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Between objectivity and belonging. Historical...

Date post: 27-Sep-2018
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32 Entre objetividad y pertenencia. La conciencia histórica en el debate de la filosofía hermenéutica con el historicismo 1 Between objectivity and belonging. Historical consciousness in the discussion between hermeneutical philosophy and historicism Jesús Rodolfo Santander 2 Resumen El escrito destaca ciertos rasgos comunes al pensamiento de la Nueva Herme- néutica (Heidegger, Gadamer, Paul Ricoeur) que, frente al objetivismo histori- cista del siglo XIX (Ranke, Droysen, Dilthey), muestran el carácter no objetivo de la existencia humana finita y su esencial pertenencia a la historia. Sobre esta base ontológica -y sobre un trasfondo metafísico- la comprensión que se tenía de la conciencia histórica se radicaliza y muta su sentido, con efectos de gran alcance que, tocando a la comprensión tradicional del sujeto, de la historia, de la objetividad y de la verdad, gravitan sobre las ciencias de carácter histórico. En este espacio se señalan sólo algunos de esos efectos. Palabras claves: Conciencia histórica, historicismo, filosofía hermenéutica, ob- jetivismo, objetividad, pertenencia a la historia, círculo hermenéutico, prejui- cio, Dilthey, Droysen, Gadamer, Heidegger, Ranke, Ricoeur. Abstract This paper highlights some common trails of the New Hermeneutics (Heide- gger, Gadamer, Paul Ricoeur) which, vis-à-vis the historicist objectivism of the XIX Century (Ranke, Droysen, Dilthey), exhibits the non-objective character of the finite human existence and its essential belonging to history. This ontolo- gical basis -above a metaphysical background- supports the radicalization and transformation of the understanding of the historical consciousness with power- ful effects alongside the traditional understanding of the subject, history, ob- jectivity and of truth, which are confined to the historical sciences. Along this paper we will discuss only some of these effects. Keywords: Historical consciousness, historicism, hermeneutical philosophy, ob- jectivism, objectivity, hermeneutical circle, prejudice, Dilthey, Droysen, Gada- mer, Heidegger, Ranke, Ricoeur. 1 Escrito para reavivar un diálogo comenzado entre historiadores y filósofos con ocasión de los festejos por el 50 aniversario de la fundación de la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP. 2 Profesor-Investigador de la Maestría en Filosofía (BUAP).
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Entre objetividad y pertenencia. La conciencia histórica en el debate

de la filosofía hermenéutica con el historicismo1

Between objectivity and belonging. Historical consciousness in the discussion between hermeneutical

philosophy and historicismJesús Rodolfo Santander2

Resumen El escrito destaca ciertos rasgos comunes al pensamiento de la Nueva Herme-néutica (Heidegger, Gadamer, Paul Ricoeur) que, frente al objetivismo histori-cista del siglo XIX (Ranke, Droysen, Dilthey), muestran el carácter no objetivo de la existencia humana finita y su esencial pertenencia a la historia. Sobre esta base ontológica -y sobre un trasfondo metafísico- la comprensión que se tenía de la conciencia histórica se radicaliza y muta su sentido, con efectos de gran alcance que, tocando a la comprensión tradicional del sujeto, de la historia, de la objetividad y de la verdad, gravitan sobre las ciencias de carácter histórico. En este espacio se señalan sólo algunos de esos efectos.

Palabras claves: Conciencia histórica, historicismo, filosofía hermenéutica, ob-jetivismo, objetividad, pertenencia a la historia, círculo hermenéutico, prejui-cio, Dilthey, Droysen, Gadamer, Heidegger, Ranke, Ricoeur.

AbstractThis paper highlights some common trails of the New Hermeneutics (Heide-gger, Gadamer, Paul Ricoeur) which, vis-à-vis the historicist objectivism of the XIX Century (Ranke, Droysen, Dilthey), exhibits the non-objective character of the finite human existence and its essential belonging to history. This ontolo-gical basis -above a metaphysical background- supports the radicalization and transformation of the understanding of the historical consciousness with power-ful effects alongside the traditional understanding of the subject, history, ob-jectivity and of truth, which are confined to the historical sciences. Along this paper we will discuss only some of these effects.

Keywords: Historical consciousness, historicism, hermeneutical philosophy, ob-jectivism, objectivity, hermeneutical circle, prejudice, Dilthey, Droysen, Gada-mer, Heidegger, Ranke, Ricoeur.

1 Escrito para reavivar un diálogo comenzado entre historiadores y filósofos con ocasión de los festejos por el 50 aniversario de la fundación de la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.

2 Profesor-Investigador de la Maestría en Filosofía (BUAP).

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A Marco Velázquez

Sin negar el significado y la importancia que los aspectos metodológicos y epis-temológicos puedan tener para la historiografía, ellos no agotan para un filóso-fo todos los aspectos fundamentales relativos a la historia. Para éste, el asunto de la historia implica también aspectos ontológicos que hunden sus raíces en cuestiones metafísicas. Si en esto el filósofo tiene razón o no, es algo que se echa de ver si se considera el fenómeno de la conciencia histórica. Quiero referirme a este fenómeno, que salió a luz y se hizo plenamente manifiesto en el debate filosófico suscitado por el historicismo en torno al conocimiento histórico, con la intención de destacar que el despertar de la conciencia histórica en los tiem-pos modernos produjo una conmoción que, sacudiendo los presupuestos de la metafísica moderna sobre los que reposaba la ciencia desde el siglo XVII, abrió incluso el camino para que filósofos como los de la Nueva Hermenéutica pu-dieran pensar de manera radicalmente diferente la comprensión filosófica que de la existencia humana y de su condición temporal e histórica se había hecho el pensamiento occidental desde su origen.3 Al respecto quiero sugerir que di-cha conmoción llegó hasta los cimientos mismos sobre el que había descansa-do, más profundamente y como en su base última, la entera existencia histórica del hombre occidental, aludiendo para esto al proyecto que, como respuesta a una cierta experiencia del tiempo y de la historia, se instauró en los albores del pensamiento griego. Para explicarme mejor, me referiré brevemente, en primer término, a esta primera conciencia histórica, antes de detenerme, en segundo término, en el fenómeno de la conciencia histórica moderna y referirme en par-ticular a la naturaleza de la dificultad que experimenta el historicismo para sa-tisfacer su ambición de obtener un conocimiento objetivo en el campo de los fenómenos históricos. Por último, me referiré a la pertenencia de la existencia humana finita a la historia destacando que el reconocimiento de dicha perte-nencia entraña como consecuencia, en nuestra comprensión de la conciencia y de la existencia histórica, una verdadera mutación, de la cual me limitaré a se-ñalar en este espacio sólo algunos aspectos.

IDe una u otra forma los hombres se interesan por su pasado. En los albores de los tiempos consultaban los mitos heredados para saber acerca del origen de su pueblo, de su estirpe, de su ciudad, de sus dioses, de sus reyes y de sus hazañas. De ese pasado les llegaban los relatos y los modelos que eran ritualmente imi-tados y repetidos sin fin a lo largo de una existencia que transcurría sobre bases seguras en un mundo que, como una corteza protectora y cerrado sobre sí mis-mo, no exponía la vida de los seres humanos a las zozobras de la historia. Con-fiaban en sus mitos y durante mucho tiempo no dudaron de su veracidad. En Grecia, la duda aguda sobre ellos se presentó cuando, al fundar las colonias de Italia y de Asia Menor, los griegos entraron en contacto con otros pueblos y cul-turas. Este hecho los puso frente a la diversidad y relatividad de creencias, de representaciones y de formas de vida. El fundador de la Escuela de Elea, el fi-lósofo presocrático Jenófanes, destacó esta situación cuando por entonces dijo:

3 Posterior a la hermenéutica romántica y en oposición a ella, la Neo-hermenéutica o Nueva Hermenéutica puede considerarse principalmente representada por Martín Heidegger, Hans-Georg Gadamer y Paul Ricoeur (Ortiz-Osés, Lanceros, 1998, pp. 228, 254). Reconocer cierta comunidad de pensamiento entre ellos no implica desconocer la existencia de grandes diferencias.

