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32 Pies #1

Date post: 07-Mar-2016
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revista 32 pies puerto de la música
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Año 1 - Jul. Set. de 2011 Revista cultural del Mercosur - $ 28 ISSN 1853-7103 1 León Gieco Gato Barbieri San Pugliese Cuarteto de Nos Caparrós Paco Urondo emeyer Un genio en Rosario 9 00001 710002 771853
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León Gieco

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Editor responsableFundación del Puerto de la Música

Producción generalMaría Julia Reyna

Director Reynaldo Sietecase

Director de arteEsteban Paniagua

Secretario de redacciónOsvaldo Aguirre

RedacciónPablo MakovskyDiego Giordano

FotografíaHéctor Rio

ArmadoNatalia Campos

CorrecciónFernando Avilés

Contacto de cuentasVarinia NanniPaula Pendino

Colaboran en este númeroHermenegildo SábatGastón BozzanoMartín CaparrósJavier CófrecesDiego FischermanLucas GarcíaDamián González BertolinoGustavo NielsenDiego ParueloLara PellegriniIvana RomeroLeo LibermanCarlos AguirreMatías Sarlo

Diego Fischerman (Buenos Aires, 1955) publicó La música del siglo XX  (1998), Efecto Beethoven:

complejidad y valor en la música de tradición popular (2004), Escrito sobre música (2005)

y Piazzolla, el mal entendido (con Abel Gilbert, 2009). Se desempeña como crítico

musical y periodista en Página/12 y en Radar. Fue editor de Revista Clásica y colaboró,

entre otras, en las revistas Goldberg (Gran Bretaña-España), Cuadernos de Jazz (España),

Ricordi Oggi (Italia), Revista Teatro Colón (Argentina) y La Tempestad (México).

Fue el editor de Música argentina. La mirada de los críticos, publicado por la Universidad de

Buenos Aires. Coordinó el área de Música en el Centro Cultural Ricardo Rojas, UBA, fue

docente en el Collegium Musicum y el CEAMC (Centro de Estudios Avanzados en Música

Contemporánea) y realizó para Sony-BMG la edición crítica de la obra completa de Astor

Piazzolla grabada en RCA y CBS. En 2007 recibió el premio Konex en su especialidad,

como una de las personalidades de la década. Edita el blog Fischerman´s Tales

(www.cuentosdelpescador.blogspot.com)

Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) se licenció en historia en París, vivió en Madrid y en

Nueva York. Dirigió revistas de libros y revistas de cocina. Escritor, periodista y viajero,

recibió el Premio Planeta Latinoamérica, El Premio Rey de España y la beca Guggenheim.

Publicó unos veinte libros. Entre sus novelas se destacan La Historia, Ansay o los infortunios

de la gloria, La noche anterior, El tercer cuerpo, Un día en la vida de Dios y Valfierno. Entre

sus libros de crónicas hay que mencionar Larga distancia, Dios mío, La Voluntad, La guerra

moderna, Amor y anarquía y El Interior.

Gustavo Nielsen (Buenos Aires, 1962) es arquitecto y escritor. Publicó los libros de cuentos

Playa quemada (1994), Marvin (2002), Adiós, Bob (2006), y La fe ciega (en España, 2010) y

las novelas La flor azteca (1997), El amor enfermo (2000), Auschwitz (2004) y El corazón de

Doli (2010). En 2010 ganó el premio de novela Clarín Alfaguara con La otra playa. Edita los

blogs Milanesa con papas y Mandarina. Como arquitecto ha realizado obras en Buenos

Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Ganó el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur

(asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer

Premio en el Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y

Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el

Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en

el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (asociado

a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en Radar.

Damián González Bertolino (Punta del Este, 1980) es escritor, periodista y docente. Publicó

los libros de relatos Historia de la agresión (2002) y El increíble Springer (Premio Nacional

de Narrativa, Uruguay, 2008). Escribe sobre literatura, fútbol, música y vida cotidiana en su blog,

www.tartatextual.blogspot.com. Vive en Maldonado, Uruguay.

Esteban Paniagua (Rosario, 1970) es diseñador gráfico, ilustrador y creativo publicitario.

Trabajó, entre otras empresas, para John Deere, Rock and Pop, Monsanto, Berlitz, Dekalb,

Editorial Atlántida, Grupo Editorial Planeta, Grupo Clarín, Tecmaco y Lusida, así como para

el Gobierno de la Provincia de Santa Fe y la Municipalidad de Rosario.

Entre otras distinciones por su labor tanto en publicidad como en diseño, recibió los

premios Fepi (Festival publicitario del interior) y Diente (Círculo de Creativos Argentinos).

Fue jurado en los premios El Tribuno a la publicidad y Lápiz de platino,

Actualmente se desempeña como director general creativo de Bread, agencia de comunica-

ción que fundó en 2007 ( www.americanbread.com.ar).

Fundación Puerto de la Música - Juan Manuel de Rosas 847Rosario (2000) - Santa Fe - ArgentinaTel.: (+54) 341 472 1584 - www.elpuertodelamusica.com.ar

Staff.-

Autores1nº

www.32pies.com.ar - [email protected]

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LA FORMA SENSUALBuscando a Niemeyer

La Catedral de Brasilia, el Museo de Arte Contemporáneo de Niterói y el Puerto de la Música, en Rosario, marcan tres períodos en la trayectoria de un arquitecto cuyos pilares son la creatividad y el optimismo. Una obra que propone una mirada diferente sobre el arte y su entorno.

Por Gustavo Nielsen

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El chiste carioca dice que desde hace unos años a Don Oscar

Niemeyer le gustan las mujeres mucho más jóvenes que él.

Imaginesé: las que son quince años más jóvenes, ya tienen no-

venta. Cualquier vino, a Don Oscar, le sabe a tempranillo, por

añejo que sea. Su sabia voz en el video de Rosario parece la

de un Tom Waits en portugués. Las palabras que dice, suaves

y arrulladas, son todas felices. Es que la arquitectura, la decana

de las artes, sirve para eso, para la felicidad. Y también, como

la literatura o el cine, dota al que la hace bien –Niemeyer es

un ejemplo– del don de la longevidad. Porque son actividades

para ser eternos. Y si no se puede ser eterno, vamos a acercar-

le el bochín al infinito. Por nuestros pagos así lo creen el gran

Clorindo Testa con sus ochenta y pico (que en cada nuevo

proyecto demuestra más imaginación y juventud que cual-

quier nuevo egresado de la Facultad), o Mario Roberto Alvarez

con sus noventa y algo (todos los días diseñando edificios en

su oficina, bien temprano y de saco y corbata).

La arquitectura está en el mundo para que los arquitectos no

se vayan.

Oscar Niemeyer en su juventud

Brasilia es como la Chandigarth de Le Corbusier. La vieja ca-

pital de Punjab, India, es el sitio del mundo que más obras

concentra del maestro suizo. El casco político de Chandigarth

fue levantado a pedido del primer ministro Nehru, después

de la Independencia, para demostrar el espíritu pujante de la

nueva nación. De modernidad estamos hablando: tanto Le

Corbusier como Oscar Niemeyer o Lucio Costa (autor del

plano general de Brasilia) fueron parte del Movimiento Mo-

derno, lo mejor que le ha pasado a la historia de la arquitec-

tura contemporánea.

Los modernos eran unos fundamentalistas a rabiar, unos fa-

náticos panfletarios. Por un lado tenían convicciones sociales

que bajaban la arquitectura a todos los estratos, siendo los

primeros profesionales en ocuparse de la vivienda popular.

Estaban en un marco de posguerra, había que reconstruir

ciudades enteras, sus discursos hablaban de vivienda para

todos. Por otro lado se inventaron lemas que casi nunca fun-

cionaron, y fueron verificados a prueba y error. La casa como

una máquina de habitar era uno. Una casa en la que una se-

Una ciudad hecha por una sola persona

ñora tenía que poder cocinar un huevo frito en un minuto,

sin tiempo que perder. No importaba que la señora quisiera

cocinar por placer, lo fundamental era la eficacia en el espa-

cio mínimo posible.

“Habitar, circular, recrear y trabajar”, otro slogan, esta vez para

el diseño de ciudades. Un poco más nocivo que el anterior,

porque su no verificación podía implicar el fracaso de una me-

trópolis completa. La idea consistía en dividir en tres partes a

las ciudades: una solamente para vivir, otra solamente para ofi-

cinas, la última solamente para comercios. Las partes estaban

unidas por carreteras y autopistas. Nada podía mezclarse. Para

vivir ahí había que tener una gran organización personal: que

se acabaran los puchos en medio de la noche significaba viajar

kilómetros para conseguir un atado.

El joven Lucio Costa gana el concurso del Plan Piloto para la

nueva capital de Brasil, lanzado por el presidente Juscelino

Kubitschek, con el objeto de levantar una ciudad desde cero

en una zona desértica del país. Era un territorio gigante en

el que había solamente cactus rastreros. Costa le dio al pla-

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no la apariencia de un pájaro, como símbolo de la libertad,

y llamó a sus cuatro grupos conceptuales Residencial, Gre-

gario, Bucólico y Monumental. Invitó a Niemeyer, su maes-

tro, a diseñar los edificios. A diferencia de Le Corbusier en

Chandigarth, Niemeyer no diseñó solamente los dos o tres

principales: hizo todos. El Congreso Nacional, la Explanada

de los Ministerios, los Palacios de Justicia, de la Alborada, de

Itamaraty y del Planalto; la Catedral, la Universidad, el Teatro

Nacional, el Santuario Don Bosco, el Memorial. Las Igrejinhas

disparadas por ahí, las Supermanzanas, las plazas, las autopis-

tas, los comercios.

Y quedó lo que dije en el título: una ciudad hecha por una

sola persona. Distinta a todas las ciudades que conocemos.

Onírica. Monstruo y diamante.

Yo les digo redondeles, como le dicen los niños. Porque la

obra de Oscar Niemeyer recurre muchas veces al círculo y

como es una arquitectura gestual, absolutamente sin orna-

mento y de líneas claras, parece que la hubiera podido diseñar

un niño. De hecho, los croquis iniciales de casi todos sus edi-

ficios son apenas garabatos en un papel.

La Catedral Metropolitana es una obra de 1958, y es una de

las primeras construcciones de Brasilia. Es una catedral hecha

por un ateo. Como la capilla de peregrinación de Ronchamp

de Le Corbusier o La Sagrada Familia de Gaudí. Los ateos son

los únicos que han captado espacialmente la idea de Dios

después de la arquitectura gótica. Cuando hubo que bajarle la

escala a la cosa para amarretear materiales, los únicos que lo

lograron con diseño fueron los no creyentes.

Acá el redondel está debajo de la tierra. La catedral tiene una

planta circular desde la que se elevan dieciséis costillas de

hormigón armado. Los paneles verticales entre costillas son

unos vitraux inmensos que imitan el cielo. En algún momento

del pasado fueron simplemente vidrios transparentes que de-

jaban ver el cielo real.

En Brasilia, Niemeyer se dio una panzada de experimentos

sonoros. Las construcciones amplifican naturalmente la voz,

crean ecos divertidos o recortes inusitados de sonido. Las for-

mas juegan con nuestras conversaciones: cada edificio tiene

una búsqueda diferente para sorprendernos. En la Catedral, el

anillo de tracción inferior que sostiene las costillas es un tú-

nel de voz. Tiene un asiento para acomodarnos; apoyamos la

cabeza hacia atrás en el túnel, apuntamos hacia la izquierda,

decimos hola, y luego de varios segundos el hola nos vuelve

clarito desde la derecha. La palabra dio toda la vuelta en el

anillo. El delay fue su tiempo de trayecto.

La Catedral no tiene una puerta visible. Hay que entrar de le-

jos, a una especie de manga subterránea. Entonces podemos

siempre observarla en su magnífica magnitud, con la perspec-

tiva adecuada. Eso pasa muchas veces en Brasilia, los edificios

están alejados por piletas, lagos o explanadas imposibles de

transitar. La presencia del agua se debe sobre todo a que es

un lugar de sequía; pero bien que le sirvió a Niemeyer para

tenernos lejos, contemplando sus obras casi con la síntesis

de sus croquicitos. Además, estos modernos fueron grandes

publicistas: entrar desde abajo a una iglesia es un efectazo.

Después de eso, solamente queremos empezar a creer en

Dios. Diga que uno cuando sale se olvida, por suerte.

Recorrer este edificio debe ser lo más parecido a flotar. Y, lo mejor de todo: consigue esas sensaciones con uno o dos conceptos.

Daniel Barenboim

“Conozco esbozos del proyecto del insigne arqui-

tecto Niemeyer. La integración de Auditorio, Plaza

y Escuelas expresa por sí una concepción de la

cultura. Incluir la cultura junto a las demás necesi-

dades que, sin duda, tiene la sociedad, compone el

permanente camino de la construcción democráti-

ca y la grandeza de los pueblos“.

El primer redondel: la Catedral Metropolitana

Si en el ejemplo anterior el círculo estaba enterrado, este se-

gundo redondel flota en el aire. Tiene el aspecto de un plato

volador de cine clase B. Se ve desde cualquier parte del reco-

rrido por la bahía de Guanabara. Como pasa con su hermana

religiosa, el círculo forma la planta del museo.

Entrar al MAC de Niterói es otra experiencia mágica. ¿Qué

más le podemos pedir a un edificio que nos trasporte a una

dimensión diferente, que nos quite de lo cotidiano, de la obra

común? Los diseños de Oscar Niemeyer nos diluyen como lo

hace la buena literatura, nos hacen desaparecer del lugar en

que estamos y salir en otro lado. Nos manipulan a la manera

de Borges, de Bach, de Tarkovsky. Están llenos de sensaciones

por cumplir. Queremos estar ahí adentro para saber qué nos

va a pasar en el viaje.

Segundo redondel: el Museo de Arte Contemporáneo de Niterói

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Porque el exterior del MAC es extraño y tentador, pero el inte-

rior no tiene igual. Si la Catedral era una sorpresa, el MAC es un

sorpresón. Adentro uno pierde los límites de la caja espacial,

por más arquitecto que sea. En cada centímetro de su recorri-

do se vive el extraviarse pero, al mismo tiempo, la ubicación.

Por empezar, no tiene ángulos: es un edificio blando, suave. Si

uno se acuesta cerca del perímetro, en uno de los asientos, y

se distrae mirando techo y piso, pierde la noción de equilibrio.

No se sabe qué es arriba o abajo, y las dimensiones de los

espacios pueden ser intercambiables. Recorrer este edificio

debe ser lo más parecido a flotar. Y, lo mejor de todo: con-

sigue esas sensaciones con uno o dos conceptos, con unas

ideítas que pueden contenerse apenas en un croquis de tinta

dibujado en un boleto de colectivo. No necesita, como Frank

Ghery, del Guggenheim de Bilbao, o Zaha Hadid, de cientos

de miles de mecanismos: esto es simple, la misma sencillez.

Cuando estuve en Niterói me di cuenta de que no sólo en

Brasilia Niemeyer juega con los sonidos. El teatrito, que se

presenta ni bien uno baja del puente, tiene acústica natural,

con una única curva de hormigón. Y este museo realiza una

comprobación sobre el silencio centrífugo: cuanto más nos

alejamos del centro, más callado está todo.

El MAC es una nave surcando una galaxia nueva. Las únicas

cosas que lo atan a la Tierra son la pasarela de subida y las

obras de arte, a veces.

Una nave espacial

Por Fito Páez

Ni en los sueños más delirantes de mis años de

infancia hubiera imaginado que una nave

espacial iba a aterrizar en mi ciudad. Y menos a

pocas cuadras del lugar donde nací. Y menos

que la iba a construir el arquitecto Oscar

Niemeyer. Y que en un mundo donde todo

se licúa solamente a través de los intereses de unos

cuantos, este tal Oscar nos iba a prodigar

espacios para escuchar y estudiar música.

Lugares para la expresión de muchos y de donde

se emitiría música para el espacio sideral. Allí a

veinte cuadras de Santa Fe y Balcarce en la

ciudad de Rosario. Cuando los saturninos

o neptunianos vieran el lugar desde el cielo, lo

señalarían como si hubieran identificado algún

edificio de su cultura arquitectónica, extrañamente

enclavado a orillas de ese manchón de

agua marrón llamado río Paraná, y se preguntarían

qué hacía ese mastodonte blanco en aquel

exótico lugar.

Algunos malandras del espacio exterior e interior

habrán de querer destruirlo para que la alegría

no se propague por el universo, pero los

muchachos y muchachas de buen corazón de

todo el mundo llegarán hasta arriesgar sus vidas

para expulsar a los enemigos que intenten

impedir la realización y maravillización del

Puerto de la Música. Por supuesto que me

moriría de envidia si alguien cantara antes que

yo por primera vez en esas tablas bajo ese cielo,

pero las cartas en muchos casos las marca el

destino. Sólo espero que en este caso jueguen

a mi favor.

Recurre muchas veces al círculo y como es una arquitectura gestual, absolutamente sin ornamento y de líneas claras, parece que la hubiera podido diseñar un niño.

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Rosario es una ciudad con un río. ¿En dónde iba a poner su

último redondel? Ya probó en la tierra, ya probó en el aire. ¡En

el agua, obvio! Por eso es un puerto, y no un simple teatro de

conciertos. Y acá no hace una circunferencia para resolver

solamente la planta: el alzado de este teatro flotante también

está realizado por sectores circulares, como si su corte lon-

gitudinal quisiera también ser redondel. La punta de un ice-

berg rosarino con las salas de teatro más sensuales de toda

Latinoamérica.

Sensuales no solamente son las formas con las que Nieme-

yer trabaja, sino las palabras que elige para describirlas. Dice

“dulce”, dice “bonito”. Se solaza en esta frase política de ac-

tualidad: “América latina se está protegiendo”. Se divierte al

describir su hacer: “Lo que caracteriza a una obra de arte es

la emoción”. Para el Niemeyer centenario los exteriores son

blancos, inmaculados. Pero los interiores son rojos como el

borgoña.

Cuando se pone serio para justificar sus cáscaras extendidas

como la piel de un globo, nos dice que están estrictamente

referidas a la acústica, lugar al que ya no acude para jugar,

sino para ser eficiente. Su Puerto de la Música está formulado

en dos curvas distintas: una es para responder a los sonidos

de la sala, otra para los de la escena.

Último redondel: el Puerto de la Música para Rosario

Por María de los Angeles González*

Hay ciudades de cruce, urbes mediterráneas, ciudades con playas donde

rompe el mar. Hay ciudades que nacieron con destino de puerto, navega-

das por barcos, habladas por el lenguaje de la “carga y descarga”, habitadas

por inmigrantes de otras lenguas y de otras leguas. Son ciudades con ríos

capaces de dar abrigo y de proyectar hasta el infinito la imaginación y la

esperanza…

Rosario es el Paraná atravesado en silencio por los buques y nombrado

en el amor por la cultura y el trabajo. Justo en el extenso borde de esta

ciudad que mira al agua, Rosario ha encontrado una síntesis hecha paisa-

je y memoria, producción y poesía, ciudadanía y arrebato, anticipación y

persistencia.

El puerto guarda huellas de sudor y cantos, baúles de otras banderas, rui-

dos de anclas y oleajes. Es terminal e inicio, y faro de toda la ribera donde

se desgranan parques, juegos, centros culturales, museos contemporá-

neos, galpones jóvenes renacidos, playas y ferias. Parece que lo público, lo

“de todos” se hubiera convertido en camino-río para encontrar el porvenir.

Por eso a Rosario de Santa Fe, al Paraná de Belgrano, se le ensancha esta

manera de entender la vida donde el agua, las islas y el cielo se sueltan de

todos los límites para pensarse en el futuro.

Y así le nace este destino de puerto-producción y trabajo, puerto-cultura

en movimiento, puerto-usina de las nuevas generaciones, puerto de la

sensibilidad y la igualdad.

Como canción de cuna del siglo XXI, como antropología de lo que vendrá,

el Puerto de la Música convoca a renovar la ciudad entera, a volver a tara-

rear sus cimientos, a poner en sonidos la historia del “nosotros”.

Y tenía que llegar de un visionario, un hombre venido del mañana, con una

vida tan extensa y palpitante como su talento y capacidad de volver edificio

y razón de ser la condición humana, el modo de incluir, el vínculo entre

naturaleza y cultura, silencio y experimentación musical. Oscar Niemeyer

viene a Rosario a construir un espacio-ícono, la voz de los que no tienen

voz sonando más allá de los oídos, en la piedra, en el agua, en el arte de

combinarlo todo, en esa forma de comunicación sin fronteras que significa

la música creciendo.

*Ministra de Innovación y Cultura de Santa Fe

Destino de puerto

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Se pone más serio aún para referirnos que su obra no está

hecha para los que solamente tienen dinero. También es

para los pobres. Quiere “garantizar que el espectáculo no se

limite sólo a los que están en la platea, sino que también al-

cance a los de afuera, a las veinte o treinta mil personas que

no hayan podido abonar la entrada”. Para eso abrió un por-

tón levadizo detrás del escenario, y dispuso una plaza para

las muchedumbres populares, ávidas de cultura.

La Catedral es un diseño de juventud, el Museo una obra de

la madurez y el Puerto un gesto de su sabia ancianidad. Tres

redondeles que marcan la vida entera de un arquitecto genial

que apoya uno de los pilares de su obra en la creatividad,

pero otro en el optimismo.

Una vez le preguntaron a Keith Richards, el guitarrista de los

Rolling Stones, si sabía de dónde venían sus canciones. Keith

contestó: “Si lo supiera, viviría allí”. Como si la creatividad fue-

se una ciudad, la más hermosa. Da la impresión de que Nie-

meyer vive en ese mundo feliz de donde salen las canciones,

los libros, los proyectos.

La ciudad del deseo.

Cristián Hernández Larguía“Para mí es el sueño del pibe, es un sueño hecho

realidad. El proyecto va a ser un orgullo para

la Argentina. Nunca más oportuno y bienvenido, y creo

que Puerto de la Música es una denominación muy,

muy apropiada“.

¿En dónde iba a poner su último redondel? Ya probó en la tierra, ya probó en el aire. ¡En el agua, obvio! Por eso es un puerto, y no un simple teatro de conciertos.

Al proyectar este teatro para Rosario, en Argentina, mi preocupación fue mantener dos soluciones

arquitectónicas que vengo adoptando cuando se trata de un teatro.

Primero, garantizar que el espectáculo no se limite sólo a los que están en la platea, sino que tam-

bién alcance a los de afuera, veinte o treinta mil, pudiendo participar del mismo. Solución que me

espanta no haber adoptado hace más tiempo, garantizando al teatro otra importancia.

La otra solución, que no me canso de repetir en todos mis proyectos, consiste en llevar al espec-

tador directamente al foyer y a la sala de espectáculos, lo que evita obligarlo a una circulación más

larga e innecesaria.

También me preocupa dar al nuevo teatro una forma diferente, creando sorpresa arquitectónica

con la que busco caracterizar mi arquitectura.

Me acuerdo que al dibujar el corte transversal del proyecto, la curva sobre la platea pedía una so-

lución más favorable a la acústica; al contrario que en el escenario, donde se necesita justamente

mayor altura. El aspecto exterior del proyecto estaba así definido de forma nada arbitraria, sino

ligado al problema estructural que surgía.

El interior del proyecto estaba resuelto y crear dos palcos laterales nos pareció apropiado, recor-

dando cómo son usados y cómo son necesarios en ciertos eventos especiales.

Dejamos el trabajo de lado por dos o tres días, interesados en examinarlo de nuevo por última

vez. Todo nos pareció correcto y es optimista que estemos presentando a ustedes este proyecto.

EXPLICACIÓN NECESARIA

por Oscar Niemeyer

NOTACENTRAL

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Por Hugo Vitantonio

La idea de Puerto es harto más compleja que el Palau de

valencianos y catalanes, el Domo cordobés, el Luna Park o

los Teatros y Auditorios del modelo siglo XX. Implica tran-

sabilidad, mercado, circulación de bienes culturales, balanza

comercial y, habiendo presencia estatal, desarrollo local. Esta

dimensión, aun por encima de la extraordinaria arquitectura,

es la que otorga relevancia y originalidad al proyecto.

A finales del siglo XVIII, dice Alex Ross en The rest is noise, el

84% del repertorio de la Orquesta de la Gewandhaus de Lei-

pzig estaba integrado por música de compositores vivos. En

1855, ya la cifra había descendido al 38%. Luego, dice Ross,

“la música clásica se ha estereotipado como un arte de los

muertos. Un repertorio que empieza con Bach y termina con

Mahler y Puccini. Algunas personas se muestran a veces sor-

prendidas al enterarse que los compositores siguen compo-

niendo”. Surge entonces la primera pregunta: ¿el Puerto de

la Música será un gigante con arquitectura vanguardista, lujo

y tecnología de última generación con músicas del siglo XIX?

PREGUNTAS Y DESAFÍOS

Tampoco podemos saber cómo se posicionará ante otros

desafíos. Su emplazamiento será sinónimo de transforma-

ción, algo que en tiempos de globalización implica tensiones.

”El tema de la transformación de las músicas locales es polé-

mico –sostiene Ana María Ochoa en su libro Músicas locales

en tiempos de globalización– ya que conjuga muchos de los

cambios de nuestro tiempo: el sentido estético de lo local para

un mundo globalizado; la resignificación de los sonidos en un

mundo digital; las nuevas relaciones entre lugar, sujeto y pro-

ducción simbólica; la relación entre cultura, música y política;

para mencionar sólo algunos”. ¿Tendrá el Puerto de la Música

suficiente soporte de política cultural para abordar semejantes

desafíos? No se puede predecir, pero da la sensación que su

aparición en escena vendrá a acelerar los tiempos.

Entretanto, poco a poco, los distintos actores locales van

tomando posiciones. Hay en algunos una idea de “salón de

fiestas” que pretende recrear escenarios europeos a pocas

cuadras de casa. Otra idea gira en torno a la explotación co-

mercial del Puerto de la Música. Discretamente, ya se indagan

algunas agendas. Por su parte, funcionarios del Estado y ena-

morados de lo público se imaginan cumpliendo “sus” sueños:

producir aquí, a lo grande, con financiamiento estatal.

No habría grandes inconvenientes para que estas visiones

convivan en un ámbito de las características del Puerto de

la Música, sólo que ninguna concurre a la solución de los

conflictos principales: cómo establecer una relación entre

sonidos locales y globalización que transforme y actualice

profundamente el sensorium de lo musical; y cómo lograr

una balanza comercial equilibrada, si fuera posible superavi-

taria en términos transaccionales, pensando en el producto

“local” como marca constitutiva.

