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Conneau CEAL

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Memorias de un tratante de esclavos
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Memorias de un tratante de esclavos

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Biblioteca Memorias Total y

autobiografías

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Théodore Canot

Memorias de un tratante de esclavos

Centro Editor de América Latina

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© 1976 Centro Editor de Amér ica Latina S. A. Junín 981 - Buenos Aires Hecho el depósi to de ley Libro de edic ión argentina

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Capitulo I

En tanto Bo na parte conquistaba Italia mi padre, Luis Ca-not, capitán y pagador en el ejérci to francés, ganó el cora­zón y ia mano de una bel la p iamontesa a la cual debo mi nacimiento en la capital toscana.

Mi padre era fiel al emperador como lo fue al cónsul. Si­gu ió a su soberano hasta que la muerte acabó con su ca­rrera, sobre el terreno de Water loo.

Las esposas de soldados raras veces son acaudaladas, y mi madre no era una excepc ión a la regla. Quedó en condi­c iones sumamente difíci les, con seis niños que debía soste­ner. Pero la v iuda de un buen veterano, que compart iera ios padecimientos de muchas largas marchas con su marido, no se sint ió desalentada ni carente de ingenio para educar a sus retoños. Debido a esto fui mantenido en la escuela, donde estudié geografía, ari tmética, historia e idiomas, hasta cerca de los doce años de edad. Entonces se pensó que estaba en condic iones de escoger una profesión. Siempre había sido un devorador de l ibros de viajes, y por el lo expresé mi pre­ferencia hacia una existencia marina. Se hicieron adecuadas aver iguaciones en Liorna y a las pocas semanas me encon­tré l isto para embarcarme en cal idad de aprendiz en una nave estadounidense, la "Ga la tea" , de Boston.

Era el año 1819 cuando por pr imera vez saludé al e lemen­to que el dest ino me señalaba para pasar tanto t iempo de mi vida. El lector imaginará fáci lmente las incomodidades que sufrí durante el v iaje. Nacido y cr iado en el interior de Italia, tenía del mar la más romántica idea. Mi carrera, nece­sariamente, era de grandes penurias y, para colmo de des­venturas, no contaba con amistad o id ioma para dejar esca­par mi pesadumbre y alcanzar compasión.

Junto a los of ic ia les de a bordo se hallaba un escribiente, a qu ien indicó el capitán que me enseñara inglés, a f in de que, cuando l legáramos a Sumatra, yo pudiera encontrarme en si tuación de defender mis derechos y hablar en favor de mi causa. Como no pudimos obtener un cargamento de p i ­mienta en la isla, enf i lamos hacia Bengala, y a la l legada a Calcuta el capi tán, que también era sobrecargo, ocupó habi­taciones en t ierra, permit iendo que el escribiente y yo le s iguiéramos.

De acuerdo con el confort de aquella época, la casa en que nos alojamos era. espaciosa y elegante, dotada de todos los lujos y comodidades de Asia, y de quince a veinte sir­vientes se encontraban s iempre aguardando las órdenes de los ocupantes. Durante tres mes.es vivimos como nababs, y me sentí bastante contr istado cuando el escribiente anunció que había sido completada la carga del buque y que nuestro asueto terminaba.

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Nos aproximamos a Santa Elena por abastecimientos, pero, como Napoleón aún se hal laba con vida, una fragata inglesa salió a nuestro encuentro, hasta c inco mil las de dis tancia de de esas costas rocosas*, y tras de proporc ionarnos una escasa cantidad de agua nos indicó que siguiéramos nuestro camino.

Recuerdo bien que fue en una hermosa noche de ju l i o ' de 1820 cuando l legamos al muelle de Boston, Massachussetts.

El capitán Towne se retiró en-Sa lem después de despedir a los tripulantes, l levándome consigo para que residiera con 3U familia hasta que estuviera pronto para otro viaje.

Durante c inco años viajé desde Sflíem a var ios lugares del mundo, ded icando s iempre mis horas de ocio, en t ierra o mar, a famil iar izarme minuciosamente con los aspectos prácticos y cientí f icos de la profesión a N l a que me proponía dedicar mi vida. Al terminar mi aprendizaje, real ice dos o tres viajes como grumete, hasta que una decepc ión me hizo abandonar a mis empleadores. Esta suerte me tocó en Am­bares, puerto conoc ido como l u g a r N d e desl izamiento de j ó ­venes marinos. Mi tan bien ganada paga se redujo pronto ¿¡preciablemente, mientras yo me sentía cada vez más ena­morado de una be l leza ,be lga que hizo de mí Un.nec io per­f e c t o . . . ¡durante tres meses, por lo menos! De Am be res me trasladé a París, donde se produjo mi segunda 'decepc ión . Pocos hombres de d iec iocho o veinte años habían ^vivido más apresuradamente. Las mesas de juego de Frascati y del Pa-lais Royal acabaron f inalmente con mi bolsa, dejándome tan sólo con un baúl vacío para el dueño de la casa en que v i ­vía,, sal iendo de allí, " a la f rancesa" , en una hermosa ma­ñana, para tomar rápidamente camino hacia él mar".

A la semana me encontraba a bordo de un navio holan­dés rumbo a La Habana, pero pronto advertí que me hal laba a las órdenes de dos capitanes, mascul ino el uno, femenino el otro. El tenía a su cargo la navegación, mientras que ia dama era el ama de la embarcac ión, y, desde el pr imer of i ­cial hasta el muchacho de los camarotes, ella gobernaba nuestras acciones como nuestros estómagos. No sé si era la religiosidad o el espír i tu de economía lo que pesaba en su alma, pero puedo af i rmar que nunca conocí persona rígida como esa señora en la observancia del calendar io de ia iglesia, especialmente cuando una fecha de abst inencia le permitía privarnos del consumo de carne. Nada, fuera de mi miseria, me había obl igado a embarcarme en esa nave. Sin embargo, para decir verdad, yo había renunciado de buena gana a retornar a Estados Unidos y me decidí a envolverme en toda suerte de acción aventurera que se ofreciera dentro de mi profesión. En 1824, debe recordarse bien, México, las colonias españolas, Perú y las costas del Pacíf ico eran fa­mosas por la suerte que concedían a la audacia. Y mientras la nave en que viajaba avanzaba rumbo a La Habana, ia sa­ludó, oamo puente f lotante que l levaba a mí Eldorado.

En la vigésima séptima noche que siguiera a nuestra par­tida, mientras luchábamos fuera del Golfo de Vizcaya con una brisa dé seis nudos bajo una Juma clara, nos encontramos

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torpemente ante un buque que se nos aproximó del lado opuesto a nuestra proa. Nadie sabía cómo apareció. Al ins­tante de hacerlo, estaba sobre nosotros, i rremediablemente. Todos los hombres se hal laban postrados sobre la cubierta y todos nuestros superiores fueron alejados. Desde la otra nave l legaron chi l l idos y un gri to desesperado, pero en segui­da dejaron de oírse los gri tos de mal augur io y quedamos f lotando al abandono sobre un maderamen sin esperanza en medio de un mar famoso por sus borrascas.

Empero, nos esforzamos por llegar al puerto de El Ferrol, en España, donde estuvimos detenidos durante cuatro meses deb ido a las d i f icul tades para obtener los materiales para las reparaciones, aun cuando ese lugar es considerado por tener los mejores y más grandes asti l leros del nombrado país.

Fue en El Ferrol que me vi envuelto en una singular aven­tura que estuvo a punto de pr ivarme de mi identidad per­sonal. Una tarde viajé en mi bote hasta el otro lado del puerto para lograr algunos trozos de cuero de una cur t iem­bre, y habiendo hecho mi compra, deambulaba lentamente hacia el muelle, cuando me detuve en una casa para beber agua. Una muchacha de gráci l cuerpo y negros ojos que permanecía en la puerta me ofreció un jarro, y sus rosados labios eran más que manantiales para mi sed. Pero, mien­tras bebía, la damisela corr ió hacia el interior de la casa y regresó rápidamente con la madre y una hermana que me contemplaron asombradas por un momento y sin decir pa­labra, para caer s imultáneamente sobre mi cuello cubriendo mis labios y meji l las con repetidos besos.

— ¡ O h , mi quer ido hi jo! —exc lamó la madre. — i Carísimo Antonio! —sol lozó ia hija. —¡Hermano ! —gr i tó la otra joven. " ¡Quer ido h i jo , quer ido Antonio, hermano! Entra en casa.

¿Dónde estuviste? ¡Tu abuela se muere por verte una vez más! No demores un instante, pero entra sin decir palabra. ¡Por Dios, teníamos que capturarte al f in, y de qué manera! ¡Ave María, madreci ta! ¡Aquí viene Antoñ i to ! "

En medio de todas esas exclamaciones, abrazos, caricias y besos, yo me encontraba perplejo, con los ojos grande­mente abiertos, lo mismo que la boca y con el jarro de agua a medio vaciar en mi mano. No hice preguntas, pero, como la dama era simpát ica y las muchachas bellas, me dejé llevar, mitad arrastrado, mitad empujado, devolviendo sus besos. Tan pronto como me encontré sentado me tomó la l ibertad de decir que quizá había en eso alguna confusión, pero fui rápidamente si lenciado. Mi "madrec i ta " expresó uego, y en presencia de cuatro compañeros míos de a bor­

do , que seis años atrás yo partí en mi primer viaje en una embarcac ión holandesa; que "mi 'querido padre' había pasado a mejor v i da " dos años después de mi partida, y, deb ido a esto, ahora yo, Antonio Gómez y Carrasco, era el único superviviente mascul ino de la familia y por lo tanto jamás volvería a abandonarlas, a ella, a mis queridas her-

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manas y a nuestra vieja "abue la " . Me apresuré a insistir, muy seriamente, en que se hal laban en un error. Pero todo era inút i l ; argüyeron y persist ieron, h ic ieron venir a los ve­cinos, cant idades de mujeres ancianas y hombres de edad avanzada con chales y desgastadas chaquetas, con cigarros y c igarr i l los en los labios, que pasaron a const i tuir un jura­do interrogador en forma, que a la postre pronunc ió un veredicto unánime en favor de mi or igen gal lego. Viendo que las cosas habían sido tomadas tan a lo serio, resolví ceder, y asumiendo una act i tud de h i jo pród igo arrepent ido, besé a las muchachas, abracé a mi madre y llevé mis manos a los hombros de la abuela, promet iendo visitarlas en el día siguiente.

Como no cumplí mi palabra, la " m a d r e " imaginar ia acu­dió a los representantes de la autor idad para hacer valer sus derechos sobre el muchacho descarr iado. El alcalde, después de oírme, desechó la reclamación. Pero mis insatis­fechos parientes me hicieron comparecer en apelación ante el gobernador del distr i to y no fue sin inf inita di f icul tad que f inalmente conseguí desembarazarme de la anonadadora con­sanguinidad en cuest ión.

Siempre me encont ré perple jo para expl icarme esa cu ­riosa equivocac ión. Es verdad que mi padre estuvo en Es­paña en el e jérc i to francés durante la invasión de Napoleón, pero ei excelente cabal lero era un fiel esposo, lo mismo que val iente soldado y no sé que alguna vez se detuviera en el agradable puerto de El Ferrol.

Capítulo II

Por f in part imos hacia La Habana y no ocurr ió nada de importancia que rompiera ía monotonía del viaje, caluroso y sofocante, fuera de un estal l ido de celos de parte del capi tán, quien imaginó que yo hacía una tentativa por con­quistar el rel igioso y ahorrat ivo corazón de su esposa. En verdad, nada estaba más lejos de mi mente o gusto, pero, como este enceguecimiento era fomentado por los embus­tes de un muchacho a cargo de los camarotes, me encon­tré sometido a un interrogator io inquisi tor ial que resistí f ir­memente. La dama de la acc ión incr iminada, conocedora de su hombre, asumió un aire tal de inocencia ultrajada y de vir tud calumniada, mezclando todo con l lantos y gr i tos histé-

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r icos, que ei confundido marido se encontró sin saber qué hacer, y terminó la escena ordenando abruptamente que me fuera a mi r incón del buque.

Esto ocurr ió a la caída de la noche. Al aclarar el día apareció fuera de su camarote para ordenar que el mucha­cho chismoso fuera sól idamente sacudido, y cuando la se­ñora ascendió a la cubierta vi en su mirada que su influencia había quedado plenamente restablecida. En el curso del día se me sol ic i tó que reanudara mi tarea a bordo, pero me negué recalci t rantemente a el lo. Mi negativa provocó gran inquietud en el cap i tán, pues él era un pésimo navegante y, ahora, al acercarnos a las Bahamas, mis servicios eran muy necesarios. El desdeñable celoso se mostraba persistente en su deseo de que yo olvidara lo pasado volviendo a mis ta­reas. Empero, decl iné hacerlo todavía, especialmente des­pués de que la esposa me informara privadamente de que quizá exist iera un pe l igro accediendo a lo que me rogaba el cap i tán.

Al día siguiente pasamos "E l Hueco en el Muro " y ende­rezamos hacia Salt Key. Como no teníamos a bordo meri­d iano de observación y como nadie allí, fuera de mí, era capaz de seguir la marcha conforme a las indicaciones lu ­nares en la pos ic ión en que nos hal lábamos, entre arrecifes y corr ientes, mis servicios eran de gran valer. Sabía que eso turbaba a nuestro pi loto. Empero, después de la signif ica­t iva advertencia de su esposa, no creí prudente reanudar mis funciones. No por esto dejé de hacer secretamente mis cá lcu los y observar el curso de ia embarcación. Pasó otro día sin advert irse la marea del mediodía, pero, a medianoche, logré hacer observaciones acerca de la marea lunar, a re­sultas de lo cual descubrí que nos arrastrábamos hacia ios arrecifes de Cuba, a unas c inco millas de la Cruz del Padre.

Tan pronto como estuve seguro de mis cálculos y de una comprensib le inminencia de peligro, no vaci lé en ordenar al segundo of ic ial , que estaba de guardia, que l lamara a todos los hombres de a bordo y que marcháramos en la forma más lenta posible. Al mismo t iempo daba indicaciones al hombre del t imón para que hiciera avanzar la embarcación a favor del viento.

Pero el nuevo t imonel , orgul loso de su cargo, se negó a obedecer hasta que el capi tán fue informado. Tampoco qui­so éste llamar, a ese oficial en tanto el peligro no se cer­niera muy visiblemente en la ruta f i jada. Pero el t iempo era precioso. Una demora sería nuestra pérdida. Como yo me sentía seguro de mi opin ión, me volví bruscamente hacia los desobedientes marinos ordenándoles que plegaran la vela p r i n c i p a l . . . Pero, iohí, nadie deseaba obedecerme, y en ese momento apareció apresuradamente el capi tán en la cubierta, quien, ignorando el pel igro que corríamos, me orde­nó que volviera a mi compart imiento, orden acompañada de maldic iones contra mi intromisión en las cosas de su hábil manejo.

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Obedecí con un encogimiento de hombros. Las protestas eran inúti les. Durante veinte minutos la embarcación siguió ia ruta pref i jada, cuando el vigía exc lamó:

— ¡ P a r e n ! ¡Tenemos frente rocas y la muerte! —¡De tengan la rueda! —rug ió confund ido el segundo

of ic ial . Pero la embarcac ión ya había penetrado en la zona pe l i ­

grosa y, tomada de sorpresa, se encontró sobre el borde de una roca cubierta de espumas, yendo a chocar cont ra un arrecife con siete pies de agua a su alrededor.

Todo fue consternación, sacudimiento de velas, desparra­mo de sogas y zarandeo, c ru j ido de másti les, acompañado de gri tos de los tr ipulantes. El capi tán y su mujer se hal la­ban en la cubierta desde el pr imer instante. Todos impar­tían órdenes y nadie obedecía. Por úl t imo, la dama gr i tó:

—¡Sue l ten el ancla! Esa era la peor orden que pudo darse, y fueron al agua

la pr imera y la segunda anclas, mientras la embarcac ión daba vueltas redondas sin que ninguno pensara para nada en plegar velas y con el lo reducir los impetuosos sacudi ­mientos de la infor tunada nave.

Nuestro tr iste percance ocurr ió a la una de la madrugada. Afortunadamente, no soplaba mucho viento y el mar se ñaua­ba en discreta calma, lo que nos permit ió comprender, y, en cierto grado, dominar la s i tuación. Empero, a bordo to­dos parecían presa de la estupidez y del pán ico . Finalmente, la mujer del capi tán, que era, probablemente, ia persona más resuelta, p ronunc ió en alta voz mi nombre, y en presencia de of ic iales y demás tr ipulantes que en ese momento se hal laban aglomerados en la cubierta, me emplazó a salvar su nave.

Por cierto, me adelanté a cumpl i r con mi deber. Fueron plegadas todas las velas, mientras se izaban las anclas para evitar que chocáramos contra el las. En el acto ordené que fueran arr iados los botes, y subiendo con parte de los t r i ­pulantes en uno, indiqué al capi tán que se embarcara en el otro en procura de un escape de la pel igrosa t rampa. Al acia-rar el día comprobamos que habíamos cruzado el l ímite del arrecife con el agua alta, aun cuando sería inúti l que inten­táramos hacer desandar el t rayecto a la nave, pues ésta ya estaba enterrada en medio pie sobre la suave y musgosa vegetación del cora l .

Poco después de nacer el día, contemplamos, a no gran distancia, uno de los arenosos arrecifes conoc idos por los navegantes de las Indias Occidentales, mientras a la distancia se diseñaba el perfi l hermoso y azul de las olas, pero, mien­tras mirábamos hacia los arreci fes que suponíamos desier­tos, v imos aparecer súbi tamente un bote detrás del buque que dejáramos en ruinas, al cual se acercó. Los visi tantes eran c inco; su bote elegante y cu idado se encontraba to ta l ­mente provisto con elementos para la pesca, hablando cua­tro de el los en español , mientras que el amo o jefe nos habló en francés. Todos vestían camisas de franela, cuyos

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fa ldones iban sujetos sobre la parte alta de los pantalones, y en momentos en que el viento hizo levantar los faldones en cuest ión, pude ver debajo los largos cuchi l los ocul tos.

El jefe de ellos se ofreció para ayudarnos a al igerar la car­ga de la embarcación conduciéndola hasta la saliente de t ierra f i rme, donde, d i jo , había una choza en la que podría garantizar -la seguridad para nuestras mercaderías hasta la l legada de la marea alta, momento en que podríamos poner nuevamente a f lote la nave encal lada, alejándola de los arre­cifes. Más aún, se ofreció para guiarnos hasta salir de la zona de pel igro. Y a cambio de todos sus servicios de sal-vataje deberíamos pagarle mil dólares.

Mientras el amo se hal laba atareado f i jando términos, quie­nes le acompañaban se entregaban rápidamente a revisar nuestra carga y el armamento. Finalmente quedó convenido entre el capi tán y ese extraño comodoro que, si para la caída de la noche y la vuelta de la marea nuestra embarcación no se hal laba a f lote, aceptaríamos el ofrecimiento, recibiendo yo las órdenes de informarle de esta resolución.

Tan pronto como declaré nuestro asentimiento, el otro asu­mió un aire repentino de cavi lación, insist iendo en que el d inero debía serle entregado en efectivo sobre el lugar y no en giro sobre La Habana, como era lo conversado en un pr in­c ip io. La exigencia me pareció muy signif icativa, y tuve la esperanza de que no se accedería a ella, pero para mi sor­presa, se asintió de inmediato. El gesto de cabeza y el guiño que el otro hizo a uno de sus compañeros me convencieron de la imprudencia involucrada en la concesión y en lo acer­tado de mis suspicacias.

Se alejaron los pescadores para probar su suerte en el mar, promet iendo encontrarse de regreso a la puesta del sol, en camino a la isla. Pasamos el día entregados a infructuosos esfuerzos para al igerar la embarcación o hallar un canal de sal ida en forma que, cuando regresaron los españoles, al atardecer, con la despreocupada reiteración de sus proposi ­ciones, nuestro capi tán, con alguna ansiedad, convino f inal­mente la descarga de la embarcación para la mañana tem­prano del día siguiente. Nuestro pi loto había visitado la saliente en el curso del día, y encontrando que el lugar de depósito era en apariencia seguro y todo parecía cosa ho­nesta, mostrábase deseoso de que la noche transcurriera cuanto antes para poder dar comienzo al desembarco.

Pronto se desvaneció la quietud de ese lugar del t rópico, y cuando miré t ierra al aclarar el día, pude divisar dos botes extraños, anclados cerca de la saliente. Esto me causó algún desasosiego y se lo expresé al capitán y a su mujer, pero ambos rieron de mis suspicacias. Después de un temprano desayuno, comenzamos a desembarcar nuestras cargas más pesadas con ayuda de los pescadores; empero, poco había­mos adelantado en el lo para las horas del atardecer. A la caída del sol comparamos las anotaciones de lo descargado hal lando una considerable "d i fe renc ia " en favor de los que hacían el t ransporte, razón por ia cual fui enviado a t ierra

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para comprobar el error. Al desembarcar fui saludado por varias caras nuevas. Observé par t icu larmente a un francés que no viera antes. Se d i r ig ió a mí con un cortés o f rec i ­miento de refrescos. Sus palabras y maneras, evidentemente, eran las de una persona educada, mientras que su f igura y f isonomía indicaban hábitos ar istocrát icos o un or igen ele­vado. Empero, sus facciones y todo el rostro mostraban un fuerte sello de envejecimiento prematuro, ind ic io siempre de una existencia dis ipada.

Después de una encantadora conversación, en mi lengua materna, con el agradable desconocido, éste me invitó a pasar la noche en t ierra. Decl iné amablemente la invi tación, y, habiendo rect i f icado el error sobre las cargas, me dispo­nía a reembarcar, cuando una vez más el f rancés se apro­x imó a mí e insistió en que permanec iera allí. Decl iné nue­vamente, expresando que mi deber me vedaba hacer lo. Entonces me observó que mis compatr iotas habían dado instrucciones al " p a t r ó n " para que me detuviera, pero que, si yo era tan obst inado como para ir, podría pesarme.

Con una carca jada subí a mi bote y al l legar a nuestra embarcación supe que nuestro pi loto había confesado impru­dentemente la r iqueza de nuestra carga.

Antes de dejar la embarcac ión en esa noche, el " p a t r ó n " me llevó a un lado y me preguntó si yo había recib ido la invi tación de pasar la noche en la sal iente y por qué no la había aceptado. Para gran asombro mío, me habló en el más puro ital iano. Y cuando le expresé mi grat i tud por su ofrecimiento, me acosó con preguntas acerca de mi país, mis padres, mi edad, mis f inal idades en la vida y las perspectivas que tenía por delante. De vez en cuando lanzaba alguna exc lamación de " ¡Pobre muchacho! ¡Pobre muchacho! " . Cuando avanzó para poner pie en su bote, le ofrecí mi mano-en su ayuda, cosa que en el pr imer instante trató de aceptar, para arrepentirse en el acto, y con un abrupto " ¡ N o , add io ! " se alejó en su bote de nuestro lado.

No pude evitar la reunión de todas estas cosas en mi pen­samiento durante aquel hermoso crepúscu lo . Me parecía que caminaba en medio de frías sombras y me opr imía una sen­sación insuperable de pel igro inminente. Traté de encontrar al ivio d iscut iendo esos indic ios con el capi tán, pero el f le­mát ico holandés no hizo más que burlarse de mis temores y me recomendó que durmiera para alejar la nerviosidad.

Cuando hice la pr imera guardia de la noche tuve buen cui ­dado de colocar todas las cajas con valores debajo, y de ordenar la observación para l lamar de inmediato a todos ai verse u oírse la aprox imación de algún bote. De haber con ­tado con armas, yo hubiera d ist r ibuido e lementos para la de­fensa entre la t r ipu lac ión, pero, por desgracia, no teníamos a bordo ni siquiera un sable herrumbrado o algún arma de fuego.

¡Cuan maravi l losamente calma es la naturaleza durante la noche! Ni un soplo en el aire, ni una burbuja e n el agua. El cielo estaba br i l lante con las estrel las, como si el f i rma-

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mentó hubiera sido espolvoreado de plata. La luna l lena, con su bri l lante d isco, pendía a unos quince o veinte grados en el horizonte. El intenso s i lencio pesaba en mis cansados ojos y miembros, mientras me recl inaba con los codos sobre la barandi l la y contemplaba la nave meciéndose perezosamente en el largo y fatigante balanceo. Todos menos los de guardia se ret i raron; yo también me encaminé a mi compartimiento en la esperanza de hundir mis penas en el sueño. Pero la noche calma, cerca de la t ierra, l lenó tan completamente mi cama­rote de insectos enloquecedores, que me vi obl igado a aban­donar lo y a l legarme hasta las lonas de las velas plegadas, sobre las que me dormí más rápidamente de lo que se de­mora en deci r lo .

No obstante mis nerviosas aprensiones, un sueño que más era letárgico que natural me dominó de inmediato. No me desperté ni volví a oír nada hasta cerca de las dos de la madrugada, cuando un agudo chi l l ido desde la cubierta me sacó del sueño. Se había puesto la luna, pero había luz bas­tante para mostrar la cubier ta l lena de hombres, aun cuando no podía dist inguir personas ni movimientos. Gritos en de­manda de socorro, quej idos como de heridos o moribundos l legaban constantemente a mis oídos. Me sobrepuse lo más rápidamente que pude a la opresión de sueño mortal y trató de imponerme a la pesadi l la. ¡Mi esfuerzo me convenció de que eso era real idad, no un sueño! Al instante, la presencia de ánimo que rara vez me abandonara me sugir ió la conve­niencia de huir. Cubr iéndome con la lona me arrastré sigilo­samente hasta arrojarme en las aguas, hacia tierra. Era t iem­po. Mi inmersión en las aguas, no obstante su cautela, no se hizo sin algún ruido y una áspera voz me gritó en español que regresara o sería t i roteado.

Cuando comencé a navegar sufrí bastante para poder l le­gar a ser un buen nadador y mi habi l idad me sirvió bien en ia ocasión. Tan pronto como cesó de oírse esa voz de la cu ­bierta, me quedé quieto en las aguar- hasta que vi un resplan­dor desde el puente de la nave. Entonces hice una inclina­c ión de obediencia y nadé hondamente. Repetí esto varias veces hasta que me encontré perdido en la oscuridad dis­tante. Tampoco puedo envanecerme mucho de mi mérito al salvarme de los disparos de mosquete, pues lo logré en la misma forma que lo consiguen muchos patos inofensivos.

Después de nadar unos diez minutos, me eché de espaldas para descansar y " tomar un nuevo punto de part ida". Reinaba tal oscur idad que no podía avistar la saliente de tierra. Em­pero, aún reconocía los másti les de la nave elevándose hacia el cielo, y por la posic ión en que dist inguía la proa, pude deduci r la ruta a seguir hacia el suelo firme. Desnudo el cuerpo, fuera de las piernas que cubrían unos pantalones, encontraba poca d i f icu l tad para nadar. En esta forma, en menos de media hora, toqué tierra y, de inmediato, procuré ocul tarme en la espesura.

No había estado aún cinco minutos en esa desalentadora " j ung la " , cuando una nube de mosquitos me acosó, y fui

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obl igado a marchar corr iendo hacia la playa y hundirme en las aguas. Estuve atormentado durante toda la noche de esa manera. Al aclarar el día, me retiré nuevamente hacia la es­pesura, y ascendiendo al más alto de los árboles que des­cubrí — d e una altura empero de no más de doce pies sobre la arena—, contemplé el ca lmo mar y el casco desmantelado de mi reciente hogar f lotante, rodeado por mul t i tud de botes que eran rápidamente cargados con las mercaderías saquea­das. Era evidente que fu imos víct imas de piratas. Sin embar­go, no podía imaginar la causa por la cual yo había s ido excluido de esa escena de carnicería y merecido las demos­traciones de ansiosa simpatía que me fueran manifestadas por el " p a t r ó n " y su compañero francés en la saliente de t ierra. Seguí durante toda la mañana en ia incómoda posi ­c ión, contemplándolos en sus m o v i m i e n t o s . . . , a ratos refres­cando mis resecos labios con una fruta amarga de los árbo­les del lugar. La luz del día, con su calor, es tan intolerable allí como la noche con su veneno. El sol t ropical y la rever­beración sobre un mar sin olas caían sobre mis desnudas carnes, en la calma atmósfera, como aceite hirviente. Mi sed era grande. Al desvanecerse la tarde, observé a varios botes remolcando el casco de nuestra nave en d i recc ión sureste de la saliente, hasta desaparecer detrás de un punto de la isla. Hasta ese momento, mi hombría no me había abando­nado, pero, tan pronto como se perdió ante mi vista el ú l t imo de los leños de nuestra nave, la naturaleza recobró su do­minio. Había desaparecido la postrera esperanza de ver a mis compañeros; me encontraba i r remediablemente solo.

Capitulo III

Asi t ranscurr ió el día. Al hundirse el sol en el oeste, co­mencé a medi tar acerca de la manera de alcanzar el reposo para mi mente y mi cuerpo, que tanto lo necesi taban. Mi or­ganismo estaba casi exhausto por la falta de al imentos y agua, mientras la aterradora tragedia de la noche precedente deshacía mis nervios, sufr iendo más que en todas las escenas que luego me pusieron a prueba. Era mi primera aventura de pel igro y sangre, y mi alma se sobrecogió con el natural miedo que exper imenta la vir tud en su primer encuentro con ei cr imen f lagrante.

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Con el objeto de escapar al incesante tormento de los insectos, resolví hundir mi cuerpo desnudo en la arena, cu­br iendo mi cabeza con la única pieza de ropa que poseía, cuando oí un ruido en los matorrales cercanos y avistó a un gran perro salvaje yendo de uno al otro lado, en actitud de husmear con el hoc ico en el suelo, seguramente en persecu­ción de alguna presa. Salté hacia mi árbol amigo justo a t iempo para salvarme de los colmi l los del animal. La feroz bestia, rugiendo fur iosamente, d io el ladrido de alarma que encontró eco en otros perros, tres de los cuales, seguidos por dos hombres, pronto hic ieron su apar ic ión debajo del árbol en que me hal laba. Los cazadores no se sorprendieron de verme, dado que, en verdad yo era la presa que perse­guían. Me ordenaron que descendiera y marchara delante de el los a paso lento, previn iéndome especialmente que no intentara huir, pues los per ros de presa acabarían en el acto conmigo. Les respondí que jamás cometería la locura de intentar huir de "caba l le ros " como ellos en medio de una saliente arenosa y desolada de medía milla de ancho, sin más alternativa que la de encontrar refugio entre los peces del mar. El domin io de mí mismo y el buen humor con que respondí parec ieron ablandar a los enconados salvajes y pronto l legamos a una habitación donde se me ordenó que me sentara hasta que se encontrara reunido todo el grupo. Después de un rato, fui invitado a part icipar de su comida de la noche.

El sustancioso guiso con que nos nutr imos, les desató f inal­mente las lenguas en tal forma, que, en el curso de la con­versación, descubr í que mis capturad o res se habían dado a mi búsqueda desde la mañana temprano, aun cuando era di f íc i l creer que yo hubiera podido escapar indemne a ios d isparos o que pudiera haber nadado toda una milla entre los t iburones, en medio de la oscur idad. En este punto me atreví a formular algunas preguntas, pero fui rápidamente in ­formado de que la cur iosidad era considerada cosa impropia en las sal ientes arenosas de Cuba.

Al ponerse el sol , toda la comunidad de piratas de la pequeña isla se encontró reunida. Estaba formada por dos grupos, cada uno con su respectivo jefe. Ambas bandas pa­recían sujetas a la jefatura del dueño del rancho, y en este hombre reconocí al " p a t r ó n " que me interrogara tan minu­c iosamente acerca de mi v ida y perspectivas. Sus compañe­ros le l lamaban "señor pa t rón" o "don Rafael", siendo yo estrechamente examinado por el p intoresco grupo de bandi­dos que penetrara en el interior del rancho, una choza levan­tada con tablones y velas recogidas de buques zozobrados. Mi guardián o cent inela no era más que un simple vagabun­do, que se entretenía aceitando una larga cuchi l la y luego probando su f i lo sobre un cabel lo y en su dedo. A veces el canal la me hacía una mueca y pasaba el lomo del arma cortante por su garganta.

Adentro, la conversación de la que dependía mi suerte me satisfizo bastante y fue larga. Podía oir el rumor de las

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altas voces, aun cuando no dist inguía las palabras. Una frase, empero, no escapó a mis oídos: "Los muertos no hab lan" , d i jo el e legante f rancés que yo conociera.

t s difíci l imaginar una si tuación de mayor prueba para un joven todo corazón y esperanza. Estaba medio desnudo; tenía la piel chamuscada por el fuego del sol, la arena y el agua salada. Cuatro perros salvajes se encontraban a mi lado prontos a saltarme al cuel lo a la menor inc i tac ión; un centinela pirata, cuchi l lo en mano, montaba guardia a mi respecto, mientras un jurado de bucaneros discut ía acerca de mi suerte, a corta d is tancia.

El cónclave se pro longó toda una hora sin l legar a n in­guna conc lus ión. Finalmente, después de una gri tería poco común, el patrón, don Rafael, salió apresuradamente del ran­cho con un enorme pistolón, y l lamándome por mi nombre, me co locó detrás suyo con una act i tud fuerte y resuelta. Luego, enfrentando a los dos bandos con terr ibles impreca­ciones, juró vengarse si el los persistían en reclamar la muer­te de "su sobr ino" .

A la mención de la palabra " sob r i no " todos quedaron per­plejos, con una mirada de sorpresa en la cara, y aprox imán­dose a ese hombre exci tado con muestras de cur ios idad, acordaron respetar al recién hal lado pariente, aun cuando insist ieron en que yo debía jurar que no revelaría lo acon­tecido y de io que fuera test igo tan en contra de mis deseos. Di cumpl imiento a esa condic ión sin vacilar, y estreché las manos de todos los allí presentes a excepc ión de mi cent i ­nela, de quien tendré ocasión de hablar más adelante.

Es asombrosa la reversión, no sólo de maneras, sino tam­bién de sent imientos que se produce súbi tamente entre la clase de hombres como los que acababan de dec id i r mi suer­te. Diez minutos antes estaban ansiosos de mi sangre, no por maldad personal, sino por no tolerar nada que les obstruyera su paso en la vida o les trabara cualquier esperanza perso­nal o manera de existencia. Ahora, todos esos descastados se entregaron a la busca de cosas para cubr i r mi desnudez y hacerme la vida más agradable. Tan pronto como me vi con ropas, se anunció la úl t ima comida del día y casi me fue conced ido el lugar de honor en la mesa, abundantemente cubierta de pescado fresco, sardinas, aceitunas, jamón, que­so y mucho vino clarete.

La conversación, naturalmente, giró acerca de mí, y se hic ieron algunos chistes cr iminales a costa de don Rafael, a ludiendo al pariente que apareciera como un hongo en medio de ese di luvio de sangre.

—Cabal leros — l e s interrumpió el a ludido con voz apasio­nada—; ustedes parecen incl inados a dudar de mi palabra. ;.Quizá no están dispuestos a seguir teniéndome por jefe? Durante meses compart imos el mismo pan; hemos corr ido juntos los mismos pel igros y repart ido debidamente los des­pojos. ¿Y ahora se me va a acusar de mentira? ¡Oh! —exc la ­mó, ooniéndose de pie y dando grandes pasos acompaña­dos de gestos v io lentos—, ¿quién es el que se atreve a dudar

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de mi pa labra y a imputarme aJgo tan bajo como una men­t i ra? ¿Están borrachos? ¿Pudo este vino en loquecer les?— y al dec i r esto cogió una botella y la arrojó al suelo con gran cólera.

Esto suena como algo muy melodramát ico; empero, mi exper iencia me enseña que es precisamente un tono c rudo y descarnado de cólera, adoptado en el momento preciso, el que resulta de más éxito entre rufianes como los que rodeaban a mi salvador. Sus palabras fueron pronunciadas con tan verdadera vehemencia y decis ión, que nadie pu­do poner en duda su s incer idad o suponer que simulaba. Pero, tan pronto como se cal ló, el jefe del otro grupo, que ha­bía estado fumando muy despreocupadamente y subrayando con bocanadas de humo del cigarro cada una de sus frases, se adelantó hacia mi nuevo tío, y poniéndole su mano en el brazo, d i jo :

— A m i g o , usted toma una broma muy a lo serio. Nadie aquí desea hacer daño ai muchacho o dudar de usted. Siga mi consejo, cálmese, encienda un cigarr i l lo, eche un trago de clarete y olvidemos el tema.

— | N o , cabal leros! —exc lamó don Rafael—|, no voy a en ­cender un c igarr i l lo , ni beberé clarete, ni me calmaré, ni aceptaré expl icac iones por ese insulto, sino ^ u e los voy a condenar a todos a exper imentar el castigo merec ido al pro­barles la verdad de lo que he dicho sobre este muchacho. Un hombre que provoca dudas nada tiene que i i acer al fren­te de gentes como ustedes. Retírate de aquí, Teodoro —siguió él, ind icándome la puerta revestida de lona— hasta que yo convenza a estas gentes que soy tu tío.

Tan pronto como me encontró fuera de allí, supe luego, Rafael d io a conocer mi nombre, lugar de nacimiento y pa ­rentesco con él, insist iendo en que otro de los "pa t rones" que estaban allí, Mesclet, que hablaba italiano, le siguiera y me interrogara para comprobar la exact i tud de lo que él había d icho.

Mesclet realizó esa función de manera amable, iniciando el interrogator io al preguntarme los nombres de mi padre y de mi madre, para luego inquir i r cuántos tíos y tías tenía yo del lado materno. Mis respuestas parecieron satisfactorias.

—¿Uno de sus tíos era of icial de a bordo? —inqu i r ió Mes­c le t—. ¿Y dónde está ahora?

El único tío marino que yo tuve, expresé, hacía mucho que estaba alejado de la famil ia. Pero le había visto una vez en toda mi vida, y fue cuando se hallaba en viaje hacia Mar­sella, en 1815, para embarcarse hacia las colonias españolas. Desde entonces no había vuel to a tener noticia alguna del desaparec ido.

El informe de Mesclet parec ió satisfacer completamente a los burlones, y el misterioso drama me colocó de inmediato en posic ión que yo no hubiera podido alcanzar ni con los más desesperados servic ios en favor de los f i l ibusteros. Un golpe fuerte en la mesa dio por terminada la noche y cada uno extendió su manta o frazada debajo de un mosquitero

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mientras los perros de presa eran encadenados en la puerta con la doble func ión de centinelas y guardianes de nues­tros cuerpos.

Yo me eché al suelo agradecido, pero no podía hallar re­poso. Apenado y cansado como estaba, no lograba aquietar mi mente para poder dormir . La act i tud de Rafael me sor­prendía. No podía yo ident i f icar le en sus apar iencias con el tío que mucho antes part iera hacia Sud Amér ica. Mil ideas asaltaron mi mente, y en medio de ellas, caí en el sueño. Empero, mi alejamiento de las cosas fue breve y sobresal­tado. Me latía violentamente el pulso, pero en mi p ie l no se notaba indic io de f iebre. La tragedia de la embarcación volvió a aparecer ante mí. Los espectros de la mujer y de los hom­bres asesinados, anegados en sangre, estaban a mi lado, mientras un coro de demonios v ist iendo como marinos gr i ­taban que yo había sido la causa de su exterminio. Luego la desdichada mujer se colgaba de mi cuel lo y despid iendo sangre por ias cuencas vaciadas de sus ojos me imploraba que la salvara. Revolviéndome todavía aterrado, desperté de la horr ible pesadil la. Tales fueron los sueños que me persi­guieron en mi almohada casi todo el t iempo que me vi ob l i ­gado a permanecer con esos foraj idos.

Agradecí a Dios que la noche de los t rópicos sea tan corta. ¡El pr imer rayo de luz me encont ró de pie, y tan pronto como pude encontrar un compañero para imponerse a los perros, corrí hacia el mar para refrescarme con un baño en las glor iosas aguas marinas. Me encontraba en una mezquina franja arenosa cuya superf ic ie apenas estaba cubierta de algo que merece l lamarse suelo. Empero» tan fecunda t ierra de lluvias y sol parece requerir el más leve esfuerzo para que aparezca la vegetación. En algunos puntos, a lo largo de la árida franja, se encontraban los más hermosos macizos de árboles con abundantes hierbas debajo, acompañado todo por enredaderas de anchas hojas. En esos cl imas, el resplan­dor del mediodía const i tuye un momento de languidez opre­siva; pero la mañana y el anochecer, con el alba y el c re­púsculo, ia prolongación de las sombras y la decl inac ión del sol , son manantiales de belleza que frecuentemente entusias­maron a temperamentos menos arrebatados que el mío. El baño, la brisa, la renovación de la naturaleza, despertaron y restauraron en cierto modo mis deshechos nervios, de modo que cuando estuve de regreso en el rancho, me encontraba pronto para cualquier t rabajo que se quisiera imponerme. Ambas bandas part ieron en sus botes con sierras y hachas, después de aclarar el día, pero Rafael dejó órdenes a mi brutal centinela para que yo le ayudara a preparar nuestro desayuno, que debería estar pronto para las once horas.

Nunca supe el verdadero patronímico de ese indiv iduo, un español conoc ido por todos con el apodo de "ga l l ego" . Este era de buena f igura, s imétr ica y fuerte, siendo a la vez l igero y activo. Pero su cara y cabeza eran lo más repulsivo que jamás encontré. El indiv iduo no era absolutamente horr ib le sólo en lo que tocaba a sus facciones. Había en sus meji l las

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runas manchas tan extrañamente sanguinolentas, una mirada tan en acecho en sus ojos, algo tan desagradable en todo él, tanto malhumor en su manera de hablar, y tal sensual idad en sus labios, que sentí miedo al saber que iba a ser mi compañero de todos los días. Sus ropas y su piel denotaban descuido en sus costumbres, mientras su voz ruda y rezon­gona revelaba un alma amargada que mantenía en movi­miento el mecanismo del bruto.

Noté que ya había sido encendido un fuego debajo de algunos árboles extremadamente bajos y que una pava hu­meaba sobre el combust ib le. El "ga l l ego" me hizo una señal de cabeza para que le siguiera hasta un macizo de árboles, a cierta d istancia del rancho, donde, bajo la protección de un gran toldo, d imos con la despensa de los fil ibusteros, ampl iamente provista de mantequil la, cebol las, especias, pes­cado salado, panceta, grasa de cerdo, arroz, café, vinos y todo lo ex ig ido para una v ida regalada. En los rincones, des­parramados despreocupadamente por el suelo, vi anteojos de largavista, compases de navegación, cartas marinas, l ibros y una cant idad de cosas recogidas del interior de los cama­rotes de una nave. Obtuvimos una cant idad suficiente de agua para cocinar y beber, de los pozos abiertos en la arena, y nos dimos maña para enfr iar el líquido guardándolo en recipientes de barro poroso que colgamos, conocidos en todas las Indias Occidentales con el nombre de "monos" . Las den­sas espesuras de árboles nos proporcionaban abundante com­bust ible y no carecíamos de hortalizas, pues la banda cu l ­t ivaba pimientos, tomates y otros vegetales.

Era asombrosa la manera con que esos vagabundos sabían disponer de una buena mesa, y cuan admirablemente podían pasar ratos de alegría. El paladar satisfecho consti tuía uno de los grandes objetivos de su vida animal, siendo prepa­rados generalmente los al imentos por un camarada que hu­biera podido hacer buen papel en un restaurante de segunda ciase. El desayuno que servimos, de bacalao guisado en clarete, nevado arroz granulado, tomates del ic iosos y Jamón fr i to era i r reprochable. Se había bebido café al aclarar el día, por lo que mis compañeros se conformaron con grandes cant idades de clarete, terminando la mañana con aguardiente y c igarros.

A las dos de la tarde se dio término al desayuno y la mayo­ría de los regalados bandidos se retiraron para nacer la siesta durante las horas de mayor calor. Unos pocos de los más rudos recogieron los mosquetes y se marcharon hacia ia p laya para efectuar, d isparos contra gaviotas y t iburones. El "ga l l ego" y yo mismo fu imos despachados hacía la gruta que nos servía de cocina para limpiar los utensilios. Final­mente, como yo era el más joven ds todos, se me enco­mendó ia tarea d e al imentar a los perros de presa.

Tan pronto como di término a estas faenas me dispuse a seguir el e jemplo de los demás y nacer la siesta, cuando me encont ré a don Rafael sal iendo del rancho; éste, hacién­dome un gesto de cabeza y sin decir palabra, me indicó que

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le siguiera hacia el interior de la isla. Cuando l legamos a un lugar solitario, a doscientas o trescientas yardas del rancho, Rafael me hizo aproximar a su lado bajo la sombra de un árbol, d ic iéndome amablemente que me suponía sorprendido, por lo menos, debido a los acontecimientos de los últ imos cuatro días.

— B i e n —con t i nuó—, le he hecho venir hasta aquí para expl icar le parte del misterio, y especialmente, para hacerle comprender por qué me hice pasar anoche por tío suyo, con el objeto de salvar su vida. Estaba obl igado a hacer esto, y ¡voto a Dios! que hubiera peleado con la j u n t a . . . , todos unos perros de p r e s a . . . , ¡antes de permit i r que le hubie­ran rozado la piel !

Don Rafael me aclaró que tan pronto vio mi rostro a bordo de ia embarcac ión, en la mañana de nuestro desastre, reco­noció en mí las facciones de un viejo compañero de armas. El parecido le hizo dir ig irse a mí en part icular como lo hic iera en la noche del acto de piratería, act i tud que tuvo por c o n ­secuencia conf i rmar lo en sus suposic iones.

Si yo estuviera relatando la vida de don Rafael en lugar de la mía, podría hacer una interesante e instruct iva narra­ción que demostraría cómo él sostuvo que los poderosos factores dominantes de los descastados — l a s c i rcunstan­c ias— habían hecho de él, que fuera un respetable soldado de la aventura, un verdadero bucanero. Af i rmó que mi tío había sido su compañero de escuela y camarada de luchas en el Viejo Mundo. Cuando las guerras por la independencia de los países de Sud Amér ica demandaban ayuda para con ­f i rmar su suerte, don Rafael y mi tío prestaron sus espadas a los revolucionarios de México, por lo que fueron recom­pensados con la denominac ión de "pa t r io tas " que general ­mente se otorga por esos sacr i f ic ios. Las repúbl icas r o n proverbiaimente desagradecidas, y México, ¡oh!, era una repúbl ica.

Después de muchos contrastes de fortuna, sucedió que mi pobre tío pereció en un duelo en el cual don Rafael tuvo la parte obl igada de ' 'padr ino" . Mi par iente fal leció por c ier to como " u n hombre de honor" , y poco después, don Rafael mismo cayó víct ima de las "c i rcuns tanc ias" , que, a la postre, le permit ieron asesinar a mis compañeros de navegación y salvar mi vida.

Me parece que descubrí a lgunos espasmos de conciencia en él durante nuestra conversación, lo que probaba que en el fondo de su corazón endurec ido se hal laban algunos res­tos de hombría capaces de hacerle enrojecer la cara de ver­güenza por lo que en ese momento nos rodeaba. Asimismo, al revelar su historia, d io escape a algunos estal l idos de pa­decimientos ínt imos que me convencieron de que si don Rafael se hubiera encont rado en París, hubiera sido uno de los burgueses más respetables, mientras en la actual idad existían muchos c iudadanos est imables en París, que hubie­ran hecho entrega de sus establecimientos al ob jeto de pasar

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a ser don Rafael en Cuba. Así es la v i d a . . . ¡y las circuns­tancias!

Pasó buena parte de la tarde con nuestra charla. Concluyó con la advertencia, el consejo de un amigo, que fuera cauto en mi conducta, consolándome con la indicación de que él no creía que fuera necesario que me quedara mucho t iempo en la isla.

— V e usted — m e dec la ró— que yo no carezco de fuerza en la mirada, voz e inf luencia personal sobre estos rufianes. Sin embargo, no sé si s iempre puedo ser útil o salvar a un amigo, por lo cual su suerte depende en mucho de la cir­cunspecc ión que demuestre. Los hombres en nuestra situa­c ión somos unos descastados. Nuestras manos no solamente están prontas contra todos, y las de todos en contra de nos­otros, sino que ni s iquiera sabemos en qué minuto vamos a estar todos contra cada uno. El hábito del dominio de sí mismo puede hacer mucho en favor de un jefe entre estos hombres, pero un hombre así nunca debe f laquear ni enga­ñar. No permita que ninguno de sus actos perturbe mis planes. No permita que el los duden alguna vez de nuestra con­sanguin idad. Llámeme " t í o " y en mis labios usted será s iempre "Teodoro " . No haga preguntas; debe ser atento, ale­gre, servicial en torno del rancho; nunca dé confianza o establezca amistad con nadie de la banda; acalle sus senti­mientos y oculte sus lágrimas si alguna vez asoman a sus ojos: hable lo menos posible, evite dejar ver al suave francés que lleva adentro, manténgase alejado de nuestras cosas y absténgase por entero del vino. Le aconsejo que sea espe­cialmente cuidadoso con "e l gal lego", el cocinero. El es nuestro hombre para las cosas sucias; un cobarde desver­gonzado, si bien vengativo como un gato. Y si alguna vez t iene un choque con él, golpee primero y b ien; ói no interesa a nadie aquí, y hasta su misma muerte no produciría sensa­c ión. Tome este cuchi l lo, es afi lado y merece confianza; tén­galo cerca de usted noche y día, y si es en defensa propia, no vaci ie en hacer buen uso de él. Dentro de pocos días quizá le diga más cosas. Hasta e n t o n c e s . . . ¡"corragio, f i -gl io, é add io " !

Regresamos al rancho por di ferentes caminos.

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Capitulo IV

La vida de los hombres al margen de la soc iedad, sobre una desolada saliente de arena cuyos únicos visitantes son los cangrejos y las gaviotas marinas, es algo terr ib le y abu­rr ido. El verdadero pirata, debidamente equipado para el saqueo desesperado, que marcha sobre una veloz embarca­c ión y es empu jado por las velas de lona, encuentra, es cierto, una existencia de pel igros. Empero, hay algo de en tu­siasta y de románt ico en esta carrera mareante de incesantes riesgos: s iempre está a la vela y s iempre ante algo nuevo. Hay algo en este género de existencia que huele a la vida guerrera autént ica y ella parece más respetable que la del asaltante de caminos que se lanza con su arma sobre las espaldas del transeúnte indefenso. Pero el pirata saqueador de naufragios acomete a su víc t ima en s i tuación desventa­josa para ésta. El no es un saqueador l ibre' del mar. Soslaya a un adversario de condic iones y golpea al invál ido. Como el t iburón y el águi la, se regodea más con ios cadáveres que con los seres vivientes.

Las gentes que la mala suerte puso a mi lado eran pre­cisamente de este carácter, y conf ieso gustoso que en ningún momento me sentí tentado a unir mi dest ino al de la tr iste banda. Confiaba, es cierto, en la promesa de Rafael de l ibe­rarme; empero, no abandoné nunca la esperanza de escapar por mi propia iniciat iva y esfuerzo.

En tanto, me sentía grandemente cansado de mis desde­ñables tareas como subalterno del "ga l l ego" . Un día, encon­trando ante mí un ca jón con herramientas de carpintero entre las cosas arrumbadas, me entretuve haciendo una rueda de t imón para uno de nuestros botes, y lo logré tan bien que, cuando mis compañeros regresaron para gustar el desayuno después de su " p e s c a " de todos los días, mi capac idad de artesano fue elogiada en tal grado, que Rafael sacó ventaja para mí de este entusiasmo general, a le jándome del coc i ­nero. Fui elevado a la jefatura de nuestra "d i recc ión nava l " en cal idad de constructor mayor de embarcaciones. Igual­mente se reconoció por todos que yo era más capaz mane­jando las herramientas en los botes averiados que en la confecc ión de guisos.

Pasaron pocos días, durante los cuales supe que nuestra desdichada embarcación estaba siendo gradualmente vacia­da y destruida. Esa era la habitual ocupac ión matinal de toda la banda hasta el término de la empresa. Cuando terminó la tarea, don Rafael me di jo que estaba a punto de partir rápidamente con todos los demás hacia t ierra f i rme de Cuba, de manera que durante su ausencia, el islote y sus propiedades debían quedar bajo la custodia del "ga l lego" , yo y los perros de presa. Recomendó especia l ­mente al cocinero que no se embriagara, debiendo dar cuen-

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ta, luego de c inco días que duraría su ausencia, de la conducta observada en ese t iempo.

Pero tan pronto como el patrón estuvo lejos, ese canalla haragán descuidó sus deberes, deambuló durante todas las horas entre los arbustos y se negó hasta a darme al imen­tos para mí y los perros. Por cierto que en el acto velé por mi bienestar y el de ios perros; pero, al anochecer, el agr iado gal lego l legó a la casa preparando su propia cena y bebiendo hasta quedar completamente beodo, después de lo cual se retiró sin deci r palabra.

Yo estaba satisfecho de que él hubiera cedido a las ten­taciones del alcohol, en la esperanza de que por ello se tornaría incapaz de hacer daño durante mis guardias noc­turnas, si el cansancio me hacía dormirme. Era un malvado de la peor especie, y su si lencio y mala voluntad parecían tan ominosos al quedar yo solo, que decidí, si ello era posible, mantenerme despierto, sin confiar en la suerte o en el a lcohol . La tragedia de mi embarcación y la ansiedad embargaban permanentemente mi ánimo, de manera que no cerré los ojos durante esa terr ible vigil ia. A eso de me­dianoche, el gallego se aproximó sigi losamente hasta mi lecho y deteniéndose por un instante para tener la seguri­dad de que yo me encontraba profundamente entregado al sueño, cosa que simulé admirablemente, se volvió de pun­t i l las hacia la puerta y desapareció con un gran bulto en las manos. No regresó hasta el día siguiente al aclarar, y en la noche siguiente repitió exactamente el mismo acto.

El extraño misterio en que andaba envuelto este individuo no solamente me alarmó, sino que aumentó mi nerviosidad pues, en mi islote desolado, sin un compañero fuera de esa descastado, uno prefería oír hasta la voz de ese sujeto maldi to que seguir bajo la condena del si lencio en tan inhu­mana soledad. Durante el día se mantenía enteramente ale­jado —genera lmente pescando en el mar— dándome t iempo para una larga siesta entre una espesura de árboles cerca de la playa, a la que l legaba por un retorcido camino que el "ga l l ego" no podría descubr i r sin ayuda de los perros de presa. A la cuarta noche, cuando el pirata abandonó nues­tra choza para su excursión acostumbrada, decidí seguirle. Tomando una pisto la recientemente l impiada, marché tras de sus pisadas a segura distancia hasta verle penetrar a través de una espesura de enredaderas, en la cual se internó. Señalé el punto y volví a la choza. A la mañana siguiente, después del café, el "ga l l ego" part ió en canoa para pescar. Le observé con ansiedad desde la playa hasta que ancló a unas dos mil las del arrecife, y luego, l lamando a los perros a mi lado, volví a recorrer el trayecto hacia la espesura de enredaderas. Los perros de presa fueron de gran uti l i ­dad, pues, habiéndolos situado sobre la pista, en el acto siguieron el camino del malhumorado individuo.

Después de alguna dif icultad para salvar el suelo cubierto de malezas, penetFé en una larga extensión de desnudo suelo arenoso, quebrado por algunos amontonamientos de

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piedras que parecían cubr i r tumbas. Uno de los montones tenía la forma de una cruz y era, probablemente, el sepul­cro de un saqueador. Me detuve un rato y pensé si debía seguir adelante en mis exploraciones. Al penetrar en este árido cementer io observé a un número de cangrejos ale­jándose, pero, después de un momento, cuando me senté en un r incón y me mantuve completamente quieto, noté que ese "e jé rc i to " regresaba al lugar y se introducía en todos esos amontonamientos de piedras, menos en uno. Esto me chocó singularmente, pues cuando los hombres se en­cuentran tan desesperadamente a solas como lo estaba yo, se convierten en minuciosos observadores y logran cons i ­derable sat isfacción examinando las más s imples banal ida­des. Debido a esto, yo me aventuré a aprox imarme al amon­tonamiento abandonado y en el acto descubrí que a su lado las arenas habían sido recientemente al isadas. ¡Estaba so­bre la pista del "ga l l ego " ! Temeroso de ser descubierto, trepé a un árbol, y ocul tándome detrás del fol laje, observé en d i rección del mar hasta que avisté al coc inero en su tarea, más allá del arrecife. Mi mosquete y pistola volvieron a ser examinados y fueroR encontrados en condic iones de­bidas. Con estas precauciones comencé a remover las pie­dras, teniendo el cuidado de f i jarme atentamente en la si­tuación en que se hal laban antes de hacerlo para volver a colocar las exactamente en su anterior lugar, y a los diez minutos de labor en la excavación me encontré ante dos barr i les, uno de los cuales estaba lleno de bultos de sedas, piezas de hi lo y pañuelos, mientras que en el otro se ha­l laban un cronómetro, varias piezas de val iosos encajes y una Bibl ia magníf icamente encuadernada y llena de ador­nos, de canto dorado. Un bulto, hecho con un pañuelo de Madras, l lamó part icularmente mi atención, pues me pareció reconocer lo. En su interior hallé numerosas chucherías per­tenecientes a la que fuera esposa de mi capitán holandés, viendo también un gran alfi ler para los cabel los con incrus­taciones de diamantes que recordé que ella lució en el úl t imo día de su existencia. ¿Lo había arrancado ese indiv iduo de sus cabel los, como se sació en su sangre durante esa terr ible noche? La dolorosa revelación apareció repent ina­mente ante mí con terr ible fuerza. Temblé y me sentí en­fermo. Empero, no me quedaba t iempo para entregarme a mis sentimientos. Volv iendo a colocar todo en el lugar en que se hal laba, con la mayor precis ión, y al isando la arena una vez más con ayuda de mi camisa de franela, regresé al rancho, donde me entregué a una explosión de ánimo muy natural en un muchacho que ya no puede contenerse por más t iempo. Entonces las lágrimas no eran cosa extraña para mí, como, ¡gracias a Dios!, no lo son tampoco ahora.

Justo antes de la puesta del sol, los persistentes ladr idos de nuestros perros de presa anunciaron la aprox imación de personas extrañas, y muy poco después, cuatro botes l le­garon hasta muy cerca. Los dos pr incipales pertenecían a don Rafael y su t r ipu lac ión, mientras que los otros estaban

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l lenos de extraños para mí, que parecían más bien gentes de t ierra que marinos.

La del ic iosa cena de esa noche fue magnificada por una gran cant idad de carne vacuna, de cerdo y aves de corra l , t raído todo desde t ierra f i rme. Me quedé al lado de la mesa en tanto los comensales se mantenían discretamente sobrios, sabiendo que esos extraños no eran sino especula­dores de Cárdenas que acompañaron a don Rafael en ca­rácter de "pescadores" con el f in de adquir ir la carga saqueada en mi embarcación.

Durante su visita a Cuba, don Rafael tuvo noticia de que las autor idades cubanas estaban a punto de despachar un inspector hacia las islas frente a sus costas, teniendo por el lo la precaución de muñirse a t iempo de una " l icencia de pesca" común. Todos los ocupantes del rancho fueron en el acto mandados a trabajar, para dar a la casa la apariencia de un alojamiento de gentes dedicadas a esas tareas, y a los pocos días la lona que nos servía de techo fue reem­plazada por un cúmulo de ramas, a la vez que todo objeto o implemento sospechoso fue ocul tado en la espesura, cerca de un retorcido riacho. En real idad, nuestra apariencia pes­cadora no podía dar lugar a dudas. Por el aspecto y ocu­pación parecíamos tan inocentes y rústicos como los asis­tentes a una f iesta campestre al aire l ibre, gentes deseosas de fresca brisa y baños de agua salada. Ni fue menos real nuestra t ransformación con respecto a las tareas de todos los días. En verdad, nos convert imos en los pescadores más afanosos, de modo que teníamos apilados mil ejempla­res de la mejor especie secándose al sol cuando nuestros perros anunciaron con sus ladridos ei arr ibo de los espe­rados funcionarios.

Se hallaba servido el desayuno sobre la mesa cuando el los desembarcaron, pero era la al imentación "banyan" de hombres humildes, cuyas redes se encontraban llenas de los productos del mar. El inspector fue agasajado con una modesta comida hecha con pescados. Rafael se lamentó de los t iempos duros en aquel los días y de la pobreza. Cier­tamente, la comedia de la humi ldad fue representada a la perfección y, f inalmente, el funcionar io suscribió nuestra l i ­cencia con un cert i f icado de buena conducta, embolsando una moderada grat i f icación.

Pasaron seis largas, cál idas y endemoniadas semanas so­bre mi cabeza antes de que ningún hecho notable nos al i­viara de la monotonía de esa vida. Durante todo ese período, nuestra aventura pesquera fue f irmemente mantenida, cuando mister iosamente l legó la información de que una nave f ran­cesa r icamente cargada había encal lado en Cayo Verde, un islote a unas cuarenta mil las al este de Cruz del Padre. Esa tarde, los dos grandes botes nuestros se l lenaron de hombres armados, y cuando part ieron, con todos los saquea­dores a su bordo, yo quedé solo con los perros para velar por nuestros bienes.

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El pensamiento y la esperanza de huir l lenó mi pecho cuando vi los esquifes reducirse a un punto y luego perderse más allá del horizonte. El mar estaba perfectamente ca lmo y yo era diestro en el manejo de los remos. Esa misma noche yo había botado nuestra canoa — l a única embarca­ción que quedaba en nuestro a t racadero—, y co locándole las velas, retorné al rancho por ropas. Como estaba obscuro, encendí una vela, y echando una mirada al cajón de ropas, debajo de ia cama, encontré escri to recientemente con tiza, las palabras siguientes:

^¡Paciencia! ¡Espera!" Esto me hizo detener en mis preparativos. ¿Era una ad­

vertencia — c o m o seguramente era su le t ra— de Rafael? ¿Me había dejado del iberada y honradamente a solas para que no asistiera a la escena de sangre? ¿Había adiv inado mi intención de huir y trataba de salvarme del doble riesgo para l legar a t ierra f i rme, preocupándose de mi comodidad futura? No podía dudar de que eso era obra de mi amigo. Y fuera superst ic ión o prudencia, no puedo decir lo, resolví abandonar el plan sin vacilar. En lugar de intentar el c ruce desde allí a Cuba, me acomodé en el lecho y dormí tan plácidamente en mi soledad absoluta como nunca lo hic iera desde que estaba en el lugar.

Al mediodía siguiente, descubrí una pequeña embarcac ión navegando en el arrecife con todo el dominio de un' cono­cedor del canal. Rápidamente desembarcaron dos personas con provisiones de t ierra f i rme, declarando que durante su últ ima visita a Cuba don Rafael los compromet ió a l levarme a La Habana. Esto, empero, debía realizarse con ext remada cautela, dado que los otros hombres no accederían a mi alejamiento sin antes comprometer yo mi vida con la de el los en algún acto de máximo del i to. Los dos hombres se negaban a l levarme sin el consent imiento de mi guar­dián. Y en verdad ya estaba tan convencido de que era su intención l iberarme de la mejor y más rápida manera, que me hice a la idea de aguardar donde estaba hasta su regreso.

Durante tres días más permanecí condenado a la soledad. Al cuarto día regresaron los botes con la embarcac ión de los que habían l legado antes, y comprendí rápidamente que había tenido lugar un serio encuentro. Esta embarcac ión apareció pesadamente cargada. Al día siguiente fue condu ­cida a través de los ver icuetos del r iacho escondidos por los árboles y el botín fue desembarcado y ocul tado. Mien­tras el grupo marchó a completar su part ic ipación en la empresa, el francés, que fuera herido en la cabeza y que­dara rezagado, aprovechó el momento para i lustrarme acerca de lo acontecido. Cuando ios saqueadores l legaron a Cayo Verde, se encontraron con que la nave francesa ya se en­contraba en posesión de los "pescadores " de esa zona. Ant ic ipados en su vi tuperable tarea, no estaban en ánimo sociable con el grupo más afortunado. Una reyerta fue el

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resultado natural de esto, sal iendo a relucir en el acto los cuchi l los que fueron l ibremente usados; Mesclet mismo fue salvado por Rafael pistola en manos tras de recibir un v io len­to golpe en la cabeza cuyas consecuencias ahora padecía. Habiendo asegurado la retirada para sus botes, comenzaban ya a pensar en un rápido alejamiento, cuando avistaron a ia embarcac ión amiga. Tan afortunado refuerzo hizo reno­var las esperanzas de nuestra banda. Se concertó en el acto un plan unif icado de acción. La nave francesa fue nueva­mente abordada y dominada. Dos de la banda contraria fueron asesinados, y, f inalmente, un rico resto de la carga del buque fue saqueado, si bien la mayor parte de los obje­tos de valor, sin duda, había sido llevada previamente por la banda de saqueadores que llegó primero.

—¡Grac ias a Dios —agregó el narrador— que ahora tene­mos el bote y la ayuda de Bachicha, quien es tan bravo como Rafael! Con su "c l i ppe r " de Balt imore podremos lle­var las cosas nuestras en mayor escala que hasta ahora.

En real idad, el " c l i pper " trajo un amplio depósito de munic iones bajo el candoroso nombre de "prov is iones" , mien­tras l levaba en el fondo del mismo un largo cañón de seis, pronto a disparar contra una nave al minuto de recibir la ind icación para el lo.

Pero el pobre Mesclet no vivió lo bastante para gozar de ios frutos de la piratería mayor que tenía intención de desarrol lar de manera más elegante, junto con Bachicha. El " r o u é " no podía abstenerse de sus bebidas favoritas de la bel la Francia. Sus heridas pronto se impusieron contra éJ, y al mes, quien en sus años más juveniles l lamara la aten­c ión en las tabernas de su país, ahora reposaba entre las tumbas de arena de la saliente, frente a Cuba.

— ¡ O h ! —gruñó el "ga l lego" , al regresar del ent ier ro—; hay uno menos para compart i r las ganancias, y lo que es mejor ahora habrá más clarete y aguardiente, ya que esa esponja está bajo la arena.

A los pocos días los botes fueron cargados de pesca con el objeto de encubr i r el verdadero propósito de la visita de nuestro patrón a Cuba, que no era otro que el de enajenar él botín. Al partir, me repitió en privado la acariciada promesa de l iberación y me expresó que siguiera tratando de mantenerme en buenos términos con el "ga l lego" .

Se requería c ier to t iempo para reparar las redes, pues habían sido usadas bastante descuidadamente durante las recientes operaciones de pesca, y tres días después de mar­charse Rafael subí a la canoa con el "ga l lego" y dejé caer un ancla fuera del arrecife, tomando el desayuno antes de emprender la labor.

Apenas había dado comienzo la frugal comida, cuando, súbitamente, apareció un gran balandro detrás de uno de los codos del islote, enf i lando en d i rección nuestra. Como el agr iado español que nunca hablaba, yo me había habituado

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igualmente a permanecer si lencioso. Sin embargo, inespera­damente, echó una mirada escudr iñadora con sus ojos l lenos de arrugas y exclamó con desusada energía en é l :

— ¡ E s de un part icular co lombiano! Haríamos mejor en levantar el ancla y enderezar por el arrecife — c o n t i n u ó — , pues nuestro entretenimiento va a terminar mal.

—¡Bar í ! —le repuse—, no avanza hacia nosotros, y aun­que lo hiciera, yo no sería tan cobarde como para huir—. Por mi parte había oído hablar tanto de part iculares co lom­bianos y de servicios de patriotas, que más bien anhelaba ser capturado por el los a f in de probar mi suerte en una guerra honorable y glor iosa. El impulso fue repentino y nec io.