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“Los etíopes hacen a sus dioses negros y chatos, los tracios les dan ojos azules y cabello rojo. Y si los bueyes, los caballos y leones tuvieran manos y pudieran pintar con ellas, los caballos pintarían a los dioses con forma de caballos y los bueyes como bueyes”. Esta inquietud frente a la relatividad de las representa-ciones de los otros pueblos no se limitó a las religiones y los dioses sino que se extendió a todos los otros planos y repercutió sobre las propias creencias. Fue esta una primera irrupción de la conciencia histórica en Occidente que hizo perder la fe sobre los presupuestos seguros e incuestionados sobre los que has-ta entonces había descansado la existencia de los helenos. Esta conciencia de la relatividad se agravaba con la experiencia del paso del tiempo que, vivido por los griegos como un poder destructor que aniquila todo lo que hacemos y amamos, fue representado por ellos como Cronos devorando a sus propios hi-jos. A juzgar por la reacción que provocó entonces –y a la luz de nuestra pro-pia experiencia temporal e histórica- la conciencia aguda de la multiplicidad del mundo y del paso del tiempo hubo de ser para aquellos hombres ilustra-dos que inventaron la filosofía y la ciencia, una situación de angustiante zozo-bra nada fácil de soportar, de amenazante peligro, de la que necesitaban salir para salvarse y de la que salieron buscando, en medio del paso universal de todas las cosas y de su ilimitada diversidad y multiplicidad, un asidero firme en el que pudiera ligarse y anclarse su existencia y la de todas las cosas. Y lo consiguieron a su manera, cuando admitieron la idea de un principio perma-nente, idéntico y universal -un sub-jectum- en el fondo de todas las cosas, y lo-graron de ese modo reprimir o neutralizar de manera duradera esos poderes desestabilizantes del tiempo y la historia a los que ellos se resistían desde que se les revelaron como amenazas en esa experiencia abisal, inhóspita, que enton-ces tuvieron de su existencia. No puedo entender de otra manera la situación que estuvo en el origen del surgimiento del formidable proyecto de un pensa-miento racional. Este debe ofrecer una tabla de salvación al hombre que zozo-bra en medio del devenir. De esta resistencia a la historia, de esta negación del tiempo surgió la metafísica (Santander, 1994-1995: 11ss.). Esta debe preservar-nos de la poderosa negatividad de aquellos y para eso ha de dominarlos e in-cluso domesticarlos. Así, el tiempo será presentado a la luz del pensamiento metafísico como ilusión frente a la presencia verdadera y constante del Ser, o como imagen móvil de la eternidad, o, en el concepto de substancia, como algo secundario o subordinado a ella (Santander, 1994-1995: 17 ss.). Y así se buscará también dar cuenta de la diversidad sujetándola a un principio unificador –por ejemplo, a un Dios único, o, como Hegel en los tiempos finales de la metafísica, al Espíritu como principio y fin de la historia. De este modo se evacuará de ellos lo abrumador de su realidad. Desde entonces se supone que las cosas no descansan en ellas mismas sino en un fundamento último que da razón de ellas y es en ese entonces que se forma el proyecto de un saber racional que busca conocerlo. Esta suposición fundamental, este hypokeimenon, tomará por cierto diferentes formas, pero no dejará de mantenerse tácitamente, desde entonces, a lo largo del tiempo como estructura básica de la comprensión de la existen-cia histórica -en el hombre occidental al menos- constituyendo así el suelo en el que se enraíza su pensamiento. De este modo lo veremos reiterarse en Des-cartes como fundamentum inconcussum bajo la forma del cogito. En intermina-bles controversias, filosofía y ciencia buscaron determinar ese principio y lo concibieron y designaron de distintas maneras: logos, ser, la idea, la materia, la substancia, Dios, el Uno, el ser que subsiste por sí mismo, las leyes eternas, el

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Espíritu, lo Absoluto, la vida, etc. Pero de cualquier manera que se lo designa-ra, la estructura básica de la metafísica ha permanecido idéntica, manteniendo siempre una constitución onto-teológica que supone siempre, bajo el ente, un fundamento último o Dios que lo sostiene, como se echa de ver en la filosofía primera de Aristóteles y como lo puso de manifiesto con perspicacia Martín Heidegger (Heidegger, 1957, pp. 45 y ss.; Santander, 1995b, p. 15). Hasta el pen-sador de Friburgo, nunca antes se había tematizado esa estructura que había estado en la base del pensamiento occidental desde su origen, y por ello pue-de decirse que, desde ese origen, ya no se supo de manera expresa de esta si-tuación metafísica que cerraba el camino a una comprensión más originaria de la temporalidad e historicidad humana. No se puede ignorar esta situación si se quiere comprender el alcance de la conmoción provocada por la conciencia histórica moderna sobre el fundamento metafísico mencionado y si se quiere entender bien el fenómeno de la historia y su moderno conocimiento científico. Es por eso que la estoy evocando.

Es que el proyecto de un saber racional nacido de esa situación exige al-canzar conocimientos universales y necesarios y para ello lograr, en un univer-so azaroso de apariencias cambiantes y diversas, la verdad única de las cosas apartando las representaciones particulares y sensibles del mito. Pensemos de nuevo en Jenófanes, en quien apunta una primera teología racional que tendrá mucho eco en las teologías de la posteridad. Apartando como absurda la diver-sidad histórica de las representaciones divinas, su teología se opuso al politeís-mo de la religión popular introduciendo “un nuevo concepto sublimado”, más abstracto, de Dios, que contenía la idea de un Dios único: “un único Dios es en-tre los hombres y los dioses el más grande, no semejante a los mortales según el cuerpo ni según el pensamiento” (Die Vorsokratiker, 1983, p. 209; fragmentos, pp. 224, 225). La filosofía y las ciencias griegas fueron las primeras en responder a ese proyecto que, en sus rasgos esenciales, se mantuvo en todas las elaboracio-nes que ha sufrido a lo largo de la historia occidental, al menos hasta que una nueva irrupción aguda de la conciencia histórica puso en cuestión las bases ga-nadas en aquellos comienzos griegos. Y esto sucedió en los tiempos modernos.

IIUna serie de grandes acontecimientos despertaron de nuevo la conciencia del tiempo y de la historia y sacó a los hombres de esa suerte de eternidad en la que su existencia había transcurrido durante los largos siglos de la Edad Media. A ese despertar contribuyeron los grandes viajes de descubrimiento que tuvieron lu-gar en los tiempos modernos, que multiplicaron los contactos con otros pueblos y revelaron la diversidad de sus costumbres, de sus concepciones del mundo, de sus organizaciones sociales y de sus culturas. En el campo del saber contribuye-ron a esa nueva conciencia histórica el imponente desarrollo de los estudios his-toriográficos impulsados por el historicismo (Vogt, 1974). Estos estimularon un interés creciente por un pasado que se revelaba siempre más vasto, que condu-cía a un deseo insaciable de conocer la historia por ella misma y era movido por una curiosidad de tal grado que en un momento llevó, a ese perceptivo intérpre-te de la atmósfera espiritual de su tiempo que fue Friedrich Nietzsche, a querer advertirles a sus contemporáneos que, en esa medida, el culto de la historia era inútil para la vida y que, incluso, constituía un peligro para ella.

No fue el propósito de Nietzsche negar el valor de los estudios históricos, sino mostrar que un exceso de memoria histórica como aquel en el que su época

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historicista se había sumido, desarraigaba a la vida de su aquí y ahora, la dejaba exangüe e in extremis la volvía imposible. Al entregarse de esta manera al pasa-do, ese culto de la historiografía no enseñaba a vivir en la historia, sino que más bien, abriendo de par en par las puertas a los poderes desestabilizantes de la di-versidad y del devenir, constituye una amenaza para la existencia humana. Na-die puede ser feliz –escribía Nietzsche- si no es capaz de “instalarse en el umbral del instante olvidando todo el pasado” y si no puede “tal una diosa de la Victo-ria, mantenerse de pie sobre un punto sin temor y sin vértigo”. Qué sería de “un hombre que no poseyera la fuerza de olvidar y fuera condenado a ver en toda cosa un devenir: un tal hombre no creería más en su propia existencia, no cree-ría más en sí mismo, vería disolverse todo en una multitud de puntos móviles y perdería pie en este torrente del devenir: como verdadero discípulo de Herácli-to, terminaría por no osar ni siquiera levantar un dedo”.4 En el sentido indicado, el historicismo no servía a la vida. No estaba en su espíritu hacer pie en el aquí y ahora, y no parece haber escuchado la advertencia de Nietzsche. En filosofía, hay que esperar al siglo XX para ver aparecer el cambio de posición necesario que permita reconocer radicalmente el valor del aquí y encuentre una manera de comprender la historia que no la desarraigue de la existencia humana concreta.

De este modo, al crecimiento de la investigación historiográfica en el siglo XIX propulsada por el movimiento historicista, acompaña una agudización de la conciencia histórica que abre de par en par la puerta de la época a la diver-sidad y el paso del tiempo, esos poderes desestabilizadores frente a los cuales nada parece mantenerse en pie. Como en los albores de la cultura occidental, de nuevo la existencia se experimenta a merced de la negatividad del tiempo y de la historia. Frente al vértigo que suscita esta aguda irrupción se busca de nuevo la salud en el fundamento seguro, pero esta vez, se termina desembo-cando en una situación bien diferente, pues se conmueve la base sobre la cual los griegos sujetaron o creyeron haber sujetado el tiempo y la historia en los albores de la historia occidental, es decir, la suposición instaurada con su gran pro-yecto metafísico, aquel proyecto fundamental que, sin ser nunca verdade-ramente cuestionado, se mantenía de una u otra forma como el piso firme de nuestra existencia histórica orientando últimamente -anónima e implícitamen-te- todo lo que desde entonces pensamos o hacemos, también nuestro saber y nuestra ciencia, incluso, la ciencia moderna que impulsaron Descartes y Galileo.

Ni siquiera esta ciencia, que implica esa estructura básica como fundamento, podrá esta vez domeñar esos poderes que contribuyó el historicismo a desper-tar de nuevo. Esto puede verse en el propio intento del historicismo. La nue-va irrupción de la conciencia histórica llega a ser tan aguda y la reflexión que suscita tan honda que, en efecto, terminará por poner en cuestión la solidez de esa base que había sido pensada como fundamento, dejando a los hombres de nuevo a merced del tiempo, sin asidero al que aferrarse y sin saber tampoco cómo vivir en la historia sin un punto estable. Así se terminará por plantear la tarea de preguntar de manera radical por el tiempo y la historia, aunque esta

4 “Toda acción exige olvido…” “…es absolutamente imposible vivir sin olvido. O bien, para explicarme más simplemente todavía sobre mi tema: hay un grado de insomnio , de rumia, de sentido histórico, más allá del cual el ser viviente se encuentra desquiciado y finalmente destruido, que se trate de un individuo, de un pueblo o de una civilización” (Trad. por mí del francés) (Nietzsche, 1990, pp. 96, 97). “…demasiada historia mata al hombre, y sin esta envoltura de no-historicidad jamás habría comenzado ni osado comenzar a ser”. Así, no todo debe reducirse al conocimiento histórico: “…el elemento histórico y el elemento no histórico son igualmente necesarios a la salud de un individuo, de un pueblo, de una civilización” (pp. 98, 99). Nietzsche no niega el valor de los estudios históricos. La historia, sea ésta monumental, tradicionalista o crítica, no sólo presenta peligros sino también ventajas para la vida (pp. 103-114). Estas tres posibilidades del saber histórico no son, según Heidegger, una clasificación que Nietzsche haya hecho al azar (Heidegger, 1998, pp. 411, 412).