*Presidente de la Fundación MusiMedios

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ENTREVISTA

CABEZA DE LEÓN

Gieco entre el folclore y el heavy metal

Después de tres años sin grabar, el músico santafesino anticipa su nuevo disco. Habla de su relación con los grandes músicos popularesy explica la decisión de mezclar, en un mismo espectáculo, los sonidos acústicos con el rock más duro.

Por Reynaldo Sietecase / Fotos: Leo Liberman

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–Si manejo un email y me cuentan que violaron a una madre

en Posadas, soy capaz de tomarme un avión e irme a Misio-

nes a hacer quilombo allá. Eso es un problema porque dejo

de hacer música. Si fuese Charly García, que no le da bola a

nada, no tendría problema. Pero participo mucho, estoy todo

el tiempo haciendo cosas…

La película Mundo Alas es el último ejemplo de su compro-

miso. Por eso prefiere limitar sus contactos con el mundo ex-

terior cuando trabaja. No siempre lo logra. Esta misma tarde

suspendió la sesión para escuchar a un músico que le trajo

un par de temas y la semana anterior tocó en la ESMA.

A su señal abandonamos la mesa de los músicos y la charla

que mezcló política y arte, periodismo y música. Subimos al

primer piso. Una suerte de refugio personal presidido por la

imagen de Osvaldo Pugliese. Hay unos sillones, un equipo

de música, un teclado y una guitarra. Desde una ventana en-

treabierta se cuelan vagos rumores de la ciudad. En la plan-

ta baja quedaron, entre otros, el músico uruguayo Alejandro

Balbis, Osqui Amante, Aníbal Forcada, Luis Gurevich, Sandra

Corizzo, Eva Ceresole y Marcela Passadore.

Se deja caer en una silla de amplio respaldo. Todavía quedan

en su cara las huellas del día de grabación. Imagino que es

como el polvillo rojo que se empecina sobre la ropa del ladri-

llero o el aserrín en el delantal del carpintero. El cansancio no

afecta su entusiasmo. Hacía tres años que no grababa.

–El disco está muy bien. Recién estábamos grabando dos co-

sas bastante uruguayas, con arreglos vocales de chicas. Son

muy interesantes las voces uruguayas. Los arreglos son de

Balbis. También hay un tema que se llama “El argentinito”, que

es como ese fascista que llevamos todos adentro. Me incluyo

porque creo que todos lo tenemos, pero algunos lo tienen

muy desarrollado. Son los tipos que en el Mundial del 78 ta-

paban los gritos de la ESMA festejando los goles del Mundial.

Cuando le señalo lo evidente: que siempre tiene un oído

puesto en la cuestión política, lo acepta pero se apura a men-

cionar sus canciones de amor.

–En el disco hay todo tipo de música –dice–, lo que estába-

mos cantando cuando llegaste se llama “Las cruces de Belén”

y es una canción de amor.

León es curioso. Condición indispensable para todo buen

artista. Después de haber recorrido el país desde Ushuaia a

La Quiaca junto a Gustavo Santaolalla y de grabar una obra

notable en 1985, recopilando ritmos, artistas y músicas de

todo el país, todavía tiene ganas de seguir mirando el mapa.

Haciéndolo se le ocurrió una idea: hacer una canción con

todos los pueblos y ciudades que tienen nombres de milita-

res. Estima que Argentina es el país con más uniformados en

su nomenclatura.

–Estaba pensando en un tema que es como una gira por esos

pueblos y la etapa final, el Woodstock, sería General Roca.

Dice que mientras miraba el mapa por internet, se detuvo en

el mapa de Uruguay y, entonces, apareció otra canción: “Me

di cuenta que la mayoría de los pueblos uruguayos se llaman

como santos. Y entonces, preferí no meterme en el barullo

de los militares e hice un tema que se llama «Las cruces de

Belén» que menciona a todos los pueblos de Uruguay que se

llaman como santos. Es una canción de amor”, remata.

Sobre la mesa donde están los parlantes y nuestras copas

con vino tinto se apilan libros y cajas de discos. El nuevo tra-

bajo saldrá en setiembre.

–Hay otra canción que se llama “La Banda de Calitón”, que

es la imagen de una murga cuando va en el micro. Porque el

micro, que en Uruguay llaman “La bañadera”, es el lugar don-

de la murga está sola. Y es un mambo eso. Mis hijas tocan en

una murga, por eso lo sé. Porque cuando bajan ya hay fami-

liares, público y actúan. Pero cuando están dentro del micro,

es una cosa muy privada de la murga. “La Banda de Calitón”

habla de ese momento. También es un tema de amor.

León se acerca al equipo de música y lo enciende. Suena

un hip hop al estilo de Los Guardianes de Mugica. El rap es

uno de los formatos que Gieco ha explorado con éxito. “Los

Orozco“ son un buen ejemplo. Se llama “Fachos“.

–Lo mejor del rap es que se pueden decir cinco veces más

palabras que en una canción normal y eso permite contar

una historia más larga. Por ejemplo, “Los Orozco“ dura quin-

ce minutos. Son mil y pico de palabras. Yo hice una versión

corta de cinco minutos porque sino nadie la iba a pasar.

El nuevo disco es una caja de sorpresas:

–Con Iván Lins hicimos un tema con letra del Che Guevara

–dice como si nada y me alcanza un libro del revolucionario

nacido en Rosario: América latina: despertar de un continen-

dos llaman León, se le dibuja una sonrisa. Abre los ojos con

el último acorde. Se lo ve satisfecho. Son cerca de las 20 y

el tema que acaban de grabar cierra otro día en la construc-

ción de su nuevo disco (el número 44 de su larga carrera).

Recibo su abrazo y la invitación a compartir las empanadas y

el vino que coronan la jornada.

Costó pautar este encuentro. Gieco no utiliza teléfono mó-

vil y no es afecto al correo electrónico. Intenta que no lo

distraigan de su tarea creativa. En especial cuando está ins-

talado en esta casa antigua y noble convertida en estudio

de grabación. Confiesa que le resulta más difícil evadir su

inefable vocación solidaria.

Está con los ojos cerrados. Viste de negro, como casi siem-

pre. Su remera tiene estampada una leyenda que pregunta

por el paradero de Miguel Bru, el joven estudiante de perio-

dismo desaparecido en La Plata después de que lo detuvo la

policía. Parece en trance. A su alrededor media decena de

músicos escucha en silencio como si estuviesen en misa. Al-

gunos me miran extrañados. El ni siquiera notó mi irrupción

en el estudio de grabación. Mantiene su atención puesta en

la música que emerge potente de los parlantes. Allí man-

da su voz que crece por sobre un colchón de tambores de

murga. Evito cualquier movimiento brusco. La canción es

potente. A Raúl Alberto Antonio Gieco, el hombre al que to-

“Un amigo me presentó diciendo: «Este es el Jorge Cafrune de Cañada Rosquín». Yo me quería meter debajo de la tierra. Pero Cafrune, sin inmutarse, dijo: «Por algo las cosas se dicen, pibe»“.

“Hay gente de sesenta años que nunca fue a un puto baile. Cuando escuchan folclore están tranquilos y aplauden; cuando viene el rock, por una vez en la vida se electrifican y le pasan otras cosas”.

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la casa donde se instalaron los Gieco en Cañada Rosquín tra-

bajaba un relojero que tocaba el bandoneón y el acordeón. Si

bien el chico no tenía permiso para cruzar un día, cautivado

por la música, lo hizo.

–Cuando el tipo me vio, dijo: “Ah, vos sos Raulito, el que vino

del campo, ¿qué te trae por acá?”, y yo le respondí: “Quiero

saber si es usted el que toca el acordeón”, “Sí, toco acordeón,

toco bandoneón, ¿vos querés tocar?”, “Sí”, le digo. Y me hizo

entrar a la relojería, me sentó y me puso el bandoneón y el

acordeón entre las manos. Eso, para mí, fue una especie de

bendición.

León se emociona con la evocación. El relojero del pueblo

no sólo le prestó sus instrumentos. También le ensenó por

primera vez un tocadiscos y le hizo escuchar cómo nacía la

música del contacto con una púa. “Para mí era mágico que

saliera música de un cajón”, recuerda. La canción era “Puen-

tecito del río”, del propio Tormo. Corría el año 1957, Gieco

no era León y ni siquiera podía imaginar que cuarenta años

después invitaría a ese hombre a grabar un disco juntos (20 y

20, editado por Página/12).

–La condición que le puse a Antonio fue que grabáramos

“Puentecito del río”. Fue una manera de cerrar el círculo.

La historia artística de León Gieco está atravesada por los más

importantes músicos populares del continente. Cada nombre

que le suelto, remite a una anécdota. Digo Jorge Cafrune.

–Yo tenía doce años y justo Cafrune había sacado el tema

“Zambita ´pa don Rosendo”. Y ese tema tiene un falsete que

es una innovación total dentro del folclore. Porque yo siem-

pre relacioné el falsete con la música mejicana. Para mí el

tipo era un fenómeno. Resulta que va a tocar a mi pueblo. Y

yo lo espero, parado en la puerta del teatro. Había otros artis-

tas pero yo sólo quería ver a Cafrune. Recuerdo que cuando

lo escuché cantar en vivo me volví loco. Cantaba “Zamba de

mi esperanza” y todo el mundo lloraba.

Esta vez, Raulito no tuvo que cruzar la calle. Ya tenía un grupo

de folclore y también se animaba con algún rock. Un amigo,

que sabía de su fanatismo, lo llevó a conocer al cantor. No lo

sabía pero era otro cruce que marcaría su vida. “Don Jorge,

le presento al Cafrune de Cañada Rosquín”, dijo su amigo.

Cuenta León que el tipo lo miró mientras él se quería meter

debajo de la tierra. Pero Cafrune, sin inmutarse, le acarició la

te –el Che escribió cinco o seis poemas. El escribía muy bien.

Se puede comprobar eso en los diarios de la revolución o

en sus cartas que son maravillosas. Pero, además, escribió

unos poemas que están en este libro. Por supuesto que los

intelectuales lo criticaron, dijeron que no era un poeta. Pero

¿qué es ser poeta? –interroga.

Le cuento que Leopoldo Marechal aseguró que “la poesía es

una manera de vivir, no una mera función de lanzar al mundo

criaturas poéticas”. Coincidimos: Guevara era poeta. El poema

que se transformó en canción habla de los mineros de Bolivia.

Las últimas presentaciones de Gieco tienen como constante

el acompañamiento de la banda de heavy metal D-Mente.

Su público más fiel lo aceptó de inmediato. Pero no fueron

pocos los sorprendidos. ¿Por qué asumió ese riesgo? León se

recuesta en la silla, bebe un sorbo de vino y explica:

–Más arriesgado era el show que presenté y que se llamaba

“Rosquín Folclore, Rosquín Rock”, en referencia a mi pue-

blo Cañada Rosquín. Yo presentaba el show con D-Mente.

Primero, tocaba unos temas solo, por ejemplo, “Hombres

de hierro” con mi propia imagen del BA Rock en una pan-

talla. Después presentaba “Las guitarras del amor”, que son

tres guitarristas que tocan como las guitarras de Zitarrosa, o

como las de Antonio Tormo. Y con ellos hacíamos el Rosquín

Folclore. Cantaba una canción de Zitarrosa y contaba mi rela-

ción con él. Lo mismo con Antonio Tormo.

La relación con el popular intérprete de “El rancho ´e la Cam-

bicha“ tiene una larga historia. Cuando Raulito tenía cinco

años su padre llevó a toda la familia a vivir al pueblo. Frente a

cabeza y le dijo: “Por algo las cosas se dicen, pibe”.

– Fue otra bendición, no me lo olvido más –confiesa.

Por esa razón, en una parte de Rosquín Folclore canta “Cuan-

do llegue el alba”, de Cafrune. Y sigue con “Víctor Jara”, una

canción que le hizo al cantante chileno asesinado en 1973.

Y luego “Casamiento de negros”, de Violeta Parra. Y después

una canción inédita de Atahualpa Yupanqui. “Es fuerte lo que

pasa, la gente llora y aplaude en mitad de los temas, es her-

moso”, cuenta.

El arte es dar el paso hacia el lado que nadie está esperando.

León lo tiene asumido. Cuando termina el set de folclore,

comienza lo que él llama Rosquín Rock. Cuando todavía el

público está paladeando a Yupanqui, aparece D-Mente y des-

ata una locura total en el escenario.

–La gente no tiene otra que electrificarse. Termina todo el

mundo con los pelos parados y se arma un tole tole increíble.

Te cuento esto porque no sólo es jugado tocar con D-Mente,

es jugado hacer el show que hago. Soy el único artista que

toca en Cosquín Folclore y en Cosquín Rock. Soy las dos co-

sas, pero acá van juntas. Y la gente se manifiesta como yo. Se

pone en folclórica cuando toco folclore, y se pone en rock

cuando toco rock. Y eso está bueno porque hay gente gran-

de, de sesenta años, que está como abandonada, que nunca

fue a un puto baile con su pareja y están ahí en el medio de la

gente. Cuando están escuchando folclore están todos tran-

quilos, aplauden; pero cuando viene el rock, empiezan todos

a hacer pogo, se produce un contagio, y la mina de sesenta

años también hace pogo. Por una vez en la vida se electrificó

y le pasan otras cosas.

León habla a borbotones de uno de los temas que más le

interesan: la música y su poder transformador. Sin ánimo be-

ligerante pregunto si este cruce entre rock y folclore no se

puede tomar como un armisticio de aquellas célebres peleas

de los años setenta entre el rock pesado y los acústicos. En

un rincón estaban Pappo y Billy Bond y en el otro Charly Gar-

cía, Nito Mestre y Porchetto.

–Yo me llevaba bien con todos. La pelea surgió en el 70 cuando

nace la canción politizada. El rock empezó con “La balsa”, de

Lito Nebbia. Pero cuando yo llego a Buenos Aires todo el mun-

do está con la vuelta de Perón. Nosotros no militábamos pero

politizamos nuestras canciones. A Charly y a Porchetto les pasó

lo mismo. Entonces, salimos a hacer una canción de protesta,

como se llamó en esa época. ¿Pero qué pasaba? ¿Quiénes eran

los que hacían canciones contestatarias? Georges Brassens,

Bob Dylan, todos acústicos. Entonces, nosotros mezclamos las

dos cosas. No nos dejaban de gustar Led Zeppelin o Los Who,

pero para decir cosas había que agarrar la guitarra acústica.

“El rock pesado medio que nos tiró un poquito de mala onda. Era como diciendo “Che, qué maricones que son”. Nosotros, en realidad, lo que estábamos haciendo era politizando la canción”.

La reacción de los rockeros más pesados no fue amable. Gie-

co recuerda que si bien Pappo los criticaba, él mismo era un

buen guitarrista acústico.

–El rock pesado medio que nos tiró un poquito de mala onda.

Pero no como diciendo “caguen a esos tipos”, sino “che, qué

maricones que son”. Nosotros, en realidad, lo que estábamos

haciendo era politizando la canción, el peso no pasaba por la

guitarra eléctrica fuerte, sino por el estilo de canción. Tal es

así que todos nosotros fuimos prohibidos y ellos no. A mí me

prohibieron canciones, a Charly también. Tuve que exiliarme.

Con el tiempo, León llegó a tocar con Pappo. Fue en el club

Comunicaciones, cuando Riff hacía furor, en una noche de

carnaval. Es difícil encontrar algún músico popular importante

con el que Gieco no haya compartido escenario. Desde Mer-

cedes Sosa a Sandro, sólo por nombrar a dos ilustres artistas

fallecidos recientemente. La lista, en el plano internacional,

va desde las grabaciones con Pete Seeger a su reciente apa-

rición en el concierto de U2, invitado por Bono. Reconoce

que le falta Bob Dylan. Su artista modelo. Hace unos semanas

contó en televisión cómo su primera canción exitosa, “Hom-

bres de hierro”, está calcada de “Blowin´in the Wind”.

Desde Mercedes Sosa a Sandro, desde las grabaciones con Pete Seeger a su reciente aparición en el concierto de U2, invitado por Bono, es difícil encontrar algún músico popular importante con el que Gieco no haya compartido escenario.

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–Me encantaría tocar con Dylan. Estuve con él en el 92,

cuando tocó en Uruguay. Ese día pude curtir un backstage

con él pero sin hablar. Después fuimos a comer, me tocó

estar casi enfrente y le pude alcanzar los cassettes que había

grabado con Seeger. Cuando los vio me felicitó y empezó a

buscar en sus bolsillos, a ver si tenía algo para darme y como

no tenía nada, agarró un papel y me firmó un autógrafo. Y

como se quedó con ganas de darme algo, le pidió a su má-

nager un prendedor que tenía y me lo dio. Es una armónica

que dice “Bob Dylan”. Es un pequeño tesoro. Ese gesto me

ayudó a entender lo que significa para mucha gente que un

artista al que se admira le entregue un recuerdo.

Gieco es como una esponja de capacidad ilimitada. Absorbe

todas las músicas. Pero le asigna al rock una gran cualidad:

la diversidad.

–No importa si es eléctrico, si es acústico, si es rock, si es

heavy, si es punk, si es rap. El rock es la música de ahora, si

querés estar al toque de todo, tenés que escuchar rock.

Cuando le pido precisiones sobre su música preferida, no

duda:

–La música que más me atrae es la que me quedó grabada

hasta los 25 o 26 años. A mí me hacés escuchar a Metallica,

ok; me hacés escuchar a quien vos quieras, está todo ok;

pero me hacés escuchar a Los Beatles, Rolling Stones, James

Taylor, Joni Mitchell, o mañana que vamos a ver a John Fo-

gerty, de los Creedence, y ahí me doy cuenta que mi alma

pasa por esa música.

En la casona sólo queda Osqui, amigo, músico y técnico de

grabación. Nos espera en la planta baja con la única botella

de vino que sobrevivió. Gieco me interroga sobre el Puer-

to de la Música. Está maravillado con el proyecto que Oscar

Niemeyer imaginó para Rosario. También me entrega algu-

nos de los discos que editó recientemente: uno de Gogó

Andreu y dos con Esteban Morgado, donde cantan actores

en beneficio de la Casa del Teatro. Ahora habla con la pasión

de un militante.

Es que Gieco tiene una ética de cronopio. Como Julio Cortá-

zar, distribuye su tiempo entre la creación y las acciones so-

lidarias. La injusticia lo afecta profundamente y siempre está

dispuesto a intervenir cuando sabe que puede hacer algo por

los demás. No se lo digo, pero brindo por eso.

“Antonio Tormo vivía frente a mi casa, erarelojero. A los cinco años me crucé y fui a hablarle. El me puso el acordeón entre las manos. Eso para mí, fue una especie de bendición”.

Fotos para una historia, todas pertenecen al libro Crónica de un Sueño, de León Gieco y Oscar Finkelstein (editorial Planeta). Con el grupo Los Moscos en la puerta de Canal 5 de Rosario. Tocando con Litto Nebbia. Con el violinista santiagueño Sixto Palavecino. Dialogando con su admirado Antonio Tormo y desfilando con Gustavo Santaolalla y una banda de sikuris, parte de la gira De Ushuaia a La Quiaca.

ENTREVISTAS

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MITOS

Muy católica, salía de su habitación sólo para jugar a la qui-

niela. A veces, además, le daba clases de piano a la sobrina.

Sin embargo, el pianista de la familia era su cuñado. El se

pasaba las mañanas pensando en arreglos para tangos, ejer-

citando los dedos con música clásica y a veces se divertía

con una sonata que la hija llamaba “qué hacé’, cómo te va,

muy bien y vo’qué hacé” que, en verdad, era el Opus 14 Nº2

de Chopin. Al ver a la mujer de rodillas, todos los días, dale

que dale con el rezo, le decía desde el otro lado de la puerta:

“Pedile al Barbudo que me dé laburo y a vos te haga ganar la

quiniela”. Ella se llamaba Adela Florio. El, Osvaldo Pugliese.

SAN PUGLIESE

Por Ivana Romero

El protector de los músicos

Artista extraordinario y comprometido, Osvaldo Pugliese no creía en Dios ni en santos de ningún tipo. Sin embargo, hay estampitas con su imagen y hasta una oración que lo invoca. Cómo surgió la leyenda que tiene cada día más adeptos.

“Nunca me ha fallado”, dice Diego el Cigala / Foto: Diego Paruelo.

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“Como músico, era extraordinario. Como hombre, tenía un perfil bajo y era respetado. Como militante, era intachable. Y sí, condiciones para convertirse en referente no le faltaban”.

Esta escena era común a fines de los cuarenta en la casa

de Alvarez Thomas 1477, que la familia Pugliese alquiló va-

rios años en Villa Ortúzar. Osvaldo vivía ahí con su primera

mujer, María Concepción Florio, “Choli”, y su hija, Lucía Del-

ma, “Beba”, que por entonces tenía diez años. Adela pasó

un tiempo con ellos. “No digas esas cosas, que Diosito te va

a castigar”, respondía, cuando Osvaldo se tomaba en chiste

su devoción. Osvaldo no creía en Dios. O al menos –según

quienes lo conocieron– con Dios, Osvaldo ni fu ni fa. Lejos

estaba de pensar que alguna vez su nombre estaría asociado

a un mito llamado “San Pugliese”.

Por Internet circula el relato de una prueba de sonido que ve-

nía en picada, antes de un recital de Charly García, hasta que

alguien puso un disco de Pugliese y los equipos empezaron a

sonar como los dioses. Rodolfo García –baterista de Almendra

primero y de Aquelarre, después; uno de los iniciadores del

rock local– no sabe si eso es cierto o no. Pero sí le consta que

desde fines de los setenta, en algún rincón de los escenarios

aparecían fotitos del músico. O su nombre, escrito como un

grafiti un poco clandestino. Con el tiempo, la palabra “Puglie-

se” se convirtió en una especie de rezo de extensión mínima

para alejar la mufa. Actualmente, San Pugliese tiene estampi-

ta, oración, página web propia (www.sanpugliese.com.ar) y

48 mil devotos en Facebook que le dejan pedidos crípticos

como “tirame un centro, hermano”, “mandame la llama viole-

ta” e inclusive “ayudame con la tarea de matemáticas”.

“A mi abuelo todo esto le hubiese causado mucha gracia”,

opina Carla Pugliese. Es pianista como su abuelo, como su

madre Beba, que fue además su profesora junto con Vicente

Scaramuzza. En su estudio hay un piano Steinway & Sons,

que perteneció a Pugliese. Carla evoca la anécdota de la tía

Adela contada por su madre aunque ella, nacida en 1977, no

la conoció. También recuerda al abuelo en pijamas detenido

en el vano de la puerta mientras la nieta tocaba y él sólo

asentía, con orgullo silencioso, y se iba a dormir la siesta.

“Como músico, era extraordinario. Como hombre, tenía un

perfil bajo y era respetado. Como militante, era intachable. Y

sí, condiciones para convertirse en referente no le faltaban”,

dice Oscar del Priore, un estudioso del tango y biógrafo del

maestro (“no, no le gustaba que le dijeran así, lo consideraba

excesivo”, aclara) que además fue presentador de su orques-

ta en salones como El Nuevo Almacén.

Nacido en las calles de tierra de Villa Crespo en 1905, Pu-

gliese hizo de su orquesta una cooperativa creativa y econó-

mica, donde todos los músicos opinaban sobre repertorios

y arreglos, y el dinero se repartía en partes iguales. Su afilia-

ción al Partido Comunista en 1936 garantizaba que la policía

le siguiera los pasos y, cada tanto, lo llevase detenido “por

rojo”. En los cuarenta, además, el boom del tango no esta-

ba acompañado por buenas condiciones de trabajo para los

músicos. Un violinista recién llegado de Europa, que obser-

vaba la crisis y los bajos presupuestos, le dijo a Pugliese: “Acá

hay que hacer lo mismo que se hizo en Francia: los músicos

se declararon en huelga, se metían en los salones y rompían

todo”. A Osvaldo la propuesta le pareció “medio anarca” pero

necesaria, según le contó a Arturo Marcos Lozza en una en-

trevista de 1985. Así comenzó a reunir gente en un salón del

Kevin Johansen tiene su San Pugliese propio: el batero Enrique “Zurdo” Roizner / Foto: Diego Paruelo.

Talismanes. Las estampitas y las oraciones, partes del equipaje de los músicos.

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“Una vez apareció una estampita en un ensayo. Osvaldo la miró y se mató de risa. Decía que los mitos populares siempre iban a existir, que había que tomarlo con humor. Eso le dije a los del Partido Comunista que no estaban de acuerdo con San Pugliese”.

MITOS

diario Crítica e impulsó la formación de un sindicato propio:

la Sociedad de Músicos y Artistas Afines.

Amante del boxeo, de Racing, campeón sin medalla en los

partidos de truco. Tenía sus contradicciones, como cualquier

otro. Aun casado había conocido a una adolescente, Lidia,

que lo inquietaba y con la que muchos años después, tras la

muerte de Choli en 1971, se casaría. Padeció la cárcel bajo

todos los gobiernos, incluso los peronistas, pero su hija lo

encontró al lado de la radio, llorando al conocer la noticia

del fallecimiento de Juan Perón. Del Priore enumera estos

detalles y se pregunta: “¿No es un exceso todo este asunto

de invocarlo para que te dé buena suerte?”. El, dice, no cree

en todo el asunto de San Pugliese.

Patricio Villarejo no había cumplido los 20 cuando don

Osvaldo lo seleccionó para tocar el violonchelo en su

orquesta, en 1987, y allí se quedó hasta que su maestro murió,

en 1995. “Una vez, en los ochenta, apareció una estampita

durante los ensayos. El la miró y se mató de risa. Decía que

los mitos populares siempre iban a existir, que había que

tomarlo con humor. Eso mismo le dije alguna vez a unos

Eva Ayllon, parte de la religión / Foto: Prensa Eva Ayllon.

consiguen. En el reverso llevan la oración escrita por un gran

poeta cuyo nombre se pierde en las sombras: “Ampáranos

de la mufa de los que insisten con la patita de pollo nacional.

Ayúdanos a entrar en armonía e ilumínanos para que no sea la

desgracia la única acción cooperativa. Llévanos con tu miste-

rio hacia una pasión que nos parta los huesos y no nos deje

en silencio mirando un bandoneón sobre una silla”.

