y medio, y una inclinación izquierdista entre los grupos bajos.6 Los estudios sobre el radicalismo, sin excepción, han aseverado lo

6 Lipset, Political Man, cap. 7; Edward C. Banfield y James Q. Wilson, City Politics, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1963, cap. 2; y Paul F. Lazarsfeld, Bernard Berelson y Hazel Gaudet, The People’s Choice, Nueva York, Columbia University Press, 1948. Ver también Maurice Duverger, Political Parties, Nueva York, Wiley, 1954.

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mismo.7 De hecho, parece no haber diferencia en las orientaciones políticas de las clases entre países que permiten una “lucha de clases democrática” y aquellos países desgarrados por conflictos violentos; la principal diferencia parece residir en la intensidad y violencia de la lucha y en la voluntad, en el primer caso, de preservar la organización sociopolítica existente versus el compromiso, en el segundo caso, con su destrucción. Como los datos sobre ocupación, ingreso y educación están disponibles en nuestra muestra chilena, pueden usarse como operacionalizaciones del NSE para probar la hipótesis 1.

La Tabla 1 presenta la tabulación cruzada del nivel ocupacional y el radicalis-mo de izquierda.8 Como puede verse, el valor chi cuadrado es significativo en el nivel 0,02. La tabla también muestra que, a pesar de que la relación es débil, está en la dirección prevista, con la proporción de actitudes radicales de izquierda decreciendo repetitivamente con el aumento en el nivel ocupacional.

TABLA 1Nivel ocupacional y radicalismo de izquierda*

Grado de radicalismo de izquierda

Nivel ocupacional

Bajo(hasta operarios

calificados)

Medio(hasta comerciantes y profesionales de nivel

medio)

Alto(empresarios

y profesionales de nivel alto)

Totales

No radicalismo de izquierda 57,6 66,0 69,9 (437)

Radicalismo de izquierda 42,4 34,0 30,1 (243)

Totales 100,0 (265) 100,0 (159) 100,0 (256) (680)

X2 = 8,92 2 G.L. p < 0,02* En esta y en las siguientes tablas, las cifras en las casillas representan porcentajes. Las frecuencias brutas se encuentran en paréntesis.

7 Es así desde los primeros ensayos de Marx hasta los trabajos más contemporáneos. Ver por ejemplo The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte, Nueva York, International Publishers, 1964, y Class Struggles in France, 1848-50 (International Publishers, 1935); Eric Hoffer, The Ordeal of Change, op.cit., y The True Believer, Nueva York, Harper & Row, 1951.

8 Se recordará que a cada variable componente del índice de radicalismo se le asignó el puntaje “1” para bajo radicalismo de izquierda, “2” para mediano radicalismo y “3” para alto radicalismo de izquierda. Ya que el índice total es la media aritmética de sus componentes, solo puede tomar los siguientes valores: 1,00, 1,33, 1,66, 2,00, 2,33, 2,66 y 3,00. Los valores iguales o mayores que 2,66 fueron incluidos en la categoría “radicalismo de izquierda” en todas las tablas que siguen; de este modo, esta categoría comprende solo los siguientes patrones y sus permutaciones: 333 y 233. Todos los otros patrones y sus correspondientes valores fueron incluidos en la categoría “no radicalismo de izquierda”.El nivel ocupacional es operacionalizado en esta encuesta como una variable con un rango de “1” (bajo) a “8” (alto). Estos puntajes resumen 50 categorías ocupacionales específicas. En todas las tablas que siguen y que incluyen esta variable, el “nivel ocupacional bajo” comprende a campesinos, mineros, obreros cali-ficados y sin calificación, empleados domésticos y de otros servicios menores, soldados y personal militar de bajo rango, y empleados de oficina de bajo nivel. El “nivel ocupacional medio” incluye a oficinistas de nivel más alto, técnicos, pequeños y medianos propietarios agrícolas, pequeños empresarios, comerciantes, funcionarios públicos menores e intermedios, oficiales militares jóvenes, profesores y otros profesionales menores. El “nivel ocupacional alto” incluye a grandes agricultores y dueños de minas, grandes industriales y comerciantes, altos funcionarios de la administración pública y privada, altos oficiales militares, profesores universitarios, médicos, abogados y otros profesionales de nivel alto.

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La Tabla 2 presenta la tabulación cruzada del ingreso9 con el radicalismo de izquierda. El chi cuadrado es significativo y la asociación está básicamente en la dirección prevista, aunque la diferencia decisiva reside entre la categoría de ingreso bajo y las otras dos combinadas.

TABLA 2Nivel de ingresos y radicalismo de izquierda*

Grado de radicalismo de izquierda

Nivel de ingresos

Bajo(≤ 120 escudos)

Medio(> 120 ≤ 240 escudos)

Alto(> 240 escudos)

Totales

No radicalismo de izquierda 57,4 71,3 69,5 (433)

Radicalismo de izquierda 42,6 28,7 30,5 (241)

Totales 100,0 (312) 100,0 (122) 100,0 (240) (674)

X2 = 11,89 2 G.L. p < 0,01* Falta información de nivel de ingresos en seis casos.

La Tabla 3 presenta la relación entre nivel educacional y radicalismo de izquierda.10 Aun cuando el chi cuadrado alcanza importancia solo en el ni-vel 0,10, los porcentajes claramente retratan una relación curvilínea, con el grupo de nivel educacional medio mostrando una menor inclinación hacia el radicalismo de izquierda que los dos extremos. No obstante, cabe destacar que hay una diferencia importante entre el nivel educacional y los otros dos indicadores previos de estatus. Mientras que el nivel ocupacional y el ingreso pueden ser claramente conceptualizados como recompensas socioeconómicas, el nivel educacional no se puede conceptualizar de esa manera. Lo que sugiere la reformulación de la hipótesis en el sentido de predecir una relación inversa entre recompensas socioeconómicas y el grado de radicalismo de izquierda.

9 En esta instancia, ingreso se refiere al ingreso mensual del jefe de hogar en escudos (aproximadamente 1,3 escudos por dólar en 1961). La categoría “ingreso bajo” en la Tabla 2 y siguientes incluye a aquellos jefes de hogar que ganan hasta 120 escudos mensuales. La categoría “ingreso medio” comprende a aquellos que ganan entre 120 y 240 escudos. Los ingresos mayores conforman la categoría “ingreso alto”. Aunque arbitrarias, estas categorías se seleccionaron de acuerdo a mi experiencia personal con el costo de la vida en Chile en 1962, y de acuerdo con la necesidad de tener un número suficiente de casos en cada categoría de ingresos. Por otra parte, aun cuando experimentamos con varios puntos de corte, ninguno alteraba significa-tivamente la asociación de ingresos y radicalismo, aunque algunos hicieron que varias frecuencias de casillas se aproximaran a cero.

10 En todas las tablas que incluyen nivel educacional, la categoría “nivel educacional bajo” incluye a aquellos jefes de hogar sin educación formal o que no han completado la educación primaria. La categoría “nivel edu-cacional medio” comprende a aquellos que tienen la educación primaria completa o secundaria incompleta. El grupo de “nivel educacional alto” incluye a quienes completaron la educación secundaria, tienen estudios universitarios incompletos o son graduados de la universidad.

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TABLA 3Nivel educacional y radicalismo de izquierda

Grado de radicalismo de

izquierda

Nivel educacional

Bajo(primaria incompleta

o menor)

Medio(primaria completa

o secundaria incompleta)

Alto(secundaria completa

o mayor)Totales

No radicalismo de izquierda 60,6 69,3 60,9 (437)

Radicalismo de izquierda 39,4 30,7 39,1 (243)

Totales 100,0 (285) 100,0 (280) 100,0 (115) (680)

X2 = 5,33 2 G.L. p < 0,10

Concluimos que, mientras esta hipótesis modificada recibe algo de apoyo de datos estadísticos, la hipótesis original, que vincula el estatus socioeconó-mico (incluyendo nivel educacional) con el radicalismo de izquierda, debe ser rechazada. Los resultados indican que en Chile la relación entre estatus y radicalismo de izquierda es una relación compleja que no puede ser adecua-damente descrita con un solo patrón lineal. La asociación entre nivel educa-cional y radicalismo en esta muestra sugiere la posibilidad de una relación curvilínea del tipo J, para algunos componentes del estatus, siendo los sectores medios los menos inclinados al radicalismo de izquierda, seguidos por los sectores altos, mientras que los grupos bajos ocupan, por lejos, las posiciones más radicales.

Hipótesis 2: Mientras mayor es la inconsistencia de estatus, mayor es el grado de radicalismo de izquierda

La primera hipótesis consideraba la posición socioeconómica como algo uni-dimensional y no problemático. Sin embargo, desde Max Weber11 los cien-tistas sociales han sido conscientes del hecho de que las relaciones entre dife-rentes dimensiones de la estratificación social son problemáticas y no pueden suponerse sin más. Esta idea “cristalizó” en la reconocida teoría de la inconsis-tencia de estatus de Gerhard Lenski, según la cual marcadas diferencias entre las posiciones que una persona ocupa en las distintas dimensiones del sistema

11 “Class, Status, and Party”, en Hans H. Gerth y C. Wright Mills, eds., From Max Weber, Londres, Rout-ledge. Ver también allí mismo “The Social Psychology of the World Religions”.

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de estratificación social conducen al radicalismo político. Este resultado, en la visión de Lenski, se sostiene a pesar de las dimensiones que son discrepantes y de las posiciones relativas ocupadas en ellas. De este modo, un doctor negro, un desempleado blanco, un profesor pobre y un ejecutivo sin educación serán todos más radicales que las personas con estatus “cristalizado”.12

La hipótesis de Lenski se encuadra en términos de indicadores de estrati-ficación objetivos, tales como el ingreso, la ocupación y el nivel educacional. Pero, si tuviéramos que proporcionar un fundamento psicosocial más sub-jetivo para esta propuesta, probablemente sería (como fue el caso de la pri-mera hipótesis) en términos del grado personal de satisfacción con la propia situación. Las personas aspiran a alcanzar posiciones más altas en todas las áreas de la vida; cuando las alcanzan en algunas áreas pero no en otras, sus aspiraciones se ven frustradas. Más aun, el hecho de verse ubicado en una alta posición en algunas dimensiones se vuelve en contra ya que es un recor-datorio constante del fracaso en las otras áreas. Esto conduce a una creciente insatisfacción, lo que, a la vez, se expresa en opiniones y acciones en contra de la estructura social que hace posibles tales incongruencias. De esta mane-ra, el “inconsistente social” se vuelve radical.

Recientemente, Lenski ha intentado reforzar su hipótesis con una prueba intercultural de “cuatro naciones”.13 Sin embargo, varios estudios también re-cientes, como los de Gary B. Rush y de Donald J. Treiman,14 han desafiado convincentemente la hipótesis de la inconsistencia de estatus.

Para comprobar esta proposición traté de seleccionar la incongruencia de estatus que la confirmara de manera más fácil y más convincente. Escogí el ni-vel educacional y el ingreso por dos razones principales: primero, las unidades de medición de estas variables –años de educación y escudos mensuales– son todo lo objetivas y claramente definidas que es posible; segundo, la predicción de que una discrepancia entre ingreso y educación conducirá al radicalismo político es muy plausible. Lenski pronosticaría que ambas discrepancias –la pobreza educada y la riqueza iletrada– conducirían al radicalismo. Si bien es difícil comprender las razones para esta última predicción, la anterior es bien conocida. El intelectual revolucionario pobre, tan imaginativamente descrito

12 Gerhard Lenski, “Status Crystallization”, op. cit.

13 Gerhard Lenski, “Status Inconsistency and the Vote: A Four-Nation Test”, American Sociological Review XXXII (abril, 1967), 288-301.

14 Gary B. Rush, “Status Consistency and Right Wing Extremism”, American Sociological Review XXXII (febrero, 1967), 86-92. Donald J. Treiman, “Status Discrepancy and Prejudice”, American Journal of Socio-logy LXXI (mayo, 1966), 651-664.

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por Hoffer,15 es una figura familiar en nuestros textos de historia y en nuestras discusiones acerca de muchos líderes radicales de los países en desarrollo. La confirmación de la hipótesis de que la discrepancia nivel educacional alto-in-greso bajo conduce al radicalismo de izquierda sería considerada suficiente para respaldar el argumento de Lenski.

Una manera común, y errónea, de probar los efectos de la inconsistencia de estatus en el pasado ha sido examinar la relación entre una variable de estatus y un determinado resultado político dentro de las categorías de la otra variable de estatus. En nuestro caso, por ejemplo, examinaríamos la relación entre ingreso y radicalismo de izquierda mientras “controlamos” el nivel educacional. Si las proporciones de radicales de izquierda en las casillas discrepantes, especialmente en la de ingreso bajo-nivel educacional alto resultaran ser altas en comparación con las correspondientes casillas consonantes, tales como ingreso alto-nivel edu-cacional alto, la hipótesis parecería confirmada. El uso de este procedimiento, sin embargo, olvida la restricción de que la hipótesis de Lenski predice un efecto interactivo, y no acumulativo, y que la técnica mencionada sirve para comprobar solo este último. El hecho de que las personas de ingreso bajo-nivel educacional alto tienden a ser más radicales que aquellas que tienen ambos factores altos es una consecuencia directa de la asociación inversa entre ingreso y radicalismo y, como tal, no es para nada sorprendente. Del mismo modo, la aseveración de que los individuos “discrepantes” con nivel educacional alto-ingreso medio son más radicales que los que tienen nivel educacional medio-ingreso medio es tau-tológica, ya que ello puede derivarse directamente de la asociación curvilínea de nivel educacional y radicalismo en la Tabla 3. Como Donald Campbell y Keith Clayton han señalado, este tipo de resultado simplemente reafirma el hecho de que la variable dependiente está asociada de una cierta manera con las dos va-riables independientes: los puntajes comparativos de la variable dependiente en cada casilla de una tabla de tres tiempos pueden ser determinados simplemente sumando los efectos de las dos variables independientes como se combinan en cada casilla. Por lo tanto, este procedimiento, si bien ilustrativo, es redundan-te.16 La importancia de la hipótesis de Lenski reside en su predicción de que la discrepancia de estatus incrementará significativamente el radicalismo por sobre y más allá de los efectos acumulados de las dos variables independientes. Algo nuevo se espera que surja de la combinación de ciertos niveles educacionales con cier-tos niveles de ingreso; esto es un efecto de interacción.

15 Eric Hoffer, The Ordeal of Change, op. cit.

16 Donald T. Campbell y Keith T. Clayton, “Avoiding Regression Effects in Panel Studies of Communica-tion Impact”, Studies in Public Communication III (verano, 1961), 99-117.

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Para probar esta hipótesis correctamente, debemos entonces tomar en cuenta los efectos acumulativos de nivel educacional e ingreso en el radi-calismo. El procedimiento usado para este propósito se ciñe estrictamente al utilizado por Treiman.17 Las proporciones de radicales de izquierda para cada una de las nueve casillas resultantes de la combinación de tres niveles de ingresos y tres niveles educacionales fueron computadas y se presentan en la Tabla 4a. Estas proporciones reales fueron luego comparadas con aquellas esperadas en base a los efectos acumulativos de las dos variables indepen-dientes en el radicalismo de izquierda. Las proporciones esperadas son com-putadas en base a una ecuación de regresión múltiple y variable ficticia de forma R = a + b

1E

1 + b

2E

2 + c

1I

1 + c

2I

2(1), donde R = grado de radicalismo de

izquierda (radical versus no radical), E1 = 1 si el individuo tiene “bajo” nivel

educacional y 0 en cualquier otro caso, y E2 = 1 si tiene un nivel educacional

“medio” y 0 en cualquier otro caso. Asimismo, I1 = 1 si el encuestado tiene

un ingreso “bajo” y 0 si no lo tiene, e I2 = 1 si tiene un ingreso “mediano”

y 0 en cualquier otro caso. Ninguna variable explícita es asociada a ingreso “alto” y nivel educacional “alto” ya que los valores correspondientes a tales variables están completamente determinados por las otras dos variables de nivel educacional u ocupación. Cualquier intento de asociar un coeficiente de regresión con esa tercera variable impediría la adecuada solución de la ecuación (1) al crear singularidad en la matriz de momentos. Excluir los niveles “altos” de ambas variables es arbitrario; cualquier otro nivel podría haberse excluido produciendo idénticos resultados.18 Está claro que la pro-porción esperada de radicales de izquierda entre individuos en cada casilla equivale a la intersección “a” más la suma de los dos coeficientes de regresión correspondientes a sus niveles de ingreso y educación específicos, siendo todos los otros elementos de la ecuación cero. Por ejemplo, la proporción esperada de radicales en la casilla nivel educacional bajo-ingreso medio será a + b

1 + c

2. Las casillas en la columna de nivel educacional alto no tienen un

coeficiente de regresión asociado con el nivel educacional, y lo mismo ocu-rre con respecto al ingreso para las casillas en la fila de ingreso alto. De este modo, la proporción de radicales de izquierda esperada en la casilla nivel educacional alto-ingreso bajo será a + c

1, mientras que la casilla correspon-

diente a nivel educacional alto-ingreso alto será a.

17 Donald J. Treiman, “Status Discrepancy and Prejudice”, op. cit.

18 En relación a la técnica de análisis de regresión con variables ficticias, ver Daniel B. Suits, “Use of Dum-my-Variables in Regression Equations”, Journal of the American Statistical Association LII (diciembre, 1957), 548-551.

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TABLA 4aProporciones reales de radicalismo de izquierda por ingresos y nivel educacional*

Ingresos

Nivel educacional

Bajo(primaria incompleta

o inferior)

Medio(primaria completa o secundaria

incompleta)

Alto(secundaria completa

o superior)

Bajo(120 escudos al mes

o menos)0,45 (149) 0,40 (149) 0,50 (14)

Medio(entre 120 y 240 escudos al mes)

0,36 (44) 0,22 (54) 0,29 (24)

Alto(240 escudos al mes

o más)0,31 (90) 0,20 (75) 0,40 (74)

* En las tablas 4a y 5a, las cifras en las casillas representan la proporción de radicales de izquierda entre la población de cada casilla. Las cifras entre paréntesis representan el número total de casos en cada casilla.

La solución de los mínimos cuadrados para esta ecuación de regresión arro-jó los siguientes coeficientes:

a = 0,366

b1 = -0,050 c

1 = 0,148

b2 = -0,139 c

2 = 0,001

Usando estos resultados, las proporciones esperadas de radicales de iz-quierda para las nueve casillas fueron computadas y se presentan en la Tabla 4b. La pregunta entonces es: ¿qué tan bien pueden estas dos variables in-dependientes por sí solas explicar los resultados en la variable dependiente, o, en otras palabras, qué tan similares son las proporciones esperadas y las reales? Si las proporciones de radicales de izquierda en casillas discrepantes, especialmente en la de nivel educacional alto-ingreso bajo, se desvían sig-nificativamente de las proporciones esperadas, y si esta desviación es en la dirección prevista, la hipótesis de Lenski se habrá confirmado.

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TABLA 4bProporciones esperadas de radicalismo de izquierda por ingreso y nivel educacional

IngresoNivel educacional

Bajo Medio Alto

Bajo 0,46 0,38 0,51

Medio 0,32 0,23 0,37

Alto 0,32 0,23 0,37

Una breve comparación entre las Tablas 4a y 4b mostrará que este no es el caso. Las diferencias obtenidas son en su mayor parte insignificantes, inclu-yendo la casilla clave, correspondiente a nivel educacional alto-ingreso bajo. La única posible desviación significativa, correspondiente a la casilla nivel educacional alto-ingreso medio, va en la dirección opuesta de la prevista ya que, para esta casilla discrepante, la hipótesis indicará una mayor proporción de radicalismo, siendo que de hecho la proporción real es mucho menor que la esperada. No existe la más vaga pista de un efecto de discrepancia de estatus en estas cifras, lo que nos lleva a concluir que la hipótesis –por lo menos hasta donde concierne a esta muestra en Chile– puede ser rechazada.19

Estos resultados obtienen un respaldo adicional de una segunda prueba de los efectos de discrepancia de estatus utilizando el nivel educacional y el nivel ocupacional. La Tabla 5a presenta la proporción real de radicales de izquierda en diferentes niveles ocupacionales y educacionales. Las proporcio-nes esperadas fueron computadas con el mismo procedimiento de variable ficticia ya utilizado. La ecuación de regresión toma aquí la forma R = a + b

1E

1

+ b2E

2 + c

1OC

1 + c

2OC

2 (2), donde OC

1 = 1 si el nivel ocupacional es “bajo”

y 0 en cualquier otro caso, y OC2 = 1 si el nivel ocupacional es “medio” y 0

en cualquier otro caso. Todos los otros elementos son idénticos a los de la ecuación (1).

Los coeficientes toman los siguientes valores:

a = 0,368

b1 = 0,066 c

1 = 0,158

b2 = 0,148 c

2 = 0,071

19 Un interesante resultado colateral de esta prueba es que la única interacción evidente muestra que la proporción real de radicales de izquierda entre las personas de ingreso medio y nivel educacional alto es sus-tancialmente más baja que la esperada. Este hallazgo apunta a la posible existencia de un “síndrome de clase media”. Uno podría suponer que en Chile los miembros de los sectores medios “sólidos” tienden incluso más hacia actitudes moderadas o conservadoras que los grupos más ricos. Las premisas psicosociales analizadas en la próxima sección pueden facilitar una explicación parcial de este fenómeno.

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Las proporciones esperadas se presentan en la Tabla 5b.Puede verse inmediatamente que no existe ninguna discrepancia de estatus

u otros efectos de interacción excepto en la casilla discrepante nivel educa-cional alto-nivel ocupacional bajo, donde la proporción real de radicales es, contrario a la predicción, mucho menor que lo esperado. Sin embargo, no debe darse importancia a este último hallazgo, ya que había solo cinco casos en esta casilla y, de este modo, un cambio de uno o dos casos podía alterar ra-dicalmente la proporción real de izquierdismo. No obstante, el patrón general de resultados confirma claramente el rechazo previo de la hipótesis.

TABLA 5aProporciones reales de radicalismo de izquierda por nivel ocupacional y nivel educacional

Nivel ocupacional

Nivel educacional

Bajo(primaria incompleta

o inferior)

Medio(primaria completa

o secundaria incompleta)

Alto(secundaria completa

o superior)

Bajo (hasta operarios

calificados)0,44 (141) 0,41 (118) 0,40 (5)

Medio(hasta comerciantes

y profesionales de nivel medio)

0,41 (56) 0,26 (82) 0,48 (21)

Alto(empresarios

y profesionales de nivel alto)

0,31 (87) 0,21 (80) 0,37 (89)

TABLA 5bProporciones esperadas de radicalismo de izquierda por nivel ocupacional y nivel educacional

Nivel ocupacionalNivel educacional

Bajo Medio Alto

Bajo 0,46 0,38 0,53

Medio 0,37 0,29 0,44

Alto 0,30 0,22 0,37

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Hipótesis 3a: Mientras mayor es el grado de satisfacción subjetiva con la propia vida, menor es el grado de radicalismo de izquierda

Todas las hipótesis previas han utilizado indicadores “objetivos”, como el ingreso, el nivel educacional y la ocupación como variables independientes para predecir radicalismo. Ahora nos movemos al campo de los factores sub-jetivos, psicosociales.

He sugerido antes que estas hipótesis “objetivas”, sea que estén basadas en una posición socioeconómica estática o en inconsistencias de estatus, se ven subrayadas por el mismo fundamento psicológico: los individuos satisfechos con su situación de vida se inclinan menos a apoyar visiones radicales, y esta satisfacción depende del grado en el cual han cumplido o esperan cumplir sus aspiraciones personales. El siguiente paso, entonces, es someter este argu-mento psicosocial a una prueba directa. En vez de preguntar a los individuos sobre su ocupación, ingreso y movilidad, y suponiendo automáticamente un cierto nivel de satisfacción psicológica y de cumplimiento de las aspiracio-nes, podemos preguntarles por su propia interpretación de su situación y su reporte directo sobre su nivel de satisfacción subjetivo. Esta simple técnica fenomenológica, asociada en la psicología social a los nombres de William I. Thomas y Solomon E. Asch, ha contribuido en muchas situaciones similares a una aclaración de los procesos involucrados.20

Nuestros datos contienen una variable, “satisfacción con el empleo actual”, que se puede usar para operacionalizar el “grado de satisfacción con la situa-ción personal”. Ya que no se encuentra en los datos ninguna operacionaliza-ción directa del “cumplimiento de las aspiraciones”, se asumirá que mientras mayor sea el grado de satisfacción con el empleo más se han cumplido las aspiraciones (ocupacionales) de cada persona.21

La Tabla 6 presenta la tabulación cruzada de la satisfacción ocupacional con el radicalismo de izquierda. Como puede observarse, la asociación resultante es significativa y considerable en la dirección pronosticada. De este modo, la asociación negativa entre el grado de satisfacción con la propia situación y el

20 William I. Thomas, en Edmund H. Volkart, ed. Social Behavior and Personality, Nueva York, Social Science Research Council, 1951; y Solomon E. Asch, Social Psychology, Nueva York, Prentice-Hall, 1952.

21 Nótese que el concepto “nivel de aspiración”, tal como se usa en este tipo de estudios, difiere un tanto del concepto original como lo usaba Kurt Lewin, quien lo definía como “el grado de dificultad de la meta hacia la cual una persona se esfuerza en llegar”. El uso del término en contextos como el presente ha tendi-do, sin embargo, a restar énfasis al instrumental “grado de dificultad” de la meta en favor de la “intensidad del deseo” de alcanzarla. De este modo, por aspiraciones se ha llegado a entender ambiciones personales en diferentes esferas sociales, con sus importantes dimensiones que son, en primer lugar, cuán intensamente se desea, y en segundo lugar, cuán “altas” (o difíciles) son estas aspiraciones. Ver Kurt Lewin, “Field Theory and Learning”, en Dorwin Cartwright, ed. Field Theory in Social Science, Nueva York, Harper & Row, 1951, 81.

71

radicalismo de izquierda, el que no pudo ser satisfactoriamente demostrado cuando usamos indicadores objetivos de la variable independiente, aparece aquí con gran claridad.

TABLA 6Satisfacción ocupacional y radicalismo de izquierda*

Grado de radicalismo de izquierda

Grado de satisfacción ocupacional

Insatisfacción Mediana satisfacción Alta satisfacción Totales

No radicalismo de izquierda

51,9 58,2 71,2 (361)

Radicalismo de izquierda

48,1 41,8 28,8 (214)

Totales 100,0 (131) 100,0 (177) 100,0 (267) (575)

X2 = 16.25 2 G.L. p <0,001* Falta información sobre satisfacción ocupacional en 105 casos.

Posponiendo hasta la próxima sección una revisión de la relación entre variables objetivas y el grado subjetivo de satisfacción, nos movemos ahora a la consideración de un factor clave que afecta la influencia de la satisfacción personal en el radicalismo. El estudio de Maurice Zeitlin en trabajadores cubanos, la investigación de John C. Leggett entre negros de Detroit, el análisis de Denton E. Morrison y Allan D. Steeves de los miembros de la National Farmers Organization entre los agricultores del Medio Oeste es-tadounidense, la discusión de Irving L. Horowitz sobre el “set mental” del hombre en desarrollo, el trabajo de Lewis Killian sobre movimientos socia-les, el ensayo de Kurt y Gladys Lang sobre dinámicas colectivas, la teoría de conflictos de clase de Ralf Dahrendorf y varios otros estudios han señalado que el efecto de la insatisfacción en el radicalismo se verá considerablemente reforzado si el individuo sitúa la responsabilidad de sus frustraciones en el orden sociopolítico existente.22 Un individuo insatisfecho tiene varios focos alternativos en los cuales concentrar la responsabilidad de su insatisfacción. Él mismo es un foco importante; otros incluyen el “destino”, dioses y de-

22 Maurice Zeitlin, “Economic Insecurity”, op. cit.; John C. Leggett, “Economic Insecurity and Working Class Consciousness”, American Sociological Review XXXIX (abril, 1964), 226-234; Denton E. Morrison y Allan D. Steeves, “Deprivation, Discontent, and Social Movement Participation”, Rural Sociology XXXII (diciembre, 1967), 414-434; Irving Louis Horowitz, Three Worlds of Development, Nueva York, Oxford University Press, 1966, cap. 10; Lewis Killian, “Social Movements”, en Robert E.L. Faris, ed., Handbook of Modern Sociology, Chicago, McNally, 1964, 448-452; Kurt y Gladys Lang, Collective Dynamics, Nueva York, Crowell, 1961; Ralf Dahrendorf, Class and Class Conflict in Industrial Society, Stanford, Stanford University Press, 1965, cap. 5. Fuera del marxismo, la afirmación más clara de esta posición fue formulada en los inicios de la sociología por Max Weber. Ver Weber, “Class, Status, and Party”, op.cit., esp. 183-184.

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monios trascendentales o personas específicas. Desde el momento en que toma alguna de estas alternativas, el efecto en el radicalismo político de su insatisfacción se verá debilitado. Por consiguiente, la concentración de responsabilidad por las propias frustraciones en la estructura social es una condición facilitadora importante para la adopción de visiones políticas y la participación en acciones concebidas para transformar radicalmente esa estructura. Este punto de vista, que es en parte a lo que se refiere la noción marxista de conciencia de clase,23 modifica la hipótesis de insatisfacción-ra-dicalismo de la siguiente manera:

Hipótesis 3b: El efecto directo de la insatisfacción con la situación de vida en el radicalismo de izquierda se verá significativamente incrementado si se responsabiliza al orden sociopolítico de esa insatisfacción

Una de las preguntas en la encuesta de Hamuy a los jefes de hogar era si el país les daba las oportunidades necesarias para tener éxito en la vida. Había solo dos respuestas posibles: “sí” o “no”. Parece razonable suponer que los individuos insatisfechos que culpan al orden social existente respondieran “no”, mientras que quienes se culpan a sí mismos o a otras personas respondieran “sí”.

También debe tomarse en cuenta que la anterior formulación de esta hipó-tesis predice solo un efecto acumulativo y no de interacción. Aunque sería le-gítimo interpretarla como imponiendo una interacción de la responsabilidad en la estructura e insatisfacción, de tal manera que solo aquellos individuos insatisfechos que también responsabilizan a la estructura tenderían significati-vamente hacia el radicalismo, la interpretación actual se limita a predecir una fuerte asociación positiva entre la imputación de responsabilidad en la estruc-tura y el radicalismo de izquierda, de tal manera que los efectos combinados de insatisfacción y responsabilidad en la estructura incrementarán de manera significativa la tendencia hacia el radicalismo de izquierda.24

La Tabla 7 presenta las diferencias en el radicalismo de izquierda entre in-dividuos en diferentes niveles de satisfacción ocupacional que culpan al orden social versus aquellos que no lo hacen.

23 Karl Marx, Class Struggles in France; Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte; y Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista (Moscú, 1962), esp. 43-49. Ver también Ralf Dahrendorf, Class and Class Conflict, op. cit., cap. 1.

24 En relación al tema de interpretar y probar la hipótesis de la “imputación de responsabilidad en la es-tructura” como un efecto acumulativo o interactivo, ver mi “Note on the Interpretation of Class Conscious-ness”, Universidad de Wisconsin, 1968 (sin publicar).

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TABLA 7Satisfacción ocupacional, responsabilización por las frustraciones personales, y radicalismo de izquierda*

Foco de responsabilización

Grado de satisfacción ocupacional

Insatisfacción Mediana satisfacción Alta satisfacción

La estructura 0,54 (83) 0,44 (102) 0,37 (107)

No la estructura 0,38 (48) 0,38 (73) 0,23 (158)

* Las cifras en las casillas son proporciones de radicales de izquierda. Las cifras entre paréntesis representan el número total de casos en cada casilla.

Es claro que ambas variables independientes ejercen un considerable efecto en el radicalismo de izquierda. La influencia de la satisfacción ocupacional to-davía está presente (aunque de forma débil) después de controlar el foco de la culpabilidad. Por otro lado, el efecto de esta última variable es suficientemente considerable como para dar una proporción casi idéntica de radicales de iz-quierda entre los insatisfechos que no culpan a la estructura (casilla inferior izquierda) con aquella entre los altamente satisfechos que culpan a la estruc-tura. La esencia de la hipótesis de “atribución de culpabilidad a la estructura” radica en su predicción de un radicalismo mucho mayor entre los individuos insatisfechos que culpan al orden social que entre aquellos que también están insatisfechos pero que atribuyen la culpabilidad a otros factores. Una compa-ración de las proporciones correspondientes en la Tabla 7 (casillas superior iz-quierda e inferior izquierda, respectivamente) muestra que los resultados están en la dirección prevista. Un test de diferencia de proporciones entre estas dos cifras produce un valor Z de 1,78, el que para una prueba unilateral (direc-ción prevista) es significativa en el nivel 0,05. Concluimos que estos hallazgos respaldan la hipótesis, aunque este apoyo se limita a su versión acumulativa.

Hemos considerado dos factores subjetivos como relevantes para la predic-ción del radicalismo: (1) el grado de insatisfacción con la propia situación, de-terminado por el cumplimiento de las aspiraciones, y (2) la imputación de cul-pabilidad por las frustraciones personales. Sin embargo, no se puede desatender un tercer factor que influencia el radicalismo. Este factor está presente en los estudios clásicos de comportamiento electoral y está implícito en la reconocida noción de presiones contrapuestas.25 Me refiero a la influencia de los grupos de referencia en el individuo. El concepto de “grupo de referencia” se emplea aquí en su connotación “normativa”, esto es, como una fuente de normas y va-

25 Paul Lazarsfeld y otros, The People’s Choice, op. cit.; ver también Lipset, Political Man, cap. 6.

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lores para la persona.26 Cuando una persona se identifica con un determinado grupo de referencia que posee valores importantes en términos políticos, sus orientaciones políticas se verán significativamente influenciadas por esos valo-res; mientras mayor sea esa identificación, mayor será su influencia en el indivi-duo. Es perfectamente posible que una persona cuyo bajo nivel de satisfacción y predisposición a culpar al orden social nos conduzcan a predecir un alto nivel de radicalismo tenga la orientación exactamente opuesta en razón de su fuerte identificación con un grupo de referencia no radical.

Un importante tipo de grupo de referencia para la predicción de orien-taciones políticas es la clase social con la que se identifica el individuo. Las clases sociales no son “grupos” propiamente tales. No obstante, no es el lu-gar para discutir distinciones taxonómicas y, por ahora, usaremos el término “grupos de referencia” de manera suficientemente amplia como para abarcar a las clases sociales. En un país como Chile, donde las orientaciones políticas se comparan de cerca con las divisiones de clase, es muy posible que la iden-tificación con una determinada clase social tenga una influencia decisiva en el comportamiento político del individuo.

Desde el clásico estudio de Richard Centers,27 los cientistas sociales saben que el comportamiento de clase de un individuo tiende a estar más determi-nado por su identificación subjetiva de clase que por su pertenencia objetiva a una determinada clase social. No obstante, es obvio que las identificaciones de clase no ocurren aleatoriamente; la mayoría de los individuos tiende a ubi-carse no muy lejos de sus posiciones objetivas dentro de una clase, un hecho que indica la relevancia decisiva de la última variable en la ubicación subjetiva. Así, lo importante no es si las personas se ubican correctamente en la jerarquía social, sino más bien si la clase social es un grupo de referencia políticamente relevante para ellas; en otras palabras, si después de ubicarse a sí mismos en una determinada clase social se identifican o no con las visiones políticas de esa clase. Lipset ha observado el punto de manera general, y Petras y Zeitlin lo han demostrado con especial referencia a Chile: que la tendencia actual va hacia una mayor identificación con la propia clase social en materia política.28 En la determinación de las orientaciones políticas, el apego a una clase social está siendo crecientemente sustituido por vínculos más tradicionales como los

26 La distinción entre grupos de referencia “normativos” y “comparativos” fue originalmente formulada por Kelly. Ver Harold H. Kelly, “Two Functions of Reference Groups”, en Guy E. Swanson, Theodore M. Newcomb y Eugene L. Hartley, eds. Readings in Social Psychology, Nueva York, Holt, 1952, 410-414.

27 Richard Centers, The Psychology of Social Classes, Princeton, Princeton University Press, 1949.

28 Charles Lipset, Political Man, op. cit., 297-300; James Petras y Maurice Zeitlin, “Miners and Agrarian Radicalism”, op. cit.

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de familia, religión y comunidad local. Especialmente respecto de las clases sociales más bajas, el asunto de si los individuos acuden o no a su clase como principal grupo de referencia en materia política forma el segundo elemento incluido en la noción de conciencia de clase de Marx.29

Esta discusión nos lleva a la proposición siguiente:

Hipótesis 3c: Hasta donde un individuo se identifica con una clase social, mientras más alta es esta clase social menos serán sus simpatías por el radi-calismo de izquierda

Para operacionalizar esta hipótesis se usó una variable etiquetada como “identi-ficación de clase subjetiva del jefe de hogar”.30 La Tabla 8 presenta la tabulación cruzada de esta identificación de clase subjetiva con el radicalismo de izquierda.

Estos resultados, que se encuentran en la dirección prevista, forman la aso-ciación más significativa encontrada entre cualquiera de las variables indepen-dientes y el radicalismo de izquierda. Como ejemplo, uno puede comparar el valor chi cuadrado obtenido (27,79) con aquel necesario para relevancia en el nivel 0,001 con dos grados de libertad (13,82). Estos hallazgos dictan, con las limitaciones estadísticas usuales, un fuerte respaldo a la hipótesis de “referencia de grupo”.

TABLA 8Identificación de clase subjetiva y radicalismo de izquierda*

Grado de radicalismo de izquierda

Identificación de clase subjetiva

Baja Alta Media Totales

No radicalismo de izquierda

52,9 70,4 83,7 (430)

Radicalismo de izquierda

47,1 29,6 16,3 (237)

Totales 100,0 (259) 100,0 (365) 100,0 (43) (667)

X2 = 27.79 2 G.L. p < 0,001* Falta información sobre identificación de clase en 13 casos.

29 Ralf Dahrendorf, Class and Class Conflict, op. cit., y los ensayos citados de Marx y de Marx y Engels.

30 Los individuos se ubicaron a sí mismos en una de las siguientes categorías: gente rica, gente acomodada (estándar de vida confortable), humilde, clase alta, clase media, popular, burguesía y proletariado. Luego las respuestas fueron reclasificadas en una escala de autoidentificación de clase, desde un nivel bajo “1” hasta el más alto de “5”. Por razones de contenido, y en orden a obtener un considerable número de casos en cada categoría, los puntajes “1”, “3” y “4” se usaron como los límites inferiores para las categorías de autoidenti-ficación “baja”, “media” y “alta”, respectivamente.

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Para resumir las diferentes partes de la Hipótesis 3: las variables de estratifi-cación objetivas, cuyos vínculos con el radicalismo de izquierda residen en su asumida influencia en la satisfacción personal, se abandonaron en favor de una prueba directa de la relación entre el grado de satisfacción con la propia vida y el radicalismo de izquierda. Los resultados confirmaron una relación negativa entre las dos variables. El análisis entonces prosiguió para probar la siguien-te hipótesis (3b), estableciendo que una condición importante que fortalece la asociación de la insatisfacción personal con el radicalismo de izquierda es la asig-nación de responsabilidad al orden social por las frustraciones personales. Esta hipótesis también encontró apoyo en nuestros datos. Finalmente, consideramos otro factor psicosocial que influencia el radicalismo desde un ángulo diferente. Este factor, influencias del grupo de referencia, fue examinado con respecto a las identificaciones subjetivas con diferentes clases sociales. La pronosticada asocia-ción negativa entre identificación de clase subjetiva y radicalismo de izquierda fue la relación más sólida respecto del radicalismo que encontramos en los datos. De paso, he sugerido que los últimos dos factores independientes –imputación de culpabilidad estructural por las propias frustraciones y uso de la clase social como grupo de referencia políticamente relevante– agotan el significado psico-social implícito de la noción marxista de conciencia de clase.

Hacia un modelo predictivo del radicalismo de izquierda

La discusión anterior se puede haber interpretado como un intento de establecer variables psicosociales contra variables estructurales objetivas en la explicación del radicalismo de izquierda. Nada puede estar más lejos de nuestro propósito. En general, los hallazgos no apuntan a la ausencia de efectos de la estratificación objetiva en el radicalismo, sino más bien a su mediación por factores psicosocia-les más subjetivos. Esto solo establece explícitamente lo que ha estado implícito todo el tiempo en las hipótesis estructurales objetivas. Los efectos en el radi-calismo de la posición socioeconómica, de las discrepancias de estatus y otros factores son solamente tan sólidos como los efectos de factores subjetivos clave.

El Diagrama 1 presenta una aproximación del modelo de trayectoria para el punto de vista anterior en base a estos datos.31 La ocupación y el ingreso están

31 Este modelo de trayectoria y el siguiente hacen la suposición usual sobre la dirección de la causalidad y la independencia entre variables no medidas, justificando la variación residual no explicada en cada variable dependiente y las variables independientes incluidas en el modelo. Nos saltamos consideraciones técnicas de método, detalladas en otra parte. Ver Otis D. Duncan,“Path Coefficients”, en Peter Blau y Otis D. Duncan, The American Occupational Structure, Nueva York, Wiley, 1967, 171-177. También ver Duncan, “Path Analysis: Sociological Examples”, American Journal of Sociology LXXII (julio, 1966), 1-16.

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incluidos como dos de los indicadores estructurales más importantes. El nivel educacional se omite principalmente debido a la debilidad de su asociación con el radicalismo en los datos (ver Tabla 3).

Para comparar, véase los efectos directos de la ocupación y el ingreso en el radicalismo en el Diagrama 2. La relativa eficiencia del modelo propuesto puede observarse en tres factores:

1. Las trayectorias de influencia de la ocupación y el ingreso en el radica-lismo de izquierda, cuando se toman en cuenta los factores psicosociales (Diagrama 2), son significativas.

2. El aumento en la variación explicada del grado de radicalismo de iz-quierda alcanzado al agregar los efectos directos de dos variables más en el Diagrama 2 es prácticamente inexistente, como lo indican los co-eficientes de alienación y correlaciones múltiples. Este punto, como el anterior, muestra claramente que, en esta muestra, los efectos de las va-riables estructurales en el radicalismo de izquierda están completamente mediados por factores subjetivos.

3. Por otro lado, la mayoría de los coeficientes de trayectoria de las varia-bles estructurales en las de mediación en el Diagrama 1 son sustanciales, indicando efectos bastante considerables tal como el modelo lo predice.

DIAGRAMA 1Factores independientes y radicalismo de izquierda: un modelo de trayectoria*

Tiempo 1Factores

estructurales

Tiempo 2Factores

subjetivos

Tiempo 3Orientaciones

políticas

-x5-

-x6-

• 67

• 30

• 09– • 15

– • 09• 30

• 20

-x2-

-x3-

-x4-

-x1-

– • 10

• 10

– • 21 • 95

-x2-

-xw- -x

x- -x

y-

– • 07 – • 10

• 15

X1 = Radicalismo de izquierdaX2 = Satisfacción X3 = Culpa a la estructura por las frustraciones personalesX4 = Identificación de clase subjetivaX5 = IngresoX6 = Nivel ocupacional

* Para este y el siguiente modelo, las flechas de doble punta indican correlaciones no analizadas. Las flechas simples indican las trayectorias de influencia. Xw, Xx, Xy y Xz representan los términos residuales, de este modo los coeficientes de trayectoria correspondientes están dados por la fórmula √1 - R2. Se supone que las correlaciones de estas variables “de construcción” con las variables independientes “de entrada” sean de cero.

R2,56

= 0,362 R3,56

= 0,221 R4,56

= 0,455 R1,234

= 0,292

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DIAGRAMA 2Factores independientes y radicalismo de izquierda: un modelo alternativo*

Tiempo 1Factores

estructurales

Tiempo 2Factores

subjetivos

-x5-

-x6-

-x2-

-x3-

-x4-

-x1-

– • 11

• 10

– • 22

• 95

-x2-

Tiempo 3Orientaciones

políticas

• 02

R1,23456

= 0,293

* Ver Diagrama 1 para identificación de las variables, coeficientes de trayectoria de las variables desde Tiempo 1 al Tiempo 2, correlaciones no analizadas y términos residuales.

El modelo propuesto (Diagrama 1) parece así ofrecer una manera más par-simoniosa y eficiente de predecir el radicalismo de izquierda. Aun cuando el monto de la variación en el radicalismo explicado por el modelo es modesto, queda claro que los únicos factores explicativos eficientes son los psicosociales; estos, a la vez, se ven sustancialmente influenciados por variables estructurales.

Conclusiones

Este trabajo ha usado datos recopilados de una muestra probabilística de re-sidentes urbanos chilenos para probar varias hipótesis concernientes a la in-fluencia de diferentes factores en el radicalismo de izquierda. Se argumentó en el comienzo que, en el momento en que estos datos fueron recopilados, Chile ofrecía una oportunidad única para estudiar el radicalismo como contraparti-da del mero “liberalismo”.

El resultado final del proceso fue un modelo general que concibe la influen-cia de la posición socioeconómica y otros factores objetivos en el radicalismo de izquierda, mediados por variables psicosociales.

Estos resultados, sin embargo, están sujetos a varias restricciones. Primero, el modelo deja de lado el fundamental proceso de influencia recíproca. Una mirada detallada al Diagrama 1 revelará que muchos de los vínculos entre va-

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riables no pueden ser unidireccionales sino más bien reversibles. Por ejemplo, las relaciones entre insatisfacción, identificación de clase e imputación de cul-pabilidad en la estructura, por un lado, y radicalismo por otro, probablemente forman un círculo de influencias recíprocas más que un sistema causal irrever-sible. Tales posibilidades apuntan al hecho de que, aunque el modelo es útil en esclarecer los diferentes niveles de influencia en el radicalismo de izquierda, aún está lejos de ser un reflejo preciso de los complejos procesos involucrados en la determinación del radicalismo en la realidad.

Una segunda, y relacionada, restricción es que la proporción de variación en el radicalismo explicada por nuestro modelo de trayectoria (Diagrama 1) es baja. Aun cuando el monto de variación explicada no es el único, ni el más importante, criterio para juzgar la importancia teórica de un modelo,32 defi-nitivamente apunta a su mayor o menor grado de exhaustividad. En nuestro caso, el modesto monto de variación explicada en la variable dependiente sugiere la necesidad de investigar nuevos factores que tengan un efecto directo significativo en las orientaciones políticas.

Siguiendo la visión teórica general presentada más arriba, debemos buscar estos efectos directos entre las variables psicosociales que no han sido consi-deradas en nuestro análisis previo. Después podemos buscar los factores es-tructurales que a su vez afectan aquellas variables. Podemos apostar a que dos conjuntos de tales variables tendrán una influencia particularmente impor-tante en el radicalismo de izquierda. El primero se refiere a variables de per-sonalidad. El clásico trabajo sobre la personalidad autoritaria, y los estudios más recientes de Milton Rokeach sobre dogmatismo y de Eric Hoffer sobre fanatismo político apuntan al efecto que una determinada estructura de per-sonalidad puede tener sobre las actitudes y el comportamiento político.33

El segundo conjunto de variables es la red de grupos de referencia y mem-bresías que rodean al individuo. Aquí hemos considerado la clase social con la que la persona se identifica como un grupo de referencia políticamente relevante. No obstante, la clase social es solo una, y muy general, fuente de in-fluencia en las actitudes del individuo. Debemos también considerar influen-cias más específicas que, en la forma de modelos de conducta y presiones al acatamiento, inciden en las personas. Las opiniones de los padres, los esposos, parientes, amigos cercanos, vecinos y compañeros de trabajo, es decir, la “at-mósfera” general del vecindario y del lugar de trabajo, puede reforzar, evitar o

32 Ver Duncan, “Path Coefficients”, op. cit.

33 Ver Theodor W. Adorno, Else Frenkel-Brunswik, Daniel J. Levinson y R. Nevitt Sanford, The Authorita-rian Personality, Nueva York, Harper, 1950; Milton Rokeach, The Open and Closed Mind, Nueva York, Basic Books, 1960, y Eric Hoffer, The True Believer, op. cit.

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modificar significativamente la influencia de la identificación de clase y de ese modo afectar esa identificación en sí misma. A lo que debe añadirse el efecto de los grupos o individuos que no entran en el esquema de relaciones sociales de cada cual. Gracias a su prestigio, experiencia o atractivo emocional, estos individuos o grupos prominentes pueden ser capaces de influenciar a muchas personas con las que no tienen un contacto directo.

Los estudios que toman en consideración estos conjuntos de variables in-dependientes, además de aquellas que ya hemos usado aquí, y que prestan atención a las relaciones más complejas entre ellas, incrementarán, creemos, de manera importante nuestra capacidad para explicar y predecir el radica-lismo y proporcionar una descripción bastante más completa de los procesos involucrados en su surgimiento y desarrollo.

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Capitalistas en crisis: la clase alta chilena y el golpe de Estado del 11 de septiembre*Richard E. Ratcliff

Tan pronto como se hizo evidente el éxito del golpe militar del 11 de septiem-bre de 1973, los líderes de la nueva Junta de Gobierno mostraron una sólida inclinación política de derecha. Muchos observadores esperaban un golpe de Estado, pero la mayoría había confiado en que los militares se presentarían como un cuerpo “profesional” y apolítico que actuaría en interés de la nación en su conjunto, simplemente con el objetivo de revertir el caos social y eco-nómico en que se hallaba sumido el país. Del mismo modo se pensaba que políticamente las Fuerzas Armadas seguirían un rumbo moderado mientras atraían al gobierno a dirigentes de los grupos de clase media, para crear una imagen de representación popular. Pero la Junta mostró poco interés en esos descargos liberales. En vez de eso, y con el lenguaje encarnizado y reacciona-rio de los ultraconservadores dueños de la propiedad en Chile, movilizó a las Fuerzas Armadas y se enfrascó en una campaña de represión de muchos de los grupos e individuos que habían participado en los programas socialistas del gobierno de la Unidad Popular.

La Junta se dedicó a revertir los radicales cambios sociales de los tres años anteriores, a aplastar a los grupos izquierdistas que habían impulsado los cambios, y a destruir el sistema de democracia parlamentaria dentro del cual este movimiento había llegado al poder. Hasta los aspectos más escalofrian-tes y violentos del gobierno de la Junta –los encarcelamientos, la tortura y

* Este análisis se ha beneficiado en gran parte del trabajo que he realizado con Maurice Zeitlin, y de las críticas de Kathryn Strother Ratcliff y del grupo de Santoro de la Universidad de Washington.

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las ejecuciones, así como la proscripción de los partidos políticos, los masi-vos allanamientos de casas y barrios completos, y la confiscación y quema de libros– se han querido justificar con la política de “extirpar el marxismo” de Chile. Asimismo, los efectivos militares y policiales se han desplegado con todas sus fuerzas para aterrorizar y aplastar la resistencia de numerosas comunidades de trabajadores y campesinos que habían participado en las tomas de fábricas y fundos que eran de propiedad de miembros de la clase alta. Con estos ataques brutales los militares pusieron fin a una era singular de la historia moderna, en la que la atención mundial estuvo puesta en un movimiento popular que había procurado llevar a cabo una transformación socialista en una sociedad que seguía teniendo un sistema político abierto y relativamente democrático. Así, algunos han visto el golpe como una gran tragedia para la democracia.

Mucho menos visibles que la represión manifiesta han sido las numerosas acciones de la Junta que demuestran su profundo compromiso con los inte-reses de una reducida coalición de grandes propietarios y representantes de las compañías extranjeras más poderosas. Estas acciones parecen dirigidas no solo a acabar con la izquierda sino también a reimponer el dominio de los dueños del capital en la sociedad chilena. Poco después del golpe, el gobierno anunció que varios cientos de empresas expropiadas se devolverían sin demo-ra a sus dueños anteriores. El estatus de la mayor parte de las propiedades agrícolas incautadas quedó en entredicho, pero era evidente que algunas vol-verían a manos privadas. La Junta optó por una política económica que carga a las clases más pobres con una parte desproporcionada de los costos de la inflación y otros problemas. Se ha permitido el alza de los precios de los bie-nes de consumo, aun cuando esto significa que repentinamente los mayores sacrificios se imponen a los pobres, que como es obvio son los menos capaces de pagar. Además, a los empresarios se les permitió despedir a trabajadores ya no considerados necesarios (además de aquellos identificados como acti-vistas de la UP), y la semana laboral se extendió de 44 a 48 horas sin ningún incremento en los salarios.

La Junta también recibió con entusiasmo el reingreso del capital extranjero. A este respecto, los nuevos jefes militares simplemente ignoraron los fuertes sentimientos nacionalistas no solo de la izquierda en Chile sino también de la mayor parte de los grupos de clase media que se habían opuesto a Allende. Más aun, como parte del plan de “reconstrucción” de la economía en torno a la propiedad privada y la “libre empresa”, la Junta también anunció su vo-luntad de discutir el pago de compensaciones por los recursos cupríferos que

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fueron nacionalizados bajo el gobierno de Allende, con el apoyo unánime del Congreso controlado por los partidos de oposición en ese tiempo.

Estas acciones ponen de manifiesto una importante percepción sobre el carác-ter de los nuevos gobernantes de Chile. El gobierno militar ha mostrado consi-derablemente mayor interés en facilitar la apertura a la inversión extranjera que en intentar resolver los acuciantes problemas económicos de la clase media, la que originalmente apoyó y vio con beneplácito el golpe militar. Las influencias más inmediatas detrás de esta orientación favorable a las grandes compañías y los inversionistas extranjeros son obvias. La más destacada ha sido la de los represen-tantes de los grandes propietarios de la clase alta chilena.1 Estos mismos grupos han sido los mayores aliados de los inversionistas extranjeros en la era moderna. Uno de esos representantes es Fernando Léniz, quien fue nombrado por la Junta como ministro de Economía del nuevo gobierno. Léniz, antes presidente del directorio de El Mercurio, el periódico conservador más influyente, ha sido por muchos años un importante ejecutivo asociado con los intereses locales y exter-nos de la poderosa familia Edwards. Entre sus cargos en directorios de empresas extranjeras se cuenta el que tuvo en la subsidiaria chilena de IBEC, del grupo Rockefeller. La centralidad de personas como Léniz en el gobierno parece, si acaso, estar incrementándose en la medida que el tiempo pasa. Recientemente, el principal representante de los intereses de la pequeña y mediana empresa fue sacado del gobierno, mientras que Léniz retuvo su posición dominante.

El menosprecio de la Junta por las apariencias de legalidad y de represen-tación popular, y por las preocupaciones de los grupos de clase media que se habían opuesto a Allende, se ha expresado en la indiferencia con que recibió el apoyo del Partido Demócrata Cristiano. Muchos pensaban que los democra-tacristianos, y particularmente su líder, Eduardo Frei, que fue Presidente de la República, serían los herederos naturales tras una toma del poder por parte de los militares. Claramente Frei, una figura largo tiempo admirada en Estados Unidos por el Wall Street Journal, el New York Times y los académicos “libera-les”, se vio a sí mismo como la persona a quien debía devolvérsele el poder. En los meses previos al golpe había hecho cada vez más explícitos sus llamados a la intervención militar, así como su entusiasmo por recuperar la Presidencia.

1 Este análisis se basa en un extenso estudio de las familias que en los años sesenta eran propietarias y con-trolaban los mayores bancos, empresas y predios agrícolas en Chile. El término “clase alta” aquí se refiere a aquellas familias acaudaladas que dominaban una parte desproporcionada del sector local de la economía chilena. El término “clases acomodadas” se usa más extensivamente para identificar a todas las familias adineradas que tienen considerables porcentajes de participación en la economía. Una descripción más completa del estudio se encuentra en otro lugar (Zeitlin, Maurice, Lynda Ann Ewen y Richard Ratcliff, “Propiedad y control de las grandes empresas en Chile”, Barcelona, Universidad Autónoma de Barcelona, 1975; Ratcliff, “Kinship, Wealth and Power: Capitalists and Landowners in the Chilean Upper Class”, tesis de doctorado, Departamento de Sociología, Universidad de Wisconsin, 1973).

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Además, en las etapas iniciales del nuevo régimen, Frei, quien meses antes había censurado la “brutal represión” de los mineros del cobre en huelga (en realidad había sido un esfuerzo bastante pasivo por parte del gobierno de Allende para contener las protestas), instó a los militares a “terminar la tarea” y luego entregar de vuelta el gobierno a los civiles. Pero, a pesar de esta volun-tad carente de crítica en relación con las brutalidades de los militares, Frei fue simple y llanamente ignorado por los nuevos gobernantes. De hecho, a pocas semanas del golpe los militares fueron tras los democratacristianos, aunque sin violencia: disolvieron el partido y expulsaron a muchos de sus miembros más prominentes de cargos oficiales en el gobierno y en las universidades.

El brusco trato a Frei y a la Democracia Cristiana simboliza la restringida gama de intereses en que parecen moverse los militares y los dirigentes de la clase alta que han surgido como los verdaderos poderes en el nuevo gobierno chileno. Es un gobierno que representa solo a un pequeño segmento de la coalición que antes del golpe parecía haberse aunado en oposición al gobierno de la UP. El ob-jetivo central de este análisis es entender mejor por qué se ha dado en Chile una alianza de este tipo, y por qué la contrarrevolución ha sido tan sorpresiva y brutal.

Algunas interpretaciones engañosas del golpe

Hay varias interpretaciones recurrentes sobre el golpe de Estado en Chile. Ha-bitualmente opacan la importancia del abrumador y casi exclusivo compromi-so de la Junta Militar con los intereses de un reducido segmento de las clases pudientes chilenas. En particular, no explican adecuadamente la orientación ultraderechista de la Junta, la perversidad extrema de la represión contrarre-volucionaria, o la distancia que la Junta ha establecido entre sí misma y los elementos antiallendistas de la clase media mientras acepta tan abiertamente a la clase alta. Vale la pena revisar tres de estas interpretaciones.

(1) En aquellos medios de comunicación estadounidenses dirigidos a au-diencias de negocios bien consolidadas, la explicación suele ser que Allende cayó a raíz de un levantamiento popular de la clase media, que ocurrió en par-te por la profunda hostilidad que una mayoría de los chilenos sentía hacia los avances de la UP hacia el socialismo, pero principalmente por el caos econó-mico que habrían desatado esos avances.2 De acuerdo con este punto de vista, la UP con seguridad habría sido derrotada en las urnas en 1976, pero los pro-

2 Paul E. Sigmund, “The ‘Invisible Blockade’ and the Overthrow of Allende” (ver en este volumen “El ‘blo-queo invisible’ y el derrocamiento de Allende”), 1974; Everett Martin, Wall Street Journal, 2 de noviembre de 1973.

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blemas económicos eran tan graves que los opositores al gobierno no podían esperar, y en todo caso, siempre existía el temor de que el gobierno marxista intentase tomarse el poder para eludir una inevitable derrota electoral.

Esta explicación tiene varios y grandes problemas. Por una parte, la UP demostró ser un tremendo rival electoral, a pesar de sus agresivas políticas socialistas y de los problemas económicos que experimentaban los chilenos. En las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 la coalición anti-UP, in-tegrada por todos los grupos de oposición, desde la extrema derecha hasta el centro, esperaba confiada que el pueblo, supuestamente insatisfecho, le diera los suficientes nuevos legisladores para impugnar a Allende y poder sacarlo de la Presidencia. En vez de eso, la UP incrementó la cantidad de escaños en el Congreso y su porcentaje de votación popular, con lo que la oposición entendió que la derrota de la izquierda en 1976 no era tan inevitable como creía. Si acaso, ese apoyo electoral cada vez mayor probablemente cristalizó el compromiso entre los grupos derechistas de empujar a los militares a tomarse el poder.

El permanente, e incluso creciente, apoyo popular de la UP se basaba en parte en una identificación real de muchos grupos con las metas socialistas de su programa y en parte en el reconocimiento de trabajadores y campesinos de que la UP había impulsado mejoras concretas en las condiciones sociales. La visión de que la UP había perdido apoyo popular se basa en gran medida en imágenes distorsionadas de la situación económica en Chile durante el go-bierno de Allende. Por ejemplo, gran parte de la muy publicitada “escasez” en las tiendas, que indignaba a los consumidores de clase media, fue el resultado de una política consciente de la UP, que implementó programas de distribui-ción de alimentos y otros bienes de consumo a las comunidades de la clase trabajadora y campesinos. De acuerdo con un estudio, en total había un 15% más de víveres disponibles en Santiago en 1973 que durante el último año del gobierno de Frei.3

Así como se ha minimizado el apoyo popular de la UP, la solidez de la opo-sición se ha exagerado. Con seguridad gran parte de la clase media e incluso algunos grupos de la clase trabajadora se opusieron a Allende y a la UP, pero sus quejas tendían a ser específicas y no se comparan con las reaccionarias y crimi-nales acciones de la Junta. Muchos de los grupos que participaron en huelgas, como los dueños de camiones y los mineros del cobre, solamente buscaban concesiones relacionadas con sus propios intereses. Por ejemplo, un dirigente de los camioneros, entrevistado por un periodista del New York Times un mes

3 Latin America, 12 de octubre de 1973, 324.

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antes del golpe, recalcaba su apoyo a la mayor justicia social que había traído el gobierno de Allende, a la nueva disponibilidad de créditos para los pequeños deudores y a la nacionalización del cobre.4 Su oposición al gobierno tenía que ver con sus temores personales sobre una eventual estatización de su industria y con la incapacidad o falta de voluntad del gobierno para garantizar el acceso a piezas y suministros suficientes y necesarios para los camioneros.

La interpretación del golpe como un levantamiento de inspiración popular añade otra explicación: la que retrata a los militares como un grupo de presión básicamente de clase media que eligió usar la fuerza para proteger sus intereses y los de la clase media en general. Aquí también encontramos una gran distorsión. El golpe de Estado en Chile estuvo liderado por los generales y almirantes de mayor rango y no por oficiales inferiores. Juzgando solo por las fuentes biográfi-cas, los líderes de la Junta están estrechamente relacionados con familias acomo-dadas de la sociedad chilena.5 En general, en los más altos rangos de las Fuerzas Armadas parecen predominar los parientes cercanos de familias pudientes de la clase alta o media alta chilena.6 La estrecha alianza de los jefes militares golpistas con un sector determinado de la clase alta se reflejó también en las sangrientas batallas que supuestamente se libraron al interior de las Fuerzas Armadas la noche previa y en los primeros días que siguieron al golpe: mientras aquellos en-cabezaban el golpe, entre los que pelearon para defender al gobierno de Allende se contaban unidades más representativas de los sectores populares, como los aspirantes de la Escuela de Suboficiales de Carabineros en Santiago.7

(2) Una segunda interpretación del golpe, a menudo enarbolada por observa-dores que simpatizan con el gobierno de Allende, subraya el papel desempeñado por el gobierno de Estados Unidos y las grandes compañías estadounidenses en el golpe.8 Las versiones de esta interpretación apuntan tanto al “bloqueo invisible” organizado por Estados Unidos en contra del gobierno de Allende como a la evi-dencia de la participación directa de esta potencia en el propio golpe de Estado.

4 New York Times, 6 de agosto de 1973.

5 La fuente disponible más completa –y relativamente confiable– de información biográfica y familiar sobre las familias chilenas prominentes son las diversas ediciones del Diccionario biográfico de Chile.

6 Desafortunadamente, es difícil encontrar buenos y minuciosos estudios sobre la totalidad de los cuerpos de oficiales. Uno, citado en un informe reciente de NACLA (FIN [Fuente de Información Norteamericana], “Collission Course: Chile Before the Coup”, Latin America an Empire Reports, 1973, 16-25), recalca los orí-genes de clase privilegiados de la mayoría de los oficiales. Los grandes propietarios de clase alta y los líderes militares con seguridad habrían podido aliarse, a pesar de ciertas orientaciones y orígenes diversos, por su común hostilidad hacia los grupos políticos considerados socialistas o marxistas; en los últimos diez años han surgido tales coaliciones en Brasil y Guatemala. En Chile, sin embargo, la alianza entre la clase alta y los militares parece haber sido más una unificación de grupos con intereses de clase comunes.

7 Latin America, 9 de noviembre de 1973.

8 Lawrence Stern, “Chile: The Lesson”, The Progressive, noviembre de 1973, 15-18.

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Con seguridad el impacto de las maquinaciones estadounidenses en contra de Allende fue importante y requiere una consideración cuidadosa. Incluso los más acérrimos defensores de la política estadounidense admiten que su gobierno actuó para restringir la ayuda y los préstamos a Chile. En su reciente artículo en Foreign Affairs Paul Sigmund se desgañita explicando que estas políticas no representaban un intento encubierto de un gobierno imperialista por trastocar la economía chilena, sino que eran el resultado de una serie de reacciones racionales por parte de un gobierno capitalista ante lo que estaba pasando en Chile bajo Allende.

Sigmund está ciertamente en lo correcto en cuanto a que el bloqueo por sí mismo no es suficiente para explicar por qué los militares actuaron de la manera que lo hicieron para acabar con un gobierno democráticamente elegi-do. Como ya se ha dicho, la principal tarea de cualquier análisis del golpe en Chile debe ser explicar por qué no fue del tipo “habitual”, es decir, uno que solo involucrase un recambio de líderes en el poder, y en vez de eso fue desde el principio una campaña fascista de reacción social dirigida a aplastar el mo-vimiento de la Unidad Popular y a revertir los programas y transformaciones que esta había iniciado.

(3) Una tercera interpretación del golpe es la de aquellos observadores que apoyan los objetivos socialistas del gobierno de Allende pero afirman que cayó por su incapacidad de resolver la contradicción fundamental de su gobierno: la imposibilidad de cualquier movimiento socialista de trabajar en el marco de la democracia burguesa para introducir transformaciones revolucionarias.9 De acuerdo con esta visión, el gobierno de Allende no fue sino otra coalición bien intencionada de socialdemócratas de izquierda, que se mostraron impotentes para inducir los cambios fundamentales en la estructura de dominación de clases en Chile. Además, esta interpretación subraya la insoslayable debilidad de la UP al no tener el control de las Fuerzas Armadas ni crear una fuerza popular armada para contrarrestar la fuerza de los militares.

Indudablemente el asunto de quién controlaba a las Fuerzas Armadas es de la mayor importancia para entender el golpe del 11 de septiembre. En retrospectiva resulta obvio que la UP fracasó en prepararse adecuadamente para defender su gobierno y sus logros del ataque reaccionario de la derecha. Sin embargo, un análisis cuidadoso de lo que en realidad se logró durante el gobierno de Allende contradice las afirmaciones simplistas de que la UP fue incapaz de desafiar el predominio de las clases pudientes en Chile. Una eva-

9 Paul Sweezy, “Chile: The Question of Power”, Monthly Review 25, diciembre de 1973, 1-11 (ver en este volumen “Chile: La cuestión del poder”).

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luación más minuciosa de por qué cayó como lo hizo ante un ataque brutal de la derecha pondría el énfasis mucho menos en la impotencia inherente del movimiento y mucho más en sus sorprendentes éxitos. El factor que se ha pasado por alto en esta interpretación, y en las otras dos, y que tiene una importancia fundamental, es que la violencia y el impulso abiertamente reaccionarios del 11 de septiembre fueron en gran medida resultado directo de la profunda amenaza que representó el gobierno de Allende para la clase alta en Chile. La gravedad de esta amenaza, que de hecho había empujado a la clase alta por el camino del deterioro económico y social, se explica en parte por las acciones de la UP desde 1970 y en parte por las peculiares de-bilidades y contradicciones internas de esa clase.

La evolución de una clase social capitalista dependiente y en decadencia

Una de las ironías de la historia de Chile es que los líderes de la clase alta con-temporánea, que proclaman enérgicamente defender el capitalismo chileno en contra del socialismo y promover el desarrollo nacional, en realidad repre-sentan los vestigios letárgicos de una clase capitalista dinámica que alguna vez existió y que se vio desgarrada por la creciente penetración del capital foráneo. Desde que la clase alta chilena se rindió a la dominación extranjera ha sido incapaz de conducir o de controlar efectivamente el desarrollo económico, y a raíz de su decadencia como fuerza económica dinámica ha perdido su capaci-dad para mantener una clara hegemonía política en la sociedad.10

A mediados y fines del siglo XIX Chile tuvo una fase muy dinámica de de-sarrollo capitalista. Los capitalistas chilenos empezaron a desarrollar los vastos recursos minerales del país, crearon algunas notables empresas productivas, y captaron gran parte del comercio externo e interno. Hasta la agricultura se convirtió en un sector de peso orientado a la exportación. Sin embargo, una

10 La discusión que sigue sobre la historia y actual estructura de la clase alta se basa en la investigación ya citada. Este estudio comenzó con los individuos que a comienzos de la década de 1960 eran dueños de los mayores latifundios o bien eran altos ejecutivos de los principales bancos y empresas en Chile. Tomando a estas personas como potenciales líderes económicos de la clase alta, se realizaron búsquedas sistemáticas de parentescos para identificar sus estructuras familiares. Al examinar la extensión de su fortuna en bienes agrícolas, empresariales y en la banca, y los cargos ejecutivos que ostentan entre todas estas familias, mientras simultáneamente se consideraban todas las interrelaciones de parentesco conocidas entre ellas, ha sido posi-ble determinar el patrón de concentración de la propiedad y del control de la propiedad dentro de la clase alta chilena. También se realizaron exhaustivas investigaciones históricas sobre familias prominentes y sobre la clase alta en su conjunto, con el objeto de determinar cambios a lo largo del tiempo en la composición y el poder de los principales dueños de la propiedad en la sociedad chilena.

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vez que los sectores más lucrativos de la economía fueron quedando bajo el control extranjero, o cuando esos sectores se mostraron incapaces de sobre-vivir en un sistema económico mundial dominado por los países industriali-zados, esa era llegó a su fin. La clase capitalista en Chile no colapsó, en todo caso; sí experimentó una reestructuración y se transformó en una clase en gran medida subordinada y sensible a los intereses de los capitalistas extranjeros. Puesto que mantenía la propiedad de sus vastos latifundios y de varias empre-sas y bancos, y a través de la red de alianzas que diferentes familias y grupos económicos fueron capaces de establecer con los capitalistas extranjeros, fue capaz de mantener un nivel moderado y permanente de prosperidad.

La declinación económica de la clase alta se vio acompañada de una len-ta fragmentación de su control político. Incluso manteniendo un considerable poder, quedó cada vez más inmovilizada frente a las crecientes demandas de los grupos reformistas de clase media y de los emergentes grupos de la clase trabaja-dora en las industrias y el campesinado, que eran mucho más militantes y radi-cales. Por una parte, la desmoronada hegemonía de la clase alta proporcionó el contexto para el desarrollo en Chile de un sistema de democracia parlamentaria vibrante y único, y de una relativa libertad de expresión política. Por otra parte, este cambio no condujo a ninguna solución para los profundos males econó-micos y sociales que lastraban al país. El poder que retuvo la clase alta lo usó para bloquear reformas propuestas por otros, incluso aquellas que bien podrían haber reforzado su propia posición de clase, mientras que ofrecía escaso lideraz-go desde sus filas. Su incapacidad para protegerse adaptándose a las demandas populares por reformas y mayor justicia social fue manifiesta en las crisis del gobierno de Frei, y culminó con la elección del gobierno de Allende en 1970.

De algún modo resulta paradójico que la fragmentación de su poder eco-nómico y político no haya afectado la estrecha interrelación y cohesión so-cial de las más importantes familias de la clase alta. Aunque suele creerse lo contrario, en el Chile moderno no existen divisiones significativas entre las “antiguas” familias de terratenientes y las “nuevas” familias capitalistas. No ha existido una “burguesía progresista” que surja en paralelo –y en compe-tencia– con una clase alta tradicional ligada a la agricultura. Puede decirse más bien que los dueños de la propiedad más poderosos están vinculados en un solo y cohesionado grupo de familias que comparte tanto estrechas relaciones de parentesco como intereses económicos interconectados.11 En este grupo están incluidos tanto los mayores terratenientes como quienes

11 Grandes excepciones de esta regla han sido ciertos grupos étnicos, principalmente aquellos de orígenes árabes, que permanecen excluidos de la red de familias que forman el núcleo de la clase alta, pero que for-maron entre ellos fuertes comunidades de intereses familiares y económicos.

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poseen y controlan las principales empresas y los bancos nacionales. Todo lo que tienen en común estas familias en relación con sus intereses de clase aparece estructurado incluso más herméticamente en un número limitado de “grupos de interés” que controlan y coordinan los imperios económicos de familias específicas como los Edwards, Matte, Claro, Larraín, Vial y Me-néndez. Estos grupos de interés, entrelazados unos con otros, representan los verdaderos centros de funcionamiento del poder económico que todavía mantienen los capitalistas chilenos.

Sin embargo, la unidad de clase no hizo a la clase alta más eficiente a la hora de enfrentar los desafíos que supuso para ella la elección de Allende y la UP en 1970. De hecho, esa unidad la dejó mucho más vulnerable, por lo menos en un sentido económico. Precisamente por estar tan herméticamente estructurada, y porque los holdings de la mayoría de las familias de este grupo central abarcaban sectores muy diversos de la economía, los años de Allende fueron de múltiples amenazas para la clase alta; amenazas cuya gravedad ha sido subestimada por aquellos que no están conscientes del rol crucial que desempeñaban los intere-ses de esas familias en la agricultura, la banca y las compañías extranjeras en el poder social, político y económico global de esta clase. Para mostrar el grado en que las acciones del gobierno de Allende y sus partidarios efectivamente mina-ron la riqueza y el poder de la clase alta chilena necesitamos revisar algunos de los logros de la UP, vistos como ataque a la base propietaria de esta clase.

El ataque de la UP a la clase alta

Allende y los dirigentes de la coalición habían sido explícitos en afirmar que su visión del socialismo conduciría a una confrontación directa con las clases pudientes del país. El programa oficial de la UP en 1970 había subrayado el compromiso de poner “fin al poder del capital monopólico nacional y extran-jero, y al latifundismo, con el fin de iniciar la construcción del socialismo”.12 Después de la elección, el gobierno de la UP emprendió este compromiso con una serie de políticas públicas que involucraban tanto una reforma agraria como la intrusión en los intereses de la banca y empresas en otros sectores. En algunas áreas el gobierno ciertamente demostró prudencia y tendió a imple-mentar con lentitud sus programas más radicales. No obstante, incluso allí los nuevos burócratas de la UP se vieron con frecuencia empujados por las bases –trabajadores, campesinos y otros seguidores, muy organizados, politizados

12 North American Congress on Latin America, ed., New Chile, Berkeley, NACLA, 1972, 137.

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y radicalizados–, que no solo demandaban tales acciones sino que también estaban ansiosos de participar en tomas y expropiaciones localmente instiga-das, sin importar la sanción del gobierno. Estos grupos más militantes fueron efectivos en gran parte porque operaban bajo la sombra protectora del gobier-no, pero, independientemente de ello, llevaron claramente el programa de la UP mucho más lejos de lo que habría llegado si los burócratas del gobierno hubiesen sido capaces de mantener el control.

Desde el comienzo el gobierno de Allende se vio muy restringido en su capacidad de avanzar hacia el socialismo. Careciendo del control sobre el Congreso, comprometida con la noción de legalidad y comprensiblemente dudosa de la neutralidad de las Fuerzas Armadas, la UP escogió confiar en gran medida en los poderes ya existentes del Ejecutivo. De todas formas se eje-cutaron políticas socialistas serias que minaron significativamente la posición económica de la clase alta.

(1) La carencia de legislación nueva no fue un obstáculo serio en los esfuer-zos por llevar a cabo la reforma agraria. Bajo el gobierno democratacristiano anterior se había aprobado una sólida ley que permitía la expropiación de grandes extensiones de tierras. Amparándose en esta ley la UP se movió rápi-damente para apropiarse de los mayores latifundios de Chile.

Estas expropiaciones de tierras, las que no solían ofrecer sino intangibles promesas de compensación en un futuro más bien distante, golpearon direc-tamente una base económica muy importante de la clase alta. Es falsa la idea popular de que la propiedad de tierras se había convertido en una actividad en la que la clase alta participaba simplemente por estatus. Estos latifundios, incluso los que operaban de manera ineficiente a ojos de extraños, proporcio-naban gran parte del sostén para el acomodado estilo de vida de las familias de clase alta. Incluso para las numerosas familias con importantes intereses en la banca o grandes empresas, la propiedad de la tierra seguía siendo parte fundamental de su base de poder y riqueza en la sociedad. Por lo demás, la generalizada penetración de la propiedad extranjera en otros sectores de la economía había reforzado notoriamente la importancia de la agricultura para la clase alta, aun a pesar de la tendencia global hacia la industrialización. En una economía distorsionada por el dominio extranjero, la riqueza basada en la agricultura se había convertido en un elemento importante para mantener una relativa estabilidad. Por lo tanto, una decidida reforma agraria suponía un grave ataque sobre la clase alta en su conjunto.

(2) En cuanto a otros sectores de la economía, las acciones más osadas y rápidas de la UP tuvieron como objetivo la banca. A fines de 1970 y prin-

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cipios de 1971 el gobierno simplemente compró a sus entonces vacilantes y amedrentados dueños las acciones suficientes para controlar todos los bancos principales; luego se les integró sin demora en la estructura bancaria estatal preexistente. Estos pasos tuvieron una relevancia mucho mayor para la clase alta de la que puede imaginarse a simple vista. En los sectores empresarial y de la banca, el poder y la influencia de las familias dominantes no solo se basaban en su participación directa en las empresas de su propiedad sino también, e incluso de manera más importante, en su facultad para ejercer el control efectivo sobre firmas en las que tenían solo una participación minori-taria o indirecta. Siendo como eran los principales banqueros del país, tenían el dominio de sustanciales depósitos de capital, vías de crédito y expeditos canales de acceso al capital extranjero. Cuando el gobierno de Allende se apropió de sus bancos, estas familias no solo perdieron buena parte del poder para coordinar sus conglomerados sino también gran parte del control sobre muchos pequeños capitalistas. En pocas palabras, la absorción estatal de los bancos limitó enormemente su poder para mantener cohesionados sus vastos imperios económicos.

(3) El proceder del gobierno de Allende fue menos extensivo y menos coor-dinado en el sector industrial. Echando mano de una variedad de leyes y otros mecanismos por mucho tiempo relegados al olvido –los “resquicios legales”, por ejemplo aducir violación de ciertas leyes laborales, regulaciones comercia-les o de producción, o normas de intercambio–, se “intervinieron” numerosas compañías, es decir, el gobierno se hacía del control administrativo pero no de la propiedad. Si bien un buen número de estas expropiaciones se justificaron por acciones previas de los propietarios, en algunos casos los trabajadores más militantes organizaban huelgas o tomas con el fin de crear las condiciones que permitieran al gobierno decretar que existían fundamentos para la interven-ción estatal, o que lo presionaran para que diera ese paso.

Muchas familias de clase alta se vieron profundamente afectadas por estas expropiaciones. En el corto plazo estaba el hecho concreto de la pérdida fi-nanciera. Independientemente de si una empresa era totalmente expropiada o solo intervenida, los antiguos dueños no solo dejaban de recibir las utilidades sino que también perdían la facultad de lucrar con operaciones relacionadas de divisas, comercio e impuestos, como la mayoría lo hacía en el pasado. A menudo las compensaciones que recibirían por sus negocios llegaban en for-ma de bonos u otras promesas de pago diferidas. A largo plazo las familias de clase alta que conformaban grupos empresariales se enfrentaron con la clara perspectiva de perder una de sus principales bases de poder y riqueza. Aunque

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difícilmente este devenir las perjudicó al punto de dejarlas en la miseria, esta-ba claro que poco a poco el prolongado dominio económico de estas familias estaba siendo socavado.

La sensación de urgencia entre los propietarios capitalistas en Chile se elevó repentinamente al nivel de crisis tras el abortado golpe militar de junio de 1973. De ahí en adelante el número de empresas tomadas por los trabaja-dores aumentó bruscamente y, en contraste con las ocupaciones previas, que se enfocaban en compañías específicas, las nuevas tomas abarcaron todas las fábricas dentro de áreas completas en los suburbios industriales de Santiago y otras ciudades. Así, la extensión del movimiento ponía de manifiesto que la insurgencia popular estaba desafiando la propia estructura de la propiedad capitalista en Chile.

(4) Las expropiaciones también afectaron, y en numerosas oportunida-des, a las firmas extranjeras, y estas medidas tuvieron varias consecuencias graves para la clase alta chilena. Por un lado, algunas familias eran accio-nistas menores y tenían considerables inversiones compartidas en empresas controladas por extranjeros. La familia Edwards, por ejemplo, tenía partici-pación en una subsidiaria de la empresa de alimentos para animales y granos Ralston Purina, que fue tomada, y en una compañía del holding Rockefeller que fue adquirida por el Estado. En casos como estos es evidente el efecto de las acciones del gobierno en los capitalistas locales. De una mayor importan-cia general, sin embargo, era la cantidad de miembros de las familias de clase alta que tenían importantes cargos ejecutivos en compañías extranjeras, eran representantes en Chile de estas compañías o bien hacían negocios con ellas como proveedores locales. Tales cargos no solían involucrar propiedad y solo constituían un aspecto secundario de las relaciones de dependencia global de Chile en el sistema capitalista internacional, pero eran muy lucrativos para las personas y las familias involucradas. Estas, y muchos otros en las clases pudientes, habían llegado a visualizar sus intereses económicos y po-líticos de larga data como irrevocablemente ligados a la continua presencia de las empresas extranjeras en Chile,13 tanto por las perspectivas de joint ventures y oportunidades de desarrollo profesional como por los cuantiosos beneficios que fluyeron a estas familias en su calidad de intermediarias en el proceso de dominación extranjera. La efectividad del gobierno de Allende a la hora de expulsar del país al capital extranjero establecido y desalen-tar nuevas inversiones prometía convertirse en una catástrofe mayor para

13 Richard Ratcliff, “The Ties That Bind: Chilean Industrialists an Foreign Corporations”, en NACLA, ed., New Chile, Berkeley, NACLA, 1972, 79-81.

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la clase alta. La perspectiva de que los inversionistas extranjeros perdieran simplemente todo interés, y por lo tanto de un Chile no dominado por las corporaciones extranjeras, no solo implicaba pérdidas concretas para la cla-se alta en el presente, sino también la amenaza de cierre de algunas de sus fuentes más atractivas de ingresos, así como la destrucción de su concepción global de cómo debían mantenerse sus posiciones de poder y privilegio en la sociedad chilena.

Tomadas en conjunto, las acciones del gobierno de la UP y de sus irrefre-nables seguidores en contra de los terratenientes, los bancos y las empresas chilenas y extranjeras constituyeron un ataque en toda la regla a las bases económicas de las familias dominantes. Más específicamente, la redistribu-ción de la propiedad y del control sobre la propiedad impulsada por este gobierno demostraba que el debilitamiento fundamental de la posición de la clase alta en la sociedad chilena ya era una realidad: estaba ocurriendo. A mediados de 1973, e incluso antes de las tomas de fábricas que siguieron al 29 de junio y que cristalizaron la situación, no solo había quedado claro que el poder económico de la clase alta estaba francamente de capa caída sino que si las continuas expropiaciones eran toleradas tenderían a instituciona-lizarse y en consecuencia serían difíciles de revertir. A pesar de sus notorias debilidades, el gobierno de la UP había creado un clima económico en que, respecto de la clase alta, el tiempo operaba en favor de aquellos comprometi-dos con una transformación socialista en Chile. Al momento de la siguiente elección presidencial, en 1976, los recursos disponibles para la clase alta, y particularmente los recursos económicos, habrían experimentado una ero-sión muy considerable si se comparaba con 1973. Incluso si la UP perdía esa elección, los más probables triunfadores serían una coalición de grupos de clase media que no se sentirían demasiado comprometidos a retornar la propiedad, y sus muchas prerrogativas, a la clase alta.

Es en este contexto de continua decadencia que debe interpretarse la es-trecha alianza entre la Junta y la clase alta, y las violentas y reaccionarias medidas que como aliados han ejecutado. No era suficiente, desde el punto de vista de la clase alta, sacar del gobierno a la UP y entregar las riendas del poder a los representantes de las clases medias que, después del golpe, podrían proyectar un aura de legitimidad. No: su resurrección dependía de la brutal depuración de aquellos elementos de la izquierda que habían llegado demasiado lejos en contra de los grandes dueños de la propiedad, y cuyo difundido radicalismo hacía presagiar pasos incluso más extremos en el futuro.

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La resistencia de la clase alta y los dilemas de la “vía pacífica”

Junto a sus sorprendentes éxitos, la UP también mostró muchas y profun-das debilidades en la defensa de lo que había logrado. Mientras tanto, los miembros de la clase alta tendieron a evitar la confrontación directa con la UP pero, lo que era bastante previsible, no se quedaron sentados esperando tranquilamente su aniquilación. En vez de eso, tras un período de conside-rable vacilación y confusión en los primeros meses del gobierno de Allende, sus líderes optaron por una amplia gama de estrategias dirigidas a bloquear los programas gubernamentales, provocar el caos en la economía y finalmente derrocar al gobierno marxista legalmente constituido.

A pesar de las numerosas expropiaciones de bancos, empresas y latifundios, el gobierno de la UP estaba muy lejos de tener el control total de la economía. Casi en cada una de las esferas específicas de actividad existían funciones cru-ciales que permanecían en manos de capitalistas privados, y como resultado de ello las políticas del gobierno socialista eran muy vulnerables a la obstrucción de la clase alta. Por supuesto que el gobierno debió enfrentarse con la racional inclinación de los capitalistas a negarse a realizar inversiones de todo tipo, in-cluso aquellas necesarias para la mantención de sus negocios, debido a la ame-naza percibida del socialismo. Igualmente apremiantes resultaron ser los gene-ralizados actos de sabotaje, abiertamente motivados por razones políticas. La producción se redujo, la maquinaria fue prácticamente destruida, se permitió que los alimentos se pudrieran y los productos básicos de consumo fueron des-viados al mercado negro.14 Los capitalistas chilenos, apoyados por los esfuerzos concertados del gobierno de Estados Unidos y grandes compañías extranjeras –que retuvieron maquinaria y repuestos indispensables, retrasaron préstamos y créditos, y hostigaron los acuerdos comerciales del gobierno chileno–, fueron en gran parte responsables del debilitamiento de la economía nacional.

Aparte de las armas económicas todavía a su alcance, la clase alta encontró algunas de sus más formidables municiones en la misma estructura cohesiona-da y cerrada de familias interconectadas que la había hecho tan vulnerable a las políticas económicas de la UP. Lo más importante aquí fue la ubicuidad de los miembros de las familias dueñas de la propiedad en los niveles más altos de las principales instituciones de la sociedad chilena. Dentro de las mismas familias dueñas de grandes fundos agrícolas, bancos y empresas había quienes no esta-ban necesariamente involucrados de manera directa en los negocios familiares pero que ejercían su influencia en importantes cargos públicos o profesionales:

14 Pat Garrett y Adam Schesch, “Chile: The Dreams Bides Time”, The Progressive, febrero de 1974, 35-40.

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entre ellos había médicos, abogados, ingenieros, funcionarios públicos, jueces, directivos y profesores universitarios, y, lo que resultó crucial, oficiales de las Fuerzas Armadas. Estos representantes de las familias de clase alta conformaron una poderosa infraestructura de obstrucción y oposición desde donde atacar y sabotear muchos de los planes y políticas del gobierno socialista.

Casi todas las protestas y huelgas organizadas en contra de la UP aparecieron en los medios como acciones propiciadas por la clase media, pero en realidad recibían un importante apoyo de los segmentos más prominentes de la clase alta profesional, cuando no eran directamente lideradas por estos grupos. Médicos y abogados, por ejemplo, fueron defensores importantes de la huelga de algunos mineros del cobre en 1973. Estos mismos grupos apoyaron con grandes recur-sos políticos y financieros las dos principales huelgas de los camioneros.

Además, estos mismos oponentes acomodados de la UP se autoproclama-ron enérgicos defensores de la democracia y de la libertad de expresión en la política durante el gobierno de Allende, y protestaron con vehemencia en contra de las innumerables acciones del gobierno que interpretaban como una violación de sus derechos políticos como oposición; sin embargo, tan pronto como ocurrió el golpe abandonaron su ferviente defensa de la democracia por duras racionalizaciones no solo en favor del golpe sino también de la necesi-dad de mantener por años, y quizás por una generación, la represión fascista de todas las tendencias socialistas. En retrospectiva, después de la sangrienta represión que ha caracterizado el golpe militar es fácil enfocarse en la evidente hipocresía de los numerosos chilenos prominentes que tan repentinamente intercambiaron roles. Sin embargo, el asunto crucial aquí no es la hipocre-sía individual sino lo que se ha revelado como el frágil compromiso de la clase pudiente con las instituciones de la democracia y la libertad política. En nítido contraste con la noción de “autoritarismo de la clase trabajadora”, popularizada por los intelectuales de la Guerra Fría una década atrás, en Chile fueron las clases acomodadas las que recurrieron a las soluciones fascistas y autoritarias tan pronto como un movimiento socialista planteó desafíos serios a la tradicional distribución de la propiedad y de los privilegios en la sociedad.

A través de su turbulento período el gobierno de Allende mantuvo con largueza su compromiso de respetar las instituciones de la democracia chile-na. Aunque para implementar su política económica avanzó con ímpetu casi hasta el borde de la legalidad, prácticamente no hizo nada para restringir las libertades políticas de sus opositores. Hasta el día del golpe militar, todavía era posible comprar todos los diarios de oposición, tener reuniones políticas, participar en manifestaciones y huelgas, y el Congreso, controlado por la opo-

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sición, continuaba aprobando medidas que limitaban la acción del gobierno. Además, esos años estuvieron notablemente libres de violencia, considerando el grado de turbulencia política del momento.15

El plan de la dirigencia de la UP había contado con que el gobierno tendría la protección de los militares –tradicionalmente un cuerpo no deliberante–, se beneficiaría del compromiso general de sus opositores de atenerse a la Consti-tución y por último se vería apuntalado por la amenaza de resistencia popular de sus masas organizadas de militantes. Por supuesto, el golpe demostró que la tradición de no intervencionismo militar era solo un mito; que los opositores a Allende, viéndose amenazados, mostraron un nivel de compromiso con la Constitución extraordinariamente bajo, y que sus seguidores del pueblo tenían solo una preparación muy precaria para enfrentarse a militares ansiosos de echar mano de sus arsenales repletos de armas para suprimir cualquier resistencia.

En cierto sentido, las lecciones del golpe son claras: la UP debió haberse pre-parado mejor para una confrontación armada, y debió haber buscado maneras de restringir el poder de sus opositores. Sin embargo, estos pasos no habrían resultado fáciles de dar. Los líderes de la clase alta, junto con los otros grupos dueños de propiedades, contaban con una gran ventaja: recurrían al manto de las formas constitucionales para proteger sus propias libertades políticas y la autonomía de las instituciones anti-UP, como los militares, mientras al mismo tiempo ejecutaban planes de sabotaje económico, prestaban apoyo a grupos terroristas de derecha como Patria y Libertad y complotaban con los militares para la brutal contrarrevolución final. La UP, en cambio, estaba mucho más inclinada a seguir y respetar la Constitución. En parte, este compromiso con la legalidad reflejaba el verdadero convencimiento por parte de Allende y mu-chos otros en la UP de que realmente se podía construir el socialismo a través de la democracia en Chile. Sin embargo, el compromiso de la UP también se vio forzado por el poder de los militares y por las fuertes protestas de sus críticos de clase alta y media. Además, la propia naturaleza del movimiento limitó las acciones que fueran más allá de los límites de la legalidad con el fin

15 Lo cierto es que ha sido la nueva Junta Militar la que ha proporcionado pruebas de este bajo nivel de violencia. En un esfuerzo por justificar sus acciones, rápidamente la Secretaría General de Gobierno publicó un Libro blanco del cambio de gobierno en Chile (1973), que pretendía enumerar los diversos crímenes de la UP. Un capítulo intenta demostrar que los años de Allende tuvieron un alto “costo social” en términos de muerte y destrucción, y enumera 96 “muertes violentas que pueden atribuirse a razones políticas o sociales”. La cifra parece pequeña en relación con las muertes provocadas por el nuevo gobierno desde el golpe, pero sobre todo, si se examina cuidadosamente, la misma lista muestra que los autores tuvieron grandes dificulta-des para encontrar pruebas de violencia por parte del gobierno de la UP. Se incluyen cuatro propietarios que sufrieron ataques cardíacos cuando vieron sus tierras tomadas, una veintena de izquierdistas que murieron en enfrentamientos con la derecha, y veintidós civiles y militares que perdieron la vida durante el “Tanque-tazo” derechista de junio de 1973. Según la lista, no más de veinticinco muertes corresponden claramente a víctimas de la UP, las que fueron asesinadas por fuerzas del gobierno o por sus partidarios.

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de protegerse: a pesar de su considerable militancia y de la radical experiencia que incorporaba, la coalición había llegado al poder a través del sistema elec-toral existente y la mayoría de sus grupos constitutivos no se habían probado ni endurecido en la lucha armada. Los frenéticos esfuerzos de preparación para la autodefensa de algunos sectores de la UP en los meses finales fueron insuficientes para transformar el espíritu básico del movimiento.

Las secuelas

Es evidente que la supervivencia de la UP y sus logros dependía de que el mo-vimiento fuera capaz de contener las tendencias antidemocráticas extremas de los ricos propietarios cuya posición se había visto tan severamente debilitada desde 1970. Estos grupos de clase alta estaban comprometidos con una opo-sición total a Allende y, en ese afán, se mostraron más que dispuestos a pasar por alto las normas de la legalidad constitucional. Dada la magnitud de los cambios en la política económica, que ya había interferido en sus propiedades, la preservación de su lugar en la sociedad dependía de un giro radical en el rumbo por el que se había adentrado la UP.

La preparación de los trabajadores y campesinos para defender lo que ha-bían ganado tendría que haber sido parte de cualquier estrategia de super-vivencia del movimiento socialista. No obstante, dada la intensidad de la esperada oposición de los grupos acomodados a los programas de decidida impronta socialista, solo pudo anticiparse que el asalto popular al poder de esos grupos tendría que ser igualmente extremo. A la luz de lo dicho es intere-sante señalar que en Cuba se encontró una solución relativamente no violenta para un problema similar.

Si bien las condiciones sociales y el movimiento radical en Cuba dife-rían enormemente de Chile, el gobierno de Castro también enfrentaba una amplia gama de intereses de la clase media y acaudalada que formaban una oposición natural a muchos de los nuevos programas socialistas.16 Dada esta situación, la estabilidad del gobierno se vio fortalecida, la probabilidad de éxito de muchos programas aumentó y el nivel de violencia disminuyó por la voluntad de Castro de permitir que los cubanos insatisfechos abandonaran la isla. Muchas de las familias de clase alta que aún permanecían en su país, junto con una vasta porción de las clases medias privilegiadas, partieron en un puente aéreo patrocinado por Estados Unidos. Así, los grupos que se

16 James O’Connor, The Origins of Socialism in Cuba, Ithaca, Cornell University Press, 1970.

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habrían opuesto más inalterablemente a los programas socialistas y eran más susceptibles de participar en sabotajes y obstrucción violenta salieron del es-cenario político.

En Chile una versión limitada de ese éxodo de la clase alta se dio justo des-pués del triunfo de Allende en 1970. En algunos casos familias enteras, y en otros solo miembros prominentes que se sentían amenazados, viajaron casi de inmediato. No obstante, al poco tiempo y tras quedar claro que el gobierno de Allende no iba a participar en el tipo de represión previsto por la propaganda derechista, y al visualizarse algunos retrocesos políticos, la tasa de salidas no solo disminuyó sino que muchos de aquellos que originalmente habían deci-dido abandonar el país decidieron retornar.

La UP no encontró soluciones a sus dilemas y con el golpe de Estado perdió de manera trágica su audaz apuesta de tratar de transformar la sociedad chile-na. Había atacado directamente los fundamentos económicos de la clase alta hasta un nivel sin parangón en un país no socialista, pero sin haber asegurado primero el mando sobre el poder del Estado. Los costos de la derrota han sido enormes. Todavía no se sabe cuántos miles de activistas y partidarios de la UP han muerto en la brutal represión que aún continúa.

Naturalmente que el impacto a largo plazo del golpe y de los tres años del gobierno de Allende es desconocido. La amplia y combativa base popular de la UP sugiere que habrá una importante resistencia al nuevo régimen. El punto central de este análisis ha sido que el excepcional movimiento político encar-nado en la UP, que trabajó por instalar una alternativa socialista dentro de un sistema constitucional, reveló que, si bien un avance significativo es posible, el éxito en ese logro necesariamente despierta el fantasma de un violento ataque reaccionario por parte de las clases pudientes en peligro.