Sin embargo, el " ga l l ego " insistía en la retirada. Final­mente nos trabamos en una encoler izada d iscusión. El, que se encontraba en el medio de la embarcac ión, intentó cor tar la soga del ancla. En el momento que extraía el cuchi l lo para llevar a cabo su propósi to, yo levanté sin demora uno de los remos y de un solo golpe lo dejé tendido sin sentido sobre el fondo de la canoa. En ese instante, el buque se hal laba a la distancia de t i ro de pistola, y al pasar a nuestro lado con una brisa de tres nudos, el capi tán, que presenciara la escena, arrojó un gancho de hierro sobre nuestro bote y nos arrastró detrás de sí después de arran­carnos desde nuestro punto de anclaje.

Tan pronto como l legamos a aguas hondas se me ordenó que subiera a cubierta mientras el "ga l l ego" , aún sin sent i ­do, era cu idadosamente levantado y l levado a bordo de la otra embarcac ión. Referí la verdad acerca de nuestra d ispu­ta, guardando, empero, gran reserva sobre la otra verdad, consistente en que yo había procedido así por el deseo de "embarcarme'" en una nave de un part icular.

—Neces i to un piloto, para Key West —dec la ró rápidamen­te el amo de la nave— y no tengo t iempo para perder con sus estúpidas disputas. ¿Alguno de ustedes puede prestar ese servic io?

En ese momento el "ga l lego" , que se había recobrado algo de* su estado de insensibi l idad, señaló hacia mí y murmuró lánguidamente:

—Sí , y uno muy bueno. Confund ido por el sentido de la palabra "p i l o t o " , que en

español importa decir navegante y no práct ico de puerto, el capitán francés, que hablaba muy mal el id ioma de Casti­lla, entendió las cosas en su sent ido más estrecho.

—¡Bon! —expresó el a m o — ; co loquen al otro hombre en su bote y enderecen las velas de inmediato.

Protesté, reclamé, juré que nada sabía acerca de Key West y sus cercanías, pero todo fue en vano. Yo era un práct ico a despecho de mí mismo.

El malvado cocinero se regodeaba con los efectos de la broma, de la que yo era víct ima. Al hacerlo descender nue-

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vamente en el bote, se mofó de mi actitud y a los diez minutos era arrastrado hasta el comienzo del arrecife donde el canal la quedó en l ibertad para remar hasta el islote.

Cuando la nave se encontró nuevamente marchando a toda vela, recibí orden de tomar d i recc ión a Key West. En el acto informé al capi tán, cuyo apel l ido entendía que era Laminé, que se encontraba ante un error al traducir como pi loto hablando en español las palabras de "port guide", asegurándole que el "ga l l ego" se incl inó a decir eso empu­jado por el dob le deseo de desembarazarse de él y de mí, induciéndole a ese error. Reconocí que yo era piloto o navegante, si bien no un práct ico de puertos, por lo que me sentía obl igado a insistir en que sería una necia teme­ridad de mi parte asumir la conducc ión ,de un buque hacia un puerto del que nada sabía y que nunca visitara. En este punto intervino el pr imer of ic ia l :

—Cap i tán Laminé, él es un embustero y lo único que desea es obtener d inero por sus servicios. Déjelo por mi cuenta —añad ió el b ru to—; yo encontraré la manera de refrescarle la memojria acerca de Key West y que le aclarará ia vista ante el golfo como un pasaje hasta su choza de pirata sobre la arena. ¡A la rueda, señor, a la rueda!

¿Qué objeto tenía o qué podía ganarse resistiéndome en medio del abigarrado conjunto de hombres que me rodeaba en la cubierta del "Carabobo"? Era una embarcación de 200 toneladas y su tr ipulación de setenta y c inco hombres estaba integrada por desechos de todas las nacionalidades y colores, teniendo el encargo de las autoridades de Carta­gena de incendiar, hundir y destruir todos los bienes espa­ñoles que pudiera capturar. Laminé había nacido en la Isla de Francia, mientras que Lasquetti, el segundo de a bordo, era un mestizo de Pensacola. Este últ imo hablaba bastante bien francés y español, pero muy poco inglés, a la vez que ambos no sabían casi nada de navegación, confiando la tarea a un tercer of ic ial , en ese momento atacado de f iebre amari l la. Otro oficial se había ausentado tratando de dar con una presa de mar.

En esta forma debí asumir la dirección de una nave sin advertencia previa alguna, cosa que hice con el mejor ánimo posible, pidiendo los instrumentos y las cartas de navegación, con los que f i jé la ruta para llegar a puerto. Durante todo el día marchábamos del oeste al noroeste, pero, a la puesta del sol, habiendo navegado sin tropiezo alguno, ordené que el buque " fuera puesto" para la noche. El viento y la atmós­fera eran encantadoras, y, ciertamente, se formularon obje­ciones a mi orden. Pero como la parte más dif íci l de nues­tra navegación debía- hallarse en la noche, de seguir por mi ruta, persistí hasta lo últ imo en mi resolución y tuve bastante suerte como para salir con lo que deseaba.

— i No! — d i j o Lasquetti cuando la embarcación fue al­canzada por el viento y estuvo en condic iones para la noche—; esta manera de disponer las cosas no le dará

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descanso, si es que pensaba con eso esquivar el t rabajo echándose en la hamaca. Usted deberá quedar toda la noche en la cubierta para ver que no vayamos a dar en algún arrecife, aunque yo tenga que vigi lar le.

La obediencia era la orden del día para mí desde hacía largo t iempo, por lo que me paseé hasta medianoche cerca de la rueda, cuando, ya totalmente exhausto por la fatiga, me senté en un gran banco de metal y caí dormido casi en el acto.

No sé cuánto reposé allí; sólo sé que un t remendo golpe me dejó tendido sobre la cubierta, sangrando mi boca, la nariz y los oídos. Lasquett i se encontraba a mi lado, c iga­rro en mano, r iendo desmedidamente, blasfemando como un demonio y dando puntapiés en mis costi l las con sus botas para la l luvia. Me había descubier to dormido y había procedido a despertarme sin demora. Para lograr mejor lo que quería, había hecho estallar un cohete que encendió con el c igarro que fumaba.

La explosión despertó a toda la gente de a bordo e hizo aparecer al capi tán sobre ia cubierta. Manaba la sangre de mi cara, pero no lo hacía todo lo rápidamente como para dar escape a mi enfurecimiento. Tan pronto como recobré el domin io de mí mismo me apoderé del pr imer implemento pesado que pude coger y me abalancé sobre mi agresor, cuyo cráneo se salvó de golpe escondiéndose bajo la escaleri l la, que al segundo resonaba bajo mis des­cargas. Laminé era un hombre de alguna sensibi l idad, y, aun cuando egoísta, a igual que los de su clase, no pudo contener una inmediata repr imenda para Lasquett i , cosa que hizo ante los tr ipulantes con poco común sever idad.

A la tarde siguiente tuve la suerte, con ayuda de una buena carta marina y una especie de instinto de navegante, de anclar en el estrecho puerto de Key West. Cuando Lami­né descendió a t ierra ordenó que yo no abandonara el buque, a la vez que se establecían centinelas para impedir que se nos aproximaran botes. Apenas hubo descendido el capitán, cuando dos hombres se apoderaron de mí mien­tras miraba a t ierra con un largavista. En menos de lo que dura un relámpago fui conduc ido abajo y doblemente espo­sado. Y no hubiera probado un bocado de pan ni una gota de agua durante todo el t iempo de mi detenc ión si no hubie­ra sido secretamente al imentado por algunas buena* psrso-nas dei casti l lo de proa, que después de oscurecer l legaban a hurtadi l las hasta mí con los restos de las raciones. Esa fue la cobarde revancha de Lasquett i .

Al tercer día, Laminé regresó a bordo trayendo consigo a un práct ico estadounidense para las costas e ÍS'RS. ^LIÍ puesto en l ibertad tan pronto como se le vio venir, y cuando nos encontramos en el camino de otro crucero, se me dio la tarea de jefe de ruta, a lo que me negué de inmediato con profunda indignación hasta no recibir plenas sat isfaccio­nes del despreciable segundo. Pero este indiv iduo se esfor-

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zó por anonadarme asegurándole a Laminé que nunca soñó con mantenerme esposado hasta descubrirme en el acto mismo de huir del buque.

Durante una semana de crucero entre hechos indiferentes, con estos "patr io tas" , logré congraciarme con el amable corazón del piloto estadounidense que prestara oídos pacien­temente al relato de mis úl t imas aventuras, y mediante su inf luencia ante el capitán, mi suerte quedó mejorada a des­pecho de mi negativa a cumpl i r con mis tareas. Para enton­ces, el otro oficial se restableció lo suf ic iente como para reanudar sus funciones en la cubierta. Era un nativo de España y un arrojado marino. Pasó muchas horas a mi lado ref ir iendo sus aventuras o escuchando las mías, hasta que parecí ganar su simpatía y asegurarme su ayuda para aliviar mi s i tuación bajo tan terrible t iranía.

Finalmente, la ruta del buque fue f i jada hacia Cruz del Padre, siendo yo l lamado a la cabina. En el acto advertí un cambio notable a mi favor en las maneras de Laminé. Me invitó a sentarme, insistió en que aceptara un vaso de clarete, me interrogó sobre mi salud y dio término a tan armonioso comienzo diciendo que si suscribía un documen­to relevándole de toda responsabil idad por la detención com­pulsiva o malos tratos, me entregaría doscientos dólares por mis servicios de jándome nuevamente en la saliente.

Vi que su propósito, al pretender dejarme en el islote, era el de evitar que yo pudiera hacer llegar mis quejas ante un tr ibunal de un puerto neutral, por lo que decliné la proposic ión pidiendo en cambio ser puesto a bordo de cualquier buque que encontráramos, sin tener para nada en cuenta su nacional idad.

Por últ imo, descubrí que podría sufrir peores consecuen­cias si me negaba a aceptar esa recompensa y a suscribir el documento. En realidad, comencé a sentirme bastante sat isfecho de eso, ya que ello - constituía una huida de la embarcación part icular para volver a buscar nuevamente re­fugio entre los piratas. En esta forma, después de buenos tragos de clarete, y de gastar muchas palabras firmé el documento y embolsé el dinero.

Cuando los pr imeros reflejos de la luz del día siguiente l legaron del c ie lo, aparecieron a los ojos los arrecifes de Cruz del Padre. El oficial español me obsequió al partir yo con un juego de cartas marinas, un anteojo de larga vista, un cuadrante y un gran bulto de ropas, mientras que en el bolsi l lo interior de un chaleco de seda ocultó tres onzas de oro y un reloj de plata que deseaba que usara en su recuer­do, si es que alguna vez tenía la suerte de pisar las calles de La Habana. Varios de los marineros blancos me ofrecie­ron ropas útiles, y un marino negro que tenía a su cargo el bote en el que yo era conducido hasta la playa, me obl igó a aceptarle dos soberanos que él consideraba un pobre obsequio a un "compat r io ta" en desgracia. El prove­nía de Marblehead y afirmaba conocerme de Salem, donde yo estuve de muchacho.

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Al aproximarse el bote hacia el atracadero para llegar al rancho, oí a don Rafael ordenar con voz fuerte e imperiosa ai que me conducía que se volviera, pues de lo contrar io haría fuego. Encontrándome en la parte trasera del bote, or­dené al que remaba que se volviera, y hundiéndome en las aguas hasta la cintura, me esforzó por l legar a t ierra por mis propios medios gr i tando "¡ i . 'o, t ío ! " . Reconoció mi voz y mis gestos y se apresuró a correr a mi encuentro con los brazos abiertos. Entonces permit ió que se aproximara el bote en que había venido, desembarcando los obsequios que traía. Viendo eso, pensé que lo mejor sería que sol ic i tara a mi amigo de Marblehead que narrara, en " lengua f ranca" , toda la historia de mi captura y la conducta observada por el "ga l lego" . Hecho esto, el bote y su tr ipulante fueron despa­chados con grandes muestras de cortesía y algún Cháteau Margaux.

Después de una cena temprana yo me convertí en el héroe del día, p idiéndoseme que hiciera un relato de mis travesías al "serv ic io de los patr iotas" . Noté que alguno entre los oyentes me miraba interrogat ivamente con aire incrédulo, mientras que otros se divertían fumando y escupiendo desde­ñosamente cuando l legué a lo que consideraba la parte más emocionante de mi historia. Al concluir , deposité en manos de don Rafael el obsequio de los doscientos dólares, como el de los dos soberanos. Esta demostración de rec iprocidad pareció restablecer el buen ánimo de mis impacientes oyen­tes, de modo que cuando el patrón recorr ió el círculo que nos rodeaba y entregó a cada uno su parte de mis ganan­cias — n i siquiera olv idando al " g a l l e g o " — mi prest igio casi había sido rescatado entre los de la banda.

— E n cuanto a estas dos piezas de oro, estas cartas mar i ­nas, instrumentos y ropas, todo pertenece al muchacho — d e ­claró don Rafael—, y estoy seguro de que ninguno de ustedes es tan mezquino como para pretender que se repartan. El d inero es otra cosa. Eso es su ganancia, como el " ingreso de pesca" es nuestro; y él t iene derecho a una parte de lo que nosotros ganamos como nosotros tenemos derecho a te­ner parte de cuanto él gana. Sin embargo, amigos, esto no es todo. Mi sobrino, cabal leros, ha sido acusado por uno de este grupo, durante su ausencia, señalándolo no solamente como ladrón despreciable, sino también como traidor. Esta noche mi muchacho deberá verse con la acusación probada o relevado de la bajeza que se le imputó. Y más aún, les aviso ahora que si se prueba que es inocente, mañana lo pondré en l ibertad. Su regreso voluntar io es una garantía de su honradez y me pregunto si hay algún hombre intel i ­gente entre ustedes que no esté de acuerdo conmigo. Ade­lántate, "ga l lego" , y acusa nuevamente a este joven de la infamia que di j iste de él cuando estuvo alejado.

Pero ese maldi to malvado agachó la cabeza con ojos de perro acorralado, esforzándose en seguida por adoptar una act i tud desafiante. Sin embargo, se mantuvo absolutamente cal lado.

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—Adelan te , "ga l lego" — d i j o don Rafael, dando un punta­pié en el suelo y echando espuma por la boca—; adelante con tu acusación, hijo del diablo, y sostenía o te haré azotar el cuero sobre esos arrecifes hasta que se te vean las costi l las.

La amenaza devolvió la voz al "ga l lego" , quien solamente pudo decir que no tenía objeto repetir las acusaciones, dado que se prejuzgaba en el caso, temiendo todos a don Rafael y a su parásito en grado tal, que era imposible que sus palabras pudieran ser consideradas con just icia.

—S in embargo, señores, si no puedo hablar, puedo pelear. Si don Rafael está pronto a enfrentarme cuchi l lo en mano, b ien; todo lo que puedo decir por mí es que estoy pronto para medirme con él y su bastardo —dec laró el "gal lego".

Al instante, el cuchi l lo de Rafael estaba fuera del cinto y ambos hombres saltaron en una lucha a muerte que hubiera sido indudablemente cosa breve de no haberse interpuesto todos los presentes, impidiendo que eso prosiguiera. En la confusión del instante, el gallego salió corr iendo y desa­pareció.

La fuga del canalla causó alguna alarma en el campa­mento, dado que se temía que pudiera escapar de la isla y, haciendo una denuncia en Cuba ante los representantes del rey, tornar demasiado cál idas las aguas del lugar para los de la banda. Debido a esto, todas las canoas y botes fueron arrastrados esa noche desde la playa, a cargo de dobles guardias.

Cuando se restableció el orden dentro del rancho, supe que había sido acusado por el "ga l lego" de haberle derr i ­bado dentro del bote y de haber ascendido voluntariamente a una embarcación particular, regresando con gentes en botes del "Carabobo" para robar todas las cosas de valor que había en el rancho.

La primera acusación, reconocí, era cierta: la segunda había sido negada por el remero del "Carabobo" que me llevara de retorno al islote. Y en cuanto a ia tercera, insistí en que los del grupo encendieran antorchas y me acompa ñaran hasta el cementerio, donde, les di je, hallarían —como en verdad lo h i c i e ron— las cosas que ese vi l lano me impu­taba haber robado. En camino hasta allí, referí cómo había descubierto su infamia.

A la mañana siguiente nos div idimos en dos grupos, y l levando los perros con nosotros salimos a la búsqueda del "ga l l ego" . Fue rápidamente husmeado por los animales; es­taba entregado al sueño, con dos botellas vacías a su lado.

En el acto se formó un tr ibunal marcial para juzgarle, resolviéndose por unanimidad encadenarlo a un árbol donde quedaría sujeto hasta que los elementos de la naturaleza acabaran con su vida. Nuevamente el "ga l lego" mostraba su aire cal lado y pasivo. Imploré que la sentencia en su contra fuera suavizada, pero se rieron de mi piedad infanti l, orde­nándoseme que retornara al rancho. Ejecutada la resolución de encadenarlo, el descastado fue abandonado a su suerte

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horrible. Uno de los hombres, movido de compasión, llevó secretamente una botella de ginebra al condenado para que su fin en este mundo le fuera menos duro. Pero su muerte fue rápida. A la mañana siguiente los guardias le hal laron sin vida con seis botel las vacías a su lado. No se concedió a su cuerpo los honores de la sepultura. Se le dejó pegado con sus cadenas al árbol , descomponiéndose y pudr iéndose su cadáver al sol, devorado por los gusanos.

Capítulo V

Cuando las terr ibles escenas hubieron pasado, don Rafael me llevó aparte y me dio la agradable noticia de que ya había arr ibado el momento de mi l iberación. Me entregó ciento veint ic inco dólares, que eran mi parte en las honestas ganancias por concepto de pesca.

—Toma el d inero — m e d i jo con expres ión comp lac ida—; en esto no hay nada de sangre.

Mis preparat ivos para la part ida quedaron rápidamente hechos, pues Bachicha se hal laba en el atracadero con su embarcac ión, pronto para l levarme a t ierra f i rme. Di un apresurado adiós a la banda, y quizá nadie abandonó a com­pañeros de tantos meses de convivencia con tan poca pena. El interés de Rafael por mi persona me conmovía. Había hecho todo lo que estaba en su poder para imponer respeto hacia mí, y yo estaba muy dispuesto a considerar de buen modo las palabras que me di jo al dejar le y a creer en su sincer idad cuando me descr ib ió un bri l lante futuro en con­traste con su propia desolación y remordimiento de alma.

— H i j o mío — m e d i j o — : te he recomendado en Regla, a un amigo mío del otro lado del puerto de La Habana, quien se hará cargo de t i . Es un paisano nuestro. Llévate estas otras diez onzas, f ruto de una labor honesta. Te servirán para presentarte debidamente en La Habana. De esta ma­nera, con ayuda de Bachicha y de nuestro paisano de Regla, tengo conf ianza en tu suerte. ¡Adiós para s iempre!

Y así part imos; y fue, c iertamente, un adiós para siempre. Nunca volvimos a vernos, pero tuve not ic ias de don Rafael y de sus cosas. Las nuevas empresas a que se entregó fueron provechosas, adquir iendo la banda considerables propieda­des en la isla antes de que los nidos de piratas quedaran deshechos por las incurs iones de las fuerzas de la autor idad.

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Rafael pasó por varias escapadas casi milagrosas ante las mismas narices de la armada de guerra española. Pero elu­dió a sus perseguidores y murió como respetable ranchero en una bonita granja del interior.

Los l igeros vientos del verano pronto me llevaron al Cas­t i l lo del Moro, desf i lando frente a las ceñudas baterías de los Cabanas, y anclando cerca de Regla, dentro del bellísimo puerto de La Habana. Me apresuré a llegar a Regla con mi carta de presentación, interpretada por Bachicha al despen­sero ital iano amigo de Rafael, a quien yo iba confiado. Cario Cibo era un hombre i lustrado, de amable corazón, emigrado de Italia en una aventura, que proveía ahora a los habaneros de cosas buenas. En pago de esto, los habaneros se habían mostrado tan complac idos con su proveedor, que puede de­cirse que Cario l legó a ser hombre de muy buena posición teniendo en cuenta que era extranjero. Me acogió con ilimi­tada bondad, recibiéndome en su casa de soltero, pidiendo disculpas por sus maneras frías y dic iendo que debía consi­derarme en su casa como en la mía durante todo el tiempo que deseara permanecer en el la.

Me alegré de aceptar su generosa hospital idad durante al­gunos días, mientras recorrí la c iudad, las colinas y los pa­seos. Pero no podía permit irme a mí mismo permanecer en el ocio comiendo el pan de la car idad. Observé que mi amigo Cario era el hombre más prudente o el menos curioso que jamás conociera, pues nunca me hizo pregunta alguna acerca de mi vieja o reciente historia. Como él no llevaba la conversación hacia mis cosas, yo me tomé un día la l i­bertad de inquir ir ante él si se hallaba en el puerto algún buque que partiera hacia el Océano Pacífico o México en el cual mi protector pudiera hal lar una ocupación para mí como oficial de a bordo, o por lo menos obtener permiso para viajar en la nave ganándome el pasaje como simple t r i ­pulante.

El amable despensero pronto adivinó el verdadero motivo de esto, y si bien elogió la causa, rechazó la idea de mi alejamiento. Declaró que mi visita, en lugar de ser una carga para él, era un placer que no podría reemplazar tan fácil mente. En cuanto a los gastos de su casa, di jo, en realidad no habían aumentado. Lo que al imentaba a cinco, alimentaba a media docena. Y en cuanto a mi propósito de marchar a México o a cualquier otro lugar de América Española*, con "v istas de hacer for tuna" , merecía sus protestas inspiradas en sus propias experiencias.

Es cur ioso cómo nuestras vidas y destinos son frecuente­mente dec id idos,por nimiedades. Mi ojo de nauta y mis gus­tos fueron impresionados por el cuidado en que eran man­tenidos los buques que efectuaban el tráfico de esclavos que acostumbré a ver anclados frente a La Habana. Había algo de embrujamiento para mí mente en su belleza. Una nave espléndida siempre tuvo la misma influencia en mí que según he oído suelen tener algunas mujeres maravil losas sobré otros hombres. Esos transportes de esclavos con sus cascos

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en forma de flechas y esbeltos másti les, se apoderaron por completo de mi imaginación. Raro era el día en que no volviera a la casa con el descubr imiento de nuevos encantos en esas embarcaciones. El señor Cario escuchaba en s i ­lencio y asentía con la cabeza cuando yo terminaba, echán­dome una mirada de aprobación sonriente y murmurando un " b u e n o " .

Seguí durante un mes mis vueltas alrededor del puerto, cuando mi amable dueño de casa me invitó a acompañar le a bordo del buque en el que, me di jo, tenía dos acciones y estaba destinado al Afr ica. El espléndido " c l i ppe r " era uno de los que me habían ganado el corazón, y mi af iebrada alma quedó transportada ante la majestuosa escena, mien­tras nos desl izábamos hacia la bahía part ic ipando de un magnif ico desayuno y grandes cant idades de champaña, que bebimos con votos por la buena suerte de la nave. Cuando pasamos frente al Casti l lo del Moro nos arrojamos sobre nuestros botes y saludamos a los viajeros con tres grandes exclamaciones emocionadas. ¡Mi despensero era un es-clavizador!

Me hice a la idea. México, Perú y la independencia sud­americana, el patr iot ismo y todo eso fueron l levados por las brisas del golfo. A los pocos días se me di jo que mis deseos quedarían probablemente satisfechos tan pronto como una nave l legada de Canarias fuera vendida. Y si ésta resultaba conveniente, Cario estaba decid ido a comprar la, junto con un amigo, para despacharla al Afr ica.

En esta forma, la embarcación canaria " G l o b o " fue adqu i ­rida al precio de tres mil dólares, y después de un perfecto reacondicionamiento, se mostró en el puerto como una respe­table nave de cuarenta toneladas. Su nombre, a consecuen­cia de su velocidad famosa, fue cambiado por el de "E l Ae­rostát ico", haciéndose varias instalaciones especiales en medio del buque, con todos los requisitos para que pudiera servir para el tráf ico de esclavos. Quince tr ipulantes, el de­secho de los pájaros de cuenta y de la cárcel , embarcaron en la nave, cargándose a su bordo abundante cant idad de pólvora, municiones y armas cortas. Y f inalmente, cuatro cajones llenos fueron int roducidos en la cabina para pagar la carga de retorno.

Fue el 2 de sept iembre de 1826 cuando di je adiós a Cario desde ia cubierta de "El Aerostá t ico" , rumbo a las islas de Cabo Verde, en realidad hacia el río Pongo. Los otros t r i ­pulantes eran veint iún individuos españoles, portugueses, franceses y mestizos. El capitán mal lorquino era una f igura conocida de antiguo, a quien no se le podían confiar empre­sas como ésa, y probablemente en ninguna otra parte, por ese entonces, se le hubiera permit ido mandar una nave carga­da de esclavos. Era un navegante cientí f ico, pero no era ma­rino. Temeroso de su propia sombra, no tenía la más mínima confianza en su propio cri ter io. Escuchaba a todos y cedía fáci lmente en sus opiniones sin discusión ni controversia.

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Nuestro primer of ic ial , un catalán, primo del capitán, no tenía pretensiones de navegante, aun cuando era buen ma­temático. Recuerdo aún las risas que provocó en mí el cui ­dado que ponía velando por el blanco mate de sus manos y las bromas que a su costa gastamos acerca de sus maneras afeminadas, su voz y su conversación. El oficial encargado del ancla y las cuerdas, que estaba de guardia, me aseguró que rara vez daba una orden sin aclarar la voz, tarareando algún trozo de sus óperas favoritas.

Dentro de tan fantást ico grupo yo ocupaba la posición de oficial supernumerar io e intérprete. Pero, habituado en ge­neral a la navegación y a la discipl ina estadounidense, tem­blé no poco al descubrir la asombrosa ignorancia del que nos mandaba y la i r remediable inut i l idad de nuestra tr ipu­lación en el mar.

Empero, cuarenta y un días de viaje dieron término a nuestra travesía hasta la boca del río Pongo. No estando ninguno a bordo compenetrado con la navegación, a la en­trada del río, el capitán y cuatro hombres se dir igieron en un bote a t ierra en busca de un práct ico, el que apareció por la tarde mientras el capitán se dir igió a la factoría de es­clavos de Bangalang. A las cuatro de la tarde nos hallá­bamos entrando en el río Pongo con marea y viento a favor, en forma de que antes de que el sol se hundiera en el Océano At lánt ico, nosotros nos encontrábamos anclados a resguardo, frente al lugar de dest ino.

Mientras nos desl izábamos lentamente entre las márgenes del río, contemplando la maravil losa vegetación arficana que en ese atardecer se reveló por primera vez a mi vista, me entregué a una charla con el prátcíco nativo del lugar, quien viviera en Estados Unidos y hablaba inglés notablemente. Berak pronto preguntó si había algún otro a bordo que ha­blara esa lengua, aparte de mí, y cuando le dije que sola­mente el muchacho de la cabina podía hacerlo, murmuró un relato que en nada me sorprendió oir.

En esa tarde, uno de nuestros tr ipulantes había atentado cont ra la vida del capitán en momentos en que éste se en­contraba en t ierra, haciéndole un disparo de carabina por la espalda. El práct ico había sabido eso por boca de un nativo que siguiera al grupo desde el momento del desembarco, a lo largo de la playa. Y la verdad de esto se confirmaba, en su opin ión, por las signif icativas jactancias hechas por el más alto de los hombres del bote que le acompañara a subir a bordo. Creía que toda la banda proyectaba apoderarse de nuestra nave.

El relato del práct ico corroboró algunos indicios que tu­viera por nuestro cocinero durante el viaje. Al instante se me ocurr ió que si había en realidad el designio de perpetrar un cr imen semejante, ningún momento más favorable que ése para su e jecución. Por lo tanto, me resolví a no esca­timar precauciones para salvar la nave y las vidas de sus honestos oficiales. Examinando las carabinas traídas efe vuelta de la playa, que rápidamente arrojé en el interior de!

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cajón de armas de la cubierta, descubrí que el cerrojo de este mueble había sido forzado y que varias pistolas y espa­das habían desaparecido.

Al cernirse la noche, mi ju ic io y la nerviosidad reinante me convencieron de que no pasaríamos las horas de oscu­ridad sin sufrir una tentativa cr iminal . Reinaba un si lencio desusado. Al llegar a puerto, generalmente prevalece la ale­gría y el contento entre los tr ipulantes, pero la acostumbrada guitarra y las canciones habituales quedaron olvidadas en las diversiones de la noche. Vigi lé escrupulosamente en la cubierta y solamente vi a dos marineros sobre las escot i l las, en apariencia dormidos. Dado que yo no era más que un oficial subalterno, no podía dar órdenes ni tenía conf ianza en el cr i ter io o la energía del primer of ic ial de a bordo si la confiaba las informaciones por mí obtenidas. Empero, creí de mi deber referirle lo que sabía y lo que descubr iera respecto a las armas desaparecidas. Debido a esto, convo­que al primer of ic ial , al of icial del ancla y las cuerdas y al cocinero todo lo t ranqui lamente que era posib le, dentro de la cabina, mientras hacía que el muchacho inglés encar­gado de ésta vigi lara el pasil lo de acceso a la misma. Allí di noticia del pel igro que corr íamos y les pedí su apoyo para dar el primer golpe. Mi plan era el de sujetar a la t r ipulación, l ibrando una batal la. El primer of ic ial , como espe­raba, se amedrentó como una pequeña niña, dec l inando ha­cer cualquier cosa hasta el regreso del capi tán. El coc inero y el of icial encargado del ancla, empero, aprobaron cal lada­mente mi proyecto, por lo que aconsejamos a nuestro t ímido superior que permaneciera abajo mientras nosotros asumía­mos la responsabi l idad de la iniciat iva.

Pudo haber sido algo más bien rudo eso de comenzar la salvación disparando hacia abajo, como si fuera un perro, contra el notorio cr iminal cubano que atentara contra la vida del capitán. Esto, pensé, sembraría el pánico entre los con­fabulados y acabaría con su tentativa de la manera menos sangrienta. Extrayendo un par de descomunales pistolas de debajo de la a lmohada 'de l capitán y examinando su carga, ordené al cocinero y al oficial del ancla que me siguieran hacia la cubierta. Pero el medroso of icial no abandonaba su persistencia en contenerme en mis intenciones. Me instaba a no cometer un asesinato. Se asió a mi cuerpo, tembloroso de miedo como una mujer. Me rogó, con todas las palabras posibles para ablandarme, que desistiera de mi propósito, y en medio de los esfuerzos que hice para alejarlo de mí, accidentalmente escapó un disparo de mi pistola. Un momen­to después mi vigi lante muchacho de la cabina destacado ahora en el puente, vociferó un " ¡Gua rd ia ! " , y avanzando en medio de ¡a enceguecedora oscur idad del pasil lo al salir de la cabina i luminada, me vi frente a un indiv iduo blandien­do un sable a la distancia de un paso. Apunté y disparé contra él. Ambos caímos, el amot inado con dos balas en el abdomen y yo con la quemadura producida por ia defla­gración de una pistola excesivamente cargada.

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Mi cara estaba cortada y herido uno de mis ojos, pero como ninguno de ios dos perdimos el sentido, al momento nos hal lábamos nuevamente de pie. El felón español, empe­ro, se apretaba las manos contra los intestinos, y corr ió gr i tando que había sido asesinado. Pero al descender sobre el cast i l lo de proa fue alcanzado por un bayonetazo en la espalda que le descargó el oficial del ancla, golpe que éste dio con tanta fue.za, que le costó trabajo extraer el arma del cuerpo del otro. Entonces yo corrí hacia el cajón de las armas. En ese momento, el disparo de una pistola y un agu­do grito de niño me indicaron que mi muchacho predilecto se hallaba herido, a mi lado. Lo coloqué frente a la esco­ti l la y volví a la carga. En ese instante yo estaba ciego de cólera, y luché, me imagino, como un enloquecido. Confie­so que no guardo ningún otro recuerdo de lo que siguió, conociéndolo por los ulteriores informes dados por el coci­nero y el oficial del ancla.

Yo me mantuve al lado del mueble con las armas, dijeron ellos, como un extát ico. Mis ojos estaban f i jos en el castillo de proa, y luego, con la vista clavada en dirección a la parte alta de la escoti l la, disparé la carga de carabina tras cara­bina sobre ese blanco donde entreviera una y otra cabeza humana. Todo lo que se movía era alcanzado por mi punte­ría. Al disparar los proyecti les, arrojaba las armas para recoger otras. Y cuando la batalla hubo terminado, el coci­nero me sacó de mi estupor de enloquecido, mientras yo me esforzaba, fuera de mí, por recoger más armas cargadas en el mueble ya vacío.

Al desvanecerse el humo, la parte delantera de nuestra embarcación, parecía completamente desierta. Empero, halla­mos allí a dos hombres condenados a muerte, uno en ago­nía sobre la cubierta, mientras que el que encabezaba el amotinamiento y uno de sus compinches se arrastraban por el casti l lo de proa. Seis pistolas habían sido disparadas en contra nuestra, pero, extraño como puede parecer, la única bala eficaz de parte de ellos fue la que dio en la pierna de mi muchacho inglés.

Cuando recobré mis sentidos, mi primera pregunta fue acerca del arrojado oficial del ancla, que, hallándose des­armado en el casti l lo de proa y no viendo posibil idad de escapar a mis homicidas carabinas, se refugió contra los puentes.

Nuestro muchacho de las cabinas quedó pronto tranqui­l izado. Los amot inados requerían pocas atenciones para sus heridas sin esperanzas, mientras que el traidor que fuera jefe de ellos, como todos esos malditos, murió en una agonía llena del más despreciable miedo, implorando perdón. ¡Mi absolución de sus pecados fue una ceremonia rápida!

Tal fue mi pr imera noche en Africa.

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Capitulo VI

Cuando el encantador sol de Afr ica hizo l legar sus prime­ros rayos a través de los magníf icos árboles y la vegetación que cubría las extensiones sobre el p lácido río, c inco cadá­veres fueron arrojados a la corr iente, o lv idándose en todo lo posible el recuerdo de la tragedia. El medroso primer of ic ial que se encerrara en la cabina al oír el pr imer d isparo de pistola sobre el casti l lo de proa, repetía con mirada asustada y temblando que él nada tuvo que ver en lo que l lamaba " c r i m e n " . El cocinero, el of icial del ancla y el práct ico afr icano ref ir ieron todo lo acaecido al capi tán, que redactó un acta al respecto en el l ibro de bi tácora y me la hizo firmar, como a los imparcia les test igos. Luego se examinó al muchacho de las cabinas, encontrándose que su herida era insignif icante, mientras que la mía, si bien no dolorosa, se temió que podía poner en pel igro mi vista.

Había poco apetito para el desayuno en ese día. Después que se narró lo ocurr ido y se registró en la forma antedicha, nos dir ig imos entr istecidos a cumpl i r con nuestras tareas para desamarrar nuestro buque, l levándolo lentamente, como en una representación escénica, hasta un punto de anclaje frente a Bangalang, lugar de residencia y factoría de mister Ormond, mejor conocido en esa región por el nombre de "Mongo John" . Este personaje subió a la mañana temprano a bordo con nuestro capi tán, que retornó a la nave, prome­tiendo enviarnos a un médico nativo para curar tanto mi ojo como la p ierna del muchacho herido y haciéndome pro­meterle una visi ta tan pronto como me lo permit ieran las tareas del buque.

Ese día, al anochecer, fueron descargados los objetos de valor que l levábamos en el buque, el que quedó a mi cargo por resolución del capi tán, con órdenes para deshacer, repa­rar y proveer a todo lo necesario para nuestro viaje de retorno. Antes de la noche, Mongo John había cumpl ido su promesa de hacer l legar al facultat ivo, que traía sus medicinas, no en los bolsi l los, sino en las manos. Dispuso que me lavara la pupi la herida cada media hora " con leche humana fresca del pecho" , y al objete de obtener un rápido, seguro y abundante abastecimiento de la misma, había des­pachado hacia el buque a una robusta negra con cu infante, con la orden de permanecer en la nave hast¿\ que sus servicios le fueron requeridos. No puedo decir si fu3 la natu­raleza o el remeció lo que curó mi herida, pero en poco t iempo se cicatr izó la carne y desaparecieron por entero todos los síntomas de inf lamación.

Se requerían diez días para poner a "E l Aerostá t ico" en las condic iones debidas y para abastecerlo de agua y leña. Se habían traído provisiones de t a Habana, de modo que sólo era necesario que las usáran:os de manera convenien-

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te. Como nuestro buque era extremadamente pequeño, no teníamos cubierta para esclavos. Debido a esto colocaron colchonetas sobre la leña que cubría los intersticios entre las bordalesas con agua, al objeto de contar una superf icie más o menos lista para el reposo de nuestra carga.

Cuando hube terminado con mi fatigosa tarea, marché a t ierra —cas i por primera vez— para dar cuenta a mi supe­rior de las cosas, pero él aún no estaba en condiciones de embarcar su carga viviente. Grandes sumas, muy por encima de las que regían habitualmente en el mercado, fueron ofre­cidas por él a cambio de un cargamento de "muchachos" ; sin embargo fuimos demorados veinte días más de los fija­dos por nuestro contrato antes de que llegara un abasteci­miento de ellos a Bangalang.

Como había promet ido a Mongo John, o John el Jefe, visitar su factoría, aproveché la oportunidad para cumplir mi promesa. Me recibió con refinada cortesía, me mostró su población, las barracas, los depósi tos y hasta su harén. Hecha la visita, insistió en que comiera con él, bebiendo rápidamente el contenido de dos botellas. Orrhond, al igual que yo, había sido marino. Hablamos de las tierras, las esce­nas y las aventuras en que nos encontráramos mientras arr ibaba una tercera botella. Nada nutre tanto la amistad como el vino.

En tanto el rosado f luido obraba como un sedante sobre el Mongo, pegándolo a la sil la en un confortable sueño, tuvo un efecto diametral mente opuesto sobre mis desgastados nervios. Yo me paseaba a grandes pasos por ia terraza para respirar alguna bocanada de aire fresco llegado al río, pero pronto me desl icé en la oscuridad hacia el sagrado reducto del harén. No se advirtió mi presencia hasta que me encon­tré cerca del santuario en el que Ormond confinaba a su abigarrado grupo de esposas negras, mulatas y cuarteronas. La primera dama que me avistó era una mulata notable de rosadas meji l las, con ojos como ciruelas, un coqueto tur­bante y una boca de lo más voluptuosa, quien, luego supe, era la segunda en los afectos del dueño de ese serrallo. Al instante, el patio resonó con un grito de l lamado a sus compañeras, de modo que antes que yo pudiera darme vuel­ta toda la bandada de loros parlanchínes me acosó con un di luvio de palabras.

Por últ imo, mis amigas parecieron dispuestas no sola­mente a divert irse ellas mismas, sino también a hacer algo para mi amenidad. Una charla en un rincón resolvió lo que se debía hacer. Dos o tres de ellas buscaron leños, mien­tras otras trajeron carbones. Pronto se encendió un fuego en el centro, y al elevarse las llamas, un vertiginoso círculo de muchachas danzó a los monótonos sones de un " t o m -tom" . Luego se rompió la rueda y cada una de las que la formaban bailó conforme a los dictados de su imagina­ción. El clarete y el champaña, obrando en mi mente, me indujeron a que me entreverara en el ruidoso conjunto.

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Debido a esto, salté de la hamaca en que me movía pere­zosamente durante la escena, y comenzando con un "ba lan­ces" y u i "avant -deux" , di término a mi exhib ic ión con danzas habituales de marineros. Las risas del irantes y con­torsiones, la loca alegría con que eran acogidas mis proe­zas, es algo difícil de imaginar para quien conserva fresca la cabeza. Cansado de mi única exhib ic ión, tomé a la más bonita del grupo por su angosta y l lamativa cintura y la hice dar vueltas en medio del patio en los más rápidos pasos de vals, hasta que, f inalmente, con un beso, la dejé mareada y agitándose en el suelo. Luego, alcanzando a otra, a otra, y a otra en tan mareante e jerc ic io, estaba a punto de someter a todas las del serral lo a lo mismo, cuando Mongo se presentó delante de nosotros, contemplándonos entre bostezos.

La aparición me serenó. Una cuarterona favorita de Or-mond —adoptando una act i tud de elegante y ostentosa insens ib i l idad— pasó de mis brazos a los de su amo, y mientras yo pedía disculpas por la travesura, eché la culpa de eilo a la fuerza de su atracción y del vino.

— ¡ O h ! —d i j o Mongo—, parece que usted puede husmear una ardi l ia tan rápidamente como un lebrel adivina la presa. Pero no hay nada de malo en bailar, don Teodoro; sola­mente que, espero, usted gozará de la diversión de una manera menos estrepitosa. En Afr ica nos gusta echar un sueño después de comer. Le aconsejo que se ponga lo antes posible bajo la sombra de una botella.

Nos retiramos una vez más hacia su r incón de caoba, y bajo ei conjuro de las nostalgias y del clarete del cacique afr icano, pronto me encontré dormido.

Al día siguiente, el capitán de "El Aerostá t ico" me l lamó a un lado y me dio a entender que Ormond había s impa­tizado tanto conmigo, insinuando un tan cál ido deseo de que yo siguiera a su lado como empleado en Bangalang, que creía deber suyo, por desagradable que fuera, hacerme la advertencia al respecto.

—Quizá sea conveniente para su bolsi l lo quedarse con un mercader tan poderoso. Pero, aparte de la mejora en su condic ión económica, es dudoso en general que, por ahora al menos, le convenga volver a La Habana. Puede decirse allí que usted inició la guerr i l la a bordo del buque y como cinco hombres fueron muertos en la lucha, será indispensable que yo dé cuenta de lo ocurr ido al l legar a puerto. Bien es cierto que usted salvó el buque, la carga, los objetos de valor y a mi pr imo; empero, sabe Dios lo que resolverá la just ic ia de La Habana. Usted será somet ido a un rígido interrogatorio, y me temo que quedará en pr i­sión hasta que se d ic te el fal lo. Cuál sería éste es cosa bastante incierta. Si usted tiene amigos, el los serán expr i ­midos todo lo posible hasta que usted se vea l ibre; si no cuenta con ninguno, nadie se tomará el fast idio de lograr su l ibertad sin alguna recompensa. Cuando vuelva a ver la luz del día, los demás crápulas y los amigos del felón

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muerto le seguirán las pisadas como perros, haciéndole tan desagradable como pel igrosa la estada en La Habana. Por esto le recomiendo que se quede donde está y que acepte los doblones del Mongo.

Comprendí que lo único que deseaba era desembarazarse de mí con el objeto de poder volver a colocar a su primer of icial en una si tuación que no podía ocupar en tanto yo me encontrara a bordo. Como yo tenía intención de que­darme en Afr ica, le d i je de inmediato que me ofendía debido a que no expresaba abiertamente sus deseos, sino que ocul­taba su desagradable cobardía con un hipócri ta interés por mi bienestar. Me alejé súbitamente de su lado haciendo un gesto de desdén y me encaminé a bordo del buque, desde donde arrojé a t ierra mi cajón de marino y uní mi destino al del continente afr icano.

Mister Ormond me recibió muy cordialmente, e instalán­dome como nuevo empleado suyo en una secretaría espe­cial , me prometió una residencia para mi solo, un asiento en su mesa y un negro por mes — o su valor en moneda al t ipo de cuarenta dó lares— por mis servicios.

Cuando regresaron los agentes del interior de la zona con los esclavos requeridos para completar la carga de "El Aerostát ico" , consideré de mi deber para con el despensero ital iano de Regla el despachar personalmente el buque. Por esto retorné a bordo para ayudar al estibaje de ciento ochenta muchachos y muchachas, el mayor de los cuales no pasaba de los quince años de edad. Mientras marchaba por las cubiertas, conf ieso que no podía imaginar cómo ese ejérc i to podría ser aglomerado u obtener aire para respirar en un espacio de apenas veintidós pulgadas de altura. Empe­ro, muy rápidamente quedó hecha la experiencia, dado que era urgente acondicionar los antes de que descendieran las aguas dei río al objeto de evitar que pudieran saltar por la borda nadando hasta la t ierra. Encontré que era imposible colocar los a todos en posición que les permit iera estar sen­tados, pero los hic imos estirarse el uno al lado de otro, c o m o sardinas en una lata, y de esta manera, logramos espacio para todo el cargamento. Curioso es decir io, pero cuando "El Aerostá t ico" arr ibó a La Habana, solamente tres pagaron la deuda con la naturaleza.

Cuando abandoné el buque, a pocas millas fuera de la barra, pasé a su lado sin un adiós más que para el mucha­cho inglés de las cabinas, cuya suerte me dolía dejar a cargo de esos estúpidos españoles de a bordo. Asimismo, podía decirse que la vida del joven me pertenecía casi, pues puedo af irmar que me la debía.

Con anter ior idad ai viaje, aguardando en el puerto de La Habana a ios tr ipulantes, nuestro buque había anclado cerca de los muelles, detrás de un buque mercante inglés. Una tarde percibí un grito dolor ido de la embarcac ión vecina,4

viendo a un muchacho que corría fuera de la cabina con el rostro ensangrentado. Era perseguido por un corpulento marino que le descargaba puñetazos. Imploré al bruto que

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desistiera de esa act i tud, pero él recogió una piqueta para acabar de derr ibar a su víct ima. Ante esto, gri té ai mu­chacho que saltara hacia mi buque, al mismo t iempo que ordenaba a uno de mis hombres, que incl inara nuestra embarcac ión en di rección al lugar en que caería el otro. El muchacho obedeció a mis voces y a los pocos minutos lo tenía conmigo, bendic iéndome por su salvación. Pero el beodo bri tánico dio escape a su cólera en el más indecente de los lenguajes y, de haber podido l legar a nuestra nave, no dudo de que su visita hubiera terminado con una gresca sobre nuestra cubierta.

Empero, como lo quiso la buena suerte, su embarcac ión esperaba para atracar, de modo que hubo t iempo suf iciente, antes de que el otro pudiera llegar a "El Aerostá t ico" , para vendar la cara herida y la costi l la rota del muchacho, ocul ­tándolo en la casa de una anciana española de La Habana, que curaba las dolencias de los crédulos marineros por medio de artes de embrujamiento.

Después de la caída de la noche llegó a bordo el capi tán del buque br i tánico para reclamar la devolución de su mu­chacho, pero, dado que se mostró petulante y dispuesto a hacer las cosas con su mano fuerte, suscitó en mí el espí­ritu de resistencia y me negué a l iberar al muchacho hasta que él no sellara con un juramento la promesa de que lo trataría de mejor manera en el futuro. Pero el cruel indiv i ­duo insistió en una rendición incondic ional , y al f inal de su insistencia, me vi obl igado a ordenar que se retirara del buque.

Fue requerido el consult br i tánico para que hiciera inter­venir al capitán del puerto. En mi últ ima entrevista ei muchacho me rogó que no lo abandonara en mi protección y ocultamíento, razón por la cual , cuando el funcionar io español declaró — a despecho de ia conducta del mar ino— que el buque tenía derecho a reclamar sus tr ipulantes y que yo debía devolver al muchacho, me excusé de hacer nada sosteniendo mi completa ignorancia acerca de su paradero.

Cuando partió el buque br i tánico, unos días después, hice que el muchacho saliera de su escondite, y, con el consen­t imiento del capi tán, lo llevé a bordo de nuestro buque para trabajar en la cabina.

He narrado este pequeño episodio deb ido a mi car iño por el muchacho y a que él era el único subdi to br i tánico que jamás conocí en una nave de esclavos.

Solicité a los propietar ios de "El Aerostá t ico" que le compensaran generosamente por su f idel idad cuando regre­sara a La Habana, s int iéndome d ichoso al año siguiente cuando supe que no solamente habían sat isfecho mi pedido, sino que le enviaron de regreso hacia sus amigos de Liver­pool .

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Capítulo VII

Cuando regresé a Bangalang, lo primero que hice fue tomar posesión de la instalación que me asignara Mongo, tratando de estar lo más cómodamente posible en un país en que las primeras necesidades consisten en tener sombra y techo. Mi casa, levantada con cañas mezcladas con barro, consistía en dos habitaciones de suelo de t ierra y una am­plia terraza. El tejado de ramas permitía f i l t raciones de agua y mis muebles comprendían dos cajones con manijas, cu­biertos de colchonetas, una mesa de trabajo, • un sil lón de bambú, un pequeño recipiente l leno de aceite de palma para servir de lámpara y un lente alemán de aumento colo­cado dentro de un aro de papel. Aumenté estas comodida­des agregando un baúl, co lchones, una hamaca y un par de frazadas. Sin embargo, toda mi casa seguía siendo pobre cosa.

Es t iempo ya de que ponga al lector en relación con el indiv iduo que era el genio dominante de la escena, y, en cierto grado, un t ipo pecul iar en su clase dentro de Afr ica.

Ormond era h i jo de un opulento tratante de esclavos de Liverpool, habiendo tenido por madre a la hija de un cacique nativo del río Pongo. Su padre parecía haberse más bien enorgul lec ido de su descendencia mulata, enviándolo a Ingla­terra para su educación. Pero el patrón John había hecho pocos avances en tal sentido cuando llegó a su agente br i tánico la noticia de la muerte del padre, y se negó a entregarle al joven nuevas cant idades de dinero. El pobre muchacho pronto se convirt ió en un descastado en un país en el que no estaba de moda la f i lantropía, y así, después de andar un t iempo a la deriva por Inglaterra, embarco en un buque mercante. Los enroladores de tr ipulantes se apo­deraron pronto del s impát ico mulato para el servicio de Su Majestad. A veces hacía ei papel de elegante camarero en las cabinas; a veces mecía una hamaca con las manos, en el cast i l lo de proa. En esta forma se deslizaron c inco años durante los cuales el vagabundo visitó la mayor parte de las Indias Occidentales y los puertos del Mediterráneo.

Finalmente, terminaron las prolongadas travesías y Or­mond fue pagado. De inmediato decidió empíear el dinero ocul to en un viaje a Afr ica, donde podría reclamar los bienes dejados por su padre. El proyecto fue ejecutado. Aún vivía su madre y, afortunadamente para el joven, ella le reconoció en el acto como su primogénito. Conforme a esto, se l lamó a una gran reunión a todos los hermanos, hermanas, tíos y pr imos de mister Ormond —muchos de los cuales estaban en posesión de los esclavos de su padre o sus descendientes— y la discusión se in ic ió a la hora f i jada. La madre afr icana se mantuvo f i rme sosteniendo los derechos y la ident idad de su primer hi jo, y en esta forma,

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todos los bienes en Liverpool del comerciante fal lecido, sus casas, t ierras y negros que podían reconocerse como de su propiedad, fueron entregados al domin io del recién l legado conforme a la ley de la costa.

Cuando el joven mulato se vio tan súbi tamente elevado a la comodidad, si no a la opulencia, en su propio país, resolvió aumentar sus riquezas persist iendo en las ocupa­c iones de su padre. Pero todo el interior de esa zona se encontraba por ese entonces asolado por una guerra civi l or iginada, como la mayoría de el las por esos lugares, en las disputas de famil ia, debiendo aguardar a su terminación antes de p o d e r establecerse el comerc io en condic iones seguras.

A esta tarea se entregó por entero Ormond en el pr imer año de su retorno. Sus esfuerzos quedaron af ianzados por la muerte oportuna de uno de los jefes guerreros. Un blando oponente — u n hermano de la madre de O r m o n d — pronto fue llevado a la concer tac ión de ¡a paz gracias a un obse­quio insignif icante, lo que permit ió al muchacho marino concentrar toda la inf luencia famii lar y declararse a sí mis­mo " M o n g o " , o jefe del río.

Bangalang era conoc ido desde mucho antes como facto­ría de negros por los comerciantes br i tánicos. Cuando terminó la guerra, Ormond escogió ese lugar para su resi­dencia, mientras enviaba agentes a Sierra Leona y Gorée con anuncios de que pronto estaría en condic iones de des­pachar grandes cargamentos. El comercio, desde hacía tanto t iempo interrumpido por las host i l idades, afluía desde el interior. Se vieron embarcaciones de Gorée y Sierra Leona en las aguas frente a Bangalang, respondiendo a su invi­tación. Sus depósi tos estaban atestados con mercancías francesas, inglesas y estadounidenses, mientras que los cueros, la cera, el aceite de palma, el marf i l , el oro y los esclavos eran lo que españoles y portugueses acudían a buscar allí y por lo cual arrojaban doblones y bi l letes de banco.

Fáci lmente se comprenderá que unos pocos años basta­ron para hacer de Ormond uno de los más acaudalados comerciantes, además de un popular Mongo entre las gran­des tr ibus del interior, las de los foulahs y mandingos. Los pequeños caciques que reinaban sobre terr i tor ios que bor­deaban el mar, le adulaban con el t í tulo de rey y abaste­cían su harén con las más escogidas de sus cr iaturas, como demostraciones val iosas de su amistad y lealtad.

Cuando fui l lamado a actuar como secretar io .o escr i ­biente de tal personaje, vi muy pronto que no solamente sería bueno que comprendiera prestamente mis deberes, sino que tuviera una clara idea de ios bienes que iba a administrar y sobre los que debía rendir cuentas. Las mane­ras cómodas de Ormond me convencieron de que él no era por naturaleza un hombre de empresa, o que se había tornado negligente bajo el inf lu jo de la r iqueza y de la vo luptuosidad. Mi pr imera tarea, por lo tanto, era la de

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levantar un minucioso inventario de sus posesiones míen-tras mantenía un ojo alerta sobre sus depósitos, no permi ­t iendo que nunca entrara nadie en el los por cuenta propia. Cuando le presenté este documento, que mostraba una gran def ic iencia, el Mongo lo recibió con indiferencia, rogándo­me que no lo "fast idiara con cuentas" . Sus maneras deno­taban tan petulante despreocupación, que auguró debido a eso una decl inación del iberada o el desorden en sus ne­gocios.

Cuando yo regresaba a los depósitos, después de esta mort i f icante entrevista, me encontré con una horr ible mujer de edad — u n a superintendente del harón del Mongo—, la que mediante signos me d io a entender que deseaba la llave para el "ca jón de las ropas" , del cual extrajo por si misma varias piezas de tela de a lgodón. La endiablada mujer no sabía hablar en inglés, y como yo no comprendía el d ia lecto soosoo, no intentamos abrir una d iscus ión acer­ca de lo apropiado de su conducta. Sin embargo, tomé un papel y un lápiz, y dándole a entender por signos que debía di r ig i rse al Mongo, quien f irmaría una orden para sus tej idos, la conduje tranqui lamente hasta la puerta. En el acto se encendió la furia de la bruja, mientras su horr i ­ble expresión br i l ló con una endiablada ferocidad que, en c ier to modo, no se ve entre los afr icanos que viven en nuestro cont inente. Durante el reino de mis predecesores, parecía, el la gozó del derecho de manejar las llaves del depósi to y extraer por sí misma cuanto deseaba. Durante la comida di cuenta a mister Ormondo de la conducta de la negra, pero él acogió mi anuncio con la risa de Indife­rencia con que recibiera mi inventario demostrativo de def ic iencias.

Esa noche, apenas me había estirado sobre mi duro lecho y me debatía entre las incomodidades de mi posición, con algo de dolor por mi forzada permanencia en Afr ica, mi sirviente golpeó suavemente con los nudi l los en la puerta y anunció que alguien reclamaba la entrada, pero me rogaba que, ante todo, apagara la luz. Yo estaba en un país que exigía cautela y por el lo palpé mis pistolas antes de correr el gancho de ia puerta. Era una noche bri l lante, tacho­nado el c ielo de estrel las, y al abrir la puerta apenas lo suf i ­ciente para poder echar un vistazo hacia afuera —siempre manteniendo mí mano en la puer ta— advertí una f igura de mujer, envuelta en tela de algodón de la cabeza a ios píes, excepto la cara, en la que en el acto reconocí a la bella cuarterona con ia que girara, en un vals en momentos en que fuera sorprendido por el Mongo. Ella adelantó los bra­zos debajo de la tela, y poniendo suavemente su mano en uno de mis brazos mientras llevaba ia otra hacia sus labios con el índice en alto en señal de si lencio, miró con ojos encendidos hacía atrás y penetró en mi casa.

Esta pobre muchacha, hi ja de una madre mulata y de un padre blanco, había nacido en una colonia de Sierra Leona, adquir iendo una fluidez en el manejo de las pala-

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bras mayor de lo que es común entre las de su especie. Se había d icho que su padre había s ido antes un misio­nero procedente de Gran Bretaña, pero que había aban­donado las tareas en cuest ión para entregarse al más lucra­tivo tráf ico de esclavos, al que debía una abundante fortuna.

Las maneras de esas muchachas cuarteronas, cuyas fac­ciones apenas se di ferencian de nuestra raza, son de lo más seductoramente graciosas. Y Ester, con el al iento con­tenido, me pidió t ímidamente perdón por introducirse allí, mientras me decía que yo había hecho una enemiga mía tan enconada en Unga Gola — l a superintendenta del serra­l l o—, que, a despecho del pel igro que corría por hacerlo, se había l legado para advert írmelo. Unga juraba vengarse. Yo la había insultado y humi l lado; yo estaba en condic io­nes de humil lar la cuanto deseara mientras siguiera l levando las cuentas de Mongo, y debía marcharme a otro país, pues, si no lo hacía, pronto descubr i r ía que los a l imentos de Bangalang eran excesivamente desagradables. "Nunca coma nada que le ofrezca un mangoe" , me di jo Ester, añadiendo:

— C o m a solamente en la mesa de Mongo. Unga Gola conoce todos los " j us jus " mandingos y no tendrá escrú­pulo en usarlos para volver a tener l ibertad a f in de usar las llaves del depósi to. Buenas noches.

Con esto, el la se levantó para marcharse, rogándome que mantuviera si lencio sobre su visita y que creyera que una pobre esclava podía sentir verdadero afecto por un hombre blanco, l legando hasta a exponerse por salvarle.

El "esposado" de mi amo era un desnudo encierro, formado por un abigarrado conjunto cuadrangular de casas de barro, cuya entrada nunca era vigi lada fuera de las horas de la noche. Unga Gola, la de más edad y menos encantos entre esas damas, mantenía un servicio pol ic ia l , repartía obsequios o sirvientes entre las mujeres y d ist r i ­buía los favores del amo de acuerdo con los sobornos que cada una le prodigaba.

En los pr imeros t iempos y durante su desbordante pros­per idad, Ormond — u n hombre robusto, tosco, de negros ojos, anchas espaldas y cuel lo co r t o— regía ese harén con el severo decoro or iental . Pero cuando los años y los contrastes terminaron por caer sobre el hombre voluptuoso, su vigor mental y físico quedaron afectados, no solamente por el exceso de las bebidas, sino también por los estu­pefacientes a los que habitualmente recurría para excitarse. Cuando lo conocí, su cara y toda su f igura presentaban los indic ios de un hombre cansado, " debauché " . Ahora, su harén era una moda propia del país, más que un lugar agradable para él. Sus esposas se mofaban de él, o se divertían como les venía en gana. Por Ester supe que quizá no había ninguna que no " f l i r teara" con alguno de Ban­galang, mientras Unga Gola era enceguecida mediante obse­quios y la modorra de Mongo era al imentada por el a lcohol .

Puede suponerse que en un serral lo semejante, y con un amo tal, se daban pocos celos maritales. Empero, no

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debe creerse que ta mansión del Mongo estaba l ibre de riñas femeninas. Las d isputas ocurrían principalmente cuan­do Ormond distribuía obsequios de tejidos de algodón, col lares, tabaco, pipas y anteojos. Si la más leve preferen­cia o desigualdad se evidenciaba en eso, la esposa favorita, ofendida por su vulnerada super ior idad, se volvía furiosa y, durante todo un período de t iempo, reinaba el infierno en Bangalang.

Mientras escr ibo acude a mi memoria una de esas esce­nas. Yo me encontraba en el depósi to con el Mongo, cuan­do una dama agraviada, no muy notable por su delicadeza, aspecto o dulzura en su hál i to, penetró hasta donde está­bamos y avanzó impetuosamente hasta encontrarse frente al amo, arrojando en ese momento unos prismáticos alema­nes a sus pies. Ella quería unos más grandes, pues los que le obsequiara eran una media pulgada más peque­ños que los recibidos por otras mujeres.

Ormond se mantuvo sereno, pues su orgul lo le vedaba por lo general permit ir que sus mujeres le distrajeran de sus cosas; con la mayor tranqui l idad se volvió hacia la enfurecida mujer ordenándole que se marchara de allí.

Pero la dama en cuest ión no podía ser apaciguada de manera tan fáci l .

— ¡ O h ! —ch i l l ó , mientras rompía su pañuelo de mano—. ¡Oh! — d i o un quej ido para desgarrarse una manga de su vestido y luego hacer lo mismo con la ot ra—. ¡Oh! —rugió como una f iera, arrojando un zapato hacia un rincón, y otro después hacia el otro extremo del loca l—. ¡Oh, Mongo! —volv ió a lamentarse la beldad mientras desgarraba todas las ropas que la cubrían, quedando absolutamente desnuda ante nosotros, cacheteándose los cabellos, las mejil las, la frente, el pecho, los brazos, el vientre y los muslos y recla­mando que Ormond le d i jera en qué sus encantos eran menores para recibir unos pr ismáticos en media pulgada más reducidos que los que entregara a las otras.

Años después, recuerdo que vi a una etíope enfurecida arrojando a su infante al fuego debido a que el padre blan­co prefería el niño de otra esposa. Asimismo, estaba com­placido de que la si tuación en Bangalang no hiciera indis­pensable, para mantener mi respetabi l idad, que yo me atara a una vida matr imonial afr icana.

Pero las explosiones de cólera por celos no eran exci ­tadas tan sólo por la desigual distr ibución de presentes por el señor de Bangalang. Observé que las esposas dé Ormond sacaban ventajas de su despreocupación y edad, procurándose amigos más de acuerdo con ellas, fuera del harén. A veces las preferencias de dos o tres de estas bellas se incl inaban por el mismo amante, y en esos casos la batal la ya no era por un desdeñable pr ismát ico, sino por un buen mozo codic iable. Cuando surgían tales pendencias, se convenía una reunión de las rivales sin que Mongo tuviera noticia de esto. Y cuando el desgarramiento de las ropas interiores de las así reunidas había concluido, queda-

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ba terminada la controversia entre las gladiadoras sin gran­des daños para nadie. Pero, de vez en cuando, ios mismos amantes part ic ipaban de la cont ienda.

En el momento f i jado aparecían los duel is tas acompa­ñados de amigos que debían servir de test igos de v ictor ia o derrota. Cada salvaje saltaba al medio de l lugar, armado con un cuero seco de gato, cuyas af i ladas y t r ip les colas podían servir para descargar los más terr ib les golpes. Ar re-jaban al aire estos cueros para decid i r por la suerte quién de el los debería recibir el pr imer azote. La parte perdedora ocupaba inmediatamente su lugar y recibía con la entereza de los márt ires el número de golpes f i jados. Luego le l lega­ba el turno al azotador, que presentaba sus espaldas para su castigo por el enfurec ido recién cast igado. Así seguían azotándose mutuamente hasta que uno de el los se daba por vencido o los presentes declaraban vencedor a quien había sufr ido el cast igo con menor desfa l lec imiento. Las espaldas laceradas de estos "caba l le rosos hombres de ho­nor" s iempre eran por el los tenidas como muestras de bravura.

Capitulo VIII

Mis hábitos de trabajo y mi s istemát ica ded icac ión a los intereses del Mongo pronto me fami l iar izaron con tas ampl ias característ icas del " comerc io del país" . Pero como aún no podía hablar los dialectos de la costa, mister Ormond — q u e rara vez penetraba en los depósi tos o conversaba sobre el comerc io— me faci l i tó con tal objeto un intérprete, quien permanecía a mi lado para ayudarme en el in tercambio de las mercancías extranjeras por arroz, marf i l , aceite de palma y otras cosas del lugar. La compra de esclavos y de oro era exclusivamente dir ig ida por el Mongo, quien no me con­sideraba suf ic ientemente in ic iado en las maneras y t rucos del cacácter de los nativos para merecer tan del icada con­fianza.

Largos y tediosos fueron los días y las noches de la, en apariencia, interminable " temporada de humedad" . Lluvia en la c iudad, l luvia en el campo, l luvia en la aldea, l luvia en el mar, es cosa bastante cansadora, aún para aquel los cuyas act ividades mentales se encuentran distraídas u ocu­padas por los l ibros o las preocupac iones de la existencia. Pero ¿quién puede comprender la insufr ible laxi tud y el desal iento que abruman al residente en Afr ica, mientras per-

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manece est irado sobre un ca jón cubier to por una colchoneta, y oye el di luviar interminable durante días, semanas, meses, f i l t rándose el agua a través de su tejado?

Finalmente pasa la estación de las lluvias y comienza la "es tac ión seca" . Esta es la época de la llegada de las cara­vanas del interior del país, razón por la cual no fuimos sor­prendidos cuando aparecieron nuestros agentes con noticias de que Ahmah de Bel lah, hi jo de un conocido rey foulah, estaba a punto de visitar el río Pongo con un imponente cortejo de su gente y con mercancía. Es de saberse que cuando los comerciantes de la costa del lado oeste tienen not ic ia de que avanzan caravanas hacia las playas del Atlán­t ico, siempre consideran aconsejable efectuar preparativos para los caciques, especialmente saludarles con mensajes despachados a ellos antes de su arr ibo. Conforme a esto se despachan " ladradores" hacia los "pasos " del bosque, para dar la bienvenida a los visitantes haciéndoles obsequios de tabaco y pólvora. Los " ladradores" son cabal leros de color, muy sueltos de lengua y conciencia dúc t i l , siempre al servi­cio de las factorías de la costa, que se apresuran a acudir al desier to con la primera señal de la apar ic ión de una ca­ravana, hac iendo elogios de las mercancías de sus amos con tanto celo y veracidad como los propagandistas de las más crist ianas t ierras.

Pocos días después de la part ida de nuestros agentes-via­jeros en desempeño de su misión, el estall ido de armas de fuego se escuchó en las col inas a nuestras espaldas, lo que s igni f icaba que los " ladradores" del Mongo habían tenido éxito con la caravana en arr ibo. Una rápida respuesta se produjo de nuestra parte mediante disparos con cañones. En esta forma, después de media hora de detonaciones, Ahmah de Bellah y su comit iva aparecieron entre la humareda pre­cedidos por nuestra banda de cantantes, que entonaban con fuertes voces el elogio del juvenil cacique. Detrás de él mar­chaban los principales comerciantes y sus esclavos cargados de productos, tras los cuales iban cuarenta negros cautivos sujetos con ramas de bambú. Estos iban seguidos por se­senta terneros, una gran manada de ovejas o cabras y las mujeres de la caravana, cerrándose la procesión por el mo­roso y manso paso de un imponente avestruz.

Mister Ormond, cuando l legaba el momento, sabía ser uno de los más hábiles comerciantes de Africa, y recibió a los forasteros mahometanos con honores oficiales. Aguardó a Ahmah de Bellah y a su grupo de comerciantes en la plaza de su casa de recepciones, que era un edif icio más bien im­presionante, de 150 pies de alto, construido a prueba da fuego para la pro tecc ión de nuestros depósitos de pólvora. Al ser presentado cada uno de los foulahs forasteros, éstos apretaron la mano y "sonaron los dedos" con el Mongo, re­petidas veces, deseando hacerlo cada uno de los buhoneros del cortejo " s a l a a m " con el hombre blanco a los efectos de la buena suerte; el proceso de la presentación ocupó por lo menos una hora.

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De acuerdo con las costumbres de la costa, tan pronto como se da término a los cumpl idos, la mercancía traída por la caravana es deposi tada dentro de nuestras paredes, no so­lamente para su segur idad, sino a fin de que nosotros poda­mos medir el "valor de la b ienvenida" que sus dueños t ienen derecho a recibir. La precaución, si bien nada l isonjera, es extremadamente necesaria, dado que numerosos comerc ian­tes del interior tienen la costumbre de declarar, a su l legada, un valor en oro o marfil mucho mayor del que en realidad traen, al objeto de recibir un " r e y a l o " mayor.