Rubén Dri, filósofo y teólogo, explica que “los mitos se cons-

truyen colectivamente porque, en cierto aspecto, proyectan

los valores que una sociedad o un grupo desean para sí mis-

mos”. En el caso de San Pugliese, no hay una liturgia deter-

minada. Es apenas un sentido de pertenencia a una escala

de valores vinculada a la solidaridad, la picardía popular, el

buen arte. Rodolfo Mederos, bandoneonista en la orquesta

de Pugliese entre 1969 y 1974, dice: “En casos como éste,

el espíritu iconoclasta que me caracteriza no desestima el

hecho de que lo del San Pugliese me produzca ternura. Que

El mito atraviesa todas las edades. El armoniquista Franco Luciani, nacido en Rosario en 1981, dice: “Uno lleva la estampita porque es parte de un código compartido, el de los que hacemos música como un trabajo“.

Juan Baglietto: sólo se trata de creer / Foto: Diego Paruelo.

Adrian Abonizio armó su propia estampita con una imagen

que recortó de la revista Viva de Clarín. Juan Carlos Baglietto

recuerda una foto de Pugliese tomada por Antonio Mazza

que vio multiplicada en racks, esos armazones metálicos que

sostienen equipos de sonido. Kevin Johansen dice que su

batero, Enrique “Zurdo” Roizner, que tocó con Piazzolla, es su

San Pugliese y su “hada padrino”.

El productor radial Luis Tarantino, que abrió el grupo San Pu-

gliese en Facebook junto a la bailarina Milena Plebs, dice que

es mejor si te regalan la estampita, aunque Milena colgó en

su blog una versión dibujada por Jorge Muscia que se puede

bajar. Durante el III Festival de Tango, en 2001, un grupo don-

de estaban él y el entonces director del festival, Carlos Villalba,

reimprimió estampitas con la foto del maestro, que aún se

tipos del Partido Comunista que no

estaban muy de acuerdo con San Pu-

gliese”, dice. Músicos de todos los géneros

tienen su forma devocional particular.

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una comunidad lleve a un artista a esa categoría me parece

interesante teniendo en cuenta que la gente, normalmente,

anda atrás de santos fatuos o rinde culto a cualquier cosa que

aparece en televisión”.

De boca en boca, San Pugliese ha cruzado fronteras. El can-

taor flamenco Diego el Cigala recibió como obsequio una

estampita minutos antes de comenzar la grabación en vivo

de su disco Cigala y Tango, en 2010 en el Teatro Gran

Rex de Buenos Aires. “Yo creo mucho en Nazareno

Bendito y pensaba que con esto me estaban to-

mando el pelo, pero la grabación salió redonda.

Así que llevo el San Pugliese en mi pasaporte. Y la

verdad, nunca me ha fallado”. La cantante peruana Eva

Ayllón cuenta que antes de su actuación en Rosario,

hace pocos meses, sentía un dolor muscular fuerte. Uno

de los sonidistas le regaló la estampita y la molestia desapa-

reció: “Yo tengo muchos santos que me cuidan, como el

Señor de los Milagros y la Cruz de Chalpón. Y ahora también

llevo mi San Pugliese”.

El mito atraviesa a artistas de todas las edades. El armoni-

quista Franco Luciani, nacido en Rosario en 1981, dice: “Uno

lleva la estampita porque es parte de un código compartido,

el de los que hacemos música como un trabajo. No sólo los

músicos, sino todos los que de un modo tienen que ver con

esto, desde los sonidistas a los que fabrican instrumentos”.

El violista Charly Pacini, de la orquesta Fernández Fie-

rro –que funciona como una cooperativa, inspirada

en la de Pugliese–, aclara: “Lo de San Pugliese sue-

na demasiado for export. Nosotros rescatamos, por

ejemplo, su espíritu de compromiso político. También,

el legado musical. La orquesta de Pugliese suena con la fuer-

za comparable a una banda de rock”.

Y es que Pugliese sigue partiendo los huesos de quien lo es-

cucha. Ahí radica su primer milagro, el más perdurable.

Adrián Abonizio, con estampa y oración a mano / Foto: Héctor Rio.

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EL HOMBRE DEL PIANOAlexander Panizza

Nacido en Canadá y rosarino por adopción, se desmarca de los estereotipos del ambiente académico. El año pasado recorrió a través de ocho conciertos las 32 sonatas para piano de Beethoven y ahora prepara interpretaciones de Liszt. Un pianista de smoking y alpargatas.

Por Diego Giordano / Fotos: Héctor Rio

PERSONAJES

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Entre abril y noviembre de 2010, Rosario fue, al mismo tiem-

po, sede y testigo de un acontecimiento cultural excepcio-

nal. Resulta inapropiado denominar “acontecimiento” a una

serie de ocho conciertos repartidos en siete meses. Puede

decirse, en cambio, que la ciudad fue sede y testigo de una

secuencia artística única, un work in progress inédito que de-

jará de serlo antes de fin de año, cuando la Editorial Munici-

pal de Rosario complete la edición de los seis discos dobles

que documentan los ocho conciertos en los que Alexander

Panizza recorrió, en el Parque de España, las 32 sonatas para

piano de Ludwig van Beethoven, escritas entre 1795 y 1822,

un extraordinario cuerpo musical al que el director de orquesta

alemán Hans von Bülow definió como “el Nuevo Testamento”.

El caso se revela, en principio, inquietante. Nacido en Canadá,

donde vivió y estudió música hasta los 16 años, rosarino por

adopción, Panizza esquiva deliberadamente los estereotipos

del ambiente académico, un ecosistema cultural exclusivo y

exigente, en el que la seriedad de la materia –las altas esferas

de la creación, los grandes nombres de la música universal–

fuerza posturas y enfoques solemnes, sobre todo cuando se

trata de Beethoven. “No me interesa esa instancia de coliseo

romano en la que todos van a ver qué bien toco, lo que im-

porta es la visión del compositor. En todo caso, mi objetivo es

capturar, dentro de mis posibilidades, el espíritu de una obra,

de una idea”, dice Panizza, que habla de Beethoven con la

misma frescura con la que lo interpreta.

No existe en la región un solo antecedente de un proyecto de

estas características, esto es, el registro en vivo de las 32 sona-

tas en las manos de un mismo pianista. Para dar una pista de la

magnitud de la empresa, vale mencionar que la más reciente

edición del ciclo data de 2005. Se trata de cuatro DVDs que re-

gistran los conciertos que Daniel Barenboim grabó entre junio

y julio de 2005 en Berlín. Claro que Barenboim realizó estos

conciertos sin leer una sola nota. Panizza, en cambio, nunca

quitó los ojos de la partitura, decisión que generó opiniones

encontradas en el ambiente de la música clásica.

“Decidí tocar las sonatas con partitura porque me opongo a

la modalidad de tocar de memoria, un procedimiento que

limita la espontaneidad, la flexibilidad. La partitura me regaló

una libertad absoluta, algo que la vanidad no te permite cuan-

do tocás de memoria porque estás pendiente de no equi-

vocarte. La facilidad para recordar todas las notas que hay

que tocar no necesariamente pertenece a la esfera musical.

Quise dejar de lado un poco esa situación de coliseo roma-

no en la que yo vengo para que me admiren y vean cómo

puedo tocar de memoria determinada obra. Quise mantener

una liquidez musical, evitar la fijación, la rigidez, la cristaliza-

ción. No creo que la música se base en la rigidez del hábito”,

dice Panizza en el jardín de su casa, con gesto despreocupa-

do, como si ignorara que semejante definición, además de

granjearle más de un “enemigo”, dinamita gran parte de la

herencia de Liszt, que al eliminar la partitura de la ecuación

ubicó el foco de atención en el desempeño y personalidad

del intérprete.

Para Panizza, que en este sentido se declara seguidor del pia-

nista ucraniano Sviatoslav Richter, tocar de memoria encierra

al músico en una jaula dorada, haciendo del ejercicio de la

repetición el centro de su performance.

Beethoven, o la búsqueda de lo absoluto

Algunos años atrás, Panizza grabó dos discos con las obras

completas para piano de Alberto Ginastera. En 2010 fue el

turno de las 32 sonatas para piano de Beethoven y, según

cuenta, este año interpretará “mucho Liszt porque se cum-

plen 200 años de su nacimiento”. Para 2013, sus planes in-

cluyen “hacer algo grande” por los 140 años del nacimiento

de Sergei Rachmaninoff.

La expresión “algo grande” seguida del apellido del gran com-

positor y pianista ruso paralizaría de temor a cualquier alma

sensible. Da la impresión de que en sus proyectos, a Panizza

lo guía una pulsión por la totalidad. El pianista responde en-

tre risas: “Al principio, uno entra a una obra por determinado

efecto o pasaje, pero después te empieza a interesar cómo

pensaba el compositor. Cuando tocás una obra te das cuenta

de un montón de cosas del imaginario de quien la escribió.

El tema de las sonatas de Beethoven es muy particular por-

que se trata de un ciclo entero que funciona como un todo

y no hay muchos de este tipo. Yo debo confesar que en la

obra integral de Ginastera algunas cosas me gustan más que

otras. Ahí hay una diferencia importante con las sonatas de

Beethoven. Me gustan las grandes visiones, las panorámicas

de la visión de un compositor. La expresión «universo bee-

thoveniano» es realmente apropiada porque al ver y oír este

lienzo completo te das cuenta de que ahí está todo, y eso es

lo que me interesa hacer. No me gusta programar recitales

tipo popurrí de nueve compositores”.

Los críticos musicales más destacados coinciden en la defi-

nición de Panizza respecto de la rotunda unidad cualitativa

que distingue al ciclo integral de sonatas para piano de Bee-

thoven. Claro que el compositor no sabía que iba morir en el

momento que lo hizo, por lo que nunca podrá saberse si la

escala número 32 de su extraordinario viaje pianístico era la

última en su planificación.

Más allá de las hipótesis, Panizza cree que el final del ciclo

cumple con su función de cierre: “El final es muy poético,

genera una síntesis. Y no me canso de señalar que es un ciclo

que no tiene puntos flojos. Incluso aquellas sonatas más chi-

quitas son pequeñas joyas, cosa que no sucede en la mayo-

ría de las integrales. Mozart o Haydn tienen algunas sonatas

más débiles que otras. En Beethoven hay una visión. Yo me

identifico mucho con el talento de Beethoven. Ojo, no me

estoy comparando sino que digo que en las características

del talento de Beethoven encuentro cosas con las que me

identifico. Hay distintas clases de talento. El de Mozart es un

talento casi divino, natural, espontáneo. Las partituras de Mo-

zart no tenían errores ni correcciones. La clase de talento de

Beethoven incluye un componente muy fuerte de voluntad,

de desarrollar las ideas, de búsqueda. El tenía que manejar

y manipular el material, agotarlo, para llegar a su idea final.

Yo me siento muy cercano a eso. Considero que tengo una

buena cantidad de talento, no siento que tenga límites, pue-

do tocar lo que quiera. Pero al mismo tiempo necesito em-

paparme del proceso, aprender del esfuerzo. En Beethoven

se asiste a esa lucha”.

Los últimos años de Beethoven estuvieron marcados por la

sordera y los problemas económicos. Se trata, también, del

período en que compone nada menos que la Novena Sinfo-

nía y en que, según Panizza, su música pulverizó todos los lí-

mites, precisamente como consecuencia de su enfermedad.

“Vengo leyendo y pensando mucho en el proceso composi-

“Me opongo a tocarde memoria, un procedimiento que limita la espontaneidad, la flexibilidad.”

PERSONAJES

Page 21: 32 Pies #1

tivo de Beethoven –dice–. Me gusta definirlo como un com-

positor atómico, va construyendo su música de un modo

muy metódico, es fascinante comprender ese proceso. Era

un compositor de ideas y a mí me interesan más las ideas

que el proceso en sí de tocar. Me encanta tocar el piano pero

me interesa mucho pensar cómo se va planteando una obra,

la búsqueda que la guía. Beethoven era un gran humanista,

tenía un gran optimismo, a diferencia de Mahler o Chopin.

Y me resulta muy conmovedor pensar su obra a partir de lo

que le pasó. Creo que de no haber sido por la sordera, él no

habría podido desarrollar muchas de sus ideas. Quiero decir,

la sordera lo desligó de las limitaciones tecnológicas de los

instrumentos de la época y pudo hacer una abstracción total.

Todo eso te hace preguntarte qué es la música”.

Y sí, los más grandes artistas obligan no sólo al resto de los

mortales sino también a otros artistas a formularse las más

grandes preguntas. ¿Qué es la música? En principio, se tra-

ta del arte más abstracto; ritmo, armonía y melodía pueden

resolverse a partir de cálculos matemáticos. Pero claro, este

concepto apenas sirve para una respuesta parcial.

La conexión Salgán

Lo concreto es que, con sus manos, Panizza convierte en

física la pura abstracción beethoveniana. Entonces, una vez

más, para que responda el alquimista, ¿qué es la música?:

“Lamentablemente, la transición de la música, que es un fe-

nómeno auditivo, se produce visualmente, por lo menos en

la música clásica: ahí está la partitura. Pero se trata de una

traducción y entonces aparecen desafíos de tipo filosófico:

¿cómo tomás lo que ves?, ¿qué es ser fiel a una partitura?

Yo soy muy poco absolutista. Mis amigos me cargan porque

dicen que nunca puedo dar una respuesta de sí o de no. Una

vez me preguntaron cómo jugaba al tenis y yo empecé con

mis largos rodeos: «y… lo que pasa es que…» (risas). Creo

que esa falta de definición es por esto de lo que hablamos.

Todo se trata de posturas, posiciones que uno toma: podés

tomar A o B y cada uno tiene sus fundamentos. Cuando uno

toca, se pregunta por qué la música te moviliza. Entonces

empezás a entrar en el lenguaje musical y a notar las tensio-

nes armónicas y cómo funcionan, y por qué cuando lo hace

el pianista A suenan tan bien y cuando el pianista B lo hace

no suenan bien. Hay gente que en el escenario provoca eso,

sólo por estar ahí uno les presta atención”.

El árbol genealógico de Panizza abunda en ramas musicales:

su tío abuelo Mario Maurano fue director de la orquesta de

Radio El Mundo y responsable de la banda sonora de muchas

películas de Libertad Lamarque; otro tío abuelo, Jorge Faso-

li, fue primer saxofonista de la orquesta de jazz de Eduardo

Armani y recibió de manos del príncipe de Gales un saxo de

plata en miniatura, luego de un concierto en el paquetísimo

Alvear Palace de Buenos Aires. Otro Fasoli, Lidio, fue pianista

de la orquesta típica de D’Arienzo. Para completar el ADN

musical de Alexander hay que sumar a la lista los nombres

de su abuela paterna Ester y de su hermana Electra, que en

la década del 20 dirigieron en Rosario el conservatorio Fasoli.

Pero la mayor sorpresa se la dio Rubén, su padre, cuando

Alexander cumplió siete años y encontró un piano en el co-

medor de su casa. No solamente porque en ese mueble hecho

de madera y cuerdas estaba la forma de su futuro sino porque

su padre se sentó y comenzó a tocar con la desenvoltura de

un experto, algo que nunca había hecho delante del pequeño.

Protagonista y director de esa epifanía, Rubén trazó con pulso

firme las líneas de la vida en las manos de su hijo.

“Mi papá era muy talentoso, nunca estudió formalmente pero

tocaba tango y jazz. El tenía una visión muy idealizada del

concertista. Eventualmente, me transmitió esa idea y yo nun-

ca dudé de que ese era mi destino. Creo que me benefició

que él haya sido un diletante que veía todo color de rosa. A

mí se me pegó esa visión. El quería enseñarme a tocar y por

eso tuvo una gran pelea con mi mamá, Estela. Afortunada-

mente, primó la cordura de mi mamá y comencé a tomar

clases con una profesora en Toronto. Eso duró dos años, lue-

go ingresé en el conservatorio y terminé mis estudios antes

de venir a la Argentina. Salí con la idea de que me había reci-

bido de concertista (risas). En ese momento, mi papá reforzó la

idea de venir a la Argentina. El no pegaba ni con cola con la vida

canadiense, en la que todo funciona bien, en la que te va muy

bien si sos metódico”, cuenta Panizza.

Para comenzar una carrera de concertista se necesitan, además

de talento y disciplina, buenos contactos. En la Buenos Aires de

fines de los años 80, el padre de Alexander no los tenía. Su so-

lución refleja esa mezcla de talento y amateurismo que su hijo,

en aquel entonces un adolescente, recuerda con una sonrisa:

desde Canadá, llamó por teléfono a su ídolo, el pianista Horacio

Salgán, para comentarle su proyecto de radicarse en Buenos

Aires y hacer de su hijo un gran concertista. “Hoy lo recuerdo

39

y me sigue pareciendo increíble –dice Panizza–, eran las cosas

que hacía mi papá. Salgán nos citó en una confitería cerca de

su casa. Charlamos un rato y luego nos fuimos a su casa, en la

calle Cabello. Salgán fue no sólo mi primer público argentino

sino el primer pianista argentino que me escuchó”.

Del tour de compras a clase

La llegada de la familia Panizza a la Argentina fue traumática.

En 1988, después de dieciséis años en Toronto, Rubén y Este-

la decidieron volver con la idea de invertir el dinero ahorrado

en algunos negocios, y de darle al eximio pianista que ya era

Alexander un contexto cultural más activo para su carrera.

El momento elegido, el preludio de la crisis que vivió el país

en 1989, no fue el mejor. Poco tiempo después, los ahorros

se habían esfumado y a los Panizza sólo les quedaba una vie-

ja casa en el pasaje Rosales, en Rosario. En el centro del úni-

co ambiente se ubicó un piano de cola, por lo que la familia,

a la hora de dormir, se amuchaba en los rincones.

Si bien quedó fascinado con la vida argentina, los problemas

no tardaron en aparecer. “Hay cierta cosa caótica de la Argen-

tina que yo aprecio mucho, acá siempre estás renaciendo,

saliendo adelante. Al principio, por ignorancia, tenía la idea de

que íbamos hacia la periferia de la civilización. Pero al mismo

tiempo, en aquel momento, Buenos Aires era muy superior a

Toronto en cuestiones culturales. Yo nunca sufrí la partida de

Canadá. Por diferentes motivos terminamos instalándonos en

Rosario. En aquel entonces yo tenía nivel para entrar al pro-

fesorado de música pero no había terminado la secundaria.

Pensé también en anotarme en el último año de la escuela

media para no estar un año inactivo, mientras terminaba la

secundaria. Pero no me lo permitieron”, cuenta el pianista.

Si en Canadá la vida cotidiana y los derroteros de la burocracia

La mayor sorpresa se la dio Rubén, su padre, cuando Alexander cumplió siete años y encontró un piano en el comedor de su casa.

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Datos para un CV

Alexander Panizza nació en Toronto, en 1973, donde comenzó

una formación musical que se completaría en Argentina,

Francia, Inglaterra y Suiza. A lo largo de su carrera ha interpretado

obras de Brahms, Rachmaninoff, Tchaikovsky, Chopin,

Beethoven y Schumann. En su paso por el Royal College of Music

de Londres, recibió el Premio Esther Fisher 2000 a

la mejor interpretación de música francesa, el Premio

Frank Heneghan 2001, por su versión de los Estudios de Chopin,

Rachmaninoff y Scriabin, el Premio Cyril Smith 2001, por su

ejecución del Concierto para piano N° 3 de Rachmaninoff,

y la Medalla de Oro Hopkinson y el Premio Shimmin en el

principal concurso para pianistas de esa institución.

Como solista ha actuado, entre otras, con las orquestas

Filarmónica de Buenos Aires y Sinfónica Nacional (Argentina),

Bruckner Akademie (Alemania), Iasi Symphony (Rumania),

Exeter Symphony, KCYO y LSSO (Inglaterra), Orquesta del

Siglo XXI (España), Orquesta Nacional de Chile, Sinfónica

Nacional de Panamá y Filarmónica de Montevideo. Además,

actuó junto a las orquestas de Rosario, Entre Ríos, San Juan,

Santa Fe, Bahía Blanca, La Plata, Universidad Nacional de Cuyo,

Salta, Tucumán y Mar del Plata.

En 2009 recibió el premio Konex en la categoría pianista

de música clásica.

tienen su lógica, Panizza encontró que en la Argentina de la

hiperinflación su ingreso a la vida académica iba a tener visos

insólitos: “Me encontré en una situación ridícula, rindiendo el

examen de ingreso para el primer año del ciclo medio con

una sonatina de Clementi, cuando yo ya tocaba Estudios de

Chopin… Eso me ganó muchos enemigos porque parecía que

me pasaba de vivo”. Ya en Rosario, se instalaron en 3 de Febre-

ro y Oroño, en una casa muy chica. “La planta alta la hizo mi

papá, ladrillo por ladrillo. En 1991 tomé la decisión de volver

a Canadá porque acá estaba muy difícil”, agrega el pianista.

A último momento, cuando uno de sus hermanos regresa-

ba a Toronto con la idea de enviarle un pasaje de avión, el

amor hizo su aparición de varita mágica y el plan de volver a

Canadá se fue alejando del proyecto de Alexander: “Conocí

a Cintia el mismo día que mi hermano volvió a Toronto. Eso

demoró los planes de volver a Canadá y comencé a traba-

jar de profesor particular. Así pude pagarme las clases con

Roberto Caamaño en Buenos Aires, a quien me recomendó

Nora Alvarez. A Caamaño le estoy muy agradecido, yo tenía

muy poca plata y él me decía que le pagara cuando pudiera.

Así que una vez por mes, me subía a una Traffic que iba a

Once a un tour de compras. Estudiaba tres horas con Ca-

amaño y volvía entre las bolsas de ropa de la gente. Después

de la muerte de Caamaño tomé clases con Aldo Antognazzi.

Más adelante viajé a Europa y estudié en Suiza con Alexis Go-

lovine, en París, con Emile Naoumoff y en Londres, con Irina

Zaritzkaya”. De la simetría canadiense al desorden argentino,

de Beethoven a la admiración por los grandes pianistas del

jazz, Panizza parece haber construido su carrera vistiendo

smoking y calzando alpargatas. Una fórmula personal.

“Me subía a una Traffic que iba a Once en un tour de compras. Estudiaba en Buenos Aires y volvía entre las bolsas de ropa de la gente”.

PERSONAJES

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Desde su primera edición en 2004, el Encuentro de Músicos

se instaló en la agenda cultural de Rosario con la contunden-

cia de un proyecto colectivo que no sólo permite la difusión

de nuevas expresiones sino que funciona como laboratorio

de pruebas a la hora de pensar el modo en que la tradición se

mezcla con las nuevas tendencias.

El Encuentro de Músicos presenta dos diferencias de peso

con respecto a los festivales folclóricos tradicionales. En pri-

mer lugar, los organizadores son músicos enrolados en la

OTRAS VOCES, OTRO CANTO

Tradición y nuevas tendencias

corriente estética que se intenta difundir y, por lo tanto, la se-

lección de quienes se presentan en los escenarios y al frente

de los talleres de formación son elegidos según un criterio

artístico y no según los criterios impuestos por el mercado.

La segunda diferencia radica en el intercambio. Además de

los numerosos conciertos, el Encuentro tiene su razón de ser

en los talleres y seminarios que dictan sus protagonistas. De

aquí la idea de encuentro de músicos.

La historia de esta cita anual con la expresión musical nati-

va guarda algunos momentos inolvidables, entre los que se

cuentan las actuaciones de referentes insoslayables como

Mercedes Sosa, el Dúo Salteño, Juan Falú, Suma Paz, Hilda

Herrera, Manolo Juárez, Norberto Minichillo, Chango Farías

Gómez, Oscar Alem, Teresa Parodi, Anacrusa, Peteco Cara-

bajal, Raúl Carnota, Grupo Vocal Argentino, Lucho González,

Ildo Patriarca, Ramón Ayala. A esto hay que sumar el aporte de

las expresiones innovadoras de nuevas generaciones: Lilián

Saba, Aca Seca, Carlos Aguirre, Lito Vitale, Liliana Herrero, Ma-

riana Baraj, Chango Spasiuk, Horacio Castillo, Facundo Ramí-

rez, Silvia Iriondo, Lorena Astudillo, así como los exponentes

locales dentro de esta búsqueda estética como Jorge Fan-

dermole, Myriam Cubelos, Madrigal, Juancho Perone, Martín

Neri, Marcelo Stenta, Damián Verdún, todos artistas compro-

metidos con la organización del evento.

El Encuentro cuenta con el auspicio de la Secretaría de Cultura

de Rosario y del Ministerio de Innovación y Cultura de la pro-

vincia de Santa Fe. En la edición 2010 se sumó la Secretaría de

Cultura de la Nación. Entre los artistas programados figuran el

dúo conformado por la cantante chilena Francesca Ancarola y

el pianista entrerriano Carlos Aguirre, Chacho Echenique, Gato

Encerrado, el pianista Alejandro Manzoni, Luis Baetti y el trío

Sebastian Macci, Fernando Silva y Claudio Bolzani, a los que se

sumarían Víctor Heredia y Puente Celeste, entre otros.

Los espíritus inquietos saben que tienen una cita con lo mejor

del folclore porque, como dicen los organizadores, “en los

márgenes y las orillas de los discursos hegemónicos siempre

quedan lapsus por donde se filtran otras voces, otro canto.

Y así persistieron a los embates del pragmatismo propuestas

estéticas que recogieron lo mejor de aquellos frutos que se

gestaron y maduraron bajo la pluma y las armonías de los más

grandes poetas y músicos que ha dado nuestro cancionero”.

Los organizadores en el cierre del Encuentro 2007.

ENCUENTRO DE MÚSICOS

CURSOS Y TALLERES

El dictado de talleres tendrá como sedes al Parque de España,

el Centro de Expresiones Contemporáneas, la Casa del Tango

y el Museo de la Ciudad. Además de ofrecer un concierto

junto a Carlos Aguirre, Francesca Ancarola dará un taller

de canto, mientras que la destacada pianista Lilián Saba hará

lo propio sobre ensamble instrumental. Marcelo Moguilevsky

–de Puente Celeste, compositor y multiinstrumentista–

brindará un seminario sobre vientos. Realizarán talleres

el pianista Pablo Fraguela, el guitarrista Néstor Gómez, el

charanguista Rolando Goldman y Jorge Fandermole. También

participarán Fernando Silva, Fernando Carmona, Tiky Cantero

y Diego Petrelli. Más información:

www.encuentrodemusicos.com.