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vez en una situación determinada por las condiciones específicas de una épo-ca dominada por la ciencia y su método. Un lugar filosófico -sino el único, en todo caso un lugar destacado- en el que se verifica y puede observarse el proce-so de radicalización de la conciencia histórica que desemboca en lo que puede considerarse como quiebra de la idea de fundamento, es la serie de pensadores alemanes del siglo XIX y XX que van desde Hegel hasta Heidegger y Gadamer pasando por el historicismo alemán, representado éste por grandes historia-dores de la Escuela Histórica como Leopold von Ranke y Johann Gustav von Droysen, que fueron también los metodólogos de esa escuela, y por Wilhelm Dilthey, que ambicionó ser su epistemólogo. Estos historiadores, como tantos otros en el siglo XIX, fueron testigos del prestigio del que gozaban las cien-cias naturales en razón de los impresionantes avances obtenidos gracias al em-pleo de su método objetivo en el conocimiento y dominio de la naturaleza. Sin duda, quienes investigaban en los dominios de la historiografía y de las otras ciencias históricas del espíritu podían ostentar también importantes aportes en su campo de investigación, pero sabían que no disponían del método que les permitía a las ciencias de la naturaleza obtener conocimientos ciertos y ser re-conocidas como verdaderas ciencias.

El método, al que estas ciencias debían sus éxitos, había recibido sus deter-minaciones principales del método de Descartes y de las investigaciones de hom-bres de ciencia como Galileo y Newton. A través de él es dable descender hasta sus presupuestos y desde ahí, incluso, remontarse a la antigua tradición metafí-sica. Piénsese sino, en el cogito cartesiano, es decir, en el sujeto cartesiano -aquel fundamento inconmovible al que Descartes estimaba haber llegado después de someter todo a la prueba de su duda metódica hiperbólica, fundamento sobre el cual quiso edificar su sistema y en el que persistía el hypokeimenon griego especi-ficado ahora, en el pensamiento moderno, como subjetividad. Sobre ese funda-mento firme reposó también el método de Descartes, quien, aspirando sobre todo a obtener conocimientos ciertos en el dominio del saber, recomendaba proceder siguiendo el modelo del razonamiento matemático en la investigación de cual-quier tipo de objeto. Se elevaba la idea de una ciencia y de un método universa-les. La ciencia universal axiomática, que sigue los métodos de la lógica y de las matemáticas y que debe ser tomada como modelo en la construcción rigurosa y exacta de las ciencias, será llamada por Leibniz mathesis universalis.

Piénsese también en Newton. ¿No fue teológica –y por eso también metafí-sica- la base que sustentaba la investigación que emprendió Newton para de-terminar los principios generales del universo natural a partir de la experiencia? Aunque él no los concibió a estos ni como inteligibles ni como necesarios, su búsqueda de esos principios presuponía de todos modos al mundo como efec-to de la intervención libre de la voluntad “arbitraria y todopoderosa” del Dios creador.5 Y no por tratarse de un Dios que no se sujetaba a la razón humana, de un Dios no racional, ese presupuesto era menos metafísico. Este presupues-

5 Su discípulo Roger Cotes escribía en pp. XXI, XXXII, XXXvII de su Prefacio a la segunda edición (1713) de los Philosophiae naturalis principia methematica: “Esta obra (el mundo), no puede ser sino un efecto de la voluntad soberanamente libre de un Dios que prevé todo y que gobierna todo.

Es aquí donde hay que buscar la fuente y el origen de todas esas leyes que llamamos leyes de la naturaleza, en las cuales se encuentran a cada instante los rastros sensibles de una inteligencia infinita, sin descubrir nunca en ellas la menor huella que pueda hacérnosla mirar como necesarias” (Blanché, 1972, pp. 176, 177). La física de Newton presupone una causa primera cuando él dice: “…mientras que el grande y principal asunto que se debe proponer en la física es razonar sobre los fenómenos sin la ayuda de hipótesis imaginarias; deducir las causas de los efectos, hasta que se llegue a la causa primera, que ciertamente no es mecánica…” (spm), y cuando más adelante afirma: “Aunque cada paso que demos realmente en esta filosofía no nos conduzca inmediatamente al conocimiento de la causa primera, nos acerca siempre más allá; y por esa razón es una manera de filosofar muy estimable” (Blanché, pp. 169-171).

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to metafísico no racional intervino, incluso, en la respuesta a la cuestión de la atracción universal. Aunque en todas partes constaba por experiencia la acción de la gravedad, Newton consideró que, a diferencia de la movilidad y de la im-penetrabilidad, cualidades innatas de los cuerpos, la atracción no era una cua-lidad innata de estos, dado que ella implicaba la acción a distancia, y que esta acción, lejos de parecerle inteligible por sí misma, se le ocurría un gran absur-do, al igual por lo demás que a otros contemporáneos suyos como Leibniz;6 de modo que para “explicar” la omnipresencia de esa fuerza, sintió que se reque-ría la intervención de un agente material o inmaterial. Si Newton optó por la primera opción e introdujo su teoría del éter, algunos de sus comentadores op-taron por la segunda opción entendiendo que esa fuerza omnipresente tenía que verse, más que como una ley general derivada de la experiencia, como la continua acción creadora que Dios ejercía sobre las cosas –un Dios que no creó de una sola vez el universo al comienzo, sino que podía intervenir en todo mo-mento en él milagrosamente (Blanché, 1972).

Esos rasgos se incorporan junto a otros, de uno u otro modo, explícita o implícitamente, en el método objetivo de las ciencias naturales, el cual busca-rá establecer inductivamente, a partir de fenómenos empíricos, leyes seguras y universales bajo las cuales los hechos tienen que ser subsumidos como casos particulares a fin de ser previstos y explicados de manera necesaria. La segu-ridad de las teorías se buscaba por la verificación de las hipótesis en experien-cias de laboratorio que reproducían las condiciones naturales que podían ser repetidas por cualquiera, de manera que se separaban, de los fenómenos tal como se dan en la experiencia, no sólo sus cualidades secundarias, sino su uni-cidad y su singularidad, de modo que se convertían en fenómenos abstractos y se deshistorizaban.7 Por eso los fenómenos no debían ser tratados como se presentaban al sujeto, sino objetivamente, evitando toda contaminación con la subjetividad, y esto significa: como hechos, como lo sostendrá el positivismo. La abstracción de los aspectos subjetivos prescindía de los aspectos cualitativos y retenía los aspectos cuantitativos y mensurables, es decir, aquellos que eran susceptibles de ser tratados matemáticamente, conforme al ideal seguido por Descartes y Galileo. El método con el que las ciencias naturales habían alcan-zado sus envidiables logros, era pues un método que, subrayemos, debía per-mitir un conocimiento de los fenómenos naturales que fuera igualmente válido para cualquiera y que, independiente de los sujetos y de sus particulares pers-pectivas, aspiraba a someterlos a leyes universales y necesarias para así poder explicarlos y preverlos. Descansaba sobre cierta manera de comprender el ser de la Naturaleza, cuyos fenómenos se consideraban caracterizados, entre otros, por rasgos tales como la objetividad, la causalidad, el determinismo, la repeti-tividad, la reversibilidad, la mensurabilidad y por estar sujetos a leyes que de ser correctas no deberían admitir excepción. Este modelo de la ciencia entró en crisis desde comienzos del siglo XX, pero en el siglo XIX era el que estaba ple-namente vigente y el que atraía toda la admiración.

La historiografía y las ciencias históricas del espíritu se encontraban en una situación bien diferente a la de las ciencias empíricas de la naturaleza. Como no podían ofrecer resultados semejantes a los de estas últimas, las también llama-

6 Leibniz consideraba que aquella fuerza era “algo milagroso, no pudiendo ser explicada por su naturaleza” (Blanché, p. 182).

7 “El objetivo de la ciencia es objetivar la experiencia hasta que quede libre de cualquier momento histórico”. “En la ciencia no puede quedar lugar para la historicidad de la experiencia” (Gadamer, 1988, p. 421).