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Reflexiones sobre los patrones de cambio en el Estado burocrático-autoritario*Guillermo O’Donnell

Alternativas para la conceptualización de cambio

El esfuerzo por formular conceptos que expliquen y describan el proceso de desarrollo político no ha sido en vano, pero existen pocas dudas de que ha fracasado. No me propongo exponer una vez más los supuestos equivocados que estaban implícitos en el intento, y tampoco machacar sobre las distorsio-

* La versión original de este trabajo se presentó en el Seminario de Historia y Ciencias Humanas realizado en la Universidad de Campinas, São Paulo, en mayo de 1975. En agosto de ese año apareció como Documento Nº1 de la serie que el CEDES publica para el Grupo de trabajo sobre el Estado del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). La presente versión fue preparada en diciembre de 1976. Pese a todo lo que ha ocurrido desde entonces, me he limitado a hacer solo correcciones de estilo y a suprimir algunos párrafos innecesarios, siguiendo las valiosas sugerencias de los revisores de Latin American Research Review. En otras palabras, he superado la tentación de reescribir este trabajo, lo que podría haber hecho, sobre todo para enfatizar aun más los intentos de estabilizar las variables económicas (incluyendo la inflación pero no limitándome solo a ella) del período que yo llamo la “ortodoxia”, y expresamente admitir la posibilidad de que casos como los de Chile y Uruguay puedan volverse, en un sentido socialmente incluso más opresivo que el “proceso de profundización” que abordé aquí, hacia una “reagrarización” o una “reprimarización” de su estructura productiva. También me gustaría pensar que hoy podría presentar un enfoque más sofisticado de los problemas teóricos que involucra el concepto de Estado. Pero no se trata de introducir extemporáneamente dichas consideraciones aquí –consideraciones que deben mucho a las críticas recibidas a la versión original de este artículo–, sino de hacer una presentación oportuna de ellas en trabajos futuros. Es necesaria una explicación en un punto que ha conducido a algunos malentendidos: cuando hablo de “relación mutua indispensable” me refiero a la relación que existe entre el Estado burocrá-tico-autoritario (una vez implantado) y el capital internacional. En cambio, cuando en otros trabajos (sobre todo Modernization and Bureaucratic-Authoritarianism) he abordado los factores que tienden a pro-vocar el surgimiento de este tipo de Estado, he especulado sobre su “afinidad electiva” con un cierto tipo de capitalismo y sus crisis. La diferencia es sutil pero importante, porque no solo se refiere a dos momentos temporales diferentes, sino también porque indica la distancia que separa lo que es mutuamente indispen-sable (una vez que el autoritarismo burocrático se ha implantado) de lo que es una gran pero indetermina-da probabilidad (antes de implantarlo) que todavía deja espacio para una decidida acción política.

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nes que introdujo la idea de que el futuro de todos los sistemas políticos era inevitablemente, si no inmediatamente, algo parecido a la democracia anglo-sajona. Este trabajo de demolición, así como aquel para las diversas versiones del “marxismo vulgar”, un modelo rival, ya está hecho. Lo que importa ahora es otro problema, más difícil e interesante: explorar cómo y hacia dónde di-rigir nuestras indagaciones. Tanto el concepto de desarrollo político como el de marxismo vulgar tenían la ventaja de proporcionar respuestas simples a preguntas tales como cuáles eran los principales factores de cambio, quiénes eran sus agentes o portadores dinámicos, y adónde se dirigían.1 Estas son teo-rías generales del cambio en un doble sentido: por un lado, cada una afirma proporcionar una explicación suficiente sobre su incidencia y dirección, y por otro, el modelo postulado supuestamente es aplicable a la unidad de análisis (el Estado-nación contemporáneo), sin importar cuál sea el valor u orden de los factores que estos conceptos consideran relevantes. Parecería así que su fra-caso no depende solo de su contenido, sino también, dado el estado actual de nuestro conocimiento, de su audaz pretensión de elaborar una teoría general.

Esto deja un vacío teórico difícil de llenar. Entre las estrategias que con seguridad son inadecuadas para seguir adelante está la mera acumulación de estudios de casos, impulsada por la ilusión empirista de que la suma de in-formación va a producir, ladrillo a ladrillo, una visión alternativa. Tampoco es una solución elevar conceptos que se refieren a problemas auténticos e im-portantes (corporativismo, dependencia, acumulación de poder en un solo centro político, por ejemplo) a la categoría de sustitutos contrabandeados de una teoría general, en el sentido de que puedan por sí mismos describir y ex-plicar las características y tendencias fundamentales del caso analizado. Aquí el problema resulta de un salto injustificado en el nivel de análisis, el que tiene la importante consecuencia, entre otras, de congelar la percepción de lo que el exagerado concepto central postula como los alfa y omega de una sociedad. De este modo, no solo América Latina habría sido siempre “corporativista”, sino que los acontecimientos de la última década no han sido sino el retorno de nuestros países a una tradición corporativista, modo de desarrollo del cual nos habíamos desviado por el impacto de conceptos exógenos a esa tradición.2

1 Una revisión útil de los diversos enfoques del estudio sobre cambio social puede encontrarse en Juan F. Marsal, Cambio social en América Latina, Buenos Aires, Solar Hachette, 1967.

2 Un ejemplo representativo de esta corriente puede hallarse en Howard Wiarda, “Toward a Framework for the Study of Political Change in the Iberic-Latin Tradition: The Corporative Model”, World Politics 25(2), enero de 1973, 206-235; y “Corporatism and Development in the Iberic-Latin World: Persistent Strains and New Variations”, The Review of Politics 36(1), enero de 1974. Ver mis propias ideas sobre el tema del “corporativismo” y su conexión con los temas discutidos en este trabajo en O’Donnell, “Corporatism and the Question of the State”, en James Malloy, ed., Authoritarianism and Corporatism in Latin America, Pitts-burgh, Pittsburgh University Press, 1976, 47-89.

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O bien, el concepto de “dependencia” explica tantas cosas y tan plenamente que se vuelve sin sentido preguntar cómo se vincula con factores cuyo dina-mismo está lejos de ser el mero reflejo de la dependencia en sí misma.3 O bien, el problema del mandato efectivo sobre un territorio desplaza de tal manera cualquier otro asunto que ya no importa para quién, para qué y a qué costo se forma un poder central.4

Para vencer estos callejones sin salida conceptuales, es necesario historiar las ciencias sociales, o, dicho de otra manera, estructurar la historia que es-cribimos; debemos hacer de los tempos históricos los escenarios en los cuales analizar las estructuras. Y las estructuras deben escogerse según su supuesta utilidad para explicar el presente y para predecir los cambios. Cuáles son es-tos problemas y estructuras, y si son simplificaciones útiles o no, depende de la capacidad de seleccionar y proponer el tema de investigación, y de apren-der del curso de su evolución histórica. Como consecuencia, la frontera entre el historiador y el cientista social, así como los límites entre las disciplinas de las ciencias sociales –economía, sociología, ciencia política–, son poco claros. Por supuesto, hay un peligro en la necesidad de saber todo sobre todo, y es ese enciclopedismo superficial que solo puede provocar el sarcasmo de quienes se han refugiado en sus especialidades. Pero que hay una alternativa lo han probado en nuestros tiempos no solo clásicos como Marx, Weber y Hintze, sino también tentativas más recientes.5 Tales trabajos emplean lo que Cardoso y Faletto llaman un enfoque “histórico-estructural”, un instrumen-to para plantear preguntas que en sí mismas son simples, aun cuando las respuestas son complejas. Estos estudios investigan las interrelaciones a través del tiempo entre un sistema de fuerzas y relaciones sociales –el capitalismo– y sus mutuamente consistentes patrones de dominación política. Nótese que, si bien estos trabajos dependen de nociones generales que están siendo enri-quecidas por el análisis (qué es el capitalismo y la dominación), sus referentes

3 Para una visión crítica de estos y otros errores al tratar los problemas de la dependencia, nada es mejor que Fernando H. Cardoso, “As novas teses equivocadas”, en Autoritarismo e Democratização, Río de Janeiro, Paz e Terra, 1975, 25-62; y “The Consumption of Dependency Theory in the United States”, LARR 12(3), 1977, 7-24.

4 Esto es evidente en dos de los más influyentes libros publicados sobre el tema: Samuel Huntington, Poli-tical Order in Changing Societies, New Haven, Yale University Press, 1968; y Leonard Binder y otros, Crises and Sequences of Political Development, Princeton, Princeton University Press, 1971, especialmente los capí-tulos escritos por Joseph LaPalombara y Lucien Pye. También vale la pena leer la crítica de Mark Kesselman sobre estos trabajos: “Order or Movement? The Literature of Political Development as Ideology”, World Politics 26(1), octubre de 1973, 139-154.

5 Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto, Dependencia y desarrollo en América Latina, México D.F., Siglo XXI, 1968; Barrington Moore, Social Origins of Dictatorship and Democracy, Boston, Beacon Press, 1966; Immanuel Wallerstein, The Modern World-System, Nueva York, Academic Press, 1974, y Perry Anderson, Lineages of the Absolutist State, Londres, NLB Editions, 1975.

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están históricamente situados. No se trata de “cualquier” capitalismo ni de “todos”, sino de ciertos tipos de capitalismo dentro de los cuales se reconocen casos concretos.

Es a partir de casos y tipos específicos que estos autores se preguntan sobre patrones de cambio socioeconómico y contrapuntos con los sistemas de do-minación política. Podemos obtener conocimiento intelectualmente razona-ble y transmisible de estos trabajos porque la problemática inicial conduce a la selección de algunos aspectos o factores (desarrollo de fuerzas productivas, formación y articulación de clase, inserciones en el contexto internacional, formación y aplicación de alianzas políticas y del Estado nacional) que operan como promontorios conceptuales en torno de los cuales se pueden controlar tanto los datos estadísticos como otros conceptos, menos centrales. Esto a la vez es una condición necesaria, primero, para describir los cambios en tales aspectos así como la forma en que se combinan para determinar casos y tipos históricos de sociedades; y segundo, para explorar con alguna posibilidad de éxito las regularidades causales subyacentes a esos cambios. Siempre se puede argumentar, por cierto, que los problemas iniciales son irrelevantes o que las preguntas apuntan a un falso problema; también puede ser que los conceptos estructurales (con lo que me refiero a un análisis agregado no especialmente interesado en interpretaciones psicológicas o culturales) estén equivocados. Pero en ese caso al menos podemos saber si discrepamos desde dentro o desde fuera de una problemática dada y de la estrategia general del análisis.

Mi interés principal radica en el estudio de ciertos patrones de dominación autoritaria que he llamado “burocrático-autoritarios”.6 La afirmación central de este estudio sostiene que el surgimiento, el impacto social y la dinámica de estos fenómenos no pueden entenderse sin explorar su relación sistemática y cercana con la estructura y los patrones de cambio de un tipo particular de capitalismo. Se trata de vínculos complejos, que varían con el tiempo y que no se reducen a una sola dirección causal, entre factores económicos y políticos: factores que afectan decisivamente la dirección general del cambio en sociedades que com-parten un cierto tipo de dominación política y capitalismo. Los aspectos o di-mensiones que caracterizan esas sociedades debieran ser también los elementos que ayudan a explicar esas direcciones. Por supuesto, esto no excluye la posi-bilidad de que en un marco teórico más completo se puedan incorporar otros aspectos que nos permitan describir, comprender o explicar mejor esos cambios; también puede ser recomendable hacer explícito, por medio de estudios de ca-

6 Guillermo O’Donnell, Modernization and Bureaucratic-Authoritarianism, Berkeley, Institute of Internatio-nal Studies, University of California, 1973.

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sos detallados, el soporte histórico-empírico de las generalizaciones que deben manejarse en este nivel. Pero ello excede el alcance de este artículo, que contiene solo el esqueleto y las referencias más indispensables acerca del material recopi-lado en investigaciones guiadas por este tema. Me estoy restringiendo a aquellos factores que parecen más decisivos para explicar los cambios que deseo discutir; en parte por limitaciones de espacio pero, sobre todo, con la esperanza de que sea útil hacer énfasis en ciertas relaciones político-económicas, no en todas, aun cuando contengan solo una parte –una muy importante, eso sí– de las condicio-nes necesarias para entender y explicar las tendencias y la dirección del cambio en ciertos países latinoamericanos contemporáneos.7

El Estado burocrático-autoritario

El término “burocrático-autoritario” no tiene ninguna virtud estética. Sin em-bargo, es útil en tanto sugiere ciertas características que definen un tipo de Estado que hay que distinguir de otros, también autoritarios, que han sido más extensamente estudiados (el autoritarismo tradicional, el populismo y el fascismo).8 En América Latina el Estado burocrático-autoritario (EBA) surgió en la década de 1960, primero en Brasil y Argentina, después en Uruguay y Chile; veremos más adelante que también afloró en Europa (Grecia) y que su aparición también puede resultar de la transformación de otras formas de autoritarismo ya existentes (México y España). Las características que definen al Estado burocrático-autoritario son: (a) a los cargos gubernamentales más altos llegan habitualmente personas con exitosas carreras en organizaciones altamente burocratizadas y complejas, como las Fuerzas Armadas, la burocra-cia estatal y grandes compañías del sector privado; (b) hay exclusión política, esto es, se apunta a cerrar los canales de acceso político al sector popular y sus aliados de manera de desactivarlos políticamente, no solo por medio de la represión sino también a través de la imposición de parte del Estado de con-troles verticales (corporativistas) sobre organizaciones como los sindicatos; (c)

7 Otra advertencia que debe hacerse ahora es que, habiéndome decidido por un alto nivel de generalidad, debo pasar por alto el análisis de los aspectos diferenciales “internos” al tema tratado, por ejemplo, el mismo Estado. Esto tiene la ventaja de permitir la discusión de tendencias generales sin entrar en distinciones que, aunque importantes, parecen serlo más para las variaciones en torno a esas tendencias que para su dirección. Pero tiene la desventaja, entre otras, de que la terminología empleada aquí puede ser entendida en un sentido cosificado.

8 Por Estado entiendo el conjunto de organizaciones y relaciones que se atribuyen el carácter de “público”, opuesto a lo “privado”, en un área territorialmente delimitada. El concepto prevé asimismo la conformidad generalizada de la población con las disposiciones del Estado y su respaldo por medio de la coerción física. Esta definición es un mínimo analítico suficiente para distinguir al Estado.

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hay exclusión económica, en cuanto se reduce o posterga indefinidamente la aspiración del sector popular a una participación económica; (d) hay despoli-tización, en el sentido de pretender reducir los problemas sociales y políticos a asuntos “técnicos” que han de ser resueltos mediante interacciones entre las altas esferas; y (e) corresponde a una etapa de importantes transformaciones en los mecanismos de acumulación de capital de la sociedad, cambios que son, a la vez, parte del proceso de “profundización” de un capitalismo periférico y dependiente caracterizado por una extensa industrialización.9

La cuestión que ha recibido hasta ahora la mayor atención es, natural-mente, la búsqueda de explicaciones para la aparición de este tipo de Estado autoritario. Otro problema es describir su funcionamiento e impactos so-ciales y, partiendo de esta base, ofrecer una especulación congruente sobre el futuro de la sociedad en que ese Estado se ha implantado.10 Que ambas cuestiones no son idénticas se hace evidente al considerar que los soportes sociales del surgimiento del Estado burocrático-autoritario pueden tener un papel en la explicación de ese evento; pero cuando se trata de las repercu-siones, deben usarse nuevamente (ahora como parte de un problema con-ceptual diferente) en el esquema descriptivo-explicativo de cómo ese Estado funciona y qué impacto tiene en esa sociedad.

El Estado burocrático-autoritario es, en gran medida (dejando de lado a México por el momento), una reacción a la extendida activación política del sector popular.11 Las otras clases y los otros sectores de la sociedad perciben esta activación como una amenaza a su entorno y a sus filiaciones interna-cionales. Estos procesos están vinculados con numerosas manifestaciones de crisis económica –inflación galopante, PIB y tasas de inversión en declive, fuga de capital, déficits en la balanza de pagos y otras–, las que caracte-rizan el período previo a la aparición del Estado burocrático-autoritario. Una situación así es antagónica a las necesidades objetivas de estabilidad y predictibilidad social de cualquier economía compleja. No obstante, las crisis económicas y políticas que preceden al Estado burocrático-autoritario

9 Ver otros aspectos de los autoritarismos burocráticos que no pueden ser tratados aquí en O’Donnell (“Corporatism” y Modernization) y en Oscar Ozlak y Guillermo O’Donnell, “Estado y políticas públicas. Algunas sugerencias para su estudio”, trabajo presentado en la Conferencia sobre el Estado y Políticas Públi-cas, Buenos Aires, agosto de 1974.

10 Una buena discusión de los problemas analíticos implicados en una cuestión y la otra se puede encontrar en un libro de Alfred Stepan (en prensa) sobre el corporativismo en la América Latina contemporánea.

11 El foco principal de este trabajo será el sector popular urbano, conjunto formado por la clase trabajadora y los estratos sindicalizados de los sectores medios. Con “activación política” me refiero no solo a una “pre-sencia” notoria en el escenario político sino a una que tiende a ser ejercida continuamente (es decir, no solo a través de estallidos de protestas discontinuos), lo que supone que esa activación se sostiene a sí misma en una base organizacional no subordinada completamente al Estado ni a las clases dominantes.

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admiten variaciones entre un caso y otro, variaciones que repercuten en las características específicas del sistema resultante. Un factor decisivo es el nivel de activación del sector popular, que puede generar, como en Chile, la percepción de una inminente desaparición de los parámetros socioeco-nómicos de la sociedad, basada en la aceleración de los conflictos y en las intenciones declaradas de los movimientos políticos a través de los cuales la mayor parte del sector popular se expresa.12 En el otro extremo –Argentina, antes del golpe de Estado de 1966–, la amenaza puede parecer menos inme-diata; allí la activación popular estaba estrechamente ligada a la proscripción del peronismo y a las erráticas condiciones socioeconómicas del período 1955-1966; sumado al impacto de la Revolución Cubana y a los contra-ataques internos y externos a que dio lugar, todo ello alimentó un amplio respaldo para el establecimiento del Estado burocrático-autoritario.13 Pero la orientación explícitamente antimarxista del peronismo y los sindicatos argentinos, que estaban a favor de la integración de clases y el capitalismo nacional, introduce una importante diferencia respecto del caso chileno: en Argentina el “triunfo del comunismo” parecía menos inminente y, por otra parte, parecía más el resultado hacia el cual tendía la continuación del “caos social” que un diseño impreso en las intenciones de los líderes de la activación política popular. En ambos países la implantación del Estado burocrático-autoritario fue expresión del miedo y se valió del miedo a los supuestos avances de la subversión; pero en Chile en 1973 y en Argentina en 1966 las distintas intensidades de este temor dependieron de la distancia entre lo que parecía inminente, intencional y explícito, y lo que era visto como más alejado en el tiempo e indeseado por los principales liderazgos políticos del sector popular.

Brasil en 1964 aparece como un caso intermedio si recordamos, en contras-te con Argentina, las acciones de personajes como Brizzola y Goulart (quienes parecían dispuestos a movilizar los recursos del Estado para radicalizar al sec-tor popular), así como los incidentes en que participaron suboficiales de las Fuerzas Armadas.14 ¿Qué implicaciones tienen estas diferencias en el nivel de

12 No puedo entrar aquí en el complejo problema de la relación entre esa percepción y el riesgo objetivo de la situación. Sin embargo, me gustaría sugerir que la percepción actúa como una función multiplicadora de este riesgo una vez que se ha cruzado un umbral crítico.

13 Sobre estos temas debo hacer referencia a O’Donnell, Modernization, y “Modernización y golpes mi-litares”, Desarrollo Económico 12(47), diciembre de 1971, y a las bibliografías contenidas en esos trabajos.

14 Para comentarios interesantes sobre la amenaza en Brasil de parte de observadores y actores muy cercanos al Estado implantado por el golpe en 1964, ver Luís Viana Filho, O Governo Castelo Branco, Río de Janeiro, Livraría José Olympo Editora, 1975, y Fernando Pedreira, Março 31, Río de Janeiro, José Alvaro Editor, 1964. Ver también la narrativa documentada de Hélio Silva, 1964: Golpe o contragolpe?, Río de Janeiro, Civilização Brasileira, 1975.

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amenaza? La respuesta general es que, a mayor nivel de amenaza, mayor pola-rización y visibilidad del contenido de clase de los conflictos que preceden la implantación del EBA. Esto, a su vez, tiende a producir una mayor cohesión entre las clases dominantes, una subordinación más completa de los sectores medios y una derrota más obvia y drástica del sector popular y sus aliados.

La situación se puede especificar de diversas maneras. Primero, un nivel de amenaza mayor confiere más peso, dentro de las Fuerzas Armadas, a los gru-pos “duros” que no se preocupan, como lo estaba el Presidente Juan Carlos Onganía en Argentina (1966-1970), del logro inmediato de la “integración social”. Segundo, y estrechamente ligado con ello, un alto nivel de amenaza conduce a una mayor disposición a aplicar y respaldar una represión más sistemática para conseguir la desactivación política del sector popular y la subordinación de sus organizaciones de clase, especialmente los sindicatos. Argentina (1966), Brasil y Chile en las fases iniciales de sus regímenes bu-rocrático-autoritarios muestran un claro crescendo en este aspecto. En tercer lugar, por razones relacionadas con el tema de la ortodoxia económica que analizaremos más adelante, la amplia alianza que respalda la implantación del Estado burocrático-autoritario no tarda mucho en desintegrarse. En la etapa siguiente al golpe de Estado, varios sectores sociales descubren amargamente que no están incluidos en la lista de beneficiarios del nuevo Estado, excepto en el sentido negativo de que el nuevo régimen parece haber eliminado la amenaza que los movilizó en apoyo del golpe. Muchos estratos de los sec-tores medios, especialmente empleados públicos y dueños y empleados de pequeñas y medianas empresas, ven reducidos sus ingresos y sus empleos en peligro. Incluso la burguesía nacional (como he querido llamar a las frac-ciones que son dueñas de las más grandes y dinámicas empresas industriales y de servicios que son de capital nacional en su totalidad o mayor parte) se encuentra, en esta etapa inicial, frente a un Estado que parece favorecer solo al capital internacional y ansioso por llevar a cabo una drástica “racionalización” económica que la pone en graves riesgos. El Estado y el capital internacional forman, en esta etapa inicial, un dúo que no solo excluye al sector popular sino que es prácticamente sordo a las expectativas y los intereses inmediatos de muchos de sus aliados originales.

El descontento de aquellos que respaldan un golpe de Estado cuyos resulta-dos están lejos de sus expectativas no se traduce en un problema político inme-diato para el Estado burocrático-autoritario. Para desafiarlo seriamente, antes el descontento ha de ser subjetivamente reconocido, organizarse políticamente y dar lugar a un amplio espectro de alianzas. Esto requiere tiempo, y el tiempo

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depende también del nivel de amenaza. Mientras mayor haya sido ese nivel, más intensa y duradera será la gratificación resultante de la eliminación de la amenaza. Además, un alto nivel de amenaza induce tanto al recurso inicial a la represión como al deseo de persistir en ella. A su vez, una mayor represión des-cabeza sistemáticamente a la dirigencia del sector popular y conduce a la elimi-nación absoluta o por lo menos a un control más estricto de sus organizaciones. Por último, no existe movilización que pueda desafiar verdaderamente al Estado burocrático-autoritario sin la participación del sector popular.

En otras palabras, es improbable que el nuevo sistema de dominación se de-rrumbe sin una reconstrucción de alianzas que, además de incluir a algunos de los sectores desencantados con el autoritarismo burocrático, no incluya también a importantes elementos del sector popular. De este modo, después de haber promovido la instalación de un sistema de exclusión, la burguesía nacional y varias capas de los sectores medios deben emprender su camino a Damasco en dirección del sector popular si es que quieren forjar una alianza que pueda efectivamente desafiar al nuevo régimen.15 Hasta que lo hagan, permanecen en un limbo político no demasiado inquietante para el nuevo sistema de domi-nación; tal ha sido el caso de Chile. En Argentina, en cambio, el camino se emprendió con rapidez, y fue posible porque la burguesía nacional y la mayoría de los sectores medios se volvieron hacia un sector popular que, a pesar de su preocupante activación política, era peronista y por lo tanto había hablado, y continuaba hablando, de integración de clases y de un desarrollo centrado en el Estado y el capital nacional. También, y debido a la menor represión en contra de los sindicatos (una función del nivel de amenaza), los liderazgos populares retuvieron una base organizacional capaz de apoyar la alternativa del capitalismo nacional propuesto por los arrepentidos adherentes iniciales del autoritarismo burocrático. En cambio, cuando los conflictos sociales previos al autoritarismo burocrático son más agudos y dejan al descubierto el carácter de clase de la acti-vación popular, y cuando sus expresiones políticas y organizacionales proponen opciones más radicales, los otros sectores quedan entre la espada y la pared, en medio de su desencanto con el nuevo régimen y sus temores por el camino por el cual sus posibles aliados populares pudieran conducirlos. En tales casos, ade-más, una represión más generalizada y sistemática y un control más estricto de los medios de comunicación ponen obstáculos a la conformación de las alianzas necesarias.16 Por eso, en caso de un alto nivel de amenaza previo el Estado buro-

15 Aquí omito una referencia al comportamiento del sector terrateniente-exportador, que, en cualquier caso, suele ser más reticente a aliarse con el sector popular.

16 Mi propósito no es hacer el triste inventario de las medidas represivas tomadas en uno u otro caso, sino ejemplificar cómo tienden a variar dependiendo del nivel de amenaza previo.

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crático-autoritario tiene más tiempo hasta la aparición de una alianza que pueda constituir un desafío susceptible de ser tomado en cuenta.17 Esto indica que el componente de tiempo es crucial en esta situación, pero es una consideración que debemos dejar de lado por el momento.

Sobre la profundización del capitalismo dependiente

Mucho antes de la toma de posesión del Estado burocrático-autoritario, estos países estaban lejos de ofrecer la imagen arquetípica del subdesarrollo. En otro trabajo18 he afirmado que Brasil, México, y Argentina –sobre todo– habían alcanzado una extendida industrialización, aunque carente de integración ver-tical. También contaban con una estructura social urbana altamente moder-nizada, con una importante concentración de la clase trabajadora, que permi-tía el surgimiento de soportes organizacionales para la activación política del sector urbano. El tamaño del mercado interno parece haber sido decisivo en determinar el grado alcanzado por la industrialización durante la década de 1960; del mismo modo, ayudó a determinar la medida en que el viejo patrón de inversiones externas, vinculado al sector de exportaciones, fue sustituido por la instalación de industrias y servicios orientados a producir y vender en esos mercados. Todo esto, junto con los consiguientes cambios en la inserción dependiente de nuestros países en el sistema capitalista mundial, es bien co-nocido y no necesita ser repetido aquí.19

Merece la pena insistir en una característica resaltada por Hirschman:20 nuestros países han seguido un proceso de industrialización diferente no solo del anglosajón, sino también del de aquellas naciones que Gerschenkron llamó “de industrialización tardía”.21 En estas, el rol decisivo lo tuvieron, en una eta-pa inicial, industrias altamente concentradas con una alta densidad de capital

17 Acabo de proponer un factor que parece muy importante para explicar el destino de estos autoritarismos burocráticos, y no es necesariamente incongruente con lo que a menudo se menciona para explicar las di-ferencias observables en la estabilización del Estado burocrático-autoritario en Argentina y Brasil: la mayor autonomía en relación con el Estado y la mayor militancia de la clase trabajadora argentina comparadas con su contraparte brasileña. Sin embargo, sospecho que el argumento tiende por sí mismo a exagerar las diferencias entre estos dos países. Además, difícilmente se ajusta a la continuación del autoritarismo buro-crático en Chile.

18 O’Donnell, Modernization.

19 Sobre este asunto, el libro de Cardoso y Faletto Dependencia es fundamental.

20 Albert Hirschman, “The Political Economy of Import-Substituting Industrialization in Latin America”, en Bias for Hope: Essays on Development and Latin America, New Haven, Yale University Press, 1971, 85-123.

21 Alexander Gerschenkron, Economic Backwardness in Historical Perspective: A Book of Essays, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1962.

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y estrechas conexiones con el capital financiero nacional (público y privado). En cambio, como señala Hirschman, en América Latina la industrialización se desarrolló según un patrón marcadamente secuencial, comenzando por dar “los toques finales” a los bienes de consumo simples, la primera y más “fá-cil” etapa de la sustitución de importaciones. Continuó con incrementos en el valor agregado local a aquellos productos y el inicio de la manufactura de bienes de consumo durables. Naturalmente, el proceso no fue así de lineal; se vio acompañado de algún desarrollo de infraestructura física y de fuentes de energía y del inicio de la producción de algunos insumos intermedios, aunque insuficiente respecto del suministro requerido. La expansión inicial de la indus-tria (y del mercado) fue horizontal, en el sentido de que se basó principalmente en el crecimiento de bienes de consumo producidos localmente, así como en el número de aquellos que podían comprarlos. Aquí hay una coincidencia, difícilmente accidental, entre una controlada pero muy real activación política popular y el desplazamiento de la hegemonía del sector exportador de materias primas, que se estudia bajo el encabezamiento de populismo.22

En esta etapa las barreras de entrada al mercado eran escasas. En gran medida la demanda ya la habían creado las importaciones, y la producción de bienes in-dustriales simples no requería sino pequeños aportes de capital, tecnología y or-ganización. La euforia política y económica de esta primera expansión horizon-tal duró poco y condujo a la aparición de muchos síntomas de crisis: presiones en la balanza de pagos, inflación, redistribuciones de ingreso negativas y otros que interactuaron con una creciente y manifiesta crisis política. Estos años coin-cidieron con el inicio de la revolución cubana, con las tentativas de respuesta a ello que fueron la Alianza para el Progreso y las doctrinas de seguridad nacional, y con cambios en el sistema capitalista mundial marcados por la expansión de las compañías transnacionales.23 Estas compañías desplazaron a las tradicionales inversiones primarias en favor de una producción industrial y de servicios en numerosos mercados. Parte de su expansión fue su interés en Latinoamérica como un mercado para sus actividades, especialmente los países más grandes, más populosos y potencialmente más ricos. Los gobiernos desarrollistas favore-cieron la entrada de estas compañías transnacionales, las que fomentaron la pro-fundización de la estructura productiva urbana hacia actividades más complejas y más alejadas del consumo final. Consistentemente con el carácter secuencial

22 Ver sobre todo Francisco Weffort, “Classes populares e desenvolvimento social: Contribução ao estudo do ‘populismo’”, ILPES-CEPAL, Santiago de Chile, 1968, mimeo; y Cardoso y Faletto, Dependencia.

23 Para la veloz expansión mundial de las firmas transnacionales con base en Estados Unidos durante este período, ver Mira Wilkins, The Maturing of the Multinational Enterprise: American Business Abroad from 1914 to 1970, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1974.

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de la industrialización latinoamericana, comenzó la producción de los primeros automóviles, productos petroquímicos, algunas maquinarias y equipamientos, todos los cuales personificaban el crecimiento industrial de los países latinoame-ricanos con grandes mercados internos alrededor de 1960.24

Debo señalar brevemente algunas consecuencias de este proceso: el surgi-miento de nuevas constelaciones de poder (no solo económicas) en torno de las subsidiarias de las transnacionales, las que, a través de sus vínculos hacia atrás y hacia adelante, subordinaron tanto financiera como tecnológicamente a nu-merosas firmas nacionales; esa subordinación parece haber facilitado una mayor tasa de crecimiento para las firmas nacionales vinculadas de ese modo que para aquellas controladas por el resto de la burguesía local; tales tasas de crecimiento fueron incluso mayores para las subsidiarias de las compañías transnacionales;25 el profundo impacto que esta verdadera reestructuración de la economía pro-dujo en las características de la burguesía local, y las fisuras internas dentro de la clase trabajadora (y, en gran medida, también en los sectores medios), fueron el resultado de un mayor dinamismo de esos segmentos del capital internacional y de los mejores sueldos y salarios que pagaban.26 Además, las nuevas actividades elevaron las barreras de entrada en términos de capital, tecnología y organización, excluyendo de ese modo a muchas firmas locales que habían sido capaces de so-breponerse a tales obstáculos en la etapa previa. El Estado y el capital extranjero aparecían como los únicos capaces de iniciar actividades. Se hicieron esfuerzos para persuadir a las compañías transnacionales industriales y de servicios de llevar a cabo una expansión económica que supuestamente resolvería el problema del subdesarrollo, junto con los problemas del crecimiento económico errático y en declive, las recurrentes crisis de balanza de pagos, los siempre fallidos planes de estabilización y la creciente autonomía del sector popular respecto de los contro-les corporativistas impuestos por el populismo. Tal expansión también calmaría los temores de los sectores dominantes internos y externos ante la amenaza de esa crisis más generalizada que aquellos aspectos visibles parecían implicar. No

24 Para esta primera oleada de inversión extranjera directa en las actividades industriales, y su relación con el tamaño de nuestros mercados, ver O’Donnell, Modernization.

25 Los datos y la bibliografía sobre el caso argentino, y citas sobre evidencias similares para otros países la-tinoamericanos, se encuentran en Guillermo O’Donnell y Delfina Link, Dependencia y autonomía, Buenos Aires, Amorrortu, 1973.

26 En el caso de Argentina, un desglose de los salarios industriales mínimos entre empresas pertenecientes principalmente a capital argentino y a firmas extranjeras casi no muestra diferencias hasta 1959. Desde esa fecha, cuando comenzó la “primera oleada” de inversiones extranjeras, los sueldos rápidamente se distancia-ron, y hacia 1961-1962 los de trabajadores empleados en empresas extranjeras eran 25-30% más altos. Otras características y consecuencias de este período aparecen en Pablo Gerchunoff y Juan Llach, “Capitalismo industrial, desarrollo asociado y distribución de ingreso entre los gobiernos peronistas: 1950-1972”, Desa-rrollo Económico 15(57), abril-junio de 1975.

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obstante, lejos de ser la panacea, esta primera oleada de capital internacional en la producción para el mercado interno cambió el orden e hizo más aguda la crisis social ya manifiesta en la primera etapa de industrialización por sustitución de las importaciones; completó el quiebre de la supremacía del sector exportador (na-cional e internacional); tuvo intensas repercusiones en el perfil y las articulaciones de todas las clases sociales y penetró profundamente en un Estado que, simul-táneamente, entró en una crisis cuya manifestación más obvia fue la activación política popular, pero de ninguna manera la única.

Más tarde, los promotores del autoritarismo burocrático repetían incansable-mente que su tarea era capturar y “ajustar” el aparato del Estado y, desde allí, re-organizar e imponer el orden en una sociedad cuyas características describe ade-cuadamente en términos políticos el concepto de Huntington de pretorianismo de masas,27 y sociológicamente la noción de Apter de distribución aleatoria de las relaciones sociales.28 Pero ese orden no estaba metafísicamente predetermi-nado; tenía un contenido social concreto que dependía tanto de las grandes transformaciones resultantes de los procesos indicados como de la problemática que surge de la dirección hacia la cual estas economías capitalistas tendían en su profundización. En particular, si las dificultades del sector externo restringieron el crecimiento de la economía, si la primera oleada de transnacionales orien-tadas hacia el mercado local agudizaron el problema, y si las dificultades de la balanza comercial se vieron exacerbadas por los problemas inflacionarios que re-verberaron en una crisis sociopolítica cada vez más aguda, entonces la siguiente “etapa de desarrollo” tenía que apuntar a un objetivo central: conseguir que la producción de aquellos bienes (insumos industriales, equipamiento, tecnología finalmente) que la demanda importadora había incrementado velozmente con la primera entrada de las transnacionales se hiciera local. Es decir, la secuencia pareció continuar con la extensión de la infraestructura de comunicaciones y fuentes de energía, y sobre todo –con alguna variación de un país a otro– con la creación o drástica expansión de las industrias intermediarias y de bienes de capital. Supuestamente esto tendría un doble efecto favorable sobre los proble-mas del sector externo. Por un lado, una nueva etapa de sustitución de impor-taciones –después de los anuncios prematuros de su “agotamiento”– eliminaría los ítemes que representaban obligaciones gravosas para la balanza de pagos. Y por otro lado, al generar una industria más verticalmente integrada abriría las puertas a futuras exportaciones.

27 Huntington, Political Order.

28 David Apter, Choice and the Politics of Allocation: A Developmental Approach, New Haven, Yale University Press, 1971.

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El paso hacia la producción industrial básica que incrementará significati-vamente el grado de integración vertical preexistente es lo que llamo la pro-fundización de la industrialización (y en general de la estructura productiva) de países que ya tenían una industrialización compleja y extensa, aun cuan-do estuviera precariamente integrada.29 Por supuesto, no existe la necesidad metafísica de “profundizar” de esta manera, como tampoco está abierta la puerta del club de los principales países capitalistas al final de ese camino. Pero, en términos de las condiciones del comercio internacional y de la oferta mundial de inversiones y tecnología, reforzadas por la imposibilidad de que aquellos sectores y clases que consolidaron su dominación gracias al Estado burocrático-autoritario consideraran las alternativas no capitalistas, esta profundización parecía ser la mejor dirección posible. También parecía políticamente indispensable, puesto que las constantes dificultades de la ba-lanza de pagos y la precaria integración vertical de la industria sin duda se habían conectado con la crisis económica que había alimentado el amena-zante proceso político que la implantación del Estado burocrático-autorita-rio buscaba extirpar.

Nos acercamos aquí a una cuestión central. ¿Qué condiciones eran nece-sarias para que esta profundización se llevara a cabo?, ¿cuáles eran los corre-latos políticos y sociales de esta nueva etapa de un capitalismo cuya depen-dencia y heterogeneidad se originaron en su rol de exportador de materias primas, y luego se transpusieron a la especificidad de una industrialización secuencial rápidamente invadida y energizada por los segmentos más avan-zados del capital internacional? Aquí debemos proceder con cuidado. Estas nuevas actividades industriales solo podían ser emprendidas, salvo excepcio-nes, por el Estado y el capital internacional, no solo porque las inversiones del proceso de profundización eran de maduración más prolongada sino por sus mayores requerimientos tecnológicos. Así, concretar estas inversiones implicaba producir cambios fundamentales en los mecanismos de acumu-

29 Como es natural, el proceso de profundización está estrechamente conectado con otros aspectos de la política económica, los que solo puedo mencionar brevemente aquí. Primero, en conexión con la oferta final, estaba acompañado de una veloz expansión de bienes de consumo (básicamente bienes durables) más variados y complejos que los que se producían localmente hasta entonces. La tendencia a canalizar la aumentada capacidad productiva hacia la oferta terminal de este tipo de bienes no solo contribuyó a sesgar la distribución del ingreso, también le dio más peso al rol del capital internacional, de manera directa al incrementar las posibilidades de las multinacionales de especializarse en la producción de estos bienes, e indirectamente al aumentar la necesidad de las firmas nacionales de recurrir a la tecnología, las marcas regis-tradas y la publicidad autorizada por las multinacionales (si pretendían competir con este expansivo mercado de altos ingresos). En otra esfera, tanto las necesidades financieras del proceso de profundización como el incentivo de los nuevos patrones de consumo condujeron a importantes cambios en el sistema financiero, muy particularmente en el desarrollo de instituciones dirigidas al financiamiento de la compra de bienes durables. Ver Maria da Conceição Tavares, Da Substituição de Importações ao Capitalismo Financeiro, Río de Janeiro, Zahar, 1972, 155, 207, 221-263.

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lación de capital de la sociedad, garantizando a las grandes organizaciones capaces de llevarlas a cabo no solo una importante tasa de utilidades sino también la continuidad de las ganancias que harían verdaderamente atrac-tivas esas inversiones.

Ciertamente los años previos al autoritarismo burocrático fueron años de considerables ganancias y de expansión del capital, especialmente para las subsidiarias de las empresas transnacionales. Al mismo tiempo, durante los años de estancamiento o declive del PIB, los que la mayoría de las veces estuvieron marcados por altas tasas de inflación y conflicto social, hubo una aguda contracción de la inversión privada interna30 mientras se engrosa-ban las transferencias al extranjero de utilidades y otros ítemes por parte de aquellas subsidiarias.31 Entre tanto, la inversión pública solo compensaba muy parcialmente el efecto combinado de estos problemas. Por eso, antes del autoritarismo burocrático, a pesar de las altas tasas de utilidades en la mayoría de sus sectores dinámicos, estos capitalismos rara vez satisfacían la función esencial de transformar la acumulación en inversión productiva. Así, no es accidental que una de las principales preocupaciones del autori-tarismo burocrático sea el crecimiento y la mantención de la inversión pri-vada, así como aumentar el efecto multiplicador de la inversión pública. Se trata nada menos que de intentar reconstruir, perfeccionar y estabilizar los mecanismos de acumulación del capital. Pero para ello, al igual que con el asunto del “orden”, se debe inmediatamente agregar que su contenido social no puede entenderse de manera abstracta. El cómo, para beneficio de quién, y con qué impactos sociales estos cambios han de ocurrir estuvieron en gran parte determinados por lo que he denominado el proceso de profundización de la estructura productiva.

En efecto, las enormes y complejas inversiones del nuevo período solo podían ser ejecutadas por grandes organizaciones con las suficientes espaldas financieras para esperar tiempos de maduración bastante prolongados. Ade-más, estas nuevas industrias, al proporcionar la maquinaria y los insumos para las industrias de bienes de consumo, forzarían una compleja reforma de estas últimas. Finalmente, si uno de los objetivos era poner en marcha un flujo de exportaciones industriales, era necesario garantizar la estabilidad de algunos de los mecanismos institucionales –habitualmente, los sistemas de promoción y las tasas de cambio– que habían variado erráticamente en el

30 Mario Brodersohn, “Financiamiento de empresas privadas y mercados de capital”, Buenos Aires, Pro-grama Latinoamericano para el Desarrollo de Mercados de Capital, 1972, mimeo. Ver también las fuentes citadas allí.

31 O’Donnell y Link, Dependencia, y las fuentes citadas allí.

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período anterior.32 En suma, la mayor complejidad intrínseca de las nuevas actividades extendió el período durante el cual podrían tomarse las deci-siones macro y microeconómicas que impulsarían el proceso de profun-dización. Además, los agentes capaces de llevarlas a cabo –las compañías subsidiarias de las transnacionales y el mismo Estado– son organizaciones complejas sujetas a criterios altamente rutinarios (y, en el caso de las prime-ras, vinculadas a la planificación transnacional de sus casas matrices) que refuerzan la tendencia a requerir un alto grado de seguridad futura sobre los factores clave en las decisiones de inversión. Resulta obvio que los procesos políticos y económicos previos al Estado burocrático-autoritario estaban le-jos de garantizar esa seguridad y predictibilidad. También parece evidente que estas constituyen un requisito objetivo para el proceso de profundiza-ción. Un requisito que parece depender del grado de complejidad de cual-quier economía,33 pero aquí es importante explorar aquellas características específicas expresadas en nuestras sociedades.

Los años anteriores al autoritarismo burocrático fueron de aguda inse-guridad respecto de la futura situación social. La sensación de amenaza era una de sus señales, así como la imposibilidad evidente de garantizar la con-tinuidad de la política pública y de controlar fluctuaciones económicas ele-mentales. Un Estado que se mueva al ritmo balanceante de la sociedad civil no puede emprender el proceso de profundización, ni atraer el capital inter-nacional que lo haría posible. Ya se ha insinuado una primera consecuencia de ello: la eliminación de la amenaza políticamente ocasionada mediante la desactivación del sector popular, descabezando su liderazgo y frenando su autonomía respecto del Estado y de las clases dominantes. Esto a su vez era una condición necesaria para la eliminación de importantes obstáculos polí-ticos para la reconstrucción de los mecanismos de acumulación del capital, y para el debilitamiento de las organizaciones de trabajadores en el nivel de las fábricas,34 lo que aseguraría la paz social necesaria para que estos capita-lismos vacilantes atrajeran nuevas transfusiones de capital internacional.35

32 Hirschman, en Bias for Hope, hace una persuasiva defensa de la necesidad de una estabilidad contextual de manera que sea realmente posible avanzar en la exportación de bienes industriales.

33 Trabajos que parten desde visiones tan disímiles como los de Andrew Shonfield, Modern Capitalism: The Changing Balance of Public and Private Power, Nueva York, Oxford University Press, 1969, y Nicos Poulantzas, Pouvoir politique et classes sociales de l’état capitaliste, París, Maspero, 1968, entre otros, coinciden en este punto.

34 A la represión y el debilitamiento directo de los sindicatos, los autoritarismos burocráticos han agregado la revisión de la legislación laboral, sobre todo las leyes sobre huelgas y despidos. Para un buen análisis de los diversos controles estatales sobre la clase trabajadora en Brasil, ver Kenneth Mericle, “Control of the Working Class in Brazil”, en Malloy, ed., Authoritarianism, 303-339.

35 La importancia de una “paz social” garantizada por un control estatal efectivo sobre los trabajadores

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Otra consecuencia está todavía más directamente conectada con el fun-cionamiento de la economía. La exclusión del sector popular condujo al “orden” (o, para ser menos eufemístico, a la estabilización de las relaciones de dominación que habían experimentado una sacudida durante el período previo al Estado burocrático-autoritario) y creó las condiciones para contro-lar las fluctuaciones económicas. Esa fue, a su vez, la base para la garantía de predictibilidad. Para la burguesía, el problema no era tanto la caída del PIB o una alta tasa de inflación, sino el comportamiento errático de estas y otras variables. Por ejemplo, en términos de las decisiones que implican un lapso relativamente prolongado de maduración, una elevada tasa de infla-ción no es tan grave, puesto que no fluctúa mayormente (que es justo lo que no ocurría antes del autoritarismo burocrático, cuando los altos promedios históricos de inflación resultaban de la suma de fluctuaciones pronunciadas, como se muestra en el Gráfico 1). Además, las crisis crónicas de la balanza de pagos no solo nutrían estas fluctuaciones sino que conducían a “medidas de emergencia” dirigidas a atenuar esas crisis, entre las cuales solían estar las restricciones a la fuga de capitales y de remesas de utilidades al extranjero. Las mismas crisis derivaron en la superposición de un complejo sistema de divisas sobre un mercado negro de moneda extranjera cuyas cotizaciones se-guían más estrechamente los movimientos internos de precios que el prime-ro. Más aun, las devaluaciones de la moneda nacional tendían a postergarse y luego, cuando las crisis de la balanza de pagos ya eran ineludibles, se de-valuaba drásticamente, lo que creaba un ambiente de constante inseguridad que afectaba el resultado de la actividad económica.36

aparece, sin necesidad de recurrir a la literatura sospechosa de sesgos hostiles hacia las multinacionales, entre otros en una publicación patrocinada por el Council of the Americas: Jack H. Behrman, Decision Criteria for Foreign Direct Investment in Latin America, Nueva York, Unipub, 1974. Las entrevistas que Louis Goodman sostuvo con ejecutivos de multinacionales confirman este argumento; ver su trabajo “The Social Organization of Decision-Making in the Multinational Corporation”, The Multinational Corporation and Social Change, Nueva York, Praeger, 1976. Por mi lado, entre 1971 y 1973 entrevisté a ejecutivos de multinacionales en Argentina y obtuve informaciones (las que serán presentadas y analizadas en trabajos futuros) que confirman esta visión.

36 La preocupación por la incertidumbre del entorno y por los resultados económicos de mediano plazo, y el obstáculo que esto suponía para las decisiones de inversión, aparecieron en la gran mayoría de los casos como factores prominentes en las entrevistas que sostuve en Argentina. Un interesante estudio de empresas industriales en Argentina, llevado a cabo por la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas (“El planeamiento en las empresas”, Buenos Aires, 1973, mimeo), también muestra la enorme necesidad objetiva de estabilización del contexto social que tenía el gran capital.

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GRÁFICO 1.Tasa anual de variación de precios al consumidor: Argentina, Brasil y México, 1955-1972

25%

15%

10%

20%

5%

45%

35%

30%

40%

65%

55%

50%

60%

85%

75%

70%

80%

95%

90%

100%

55 56 57 58 59 60 61 62 63 64 65 66 67 68 69 70 71 72

Argentina ( ) Fuente: Ministerio de Trabajo, “Boletín de estadísticas sociales”; Ministerio de Hacienda y Finanzas, “Informe económico”, varios números.

Brasil ( ) Fuente: Cojuntura Económica 28(5), mayo de 1974.México ( ) Fuente: Thomas Skidmore, “The Politics of Economic Stabilization: Cause or Consequence

of Authoritarianism in Latin America?”, en James Malloy, ed., Corporatism and Authorita-rianism in Latin America, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 1976.

He aquí una clave para el significado medular del Estado burocrático-auto-ritario. Se trata de un sistema de exclusión del sector popular que se basa en la reacción de los sectores y clases dominantes a una crisis política y económica que tiene sus raíces en el populismo y sus sucesores desarrollistas. A su vez, esa exclusión es el requisito para alcanzar y garantizar el “orden social” y la estabilidad económica; orden y estabilidad que constituyen las condiciones necesarias para atraer las inversiones internas y el capital internacional y, por tanto, ofrecer conti-nuidad para un nuevo impulso en pos de la profundización de la estructura pro-ductiva. El autoritarismo burocrático impulsa una transformación de fondo de

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la sociedad, buscando controlarla y hacerla previsible para obtener las necesarias transfusiones del capital internacional. Si estas relaciones fundamentales no se toman en cuenta, el estudio del autoritarismo burocrático no puede sino quedar confinado a una descripción fenomenológica de atributos que fallan en diferen-ciarlo en el lecho de Procusto de los “autoritarismos” o “regímenes militares”.

El pretorianismo que precedió al Estado burocrático-autoritario supuso un marcado debilitamiento del Estado. Junto con el decisivo apoyo del gran capital (nacional e internacional) para su implantación, ello fue suficiente para desechar cualquier posibilidad de que el proceso de profundización fuera impulsado ex-clusivamente por el Estado burocrático-autoritario. Bajo tales condiciones, solo podían intentarlo en conjunto el Estado y el capital internacional. La confluen-cia es importante porque, por un lado, percibimos que es imposible que un autoritarismo burocrático reciente monopolizara el impulso de profundización, y por otro, el capital internacional actuando solo habría creado una imposibi-lidad política: una economía nacional cada vez más internacionalizada en la cual sus sectores más dinámicos devorarían darwinianamente lo que quedara del capital nacional, sin restricciones. Por esta razón, el autoritarismo burocrático no flota soberanamente sobre las clases sociales, llevando a cabo sus proyectos de “grandeza nacional”, pero tampoco es el títere o representante del capital in-ternacional, ni siquiera durante la primera etapa, cuando el Estado y la sociedad están más abiertos a él. La realidad social es más compleja y cambiante que eso.

El capital internacional es una condición necesaria para la profundización de estos capitalismos; más precisamente, la condición necesaria es su entrada constante en cantidades suficientes como capital (monetario e incorporando equipamiento y tecnología) y como divisa (para compensar las nuevas tensio-nes de la balanza de pagos generadas por su propia entrada).37 Pero la expan-sión del Estado burocrático-autoritario es también una condición necesaria para el proceso de profundización. Dicha expansión no resulta únicamente de la exclusión del sector popular y la consecuente hipertrofia de su aparato represivo. También está ligada a la medida en que la futura paz social deba ser garantizada, institucionalizando controles corporativistas sobre las organiza-ciones del sector popular de manera que, más que expresiones de clase, lleguen a ser baluartes fortificados del Estado en su frontera más problemática con la sociedad civil.38 Del mismo modo, se trata de “fortalecer” al Estado, desarro-

37 Marcelo Diamand, Doctrinas económicas, desarrollo e independencia, Buenos Aires, Paidós, 1973, presen-ta una discusión útil sobre este tema.

38 Es en este contexto que la cuestión del “corporativismo”, que atrae la atención de los estudiantes lati-noamericanos, ha de ser entendida; ver Malloy, ed., Authoritarianism, así como la discusión más general de Phillipe Schmitter en “Still the Century of Corporatism?” The Review of Politics 36(1), enero de 1974.

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llando su capacidad represiva y de procesar información, así como implemen-tando políticas que disminuyan las fluctuaciones socioeconómicas y ofrezcan la infraestructura pública adecuada para las nuevas inversiones.39 También se trata de desarrollar la capacidad de negociar y procesar las nuevas entradas de capital internacional. O sea, tampoco se puede intentar una profundización sin un Estado que aumente enormemente su capacidad de control sobre la so-ciedad civil. De ahí que el Estado burocrático-autoritario se presenta no solo como el garante de un orden basado en la exclusión del sector popular, sino también como el ejecutor y promotor de las obras públicas, la “disciplina fis-cal” y su propia racionalización burocrática. En otras palabras, el autoritarismo burocrático y el capital internacional se encuentran en una situación de mutua indispensabilidad que subyace a sus complejas y a veces tensas relaciones.

Algunos aspectos dinámicos del autoritarismo burocrático

El autoritarismo burocrático no es inmutable. Tiene una vasta tarea por em-prender, comenzando por la represión para eliminar la amenaza y continuan-do con el intento de concretar otras condiciones necesarias para el proceso de profundización. Posteriormente, dependiendo del éxito o fracaso de este pro-ceso y de la recomposición de alianzas resultante, los caminos de cada Estado burocrático-autoritario se extienden en direcciones que deben ser exploradas.

Sus problemas inaugurales son dos: extirpar la amenaza y favorecer un ma-yor ingreso del capital internacional. Ambas tareas requieren tiempo y son intrínsecamente precarias. Pero, para un país que se ha ganado una mala repu-tación ante la comunidad de negocios internacional por su historia reciente de amenazas y procesos gubernamentales y socioeconómicos erráticos, es esencial que obtenga transfusiones de capital. No se trata solo de que personas de “prestigio internacional” aparezcan en cargos ministeriales; estos individuos tuvieron brevemente cargos públicos antes del Estado burocrático-autoritario y fueron incapaces de implementar las políticas de austeridad financiera y estabilización que ellos mismos habían presentado en los foros del capitalismo mundial. También se debe mostrar de manera plausible el intento de ejecutar políticas “razonables” para crear una atmósfera atractiva para la entrada y la expansión interna del capital internacional. Pero, más que esto, es una cues-

39 En este sentido es un fenómeno importante el surgimiento de organismos de toma de decisiones y grupos de tecnócratas dotados de gran poder en la toma de decisiones sobre las variables económicas y financieras estratégicas. Un buen estudio de este tema es Celso Lafer, “Sistema político brasileño: algunas características y perspectivas”, Desarrollo Económico 14(56), enero-marzo de 1975.

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tión de demostrar que existe la habilidad política suficiente para mantener estas políticas por un lapso prolongado.40 Pienso que no es posible exagerar el impacto social de la necesidad de efectuar esa demostración. El autoritarismo burocrático debe, por lo menos, probar que ha eliminado la inestabilidad po-lítica y económica que caracterizaba al período anterior a su reinado. Además, debe ser convincente en su voluntad y capacidad de ejecutar y sostener polí-ticas atractivas para las grandes inversiones y para préstamos; con ello invita al capital internacional a participar en la estabilización económica y luego en el proceso de profundización. Hasta entonces, puede confiar en la “ayuda” pública externa dirigida a “estabilizar” un país recientemente amenazado.41 Podría también atraer “dinero caliente” debido a las ventajas especulativas que ofrece, así como algunas inversiones negociadas bajo condiciones leoninas. Esto no es irrelevante, puesto que alivia los problemas inmediatos de la ba-lanza de pagos y sirve para mostrar a los aliados internos el apoyo externo de que goza el régimen. Pero no es ni la cantidad ni la continuidad del capital externo lo que dará a la economía su verdadero impulso. Para esto, el Estado burocrático-autoritario requiere del mismo factor con el que tropezamos al abordar el asunto de la amenaza: tiempo. Tiempo para cortar la activación po-lítica popular y la autonomía de las organizaciones del sector popular; tiempo para demostrar su capacidad de disuadir o demoler cualquier impugnación que pueda aparecer, y tiempo para demostrar ante el capital internacional la seriedad de sus intenciones en materia socioeconómica. Con ese fin debe adoptar y mantener obstinadamente políticas “atractivas” y “racionales”, aun si eso implica incurrir en graves costos sociales y perder aliados internos, hasta que aparezcan los nuevos impulsos de crecimiento, puesto que para que ello ocurra, y como resultado de la tenaz defensa de esas políticas, debe haber co-menzado a entrar el capital internacional.

Por eso es que los primeros años del autoritarismo burocrático son los años “ortodoxos”, económicamente hablando: Campos y Bulhões, Krieger Vase-na y los Chicago Boys. No es casualidad que estas figuras provengan de los sectores más internacionalizados de la coalición que respaldó su surgimiento. Son técnicos de prestigio que suman a sus antecedentes profesionales una considerable experiencia en los foros y corporaciones del capitalismo mundial.

40 Sobre este punto es interesante leer a Viana Filho en O Governo; él fue uno de los asistentes civiles más importantes del Presidente Castelo Branco.

41 En esto también parece importante el nivel previo de amenaza. Compárese la ostensible oposición del Departamento de Estado (no necesariamente de otras dependencias de ese gobierno) al golpe de 1966 en Argentina y la casi nula entrada de fondos públicos de Estados Unidos para el uso de civiles en este caso, con el apoyo que entregó a los golpes en Brasil y Chile y la ayuda inmediata en forma de fondos públicos a los recientes Estados burocrático-autoritarios en esos países.

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Conocen las reglas del juego, creen en su racionalidad,42 y no las ven como antagónicas al abstracto interés nacional al que también dicen servir. Ellos luchan en varios frentes. Uno, al interior de las instituciones del Estado buro-crático-autoritario, contra los aliados civiles y militares que todavía alimentan obsoletas ambiciones populistas o aspiraciones pequeñoburguesas con olor-cillo a cooperativa y anti-grandes negocios; estos sectores, parte de la amplia alianza que respaldó el surgimiento del régimen, no pueden ser completa-mente descartados (ciertos sectores de las Fuerzas Armadas suelen mostrarse “difíciles”), por lo que se les ceden algunas instituciones estatales a modo de divertimentos que no afectan excesivamente los parámetros económicos del autoritarismo burocrático.43

Otro frente de batalla se conforma contra aquellos aliados civiles del golpe que se desencantaron del régimen (en gran parte por las propias políticas orto-doxas), y frente a cuyas demandas de mantener un nivel de ingreso “ineficien-te” de los sectores medios empleados, y de un tutelaje del Estado no menos “irracional” de las empresas nacionales, el Estado burocrático-autoritario debe permanecer sordo si es que ha de llevar a cabo su demostración de responsabi-lidad frente al capital internacional. No se trata solo de no “discriminar” al ca-pital externo, con todo el riesgo que esto implica para una burguesía local que, abandonada por el Estado, debe negociar su supervivencia en condiciones mucho más débiles que aquellas que ofrecían las erráticas pero “demagógicas” políticas anteriores al Estado burocrático-autoritario. Si la demostración tiene algún sentido, es el de convencer al capital internacional de la firme voluntad del autoritarismo burocrático de mejorar la “eficiencia” de la economía a través de, entre otras cosas, la eliminación de los subsidios a la burguesía local, la reducción de aranceles y otras medidas que revelan incluso más la debilidad del capital nacional de cara al capital internacional.

Un tercer desafío proviene del mismo capital internacional. La ortodoxia económica y social, la capacidad de adoptar políticas “racionales” que afecten tanto a aliados como a enemigos del EBA, y la verosimilitud de la decisión de mantener estos logros (junto con su sustrato: la consolidación del control sobre el sector popular) son el señuelo con que los ortodoxos pueden atraer las inversiones extranjeras. A su vez, esta posibilidad es su carta de triunfo

42 Como dice Roberto Campos en Temas e Sistemas, Río de Janeiro, APEC, 1968, “lo demás es sentimen-talismo” (217).

43 Así se entienden los fenómenos analizados por Lafer en “Sistema politico brasileiro”, en el sentido de que los nuevos grupos a cargo de la toma de decisiones, superpuestos y trascendiendo horizontalmente las facultades formales de los organismos preexistentes, implican la concentración del poder real de toma de decisiones, que neutraliza las parcelaciones a las que hace referencia el texto.

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en la lucha simultánea por el control de los nodos encargados de la toma de decisiones en el gobierno central.44 Durante las etapas iniciales del régimen, la ortodoxia es esencial para los potenciales inversionistas. Y es especialmente así para los celosos jueces de qué es “razonable” en materia económica, las organizaciones públicas del capitalismo mundial: el Banco Mundial, y sobre todo el Fondo Monetario Internacional. Ellos son los que, tras un cuidadoso análisis,45 primero otorgan la bendición urbi et orbi que certifica que el Es-tado burocrático-autoritario se ha convertido en un Estado confiable para el capital internacional.

Solo después de este hito se torna realmente posible la entrada sostenida de préstamos privados e inversiones de largo plazo. Mientras tanto, además de los bienvenidos fondos públicos extranjeros y del dinero especulativo, deben pro-curarse activamente algunas inversiones privadas extranjeras. Esas inversiones tempranas se anuncian con bombos y platillos, no tanto porque puedan tener efectos económicos inmediatos sino porque constituyen otra señal internacio-nal de aprobación y abierta confianza en el futuro del EBA. Naturalmente, estos primeros inversionistas corren mayores riesgos, saben en qué medida son necesarios, y cobran en conformidad. Lo hacen primero mediante un coin-cidente clamor en favor de la ortodoxia, la que para ellos aparentemente sig-nifica posibilidades ilimitadas de expansión en el mercado interno. Segundo, exigen para su entrada condiciones particularmente favorables, que pueden estar cerca de una pseudoinversión. Todo lo anterior solo confirma los peores temores del capital interno en cuanto al entreguismo impenitente de los orto-doxos; cualquier extrapolación de esas primeras inversiones termina muy cer-ca de internacionalizar totalmente los más dinámicos y lucrativos sectores de la economía. Ello empuja a muchos en su camino a Damasco aunque, como ya se ha dicho, el tiempo requerido para moverse realmente en esa dirección depende del nivel de amenaza previo.

Por esa razón el sello de los primeros años del Estado burocrático-autoritario es su aislamiento político, a raíz de la exclusión del sector popular y la desilusión de más que unos pocos de sus aliados originales. La actitud “soberbia”, “anti-

44 En mis entrevistas con algunos de los más importantes funcionarios del Estado burocrático-autorita-rio argentino, incluso aquellos no demasiado entusiastas con las políticas ortodoxas consideraban que su práctico monopolio del “prestigio” ante el capital extranjero, y su consiguiente posibilidad de atraerlo para inversiones –lo que consideraban indispensable–, eran las principales razones, por el momento al menos, para que solo los ortodoxos controlaran la política económica.

45 Sobre las estrictas demandas de estas organizaciones y de los organismos de cooperación del gobierno estadounidense en Brasil, vale la pena consultar Viana Filho, O Governo. También ver Albert Fishlow, “Algu-mas reflexões sobre a politica económica brasileira após 1964”, Estudos CEBRAP 7, enero-marzo de 1974; la versión en inglés aparece en Alfred Stepan, ed., Authoritarian Brazil: Origins, Policies, and Future, New Haven, Yale University Press, 1973.

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demagógica” y “despreocupada de la popularidad fácil” asumida por Castelo Branco, Onganía y Pinochet se puede atribuir en parte a sus características per-sonales; pero también está estrechamente ligada con la necesidad –forzada en ellos por la lógica económica de la situación y la correspondiente ortodoxia de sus economistas– de crear las condiciones suficientes para la entrada del capital internacional. Con ese capital, estos líderes o sus sucesores pueden proponer mitos de grandeza nacional y una vez más favorecer a algunos elementos de la burguesía local que hasta entonces habían sido desestimados. Si pretenden im-plementar políticas que el sector popular y diversos aliados importantes resenti-rán duramente, los ortodoxos deben salir airosos de la difícil tarea de convencer a aquellos oficiales militares que ostenten el suficiente poder institucional para asegurar el apoyo de las Fuerzas Armadas. En este punto, las historias recientes de Brasil y Argentina empiezan a distanciarse. La historia particular de cada cuerpo militar parece ejercer una influencia en sí misma, bastante independien-te de las condiciones sociales más generales, desde el momento en que se sitúan a la cabeza de grupos de organizaciones más o menos consonantes con los or-todoxos.46 La amenaza previa también afecta esta esfera, y mientras mayor es la amenaza mayor peso se tiende a entregar a los militares de línea dura. No todos ellos coinciden sustancialmente con los ortodoxos, pero en términos generales proveen una audiencia que simpatiza con una visión descomprometida de los “sacrificios necesarios” que deben imponerse a la población.

Naturalmente, los ortodoxos deben creer en la racionalidad de su postura; esto es evidente en la sinceridad con la que se perciben a sí mismos como los portadores de una racionalidad superior, reforzada por la aprobación de sus contrapartes internacionales.47 De pasada, podría agregarse que esta sin-cera convicción ayuda a interpretar varios trabajos que aceptan las premisas básicas de las políticas del autoritarismo burocrático, pero sostienen que los mismos objetivos podrían haberse alcanzado con un menor costo social si los ortodoxos estuvieran un poco menos convencidos de sus ideas.48 Pero

46 Ver la “historia interna” de las Fuerzas Armadas brasileñas, con las consecuencias de su participación en la Segunda Guerra Mundial y la postura fuertemente “internacionalista” de Castelo Branco (y la compati-bilidad que –sospecho– ella generó con la ortodoxia de Roberto Campos y su equipo económico) como la presenta Alfred Stepan en The Military in Politics: Changing Patterns in Brazil, Princeton, Princeton Univer-sity Press, 1974. Contrasta con las actitudes de oficiales como Onganía y Pinochet, mucho más cercanas al tradicional nacionalismo derechista.

47 Ver, por ejemplo, Campos, Temas y Ensaios contra a maré, Río de Janeiro, APEC, 1969, 2ª edición, y los discursos de Adalbert Krieger Vasena recopilados en Política económica argentina, 2 vols., Buenos Aires, Ministerio de Economía, 1968, 1969.

48 Sobre todo, Fishlow, “Algumas reflexões”, y Juan Carlos de Pablo, “La política antiinflacionaria argentina vista en perspectiva”, Buenos Aires, FIEL, 1973, mimeo. Ver también Juan Carlos de Pablo, Política inflacio-naria en la Argentina 1967-1970, Buenos Aires, Amorrortu, 1972.

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esto implica la suposición de que la principal preocupación inicial de los ortodoxos son los impactos de sus políticas en el contexto social del país, cuando en realidad, como se dijo, su preocupación dominante perfectamen-te puede ser la de demostrar al capital internacional la existencia y durabili-dad de condiciones atractivas y estables para invertir en el país. En términos de la primera preocupación, la severidad de las redistribuciones de ingreso negativas o la indiferencia inicial sobre el destino de la burguesía nacional pueden ser condiciones innecesariamente duras. Respecto de la segunda, sospecho que no son tales.

Dos consideraciones para concluir esta sección. Primero, el momento his-tórico en el cual se implanta el Estado burocrático-autoritario es un momen-to particularmente claro de dependencia. Segundo, en esta etapa inicial, este régimen –que excluye al sector popular, castiga económicamente a muchos de sus aliados, es prácticamente sordo a la burguesía nacional y se expande con fuerza para “reordenar” la sociedad– es altamente autónomo respecto de esa sociedad. Lo que implica la negación explícita del Estado como lugar de representación y presencia pública de una sociedad a la que está empeñado en reorganizar profundamente desde un extremo de la escala social al otro. Pero este antagonismo debe verse en conjunto con otro aspecto: la etapa inicial del autoritarismo burocrático es simultáneamente el momento en el que está más abierto a la penetración del capital internacional, y en el cual este, sostenido por el control expansivo del Estado sobre la sociedad civil, conquista un espacio económico inusualmente amplio. El momento de la apertura casi ilimitada del Estado al capital internacional es también el de su mayor distanciamiento de la mayor parte de la sociedad civil. Se puede observar que estamos nuevamente enfrentados al dúo conformado por el Es-tado y el capital internacional durante este período inicial. Pero esto supone tensiones que generan fenómenos más complejos y menos diáfanos.

Más sobre la dinámica del Estado burocrático-autoritario

He subrayado que: (1) el Estado burocrático-autoritario necesita tiempo para adquirir la credibilidad necesaria para que pueda comenzar un flujo importante y sostenido de inversiones y préstamos privados extranjeros de largo plazo, y (2) que la cantidad de tiempo disponible para cada régimen está fundamentalmente condicionado por el nivel de amenaza previo a su instalación. En Argentina comenzó a entrar el capital en 1968, dos años

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después del golpe de Estado. Al mismo tiempo, una parte considerable de la burguesía y de los sectores medios habían comenzado a volcarse hacia el sector popular y su expresión política, el peronismo. Arrastraron consigo a grupos militares nacionalistas que encontraron en la emergente alianza, con sus respetables componentes burgueses, una alternativa viable para el dúo. A mediados de 1969, el “cordobazo”49 fue la más espectacular de las mani-festaciones de una multiforme oposición al Estado burocrático-autoritario, derivada de intereses disímiles pero capaz de destruir el cuidadoso trabajo de Krieger Vasena y su equipo dirigido a asegurar la confianza y las transfu-siones del capital internacional. Más específicamente, el “cordobazo” y sus secuelas eran pruebas de que el Estado burocrático-autoritario en Argentina había fracasado como garante de la paz social y de la estabilidad económica. Consecuentemente, el flujo de inversiones extranjeras se detuvo y numero-sos indicadores registraron sin demora la pérdida de confianza: el “dinero caliente” abandonó el país, el valor del dólar futuro se incrementó, cayeron las reservas internacionales, las inversiones privadas en equipamiento y ma-quinaria disminuyeron, hubo nuevas tensiones inflacionarias, etc.50 Ello se ve en el Gráfico 2, que muestra las fluctuaciones y la tendencia descendente de las inversiones extranjeras en Brasil y Argentina antes de sus respectivos golpes de Estado, un patrón indefinido durante el período inmediatamente posterior (tiempo de recuperación de la confianza por parte del capital in-ternacional), y la posterior y espectacular tendencia ascendente en Brasil en contraste con Argentina, donde se instala una caída brusca a continuación del año del “cordobazo”. En 1970, la vieja inestabilidad política reaparece con la caída del general Onganía, y en 1971 hubo una recurrencia de pro-blemas inflacionarios, crisis de balanza de pagos, fuertes conflictos sociales y una generalizada pérdida de recursos por parte del Estado, repitiéndose por lo tanto y más intensamente los patrones previos a 1966.

49 Los masivos disturbios que tuvieron lugar en Córdoba en mayo de 1969, que fueron la culminación de una serie de incidentes similares que habían aflorado en otras ciudades del interior de Argentina en aquel tiempo.

50 Ver Ministerio de Economía, Informe Económico, IV Trimestre 1969, Buenos Aires, 1970, entre otras fuentes.

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GRÁFICO 2. Nueva inversión extranjera directa neta: Argentina, Brasil y México, 1955-1972 (en millones de dólares actuales)

50%

150%

100%

200%

250%

300%

350%

55 56 57 58 59 60 61 62 63 64 65 66 67 68 69 70 71 72

Argentina ( ) Fuente: Ministerio de Hacienda y Finanzas, “Informe económico”, varios números.Brasil ( ) Fuente: Banco Central do Brasil, “Boletim” 9, noviembre de 1973.México ( ) Fuente: Banco de México.

Las transfusiones de capital extranjero a largo plazo también tardaron en llegar a Brasil tras el golpe de Estado. Pero, en contraste con el caso de Argen-tina, el capital comenzó a entrar de manera sostenida antes que muchos de los aliados originales del Estado burocrático-autoritario se pasaran abiertamente a la oposición, y a pesar de múltiples indicaciones de su desencanto. No es necesario reiterar en detalle la influencia de la amenaza previa. Lo que debe ser recalcado son los diferentes caminos de los autoritarismos burocráticos en Brasil y Argentina. La historia de este último es de colapso, mientras que en el brasileño hubo una reapertura selectiva a la burguesía nacional que derivó

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en la formación de un trío en el cual la burguesía empezó a hacer uso de sus derechos, lo que tuvo profundas repercusiones en el dúo y en sus relaciones con otras clases y sectores en la sociedad.

Sea el Estado burocrático-autoritario o cualquier otro Estado moderno, nunca dejan de ser un Estado nacional. Por esa razón no parece posible que el EBA permanezca mucho tiempo inmune a su propia sociedad, como lo está durante los períodos de ortodoxia económica y del dúo. Tampoco es únicamente el Estado el garante político directo del predominio económico, aunque así parezca de manera tan preeminente durante el período del dúo. Esto significa que el Estado debe presentarse como la encarnación, como la expresión política e ideológica, de los intereses generales de la nación, a la que también pertenecen incuestionablemente los sectores excluidos por el Estado burocrático-autoritario. Al pretender expresar el interés general, este Estado es representado como una entidad al servicio del beneficio de todos a largo plazo, aun cuando algunos de los beneficiarios todavía no puedan ser capaces de reconocerlo. El nuevo rol del capital internacional y la expansión del Es-tado se presentan como instrumentos para el logro del verdadero objetivo: la grandeza de la nación, en la que todos, incluso los excluidos y reprimidos, son invitados a participar indirectamente. El Estado, tan manifiestamente vincu-lado con el capital internacional, se esfuerza por disimular ideológicamente el dúo con la promesa de un engrandecimiento de la nación entera. Esto a su vez tiene repercusiones en la estructura que socava la fortaleza en la que el Estado burocrático-autoritario del dúo se ha aislado de su propia sociedad.

Nótese que incluso en los autoritarismos burocráticos más exitosos las di-ficultades en la generación interna de tecnología y para hacer progresos serios en la producción de bienes de capital, el cuantioso endeudamiento externo y la concomitante fragilidad de la balanza de pagos, las imperfecciones del mer-cado de capitales y las grandes inversiones que continúan siendo necesarias to-davía requieren de un alto y sostenido flujo de capital internacional.51 Por otro lado, la imposibilidad política de una economía internacionalizada sin fronte-ras es la rendija que permite la incorporación de la burguesía nacional dentro

51 En un discurso leído el 1 de agosto de 1975, el ministro brasileño Mario Simonsen, respondiendo a las inquietudes por el “nacionalismo” y el “estatismo” del Estado burocrático-autoritario brasileño, y en tiempos de creciente fragilidad de la balanza de pagos, insistía enfáticamente que el “mayor logro” desde 1964, “la credibilidad internacional”, no iba a ponerse en peligro y que por un largo tiempo continuaría siendo necesario para Brasil contar con sustanciales flujos de capital extranjero (Movimento, 8 de agosto de 1975, 9). Afirmaciones similares y acciones recientes de altos funcionarios brasileños y mexicanos buscan la ratificación de una “confianza” que, a pesar del tinte triunfal, el EBA del trío no puede permitirse perder. Este parámetro de dependencia continúa vigente, si bien solo aparece al nivel de la retórica oficialista cuando ciertos caprichos no demasiado ortodoxos hacen necesario que el capital internacional sea públicamente informado (y los “nacionalistas” también) de que las reglas del juego no han sido olvidadas.

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de la coalición; eso convierte el dúo en un ménage à trois. La dominación del Estado burocrático-autoritario carece tanto política como ideológicamente de un componente crucial: el ingrediente nacional y privado con que solo la burguesía local puede contribuir. No la parodia visible de un capital nacional expulsado de las actividades más dinámicas y lucrativas, sino una presencia que de alguna manera, y en un grado importante, se asocia a sí misma con la parte del león de los nuevos patrones de acumulación. La prometida grandeza en el camino del proceso de profundización ahora se “nacionaliza” más plau-siblemente, beneficiando a algunas de las fracciones de la sociedad civil más dominantes en el ámbito interno.

Para que esto sea posible el Estado no solo debe ofrecerse pasivamente para el reingreso de la burguesía nacional, sino que debe guiar ese camino. Es decir, debe volverse menos ortodoxo y más nacionalista, debe ser más proteccionis-ta, una vez más debe subsidiar las actividades de esa burguesía, debe reservar para sí mismo y para la burguesía nacional cotos vedados al acceso directo del capital internacional, y debe ser más emprendedor en actividades directamen-te productivas.52 En otras palabras, debe llegar a restringir el capital interna-cional hasta un nivel casi impensable durante la etapa ortodoxa inicial, abrien-do espacios económicos para sí mismo y para la burguesía nacional, guiándola por lo tanto, y al hacerlo, virtualmente reinventándola. Esto es ineficiente en términos de la lógica estrictamente económica del proceso de profundización y no coincide con las visiones del capital internacional, que acentúa la eficien-cia y la primacía del sector privado.

Esta tendencia estatista y nacionalista ocurre en un escenario de continua y mutua indispensabilidad entre el Estado burocrático-autoritario y el capi-tal internacional; especialmente, el proceso de profundización continúa de-pendiendo de los flujos constantes y sustanciales de inversiones, y como una solución transitoria a las menos abruptas pero siempre graves dificultades de la balanza de pagos. Por otro lado, a pesar de sus caprichos nacionalistas, el Estado burocrático-autoritario continúa siendo el garante político del orden y la estabilidad necesarios para las operaciones del capital internacional en su mercado. Además, invertir de manera de producir y vender en un mercado es también invertir en un país de un modo que nunca fue invertir en un enclave; más específicamente, es tomar riesgos a partir de la confianza en la

52 Hay datos sobre el caso brasileño en Werner Baer, Isaac Kertenetzky y Aníbal Villela, “The Changing Role of the State in the Brazilian Economy”, World Development 1(11), noviembre de 1973. Como lo seña-lan estos autores, una considerable proporción del incremento de las actividades directamente productivas del Estado brasileño solo tuvo lugar a fines de los años sesenta y comienzos de los setenta; es decir, cuando ya se producían en el país sustanciales entradas de capital privado externo de largo plazo.

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continuidad y el mejoramiento de las condiciones generales que en un cierto momento determinaron la inversión. Como se ha repetido frecuentemente en Argentina desde 1971, si el Estado burocrático-autoritario colapsa lo que el futuro ofrece es un “salto al vacío” que amenaza a aquellos inversionistas que ya han entrado al mercado. Hasta cierta medida esto los torna rehenes del juego político interno. En casos como el de Brasil, cuando el EBA se abre a la burguesía nacional una vez más después de que, y principalmente debido a, ha conseguido sustanciales entradas de capital internacional, existen muchos rehenes interesados en la continuidad de la dominación del Estado a pesar de su desacuerdo con sus nuevos caprichos nacionalistas. Así, el régimen puede negociar con los nuevos competidores sobre la base de condiciones menos ortodoxas que antes. Esto es comprensible porque se han incrementado las atracciones de su mercado, se ha producido una significativa recuperación en la tasa de crecimiento del PIB, y existen importantes economías externas como resultado de la entrada previa de otras multinacionales. Otra razón pa-rece ser el efecto de arrastre53 entre las multinacionales por la entrada de otros competidores, junto con el hecho de que el país puede haberse convertido en un importante centro subregional para las operaciones del capital interna-cional. En suma, el Estado burocrático-autoritario puede permitirse ser más “nacionalista” y menos ortodoxo en sus políticas económicas.

En contraste con la relativa transparencia del dúo, el ménage à trois genera una situación mucho más compleja. Por una parte, puede hacer que el capital internacional acepte “irracionalidades” y “discriminaciones” inimaginables durante la primera etapa; pero por otro lado, el Estado burocrático-autorita-rio no puede dejar de acatar las reglas de un juego marcado intrínsecamente por su continua dependencia del capital internacional. Esto lo fuerza a de-tener las “irracionalidades” antes que causen una pérdida de confianza que reproduciría, aunque en un nivel diferente, la fuga de capitales que tuvo lugar en Argentina en 1969. Esa sumisión fundamental es el parámetro de depen-dencia menos visible pero siempre presente, impuesto por un capitalismo que, si bien es más avanzado que aquel que había antes del Estado burocrá-tico-autoritario, continua dependiendo de la confianza y de los flujos cons-tantes de capital internacional. Pero dentro de estas restricciones ahora hay espacio para que el Estado no solo ejerza la tutela de la burguesía nacional sino también para usar el retorno de este sector al escenario para mejorar la

53 Sobre este tema, ver Goodman, “The Social Organization”. Esto está implícito en la teoría del “ciclo de vida del producto” formulada por Raymond Vernon y otros en la Escuela de Negocios de Harvard. Ver Theodore Moran, “Foreign Expansion as an Institutional Necessity for U.S. Corporate Capitalism”, World Politics 25(3), abril de 1973, 369-386.

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posición de negociación de ambos con respecto al capital internacional. Por parte de este, la situación es casi simétrica: el objetivo es restringir (a veces en conflictos reales, que son útiles en el intento del Estado burocrático-autori-tario de nacionalizar su imagen) el recorte de su expansión local emprendida por el Estado y la burguesía nacional. Pero, en la medida en que este recorte no implique mayores costos que la cesión del mercado, el capital internacio-nal continúa necesitando la garantía de estabilidad y predictibilidad que le ofrece el autoritarismo burocrático.54

En cuanto a la burguesía nacional, su posición está definida, por un lado, por su importante contribución político-ideológica a la viabilidad del Esta-do burocrático-autoritario, y por otro, por su fragilidad económica ante los otros miembros del trío. Con respecto al Estado, su fragilidad se muestra en su necesidad de tutelaje activo y permanente. Con respecto al capital internacional, se deriva del hecho de que esta burguesía es el sector del capi-talismo nacional más estrechamente ligado con el capital internacional. Por lo tanto, aun cuando expone otro lazo de dependencia, no transforma a la burguesía nacional en un títere del capital internacional; más bien crea áreas de fricción en los puntos de determinación de las modalidades específicas de su relación asimétrica. Esto a su vez está condicionado a un Estado tutelar que respalda a la burguesía nacional en la concreción de un rol que, aunque escasamente es el de una burguesía victoriosa,55 la lleva bastante más lejos de la nulidad o marginalidad postuladas por las versiones simplistas del impe-rialismo y la dependencia.

Volvamos al caso de Argentina, donde ciertos acontecimientos extraordi-narios marcaron el fracaso del autoritarismo burocrático como el garante del orden y, en consecuencia, como el promotor de las transfusiones de capital internacional. Aquí también el dúo tuvo corta vida, pero no condujo a nin-gún trío. No fue un Estado, como en Brasil, que traspusiera el dúo en trío, abriéndose selectivamente hacia la burguesía nacional. Por el contrario, fue la sociedad civil la que invadió y demolió un Estado que, bajo ataque, comenzó a rebajar sus características burocrático-autoritarias. Por una parte, explotaron los controles del Estado sobre el sector popular. Por otra, la oposición de la burguesía nacional y muchos sectores medios, que ya habían convergido con el sector popular, no pudo ser sistemáticamente reprimida. Por el contrario,

54 Aparentemente esto tiende a verse reforzado en casos –como Brasil actualmente– en que los avances del proceso requieren que sea importante el país, no solo por su mercado interno sino también como un centro relevante o una “plataforma” para las actividades regionales de las empresas transnacionales. Lo mismo pa-rece ocurrir en el caso mexicano.

55 El término es de Charles Morazé, El apogeo de la burguesía, Barcelona, Labor, 1965.

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tal convergencia pareció ofrecer una alternativa aceptable a más de unos pocos oficiales militares y tecnócratas, dividiendo profundamente de esta manera las capas institucionales del Estado burocrático-autoritario.

Cara a cara con el dúo, los componentes de la burguesía y de los sectores me-dios opositores tendieron a revivir el mito central del populismo: la factibilidad de un desarrollo capitalista asumido por una coalición enteramente nacional. Por lo tanto, el Estado burocrático-autoritario empezó a transformarse en el híbrido de un Estado autoritario caracterizado por su “sensibilidad” hacia los problemas sociales, una proclamada intención de restringir a un capital inter-nacional que ya se había desinteresado en invertir y solo estaba preocupado por sus rehenes, y un compromiso de sofocar cualquier actividad política popular que no se canalizara a través de los parámetros “occidentales”. También apare-cía la confusa proposición de un capitalismo nacional en el cual la burguesía local, escasamente descontenta con un aumento del rol del Estado, desearía imponer límites cautelosos en tanto era una clase que no estaba deseosa ni era capaz de cortar sus vínculos con el capital internacional. A esto se sumó la incierta radicalización de algunos sectores medios, que resultó del continuado terror al “comunismo” que la experiencia del dúo expresaba como un rechazo “nacionalista” de parte del gran empresariado internacionalizado. De esta ma-nera emerge el feo rostro ideológico del fascismo que, en el contexto de la re-tórica nacionalista y del desmoronamiento del Estado burocrático-autoritario, podía apropiarse de algunos de los temas de la izquierda radicalizada.

Después de estallidos como el “cordobazo”, la respuesta desde dentro y desde fuera del Estado burocrático-autoritario tendió hacia un nacionalismo simul-táneamente más represivo y más populista; un populismo que, reaccionando contra el dúo original, buscó encontrar post festum un camino nacional al cre-cimiento capitalista (el término profundización ya no aplica aquí). La rápida caída del gobierno del general Levingston en Argentina (1970-1971), similar al breve período post-Papadoupoulos en Grecia; una mayor activación popular, el aumento de la represión generada por esa activación política, la reticencia de la burguesía nacional a jugarse su destino en un experimento tan incierto, y el grado en el que todo esto alimentó la reemergencia de viejos problemas econó-micos son pruebas de que el colapso del Estado burocrático-autoritario no podía detenerlo un híbrido de nacionalismo autoritario. Así se llegó a una “salida” política en la que las alianzas se reformularon de un modo aun más complejo.

Explorar aunque sea superficialmente el tema del colapso del Estado buro-crático-autoritario requeriría otro extenso estudio. Aquí solo pretendo señalar que con su salida apareció nuevamente la amenaza; sin embargo, en contraste

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con el período anterior, las clases dominantes no pudieron albergar esperanzas inmediatas de encontrarse con un Estado que les ofreciera suficientes garantías. Esta auténtica derrota política y el consiguiente retorno a un estado de profunda inseguridad económica sacudió pero no acabó con su dominación. Estas clases dominantes, derrotadas políticamente pero aún poderosas, respaldadas por in-tereses institucionales coincidentes (sobre todo de las Fuerzas Armadas) en la tarea de evitar el salto al vacío, inauguraron una estrategia defensiva en la que lo que sobró del Estado burocrático-autoritario se usó como carta de negociación contra la garantía de que sus sucesores no transgredirían los límites de aquellos intereses de clase e institucionales. Esta es fundamentalmente la historia de la Presidencia del general Lanusse (1971-1973), en donde la carta de triunfo que imponía la aceptación de tales garantías fue la amenaza de un nuevo golpe, que interrumpiría la “salida” e inauguraría un Estado burocrático-autoritario aun más excluyente y represivo que el anterior. Pero esta carta poco a poco fue per-diendo valor, hasta descubrirse que era un bluf. Por ello, en contraste con Gre-cia, donde la crisis de Chipre fue decisiva para el rápido fin del EBA, el triunfo en las elecciones argentinas de “salida” recayó en quienes no debía. La historia no se detiene aquí, naturalmente. Sus contratiempos posteriores tendrán que ser analizados desde una perspectiva que tome en cuenta no solo las características del peronismo sino también las repercusiones políticas de los problemas estruc-turales de un capitalismo varado en el camino de la profundización y que una vez más enfrenta las restricciones de siempre.

Otras observaciones son procedentes aquí. Primero, cabe señalar que si el éxi-to en el proceso de profundización diferenció a Argentina de Brasil, la capacidad o incapacidad de controlar la salida política creó una bifurcación en los casos de Argentina y Grecia. El Estado burocrático-autoritario no es estático –hemos visto el intrínseco dinamismo del dúo–, y tampoco conduce necesariamente por el mismo camino una vez que se ha transpuesto en otras formas de dominación. Pero si los conceptos construidos para analizar una realidad histórica cambian-te no son demasiado ad hoc, debieran permitirnos reconocer los temas de los que surgieron. Por ejemplo, el Estado se renacionaliza en el caso de un EBA desmoronado y en el caso de la formación de un trío, en ambos casos abriéndo-se nuevamente hacia la sociedad civil y de esta manera tomando distancia del capital internacional (aunque en diferentes grados y por diferentes motivos). El componente político-ideológico intrínseco de la dimensión nacional del Estado moderno resulta en un movimiento de renacionalización que no se puede dedu-cir directamente de la lógica económica de la situación. El Estado conformado en un trío se abre selectivamente a las fracciones locales dominantes de la socie-

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dad civil. En el caso opuesto, la reapertura resulta del desmoronamiento de los muros erigidos por el Estado para aislarse de la sociedad civil.56 Este contraste no es por casualidad análogo a aquel entre la “salida” y la “descompresión” en el caso de Brasil. Aquí también es posible distinguir un elemento general común a tales intentos: ambos implican una garantía creíble (aunque pueda fallar al final) de que los intereses de clase e institucionalmente dominantes del Estado burocrático-autoritario serán respetados; por lo tanto, ni un “salto al vacío” ni la “repetición de experiencias pasadas”. Sin embargo, centrándonos en los detalles de cada caso, emerge una paradoja que sitúa los progresos, retrocesos e inciertos resultados finales de la actual “descompresión” en el Estado burocrático-autori-tario brasileño (y el español) en una perspectiva más clara.

Cuando, como en Argentina, el Estado burocrático-autoritario está ob-viamente derrumbándose, no existe la posibilidad de posponer decisiones en base a alternativas que aún no han madurado lo suficiente. O bien se lleva a cabo el intento de reconstruir el régimen a un riesgo y un costo social mucho mayores (la confianza del capital internacional ya se ha perdido, y el propio desmoronamiento ha disminuido el efecto disuasivo de la capacidad represiva del Estado), o se realiza una tentativa de negociación de la “salida”. A menos que el desafío al EBA haya sido monopolizado por movimientos claramente antagónicos al ofrecimiento de las garantías mencionadas (aquí sentimos otros ecos de la amenaza), los costos y riesgos de la alternativa incli-nan las probabilidades hacia el camino de salida. En esta situación, aquellos que descubren las virtudes de una democracia limitada por tales garantías tenderán a tener mayor peso dentro del Estado burocrático-autoritario y de las clases dominantes. Pero también ocurre que hay menores probabilidades de obtener las garantías, puesto que el propio desmoronamiento del EBA las hacen mucho más difíciles de imponer sobre los sectores excluidos o abandonados por el sistema.

En contraste –y aquí reside la paradoja–, en un Estado burocrático-auto-ritario que parece haberse reafirmado a través del proceso de profundización y del establecimiento del trío, las posibilidades de negociar e imponer exi-tosamente esas garantías como compensación por la ampliación del campo político son mucho mayores. Sin embargo, puesto que no hay una nece-sidad urgente ni manifiesta de hacer innovaciones en esta esfera, aquellos

56 El epítome de esta desintegración institucional del Estado en Argentina fue la decisión del Presidente Lanusse, en 1971, de suprimir el Ministerio de Economía con el propósito explícito de eliminar los centros de toma de decisiones que se imponían de manera “desconsiderada” sobre los “sectores involucrados”, y abrir los Ministerios a “representantes” de esos sectores. El contraste con los esfuerzos centralizadores de los autoritarismos burocráticos en funcionamiento (incluso el de Argentina hasta hacía poco) no podría ser más marcado.

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dentro del Estado burocrático-autoritario y de las clases dominantes que apoyan este camino ejercen menos influencia. Tratar de “salvar todo lo que pueda salvarse” es muy diferente de “arriesgar los logros de la Revolución”, en lo que a muchos les suena como una preocupación algo mojigata por las reconfortantes aunque desechables formalidades. Una situación como la que comienza a tomar forma en Brasil y en España presenta otra bifurcación política, ahora entre los EBA que han avanzado en el proceso de profundiza-ción y se han transformado en poderoso trío: por un lado la reafirmación del Estado burocrático-autoritario a través de la ominosa presencia de sus líneas más duras, y por otro una “liberalización controlada”, en la que el sistema podría tropezar con la caja de Pandora de la verdadera democratización.

Los mismos individuos y sectores más internacionalizados que antes fue-ron los más intransigentes ortodoxos más tarde suelen ser los que respaldan la vía de salida o la descompresión. En contra de ellos, los sectores más nacionalistas, los que durante la etapa del dúo se presentaban como los por-tadores de la “sensibilidad popular” y eran rechazados por los ortodoxos, son las fuentes de mayor resistencia ante un proceso que comienza –controlado más o menos efectivamente– a reactivar al “pueblo” a quien habían evocado cuando fueron forzados al silencio. ¿Qué explica esta correlación? Aquí solo puedo sugerir que la descompresión es en parte una expresión del hecho de que el EBA, a pesar de sus logros, supone un grado de irracionalidad política demasiado grande para el capitalismo promovido por el proceso de profundización, que es un fenómeno muy complejo pero siempre frágil y dependiente. A pesar de las proclamaciones de grandeza nacional, la re-presión continua del autoritarismo burocrático, su política excluyente y la despiadada acumulación de capital lo delatan muy claramente, y en especial su incapacidad de obviar el talón de Aquiles de cualquier Estado burocráti-co-autoritario: el problema de la sucesión presidencial. La persistente difi-cultad del régimen para lidiar con este tema es una indicación segura de su fracaso como una hegemonía. Y esto impone a la nueva dominación que va a aparecer el requisito de garantizar la estabilidad de manera verosímil, y no solo por el tiempo necesario para tomar decisiones económicas específicas sino para un futuro más distante que contemple las condiciones de repro-ducción continua de un capitalismo que, aunque no central, después de su proceso de profundización pesa en el sistema mundial como algo más que un mercado atractivo. Las irracionalidades político-institucionales subya-centes al EBA pueden ser tan importantes como otros problemas pendientes –por ejemplo, la espiral ininterrumpida de la deuda externa– que podrían

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arrastrarlo en direcciones aun más preocupantes para el gran capital que aquellas implicadas en la interrupción temprana del proceso en Argentina y Grecia. Junto con una manifiesta incomodidad ideológica, esto conduce a los sectores más internacionalizados del régimen a explorar el riesgo políti-co, aparentemente superfluo, de la liberalización controlada. En el espacio político generado por estos problemas –como en los casos de concesiones del EBA que han fracasado en garantizar el “orden”, pero por diferentes razones y bajo diferentes condiciones–, quienes restauran la fluidez de la situación política no son solo sus aliados sino también sus adversarios.

Hacia una ampliación del campo analítico e histórico

Hemos examinado superficialmente un tipo de autoritarismo tratando de des-tacar sus características y de identificar algunos de los factores determinantes de sus patrones de cambio. Esto nos llevó a analizar algunos vínculos del Estado bu-rocrático-autoritario con la sociedad civil y con el contexto internacional, entre los cuales destacan los problemas derivados de la estructura y el cambio (lo que he llamado el proceso de profundización) de un tipo histórico de capitalismo. Es evidente que el verdadero foco de nuestra atención, el Estado burocrático-au-toritario, es un fenómeno que incorpora todos estos aspectos y solo puede ser comprendido como un todo constituido por la interacción de los elementos que lo componen. Esto hace necesario plantear algunas preguntas más exigentes.

Uno de mis principales argumentos sostenía que una cierta estructura socioeconómica –un tipo histórico de capitalismo y sus transformaciones en la dirección del proceso de profundización– tiende a estar estrechamente relacionada con otra, el fenómeno político que he designado como Estado burocrático-autoritario. Si esta relación mutua entre lo económico y lo po-lítico es, en un período específico de la historia de ciertas sociedades, tan sólida como mantengo que es, podemos formular la hipótesis de que esa co-rrespondencia tendría que ser relativamente independiente de las variacio-nes empíricas en la génesis de cada caso. En realidad no es posible distinguir con claridad entre proceso y estructura, porque las diferencias en el primero no dejan de influenciar ciertas características de la segunda; pero sería razo-nable tener una mayor confianza en la validez de las tendencias estructurales discutidas aquí si esas correspondencias se sostienen en una variedad de ca-sos en los que la génesis de las estructuras políticas ha diferido. Si un cierto tipo de capitalismo y su proceso de profundización tienden a corresponder

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con el Estado burocrático-autoritario, esto debiera tender a ocurrir bastante independientemente del modo en que aquel se implante y de los tipos de Estado que lo precedieron.