Cuando quedaron api ladas las mercancías, una yunta de grandes bueyes, con gran abundancia de arroz, fue entrega­da a los visitantes, siendo conducidos los pr incipales de la caravana hacia la poblac ión. Esa canailie levantó chozas provisionales para sí misma en las afueras de la poblac ión, mientras Ahmah de Bel lah, un mahometano ortodoxo, acom­pañado por dos de sus esposas, pasó a ocupar dos casas l impias que fueron rápidamente preparadas con nuevos y elegantes jergones \

1 Quizá pueda interesar conocer la naturaleza del come ció en esa cesta —generalmente tenido equivocadamente como en exclusivo dedi­cado al tráfico de esclavos—. Por esto creo conveniente preseniar eí inventario que hice de lo traído por la caravana y sus resultados, todo lo cual quedó a cargo de mi cuidado. El conjunto de la misma caravana estaba compuesto de 700 personas, principalmente hombres, mientras que los productos fueron ios siguientes:

Dóiaies 3.500 cueros 1.750

19 grandes colmillos excepcionaies de marfil . . 1.560 600 fibras de marfil pequeño 320

15 toneladas de arroz 600 40 esclavos 1.600 36 terneros 360

900 libras de cera de abejas 95 Oro 2.500 Ovejas, cabras, mantequilla, vegetales 100 Valor total de las mercancías de !a caravana . . . 8.885

Nuestras ganancias en esta operación fueron más halagüeñas, tanto con respecto a las ventas como en la adquisición. El arroz nos costaba un centavo por libra; los cueros fueron entregados a dieciocho o veinte centavos cada uno; un ternero f#ue vendido por veinte libras de tabaco; las ovejas, las cabras o los cerdos costaban dos libras de tabaco o una tela común de algodón, y cada pieza de marfil fue adquirida ai promedio de una libra por dólar en el caso del de mejor calidad, mientras que el de clase inferior se adquirió a la mitad de ese precio. En realidad, ías ganancias sobre nuestras mercancías fueron del 150 por ciento, por lo menos. Como el oro exige ¡as mejores cosas para su cambio, no hicimos más del 70 por ciento de gc-nancia con el artículo. Los esclavos fueron entregados a! promedio de cien "barras" cada uno. La "bar ra" está vaiu?-da en ia costa a razón de medio dólar; pero un mosquete común vaie igual a 150 libres de tabaco, por lo que en realidad pagaron dieciocho dólares en cada caso. Nuestros mosquetes británicos nos costaban tres dólares cada uno. si bien raras veces con este artículo solamente ad­quiríamos negros. Si ofrecían mujeres en el mercado, de más de veinti­cinco años de edad, hacíamos un descuento del 20 por ciento. Empero, si éstas eran de constitución robusta y daban muestras alentadoras para el futuro, las aceptábamos al mismo precio que los hombres sanos. El mismo precio se mantenía para los jóvenes de más de cuatro pies y cuatro pulgadas de altura, siendo rara la adquisición de niños en las factorías, si bien podrían ser ventajosamente intercambiados en sus localidades nativas.

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Mientras las mercancías traídas por estas grandes cara­vanas no han sido pagadas —ta l es la costumbre— sus dueños permanecen siendo una costosa carga para las fac­torías. Naturalmente, nosotros estábamos ansiosos por ver­nos l ibres lo antes posible de estos gastos, dando noticia a la mañana siguiente de que " los negocios iban a comenzar inmediatamente" . Ahmah de Bellah, el jefe de los arribados en la caravana, y mister Ormond, comenzaron en seguida los tratos, de modo que para la noche quedó cerrada la opera­c ión, no solamente en lo relativo a los regalos, sino también en lo referente al precio de las mercancías y el porcentaje a retenerse como "derecho nat ivo". Una l iquidación preli­minar así con los "cabezas" de una caravana es siempre indispensable, pues sin su ayuda sería imposible toda tran­sacción con los andrajosos que van al lado de los opu­lentos jefes.

Todas las mañanas, al aclarar el día, un pregonero reco­rría la población anunciando el carácter de cada transacción en part icular que se efectuaría durante las horas de nego­cios. Un día eran los cueros, otro el arroz, otro el ganado. Cuando se resolvió esto, se dispuso el momento especial para el intercambio del oro, del marfil y de los esclavos. Y a la hora convenida, mister Ormond, Ahmah de Bellah y yo mismo nos encerramos tras las puertas del depósito rega­teando tras una ventanil la, mientras nuestros " ladradores" distr ibuían las mercancías entre los africanos, frecuentemente usando los látigos para mantener el orden entre los conver­sadores y turbulentos sujetos. Ahmah de Bellah pretendió examinar la medida de los géneros, como la pólvora y el ta­baco, a f in de asegurar la equidad en el negocio en favor de sus compatr iotas, pero, en real idad, como un verdadero cobrador fiscal de gravámenes que procuraba asegurarse su derecho legal al porcentaje sobre el importe de las ventas, a cambio de su protecc ión contra los robos que ofrecía a los pequeños comerciantes en su peregrinación hasta la costa.

Por últ imo, el mercado fue despejado de vendedores y mercancías, excepto el avestruz, que, cuando todo hubo ter­minado, llegó a manos del Mongo como presente del rey Alí Mamí de Footha Yal lon, el pío padre de Ahmah de Bellah. El ejemplar, ciertamente, fue ofrecido como obsequio espontá­neo; empero, se dejó entender que el digno Alí necesitaba mosquetes en los que pudiera tener confianza, que le llevaría su hijo de retorno al hogar. Como veinte de estos elementos bél icos habían sido despachados a Ahmah de Bellah, el aves­truz se convirt ió en un obsequio tan caro como característico. Más aún, cada uno de los comerciantes aguardaba un "bun -gee" o alguna esplendidez de cualquier clase como evidencia de buena voluntad hacia ellos en proporción con las ventas que hicieran, de modo que nos apresuramos a cumplir con todos los comerciantes comunes dei interior con el objeto de l iberar a Bangalang de la agobíadora mult i tud. Ellos se ale­jaron tan rápidamente como se les pagó, y al poco t i e m p o / solamente quedaban en el lugar Ahmah de Bellah, sus espo-

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883 y sus part idar ios más inmediatos de ios setecientos foulah que l legaran en et pr imer momento.

Ahmah de Betia era alto, agradable e imponente. Como hi jo de un importante jefe, se había visto l ibre de toda tarea menuda, que, en ese cl ima, pronto apaga toda or ig inal idad mental. Su rostro era bastante bien fo rmado para ser af r i ­cano. Su alta y amplia frente se arqueaba sobre una nariz recta, mientras que sus labios nada tenían de la vulgar obes idad que da una expresión tan sensual a sus compatr io­tas. Las maneras de Ahmah de Bellah para con los ext ran­jeros o sus superiores eran refinadas y corteses en grado notable, pero, para la mult i tud de la costa, mostraba una aspereza y altanería muy frecuentes entre los salvajes de c l ima cruel.

€ r a el segundo hi jo de Alí Mamí, o sea el rey de Footha Yal lon, quien le confería su prerrogat iva de mando, por pr imera vez, a f in de que encabezara una comit iva en ruta hacia la costa marít ima celebrando el hecho de haber ya cumpl ido la d iscreta edad de "veint icuatro estaciones de l luv ias". Empero, el pr iv i legio no ie fue conced ido sin se­gunda intención acerca de los benefic ios a extraerse del arrojo de uno de su propia sangre, pues nunca se supo que Alí Mamí tolerara la part ida de un hi jo o pariente de la zona de su jur isd icc ión sin ia promesa previa de la mitad de los productos de ia lucrat iva empresa.

La formación de una caravana, cuando f inalmente se logra la anuencia del rey, es cosa de largo trabajo y habi l idad. Al comenzar la "estac ión seca" , el cacique pr iv i legiado parte con facultades de vida y muerte sobre los que le s iguen, marchando sobre uno de los f recuentados " p a s o s " hacia el mar, mientras destaca pequeños grupos de arr iesgados guar­dianes en otros caminos, para bloquear todo tránsito hacia la playa. El s i t iamiento de los caminos es enérgicamente mantenido durante un mes o más por Rob Roys o Robin Hoods hasta detenerse a un número suf iciente de comerc ian­tes como para const i tu i r una caravana valiosa que aumente la importancia del jefe. Aunque esto const i tuye el pr inc ipal propósi to de la aventura por las selvas, se aprovecha la ocasión para imponer contr ibuciones a las pequeñas tr ibus, debidas a Alí, las que no podrían recolectarse de otra ma­nera. El despót ico funcionar io uti l iza también el b loqueo para detener a malhechores y deudores escondidos. Las mercancías que se hal lan en poder de estos últ imos, pueden ser secuestradas para pagar a sus acreedores, pero si su valor no alcanza al de las deudas, el del incuente, si es un infiel, es vendido como esclavo, pero es dejado l ibre con un "bas t inado" si prueba ser "uno de los f ie les" .

Es natural suponer que se hacen todos los esfuerzos por parte de los pequeños comerciantes dei interior para evitar el encuentro con esas bandas salvajes de presa. Las pobres víct imas se ven no solamente sometidas al vasallaje por pr íncipes crápulas, sino que el b loqueo de los bosques les aleja frecuentemente de los puntos que en un pr inc ip io

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se proponían alcanzar, l levándoles a lugares y factorías que no tenían intención de visitar, y, debido a las grandes demo­ras causadas por esto, sufren gran pérdida en sus prov i ­siones, reduciendo sus escasas ganancias.

En tanto Ahmah de Bellah se demoraba en Bangalang, fue mi costumbre visitarle todas las noches para escuchar su interesante conversación, según iba traduciendo mi intérpre­te. A veces, a cambio, yo narraba las aventuras en mis andanzas por lejanos mares, lo que parecía ofrecer un gusto pecul iar para este hi jo de la selva que ahora contemplaba el mar por primera vez en su vida. Entre otras cosas, me es­forcé por hacerle comprender la redondez de la t ierra; pero, respecto a esto últ imo, sonrió incrédulamente ante mi teme­raria aseveración, cerrando toda d iscusión con el desafío de que lo probara conforme al Koran. El me concedía los honores de viajero exper imentado y "hombre de l ibros", pero una mente que digir iera y recordaba todos los textos del l ibro de Mahoma no iba a ser engañada por tan indefendibles fantasías. Se entregó a vencer mi ignorancia acerca de su c redo por medio de una cuidadosa relación de sus misterios, y fui un oyente tan atento, que me parece que Ahmah quedó completamente convencido de mi conversión.

Mi aparente aquiescencia fue bien recompensada por la conf ianza del foulah. Me devolvió mis visitas nocturnas con interés y, al visi tarme en los depósitos, durante las horas de trabajo, se mostró tan fervientemente afanoso por mi salva­c ión espir i tual, que durante horas parloteaba su mahorneta-nismo por intermedio de un intérprete. Para desembara­zarme de él, un día le prometí que seguiría complacido al Profeta si se me permitía l legar a él "penetrando en las fi las de ios f ie les" sin someterme a los ritos peculiares del bau­t ismo mahometano.

Ahmah de Bellah tomó la chuscada amablemente, riendo como buen muchacho, y desde ese día fuimos camaradas inseparables. El foulah escribió de inmediato una de las ple­garias favoritas en árabe, requir iendo, para mi guía espir i­tual, que la aprendiera de memoria para su constante uso fáci l . Después de dos o tres días, me examinó al respecto, pero observando una falta desde la primera frase, me re­prochó dramát icamente por mi negl igencia, exhortándome al arrepent imiento, en mucho para edi f icación de nuestro intér­prete, que no era judío, cr ist iano ni mahometano.

Pero la visita del joven jefe, que comenzara como de ne­gocios y acabara en lo religioso, l legaba a su término. Ahmah de Bellah empezó a prepararse para el viaje de retorno. Al aproximarse el día de la partida, observé que mi broma había sido tomada a lo serió por el foulah y que él confiaba en mi apostasía. A últ imo 'momento, Ahmah quiso ponerme en severa prueba extrayendo súbitamente un libro sagrado y re­c lamando que sel láramos nuestra amistad con mi juramento de que yo nunca abandonaría la religión de Mahoma. Empe­ro, me esforcé por eludir una* declaración terminante s imu­lando una excesiva ansiedad por adquir ir un conocimiento

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más profundo del Koran antes de hacer tan solemne pro­mesa.

Debe establecerse que de los cuarenta esclavos que trajo la caravana, el Mongo rechazó ocho. Después de algunas discusiones, Ahmah de Bellah consint ió en descartar a siete, pero insistió en que el otro fuera embarcado, pues no podía matarlo ni l levarlo de regreso a Footha Yai lon.

Era curioso conocer el cr imen comet ido por este incul­pado, algo tan terr ible, que Ahmah de Bellah exigía su exi l io perpetuo, si bien le perdonó la vida. El joven jefe me informó que ese maldito había dado muerte a su hi jo; y, como no hay castigo f i jado en el Koran para tal ofensa, los jueces de su país le habían condenado a ser vendido como esclavo a los cristianos, pena considerada por ellos peor que la de muerte.

Otra característ ica curiosa del derecho afr icano se des­arrol ló durante la venta de esa caravana. Observé a dos mujeres arrastradas con sogas sujetas a sus cuel los, mientras otras de su clase podían moverse sin tales ataduras. Esas mujeres, nos hizo saber el jefe, debieron haber sido quema­das en ios dominios de su padre por brujería, de no haberse mostrado su venerable antecesor tan necesitado de pólvora; pensó que esas vidas serían más valiosas para su tesoro que sus cuerpos para la ley ofendida.

Era una queja general izada entre los acompañantes de Ahmah de Bellah que la caravana llevaba pocos esclavos de­bido a la desafortunada escasez de pólvora. El joven cacique prometió que las cosas mejorarían en el futuro. El año en­trante, los barracones del Mongo estarían repletos con sus conquistas. Cuando se avecinara la "estac ión de las l luv ias"; , su padre se proponía desarrol lar una "gran guer ra" contra diversas pequeñas tr ibus, cuyos cautivos ^abas tecer ían los conjuntos que dos años atrás fueron rápidamente diezmados por una peste.

Supe por mi intel igente foulah que mientras los tr ibunales mahometanos de su país salvaban de la esclavi tud, con­forme a la ley, a las gentes de su propia fe, no omitían es­fuerzos para inf l igir la, como castigo, para los afr icanos "des­c re ídos" que caían en sus manos. Entre tales desdichados, el más l igero delito era considerado cr imen máximo, y un " c r i ­men mayor" merecía el provechoso cast igo de la esclavi tud. No era di f íc i l , me di jo, en un país de "verdaderos creyentes", apoderarse de mult i tud de esclavos. Detestaban ciertamente la inst i tución por lo que a ellos se refería y para los de su casta, pero era considerada justa y aceptable para los no ortodoxos. El Koran ordenaba "el sometimiento de las tr ibus a la verdadera fe " . En esta forma, para cumpl i r con el man­damiento del Profeta contra los infieles, apelaban a la vora­c idad del hombre bíanco, que autoriza a sus devotos a escla­vizar al negro. Mi cur iosidad me llevó pronto a preguntar si esas guerras santas en nombre del Koran no eran est imula­das, en nuestros t iempos por io menos, por las ganancias que producían, atreviéndome hasta a dejar entender que era

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dudoso que el poderoso rey de Footha Yallon se entregara a atacar las fort i f icaciones de Kaffir, de no verse impulsado a ello por el botín de esclavos que se podría obtener.

Ahmah de Bellah se mantuvo si lencioso durante un mi­nuto, hasta que su expresión solemne se fue trocando gra­dualmente en burlona sonrisa, respondiéndome que, en ver­dad, los mahometanos no eran peores que los cristianos, de modo que era bastante probable que si los blancos elegidos de! cielo, que sabían cómo hacer pólvora y armas de fuego, no tentaran a los hombres negros con sus elementos de muerte, los mandatos de Alá serian seguidos con menos celo y mediante el empleo de elementos menos peligrosos.

No pude dejar de pensar que había en eso una buena dosis de tranqui la sátira de parte de ese príncipe negro. Conforme a la costumbre de su país, " in tercambiamos los nombres" al partir, y mientras él colocaba en mi bolsil lo un voluminoso Koran, yo ponía sobre su hombro una escopeta de dobie carga. Caminamos uno al lado del otro por la selva durante algunas millas, alejándonos de Bengalang. Y al "so­narnos los dedos" en despedida, le prometí con la mano en el corazón que en la "próx ima estación seca" visitaría a su padre en su reino de Footha Yallon.

Capitulo IX

Yo era un atento observador del Mongo John cuando éste se entregaba a la compra de esclavos. Como todo negro era l levado ante él, Ormond examinaba lo que se le traía sin consideración de sexo, de pies a cabeza. Se cercioraba, cui­dadosamente del estado de los músculos principales, de las coyunturas, brazos y bajo vientre, para asegurarse río su ro­bustez. Los ojos, ia voz, las espaldas, los dedos de pies y manos no eran olvidados, de manera que cuando el negro pasaba por el examen del Mongo sin observación, podía ser reconocido como una buena " v i da " por una compañía ase­guradora.

En una ocasión, para mi asombro, vi a un hombre ro­busto y aparentemente poderoso en el acto de ser rechazado por Ormond como evidentemente inútil. Sus músculos des­bordantes y su piel lustrosa, para mi ojo inexperto, eviden­ciaban su salud envidiable. Empero, se me d i jo que había sido preparado para el mercado con drogas destructoras, cu­bierto de polvo y jugo de l imón para dar suavidad a su piel.

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Ormond hizo notar que estos t rucos de cabal ler izos son tan comunes en Afr ica como entre los tratantes de cabal los en los países crist ianos, y deseando que yo tomara el pulso del negro, descubrí en el acto que estaba enfermo o se encon­traba bajo una gran exc i tac ión. A los pocos días, encontré ' al pobre negro abandonado por su propietar io en la choza de un aldeano de Bangalang, hecho una ruina paralí t ica.

Cuando un esclavo se torna inútil para su amo en el in ­ter ior del país o da muestras de decadencia en su salud, pronto es vendido a un buhonero o agente. Estos l laman en su ayuda a sujetos fami l iar izados con las drogas, quienes, a cambio de una pequeña compensación, emprenden el rea­condic ionamiento de los cuerpos averiados. A veces la en ­gañifa se logra con éxito, pero los esclavizadores exper imen­tados descubren rápidamente el ojo amari l lento, la lengua hinchada y la piel febr ic iente.

Después de unas pocas lecciones más, el Mongo me con­sideró lo suf ic ientemente avisado en el t ráf ico de esclavos como para conf iarme solemnemente el manejo de sus depó­sitos. Este alejamiento del comerc io le permit ió entregarse más que nunca al consumo de bebidas espir i tuosas, si bien su vanidad y deseo de ser l lamado " r e y " le empujaban to­davía a asistir puntualmente a los " ju ic ios del país" , deb ien­do decirse en su honor que sus decisiones nunca fueron mal basadas o faltas de imparc ia l idad.

Después de haber estado tres meses ocupado con la va­r iedad de cosas del comerc io de Bangalang y sus vecindades, comprendía bastante bien el lenguaje del lugar para no ser­me más necesaria la ut i l ización del intérprete, quien era uno de los agentes conf idenciales del Mongo. Cuando mi ayu­dante partió en un largo viaje, éste me aconsejó que hic iera la paz con Unga Gola, pues ella sospechaba mi int imidad con Ester, la que indudablemente sería denunc iada a Ormond a menos que yo comprara el si lencio de esa endiablada mujer.

Asimismo, desde la advertencia que recibiera la noche que me visitara la bella cuarterona, s iempre soñé con encon­trarme con esa encantadora muchacha, como único solaz en mi si tuación. En medio de todo lo salvaje, apasionado y des­medido de Bangalang, Ester era el único lazo que todavía parecía unirme a la humanidad y a las t ierras más allá de los mares. En esa ardiente costa yo no me sentía agui jonea­do por la seducc ión de la vida aventurera, ni mi joven cora­zón se sentía atraído o confundido por la absorbente avaricia. Muchas noches, cuando el rocío calaba mis carnes, miraba hacia Occidente y mi alma se encogía frente a los egoístas sujetos que me rodeaban, yendo mi imaginación hacia los ho­gares que abandonara. Cuando volvía en mí, cuando me veía forzado a reconocer mi condena en Afr ica, cuando reconocía que mi suerte estaba echada quizá sin intel igencia, por mí mismo, mi espír i tu se volvía como el gusano bajo el talón aplastador, y no encontraba nada que me alentara con la luz de la simpatía humana, fuera de esa cr iatura desgraciada. Ester era una hermana para mí, y cuando tuve la indicación

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de que podía sufrir o perderse, me apresuré a desarmar la única mano que podía descargarse contra ella: Unga Gola era mujer, y un col lar de bri l lantes corales para su garganta acal ló todos sus enconos.

Los meses que pasé en Afr ica sin caer enfermo —si bien salía afuera después de oscurecer y me bañaba en el río du­rante las horas de mayor calor dei d í a — me hizo creerme a prueba de la malaria. Pero, a la larga, un violento dolor en la c intura, acompañado de mareos, me advirt ieron que la fie­bre afr icana me apretaba con sus garras temibles. A los dos días del iraba. Me visitó Ormond, pero yo no le reconocí, y en mi demencia l lamé a Ester, acompañando su nombre con frases enternecidas. Esto, se me d i jo , suscitó la sorpresa y los celos del Mongo, que en el acto acosó a la superinten­dente de su harén con interminables preguntas y palabras de insulto. Pero Unga Gola se mostró leal. El collar había sel lado sus labios, y hábi lmente, con la habilidad de las damas de su color, inventó una historia que no solamente aquietó al Mongo, sino que también dio lustre a la persona de Ester.

El crédulo anciano, encontrando tan bien dispuesta a Unga en favor de su empleado en guardia, colocó nueva­mente la custodia de los depósitos bajo ella. Esto era la cu lminación de su ambición avara. Y, como muestra de gra­t i tud por mi provechosa enfermedad, se esforzó para que Ester se convirt iera en mi enfermera, al lado de mi lecho.

Como siguiera mi f iebre y mi del ir io, un médico del lu­gar, famoso por su experiencia, fue l lamado; éste ordenó que fuera acostado a la manera afr icana; hizo incisiones en mis espaldas y estómago con un cuchi l lo calentado al fuego, y luego apl icó las hojas de un árbol del lugar sobre las heridas así hechas. L$ operación aligeró mis pulsaciones por pocas horas, pero, al retornar la f iebre con renovada fuerza, se hizo necesario que mis asistentes despertaran al Mongo y te die­ran la sensación del pel igro que yo corría. Empero, Ormond, en lugar de Intervenir prestamente en socorro de un amigo y ayudante en si tuación grave, envió en busca de un hombre joven, l lamado Edward Joseph, que anteriormente fuera em­pleado suyo, pero que en la actual idad se hallaba establecido por su prop ia cuenta en Bangalang.

Joseph probó ser un buen samaritano. Tan pronto como pudo lograr mi traslado, me llevó a su establecimiento de Kambia, consiguiendo para el caso los servicios de otro mé­d ico mandingo en cuyas cosas absurdas creía. Pero todas las hechicerías y encantamientos del salvaje no producían efecto y yo me encontré en estado de completa postración aparentemente insensible, hasta la mañana. Tan pronto como aclaró el día, mi f iel Ester se encontraba de nuevo sobre el campo de acción, y el la insistió en que se probara su acierto al haber traído consigo a una anciana mujer de blancos ca­bel los, que la acompañara como g ran encantadora de la ' costa. Un esclavo, pagado por adelantado, era el prec io que ella exigía por mi curación.

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No se perdió t iempo. Ei sueio de t ierra del reducido recin­to de la choza fue fuertemente calentado y cubierto de una densa capa de hojas humedecidas de l imonero, sobre las cuales se tendió una manta para servirme de lecho. Tan pronto como estuvo hecha la cama, fui l levado hasta el la, y. cubier to de frazadas comencé a sudar, mientras mi ayudante médico me daba a beber medio vaso de un desagradable jugo verde que ella extrajera de hierbas. Ei proceso de sorber esa bebida y de asarme se repitió durante c inco días consecu­t ivos, al f inal-de los cuales había desaparecido la f iebre. Pero mi convalecencia no era rápida. Durante muchos días perma­necí dando vueltas, hecho un esqueleto, t i r i tando y víct ima de un apet i to insaciable, hasta que un médico francés me de­volvió la salud haciéndome someter a baños fríos cada vez que hacía crisis la f iebre.

Cuando me encontré lo bastante repuesto para atender los negocios, Mongo John me pidió que volviera a ocupar mi posic ión a su servicio. Empero, durante mi enfermedad, ha­bía sabido por Ester que Unga Gola había aprovechado la oportunidad con tanta ventaja, que se descubr i r ía allí la falta de muchas cosas, las que indudablemente, se cargarían a mi cuenta por su desapar ic ión. Por esto creí lo más prudente decl inar el cargo, y sol ic i té del Mongo que me recompensara por el t iempo y el t rabajo que le dedicara. Se negó a esto el indolente voluptuoso y en esta forma nos separamos f r íamen­te, quedando yo una vez más en el mundo a la deriva.

En esas grandes colonias sobre las costas y lugares de alojamiento de europeos, tanto en las Indias Occidentales como en Afr ica, un forastero es generalmente bien acogido por el hospitalar io extranjero. No vacilé, pues, en regresar a la casa de Joseph, que, a igual que yo, había sido empleado de Ormond y padeciera por los pi l lajes de la endiablada superintendenta del harén.

El dueño de la casa a la que acudí, según tenía entendi­do, era un nativo de Londres, donde naciera de padres eu­ropeos y había l legado a Sierra Leona con el gobernador Turner. A la muerte o al regreso de este funcionar io — n o lo recuerdo deb idamente— el joven permaneció en la colonia, empleado durante un t iempo como jefe del puerto. Su pr i ­mera visi ta al río Pongo había sido como sobrecargo de una pequeña embarcac ión costera cargada de mercancías de va­lor. Joseph logró vender lo que traía, pero no tuvo tanta suerte para obtener la parte que le correspondía. Probabla-mente eso se debió a un error de apreciac ión de parte del sobrecargo, quien negándose a enfrentar a sus acreedores con un balance en déficit, se consideró a sí mismo lo bas­tante informado acerca del comerc io y la lengua de la zona del río para quedarse en ella, y envió un mensaje a los acreedores de la colonia br i tánica dic iéndoles que pronto estaría en condic iones de pagarles por entero si le adelan­taban el capital necesario para trabajar independientemente. Las condic iones fueron aceptadas por un acaudalado israe-

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lita y, ai poco t iempo, Edward Joseph era considerado uno de los más exitosos factopes de la zona del Pongo.

El 15 de marzo de 1827 marca una época de mi vida. Lo recuerdo bien debido a que pasó a ser el punto de partida de mi destino. Unas pocas semanas más de indolencia pudieron haberme forzado a regresar a Europa o a Estados Unidos, pero la fortuna de ese día decid ió mi residencia y actividades en Afr ica.

Al aclarar el día 15 se avistó un buque en la lejanía y, ai aproximarse a la costa, los conocedores af irmaron pronto que era un buque español para transporte de esclavos. Pero todo fue asombro entre los grandes del lugar cuando el capitán, al desembarcar, consignó el buque a mi persona.

"La Fortuna", de propiedad pr incipalmente de mi viejo amigo el despensero de Regla, era el sucesor de "El Aeros­tá t ico" , al que superaba en d imensiones y comodidades. Su capi tán tenía el encargo de pagarme todos mis salarios por el v iaje de ¡da y vuelta en el buque antedicho que yo abando­nara, entregándome además de eso una bolsa de treinta do­blones como test imonio amistoso de sus propietarios por la defensa de su propiedad en la terr ible noche de nuestro arr ibo a puerto. "La Fortuna" había sido despachada a mi cargo para retornar " c o n un cargamento surt ido de esclavos", encontrándose a bordo, para su pago, 200.000 cigarros y qui­nientas onzas de oro mexicano. Mi comisión había sido f i ­jada en el diez por ciento, prometiéndoseme un mando de buque cuando yo creyera conveniente abandonar la costa afr icana.

No teniendo factoría ni barracones de esclavos, y habien­do sido elevado a la dignidad de " t ra tante" de manera tan repentina, creí que lo mejor era convocar a todos los factores de la zona del río a bordo de la embarcación con el objeto de div id ir el cargamento a despacharse entre todos ellos, s iempre que previamente se comprometieran a entregar los esclavos dentro del término de treinta días. El despacho era sumamente importante para los dueños del buque, y estaba yo tan ansioso por satisfacerlos en esto, que me mostré dispuesto a pagar c incuenta dólares por cada esclavo que se aceptara.

Después de alguna discusión mi propuesta fue aceptada y la carga provista. Empero, los tratantes decl inaron recibir proporc ión alguna del pago en cigarros, insistiendo en la l iqu idación solamente en oro.

Como éste era mi pr imer negocio, me sentí desorientado acerca de la manera de convert ir ese tabaco inútil en doblo­nes. En el t rance, apelé al inglés Joseph, que hasta entonces sólo comerc iaba en productos del país, pero, no pudiendo sobreponerse a la tentación del oro, consint ió en darme una parte de los negros por mí requeridos. Tan pronto como le expresé mi d i f icul tad, me propuso despachar los habanos a su amigo hebreo de Sierra Leona donde, no tenía duda, serían pronto cambiados por mercancía de Manchester. Ese atarde­cer se envió una canoa hacia la colonia inglesa conduciendo

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los cigarros en cuest ión y, diez días después, el israelita apa­reció en el río Pongo con su embarcac ión cargada hasta la cubier ta con excelentes mercancías br i tánicas. El rumor de quin ientos doblones perturbó el sosiego en Sierra Leona. Tan­to oro no podía quedar en manos de nativos en tanto Manchester y Birmíngham estuvieran representadas en la co­lonia y, conforme a esto, él cruzó la entrada a la playa todo lo rápidamente que le fue posible para pagarme un premio de cuat ro dólares por mi l lar de cigarros, corr iendo sus r iesgos al aceptar mis c igar ros por sus cosas. Por este golpe de suerte me encontré en condic iones de abonar la cant idad que fa l taba a cambio de ios negros, lo mismo que para pagar los derechos portuarios adeudados por ei buque. Me sentía regoci jado y enorgul lec ido por tan fel iz resultado, dado que había sabido por boca del capi tán que el envío de los c i ­garros había sido una añagaza ideada por los propietar ios de "El Aerostá t ico" a sugest ión de su capi tán, tendiente a ponerme en apuros, una vez que supieron que se me iba a conf iar la compra de un cargamento en la costa.

Én el día f i jado, " La For tuna" part ió con 220 seres hu ­manos a bordo. Tres meses después recibí not ic ias de que habían desembarcado v ivos 217 en ia bahía de Matanzas, y que su venta había de jado una ganancia neta sobre ei v iaje de cuarenta y un mil cuatrocientos treinta y ocho dólares.

Como estuve bien embarcado en un comerc io que absor­bió tantos de mis mejores años, supongo que el lector no se mostrará indiferente por saber algo de mi exper iencia acerca de las pretendidas " c rue ldades " de este t ráf ico. Y muy probablemente la pr imera pregunta que asomará a sus labios será acerca del embarque y trato a los esclavos en el ter r i ­ble viaje.

Un factor afr icano, con reputación de correcto, s iempre es cuidadoso en la e lecc ión de la carga, cosa que hace con con ­sumada prudenc ia , para proveer a sus amos de jornaleros at lét icos y evitar todo pr inc ip io de enfermedad que pueda afectar a los esclavos en su tránsi to a Cuba o a t ierra f i rme de Amér ica. Dos días antes de su embarque se afeita pu lcra­mente la cabeza de todo hombre o mujer, y si ia carga per­tenece a varios propietar ios, ia marca de cada uno de el los es estampada en el cuerpo de su respect ivo negro. Esta operac ión se efectúa con pinzas de alambre de plata y peque­ños hierros for jados con las inic iales del comerc iante, ca­lentados apenas lo suf ic iente para marcar sin quemar la piel . Cuando todo el cargamento pertenece a un solo propietar io siempre se evita la apl icac ión de la marca.

El día f i jado, el barracón o encierro de los esclavos es alegrado por el abundante "a l imen to " que anuncia las úl t imas horas del negro en su país natal. Terminada la f iesta, son conduc idos en canoas hasta e l vapor y, tan pronto c o m o l le­gan a la cubierta, son enteramente desnudados, de manera que tanto los hombres como las mujeres salen de Afr ica como l legaron a el la: desnudos. Esta operac ión, debe compren­derse, es indispensable, pues la desnudez total durante el

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viaje es ei único medio de asegurar la higiene y la salud. En este estado, se les ordena en seguida que desciendan hacia ei interior del buque, los hombres a la cubierta baja y las mujeres a las cabinas, mientras que los muchachos y las muchachas son mantenidos en la cubierta noche y día, donde su única protección contra los elementos se encuentra en una navegación con t iempo favorable o en una lona encerada en los momentos de borrasca.

En las horas de comida son distr ibuidos en grupos de diez ante las mesas. Treinta años atrás, cuando el comercio espa­ñol de esclavos era legal, los capitanes eran algo más cere­moniosamente rel igiosos que en ia actual idad, siendo enton­ces costumbre universal que los turnos de comensales dieran gracias al c ie lo ante la carne y volvieran a repetir las gracias después de comer. En nuestros días, empero, se los dispensa de ritos, contentándose con un " ¡V iva La Habana!" o un " ¡Hur ra por La Habana!" acompañado de aplausos.

Transcurr ido esto, se hace llegar un balde de agua salada a cada mesa a manera de recipiente para las abluciones de las manos, después de lo cual un " k i d d " , sea de arroz, fariña, papas dulces o porotos, conforme a los hábitos de la tr ibu de negros a que pertenecen, se coloca ante el pelotón. Con el objeto de evitar la voracidad o la desigualdad en la distr i­bución del al imento, ésta se hace conforme a las señales de un monitor que indica a los morenos cuándo deben llevarlos a la boca y cuándo deben masticarlos.

Es obl igación del guardián informar en el acto cuando un esclavo se niega a comer para saber si su abstención se debe a descontento o a enfermedad. Frecuentemente se ha encon­trado a bordo de los buques de esclavos a negros que volun­tar iamente se abstenían de comer para perecer de inanición. De modo que cuando la guardia informa que un paciente "d i s imu la " su apetito, es est imulado por el antídoto médico de "un gato" . Si el esclavo, empero, se encuentra verdadera­mente enfermo, es señalado como tal con un collar o botón sobre el cuel lo y despachado a la enfermería, sobre el cas­t i l lo de proa.

Estas comidas se repiten dos veces por día — a las diez de la mañana y a las cuatro de la ta rde— y terminan con abluciones. Tres veces durante las veint icuatro horas del día se les sirve media pinta de agua. Las pipas y el tabaco c i rcu­lan sin di f icul tad entre hombres y mujeres, pero, como cada negro no puede darse el lujo de disponer de una pipa para sí solo, se encuentran destacados algunos muchachos cerca de ios fumadores con un adecuado abastecimiento de tabaco, pudiendo cada uno echar unas pocas bocanadas. En los días pref i jados —probab lemente tres veces por semana— se les higieniza la boca con vinagre, a la vez que casi todas las mañanas se les dan antídotos para el escorbuto.

Aun cuando se considera necesario mantener separados a los sexos, se les permite conversar l ibremente durante el día mientras se hallan en cubierta. Nunca se les infl igen castigos corporales salvo por orden de un of ic ia l , y, aun en estos

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casos, no antes de que el incuipaao cornprenaa exactamente por qué se hace esto. Una vez por semana el barbero del buque les raspa el mentón sin uti l izar jabón. Y, en el mismo día, se les revisa prol i jamente las uñas para tener ia cer t i ­dumbre de que no podrán causar daños en las batallas noc­turnas que ocurren, cuando los esclavos d isputan con sus vecinos por cada pulgada del suelo sobre ei cual se pegan. Durante las tardes de t iempo tranqui lo, los hombres, mujeres, muchachas y muchachos pueden congregarse para entonar las melodías africanas que siempre acompañan con un improvi­sado " tom- tom" sobre el fondo de una bañera o pava de latón.

En todo buque de esclavos bien guiado, el capi tán, los of i ­c ia les y la t r ipulación permanecen alerta para preservar el cargamento. Esto es de su interés personal, tanto como de interés humano. El of icial encargado del ancla efectúa cons­tantes recorridas observando la higiene, y se d is t r ibuyen abun­dantes sustancias desinfectantes. La cubierta alta es lavada y frotada todos ios días; la cubier ta de los esclavos es res­tregada e higienizada, y a las nueve de la mañana, todos los días, el capitán inspecciona ios lugares de su buque, razón por la cual ninguna nave, fuera de las grandes de guerra, puede compararse a una de esclavos por su sistemática l im­pieza, pureza y orden. No tengo noticias de que ei mareo que a veces diezma a ios emigrantes de Europa haya prevalecido alguna vez en esos buques que parten de Afr ica.

A l ponerse el sol comienza ei proceso de instalar a los esclavos para el transcurso de la noche. El segundo of ic ial y el of icial encargado del ancla desc ienden al interior de la nave, látigo en mano, al ineando a los esclavos en su debido lugar, los acomodados del lado derecho del buque mirando hacia adelante, dando la espalda al otro, mientras que los acomodados del lado izquierdo lo hacen mirando hacia la popa. En esta forma, todos los negros reposan sobre su lado derecho, lo que se considera preferible para el func iona­miento del corazón. Al d istr ibuir ios lugares, se presta part i ­cular atención a la altura, el ig iéndose a los más altos para los sitios más espaciosos del buque, mientras los más bajos y más jóvenes son alojados cerca del puente. Cuando el cargamento es grande y la cubierta baja está atestada, los que restan son acomodados en la cubierta alta, velándose por su seguridad con la co locac ión de tablones para prote­gerlos de la humedad. La estr icta d isc ip l ina del cargamento durante la noche es, por cierto, de la mayor importancia den­tro de los buques de esclavos, pues, de lo contrar io, todo negro se acomodaría como si fuera un pasajero.

Con el objeto de asegurar un si lencio perfecto y la regu­lar idad durante la noche, se el ige a un esclavo como guar­d ián , uno por cada diez, al que se le entrega " u n ga to " para dar fuerza a sus órdenes durante las horas de guardia. En pago de sus servicios, que, puede creerse, son admira­blemente prestados cada vez que se exige el uso del látigo, se le adorna con una vieja camisa o unos pantalones ence­rados. De vez en cuando, se d is t r ibuyen algunos leños entre

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los que van a dormir, pero este lujo no es nunca concedido hasta que se tiene la seguridad del ánimo pacif ico de los negros, pues muy frecuentemente los esclavos se sienten ten­tados a amotinarse, ut i l izando como armas estas almohadas de ia seiva.

Muchos de mis lectores considerarán como un acto de barbarie hacer dormir desnudos a los esclavos sobre tablo­nes, pero los nativos de Afr ica no están acostumbrados a hacerlo en nuestros colchones de plumas, ni ninguno de ellos, fuera de los l ibres y ricos, se dan siquiera el lujo de dormi r sobre una manta o cuero crudo. Entre los jefes man-dingos —los más industr iosos y civi l izados de los af r icanos—, los lechos, divanes y sofás son amontonamientos de basuras cubiertos de pieles sin curtir, mientras que trozos de vigas sirven de muelles. Por lo tanto, soy de opinión de que los esclavos así l levados exper imentan muy leves inconvenientes al permanecer acostados sobre la cubierta.

Se cuida mucho la vent i lación. Las escot i l las y ojos de buey permanecen abiertos donde se halla un esclavo, abrién­dose boquetes sobre la cubierta para la más amplia c i rcu­lación del aire. Las velas de navegación, también, arrojan constantemente una corr iente de aire hacia el interior, excep­to cuando están plegadas, momento, ciertamente, en que todas las comodidades son sacri f icadas en aras de la segu­r idad. Durante las calmas o las brisas leves, cuando el aire sofocante del t rópico hace la vent i lación imposible, se retiran las rendijas, permit iéndose que parte de los esclavos reposen por las noches en la cubierta, mientras la t r ipulación es armada para vigi lar a los que duermen.

Las esposas son rara vez usadas a bordo. Es cosa común en los barracones sujetar a los esclavos en grupos de diez, y mientras son embarcados van encadenados en grupos de ese número cada uno; pero como tales pelotones resulta­rían muy inconvenientes en el mar, se les despoja de las esposas para colocar les gri l los. Estos solamente se colocan a los hombres hechos, mientras que a las mujeres y a los muchachos se les deja en l ibertad conforme pisan el buque. Frecuentemente ocurre que cuando la conducta de los escla­vos mascul inos merece la l ibertad, quedan libres de ataduras mucho antes del arr ibo a puerto. Tampoco se usan para nada los gri l los en muchos buques brasileños para el trans­porte de esclavos, dado que los negros de Anjuda, Benin y Angola son mansos, en nada incl inados a la revuelta, como io son los del Cabo o los del norte de la Costa de Oro. Asimismo, un tratante experto jamás usará las cadenas sino cuando se vea obl igado a ello, pues no teniendo otro propó­sito que el desembarcar un cargamento con salud, cuanto más t iempo un esclavo permanece aherrojado más se dete­riora. El interés pecuniar io, lo mismo que los sentimientos naturales, le urgen ahorrar el empleo de los hierros.

Al hacer esta descr ipc ión paliativa, mi objeto no es el de disculpar a los esclavizadores o a su comercio, sino enmen­dar las exageradas historias que han c i rculado durante tanto

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t iempo con respecto a los viajes de ios buques con esclavos. En viejos t iempos, antes de que los tratados hicieran del

tráfico de esclavos un acto de piratería, la descarga de los cargamentos humanos se efectuaban tan cómodamente como los desembarcos de harina. Pero, hoy, la empresa se ve afectada por el secreto y el azar. Una parte salvaje y des­habi tada de la costa, donde existe alguna pequeña bahía o refugio, es comúnmente elegida por el capitán y sus confa­bulados. Tan pronto como el buque es l levado cerca de la playa y queda anclado, sus botes son cargados de esclavos, mientras el buque es rápidamente desmantelado para evitar el ser descubierto desde tierra o mar. Los apresurados esqui­fes van de uno a otro lado, incesantemente, hasta que ia carga que conduce el buque se encuentra toda en la playa, desde donde la aprisionada comit iva dir ig ida por el capi tán, se pone en rápida marcha hasta la p lantac ión más cercana. Al l í se encuentra a salvo de la rapacidad de los funcionarios públ icos del lugar, los que, de tener la posibi ld iad, imitan a sus superiores extrayendo "gra t i f i cac iones" .

Entretanto, un " c o r r e o " ha sido despachado a los propie­tarios en La Habana, Matanzas o Santiago de Cuba, el que de inmediato envía a la plantación ropas para los esclavos y otro para la t r ipu lac ión. Los preparativos son rápidamente hechos por intermedio de los corredores para la venta de los negros. En tanto, el buque, si es pequeño, es dis imulado para garantizar su retorno bajo una bandera costera hacia un puerto, para su venta. Si el buque es grande, se consi ­dera pel igroso su intento de regreso con un cargamento, o en "desast re" , y deb ido a esto, cuando no es quemado, se lo hace hundir en el lugar en que se encuentra.

Cuando el autént ico afr icano llega por vez pr imera a una plantación, se imagina en el paraíso. Queda asombrado de la generosidad con que es al imentado, dada la abundancia de frutas y al imentos frescos que se le proporc ionan. Sus nuevas ropas, una gorra roja y una frazada que quema (superf luidad de civi l izados que jamás imaginó), le dejan per-piejo de deleite, y en su salvaje alegría olvida no solamente a su país, sus relaciones y amigos, sino que salta a todos lados como un mono, mientras se pone las ropas al revés o coloca por delante la parte trasera. La l legada de un carruaje o carromato provoca no poca confusión entre los grupos de etíopes, que nunca imaginaron que las bestias pudieran ser uti l izadas para el trabajo. Pero la cu lminación de su sorpresa llega cuando aparece ese colmo de lo cur io­so, un post i l lón cubano, luciendo su saco color azul de cielo, su sombrero de copa alta de satén plateado con bombachas blancas y botas bri l lantes, mientras campani l lean los arneses de sus retozantes cuadrúpedos, dándoles la bienvenida en su lengua materna. Todos los afr icanos corren a "sonarse los d e d o s " con ese hermano ecuestre, quien, conforme a las órdenes recibidas, en el acto les echa un edi f icante sermón acerca de la d icha de ser esclavo de un hombre blanco, teniendo la precaución de hacer sonar

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sus espuelas y golpearse las botas con la fusta a cada frase que pronuncia, a manera de " a m é n " .

Cuando un cargamento pertenece a varios propietarios, cada uno se lleva su parte hacia su plantación. Pero si el los son de propiedad de especuladores, los negros son vendidos a quien los necesita antes de ser sacados del pr i ­mer lugar de depósito. La venta es realizada, por cierto, lo más rápidamente posible, a f in de evitar la intervención de los funcionarios bri tánicos ante el capitán general.

Muchos de los gobernadores españoles de Cuba han res­petado los tratados o, por lo menos, prometieron hacer cumpl i r las leyes. Escuadrones de dragones y fuerzas de lan­ceros fueron hechos desfi lar con la conveniente demora con el objeto de galopar hasta las plantaciones señaladas por el representante de Inglaterra. Empero, generalmente ocurre que cuando llegan los cazadores la caza ha desaparecido. La murmuración dice que mientras los corredores están ven­diendo a los negros que se hallan en el lugar de desembarco, no es cosa fuera de lo corriente que su propietario o agente golpee én la puerta del secretario del capitán general. Hasta se ha d icho que a veces está presente en el lugar el mismo capi tán general, y después de charlar acerca del feliz des­embarco del "con t rabando" , se hace ver el requerido " r o u -leaux" ante la mesa oficial bajo el humo de un cigarri l lo. El metál ico es considerado siempre de propiedad del capi­tán general, pero éste se l imita a deci r adiós desde la puerta, de jando entender su urgencia en obtener "un peque­ño negr i to" . Al día siguiente, el negrito no aparece, pero su equivalente es indudablemente presentado.

Capitulo X

El pronto despacho de "La Fortuna", logrado por mí, hizo surgir nuevas ideas en los comerciantes del río Pongo, de manera que quedó generalmente acordado que mi método de dividir los cargamentos entre diferentes factores era ventajoso, no solamente por su rapidez, sino también debido a que servía para evitar el monopolio, dando oportunidades iguales a todos. Durante una gran reunión de los comer­ciantes del río se resolvió que ésa debería ser la norma para el tráf ico en el futuro. Todos los factores, excepción hecha de Ormond, asistieron a este acuerdo. Pero nosotros supimos que las gentes del Mongo, con dif icultad, lograron

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impedirle que despachara a un grupo armado para acabar con nuestra reunión.

La noticia de este sentimiento de host i l idad se divulgó pronto por toda la colonia y en local idades cercanas, crean­do considerable animosidad contra Ormond. Mi plan y sus pr inc ip ios habían sido aprobados por los nativos como por los extranjeros, en forma que se hizo l legar al Mongo la advertencia de que si Joseph y Teodoro sufrían algún daño, pronto le pesaría. Nuestro nativo dueño del suelo, de origen fou lah, d i jo redondamente, en presencia de su propia gente, que los africanos ya estaban "cansados de este Mongo mu­la to" , y desde ese día su poderío fue reduciéndose notor ia­mente, aun cuando siempre se le guardó un resto de respeto deb ido a su edad y a su anterior importancia.

Durante estas di f icul tades, "El Aerostá t ico" retornó con­signado a mí, siendo despachado en veint idós días con un escogido cargamento de mandingos, miembros de una tr ibu que era cosa d is t inguida tener por sirvientes entre los haba­neros. Pero nunca volvió a saberse nada del buque, siendo probable que fuera devorado por ias terr ibles tempestades que se desencadenaron sobre ia costa poco después de su partida.

Ahora, yo había adquir ido tan repentina y grande impor­tancia entre los nativos, que los caciques y reyes de las vecindades me enviaban mensajes diarios de amistad, con insignif icantes obsequios que yo aceptaba prestamente. Uno de esos grandes señores vecinos, más generoso e insinuan­te que los demás, dejó entender varias veces su afán de que entre nosotros exist ieran más estrechas relaciones de afecto que las comerciales, y, por úl t imo, insistió en convert irse en mi padre polí t ico.

Siempre había oído decir en Italia que ya era algo obte­ner la mano de una princesa, aun después de hacer muchas carantoñas aburr idoras. Pero ahora, que me veía rodeado por una mult i tud de reyes que me hubieran dado sus hijas sin cjiscusión, conf ieso que tuve el mal gusto de no saltar gozoso ante un real ofrecimiento. Empero, yo me encontraba en posición dif íci l , pues no podía hacerse más grave ofensa a un jefe que rechazar a su cr iatura. Es un insulto tan serio rehusar una esposa, que los nativos de alcurnia, con el objeto de evitar riñas o guerras, aceptan el t ierno obse­quio, y conforme lo permiten las leyes de la et iqueta, lo traspasan a un amigo o persona de su relación. Como la oferta me fue hecha personalmente por el rey, me encontré en la máxima di f icul tad para soslayarla. Asimismo, él no estaba dispuesto a oír excusas. Cuando decl iné en razón de la extremada juventud de la damisela, rió incrédulamente. Y si yo puse de relieve lo pobre de mi salud y la tardPa convalecencia, él manifestó que nada hay como una vida matr imonial normal para un organismo en apuros. En real i­dad, me encontraba a punto de ceder cuando Joseph acudió en mi ayuda con el ofrecimiento de su mano como subst i tuto.

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Evidentemente, ai príncipe Yungee le preocupaba poco quién iba a ser su yerno en tanto fuera uno de piel blanca y con abundancia de dinero. Joseph o Teodoro, sajón o ital iano, no hacía di ferencia para el jefe. Y como es el caso en todos los países orientales, la opinión de la dama nada importaba.

No puedo decir que mi amigo contemplara el proyecto con el desagrado que provocaba en mí. El era quizá hom­bre de f i losofía más amplia y más generosas vistas sobre la fraternidad humana; de todos modos, su permanencia en Afr ica le había dado una inc l inac ión, no solamente en favor de sus gentes, costumbres y superst ic iones, sino que soste­nía regulares vinculaciones con más fervor y honestidad que la prevaleciente en un abol ic ionista común. Admiraba a las mujeres, a los hombres, el lenguaje, la cocina y la música de ios afr icanos. Caía en éxtasis ante ías notas discor­dantes del " t om- tom" de bambú. Tengo razones para creer que hasta la barbarie afr icana ofrece encantos para un inglés raro. Pero, pr incipalmente, él había sido ganado por el "do lce far n iente" de los nativos y la l icenciosidad or ien­tal de la pol igamia. Para abreviar, Joseph tenía el mismo agrado por una " cu fee " de pura sangre q u e - u n epicuro demuestra por el "haut goüt" de una perdiz en escabeche, y se evidenciaba transportado al ponerme yo de lado en esa cuest ión. Se olvidó de sus siestas y de sus cuentas, y anduvo de casa en casa con la emoción de un novio impa­ciente, y hasta que todo estuvo pronto para los ritos nupcia­les nadie en la factoría tuvo un momento de sosiego.

Como los parientes de la novia eran personas eminentes en la parte alta del río, insist ieron en que la ceremonia matr imonial debía celebrarse con todas las formal idades de­bidas al rango de la dama. Ester, mi mentora en todas las "cuest iones del país", sugir ió que sería contrar io a los inte­reses del inglés unirse a una familia cuyo único motivo para ello era sórdido. Persistió en afirmar que si él seguía desean­do tomar a una muchacha, debía hacerlo sin un "co lungee" o celebración de fiesta. Pero Joseph era obstinado como un buey, y como ignoraba si alguna vez volvería a casarse, insistió en que la boda fuera celebrada con todo el elegante esplendor del alto mundo afr icano.

Cuando esto quedó resuelto, se hizo necesario, por f iccio­nes de la et iqueta, ignorar los anteriores ofrecimientos de ia novia y comenzar nuevamente, como si la damisela fuera a ser buscada de la manera más del icada por un enamorado preso de la desesperación. Ella debía ser reclamada of ic ia l­mente por el novio a su recalcitrante señora madre, y, para esto, la más respetable matrona entre las amistades de color que Joseph tenía en nuestra colonia fue buscada para que le sirviera de emisaria. La elegida era la pr incipal esposa de nuestro pr imer propietario de tierras, Alí Nimpha, y como ios africanos, lo mismo que los turcos, aman el peso, la dama era una de las más obesas como también una de las más respetables de nuestra parroquia. Varias "a t tachées"

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femeninas se unieron a la comit iva de la embajadora, la que en esta forma partió para hacer ia apropiada "dan t i ca " . Los obsequios elegidos eran de cuatro clases. Ante todo, dos damajuanas de ron común fueron l lenadas para alegrar a ia comunidad de la local idad del Mongo de Yungee. Luego, una pieza de tela de algodón azul, un mosquete, un cajón de pólvora y una media damajuana de ron puro para el padre. Después, una joven virgen envuelta en tela blanca de a lgodón " tontongee" , llevó una pieza de tela blanca de a lgodón, un recipiente blanco, una oveja blanca y una cesta con arroz blanco para la madre. Y, por úl t imo, unos pr ismá­t icos alemanes, varios montones de col lares, un col lar de coral , una docena de pañuelos de mano de color rojo turco y una pieza de tela impecablemente blanca eran los obse­quios para la novia, junto con una vasFja para aceite blanco de palma a fin de que pudiera untar su cuerpo de ébano después del baño, cosa que nunca se olvidan de hacer las bellas de Afr ica.

Mientras estuvo ausente esta misionera del amor, nuestro suspirante enamorado dedicó sus energías a la erecc ión de su palacio nupcial , y la tarea exigió exactamente tantos días como los empleados para la creación del mundo. El ed i f ic io quedó terminado con la ut i l ización de bambú, paja y una discreta cant idad de barro. Y como creyó Joseph que el f rescor y el amor estaban asegurados en un cl ima como ése gracias a la absoluta oscur idad interior, se abasteció hasta tal punto de este artículo, que se olvidó de instalar venta­nas por entero. El mobi l iar io de su domic i l io quedó hecho con todos los lujos del gusto en el lugar. Un elást ico de cuatro postes de bambú fue por él co locado; algunos sun­tuosos adornos fueron d ist r ibuidos dentro del recinto, echó un colchón con funda de algodón sobre la cama, quedando a cargo de un viejo baúl el servir la mesa y guardarropa. Y como los negros se desviven por los largavistas, el más grande de los de nuestros depósi tos fue colgado sobre la puerta, dado que era la única parte i luminada del edi f ic io.

Cuando, f inalmente, todo estuvo completado y Joseph se restregaba de deleite las manos, apareció la corpulenta da­ma, y con voz entrecortadamente asmática le anunció que su misión había tenido éxito. Si es que se tuvieron dudas al respecto, éstas ya estaban disipadas. El oracular " f e i t i c h " anunció que la entrega de la prometida a su señor podría tener lugar "en ei décimo día de la luna nueva".

Como ese planeta se hincha desde el cuarto menguante hasta pasar a ser un cuarto más l leno, la impaciencia de mi compinche se h inchó con el la. Pero, f inalmente, los d is­paros de mosquetes, el estrépito de las t rompetas y el ruido de los " tom- toms" not i f icaron desde el río que Coomba, la novia, se acercaba al muelle. Joseph y yo nos apresuramos a ponernos nuestras camisas l impias, los pantalones b lan­cos y los relucientes zapatos, y, bajo la sombra de anchos sombreros y paraguas nos encaminamos a saludar a la dami­sela. Nuestra obesa amiga, la matrona, su marido, nuestros

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cr iados y una mult i tud de individuos del vi l lorr io nos acom­pañaron hasta el borde de las aguas, l legando justo a t iempo para recibir a las c inco canoas que traían a la corte del rey y a su hija. Bote tras bote desembarcaron sus pasajeros, pero, para nuestro desmayo, ellos se mantenían apartados, y, evidentemente, estaban disgustados. Cuando la últ ima canoa adornada de banderas trayendo el cortejo de ia novia se aproximó al lugar, el jefe de la escol ta hizo señal para que se detuviera y prohibió el desembarco.

En el acto se produjo un tumulto, imaginable sólo por los residentes en Afr ica o por aquellos cuyos oídos han sido regalados con la chachara de una "selva de monos" . Nuestra lustrosa dama estaba asombrada. El inglés aspiraba sus ha­ches con nerviosidad nada común. Nos apresuramos a ir de uno a otro lado para inquir ir la causa de todo eso, pero no fue sino después de media hora de gastar palabras que supimos que el los se consideraban disminuidos debido, pr in-cipamente, a que no habíamos hecho ninguna salva en su honor. En segundo lugar, estaban ofendidos a causa de que no habíamos extendido esteras desde la casa hasta la playa para que la novia pudiera colocar en ellas sus virginales pies sin exponerlos en nada.

En este punto nos hallábamos ante un terr ible di lema. Podían dispararse las pistolas al instante, pero, ¿dónde, en ese momento, podíamos obtener bastantes esteras como para cubrir las quinientas yardas que mediaban el camino desde el río a la casa? ¡Debía romperse la unión!

Mi inglés, con la cresta caída, comenzó de inmediato a disculparse sosteniendo su ignorancia de las costumbres del país, asegurando que los extranjeros no tienen idea de lo que debe hacerse. Empero, el recalcitrante "maestro de ceremonias" no estaba dispuesto a ceder ni en una t i lde en su rigurosa condena.

Por últ imo, nuestra voluminosa dama se acercó al conduc­tor de la comit iva de la novia, y, palmoteándose en las rodi­llas, confesó su negligente culpa. Recién, por primera vez, vi un destello de esperanza. Joseph mejoró al instante su caso dic iendo que había ut i l izado a esa dama como madrina para conducir lo todo dentro de la manera más sublime que pudiera imaginarse, dado que presumía que nadie mejor que el la conocía todo lo reclamado con respecto a una tan admirable y virtuosa dama como Coomba. Y si bien lamen­taba como nadie los desdichados errores de ella, no creía que sus consecuencias debieran recaer sobre él. La negl i ­gente matrona debía pagar su culpa, y como ahora era imposible conseguir las esteras, ella entregaría el valor de un esclavo para contr ibui r a hacer más alegre la f iesta, l levando a la novia sobre sus espaldas desde el río hasta la casa.

Aplausos y un inmediato murmullo de sat isfacción llegó de la mult i tud, revelando la aprobación del acuerdo. Pero la carga no era una sinecura para la culpable, que a veces encontraba dif icultad para caminar por las arenas africanas,

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aun sin carga alguna. Empero, no se perdió más t iempo en palabras o lamentos. Fueron desembarcados los mosquetes y otras armas de fuego, haciéndose d isparos; ia real embar­cación fue l levada hasta el atracadero, y padre, madre y hermanos de la novia pisaron t ierra. Se hic ieron sonar " t o m -t o m s " y trompetas, y, por úl t imo, la condenada misionera l legó hasta ia canoa para recibir las veladas formas de una de lgada novia.

Ei proceso del traslado fue acompañado de gran algazara. La cargadora gruñía "mientras engrasaba la t ierra f l aca" bajo sus fuertes pisadas. Pero, con mucha paciencia y esfuerzo, acabó por caer con su carga sobre la cama de bambú.

Tan pronto como su conductora y carga se vieron rele­vadas de la fatiga, la doncel la fue hasta la puerta, y, confor­me desató la tela de a lgodón que ocul taba su cabeza y miembros, una exc lamación admirada recorr ió la mult i tud de nativos que nos siguió desde el desembarco hasta la choza. Y cuando Joseph recibió la mano de Coomba, entre­gó a la matrona la pr incipesca recompensa de un esclavo.

Ciertamente, Coomba no contaba más de dieciséis años de edad. Empero, debe recordarse que en esa ardiente región los sexos maduran mucho antes que entre los pál idos hermanos del norte. Ella pertenecía a la t r ibu soosoo, pe­ro descendía de antecesores mandingos, impresionándo­me grandemente la poco común simetría de sus miembros delgados. Sus facciones y cabeza, si bien dec id idamente afr icanos, no eran de esa suerte vulgar y pesada que cons­t i tuyen los l ineamientos comunes de las de su raza. El p ig­mento de su bri l lante piel era f ino y pul ido como ébano. Una melancól ica languidez se adivinaba en ella, ahondada por la negrura de sus grandes ojos, a la vez que sus peque­ños dientes uniformes br i l laban con la pureza de la nieve. Su boca era rosada y hasta del icada, y de no revelar sus tobi l los, pies y mota los desafortunados t ipos de su especie, la hi ja del Mongo Yungee hubiera podido pasar por una obra maestra en mármol negro.

El escaso atavío de la damisela me permit ió ser muy minucioso en la c las i f icac ión de sus encantos. Y, en verdad, de no haberla examinado tan atentamente, yo hubiera roto con la et iqueta matr imonial , tanto como si hubiera dejado de admirar su ajuar y ios obsequios para la novia, en la casa. Como todas las doncel las de su país, l levaba col lares en la cintura y en el cuel lo, mientras que abundantes braza­letes cubrían sus brazos desde los puños hasta los codos. El b lanco " ton tongee" aún cubría parte de sus espaldas, pero la act i tud de Coomba indicaba más la necesidad de ornamentos que de telas.

Tan pronto como terminó el proceso de desnudez de la mychacha, dándose t iempo a los espectadores para contem­plarla, la madre la condu jo amablemente hasta la obesa embajadora, la que, con sus acompañantes, llevó a la mu­chacha a un baño para las abluciones, a l lenarse de un ungüento y a ser perfumada. Mientras Coomba se sometía

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en manos de nuestra matrona, numerosas mujeres obesas penetraron en la casa, y, al retirarse, estrechaban la mano de la madre como acto de reconocimiento de la pureza de la doncel la, añadiendo cumpl idos para el novio por su suerte.

Conforme terminaron las operaciones del baño y de los ungüentos, salieron de la choza seis muchachas conducien­do a una reluciente joven envuelta en una sábana de inma­culada blancura, depositando ia carga en e! lecho nupcial. El lugar quedó entonces c lausurado y bajo la vigi lancia de centinelas, y cuando la roll iza plenipotenciar ia se llegó al anglosajón y le hizo entrega de los pocos restos de los velos de la novia, le señaló la puerta y en alta voz declaró:

—Hombre blanco, esto le autoriza a tomar posesión de su esposa.

Puede suponerse, muy naturalmente, que nuestro radiante inglés se sintió algo confundido por tan públ ica evidencia de su d icha marital, a las seis de la tarde de un caluroso treinta de junio. Joseph no podía evitar el echarme miradas de sonrojo y risa cuando vio los ojos de la mult i tud f i jos en sus movimientos. Pero, conteniéndose como todo un hombre, hizo un profundo "sa laam" a la multitud admirada, y apre­tando convulsivamente mi mano, se introdujo en las t inieblas de su casa. Un largo poste ya había sido colocado frente a la puerta, y en él se izó una franja de tela blanca de a lgodón, de las dimensiones de un " tontongee" , como de­mostración de que se estaba ante zona privada, tela que f lotaba como pavés de embarcación dando cuenta de que el comodoro se hallaba a bordo.

Apenas habían terminado todos estos ritualismos, cuando la casa se encontró rodeada de una nube de mujeres de las local idades cercanas, cuyos incesantes cantos, chi l l idos y par loteos, unidos a los golpes de " tom- tom" , ensordecían todos los oídos mortales. En tanto, los hombres de la comi ­tiva —cuya alegría en torno de una enorme fogata aumentó por la abundancia de las bebidas alcohól icas y los al imen­t o s — se divertían danzando, gri tando, profir iendo aull idos y descargando los mosquetes en honor de los recién casados.

Tal fue la interminable serenata que arrulló la almohada de los enamorados durante toda esa noche memorable. Al aclarar el día, apareció nuevamente la corpulenta matrona entre los árboles y la tambaleante mult i tud, dando término a sus funciones con algunas ceremonias misteriosas presi­didas por el escuál ido recién casado insomne; éste mar­chó desde la oscura cavidad de su horno, más semejante a un condenado confundido y salvado de ser ahogado que a un radiante marido que encontraba a su bella. A su debido t iem­po, también salió la desposada con la matrona para realizar su baño, donde fue untada de pies a cabeza con una grasa vegetal — cuyo olor, probablemente, debe ser más agrada­ble a los afr icanos que a los estadounidenses— y fue nutrida con el contenido de una taza de caldo hecho con t ierna carne de ave.

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Las fiestas de ia boda se prolongaron durante tres días, después de lo cual yo insistí en que Joseph debía dejar todas esas locuras para decicarse a los negocios, sacándolo de su éxtasis con la entrega de una cuenta de gastos de casamiento que llegaba a quinientos c incuenta dólares.

La luna de miel de mi compañero no duró mucho, si bien no fue interrumpida por d iscordias matr imoniales. Uno de sus acreedores de Sierra Leona, el que no había sido tenido en cuenta tan l iberaimente como ios demás, visitó al gober­nador británico de la co lon ia para comunicar le que cierto Edward Joseph, inglés, era dueño de una factoría en la zona del río Pongo, negocio que manejaba con un español, en ­vueltos ambos en el t ráf ico de esclavos.

Por lo tanto, se envió de inmediato una expedic ión hacia nuestro pequeño establecimiento, y muy probablemente hu­biera llevado a efecto sus designios de no haber s ido por nuestro amigo israeli ta de Sierra Leona, quien nos hizo l legar una oportuna advertencia. Tan pronto como tuvimos ia not i ­cia, Joseph se embarcó en un transporte de esclavos, y empaquetando todas sus pertenencias huyó de Afr ica con sesenta negros. Su desconsolada esposa fue devuelta a sus padres.

Como la hosti l visita procedente de la colonia br i tánica era esperada de hora en hora, yo no demoró mucho en poner nueva cara en Kambia. Abrí nuevos l ibros exclusiva­mente a mi nombre, anotando las fechas con cuidado como para complacer todas las cur iosidades, y las gentes de la local idad quedaron aleccionadas sobre la manera de res­ponder a las impert inentes preguntas. En esta forma, cuando el teniente Findlay, del servicio naval de su majestad br i tá­nica, hizo su apar ic ión en el río en una misión que traía tres botes que ostentaban la cruz de San Jorge, nadie en el lugar estaba menos ansioso que don Teodoro, "e l españo l " .

En seguida, el teniente me exhib ió una autor ización de) gobernador de Sierra Leona y sus dependencias facul tándole para quemar o destruir las propiedades de Joseph, lo mismo que para arrestar a esa misma persona. Yo le expresé mi pesar por no poderle faci l i tar sus planes, dado que el busca­do se hal laba a f lote, sobre el agua salada, a la vez que todos sus bienes me habían sido vendidos mucho t iempo atrás, de lo que había una documentac ión convincente. En prueba de mis asertos, le presenté papeles y l ibros. Y cuando traje al propietar io afr icano de la t ierra en que nos hal lábamos para conf i rmar cuanto yo decía, el teniente se vio obl igado a renunciar a las host i l idades y a aceptar una invitación a comer. Su conducta durante todo lo que duró la investigación fue la de un cabal lero, cosa que, siento decir lo, no siempre es la de sus compatr io tas de esa profesión.

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Capítulo XI

Durante la estación de las l luvias, que comienza en junio y se prolonga hasta octubre, los depósi tos de provisiones en los establecimientos a lo largo de la costa del Atlántico sufren frecuentemente serios per juic ios. Las tr ibus de man-dingos y foulahs del interior se ven impedidas, por el creci­miento de las aguas de los rios que los separan, de visitar (as piayas y traer sus productos. En esos trances, las facto­rías t ienen el recurso de avanzar en canoas por ios pequeños ríos, en los que no pueden penetrar ios buques que cruzan el mar, ni ser vadeados por las caravanas de (os jefes del interior.