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das ciencias del espíritu o humanidades (humaniora), ya con la Crítica del Juicio de Kant comenzaron a no ser consideradas verdaderas ciencias (Gadamer, 1988, p. 73 ss.). Esta situación preocupaba manifiestamente a los historicistas del si-glo XIX. Como los grandes historiadores que fueron, Ranke, Droysen y Dilthey no ignoraban el carácter propio del devenir histórico, su paso ineluctable, el carácter singular, único de lo que allí acontece, la aparición y desaparición de pueblos e imperios, los juegos de intereses, la diversidad de concepciones del mundo, aspectos a cuyo conocimiento se accedía ahora por una investigación cada vez más acuciosa y profunda, y a los cuales había que agregar la relativi-dad de los puntos de vistas del historiador. Y sin embargo, bajo la sugestión de aquellas ciencias naturales exitosas, abrazaron el ideal de objetividad de su mo-delo suponiendo que un conocimiento que no fuera objetivo no podía presen-tarse como ciencia. Este fue su prejuicio. Así, Ranke, fuertemente marcado por ese ideal, buscó un método para la historiografía que, como el método de las ciencias naturales, le permitiera establecer conocimientos históricos objetivos, esto es, universales, que evitara el relativismo. Así también Dilthey se esforzó toda su vida para llevar a cabo el proyecto de una crítica de la razón histórica que debía lograr para las ciencias históricas del espíritu una base epistemoló-gica, así como la Crítica de la Razón Pura de Kant la había logrado para la físi-ca y las matemáticas. Aunque fue un eminente historiador de la filosofía y de la literatura, que tuvo una aguda sensibilidad para lo peculiar de la vida his-tórica, entendiendo, por ejemplo, que siendo singulares y únicos (einmalig) los fenómenos históricos no deben ser explicados sino comprendidos, Dilthey no renunció nunca completamente a su ideal cartesiano de la ciencia y buscó siem-pre las categorías básicas de un conocimiento histórico que fuera objetivo. Pero no lo logró. Las razones de que no pudiera lograrlo no son ni metodológicas, ni epistemológicas, sino en el fondo, como veremos más adelante, ontológicas y tienen que ver con el modo de ser del ente histórico, modo de ser para el cual un método objetivista que siguiera las pautas indicadas es fundamentalmente inadecuado. Contra el propósito de hacer de la historiografía un conocimiento objetivo, conspiraba, además, el hecho de que la historiografía estaban sujeta a los intereses y puntos de vistas del historiador. ¿Cómo, en efecto, hacer com-patible ese propósito con el oficio del historiador?

Detengámonos un instante en la respuesta de Ranke. Ranke quiso dar un lugar más importante a la experiencia en la investigación histórica y rechazó el idealismo apriorista de Hegel, como así también su teleología de la historia universal que juzgaba a las épocas históricas desde una meta más elevada. En-tendiendo que de esta manera no se era justo con ellas, estimó que para hacer-les justicia, el historiador debía apartar la idea de progreso y considerar a las épocas a la manera de Dios, como existiendo todas al mismo tiempo y siendo todas igualmente legítimas (Gadamer, 1988; Grondin, 2003).8 Pero al ver que de esta manera atribuía al historiador el papel de un intelecto infinito, compren-dió que de este modo también incurría en ese idealismo que a toda costa que-ría evitar, pues consideraba que éste comprimía los hechos para hacerlos entrar

8 Admitir que cada época, cada generación, supera a la anterior, constituiría para Ranke “una injusticia de la divini-dad”. “Una generación mediatizada de tal manera no tendría ninguna significación en sí y para sí; solamente tendría alguna importancia en cuanto constituye el peldaño de la generación siguiente y no estaría en relación directa con la divinidad. Pero yo afirmo: cada época se relaciona directamente con Dios… es preciso mirar cada época como algo valioso de por sí (für sich) y que parece digno de la más alta consideración.” “…la divinidad…en tanto no existe en ella tiempo alguno, abarca de una ojeada toda la historia de la humanidad en su conjunto y encuentra el mismo mérito por doquier…todas las generaciones de la humanidad aparecen ante Dios con los mismos derechos, y el historiador tiene que mirar el asunto también de este modo” (Ranke, pp. 77, 78).

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en el universal y que así se perdía la objetividad de los hechos históricos que él quería salvar. Pensó entonces que para poder considerar objetivamente la his-toria, había que tener hechos puros, y que para lograrlo, los hechos debían ser independientes del punto de vista del observador. Vino así a la idea de supri-mir lo subjetivo. El historiador debía “desvanecerse” para que los hechos ha-blen por sí mismos, esto es, comportarse como un científico de la naturaleza. A esa operación la llamó Ranke: “la autoextinción del historiador” (Grondin, 2003, p. 106). Ahora, el precio que tenía que pagar esta metodología para con-seguir su ansiada objetividad era muy alto, dado que, al ponerse el historiador fuera de la historia, los hechos históricos pierden todo significado, pues en su indiferencia no interpelan a nadie y de este modo enmudecen. De esta mane-ra, este intento de tratar los hechos históricos se revela como un intento fallido, aunque muy instructivo, como lo son a menudo los fracasos del pensamiento, ya que por lo pronto nos enseña que, por tratar de obtener la famosa objetividad (esto es, aquella de la que serían capaces las ciencias de la naturaleza), no se está buscando un método apropiado al carácter de los fenómenos que se quieren in-vestigar, sino que se toma un método adecuado para otro dominio fenoménico y se lo atrae al dominio de la investigación histórica sin que se tengan en cuen-ta la peculiaridad de sus fenómenos, los cuales tienen así que adaptarse, es de-cir, someterse al que se supone ser el único método garante de la cientificidad, en lugar de, a la inversa, tomar el camino siguiendo las indicaciones que vie-nen del fenómeno, como hubiera debido ser y como tan sabiamente ya lo ha-bía aconsejado el viejo Aristóteles.9 Pero deben someterse y, para someterse, el fenómeno histórico tiene que desprenderse de sus rasgos distintivos y renun-ciar a las dimensiones esenciales que lo constituyen.

Opuesto a la “escuela crítica” de Ranke y hostil al positivismo (Droz, 1990, p. 1727), Droysen reconoció que la investigación historiográfica no trata con hechos puros sino con un material interpretado. El documento que el histo-riador debe interpretar, por ejemplo, un informe que recoge los dichos de los testigos de cierto suceso, expresa la manera en la cual el que lo compuso en-tendía los testimonios, los cuales, de su lado, tampoco entregaban los hechos objetivos sino sólo su versión del suceso, esto es, la manera en que los testigos lo entendieron. En la interpretación de sus documentos el historiador pasa, de mediación en mediación, indefinidamente, de un objeto conocido a otro obje-to conocido sin alcanzar nunca la inmediatez última (Droysen, 1983, p. 179 ss.). Aunque reconoce esta situación, Droysen no se resuelve a vivir en la media-ción sin más. No parece dispuesto a aceptar que así son las cosas en el mundo histórico, y no se decide a cerrarle la puerta a ese fantasma de lo Absoluto que lo acosa.10 Por eso frente a Grondin quizá tenga razón Gadamer cuando escri-be sobre Droysen que su “concepto de la comprensión retiene, pese a toda me-diación, siempre la marca de una inmediatez última” (Grondin, 2003, p. 109).

9 Ingemar Düring ha sostenido que “Aristóteles reconoció que los métodos han de regirse en cada caso por el objeto de la investigación, pues partía de que el saber tiene que regirse por las cosas, no las cosas por el saber. De las cosas mismas, es decir, de nuestro conocimiento del estado de cosas, recibe él las reglas del procedimiento científico.” Y también pensaba que “la ciencia aristotélica no está en absoluto construida silogísticamente” (Düring, 1990, pp. 48,49).

10 “Así ocurre con todos los fenómenos históricos. Está completamente fuera de la investigación histórica el llegar a un punto que, en sentido pleno y eminente, fuera el comienzo inmediato, lo primero, sin mediaciones. Sólo podemos llegar hasta los comienzos relativos, es decir, hasta aquéllos que colocamos como comienzo en relación con lo que ha devenido de allí. Tan sólo a partir de lo devenido encontramos, colocamos, el comienzo relativo. Pues podemos construir especulativamente un comienzo sin mediaciones, absoluto, podemos creer religiosamente, pero no pode-mos encontrarlo o demostrarlo históricamente, y quien desea encontrarlo no lo busca de manera empírica…” (spm) (Droysen,1983, p. 180). Reconoce que no puede encontrar ese inmediato absoluto, pero tampoco renuncia a él.

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Es que renunciar completamente a ese ideal absoluto hubiera sido para Droy-sen como admitir en el campo de la historia la imposibilidad del conocimiento objetivo, es decir, verdadero, y rendirse al escepticismo. Se presuponía que la verdad no podía ser sino absoluta. Por eso había que mantener ese ideal, pero al mantenerlo, no se puede evitar que la posición del historiador se vuelva re-lativa frente al ideal siempre inalcanzable de una verdad universal, definitiva, intemporal, cierta, absoluta (el famoso relativismo historicista). Pues hay rela-tivismo sólo porque el historiador busca la verdad absoluta en un dominio en el que por esencia está excluida encontrarla por el modo mismo de ser sus fe-nómenos. Pero si renunciara a presuponer semejante verdad en el campo de la historia, cambiaría su situación, pues habría reconocido que el investigador se mueve siempre en un campo de perspectivas e intereses relativos entre sí, don-de sólo es posible una verdad histórica, pero nunca verdad absoluta, la cual, según su concepto, debe ser incondicionada y estar fuera del tiempo. Algo se-mejante puede decirse de la objetividad. Si el historiador, en lugar de suprimir las condiciones subjetivas para alcanzar la objetividad positivista de los “he-chos”, las acepta, sus perspectivas cambian, pues ahora se pone en situación de poder entender que esas condiciones son precisamente las que le abren la posibilidad de acceder a sus fenómenos y que (si insistimos en mantener el término “objetividad”) sólo dentro de ellas existe la posibilidad de un cierto co-nocimiento objetivo, es decir, adecuado a las “cosas” tal como se nos dan. Ese reconocimiento no significa renunciar a la posibilidad de la verdad ni, como veremos, tampoco al de la objetividad en el campo de la historia, más bien nos indica que en ese campo la verdad y la objetividad deben tener otro carácter y que además es necesario replantear y elaborar esos conceptos en relación al tiempo y a la historia.11 Esto es algo que se intentará en el pensamiento filosó-fico posterior al historicismo.