Entre el 16 y el 21 de agosto se desarrollará la octava edición de una singular convocatoria. Artistas de todo el país brindarán talleres, seminarios y conciertos en los teatros Lavardén y La Comedia.

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RISAS, RIMASY ROCK AND ROLL

Cuarteto de Nos

Con más de 30 años de carrera, el éxito internacional del grupo uruguayo es más o menos reciente. ¿Qué hay en esta banda que atrae a padres e hijos y convoca, como pocas en Sudamérica, a un espíritu de rebeldía que celebra el humor?

Por Pablo Makovsky

¿Qué canciones en español tienen rimas con términos como

Schindler, Google o hipotenusa? Sí, las del Cuarteto de Nos.

Y no es que los malabarismos con las rimas vengan con un

certificado de calidad, pero en esa extranjería delirante se

juega mucho de lo que esta banda de rock uruguaya viene a

decir o, mejor, a no decir.

Las rimas de Roberto Musso —guitarrista y compositor: “Que

no vio luz al final del túnel, que no encontró paz ni buscán-

dola en gúguel”, canta en “Miguel gritar”— parecen parodias,

pero nunca sabemos bien qué es lo que parodian, no encon-

tramos el original de esa parodia.

Las canciones que el Cuarteto de Nos ha perfeccionado en

sus dos últimos discos, Raro (2007) y Bipolar (2010), como

“Yendo a la casa de Damián”, “Ya no sé qué hacer conmigo”,

Foto: Matilde Campodónico.

BANDA INVITADA

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46

47Foto: Juampi Bonino.

“Breve descripción de mi persona”, “Mi lista negra”, entre otros,

tienen de particular que el rasgo de humor que tenían sus

temas anteriores —más de 30 años de carrera: empezaron

en Montevideo a los 18 años, en 1980, nos cuenta Santiago

Tavella, bajista y compositor— se corrió de la historia, de las

situaciones de absurdo que solían desplegar en composicio-

nes como “El día que Artigas se emborrachó”, o “Zitarrosa

en el cielo”. Así, el humor es un efecto del lenguaje, de la

rima, del hallazgo de unos términos a veces estrafalarios que

estallan en el mecanismo de la canción: nos reímos, bien no

sabemos de qué; la risa por la risa misma.

Pero es que el Cuarteto de Nos no es un grupo cómico, sino

un grupo de rock. Y entonces reír con sus canciones es parte

de algo que, para decirlo con la cita de Leonard Cohen, “está

ahí pero no es del todo real, o es real, pero no está exacta-

mente allí”.

Ese corrimiento es tal vez el meollo del asunto en la historia

del Cuarteto. Le pregunto a Tavella cómo era la escena del

under montevideano en los 80, cuando arrancaba el grupo.

Dice: “Mirá, te diría que previo al 85 todo giraba en torno a

esa cuestión de autor; el canto popular y lo que podía tener

que ver con el rock no estaba muy aceptado, se tenía la idea

de que el rock tenía que ver con el imperialismo, esas cosas.

Y dentro de ese contexto no pegábamos mucho. No sé si era

porque hacíamos algo rockero, pero el tema del desenfado

era visto como una cosa medio frívola. Entonces, después

del 85 comenzó a gestarse una movida de rock más o menos

importante, pero de la que también estuvimos medio al mar-

gen. Tocamos en festivales y todo eso, pero siempre estaba

ese estigma: los cantopopu (se refiere a los que hacían canto

popular) nos decían que lo nuestro no era comprometido,

y los rockeros nos decían «eso no es rock and roll». Y así se

dio, no tanto con los músicos, con los que siempre hubo

muy buena onda, sino a nivel de organizadores y de público.

Como que querían las cosas claras y nosotros no encajába-

mos mucho. Eso es lo que nos pasó toda la vida: qué es lo

que hacen estos muchachos en este mundo. Y creo que es

lo que nos llevó a tardar mucho más en encontrar un lugar,

porque lo tuvimos que fabricar”.

En su respuesta, en la cafetería de un hotel de Rosario,

mientras se toma un café con leche que acompaña con un

sándwich tostado, Tavella también pronuncia una especie de

excusa: “Aunque tampoco somos la recontra vanguardia ni

nada por el estilo”, dice.

Y en esa excusa hay como un tanteo. Como si él y sus compa-

ñeros de grupo hubiesen tanteado de qué se trataba toda esa

cruza de cosas: hacer rock, pop, humor, ser uruguayos.

Cierto, los temas tienen su regularidad, su convencionalidad

—de otro modo hubiese sido imposible el éxito internacional,

el haber estado postulados a un Grammy en 2010 por Bipo-

lar—, pero también hay algo de cierta canción de rock que se

desvía, sobre todo en las composiciones de Raro, de Bipolar:

temas que, escritos en una primera persona por lo general

enfadada, declaran algo, escupen su verdad como los temas

generacionales cantados por la primera madurez del rock

inglés a fines de los 60, pero lo hacen con un desenfado

rioplatense. Temas al modo en que los Who declaraban sus

principios en “My Generation”, acá declaran otras cosas en

las que los conceptos y la ideología son esquivos: “Ya me reí

y me importó un bledo de cosas y gente que ahora me dan

miedo./ Ayuné por causas al pedo, ya me empaché con pollo

al spiedo./ Ya fui al psicólogo, fui al teólogo, fui al astrólogo,

fui al enólogo./ Ya fui alcohólico y fui lambeta, ya fui anónimo

y ya hice dieta./ Ya lancé piedras y escupitajos, al lugar donde

ahora trabajo/ y mi legajo cuenta a destajo, que me porté

bien y que armé relajo” (“Ya no sé qué hacer conmigo”).

Al fin y al cabo, hay una especie de ontología en sus cancio-

nes: “No somos latinos”, “No quiero ser normal”, o la milonga-

pop “Breve descripción de mi persona”, que Roberto Musso

interpreta en vivo sentado ante una vieja máquina de escribir

(dice unas líneas, por el medio: “No profeso ningún credo, ni

me creo ningún macho, alcohólico no soy pero a veces me

emborracho”), postulan unas máximas en torno al ser que,

si bien pertenecen a esos principios del rock setentista, aquí

desfilan por una cornisa: como si esos principios estuviesen

allí para erigir algo y, también, para demolerlo.

En la Rolling Stone, en una entrevista que le hizo Julieta Ve-

negas al Cuarteto, en el 2008, cuando salió Raro: “Cuando

escuché el disco —dice la Venegas— me dieron ganas de re-

belarme”. Raro y Bipolar, los discos de la era Juan Campodó-

nico (productor, Dj, ex Peyote Asesino), los dos con su cosa

medio oscura, son una rara mezcla de desencanto y rebeldía

—y esto le digo a Tavella—, traen una suerte de “juventud ex-

tendida” (una extended version de la juventud) en esa trama

de letra y música estridente, aunque prolija. ¿De ahí esa inspi-

ración a la rebeldía de la que habla Venegas? ¿Se trata de una

rebeldía porque acá aparecen, al modo ambiguo, “bipolar”,

de la modernidad tardía, las polvorientas consignas desarticu-

ladas del rock, como un viejo sueño al que saludamos y con

el que recordamos quiénes íbamos a ser?

Por correo electrónico, antes de vernos, Tavella escribe:

“Creo que la única aclaración a hacer es que la rebeldía que

puede verse en las canciones nuestras no es programática o

ideológica, creo que es más bien una crónica subjetiva de la

relación de uno con el entorno social”.

Justo. En el libro Después del rock, Simon Reynolds dice que

“Nos decían «Eso no es rock and roll». Eso es lo que nos pasó toda la vida: «Qué es lo que hacen estos muchachos en este mundo». Y creo que es lo que nos llevó a tardar mucho más en encontrar un lugar, porque lo tuvimosque fabricar”.

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la historia del rock está llena de “revoluciones intermitentes”.

Fuimos una noche a ver el Cuarteto de Nos con mi familia

a Willie Dixon en Rosario —mi esposa, mi hija de 14 años— y

nos encontramos con mucha gente de mi edad, cuarentones

avanzados que también llevaban a sus hijos, además de mu-

cha gente joven, claro. “Es como ir a un recital de Luis Pescetti

—le digo a una amiga que vigila dónde quedó su niña, allá en-

tre la barra de tragos y el escenario—, pero con pogo”. Las can-

ciones del Cuarteto —para volver sobre lo de la intermitencia

de Reynolds— revisitan esa relación titilante en la que padres e

hijos se encuentran en el rock. De hecho, cuenta Tavella, entre

gira y gira todos llevan una vida bastante normal, todos son

padres, salvo Roberto Musso, que está a punto de serlo.

Uruguayos

Cuánto de uruguayo hay en la música del Cuarteto es algo

que está por verse y no cabría su análisis en estas líneas. Sin

embargo, hay una uruguayeidad que se palpa en la dimen-

sión de las historias de las canciones, en algunos términos

a los que no escapan: me acuerdo de “yesquero” (encende-

dor), “soutien” (corpiño), etcétera. Incluso hay un video del

último disco, del tema “Miguel gritar” que es, tal vez en su

sarcasmo, uno de los paisajes más uruguayos que puedan

verse en YouTube: el demorado aire de pueblo, con niños a

los que se les caen los helados y chicas que juegan al pool

y mascan chicle en un club que deviene boliche. Si hay algo

sobre lo que el Cuarteto ironiza es la uruguayeidad (la can-

ción de Artigas borracho, la de la ficticia guerra entre Argen-

tina y Uruguay por la nacionalidad de Gardel).

“Lo que decís de esa cuestión de la identidad uruguaya —dice

Tavella—: siempre veo que hay una especie de identidad (de

Uruguay o de cualquier lugar), que es una identidad mains-

tream, que es cómo se supone que son los uruguayos, o los

argentinos, una suerte de estereotipos. Como en una feria de

artesanías, que es lo que pasa en la música, en la literatura, el

cine, en todo. A mí me interesa cuando empiezan a pasar otro

tipo de cosas que no siguen ese patrón pero te das cuenta

de que son muy propias de ese lugar. Nosotros, por ejemplo,

musicalmente no jugamos con ninguna de las cosas que se

entienden como típicamente uruguayas, sin embargo, creo

que en las cosas que tienen más que ver con el lenguaje es

donde más se nota esta relación con Uruguay. Para mí ésas

son las cosas que más tienen que ver con una identidad, que

es un proceso dinámico, no una cosa cerrada”.

Y dice también Tavella: “El rock tiene un perfil bastante indivi-

dualista, te diría que cuando el rock se hace muy social deja

de ser un poco lo que es realmente. Por otra parte, en Uru-

guay no existen esos rockeros, esa gente que encuentra en el

rock un estilo de vida. Todos hacemos otras cosas. Tenemos

otros trabajos. La norma es un poco esa. Pienso que mi hijo

posiblemente viva de la música si toca en varios lugares, si

produce y graba discos, pero en Uruguay no es viable, ni lo

que sucede en Argentina”.

Sin embargo, el disco Otra Navidad en las trincheras, de

1994, puso al Cuarteto de Nos segundo en ventas después

de Mediocampo (1984), de Jaime Roos, el disco más vendido

en la discografía oriental (y hay que aclarar, 20.000 discos

vendidos en un país de 3 millones de habitantes es una suma

grossa). “Pegamos mucho con ese disco, pero éramos el úni-

co grupo de rock con éxito comercial, los demás eran muy

under. Entonces no había una infraestructura como para salir

a hacer eso, que fue lo que procuramos hacer en el 2000,

cuando pensamos en salir a trabajar a otro nivel, más allá

de Uruguay. En 2004, entonces, hicimos una recopilación de

nuestros temas más conocidos, tocados como los estába-

mos tocando en ese momento. Ahí nos dimos cuenta de que

nos estábamos convirtiendo en algo así como un clásico en

el imaginario uruguayo. A partir de ese disco, previo a Raro,

nos vieron más en serio”.

En Raro fue decisivo el papel de Juan Campodónico en la

producción del disco. “Los discos que se producían en Uru-

guay en esos años —dice Tavella— eran muy caseros. Sobre

fines de los 90 está toda esa movida de la que participa El

Peyote Asesino, la banda de Campodónico, como que ahí

se aprenden muchas cosas y la generación que las toma es

la de bandas como No Te Va Gustar y La Vela Puerca, que

se pusieron unos objetivos de calidad mejores que los que

BANDAINVITADA

Si hay algo sobre lo que el Cuarteto de Nos ironiza es la uruguayeidad: la canción de Artigas borracho, la de la ficticia guerra entre Argentina y Uruguay por la nacionalidad de Carlos Gardel.

había y lograron un producto que se podía pasar en radio en

cualquier lugar del mundo, y nosotros, que éramos mucho

mayores, dijimos: ‘Vamos a hacer lo que están haciendo es-

tos pibes’. Porque la idea de lo que éramos estaba. Con las

diferencias: los discos de los 80 son como más surrealistas,

de humor negro. Lo de los 90 era más procaz, medio ado-

lescente, aunque ya no lo éramos. Y lo que estamos hacien-

do ahora creo que son canciones que tienen un vínculo un

poco más claro con la realidad. Y ahí es como que se da un

fenómeno de identificación de la gente, la gente escucha las

canciones y se ve en ellas. No sé si tiene que ver con cierto

realismo, pero la gente lo toma como que tienen que ver

con lo que les pasa en la vida. Oímos muchas veces: ‘Esta

canción es para mí’, nos dicen mucho eso”.

Primera persona

Pregunta: al escuchar los hits se nota que antes estaba más

presente un humor que se desprendía de la historia. Aho-

ra lo que hay en juego son algo así como declaraciones de

principios. Dice Tavella: “Sí, una de las cosas que veíamos en

Raro y Bipolar es que cuando las canciones no son en prime-

ra persona es como si lo fueran. Por ejemplo, en los discos

nuestros de los 80 había mucha canción de inventar un per-

sonaje, con nombres muy traídos de los pelos, y de alguna

manera eso pone una distancia, por ejemplo “Soy una vieja”

era una canción en primera persona y sonaba muy extraño

que cuatro tipos en un escenario cantaran que eran una vie-

ja. Por más que escribir en primera persona no significa que

uno sea el narrador y piense todo eso. Es el caso de Bret

Easton Ellis cuando escribió American psycho en primera

persona. Hay entonces una aproximación a cierta cuestión

más individual que curiosamente la gente toma”.

En esa opción por lo individual, por la primera persona, hay

como una radiación política. Y dice Tavella: “Siempre es una

cosa vista desde una subjetividad y no afiliada a ningún pro-

grama político. Pero sí, porque uno es más o menos progre.

Pero las resoluciones de lo que uno es políticamente resultan

mucho más pobres que lo que uno puede hacer en una can-

ción, que creo que te abre a muchas interpretaciones, antes

que las canciones que declaran algo”.

La cita de Easton Ellis hace pensar en los cruces de lecturas

en un grupo de cuatro que llevan treinta años juntos. Ha-

blamos de las bandas de rock de los 90, que recuperaron

la estética de las vanguardias de los años 20 y en las que se

percibe hasta cierta predilección por el cine y el teatro surre-

alistas. Menciono que si bien en Uruguay no es muy prolífica

la literatura de humor, están Felisberto Hernández o Mario

Levrero, que abundan en el absurdo.

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51

“Mirá —dice Tavella—, Levrero es de las cosas que leímos

cuando éramos jóvenes. Entre los 15 y los 18 años íbamos

mucho al teatro. Sobre todo al Teatro del Absurdo, que como

era medio hermético podía hacer cosas durante la dictadu-

ra. Alberto Restuccia y Luis Cerminara, que introdujeron el

teatro del absurdo, fueron dos tipos muy importantes den-

tro de nuestra cabeza. También los libros de Woody Allen,

como Sin Plumas, Cómo acabar de una vez por todas con

la cultura, los sabíamos de memoria; o Julio Cortázar. En esa

época (mediados de los 80) había leído toda la literatura la-

tinoamericana y Cortázar era el que más me interesaba. La

cuestión Beatle también está presente en cómo manejamos

las canciones, pero hay otras influencias a nivel conceptual

que vienen de cosas que no tienen que ver específicamente

con la música. Nosotros nunca fuimos de un palo y siempre

fuimos muy permeables a otras cosas, nunca nos considera-

mos como rockeros. Los 80 en Uruguay tuvieron una noto-

ria influencia del rock argentino, pero yo creo que nosotros

teníamos una fuerte voluntad de diferenciarnos. Y en rock

siempre preferimos escuchar los originales anglosajones que

escuchar en el Río de la Plata a un grupo que hacía ‘onda

Hendrix’ o cosas así”.

No es novedad que el Uruguay ha hecho —por razones his-

tóricas— cierto culto a la pérdida. Y es que en esa pérdida

hay como la renuncia a la grandeza, lo que vuelve lejano y

más grande lo perdido: un sueño inconcluso, pero también

un horizonte. Las canciones del Cuarteto —sobre todo las

últimas—, tienen como protagonista muchas veces a un per-

dedor, de alguna forma un “perdedor provinciano”, alguien

que hace un breve trayecto, ya sea a “a casa de Damián”, o el

del ómnibus en “Invierno del 92”, o el que muestra el video

de “Miguel gritar”; entonces ese perdedor provinciano, decía,

que no ostenta ninguna grandeza, viene a espetarnos con

desenfado su pequeña historia. Y es esa pequeñez y ese des-

enfado lo que hace titilar un horizonte enorme.

El Cuarteto no es un grupo cómico, sino ungrupo de rock. Y entonces reír con sus canciones es parte de algo que, para decirlo con la cita de Leonard Cohen, “está ahí pero no es del todo real, o es real, pero no está exactamente allí”.Foto: Juampi Bonino.

“Paso revista y veo al patrón clasista que me echó porque le

surgió en su terapia conductista/ y por oportunista están él y

su analista/ en mi lista hay gente que se pasó de lista/ Además

están esos que no estuvieron cuando yo esperaba que

estuvieran ahí/ y los que de mí se rieron cuando caí, esos

también están aquí/ mi lista es amarga y es más larga que

el número pi/ Mi lista es mi tratamiento en épocas de

abatimiento/ es mi escondite y mi aliento frente al

padecimiento/ Es mi primer y único mandamiento, es un

documento/ y en ella están los nombres causantes de mi

sufrimiento/ no miento, mi lista es mi instrumento y no sabe

de miramientos así que lo siento,/ que la muestre o que la

preste/ va a ser más difícil que verle la sombra al viento”

(De “Mi lista negra“).

“Para funcionar (tengo que estar sedado)/ si quiero agradar

(tengo que estar tomado)/ para no enloquecer (tengo que

estar dopado)/ para sentir placer (tengo que estar boleado)/

a mi cumpleaños (tengo que ir sedado)/ cualquier decisión

(la tomo dopado)/ a pagar impuestos (tengo que ir dopado)/

si tengo un velorio (tengo que ir boleado)” (De “Natural“).

“Mis hijos sólo quieren/ adelantar mi entierro/ por la casa

y el dinero/ y yo no digo nada/ para que estén conmigo/

almorzando los domingos.// Tengo que obedecer/ porque

soy una vieja/ me tengo que joder/ porque soy una vieja/

ya ni puedo tejer/ porque soy una vieja./ Los guachos de la

cuadra/ si salgo maquillada/ me escupen y me tiran piedras/

se ríen de mi aspecto/ no tienen respeto/ y yo no les digo

nada” (De “Soy una vieja).

www.cuartetodenos.com.uy

JIRONES DE LETRAS

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UN DÍA UN GATO

Leandro Barbieri, el artista detrás de la leyenda

Estudió clarinete durante su infancia en Rosario y lo cambió primero por el saxo alto y después por el tenor. Sigiloso, inapresable y nocturno, desde fines de los 60 recorre los grandes escenarios del jazz. Una historia recuperada por el sitio La música de Santa Fe.

El jazz es, por naturaleza, nocturno. Sucede de noche, pero,

además, el solo tiene algo del acecho de los cazadores que

andan a esa hora, del arranque veloz y del freno repentino,

del engaño, de lo que parece que irá en una dirección y, no

obstante, dispara en otra. Es posible que sea por eso que a

Leandro Barbieri lo llamaron “gato”. O por su andar en las

oscuridades de las calles porteñas a fines de los cincuenta y

comienzos de la década siguiente, con el saxo colgado de

un hombro. “No era el centro del mundo sino una ciudad

inmensa y oscura. Y al final de la calle, detrás de esos edifi-

cios negros, flotaban unos resplandores. Buenos Aires bajo la

noche era un vivac. Más allá empezaba el campo de batalla”,

escribía David Viñas en el final de Dar la cara, una novela pu-

blicada en 1963 y ambientada en 1958, que daba cuenta, con

una inocultable mirada bélica, de una ciudad donde había,

también, otras guerras.

Eran los años de la autodenominada Revolución Libertado-

ra, de azules y colorados pero, también, de enfrentamien-

tos más secretos, menos notorios. El Bop Club albergaba a

Por Diego Fischerman

los modernos; el Hot Club a los otros, a los que pensaban

que con Dizzy Gillespie y Charlie Parker se había acabado

el jazz. Unos tildaban a sus adversarios de ser tan primitivos

como las músicas que reivindicaban y aquellos combatían

a los primeros por intelectuales y fríos. En los “tradicionales”

no había complejidad ni elaboración y, a veces, ni siquiera

la técnica adecuada para tocar sus instrumentos, decían los

modernos que, a su vez, eran anatemizados por “tocar sin

alegría”. Leandro “Gato” Barbieri, llegado de Rosario, donde

había nacido el 28 de noviembre de 1934 y donde había es-

tudiado clarinete de chico, tocaba, siendo un adolescente,

con la orquesta de Lalo Schifrin, que después se iría con el

grupo de Gillespie y, más tarde, ganaría fortunas con el tema

musical de la serie televisiva Misión imposible. Era uno de

los modernos. El clarinete había cedido su lugar al saxo alto

cuando en 1946, a los 12 años, escuchó a Charlie Parker en

Now’s the time. Y el saxo alto fue reemplazado por el tenor

cuando escuchó a Coltrane. En ese entonces, iba a Uruguay

a conseguir discos. En Buenos Aires, contaba, no había ni

discos ni instrumentos: apenas imaginaban. El Gato se movía

de noche y construía el sonido de una ciudad cosmopolita y

moderna que se superponía a otras ciudades anteriores, sin

reemplazarlas. Buenos Aires aparecía en ese nuevo jazz, que

se filtraba en las músicas en vivo de los canales de televisión,

y en el nuevo cine que tenía a Manuel Antín, Leonardo Favio

y Leopoldo Torre Nilsson como figuras destacadas. Y el saxo

de Barbieri, tocando la música que había compuesto su her-

mano, el trompetista Rubén, era el sonido de El perseguidor,

la película que el también compositor Osías Wilenski dirigió

en 1962 a partir del cuento de Cortázar y con Sergio Renán

como protagonista. Buenos Aires era el octeto que Piazzolla

había fundado en 1955 y el quinteto que creó en 1960 –y que

interesó, sobre todo, al público y a los músicos de jazz– era

la profunda revisión del arte y la historia provocada por el gru-

po Contorno, era la literatura que asomaba con los cuentos

de Cortázar, pero, también, era las revistas musicales de la

calle Corrientes, las “comedias nacionales” donde el cine no

se cansaba de mostrar a las familias argentinas siempre con

un sacerdote, algún estanciero y un militar entre sus miem-

bros; era la orquesta de De Angelis o la de D’Arienzo, con su

brulote “Che, existencialista”, un tango que ridiculizaba, pre-

cisamente, a los nuevos aires que sacudían la ciudad. El Gato

se movía de noche y, tal vez sin saberlo, su nombre ya prefi-

guraba otros destinos. A lo largo de una carrera tan extensa

como imprevisible (gatuna, es claro) nadie tendría, como él,

tantas vidas y tan distintas.

“Los músicos de jazz no me consideran un músico de jazz

y los músicos latinos no me consideran un músico latino”,

dice Barbieri en Nueva York, donde vive desde hace cuatro

décadas. “Si tengo que tocar un tango, puedo; si tengo que

tocar música brasileña, puedo. Y si quiero tocar como Col-

trane también puedo. Pero lo hago siempre con mi firma”.

Quien le habló primero de lo latino, y lo incluyó en ese cam-

po conminándolo a que su música lo reflejara, fue el cineasta

brasileño Glauber Rocha. Antes de eso, el Gato ya andaba

por su segunda vida. En 1962 se había ido a Roma con su mu-

jer, la italiana Michelle. En París conoció al trompetista Don

Gen

tileza

Dia

rio

La

Cap

ital

VIDA Y OBRA

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“Cuando toco el saxo tocola vida, toco el amor, toco la furia, la confusión; yo toco cuando la gente grita”.

Cherry, que había sido miembro del grupo de Ornette Cole-

man en 1959. El antiguo bopper era entonces miembro de la

vanguardia y, junto a Cherry, el Gato grabó dos discos para el

sello Blue Note: Complete Communion (1965) y Symphony

for Improvisers (1966). También tocó con la Jazz Composer’s

Orchestra de Michael Mantler –con la que grabó para el se-

llo ECM la obra Escalator over the Hill, de Carla Bley, donde

también participaban Jack Bruce, el bajista y cantante del trío

Cream (con Eric Clapton y Ginger Baker), Linda Ronstadt,

Enrico Rava y Dewey Redman, entre otros– y, en 1969, fue

parte de otro disco legendario, Liberation Music Orchestra,

del contrabajista Charlie Haden y con arreglos de Carla Bley,

publicado por Impulse. “Me di cuenta de que el free jazz no

era para mí”, dice Barbieri que dijo entonces, y ése fue el co-

mienzo de su tercera vida, en un tercer mundo tan fructífero

como imaginario y con un disco llamado The Third World.