Una pregunta que surge en esta línea de pensamiento es si tales correspon-dencias también aparecen en casos que no experimentaron un período previo de amenaza. El modo de inauguración del Estado burocrático-autoritario57 sería un factor intermedio,58 no indispensable, mientras esas correspondencias no sean espurias. En los ejemplos examinados aquí, el EBA eliminó la amenaza de una activación política creciente que estaba relajando los controles sobre el sector popular de parte del Estado y de las clases dominantes. El resultado fue la drás-tica imposición de un sistema de dominación que es excluyente por dos rasgos característicos: niega al sector popular sus demandas de participación económica (lo que hemos visto como parte del problema mayor de reconstruir los mecanis-mos de acumulación del capital), y cierra los canales de acceso político al sector popular, junto con eliminar o subordinar sus bases organizacionales. Esta última es una condición necesaria para la imposición y garantía de la futura aplicación del “orden social”, el que a su vez es un requisito para acometer el proceso de pro-fundización, en estrecha asociación con el capital internacional. En términos em-píricos, esto nos lleva a esperar un comportamiento de los indicadores relevantes que será discontinuo en el tiempo: durante el período pretoriano, una tendencia clara a “empeorar” y a aumentar su divergencia; un segundo momento marcado por la abrupta implantación del EBA, después de la cual los indicadores (con un retraso relacionado con el rechazo inicial del capital extranjero a entrar en el mercado) tienden a mejorar y disminuyen su divergencia, y finalmente un tercer período en el cual, si (y cuando) el Estado burocrático-autoritario fracasa en con-solidar su dominación y emprende el proceso de profundización, los predictores se revierten y muestran un patrón similar al del primer período.59 Los datos sobre

57 Con respecto al primer intento sistemático de estudiar las diferentes modalidades de toma de posesión de los regímenes políticos, ver Robert Dahl, Polyarchy, Participation, and Opposition, New Haven, Yale University Press, 1971.

58 Agradezco a David Collier por esta observación. En estas materias, debo expresar mi deuda con él, y con Abraham Lowenthal y Robert Kaufman.

59 El caso chileno presenta complejidades que no puedo abordar en este trabajo. La intensidad de la amenaza durante el gobierno de la Unidad Popular, junto con los procesos concomitantes mucho más agudos de fuga de capital internacional (y nacional) y de inflación, condujeron a un colapso casi total de los mecanismos de funcionamiento de ese capitalismo. Esto también tiene que ver con la reducción significativamente mayor del nivel de ingreso de una gran parte de la población, así como con las numerosas consecuencias antieco-nómicas del mayor peso del aparato represivo que las particularmente brutales condiciones de implantación de este EBA trajeron consigo. En una situación así, a pesar de la ortodoxia casi fanática de los encargados de la economía –y de los inmensos costos sociales que ocasiona–, el EBA chileno enfrenta dificultades sin precedentes para crear los más mínimos mecanismos de funcionamiento para la economía y para una creíble extirpación “final” de la amenaza. En estas condiciones –que sugieren otra bifurcación imposible de discutir aquí– el autoritarismo burocrático chileno parece estar haciendo esfuerzos infructuosos para constituir el

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Brasil y Argentina en los Gráficos 1 y 2 muestran cómo sus comportamientos se ajustan a estas expectativas.

En contraste con los casos mencionados hasta ahora, puede llegarse a la exclusión política y económica antes de abordar el proceso de profundi-zación. No será entonces cuestión de reinstituir controles efectivos sobre el sector popular a un alto costo, ni de someterse a los exámenes de los agentes del capital internacional para mostrar que ahora existe un sistema de dominación que garantiza una sociedad predecible y ordenada. Lo que habrá en cambio será la tarea, políticamente más simple, de conservar los controles vigentes sobre el sector popular y la confianza concomitante del capital internacional. Más específicamente, esto implica la mantención del control estatal sobre el sector popular y sus organizaciones, así como haber cerrado o distorsionado el campo electoral a tal grado que no pueda ser un vehículo para la activación política. Por otro lado, en la medida en que esos casos compartan las características fundamentales de formación histó-rica dependiente e industrialización secuencial extensiva, es esperable que también estén sujetos a los impulsos del proceso de profundización y a sus impactos sociales.

El caso latinoamericano en esta categoría es México; fuera de la región, España también calza.60 Ambos son ejemplos de un régimen que estableció firmes controles sobre el sector popular cuando (en los años cincuenta) las nuevas tendencias expansivas del capitalismo mundial y las limitaciones de su industrialización previa los hicieron caer. Por cierto, los orígenes de esos con-troles hay que buscarlos en antecedentes tan diferentes como una revolución triunfante y una guerra civil en la que triunfó la derecha. Cada uno tiene su importancia, especialmente si se considera que México ha sentado las bases de una legitimidad política61 que le ha permitido solucionar el problema de la sucesión, mientras este continúa pendiente en España (lo que asemeja este país, en este aspecto, más a Brasil que a México, y con ello muestra las reper-cusiones contemporáneas de procesos ya antiguos iniciados con o en contra del sector popular). Pero lo que debe subrayarse aquí es que México y Es-paña han compartido por décadas un autoritarismo que no ha estado sujeto

dúo, insistiendo en una ortodoxia que castiga a su sociedad más duramente que nunca, y al mismo tiempo es insuficiente para atraer capital productivo externo.

60 Sobre las características de este EBA, ver Juan Linz, “An Authoritarian Regime: Spain”, en E. Allardt y S. Rokkan, ed., Mass Politics, Nueva York, The Free Press, 1970. La Guerra Civil española se puede considerar el precedente de máxima amenaza entre los que hemos considerado hasta ahora.

61 Existen numerosas evidencias sobre esto; por ejemplo, ver Robert Scott, “Mexico: The Established Revo-lution”, en Lucien W. Pye y Sidney Verba, Political Culture and Political Development, Princeton, Princeton University Press, 1965, 330-395.

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a desafíos profundos. Uno ha sido un sistema con componentes populares, el otro con una marcada inclinación por un statu quo más tradicional, pero ambos ya han resuelto el problema político central que los otros Estados bu-rocrático-autoritarios tuvieron que enfrentar inicialmente: controlar el sector popular, eliminar su activación política, y sobre todo extender una garantía creíble de que estos “logros” se mantendrían en un futuro previsible.62 Ello demuestra, por lo menos, una gran capacidad preexistente del Estado para controlar al sector popular, minimizar las fluctuaciones económicas y pre-sentar el país al capital internacional como un mercado atractivo. De aquí se pueden derivar ciertas consecuencias.

Las características del “milagro mexicano” son bien conocidas, especial-mente desde que “el modelo de desarrollo estabilizador” marcara el comienzo (en 1956) de la etapa de profundización y de una estrecha asociación entre el Estado y la burguesía mexicana con el capital internacional.63 Por una parte, los indicadores en los Gráficos 1 y 2 muestran el comportamiento por le-jos más continuo previsto por nuestro razonamiento. Por otra, el proceso de profundización avanzó significativamente, comenzando antes y continuando sin interrupciones,64 pero sin dejar de producir los impactos socioeconómicos perceptibles en todos estos casos. Basta señalar para México las tendencias re-gresivas en la distribución del ingreso, la continua dependencia tecnológica y financiera, la alta participación del capital internacional en sus sectores indus-triales más dinámicos, presiones agudas en la balanza de pagos y la represión, que ha actuado sin vacilaciones cuando han aparecido desafíos a los controles sobre el sector popular.65 Además, de acuerdo con nuestro análisis previo, el Estado mexicano (así como el español)66 simultáneamente se expandió, vol-

62 Esta observación está basada en Robert Kaufman, “Notes on the Definition, Genesis, and Consolidation of Bureaucratic-Authoritarian Regimes”, Rutgers University, marzo de 1975, mimeo.

63 Dentro de la abundante bibliografía relevante, ver, sobre todo Ricardo Cinta G., “Burguesía nacional y desarrollo”, y Julio Labastida, “Los grupos dominantes frente a las alternativas de cambio”, ambos en El Perfil de México en 1980, México, D.F., Siglo XXI, 1970, 3, 165-199 y 3, 99-164, respectivamente; Roger Hansen, La política del desarrollo mexicano, México, D.F., Siglo XXI, 1971; Morris Singer, Growth, Equality, and the Mexican Experience, Austin, University of Texas Press, 1969; Carlos Baszdrech, “El dilema de la política económica actual”, Foro Internacional 14(3), enero de 1974; CEPAL, Economic Bulletin for Latin America 12(2), octubre de 1967; José Luis Ceceña, El capital monopolista y la economía de México, México, D.F., Cuadernos Americanos, 1963; Miguel Wionzcek, “La inversión extranjera privada en México: proble-mas y perspectivas”, Comercio Exterior 20(10), octubre de 1970, y José Luis Reyna y Richard Weinert, eds., Authoritarianism in Mexico, Philadelphia, ISHI, 1977.

64 Ver Hansen, La política, para una comparación del momento en que comienza el proceso de profundi-zación en México en contraste con Argentina y Brasil.

65 Además de los trabajos citados en la nota 64, ver también Ifigenia Navarrete, “La distribución del ingreso y el desarrollo económico en México”, en El Perfil 1, 15-72.

66 Sobre este aspecto del caso español ver Charles Anderson, Political Economy of Modern Spain: Policy-Ma-king in an Authoritarian System, Madison, University of Wisconsin Press, 1970.

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viéndose más emprendedor, tutelando a la burguesía nacional y dejando un amplio espacio institucional para los tecnócratas, quienes pudieron valerse de un aparato burocrático parcialmente modernizado y llegar a ser las contrapar-tes en la negociación con el capital internacional.

Los autoritarismos burocráticos en México y España nacieron, junto con el proceso de profundización, hacia el final de la década de 1950 y co-mienzos de la de 1960. Cada uno resultó de la transformación interna de autoritarismos preexistentes (que diferían entre sí). En ambos casos, entre un período de autoritarismo y otro hubo cambios sustanciales en el perfil interno del Estado, en las alianzas de las que dependía, sus impactos sociales y la estructura productiva de la sociedad.67 El advenimiento de estos EBA sin la presencia inmediata de un golpe de Estado nos priva de información obvia para identificar su surgimiento, pero esto no debe ser obstáculo para la aplicación de conceptos que, espero, sean un poco más analíticos. Esa transformación más serena desde un tipo de Estado autoritario a otro –en contraste con Argentina, Brasil, Chile y Grecia– se dio porque los controles sobre el sector popular no fallaron, como tampoco la confianza del capital internacional. En este sentido los datos del Gráfico 2 son como un termó-metro que refleja las distintas historias de estos regímenes en México, Brasil y Argentina, y también una reveladora señal de cómo están estrechamente ligados a los movimientos del capital internacional.

En esta sección hemos mitigado una de las características del autoritarismo burocrático –sus rasgos genéricos– para descubrir que su ausencia o presen-cia es relativamente secundaria respecto de tendencias más constitutivas que lo relacionan con cierto tipo de capitalismo. Pienso que el siguiente paso es abordar estudios de caso dentro del campo analítico delimitado por estos pa-rámetros. Por supuesto, debe tenerse en mente que, como se ha ilustrado con los trabajos citados desde el principio, las coordenadas teóricas de la masa de información que debe ser recopilada son aquellas de la economía política de un tipo histórico de capitalismo. Como lo sugieren las referencias de España y Grecia, el problema que hemos discutido existe en varios países de América Latina pero sus fronteras analíticas se extienden a casos en otros continentes, sujetos a patrones similares de industrialización e incorporación al sistema capitalista global.

67 Sobre este aspecto, ver Reyna en el libro de Reyna y Weinert, op. cit. Sobre las transformaciones del autoritarismo mexicano y su estrecha relación con los problemas discutidos aquí, ver también Cinta G. y Labastida en El Perfil; una visión discrepante de algunos aspectos que presento aquí puede encontrarse en Julio Labastida, “Proceso político y dependencia en México”, UNAM, Instituto de Investigaciones Sociales, México D.F., 1976, mimeo.

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Resulta tentador continuar con la pregunta de si existen en otras regiones y otros períodos correspondencias similares entre el surgimiento del Estado bu-rocrático-autoritario, un tipo de capitalismo y el proceso de profundización. Aquí debemos recalcar que este último concepto no puede comprender nin-gún cambio en una economía capitalista, sino traer consigo avances hacia un grado mayor de integración vertical de la estructura productiva (en estrecha asociación con el capital internacional) de capitalismos de industrializaciones ya extendidas, lo que se origina en un proceso secuencial que brota desde un primer vínculo con el mercado mundial como exportadores de materias primas. Es sugerente que ciertos rasgos del autoritarismo burocrático aparez-can en países como Corea del Sur, Indonesia y Filipinas, que están entre los capitalismos no centrales más industrializados de otros continentes, estrecha y dependientemente asociados con el capital internacional y antes sujetos a amenazas que recuerdan los casos latinoamericanos de implantación abrupta del autoritarismo burocrático.

Otra posibilidad es indagar por correspondencias similares entre la política y la economía en casos que ya no son contemporáneos. El problema es más complicado porque ya no se puede asumir una dimensión importante implí-cita en nuestro enfoque, cual es la situación o etapa del sistema capitalista glo-bal. Sin embargo, tomando el resguardo de tener en mente que esta diferencia contextual puede generar especificidades significativas, ese paso podría ser útil para aumentar el número de casos que puedan ser considerados como ejem-plos del tipo. Pero este tema supone una inmersión en otra gran cantidad de material histórico. Solamente a modo de sugerencia de cómo se podría abor-dar ese trabajo más ambicioso, permítaseme mencionar ciertas características generales. Primero, es erróneo confundir el autoritarismo burocrático con el fascismo, por lo menos si no queremos poner esa etiqueta a cualquier fenó-meno moderno y altamente represivo de dominación autoritaria. Si restrin-gimos el concepto de fascismo a Italia y Alemania, y finalmente a Japón,68 es claro que el fascismo correspondió a la situación de “industrialización tardía” en la nomenclatura de Gerschenkron, no al patrón secuencial de los Estados burocrático-autoritarios. En el fascismo, el rol dinámico lo tuvo un dúo muy diferente, el Estado y la burguesía nacional, y la expresión política de la clase trabajadora tuvo lugar a través de canales bien diferentes de aquellos de los au-toritarismos burocráticos. También, el vínculo del fascismo con su capitalismo no fue tanto a través de un proceso de profundización a través de la integra-

68 Entre otras revisiones de los usos del término “fascismo” y razonamientos convincentes para su uso res-trictivo, ver Renzo De Felice, Le interpretazione del fascismo, Bari, Laterza, 1969.

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ción vertical de su estructura productiva, sino eliminando áreas tradicionales que se habían quedado atrás a causa de la velocidad de los esfuerzos iniciales por impulsar las industrias básicas y altamente concentradas.

Segundo, el fascismo no agota el repertorio europeo de autoritarismos mo-dernos; la Europa central de entreguerras –especialmente Polonia y Hungría, y con algunas características propias, Austria– fue un caso mucho más cer-cano a nuestro tema.69 Para empezar, esta región fue la primera periferia del centro capitalista mundial, originalmente incorporada como una exportadora de materias primas (sobre todo, alimentos) al costo de congelar su estructura social para beneficiar a los dueños de tierras y destruir su incipiente industria; allí surgieron sobre todo sectores medios burocráticos y una burguesía comer-cial íntimamente conectada con el capital internacional.70 Más tarde, cuando comenzó la industrialización, continuó asemejándose enormemente al patrón latinoamericano en cuanto a los rasgos secuenciales del proceso. Y para la Pri-mera Guerra Mundial los sectores más dinámicos de estas economías pasaron a manos del Estado y del capital internacional.71 La estructura social y económi-ca resultante exhibe importantes semejanzas con los Estados burocrático-auto-ritarios en Latinoamérica, y después de la Primera Guerra Mundial muchos de los procesos que hemos discutido aparecieron en esos países europeos.

69 Resulta imposible citar aquí la abundante bibliografía relevante sobre el tema. El mejor panorama general está en Hugh Seton-Watson, Eastern Europe between the Wars, 1918-1941, Londres, Cambridge University Press, 1946. Para una información general sobre la economía de esta región durante el período, Frederick Hertz, The Economic Problem of the Danubian States, Londres, V. Gollancz, 1948; Wilbert Moore, Economic Demography of Eastern and Southern Europe, Ginebra, Liga de las Naciones, 1945, y Political and Economic Planning Group, Economic Development in South Eastern Europe, Londres, Oxford University Press, 1945. Debo dejar mayores detalles para otro momento, pero menciono especialmente a Polonia y Hungría porque su estructura socioeconómica del período de entreguerras fue la más parecida a la de los autoritarismos burocráticos latinoamericanos en el momento de su implantación. No parece coincidencia que el país más desarrollado de la región (con un alto grado de integración vertical de la industria, único exportador impor-tante de productos industriales en la región, y con una importante clase media agraria en la zona checa) fuese Checoslovaquia, el único país en el que sobrevivió la democracia política hasta la invasión alemana. Por otro lado, países como Yugoslavia, Grecia, Rumania, Albania (y Portugal), menos industrializados que Polonia, Hungría y Austria, en línea con lo que he argumentado, generaron patrones “tradicionales” de dominación autoritaria (no EBA).

70 Sobre estas significativas semejanzas, ver Marian Malowist, “Croissance et régression en Europe, XIV-XVII siècles”, Cahiers des Annales, École Pratique des Hautes Études, París, 1972, especialmente 176-215; Witold Eula, Les debuts du capitalisme en Pologne dans la perspective de l’histoire comparée, Roma, Angelo Sig-norelli, 1960, y “L’origine de l’alliance entre la bourgeoisie et les propiétaires fonciers dans la premiere moité du XIXème siècle” en La Pologne au XXème siécle, Varsovia, Congrés International des Sciences Historiques, 1955, 217-233; Wallerstein, The Modern World System, especialmente 300-345; Jersy Topolski, “La régres-sion economique en Pologne”, Actas Poloniae Historica 7(46), 1962, y Marian Malowist, “The Problem of the Inequality of Economic Development in Europe in the Latter Middle Ages”, Economic History Review 19(1), abril de 1966.

71 Entre otros, ver James Taylor, The Economic Development of Poland, 1919-1959, Ithaca, Cornell Univer-sity Press, 1952; Ferdinand Zweig, Poland between Two Wars, Londres, Allen & Unwin, 1938; Tibor Berend y George Ranki, Hungary: A Century of Economic Development, Nueva York, Barnes & Noble, 1974, y Karl Rothchild, Austria’s Economic Development between the Two Wars, Londres, Frederick Muller, 1947.

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Entre otros, estaba el surgimiento de un sector popular orientado más hacia el populismo que hacia el socialismo, excepto en Austria; intentos de inte-gración vertical de una industria dinamizada por el capital internacional y el Estado; expansión y “tecnificación” de varias instituciones estatales; problemas típicos de balanza de pagos, deuda externa, inflación y redistribuciones del ingreso negativas. Existió incluso una creciente preocupación de los sectores dominantes interno y externo sobre las posibles consecuencias de la activación del sector popular y de la crisis económica, preocupación empeorada por una revolución en la región de la cual algunos episodios (como el de la Repú-blica Soviética Húngara) sugerían que podía ser exportable. Estos Estados europeos,72 igual que los Estados burocrático-autoritarios latinoamericanos, no hicieron esfuerzos serios para conformar un Estado de partido único de masas. Más bien buscaron desactivar y despolitizar la sociedad, especialmente el sector popular, y a pesar de sus ampulosas afirmaciones sobre “el destino de la nación”, no fueron imperialistas.

A menos que una de las afirmaciones centrales de este ensayo sea espuria, existen correspondencias fundamentales tras la formación histórica, las carac-terísticas estructurales y los predicamentos que, en una etapa bien avanzada de la industrialización secuencial, genera un tipo histórico de capitalismo. Ello finalmente revela la vastedad del problema oculto en la primera sección de este ensayo. Nada ha sido demostrado aquí y hemos tenido que restringir-nos a una porción mínima de la información disponible. Pero sería suficiente si ciertas correspondencias político-económicas y ciertos patrones de cambio han quedado claros. Ni en estos cambios ni en las características del Estado burocrático-autoritario existe una predeterminación mecánica, como lo han demostrado las bifurcaciones observables en la historia de los casos considera-dos. Todavía carecemos de suficiente experiencia histórica sobre la evolución de autoritarismos burocráticos “exitosos en su proceso de profundización”

72 Andrew Janos los llama “regímenes burocráticos” para distinguirlos del fascismo; ver “The One-Party State and Social Mobilization: East Europe between the Wars”, en Samuel Huntington y Clement Moore, eds., Authoritarian Politics in Modern Societies: The Dynamics of Established One-Party Systems, Nueva York, Basic Books, 1970, 204-235. Algunos trabajos fundamentales para el estudio de lo que yo pienso que pueden ser considerados los EBA de Polonia, Hungría y Austria entre las dos guerras mundiales son: Alfred Diamant, Austrian Catholics and the First Republic: Democracy, Capitalism, and the Social Order, Princeton, Princeton University Press, 1960; Elisabeth Barber, Austria 1918-1972, Londres, MacMillan, 1973; Félix Kresissler, De la révolution a l’annexion: La Austriche de 1918 a 1938, París, Presses Universitaires de France, 1971; Franz Borkenau, Austria and After, Faber & Faber, 1938; Charles Julick, Austria from Hapsburgh to Hitler, 2 vols., Berkeley, University of California Press, 1948; Andrew Janos, “Hungary 1867-1939: A Study of Social Change and the Political Process”, tesis de doctorado, Universidad de Princeton, 1960; Carlile Macartney, October Fifteenth: A History of Modern Hungary, 1929-1945, Edimburgo, Edinburgh University Press, 1957; Robert Machray, The Poland of Pilsudski, Londres, Allen & Unwin, 1936, y Antony Polonski, Politics in Independent Poland, 1921-1939: The Crisis of Constitutional Government, Oxford, Clarendon Press, 1972.

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como Brasil, España y México; sobre los contratiempos de los que colapsaron antes del trío, como en Grecia y Argentina, y sobre los que enfrentan grandes dificultades incluso para constituir el dúo, como en Chile y Uruguay. Preci-samente por esto, el intento de detectar ciertas correspondencias estructurales y explorar algunos de los patrones emergentes de cambio puede ser útil para futuras contribuciones. En tales esfuerzos, poner el foco en una realidad so-cial estructurada pero no inmóvil podría esquivar los peligros de congelarla conceptualmente o de caer en un empirismo carente de hebras teóricas. En América Latina hoy esto es tan importante intelectualmente como lo es desde el punto de vista político.

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El autoritarismo burocrático revisitadoKaren L. RemmerGilbert W. Merkx

Con la publicación de Modernization and Bureaucratic-Authoritarianism: Studies in South American Politics,1 en 1973, Guillermo O’Donnell inició una nueva fase en el debate sobre la relación entre cambio social y política en América Latina. Apartándose de la mayoría de la literatura del desarro-llo de los años cincuenta y sesenta, sostuvo que la modernización social y económica en un contexto de desarrollo postergado es más probable que derive en autoritarismo que en democracia. Su análisis se concentra en el surgimiento de regímenes militares en Argentina y Brasil a mediados de los sesenta, los que caracterizó como “Estados burocrático-autoritarios” para distinguirlos de las formas oligárquicas y populistas de autoritarismo que se encuentran en países más atrasados. La idea de O’Donnell de que existe una “afinidad electiva” entre altos niveles de modernización y el surgimiento del autoritarismo burocrático en Sudamérica anticipó la ascensión de los milita-res al poder en Chile, Uruguay y Argentina. Lo oportuno de su argumento y sus vastas implicaciones teóricas estimularon una amplia discusión, que culminó en la reciente publicación de un volumen dedicado a la exploración de los temas propuestos por O’Donnell.2

1 Guillermo A. O’Donnell, Modernization and Bureaucratic-Authoritarianism: Studies in South American Politics, serie Politics of Modernization 9, Berkeley, Institute of International Studies, University of Califor-nia, 1973. Una segunda edición apareció en 1979. Todas las citas son de la primera edición, a menos que se indique otra cosa.

2 David Collier, ed., The New Authoritarianism In Latin America, Princeton, Princeton University Press, 1979. Ver también la reseña de David Collier, “Industrial Modernization and Political Change: A Latin American Perspective”, World Politics 30 (julio de 1978), 593-614, que analiza las fortalezas y debilidades del

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En una serie de ensayos más recientes, este ha dado un giro a su núcleo de interés teórico e intenta analizar la acción, el impacto y las dinámicas del autoritarismo burocrático.3 Este trabajo reciente plantea algunos puntos clave acerca de la importancia relativa de los factores políticos, sociales, económi-cos y otros en la explicación de los patrones de cambio una vez que se ha impuesto un régimen autoritario. De todos modos, la discusión en torno del trabajo de O’Donnell sigue concentrándose más que nada en el problema de explicar el surgimiento del autoritarismo burocrático. Como resultado, se ha descuidado el análisis de similitudes y diferencias entre los casos de Estados burocrático-autoritarios en favor de comparaciones más amplias o subsumi-das en una discusión de los puntos conceptuales. El presente ensayo intenta restaurar ese desequilibrio evaluando la contribución teórica de O’Donnell a la comprensión de la evolución del autoritarismo burocrático. Específica-mente, nos centraremos en su hipótesis para confrontarla con variaciones de importancia entre los casos, y así explorar su validez a la luz de la experiencia histórica reciente.

trabajo de O’Donnell para comprender el colapso en los regímenes democráticos. Otros trabajos relevantes son Ruth Berins Collier y David Collier, “Inducements versus Constraints: Disaggregating ‘Corporatism’”, American Political Science Review 73 (diciembre de 1979): 1.967-1.986; Mario S. Broderson, “Sobre ‘Mo-dernización y autoritarismo’ y el estancamiento inflacionario argentino”, Desarrollo Económico 13 (oct.-dic. de 1973): 591-605; Liliana de Rix, “Formas del Estado y desarrollo del capitalismo en América Latina”, Revista Mexicana de Sociología 39 (abril-junio de 1977): 427-441; Daniel Levy, “Higher Education Policy in Bureaucratic-Authoritarian Regimes: Comparative Perspectives on the Chilean Case”, paper para el en-cuentro de la Latin American Studies Association, Pittsburgh, Pennsylvania, abril de 1979; Susan Kaufman Purcell, The Mexican Profil-Sharing Decision: Politics in an Authoritarian Regime, Berkeley, University of California Press, 1975; Robert R. Kaufman, “Transitions to Stable Authoritarian-Corporate Regimes: The Chilean Case?”, Sage Professional Papers in Comparative Politics 5, Beverly Hills, Sage Publications, 1976; Alfred Stepan, The State and Society: Perú in Comparative Perspective, Princeton, Princeton University Press, 1978; Juan J. Linz, “Totalitarianism and Authoritarian Regimes”, en Fred Greenstein y Nelson Polsby, eds., Handbook of Political Science, vol. 3: Macropolitical Theory, Reading, Mass., Addison-Wesley, 1975; Daniel Hellinger, “Class and Politics in Venezuela: Prologue to a Theory of Democracy in Dependent Nations”, paper para el encuentro de la Latin American Studies Association, Bloomington, Indiana, octubre de 1980; Michael Wallerstein, “The Collapse of Democracy in Brazil: Its Economic Determinants”, LARR 15(3), 1980, 3-40; Óscar Oszlak, “Notas críticas para una teoría de la burocracia estatal”, Documento CE-DES/G.E. CLACSO 8, Buenos Aires, Centro de Estudios de Estado y Sociedad, 1977.

3 “Reflexiones sobre las tendencias generales de cambio en el Estado burocrático-autoritario”, Documento CEDES/G.E. CLACSO 1, Buenos Aires, Centro de Estudios de Estado y Sociedad, 1975, y su versión en inglés, “Reflections on the Patterns of Change in the Bureaucratic-Authoritarian State”, LARR 13(1), 1978, 3-38; “Acerca del ‘corporativismo’ y la cuestión del Estado”, Documento CEDES/G.E. CLACSO 2, 1975, y su versión en inglés, “Corporatism and the Question of the State”, en Authoritarianism and Corporatism in Latin America, ed. de James M. Malloy, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 1977, 47-87; “Apuntes para una teoría del Estado”, Documento CEDES/G.E. CLACSO 9, 1977; “Tensiones en el Estado buro-crático-autoritario y la cuestión de la democracia”, Documento CEDES/G.E. CLACSO 11, 1978, y su versión en inglés, “Tensions in the Bureaucratic-Authoritarian State and the Question of Democracy”, en New Authoritarianism, 285-318; Roberto Frenkel y Guillermo O’Donnell, “The Stabilization Programs of the International Monetary Fund and Their Internal Impacts during Bureaucratic-Authoritarian Periods”, Working Papers 14, Latin American Program, The Wilson Center, Washington, D.C., 1978.

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Modernización y autoritarismo burocrático

El libro de 1973 de O’Donnell tocaba solo lateralmente el problema de expli-car las variaciones en el impacto, el desempeño y los grados de consolidación del autoritarismo burocrático.4 Tras estudiar las debilidades de los supuestos, la metodología y las clasificaciones que surgen de la teoría de la moderniza-ción, y sugerir una conceptualización más apropiada de la relación entre mo-dernización y política, el autor centra su análisis en los factores que llevaron a la imposición del autoritarismo burocrático en Brasil y Argentina en los años sesenta. Al hacerlo emplea conceptos y variables que resaltan las similitudes generales entre ambos casos.

O’Donnell explica la aparición del Estado burocrático-autoritario en estos dos países primeramente en términos del creciente peso político de los gru-pos de clase media baja y clase trabajadora (el “sector popular”), la aparición de “cuellos de botella” económicos y la mayor importancia de las funciones tecnocráticas. Propone que el crecimiento industrial “horizontal” de ambos países, basado en la política de sustitución de importaciones de bienes de consumo y en la expansión del mercado interno, creó las bases para la apari-ción de coaliciones populistas que han impulsado la incorporación política y económica del sector popular. A medida que llegaba a su fin la etapa “fácil” de la sustitución de importaciones, esto es, con la aparición de problemas económicos como la inflación y las crisis de la balanza de pagos, así como una capacidad reducida para responder a las demandas que había generado la activación del sector popular, las coaliciones populistas colapsaron. Según O’Donnell, en esa fase los tecnócratas, tanto del sector público como del sec-tor privado, que eran cada vez más significativos, y que atribuían la crisis de crecimiento a la activación política de los grupos populares, se transformaron en el núcleo de una coalición golpista. Los regímenes militares resultantes trataron de excluir y desactivar al sector popular, e implementaron políticas diseñadas para maximizar el “conjunto sesgado de indicadores” que usaban los tecnócratas para medir el desempeño económico.

Para distinguir los regímenes brasileño y argentino post-1964 y post-1966 de otros tipos de autoritarismo sudamericano, O’Donnell los clasifica como “sistemas políticos burocrático-autoritarios”. El término “burocrático” lo usa para enfatizar los rasgos que son específicos de regímenes autoritarios en “altos” niveles de modernización: “… una mayor fortaleza organizacional en muchos sectores sociales, los intentos gubernamentales de control por la vía

4 Modernization, 99-103.

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del ‘encapsulamiento’, los patrones de trayectoria profesional y las bases de poder de la mayor parte de los roles tecnocráticos, y el papel central de las grandes burocracias, públicas y privadas”.5 De este modo, el autor liga altos niveles de modernización con un nuevo tipo de autoritarismo sudamerica-no.6 Su propuesta clasificatoria descarta explícitamente la naturaleza militar de estos regímenes, por ser “tipológicamente inconsecuente”. En su visión, “lo que importa son las políticas de cada sistema y los problemas sociales a los que responde, la coalición en la que se apoya y si intenta o no excluir y desactivar al sector popular”.7

No es fácil hacer justicia en una breve síntesis a la innovación que su-puso Modernization and Bureaucratic-Authoritarianism. O’Donnell no fue el primero en criticar la teoría de la modernización, pero sus argumentos eran particularmente persuasivos, en parte porque se basaban en un análisis detallado del caso argentino. Cerca de la mitad de su libro estaba dedicada a la discusión del “juego” político democrático en Argentina y a los cambios que derivaron en el intento de inaugurar allí el autoritarismo burocrático en 1966. Así, no solo ofrecía una valiosa síntesis de la literatura sobre ese país, sino una interpretación original de la crisis de los años sesenta que hacía hincapié en la diferencia cualitativa entre el golpe de 1966 e intervenciones militares anteriores. Al comparar los casos brasileño y argentino, O’Donnell fue más allá de los datos de Argentina para destacar las consecuencias teóri-cas del autoritarismo burocrático en general.

Más aun, su estudio sintetizaba varias tradiciones intelectuales que habían tendido a permanecer aisladas. Se movía con destreza entre el lenguaje teóri-co de la ciencia política norteamericana y la historia de los acontecimientos sociales y políticos latinoamericanos. Su análisis tenía un carácter materialista histórico por su foco en el modo en que las contingencias sociales y económi-cas estructuran los desarrollos políticos. Al mismo tiempo, su concepto clave, el autoritarismo burocrático, era claramente weberiano, en particular cuando lo presentaba en conjunto con “weberianismos” como el papel de la expertise en el modelamiento de la acción de los tecnócratas y las “afinidades electivas” entre modernización y autoritarismo.

En resumen, O’Donnell replantea la teoría de la modernización al soste-ner que “los procesos que pone en marcha una modernización de alto nivel

5 Íd., 95.

6 Íd., 93, 95-96n. O’Donnell sostiene que este tipo de sistema político se asemeja mucho a las respuestas conservadora y autoritaria a la modernización en la Europa Oriental durante la década de 1930, en la España de Franco, Grecia bajo los militares y el México contemporáneo.

7 Íd., 112.

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tienden a generar autoritarismo”.8 Su reconceptualización del proceso mo-dernizador y su caracterización de las consecuencias políticas de ese proceso constituyen un aporte original a nuestra comprensión del cambio político, y continúan siendo un importante foco de investigación y debate académico.

La evolución de un concepto

En una serie de ensayos recientes O’Donnell ha ampliado su propuesta cen-tral. A lo largo de su trabajo original el referente del autoritarismo burocrático era el “sistema político”, que tenía el estatus de variable dependiente.9 Un cambio en esa variable (p. ej., del autoritarismo democrático a burocrático) era consecuencia de la interacción de un conjunto de variables independientes como intereses de clase, activación del sector popular, procesos económicos y surgimiento de la tecnocracia. En trabajos suyos posteriores el referente del autoritarismo burocrático cambió al “Estado”, un giro de proporciones en términos de su significado teórico.10

El Estado, para O’Donnell, es un aspecto de las relaciones de dominación en una sociedad, que encarnan en la ley y las instituciones públicas y se re-flejan en la ideología.11 En democracia, la manera en que el Estado refuerza y mantiene la dominación de clase se ve oscurecida por la afirmación de que aquel representa y defiende a la nación, depende de la aceptación de la ciudadanía y existe para concretar las aspiraciones del pueblo. Este Estado “objetivado” parece estar por sobre los intereses de clase, y la legitimidad de sus instituciones le permite ser un foco organizacional del consenso al in-terior de la sociedad. O’Donnell dice que el Estado burocrático-autoritario (EBA), en contraste, es incapaz de legitimarse. Su dependencia del capital extranjero debilita su reclamo de representar a la nación; es autoimpuesto en vez de basado en la aceptación de la ciudadanía, y sirve de forma transparen-te a los intereses de la alta burguesía antes que al pueblo. Un Estado de este

8 Íd., 2ª ed., 206n.

9 El concepto “sistema político” no está explícitamente definido en Modernization and Bureaucratic-Autho-ritarianism, pero O’Donnell usa el término en el sentido de “régimen” o un conjunto de reglas instituciona-lizadas de interacción política. Ver, por ejemplo, 9.

10 La definición del Estado de O’Donnell es similar a la de neomarxistas europeos como Nicos Poulantzas y Joachim Hirsch. Un análisis de los asuntos téoricos que esto plantea está más allá del alcance de este tra-bajo, pero, para una reseña incisiva y una crítica de los supuestos de ese enfoque ver Koen Koch, “The New Marxist Theory of the State or the Rediscorvery of the Limitations of a Structural-Functionalist Paradigm”, The Netherlands Journal of Sociology 16 (abril de 1980), 1-19.

11 “Tensions”, 296. Para una exposición más completa de su teoría del Estado ver “Apuntes”.

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tipo debe afirmarse abiertamente en la coerción, lo que reduce aun más su legitimidad. En consecuencia, aunque el EBA puede aparecer como monolí-tico, de hecho lo que lo caracteriza son sus “fragilidades”, dice O’Donnell.12

Aunque la falta de legitimidad y una consiguiente dependencia de la coer-ción caracterizan al Estado burocrático-autoritario, no son los únicos rasgos que lo definen. Recientemente O’Donnell aportó la siguiente definición:

El EBA es un tipo de Estado autoritario cuyas principales características son: 1) es garante de la dominación que se ejerce mediante una estructura de clase subordinada a los segmentos superiores de una burguesía altamente oligopólica y trasnacionalizada; 2) en términos institucionales, se compone de organizaciones en las cuales los especialistas en coerción tienen un peso decisivo, así como aque-llos cuyo objetivo es apuntar hacia la “normalización” de la economía…; 3) es un sistema de exclusión política de un sector popular previamente activado…; 4) … se basa en la supresión de dos mediaciones fundamentales: la ciudadanía y lo po-pular…; 5) es también un sistema de exclusión económica del sector popular…; 6) se corresponde con una creciente trasnacionalización de la estructura produc-tiva, y la promueve…; 7) … intenta “despolitizar” los temas sociales lidiando con ellos con los criterios supuestamente neutrales y objetivos de la racionalidad técnica…; 8) en una primera fase (…) supone cerrar los canales de acceso para la representación popular y los intereses de clase.13

En esta definición ampliada el estatus teórico del autoritarismo burocrático se ha alterado considerablemente. Sus características ahora incluyen varios rasgos que el trabajo anterior de O’Donnell atribuía al cambio en el “sistema político” (como los intereses de clase), así como otros (como los cambios en la estructura económica) que se siguen de aquellos y por lo tanto son consecuencias del surgi-miento del autoritarismo burocrático. De este modo, en los últimos ensayos de O’Donnell, el autoritarismo burocrático ya no es parte de una teoría explicativa, en el sentido habitual del término, y se convierte en una etiqueta más amplia y descriptiva aplicada a un estado de las cosas tipificado y definido por la conjun-ción de al menos ocho factores; en breve, un “tipo ideal” en sentido weberiano. El propio O’Donnell lo ha explicitado: “El resultado es una creación analítica, un ‘tipo construido’ que no pretende describir entera o exactamente ninguno de

12 “Tensions”, 310.

13 Íd., 291-293. Nótese que O’Donnell presenta esta definición en el contexto de la discusión de la fase inicial del autoritarismo burocrático. En otros sitios ha enfatizado dos características adicionales, y aparen-temente más perdurables, del Estado burocrático-autoritario: la “profundización” económica y la tendencia a la expansión del Estado. Ver “Corporatism”, 54, 59, 61, 78; ver, en este volumen “Reflexiones”, 105, 110-120. En “Tensions”, solo alude brevemente a estas características (303-304n, 307n).

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los casos que se le atribuyen, aunque se aproximan lo suficiente para ser inclui-dos en una categoría que revela ciertos patrones comunes”.14

Los tipos ideales pueden ser extremadamente sugerentes, pero tienen dos problemas característicos: agregan variables, lo que tiende a oscurecer las rela-ciones entre estas y hace necesario usar un lenguaje inespecífico para referirse a ellas, como las “afinidades electivas”; y en segundo lugar, la relación entre la realidad empírica y el tipo ideal se torna problemática: no es una hipótesis que se deja testear contra los hechos, ni una generalización empírica basada en ellos. Encarar estos problemas ha sido una constante entre aquellos que han trabaja-do con los asuntos propuestos por O’Donnell.15

La expansión de un concepto que ya era complejo crea problemas par-ticulares para el análisis de las similitudes y diferencias entre los casos de autoritarismo burocrático. Al definir este parcialmente en términos de sus consecuencias, O’Donnell lógicamente excluye la posibilidad de falsear ge-neralizaciones clave sobre el impacto social y económico del cambio político. La cuestionable naturaleza de la relación entre la realidad y el referente ideal también plantea interrogantes acerca de qué casos proveerán la base para evaluar los patrones de cambio que siguen a la aparición del autoritarismo. O’Donnell alude básicamente a Argentina, Brasil, Chile y Uruguay, pero su-giere que España, México, Grecia, Corea del Sur, Filipinas, Polonia, Hungría y Austria han sido en diversos momentos caracterizados como Estados con “importantes similitudes” o “correspondencias” con el autoritarismo buro-crático. Sin embargo, existen varias diferencias entre estos casos y la defini-ción de Estado burocrático-autoritario. México, por ejemplo, que en el pasa-do O’Donnell ha descrito como uno de esos Estados, carece como mínimo de la dominación institucional de los militares, la abolición de mecanismos democráticos y el abierto rechazo a los ciudadanos y al pueblo como refe-rentes legítimos. Por lo tanto no está claro que esos casos puedan designarse con propiedad como Estados burocrático-autoritarios, lo que torna incierta su utilidad para proveer de información para generar o testear propuestas.16

14 “Corporatism”, 53.

15 Por ejemplo, David Collier destaca la necesidad de “desagregar” las variables en el modelo de O’Donnell, particularmente “régimen”, “coalición” y “política de gobierno”. Ver Collier, “Industrial Modernization”; íd., “The Bureaucratic-Authoritarian Model: Synthesis and Priorities for Future Research”, en New Authori-tarianism, 365-371. Fernando Henrique Cardoso sostiene que debe distinguirse entre “Estado” y “régimen político” porque “una forma idéntica de Estado –capitalista y dependiente, en el caso de América Latina– puede coexistir con una variedad de regímenes políticos”, “On the Characterization of Authoritarian Regi-mes in Latin America”, en New Authoritarianism, p. 39.

16 “Reflexiones”, 130-140; “Corporatism”, 53-54. En el ensayo más reciente de O’Donnell’s “Tensions”, no se refiere a México como un EBA (ver especialmente la página 312). Ver también el glosario, 399-400, en New Authoritarianism.

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La importancia de la amenaza

La variable crucial identificada por O’Donnell como condicionante del desa-rrollo del autoritarismo burocrático es el nivel percibido de amenaza al orden socioeconómico que se genera en la crisis previa al golpe. El nivel de amenaza no solo representa una diferencia en las circunstancias causales; en la visión de O’Donnell da forma a rasgos subsecuentes del Estado burocrático-autori-tario y explica las diferencias entre casos: “... las crisis económicas y políticas que preceden al EBA admiten variaciones de un caso a otro, variaciones que repercuten en las características específicas del sistema resultante”.17 Los ensa-yos más recientes de O’Donnell discuten esas repercusiones; la siguiente cita ilustra la naturaleza de su argumento:

¿Qué implican esas diferencias en el nivel de amenaza? La respuesta general es que, a mayor nivel de amenaza, mayor polarización y visibilidad del contenido de clase de los conflictos que preceden a la implantación del EBA. Ello a su vez tiende a producir una cohesión más fuerte entre las clases dominantes, una subor-dinación más completa de los sectores medios, y una derrota más obvia y drástica del sector popular y sus aliados (…) un alto nivel de amenaza mayor confiere más peso, dentro de las Fuerzas Armadas, a los grupos “duros” (…) y estrechamente ligado con ello, un alto nivel de amenaza conduce a (…) una represión más siste-mática para conseguir la desactivación política del sector popular…18

Otras consecuencias políticas de un alto nivel de amenaza específicamente identificadas por O’Donnell son que la alianza que al principio apoyaba la im-plantación del Estado burocrático-autoritario se desintegra más rápidamente;19 que se reduce la probabilidad de que partidarios desilusionados del régimen par-ticipen en un desafío decisivo al Estado;20 que el surgimiento de un desafío po-lítico efectivo tarda más (“el EBA tiene más tiempo”)21 y que es menos probable que se proponga el retorno de la democracia desde el propio aparato estatal.22

O’Donnell sostiene asimismo que los niveles de amenaza explican las va-riaciones en la política económica y en el desempeño de la economía. Las consecuencias de corto plazo de un alto nivel de amenaza que él ha específi-

17 “Reflexiones”, 106-107.

18 Ibíd.

19 Íd., 108.

20 “Tensions”, 297-298.

21 “Reflexiones”, 109-110.

22 “Tensions”, 315.

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camente identificado incluyen: 1) una adhesión más cuidadosa a las políticas económicas ortodoxas;23 2) flujos más inmediatos de ayuda externa pública para contribuir a estabilizar la economía;24 3) una mayor dificultad para re-ducir la tasa de inflación a niveles aceptables; 4) menor capacidad de inver-sión del Estado; 5) menor probabilidad de retomar rápidamente la senda del crecimiento económico; 6) una más lenta recuperación de la confianza de los inversionistas,25 y 7) ligado con lo anterior, un éxito menos inmediato en la atracción de capital extranjero deseoso de invertir a largo plazo.26

Estas consecuencias hipotéticas de un alto nivel de amenaza tienen un pa-pel importante en el análisis de O’Donnell de la evolución del autoritarismo burocrático. El Estado burocrático-autoritario, según él, atraviesa tres eta-pas. La primera se caracteriza por políticas ortodoxas diseñadas para atraer capital extranjero de largo plazo, la expansión de los controles estatales para extirpar la amenaza procedente del sector popular y el estrechamiento de la base de apoyo político del EBA. La salida a la crisis económica y política ligada al surgimiento del régimen, unida a un arribo relativamente masivo de capital foráneo, permite la transición hacia la segunda etapa, durante la cual el “dúo” entre el Estado y el capital internacional se transforma en un ménage à trois por la vía de la incorporación de la burguesía nacional a la coalición gobernante, y la política económica se torna más nacionalista y menos ortodoxa. O’Donnell señala que “la tendencia a la estatización y nacionalización se instala contra el fondo de una ligazón entre Estado bu-rocrático-autoritario y capital extranjero en la que ambos son mutuamente indispensables”, lo que hasta cierto punto convierte a los inversionistas ex-tranjeros “en rehenes del juego político interno”. La formación del ménage à trois reduce el aislamiento político del Estado burocrático-autoritario y contribuye a su viabilidad disminuyendo la posibilidad de que surja una coalición opositora formada por la burguesía nacional y el sector popular. Sin embargo, las “irracionalidades político-institucionales subyacentes” per-manecen sin solución y empujan al EBA a una tercera fase, cuyas caracte-rísticas son la “descompresión” y la búsqueda de alguna fórmula que pueda proveer las mediaciones legitimadoras que son necesarias para construir una hegemonía estable, sin amenazar el sistema de dominación.27

23 Íd., 306.

24 “Reflexiones”, 120, 34n.

25 “Tensions”, 306.

26 “Reflexiones”, 127-136.

27 Íd., 120-125, 130-131, 134-136; “Tensions”, 312.

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Según el análisis de O’Donnell, la amenaza no solo delinea la primera etapa del régimen autoritario burocrático sino que condiciona el desplazamiento ha-cia la segunda etapa. “Dos factores surgen como particularmente importantes en determinar la velocidad con la que esta deriva nacionalista y estatista (…) emerge como una alternativa. Uno de ellos alude a los diferentes niveles de la amenaza que precede al EBA. El segundo factor apunta al asunto de qué tan rápido y decisivamente tienen éxito o no las primeras políticas económicas del EBA”. En tanto el segundo factor –el éxito económico– es también una fun-ción del nivel de amenaza, esta parece ser la variable decisiva en la evolución del autoritarismo burocrático y en las diferencias entre los casos. Sin embargo, en el modelo de O’Donnell la relación entre nivel de amenaza y éxito en el tránsito hacia la segunda etapa no es lineal. Bajos niveles de amenaza, como en Argentina entre 1966 y 1970, llevan a una pronta recuperación económica y a la aparición de un desafío efectivo al autoritarismo burocrático que impide la transición a la segunda etapa. Altos niveles de amenaza, por otra parte, llevan a una lenta recuperación económica y a problemas en la constitución del “dúo”, no digamos el “trío”, como en los casos de Chile después de 1973, Uruguay después de 1973 y Argentina a partir de 1976.28 Solo en el caso de un nivel de amenaza intermedio –como Brasil después de 1964– la recuperación econó-mica se logra sin los desafíos políticos profundos que previenen la transición a la segunda etapa.

Como resultado del énfasis puesto en la amenaza, que no solo explica algu-nas de las características definitorias del autoritarismo burocrático sino las va-riaciones en el tiempo y entre casos, O’Donnell dedica escasa atención a otras variables en sus ensayos recientes. Solo hace una única referencia a la “historia específica de las Fuerzas Armadas” como factor relevante, menciona la relativa autonomía y militancia de la clase trabajadora en una nota al pie, y reflexiona sobre el asunto del tamaño del mercado interno en una sola referencia a pie de página sobre tendencias de largo plazo.29 También falla en incorporar a su marco teórico variables como la condición de la economía mundial, las estructuras de toma de decisiones y los arreglos institucionales. Y es notoria la omisión del concepto de modernización en su trabajo reciente. El tamaño absoluto del sector moderno tiene un rol importante en las propuestas de Mo-dernization and Bureaucratic-Authoritarianism, pero desaparece de su análisis de las dinámicas del EBA. La variable ni siquiera aparece en su discusión de las políticas económicas y el desempeño de la economía.

28 “Tensions”, 305-307.

29 “Reflexiones”, 110, 17n, 124. “Tensions”, 307n.

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El carácter del trabajo reciente de O’Donnell difiere entonces significativa-mente del de su libro de 1973, que recalcaba la dinámica del “juego” consti-tuido por grupos sociales con intereses políticos específicos luchando por ob-tener ventaja bajo las reglas de un determinado marco institucional. Su nuevo enfoque es más abstracto y tiende a dejar de lado los acuerdos institucionales y las maniobras políticas post-golpe en favor de un énfasis en las cuestiones subyacentes de los intereses de clase y la legitimidad política. El papel central que asigna a los niveles de amenaza pre-golpe para explicar el proceso refleja este cambio de perspectiva.

Obviamente, una cuestión clave que propone esta perspectiva teórica es el grado en que la amenaza previa explica los acontecimientos posteriores. ¿Ejer-ce una influencia decisiva en los patrones de cambio que siguen al surgimiento del autoritarismo burocrático, o las variaciones entre casos pueden depender de otros factores? Este ensayo analiza el punto mediante un análisis compa-rativo de los cinco casos que caen más claramente en la categoría de Estado burocrático-autoritario: el Brasil post-1964, la Argentina post-1966, el Chile post-1973, el Uruguay post-1973 y la Argentina post-1976. Trata las presun-tas consecuencias de la amenaza como hipótesis y las evalúa en referencia al período inicial del régimen autoritario.

Amenaza y represión

La principal variable de que se vale O’Donnell para explicar similitudes y dife-rencias en los regímenes burocrático-autoritarios no es fácil de operacionalizar. El concepto de amenaza, tal como lo ha definido este autor, “se refiere al grado en que las clases y los sectores dominantes internos y externos consideran que el incumplimiento de los parámetros capitalistas y de los alineamientos inter-nacionales de la sociedad es inminente y anhelado por el liderazgo del sector popular”.30 De esta forma, usa el concepto de “amenaza” para referirse a la “ame-naza percibida”. Sin embargo, esta última es una variable interviniente que él sugiere se ve influida por tres factores: el nivel de la activación popular, la tasa de incremento de esa activación y la ideología de los grupos activados (las ideologías no marxistas como el peronismo supondrían una menor percepción de amenaza que las ideologías socialistas o marxistas). O’Donnell describe el Chile de 1973 como un caso de alto nivel de amenaza, Brasil en 1964 como un caso de nivel

30 “State and Alliances in Argentina, 1956-1976”, Journal of Development Studies 15 (octubre de 1978), 3-33.

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intermedio de amenaza y Argentina en 1966 con bajos niveles de amenaza.31 Recientemente ha añadido a Argentina en 1976 y, por implicación, Uruguay en 1973 en la categoría de alto nivel de amenaza.32 Sin embargo, no ha listado los tres casos de alta amenaza en términos de niveles previos de amenaza.

Una de las más importantes consecuencias hipotéticas de la amenaza es la represión. O’Donnell usa este término para referirse a las variadas formas de coerción empleadas por los regímenes autoritarios para “conseguir la desacti-vación política del sector popular y para la subordinación de sus organizacio-nes de clase, especialmente los sindicatos”.33 La represión no distingue entre el autoritarismo burocrático y otras formas de autoritarismo,34 pero la coerción contra las clases media baja y baja previamente activadas ha sido un rasgo en común de los regímenes autoritarios recientes en Argentina, Chile, Uruguay y Brasil. Las condiciones que rodean el surgimiento de un Estado burocráti-co-autoritario en estos países, particularmente la amenaza planteada por el sector popular políticamente activado, incuestionablemente proveen una base para comprender esta similitud.

No obstante, la realidad de la represión en los regímenes autoritarios de es-tos cuatro países presenta diferencias marcadas. O’Donnell propone que estos contrastes pueden estar relacionados con las condiciones iniciales. Sostiene explícitamente que altos niveles de amenaza llevan a “una represión más siste-mática y extendida”, incluyendo “un control más estricto de los medios de co-municación” y más represión contra los sindicatos. “Un alto nivel de amenaza induce tanto al recurso inicial a la represión como al deseo de persistir en ella.” La represión, a su vez, desempeña un papel importante en su análisis de la dinámica política, en cuanto teóricamente afecta el nivel de activación política y la probabilidad de una oposición fuerte durante la fase inicial del régimen.35

Incluso los casos de Brasil y de Argentina post-1966, a los que O’Donnell más consistentemente se refiere, plantean algunas interrogantes sobre esta línea de argumentación. Durante la fase inicial del Estado burocrático-autoritario, el nivel de represión no fue notoriamente más alto en Brasil que en Argentina. La permanencia del sistema electoral en Brasil, por ejemplo, dejó abierta la posibilidad de que el sector popular ejerciera alguna influencia, lo que no

31 Modernization, 102; “Reflexiones”, 107.

32 “Tensions”, 306-307.

33 “Reflexiones”, 108.

34 Para un análisis de este punto ver Robert R. Kaufman, “Industrial Change and Authoritarian Rule in Latin America: A Concrete Review of the Bureaucratic Authoritarian Model”, en New Authoritarianism, 187-189.

35 “Reflexiones”, 109.

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ocurrió en el gobierno de Onganía en Argentina. Las diferencias en el nivel de represión solo se hicieron patentes después de 1968, cuando por primera vez aparecieron en Brasil los arrestos masivos y una institucionalización de la tortura.36 Pero, según el análisis de O’Donnell, Brasil en 1968 se hallaba ya en la transición rumbo a la segunda fase del Estado burocrático-autoritario, mientras que el régimen en Argentina estaba derrumbándose. Dado que el nivel inicial de represión post-golpe no es capaz de explicar estos rumbos divergentes, parece cuestionable la descripción de O’Donnell de la dinámica del régimen y la relevancia de los niveles de amenaza previos para entender las variaciones entre ambos casos. La escalada de la represión en Brasil tras la fase inicial del EBA puede explicarse de un modo más efectivo por los desarrollos posteriores al golpe, particularmente por la creciente influencia de funcionarios de línea dura y el surgimiento, después de 1967, de una oposición de la Iglesia, los estudiantes, los obreros y la guerrilla.

Los casos más recientes de alto nivel de amenaza también arrojan sombras de duda sobre el significado de las condiciones iniciales en la comprensión de los patrones de represión post-golpe. El mayor grado de amenaza estaba en Chile, que se caracterizaba por su alto porcentaje de fuerza laboral organizada, la tasa más pronunciada de sindicalización y otras formas de participación política en los años previos al golpe, la más alta tasa de huelgas y el control del gobierno anterior por una coalición dominada por elementos marxistas.37 En Chile el quiebre con el capitalismo era más que una amenaza; ya había comenzado. En concordancia con la hipótesis de O’Donnell, la represión ini-cial asociada al golpe fue asimismo extremadamente dura: de cinco a treinta mil muertos y cuarenta y cinco a cincuenta mil presos políticos.38 Seis meses después del golpe, el total acumulado de detenciones por motivos políticos se ha estimado en ochenta mil.39 Luego, sin embargo, la tasa de arrestos y ejecu-ciones disminuyó en forma considerable.

En Argentina, antes del golpe de 1976, la proporción de la fuerza de trabajo sindicalizada era algo menor que en Chile antes del golpe; la tasa de huelgas había aumentado40 pero por lo demás el nivel de activación política del sector

36 Ver Amnesty International, Relatório sobre as acusações de tortura no Brasil, Londres, Amnesty Interna-tional Publications, 1972; Peter Flynn, Brazil: A Political Analysis, Londres, Ernest Benn, 1978, 366-471.

37 Karen L. Remmer, “Political Demobilization in Chile, 1973-1978”, Comparative Politics 12 (abril de 1980), 277-282.

38 Amnesty International, Chile: An Amnesty International Report, Londres, Amnesty International Publi-cations, 1974, 16, 31.

39 Chicago Commission of Inquiry, “Chicago Commission of Inquiry”, en IDOC, comp., Chile: Under Military Rule, Nueva York, IDOC/North America, 1974, 59.

40 OIT, Year Book of Labour Statistics, Ginebra, OIT, 1979, 592.

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popular no había cambiado significativamente, y, aunque había aparecido una guerrilla poderosa, ni el gobierno previo ni el liderazgo del sector popular eran marxistas. El golpe en sí, al contrario que en Chile, no produjo demasiada violencia. Con todo, la represión, que había comenzado aun antes de la toma del poder por los militares, se intensificó en los meses siguientes. En enero de 1977, Amnistía Internacional informó que había de cinco a seis mil presos políticos, y que la cantidad de personas secuestradas o “desaparecidas” en dos años y medio era incalculable (las estimaciones van desde tres mil a treinta mil personas).41 Informes recientes señalan que las muertes, las detenciones y los secuestros políticamente motivados y atribuibles a las fuerzas de seguridad continuaron, pero las estimaciones sobre el total de víctimas no concuerdan. Tres años después del golpe los organismos de derechos humanos en Argen-tina cifraron la cantidad de “desaparecidos” en cinco a quince mil personas.42 Según otras estimaciones, de treinta mil a cien mil argentinos fueron encarce-lados, secuestrados o asesinados en ese lapso de régimen militar.43

En el Uruguay anterior al golpe, la proporción de la fuerza de trabajo sin-dicalizada era parecida a la de Argentina;44 la tasa de huelgas había aumentado significativamente;45 la guerrilla de los Tupamaros había alcanzado respetables proporciones, y el liderazgo del movimiento sindical era marxista. Pero no había una gran amenaza de que los grupos que buscaban romper con el orden capitalista fueran a hacerse con el poder, dados los pobres resultados del Fren-te Amplio en las elecciones de 1971. En 1973, también, cuando el proceso incremental de la toma de control militar culminó en un autogolpe –un claro cambio de régimen–, el Ejército ya había erradicado el desafío que suponían los Tupamaros. Así y todo, la proporción de presos políticos per cápita excedió la de los otros casos de alta amenaza. Amnistía Internacional calculó en 1976 que había seis mil presos políticos, esto es, uno cada quinientos habitantes de Uruguay. En 1979 el gobierno seguía reteniendo a uno de cada mil ciudada-nos en calidad de presos políticos, cantidad que no toma en cuenta los cerca

41 Report of an Amnesty International Mission to Argentina, 6-15 November 1976, Londres, Amnesty Inter-national Publications, 1977, 18, 27.

42 Times of the Americas, 29 de agosto de 1979, 9; junio de 1979, 13.

43 Times of the Americas, 30 de enero de 1980, 11. Ver también Anselmo Sule C., “La situación de los derechos humanos en Argentina”, Chile-América 39-40 (1978), 149-159; Stephen Kinzer, “Argentina in Agony”, New Republic, 23 de diciembre de 1978, 17, 21; The Guardian Weekly, 24 de junio de 1979, 16; Argentine Informatión Service Center, Argentina Today: A Dossier on Repression and the Violation of Human Rights, 2ª ed., Nueva York, s. i., 1977; “Argentina: Hemisphere’s Worst Human Rights Violator”, Argentine Outreach 4, Berkeley, enero-febrero de 1979, 3.

44 Remmer, “Political Demobilization”, 278.

45 Alfredo Errandonea y Daniel Costabile, Sindicato y sociedad en el Uruguay, Montevideo, Biblioteca de Cultura Universitaria, 1969, 136.

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de quinientos mil uruguayos que salieron al exilio ni a aquellos que, en 1978 y 1979, fueron detenidos e interrogados por breves períodos sin ser formaliza-dos.46 Las cifras acumuladas solo del período 1973-1977 indican que setenta mil personas fueron detenidas, es decir, más de una cada treinta adultos.47 Hacia 1980 Uruguay había llevado a la práctica el esfuerzo represivo más sostenido para desmovilizar al sector popular. Las restricciones a la huelga y el arresto de los dirigentes sindicales, por ejemplo, comenzaron antes del golpe y continuaron hasta 1980. De esta forma, se puede sostener que, a pesar de que el nivel de amenaza era menor que en Chile, la represión fue mucho más dura en Uruguay entre 1973 y 1980.48 Por otro lado, en Chile hubo mucho más muertes a raíz del golpe militar. En 1979 Amnistía Internacional declaró que la cantidad de “desaparecidos” y muertes debidas a la tortura en los seis años previos en Uruguay era de menos de doscientos casos.49

Como se ve, estos tres casos recientes ofrecen algún sustento a la hipótesis original que O’Donnell desarrolló para explicar los contrastes entre el Estado burocrático-autoritario en Brasil y en Argentina durante los años sesenta. El nivel de represión post-golpe en todos los casos de alto nivel de amenaza ha superado por mucho el de Brasil post-1964 y Argentina post-1966.

La evidencia es algo más ambigua respecto de las diferencias al interior de la categoría de alta amenaza. El caso chileno puede situarse en primer lugar tanto en el nivel inicial de represión como en el de amenaza. Pero la informa-ción disponible no permite trazar una distinción clara entre el nivel inicial de represión en Uruguay y en la Argentina post-1976. Tampoco está claro cómo deben clasificarse estos dos casos en términos de la amenaza, particularmente porque O’Donnell no hace ninguna referencia directa a la guerrilla como for-ma de activación política popular que contribuye a la percepción de amenaza. De cualquier forma, estos tres casos difieren menos en el nivel inicial que en los patrones de represión. En Chile la violencia inicial disminuyó y se estabi-lizó con los años, Uruguay y Argentina tuvieron poca violencia inicial pero la represión se incrementó después. No ha transcurrido el tiempo suficiente para comparar con el caso argentino, pero los patrones de represión post-gol-pe también difieren en la cantidad de tiempo en que el gobierno mantiene

46 Amnesty International, Political Imprisonment in Uruguay, Londres, Amnesty International Publications, 1979, 4, 5.

47 Latin America Political Report 11 (17 de junio de 1977), 181.

48 En 1978, por ejemplo, la Washington Office on Latin America describió a Uruguay como “el peor violador” de los derechos humanos del hemisferio. “Uruguay: Five Years into the Military Dictatorship and Getting Worse”, Washington, D.C., octubre de 1978, mimeo.

49 Political Imprisonment, 5, 10. Ver también Uruguay: Generals Rule, Londres, Latin America Bureau, 1980, 53-55.

160

controles altamente represivos, incluidos aquellos específicamente dirigidos a neutralizar las actividades sindicales y los medios de comunicación. En conse-cuencia, los niveles previos de amenaza ofrecen una comprensión solo parcial de las diferencias entre estos cinco casos.

Desactivación política

Una segunda consecuencia hipotética importante de la amenaza previa es la exclusión política o desactivación del sector popular. O’Donnell propone que los más altos niveles de amenaza derivan en un mayor éxito en la desactivación política, por el impacto de la amenaza en la represión, que es una variable in-terviniente. La desactivación política, a su vez, tiene un papel importante en su análisis de la evolución del autoritarismo burocrático. Más desactivación durante la fase inicial del EBA teóricamente facilita la transición a la segunda fase. Así, según O’Donnell, la desactivación política explica parcialmente las variaciones en el desempeño político, los alineamientos políticos y los grados de consolidación del autoritarismo burocrático en el tiempo.

Evaluar el impacto de la amenaza en la consecuente desactivación polí-tica de grupos del sector popular presenta dificultades, dada la naturaleza clandestina de la mayor parte de las organizaciones y actividades políticas en un Estado burocrático-autoritario. Además, O’Donnell no provee una guía clara para seleccionar indicadores de desactivación. Define activación políti-ca como la capacidad de transformar las preferencias políticas en demandas políticas.50 También indica que 1) la característica distintiva de los esfuerzos excluyentes que implica la desactivación política es la eliminación del esce-nario electoral, no la eliminación de huelgas y manifestaciones, y 2) que la retención del escenario electoral, incluso si se rodea de restricciones a los partidos que representan al sector popular, provee un canal importante para la influencia del sector popular.51 Por consiguiente, se puede sostener que, de modo opuesto a la hipótesis de O’Donnell, la menor desactivación política ocurrió en el caso de nivel mediano de amenaza. Los militares brasileños no eliminaron el escenario electoral. Hasta antes del anuncio de la ley institu-cional nº 2 en octubre de 1965, incluso los viejos partidos políticos seguían teniendo presencia y participación. Por otro lado, la comparación que hace O’Donnell de los casos de Brasil y Argentina en los años sesenta sugiere que

50 Modernization, 29.

51 Íd., 54n.

161

la retención de la capacidad de plantear demandas a través de huelgas y otras formas de protesta social por parte de la clase trabajadora organizada es el indicador clave del éxito en la desactivación.52 Pero también en este caso la evidencia sugiere patrones que no coinciden enteramente con los argumen-tos de O’Donnell.

Viendo primero los casos de Brasil y Argentina en los años sesenta, la relación entre los niveles previos de amenaza y la desactivación política con-cuerda con la hipótesis de O’Donnell en tanto en cuanto las protestas de los trabajadores sea el indicador más relevante de desactivación. Pero, como se dijo, las variaciones en el nivel de represión inicial no explican las diferencias en la desactivación política. Así, el argumento que relaciona altos niveles de amenaza con mayor desactivación no es convincente. Los prolongados contrastes en la conciencia política de grupos subordinados, la estructura del mercado laboral y la fortaleza y autonomía relacionadas de los sindicatos en Brasil y Argentina explican mejor el mayor éxito de la clase trabajadora argentina en presionar por sus demandas que las variciones en el nivel previo de amenaza o la represión inicial. Como O’Donnell ha planteado en Moder-nization and Bureaucratic-Authoritarianism, se habría requerido un nivel mu-cho más alto de represión para desactivar a la clase trabajadora en Argentina que en Brasil.53

Los resultados divergentes del esfuerzo por consolidar un Estado burocrático-autoritario en Argentina y Brasil pueden también haber llevado a O’Donnell a exagerar las diferencias en la activación del sector popular en los dos casos. En 1971, por ejemplo, escribió: “Cuando las implicaciones socioeconómicas de los sistemas ‘burocrático-autoritarios’ quedaron en evidencia, gatillaron ‘explosiones sociales’ en las áreas modernas de Argentina, mientras que en Brasil no incitaron ninguna oposición significativa”. O’Donnell relaciona la diferencia con la “retención del nivel relativamente alto de activación política del sector popular argentino”.54 A pesar de sus giros teóricos, el trabajo reciente de O’Donnell también atribuye importancia al “cordobazo” en Argentina en 1969, y omite comentar la oposición que surgió en Brasil después de 1967.55 Pero, objetivamente, la oposición en Brasil sí constituyó un desafío importante, particularmente a la vista de las actividades de la guerrilla urbana.

52 Ver, en particular, “Reflexiones”, 108.

53 Modernization, 101.

54 Íd., 103 (cursivas añadidas).

55 Debe destacarse, en todo caso, que la oposición de grupos subordinados no constituye la única ni la más importante explicación de O’Donnell para los rumbos divergentes de los regímenes autoritario-burocráticos de Brasil y Argentina en los sesenta.

162

El desarrollo de una oposición fuerte al régimen burocrático-autoritario tomó aproximadamente la misma cantidad de tiempo en ambos países, lo que contradice la tesis de O’Donnell de que altos niveles previos de amenaza implican que la consolidación del Estado burocrático-autoritario se tardará más. En la medida en que los acontecimientos anteriores al “cordobazo” proveen una base para sostener que la oposición apareció más rápido en Argentina que en Brasil, otros factores, particularmente los mencionados contrastes en la conciencia política y organización de los grupos subordinados, y el ritmo relativamente lento con que el quiebre con la democracia constitucional ocurrió en Brasil, explican la diferencia de un modo más efectivo que las variaciones en los niveles previos de amenaza o represión inicial.

Los países con más altos niveles de amenaza ofrecen también un apoyo mix-to a la hipótesis de que más amenaza produce más desactivación. El éxito de la desactivación política no ha sido parejo en esos países. A pesar de la fuerte represión, los militares argentinos enfrentaron grandes problemas para domi-nar las protestas laborales entre 1976 y 1980. Grandes huelgas, paralización de actividades y sabotaje irrumpían repetidamente en firmas privadas y pú-blicas.56 En la provincia de Buenos Aires solamente, más de 1.300 conflictos laborales se reportaron en septiembre y octubre de 1978.57 En cambio, en el corto plazo los militares tuvieron un considerable éxito desactivando la orga-nización de los trabajadores en los otros dos casos de elevado nivel de ame-naza. Durante los cinco primeros años del Estado burocrático-autoritario en Uruguay y Chile, los dirigentes sindicales emitieron declaraciones atacando al gobierno,58 pero apenas hay registro de huelgas u otras actividades de protesta popular. Después de 1978 los dos casos comenzaron a divergir notoriamente, a medida que se suavizaban en Chile los controles sobre los medios de comu-nicación y las organizaciones sindicales. El relativo éxito de los militares en el desmantelamiento de la guerrilla y otras formas de resistencia armada en los

56 Latin America 10 (14 de mayo de 1976), 147; 10 (1 de octubre de 1976), 302; 10 (12 de noviembre de 1976), 351; 10 (3 de diciembre de 1976), 373. Latin America Economic Report 7 (16 de febrero de 1979), 56; 7 (30 de marzo de 1979), 104; 7 (4 de mayo de 1979), 136. Latin America Political Report 11 (4 de febrero de 1977), 39; 11 (18 de febrero de 1977), 52; 11 (4 de marzo de 1977), 72; 11 (25 de marzo de 1977), 95; 11 (4 de noviembre de 1977), 337; 11 (11 de noviembre de 1977), 345, 11 (9 de diciembre de 1977), 381; 13 (27 de abril de 1979), 121; 13 (4 de mayo de 1979), 136. Latin America Regional Reports: Southern Cone 1 (7 de diciembre de 1979), 2; 6 (1 de agosto de 1980), 4. Latin America Weekly Report 1 (2 de noviembre de 1979), 3; 5 (30 de noviembre de 1979), 52. Conditions in Argentina, Nueva York, Argentine Information Service Center, 2 de abril de 1979, 8-10.

57 Conditions, 9; Argentine Outreach 4 (enero-febrero 1979), 2.

58 Ver por ejemplo Latin America Political Report 11 (4 de febrero de 1977), 40; Solidaridad 58 (Santiago, noviembre de 1978), 7; Chilean Resistance Courier 5 (Oakland, octubre de 1976), 25; Chile-América 22-24 (agosto-octubre de 1976), 62-68; íd., 31-32 (mayo-junio de 1977), 43-62; íd., 35-36 (septiembre-octubre de 1977), 134-141.

163

tres países ha variado a lo largo de líneas similares. Mientras que los resistentes desaparecieron rápidamente tras la instalación de los uniformados en el poder en Chile y Uruguay, los militares argentinos debieron enfrascarse en una ba-talla relativamente prolongada.

Aunque pueden hallarse importantes lazos tanto entre amenaza previa y represión como entre represión y desactivación, más allá de eso la evidencia sugiere que los niveles de amenaza son una explicación insuficiente para las variaciones en la desactivación política. Si con desactivación nos referimos a la ausencia de actividad partidista y electoral, entonces la menor desactivación ocurrió en Brasil durante la fase inicial del Estado burocrático-autoritario, y no existen diferencias importantes entre los casos de alta y baja amenaza. Si, por otro lado, es más relevante la mantención de la capacidad de plantear de-mandas mediante huelgas y otras formas de protesta organizada, entonces los esfuerzos de los militares para desactivar los sectores populares en los primeros años del régimen autoritario burocrático probaron ser menos exitosos en Ar-gentina, tanto bajo condiciones de “baja amenaza” asociadas con el golpe de 1966 como las de “alta amenaza” en 1976, y más exitosos en los casos brasile-ño, uruguayo y chileno. La importancia de la resistencia armada tampoco ha variado consistentemente con los niveles de amenaza previos.

Desempeño económico

Los escritos recientes de O’Donnell destacan explícitamente la amenaza pre-via como una variable significativa para explicar similitudes y diferencias en el desempeño económico durante la fase temprana del Estado burocrático-au-toritario. O’Donnell sostiene que “a más bajo el nivel previo de amenaza y de crisis, mayor es la probabilidad de que se alcance rápidamente la normaliza-ción y la restauración del crecimiento económico (…) A la inversa, a mayor el nivel de amenaza y crisis, menor probabilidad de éxito (incluso desde el punto de vista de los líderes del EBA y sus aliados) en la normalización de la econo-mía”. Entre los indicadores clave de la perpetuación de la crisis económica que precedió al EBA se cuentan altas tasas de inflación, ausencia de crecimiento económico y drásticas reducciones del consumo popular.59

Como indica la Tabla 1, la tasa de recuperación económica subsiguiente a la implantación del Estado burocrático-autoritario se corresponde amplia-mente con la asunción de O’Donnell. Crisis mucho más profundas rodearon

59 “Tensions”, 306.

164

el surgimiento del EBA en los años setenta que en los sesenta, y el desempeño de corto plazo de los cinco casos refleja esta diferencia. El contraste entre el Brasil post-1964 y la Argentina post-1966, por una parte, y los casos de alta amenaza por otra, es particularmente notorio tanto en relación con el creci-miento económico como con la inflación. Las diferencias dentro de la catego-ría de alta amenaza se ajustan parcialmente a los argumentos de O’Donnell. Durante los cuatro años que siguieron a la toma del poder por los militares en Uruguay el país experimentó menos inflación y mejores tasas de crecimiento industrial y del PIB que en Argentina post-1976 y Chile post-1973.

TABLA 1Indicadores seleccionados de desempeño económico del autoritarismo burocrático

Crecimiento del PIB (varia-ción porcentual anual prome-

dio)a

Precios al consumidor

(variación por-centual anual promedio)a

Actividad industrial

(variación por-centual anual promedio)a

Tasa de desempleo 3 años después del inicio del

régimen

Salarios reales (variación por-centual total)b

Argentina, 1967-1970

5,0 16,7 6,6 4,3 +2,8 c

Brasil, 1965-1968

5,5 39,9 6,4 4,2 d -7,1 e

Uruguay, 1974-1977

3,4 66,9 5,1 12,7 -25,0

Argentina, 1977-1979

2,6 f 170,4 f 2,2 1,5 n.a.

Chile, 1974-1977

1,4 296,0 0,6 17,0 -18,4 g

Fuente: Banco Mundial, World Tables, 1976, 48-49, 60-61; International Labour Office, Year Book of Labour Statistics, 1977, 460-461; Instituto Brasileiro de Estatística, Fundacao IBGE, Anuário estatístico do Brasil, 1968, 427; U.S. Department of Commerce, Foreign Economic Trends and Their Implications for the United States: Argentina, mayo de 1980, 3; Banco Mundial, Uruguay Economic Memorandum, 1979, 3, 197; CEPAL, Economic Survey of Latin America, 1969, 109, 126; ibíd., 1971, 79; Universidad de Chile, Departamento de Economía, Comentarios sobre la situación económica, segundo semestre 1979, 14; FMI, International Financial Statistics Yearbook, 1979, 55; BID, Economic and social Progress in Latin America, 1976, 8; ibíd., 1978, 10; John R. Wells, “Brazil and the Post-1973 Crisis in the International Economy”, en Inflation and Stabilisation in Latin America, ed. Rosemary Thorp y Laurence Whitehead, Nueva York, Holmes & Meier, 1979, 229; Naciones Unidas, Yearbook of International Account Statistics, 1978, II, 217-243.

a Los datos de Argentina post-1976 son de promedios de tres años. Los datos de los otros casos son de prome-dios de cuatro años tras la instalación del régimen.

b El porcentaje refleja una comparación entre salarios reales en el año de instalación del régimen y cuatro años después.

c Salarios industriales básicos.d Primer trimestre de 1968 para Sao Paulo y regiones seleccionadas.e Salarios del sector manufacturero del estado de Guanabara.f Datos provisionales.g Variación entre 1972 y 1977.

165

Además, los cambios en los salarios reales y el nivel de precios sugieren que la Argentina post-1966 vivió una dislocación económica menos intensa que en Brasil post-1964; sin embargo, ni uno ni otro caso difieren muy signifi-cativamente en términos de la velocidad de la recuperación del crecimiento económico. Dos años después del golpe en Brasil este registraba un 5,1% de crecimiento del PIB, lo que se compara muy favorablemente con el 4,6% de incremento en el PIB de Argentina dos años después de su propio golpe de Estado.60 El PIB anual promedio y las tasas de crecimiento industrial de los cuatro años posteriores a los golpes de 1964 y 1966 también parecen muy similares. En vista de la conexión que propone O’Donnell entre desempeño económico de corto plazo y supervivencia del EBA, esta similitud es notable porque Brasil post-1964 y Argentina post-1966 proveen los ejemplos más claros de, respectivamente, un intento exitoso y uno fracasado de imponer el autoritarismo burocrático.

La similitud entre las tasas argentina y brasileña de recuperación eco-nómica en los años sesenta plantea además importantes preguntas sobre la posible influencia en el desempeño económico de variaciones en el timing del surgimiento del autoritarismo burocrático. La tasa promedio de creci-miento económico en América Latina como un todo ha caído desde que los militares tomaron el control en los casos de alta amenaza. El PIB combinado de la región solo creció a una tasa anual promedio de 4,2% en el período 1975-1978, comparado con el 8,5% entre 1968 y 1974.61 Las tasas anuales promedio de variación en la inflación y producción industrial muestran un parecido deterioro después de 1974. Estas tendencias reflejan cambios en la economía mundial, particularmente cifras bajas y declinantes de crecimien-to económico en las economías industriales con las que la región tiene la mayoría de su intercambio comercial, el alza de las barreras proteccionistas y la consiguiente ralentización de la expansión del comercio mundial. Los términos de intercambio para América Latina en su conjunto se deteriora-ron agudamente después de 1975 y promediaron 17% menos en 1978 que en 1973.62 Las opciones de política y las tasas de recuperación económica de los tres casos recientes de alta amenaza se han visto incuestionablemente constreñidas por estos cambios: ciertamente, los términos de intercambio para los tres países mostraron tendencias especialmente desfavorables en los años setenta. Entre 1973 y 1975 cayeron 65% y 29% para Uruguay y Chile

60 Banco Mundial, World Tables 1976, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1976, 48-49, 60-61.

61 BID, Economic and Social Progress in Latin America: 1978 Report, Washington, D.C.: BID, 1979, 3.

62 Íd., 6.

166

respectivamente, en gran parte por alzas en los precios de bienes importa-dos.63 La caída para Argentina en esos años –un 35%– continuó después del golpe de 1976.64 Según la Cepal, los términos de intercambio del país alcanzaron en 1977 su nivel más bajo en cincuenta años.65

Como mínimo, la correspondencia entre tendencias en la economía mun-dial y tasas de recuperación económica de los EBA plantea que los niveles pre-vios de amenaza constituyen una explicación solo parcial para las variaciones en el desempeño económico. Los tres casos recientes de alta amenaza enfrentaron una coyuntura desfavorable respecto de las condiciones externas, mientras los únicos casos claramente identificados de baja y mediana amenaza surgieron bajo condiciones de la economía mundial comparativamente favorables. Más aun, a pesar de las diferencias en el nivel de amenaza, las tasas de crecimien-to económico de los dos casos de Estado burocrático-autoritario de los años sesenta difieren apenas. Al extremo de que puede decirse que la economía se recuperó más rápidamente en la Argentina post-1966 que en Brasil, la diferen-cia puede también estar relacionada con el timing o momento de aparición del EBA en relación con ciertas tendencias económicas externas cambiantes.

El momento de aparición del Estado burocrático-autoritario ofrece asimis-mo una base para entender el grado en que los esfuerzos por atraer capital extranjero se cruzan con el éxito del período inicial del régimen autoritario. Una “trasnacionalización creciente de la estructura productiva”, que O’Don-nell plantea como característica definitoria del EBA,66 describe de forma más adecuada la situación de países que no eran EBA en los años sesenta, como Colombia, que las tendencias en Argentina, Uruguay y Chile durante los se-tenta. En directo contraste con los casos de Brasil y Argentina post-1966, ninguno de estos tres regímenes militares recientes ha logrado atraer grandes flujos de capital en una forma que no fuera créditos y préstamos durante los primeros años en el poder. La inversión privada extranjera neta directa cayó US$ 500,2 millones en los cuatro años que siguieron al golpe militar en Chile (1974-1977). En el mismo período en Uruguay, la inversión extranjera neta directa no varió. No existen cifras disponibles de Argentina para comparar, pero durante 1977 la inversión privada extranjera neta directa solo alcanzó los US$ 51,4 millones.67 Altos niveles de amenaza y crisis se pueden relacio-

63 Rosemary Thorp y Laurence Whitehead, eds., Inflation and Stabilization in Latin America, Nueva York, Holmes & Meier, 1979, 6.

64 Ibíd.

65 Cepal, Economic Survey of Latin America 1977, Santiago, Naciones Unidas, 1978, 33.

66 “Tensions”, 293.

67 Economic and Social Progress, 452.

167

nar tanto directa como indirectamente con estas tendencias, pero los niveles de inversión extranjera reflejan tendencias externas a la vez que condiciones internas. Por ejemplo, cambios en la sensibilidad internacional hacia el tema de los derechos humanos, así como la situación en Chile, explican que la U.S. Overseas Private Investment Corporation no haya podido extender garan-tías a los inversionistas extranjeros en Chile después del golpe. En general, el contexto internacional en que se dieron los regímenes de Brasil y Argentina post-1966 creó condiciones mucho más favorables para los inversionistas ex-tranjeros que aquellas que enfrentan los regímenes más recientes. El hecho de que el “milagro brasileño” haya ocurrido en sí mismo es una fuente importan-te de variación entre las condiciones de los años sesenta y los setenta. Para la década de 1970 las multinacionales ya habían instalado grandes negocios de exportación en Brasil.

Asimismo, las persistentes diferencias entre las economías de estos cuatro países sugieren que las correlaciones entre el nivel previo de amenaza y crisis y las tasas de recuperación económica de corto plazo deben evaluarse con cuidado. El contraste entre el crecimiento de Brasil post-1964 y Uruguay post-1973, por ejemplo, no se explica solamente por los niveles de ame-naza. Un conjunto de factores, entre ellos el pequeño tamaño del merca-do y bajas tasas de inversión rural, han influido en el bajo crecimiento de Uruguay desde los años cincuenta: para los estándares uruguayos, el 3,4% de crecimiento del PIB obtenido entre 1974 y 1977 puede calificarse de “milagro económico”.68 Entre 1950 y 1960 el país experimentó una tasa de crecimiento cero. Desde 1960 a 1973 la tasa promedio fue de solo 1,2%. En contraste, la tasa promedio de crecimiento del PIB en Brasil durante la década de 1950 sobrepasó el 6%.69 Estas marcadas diferencias históricas no solo plantean dudas acerca de la medida en que las condiciones económicas y políticas que rodean los golpes militares explican el desempeño económico posterior, sino que también sugieren que el éxito o fracaso de las políticas económicas del EBA no se pueden evaluar estrictamente sobre la base de comparaciones entre países. O’Donnell ha hecho hincapié en la importancia del desempeño económico de corto plazo para explicar las variaciones en la cohesión política interna de los regímenes autoritarios burocráticos. Por lo

68 Cabe destacar, sin embargo, que el crecimiento uruguayo del período 1974-1977 en parte representaba una recuperación de la caída de 1971 y 1972. Los incentivos del gobierno para la expansión de las exporta-ciones no tradicionales de manufacturas, que se citan más abajo, fueron claves en la recuperación, pero esta también refleja la influencia de factores que estaban más allá del control de los funcionarios de gobierno uruguayos. La política económica argentina, en particular, alimentó la demanda de bienes y centros turís-ticos en Uruguay.

69 World Tables, 396.

168

tanto, son clave las percepciones acerca del relativo éxito o fracaso de la polí-tica económica. Y el estándar previo de un país indudablemente condiciona estas percepciones. El uso de esos estándares de comparación puede explicar las diversas tasas de supervivencia del Estado burocrático-autoritario en Ar-gentina y Brasil en los años sesenta mejor y más persuasivamente que sim-plemente cruzar la información de ambos países; aunque debe recalcarse que no existe ninguna relación entre niveles de amenaza previos y éxito econó-mico post-golpe, medido por estándares de desempeño económico previo.

Los cambios en los parámetros de consumo masivo, tal como se reflejan en los datos sobre desempleo y salarios reales, plantean un último conjunto de interrogantes sobre la relación entre amenaza y tasas de recuperación económica posterior al golpe. Dada la enorme controversia que ha rodea-do el análisis de la distribución del ingreso, los salarios reales y el empleo post-golpe en los cinco casos, esos datos deben usarse con mucha cautela. De todos modos, “la drástica reducción del consumo masivo prescrita por la ortodoxia económica”70 parece mucho más evidente en los casos chileno y uruguayo que en la Argentina post-1976. Entre 1977 y 1979 el desem-pleo en Argentina permaneció extremadamente bajo, aunque es posible que no fuera tan bajo como la cifra oficial presentada en la Tabla 1. Más aun, mientras que los salarios reales cayeron abruptamente en 1976, tanto antes como después del golpe, el informe para 1978 del BID observó que “las estadísticas disponibles sobre los salarios reales promedio de los trabajadores industriales indican que se han mantenido estables desde el segundo trimes-tre de 1976, con fluctuaciones en torno al 10%”.71 El informe de mayo de 1980 del Departamento de Comercio de Estados Unidos sugiere que los salarios reales en Argentina han crecido en 1979 para los trabajadores ma-nufactureros del sector privado.72 La escasez de datos sobre salarios reales en oposición a las tasas de salario mínimo en ese país después de 1976 dificulta la confirmación de esta tendencia, particularmente en vista de las “fluctua-ciones” a que se refiere el BID. Por ejemplo, los datos oficiales muestran que los salarios reales de los trabajadores industriales crecieron un 11,6% entre junio de 1976 y junio de 1979, pero también los salarios reales cayeron bajo el nivel de 1976 en ocho de los trece trimestres subsiguientes.73 Los proble-mas para evaluar las tasas de salarios reales en Argentina después de 1976

70 “Tensions”, 307.

71 Economic and Social Progress, 152.

72 Foreign Economic Trends and Their Implications for the United States: Argentina, Washington, D.C.: U.S. Government Printing Office, mayo de 1980, 10.

73 Quarterly Economic Review of Argentina (Londres), 4to trimestre, 1979, 7.

169

se ven además exacerbados por la duda acerca de eventuales distorsiones en los índices de precios oficiales durante el período de control de precios. Con todo, la información disponible sugiere que los niveles de empleo fueron superiores en la Argentina post-1976 que en cualquiera de los otros cuatro casos, y que los salarios reales habían caído menos drásticamente que en los otros casos de alta amenaza.

Las tendencias relativas a los salarios reales en Uruguay y Chile tampoco son del todo consistentes con las generalizaciones de O’Donnell. Los están-dares de consumo masivo experimentaron retrocesos más acusados en estos países que en Brasil post-1964 y Argentina post-1966 durante la fase inicial del régimen; pero existe evidencia de que los salarios reales se deterioraron a un ritmo más constante en Uruguay que en Chile, a pesar de su nivel de amenaza más bajo y de haber aplicado, como se dijo, políticas económicas menos ortodoxas. En esta conexión debe enfatizarse que, a raíz de la ininte-rrumpida controversia sobre los niveles de los salarios reales en Chile, la cifra para el porcentaje de cambio en las tasas chilenas de salarios reales presen-tada en la Tabla 1 alude al período 1972-1977 como un todo. Los salarios reales en Chile alcanzaron niveles excepcionalmente altos en el año base (1972) y comenzaron a bajar bruscamente incluso antes del golpe. De este modo, la cifra chilena refleja caídas tanto antes como después del golpe, así como incrementos posteriores. En 1977 en Uruguay no se habían registrado tendencias al alza de los salarios reales.

Estas discrepancias entre las proposiciones de O’Donnell y los indicado-res de consumo masivo destacan la importancia de otras variables además de los niveles de amenaza y crisis. Una comparación de la interacción entre condiciones económicas, políticas gubernamentales y actividad sindical en los cuatro países excede el alcance de este trabajo, pero hay que decir que las di-ferencias en la estructura organizacional del movimiento sindical, su grado de experiencia a la hora de defenderse de la represión militar, la naturaleza del mercado del trabajo y las políticas gubernamentales parecen todas variables relevantes para comprender las variaciones post-golpe de que se ha hablado.

En suma, marcadas diferencias han caracterizado el desempeño econó-mico de países bajo similares formas de dominación política. Los niveles previos de amenaza proveen alguna base para entender estas diferencias. Altos niveles de amenaza reflejan y además contribuyen a la grave crisis eco-nómica asociada con la llegada al poder de los militares en Chile, Uruguay y Argentina en los setenta, y no debe sorprender que el desempeño económico de corto plazo en estos tres casos se compare desfavorablemente con el de

170

Brasil y Argentina en los sesenta. Para usar una metáfora muy preciada por los militares del Cono Sur, la tasa de recuperación ha tendido a variar según la gravedad de la “enfermedad”. Sin embargo, diversos niveles de amenaza estaban ligados con tasas muy similares de crecimiento económico post-gol-pe en los casos de Argentina post-1966 y Brasil post-1964, lo que plantea interrogantes sobre 1) la relevancia del desempeño económico para explicar la dinámica política post-golpe, y 2) el impacto de las otras variables, parti-cularmente las condiciones internacionales, en el desempeño económico de estos regímenes. Las variaciones entre los tres casos de alta amenaza apuntan también a la posible relevancia de otros factores.

Ortodoxia económica

En parte por el hipotético impacto de la amenaza en el desempeño económi-co, O’Donnell también intenta explicar las variaciones en la política econó-mica en términos de las condiciones que rodean el surgimiento del Estado burocrático-autoritario. Dice que el “éxito en restaurar el crecimiento engro-sará la tentación (…) de abandonar las medidas económicas ortodoxas” y que “mientras más alto el nivel de amenaza y crisis previas, menor la probabilidad de tener éxito (…) en la normalización de la economía, pero, precisamente por esta razón, mayor es la certeza de la alta burguesía de que deben mante-nerse las políticas económicas ortodoxas”.74

No es fácil evaluar la relación entre niveles previos de amenaza y ortodoxia de las políticas gubernamentales, para empezar porque existe considerable desacuerdo sobre qué indicadores elegir para hablar de ortodoxia. O’Don-nell específicamente habla de la descontinuación del intervencionismo del Estado, drásticas reducciones del déficit fiscal, la devolución de actividades potencialmente rentables al sector privado y la eliminación de subsidios a los consumidores y a productores ineficientes;75 pero las recetas ortodoxas varían según los particulares problemas que deban afrontar. Más aun, suelen combinarse con otras que no lo son, y no existe un hito a partir del cual puedan medirse como más o menos ortodoxas. Los cinco casos presentados aquí también difieren significativamente en sus desviaciones previas desde la ortodoxia, lo que vuelve a plantear el asunto de los estándares apropiados de comparación. Por ejemplo, antes de la toma del poder por los militares

74 “Tensions”, 306.

75 Íd., 303.

171

el sector estatal de la economía en Chile era excepcionalmente grande. A pesar de los entusiastas esfuerzos de las autoridades del régimen militar, continuó siendo de gran tamaño después de 1973. El Chile post-golpe, a juzgar por indicadores como la razón entre el gasto del gobierno y el PIB, puede clasificarse como el menos ortodoxo en su política económica. Pero, así como el desempeño económico del Uruguay post-golpe aparece como excepcionalmente exitoso comparado con los estándares de crecimiento pre-existentes, Chile debería calificarse como el observador más cuidadoso de las prescipciones ortodoxas sobre la base de indicadores de cambio en aspectos seleccionados de la actividad económica del Estado.

Las variaciones en el timing del surgimiento del autoritarismo burocrático en los cuatro países introducen otros problemas. Como se dijo más arriba, los tres casos de alta amenaza inicialmente enfrentaron condiciones econó-micas externas adversas que limitaron profundamente sus opciones e intro-dujeron presiones –fuertes en comparación– en favor de la ortodoxia. Así, las comparaciones entre el grado de ortodoxia de los EBA de los años sesenta y setenta proveen una base dudosa para generalizaciones sobre la relación entre amenaza y ortodoxia. Además, la ortodoxia económica y la audiencia capitalista internacional para las cuales el autoritarismo burocrático moldea sus políticas han cambiado con el tiempo. Al analizar la ortodoxia en la fase inicial del EBA, O’Donnell identifica a los “celosos jueces de qué es ‘razona-ble’ en materias económicas” en la figura de “las organizaciones públicas del capitalismo mundial: el Banco Mundial, y sobre todo el Fondo Monetario Internacional”.76 Pero durante la década de 1970 el FMI y otras agencias crediticias oficiales perdieron la posición dominante que ocupaban en los sesenta. El colapso del sistema de Bretton Woods, la pérdida de credibilidad del dólar, el surgimiento del mercado privado de moneda europea y la con-siguiente expansión de los préstamos a los países menos desarrollados son todos factores que han contribuido a esta tendencia y creado importantes diferencias entre las políticas estabilizadoras de los años sesenta y setenta. El incremento de la liquidez internacional también coincidió con, y hasta cierto punto estimuló, la pérdida de confianza en la política de sustitución de importaciones del pasado.77 Tales cambios complicaron aun más las com-paraciones entre los casos de alta y baja amenaza.

76 “Reflexiones”, 123.

77 Inflation and Stabilisation, 1-22; ver también Thomas E. Skidmore, “Economic Stabilization Attempts in Latin America: Explaining ‘Success’ and ‘Failure’”, paper presentado en la reunión anual de la Latin Ameri-can Studies Association, Bloomington, Indiana, octubre de 1980.

172

TABLA 2 Indicadores de ortodoxia política del autoritarismo burocráticoa

Déficit del gobierno central

como % del PIB (promedio

anual)

Gasto del gobierno central

como % del PIB (promedio

anual)

Crecimiento anual pro-

medio de M1

(%)b

Ratio entre M2

y PIB el año del golpec

Ratio entre M2

y PIB cuatro años después

del golpec

Argentina post-1966

1,1d 8,4 24,6 23,8 26,1

Brasil 1,4 9,8 49,8 19,5 19,6

Uruguay 3,1 16,2 63,1 21,3 31,1

Argentina post-1976

3,7e 10,2f 148,2e n.a. n.a.

Chile 1,6 22,1 231,7 39,7 14,3

Fuente: BID, Economic and Social Progress in Latin America, 1972, 405; íd., 1978, 433; Albert Fishlow, “Some Reflections on Post-1964 Brazilian Economic Policy”, en Alfred Stepan, ed., Authoritarian Brazil, New Haven, Yale University Press, 1973, 72; Quarterly Economic Review of Argentina, segundo trimestre, 1980, 9; FMI, International Financial Statistics Yearbook, 1979, 88, 89, 116-19, 137, 433-35; íd., International Financial Statistics, octubre de 1980, 44.

a Las cifras representan promedios al año tras la instalación del régimen si no se indica otra cosa. b M

1: divisas, moneda y depósitos a la vista.

c M2: M

1 más cuasimoneda.

d Promedio de 1968, 1969 y 1970.e Datos provisionales para tres años después del golpe.f Datos provisionales para 1977 y 1978 solamente.

Con estas consideraciones en mente, debe notarse que las comparaciones que se presentan en la Tabla 2 no apuntalan demasiado las hipótesis de O’Donnell. La tabla sugiere que un rango muy amplio de variación caracteriza las políticas del EBA y que los grados variables de ortodoxia no se explican sin más por diferencias en los niveles de amenaza y crisis. A juzgar por el tamaño del défi-cit fiscal, que probablemente sea el indicador de ortodoxia económica menos ambiguo, los casos de amenaza baja y mediana (Argentina y Brasil en los años sesenta) destacan como obedientes observantes de la ortodoxia. Dos de los tres casos de alta amenaza, por otra parte, aplicaron políticas fiscales no ortodoxas y acumularon déficits fiscales que promediaron el 3% del PIB. No deben rela-cionarse las desviaciones previas de la ortodoxia con estos datos. El déficit del gobierno central uruguayo, por ejemplo, que equivalía a a solo el 2,6% del PIB en 1972 y 1,4% en 1973, se elevó durante el régimen militar por encima del 4% del PIB en 1974 y 1975.78 Pero el régimen militar brasileño redujo el déficit gu-bernamental, desde 4,2% en 1963 y 3,2% en 1964 a 1,5% del PIB en 1965.79

78 M.H.J. Finch, “Stabilisation Policy in Uruguay since the 1950’s”, en Inflation and Stabilisation, 163.

79 Albert Fishlow, “Some Reflections on the Post-1964 Brazilian Economic Policy”, en Alfred Stepan, ed., Authoritarian Brazil, New Haven, Conn.: Yale University Press, 1973, 72.