Pero insistamos en el problema de la objetividad de la historiografía. La búsqueda historicista de objetividad en este campo implica un aleja-

miento alienante del sujeto al objeto, que da entrada a una visión simplemen-te contemplativa, intuitiva, estética, que pone a los fenómenos históricos a tal distancia que nos sustrae el genuino acceso a ellos. En realidad, tal acceso no puede darse más que en la proximidad que, con el fenómeno histórico, tiene una comprensión que no prescinde de las condiciones subjetivas ni históricas del sujeto. Decimos “comprensión”, “comprender” (Verstehen), no “conocimien-to” (Erkenntnis), no intuición. Si el conocimiento mantiene siempre una distan-cia entre el sujeto y el objeto, por el contrario, la comprensión no se da sin una mayor cercanía con el objeto, en nuestro caso, con el acontecer (geschehen) de la historia, en un mayor contacto con ella, y esto no puede ocurrir en la acti-tud distante de un sujeto que, indiferente, contempla frente a sí unos hechos neutros, sino en la cercanía del sujeto al objeto, en su identidad incluso, porque nosotros no estamos fuera de la historia como si la sobrevoláramos, sino den-tro de ella y en una relación con acontecimientos que, lejos de dejarnos indife-rentes, nos interpelan, y si pueden interpelarnos, es porque nos significan algo, y si nos significan algo es que nos conciernen, dado que, en esos acontecimien-tos y en su sentido, nos va dramáticamente de nuestro ser, de mi ser, de modo que yo, de modo que nosotros, no podemos disponer de la realidad de la his-toria como si ella fuera un instrumento en nuestras manos al que podemos su-

11 Se me planteó esta cuestión en Dos escritos sobre Filosofía Primera (Santander, 1995, pp. 40, 41)

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jetar con el conocimiento o nuestra voluntad, sino que, al revés, es ella la que dispone de nosotros, y así, lejos de movernos frente ella con la plena libertad de un sujeto incondicionado, absoluto, más bien estamos –como esos seres fini-tos que somos- determinados por la historia en un grado mayor de lo que supo-nía el historicismo y de lo que, bajo su sugestión, solemos imaginarnos todavía.

La cuestión de la historia, decíamos, no es en primer lugar un problema de metodología, ni siquiera de epistemología, sino que primero, antes que nada, antes de ser un asunto de teoría, es una cuestión ontológica que remite al ser del sujeto humano finito que es el hombre, o dicho con Heidegger de modo más preciso, a nuestro Dasein, dado que concierne, no al hombre en general, no a un concepto abstracto del hombre, ni menos a un sujeto que se cree, en cuan-to sub-stancia, con el poder de permanecer siendo siempre el mismo bajo los cambios temporales e históricos como si, de otro lado, estos sólo le afectaran accidentalmente, sino que concierne al ente que somos, en cada caso, nosotros mismos estando fácticamente en este nuestro aquí (Da) arrojados al mundo y teniendo que existir y morir en él, sin poder disponer ni controlar el momen-to de nuestro nacimiento ni el de nuestra muerte (Heidegger, 1998). Es nuestro estar arrojados aquí lo que nos pone en la historia. Sin referencia a este aquí, mi existencia no podrá más que flotar errática, extraviada aquí o allá, lo mismo da, entre paisajes históricos exóticos. Solamente en este aquí tiene ella su móvil

“punto” de anclaje entre el pasado y el futuro, su instante de inserción en la his-toria, pero en una historia que no es cualquier historia sino la suya propia. Es sólo desde este aquí que el objetivismo pasa por alto -siendo que es constituti-vo de nuestra historicidad- que nos encontramos en la historia y se nos abre el horizonte de lo histórico.

Desde luego, el aquí no debe entenderse como un ahora puntual en una su-cesión temporal de instantes. Tampoco debe entenderse que el estar arrojados de nuestra facticidad sea un hecho como esos hechos objetivos que la ciencia ob-jetiva pone ahí frente a ella de manera a poder sujetarlos teóricamente en la con-templación antes de dominarlos técnicamente, sino algo que es propio de esa existencia de la que en cada caso decimos que es la mía, facticidad que yo soy y en la que siempre me encuentro ya interpretado, antes de todo intento de cono-cerme; lo que también significa que mi existencia está aquí, con sus posibilida-des, enajenada en una comprensión que no proviene por cierto de mis propias y genuinas posibilidades, sino de las opiniones vigentes en el espacio público en el que me encuentro y de las tradiciones históricas que en él han confluido y que han formado a esas opiniones (Heidegger, 2000, pp. 25, 26). Si ella quie-re acceder a sus auténticas posibilidades, debe despertar de la interpretación enajenada de su ser en que se encuentra, y habrá de ayudarse apelando a la hermenéutica ínsita en toda existencia humana -la existencia humana es en sí misma hermenéutica- para hacer frente desde sí misma a las opiniones recibi-das del pasado (Heidegger, 2000, p. 32 ss.).

Por lo dicho, lo histórico tampoco será, como se cree habitualmente, sólo algo que quedó en el pasado, en un pasado que ya no es (Vergangensein), pues lo que ha sido –una expresión artística de otra época, por ejemplo- no ha pasado cuando nos alcanza y sigue siendo en este nuestro aquí y ahora, en mi tiempo presente (Gegenwart): el ente sido (Gewesensein) está aquí en mi ahora.12 El ejem-

12 “Was in dem Verweilen als universale, je stileinheitlich geglliederte Ausdrucksmöglichkeit begegnet, ist das Vergangene, es ist Siendes im Wie des Gewesenseins, d. h. für das zusehende Verweilen schon da, vergangene Vorhandenheit, Gegenwart, nicht das Vergangensein als meine, unsere Virtualität” (Heidegger, GA, Band 63, p. 54). Jaime Aspiunza

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plo de un Dasein sido que me llega del pasado, puede determinar mi tiempo pre-sente prolongándose, o mejor y más precisamente, pro-yectándose en mi futuro cuando, en cuanto posibilidad transmitida por la tradición, lo reitero como mi po-sibilidad. Una auténtica reiteración no repite el modelo escogido en su singulari-dad, sino que, tomando pie en las ricas posibilidades del “universal” contenido en lo singular, es reiterado por el Dasein como su posibilidad (Heidegger, 1967, p. 395). De este modo lo posible retorna, y lo acontecido en la historia puede seguir aconteciendo en el instante de nuestra existencia. Pero entonces este re-torno no es una repetición de lo idéntico, como lo supuse en algún momento.13

De este modo, en la facticidad ya se muestra mi ser como temporal e históri-co y se revela que el tiempo y la historia no son ni controlables ni disponibles.14 Y sin duda esto no es una buena noticia para el viejo proyecto metafísico de sujetar al tiempo y a la historia a un fundamento último para reprimir su po-der negativo. De nuevo están ahí esos poderes inquietantes, pero en otra forma, pues si tampoco esta vez el hombre se muestra como un sujeto firme, como fun-damentum inconcussum, ahora en cambio se revela como Dasein, es decir, como un ser finito a merced del tiempo y de la historia. En efecto, si me encuentro arro-jado y teniendo que asumir mi facticidad, es que no soy yo quien me ha puesto en esta situación hermenéutica en la que me encuentro, situación que me induce a comprender así o asá mi estar-en-el-mundo, ni yo quien ha decidido de an-temano cuál debe ser mi lengua materna, en qué época, cuándo y dónde debo nacer, en qué familia, en qué cultura, pueblo o clase social debo vivir, si como ciudadano libre o como esclavo, si en tiempos de paz o de guerra, sino que, an-tes de darme por enterado y tomar conciencia de todo esto, me encuentro ya arrojado aquí y ahora y teniendo que existir en este mundo, en una historia que yo no he hecho, y en una familia, en una sociedad, en un tiempo, que yo (hay que decirlo aunque suene obvio) antes de nacer no he previamente elegido. Así, yo no me encuentro (befinden) con mi existencia en el mundo como un sujeto teó-rico o práctico que puede disponer de un objeto que está ahí, sino arrojado en él, formando parte de él y de su historia (Geschichte). Somos históricos en este sentido primario, y no porque contemos historias o escribamos libros científi-cos de historia (Historie). Si lo podemos hacer, si podemos conocerla, relatarla o escribir sobre ella, es porque primero y más originariamente somos históri-cos en nuestro ser, esto es, porque pertenecemos (gehören) a la historia.15 La his-toricidad nos determina esencialmente, es un rasgo de nuestra existencia, y la comprendemos -en el sentido de que es una posibilidad de nuestro ser. Y si no fuera así, si por ejemplo, viviéramos fuera del tiempo a semejanza de los án-geles de las películas de Win Wenders o de los dioses de Epicuro, que habitan en un remoto lugar de algún metacosmos ignorando los asuntos de los hom-bres, la realidad histórica nos sería ajena y no nos interesaría contar historias ni tendríamos motivos para escribir obras científicas sobre ella; en rigor, no ten-

traduce: “Lo que en el demorarse aparece en cuanto posibilidad de expresión universal, si bien siempre articulado según estilos uniformes, es el pasado; es ente en el cómo del ser (que ha) sido, y esto quiere decir que para el demo-rarse contemplando está ya ahí, aquí; presencia de lo pasado, presente; no el ser pasado en cuanto virtualidad mía, nuestra.” Ver notas a pie de página 8, 9 y 10 del traductor (Heidegger, 2000, p. 74).

13 Es lo que creí en efecto cuando, comentando un pasaje de Ser y Tiempo relativo a la “historia como ‘retorno’ de lo posible“, interpreté que al entenderse así a la historicidad, se suponía que la posibilidad que retorna se repite idén-tica y que de esta manera la historia quedaba encerrada en un círculo de identidad que excluía de ella la diferencia (Heidegger,1962, p. 422; Santander, 1985, p. 213).