“Pensaba que les robaba a los negros todo lo que hacía, que

el jazz era de ellos”, dijo ese año, cuando llegó a Buenos Ai-

res en 1971 para actuar en el teatro Regina, a la revista Siete

Días. “Y Glauber Rocha me hizo entender que yo, como sub-

desarrollado, tenía los mismos problemas, que yo también

tenía mis raíces musicales”. En ese mismo reportaje el Gato

Barbieri hablaba de un “sonido duro”. En todo caso, si algo,

como la mirada de los gatos, atravesó todas sus vidas como

músico es, justamente, su sonido: potente, lírico aun en los

momentos más explosivos, cálido hasta el extremo de la me-

táfora. “Se trata de la melodía –explica el saxofonista–. Eso es

lo más importante y es lo que más amo y lo que ha estado

siempre en todas las músicas que he hecho. Cuando toco el

saxo toco la vida, toco el amor, toco la furia, la confusión; yo

toco cuando la gente grita”. La mención a la furia y al grito

de la gente, en todo caso, habla del sonido, entendido, tam-

bién, como un hecho político. The Third World, el disco que

Barbieri grabó en 1969, no era un título inocente. Tampoco

lo era el de la Liberation Orchestra, que recorría un reperto-

rio conformado por canciones de la Guerra Civil Española,

temas compuestos por Carla Bley, una obra de Ornette Cole-

man (War Orphans) y dos de Haden, Circus ’68 ’69, inspirado

por “el circo de” la Convención Nacional del Partido Demó-

crata a fines de 1968, y Song for Che, dedicada al Che Gueva-

ra. Eran los años de la guerra de Vietnam, del Mayo Francés,

y no había casi nada que no se tiñera de lecturas políticas. “La

música de este álbum está dedicada a crear un mundo me-

jor; un mundo sin guerra ni asesinato, sin pobreza ni explota-

ción; un mundo donde los hombres de todos los gobiernos

entiendan la importancia trascendental de la vida y luchen

por defenderla en lugar de destruirla. Deseamos ver una nue-

va sociedad de iluminación y esperanza donde la creatividad

se convierta en la fuerza dominante para la vida de todas las

personas”, escribía Charlie Haden en el interior del disco. En

The Third World, Haden era también una de las piezas fun-

VIDA Y OBRA

damentales y junto a él estaban Beaver Harris en batería, Ri-

chard Landrum en percusión, Roswell Rudd en trombón y

Lonnie Liston Smith en piano. El disco abría con una versión

de “La canción del llanero”, entremezclada con una especie

de tango, e incluía un tema llamado “Antonio das mortes” (el

personaje de los films Dios y el diablo en la tierra del sol y

Un dragón de maldad contra el santo guerrero, de Rocha)

y una interpretación de Bachianas brasileiras No 5 de Heitor

Villa-Lobos. Después llegarían Fénix y El pampero, grabados

respectivamente en abril y junio de 1971 –el segundo en vivo,

en el Festival de Montreux–, Bolivia, de 1973, y Under Fire, de

ese mismo año pero con grabaciones realizadas en 1971. Esa

saga de cuatro discos editados por el sello Flying Dutchman

(actualmente reeditados por Sony Music) establece, en todo

caso, una idea de jazz latino que nada tuvo que ver con el

adocenado “jazz latino” de la industria y que no se pareció

a nada anterior ni a nada sucedido después. El estilo, donde

mucho tiene que ver el sustrato dejado por el free jazz. Ese

camino de la atonalidad y la polirritmia que había comen-

zado unos diez años antes de la mano de John Coltrane,

Ornette Coleman, Eric Dolphy y Paul Bley, en las fronteras de

los setenta había desarrollado una analogía casi obvia entre

radicalidad estética y política. Un arte comprometido con las

luchas del pueblo no podía ser complaciente con los dicta-

dos del mercado burgués y el entretenimiento. La idea no

era ajena al rock y a la explosión del timbre propiciada por

Jimi Hendrix, por ejemplo. Ni, tampoco, a la electrificación y

la multiculturalidad iniciada por Miles Davis en In a Silent Way

y Bitches Brew y continuada, entre otros, por la Mahavishnu

Orchestra, de John McLaughlin. Barbieri, en ese tumultuo-

so comienzo de década produjo una suerte de caldo genial

–“ensalada de frutas” lo llama él– que se cristalizó a partir de

Fenix, donde la percusión del brasileño Naná Vasconcelos,

el bajo de Ron Carter, la guitarra de Joe Beck –más adelante

estaría John Abercrombie–, el piano de Lonnie Liston Smith y

la batería de Lennie White –también integrante de Return to

Forever, junto a Chick Corea–, se sobreimprimían a su sonido

tenso, rugoso, y a esas frases espiraladas, ascendentes, en

permanente ebullición, del rosarino.

Pero hubo –y hay– otras vidas. Algunas casi simultáneamen-

te, como el éxito con la música para Ultimo Tango en París

(1972), el famoso y en su momento controvertido film de

Bernardo Bertolucci con Maria Schneider y Marlon Brando.

Incidentalmente, esa banda de sonido fue causante de un

malentendido también célebre, cuando Piazzolla aseguró

haber sido traicionado ya que, según su versión, la música le

había sido encargada a él. Piazzolla llegó a grabar un disco

con dos temas bautizados como los personajes de la pelícu-

la, como para demostrar que había compuesto esa música,

pero la verdad fue otra. Bertolucci había pedido la música a

Barbieri y el nombre de Piazzolla surgió cuando se comen-Foto

: H

écto

r R

io

Si algo atravesó toda su vida como músico es, justamente, su sonido: potente, lírico aun en los

momentos más explosivos.

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zó a pensar en quién podría orquestarla, lo que ocasionó

la ofensa del bandoneonista. El capítulo (sud) americano y

político tuvo, por su parte, una continuación con una serie

de discos para el sello Impulse llamados, justamente, capítu-

los: Chapter One: Latin America (1973), Chapter Two: Hasta

Siempre (1973), Chapter Three: Viva Emiliano Zapata (1974) y

Chapter Four: Alive in New York (1975). Y luego, una vida más,

la que comenzó con Caliente (1976) y Ruby Ruby (1978), dis-

cos producidos por Herb Alpert donde estaba, como siem-

pre, el “sonido Barbieri”, pero faltaba el desafío. “Creo que

Caliente es mi disco preferido”, dice ahora. “Herb Alpert fue el

mejor productor que tuve. Y Caliente es un disco muy bello.

También Tercer Mundo. Y Fenix. Pero mi memoria ya no es

buena. Tuve problemas con la droga y el alcohol. Estuve mu-

cho tiempo sin tocar. Después Michelle estuvo muy enferma.

Y yo la amaba. Y ella murió y creo que recién me di cuenta

cuando llegó un dolor que no podía soportar. Estaba muerto.

Lo único que hace que viva –dice el Gato, que sigue vivien-

do– es seguir tocando”.

“Si tengo que tocar un tango, puedo; si tengo que tocar música brasileña, puedo. Y si quiero tocar como Coltrane también puedo. Pero lo hago siempre con mi firma”.

Gen

tileza

Dia

rio

La

Cap

ital

UNA CONSTRUCCIÓN COLECTIVA

El sitio web La música de Santa Fe contiene una información

profusa y, a la vez, un deseo y una quimera: condensar la

historia de la música producida u originada en esta región,

la música que fue y la que acontece, la que dejó una huella

indeleble y la que no, la blindada contra el tiempo y el olvido

y la que todavía no ha terminado de escribirse. Hacer entonces

una página web con pretensiones de una enciclopedia de

la música de la provincia de Santa Fe es un proyecto eterno

por naturaleza, inacabado, que intenta llegar, por un lado,

hacia atrás, hasta allí donde se apaga la memoria, y, por otro,

hasta los escritorios de trabajo más contemporáneos, donde

los músicos de hoy aún sueñan su producción.

Compositores, intérpretes, letristas, grupos, solistas, organismos

orquestales, coros y otras asociaciones aparecen así

registrados en un fichaje organizado alfabéticamente, que

tiene también un apartado con la mención de la discografía

básica de cada uno de ellos.

Encomendado por el Ministerio de Innovación y Cultura a

comienzos de 2010, un entusiasta equipo de profesionales

emprendió la tarea, por cierto esquiva al encuadramiento

en una sola disciplina. Ese equipo interdisciplinario, acaso

un poco a tientas en sus primeros días de labor, salió a

buscar una información diseminada, desclasificada, para

trabajar en ese metafórico y desafiante grado de entropía.

Allí estuvo entonces el maravilloso desafío. Periodistas,

coleccionistas, historiadores, musicólogos, bibliotecarios y

melómanos de toda la provincia dieron su aporte, y siguen

haciéndolo, para que el sitio web esté hoy visible.

Abierta al registro de la producción en todos los géneros

musicales, este sitio web es muchas cosas a la vez: una

enciclopedia que puede ser consultada por cualquier

persona interesada en saber de tal o cual músico; un

material que escribe a su modo una historia de la música

de la provincia de Santa Fe y la pone al alcance de todos

los establecimientos educativos interesados en esa

construcción; una herramienta que, para mostrar y difundir

su trabajo, tienen los músicos radicados en la provincia u

originarios de la misma; un registro de lo más destacado de

la discografía de esos músicos; un registro fotográfico de

los músicos de Santa Fe y otro que reproduce las portadas

de sus discos más destacados; un sitio de comunicación

contemporáneo. Y acaso la página web sea muchísimas

cosas más, funciones y valores que sus propios usuarios,

en definitiva, irán encontrando.

www.lamusicadesantafe.com.ar

por Gastón Bozzano

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DJ

Carlo Seminara

Echu Mingua me deslumbró

desde la primera escucha, cosa

que no me pasa muy a menudo

(como a cualquiera, supongo).

Llegué a él por mi admiración

hacia Miguel “Angá” Díaz, per-

cusionista cubano que formó

parte de legendarias agrupacio-

nes como Irakere, Afro Cuban

All Stars y Buena Vista Social

Club, como parte del proceso

de investigación-estudio que uno

hace de sus referentes. Es un dis-

co tremendamente musical, por

lo que no se deduce de antema-

no que sea de un percusionista,

ya que no cae en el lugar común

de desplegar una gran cantidad

de solos mostrando el enorme

virtuosismo del autor. Es un cla-

ro ejemplo de cómo ubicar a

los instrumentistas y a las com-

posiciones en pos de la música.

Personalmente, me marcó un

camino (junto a los dos de Ra-

miro Musotto, a quien descubrí

después) en el desarrollo de mi

carrera personal y para hacer mi

proyecto y primer disco solista.

Carlo Seminara es percusionista.

EL FRANCOTIRADOR

Martín Liut

-La aparición de Internet modi-

ficó los modos de consumo y

creación musical. ¿Cómo cam-

biaron sus hábitos de escucha? -La escucha hogareña se trasladó

del equipo de audio a la compu-

tadora. Mejoró enormemente el

acceso a una diversidad enorme

de músicas, muchas de las cua-

les antes eran míticas y ahora son

reales. La calidad de audio gene-

ral empeoró, culpa de las com-

presiones del audio para circular

en la red.

-¿Qué opinión le merece la ley

Sinde, sancionada en España,

que castiga duramente el inter-

cambio de música a través de

Internet?

-No conozco en detalle la ley ni

el contexto español como para

opinar. Por lo que sé, lo más obje-

table es otorgarle al Poder Ejecu-

tivo funciones que son propias del

Poder Judicial. Parece otra movida

más de la industria del entreteni-

miento por mantener su porcenta-

je de ganancias (históricamente ex-

cesivo) en el campo de la cultura.

-¿Cuál fue la última revolución

musical?

-Desde afuera de la música hacia

adentro: la computadora per-

sonal e Internet. La PC permitió

democratizar la creación elec-

troacústica. Internet a hacerla

circular. Desde la música misma:

la ampliación del concepto Mú-

sica incorporando como materia

para la composición a todo el

universo de sonidos existentes.

Anunciada por los futuristas hace

un siglo, el territorio que se abrió

apenas ha sido explorado aún.

-¿Quiénes son los músicos más

creativos en la actualidad?

-Me atrevo a mencionar a músicos

que a mí me interesan, desde mi

propio lugar de compositor. En el

campo de la música contempo-

ránea argentina, varios que están

afuera: Horacio Vaggione, Martín

Matalón, Fabián Panisello. De los

que están acá, todo lo que pasa

en la UNQ me interesa natural-

mente, de hecho “migré” desde

La Plata a Quilmes por afinidad

estética. El Ensamble Nacional

del Sur, de Oscar Edelstein, por

ejemplo, es una referencia por la

música y el modo de producción.

Factor Burzaco, de Abel Gilbert, es

una puerta que abre claramente

el encuentro franco entre tradi-

ciones musicales diversas. Otros

compositores de los que escuché

músicas que me gustaron: Marcos

Franciosi, Miguel Galperín. Por In-

ternet escuché una obra de Pablo

Cecere tocada por el grupo Suo-

no Mobile que me gustó mucho.

En el campo de la música popular

me gusta mucho Puente Celeste.

Martín Liut es compositor y docente

de la Universidad Nacional de Quilmes.

BLOGS

Un Buen Sapucay

No sólo de rock, música clásica

o tango: la web ofrece también

interesantes blogs de chamamé.

Nostalgias de mi Litoral se ofrece

“para que los que se encuentran le-

jos de su querido Litoral, no olviden

jamás sus paisajes, sus costumbres,

su música y su gente” (http://pablo-

diariodepablo.blogspot.com). En la

misma sintonía parece desplegarse

otro blog, desde el “exilio” de Gre-

gorio de Laferrere (http://quevi-

vaelchamame.blogspot.com). En

La Hora del Chamamé, Pedro

Larroque postea contenidos de

su programa de radio (http://laho-

radelchamame.blogspot.com).

“Entre Ríos, Santa Fe, Chaco, Mi-

siones, Formosa junto a Corrientes

la hermosa, la cuna del chamamé,

seis provincias de leyenda en un

solo corazón”, dice.

BUSCADOR

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La Orquestade Barrio Ludueña

MÚSICA DEL ALMAEs un proyecto pedagógico, artístico y social extraordinario. Nació en 2006 como iniciativa de Derna Isla, su directora musical y fundadora. Financiada por la Secretaría de Cultura y Educación de Rosario y con el apoyo de docentes y vecinos, volcó a la música a cientos de chicos de entre 3 y 18 años.

Fotos: Matías Sarlo

FOTOREPORTAJE

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Yo dónde estar ía s i la orquesta no hubiese estado en este barr io. No creo que en algún lado muy l indo.Brenchu (Brenda Gómez)

FOTOREPORTAJE

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Soy Esteban. Yo por la orquesta s iento que es como una famil ia y cuando empecé me gustaba i r a conocer lugares que no había conocidoy no tengo más para decir, esto es lo único.

FOTOREPORTAJE

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Hola, mi nombre es I r ina. Tengo 11 años y hace tres años y medio que aprendo a tocar el v iolonchelo en la Escuela Orquesta de Barr io Ludueña.Me pidieron que contara lo que s iento al tocar y lo que puedo decir es que no t iene palabras . Es una mezcla de emociones. A veces me canso de tanto ensayar, pero cuando vamos a un concierto es a lgo increíble escuchar los aplausos de la gente.Me div ierto mucho y disfruto de tocar el v iolonchelo y de part ic ipar en la orquesta y le doy gracias a mis profes por aguantarme y enseñarme.

FOTOREPORTAJE

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Para llegar al barrio Ludueña, desde el centro de Rosario, hay

que atravesar vías de ferrocarril donde la calle Carriego —que

zigzaguea una plaza triangular al toparse con Urquiza— tiene

doble mano; hay que ubicarse en una trama de arterias que

se pierden de la cuadrícula en la que está montada la parte

principal de la ciudad. Ludueña no es un barrio, son muchos,

variados, y dan cuenta del proceso de población de la zona,

en el noroeste de la ciudad.

Allí, en la calle Humberto Primero al 2400, contra las vías,

está la Escuela Nº 1027 Luisa Mora de Olguín, donde fun-

ciona desde 2006 la Escuela Orquesta de Barrio Ludueña,

un proyecto pedagógico, artístico y social que cuenta con el

financiamiento de la Secretaría de Cultura y Educación de la

Municipalidad de Rosario, a través del Presupuesto Participa-

tivo y la gestión del Area de Cultura del Centro Municipal de

Distrito Noroeste, el acompañamiento de la Institución Sale-

siana y la Fundación Allegro Argentina. Tiene catorce talleres

gratuitos y 140 destinatarios directos de 3 a 15 años, que es-

tudian en contraturno escolar violín, viola, violoncello, con-

trabajo, percusión, clarinete, flauta traversa, corno; música de

cámara, audioperceptiva y práctica orquestal.

La Orquesta se ha presentado en diversas salas de Rosario,

como el Auditorio de la Facultad de Odontología de la UNR,

el Aula Magna de la Facultad de Bioquímica, el Auditorio del

Distrito Noroeste, el Auditorio de la Escuela Municipal de Mú-

sica, la Biblioteca Argentina, la Bolsa de Comercio de Rosario,

FOTOREPORTAJE

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el Teatro Príncipe de Asturias y la Sala Mateo Booz, entre otras.

“Nosotros, padres y familiares –dice uno de los testimonios

recogidos en una de las presentaciones de la orquesta–, que-

remos expresar nuestra gratitud por ver a nuestros hijos inclui-

dos en este promisorio proyecto. Valoramos profundamente

el hecho de que ellos sean partícipes del mismo, ya que de

otra manera sería imposible que accedieran a tal aprendizaje”.

Asimismo, la Escuela Orquesta —con dirección general de

Gloria Machado y musical de su fundadora, Derna Isla— reci-

bió visitas de personalidades del ambiente de la música que

compartieron con los chicos su experiencia y sus expecta-

tivas, entre ellos: Esteban Raspo, concertino de la Orquesta

Sinfónica de Córdoba; Aníbal Borzone, timbal solista de la

Orquesta Sinfónica de Córdoba; Lucía Zicos, directora de or-

questa y docente de la Universidad Católica de Buenos Aires;

Andrés Tolcachir, director de la Orquesta Sinfónica de Neu-

quén; Alejandro Sandler, trompetista y director de orquesta

rosarino radicado en Francia.

En 2008, el maestro Nicolas Rauss, nacido en Ginebra y ac-

tual director de la Sinfónica Provincial de Rosario, se refería

así a la experiencia de la Escuela Orquesta, a la que empa-

rentaba con otras de América: “La lección de vida que es

el arte sinfónico explica su crecimiento: la dedicación y la

perseverancia en años de estudio, la concentración, la dis-

ciplina, la constante atención a lo que genera el vecino, la

sublimación de todo esto por los logros finales, son todas

cualidades que inculca la práctica sinfónica. A la vez son pre-

cisamente los distintivos de una sociedad sabia, respetuosa,

no violenta, sensible a la belleza, abierta a la meditación, a la

reflexión, idealista de un mundo mejor”.

FOTOREPORTAJE

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SEGUNDOS AFUERALa historia y la leyenda de Amílcar Brusa son el tema de El hombre de los guantes, un notable documental del santafesino Patricio Agusti.

Entrenó a catorce campeones mundiales. Se enfrentó con

los que manejaban el negocio del boxeo en la Argentina; por

eso tuvo que irse del país y, al volver, comenzar de nuevo.

Fue elegido para el Salón de la Fama, en Los Angeles, el re-

conocimiento más importante en su deporte. A los 87 años

todavía está en su puesto, el gimnasio, aunque ahora tenga

que ayudarse con un bastón para caminar y deba estar senta-

do para dar las indicaciones. El hombre de los guantes, el lar-

gometraje documental que Patricio Agusti estrenó en mayo,

hace foco en ese personaje: Amílcar Brusa, una leyenda que

se forjó a través de muchos combates, de triunfos y de derro-

tas, de reconocimientos y de olvidos.

Nacido en Santa Fe en 1981, Agusti tiene ya varias películas en

su haber, en forma individual y como parte de un grupo de jó-

venes realizadores que está produciendo un nuevo cine en la

provincia. En 2008 ganó el primer premio en la categoría Lar-

gometraje Argumental del Programa Estímulo a la Producción

Audiovisual, impulsado por el Ministerio de Innovación y Cultura

de la provincia. Ese fue el punto de partida de la película, cuyo

rodaje incluyó un largo seguimiento de Brusa, en el gimnasio de

4 de Enero y Suipacha, en Santa Fe, en estadios de boxeo, en

CINE

su casa, y en Estados Unidos, y al mismo una investigación de

archivo cuyos resultados están en la película, con las imágenes

de peleas memorables, como las de Carlos Monzón, el pupilo

predilecto del entrenador, y otras menos conocidas.

“El documental se ubica en el presente de Brusa. En cómo él,

después de haber vivido más de 25 años en el exterior, volvió

a la Argentina y a Santa Fe a seguir entrenando a las nuevas

generaciones de boxeadores”, cuenta Agusti. La cámara sigue

al entrenador y se mete con él en la intimidad del boxeo, en

aquello que está detrás del negocio: las peleas tramposas, las

exigencias de la televisión, el desprecio de los empresarios

hacia los boxeadores, “usados como trapo de piso”, según el

propio Brusa. Y retrocede en el pasado hasta llegar al origen de

la historia, el campo santafesino, donde el entrenador se crió

La leyenda tiene también sus momentos de dolor y de impo-

tencia. El conflicto con Juan Carlos Lectoure, el dueño del

Luna Park, que le costó el exilio, la enfermedad de su compa-

ñera y el trágico final de Monzón son tan determinantes en

la historia de Brusa como la enumeración de sus logros, y así

aparece en la película. “Quería desarrollar el perfil completo

del personaje —dice Agusti—. La dicotomía entre su vida per-

sonal y su vida profesional. Para ser una leyenda del boxeo

tuvo que sacrificar muchas cosas, y entre ellas tuvo que sa-

crificar mucho tiempo a su familia”.

“Los boxeadores son gente necesitada –suele decir Brusa–.

Llegan al gimnasio con las zapatillas rotas, y quieren ser cam-

peones del mundo”. Más allá de que el sueño se cumpla o

no, lo importante es el camino compartido, el de una for-

mación. “Tratamos de destacar el acento que él pone en la

función social del boxeo —dice Agusti—. Muchas veces Brusa

genera peleas donde no le importa tanto el rédito económi-

co sino la carrera del boxeador. Es un mánager que piensa

como entrenador, desde lo deportivo y desde la función so-

cial del deporte. Esa preocupación atraviesa su vida: sacar al

boxeador de la pobreza”.

Un personaje, un ídolo, un viejo maestro que hoy debe ayu-

darse con un bastón, pero que de todas maneras avanza ha-

cia el ring, hacia la esquina de su pupilo. El hombre de los

guantes redescubre una historia que creíamos conocer, pero

que no había sido contada.

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CUENTO Durante un mes ocurrió lo mismo: el sol igual, sin nubes en el horizonte, sin promesas de lluvia. Seguía el buen tiempo y ya había cam-biado la luna. Ahora había que esperar que se agotara esa luna gorda y agraviante.“No, no”, pensó El Catalán, después de haber recorrido infructuosamente el espinel: no había pescado; como si la luna los volviera locos, los pusiera ariscos y astutos. Y no llovía por nada. Y para colmo la bajante. El Colastiné, siempre vigoroso, estaba flaco, con su costa barrosa labrada por las pezuñas de los anima-les sedientes que se le arrimaban para beber: no llovía. El Catalán, al bajar de su canoa –de doble proa, frágil, “sensible”– tuvo que ente-rrarse hasta media pierna para poder clavar la amarra con facilidad en la costa blanda y sometida.Más allá estaba su rancho, medio derrumba-do, vulnerable siempre a las crecientes. Allí también estaban su mujer y no sabía cuántos hijos. Si llegaba a prestarles atención, ya estaba enceguecido. Entonces pegaba, oyendo como si estuviera muy lejos, como si la criatura que gritaba lo hiciera a una enorme distancia de sus manos. Vivía esta apariencia hasta que era poseído por un sosiego lento que lo obligaba

a abandonar al chico, sin mirarle la cara, y olvidarse de todo y dormir, sin remordimien-tos. Sin motivos pegaba, sin querer. Como si cumpliera con una función natural: caminar o dormir. Hasta con cierta resignación. Pegaba a un pescado para rematarlo, con la misma naturalidad con que lo hubiese comido; a veces pateaba a un perro muerto, o azota-ba un árbol; o alguna cosa, cualquiera, más gratuita y absurda. Pegaba a su mujer, como si fuese lo mismo que hacerle el amor; como si diera lo mismo trincarla, con un alambre o un tiento, que tomarle las manos y acariciarle el pelo sucio.Saciado su rencor, poseído por esa especie de pereza o agotamiento, se alejaba, bamboleán-dose sobre sus piernas asqueadas y cortas. Después de caminar durante un rato, sin ningún rumbo, bebía o se tiraba en cualquier parte, abandonándose al destino, al aire, al olvido.Más tarde, como si nada, volvía a su catre y se quedaba dormido, repleto de alcohol, fuera de esa aparente voluntad ajena, que lo sometía. Era como una venganza de alguien desco-nocido, un desquite que drenaba la calma, desataba la furia, cobrándose alguna grieta del corazón, alguna matadura del alma, que nadie recordaba, abandonando a ese pobre hombre, olvidado como estaba en el tiempo, extraviado en los recuerdos, sin redención.Su mujer, sin conjeturas, lo creía loco. Ella era del pueblo de Los Amores, al norte de la pro-vincia, cerca del Chaco. Cuando la trajo de allí, no se acostumbraba a tanta agua en movi-miento, habituada a la quietud de su niñez y al hilito del arroyo La Muñeca, inofensivo y casi siempre playo, como la cañada del palmar. Esa cañada que en primavera se ponía rosa, como el color del aire.