173

También son inconsistentes con las propuestas teóricas de O’Donnell las variaciones en el nivel de gastos de los gobiernos centrales en relación con el PIB. Como se dijo, comparado con los estándares de otros países el gasto pú-blico de Chile en relación con el PIB continuó siendo excepcionalmente alto después de 1973. Aunque la proporción bajó en relación con el período de Allende, siguió siendo superior a la de 1970. El gasto público también alcan-zó altos niveles en el Uruguay post-golpe, y asimismo fue más alto que el de 1970.80 En síntesis, no existe evidencia de que la ortodoxia fiscal varíe en una relación directa con los niveles previos de crisis y amenaza. Si acaso, los datos sugieren más bien lo contrario.

Tampoco puede encontrarse mucho apoyo a las tesis de O’Donnell en otras variaciones de política económica, aunque sí los casos de niveles más bajo y más alto de amenaza pueden clasificarse como el menos y el más ortodoxo, respectivamente. El programa argentino de estabilización de marzo de 1967, por ejemplo, abogaba por reducciones en el déficit fiscal, rebajas en los aran-celes y eliminación de las limitaciones a los movimientos de capital. Pero estas políticas se combinaron con otras medidas menos ortodoxas como controles de salarios, regulaciones de precios “voluntarias”, subsidios a las exportaciones no tradicionales y una política de “devaluación compensada”. Esta última reunió una devaluación de la moneda –que resultó en un peso subvalorado– con un impuesto a las exportaciones agrícolas tradicionales. Lejos de devolver al sector privado empresas potencialmente rentables, en 1969 el gobierno nacionalizó las compañías extranjeras de telecomunicaciones.81 En la mayor parte de los aspectos clave, la política económica del autoritarismo burocrático en Chile se sitúa en el otro extremo de este continuo. Durante los primeros años del régimen militar el gobierno redujo drásticamente los impuestos al comercio internacional, eliminó la mayoría de los subsidios y los controles de precios, restringió fuertemente el crecimiento del circulante en relación con el PIB, y desmanteló el área estatal de la economía. Hacia febrero de 1977 las reprivati-zaciones habían reducido la cantidad de empresas manejadas por los organis-mos estatales de desarrollo desde 494 a 45.82 Las políticas económicas de corto plazo de los otros casos se sitúan en medio de estos dos extremos. Aunque la ortodoxia económica no ha variado consistentemente con los niveles previos

80 Economic and Social Progress 433.

81 John Thompson, “Argentine Economic Policy under the Onganía Regime”, Inter American Economic Affairs 24 (verano de 1970): 51-75; ver también Richard D. Mallon, en colaboración con Juan V. Sourroui-lle, Economic Policy-Making in a Conflict Society: The Argentine Case, Cambridge, MA: Harvard University Press, 1975.

82 “Chile Spin-Off of Corfo Holdings is Down to Last Few”, Business Latin America, 23 de febrero de 1977, 59.

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de amenaza o las tasas de recuperación de la economía; tres años después del golpe militar en Brasil, por ejemplo, las tasas tanto nominales como reales de protección para bienes manufacturados se habían reducido más del 50%. Los militares uruguayos, en cambio, solo alcanzaron un acuerdo para la liberali-zación gradual de las barreras arancelarias en diciembre de 1978. En 1979, la tarifa máxima todavía sobrepasaba el 100%, comparada con una tarifa máxima de 85% en Argentina y una tarifa uniforme de 10% en Chile.83

Un nivel comparativamente bajo de ortodoxia económica caracterizó también otras políticas durante los primeros años del régimen militar en Uruguay. Des-de 1973 en adelante, una serie de definiciones oficiales de política económica llamaron a la restauración del crecimiento económico y la estabilidad de pre-cios mediante un mayor uso del mecanismo de precios, menor participación del Estado en la economía, mayor inversión privada y la apertura de la economía a la competencia extranjera. Pero, aunque las autoridades económicas uruguayas –sobre todo Vegh Villegas, quien encabezó el equipo económico entre 1974 y 1976– respaldaron un conjunto de políticas muy similar a las adoptadas por los Chicago Boys en Chile, en realidad el devenir de la economía uruguaya deli-neó una trayectoria bastante distinta durante los primeros años del régimen. En muchos aspectos, Uruguay llevó adelante políticas aun menos ortodoxas que la Argentina post-1966. En el nivel del discurso se le asignaba a la restricción mone-taria un papel protagónico en la lucha contra la inflación; sin embargo, el equipo económico retuvo el control de los salarios y de los precios. Muchos de estos controles fueron eliminados o se relajaron con el paso del tiempo, pero en 1978 cerca de la mitad de los bienes y servicios en el índice de precios al consumidor todavía estaban sujetos a la regulación gubernamental.84 Grandes déficits fiscales, que impidieron restricciones demasiado agudas del crecimiento del circulante, indican una desviación de la ortodoxia. Además, los uruguayos buscaron la rees-tructuración de la economía sobre la base de garantías sobre créditos industriales especiales y exenciones tributarias, subsidios a las exportaciones no tradicionales mediante reintegros –que promediaban un 18% del valor FOB de las exporta-ciones, con algunos que alcanzaban hasta un 39%–, la permanencia de aranceles altos, la imposición de depósitos por importaciones, un incremento del nivel real de inversión pública –que llegó a un 42,2% de nuevas inversiones en 1977, com-parado con un 25,9 en 1972–, y la opción de no privatizar compañías estatales,

83 Latin America Regional Reports: Southern Cone 6 (27 de junio de 1980), 6-7; Quarterly Economic Review of Argentina, 1er trimestre de 1979, 13. Sobre la reforma arancelaria brasileña ver Joel Bergsman, Brazil: Industrialization and Trade Policies, Londres, Oxford University Press, 1970.

84 Banco Mundial, Uruguay: Economic Memorandum, Washington, D.C., Banco Mundial, 1979, 15.

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con la excepción de una empresa municipal de autobuses.85 Lejos de corregir las distorsiones en los precios relativos, estas políticas intensificaron una tendencia que ya era pronunciada: la discriminación contra el sector ganadero, que teó-ricamente cuenta con las mayores ventajas comparativas en ese país. Según un estudio de 1979 del Banco Mundial sobre la economía uruguaya, los términos de intercambio internos cayeron un 36% contra la agricultura entre 1973 y 1977.86 Así, aunque la política gubernamental dio un giro y se alejó del énfasis en la re-distribución y la industrialización vía sustitución de importaciones e incorporó ciertos elementos ortodoxos, como la liberación del mercado externo, el manejo general de la economía entre 1973 y 1977 no se puede caracterizar en rigor como ortodoxo. Y no pueden atribuirse a políticas ortodoxas los significativos cambios en la estructura económica del país, particularmente el crecimiento de las expor-taciones de productos manufacturados.

A fines de 1978 aparecieron signos de un giro hacia políticas más ortodoxas en Uruguay. Junto con el mencionado programa de liberalización de tarifas el gobierno anunció el fin de las restricciones de precios y de comercialización de la carne.87 Hay que ver si estos cambios son la punta de lanza de una reo-rientación fundamental de la política económica uruguaya, y una base posible para ligar amenaza con variaciones en la política económica en el largo plazo. Muchos anuncios previos de reformas en dirección del neoliberalismo, como el plan de 1975 para la liberalización de importaciones de automóviles, o los cortes en los reintegros a las exportaciones previstos para 1979, terminaron posponiéndose u olvidados del todo.88 A ello hay que sumarle, por cierto, que la relativa novedad del autoritarismo burocrático impide comparar políticas en un período relativamente prolongado. De todas formas, la evidencia existente sugiere una ausencia de cualquier relación nítida entre amenaza y ortodoxia en la primera fase del Estado burocrático-autoritario, así como la ausencia de cualquier patrón único de desarrollo de políticas en el tiempo.

Quizás más importante aun, existen diferencias fundamentales entre las estrategias de desarrollo adoptadas por los Estados burocrático-autoritarios: diferencias que no pueden analizarse simplemente en términos de más o menos ortodoxia. El régimen de Onganía en la Argentina post-1966 per-siguió el crecimiento económico mediante la expansión de las exportacio-nes industriales y el crecimiento de la industria de bienes de producción.

85 Íd.; Finch, “Stabilization Policy”, 144-180; Howard Handelman, “Economic Policy and Elite Pressures in Uruguay”, American Universities Field Staff Reports 27 (1979); Bolsa Review 13 (marzo de 1979), 192.

86 Uruguay, 49.

87 Íd.; Latin America Regional Reports: Southern Cone 1 (1 de febrero de 1980), 5.

88 Business Latin America, 3 de septiembre de 1980, 284; Hadelman, “Economic Policy”, 15.

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Entre 1964 y 1974, Brasil impulsó la manufactura de bienes de consumo durable y la diversificación de las exportaciones. El régimen uruguayo, al menos hasta 1980, enfatizó la expansión de las exportaciones de productos manufacturados, mientras que la política de desarrollo de Chile desincen-tivó las manufacturas en favor de la de la producción de materias primas y las exportaciones no tradicionales (como frutas y productos forestales). Los contornos de la estrategia de desarrollo argentina en los años setenta seguían siendo poco claros cuatro años después del golpe. El continuo énfasis en el problema de la estabilización creó grandes dificultades para los productores de todos los sectores más fuertes; las bruscas reducciones en los niveles de tarifas combinadas con la mantención de un peso sobrevaluado, lo que reba-jaba la competitividad de las exportaciones e incentivaba las importaciones, dejaron a la industria nacional en una posición particularmente desven-tajosa. A mediados de 1980 una serie de señales, entre ellas cambios en el sistema impositivo, apuntaron asimismo a un distanciamiento de la política de industrialización vía sustitución de importaciones y una preferencia por la promoción de las exportaciones del sector primario.89

Aunque esta breve caracterización de las diversas estrategias de desarrollo necesariamente simplifica la realidad y exagera la coherencia de una política gubernamental, sirve para demostrar que existen importantes diferencias entre las políticas de desarrollo por las que optan los diversos regímenes au-toritarios burocráticos. O’Donnell implícitamente ha reconocido el punto al dejar fuera la “profundización” de la estructura industrial de su lista de características definitorias del EBA; pero también ha anotado que el evi-dente fracaso de los equipos económicos de los tres casos de alta amenaza en alcanzar “el tipo de sustitución de importaciones que supone la profun-dización de la estructura industrial” refleja “el resultado de una crisis que deja poco espacio a la divergencia respecto de la ortodoxia económica. Pero este patrón no necesariamente será seguido en el largo plazo, al menos en los casos donde el crecimiento económico no está excesivamente limitado por un mercado interno demasiado pequeño”.90 Dejando a un lado la con-troversia teórica en torno de la “profundización”, que se ha tocado en otra parte,91 la dificultad radica en que ni el tamaño del mercado ni la amenaza

89 Latin America Regional Reports: Southern Cone 7 (5 de septiembre de 1980), 8; OEA, Short-Term Eco-nomic Reports, vol. 8: Argentina, Washington, D.C.: OEA, 1979; Latin America Weekly Report 34 (29 de agosto de 1980), 4.

90 “Tensions”, 307n.

91 Ver, en particular, R. Kaufman, “Industrial Change”, 165-253; José Serra, “Three Mistaken Theses Re-garding the Connection between Industrialization and Authoritarian Regimes”, en New Authoritarianism, 99-163; Albert O. Hirschman, “The Turn to Authoritarianism in Latin America and the Search for its

177

convencen como explicación de las variaciones en las políticas de los EBA. Además, aunque puede sostenerse que el autoritarismo burocrático limita el rango de las variaciones de políticas y conduce a algunas similitudes –como los esfuerzos por atraer la inversión extranjera–, la evidencia que lo relaciona con un determinado conjunto de políticas es bastante débil. No solo han variado sustantivamente los caminos seguidos por los diversos regímenes de este tipo, sino que hay importantes semejanzas entre las políticas de algunos EBA y las de Estados de otro tipo. Como ha señalado Albert O. Hirschman, “políticas que en Brasil parecía que se debían al cambio de régimen en 1964 luego fueron adoptadas en todas partes, bajo los auspicios de orientaciones políticas diversas”.92

Las limitaciones de la explicación de O’Donnell sobre las similitudes y diferencias en las políticas económicas de los EBA apuntan a la importancia de otros factores, en particular la estructura institucional del Estado. La re-lativa autonomía de los tecnócratas para delinear la política económica, los canales de acceso y las diferentes oportunidades de ejercer influencia de los grupos de interés, la estructura del poder militar, la relación entre los grupos económicos civiles y militares, y el rol institucional de las Fuerzas Armadas en el proceso de toma de decisiones han variado de un caso a otro, y han afectado la política económica. Dada la estructura colegiada de la autoridad establecida por los militares en Uruguay, por ejemplo, no es extraño que la política económica después de 1973 estuviese caracterizada por la cautela, la vacilación y una tendencia a arrinconar las medidas ortodoxas (recomen-dadas por los asesores civiles) que se consideraban difíciles de tragar.93 Los esfuerzos por equilibrar el presupuesto, el traspaso de empresas públicas al sector privado y la reducción de las protecciones a las industrias que susti-tían importaciones fueron recetas que se toparon con una sustancial opo-sición entre los militares. Como lo refleja el énfasis puesto en las manufac-turas en vez de en las exportaciones agrícolas en Uruguay, los industriales, que gozaban de mayor acceso a las autoridades que las elites rurales, y que fueron capaces de capitalizar el prurito nacionalista de los militares, se mos-traron especialmente adeptos a cultivar sus relaciones con sus “protectores” uniformados.94 Algunas tendencias similares, aunque mucho más tenues, se hicieron evidentes en la Argentina post-1976, donde los intereses militares

Economic Determinants”, en New Authoritarianism, 61-98.

92 Íd., 79; Ver también Cardoso, “Characterization of Authoritarian Regimes”, 51.

93 Latin America Regional Reports: Southern Cone 6 (27 de junio de 1980), 6.

94 Handelman, “Economic Policy”, 11-16.

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por preservar su propio complejo industrial, Fabricaciones Militares, y los lazos personales entre uniformados e industriales dilataron los esfuerzos por reducir las barreras arancelarias y abrir el sector minero a la inversión ex-tranjera. En Chile, una estructura de poder comparativamente centralizada y personalista limitó el involucramiento de las instituciones militares en el diseño de la política económica, realzó la autonomía de los tecnócratas civi-les y facilitó la implementación de medidas ortodoxas “duras”. Los débiles lazos entre los militares y los líderes industriales contribuyeron también a una política mucho menos favorable a la industria local, aunque ya en 1980 los industriales chilenos estaban imitando a sus colegas argentinos al invitar a militares retirados a ser miembros de sus directorios.95

En síntesis, los niveles previos de amenaza no explican adecuadamente las variaciones en las políticas económicas durante la primera fase del Estado burocrático-autoritario. La ortodoxia del discurso sí ha aumentado desde los años sesenta hasta hoy, pero la política económica propiamente tal no ha va-riado consistentemente con el ritmo de la recuperación económica post-gol-pe o bien según los niveles de amenaza y crisis. Las políticas implementadas en los tres casos de alta amenaza difieren tan marcadamente como las políti-cas seguidas en regímenes burocrático-autoritarios que confrontaban niveles variados de amenaza y crisis. Una breve revisión de políticas de esos Estados impide apoyar la hipótesis de una relación entre ortodoxia económica, por un lado, y niveles previos de amenaza o desempeño económico, por otro. La alta amenaza se ha asociado con políticas comparativamente ortodoxas (Chile) y más bien heterodoxas (Uruguay); sólidas cifras de crecimiento en el corto plazo se han asociado con políticas tanto relativamente ortodoxas (Brasil) como no ortodoxas (Argentina post-1966); y, en oposición al ar-gumento de que la recuperación económica bajo condiciones de alta ame-naza requiere una cuidadosa adhesión a la ortodoxia, el desempeño inicial post-golpe de la economía uruguaya dejó muy atrás el de Chile. En la me-dida en que el desempeño económico condiciona, al tiempo que refleja, la política económica, pueden establecerse algunas conexiones entre niveles de amenaza previos y política económica posterior; sin embargo, factores como las estructuras de toma de decisiones y las coaliciones políticas que emergen bajo los regímenes burocrático-autoritarios tienen más peso al momento de entender las variaciones que los niveles de amenaza que rodean la irrupción del Estado burocrático-autoritario.

95 Latin America Regional Reports: Southern Cone 6 (27 de junio de 1980) 6-7.

179

Alineamientos políticos, cohesión de la clase dominante y unidad de los militares

Finalmente, según el análisis de O’Donnell de la dinámica posterior al golpe, los niveles previos de amenaza influyen en la cohesión de la clase dominante, el alineamiento de las fuerzas políticas y la unidad interna de los militares durante el período inicial del nuevo régimen. Así, teóricamente la amenaza tendría un papel crítico en la determinación de las posibilidades de colapso o supervivencia de un EBA.

Específicamente, O’Donnell ha intentado explicar los distintos rumbos que tomaron los regímenes burocrático-autoritarios de Brasil y Argentina en los años sesenta por el nivel de amenaza comparativamente menor de Argentina, que incrementó tanto los incentivos como las oportunidades para un rápido realineamiento de las fuerzas políticas en torno de alternativas no ortodoxas, nacionalistas y estatistas.

Por una parte, explotaron los controles del Estado sobre el sector popular. Por otra, la oposición de la burguesía nacional y muchos sectores medios, que ya ha-bían convergido con el sector popular, no pudo ser sistemáticamente reprimida. Por el contrario, tal convergencia pareció ofrecer una alternativa aceptable a más de unos pocos oficiales militares y tecnócratas, dividiendo profundamente de esta manera las capas institucionales del Estado burocrático-autoritario.96

O’Donnell sostiene que este realineamiento de fuerzas “inevitablemente golpeó la confianza recientemente renovada de la alta burguesía” y de esta forma contribuyó a la erosión de “la cohesión interna del autoritarismo buro-crático, lo que, junto con las grandes explosiones sociales de 1969-1970, pre-cipitó su desaparición”.97 Propone que en Brasil, en cambio, un nivel mayor de amenaza contribuyó a que se mantuviera un alineamiento de las fuerzas políticas que favoreció la continuación de los lazos entre la alta burguesía, la principal base de apoyo social del régimen, y las Fuerzas Armadas, actores centrales del sistema institucional en el EBA.

Como se ve, O’Donnell emplea tres líneas argumentales interrelacionadas para enlazar amenaza con variaciones en la cohesión y en los alineamientos po-líticos durante la primera fase del autoritarismo burocrático. Primero, y por su hipotético impacto sobre la represión y la desactivación política, los niveles de

96 “Reflexiones”, 131-132.

97 “Tensions”, 305.

180

amenaza influencian las oportunidades de surgimiento de una oposición que suponga un verdadero desafío. Segundo, la amenaza previa afecta la disposición de los partidarios desilusionados del autoritarismo burocrático para forjar una alianza con grupos del sector popular que pueda desafiar al régimen burocráti-co-autoritario. Como O’Donnell ha dicho, en términos generales, “[d]ependien-do del menor o mayor grado de amenaza previa, aquellos que retiran su apoyo a raíz de las políticas de normalización económica pueden o no, respectivamente, aliarse con los sectores excluidos y participar, como en Argentina en 1969, de un enfrentamiento decisivo contra el régimen”.98 La tercera línea argumental incorpora el desempeño económico y la ortodoxia en la política pública como variables intervinientes. En pocas palabras, sostiene que a mayor amenaza más probable es la aparición de tendencias hacia una mayor ortodoxia y menor éxito económico, que se refuerzan mutuamente, lo que a su vez refuerza la cohesión interna del régimen burocrático-autoritario. Pero O’Donnell sostiene asimismo que la ortodoxia económica desilusiona a muchos de los partidarios iniciales del régimen y crea tensiones entre una alta burguesía trasnacionalmente orientada y unas Fuerzas Armadas que tendrán siempre una orientación más nacionalista. Así, sus escritos proveen al menos alguna base para afirmar que los altos niveles de amenaza a un tiempo incrementan y disminuyen los incentivos para un reali-neamiento de las fuerzas políticas que amenazan la cohesión interna del Estado burocrático-autoritario. Añádase a estas complejidades teóricas los evidentes pro-blemas que plantea operacionalizar un concepto como “cohesión de la clase do-minante”, y se torna muy poco claro qué tipo de evidencia, si es que hay alguna, provee una base apropiada para evaluar las generalizaciones de O’Donnell.

La persistencia del autoritarismo burocrático en países como Chile y Uruguay, a pesar de su larga tradición de gobiernos constitucionales, entrega una posible indicación de la validez de los argumentos teóricos de O’Donnell. Sin embargo, como sugiere el inesperado colapso del autoritarismo en Portugal, la debilidad de los regímenes no democráticos solo se hace evidente a la hora de su autopsia. La cohesión de la clase dominante, la ausencia de alianzas entre el sector popular y los desafectos del régimen, y la unidad de los militares son explicaciones insatisfactorias, incluso teleológicas, de la persistencia del régimen si la última es el indicador principal de las condiciones iniciales. Además, la anterior revisión de la hipótesis que relaciona amenaza con variaciones en la represión, la desactivación política, el desempeño económico y la ortodoxia programática siembra dudas acerca de los argumentos teóricos que O’Donnell emplea para relacionar amenaza con variaciones en los alineamientos políticos

98 Íd., 297-298.

181

y la cohesión del autoritarismo burocrático. Existe cierta evidencia que apoya la primera línea argumental, que liga amenaza con variaciones en la represión y la desactivación política, pero no explica adecuadamente las diferencias en los alineamientos políticos y en la cohesión del régimen que hubo en Brasil y en Argentina en los sesenta. La debilidad de la evidencia que enlaza amenaza con ortodoxia en la política económica también arroja dudas sobre el análisis de O’Donnell de los desarrollos políticos post-golpe. El caso uruguayo, sobre todo, sugiere que, en la medida en que la amenaza puede explicar variaciones en los alineamientos políticos y en la cohesión del régimen, el impacto de la amenaza en la represión y las alianzas de clase es más importante que la hipotética relación entre amenaza y desempeño económico u ortodoxia en la política pública. Dada la orientación comparativamente no ortodoxa del régimen uruguayo entre 1973 y 1980, el argumento de que una alta amenaza aumenta las posibilidades “para la aplicación de políticas ortodoxas, y para perseverar en la alianza con la alta burguesía de un modo abierto y prácticamente exclusivo”,99 no es convincente.

Las similitudes y diferencias en los alineamientos políticos durante la fase inicial del autoritarismo burocrático también plantean preguntas acerca de la adecuación del análisis de O’Donnell. Tal como se refleja en la política eco-nómica, los partidarios y beneficiarios del Estado burocrático-autoritario han sido variados, incluso bajo condiciones similares de amenaza. Mientras que en Chile y en Argentina post-1976 los industriales sufrieron duros reveses en los primeros años, y vocearon su oposición a las políticas gubernamentales por la vía de sus respectivos grupos de interés –la SOFOFA en Chile y la Unión In-dustrial Argentina en ese país–, en Uruguay incluso los pequeños industriales que producían para el mercado local se beneficiaron del régimen, sobre todo por la combinación de bajos costos laborales y aranceles altos, lo que les permi-tía aumentar sus márgenes de beneficio.100 Un crédito comparativamente bara-to, subsidios y deducciones de impuestos dejaron a la industria orientada a las exportaciones en una posición aun más envidiable. Las entrevistas que hiciera Howard Handelman a las elites uruguayas en 1976 confirman estas tendencias. Mientras las elites rurales criticaban la política del gobierno y no veían ningún beneficio del régimen militar para los suyos, los líderes industriales se mostra-ron muy satisfechos con el gobierno.101

99 Íd., 306.

100 Latin America Regional Reports: Southern Cone 1 (1 de febrero de 1980), 5. Para la reacción de los in-dustriales chilenos y argentinos ver íd., 7 de diciembre de 1979, 2, 5; Latin America Weekly Report 11 (14 de marzo de 1980), 10; Quarterly Economic Review of Chile, 4to trimestre de 1974, 2.

101 Howard Handelman, “Class Conflict and the Repression of the Uruguayan Working Class”, paper presentado en la Conference on Contemporary Latin America, University of New Mexico, Alburquerque, abril de 1977.

182

Las tensiones políticas entre los militares y las elites rurales descontentas en Uruguay, a las que al menos tradicionalmente se ha descrito como parte de la “clase dominante”, también adquirieron proporciones extremas después de 1973, a pesar del alto nivel previo de amenaza. En 1975 los militares arres-taron al presidente de la Federación Rural por sus críticas a los planes del gobierno. El año siguiente los propietarios rurales participaron en una huelga ilegal.102 Está muy lejos de ser evidente cómo estas manifestaciones de descon-tento pueden conciliarse con la visión de que altos niveles de amenaza refuer-zan la cohesión de clase, particularmente dado que el descontento político de los propietarios rurales uruguayos no se puede atribuir a la ortodoxia econó-mica. El caso uruguayo podría dar sustento al argumento de que la cohesión de la clase dominante depende de la ortodoxia, pero al mismo tiempo siembra dudas sobre la relación entre amenaza y cohesión de clase. Las divisiones entre grupos de elite en Uruguay durante la fase inicial del Estado burocrático-au-toritario se asemejan bastante a las que surgieron en Argentina después de 1966. Y lo que explica más persuasivamente estas variaciones en la cohesión de clase no es el nivel previo de amenaza sino las persistentes variaciones en la estructura socioeconómica, que han creado patrones similares de conflictos sectoriales en ambos países.103

La cohesión de los militares provee otra base para evaluar la contundencia de los argumentos de O’Donnell, dado que el régimen burocrático-autorita-rio depende del apoyo institucional de las Fuerzas Armadas y que, como se dijo, O’Donnell ha relacionado las divisiones en las “capas institucionales” del régimen con la condición de baja amenaza previa. Pero, nuevamente, el problema es que las instituciones autoritarias tienden a ocultar las tendencias opositoras, por lo que la magnitud de estas no puede sopesarse fácilmente, dada la relativa importancia de la coerción y el consentimiento en un marco de autoritarismo. Por añadidura, la disponibilidad de información sobre el disenso entre los militares se espera que varíe según los niveles de amenaza previa, por dos razones: primero, porque los casos de alta amenaza se carac-terizan por una fuerte represión durante la fase inicial del nuevo régimen, y segundo, porque la oposición más reciente tiende a ser políticamente más sensible y de ahí más susceptible de censura.

Con estas consideraciones en mente, la evidencia de que la cohesión mili-tar varía con el nivel de amenaza que rodea la emergencia del autoritarismo

102 Handelman, “Economic Policy”, 16.

103 Analizando las relaciones entre el patrón de desarrollo económico y la naturaleza de los intereses de clase en Argentina en el período 1956-1776, el propio O’Donnell enfatiza la importancia de los conflictos secto-riales para comprender la falta de cohesión al interior de la burguesía en ese país. Ver “State and Alliances”.

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burocrático no es muy impresionante. Ciertamente, hay espacio para sostener que una alta amenaza previa da paso a una menor cohesión. La cantidad de arrestos, ejecuciones y retiros forzados entre los militares chilenos inmedia-tamente después del golpe de 1973 indica una tensión considerable. El caso uruguayo –donde altos oficiales fueron expulsados, arrestados, torturados y encarcelados– también sugiere que las profundas divisiones en la sociedad que precedieron al régimen burocrático-autoritario bajo condiciones de elevada amenaza afectaron a la institución militar. Por otra parte, la división inicial de los uniformados en Brasil, como indica la purga en el cuerpo de oficiales, fue mayor que la que se dio en Argentina post-1976.104

No ha transcurrido el tiempo suficiente para generalizar acerca de las va-riaciones en el largo plazo, pero los casos de Chile y Uruguay hacen pensar que, incluso bajo condiciones de alta amenaza previa, la cohesión militar presenta un problema continuo. La salida del representante de la Fuerza Aérea en la Junta de Gobierno chilena en 1978, y la consiguiente renuncia de dieciocho de los veinte oficiales en activo de mayor rango de la rama, apuntan claramente a una falta de cohesión. También en Uruguay el conflic-to persistió. Tras la detención de entre veinte y cincuenta oficiales en marzo de 1977, los uruguayos alteraron el código militar para permitir la inmedia-ta separación del servicio de cualquier oficial. En mayo de 1977, cuarenta y seis de ellos fueron purgados de acuerdo con las nuevas normas, entre ellos tres generales al menos, y un buen número de oficiales navales de alto rango; y en septiembre del mismo año veintiséis coroneles corrieron la mis-ma suerte.105 La información incompleta torna difícil hacerse cargo de estas tendencias, pero ellas sugieren que una fuerte represión podría exacerbar las divisiones al interior de las Fuerzas Armadas al mismo tiempo que crean incentivos para la cohesión interna y la perpetuación del régimen militar. En conjunto con ello, los continuados y fuertes remezones de la estructura de mando en Chile y Uruguay indican que hay otros factores en juego además

104 Liisa North, “The Military in Chilean Politics”, en Abraham F. Lowenthal, ed., Armies and Politics in Latin America, Nueva York, Holmes & Meier, 1976, 165-196. Edy Kaufman, Uruguay in Transition, New Brunswick, N.J., Transaction Books, 1979, 75. Ronald M. Schneider, The Political System of Brazil; Emer-gence of a “Modernizing” Authoritarian Regime, 1964-1970, Nueva York, Columbia University Press, 1971, 129-199, señala que las grandes purgas de 1964 resultaron en 555 retiros forzados de militares y 165 pasos a reserva involuntarios. No existe una evidencia comparable de desunión militar para el período post-1976 en Argentina, a pesar de los continuos informes acerca de luchas facciosas y rivalidades entre las ramas. Entre abril de 1976 y abril de 1979, por ejemplo, Latin America y su succesor, el Latin America Report, publicaron 31 notas separadas sobre la desunión militar en Argentina, sin embargo no se registra ningún quiebre pro-fundo con las normas profesionales de promoción de la carrera militar en ese lapso.

105 Latin America Political Report 11 (1 de abril de 1977), 103; 11 (27 de mayo de 1977), 157; 11 (23 de septiembre de 1977), 296; 12 (7 de julio de 1978), 208; 13 (2 de febrero de 1979), 38-39; Uruguay in Transition, 75-76.

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de la amenaza previa, incluyendo el rol anterior de las Fuerzas Armadas y la fortaleza de sus tradiciones constitucionales, en lo que respecta a la cohesión del principal actor institucional en el sistema del autoritarismo burocrático.

En suma, las comparaciones entre casos de Estados burocrático-autoritarios sugieren que la amenaza previa no explica de un modo adecuado las variaciones en la cohesión de la clase dominante, el alineamiento de fuerzas políticas ni la unidad militar. La escasa cohesión de la clase dominante caracterizó el período inicial del régimen tanto en condiciones de alta amenaza (Uruguay) como de baja amenaza (Argentina post-1966). Como lo indican las ejecuciones, encarce-laciones y salidas forzadas de oficiales –todo lo cual es indicio de divisiones muy profundas–, la alta amenaza ha estado ligada tanto a casos de baja unidad militar inicial (Uruguay y Chile) como de alta unidad militar inicial (Argentina post-1976). El alineamiento de las fuerzas políticas también ha variado bajo condi-ciones similares de amenaza, aunque se registran grandes diferencias entre los casos de baja y alta amenaza en relación con la velocidad con que los partidarios de la primera hora desilusionados del autoritarismo burocrático han intentado establecer alianzas con el sector popular. Estos hallazgos, junto con la debilidad del enlace conceptual entre amenaza y variables intervinientes clave, por ejem-plo la ortodoxia en las políticas, obviamente plantean interrogantes acerca de la importancia de la amenaza previa para entender las variaciones en la cohesión y los alineamientos políticos en el Estado burocrático-autoritario.

Conclusión

El original análisis de O’Donnell de las similitudes genéricas en la aparición de los regímenes burocrático-autoritarios ha sido una contribución teórica realmente importante que ha redefinido el autoritarismo como un fenómeno predecible, antes que anómalo, y relacionado con la modernización en el con-texto de la Sudamérica contemporánea. Su trabajo más reciente propone un nuevo conjunto de elementos teóricos significativos y concentra su atención en las importantes semejanzas que se dan en los objetivos, métodos de go-bierno y problemas de legitimación que caracterizan a los recientes regímenes militares en las naciones más industrializadas de la región.

Con todo, al expandir su análisis para acomodar nuevos casos y explicar los acontecimientos post-golpe, O’Donnell ha acrecentado las ambigüedades con-ceptuales de su trabajo sin dar cuenta de las importantes diferencias entre los regímenes burocrático-autoritarios reales. Como sugiere la revisión precedente,

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las hipótesis que relacionan niveles de amenaza previos con variaciones en los patrones de represión, desactivación política, política económica y desempeño de la economía, alineamientos políticos y cohesión de clase no tienen sustento en los datos comparados. Los datos tampoco entregan demasiado apoyo a los argu-mentos de O’Donnell que proponen relacionales causales entre estas variables.

Más aun, su descripción de las fases que atraviesa el EBA parece ser una generalización a partir de la experiencia brasileña que no encaja con otros casos ni explica las diferencias que se dan entre ellos. Las tendencias estatista y na-cionalista que eran claras en Brasil pocos años después de la implantación del régimen no se han replicado en otros lugares. Dado que hay otras característi-cas que son también únicas del caso de Brasil –como la persistencia después de 1964 de los partidos políticos, las elecciones y otros entramados institucionales y mecanismos de legitimación preexistentes–, así como diferencias iniciales no-torias entre los otros casos, escasamente hay razón para anticipar que los países gobernados por regímenes burocrático-autoritarios seguirán una senda de de-sarrollo similar a la de Brasil, o cualquier otro modelo singular.

La debilidad del análisis de O’Donnell de los desarrollos post-golpe refleja las limitaciones de una perspectiva que arraiga en un tipo ideal. Esta ha sido útil para identificar las semejanzas básicas y para sugerir preguntas fundamentales acerca de la capacidad de los regímenes militares exclusivistas para superar las contradicciones que impiden su legitimación; pero ha llevado al uso de con-ceptos y variables que opacan las variaciones entre los casos y no son capaces de proveer un marco teórico adecuado para explicarlas. El concepto “amenaza previa”, por ejemplo, ayuda a comprender las similitudes políticas en los ca-sos de autoritarismo burocrático, así como las diferencias políticas entre países como Colombia y Chile. Pero, como O’Donnell reconoce en Modernization and Bureaucratic-Authoritarianism, explicar las variaciones entre casos de regí-menes burocrático-autoritarios supone el examen de otros factores además de aquellos que han servido para explicar el surgimiento de este tipo de régimen o para establecer tipologías.106 En varios puntos de este ensayo se han identificado esos factores y, aunque una exploración sistemática del papel que han tenido en los acontecimientos posteriores a la instalación del EBA claramente excede el al-cance de este trabajo, pueden sugerirse nuevas líneas de investigación y análisis.

Los latinoamericanistas interesados en el análisis de los sistemas políticos autoritarios bien pueden beneficiarse de las lecciones que han arrojado varias décadas de investigación intensiva y discusión teórica acerca de los regímenes comunistas de Europa del Este. Tras reiterados esfuerzos por explicar la diná-

106 Ver Modernization, 99.

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mica de esos regímenes en términos de condiciones iniciales y características genéricas, los académicos hallaron más productivo examinar la continua inte-racción entre las cambiantes influencias ambientales y los procesos políticos. Este giro refleja un creciente reconocimiento de que los tipos ideales, o “sín-dromes”, que inicialmente guiaron la interpretación de las políticas de Europa del Este, opacaban las semejanzas entre Estados comunistas y no comunistas y creaban una imagen no realista del comunismo como un fenómeno polí-tico altamente unificado que, gracias a su unidad ideológica y de estructura, funcionaba de acuerdo con patrones altamente predecibles. Con el tiempo, los cambios en los socialismos reales, sobre todo al interior de la Unión So-viética, también derivaron en insatisfacción con los conceptos y modelos que, como ha dicho Richard Cornell, “congelaron” analíticamente el proceso del desarrollo histórico en un momento determinado al destacar el rol de ciertas influencias sociales y políticas en el establecimiento de la naturaleza del siste-ma político.107 Para una mejor comprensión de la política de Europa del Este los académicos adoptaron una amplia variedad de enfoques nuevos, diseñados para recolectar evidencia más confiable y sistemática, para analizar la compleja interrelación entre objetivos políticos, estructuras, políticas de Estado y varia-bles de contexto, y sobre todo para identificar los factores que impulsan y los que resisten el cambio a lo largo del tiempo.

El foco de la investigación sobre el autoritarismo en América Latina debe realizar un giro similar si lo que se quiere es producir un análisis satisfactorio de los acontecimientos posteriores a los golpes de Estado. El autoritarismo burocrático no puede entenderse adecuadamente a partir de una lista de rasgos interrelacionados diseñada para definirlo, ni en términos de modelos causales dedicados a explicar su surgimiento. El debate sobre estos temas es importante e indudablemente continuará, pero el esfuerzo por explicar la dinámica política y el impacto social de este fenómeno amerita otro énfasis de investigación, uno que se ocupe de estudiar los factores que han delineado la lucha por el poder y sus resultados tras la imposición del régimen. Precisamente un foco de este tipo informaba el trabajo anterior de O’Donnell sobre el quiebre de la democracia, que enfatizaba la naturaleza del “juego” político más que el carácter determi-nante de las condiciones iniciales o el carácter de clase subyacente del Estado.

Como mínimo, el esfuerzo por entender el autoritarismo burocrático re-quiere comparaciones entre casos más sistemáticas y empíricas, y tomar en cuenta un rango más vasto de explicaciones acerca de los hechos post-golpe. Un conjunto de factores que demanda bastante mayor atención en un análisis

107 Richard Cornell, ed., The Soviet Political System, Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1970, 1.

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causal de estos hechos es el que deriva del contexto internacional. Como se ha dicho más arriba, los flujos de capital, los términos de intercambio, las fluctuaciones en la expansión del mercado mundial y otras variables exógenas imponen limitaciones a las políticas internas y parecen relevantes para com-prender el relativo éxito económico del autoritarismo burocrático en Brasil y Argentina en los años sesenta. Las conexiones internacionales de las econo-mías en cuestión, aunque muy variables, son clave, y por lo tanto se requiere un análisis más minucioso del impacto de los cambios en la economía global sobre las políticas locales.

Asimismo es necesario considerar, para una mejor explicación del desarro-llo de los Estados burocrático-autoritarios, las variaciones en la organización, la conciencia y los recursos políticos de actores sociales clave. El gran tamaño, la localización estratégica y la experiencia organizacional de la clase de los trabaja-dores industriales en Argentina, por ejemplo, explican importantes aspectos de la política gubernamental en ambos períodos post-golpe. La presencia de una vasta población marginal y la consiguiente debilidad de las organizaciones sindi-cales en Brasil crearon un rango mucho más amplio de opciones programáticas, y permitieron a los militares mantener el control sobre los grupos subordinados con una dependencia mínima –en términos comparativos– de la coerción pura y simple. De modo similar, la organización de los militares también explica ciertas diferencias entre casos. Por ejemplo, la estructura excepcionalmente centralizada y personalista del poder militar en Chile después de 1973 favoreció la autono-mía de los tecnócratas y permitió la aplicación sistemática de las recetas más ortodoxas, mientras que la estructura más colegiada del poder militar en Uru-guay supuso que los tecnócratas tuvieran menos autonomía, que la política del gobierno fuera menos consistente y las medidas económicas menos ortodoxas.

Las diferencias en el tamaño del mercado interno, el patrón de conflictos sectoriales, los lazos entre las elites civiles y militares y la estructura institucio-nal del Estado también son relevantes para explicar las semejanzas y variacio-nes entre casos. Dependiendo del foco específico del análisis, podrían añadirse aun otros factores; sin embargo, ya estas sugerencias dan una medida de la amplia variedad de fuerzas que deben ser tomadas en cuenta para comprender los patrones de cambio en los Estados burocrático-autoritarios.

Como el propio O’Donnell ha destacado, muchos de los parecidos y dife-rencias entre estos regímenes reflejan patrones previos de desarrollo económi-co y conflicto político, pero las condiciones históricas son importantes para la comprensión de los acontecimientos post-golpe solo en la medida en que dan forma al “juego” político que emerge después de la imposición del régimen

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autoritario. Y, quizás más importante aun, las fuerzas que delinean el desarro-llo político de las sociedades bajo este régimen no están fijadas en el momento del golpe. El surgimiento del autoritarismo burocrático en sí mismo consti-tuye una alteración significativa de la situación precedente, y, hasta el punto en que la acción de este régimen altera el carácter de la sociedad, la política estará cada vez menos condicionada por las condiciones previas al quiebre. Por lo tanto, un análisis de la política de los Estados burocrático-autoritarios debe partir de la consideración empírica y teórica de las realidades históricas emergentes más que de configuraciones del pasado.

Segunda parteLa elite polarizada

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Hipermovilización en Chile, 1970-1973Henry A. Landsberger Tim McDaniel

Movilización, revolución y desarrollo

La muerte del doctor Allende y el violento fin de su Presidencia el 11 de septiembre de 1973 no solo fueron tragedias en sí mismas; también fue-ron parte de una tragedia mayor y más compleja, puesto que el intento de Allende de sembrar las bases de una futura sociedad socialista ha tenido un sangriento final. De seguro la secuencia exacta de los acontecimientos, y sobre todo sus causas, serán objeto de discusión por décadas, como lo han sido las de la guerra civil española, con la que la situación chilena ha tenido asombrosos paralelos.1

Naturalmente que en estos acontecimientos desempeñaron un importante papel aquellos que siempre habían sido –y aquellos que con el tiempo pasaron a ser– los peores enemigos de la Unidad Popular (UP), la coalición de partidos de izquierda cuyo candidato Salvador Allende había resultado triunfador en

1 Se dice que algunos intelectuales chilenos de izquierda reconocieron este ominoso paralelo meses antes del golpe de Estado. El papel de Largo Caballero en el conflicto hispano –polarizar la situación política, alejando a los socialistas españoles de las posturas moderadas y empujándolos hacia el extremismo izquierdista– lo desempeñó en Chile Carlos Altamirano, secretario general del Partido Socialista (PS). El innecesario aisla-miento del pequeño campesinado en España (ver Edward Malefakis, Agrarian Reform and Peasant Revolution in Spain, New Haven, Yale University Press, 1970) tuvo asimismo un paralelo directo en Chile. También uno más amplio, en el sentido de que la totalidad de la burguesía se vio alienada en un momento en que, de acuerdo con el análisis marxista, la clase obrera no tenía todavía suficiente poder por sí misma para im-plantar el programa del doctor Allende. Para una apreciación franca de los errores del “ultraizquierdismo pequeñoburgués”, ver el análisis de René Castillo (seudónimo de un miembro del Comité Central del Partido Comunista de Chile), Chile: Enseñanzas y perspectivas de la revolución, Praga, Editorial Internacional Paz y Socialismo, 1974.

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las elecciones presidenciales de 1970.2 Podemos dar por hecho, a efectos de este artículo, el rol de los enemigos externos e internos del régimen.

El foco de este artículo, tanto descriptiva como analíticamente, está en los sectores que supuestamente apoyaban a la UP. Específicamente en los trabaja-dores, en cuanto fuerza laboral sindicalizada y elemento integrante de varios partidos políticos, pero también entendido como una suma de individuos. Los trabajadores, aunque en un sentido amplio y vago estaban básicamente a favor de los objetivos y políticas de la UP, tuvieron un papel sustancial en el agravamiento de las dificultades que el gobierno del doctor Allende enfrentó casi desde el comienzo de su mandato, dificultades que solo permanecieron ocultas el breve período cubierto de éxitos que fue el primer año de la coalición en el poder. La UP seguramente quiso ser el “gobierno de los trabajadores”,3 pero algunas de las formas en que los trabajadores respondieron a este deseo lo pusieron en graves aprietos. El propósito de este artículo es constituirse en un análisis preliminar de las respuestas de esta clase trabajadora al gobierno de la UP, de sus causas y consecuencias, y finalmente situar este análisis de un solo país en una perspectiva mucho más amplia.

La tarea –analizar la actuación de la clase trabajadora en Chile antes del 11 de septiembre de 1973– toca varios puntos críticos. Un conjunto de ellos considera a la clase trabajadora estáticamente, e indaga sobre la naturaleza de su conciencia de clase y de su unidad en ciertas etapas de desarrollo. Dicho de un modo más drástico, nos preguntamos si puede decirse que existe la “clase trabajadora” como un actor unificado. Más específicamente, ¿hasta qué grado y en qué asuntos puede describirse la conciencia de la clase trabajadora como “revolucionaria” o “radical”?

Nuestra tesis es que, desafortunadamente para las políticas de la UP, la clase trabajadora chilena no estaba unida en torno de ninguna posición ideológica, y que ciertamente no era muy revolucionaria, al menos en la medida en que pueda establecerse un “promedio”. Y era así a pesar de que la clase trabajadora chilena, como veremos, estaba excepcionalmente politizada y en ese sentido

2 La Unidad Popular no pudo llevar el nombre, más connotado, de Frente Popular porque ya en 1938 una coalición así denominada había asumido el poder. Tanto en 1938 como en 1970 los partidos Socialista y Comunista fueron elementos clave en estas coaliciones. Pero en 1938 fueron opacados por el Partido Radi-cal, mientras que en 1970 este no era sino uno más de varios miembros menores de la coalición. La postura doctrinaria del Partido Socialista en 1970, aun cuando cubría un amplio rango, en su conjunto se situaba claramente a la izquierda del Partido Comunista (PC). Allende, socialista, fue mayormente un representante del ala moderada de su partido y como tal era relativamente cercano a los comunistas; de hecho, había sido proclamado candidato presidencial con una considerable reticencia de su propio partido, y con mucho mayor entusiasmo por el PC.

3 Altos funcionarios del gobierno usaban a menudo esta y otras expresiones similares. Ver un ejemplo en Gonzalo Martner, ed., El pensamiento del gobierno de Allende, Santiago, Universitaria, 1971, 119.

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podía considerarse madura para un país “subdesarrollado”. De un modo si-milar, en 1918, la clase obrera alemana parece haber sido excepcionalmente experimentada e informada en comparación con las de otros países ya enton-ces desarrollados, esto es, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos; por eso ha tenido una importancia analítica y práctica extraordinaria el hecho de que fracasara en el intento de mantenerse lo suficientemente unida y radical para apoyar en masa las tentativas revolucionarias de diciembre de 1918 a enero de 1919. Lenin y el Partido Comunista ruso tardaron años en asimilar este hecho, si es que alguna vez lo hicieron.

Así, también es extremadamente significativo para el análisis de los países subdesarrollados que una clase trabajadora tan relativamente madura como la chilena mostrara –en los temas clave, donde más importaba, como la pro-ductividad– un apoyo tan escaso a su propio (y relativamente moderado) go-bierno. Tampoco se mostró unida en pos de alguna alternativa más extrema o revolucionaria. (El rol de los espartaquistas de la “revolución ahora”, que en la Alemania de 1918-1919 fueron sumamente críticos de los socialdemócratas, lo interpretó en Chile el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, que fue tremendamente crítico del doctor Allende y del gobierno de la UP, al que consideraba meramente reformista.)

El pensamiento marxista, comenzando por el mismo Marx, exhibe una pe-culiar dualidad en su valoración de la unidad y del potencial revolucionario de la clase trabajadora. Por un lado, uno de los principios básicos del marxismo, y ciertamente del “joven Marx”, es que la clase trabajadora –como símbolo en su forma más extrema de la alienación que de hecho sufre toda la humanidad, en diversos grados– llegará a tener una clara conciencia revolucionaria del estado de la sociedad. Pero el Marx más maduro ciertamente sabía que partes, o incluso la totalidad, de la clase trabajadora de uno u otro país no lograrían avanzar en dirección de una verdadera comprensión marxista de la situación. Fue así, en un extremo del espectro, con la atrasada clase trabajadora española, en parte seducida por el anarquismo inspirado en Bakunin; y en el otro ex-tremo, con las muy avanzadas clases trabajadoras de Gran Bretaña y Estados Unidos, aburguesadas por la prosperidad y separadas por divisiones étnicas y raciales (en el caso británico, por la presencia de trabajadores irlandeses).

Precisamente para evitar que la clase obrera perdiera el rumbo, Lenin y sus seguidores enfatizaban la labor del Partido Comunista en el adoctri-namiento y orientación de los trabajadores en los países atrasados, donde se creía más probable que la explotación imperialista produjera una crisis revolucionaria que en los propios países metropolitanos. De este modo, al

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tiempo que Lenin concedía a las clases trabajadoras de los países en vías de desarrollo (y, cada vez más, al campesinado) un papel clave en cualquier revolución, era más sistemáticamente consciente de lo que Marx había sido de que para que desempeñaran esa función debían ser guiadas de forma adecuada. Con tal guía, sí, el resultado todavía parecía seguro para Lenin.

Radicales no marxistas más recientes han retrocedido de facto a la evaluación más abiertamente optimista de Marx. Católicos de izquierda como el educador brasileño Paulo Freire parecen guiarse por el supuesto de que “la concientiza-ción” y la movilización de los pobres en todas sus formas conducirán a un apoyo relativamente sin problemas de las clases bajas a los grupos y regímenes orienta-dos al cambio. Muchos de aquellos que buscan cambios moderados comparten la misma premisa optimista. Por ejemplo, Eduardo Frei, el Presidente democra-tacristiano que precedió a Allende en el período 1964-1970, sostenía que

la ampliación de la base electoral para incluir a la juventud en el proceso político, el reconocimiento del rol de los sindicatos en las decisiones micro y macroeconó-micas, la nueva organización de la población en comités de vecinos, la creación de mecanismos de participación en varios niveles de decisión del Estado, la reforma agraria, la promoción social, la necesaria reforma de la Constitución para eliminar los vicios incompatibles con la propia supervivencia de la democracia (…) todos estos son pasos hacia una verdadera participación popular con el fin de preservar nuestra libertad y promover el progreso social y económico.4

Postulamos que si bien esta hipótesis puede ser cierta en un sentido muy amplio, se olvida de distinguir entre las variadas formas que puede asumir la movilización de los más desposeídos, y las diversas consecuencias de ello. Algunas de esas formas pueden presentar grandes problemas prácticos, in-cluso para un gobierno que simpatice con los cambios que favorecen a los más pobres, y en especial cuando su poder para impulsar cambios sociales de envergadura es limitado.

Los cientistas sociales de Occidente también se han interesado en lo que se ha denominado la “movilización” de las clases bajas en las naciones en vías de desarrollo. Y aun cuando su orientación teórica difícilmente ha sido marxista, su evaluación de los efectos de la movilización ha mostrado prácticamente la misma oscilación entre el optimismo y la cautela.

Karl W. Deutsch, quien introdujo el concepto de “movilización” en la lite-ratura a comienzos de los años sesenta, veía el proceso en términos sumamente

4 Frei, Mensaje del Presidente, 21 de mayo de 1969.

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positivos: un prerrequisito esencial para la modernización. Define moviliza-ción como “el proceso que socava los principales entramados de compromisos sociales, económicos y psicológicos que vienen de antiguo (…) y las personas están disponibles para nuevos patrones de socialización y comportamiento (…) incluyendo su participación potencial o real en la política de masas”.5 Luego Deutsch enfatiza la siguiente etapa de “nuevos niveles de aspiraciones y deseos”, en la cual se eleva la “participación real”. El proceso tiene enton-ces un aspecto subjetivo, con aspiraciones económicas, políticas y culturales crecientes; y un aspecto conductual, representado por las tentativas reales de participación, para obtener mayores beneficios, para compartir la autoridad, tener más tiempo de ocio, comportarse menos respetuosamente frente a la autoridad tradicional, y reclamar mayor respeto para sí.

Últimamente, sin embargo, se han reconsiderado los beneficios de la mo-vilización de masas. A diferencia de Lenin, quien solo quería estar seguro de que fuera canalizada en la dirección correcta, cientistas políticos como Samuel P. Huntington no se muestran partidarios de un nivel demasiado alto de movilización. Argumentando que el cambio requiere poder, y que el poder se manifiesta a través de instituciones sólidas y efectivas, Huntington ve la movilización como una amenaza para el funcionamiento institucional efec-tivo. Las elevadas expectativas que traen consigo las movilizaciones casi por definición implican un mayor descontento con cualquier nivel dado de des-empeño institucional. Y el descontento debilita la legitimidad percibida de las instituciones, de las cuales en parte dependen las movilizaciones para su poder. Además, es probable que la participación en su forma de acción repre-sente un difícil reto para las instituciones nuevas, débiles y no muy flexibles todavía, lo que puede derivar en violencia, inestabilidad y falta de eficacia.6

El sentido común de nuestros tiempos sostiene que el cambio político re-quiere de algún grado de control de la movilización. Que esta creencia no es simplemente un prejuicio conservador es evidente en la afirmación de Fidel Castro de que en las democracias el pueblo “empieza tratando de satisfacer todas sus necesidades tan pronto como sea posible. Entonces, como el gran problema es precisamente que no existen los recursos suficientes para satisfa-cer esas necesidades, que los recursos disponibles no alcanzan para todos, es cuando surge todo tipo de conflictos”.7

5 Deutsch, “Social Mobilization and Political Development”, American Political Science Review 55, septiem-bre de 1961, 493-511. Cita de la página 494.

6 Huntington, Political Order in Changing Societies, New Haven, Yale University Press, 1968.

7 Castro, “Plan for the Advancement of Latin America”, en Paul E. Sigmund, ed., The Ideologies of the De-veloping Nations, Nueva York, Praeger, 1963, 262-266; cita de la página 263.

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Esta breve revisión de algunas perspectivas sobre la movilización nos lleva a creer que se trata de una espada de doble filo. Sus consecuencias dependen no solo de la forma que tome, sino del contexto político en el que opera: puede apoyar tanto como debilitar a los actores sociales orientados al cambio (inclu-yendo las organizaciones). En este sentido, nuestra tarea teórica es sugerir las condiciones bajo las cuales la movilización pueda tener implicancias negativas para la transformación social en los países en desarrollo. Nuestras conclusio-nes no podrán ser sino provisorias, pero esperamos que tengan algún valor, tanto teórico como práctico.

Antecedentes del caso chileno

1. Las instituciones de la clase trabajadora: partidos y sindicatosSi queremos entender la relación entre “los trabajadores” y el gobierno del doctor Allende en los años 1970-1973, necesitaremos conocer la evolución histórica del movimiento sindical chileno; la historia de los dos principales partidos de gobierno (Socialista y Comunista), que también eran los parti-dos dominantes en el movimiento sindical; y el rol de la Democracia Cris-tiana y del Partido Radical, que si bien eran más débiles que los primeros en el sector sindical, fueron lo suficientemente fuertes para desempeñar roles muy importantes. También insistimos en que al hablar de “los trabajadores” ello se entienda como una suma de individuos: los sindicatos, como los partidos, de ninguna manera representaban a todos los trabajadores. Las encuestas de opinión y estadísticas electorales pueden ayudarnos a determi-nar las coincidencias y divergencias entre los miembros y las organizacio-nes. Es un análisis especialmente necesario en situaciones de crisis, cuando la relación entre un miembro y la organización (sea sindicato o partido) se encuentra particularmente tensionada. Por cierto que resulta imposible, dentro de los límites de este artículo, siquiera intentar un resumen histórico de estos elementos,8 por lo que nos limitaremos a señalar las características más importantes de la situación hasta 1970, dado que nuestra tesis es que aquellas iluminan muchas de las dificultades que encontró el gobierno de la UP en su relación con los trabajadores.

El movimiento sindical chileno era antiguo (de una forma u otra databa del siglo XIX) y basado en las masas. Angell estima que a fines de los años

8 Lo ha hecho, y admirablemente, Alan Angell en Politics and the Labour Movement in Chile, Londres, Oxford University Press, 1972.

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sesenta cerca del 30% de la fuerza laboral organizable estaba sindicalizada, 70% en el caso de establecimientos industriales con más de 25 trabajado-res. La ley hacía difícil la organización en establecimientos menores, así es que estas cifras son bastante impresionantes.9 Respecto de los partidos de izquierda, el Partido Comunista (PC) se fundó en la década de 1920, pero había tenido precursores; el Partido Socialista (PS) se constituyó en 1932. Estos dos partidos, junto con el Partido Demócrata Cristiano (PDC) y el Partido Radical (PR), representaban a un sector muy sustancial de los traba-jadores en Chile. En general, entonces, los obreros chilenos estaban organi-zados y eran políticamente muy conscientes.

Pero también estaban divididos, lo que disminuía su fuerza de cara a sus oponentes. Esta división también suponía que ningún gobierno, ni siquiera uno amigo, sería capaz de contar con el apoyo unificado de los trabajado-res, algo que entonces no se previó con claridad. En efecto, la existencia de esta división, sumada a un elevado compromiso de cada uno con su organización, implicaba que la oposición a los esfuerzos de cualquier otro grupo –fuera extrema izquierda, centroizquierda o centro– sería fuerte y por lo menos parcialmente eficaz. No solo existía una comprensible hostilidad dentro del movimiento sindical entre los representantes de los dos partidos marxistas tradicionales y el recién arribado Partido Demócrata Cristiano, con su visión tan diferente de “la buena sociedad” y de cómo alcanzarla. (El PDC, aunque fundado en 1938, no atrajo masivamente a sus adherentes sino hacia finales de los años cincuenta.) Además, era largo el historial de rencillas entre el PS y el PC (con un auge en la década de 1940), tanto en la esfera político-electoral como en la sindical, lo que es comprensible en vista de su competencia por la misma clientela (trabajadores, campesinos, intelectuales), así como en términos ideológicos. No habría sido necesaria la existencia de dos partidos básicamente marxistas si ellos no creyesen que sus diferencias eran difíciles de conciliar. De hecho, el mismo Partido So-cialista había sido siempre una colección heterogénea de grupos ideológicos (y en parte oportunistas), no muy sujetos a la disciplina partidaria. Uno de los frecuentes quiebres del partido en sus cuarenta años de historia tuvo un papel en la confrontación más vergonzosa y costosa entre los obreros y el go-bierno de Allende: la huelga de los trabajadores del cobre en Chuquicamata en marzo de 1972.

Además, en términos de simple eficiencia organizacional –es decir, de contar con los medios apropiados para formular políticas e implementarlas,

9 Íd., 45-47.

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de rapidez y precisión de las comunicaciones, de una división racional del trabajo y de una especialización de tareas dentro del sindicato–, el movi-miento obrero chileno (como la mayoría de los movimientos obreros) era débil. Esta debilidad no solo se debía a las rivalidades políticas, sino también al Código Laboral, que facilitaba la negociación en primer lugar en el nivel de la fábrica o empresa, lo que era un ataque directo a la fuerza de los gran-des sindicatos industriales, sin mencionar el crecimiento de un solo cuerpo central como la CUT (Central Única de Trabajadores). En un país donde casi la mitad de la fuerza laboral trabaja en establecimientos de diez personas o menos, eso significaba que los sindicatos de las fábricas eran a menudo pequeños, débiles y aislados. Así, durante los años 1970 a 1973 no existió un solo cuerpo, o un limitado grupo de entidades, con el que el gobierno pudiese llegar a un acuerdo y, sobre todo, saber que ese acuerdo sería respe-tado. Si bien el gobierno de Allende efectivamente acordaba negociaciones anuales de salarios con la CUT, estos eran parcialmente anulados por acuer-dos separados de las industrias y las compañías que excedían los aumentos de salarios previstos en el convenio principal.

En ausencia de entidades puramente sindicales fuertes, en teoría los partidos políticos pertenecientes a la UP podrían haber desempeñado un papel orienta-dor para los trabajadores, especialmente porque una proporción sustancial de estos –en abstracto, y en las urnas– estaba a favor del gobierno (aunque en me-nor medida de lo que se podría pensar, como veremos más adelante). Pero, en la práctica, la larga cadena que se extendía desde el comité central de un partido hasta su departamento sindical,10 a través del dirigente sindical leal al partido, y hacia abajo hasta los trabajadores, no era lo suficientemente fuerte para actuar como una guía efectiva y un control de la acción sindical, incluso en ausencia de rivalidades partidistas y de políticas opuestas. La relación simbiótica entre los sindicatos y los partidos de izquierda se sostenía no por controles firmes, legítimos e interorganizacionales, sino por elementos mucho más ambiguos, como la simpatía mutua, la afinidad ideológica e intereses concretos sobrepues-tos. Ahora bien, la incapacidad de los partidos para controlar a los sindicatos es por supuesto historia vieja en las democracias parlamentarias pluripartidistas, comenzando por Gran Bretaña, Francia y Alemania en los últimos años del siglo XIX y principios del siglo XX.

Parece que nos hubiésemos contradicho: comenzamos resaltando la fuerza y la madurez del movimiento obrero chileno y ahora enfatizamos

10 Habitualmente, los partidos políticos chilenos con un electorado obrero tenían un departamento sindical que servía como punto de contacto de dos vías entre el partido y los dirigentes sindicales “por fuera” que eran militantes del partido.

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su división y debilidad organizacional. Pero la verdad es que no existe tal contradicción, porque usamos dos criterios para el análisis: había sí una participación masiva de trabajadores en las organizaciones sindicales y en los partidos políticos, y a través de esas organizaciones ciertamente tenían voz en los asuntos económicos y políticos, pero el control potencial de esta movilización era insuficiente, tanto por diferencias políticas como por de-ficiencias organizacionales. En términos de Huntington, las instituciones llamadas a canalizar la movilización de los trabajadores simplemente eran demasiado débiles. Y una movilización controlada era precisamente lo que un gobierno de minoría necesitaba si iba a embarcarse en un proyecto de cambios sociales y políticos tan inmensamente ambicioso. En otras palabras, no podía contar con la clase de apoyo de sus amigos que le diera libertad para tratar con sus enemigos.

Examinemos ahora más de cerca el superficial supuesto de que incluso en un sentido general los trabajadores estaban comprometidos con la UP. Existen dos visiones en la literatura sobre el radicalismo de la clase obrera chilena. Una, asociada con los escritores comprometidos con la extrema izquierda, enfatizaba –con reservas, naturalmente– que la clase trabajadora era, o podía perfectamente llegar a ser, una “fuerza cohesionada que puede ser política y socialmente movilizada por la izquierda”.11 La otra visión, a la que adherimos, tanto como Prothro y Chaparro, y Rodríguez y Smith, es que aun cuando los trabajadores de las industrias pueden ser el corazón de los partidos Comunista y Socialista, la clase como un todo muestra una amplia gama de opiniones. “Las cosas no son tan perfectamente claras como a menudo se nos ha hecho creer.”12

2. La clase trabajadoraComo individuos, los trabajadores chilenos se situaban en un amplio rango ideológico, y una vasta mayoría ciertamente no estaba preparada para un activismo violento. Un estudio de principios de los años sesenta reveló que el 23% de los presidentes de los sindicatos industriales eran democratacris-tianos, y solo el doble de ellos (43%, menos de la mitad) eran socialistas y comunistas; y eso en la época en que la Democracia Cristiana recién ha-

11 Esta es una afirmación de James W. Prothro y Patricio Chaparro que resume la postura de Maurice Zeitlin y James Petras, quienes han escrito extensamente sobre la clase trabajadora chilena. Ver Prothro y Chaparro, en este volumen.

12 José Luis Rodríguez y Brian Smith, SJ, “Political Attitudes and Behavior of the Chilean Working Class, 1958-1968”, mimeo, Departamento de Sociología, Universidad de Yale, 1973, 6.

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bía empezado a penetrar el movimiento sindical. Además, este considerable porcentaje de afiliación no marxista se registraba en una parte de la clase obrera (obreros calificados, operarios industriales) donde era esperable que la fuerza del PDC fuese menor (en comparación con los sectores adminis-trativos y de servicios).13 Por otra parte, la orientación “economicista” de los dirigentes sindicales, incluso de los marxistas, era evidente en su elección del progreso económico de sus miembros como el objetivo a más largo plazo (cinco años) de sus sindicatos, más que “despertar la conciencia política de los trabajadores” (59% contra 8%).14 Y se refuerza la impresión de que estos líderes de los trabajadores, incluidos los marxistas, no estaban tan compro-metidos ideológicamente como podría haberse esperado. Solo el 42% de los líderes marxistas quería una “total e inmediata reestructuración de la sociedad”; un 13% incluso estaba satisfecho con una “evolución gradual de la actual estructura”.

Alejandro Portes encuestó a 382 habitantes de barrios marginales a fines de los años sesenta. Puesto que muchas de las “tomas” urbanas en aquel tiempo eran protagonizadas por habitantes de estos barrios marginales, no existe una razón a priori para pensar que ellos fueran menos radicales que los trabajadores industriales. En cualquier caso, dado el pequeño tamaño de la clase obrera industrial, ningún partido podía basarse solo en ella y alegar ser ampliamente representativo. Los partidos de izquierda, el PDC y cualquier otro que reclamase la representación de “las masas” incluía a po-bladores entre sus adherentes. La Tabla 1 muestra los resultados del estudio de Portes que nos interesan. Un 62% de estos pobladores pensaba que una revolución popular sería mala o muy mala para Chile; solo el 6% pensaba que sería “muy buena”, y el 27% pensaba que sería “buena”. Querían la vía electoral, y no querían presenciar el uso de la fuerza. Simplemente no eran anti-Estados Unidos, ni demasiado pro-Cuba. Por otro lado, una importan-te mayoría (sobre el 60%) sí quería que la propiedad de los ricos estuviera bajo el control estatal.

13 Henry A. Landsberger, Manuel Barrera y Abel Toro, “The Chilean Labor Union Leader”, Industrial and Labor Relations Review XVII, abril de 1964, 399-420.

14 Landsberger, “Do Ideological Differences Have Personal Correlates?”, Economic Development and Cultu-ral Change XVI, enero de 1968, 219-242.

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TABLA 1Distribución de frecuencias en el “índice de radicalismo de izquierda” de 7 ítemes de Portes, para una muestra de 382 pobladores

Ítem Categorías Porcentaje (N=382)

1. Cree usted que una revolución popular sería:

Muy buena para ChileBuena para ChileNo sabeMala para ChileMuy mala para Chile

62754913

2. Un gobierno progresista debe romper rela-ciones diplomáticas con Estados Unidos

No debería hacerlo – No es tan importanteEs muy importante que lo haga

7723

3. Un gobierno progresista debe establecer relaciones amistosas con Cuba

No debería hacerlo – No es tan importanteEs muy importante que lo haga

6040

4. Un gobierno progresista debe expropiar los bienes de los ricos y ponerlos bajo el control estatal

No debería hacerlo – No es tan importanteEs muy importante que lo haga

3862

5. Juan dice: el cambio social debe ser revolucionario. Es necesario barrer con el pasado. Pedro dice: el cambio social no debe ser revolucionario. Es necesario man-tener muchas cosas del pasado. ¿Quién tiene la razón?

JuanNinguno – No sabePedro

27370

6. Tomás dice: la mejor manera de que un gobierno progresista llegue al poder es a través de elecciones. Pablo dice: la mejor manera de que un gobierno progresista llegue al poder es a través de una revolu-ción popular. ¿Quién tiene la razón?

TomásNinguno – No sabePablo

75223

7. Jaime dice: la fuerza no conduce a ningún lado. Para lograr verdaderos cambios sociales es necesario buscar la cooperación de todos. Willy dice: para lograr verdade-ros cambios sociales es necesario usar la fuerza contra los poderosos. ¿Quién tiene la razón?

JaimeNinguno – No sabeWilly

66232

Fuente: Adaptado de Alejandro Portes, “Political Primitivism, Differential Socialization, and Lower-Class Leftist Radicalism”, American Sociological Review XXXVI, octubre de 1971, 820-835; Tabla 1, 824.

Reforzando los hallazgos de Portes están los de Goldrich y sus colabo-radores. Su estudio, realizado en 1965, muestra que entre el 51 y el 76% de los pobladores en Santiago concordaba “fuertemente” con que “nuestro sistema de gobierno es bueno para el país”; que los entrevistados estaban muy en contra de “los cambios sociales que provocaran desórdenes”, así como el uso de violencia (los porcentajes varían de 61 a 85). Pero, al mismo

202

tiempo, entre el 44 y el 62% estaban sumamente de acuerdo en que “solo si las cosas cambian mucho yo seré capaz de tener incidencia en lo que hace el gobierno”.15

Obviamente, nuestro punto no es negar que los trabajadores chilenos y las clases bajas en general se inclinaran hacia la izquierda. Claramente era así, pero en diferentes grados, dependiendo de la naturaleza exacta del tema. Siendo específicos, no querían ver violencia. Es más, aun cuando el porcentaje de la clase trabajadora cuyo voto va directamente a los partidos marxistas está probablemente en el rango del 45 al 65% (lo que deja una considerable mino-ría), ser marxista puede no significar lo mismo para un miembro de las clases bajas que para un intelectual de clase media, especialmente en el asunto de la disposición para usar la fuerza, y en lo concerniente a los asuntos de política exterior, incluyendo las políticas antiestadounidenses.

Estas tendencias pluralistas continuaron durante los años de Allende. Cen-trémonos en la elección presidencial de 1970, y, tal como lo hace Petras, en el voto masculino en las zonas mineras.16 Con excepción de los tres distritos carboníferos (Coronel, Lota y Curanilahue), donde la votación del doctor Allende estuvo en el rango del 70-80%, su voto en las demás zonas estuvo entre el cincuenta y el sesenta y algo por ciento. Votaciones de 69 y 71% se compensan por un 43% en Chuquicamata y un 41% en Lagunas. Estos no son porcentajes espectaculares, y las proporciones inusuales de Petras (“Votos por Allende de cada 100 votos por…”) más bien pueden ser confusamente altas, porque la votación restante fue dividida. Incluso en San Miguel (un ex-tenso distrito capitalino de clase trabajadora) Allende obtuvo solo un 52% de la votación. En todo Chile obtuvo apenas el 36% de la votación, 3% menos que en 1964.17

Por último, en una encuesta realizada por la revista Ercilla en septiembre de 1972, la falta de unanimidad de la clase baja nuevamente salta a la vis-ta. El doctor Allende no recibió ni el 50% de los hipotéticos votos de los encuestados de clase baja: 48 contra 42% cuando es confrontado con Frei, 46% confrontando a los mismos candidatos de 1970. El 75% de la clase baja creía que existía un clima de violencia en Chile en 1972; 18% creía que el gobierno era el responsable por ello, 22% creía que tanto el gobierno

15 Daniel Goldrich, Raymond B. Pratt y C.R. Schuller, “The Political Integration of Lower-Class Urban Settlements in Chile and Peru”, en Irving L. Horowitz, ed., Masses in Latin America, Nueva York, Oxford University Press, 1970, 175-214.

16 James Petras, Politics and Social Forces in Chilean Development, Berkeley y Los Angeles, University of California Press, 1970, 272 y ss.

17 Cálculos de los autores en base a cifras oficiales de la Dirección del Registro Electoral.

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como la oposición eran los responsables; y el 35% pensaba que la oposición era la única responsable. En otras palabras, un 40% veía al gobierno como el responsable parcial o total de crear el clima de violencia que otras encuestas (Portes, y Goldrich y otros) habían mostrado ser anatema para ellos. Solo el 27% de los encuestados de clase baja evaluaron el desempeño del gobierno como “bueno”; 32% pensaba que era “malo”; 41%, solo “satisfactorio”. Y casi tantas personas de clase baja se oponían a la propuesta de Allende de re-formar la Constitución (para instituir un sistema parlamentario unicameral) como las que lo apoyaban (41 a 44%).18

En suma, la clase trabajadora fue incapaz de actuar como un pilar fuerte y unido del gobierno de Allende, por una serie de razones, incluyendo la de-bilidad de sus organizaciones y la variedad de preferencias de sus miembros. Tampoco era muy probable que el gobierno pudiera controlar sus actividades, por las divisiones partidarias dentro de la coalición de la UP y la debilidad de los partidos en las mismas organizaciones sindicales. El gobierno de la UP en definitiva tuvo que depender de la exhortación y de la buena voluntad, tanto de sus adherentes como de sus oponentes dentro de la clase obrera, y no siem-pre estuvieron disponibles para ello. Veamos ahora en mayor detalle el proceso real de movilización de la clase obrera, y sus consecuencias.

La movilización de los trabajadores en el Chile de Allende

1. Los objetivos de la UPCuando en noviembre de 1970 la UP asumió las riendas del gobierno, lo hizo con una variedad de objetivos: políticos, sociales y económicos, de corto y de largo plazo. Muchos de ellos se reforzaban mutuamente, otros eran profun-damente contradictorios. Su objetivo general, relativamente moderado, era instalar los fundamentos para un movimiento más pronunciado hacia una sociedad socialista después de las elecciones presidenciales de 1976. Desde el comienzo, la UP se vio atormentada por las diferencias internas (particular-mente el radicalismo de una parte de los socialistas, en contraste con la cautela del PC) y por la circunstancia de su casi accidental, y en parte internamente inesperada,19 llegada al poder con un margen mínimo de los votos. Aun así,

18 Ercilla, 13 de septiembre de 1972, 10.

19 En general, tanto los miembros de la UP como sus oponentes aceptan que los planes y programas estaban mucho menos elaborados en 1970 que lo que habían estado en 1964, en parte porque había menos expec-tativas de ganar la elección y en parte porque los partidos no podían ponerse de acuerdo en los principios generales y, en consecuencia, tampoco en los planes específicos.

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por un tiempo existió un acuerdo general (pero, de nuevo, no específico) so-bre la necesidad de ampliar las bases de apoyo entre la clase trabajadora. Este respaldo era urgente en vistas de las elecciones municipales que tendrían lugar en abril de 1971, y cuyos resultados serían interpretados como una muestra de cuánto apoyaba realmente el pueblo a su gobierno. La UP tomó medidas específicas de corto plazo para provocar una “movilización instantánea”.

En lo que respecta a la política general hacia la clase trabajadora, había un deseo de mejorar su estándar de vida y aumentar su participación en el ingreso nacional. La UP creía en ello como principio, y además esperaba co-sechar ventajas en términos de incrementos en el apoyo político a corto y a largo plazos. En otras palabras, la redistribución de la riqueza hacia la clase trabajadora en parte se vio como un mecanismo para movilizar apoyos. Pero también había conciencia de los límites para una redistribución: las ganan-cias del área social (que se esperaba establecer en base a la nacionalización de empresas extranjeras y la estatización de monopolios nacionales) se suponía que se utilizarían para la inversión, es decir, para el desarrollo económico, y no para el consumo. Además, puesto que el gobierno esperaba mantener un sector privado saludable, al menos temporalmente, los aumentos de salarios no podrían ser lo suficientemente grandes como para desalentar económica o políticamente a los empresarios. ¿Se tenía el control suficiente de las institu-ciones a las que la UP tenía acceso –sus partidos y aquellos sectores del movi-miento sindical en los que estaba fuertemente representada– como para llevar a cabo una distribución restringida en vez de ilimitada? ¿Podría mantenerse un equilibrio entre dar mucho y dar demasiado?

El problema se agravó por un segundo objetivo sobre el cual, dentro de la UP, había un acuerdo solo en principio, pero no en sus detalles: el de incre-mentar la participación de los trabajadores, tanto en su lugar de trabajo como en la planificación económica y en la formulación de las políticas en general. El doctor Allende había prometido “fortalecer el poder popular y consolidarlo (…) haciendo a los sindicatos más poderosos con una nueva conciencia, la de que ellos son un pilar fundamental del gobierno, pero que no están domi-nados por el gobierno, sino que, conscientes, participan, apoyan, ayudan y critican sus acciones”.20

El objetivo de estimular la participación de los trabajadores y/o de los sin-dicatos21 representaba el compromiso sincero con un aspecto doctrinal. Pero

20 Salvador Allende: su pensamiento político, Santiago, Quimantú, 1972, 98.

21 Esa ambigüedad fue una fuente de conflictos dentro de la UP: el PC quería que los sindicatos fuesen los representantes de los trabajadores en las instancias de participación; una extensa facción del PS quería construir mecanismos de participación separados e independientes de los sindicatos establecidos.

205

también fue concebido como un instrumento para, ojalá, conseguir movili-zar el apoyo de la clase obrera y además hacer a los trabajadores “responsables” eliminando su tradicional postura adversarial. La esperanza, entonces, era a la vez movilizar y controlar la movilización. Una vez más asoma la pregunta: ¿eran las herramientas institucionales que la UP tenía disponibles lo bastante fuertes para controlar la movilización que estaban a punto de impulsar? Si no, el peligro sería que se perjudicara, como en el caso de la movilización indirecta a través de los beneficios económicos, el logro de varios objeti-vos económicos (por ejemplo, en el corto plazo, el control de la inflación; a largo plazo, la inversión), y que al mismo tiempo se vieran amenazados los objetivos políticos. La clase media sobre todo se sentiría excluida por una iniciativa apabullante en pro de la participación de los trabajadores. Como se dio cuenta tempranamente el Partido Comunista, las “tomas” descontroladas de fábricas pequeñas y medianas pertenecientes a particulares debían con-siderarse y temerse especialmente como un síntoma de hipermovilización, por su efecto en aquellos segmentos de la clase media que todavía podían ser persuadidos de no adoptar una postura de abierta oposición al gobierno de la UP. En 1970 y comienzos de 1971, la clase media no tenía una postura tan anti-UP como la tendría más adelante.

2. ¿La CUT como mecanismo de control?La organización clave para mediar entre la clase obrera y el gobierno era la CUT. Afortunadamente para el gobierno, estaba más controlada por el mo-derado Partido Comunista que por el más volátil Partido Socialista, si puede decirse que estuviera “controlada” de alguna forma o, para expresar nuestra cautela con más precisión, en la medida en que el control de la CUT importa-ra algo. Porque, como en la mayoría de los países, la confederación central de trabajadores, ya fuera la TUC en Gran Bretaña o la AFL-CIO en Estados Uni-dos, no está realmente en posición de poder controlar a sus sindicatos ni a las representaciones locales o filiales clave. Es en este nivel donde realmente está la acción. Aun así, la UP tenía en Luis Figueroa, el experimentado secretario general de la CUT, no solo a un buen amigo sino a alguien de su círculo cerca-no. Figueroa, un comunista moderado y disciplinado, llegó a ser ministro del Trabajo por algunos meses en 1972; otros funcionarios de la CUT ocuparon también puestos en el gabinete durante la presidencia de Allende; de manera destacable Rolando Calderón, más fiero en su discurso que Figueroa, pero no mucho menos moderado en la práctica.

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En la CUT, entonces, el doctor Allende por lo general tenía un apoyo importante para su política de movilización controlada. Naturalmente, la si-tuación allí dentro no era fácil, ya que los sectores opositores de trabajadores sindicalizados –los democratacristianos– tenían representación en la CUT; además, la repetida defensa de la política de sueldos del gobierno y de otras restricciones alejaría incluso a grupos de trabajadores que eran simpatizantes de la UP. En nuestra opinión, al menos tan importante como una limitación en la capacidad de la CUT para controlar la movilización es el hecho de que el proceso de movilización en sí es de una profundidad tan grande que excede la capacidad de ser activado o desactivado a voluntad por cualquier organismo. Probablemente sea más fácil estimular la movilización que dete-nerla cuando ya está en marcha. Incluso la desmovilización superficial suele requerir una fuerte represión, tal como la que Chile está experimentando ahora con un régimen militar de derecha; y como los trabajadores y cam-pesinos de la Unión Soviética lo experimentaron desde Kronstadt (1921) en adelante, cuando Lenin renunció a la política de “todo el poder para los soviets”, la que estaba bien para los propósitos prerrevolucionarios pero no más allá.

Ni siquiera el proceso original de movilización es fácil de controlar: ni los esfuerzos de una entidad oficial, ni los de un grupo de “agitadores” no oficiales pueden producirla a menos que la “masa” esté madura para ello; cuando lo está, tampoco es absolutamente necesaria, aunque estos esfuerzos sin duda facilitan el proceso.

3. La sindicalización como un índice de movilizaciónLos años de Allende vieron la continuación de una tendencia hacia una mayor sindicalización de la clase trabajadora que había comenzado durante la presidencia de Eduardo Frei (1964-1970). Por razones tácticas, elementos mayoritarios tanto en la UP como en el PDC creyeron conveniente enfatizar las diferencias que distinguían sus respectivas plataformas, sus filosofías sub-yacentes y sus logros reales. En particular, la UP estaba ansiosa por apuntar a la evidencia que mostraría que el período posterior a la elección de Allende difería enormemente y marcaba un hito cualitativo respecto del mandato de su predecesor democratacristiano. Habitualmente, se citaba la aceleración en el ritmo de las expropiaciones para destacar este punto, así como cambios estructurales como la nacionalización de los bancos, la “intervención” de empresas y la creación de un área social.

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No hay ninguna duda de que algunos de estos cambios estructurales deli-berados de la UP eran únicos y de que el ritmo se había acelerado. Pero la evo-lución algo más autónoma de los procesos sociales subyacentes, tales como el proceso de movilización, no está tan claramente delimitada por fechas electo-rales específicas, y ciertamente no por el año 1970. En la Tabla 2 presentamos las cifras de sindicalización. Este índice es particularmente relevante cuando se discute la movilización de los trabajadores, como en este artículo. Tras un período de declinación (1955-1960), seguido por un crecimiento muy lento (1960-1964), se produjo una verdadera explosión de afiliaciones en los años 1964-1970, es decir, durante la presidencia de Frei Montalva. Los miembros de los sindicatos profesionales (oficios: tanto blue-collar como white-collar) aumentaron a una tasa anual de alrededor del 15%; los miembros de sindica-tos industriales (de fábricas y talleres) a una tasa anual de 6,4%. En el agro el crecimiento fue fenomenal. En líneas generales, la afiliación a sindicatos como porcentaje de la fuerza laboral prácticamente se duplicó entre 1964 y 1970, aumentando de 10,3 a 19,4%.

No tenemos un interés particular en demostrar que la tasa de expansión disminuyó en los dos años posteriores, 1971 y 1972. Inevitablemente se vuelve más difícil organizar a los trabajadores después de que los casos fáciles han sido detectados. Queremos simplemente mostrar que la movilización de masas –por lo menos como lo indican estas cifras– tuvo un salto cuantitativo mucho antes de la elección de septiembre de 1970. El crecimiento temprano puede atribuirse en parte al hecho de que había poca diferencia entre la UP y el PDC en el tema de la movilización y participación. El Código Laboral fue sustancialmente modificado en 1967, pero incluso antes de eso el go-bierno de Frei aplicó la legislación laboral de un modo más compasivo. Lo que nos interesa defender aquí es en realidad que la movilización se debió a fuerzas por las cuales ni la Democracia Cristiana ni los partidos izquierdistas de la UP eran enteramente responsables: la creciente conciencia política de la clase trabajadora, la que solo en parte era producto de los esfuerzos de los partidos por desarrollarla como clientela; el mayor nivel educacional de los trabajadores, el impacto de los medios masivos de comunicación y el rápido crecimiento de las ciudades a causa de la emigración rural. Las leyes pueden haber frenado o facilitado el proceso; pero no pueden haberlo producido de la nada.

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Puesto que, como hemos visto, el sector organizado de trabajadores más grande apoyaba a la UP, el gobierno de Allende veía esta forma de movili-zación a la luz más favorable posible. En palabras de Allende, “crear más y más sindicatos e incorporarlos a la CUT es fortalecer el movimiento obrero en Chile y por consiguiente fortalecer la base que sostiene este gobierno”. Pero al mismo tiempo hacía una salvedad: si bien quería que la organización de los trabajadores tuviera “la más amplia libertad”, esperaba que estuviera acompañada de “la conciencia de que este gobierno es su gobierno y que, en consecuencia, su contribución crítica es una autocrítica”.22 Al llamar a los trabajadores a identificar sus intereses con los del gobierno, Allende estaba pidiendo que el poder cada vez mayor de los trabajadores se ejerciese con cada vez mayor responsabilidad, es decir, que se le concediera a él exactamente el apoyo que necesitaba.

4. Las huelgas y el “economicismo” como índices de movilización descontroladaLas huelgas de los trabajadores (ver Tablas 3 y 4) son al menos tan revelado-ras como su grado de sindicalización como indicadores de movilización. Al interpretar las estadísticas de las huelgas, estaremos pisando terreno peligroso porque, más allá de un cierto nivel, pueden indicar una movilización descon-trolada o hipermovilización, un concepto que puede no ser del todo popular.

Para mantener las Tablas 3 y 4 lo suficientemente breves como para ser significativas, no presentamos estadísticas de cada año; 1959 y 1960 son los dos primeros años del gobierno de Alessandri; 1965 y 1966, los dos primeros años del gobierno de Frei, y los años 1971 y 1972 los dos primeros de la UP. Los años de elecciones presidenciales (1964 y 1970) no están incluidos porque se dividen entre diferentes administraciones, y en cualquier caso son atípicos; 1963 y 1969 sí se incluyen porque fueron los últimos años completos de Ales-sandri y Frei. Los años intermedios de estos regímenes se omiten por motivos de brevedad y porque no cuentan con una correspondencia en la presidencia de Allende.

Respecto de la credibilidad de estos datos, cabe destacar que Chile ha tenido por décadas la reputación de poseer una burocracia eficiente y un Estado sólido en general. La información sobre las huelgas es recopilada por la policía nacional (Carabineros de Chile), a cuyas comisarías deben por ley acudir los empleadores para reportar cualquier paralización de actividades.

22 El Mercurio, 13 de mayo de 1973, 13.

210

(Y tienen un considerable interés personal en hacerlo, de hecho.) Carabi-neros envía al Ministerio del Trabajo un formulario estándar sobre cada huelga, en base a la cual el Ministerio compila las estadísticas oficiales, que a su vez son las que se utilizan en los Mensajes Anuales al Congreso en los que se basa la Tabla 3.

TABLA 3Huelgas 1959-1972

AñoCol. (1)Número

de huelgas

Col. (2)% de

incremento sobre fecha anterior, en base anual

Col. (3)Número total de

trabajadores participantes

Col. (4)% de

incremento sobre fecha anterior, en base anual

Col. (5)Número

total de días/hombre perdidos

Col. (6)% de

incremento sobre fecha anterior, en base anual

1959 204 --- 82.188 --- 869.728 ---

1960 245 20 88.518 8 s.i. ---

1963 416 23 117.084 11 s.i. ---

1965 723 37 182.359 28 s.i. ---

1966 1.073 48 195.435 7 2.015.253 19

1969 977 -3 275.406 13 972.382 -16

1971 2.709 88 302.397 5 1.414.313 23

1971

Número y % deltotal en sector

público*

(332;12%)(50.431;

17%)(132.479;

10%)

1972 3.289 21 397.142 31 1.654.151 17

1972

Número y % deltotal en sector

público*

(815; 25%)(135.037;

34%)(476.965;

29%)

• Solo los mensajes presidenciales de Allende entregan subtotales separados para el sector público y el privado. Si los totales de años anteriores no incluían las huelgas del sector público –pero creemos que sí estaban incluidas– entonces esta tabla exagera el incremento en la actividad paralizadora entre 1969 y 1971. Sin embargo, incluso así, son reveladores la altísima tasa de huelgas en 1971 y 1972, y el alto y creciente porcentaje de ellas en el sector público. Ver texto.

Fuentes: 1959-1969: Mensaje del Presidente, mayo de 1970, 366, 368-369; 1971: Mensaje del Presidente, mayo de 1972, 853-854; 1972: Mensaje del Presidente, mayo de 1973, 788-789.

211

TABLA 4Estadísticas secundarias sobre huelgas 1959-1972

Año Columna (1)Trabajadores por

huelgaa

Columna (2)Número total de días por huelgab

Columna (3)Días por huelga por trabajadorc

1959 402 4.263 10,6

1960 361 --- ---

1963 281 --- ---

1965 252 --- ---

1966 182 1.878 10,3

1969 281 995 3,5

1971 112 522 4,6

(Sector público) (152) (399) (2,6)

1972 120 502 4,2

(Sector público) (165) (585) (3,5)

a De la Tabla 3: col. (3) ÷ col. (1)b De la Tabla 3: col. (5) ÷ col. (1)c De la Tabla 4: col. (2) ÷ col. (1)

Puesto que algunas de las cifras en la Tabla 3 pueden parecer desconcertan-tes, hemos calculado algunas estadísticas derivadas (ver Tabla 4). Se ve extraño que existiera un 16% de reducción por año en el número de días perdidos en huelgas sobre el período de tres años entre 1966 y 1969;23 y que se produjera un incremento del 88% anual en el número de huelgas entre 1969 y 1971, con un aumento de solo el 5% en el número de trabajadores participantes (ver Tabla 3). Sin embargo, los cálculos presentados en la Tabla 4 revelan que no son aberraciones sino que representan tendencias consistentes. Juntas, las dos tablas muestran lo siguiente:

1) Un incremento de dieciséis veces en el número de huelgas: de 204 en 1959 a casi 3.300 en 1972; grandes incrementos anuales (con excep-ción de los años centrales del período de Frei, 1966-1969): Tabla 3, columna (2).

2) Un incremento de cinco veces entre 1959 y 1972 en el número total de trabajadores participantes: Tabla 3, columna (3).

3) El número de días perdidos aumentó también, pero a tasas más mode-radas; mayormente a una tasa de 10-20% por año: Tabla 3, columna

23 Las estadísticas año a año muestran una caída a 1,99 millones de días/hombre en 1967, pero un aumento explosivo a 3,65 millones de días/hombre en 1968, antes de otra caída a 0,97 millones de días/hombre en 1969.

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(6). Por lo tanto, entre 1959 y 1972 los días perdidos por paralización de labores ni siquiera se duplicaron. Este aumento más modesto en el número de días perdidos se debió a dos factores:

4) El número de trabajadores participantes por huelga cayó de 402 en 1959 a alrededor de 250 en los años sesenta, y a 110-120 en los setenta: Tabla 4, columna (1). Esto es sin duda otro reflejo del hecho de que se estaban movilizando y sindicalizando los trabajadores de empresas más pequeñas. (La Tabla 2 indica que el número de sindicatos creció más rápido que el número de sus miembros; es decir, los nuevos sindicatos eran peque-ños). Así, las huelgas se extendieron a plantas de escaso tamaño. El lento crecimiento en el “número total de trabajadores participantes”, Tabla 3, columnas (3) y (4), también lo muestra (con excepción de 1963-1965 y 1971-1972, cuando hubo una racha hacia arriba).

5) Pareciera que las huelgas fueron acortando su duración: diez días por trabajador en 1959 y 1966, pero establemente menos de cinco días por trabajador en años posteriores: Tabla 4, columna (3). Creemos que este dato –en el contexto de otros hallazgos– puede ser interpretado como indicativo de una suerte de irritabilidad espontánea, diferente de una huelga deliberada de largo aliento convocada por el sindicato en apoyo de sus demandas contractuales. Por “el contexto de otros hallazgos” nos referimos, por ejemplo, al hecho de que el porcentaje de las huel-gas legales respecto del total de huelgas cae progresivamente: de 33% en 1960, 19% en 1966, y 21% en 1969, hasta 7% en 1971 y 4% en 1972. En 1972, el 96% de todas las huelgas eran formalmente ilegales, o sea, no se realizaban al final de una mediación legalmente estipulada y un período de reflexión.

Para nuestros propósitos, los drásticos cambios en el período entre 1970 y 1973 son de particular interés. La virtual desaparición de las huelgas legales entre fines de los años sesenta y 1971-1972 es notable. Como también lo es el 31% de incremento anual en el número de trabajadores participantes entre 1971 y 1972. Pero más interesante aun es el proporcionalmente enorme, y cada vez mayor, papel de las huelgas en el sector público (Tabla 3). Entre 1971 y 1972, la tasa de paralizaciones en el sector público aumentó de 12 a 25%; el número de trabajadores involucrados se incrementó hasta 31%; es decir, uno de cada tres trabajadores en huelga pertenecía al sector público. La respuesta obvia –“sí, pero el área social también creció”– no es una buena respuesta, porque supone que los trabajadores en el área social continuarían siendo trata-

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dos como antes, y por ende actuarían como antes. Y eso no era lo que asumía ni lo que esperaba la UP. Tampoco el gobierno dio ninguna señal de que pen-sara que la paralización de actividades fuera deseable, ni en el sector público ni en el sector privado. La cuidadosa pero obvia satisfacción con la que, en el Mensaje Presidencial de mayo de 1972, se cita un leve descenso de la actividad paralizadora en los primeros tres meses de ese año (con datos tentativos que nunca se habían usado) indica cuánta preocupación habían ocasionado las huelgas en 1971. Y 1972 finalmente no fue muy diferente.

La movilización de la clase trabajadora que se revela en las huelgas –tanto en cantidad como en el tipo (“espontáneas”, ilegales)– claramente se había escapado del control de la CUT y del gobierno, los cuales mostraron una profunda preocupación. Es adecuado etiquetarla como movilización descon-trolada o hipermovilización.

El fomento de las huelgas no era una política de gobierno, o al menos, no del doctor Allende. Es posible que ciertos miembros del gobierno no estu-vieran del todo descontentos; dadas las crónicas divisiones dentro de la UP, no es fácil saber cuál era “la” postura del gobierno. Pero el doctor Allende y el PC se dieron cuenta de que una baja en la productividad se reflejaría nega-tivamente en el desempeño total del gobierno y que le costaría un apoyo que necesitaba. Por ejemplo, cuando pocas semanas después de la elección de Allende los mineros del cobre en Chuquicamata se fueron a huelga por un aumento salarial del 70%, Allende los reprendió refiriéndose a ellos como la “aristocracia de los trabajadores”. Un año después, visitó Chuquicamata nuevamente y reclamó con amargura que las huelgas no autorizadas habían costado $ 36 millones en 1970 después del acuerdo de la primera huelga; y que otros $ 12 millones se habían perdido hasta esa visita en 1971. La CUT, que respaldaba la campaña de la UP por expandir la producción y por aumentos salariales controlados, también asumió un papel de liderazgo en condenar las paralizaciones; no solo aquellas ligadas a la oposición política, como la de los mineros del cobre en la mina de El Teniente a mediados de 1973, sino otras también. Por ejemplo, el Consejo Provincial de Santiago de la CUT criticó la paralización de labores en la compañía Volante cuando “la gente más lo necesitaba”: “Esta actitud no es compatible con sus responsa-bilidades y constituye un acto en contra del gobierno y de los trabajadores en su conjunto”.24 La posición de la CUT en tales asuntos le atrajo ataques tanto de la derecha como de la izquierda, y fue acusada de traicionar los intereses de los trabajadores.

24 La Nación, 17 de mayo de 1971, 15.

214

Se puede argumentar que la enorme cantidad de huelgas en el sector privado, y de días/hombre perdidos en ellas, eran reflejo de una resistencia cada vez mayor a la empresa privada. Si bien hay algo de verdad en esta interpretación, el economi-cismo de los trabajadores parece una explicación más satisfactoria. Comenzando con Karl Marx y Friedrich Engels, continuando con Lenin, y contenido en todos los escritos marxistas desde entonces, existe un claro reconocimiento de que los trabajadores, entregados a sí mismos (y la propia organización de los trabajado-res, el sindicato, dejado a sí mismo), no alcanzarán la plena conciencia de clase, o no lograrán ser totalmente conscientes de la necesidad de una revolución. En vez de eso grupos específicos de trabajadores lucharán por reivindicaciones eco-nómicas particulares y mejoras inmediatas para su propio grupo de referencia.25

En ningún lugar se probó este punto tan dramáticamente como en Chile durante el gobierno de Allende. Ya nos hemos referido a las huelgas en Chu-quicamata, las que en gran medida fueron motivadas por asuntos económicos. En respuesta a esta situación, el presidente de la CUT declaró que debido a las peticiones exageradas de aumento salarial la CUT había enviado “profesores de su escuela sindical” para capacitar a los trabajadores del cobre en entender su res-ponsabilidad en el aumento de la producción y en que los ingresos beneficiaran a todo Chile.26 El mismo Presidente Allende había criticado ya las excesivas de-mandas económicas tanto en el sector privado como en el área estatal, llamando a los trabajadores a no pedir salarios más altos de lo que permitían las posibilidades garantizadas por los ingresos de sus empresas.27 Este tipo de comentarios se en-cuentra con bastante frecuencia en la prensa de izquierda; por ejemplo, Rolando Calderón, candidato socialista a la presidencia de la CUT, admitió que casi todos los conflictos laborales se habían resuelto en un nivel de salario más alto que el especificado en el convenio entre el gobierno y la Central.28 Del mismo modo, el plenario de federaciones de la CUT planteó los límites de incrementos salariales (así como de los precios) como la primera tarea de los trabajadores.29

El mismo Allende hizo quizás las declaraciones más fuertes a este respecto. Su Tercer Mensaje al Congreso de la Nación, el 21 de mayo de 1973, fue muy explícito sobre el problema de las demandas económicas de los trabajadores. De-clarando que la política redistributiva había ido más allá de la capacidad de la

25 Ver J. A. Banks, Marxist Sociology in Action, Londres, Faber and Faber, 1970, cap. 4, 47-55. Las notas al pie conducen a los escritos relevantes de Marx y Lenin, y a analistas secundarios como Lozovsky y Ham-mond.