14 En su análisis del concepto de experiencia, Gadamer destaca que en sentido propio “la experiencia es conciencia de la finitud humana”, y que “es experimentado en el sentido propio de la palabra quien es íntimamente consciente de ella, quien sabe que no es señor del tiempo ni del futuro” (Gadamer, 1990, p. 363).

15 “En realidad no es la historia la que nos pertenece, sino que somos nosotros los que pertenecemos a ella” ( Gadamer, 1988, p. 344). “In Wahrheit gehört die Geschichte nicht uns, sondern wir gehören ihr” (Gadamer, 1990, p. 281).

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dríamos la posibilidad de conocerla desde dentro, tal como de hecho la experi-mentamos cuando se nos abre en la comprensión, salvo, a lo sumo, como una visión lejana, en una contemplación sub specie aeternitatis, o, en el mejor de los casos, como la imagen que, sin descender de su autocar, un turista puede ha-cerse de un país durante un viaje de vacaciones gracias a su cámara fotográfica.

IIIEl reconocimiento de la pertenencia a la historia de nuestra existencia finita no puede dejar intactos a los conceptos de conciencia y de conciencia histórica, ni dejar de gravitar sobre las ciencias de carácter histórico en general. Señalemos algunas consecuencias. Pertenecer a la historia ya no puede significar –en todo caso no puede significar solamente- tener conciencia de la historia en el senti-do de un saber acerca de hechos históricos. Conciencia de la historia debe to-marse ahora en el sentido de una conciencia de la historia de los efectos,16 esto es, de saber que estamos expuestos a la acción de la historia, pero además, en el sentido del saber que conquistamos sobre nuestra pertenencia a la historia vol-viendo sobre esa pertenencia cada vez que sea necesario para aclararla y acla-rarnos así nuestra propia situación hermenéutica, aunque por cierto, sin poder nunca hacerla completamente transparente ni sacar definitivamente a luz todo lo que históricamente nos determina. El saber sobre nuestra pertenencia históri-ca no puede tener sino un alcance limitado. “No se puede objetivar esta acción sobre nosotros, porque ella forma parte del fenómeno histórico mismo” (Ricoeur, p. 92). No podría ser de otro modo para una conciencia finita. En este sentido, la conciencia histórica es una conciencia de nuestra finitud. No la tuvo el historicis-mo. Sin duda éste desarrolló con gran amplitud los estudios historiográficos au-mentando el conocimiento de acontecimientos, de concepciones del mundo, de épocas agudizando y reconociendo la diversidad y de lo efímero de todo lo his-tórico, pero creyó que por reconocerlo él se ponía fuera de ese condicionamiento universal. No supo ver que él también estaba históricamente condicionado por su época. No reconoció, en efecto, que su conciencia estaba determinada por el cientificismo, que era el prejuicio de su época. Ahora, ya por admitir ese prejui-cio no puede ser considerado completamente objetivo. Por eso decimos que le faltó la conciencia de su pertenencia a la historia.

Comprendemos mejor lo anterior cuando, con los filósofos de la Nueva Hermenéutica, asumimos que, lejos de sernos ajena, la historia nos constituye en nuestro ser. Se opera así un giro que conlleva a que el objeto histórico, que en la situación anterior se suponía estando allí frente a nosotros (ob-jectum) en un papel pasivo, tome ahora el papel activo y ejerza un efecto sobre nosotros, quienes de este modo nos tornamos por así decirlo más pasivos. No que noso-tros, agentes históricos, dejemos de actuar sobre la sociedad y la historia, sino que ahora debemos reconocer que la historia actúa sobre nuestra conciencia más de lo que nos hubiéramos imaginado y de lo que el arrogante sujeto mo-derno hubiera querido admitir. La historia es eficaz en el sentido de que ejerce un efecto continuo sobre nosotros conformando nuestro ser y nuestro espíri-tu. En este sentido, el pasado no es un objeto. Una vez ocurridos, dijimos, los

“hechos” históricos no quedan definitivamente atrás en un pasado que ya no es, dejando tras sí sólo vestigios. Pero tampoco se entiende aquí a la historia como

16 “…ein wirkungsgeschitliches Bewusstsein” (Gadamer, 1993, p. 142). “Yo he elegido, para expresar esto, la fórmula … de que nuestra comprensión histórica está siempre definida por una conciencia histórico-efectual” (Gadamer, 1994, p. 141).

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transcurso, sino de algo bien diferente: “…cuando encontramos en la tradición algo que comprendemos, se trata siempre de un acontecer. Cuando alguien re-coge una palabra de la tradición, cuando hace hablar a esa palabra, también a ese alguien le sucede algo. No se trata entonces de una comprensión de la his-toria como transcurso, sino de una comprensión de aquello que nos sale al paso en la historia interpelándonos y concerniéndonos” (Gadamer, 1994, p. 141). Por eso, desde la tradición a que pertenecemos -sea ésta la de los filósofos griegos, la del Evangelio de Jesús, la de los profetas de Israel, la del Siglo de oro español, la de los Libertadores de Nuestra América, la del moderno pensamiento cientí-fico (también ésta es una tradición) o la de cualquier otra- puede llegarnos una palabra que nos interpela y así, a través de nuestra comprensión, lo que acon-teció una vez no deja de acontecer y de moldear en una u otra forma nuestras vidas inspirándolas y abriendo para ellas un mundo de sentido. En rigor esos acontecimientos no han dejado de existir. De una u otra forma han conserva-do su eficacia. Que es la eficacia de la historia. Gadamer hablaba al respecto de historia efectual (Wirkungsgeschichte) para indicar los efectos que la historia, lo sepamos o no, lo queramos o no, ejerce sobre nosotros. Por cierto, ella no debe ser entendida en el sentido de la eficacia de una causalidad mecánica. La his-toria ejerce su eficacia sobre nosotros de otra manera. Lo hace a través de la tradición a la que pertenecemos. Esa tradición es portadora y transmisora de los prejuicios que actúan sobre nuestra comprensión -esa estructura universal de nuestra existir histórico que como categoría juega un rol central en la filoso-fía hermenéutica. Universal, en efecto, porque todo lo que emprendamos, pen-semos o hagamos con las cosas, con los otros o con nosotros mismos, depende siempre de la posibilidad que, en la situación en que nos encontramos arroja-dos, proyectamos en la comprensión (Santander, 1991, pp. 149, 150). La posi-bilidad a que me refiero no debe ser pensada intelectualmente, en el sentido de la lógica abstracta, sino como una posibilidad de mi estar aquí, en el sentido bien práctico de poder yo, nosotros, hacer algo, por ejemplo, nadar, leer un do-cumento o una novela, hablar o escribir en una lengua extranjera, montar una empresa, emprender una acción política, tomar la iniciativa de un proyecto de ley o de un tratado de paz.

Para explicarnos mejor tomemos como ejemplo un libro que me dispongo a leer por primera vez. Con este ejemplo no apuntamos ahora a la hermenéu-tica de la facticidad o a la ontología de la existencia, a las que de todos modos supondremos, sino a la lectura de un texto, la cual, si es un fenómeno herme-néutico particular, tiene una significación indiscutiblemente general para to-das las ciencias de carácter histórico, que son hermenéuticas. Al aproximarme a esa obra aquí y ahora, incluso si es la obra de un autor para mi desconocido, no me acerco nunca, ni siquiera la primera vez, sin al menos una ocurrencia o alguna opinión recibida que pro-yecto como posibilidad y que me anticipa, ade-cuadamente o no, lo que voy a encontrar en él. Después podré ir modificando y adecuando, una y otra vez para mejorarlo, el proyecto inicial con el que in-advertida, tácitamente, me acerqué por primera ve al libro para comprenderlo, pero lo cierto es que nunca me encuentro con un libro ni, nótese bien, con nada, con ningún ente -sea éste cosa o persona o yo mismo, sea acción o aconteci-miento, sin anticipar previamente su sentido; y por eso, nunca nos encontramos con hechos puros, como pretende el objetivismo, sino siempre con cosas media-das por un sentido anticipado en una comprensión previa. Esta pre-compren-sión orienta mi interpretación del libro durante la lectura. La interpretación

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explicita lo previamente comprendido, explayándolo y buscando llevarlo a su cumplimiento (Heidegger, 1998, p. 172). No hay interpretación si previamente no hemos comprendido. De este modo, la interpretación se mueve en un círculo.

Ciencias como la filología o la historiografía experimentan ese círculo al ser-virse de la antigua regla retórica de comprender la parte por el todo y el todo por la parte, como por ejemplo, cuando recurren al contexto para explicar un texto y viceversa, de forma tal que el conocimiento de la(s) parte(s) supone el conocimiento del todo, y el conocimiento del todo supone el conocimiento de la(s) parte(s). Ahora bien, por no entender adecuadamente el carácter de este círculo, estas disciplinas han considerado que se las tenían que ver con un cir-culus in probando que frustraba su afán de objetividad y les cerraba el camino al conocimiento científico de sus fenómenos históricos. Moviéndose sólo en el nivel metodológico o epistemológico, el historicismo no pudo reconocer el ca-rácter ontológico del círculo. Juzgó que por no separar el objeto del sujeto, por-que se identifican, incluso, el uno con el otro, este círculo, tan característico de las ciencias históricas del espíritu, suponía lo que había que demostrar y conte-nía una petición de principio. Así, había que resignarse a esta situación o bien salir de ella encontrando un método que asegurara un conocimiento científico.