Cuando comienzan a disminuir las lluvias, se esfuerza por l legar a la costa una que otra caravana reducida. Como yo era apenas recién l legado a la región y carecía de abundan­cia de medios, solamente tuve muy pobre parte en este comerc io. Empero, me consolé esperando tener mejor suerte en los negocios durante la estación seca.

En tanto, no solamente tuve noticias del seguro arribo de Joseph a Matanzas, sino que también recibí a un empleado que él despachara para instalarse en Kambia mientras yo visi tara el interior. Más todavía: construí una embarcación y la despaché hacia Sierra Leona con un cargamento de aceite de palma para ser canjeado por mercancías britá­nicas. Y f inalmente, durante mi perfecta ociosidad, decidí esforzarme por aprender a fondo el comercio que al parecer me señalaba el dest ino.

Sería una tarea que demandaría muchas páginas la tenta­t iva de dar detal lada cuenta del origen y las causas de la esclavi tud en Afr ica. Como inst i tución nacional, parece que exist ió siempre. Los afr icanos fueron sometidos en todas partes: en los más antiguos monumentos aparecen sus imá­genes vinculadas con trabajos viles y con la servidumbre absoluta. Empero, no vaci lo en declarar que tres cuartas partes de los esclavos enviados desde Afr ica al extranjero son los frutos de las guerras de los nativos fomentadas por la avaricia y la ambic ión de nuestra propia raza. No puedo disculpar a ninguna nación entregada al comercio de tan terminante condenación. Nosotros estimulamos las pasiones de los negros mediante la introducción de necesidades y fantasías jamás soñadas por el simple nativo, cuando la esclavi tud era una inst i tución que únicamente llenaba nece­sidades y comodidades domést icas. Pero lo que anter iormen­te fuera lujo se había convert ido ahora en una absoluta necesidad. En esta forma el hombre había pasado a ser la moneda de Afr ica y el "med io de pago" legal de un comercio brutal .

¡Hoy día, con toda su fi lantropía, Inglaterra despacha bajo la cruz de San Jorge, en convenientes bodegas del "comer-

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ció lega l " hacia la costa, mosquetes de Bi rmingham, telas de Manchester y plomo de Liverpool , todo lo cual es muy legalmente d is t r ibu ido en Sierra Leona, Accra y la Costa de Oro a cambio de dinero español o brasi leño pagado en Londres. Sin embargo, ¿qué comerciante br i tánico ignora el comerc io en que se basa ese d inero y en apoyo del cual se adquieren esas mercancías? Francia envía sus tej idos de a lgodón de Ruán, los alcoholes de .Marsella, del icados tafe­tanes e indescript ible variedad de cosas. Alemania deman­da su parte con sus pr ismát icos y col lares, mientras mul t i ­tudes de nuestros dignos comerciantes, los que colgarían a los tratantes de esclavos como a piratas al ser atrapados, no tienen escrúpulo en abastecerlos indirectamente con taba­co, pólvora, a lgodón, ron estadounidense y art ículos de Nue­va Inglaterra, con el objeto de hacer morder el cebo de la trampa en que podrá caer el otro. Es la tentación de estas cosas, repito, lo que nutre las guerras en las cuales apresan a esclavos en Afr ica y forman las bases humanas para esos admirables documentos de cambio.

El mes de noviembre de 1827 trajo la deseada "es tac ión seca" , y con ella l legó un mensaje del conductor de una caravana que, con luna llena, se detendría en mi local idad con toda la producc ión que podía traer. El que iba al frente de ello era portador de un mensaje de su amado sobr ino, Ahmah de Bellah, agregando en su comunicac ión que sola­mente se detendría en el trayecto para aumentar su caravana, para mayor enr iquecimiento de mis cofres.

No dejé transcurr i r ese día sin despachar a un intérprete para saludar a mi visitante en viaje, l levándole apropiados presentes, en tanto yo sacaba ventaja de su demora cons­truyendo una nueva residencia para recibir lo en ella, pues ningún foulah, un mahometano, vivirá bajo el mismo techo que un infiel. Amueblé la casa conforme al gusto de el los adornándola con verdes pieles y varias esteras nuevas.

Esa era la primera caravana y el pr imer conductor con pretensiones reales que visitaba mi instalación, razón por la cual alfombré mi "p laza " con esteras, coloqué un grupo de guardia con armas detrás de mí, l lenando ei frente de la casa con banderas fantásticas, y ante el taburete en que tomé asiento, extendí la más blanca de las pieles de oveja, de la más fina lana, para asiento del noble salvaje. Avanzan­do hasta los peldaños del frente de mi casa, me mantuve descubierto mientras se aproximaba el foulah, presentándo­me éste una caj i ta de cuerno de gacela, montada en plata, para rapé, la credencial con la cual convino Ahmah de Bellah que acredi taría su misión. Al recibir eso con un " sa laam" , lo l levé reverentemente a mi frente, y lo pasé a Alí Nimpha, que, en esta ocasión, hizo el papel de escr iba mío. Terminada la ceremonia, lo tomamos de las manos y lo conduj imos hasta la piel de oveja que le estaba dest i ­nada, en tanto que yo, con una inc l inación de cabeza, me senté en mi taburete.

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De acuerdo con " la costumbre del país" , Mamí de Yong comenzó entonces su "dan t i ca " o exposic ión de propósitos, invocando ante todo a Alá como testigo de su honor y s incer idad.

— N o solamente —d i j o el mahometano— soy portador de los saíudos de mi querido sobrino Ahmah de Bellah, sino que también soy el enviado de mi real señor, Alí Mamí de Footha Yal lon, quien, por deseo de su hijo, me ha enviado con una escolta para que le acompañe a usted en su prome­t ida visita a Timbo. Durante mi ausencia, mi señor me ha dado órdenes para que viva en su posesión de Kambia a f in de que sus propiedades estén a resguardo del Mongo mulato de Bangolang, de cuya malevolencia hacia su perso­na se han tenido noticias hasta en nuestras lejanas montañas.

La últ ima parte de este mensaje casi me sorprendió, por cuanto si bien mis relaciones con el Mongo John no eran amistosas en modo alguno, no creí que la historia de nues­tra ruptura se hubiera extendido tan lejos o yo mereciera tanta simpatía en mi favor.

Conforme a esto, cuando Mamí de Yong dio término a su mensaje, me acerqué a él con palabras de agradecimien­to por el interés de su señor por mi bienestar, jurando aceptar la invi tación del gran rey de Footha Yallon.

Con esto terminó la ceremonia de recepción, después de lo cual me apresuré a conducir a Mamí de Yong a sus hab i ­taciones, donde le presenté como obsequio una reluciente pava y un t intero, dejándole entender, además, que estaba especialmente interesado en saber que todos sus acompa­ñantes de ia caravana se sentían completamente satisfechos.

A la mañana siguiente, temprano, recordé el gozo de su sobrino Ahmah de Bellah cuando por primera vez le aga­sajé con "co f fee" , y me decidí a dar la bienvenida al jefe, conforme diera término a sus abluciones, con una taza llena de la fragante infusión. No pude haber descubierto una rumbosidad más grata para el viejo señor. Lo había sorbido treinta años atrás en Timbuctoo, donde es usado, di jo, por el pueblo de Moisés (entendiendo a los hebreos), donde lo mezclan con leche y miel, y su del icioso aroma trajo el bien guardado recuerdo a sus labios al paladear el contenido de la taza.

Mucho antes del arr ibo de Mamí de Yong, su fama de sabio "hombre de l ib ros" y gran viajero llegó a nuestros oídos, de modo que cuando él mencionó su viaje a T im­buctoo, le rogué que hiciera algún relato de esa "capi ta l de capi ta les" , como la l laman los afr icanos. El real emisario me prometió hacerlo tan pronto como diera término a sus lecciones matinales para los niños de la caravana. Su resi­dencia se veía concurr ida por una docena o más de jóvenes foulahs y mandingos, rodeando un fuego, mientras el prínci­pe se sentaba apartado de el los, en un r incón, con el t intero, p lumas de ave para escribir y un montón de viejos manus­cri tos. Alí Nimpha, nuestro descarr iado mahometano, estaba allí s imulando atención a los preceptos de Mamí y a los

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versículos del Profeta. El pecador era un escrupuloso devoto en presencia de ios fieles, pero, cuando éstos daban vuelta la espalda, sé de pocos que se regodearan más vorazmente con la carne de cerdo o evitaran beber agua más conc ien­zudamente.

Mamí había visitado muchas de las colonias europeas y de los reinos marroquíes sobre la costa norte de Afr ica, lo que le daba ía ventaja de poder hacer comparaciones, y, por cierto, no estaba asombrado de la ignorancia de los afr icanos que no habían ido muy lejos y que consideraban! a Timbuctoo como una mezcla de París con el paraíso. Tampoco aparentaba, como la mayoría de los jefes mandin-gos, preferirlo a Senegal o a Sierra Leona. Confesaba que el palacio real no era allí más que un cerco de paredes de barro, levantado sin gusto ni simetría, dentro de cuyo confuso laberinto había numerosos edi f ic ios para las espo­sas, hijos y al legados del soberano. Si el palacio real de Timbuctoo era de tal carácter, decía él, "¿qué pueden ser los alojamientos de los nobles y de las gentes de la local i ­dad?" . Las cal les eran pasos; las t iendas, pequeños comer­cios, siendo super iores los suburbios de una colonia euro­pea en sus aspectos. Solamente el mercado de T imbuctoo merecía su admirac ión. Todas las semanas se veía atestado de comerciantes, vendedores, buhoneros y traf icantes que vivían en reinos cercanos o l legaban de lejos con esclavos y productos. Moros e israelitas del nordeste eran los más eminentes y ricos comerciantes.

El pr ínc ipe no gozaba de favores de parte del gobierno de ese importante reino. ¡Los extranjeros son obl igados a pagar impuestos y vigi lados. En real idad, descubrí que, a pesar de su pobreza arqui tectónica, T imbuctoo era un gran centro comerc ia l , y que los hombres de negocios, lo mismo que innumerables reyezuelos, acudían hasta allí, no so lamen­te por la abundante sal mineral de sus inmediaciones, sino también porque en ese lugar podían cambiar sus esclavos por mercancías extranjeras. Pregunté al foulah por qué pre­fería los mercados de T imbuctoo a los depósi tos de las colonias europeas sobre la costa, hacia los cuales se l legaba más fáci lmente que hasta esa médula de Afr ica.

— ¡ A h ! —respond ió el astuto comerc iante—, ningún mer­cado es bueno para el verdadero afr icano cuando no puede cambiar l ibremente sus negros por lo que el propietar io de algo o el importador t ienen para vender.

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Capítulo XII

Habiendo completado las negociaciones comerciales con los de la caravana, hice mis preparativos personales para la prolongada ausencia, poniendo al noble foulah al frente de mis bienes, empleados, agentes y pobladores, a los que encargué part icularmente que consideraran a Mamí como mi otro yo. Creí conveniente aún, antes de hundirme en la selva —de jando mis cosas terrenales y mis perspectivas en este mundo a cargo de un mahometano extranjero—, ir remando hasta Bangalang para mantener una conversación con el Mongo John, durante la cual podría sondear al veterano acer­ca de sus sentimientos y proyectos. Ormond se encontró en aprietos tan pronto como aparecí. Deseaba bastante que pudiera perecer víct ima de la traic ión por los caminos, mos­trándose reticente ante la posibi l idad de que yo llegase a penetrar en Afr ica estableciendo alianzas que me darían una super ior idad sobre los monopoüzadores de la costa. Adiviné estos pensamientos en su celoso corazón mientras hablá­bamos con cortesía nada cordial . Al despedirme, di je al Mongo, por primera vez que estaba seguro de que mi esta­blecimiento no iba a sufrir ninguna decl inación o daño durante mi ausencia, puesto que el poderoso foulah Alí Mamí de Footha Yal lon había despachado a uno de sus lugarte­nientes para cuidar Kambia mientras yo me encontrara au­sente y que ocuparía mi población con sus guerreros. El mulato, ante esto, miró asombrado y abandonó abruptamente la estancia, en si lencio.

Esa noche dormí bastante bien a pesar del desagrado del Mongo. Mi confianza en el foulah era total. Extranjero como era él, sentía una instintiva seguridad en su protección para mi casa y en su vigi lancia para mi persona a través de la selva.

A! alborear el día me encontraba de pie. Era una hermosa y fresca mañana. Tal como despierta la naturaleza en los bosques de ese mundo primit ivo, las nieblas se desvanecen de las superf icies de las aguas y los primeros rayos del sol perietrar; a través del bri l lante rocío que cubre la prodigiosa vegetación, enviando mil aves para poblarlo todo con sus cantos.

A las diez de la mañana la caravana estaba en marcha, compuesta por treinta individuos delegados por Ahmah de Bellah, encabezada por uno de su relación, como capitán. Diez de mis propíos sirvientes tenían la misión de llevar mi bagaje, mercancías y provisiones, mientras que Alí Nimpha, dos intérpretes, mi sirviente personal, un camarero y un ca­zador constituían mi guardia inmediata. En total, marchá­bamos unas cuarenta y c inco personas.

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Al partir, Mamí de Yong se acercó para "sonar los dedos " , poniendo en mis manos copia de un versículo del Koran escr i ­ta con la letra de su señor — " L a hospi ta l idad para el viajero cansado es el camino del c i e l o " — que debía servirme de pasaporte para todos los buenos mahometanos. El jefe foulah se inc l inó hacia lá t ierra, y l lenando sus manos de polvo, lo esparc ió sobre nuestras cabezas como voto por un fel iz v ia je. Luego, posternándose con la cabeza contra el suelo, nos d i jo : " ¡S igan nuestro camino ! " .

Ni aun los mejores de los caminos de Afr ica superan a los pasos para cabras, y apenas son suf ic ientes para su cruce por un solo viajero por vez. Debido a esto, nuestra comit iva avanzó de uno en fondo. Dos hombres, fusta en mano, ar­mados con mosquetes cargados, iban adelante, no solamente como exploradores del t rayecto y para advert i rnos de cual ­quier peligro, sino también para cortar las ramas y raíces qua entorpecían nuestro paso a través de tan prol í f icas t ierras. Marchaban a la distancia de un gri to del resto de la cara­vana, dando voces cada vez que nos aprox imábamos a árbo­les venenosos, estr ibaciones de montañas, nidos de ar ispos r

repti les o cualquiera de los pel igros etíopes, de los que no se t ienen not ic ias en nuestras selvas americanas. Detrás de esa avanzada iban nuestros changadores con al imentos y equipajes. Se había d ispuesto que en el centro fueran las mujeres, los niños, los guardianes y los demás, mientras que en el fondo iba yo con los jefes, quienes, látigo en mano, encontraban a ratos conveniente est imular con el los a ios rezagados. Cuando cruzamos las cercanías de las local ida­des soosoo, nuestro imponente corte jo era saludado con descargas de mosquetes, mientras mult i tudes de mujeres y niños seguían ai hombre blanco para decir le adiós en el límite de sus lugares.

Durante un día o dos, la caravana atravesó una zona de t ierras onduladas, quebradas por bosques, con campos cu l t i ­vados y aldeas afr icanas, en las que éramos acogidos por ios jefes con insigni f icantes obsequios como demostrac ión de amistad. Habituado perezosamente a los pocos ejerc ic ios de un poblador de la costa, donde los viajes se l imitan a los pasos desde la casa al atracadero y del at racadero a la casa, exigía algún t iempo el acostumbrarse de nuevo a caminar largamente. Gradualmente, empero, me sobrepuse al do lor de los pies, s int iéndome completamente rendido la pr imera no­che, cuando me eché sobre la hamaca. Sin embargo, cuando todos nos conoc imos mejor y nos habi tuamos más a la vida de la selva, marchamos contentos en el umbrío si lencio de aquél la, cantando, gastando bromas y alabando a Alá. Hasta los esclavos se permit ían fami l iar idades nunca toleradas en los pueblos, mientras se ve* a de vez en cuando a los jefes re­levando a los sirvientes en el t ransporte de las cargas. Al caer la noche, las mujeres traían agua, al imentos coc inados y distr ibuían las raciones. En esta forma, después de cua­tro días de agradable travesía a paso moderado, nuestra polvorienta caravana se detuvo a la hora de la puesta del

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Llamada
prosternándose
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sol ante las puertas cerradas de la local idad fort i f icada per­teneciente a Ibrahin Alí, el jefe mandingo de Kya.

Pasó algún t iempo antes de que nuestros gritos y golpe­teos en las puertas despertaran la atención del guardián y se respondiera a nuestros l lamados, pues era la hora de las ple­garias e Ibrahin se encontraba entregado a sus ejercicios espir i tuales. Finalmente, impacientado por su demora, disparé con mi escopeta de dos caños, cuya detonación, estaba segu­ro» acabaría por l legar a los oídos del devoto mahometano. Apenas se había apagado el eco de los d isparos, cuando se oyó el redoble del j j r a n tambor de guerra de la local idad, mientras una voz, por un agujero, nos interrogaba acerca de lo que nos traía. Dejé las negociaciones para nuestro acce­so allí a cargo del jefe foulah, quien en el acto respondió que " la caravana de Alí Mamí, cargada de mercancías, pedía hospi ta l idad" , añadiendo Alí Nimpha que "e l hombre blanco de Kambia" rogaba que se le permit iera penetrar.

Muy poco después giraron los goznes e Ibrahin mismo adelantó la cabeza para dar la bienvenida a los forasteros, haciéndoles entrar uno a uno en la poblac ión. La recepción que nos br indó a Alí Nimpha y a mí fue muy cordia l , pero habló con el jefe foulah en tono de frío protocolo, pues los rnandingos muestran poca paciencia con sus rivales de na­c ional idad.

Alí Nimpha había sido compañero de juegos de Irbahin antes de partir para la costa. Su amistad se mantenía aún con primit iva s incer idad, y la mayor ambic ión del jefe de tr ibu era hacer honor ai compañero de viaje e invitado de su amigo. De acuerdo con esto, fueron convocadas las esposas y demás mujeres para que prepararan mi alojamiento con el mayor lujo y comodidad. Se el igió la mejor casa para que me sirviera de residencia. El suelo de t ierra fue cubierto de esteras. Se extendieron cueros sobre los jergones de adobe, encendiéndose un fuego para puri f icar la atmósfera. Se d is­tr ibuyeron pipas entre mis acompañantes, y mientras se ataba una hamaca para que yo pudiera reposar antes de la cena, se despachó a uno de los más entusiastas en busca de la oveja más gorda para tan importante comida.

ibrahin apostó centinelas alrededor de mi choza a f in de que mi sueño no fuera per turbado, hasta que me despertó Alí Nimpha con la not ic ia de que en las cámaras del mismo ibrahin humeaban los recipientes con arroz y los guisos. Nimpha conocía mis gustos y él mismo supervisaba la c o c i ­na. Frecuentemente gastaba chanzas acerca de " la manía del hombre b lanco" , cuando mi estómago se sublevaba con ­tra algún desagradable plato de ese país; en esta forma, mi garganta era recorr ida por los más puros trozos horneados y caldos de bien conocidas piezas, que yo engullía con el ape­tito de un hombre de tropa. Mientras estos manjares se en­contraban sobre el fuego, el sabroso olor del r ico guiso, con una abundante salsa, saludó mi olfato, y sin pedir permiso, hundí la cuchara en una fuente colocada frente a mis agasa­jadores, al parecer dispuesta exclusivamente para el los. Al

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momento fui invitado a part ic ipar de la "bonne-bouche" , en ­contrando tan del ic ioso ese al imento, que aún ahora, a des­pecho del t iempo t ranscurr ido, se me hace agua la boca cuando recuerdo aquel las bolas de carne de carnero adoba­das con maní tostado y que esa noche devoré en la loca­l idad mandinga de Kya.

Pero la mejor de las fiestas es poco diver t ida sin a lgún l íquido reanimador. El agua solamente — p u r a y fresca como era en esa región montañosa— no aplacaba mi sed. Aparte de esto, recordaba el afecto del dueño de la propiedad en la cual vivía Alí Nimpha, por las bebidas dest i ladas de fuerte graduación alcohól ica, y presumí que su compañero de juegos podría entregarse también, en pr ivado por lo menos, a las mismas l ibaciones. Por lo tanto, hablé de "amargos cord ia­les " — u n nombre no ignorado hasta por los más moderados de los cr ist ianos en cuest iones a lcohól icas, en defensa de estómagos f la to lentos— y al mismo t iempo extraje mi cant ina de viaje, l levándola a las narices de ambos.

Lentamente, el aguardiente hizo su obra sobre los dos d ig ­nos mahometanos. Mientras eso restituía a Alí Nimpha a su antigua fe, y le hacía arrodi l larse devotamente rezando a Alá, la bebida tuvo un efecto cont rar io en Ibrahin, a qu ien puso desbordante. Todo era mío: la casa, las t ierras, los esclavos y las cr iaturas. Habló t ransportado acerca de la bel leza de sus mujeres, besando a Alí Nimpha, confundido con una de ellas. Esto, por sí sólo, tornó al apóstata más rel igioso que nunca, haciéndole gritar invocaciones como un muezín desde un minarete. En medio de esta orgía, me escabul l í a media­noche, acompañado por un sirviente hasta mi delei tosa hamaca.

Ac laraba el día cuando el pregonero de la caravana me despertó l lamando a los f ie les desde lo alto de la casa para rezar antes de nuestra part ida. Sin que tuviera t iempo de desperezarme, Alí Nimpha, rendido, enfermo y avergonzado por su bacanal , se l legó hasta mi lugar para rogarme que pos­tergáramos la part ida, dado que era imposible que Ibrahin Alí apareciera en púb l i co , completamente aniqui lado por los efectos de los "amargos " . El pobre diablo tar tamudeaba al hablar y me pidió con tanta ansiedad y tantos movimientos de cuerpo mi intervención ante el guía foulah, que en el acto advertí que no estaba en condic iones de seguir v ia je.

Como la caravana const i tuía mi escolta personal y había sido formada para mi exclus iva conveniencia, no vaci lé en or­denar una demora, especialmente deb ido a que yo había s ido la causa de la dolencia del dueño de la t ierra en que yo vivía. Conforme a esto, rodeé mi cabeza con un pañuelo, me cubrí con un capote, e inc l inándome muy ceremoniosamente desde mi hamaca, d ispuse que se buscara a mi guía foulah.

Cuando éste estuvo cerca de mí, dejé escapar a lgunos que­j idos de dolor, dec larando que me sentía postrado por una f iebre repentina y que esperaba que él me perdonara, impar­t iendo contraórdenes acerca de nuestra part ida. No sé si e l d igno musulmán comprendió lo que me pasaba o creyó en mi

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f iebre, pero asintió a mi sol ic i tud con la amabi l idad de un cabal lero, expresando su más honda pena por mis padec i ­mientos. El jefe trajo su Koran en el acto, y revolviendo por un rato sus hojas con atención, dio f inalmente con el versículo buscado, que copió sobre una tabla con t inta hecha con pól ­vora, la que luego lavó con el contenido de un recipiente lleno de agua l impia. Me ofreció ésta, que recogió en seguida, para que la sorbiera, de jándome solo para la realización de ese hechizo religioso, y dando especiales indicaciones a los sirvientes para que no permit ieran a nadie que perturbara mi reposo.

No tengo duda alguna de que el foulah era algo travieso, y pensé que un capítulo de su bibl ia, después de una bacanal, era una lección de gran necesidad. Por mi parte, atranqué la puerta y dormí hasta que Ibrahin y Alí Nimpha atronaron ante mi puerta, después del mediodía. El arrepentimiento se adivinaba en sus dolor idas frentes, y no tuve por qué dudar de que hablaban sinceramente cuando juraron no volver ja­más a probar "amargos" .

Guando me encaminé hacia la población con los sufr ien­tes pecadores, comprobé que el sol decl inaba rápidamente en Occidente, y, si bien ya había sido olvidado por la f iebre, era demasiado tarde en el día para partir de la local idad.

En esta forma dispusimos la part ida para el día siguiente, haciendo distr ibuir mi noble huésped una generosa comida entre los de la caravana. El desayuno consist ió en arroz hervido, previamente secado al sol y vuelto a cocinar nueva­mente con leche o agua después de ser f inamente apisonado en un mortero. Este nutrit ivo al imento fue servido en grandes porc iones, y, como a un Mongo, se me ofreció esa comida en un plato nuevo, rodeado de otras tazas con crema y miel.

Está dentro de las reglas de ia et iqueta de ios mandingos que a la part ida de un amigo de honor, el señor del lugar le acompañe en su camino hasta llegar al pr imer arroyo, donde bebe el agua con ei viajero, c i rcunstancia en que br inda por su pronto retorno e impetra a Alá por un buen viaje, estre­chándole la mano y sonándose los dedos en demostración de amistosa despedida. En ese momento, el huésped, c la ­vando los ojos en el v ia jero, nunca se mueve de ese lugar antes de que el otro se pierda entre ios pl iegues de la f loresta o desaparezca en el horizonte.

Tal fue la conducta observada por mi amigo Ibrahin en esa ocasión, aun cuando esto no fue todo. Cuando yo salí de las puertas de la local idad, noté que se encontraba allí un cabal lo, ya ensi l lado y listo para una cabalgata. Yendo acom­pañado a pie por Ibrahin, el cabal lo, supuse, estaba destinado para su retorno después de nuestra despedida. Pero cuando hubimos pasado ya la d istancia de algo así como una milla detrás del arroyo de despedida, me encontré nuevamente con el animal , cuyo conductor se acercó a Alí Nimpha anuncián­dole que el cabal lo era un obsequio de su señor para faci l i tar mi camino. Al instante monté el brioso equino, dando una orden para mi empleado de Kambia a fin de que hiciera en-

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trega de dos mosquetes, dos cajas de pólvora, dos piezas de tela de algodón azul y c ien l ibras de tabaco para Ibrahin. Y ordené a mi empleado, por ese emisar io, que hic iera esconder en el fondo del tabaco una botel la conteniendo el más fuerte de los "amargos " que pudiera encontrar.

Capítulo XIII

Aunque el día era nublado, nuestra trotante caravana no pasaba de las veinte mil las en su avance. En Afr ica las cosas se hacen despaciosamente, pues la vida, la especulac ión y la ambic ión no son tan inci tantes o agotadoras como para pro­vocar la prisa de nadie. No recuerdo haber visto allí a nadie apurado mientras viví en un c l ima tórr ido. La más breve ex is­tencia es lo bastante larga cuando ha sido hecha para dormir, el tráf ico de esclavos y la mast icac ión.

A la hora de la puesta del sol no se avistaba local idad alguna. Por esto, se resolvió establecer un vivac en el bosque, sobre la margen de un hermoso arroyo, donde el arroz, e! té y la carne de vacuno fueron rápidamente coc inados. Cuando estaba a punto de estirar mis cansados miembros, por la no­che, tendido sobre ei suelo, mi muchacho me dio otra mues­tra de la verdadera y atentísima hospi ta l idad de Ibrahin, entregándome una hamaca de hierbas que éste ordenó en secreto que fuera guardada en mi equipaje. Con una hamaca y un cabal lo me encontraba en la selva como sobre ter­c iope lo .

Dormí maravi l losamente hasta medianoche, entre dos mag­níf icos árboles, cuando el brazo de nuestro jefe foulah me llegó al hombro y me murmuró una advertencia para que me dispusiera para la defensa o la huida. Cuando salté al suelo, toda la caravana ya se encontraba de pie, si bien prevalecía el mayor si lencio entre la cansada mul t i tud. La guardia anunciaba extraños en nuestras prox imidades, y dos guías habían sido despachados sin demora para reconocer la f loresta. Esa era toda la in formación que podían darme.

El grupo de los nativos estaba completamente preparado y alerta con f lechas, lanzas, arcos y rif les. Ordené a mis hombres propios que contuvieran sus mosquetes, pistolas y rif les, de modo que cuando regresaron los guías anunciando que los sospechosos const i tuían, según suponían, una part ida de esclavos fugit ivos, en el acto se decid ió su captura. A lgu-

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nos propusieron que los dejáramos hasta que aclarara, pero Alí N impha, que era sagaz como un viejo guerr i l lero, creyó que lo mejor era completar la empresa durante al noche, especialmente porque los salvajes mantienen fuegos encen­d idos mientras permanecen dormidos en grupo, lo que podría servirnos para encontrar el camino.

Nuestra pequeña banda quedó d iv id ida en el acto en dos pelotones, uno bajo la jefatura del foulah y otro bajo el mando de Alí Nimpha. Los entregados al sueño pronto estu­vieron rodeados. El mandingo hizo la señal apenas se encon­traron los dos grupos, completando el círculo. Y, en un ins­tante, cada uno de los prófugos, excepto dos, se hallaron al a lcance de un guerrero, con una cuerda en torno del cuel lo. Catorce cautivos fueron conducidos al campamento. El mayor de todos sostuvo que pertenecían al jefe de Tamisso, una local idad en nuestro camino hacia Timbo, y que habían sido enviados hacia ia costa para su venta. En camino a las facto­rías extranjeras, a las que se sentían anhelosos por l legar, fa­l leció su propietar io, quedando bajo el dominio de un her­mano de éste, quien amenazó con cambiarles de lugar de dest ino, vendiéndolos en el interior. A consecuencia de esto, huyeron. Y como su amo seguramente los mataría de ser devueltos a Tamisso, nos rogaron con lágrimas en los ojos que no los l leváramos hasta allí, en forma alguna.

Quedó convocado un consejo pues nos sentíamos tocados por la manera ansiosa de los negros. Alí Nimpha y el foulah fueron de opin ión de que ese botín era debidamente nuestro y que debía ser d iv id ido entre los hombres de ambos grupos. Empero, como nuestro camino llevaba a través de la local idad que podría hacer objeción a esto, era imposible conducir adelante a los esclavos para sat isfacción nuestra o de el los. En esta s i tuación, que puso perplejos y apenados a los afr i­canos, acudí en su ayuda sugir iendo su envío hacia mi facto­ría con orden de pagar su valor en mercancías.

La proposic ión fue rápidamente aceptada como la mejor, y nuestros catorce cautivos fueron en el acto divididos en dos grupos de siete cada uno. Pronto fueron sujetados con cañas de bambú a sus espaldas, mientras sus brazos eran atados con fuertes sogas a las cañas, debajo de las cuales se deslizó una traba en forma de la que los esclavos quedaron f i rme­mente asegurados entre sí, ut i l izándose a la vez una tira que los sujetaba de las gargantas unos a otros. Estas precaucio­nes tan extremadas eran necesarias debido a que no nos atrevíamos a reducir nuestra guardia en favor de la encar­gada de custodiar al grupo. Asimismo, Alí Nimpha permit ió solamente que se alejaran con él los dos intérpretes y cuatro de nuestros hombres armados, hasta Kya, donde, se convino, entregaría los caut ivos a Ibrahin para ser despachados a mi factoría, mientras él se comprometía a alcanzarnos rápida­mente en el río Sanghu, donde nos proponíamos detener.

Marchamos tres días a través de la selva, pasando a veces sobre los lechos secos de corr ientes de agua y a través de desiertas t ierras boscosas al parecer jamás cruzadas por los

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hombres, fuera del sol i tar io paso que pisábamos. Como está­bamos ansiosos por reunimos rápidamente con nuestros com­pañeros, ios pasos no fueron muy apresurados, de modo que ai tercer día no habíamos avanzado más de treinta mil las desde el lugar de la captura; l legamos entonces a un pequeño vi l lorr io mandingo recientemente levantado por un próspero comerc iante que por envid ia y orgul lo de los de esa t r ibu ofrecía una fría recepción a nuestra caravana fou lah. Al jefe y a mí se nos dest inó una choza para ambos, y la fur ia del mahometano podrá adivinarse fáci lmente al pensar que eso importaba el insulto de obl igar le a dormir bajo el mismo techo que un cr ist iano.

Traté de evitar una explosión haciendo notar al mandingo que yo era un amigo entrañable de Alí Nimpha, su compa­tr iota y superior, rogándole que hiciera que "e l p r i nc ipa l " durmiera en una casa, él solo. Pero el insolente advenedizo se mofó de mi ruego; " n o conocía una persona l lamada Alí Nimpha y se le daba un ardite un jefe foulah, o un hombre blanco, pord iosero" .

Mi sirviente personal se encontraba al lado cuando la ter­minante respuesta escapó de los labios del mandingo, y antes de que yo pudiera contener su impetuosidad juveni l , respondió al comerc iante con un insulto tan terr ib le como solamente puede pronunciar lo un afr icano. A esto, el man­dingo repl icó con un golpe de machete sobre los hombros del muchacho, y, al segundo, hubo una grita general de todos los de mi part ida, foulahs, mandingos y soosoos, que acudieron al lugar con lanzas, armas de fuego y f lechas. El jefe foulah se apoderó de mi escopeta de doble caño y se unió a la mult i tud, y al l legar hasta el lugar del tumul to y v iendo que el comerc iante aún blandía el machete amenaza-doramente, llevó los dedos al gati l lo contra el inhospitalar io salvaje. Por suerte, era costumbre mía ai arr ibo a una pobla­ción "am iga " , el extraer las cápsulas de mis armas, de manera que cuando se movió el disparador, la escopeta se mostró muda. Antes de que el foulah pudiera uti l izar la escopeta como garrote para derr ibar al in jur iador, me inter­puse entre el los para impedir una muerte. Tuve bastante suerte al lograr esto, pero no pude evitar que ios rivales de t r ibu ataran al bruto de manos y pies, sujetándolo a un poste en el centro de su poblac ión, mientras ia mayoría de los integrantes de nuestra caravana desalojaba de inme-

N diato el lugar de los c incuenta o sesenta habitantes que contaba.

Por c ier to que nos apropiamos de los alojamientos a nuestro placer, abasteciéndonos de provisiones. Más todavía, se creyó conveniente aguardar en esta aldehuela hasta el arr ibo de Alí Nimpha, que marchar hasta las márgenes del río Sanghu. Cuando él l legó, al segundo día de nuestro triste episodio, no vaci ló en ejercer la prerrogativa de actuar como juez y de d ic tar su fal lo, s iempre sostenida por los jefes superiores sobre los infer iores cuando se consideran a sí mismos disminuidos o per judicados. Se concedió al acu-

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sado un proceso honorable. Se le imputaron tres acusaciones: 1. — Falta de hospital idad. 2. — Injurias y malos tratos contra un jefe foulah y contra

un Mongo blanco. 3. — Falta de respeto para el nombre y la autoridad de

su compatr io ta y superior, Alí Nimpha. El acusado fue declarado culpable de todos estos del i tos,

pero como allí ya no había esclavos ni bienes personales mediante los cuales el cr iminal podía pagar multa por sus del i tos, el tr ibunal fal ló que se le apl icaran c incuenta azotes, d isponiéndose que "e l cerco de su población quedaría des­truido para no reconstruirse nunca" . Los azotes le fueron descargados por sus insultos, pero la demol ic ión a perpe­tu idad de su barrera defensiva era el castigo por su negativa de hospi ta l idad.

Se requerían tres días para que nuestra caravana refres­cada l legara al profundo lecho seco del río Sanghu, que encontré imposible de cruzar con mi cabal lo debido a las rocas dentadas e inmensos hoyos que cubrían el canal. Pero los hombres estaban resueltos a que mi conveniente animal no quedara atrás. De acuerdo con esto, todos se entrega­ron afanosamente a tender un puente con árboles destron­cados, y en un día se salvó la hondonada con vigas sujetas entre sí mediante cuerdas hechas con cortezas trenzadas de los árboles. A través de tan frági l y bamboleante instalación hice marchar con di f icul tad al cabal lo, pero apenas había l legado a la margen opuesta y el animal se hubo recobrado de su temblor nervioso, cuando me encontré sorprendido por la notoria ansiedad del equino por retornar a su balanceante puente. Los guías declararon que esto era una instintiva señal de pel igro frente a las bestias salvajes de que está poblada esa zona. Y mientras aún nos hal lábamos conver­sando sobre el lugar en que acamparíamos, retornaron con los cadáveres de un ciervo y de un leopardo. Si bien hacía c inco días que no probábamos carne, no estábamos en pel i­gro de perecer de hambre; las aldeas rebosaban de frutas y vegetales. Pinas, bananas, y una fruta redonda y pulposa parecida al melocotón en la forma y en el sabor, aplacaban nuestra sed y satisfacían el apeti to.

Además de esto, nuestros voraces nativos se procuraban en la selva al imentos desconoc idos, o por lo menos ignora­dos en el mundo civ i l izado. Encontraban placer masticando ia corteza de ciertos árboles, lo mismo que otras eran c o c i ­nadas o hechas al paladar con agua que se recogía en todas las col inas. Los anchos valles y el campo abierto abundan en "de l i c i as " animales y vegetales que el hombre blanco suele mirar sin advertir. Muchas veces descubrí a mis vaga­bundos ante un macizo de árboles, gozosos ante un abun­dante guiso hecho con caracoles de t ierra, lagartos, iguanas, sapos y culebras.

Tardamos cuatro días hasta Tamisso desde nuestro últ imo punto de detención. Acampamos ante un gran arroyo que corre cerca de los muros de la población, y mientras Alí

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Nimpha creyó apropiado ir a cumpl imentar ai jefe, Mona-medoo, haciéndole el anuncio of icial de nuestro arr ibo, la caravana se aprontó para la recepción con el lavado de cuer­po y ropas, muy necesarios. Las mujeres, particularmente., tuvieron gran cuidado en adornarse y poner en realce sus encantos. Las motas fueron peinadas con la mayor rigidez posible, se untaron la piel hasta que br i l ló como ébano pul i ­mentado, tobi l los y brazos fueron cargados de col lares y las espaldas se vieron cubiertas con niveos corp inos. Alí N im­pha conocía el orgul lo de sus viejos camaradas mandingos y no ignoraba que Mohamedoo se hubiera sent ido her ido de haberle sorprendido nosotros dentro del centro de su lugar de residencia, est i rado probablemente sobre una sucia estera, con una mujer restregándole la cabeza. Alí Nimpha era un prudente cabal lero y conocía la di ferencia existente entre la v ida privada y la vida públ ica de sus compatr iotas i lustres.

A mitad de camino de la c iudad, nuestra turbulenta mul ­t i tud se encontró frente a un tropel de músicos enviados por su jefe para saludarnos con ruidos y cantos. Me encon­tré muy pronto rodeado por los cantantes, que entonaban los más plenos elogios del opulento Mongo, mientras que un loco o bufón de la corte insistía en llevar mi cabal lo de las br idas, golpeándome a ratos la cara con un mugriento pañuelo.

No perdí el t iempo en la algarabía, y conforme pude l ibrarme de la mul t i tud, pasé L . I el acto al " p a l a c i o " de Mohamedoo, que, lo mismo que todas las residencias reales de Afr ica, consistía en un enc ier ro cuadrangular de pare­des de barro, con una pequeña entrada, un gran patio y una cantidad de chozas de adobe rodeadas de terrazas para sombra. Los muebles, esteras y jergones eran de cañas, mientras que fuentes de madera, recipientes de metal y comunes palanganas para el aseo se veían desparramados por todos lados para adorno y ut i l ización.

Tres días nos demoramos en Tamisso, t iempo durante el cual fui agasajado grandemente sobre la hospitalar ia estera del príncipe, lugar en que guisan los afr icanos, y donde se me sirvieron t iernas aves con arroz, por lo menos dos veces cada veint icuatro horas. Mohamedoo me proporc ionó una c u ­chara europea de plata, que, dec laró, provenía de un europeo muerto hacía muchos años en el inter ior del país. Durante toda su vida había visto solamente a cuatro personas de nuestra est irpe dentro de las paredes de Tamisso. Sus nom­bres escapaban de su memor ia; pero, el ú l t imo que al l í estuvo, expresó, había sido un pobre joven intel igente, pro­bablemente de Senegal, quien seguía a una poderosa cara­vana " y leía e l Koran como un muf t í " .

La despedida entre íMohamedoo y yo fue en extremo cor­dia l . El príncipe dist r ibuyó provisiones para cuatro días entre todos los de la caravana y me promet ió que a mi regreso sería acogido con un abundante abastecimiento de esclavos.

Cuando la caravana se aprox imó ai país de los foulahs y penetró en las t ierras altas, de aire vigor izador, encontré

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sus caminos tan superiores, que hasta nos permitían hacer más de veinte miiias diarias en ei viaje. El siguiente lugar importante a que íbamos a llegar, era Jal l ica. Durante tres días nuestro paso siguió el borde sur de una cadena de montañas, cuyos decl ives y valles estaban Henos de ríos, arroyos y pequeñas corrientes de agua que permitían una abundante i r r igación del suelo cubierto de riqueza vegetal. La poblac ión era densa. Frecuentes caravanas con ganado y esclavos pasaban delante de nosotros, camino de los diver­sos mercados. Nuestros abastecimientos al imenticios eran abundantes. Con una hoja de tabaco se adquiría una gal l ina; con una carga de pólvora se obtenía una jarra de leche o una docena de huevos, y un gran cordero costaba sola­mente seis centavos o un cuarto de libra de sal.

Cinco días después de dejar Tamisso se anunció nuestra aprox imación a Jal l ica. Y allí, en nuestro últ imo lugar de descanso durante la travesía, se creyó conveniente demo­rarse medio día para anunciar el arr ibo y lavarse antes de entrar en la población, cuyo jefe, Suphiana, era pariente de Alí Nimpha.

La distancia desde nuestro campamento hasta la c iudad era de unas tres mil las, pero apenas había pasado una hora desde nuestro arr ibo, cuando los profundos sones de los tam­bores de guerra señalaban que se había recibido nuestro mensaje con alegría. Yo estaba preparado para una demos­tración de carácter nada común, dadas las circunstancias de que mi amigo mandingo, Alí Nimpha, viviera en esa local i ­dad en su juventud, ocupando una posición que daba im­portancia a su nombre en toda Sool imana. El digno personaje había estado ausente de Jal l ica durante muchos años y l lo­ró como un niño al escuchar los redobles del tambor de guerra. Esos redobles t ienen el mismo efecto sobre los sal­vajes que los repiques de las campanas de la aldea suelen tener sobre el espíri tu de los viajeros extraviados del mundo civ i l izado. Cuando hubieron pasado los sones de los tambo­res, me manifestó que durante c inco años él mismo manejó allí ese instrumento, t iempo durante el cual jamás debió indicar una retirada o reconocer un desastre. Durante el t iempo de paz nunca era usado, salvo para demostraciones públ icas de regoci jo. Y las autor idades permitían que reso­nara ahora solamente a causa de que el antiguo comandante de la tr ibu debía ser rec ib ido con los honores debidos a su jerarquía y a sus servicios.

Cuando la caravana se encontró a unas cincuenta yardas de los muros de la loca l idad, avanzaron los guerreros y levantaron a Alí Nimpha sobre sus hombros, l levándole así a través de la entrada, entre canciones de guerra acompaña­das de toda suerte de música y estr idencias.

Jal l ica era la c iudad más bonita conocida hasta entonces por mí en mis viajes. Sus cal les eran anchas, sus casas mejores, y sus gentes más tratables. Nadie se inmiscuyó con el amigo de Alí Nimpha y huésped de Suphiana. Me bañé sin recibir la visita de mujeres curiosas. Mi casa era mi

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casti l lo, y, cuando salía, dos hombres me precedían con garrotes para mantener mi paso despejado de mujeres y chiqui l los.

Después de reposar durante dos días, a le jando la fatiga y l ibrándome de la suciedad del camino, una mañana creí conveniente presentarme después del desayuno ante Suphia­na, l levando los acostumbrados presentes del Este. Como huésped —duran te todo mi v i a j e — de Alí Mamí, rey de Footha Yal lon, estaba exento, por ley de la costumbre, de esta especie de gravamen; ningún foulah protector me hubie­ra permit ido ofrecer una contr ibución de cualquier clase, de haber tenido noticia de ella. Empero, yo siempre aprove­chaba toda opor tunidad secreta para presentar un obsequio voluntar iamente, pues deseaba que mi recuerdo en Afr ica fuera agradable. Suphiana apreció plenamente mi generosi­dad en tales c i rcunstancias y devolvió la atención invi tán­dome a comer en la casa de su esposa pr inc ipa l .

Ciertas superst ic iones sobre la faz de ia luna impid ieron a mi guía foulah alejarnos de allí tan pronto como yo de­seaba, pero, mientras nos demorábamos con ese planeta, Alí Nimpha se sint ió tan enfermo, que se vio obl igado a detenerse y a terminar su viaje en su favori ta Jal l ica. Yo creí adivinar que el mandingo simulaba más de lo que en verdad sentía, y al otro día descubr í que su dolencia era s imple f ingimiento. En real idad, Alí Nimpha había engañado a tantos comerciantes foulahs, y les debía a . tan tos el valor de numerosos esclavos que encontró demasiado inconvenien­te, sino pel igroso, penetrar en el dominio de Alí Mamí de Footha Yal lon.

Capítulo XIV

Con anter ior idad a nuestra part ida, se despachó un emi ­sario desde Jal l ica para anunciar ia inminencia del arr ibo de la caravana a T imbo. Seis días después, nuestra ruta se desl izaba entre co l inas, valles y hermosos lugares, festo­neados por amables r iachos que nutren la notable vegetac ión de esa t ierra montañosa.

Cuando cruzamos la úl t ima meseta desde la que se d iv i ­saba el terr i torio de Footha Yal lon, una vasta mul t i tud de hombres armados, a pie y a cabal lo , apareció ante nuestra vista, mientras una docena de animales eran sostenidos de las bridas por sus j inetes vistosamente ataviados. Me apre-

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suré a correr a la cabeza de la caravana en mi jadeante equino, l legando allí para encontrarme ante ios brazos abier­tos de Ahamah de Bel lah, que acudía a saludarme. El gene­roso joven, rodeado de sus amigos y su escolta, junto con escogidos cuerpos de tropas y de esclavos, se había ade­lantado tanto en mi camino para ofrecerme una recepción pr incipesca.

La sorpresa producida por esta halagadora recepción, no solamente me causó deleite como muestra del carácter afri­cano de las tr ibus más civi l izadas del interior mahometano, sino que también me ofrecía seguridad personal y perspec­tivas de intercambio comerc ia l , cosa muy aceptable para-quien se internaba en esas profundidades de la tierra. Toda­vía nos encontrábamos a un día de trayecto hasta la capital. Ahmah de Bellah expresó que era imposible, por más di l i ­gencia que en ello pusiéramos, que l legáramos a Timbo sin hacer otro alto en el camino. Empero, como estaba extrema­damente deseoso de hacernos dar término al viaje, proveyó no solamente con cabal los de refresco a mis ayudantes perso­nales, sino que también ordenó a los cargadores de su pro­pia guardia que portaran por entero todo el equipaje de nuestra caravana.

Esto al igeró el peso de nuestras cargas, y la comitiva avanzó a marcha apresurada, reposando varias horas des­pués de oscurecer en un vi l lorr io, tras lo cual entramos en T imbo sin ceremonias antes de que rompiera el día, en momentos en que sus habitantes aún estaban entregados al sueño.

De inmediato fui conducido a una casa especialmente le­vantada para mí, rodeada de altas paredes para que nadie pudiese penetrar en mi vida privada. Dentro, encontré cu i ­dadosas copias de todas las comodidades con que contaba en mi humilde domici l io sobre el río Pongo. Mesas, sofás, fuentes, cuchi l los, jarras, palanganas, todo había sido adqui ­rido por mi amigo en otras factorías para hacer esta ins­ta lación, sin darme de el lo not ic ia; el centro de la estancia pr incipal estaba adornado de un si l lón hamaca esti lo estado­unidense, hecho ingeniosamente por ios nativos mediante la ut i l ización de ratén y bambú. Tan agradables demostraciones de ref inamiento en las atenciones, llenas de del icadeza, me conmovieron más, debido a que los mahometanos no usan esos art ículos.

Ahmah dé Bellah me dejó entender que Alí Mamí estaría pronto d ispuesto para recibirme sin ceremonias. El anciano cabal lero se encontraba postrado por la gota y encontraba incómodo asistir a los actos abrumadores de la vida públ ica, lo que sólo hacía en los casos de imprescindible necesidad. Conforme a esto, cuando yo me sentí completamente refres­cado, me levanté de mi muelle sofá poniéndome por pr imera vez, desde hacía un mes, un traje l impio, después de colo­carme una camisa impecablemente blanca y un fez turco del que colgaba un l lamativo pendiente. Nuestros intérpretes estaban en frescas vest imentas de mandingos, adornadas con

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especiales bordados. Mi sirviente, que me guardaba, recibió la orden de vestirse con mis ropas desechadas, de modo que cuando entregué a uno mi escopeta de dobie caño pa­ra que ia condujera, armando a otros con mis pistolas y un bri l lante sable — q u e me proponía regalar a Alí Mamí—, daba la impresión muy respetable y pintoresca de un caba fiero extranjero viajando por el Este. En ei momento en que salí de ia casa con mi cor te jo, una mul t i tud de foulahs es­tuvo presta para recibirme con exclamaciones de admirada sorpresa. Empero, yo no me sentí anonadado, sino que, por el contrario, dado la creciente mult i tud que seguía mis pisa­das, d isminuí el r i tmo de mis pasos.

El "pa lac io " de Alí Mamí de Footha Yal lon, lo mismo que todos los palacios afr icanos en esa región, era de adobe, rodeado de un pórt ico y protegido por una pared de la penetración de los animales comunes. Frente a la residencia, debajo del alero de la terraza y sobre un cómodo api lamien-to de pieles de carnero, se recl inaba un veterano cuyos hinchados y desnudos pies estaban sometidos a un proceso de refrescamiento bajo las pantal las de palma manejadas por esclavas. Me dir igí d i rectamente hacia él con mi " c o m i ­tiva mi l i tar" , y haciendo un profundo "sa laam ', fui presen­tado por Ahmah de Bellah como su "hermano b lanco" . Ei Alí extendió de inmediato sus dos manos y, cogiendo las mías, me atrajo a su lado, sobre las pieles de carnero. Luego, mirándome con f i jeza en lo hondo de los ojos, me preguntó suavemente, con una sonr isa:

—¿Cuál es su nombre? —Ahmah de Bellah —respond í conforme a la costumbre

del país. Pronuncié el apelativo musulmán que intercambiara por el mío con su hi jo, en Kambia. Y el anciano, que aún me tenía de las manos, me tomó de la c in tura apretándome estrechamente contra su lado.

A esto siguió un largo interrogator io acerca de mí y mi historia. ¿Quién era mi padre? ¿Quién era mi madre? ¿Cuán­tos hermanos tenía? ¿Eran guerreros? ¿Eran "hombres de l ib ros"? ¿Por qué v ia jé tan lejos? ¿Cuánto t iempo iba a permanecer en Footha Yal lon? ¿Era cómoda la habi tación en la que me alo jaba? ¿Había sido tratado durante el viaje con honores, respeto y atenciones? Y por úl t imo, el p r ínc i ­pe expresó su s incera esperanza de que encontrar ía conve­niente vivir cerca de él durante toda la "es tac ión de las l luv ias".

Varias veces, mientras duró este interrogator io, el patr iar­ca dejó escapar gruñidos, por lo que pude perc ib i r que su dolor se sobreponía a sus nervios, músculos y cara, ev iden­ciando que padecía severamente, y, por cierto, di por conc lu i ­da la entrevista tan pronto como lo permite la et iqueta del país.

T imbo descansa sobre una ondulante planic ie. Al norte, una alta cadena de montañas se eleva a la distancia de diez o quince mil las, prolongándose por el lado este hasta per­derse en el horizonte. Ei paisaje, que desc iende por esas

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ondulaciones hacia el sur, está en muchas partes desnudo de vegetac ión; empero, se ven por allí campos de abundan­tes cul t ivos, espesuras de árboles, tamarindos y robles, gran cúmulo de arbustos y numerosas aldeas cubr iendo la super­f ic ie y dando a todo un aire de cómoda vida rural.

Pronto propuse dar un galope a mis amigos afr icanos, para l legar a la vec indad. Y en una hermosa mañana, después de un abundante desayuno de aves guisadas, cocidas hasta deshacerse con el arroz y sazonadas con la del ic iosa "sa-lasa pa lavra" , part imos hacia dist intas aldeas. Al aproximar­nos al pr imer arroyo, antes de pasar los bordes de una cort ina de arbustos, nuestros cabal los fueron repentinamente frenados al gr i tar Ahmah de Bel lah:

—¡V ienen forasteros! Pocos momentos después, al cruzar lentamente el arroyo,

observé a varias mujeres que huían del baño, ocultándose entre los árboles. Esa advertencia es obl igada umversalmen­te por ia fuerza de la ley para velar por el pudor del bello sexo.

A la media hora l legábamos a la primera aldea suburbana. Pero ya me había precedido mi fama personal y, como el lugar era cul t ivado por esclavos o por negros que podían pasar a serlo, encontramos las casas desiertas. Los pobres d iablos habían sabido, en el día de mi recepción, que el objeto de mi viaje era el de obtener esclavos, y, por cierto, imaginaron que lo único que me llevaba en mis incursiones por las cercanías era apoderarme de ellos para conducir los como esclavos al exterior. Debido a esto, nos detuvimos en Findo solamente pocos minutos, alejándonos a Furo, pero, también en este lugar, la local idad se encontraba absoluta­mente sin habitantes en vir tud del pánico provocado por mí, y el veterano cacique del vi l lorr io ni siquiera estaba allí para hacer los honores en nombre de sus aterrados congé­neres. Ahmah de Bellah rio de todo corazón ante el terror/ que yo inspi raba; pero, por mi parte, confieso que no pude-dejar de sent irme tr istemente mort i f icado al notar que mi presencia ahuyentaba como la peste.

Mis andanzas por T imbo eran constantemente alentadas por los esfuerzos de mis huéspedes para resguardarme de la cur ios idad molesta. Cada vez que salía, dos personas de autor idad en el lugar eran despachadas ant ic ipadamente, para anunciar que el " f u r t oo " deseaba pasearse sin que una mult i tud le siguiera. Estos pregoneros vociferadores se esta­c ionaban en las esquinas con tr iángulos de hierro que hacían sonar para l lamar la atención acerca del orden de la ley. AI poco rato, todos los caminos se veían tan despejados por temor a un "bas t inado" , que encontró mi soledad más bien desagradable. Toda persona que veía trataba de ocultarse de mi. Cuando l lamaba a los niños o a tas chiqui l las, huían de mi lado. Mi reputación como esclavizador en las aldeas, y el temor al lát igo en la c iudad, me proporcionaban una mayor soledad de la que, por lo general , satisface al v ia jero sensible.

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Hacia la caida de la noche dejé a mis amigos, y envol­v iéndome estrechamente en un atavío mandingo, me alejé por cal les laterales hasta un arroyo que corre ai pie de las pa­redes de la c iudad . Ese era el sit io al cual acudían las mujeres en verano para recoger agua, y ocul tándome en un lugar en el que no podía ser visto fáci lmente, observé duran­te más de una hora a los graciosos niños, a las muchachitas y a las mujeres de T imbo real izando sus tareas domést icas de las t ierras del Este.

Mi viaje a T imbo era de negocios. Empero, mientras me hallaba allí, pensé que al mismo t iempo podría ver todo lo que estaba por verse. Paseé repet idamente por la c iudad. Me fami l iar icé excesivamente con sus estrechas cal les, casas bajas, paredes de barro, ca l les cor tadas y mezquinas. No vi hermosos bazares, mercados o t iendas. Las pr incipales nece­sidades eran sat isfechas por los buhoneros. Fuentes, rec i ­pientes y cestas con frutas, vegetales y carnes eran traídas por allí dos o tres veces al d ía. Los j inetes marchaban rápi­damente hacia los campos en sus vistosas cabalgaduras, temprano por la mañana, regresando a sus casas a la caída de la noche, a paso más lento. Nunca vi a hombres o muje­res balanceándose ociosamente al sol. Las mujeres estaban convenientemente atareadas sobre su a lgodón y agujas de tejer cuando no estaban ocupadas en las tareas domést icas. Y f recuentemente vi a mujeres entradas en años tranqui la­mente acurrucadas bajo techo a la puesta del sol, leyendo el Koran. No eran menos labor iosos los hombres de Timbo. Las paredes de su c iudad, se decía, defendían a diez mil personas, representando a todas las act iv idades. Tejían el a lgodón, t rabajaban el cuero, manejaban el hierro y se entre­gaban di l igentes a la agr icu l tura, y cuando no se hal laban trabajando afanosamente, se ded icaban a leer y escribir, a lo que eran muy inc l inados.

Pero yo me sentía cansado de T imbo. Había descansado perfectamente de mi travesía y deseaba con ansias retornar a mi factoría sobre la playa. En un pr inc ip io, solamente se había f i jado el plazo de dos " l u n a s " para el alejamiento, y ya estaba a punto de terminarse la tercera. Temía que Alí Mamí aún no tuviera preparados los esclavos para mi part ida, y manifesté al rey que uno o dos buques, con abundante carga, debían aguardar por mí en el río, lo que imponía apurarme con sus bandas más escogidas si es que él desea­ba obtener algún provecho.

Ante esto, despachó grupos de guerreros y exploradores para bloquear los pasos, mientras grupos de apresadores hacían pr is ioneros en las aldeas, y hasta en el mismo Timbo. El mismo Sul imani Alí se e n c a m i n ó a eso, antes de que rompiera el día, con gran cant idad de cabal los, y al caer de la tarde, regresó con cuarenta y c i nco espléndidos muchachos capturados en Findo y Furo.

El terror que mi persona inspiraba en ta c iudad aumentó con esto. Si antes había sido la peste, ahora era la muerte. Y cuando daba mi habitual paseo mat inal , los niños se ale-

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jaban prof i r iendo chi l l idos a mi paso. Desde la l legada de Sul imani con sus víct imas, todos los que se encontraban bajo él creyeron l legada su hora de exi l io. Los pobres me consideraban la encarnac ión del diablo. Una o dos veces descubrí a mujeres arro jando puñados de cenizas o polvo contra mí, y murmurando frases del Koran para evitar al demonio o para salvarlas de sus garras.

En medio del desal iento general creado por la corte de T imbo y por mí mismo, mi hermano de color no perdía oportunidad de darme conferencias para beneficio de mi a l ­ma. ¡Nosotros secuestrábamos afr icanos durante todo el día y par loteábamos mahometanismo toda la noche! Dejábamos indemnes a los mahometanos y esclavizábamos solamente a ios "ma ldec idos " , en forma de que, en real idad, éramos s implemente obedientes al cumpl imiento de las condenacio­nes de Mahoma, subyugando "a l in f ie l " .

El proceso prosel i t ista, empero, no era todo un éxito. A pesar de esto, éramos muy buenos amigos cuando el Alí Mamí. nos l lamó para la entrevista f inal.

Los amigos del rey nos obsequiaron con bueyes, vacas, chivos y ovejas. Su majestad me envió c inco esclavos. Sul i ­mani Alí me regaló un espléndido cabal lo blanco. La esposa del rey me entregó un cubrecama afr icano ingeniosamente tet j ido con hi los rojos y amari l los, mientras que Ahmah de Bel lah, como cabal lero de buen gusto, me entregó, para mi consuelo, a dos de las más bonitas muchachas que pudo comprar o secuestrar en T imbo.

Capitulo XV

No quiero fat igar al lector con el relato de nuestro viaje de regreso sobre el camino seguido hasta l legar a Timbo. Una gran ceremonia religiosa mahometana fue of iciada a mi part ida, acompañándome Ahmah de Bellah hasta Jal l ica, donde fue hecho l lamar por su padre a raíz de una seria d isputa de fami l ia que reclamaba su presencia. En este ú l t i ­mo lugar Alí Nimpha estaba preparado para dispensarme una bienvenida con copiosas cant idades de oro, cera, mar­f i l y esclavos. En Tamisso, el d igno Mohamedoo había c u m ­pl ido su promesa de proporc ionarme un similar aditamento para mi caravana, de manera que cuando llegamos a Kya

.nuestra comit iva alcanzaba en total a unas mil personas, contando hombres, mujeres, niños y andrajosos.

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En Kya no pude dejar de demorarme durante cuatro días con mi gozoso amigo Ibrahin, quien recibiera el tabaco escondiendo Jos " a m a r g o s " durante mi ausencia, y s in t ién­dose encantado de darme a probar alguna de sus vi tal i -zadoras gotas después de mi larga abst inencia. Al acercar­nos a la costa, se ordenó otro alto en un lugar favorable para acampar, punto en el cual Alí Nimpha dividió la caravana en cuatro partes, reservando para mí la mejor porc ión de los esclavos y de las mercancías. La d iv is ión, antes del arr ibo, era impresc ind ib le ; se hacía con el objeto de evitar las disputas o el estal l ido de desastrosas querel las sobre la playa con motivo de la ca l idad mercant i l de los negros.

Yo esperaba tomar por sorpresa a mis gentes en Kambia, pero cuando se avistaba la factoría desde las altas c imas de las montañas, detrás de la insta lación vi la bandera española f lotando en sus; partes altas y percibí el estampido del cañón saludando el retorno del v ia jero. Todo había sido admira­blemente conduc ido en mi ausencia. El foulah y mi empleado mantuvieron sin percance alguno las relaciones sociales y la t ranqui l idad públ ica. Mi factor ía y depósi to se encontraban tan en orden y cu idados como cuando los dejara, de modo que no tenía nada que hacer fuera de dormir como si aca­bara de dar término a una excurs ión de todos los días hacia alguna de las aldeas vecinas.

A la semana pagué los productos traídos por la caravana, despaché a Mamí de Yong y efectué arreglos con el capi tán de un buque de esclavos que l legara al río acerca de la mercancía que le restaba a bordo. Pero no haría más de un día o dos que el foulah se alejara de mí, cuando fui sor­prendido por ia l legada de un viajero que entró rápidamen­te en mi factoría con un mensaje de Ahmah de Bel lah, veint iún días después de habérselo entregado.

Ahmah se hal laba en serio t rance. Había sido l lamado de regreso, como decía, de Jal l ica, debido a reyertas de fami ­lia. Cuando l legó hasta la estera paterna, se encontró con su hermana Beelj ie sujeta de piernas y manos, en pr is ión, con ia orden de su pronto transporte a mi factoría, como esclava. Tales eran las órdenes i r revocables de su real padre y del medio hermano de éste, Sul imani . Todos sus ruegos, en los que se vio secundado por su madre, no fueron aten­didos. Ella debía ser " despachada " desde el río Pongo. Y a nadie podía conf iársele la tarea como al hi jo y amigo de Alí Mamí, el Mongo Teodoro.

Resist iendo a esta terr ible orden, Ahmah encargó al emi ­sario que apelara ante mi corazón en nombre de nuestro fraternal amor y que no permit iera que la doncel la fuera enviada a ultramar, sino que, en v i r tud de alguna estrata­gema, la retuviera hasta que él l legara a la playa.

La not ic ia me asombró. Sé que los mahometanos de Afr ica nunca venden a los de su casta o de su parentesco para su esclavización en el interior, a menos que su deli to los haga acreedores a un cast igo peor que la muerte. Refle-

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xioné un rato acerca del mensaje, pues no deseaba com­pl icar mis relaciones con ios pr incipales jefes del interior del país. Pero, a los pocos momentos, la sensibi l idad natural dominó en mí todo impulso egoísta y le d i je al emisario que se apresurara a l legar hasta el af l ig ido Ahmah y le asegurara que escudaría a su hermana, aun a riesgo de provocar la ¡ra de sus famil iares.

Al rededor de una semana después una mañana fui des­pertado por un enviado de un cercano vi l lorr io sobre la montaña, anunciándome que en la noche anter io- había l le­gado hasta allí un correo de Sul im *ni Alí — u n príncipe de T i m b o — que traía consigo a una muchacha foulah que debía ser inmediatamente vendida a un tratante español de escla­vos. La joven, decía, resistíase con toda energía. Se negaba a marchar. Durante los cuatro úl t imos días el la había sido conduc ida en l i tera. Juraba que " jamás vería el océano" , amenazando con dar con su cráneo contra la primera roca a su paso si intentaban hacerla ir más adelante. La terminante negativa creaba una si tuación embarazosa a su conductor mahometano, dado que la ley de su país le vedaba emplear una extraordinar ia compuls ión por la fuerza o degradar a la doncel la con un lát igo.

Comprendía en el acto que esta demora y vaci laciones me daban la opor tunidad para intervenir ju ic iosamente en favor de la decid ida joven, cuyos pecados o faltas eran cosa ignorada por mí. Conforme a esto, referí la historia a Alí N impha, y, con su consent imiento, envié a una astuta dama del harén del mandingo con instrucciones acerca de la ma­nera de conduci rse mientras se hallara en el vi l lorr io. Le aconsejé que aprovechara un momento favorable en que podría alcanzar la confianza de la muchacha, informándole que yo era un amigo jurado de Ahmah de Bellah y que la salvaría si cumpl ía sin pestañear las órdenes que yo le daría. Ella debía cesar de inmediato en su resistencia. Debía l legar hasta el río y permit i r que sus guardianes cumpl ieran las órdenes recibidas de sus parientes. Escondido entre las vest imentas de nuestra enviada, se encontraba el Koran ma­nuscr i to de Ahmah de Bellah como test imonio de ia verdad de lo que yo decía, instando a la dama para que asegurara a Beel j ie que su hermano se hallaba ya adelantado en cami ­no para salvarla en Kambia.

La emisar ia tuvo éxito. Temprano, a la mañana siguiente, la muchacha fue l levada a mi factoría, con una soga atada a ¿u cuel lo. Los prel iminares para su compra eran formales y tediosos. Como su venta era obl igatoria, no se habló mu­cho acerca de la cal idad o precio. Sin embargo, me vi constreñido a prometer muchas cosas que no tenía in ten­c ión de cumpl i r . Con el objeto de avergonzar lo más posible a la pobre cr iatura, ta sentencia d ic taba que debía ser "vend ida por sa l " , el más desdeñable, para los afr icanos, de los art ículos de cambio, y solamente uti l izado en el inte­rior para la compra de ganado.

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La pobre Beel j ie permanecía desnuda y temblando ante nosotros mientras duraron tales ceremonias. Una sombra de indignación se d ibu jó en su rostro al oír las desagradables órdenes. Mimosamente cr iada entre la clase pr incipesca de Timbo, era un notable y de l icado t ipo de est irpe. Sus miem­bros y facciones estaban l lenos del polvo de los caminos y su expresión se veía nublada con ia pena de una dolorosa degradac ión . Y yo me hubiera arr iesgado aún más de lo que lo hice al contemplar la muda implorac ión de su cara y de toda ella para salvarla de la mald ic ión del exi i io en Cuba.

Cuando quedó medido el ú l t imo recipiente con la sal, yo corté la soga del cuel lo de Beel j ie y echando un chai sobre sus hombros — e n el cual se envolvió al instante con una expresión de g ra t i t ud— l lamé a la mujer que llevara mi alentador mensaje para que condujera a la muchacha a su casa y la tratara como a una hermana de mi hermano foulah.

Como yo esperaba, esta orden tan humana hizo que el emisario de Sul imani se pusiera de pie en un salto. ¡Insistió en ia rest i tución de ia mujer! Entonces le d i je muy suave­mente que esa muchacha iba a ser puesta a bordo de un buque de esclavos en su presencia. No por esto, cont inué, mientras la hermana de Ahmah se encontrara bajo mi techo, su sangre debía dejar de ser respetada, y debía ser tratada en todas las cosas como una persona de la realeza.

Me sentía casi tan cur ioso como podrá estarlo el lector acerca del cr imen de Beel j ie, pues hasta ese momento no estaba in formado al respecto. Y despid iendo al foulah lo más rápidamente que fue posible, me apresuré a l legar hasta la residencia de Alí Nimpha para escuchar el relato de la víct ima.