26 Puro Chile, 5 de diciembre de 1971, suplemento, 20.

27 El Mercurio, 1 de abril de 1971, 11.

28 La Nación, 1 de marzo de 1972, 6.

29 La Nación, 30 de octubre de 1972, 16.

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economía, continuaba: “Los trabajadores deben tomar una decisión: deben decir si continuamos con una política economicista cuyo símbolo es El Teniente o si vamos hacia el sacrificio de tener menos dinero en beneficio de un mayor progre-so y un desarrollo más próspero”.30 La referencia a El Teniente –la segunda mina de cobre más grande de Chile– tenía que ver con la huelga que había comenzado a mediados de abril de 1973 y que duraría setenta y cinco días. Los mineros reclamaban tener derecho a un doble aumento, por el modo en que se habían redactado sus contratos y por la ley de ajuste salarial anual de la nación. Por ra-zones políticas, más tarde el PDC y varios elementos de la clase media apoyaron la huelga. Pero la movilización original era por asuntos económicos, y cuando los mineros marcharon hacia Santiago y ocuparon el Ministerio de Minería a fines de abril de 1973, Allende hizo la siguiente y dramática declaración: “Si los traba-jadores no entienden el proceso de cambio que estamos viviendo, simplemente me iré, y entonces verán las consecuencias”.31 Petras ha sintetizado estos episodios con los trabajadores en las minas y establece que “para los trabajadores (la nacio-nalización) era vista como un medio para mejorar sustancialmente su condición económica –no como un estímulo al desarrollo nacional–, aun cuando los líderes sindicales promoviesen el enfoque del desarrollo del país”.32

Permítasenos citar un incidente más que resalta el “economicismo” de los trabajadores y la creciente desesperación del gobierno ante ese rasgo. Usaremos un ejemplo que no proviene del singular y “aristocrático” sector minero sino de la industria textil. Esta se localizaba principalmente en Santiago; constituía una de las áreas centrales del sector recientemente estatizado de la economía chilena, y sus trabajadores habían sufrido peor trato de sus empleadores que los trabajadores de las minas. A ellos también el Presidente Allende les habló duramente varias veces. En enero de 1973 tomó la extraordinaria decisión de instalar su cuartel general por dos días en la fábrica Sumar (una de las textiles en torno a las cuales, más tarde, se planificaría la resistencia en caso de un gol-pe de Estado, puesto que era considerada un bastión de la UP), para intentar resolver los problemas laborales allí de una vez por todas. Allende criticó las excesivas demandas contractuales que continuamente exigían los obreros de la planta. Estaba particularmente molesto por su solicitud de aumento de la parte del pago que les correspondía en especies (270 metros de tela al año por trabajador). A los efectos de cálculos salariales, los pagos en especies eran valo-

30 Ercilla 1.976, 30 de mayo de 1973, 8.

31 Latin America VII, 27 de abril de 1973, 133.

32 James Petras, “Chile: Nationalization, Socioeconomic Change, and Popular Participation”, en Petras, ed., Latin America: From Dependance to Revolution, Nueva York, Wiley, 1973, 47.

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rizados al precio oficial, bajo, pero se sabía que los destinatarios los vendían en el mercado negro a un valor varias veces superior.33 El ministro de Economía, Pedro Vuskovic, ya había llamado la atención sobre esta extendida práctica a mediados de 1972.34

Allende también criticó las numerosas reuniones políticas que se desarrolla-ban durante las horas de trabajo, y el desprecio que mostraban los trabajadores por todos los beneficios en sus condiciones laborales exceptuando salarios más altos. Los trabajadores de Sumar no solo habían fracasado en aumentar la pro-ducción, sino que, según Latin America, habían ayudado a incurrir en pérdidas equivalentes a $ 1 millón.35 El Presidente Allende expresó que dos veces había tenido la idea de renunciar: una amenaza que, como hemos visto, repitió en relación con la huelga de El Teniente en abril de 1973. Fue citado diciendo que no existía “conciencia revolucionaria ni moral entre los trabajadores”.36 Medio año antes, el presidente socialista del sindicato de operarios industriales había admitido que su partido había enseñado a los trabajadores a ser “economicistas” y que, para cambiar esa actitud, “estamos dejando a los trabajadores involucrarse en los problemas de la fábrica. Si ellos saben cuánto se gasta y cuánto se produce, sabrán cuánto pueden pedir”.37 Dada la escasez de tiempo y la inflación galo-pante (163% en 1972, oficialmente admitida), es comprensible que la compos-tura y la comprensión de los trabajadores no fuesen inmediatas.

No es nuestra intención condenar moralmente el economicismo de los tra-bajadores. Ciertamente existían muchas características en el contexto general chileno, y especialmente en la política de la UP, que lo hacían comprensible. Para empezar, existía la tradición histórica de alentar las demandas económi-cas como la mejor manera de que los sindicatos obtuvieran apoyo. Su frag-mentación organizativa también militó en contra de la formulación de incre-mentos salariales moderados y uniformes a través de las diferentes industrias; no existían estándares objetivos. La explosiva inflación que acosó al país desde fines de 1971 en adelante también hizo difícil alcanzar acuerdos razonables.

Igualmente importantes fueron ciertos aspectos de la política del gobierno. En primer lugar, era claramente inconsistente. Por ejemplo, el “reajuste del re-ajuste”, es decir, el doble aumento que tan vehementemente negó a los trabaja-dores de El Teniente, estaba garantizado como una norma para los mineros de

33 El anuncio del gobierno, un mes más tarde, de que los trabajadores en el área social ya no serían remune-rados en especies tropezó con una abierta oposición. Ercilla 1.961, 14 de febrero de 1973, 16.

34 Ercilla 1.926, 14 de junio de 1972, 15.

35 Latin America VII, 26 de enero de 1973, 29.

36 Ercilla 1.958, 24 de enero de 1973, 8.

37 Ercilla 1.933, 26 de julio de 1972, 27.

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Chuquicamata, aun cuando su récord de producción era bastante menos impre-sionante que el de El Teniente.38 También hay una triste ironía en el hecho de que uno de los primeros actos del gobierno de la Unidad Popular sirviese para estimular tanto el economicismo de los trabajadores como la inflación sobre la cual más tarde ese economicismo comenzó a alimentarse, en una especie de círculo vicioso. Poco después de haber asumido el poder, el gobierno decretó un aumento salarial del 35 al 40% mientras congelaba los precios. La medida en parte tenía una intención económica: estimular la demanda y de esa manera incrementar la producción a través de la utilización de recursos ociosos, especial-mente recursos humanos desempleados. Pero, como el ministro Vuskovic decla-raría unos quince meses después, “un objetivo central de la política económica es ampliar el apoyo político del gobierno”,39 o sea, el aumento salarial también tenía la intención de acrecentar la votación de la UP en las elecciones municipa-les de abril de 1971. Muy probablemente esa medida tuvo un papel importante en el aumento del voto de la UP desde un 36 a casi el 50%. Pero no solo distor-sionó la economía sino que también abrió el apetito de los trabajadores.

5. El fracaso de la participación de los trabajadores como fracaso de una forma de movilización controladaEn la médula del programa de la UP estaba su plan para establecer un área social de la economía que consistiría en noventa empresas estratégicas. Estas firmas serían “propiedad de todos los chilenos”, con sus excedentes reinvertidos en pro del desarrollo económico. Nunca existió la intención de que los trabaja-dores en el área social fueran los únicos o principales beneficiarios de la nacio-nalización. La política de Allende era traer grandes cambios en sus vidas en la forma de una mayor participación en la planificación social y económica, tanto en su lugar de trabajo (fábrica) como en los niveles regional y nacional. Este programa, junto con ser una parte central de la visión socialista, estaba pensado para inculcar un mayor sentido de responsabilidad a los trabajadores, y de este modo fomentar la productividad y reducir las demandas salariales excesivas.40

De hecho, el área social creció más allá que lo proyectado. En los inicios de 1973 consistía en aproximadamente 250 firmas y controlaba el 80% de la

38 Raúl Ampuero, “Política y sindicatos: La huelga de El Teniente”, Panorama Económico 279, agosto de 1973, 2-4.

39 Pedro Vuskovic, “The Economic Policy of the Popular Unity Government”, en J. Ann Zammit, ed., The Chilean Road to Socialism, Austin, University of Texas Press, 1973, 50.

40 Salvador Allende: su pensamiento político, Santiago, Quimantú, 1972, 398.

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producción industrial y el 50% del PIB.41 A mediados de 1973 se había incor-porado a otras 250 empresas. Algunas habían sido vendidas por sus dueños (varias bajo una mayor o menor coerción de facto, financiera o de otro tipo); otras fueron “intervenidas” o “requisadas” como consecuencia de disputas sindicales y dificultades financieras o de producción. En algunos casos, los trabajadores (u otros), liderados a veces por el MIR y socialistas marginados, le brindaron a un reticente gobierno el hecho consumado. En otras palabras, sucedió todo tipo de cosas, y nadie sabe cuál es la proporción de cada uno de los diferentes tipos de adquisiciones.

El famoso convenio entre la CUT y el gobierno había sido firmado el 7 de diciembre de 1970. El primer punto tenía que ver con la participación de los trabajadores, tanto en el nivel de la planificación (nacional, sectorial, regional) como en el nivel de la empresa.42 Se trataba de un complicado sistema de asambleas y comités, de los cuales solo en uno tenía una participación relevan-te el sindicato de planta. Cualquier evaluación del éxito de este programa de participación debe ser tentativa en este momento,43 pero en general se acepta que no funcionó bien en ninguno de los niveles.

La explicación de Petras no deja la impresión de que el entusiasmo por una concepción amplia de la participación (más allá de la participación económi-ca) fuera generalizado.44 Él cree que los dirigentes sindicales y los trabajadores calificados tenían el mayor aprecio por los cambios institucionales en marcha. Incluso en el nivel de la fábrica o lugar de trabajo, nunca se habían instituido más que unos pocos esquemas de participación. De acuerdo con la CUT, no más del 30% de las empresas nacionalizadas habían creado comités de participación hasta mediados de 1972.45 La estimación de Zimbalist y Stallings es incluso más baja: consideran que la genuina participación de los trabajadores solo tuvo lugar en 35 empresas.46 Luis Figueroa, presidente de la CUT, confesaba a mediados de 1972 que “la participación todavía es débil. Algunas veces debido a que los ejecutivos o ‘interventores’ de las firmas en el área social no entienden la im-portancia de aliarse con los trabajadores (…) Otras veces, porque los dirigentes

41 The Economist, 24 de febrero de 1973, 14-15.

42 CUT, Departamento de Educación y Cultura, “Normas básicas de participación de los trabajadores en la dirección de las empresas de las áreas social y mixta”, Santiago, 1972.

43 Varios estudios se han realizado o están en proceso sobre la experiencia de la participación. Peter Winn (Princeton), José Luis Rodríguez (Yale), James Wilson (Cornell) y Andy Zimbalist (Harvard) son algunos de los que trabajan en ello.

44 James Petras, “Chile: Nationalization, Socioeconomic Change, and Popular Participation”, en Petras, ed., Latin America: From Dependance to Revolution, Nueva York, Wiley, 1973, 9-60, pássim.

45 Ercilla 1.973, 24 de mayo de 1972, 13.

46 Andy Zimbalist y Barbara Stallings, “Showdown in Chile”, Monthly Review XXV, octubre de 1973.

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sindicales piensan que los Consejos de Administración han venido a suplantar su labor”.47 Corroborando esta visión, Ramón Fernández, encargado de la Secreta-ría de Participación de la CUT, declaró que la participación era “solo una palabra bonita” y que “todos tenemos algo de culpa en esto”.48 También reconoció que no había una participación efectiva de los trabajadores en el nivel de la planifi-cación gubernamental. Más aun, existía una insatisfacción generalizada con el funcionamiento de aquellos sistemas de participación que se habían formado: los trabajadores solo tenían derecho a voz en la administración de las empresas estatizadas, y siempre se veían sobrepasados por los representantes de la gerencia y del gobierno; los dirigentes sindicales tenían prohibido ocupar puestos en la estructura participativa. Si bien el doctor Allende dio garantías de que “no existe un antagonismo entre el trabajo del comité de administración y los líderes sindi-cales”,49 la existencia de estas nuevas organizaciones de trabajadores terminó por conducir a un declive del poder de los sindicatos, especialmente puesto que las nuevas organizaciones participativas debían asumir muchas de sus funciones.50 En vez del tipo de movilización controlada que podría haber representado un sistema exitoso de participación obrera en la toma de decisiones, la UP se enfren-tó cada vez más con una forma de movilización descontrolada que claramente no deseaba: una negativa generalizada a obedecer cualquier tipo de autoridad institucionalizada y previamente legitimada, y un aumento de la “indisciplina”.51

6. Movilización descontrolada: rechazo a la autoridad y “desmoronamiento de la disciplina”El “desmoronamiento de la autoridad” se transformó en un asunto de inten-sa preocupación durante el período 1970-1973. Ya antes, muchos profesio-nales –ingenieros, médicos, administradores– habían empezado a quejarse por un aparente desmoronamiento de la “jerarquía”. La fuga de cerebros en-tre los ingenieros (que en algún grado siempre había estado presente) se ace-leró después de 1970, lo que en parte se atribuyó al hecho de que sus órde-nes no estaban siendo cumplidas en las fábricas, de manera que sus vidas se volvieron extremadamente frustrantes. Hubo una plaga de acusaciones –que

47 El Siglo, suplemento, 9 de abril de 1972, 8-9.

48 El Siglo, 22 de abril de 1973, 7.

49 Allende, op. cit., 361.

50 Manuel Barrera, material complementario de “El cambio social en una empresa del APS”, mimeo, Insti-tuto de Economía, Universidad de Chile, Santiago, 1973, 7.

51 Ponemos esta y otras expresiones similares entre comillas para indicar que eran ampliamente utilizadas en aquel tiempo para describir el proceso. No deben leerse suponiendo un juicio de valor de nuestra parte.

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se pueden probar con ejemplos, pero no con estadísticas sistematizadas– de que muchos ingenieros y ejecutivos habían sido despedidos después de las tomas de las empresas, no solo por insistencia de los nuevos administradores designados por el gobierno, sino por los mismos trabajadores. De hecho, se decía que había un clima generalizado de abierta insubordinación, hos-tilidad y agresividad en contra de las personas educadas, especialmente de aquellas en el poder, en parte alentado explícitamente por grupos políticos de extrema izquierda. A fines de agosto de 1973, los médicos presentaron un “pliego de peticiones” al gobierno que incluía la solicitud de poner fin a la campaña de desprestigio; a comienzos de junio habían realizado un paro de actividades de 48 horas en Santiago debido a las “agresiones en contra de los colegas y al desconocimiento de la autoridad en el Hospital del Salvador”.52

Pero se decía que era en el sector industrial estatizado (APS: área de pro-piedad social) donde los trabajadores que por largo tiempo habían tenido que obedecer la autoridad de empleadores privados ahora se pasaban al extremo opuesto. Su “indisciplina” incluía corrupción, robo, ausentismo, costosos descuidos en el uso de la maquinaria –como negligencia en la mantención–, simplemente no trabajar, vendettas (en parte basadas en lealtades políticas) y otros.53 Obviamente se requiere una prudencia extrema, y una total disposi-ción a revertir la propia visión en caso de aparecer otras evidencias, para acep-tar este tipo de descripción crítica en sentido literal. Nosotros lo hacemos, temporalmente, solo porque nadie –ni siquiera los adherentes al gobierno– parecen haber dicho nada que la contradiga. Ya los primeros meses de 1971 Allende criticaba el alto ausentismo laboral en algunas firmas, llamándolo “delictual”.54 En el semanario Chile Hoy, de orientación socialista, algunos trabajadores reclamaban por el alto ausentismo ocasionado por quienes ha-bían abandonado el trabajo para vender bienes en el mercado negro.55 En Yarur, la planta textil más famosa de Chile, el ausentismo supuestamente aumentó del 6 al 14% después de la nacionalización, y solo cayó a 10% des-pués de que el consejo de administración ganó una disputa con el sindicato de la fábrica.56

52 Ercilla 1.977, 6 al 12 de junio de 1973.

53 Reiteradamente se acusó el despido de líderes sindicales, activistas y simpatizantes del PDC; por ejemplo, en la planta textil Sumar en septiembre de 1971, y después de un paro de empleados bancarios (como parte de la “huelga general de los jefes”) en octubre de 1972. También fue un problema el despido de empleados públicos del PDC de la CORA, la oficina para la reforma agraria. No es posible determinar quién o quiénes fueron los responsables: era un signo de la creciente polarización.

54 El Siglo, 1 de abril de 1971, 9.

55 Chile Hoy, 4-10 de agosto de 1972, 16-17.

56 Ercilla 1.901, 22 de diciembre de 1971, 11.

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En Chuquicamata, los intentos del gobierno por reimponer algo de disci-plina gatillaron una de las mayores huelgas de trabajadores. Comenzó con la suspensión de un supervisor de nivel inferior que se había retirado del trabajo media hora antes, lo que provocó que una máquina fundidora sufriera un daño grave (era el tercero de estos accidentes en un mes).57 Había, sin embar-go, mucho más en juego: (1) una pelea política de partidos entre un grupo socialista disidente (que no pertenecía a la UP) y el PC. El nuevo gerente era comunista, y un buen ingeniero, pero supuestamente áspero y sin experiencia en la minería; (2) la renuncia del respetado gerente de producción, designado por el gobierno de la UP, disgustado por las excesivas designaciones políticas; (3) la protesta de los trabajadores por haberse inflado la plantilla de empleados con personal externo que no tenía una función productiva y sí altos sueldos (el departamento de “relaciones públicas” se había triplicado en esta industria estatizada); (4) una demanda de los trabajadores por una mayor participación genuina en la toma de decisiones; (5) una desmoralización general como re-sultado del caos técnico, debido a la partida no solo del personal especializado norteamericano sino también chileno, y a la escasez de repuestos, y (6) por último, cabe absolutamente presumir la posibilidad de una influencia de la CIA, pero ella no era capaz de producir una huelga de la nada.

A mediados de 1972, el gobierno consideraba la imposición de castigos más severos para la indisciplina: despidos, y pérdida de derechos al pago de indem-nizaciones y antigüedad.58 Pero, un año más tarde, un informe del gobierno todavía menciona las mismas caóticas condiciones. Otra medida diseñada para frenar la indisciplina fue la promulgación de un acuerdo entre la CUT y la DIRINCO (Dirección Nacional de la Industria y el Comercio, el organis-mo estatal de distribución) para formar comités de vigilancia en el sector esta-tizado de la economía. Estos comités, que se habían organizado mucho antes en el sector privado, tenían la función de supervisar la producción y cortar la especulación y el mercado negro. No existen indicios de que tuviera éxito.

Sin ir a las raíces, podemos ofrecer algunas sugerencias de por qué los esquemas de participación funcionaron de manera tan precaria y por qué la indisciplina fue tan rampante. El programa de participación enfrentó una serie de obstáculos: la naturaleza nueva (no probada) del sistema; su comple-jidad bizantina, que inhibía una organización efectiva; la escasez de personal directivo calificado, agudizada por el inesperado tamaño del sector estatiza-

57 Norman Gall, “Copper is the Wages of Chile”, American Universities Field Staff, West Coast, South America Series, XIX, 3, agosto de 1972, 1-12, 7-10.

58 Ercilla 1.933, 2 de agosto de 1972, 21.

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do de la economía; rivalidades políticas dentro de la coalición gobernante, que llevaron al nombramiento de directivos en base a cuotas partidarias más que a sus competencias;59 prolongados debates ideológicos dentro de la UP en torno a la participación, y entre la UP y otros partidos o facciones, que tuvieron el efecto de dividir las opiniones.60 Muchos de los factores respon-sables de la indisciplina de los trabajadores probablemente se originaron en cambios culturales y sociales más sutiles y generales, y por consiguiente, más difíciles de trazar. Nos referimos al desmoronamiento de los viejos sistemas de valores y patrones generales de jerarquía social, que se registra en muchas otras sociedades modernas. Pero, cualquiera que sea la combinación de cau-sas, el programa de participación no produjo ni fue consecuencia del tipo de “movilización” que habría sido útil para el gobierno de la UP. Y es esto lo que queremos establecer. Además, el mismo fracaso de la política de participación probablemente condujo a un considerable cinismo y oportunismo, tanto en relación con las empresas individuales como con el programa gubernamental en su conjunto.

7. Movilización y división de la clase trabajadora: el fortalecimiento de la ultraizquierdaDe acuerdo con el Consejo Nacional de la CUT, la “principal responsabili-dad [de la clase trabajadora] es procurar su unidad, de manera que, unida, pueda promover el proceso de cambio”.61 Pero en la realidad, la movilización condujo a la insatisfacción con muchos aspectos de la política de la UP, y al respaldo cada vez mayor de los trabajadores a los grupos de oposición, tanto de derecha como de izquierda.

Aquellos que están familiarizados con la evolución de la política chilena des-de mediados de la década de 1960 conocen la existencia del MIR, Movimiento

59 Este inconveniente aquejaba a todo el régimen de la UP, especialmente los nombramientos en el gabine-te, los Ministerios y las subsecretarías. Se le conoció como “cuoteo”.

60 El enfoque básico de lo que debía ser la participación, y sobre el asunto más amplio de cómo debían ad-ministrarse las industrias, fue objeto de encendidos debates entre partidos y grupos ideológicos (Rodríguez resume bien las diversas perspectivas). Este debate no ayudó al sistema a funcionar en las bases. Así, el PDC quería que el Estado tuviese un rol menor en la administración de la industria, y ponía énfasis en la pro-piedad de los trabajadores así como en el control conjunto con la dirección (y con los dueños particulares). La izquierda temía que la propiedad de los trabajadores los llevara a convertirse en burgueses conservadores (que es lo que ocurrió con los pequeños propietarios agrícolas en el sector rural). Por otra parte, existía una diferencia entre la izquierda más extrema, que tampoco quería que el Estado tuviera un rol muy prepon-derante (temiendo una incipiente burocratización y un fracaso en movilizar totalmente la conciencia de la clase obrera), y el PC más ortodoxo, que pensaba que por razones de planificación económica racional la autonomía de las fábricas tendría que ser muy limitada.

61 El Siglo, 25 de febrero de 1971, 5.

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de Izquierda Revolucionaria. En sus inicios limitado principalmente a estu-diantes (entre ellos hijos e hijas de altos dirigentes del PDC y partidos de iz-quierda), específicamente el MIR negaba la posibilidad de una vía democrática al socialismo sin derramamiento de sangre. De ahí que se mostrara escéptico de toda la postura de la UP, y especialmente de los miembros más cautelosos de la coalición. El PC era particularmente un blanco del MIR. A fines de 1971, el secretario general del MIR expresó la creencia de que el Estado y el sistema judicial “juegan su rol histórico, defienden los intereses de sus patrones en contra de los trabajadores”.62 Consecuentemente, en el nivel de la acción, el MIR buscaba forzar el ritmo estimulando y organizando tomas de fundos y fábricas. Para permitirse esto último, y como parte de su política general de movilización y radicalización de la clase trabajadora, intentó ganarse el respal-do de los obreros. De hecho, luego patrocinó su propia organización sindical, el FTR (Frente de Trabajadores Revolucionarios). El grado de su éxito indicará parcialmente cuán radical y revolucionaria era la clase trabajadora en Chile.

Los hallazgos no son simples y tampoco pueden simplificarse. No hay duda sobre la dirección de las estadísticas en torno a las elecciones sindica-les. En una conferencia de prensa sumamente publicitada a fines de mayo de 1972 (cuyo propósito era advertir sobre la desunión dentro de la UP en relación a qué postura tomar con respecto al MIR), el secretario general del PC, Luis Corvalán, señaló que en el sindicato de la construcción el FTR contaba con 300 votos contra los 800 del PC y los 6.000 del PS. En la planta textil cercana a Concepción donde se fundó el FTR, este no obtuvo siquiera un asiento en el comité ejecutivo del sindicato. En las elecciones durante el Sexto Congreso Nacional de la CUT, el MIR obtuvo menos del 2% de la votación (aunque esta cifra debe abordarse con cierta precaución: tomó tres semanas contar los votos, y los resultados fueron claramente “ne-gociados” entre los principales partidos, ninguno de los cuales quería ver al MIR saliendo fortalecido).

No obstante, existieron ciertas vías en que el MIR representaba al menos el espíritu de algunos grupos de trabajadores, y los representó tan bien como los sindicatos más establecidos, especialmente la CUT, o mejor incluso. Como resultado, la CUT se vio atrapada entre su deseo de ser leal al gobierno, es decir, contenerse y avanzar despacio, y su necesidad de no parecer superada por la izquierda.

Desde luego, existen dudas sobre la cuestión de que si los “soldados de a pie”, para qué decir los líderes, en las tomas de las fábricas eran realmente

62 Punto Final, 9 de noviembre de 1971, 2.

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trabajadores y no “jóvenes aventureros burgueses”, como los llamaba el PC, o pobladores. No solo el Partido Comunista sino también Hugo Blanco, un trotskista peruano, pensaban en junio de 1973 que el MIR tenía escaso apoyo entre los trabajadores urbanos en el establecimiento de los famosos cordones industriales. La impresión de Blanco era que los miristas eran jóvenes de la elite, y que su base estaba realmente en los comandos comunales y no entre los trabajadores industriales.63 Sin embargo, careciendo de al menos algo de apoyo de los obreros no podrían haber tenido éxitos parciales como los obte-nidos entre fines de marzo y comienzos de abril de 1973 (bastante antes del abortado golpe militar del 29 de junio), cuando el MIR anunció su intención de organizar una serie de tomas, y de hecho ocupó algunas fábricas y un cen-tro de distribución gubernamental.64

Ciertamente, tanto la CUT como específicamente el doctor Allende toma-ron muy en serio la amenaza de una organización paralela de trabajadores. Después de las tomas de marzo y abril de 1973, Allende habló por radio y televisión para pedir a los trabajadores que no atendieran los “llamados de los aventureros de ultraizquierda que quieren desacreditar al gobierno”.65 El 11 de julio de 1973, en la mina cuprífera de El Salvador (segundo aniversa-rio de la nacionalización), dijo que “debe entenderse que el liderazgo de los trabajadores está en manos de la CUT (…) Estoy diciendo sencillamente que no aceptaré poderes paralelos e independientes del gobierno de los tra-bajadores”. Y continuó diciendo que era “un error de algunos miembros de la UP y de otros sectores revolucionarios fuera de la UP llevar a cabo huelgas y ocupaciones por razones mezquinas (…) algo que no hicieron cuando esta-ban bajo la autoridad de los gobiernos reaccionarios”. Y durante los meses de julio y agosto de 1973 –después del fracasado “Tanquetazo”, el breve intento de golpe acometido por un batallón armado– la CUT comenzó a tomar muy seriamente la amenaza de una “organización rival”, y trató intensamente, pese a las considerables dificultades, de capturar el comando de los cada vez más vigorosos cordones industriales.

A nuestro juicio, parte de la creciente movilización –de trabajadores en sentido estricto, y en mayor medida de la “clase baja” en general– otorgó fuerza e ímpetu a las corrientes ideológicas a la izquierda de la mayor parte de la UP. Este sector ultraizquierdista de la clase trabajadora le complicó la vida al Presidente Allende, no solo por sus demandas económicas, sino sobre

63 Hugo Blanco y otros, en Les Evans, ed., Disaster in Chile, Nueva York, Pathfinders Press, 1974, 250.

64 Latin America VII, 13 de abril de 1973, 116.

65 Íd.

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todo porque permitió a la oposición declarar con algo de justificación que el gobierno estaba perdiendo el control, y que el caos y la guerra civil se volvían cada vez más probables.

8. La movilización y la división de la clase trabajadora: el fortalecimiento de los grupos de centroMuchos de los factores que precipitaron la deserción de trabajadores hacia la izquierda aumentaron asimismo el apoyo obrero de grupos a la derecha de la UP. Ambos lados, por ejemplo, abogaron por mayores reajustes de salarios y asignaciones. Irónicamente, en un momento el departamento de acción sin-dical del derechista Partido Nacional pidió a su Comisión Política luchar por un incremento salarial más alto –50% más de lo ofrecido por el gobierno–; la organización declaró que la CUT no tenía la voluntad de defender los inte-reses de los trabajadores.66 Prácticamente el mismo tipo de comentarios eran frecuentes en el periódico del MIR, El Rebelde.67 Hernán Morales, delegado del PDC al Congreso de la CUT, incluso destacó que en muchas áreas del debate en dicho congreso la Democracia Cristiana concordaba con el FTR y el Partido Comunista Revolucionario.68

Después del golpe de Estado, Ercilla hizo una afirmación que aún falta corroborar: que el 80% de las elecciones sindicales en 1973 constituyeron derrotas para el gobierno, y que la Dirección General del Trabajo había reci-bido casi mil informes (no especificados) concernientes a nuevos sindicatos, presumiblemente debido a que sus dirigentes eran en su mayoría antigu-bernamentales. Pero en general los resultados de las elecciones sindicales parecen demostrar que la UP estaba perdiendo a expensas de elementos más centristas, especialmente el PDC. Por ejemplo, de acuerdo con el semanario de la izquierda socialista Chile Hoy, la Democracia Cristiana inesperada-mente obtuvo muy buenos resultados en las elecciones de 1972 de la CUT.69 Se estima que alcanzó entre el 28 y el 35% de los votos emitidos. Algunos ejemplos de las últimas elecciones antes del golpe militar: en la Compañía de Aceros del Pacífico, estatizada, el PS y el PC juntos obtuvieron 2.049 votos; la oposición 2.638 votos; el FTR y el Partido Comunista Revolu-cionario (una facción) 191 votos; y los radicales 559 votos. Casi al mismo

66 Tribuna, 8 de diciembre de 1971, 6.

67 Ver, por ejemplo, El Rebelde, 8 de febrero de 1972, 4.

68 La Tercera de la Hora, 12 de diciembre de 1971, 13.

69 Chile Hoy 1, 16-22 de junio de 1972, 8.

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tiempo la UP perdió el control de LAN Chile, la aerolínea nacional, donde había tenido mayoría, al ganar el PDC una mayoría de tres a dos en el co-mité ejecutivo. En Chuquicamata, en el sindicato de los empleados, el PDC ganó tres escaños y el Partido Nacional uno, dejando a la UP con solo un miembro en el Consejo después de febrero de 1973. Anteriormente, la UP tenía 3 escaños, el PDC 2 y el PN uno. Entre los operarios, el PDC aumentó de uno a dos en febrero de 1973.

De mayor importancia a nivel nacional fueron las elecciones en el Sindica-to Único de Trabajadores de la Educación, en ese momento el sindicato más grande del país. Los democratacristianos obtuvieron 35.600 votos de un total de 73.000; la UP recibió 36.500. Esto le dio al PDC 16 de los 41 escaños en el consejo ejecutivo nacional, donde su presencia era de tres escaños los tres años anteriores. También fueron de relevancia nacional las elecciones en la Federa-ción Nacional de Trabajadores de la Salud, en donde el PDC y dos grupos más pequeños ganaron por mayoría simple (5.200 de 13.000 votantes, o 40%), en parte porque los comunistas y socialistas participaron en listas separadas, obteniendo sobre 3.000 votos cada partido.

La Democracia Cristiana no solo ganó apoyo numérico sino que poco a poco su oposición a la UP se endureció y se volvió más efectiva, en parte debi-do a una política extremadamente sectaria por parte de la UP. Por ejemplo, en el Congreso de la CUT de 1972, la UP aprobó resoluciones comprometiendo el apoyo incondicional al gobierno y condenando las propuestas de la Demo-cracia Cristiana para el control de las fábricas por parte de los trabajadores.70 En vista de estos pronunciamientos políticos (que en un contexto pluralista estaban llamados a dividir), el Consejo Nacional del PDC consideró la posi-bilidad de retirarse de la CUT.71 Del mismo modo, cuando esta condenó la huelga de los camioneros en octubre de 1972, los dirigentes sindicales demo-cratacristianos fueron enfáticos en apoyarla. La culminación de este proceso de polarización probablemente se alcanzó en la huelga de los mineros de El Teniente, la que estuvo acompañada de violentas confrontaciones entre traba-jadores democratacristianos y adherentes de la UP. Más adelante, en respuesta a los “cordones industriales” de la izquierda, los trabajadores del PDC comen-zaron a crear sus propias organizaciones dedicadas a la movilización de masas.72

Sintomática de todo este proceso de agudizadas divisiones dentro de la clase obrera fue la progresiva pérdida de control de la CUT. La confedera-

70 El Siglo, 13 de diciembre de 1971, 3.

71 La Prensa, 12 de diciembre de 1971, 5.

72 Ercilla 1.973, 16 de mayo de 1973, 8.

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ción trató de ser tan leal al Presidente Allende como le fue posible y, como resultado de ello, se expuso a la crítica tanto de elementos de la ultraizquier-da como de centro. Muchas de sus figuras clave, especialmente Luis Figue-roa, fueron leales a la línea de Allende. Por ejemplo, en diciembre de 1972, cuando el MIR-FTR patrocinó la ocupación de una planta de artículos elec-trónicos en Arica, al extremo norte de Chile, el PC local y una delegación de la CUT trataron de lograr un acuerdo negociado.73 Como lo señalamos, la CUT también firmó convenios con el gobierno para los reajustes nacionales de salarios. Pero aquí los leales a menudo se toparon con la oposición (en parte políticamente motivada) de las bases. Durante las últimas semanas de 1972 y principios de 1973, los “profesionales” de la CUT estaban por aceptar una propuesta de reajuste salarial del gobierno que hubiera asignado reajustes más bajos a quienes recibieran sueldos más altos, pero varias con-federaciones poderosas estuvieron en contra tanto del monto del aumento como del porcentaje de reducción.74

Desde mediados de 1972, dirigentes sindicales del PDC comenzaron a lla-mar a la CUT nada menos que “otro partido del gobierno” que dejaba a “los trabajadores indefensos”.75 Cuando la CUT regional de la Provincia de San-tiago (controlada por el PDC) convocó a una manifestación en contra de las alzas de precios en agosto de 1972, la CUT nacional no se atrevió a alzarse en contra.76 Los llamados de Figueroa para la entrega de las industrias toma-das ilegalmente y sus ataques contra el voluntarismo izquierdista no tuvieron mayor repercusión.77 La CUT tampoco fue capaz de contener los militantes cordones industriales, controlados por el MIR. Así, si bien la Central repre-sentaba el apoyo organizacional más sólido de la línea de Allende entre los trabajadores, su debilidad inherente se vio agravada por la presión de las bases y por ataques políticos desde la derecha y la izquierda.

En resumen, ya era evidente que no iba a haber una clase trabajadora uni-da y organizada. El PDC, a la derecha de la UP, se había tornado cada vez más vigoroso. El MIR-FTR, en la extrema izquierda, era capaz de utilizar a grupos de trabajadores para actos que desafiaban la política de Allende (aun cuando esos mismos trabajadores no votarían por el MIR). Por otra parte, muchos de los trabajadores tenían grandes aspiraciones económicas, agrava-

73 Ercilla 1.951, 6 de diciembre de 1972, 13.

74 Ercilla 1.967, 29 de marzo de 1973, 24.

75 Ercilla 1.923, 22 de marzo de 1972, 13.

76 Ercilla 1.936, 23 de agosto de 1972, 8.

77 El Siglo, 15 de julio de 1973, 3.

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das por la inflación. Con todo esto, la proporción de trabajadores con cuyo apoyo podía contar el gobierno para varios asuntos decisivos aparentemente estaba disminuyendo. Es muy probable que una mayoría de los trabajadores siguiese albergando una preferencia general por el gobierno de la UP, puesto que sin esa mayoría no habría podido obtener más del 40% de la votación nacional en marzo de 1973. La CUT era capaz de convocar enormes mani-festaciones en apoyo al gobierno, incluyendo manifestaciones en contra de los trabajadores en huelga a quienes se consideraba traidores. Sin embargo, y sin importar cuán genuinos fueran, estos actos se vieron contrarrestados por las continuas demandas salariales, por el ausentismo y la baja productividad, y por las esporádicas tomas de industrias. Es en estos asuntos prácticos que la lealtad no fue lo bastante sólida, como lo afirmara explícitamente el doc-tor Allende en numerosas ocasiones.

Conclusión: la movilización como una espada de doble filo

Permítasenos intentar extraer algunas conclusiones generales con respecto al proceso de movilización, las que pueden razonablemente basarse en el caso de Chile.

En primer lugar, como muchos marxistas lo han reconocido en su insis-tencia en “las condiciones objetivas”: el proceso de creación de conciencia (equivalente en muchas maneras al aspecto subjetivo de la movilización) puede verse estimulado o entorpecido por una política deliberada del Es-tado o de grupos y estratos no oficiales; pero en esencia es un proceso más profundo. Básicamente, no está bajo el control intencional de nadie, ni para ponerlo en marcha ni para frenarlo. De hecho, a menudo ni los más astutos observadores reconocen cuándo está ocurriendo. La mayoría de las revolu-ciones han tomado por sorpresa hasta a los revolucionarios más inteligentes: recordemos los acontecimientos de Rusia en 1905 y las atónitas reacciones de Lenin y Trotski. Otros (como el Che Guevara, que estaba seguro de que las condiciones objetivas son siempre propicias porque, en su visión, las ma-sas siempre han sido miserables y explotadas, y en consecuencia siempre han estado listas para la movilización) se molestaban cuando las masas no tenían la voluntad de responder a sus llamados a la acción. Muy ocasionalmente, sin embargo (como en Chile), la estimación de varias elites políticas inte-resadas resulta ser parcialmente acertada. Por razones que en realidad nadie comprende totalmente (aunque a posteriori se pueda extraer una convincen-

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te lista de explicaciones), tras la elección de Eduardo Frei en 1964 las clases bajas chilenas estaban más preparadas para participar activamente en la vida nacional que lo que nunca habían estado. Una vez que el gobierno del PDC abrió la vía que se los permitía, rápidamente las clases bajas empezaron a unirse a los sindicatos industriales y agrícolas. Así, la clase trabajadora chile-na nunca había sido tan “marginal” como las de Perú, Ecuador y la mayoría de los países latinoamericanos. Es sumamente engañoso utilizar la misma terminología para describir sus estados de conciencia antes de 1965.

En cualquier caso, las elites políticas –los partidos marxistas de un lado, los democratacristianos del otro– por una vez calibraron con precisión que esta creciente marea de conciencia podía ser encauzada para mejor. Las puertas estaban abiertas no en 1970 sino en 1965, cuando el PDC asumió el poder. Se había liberado un cauce; es más, se lo había estimulado, como se manifestó inmediatamente por la vía de una mayor afiliación a los sindicatos y una cre-ciente tasa de actividad paralizadora. Pero la corriente no condujo a la “fortu-na”78 porque no pudo ser encauzada, y ni pensar en ser contenida.

Nuestro segundo punto es que es muy probable que la movilización acen-túe las divisiones previas, sean cuales sean y aunque existiesen solo en for-ma germinal, por la vía de una diversidad estructural y de actitudes entre aquellos que han de ser movilizados. La unidad es improbable. Si existen divisiones políticas candentes y de larga data dentro de la clase trabajadora entre “moderados” (los democratacristianos chilenos, ¿los socialdemócratas de Ebert en la Alemania de 1918?), “centristas” (la UP; ¿la USPD alemana de 1918?) y ultraizquierdistas (el MIR, ¿los espartaquistas alemanes?), estas divisiones se verán exacerbadas. Un gobierno que representa a cualquiera de estas corrientes quedará atrapado en medio de estas divisiones. Si aspiracio-nes “egoístas” (economicistas) están luchando con aspiraciones de largo pla-zo e ideológicamente comprometidas, entonces esa lucha se volverá evidente y más pronunciada en la medida que la movilización avanza. Ciertamente un gobierno no se beneficiará del economicismo; e incluso podría no bene-ficiarse del ardor ideológico, si es que está dividido.

Tercero, es probable que la movilización tome formas imprevistas. Aun así hay precedentes históricos –en la Revolución Rusa y en la Comuna de París– que a estas alturas nos permiten cierto grado de predicción. El rechazo a la autoridad y la “indisciplina” (ausentismo, asambleísmo) son básicamente, y respectivamente, formas de igualitarismo y de una especie de atmósfera festiva

78 [La expresión es una referencia a un pasaje de Julio César (acto IV, escena III) de Shakespeare: “There is a tide in the affairs of men which, taken at the flood, lead on to fortune…”.]

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que forma parte de muchas situaciones revolucionarias o semirrevoluciona-rias. Pero pueden dañar gravemente a una economía que ya está en dificulta-des, como suele estar en tales situaciones.

Cuarto, lo que en la superficie podrían parecer canales útiles para las ener-gías movilizadas (nuevas estructuras formales de participación en la toma de decisiones) no parecen funcionar. Independientemente de varias preguntas básicas sobre los significados y los supuestos detrás de la “participación” in-cluso en tiempos “normales”, en tiempos de hipermovilización es probable que la participación tome las características de esa misma condición. En otras palabras, dentro de las instituciones de participación, es probable que se ma-nifiesten acentuadas las divisiones políticas e ideológicas; la lucha entre el eco-nomicismo y el compromiso a largo plazo con un nuevo orden suele salir a la superficie; el rechazo a la autoridad y de todas las reglas y regulaciones se manifestará en el rechazo a las decisiones tomadas por las entidades re-cientemente establecidas. Más que contrapesar los aspectos no funcionales de la movilización que hemos descrito (“no funcionales” para un gobierno amigo de “las masas” y esperanzado en usar la movilización para aumentar su poder), estos nuevos canales institucionalizados para direccionar las energías movilizadoras probablemente serán engullidos por divisiones no funcionales y surgirán como campos de batalla ideológicos, o como medios para satisfacer motivaciones “economicistas”. En cualquier caso, es dudoso que una nueva institución, con sus inevitables problemas, pueda ser sino un factor negativo en el corto plazo (donde a menudo cuenta, como en el caso de Chile).

Quinto, el caso chileno nos lleva a especular si los gobiernos que piensan que lo que más necesitan es el apoyo de las masas movilizadas no son los más dañados por sus consecuencias “imprevistas”. Los gobiernos o grupos extrao-ficiales que más ardientemente abogan por la causa de las “masas y su movi-lización” son aquellos cuyo respaldo actual es inadecuado. Por consiguiente, esperan que las masas, cuando sean movilizadas, den una gran proporción de su apoyo a sus defensores. Mientras más precario es el equilibrio del poder de un gobierno, más desequilibrado tendría que ser el apoyo de grupos reciente-mente movilizados para marcar una verdadera diferencia.

En Chile, la UP (excepto por una elección bajo los efectos de la fugaz “luna de miel” con la ciudadanía, a seis meses de la elección presidencial, donde la UP aumentó su votación de 36% a 50%) nunca llegó ni de cerca a conseguir siquiera el apoyo de la mitad de los electores, mucho menos la sólida mayoría requerida por un gobierno que pretendía embarcarse en políticas tan radicales. Los porcentajes de votación –que cuentan todas las cabezas por igual– son

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probablemente una manera ingenua de calcular el poder. Pero ciertamente en cualquier otra “moneda de poder” la coalición de Allende era aun más indi-gente. Por lo tanto, la UP necesitaba con urgencia movilizar nuevos grupos cuyo apoyo fluyera por completo hacia ella. Pero si un grupo como la Unidad Popular no tiene las mejores bazas en el equilibrio de poder, las posibilidades de obtener ese apoyo de nuevos sectores movilizados no son auspiciosas. Incluso si lo hiciera, podría no hacer una gran diferencia. De todas formas, es improbable que estos nuevos sectores le otorgaran un apoyo incondicional. Mientras tanto, es probable que otros sectores –en el caso chileno, las clases medias– se hayan visto desplazados por el proceso de movilización. De esta forma, el costo de la movilización es indiscutible, y sus beneficios para el movilizador, dudosos. Los democratacristianos del Presidente Frei comprendieron esta verdad en el período 1965-1970; la UP del doctor Allende lo aprendió entre 1970 y 1973.

Existen gobiernos que han intentado movilizar un apoyo unificado, han fracasado, y sin embargo han sobrevivido, a menudo revirtiendo su política en 180 grados, y desmovilizando o al menos controlando la movilización. Uno de ellos es el actual (1975) gobierno militar del Perú (con una movilización su-mamente controlada); también lo fue el gobierno soviético después de 1921; y ambos regímenes pueden ser catalogados como de “izquierda”. Sobrevivieron porque tienen, o tuvieron, un enorme poder. Pero ese poder está y estuvo muy claramente basado en la capacidad de coerción, además de en un consi-derable apoyo popular (pero probablemente no más que el otorgado a la UP del Presidente Allende). No resulta en absoluto sorprendente que el gobierno militar peruano deba depender de la fuerza (así como de un importante apoyo popular); que los bolcheviques se mantuvieran frente a tantos enemigos, con tan escaso apoyo popular y tan poco poder coercitivo es todavía un misterio, como lo son todos los grandes acontecimientos históricos.

En todo caso, nuestro punto central es que la esperanza de aumentar el po-der de un gobierno a través de la movilización de nuevos apoyos es en muchos casos una ilusión. Las nuevas masas probablemente serán ambivalentes; de todos modos, el equilibrio de poder probablemente se vea más afectado por el “subequilibrio” en el sector “coerción” que por el “subsector” del “apoyo de las masas”. A pesar de las evidencias en contra, los políticos y los académicos continúan pensando que movilizar a las masas es una buena cosa, pero que es difícil y solo en tal sentido es problemático. Sin embargo, históricamente la movilización parece haber sido más un estorbo, es decir, una “mala cosa” en vez de una ayuda para los gobiernos radicales, por lo menos después de que los viejos centros del poder se han debilitado con su ayuda. El problema real es

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entonces si “las masas” pueden ser controladas. Si el gobierno tiene suficiente poder coercitivo para hacerlo (y simultáneamente neutraliza los vestigios de sus viejos enemigos), podría no necesitar movilizarlas para empezar.

Posiblemente sea una generalización demasiado simplista, puesto que la acción espontánea de las masas sí parece haber sido importante muy a menu-do en las etapas tempranas del cambio social, en el desbaratamiento del viejo sistema: Francia en 1789, México en 1910, Rusia en 1917, Bolivia en 1952. Pero esas fueron acciones espontáneas más que movilizaciones guiadas. Lo que parece mostrar el caso chileno, y otros casos no lo contradicen, es que no se puede canalizar la movilización de las masas hacia direcciones determina-das y muy particulares (por ejemplo, hacia la UP y en contra del PDC o del MIR). Por consiguiente, no puede esperarse que altere el equilibrio del poder en favor de un gobierno que tiene solo una precaria influencia sobre él, en comparación con otros grupos que mantienen una firme hegemonía en sus respectivos sectores. La acción de masas espontánea puede ayudar a barrer con sectores del poder ya medio desintegrados, pero esa es una situación bien distinta. En Chile hubo algo, pero no una gran acción de este tipo: fue sufi-ciente para asustar a una burguesía razonablemente poderosa, pero no para destruirla. Y si la movilización de masas no es capaz de cumplir la función de ayudar a barrer el viejo orden, probablemente sea más un obstáculo que una ayuda incluso para gobiernos favorables a las masas. Hace la vida del gobierno más difícil, tanto directa como indirectamente, al amedrentar a otros. El pro-blema pasa a ser cómo obtener y ejercer el control, y un gobierno débil, por definición, no puede hacerlo.

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La opinión pública y el desplazamiento del gobierno chileno hacia la izquierda, 1952-1972*James W. ProthroPatricio Chaparro

El avance del desarrollo político chileno en los últimos cincuenta años ha sido hacia la izquierda en cuanto a sus orientaciones y políticas públicas. Este movimiento se ha asociado –causalmente en gran medida– con la mo-vilización de sectores previamente marginales: la clase media, la clase baja y el campesinado.1 Las fuerzas modernizadoras y el movimiento izquierdista contrastan marcadamente con el dominio casi exclusivo de la política chilena

* Este artículo fue posible gracias al Proyecto de Capacitación en Investigación Colaborativa en Chile apo-yado por el Foreign Area Fellowship Program (FAFP) en el verano de 1972. Como alumnos de posgrado participando en el proyecto, Richard Moore, de la Universidad de Texas, y Brian Smith, de la Universidad de Yale, hicieron gran parte del trabajo de recopilación de datos, codificación y tabulación; José Luis Rodríguez, de Yale, se unió a ellos en la formulación de críticas y en dar forma a nuestras ideas. También estamos en deuda con Luis Quirós, del Centro Latinoamericano de Demografía, Jorge Tapia, de la Universidad Católica de Chile, y Federico Gil y David Kovenock, de la Universidad de Carolina del Norte. Todos ellos comparten con el FAFP todos los créditos y ninguna responsabilidad por lo que sigue.

1 Federico Gil, The Political System of Chile, Boston, Houghton Mifflin Co., 1966; James Petras, Politics and Social Forces in Chilean Development, Berkeley y Los Angeles, University of California Press, 1969; Aníbal Pinto y otros, Chile hoy, Santiago de Chile, Siglo XX, 1970; Ben G. Burnett, Political Groups in Chile: The Dialogue between Order and Change, Austin, The University of Texas Press, 1970; Luis Quirós Varela, “La evolución política de Chile, 1951-1971”, Mensaje, septiembre-octubre 1971, 413-421; Richard Fagen y Wayne Cornelius, eds., Political Power in Latin America: Seven Confrontations, Englewood Cliffs, NJ, Prentice Hall, 1970, 3-44; Charles J. Parrish y otros, “Electoral Procedures and Political Parties in Chile”, Studies in Comparative International Development 6, 1970-1971, 255-267; Ricardo Cot, El colapso demo-crático, visión crítica de Chile, Santiago de Chile, Portada, 1972, 37-61; José Garrido Rojas, “La creciente participación social”, en Cot, op. cit., 193-212; Atilio Borón, “Movilización política en Chile, 1920-1970”, Estudios FLACP 7, Santiago de Chile, noviembre de 1970; Hernán Godoy, ed., Estructura social de Chile, Santiago de Chile, Universitaria, 1971, 183-593; Jorge Tapia Videla y Luis Quirós Varela, “El gobierno de la Unidad Popular; el difícil camino de transición hacia el socialismo”, en James Petras y Marcelo Cavarozzi, eds., América Latina: Economía y política, Buenos Aires, Periferia, 1972.

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por parte de los sectores derechistas tradicionales antes de los años veinte.2 Federico Gil alude a la elección presidencial de 1920 como una elección de-cisiva en el sentido de que el triunfo de Arturo Alessandri significó el colapso de la dominación oligárquica.3 La elección de 1952 es retratada como otra elección crítica en cuanto la mayoría de los trabajadores rurales e inquilinos desafió a los grandes latifundistas de derecha al votar por Carlos Ibáñez del Campo;4 esta elección se ha visto como el primer signo de un cambio de va-lores de parte de una mayoría del electorado.5 En el período más reciente, se ha considerado a la clase obrera como una fuerza cohesionada que puede ser política y socialmente movilizada por la izquierda.6

Desde la perspectiva de la literatura, la elección de Salvador Allende, un candidato marxista, como Presidente en 1970 aparece, por consiguiente, como una suerte de culminación de los procesos de movilización y de despla-zamiento hacia la izquierda en la política chilena. Este artículo no cuestiona esa interpretación general. Busca refinarla examinando el supuesto específico de que el gobierno chileno y los partidos políticos se han desplazado hacia la izquierda como respuesta a, o en asociación con, un cambio en la opinión de las masas, hacia un contenido más ideológico y una orientación de izquierda. El movimiento hacia la izquierda en el nivel del sistema lo consideramos de-mostrado por la literatura; nuestro interés está en las opiniones públicas que se asume subyacen a este movimiento.

El sustento para la visión de que la opinión pública chilena se ha movido significativamente y en forma decisiva hacia la izquierda es impresionante, sobre todo en el nivel del sistema. Después de todo, los chilenos poseen la singular distinción de ser la única ciudadanía que ha elegido un gobierno marxista en una elección nacional altamente competitiva.7 Cuando uno re-flexiona sobre el apoyo con que contaría una coalición marxista basada en los partidos Socialista y Comunista en una elección presidencial en Estados Unidos, se puede apreciar cuán lejos a la izquierda de sus contrapartes nor-

2 La actividad política durante aquellos tiempos se consideraba “el deporte de la oligarquía chilena”. Ver Hernán Godoy, Estructura social de Chile, op. cit., 188; también Guillermo Feliú Cruz, “Un esquema de la evolución social de Chile en el siglo XX”, en Godoy, op.cit., 215-222; Claudio Véliz, “La mesa de tres patas”, en Godoy, op. cit., 232-240; Germán Urzúa U., Los partidos políticos chilenos, Santiago, Jurídica, 1968, 50.

3 Gil, 51-557; Borón, 342-346.

4 Gil, 77-231

5 Quirós, 414-415.

6 Maurice Zeitlin y James Petras, “The Working-Class Vote in Chile: Christian Democracy versus Mar-xism”, British Journal of Sociology 21, 1970, 16-29.

7 La república de San Marino parece ser el único competidor para esta distinción. Ver David Lindsey, “Communications”, American Political Science Review 62, 1968, 1.272-1.273.

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teamericanas deben estar los electores chilenos. No obstante lo obvio del contraste, no quiere decir necesariamente que los chilenos estén compro-metidos con la ideología marxista. Han aprobado una coalición marxista en las urnas, pero abundante material de investigación en otros contextos ha demostrado los peligros de inferir el estado de ánimo de los votantes a partir de resultados electorales globales.8 La elección del Presidente Allende en 1970 nos dice, en sí misma, que los chilenos no están tan ideológicamente comprometidos en una dirección antimarxista como para rechazar a un can-didato que hace campaña con una plataforma marxista. Pero muchos otros factores además del marxismo de Allende justificarían este respaldo. De la elección misma posiblemente se podría argumentar que los chilenos son menos ideológicos que los estadounidenses, para quienes la ideología tiene el suficiente peso como para asegurar el rechazo a un candidato marxista. O, en términos positivos, se podría concluir de la elección que muchos chilenos se han convertido en paladines del marxismo en sus creencias tanto como con sus votos. El hecho de que ninguna interpretación sea inconsistente con el resultado de la votación acentúa la necesidad de ir más allá de la infor-mación electoral para extraer conclusiones sobre la opinión pública. Afor-tunadamente, es posible utilizar datos más directos para evaluar el aparente movimiento de la opinión pública chilena hacia la izquierda.

La perspectiva teórica que nos lleva a una nueva mirada del socialismo chileno está determinada por la investigación que en otros contextos ha demostrado que las imputaciones sobre las creencias populares a partir de características y resultados del sistema a menudo están espectacularmente equivocadas. Por ejemplo, la teoría de la democracia sostenía que la acepta-ción pública de las decisiones de la mayoría y el reconocimiento de la legi-timidad del disentimiento de la minoría se basaban en un consenso general sobre los principios fundamentales de la democracia. Si bien tal consenso parecía lógico en vista de las características de un Estado democrático, una revisión empírica de la propuesta en el Estados Unidos de 1960 descubrió que el pretendido consenso era en realidad sumamente restringido.9 Del mismo modo, se ha probado que las explicaciones de resultados electorales en términos de pequeños cambios en las posturas ideológicas de los votantes,

8 Ver Philip E. Converse, “The Nature of Belief Systems in Mass Publics”, en David E. Apter, ed., Ideology and Discontent, Nueva York, Free Press of Glencoe, 1964, 206-261.

9 James W. Prothro y Charles M. Grigg, “Fundamental Principles of Democracy: Bases of Agreement and Disagreement”, Journal of Politics 22, 1960, 276-294. Trabajos posteriores que corroboraron estos hallazgos incluyen Herbert McClosky, “Consensus and Ideology in American Politics”, American Political Science Review 58, 1964, 361-382, y V.O. Key, Jr., Public Opinion and American Democracy, Nueva York, Knopf, 1961, 27-53.

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enfrentadas con información directa sobre las actitudes populares, pueden ser tremendamente engañosas.10 En otros sistemas también, particularmen-te en Francia, las deducciones lógicas de las actitudes públicas a partir de características del sistema –en este caso la competencia multipartidaria– en la revisión empírica probaron estar en un error.11 Por lo tanto, los riesgos de inferir las características individuales desde lo sistémico son suficientemente evidentes como para exigir el examen de más información antes de derivar el mismo tipo de explicaciones para el caso chileno.

Además de estas advertencias teóricas y metodológicas de la literatura general, algunos trabajos empíricos sobre Chile sugieren que varias interpre-taciones aceptadas pueden ser demasiado simplistas. Una de las principales aseveraciones en la literatura reciente en relación con la clase trabajadora chilena es que es una fuerza cohesionada que puede ser política y socialmen-te movilizada por la izquierda.12 Al aplicar datos de encuestas y ecológicos a esta proposición, José Luis Rodríguez y Brian Smith descubrieron que está simplificada al punto de la invalidez: si se calcula los porcentajes en la variable dependiente –respaldo a comunistas y socialistas–, se encuentra con que los trabajadores industriales, aunque no representan la clase obrera en su totalidad, forman el núcleo electoral de los partidos de izquierda; pero los porcentajes basados en la variable independiente –estatus de la clase obrera– revelan un cuadro diferente. Dentro de la clase obrera chilena, “un número sustancial elige a la derecha y muchos no hacen ninguna elección. Además, aparecen comportamientos y patrones actitudinales diferenciales entre los trabajadores industriales y no industriales (de servicios), y entre hombres y mujeres dentro de las familias de la clase trabajadora. Por lo tanto, las cosas no son tan inequívocamente claras como a menudo la literatura nos ha he-cho creer”.13

Así, tanto por razones empíricas como teóricas, necesitamos cuestionar la creencia de que la opinión pública chilena se ha movido notablemente hacia la izquierda en el último tiempo. En este artículo proponemos examinar esa creencia a la luz de tres hipótesis que ofrecen una interpretación diferente. Gracias al descubrimiento de una nueva fuente de información sobre la opi-

10 Compárese, por ejemplo, Samuel Lubell, Revolt of the Moderates, Nueva York, Harper & Row, 1956, y Philip E. Converse, op. cit., dos visiones diferentes de la elección presidencial en Estados Unidos en 1952.

11 Philip E. Converse y Georges Dupeux, “Politicization of the Electorate in France and the United States”, en Angus Campbell y otros, Elections and the Political Order, Nueva York, John Wiley & Sons, 1966, 269-291.

12 Zeitlin y Petras, op. cit.

13 “Political Attitudes and Behaviour of the Chilean Working Class, 1958-1968”, sin publicar, Yale Uni-versity, 1972.

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nión pública chilena, previamente desconocida por los académicos, nues-tras hipótesis pueden ser contrastadas con información actitudinal directa.14 Aunque de este modo evitamos las dudas en el salto inferencial desde los resultados del sistema a las actitudes individuales, debemos aceptar las li-mitaciones inherentes al análisis de datos secundarios. Nuestra información fue recopilada por otra entidad sin nuestros propósitos en mente, tanto en la construcción del cuestionario como en su codificación. Afortunadamente, el propósito de la organización encuestadora –indagar las preferencias polí-ticas y las razones de esas preferencias en Chile– se acerca mucho a nuestra inquietud. Pero nuestro interés teórico en la ideología no guió el trabajo en-cuestador original, por lo que las categorías codificadas no se construyeron con el propósito específico de extraer el máximo de información aplicable a tal interés.

Además, la información existente incluye reportes tabulares, no los pro-tocolos de entrevista originales o grabaciones de la información, lo que nos permitiría recodificarla o repetir los datos. Si bien son limitaciones impor-tantes, la información disponible nos ofrece de todas maneras una evidencia directa sobre actitudes públicas relevantes. Y nuestra imposibilidad de hacer otras preguntas o de acomodar la información de una manera distinta no está, después de todo, tan lejos del problema que los analistas políticos desde hace mucho han enfrentado al analizar diarios personales, cartas y docu-mentos políticos. Al igual que los investigadores se ven imposibilitados de traer al presente a figuras políticas del pasado para discutir cualquier cosa que no aparezca en los archivos históricos, también nosotros nos vemos in-capacitados de hacer más preguntas a los chilenos sobre sus actitudes. Pero lo que han dicho, si se maneja con cuidado, puede ser una base más sólida para sacar conclusiones que unos resultados electorales globales. Más aun, nuestros datos de encuestas complementarán más que reemplazarán los da-tos electorales en su conjunto.

14 Nos referimos a Salas Reyes, Ltda., una empresa de estudios que ha realizado encuestas en Chile desde 1958. Sus datos fueron validados por el Instituto de Ciencia Política de la Universidad Católica, con fondos de la beca FAFP; estamos muy agradecidos del profesor Luis Quirós por descubrirlos y facilitar que dispu-siéramos de ellos. Las encuestas que citamos usaron muestras de área probabilísticas de adultos en edad de votar. Para una comparación longitudinal, en este artículo solo se usan encuestas del Gran Santiago. Aun cuando están disponibles encuestas de otros lugares de Chile, solo el Gran Santiago ha sido encuestado consistentemente durante el período que nos interesa. Las encuestas ocasionales en otras áreas sugieren que la información de nivel nacional no alterará los hallazgos de tendencias de este artículo.

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Hipótesis 1: El marcado desplazamiento del gobierno chileno hacia la izquierda desde 1952 hasta 1972 ocurrió sin un correspondiente aumento del contenido ideológico o de la orientación izquierdista de la opinión pública

Nuestro interés está en el contenido u orientación ideológica de las opiniones, no en su estructura. Por ello clasificamos las opiniones como ideológicas o no ideo-lógicas de acuerdo a su contenido, no a su correlación con otras opiniones. Para nuestros fines, cualquier opinión que se relacione con privilegios o privaciones de clase, cualquiera que se refiera a un continuo izquierda-centro-derecha, y por supuesto, cualquiera que específicamente mencione la ideología como tal será considerada como ideológica. Valores que son comunes a la mayoría de las ideo-logías y a la mayor parte de las personas sin ideología –por ejemplo, mejor vivien-da, salarios más altos y más empleo– no son considerados de carácter ideológico: las personas pueden emplear un razonamiento ideológico con o sin una franca ideología, en el sentido de una estructura actitudinal altamente “constreñida”.15 Por lo tanto, nos concentramos en el tono ideológico o en la dirección de las ac-titudes de los chilenos, examinando opiniones que avalen la presencia o ausencia de tal orientación sin entrar en preguntas más intrincadas sobre si la orientación descansa o no en una ideología “verdadera”, plenamente desarrollada.

Las percepciones públicas de los sesgos de clase en los resultados del gobier-no de Allende son patentes en una reciente encuesta (septiembre de 1972) a las opiniones de adultos en el Gran Santiago, llevada a cabo por el respetado semanario de actualidad Ercilla.16 En respuesta a la pregunta de qué clase social se ha beneficiado más con el actual gobierno, una mayoría del 53% cita a la clase más baja (literalmente, “la más modesta”), mientras que un 23% dice que ninguna se ha beneficiado; solo el 9% y el 12% perciben a las clases media y alta, respectivamente, como las más beneficiadas (ver Tabla 1). Los contrastes de clase en la percepción son tan marcados que sugieren una profunda polarización política en Chile: el 53% de la clase alta, por ejemplo, a diferencia del 12% de la clase baja, dice que nadie se ha beneficiado. Por

15 Por ejemplo, para nuestros fines una respuesta que cite un compromiso marxista para justificar la pre-ferencia por un candidato sería clasificada como ideológica, prediga o no otras actitudes del encuestado. Esta utilización se justifica por nuestro interés en el contenido y la dirección ideológicos de las opiniones. (Nuestra incapacidad para manipular las respuestas individuales así lo requiere.) Por el contrario, el análisis de Converse en “The Nature of Belief Systems in Mass Publics”, op. cit., no clasificaría tal respuesta como ideológica a menos que estuviera sistemáticamente relacionada con otras respuestas del mismo individuo, y clasificaría respuestas no manifiestamente ideológicas en contenido como ideológicas si estuvieran sistemáti-camente relacionadas con otras respuestas. La opción de Converse se justificaba por su interés en la ideología como estructura más que como contenido de las opiniones.

16 Ercilla, 13-19 de septiembre de 1972, 10-11.

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otra parte, la noción de que los beneficios del gobierno puedan recaer, como la lluvia, en todos los ciudadanos de la misma manera es casi unánimemente rechazada, con solo el 3% afirmando que todos se han beneficiado. Clara-mente, este gobierno es visto como dirigiendo sus esfuerzos principalmente a los pobres, con un 61% de la clase baja admitiendo que ellos mismos son los más beneficiados. El porcentaje en las otras clases que concuerda con que los beneficios han sido para la clase baja es menor (47% de la clase media y 33% de la clase alta), pero la diferencia se explica por el hecho de que aquellos en las clases más altas son los que más consideran que nadie se ha beneficiado.

TABLA 1Percepciones de quién se ha beneficiado más con el gobierno de Allende, según nivel de ingresoa

Beneficiarios Total ponderadoGrupos de ingreso

Alto Medio Bajo

Clase baja 53 33 47 61

Clase media 9 8 9 9

Clase alta 12 9 9 14

Nadie 23 53 32 12

Todos 3 -- 1 4

Solo el gobierno 1 1 2 1

No sabe, no responde 1 1 3 --

Totalb 102% 105% 103% 101%

N = 300 100 100 100

a Fuente: Ercilla, 13-19 de septiembre de 1972, 11.b Algunos encuestados mencionaron más de un grupo.

TABLA 2Estimaciones de preferencias de voto de ciertos grupos en la elección presidencial de 1958a

Candidato Ricos Pobres Industriales Obreros

Alessandri 93 14 83 15

Allende 1 68 4 73

Bossay 2 4 4 3

Frei 4 8 9 8

Zamorano 0 6 0 1

Total 100% 100% 100% 100%

N = 637 673 681 696

a Fuente: International Data Library and Reference Service, Survey Research Center, Universidad de California-Berkeley. En-cuesta sobre la elección presidencial de 1958 en Santiago de Chile, conducida por el profesor Eduardo Hamuy, del Instituto de Opinión Pública.

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A primera vista, estos hallazgos parecen sostener la opinión de que el público chileno está ahora viendo la política en términos tan descarnadamente de clase que un cambio revolucionario debe haber producido la victoria de Allende. Pero lo que es realmente nuevo no es tanto el predominio del sesgo de clase como el control del gobierno por fuerzas definitivamente más vinculadas con las clases bajas. Los dos contendientes que dominaron la elección presidencial de 1970, Jorge Alessandri y Salvador Allende, también estaban entre los cinco competi-dores de la campaña presidencial en 1958, cuando la política chilena no aparecía ante el mundo ni cercanamente tan polarizada como lo está hoy. Pero, incluso ignorando los votos de los otros candidatos, la polarización percibida entre las fuentes de apoyo de Alessandri y Allende en 1958 se revela sin ambages en una encuesta realizada en los inicios de esa campaña (ver Tabla 2). Entre aquellos que respondieron preguntas sobre las fuentes de apoyo, 93% dijo creer que la mayoría de la gente rica votaría por Alessandri, mientras que solo el 1% sentía que los ricos votarían por Allende. El 68% de los entrevistados dijo que la ma-yoría de los pobres apoyaba a Allende, en comparación con el 14% que pensaba que los pobres votarían por Alessandri. Las visiones del público general sobre las preferencias de los industriales y trabajadores muestran un contraste también muy marcado: el 83% pensaba que los industriales votarían por Alessandri, y 4% por Allende; el 15% esperaba que la mayoría de los trabajadores votara por Alessandri, mientras el 73% lo haría por Allende.

Comparadas con las ligeras diferencias de clase características de Estados Uni-dos, las percepciones contemporáneas en Chile parecen ser las de un país en vías de una drástica transformación. Sin embargo, comparadas con las percepciones de los chilenos en 1958, aparecen como una continuidad de las diferencias tra-dicionales. Además, la percepción de diferencias de clase no significa necesaria-mente que estas percepciones conduzcan a un comportamiento ideológico. Por ejemplo, en 1958, a la pregunta “¿Piensa usted que algunas personas en Chile tie-nen mejores oportunidades para progresar que otras?”, el 89% contestó “Sí”, solo un 6% dijo “No”, y el 5% no respondió. Por otra parte, las razones mencionadas para la desigualdad de oportunidades fueron predominantemente cuestiones de diferencias de clase. Sin embargo, cuando a los mismos ciudadanos se les pidió al comienzo de la entrevista que nombraran “el principal problema que enfrenta Chile hoy”, sus respuestas mencionaron las consecuencias de la desigualdad más que características estructurales o sistémicas a las cuales la desigualdad se podría haber atribuido. Las respuestas variaron desde problemas económicos generales tales como la inflación y la crisis, pasando por la falta de vivienda, precios altos y desempleo, hasta la delincuencia juvenil y la mendicidad.

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Más o menos al mismo tiempo que los chilenos reconocían la falta de equi-dad en las oportunidades para progresar, una mayoría casi igualmente abruma-dora de estadounidenses negaba que “el hombre común no tiene muchas posi-bilidades de salir adelante” y mantenían que “cualquiera que trabaje duro puede ir tan lejos como desee”.17 Además, la mayor parte de los estadounidenses citaba cualidades personales más que el ascenso de clase como explicación del mayor o menor éxito.18 Tales divergencias transnacionales pueden sugerir que, de hecho, los estadounidenses gozaban de una mayor igualdad de oportunidades que los chilenos, que es menos probable que perciban las variaciones reales de oportu-nidades que los chilenos, o ambas cosas a la vez. Sea cual fuere la respuesta, las divergencias pueden explicar la dificultad de los analistas estadounidenses para conciliar las percepciones chilenas sobre las marcadas diferencias de clase, al vo-tar y en las oportunidades de vida, con una concepción de los problemas nacio-nales tan libre de ideología. Habiendo llegado en algunos aspectos tan lejos en el sentido de una visión ideológica de la política –por lo menos en el sentido de una explícita conciencia de clase–, de alguna manera se espera que los chilenos vayan más allá. ¿Pero van realmente? Exceptuando la omisión de la mendicidad como un problema, los estadounidenses, que piensan que disfrutan de igualdad de oportunidades, y los chilenos, que saben que no cuentan con tales oportuni-dades, describen sus problemas nacionales de una manera notablemente similar.

Las razones que se dan para simpatizar y no simpatizar con partidos políti-cos y candidatos son quizás nuestra mejor fuente para evaluar la importancia de la ideología en la toma de decisiones de los electores chilenos. La encuesta más antigua en Chile cuyos datos están disponibles (1958) desafortunadamente flaquea al no incluir las razones de esas simpatías o antipatías. No obstante, sí incluye preguntas que pueden ser examinadas por sus implicaciones ideológicas. Faltando poco para el término de la Presidencia de Ibáñez en 1958, a los chilenos se les preguntó su opinión sobre la administración saliente; podría ser esperable que esa pregunta evocara algunas respuestas ideológicas. Pese a su carrera como general de Ejército y como Presidente en otra época por medio de un golpe mili-tar, Ibáñez fue elegido en 1952 con el apoyo de la izquierda en una campaña que incluyó la promesa de derogar la legislación que proscribía la actividad del Parti-do Comunista. Sin embargo, en 1958, como lo indica la Tabla 3, la mayor parte de los chilenos estaba descontenta con su gobierno; el 58% de las evaluaciones de los encuestados fue claramente desfavorable, 6% claramente favorable. Solo

17 Ver Key, op. cit., 130.

18 Ver Lloyd A. Free y Hadley Cantril, The Political Beliefs of Americans, New Brunswick, NJ, Rutgers University Press, 1967, 114-115.

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el 2% de las opiniones se concentró inequívocamente en la ideología al quejarse de que Ibáñez había olvidado a los pobres en favor de los ricos, aun cuando las orientaciones ideológicas podrían subyacer a la mayor parte de los comentarios no referidos a la personalidad del Presidente. Pero claramente las consideracio-nes ideológicas no son explícitas en las evaluaciones de los chilenos respecto del régimen de 1952-1958. Por esa misma escasez de contenido ideológico, estos hallazgos ofrecen una clave de la opinión pública chilena: a pesar de su tendencia relativamente masiva a reconocer los sesgos de clase en la política, los chilenos tienden a evaluar el desempeño político de manera pragmática: anteponen los logros específicos a su ubicación en un marco de referencia ideológico, incluso considerando las respuestas relativas a la clase social como ideológicas.

TABLA 3Opiniones sobre el gobierno de Ibáñez, 1958a

DESFAVORABLESPromesas no cumplidas, decepcionaba a la gente, desastrosoLíder débil, sin personalidadFavorecía a los ricos, olvidaba a los pobres

58%5242

MIXTASAlgunas cosas buenas, por ejemplo derogación de la ley que proscribía a los comunistasCarecía de apoyo, por ejemplo en el Congreso

36%2610

FAVORABLESMuy bueno, honesto, sacó al país de la miseria

6%6

Total 100%

Nb 758

a Fuente: ver Tabla 2.b N aquí se refiere al número de respuestas, no a los encuestados, ya que algunos de estos (38) dieron más de una respuesta.

Además de evaluar al régimen de Ibáñez, a los encuestados de 1958 se les preguntó “cuáles son los aspectos importantes de cada programa” en relación a los cinco candidatos presidenciales de ese año. Al igual que la pregunta anterior, esta no necesariamente suponía respuestas con un tono ideológico. Sin embargo, como lo indica la Tabla 4, los aspectos programáticos percibidos por los electores incluían algunos con contenido ideológico. El grado en que cada candidato fue asociado con algún tipo de postura ideológica varió sustancialmente. La plata-forma del principal candidato y finalmente el vencedor, Jorge Alessandri, de los partidos Liberal y Conservador, se percibió como ampliamente desprovista de ideología, con solo el 13% de las respuestas clasificables como ideológicas. (Las respuestas clasificadas como ideológicas incluían referencias a la “libre empresa” y a los beneficios de obreros y empleados, incluyendo “mayor redistribución”).

243

Allende, que quedó en segundo lugar como el candidato del FRAP (Partidos Comunista y Socialista), era percibido con un programa que tenía un énfasis ideológico mucho mayor (45%). (Las respuestas clasificadas en este caso incluían “reforma agraria, distribución de la tierra”, “mejores salarios para los trabajadores” con una “mejor distribución del ingreso”, “un gobierno del pueblo, con el pue-blo” y “libre empresa para los productos básicos”). El tercer candidato más vota-do, Eduardo Frei, del recién creado Partido Demócrata Cristiano, fue percibido con un programa apenas más ideológico que el de Alessandri (14%). (Las res-puestas en este caso también mencionaban mejores salarios y “mejor distribución del ingreso nacional”, “mejoramiento de la vivienda social” y ”una nueva doctri-na social, nuevo partido, nueva orientación para los negocios”). Luis Bossay, el candidato del Partido Radical (centrista), era visto en términos completamente no ideológicos. Por otra parte, Antonio Zamorano, un sacerdote católico expul-sado de la Iglesia que representaba a la izquierda independiente, fue percibido de manera más ideológica incluso que Allende (su 53% de referencias ideológicas eran afirmaciones del tipo “él va a ayudar a los pobres”). La claridad ideológica definitivamente no era necesaria para obtener la victoria en 1958, pero los elec-tores chilenos parecían capaces de percibir los mensajes de esta índole cuando se les ofrecían. Sin embargo, más relevante para el resultado es el hecho de que la mayoría de los votantes solo mostró familiaridad con el programa de Alessandri. De los otros candidatos, el del FRAP aparece en segundo lugar, aun cuando el 61% no pudo señalar algún aspecto de su programa.19

19 Cabe recalcar aquí una advertencia que aplica a gran parte de este artículo. El margen de error en nuestra codificación de las respuestas es inevitablemente más alto que lo que sería si tuviésemos acceso a los proto-colos de entrevista originales. Tómese por ejemplo la categoría clave “mejores salarios para los trabajadores, empleados, asalariados, mejor distribución del ingreso nacional”. La característica redistributiva del último ítem claramente requiere que sea clasificada como ideológica, pero una proporción desconocida de las res-puestas que caen en esta categoría puede haber mencionado “mejores salarios para los trabajadores” sin ninguna referencia explícita a la redistribución. Estas respuestas son menos claramente ideológicas pero no se pueden separar de aquellas que sí lo son. Debido a que todas las respuestas en una categoría deben ser tratadas como ideológicas o no ideológicas, nuestra decisión está gobernada por el principio de minimizar el error. Las referencias a “mejores salarios para los trabajadores”, si es que pudieran ser consideradas por sí solas, podrían ser interpretadas como refiriéndose al ingreso de los trabajadores en relación al ingreso de otros, probablemente empleadores, y de este modo ser clasificadas como ideológicas. Como las referencias a la total redistribución del ingreso son claramente ideológicas, arriesgamos cierto error codificando toda la categoría como ideológica en vez de asegurar algo de error codificándola como no ideológica. El contenido de otras categorías clasificadas como no ideológicas es también una ayuda al tomar la decisión. En este caso, por ejemplo, otras categorías mencionan “mejorar el estándar de vida” y “crear trabajos, acabar con el desempleo”; la disponibilidad de estas categorías para las referencias a mejoras generales en el bienestar económico de la población (no en términos de clase) refuerza la conclusión de que “mejores salarios para los trabajadores” pertenece a una categoría ideológica. Otro ejemplo de la importancia de una segunda categoría clave sobre un determinado tema en decidir si una categoría en particular es o no ideológica, es la clasificación ideológica del aspecto programático de Frei “vivienda social”. Esta clasificación podría haber sido juzgada como no ideológica excepto por el hecho de que otro punto del programa de Frei mencionaba “la construcción de viviendas, el problema de la vivienda” sin ninguna referencia a una solución “social” del problema. Con esta categoría general disponible para la codificación de cualquier referencia a la vivienda

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TABLA 4Percepciones sobre los programas de los candidatos a la Presidencia en 1958a

Respuestas ideológicas Encuestados que desconocen las plataformas

Porcentajes N Porcentajes N

J. Alessandri 13 3.511 8 807

Allende 45 437 61 807

Frei 14 359 69 807

Bossay 0 180 81 807

Zamorano 53 74 91 807

a Fuente: ver Tabla 2. El N bajo el primer encabezamiento se refiere al número de respuestas obtenidas sobre la plataforma de cada candidato; debajo del segundo encabezamiento, el N se refiere al número de encuestados.

Las explicaciones sobre el triunfo de Alessandri y la derrota de Allende in-mediatamente después de las elecciones de 1958 son fáciles de clasificar como ideológicas o no ideológicas. Restringidas a personas que habían votado, las entrevistas post-elección presentan un contraste similar al de las entrevistas pre-elección con adultos en general. La personalidad de Alessandri y sus ap-titudes personales conforman el 32% de las razones; el cohecho y la propa-ganda, un 27% (ver Tabla 5). Las explicaciones que aluden a la importancia del continuo izquierda-derecha suman un 30%. La derrota de Allende es más explicada en términos ideológicos (62% de todas las razones presentadas). Tal vez por la relativa claridad acerca de los atributos de Allende antes de la elección, los factores personales constituyen solo el 13% de las razones dadas para su derrota. Es impresionante en estas explicaciones públicas el reconoci-miento de la importancia de factores tácticos como el número de candidatos y el rol de la unidad o división de las facciones. Como podremos ver cuando nos centremos en la hipótesis 2, estos comentarios manifiestan percepciones analíticas que han sido insuficientemente recalcadas en algunos de los trabajos publicados sobre la política chilena.

que no se refiriera a enfoques de “vivienda social” versus emprendimientos privados, pensamos que era más indiscutible que la categoría “vivienda social” fuese efectivamente ideológica en contenido y así, confinamos a la vivienda las referencias que estipulaban la naturaleza pública (social) de la solución propuesta.Nuestro procedimiento sin duda contiene errores tanto de inclusión como de exclusión. Algunas respuestas marcadas como ideológicas sin duda deben haber sido entregadas sin ningún referente ideológico preten-dido. A la inversa, algunas de las referencias a metas generales, tales como “más educación”, probablemente tenían un determinado fin ideológico en mente. No obstante, nuestro procedimiento de codificación parece mejor calculado para reducir ambos tipos de error al mínimo.

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TABLA 5Razones para el triunfo de Alessandri y la derrota de Allende en 1958a

ALESSANDRI

• Personalidad del candidato (confianza en su persona, carácter, cualidades, prestigio, honestidad) 22

• Descontento con gobiernos de izquierda, fracaso de gobiernos anterioresb 19

• Cohecho, población engañada 18

• Derecha estaba unida, izquierda divididab 11

• Aptitudes del candidato (capacidad, experiencia) 10

• Propaganda 9

• Otras 11

Total 100%

N = número de respuestas (no de encuestados) 390

ALLENDE

• Tiende a apoyar al comunismo, repudio a los partidos extremistas no le ayudób 19

• División de la izquierda, por culpa de los radicales (como partido de izquierda)b 18

• El cura de Catapilco (Zamorano)b 13

• Alessandri podía pagar, cohecho 13

• Referencias personales negativas (no tiene prestigio, no creían en él, el país no le debe nada) 13

• Descontento con el gobierno de izquierda, la gente quería intentar con la derecha nuevamenteb 4

• Solo el pueblo lo apoyaba, solo la gente modestab 4

• Porque el gobierno (ex ibañistas) lo ayudób 4

• Escasa propaganda 1

• Otras 11

Total 100%

N = número de respuestas (no de encuestados) 364

a Fuente: ver Tabla 2.b Respuestas ideológicas.

Pasados dos tercios del gobierno de Alessandri, en 1962, se volvió a encuestar a los adultos de Santiago y se les hizo una pregunta ya no factual en relación a las plataformas programáticas como en 1958, sino de evaluación sobre las mejo-res y peores características de los partidos políticos chilenos. Como lo indica la Tabla 6, el FRAP, que incluía a los Partidos Socialista y Comunista, evocó las re-acciones más polarizadas; solo el 28% de los encuestados ofreció alguna opinión sobre una mejor característica del FRAP, mientras que el 45% mencionó una peor característica. El FRAP fue el único grupo para el cual más encuestados dieron opiniones desfavorables en vez de opiniones favorables. El rápido ascenso de la Democracia Cristiana, que había entrado en la competencia nacional en

246

la elección de 1958, se observa en el hecho de que emergió como el partido con una mayor proporción de respuestas favorables sobre las desfavorables.

TABLA 6Opiniones sobre partidos políticos chilenos, 1962a

Según su opinión, qué es lo mejor de:

Liberales y Conservadores Radicales Democratacristianos FRAP

Respuestas favorables 40 42 39 28

Nada es bueno 9 8 6 20

No sabe, no contesta 51 50 55 52

Total 100% 100% 100% 100%

N = 1.000

Según su opinión, qué es lo peor de

Liberales y Conservadores Radicales Democratacristianos FRAP

Respuestas desfavorables 33 38 27 45

Nada es malo 13 9 13 6

No sabe, no contesta 54 53 60 49

Total 100% 100% 100% 100%

N = 1.000

a Fuente: Salas Reyes Ltda. Ver nota 14 para más detalles.

Además de la proporción de respuestas favorables-desfavorables para cada partido presentada en las columnas de los partidos, se puede ver, leyendo a tra-vés de las filas de la Tabla 6, los cuadros comparativos favorables y desfavora-bles de todos los partidos. Gracias a que a los encuestados se les preguntó por características positivas y negativas de cada partido en vez de características positivas o negativas, la imagen de un determinado partido podía en princi-pio incluir un 100% de percepciones favorables y un 100% de percepciones desfavorables. En efecto, el FRAP nuevamente surge de manera distintiva, re-cibiendo la menor cantidad de comentarios positivos (28%) y la mayor canti-dad de comentarios negativos (45%). Como el objetivo más conspicuo de las respuestas negativas, el FRAP aparece a fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta como un débil contendor para la Presidencia. Pero, como veremos al examinar la Hipótesis 2, esta aparente debilidad depende de la estructura de la competencia en cada elección. En una carrera de dos partidos, la claridad y el negativismo de las opiniones sobre el FRAP parecerían un abrumador impedimento debido a la necesidad de obtener una mayoría absoluta de los votos. Sin embargo, en una competencia multipartidista, con diversos atracti-

247

vos, en la que cualquier partido podría recabar una mayoría, la claridad de una posición puede ser más importante que el monto de desaprobación involucra-do; es esperable que un partido con una postura clara pueda retener mejor el apoyo de sus adherentes que uno con una postura más ambigua. Y la postura del FRAP efectivamente aparece como la más clara entre todos los partidos.

Cuando saltamos a las imágenes detalladas de los partidos en la Tabla 7, el contenido ideológico de las expresiones sobre las mejores y peores ca-racterísticas de los partidos aparece bastante claro, oscilando desde un bajo 32% en las referencias negativas del Partido Radical hasta un alto 89% en las referencias negativas de los partidos Liberal y Conservador. Al caracteri-zar el sistema político chileno como un todo, la frecuencia de comentarios ideológicos es significativa. Para una comparación entre partidos dentro de Chile, la dirección del sesgo ideológico es importante. Los partidos Liberal y Conservador, que apoyaban al Presidente Alessandri, son vistos en térmi-nos mixtos. De todos los comentarios favorables, 65% fueron ideológicos; 34% parecen tener una orientación derechista, 24% izquierdista, y un 7% una orientación de centro. Nuestras clasificaciones son: derechista (partidos del orden, serios, correctos, no revolucionarios, catolicismo); de centro (li-bertad ideológica, tolerantes); izquierdista (ayudan al pueblo, progresistas, ideología orientada hacia el futuro). De este modo, los liberales y conser-vadores cubren una amplia gama del espectro ideológico en sus imágenes positivas. En el lado negativo, no obstante, el 89% de los comentarios son ideológicos y todos los critican por su derechismo. Los diversos atractivos de los liberales y los conservadores en las imágenes positivas son reempla-zados en el lado negativo por una imagen inequívocamente derechista. Por otro lado, para el FRAP todos los comentarios ideológicos –tanto negativos como positivos– lo describen como de izquierda, con la única posible excep-ción del cargo de “despotismo, disciplina muy rígida”. (Hemos designado este comentario con un signo de interrogación “?” porque, aunque parece claramente ideológico, puede referirse de igual manera tanto a un partido de derecha como de izquierda.) El Partido Radical, frecuentemente criticado en la literatura por su vacilación ideológica, es percibido de modo similar por el público, en la misma medida en que es percibido como ideológico; las imágenes favorables son de centro y de derecha, mientras que las imágenes desfavorables incluyen algunas a la derecha, algunas a la izquierda, y otras al efecto específico de que el partido sea ideológicamente inconsistente. El Partido Demócrata Cristiano es el único que emerge tanto con imágenes po-sitivas como negativas desde la izquierda hasta la derecha. Como tal, parece

248

haber sido el más atractivo para los encuestados, lo que es más habitual con los partidos en un sistema bipartidista. Con esos atractivos, uno esperaría que el PDC obtuviera mejores resultados en una carrera con dos candidatos, en vez de una con carácter multipartidista. (Como veremos al examinar la Hipótesis 2, esta expectativa queda confirmada por los hechos.)

TABLA 7Imágenes públicas de los mejores y peores rasgos de los partidos políticos, 1962a

A. Partidos Liberal y Conservador

Favorables Desfavorables

D

I

I

C

D

Partidos de orden, serios, correctos, no revolucionarios

Levantan el país, mejor estándar de vida, controlan la inflación

Ayudan al pueblo

Gobiernan mejor, dan confianza

Progresistas, ideología orientada al futuro

Libertad ideológica, tolerancia

Catolicismo

Su condición de incumbentes

Otras

Total

N

27

14

14

10

10

7

7

3

8

100%

398

D

D

D

D

D

Capitalistas, no ayudan al pueblo

No se renuevan

Defienden la superioridad de clase

Sus monopolios

Explotan al pueblo

Su demagogia

Otras

Total

N

33

24

17

3

10

2

11

100%

331

B. Partido Radical

Favorables Desfavorables

C

C

D

Legislación: obras de mejoría, bene-ficios para el pueblo

Ideología: realistas, con visión de futuro, positivos

Partido de centro: apoya a la clase media

Disciplina: partido de orden

Industrialización

Capacidad: jóvenes, profesionales

Política educacional

Orientación pro-gobierno

Otras

Total

N

27

19

16

8

7

6

4

4

9

100%

417

I-C-D

I

D

Burocracia: monopolio de las funciones públicas

Falta de postura política definida: inconstancia

Demagogia: inestabilidad, irres-ponsabilidad

Indisciplina: facciosos, riñas

Transacciones ilícitas: malos gobernantes

“Compañeros de viaje”; antirre-ligiosos

Derechismo: apoyo a los poderes presidenciales emergentes

Otras

Total

N

26

22

13

12

9

5

5

8

100%

380

249

C. Democracia Cristiana

Favorables Desfavorables

I

I

D

C

C

Visión de futuro: renovación ideológica

Interesados en el pueblo: trabajo social y económico

Catolicismo: ideología cristiana

Liderazgo: organización

Su democracia: gente sensata, idealista

Su condición como partido de centro: de clase media

Otras

Total

N

27

25

19

12

7

5

5

100%

392

I

D

I-C-D

D

Tendencia marxista: izquierdismo

Religiosidad: influencia de la iglesia

Indefinición: vacilación política

No completan su programa: no son constructivos

Demagogia: falsedad

Riñas, disputas

Desorganizados

Escaso apoyo al pueblo

Otras

Total

N

22

17

15

12

10

6

5

4

9

100%

268

D. FRAP

Favorables Desfavorables

I

I

I

Partido del pueblo: ayudan al pueblo

Ideología: visión de futuro

Unidad: cohesión entre sus com-ponentes

Única esperanza para mejorar

Su entusiasmo

Marxismo

Otras

Total

N

51

20

9

7

4

4

5

100%

278

I

I

¿?

Comunismo: alianza con el comunismo

Revoluciones: desórdenes y huelgas

Demagogia: poco confiables

Oposición destructiva

Falta de preparación: ignorantes

Despotismo: disciplina muy rígida

Allende como candidato: muy ambicioso

Otras

Total

N

36

20

14

9

7

5

2

7

100%

449

a Fuente: ver Tabla 6. Los símbolos I, C y D hacen referencia a la izquierda, el centro y la derecha, respectivamente.

En 1964, cuando Eduardo Frei y Salvador Allende participaron en una carrera fundamentalmente de dos candidatos por la Presidencia, la desven-taja de la falta de familiaridad con que Frei y los democratacristianos habían trabajado en 1958 había desaparecido. En plena campaña (junio de 1962) se les pidió a los adultos del Gran Santiago que nombraran “lo más impor-tante que hayan dicho” los candidatos. Mientras el 69% de los entrevistados en 1958 no estaban familiarizados con la plataforma de Frei, este desco-nocimiento del programa había caído a 54% en 1964. Aproximadamen-te la misma proporción (61%) de los entrevistados no estaba familiarizada con el programa de Allende en ambas elecciones. Es más, el tono mucho

250

más ideológico de los comentarios sobre Allende en 1958, comparados con los de Frei, se niveló en 1964 al incrementar el contenido ideológico en los comentarios sobre Frei. Debido al desconocimiento de los programas de ambos candidatos, la proporción total de entrevistados con percepcio-nes ideológicas no es alta. Solo el 15% mencionó aspectos ideológicos en Allende (“nacionalización, reforma agraria”), comparado con el 11% de Frei (“ideología, nacionalización, reforma agraria, revolución en libertad”). Los demás aspectos percibidos en ambas campañas no fueron ideológicos. Para Allende fueron “cuidados madre-hijo”, “progreso en general”, “bienestar”, “protección a los niños”, “salarios”. Así, las campañas se percibieron de ma-nera sorprendentemente similar. Aun cuando el nivel total de contenido ideológico no es muy alto, se vuelve comparable con el de 1958 al eliminar las respuestas de los que no dieron su opinión. Entre los que se mostraron informados, 38% de los comentarios sobre Allende y 25% sobre Frei fueron ideológicos. Ni la familiaridad con el programa de Allende ni el tono ideo-lógico de las percepciones sobre él fueron mayores en 1964 que en 1958, en tanto que la familiaridad y la percepción del contenido ideológico había aumentado para Frei.

Los motivos para votar por Allende o por Frei manifiestan un leve aumento en el nivel de contenido ideológico que lo alcanzado por la pregunta relativa a nombrar lo más importante dicho por ellos. Los porcentajes de personas ofreciendo razones ideológicas para respaldar u oponerse a los candidatos son:

A favor

En contra

Allende Frei

19% 24%

40% 21%

Estos son porcentajes de todas las respuestas obtenidas. Así, las preferencias ideológicas tuvieron que ver en un cuarto o un quinto del total de la población a favor de Allende y de Frei, y en un cuarto de la población en contra de Frei; la proporción de los que se oponían a Allende por razones ideológicas era dos veces mayor que la que se oponía a Frei por razones similares. Los porcentajes basados solo en aquellos que ofrecieron razones para declararse a favor o en contra cada candidato son:

A favor

En contra

Allende Frei

37% 37%

67% 52%

251

El razonamiento ideológico es bastante común entre aquellos capaces de ofrecer algún fundamento para su preferencia; es más común en el lado nega-tivo que el positivo, con Frei tomando ventaja en la comparación. Los motivos ideológicos en los comentarios de apoyo a Allende incluyen su ideología como tal y su representación del pueblo; en el caso de Frei la referencia directa a su ideología es complementada con su catolicismo y el apoyo de la derecha por algunos de sus votantes. Visto negativamente, el apoyo de la derecha a Frei es la referencia ideológica más común para este candidato, mientras que para Allende la ideología como tal permanece prominente, con pocos electores especificando igualmente que su postura era antidemocrática. La naturaleza intensa de la oposición entre estos dos candidatos se revela de mejor manera observando a sus partidarios más que a la muestra total de entrevistados. Aquí la tasa de “no responde” disminuye considerablemente: entre los “freístas” el 59% da razones claramente ideológicas para oponerse a Allende; mientras en-tre los “allendistas” el 50% entrega fundamentos claramente ideológicos para oponerse a Frei. De este modo, los chilenos partidistas tenían imágenes claras de sus opciones, y esas imágenes siguieron siendo fuertemente ideológicas según los estándares norteamericanos.

En 1970, la campaña presidencial en Chile fue esencialmente una carrera de tres hombres, con las familiares figuras de Allende y Allessandri, a quie-nes se unió esta vez Radomiro Tomic como el nuevo candidato de la De-mocracia Cristiana. Una encuesta preelectoral (julio-agosto de 1970) en el Gran Santiago arrojó resultados marcadamente similares a aquellos de 1958. El contenido ideológico de las razones que motivaban las preferencias de los defensores de cada candidato es: Alessandri, 12%; Allende, 57%; Tomic, 7%. Los partidarios de Alessandri enfatizan en primer lugar sus cualidades personales y su experiencia. Los pocos que sí mencionan motivaciones ideo-lógicas subrayan una orientación de derecha, excepto por un solo adherente que afirma que Alessandri “está con el pueblo”. Los partidarios de Allende son predominantemente ideológicos en su razonamiento y el enfoque ideo-lógico es exclusivamente de izquierda. No enfatizan específicamente el so-cialismo como tal, ya que la tendencia general (“candidato del pueblo”, “es de izquierda”) y los objetivos (“para cambiar el sistema”) de Allende sobre-pasan las referencias al socialismo per se. Tomic es principalmente apreciado por ser el abanderado del gobierno de Frei; las pocas razones ideológicas están repartidas en distintas direcciones.

Desde un punto de vista negativo, el 57% dice que no votaría por Allen-de en ningún caso, 44% dice lo mismo de Tomic, y 40%, de Alessandri. Si

252

bien Allende ganó mayor respaldo que los otros dos candidatos, la relativa claridad de su postura ideológica lo convirtió al mismo tiempo en la última opción para la mayoría. En una carrera presidencial a dos bandas, habría sido claramente el perdedor. El razonamiento antiallendista es abrumado-ramente ideológico, con el 60% de aquellos que lo rechazan citando su “iz-quierdismo, marxismo, socialismo”, y las preocupaciones asociadas a estas orientaciones como “violencia, revolución”, “Cuba, Fidel”, y “menos liber-tad”. (Dos entrevistados se desvían al llamarlo “explotador del pueblo”.) Los sentimientos anti-Alessandri son mucho más ideológicos que las razones para apoyarlo: 45% de las motivaciones negativas enfatizan el disgusto por su derechismo; “capitalista, de los ricos, de la derecha”, “retrógrado, reac-cionario”, “enemigo del pueblo”. El sentimiento anti-Tomic es aun menos ideológico que las razones para apoyarlo; un puñado de sus detractores (5%) lo ve como derechista y otros pocos como izquierdista, mientras que la ma-yor parte lo denuncia simplemente por ser el representante del gobierno y el partido de Frei.