Dilthey fue de los que no se resignó y mantuvo a lo largo de su existencia intelectual, junto a su proyecto de una crítica de la razón histórica, su empeño por establecer un método objetivo para las ciencias históricas del espíritu; pero no lo logró. Es verdad que señaló el carácter hermenéutico de la vida y de sus producciones históricas (especialmente las escritas), y que reconoció que las ciencias del espíritu desarrollaban la interpretación que la vida hacía de ella misma, pero lo hizo a la luz de una hermenéutica de inspiración romántica y su concepto psicologista de comprensión, el cual, muy lejos de una compren-sión entendida como aplicación y producción de sentido en situaciones concre-tas, ponía todo el acento en la reproducción de la obra a partir de la vivencia que le daba origen. El gran historiador que él era, no hubiera podido ignorar tampoco los rasgos propios de los fenómenos histórico-temporales caracteriza-dos por ser únicos, singulares, contingentes y pasajeros. Y sin embargo, como el historicista que fue, hasta el final de su vida siguió persiguiendo en el cam-po de lo histórico, el ideal de una ciencia objetiva y de un método que debía permitir a las ciencias del espíritu alcanzar un conocimiento universal y así ser consideradas verdaderas ciencias. Pero no lo logró, decimos. Y tampoco hubie-ra podido lograrlo. ¿Por qué?

El historicismo no habría comprendido que el círculo hermenéutico es in-evitable para nuestro Dasein temporal e histórico y que lo importante, diría Heidegger, no era salir del círculo hermenéutico sino entrar correctamente en él (Heidegger, 1998, pp. 176, 177). Focalizado en la cuestión metodológica o en la epistemológica, no se planteó con radicalidad la pregunta por el ser del ente que comprende y así no pudo entender que el círculo hermenéutico no es una petición de principio sino la expresión del modo de ser de ese ente, esto es, de la estructura de anticipación constitutiva de la existencia, estructura en la cual se manifiesta el carácter temporal de nuestro Dasein. De hecho, este “previa-mente” que se mostró en el ejemplo de la lectura del libro, y que siempre está como conditio sine qua non de toda comprensión, nos da testimonio de una las di-mensiones temporales de nuestra existencia, el futuro, señalando en dirección al carácter temporal de nuestro ser, esto es, hacia el hecho de que en nuestra raíz, en nuestro “fondo”, no somos un presente constante, persistente, substancia,

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sujeto, sino tiempo. Pero no el tiempo tradicionalmente concebido como suce-sión de ahoras sin principio ni fin, sino el tiempo de nuestra vida, que es tiem-po finito e indisponible, circunscrito por el nacimiento y por una muerte que sobreviene en un momento incierto. Así como, según señalamos más arriba, en el aquí y ahora de nuestra faciticidad nos encontrarnos arrojados, así, desde la situación de estar arrojados, nos proyectamos también en el comprender hacia una posibilidad que nos abre lo que desde nuestro futuro puede advenir para nuestro presente y aclararnos el pasado que nos determina. Participamos en la historia con y gracias a estas determinaciones ontológicas fundamentales —el estar arrojado aquí y el proyectarse a una posibilidad en el comprender— que habían sido puestas al descubierto por el análisis de la estructura de la existen-cia humana. Sobre ellas reposa la estructura hermenéutica de la existencia que hace posible la mediación entre presente y pasado.

Dijimos que no se trata de salir del círculo sino de entrar correctamente en él. ¿Qué quiere decir entrar correctamente en él? Volvamos aún al ejemplo del libro al que me acerco por primera vez. No sé nada del autor ni de la obra, pero al to-marla del escaparate algo me hace presentir que encontraré un relato de fantás-ticos viajes intergalácticos y ya he proyectado sobre la obra una opinión relativa al género ciencia ficción que me anticipa así su sentido y me abre las expectativas acerca de lo que puedo encontrar en ella. Sin una anticipación de sentido, nin-gún encuentro con la obra es posible. Ahora, esa primera opinión proyectada (a futuro) no es algo que yo haya formado, sino una opinión recibida (del pasado) sin examen, desde la tradición que la formó y que no es sino la tradición literaria a la que pertenezco. Según los casos, será pertinente hablar de tradición litera-ria, filosófica, religiosa, científica, cultural, política. Pero esa opinión que, según el caso, también podríamos llamar idea, creencia, paradigma, valores, ideología, en suma, doxa, se instala en nosotros como prejuicio. ¿Prejuicio? ¿Se está confian-do la fundamental estructura de la anticipación a los prejuicios? ¿queda entonces nuestra existencia librada a la arbitrariedad? ¿Debemos pensar que en la alterna-tiva: o pertenencia u objetividad alienante, no hay ninguna posibilidad de control, y que nos movemos en una antinomia insuperable?17

El concepto vigente de prejuicio nos viene de la Ilustración, en donde se vin-culaba a la crítica de la religión y significaba “juicio sin fundamento”. En ella adquirió el prejuicio el carácter negativo con el que ha llegado hasta nosotros. El juicio, en cambio, ofrecía la fundamentación, esto es, la garantía que exige el método; y por eso se le reconoció su positiva “dignidad” -sólo por eso, acen-túa Gadamer, “y no por el acierto objetivo como tal” (Gadamer, 1988, p. 337). Pero entonces, ¿al llamar “prejuicio” a la opinión recibida que debe abrirnos las cosas permitiéndonos encontrarnos con ellas, no estamos en realidad cerrán-donos definitivamente el camino hacia ellas? ¿no estamos entregando nuestra existencia al error y renunciando a tener un trato con las cosas fundado en la verdad? No necesariamente. ¿Por qué tendrían que ser a priori considerados falsos todos los prejuicios? ¿Por qué no podrían algunos detentar un ”acierto objetivo” aunque no fueran metódicamente fundados? Algo característico de la Filosofía Hermenéutica es que no atribuye al prejuicio el sentido negativo que comúnmente le asignamos siguiendo la tradición que nos viene de las Luces. El

17 Ricoeur sostuvo que esta alternativa expresa una antinomia que constituye el motor esencial de la obra de Gadamer Verdad y Método, subyaciendo, incluso, en su título: “o bien –decía- practicamos la actitud metodológica, y así perdemos la densidad ontológica de la realidad estudiada, o bien practicamos la actitud de verdad, pero entonces debemos renunciar a la objetividad de las ciencias humanas” ( Ricoeur, p. 95). Empero, como mostraré más adelante, es en la propia obra de Gadamer que encuentra Ricoeur la posibilidad de un distanciamiento no alienante.

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prejuicio de la Aufklärung era precisamente estar contra todos los prejuicios sin excepción, pero no es ni debe ser así en la filosofía hermenéutica. Para Gadamer, el prejuicio debe tener sólo el sentido de una opinión recibida, más precisa-mente, de un pre-juicio (Vor-urteile), de un juicio previo (Gadamer, 1988, p. 337).

La estructura de anticipación descubierta por Heidegger se muestra en el “pre” (vor) de la palabra prejuicio. Lejos de impedirme siempre el acceso a la comprensión, el prejuicio es, en el sentido positivo de Gadamer, una condición del comprender. Puede abrirme la cosa de que se trata y no tiene porqué ser a priori erróneo en cuanto prejuicio; pero si lo fuera, su falsedad no podría hacer-se patente más que en su confrontación con la cosa que él debe abrir, pues es la cosa misma la medida a la que está referida la pretensión del prejuicio y sólo a ella debe ajustarse toda interpretación. Esta no debe permitir que las anticipa-ciones queden en manos de “simples ocurrencias” u “opiniones populares”. En-trar correctamente en el círculo significa que la interpretación debe elaborar las anticipaciones de la comprensión a partir de las cosas mismas (Heidegger, 1998, p. 176). Así es posible evitar también que la aplicación de los métodos históri-cos no sea más que una simple “confirmación de las propias hipótesis o antici-paciones”. Al hacemos conscientes de nuestros propios prejuicios y opiniones previas, “realizamos la comprensión desde la conciencia histórica”.18 De este modo esta última gana también claridad y precisión (Gadamer, 1994, p. 67). ¿Al-guna forma de “objetividad” es, entonces, posible para la conciencia histórica?

Sí. En la filosofía hermenéutica la cosa misma (por supuesto, no estoy di-ciendo “la cosa en sí”) no se volatiliza, no desaparece detrás de las interpre-taciones. Gadamer no piensa, como Nietzsche, que no hay hechos sino sólo interpretaciones. Su posición es intermedia entre el perspectivismo nietzschea-no y el positivismo. Ya de la fenomenología husserliana aprendió que la cosa no excluye las condiciones subjetivas de la experiencia. Así, no debería estar excluida una posible “objetividad”. ¿Pero cómo tendría que ser ésta? Está ya claro que, si hay alguna, no podría ser la objetividad de esas ciencias históri-cas del espíritu o ciencias humanas que adoptan como presupuesto ontológi-co el objetivismo, el cual conlleva un distanciamiento alienante (Verfremdung) que “destruye la relación primordial de pertenencia” a la historia, sin la cual no puede haber relación con lo histórico (Ricoeur, p. 90). ¿Pero reconocer ese distanciamiento alienante significa que haya que rechazar todo distanciamien-to como una objetividad alienante. ¿No habrá un distanciamiento que nos dé una “objetividad” no alienante?, ¿quizás un distanciamiento objetivo conteni-do en la propia pertenencia?