Y no pudo acostumbrarse a ese río, a tanta crueldad en movimiento. Porque allá, en Los Amores, todo estaba quieto. Los guarananíes, los guacayanes. El monte, el aire rasgado, de tanto en tanto, por el vuelo de algún tuyango, o el trote airado del ñandú; el color detenido del cuervo, o el rápido del tordo. El silencio quieto, violado a veces por el caracolero o el biguá; o por una bandada de cotorras, estri-dentes y frescas como la flor del caraguatay, donde abrevan las víboras.Cuando lo conoció, pudo enterarse de un nuevo silencio, distinto al conocido del monte; un silencio sin el precedente de un sonido que lo hiciera provechoso. Vagando por el monte, tratando de encontrar, entre la pichonada de ese principio de verano, un tordo lindo como le había pedido don Isidro para quedar bien a su vez con un amigo de la ciudad, se arrimó atraída por los golpes de un hacha. De distraída que venía, tuvo la inten-ción de escapar cuando se vio de golpe frente a un hombre que no hablaba, que sólo emitía un bufido después de descargar su herramien-ta contra el tronco. Tenía el torso desnudo y sudaba.Era una siesta de mucho calor en pleno noviembre, y quiso salir corriendo, pero el hombre la miraba y ya había dejado el hacha olvidada contra un árbol. Ella no pudo precisar más tarde –reconstruyendo lo ocurrido– si lo que brillaba era el filo o simplemente todo el acero, o los ojos, o el torso, o el sol. Esa noche, sola en su catre, juró no volver: la habían lastimado; pero al día siguiente llegó el sol y el ensueño de la siesta, pudo acostumbrarse al dolor y la sangre; la fueron amansando.Cuando los sufrimientos desaparecieron, también volvió; se convirtió en una costumbre inofensiva y sin precio, volver por las siestas. Una fatalidad. Nunca le pidió que volviese a la tarde siguiente, pero ella no faltaba. Sin saber cómo aparecía en ese lugar y esperaba que él abandonara el trabajo y se acercara y la vol-teara sin decirle nada, dejándola después ahí tendida, sin una caricia, sin un reconocimiento

de ternura, sin una evidencia, al menos, de satisfacción.Sin decirle nada, sin consultarla, un día se la llevó al pueblo. Solamente por un gruñido o un grito, ella conocía su voz. De esta forma la mandaba a hacer algo, o reaccionaba.Jamás, en los diez años que vivieron juntos, le dijo una palabra. Ella creía que era mudo, hasta que una mañana le oyó cantar; lo miró con alegría, a lo mejor pudo sonreírle, pero él la interrumpió, echándola con un gesto: nun-ca más lo oyó cantar. Recién entonces tuvo miedo de ese hombre.Y cuando fueron a vivir a la costa, tuvo miedo del río, y también cuando compró una canoa y cuando se dio cuenta que iba a tener un hijo. Y cuando nació tuvo mucho miedo y después más todavía, hasta que el miedo le había detenido las lágrimas en el estómago, mezclándole las ideas. Dominada por el terror no quiso averiguar nada. Sólo a veces, cuando él salía, lograba serenarse y ver un poco más claro alrededor suyo y convencerse de que él estaba loco.Era el atardecer invariable de muchos días de miedo acumulados junto a ese hombre. El lle-gaba a esa hora de la tarde. Ya había amarrado su canoa, en la que traía un lenguado y dos moncholos que brillaron a la luz de la luna. Con fuerza tiró del alambre y arrimó el cajón hasta la costa. Con rabia guardó en el cajón la exigua pesca, y lo volvió a hundir en el agua para que se conservara.

Francisco Urondo (Santa Fe, 1930 – Mendoza, 1976) escribió poesía, narrativa, teatro, en-sayo, artículos periodísticos y guiones para cine y televisión. Parte de esa obra ha vuelto a circular en los últimos años, a través de la reedición de su no-vela Los pasos previos (1999) y de las ediciones de Obra

poética (2006), Veinte años de

poesía argentina y otros ensa-

yos (2009) y La patria fusilada (2011). “Luna llena” pertenece a la compilación Todos los

cuentos, cuya salida anuncia Adriana Hidalgo Editora para el mes de julio.

FUERA DE GÉNERO

POR FRANCISCO URONDOIlustración: Carlos Aguirre

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CURADURÍA AL PASO

Daniel García

La pintura que recomiendo es el

retrato Mi hermana, pintado en

1927 por Augusto Schiavoni (1893-

1942) y exhibido en el Museo Cas-

tagnino de Rosario. Representa a

una joven posando rodeada de

una tupida vegetación y, extraña-

mente en ese contexto, engalana-

da con una estola de visón o de

zorro, que parece un animal vivo.

Lo que me atrae del cuadro no

es sólo la luminosa belleza de sus

colores, la delicadeza de la pince-

lada, la poderosa estructura formal

(asentada en el óvalo conformado

por los brazos y la estola) y su hu-

mor juguetón, casi onírico, sino la

intensa expresividad característica

de las pinturas de este artista, que

les confiere a sus cuadros una

enigmática fuerza. Me gusta tam-

bién, y ése es otro rasgo común

a todas sus pinturas, el uso de un

espacio comprimido, aplanado,

que en lugar de abrirse como una

ventana hacia atrás del cuadro se

proyecta inversamente sobre el es-

pectador, invadiendo el espacio de

la sala y confiriéndole a la obra una

perturbadora presencia.

Desde que la vi por primera vez,

esta obra siempre trae a mi men-

te otra maravilla de la historia del

retrato que también representa a

una joven y un animal: La dama

del armiño, de Leonardo da Vin-

ci, cuyo recuerdo sin duda me

es evocado por características

que comparten, la delicadeza, el

enigma, la intensidad de las mi-

radas y por el hecho de que la

estola del cuadro de Schiavoni

parezca estar tan viva como el

animal (un hurón, en realidad) de

la pintura de Leonardo.

Daniel García es artista plástico.

CINE

Veinte años después

Hasta hace unos meses todos los

diarios de Europa hablaban de Es-

sential Killing, la película que rodó

el polaco Jerzy Skolimowski des-

pués de 20 años de “silencio” (re-

cordemos, Skolimowski nos for-

mó en los 80 con El grito y Proa

al infierno). El Festival de Venecia

la premió y elogió la actuación de

Vincent Gallo, que no dice una

palabra en todo el film. Gallo in-

terpreta a un soldado talibán que

cae prisionero luego de destrozar

con una bazuca una patrulla nor-

teamericana en el desierto. Un co-

hetazo lo dejó sordo. Lo torturan,

lo trasladan a un paisaje helado,

que puede ser Polonia, donde el

vehículo que lo transporta se ac-

cidenta y huye. Mata todo lo que

se le cruza, porque está asustado,

porque ese bosque nevado es el

infierno. Gallo es un animal sin jau-

ría, perseguido por otra jauría, en

un medio hostil. No construye un

camino, no busca entender otra

cosa que abrirse paso como una

alimaña, y en ese desplazamiento

tiene unas alucinaciones que por

momentos contagian el punto

de vista, vuelven al espectador un

incómodo testigo de algo que es

mucho más que una huida. Gallo

es una suerte de Caperucita en el

bosque de la historia, también un

zombie en esa Europa Central

sonámbula y cubierta de nieve, y

lo político proviene, precisamen-

te, de esa desnudez helada del

relato. Quién sabe cuándo la dan

en Argentina, pero puede verse

en sdd-fanatico.org.

SERIES EN LA WEB

Fringe

La Olivia de acá perdió su ma-

dre de joven y tiene una herma-

na, una sobrina; la de allá, tiene

aún a su madre, pero no a su

hermana. La de acá es eficiente

como agente del FBI, pero reca-

tada, distante. La de allá es más

guarra, desinhibida, no sólo lleva

el pelo suelto y pintado de rojo,

sino que mira distinto, en el bri-

llo de sus ojos hay tanto líbido

como adrenalina. Las dos Olivias

son la espléndida Anna Torv en

la serie Fringe, cuya tercera tem-

porada llegó a su fin el viernes 6

de mayo último. Y –lo sabemos

hace poco– así será durante una

cuarta temporada. El acá y el allá

son las dos caras de un universo,

o universos paralelos cuya brecha

se produjo hace algunos años, en

la década del 80, cuando Walter

Bishop cruzó hacia ese mundo

alternativo –en el que el Zeppelin

nunca estalló en llamas, Martin

Luther King fue presidente y las

Torres Gemelas siguen en pie–

para traer la versión sobrevivida

de su hijo Peter a este universo,

donde había muerto. Esa falta,

provocada por la desesperación,

hizo que el universo alternativo

comenzara a desmoronarse. Am-

bos mundos comenzaron una

guerra. Pero no sólo de esto tra-

ta Fringe (que significa marginal,

pero también fleco), heredera a

su vez de Lost (comparte crea-

dor: J.J. Abrams, junto con Alex

Kurtzman y Roberto Orci). Fringe

podría ser una versión de la Di-

vina Comedia que se ajusta a la

máxima kantiana: “Un hombre y

una mujer son ya la humanidad”,

cosa que agrada a muchos de sus

seguidores.

Cierto que la mayoría es gente

que se narcotiza con megabytes.

Y es que Fringe está completa en

la web –online o por descarga–,

que es donde primero se cono-

ció su piloto. Pero (y muchos pe-

ros más) Fringe viene a cumplir y

exacerbar la misión de la ciencia

ficción actual, devolviéndonos a

los 70 y los 80 como momentos

últimos, abisales. Y es que hoy,

disuelta ya la utopía en las aguas

turbias de la biopolítica –¿no es la

ejecución de Bin Laden un epi-

sodio de un thriller político que

vimos antes en tevé?–, la ciencia

ficción parece ser un buen lugar

para preguntarnos, como lo hizo

el ruso en 1902, ¿qué hacer?

BUSCADOR

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LA OSCURIDAD QUE ILUMINAGrupo Laboratorio El Rayo Misterioso

Con casi veinte años de trabajo incesante se han ganado un lugar en la vanguardia del teatro argentino. A los prejuicios que despiertan sus métodos actorales responden con trece espectáculos, premios, giras internacionales, el reconocimiento del público y el respeto de sus colegas.

“…y un rayo misterioso hará nido en tu pelo”. El verso de Al-

fredo Le Pera resuena en la voz de Carlos Gardel desde 1935.

Desde entonces “El día que me quieras“ comenzó a insta-

larse en la memoria colectiva de manera indeleble. Hace 17

años, el actor, autor y director Aldo El-Jatib bautizó como

“El Rayo Misterioso” al grupo de teatro que sacudiría con su

impronta osada y novedosa la escena teatral de la ciudad y

del país. Un título puede funcionar como una señal, como

un pliego de intenciones. “El nombre tiene que ver con mi

regreso a Argentina y más precisamente a Rosario, después

de haber estado seis años en Europa y diez en Buenos Aires.

Pero además las palabras están cargadas de significantes. El

rayo como fenómeno energético y la palabra misterio que

remite a los misterios dionisíacos, es una mezcla de energía

y de los orígenes del teatro”, explica El-Jatib.

Con El Rayo no hay término medio. Provoca amor o re-

chazo a primera puesta en escena. Nadie queda indiferente

ante sus propuestas estéticas. En su búsqueda de nuevos

lenguajes los actores asumen el riesgo como metodología

creativa. Los sonidos guturales de Muz o los diálogos en

italiano de Macchina Napoli son apenas dos ejemplos. “Nos

alejamos de lo que la mayoría de la gente conoce como

teatro, que está más bien signado por lo que se observa en

televisión. El Rayo trabaja con líneas éticas y estéticas de

gente como Artaud o Grotowski. Profundizamos sobre el

trabajo del actor y en la búsqueda de la verdad, tanto en un

espectáculo como en la vida misma –cuenta el director–

Dionisos Aut (2009): Ada Cottu,Federico Cuello, Catalina Balbi, Hani El-Jatib y María de los Angeles Oliver.

Dionisos Aut (2009): Hani El-Jatib y Federico Cuello.

“La permanencia y el crecimiento que tuvimos en estos años provocaron que cada vez más gente nos respete, defienda y celebre la existencia del grupo. Ante la mentira, el trabajo prevalece y vence”.

TEATRO

Fotos: Gentileza El Rayo Misterioso.

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ya que el instrumento del teatro es el actor, por ende uno

mismo, con toda su individualidad. El resultado son trabajos

con una carga de compromiso, tanto actoral como ético,

que no se ven habitualmente”.

El antecedente inmediato de El Rayo Misterioso fue la crea-

ción del TAIET, el Taller de Investigación y Experimentación

Teatral, que El-Jatib fundó y dirigió en Buenos Aires durante

diez años. A esta altura vale la pena aclarar que el direc-

tor no eligió un seudónimo con gracia: “Aldo es mi nom-

bre y El-Jatib mi verdadero apellido, el de mi abuelo”. De

esa manera firmó su primer éxito: Litófagas, Premio Nacio-

nal de Teatro en 1993. Por entonces ya había incorporado,

como un catecismo laico, la autogestión como modo de

organización y la investigación permanente como forma de

crecimiento artístico. Esas premisas se traducen todavía en

una dinámica que incluye encuentros internacionales, pu-

blicaciones de libros y revistas, la búsqueda de sala propia y

sobre todo el espacio de investigación.

La idea de grupo que consolidó El Rayo fue motivo de po-

lémicas en el ambiente cultural rosarino. “Son una secta”,

“Una comunidad cerrada”, lanzaban con una mezcla de

envidia y prejuicio. “En la actualidad aún existe esa nece-

sidad de descalificar el trabajo del Grupo con habladurías

que carecen de sentido y fundadas en la ignorancia, no

sólo de lo que hacemos nosotros sino, y sobre todo, des-

de el desconocimiento del camino que transitaron muchos

maestros. Y cuando se lanzan ciertas campañas de des-

prestigio, luego es difícil erradicarlas, como decía Einstein:

«Es más fácil destruir un átomo que un prejuicio». Podría

decirse que es algo con lo que siempre tendremos que li-

diar”, se resigna El-Jatib y agrega: “La permanencia y el cre-

cimiento que tuvimos en estos años provocaron que cada

vez más gente nos respete, defienda y celebre la existencia

de un grupo con nuestras características. Ante la mentira,

el trabajo prevalece y vence”.

Y si de trabajo se trata, El Rayo Misterioso tiene mucho para

mostrar. Desde 1994 produjo trece espectáculos, con más

de 500 funciones en el país y el exterior. Tres de ellos: Muz,

Ram, La Consagración de las Furias se presentaron durante

cinco giras internacionales en distintas ciudades de Europa

y Latinoamérica cosechando elogios del público y la crítica,

“por su lenguaje innovador y comprometido”. En marzo pa-

sado Dionisos Aut, estrenada en 2009, fue seleccionada para

participar en la Fiesta Nacional del Teatro. Además el grupo

construyó tres salas teatrales. En junio de 1996 se instala-

ron en Buenos Aires 990. En agosto de 2006 se mudaron a

San Martín 473, un edificio más amplio que funcionó como

centro cultural. Allí habilitaron tres espacios teatrales cuyos

nombres eran referencia y homenaje: sala Jerzy Grotowski,

sala Antonin Artaud y sala Julian Beck. También crearon una

galería de arte y una biblioteca. En marzo de 2007, con el

apoyo del Instituto Nacional del Teatro y la Secretaría de

Cultura de Santa Fe compraron el inmueble de Salta 2991.

El Rayo desarrolla allí todas sus actividades desde el 20 de

junio de 2009.

Algo queda claro, no cualquier actor puede formar parte

de este colectivo-laboratorio teatral. Cada puesta revela

el alto nivel de entrenamiento físico y mental que deben

adquirir los actores para pisar el escenario de la calle Salta.

En El Rayo trabajan con una técnica propia, abordando la

investigación y la experimentación con un método cien-

tífico dirigido “con un profundo espíritu de laboratorio”.

Para actuar en una obra de El Rayo hay que ser un actor

entrenado con la técnica del grupo. Su director lo define

así: “Dedicación, esfuerzo, honestidad, integración y com-

promiso. Propendiendo a que el artista obtenga todas las

condiciones y garantías sociales y materiales que le permi-

tan desarrollar libre y ampliamente su labor de investiga-

ción, estudio, creación y difusión de la obra, permitiendo

el rescate de los valores humanos fundamentales para pro-

yectarlos en su función principal: la creación”.

Cuando se interroga a El-Jatib sobre cuál es su teatro pre-

ferido sostiene: “Tadeusz Kantor decía: «El teatro soy yo».

Estoy de acuerdo. Creo que para alcanzar niveles mayores

de comunicación hay que tener una férrea convicción de

que uno va hacia el punto máximo. Me conmueven los es-

pectáculos de Kantor y Grotowski, y respeto la lucha y la

búsqueda de maestros como Casali o Barba. Pero yo creo

sólo en mi teatro, en El Rayo Misterioso”.

La Sociedad General de Autores de la Argentina le otorgó

al grupo el Premio Argentores 2002 al Valioso Ejemplo de

las Nuevas Tendencias Teatrales. Este fue uno de los tantos

reconocimientos a una labor tan rigurosa como inquietan-

te. Hubo otros galardones y habrá más. Se puede decir que

El Rayo Misterioso es un grupo en ebullición. Una suerte

de volcán creativo no apto para mentes estructuradas en la

lógica televisiva. Una apuesta al arte y a la verdad. Sólo hay

que dejar que un rayo misterioso haga nido en tu cabeza.

Muz (1997): Natalia Miguel, Ada Cottu, Viviana Aroca, Virginia Dragone, Ariel Gauna, Aracelli Yacuzzi y José Pierini.

La Consagración de las Furias (2004): Aldo El-Jatib y Ada Cottu.

“Nos alejamos de lo que la mayoría de la gente conoce como teatro, que está más bien signado por lo que se observa en televisión. El Rayo trabaja con líneas éticas y estéticas de gente como Artaud o Grotowski”.

TEATRO

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TERRITORIOS

EL BARRIO POBRE DE PUNTA DEL ESTE El barrio Kennedy aloja a los obreros que en cinco décadas construyeron el famoso centro turístico. Sus habitantes sufren el prejuicio y la discriminación. También es un semillero de caddies del club de golf que se erige al lado, hoy zona de conflicto entre clases sociales enfrentadas. Una crónica imperdible de un sitio oculto a los ojos de los veraneantes.

La contracara del balneario más exclusivo de Sudamérica

Liya –más conocido por “Liya” que por su verdadero nombre, José Enrique– apoya el pie

derecho sobre el muro bajo y comido por los años que separa su casa de la de uno de

sus hermanos. Cuando se le pregunta qué es lo que va a hacer con el dinero, su mirada

traspasa el patio de su hermano y llega hasta el de su otro hermano. Por varios segundos,

nada de lo que lo rodea lo distrae. Los sobrinos corren del otro lado, sobre la tierra. Algu-

nos perros atropellan en silencio hacia la calle y se detienen ante un perro negro que se

presta a una suerte de inspección con la cola remetida entre las patas. “No sabría decir

qué voy a hacer con todo ese dinero”, dice Liya. Sacude la cabeza, la vista fija en unos

ligustros que separan el terreno de sus hermanos de otro predio, el de un viejo negro que

Por Damián González Bertolino / Fotos: Servando Valero

también llegó a esas tierras, como ellos, medio siglo atrás. “Es

mucho dinero para que uno pueda pensar tranquilo. Primero

hay que ver si la cosa se da”. Entonces los perros se enros-

can sobre el perro negro y se forma una débil nube de polvo

de pedregullo. Los ladridos sacan a Liya de sus pensamientos.

“Una casa. Eso sí. Una casa seguro que sí. El resto no sé”.

Es una fría tarde de comienzos de abril en el barrio Kennedy, en

Punta del Este. El sol desapareció hace poco más de una hora

tras los montes de eucaliptos y una tenue penumbra se asienta

sobre todas las cosas. Incluso sobre el cercano campo de golf

del Cantegril Country Club, al que Liya y otros como él recla-

man una indemnización de varios miles de dólares. En el inte-

rior del Kennedy no existe nada que se parezca al alumbrado

público. Por la noche, los vecinos caminan de memoria entre

las calles. Saben cuáles son las de tierra y cuáles las de pedre-

gullo, dónde están los pozos y dónde los vertidos de las casas.

La piedra fundamental

Kennedy, el apellido irlandés que evoca una época por la

que muchos todavía suspiran, es el nombre de la oveja negra

de la familia puntaesteña. Fundado en 1961, con el telón de

fondo de los ajustes que se hicieron ese año en Punta del

Este para la Alianza por el Progreso, el barrio Kennedy os-

tenta el raro privilegio de ser un homenaje en vida. No había

ni asomo de preocupación por la integridad de John Fitzge-

rald Kennedy cuando el presidente del Consejo Nacional de

Gobierno uruguayo, Eduardo Víctor Haedo, perteneciente al

Partido Nacional, se presentó en medio de aquellos bosques

para dar fe de que esos terrenos municipales pasaban a ser

donados a los vecinos obreros que estuvieran necesitados

de un poco de tierra. No existían los niños en el barrio Ken-

nedy, así que un jeep de la comitiva tuvo que dirigirse hasta

la misma península de Punta del Este, un kilómetro al sur, y

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regresar con algunos. Porque tenía que haber un niño, por

ejemplo, para alcanzarle un vaso de agua en el momento

justo al presidente, antes, durante o después de la alocución.

Entre esos detalles nació el barrio Pueblo Obrero Kennedy,

como casi nadie lo conoce hoy en día. Ahora es “el Kennedy”,

a secas, y la palabra causa cierto temor entre los habitantes

de las zonas aledañas.

Los viejos vecinos recuerdan que junto a la colocación de

la piedra inaugural, de la que nadie conoce su paradero, se

realizó una donación de un jeep y un generador de energía

eléctrica. Algunos de esos vecinos rumian de vez en cuando

un insulto insuficiente y advierten que al jeep se lo quedó

la Intendencia, mientras que al generador lo trasladaron a

muchos kilómetros de allí. Habría que caminar unas siete u

ocho cuadras en dirección al mar para ver lo que fue de él.

Su energía pasó a abastecer al faro de la Isla de Lobos. La luz

que barre a intervalos la playa Brava cada noche saluda a los

pescadores que bajan del Kennedy. Pero ésas son cosas que

cuentan los viejos habitantes del Kennedy, de los que tal vez

queden menos de veinte. A lo largo de medio siglo el lugar se

ensanchó y su población de multiplicó. Tiraron algunos eu-

caliptos y las casas de chapa, de madera, de cartón afloraron

con sus pequeños rectángulos de tierra pelada alrededor. De

Lavalleja, de Treinta y Tres y hasta de Rivera llegaba la gente

tras el boom puntaesteño del turismo y la creciente deman-

da de mano de obra para la construcción. Los requisitos de

adjudicación de la tierra que la Intendencia había vigilado se

volvieron laxos o se salieron de control, y la voz de que cual-

quiera podía llegar y ocupar su tierra corrió entre los depar-

tamentos del resto del país. En los años 70, con la llegada

de la dictadura, hubo intentos de controlar la población. Fue

cuando se crearon unas viviendas en la afueras de Maldona-

do para realojar a los habitantes de Kennedy. También mu-

chos recuerdan que en esos años más de uno fue obligado

a abandonar su casa ante el peligro de que fuera arrastrada

por una máquina de pala antes de que sus habitantes tuvieran

tiempo de huir. Los militares no avisaban dos veces.

En los 80, por ejemplo, podía verse ciertas mañanas de vera-

no a Astor Piazzolla caminando por la calle Franciso Salazar,

que bordea el barrio. Piazzolla salía de su casa en Rincón

del Indio, pasaba por un bar del Kennedy donde jugaba a la

quiniela y seguía su caminata. En los 90, el Kennedy conoció

la ola definitiva de la inmigración. Los bosques se ralearon y,

aunque muchos árboles permitían desde las alturas de los

accesos al barrio suponer que se trataba de un espacio verde,

un viento feroz en el año 2000 arrasó decenas de eucaliptos

que quedaban en pie y puso en riesgo de caída a tantos otros.

De una punta a otra, contaban el caso de alguien que murió

o se salvó en medio del temporal, cuando un árbol atravesó

su casa como si fuera de papel. Una semana después, por

acuerdo entre la Intendencia y el cuerpo de bomberos, fue-

ron echados a tierra todos aquellos árboles cuya inclinación

se juzgó peligrosa. A partir de entonces, si se llegaba desde el

norte, del lado de Maldonado, se descubría la forma de herra-

dura dentro de la que había quedado contenido el Kennedy.

En el medio de todo, mientras se bajaba por la calle Salazar,

podía contemplarse la desnudez de las casas grises, de blo-

ques a la vista. A los pocos años, prosperó un proyecto para la

construcción de viviendas también en la periferia de la ciudad

de Maldonado. Más vecinos le dijeron adiós al Kennedy. Ha-

bía una condición extra: apenas se mudaran, los beneficiarios

debían tirar abajo su antiguo hogar. Ahora, cuando se camina

por cualquiera de las calles del Kennedy, la visión de un ino-

doro partido, un cuaderno escolar semienterrado, un zapato

de mujer, hacen pensar antes en un desastre que en la actual

felicidad de los que se fueron.

La llegada

“El Kennedy no es lo que era”, dicen los que nunca se fueron.

Saben que ahora se carga con la acusación de tener todos

los males con los que se insiste en los medios: hurtos, asesi-

natos, tráfico de drogas. Muchos vecinos optaron por sonreír

irónicamente ante esas acusaciones. Piensan que lo que le

sobra al barrio es una mala fama exagerada. Pero sin duda,

el barrio Kennedy tiene algo que lo distingue entre todos los

otros barrios del Uruguay que también pueden ser considera-

dos como asentamientos ilegales: la adyacencia del campo

de golf del Cantegril Country Club.

Fundada en 1947, la cancha de golf halló en la creación del

barrio Kennedy, una década y media más tarde, un provee-

dor natural de caddies para sus fairways. Los hombres del

Kennedy pasaban entre los árboles, remontaban un breve re-

A menudo, luego de finalizados los dieciocho hoyos, el patrón del momento invitaba a Cocoa a subir al automóvil y lo conducía hasta el chalet que la familia poseía en San Rafael, a una cuadra de la playa Brava. Allí almorzaba, merendaba o cenaba.

hasta la costa fue tan fuerte, que poco le importó que aquella

mañana se hubiera decretado un paro en el transporte inter-

departamental. El hombre, la mujer y sus hijos cargaron todo

lo que pudieron y abandonaron Melo caminando. Una sema-

na les llevó cubrir la distancia que los separaba de la ciudad

de Maldonado. Atravesaron las sierras en los camiones que

los levantaban y en Treinta y Tres el hermano de Liya decidió

quedarse en casa de unos parientes lejanos. Los Sanes vivie-

ron provisoriamente unas semanas en Maldonado hasta que

una tarde un hombre pasó a buscarlos en un camión. Media

Ningún caddie debía jamás tutear a su patrón: el patrón siempre es “señor”. Y todo eso sin contar varios destratos. Cuando aparecieron los chalecos distintivos, muchos empezaron a quejarse por el calor que sentían.

pecho y allá arriba, sobre otra elevación, recortada contra el

cielo, observaban al fin la oscura e imponente construcción

del club-house, donde los señores los aguardaban para que

cargaran con sus bolsas de palos a lo largo de los diecio-

cho hoyos. Esa enorme casa, que ningún viento podía hacer

temblar, fue una de las primeras cosas que vio José Enrique

Sanes en 1966, cuando tenía 7 años y llegó al Kennedy con

su familia, antes de que fuera conocido como “el Liya”. La

historia, sin embargo, tiene su principio algún tiempo atrás,

a casi 350 kilómetros al norte, en Melo, capital del departa-

mento de Cerro Largo, en la frontera con Brasil.