Desde la perspectiva de Estados Unidos, un corte transversal de la opi-nión pública chilena en cualquier momento desde los años cincuenta se vería muy ideológico, pero de ningún modo abrumadoramente ideológico. Cuando los objetos de la opinión pública –sean los partidos políticos o los candidatos– ofrecen claras claves ideológicas, una considerable porción de la ciudadanía las recoge. Las características ideológicas imputadas a los actores políticos por el público general en Chile corresponden bien a las descrip-ciones ofrecidas por los analistas. La visión de la sociedad chilena como una sociedad conducida por las diferencias de clase y el relativamente alto nivel de ideología en el electorado se remonta, sin embargo, por lo menos hasta la década de 1950, cuando la opinión pública chilena fue muestreada sistemáticamente por primera vez. En 1958, el 62% de las razones dadas para la derrota de Allende eran ideológicas. Ya alto, este nivel de contenido ideológico en las opiniones políticas no se incrementó con los conflictos de partidos entre 1958 y 1970; en 1970, el 60% de las razones dadas para estar en contra de Allende fueron ideológicas. En 1962, el 75% de las actitudes favorables hacia la coalición de izquierda, el FRAP, avalaban su ideología de izquierda; en 1970, el 57% de los motivos para apoyar al candidato del FRAP fueron ideológicos. En consecuencia, los datos avalan la Hipótesis 1: el marcado desplazamiento del gobierno chileno hacia la izquierda desde 1952 hasta 1972 ocurrió sin un correspondiente aumento del contenido ideológico o de la orientación izquierdista de la opinión pública.

253

Hipótesis 2: El desplazamiento del gobierno chileno hacia la izquierda no es el resultado de un desplazamiento igual en la opinión pública, sino de alternativas de campaña individuales proporcionadas por el sistema político

Podría pensarse que los votos en las urnas representan la mejor medida del crecimiento de la izquierda en Chile. No obstante, al examinar la Hipótesis 1, ignoramos la distribución de las preferencias de candidatos para concen-trarnos en cambio en el nivel y dirección del pensamiento ideológico. Esa estrategia fue dictada por el reconocimiento del hecho de que, si bien los votos tienen consecuencias con un claro significado ideológico en Chile, no se puede tener la certeza de que son expresiones de la ideología en la mente de los electores. Los partidos de izquierda en Chile pueden haber incrementado su margen de votación como resultado de factores no ideo-lógicos. Alternativamente, una baja en los votos de izquierda puede haber sido concomitante con un aumento en la ideología de izquierda si los votos de izquierda originales fueron obtenidos por razones mayoritariamente no ideológicas y los más actuales estuvieran basados en la ideología. Hemos descubierto que el nivel de sensibilización ideológica es suficientemente alto a lo largo del período del cual disponemos información para sugerir que los resultados electorales en Chile pueden ser considerados una medida válida, aunque solo aproximada, de las predisposiciones ideológicas. En la Hipóte-sis 2, entonces, consideramos los resultados electorales.

En 1952, Ibáñez fue elegido Presidente de Chile como candidato sin parti-do, un exgeneral que se situaba “sobre los partidos”. En 1958, Alessandri ganó como candidato de la derecha. En 1964, Frei fue elegido como representante del centro. En 1970, Allende triunfó como candidato de la izquierda.

De este modo, el resultado de las últimas elecciones presidenciales en Chile presenta el cuadro de un movimiento nítido y estable hacia la izquier-da. En lo que respecta al control del Poder Ejecutivo, esta interpretación es correcta. Ya que el objetivo principal de las elecciones es quién asume el poder, los analistas tienden a interpretar su significado desde ese punto de vista. En términos de resultados partidistas, naturalmente, su foco está completamente justificado. Sin embargo, desde el punto de vista necesario para sacar conclusiones sobre la opinión pública y sobre futuros resultados electorales, tal foco puede ser bastante engañoso. Cuando miramos los votos de la población más que a quién asume la Presidencia, no se puede apreciar un gran cambio. La revisión de las elecciones en Chile sugiere que sus dife-

254

rentes resultados son producto más del número de partidos en competencia en cada elección que de un cambio en las preferencias del electorado.

El hecho de que Allende haya ganado en 1970 y no en 1958 fue un acci-dente en lo que respecta a la opinión pública. Como lo muestra la Tabla 8, obtuvo el 28,9% de los votos en la primera elección. Desafortunadamente para sus opciones, Antonio Zamorano, un sacerdote expulsado de la Iglesia Católica, conocido como “el cura de Catapilco”, se sumó a la contienda como candidato de la izquierda independiente y recibió 3,3% de la vo-tación. En ausencia de Zamorano, Allende habría recibido, casi con total certidumbre, esos votos, otorgándole un total de 32,2% y la Presidencia de Chile. A la inversa, un candidato de izquierda adicional en 1970 podría haber evitado que fuera Presidente quitándole solo un 1,5% de los votos.

No es nuestra intención sugerir aquí que el número de candidatos y parti-dos en competencia en una elección es un accidente o un asunto sin interés para los cientistas políticos. Lo que afirmamos es que el número de candi-datos es en gran medida irrelevante para explicar la distribución del apoyo popular a las tendencias políticas generales en Chile, esto es, que los votos combinados de Allende-Zamorano en 1958 son tan precisos como medida de preferencia por la izquierda como lo son los votos de Allende en 1970. Por otro lado, la elección de 1952 no revela mucho sobre las preferencias de derecha-centro-izquierda, porque el atractivo de Ibáñez no era partidista y él obtuvo el respaldo de grupos de todas las tendencias. Cabe señalar que el Partido Comunista estaba proscrito en ese tiempo; parte del apoyo de la izquierda a Ibáñez provenía indudablemente de su promesa de derogar la ley que prohibía a los comunistas presentarse a los comicios, promesa que cum-plió. La imposibilidad del Partido Comunista de hacer campaña como tal y el atractivo de Ibáñez para sus adherentes sin duda redujeron la votación de Allende en 1952. De este modo, la elección de 1952 no proporciona una medida de apoyo de la izquierda.

255

TABLA 8Distribución de la votación popular en las elecciones presidenciales de Chile, 1952-1970a

1952 1958

Carlos Ibáñez (independiente) 46,8 Jorge Alessandri (derecha: par-tidos Conservador, Liberal)

31,6

Arturo Matte (derecha: partidos Conser-vador, Liberal)

27,8 Salvador Allende (izquierda: partidos Socialista, Comu-nista)

28,9

Pedro E. Alfonso (centro: Partido Radical) 19,9 Eduardo Frei (centro: Demo-cracia Cristiana)

20,7

Salvador Allende (izquierda: Partido Socialista)

5,5 Luis Bossay (centro: Partido Radical)

15,6

_________100%

Antonio Zamorano (indepen-diente de izquierda)

3,3

_________100,1%

1964 1970

Eduardo Frei (centroderecha: partidos Democracia Cristiana, Conservador y Liberal)

56,09 Salvador Allende (izquierda: partidos Socialista, Comu-nista)

36,6

Salvador Allende (izquierda: partidos Socialista, Comunista)

38,93 Jorge Alessandri (derecha: independiente, Partido Nacional)

35,2

Julio Durán (centroderecha: Partido Radical)

4,99 Radomiro Tomic (centro: Democracia Cristiana)

28,1

__________100,01%

________99,9%

a Fuente: Dirección del Registro Electoral, Chile.

La elección de 1964 fue excepcional en la historia política reciente de Chile ya que se transformó en una carrera de a dos entre Frei y Allende. La competencia comenzó con tres candidatos, con una coalición de derecha conocida como el “Frente Democrático”, la que se esperaba hiciera una só-lida presentación con Julio Durán, del Partido Radical. Si la competencia se hubiera desarrollado como se esperaba, sin otro candidato de izquierda que diluyera su fuerza, Allende podría perfectamente haber conseguido el triunfo que le había sido arrebatado por la candidatura de Zamorano en 1958. Pero una elección complementaria en Curicó, provincia tradicionalmente conser-vadora, durante las primeras etapas de la campaña presidencial, convenció a los líderes de la derecha de que un desafortunado destino era lo único que les esperaba. Para sorpresa de los observadores políticos en Chile, el Frente Democrático perdió la elección en Curicó, y el candidato de izquierda fue

256

el vencedor, en vista de lo cual los líderes de la coalición de derecha decidie-ron restarse del apoyo a Durán y unirse a la candidatura de Frei con el fin de bloquear a Allende. El candidato del Partido Radical permaneció en los comicios pero, sin el apoyo de la derecha, recibió apenas un 5% de los votos. Así, la izquierda, al ganar la elección complementaria, perdió la Presidencia por otros seis años.

La enseñanza parece clara: el voto de izquierda en las elecciones presiden-ciales chilenas ha rondado el 36% desde los años cincuenta; esta votación no aumenta ni disminuye mayormente por el número de partidos o candidatos que se presentan a la elección. De este modo, en la eventualidad de un solo candidato importante de la izquierda y dos o más candidatos importantes de la derecha y el centro, la izquierda tiene una alta probabilidad de ganar. Ante un solo candidato importante del centro y la derecha unidos, la izquierda prácticamente no tiene posibilidad de ganar. Ningún cambio en las preferen-cias de los chilenos o en sus percepciones de las fuerzas políticas es necesario para justificar los diversos resultados desde 1952. La salvada por un pelo de 1958 no causó la suficiente impresión en las fuerzas de centro y de derecha, que casi concedieron a Allende la clase ideal de competencia en 1964, pero la elección complementaria de Curicó traía el mismo mensaje que hubieran obtenido de la lectura de Anthony Downs, y así, cambiaron de estrategia para ocupar todo el “espacio ideológico” que cubría al centro y la derecha con un solo candidato.20 Pero la enseñanza se desperdició en 1970 y, con dos candidatos a su derecha y sin un “cura de Catapilco” a su izquierda, Allende finalmente alcanzó la Presidencia.

Nuestro argumento de que la elección de Allende no es el resultado de algún cambio dramático en la opinión pública chilena hacia la izquierda se sostiene por las votaciones en las elecciones parlamentarias. Si ha habido un movimiento significativo ha sido hacia la izquierda pero no a ella. Esto es, ha habido un desplazamiento al centro, a expensas de la derecha y de grupos políticos independientes, menores e inclasificables. La Tabla 9 presenta la dis-tribución de la votación popular en las elecciones parlamentarias desde 1941 hasta 1969. Excepto en el período en que el Partido Comunista fue excluido (1948-1957), la votación de izquierda ha oscilado entre 23 y 29%, sin un aumento significativo. Los partidos de centro se han desplazado desde una posición de paridad aproximada con la izquierda a una mayor solidez en las tres últimas elecciones. Al mismo tiempo, la derecha y los candidatos inclasifi-cables han perdido fuerza. Variaciones individuales marcadas en determinados

20 Downs, An Economic Theory of Democracy, Nueva York, Harper & Row, 1957.

257

años son explicables por influencias de corto plazo, algunas de las cuales se verán en la Hipótesis 3, pero la principal tendencia secular es clara: el centro y no la izquierda es lo que ha crecido de manera significativa en las elecciones parlamentarias en Chile desde 1941.

TABLA 9Votación de los principales partidos políticos en las elecciones parlamentarias en Chile, 1941-1969a

1941 1945 1949b 1953b 1957b 1961 1965c 1969

Izquierda (Socialista, Comunista)

28,5 23,1 9,3 14,1 10,7 22,9 23,3 29,4

Centro (Radical,

Democracia Cristiana)

25,1 22,6 25,6 16,2 30,8 38,4 57,3 44,7

Derecha (Liberal,

Conservador, Nacional)

31,1 41,5 40,7 21,1 29,1 31,4 12,8 20,8

Otros 15,3 12,8 24,4 48,6 29,4 7,3 6,6 5,1

Total _______100%

_______100%

_______100%

_______100%

_______100%

_______100%

_______100%

_______100%

a Fuente: Dirección del Registro Electoral, Chile. Los porcentajes excluyen los votos nulos y blancos.b Durante el período 1948-1957 el Partido Comunista estuvo proscrito por la Ley de Defensa Permanente de la Democracia; los votos de izquierda son representados solo por el Partido Socialista en este período.c Tras la elección parlamentaria de 1965 liberales y conservadores unieron fuerzas y se convirtieron en el Partido Nacional.

La ausencia de un cambio drástico en la votación de izquierda sugiere que el triunfo de Allende en 1970 no fue una “elección crítica”.21 Más aun, la reciente encuesta de Ercilla en Santiago reporta una continua estabilidad. Cuando a los adultos encuestados en Santiago se les preguntó cómo votarían si la elección presidencial de 1970 se celebrara “hoy” (septiembre de 1972), la proporción que dijo que votaría por Allende fue de 36%, es decir 1,2 puntos porcentuales mayor que su votación en Santiago dos años antes (ver Tabla 10). Alessandri y Tomic recibieron porcentajes menores que en la vo-tación real de Santiago en 1970 (perdiendo 7,4 y 7,8 puntos porcentuales, respectivamente), disminuciones en parte atribuibles al aumento de Allende pero principalmente justificadas por el 14% que en 1972 dijo que no votaría

21 Sobre el concepto de “elecciones críticas”, ver Key, “A Theory of Critical Elections”, Journal of Politics 17, 1955, 3-18.

258

por ninguno de los tres.22 Una repetición de la elección de 1964 entre Frei y Allende arroja 3,3 puntos porcentuales de ganancia para Allende y 9,9 puntos de pérdida para Frei.23

TABLA 10Preferencia si la elección presidencial de 1970 fuera en 1972 con los mismos candidatosa

Total ponderado Ingreso alto Ingreso medio Ingreso bajo

Salvador Allende 36 9 28 46

Jorge Alessandri 31 62 37 22

Radomiro Tomic 19 16 22 18

Ninguno 14 13 13 14

Total __________100%

__________100%

__________100%

__________100%

N 300 100 100 100

Preferencia en 1972 si los candidatos fueran Allende y Frei

Total ponderado Ingreso alto Ingreso medio Ingreso bajo

S. Allende 39 11 31 48

E. Frei 51 77 58 42

Ninguno 10 12 11 10

Total 100% 100% 100% 100%

N 300 100 100 100

a Fuente: ver Tabla 1.

De este modo, una extraordinaria estabilidad en el apoyo al candidato de izquierda caracteriza las recientes elecciones en Chile, más que un movimiento masivo hacia la izquierda, y la evidencia es que este apoyo estable se mantiene firme en 1972. Además, la “solidaridad” de la clase trabajadora con la izquierda que algunos observadores han postulado no es más fiel que la imagen de un

22 En la eventualidad de que el 14% que dijo que no votaría por ninguno de los tres candidatos de hecho dejara de votar en una elección real, entonces el porcentaje de votación de Allende aumentaría a 45%. Sin embargo, como vimos al examinar la Hipótesis 1, Allende era la última opción de la mayoría de los votantes incluso cuando ganó la elección con su mayoría simple de votos en 1970. Consecuentemente, el apoyo de Allende es menos fácilmente afectado por el número o naturaleza de sus oponentes de lo que lo es para otros candidatos: aquellos que no lo apoyan no solo prefieren a otro sino que están determinados a no votar por Allende. En caso de que los entrevistados que dijeron que no votarían por ninguno de los candidatos nom-brados en la entrevista de hecho votaran bajo la imperiosa necesidad de tener que elegir una alternativa, es menos probable que votaran por Allende.

23 Durán, quien se mantuvo en los comicios de 1964 como candidato de derecha, recibió 3,4% de la vota-ción en Santiago, Allende 35%, y Frei 60,9%.

259

nítido viraje hacia la izquierda, en ideología o en votos.24 Casi la mitad de los electores de bajos ingresos reportan su apoyo a Allende en 1972, tanto si es pre-sentado con uno o con dos oponentes. Pero incluso en una alternativa de dos concurrentes entre Allende y Frei, las respuestas de “ninguno” son suficientes para negar a Allende una mayoría absoluta. Por consiguiente, desde el punto de vista del apoyo de la izquierda, es el inmovilismo más que un cambio radical lo que surge como el rasgo predominante en las opiniones políticas de los chilenos.

Hipótesis 3: El control del gobierno chileno por la izquierda es reversible

La elección de Salvador Allende en 1970 dio lugar a inquietudes que ilustraban dramáticamente lo que los cientistas políticos llaman el “problema de la inten-sidad” en la política democrática.25 La prensa se vio plagada de especulaciones dentro y fuera de Chile sobre si las fuerzas opositoras –las que, consideradas en su conjunto, habían ganado una mayoría de la votación popular y mantenían una mayoría en el Congreso– permitirían a Allende asumir la Presidencia. Aun cuando él fuera la primera opción para una mayoría simple de los electores chilenos, sabemos por los resultados de la encuesta citada que era la última op-ción de una mayoría. ¿Era suficientemente intensa la oposición de la mayoría como para conducir a la frustración de las preferencias registradas por Allende sobre cada uno de sus dos oponentes por una mayoría simple de los electores? La Constitución chilena otorga al Congreso el derecho de elegir al Presidente entre los dos candidatos líderes en votos populares; solo por una tradición de-mocrática se espera que el Congreso seleccione la opción mayormente votada.

Si la oposición a Allende hubiera optado por una visión apocalíptica de su ascensión al poder, tenía los votos y, técnicamente, la autoridad constitu-cional para negársela. Sin embargo, cuando Allende reafirmó su compromiso con las garantías constitucionales asegurando la libertad de prensa y de la oposición política, los democratacristianos se movilizaron por unanimidad en su apoyo, y así Allende fue abrumadoramente elegido Presidente de Chile por el Congreso Nacional. Esta acción parece demostrar que el respeto por las normas y los procedimientos democráticos tradicionales puede coexistir con un grado de conflicto ideológico y de clase mayor que lo que muchos

24 Ver Zeitlin y Petras, op. cit.

25 Sobre el problema de la intensidad, ver Robert A. Dahl, A Preface to Democratic Theory, Chicago, Uni-versity of Chicago Press, 1956.

260

norteamericanos tienen la costumbre de creer. Por ejemplo, algunos meses después del cambio de mando, el Presidente Nixon canceló una visita de cortesía del portaaviones U.S.S. Enterprise al puerto chileno de Valparaíso. La explicación fue que la administración estadounidense no quería ayudar a Allende “mientras él consolidaba su poder político”, implicando así que se esperaba algún golpe de la oposición y, presumiblemente, que este sería apoyado por Estados Unidos.26

Los chilenos parecen no menos comprometidos a aceptar los resultados de su sistema electoral que sus vecinos del Norte (y más comprometidos que lo que esos vecinos hubiesen querido en 1970). Además de su función evidente de ele-gir oficialmente a quienes toman las decisiones, una elección cumple la función latente de celebrar y reforzar el concepto de autonomía para gobernar. Hablando de esta función en Estados Unidos, un texto del gobierno estadounidense aseve-ra: “El resultado es legitimar el poder gubernamental, para convencer a todos del derecho de los funcionarios elegidos para llevar adelante la política pública. Se espera que los perdedores de las elecciones americanas muestren su buen espíritu deportivo uniéndose en torno al vencedor”.27 Cuando las diferencias entre los partidos son intensas, cuando las apuestas son altas, y cuando la oposición está basada en la ideología, podría esperarse que las elecciones fracasaran en su fun-ción de crear un período de “luna de miel” para los vencedores. Pero Chile parece no ser diferente a Estados Unidos en su tendencia a unirse en torno al ganador.

Por ejemplo, poco antes de la elección de 1958, los encuestados en Santiago manifestaron los sentimientos opuestos sobre Alessandri que uno podría esperar de su 31,6% de la votación nacional en la posterior elección. De aquellos que estaban registrados y tenían la intención de votar, el 28% ya había decidido vo-tar por Alessandri. Al preguntárseles directamente si les gustaba o no les gustaba Alessandri, el 53% de todos los entrevistados eligió la respuesta “me gusta”, el 30% “no me gusta”, y el 17% no respondió. Frente a la pregunta “¿Qué piensa usted de los candidatos como personas?”, el 40% de todas las respuestas sobre Alessandri pueden ser codificadas como favorables, con un énfasis en las carac-terísticas personales positivas, las habilidades específicas y su “independencia”. Los atributos positivos fueron superados por los negativos, con un 51% de las respuestas destacando características personales desfavorables (“maniático”, “an-tisocial”, “ególatra”, “autoritario”, “viejo solterón”) u orientaciones rechazadas (“reaccionario”, “capitalista”, “rico”, “no entiende a los pobres”, “demagogo”).

26 New York Times, 7 de marzo de 1971, 3.

27 Marian D. Irish y James W. Prothro, The Politics of American Democracy, 5ª edición, Englewood Cliffs, NJ, Prentice-Hall, 1971, 337.

261

El observador podría haber esperado un candidato elegido por una pequeña mayoría simple, y dada la intensidad de los sentimientos encontrados durante su campaña, que este enfrentase una intensa oposición mientras esperaba la elección formal por parte del Congreso. En este sentido se les preguntó a los electores, “Ahora que las elecciones presidenciales ya pasaron, el Congreso tiene que decidir entre los dos candidatos que recibieron la mayor votación. Si usted fuera parlamentario, ¿por cuál de los candidatos votaría?”. Las respuestas fueron:

El que recibió más votos 35%

Alessandri 47%

Allende 15%

En blanco 1%

No responde 2%

Total _______100%

N = 339

A pesar de los duros comentarios sobre Alessandri y los votos para otro candidato de parte de la mayoría de los encuestados, solo el 15% de ellos dijo que votaría en contra de su elección si fueran parlamentarios. Por ende, tanto los electores como los parlamentarios estaban preparados para aceptar el resultado electoral. La tendencia de los votantes de unirse en torno al triun-fador va más allá de la voluntad de aceptar la legitimidad de los resultados de la elección. Cuando se les preguntó cómo esperaban que fuera el gobierno de Alessandri, ahora que había sido elegido, solo el 6% fue tan lejos como para predecir que sería malo:

Muy bueno 22%

Bueno 53%

Razonable 15%

Malo 6%

Muy malo 4%

Total ______100%

N = 339

Desde la situación preelectoral en donde una pequeña mayoría reconocía que le “gustaba” Alessandri y una amplia mayoría enfatizaba atributos perso-nales negativos, su elección por una mayoría simple de 32% había transfor-

262

mado a Alessandri en un Presidente cuyo gobierno un 75% de los electores esperaba que fuera bueno o muy bueno. Esta transformación es una demos-tración radical del efecto “subirse al carro de la victoria”, que es recalcado como una función estabilizadora de las elecciones. Los Presidentes son figuras más positivas que los candidatos.

Un fenómeno similar parece haber ocurrido después de la elección de Frei en 1964. No contamos con información directa en relación a las expecta-tivas del nuevo gobierno, pero es posible sacar conclusiones a partir de los hallazgos de otra encuesta que sugieren un nuevo proceso de unión en torno al vencedor. Antes de 1964, el Partido Demócrata Cristiano nunca había recibido más del 21% de los votos individualmente, pero como candidato de la derecha y el centro juntos Frei obtuvo el 56% de la votación en la elec-ción presidencial de 1964. En febrero de 1965, el 58% de los encuestados en el Gran Santiago dijo que prefería entregar su voto al Partido Demócrata Cristiano, un incremento impresionante sobre su previa votación máxima del 21%. Si se suman las preferencias de todas las fuerzas políticas del centro y la derecha, llegan a un 77%, un incremento de 16 puntos porcentuales sobre el 61% obtenido por Frei y el candidato derechista menor en la elec-ción precedente. Este aumento parece atribuible al efecto de legitimación de la elección. Debido a que es más difícil expresar un cambio en la prefe-rencia por el partido vencedor que expresar confianza en la administración del candidato vencedor, este cambio es tan significativo como lo es la gran confianza en Alessandri producida por su elección.

A pesar del énfasis mundial en el carácter único de la victoria allendista en 1970, y las expectativas sobre los esfuerzos constitucionales o inconstitucio-nales para negarle el poder, el pueblo de Chile se condujo como siempre lo ha hecho. El 37% de la votación popular de Allende creció a un nivel de apoyo post-electoral mucho mayor cuando se convirtió en Presidente. En enero de 1971, un 65% de encuestados en Santiago expresó su apoyo por la coalición de Allende, la Unidad Popular. En una encuesta realizada el siguiente mes sobre las preferencias por partidos específicos, los partidos de la UP (Socialis-ta, Comunista, Radical y MAPU) fueron elegidos por el 48,5% de todos los encuestados y por 60% de los encuestados que manifestaron su preferencia por un partido. Aun cuando la oposición a los mandatarios de Chile tradi-cionalmente se intensifica antes del término de sus mandatos, se les concede también tradicionalmente un período de “luna de miel”, de amplio respaldo popular. A pesar de las esperanzas y expectativas contrarias de algunos en Estados Unidos, Allende claramente no es la excepción.

263

La oleada de apoyo al grupo político que gana la Presidencia en Chile se ma-nifiesta en las elecciones no menos que en los resultados de las encuestas. El ciclo de cuatro años para las elecciones parlamentarias y de seis años para las presiden-ciales fija una elección parlamentaria pocos meses después de una presidencial alternada. Los Presidentes electos en estos años son afortunados porque la olea-da de apoyo al ganador da a sus adherentes la oportunidad de ganar mucho más escaños que lo usual. En 1952, por ejemplo, el Presidente Ibáñez fue elegido como un candidato independiente que estaba “sobre” los partidos políticos. En la elección parlamentaria que se realizó en marzo de 1953, la proporción de vo-tos ganados por los principales partidos de derecha-centro-izquierda cayó desde más de tres cuartos (75,6%) a apenas la mitad (51,4%). Los candidatos no aso-ciados con estos partidos previamente habían obtenido menos de un cuarto de la votación; sin embargo, siguiendo el ejemplo de Ibáñez, los candidatos postu-lando como independientes o con grupos que respaldaban su postura reacia a la política partidista captaron casi la mitad de los votos en el Congreso (48,6%) en 1953.28 En 1965, siguiendo la asunción de Frei, los partidos de centro (Demo-cracia Cristiana y Partido Radical) obtuvieron una mayoría absoluta (57,3%) de los votos parlamentarios, comparada con una votación máxima previa de 38,4%.29 Allende no tuvo la suerte de contar con una elección parlamentaria inmediatamente después de su toma de posesión, pero sí se realizaron eleccio-nes locales de regidores, y los partidos de su coalición ganaron un resonante 49,7% de los votos nacionales (recordemos que la votación presidencial fue del 36,6%.30 Entonces, para Allende tanto como para sus predecesores, la magia de la Presidencia generó una oleada de respaldo nacional, como quedó expresado tanto en las encuestas como en las urnas.

Pasada la ola de entusiasmo inicial por el nuevo Presidente, los chilenos suelen volver a sus lealtades y predilecciones políticas más permanentes. La encuesta para Santiago de la revista Ercilla en septiembre de 1972 indica que el gobierno de Allende no ha escapado del retorno de la crítica tras la luna de miel. De hecho, esta evaluación de los temas nacionales presenta un cuadro de polarización tan extremo que ya a primera vista sugiere una situación política altamente inestable, que se acerca a una agitación violenta.

28 Dirección del Registro Electoral, Chile. Para el detalle de las cifras, ver la Tabla 9.

29 Íd.

30 El Mercurio, edición internacional, 5 al 11 de abril de 1971, 8.

264

TABLA 11A. Percepción de la facilidad para comprar productos básicos, 1972

Total ponderado Ingreso alto Ingreso medio Ingreso bajo

Fácil 47 1 17 75

Difícil 48 99 77 19

Ni fácil ni difícil 5 --- 6 6

Total 100% 100% 100% 100%

N 300 100 100 100

B. Percepción de responsabilidad por la escasez de productos básicos, 1972

El gobierno 50 85 60 37

La oposición 29 9 29 32

Los comerciantes 21 15 19 23

Los fabricantes 26 11 24 29

Otros 1 --- 3 ---

No sabe, no contesta

--- 2 --- ---

Totala _________127%

_________122%

_________135%

_________121%

N 300 100 100 100

Fuente: ver Tabla 1.a Algunos encuestados mencionaron más de un grupo.

Cuando se les pregunta si encuentran fácil o difícil comprar los produc-tos básicos para la vida diaria, los chilenos responden con percepciones in-creíblemente contrastantes (Tabla 11-A). En todo están en una posición de casi completo desacuerdo, con prácticamente la mitad hallando que es fácil y la mitad difícil comprar los productos esenciales. Las diferencias de clase (representadas por las variaciones en el ingreso) revelan un grado de polarización verdaderamente alarmante: virtualmente todos (99%) aquellos en los grupos de mayor ingreso piensan que es difícil encontrar los bienes esenciales, mientras que una gran mayoría (75%) de los que cuentan con los ingresos más bajos piensa que es fácil. Una polarización de esta magnitud es más llamativa aun en vista del contenido de las opiniones reportadas. Por definición, para aquellos con los más altos ingresos es más fácil comprar los productos básicos que para las familias con menores ingresos, pero las percepciones difieren en la dirección exactamente opuesta. Lo que ocurre es que esta afirmación es verdadera por definición solo si la facilidad para comprar es definida monetariamente, pero empíricamente la afirmación es necesariamente verdadera solo si la “facilidad” se entiende en comparación

265

con otros compradores hoy en día más que en comparación con la facilidad o relativa facilidad en períodos anteriores. Los chilenos de ingresos altos probablemente interpretan facilidad para comprar lo indispensable refirién-dose a la posibilidad de mandar empleados al mercado o a una tienda con la confianza de que encontrarán lo necesario sin tener que buscar en más de un lugar, sin tener que hacer fila para comprar, y sin que les pongan límites en la cantidad de productos que pueden comprar. Hoy en Chile no hay se-guridad de que se pueda comprar un día cualquiera productos como papel higiénico y carne de vacuno sin ninguno de estos inconvenientes. Además, se puede estar seguro de que un chileno de clase alta considera el papel hi-giénico y la carne de vacuno “productos básicos”. Con estos significados en mente, podemos comprender por qué los bienes de primera necesidad son considerados casi unánimemente como difíciles de encontrar por el grupo de altos ingresos. Y si ellos comparan la situación actual con su propia si-tuación en el período preallendista, probablemente también parecerá más difícil y molesta.

Las primeras políticas del gobierno de Allende le otorgaron un poder adquisitivo adicional a los grupos de bajos ingresos, y establecieron precios fijos y estándares de calidad para algunos productos de primera necesidad, por ejemplo el pan. Entonces, a pesar de la inflación general y de la esca-sez, tanto esporádica como crónica, la población de bajos ingresos percibe correctamente la actual situación como una en la que es relativamente fácil comprar esos productos. Además, es mucho menos probable que ellos vean el papel higiénico y la carne de vacuno como productos de primera nece-sidad. En los tiempos en que se realizaba este estudio, un chileno de vesti-menta y conducta de clase media se quejaba duramente mientras esperaba parado en una cola, que avanzaba lentamente hacia un mostrador de carne, alegando que él nunca había pensado que tendría que estar parado en una cola una hora y media para comprar carne; una mujer aparentemente de clase baja le respondió: “¡Yo nunca pensé que podría llegar a hacer una cola para comprar carne!”.31 Así, situaciones idénticas pueden experimentarse como una privación por algunos y como un privilegio por otros.

Las explosivas posibilidades que parecen inherentes a tal polarización de clase se ven recalcadas por las percepciones sobre la violencia reportadas en la Tabla 12. Una abrumadora mayoría de los adultos en Santiago cree que Chile está viviendo un clima de violencia. A pesar de las diferencias de cla-se en estas percepciones, una gran mayoría en todos los niveles de ingreso

31 Diálogo escuchado por uno de los miembros del grupo de investigación del FAFP.

266

concuerda en la existencia de un clima de violencia. Sin embargo, antes de concluir que una revolución chilena es inminente, debemos examinar las opiniones relacionadas. Tal revisión subraya el hecho de que las diferencias de clase, más que la solidaridad de clase, es lo que subyace a las opiniones políticas de los chilenos. Incluso donde la solidaridad de clase existe en las diferencias sobre una pregunta –en este caso, fácil acceso a bienes de primera necesidad–, no se traduce en una igual polarización de clases en la pregunta política más cercanamente relacionada, en este caso quién es responsable por la escasez de víveres. Asumiendo una escasez de productos básicos (y por ende sesgando su propia pregunta), la encuesta de Ercilla preguntaba a los adultos en Santiago quién era el responsable por la escasez (Tabla 11-B). Permitiéndosele a cada entrevistado mencionar más de un grupo responsa-ble, el gobierno fue nombrado por la mitad de las personas y otros –como la oposición política, los comerciantes y los fabricantes– por tres cuartos de la muestra. Las diferencias de clase aquí no son sólidas. Si bien el grupo de ingreso alto atribuye la principal responsabilidad al gobierno, el grupo de ingreso medio culpa más bien a otros (el 75% de todos los otros combi-nados, en comparación con el 60% del gobierno), al igual que el grupo de bajos ingresos (84% a 37%). Los otros grupos listados como responsables en conjunto pueden considerarse en oposición al gobierno en este contexto; mientras que el gobierno recibe la mayor parte de las imputaciones de res-ponsabilidad, los otros reciben un margen equivalente. Además, ni la clase baja ni la clase media atribuyen responsabilidad a una sola fuente entre los grupos opuestos al gobierno. Más importante, por sus efectos moderadores sobre el conflicto de clase, es la falta de solidaridad de la clase baja en la de-fensa del gobierno de Allende. De hecho, el 37% en este grupo atribuye la escasez al mismo gobierno.

Más que polarización, es dispersión lo que ocurre cuando examinamos la atribución de responsabilidad por el clima de violencia en Chile (Tabla 12-B). Para el conjunto de adultos en Santiago, el 33% responsabiliza tanto al gobierno como a la oposición, el 27% solo a la oposición, 23% solo al go-bierno, y un 17% niega que exista un clima de violencia. Únicamente para el grupo de mayores ingresos el “villano” es uno solo. El grupo de bajos ingresos señala más a la oposición, pero su opinión es difusa, con la segunda respuesta más seleccionada siendo la negación de la existencia de un clima de violencia. El grupo de ingresos medios está más inclinado a responsabilizar tanto al go-bierno como a la oposición. Nuevamente las diferencias de clase son claras, pero de nuevo fallan en revelar las clases alineadas en una sólida oposición.

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TABLA 12A. Creencia de que Chile está viviendo en un clima de violencia, 1972

Total ponderado Ingreso alto Ingreso medio Ingreso bajo

Sí 83 98 92 75

No 17 2 8 25

Total _________100%

________100%

_________100%

_________100%

N 300 100 100 100

B. Percepciones sobre el origen de la violencia, 1972

Total ponderado Ingreso alto Ingreso medio Ingreso bajo

El gobierno 23 36 27 18

La oposición 27 7 20 35

Ambos sectores 33 54 44 22

Otros (extremistas) --- 1 1 ---

No hay clima de violencia 17 2 8 25

Total _________100%

________100%

________100%

_________100%

N 300 100 100 100

Fuente: ver Tabla 1.

El traspaso de las percepciones a actitudes progobierno y antigobierno se muestra más claramente en la evaluación general del desempeño del gobierno de Allende. Comenzamos examinando la Hipótesis 1 con el hallazgo de que el 61% del grupo de menor ingreso se considera a sí mismo como el principal beneficiado por las políticas del gobierno, con 33% del grupo de ingreso más alto concordando con esta aseveración y el 53% manteniendo que nadie se ha beneficiado (Tabla 1). Cuando se trata de juzgar el desempeño del gobierno, sin embargo, estas diferencias polarizadas son silenciadas (Tabla 13). La mayo-ría en los grupos de ingreso alto y bajo evalúan como malo el desempeño del gobierno, pero este juicio es balanceado por el grupo de ingresos medios, que en un 32% dice que es “satisfactorio” y 16% que dice que es “bueno”. La clase baja, nuevamente, es más indecisa; el juicio modal (41%) es “satisfactorio”, seguido por 32% que dice que es “malo” y 27% “bueno”.

268

TABLA 13Evaluación del desempeño del gobierno de Allende, 1972

Total ponderado Ingreso alto Ingreso medio Ingreso bajo

Bueno 21 6 16 27

Satisfactorio 36 22 32 41

Malo 43 72 52 32

Total _________100%

_________100%

_________100%

_________100%

N 300 100 100 100

Fuente: ver Tabla 1.

Si los chilenos de clase baja estuvieran tan sólidamente unidos tras el gobier-no de Allende como los agricultores de clase alta están en su contra, un quiebre violento o una modificación del sistema parecerían inevitables. Pero en 1972, el alineamiento de los votantes chilenos no parece drásticamente diferente de lo que era en 1958. Como vimos al analizar la Hipótesis 2, una repetición de la elección de 1970 o de 1964 hoy produciría virtualmente los mismos resultados. Incluso considerándose los principales beneficiarios del gobierno de Allende, solo el 48% de los electores de clase baja dice que votaría por Allende si fuera en contra de Frei. Aunque la oposición de clase alta a Allende es sólida, su volumen es pequeño (7% según los criterios de ingreso usados en estas tablas).

La postura no revolucionaria de la clase baja quedó demostrada en respues-ta a la propuesta de Allende de enmendar la Constitución para reemplazar el Congreso bicameral por una legislatura de una sola cámara. Esto se promovió como una medida para mejorar el control popular del gobierno y para acelerar las respuestas a los cambios en las preferencias públicas al eliminar el Senado, en el cual solo una porción de los escaños se elige en un año determinado. Una encuesta de julio-agosto de 1971 en Santiago dio un 50% en contra y un 38% a favor de esta propuesta (Tabla 14). Solo entre los encuestados de clase baja hubo una mayoría simple apoyando la medida, pero la misma clase baja se vio dividida en forma casi pareja sobre la pregunta. Es más, cuando a los opositores a la propuesta se les pidió que dieran sus razones, los oponentes de clase baja mencionaron más veces “tradición, democracia” de lo que lo hicieron aquellos de clase media y alta (Tabla 15). Si bien la clase baja es la principal fuente de apoyo para la reforma constitucional, la oposición de clase baja para tal reforma es suficientemente común como para convertirla tam-bién en la fuente de mayor resistencia, basada directamente en los atributos de la tradición constitucional chilena.

269

TABLA 14Reacciones públicas a la propuesta de legislatura unicameral de Allende, 1971

Todas las respuestas Clase alta Clase media Clase baja

Mantener Congreso bicameral 50 72 55 41

Adoptar Congreso unicameral 38 24 34 44

Sin opinión 12 4 11 15

Total _________100%

_________100%

_________100%

_________100%

N 1.000 116 380 504

Fuente: ver Tabla 6.

Los esfuerzos del gobierno de Allende por alcanzar el socialismo se ven constreñidos por un sistema pluralista. La mayor parte de los periódicos en los quioscos de Santiago tienen una orientación antigubernamental. El Congreso es controlado por los partidos de oposición. Es más, el control de Allende sobre el mismo Poder Ejecutivo está basado en una frágil coalición de partidos y faccio-nes, cada uno de los cuales parece estar “maquinando” en favor de sus propios intereses a corto plazo o para las futuras elecciones. De hecho, una de las quejas sobre el gobierno de parte de algunos izquierdistas que votaron por Allende es que algunos funcionarios en particular parecen estar buscando las máximas recompensas de su período en ejercicio, como si dieran por hecho que será otra coalición de gobierno la que tome el control tras las elecciones de 1976.32

TABLA 15Razones para apoyar la continuación de la legislatura bicameral, 1971

Clase alta Clase media Clase baja

Por tradición, democraciaa 50 33 63

Dos cámaras estudian mejor las propuestas 25 29 14

Dos cámaras significa más libertada 11 15 7

Mejor control del Ejecutivo 6 10 5

Dos cámaras tienen menos disputas 1 3 ---

Sin opinión 7 10 11

Total _________100%

_________100%

__________100%

N 83 209 206

Fuente: ver Tabla 6.a Razones ideológicas.

32 Esta observación está basada en entrevistas personales.

270

Los fundamentos ideológicos del gobierno de Allende en el apoyo popular no parecen ni más ni menos sólidos que los de sus predecesores. Una mayoría simple de votantes eligió a un candidato que desde hacía mucho había lu-chado por soluciones socialistas a los problemas básicos, y su elección otorgó a su coalición y a él mismo el habitual oleaje de apoyo popular acrecentado. Si bien los adherentes de Allende claramente abogaban por el socialismo, su compromiso parece más pragmático que ideológico. En febrero de 1971, durante el período de mayor apoyo popular al nuevo gobierno, cuando se les preguntó a los residentes de Santiago qué es lo que más apreciaban del gobierno, solo el 16% contestó en términos claramente ideológicos: “nacio-nalizaciones y expropiaciones”, “la ayuda al pueblo, a los pobres, a los traba-jadores”, “que el gobierno tome el control de la banca”. Otros comentarios también pueden haberse basado en el mismo conocimiento de los funda-mentos ideológicos de las acciones del gobierno, pero recalcaban objetivos específicos más que los medios socialistas: “ayuda a los niños-medio litro de leche gratis”, “reajustes de los sueldos y salarios, apoyo a la familia”, “freno a la inflación-la fijación de precios”, “tarifa del transporte público, precio único para el pan”.

Los chilenos están preocupados de sus necesidades personales más urgen-tes. Largamente conscientes de las extremas desigualdades de clase en las oportunidades para satisfacer como individuos estas necesidades, muchos están contentos de intentar las soluciones socialistas. Pero el foco está en las necesidades, no en los medios. En Cuba, Fidel Castro ocasionalmente puede llamar a sus paisanos a que se sacrifiquen por el socialismo, incluso si eso significa masas de gente de la ciudad desplazándose al campo para ayudar a la zafra de la caña de azúcar. En Chile, sería irrisorio esperar una respuesta al estilo cubano a un pedido de sacrificio en pos del socialismo; para los chilenos el socialismo es un medio que muchos quieren usar para satisfacer sus ansiadas necesidades, pero no es un fin en sí mismo.

Siendo ya 1972, la capacidad de la clase trabajadora en Chile de verse como los beneficiarios del gobierno de Allende, y al mismo tiempo su falta de unidad en pos de un respaldo sólido al Presidente, ha sido suficiente para conducir a varios teóricos a la desesperación. Desde la perspectiva marxista, la segunda característica debe considerarse “falsa conciencia”. Desde el punto de vista de la teoría económica de la democracia de Downs, ese fracaso es más difícil de encajar porque la información necesaria para un cálculo racional parece estar disponible. Probablemente las teorías psicológicas de reducción de la disonancia cognitiva puedan integrar mejor estos hallazgos. Socializada en el compromiso

271

con una serie de valores –incluyendo las verdades de la tradición y la Constitu-ción–, la clase trabajadora intenta promover sus intereses dentro del marco de estos valores más que otros.

El sistema chileno puede verse interrumpido por la violencia. Pero el prin-cipal aporte de nuestras conclusiones es que el inmovilismo básico del sistema chileno radica en la distribución de la opinión, que no ha cambiado drástica-mente desde el régimen de Ibáñez de 1952-1958. Desde entonces la variedad de resultados electorales se explica más por las alternativas específicas y la es-tructura de la competencia en cada elección que por un cambio esencial en la opinión pública. Un electorado en expansión ha fortalecido al centro y a la iz-quierda, pero no ha alterado radicalmente el nivel de ideología o de contenido ideológico de las opiniones de los chilenos. Si el sistema electoral se mantiene en su forma actual, entonces, las elecciones futuras no serán más particulares en sus resultados de lo que fueron las anteriores.

Epílogo

Con respecto a 1976, las posibilidades de la izquierda no se ven promisorias. Si el centro y la derecha se unen detrás de un candidato único, ni siquiera un candidato tan popular como Allende podría ganar. Si la izquierda apoya a un candidato único en una competencia con dos o más oponentes, entonces sus perspectivas deberían ser excelentes. Sin embargo, en 1976, la prohibición constitucional que rige para la reelección del Presidente en ejercicio dejará a Allende fuera de los comicios. Dando por sentado que la ideología no ha logrado dominar el pensamiento político chileno, la presencia de una per-sonalidad menos conocida que Allende como el candidato de la izquierda será un grave inconveniente. Este se puede intensificar si, como se espera, la familiar figura de Frei vuelve como candidato del centro. Por otra parte, todas las quejas que se acumulan contra cualquier gobierno en Chile le caerán al nominado de la izquierda. (La principal crítica a Tomic en 1970 era que él era el candidato del gobierno.) La intransigente oposición del gobierno de Esta-dos Unidos al gobierno de Allende, y la consiguiente restricción de los fondos no solo por parte de Estados Unidos sino de otros organismos internacionales que han respondido a las presiones norteamericanas, aseguran grandes dificul-tades para la Unidad Popular en el gobierno.

Para contrarrestar estos factores negativos, las fuerzas de la UP tendrían que atraer un apoyo más sólido de las clases más bajas. Podrían hacerlo di-

272

rigiendo la asignación de responsabilidad de todos los males del país hacia Estados Unidos, o si los democratacristianos se alejaran de la clase baja incli-nándose marcadamente a la derecha. Pero, probablemente, los errores come-tidos por elementos de la coalición de gobierno serán muy bien ventilados como para permitir la primera opción; los líderes de la Democracia Cristiana, por otra parte, son probablemente demasiado sensibles a las necesidades de la gente como para revertir el compromiso del partido con las reformas sociales y económicas.

En consecuencia, el desplazamiento del gobierno chileno hacia la izquierda de ninguna manera aparece como irreversible si se define en términos del con-trol de los partidos declaradamente izquierdistas o de un compromiso con la izquierda de parte del electorado.

Para los objetivos de nuestro análisis, el hallazgo importante en este punto es que en Chile las fuerzas de derecha, centro e izquierda tienen el mismo respaldo hoy que el que tenían en la década de 1950. No obstante, para los objetivos de los resultados políticos, el hecho importante es que el giro a la iz-quierda a nivel sistémico ya ha ocurrido. Por ejemplo, la nacionalización de las industrias básicas y la reforma agraria son ahora tan ampliamente aceptadas que difícilmente se pueda retroceder en ese campo. De esta forma, la nacio-nalización del cobre, como la seguridad social en Estados Unidos, se puede ya descartar del escenario del conflicto ideológico. Incluso si una nueva coalición se instala en 1976, no se volverá atrás en algunas de las transformaciones fundamentales. La izquierda puede perder una batalla en el camino a ganar la guerra. Nuestros datos sobre las opiniones de los chilenos sugieren que la victoria, quienquiera que gane, no será incondicional.

(En septiembre de 1973, mientras este artículo estaba en etapa de revisión, un golpe militar derrocó al gobierno de Allende sin esperar a la elección de 1976. Nuestra visión es que, a pesar de esta violenta disrupción del sistema político chi-leno, la junta militar actual ha ganado una batalla más que una guerra. Nuestros datos indican que la elección del Presidente Allende fue sobreinterpretada como una manifestación de un giro a la izquierda de la opinión pública chilena; de igual modo, el golpe militar no debería malinterpretarse afirmando que supone un giro masivo a la derecha, o el abandono de la democracia por la mayoría de los chilenos. Puede haber cambios en el nivel sistémico sin que tengan una correspon-dencia cercana con la opinión pública, pero demasiados chilenos están comprome-tidos con la democracia como para que una junta militar sobreviva, a menos que se imponga mediante una represión activa.)

Tercera parte El golpe vino de afuera

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El “bloqueo invisible” y el derrocamiento de AllendePaul E. Sigmund

Uno de los aspectos más chocantes de la reacción mundial al golpe militar que derrocó a Salvador Allende, Presidente de Chile, en septiembre de 1973, ha sido la extendida suposición de que la responsabilidad última por la trágica destrucción de la democracia chilena la tiene Estados Unidos. En algunos círculos se ha llegado incluso a acusar la participación secreta de los estadou-nidenses en el golpe. Sin embargo, un subcomité del Comité de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos, encabezado por el senador Gale McGee, ha investigado recientemente esa acusación y ha concluido que no existe la menor evidencia de esa participación.

No obstante, es frecuente que la gente piense que las acusaciones tienen fun-damento; para empezar, por lo que el mismo Presidente Allende dijo en 1972, hablando ante Naciones Unidas: que Estados Unidos estaba ejerciendo un “blo-queo financiero y económico invisible” contra su gobierno. Han aparecido ar-tículos en esta línea por ejemplo en The Washington Post, el National Catholic Reporter y The New York Review of Books. The Wall Street Journal, por otra parte, ha sido crítico con lo que llama una teoría conspirativa “simplista” propagada por parte de la comunidad académica: la de que el mero corte del flujo de prés-tamos a bajo interés de Washington haya sido capaz de derrocar a Allende.

¿Hubo realmente una guerra económica no declarada entre el gobierno de Nixon y Salvador Allende? En palabras de este último, ¿hubo “una forma de agresión indirecta, solapada, oblicua (…) actividades casi imperceptibles, generalmente ocultas tras un discurso que enaltece la soberanía y la dignidad

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de mi país”? ¿Tuvo esta batalla una relación directa con los sangrientos aconte-cimientos recientes en Chile? Un examen crítico de las considerables pruebas que existen sobre el tema, en este país y en Chile, puede ayudar a contestar estas preguntas, y posiblemente sugiera conclusiones más amplias sobre las relaciones entre los países capitalistas y un régimen socialista democrático.

I

Aun antes de que Allende ganara por el 36,2% de los votos en una elección general con tres candidatos a la Presidencia, el 4 de septiembre de 1970, los intereses económicos de Estados Unidos en Chile, incluidos los de la Inter-national Telephone and Telegraph Company (ITT), que era dueña del 70% de la Compañía Chilena de Teléfonos, habían manifestado inquietud por los posibles efectos sobre sus inversiones de la llegada de Allende al poder. La Constitución chilena establecía que, en caso de que ningún candidato presi-dencial obtuviera mayoría absoluta, cincuenta días después de las elecciones directas el Congreso debía escoger entre las dos primeras mayorías. Es incues-tionable que la elección de Allende produjo un pánico financiero inmediato y una corrida bancaria en Chile. ¿Hay pruebas convincentes de que los intereses estadounidenses o el gobierno de los Estados Unidos contribuyeran delibe-radamente al pánico, o bien que intentaran impedir la elección de Allende mediante su influencia económica y financiera?

La evidencia disponible más relevante sobre esta materia está en los docu-mentos confidenciales de la ITT publicados por Jack Anderson en marzo de 1972, y en las audiencias relativas a estos documentos realizadas por el Comité de Relaciones Exteriores del Senado un año después. Este material establece que las ofertas de ayuda financiera destinadas a detener a Allende las efectuó a la CIA el presidente de la ITT, Harold S. Geneen, en julio de 1970. Lue-go, en septiembre, hizo la misma oferta a la oficina de Henry Kissinger. Los registros indican que la oferta de julio fue rechazada por la CIA, y que la de septiembre nunca fue traspasada a Kissinger por el asistente que la recibió. Sin embargo, los documentos de la ITT también incluyen un informe dirigido a Geneen por su vicepresidente, E.J. Gerrity, que describe una conversación con William Broe, de la División de Servicios Clandestinos de la CIA, el 28 de septiembre, en la que Broe esbozó un programa “destinado a inducir el colap-so económico” en Chile antes de la elección parlamentaria de fines de octubre. La propuesta de Broe, dijo Gerrity, incluía no renovación de créditos, ralen-

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tización en las entregas de repuestos, presión sobre las compañías chilenas de ahorro y préstamo y el fin de la ayuda técnica por parte de las compañías privadas. Gerrity informó a Geneen que, tras su conversación con Broe, la ofi-cina de la ITT en Nueva York había contactado a varias otras firmas para que se sumaran al plan, pero que estas contestaron que habían recibido “consejos enteramente opuestos a las sugerencias que yo recibí”. El propio Broe declaró ante el subcomité del Senado que Gerrity había rechazado su plan, y do-cumentos posteriores confirman que las otras compañías tampoco quisieron cooperar. Interrogado por los senadores, Charles Meyer, secretario adjunto de Estado para Asuntos Interamericanos en la época, insistió en que la política de Estados Unidos había sido de estricta no intervención, y describió las conver-saciones con Broe como meramente una exploración de “la posibilidad o la se-rie de posibilidades que podrían haber aportado a un cambio en las políticas; pero no lo hicieron”. La única prueba en contrario extraída de los documentos y las audiencias es un informe del 15 de octubre del representante de la ITT en Chile a la oficina de la compañía en Washington, en el que señala que el embajador, Edward Korry, había dicho que estaba reduciendo todo lo que le fuera posible el monto de la ayuda estadounidense “ya encauzada”. El informe añadía: “El embajador dijo que tenía dificultades para convencer a Washing-ton de la necesidad de suspender toda ayuda posible a Chile”.1

Los senadores también interrogaron a los representantes de los principales bancos de Nueva York con intereses en Chile sobre sus políticas de présta-mos en el período entre las elecciones presidenciales del 4 de septiembre de 1970 y la ratificación por el Congreso de Chile el 24 de octubre. Todos negaron haber sido contactados por la ITT o haber ejercido presión econó-mica sobre Chile. El First National City Bank testimonió que había puesto a disposición de los órganos del gobierno de Chile créditos por US$ 5,4 mi-llones en los tres últimos meses de 1970; Manufacturers Hanover informó que hacia fines de noviembre su “riesgo” en Chile había aumentado de US$ 68 a US$ 72 millones; el Chase Manhattan explicó que una ligera reducción de sus líneas de crédito en el último trimestre de 1970 se debió a que un cliente no usó el préstamo que se le había otorgado; y el Bank of America declaró que había pedido a sus sucursales en Chile mantener sus líneas de crédito de corto plazo en un nivel aproximadamente constante, política que se siguió hasta diciembre de 1971.2

1 “Multinational Corporations and United States Foreign Policy”, audiencias ante el Subcomité de Asuntos Interamericanos en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, Washington, 1973, 101, 244, 599 (ofer-tas de Geneen), 402 (declaración de Meyer), 526-527 (testimonio de Broe), 644, 656.

2 Audiencias, 344, 359, 367, 386.

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De esta forma, no parece haber ninguna prueba sustancial, ni en los docu-mentos de la ITT ni en las audiencias, de un esfuerzo del gobierno o de com-pañías o bancos privados por alimentar una crisis económica para prevenir la asunción de Allende al poder en 1970. No hay duda, sin embargo, de que esa política se discutió, por lo menos en un caso.

II

El siguiente período crucial va desde la asunción de Allende, en noviembre de 1970, hasta principios de 1972. Durante este lapso, el gobierno chileno actuó para nacionalizar compañías estadounidenses y optó por políticas económi-cas que tuvieron profundos efectos en la inversión interna y en su posición económica internacional. Finalmente, en noviembre de 1971, Chile declaró una moratoria sobre la mayor parte de sus deudas en el exterior, mientras en Estados Unidos, en enero de 1972, el Presidente Nixon emitió una declara-ción formal señalando que, salvo que surgieran “factores de gran magnitud” que aconsejaran lo contrario, Estados Unidos no concedería nuevos beneficios económicos bilaterales y se opondría a los préstamos de los organismos mul-tilaterales a países que expropiaran intereses estadounidenses significativos sin tomar “medidas razonables” tendientes a la compensación.

En julio de 1971, el Congreso chileno aprobó unánimemente una reforma constitucional que nacionalizó lo que restaba de la propiedad estadounidense de las compañías del cobre chilenas (parte de las cuales se habían “chilenizado” en 1967 y 1969 bajo el Presidente Frei). La reforma estipulaba una tasación independiente de los activos extranjeros por el contralor general, pero agrega-ba una disposición para deducir de esa tasación una suma –que sería fijada por el Presidente– correspondiente a las utilidades excesivas desde 1955. Cuando se anunciaron la tasación y el monto de las utilidades excesivas, en octubre, se vio que los dos mayores inversionistas en el cobre chileno, Anaconda y Ken-necott, no recibirían ninguna compensación porque sus utilidades desde 1955 excedían la tasación de sus inversiones cupríferas. También los activos de la ITT fueron objeto de expropiación durante ese período, cuando en septiem-bre el gobierno chileno “intervino” la Compañía de Teléfonos.

En cuanto a la política económica interna de Allende, diseñada para esti-mular la vacilante economía de Chile con un gasto público masivo y redistri-bución del ingreso, su éxito inicial oscureció por un tiempo su debilidad fun-damental. Una de las primeras medidas fue acudir al reajuste anual de salarios

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para elevar el poder adquisitivo de los sectores desfavorecidos sin reducir el de otros grupos. En combinación con una aplicación más estricta de las leyes de control de precios, por un tiempo se logró expandir la producción industrial sin graves presiones inflacionarias (para los estándares chilenos), porque la industria había estado operando muy por debajo de su capacidad instalada, en especial tras las elecciones de septiembre. El gobierno también puso el acelerador a la reforma agraria, sin efectos adversos sobre la cosecha de 1971 porque la temporada de siembra ya había terminado cuando Allende subió al poder. El resultado en 1971 fue un aumento en la producción y el consumo, un descenso de la tasa de inflación y una notoria baja en la tasa de desempleo.

Sin embargo, había problemas con la aparentemente exitosa política del “consumismo socialista”. Aun con un 5,8% de incremento en la producción agrícola, el alza del poder adquisitivo general necesitó de una inyección de US$ 100 millones adicionales en alimentos importados en 1971. La inver-sión, especialmente en el sector privado, descendió agudamente y hacia fin de año estaba claro que la negativa del gobierno a permitir aumentos de precio o a devaluar suficientemente el escudo (hubo una devaluación parcial en di-ciembre de 1971) estaba creando graves distorsiones económicas. Además, una fuerte baja en el precio mundial del cobre acompañó la llegada de Allende al gobierno y persistió durante 1971 y 1972.3

En suma, el año 1971 fue testigo de una serie de medidas prácticamente confiscatorias contra las inversiones estadounidenses en Chile, así como del desarrollo de condiciones económicas internas que, al acercarse los últimos meses del año, parecían fundamentalmente perjudiciales en el largo plazo. Las relaciones entre ambos países se tornaron cada vez más tensas. Hacia fi-nes de 1971, los bancos estadounidenses habían reducido drásticamente sus préstamos de corto plazo y el Export-Import Bank había postergado en forma indefinida todo nuevo préstamo y garantías a Chile; y a principios de 1972 el Congreso de Estados Unidos aprobó (sin oposición visible de su gobierno) la Enmienda González, que instruía a los representantes estadounidenses en los organismos multilaterales a votar contra los préstamos a países que expropia-ban compañías norteamericanas sin pagar compensaciones.

El problema, por supuesto, es indagar en los motivos. Poco a poco, las oscuras perspectivas económicas de largo plazo proporcionaron una excusa a los partidarios de ejercer presión sobre el gobierno de Allende cortándole el crédito. Esa excusa, bastante débil al comienzo pero más convincente hacia

3 Para una más amplia discusión de la política económica de Chile en este fase, especialmente la naturaleza del “consumismo socialista”, ver Paul E. Sigmund, “Chile: Two Years of “Popular Unity’”, Problems of Com-munism, noviembre-diciembre de 1972.

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fines de año, a medida que se acumulaban los problemas en la economía chi-lena, se formuló en términos de riesgo crediticio: en ese sentido, el gobierno chileno no era un buen cliente. Por ello es difícil distinguir entre lo que mu-chos pueden haber considerado razones legítimas para no conceder préstamos y créditos (grandes dudas sobre la probabilidad y capacidad de pago de Chile) y las razones ilegítimas (guerra económica en defensa de empresas privadas o con el fin de promover un golpe militar). Aunque no es concluyente, una revisión de las políticas de diversas instituciones durante ese período puede ayudar al análisis.

III

En enero de 1971, el Banco Interamericano de Desarrollo aprobó dos prés-tamos a Chile, US$ 7 millones para la Universidad Católica de Chile y US$ 4,6 millones para la Universidad Austral. Fueron los últimos préstamos del BID a Chile durante el gobierno de Allende, aunque según la investigación del Senado de Estados Unidos sobre la ITT el banco también desembolsó US$ 54 millones correspondientes a préstamos anteriores entre diciembre de 1970 y diciembre de 1972.4 Solicitudes de préstamos de anteriores gobiernos chilenos –US$ 30 millones destinados a un complejo petroquímico y a pro-yectos eléctricos y de gas natural– estuvieron “en estudio” durante ese lapso, pero nunca se sometieron a votación en el directorio del BID. El gobierno de Allende solicitó asimismo préstamos educacionales para la Universidad Cató-lica de Valparaíso y la Universidad del Norte, pero tampoco hubo respuesta.

Que Estados Unidos intervino para retrasar la discusión de proyectos chi-lenos en el directorio del BID es casi seguro: controlaba el 40% de los votos, lo suficiente para bloquear al menos la aprobación de los préstamos a las uni-versidades (se requería dos tercios de los votos en esta categoría de préstamos). Por otra parte, funcionarios no estadounidenses del banco afirman ahora que cuando se produjo el golpe los dos proyectos universitarios se hallaban bien avanzados, esto es, a punto de ser financiados por el banco con recursos no-ruegos, y que algunas naciones miembros estaban ejerciendo una considerable presión política para que se concediera a Chile cierto tipo de préstamos para la siguiente reunión anual del BID, programada para realizarse en Santiago a comienzos de 1974. Cuál habría sido la postura de Estados Unidos en ese

4 Audiencias, 533. Durante el mismo período los pagos de Chile al BID por intereses y amortizaciones de préstamos pasados totalizaron US$ 44 millones.

281

momento es pura especulación. Lo que no es verdad, o al menos induce a error, es lo que se afirmó en el New York Times y otros diarios: que, después del golpe de septiembre de 1973, el BID aprobó rápidamente US$ 65 millones en nuevos préstamos, una actitud que hubiese añadido peso a la acusación de que Estados Unidos daba súbita y decisiva marcha atrás a su política en este ámbito. Pero fuentes del banco aseguran que la cifra de US$ 65 millones solo correspondía a una planificación presupuestaria tentativa para 1974, y hasta el momento en que escribo este artículo el BID no ha aprobado ningún prés-tamo al nuevo gobierno militar.

En cuanto al Banco Mundial, a principios de 1971 envió varias misio-nes a Chile para revisar proyectos que estaban en fase de estudio. Chile fue el primer país en recibir un préstamo del Banco Mundial tras la creación del organismo, y en veinticinco años fue objeto de su asistencia por un total aproximado de US$ 250 millones. En febrero de 1971, en la revisión anual por país del Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso (CIAP), el representante del Banco Mundial hizo notar que había “cierta incertidumbre en la perspectiva económica de corto plazo”, y advirtió que “los criterios bási-cos de racionalidad y eficacia deben aplicarse a las economías de orientación socialista tanto como a las economías capitalistas”. El tema de la racionalidad económica era importante para el Banco Mundial en cuanto estaba estudian-do un préstamo para un proycto de energía eléctrica; cuando el gobierno de Allende, queriendo mantener baja la tasa de inflación, rechazó el consejo del Banco de que elevara las tarifas eléctricas, este cerró la vía para el préstamo. En abril de 1971 se postergó la consideración de la segunda etapa de un programa dedicado a la cría de ganado, al descubrirse que restaban suficientes fondos de un préstamo anterior que podrían alcanzar para al menos un año más. Estos carpetazos dejaron un solo plan de desarrollo pendiente –un proyecto frutí-cola y vitivinícola–, el que dejó rápidamente atrás las etapas de preparación y evaluación, de modo que en septiembre estaba casi listo para ser considerado por el directorio del Banco.

Sin embargo, en el intertanto el Congreso chileno había nacionalizado el cobre; a fines de septiembre se notificó al país que, aunque la evaluación del préstamo estaba en sus trámites finales, se estaba cuestionando la capacidad de pago de Chile, y seguía pendiente el asunto de las compensaciones por las expropiaciones cupríferas. El Banco Mundial despachó una misión a Santiago desde mediados de septiembre hasta mediados de octubre para estudiar el riesgo crediticio. Cuando Chile objetó que se incluyera el tema de la com-pensación por el cobre, el Banco replicó que la enorme suma que arrojaba

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el cálculo de ganancias excesivas tornaba dudoso que pudiera alcanzarse un “progreso razonable” en la solución de las disputas en torno a la nacionaliza-ción, tal como exigían las políticas crediticias del Banco. Cuando la misión volvió a Estados Unidos a mediados de octubre, informó que la caída en la inversión, el rápido agotamiento de las reservas en divisas, y el surgimiento de fuertes presiones inflacionarias ponían en duda no solo la disposición eficaz de cualquier préstamo sino la capacidad de Chile para continuar cumpliendo sus compromisos con deudas anteriores. La predicción pareció confirmarse en noviembre, cuando Chile suspendió el servicio de todas sus deudas, menos las que mantenía con los organismos multilaterales y (aunque esto no se hizo público) por préstamos anteriores de asistencia militar.

En la reunión anual del Banco Mundial en septiembre de 1972, Alfon-so Inostroza, presidente del Banco Central de Chile, atacó el proceder del organismo internacional tildándolo de “manifiestamente precipitado y pre-juiciado”, y afirmó que ello demostraba que el Banco Mundial estaba ac-tuando “no como un cuerpo multinacional independiente, al servicio del desarrollo económico de todos sus miembros, sino de hecho como vocero e instrumento de los intereses privados de un país miembro”. En respuesta a esta crítica, en una álgida reunión de la Unesco en octubre el presidente del Banco Mundial, Robert McNamara, recordó que el Banco había aprobado proyectos que involucraban a Bolivia, Guyana e Irak a pesar de que con esos países también había disputas relativas a nacionalizaciones, pero que en el caso chileno “no se ha llegado a ese punto porque Chile no satisface en este momento la condición primordial de la política de préstamos del Banco: que exista una economía bien administrada, con un claro potencial para utilizar con eficacia los fondos adicionales”.

Fuese por su nivel de riesgo crediticio o por sus políticas de nacionalización –o, más posiblemente, por ambas cosas–, el gobierno de Allende no recibió nuevos préstamos del Banco Mundial, sino solo las partidas aprobadas con an-terioridad. En los tres años fiscales transcurridos entre el 1° de julio de 1970 y el 30 de junio de 1973, obtuvo del Banco Mundial un total ligeramente supe-rior a US$ 46 millones. En el momento del golpe quedaban por entregársele US$ 22 millones de los préstamos anteriores.

El caso del Fondo Monetario Internacional es distinto. Ni el riesgo cre-diticio ni las compensaciones del cobre parecieron desalentar al organismo, que sí aprobó préstamos a Chile durante el período. En diciembre de 1971, el FMI prestó a Chile US$ 39,5 millones, y en diciembre de 1972, US$ 42,8 millones, en préstamos de tres a cinco años, para compensar la baja del precio

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internacional del cobre. Esta buena disposición del Fondo sin duda refleja el hecho de que no es un banco sino un mecanismo para ayudar a los países miembros con problemas de divisas; más aun, dado que el Fondo tiene plena autoridad para otorgar préstamos compensatorios ante este tipo de dificultad financiera, Estados Unidos no puso objeciones. Sin embargo, el Fondo no pudo establecer un acuerdo del tipo stand-by con Chile para la provisión de divisas adicionales, porque según las prácticas vigentes del FMI eso hubiese requerido medidas de austeridad que el gobierno de Allende no estaba dis-puesto a adoptar.

En el caso del Export-Import Bank, un veredicto sobre el peso relativo del riesgo crediticio y de las compensaciones del cobre como factores para denegar asistencia a Chile es más claro que en el caso del Banco Mundial. La secuen-cia de los acontecimientos y las pruebas externas indican con claridad qué factores estaban operando. A mediados de agosto de 1971, un mes después de la nacionalización del cobre y dos meses antes de la decisión final sobre las compensaciones, el Export-Import Bank informó al embajador chileno que una solicitud pendiente por US$ 21 millones en préstamos y garantías de préstamo para la compra de tres Boeing de pasajeros para LAN Chile se había postergado y dependía, se dijo, de que se recabara mayor información de la cuestión de las compensaciones. El embajador convocó inmediatamente a una conferencia de prensa en la que denunció la acción dilatoria como un flagrante intento de presionar al gobierno chileno. El 14 de agosto, una nota del New York Times citaba a un anónimo funcionario del Departamento de Estado que revelaba que la decisión había sido “básicamente política” y que había tenido lugar “a nivel de la Casa Blanca”, por la presión de intereses privados. El director del banco luego comentó que la “puerta está abierta” para este y otros préstamos si Chile probaba estar en condiciones de satisfacer las exigencias crediticias. Refiriéndose a las garantías previas del Export-Im-port Bank a préstamos que las compañías cupríferas hicieron a Chile en el gobierno anterior, el ejecutivo agregó: “Siempre y cuando Chile nos asegure que ha asumido las obligaciones de las compañías nacionalizadas, podremos justificar nuevas extensiones de crédito”. Los desembolsos correspondientes a préstamos ya otorgados continuaron hasta junio de 1972, pero después de la moratoria de noviembre de 1971 Chile fue notificado de que no recibiría nuevos préstamos ni garantías.

En defensa de sus acciones, quizás el Export-Import Bank pudo haber apela-do a su preocupación acerca del estado de los préstamos anteriores garantizados por él, pero, como lo indica el New York Times, su actitud frente al préstamo

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de los Boeing parece haber estado relacionada con la acción gubernamental de revisar en general sus políticas relativas a la expropiación de intereses es-tadounidenses. En marzo de 1969, el gobierno de Nixon había decidido no invocar la enmienda Hickenlooper para cortar la ayuda a Perú después de que ese país nacionalizara una filial de la Standard Oil. Sin embargo, en julio de 1971, la nacionalización del cobre, la crisis de la balanza de pagos y la no me-nos profunda influencia de John Connally como secretario del Tesoro parecen haber estimulado un intenso debate que culminó en la declaración de enero de 1972 sobre la nueva política ante expropiaciones. La mera redacción de esta declaración fue objeto de prolongadas negociaciones entre el Tesoro y el Departamento de Estado,5 y su efecto neto fue una nueva postura, mucho más definida, enmarcada en términos generales pero obviamente destinada a Chile.

En ese momento, Chile anunció una moratoria de pagos, de modo que la incredulidad respecto de su capacidad para cumplir sus obligaciones financieras era un argumento perfectamente válido entonces. Sin embargo, el riesgo cre-diticio tendría que haber sido definido con la amplitud suficiente para incluir la voluntad de pagar todo lo que exigían las compañías extranjeras, si es que hay que defender la decisión de agosto del Export-Import Bank sobre esa base.

Es más, la cuestión de presionar aun más intensamente a Chile, o de hecho de enfrascarse en una guerra económica dirigida por el gobierno, surgió en octubre de 1971, después de la intervención de la Compañía de Teléfonos y del anuncio del gobierno de Allende –el 11 de octubre– de que la mayoría de las minas de cobre expropiadas no serían compensadas. Dos días después del anuncio, el secretario de Estado Rogers emitió una declaración criticando la deducción por ganancias excesivas y advirtiendo que “si Chile dejase de cumplir sus obligaciones internacionales, podría poner en peligro el flujo de capitales privados y erosionar la base de apoyo para la ayuda externa”.6 Pocos días después, en una reunión de Rogers con las principales compañías estadounidenses con inversiones en Chile, la ITT presentó al Departamento de Estado lo que se ha descrito como un Chile White Paper, en el que pro-ponía un plan de siete puntos que incluía un embargo a las exportaciones chilenas, fin a toda la ayuda ya aprobada de la AID, veto a los préstamos a Chile en el BID (los redactores del memorándum de la ITT habían notado con preocupación que después del terremoto de julio de 1971 el gobierno de Allende había recibido ayuda adicional del BID), la aplicación de “un veto o

5 Ver artículos de Dom Bonafede y Mark Chadwin en The National Journal, 13 de noviembre de 1971, 15 de enero de 1972 y 22 de enero de 1972.

6 Audiencias, 957.

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presión de Estados Unidos” para cortar préstamos pendientes o futuros del Banco Mundial, y una admonición a los círculos bancarios estadounidenses –y “si fuera posible” internacionales– para que se abstuvieran de conceder más créditos a Chile.7

El memorándum de la ITT sobre la reunión informa que las reacciones ante sus propuestas, tanto del Departamento de Estado como de los otros partici-pantes, fue mixta, si no negativa. El secretario Rogers respondió a la propuesta sobre la restricción de préstamos del BID diciendo que Estados Unidos no tenía poder de veto en ese ámbito (lo que no era cierto, como se vio, en lo re-ferente a ciertos préstamos del BID). Cuando Rogers mencionó la cuestión del embargo a los repuestos de piezas, el memo de la ITT informa que “la opinión del grupo estaba bastante dividida”. El representante de la Ford Motor Com-pany indicó que esta continuaría proporcionando repuestos “contra la firma de cartas de crédito de bancos de prestigio”. Cuando Rogers pidió comentarios sobre la negativa del Export-Import Bank a financiar la compra de aviones Boeing, “dos o tres opinaron que la negativa del Ex-Im era útil para la postura de Estados Unidos; los demás cuestionaron la medida”. El memorándum de la ITT concluye estableciendo que, a pesar de las reiteradas declaraciones del secretario Rogers de que “el gobierno de Nixon era un gobierno proempresa”, Rogers “está bastante de acuerdo con (…) la política de línea blanda y de bajo perfil hacia América Latina” del secretario adjunto Meyer.8

IV

Con estos antecedentes, el concepto de “bloqueo invisible” parece algo exa-gerado en relación con la política del gobierno estadounidense en la segunda mitad de 1971. Los créditos aprobados y la ayuda ya comprometida de or-ganismos multilaterales no se suspendieron; solo se “postergaron” los nuevos proyectos. Si ha de creerse al memorándum de la ITT, por lo menos hasta oc-tubre de 1971 el gobierno de Estados Unidos no había hecho ningún esfuerzo por influir en las decisiones de los bancos privados. Tal como los banqueros lo describieron luego ante los investigadores del Senado, lo cierto es que los créditos se fueron suspendiendo en respuesta al empeoramiento de la situa-ción económica chilena. El representante del Bank of America declaró que en su caso los créditos de corto plazo se mantuvieron más o menos en el nivel

7 Audiencias, 946, 971.

8 Audiencias, 975-979.

286

de 1970 hasta diciembre de 1971, cuando Chile anunció la moratoria; en ese momento pararon todos estos créditos, para reanudarlos más tarde “en un nivel inferior, con prestatarios seleccionados”. El Chase Manhattan atestiguó que “los chilenos hicieron honestos esfuerzos por pagar a los bancos america-nos durante el año que siguió a las elecciones o por esas fechas” (es decir, entre septiembre de 1970 y septiembre de 1971), pero que “a raíz de nuestra propia evaluación sobre el deterioro de las condiciones económicas en Chile”, había restringido las líneas de crédito de US$ 31,9 millones en el primer trimestre de 1971 a US$ 5 millones en el último trimestre. Manufacturers Hanover de-claró que “cancelamos líneas o nos retiramos poco a poco durante un período de un año y medio (…) La primera cancelación fue a principios de 1971 y las últimas a comienzos de 1973”.9

En noviembre de 1972 el ministro de Hacienda de Chile, Orlando Millas, dijo que las líneas de crédito de corto plazo de bancos estadounidenses se habían reducido de US$ 219 millones a US$ 32 millones. Sin embargo, no parece que ello haya sido el resultado de una estrategia coordinada sino de muchas reacciones individuales al cada vez más sombrío panorama econó-mico de Chile. La escasez de créditos de corto plazo, sumada al agotamiento de las reservas en dólares acumuladas al final del gobierno de Frei, la ausencia casi total de nuevas inversiones extranjeras desde la elección de Allende, más la caída mundial del precio del cobre en 1971 y 1972 (a principios de 1973 subió de nuevo, y al nivel récord de más de un dólar por libra), dejaron a Chile en una situación de aguda escasez de dólares. Pero ninguno de estos factores parece atribuible a un “bloqueo invisible” impulsado por el gobierno de Estados Unidos.

“Bloqueo” tampoco es el término correcto para referirse a la asistencia bi-lateral de los estadounidenses durante el período de Allende. Es cierto que la reacción de Estados Unidos a la elección de Allende fue bien distinta de la que tuvo ante el triunfo de Frei en 1964. Un mes después de haber asumido Frei, se suscribió un préstamo de US$ 80 millones para un programa de apoyo del presupuesto general del país. Luego, en 1966 y 1968, se firmaron préstamos adicionales por US$ 80 y US$ 20 millones, y acuerdos de préstamos para pro-pósitos específicos por valor de US$ 130 millones entre 1965 y 1969 (las consi-derables reservas de divisas acumuladas en los últimos tiempos de Frei hicieron innecesarios nuevos préstamos entonces). Ningún plan de ayuda fue solicitado ni desarrollado por los chilenos tras la asunción de Allende, y, por supuesto, quedó claro después de la declaración oficial de Nixon de enero de 1972 que

9 Audiencias, 360, 364, 367, 387.

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no habría posibilidad de nuevos préstamos bilaterales. En su mensaje previo a la discusión del presupuesto en noviembre de 1972, el ministro de Hacienda de Chile mencionó la existencia de US$ 45 millones en proyectos pendientes de la AID, pero aparentemente se refería a préstamos previamente negociados. Según un informe del Departamento de Estado presentado durante las audien-cias del Senado sobre la ITT, se entregó a Chile, en 1971 y en 1972, un total de US$ 5,5 millones de ayuda de la AID por concepto de acuerdos previos, y hay que decir que ese monto fue más que resarcido por los pagos chilenos de amortización e intereses sobre préstamos a gobiernos previos, aun teniendo en cuenta la cesación de pagos después de noviembre de 1971.10

Además de las partidas correspondientes a préstamos anteriores, Chile continuó recibiendo donaciones en asistencia técnica a un promedio de US$ 800.000 anuales; entre 26 y 50 miembros del Cuerpo de Paz siguieron traba-jando allí, y el programa de Alimentos para la Paz distribuyó alimentos por valor de US$ 10 millones entre noviembre de 1970 y septiembre de 1973. El total de embarques de alimentos en el marco de este programa en realidad aumentó durante el período de la Unidad Popular (más de 18 mil toneladas en 1973 contra poco más de 17 mil toneladas en 1971). Irónicamente, parte de esta ayuda se usó para cumplir una promesa electoral de Allende: casi cinco mil toneladas de leche en polvo distribuidas en 1971 ayudaron al Presidente a cumplir su promesa de entregar medio litro de leche diario por niño. En enero de 1973, El Mercurio de Santiago informó sobre las ceremonias que se organi-zaron para celebrar la llegada a Chile de la billonésima libra de alimentos en-viados por Estados Unidos en virtud del programa de Alimentos para la Paz.11

Finalmente, la ayuda norteamericana a las fuerzas armadas chilenas, en cumplimiento del Programa de Asistencia Militar en operación desde princi-pios de la década de 1950, no se interrumpió durante el régimen de Allende. En junio de 1971 se aprobó un nuevo crédito por US$ 5 millones para la adquisición de aviones de transporte C-130 y equipamiento de paracaidismo. Los asesores militares estadounidenses permanecieron en Chile, la Armada chilena continuó arrendando buques americanos y Chile continuó partici-pando en la Junta Interamericana de Defensa. En mayo de 1972, bastante después de la declaración de Nixon, se aprobó otro préstamo de US$ 10 mi-llones para los militares chilenos.

Voces críticas han señalado la inconsistencia de continuar prestando ayu-da militar después del anuncio de una política contraria a la asistencia eco-

10 Audiencias, 533.

11 Datos obtenidos de la oficina de la AID en Santiago, 18 de julio de 1973.

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nómica bilateral y multilateral, y la atribuyen a un esfuerzo estadounidense por fortalecer a un grupo del que se sabía que no simpatizaba con Allende. El hecho de que los militares chilenos hubiesen dejado en claro que se opon-drían a cualquier intento de Allende por imponer una dictadura marxista ciertamente debe haber sido tomado en cuenta por los artífices de la política estadounidense, pero, ¿qué alternativa hubiesen recomendado los críticos? Los préstamos contaban con la plena aprobación del gobierno de Allende, el que desde un principio se había cuidado de no aislar a los militares (una política que tuvo éxito hasta fines de 1972, y en el caso de los comandantes en jefe del Ejército y Carabineros, hasta inmediatamente antes del golpe); además, el reembolso era seguro porque la legislación chilena destinaba un porcentaje de los ingresos del cobre para uso militar, de manera que el pago de los préstamos militares previos continuó sin verse afectado por la mora-toria de noviembre de 1971.

V

Hacia principios de 1972, ya estaba claro que Chile no era digno de recibir más créditos. En poco más de un año había agotado la mayor parte de las considerables reservas de divisas reunidas al término del gobierno de Frei. Co-menzaban a acumularse las presiones inflacionarias, que finalmente estallaron en el trimestre de julio a septiembre, cuando la tasa oficial de inflación subió del 33% de principios de año al 99,8%. Chile había suspendido el pago de la mayoría de su deuda externa; la producción y los precios del cobre mostraban un claro descenso y una crisis agrícola era incipiente.

Sin embargo, a pesar de todo ello, de alguna manera Chile pudo evitar el colapso total del crédito internacional. En enero de 1972, el Banco Central llegó a un acuerdo de refinanciación con los bancos privados que cubría todas las deudas –considerables– que Chile tenía con estos y disponiendo lo que el ministro de Hacienda llamó “un pago simbólico” del 5% en 1972 y 1973 y pagos mayores en el futuro, la mayoría de ellos en 1976, después del mandato de Allende. Y en abril el país llegó a un acuerdo con los miembros del Club de París (Estados Unidos, Canadá, Japón y los países de Europa Occidental con los que Chile tenía deudas), por el cual estos aceptaban que los pagos por el 70% de la deuda que debían efectuarse entre el 19 de noviembre de 1971 y el 31 de diciembre de 1972 se postergaran hasta 1975, y las cuotas por pagarse en 1973 serían renegociadas a fines de 1972. (Las deudas de 1973 estaban

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siendo renegociadas en el momento del golpe contra Allende y no se pagó nada durante 1973, pues se esperaba un exitoso fin de las conversaciones. Desde noviembre de 1971 no se hizo pago alguno a Estados Unidos, ya que los nego-ciadores no consiguieron alcanzar un acuerdo bilateral, que se había propuesto en la reunión de abril de 1972.) En París, Chile también aceptó “los principios del pago de una justa compensación por todas las nacionalizaciones, conforme al derecho chileno e internacional”, una fórmula que dejaba un amplio margen de interpretación en la discusión sobre el cobre.

Además, y muy importante para medir las consecuencias prácticas de los actos de Estados Unidos, Chile tuvo un éxito sorprendente obteniendo prés-tamos de otros países, que ciertamente no se limitaban a la Unión Soviética, Europa Oriental y China. En noviembre de 1972, el ministro de Hacien-da Millas informó que Chile había obtenido créditos de corto plazo por la suma de US$ 250 millones de Canadá, Argentina, México, Australia y Eu-ropa Occidental, y US$ 103 millones de la Unión Soviética. También US$ 446 millones en préstamos de largo plazo de parte de la Unión Soviética, Europa Oriental y China, además de US$ 70 millones en préstamos de lar-go plazo de otros países latinoamericanos, y cantidades no especificadas pero “muy importantes” de países de Europa Occidental. Un boletín del gobierno chileno, Chile Economic News, listaba un total de más de US$ 200 millones en préstamos y créditos de Gran Bretaña, España, Francia, Holanda, Bélgica, Suecia y Finlandia durante el período comprendido entre noviembre de 1971 y diciembre de 1072. Incluso si hay cierto traslape en estas cifras, parece cla-ro que el resultado del tibio intento estadounidense por presionar a Chile y convencerlo de llegar a un acuerdo con las compañías cupríferas fue un alza considerable de las fuentes alternativas de préstamos y créditos para Chile, lo que contrabalanceó –y de sobra– la restricción del lado de las fuentes ameri-canas o bajo la influencia de Estados Unidos.

¿Por qué tantos países estaban dispuestos a otorgar préstamos a Chile? Aun-que el informe sobre Chile del FMI para las negociaciones del Club de París a comienzos de 1972 es confidencial, se ha filtrado que era lo bastante optimista sobre el futuro económico de Chile como para convencer a prestamistas reti-centes. Y, más importante aun, la mayoría de los préstamos estaba ligada a la compra de mercancías en los países respectivos, de manera que formaban parte de una política de gobierno para alentar las exportaciones. Finalmente, como dijo un banquero en una entrevista con un periodista del North American Congress for Latin America, “los chilenos son los pedigüeños más encantado-res del mundo”.

290

El resultado de la gran cantidad de préstamos obtenidos por el gobierno de Allende –muchos de ellos para financiar importaciones de alimentos, que se elevaron de US$ 165 millones en 1970 a US$ 535 millones en 1972– fue un aumento en la deuda chilena en tres años desde US$ 2.400 millones a US$ 3.400 millones, aumento que, si se lo añade al agotamiento de las reservas de divisas heredadas del gobierno de Frei, excede sustancialmente las deudas totales contraídas en el período presidencial previo (de seis años).12 De hecho, el 30 de agosto de 1973 Allende disponía de más créditos de corto plazo (US$ 574 millones) que en el momento de su elección (US$ 310 millones).13

VI

Por todo lo dicho, no resulta convincente el argumento de que un “bloqueo in-visible” de Estados Unidos fuese el responsable, o al menos un factor decisivo, en el derrocamiento de Allende. Es cierto que hubo un pronunciado descenso de la asistencia estadounidense para nuevos proyectos, y en los préstamos nue-vos del BID y del Banco Mundial, pero la ayuda del FMI en 1971 y en 1972 fue considerable, así como la de proyectos previamente aprobados por otros organismos. La clausura de los préstamos y garantías del Export-Import Bank, así como la reducción gradual de los créditos de corto plazo de los bancos esta-dounidenses, tuvieron un impacto muy negativo en el suministro de repuestos, lo que contribuyó a la insatisfacción del gremio de los transportistas en Chile, cuyos paros y huelgas de octubre de 1972 y julio-septiembre de 1973 detona-ron la cadena de acontecimientos que condujeron al derrocamiento de Allende. Asimismo, el alejamiento de los proveedores estadounidenses sin duda produjo profundos trastornos en sectores como la industria del cobre, que dependía casi exclusivamente de esos proveedores para maquinaria y repuestos. Pero, hasta el fin, y gracias a su habilidad, el gobierno de Allende pudo asegurarse la necesaria asistencia extranjera, y en volúmenes cada vez mayores, para cubrir las importaciones de alimentos a medida que disminuía la producción interna.

Por supuesto que la política de Estados Unidos es susceptible de criticarse, sea por demasiado dura o, para unos cuantos, por demasiado blanda. Si el gobierno de Nixon realmente se hubiese propuesto propiciar el derrocamiento

12 El Mercurio, edición internacional, 12 de agosto de 1973.

13 Qué Pasa, 25 de octubre de 1973. El ministro de Relaciones Exteriores chileno, en su discurso en las Naciones Unidas el 9 de octubre de 1973, estimó la deuda de 1970 en US$ 2.600 millones, pero aceptó la cifra de 3.400 millones para 1973. Dado que esta última cifra es descrita por ambas fuentes como la deuda prevista para fines de 1973, puede estar inflada por la inclusión de créditos no cobrados.

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de Allende podría haber tomado medidas mucho más enérgicas, entre ellas el embargo sobre los repuestos y a las importaciones chilenas, y haber detenido la ayuda ya canalizada. En vez de eso, en un esfuerzo por presionar a Chile para llegar a un acuerdo con las compañías cupríferas y, más en general, para pre-venir nuevas expropiaciones de intereses estadounidenses sin compensaciones, escogió hacer explícita la nueva política –en la declaración de enero de 1972– contra el otorgamiento de nueva ayuda económica a los países expropiadores. Esa declaración estaba alineada con la postura del Congreso, expresada desde hacía más de una década en la Enmienda Hickenlooper sobre ayuda exter-na y en la Enmienda González concerniente a la ayuda multilateral, que fue promulgada casi al mismo tiempo que salía de una comisión de la Cámara. Dada la la ineficacia de estas políticas para contener las nacionalizaciones en el Tercer Mundo, y los problemas que creaban a las relaciones de Estados Uni-dos con los economistas nacionalistas de muchos países, francamente debería cuestionarse la conveniencia de ligar tan explícitamente la política exterior estadounidense con la defensa de los intereses económicos de sus inversionis-tas en el extranjero. Las políticas dirigidas a la obtención de ese objetivo, sin embargo, no parecen haber contribuido de ningún modo relevante a la caída de Allende, ni haber estado específicamente diseñadas para eso.

También se puede criticar cierta maladversión en las constantes referencias al riesgo crediticio o la capacidad de pago de Chile en circunstancias en que el país seguía pagando sus deudas (aun después de la moratoria continuaron haciéndo-se pagos a los organismos multilaterales en 1972, aunque no en 1973). Como lo demostró la decisión del Export-Import Bank y lo confirmó la declaración oficial de enero de 1972, la inquietud del gobierno de Estados Unidos, que no siempre estuvo dispuesto a reconocerlo abiertamente, era ayudar a las empresas americanas a obtener compensaciones tras la expropiación de sus bienes.

Puede también criticarse al Banco Mundial y al BID por su aparente subordi-nación a las directrices de Washington. El Banco Mundial rechaza esta crítica y argumenta que solo seguía sus propias políticas tradicionales, además de reiterar el argumento del riesgo crediticio. Sostiene que en 1973 estaba en camino de aprobar un préstamo de US$ 5 millones para estudios de preinversión en Chile, pero la postergación indefinida de su préstamo frutícola y vitivinícola parece estar en estrech relación con el asunto de las compensaciones del cobre. En el caso del BID, el hecho de que no se aprobaran más préstamos a Chile después de la nacionalización del cobre (aunque algunos avanzaban, lentamente, hacia la etapa final para ser sometidos a votación) parece claramente relacionado con la oposición de los representantes estadounidenses en el organismo.

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Con todo, las causas de fondo del derrocamiento de Allende hay que buscarlas en otra parte. En mi opinión son las siguientes: 1) una inflación finalmente descontrolada (323% entre julio de 1972 y julio de 1973), que se originó no en la falta de ayuda externa sino en una política interna que se puso en marcha mucho antes que las medidas de Nixon, a fines de 1971, y que se basaban en la emisión masiva como forma de solucionar todos los problemas económicos;14 2) la política de intensificación de la lucha de cla-ses, ideológicamente motivada, que terminó siendo más efectiva en consoli-dar la oposición de las clases media y media baja que en aumentar el apoyo de los trabajadores y los campesinos; 3) la política de los “resquicios legales” del gobierno de Allende, por la cual se sorteaban impedimentos legales o no se aplicaban disposiciones, y que producía rechazo tanto en el Congreso como entre una mayoría de votantes (56% en las elecciones parlamentarias de marzo de 1973), y 4) la complicidad con la acción de los grupos de iz-quierda de reunir arsenales en preparación de enfrentamientos armados, lo que finalmente empujó a los militares a actuar. Ninguno de estos factores se hubiese modificado de algún modo esencial con un aumento de la ayuda externa estadounidense o internacional.

En conclusión, el fracaso estuvo en las políticas del gobierno de Allende. Nuestro justo horror ante los excesos del golpe militar de septiembre nos ha impedido apreciar la magnitud de ese fracaso. En muchos aspectos, el expe-rimento de Allende no fue un modo de probar si el socialismo democrático es posible –en el sentido de un gobierno que asuma el control y la dirección de las actividades económicas básicas para beneficio de los grupos de menores ingresos– en un país subdesarrollado. No se hicieron esfuerzos por convencer a los grupos de interés opositores de la necesidad del autocontrol y la auste-ridad para alcanzar la independencia económica. Las políticas de la coalición de Allende estaban contaminadas por su miedo de alienar al ala izquierda de su propio partido, el Partido Socialista, y así, a excepción de la nacionaliza-ción del cobre, nunca intentó ampliar su base de apoyo con una invocación patriótica (“No soy el Presidente de todos los chilenos”). Como lo demuestran los casos de Perú y la República Árabe Unida, por citar apenas dos casos, el desafío a las corporaciones internacionales y a los gobiernos extranjeros no necesariamente conduce a un colapso de la economía. Sin embargo la política de Allende, que combinó inflación con una deliberada polarización de clases, era la fórmula para el desastre.

14 El circulante aumentó sobre el 1.000% durante el gobierno de Allende, y en 1973, el 52% del presu-puesto nacional y sumas aun mayores para cubrir las pérdidas de las industrias nacionalizadas se financiaron con emisiones de moneda.

293

La lección, si es que hay alguna, de las relaciones entre Estados Unidos y el gobierno de Allende es que un gobierno que está decidido a nacionalizar compañías estadounidenses sin compensarlas, y a desarrollar un programa in-terno que en la práctica destruya su habilidad para acumular divisas, no puede esperar de Estados Unidos ni de la banca privada de este país que lo subsidien para hacerlo. Puede, sí, recibir cierta ayuda de otros países, sea por razones políticas (asistencia a un país socialista “hermano”) o económicas (fomento de las propias exportaciones), al menos por un tiempo. Lo que no puede hacer es culpar de todos sus problemas al imperialismo y a sus aliados internos, e ignorar principios elementales de racionalidad económica y legitimidad polí-tica efectiva. Ningún volumen de ayuda externa puede sustituir estos factores, y ningún plan subversivo o de presiones económicas extranjero pueden des-truirlos, si existen.

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El golpe de Estado en ChileKyle Steenland

El programa de la Unidad Popular (UP) requería un escenario antimonopólico y antiimperialista. También exigía el “comienzo de la construcción del socialis-mo”.1 Es bien sabido que la construcción del socialismo solo puede acometerse una vez que la clase obrera controla el Estado, incluidas sus fuerzas militares. Por lo tanto, faltaba un paso en el programa de la UP. Sus estrategas estaban conscientes de ello: tenían la esperanza de que la concreción de un programa antimonopolio y antiimperialista les haría ganar el apoyo político necesario para una victoria electoral que entregaría el control del Estado a la clase trabaja-dora, con las reglas del juego de la democracia burguesa. Las Fuerzas Armadas, a pesar de las inevitables tensiones, que podían llegar a ser fuertes, permanece-rían leales a la Constitución y no derrocarían el gobierno.

La estrategia era al menos lógica y coherente, aun cuando la historia no registra casos en que haya tenido éxito. El marxismo, por otro lado, hace hin-capié en la necesidad de destruir el aparato del Estado. “Una cosa en especial demostró la Comuna, y es que la clase trabajadora no puede simplemente con-servar la maquinaria estatal tal como era y manejarla para sus propios fines”.2

En El Estado y la revolución, Lenin hace un resumen del pensamiento de Marx y Engels en relación con el Estado. La posibilidad de una transición pa-cífica al socialismo se menciona rara vez, como si fuese una ocurrencia tardía,

1 NACLA (North American Congress on Latin America), New Chile, Berkeley, 1973, 137.

2 Marx y Engels, Manifiesto comunista, prefacio, 1872.

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y solo en un caso excepcional: Inglaterra. Y la posibilidad de una toma pacífica del poder del Estado por parte de la clase trabajadora es, naturalmente, la esen-cia de la muy aclamada “vía chilena al socialismo”. Esa apropiación pacífica demostró ser imposible. Muchos miembros de la UP habían identificado esta imposibilidad desde un comienzo, y vieron “la transición pacífica” como una necesidad propagandística para calmar a la burguesía y a las Fuerzas Armadas. Otros miembros de la UP creyeron efectivamente que la estrategia podía tener éxito y que Chile sentaría un precedente histórico. Era el grupo dominante dentro de la UP. Pero, para que su estrategia hubiese tenido la más mínima chance de éxito eran necesarios ciertos requisitos básicos: como mínimo, una increíble disciplina dentro de la izquierda, así como un alto grado de brillantez táctica. Asimismo, deberían haberse establecido planes de contingencia. El más obvio tendría que haber contemplado un intento de derrocamiento del gobierno por parte de las Fuerzas Armadas, y esta posible amenaza solo podía haberse enfrentado con un plan para armar a la clase trabajadora.

Ahora se reconoce ampliamente que la UP cometió varios errores básicos. En primer lugar, fue incapaz de mantener la necesaria disciplina dentro de la coalición, formada por numerosos grupos y partidos. Más importante aun, subestimó el poder de la burguesía chilena y del imperialismo para sabotear la economía y evitar así que la UP obtuviese el respaldo político de una mayoría de la población. Por último, y lo más importante, no existió un plan de con-tingencia sistemático para enfrentar a las Fuerzas Armadas rebeldes.