La pr incesa mahometana, cuya edad no pasaba de ios d iec iocho años, con absoluta segur idad había sido prome­t ida por el rey y el medio hermano de éste, Sul imani , a un viejo pariente, ei que no solamente estaba acusado de crue ldad con las mujeres de su harén, s ino que también los musulmanes le imputaban la comis ión del odioso del i to de comer " ca rne no l imp ia " . La muchacha, que parecía persona de coraje mascul ino y de gran resoluc ión, resistió esas órdenes acerca de su persona. Pero, mientras se hallaba lejos su hermano Ahmah, fue arrancada de los brazos de la madre y entregada a su sucio par iente.

Generalmente, se supone que en las t ierras del Este las mujeres están condenadas a la más baja obediencia. Empero, parece que existe una ley mahometana — o por lo menos una costumbre f o u l a h — que salva la pureza de una novia contra su voluntad. El envío de Beel j ie a su brutal señor encendió el fuego de su ardiente temperamento. Ella eviden­ció ante ese anciano t remendas demostrac iones de violencia, extrañas en su harén, fuera de los arrebatos que allí podía permit i rse su prop io dueño. En real idad, la damisela foulah — m i t a d representando una escena, mi tad actuando movida por su estado de á n i m o — hizo de f iera tan acabadamente,

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que su marido, después de agotar todas sus argumenta­ciones, promesas y súpl icas, la envió de vuelta a los padres con un mensaje ofensivo.

Fue un tr iste día cuando se encontró de regreso bajo el techo paterno, en T imbo. Su resistencia fue mirada por el gotoso déspota como un acto de desobediente rebeldía hacia el padre, y como ni la autor idad ni el amor podían induci r a la cu lpab le a arrepent irse, la condenó a ser "es­clava de cr is t ianos" .

Terminado su relato, consolé a la doncel la dándole todas ias segur idades de la protección y la comodidad. Y ahora, cuando la exc i tac ión que padeciera por la travesía y la venta habían pasado ya, cedieron sus nervios y cayó sobre la estera, completamente exhausta. La recomendé a la salva­guardia del dueño de las t ierras en que yo vivía y a la espe­cial amabi l idad de su mujer. También Ester robó toda una noche para consolar a la víct ima con sus tiernas caricias, pues no sabía hablar el lenguaje de los foulahs, y a la semana yo tenía a la damisela pronta para una arriesgada empresa que iba a sellar su suerte.

Cuando el buque español de esclavos, cuya carga acababa de completarse, estuvo listo para hacerse a la mar, rogué al capi tán que mo ayudara a embarcar a una "p r incesa" que había sido enviada a mi cargo por sus parientes reales del inter ior del país, pero a la que no me atrevía a poner a bordo de su nave hasta que hubiera sal ido de la barra del río Pongo. El marino asint ió, y cuando fue despachado el últ imo de los botes con esclavos desde mi barracón, él levó anclas e hizo avanzar el buque hasta encontrarse más allá de los rompe­olas. Al l í , con las velas apenas plegadas, y pronto todo para part ir al instante, se detuvo.

En tanto, hice apresurar a Beelj ie con sus amigos y su guardián foulah hasta la playa, de modo que cuando el bu­que de esclavos desplegó sus velas ai viento, no perdí mo­mento en colocar a la joven en una canoa con cinco hombres encargados de l levarla a través de las aguas agitadas.

— ¡ A l a b a d o sea Alá! —susp i ró el foulah mientras el bote se lanzaba a las aguas y las muchachas del harén se arroja­ban al suelo con dolorosos gri tos de pesar. Esos hombres, con su habitual destreza, conducían el esquife rápidamente hasta el barco de esclavos, pero, tan pronto como se acer­caron al rompeolas del lado sur de la barra, un fuerte golpe de agua cayó dent ro y al instante su carga estaba luchando con c! l íquido elemento, .volcada la canoa.

En un relámpago el foulah se encontraba sobre el terre­no, con la cara hundida en la arena. Las muchachas chi l laban y se desgarraban los vest idos y la esposa de Alí Nimpha se asía de mi brazo presa de desesperación, mientras yo, enfure­c ido , maldecía la barbarie del padre de la joven cuya condena la l levara a tan terr ib le suerte.

Alejé de mi lado a empujones ai plañidero hipócr i ta, dándole orden de apresurarse a llevar la noticia a Timbo co ­municando al malvado patr iarca que el Profeta mismo había

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destruido la vida de su desdichada cr iatura antes de permit ir que ella se convir t iera en esclava de cr ist ianos.

El buque español marchaba ahora a toda vela, penetran­do rápidamente en el mar; los hombres nadaron hasta la playa sin su bote, mientras el condol ido grupo se retiraba tr istemente por la margen del río, hacia Kambia.

Toda esa noche hubo l lantos en el v i l lorr io, y luego los sollozos resonaron en T imbo cuando retornó el foulah ref i­r iendo la t rágica histor ia. En real idad, era tanta la nerviosa exci tac ión que dominaba en la playa y en el lugar, que nadie tuvo allí ojos para ver un episodio de las escenas que se re­presentaran esa tarde.

Los hombres que yo había despachado con la joven, nadan igual en un rio manso que entre las olas más colér icas. Yo aproveché su naturaleza anf ibia para destacar una pequeña canoa en las cercanías de las rompientes, ordenando a los arro jados nadadores que recogieran a la muchacha en el momento en que la canoa volcara, cosa hecha del ibera­damente. Prometí a los nadadores una ampl ia recompensa si la ponían en el bote, o l legaban nadando con ella hasta el punto más cercano de la playa opuesta. Y éstos e jecu­taron tan a la per fecc ión su secreta tarea, que cuando ia con­dujeron a t ierra su desmayado cuerpo fue rápidamente reco­gido por un barquero de conf ianza que la aguardaba én la playa. Antes de que la joven tuviera t iempo de recobrar sus sent idos, se encontraba a f lote en la embarcación de un pescador. Su casa se encontraba en un vi l lorr io de la costa baja, y quizá sigue aún siendo para él un secreto, hasta hoy, cómo es que, años después, una muchacha de la imagen de la perdida Beel j ie, s iguió los pasos de Ahmah, el foulah de T imbo.

Capitulo XVI

Después de mi esforzado viaje al inter ior del país y del despacho a mi cargo de un buque de esclavos, junto con mi aventurada empresa en favor de una princesa foulah, me sentí con derecho a hacer una larga siesta. Pero mis buenos deseos y ias promesas que me h ice estaban condenados a la decepc ión. Repent inamente, fui desperezado por veint iún cañonazos en la lejanía. Nuestro asombro era casi tan insu­fr ib le como el ceremonioso forastero que gastaba tan profu­samente la pólvora, mientras despachábamos a un muchacho

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hasta lo alto de un árbol para que tratara de advertir su carácter. Nos informó que una embarcación había anclado frente a Bangalang, enarbolando un largo pendón en el palo pr incipal y una insignia blanca en su proa. Di por descon­tado que ningún buque de guerra saludaría así a un jefe nativo, l legando a la conclusión de que debía tratarse de algún francés pretencioso, poco conocedor de nuestras olv i ­dadas costas.

La conjetura era acertada. A la caída de ¡a noche, mister Ormond — c u y o estado de ánimo había mejorado desde mi regreso— me hizo saber que un buque galo de esclavos había l legado para ser provisto por él , trayendo un rico cargamento. Confiaba en que yo le acompañaría a bordo después del desayuno, por invitación del comandante.

A la mañana siguiente, al salir el sol , el Mongo y yo nos reunimos por vez pr imera desde hacía t iempo, con algu­na aparente cord ia l idad, sobre la cubierta de "La Perouse", donde fuimos recibidos con toda la cordial idad de expresión por la que, con tanta just ic ia, se han hecho famosos los franceses mestizos. El capitán Brulot no sabía hablar inglés ni sabía mister Ormond expresarse en francés, razón por la cual perdimos t iempo hasta que quedó servido el desa­yuno, d iscut iendo acerca del cargamento y sus perspectivas, todo mediante mi t raducc ión. Hermosas muestras, fieles re­producc iones, cañones franceses y un aguardiente superior nos fueron mostrados, y se habló de ello con la caracte­ríst ica e locuencia, pero el galo cerró su catálogo con qui ­nientos doblones. El olor a oro tiene un peculiar encanto para los esclavizadores afr icanos, y puede afirmarse que nuestro apeti to quedó no poco est imulado. Tan rápidamente como nos fue posible sumamos sus mercancías a los qui ­nientos doblones, calculando el valor de toda la carga en alrededor de 17.000 dólares, ofreciendo a cambio 350 negros. Tan pronto fue hecha la oferta, quedó aceptada. Nuestros botes pr ivados fueron enviados a t ierra en busca de canoas para descargar las mercancías, y con una satisfacción de espír i tu que nunca vi superada, nos sentamos a gustar una copiosa comida servida sobre la cubierta.

Cuando hubimos vaciado la últ ima copa en honor de "La Perouse" y de la "be l le France", el capitán Brulot nos invitó a pasar a su escr i tor io, donde cuatro hombres saltaron sobre nosotros como por arte de encantamiento, desde atrás del Mongo y de mí apoderándose de nuestras manos con toda la fuerza posible, nos mantuvieron sujetos contra ellos mientras el carpintero nos clavaba un cepo a los pies.

Asegurados así nuestros miembros, el canalla francés, aproximándose a mister Ormond con un gesto burlón, le reve­ló ía "peí i te c o m e d i e " en la que tuviera parte para el co­bro de una insignif icante deuda que su excelencia, el quer ido Mongo, debía a un hermano quer ido, quien, ¡oh!, ya no se encontraba más en este mundo para cobrarla él mismo.

'Monsieur le Mongo" , d i jo, debería tener la amabi l idad de recordar que, varios años atrás, su hermano había dejado

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a unos doscientos esclavos en sus manos hasta que los p id iera, debiendo también tomarse el t rabajo de recordar que dichos esclavos le fueron reclamados dos veces, negán­dose también dos veces a devolver los. "Mons ieur le Mongo" debía saber, cont inuó, que no había tr ibunales en las costas de Afr ica, y que si é l , el Mongo, entregaba la debida can­t idad a cambio del documento por los negros, creería que su encantadora pequeña broma sería la más práct ica y amable de las maneras de hacer le cumpl i r lo indicado. ¿Te­nía intención su amigo, el Mongo, de hacer honor a este documento? Estaba apropiadamente endosado en favor del portador. Y si los esclavos l legaban pronto, todo t ranscu­rriría tan agradable y rápidamente como las burbujas en una copa de champaña.

Pero en ese momento el Mongo estaba completamente atontado por las bebidas y por ia at roc idad de que se le había hecho víct ima, y, s implemente, estal ló en una desa­f iante carcajada al echar le una mirada pidiéndole expl ica­ciones de esa acusación. Yo, c ier tamente, no estaba envuelto en eso, y cuando pregunté la causa de ese atentado contra mi persona en relación con tal asunto, Brulot respondió con un encogimiento de hombros y d i jo que yo era empleado de Ormond cuando , se suscr ib ió el documento y que debería haber tenido algo que ver con eso. Y dado que yo ahora era propietar io de una factoría propia, indudablemente me sentir ía delei tado ayudando a mi ant iguo amo a l iquidar la deuda que yo sabía que le era debida.

Tampoco tenía objeto, por mi parte, que negara mi pre­sencia en la factoría o af i rmara que no tenía noticia de esa t ransacción, la que en verdad se había concer tado mu­cho antes de mi arr ibo al río Pongo, durante el período de actuación de mi predecesor. Empero, insistí en la l iberación inmediata. Pasó rápidamente una hora en inúti i conversación. El f rancés se mantenía f i rme y juraba que nada le induciría a l iberar a ninguno de los dos hasta cobrar el documento. Mientras hablábamos, aparecieron desde Bangalang mult i tud de canoas llenas de hombres armados, ante lo cual el exc i ­tado galo ordenó a sus hombres de guardia que hicieran dobles disparos con sus cañones.

Cuando el pr imero de los botes se encontró a distancia de ser alcanzado, se d isparó un proyect i l contra é l , lo que no solamente hizo retroceder a los que avanzaban, sino que los puso en fuga. Poco después, empero, mis oídos oyeron los redobles del tambor de guerra en Bangalang, pudiendo avistar a los nativos congregándose en gran número sobre las márgenes del río. Sin embargo, ¿qué podían hacer unos salvajes indiscip l inados contra las piezas de seis l ibras? A la puesta del sol, empero, apareció mi empleado con una bandera blanca, permit iéndole el capi tán que remara en su bote hasta nosotros para recib i r las órdenes que le impar­t i r íamos en presencia de él . Ormond no se había recobrado todavía como para preguntar acerca de lo que sería conve­niente hacer para l ibrarnos de nuestros secuestradores, razón

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por la cual di je a ese joven que regresara por la mañana con diferentes documentos ; en tanto, agregué para él, los habitantes del v i l lorr io deberían abstenerse de toda inter­vención en nuestro favor. Para nuestro deleite, se sirvió una abundante comida con un excelente clarete, y pasamos la noche acostados sobre un enorme colchón, sufriendo pa­cientemente la vista de nuestros pies engri l lados.

Al aclarar el día, se nos alcanzó agua y toallas para que nos refrescáramos. Después del café, Brulot nos preguntó si habíamos recobrado los sent idos y estábamos dispuestos a pagar la deuda. Yo nada d i je . Ormond, empero, ahora completamente en el dominio de sus pensamientos, entregado al goce de un c igarro con su habitual " ¡nsouc iance" de mulato, respondió con calma que no podía formular promesa o hacer arreglo alguno mientras permaneciéramos prisione­ros a bordo, pero que si se nos permitía descender a t ierra cumpl i r ía con la obl igación en el plazo de dos o tres días. El f rancés pasó toda una hora meditando acerca de la propos ic ión; cuando f inalmente estuvo de acuerdo en que el Mongo recuperara la l ibertad, se estableció que dejaría como rehenes a cuatro de sus hi jos y a dos de sus jefes negros que le visitarían l legando en mi bote. El acuerdo quedó rubr icado por el izamiento de una bandera, acto acompañado de la detonación de un cartucho vacío. Y, a la hora, los rehenes se encontraban en la cabina con cent i­nela a la vista, mientras el Mongo se hallaba nuevamente en Bangalang.

Las negociaciones, se habrá advert ido, no se refirieron en nada a mi caso, si bien de nada tenia cu lpa; empero, acce­dí a la propuesta debido a que creía que Ormond se encon­traría en mejores condic iones que yo para obtener en ese momento el requer ido número de esclavos. Sin embargo, recomendé a mi empleado que recogiera a cuanto sirviente inúti l contábamos en la factoría, faci l i tando al Mongo todo esclavo en esos momentos presente en mi barracón.

Antes de la puesta del sol retornó ese joven con c incuen­ta negros de mi establecimiento, demandando mi l iberación. Fue negada. Al día siguiente l legaron cuarenta mandados por el Mongo. Empero, seguía negándose mi l ibertad.

Era tarea di f íc i l reunir a los restantes 110 esclavos en las factorías que habían quedado vacías por los cargamentos recientemente despachados a Cuba. Varios esclavos domés­t icos habían huido a la f loresta tan pronto como íes l legó la not ic ia de lo que se exigía, pues no deseaban ocupar el lugar de otros mejores al "serv ic io de los franceses'".

Tres veces sal ió y se puso el sol desde que me encon­traba detenido a bordo. Nunca cesaba de orar por el arr ibo de algún bien armado buque español de esclavos, y, al anochecer del cuarto día, me fue concedida esa gracia. Esa tarde una embarcac ión manejada por negros l legó enarbo-lando la bandera española, pero, como a su bordo no se encontraba hombre blanco alguno, Brulot lo tomó como aña-

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gaza del Mongo tendiente a alarmarle hasta hacerle desem­barcar sus caut ivos.

Yo dormí sól idamente esa noche, pero aún no había salido el sol sobre la f loresta cuando marché a cubierta con ios gri l los en los pies, contemplando ansiosamente el horizonte para divisar a mi nave española. En ese momento la brisa comenzó a hacerse más fresca, y pronto los altos mástiles de la embarcación empezaron a avistarse avanzando y sobre­sal iendo por encima de la espesura que ocul taba ia boca del río Pongo. Muy pronto el l igero viento y la corr iente la hic ieron adelantarse a la vuelta de codo, donde echó un ancla a la distancia de un t i ro de mosquete del lugar de mi pr is ión, mientras se efectuaban diversas maniobras que me hic ieron creer que Ormond se había puesto en comuni ­cación con sus tr ipulantes durante la noche.

Brulot presintió que su día había pasado. Las cubiertas del buque español se veían l lenas de una tr ipulación alerta y armada, y cuatro cañones mostraban sus bocas mientras otras piezas indicaban por su posic ión que estaban prontas para atacar o saludar, según fuera el caso. Durante un minu­to o dos contempló la escena con su largavista, y luego, con un encogimiento de hombros, ordenó a su primer oficial que me hiciera l iberar de los gr i l los. Al obedecer el of ic ial , se oyó una voz del buque español , ordenando que se des­pachara a un bote hasta é l , bajo la amenaza de sufrir un disparo si no se obedecía de inmediato. Fue arr iado el bote, ¿pero quién iba a t r ipular lo? El of ic ia l pr incipal se negó a hacer lo; el segundo oficial dec l inó la mis ión; los marineros franceses objetaban la tarea de conduc i r lo . Los cr io l los y mulatos de St. Thomas marcharon a la bodega, no quedando nadie para cumpl i r con ia imposic ión fuera de Brulot o yo.

En ese momento el buque español encendió sus fuegos, poniendo a los cañones en d ispos ic ión de t i ro, y bajo los mosquetes apuntando, repit ió la orden del envío de un bote. Viendo el pel igro que corr íamos, yo salté hasta la borda y dando voces en español recomendé a los tr ipulantes de la otra nave que desist ieran de hacer lo que se proponían. El ruego fue atendido, arro jándome yo mismo en el bote, des­pués de lo cual corté la soga y remé hasta el buque situado frente a nosotros.

Una exclamación recorr ió la cubier ta de la nave que me l ibraba al subir a su bordo, rec ib iendo el cordial apretón de manos de su comandante. Al l í se encontraba también Alí Nimpha para saludarme y defenderme, con una escogida ban­da de sus gentes. Mientras se encontraba preso de las emociones de la l iberación y de la bienvenida, el afr icano se lanzó con su banda sobre la nave f rancesa, l lenando rápidamente la borda del enemigo, momento en que mi em­pleado me hizo observar el pel igro inminente. Yo fui lo bas­tante afortunado como para dominar a los enfurecidos salva­jes, pues, de lo contrar io no sé cuál hubiera podido ser la suerte de Brulot y sus of ic iales en el momento aquél , cuando se vieron abandonados por su t r ipu lac ión mestiza y cobarde.

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poutourrou
No ha entendido nada: Tras echar el ancla, se acoderó/atravesó (tirando de coderas/ calabrotes/ cabos muy gruesos) presentando la andanada (la fila de cañones del costado)
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El capitán manifestó el deseo de que sus oficiales mantu­vieran ia vista atenta en el galo mientras nosotros nos reti­rábamos a la cabina para efectuar consultas, sabiendo allí que me encontraba a bordo del "Esperanza" , consignado a mí, procedente de Matanzas. A mi vez, conf irmé el relato que ya les habían hecho los emisarios del Mongo, pero expresé mi esperanza de que el capitán cubano me permi­t iera tomarme una pacíf ica venganza, de manera particular­mente mía, dado que mi secuestrador, al l ibrarme de los hierros, había procedido en una forma desusadamente civ i ­l izada. No tuve inconveniente, por cierto, para obtener el asentimiento del capi tán a esta sol ic i tud, aun cuando cedió en esto con evidente disgusto de los tr ipulantes, cuya san­gre hervía contra el f rancés, y estaba deseosa de infl igirle un cast igo e jemplar en esas aguas neutrales.

Después de estos prel iminares, el capitán Escudero y yo regresamos a "La Perouse" con dos botes llenos de t r ipu­lantes armados, siendo nuestro avance protegido por los cañones y las armas cortas del "Esperanza" . Brulot nos recibió en un resignado si lencio, a bordo de la cubierta alta. Sus of iciales se sentaron malhumorados sobre un cañón in­clinado» mientras dos o tres marineros franceses daban vueitas por el casti l lo de proa.

Mi pr imera orden fue la de poner a los cañones en la imposib i l idad de hacer disparos. Luego, ordené y supervisé ei desembarco de los esclavos arrancados extorsivamente, y, por úl t imo, terminé la visita matinal demandando a Brulot que devolviera los quinientos doblones y el documento que le daba derecho a reclamar los doscientos esclavos.

El documento, debidamente endosado, fue entregado en el acto, pero ningún argumento, amenaza o palabra persuasiva pudo inducir al encoler izado francés para que me entregara ei oro o el manif iesto con la carga.

Después de una larga discusión, despaché a un hombre hacia su mesa de escribir, descubr iendo que en realidad había despachado seiscientos doblones para St. Thomas. Pe­ro Brulot juraba que ellos habían sido desembarcados por el sobrecargo, en el vecino río Núñez. Yo estaba casi a punto de creer en su historia cuando una ligera sonrisa que se d ibujaba en los labios del mayordomo me colocó sobre aviso; reclamé una revisión del l ibro de bitácora, que, desafortunadamente para mi secuestrador, no registraba el desembarco del dinero. Esto demostraba la falsedad de Bru­lot, y autorizaba mi exigencia de su baúl. El crápula se dio por vencido cuando el mayordomo descendía, para traerlo, y br incó imitadamente cuando lo abrí con un hacha y conté 250 doblones mexicanos sobre la cubierta. Su carga, empero, demostraba ser una s imulación con simples muestras.

Volv iéndome inocentemente hacia Escudero, le hice ob­servar que él debió verse en serios apuros para salvarme de ese descastado, abr igando la convicción de que debería abonar a sus hombres por tan especiales recompensas por tan extraordinar io esfuerzo bajo ios rayos del sol afr icano.

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Yo no me atrevía a f i jar ei vaior de tan ser ios servicios, pero ie sol ic i té que lo f i jara él mismo, recibiendo el pago en ese mismo lugar.

Naturalmente, Escudero cons ideró que 250 onzas mexi ­canas le compensar ían, de acuerdo con lo cual los 250 relucientes doblones volv ieron a la bolsa y pasaron por la borda hacia su bote.

Capítulo XVII

El "Esperanza" descargó rápidamente lo que traía, pero, antes de que yo tuviera t iempo de enviarle en reemplazo de ella otra carga viviente, el pobre Escudero cayó víct ima de una f iebre afr icana.

Yo conocía mucho del país; había hecho algún d inero; mi empleado era un muchacho de conf ianza, pero estaba sint iendo el deseo de un cambio de escenar io, y en real i ­dad, solamente necesitaba alguna excusa aceptable para en ­contrarme una vez más a bordo de una embarcac ión que surcara ios mares para un l igero asueto, después de la depr i ­mente monotonía de la vida del esclavizador. La muerte de Escudero parecía ofrecerme la desdada opor tunidad. Su pr i ­mer of icial era un mar ino inexper imentado; sus otros of ic ia­les no estaban habi tuados al manejo de un cargamento de esclavos, y, contemplando el con junto de intereses, creí que lo mejor sería que me h ic iera cargo del buque, efectuando una visita a mis amigos de Cuba. En tanto, arr ibó un ber­gantín d inamarqués en busca de negros, lo que hizo nece­sario para mí, con la mul t ip l ic idad de tareas que debía realizar, que me ded icara a la recolecc ión de esclavos.

Un día, mientras me encontraba por la tarde comiendo en la factoría de Ormond con el capi tán d inamarqués de la embarcación llegada' en busca de esclavos, el ruido de un cañonazo, seguido rápidamente por dos o tres más, anunció la l legada de otro buque. Br indamos por su arr ibo y comen­zábamos ya a condolernos por nuestras di f icul tades para reunir negros, cuando el que despacháramos a averiguar lo que era, l lego corr iendo para deci rnos que desde el buque español se estaba haciendo fuego contra el dinamarqués. Corr imos hasta la plaza desde donde podía contemplarse la escena de la acc ión, mientras otro disparo procedente de mi buque indicaba que éste era el agresor. El dinamarqués y yo nos apresuramos a ir a nuestras respectivas naves, pero cuando l legué al "Esperanza" , mi t r ipulación levaba

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anclas, mientras en la cubierta alta se oía el estrépito de las descargas de armas cortas de fuego. El pr imer oficial se encontraba sobre el borde del puente insistiendo con fuertes voces sobre su t r ipulación para que procediera sin demora, entregados los marinos a proferir gritos enfurecidos y juramentos de venganza. Sobre un colchón se encontraba sangrante el segundo of icial y un marinero daba quejidos a su lado, con una bala de mosquete en el hombro.

Mi l legada fue como una señal para que eso cesara. Tan pronto como fue posible interrogué acerca del hecho, que se or iginara, como muchas disputas de marinos, acerca de a quién correspondía pr imero llenar sus depósitos de agua en el vecino arroyo. Los dinamarqueses eran siete y los nuestros tres. Nuestros españoles fueron desalojados, y mi segundo of ic ia l , a cargo del pequeño bote, recibió un golpe descargado con el remo del bote de los dinamarqueses, cayendo sin sentido sobre la arena.

Por c ierto que en ese día quedó suspendido el aprovisio­namiento de agua, retornando ambos botes hasta sus res­pect ivos buques para referir lo acaecido. En el momento en que los dinamarqueses subieron a su buque, izaron im­prudentemente su insignia, y este acto de aparente desafío se produjo en el preciso momento en que el "Esperanza" recibía a su bordo el cuerpo sin vida de su of ic ial , frente a lo cual , mis exci tados tr ipulantes respondieron amplia­mente a la señal de guerra. Un cañón se unió a otro, dispa­rando mosquete tras mosquete. En el buque dinamarqués se calculó erróneamente y sus disparos cayeron sin alcanzar a mi nave, mientras los nuestros, de seis l ibras, hacían estragos en su exter ior y sus puentes.

Apenas yo había conocido los hechos del caso, pensando en una tregua, cuando los apasionados nórdicos despacha­ron un proyect i l que pasó por encima de mi cabeza. Otro y otro s iguieron al anterior, pero apuntaban demasiado alto para hacer daño. A los veint icuatro años nuestra sangre no es tan d ip lomát icamente pacíf ica como en años siguientes. Rápidamente hice aproximar mi embarcación contra la dina­marquesa en forma que l legué a deshacer su insignia y a estropear el aspecto de su vientre. Mi segundo disparo hizo saltar su másti l . Pero, cuando me disponía a hacer un tercer d isparo, para colocar lo retorcidamente entre viento y agua, cayó su insignia pedante y quedó ganado el combate.

Aguardé ansiosamente que fuera izada de nuevo, o en su defecto la l legada de un mensaje, pero como no tenía not ic ias acerca Je la opinión del Mongo y su cólera por la gresca, creí apropiado, antes de que oscureciera, evitar la t ra ic ión abandonando el río y situando a mi buque en un arroyo, con su parte más destacada sobre el lado de ia playa. Se impart ieron especiales instrucciones al pr imer of icial y a los tr ipulantes para que permanecieran alertas durante toda la noche. Hecho esto, descendí a tierra para proteger la retirada poniendo a mi factoría en estado de defensa.

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Pero mis precauciones fueron innecesarias. Al alborear el día la guardia nos trajo la not ic ia de la part ida de! buque dinamarqués, y cuando descendí por el río a Bangalang, Ormond sostuvo que el buque en cuest ión había part ido para Sierra Leona en procura del socorro de un buque de guerra o del gobierno br i tánico.

Puede suponerse que yo no era tan novicio en Afr ica como para creer semejante histor ia. Ningún buque acondi ­c ionado para el t ransporte de esclavos se hubiera atrevido a l legar a una colonia imper ia l . Sin embargo, el nórdico tenía motivo para sentirse amargado y resentido. Su buque había sido dañado seriamente por mis d isparos; su carpintero ha­bía sido muerto durante la acc ión, encontrándose tendidos tres de sus marineros con gravísimas heridas. Empero, a ios pocos días retornó al río Pongo después ds venti larse en el At lánt ico, donde su ira, probablemente, quedó enfr iada por la brisa del mar. Su nave ancló más arr iba de donde se encontraba la mía y en esta forma nuestras tr ipulaciones evitaron encuentros futuros.

Pero en lo que respecta a los capi tanes, éste no fue el mismo caso. La mesa del Mongo consti tuía una especie de campo neutral, donde nos encontrábamos y saludábamos fr íamente, sin establecer conversac ión. Empero, Ormond y el d inamarqués se hic ieron excesivamente íntimos. Debido a ello "h ice lo necesar io" con el sirviente pr incipal de! Mongo a f in de que me revelara el secreto de tan repentina amistad. Y, a los pocos días, el desaprensivo esclavo, que hablaba notablemente en inglés, me expresó que el d inamarqués, mediante un pago especial y la entrega secreta de sus pro­visiones sobrantes y de toda su carga, había inducido al Mongo a prometer le la entrega de sus esclavos con ant ic i ­pación a la que debía hacer para mí.

Ahora bien, Ormond, por un contrato especi f icado — h e c h o y pagado con anter ior idad al arr ibo del d inamarqués— ma adeudaba doscientos negros para el cargamento del "Espe­ranza". El d inamarqués sabía esto perfectamente, pero mi severo cast igo pesaba muy fuerte en su corazón, indu­c iéndolo a esforzarse por la venganza de la manera más efectiva que puede hacerse en la costa afr icana. Se había empeñado en privarme de cien negros que ya tenía en s i ' manos mister Ormond.

Mantuve mi v igi lancia sobre el barracón de Ormond hasta descubr i r que sus existencias alcanzaban a trescientos ne­gros. Hecho esto, caí allí una mañana sin ceremonia alguna, y con amable tono de voz le enrostré sus traidores designios. Mi ant iguo amo se encontraba tan degradado por las orgías en que vivía, que no solamente no estalló en expresiones indignadas cuando le formulé la acusación, sino que hasta la consideró como una especie de broma, una compensación por los daños que yo le causara al d inamarqués. Frente a esto, resolví superar al d inamarqués, pues imaginaba tener una carta en mis manos que le pondría a mis pies. Confor­me a esto, le ofrecí entregar le un vale de él por cien negros,

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documento en mi poder a cuenta del "Esperanza" ; le pro­metí c iento c incuenta negros que le enviaría en ese anoche­cer — y le presenté el documento de Brulot en el que él prometía ia devolución de los doscientos esclavos— si acep­taba cargar el buque dinamarqués durante la noche.

Ormond tomó la cosa con entusiasmo, apretándome la mano agradecido por el negocio. El dinamarqués recibió aviso para que preparara su buque para recibir la carga sin demora, señalándosele especialmente el deseo de que se detuviera a unas quince millas hacia la barra, para poder part ir inmediatamente después de tener los esclavos bajo las escot i l las.

Durante las seis horas siguientes no hubo en el río Pongo abeja más atareada que don Teodoro. Mi buque quedó acon­dic ionado para navegar con la carga. El primer oficial tuvo instrucciones para tener listas las pequeñas armas y los sables. Mi factoría fue puesta en orden, y escribí instruc­ciones para mi empleado ant ic ipándome a una ausencia de cuatro meses. Alí Nimpha quedó a cargo del dominio terr i­tor ia l , mientras mi español se hacía responsable de las mercancías.

Llegó la noche. Mi largo bote quedó lleno rápidamente con diez hombres armados de pistolas y sables. Al poco rato se avistaron las canoas de Bangalang con sus cargas. Abordé yo mismo a la pr imera, ordenando a los remeros que tomaran en d i recc ión a mi buque español. El segundo fue abordado por el pr imer oficial que me seguía. El tercero, cuarto, qu in to y sexto compart ieron ia misma suerte en rápi­da sucesión. En esta forma, en una hora, trescientos setenta y c inco negros se hal laban a buen resguardo en la cubierta del "Esperanza" . Después de hecho eso, entregué a cada encargado de canoa un documento reconociendo ia recep­ción de los esclavos y escr ib iendo una orden al Mongo en favor del d inamarqués por el monto total de los morenos que me l levaba.

El viento de tierra y la marea cambiaron al aclarar el día, comprendiendo yo que era l legado el momento de partir. Y cuando desf i lamos cerca del punto en que permanecía anclada la nave dinamarquesa l lamé a toda mi gente para que diera tres hurras.

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Capítulo XVIII

Cuando al brisa que l legaba de t ierra dejó de sentirse, disfrutamos de una calma absoluta, y el mar siguió siendo ün espejo sin nada que lo alterara durante tres días, t iempo en que se avistaron en el este las costas altas como vagas nubes. El c ie lo br i l lante y los ref lejos del mar se impresiona­ban mutuamente hasta encenderse el aire, como en un horno. Durante la noche una densa niebla envolvía al buque con sus pl iegues negruzcos. Cuando se dis ipaba el vapor, en la cuar­ta mañana, nuestro vigía anunció, desde ei tope del mást i l , que avistaba una vela, y todas las miradas se di r ig ieron rápi­damente hacia t ierra, en el hor izonte, t ratando de descubr i r al extraño buque. Nuestros espías co locados a lo largo de la playa habían anunciado que las costas se encontraban l ibres de naves de guerra cuando yo partí, razón por la cual no se temía mucho por ese lado. Sin embargo, no por esto dejamos de andar con prudencia para evitar un encuentro, y debido a el lo, nuestras velas fueron enderezadas en forma de l levarnos a mar abierto. En ese momento, el pr imer of icial se adelantó con su largavista, y después de mirar meditat ivamente, ex­c lamó:

— ¡ N o es más que el d inamarqués! Veo su bandera. Ante esto, mis t r ipulantes juraron que preferían pelear

que escabul l i rse en las soledades, y, con un tr ip le aplauso, vinieron a mí para pedirme que me quedara quieto en donde estaba hasta que la nave fuera abordada.

El esclavizador prudente, tan pronto como se halla pró­x imo a alguna vela desagradable, d ispone de sus armas, clava su casti l lo de proa, despacha a sus negros a la bodega y ase­gura sus bordas. Todos estos preparat ivos fueron hechos t ran­qui lamente a bordo del "Esperanza" . Y, además, dispuse que fueran subidas a bordo una cant idad de pequeñas armas y munic iones, las que al instante quedaron cubiertas de f ra­zadas. Cada hombre fue destacado en el acto en su puesto o donde se consideraba que podía ser más út i l . Los cañones fueron l impiados y cargados cuidadosamente, y yo, como si deseara engañar a nuestra nueva relación, izé el pabel lón portugués.

Me paseé por la cubierta durante una media hora, cuando, tomando un largavista, v i , o me pareció ver, una hi lera de puertas que no tenía la nave d inamarquesa. Luego, echando un vistazo en el hor izonte, un poco alejadas del buque, avisté a otras tres embarcaciones, completamente tr ipuladas, d i r i ­giéndose a nosotros con señales de banderas. En real idad, nuestro antagonista era realmente un c rucero br i tánico de diez o doce cañones, de cuyas garras no había escape a menos que rechazáramos las embarcac iones.

Descubrí que mi t r ipu lac ión estaba tan conf iada ante el aumento del riesgo, como ante el menos pel igroso buque d i -

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namarqués. Al exigir le una declaración acerca de rendirse o morir, supe que todos, excepto dos, estaban en favor de la resistencia. Arro jé por la borda varios cascos con agua que molestaban en la cubierta, y elevé nuestros botes hasta la altura de los puentes a f in de evitar el abordaje por ese lado. Las cosas estaban completamente en debida forma en el bu­que, fe l ic i tándome de que su pólvora hubiera aumentado en doscientas l ibras, en municiones y con parte de la tr ipulación de un buque español de esclavos abandonado en la barra del río Pongo una semana antes de nuestra part ida. En total teníamos siete cañones y abundancia de mosquetes, pistolas y sables, todo a manejarse por treinta y siete hombres.

En esos momentos, las embarcaciones bri tánicas, sola­mente movidas por los remos, se aproximaron a una media mil la de nosotros, mientras la brisa agitaba las aguas mansa­mente en el hor izonte, pero sin acar ic iarnos con un solo hálito. Sacando ventaja de uno de esos leves vientos, el crucero ha­bía seguido a los botes, pero ahora, como a cinco millas más lejos, se encontraba en un mar absolutamente en calma, como lo fuera durante todo el día. En ese momento, observé que los botes convergían dentro del alcance de mis andanadas, sol tando los remos como para consultarse. Aproveché esta opor tun idad, mientras el enemigo estaba concentrado, para darle ¡a pr imera bienvenida, haciéndoles un disparo con mi cañón. Pero el proyecti l pasó por encima de sus cabezas, momento en que se separaron dando tres palmadas todos y el rhás grande de los botes dir ig iéndose directamente hacia el centro de nuestro buque, mientras los otros avanzaron para atacarnos por el puente y la popa.

Durante la persecución, mis proyect i les, con excepción del cañón de pivote, eran completamente inútiles, pero yo d isparé unos cuantos antes y detrás de ellos para hacer mi juego. El bote más grande, conduciendo un pequeño cañon-ci l lo, era mi mejor blanco. Sin embargo, ambos erramos los disparos hasta que mi sexta descarga, un doble disparo, barrió

,con todo el puente de los remos e inuti l izó a los remeros por el severo efecto producido. Esto paralizó el avance de la lancha y me permit ió dedicar la atención exclusivametne a los otros botes. Empero, antes de que yo pudiera colocar el bu­que en condic ión apropiada, una señal l lamó a los atacantes a bordo del crucero para reparar las averías. Yo no había reparado hasta ese momento que esa mañana, temprano, ha­bía izado la bandera portuguesa para engañar al dinamar­qués, manteniéndola imprudentemente izada en presencia de John Bul!. Arr ié en el acto el pabel lón lusitano desplegando el español y refrescando a mis hombres con una doble ración de bebidas espir i tuosas. Cuando los tr ipulantes de los botes üegaron a su buque, subiendo a bordo, tuve la convicción de que ei ataque quedaría renovado tan pronto como el ron y el roast-beef de la Vieja Inglaterra fortalecieran el corazón del adversario. En esta forma, no había aún pasado el me­diodía, cuando se embarcaban nuevamente nuestros persegui­dores. Se aproximaron una vez más, div id idos como anterior-

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mente, cambiando disparos sin resultado. Yo los mantuve sobre la bahía con la metral la y los mosquetes. Todavía quedaba a bordo abundancia de balas y car tuchos para las pistolas y los mosquetes hasta las tres de la tarde, pero esto consti tuía un pobre medio de defensa contra los resueltos ingleses, cuya sangre estaba encendida y que seguramente reemprenderían la carga con refuerzos de hombres vigorosos. Adelante y detrás, en lo alto y lo bajo, rebuscamos más proyect i les. Los de mosquete estaban almacenados en pa­quetes; remaches y clavos estaban envueltos en pape! de cartuchos, las esposas de los esclavos quedaron convert idas, con ayuda de trozos de cuerda, en elementos de defensa y, a la hora, estábamos de nuevo tolerablemente preparados.

Cuando terminaron estas tareas, puse mi atención en ia t r ipulación aletargada, parte de la cual se negó a beber vino y comenzó a andar malhumorada por la cubierta. Sin embar­go, sólo dos de el los habían s ido levemente alcanzados pol­los f ragmentos de disparos de mosquete, pero tanto descon­tento comenzó a exter ior izarse entre los marineros traspasa­dos del buque de esclavos zozobrado, que mis propias manos apenas pud ieron contener les de rebelarse. La violencia, c la­ramente, no era el papel que me correspondía, pero la per­suasión es un juego del icado en tal t rance, con hombres so­bre los cuales yo no ejercía absoluta autor idad de jefa. Eché una mirada hacia el lugar de los enemigos, y viendo que los botes de los br i tánicos estaban aún lejos, seguí mi pr imer impulso y l lamando a toda la banda a la cubierta de mando, probé el efecto de mis palabras y del oro español . Hablé de los pel igros de la captura y de la locura de rendír a un buque entregado al t ráf ico de esclavos mientras que­dara la más pálida esperanza de huir. Describí ei resultado indudable al ser apresados después de una resistencia como la que habíamos hecho. Tracé un exacto cuadro del alto y pel igroso implemento en el cual suelen terminar los cabal le­ros piratas, y, f inalmente, traté de mejorar mi oratoria con un par de onzas de oro para cada uno de los combatientes, con la promesa de la entrega de un esclavo a cada uno ai término de nuestro viaje.

Mi estado de ánimo en suspenso era terr ible en medio de la calma, sobre la cubierta de un buque con esclavos, con el calor, el combate, el amot inamiento y un volcán de 375 demonios pr is ioneros debajo. Aguardé una respuesta, favora­ble o desfavorable, sin emoción, i r remediablemente. En el acto, tres o cuatro dieron un paso adelante aceptando mi propos ic ión. Me encogí de hombros y conduje a una media docena para hacer guardia arr iba y debajo de la cubierta. Luego, volv iéndome hacia la mul t i tud, doblé mi ofrecimiento y presenté un bote para que llevara a los descontentos a borde del buque enemigo, jurando que yo permanecería en el "Esperanza" con ayuda de mi t r ipu lac ión leal, a despecho de los bastardos.

La injur iosa palabra con la que yo cerrara mi arenga pare­ció rozar la deb ida cuerda en la guitarra española, y al ins-

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tante advertí que las cabezas empecinadas se elevaban en gesto de orgul lo herido, mientras el mayordomo y el mucha­cho de las cabinas distr ibuían una nueva ración de vino y se oían exclamaciones en favor de la unidad de todos los grupos. No perdí t iempo en consol idar a mis conversos, y repartiendo entre el los un montón de doblones, ordené que todos los hombres marcharan a sus puestos, pues el enemigo estaba nuevamente en movimiento.

Pero no vino solo. Nuevos actores aparecieron en escena durante mis paiabras con la t r ipulación. El estampido de los cañones había sido perc ib ido, al parecer, por un consorte del bergantín de Su Majestad br i tánica. Y si bien el combate no se hal laba dentro de su campo de visión, despachó otra es­cuadr i l la de botes bajo la guía de los estampidos en medio del aire si lencioso.

La pr imera div is ión de mis anteriores atacantes se hallaba considerablemente adelantada a los refuerzos, acercándose en perfecto orden y en sól ido bloque, con la aparente deter­minación de abordarnos por el mismo lado. Debido a esto, l levé todas mis armas y hombres a ese lado, diciendo a los art i l leros y mosqueteros que no hicieran disparos sin previa orden. Esperando sus descargas, les permití acercarse mu­cho. Pero el que mandaba la lancha parecía anticiparse a mi plan, reservando su fuego hasta que yo hubiera producido el mío, con el objeto de lanzar sus otras embarcaciones al abordaje en medio del humo de sus andanadas y de las armas pequeñas. Era curioso observar nuestra mutua des­confianza y yo no podía evitar la risa, aun en medio del pel igro, ante esa si tuación indecisa en que nos hallábamos. Empero, mis br i tánicos no habían dejado de seguir avan­zando, aun cuando olvidaran hacer fuego, de modo que ya se encontraban pel igrosamente cerca, cuando creí que lo mejor sería darles el contenido de mi cañón de pivote, car­gado casi hasta la boca con remaches y balas. La descarga paral izó el avance, mientras los disparos de mis piezas es­parcieron una cant idad de metral la entre los botes que le seguían. A su vez, el los nos agredieron tan densamente con balas de cañón y mosquete, que c inco de nuestros más va­l iosos hombres de la defensa quedaron muertos sobre la cubierta.

La furia del combate a una distancia más reducida que con anter ior idad, y los ayes de los camaradas heridos a nues­tros pies, encendió hasta el máximo la ardiente naturaleza de mi t r ipulación española. Se rasgaron las ropas, quedaron con ios bustos desnudos y pidieron ron, jurando que morirían antes que entregarse.

En esos momentos, ios refuerzos enviados desde el otro buque se aproximaban rápidamente, y con hurra tras hurra, los c inco botes recién arr ibados avanzaron en doble hilera. Al estar a t iro, cada una de esas exclamaciones fueron segui­das por fatales andanadas bajo las cuales varios de nuestros combat ientes quedaron postrados mientras una bala de mos­quete lesionó dolorosamente mi rodil la. Durante cinco minu-

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tos encaramos esta prueba con cañones, mosquetes y gritos de entusiasmo, pero, en la desesperada confusión, el encar­gado de nuestro cañón pr incipal co locó la bala detrás de la pólvora, de modo que el más efect ivo de nuestros elementos de lucha quedó s i lenciado para s iempre. En ese momento, una carga hecha desde la lancha desmontó una pieza. Nues­t ros 'abas tec imien tos de munic iones estaban agotados, y en esta si tuación de infer ior idad en que nos hal lábamos, los br i tánicos se prepararon para abordar nuestra nave invál ida. Mosquetes, bayonetas, pistolas, sables y cuchi l los, los man­tuvieron fuera por un espacio de t iempo aún en el extremo elegido para la arremetida, pero los botes atestados acabaron por descargar a sus enfurecidos atacantes sobre nuestro cas­t i l lo de proa como apar ic iones sal idas del mar, y sables en mano, las v ictor iosas fur ias barrían ante ellos con todo. El gr i to era de " ¡ N o perdonar a nad ie ! " . Cayó marino tras marino, luchando con la f renét ica fuerza de la desesperación. En ese momento se dio la orden de romper las cadenas y de l iberar a los esclavos. Yo me mantuve en mi puesto y alenté a seguir la lucha hasta el f inal , escuchando mi pro­pia orden, que, de haberse cumpl ido , hubiera aniqui lado por igual a atacantes y atacados. Ordené entonces a los que persistían en el encuentro que arrojaran las armas, mientras agitaba la bandera y advertía a los rudos br i tánicos que tuvieran cuidado.

El of icial pr incipal del grupo de abordaje pertenecía a la t r ipulación del buque consorte. Cuando l legó a cubier ta, su mirada clemente contempló entr istecido la escena de sangre, ordenando inmediatamente la concesión de " cua r te l " . Era t iempo. Los desaforados atacantes de los botes que fueran anter iormente rechazados, saltaron sobre nuestra cubierta se­dientos de venganza. Todos los que se les opusieron fueron abat idos sin p iedad, y de prolongarse eso un instante más, es probable que me hubiera ido a reunir con la mult i tud qua ya descansaba.

¡Todo había terminado! Había allí una si lenciosa y ag i ­tada turba de vencedores y vencidos sobre la ensangrentada cubierta, cuando la roja bola del sol que se ponía br i l ló como despid iendo una niebla encarnada y l lenó el mar inmóvi l de fuego l íquido. Por pr imera vez en ese día me sentí condol ido de los sufr imientos de las gentes. Una sensación de sofoco me hizo desear aire ai sentarme sobre la borda del capturado buque, teniendo la sensación de que e r a . . . ¡un pr is ionero!

Mi bote, aunque algo dañado por los proyect i les, fue arr iado, y recibí orden de marchar hacia mi capturador con mis papeles y mi sirviente bajo la escol ta de un marinero. El capi tán se hal laba en la cubier ta cuando me acerqué a su buque, y v iendo mi rodi l la ensangrentada, ordenó que no ascendiera por la escalera, s iendo elevado sobre la cubierta y enviándome abajo sin demora para el cu idado de mi herida. Esta era apenas poco más que un desgarramiento de la carne; empero, bastaba para impedi rme que doblara la ro­di l la, aun cuando podía seguir marchando con la pierna tiesa.

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Durante el vendaje —momento en que mantuve una con­versación bastante agradable con el amable c i ru jano— fui l lamado a la cabina, donde se me formuló gran número de preguntas, a todas las cuales respondí franca y verazmente. Trece de mis tr ipulantes habían muerto, y casi todos los res­tantes estaban her idos. Luego se examinaron mis papeles, encontrando que la documentac ión era española.

—¿Cómo es entonces —exc lamó el comandante— que us­ted peleó bajo la bandera portuguesa?

Aquí me encontraba ante la pregunta que esperara en todo momento y para la cual me había devanado los sesos procurando descubr i r una expl icación convincente. Nada te­nía que decir acerca de la arr iesgada violación de naciona­l idad, razón por la cual me decidí a decir la verdad sin re­cato acerca de mi d i ferencia con el dinamarqués y mi deseo de engañarle por la mañana temprano; pero, muy cautamente, omit í toda alusión a la astucia con que yo le privara de sus morenos. Confesé que me había olvidado de la bandera cuando me encontré ante un enemigo bien diferente al d ina­marqués para enfrentar, i lusionándome con la esperanza de que, habiendo rechazado sin ninguna ayuda la primera arre­metida, podría lograr huir aprovechando la habitual brisa marina.

El capi tán me contempló en si lencio durante un rato, y con voz apesadumbrada, preguntó si tenía conocimiento de que mi defensa, bajo la enseña portuguesa, no importa qué l levara a su ut i l ización, solamente podía considerarse como acto dé piratería.

Esto se desarrol laba ante los ojos del c irujano, cuyas mi ­radas y expresión indicaban una cordial af l icción por el tran­ce en que me encontraba.

"Sí —con t inuó dic iendo el cap i tán—, es penoso que un marino que pelea tan bravamente como usted lo ha hecho, en defensa de lo que considera de su propiedad, sea conde­nado por una combinac ión de errores y descuidos."

En seguida se me di jo que quedara donde estaba hasta nuevas órdenes, mientras mi sirviente l legaba de abajo con una abundante cant idad de provisiones. El capitán se dir igió a la cubierta, pero el médico permaneció allí. En el acto vi al c i ru jano y al mayordorf io del comandante, muy activos ante una cesta con galleta, carnes y botel las, para cuyo cierre se uti l izara una cuerda de varias yardas de largo, cuidadosa­mente anudada. Después de hacerse esto, el doctor pidió una lámpara, y desen ro l l ando una carta marina, me preguntó si sabía cuál era la posic ión en que se encontraba la nave. Res­pondí af i rmat ivamente, y, a su pedido, medí la distancia, ob­servando que el curso a seguirse, para llegar lo antes posible a t ierra, era tomar hacia Cabo Verga, a unas treinta y siete mil las de ese punto.

— A h o r a , si yo estuviera en su lugar, con la perspectiva de una soga en el cue l lo , haría una tentativa por saber si puede l legarse a Cabo Verga antes de que hayan t ranscurr ido vein­t icuatro horas sobre mi cabeza. ¡Y vea usted, mi buen mu-

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chacho, cómo la Providencia, un accidente, o la suerte, le favorece! Ante todo, casualmente, su propio bote marcha a la deriva, justamente a! lado de la ventana de esta misma cabina; segundo, una cesta con provisiones está pronta aquí para caer por sí misma en el bote. Luego, su prop io mu­chacho se encuentra en las vecindades para ayudarle con el esquife. Y, f inalmente, reina una cerrada oscur idad, la calma es perfecta, y no hay ningún cent inela apostado en la puerta de la cabina. Buenas noches, mi avisado peleador, y que no vuelva nunca a tener la suerte de verle la cara.

Dicho esto, se puso de pie apretándome la mano con la fuerza calurosa de un marino, y, al pasar al lado de mi sir­viente, deslizó algo en sus bolsi l los, que resultó ser un par de soberanos. En tanto, el mayordomo llegó con frazadas, que extendió sobre el cerro jo, y, apagando la lámpara de un so­pl ido, se marchó a cubier ta dando las buenas noches.

Todo estaba muy cal lado y desusadamente oscuro. Reinaba un mortal s i lencio en la corbeta. En seguida me aproximé a la ventana por la parte de atrás y echándome de lado del estómago sobre el marco, penetré en la noche. Al l í , en reali­dad, se encontraba mi bote, que avanzaba a remo, justo ai lado. Cuando miré, alguien desde su bordo me arrojó una soga con suave movimiento, hasta que el esquife estuvo pe­gado a la ventana. Pacientemente, lentamente, cautelosa­mente, temiendo el ruido de la caída y asustado del rumor de mi respiración en el profundo s i lencio, hice descender a mi muchacho dentro del bote. Le siguió la cesta. El negro su­jetó el gancho del bote a la ventana de la cabina, y así, medrosamente, recibí la cesta. Por for tuna, ni un chasquido, ningún cru j ido o el ruido de una caída perturbó ese si lencio. Miré hacia arr iba y nada era visible en la parte alta de la cubierta. Un leve rumor trajo la soga del bote hasta el agua y nos desl izamos ale jándonos en la oscur idad.

Capitulo XIX

Marché en el bote sin decir una palabra, sin hacer un movimiento y casi sin respirar, hasta que la corbeta quedó completamente oculta en el nebl inoso hor izonte. Cuando todo estuvo completamente oscuro en torno de mí, fuera de las estrellas que me servían de guía, co loqué los remos y avancé tranqui lamente hacia el este. Al alborear el día me encon­traba aparentemente solo en medio del océano.

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Mi apeti to había mejorado tanto por los ejercic ios hechos durante la noche, que mi primera devoción fue la cesta, la que encont ré llena con f iambres de Bologna, bocadil los en escabeche, parte de un jamón, abundantes galletas, cuatro botel las con agua, dos de aguardiente, un compás de bolsi l lo, un cuchi l lo de mango grande y un gran mantel o sábana que el generoso doctor introdujera sin duda para que nos sirviera de veía.

El humi l lado esclavizador y el esclavo, por primera vez en sus vidas, part ieron el pan sobre la misma cesta, bebiendo de la misma botel la. El día anterior, él había sido el más servi l de los cr iados; hoy era mi igual, y, probablemente, mi super ior en ciertas facultades físicas; sin él, yo hubiera pe­recido.

Al ascender el sol en el cielo, mi herida se enconó por los movimientos, y la inf lamación me producía un febricente tor­mento deí que me lamentaba mientras estaba tendido sobre la parte de atrás. Al mediodía sopló una brisa del suroeste, con lo que el mantel y los remos nos permit ieron navegar a razón de unas tres mil las por hora, mientras mi muchacho luchaba con las frazadas y los ganchos de los remns. En esta forma medio recl inado, avancó hacia t ierra hasta medianoche, cuando plegué la vela; permanecimos en el calmo océano hasta el amanecer. A la mañana siguiente, la brisa volvió a favorecernos y, para la caída del so!, me encontré con la canoa de un amistoso mandingo, a cuya embarcación en el acto trasíaae mi cuartel , cayendo dormido, y no despertando hasta i legar a las Islas de Loss.

Mi herida me mantenía encerrado en una choza de las islas, en la que permanecí diez días, t iempo durante el cual despaché una canoa de nativos para que salvara la distancia de treinta y c inco o cuarenta millas hasta el río Pongo con not ic ias de mi desastre, ordenando el envío de una embar­cac ión con elementos para mi comodidad. Como mi emplea­do había olv idado enviarme un traje, me vi obl igado a vestir ropas de mandingo hasta l legar a mi factoría.

Esa noche hubo regoci jo en Kambia, entre mi gente, pues no es necesario que un despreciado esclavizador sea siempre un amo cruel . Yo tenía muchos amigos entre los del vi l lorr io, tanto allí como en Bangalang, y cuando llegó el " ladrador " de las islas de Loss con la noticia de mi captura y desgracia, todo el vecindar io se sintió hondamente emocionado al saber que el Mongo Teodoro se encontraba sano y salvo entre sus* protectores.

Tuve un profundo sueño rejuvenecedor después de un baño glor ioso. Ester se deslizó a través de la empalizada de Bangalang para conocer la historia de mis propios labios, ref i r iéndome la murmurac ión en la zona del río durante mi aventura. El d inamarqués se había alejado después de una disputa con Ormond, quien le entregó cien negros para su nave, encontrándose un buque español aguardando mi l le­gada. A la mañana siguiente temprano, lleno de alegría, esta-

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ba nuevamente en mi bote, avanzando hacia el "Fe l i z " , de Matanzas, anclado muy cerca de Bangalang. Cuando doblé por un lado la cubierta, una docena de personas aplaudieron y un cañón hizo una salva en mi honor por la batal la con los br i tánicos, magni f icada por el los hasta quedar convert ida en un perfecto Trafalgar.

El "Fe l i z " había sido or ig inar iamente consignado a mí desde Cuba, pero, en mi ausencia de la zona del río, el co­mandante conf ió tan importante tarea a mi empleado, endere­zándola éste al Mongo. Cuando se anunció en la zona mi arr ibo a las Islas Loss, aún no se había cer rado por entero su trato con Ormond, ni la carga había sido entregada. Con­forme a esto, el capi tán se expr imió en el acto los sesos para descubr i r un procedimiento que le relevara de ese acuerdo. En Afr ica, tales cosas se hacen a veces con faci l idad o con pequeños pretextos, de manera que cuando l legué a Kambia, el bergantín de 140 toneladas estaba pronto para ponerse a las órdenes de la persona a cuyo nombre fuera consignado.

Supe así que los envíos en d inero y mercancías cubrían el valor de 350 esclavos, que rápidamente pedí a di ferentes tratantes. Pero cuando acudí al Mongo para que entregara su su parte, ese cabal lero se negó indignado a hacer lo, bajo la ofensa que impl icaba la rescisión de todo e! embarque. Traté de paci f icar lo y convencer lo ; empero, todos mis esfuerzos fueron vanos. Más todavía, los resultados de su negativa no afectaron al Mongo solamente. Cuando un factor decl ina o no está en condic iones de proveer un cargamento en un punto de Afr ica, la mult i tud que le rodea, andrajosos, s irv ien­tes y gentes del v i l lorr io, padecen por el lo, por lo menos durante algún t iempo. No pueden comprender lo y siempre quedan disgustados cuando se rechaza "e l negoc io" . En este caso, la gente de Bangalang parecía característ icamente des­contenta por la obst inación del Mongo. Le acusaban de indolente despreocupación de sus intereses. Le achacaban una negl igencia culpable. Varias famil ias l ibres part ieron por eso hacia Kambia. Sus hermanos, que en esos casos s iem­pre padecían mater ialmente, le miraron con arrogante des­precio. Sus mujeres, encabezadas por Fátima — q u e recibía abundantes presentes, como sus compañeras, con cada nuevo buque que él despachaba— se levantaron en franca rebel ión af i rmando que huirían si no aceptaba una par t ic ipación en el contrato. Fátima era la oradora del harén en ésta y en toda las ocasiones en que allí se expresaba desagrado por algo, y, por c ier to, el la no se paraba en nimiedades para aludir al pobre Ormond. Los años y la ebr iedad habían hecho terr ibles estragos en su organismo y aspecto durante los ú l ­t imos t iempos. Su terr ible i r r i tabi l idad la l levaba a veces hasta la locura, mientras treinta lenguas femeninas hacían coro para zaherir al jefe del harén. Le acusaban audazmente, solas o en parejas, de todos los v ic ios y faltas que el matr i ­monio her ido siempre denuncia. Se jactaban de sus inf ide­l idades, elogiaban a sus amantes y presentaban sus hi jos notablemente parecidos a el los con risas de bur la.

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El pobre Mongo se veía tr istemente abrumado por esas brujas afr icanas, y apeló a muchos de los habitantes del v i l lorr io para dominar esa rebel ión. Pero ocurría que bastan­tes de los habitantes de la aldea eran los favoritos de esas mujeres, razón por la cual nadie acudió a secundarle en sus propósi tos.

Visité a Ormond en el anochecer de ese día de la rebe­l ión, encontrándolo entregado no solamente a repetir los insultos de la mañana, sino en tal estado de beodez, que era incapaz para todo negocio. Su mirada cargada de afán de venganza y sus movimientos nerviosos revelaban un espí­ritu perturbado. Cuando nos estrechamos las manos, encon­tré que la del Mongo era fría y como escamosa. Rechacé el vino que me ofrecía bajo la excusa de que me sentía enfermo. Y cuando, con frases incoherentes y gestos des­compuestos, expresó su deseo de retirar su negativa y de aceptar una parte del cargamento del "Fe l i z " , creí que lo mejor sería suspender toda discusión hasta el día siguiente. Estaba a punto de embarcarme de regreso, cuando llegó hasta mí el desleal cr iado que me sirviera en el asunto del d inamarqués, el cual me di jo que Ormond había envenenado el v ino ant ic ipándose a mi arr ibo. Me advirt ió que tuviera cu idado, pues el Mongo en su presencia, había proferido amenazas contra mi v ida. Esa mañana, añadió, mientras era acosado por sus mujeres, mi nombre había sido pronunciado por una de ellas con part icular simpatía, instante en el cual Ormond estalló en un apasionado arrebato, acusándome de ser la causa de todos sus percances y derr ibando a ía mu­chacha de un puñetazo.

Esa noche fue despertado por mí hombre de guardia, con el anuncio de que una persona extraña deseaba verme; a mis puertas estaba Ester, con tres de sus compañeras. Su relato fue breve. Poco después de oscurecer, Ormond pe­netró en su harén con pistolas cargadas en busca de Fátima y de ella, pero el personaje estaba tan embrutecido por el a lcohol y él enfurecimiento, que las mujeres tuvieron poca di f icul tad para ponerse fuera de su alcance y huir de Banga­lang. Apenas las había yo alojado para que pasaran la noche, cuando otra l lamada hizo que apareciera nuevamente el hom­bre de guardia con la not ic ia de la muerte de Ormond. ¡Se había atravesado el corazón de un disparo de arma de fuego! * Después de esto, no me sentí en condiciones de dormir,

y las pr imeras c lar idades del día me encontraron en Banga­lang. Allí se hal laba el Mongo, exánime, tal como cayera. Nadie rozó su cuerpo o se aproximó a él hasta que l legué yo.

Parecía que él había olv idado que la botella, cuyo conte­nido bebió, había sido especialmente preparada para mí; la encontramos casi vacía, conociéndose como su últ imo acto la cr iminal penetración en el harén para ultimar a Fátima y Ester. Pronto se oyó en el jardín la detonación de su pistola; allí, tendido entre plantas, con una pistola apretada en la mano se encontraba el cadáver del mulato. Su teti l la izquier-

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da había sido perforada por el proyect i l , y se advertía el or i f ic io ensangrentado.

Malo como era este hombre, no pude menos que echar un suspiro por su muerte. El había s ido en Afr ica mi primer amigo, y si perdí su consideración no fue por mi culpa. Apar­te de esto, existen tan pocas personas sobre la costa de Afr ica que hayan gustado de la c iv i l ización europea y sepan conversar con seres humanos, que la pérdida del peor de éstos const i tuye una terr ible ca lamidad. Ormond y yo nos habíamos mantenido en los últ imos t iempos a una desagra­dable distancia; empero, los negocios nos hacían marchar juntos una que otra vez, y durante las treguas mantuvimos más de una conversación agradable y pasamos horas alegres que ya no volverían a darse más.

Es costumbre en Afr ica efectuar el sepel io de un Mongo celebrando una f iesta, acto al cual todos los jefes vecinos y parientes envían presentes de al imentos y bebidas para cele­brar las orgías de la muerte. Se habían despachado emisa­rios a los hermanos y famil iares del Mongo, razón por la cual la ceremonia nativa del ent ierro quedó postergada hasta tres días después. Y en el intervalo, se deseaba que yo hiciera todos los preparat ivos de manera apropiada a la posic ión del suic ida. De acuerdo a esto, impartí las órdenes nece­sarias; indiqué que se abr iera una fosa al pie de un árbol , lejos del vi l lorr io, poniendo el cuerpo a cargo de una mujer que lo velaría hasta el momento del ent ierro con los cons i ­guientes plañidos. Y me marché a Kambia.

Regresé el día de las exequias. Al mediodía h ic ieron salvas los cañones del v i l lorr io, que fueron respondidos por los disparos hechos desde el "Fe l i z " y desde mi factoría. Rara vez escuché ruidos más entr istecedores que los de esos cañones a través del s i lencio de la f lorestas y frente al mar inmóvi l .

En ese momento, todos los jefes de las cercanías, pr ínc i ­pes y reyes, l legaban con sus corte jos, mientras el cadáver era co locado a la sombra de unos árboles a f in de que pudieran contemplar lo. Luego, la procesión siguió la mar­cha f i jada, seguido el ataúd por las treinta viudas del Mongo, todas envueltas en harapos, las cabezas afeitadas, sus cuer­pos lacerados con hierros encendidos y l lenando el aire con chi l l idos y quej idos, hasta que la insensible arci l la quedó sepultada en la t ierra.

No pude encontrar en el v i l lorr io ningún l ibro inglés de oraciones o Bibl ia que me hubiera permit ido realizar un of ic io rel igioso de su Iglesia sobre los restos de Ormond, pero no había olv idado el "Ave Mar ía " y el "Pater Noster" que apren­diera de niño, y mientras los pronunciaba devotamente sobre la tumba del suic ida, no podía dejar de pensar que eso era más que suf ic iente para el ambiente salvaje que nos rodeaba.

La breve plegaria no pudo ser demasiado breve para la impaotente mul t i tud. En lo que dura un guiño, todos los pies se apresuraron en d i recc ión a su casa de Bangalang. El jardín estaba alegrado por el jocundo desborde. En los asa-

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dores colgaban bueyes dorándose al fuego. Aquí y allí se veían ol las hirviendo con arroz. Se vaciaba damajuana tras damajuana de ron. Al poco rato, una parodia de escaramu­za fue proyectada, formándose los grupos de combatientes. Las divisiones ocuparon sus puestos, y, en el acto, apare­c ieron las avanzadas arrastrándose como reptiles en la tierra hasta cerc iorarse de las posiciones del otro, después de lo cual entraron en marcha los ejérci tos con cañones, arcos, f lechas o lanzas, y, después de hacer d isparos, dar alaridos, chi l lar y gr i tar hasta ensordecerse, se ret iraron con cautivos, terminando la guerra. Entonces llegó un refuerzo de ron, y de inmediato se danzó hasta que el ron y los cuerpos se d ieron juntos por vencidos, rodando todos por el suelo para dormir el sueño de la embriaguez.

Capítulo XX

Los esclavos cayeron lentamente en Kambai y Bangalang, cuando aún me quedaba por completar la mitad de ia carga para el "Fe l i z " . El t iempo apremiaba y no existía un extran­jero en ia costa que pudiera ayudarme. En esta si tuación, resolví hacer por mi propia cuenta una incursión sobre los nativos, y acondic ionando un par de mis cañones más gran­des y d isponiendo de un ampl io armamento, lo mismo que de vastas cant idades de al imentos y mercancías, partí hacia el río Matacán, un cor to r iacho, impropio para ser navegado por embarcaciones de cierto calado. Estaba dispuesto a ad­quir i r c incuenta esclavos.

Llegué hasta allí sin riesgo ni percance. Después de la debida demora, el rey convocó a una "pa laver " regular a sus jefes y cabeci l las, ante los cuales yo expuse mi "dan t i ca " y anuncié las condic iones. Muy pronto fueron traídos varios j ó ­venes para su venta, los que, estoy seguro, ni soñaban que acababan de dormi r su úl t ima noche allí para marchar a la esclavi tud en Cuba. Mi presencia revivió el recuerdo de peca-di l los olv idados hacía mucho t iempo y de sentencias perdo­nadas. Celosos maridos, al paladear mi ron, recordaban súb i ­tamente las inf idel idades de sus esposas y vendieron sus mitades a cambio de algo más fluido. En realidad, yo me vi exal tado como un mago que hacía descorrer los tejados del ví l ior iro descubr iendo los vic ios y crímenes del interior de las chozas ante el ojo de la " jus t i c ia " . La ley se c o n ­virt ió en provechosa y la vir tud nunca alcanzó allí tan alto

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Kambia
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sit ial . Antes de que anocheciera, la local idad era un hervi­dero, pues todos los hombres se tor turaban los sesos t ratan­do de descubr i r un pretexto para secuestrar a su vecino y entrar én tratos conmigo. Como el v i l lorr io era demasiado reducido para proveerme los c incuenta esclavos que nece­sitaba, me quedaba el recurso de acudi r a las aldeas vecinas, donde mis " l ad radores " o agentes h ic ieron su labor de ma­nera maestra. Se habían co locado t rampas ccn cebos de mercancías para l levar a la tentac ión a los desprevenidos, y en momentos en que el inconsciente avanzaba en el bosque era atrapado por su enemigo ocul to, y, a la hora, era l levado apresuradamente para servir como esclavo durante toda la vida. En real idad bastaron c inco días para grabar perma­nentemente mi imagen en la zona del Matacán, y para dejar mi recuerdo asociado a cualquier cosa, menos a las bendi ­ciones por lo menos de c incuenta de sus fami l ias.