Liya, su hermano mayor y su madre salieron de Melo una ma-

ñana de comienzos de primavera junto a su padrastro, quien

había conocido a la madre de Liya en uno de los viajes que

había hecho como soldado de un cuartel en Maldonado. Y su

determinación de llevarse consigo a esa mujer y sus dos hijos

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Caddies

Como Liya, también sus hermanos, Chino (José Carlos) y

Cocoa (José Eduardo), dejaron de buscar pelotas perdidas

en los alrededores de la cancha para revenderlas y se trans-

formaron en caddies. Chino entró al club en 1980 y trabajó

como caddie en cada uno de los veranos desde aquel año.

En invierno, cuando los jugadores ya no transitaban la can-

cha, buscaba un puesto en la construcción o como peón en

el mismo club, donde preparaba el césped para el verano si-

guiente, siempre con la intención de largar ese empleo y cal-

zarse la bolsa al hombro a partir de diciembre. Al revés de lo

que ocurrió con sus dos hermanos, a Chino nunca le intere-

só jugar al golf. Sin embargo, la tranquilidad con la que habla

adopta un tono de vehemencia si tiene que expresar lo que

representa el club de golf para él: “Cumpliendo la función de

caddie estás conociendo gente, aprendiendo cosas nuevas”.

Chino nunca pudo terminar de cursar la escuela, pero reco-

noce una por una las letras que conforman su nombre. Hoy

tiene 43 años y vive solo con sus dos pequeños hijos. Cuan-

do llega el momento de hablar del dinero, Chino duda, igual

que Liya, pero el suspenso dura menos: “Me iría del barrio,

pero no por la gente, sino por mis hijos”. No sabe de cuánto

dinero se trata, y hace la tentativa de redondear una cifra en

base a todas las cosas que oyó. “Compro una casa”, remata.

Cocoa ingresó como caddie en 1982 y hoy tiene 41 años.

Aún recuerda la tarde en que Fernando Cancela, un caddie

hora más tarde descargaban sus pertenencias en el barrio

Kennedy. Se hacía de noche, y el hombre del camión iba de

un lado a otro contando en voz alta sus pasos. Así fue como

les marcó el terreno donde podían levantar la casa. Esa era

la manera en que los primeros habitantes del Kennedy acce-

dían a su propio terreno.

Por los años en que sus hermanos pequeños, José Carlos y

José Eduardo, se criaban, Liya solía recorrer la playa vendien-

do helados. Una tarde del verano de 1971 en que la venta ha-

bía sido bastante mala, Liya subía desde el mar por la avenida

San Pablo cuando pasó por el frente del club-house. Sobre

las escaleras de acceso estaba sentado el caddie master. El

hombre lo llamó. Le dijo que en el club faltaban caddies y que

sería mejor que estuviera al tanto de lo que pudiera suceder si

quería trabajar de otra cosa. Al cabo de algunos días, Liya y su

madre empujaban un carro de pértigo repleto de leña contra

la subida de la calle que divide los hoyos 15 y 16. Desde la al-

tura donde se ubica el green del 15, otro hombre diferente le

pidió que se acercase. Liya dejó un instante a su madre junto

al carro y subió por un empinado talud. Debía presentarse al

día siguiente para recoger las pelotas de los jugadores. Al poco

tiempo aprendió las cosas básicas del golf y pudo salir a la can-

cha como caddie. Liya todavía recuerda la dureza del trabajo

al rayo del sol cargando con su pequeño cuerpo las bolsas de

palos que llevaban caños por dentro y cuya fina correa dejaba

de inmediato una marca profunda y roja sobre el hombro.

Cuando vi aquella cosa que era de tres pisos casi me caigo

de espaldas. Subimos y salimos mar adentro. Entonces ellos

me pidieron que preparara un mate. Cuando lo voy a ha-

cer me fijo en la yerba y era puro palo, una yerba argentina

asquerosa. Agarré la bolsa y la tiré al mar, así nomás. ¿Qué

hacés?, me dijeron. Yo esa yerba inmunda no tomo, dije. ¿Y

qué tomás?, me preguntaron. Yo tomo tal yerba. Y como se

ve que les recomendé bien la yerba torcieron el curso del

barco y salimos para Punta del Este. Bajamos, compramos y

salimos de nuevo para adentro del mar”. La anécdota hace

que Cocoa largue la carcajada y también el humo del cigarro

que acaba de armar. Su hija adolescente, que pela un bo-

niato del otro lado de la mesa, se sobresalta y lo observa un

poco sorprendida. A un paso, un par de conejos miran hacia

los costados tratando de captar el origen del bullicio y se

acomodan contra la estufa, aunque la estufa está apagada.

Pero el gesto de Cocoa cambia de golpe. Mira hacia su hija y

comenta: “Con decirte que una vez ella estaba enferma en el

hospital y yo precisé ayuda. Estaba mal la cosa. Llamé al telé-

fono de ellos y expliqué lo que le pasaba a mi hija. Al instante,

pero al instante tuve todo, todo lo que necesitaba. Así, de

una”. Para Cocoa, sin embargo, eso es parte de una época de

oro que ya no volverá. “Se perdió ese tipo de relación entre

ellos y nosotros. Ya no se da más. Y el club tiene la culpa”. Lo

mismo que sus hermanos, cuando se va a hablar del dine-

ro, sus palabras adquieren una gravedad mayor: “¿Qué es lo

“Se perdió ese tipo de relación entre ellos y nosotros. Ya no se da más. Y el club tiene la culpa”. Lo mismo que sus hermanos, cuando se va a hablar del dinero, sus palabras adquieren una gravedad mayor: “¿Qué es lo que quiero? Salir un poco del barro”.

del Kennedy que era entonces una promesa del golf, lo fue a

buscar para que le recogiera las pelotas mientras practicaba.

Cancela no es un apellido cualquiera. Entre los caddies na-

cidos o criados en el Kennedy se percibe otro tono de voz

cuando lo pronuncian. Fernando Cancela no tardó en con-

vertirse en un golfista profesional y pasar a representar al club

en el resto del país y en el exterior. Cocoa, por su parte, llegó

a ser 12 de handicap, y el golf es una parte grande de su vida.

“El trabajo de caddie es un trabajo cómodo. Trabajás todo el

día limpio. Socializás, conocés gente”. Su casa está entre la

de Chino y la de Liya, y allí vive con sus cinco hijos, una nuera

adolescente y un nieto de tres meses. (Cocoa está siempre

pendiente de sus hijos y por eso ha tenido inconvenientes

cuando su teléfono celular suena en el instante en que un

jugador está en medio de un swing. Los caddies tienen pro-

hibido el uso de los celulares mientras cargan los palos. Pero

eso a Cocoa no le importa: “Cuando yo salgo a trabajar a la

cancha dejo a mis hijos solos en casa. Si a alguno de ellos

les pasa algo, yo dejo la bolsa con los palos y me vengo con

ellos”.) Cuando Cocoa tenía más o menos la edad del hijo

que le dio un nieto, comenzó a llevarle los palos a una familia

de golfistas porteños. Primero cargó la bolsa del benjamín de

la familia, y más tarde pasaba a ser el caddie de todos según

la disponibilidad. A menudo, luego de finalizados los diecio-

cho hoyos, el patrón del momento invitaba a Cocoa a subir al

automóvil y lo conducía hasta el chalet que la familia poseía

en San Rafael, a una cuadra de la playa Brava. Allí almorza-

ba, merendaba o cenaba, según fuera la hora. Durante trece

veranos Cocoa fue uno de los caddies de aquellos padres y

aquellos hijos. Pero tuvo más patrones. Recuerda especial-

mente a otro matrimonio con hijos que lo invitaba a pescar

después de jugar. “Eran italianos. Una vez me dijeron que íba-

mos a salir a pescar en una lancha que se habían comprado.

Para mí una lancha era un bote con un motor fuera de borda.

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que quiero? Salir un poco del barro”. Tampoco él conoce la

cifra, pero asume que será suficiente para comprar una casa

y guardar el resto. “¿Sabés cómo fue que empezó todo esto?

Empezó por veinte pesos. Veinte pesos”.

Fue el fin.

Veinte pesos

Liya pide unos minutos. Su mujer anda por el patio sacando la

ropa seca de la cuerda. Los dos hijos están dentro de la casa. El

hijo mayor de Cocoa se sube a su camioneta, una camioneta

cuyo modelo y color son difíciles de determinar, y sintoniza

una emisora de FM de Maldonado en la que hay un programa

de cumbia. Su cabeza apenas se recorta a través del vidrio tra-

sero. Están pasando una tanda, y el muchacho parece mirar

a través del parabrisas hacia nada en particular. Liya regresa

con una bolsa. “Estos eran los chalecos que nos empezaron

a dar para identificarnos”. Son unos chalecos que los caddies

debieron colocarse según su categoría (primera, segunda o

tercera). Los tres hermanos Sanes son caddies de primera. Las

normas de comportamiento o de presencia han sido siempre

muy estrictas. Un caddie mal afeitado o con un poco de pelo

largo normalmente se quedaba suspendido hasta que volvie-

ra en otras condiciones. Ningún caddie debía jamás tutear a

su patrón: el patrón siempre es “señor”. Y todo eso sin contar

varios destratos. Cuando aparecieron los chalecos distintivos,

muchos empezaron a quejarse por el calor que sentían. Fue

entonces cuando por primera vez en la historia les permitie-

ron usar pantalones cortos. La concesión no fue suficiente.

Había un malestar acumulado que se reveló un día en que

los caddies de tercera reclamaron un aumento de veinte pe-

sos (un dólar) en su tarifa por cargar la bolsa dieciocho hoyos.

La negativa por parte de la directiva del club desencadenó un

nuevo orden de cosas. Los caddies formaron un gremio y la

ley —una ley que tenía sin cuidado a esa parte del país—, ingre-

só en un mundo donde no había calado jamás. Desde la altura

del club-house, empezaron a leerse pancartas que anuncia-

ban el conflicto: Caddies del C.C.C. en negro. No nos conside-

ran trabajadores. Según Damián Corvalán, el abogado de los

caddies (también él un caddie con varios años de actividad),

el reclamo consiste en que se consideren los años de trabajo

de cada caddie y se abonen los aguinaldos y los salarios vaca-

cionales supuestamente adeudados, más una indemnización

acorde. El litigio ya lleva unos cinco años, y como las partes

no llegaron a ningún acuerdo, ahora la decisión final está en

manos de un juez. Corvalán asegura que cada caddie podría

percibir, en promedio, unos cien mil dólares. Al día de hoy, son

entre 70 y 80 caddies los que formularon la demanda, de los

que unos 25 son vecinos del Kennedy. Sin embargo, ciertos

caddies se abstuvieron. Mario, un caddie de primera de unos

35 años, residente en Maldonado, pero con una fuerte vincula-

ción con el Kennedy, sostiene que el asunto “no tiene sentido”.

Dice: “Se está quitando la posibilidad de que ese trabajo pue-

da seguir existiendo. Después van a meter carritos eléctricos y

olvidate de que vas a ver un caddie si el club pierde el juicio”.

El presidente de la comisión directiva del club de golf lamenta

profundamente que no se haya llegado a un acuerdo: “Somos

vecinos. Además, si el club llega a perder el juicio, desconozco

de dónde se podrá sacar el dinero para pagar lo que se exi-

ge. Habría que vender todo y cerrar”. El tema de los carritos,

como se les conoce a los coches eléctricos con los que los

jugadores pueden prescindir de los caddies, ha sido otro de

los puntos donde se ha centrado la lucha. Según Corvalán, los

caddies están buscando un entendimiento para que su fuente

laboral sea protegida y asegurada por el club, frenando el uso

de los carritos. Las asperezas continuaron. Hace unos pocos

veranos, los greens, esa vagamente circular porción de césped

delicado donde se ubica el hoyo con su bandera, amanecie-

ron dañados. El club apuntó las sospechas hacia los caddies,

temiendo una represalia gremial. “Eso no fue así”, sostiene

Cocoa: “Nosotros, los mismos caddies, empezamos a hacer

guardias, turnándonos todas las noches para cuidar los greens,

porque de eso dependía nuestro trabajo. Al final se supo que

eran unos de acá del barrio que no tenían nada que ver. Cru-

zaban y rompían para hacer daño. Pero no fuimos los caddies”.

Tres hermanos. Quizás trescientos mil dólares. O tres casas.

Liya mira hacia el fondo del terreno, donde al final de un pa-

sillo está la pieza que ocupaban su madre y su padrastro, el

padre de Chino y Cocoa. Hace poco más de un año que los

dos viejos dejaron de existir. Ahora los tres hermanos se re-

parten el espacio, comparten los patios y dejan que sus hijos

y sus perros corran por ahí. Es imposible saber si el invierno

que se acerca será el último que los encuentre reunidos en el

Kennedy. En invierno llueve más y en esas calles se forma un

barro que ingresa con facilidad a las casas. Es un barro que

está allí adherido, que no sirve para moldear nada.

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Yo la escuchaba y miraba la tabla. En su choza no había mu-

cho más: un tapiz de cáñamo teñido, las paredes de barro,

fogón al fondo, dos ollas renegridas. Ella hablaba y hablaba;

yo le hacía de vez en cuando una pregunta, con esa caden-

cia lánguida de las entrevistas con intérprete: mucho tiempo

para no entender nada, para esperar la traducción, para ha-

cer fotos, para pensar en cosas. Yo pensaba, sobre todo, en

esa tabla y Saratou contaba, en su lengua, su segundo parto.

La habían casado poco antes de cumplir los doce, su primer

hijo había nacido muerto; un año después llegó el segundo:

–Cuando sentí que estaba ahí me encerré en un cuartito,

me puse en cuclillas, me agarré a la pata de una cama, recé,

LA ALLUHA DE SARATOU Y EL CHIVO MARTÍNImagen que se traduce en palabras. Uno de los mejores cronistas de habla hispana retrata la historia de vida de una mujer de Níger de la que recibió algo más que un regalo.

Texto y foto: Martín Caparrós

LA FOTO

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rezaba mucho, y al final el bebé cayó sobre una esterilla que

había puesto en el suelo.

Saratou, después, había tenido otros once hijos y, por fin,

una fístula obstétrica, una de las enfermedades más terri-

bles, más clasistas en un continente donde mucho es clasis-

ta y terrible. Estábamos en Dakwari, aldea de Níger: casas de

adobe, ni luz ni agua corriente, hambre habitual, vidas que

no han cambiado nada en los últimos siglos. Níger es uno

de los países más pobres del mundo; es, también, un país

orgulloso. Yo entrevistaba a Saratou para una publicación de

Naciones Unidas sobre fístula; su historia era conmovedora

y yo no podía dejar de mirar esa tabla. Me sentía, por mo-

mentos, un canalla.

–Entonces llegó la partera, que cortó el cordón y puso la ca-

becita del bebé sobre una escoba para que no se ensuciara

en la arena, y después me senté mirando hacia La Meca y la

partera me dio al chiquito envuelto en un paño…

La tabla era lo que los musulmanes llaman alluha, una ma-

dera donde los alumnos de la madrassa escriben con un

cálamo los suras del Corán para memorizarlos. Después la

lavan, escriben otro sura: una libreta con una sola hoja. Y yo

me preguntaba qué era lo que me fascinaba en ella: si su

olor de un tiempo muy pasado, si ese dibujo de las letras, si

la madera como papel antiguo.

Hablamos –yo la escuchaba, hacía preguntas– dos, tres ho-

ras. En algún momento, Saratou notó que yo miraba su tabla

demasiado, y me preguntó –a través de la intérprete– por

qué. Se sonreía: hacerme una pregunta era invertir los ro-

les, un gesto de audacia que la puso nerviosa. Yo intenté ser

amable: le dije que me parecía tan bella, que la felicitaba. Ahí

estuvo mi error: después me explicaron que un elogio así, en

su cultura, es un pedido que no se puede rechazar.

–Se la quiero regalar. Por favor, llévesela.

Me dijo Saratou, por interpósita persona, y yo por interpósita

le dije que no, que muchas gracias, y ella que sí, que por fa-

vor, y yo que no, le agradezco muchísimo, y ella, la cara cada

vez más seria, que si no la llevaba la ofendía. La intérprete me

explicó que mi rechazo resultaba violento: como decirle que

su tabla no estaba a mi altura, que ella no estaba a mi altura,

que las despreciaba como sólo los blancos saben despre-

ciar. Estaba en un problema –y sonreí.

Sonreír, cuando no se puede hablar, te compra tiempo. Nos

sonreímos, con Saratou, un momento, y mientras fui pen-

sando mi propuesta. Ella me había contado que cuando se

enfermó no pudo cuidar su rebaño y sólo le habían quedado

dos cabritas que, sin macho, no se podían reproducir. Enton-

ces yo le dije que le quería regalar un chivo, y que me sentiría

muy mal si me lo rechazaba.

Mientras la intérprete interpretaba, Saratou sonreía de otra

manera: con una especie de alegría. No era fácil conseguir el

chivo: había que comprarlo en un pueblo a diez kilómetros

que tenía un mercado de los jueves –y era martes. Convini-

mos en que yo le daría la plata y ella lo compraría; fue enton-

ces cuando se me ocurrió la tontería. Le daría, además, di-

nero para alimentar al chivo por un año con una condición:

que lo llamara Martín. Saratou soltó la carcajada. Después

me dijo que ese chivo le iba a cambiar la vida y que me re-

cordaría para siempre.

No fue fácil pasar con mi alluha por los aeropuertos: sobre-

salía del bolso y era visiblemente árabe. Por unos días fui un

terrorista descarado, uno que no se resignaba a la clandes-

tinidad. Llegué, por fin, a París una mañana muy temprano;

antes de subir a casa de mi primo Sebastian compré unos

croissants en la panadería. Mientras desayunábamos les

conté la historia de mi alluha y el chivo Martín; nos reímos y

Laurence, su mujer, me preguntó cuánto costaba el animal.

Recién entonces hice la cuenta y descubrí, con horror, que

igual que esos croissants.

“Saratou notó que yo miraba su tabla demasiado, y me preguntó –a través de la intérprete– por qué. Se sonreía: hacerme una pregunta era invertir los roles, un gesto de audacia que la puso nerviosa”.

LA FOTO

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Parada sobre los escalones del panteón de la familia Rouillón,

tiene el pelo rizado y a medias cubierto por un gorro. Mira hacia

el suelo, pálida, con expresión de tristeza. En la mano izquier-

da sostiene un puñado de flores que parecen a punto de caer.

Lleva una especie de túnica, algún tipo de vestido que hace mu-

cho tiempo dejó de usarse. Sus alas están rebatidas en señal de

duelo. Tallada en mármol de carrara por Luis Fontana en 1891,

es la más antigua de sus esculturas en el cementerio El Salvador.

El tiempo transcurrido apenas se nota. La escultura está intacta;

sólo tiene tierra adosada en la parte trasera de las alas, como

si al aterrizar algún desperfecto hubiera hecho revolcar a ese

ángel en el barro. Cada detalle se distingue a la perfección; las

plumas de paloma desparramadas en los escalones parecen ha-

ber caído de las alas de aquella mujer apesadumbrada.

Proveniente de Italia, como miles de connacionales que lle-

gaban a hacerse la América, el arquitecto Luis Fontana desem-

barcó en una Rosario que tenía 50 mil habitantes y crecía

a ritmo frenético. De su estudio de escultura, el primero de

la ciudad, salieron muchas de las estatuas y panteones que

todavía persisten tras los muros del cementerio El Salvador.

Una burguesía sostenida en el modelo agroexportador, que

buscaba diferenciarse tanto en la vida como en la muerte y

ostentar su carácter acomodado, encontró en él su artista

funerario predilecto.

La calle principal del cementerio está repleta de panteones

majestuosos. “Es como el Paseo del Siglo. Antes, los rosarinos,

LA HORA DE LOS ÁNGELES

Luis Fontana

Por Lucas García / Fotos: Héctor Rio

ARTE EN ELCEMENTERIO

Testimonios del pasado y del modo en que una clase se vio a sí misma, las esculturas de Luis Fontana se despliegan en el cementerio El Salvador como en un museo a cielo abierto.

Juan M. Ortiz / L. Fontana, 1893.

cuando tenían plata, se querían hacer la casa en la calle Córdo-

ba”, dice Mariana Rodríguez Hertz, presidenta de la Asociación

Amigos del Cementerio El Salvador. Mientras las familias promi-

nentes comenzaban a construir sus mansiones sobre el bule-

var Santafesino (hoy Oroño), como un reflejo fúnebre, hacían

lo propio con sus residencias post mórtem; y el contraste

que generaban con los austeros nichos de la gran mayoría

también lo producían al comparar los metros cuadrados de

sus panteones con las hacinadas habitaciones de conventillo

en que vivían los obreros de la época.

“La gente se entierra como vive –explica Rodríguez Hertz–, y

Fontana era un señor de moda. De Génova venían catálogos

con los modelos, vos elegías y te mandaban las estatuas hechas.

O si tenías más plata se la encargabas directamente a Fontana”.

Museo fúnebre

El sol se escabulle entre los panteones y las cúpulas y, por mo-

mentos, encandila sin piedad. Los ángeles siguen petrificados

y con sus alas quietas; de pronto una paloma vuela hasta el

arrasado panteón de Camilo Aldao. En las paredes exteriores

crecen algunos yuyos; adentro parece como si Van Helsing

hubiese acribillado al conde Drácula: el piso está cubierto de

partes de revoque, vidrios y maderas rotas, las tapas de los ni-

chos yacen hechas pedazos en el suelo y hasta los ataúdes

están abiertos y destrozados; lo único sano es un vitral con la

imagen de Jesús. Atrás, en las catacumbas del sótano los

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Un legado artístico cargado de expresión y sentimiento situado en un lugar

poco habitual, resignificado por el aura de misterio.

Familia Luis Pinasco / L. Fontana, 1902.

féretros están apilados como cadáveres en una fosa común.

Distinta es la suerte de las otras obras de Fontana. Reflejada en

los vidrios de la puerta de Aldao, la cripta de la familia Carreras

muestra en uno de sus tapiales una mujer asustada, tallada en

bronce. Aferrada al marco de la puerta, la figura no entiende

las razones de un ángel que la toma y le señala el cielo, como

si quisiera llevarla en su vuelo. El polvo, el viento y la lluvia han

dibujado lágrimas en sus mejillas. Muy cerca, sobre el techo de

los Pinasco, un ángel de alas rebatidas y espada apuntando ha-

cia el suelo –señal de que ha terminado la batalla– protege un

Lucio Fontana escultor

El apellido Fontana aparece en diversas firmas de obras

en el Cementerio El Salvador: Luis Fontana,

L. Fontana, Fontana y Scarabelli, L. Fontana y Scarabelli,

y Fontana y Cia. Más reconocido que Luis Fontana

fue su hijo Lucio, nacido en Rosario en 1899 y radicado

más tarde en Italia, donde se consagró como artista.

También escultor, Lucio Fontana trabajó con su

padre en arte funerario. Sin embargo, es difícil acreditar

que haya realizado alguna de las esculturas del

cementerio. La única obra atribuible fuera de duda

a Lucio Fontana es la escultura en bronce negro

con la que el pueblo de Rosario homenajeó a la

educadora de los humildes, Juana Blanco, en 1927.

Lo dice la firma: “Lucio Fontana Escultor”. Su obra

emblemática está fuera del cementerio: El sembrador,

el bajorrelieve gigante que mira al río Paraná desde

las barrancas del parque Urquiza, tapando lo que

antiguamente era un túnel ferroportuario.

Juana Blanco, de Lucio Fontana.

Familia Gueglio / Fontana y Scarabelli.

sarcófago de piedra. Debajo suyo una inscripción en latín pide

por el descanso eterno del difunto; también aparecen la cruz,

el alfa (principio) y el omega (fin), y el crismón (un monograma

que refiere a Cristo en base a las letras griegas X y P).

Las obras de Fontana se codean con las de otros artistas ilus-

tres, como Guido, Scarabelli, Barnes o Vanzo. Un legado artís-

tico cargado de expresión y sentimiento situado en un lugar

poco habitual, resignificado por el aura de misterio, supersti-

ción y trascendencia inherente a la necrópolis. Testigos de una

época en que la muerte era una ceremonia que iba más allá

del velatorio, cuando los vivos iban al encuentro de los muertos

en el cementerio. El arte como representación de la tragedia.

“Una de nuestras misiones, con las visitas guiadas, es que la

gente empiece a ver al cementerio con otros ojos –cuenta

Mariana Rodríguez Hertz–. Aquí hay más obras de arte que en

ningún otro lugar de la ciudad. A lo lejos un guardia grita para

avisar que están por cerrar. Es la hora: el sol se retira y las som-

bras de las estatuas comienzan a extenderse por los corredo-

res, como si adquirieran vida con la oscuridad que avanza.

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98

99

EL MOLINO

“La palabra dice «molino», de mo-

ler, pulverizar en partes, hacer li-

viano lo pesado, destrozar el todo

y alcanzar la sutileza. Homenaje al

mundo del trabajo. Organización

de cooperativas de diseño. Punto

de cruce ciudadano a través de la

construcción de bienes culturales”.

Con esta definición se presenta El

Molino Fábrica Cultural, el espacio

intervenido en la manzana com-

prendida por las calles Castellanos,

República de Siria, bulevar Gálvez y

Pedro Víttori, de la ciudad de San-

ta Fe, para poner a punto lo que

promete ser una gran empresa

cultural. El viejo molino Franchino

se convirtió en un lugar dedicado

al desarrollo de actividades didác-

ticas y expositivas vinculadas al

diseño, especialmente industrial,

una “usina” destinada al funciona-

miento de una escuela de artes y

oficios, y a la exhibición tanto del

producto terminado como de sus

procesos de fabricación y diseño.

Inaugurado en diciembre de 2010,

El Molino Fábrica Cultural presenta

en su primera etapa los espacios

“Apto para todo ser”, “Apto para

todo encuentro”, “Apto para todo

hacer” y “Apto para todo juego/

fuego”, planteados por la división

de soportes materiales y no por

disciplinas o ejes temáticos, a fin

de desarrollar una idea de proce-

so, para contribuir al fomento de

los vínculos afectivos y sociales,

y a la relación de cultura y tra-

bajo. La obra fue realizada por la

Unidad de Proyectos Especiales

del Ministerio de Obras Públicas

y Vivienda de Santa Fe, a cargo

de Luis Lleonart, Silvana Codina y

Francisco Quijano, con planifica-

ción conceptual del espacio por

parte del Ministerio de Innova-

ción y Cultura.

ESCRITO EN LA CALLE

Grafiti, calle Sarmiento al 300, Rosario.