Una vez que el peak del entusiasmo por la UP (abril de 1971) hubo pasa-do, que el bloqueo de Estados Unidos comenzó a surtir efecto y que la dere-cha chilena se hubo unificado en defensa de sus intereses, la UP fue incapaz de ver que la estrategia electoral pacífica estaba condenada. Había sobresti-mado el poder del Ejecutivo para controlar la economía, y subestimado el poder de la burguesía y del bloqueo internacional. No pudo cumplir con su programa económico; no pudo movilizar el apoyo político necesario para llevar a cabo la estrategia original. La UP fracasó al no reconocer este he-cho y no tomar acciones efectivas para enfrentarlo. Ese reconocimiento sig-nificaba abandonar su estrategia original, y “acciones efectivas” significaba prepararse para una confrontación armada. Si se hubiese hecho, por cierto que hasta cierta medida había que mantener públicamente la estrategia ori-ginal, para ganar tiempo; parece obvio que esa era la táctica por la que había que optar. Pero en la práctica la UP habría tenido que dedicar esfuerzos a fortalecer a la clase trabajadora (fortaleciendo los cordones industriales) y prepararla para la lucha.

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En lugar de eso, terminó dividida. El Partido Socialista intentó fortalecer la clase trabajadora, pero de un modo extremadamente desorganizado. Tam-bién lo hizo, más consistentemente, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), desde fuera de la UP. El Partido Comunista y el Presidente Salvador Allende, en cambio, llamaron al repliegue. Trataron de negociar un pacto con la Democracia Cristiana, pensando que un período de capitalismo estatal y el sacrificio transitorio del programa de la UP conducirían a avances posteriores. Pero ese pacto habría significado el quiebre de la UP, la desmoralización de la clase trabajadora y la muerte del período prerrevolucionario. Habría significado la postergación indefinida de los objetivos del programa de la UP. La lucha de clases se había intensificado, y aunque el Partido Comunista y Allende domi-naban la política de gobierno, los democratacristianos no quisieron negociar: querían una capitulación total. Bajo estas circunstancias, no se dio en forma sistemática ni un retroceso al capitalismo de Estado ni la puesta en marcha de la preparación para una confrontación armada. En lugar de eso, el gobierno man-tuvo su estrategia original en una situación cada vez más imposible. Atrapado en una lucha de clases entre la burguesía y la clase trabajadora, finalmente perdió el control de la situación. La democracia burguesa dejó de funcionar y las Fuerzas Armadas, actuando como el representante de la burguesía, llenaron ese vacío.

Allende pensaba que armar a la clase trabajadora en 1973 era invitar a la guerra civil, guerra que la izquierda con seguridad habría perdido.3 Pudo estar en lo cierto, la izquierda pudo perfectamente haber perdido. Avanzado el año 1973, los errores previos habían restringido las opciones de la izquierda. El reconocimiento del fracaso de la estrategia original debió haberse producido en 1972 o a fines de 1971. De todos modos, el plan de contingencia debió haber existido desde el principio. En ese momento, cuando el equilibrio de fuerzas fa-vorecía a la izquierda, debió haberse implementado una política de propaganda dirigida a los soldados rasos. Los contactos con los militares estadounidenses para asistencia y entrenamiento debieron haberse eliminado tanto cuanto era posible. Los generales sediciosos debieron haber sido llamados a retiro cuando era factible hacerlo; más tarde significaba precipitar un golpe de Estado. Pero es imposible decir en qué punto fue demasiado tarde para corregir los errores del pasado. Posiblemente nunca fue demasiado tarde. Posiblemente la izquier-da habría salido triunfante de una guerra civil incluso si hubiese comenzado a armarse ya bien avanzado 1973, después del abortado golpe del 29 de junio. Quizás los militares se habrían dividido si los partidos de izquierda hubiesen levantado una resistencia civil coordinada. Bajo la presión de la intensa lucha

3 Regis Debray en Punto (Venezuela), 7 de octubre de 1973.

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de clases, la historia se movía muy deprisa en Chile en 1973. Una política decidida pudo haber tenido un efecto mucho más profundo que en tiempos de relativa paz entre las clases sociales. En todo caso, el deseo de Allende de evitar el derramamiento de sangre y una guerra civil no se correspondía con la percepción de que un golpe militar causaría entre 15 mil y 20 mil muertes, y que la indefensión de la clase trabajadora, la falta de resistencia, no haría nada para disminuir la brutalidad de los generales.

De hecho, una gran parte de la izquierda no previó la magnitud de la re-presión, una represión que hizo a Chile más semejante a Indonesia que a Brasil. En general, aquellos sectores de la izquierda que sí la previeron fueron también los que desde el primer momento presionaron por el abandono de la estrategia original de la UP y por una preparación para la confrontación que se veía inminente (el MIR, algunos grupos del Partido Socialista, y una facción del Movimiento de Acción Popular Unitaria, el MAPU-Garretón).

Naturalmente, todo esto es muy fácil de decir en retrospectiva. En medio de la lucha era mucho más difícil sacar conclusiones, o abandonar las viejas estrategias. Sin embargo, más que continuar con el debate sobre qué debió haberse hecho, el propósito de este artículo es tratar de analizar qué pasó durante el golpe militar, que ha ocurrido desde entonces, y cuáles son las perspectivas para el futuro.

Antes del golpe

Las semanas previas al golpe de Estado el gobierno estaba tan débil que era completamente incapaz de hacer cumplir la ley. Había perdido control sobre la situación. Las maniobras del gabinete, los nombramientos militares y la pro-paganda política cotidiana eran obviamente medidas paliativas que no podían cambiar en nada relevante la situación. El golpe estaba en el aire, y todos lo sabían. Las Fuerzas Armadas prácticamente habían logrado hacerse con el con-trol en diversas provincias del sur. El paro de los empresarios había paralizado la economía. El uso de la ley de control de armas y la entrada de los militares en el gabinete fueron entregando el gobierno a manos de los militares, algo parecido a lo ocurrido en Uruguay. De hecho, de acuerdo con el dirigente del MAPU-Garretón Eduardo Aquevedo, la mayor parte de la dirigencia de la UP previó una toma del poder gradual por los militares, que culminaría dos o tres meses después de la fecha en que el golpe de Estado efectivamente tuvo lugar.4 Él dice que los dirigentes de la UP se reunieron con Allende el 7 y el 8 de sep-

4 Entrevista realizada a Eduardo Aquevedo en Chile el 21 de septiembre de 1973.

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tiembre. En esa reunión el ala izquierdista del Partido Socialista, la Izquierda Cristiana, el MAPU-Garretón y el MIR (si bien el MIR no estuvo presente en la reunión) abogaron por una política de preparación para una confron-tación armada. El ala derechista del Partido Socialista, el Partido Comunista, el MAPU-Gazmuri y el mismo Allende todavía pensaban que era posible una solución institucional a la crisis y que se podía evitar la guerra civil. Viendo que la UP no podía ponerse de acuerdo, Allende pidió libertad para buscar su propia solución. Aquevedo dice que ello significaba un acuerdo, incluso a estas alturas, con la Democracia Cristiana. El plebiscito fue rechazado por todos los interesados.5 El Partido Socialista reconoció que el acuerdo con la Democracia Cristiana anulaba el programa de la UP, y amenazó con dejar el gobierno si las negociaciones se llevaban a cabo. El Partido Comunista dijo que concordaba con el plan de Allende, pero que si el Partido Socialista se retiraba del gobierno también lo harían ellos. El encuentro terminó sin soluciones. El informe de Aquevedo concuerda con un escenario que le habría sido familiar a cualquier observador político en Chile en ese momento.

Mientras el gobierno trataba de mantener el control en una situación en que ya nadie respetaba las reglas de la democracia burguesa –salvo el gobierno–, la derecha hacía tiempo que había decidido alentar a los militares para derrocar a la UP. Por esta razón el plan de Allende de un acuerdo con la Democracia Cristiana era imposible: en realidad los democratacristianos no tenían la menor intención de ofrecer una solución a la crisis que ellos habían creado en gran medida. En las semanas previas al golpe el Congreso emitió una declaración acusando que el Ejecutivo había abandonado la Constitución, y los parlamen-tarios de oposición estaban planeando, una vez más, desaforar a prácticamente todo el gabinete. Mientras tanto, los gremios de empleadores participantes en el paro patronal exigían la renuncia de Allende antes que ceder. La derecha había preparado todo lo que estaba a su alcance el escenario formal o “legal” para un golpe militar. Al mismo tiempo, y fuera de la ley, las fuerzas paramilitares de derecha (Patria y Libertad, y el Comando Rolando Matus) llevaron a cabo más de quinientos actos terroristas en los meses anteriores al golpe, creando el caos y asesinando a muchos partidarios de la izquierda. El gobierno nada pudo hacer al respecto. La clase trabajadora respondió tanto como fue capaz.6

5 Carlos Briones, un exministro de Allende, ha afirmado desde el golpe militar que Allende estaba pensando en llamar a un plebiscito (Ercilla 1.999, 21-27 de noviembre de 1973). Es imposible confiar en cualquier publicación de la prensa chilena desde el golpe, pero la afirmación de Briones es respaldada por las declara-ciones de Altamirano en Cuba (ver el Miami Herald del 6 de enero de 1974).

6 Ver Andy Zimbalist y Barbara Stallings, “Showdown in Chile”, XXV Monthly Review, octubre de 1973, 1-24, para una buena descripción de los últimos meses del gobierno de Allende.

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El comportamiento de la derecha y de la izquierda correspondía a un pa-trón familiar, pero lo que no resultaba familiar era el comportamiento de los militares. Mientras que las fuerzas civiles estaban ocupadas en una especie de repetición de lo que había sido el paro patronal de octubre de 1972, los mili-tares esta vez no actuaban simplemente como árbitro sino claramente intervi-niendo en favor de la derecha. Su principal herramienta fue la ley de control de armas, una legislación promovida por la Democracia Cristiana y aprobada por el Congreso en 1972. Allende no la vetó a pesar de que tenía derecho a hacerlo. La ley establecía que todas las armas debían ser registradas ante las Fuerzas Armadas, y entregaba el poder de hacer cumplir la ley también a las Fuerzas Armadas. Naturalmente que la izquierda no tenía intención de revelar dónde estaban sus armas; en menor medida, la extrema derecha también se mostraba reticente. Pero los militares aplicaron la ley casi unilateralmente en contra de la izquierda. Casi cada día, en los meses que precedieron al golpe, cuadrillas militares rodeaban y registraban, habitualmente con violencia, una fábrica, la sede de un partido o una vivienda que alojara a izquierdistas. Es-tos allanamientos tenían varios propósitos. Primero, si se podía encontrar y confiscar armas, tanto mejor. Segundo, los allanamientos eran ensayos para el golpe. Intimidaban a la clase trabajadora, daban a los oficiales una idea de cómo reaccionarían las tropas a los trabajadores que lucharan, y enseñaban a los oficiales cómo ocupar los distritos obreros (qué áreas eran más combativas, etc.). Por último, los allanamientos capacitaron a los oficiales de derecha a identificar a izquierdistas dentro de sus filas, porque estos protestaban por la forma en que se realizaban los operativos (muchos trabajadores eran asesina-dos por los militares durante estos registros). Este mismo propósito de iden-tificar a los oficiales y conscriptos de izquierda se logró con todos los golpes abortados durante el período de Allende, especialmente el del 29 de junio. A estas alturas queda claro que el “Tanquetazo” fue realmente más exitoso de lo que pareció, porque sirvió como estímulo para los cuerpos de oficiales de de-recha, que desde esa fecha iniciaron una permanente actividad conspiratoria.

Probablemente la gota que rebasó el vaso para los militares de derecha fue el allanamiento de la fábrica textil Sumar en Santiago pocos días antes del golpe. Las tropas (de la Fuerza Aérea) no solo se encontraron con una activa resis-tencia, sino que una multitud ciudadana de más de mil personas rodeó casi inmediatamente tanto a las tropas como a la fábrica, impidiendo que los uni-formados invadieran los edificios. Este incidente ilustra la creciente amenaza que representaban los cordones industriales, los que después del 29 de junio funcionaban como una especie de soviets embrionarios. Estas organizaciones

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reunían a todas las fábricas de un determinado distrito, y eran vistas como el ejemplo más importante del poder popular de una clase trabajadora inde-pendiente. También eran vistas por todos los sectores como el corazón de las milicias de la clase trabajadora, y por esta razón el enfrentamiento en Sumar solo confirmaba a los militares de derecha en su convicción de que los cordo-nes industriales debían ser aplastados a toda costa. Probablemente fueran los cordones, y no el gobierno, el principal enemigo de las Fuerzas Armadas. Se habían independizado cada vez más del gobierno de la UP. Así, el grueso de la actividad militar el día del golpe tuvo como objetivo los cordones, y la pelea allí fue la más dura.

Otro acontecimiento en las últimas semanas que unificó a los cuerpos de oficiales en su plan de llevar a cabo el golpe fue la declaración de Carlos Altamirano, presidente del Partido Socialista, de que se había reunido con marinos antigolpistas y que estaba orgulloso de ello. Los militares acusaron sedición y pusieron el grito en el cielo. El incidente confirmó las sospechas de los oficiales de que la izquierda estaba subvirtiendo a los soldados rasos, y los convenció de que el golpe debía producirse inmediatamente, cuando todavía podían controlar a sus tropas.

Lo que finalmente empujó a los oficiales hacia el golpe de Estado fue el creciente conocimiento público de los preparativos golpistas: se comenzó a sa-ber quiénes y en qué lugares específicos estaban complotando. En las últimas semanas el MIR publicó varios y extensos artículos que proporcionaban todos los detalles sobre quién estaba conspirando para hacer qué. Era información peligrosa para ser hecha pública, y demostraba que el MIR había tenido éxito en infiltrar las más altas esferas militares.7

El Ejército fue la clave para el golpe. La Fuerza Aérea y la Armada habían estado deseándolo durante muchos meses, pero el Ejército había bloquea-do el camino. Es la rama más grande de las Fuerzas Armadas, contiene un alto porcentaje de miembros de la clase trabajadora (como también la policía nacional, Carabineros de Chile) y tiene el control último sobre el territorio nacional. El mayor impedimento para la derecha en el Ejército era su coman-dante en jefe, Carlos Prats. Su renuncia, seguida de cerca por las renuncias de los generales Guillermo Pickering y Mario Sepúlveda Seguilla, dejó fuera de juego a los tres constitucionalistas más fuertes dentro del Estado Mayor del Ejército. De los otros, aproximadamente veinte, oficiales de alto rango, solo dos (Hernán Brady y Orlando Urbina Herrera) podían ser considerados cons-titucionalistas, y no tan fuertes como lo eran Prats, Pickering y Sepúlveda.

7 Chile Hoy, 31 de agosto-6 de septiembre de 1973 y 7-13 de septiembre de 1973.

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Los demás estaban todos más o menos a favor del golpe, si bien es interesante señalar que el general Augusto Pinochet era conocido como un indeciso, y por esta misma razón Allende pensó que podía confiar en él. Por eso fue el elegido para suceder a Prats en la Comandancia en Jefe.8 Pero fue Pinochet quien es-tuvo al mando de las tropas durante la masacre de El Salvador en 1966, y un estudio reciente de los militares chilenos realizado por un democratacristiano en el exilio ha mostrado que Pinochet había estado involucrado en una logia militar (“La Línea Recta”) que ha mantenido una actividad conspirativa más o menos constante desde los tiempos del Presidente Carlos Ibáñez.9 Haberse mostrado como un indeciso puede entonces haber sido un ingenioso disfraz que efectivamente engañó a algunos en la izquierda.

La renuncia de Prats abrió el camino a la derecha en el Ejército. Los moti-vos para su renuncia no están totalmente claros. Es sabido que su quiebre con la mayoría de los oficiales de alto rango fue abierto y amargo. Al parecer Prats quería forzar la renuncia de los principales conspiradores dentro del Ejército, pero Allende pensó que era inoportuno. Entonces Prats, al no ver una salida para el conflicto entre los oficiales superiores, y entendiendo que la mayoría de ellos estaba planeando derribar al gobierno, renunció. La versión de que ha-bría renunciado abrumado por la manifestación de las esposas de los oficiales exigiendo su renuncia es probablemente falsa.10

Lo más probable es que Pinochet haya alcanzado un acuerdo con el resto de los actuales miembros de la Junta el 28 de mayo de 1973, como él lo declaró.11 Pero los detalles y la fecha exacta solo pudieron ser determinados tras la salida de Prats, Pickering y Sepúlveda. Las circunstancias políticas mencionadas dieron los toques finales a la unificación de la oficialidad de derecha. En todo caso, in-cluso cuando el golpe estuvo preparado quedaban algunos oficiales importantes en el camino. Los detuvieron la noche anterior, y ese fue el último paso antes del golpe. El representante de Carabineros en la Junta, general César Mendoza

8 La confusión de la izquierda en relación con Pinochet puede verse en uno de los pocos estudios sobre los militares realizados por izquierdistas chilenos. Un artículo de Robinson Rojas (en Dale Johnson, ed., Chilean Road to Socialism, Nueva York, Doubleday Anchor, 1973, 31-38) identifica a Pinochet como un reformista.

9 Jorge Nef es el democratacristiano que ha realizado el estudio, todavía inédito. El grupo Línea Recta fue fundado en 1949-1950, y planificó un golpe en contra de Ibáñez en 1956. La revelación de la conspiración forzó el desbande parcial del grupo. Pinochet estuvo estrechamente vinculado con Viaux durante este pe-ríodo, y así permaneció más adelante. También estuvo muy ligado a la minera Anaconda. Pinochet y otros consideraban al gobierno de Frei débil frente al comunismo, y operaron hasta cierta medida de forma autó-noma. En 1966 en El Salvador, Pinochet estaba al mando del Séptimo Regimiento de Infantería, el que fue directamente responsable por la masacre. Él y otros planificaron la acción, sin el conocimiento del gobierno de Frei. Se descubrió un comunicado de los militares justificando la masacre antes de que se produjera.

10 Esta versión concuerda con la de Eduardo Creus (entrevista en Les Evans, ed., Disaster in Chile: Allende’s Strategy and Why It Failed, Nueva York, Pathfinder Press, 1973, 13).

11 Los Angeles Times, 29 de diciembre de 1973.

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Durán, era el cuarto en antigüedad de su rama, lo que significa que los tres superiores deben haber sido arrestados por rehusarse a adherir al golpe. Raúl Montero, el máximo jefe de la Armada, tuvo que ser barrido por José Toribio Merino, y probablemente también fue detenido. Prats, Sepúlveda y Pickering fueron detenidos aun cuando ya habían renunciado a sus cargos. El general de la Fuerza Aérea Alberto Bachelet también fue arrestado la noche previa al golpe. En el caso de los soldados rasos que eran dirigentes de izquierda, en algunos ca-sos fue más fácil asesinarlos, como ocurrió en el Regimiento Buin de Santiago.12

El golpe

A pesar de la afirmación de Aquevedo de que la mayoría de los dirigentes de la UP pensaba que se produciría un proceso lento (dos o tres meses) de toma del poder por parte de los militares, es claro que tanto el Partido Socialista como el MIR sabían por lo menos a fines de agosto de que se alistaba un golpe para mediados de septiembre. Los cálculos iniciales, sin embargo, predecían que solo la Armada y la Fuerza Aérea actuarían, y la participación del Ejército y de Cara-bineros era incierta. A medida que se acortaba el tiempo, la información se fue haciendo más precisa. El 10 de septiembre, toda la izquierda supo que el golpe estaba planificado para el día siguiente. Todavía estaba en duda la participación del Ejército y de la policía. Allende pensaba que Pinochet mantendría al Ejérci-to leal, y no se tomó ninguna decisión para prepararse para una confrontación armada. Los líderes de la izquierda (mucho más en Santiago que en provincias) abandonaron en muchos casos sus casas, salvándose así del arresto inmediato.

Lo que ocurrió el 11 de septiembre es, en términos generales, bien cono-cido. El golpe comenzó en Valparaíso, con otras ciudades sumándose pocas horas después (Concepción fue una excepción). Allí, los militares detuvieron a dirigentes de izquierda la noche del 10 de septiembre. Allende al principio pensó que el golpe se limitaba a la Armada en Valparaíso, pero pronto se dio cuenta de la realidad. Habló dos veces por radio aquella mañana, llamando al pueblo a acudir a sus lugares de trabajo, pero no apeló a la resistencia armada. Los líderes de los partidos de izquierda, una vez enterados de que la totalidad de las Fuerzas Armadas participaba del golpe, y de que los militares ya habían tomado posiciones rodeando los centros de posible resistencia y cortando las comunicaciones, ordenaron una retirada estratégica. Los focos de resistencia que hubo, y fueron muchos, con frecuencia se debieron a que las órdenes de

12 Jorge Timossi en Punto (Venezuela), 10 de noviembre de 1973.

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un determinado partido no llegaron, y los militantes llevaron a cabo un plan preconcebido, aislados de otros trabajadores. Otros actos de resistencia se des-plegaron en defensa propia, porque los militares atacaron con clara intención de matar y no había alternativa. En suma, la resistencia fue descoordinada, y por consiguiente, no tuvo éxito.

Mientras tanto, Allende resistía en el palacio presidencial, haciendo lo que había instado al resto de la izquierda a no hacer. Se mantuvo fiel a su palabra de que no buscaría el exilio ni se sometería a los golpistas. La increíble historia de la resistencia del grupo en el palacio presidencial ha sido bien narrada por Fidel Castro en su discurso del 28 de septiembre en La Habana. Aquí solo podemos agregar que el relato del suicidio de Allende es grotesco. Los mili-tares han conseguido artificiosamente que uno de los médicos personales de Allende diga que él vio al Presidente pegarse un tiro. Todas las pruebas están en su contra, e indican que el médico ha sido forzado a decir lo que dice. La historia más probable es que un tal capitán Garrido disparó primero a Allen-de, y después este murió por otras y numerosas descargas.13

Muchos de los más conocidos dirigentes políticos de izquierda se exiliaron, de acuerdo con un plan acordado. Aquellos que lo hicieron fueron amplia-mente instruidos por sus partidos a tomar ese camino, o fueron expulsados. Esto aplica particularmente para aquellos militantes importantes. Muchos otros no pudieron entrar en contacto con sus partidos y salieron al exilio pues su situación personal los dejaba sin otra opción. El MIR, que era el partido más preparado para la actividad clandestina, quedó más intacto que otros y tuvo proporcionalmente menos exiliados.

Es muy difícil conocer la magnitud de la resistencia el día del golpe y los que siguieron. Los militares naturalmente que han escondido lo que saben, y la izquierda recién comienza a contar la historia. Pasará algún tiempo antes de que todos los fragmentos puedan reunirse para obtener un cuadro de lo que pasó en el conjunto de la nación. Unos pocos ejemplos, no obstante, sirven para hacerse una idea.

En los cordones industriales, los militares entraron con una fuerza avasallado-ra. Pero muchas fábricas resistieron. Aquevedo nos cuenta que en la fábrica Luc-chetti quinientos trabajadores resistieron por largo tiempo y luego se rindieron. Todos fueron ejecutados por los militares. En el sector de La Legua, en un inci-dente que ahora es famoso a lo largo de Chile, los residentes atacaron dos buses llenos de carabineros, matándolos a todos. La venganza de los militares fue salvaje

13 La declaración del médico de Allende, el doctor Guijón, puede encontrarse en Ercilla 2.005, 2-8 de enero de 1974. Sobre el capitán Garrido, ver el artículo de France-Press aparecido en Bogotá el 19 de septiembre de 1973, reimpreso en Punto (20 de septiembre de 1973).

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y, como dice Aquevedo, “en pocas horas no quedaban sino algunas personas con vida en el área”. Del mismo modo es conocida la resistencia en la Universidad Técnica del Estado. Cuando los estudiantes vieron que ya no podían resistir más, se rindieron. Entonces más de un centenar fue acribillado, y al resto, cerca de cien más, se los trasladó al Estadio Nacional, donde fueron ejecutados en masa al día siguiente, enfrente de los demás horrorizados prisioneros.14 Tal vez la resistencia civil más ampliamente coordinada tuvo lugar el 14 de septiembre en Valparaíso, donde varias instalaciones militares fueron ocupadas y la ciudad estuvo práctica-mente paralizada por varios días. Sin embargo, a pesar de estos actos de heroísmo y desesperación, la resistencia en general fue dispersa e ineficaz.

Dentro de las Fuerzas Armadas también hubo resistencia. Obviamente habría existido mucho más si los militares rebeldes hubiesen acordado un método efectivo para resistir al unísono con una lucha masiva de los civiles. Hallando solo unos pocos aliados entre la civilidad, aquellos militares que sí resistieron fueron masacrados. Muchos otros desertaron o simplemente se mantuvieron en reserva, y esperan una oportunidad. En las sureñas ciudades de Valdivia y Temuco, varios camiones de soldados desertaron de sus regi-mientos para unirse a la resistencia. Pero no lograron encontrar ninguna. En Temuco los rebeldes se refugiaron en la cima de un cerro cercano a la ciudad; fueron capturados varias semanas después. Los de Valdivia condujeron todo el camino hasta la provincia de Santiago, sin saber dónde ir.

El jefe de la oficina en Santiago de Prensa Latina, Jorge Timossi, ha logra-do recopilar información sobre la resistencia dentro de las Fuerzas Armadas.15 Menciona varios regimientos que se rebelaron: el Regimiento Buin en San-tiago, la Escuela de Suboficiales de Carabineros cerca de Viña del Mar, y el Regimiento de Infantería en San Felipe. Timossi también menciona que hay indicios de rebeliones en Concepción y Valdivia. El destino de estas rebeliones lo ilustran los ejemplos del Regimiento Buin y la Escuela de Carabineros. Luis Badilla, un dirigente exiliado de la Izquierda Cristiana, contó a Timossi cómo fue la lucha dentro del Regimiento Buin todo el día 11, dentro de las barracas, por momentos en un combate cuerpo a cuerpo. Finalmente los soldados gol-pistas hicieron uso de los tanques; la resistencia fue sometida, y todos los rebel-des, ejecutados. En el caso de la Escuela de Carabineros, Timossi entrega una detallada descripción de la lucha allí dentro. Aquellos que resistían controlaron el edificio y arrestaron allí a los que adherían a la Junta. Varios grupos de civiles ingresaron a las barracas para ayudar a la resistencia. La medianoche del 11 de

14 Ver el relato de un testigo presencial en la publicación uruguaya Marcha, 11 de enero de 1974, 15.

15 Timossi, 1973.

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septiembre las barracas fueron rodeadas por soldados leales a la Junta; prome-tieron amnistía si los rebeldes se rendían (los disidentes totalizaban 28 oficiales al mando de 180 suboficiales). El ofrecimiento de rendición fue rechazado, y comenzó la lucha. El día 13 a la una de la tarde, aviones de la Fuerza Aérea bombardearon las barracas, y poco después ingresaron las fuerzas golpistas. Todos los disidentes fueron ejecutados.

Las consecuencias en lo inmediato

Al cabo de pocas semanas se hizo evidente que este golpe era diferente de la mayoría en Latinoamérica, y que las Fuerzas Armadas estaban implicadas en una represión brutal y generalizada, en la tortura y el asesinato. Aquellos que habían previsto un golpe controlado por la Democracia Cristiana, con una represión moderada y sofisticada, se habían equivocado. La represión fue arbitraria y generalizada. La mayoría de las 15 mil a 20 mil personas que han sido asesinadas era de clase trabajadora, y a menudo cayeron arbitraria-mente, durante represalias masivas como en La Legua o en Panguipulli, en el sur del país, donde la Fuerza Aérea bombardeó dos pueblos, y los Boinas Negras mataron a decenas de campesinos. Pasados los primeros días, una vez que las Fuerzas Armadas se hubieron asegurado el control, las matanzas que siguieron fueron ejecuciones de prisioneros. Hubo de dos tipos: aquellas anunciadas y publicadas, y aquellas que no, las que por supuesto fueron por lejos más numerosas. Entre las primeras se sitúan todas las víctimas que a diario eran fusiladas cuando intentaban escapar.

Los más afectados entre los grupos de izquierda fueron los socialistas y el MAPU. Las pérdidas fueron particularmente graves en provincia; en las ciudades menores y los pueblos había pocos lugares donde esconderse, y el campo ofrecía incluso menos posibilidades, a no ser que se hubiesen estable-cido contactos previos. En Santiago la situación era mejor, aun cuando los militares solían acordonar varios kilómetros cuadrados para revisar casa por casa. Es probable que el Partido Socialista haya perdido tal vez dos tercios de su Comité Central. Otros están en el exilio.16

El Partido Comunista tenía un plan bien desarrollado y disciplinado para la actividad clandestina. Había estado proscrito desde 1948 hasta 1958, y la experiencia había enseñado a sus miembros la necesidad de ser capaces de

16 Herald, 6 de enero de 1974. Ver las declaraciones de Altamirano en Cuba a principios de enero de 1974. Confirma las pérdidas del Partido Socialista, especialmente en provincias.

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sobrevivir en la clandestinidad. Durante aquellos años habían sido arrestados en campos de concentración, de los cuales el más famoso estaba en Pisagua, en el desértico norte. Los militares chilenos ahora han reabierto el campamento de Pisagua. Los otros campos de concentración son islas frente a la costa de Concepción y la isla Dawson en el extremo sur de Chile. A muchos presos po-líticos también se les ha mantenido por un tiempo en buques frente a la costa de Valparaíso (como el mercante Lebu). Existen informes no confirmados de prisioneros fusilados y arrojados al mar desde esos barcos.

El MIR no se ha visto tan afectado por la represión, gracias a la estruc-tura semiclandestina que mantuvo a lo largo del gobierno de la UP. Siendo el partido que más consistentemente había denunciado el inminente golpe de Estado, también fue el mejor preparado. Sus dirigentes provinciales rá-pidamente abandonaron las ciudades donde se hallaban apostados y fueron reemplazados por cuadros nuevos y desconocidos. El MIR ha perdido a dos miembros de su Comité Central y por lo menos tres cabezas de sus comi-tés regionales, pero ciertamente ha resultado mucho menos dañado que los otros partidos.

Las armas que la izquierda había acopiado están en su mayoría intactas. Los militares han emitido propaganda que intenta probar que han capturado todos los arsenales, pero es probable que la captura haya sido de no más del 10 o 20%. El día del golpe las armas permanecieron ocultas, no se repartieron a la resistencia. A pesar de la propaganda, las Fuerzas Armadas están muy cons-cientes de que la izquierda se encuentra suficientemente armada para empezar una resistencia a gran escala en el momento en que quisiera. Esa es la razón de la persistencia del toque de queda y el estado de sitio, y así seguirán por un tiempo. Chile es un país en guerra donde hasta ahora solo un bando ha atacado realmente.

Las tareas iniciales de la izquierda fueron reagruparse y restablecer las co-municaciones. Esto requiere tiempo, y en las primeras semanas reinó una con-fusión inmensa. En este momento, sin embargo, todos los partidos están en contacto, y todos están funcionando.

Las pérdidas iniciales de dirigentes de izquierda no se pueden atribuir a la particular astucia de la inteligencia militar. La mayoría de los registros de la po-licía política, que estaba controlada por la izquierda, fueron destruidos el día del golpe (así ocurrió también con los registros de la Corfo, el organismo estatal de fomento del desarrollo, que controla cientos de industrias básicas). Así que los militares tuvieron que confiar en su propia inteligencia, y en numerosos casos esta fue muy inadecuada. Este hecho fortuito permitió que muchos dirigentes

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de izquierda pudieran escapar. No fueron pocos los casos en que los militares de-tuvieron a importantes figuras por accidente, y después los dejaban ir sin haber reparado nunca en quiénes tenían delante. Pero esa falta de un servicio de inte-ligencia minucioso contribuyó, sin embargo, a la generalización de la represión. Puesto que los militares no sabían con exactitud a quiénes buscar, todos eran sospechosos, y muchos inocentes han sido, y son, rutinariamente torturados con el fin de extraerles información que no poseen.

El uso de la tortura es habitual. Casi todos los prisioneros son torturados de una forma u otra, desde golpes hasta las técnicas más sofisticadas ense-ñadas por los asesores estadounidenses y brasileños. Una declaración de los quinientos prisioneros de la cárcel de Valdivia, al sur de Chile, firmada el 29 de septiembre y sacada de forma clandestina por un prisionero sueco, denun-cia el uso de falsas ejecuciones como tortura psicológica. Luego enumeran las torturas físicas que han sufrido en Valdivia:

Corriente eléctrica aplicada en cuello, oídos, torso, genitales.Soplidos en los oídos hasta reventar el tímpano.Mangueras introducidas en la boca haciendo pasar agua a través de ellas.Extracción violenta de las uñas.Cigarrillos usados para quemar el oído interno.Palizas con garrotes de goma.Golpes con clavos en los dientes.Introducción de agujas en el cuerpo.Prisioneros forzados a correr con zapatos llenos de vidrios quebrados.

Estas son las torturas practicadas por los militares relativamente inexpertos y brutos en Valdivia. En Santiago las técnicas son más sofisticadas, si es que la palabra puede usarse de esa manera. A veces se tortura a familiares cercanos delante de los prisioneros.17 En Santiago los militares ofrecieron medio millón de escudos (aproximadamente el ingreso anual de un profesional) por informa-ción conducente al arresto de los diez izquierdistas más buscados. También en Santiago, las policías de Brasil, Uruguay y Bolivia ayudaron en la identificación y tortura de conciudadanos suyos en el Estadio Nacional.

Los militares comenzaron de inmediato su campaña para denunciar a los extranjeros. Se pensaba que para explicar a los chilenos el terror sistemático sobre la mitad de la población en el país, para cubrir con un manto de nacio-nalismo el asesinato de veinte mil chilenos, la mejor táctica sería responsabi-lizar de todo a los cerca de trece mil extranjeros ateos, marxistas y extremistas

17 Ian Adams, Toronto Globe and Mail, 9 de febrero de 1974.

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que habían entrado al país cuando Allende fue elegido y que supuestamen-te habían envenenado las mentes de los chilenos (el sentido de la historia de los militares es extremadamente pobre; ignoran los cuarenta y cincuenta años de historia de los partidos Socialista y Comunista, respectivamente). La campaña en contra de los extranjeros, como todas las campañas de los mili-tares, alcanzó proporciones grotescas. Lanzaron panfletos desde helicópteros incitando a la población a denunciarlos. Era difícil que los voceros de los militares pronunciaran la palabra “extranjero” sin hablar simultáneamente de “extremista”. Los cubanos, naturalmente, eran los más culpables. Los seguía el resto de los latinoamericanos. Varios miles de exiliados que habían escapa-do de la tortura y la muerte en sus países las encontraron en Chile después del golpe militar.

Rápidamente quedó claro que la clase trabajadora no era capaz de levan-tar una huelga en contra de la toma del poder por la fuerza, como había sucedido en Uruguay. En la ciudad portuaria de San Antonio los trabaja-dores del muelle fueron a huelga, rehusándose a cargar el cobre proveniente de la mina de El Teniente. Los trece líderes de la huelga fueron fusilados de inmediato, y los trabajadores portuarios retomaron sus labores. Esto ocurrió poco después del golpe. Las condiciones se mantuvieron así más adelante. Cuando pocos meses después del golpe un grupo de trabajadores del Metro de Santiago paralizaron sus labores en demanda de mejores salarios, varios fueron fusilados sin juicio. Algunos de los ejecutados eran democratacris-tianos. Bajo tales condiciones, una huelga general era imposible. A grandes rasgos, los militares exoneraron entre el 10 y el 20% de la clase trabajadora, aquellos que eran los más políticos. Los dirigentes fueron arrestados. La justificación para los despidos fue eliminar la sobrecontratación que había promovido el gobierno de Allende, según se decía. Los militares continua-mente enfatizaban en su propaganda la imparcialidad y la ausencia de repre-salias en su conducta, de manera que los despidos se hicieron pasar como racionalización económica.

La derecha reaccionó con alegría al golpe, a pesar de la inmediata proscrip-ción de todos los partidos políticos. La facción más izquierdista de la Demo-cracia Cristiana, liderada por Bernardo Leighton, fue una excepción. Trece miembros de esta facción (Renán Fuentealba e Ignacio Palma entre ellos) firmaron una declaración condenando el golpe del 11 de septiembre; por su-puesto que la declaración nunca fue publicada en Chile. El 27 de septiembre apareció la declaración oficial de la Democracia Cristiana, que elogiaba el golpe y hacía solo las más benignas críticas.

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Pero los democratacristianos no recibieron ninguna recompensa, como fue evidente de inmediato. Los militares pronto mostraron que no les agradan los políticos de ninguna categoría, especialmente los dirigentes que tengan algu-na influencia popular. Los miembros del Partido Nacional, que recibieron de vuelta sus campos y fábricas de manos de los militares, estaban satisfechos. Su actividad política se orienta únicamente a ser un baluarte contra el marxismo; una vez que este fue destruido, no se preocuparon demasiado de la proscripción de su partido. En cualquier caso, los militares acudieron a las filas del Partido Nacional en busca de asesoría civil para el manejo de la economía. A la DC, por su parte, se la ha dejado en el mayor desamparo. La primera manifestación pública de este hecho fue la remoción del rector de la Universidad de Chile, el democratacristiano Edgardo Boeninger, en favor del reconocido derechista y ge-neral de la Fuerza Aérea César Ruiz. Boeninger había sido una figura importante de la extrema derecha, y lo había demostrado en el manejo de los conflictos políticos al interior de la casa de estudios. Pero los militares lo echaron sin cere-monia: no confiaron en él para llevar a cabo la depuración de la universidad.18 Un segundo indicador de la actitud de los militares es el relato que circula en torno al expresidente Eduardo Frei. Se cuenta que este llegó a la Escuela Militar en Santiago después del golpe para ofrecer sus servicios a los militares. Conducía él mismo un auto del Senado, del cual era presidente. Se dice que los militares le pidieron que volviera a su casa y se quedara allí, y le quitaron el auto, puesto que el Congreso se había disuelto. Ese es el destino de los políticos derechistas que no fueron lo bastante duros con los marxistas y que permitieron que Allende asumiera la Presidencia. Recordemos la parte de los documentos de la ITT en que el embajador de Estados Unidos Edward M. Korry urge a Frei diciéndole que “se ponga los pantalones”, en referencia a las vacilaciones de este durante las conspiraciones de la derecha en los meses de septiembre a noviembre de 1970.19

La actitud de la Democracia Cristiana (con excepción de la facción más izquierdista) ha sido absurda y patética. Después de haber preparado el ca-mino para el golpe, después de haber condenado a Allende en defensa de la democracia burguesa, elogiaron a la Junta Militar mientras esta prohibía su partido, ignoraba a sus líderes y destruía todo vestigio de democracia en Chi-

18 Las depuraciones en la academia han sido extensas. Todavía, a esta fecha, muchas dependencias de la Universidad de Chile permanecen cerradas, especialmente en la sede Oriente. Para todas las sedes universi-tarias se ha designado personal militar a la cabeza. La Universidad Técnica del Estado también se encuentra funcionando apenas. Es interesante señalar que muchos de los profesores universitarios que dejaron Chile por ser contrarios a Allende no han retornado después del golpe. Ahora los profesores de izquierda han sido eliminados o han renunciado. La combinación de estos dos factores implica que las universidades chilenas se verán deterioradas por un buen tiempo.

19 NACLA, “Secret Memos from ITT”, abril de 1972, 8-10.

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le. La Junta quemó los libros de la izquierda en las calles, prohibió la palabra “camarada”, hizo de los rumores un crimen militar, vetó las reuniones de más de tres personas, prohibió el pelo largo, torturó y asesinó; y la respuesta inicial de la Democracia Cristiana fue un elogio público.20 Ahora han comenzado a reclamar; meses después del golpe. Es demasiado tarde, los democratacristianos representan una fuerza intermedia que ha sido condenada a la ineficacia.

Respecto de la participación de Estados Unidos en el golpe, todavía no se tienen pruebas concluyentes. Pero algunas cosas están claras. Parece muy probable que se hayan resuelto hace tiempo las disputas entre el Departa-mento de Estado y la CIA (ejemplificadas en la invasión de Bahía Cochinos), pálidos reflejos de las viejas disputas entre liberales y conservadores de los días de la Alianza para el Progreso, ejemplo de las cuales es la diferencia de opinión entre los departamentos del Estado y del Tesoro. Bajo el mandato de Nixon la política exterior de las distintas ramas de la inteligencia de Esta-dos Unidos está bien coordinada con las políticas de las ramas públicas del gobierno, el Tesoro y el Departamento de Estado. Estas tienen poco que ver con el bloqueo económico de Chile.21 La política de bloqueo económico fue coordinada con las operaciones de inteligencia de la CIA y del servicio de inteligencia de la Armada estadounidense; ambas tuvieron un rol muy im-portante en Chile antes y durante el golpe. De cualquier modo, el bloqueo y las actividades generales de la CIA se discutieron y aprobaron en el Consejo de Seguridad Nacional y por Kissinger; pruebas recientes indican que la CIA incluso proporcionó información al Departamento del Tesoro de modo que Estados Unidos conociera la posición chilena durante las delicadas negocia-ciones económicas que mantuvieron.22

Posiblemente exista la sensación entre algunos miembros del gobierno de Nixon de que habría sido mejor haber dejado que el gobierno de Allende terminara su período y fuera alejado del poder por la vía electoral. Pero la opinión mayoritaria es que lo que funcionó en Brasil funcionará en Chile. En cualquier caso, todas las ramas de este gobierno trabajaron unidas en Chile para minar el régimen de Allende. Cuando sobrevino el golpe, Estados Uni-dos prestó su apoyo a las operaciones militares. Ahora, el gobierno ha ido más

20 Una de las actuaciones más ridículas del Estado burgués en Chile le ha correspondido al Poder Judicial. Es la única rama que los militares han permitido que siga en funciones, presumiblemente en gratitud por su vivaz defensa de la “constitucionalidad” durante el régimen de Allende. La Corte Suprema, que desde 1970 hasta 1973 continuamente reclamó que Allende estaba actuando fuera de la Constitución, dio la bienvenida al golpe militar. Poco después del 11 de septiembre, los jueces del máximo tribunal llegaron al veredicto solemne de que el derrocamiento militar de un gobierno democráticamente elegido ¡era constitucional!

21 NACLA, “Facing the Blockade”, enero de 1973.

22 Ted Szulc en The Washington Post, 31 de octubre de 1973.

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lejos y ha enviado tantos créditos como ha creído necesario y apropiado (a través del Departamento de Agricultura para trigo y maíz, e instrucciones a los representantes estadounidenses en los bancos internacionales de votar a favor de préstamos a Chile). La ayuda total de los bancos privados estadounidenses, del gobierno de Estados Unidos y de los grandes bancos internacionales ha sido de US$ 463 millones hasta marzo de 1974.23

La intervención militar directa de Estados Unidos en el golpe ha sido docu-mentada por una agencia de noticias clandestina en Chile, la Agencia Arauco (posiblemente operada por el MAPU). Cuatro pilotos estadounidenses vola-ron un avión WB-57 (un modelo para meteorología del avión espía RB-57) sobre Chile los días del golpe y coordinaron comunicaciones para los militares chilenos. Despegaron desde Mendoza, Argentina, y operaron sobre territorio aéreo chileno desde el 7 hasta el 13 de septiembre (el gobierno de Estados Unidos admite los vuelos pero niega que hayan entrado en territorio chileno y que hayan tenido algo que ver con el golpe). La Agencia Arauco entrega de-talles que incluyen los nombres de los pilotos, el número del avión, el nombre en código de la misión (misión Airstream) y la manera exacta en que operó el sistema de comunicaciones.

Otra fuente indica que Estados Unidos ha apostado a quince hombres de sus Fuerzas Especiales en Peldehue (a 30 km de Santiago) y treinta en Valpa-raíso.24 Se sabe que las Fuerzas Especiales son el modelo de los Boinas Negras chilenos, la fuerza de combate especial que el Ejército convoca para hacerse cargo de la represión más dura.

La única intervención directa de la CIA en el golpe que ha sido revelada es aquella que tuvo lugar a través de la embajada de Estados Unidos, donde muchos funcionarios eran agentes del organismo de inteligencia. Seis de ellos aparecían en la lista de agentes de la CIA de Julius Mader de 1968. Muchos procedían de embajadas en países latinoamericanos donde habían ocurrido golpes de Estado. El embajador Nathaniel Davis era especialmente reconoci-do por sus actividades en Guatemala a fines de la década de 1960.25 Pareciera que muchos funcionarios arribaron justo antes del golpe para desempeñar un trabajo específico. El mismo embajador Davis realizó un viaje a Washington justo antes, y poco después fue transferido a otro país. El MIR entrega eviden-cias específicas de colusión entre la embajada de Estados Unidos y las Fuerzas Armadas chilenas. En agosto de 1973 había denunciado un encuentro entre

23 Andean Times, “Latin American Economics Report II”, 25 de enero de 1974.

24 Adams, 1974.

25 NACLA, New Chile, Berkeley, 1973.

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un importante funcionario de la embajada y el estado mayor en pleno de la Armada, además de un representante de los regimientos del norte del Ejército. Esta reunión tuvo lugar el 20 de mayo de 1973, en el puerto de Arica, a la una de la madrugada, a bordo del crucero Arturo Prat.

Además de sus funciones en la embajada, las actividades de la CIA en Chile en el pasado son indicativas de la importancia de su papel en el país (estas ac-tividades han sido confirmadas por el testimonio del director de la CIA Colby a un subcomité del Congreso estadounidense el 11 de octubre de 1973). La CIA participó en subsidios financieros (aprobados por el Consejo de Seguri-dad Nacional) y en infiltración. En junio de 1970 canalizó US$ 400.000 para la campaña antiallendista de los medios de comunicación, decisión que fue aprobada por Kissinger y el “Comité de los 40”, el grupo dentro del Conse-jo de Seguridad Nacional que tiene que ver con operaciones de inteligencia. Sin duda que durante el régimen de Allende hubo más subsidios, pero en la audiencia de la CIA ante el Congreso esta argumentó que era información cla-sificada. Es probable que la CIA subsidiara los paros de los empresarios y gre-mios de octubre de 1972 y agosto de 1973. En ese momento el valor del dólar en el mercado negro cayó drásticamente, indicando una enorme entrada de dólares al país. El dirigente democratacristiano Renán Fuentealba denunció el apoyo financiero externo para las paralizaciones en un discurso televisado en Chile el 22 de agosto de 1973.

Respecto de la infiltración por parte de la CIA, Colby admitió que habían infiltrado prácticamente todos los partidos políticos. También mantuvieron contacto con las Fuerzas Armadas. Los documentos de la ITT publicados por Jack Anderson consignan el intento de la CIA de persuadir a los oficiales chilenos de derrocar al gobierno en el tenso período entre el 4 de septiem-bre y el 4 de noviembre de 1970.26 La izquierda chilena ha confirmado las declaraciones de Colby. Fuentes de ese sector señalan que tres miembros del VOP (Vanguardia Organizada del Pueblo) en Chile eran agentes de la CIA, y uno de ellos tenía una importante posición de liderazgo. Se recordará que el VOP era un grupo terrorista de ultraizquierda que asesinó a un promi-nente miembro de la Democracia Cristiana en mayo de 1971. Más aun, la CIA fue importante en dos actos terroristas de derecha. Un agente de la CIA desempeñó un rol protagónico en el asesinato del edecán naval de Allende, el comandante Arturo Araya, poco antes del golpe. Antes, otro agente de la CIA ayudó a organizar el ataque comando a la estación de televisión estatal

26 Ver en NACLA, abril de 1972, la carta del 9 de octubre de 1970 del ejecutivo de la ITT William M. Merriam al exjefe de la CIA John McCone, que hace referencia a “nuestro contacto con la agencia McLean”; la agencia McLean es la CIA.

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en Concepción, que acabó con la muerte de un trabajador. Este nivel de participación activa en la política chilena indica que la CIA probablemente también tuvo un papel activo en la planificación del golpe.

La otra rama de la inteligencia involucrada en el golpe fue el servicio de inte-ligencia naval de Estados Unidos. La mayor parte de los observadores piensa que no es una coincidencia que la Armada chilena participara en maniobras navales con la Armada estadounidense (la Operación Unitas) justo cuando se produjo el golpe. De hecho la flota chilena zarpó de Valparaíso para participar en las ma-niobras conjuntas, pero dio la vuelta y regresó para iniciar el golpe. En agosto de 1973 el MIR había denunciado la presencia de oficiales de la inteligencia naval de Estados Unidos a bordo de todos los buques de la Armada chilena en los me-ses de junio y julio. El MIR sostiene que el golpe fue planificado en detalle por la inteligencia naval norteamericana y la misión militar brasileña.27

Dada esta clase de participación en el golpe de Estado, ¿cuál era la estrategia de Estados Unidos? ¿Por qué no haber esperado hasta las elecciones de 1976? Lo más probable es que Estados Unidos compartiera los temores de los milita-res chilenos de que los cordones industriales se estuviesen convirtiendo en una fuerza revolucionaria independiente y de que la disciplina interna de las Fuerzas Armadas chilenas se estuviese quebrantando. Pero los propios militares chilenos ya habían decidido movilizarse de todos modos, y Estados Unidos estaba tan comprometido que hubiese sido muy difícil desalentarlos, si hubiese querido. Pero, más importante aun, Estados Unidos claramente pensaba que Chile podía transformarse en otro Brasil. Lo que entendió fue que los militares conforma-rían una dictadura de extrema derecha, y que la Democracia Cristiana sería ex-cluida. Probablemente esperaban más sofisticación de parte de la Junta Militar, pero en términos generales el gobierno de Estados Unidos posiblemente esté satisfecho. Solo el ala liberal de la burguesía norteamericana reclama por el nivel de represión y la exclusión de la Democracia Cristiana (por ejemplo, el New York Times y el Washington Post). Los riesgos involucrados son altos porque la cuestión está ahora claramente empatada entre la Junta Militar y el socialismo: si los militares fueran derrocados por una resistencia popular, el resultado sería un gobierno socialista.

Que esto pueda ocurrir obviamente es más probable en Chile que en Bra-sil, porque la clase trabajadora en Chile es más organizada y tiene una mayor conciencia de clase que los trabajadores brasileños. Además, el desarrollo eco-nómico de Brasil sería muy difícil de replicar en Chile. Allí el corazón del de-

27 El MIR hizo esta denuncia en una entrevista a Miguel Enríquez, realizada en Chile el 8 de octubre de 1973 y publicada en Libération y en The Guardian. Sobre el rol de los brasileños, es mínima la evidencia apa-recida hasta ahora, excepto por el artículo de Marlise Simmons en el Washington Post del 6 de enero de 1974.

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sarrollo económico han sido las inversiones extranjeras de gran envergadura, a menudo en extracción de materias primas. En Chile habrá menos de esas inversiones. Las inversiones estadounidenses ya se habían estado moviendo desde las materias primas a la manufactura durante el gobierno de Frei. Tal inversión solo puede ser rentable ahora en Chile a través de la sobreexplota-ción de la clase trabajadora, y esta difícilmente lo aguantará. Las perspectivas de que una masiva inversión extranjera produzca un “milagro económico” a la brasileña no son buenas. Y sin un milagro económico la popularidad del régimen militar continuará disminuyendo. Ya la generalizada represión y las dificultades económicas han alejado a muchos de los que respaldaron a los militares. Si el 11 de septiembre los militares tenían el apoyo del 50% de la población, hoy en día ese apoyo se ha reducido al 10 o 20%.

La mejor alternativa para la burguesía sería el reemplazo fluido de la ac-tual Junta por otra menos severa, más demagógica y menos identificada con el trabajo sucio de la represión. Pero la actual Junta Militar no está para ser desbancada fácilmente. Ellos pretenden permanecer. Cualquier intento de desalojo significaría una grave disputa al interior de las filas de la derecha y en las mismas Fuerzas Armadas, y eso abriría la posibilidad de que la izquierda pudiera sacar importantes ventajas. Los militares están muy conscientes de que la izquierda es capaz de montar una seria resistencia armada, y esta es la mejor respuesta de los militares a las críticas desde la burguesía. De cierto modo, la burguesía está atascada con la actual Junta de Gobierno. Se ha be-neficiado enormemente del golpe, pero es aprehensiva. Entiende que la Junta está actuando con demasiada independencia y que sus políticas represivas son una invitación a la resistencia popular, la que podría conducir a la destruc-ción del capitalismo.

Después del golpe de Estado

Desde el golpe, la situación económica ha sido desastrosa. Ha habido una masiva redistribución del ingreso en favor de la burguesía, a través de alzas de precios muy superiores a los reajustes salariales. Pero la producción no ha crecido mucho, en gran parte porque no hay suficiente demanda a los precios actuales (podría es-perarse un leve aumento de la producción puesto que uno de los primeros pasos de la Junta de Gobierno fue agregar cuatro horas no pagadas a la semana laboral). Los incrementos de precios han sido de 300% a 1.200%, e incluyen los produc-tos básicos. Se ha generado así una inflación de 500% en 1973. La inflación en

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septiembre de 1973 era de 300%, de tal manera que bajo el régimen militar es mayor. No existe el mercado negro, o es muy pequeño. Las tiendas están bien surtidas, y no hay colas, pero nadie tiene el dinero para comprar. El alza salarial anunciada en enero de 1974 es de 400%, que como vimos no alcanza para cu-brir la inflación de 1973, mucho menos la galopante inflación del presente. Los precios de los alimentos han aumentado más rápidamente que otros, de modo que muchas personas de la clase trabajadora solo pueden comprar porotos y ta-llarines. Este invierno se prevé que muchos pasarán hambre. Dos ejemplos de las alzas de precios de los alimentos, comparando septiembre de 1973 y febrero de 1974: el kilo de azúcar subió de 12 escudos a 180 escudos, y un cuarto de aceite de 36 escudos a 550 escudos.

Acompaña a la inflación una potencial recesión. Las ventas de todos los productos, excepto la comida, han caído. La SOFOFA, el gremio de los in-dustriales, que no es precisamente crítico del gobierno, dice que mientras que la producción industrial era 5,1% mayor en noviembre de 1973, comparada con noviembre de 1972, las ventas fueron 8,5% más bajas. Los consumidores gastaron en comida y eliminaron los productos no esenciales. Dada la filosofía de libre mercado de la Junta, podemos esperar que los empresarios respondan al mercado y reduzcan la producción para corresponder a las ventas.

Otra fuente de sufrimiento, además de los precios altos, es el ingente desem-pleo. Los despidos motivados por razones políticas probablemente totalicen el 15% de la población desempleada, además del 3-4% de desempleo que ya existía (hasta la embajada de Estados Unidos estima un 13% de desempleo). Esta cifra del 15% cubre a oficinistas y profesionales así como a los obreros y operarios. Algunos de los médicos más talentosos, por ejemplo, han sido despedidos. Así ocurrió con la mayoría de los cardiólogos del hospital San Borja en Santiago, y este hospital tenía uno de los mejores departamentos de cardiología del país. La mayoría de los profesores de la Facultad de Ciencias en la sede oriente de la Universidad de Chile han sido despedidos o han renunciado. Esta pérdida de técnicos en muchos niveles perjudicará aun más la economía.

Mientras tanto, el capital internacional ha concordado en ayudar a la Junta de Gobierno. A fines de marzo el Club de París (la asociación de países capi-talistas a los cuales Chile les debe dinero) aceptó renegociar la enorme deuda externa de Chile.28 Lo hizo solo después de que Chile dio garantías de que compensaría a las compañías cupríferas norteamericanas. Sin embargo, las compañías crediticias consideraron que la situación económica chilena era cualquier cosa menos alentadora; el informe de coyuntura del Fondo Mone-

28 Latin America, 15 de febrero de 1974.

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tario Internacional es pesimista.29 Al mismo tiempo, Inglaterra (bajo el nuevo gobierno laborista), Finlandia y Suecia han cortado toda ayuda militar y eco-nómica hacia el futuro.

La gran ventaja para la Junta Militar es la política del gobierno estadou-nidense. Este hizo lo que pudo para sabotear la renegociación de la deuda externa bajo el régimen de Allende, rehusándose a cooperar hasta que Chile pagara la compensación a las cupríferas expropiadas. Ahora la posición de Estados Unidos ha cambiado. Chile ha expresado su voluntad de pagar a las compañías mineras, y se está en conversaciones con ellas sobre el monto de la compensación. Estados Unidos respaldó asimismo las propuestas de la Junta en el Club de París, en las conversaciones de renegociación. Al mismo tiempo, Chile y Estados Unidos se han puesto de acuerdo sobre la deuda bilateral chi-lena, la que se mantuvo impaga durante el gobierno de Allende.30

En el intertanto, la Junta continúa devolviendo fábricas y bancos a sus an-tiguos dueños. Los bancos han de ser devueltos mediante la recompra de las acciones que habían sido vendidas al gobierno de Allende. Los planes son re-vender a sus dueños originales la totalidad de los bancos estatizados (22). Las fábricas se devuelven con la estipulación de que el antiguo dueño asume las deudas en que las industrias estatales incurrieron bajo el régimen allendista. Estas deudas son inmensas, porque el sector estatal operó a pérdida vendiendo a precios populares en vez de negociar en el mercado negro como los pro-ductores privados. No se contemplan planes de ningún tipo para el control compartido con el gobierno de estas industrias. El Estado retendrá solamente lo que tenía en 1969. El único cambio es que los bancos extranjeros serán vendidos a chilenos.

Los inversionistas extranjeros en otras industrias, sin embargo, estarán entre los primeros en recibir de vuelta sus propiedades. Dow Chemical, Phelps, Dodge y General Tire están entre las empresas que ya han iniciado negociaciones con la Junta. Las cupríferas no serán devueltas (sería demasiado descarado), pero se buscará ayuda técnica de las compañías estadounidenses, y es posible imaginar que algunos proyectos de marketing serán elaborados en conjunto.31

En el ámbito político, la creación de una nueva Constitución marcha a buen paso. Se ha convocado a un grupo de abogados de extrema derecha, y los linea-

29 Latin America, 29 de marzo de 1974.

30 Es interesante señalar que este acuerdo bilateral sobre la deuda externa pasada sigue las mismas líneas es-tablecidas bajo los acuerdos del Club de París de abril de 1972 sobre la deuda externa chilena. Aquello en lo que Estados Unidos no llegó a acuerdo con Allende por razones políticas ha sido rápidamente acordado con la Junta, por razones igualmente políticas. El nuevo acuerdo cubre la deuda para el período de noviembre de 1972 a diciembre de 1972 (ver el New York Times del 22 de diciembre de 1973).

31 Andean Times, 1974.

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mientos preliminares contemplan la incorporación de los gremios en el Esta-do, en la línea corporativista de la Italia fascista. También está proyectada una reducción de las facultades del Presidente. No existe un plan anunciado para someter la Constitución al voto popular, como tampoco un plan de retornar a una democracia burguesa (Pinochet dice que un gobierno militar de cinco años es demasiado corto).

La represión se ha vuelto menos visible, menos arbitraria, menos masiva. El recurso de la tortura ha otorgado mayor información a la inteligencia mili-tar. Pero el nivel de represión sigue siendo alto. Ahora que los computadores facilitan un procesamiento más sofisticado de la información, en la medida que se procesan los datos de los delatores personas que pensaban que estaban a salvo son arrestadas o despedidas. Hoy prácticamente todos los miembros de la clase trabajadora tienen un pariente o amigo que ha sufrido la represión en forma directa.

Por otra parte, la burguesía ha comenzado a mostrar su descontento con la ineptitud de los militares. La Democracia Cristiana finalmente protestó e hizo pública su protesta (fuera de Chile, naturalmente; ver el New York Times del 8 de febrero de 1974). Han solicitado a Pinochet a suavizar la re-presión, y han sugerido que la prohibición de su partido ha dejado a muchos democratacristianos sin guía, y en consecuencia susceptibles a la propaganda marxista. Este último punto es enteramente cierto. Los trabajadores de las fábricas (operarios; quizás el 30% del partido), así como muchos empleados, han desertado de su militancia. Básicamente lo que quiere la Democracia Cristiana es su tajada de la torta, y hará cualquier cosa para obtenerla. Sin embargo, ellos también entienden el desastre económico, y han reclamado a la Junta por las alzas de precios.

Otros indicadores recientes de la desaparición de la Democracia Cristiana son el cierre de su periódico, La Prensa, y el despido de Raúl Hasbún, direc-tor de prensa del Canal 13 de televisión. La Prensa cerró definitivamente en febrero supuestamente por razones “económicas”, dejando a la Democracia Cristiana sin ningún medio de expresión pública. Al igual que Boeninger, Hasbún había sido una figura clave de derecha en la pelea para que Canal 13 se estableciera como un canal de cobertura nacional y así liderar la ofensiva de los medios de comunicación contra la UP. Fue despedido por criticar demasia-do a la Junta y, al igual que Boeninger, se rehusó públicamente a renunciar.32

32 El ala izquierdista de la Democracia Cristiana ha sufrido, naturalmente, mucho más que el ala más cer-cana a la derecha. Después de un incidente ocurrido con Rafael Moreno cuyo resultado fue su expulsión a Argentina, los dirigentes democratacristianos más progresistas estarían con arresto domiciliario. Entre ellos se encontrarían Bernardo Leighton y Renán Fuentealba.

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Por el contrario, el Partido Nacional está plenamente satisfecho con la Jun-ta. A ellos les importa mantener intactos sus intereses económicos, y no están demasiado comprometidos con los partidos políticos y los políticos profesio-nales como los democratacristianos. Sin embargo, hay rumores recientes de que el Partido Nacional se ha dividido en dos facciones. Una de ellas, liderada por Sergio Onofre Jarpa, está perfectamente cómoda con la Junta, mientras que la otra, liderada por Francisco Bulnes, es de una línea más blanda. Jarpa ha llamado a que la Junta gobierne durante una generación. Sin embargo, la Junta cerró el periódico del Partido Nacional, Tribuna, posiblemente debido a sus descaradas diatribas racistas y fascistas.

Los periódicos han pasado por momentos difíciles en Chile. Incluso La Segunda, que forma parte de la cadena El Mercurio, cerró por un corto pe-riodo. Y la cadena El Mercurio es el medio más prestigioso de la burguesía chilena. La clausura permanente de La Prensa y Tribuna y el cierre temporal de La Segunda son signos importantes del distanciamiento entre la Junta y la burguesía. La burguesía chilena es antigua, poderosa y sofisticada. No está acostumbrada a recibir órdenes de los hombres de armas. Es cierto que llamó a los militares para que derrocaran a Allende y reprimieran a la iz-quierda, pero no esperaba el grado de independencia política y económica mostrado por los uniformados.

Por supuesto, los signos de conflicto entre la gran burguesía y los militares no deben realzarse demasiado. Es importante recordar que uno de los pocos civiles designados en el gabinete fue el ministro de Economía Fernando Léniz, exdirector de El Mercurio. El expresidente de la SOFOFA, Orlando Sáenz, también ha trabajado con la Junta delineando sus políticas económicas.

Dentro de las mismas Fuerzas Armadas, la represión continúa. El general de la Fuerza Aérea Alberto Bachelet estaba listo para ir a juicio a media-dos de abril junto con otros cuarenta uniformados. Pero murió en marzo; se asume que su muerte se debió a las torturas a las que fue sometido. El general Brady primero fue reemplazado como jefe del Ejército en Santiago por el general Sergio Arellano (en diciembre de 1973), y recientemente ha sido detenido. Arellano, quien ahora está en una posición clave, estuvo a cargo del ataque al palacio presidencial el 11 de septiembre y es considerado un hombre de extrema derecha. En febrero, el general de Ejército Orlando Urbina fue forzado a renunciar. Tanto Urbina como Brady eran sospechosos de ser constitucionalistas.

Un comunicado del MIR de enero de 1974 establece que hay 350 oficiales detenidos en Santiago. La declaración enumera ocho oficiales de alto rango de

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la Fuerza Aérea que están presos. Innumerables suboficiales y conscriptos se encuentran también entre rejas. Asimismo, el 12 de febrero el MIR enumeró las penas que la Junta pedirá en los consejos de guerra de mediados de abril. Por último, el 7 de marzo el MIR denunció con sus nombres a doce oficiales de la Fuerza Aérea responsables de torturas en contra de camaradas de armas de tendencias de izquierda.

Los rumores continúan en torno al resentimiento del comandante en jefe de la Armada José Toribio Merino y del comandante en jefe de la Fuerza Aé-rea Gustavo Leigh en relación con la preponderancia que tiene en la Junta de Gobierno el comandante en jefe del Ejército Augusto Pinochet, pero hasta el momento no existe una evidencia concreta de ello. Declaraciones previas de la Junta indicaban que la presidencia sería rotatoria, pero hasta ahora no se ha establecido ninguna fecha para una futura rotación.

Dentro de la izquierda, el proceso de reorganización ha continuado y a la fecha se ha cumplido con creces. La pregunta ahora es qué estrategias usar, y qué tipo de cooperación habrá entre los partidos. El MIR, los socialistas y el MAPU están a favor de una resistencia armada, y los comunistas están divididos. Por un lado, algunos comunistas quisieran negociar un pacto con los democratacristianos para acelerar el retorno de las libertades democráticas y de la democracia burguesa. Por otro lado, este prospecto parece poco probable, dadas las políticas de la Junta. Es probable que la juventud del Partido Comunista esté más impaciente por traba-jar con la resistencia armada unificada que lo que lo está la dirigencia del partido.

Tal división estratégica refleja viejas posiciones. Pero también es cierto que mucho del viejo sectarismo ha desaparecido. En la práctica, todas las personas de izquierda trabajan juntas para ayudarse a sobrevivir a la represión. Además, en los últimos meses la resistencia unificada ha emitido declaraciones propias además de los comunicados de los respectivos partidos.

Del mismo modo, la cuestión de la resistencia armada no es un asunto de blanco o negro. Está claro que cualquier resistencia coordinada causará una re-presión aun mayor. La izquierda tendrá que estar extremadamente bien orga-nizada antes de poder arriesgarse a ello. Por otro lado, el terror que sienten las masas y la desmoralización de la clase trabajadora son muy grandes. Ahora es el momento de dar algunos golpes para demostrar que los militares son vulnerables. Probablemente el reciente derribamiento de un helicóptero de la policía sobre Santiago, que resultó en la muerte de un general y un mayor de Carabineros, vaya por ese camino. El comunicado de los militares responsabilizó a las turbu-lencias de la caída. Lo mismo ocurrió con el extenso incendio en la bodega de la Aduana en Valparaíso, que destruyó una gran cantidad de pertrechos militares.

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Se lo adjudicaron a un cortocircuito. Rápidamente se corre el rumor de estos ac-tos de resistencia entre la población. Los incendios han sido una técnica común. Otro importante acto de resistencia ha sido la ejecución de los delatores. Después de que Luis Corvalán, secretario general del Partido Comunista, fuera capturado, las dos personas que lo entregaron fueron encontradas sin vida. Junto a sus cuer-pos se encontraron notas que decían “Por delatores. Ejército Revolucionario del Pueblo”. Este fenómeno se volvió tan generalizado que la Junta comenzó a reco-nocerlo. El jefe de la policía de Santiago, Ernesto Baeza, en una entrevista el 25 de octubre de 1973, admitió que Carabineros había encontrado cuarenta cadáveres con heridas de bala y con notas que decían “Por delatores. La Resistencia”.33

Es claro que cualquier resistencia armada que se decida llevar adelante a gran escala tiene que empezar en un momento muy bien escogido para tener alguna posibilidad de éxito. Y no puede arriesgarse otra derrota como la del 11 de septiembre. La resistencia tendrá que coordinarse con la crisis económica, y con las luchas económicas directas de la clase trabajadora. También tendrá que verse acompañada por acciones internas en las Fuerzas Armadas: para que exista alguna posibilidad de triunfo debe haber división entre los uniformados. La izquierda está bien armada, pero el poder de fuego de las Fuerzas Armadas es mayor. Sin embargo, es de suponer que una extendida resistencia civil armada daría a muchas figuras militares la oportunidad de rebelarse sin ser fusilados.

Probablemente la izquierda iniciará acciones esporádicas, adoptando las tácticas de los Tupamaros. Las acciones de la guerrilla serán en gran parte urbanas; el mundo rural chileno ofrece poca protección y está lleno de regi-mientos. El respaldo del conjunto de la población será mucho mayor en Chile de lo que ha sido en Uruguay.

Siempre estará la posibilidad de atacar a gran escala para intentar derrocar al gobierno. La izquierda requerirá de una gran flexibilidad táctica. Al mismo tiempo, sabe que cada día la inteligencia militar se vuelve más refinada, y debe desarrollar algún tipo de respuesta en el futuro cercano.

Conclusiones

El régimen militar en Chile no es un régimen fascista clásico y tampoco una dictadura militar tradicional, al estilo latinoamericano. Está mucho más cerca del primero que de la segunda. De hecho, el terror generalizado le confiere una atmósfera social parecida a la Alemania nazi. Pero los militares no tienen

33 La Opinión, 27 de octubre de 1973, Buenos Aires.

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un abrumador apoyo de las masas, como lo tenían los nazis. En una situación de crisis económica y de un Estado que se desmoronaba, la gran burguesía trató de usar a la pequeña burguesía como tropas de choque para demoler a la clase trabajadora y la democracia burguesa. Pero más que nada usó a las Fuerzas Armadas. El subdesarrollo de Chile y su relación con el imperialis-mo determinaron finalmente que estas tengan un lugar más importante en el equilibrio del poder del que tuvieron en la Alemania nazi o en la Italia de Mussolini. Así, el movimiento fascista civil no barrió con las Fuerzas Armadas ni las sometió a su control; fue al revés.34 Más aun, no hubo un invasor exter-no al que recurrir para hacer uso del factor chauvinista. Ni Bolivia ni Argenti-na, por ejemplo, cumplieron para la Junta la función que Francia e Inglaterra desempeñaron para Hitler. El chauvinismo debió orientarse a los extremistas extranjeros, pero la población en su gran mayoría está sumamente consciente de que la represión se dirige a la población chilena.

Otra diferencia importante con el clásico fascismo es que el fin de la demo-cracia burguesa no ha fortalecido el apoyo masivo de la Junta sino que lo ha debilitado. La posibilidad de una resistencia al actual régimen es buena, aun-que la represión podría destruir la capacidad de la clase trabajadora de resistir indefinidamente. La historia proporciona más ejemplos en que una fuerte represión ha vencido a la larga que casos en que ha detonado una resistencia que finalmente triunfa. De inmediato se nos viene España a la mente. Pero en España el golpe militar provocó una guerra civil que la izquierda perdió, de-jando a la clase trabajadora desmoralizada e indefensa. En Chile no ha habido una guerra civil, no todavía.

34 La secta fascista Patria y Libertad trabaja ahora en conjunto con los militares. Después del golpe sus diri-gentes anunciaron su disolución; informes recientes, sin embargo, señalan que está funcionando como una rama civil del comando de inteligencia conjunta de las fuerzas armadas, la DINA, establecida en diciembre y que tiene su cuartel central en la calle Londres, en el centro de Santiago. La DINA se especializa en sofisti-cadas técnicas de tortura. Según estos informes Patria y Libertad está cooperando con la DINA, y funciona como una organización de inteligencia en el nivel de los barrios.

Cuarta parteLa izquierda haciendo historia

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Chile: la cuestión del poderPaul M. Sweezy

La tragedia chilena confirma lo que debe haber sido obvio todo el tiempo (y para muchos lo fue): que no existe tal cosa como una vía pacífica al socialismo. Aquellos que están irrevocablemente comprometidos con la no violencia harían bien en admitir que no son revolucionarios y en confinar sus actividades a bus-car reformas seguras dentro del marco del sistema capitalista. La razón es sim-plemente que los beneficiarios del sistema existente, incluidos muchos que solo se imaginaron a sí mismos como los beneficiarios, no van a rendirse sin luchar, ni van a renunciar a ninguno de los medios a su alcance para librar esa batalla.

Pero esto no quiere decir, y la experiencia chilena ciertamente no lo prueba, que en la lucha por el socialismo solamente los medios violentos son apropia-dos y efectivos. Significa solo que en cierta etapa del proceso la confrontación violenta es inevitable. Por consiguiente, el asunto de la confrontación violenta debe ser central en cualquier estrategia y táctica socialista, en todas las etapas del proceso. El problema no es cómo evitar la confrontación violenta sino cómo preparase para ella y ganarla. Vista desde este ángulo, la experiencia chilena tiene muchas lecciones que entregar.

Debemos empezar recordando y enfatizando la profunda verdad que cons-tituye el núcleo central del gran trabajo de Lenin El Estado y la revolución: el Estado burgués existe para proteger el orden social burgués. De lo que se desprende que no se puede usar el Estado para transformar el orden social; hay que derrumbarlo y reemplazarlo por un Estado representativo de los intereses de las clases explotadas. Solo después de alcanzar ese estado de las cosas tiene sentido hablar de una transición al socialismo.

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La experiencia chilena demuestra que para un gobierno que tiene la meta del socialismo a largo plazo es posible alcanzar la presidencia a través de los medios que dispone una Constitución democrática burguesa. Donde esto es posible, las fuerzas socialistas no tienen otra opción más que usar estos medios lo mejor que puedan: rehusarse a hacerlo significaría abandonar el escenario político y dejarlo en manos de los partidos burgueses. Entonces, lo que se dio mal en Chile ocurrió después, y no antes, de la elección de Allende en 1970. Y, como lo implican inevitablemente las observaciones precedentes, el corazón del pro-blema fue el fracaso del gobierno de la Unidad Popular1 en anticipar y hacer todo lo que estuviese en su poder para prepararse para la confrontación armada que finalmente, y de un modo fatal, ocurrió el 11 de septiembre de 1973.

¿Qué podría haber hecho el gobierno de la UP?Para responder esta pregunta debemos recordar la historia del régimen

que asumió el poder en noviembre de 1970. La primera reacción de la bur-guesía chilena a la elección de Allende fue de pánico. El mercado de valores colapsó, el capital y algunos capitalistas abandonaron el país, la producción se vino abajo y aumentó el desempleo. Al mismo tiempo la extrema derecha intentó llevar adelante un golpe de Estado, esfuerzo que en ese momento los líderes de las Fuerzas Armadas consideraron inoportuno y potencialmente desastroso. El fracaso de los intentos golpistas fortaleció políticamente la mano de Allende, y hacia fines de año las nuevas políticas económicas di-señadas para beneficiar a las masas populares (congelación de precios y au-mento de salarios, expansión de programas de vivienda y de empleos públi-cos, aceleración de la reforma agraria) comenzaron a mostrar resultados. La popularidad y la base política del nuevo gobierno aumentaron rápidamente en los primeros meses de 1971, hecho probado por las elecciones municipa-les de abril, en las que todos entendieron que lo que estaba en juego no eran los asuntos locales sino el apoyo u oposición al gobierno de la UP. Si Allende había obtenido el 36,3% de los votos en la elección presidencial, ahora el porcentaje total obtenido por los partidos de gobierno aumentó a 50,9%. La UP, en otras palabras, alcanzó la mayoría absoluta e incrementó su pro-porción total de votos en nada menos que 40% durante sus primeros seis meses en el poder. Fue un logro impresionante, que bien puede ser único en la historia de la política electoral, y que abrió nuevas perspectivas y nuevas posibilidades. La verdadera tragedia de Chile es que este hecho real, tan ob-

1 La UP es una coalición de tres partidos y tres movimientos: el Partido Comunista (PC), el Partido So-cialista (PS), el Partido Radical (PR), el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), una escisión izquierdista de la Democracia Cristiana, la Acción Popular Independiente (API) y los socialdemócratas. Tanto la API como los socialdemócratas son microorganizaciones de centroizquierda.

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vio en retrospectiva, no fue comprendido ni creativamente aprovechado por los líderes políticos del momento.

La elección de Allende le dio el control a la UP de una rama del gobierno, el Poder Ejecutivo. Las otras ramas –el Poder Legislativo y el Poder Judicial, además de las Fuerzas Armadas– permanecieron en manos de sus enemigos. Para asegurarse el poder del Estado la UP tenía que capturar estos reductos; el fracaso en esa tarea aseguraría que tarde o temprano esos poderes serían las bases desde donde contraatacar y expulsar a la UP del Ejecutivo.

La situación posterior a las elecciones de abril era extremadamente favora-ble para la UP. Dos cosas deben tomarse en cuenta al respecto. Primero, bajo el gobierno anterior, democratacristiano, la Constitución chilena había sido enmendada con el fin de mantener los plebiscitos como método para dirimir los estancamientos entre el Presidente y el Congreso. Y segundo, el progra-ma electoral de la UP había postulado el reemplazo de las dos cámaras por una Asamblea Popular única. Habría sido perfectamente posible, y totalmen-te dentro de las normas de procedimiento constitucional, que Allende había prometido respetar, que el gobierno interpretase las elecciones municipales de abril como un mandato para avanzar con la implementación de su programa. El procedimiento y los resultados esperables habrían sido aproximadamente los siguientes (el fracaso también era una posibilidad, por supuesto, un hecho al que retornaremos). Se pudo haber sometido al Congreso el borrador de una ley aboliendo las dos cámaras legislativas y sustituyéndolas por la Asamblea Popular propuesta. Se habría rechazado, sin duda, lo que habría pavimentado el camino a un plebiscito. Si entonces la UP hubiese lanzado una campaña decidida, educando a los electores sobre los temas que estaban en juego y ele-vando su conciencia política, es razonable suponer que la mayoría obtenida en abril podría haberse sostenido y, quizás, incluso aumentado. El siguiente paso habría sido obtener una mayoría de escaños en la nueva Asamblea Popular. Con este logro no solo podrían haberse promulgado leyes de vital importancia que el viejo Congreso había bloqueado sino que, algo igualmente significa-tivo, se podría haber reformado y renovado el Poder Judicial, que era otro punto de la plataforma electoral de la UP.

Ello habría dejado a las Fuerzas Armadas como el único poder que no es-tuviese bajo el control de la UP y como el último obstáculo para capturar el verdadero poder del Estado. Las maneras más apropiadas de librar esta bata-lla final no son tan obvias como las ya esbozadas, pero una cosa está clara: el gobierno de la UP debió haberse puesto en campaña de inmediato, mientras su prestigio estaba en lo más alto y la iniciativa política enteramente en sus

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manos. Debería haber llamado a retiro a los oficiales reaccionarios, y a los leales haberlos promovido a puestos clave de comando; aumentado los suel-dos y mejorado las condiciones de vida y los derechos democráticos de los soldados y los oficiales de rango medio; introducido la formación política en los programas de entrenamiento y, quizás lo más importante, deberían haber cortado incondicionalmente todos los contactos entre los militares chilenos y sus pares estadounidenses. Paralelamente, había que haber empezado a or-ganizar, armar y entrenar a una milicia popular con el propósito de confiarle cada vez más responsabilidades que entonces estaban a cargo del Ejército y de Carabineros. Todas estas medidas, tomadas en conjunto, habrían condu-cido más o menos rápido al reemplazo del viejo sistema militar burgués por uno nuevo bajo el control de las fuerzas socialistas. Cuando ello fuese una realidad podría arrancar seriamente el proceso de transformar la sociedad chilena del capitalismo al socialismo.

La gran pregunta es por qué el gobierno de la UP no se decidió a embar-carse en este curso de acción, tanto en lo político como en lo militar. Parte de la respuesta, naturalmente, podría ser que importantes segmentos de la cúpula de la UP no querían realmente completar la conquista del poder del Estado e iniciar la transición al socialismo, como no lo desean el Parti-do Laborista británico ni los socialdemócratas escandinavos, por ejemplo. Indudablemente hay algo de verdad en ello, pero no es lo que más interesa aquí. También hubo en el mando de la UP socialistas convencidos que reco-nocieron la necesidad de establecer un control sobre la legislatura y sobre el Poder Judicial, y por lo menos neutralizar a las Fuerzas Armadas, y que sin embargo no favorecieron, para qué decir promover abiertamente, acciones enérgicas en esa línea. Esas personas podrían haber conformado la totalidad del liderazgo de la UP sin que las políticas del gobierno hubiesen sido una pizca diferentes de lo que fueron. Es su estimación de la situación y su razo-namiento lo que los socialistas de todo el mundo deben tratar de entender y de hacerse cargo si queremos evitar futuras tragedias como la de Chile.2

En primer lugar, echemos una mirada a la política militar de la UP, que fue esencialmente la opuesta a la que acabo de sugerir. Los generales y al-mirantes fueron tratados con guantes de seda, y se hicieron esfuerzos para darles más responsabilidades económicas y políticas, no menos. Cuando

2 El siguiente análisis no se basa tanto en material publicado como en lo que he aprendido o inferido de las discusiones políticas con muchos miembros de la izquierda chilena, tanto dentro como fuera de la UP, en visitas que realicé al país en noviembre de 1970 y octubre de 1971. Algunos de los participantes de aquellas discusiones fueron personas cercanas al Presidente Allende y otros estrategas de los partidos y el gobierno de la UP.

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el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) trató de hacer trabajo político entre los soldados rasos, el gobierno lo reprimió con severidad: el propio sobrino del Presidente fue enviado a prisión. Se permitió que con-tinuara la ayuda de Estados Unidos a las Fuerzas Armadas en un tiempo en que Washington estaba cortando todos los créditos al gobierno de Chile, tanto de los bancos estadounidenses como de entidades crediticias interna-cionales. Pocos meses antes del golpe, el gobierno de Allende no vetó en el Congreso una ley que otorgaba a las Fuerzas Armadas el derecho de buscar armas donde fuera, lo que derivó en un verdadero clima del terror contra los trabajadores en sus fábricas y en sus casas. En pocas palabras, la política militar de la UP no solo consistió en tolerar sino en adular y fortalecer a un enemigo y quintacolumnista del imperialismo en su propio seno.

¿Por qué? Pienso que por una mezcla de ingenuidad política y temor. Al-gunos de los líderes de la UP, probablemente el mismo Allende, se tragaron el mito del carácter apolítico y no intervencionista de las Fuerzas Armadas. Estaban enterados de las numerosas intrigas y conspiraciones que involu-craban a oficiales de extrema derecha, pero querían creer que el cuerpo de oficiales como un todo permanecería al margen si el gobierno respetaba las normas constitucionales. Al mismo tiempo, y en contradicción con este mito, temían que cualquier intento de reorganizar las Fuerzas Armadas o interferir en su monopolio y autonomía en materias de disciplina o entrena-miento provocara una inmediata reacción golpista, ante la cual el gobierno se encontraría indefenso.

No hay necesidad ahora de derribar el mito. Ya se hizo trizas el 11 de septiem-bre, y espero que la lección haya sido aprendida de una vez por todas, no solo por los chilenos sino por los socialistas de todo el mundo. El miedo es otra cosa. Huelga decir que no era infundado. Pero lo que las autoridades de la UP debían haber sabido era que si pretendían ser serios acerca de la vía chilena al socialis-mo, tarde o temprano tendrían que enfrentar derechamente el problema de los militares. La pregunta correcta a hacerse en los primeros meses de 1971 era si aquel era el momento más favorable para la confrontación. En otras palabras, desde el punto de vista de la estrategia socialista el problema en la confrontación con los militares era esencialmente de manejo de los tiempos. Lo mismo puede decirse sobre toda la cuestión de reestructurar y ganar control sobre las ramas legislativa y judicial del Estado. Sabemos que el mando de la UP no se movió en ninguno de estos frentes, y es crucial entender por qué no lo hizo.

La razón básica, creo, fue una evaluación incorrecta de lo que pasó en el período entre la elección presidencial y las elecciones municipales de abril.

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Como ya lo he señalado, al pánico inicial y la consiguiente condición de semiparálisis económica le siguió una recuperación caracterizada por un au-mento del poder adquisitivo de las masas y una fuerte caída en el desem-pleo. Hubo sin duda una conexión causal directa entre esta recuperación y la mejora en las condiciones de vida de las clases bajas, por un lado, y las espectaculares ganancias de la UP en las elecciones municipales, por otro. El error estuvo en malinterpretar y sobreestimar estos éxitos, al asumir que marcaban el inicio de una nueva y duradera fase de continuos beneficios para las masas. Si esto hubiese sido cierto, de hecho la conclusión más lógica era que no había necesidad de tomar decisiones políticas difíciles e indis-cutiblemente riesgosas tras las elecciones de abril; por el contrario, parecía convincente pensar que embarcarse en aquel momento en ese rumbo sería un grave error, y era mucho mejor permitir que las tendencias favorables siguieran desplegándose. Si la UP había obtenido mayoría simple en abril, con tranquilidad podía esperarse que ese procentaje creciera a 55 o 60% en otros seis meses: entonces sería el momento de atacar. En el intertanto, to-das las energías debían concentrarse en mejorar el desempeño del gobierno, especialmente de sus organismos y programas económicos. Por el momento, “la batalla de la producción” era decisiva; los temas políticos no resueltos podían posponerse sin mayor problema, hasta que estuvieran maduros para una solución.

En retrospectiva es fácil ver que aquello no fue sino una ilusión trágica. Las mejoras previstas no se materializaron; la base política de la UP no continuó expandiéndose; la burguesía chilena se repuso del impacto y la confusión iniciales y comenzó a contraatacar de manera cada vez más orga-nizada; el capital financiero internacional, liderado por Estados Unidos, fijó un embargo crediticio a Chile, haciendo cada vez más difícil la importación de alimentos básicos, materias primas y equipamiento esencial. Las posibi-lidades de ganar un plebiscito parecían disminuir; los peligros de enfrentar a los militares, crecer. La oportunidad de oro que se abrió tras las elecciones de abril se esfumó para nunca retornar. A fines de 1971 la UP había perdido la iniciativa y para todos los fines prácticos había abandonado cualquier intento de elaborar una estrategia coherente para hacerse con el poder. En el gobierno se instaló un período de declive, de vivir el día a día, esperando al-gún sorpresivo y favorable giro de los acontecimientos. La lucha real pasaba cada vez más por las calles, las fábricas y otros lugares de trabajo, con la clase obrera y la burguesía moviéndose hacia la acción directa, que solo podía terminar en la victoria armada de uno u otro bando. Y el hecho de que esto

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ocurriera mientras las Fuerzas Armadas permanecían firmemente en manos del enemigo comprometió de modo definitivo y fatal las posibilidades de un triunfo de la clase obrera.

Acabo de decir que en retrospectiva todo esto es fácil de ver. Pero no quisiera implicar que fuera imposible ver los grandes lineamientos, ya que no los detalles, de la situación en desarrollo en los decisivos meses de 1971. La clave fue un correcto análisis de la economía del período que siguió a la asunción del nuevo gobierno. Es típico de las economías capitalistas, en particular de las subdesarrolladas, que tengan cantidades relativamente grandes de recursos no utilizados: instalaciones ociosas, trabajadores desem-pleados y existencias de materia prima y productos semielaborados. Chile en 1970 no era la excepción. Más aun, tenía grandes reservas de moneda extranjera como resultado de varios años de altos precios y fuerte demanda (relacionada con la guerra de Vietnam) de cobre, el principal producto de exportación del país. De este modo, no había obstáculos o cuellos de botella en el camino de un rápido aumento de la producción, principalmente en las industrias tecnológicamente poco sofisticadas que producían bienes de consumo masivo (textiles, ropa, mobiliario, etc.). Eso fue precisamente lo que pasó cuando el gobierno adoptó políticas fiscales, salariales y de precios diseñadas para ampliar el poder adquisitivo de las masas.3 Aumentando sus tasas de operación, los capitalistas en las industrias más interesadas pudieron aumentar sus ganancias a pesar de los aumentos salariales y del congela-miento de los precios. Pero el hecho de que tuvieran la voluntad de hacerlo de ninguna manera indica alguna inclinación a hacer inversiones de capital cuyos retornos solo podrían ver en un futuro más o menos distante. En un clima de incertidumbre extrema, los capitalistas aprovechan lo que puedan hoy y se oponen a tomar compromisos para mañana. Y en su actividad de largo plazo están seguros de guiarse por lo que consideran que está en el interés de la supervivencia del sistema y en la derrota de sus enemigos. Por consiguiente, el auge económico de inicios de 1971 tenía que haberse vis-

3 Leo Huberman y yo informamos sobre un fenómeno similar en Cuba en una etapa comparable de la revolución cubana. En la primavera de 1960 escribimos sobre nuestra perplejidad al constatar una y otra vez, en nuestra estadía en Cuba, “lo rápidos e importantes que pueden ser los resultados que se obtienen de meramente eliminar los peores abusos y despilfarros del viejo orden. En otros términos, había en la econo-mía y sociedad cubanas un extenso potencial inutilizado (o abusado), y esta circunstancia ha permitido al nuevo régimen realizar rápidamente y de manera relativamente fácil ciertas cosas que en condiciones menos favorables se habrían demorado años”. Y citábamos un estudio del Departamento de Comercio que decía que “pocos países tienen una carga más pesada de instalaciones productivas subutilizadas”. Chile estaba casi en la misma situación en 1970-1971, hecho que por supuesto era bien conocido por los economistas de la UP. Las citas son de Huberman y Sweezy, Cuba: Anatomy of a Revolution, 2ª edición, Nueva York, Monthly Review Press, 1961, 95.

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to como un fenómeno estrictamente transitorio, de corto plazo.4 Aun más teniendo en cuenta que su continuación dependía fuertemente de la dispo-nibilidad de importaciones estratégicas en un tiempo en que los precios del cobre estaban cayendo y los bancos y organismos internacionales rehusaban otorgar préstamos a Chile. Las confortables reservas de cambio del período pre-Allende comenzaron a menguar a la mañana siguiente del triunfo de la UP en las urnas, y evidentemente iban camino del agotamiento en un futu-ro relativamente cercano.

Me parece claro que un verdadero liderazgo revolucionario habría apro-vechado esta situación y habría llegado a la conclusión lógica de que la victoria electoral de abril presentaba a la UP no solo la oportunidad sino la ineludible necesidad de tomar medidas audaces y decisivas para arrebatar a la burguesía el completo control del aparato del Estado. Pero no importa ahora si estoy en lo cierto o no: el punto es que esta es la lección central de la experiencia chilena. Hacerse con la totalidad del poder del Estado debe ser el objetivo primordial de un movimiento socialista serio que alcanza el poder por la vía electoral.5 Dependiendo de cada coyuntura histórica, puede ser posible provocar las condiciones que transitoriamente inclinen la balanza en favor de la revolución y en contra del orden existente. Si esa situación se produce, es absolutamente crucial aprovecharla y explotarla al máximo. La alternativa es traspasar la iniciativa al enemigo, con una invitación implícita

4 El gran economista polaco Oskar Lange explicó claramente y muchos años atrás las razones subyacentes a este fenómeno: “Un sistema económico basado en la empresa privada y en la propiedad privada de los medios de producción puede funcionar solamente mientras la seguridad de la propiedad privada y del ingreso derivado de la propiedad y de la empresa se mantenga. La sola existencia de un gobierno inclinado a introducir el socialismo es una amenaza constante a esta seguridad. Por lo tanto, la economía capitalista no puede funcionar bajo un gobierno socialista a menos que el gobierno lo sea de nombre solamente. Si socializa las minas de carbón hoy y declara que la industria textil será socializada dentro de cinco años, podemos estar bastante seguros de que la industria textil se arruinará antes de ser socializada. Los propie-tarios amenazados con la expropiación no tienen estímulo para hacer las inversiones necesarias y manejar sus empresas eficientemente. Y ninguna supervisión gubernamental o medida administrativa puede hacer verdaderamente frente a la resistencia pasiva y el sabotaje de los propietarios y administradores”. Lange llegó a la conclusión lógica de que “existe solo una política económica que [un economista llamado a ase-sorar a un gobierno socialista] puede recomendar… como la que más probablemente lleve al éxito. Es una política de audacia revolucionaria”; una política que estuvo tristemente ausente en la UP chilena. Las citas de Lange son de una sección de su reconocido ensayo de 1938 “On the Economic Theory of Socialism”, en Oskar Lange y Fred M. Taylor, On the Economic Theory of Socialism, Nueva York, McGraw-Hill, 1964, edición de bolsillo.

5 Quisiera enfatizar un punto que está más implícito que explicado en este análisis; concretamente, que la conquista del poder total del Estado es esencial no solo para impedir una contrarrevolución político-militar sino también para hacer posible el avance continuo en el frente económico. Para esto son indispensables una gran inversión estatal, la movilización masiva de recursos humanos, una planificación central y firmes controles sobre las empresas que quedan. Pero el logro de estos objetivos y acciones es obviamente imposible a menos que se haya completado y consolidado la conquista del poder del Estado de parte de las fuerzas socialistas. Además de ilusiones respecto de la democracia burguesa, el gobierno de la UP en Chile también tenía percepciones erradas sobre lo que se podía alcanzar dentro del marco de una economía capitalista.

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a usar su poder económico superior para crear el caos, y su poder militar para dar el golpe de gracia en el momento apropiado. Como sabemos hoy, es exactamente lo que ocurrió en Chile.

Por supuesto, no había garantías de que una ofensiva política generalizada tras las elecciones de abril hubiera tenido éxito –en política, especialmente en la política revolucionaria, no existen las garantías–, y fue de hecho esta incertidumbre más que nada lo que provocó que el mando de la UP dudara, pospusiera, y finalmente no hiciera nada. Un plebiscito podría haberse perdi-do. O, incluso si se hubiera ganado, las elecciones subsiguientes podrían no haber brindado una mayoría a la nueva Asamblea Popular. ¿Y entonces qué?

Pareciera que lo peor que podría haber pasado es lo que realmente pasó. Pero un liderazgo revolucionario habría tenido otros caminos abiertos. Podría haber comenzado enseguida a prepararse para el enfrentamiento con las Fuer-zas Armadas, como los socialistas y el MIR querían. Si el resultado hubiese sido provocar un golpe en 1971, habría habido más posibilidades de derrotar-lo que en 1973, especialmente porque hubiese sido en respuesta a preparativos defensivos deliberados. O podría haberse emprendido la retirada política, lo que habría involucrado un acuerdo con el ala izquierda de la Democracia Cristiana; su propósito habría sido mantener el régimen constitucional, y el camino abierto para una avanzada renovada más tarde. Este rumbo, sin lugar a dudas, habría sido muy difícil, puesto que ponía en la mesa las complicaciones de la flexibilidad política y de las tácticas de un frente unido. Pero aquellos que desean aprender de la experiencia chilena ciertamente no deben descartar por anticipado la posibilidad de que se hubiese dado una situación en la que una política de retirada y de acuerdos fuese una alternativa. Como siempre en la política revolucionaria, esta es una pregunta que solo puede responderse en base a un análisis detalladamente realista de las situaciones concretas, no desde un principio abstracto.

La siguiente me parece una observación apropiada para terminar. Tal vez la mayor debilidad, y finalmente la más fatal, de la UP chilena fue que no tuvo una estrategia coherente con la que empezar, y en ningún momento se mostró capaz de hacer el tipo de evaluación que habría sido esencial para tener éxito en la realidad en que estaba operando. Si los heroicos sacrificios de los trabajadores chilenos no han de ser en vano, los socialistas revolucionarios de todo el mundo deben tomar esta lección muy seriamente y resolver de manera solemne perfeccionarse en el arte de analizar la realidad y extraer conclusiones acertadas de estos análisis.

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Sweezy sobre ChileAndrew Zimbalist

8 de enero de 1972

En un artículo anterior, Sweezy empieza citando más de dos páginas del artículo “Las masas comienzan a tomar la iniciativa”, de Héctor Benavides. Benavides advierte contra la estrategia de “consolidación” que está ganando cada vez más aceptación entre las filas de la Unidad Popular. Los “cambios efectuados hasta la fecha son cambios dentro del sistema capitalista”, así es que la “consolidación” en este punto significa la consolidación del capitalis-mo y, de esta forma, le cierran la puerta al socialismo. La conclusión a la que llega Benavides es que el gobierno debe intensificar la marcha de la refor-ma estructural o “será dejado atrás por el avance de las masas organizadas”. Sweezy señala que este análisis se ve “totalmente confirmado por lo que pude observar en Chile durante la segunda mitad de octubre”, y va un paso más allá: “Allende ya ha tomado su decisión (…) por la consolidación” (esto es, el reformismo). Esta conclusión me parece precipitada e incorrecta. Me gusta-ría discutir lo que a mi modo de ver es la debilidad central en el argumento de Sweezy y Benavides.

Debe hacerse una distinción (de modo de no ser presa de la persuasión semántica) entre consolidar el statu quo y consolidar un programa de cambio revolucionario. Cuando Allende o los miembros de su gobierno usan la pala-bra “consolidación” no están hablando de interrumpir la reforma estructural o la expansión del sector estatal. Consolidar su programa implica alterar las relaciones sociales de producción en las industrias y los latifundios expropia-

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dos y, al mismo tiempo, aumentar la producción en el nuevo sector social. Implementar un programa de rápida nacionalización desde arriba sin estable-cer primero contacto con las masas, y el control a través de ellas, te lleva a un capitalismo de Estado burocrático. Si el Estado se mueve más rápido que las masas (para invertir la proposición de Benavides y representar mejor la reali-dad), si el Estado nacionaliza sin primero “consolidarse”, entonces repetirá el dilema de Lenin de mayo de 1918 y después.