La captura de l "Esperanza" hacía absolutamente nece­sario que yo visitara Cuba, de modo que cuando el "Fe l i z " se preparaba para partir, comencé a poner en orden mí factoría y todas las cosas, con el objeto de poder embar­carme en él y alejarme de allí por considerable t iempo. También puedo registrar el hecho de que el desafortunado "Esperanza" fue despachado a Sierra Leona, donde, por cierto, fue condenado en globo como buque de esclavos, enviándose engr i l lados a Lisboa, por orden del Almirantazgo, a sus of ic iales y t r ipulantes donde un t r ibunal los condenó a galeras por c inco años. Tengo entendido qué luego fueron l iberados al l legar de Brasi l , debido a la c lemencia de Don Pedro de Braganza.

Todo estaba pronto para nuestra part ida. Mi arroz se en­contraba api lado, l isto para ser conduc ido a bordo, cuando a eso de las tres de la tarde del 25 de mayo de 1828, mi sirviente me gri tó que huyera para salvar la v ida. Salté hasta la puerta de la choza, donde la sombra de una l lama b r i ­l lante se ref lejaba en medio del aire húmedo. El tejado de mi casa se encontraba en l lamas, encontrándose muy cerca 150 cajones de pólvora deba jo del lugar. Eso no podía ret i ­rarse, y una sola chispa sobre esos materiales inf lamables hubiera podido hacer volar todo en un instante.

Una rápida descarga con la escopeta de doble caño hizo l legar rápidamente a mi gente hasta el lugar, permi t iéndome salvar a los 220 esclavos encerrados en el bar racón; l leván­dolos hasta un buque cercano, quedaron bajo la v igi lancia de una guardia. En mi pr isa por salvar a los esclavos me olvidé de advert i r a mi sirviente personal del pel igro invo­lucrado por la pólvora. El leal muchacho efectuó var ios viajes ai a lojamiento para salvar efectos personales míos, y después de remover cuanto podía transportar, retornó para desenca­denar ai perro que s iempre dormía en Afr ica al lado de mi jergón. Pero el perro ignoraba el pel igro tanto como el muchacho. El no reconocía más amigo que yo, y desga­rrando la mano que se arr iesgaba a salvarle, obl igó a huir a su salvador. E hizo bien, pues, al minuto la t ierra fue

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conmovida por ia terr ible explosión. Todo fue arrastrado por el torbel l ino. Mi aterrado muchacho, sangrando por la nariz y los oídos, fue extraído de entre los escombros que llena­ban un pozo, en el cual , afortunadamente, fuera a dar. Las construcc iones de bambú, los barracones y sótanos — l a resi­dencia de adobe y el agradable j a rd ín— podían volver a surgir en cualquier momento, pero mis ricas mercancías, mis algodones, mis abastecimientos al imenticios, mis ar­mas, mis municiones, mí capi ta l , se habían convert ido en polvo.

A las pocas horas me rodeaban los amigos y, conforme a la costumbre afr icana, me ofrecieron sus servicios para reconstruir mi establecimiento. Empero, la mayor de las pér­didas que exper imenté fue la del arroz destinado para el viaje, que ahora no podía reemplazar por la destrucción de las otras mercancías. En el t rance, me vi f inalmente obligado a desprenderme de algunos de mis 220 negros a cambio del necesario art ículo, lo que me permit ió despachar al "Fe l iz" , aun cuando me vi obl igado, ciertamente, a abandonar mi viaje en ese buque.

Mi mente estuvo cierto t iempo muy atareada tratando de descubrr i el or igen de esa quemazón. El fuego fue visto por pr imera vez en lo alto de uno de los extremos del tejado, lo que hacía creer a Alí Nimpha, como a mí, que el siniestro había sido la obra de un mal intencionado. Adoptamos diver­sos métodos para descubr i r o atrapar al incendiario, pero nuestros esfuerzos fueron infructuosos hasta que un extraño negro ofreció en venta, en una aldea vecina, una de mis escopetas de doble caño, y el jefe, al examinarla, la reco­noció como mía. Cuando el vendedor fue interrogado acerca de cómo había l legado a su poder, alegó que la había adqui­rido de un negro en una aldea distante. Sus respuestas fueron tan insatisfactorias para el curioso jefe, que arrestó al sospechoso y lo envió a Kambia.

Yo sentí muy poco remordimiento empleando todos los medios posibles para extraer una confesión del negro. Tan pronto estuve en posesión del ladrón, no encontré dif icultad para asegurar su e jecución frente a las ruinas que produjera. Antes de arrojar le en la eternidad obtuve su confesión tras una obst inada resistencia, y supe con dolor considerable que un hermano de Ormond, el suic ida, era el principal promotor de lo ocur r ido; se había dicho a ese muchacho que las últ imas palabras del Mongo habían sido promesas de venganza contra mí, y pronto supo por experiencia personal que Kambia consti tuía un rival serio, sino un antagonista, para Bangalang. Su s impl ic idad afr icana le hizo creer que el "ga l lo r o j o " de mi tejado me expulsaría de la zona del río. Yo no estaba en si tuación de devolverle el atentado en la misma moneda en tales momentos, pero hice voto de otorgarle al nuevo Mongo un pasaje gratis, esposado, hasta Cuba, antes de que hubieran pasado muchas lunas. Pero ésta, como tantas rudas promesas que hice, nunca fue cumpl ida.

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Triste como era ver la ruina de mis bienes, la explosión produjo más pesar en mi corazón que la pérdida de las mercancías. Desde el mismo día en que por pr imera vez pisé la factoría de Ormond, unas formas amables me envol ­vieron como las de un hada para mi suerte, s iempre emisaria de bondad y esperanza. Llena de las maneras de su doble sangre, ella era mi discreta consejera en muchos momentos de pel igro. Y enternecida como la más gent i l de las da­mas de buena estirpe de t ierras civi l izadas, s iempre estaba dispuesta a hacer mi d icha de la manera más desinteresada. Pero cuando reconocimos a los sobrevivientes entre las ruinas, Ester no se hal laba entre el los.

Capítulo XXI

Por cierto, contaba muy poco allí para dejar a! cu idado de alguien, fuera de mis sirvientes, y entregándolo todo a la atención de Alí Nimpha, marché en mi lancha hasta Sierra Leona, donde adquir í una embarcac ión que fuera condenada por el t r ibunal mixto.

En 1829, los buques eran vendidos públ icamente, y, con muy pocos inconvenientes, eran equipados para las costas de Afr ica. Las capturas en esa región eran algo tan fáci l como la p res t i d i g i t ac i ón . . . recogiendo las cartas y mezclándolas con los trucos de s iempre, para repetir lo mismo con los mismos trucos. En esta forma yo acondic ioné la embarcac ión para instalar a su bordo un cargamento de negros y de inme­diato se alejó del puerto. Mi t r ipu lac ión se componía de hombres de todas las nacional idades, capturados en aborda­jes, pero, cuidadosamente, seleccioné la of ic ia l idad sólo e n r

tre los españoles. Mientras marchábamos lentamente por el mar, a un día

o dos de la colonia br i tánica, el pr imer of ic ia l entró en con^ versación con un intel igente muchacho que se encontraba perezosamente est i rado frente al t imón. Hablaron de viajes y contrat iempos, y esto llevó al marinero a declarar su reciente huida de un buque, entonces en el río Núñez, cuyo pr imer oficial envenenara al comandante para posesionarse de la embarcac ión. La nave había sido acondic ionada, di jo, en St. Thomas, con el aparente designio de recorrer la costa, pero, cuando part ió hacia Afr ica, su registro fue enviado de vuelta a la isla en un bote, para que pudiera servir a algún otro buque, mientras se aventuraba hacia el cont inente sin do ­cumentac ión.

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Tengo motivos para creer que el tráf ico de esclavos rara vez marchó fuera del honorable camino de los principios, de hombre a hombre, que, por cierto, es el único seguro entre gentes cuyo comerc io es exclusivamente de contrabando. Había en esto, es cierto, hombres para los cuales " la cues­t ión de honor " era más abrumadora que el miedo a la justicia en el manejo regular del tráf ico. Pero ocurrían innumerables casos en los cuales los derrochadores se adueñaban de los bienes de sus patronos sobre la costa de Afr ica y se valían por sí mismos de las fuerzas superiores que llegaban a manejar, con el objeto de escapar de ser descubiertos o para asegurarse una recepción favorable en las Indias Occi­dentales. ¡En real idad, el esclavizador a veces maduraba hasta pasar a ser algo parecido a un pirata!

En 1828 y 1829 se l ibraron serios encuentros entre escla-vizadores españoles y esta clase de contrabandistas. Los españoles atacaban a los portugueses cuando la ocasión era tentadora y favorable. Muchos buques fueron acondicionados en Cuba para estas aventuras, regresando a puerto con una carga viviente adquir ida exclusivamente al precio de balas de cañón y hachas de abordaje.

Ahora, yo deseaba una emoc ión ; mi buque estaba tr iste­mente escaso de carga. Y mientras el primer oficial narraba la historia que oyera sobre el t imón, se apoderó naturalmente de mis pensamientos la idea de que yo debía convertirme en el vengador del capitán envenado, pues, ¿no nos había dejado entender el marinero que ese buque estaba medio l leno de esclavos?

Mientras nos desl izábamos lentamente por la boca de mi v iejo río, yo pasé más allá de la barra y despaché un espía al río Núñez para averiguar las cosas acerca del envene­namiento, como del armamento del buque de esclavos sin registro. A los diez días, el enviado averiguó los hechos. La nave se encontraba aún en la corr iente, con 185 seres humanos como carga, pero pronto saldría aguas afuera con su carga completa de 225.

El momento era extraordinar iamente propic io. Todo favo­recía mi empresa. El número de los esclavos que llevaba era ei que se acondic ionaba perfectamente con mi embar­cac ión. Un golpe de suerte así no podía pasarse por alto, y ; en ei cuarto día, penetraba en el río Núñez bajo la ense­ña portuguesa que desenvolví en virtud de pasar de Sierra Leona a las islas del Cabo Verde.

No puedo afirmar que mi espía procediera de mala fe, pero cuando l iegué a Furcaria comprendí que mi presa había huido de su anclaje. Aquí me encontraba ante una triste decepc ión. El buque se había l lenado excesivamente de agua para poder seguir remontando su curso, y deteniendo la pr i ­mera pequeña canoa que pasó a mi lado, supe, a cambio de una oportuna recompensa, que el objeto de mi búsqueda estaba oculto detrás de un recodo del río, sobre la c iudad de Kakundy, perteneciente a la corona, hasta donde no

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Llamada
envenenado
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podía llegar sin el pi lotaje de cierto mulato, único apto para la empresa.

Recordé a ese mestizo en el momento que me lo descr i ­bió, pero sentí pocas esperanzas de asegurarme sus ser­vic ios, ya fuera mediante cosas correctas o con una promesa de grat i f icac ión. El me adeudaba c inco esclavos por t ran­sacciones hechas entre nosotros en Kambia, y se había ne­gado siempre en forma tan terminante a pagármelos, que tenía la segur idad de que se internaría en la selva tan pronto como tuviera not ic ia de mi presencia en el río. Debido a esto, h ice ascender al hombre de la canoa en mi embarca­ción después de un abundante abastecimiento de "amargos " , haciendo desembarcar a medianoche a seis individuos, que se encaminaron hacia la cabana del mulato, donde fue apre­sado. El terror que se apoderó de este crápula cuando se encontró en mi presencia es indescr ipt ib le, creyéndose cau­tivo por su deuda. Pronto logré al igerar su ánimo y le ofrecí una ampl ia recompensa a cambio de su rápido, secreto y seguro pi lotaje hasta Kakundy. El mulato se mostraba muy deseoso de hacer lo, pero la corr iente era demasiado poco profunda para mi qui l la.

Las dos embarcac iones dotadas pronto de armas y provis­tas de l internas, con los remos s i lenciados con trapos, fueron guiadas por nuestro pi loto, cuyo cráneo se encontraba cons­tantemente bajo el caño de mi p i s t o l a . . ., ar ro jándonos como vampiros sobre nuestra presa en la oscur idad de la noche. Con un hurra salvaje y los d isparos de nuestras pistolas en el aire, saltamos al abordaje, l levando a todos los que allí se encontraban debajo de las escot i l las, sin descargar un solo golpe. Se arrojó el cable, mi lancha tomó la presa en remolque, él pi loto y yo mismo nos hic imos cargo del t imón, y antes de que aclarara el día se encontraba junto a mi buque, t rasbordando a 197 de los esclavos que iban en la otra nave.

Grande fue la sorpresa de la t r ipu lac ión capturada cuando vio la suerte recaída sobre ella, y enorme la agonía del envenenador cuando a la mañana siguiente l legó hasta el punto de anclaje después de una noche de bacanal con el rey de Kakundy. Pr imero, todos ellos imaginaron que noso­tros éramos gente de cruceros regulares y que la muerta del capi tán iba a ser vengada. Pero cuando supieron que habían caído bajo las manos de esclavizadores amigos, c inco de los marineros abandonaron su buque y se embar­caron en el mío.

Tres canoas l legaron apresuradamente, l lenas de negros encabezados por su majestad. Yo no aguardé el saludo, sino que descargando contra los guerreros una cant idad de metra­lla, levé el ancla y enderecé las velas hacia el otro lado, y partí de inmediato.

Era un mes de ju l io abrumador, y la "es tac ión de las l luv ias" probaba la verdad de su nombre con un di luvio casi incesante. En la calma irrespirable que me mantenía casi f i jo en la costa, la l luvia caía en tales torrentes, que a veces

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l legué a temer que la cant idad de agua acabaría por sumer­gir a mi embarcac ión. De vez en cuando algún viento del suroeste y la corr iente nos abanicaban y arrastraban en el t rayecto. Empero, al décimo día nos encontrábamos dando vueltas de lado a lado en la longitud de Cabo Verde.

El día rompía con uno de sus acostumbrados chubascos. Ai elevarse las nubes, mi vigía anunció una vela muy cerca de nosotros. Era invisible desde la cubierta, bajo la lluvia que arreciaba en contra, pero en la caima absoluta que seguía a eso, el distante si lbato de a bordo era claramente audible. Antes de que yo pudiera reflexionar, todas mis dudas quedaron aclaradas por un disparo sobre nuestra vela pr in­cipa! y el estal l ido de un cañón. No podía haber duda alguna que el desagradable visitante era un buque de guerra.

Fue una suerte que la brisa soplara después de la calma, permit iéndonos adoptar las medidas del caso. Los esclavos fueron trasladados de uno a otro lugar —hac ia adelante o hacia a t rás— para ayudar a nuestra navegación, arrojándose por ia borda cuanto trababa nuestra marcha veloz. De rato en rato uno que otro disparo sin resultado recordaban al fugit ivo que eí enemigo le perseguía. Finalmente, el crucero apuntó con sus cañones tan perfectamente, que un proyecti l certeramente di r ig ido arrasó con nuestra barandil la y pro­dujo un pel igroso efecto en el mástil del medio, a tres pies de la cubier ta. Tomé medidas para apresurar la marcha, comprobando sat isfecho que ahora íbamos a un nudo más de velocidad que anter iormente. El enemigo ahora avanzaba tan rápidamente como nosotros, pero sus balas ya no nos alcan­zaban, y, para el medio día, solamente eran visibles los topes de sus másti les.

Nuestro viaje no se vio perturbado en adelante por ningún hecho digno de mencionarse, fuera de la pérdida del pr imer of icial en la oscur idad, durante una noche tempestuosa. Llegamos así a las Anti l las. Al l í , donde en un buque de es­clavos todo asume la apar iencia del placer y del al ivio, observé no solamente el malhumor de mi t r ipulación, sino una incl inación a desobedecer y a la negligencia. El segundo of ic ial —embarcado en el río Núñez, en reemplazo del of icial desaparec ido— había sido ocasionalmente-observado en estrecho contacto con la guardia, a la vez que su con­ducta indicaba no sólo insat isfacción, sino también franca rebeldía.

La vida de esclavizador, en tierra como en el mar, le hace a uno receloso en circunstancias que a otro no harían siquiera aprensivo. La vista de tierra es comúnmente motivo de ale­gría, pues un cargamento de esclavos que se ha portado bien en el viaje se ve invariablemente l ibertado de los gr i -i ios y se tolera eí contacto entre los dos sexos, en la cubierta, durante el día. Se permite sin l imitación el uso del agua de los tanques. El " ga to " es arrojado al mar. Se dist iende la d isc ip l ina rigurosa, considerándose ya pasa, a la hora de pel igro o de revuelta, y el capitán goza de una

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nueva y alentadora vida hasta el momento de desembarcar. Los marineros, con su proverbial generosidad, comparten sus galletas y ropas con los negros. Las mujeres, general­mente sin ropas, aperecen vestidas con encerados del guar­darropa de a bordo, de los aprendices de of ic iales, oficiales y hasta del capi tán. Sábanas, manteles y lonas deshechas de las velas, son convert idas en piezas de vestir, mientras que las botas, el calzado, impermeables, gorras y chaque­t i l las contr ibuyen al alegre disfraz de los " inmigran tes" .

Era mi sincera esperanza que el pr imer vistazo de las Ant i l las convert i r ía a mi embarcac ión en teatro de similar escena, pero el malhumor de mis acompañantes era tan manif iesto, que creí que lo más conveniente sería salir al encuentro de la rebel ión, rompiendo con el of icial sospecha­do al mismo t iempo que arro jaba por la borda la caseta im­provisada en la que él dormía, en la cubier ta.

Fue en un dulce atardecer, v ia jando sobre las costas de Puerto Rico, por la ruta marcada por la carta marina. Repen­t inamente, se me aprox imó uno de mis ayudantes con los modales corteses habituales de los españoles, y con voz tranqui la me invitó con un cigarr i l lo. Como nunca he fumado, rechacé el ofrecimiento dando las gracias, c i rcunstancia en la que el joven dejó el papel retorcido sobre mis piernas. En el acto advertí que el " c iga r r i l l o " era, en real idad, un papel enrol lado. Lo puse en mis labios y me marché hasta encontrarme solo, est irado en la cubierta, con la cabeza hacia la popa para poder leerlo sin ser visto. Se revelaba en él la organización de un amot inamiento bajo la jefatura del of ic ial ofendido. Nuestra aprox imación a Santo Domingo, conforme estuviera a la vista, sería la señal para el estal l ido y para el inmediato desembarco en la isla. Seis de los t r ipu­lantes estaban impl icados en la confabulac ión del v i l lano, y el of icial encargado del ancla, que todavía se curaba en la enfermería de los esclavos, debería compart i r mi suerte.

En el acto tomé una decis ión. En pocos minutos eché una mirada escudr iñadora sobre el cajón de las armas, compro­bando que nuestros elementos de defensa estaban en or­den. Luego reuniendo a diez de los más recios y avisados de los negros en la cubierta pr inc ipal , me tomé la l ibertad de inventar un pretexto insigni f icante por excusa, d ic iéndoles en dialecto soosoo que a bordo había hombres malos que de­seaban hacer encal lar a la embarcac ión contra las rocas y ahogar a los esclavos que se encontraban en la bodega. Al mismo t iempo, hice entrega a cada uno de ellos de un sable del cajón de armas, y dotando a un par de b lancos de mi conf ianza de pistolas y cuchi l los, detuve sin dec i r palabra al jefe de la intr iga y a sus compinches. Con espo­sas y gri l los quedaron asegurados todos los del grupo bajo el mástil pr incipal o la cubier ta, donde un t r ibunal marcial rápidamente convocado integrado por of ic ia les y presidido por mí, juzgó a los indiv iduos en menos t iempo de lo que tales magistrados suelen hacer lo. Durante el interrogator io l legamos a saber fuera de toda duda que la muerte del pr i -

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mer of ic ia! se debió a un juego cr iminal . Había sido vi lmen­te asesinado como acto prel iminar al asalto sobre mi per­sona, pues ia colosal estatura y poderosos músculos del desaparecido hubieran hecho de él un adversario peligroso al pretender apoderarse del buque.

Hubo quizás algo de inquis ic ión antigua en nuestras averi­guaciones acerca del proyectado amotinamiento. En todos ios casos en que el inculpado evidenciaba reticencia o vaci ­lac ión, su memoria era est imulada con un "ga to " . De acuer­do con esto, al f ina! del enjuic iamiento los confabulados ya estaban bastante bien cast igados, decidiendo someterles a f lagelaciones adicionales y a seguir esposados hasta Cuba. Pero la suerte del jefe de la confabulación no se decidió tan fáci lmente. Algunos se incl inaban a arrojarle por la bor­da, ta! como él hiciera con el primer of ic ia l ; otros propu­sieron dejar lo a la der iva sobre una balsa, cargado de cadenas. Por mi parte, consideré ambos castigos excesiva­mente crueles por igual a despecho de su acto de traic ión, manteniéndole bajo la pistola de un centinela hasta que le desembarcamos en la Isla Tortuga, con alimentos para tres días y abundancia de agua.

Después de estas peripecias yo estuve muy cerca de per­der la embarcac ión antes de que l legáramos a tierra, por uno de esos pel igros del mar, sin tener que culpar por el lo a nadie fuera de mí mismo, por no hallarme más preparado para la cont ingencia.

Era la tarde de un hermoso día. Durante algún "tiempo había observado en el horizonte un bajo cúmulo de nubes blancas que rápidamente se extendieron sobre la tierra y e! mar, rodeándonos de una niebla impenetrable. Comprendí el pel igro; sin embargo, antes de que pudiera asegurar el buque contra el riesgo de una explosión —súbi ta como la de un t r ueno— ésta lo hundió casi hasta la mitad. La sacu­dida fue tan violenta e imprevista, que los esclavos sin ataduras, que se encontraban disfrutando del buen t iempo en la cubierta, se t i raron al suelo y quedaron f lotando sobre las aguas que inundaron hasta los canales de desagotamien­to. Afor tunadamente, nuestra vela pr incipal , que permaneció indemne, y nuestro t imón, casi completamente fuera del agua, permit ieron que el buque se enderezara. La tempestad re­pent ina de las Indias Occidentales pasó tan prestamente como se descargara y me sentí dichoso al comprobar que todas nuestras pérdidas no pasaron de dos niños esclavos que estuvieron despreocupadamente sentados cerca de la barandi l la.

Mi v iaje era una especulación de " imp romp tu " , sin pape­les, manif iesto, registro, consignación o destino^ Por lo tanto, se hizo necesario que yo evidenciara un grado desusado de c i rcunspecc ión, no sólo en el desembarco de la carga, sino también en la e lecc ión del punto desde el cual pudiera comunicarme con las personas debidas. Nunca había estado en Cuba fuera de la ocasión que ya he descripto, ni mis

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operaciones comercia les fueron más allá de la asociación de Regla, por la cual fui despachado a Afr ica por pr imera vez.

Al día siguiente de la tempestad descr ipta, comprobé que nuestra embarcac ión se desl izaba con suave brisa a lo largo de la costa sur de Cuba, y como el t iempo parecía favorable, pensé que podría desembarcar mi carga en algún r incón escondido, a unas nueve mil las al este de Santiago. De habérseme hecho ind icac ión de efectuar lo por allí, no hubie­ra sido más afortunado que con mi propia e lecc ión. A unas sesenta yardas del lugar de desembarco encontré la cómoda casa de un ranchero que me ofreció la hospi ta l idad habitual en estos casos, dest inando un ampl io corral para el a lo ja­miento de mis esclavos.

Supe que un cargamento había sido recientemente " co r r i ­d o " en las cercanías de Matanzas, y que sus restos fueron muy exitosamente vendidos por un s e ñ o r . . . de Cataluña. Se me ocurr ió en el acto, sin t i tubeos, creer en lo que decía ese hombre sin inquir i r nada más, y conf ieso que mi dec i ­sión se basaba exclusivamente en su nacional idad. Conf ieso mi pre ju ic io acerca de los catalanes.

Debido a esto, me presenté ante quien correspondía en el momento debido y "descargué la conc ienc ia " acerca de toda la operación, revelando el estado desastroso de mi buque. En muy poco t iempo, su excelencia, el capi tán general , tenía noticia de mi arr ibo con la l ista de los afr icanos bajo el nombre de Bosal, como se conoce generalmente a los es­clavos en Cuba. Ni tampoco se descuidó el capi tán del puerto. Se inscr ib ió apropiadamente en una página en l impio de su registro el nombre de mi embarcac ión, como si hubie­ra part ido del puerto seis meses atrás, y esto quedó res­paldado por un registro y documentac ión para asegurar mi incuest ionable derecho de ingreso en un puerto.

Antes de anochecer nada quedaba fuera de orden con la documentac ión española, est imulado todo, sea por los doblo­nes o por el olor a sangre afr icana. Y veint icuatro horas después, me encontraba nuevamente en la escaler i l la con un traje y una frazada para cada uno de mis "domés t i cos " . La embarcac ión fue puesta inmediatamente a cargo de un práct ico intel igente, que asumió el deber formal y el " n o m ­b re " de comandante con el objeto de eludir la v igi lancia de funcionar ios de menor cuantía cuya conc ienc ia no fuera adormecida por el áureo estupefaciente.

En tanto, el ranchero había prestado todas las atenciones a los esclavos. Una vez entregado el "d inero de ade lan to" — c i v i l , mil i tar, extranjero o españo l—, se atrevía a inmis­cuirse acerca de el los. Cuarenta y ocho horas de descanso, e jerc ic ios y a l imentación bastaron para acondic ionar los para el momento en que se pusieran en marcha hacia Santiago.

Los corredores se demoraron muy poco en hallar com­pradores para vender por separado a todo el cont ingente. Los pagos, por c ier to, eran en efect ivo. Y tan provechosa fue la venta, que me olv idé de la rebel ión de los amot i -

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nados y les permití que compart ieran la prosperidad con el resto de la t r ipu lac ión. En realidad, yo estaba tan com­placido con el resultado del examen del balance, que decidí recrearme durante por lo menos un mes en la vida de campo cubana.

Pero, mientras me aprestaba para tan del ic ioso reposo, una leve brisa pasó cerca de la calma de mi espejo. Yo había dado, quizás imprudentemente, una doble paga a mis hombres en recompensa por sus pel igrosos servicios en el río Núñez. Con la habitual audacia de las gentes de mar, se quedaron en La Habana, haciendo jactancia de su éxito en momentos en que un francés de nuestro grupo —que fuera saqueado de su salario jugando a la car tas— acudió ante su cónsul en demanda de ayuda. Mediante hábiles pre­guntas, ese funcionar io extrajo el relato del viaje, y aprove­chando la s i tuación de miseria del individuo, lo convirt ió en test igo contra cierto don Teodoro Canot, quien sostenía ser nativo de Francia. Además de esto, el castigo de mi of icial fue exagerado por el funcionario, presentándolo como un acto de lo más injust i f icable a la vez que de crueldad.

Por cierto, la historia pronto fue expuesta detalladamente ante el capi tán general , quien impart ió la orden de mi arres­to. Pero yo era demasiado diestro para ser capturado tan fác i lmente. No podía hallarse en la isla a persona alguna de mi nombre. Y como la embarcación había entrado en puerto con papeles españoles y t r ipulación española y había sido vendida de manera legal, se hizo evidente para el per­plejo cónsul que todo eso no era más que una invención del marinero de su país. Esa noche, uno de ios grupos de leva en busca de reclutas para la marina real se apoderó del que tanto hablara, y como no se encontraran testigos que corroboraran la reclamación ante el cónsul , sus protestas quedaron olvidadas.

Las cosas se manejan muy avisadamente en La H a b a n a . . . cuando se sabe cómo hacerlo.

Capitulo XXII

Antes de part ir nuevamente al mar, me entregué a un largo asueto con los bolsi l los l lenos, entre mis viejos amigos de Regla y La Habana. Pensé que posiblemente la residencia por una temporada en Cuba, lejos de los tratantes de escla­vos y de sus operaciones, podría alejarme definitivamente de Afr ica. Pero apenas habían t ranscurr ido tres meses, cuan-

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do me encontré navegando fuera del golfo de Santiago de Cuba para embarcar en Jamaica un cargamento de mer­cancías para las costas, retornando luego para acondic io­narlo y dedicar lo al t ransporte de esclavos a Cuba.

Mi viaje se inició con un tempestad, que durante tres días nos arrastró en forma to lerable; pero, en ia noche del tercer día, me vi ob l igado, después de varios contrat iempos, a buscar refugio en t ierra a fin de salvar de la destrucción nuevas vidas y la carga. Afor tunadamente, desembarcamos con pleno éxito, y al aclarar el día, encont ré que mi pequeña nave, hecha una ruina total , había sido arrojada sobre una saliente inhabitada. Pronto se levantó una gran t ienda con las velas y lo que restaba del buque, dentro de la que se guardó todo lo que tenía valor para que no sufr iera daño. Se despacharon grupos para reconocer la zona en que nos hal lábamos, mientras que el palo mayor que restaba fue ele­vado en la parte más alta de un banco de arena como muestra del desastre. Los exploradores retornaron decepc io­nados. No habían visto nada, fuera de un gran perro cuyo cuel lo se encontraba rodeado de un col lar. Ni el tabaco ni el humo nos l ibraron de las nubes de mosqui tos que l le­naron al aire después de la puesta del so l , y tan insufr ible era la picazón que producían, que un niño del icado de la t r ipulación se volvió completamente loco y no recobró el ju ic io hasta retornar a Cuba.

Buque tras buque pasaban cerca del arreci fe, pero n ingu­no veía nuestra señal. Finalmente, en el décimo día de nues­tro conf inamiento, un par de pequeños balandros avanzó en su trayecto, como despreocupadamente, hasta nuestra isla. Sus tr ipulantes, sabiendo que estábamos a su merced, se negaron a salvarnos a menos que accediéramos a las más extravagantes condic iones de compensac ión. Después de mu­cho regatear quedó convenido que el los nos desembarcar ían con nuestros efectos en Nassau, Nueva Providencia, donde la parte que les correspondía sería f i jada por el cor respon­diente tr ibunal legal. El viaje quedó pronto real izado y nues­tros l iberadores obtuvieron una recompensa por fallo del t r ibunal de l 70 por ciento por el extraordinar io esfuerzo que hic ieran.

El naufragio y los náufragos hic ieron tan formidable desas­tre en mis f inanzas, que me sentí muy d ichoso cuando l legué a Cuba una vez más y acepté el camarote de jefe de ruta en un bergantín de esclavos que se estaba acondic ionan­do en St. Thomas, bajo la d i recc ión de un experto francés.

Mi nueva unidad, el "San Pab lo" , era un elegante bergan­tín cuidadosamente constru ido en el Brasi l , de 300 o más toneladas. Se encontraban a su bordo dieciséis cañones de veint icuatro, y sus depósi tos se hal laban provistos con abun­dancia de munic iones y otros proyect i les para las piezas. El capi tán me acogió con mucha afabi l idad y pareció encantado cuando le di je que hablaba fáci lmente, no sólo el f rancés, sino también el inglés.

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Apenas había l legado y me encontraba tomando las me-IHas de mi nuevo camarote, cuando se tuvo a bordo la i formación de que un crucero dinamarqués estaba a punto

de detenerse en nuestra isla. Por cierto, en el acto todo luedó dispuesto y part imos casi de inmediato. Las mercan­

cías y ¡as provisiones se hal laban mezcladas apresuradamen­te, se l lenaron de agua los tanques, por la noche, y antes de que aclarara, c incuenta y c inco individuos de todas las cas­tas, colores y países se encontraban a bordo como tr ipulan­tes. Con una bandera de costa en nuestro tope, nos encon­tramos a dos mil las mar adentro con la vela principal plegada aún, recib iendo a bordo seis cajones de especias y varios de ropas de un tr ipulante.

Cuando nos encontramos en "aguas azules" , descubrí que nuestro viaje, si bien el de un buque de esclavos, no era de los comunes. Al segundo día, los marineros fueron provistos de dos clases de uniformes para ser usados los domingos o cuando eran l lamados a cubierta. Entre los oficiales se d is­t r ibuyeron gorras con bordados dorados, sacos azules con botones de anclas, espadines y armas pequeñas, mientras que un breve discurso del capitán desde la cubierta pr inci ­pal nos hizo ver a todos que si la empresa resultaba bien, se entregaría a cada uno de los de la aventura un obsequio de cien dólares.

Esa noche, nuestro comandante me hizo part icipar en el conce jo y desarrol ló un plan, que era el de ir a cargar a algún puerto del canal de Mozambique. Al efecto de lograr esto con mayor segur idad, había dotado al bergantín de un armamento suf ic iente para repeler a una embarcación de guerra de su mismo volumen (creo que nunca admití ía po­s ib i l idad de eso); y en todas las ocasiones, excepto al en ­contrarse frente a un crucero francés, se proponía izar los l ises borbónicos, vestir los uniformes borbónicos y conducir el buque en todas las maneras propias de la marina real. Los of ic iales no eran menos favorecidos que los tr ipulantes en lo relativo a salarios dobles, entregándoseme documentos para mí y mis subordinados. Luego me dieron un libro de anotaciones con minuciosas instrucciones para toda la sema­na siguiente, siendo especialmente encargado, como segundo en el mando, que fuera cuidadosamente puntual en todos mis deberes y severo hacia mis inferiores.

Mostré algún amor propio, poniendo de relieve mi capaci­dad en esta nueva fase mil i tar de mi vida de esclavizador. Bastaron muy pocos días para poner los palos y las velas en perfectas condic iones, instalar mis dieciséis cañones, adiestrar a los hombres en el manejo de las armas cortas como en el de la art i l lería, y mediante pintura y habilidades de marino, d is f racé ai "San Pab lo" como si fuera un crucero muy digno de respeto.

A los veintiséis días tocamos en Cabo Verde por provisio­nes y enf i lamos en nuestro camino hacia el sur sin hablar con ningún buque de los muchos que encontramos hasta vernos lejos de Cabo de Buena Esperanza y dar finalmente

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con uno que, indudablemente, era en extremo incl inado a la sociabi l idad. Empero, a despecho de nuestro hosco espír i tu, nos obl igó a mantener una conversación cuando vimos en el tope y en la vela pr incipal la enseña blanca de Francia des­plegada al viento.

Nuestro tambor l lamó de inmediato a formación, mientras la bandera del cajón era l levada a la cubierta. En ese mo­mento, el t ransporte f rancés nos demandaba nuestra señal, la que en el acto fue s implemente dada izándose en nuestro tope la enseña real de Portugal .

Al aproximarnos al f rancés todo quedó dispuesto para lo que pudiera ocurr i r ; nuestros cañones fueron doblemente cargados, se encendieron nuestros fuegos, y se d is t r ibuyeron las armas cortas. Al momento de hal larnos en s i tuación de ser oídos los gri tos, nuestro capi tán habló con el f rancés y, por un rato, lo hizo bastante amablemente en portugués. Por úl t imo, el desconoc ido nos pidió permiso para enviar un bote hasta nosotros con correspondencia para la Isla de Francia, a lo que accedimos con el mayor placer, aun cuando nues­tro capi tán creyó correcto informarle que no creía prudente invitar a sus of ic iales a nuestro bordo, debido a que entre nosotros se habían dado ya "var ios casos de viruela en ­tre los tr ipulantes, contraída, muy probablemente, en Ango la " .

La descarga de una andanada no pudo haber causado en el otro un efecto de mayor desal iento y horror. Apenas ha­bían sido pronunciadas esas palabras, cuando sus cubiertas se vieron atareadas por la act iv idad de los t r ipulantes, en medio de un ajetreo higienizador, mientras su proa avanzaba en el mar sin dec i rnos siquiera " ¡ b o n voyage! " .

Diez días después de este suceso anclábamos en Qui l i -mane, entre una cant idad de esclavizadores portugueses y brasi leños, cuyas velas parecían al istadas para largos viajes. Hicimos un saludo de veinte cañonazos y desplegamos la bandera francesa. La salva fue rápidamente contestada, mien­tras nuestro capi tán, en uni forme de gala de comandante na­val, presentó sus respetos al gobernador. En tanto, ya se habían dado órdenes para permanecer atentos al cu idado de la embarcac ión , de evitar todo contacto con los demás y de efectuar todas las tareas de rutina habituales en los bu­ques de guerra, terminando por hacer d isparar el cañón al ponerse el sol , pero, especia lmente, ir al encuentro del ca­pitán en la pequeña playa, fuera del puerto, en el instante que yo avistara cierta bandera izada en el fuerte.

Rara vez vi que las cosas fueran l levadas a cabo más há­bi lmente. A la mañana temprano del día siguiente, fue envia­do el bote del gobernador por las cosas; el cuarto día apa­reció la señal que nos l lamaba a la p laya; el quinto, el sexto y el sépt imo nos proporc ionaron 800 negros, y en el noveno nos hal lábamos en camino de nuestro punto de destmo.

El éxito de esta empresa era tanto más notable debido a que catorce buques esperando carga se encontraban ancla­dos allí al l legar nosotros, a lgunos de el los detenidos en el puerto desde hacía más de quince meses. Debido a esto, la

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i r r i tación de los capitanes de esos buques les había hecho entrar en causa común contra cualquier recién llegado, con­viniendo en que todas las embarcaciones debían hacer turno para su cargamento de acuerdo con la fecha de su arribo. Pero la astucia de mi capi tán se sobrepuso a todos ellos en sus planes. Su entrada allí como buque de guerra francés d is ipó toda sospecha o intr iga en su contra, sabiendo sacar ventaja de sus cajones con mercancías para vencer el cora­zón de las autor idades y factores que abastecían de esclavos.

Nuestro capi tán retornó al buque animado de un gran es­pír i tu, pero apenas habíamos entrado en mar abierto, cuan­do se encontró postrado por una aguda f iebre que llegó a pr ivarle del ju ic io . Nos acechaban además otros peligros. Hacía varios días que estábamos fuera del Cabo de Buena Esperanza, encarando varias tempestades, cuando una noche, después de una guardia fat igosa, me llegó la noticia de que varios de los esclavos estaban atacados de viruela. De todas las calamidades que se padecen en los viajes de los buques con esclavos, ésta es la más aterradora e insalvable. La no­t ic ia me heló. Lleno de ansiedad, corrí hacia el capi tán, y sin tener en cuenta para nada su fiebre e insania, le revelé el hecho pavoroso. Me contempló durante un minuto como dudando de lo que yo decía, me hizo una señal después de levantar la tapa de su mesa, y señalando un tubo en espiral para el combust ib le, me di jo que l legara a través de la cu­bierta hasta la santabárbara, y ordenó q u e . . . ¡hiciera volar el bergant ín!

No perdí t iempo en asegurar el peligroso tubo y al demen­te capi tán, l lamando en seguida a los oficiales a la cabina para celebrar un concejo con ellos acerca de nuestra deses­perada si tuación.

La tempestad se había prolongado durante nueve días sin cesar, y todo este t iempo había soplado con tal violencia, que fue imposible despojar a los esclavos de los gri l los de­jándolos en l ibertad, para purif icar la atmósfera en cubierta y ajustar las velas. Cuando tuvimos la primera calma, se efectuó un examen completo de los 800, anunciándose una muerte. Como había perdido ia vida durante la tempestad, se examinó prol i jamente el cuerpo, y esto fue lo que primero reveló la existencia de la peste. El cadáver fue silenciosa­mente arrojado al mar, y la enfermedad mantenida en secreto para los negros y los tr ipulantes.

Cuando hubo terminado el desayuno en esa mañana fatal, me dec id í a visitar personalmente la cubierta de los esc la­vos, y ordenando una suf ic iente distr ibución de faroles, des­cendí al fondo del buque, el que estaba irrespirable aún después de ser vent i lado. Allí encontré a nueve negros afectados por el mal. Resolvimos suministrarles láudano y desembarazarnos sin demora de los pacientes; era éste un remedio raro, usado secretamente para evitar el contagio en los casos desesperados. Pero en el acto se pensó que ya se había avanzado mucho con ellos, dado que nueve se en­contraban postrados, para con eso salvar la vida de los

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demás. Debido a esto acordamos enviar en seguida a esos seres a la enfermería del cast i l lo de proa, dejándolos al cu i ­dado de los vacunados como enfermeros. El lugar en que habían permanecido fue entonces vent i lado y encalado; e m ­pero, antes de que pasara completamente la tempestad, la lista de enfermos l legaba ya a treinta. La enfermería ya no podía contener a más afectados. Doce marineros fueron ata­cados por la peste y quince cadáveres se arro jaron al mar.

Ahora no había posib i l idad alguna de reserva. Cuerpo tras cuerpo iban a las profundidades de las aguas, y la tempestad aún no cedía. Finalmente, en otro momento de calma, cuan­do pudimos remover las cadenas y penetrar allí, nuestra consternación no tuvo límites al descubr i r que la mayor par­te de los esclavos estaban muertos o agonizaban. Doce de los más fuertes sobrevivientes recibieron la orden de arrastrar los cadáveres de entre los enfermos, y aun cuando eran constantemente hartados de ron para mantenerlos en estado de absoluto embrutec imiento, tuv imos que hacerles ayudar en la macabra tarea por el esfuerzo de tr ipulantes audaces, los que armando sus manos con guantes encerados empujaban las fét idas masas putrefactas hacia ei mar.

Por úl t imo, la muerte se dio por sat isfecha, pero no antes de que de los 800 seres que embarcáramos p letór icos de salud, solamente quedaran con vida 497 esqueletos.

Capítulo XXIII

El "San Pab lo" pudo haberse considerado con derecho a una "c lara dec larac ión de estado sani tar io" cuando l legamos al Ecuador. Había quedado mucho espacio l ibre, aumentos y agua para los que seguían viv iendo, imponiéndose muy pocas restr icciones a los escuál idos restos. Ninguno fue en ­gr i l lado después del estal l ido de la fatal peste, lo que permi­tió que ¡os sobreviv ientes comenzaran a engordar rápidamen­te para el mercado al cual estaban dest inados. Pero ésa no fue la suerte de nuestro capi tán. Hacía t iempo que le aban­donaran la f iebre y el de l i r io ; empero, una tendencia a la disentería — l a consecuenecia de una anterior e n f e r m e d a d -reapareció súbi tamente y el d igno cabal lero decl inaba rápi­damente en su salud. Sus nervios cedieron completamente, y después de una lógica debi l idad, cayó en una h ipocondr ía i r remediable. Una de sus ideas f i jas era la de que una fuerte dosis de calomel restablecería perfectamente su salud. Des-

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afortunadamente, sin embargo, durante el t iempo que preva­leció la peste a bordo, nuestro cajón con medicinas había quedado abierto evaporándose el mercurio que llevábamos.

En este di lema ordenamos que se vigilara estrechamente el paso de los buques mercantes, en algunos de los cuales se conf iaba hallar la deseada medicina. Finalmente se avistó una vela muy cerca, y como su lona estaba remendada y ennegrec ida, calculé que sería un inofensivo buque británico, al que podríamos acércanos con impunidad.

Resultó ser un bergantín de Belfast, Ir landa. Pero, cuando hablé a gr i tos con el capi tán y le invité a despachar un bote a nuestro lado, decl inó la invi tación y siguió viaje. Un segun­do y tercer encuentro similares dieron el mismo resultado. Yo me sentía bastante confundido por esta irrespetuosidad para mi bandera, mi espadín y mi penacho, ordenando que nuestra nave marchara al lado del últ imo, y lanzándome sin demora sobre quien nos rechazaba, lo abordé con diez hombres.

La recepción que se nos dispensó, por cierto, no fue muy amistosa, aun cuando no se hizo esfuerzo alguno de resis­tencia de parte de los of iciales y la t r ipulación. Informé al capi tán que lo que me había l levado a detenerle en su mar­cha era algo ajeno a nuestra voluntad, repit iendo el pedido que previamente hiciera con el altavoz. Sin embargo, el re­calci t rante escocés persistió en negarme la medicina, si bien yo ofrecí pagar por ella en oro o plata. Ante eso, ordené al pr imer of icial que presentara el l ibro de bi tácora, y, bajo mi d ictado inscr ib iera en él la visita de los oficiales del "San Pablo" , mi pedido y su curialesca negativa. Hecho esto, orde-dené a dos de mis ayudantes que buscaran en el cajón las medicinas, que resultó ser un pobre almacenamiento de remedios vulgares, aun cuando, afortunadamente, contaba con abundante cant idad de calomel. No discutí nada para apro­piarme de un tercio del mineral, por el cual deposité cinco dólares de plata sobre la mesa de la cabina. Pero aun no había terminado de colocar el metál ico sobre la mesa, cuan­do el escocés lo rechazó con desdén, por lo que lo entregué al pr imer of icial y obtuve un recibo del que hice tomar nota en el iíbro de bi tácora.

Decidí "ar ro jar carbón encendido sobre su cabeza" según se dice, y antes de alejarnos de su lado en el bote hice lan­zar sobre la cubierta una docena de boniatos, un saco da fr i jo les, un barr i l con carne de cerdo y un par de bolsas con galleta blanca e s p a ñ o l a . . . y dando unas palmadas, le di je adiós.

Los sábados, nuestro ejercic io era hacer sonar el tambor y^ejerci tar a los hombres en el manejo de los cañones y de las armas cortas. Un domingo, una vez terminadas las tareas de rutina, el agonizante capitán manifestó el deseo de pasar revista a su t r ipu 'ac ión, y fue conduc ido sobre un colchón hasta la cubierta pr inc ipal . Cada uno de los marineros mar­chaba frente a él , permit iéndosele estrecharle la mano, des­pués de lo cual nos l lamó en conjunto, y expuso su temor

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de que la muerte le reclamara antes de l legar a puerto de dest ino. Luego, sin habernos dejado entrever su designio, procedió a d ic tar un testamento verbal , inc i tándonos a todos a cumpl i r con el deber en homenaje a su memoria. Si el "San Pab lo" l legaba a puerto a salvo, deseaba que todo oficial y marinero recibiera en pago los ofrecidos premios, despachán­dose para su famil ia en Nantes lo que produjera la carga. Pero, si ocurría que fuéramos atacados por un crucero y se salvaba el bergantín por la obra del arrojo y el valor de la defensa, en ese caso, d isponía que la mitad del valor de la carga debería ser compar t ido por of ic iales y tr ipulantes, mientras una cuarta parte se enviaba a Francia y la otra cuarta parte quedaba para mí. Sus armadores y consignata­rios en Cuba debían ser los e jecutores de este documento dictado sobre el agua salada.

En esos momentos ya nos encontrábamos bien adelante en el noroeste de nuestro viaje, y en cada nube veíamos una promesa sin suerte. Hacíamos a bordo todo lo posible para mantener acelerada la marcha. Veíamos d iar iamente nume­rosas embarcaciones, pero ninguna nos pareció sospechosa. Nos hal lábamos lejos en el oeste, cuando mi largavista des­cubr ió un buque que parecía un crucero, marchando con poca prisa. Ordené al t imonel que mantuviera la marcha lenta y me encaminé a la cabina para recibir las órdenes f inales de nuestro comandante.

Escuchó mi relato con su acostumbrada bravura, y no se sobresaltó ante la detonación que l legaba desde el crucero, anunciando que estaba en nuestra persecución. Me señaló uno de sus cajones y me di jo que sacara lo que había en él . Le entregué tres banderas, que él desenrrol ló cu idadosa­mente, mostrando las enseñas de España, Dinamarca y Por­tugal, con cada una de las cuales se encontraba un juego de documentos convenientes para el "San Pablo" . Con voz apagada me indicó que el igiera una nacional idad. Cuando escogí la española, me apretó la mano y me señaló la puer­ta, instándome a no rendirme.

Apenas l legué a la cubier ta comprobé que nuestro perse­guidor se aproximaba a nosotros con la ve loc idad máxima. Nos superaba en ve loc idad, siendo doble la suya. El huir estaba, por lo tanto, fuera de cuest ión. Sin embargo, dec id í demostrar la cur ios idad bél ica que nos embargaba, y s iguien­do por mi ruta hice un disparo de cañón mientras izaba nuestra enseña española en el tope.

En esos momentos, el "San Pab lo" marcj>aba magníf ica­mente a la velocidad de seis nudos por hora, cuando un disparo desde el otro buque fue a dar cerca de nuestra popa. Al momento ordené a los tr ipulantes que colocaran las velas secundarias en debida forma, y como mis hombres habían sido adiestrados en las maniobras de los buques de guerra, abrigaba la esperanza de Impresionar a los del crucero por el esti lo y la per fecc ión de la maniobra. Empero, s iguió en lo mismo, y cuatro horas después de habernos descubier to

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se encontraba a distancia de medio t iro de cañón del ber­gantín.

Hasta ese momento yo no había tocado mi armamento, el ig iéndolo entonces para hacerlo ante los ojos del enemigo; y a la voz de orden, todo se hizo matemáticamente. La ma­niobra fue realizada encantadoramente por mis bien adiestra­dos art i l leros; sin embargo, toda nuestra exhib ic ión bélica no surt ió el menor efecto en el otro buque, que seguía aún en nuestra persecuc ión. Finalmente, cuando se estuvo en posi­c ión de oír los gri tos, su comandante, montado sobre un cañón, me ordenó "detenerme o recibir una bala" .

Yo ya estaba preparado para escuchar la arrogante orden, habiendo pensado durante toda una media hora acerca de la manera de evitar un encuentro. Una sola descarga de mis andanadas hubiera podido hundir o dañar seriamente a nues­tro antagonista, pero las consecuencias hubieran sido terr i ­bles si me abordaba, cosa que parecía ser su propósito.

'Por el lo, no presté atención a su amenaza, mientras el perseguidor se co locaba a t iro de pistola de nosotros, cuan­do una reiterada orden de detenernos o ser t iroteados fue por pr imera vez contestada con un desfal leciente: "No en­t iendo" , mientras desde la embarcación de guerra se hacía fuego contra nosotros.

¡Entonces lo tuve! Tan rápidamente como lo pensé, di ia orden de "ba r re r " , y acerté en el crucero, cerca del puente, arrastrando con eso el palo delantero y el bauprés. Fue tan grande la sorpresa del otro por mi audaz truco, que no se hizo un solo disparo de mosquete hasta que estuvimos lejos del buque damnif icado.

Nuestro pobre comandante fal leció en la noche siguiente, y fue sepultado envuelto en una escogida selección de ban­deras que él honrara con sus varias nacionalidades. Pocos días después, nuestro cargamento era escondido con gran seguridad en una "hac ienda" situada a nueve millas al este de Santiago de Cuba, mientras el "San Pablo" era empujado mar afuera y quemado hasta sus últ imos restos.

Capítulo XXIV

La generosa disposic ión de mi extinto comandante, aun cuando no era un testamento regular, fue cumplida en Cuba y me puso en posesión de 12.000 dólares, mi parte en la empresa. Empero, mi espír i tu incansable no me permitía per­manecer ocioso. Mi exitoso viaje me había ganado veintenas

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de amigos entre los esclavizadores españoles y diar iamente recibía nuevos ofrecimientos de mandos en el mar.

Pero los planes de mis amigos franceses me sedujeron tanto en el deseo de imitar les, que renuncié a los cargos de subordinado y aspiré a ser propietar io. Conforme a esto, pro­puse al dueño de un gran bergantín estadounidense que lo f letáramos en la misma forma que se hiciera con el "San Pablo" . Empero, deseando superar al ext into capi tán en acier­tos comercia les, sugería la idea de luchar por nuestra carga, o, para dec i r lo con palabras más claras, arrebatar la carga a otro buque con esclavos, proyecto que pronto encontró el apoyo del propietar io de "La Conch i ta " . La embarcac ión en cuest ión costaba, al ser botada, 12.000 dólares, y me pro­puse invertir una suma igual en acondic ionar la con el objeto de const i tu irme en su copropietar io .

El trato quedó hecho, y el armamento, las velas, los apa­rejos especiales y las provis iones fueron l levados a bordo con prudente secreto. Como no podíamos abandonar el puer­to sin alguna dec larac ión de carga, fue extraída mercancía en préstamo de los galpones aduaneros, y después de haber permanecido est ibada a nuestro bordo por el día, fue des­embarcada c landest inamente por la noche. Como la maniobra era un t ruco de mi cómpl ice , quien sacara ventaja par t icu­larmente de la operac ión, no llevé cuenta de lo que se recibió o entregó.

Finalmente, todo estuvo pronto. Se embarcaron cuarenta y c inco hombres, quedando todo resuelto. Al día siguiente, al aclarar, yo part iría arrastrado por la brisa que l legaba de t ierra.

Es famosa la últ ima noche del marino en t ierra, y hasta las dos de la madrugada me encontré atareado con las des­pedidas. Pero, cuando por úl t imo l legué a mi domic i l io , con dolor de cabeza, me encontré en la puerta con una nota de mi socio d ic iéndome que nuestro buque había sido requi­sado, dándose orden de arrestarme. Me aconsejaba que me mantuviera lejos de los alguaci les hasta qué^él pudiera arre­glar el asunto con los funcionar ios de la aduana y de la pol icía.

Al día siguiente, mi cómpl ice fue l levado a pr isión por su fraude, conf iscándose el buque, vendiéndose lo que se en ­contraba a bordo y quedando mi bolsi l lo a l igerado en ia suma de 12.000 dólares. Apenas tuve t iempo para huir, muy poco antes de que los funcionar ios pol ic iales se encontraran en mi domic i l io . Por úl t imo, logré escapar a la autor idad y a la pr isión asumiendo otro nombre y s imulando ser " ran ­che ro " entre las col inas, durante varias semanas.

Mis f inanzas se encontraban en su punto más bajo, cuando una mañana me encontré en Matanzas, y, después de alguna demora, obtuve nuevamente el mando sobre un buque paca esclavos mediante el apoyo y la inf luenecia de mis viejos amigos de conf ianza. La nueva unidad era una veloz embar­cación de 120 toneladas, recién construida en Estados Uni­dos, destinada a Whydah, en la Costa de Oro. Se calculaba

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que podríamos traer de regreso 450 esclavos, para cuya ad­quis ic ión fui abundantemente provisto de ron, pólvora, mos­quetes ingleses y excelentes tej idos de algodón de Man-chester.

En el debido t iempo part imos hacia Cabo Verde, el habi­tual "puer to de despacho" para tales excursiones. En Praya, cambiamos nuestra bandera por la portuguesa antes de llevar el t imón hacia la costa. Un crucero br i tánico nos persiguió sin éxito durante dos días, fuera de Sierra Leona, permit ién­dome poner a prueba las cual idades de navegación del "Es­t re l la " .

Consigné el "Es t re l la " a uno de los más notables tratantes que alguna vez se vieran en la expansión del tráf ico en toda Afr ica.

El señor Da Souza, mejor conocido en la costa y en el interior como "Cna Cha" , era, según se decía, un mulato nativo de Río de Janeiro. No sé cómo había l legado a Afr ica, pero, probablemente, era algún desertor de un buque de es­clavos, huyendo del buque como anteriormente escapara al servic io mil i tar en el Brasi l . Por un t iempo, se decía, sus días estuvieron l lenos de miseria y percances, pero, por aquel entonces, aconteció que se produjo un gran incremento del t ráf ico de esclavos con el Brasi l , y, gradualmente, el arries­gado aventurero se d io maña para sacar ventaja de su habi­l idad para tratar con los nativos o para actuar como corre­dor para sus compatr io tas.

El amaba las costumbres del pueblo. Hablaba su lengua con la f luidez de un nativo. Se esforzó por parecer un per­fecto africr,¡io entre los afr icanos, aun cuando, entre los blan­cos, luchaba por guardar las maneras corteses y el acento de su país. De este modo, poco a poco, Cha Cha avanzó en sus negocios y se aseguró encargos del Brasil y Cuba, mientras era considerado y protegido como principal favorito por ei bel icoso rey de Dahomey. Asimismo, se sostenía que este conocido soberano tenía consti tuida una especie de or­ganización endiablada con el factor brasi leño, proveyéndole de todo lo que deseaba en vida, teniendo en cuenta que le heredaría a su muerte.

Pero Cha Cha había resuelto que, mientras pudiera gozar de alguna amenidad en esta vida, el la no le fuera escatima­da. Todos los placeres que podían obtenerse con dinero no estaban lejos de Whidah. Levantó una grande y cómoda re­sidencia en un lugar hermoso, cerca de donde se elevara un fuerte portugués. Llenó su casa de todos los lujos y refi­namientos que podían satisfacer la imaginación y ser gratos al cuerpo. Vinos, al imentos, golosinas y atavíos eran traídos de París, Londres y La Habana. Las más hermosas mujeres de la costa eran seducidas para é l . Mesas de bil lar o tapetes verdes en salones especiales servían para distracción de los viajeros que por allí se detenían. Cuando él salía, su paso era siempre acompañado de importantes ceremonias. Le pre­cedía un funcionar io para despejarle el camino, balanceán­dose a su lado un bufón; una banda de músicos nativos

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hacía sonar sus d iscordantes instrumentos y una pareja de cantantes chi l laba con sus voces más altas elogios adulado­res del mulato.

Por c ierto, se requerían numerosos buques para al imen­tar a este nabab afr icano con dob lones y mercancías. A ve­ces, los comandantes de embarcac iones de Cuba o del Bra­sil eran mantenidos durante meses en sus peligrosas redes, mientras sus buques se demoraban en la costa aguardando las cargas humanas. En tales ocasiones, no dejaba recurso sin emplear para entretener y desplumar a los acaudalados o conf iados que caían bajo sus garras. Si los vinos y la mesa de Cha Cha hacían de el los unos beodos, la culpa no era suya. Si el "negro y co lo rado" o el " m o n t e " les arrebataba los doblones y sus cargas en los salones de su residencia, él lo lamentaba, pero no se atrevía a inmiscuirse en las d i ­versiones de sus invi tados. Si la sirena de su harén le bir laba alguna carga, en pago de los favores con las cartas, un con­veniente fuego le destruía la choza en la que ella se alojaba después de que la mercancía le fuera discretamente retirada.

Cha Cha se mostraba sumamente deseoso de que yo acep­tara su hospi ta l idad. Tan pronto como leí para él mi decla­ración a bordo, pues él no podía hacer lo, se volvió irresist i­ble en su insistencia. No obstante, decl iné la invi tación con f i rme cortesía, yendo a alojarme en el domic i l io de un "man-fuka " o corredor nativo. Fui prevenido acerca de sus se­ducciones antes de abandonar Matanzas, y dec id í mantener mi persona y las mercancías bien lejos de sus garras para encontrarme siempre en condic iones de hacer cumpl i r el contrato. En esta forma, evi tando su mesa, sus " in f ie rnos" y la sociedad de sus hi jos d is ipados, mantuve las relaciones comercia les con el esclavizador y me aseguré su respeto personal tan efect ivamente, que, al f inal de dos meses, 480 negros de pr imera cal idad se encontraban en las entrañas del " E s t r e l l a ' ^ 1 ) .

1 Da S o u z a fa l lec ió en mayo de 1849. E l c o m a n d a n t e F o r b e s , R. N. , en su libro s o b r e D a h o m e y , d i c e q u e un m u c h a c h o y una m u c h a c h a fueron d e s p i a d a d a m e n t e s e p u l t a d o s c o n é l , y que t res h o m b r e s fueron s a c r i f i ­c a d o s e n l a p l a y a de W h y d a h . S o s t i e n e e l autor, aun c u a n d o el c o n o c i d o e s c l a v i z a d o r murió e n mayo , que los f u n e r a l e s en h o m e n a j e a s u me­mor ia aún no h a b í a n te rminado e n oa tubra . " L a l o c a l i d a d — d i c e — , s e ha l la r ú n e n fermento. T r e s c i e n t a s a m a z o n a s están todos los d f a s e n la p l a z a , h a c i e n d o d i s p a r o s de a r m a s y d a n z a n d o ; b a n d a s d e h o m b r e s fe t ich is tas d e s f i l a n por l a s c a l l e s e n c a b e z a d o s por a v e s d e G u i n e a , junto a g a l l i n a s , patos, c h i v o s , p a l o m a s y c e r d o s s o b r e t a b l o n e s para s e r s a c r i f i c a d o s . S e distr ibuye m u c h o ron y durante toda la n o c h e hay gr i tos , d i s p a r o s de ar­m a s y b a i l e s " — . Dahomey y los dahomeyfanos, tomo I, pág ina 49.

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Capitulo XXV

Siempre lamenté que abandonáramos Whydah en mi viaje de regreso, sin intérpretes que nos ayudaran en el necesa­rio entendimiento con nuestros esclavos. No habla a bordo nadie que comprendiera una sola palabra de su dialecto. Muchas quejas de los negros que hubieran sido rechazadas o sat isfactor iamente aceptadas, quedaron acal ladas o resuel­tas a lat igazos por no poder entenderlas. Igualmente, el único medio discip l inar io a bordo del "Es t re l la " era el láti­go, lo que, al f inal , me enseñó una triste lección.

Desde el comienzo reinaba allí un manifiesto descontento entre los esclavos. Al comienzo traté de acomodarlos y de complacer los de amable manera, pero los modales por sí solos no son apreciados por los afr icanos salvajes. A los pocos días de nuestra part ida, un esclavo enfurecido se arro­jó al mar, por la borda, y otro se dio muerte por la noche. Estos dos suic idios en veint icuatro horas causaron gran de­sasosiego entre los «oficiales, induciéndome a hacer todos los preparat i tvos en previsión de una revuelta.

Hacía tres semanas que nos hal lábamos en el mar sin ninguna perturbación ulterior, y reinaba tanta alegría entre las bandas, que se les permit ió l legar a la cubierta, desva­neciéndose gradualmente mis aprensiones. Empero, repen­t inamente, en una hermosa tarde, se desencadenó un terrible v iento bajo un cielo casi sin nubes. Sonó el si lbato del of i ­c ia l encargado del ancla l lamando a todos a recoger las ve­las, mientras simultáneamente se produjo una precipi tación de los conf inados y, en medio de la confusión de ia tem­pestad que iba en aumento, se sobrepusieron ai guardia y penetraron bajo cubierta. El centinela de guardia en la es­cot i l la pr incipal tomó el hacha del cocinero y haciéndola girar como una hoz, mantuvo a raya a la banda, que inten­taba pasar por enc ima de él . En tanto, las mujeres no per­manecieron ociosas en la cabina. Secundando a los hombres, se levantaron en masa y el t imonel se vio obl igado a apu­ñalear a algunas con su cuchi l lo , hasta que logró hacerlas retroceder.

Alrededor de unos cuarenta desaforados demonios, chi l lan­do y haciendo muecas con toda la salvaje ferocidad de sus selvas, se encontraban ahora en la cubierta, armados de duelas de cascos rotos, t rozos de leños, todo esto hallado abajo. Lo súbito de éste estal l ido no me inmutó, pues, en la vida pel igrosa de Afr ica, un tratante de esclavos nunca debe encontrarse desprevenido. El golpe que postró al pr i­mer hombre blanco era el pr imer síntoma de revuelta que yo descubr ía, pero, al instante, tenía abierto el cajón de las armas sobre la cub ier ta pr inc ipal , con e l pr imer oficial y el mayordomo a mí lado para mi defensa. Las cosas, empero, no marchaban tan bien frente al palo mayor. Cuatro de los

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t r ipulantes fueron inut i l izados a garrotazos, mientras los de­más se defendían como les era posible con cuanto podían procurarse rápidamente. Yo s iempre advertía a quién tenía de cocinero que, en tales emergencias, d istr ibuyera una abundante cant idad de agua hirv iendo sobre los bel igerantes, y, al pr imer signo de rebel ión, trató de bautizarles con su humeante l íquido. Pero hacía buen rato que se había servido la comida, de modo que el t ib io contenido de los recipientes solamente sirvió para irr i tar a los salvajes, uno de los cuales dejó sangrando al " doc to r " .

Todo esto se desarrol ló en menos t iempo del que nece­sito para relatar lo; empero, rápido como fue lo ocurr ido, en el acto vi que, entre la tempestad que nos hacía volar las velas y la revuelta de los negros enfurec idos, pronto nos íbamos a encontrar en t rance desesperado a menos que impart iera la orden de hacer fuego. De acuerdo con esto di je a mis compañeros que apuntaran bajo y dispararan en seguida.

Nuestras carabinas habían sido del iberadamente cargadas con cartuchos para ocasiones como ésa, lo que a l a s pr i ­meras descargas puso de rodi l las a muchos rebeldes. Em­pero, los no her idos no dejaron de voci ferar, ni abandona­ron sus elementos bél icos. Dos descargas más los l levaron adelante, hacia la masa de mis t r ipulantes que se retiró frente al bauprés. Pero, reforzados por el of icial del ancla y el carpintero, asumimos el domin io de las escot i l las con tanto éxito, que, con media docena de nuevas descargas entre las piernas de ébano, empujamos a los refractarios hacia sus lugares de abajo.

Era t iempo de que ocurr iera así, pues nuestras velas, so­gas, estacas, lonas y demás cosas, rodaban entre los mást i ­les y las cubiertas. En poco rato todo quedó acondic ionado perfectamente, y se prestó atención a los amotinados, que ahora comenzaban a pelear entre el los por los lugares de descanso.

Pronto advertí, por los encoler izados ecos que l legaban de abajo, que no tenía objeto aventurarse a descender por las escot i l las. De acuerdo con esto h ic imos salir a las mu­jeres del lugar en que se encontraban l levándolas bajo guardia a la cubierta, despachando a var ios hombres re­sueltos y bien armados para que removieran los tablones que separaban el lugar de los hombres, de la cabina de las mujeres. Cuando se efectuó esto, un grupo penetró arras­trándose sobre las manos y pies por la abertura, y comenzó a empujar a los amot inados hacia adelante, hacia el casti l lo de proa. Empero, los rebeldes seguían encendidos por el afán de pelea y se defendían audazmente con sus tablas contra nuestras armas.

En ese momento, nuestro amansado coc inero había vuelto ya a encender sus fuegos y hervía el agua una vez más. Las escoti l las eran mantenidas abiertas, pero bajo guardia, y todos los que no peleaban eran obl igados a l legar solos a la cubier ta, donde eran atados. No quedaron abajo más que

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unos sesenta negros envueltos en ei comncxo o aesauanuu a mi grupo de zapadores y mineros. Ordené que se abriera un número de agujeros en la cubierta, y como ellos habían sido obl igados a aglomerarse adelante, cerca del castillo de proa, se descargaron contra ellos unos baldes con agua hir-viente por las aberturas recién abiertas, lo que produjo la sumisión de la mayoría. Sin embargo, dos de los más salva­jes se mantenían amotinados, en lucha tanto contra el agua como contra el fuego. Me esforzó cuanto pude por salvarles la vida, pero su resistencia era tan prolongada y peligrosa, que nos vimos obl igados a desarmarlos para siempre con unos t i ros de pistola.

Así terminó la tr iste revuelta en el "Est re l la" , durante la cual dos de mis hombres resultaron seriamente heridos, de­b iendo extraerse veint iocho cartuchos y balas, con la habi l i ­dad de los marinos, de entre las cost i l las bajas de los escla­vos. Una mujer y tres hombres perecieron a raíz de los golpes cambiados durante el conf l icto, pero ninguno de el los fue intencionalmente muerto fuera de los dos hombres que se resist ieron hasta morir.

Nunca podré expl icarme bien este amotinamiento, pues los negros de Whydah y sus cercanías son especialmente famo­sos por su doci l idad y maneras humildes. No puede haber duda de que toda la banda no se encontraba unida o envuel­ta en el estal l ido, pues, de lo contrar io, otra hubiera sido la tarea para lograr su sometimiento en medio de los peligros de una tempestad repentina de las Indias Occidentales.