FUERA DE AGENDA

Rosario cuenta entre su valioso

legado arquitectónico con una

de las expresiones más puras del

Art Nouveau de todo Latinoamé-

rica. La majestuosa casona de fa-

chada floral y curvada se erige en

pleno centro de la ciudad –Presi-

dente Roca al 400- y si bien no

está abierta al público puede ser

disfrutada desde la calle. Flores,

tallos y hojas, curvas femeninas,

trazos sutiles y formas orgánicas

son algunos de los recursos esté-

ticos que caracterizan al género.

FACEBOOK

Fotógrafos rosarinos es una co-

munidad virtual que nuclea afi-

cionados y profesionales de la

fotografía de la ciudad de Rosario

y sus alrededores a fin de generar

un espacio de encuentro e inter-

cambio. Muestras, charlas, con-

vocatorias, concursos, noticias,

compra-venta de equipamiento,

información sobre escuelas de

fotografía, son algunos de los

datos que se difunden. Sus in-

tegrantes comparten su propio

trabajo fotográfico y organizan

concursos internos online.

QUIERO RETWITTER:

Javier Malosetti

El mate amargo y los scons q

hizo Andrea recién combinan c el

día como Lennon y Mc.Cartney

desde mi ventana veo la copa de

un árbol con 3 nidos de hornero.

todo un barrio. nice.

Liniers

¿Por qué cada vez que en los

noticieros dan la noticia de que

hace frío muestran gente cruzan-

do alguna avenida?

Se casaron William y Kate, beatifi-

caron al Papa, mataron a Bin La-

den…Mucha gente en las calles,

avisen al pibe de GH que no es

por él.

Che cuenten quien gana el Gran

Hermano…Me interesa mucho…

También: cuál es el producto

bruto de Nueva Zelanda.

Dante Spinetta

Hoy me voy a desarmar en el espacio pero cuando me vuelva

a unir voy a contar con nuevas

partículas planetarias en mi ge-

nerika…u feel me?

Mataron a Bin Laden… ¿y a Geor-

ge Bush no?

BUSCADOR

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100

101

MEMORIA DEL MIEDOJuan Gabriel Vásquez

Nacido en Bogotá en 1973 y residente en Barcelona, ganó el Premio Alfaguara de Novela por El ruido de las cosas al caer. El pasado reciente de Colombia, la droga y la violencia, en un

cruce impecable de historia y ficción.

Entrevista de Osvaldo Aguirre

LAS POSIBILIDADES DE LA NOVELA

Una apretadísima biografía de Juan Gabriel Vásquez de-

bería contener estos datos: que nació en Bogotá en 1973;

que estudió literatura hispanoamericana en París y en 1999

se instaló en Barcelona, donde vive; que publicó un libro de

relatos, dos novelas, una recopilación de artículos críticos y

una biografía de Joseph Conrad; que ganó varios premios,

entre ellos el de Periodismo Simón Bolívar por “El arte de la

distorsión”, un ensayo que contiene su clave poética; que tra-

baja como traductor y a su vez ha sido traducido a catorce

lenguas. Y que es el ganador del Premio Alfaguara de Novela

2011, uno de los más importantes en lengua española, por El

ruido de las cosas al caer.

Las relaciones de historia y ficción atraviesan la reflexión y la

escritura de Vásquez. En “El arte de la distorsión” sostiene pre-

cisamente que la idea de que toda historia es ficción, que su-

mió en debates a los historiadores, “ha tenido el efecto curioso

de liberar por fin las posibilidades de la novela”, y en concreto

“ha permitido a la ficción ganar una libertad inédita: la libertad

de distorsionar la historia”. Pero el novelista no se desentiende

del alcance de los hechos: “Transpuesta en un contexto distin-

to del que les propio, rodeada de ciertas ficciones bien escogi-

das por el narrador, la historia nos revela sus secretos con más

generosidad que la historiografía más exhaustiva”.

En la novela Los informantes (2004) Vásquez abordó un tema

lateral del pasado de su país: el alineamiento de Colombia

con los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y

la equívoca persecución de ciudadanos alemanes por parte

del gobierno del presidente Eduardo Santos. En Historia se-

creta de Costaguana (2007) comenzó donde terminaba una

invención de Conrad, el país sudamericano y ficticio que hizo

de escenario a la novela Nostromo, y compuso una historia

en base a la posibilidad de que el escritor polaco haya estado

en Colombia y que su ficción estuviera inspirada en la historia

política del país.

El ruido de las cosas al caer comienza con un curioso suceso

histórico: la fuga y persecución de un hipopótamo, una de

las criaturas que Pablo Escobar, legendario narcotraficante

de Medellín, tenía en su zoológico privado. Ese episodio es

el punto de partida de la memoria del narrador, Antonio Ya-

mmara, y de sus diálogos con Ricardo Laverde, un piloto que

acaba de pasar veinte años en prisión. Memoria quiere decir

aquí imaginación, reinvención de la historia, ficción. Pero una

ficción que retorna sobre la historia que la alumbró, y la re-

descubre en nuevas lecturas.

PRIMERAPERSONA

A mediados de 2009, tal como el narrador de mi novela, des-

cubrí la foto del hipopótamo muerto en las páginas de la revis-

ta colombiana Semana. Hasta entonces apenas si había tenido

noción de que esos animales seguían existiendo: como llevo

varios años fuera de Colombia, he perdido contacto con al-

gunas cosas, y una de ellas es la nueva vida del zoológico de

Pablo Escobar. Yo llevaba ya un año trabajando en esta novela

pero fracasando estrepitosamente: había logrado saber algo

acerca de Ricardo Laverde, pero poco más. La imagen del hi-

popótamo muerto me provocó una sensación impredecible:

fue como si sólo ahora, en 2009, se cerraran para mí los años

80 y primeros 90, esa época en que los bogotanos crecimos

con las bombas, los asesinatos políticos y en general la guerra

de Escobar contra el Estado colombiano. En ese momento

supe qué novela quería escribir, cuáles eran los temas.

Si el acto de recordar está muy presente en el libro, así como

lo estaba en Los informantes, es porque para mí, como decía

Sebald, la memoria es el espinazo moral de la literatura. Re-

cordar es un acto moral, ¿no? Pero eso no quiere decir que

sea fácil. Muchas veces recordamos con esfuerzo, a pesar de

nuestro impulso natural, que sería el olvido. Muchas veces el

olvido es lo que nos pide el cuerpo y sin embargo recorda-

mos, recordamos para que algo no muera, para encontrar-

le sentido al pasado. La comprensión va en detrimento del

bienestar, digamos. A esa tensión, que está en todos noso-

tros, se refiere el narrador. Pero ya decía Francisco Ayala que

la literatura es memoria perfeccionada.

El novelista tiene total libertad, pero eso no quiere decir que

siempre pueda usarla. Creo que cada novela tiene que “me-

recer” el derecho de distorsionar la verdad conocida, y hay

que cuidarse mucho de los novelistas descuidados, perezo-

sos o carentes de rigor que se escudan en su libertad para

cometer imperdonables errores históricos. Lo que yo defien-

do es el derecho del novelista de faltar a la verdad histórica

cuando hacerlo sirve para traer a la luz verdades poéticas o

metafóricas. Si no es para eso, si la distorsión es gratuita, no

le veo yo mucha razón de ser.

Yo he sido un entrevistador obsesivo y un poco imprudente

para mis novelas, pero en ésta no lo fui, y eso por una razón

sencilla: es la novela más personal que he escrito, y quería

que uno de los temas fuera la memoria que el narrador tiene

del miedo, como la comparte con los que lo rodean, más

que la precisión de la verdad sobre Escobar. Los colombia-

nos crecimos con versiones distintas de esas leyendas sobre

Escobar; yo quería que en la conciencia de mis protagonistas

estuvieran esas leyendas con las que crecí yo, en lugar de

regalarles el beneficio de una verdad depurada y obtenida

cómodamente desde el futuro.

Esta novela como tragedia. Sí, hay algo de eso, el narcotrá-

fico como la falla metafísica que tiene cualquier Hamlet o

cualquier Otelo, algo que nos condena desde dentro. Yo

no soy muy amigo del verbo revelar aplicado a una novela,

pero sí del verbo explorar; y lo que he querido explorar son

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Los billares de la calle catorce

El día de su muerte, a comienzos de 1996, Ricardo Laverde

había pasado la mañana caminando por las aceras estrechas

de La Candelaria, en el centro de Bogotá, entre casas viejas

con tejas de barro cocido y placas de mármol que reseñan

para nadie momentos históricos, y a eso de la una llegó a los

billares de la calle catorce, dispuesto a jugar un par de chicos

con los clientes habituales. No parecía nervioso ni perturba-

do cuando empezó a jugar: usó el mismo taco y la misma

mesa de siempre, la que había más cerca de la pared del

fondo, debajo del televisor encendido pero mudo. Comple-

tó tres chicos, aunque no recuerdo cuántos ganó y cuántos

perdió, porque esa tarde no jugué con él, sino en la mesa de

al lado. Pero recuerdo bien, en cambio, el momento en que

Laverde pagó las apuestas, se despidió de los billaristas y se

dirigió a la puerta esquinera. Iba pasando entre las primeras

mesas, que suelen estar vacías porque el neón hace sombras

raras sobre el marfil de las bolas en ese punto del local, cuan-

do trastabilló como si hubiera tropezado con algo. Se dio

la vuelta y volvió adonde estábamos nosotros; esperó con

paciencia a que yo terminara la serie de seis o siete caram-

bolas que había comenzado, e incluso aplaudió brevemente

una a tres bandas; y después, mientras me veía marcar en

el tablero los tantos que había conseguido, se me acercó y

me preguntó si no sabía dónde le podían prestar un aparato

de algún tipo para oír una grabación que acababa de recibir.

Muchas veces me he preguntado después qué habría pasado

si Ricardo Laverde no se hubiera dirigido a mí, sino a otro de

los billaristas. Pero es una pregunta sin sentido, como tantas

que nos hacemos sobre el pasado. Laverde tenía buenas ra-

zones para preferirme a mí. Nada puede cambiar ese hecho,

así como nada cambia lo que sucedió después.

(De El ruido de las cosas al caer)

Yo no soy muy amigo del verbo revelar aplicado a una novela, pero sí del verbo explorar; y lo que he querido explorar son ciertas preguntas. ¿Qué implicó para toda una generación ser contemporánea del narcotráfico?.

ciertas preguntas. ¿Qué implicó para toda una generación

ser contemporánea del narcotráfico? ¿Cómo nos marcó esa

presencia a quienes vivimos al margen de ella, que fuimos los

más? Y sobre todo: ¿cómo nos marcó el miedo que sentimos

en una época, cómo marcó ese miedo nuestra conciencia,

nuestras relaciones íntimas?

El novelista es quizás la única persona que escribe mejor cuan-

do está lejos, ya sea en el espacio o también en el tiempo (a

veces se necesitan décadas para que un tema pueda ser tra-

tado en la ficción literaria). Tal vez sea una cuestión de tempe-

ramento, pero la distancia es lo que yo necesito. Quizás sea

porque estar lejos da libertad o incluso impunidad.

Buena parte del boom latinoamericano ejerció una influencia

decisiva en mi vocación. La lectura de Borges cambió mi vida

y la sigue cambiando todos los días: su fantasma está pre-

sente en Los informantes, aunque no se vea. Con Cien años

de soledad comencé a pensar que quería ser escritor. Vargas

Llosa ha marcado de una manera muy intensa mis ideas so-

bre la disciplina, la terquedad, la ética del novelista, y tengo

con sus libros una deuda impagable. Lo mismo, aunque de

manera distinta, sucede con Cortázar, a quien sigo releyendo

con cariño y del cual me interesa hasta lo malo. Una novela

como Terra Nostra, de Carlos Fuentes, susurra en las esqui-

nas de Historia secreta de Costaguana. Y en cuanto a El ruido

de las cosas al caer, cualquier buen lector de Onetti sentirá

allí su presencia vigilante.

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Jorge Leonidas Escudero es el artista más valioso y querido

de San Juan. Hay que remontarse a Domingo Faustino Sar-

miento para encontrar a un sanjuanino tan reconocido en su

provincia. Un verdadero símbolo de creatividad y pertenen-

cia. Sus textos, además de deslumbrar en excelentes libros,

también integran el cancionero popular cuyano, a través de

cuecas y zambas que el poeta compuso y que se cantan en

peñas y reuniones, que se difunden por la radio y suenan por

las calles de San Juan y Mendoza. A sus 90 años, el hombre

es profeta en su tierra.

Sin embargo, salvo por el entusiasmo de lectores y entendi-

dos, Escudero todavía es un desconocido para el gran pú-

blico. La reciente aparición de Poesía Completa (Ediciones

en Danza), un volumen que compila los veinte títulos que

publicó entre 1970 y 2010, es un aporte esencial para instalar

una poética profunda y singular en la consideración popular.

Por Javier Cófreces / Fotos: Marisa Negri

Escritor autodidacta, minero, jugador empedernido. Celebrado en su San Juan natal perodesconocido por el gran público. La edición de su Poesía Completa es un aporte decisivo para que su obra alcance el merecido reconocimiento nacional.

EL BUSCADORDE PALABRAS PRECIOSAS

Escudero goza del aprecio de los cuyanos. A pesar de la sen-

cillez que trasunta, su carisma personal genera un inmenso

fervor entre sus seguidores, ya sean intelectuales o no, ya

sean lectores o no. “Desde siempre ando buscando lo que

llamo «la palabra única». Pretendo que esa palabra encierre

el sentimiento de lo que quiero decir. En eso estuve en la

consecución de los años. Lo haré hasta que el impulso se

acabe y me diga que ya no tiene vuelta. Entonces me callo

para todo el viaje.”, dice el poeta.

Escudero nació en San Juan en 1920. Terminó la escuela y

cursó estudios de agronomía en Mendoza, carrera que aban-

donó para emprender la tarea que marcaría su vida para siem-

pre. Se fue a la montaña a buscar oro y piedras preciosas. Lo

hizo durante muchos años, de la forma más rudimentaria y

artesanal. Montado en una mula y provisto de herramientas

rústicas y primitivas. Los resultados de esa búsqueda fueron

dimiento aurífero la perdió en una apuesta con otro minero.

Lo explica: “El juego para mí tiene una importancia absoluta,

en cuanto el juego es la posibilidad de que yo pueda experi-

mentar lo más sustancioso e importante que pueda haber en

mis personalidades humanas… descubrir lo desconocido, lo

que está un poco más allá”.

Su poesía además de hablar de las montañas y del juego,

habla de todo aquello que Escudero encontró y perdió en su

magros. Nunca encontró lo que buscaba. Lo más preciado

que rescató fue una colección de piedras que instaló en una

vitrina de su casa, que todavía conserva y exhibe con orgullo.

A los 50 años se animó a publicar su primer libro de poemas,

La raíz en la roca, cuyo título resultó ser una verdadera ale-

goría de su vida. La fuente de inspiración para instalarse en

la lírica surgió de un primo suyo, Carlos Guido Escudero, un

poeta que se quitó la vida a los veinticinco años y por quien

el buscador de oro sentía una profunda admiración.

“Ese primo mío me dio el empuje, porque yo lo veía a él que

escribía con tanta fe en la poesía, entonces yo me propuse,

pero no había entonces poemas mayormente. Hice un acrós-

tico a una mujer de la que me enamoré allá por Jachal alguna

vez. Tiempo después apareció mi primer libro”, cuenta.

Desde joven lo entusiasmó el juego, el azar, los naipes, la ru-

leta. Se cuenta que la única mina que descubrió con alto ren-

LIBROS

Nunca encontró lo que buscaba. Lo más preciado que rescató fue una colecciónde piedras que instaló en la vitrina de su casa, que todavía conserva y exhibe con orgullo. A los 50 años se animó a publicar su primer libro de poemas.

Jorge Leonidas Escudero, el poeta minero

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vida, esperanzas, recuerdos, amigos y amores. En cuarenta

años escribió 20 libros de poemas. Sin embargo, recién en

los últimos tiempos su obra es valorada en todo el país.

Dueño de una poética personalísima, basada en el hablar

cotidiano de la zona. Matizada con versos y construcciones

lingüísticas muy particulares, en las cuales pueden faltar o

sobrar letras. Pueden aparecer expresiones desconocidas,

modismos desusados y términos sorprendentes. Inventó

una sintaxis poética a su gusto. En definitiva, Escudero cons-

truyó una lírica inimitable que le permitió conquistar fervo-

rosos lectores que disfrutan de su originalidad creativa y

conmovedora. “Yo no trato de experimentar absolutamente

nada –señala–. Yo trato de darle expresión a algo que quie-

ro decir y que no hallo cómo decirlo, entonces tengo que

intentar caminos para decirlo; entre esos caminos está que

yo a veces cuando escribo saco unas letras del texto y no las

pongo. El oído mío me dice que esa letra no puede entrar

ahí, porque está de más”.

La edición de Poesía Completa, por una editorial de Buenos

Aires con alcance nacional, ratifica que Escudero ya no puede

ser considerado sólo como un poeta regional apreciado sólo

en su comarca. “Por prepotencia de trabajo”, por sus versos

sencillos y luminosos, debe ser considerado como uno de los

grandes escritores argentinos, a pesar de que en su provincia

lo sigan llamando Chiquito. “Justifico la existencia de la poe-

sía porque creo que uno dice con toda buena fe para tratar

de investigarse a sí mismo –explica–, y que eso que le pasa

también le ocurre a otra persona que no lo puede expresar.

La poesía permite tender una mano y sentirse comprendido”.

Ya no puede ser considerado sólo como unpoeta regional apreciado sólo en su comarca. “Por prepotencia de trabajo”, por sus versos sencillos y luminosos, debe ser considerado como uno de los grandes escritores argentinos, a pesar de que en su provincia, lo sigan llamando Chiquito.

Dos poemas

Lágrimas ocultas de tu viaje

Te vas, pero quedándote.Me quedo, pero voy con vos.Volamoscomo dos mariposas unidas por un hilo,uno en el otro, y el susurrode nuestros nombres impregna el aire.

De modo que te vas pero quedándotey yo al permanecer aquí te sigo.

Los árboles del otoño y esoque dicen desde siempre en los caminos, esono nos importa hoy porque estamos alegres,porque estás de viaje.

Que me llevas a una ciudad lejana dicesy yo te sostengoen mi pueblo de siempre y te acaricio.

La palabra única

Sigo aquí en el camino de otras veces, escarbo,m’encaramo en las palabras, mirocielos a ver si la palabra únicame resume todo lo a decir.

Sigo esto y escribo como que soy mandadoA encontrar arduamente lo que aún no asomapero lo atisbo.Una esperanza bruta me asiste.

Y voy a lo invisible sin saber quéni cuando ni sipodré poner pie nel umbral deo me consumiré andando el camino.

¿Estoy quizá hablando de la nadao del todo que es lo mismo?¿Será eso elsilencio total ah? Me asusto:¿buscar la palabra única seráinstinto de muerte?

LIBROS

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Recuerdos e imágenes de Santa Fe en el siglo XVIII

Hacia allá y para acá el libro del

sacerdote jesuita Florian Paucke

(1719-1780) que publica la Se-

cretaría de Producciones e In-

dustrias Culturales de Santa Fe

(primero de la serie Signo San-

tafesino que conmemora el

Bicentenario) es un trabajo deli-

cadísimo y enorme, para el que

los editores Pedro Cantini y Nora

Avaro se contactaron con el con-

vento austríaco de Zwettl, donde

se conserva el original de Paucke,

para lograr unas reproducciones

impresionantes de esas acuarelas

e ilustraciones con las que el cura

describió el día a día de su vida

en la colonia San Javier. Las más

de 150 ilustraciones, a todo color

(170 páginas), están acompaña-

das por fragmentos de las me-

morias de Paucke, que comple-

tan enteras el libro en un cedé,

en formato digital. Las imágenes

son el primer paisaje retratado de

Santa Fe y también unas de las

primeras del territorio argentino

en gestación. Paucke estuvo 20

años en este territorio (de 1748

a 1768) y comenzó a escribir su

libro en 1773, cuando ya había re-

gresado a Europa.

El sentido de lo inclasificable

“En cuanto sentido –dice Elvio E.

Gandolfo– no es en absoluto lo

mismo decir «El libro de los escri-

tores» que «The Book of Writers».

El primero trae asociaciones de

libros para fin de año, recetarios

de cocina o álbumes o libros para

regalos. El segundo, en cambio,

me hace recordar muchos «The

Book of…»: sails, cats, stones, in-

cluso Saturday. Libros de veleros,

gatos, piedras preciosas o del día

sábado (un conjunto misceláni-

co para entretenerse ese día de

la semana, que solía hojear en la

biblioteca del Instituto Anglo de

Montevideo), libros que tendía a

explorar en detalle“. De ahí el título

para The Book of Writers (Caballo

negro, Córdoba), un inclasificable

libro de narrativa que asocia la fic-

ción, el ensayo y la autobiografía

para construir, en clave, cifrados

por el oficio mismo de narrar, un

conjunto de retratos de escritores

argentinos contemporáneos.

Una fábrica, un barrio, una historia

Surgido en el marco del Presu-

puesto Participativo, el proyecto

Historia, Identidad y Perspectiva,

que coordina el Centro Municipal

de Distrito Sudoeste y la Secreta-

ría de Cultura y Educación de la

Municipalidad de Rosario, recu-

pera en El libro de Barrio Acindar

(Editorial Municipal Rosario) una

compleja historia fabril y barrial

a partir del aporte de sus propios

protagonistas, los ex trabajadores

de la planta siderúrgica y los an-

tiguos y nuevos vecinos del ba-

rrio, uniendo sus diferentes voces

e imágenes como las líneas de

un mapa susceptible de nuevas

exploraciones en la memoria y

el presente. Una historia con un

punto de partida preciso: “Acá ha-

bía una zona de quintas, de pas-

toreo, tenían vacas. Todavía que-

dan pinos de antes del barrio. No

había ni pavimento ni medios de

transporte, no había nada –cuen-

ta un ex trabajador metalúrgico y

antiguo vecino del barrio–, hasta

que en 1942 empezaron a cons-

truir la fábrica.”

Poeta de la vida posible y plausible

Ediciones De Aquí a la Vuelta y

Ediciones del Centro Cultural de

la Cooperación se unieron en la

edición de la Poesía completa del

gran poeta paraguayo Elvio Rome-

ro (1926-2004). Publicado con el

auspicio del Fondo Nacional de la

Cultura de Paraguay, el libro reúne

los poemas que Romero comenzó

a publicar en 1947. “Elvio Romero

es un poeta de la vida, simboliza-

da por el fuego en sus composi-

ciones. Pero de la vida posible y

plausible, donde reine la justicia y

el amor, y sobre todo en su país, el

Paraguay, maltratado por la tiranía

y la existencia de dos naciones: la

del interior y la del exilio”, dice José

Vicente Peiró Barco en el prólogo.

BUSCADOR

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113

1nº

32 pies es una medida que indica profundidad y navegabilidad. Un dato indis-

pensable para quienes se aventuran por el río Paraná. Una referencia esencial

para quienes saben que cultura implica fluidez y libertad.

32 pies nace en relación directa a una obra que sintetiza verdad y belleza.

Uno de los más destacados arquitectos del mundo, Oscar Niemeyer, diseñó

un gran teatro para Rosario. Un Puerto de la Música enclavado en un puerto

de trabajo.

Un teatro como no existe ningún otro en el mundo. Un teatro que será escuela

de artistas y museo. Un teatro pensado para estar al alcance de todos. Un

enorme y novedoso espacio público. La primera obra del genial constructor

de Brasilia en Argentina. El Puerto de la Música aparece como un desafío y una

esperanza. Un faro sobre el río. Como lo anunció su creador: una señal de

unidad para los pueblos de Sudamérica. La cultura es nuestra casa común.

Esta publicación pretende acompañar el avance de esta idea que nació de un

dibujo hecho con plumín por un genio centenario. Se propone registrar,

haciendo eje en la región litoral, las manifestaciones artísticas de los países que

integran el Mercosur. Sus personajes, sus historias, las nuevas tendencias, lo

clásico y lo moderno, lo popular. Las crónicas, entrevistas, investigaciones,

informes especiales y foto reportajes, tienen una premisa fundacional: estar a la

altura de una obra tan osada como formidable.

Editada por la Fundación Puerto de la Música, una organización sin fines de

lucro conformada por representantes de entidades públicas y privadas de Santa

Fe, y realizada por un calificado grupo de periodistas, escritores, fotógrafos y

diseñadores, 32 pies está pensada como una publicación coleccionable

y de periodicidad trimestral que contará con la participación de prestigiosos

colaboradores.

32 pies es una medida que indica profundidad y navegabilidad.

32 pies es la medida de un sueño.

Reynaldo SietecaseDirector

Derecho de autorNro. en trámite. Los artículos firmados noexpresan necesariamente la opiniónde la revista. Ningún contenido de estapublicación puede reproducirse sin previaautorización de la Fundación Puertode la Música.

La medida de un sueño

DistribuciónEn Capital y Gran Buenos Aires.: Vaccaro Sánchez

Agradecimientos

Al Maestro Hermenegildo Sábat

Luis OvsejevichClaudio IppolitiSergio CeroiRicardo SilbersteinSilvana CodinaKadu NiemeyerHeloisa AlvesGustavo D’ElíaGraciela Arreguez

Fundación Puerto de la Música

Presidente: Ricardo Silberstein. Vicepresidente: Marcelo Romeu. Secretaria: María Julia Reyna. Tesorero: Javier Ganem.

Titulares Consejo de Administración: Jaime Abut, Graciela Alabarce, Jorge Alice, Inés Bertero, Sergio Ceroi, Carlos Cerrutti,

Silvana Codina, Oscar Defante, Susana Dezorzi, León Epsztein, Miguel Felicevich, Daniel Gallo, Osvaldo García Conde, Roberto

Gazze, Esteban Hernández, Claudio Ippoliti, Miguel Mancino, Guido Martínez Carbonell, Francisco Quijano, Federico Rojkín,

Lidia Sartoris de Angeli, Carlos María Zampettini. Suplentes: Carlos Bartolomé, Hermes Binner, Pablo Feldman, Julián García,

Enrique Gatti, Lázaro Gidekel, Alberto Grimaldi, Daniel Indorado, Alberto Kozenitzky, Miguel Lifschitz, José Mattievich, Eduardo

Sangermano, Daniel Peppe, Fernando Riccomi. Comité de Honor (en formación): Presidente Luis Ovsejevich.

ImpresiónBorsellino Impresos S.R.L.


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