Paul Ricoeur, que en aspectos esenciales hay que ubicar en la continuidad de Gadamer –y que manifiestamente necesitaba reforzar para su propia obra una instancia de control inmanente a la pertenencia- hizo suyo el problema en estos términos: “¿Cómo es posible introducir algún tipo de instancia crítica en

18 Pero esto no es lo que por lo regular ocurre en la investigación historiográfica. Según Gadamer, “el historiador elige los conceptos con los que describe la peculiaridad histórica de sus objetos sin reflexión expresa sobre su origen y justificación. Sigue en esto únicamente a su interés por la cosa, y no se da cuenta a sí mismo del hecho de que la apropiación descriptiva que se encuentra ya en los conceptos que elige puede estar llena de consecuencias para su propia intención… a pesar de toda su metodología científica se comporta de la misma manera que todo aquél que, como hijo de su tiempo, está dominado acríticamente por los conceptos previos y los prejuicios de su propio tiempo”. Esta es una gran ingenuidad del historiador. “Pero su ingenuidad se hará verdaderamente abismal cuando empiece hacerse consciente de esta problemática y se plantee entonces la exigencia de que en la comprensión histórica es obligado dejar de lado los propios conceptos y pensar únicamente en los de la época que se trata de comprender”. Esto último parecerá “como una continuación consecuente de la conciencia histórica”, siendo que en realidad ella

“se malentiende a sí misma” e incurre en “una ingenua ficción”. Si quiere comprender, la conciencia histórica no debe prescindir de sus propios conceptos, pues estos son “lo único que hace posible la comprensión” (Gadamer, 1988, p. 476).

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una conciencia de pertenencia expresamente definida por el rechazo del distan-ciamiento?” 19 Al plantear la cuestión en estos términos no se dirigía por cierto como el historicista, a buscar la objetividad fuera de las condiciones históricas, sino a encontrar y determinar el modo de “objetividad” de la que es capaz la conciencia de la historia de los efectos. Así vino a sostener, en su respuesta a la cuestión, que es posible introducir esa instancia crítica si la conciencia históri-ca asume el distanciamiento en lugar de limitarse a rechazarlo. Para asumirlo, Ricoeur recoge las indicaciones sugestivas que al respecto se encontraban en la propia hermenéutica de Gadamer. Así apuntó, en la misma conciencia de la historia efectual, a un elemento de distancia que estimó esencial para esa con-ciencia, por ser la condición mediante la cual se lleva a cabo la historia de los efectos, a saber, esa paradójica proximidad de lo lejano que se da en la tensión que experimentamos entre lo lejano y lo propio. Halló que en esa tensión se ejerce la eficacia de la distancia.

El factor de distanciamiento lo encontró Ricoeur también en el fenómeno de la fusión de horizontes. El concepto gadameriano correspondiente a este fe-nómeno atiende no sólo al aspecto del juego tenso entre lo próximo y lo lejano, sino también al del estar en situación de nuestra existencia y al de la finitud de nuestro conocimiento histórico. Del lado de la finitud, dicho concepto destaca-ba que es la misma finitud lo que no permite que yo permanezca encerrado en mi punto de vista; del lado de la situación, ese concepto destaca que, por estar situados, tenemos horizonte, y que un horizonte, si puede angostarse, también puede ampliarse haciendo así posible la comunicación a distancia de dos con-ciencias que no están en la misma situación. La mirada que se dirige “hacia lo lejano y lo abierto”, se intersecta con la del otro y da lugar a la fusión de hori-zontes. Gracias a esta fusión que amplifica mi horizonte, no vivo en un horizon-te único y no quedo encerrado en mi punto de vista. Se gana así un horizonte común, pero éste no excluye de él un juego tenso “entre lo propio y lo ajeno, entre lo próximo y lo lejano”. Ahora, aunque ese horizonte puede seguirse am-plificando, nuestra finitud descarta la posibilidad de un saber total como el de Hegel y no autoriza ningún sobrevuelo historicista.

También en la lingüisticidad (Sprachlichkeit) —ese carácter lingüístico univer-sal de la experiencia humana que según Gadamer se manifiesta ejemplarmen-te en la genuina conversación— encuentra Ricoeur esa dialéctica de lo propio y del distanciamiento (Gadamer, 1988, p. 461 ss.; Ricoeur, p. 94). Aquí la filoso-fía hermenéutica nos invita a pensar que nuestra pertenencia a una tradición pasa por la interpretación de los signos, esto es, de aquellos signos, obras y tex-tos en los que sedimentan nuestras herencias culturales y demandan nuestro

“desciframiento”. Es sobre todo en los escritos que destaca esa dialéctica entre lo propio y el distanciamiento, cuando la lingüisticidad da paso a la escrituridad (Schriftlichkeit). Los signos, obras y textos escritos, el extrañamiento de la letra muerta con los que -con “objetividad”- estos nos hacen frente, debe ser supe-rado gracias al lenguaje del diálogo. Este ejerce una función mediadora que vi-vifica los textos de la tradición y nos pone frente a las cosas mismas. Las cosas dichas por los interlocutores en un diálogo auténtico da lugar a un diálogo de las cosas mismas (Gadamer, 1988, p. 446; Ricoeur, p. 94 ss.). De este modo, en la misma conciencia de pertenencia que rechazaba el distanciamiento alienante

19 Ricoeur pensaba que la oposición entre distanciamiento alienante y pertenencia es la antinomia que constituye “el motor esencial” de la obra Verdad y Método de Gadamer (Ricoeur, p. 95).

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del objetivismo, Ricoeur habrá ganado la instancia crítica que debería permitir-le desarrollar su propia teoría hermenéutica y abrir el diálogo, que él anhelaba, entre la hermenéutica y las disciplinas semiológicas sobre los textos.

A modo de conclusión vuelvo sobre algunos aspectos señalados en este es-crito para destacar que, en filosofía hermenéutica, lo transmitido por la tradi-ción a la que el Dasein pertenece, es proyectado como una posibilidad a futuro que anticipa el sentido de lo que nos encontramos ya antes de que esto sea in-terpretado, conocido o se actúe sobre él. El movimiento de nuestra existencia histórico-temporal toma del pasado los proyectos futuros que guían sus reali-zaciones, las cuales, una vez cumplidas, vuelven realizadas al pasado. De esta forma, este pasado no es un pasado que ha pasado de manera irremisible, sino que en cuanto sido puede volver como posibilidad cuando el Dasein, interpela-do por una palabra o algo que nos llega desde aquél, lo reitera en su Da -en su aquí y ahora- como posibilidad suya, dejando así que lo sido advenga para él y siga aconteciendo en el instante de su existencia -y que pueda por la transmi-sión, eventualmente, seguir aconteciendo en otras existencias futuras. Empero, la reiteración no es repetición idéntica de lo mismo. Así los hombres del Re-nacimiento pudieron reiterar sin repetirlo de manera idéntica, a su manera, la posibilidad del universal, en sí inagotable, del humanismo antiguo, como los romanos pudieron reiterar la de la paideia griega.

El estar arrojado y la comprensión son estructuras universales de la exis-tencia que nunca están ausentes en nuestros actos y que testimonian de la per-manente incidencia de la historia en nuestro ser a través de nuestros prejuicios. Esta condición histórica de nuestra existencia finita nos impide arrancarlos completamente de ella. Podemos sin duda superar o corregir y mejorar este o aquel prejuicio inadecuado mediante una toma de conciencia y confrontándolo con las cosas mismas. También en la distancia que condiciona la conciencia de la historia de los efectos y que experimentamos en el extrañamiento de lo es-crito - distancia cercana y en tensa relación con lo propio- hemos podido en-contrar un alejamiento no ajeno a esa conciencia, que nos otorga la posibilidad de una instancia crítica “objetiva”. Podemos y sin duda debemos, como lo re-comienda Ricoeur después de Marx y de otros, hacer una crítica hasta donde nos sea posible de las ideologías que inconscientemente nos dominan (Ricoeur, pp. 49-51). Pero la idea de una completa supresión de los prejuicios así como se encuentra, por ejemplo, en el proyecto cartesiano de edificar una ciencia fi-losófica que estuviera completamente exenta de supuestos -proyecto que la fe-nomenología husserliana abrazó en algún momento-,20 o como se encuentra en el historicista que cree que sólo por tomar conciencia del condicionamiento de todo lo histórico se pone fuera de él y puede superarlo, esa idea ilustrada, es una ilusión irrealizable de acuerdo a lo que se ha tratado de mostrar aquí so-bre nuestra pertenencia a la historia. Es que los prejuicios conforman a nues-tro ser más profundamente de lo que estamos dispuesto a admitir: yo soy mis prejuicios. En Verdad y método Gadamer decía que “los prejuicios de un indivi-duo son, mucho más que sus juicios, la realidad histórica de su ser” (Gadamer, 1988, p. 144). El presupuesto metafísico instaurado en los comienzos griegos no puede resistir esta vez a la finitud en su verdad, cuya fuerza basta, por otra

20 En 1911 escribía Husserl sobre la filosofía como ciencia rigurosa por la que él militaba: “La ciencia de lo que es radical debe ser igualmente radical en todos los aspectos de su camino metódico. Sobre todo, ella no descansará hasta que haya ganado sus propios puntos de partida absolutamente claros… En ninguna parte se debe abandonar la actitud de ausencia radical de prejuicios (Vorurteilslosigkeit)…” (Husserl, pp. 340, 341; en Logos, 61).

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parte, para quebrantar la supuesta transparencia e independencia del arrogante sujeto moderno frente a la historia -arrogancia hoy más visible que nunca en el asalto al ente que lleva a cabo la técnica planetaria. Sin embargo, lo dicho sobre los prejuicios no debe entenderse como una dificultad que impida de manera completa e insuperable acceder a la verdad de los fenómenos en la compren-sión, al menos si ha sido justo decir que los prejuicios en el sentido definido son una condición del comprender y no sólo obstáculo para la conciencia de-terminada por la historia. Sólo que así también se reconoce que el objetivismo no es posible en el campo de la historia y que es forzoso abandonar cualquier expectativa de una verdad absoluta que, en ese campo, sólo puede hacer de nuestra conciencia histórica una conciencia desdichada. Tal vez sea así menos difícil reconciliarse con la historia y aprender a vivir en ella sin falsas ilusiones.

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