Había muy pocas comodidades a bordo del "Est re l la" des­pués de la represión de la revuelta. Vivíamos sobre un volcán encendido debajo de nosotros y nos manteníamos vigilantes día y noche. El terror reinaba supremo y el látigo era su cetro.

Finalmente, v imos t ierra de Puerto Rico y pasamos con l igereza por sus costas, cuando el inspector me llamó la atención acerca del aspecto de uno de los esclavos que nos servían de ayudantes, al que enseñáramos a prestar servicios parecidos al de muchacho de las cabinas. Era una criatura amable, intel igente, y se había ganado el porazón de todos los of ic iales.

Sus pulsaciones eran altas, rápidas y fuertes; su cara y ojos estaban enrojecidos e hinchados, y se descubrían en su cuel lo media docena de puntos rosados. Fue despachado en seguida al cast i l lo de proa, lejos del contacto de toda otra persona, y dejado allí, lejos de la t r ipu lac ión, hasta que yo pudiera adoptar medidas contra la peste. ¡Padecía de viruela!

El muchacho pasó una noche terr ib le de f iebre y dolor, desarrol lándose el mal con todos sus horrores. Es muy pro­bable que yo durmiera tan mal como el enfermo, pues mi mente estaba inquieta por su suerte. Al aclarar el día me encontré en la cubierta consultando con el of icial de ancla, cuya exper iencia en el tráfico de esclavos fundamentaba el más alto respeto por su opinión. Encal lecido como era, los ojos del anciano se humedecieron, temblando sus labios y

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siendo su voz conmovida y ronca al murmurar su ju ic io en mis oídos. Lo sospeché antes de que di jera una palabra; empero, tuve la esperanza de que hubiera aconsejado lo con­trar io en la terr ib le al ternat iva. Cuando l legamos a la cubier­ta alta, todos los ojos se f i jaron en nosotros, pues conjetu­raban el mal y temían su resultado, aun cuando ninguno se atrevía a formular preguntas.

Ordené un examen general de los esclavos, y sin embar­go, después de tener un informe favorable, no quedé t ran­qui lo, descendiendo para examinar personalmente a cada uno. Era verdad; esa cr iatura era la única infestada.

Durante media hora di vueltas por la cubierta de uno a otro lado, desasosegadamente, y ordené que la t r ipulación fuera somet ida también a examen. Pero mis marineros, to­dos, eran tan sanos como los esclavos. Me sentí nuevamen­te decepc ionado. Un solo caso — u n solo signo de peligro en cualquier l a d o — había sembrado el veneno.

Esa noche, en medio del s i lencio de las estrel las, una ma­no temblorosa se adelantó hacia el muchacho postrado y le aproximó una poción que no permite despertar. A las pocas horas todo había terminado. La vida y la peste habían sido aplastadas juntas. Se había comet ido un cr imen necesario y la pobre víct ima estaba bajo las aguas azules.

' L a s incesantes tempestades y vientos en contra, desusados en esa estación y lat i tud, nos acosaron tan obst inadamente, que hasta se hizo dudoso si nuestros al imentos y el agua durarían hasta l legar a Matanzas. Para magnif icar nuestras desventuras, una corbeta br i tánica espiaba nuestra embar­cac ión y nos perseguía desde Cabo Maíz. Durante todo el día nos había estado s iguiendo lentamente, pero al anoche­cer, yo me alejé de la costa con la esperanza de eludir a mi perseguidor. Empero, al aclarar el día, se reveló que es­taba nuevamente detrás nuestro. Puse al "Es t re l la " d i recta­mente bajo el viento y navegamos hasta que oscureció con una fresca brisa, cuando nuevamente reapareció el crucero; tomé entonces en d i recc ión a la costa cubana. Pero el br i tá­nico parecía haber ol fateado mi ruta, pues al nacer el sol estaba nuevamente en mi persecución.

El viento se adormeció esa noche en una suave brisa, si bien las nubes rojas y la nebl ina anunciaban una tormenta en el este para antes del mediodía. Una persecución más larga hubiera dado considerable ventaja al enemigo, de mo­do que mi mejor esperanza estaba, calculé, en l legar al pe­queño puerto cerca de Santiago, en ese momento a unas veinte mil las de distancia, lugar en el cual yo ya había des­cargado dos cargamentos. En ese instante la corbeta se encontraba a diez mil las detrás.

Mi resolución de salvar el cargamento y perder el buque fue rápidamente hecha; se impart ieron órdenes de romper los gri l los de los esclavos, que éstos s iempre l levaran desde el amot inamiento; se al istaron los botes y todos los hombres

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prepararon su maleta para trasbordar rápidamente a las lanchas.

Corría veloz la corbeta, con espuma a sus lados bajo ei ímpetu de la tempestad que la castigó algo antes que a nosotros. Estábamos separados por no más de siete millas, cuando el pr imer aumento de la presión de las velas fue sen­t ido por nosotros y todo estaba dispuesto para darles una rápida bienvenida. Luego vino la carrera por " llegar a la playa, a tres mil las de donde nos sorprendía el hecho. Tres mil las contra siete era mucha ventaja, y con un ligero mo­vimiento del t imón y "de jando que vuele t odo " al acercar­nos a la línea de la playa, el "Es t re l la " se encontró en lugar seguro.

El fuerte golpe repentino al detenerse allí, hizo saltar su palo mayor como caño de chimenea, pero, como nadie fue lesionado por eso, en un abrir y cerrar los ojos los botes fueron arr iados l lenos de mujeres y niños, mientras una bal­sa fue arrojada desde a bordo para que viajaran en ella ios hombres, mis tr ipulantes y los equipajes, de los que pronto debería hacerse cargo mi "v ie jo hacendado" .

Prontos como lo estábamos, no lo éramos lo bastante para ia corbeta. La mitad de nuestro cargamento ya estaba en t ierra cuando apareció en la boca de la pequeña bahía. La demora en media mil la nos permit ió asirnos más tiempo to­davía a nuestra ruina, de modo que cuando desde los botes y de la corbeta se comenzó a hacer fuego, les deseamos que se divert ieran con algunos de nuestros últ imos valiosos negros. Los negros así salvados, muy probablemente, en estos momentos son c iudadanos de Jamaica. Y en esa no­che, en medio de la tempestad, el "Est re l la" constituía una fogata muy pintoresca.

Capítulo XXVI

Desastrosa como había sido esa empresa, tanto en ei mar como ante el mostrador de l iquidación, a los dos meses me encontraba a bordo de una espléndida embarcación denomi­nada "Agu i la de Oro" , en ruta a Cabo Verde, haciendo ca­rrera con una nave part icular de las Indias Occidentales* Penetré en el río Salum, un río independiente, entre la Isla f rancesa de Gorée y las posesiones inglesas de Gambla. Ningún buque de esclavos había recorr ido esas aguas desde hacía muchos años, razón que me obl igó a trasbordar en mi minúsculo bote e internarme cuarenta millas en el inte-

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rior, a través de espesuras y bosques, hasta dar con el terre­no de intercambio comercia l del " r e y " .

Después de tres días de conversaciones terminé el trato con el desnudo monarca, cuando un " ladrador " me saludó con la poco alegre not ic ia de que el "Agui la de O r o " estaba rodeado por botes de un buque de guerra. Era verdad, pero el pr imer of ic ial se había negado a permit i r una inspección del buque en un lugar neutral , part iendo los emisarios de la nave de guerra. No obstante, una semana después, cuando ya había l levado a bordo mi cargamento, me vi apresado por una banda del mismo rey traidor y fui entregado al segundo teniente de una corbeta francesa, tomándose a mi pequeño "Agu i la de O r o " como algo deb ido legalmente.

Nunca pude comprender los motivos legales de esta apro­piación en lo concerniente a esos of ic iales franceses, pues no existía t ratado alguno entre Francia y España para supr i ­mir la esclav i tud. Hubo una verdadera explosión de mald i ­ciones entre mis hombres cuando se vieron prisioneros, y su enfurecimiento no se vio d isminu ido cuando todo nuestro grupo quedó encerrado en una zanja de Gorée que por su d imensión, estrechez y ambiente era comparable al célebre hoyo de Calcuta.

Durante tres días se nos mantuvo en ese sucio receptácu­lo de basuras, en un c l ima que quemaba, sin comunicac ión con amigos o con los habitantes del lugar, y con una pésima al imentación, hasta que las autor idades locales se d ignaron despacharnos a San Luis, en Senegal, a cargo de un núme­ro de marinos, a bordo de nuestro propio buque.

San Luis es el lugar de residencia del gobernador y asien­to del t r ibunal co lonia l , y allí fu imos nuevamente encarce­lados en un " c a c h o t " mil i tar, hasta que varios comerc ian­tes, que me conocían del río Pongo, interpusieron su favor y fui t rasladado a un lugar mejor, en el hospital mil itar. Pronto supe que entre los nativos existían di ferencias. Había estal lado una cont ienda entre algunas de las tr ibus moriscas, a unas doscientas millas en el inter ior de Senegal, y mi "Agu i la de Oro " const i tuía un presente del c ielo para los franceses, en esa c i rcunstancia, pues necesitaban precisa­mente una embarcación l igera como ésa para custodiar su f lot i l la, de retorno con mercancías de Gatam. Debido a esto, la embarcac ión fue armada, t r ipulada y despachada en esta expedic ión sin aguardarse el fal lo del t r ibunal acerca de la legal idad de su apresamiento.

En tanto, las hermanas de car idad —esos ángeles de pie­dad que ni s iquiera pestañean ante los calores y las pestes de A f r i ca— hic ieron nuestra vida en pr is ión todo lo confor­table que era posible, y de no ver rejas en las ventanas o encontrar al cent inela cuando intentábamos movernos hacia afuera, hubiéramos podido considerarnos valetudinarios antes que pr is ioneros.

Lentamente fue t ranscurr iendo un mes en ese centro de padecimiento, hasta que un sargento del e jérc i to nos notif icó que él había sido elevado al rango de togado, como defen-

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sor nuestro en el proceso máximo. No podía obtenerse nin­gún otro abogado en la colonia ni por dinero o amistad, y quizá nuestro mil i tar se hubiera desempeñado tan bien como el mejor, si sus superiores no le hubieran impuesto frecuen­temente la ob l igac ión de guardar si lencio durante los ale­gatos.

Para ese entonces, el l igero "Agui la de Oro " ya había prestado dos de los más útiles viajes de servicio bajo el mando de of ic iales franceses, resultando tan valioso para el gobierno galo, que no podíamos soñar en su devolución. Bajo las c i rcunstancias, las autoridades tenían dos alterna­t ivas: pagar por el buque o condenarlo. Y como sabían que yo no aceptaría la devolución del buque después del desba­ratamiento de mi viaje, la formal idad del proceso tendía a legalizar la condena. Era necesario, empero, aun en Afr ica, evidenciar que yo había violado el terr i torio de la colonia f rancesa en el t ráf ico de esclavos y que el "Agui la de O r o " había sido atrapado mientras hacía ese comercio.

Después de varios ultrajes y absurdos, se permit ió que un "esc lavo " mahometano jurara como testigo en mi contra. La conclus ión prevista quedó formalmente anunciada. El "Agu i la de Oro " se convertía en propiedad del rey Luis Feli­pe, a la vez que mis hombres eran condenados a dos años de conf inamiento en Francia, mis oficiales a c inco años y " d o n Teodoro " a diez años.

Mi condena suscitó la indignación de muchos respetables comerciantes de San Luis. Se observó que era absoluta­mente inúti l rogar la compasión del t r ibunal , sea por medio de una reapertura del proceso o un al igeramiento de la pena. Entonces un amigo generoso introdujo una sierra convenien­te para los barrotes de la ventana, dejándome entender que en la noche en que las trabas de ia ventana quedaran cor­tadas, podría encontrar un bote aguardándome para trans­portarme a la playa opuesta, desde donde un jefe inde­pendiente me conduci r ía en camellos hasta Gambia.

El gobernador llegó a tener barruntos de mi proyectada fuga, y fu imos enviados a un buque permanentemente esta­c ionado en el río. Sin embargo, mis amigos no me abando­naban. Se me hizo saber que una part ida — e n excurs ión de caza por el río en el primer día nub lado— visitaría ai comandante en la nave anclada, y mientras ésta se encon­trara rodeada de botes, yo podría desl izarme por la borda a favor de la confusión. Bajo la protección de la densa nebl ina que cubre la superficie de los ríos africanos al ac la­rar el día, podría fáci lmente eludir una bala disparada contra mí, y cuando me encontrara en la playa, una canoa estaría pronta para conduci rme a un buque amigo.

El plan era fáci lmente realizable, dado que el capi tán me toleraba una i l imi tada l ibertad a bordo. De acuerdo con esto, convoqué a un aparte a mis.of ic iales y les propuse su part i ­c ipac ión en mi huida. El proyecto fue plenamente d iscut ido por mis camaradas, pero el riesgo de nadar, aun en la niebla, bajo las bocas de los mosquetes, era un peligro que les

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arredraba. Muy pronto comprend í que ser ía mejor para mí l iberarme por entero del p e s o de gentes de c o r a z ó n tan poco arrojado, razón por la cual les di je que cada uno que­daba e,n l ibertad de hacer lo que deseara, d iv id iendo tres mil francos en bil letes dej gobierno entre los de! grupo y obse­quiando a mi pr imer of ic ial con mi c ronómetro de oro.

A la mañana siguiente, una niebla imprevista lo l ienó todo en el regazo de Senegal , pero a pesar de el lo pude percibir en la densidad atmosfér ica el rumor de los remos sobre el agua al aproximarse a nosotros, hasta que c i n c o botes en una carrera f inal se encontraron súbitamente a nuestro lado, con sus ruidosas .y voci feradoras tr ipulaciones.

Justo en ese momento uña mano amiga me rozó el brazo, y en tono amable me invitó a subir a la cubierta alta, i Era nuestro capi tán! Cuando nos encontramos completamente a solas, me e x p r e s ó con toda franqueza que yo había sido traic ionado ante el sargento de sus marineros. Fui tomado completamente de sorpresa por esta d e c l a r a c i ó n , dado que ya me había considerado casi l ibre. Empero, la pérd ida de la l ibertad no me anonadaba tanto como la perf idia de mis hombres.

Mis amigos fueron advert idos de que no d e b í a n arr iesgar­se en ulteriores tentativas que podr ían valerme mayores coer ­ciones, después de lo cual mis camaradas inferiores fueron l lamados a la cabina, donde, en presencia de los comer ­ciantes sé vieron forzados a desembuchar los tres mil f rancos y el c ronómetro .

Durante quince d ías más los c o l é r i c o s cautivos debieron morderse los pulgares sobre ia borda del buque pontonero, mirando al v a c í o o hacia las aguas de l Senegal. Al término de este per íodo , una cañonera transfir ió a nuestro grupo de convictos hasta la fragata "F lo ra" , cuyo pr imer teniente, a! cual había s ido pr ivadamente recomendado, me separó de mis hombres en seguida. Los canal las fueron estrecha­mente mantenidos como prisioneros durante todo el viaje a Francia, mientras que mi suerte fue hecha lo menos pesada posible después de la severa sentencia d ic tada en San Luis.

El viaje fue corto. En Brest me desembarcaron con dis ­c r e c i ó n , mientras que mis t r ipulantes y of ic iales fueron l leva­dos en p roces ión por las calles, durante el mediod ía , en medio d e fi las de "gens d 'armes" .

Mis hombres fueron encerrados en celdas junto con mal ­hechores comunes. Pero, como las apariencias de los of ic ia ­les indicaban la tenencia de d inero , el encargado de las llaves ofrec ió la "sala de los d is t ingu idos" para nuestro uso, siempre que sat is fac iéramos un alqui ler mensual de diez francos. Por últ imo, terminé aceptando el ofrec imiento, duro como era, y conforme a esto entramos en poses ión de un gran departamento con dos ventanas enrejadas que daban sobre un sombr ío y estrecho patio.

Apenas habíamos entrado allí cuando una corpulenta m u ­jer nos s igu ió , haciendo las más extremadas cortes ías y dec la rándose de " l o más dichosa por hallarse en condiciones

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de ofrecernos camas y ropas para los lechos a diez « s o u s » por d í a " . Nos hizo saber igualmente que la ración diaria de la pr is ión cons is t ía en dos l ibras y media de pan negro y agua "a d i s c r e c i ó n " , pero que si lo deseábamos, podía hacer entrar a la " v i v a n d l é r e " del regimiento destacado en ei cast i l lo , la que nos haría servir comidas dos veces al día, iguales a las de la mesa de los suboficiales. No vaci lé en cerrar trato y en el acto c o m e n c é a f i jar la dieta durante mi futura vida de pr is ión . Deber íamos tener dos comidas diarias de tres platos por vez, por cada una de las cuales pagar íamos quince " s o u s " por adelantado.

P o m o ya lo he dicho, la " r a c i ó n regular" consist ía exc lu ­sivamente en pan negro y agua. Se permitía el consumo semanal de nueve l ibras de paja por prisionero para su " l e ­c h o " . No se faci l i taban frazadas ni cubrecamas de ninguna clase, ni s iquiera en invierno, y las celdas carec ían de estu­fas o chimeneas, v iéndose ios desdichados presos obligados a agruparse apretados entre sí para evitar el perecer de fr ío . Aparte de esto, e l gobierno denegaba toda pieza de ves­t imenta nueva, de modo que los presos carentes de recursos o de amigos se ve ían cubiertos de miseria a los pocos d ías de su encarcelamiento. No se permitía d is t racc ión algu­na al aire l ibre, salvo dos veces por semana, cuando los presos eran l levados hasta el liso techo de la torre, donde pod ían solearse durante una o dos horas bajo las armas de los guardias.

Capítulo XXVII

Pronto tuve notic ia, por un pariente de París , de que mi pet ic ión había sido presentada a Luis Felipe, cuya recepción alentaba mi esperanza de pe rdón . Por último llegaron éste y la l ibertad, pero fue la única reparac ión que recibí de Luis Felipe por el injusto apresamiento de mi embarcación en aguas neutrales de Afr ica. Ai d ía siguiente un buque, por orden del rey, deber ía l levarme en voluntario exilio fuera de Francia, para siempre.

El buque que me conduc ía hacia el destierro perpetuo desde Francia iba a L isboa; pero me demoré en Portugal apenas lo imprescindible , para hacerme de un nuevo pasa*.?, porte bajo nombre supuesto, y bur lándome en el acto lfa| "dest ierro perpetuo" de Luis Felipe, partí en un buque hacia el puerto de Marsel la. Allí encont ré -dos naves que se dis­ponían a zarpar para la costa de Afr ica; detenidas empero

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por el terror que inspiraba la p r o p a g a c i ó n del có lera , se habían suspendido por el momento todas las operaciones comerciales con ese lugar. En verdad, el pán ico era ta l , que nadie soñaba siquiera en despachar allí a un vapor al que se le prometía pasaje, hasta que la peste hubiera cedido en v irulencia. Hasta que eso ocurr iera, como mis recursos eran de escaso monto, me alojé en un hotel humi lde.

La temible enfermedad se encontraba entonces en su p u n ­to más alto, aparentemente, y la mayor ía de los habitantes comunes habían huido, v iéndose la c iudad sin visitantes del extranjero fuera de aquel los apremiados por razones urgen­tes. Es también probable que los hoteles y casas de a lo ja ­miento hubieran c lausurado sus puertas por falta de clientes de no haber d ic tado el prefecto una orden, por la cual retiraban las l icencias de func ionamiento por dos años a los establecimientos de ese género que no permanecieran abiertos. Debido a esto, aun cuando la peste hac ía d iar ia ­mente cientos de v íct imas l levándolas a la tumba, todos los hoteles, cafés, despensas, carn icer ías y panader ías se encon ­traban abiertos como s iempre en Marsella, lo que no hacía temer que el hambre se sumara a ios estragos del có lera .

En el pr imer momento en que ced ió la peste, se d e s p a c h ó al buque de carga desde Marsella, y, a los veintisiete d ías , tuve el placer de estrechar las manos de los amigos gene­rosos que dos años atrás trabajaran tan arduamente para conseguir mi fuga. El gobierno colonial pronto tuvo noticia de mi arr ibo a despecho de mi disfraz, y una advertencia de G o r é e puso término a las a legr ías de mi bienvenida a Afr ica.

L legué a Sierra Leona a t iempo para presenciar el a rb i ­trario proceder del gobierno br i tánico con los buques de esclavos y costeros españo les , en v i r tud de la supres ión del comercio de negros. Seis meses después de suscribirse y ratif icarse el acuerdo en Londres y Madr id , fue hecho cono ­cer por algunos comunicados de E s p a ñ a en las islas de Cuba y Puerto Rico. Sus est ipulaciones eran tales, que permitían gran elast ic idad en las interpretaciones acerca de las cap ­turas, y conforme las presas se hallaban al alcance del león br i tánico, este amable animal no estaba nunca pronto a l ibertar, ni tampoco a ceder. Debido a esto, cuando l le ­gamos a Sierra Leona contemplé anclados bajo los cañones del gobierno a unos treinta o cuarenta buques capturados por los cruceros, varios de los cuales — t e n g o razones para c r e e r l o — fueron apresados en el "paso m e d i o " , en el viaje de La Habana a E s p a ñ a , enteramente l ibres de la sospecha de mancha o intención esclavizadora.

Yo no era tan cur ioso como para perderme en preguntas en Sierra Leona. Mi pr incipal objeto era el de hal lar o c u ­pac ión . A los ve int iocho años, después de procesos, azares y suertes diversas, había pasado por c i rcunstancias suf ic ien­tes como para hacer media docena de fortunas, a despecho de lo cual en esos momentos me encontraba sin un cént imo, reducido a la humilde c o n d i c i ó n de práct ico de costa e intérprete a bordo de un bergant ín estadounidense, en viaje

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hacia el cé lebre mercado de Gallinas. Llegamos con fe l ic i ­dad a nuestro puerto de destino, pero tengo mis dudas hasta

«hoy mismo de que el capitán del "Reaper" supiera que su bergant ín era guiado por un marinero aventurero que nada sabía de la costa o del puerto, salvo lo poco que adivinara en media docena de conversaciones con españoles familia­rizados con ese conoc ido lugar y sus alrededores.

Nuestro objet ivo no estaba en Gallinas. A unas cien millas, al noroeste de Monrovia, un corto río lento que lleva ese mismo nombre conocido penetra en el At lánt ico, el que arrastra en la estación lluviosa una gran riqueza aluvional desde el interior y hunde su cúmulo donde la corriente en­cuentra el At lánt ico , formando un interminable laberinto de islas de suelo esponjoso. Para quien se aproxima por mar, la vista de sus superf ic ies cubiertas de hierbas y árboles semejan inmensos terrenos de " fung í " . Un lugar de esos, c iertamente, no of rec ía ventajas especía les para la agr icul ­tura o el comerc io , pero su peligrosa barra y su extremada deso lac ión lo hac ían muy apropiado para la caza de los de la ley y de los buques de esclavos.

Tales, muy probablemente, fueron las razones que induje­ron a don Pedro Blanco, un bien educado marino de Málaga, a elegir a Gallinas como un lugar de sus operaciones. Don Pedro había visitado ese lugar con anter ior idad, cuando estuviera a cargo de un buque de esclavos. Pero, no habien­do logrado completar la carga, d e s p a c h ó su buque de re­greso con cien negros, cuyo valor era apenas suficiente para pagar a los of ic iales y a la t r ipulación. Empero, Blanco permanec ió en la costa con una parte de su carga, y, sobre esta base, c o m e n z ó un comercio con los nativos y los capitanes de los buques de esclavos hasta cuatro años después , cuando remitió a sus amos el producto de sus mercanc ías , inic iando un f loreciente negocio por cuenta pro­pia. La honesta devo luc ión de inversiones dadas por per­didas hac ía mucho fue quizás el mejor de los acicates para su adelanto, y durante muchos años él monopol izó el co ­mercio en la región de Vey, sacando enormes ganancias en sus empresas.

Gallinas no estaba en su esplendor cuando yo caí por el lugar, si bien quedaba bastante de su poder e influjo para demostrar la mental idad comprensiva de Pedro Blanco. Al penetrar en el río e internarme en el laberinto de islas, fui sorprendido, pr imero, por la vigi lancia que podía ejer­cerse desde los edif ic ios levantados por este español, p ro ­tegidos de l sol y la l luvia, er igidos a alturas de setenta y c inco o c ien pies del suelo, sobre pilotes o árboles aislados, desde donde pod ía observarse constantemente el horizonte con largavistas y anunciarse la aprox imac ión de cruceros o de buques esclavizadores. Estos operadores telegráficos eran los más avisados de las islas, nunca erraron al establecer ei carácter de una embarcac ión : amiga o enemiga. A eso de una milla de la boca del r ío, hal lamos un grupo de islotes, en cada uno de los cuales se había establecido una

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factor ía de determinado tratante en part icular , integrante de la gran confederac ión . Los establecimientos de Blanco se encontraban en varios de esos pantanosos suelos. En uno, cerca de ia boca del r ío, él tenía el asiento de su negocio o comerc io con los buques extranjeros, presidido por su principal empleado, un cabal lero astuto y avisado. En otra isla, más alejada, se encontraba su residencia, donde vivía también la única persona que por a lgún t iempo compart ía con don Pedro su sol i tar io dominio de penitente. Allí , ese hombre de e d u c a c i ó n y maneras refinadas se rodeaba de todos los lujos que pod ían obtenerse desde Europa o las Indias, viviendo en medio de un esplendor or iental , pero semibárbaro , más apropiado para un p r ínc ipe afr icano que para un grande de E s p a ñ a . Mas en el interior, en otro islote, tenía su serral lo, dentro de cuyos límites cada una de sus favoritas moraba en casas separadas, a la manera de los nativos. Aparte de estas islas, había otras, en las que se levantaban sus barracones o prisiones de esclavos, diez o doce de los cuales encerraban de cien a quinientos es ­clavos cada uno. Estos barracones eran construidos con vigas de los árboles de maderas más duras, de cuatro a seis pulgadas de diámetro, sepultadas c inco pies en el suelo y reforzadas entre sí por dobles hileras de barras de hierro. Los tejados eran de maderas similares, fuertemente sujetos y cubiertos con gran cant idad de largas y resistentes hierbas retorcidas, lo que hac ía que su interior fuera fresco y seco. En los, extremos, casil las de guardia, levantadas cerca de las entradas, eran ocupadas por centinelas con mosquetes cargados. Cada uno de los barracones era atendido por dos o cuatro españoles o portugueses. Pero puedo deci r que nunca me encont ré con seres humanos en peor estado, en los cuales las f iebres y la gota parec ían haber arrebatado toda v i ta l idad.

Tal era el ambiente en que v iv ía don Pedro en 1836, cuando por pr imera vez contemplé su delgada silueta y su rostro oscuro, recibiendo de éí una agradable bienvenida, inesperada de parte de quien había pasado quince años sin siquiera cruzar la barra de Gall inas. Tres años después de esta entrevista él abandonó la costa para s iempre con una fortuna de cerca de un mil lón dé dólares . Durante un t i e m ­po v iv ió en La Habana, dedicado al comerc io , pero tengo entendido que cuestiones de famil ia lo indujeron a retirarse de la c iudad y de los negocios. De modo que si hoy sigue con vida, es probable que resida en Genova.

Ei poder de este hombre sobre los nativos exced ía en muchos al del Cha Cha, de quien ya he hablado. Resuelto como estaba a tr iunfar en el t ráf ico de esclavos, no de jó nada por probar, con negros lo mismo que con blancos, para lograr la prosper idad. Se me ha preguntado f recuente­mente qué clase de carecer mental puede ser el de quien, voluntar iamente, se aisla casi toda la v ida en medio de pestilentes pantanos, en un c l ima quemante, t raf icando con carne humana, provocando guerras, sobornando y cor rom-

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piendo a negros ignorantes, siempre fuera de ia sociedad, sin diversiones, a legr ías o cambios, sin amigos, fuera de los hombres en guerra contra las leyes, con todos sus v íncu ­los rotos, excepto los creados por la avaricia entre los des­castados europeos que voluntariamente se hacen satélites de hombres tales como don Pedro. Invariablemente les he respondido que este enigma africano me ponía tan perplejo como a las personas de orden y vida normal, las qué, por c ierto, se encontraban muy asombradas ante los gustos y la larga carrera de un factor de esclavos alejado en los pantanos de Gall inas.

E s c u c h é muchos relatos en la costa acerca de la crueldad de don Pedro, pero tengo mis dudas a su respecto, tanto como acerca de su orgul lo y arrogancia. He o ído decir que él mató a un marinero por atreverse a pedirle permiso para encender su c igarro en el puro suyo. En otra ocas ión , se dice, él v iajaba por la playa a alguna distancia de Gallinas, cerca de la isla de Sherbro, donde era desconocido, cuando se aprox imó a la choza de un nativo para descansar y refres­carse. El propietar io de la choza se hallaba recostado sobre la puerta, y al sol icitarle don Pedro fuego para su cigarro, se negó intencionalmente a hacerlo. A l instante Blanco volv ió la espalda, tomó una carabina de manos de uno de sus ayudantes y mató en el acto al negro. Es cierto que el narrador de este episodio d i scu lpó a don Pedro de su ac­c i ó n , af i rmando que el negar fuego para su cigarro a un españo l , const i tu ía el más grave de los insultos que se le pod ía inferir ; empero, por mi conocimiento de esa persona, no puedo creer que llevara las reglas de la etiqueta hasta ese extremo, aun entre los de la clase cuyas vidas son consideradas de valor insignif icante excepto en el mercado. En varias ocasiones, durante nuestra posterior relación, supe que castigaba con hierros hasta casi dar muerte a los sir ­vientes gue se aventuraban a traspasar los sagrados límites de su serrallo. Pero, por otra parte, su generosidad era proverbial mente ostentosa, no solamente entre los nativos, a los que tenía interés en sobornar, sino también con los blancos que estaban a su servicio o necesitaban de la bondad de su ayuda. Ya he aludido a su cultura, que era decid idamente soignée para un español de su clase y t iem­po. Su memoria era notable. Recuerdo que una noche, mientras varios de sus empleados se esforzaban sin éxito para repetir en latín la plegaria al Señor, lo que diera motivo a una apuesta, don Pedro, aceptando el desaf ío , satisfizo la ex igencia repit iendo la oración sin falta alguna. El esclavizador insistía s iempre en recibir al esclavo en mal t rance y, en' seguida, lo confiaba a la buena voluntad de un capitán que había ca ído bajo las garras de un c r u ­cero br i tánico.

Tal es el rudo boceto del gran comerciante de Afr ica, el Rothschi ld de la esclavitud, cuyos billetes de banco en Inglaterra, Francia o Estados Unidos son tan aceptables como en Sierra ¡Leona y Monrovia.

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Capitulo XXVIII

Al día siguiente, d e s p u é s de nuestro arr ibo al reino de esta gran araña — q u e entronizado en el centro de su labe­rinto de islas se encontraba en condic iones de atrapar a toda mosca que volara cerca de su t e l a — desembarqué en una de las factor ías menores y vendí mil cuartos de cajas de pó lvora a don Juan Ramón. Pero, al d í a siguiente, c u a n ­do me dirigí en cal idad de intérprete al establecimiento de don Pedro, encont ré que su plumaje españo l estaba levan­tado, y aun cuando fu imos acogidos con cor tes ía en las maneras, se negó a adquir i r io ofrec ido, deb ido a que hab ía ­mos dejado de acudir á él antes que a otro factor.

Las gentes de Sierra Leona hablaban tan enternecida­mente del carácter generoso de don Pedro, que aún no había perdido la esperanza de poder induci r le a adquir i r una buena cant idad de ron y tabaco, que ser ían como t r a ­bas en nuestras manos a menos que él consint iera en a l i ­gerarnos de esas cosas. Y no pensé equivocadamente cuan ­do creí que por medio de algo emocionante pod ía llegar hasta su bolsi l lo d e s p u é s de tocar le el c o r a z ó n . En real idad, le env ié una nota en la que le relataba verazmente mis últimas desventuras, aventuras y prisiones, concluyendo la misiva con la esperanza de que él socor re r ía a alguien en ia ruina y desdicha, y le permit ir ía obtener una honesta " c o m i s i ó n " del capi tán estadounidense por las ventas que lograra efectuar. Tendido este cebo, fue mordido y una pronta respuesta lacón ica l legó a mí; me invitaba a descer> der a t ierra con el informe de nuestra carga, y en mi honor, don Pedro adquir ió del bergant ín yanqui ron y tabaco por valor de c inco mil dó lares , todo lo cual fue pagado con letras sobre Londres, las cuales tenían por primer origen las ventas de esclavos. Empero, mis imaginarias comisiones quedaron en las bolsas de los propietar ios del buque.

Se produjo un accidente en el desembarco de nuestras m e r c a n c í a s , - l o que serv i rá para i lustrar acerca del carácter de Blanco. Cuando los l íos de tabaco eran descargados, nuestro of ic ia l , que padec ía de estrabismo más que ningún bizco que jamás conoc í , se sintió excesivamente indignado contra un botero nativo que estaba empleado en el servicio. Es probable que se mostrara insolente, cosa que el oficial creyera necesario castigar ar ro jándole leños a la cabeza. El negro trató de escapar a esto inc l inándose del otro lado de su canoa, pero el of ic ia l , fuera de sí, cont inuó en su pe rsecuc ión , y, por defecto de la vista, fue a dar contra un remo que el negro perseguido levantara en defensa pro ­pia. No pudo decir si fue la có lera , la ceguera o ambas cosas juntas lo que impid ió al estadounidense ver el remo; lo c ierto es que se lanzó impetuosamente contra ei impie -

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mentó, part iéndose el labio bajo el severo golpe y perdien­do cuatro dientes de la mandíbula superior.

Por cierto que el desafortunado negro huyó al instante hacia la selva, y esa noche, en la locura del delirio causada por la f iebre y el horror de la deformación de su rostro, el of icial terminó su existencia bajo la acc ión del láudano.

Las leyes africanas condenan al hombre que "saca .san­g r e " a pagar una fuerte multa en esclavos, proporcionada al d a ñ o que pueda haber inf l igido. De acuerdo con esto, el moreno culpable, inocente como era de toda premeditación, ahora se encontraba c o n gruesas cadenas en un barracón de don Pedro esperando el castigo que los blancos, a cuyo servicio estaba, declaraban ya que d e b í a ser la pena de muerte. " ¡ E l go lpeó a un b lanco!" , dec ían , y agregaban que la herida causada por él había provocado el f in de ese hombre. Pero, por suerte, antes de que fuera cumpl ida la sentencia, yo l legué a t ierra, y como el hecho ocurr ió en presencia mía, me atreví a apelar del veredicto de la o p i ­n ión públ ica ante don Pedro, con la esperanza de que éste hiciera perdonar al negro. Mi simple y veraz relato bastó. A l instante d io orden para la l iberación del culpable, y a despecho de los caciques nativos y de los rezongos de los blancos, don Pedro se mantuvo en su dictamen.

El temperamento evidenciado por Blanco en esa ocasión y ei admirable manejo de su factor ía, me llevaron a apro­vechar un momento favorable para ofrecer mis servicios a tan poderoso tratante. Estos fueron prontamente aceptados, y, al poco t iempo, yo estaba ocupado como empleado pr incipal en una de las sucursales de don Pedro.

L o s nativos del lado del río Vey y sus proximidades no eran numerosos antes del establecimiento de las factorías españolas , después de 1813, época del arribo de varios buques cubanos cargados con numerosas mercancías ; des­de este instante afluyeron hacia lugar tan pantanoso las tr ibus de las cercanías , y éstas se dieron tan rápidamente a la caza de ios de su propio color , que olvidaron sus otras ocupaciones, dedicados tan sólo a la guerra y al secuestro. Los miles y decenas de miles de negros despa­chados anualmente al exterior desde Gall inas, comenzaron pronto a despoblar esos sit ios. Sin embargo, el afán de saqueo no era contenido por la d is tancia , ni saciado de mo­do alguno, razón por la cual pronto se hizo indispensable para los nativos llevar adelante sus incursiones y apresa­mientos más lejos, en el interior. .A los pocos años la gue ­rra se ex tend ía por todas partes a que se llegaba desde ese río. Las factor ías de esclavos entregaban a los caza­dores pó lvora , proyecti les y seductoras * mercancías para que avanzaran sin miedo contra las ignorantes mulitudes, que, demasiado necias para comprender los beneficios de la unión, enfrentaban por separado a los agresores, y, por c ierto , pasaban a ser sus presas.

Sin embargo, la demanda segu ía creciendo. Don Pedro había dado con un filón más rico que el de la Costa de

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Oro. Se establecieron nuevas factor ías como sucursales en el norte y sur de la casa matriz . En Roca Mana, Sherboro, Sugarei, Cabo Monte, Cabo Monte Chico y hasta en Digby, a las puertas de Monrovia, había depós i tos y barracones de esclavos pertenecientes a blancos de Gall inas. Pero esta prosperidad no duró . Una guerra intestina movida por c r i m i ­nales instintos de venganza más que por la esclavitud, fue encendida por un París que despojara a su tío de una Elena et íope .

La conf igurac ión geográf ica del país, como ya he des -cr ipto, aislaba a casi todas las famil ias conocidas en los diversos brazos del r ío, lo que l levaba a la mayor ía a f o r t i ­f icarse por sí mismas dentro de sus islas o l lanuras panta­nosas. Las pr incipales partes en esta gresca de famil ia eran los Amarar y los Shiakar. Amarar hab ía sido un nativo de Shebar, y en su sangre l levaba sangre mandinga de varias generaciones. Shiakar, nacido sobre el r ío, se cons i ­deraba un ar istócrata del lugar, y s iendo el agresor en el conf l icto , d isputaba su premio con ia más salvaje feroc idad . Los blancos, siempre atentos a las r iñas de nativos, se abstuvieron avisadamente de part ic ipar a favor de alguno de los combatientes, pero s iguieron comprando los pr is io ­neros óapturados , conduc idos a sus factor ías por las dos partes. Muchos fueron los buques que cruzaron el At lánt ico con los i r reduct ib les enemigos a su bordo, todos ellos e n ­gri l lados en c o m ú n , mientras otros hal laban en la cubierta 'un hi jo o un hermano extraviado largo t iempo atrás y cap ­turado durante las refriegas.

Podr ía llenar todo un volumen con relatos de este repul ­sivo conf l icto desarrol lado con anter ior idad a la muerte de Amarar. Durante varios meses, este salvaje se vio cercado en su baluarte por los guerr i l leros shiakars. Finalmente, se rvzo para él indispensable intentar una sal ida, a f in de obtener abastecimientos, pero el enemigo era demasiado numeroso para correr ese riesgo. Ante eso, Amarar llamó a su hechicero, d ic iéndoie que indicara el momento pro ­picio para la salida. El o rácu lo se retiró a su cueva, y, después de los consabidos exorc ismos dec la ró que el es­fuerzo deb ía realizarse tan pronto como las manos de A m a ­rar estuvieran manchadas con la sangre de su propio hi jo . Se dice que el profeta tenía la intención de hacer v íct ima al hi jo más joven de Amarar, quien se uniera a la famil ia de su madre y se encontraba entonces alejado de ellos. Pero el impaciente y superst ic ioso salvaje, v iendo a mano a una cr iatura suya de dos años de edad, al pronunciarse el o rácu lo , arrebató al n iño de los brazos de la madre y lo arro jó sobre un mortero de arroz, y, con un apisonador lo machacó hasta matarlo.

Hecho el sacr i f ic io , se o rdenó la sal ida. Los enfurecidos y hambrientos salvajes, enloquecidos po r la profec ía e inf la ­mados por la escena sangrienta, avanzaron tumul tuosamen­te . Amarar, armado del apisonador, aún cal iente con lá sangre de la cr iatura, se encontraba el pr imero entre los

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que avanzaban. Los sit iadores cedieron y se dieron a la fuga, la pob lac ión fue reabastecida, quedando demolidas ¿as tr incheras del enemigo y el hechicero recompensado con un esclavo por su bárbara p red icc ión .

Otra vez, Amarar estuvo a punto de atacar a una pobla­c ión sumamente fort i f icada, cuando tuvo dudas acerca del éx i to . Nuevamente fue consultado el mago, ante lo cual el misterioso o rácu lo dec laró que el jefe en cuest ión no podr ía vencer hasta que no retornara una vez más a las entrañas maternas. Esa noche, Amarar perpetró el más negro de los incestos, pero su banda fue rechazada y el falso lapidado hasta morir .

£stos son pál idos episodios del salvaje drama que se pro longó por varios años, hasta que Amarar se convirt ió en pr is ionero de la soldadesca de Shiakar, en su misma local i ­dad natal . Mana, su capturador, lo hizo decapitar. Y mien ­tras manaba sangre todavía de la cabeza cortada del mons­truo, ést& fue arrojada en el vientre recién abierto de ia madre.

Capitulo XXIX

La primera exped ic ión en la cual me despachara don Pedro Blanco, reveló una nueva fase de Afr ica para mis asombrados ojos. Fui enviado en una pequeña embarcac ión portuguesa a Liberia, en busca de tabaco. Y allí, un t ra ­tante que nunca contemplara a los negros excepto como esclavos o como cazador de esclavos, contempló ios rudi ­mentos de un Estado en embr ión, que con el t iempo llega­ría a convert irse en un lugar de cont inu idad de la c iv i ­l i zac ión et íope. La cómoda casa de gobierno, sus l impios salones para las ventas de mercancías , las grandes casas para inmigrantes destinadas a servir de alojamiento a ios sin techo, las l impias y espaciosas calles con negocios y casas de residencia levantadas con ladril los, las iglesias uniformes con sus campanas y sus alrededores agradables, la alegre acogida por parte de negros bien vestidos, los muelles regulares y las cuidadas embarcaciones en los g a l ­pones, y, por últ imo, una visita del receptor de rentas de color con un recibo impreso por el derecho de anclaje, todo me c o n v e n c i ó de que en verdad me hallaba ante algo más que f iguras de ébano, art ículos de comercio y

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t rabajo. Pagué los derechos gustosamente, considerando que ése era un documento impreso por negros bajo la inf luencia estadounidense, que const i tui r ía una verdadera cur iosidad en Gall inas.

Mis compromisos c o n Blanco h a b í a n sido hechos sobre la bases de mi conoc imiento del t ráf ico de esclavos en todos sus aspectos, pero mi espí r i tu independiente y mi temperamento impaciente me vedaban, desde el comienzo, el acatamiento de una s i tuac ión de subordinado en Gall inas. Debido a esto, tan pronto como regresé de la f lamanta repúbl ica , don Pedro d e s e ó que me preparara para el esta­blecimiento de una nueva sucursal de su factor ía , la que estaría bajo mi exclusiva d i r e c c i ó n , en Nuevo Sestros, un pr inc ipado independiente en manos de un jefe bassa.

Un afr icano, lo mismo que un hombre blanco, debe ser adiestrado para la trata de negros. Es una de esas cosas que "no l legan natura lmente" ; empero, sus misterios que ­dan penetrados, igual que los misterios del comercio en general , con mucha más faci l idad por unas tr ibus que por otras. Descubr í esto señaladamente i lustrado por el p r ínc ipe y el pueblo de Nuevo Sestros, y muy pronto observé su marcada infer ior idad frente a los soosoos, mandingos y veys. Durante un t iempo su conducta fue tan recia, ar ro ­gante y vana, que cer ré mis cajones y cor té todo contacto con esa pob lac ión . A d e m á s de esto, los esclavos que of re ­c ían eran de clase inferior y a precios exorbitantes. Sin embargo, se me ordenaba hacer compras rápidamente y me di maña para seleccionar setenta y c inco de class intermedia, todos los cuales me p ropon ía enviar a Gallinas en una embarcac ión que anclara fuera de la playa.

En el debido momento mandé en busca del pr incipa negro para que me ayudara a embarcar a los esclavos, y para entregarle el d inero de señal , que eran sus dere­chos de expor tac ión sobre mi cargamento. La respuesta a mi mensaje constituye un exponente del carácter y de la insolencia de los andrajosos con los que tenía que tratar. "El p r í n c i p e " , me anunc ió el mensajero de retorno, "no siente agrado por su lenguaje, y no v e n d r á hasta que usted ie pida perdón con un obsequio" .

Es muy cierto que d e s p u é s de mi visita a la repúbl ica de los negros c o m e n c é a sentir un grado de respeto mayor al que estuviera incl inado por los hombres de ese color ; empero, mi d e s d é n por esa pr imit iva raza que no variaba era tan grande, qué , cuando el hi jo del p r ínc ipe , un m u ­chacho de d iec isé is años , respondió en nombre de su padre, no vac i lé en hacerlo rodar por el suelo de un bofetón que hizo l legar sangrando y chi l lando a su casa a ese retoño de la realeza negra.

Puede imaginarse fáci lmente cuál era el ánimo eri la localidad nativa cuando el muchacho estuvo de regreso en el "pa lac io" . En menos de diez minutos de t iempo l legó otro mensajero con la orden de partir del país "antes de! mediod ía , en la mañana s igu iente" , orden que el emisario

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declaró que ser ía hecha cumplir por las gentes ultrajadas del lugar, a menos que yo la cumpliera de buen modo.

Bien, ya llevaba demasiado t iempo en Africa para temblar ante un pr ínc ipe negro, y aun cuando en verdad detestaba la región decidí desobedecer la orden y dar una lección a los insolentes. De acuerdo con esto, hice preparativos para la resistencia, y cuando mis sirvientes alqui lados y los del bar racón huyeron aterrados ante la orden del pr íncipe, hice desembarcar a algunos tr ipulantes blancos de mi buque pa­ra que me ayudaran a defender a mis esclavos.

Mi casa había sido construida con frágil bambú y esteras, únicamente uti l izadas en los edif ic ios de la zona de Bassa. Hab ía agregado una terraza de cañas, defendida de los de­predadores nativos por una alta empalizada que lograba ale­jar con éxi to a los intrusos. Dentro del área de este encierro colgaba mi hamaca y allí hac ía mis comidas, leía, escr ib ía y rec ib ía a l o s ' s " p r í n c i p e s " y a la mult i tud.

Ai caer la noche cargaba veint ic inco mosquetes y los co ­locaba dentro del sofá, que fuera un cajón para guardar mercanc ías . C u b r í a la mesa de las trasacciones con un mantel , debajo de cuyos pliegues, que sobresal ían de los bordes, se encontraba un ca jón oculto, con pólvora. Justo al lado se hal laban dos pistolas de doble caño bajo un sombrero de anchas alas. Adoptadas estas disposiciones, me e c h é a dormir en la hamaca, y, dejando a los tres blancos para que se turnaran en la guardia, no desperté hasta una hora después de la salida del so l ; en ese momento fui saca­do de mi sueño por el ruido del tambor de guerra y las cam­panas del v i l lorr io, anunciando la proximidad del principe.

A los pocos minutos, ante mi estrecho encierro de empa­lizadas había una aglomerac ión de salvajes armados y ch i ­l lones, mientras que su majestad, con un capote rojo de tambori lero br i tánico, pero sin pantalones, se arrastró pom­posamente hasta mi presencia. Yo adopté un aire de hom­bre humildemente cortés, y l levando al poderoso personaje hacia un extremo del recinto guardado, donde se hallaba en absoluto aislado de su gente, me detuve frente a la mesa y al sombrero. Algunos de los íntimos del rey trataron de seguir le dentro del encierro, pero, conforme a las reglas establecidas, no se atrev ierorf a avanzar más allá de los límites f i jados.

Una vez salvadas las formalidades de rigor prevaleció un mortal s i lencio durante varios minutos. Miré tranquila y f ir ­memente a los ojos del pr ínc ipe , aguardando a que hablara. Empero, permanec ía en si lencio. Finalmente, cansado de ese cuadro mudo, pregunté al negro si " h a b í a venido para ayudarme a embarcar a mis esclavos; el sol ya está bastan­te a l to" , le di je "y har íamos bien en proceder sin demora".

— ¿ R e c i b i ó usted mi mensaje? — f u e su respues ta— ; ¿y por qué no se ha marchado?

- P o r cierto que recibí su mensaje — r e s p o n d í a mi vez—, pero como vine a Nuevo Sestros cuando quise, pienso irme cuando se me antoje. Aparte de esto, p r ínc ipe , no temo que

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usted me cause el menor d a ñ o , especialmente si me encuen ­tro ante usted con estos elementos.

Y al decir eso retiré súbitamente el mantel que cubr ía la mesa y ocultaba la pó lvora , y, pistolas en manos, una en d i recc ión a la caja del explosivo, y otra apuntando al rey, le emplacé a que d iera la orden de expulsarme.

Es inconcebible cuan " t o c a n t e " resultó el procedimiento, no só lo para los hombres l ibres, sino también para toda la mult i tud que compon ía su cuerpo de guardia. El pobre va­lentón, alejado por completo de sus compañeros , se hallaba embargado de risible pánico . Su piel ennegrecida, se t rocó de color cenic iento al levantarse y correr hacia afuera, e n ­cont rándose a los pocos minutos arrepent ido y manso como un perro.

Por cierto, no me sentía despiadado cuando avanzaron los hombres libres hasta el cerco y les advert í que "é l había cambiado la idea" , ordenando a la malol iente mult i tud que saliera de la zona de mi ju r i sd i cc ión . Empero, antes de que se alejaran los negros, hice jurar al p r ínc ipe eterna f idel idad y amistad en presencia de el los, d e s p u é s de lo cual sellé el acuerdo con un par de pequeñas damajuanas de ron de Nueva Inglaterra.

Antes de la puesta del sol , setenta y c inco esclavos fue ­ron embarcados por mí en sus canoas, y en adelante, el pr ínc ipe fue un ejemplar monumento viviente a las v i r tudes de la pó lvora .

Capitulo XXX

El tratamiento sumario de este poderoso tuvo el mejor efecto sobre el interior cercano del país, como asimismo en la costa. Los negros l ibres no só lo me trataban a mí y a mis gentes con mayor respeto, sino que comenzaron hasta a abastecerme de negros de mejor c lase; de tal manera, cuan ­do don Pedro vio que aumentaba mi éx i to , resolvió además de establecer una factor ía permanente allí, aumentar mi c o ­misión a diez esclavos por cada cien que procuraba. En razón de esto, c o m e n c é desde luego a er ig ir edif ic ios apro ­piados para mi comodidad personal y la seguridad de los los esclavos. E legí un bonito lugar muy cercano a la playa. Una c ó m o d a casa de dos pisos, rodeada de d o ­ble terraza, se ve ía coronada por un lugar de o b s e r v a c i ó n sobre el océano alcanzando la vista sobre la vastedad de las aguas. El edi f ic io estaba f lanqueado por casas muy ne-

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"Freeman" es el nombre del príncipe
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cesar ías en toda factor ía de primer orden. Allí se encontra­ban los depósi tos , un tal ler para el públ ico , un depósito para el agua, una cocina para los esclavos, chozas para hombres solos y cobert izos bajo los cuales se permitía divertirse de cuando en cuando a los integrantes de las cuadril las, a la luz del d ía. Todo se v e í a rodeado por una alta empalizada, muy cerrada, ent rándose por un doble por tón , a cada uno de cuyos lados se encontraban barracones de esclavos, hom­bres y mujeres. La entrada a cada residencia de esclavos se encontraba dominada por un c a ñ ó n , mientras que en el cen­tro del lugar dejé un espacio l ibre, donde frecuentemente se ve ía a setecientos esclavos, guardados por media docena de mosqueteros, cantando, tocando el tambor y danzando después de sus frugales comidas.

Es una curiosa caracter íst ica de los nativos, que encuen­tran dif íci l pronunciar nueátros nombres y saben muy poco del calendario cr ist iano, bautizar a un recién l legado con a lgún título, dándole nombres de cualquier cosa suya o mer­canc ía que despierta su atenc ión . Mi éxito con el pr ínc ipe hizo que se me bautizara como " P ó l v o r a " , sobre ese mismo lugar. Pero cuando vieron mi magníf ico establecimiento, con ­templaron la riqueza de los depós i tos y oyeron el nombre de " d e p ó s i t o " , q u e d é rebautizado como " D e p ó s i t o " .

A los pocos meses, Nuevo Sestros estaba lleno de vida. La aislada playa, que antes de mi arribo contaba solamente con media docena de cuevas, ahora mostraba un par de f lorecientes local idades cuyos habitantes eran abastecidos de mercanc ías de mis depós i tos , p roporc ionándose les trabajo. Los p r ínc ipes y caciques de lugares cercanos, seguros de vender a sus cautivos, se esforzaban por llegar a la costa marítima a través de ia floresta, y, en muy breve t iempo, el p r ínc ipe que "no deseara la guerra" ante mi mesa con el ca jón de pó l vo ra , despachaba e x p e d i c i ó n tras exped ic ión contra las tr ibus vecinas para castigar imaginarías ofensas o para saldar viejas cuentas de sus abuelos deudores.

Sin embargo, abrigo la confianza de que durante mi esta­d ía allí se realizaron mayores avances en favor de la c iv i ­l i zac ión moderna que por obra de ningún otro factor. Cuando desembarqué en medio de un puñado de salvajes, los en ­cont ré entregados a las más bajas supersticiones. Tanto los hombres como las mujeres se hallaban expuestos a ser acu ­sados, con cualquier pretexto, por los hombres " j u - j u " o sacerdotes, y el pel igroso potingue l lamado "crema de ma­dera" era invariablemente suministrado para probar su cu l ­pabi l idad o inocencia. O c u r r í a con frecuencia que las acu ­saciones de bru jer ía o malas artes eran obtenidas de tales malditos personajes para desembarazarse de una mujer en­ferma, de un pariente imbéci l o de otro pariente acaudalado. Y como el venenoso brebaje era mezclado y graduado por los hombres " j u - j u " , rara vez dejaba de ser fatal cuando la muerte de quien deb ía probarlo era necesaria. Condenas de esta suerte se repetían a diar io en las zonas vecinas, aca­bando ciertamente con muchos negros, v íct imas inocentes

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de la voracidad o de la maldad. O b s e r v é frecuentemente la repet ic ión de tan abominable cr imen y cuando esto fue i n ­tentado en el reducido lugar que rodeaba mi establecimien­to, sol ic i té respetuosamente que el acusado fuera encerrado para su seguridad dentro de mi bar racón hasta que el fatal l iquido estuviera preparado y l legara la hora de su sumi ­nistro.

Se c o m p r e n d e r á fáci lmente que el brebaje de "c rema de madera" , como todo otro, pod ía prepararse con efectos de di forente fuerza, de modo que quien lo hac ía era due­ño de dosif icar su carácter nocivo. Si el acusado tenía amigos, sea para pagar o atemperar al dosif icador, el c o m ­puesto era generalmente de déb i l efecto, para asegurar su e l i m i n a c i ó n sin peligro del es tómago dei acusado. Pero, cuando la v íct ima ca rec ía de amistades, rara vez l legaba a probar el segundo sorbo sin debatirse en la agonía de la muerte.

Muy poco d e s p u é s del ofrec imiento de mi bar racón como pris ión para el acusado, un negro fue l levado hasta allí, a c u ­sándosele de haber causado la muerte de un sobrino por artes de encantamiento. Se había consultado con el " j u - j u " , conf i rmándose la sospecha, en razón de lo cual el desven­turado negro fue apresado, engr i l lado y colocado bajo mi custodia.

A la mañana siguiente, el " j u - j u " p reparó su menjunje, lo mezc ló con agua e hizo calentar el pot ingue sobre un fuego lento para extraerle la fuerza venenosa. Como yo tenía razo­nes para suponer que se alentaba una animadvers ión par­t icular contra el tío apresado, l lamé a la puerta de Ja choza del " j u - j u " mientras preparaba el brebaje, y mediante el so­borno de una botel la le sol ic i té que hiciera tr ip lemente fuerte su carácter nocivo. Mi propio " j u - j u " , d i je , había anulado los efectos de la bebida declarando la inocencia del acusado, y yo estaba extremadamente ansioso por poner a prueba la relativa verdad de nuestros exorcistas.

El canalla prometió cumpl i r lo sol ic i tado, y me apresuré a Jlegar al bar racón en espera de la hora fatal . Hasta el mismo momento de suministrarse el brebaje permanecí a solas con el inculpado, dándole a beber un vomit ivo tartár ico en doble dosis, justo en el instante en que se abr ía la puerta, con ­duc iéndo lo yo con los pies engri l lados. El negro, conf iado en las superiores artes brujer i les de un blanco, tragó el b re ­baje sin pestañeaer , y, en menos de un minuto, el veneno vomitado estab lec ía su inocencia y l lenaba de confus ión al mago afr icano.

Durante la estac ión favorable me encont ré privado de tres buques por obra de los cruceros br i tánicos, y, durante m u ­chos meses no pude cargar n ingún buque con esclavos, 500 de los cuales ahora se hacinaban en mis barracones, ex i ­g iendo la máxima vigi lancia para su segura custodia. Dentro de el los, me encontré cor» toda una famil ia compuesta de un hombre, su mujer, tres niños y una hermana de é l , todos

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vendidos bajo la expresa ob l igac ión de ser exilados y con­vertidos en esclavos bajo crist ianos. El desventurado padre fue capturado por un amigo del pr ínc ipe del lugar en perso­na, y sus famil iares fueron apresados cuando la aldea en que v iv ían fue luego invadida. Barrah era un descastado y un pecador part icular ís imo a los ojos de los africanos, aun cuando sus culpas dif íc i lmente fueran mayores que los he­chos que dieran honores y rango en nuestros antiguos t iem­pos del feudal ismo. Barrah era el hi jo desechado de un jefe del interior del país, que había intentado bloquear los ca­minos hacia la playa cobrando contr ibuciones para permitir el tránsito de pasajeros y caravanas. Esto era entrometerse en los intereses del pr ínc ipe y perjudicar sus ingresos. Pero, además de causar daños pecuniarios, el supuesto ladrón se había atrevido en diversas ocasiones a derrotar y sa­quear a los vagabundos del pr ínc ipe, en forma que, con el :mpo, se hizo lo bastante rico como para construir una po ac ión y fort if icaría con las habituales reservas, directa­mente sobre el camino principal. Todas estas ofensas eran tan indignantes a los ojos del pr ínc ipe de mi playa, que no se permitió reposo hasta capturar a Barrah. Una vez en su poder, el p r ínc ipe no hubiera vaci lado en matar a su impla ­cable enemigo tan pronto como fuera conducido a Nuevo Sestro. Pero la intervenc ión de amigos, y quizá la laudable c o n v i c c i ó n de que la vida de un negro vale más que la de un muerto de ese color, indujo a su alteza a venderlo bajo el compromiso de desterrarlo a Cuba.

Barrah hizo varias tentativas sin éxito por escapar de mi bar racón eludiendo la vigi lancia de mis guardianes, motivo por ei cual se ve ían frecuentemente obligados a restringirle su l ibertad, pr ivándole de comodidades o haciéndole más pesados los gri l los. En real idad, él era uno de los más f o r m i ­dables salvajes que jamás encontré , aun teniendo en cuen ­ta los miles que desfi laron en proces ión ante mí en Afr ica. Un d ía puso fuego a un tejado de bambú con que era resguardada una parte del bar racón contra los efectos del sol , por lo cual fue severamente azotado. Pero, al díja siguiente, cuando se le permitió, bajo el pretexto de que padec ía un ataque de f iebre pa lúd ica , llegar hasta la cocina con los gri l los en los pies, de nuevo arrojó , una vez allí, fuego sobre ei te jado de ramas, y t i rando otro t izón contra e l depós i to de ia pó lvora se defendió con los pesados g r i ­l los para evitar que nadie se le acercara, hasta que cayó re ­dondo en el suelo.

El p r ínc ipe me visitó muy poco después , y, a despecho de las ganancias y del a lcohol , insistió en l levarse de retorno al brutal salvaje; pero, en tanto, el jefe de Bassa, al cual estaba subordinado mi pr ínc ipe , habiendo tenido noticias de la tentativa de Barrah contra mi depósi to de explosivos, de ­mandó que el fe lón expiara su cr imen conforme a la ley de su país. Ninguna razón pudo apaciguar a los enfurecidos jueces, los que declararon que solamente la más cruel de las muertes podr ía satisfacer a las gentes cuyas vidas fue -

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ron puestas en pel igro por el ladrón . A pesar de esto me negué a entregar a la v íc t ima a semejante suerte, quedando f inalmente acordado, como t ransacc ión , que la sentencia se reduc i r ía a su fusi lamiento en presencia de los esclavos y de las gentes de la local idad . . . , s iendo los más indi feren­tes espectadores entre todas su esposa y la hermana.

Capítulo XXXI

El desembarco en Nuevo Sestros hubiera sido imposible de no haber sido por los adiestrados negros, cuyas canoas salvan y cruzan las correntadas a despecho de su aterradora violencia. Como allí los europeos o yanquis no pueden des­envolverse, esos boteros negros ofrecen la ventaja de su experiencia, que no dejan de util izar en provecho de los demás. En realidad, esos negros que durante siglos han re­corr ido constantemente por lo menos unas setecientas mil las de la costa afr icana, son los marinos indispensables de la reg ión , sin los cuales los esclavos no podr ían ser sacados por esos lugares.

Cuando desembarqué en tsluevo Sestros, consegu í pronto una pequeña f lota de esos anf ibios nativos, y como la noticia de mi generosidad se p ropagó al norte y al sur a lo lar ­go de la costa, el número d e los que apresaban para mí c rec ió con rapidez. As imismo, en seis meses, un par de poblaciones rivales — u n a de los kroos y la otra de los f i s c h e s — me proclamaron varias veces su " c o m o d o r o " y " c ó n s u l " . Con­tando con tales auxi l iares, rara vez me preocupaba por la marea cuando el embarque de esclavos era indispensable. En Gall inas, bajo la mirada d i rec ta de d o n Pedro, se adopta ­ban las más prol i jas precauciones para asegurar el ampl io abastecimlentno de esas gentes en tales botes, y no tengo duda de que la mult i tud empleada en el establecimiento en cuest ión podía despachar, en todo momento, por io menos a mil esclavos en el espacio de cuatro horas. Sin embargo, he sabido por negros de Gall inas los más horr ibles relatos de desastres producidos en el embarque de negros en esa pe ­ligrosa barra. Aun en la es tac ión de la sequ ía , la desembo­cadura del río suele ser pel igrosa, y con toda la entereza que podían desplegar esos negros no lograban evitar que bote tras bote con sus tr ipulantes pasaran a convertirse en al imento de los voraces t iburones.

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Yo me hallaba en s i tuación boyante en Nuevo Sestros, mecido por el éx i to , cuando el crucero que durante un t iem­po fuera mi pesadil la con su bloqueo, se encontró es­caso de al imentos, v iéndose obl igado a alejarse hacia Sierra Leona. Mi bien pagado esp ía — u n negro que fuera utilizado por el c r u c e r o — pronto me hizo saber la partida del ber­gant ín y la causa de esto, de manera que a la hora yo des­pachaba una rápida canoa a Gallinas, con un mensaje a don Pedro: "La costa está despejada; mándeme un buque" . Apenas habr ían pasado cuarenta y ocho horas cuando aparecieron en el horizonte los mástiles gemelos de una em­b a r c a c i ó n , con la bien conocida señal de "para embarcar" . Yo me hallaba preparado para dar la bienvenida al visitante, debido a que mis negros habían estado atareados desde la hora en que aclarara el d ía, prontos para llevar a bordo las cargas y cobrar sus pagas. Se había efectuado una deten­c i ó n general desde el d ía anterior de todos los que iban a partir mar afuera. Medidas de precauc ión tan minuciosas son necesarias para todo prudente esclavizador, pues era posible que el crucero mantuviera a algún espía a su servicio entre mis gente J , como que yo lo hacía entre las de él .

Hab ía luna llena y la marejada africana, en tales momen­tos, es terr ib le . Mi atento enemigo había estado ausente varios días, y aguardaba su retorno de hora en hora. El embarque, aun cuando extremadamente peligroso, era abso­lutamente necesario, quedando sólo cuatro horas para aca­bar de cargario. Comprend í el r iesgo; empero, conversé con los negros diestros a mi servicio y los persuadí , bajo la pro­mesa de una tr iple recompensa, de que debía intentarse la empresa mediante el empleo de los botes más pequeños, mientras que un grupo de jóvenes permanecer ía pronto a arrojarse a las aguas conforme volcara una de las canoas.

Comenzamos por las mujeres como lo más difícil de l le ­var a bordo, y setenta de ellas subieron al buque, comple ­tamente a salvo. Luego s iguió el sexo fuerte, pero en esos momentos un viento marino proveniente del suroeste, algo como el preanuncio de una tempestad, lo entorpeció todo. Me sentí d ichoso de que los t iburones estuvieran de fiesta en alguna otra parte, pudiendo salvarse a negro tras negro de las olas, y ya el sol aparec ía rápidamente cuando dos tercios de mis esclavos habían sido cargados.

Yo recorr ía nerviosamente la playa de uno a otro lado, dando voces, alentando, insistiendo, haciendo ruegos y " r e ­f rescando" a los boteros y nadadores; pero cuando los g r u ­pos l legaron a t ierra, cayeron exhaustos sobre el suelo, negándose a moverse más. El ron, que hasta entonces los agitara como la e lectr ic idad, ahora carecía de fuerza. No deseaban pólvora , ni mosquetes, ni art ículos comunes pare­cidos, pues el los nunca participaban de las guerras de se­cuestro o de esclavitud.

Al aproximarse la noche el viento fue en aumento. Allí es ­taba el bergant ín con Jas velas altas, haciendo señales de impaciencia, y yo me encontraba al borde de darme a la

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desesperac ión cuando acud ió a mi mente, en un re lámpago de insp i rac ión , el recuerdo de los col lares de falso coral de Venecia guardados en mi c a j ó n . Ellos const i tuían en ese m o ­mento el motivo de enloquecimiento de las muchachas de nuestra playa; pensé que eran irresistibles objetos de seduc­c ión para las bellas. Ahora , el of rec imiento de una cant idad de perlas de coral para cada negro embarcado hizo que t o ­das las damas y damiselas de Nuevo Sestros acudieran en mi ayuda, abrumando con sus inc i tac iones a sus respectivos caballeros, y antes de que el sol se hubiera hundido en el horizonte, unas pocas cuentas de coral falso, o el beso de una beldad negra, hic ieron despachar c ien negros más hacia la esclavitud españo la .

Pero este esfuerzo agotó a mi gente. Tres esclavos e n c o n ­traron la muerte con los t iburones, y el bergant ín tomó vuelo en la obscur idad sin los c iento veinte que aún restaban y que me propusiera embarcar .

A la mañana siguiente, el crucero vo lv ió a reaparecer en el horizonte.

Capitulo XXXII

Por ese entonces un buque de las Canarias, cargado de frutas, la mayor parte de las cuales habían s ido vendidas en G o r é e , Sierra Leona y Cabo Mesurado, anc ló frente al c a m i ­no de la costa de mi residencia, con una carta de Blanco. El buque había sido contratado por don Pedro para traer desde la Costa del Grano un cargamento de arroz, a embar­carse conforme a mis instrucciones.

Mis barracones estaban precisamente vac íos y la estac ión no requer ía mi presencia por los negocios, en la factor ía , ocur r iéndoseme entonces que no podr ía pasar más agrada­blemente unas pocas semanas que haciendo adquisic iones para el buque.

En la p r o s e c u c i ó n de esta pequeña aventura, visité todo lo largo de ia costa con dinero en efectivo, l legando a v a ­rias factor ías inglesas en las que obtuve arroz y anclando a mi regreso fuera del río para adquir i r abastecimientos de viaje. Allí me encont ré con el gobernador Findley, jefe de la colonia, que trabajaba a pesar de una larga dolencia que padec ía , negándose a aceptar medicinas, quien probable ­mente se hubiera al iv iado de hacer un viaje de pocos días al aire puro. Esclavizador como lo era yo, nunca dejaba de ofrecer alguna atención a los cabal leros de la costa de A f r i -

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ca, y confieso que me sentí orgulloso cuando el gobernador Findley aceptó al "B r i l l i an t " para efectuar un viaje a lo largo de la costa. Se p ropon ía visitar Monrovia y Bassa, y, des­pués de desembarcar en algún puerto de esa región, aguar­dar el regreso del capitán para volver al mar.