¿Qué es lo que específicamente debe ser consolidado? Todo. Pero empece-mos con la reforma agraria. Si el Estado se mueve ya sea demasiado rápido o sin un patrón sistemático en las expropiaciones de tierras, entonces no hay garantías de que los fundos expropiados reciban la asistencia técnica y finan-ciera adecuada. Tampoco hay alguna esperanza de una cooperación regional coordinada, en la línea de proyectos de riego o estaciones de tractores. Una conciencia política inmadura, el deseo prevaleciente entre los campesinos de ser dueños de sus propios terrenos, la histórica relación paternalista entre el patrón y el campesino, todo esto también dicta avanzar con cuidado. El go-bierno ya ha errado en esta dirección: he sabido de un caso en que, en un fundo cercano a Concepción, los funcionarios de la Corporación de la Refor-ma Agraria (CORA) llegaron un día a anunciar a un grupo de estupefactos y pasivos campesinos que su fundo acababa de ser expropiado.

En aquellos fundos donde los campesinos están organizados e impacientes y el gobierno aún no interviene, aquellos, organizados por el Movimiento Campesino Revolucionario, se están apoderando de las tierras por sí mismos. El gobierno, aunque no ha alentado abiertamente tales acciones porque, por razones estratégicas, aún juega el juego de la legalidad, no ha hecho nada para revertir las tomas o disuadir a los campesinos de tomar más fundos (actual-mente hay unos 120 fundos ilegalmente expropiados, la mayoría en Cautín).

También existe “consolidación” en el hecho de que la unidad básica de la reforma agraria ya no es el asentamiento (la unidad de administración bajo el gobierno de Frei) sino el Centro de la Reforma Agraria (CRA). Los asenta-mientos estaban regenerando las relaciones de clase capitalistas en el campo, conforme los campesinos privilegiados establecidos en el asentamiento co-menzaron a dar empleo a los no incorporados, los sin tierra, y al campesinado pobre. El resultado fue que cuando Allende asumió la Presidencia algo así como el 30% de la fuerza de trabajo del asentamiento provenía de perso-nas ajenas a él. El CRA supuso un cambio en tanto incorpora a todos los campesinos que han trabajado la tierra, hayan vivido en ella o no. De esta forma, han abolido los grandes y frecuentes arreglos privados que existían

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en muchos asentamientos. También han integrado asentamientos separados para hacer que la producción de ciertos cultivos (o áreas) resulte más rentable. Además, la toma de decisiones en los CRA está democráticamente organizada y es independiente de los funcionarios de la CORA. Recientemente, la Uni-dad Popular ha enviado al Congreso una enmienda a la ley de reforma agraria que reducirá la reserva básica de los campos expropiados de 80 a 40 hectá-reas de riego. Conviene recordar que la reserva básica en Cuba es todavía de 67 hectáreas y que allí existen aproximadamente doscientos mil agricultores privados empleando a unos sesenta mil trabajadores externos. Estos cambios estructurales tienen que ver con mejorar las relaciones sociales de produc-ción y la eficiencia económica de la producción, esto es, con “profundizar” o “consolidar” la reforma agraria. Ahora bien, sin lugar a dudas la UP continúa expropiando terrenos agrícolas a buen paso. Después de un año en el poder había expropiado tantos fundos como lo hizo el gobierno de Frei en sus seis años de administración (aproximadamente 1.400). Esperan haber terminado la expropiación de todos los fundos sobre 80 hectáreas en abril de este año.

El análisis de Benavides, “totalmente confirmado” por las impresiones de Sweezy, encuentra una falla en el hecho de que tras un año en Chile “todavía existen el derecho a explotar, el derecho de apropiarse y acumular excedentes, y el control sobre los medios de producción por parte de privados”.1 De nue-vo debe enfatizarse que el socialismo supone mucho más que simplemente la nacionalización de los medios de producción. El Estado debe consolidar sus cimientos en las masas para asegurarse que ellas, y no el Estado, controlen la economía nacionalizada. Ciertamente no debe esperarse que estas tareas puedan completarse en apenas un año. Los cubanos, trece años después de la revolución, retienen un significativo sector privado en la agricultura. La estra-tegia china inicial de nacionalizar las “cumbres del poder” dejó intocada a la burguesía nacional durante tres años después de 1949.

La siguiente queja de Benavides es que “el problema de la desaparición de la alta burguesía como clase explotadora no se ha planteado de ninguna ma-nera”. Sin embargo, es precisamente la alta burguesía la que está siendo expro-piada, y son precisamente los clanes familiares más importantes, los auténticos capitalistas, dueños del monopolio financiero, industrial y agrario (Yarur, Hir-mas, Edwards, Alessandri-Matte), los que están desapareciendo. Pero Benavi-des mantiene que la alta burguesía no está desapareciendo sino simplemente siendo desplazada a nuevos sectores de mayor rentabilidad. (Uno se pregunta

1 Esto me recuerda a un amigo que estaba molesto porque los problemas de monogamia aún no habían sido resueltos en su nueva comuna, y la nueva comuna ya tenía seis meses de existencia.

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por qué estos astutos capitalistas no habían invertido antes en esos sectores más rentables.) Benavides sencillamente se equivoca. No ha habido nuevas inversiones de parte de esos grupos: están retirando su dinero de Chile.

Dos joyas más de Benavides que intentan demostrar el “reformismo” de Allende (en realidad, para Benavides se trata solo de “potencial reformismo”, pero para Sweezy es “reformismo socialdemócrata” acérrimo): “La formación del sector estatal ha tenido lugar por medio de la adquisición de propiedad y acciones, lo que prueba que estamos operando de acuerdo a las normas del sis-tema capitalista”. Nuevamente debiera recordarse a los chinos, quienes desde 1953 han estado pagando a la burguesía nacional por sus propiedades requisa-das y continúa haciéndolo hasta hoy. La estrategia de Mao de cortejar no solo a la pequeña burguesía sino también a los pequeños y medianos capitalistas ha probado ser exitosa, bajo todo punto de vista. Benavides debiera preguntar a los presidentes de Kennecott y Anaconda si Chile está jugando según las reglas del juego. Ahora parece que Chile no solo no indemnizará a Anaconda y Kennecott por el 49% de las acciones recién tomadas, sino que tampoco pagará las obligaciones por el 51% del patrimonio previamente apropiado por el gobierno de Frei.

Por último, Chile ha estatizado diecinueve de los veinte bancos privados del país. El gobierno está controlando el 90% de todo el crédito. Ya no ocurre que el uno por ciento de los deudores recibe el 40% del crédito total. Benavides señala que “un sistema bancario estatizado (…) puede ser una gran ventaja para el desarrollo del capitalismo, (…) si los bancos estatizados (…) conti-núan ofreciendo créditos para la producción de tipo capitalista”. El hecho es que el capital del monopolio industrial se está extinguiendo sin su compañero histórico en Chile: el capital del monopolio financiero.

Sweezy va más allá de la advertencia de Benavides respecto del reformismo: “El Ejército (…) es una institución burguesa concebida para proteger el siste-ma capitalista de sus enemigos, tanto internos como externos”; Allende está “buscando aliarse2 con los militares”; por consiguiente, Allende es un refor-mista “socialdemócrata”. Para Sweezy, el reformismo de Allende es un hecho consumado. Pero, de la misma manera, podría haber etiquetado a Allende como reformista cuando ganó la elección presidencial en septiembre de 1970. La misma lógica se puede aplicar a la predisposición de Allende de aceptar las limitaciones de corto plazo del sistema legal burgués. No obstante, este siste-ma legal ha permitido al gobierno controlar el crédito y el comercio exterior;

2 Considero que “aliarse” aquí significa“conciliar”. No creo que Sweezy quiera decir que Allende trata al Ejército como un aliado natural. Debe estar refiriéndose a los persistentes esfuerzos de Allende por ganarse a las Fuerzas Armadas e integrarlas al proceso de cambio social.

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requisar casi a su antojo grandes firmas industriales, de comunicaciones y de distribución; redistribuir de tal manera el ingreso que el margen de los sueldos y salarios en el ingreso nacional aumentó de 50 a 59% en un año; nacionalizar el cobre sin indemnización; nacionalizar las industrias del carbón, el hierro y los nitratos, y suma y sigue. La oposición en el Congreso está por anular la ley que ha permitido al gobierno la requisición de más de 50 firmas, y de frustrar los planes de Allende de nacionalizar otras 150 grandes corporaciones en este año. Pero el sistema legal proporciona un último recurso: el plebiscito. Allen-de tiene la intención de usar este mecanismo en un futuro cercano para abolir el actual Congreso y establecer una legislatura unicameral. Desde allí seguirá todo lo demás. Sin embargo, el margen de apoyo mayoritario de Allende es muy pequeño en este momento para arriesgarse a un plebiscito (solo puede convocar a uno en sus seis años de mandato). Las próximas elecciones parla-mentarias complementarias (el 16 de enero) en las provincias de Linares, Col-chagua y O’Higgins sin duda influenciarán la posibilidad de una fecha para el plebiscito; pero mientras tanto, la organización política, la reorganización económica y las campañas propagandísticas son la orden del día.

La evidencia contraría asimismo el punto final de Sweezy. “La burguesía chilena –escribe– reconoce que en la situación actual debe hacer concesiones y estar preparada para replegarse si quiere aferrarse a la esencia de su poder; está dispuesta a aceptar, aunque de mala gana, el reformismo de tipo socialde-mócrata…”. Sweezy ve a Allende eligiendo el camino “socialdemócrata”, pero hoy en Chile la burguesía difícilmente “está dispuesta a aceptar” lo que Allen-de está haciendo. Explosiones en las sedes sindicales, en la izquierdista Uni-versidad de Concepción, y en todas partes; una marcha de mujeres adineradas y bien alimentadas infiltradas por agentes provocadores; el impeachment de José Tohá, ministro del Interior (que es una influencia moderada dentro de la UP); el asesinato de campesinos y la formación de una “guardia blanca” en el campo, son algunas de las muchas actividades coordinadas y perpetradas por la derecha, concebidas para crear una atmósfera de anarquía que justificaría que los militares tomaran el control del gobierno como medida de emergen-cia. La izquierda en Chile debe mantenerse unida, vigilante y en la ofensiva. La función de la izquierda en este país es evitar que nuestro gobierno ayude a la derecha, no inventar argumentos que condenen a Allende por reformista.

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Una réplicaPaul M. Sweezy

Marzo de 1972

No soy experto en la economía chilena, y no voy a entrar en una controversia con Andy Zimbalist sobre hechos y cifras. No obstante, debo decir que pienso que Héctor Benavides, a quien conozco bien y por quien tengo el mayor res-peto, sabe mucho mejor que Zimbalist lo que significa “consolidación” en el contexto de los actuales debates políticos en Chile. Quiere decir, por un lado, detener futuros cambios estructurales una vez que la actual fase de la reforma agraria se haya completado, y por otro lado, asimilar los cambios realizados de manera de (se espera) estabilizar la economía y contar con el apoyo político de los elementos potencialmente indecisos. En mi opinión, el intento de Zimba-list de otorgar a esta “consolidación” un significado diferente es irrelevante y engañoso. Naturalmente, puedo estar equivocado, pero nada de lo que él dice me hace pensar que lo esté.

En cualquier caso, era sobre consolidación en el sentido recién indicado que Héctor Benavides escribía. Él no cree que esta sea posible. Tampoco yo. Y pienso que Andy Zimbalist, aunque él no se refiere a esta cuestión, también piensa que no es posible: solo quiere creer que no se está intentando o que no se intentará. Posiblemente crea más bien que el gobierno de la UP tiene un programa cohe-rente para dirigirse desde la situación actual hacia el socialismo, vía un plebiscito para instalar una legislatura unicameral, de la cual “seguirá todo lo demás”.

El problema con esta visión es que olvida el corazón del asunto, esto es, el problema del poder. Es un defecto común de la izquierda en este país, deri-

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vado de una falta de claridad teórica. El alcance de la confusión de Zimbalist se manifiesta en su comparación de las políticas del gobierno de Allende con las de los gobiernos revolucionarios de China y Cuba. Por supuesto, el punto es que en China y Cuba el problema del poder ya se ha resuelto, y definitiva-mente no es el caso de Chile. Lo que es tácticamente o estratégicamente apro-piado en un caso puede ser exactamente lo opuesto en el otro. Son cuestiones que tienen que decidirse en base a un análisis concreto, no a la aplicación de fórmulas generales.

El hecho abrumadoramente más importante en relación con la situación de Chile hoy en día es precisamente que no se ha resuelto todavía dónde está el poder. Lo que tanto Héctor Benavides como yo intentamos expresar –no muy exitosamente a juzgar por la respuesta de Zimbalist– se puede resumir en tres proposiciones: (1) no tiene sentido hablar de consolidar nada antes de que el problema del poder esté resuelto; (2) esta situación –en la que el problema del poder no se ha zanjado– es inherentemente inestable y transitoria, y (3) no existe un camino intermedio entre revolución y contrarrevolución; una u otra tendrán que triunfar en un futuro cercano, históricamente hablando.

Parece que Zimbalist piensa que Benavides y yo pretendíamos “quejarnos”, “encontrar una falla”, “condenar”. En absoluto. Nuestro propósito era analizar y esclarecer. Tomando prestada y completando la memorable frase de Fidel, es la historia la que absolverá o condenará a Allende y a la UP, dependiendo de su desempeño en las grandes luchas y crisis que vienen por delante. En el artí-culo previo traté de resaltar algunas de las consideraciones y posibilidades más relevantes, y evidentemente no es esta la ocasión adecuada para repeticiones ni para elaboraciones sobre el tema.

Por último, una palabra sobre la función de la izquierda estadounidense. Huelga decir que debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para im-pedir las políticas imperialistas y contrarrevolucionarias de Estados Unidos. Pero Zimbalist parece estar indicando que, con respecto a situaciones como la de Chile hoy, eso es todo lo que debemos tratar de hacer. No estoy para nada de acuerdo. El hecho de que nosotros veamos el mundo desde las entrañas del monstruo nos da una perspectiva única y potencialmente fructífera. Nues-tra relativa indefensión, aunque obviamente frustrante y deplorable, tiene un lado positivo y otro negativo. Disfrutamos de un amplio margen de libertad (burguesa) para investigar, viajar, escribir y publicar; y, a diferencia de grupos más poderosos, no tenemos que sopesar las consecuencias políticas inmediatas de todo lo que decimos o hacemos. Todo lo cual, propongo, se suma a una responsabilidad con el movimiento revolucionario internacional de analizar

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y criticar no solo lo que queremos condenar sino también lo que queremos aplaudir y fomentar. Nadie se encuentra, me parece a mí, en una mejor po-sición, o debiera estar más impaciente, por tomar muy en serio el consejo de Marx cuando escribía: “Puesto que no podemos crear un plan para el futuro que se sostenga en todas las épocas, a lo que indudablemente tenemos que de-dicarnos nosotros, contemporáneos, es a la evaluación crítica y sin compromi-so de todo lo que existe, sin compromiso en el sentido de que nuestra crítica no tema a sus propios resultados ni al conflicto con los poderes existentes”.

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Réplica a SweezyAndrew Zimbalist

11 de marzo de 1972

Pienso que Paul Sweezy malinterpretó mi postura en su réplica a mi comuni-cación sobre Chile. Permítanme enumerar los puntos de confusión.

La “consolidación”, como lo he escuchado y leído “en el contexto de los debates políticos actuales en Chile”, tiene varios significados dependiendo de quién habla o escribe. He visto el término usado en el sentido que le dan Benavides y Sweezy, y en el sentido en que yo lo uso. Como ya dije, es una cuestión estrictamente semántica y periférica a nuestra discusión.

Naturalmente que estoy de acuerdo con Sweezy en que el “problema del poder” es central para entender la revolución. También concuerdo en que las estrategias revolucionarias de China y Cuba no son directamente trasplanta-bles a la situación chilena. Pero dudo de que el “problema del poder” alguna vez se resuelva del todo –y pienso que Mao estaría de acuerdo conmigo– du-rante el período de desarrollo socialista. Claramente, el control del gobierno de Allende sobre el Estado chileno es mucho más tenue que el control que el Partido Comunista chino tenía sobre el Estado en 1950; en consecuencia, Allende tiene menos margen de negociación con la oposición que la que tenía Mao. Esto no significa que Allende carezca de margen, ni que las expe-riencias china y cubana no sugieran estrategias útiles para el intento chileno de construir un Estado socialista. Ciertamente no abogo por “la aplicación de fórmulas generales” como se me acusa; en cambio, concuerdo con (y ani-

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mo a) Sweezy en que estas son cuestiones que “tienen que decidirse en base a un análisis concreto”.

Mi análisis concreto es que el gobierno de Allende está lentamente trans-formando las bases del poder en la sociedad chilena. El peligro de un resurgi-miento capitalista (que es, después de todo, la razón de la importancia de la cuestión del poder) está, actualmente, bajo control. El control estatal sobre las finanzas, el comercio exterior, la expropiación de los monopolios (se prevé que 91 monopolios más sean expropiados en 1972),1 entre otras medidas, están despojando cada vez más a los monopolios capitalistas del control económi-co. El Ejército no es un ejército popular o revolucionario, pero aquí también Allende está ganando cada vez más influencia (…). Una muestra interesante de lo que digo se relaciona con la visita de Castro a Chile. Un oficial superior se rehusó a que sus tropas desfilaran para Castro. Hoy, el oficial ha sido llama-do a retiro sin un ápice de rebelión o disrupción militar. El más alto tribunal examinador de la Constitución en Chile, el Tribunal Constitucional, creado por la reforma constitucional de 1970, ha fallado sus cuatro casos en favor de Allende. Podría seguir, pero mi punto debe estar claro: Allende no ha resuelto el problema del poder, pero está dando pasos positivos en esa dirección.

Con ello no quiero decir que su gobierno está por encima de cualquier crítica. Por el contrario, al observador de la situación chilena las críticas le vienen fácilmente a la mente: insuficiente movilización de masas, la siempre sofocante influencia del Partido Comunista chileno, conflictos políticos den-tro de la coalición de la Unidad Popular que retrasan el avance, un programa económico a veces errático, y más. Pero quiero defender la idea de que la lucha de la Unidad Popular en contra del imperialismo y por la transición al socia-lismo es digna del apoyo de la izquierda, y por lo tanto, reclama una crítica constructiva.

Para finalizar, Sweezy dice que yo no le asigno un rol intelectual a la iz-quierda de Estados Unidos. Mi estatus académico actual y los esfuerzos de persuasión intelectual que llevo a cabo aquí mismo contradicen su afirmación. Sweezy subraya varios temas complicados e importantes en relación con el rol intelectual de la izquierda estadounidense que los revolucionarios serios y los académicos de izquierda estadounidenses debieran discutir in extenso. Solo me gustaría hacer un comentario. Sweezy cita a Marx diciendo que “nosotros, contemporáneos” tenemos que hacer “la evaluación crítica y sin compromiso de todo lo que existe, sin compromiso en el sentido de que nuestra crítica

1 Allende ha vetado la tentativa del Congreso de detener su programa de nacionalizaciones. Las presiones políticas de la oposición están creciendo, pero Allende no ha mostrado signos concretos de querer retroceder.

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no tema a sus propios resultados ni al conflicto con los poderes existentes”. Desconozco el contexto de la afirmación de Marx, pero encuentro que su contenido, tal como se presenta aquí, es pernicioso. La crítica o evaluación desenfrenada que no “teme a sus propios resultados” es precisamente lo que define a los académicos liberales en su “torre de marfil”. Los Herrnestein, los Lipset, los Banfield y todos los de su calaña florecen en tal apologética.

Comentario de Paul Sweezy

Estoy muy de acuerdo en que el problema del poder no se resuelve del todo durante el período de desarrollo socialista, pero ha de ser provisionalmente resuelto en favor del nuevo régimen si es que va a haber algún desarrollo socialista. El que este resultado provisional se torne definitivo o no depende precisamente del éxito o fracaso del proceso de desarrollo socialista. Lo que al parecer Zimbalist no quiere enfrentar es que en Chile hasta ahora no ha exis-tido ni una solución provisional del problema del poder ni tal desarrollo socia-lista. El tipo de comparación que quiere hacer, de Chile por un lado y China y Cuba por otro, es en consecuencia no solo inútil sino profundamente falaz.

En cuanto a su conclusión, no veo por dónde tenga sentido equiparar la “evaluación sin compromiso de todo lo que existe” con los académicos en su torre de marfil y la apologética; a menos que, quizás, sea una nueva y más alta forma de dialéctica equiparar una cosa con su opuesto.

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El asesinato de ChileEric Hobsbawm

El asesinato de Chile se había esperado durante tanto tiempo, y la agonía de los últimos meses de Allende ha sido tan cubierta por la prensa, que todos los que viven de aparecer en los medios ya pronunciaron sus responsos; con la excep-ción de Washington, que mientras escribo continúa manteniendo un elocuente silencio. Incluso el Partido Laborista, que mostró el mismo interés por la social-democracia en Chile –mientras estuvo viva– que por los asuntos corrientes de Afganistán, ha llorado su muerte con algunas lágrimas oficiales. Esto es tempo-ralmente embarazoso para los asesinos, cuyo modelo fue una contrarrevolución mucho menos publicitada, la que por cierto produjo la mayor masacre que se registre en la posguerra: la de Indonesia en 1965.

Antes del golpe, los jóvenes reaccionarios habían pintado “Yakarta” en los muros de Santiago; y ahora los militares chilenos les están diciendo a los te-levidentes cuán exitosa ha sido Indonesia desde entonces en atraer el capital extranjero. No habrá ningún problema para atraer el capital extranjero. Nadie sabrá siquiera cuántos chilenos caerán víctimas de la venganza de su propia clase media, pues la mayor parte de las víctimas será el tipo de chilenos de quien nun-ca nadie oyó hablar más allá de su fábrica, su población o su pueblo. Después de todo, cien años después de la Comuna de París, todavía no conocemos con precisión cuántas personas murieron en la masacre que acabó con ella.

El principal problema con las condolencias públicas es que muy pocos de sus autores estaban realmente interesados en Chile. La tragedia de este pequeño y remoto país es que, como España en los años treinta, su proce-

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so político resultó ser de importancia mundial, ejemplar y, desafortunada-mente, desprotegido. Se volvió un test, un caso de estudio. Los americanos sabían perfectamente que el experimento no era acerca de si el socialismo podía sobrevenir sin una insurrección violenta o una guerra civil, sino sobre algo mucho más simple: para ellos el asunto era, y sigue siendo, la per-manencia de su supremacía imperialista en América Latina. En los cinco últimos años este dominio ha comenzado a verse erosionado por una serie de regímenes políticos, no solo Chile sino también Perú, Panamá, México, y más recientemente, con el triunfo de Perón, Argentina. Más que Allende, se habría apostado que Perón iba a ser quien finalmente atrajera hacia sí un golpe de Estado. Estados Unidos se había confiado, con buenas razones, en que un lento estrangulamiento de la economía acabaría con el experimen-to socialista en Chile, que siempre fue un país con una deuda externa en permanente escalada, costos de importaciones en rápido ascenso y una sola materia prima para vender, el cobre, cuyo precio se derrumbó en 1970 y se mantuvo bajo los dos años siguientes. Pero hoy los americanos sienten que ya no pueden esperar. En cualquier caso, las continuas entregas de armas a las Fuerzas Armadas chilenas muestran que Estados Unidos siempre tuvo en mente la posibilidad de un golpe.

Para el resto del mundo, Chile era un experimento más bien teórico sobre el futuro del socialismo. Tanto a la derecha como a la ultraizquierda les preo-cupaba probar que el socialismo democrático no es algo que pueda funcionar. Sus obituarios, por lo tanto, se han concentrado en probar cuánta razón te-nían. Para ambos bandos la culpa es de Allende.

La debilidad y los errores de la Unidad Popular de Allende fueron, sí, gra-ves. Pero, antes de que la mitología decante y solidifique en moldes inmóviles, dejemos tres cosas en claro. La primera y más obvia es que el gobierno de Allende no se suicidó sino que fue asesinado. Lo que acabó con él no fueron los errores políticos y económicos, ni la crisis financiera, sino la metralla y las bombas. Y, para aquellos comentaristas de la derecha que se preguntan qué otra opción les quedaba a los opositores de Allende más que un golpe, la res-puesta es simple: no hacer un golpe.

En segundo lugar, el gobierno de Allende no era un experimento de socia-lismo democrático, sino un intento de la burguesía de atenerse a la legalidad cuando la legalidad y el constitucionalismo no servían ya a sus intereses. La Unidad Popular no tuvo el tipo de poder constitucional que el Partido Labo-rista ha tenido, y malgastado, cuando ha sido gobierno. Tenía a un Presidente legalmente elegido por una pequeño margen de votos, que enfrentaba a un

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Poder Judicial hostil y a un Congreso controlado por sus enemigos, que le impidieron aprobar cualquier proyecto de ley excepto si la oposición lo auto-rizaba. Allende no operó con un poder constitucional sino meramente con los recursos que su ingenio le permitió obtener de su posición como mandatario legítimo (aunque constitucionalmente baldado). La mayor parte de esos re-cursos se habían agotado a fines del primer año de gobierno. Incapaz de obte-ner el control en las elecciones parlamentarias de este año, no había forma de obtener mucho más por los medios constitucionales.

Pero, ¿y por medios inconstitucionales? Este es el tercer punto al que que-ría hacer referencia, y es que la opción de “revolución” antes que “legalidad” no era realmente una opción. Ni militarmente ni en términos políticos esta-ba la Unidad Popular en posición de imponerse en un torneo de resistencia física. Sin duda Allende detestaba la idea de la guerra civil, como cualquier adulto con experiencia histórica, sin importar lo convencido que se esté de que a veces es necesaria. Pero si hizo todo lo que estuvo en su poder para evi-tarla fue porque creía que su bando sería el perdedor; e indudablemente te-nía razón. Fue el otro bando el que trató de provocar una prueba de fuerza; y, por cierto, lo hizo echando mano de los métodos tradicionales de la clase obrera, con efectos devastadores. Las huelgas nacionales de los camioneros fueron diseñadas no simplemente para paralizar la economía sino para en-frentar al gobierno con una decisión incómoda, la coerción o la abdicación, y de este modo obligar a los militares a abandonar su postura de neutralidad política. Porque los reaccionarios sabían que si los militares debían elegir entre identificarse con la izquierda o con la derecha, lo harían con la dere-cha. Las huelgas fallaron el último otoño, pero tuvieron éxito este verano.1

Contra este estado de cosas, Allende solo contaba con la amenaza de la resistencia. En efecto, preguntó al otro bando si estaba preparado para em-barcarse en una fea y a largo plazo incontrolable guerra civil. Probablemente calculó mal la reticencia de la burguesía chilena a esa opción. En general la izquierda ha subestimado el temor y el odio de la derecha, la facilidad con que los hombres y mujeres bien vestidos adquieren el gusto por la sangre. Pero, como los acontecimientos han mostrado, la resistencia de la izquierda estaba organizada. Solo el tiempo dirá si estaba organizada lo suficiente-mente bien. Quizás no. Pero, a diferencia de la izquierda brasileña en 1964, la izquierda chilena ha caído luchando. Y si el país va a entrar ahora en un período de oscuridad, nadie puede albergar la menor duda acerca de quién apagó la luz.

1 [Hobsbawm se refiere al otoño y verano boreales.]

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¿Qué podría haber hecho Allende? Es un difícil momento para llevar a cabo una investigación sobre los posibles errores de esos hombres y mujeres valientes, muchos de los cuales están muertos o lo estarán pronto. Yo no qui-siera en ningún caso unirme a aquellos que hoy rondan la tumba de Allende con carteles donde se lee, convenientemente escrito de diversas formas, “Te lo dije”. Ni siquiera es fácil, en este instante, distinguir entre lo que fue un error y lo que no lo fue, entre asuntos que no estaban bajo el control de los chilenos (como el mercado del cobre), asuntos que teóricamente podrían haber sido de otro modo pero que en la práctica eran inmodificables (por ejemplo, la pará-lisis de la política a raíz de las rivalidades al interior de la Unidad Popular) y políticas que sí podrían haber sido diferentes. No hay duda de que la apuesta económica del régimen de Allende –y fue siempre una apuesta contra todas las previsiones– fue un fracaso.

Personalmente no creo que hubiese mucho que Allende hubiese podido hacer después de, digamos, principios de 1972 excepto hacer hora, asegurar la irreversibilidad de los grandes cambios que se había logrado concretar, y con suerte mantener un sistema político que le diera a la Unidad Popular una se-gunda oportunidad más tarde. En el curso de un solo período presidencial no había modo de construir el socialismo, y Allende lo sabía y no prometió hacer-lo. En cuanto a los últimos meses, es casi seguro que no había prácticamente nada que él pudiera hacer. Por trágicas que sean las noticias sobre el golpe, era un hecho esperado y que se había predicho. No fue una sorpresa para nadie.

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El golpe de Estado en ChileRalph Miliband

I

Lo ocurrido en Chile el 11 de septiembre de 1973 no reveló súbitamente nada nuevo acerca de las maneras en que los poderosos y los privilegiados buscan proteger su orden social: la historia de los últimos 150 años está salpicada de tales episodios. Aun así, Chile ha obligado a mucha gente de izquierda a reflexionar y a hacerse algunas incómodas preguntas en relación con la “es-trategia” más adecuada en los regímenes de tipo occidental para lo que de un modo algo vago se ha llamado “transición al socialismo”.

Por supuesto, los Hombres Sensatos de la Izquierda, y otros también, se han apresurado a proclamar que Chile no es Francia, o Italia, o Gran Bretaña. Esto es totalmente cierto. No existe un país igual a otro: las circunstancias son siempre diferentes, no solo entre un país y otro, sino entre distintos períodos dentro de un mismo país. Este sabio juicio hace posible y plausible argumentar que la ex-periencia de un país o un período no puede ofrecer “lecciones” concluyentes. Eso también es cierto, y como principio general se debiera desconfiar de aquellos que instantáneamente formulan “lecciones” para cada ocasión. Lo más probable es que ya las tuvieran mucho antes, y solo intentan acomodar la nueva experiencia a sus ideas previas. Así es que seamos cuidadosos con aceptar o dar “lecciones”.

En todo caso, y aun siendo cuidadosos, hay cosas que aprender de la experiencia, o desaprender, lo que viene a ser lo mismo. Se decía, con mu-cha razón, que solo Chile, en Latinoamérica, era una sociedad pluralista, liberal, constitucional, parlamentaria, y un país que tenía política: no exac-

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tamente como los franceses, los estadounidenses o los británicos, pero que definitivamente existía dentro de un marco “democrático”, o, como dirían los marxistas, de la “democracia burguesa”. Siendo este el caso, y con todo lo cuidadoso que uno quiera ser, lo ocurrido en Chile plantea ciertas pre-guntas, requiere ciertas respuestas, y puede incluso servir de recordatorio y advertencia. Puede sugerir, por ejemplo, que los estadios que permiten otros usos además del deporte –como albergar a prisioneros políticos de izquierda– existen no solo en Santiago, sino en Roma y París, o también en Londres; o que debe haber algo errado en el hecho de que Marxism Today, la revista mensual “teórica y de discusión” del Partido Comunista británico, traiga como artículo principal de la edición de septiembre de 1973 un dis-curso pronunciado en julio por el secretario general del Partido Comunista chileno, Luis Corvalán (actualmente en prisión en espera de juicio y una eventual ejecución),1 que se titula “¡no A lA guerrA civil! Pero estAmos Pre-PArAdos PArA APlAstAr lA sedición”. A la luz de lo ocurrido, esa respetable consigna luce patética e insinúa que algo anda muy mal aquí, algo que se debe evaluar para tratar de ver las cosas más claramente.

Puesto que Chile era una democracia burguesa, lo que ocurrió allí tiene que ver con la democracia burguesa, y con lo que puede también ocurrir en otras democracias burguesas. Después de todo, a la mañana siguiente del golpe The Times escribía (y la gente de izquierda debería memorizar cuidadosamente estas palabras): “… hayan o no las Fuerzas Armadas hecho lo correcto al ac-tuar del modo en que han actuado, las circunstancias eran tales que cualquier militar razonable puede de buena fe haber pensado que era su deber consti-tucional intervenir”.2 Si un episodio similar ocurriese en Gran Bretaña, no es descabellado pensar que quienquiera que esté dentro del estadio Wembley no será el editor del Times: él estará ocupado escribiendo editoriales lamentando esto y lo otro, pero coincidiendo, aunque de mala gana, en que tomadas en cuenta todas las circunstancias, y a pesar de la naturaleza angustiosa de la elección, no había alternativa sino la de un militar razonable que de buena fe puede haber pensado que era su deber… etcétera.

Cuando Salvador Allende fue elegido Presidente de Chile en septiembre de 1970, se dijo que el régimen que se inauguraba en ese momento consti-tuiría un experimento de transición pacífica o parlamentaria al socialismo. Tal y como resultaron los siguientes tres años, fue una afirmación exagerada.

1 De no haber sido por la presión y las protestas internacionales, bien podría ser que Corvalán ya hubiese sido ejecutado, como muchos otros, tras la apariencia de un juicio, o sin juicio.

2 The Times, 13 de septiembre de 1973.

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El gobierno de la UP avanzó mucho en cuanto a reformas económicas y sociales, y bajo condiciones increíblemente adversas, pero se mantuvo como un régimen deliberadamente “moderado”: de hecho, no parece exagerado decir que la causa de su destrucción, o al menos una causa importante, fue su obstinada “moderación”. Pero no, ahora nos dicen los expertos, como el profesor Hugh Thomas, de la Escuela de Estudios Europeos Contemporá-neos de la Universidad de Reading: el problema fue que Allende estaba muy influenciado por figuras como Marx o Lenin, “más que por Mill, Tawney o Aneurin Bevan, o cualquier otro socialista democrático europeo”. Siendo este el caso, continúa animadamente el profesor Thomas, “el golpe de Es-tado en Chile de ninguna manera puede considerarse una derrota para el socialismo democrático, sino para el socialismo marxista”. Todo está bien, entonces, por lo menos para el socialismo democrático. Eso sí, “no hay duda de que el doctor Allende tenía el corazón bien puesto”, debemos ser justos en esto; pero “hay muchas razones para pensar que su receta era la equivoca-da para los males del país, y por supuesto el resultado de tratar de aplicarla puede haber conducido a un cirujano de hierro a hacerse cargo. La receta correcta, por supuesto, era el socialismo keynesiano, no marxista”.3 Ahí está: el problema con Allende es que no era Harold Wilson, rodeado de conseje-ros imbuidos del socialismo keynesiano, como el mismo profesor Thomas obviamente lo está.

No debemos quedarnos en los thomases de este mundo y sus opiniones preconcebidas acerca de las políticas de Allende. Pero, aunque la experiencia chilena puede no haber sido un test válido para la “transición pacífica al so-cialismo”, todavía ofrece un ejemplo muy sugerente de lo que puede ocurrir cuando un gobierno da la impresión, en una democracia burguesa, de que genuinamente intenta realizar transformaciones verdaderamente serias en el orden social, y moverse hacia el socialismo, de una manera no obstante gradual y constitucional; y cualquier cosa que pueda decirse sobre Allende y sus colaboradores, sobre sus estrategias y políticas, debe tomar en cuenta que es esto lo que pretendían hacer. No eran, y sus enemigos lo sabían, meros políticos burgueses voceando consignas “socialistas”. No eran “socia-listas keynesianos”. Eran personas serias y dedicadas, como muchos lo han demostrado muriendo por lo que creían. Es esto lo que hace que la reacción conservadora se torne un asunto de gran interés e importancia, y por eso es necesario que tratemos de decodificar el mensaje, la advertencia, las “lec-ciones”. Porque la experiencia puede tener significados cruciales para otras

3 Íd., 20 de septiembre de 1973.

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democracias burguesas; de hecho, seguramente no hay necesidad de insistir en que una parte de esta experiencia repercutirá directamente en cualquier “modelo” de cambio social radical en el marco de este sistema político.

II

Quizás el mensaje, advertencia o “lección” más relevante es también el más obvio, y en consecuencia, el más fácilmente ignorado. Tiene que ver con la noción de lucha de clases. Suponiendo que dejamos de lado la visión de que la lucha de clases es resultado de la propaganda y agitación “extremistas”, queda el hecho de que la izquierda es más afín a la perspectiva según la cual la lucha de clases es un movimiento de los trabajadores y las clases subordinadas con-tra las clases dominantes. Por supuesto, eso es. Pero la idea de lucha de clases también se refiere, y a menudo se refiere en primer lugar, a la lucha que libra la clase dominante, y el Estado actuando en su representación, en contra de los trabajadores y las clases subordinadas. Por definición, la lucha no es un proceso unidireccional; pero también es conveniente enfatizar que la clase o clases dominantes la promueven activamente, y en muchas maneras mucho más efectivamente que la batalla que libran las clases subordinadas.

En segundo lugar, pero en el mismo contexto, existe una enorme dife-rencia –tan grande que requiere un cambio de nombre– entre la lucha de clases “común”, del tipo que se ve día a día en las sociedades capitalistas, en los niveles económico, político, ideológico, micro y macro, y que se sabe que no constituye una amenaza para el marco capitalista en el que tiene lugar, y la lucha de clases que afecta, o se piensa que puede afectar, el orden social de un modo verdaderamente esencial. La primera forma de lucha de clases constituye la sustancia, o gran parte de la sustancia, de la política en la sociedad capitalista. No es trivial, o una mera farsa; pero tampoco fuerza excesivamente el sistema político. La segunda forma habría que describirla no simplemente como lucha de clases sino como una guerra de clases. Allí donde los poderosos y los privilegiados (y quienes tienen el máximo poder y privilegios no son necesariamente los más intransigentes) creen que en-frentan una amenaza real desde abajo, allí donde piensan que el mundo que conocen y que les gusta y que quieren preservar empieza a ser socavado y a ceder control a fuerzas malignas y subversivas, entonces una forma comple-tamente diferente de lucha de clases entra en operación, una cuya agudeza, dimensiones y universalidad garantiza la etiqueta de “guerra de clases”.

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Chile había conocido durante muchas décadas la lucha de clases den-tro de un marco democrático burgués: esa era su tradición. Con la llegada al poder del Presidente Allende, progresivamente las fuerzas conservadoras transformaron la lucha de clases en una guerra de clases; y aquí también vale la pena recalcar que fueron las fuerzas conservadoras las que llevaron adelante este proceso.

Antes de detenerme en este tema, quisiera abordar un asunto que a menudo se plantea en relación con la experiencia chilena. Concretamente, la cuestión de los porcentajes electorales. Con frecuencia se ha dicho que Allende, can-didato presidencial de una coalición de seis partidos, solo obtuvo el 36% de los votos en septiembre de 1970, implicando de esta manera que si hubiese obtenido, digamos, 51% de los votos, la actitud de las fuerzas conservadoras hacia él y su gobierno hubiese sido muy diferente. En un sentido puede ser cierto; pero en otro sentido me parece un peligroso disparate.

Tomando este último primero: uno de los más reconocidos expertos france-ses en Latinoamérica, Marcel Niedergang, ha publicado un documento que es relevante en este tema. Se trata del testimonio de Joan Garcés, uno de los ase-sores cercanos de Allende por más de tres años, quien, bajo las órdenes directas del Presidente, escapó del Palacio de La Moneda el 11 de septiembre. En la visión de Garcés, fue precisamente después de que la coalición de gobierno incrementase su porcentaje electoral a 44% en las elecciones legislativas de marzo de 1973 que las fuerzas conservadoras comenzaron a pensar seriamente en un golpe de Estado. “Tras las elecciones de marzo –dice Garcés–, un golpe de Estado por la vía legal ya no era viable, ya que no sería posible alcanzar la mayoría de dos tercios requerida para destituir constitucionalmente al Presi-dente. Entonces la derecha entendió que la vía electoral estaba agotada y que el único camino posible era el de la fuerza”.4 Lo ha confirmado uno de los principales promotores del golpe, el general de la Fuerza Aérea Gustavo Leigh, quien declaró al corresponsal en Chile del Corriere della Sera que “iniciamos los preparativos para el derrocamiento de Allende en marzo de 1973, inme-diatamente después de las elecciones parlamentarias”.5

Tal evidencia no es concluyente, pero tiene mucho sentido. Escribiendo antes de que esta información estuviese disponible, Maurice Duverger dijo que, mientras Allende era apoyado por algo más de un tercio de los chilenos al comienzo de su mandato, tenía a casi la mitad de la población de su lado al momento del golpe; y esa mitad era la más afectada por las dificultades

4 Le Monde, 29 de septiembre de 1973.

5 Citado por K.S. Karol en Nouvel-Observateur, 8 de octubre de 1973.

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económicas. “Esta es probablemente la principal razón para el golpe militar –escribe Duverger–. Mientras la derecha chilena creyó que la experiencia de la Unidad Popular acabaría por voluntad de los electores, respetó el juego democrático. Valía la pena respetar la Constitución y esperar que pasara la tormenta. Pero cuando comenzó a temer que esta no pasaría y que el juego de las instituciones liberales resultaría en la permanencia de Allende en el poder y en el desarrollo del socialismo, prefirió la violencia a la ley”.6 Probablemente Duverger exagera la actitud democrática de la derecha y su respeto por la Constitución antes de las elecciones de marzo de 1973, pero su argumento principal parece muy sensato.

Y lo que implica es muy importante. A saber: en lo que respecta a las fuerzas conservadoras, los porcentajes electorales, sin importar lo altos que puedan ser, no le confieren legitimidad a un gobierno que les parece inclina-do hacia políticas que ellas consideran efectiva o potencialmente desastrosas. Tampoco es esto en absoluto extraordinario: porque a ojos de la derecha quienes están en el poder son demagogos viciosos, traidores de clase, locos, gánsteres y sinvergüenzas apoyados por una chusma ignorante, todos com-prometidos en contribuir a la ruina y al caos de un país hasta ahora plácido y pacífico, etcétera. El guión nos es familiar. Desde esa perspectiva, la idea de que los apoyos electorales tienen algún sentido es ingenua y absurda: lo que importa, para la derecha, no es el porcentaje de votos de un gobierno de izquierda, sino los objetivos por los que se mueve. Si los objetivos les pare-cen errados, profunda y verdaderamente errados, los porcentajes electorales les parecerán irrelevantes.

Sin embargo, existe un sentido en el que los porcentajes sí importan den-tro del tipo de situación política que enfrenta la derecha en condiciones como las chilenas. Y es que mientras más altos son los porcentajes de votos obtenidos por la izquierda en cualquier elección, más probable es que las fuerzas conservadoras se sientan intimidadas, desmoralizadas, divididas e inseguras de su rumbo. Estas fuerzas no son homogéneas; y es obvio que las demostraciones electorales de apoyo popular son muy útiles para la iz-quierda en su confrontación con la derecha, siempre que la izquierda no las considere decisivas. En otras palabras, los porcentajes de apoyo pueden ayudar a intimidar a la derecha, pero no a desarmarla. Es muy posible que no se hubiese atrevido a atacar cuando lo hizo si Allende hubiese obtenido porcentajes electorales aun más altos. Pero si, habiendo obtenido este apoyo, hubiese persistido en el rumbo al cual se sentía inclinado, la derecha habría

6 Le Monde, 23-24 de septiembre de 1973.

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atacado en cualquier oportunidad que se le presentara. El asunto era negar-les la oportunidad; o, fallando esto, asegurar que la confrontación ocurriera en los términos más favorables que fuera posible.

III

Ahora propongo volver a la cuestión de la lucha de clases y la guerra de clases, y a las fuerzas conservadoras que la desataron, con una referencia particular a Chile, aunque las consideraciones que ofrezco tienen una aplicación más amplia, por lo menos en lo que respecta a la naturaleza de las fuerzas conser-vadoras que deben tomarse en cuenta, y que examinaré una por una, relacio-nándolas con las formas de lucha en las que participan estas distintas fuerzas:

(a) La sociedad como campo de batallaHablar de “las fuerzas conservadoras”, como lo he hecho hasta aquí, no implica la existencia de un bloque económico, social o político homogéneo, ya sea en Chile o en cualquier otro lugar. En Chile, entre otras cosas, fueron las divisiones entre elementos de las fuerzas conservadoras las que hicieron posible la llegada de Allende a la Presidencia. Aun así, y tomando debidamente en cuenta estas divisiones, es necesario recalcar que un aspecto decisivo de la lucha de clases lo acometen estas fuerzas como un todo, en el sentido de que la lucha ocurre en toda la “sociedad civil” y no tiene frente, ni un foco específico, ni una estrategia en particular, ni una organización o liderazgo elaborado: es la batalla diaria de cada miembro de las clases media y alta descontentas, cada uno a su manera, y también de buena parte de la clase media baja. Se pelea desde un sentimiento que Evelyn Waugh expresara admirablemente cuando escribió en 1959, recor-dando los “horrores” del régimen de Attlee en Gran Bretaña después de 1945, que en aquellos años de gobierno laborista “el reino parecía estar bajo ocupación enemiga”. La ocupación enemiga invita a varias formas de resistencia, y todo el mundo aporta con algo. Esa resistencia incluye a dueñas de casa de clase media manifestándose a través de caceroleos frente al palacio presidencial; due-ños de fábricas saboteando la producción; comerciantes acaparando existencias; dueños de periódicos y sus subordinados desarrollando incesantes campañas en contra del gobierno; latifundistas impidiendo la reforma agraria; la difusión de lo que en Gran Bretaña durante la guerra se llamó “inquietud y pesimismo”, o “inquietud y desconcierto” (ciertamente sancionado por la ley): en pocas pala-bras, todo lo que la gente influyente, acomodada, educada (o no tan bien educa-

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da) puede hacer para obstaculizar un gobierno que detesta. Tomado como una “totalidad no totalizada”, el daño que de este modo puede provocarse es muy considerable, y no he mencionado a los profesionales superiores, los médicos, los abogados, los funcionarios públicos, cuya capacidad para ralentizar el curso de una sociedad, de cualquier sociedad, debe reconocerse que es alta. No se requiere nada muy espectacular: solo un rechazo individual a la legitimidad del régimen en nuestra vida diaria, lo que en sí mismo se transforma en una vasta y colectiva empresa dedicada a la producción de alteraciones.

Cabe suponer que la gran mayoría de los miembros de las clases alta y me-dia (no todos, por cierto) serán irrevocablemente contrarios al nuevo régimen. La cuestión de la baja clase media es algo más compleja. El primer requisito en esta relación es hacer una distinción radical, por un lado, entre profesionales inferiores y oficinistas, técnicos, personal administrativo, etc., y por otro lado los pequeños capitalistas y microcomerciantes. Los primeros son parte integral de aquel “trabajador colectivo” del cual Marx habló hace más de un siglo; y están involucrados, al igual que la clase obrera industrial, en la producción de excedentes. Esto no significa que esta clase o estrato se verá necesariamente a sí misma como parte de la clase obrera, o que automáticamente vaya a apoyar políticas de izquierda (ni siquiera la propia clase obrera); pero sí que existe por lo menos una sólida base para una alianza.

Es mucho más dudoso, de hecho muy probablemente sea falso, que esa base exista en la otra parte de la baja clase media, el pequeño empresario y el microcomerciante. En el artículo citado, Maurice Duverger sugiere que “la primera condición para la transición democrática al socialismo en un país occidental como Francia es que un gobierno de izquierda tranquilice a las classes moyennes acerca de su futuro bajo el nuevo régimen, de manera de disociarlas del núcleo de grandes capitalistas que están condenados a desaparecer o a someterse a un estricto control”.7 El problema aquí radica en lo siguiente: si con classes moyennes se refieren a los pequeños capitalistas y microcomerciantes (y Duverger deja en claro que él lo considera así), el intento está condenado desde el comienzo. Pensando en ellos, Duverger quiere “que la evolución hacia el socialismo sea muy gradual y muy lenta, de manera de recuperar en cada etapa una parte sustancial de aquellos que tenían temor al principio”. Más aun, a las pequeñas empresas se les debe asegurar que su futuro será mejor que bajo el monopolio u oligopolio capi-talista.8 Es interesante notar, y sería divertido si el asunto no fuera tan serio,

7 Ibíd.

8 Ibíd.

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que el realismo que el profesor Duverger es capaz de desplegar en relación con Chile lo abandona tan pronto como se acerca a casa. Su escenario es ridículo; e incluso si no lo fuera no existe posibilidad de que a las pequeñas empresas puedan dárseles garantías apropiadas. No quisiera dar la impresión de estar promoviendo la quiebra de los medianos y pequeños kulaks urbanos de Francia: lo que digo es que adaptar la marcha de la transición al socia-lismo a las esperanzas y los temores de esta clase es promover la parálisis o prepararse para el fracaso. Mejor no empezar. Cómo manejar el problema es un tema aparte. Pero es importante empezar siendo consciente del hecho de que, como clase social o estrato, este elemento debe ser reconocido como parte de las fuerzas conservadoras.

Sin duda parece haber sido el caso en Chile, particularmente en relación con los ahora famosos 40 mil dueños de camiones, cuyas reiteradas huelgas incrementaron las dificultades del gobierno. Estas paralizaciones, muy bien coordinadas, y muy posiblemente subsidiadas por fuentes externas, ilustran el problema que un gobierno de izquierda debe esperar enfrentar, en mayor o menor medida dependiendo del país, en un sector de considerable importancia económica en términos de la distribución. El problema, irónicamente, resalta aun más por el hecho de que, de acuerdo con estadísticas de Naciones Unidas, era esta classe moyenne la que más había prosperado bajo el régimen de Allende en relación con la distribución del ingreso nacional. En efecto, pareciera que el 50% más pobre de la población vio incrementarse su parte del total de 16,1% a 17,6%; que el ingreso de la clase media (45% de la población total) aumentó de 53,9% a 57,7%; mientras que el del 5% más rico de la población cayó de 30% a 24,7%.9 Difícilmente esta es la imagen de una clase media oprimida hasta morir, y de ahí la importancia de su hostilidad.

(b) La intervención de fuerzas conservadoras externasNo es posible discutir la guerra de clases en ningún lugar, muchos menos en América Latina, sin tomar en consideración la intervención extranjera, más específicamente y de manera obvia la intervención del imperialismo estadou-nidense, representado tanto por intereses privados como por el mismo Estado norteamericano. Las actividades de la ITT han recibido bastante publicidad, así como sus planes de hundir al país en el caos de manera de conseguir que los “militares amigos” llevaran a cabo un golpe de Estado. Por supuesto, la ITT no era la única gran empresa operando en Chile; de hecho, no había un sector

9 Le Monde, 13 de septiembre de 1973.

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importante de la economía chilena que no estuviese integrado, y en algunos casos dominado, por empresas estadounidenses, y su hostilidad hacia el régi-men de Allende debe haber acrecentado en gran medida las dificultades econó-micas, sociales y políticas del gobierno. Todo el mundo sabe que la balanza de pagos de Chile depende en gran medida de sus exportaciones de cobre: pero el precio mundial del metal rojo, que se había reducido casi a la mitad en 1970, permaneció a ese nivel hasta fines de 1972; Estados Unidos ejerció entonces una enorme presión mundial para que se interpusiera un embargo al cobre chileno. Además, presionó fuertemente y con éxito al Banco Mundial para que este denegara préstamos y créditos a Chile, aunque no era necesaria demasiada presión, ya fuera en el Banco Mundial o en otras instituciones bancarias. Pocos días después del golpe, The Guardian señalaba que “los nuevos anticipos netos, congelados como resultado de la presión estadounidense, incluían sumas que totalizaban 30 millones de libras: todo para proyectos que el Banco Mundial ya había aprobado como dignos de respaldo”.10 El presidente del Banco Mundial es por supuesto el señor Robert McNamara. Se dijo en su momento que el señor McNamara había experimentado algún tipo de conversión espiritual por el remordimiento que sentía, habiendo sido ministro de Defensa de Estados Unidos, al infligir tanto sufrimiento al pueblo vietnamita: bajo su dirección, el Banco Mundial iría efectivamente en ayuda de los países pobres. Lo que omi-tían aquellos que intentaron convencernos de esta linda historia es que había una condición: los países pobres debían mostrar la mayor deferencia, y Chile no lo hacía, por las demandas de la empresa privada, particularmente de la empresa privada norteamericana.

Así, el régimen de Allende enfrentó, desde el comienzo, la implacable ten-tativa estadounidense de estrangular la economía. En comparación con este hecho –que debe considerarse en conjunto con el sabotaje realizado por los intereses económicos conservadores internos–, los errores cometidos por el ré-gimen son relativamente de menor importancia, aun cuando se los enrostran vivamente, no solo sus críticos sino también los amigos del gobierno de Allen-de. Lo verdaderamente extraordinario, contra tales probabilidades, no son los errores sino el hecho de que el régimen resistiera económicamente hasta el fin; tanto más cuanto que fue sistemáticamente obstaculizado por los partidos de oposición en el Congreso cuando quiso tomar las acciones necesarias.

Desde esta perspectiva, la cuestión de si el gobierno de Estados Unidos es-tuvo o no directamente involucrado en la preparación del golpe militar no es particularmente importante. Sabía del golpe antes que ocurriera, eso es segu-

10 The Guardian, 19 de septiembre de 1973.

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ro. El ejército chileno tenía vínculos cercanos con el ejército estadounidense. Y sería estúpido pensar que el tipo de personas que manejan el gobierno de Estados Unidos se restarían de una participación activa en un golpe, o de im-pulsarlo. Sin embargo, lo importante aquí es que durante los tres años previos el gobierno de Estados Unidos hizo todo lo que estuvo en sus manos –en tér-minos de una guerra económica en su contra– para preparar el camino para el derrocamiento del régimen de Allende.

(c) Los partidos políticos conservadoresEl tipo de lucha de clases conducido por las fuerzas conservadoras en la sociedad civil al que hice referencia requiere de dirección y articulación política en último término, tanto en el Congreso como en todo el país, si es que va a transformarse en una fuerza política realmente efectiva. Esta dirección la proporcionan los par-tidos conservadores, y en Chile fue principalmente facilitada por la Democracia Cristiana. Tal como la Unión Demócrata Cristiana en Alemania y el Partido Demócrata Cristiano en Italia, la Democracia Cristiana en Chile albergaba mu-chas tendencias en su interior, desde varias formas de radicalismo (aunque los más radicales se apartaron para formar sus propias agrupaciones tras el triunfo de Allende) hasta el conservadurismo extremo. Pero representaba en esencia a la derecha constitucionalista, el partido del orden, una de cuyas figuras más emblemáticas, Eduardo Frei Montalva, había sido Presidente antes de Allende.

Con constante y creciente determinación, esta derecha constitucionalista buscó por todos los medios en su poder –del lado de la legalidad– bloquear las acciones del gobierno y evitar que funcionara adecuadamente. Los parti-darios del parlamentarismo siempre dicen que el funcionamiento del sistema depende de que haya cierto grado de cooperación entre el gobierno y la opo-sición; y sin duda están en lo cierto. Al gobierno de Allende le fue negada esta cooperación por la misma gente que nunca cesó de proclamar su adhesión a la democracia parlamentaria y al constitucionalismo. Aquí también, en el frente legislativo, la lucha de clases se transformó en guerra de clases. Las asambleas legislativas son, con algunas reservas que no vienen al caso aquí, parte del sis-tema estatal; y en Chile el Congreso estaba sólidamente bajo el control de la oposición. También lo estaban otros importantes sectores del sistema estatal, a las que me referiré más adelante.

La resistencia de la oposición, en el Congreso y fuera de él, no asumió sus verdaderas dimensiones hasta la victoria alcanzada por la Unidad Popular en las elecciones de marzo de 1973. Ya en el otoño los antiguos constitucionalistas y

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parlamentaristas se habían lanzado al camino de la intervención militar. Después del abortado golpe del 29 de junio, el “Tanquetazo”, que marca el comienzo de la crisis final, Allende trató de alcanzar un compromiso con los líderes de la De-mocracia Cristiana, Aylwin y Frei. Estos se rehusaron, y aumentaron la presión sobre el gobierno. El 22 de agosto, la Cámara de Diputados, dominada por su partido, aprobó una moción que efectivamente llamaba a las Fuerzas Armadas a “poner término a las situaciones que constituían una violación a la Constitu-ción”. Por lo menos en el caso chileno, no hay dudas sobre la responsabilidad directa que cargan estos políticos en el derrocamiento del régimen de Allende.

Ciertamente los líderes de la Democracia Cristiana habrían preferido ex-pulsar a Allende sin recurrir al uso de la fuerza, y dentro del marco de la Constitución. A los políticos burgueses no les gustan los golpes militares, en buena parte porque los privan de su rol. Pero les guste o no, y a pesar de lo empapados de constitucionalismo que puedan estar, la mayoría se volverá ha-cia los militares dondequiera que sientan que las circunstancias lo demandan.

Los cálculos que entran en juego en la decisión de que las circunstancias de-mandan recurrir a la ilegalidad son muchos y complejos. Incluyen presiones e instigaciones de diferentes tipos y calibres. Una de esas presiones es la presión general, difusa, de la clase o clases a las cuales estos políticos pertenecen. Il faut en finir, se les dice desde todos los frentes, o mejor dicho desde los frentes a los que ellos prestan atención; y esto importa en la deriva hacia el golpismo. Pero otra presión, que se vuelve cada vez más importante en la medida en que la crisis aumenta, es la de los grupos a la derecha de los conservadores consti-tucionalistas, que en tales circunstancias pasan a ser un elemento que importa.

(d) Agrupaciones de tipo fascistaEl régimen de Allende tuvo que enfrentar la violencia organizada de agrupa-ciones fascistas. Esta actividad de guerrilla del ala más extremista de la derecha creció hasta asumir proporciones febriles en los meses previos al golpe; im-plicó el estallido de instalaciones eléctricas, ataques a militantes de izquierda y otras acciones de ese orden que contribuyeron enormemente a la sensación general de que de alguna manera había que poner fin a la crisis. Aquí también, acciones de este tipo, en circunstancias “normales” de conflicto de clases, no tienen un significado político muy importante, ciertamente no el de amenazar a un régimen o siquiera dejar muchas marcas en él; si el grueso de las fuerzas conservadoras permanecen en el ámbito constitucionalista, las agrupaciones de tipo fascista permanecen aisladas, incluso la derecha tradicional las rehúye.

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Pero, en circunstancias excepcionales, uno se relaciona con gente con la que de otro modo nunca sería visto ni muerto en la misma habitación; uno asiente y da un guiño donde antes un ceño fruncido y una reprimenda hubieran sido casi la respuesta automática. “Son jóvenes”, dicen ahora con indulgencia los adultos conservadores. “Por supuesto, son salvajes y hacen cosas lamentables. Pero mira a quién atacan, y qué esperas cuando tienes un gobierno de dema-gogos, criminales y ladrones.” Así que grupos como Patria y Libertad opera-ron más y más audazmente en Chile, ayudaron a acrecentar la sensación de crisis y alentaron a los políticos a pensar en términos de soluciones drásticas para acabar con ella.

e) Oposición administrativa y judicialLas fuerzas conservadoras en cualquier parte pueden siempre contar con el apoyo, la aquiescencia o la simpatía más o menos explícitos de los escalones superiores del sistema público; y es más, de muchos, si no la mayoría, de los miembros de los escalones inferiores también. Por origen social, educación, estatus, vínculos de parentesco y amistad, los escalones superiores, para en-focarnos en ellos, son parte intrínseca del campo conservador; y si ninguno de estos factores sirviera, seguramente algunas disposiciones ideológicas los ubicarían allí. Los funcionarios públicos de alto rango y miembros del Poder Judicial pueden, en términos ideológicos, estar entre el liberalismo moderado y el conservadurismo extremo, pero el liberalismo moderado, en su cara más progresista, es el último extremo del espectro. En condiciones “normales” de conflicto social, esta situación puede no encontrar una gran expresión excepto en términos del tipo de sesgo implícito o explícito que se espera de esa gente. Pero en condiciones de crisis, cuando la lucha de clases adquiere el carácter de guerra de clases, estos miembros del aparato estatal pasan a ser activos participantes en la batalla, y lo más probable es que quieran aportar su grano de arena al esfuerzo patriótico para salvar a su amado país –ni hablar de sus amados cargos– de los peligros que los acechan.

El régimen de Allende heredó un personal que por largos años había tra-bajado bajo las órdenes de partidos conservadores, y que no puede haber in-cluido a mucha gente que viera al nuevo régimen con algún tipo de simpatía. Buena parte de eso cambió con la renovación de personal en cargos de alto rango que impuso el nuevo gobierno, pero aun así, y quizás inevitablemente, dadas las circunstancias, los mandos medios y bajos continuaron siendo ocu-pados por burócratas tradicionales y establecidos. El poder de esa gente puede

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llegar a ser muy grande. Puede venir una orden desde lo alto, pero ellos están en buena posición para hacer que no avance, o que no avance lo suficiente. Para variar la metáfora, la máquina no responde apropiadamente porque los mecánicos a su cargo no tienen un particular deseo de que funcione como se debe. A mayor sensación de crisis, menos voluntad tienen los mecánicos; y mientras menos voluntad tienen, mayor es la crisis.

A pesar de todo, el régimen de Allende no “colapsa”. A pesar de la obstruc-ción legislativa, el sabotaje administrativo, la guerra política, la intervención ex-tranjera, los recortes económicos, las divisiones internas; a pesar de todo esto, el régimen aguanta. Ese, para los políticos y las clases que estos representaban, era el problema. En un artículo que en este momento quiero comentar, Eric Hobs-bawm señala acertadamente que “para aquellos comentaristas de la derecha que se preguntan qué otra opción les quedaba a los opositores de Allende más que un golpe, la respuesta es simple: no hacer un golpe”.11 Esto, sin embargo, signi-ficaba incurrir en el riesgo de que Allende pudiera zafarse de las dificultades que enfrentaba. De hecho, pareciera que, el día previo al golpe, él y sus ministros habían decidido hacer uso de un último recurso constitucional, un plebiscito, que sería anunciado el 11 de septiembre. Tenía esperanzas de que un triunfo plebiscitario hiciera que los golpistas se lo pensaran mejor, lo que le concedería nuevos espacios para la acción. Si perdía, habría renunciado, con la esperanza de que las fuerzas de izquierda algún día estuvieran en un mejor pie para ejercer el poder.12 Cualquiera sea el juicio que se haga de esta estrategia, de la que los po-líticos conservadores deben haber tenido conocimiento, arriesgaba prolongar la crisis a la que estos estaban frenéticos por poner fin; y esto significó la aceptación –de hecho, el apoyo activo– del golpe de Estado que los militares habían estado preparando. Al final, y de cara al peligro presentado por el respaldo popular a Allende, no quedaba más remedio: los asesinos debían ser convocados.

(f ) Los militares Por supuesto se nos ha dicho, una y otra vez, que las Fuerzas Armadas en Chile, a diferencia de todos los otros países en Latinoamérica, eran polí-ticamente neutrales, no deliberantes, constitucionalistas, etc.; y aunque el hecho se ha exagerado, en términos generales era cierto que los militares en ese país no “se mezclaban en política”. Tampoco existen motivos para dudar de que en la época en que Allende llegó al poder, y durante un tiempo des-

11 Ver en este volumen, .

12 Le Monde, 29 de septiembre de 1973.

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pués, no querían intervenir y no pensaban en montar un golpe de Estado. Fue después de la aparición del “caos”, de la inestabilidad política extrema, y de que se revelara la debilidad en la respuesta del régimen a la crisis, que las fuerzas militares conservadoras entraron en acción, y entonces inclinaron la balanza decisivamente. Pero sería desquiciado pensar que su “neutralidad” y “actitud apolítica” significaban que no tenían posturas ideológicas definidas, y que estas no eran definitivamente conservadoras. Como señala Marcel Niedergang, “sea lo que sea que se haya dicho, nunca han existido oficiales de alto rango que fueran socialistas, para qué hablar de comunistas. Había dos grupos: los partidarios de la legalidad y los enemigos del gobierno de izquierda. Los segundos, cada vez más y más numerosos, fueron los que fi-nalmente triunfaron”.13

Las cursivas de la cita tienen la intención de transmitir la dinámica decisi-va de los acontecimientos en Chile, y que afectó a los militares tanto como a todos los demás protagonistas. Esta noción de proceso dinámico es esencial para el análisis de cualesquiera de las situaciones dentro de esta clase: per-sonas que son de tal modo, y que quieren o no quieren hacer esto o lo otro, cambian bajo el impacto de eventos que se suceden muy rápidamente. Por supuesto, mayormente cambian dentro de un cierto margen de opciones, pero en tales situaciones de todos modos el cambio puede ser muy grande. Así, en ciertas situaciones los militares conservadores pero constitucionalis-tas se vuelven solo más conservadores: y esto quiere decir que dejan de ser constitucionalistas. La pregunta obvia es qué es lo que produjo el giro. En parte, sin duda, la respuesta se encuentra en la situación “objetiva”, que se percibía como empeorando cada día; también en la presión generada por las fuerzas conservadoras. Pero en gran medida se debió a la postura que adoptó el gobierno en curso, y a cómo se percibió esa postura. Como yo lo entien-do, la débil respuesta del gobierno de Allende al intento de golpe del 29 de junio, su constante retirada ante las fuerzas conservadoras (y los militares) en las semanas subsiguientes, y la pérdida que le significó la renuncia del general Prats, el único general que parecía firmemente preparado para man-tenerse junto al régimen, todo esto debe haber tenido mucho que ver con el hecho de que los enemigos del gobierno dentro de las fuerzas armadas (o sea, los uniformados que estaban preparados para un golpe) se hicieran “más y más numerosos”. En estas materias, hay una ley que se mantiene: mientras más débil es el gobierno, más audaces sus enemigos, y más numerosos se vuelven día tras día.

13 Íd.

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Así fue que aquellos generales constitucionalistas atacaron el 11 de septiem-bre, llevando a cabo la acción que habían etiquetado –de manera muy signifi-cativa a la luz de la masacre de los izquierdistas en Indonesia– como Operación Yakarta. Antes de continuar con la siguiente parte de esta historia, aquella que concierne a las acciones del régimen allendista, su estrategia y dirección, es ne-cesario recalcar la brutalidad de la represión desatada por el golpe militar, y sub-rayar la responsabilidad que les corresponde a los políticos conservadores en ella. Marx, escribiendo inmediatamente después de la Comuna de París, y mientras los comuneros continuaban siendo ejecutados, señalaba con amargura que “la civilización y justicia del orden burgués asoma en su espeluznante luz cada vez que los esclavos y burros de carga de ese orden se levantan contra sus amos. Entonces esta civilización y orden se presentan como manifiesto salvajismo y venganza sin ley”.14 Sus palabras aplican bien al caso de Chile después del golpe. El semanario Newsweek, no precisamente un medio muy de izquierda, publicó una crónica de su corresponsal en Santiago poco después del golpe, titulado “Slaughterhouse in Santiago” (Matadero en Santiago), que decía lo siguiente:

La semana pasada me colé por una puerta lateral de la morgue de la ciudad de Santiago, mostrando rápidamente mi credencial de prensa otorgada por la Junta con la impaciente autoridad de un alto oficial. Ciento cincuenta cadáveres yacían en el suelo del primer piso, esperando ser identificados por sus familias. Arriba, pasé por una puerta batiente y allí, en un mal iluminado pasillo había por lo menos otros cincuenta cuerpos, apretados unos con otros, sus cabezas contra la pared. Estaban todos desnudos.La mayoría habían sido ejecutados con un tiro a corta distancia bajo la barbilla. Algunos tenían el cuerpo ametrallado. Sus pechos habían sido abiertos y luego grotescamente cosidos en lo que presumiblemente haya sido una autopsia pro for-ma. Todos eran jóvenes y, a juzgar por la aspereza de sus manos, de la clase obrera. Un par de ellos eran mujeres, distinguibles entre la masa de cuerpos solo por las curvas de sus pechos. La mayoría de las cabezas habían sido aplastadas. Permanecí allí por unos dos minutos a lo sumo, luego me fui.Los funcionarios de la morgue han sido advertidos de que serán enjuiciados por una corte marcial y ejecutados en caso de que revelen lo que ocurre allí adentro. Pero las mujeres que entran a ver los cuerpos dicen que hay entre cien y ciento cincuenta en el primer piso todos los días. Y yo pude obtener un recuento oficial de la morgue de manos de la hija de un funcionario: ella me dijo que, a catorce días del golpe, la morgue había recibido y procesado dos mil setecientos noventa y seis cadáveres.15

14 “The Civil War in France”, en Selected Works, Moscú, 1950, vol. I, 485.

15 Citado en The Times, 5 de octubre de 1973. Por supuesto esta no es una información aislada: Le Monde, por ejemplo, ha publicado docenas de informes horrorosos sobre la crueldad de la represión.

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El mismo día en que apareció esta crónica, el Times de Londres comentaba en un editorial que “la existencia de una guerra o algo muy parecido explica claramente la drástica severidad del nuevo régimen, lo que ha tomado por sorpresa a muchos observadores”. La “guerra” era por supuesto una invención de The Times. Habiéndola inventado, continuó observando que “un gobierno militar enfrentado a una vasta oposición armada (¿?) es poco probable que sea muy puntilloso con las finuras constitucionales o incluso con los derechos humanos básicos”. Pero, por si acaso se cree que el Times aprobaba la “drástica severidad” del nuevo régimen, el periódico decía a sus lectores que “debe per-manecer viva la esperanza de los amigos de Chile en el extranjero, como sin duda de la gran mayoría de los chilenos, de que los derechos humanos pronto serán plenamente respetados y que el gobierno constitucional será restablecido a la brevedad”.16 Amén.

Nadie sabe cuánta gente ha sido asesinada en el terror que siguió al golpe, ni cuánta gente todavía va a morir como resultado de él. Si un gobierno de iz-quierda hubiese mostrado una décima parte de la crueldad de la junta militar, llamativos titulares en todo el mundo “civilizado” lo habrían denunciado día por medio. Tal como está, el asunto fue rápidamente pasado por alto y con suerte sonó el crujido de una semilla cuando el gobierno británico se apresuró, once días después del golpe, a reconocer a la Junta. Lo mismo hicieron otros gobiernos occidentales amantes de la libertad.

Podemos entender que la gente pudiente en Chile compartiera, y más que compartiera, los sentimientos del editor del Times de Londres en relación a que, dadas las circunstancias, no podría esperarse que los militares fueran “muy puntillosos”. Aquí también, Hobsbawm lo explica claro cuando dice que en general “la izquierda ha subestimado el temor y el odio de la derecha, la facilidad con que los hombres y mujeres bien vestidos adquieren el gusto por la sangre”. Esta es una vieja historia. En su Flaubert, Sartre cita una entrada del diario de Edmond de Goncourt del 31 de mayo de 1871, inmediatamen-te después de que la Comuna de París había sido aplastada: “Está bien. No ha habido conciliación ni compromiso. La solución ha sido brutal. Ha sido pura fuerza (…) un baño de sangre tal como este, al ejecutar a la parte mili-tante de la población [la partie bataillante de la population], posterga por una generación la nueva revolución. Son veinte años de tranquilidad los que la vieja sociedad tiene por delante si las autoridades se atreven a todo lo que hay que atreverse en este momento”.17 Goncourt, como bien sabemos, no tenía

16 The Times, 5 de octubre de 1973.

17 Sartre, L’Idiot de la Famille. Gustave Flaubert de 1821 à 1857. París, Gallimard, 1972, vol. III, 590.

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necesidad de preocuparse. Tampoco la clase media chilena, si los militares no solo se atreven sino si son capaces –esto es, si se les permite– de dar a Chile “veinte años de tranquilidad”. Una periodista con una larga experiencia en Chile reporta, tres semanas después del golpe, el “júbilo” de sus amigas de clase alta que habían rogado mucho tiempo por que se produjera el golpe.18 Probablemente estas damas no se preocuparán demasiado por la masacre de los militantes de izquierda. Tampoco lo harán sus esposos.

Lo que al parecer preocupa a los políticos conservadores ha sido la me-ticulosidad con que los militares han actuado para restaurar “la ley y el or-den”. Perseguir y disparar a los militantes es una cosa, como lo es la quema de libros y la intervención de las universidades. Pero disolver el Congreso, censurar la política y juguetear con la idea de un Estado “corporativista” del tipo fascista, como algunos de los generales están haciendo, es otra cosa, y bastante más seria. De modo que los líderes de la Democracia Cristiana, que tuvieron un papel muy relevante en azuzar a los militares, y que continúan manifestando su respaldo a la Junta, han comenzado sin embargo a expresar su “inquietud” por algunas de sus inclinaciones. El expresidente Frei, un tipo resuelto, ha llegado a confidenciar a una periodista francesa su creencia de que “la Democracia Cristiana tendrá que pasarse a la oposición de aquí a dos o tres meses”,19 presumiblemente después de que las Fuerzas Armadas hayan sacrificado suficientes militantes izquierdistas. Al estudiar el compor-tamiento y las declaraciones de hombres como estos, uno entiende mejor el desprecio salvaje que Marx expresaba hacia los políticos burgueses a quienes execró en sus escritos históricos. La estirpe no ha cambiado.

IV

La configuración de las fuerzas conservadoras que he presentado en la sección previa es esperable que exista en cualquier democracia burguesa, por supuesto que no en las mismas proporciones o con exactos paralelos; pero el patrón de Chile no es único. Siendo este el caso, lo más importante es intentar un análi-sis lo más preciso posible de la respuesta del régimen de Allende al desafío que le fue impuesto por estas fuerzas.

Como suele ocurrir, y mientras haya y continúe habiendo controversias interminables en la izquierda sobre quién carga con la responsabilidad de

18 Marcelle Auclair, “Les Illusions de la Haute Sociétée”, en Le Monde, 4 de octubre de 1973.

19 Íd., 29 de septiembre de 1973.

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lo que se hizo mal (si es que alguien la tiene), y si hubo algo más que pudo haberse hecho, habrá muy poca controversia sobre cuál fue de hecho la es-trategia del régimen de Allende. De hecho, no la hay, en la izquierda. Tanto los Sensatos como los Rabiosos de la Izquierda al menos están de acuerdo en que la estrategia de Allende era llevar a cabo una transición constitucional y pacífica al socialismo. Los Sensatos de la Izquierda opinan que este era el único camino posible y deseable. Los Rabiosos de la Izquierda afirman que ese era el camino al desastre. Resulta que estos tenían la razón; pero todavía está por verse si la tuvieron por las razones correctas. En cualquier caso, hay varias preguntas que aparecen aquí, que son muy importantes y muy com-plejas para responderlas con eslóganes. Son algunas de estas preguntas las que quisiera abordar ahora.

Para empezar por el comienzo: concretamente, con el modo en el que la llegada al poder –o al gobierno– de la izquierda debe ser concebido en las de-mocracias burguesas. La mayor chance por lejos es que esto ocurra vía el éxito electoral de una coalición de comunistas, socialistas y otras agrupaciones de tendencias más o menos radicales. ¿La razón? No es que no pueda haber una crisis, lo que abriría posibilidades de otro tipo (por ejemplo, el Mayo francés fue una crisis de esta índole), pero, sea por buenas o por malas razones, los partidos que debieran ser capaces de acceder al poder en este tipo de situacio-nes, específicamente las principales formaciones de la izquierda –en particular los partidos comunistas de Francia e Italia–, no tienen la menor intención de embarcarse en tal rumbo, y de hecho creen fuertemente que hacerlo invitaría al desastre y supondría un retraso del movimiento de la clase obrera durante generaciones por venir. Su actitud podría cambiar si se dan circunstancias de un tipo que no se puede anticipar; por ejemplo, la clara inminencia o directa-mente el comienzo de un golpe de Estado derechista. Pero esto es especulación. Lo que no es especulación es que estas vastas formaciones, que comandan el apoyo al grueso de la clase obrera organizada, y que continuarán comandán-dola por mucho tiempo, están totalmente comprometidas con la obtención del poder –o del gobierno– por los medios electorales y constitucionales. Fue también la posición de la coalición liderada por Allende en Chile.

Hubo un tiempo en que mucha gente de izquierda decía que, si una iz-quierda claramente comprometida con cambios económicos y sociales pro-fundos estuviera en vías de ganar una elección, la derecha no lo permitiría; esto es, lanzaría un ataque preventivo por medio de un golpe. Esta ha dejado de ser una visión moderna: correcta o incorrectamente se percibe que, en circunstancias “normales”, la derecha no estaría en condiciones de decidir si

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podría o no “permitir” que se realicen elecciones. Independientemente de lo que la derecha o el gobierno puedan hacer para influir en los resultados, la verdad es que no podrían arriesgarse a evitar que las elecciones se llevaran a cabo.

La visión actual de la extrema izquierda tiende a ser que, incluso si esto es así, y admitiendo que es probable que lo sea, todo triunfo electoral, por defi-nición, está condenado y será estéril. El argumento, o uno de los principales argumentos en los que se basa esta afirmación, es que el costo de la hazaña de una victoria electoral es demasiado alto en términos de acomodos, maniobras y compromisos, de “ingeniería electoral”. Me parece que hay más de esto que lo que los Hombres Sensatos de la Izquierda están dispuestos a conceder; pero no necesariamente tanto como sus oponentes insisten en que debe ser el caso. Pocas cosas en estos asuntos se pueden establecer por definición. Tampoco tienen los oponentes al “camino electoral” mucho que ofrecer como alter-nativa en las democracias burguesas de sociedades capitalistas avanzadas; y tales alternativas, de la manera como se ofrecen, han probado hasta ahora no ser en absoluto atractivas para el grueso de la población de cuyo respaldo la realiza-ción de estas alternativas precisamente depende; y no existe una muy buena razón para creer que esto cambiará drásticamente en un futuro que deba ser tomado en cuenta.

En otras palabras, debe asumirse que, en países con esta clase de sistema político, es por la vía del triunfo electoral que las fuerzas de la izquierda se encontrarán en el gobierno. La pregunta realmente importante es qué sucede después. Porque, como Marx también lo señalara en tiempos de la Comuna de París, la victoria electoral solo nos da el derecho a gobernar, no el poder de gobernar. A menos que uno dé por garantizado que este derecho a gobernar no puede, en estas circunstancias, de ninguna manera ser transmutado en el poder de gobernar, es en este punto que la izquierda enfrenta cuestiones complejas que hasta ahora solo ha sondeado de forma imperfecta: es aquí donde más fácilmente se han usado los lemas, la retórica y las palabras mágicas como substitutos por la dura trituradora de la deliberación política. Desde este punto de vista, Chile ofrece algunas pistas y “lecciones” extremadamente importantes de lo que debe, y quizás lo que no debe, hacerse.

La estrategia adoptada por las fuerzas de izquierda chilenas tuvo una ca-racterística no muy asociada a la coalición: específicamente, un alto grado de inflexibilidad. Quiero decir que Allende y sus aliados habían tomado deci-siones sobre ciertas líneas de acción, y de inacción, bastante antes de llegar al gobierno. Habían decidido proceder conforme a la Constitución, la legalidad

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y el gradualismo; y también, en este escenario, que harían todo lo posible por evitar la guerra civil. Habiendo tomado estas decisiones antes de tomar posesión del gobierno, se mantuvieron apegados a ellas hasta el fin, a pesar de los cambios en las circunstancias. Pero puede ser que lo que era correcto y apropiado e inevitable en un comienzo se haya vuelto suicida en la medida en que la batalla se desarrollaba. Lo que está en cuestión aquí no es la oposición “reforma o revolución”: es que Allende y sus colaboradores estaban empeña-dos en una particular versión del modelo “reformista”, el que finalmente hizo imposible que pudieran responder al desafío que enfrentaban. Esto necesita una mayor elaboración.

Alcanzar la Presidencia por la vía electoral implica mudarse a una casa ocu-pada durante mucho tiempo por personas de distintas costumbres; de hecho implica cambiarse a una casa en la cual muchas habitaciones continúan ocu-padas por esas personas. En otras palabras, la victoria de Allende en las urnas permitió que la izquierda ocupara uno de los elementos del sistema estatal, el Poder Ejecutivo: un elemento extremadamente importante, quizás el más importante, pero obviamente no el único. Habiendo alcanzado esta victoria parcial, el Presidente y su gobierno iniciaron la tarea de realizar sus políticas “trabajando” el sistema del cual se habían convertido en una parte.

Al hacerlo, indudablemente contravinieron un principio esencial del canon marxista. Como escribió Marx en una famosa carta a Kugelmann en tiempos de la Comuna de París, “el próximo intento de la Revolución Francesa ya no será, como antes, transferir la máquina burocrática-militar de una mano a otra, sino hacerla pedazos, y esta es la condición preliminar para una verda-dera revolución popular en el continente”.20 Del mismo modo, en La guerra civil en Francia, Marx señala que “la clase trabajadora no puede simplemente conservar la maquinaria estatal predefinida y manejarla para sus propios obje-tivos”,21 y procede a subrayar la naturaleza de la alternativa presagiada por la Comuna de París.22 Tanta era la importancia que Marx y Engels le atribuían a este asunto que, en el prefacio de la edición alemana de 1872 del Manifiesto comunista afirman que “la Comuna demostró especialmente una cosa”, que es la observación de Marx en La guerra civil en Francia que acabo de citar.23 Fue de estas observaciones que Lenin derivó la visión de que “destruir el Estado burgués” era la tarea esencial del movimiento revolucionario.

20 Selected Works, op.cit., vol II, 420.

21 Íd., vol I, 468.

22 Íd., 471 y ss.

23 Ibíd.

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Yo he defendido en otro lugar24 que, en el sentido en el cual parece estable-cerse en El Estado y la revolución (y por ende, en La guerra civil en Francia), esto es, como establecimiento de una forma extrema de democracia asambleís-ta (o soviet) inmediatamente después de la revolución, como substituto del destruido Estado burgués, la noción constituye una proyección imposible que puede no tener una relevancia inmediata para ningún régimen revolucionario, y que ciertamente no la tuvo en la práctica leninista tras la revolución bolche-vique; y es difícil culpar a Allende y sus colaboradores por no hacer algo que nunca tuvieron la intención de hacer en primer lugar, y culparlos en nombre de Lenin, quien ciertamente no mantuvo su promesa, y no podría haber man-tenido su promesa, detallada en El Estado y la revolución.

Sin embargo, aunque sea desgraciadamente “revisionista” siquiera sugerirlo, puede haber otras posibilidades que son relevantes para la discusión de la prácti-ca revolucionaria, y para la experiencia chilena, y que además difieren de la par-ticular versión del “reformismo” adoptada por los líderes de la Unidad Popular.

Así, un gobierno empeñado en cambios mayores a nivel económico, social y político, en algunos aspectos cruciales, tiene ciertas posibilidades incluso si no contempla “destruir el Estado burgués”. Puede, por ejemplo, ser capaz de efec-tuar cambios muy considerables en la planta funcionaria de las distintas áreas del sistema estatal; y en la misma línea, puede comenzar a atacar y flanquear el aparato estatal existente por medio de una variedad de mecanismos políticos e institucionales. De hecho, si quiere sobrevivir debe hacerlo; y debe finalmente hacerlo con respecto al elemento más difícil de todos: los militares y la policía.

El régimen de Allende hizo algunas de estas cosas. Si pudo haber hecho más, dadas las circunstancias, es materia de discusión; pero parece haber sido menos capaz o haber estado menos dispuesto a abordar el problema más difícil, el de los militares. Por el contrario, parece que hubiese buscado comprar el apoyo y la buena voluntad de estos a través de concesiones y conciliación, incluso hasta la hora del golpe, a pesar de la cada vez mayor evidencia de hostilidad por par-te de las Fuerzas Armadas. En un discurso el 8 de julio de 1973, y al que me referí en el comienzo de este artículo, Luis Corvalán observaba que “algunos reaccionarios han comenzado a buscar nuevas formas de lanzar una cuña entre el pueblo y las Fuerzas Armadas, sosteniendo que estamos intentando reem-plazar al Ejército profesional. ¡No, señores! Continuamos apoyando el carácter absolutamente profesional de nuestras instituciones armadas. Sus enemigos no están en las filas del pueblo sino en el campo reaccionario”.25 Es una pena que

24 “The State and Revolution”, en Socialist Register, 1970.

25 Marxism Today, septiembre de 1973, 266. Ver además nota 29.

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los militares no compartieran esta visión: uno de sus primeros actos después de tomar el poder fue liberar a los fascistas de Patria y Libertad que tardíamente habían sido puestos en prisión por el gobierno de Allende. Declaraciones simi-lares, expresando confianza en la mentalidad constitucionalista de las Fuerzas Armadas, fueron frecuentes entre los líderes de la coalición, y el mismo Allende. Por supuesto, ni ellos ni Corvalán albergaban muchas ilusiones acerca del apoyo que podían esperar de los militares; pero pareciera, sin embargo, que la mayoría pensaba que podrían ganárselos; y que lo que Allende temía no sería algo así como un golpe en el clásico patrón latinoamericano, sino la “guerra civil”.

Régis Debray ha escrito –por su conocimiento de primera mano– que Allende sentía un rechazo visceral por la guerra civil; y lo primero que hay que decir sobre esto es que solo las personas moral y políticamente lisiadas en sus sensibilidades podrían burlarse de este “rechazo” o considerarlo poco noble. Sin embargo, esto no agota el tema. Hay diferentes maneras de tratar de evitar una guerra civil, y puede haber ocasiones en las que uno no pueda hacerlo y sobrevivir. Debray también escribe (y su lenguaje es en sí mismo interesante) que “él [Allende] no se dejaba embaucar por la fraseología del ‘poder popular’ y no quería cargar con la responsabilidad de miles de muertes inútiles: la sangre de otros le horrorizaba. Por eso es que no quiso escuchar a su partido, el Partido Socialista, que lo acusaba de maniobras inútiles y que lo presionaba a tomar la ofensiva”.26

Sería útil saber si el mismo Debray cree que el “poder popular” es nece-sariamente una fraseología por la que uno no debería dejarse “embaucar”; y qué es lo que se entendía por “tomar la ofensiva”. Pero, en cualquier caso, el “rechazo visceral” de Allende a la guerra civil, como lo deja en claro Debray, era solo una parte del argumento de conciliación y compromiso; la otra era un profundo escepticismo ante cualquier otra alternativa. La explicación de Debray de las razones que se discutían en las últimas semanas antes del golpe tiene un párrafo revelador:

“¿Desarmar a los conspiradores? ¿Con qué?”, respondía Allende. “Denme prime-ro las fuerzas para hacerlo.” “Movilícelas”, se le decía desde todos lados. Porque es cierto que él estaba en las alturas, en las superestructuras, dejando a las masas sin orientaciones ideológicas o dirección política. “Solo la acción directa de las masas detendrá el golpe de Estado.” “¿Y cuántas masas se necesitan para parar un tanque?”, respondía Allende.27

26 Nouvel-Observateur, 17 de septiembre de 1973.

27 Ibíd.

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Aparte de si concordamos o no con que Allende estaba “en las alturas, en las superestructuras”, esta clase de diálogo tiene algo de verdad; y puede ayudar mucho a explicar los acontecimientos en Chile.

Considerando la forma en que murió Salvador Allende, se justifica una cierta reticencia. Pero es imposible no atribuirle por lo menos algo de res-ponsabilidad por lo que finalmente ocurrió. En el texto que acabo de citar, Debray también nos dice que uno de los colaboradores más cercanos de Allende, Carlos Altamirano, secretario general del Partido Socialista, le ha-bía dicho, con rabia, hablando de las maniobras de Allende, que “la mejor manera de precipitar una confrontación y de hacerla incluso más sangrienta es darle la espalda”.28 Había otros cercanos a Allende que desde hacía tiem-po compartían el mismo punto de vista. Pero, como Marcel Niedergang ha señalado, todos ellos “respetaban a Allende, el centro de gravedad y el verdadero ‘dueño’ de la Unidad Popular”;29 y Allende, como sabemos, estaba absolutamente empeñado en el rumbo de la conciliación, alentado hacia ese curso por el miedo a la guerra civil y la derrota, por las divisiones en la coa-lición que lideraba, por las debilidades en la organización de la clase obrera chilena, por un sumamente “moderado” Partido Comunista, y así.

El problema con ese rumbo es que tenía todos los elementos de una catás-trofe autocumplida. Allende creía en la conciliación porque temía el resulta-do de una confrontación. Pero, precisamente porque creía que la izquierda era susceptible de ser derrotada en cualquier confrontación, tuvo que prose-guir con cada vez mayor desesperación su política de conciliación; y mien-tras más la ejercía, más crecía la seguridad y la audacia de sus oponentes. Más aun, y decisivamente, una política de conciliación con los adversarios del régimen tenía el grave riesgo de desalentar y desmovilizar a los parti-darios. “Conciliación” indica una tendencia, un impulso, una dirección, y encuentra una expresión práctica en muchos terrenos, se quiera o no. Así, en octubre de 1972, el gobierno había conseguido que el Congreso promulgara una “ley de control de armas” que dio a los militares amplios poderes para hacer rastreos en busca de arsenales clandestinos. En la práctica, y dado el sesgo y las inclinaciones del Ejército, muy pronto esta ley se volvió una excu-sa para llevar a cabo redadas militares en fábricas que eran conocidas como bastiones de la izquierda, con el claro propósito de intimidar y desmoralizar

28 Ibíd. Vale la pena señalar, sin embargo, que también se ha informado que después del intento de golpe del 29 de junio Altamirano declaró que “nunca la unidad del pueblo, las Fuerzas Armadas y la policía ha sido tan grande como ahora (…) y esta unidad crecerá con cada nueva batalla en la guerra histórica que estamos llevando a cabo”. (Le Monde, 16-17 de septiembre de 1973).

29 Le Monde, 29 de septiembre de 1973.

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a los activistas,30 todo perfectamente dentro de la “legalidad”, o al menos suficientemente dentro de la “legalidad”.

Lo verdaderamente extraordinario de esta experiencia es que la política de “conciliación”, tan incondicional y desastrosamente perseguida, no causara una desmoralización temprana ni mayor en la izquierda. Incluso hasta fines de junio de 1973, cuando tuvo lugar el fallido golpe militar conocido como el “Tanque-tazo”, la voluntad popular de movilizarse en contra de los futuros golpistas fue de todas maneras mayor que en cualquier otro momento desde que Allende asu-miera la Presidencia. Probablemente fue el último momento en el que hubiera sido posible un cambio de rumbo; y además, en cierto sentido fue el momento de la verdad para el régimen: era necesario tomar una decisión. Y se tomó una decisión: concretamente, que el Presidente continuaría tratando de conciliar; y Allende siguió cediendo, una y otra vez, a las demandas de los militares.

Yo no estoy defendiendo aquí, que quede claro nuevamente, que otra estra-tegia hubiera tenido éxito; solo que la estrategia que se adoptó estaba destina-da a fracasar. Dice Eric Hobsbawm, en el artículo ya citado: “Personalmente no creo que hubiese mucho que Allende hubiese podido hacer después de, digamos, principios de 1972 excepto hacer hora, asegurar la irreversibilidad de los grandes cambios que se había logrado concretar [¿pero cómo? –R.M.], y con suerte mantener un sistema político que le diera a la Unidad Popular una segunda oportunidad más tarde. (…) En cuanto a los últimos meses, es casi seguro que no había prácticamente nada que él pudiera hacer”. Con toda su aparente racionalidad y sentido de realismo, el argumento es muy abstracto y además una buena receta para el suicidio.

Para empezar, uno no puede “hacer hora” si ya se han impulsado grandes transformaciones, las que han conducido a una considerable polarización; y si las fuerzas conservadoras se están desplazando de una lucha de clases a una guerra de clases. Se puede avanzar o retroceder: retroceder hacia el olvido o avanzar para hacer frente al desafío.

Tampoco sirve de nada, en tal situación, actuar desde la presunción de que no hay mucho que se pueda hacer, ya que esto significa de hecho que nada se hará para prepararse para la confrontación con las fuerzas conservadoras. Lo que deja fuera de juego la posibilidad de que la mejor forma de evitar tal con-frontación –quizás la única– es precisamente prepararse para ella, y estar en la mejor forma posible para triunfar si es que efectivamente se produce.

30 Le Monde, 16-17 de septiembre de 1973. Esta es una referencia a un artículo de J.P. Beauvais en Rouge, donde entrega un informe como testigo ocular de una de estas redadas del Ejército, el 4 de agosto de 1973, en la que un hombre fue asesinado y varios resultaron heridos en el curso de lo que equivalía a un ataque de paracaidistas en una planta textil.

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Esto nos devuelve inmediatamente a la cuestión del Estado y el ejercicio del poder. Lo dije más atrás, que un cambio radical en la planta de funcionarios públicos es una tarea urgente y esencial para un gobierno inclinado hacia una transformación verdaderamente seria; y que ello necesita estar acompañado de una variedad de reformas e innovaciones institucionales diseñadas para em-pujar el proceso de democratización del Estado. Pero en este último punto es mucho más lo que debe hacerse, no solo para concretar un conjunto de objeti-vos socialistas de larga data concernientes al ejercicio del poder socialista, sino como un medio, sea de evitar la confrontación armada o de enfrentarla en los términos más ventajosos y menos costosos si es que evitarla se vuelve imposible.

Lo que ello significa no es simplemente “movilizar a las masas” o “armar a los trabajadores”. Estos son lemas –lemas importantes, sí–, a los que se requie-re dotar de contenidos institucionales efectivos. En otras palabras, un nuevo ré-gimen inclinado a acometer cambios fundamentales en las estructuras econó-mica, social y política debe, desde el comienzo, empezar a construir y alentar la construcción de una red de órganos de poder, paralelos y complementarios al poder del Estado, además de constituir una sólida infraestructura para la oportuna “movilización de las masas” y la dirección efectiva de sus acciones. Las formas que esta movilización asuma –comités de trabajadores en sus lu-gares de trabajo, comités cívicos en distritos y subdistritos, etc.,– y la manera en que estos órganos se engranan con el Estado pueden no ser susceptibles de planificación anticipada. Pero la necesidad está allí, y es imperativo que se satisfaga, cualesquiera sean las formas más apropiadas.

A todas luces no fue la manera en que actuó el régimen de Allende. Algunas cosas que necesitaban hacerse se hicieron; pero, tal como ocurrió la “moviliza-ción”, y sus preparativos –demasiado tardíos para una posible confrontación–, careció de dirección, de coherencia y en muchos casos incluso de valor. Si el régimen hubiese promovido realmente la creación de una infraestructura paralela podría haber sobrevivido; y, por cierto, podría haber tenido menos problemas con sus adversarios y críticos dentro de la izquierda, por ejemplo el MIR, ya que sus miembros no se habrían visto tan impulsados a actuar por su cuenta y a desplegarse de un modo que incomodó tan enormemente al gobierno: habrían estado más dispuestos a cooperar con un régimen en cuya voluntad revolucionaria hubiesen podido confiar. En parte por lo menos, el “ultraizquierdismo” es consecuencia del “izquierdismo ultramoderado”.

Salvador Allende fue una figura noble y tuvo una muerte heroica. Pero, aunque sea difícil decirlo, ese no es el punto. No es cómo murió lo que impor-ta finalmente, sino reflexionar sobre si pudo haber sobrevivido al promover

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otras políticas; y es errado afirmar que no había alternativa. Aquí, como en muchos otros ámbitos, y en este más que en la mayoría, los hechos solo se vuelven imperiosos cuando uno permite que lo sean. Allende no fue un revo-lucionario que también era un político parlamentarista. Fue un parlamenta-rista que, lo que ya es notable, tuvo tendencias genuinamente revolucionarias. Pero estas tendencias no pudieron sobreponerse a un estilo político que no era el adecuado a los propósitos que él pretendía alcanzar.

La cuestión del rumbo no es una cuestión de coraje. Allende tuvo todo el coraje que se requería, y más. La famosa acotación de Saint Just, que tanto se ha citado desde el golpe, de que “quien hace la revolución a medias cava su propia tumba”, está cerca del blanco, pero fácilmente puede usarse en un sentido erróneo. Existe gente en la izquierda para la que solo significa el des-piadado uso del terror, y que dicen una vez más, como si acabaran de inventar la idea, que “no se puede hacer tortillas sin quebrar huevos”. Pero, como el escritor francés Claude Roy observaba hace algunos años, “puedes quebrar un montón de huevos y no lograr hacer una tortilla decente”. El terrorismo puede llegar a ser parte de la lucha revolucionaria. Pero la cuestión esencial es el grado en que los responsables de la dirección de esa lucha son capaces y tienen la voluntad de engendrar y promover la movilización efectiva, esto es organizada, de las fuerzas populares. Si es que hay alguna “lección” definitiva que aprender de la tragedia chilena, parece ser esta; y los partidos y movimien-tos que no la aprenden, y no aplican lo que han aprendido, bien pueden estar preparando nuevos Chiles para ellos.


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