Marché por la costa lo más lentamente posible a fin de ofrecer al gobernador toda oportunidad de recuperarse por obra de un cambio de aire. Pero, al pasar por Nuevo Sestros, me encont ré allí con tres buques para esclavos con carga­mentos de mercanc ías consignados a mi razón, por lo cual debí abandonar el propós i to d é seguir viaje, volv iendo.a tos negocios. Empero, cíejé. al gobernador en buenas manos, d i -c iéndo le al capi tán que "lo desembarcara' en Bassa, donde le aguardé tres días, para volver a conducir lo a Monrovia, la última etapa de su visita*.

El río San Juan, o Gran Bassa, se halla solamente a ca­torce m <s al noroeste de Nuevo Sestros; empero, era la hora de a ca ída de la noche cuando el "Br i l l iant " se aprox i ­mó al desembarcadero del río. El español aconse jó a su huésped que no desembarcara hasta. lá mañana siguiente, pero estaba tan i n q u i e t o y s e sentía tan molesto por la de ­mora, que o lv idó el consejo del capitán y desembarcó en una local idad de la playa con el propósito de recorrer a pie las dos mil las de distancia hasta la colonia estadounidense.

Al dir igirse Findley por uno de los lados del "Br i l l iant" hasta la canoa de un negro, se oyó el t intineo de las mone­das de plata en sus bolsi l los, • adv i r t iéndose que ocultara su dinero o lo dejara a bordo. Pero , ' e l gobernador sonrió ante ia advertencia y sin tenerla en cuenta para nada, saltó sobre el bote afr icano. * * #

Se hizo la noche. Las cortinas de Ja oscuridad cubrieron el mar y la costa. Dos yeces aparec ió y desapareció ei sol sin que se tuviera noticia alguna del gobernador. Por último, mi marino demorado allí se tornó impaciente y d e s p a c h ó a uno de mis sirvientes en busca de mister Findley, en la co ­lonia estadounidense. Nadie había o ído o le había visto allí. Pero, marchando presuroso de retorno tras su ida sin éxi to, el muchacho tomó por el lado de la costa abierta, y a mitad de camino hasta la embarcac ión encont ró un cuerpo humano con una profunda herida en la cabeza f lotando y chocando contra las rocas. No pudo reconocer las facciones de ese rostro desfigurado, pero recordando bien las ropas usadas por Findley, no dudó de que era su cuerpo.

La horr ible historia causó desaliento en el "Br i l l iant" , c u ­yo capi tán, en nada familiarizado con la costa y sus pobla ­dores, vaci laba en desembarcar, temeroso de una embosca­da y t ra ic ión , aun para dar sepultura al desventurado viajero. Ante este d i lema, c r e y ó mejor viajar las catorce millas hasta Nuevo Sestros, donde podría consultar conmigo antes de aventurarse sobre la playa.

Cualquiera que fuera la impresión que sentí cuando supe de ia muerte del gobernador colonial , en circunstancias en que viajara por inv i tación mía — u n esc lav izador—, ella que -

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dó desvanecida al instante. Y al momento estaba atareado en la aver iguac ión y en la venganza.

Los tres buques consignados a mí ya habían desembar­cado sus cargamentos, e n c o n t r á n d o s e anclados aguas afue­ra, con sus oficiales prontos a secundarme en toda empresa que yo creyera apropiada. Mis colegas eran de tres nac io ­nal idades: uno españo l , otro por tugués , y el últ imo estado­unidense.

A la mañana siguiente, me hallaba temprano a bordo del buque españo l , y mandando en busca del capitán portugués, reunimos a la t r ipu lac ión . Yo hablé ansiosa y arrebatada­mente acerca de la injur ia a la bandera españo la producida bajo la p ro tecc ión de sus pl iegues. Demostré la necesidad de castigar prontamente tan brutal c r imen, concluyendo por informar a la mult i tud que sus capitanes habían resuelto ayudarme en la v i n d i c a c i ó n de ^nuestro pabe l lón . Cuando me atreví a expresar la esperanza de que sus hombres no vaci lar ían en apoyar a sus of ic iales, una e x c l a m a c i ó n gene­ral l lenó el ambiente d ic iendo que estaban prestos a des­embarcar y a castigar a los negros.

Tan pronto como se tuvo noticia de esto en el buque es­tadounidense, su capitán insistió en intervenir voluntar ia ­mente en la e x p e d i c i ó n , y, para el mediod ía , nuestra peque­ña escuadri l la se e n c o n t r a b a en camino, con cincuenta mosquetes en condic iones de ser uti l izados.

El plan que expuse sucintamente cons is t ía , bajo la ame­nazadora apariencia de su. fuerza, en exigir la entrega del o de los asesinos del gobernador Findley, y ejecutarlos, sobre ia tumba o en el lugar en que fuera hallado muerto. De no lograr esto, propuse, pensaba hacer desembarcar grupos de tr ipulantes y destruir las poblaciones más cercanas al lugar que fuera teatro de la t ragedia.

Mientras yo estaba planeando y e jecutando estas manio ­bras, los residentes de la colonia tuvieron noticias de lo ocurr ido. En el momento de nuestro arr ibo a la boca de l r ío , un grupo de hombres resueltos estaba discut iendo la mejor manera de castigar a los salvajes. Cuando mi sirviente pre­guntó por el gobernador lo menc ionó como pasajero de un buque españo l , de modo que el desfi le de nuestros buques frente a la costa, ante las poblaciones de nativos? s igni f ica ­ba, creyeron, la c o o p e r a c i ó n del Mongo de Nuevo Sestros.

De acuerdo con esta idea, no hac ía mucho que anc lára ­mos, cuando el gobernador Johnson d e s p a c h ó a un negro para saber si yo me encontraba a bordo y si esa era una escuadri l la amiga. De ser así, conf iaba en que desembarca­ríamos enseguida, un iéndome a sus fuerzas en el propós i to de castigo.

En ei intervalo, empero , los astutos, salvajes, que pronto averiguaron que no ten íamos cañones , se arremol inaron so ­bre ia playa, y como se encontraban más allá del alcance de los disparos de mosquete, hic ieron gestos insultantes y desafiaron al combate. 1

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Por c ierto, esa noche no se efectuó salida alguna contra los negros, pero acordamos en la reunión celebrada en la colonia estadounidense que la e x p e d i c i ó n , apoyada por una pieza de campaña, avanzar ía a la mañana siguiente por la playa, reforzándola yo con mis marinos, a corta distancia de las poblaciones.

Puntualmente, l legado el momento, los tambores acompa­ñando a la bandera de la colonia aparecieron sobre ia playa marina a las nueve de la mañana, seguidos por unos cua­renta hombres armados, que arrastraban un cañón. Cinco botes l lenos de marineros se alejaron al instante de nuestros buques para apoyar el ataque, y, para ese momento, los co­lonos ya habían l legado a la imponente roca que se elevaba frente a las aguas como un baluarte y que estaba en pose­s ión de los nativos. Mi pos ic ión , de f lanco, colocaba en me­jor s i tuación a mis fuerzas para desalojar al enemigo, y, por cierto, me aoresuré con mis remos a abrirme camino. Aun­que i g n ó r a l a el número de los que podían encontrarse ocu l ­tos y en movimiento en la espesa selva que no estaba más allá de unos c incuenta pies de las aguas, mantuve a f lote a mis hombres, a t i ro de mosquete, y unas pocas descargas de cartuchos bastaron para barrer el lugar de defensores, aun cuando só lo un salvaje quedó mortalmente herido.

Después de esto, avanzaron los colonos hasta el baluarte abandonado, a los que se reunieron mis refuerzos. Wheeler, que mandaba a los estadounidenses, propuso que marchára­mos en cuerpo compacto hasta las poblaciones, l ibrando allí ia batalla contra los negros si se aferraban a sus «casas. Pe­ro este plan no fue ejecutado, pues antes de llegar a las chozas de los negros, nos vimos atacados desde la selva y los matorrales. Se p ropon ían mantenerse ocultos dentro de Ja densa floresta, haciendo disparos y huyendo, mientras no­sotros, completamente al descubierto sobre la playa abierta, nos ve íamos obl igados a permanecer en la defensiva esqui ­vando los proyecti les o d isparando sobre el humo de un enemigo invisible. A ratos se ve ía aparecer a un gran núme­ro de salvajes, a una distancia mayor del alcance de los mosquetes, y blandiendo sus armas de fuego y lanzas, cuan­do no sus sables, exh ib ían sus formas desnudas a nuestra mirada, se palmoteaban los muslos relucientes y desapare­c ían . Pero este divert ido e jerc ic io no se repetía muy fre­cuentemente. Un recio colono, apel l idado Bear, que portaba un largo rifle ant icuado, se recostó sobre mis hombros, y, conforme otro grupo de burlones volv ió a desplegar sus e n ­cantos f ís icos , vio caer en el polvo a su cabecilla, derr ibado por una bala del yanqui . Nuestro cañón y otras armas ent ra ­ron pronto en a c c i ó n para explorar la selva y desalojar a los guerr i l leros, que, conf iados en la seguridad que les ofre­c ía la verdosa cort ina, habían comenzado a hacer disparos contra nosotros, con mayor precisión dé la deseable. Un ne­gro de nuestro grupo fue muerto y un colono resultó seria­mente herido. Pequeños grupos de nuestras dos formaciones avanzaron a la carrera haciendo cerradas descargas contra

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la espesura, mientras el grueso de la e x p e d i c i ó n apresuraba la marcha a lo largo de la playa hacia las poblaciones. Re­pit iendo esto varias veces, logramos sin ulteriores pérdidas llegar a la pr imera local idad.

All í , c iertamente, esperábamos encontrar a los salvajes aglomerados para defender sus chozas, pero, al penetrar con cautela en la plaza, la hal lamos totalmente desierta. En­trando en el .primer alojamiento de las afueras, lo hallamos vac ío . Lo mismo acaec ió en el segundo, tercero, cuarto hasta que recorr iendo todo el lugar vimos que se encontraba sin un habitante, y que los fugit ivos se habían l levado hasta las puertas. El fetiche de guardia se hallaba abandonado, encargado de custodiar las chozas. Pero la fuerza de sus superst iciones no las sa lvó . Se hizo fuego y, a la hora, c inco de esos c a s e r í o s eran presas de las l lamas.

Mientras avanzábamos hacia las poblaciones, descubr imos que nuestro ataque había agotado hasta tal punto las reser­vas escasas de municiones, que c re íamos extremadamonta aconsejable despachar a un emisar io hasta la colonia, en demanda de refuerzos. Por negl igencia o percance, ¡a p ó l v o ­ra y las balas nunca l legaron a nosotros, razón por ia cual , en el momento en que las poblaciones quedaron incendia ­das, a nadie se le ocur r ió penetrar en la f loresta para des ­enterrar a sus gusanos con el resto de los car tuchos de nuestras cajas y cajones. Nunca pude descubrir la causa de esta imperdonable negl igencia, ni conocer al of ic ial qua permitió la posibi l idad de que ocurr iera tal cosa en seme­jante trance, pero se c reyó muy atinada la retirada d e s p u é s de nuestra parcial revancha.

Hasta entonces los afr icanos se habían mantenido estr ic ­tamente a la defensiva, pero cuando vieron que nos encami ­nábamos hacia la playa o a la colonia, todos los bordes de la f loresta se vieron reanimados nuevamente por nuestros agresivos enemigos. Por un rato, el c a ñ ó n los mantuvo a raya, pero su metral la se encont ró pronto agotada, y en el momento en que yo m. hal laba entregado a la equitat iva d ist r ibución de los restantes cartuchos, fui alcanzado en el pie derecho por un trozo de hierro. En el momento de sufr ir ia herida sentí apenas el efecto y no me detuve por eso, pero al marchar por la arena y el agua salada de la her ida se hizo más dolorosa y la pérd ida de sangre, que f luía cons ­tantemente, me obl igó a buscar alivio en la canoa de un negro.

A la vista de la sangre manando de mi pie, que e levé al penetrar en el bote, estal laron los gritos y los gestos de gozo y desprecio de los salvajes. Cuando c r u c é la última rompiente y l legamos al agua l impia , mis ojos se volv ieron hacia la playa, donde se hac ía o í r el exultante tambor de guerra y las campanas de v ictor ia , mientras los colonos em­prendían la fuga dejando su arti l lería en manos de nuestro enemigo. Luego se informó que el comandante de ellos se sint ió presa de pánico al ver el cariz pel igroso que tomaban las cosas, ordenando la precipi tada y fatal retirada que esa

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misma noche envalentonó a los n e g ^ : a vengar la pérdida de sus ciudades con el conf l icto de Bassa-Coye.

Al d ía siguiente, mis propios hombres y los voluntarios de ios buques españo l , por tugués y estadounidense fueron en­viados a bordo, ocho de los cuales tenían marcas de las refriegas, aun cuando ninguna de ellas resultó peligrosa. La vergonzosa fuga de mis camaradas no solamente alentó a los negros, sino que también extendió la cobard ía entre' los residentes de la colonia. El lugar, me d i jeron , se hallaba en pel igro de ataque, y aun cuando mi herida y el desastre contr ibu ían a encoler izarme contra los fugit ivos, no abando­né el río San Juan sin reforzar la s i tuación del gobernador Johnson de jándole veinte mosquetes y algunos cajones de pó lvora .

Ya he hablado qu i zá bastante aburr idamente acerca de este triste episodio, pero tuve una razón para ello. La me­moria del gobernador Findley era, en aquel entonces, suma­mente v i l ipendiada en la costa, debido a que ese funcionario aceptara la invitación de viajar en el "Br i l l iant" , falsamente declarado "buque español de esclavos". Y hubo algunos su -perpuri tanos que l legaron hasta a proclamar que su muerte era "una condena por aventurarse a subir a la cubierta de semejante buque" .

A p r o v e c h é la primera oportunidad para dar cuenta a don Pedro Blanco de la herida padecida en la pierna por su factor, motivo por el cual deb ía recibir la pronta ayuda de un empleado para que atendiera el aspecto más activo de nuestros negocios. La respuesta de don Pedro fue notable­mente caracter ís t ica . Al abrir la carta aparec ió un giro por quinientos dó lares , cuyo importe él me autorizaba a entre­gar a la v iuda y huérfanos del gobernador Findley, si es que dejaba famil ia . Luego el esclavizador de Gallinas, con frases corteses, dejaba entender una implícita censura para mí por la apresurada tentativa de castigo a los negros. No des ­aprobaba mis motivos, pero consideraba que todo ataque vengativo contra los nativos era cosa poco avisada, a me­nos que previamente se adoptaran precauciones para ase­gurar su completo éxito. Don Pedro expresaba la esperanza de que en adelante tomaría las cosas con más calma y no vo lver ía a poner en peligro mi r r . ¿ona o su propiedad. Y terminaba su misiva así:

Para el señor Pólvora. En su depósito. Nuevo Sestros.

El proyecti l que fuera a dar contra la parte superior de mi pie, cerca del tobi l lo , desgar ró la piel y los tendones con una dolorosa herida peligrosa que me mantuvo prisionero sobre muletas durante nueve meses. En este largo y anoda-dor conf inamiento que lentamente deshizo mi inquieto cora­z ó n , tenía poco que hacer fuera de supervisar la marcha en general de nuestra factoría. De vez en cuando se produ­c ía a lgún incidente que rompía lo monotonía ante mi sillón de enfermo, hac iéndome olvidar por un momento los dolores de mi pierna invál ida. Uno de esos acontecimientos aparece

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súbitamente en mi memoria mientras escr ibo esto, en ia for ­ma de una carta que me fuera mister iosamente entregada en el desembarcadero por una e m b a r c a c i ó n costera, proce­dente del pobre Joseph, mi ant iguo socio del río Pongo. El ingrato indiv iduo, aun cuando olv idaba mis propios l lama­dos, que le hiciera de Brest, no vaci laba ahora en apelar a mi ayuda. Capturado en un buque españo l de esclavos, y compromet ido más allá de toda posible sa lvac ión , Joseph había sido conducido a Sierra Leona, donde ahora se e n ­contraba bajo la condena de ser t ransportado. La car ta trasuntaba que una suma importante podr ía pagar su esca­pe, y, al recordar los d ías pasados juntos , le p e r d o n é su negligencia para conmigo. Un giro de don Pedro fue ráp i ­damente hecho efectivo en Sierra Leona, a pesar de que ei pagador era un esclavizador. En esta forma, al mes, Joseph y el sobornado carcelero se encontraban en camino del río Pongo.

Por ese entonces la subfactor ía de Nuevo Sestros era muy reputada en Cuba y Puerto Rico. Nuestros tratos con los comandantes con que yo despachaba a un cl iente y su buque, eran cosas proverbiales en aquellas islas. As imismo, no había t ranscurr ido el tercer año de mi residencia allí cuando el t ráf ico de esclavos era tan grande que, a despe­cho del ron, los algodones, los mosquetes, la pó lvora , los secuestros y las guerras de l p r ínc ipe del lugar, nada pod ía satisfacer el cúmulo de la demanda.

Para colaborar con Nuevo Sestros establecí varios " c r i a ­deros" o factorías menores en Pequeña Bassa y Digby, luga­res situados a pocas mil las de los límites de Liberia. Estos centros de reclutamiento prove ían a mis barracones de ne­gros jóvenes y pequeños , la mayor ía secuestrados, supongo, en las vecindades de la playa.

Cuando me encont ré totalmente curado de la herida que sufrí en mi f i lantrópica empresa, ca rgué mi espaciosa e m ­barcac ión con una c o l e c c i ó n de mercanc ías de intercambio y enfilé ¡la proa hacia esa avanzada de Digby. A c o n s e j é t a m ­bién como conveniente levantar otro ba r racón de a lo jamien ­to al borde del Cabo Mount.

•Pero mi visita a Digby no fue satisfactor ia. Los barraco ­nes estaban vac íos y nuestras mercader ías pedidas a crédi­to, razón por la cual me negué a desembarcar una sola yarda de tela e i cé la vela hacia la próx ima pob lac ión .

Allí , en c inco días , se adquir ieron diecinueve morenos a cambio de cuatro mosquetes de Londres, bebidas yanquis y telas de a lgodón de Manchester.

Mi embarcac ión , si bien de no más de veintisiete pies de largo, era bastante grande para llevar a mi cuadr i l la , par t i cu ­larmente teniendo en cuenta que el viaje era corto y los esclavos eran muchachos y muchachas. En esta forma enfi lé c o n la proa hacia mi lugar, contento de esp í r i tu y l leno de esperanza en el c ielo. El viento y e [ mar se elevaron juntos. El sol se hundió en una larga f ranja de sangre. Después de un rato se descargaron terr ibles chubascos, hasta que, f ina l -

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mente, la noche me sorprend ió en medio de una terrible tempestad. Tan altas l legaban las olas y era tan desguarne­c ida la costa, que se hac ía completamente imposible apro­ximarse a una saliente de t ierra donde capear el temporal a resguardo. Nuestra mayor esperanza estaba en la capaci­dad de la e m b a r c a c i ó n para resistir los embates de la tem­pestad en mar abierto, sin ceder, y en esta forma fui guiando la pequeña Vi ave por las peligrosas rompientes hasta que aclaró el d í a . Pero cuando se alzaba el sol en el horizonte — s u s rayos cruzando por un instante a través de la orla de una i,ube cargada, para desvanecerse en seguida detrás de grises v a p o r e s — , comprend í en el acto que la costa no presentaba posibi l idad para el desembarco de nuestros ne­gros en alguna pob lac ión amiga. Por todas partes la anhela­da playa era azotada por la fuerza de las olas, y se mostra­ba impract icable para los botes y hasta para los diestros negros. Así , seguí avanzando, casi sepultando la embarca­c ión bajo las aguas, hasta encontrarme frente a Monrovia, donde, debido a la ausencia de cruceros, me interné en la noche bajo la p ro tecc ión del cabo, cubr iendo mi carga con las velas sobrantes.

La puesta del sol amort iguó los vientos, permitiéndom-a partir de nuevo al aclarar el d ía . Pero, apenas habíamos abandonado el cabo, tanto el viento como el oleaje nos alcanzaron del otro lado y nos pusieron completamente a su merced. Empero, me mantuve en el mar hasta él anoche­cer, retornando nuevamente a mi anclaje defensivo.

En esos momentos, mi gente y los esclavos se encontra­ban ya muy hambrientos, pues el único al imento que habían tenido durante todo ese t iempo era una escasa cantidad de "cassava" cruda. La ansiedad, el esfuerzo, la lluvia y la ten ­s ión nerviosa aplastaron a los espír i tus . Los negros, desde el cá l ido interior, ahora por primera vez lejos de la madre t ierra, padec ían no solamente por la inclemencia del t iempo, sino que, mareados, hasta daban horribles quejidos. Resolví , por lo tanto, reconfortar a la banda desfalleciente con una comida cal iente bajo la p rotecc ión de las lonas. La comida caliente reconforta en grado asombroso, pero, ¡oh ! , el día siguiente fue una reproducc ión del anterior. Un esclavo — q u e se debatió largamente en el agua salada que le e m ­p a p a b a — murió en el fondo del buque, en la oscuridad. A la mañana siguiente, la misma nube plomiza pendía como un palio sobre el mar y la playa. El viento con terribles es ­tal l idos, y la lluvia en chubascos de diluvio, rugían cas t igán ­donos. ¡V in ie ra lo que viniera, estaba decidido a no ar re ­drarme! Mantuve a mis gentes bajo las velas con orden de mover sus miembros para sobreponerme al entumecimiento de la humedad y a los efectos de la aglomeradión en el encierro. La incesante humedad por obra del agua del mar y del cielo a que tanto t iempo se veían sometidos, les hela­ba, perturbando la c i rcu lac ión de la sangre hasta el punto de temerse la muerte por la inactividad de sus organismos. Movimiento, movimiento, movimiento, era mi orden constante,

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pero oculté el a lcohol , que guardaba como último recurso. Comprend í que no deb ía perderse t iempo y que nada,

ruera de un hallazgo repentino o el azar, podr ía salvar las vidas o la propiedad. Antes de que anocheciera mi mente se hizo al proyecto: desembarcar ía en las proximidades de la colonia y c ruzar ía el terr i tor io bajo las sombras de la noche.

Ar ro jé mi endurecida t r ipu lac ión sobre la playa, h a c i é n ­dola revivir con grandes tragos de a lcohol , y aún no había l legado la medianoche cuando mi carga, bajo la guía de diestros negros, se encaminaba a t ravés de la local idad c o ­lonial , salvando con seguridad el t rayecto a Nuevo Sestros. Afortunadamente para mi tentativa de acorralado, la l luvia del t róp ico ca ía en incesantes torrentes, obl igando a los colonos desapercibidos a permanecer bajo techo. Nadie sospechaba tampoco una marcha forzada de seres humanos en esa aterradora noche de tormenta, pues de lo contrar io pude haberlo pasado mal de ser descubierto con semejante profanación del suelo de la colonia. Empero, estaba prepa­rado para todas las cont ingencias. Nunca me alejaba sin dos de las grandes llaves de Af r ica : el oro y las armas de fuego, y si la casual idad hubiera establecido mi encuentro con uno de los colonos, hubiera tenido que aprender la conveniencia del s i lencio o hubiera sido hecho marchar d e ­lante, bajo el caño de una pistola, hasta que toda la cua ­dri l la se hubiera encontrado a salvo.

Cuando todavía reinaba la oscur idad, dejé a la caravana avanzando por uno de los pasos interiores de Pequeña Bas­sa, donde una de mis pequeñas sucursales p o d r í a proveer­me de lo necesario para cruzar hasta la otra colonia de Bassa San Juan y llegar así a mi lugar de residencia, tres d ías después . En tanto, vo lv í mis pasos hacia Monrovia, y l legando allí al salir el sol , di je a los colonos que lo único que había hecho había s ido buscar p ro tecc ión en su puerto, recién desembarcado de mi buque inundado. Es muy pro ­bable que nadie en la colonia, hasta el d ía de hoy, conozca el verdadero carácter de esa aventura.

Capítulo XXX///

Era mi costumbre, cada vez que un buque hac ía su apar i ­c i ó n en las prox imidades de Nuevo Sestros, enviarle mi canoa "con los saludos del capitán Canot" , no omit iendo esla cortes ía cuando los cruceros de Su Majestad Br i tánica

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me hac ían el honor de detenerse para observar o desba* ratar mis operaciones. En tales casos, yo acentuaba las cor tes ías con un ofrecimiento de provisiones o de cualquier cosa del país que pudiera hacerles llegar.

Recuerdo un interesante encuentro de esta suerte con los oficiales del bergant ín de guerra " B o n i t o " . Mi nota fue l levada por un negro de confianza, poco antes de recoger las velas, pero mi cor tés ofrecimiento fue respetuosamente decl inado "por el momento" . El comandante del bergantín se permitió asimismo util izar al mismo mensajero, para que a su regreso anunciara que el comodoro al mando de la escuadri l la en Afr ica había destacado especialmente el "Bo­n i t o " para bloquear Nuevo Sestros, razón por la cual tenía provisiones de anclaje hasta ser relevado por un crucero.

En c o n c l u s i ó n , el capitán esperaba que yo viera la locura que s ignif icaba pretender persistir en mi abominable tráfico ante un "vis a v i s " tan desastroso, no pudiendo tampoco dejar de expresarme su sorpresa ante el hecho de que un hombre de mi carácter y habi l idad, tan reconocida, consin­t iera en esos momentos en esposar y hambrear a los infor­tunados negros en mis barracones.

Vi en el acto, por ese combinado ataque de intimidación y halago, respaldado por el b loqueo, que el oficial de Su Ma­jestad había sido burdamente informado o cre ía que la escasez de arroz preva lec ía en mi establecimiento, lo mis­mo que en las demás partes a lo largo de la costa.

La sospecha de hacer perecer de hambre a negros apr i ­s ionados era mort i f icante. Eso era parte de las apariencias sentimentales br i tánicas en los informes y despachos a que me acostumbré en Afr ica. Resolví no permitir que llegara ninguna información al Almirantazgo Br i tánico sobre hechos imaginarios acerca de mis barracones y el hambre que rei ­naba en el los. De acuerdo con esto, mandé un mensaje al " B o n i t o " expresando el deseo de que su capitán o cua l ­quiera de sus oficiales visitara Nuevo Sestros y se cerc io ­rara personalmente de las condic iones en mi establec i ­miento.

Es ex t raño , pero mi invi tación fue aceptada, y el mismo d ía , un bote con una bandera blanca aparec ió sobre las olas conduciendo al c i ru jano y a un pr imer teniente.

Por lo menos d e b í a n encontrarse unos quinientos escla­vos en mis dos barracones, desbordantes de carnes, d i ­chosos en apar iencia, prontos para marchar con el primer comprador que pudiera despistar al crucero. Rápidamente d e s p a c h é la notic ia del arr ibo a los encargados de los b a ­rracones, con instrucciones acerca de la conducta que d e ­bían observar durante la visita de mis amigos navales, c u a n ­do éstos se aproximaran a los encierros, Jlenos cada uno con dosc ientos c incuenta seres humanos, de manera que cuando l legaron hasta allí los negros se pusieron de pie y saludaron a los extranjeros con repetidos aplausos. Tan re­pentina e inesperada demostrac ión alarmó al pr incipio algo a los visitantes, hac iéndo los retroceder un paso hacia ia

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puerta — q u i z á temerosos de a lgún acto de t r a i c i ó n — , pero, cuando vieron las caras sonrientes y oyeron la charla c o m ­placida de mis gentes, pronto avanzaron para saber que el cumpl ido equiva l ía a una media damajuana de ron.

Lo ocurr ido fue algo afortunado para el buen nombre de Nuevo Sestros, para don Pedro, mi patrono, y para su e m ­pleado. O c u r r í a que nuestro establecimiento se encontraba en el punto de excelencia de su comodidad mater ial , rara vez alcanzado y menos excedido en otros. Mis barracones estaban llenos de esclavos; mis graneros lo estaban de arroz y mis depós i tos de mercanc ías .

De casa en casa — d e choza en c h o z a — el marino y el serruchahuesos deambularon con expresiones de admirac ión perfecta hasta que se aprox imó la hora de comer . O r d e n é que la comida fuera servida con la máxima atenc ión de los días de ceremonias comunes. Ei lavado, los cantos, la d is ­t r ibución de los al imentos, maneras de matar el t iempo y todas las cosas comunes de la comod idad se realizaban con la más absoluta p rec is ión y l impieza. No pod ían creer que ésa fuese la vida habitual de un b a r r a c ó n , permit ién ­dose deci r que yo había organizado la representac ión para d ivers ión especial de el los, pues era imposible que tales fueran las cosas corr ientes en la v ida diar ia de los a f r i ­canos. El pequeño c i ru jano, con cur ios idad casi de dise­cador, metía las narices en todo r incón y esquina hasta llegar f inalmente a la cocina de los esclavos, donde el c o n ­tenido de un caldero herv ía lleno de un arroz del ic ioso.

.Pronto se encontró ante un recipiente de sopa y carne, y al instante el galeno tenía un trozo de esta última en sus manos, instando a su acompañante a hacer lo mismo.

Ahora, d ic iendo estr ictamente la verdad, ésta no era una exh ib ic ión casual , en n ingún sent ido, sino lo rut inario d e n ­tro del establecimiento, manejado con prudente prev is ión para conveniencia de sus dueños y comodidad de nuestra gente. Empero, era tal el fanát ico preconcepto de estos i n ­gleses, cuya ¡dea de los "ba r racones" españo les se fundaba en informes exagerados, que no pude dejar les convencidos hasta que les exh ib í él l ibro que l levaba con minuciosas anotaciones, entre las que no faltaba una sola de las inver­siones en ios gastos de cada día. Sin embargo, debe c o m ­prenderse que no era costumbre mía hacer servir carne a mis esclavos todos los d ías de la semana. Una dieta así no hubiera sido prudente, dado que no es la habitual entre la mayor ía de ios negros. Se sacr i f icaban dos bueyes por se ­mana para el consumo de mi factor ía , a la vez que los cue ­ros, las cabezas, la sangre, las pezuñas , los cuel los, las colas y las entrañas eran dest inados a las sopas de los barracones. La visita de los nombrados co inc id ió con el d ía del sacr i f ic io de los vacunos.

N u e s t r a ^ amigos del " B o n i t o " se mantuvieron pert inaz­mente en^act i tud provocadora frente a mi factor ía, razón por la cual me vi un poco inquieto durante meses por los

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pedidos de Cuba. Por último, empero, se hizo necesario que yo visitara la vecina colonia en busca de provisiones, y a p r o v e c h é el paso de un buque mercante ruso para rea­lizar mi p ropós i to . Pero, cuando nos encontrábamos a la vista del lugar de destino, se a c e r c ó un crucero británico, el "Galops ik" . Como llevaba la documentac ión en debida forma y no cab ía sospecha sobre la embarcac ión , descontó que el teniente Mili se quedar ía poco t iempo allí, retornando a su "Saracen" . Empero, "c ier ta cubierta para esclavos" y una desusada cant idad de cascos para agua suscitó su cur ios idad, de modo que en lugar de marchar hacia puerto, sin ceremonia alguna fuimos considerados tr ipulación apre­sada y recibimos la orden de ir a Sierra Leona.

Yo me atreví a protestar contra esto, ya que no tenía interés alguno en el buque, pero pretendí dejar ver que era solamente un pasajero y que no podía objetarse a mi desembarco antes de emprenderse el nuevo viaje.

— D e ninguna manera — f u e la respuesta i n m e d i a t a — ; su presencia aquí es una prueba material que condena el b u q u e — . Asimismo, pronto supe que había sido reconocido por algunos negros que se hal laban en el crucero, y mi desdichada reputac ión fue como un rumbo para el buque ruso.

En Sierra Leona las cosas se pusieron peor. El tr ibunal no se atrevía a condenar a los rusos, pero acordó despa­char el buque a Inglaterra, y cuando yo volví a declarar mi razonable s i tuac ión pidiendo la l ibertad, se me di jo que deber ía acompañar a la nave en su visita a Gran Bretaña.

La arbitrar ia dec is ión de nuestros capturadores deshizo mis planes. Un viaje mío a Inglaterra ser ía la ruina de Nuevo Sestros. Mis barracones estaban repletos de negros, pero no contaba con abastecimientos para un mes en ios depós i tos . El empleado temporar iamente a cargo de la fac ­tor ía era igualmente incapaz de manejarla durante una pro ­longada ausencia mía, y todas mis pertenencias personales, como las de don Pedro, quedaban l ibradas al azar de su cr i ter io durante un per íodo de tan considerables dif icultades.

Tres naves de guerra se encontraban ancladas a nuestra popa y al costado. No se permitía que se nos acercara e m b a r c a c i ó n alguna. Durante las noches dos marineros un i ­formados y cuatro tr ipulantes hac ían guardia en la cubierta, de modo que resultaba un sueño peligroso toda tentativa de escape. Empero, había que proceder irremediablemente: yo no pod ía permit i rme el lujo de un proceso ante el A lmi ran ­tazgo o los tr ibunales de Inglaterra mientras mis barracones en Afr ica se encontraban carentes de alimentos.

Nadie había sido sacado del buque ruso desde su apresa­miento, ni tampoco se negó a nadie libertad de movimientos ni para hablar, dado que las sospechas no se hab ían mate­rializado en una condena legal. El capitán, españo l de naci­miento, era un viejo conocido, mientras que el mayordomo y el of icial del ancla eran buenos camaradas que me mani -

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festaron su voluntad de ayudarme en toda tentativa que pudiera hacer para lograr mi l ibertad.

Di entonces con el plan de una fiesta habitual para beber, y en el acto decid í que el capi tán españo l de mi buque deber ía celebrar su cumpleaños con encomiables festejos y abundante aguardiente. No deb ía haber demora ; un d ía era tan bueno como otro para este festejo, dado que todo lo que se requer ía era bastante t iempo para obtener los abas - » tecimientos necesarios en al imentos y bebidas.

Todo marchó como por encanto. Comimos glotonamente y bebimos como antiguos señores feudales. La "p r imera guard ia" encont ró que a bordo todas las almas se hal laban en el buque llenas de gozo, con e x c e p c i ó n del cabo de nuestros marineros, todos dichosos como grandes duques.

— ¡ D i o s me bendiga, cabo! — d i j o el teniente de nuestros ap resadores— . En nombre de estos condenados, ¿ p o r qué no desarruga el ceño y bebe un vaso por el capi tán Gaspard y don Teodoro? ¿ U s t e d le teme a la sidra?

— ¿ S i d r a , capi tán? — r e s p o n d i ó el cabo avanzando y ha ­ciendo el saludo mil i tar .

— ¡ S i d r a y maldic ión para usted! — r e p i t i ó el t e n i e n t e — . Sidra, por c ierto, cabo. ¿ Q u é otra clase de bebida podr ía matar a gentes como ustedes?

— B i e n teniente — d i j o el c a b o — , si para celebrar al caba ­llero español solamente hay sidra, y si la sidra no const i ­tuye una v io lac ión de las reglas después de las "ocho campanas" , o rdenándome mi teniente que levante mi copa, no veo n ingún derecho a desobedecer la orden de mi superior.

— ¡ O h , demonio, usted con su sermón y sus c i rcunloquios! — e x c l a m ó el teniente l lenando una copa con champaña de una botella que aparentaba ser de s idra ; a la media hora no se encontraba un solo hombre en el dominio de sus sentidos en la cabina, con e x c e p c i ó n del capi tán español y yo, que me puse a jugar al dominó con ei of ic ia! . La t r i p u ­lación paseaba sobre la cubierta o se incl inaba sobre la borda, adormi lada, mientras que mi colega, el of ic ial de ancla, se encontraba en el casti l lo de proa preparando los remos para ayudarme a l legar a la playa.

Era cerca de la medianoche, cuando penetré en mi c o m ­part imento de jando en él mis ropas y colgando mi reloj sobre la almohada. Hice un pequeño bulto, y cuando me encont ré en el casti l lo de proa até una camisa de franela y un par de pantalones detrás de mi cuel lo . Luego, co lo ­cando un remo debajo de mi brazo, me arro jé al agua calma desde lo alto.

La noche no solamente era muy oscura; un fuerte viento húmedo, a c o m p a ñ a d o de lluvia y seguido de truenos, ayudó a ocultar mi huida, despejando la cor rentada de t iburones No tardé mucho en l legar a una p o b l a c i ó n de nativos, d o n ­de un negro del lugar, que me c o n o c í a en Gall inas, estaba ya preparado para recibirme y faci l i tar mi escondite.

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A la mañana siguiente, el muchacho de las cabinas, que no me encontrara en cubierta, como de costumbre, llevó el café al compart imiento , donde supon ía que aún me hallaría envuelto en el sueño , después de la noche de fiesta, i Pero el pájaro había volado! Allí estaban mi baúl , mis ropas, mi re io j , todo en orden, tal como lo dejara cuando me disponía a estirarme en el lecho. Ahí estaban las ropas de cama re­vueltas durante el reposo. La aver iguac ión no dejó dudas acerca de mi s u e r t e . . . Yo había ca ído por la borda duran­te la noche, e indudablemente, en ese momento me encon­traba en las tr ipas de los t iburones.

Permanecí oculto durante ocho días entre negros amigos, y desde mi r incón observé el buque ruso alejándose bajo la escolta del "Saracen" . No fui tampoco olvidado por los comerciantes de la colonia br i tánica, sabedores de que p o ­se ía dinero y crédi to . Esto me permitió recibir visitas y hacer compras para mi factor ía, de modo que cuando me fue posible, a los ocho d ías , plenamente equipado de lo que deseaba, abandoné la ju r i sd icc ión británica en un buque por tugués .

En nuestro camino hacia Nuevo Sestros, hice que el ca ­pitán l legara a Digby, donde embarqué a treinta y un more­nos y un par de fuertes canoas con sus remeros para el desembarco de carga humana e n el caso de encontrarme con un crucero.

Y fue una suerte para mí que adoptara esta precauc ión . C a y ó la noche sobre nosotros, oscura y lluviosa, soplaba el viento acompañado de chubascos, y a veces se desva­nec ían juntos. Era cerca de la una de la madrugada, cuan­do la guardia anunc ió la aprox imac ión de dos buques, y, por cierto, las canoas fueron botadas, manejadas por veinte de la cuadr i l la , encaminándose hacia la costa, donde al instante nuestros nuevos conocidos podían hacernos honor con su atenc ión personal. Empero, diez de los esclavos quedaron a bordo, pues era peligroso arriesgarlos en nues­tra lancha, razón por la cual los hicimos ocultar en el fondo de la bodega bajo la pistola de un marino para man­tener los quietos por si éramos registrados.

Apenas se habían ext inguido nuestras luces en la cabina, cuando o ímos el r í tmico golpe de remo de una embarcac ión de guerra. A los pocos momentos el bote estaba a nuestro lado. El buque fue revisado y terminó la infructuosa pes­quisa. Los negros guardaban abajo un si lencio de muerte. Nada habían encontrado que hiciara sospechoso el " M a r í a " , y fu imos dejados pasar. A la mañana siguiente l legábamos a Nuevo Sestros, donde mis esclavos fueron desembarcados sin demora.

Pero aún no había l legado el mediodía , cuando el "DoJ-p h i n " ancló a una d istancia en que podía ser o ído desde el " M a r í a " , c o l o c á n d o s e en s i tuación de reclamar este buque como presa. En la oscur idad y la confus ión del embarque de los veinte esclavos, que fueron los pr imeros en ser des-

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pachados en canoas, uno de ellos rodó por la borda con un remo, y se sostuvo así nadando toda la noche hasta aclarar el d ía , cuando fue recogido por ei crucero de cuyas fauces escapáramos durante la noche. El relato de nuestra añagaza hecho por el negro desper tó la ira del comandante, y el pobre " M a r í a " fue obl igado a expiar la cu lpa mar ­chando a Sierra Leona bajo la custodia de un of ic ia l .

Capítulo XXXIV

Yo acostumbraba a tener en Nuevo Sestros a un encar ­gado, un empleado en el depós i to y cuatro marineros, t o ­dos los cuales eran blancos, merecedores de confianza y capaces de ayudarme ef ic ientemente en el manejo de mis barracones.

Uno de estos marineros fal leció de gota encont rándose a mi servicio, y en el momento en que esto escr ibo el recuer­do de su muerte aparece tan viv idamente en mi memoria, que no puedo dejar de registrarlo entre los hechos más caracter ís t icos de la vida en la costa afr icana.

S á n c h e z , creo, era españo l de nacimiento. Hac ía t iempo que el pobre muchacho estaba enfermo, pero en Afr ica, la existencia es de suyo una larga dolencia , por lo que no prestábamos casi ninguna atenc ión a su sangre empobre ­cida o a su piel cadavér i ca , v iéndole sentado d ía tras d í a , mosquete en mano, a la entrada de nuestro bar racón . Por último, empero, su conf inamiento en el lecho fue anunciado y le apl icamos todos los remedios posibles dentro de nues­tros conocimientos .

En la mañana de su muerte, el paciente pidió que yo fue ­ra l lamado, y ordenando ei alejamiento del enfermero a f r i ­cano que velara f ielmente por él pegado a su cabecera, me d i jo que sent ía l legado el momento de su f in , cosa que no pod ía de jar pasar sin al igerar su alma con una confes ión .

— A q u í , don Teodoro — d i j o — hay seis onzas de oro : todo lo que he ahorrado en la v i d a . . . mis ganancias en el mundo, y deseo que usted se haga cargo de ellas para enviárselas a mi hermana, que está casada c o n . . . , en M a -tanzaé. ¿ M e lo promete?

Lo prometí. — Y ahora, don Teodoro — c o n t i n u ó é l — , debo hacer la

confes ión . No pude reprimir una sonrisa, y respondí :

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— P e r o , J o s é , yo no soy un cura; no puedo absolverle de sus pecados.

— E s 10 mismo — r e s p o n d i ó el m o r i b u n d o — . Cuando se ha hecho la confes ión , el aima de un homore se encuentra más tranqui la, pudiendo los pecados votar a los cuatro vientos del c ie lo . Escuche, que seré breve.

"Hace ya muchos años que partí de La Habana con ese conocido esclavizador, M i g u e l . . . , soore cuya muerte usted debe haber o ído haolar en la costa. Nuestro buque se hallaba en inmejoraD.e cond ic ión tanto en 10 relativo a ta velocidad como por la carga, l legando a Cabo Mount des­pués de un rápido viaje. Empero, el lugar era tan careiue oe esciavos, que costeamos los arrecifes hasta saber por un negro de Mesurado que en menos de un mes s e ñ a n abundantes los abastecimientos en Pequeña Bassa. Emoar-camos ai salvaje con el botero y al día siguiente l legamos a nuestro destino.

"Migue l fue calurosamente acogido por los caciques, que le ofrecieron una escogida cantidad de negros para nuestro cargamento, invitando al cap i tán a quedarse con su mercan­c ía y a establecer allí una tactor ía . Asint ió éste a lo pedido. Nuestro bergant ín fue despachado de regreso con una pe­queña carga, mientras yo y otros dos nos quedábamos con el capi tán para ayudar ai levantamiento de un edif ic io y de las defensas requeridas.

"No se necesi tó mucho para dejar establecidas nuestras casas de bambú e inaugurado el tráf ico, para lo cual Miguel inic ió un intercambio con Cabo Mesurado, pagando en d o ­blones y recibiendo su mercanc ía en embarcaciones t r ipu ­ladas por negros de Amér i ca .

"Nuestro capitán no era só rd ido en las cosas de la casa. O f rec ía todos los días abundantes comidas para sus amigos en la factor ía . Nadie se alejaba de su puerta con hambre o insatisfecho. Cuando los colonos l legaban en sus botes con mercanc ías , Miguel estaba siempre dispuesto a agasajarlos. Naturalmente, pronto se establec ió una gran int imidad entre el los y é l . Y entre toda la mult i tud de traficantes, ninguno estaba más alto en la estima de nuestro jefe que cierto T . . . , quien rara vez visitaba los barracones sin marcharse con a lgún obsequio de Miguel , además del pago convenido.

"A su debido t iempo, el buque retornó de La Habana con un cargamento de ron, tabaco, pó lvora y una caja de doblo ­nes. Pero la nave tenía orden de ir hasta Cabo Verde para cambiar de bandera. En ei intervalo, los colonos de Mesu ­rado se encontraron en conf l icto con los jefes del comerc io local , y, secundados desde un buque estadounidense con bandera co lombiana, desembarcó de éste una d iv is ión de tropas coloniales que destruyeron los barracones españo les .

"La ruina de la factor ía española no podía ser contem­plada por nuestro capitán con otra actitud de espí r i tu que no fuera de resentimiento. Sin embargo, éi demostró su estado de ánimo mostrándose frío ante los colonos o abste­n iéndose de ofrecerles la "conveniente" acogida a que has-

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ta entonces estuvieron acostumbrados. Pero ios monrovianos no iban a ser aplastados por el d e s d é n . Ellos habian o ído hablar, supongo, de la caja de doblones, y Miguel era " u n buen m u c h a c h o " a despecho de su actual fr igidez. Ellos eran sus amigos para s iempre, y todo el daño causado por sus compatr iotas deb ía atr ibuirse a sus enemigos c o l o m ­bianos y no a los colonos. Tales eran las constantes dec la ­raciones de los monrovianos cuando l legaban, solos o en grupos, para visitarnos d e s p u é s del saqueo de la local idad comerc ia l . T . . . era part icularmente ruidoso en sus protes ­tas al respecto, y tal era la ansiedad en sus manifestacio­nes, que Miguel , gradualmente, le devo lv ió su antigua c o n ­fianza.

"En esta forma, por un t iempo, todas las cosas marcha­ron bien hasta que T . . . l legó a nuestro lugar de anclaje en su embarcac ión con varios pasajeros, en camino, según dec laró , hacia Gran Bassa. Como es común en tales visitas, toda la comitiva comió con Miguel a las cuatro de la tarde, y, a las seis, se retiró hacia su e m b a r c a c i ó n con un dona ­tivo de provisiones y l icores para el v iaje.

"A eso de las ocho de la noche, unos golpes en nuestra entrada, cerrada invariablemente al oscurecer conforme a la costumbre, anunciaban que nuestros recientes visitantes habían regresado. Rogaron que se les concediera hospi ta ­l idad durante la noche. Se habían quedado unas horas sobre la playa, pero la marejada era tan pel igrosa, que ninguno de los negros adiestrados para el lo se atrevía a conducir los a través de los rompientes.

"Una sol ic i tud así era suf ic iente para tocar el c o r a z ó n de un cor tés españo l , y el lo, sobre la costa, usted lo sabe, es imperativo. Miguel abr ió la puerta, y, al instante, c a y ó muer ­to sobre la entrada con una bala en el c ráneo . Varias armas de fuego fueron descargadas y la casa se l lenó de colonos. En el momento del ataque yo estaba atareado en el barra ­c ó n . Pero, tan pronto c o m o avancé hacia allí, los atacantes me rodearon en tan grande número , que salté las vallas y me ocul té en la f loresta hasta que fui encontrado por algunos nativos.

"Permanec í varias semanaas con esos afr icanos, mientras se despachaba una canoa desde Gall inas, en mi salvamento. De allí partí hacia Cuba, siendo el pr imero en dar cuenta a nuestros amos del atraco pirata q u e ^ s t r u y ó la factor ía .

" D e s p u é s de esto hice varios viajes a la costa con éx i to , y, por último, paseando un d ía por el Paseo de La Habana, me encont ré con el hermano de don Miguel , quien, d e s p u é s de una triste c o n v e r s a c i ó n acerca de la tragedia, me of rec ió una plaza de contramaestre en un bergant ín aue estaba acondicionando para ir a Af r ica . La acepté en el acto.

"A l mes habíamos part ido de Mesurado y en varios d ías l legamos del Cabo a Gran Bassa, evitando encontrarnos con toda embarcación de formas cuadrangulares que asomaba en el horizonte. Por últ imo, avistamos una pequeña nave que marchaba sobra la costa. Seguimos al ex t raño buque

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durante varias horas, hasta que, repentinamente, sacando ventaja de ia correntada marina, le dimos caza y le cerra­mos ei retorno a t ierra.

"Era una hermosa tarde y el sol iba a verse todavía durante una hora en el c ielo cuando atajamos al balandro. Al aproximarnos a la navecil la, me parec ió reconocer las caras de varios que en antiguos días fueran para mí familia­res en nuestra factor ía , pero, cuál no sería sorpresa, cuando T . . . mismo aparec ió en la escaleri l la y nos saludó en españo l .

"Yo señalé al infame a mis compañeros , y, al instante, se encontraba en nuestras garras. Dejamos que se pusiera ei sol antes de f i jar la debida muerte para el fe lón, Sus c inco compatr iotas, doblemente esposados, quedaron enc la ­vados debajo de la escoti l la. D e s p u é s de esto, remachamos las cadenas del asesino contra el palo mayor de su nave, y, para más segur idad, sujetamos con clavos sus manos extendidas a ambos lados. Fueron desplegadas luego todas las velas, a r ro jándose dos barri les con pez l íquida a sus pies sobre los tablones, y encima colocaron tizones en medio del material combust ib le ; la embarcac ión fue alejada de nuestro lado presa de las l lamas, y luego, con una excla­mac ión de " ¡ A d i ó s ! " , la v imos arrastrase por las aguas con ­vert ida en pavesa. ¡ E r a un hermoso cuadro ese auto de fe en el mar, en medio de las sombras!

"Desde ese d ía nunca me encont ré cerca de una iglesia o de un sacerdote; pero no puedo morir sin enviar el oro a mi hermana y rogar que se of icie una misa por mí en cual ­quier parroquia por el descanso de mi a lma" .

Yo tenía perfecta noc ión de que no era mi persona la indicada para ofrecer un fantasmal consuelo a un moribundo en tales c ircunstancias, pero si bien prometí al agonizante que cumpl i r ía con su pedido, no pude menos que pregun­tarle si se arrepent ía sinceramente de esos hechos atroces.

— ¡ O h , sí, don Teodoro, estoy mil veces arrepentido! M u ­chas noches, a solas en mi guardia o en el mar, andando de uno a otro lado por los barracones, so l locé como una cr iatura por la inocente t r ipulac ión del balandro, pero, en cuanto a la muerte de don M i g u e l . . . — m e miró en los ojos como confundido por un momento, preso de un temblor, c a y ó su c a b e z a . . . ¡y estaba muerto!

No tengo duda de que el relato del descastado contenía exageraciones, o era el resultado de un estado mental d e l i ­rante que ie encaminaba hacia la eternidad. No puedo dar c réd i to a sus palabras acerca de los colonos de Monrovia. Empero, referí la narrac ión a efectos de ilustrar a los lec­tores acerca de las numerosas escenas sangrientas que han manchado las fronteras de Afr ica.

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Capitulo XXXV

Durante mi pr imera visita a Digby prometí a mis amigos comerciales — m á s bien r u d a m e n t e — que, o retornaba a su lugar, o por lo menos env iar ía mercanc ías y a un empleado para establecer una factor ía . Esta era una n o t i a i ^ q u e cau ­saba el gozo de los que estaban en el tráf ico de negros, y, de acuerdo con esas palabras, a p r o v e c h é la pr imera opor ­tunidad para despachar, a cargo de un joven marino, una cantidad de mercanc ías como para halagar los gustos de los negros.

Hab ía en Digby dos local idades, gobernadas por primos que siempre vivieron en armonía . Mi aventura mercant i l , empero, estaba desafortunadamente dest inada a ser la man ­zana de la discordia entre esos parientes. El establecimiento de inst itución tan importante como una factor ía de esclavos, dentro de la ju r i sd i cc ión del más joven de esos salvajes, resintió al mayor. Su local idad no pod ía envanecers j de te ­ner " m e r c a n c í a s " * ni a un " h o m b r e b l a n c o " ; no había en el la posibi l idad de imponer un provechoso gravamen para el comercio exterior, y, al poco t iempo, esta desdichada parcial idad convi r t ió a los nobles famil iares en amargos enemigos.

No es costumrbe entre los negros de Afr ica gastar sus iras en palabras inofensivas, de modo que pronto hicieron preparativos, en cada lado, para la defensa como para las host i l idades. Ambas local idades se vieron aprovisionadas de elementos bé l icos y cuidadosamente vigi ladas por cent ine ­las, d ía y noche. A veces los unos realizaban depredacio ­nes en los suburbios de los otros, pero, como ios jefes se hallaban por igual en act i tud alerta, el a lcance del daño consist ía en la ocasional captura de mujeres o niños, mien ­tras andaban por la selva y el río en busca de madera o agua.

Esta s i tuación no satisfacía la animosidad de mi co lér ico favor i to. Después de dejar pasar un par de meses, compró la ayuda de ciertos bosquimanos encabezados por un tal Jen Ken, de renombre por su bárbara feroc idad en aquellos lugares. Jen Ken y sus cabeci l las eran caníba les y nunca partían para la guerra sin hacer la promesa de retornar car ­gados de carne humana para las despensas de sus casas.

Varios ataques fueron llevados a cabo contra el p r imo insa­t isfecho por ese salvaje con sus bosquimanos, pero ellos no p roduc ían resultados de importanc ia , por lo que los bárbaros se ret i raron al interior. A esto s igu ió una tregua. Fueron hechas proposiciones amistosas del más joven al de más edad, y, nuevamente, se desl izaron un par de meses en paz aparente.

Justo por aquel entonces motivos de negocios me l leva­ron a Gall inas. En mi rápido viaje visité Digby e intenté

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satisfacer ai descontento cacique con mercancías y el envío de un agente, si la instalación de un establecimiento resul­taba provechosa.

Era la hora de la puesta del sol cuando l legué a la playa. Demasiado avanzada la tarde para cruzar t ierra con mis mercanc ías , postergué el aprovisionamiento de ambos luga­res hasta la mañana siguiente. Como puede suponerse bien, mi arr ibo p r o v o c ó gran alegr ía . El olv idado rival estaba fuera de sí de gozo ante la noticia de que él , también, por f in , era favorecido con "un hombre b lanco" . Su "c iudad" pronto se convi r t ió en lugar de escena de una alegr ía desen­frenada. Se quemó pó lvora i l imitadamente. Se distr ibuyó ron por galones a ambos sexos, y danzaron y fumaron produ­c iendo una a lgarabía carnavalesca hasta mucho después de medianoche, cuando todos cayeron rendidos por el sueño.

A eso de las tres de la mañana, los repentinos chi l l idos de las mujeres y de los niños me sacaron de mi profundo sueño . Los ch i l l idos eran seguidos de descargas de mosque­tes. Luego se produjo un fuerte golpeteo en mi puerta, con ruegos del jefe negro de que me levantara y huyera.

— L a c iudad está sit iada, los jefes están a punto de esca­par, es inútil la resistencia. Hemos sido traic ionados: ¡no tuvimos qu iénes pelearan para defender nuestras armas!

Estaba abr iendo la puerta para cumpl i r con la ind icac ión , cuando mis negros, que c o n o c í a n las cosas del país mejor que yo, me disuadieron de hacerlo, dándome la seguridad de que los atacantes estaban integrados por las gentes de la local idad rival, los que solamente dejaron de lado a los bosquimanos por un t iempo, para despistar a mi agasajador. Insist ían en que nada tenía que temer. Podíamos hasta ser apresados, dec ían , pero, d e s p u é s de una breve detención, los capturadores se dar ían por muy contentos aceptando el precio de nuestro rescate. Si huíamos, podíamos ser muer­tos por error.

Yo tenía tanta confianza en el buen sentido y en la f ide ­l idad de la banda que siempre me acompañaba — e n parte como tr ipulantes, en parte como cuerpo de g u a r d i a — , que sentí muy poca alarma personal cuando oí los gritos de los salvajes recorr iendo la local idad y matando a cuantos en ­contraban. A los pocos momentos nuestra puerta era derr i ­bada por los bárbaros , y Jen Ken, antorcha en mano, hizo su apar ic ión rec lamándonos como prisioneros.

Por c ier to , nos sometimos sin resistencia, aun cuando sobradamente alarmados. Las perspectivas en contra eran rñuy grandes en aquel los días anteriores al revólver, en que podíamos ser aplastados por una simple ola de esa mult i tud enfurecida. El bárbaro jefe el igió pronto nuestra casa para su cuartel general , despachando a sus partidarios a com­pletar la tarea. Prisionero tras prisionero era arro jado en su interior. A veces, la descarga de un garrote imponente y el grito de una mujer que estaban estrangulando daba cuenta de que la labor de muerte aún no había concluido. El gris del amanecer iba penetrando a través de la entrada

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y todo estaba en si lencio, o y é n d o s e só lo los quej idos de ios cautivos heridos y el l lanto de las mujeres y los niños.

Poco a poco, los cabeci l las fueron rodeando a su jefe. Pronto la casa en que me hal laba fue el lugar de cita y dif íc i lmente se vio l legar a un bosquimano sin el cuerpo de alguna v ict ima sangrante. Los atrapados aún con vida eran arrojados en el medio , formando montón, y en breve t iempo todos los caminos hacia el lugar abierto se ve ían l lenos de salvajes, fuera de sí de gozo. Se sacó ron en abundancia para ios cabeci l las. Luego, ap rox imándose lenta­mente, todavía a la distancia, e s c u c h é los tambores, 41 as trompetas y las campanas de guerra, y en menos de qui l lce minutos una p roces ión de mujeres, cuyos desnudos miem­bros habían sido t iznados con ¿ r e d a y ocre, penetraron en la casa para part ic ipar de los ritos bestiales. Cada uno de estos demonios estaba armado de un cuchi l lo , l levando en la mano a lgún trofeo canibaiesco. La esposa de Jen Ken — u n a corpulenta arpía de cuarenta y c inco a ñ o s — arras­traba por el suelo, t i rando de uno de sus miembros, el delgado cadáver de una cr iatura arrancada con vida de las entrañas de la madre. Cuando sus ojos se encontraron con ios de su marido, ambas fieras aul laron de gozo mutuo, mientras la cr iatura sin vida era arrojada por ei aire y rec i ­b ida al caer sobre la punta de una lanza. D e s p u é s vino "a i refresco" en la forma de ron, la pó lvora y la sangre, cosa que recibieron los salvajes a manos llenas entre danzas f re ­néticas, en torno del amontonamiento de v íc t imas. Al pe ­netrar las mujeres cantando, los hombres aplaudieron d á n ­doles al iento. Pronto la rueda fue rota y, con el aul l ido, cada mujer saltó sobre el cuerpo de un pris ionero herido y c o m e n z ó el sacr i f ic io f inal con ia s imulac ión de abrazos lascivos.

En mis andanzas por los bosques afr icanos vi f recuente­mente al t igre lanzándose sobre su presa, y saciada la sed instintiva, satisfecho su deseo de sangre, abandonar el cuer­po exangü e . Pero esas negras de Afr ica no eran tan decan­tes ni tan piadosas como las bestias de la selva. Su maligno placer parec ía consist ir en la invenc ión de torturas que ha ­c í a n agonizar, pero que no mataban. Hab ía un endiablado embrujamiento en la t rágica escena que fascinaba mi vista sobre el lugar. Una lenta, amorosa y atormentadora m u t i ­lación era pract icada en los vivos lo mismo que en los muer­tos, y en todos los casos la brutal idad de las mujeres e x c e d í a a la de los hombres. No puedo descr ib i r el infernal gozo con que ellas pasaban de cuerpo en cuerpo, extrayendo ojos, arrancando labios, cortando orejas, rebanando carnes de los huesos temblorosos. Y mientras tanto, la reina de las arp ías se encontraba en medio de ellas arrancando los sesos de varios cráneos c o m o " b o c a d o s " para la fiesta cercana.

Una vez que las v íct imas r indieron su vida, no se requi ­r ió mucho t iempo para encender un fuego y encontrar los utensi l ios necesarios, l lenándose el ambiente con olor a carne humana. Empero, antes de que las diversas masas

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estuvieran medio asadas, cada boca despedazaba ya los trozos más apetecidos entre exclamaciones delirantes, en lo que se adivinaba, junto con la sat isfacción de ia ven­ganza, la del apet i to. En medio de la asombrosa escena, e s c u c h é un nuevo grito de alegr ía exultante. Era que se había traído un poste al cual se ve ía atado el cuerpo v i ­viente de la mujer del cacique vencido. Pronto quedó abier­to un hueco en el suelo enc lavándose el poste, pero, antes de que se encendiera el fuego, la desventurada mujer ya estaba muerta ; los bárbaros se vieron derrotados en su in ­fernal plan de quemarla viva.

No sé cuánto se prolongaron estas brutal idades, pues recuerdo muy poco después de esta última tentativa, fuera de que los bosquimanos envo lv ían en grandes hojas de en ­redadera toda la carne que sobró de la org ía para llevarla a sus amigos de la selva. La carn ice r ía me enfermó, ma­reándome y para l i zándome. R o d é por el suelo aplastado por el estupor, no despertando hasta la ca ída de la noche, cuando mis negros me condujeron a la local idad del c o n ­quistador y negociaron mi redenc ión ai precio de veinte esclavos.

Capítulo XXXVI

Don Pedro Blanco había abandonado Gallinas como m i ­l lonario en retiro. Cuando tuve noticia de esto, en la factor ía, no pude reprimir fáci lmente mi pesar. Ello me confirmó en un deseo que desde hac ía t iempo se consol idaba en mi mente. Los años rodaban sobre mi cabeza desde que casual ­mente me iniciara en la trata de esclavos. Mi pasión por la vida andariega y las aventuras se había enfr iado dec id i ­damente. Las últimas barbaridades infl igidas durante la gue­rra, de la cual fuera involuntario causante, me hicieron sen­tir avers ión por el tráf ico de negros. El humanitarismo clamaba cada vez más fuertemente en mí aconsejándome dedicar los d ías que me quedaban a un trabajo honesto.

Mientras navegaba por la costa para devolver a un niño a su padre — e l rey de Cabo M o u n t — , quedó part icular ­mente encantado por el desnudo promontorio, el bello lago y las preciosas islas de esa región de ensueño. Cuando entregué el muchacho a los padres, la gratitud del hombre de edad no tuvo límites al ver a su retoño l ibre de ia escla­v i tud. Todo me fue ofrecido en recompensa, y como yo mostraba gustar del del ic ioso paisaje de su reino, él quiso obsequiarme el mejor lugar de su suelo si deseaba abando­nar el tráfico de esclavos y establecer una factor ía " lega l " .

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Me hice a la idea de que con el t iempo yo pod ía ser señor y amo de Cabo Mount, y de que, recl inando la cabeza sobre uno de sus esp lénd idos decl ives, har ía morisquetas y nuecas bur lonamente a los cruceros. Empero, no pod ía

retirarme inmediatamente de mi establecimiento en Nuevo Sestros. La part ida de don Pedro era un entr istecedor e p i ­sodio, pues dejaba mis cuentas por l iquidar y mi retiro de los negocios pasaba a depender de las c i rcunstancias. A pesar de esto, me ar r iesgué a sufr ir su desagrado al aban ­donar la factor ía por un t iempo, v is i tándole en La Habana después de un viaje a Londres.

Fué en el verano de 1839 cuando ar reg lé mis asuntos para una larga ausencia, part iendo para la capital br i tánica en el buque "Gi l B las" . Pasé dos meses del ic iosos en Lon ­dres, hasta que el sentido del deber me o r d e n ó marchar a La Habana. Sin embargo, antes de partir me propuse, de ser esto posible, obtener el apoyo de a lgún inglés opulento para la fundac ión y sostenimiento de un comerc io l e g a j e n Cabo Mount. Descubr í tal persona en mister George^Cle -vering Redman, de Londres, propietar io del "Gi l B las" y de otros dos buques que empleaba en el comerc io entre Ingla­terra y Afr ica.

Fui presentado a ese digno cabal lero como un "honrado comerciante de la cos ta" . Sin embargo, como no c re ía que debieran existir equ í vocos entre nosotros mientras él se e n ­contraba bajo tan er rónea impres ión , a p r o v e c h é la pr imera oportunidad para desenmascararme. Al mismo t iempo, le anunc ié mi inalterable intención de abandonar para s iempre la vida de tratante de esclavos, estableciendo un puesto c o ­mercial en alguna local idad favorecida. Y mientras refería los v íncu los existentes entre el " rey " y yo, ofrecí adquir í ¡ Cabo Mount de su propietar io afr icano si una empresa de esta clase parec ía aconsejable.

Redman era un emprendedor hombre de negocios. Escu­chó mi p ropos ic ión con interés, y d e s p u é s de varios d ías de cons iderac ión dispuso que se comenzaran las negociaciones tan pronto como yo diera pruebas de que había abandonado la trata de esclavos para s iempre. Se sobreentend ía que no iba a hacerse n ingún contrato ni se suscr ib i r ía documento alguno hasta que yo me hallará en completa l ibertad para separarme de don Pedro Blanco y de todos los otros con él v inculados. Una vez que hubiera hecho eso, vo l ve r ía a Ingla­terra para iniciar mi empresa dentro de lo legal.

No encont ré a don Pedro con ánimo inc l inado a a c c e d a a mis planes. Recientemente había sido cont ratado un buque estadounidense para conduci r cargas hasta la costa. Y, ante esto, en lugar de verme relevado de mi s i tuac ión , recibí la orden de ir a bordo de la nave y partir como sobrecargo de la misma. La verdad es que al tercer día de mí l legada a La Habana me vi forzado a reembarcarme hacia la costa, s in ninguna perspectiva de asegurar mi independencia.

El lector preguntará por qué no me l iberté por mí mismo

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de un comercio del cual estaba tan disgustado. Yo tenía intereses demasiado grandes por l iquidar en Nuevo Sestros, y mientras no lo hic iera, ca rec ía de derecho ante mi patro­no para reclamar un ajuste f inal de cuentas por mis años de trabajo. En otras palabras, me encontraba bajo su domi­nio en fo tocante a recursos, y mis servicios le resultaban demasiado val iosos para que renunciara voluntariamente a ellos.

Un viaje de cuarenta y dos días me situó una vez más en Nuevo Sestros, a c o m p a ñ a d o de dos mujeres negras que pa­garon sus pasajes y fueron alojadas muy cómodamente en la proa. La mayor de ellas era de alrededor de cuarenta años y extremadamente corpulenta, mientras que la otra era más joyen, a la vez que de aspecto más agradable.

Esa "respetable dama, d e s p u é s de una ausencia de veint i ­cuatro años, regresaba a Gall inas para visitar a su padre, el rey Shiakar. A la edad de quince años había sido tomada pris ionera y l levada a La Habana. Un confitero cubano c o m ­pró a la s impát ica muchacha, empleándola durante muchos años en la fabr icac ión de sus tortas y pasteles. Con el t iem­po, ella se hizo la preferida entre las gentes del pueblo y gradualmente se dio maña para acumular una suma suf ic ien­te para pagar su l ibertad. A ñ o s de frugal idad y ahorro la hic ieron dueña de un establecimiento en la ciudap" y de un puesto de venta de huevos en el mercado, cuando la casua­l idad la puso frente a un pr imo recientemente traído de Af r i ­ca, quien le dio noticias de la fami l ia de su padre. Un cuarto de siglo no había logrado apagar el fuego de su co razón , y el la resolv ió cruzar el At lánt ico para contemplar una vez más al salvaje del cual d e s c e n d í a .

Con la pr imera embarcac ión que pasó por Nuevo Sestros, d e s p a c h é a estas arr iesgadas mujeres hacia Gallinas, sabien­do que ellas fueron recibidas en las islas con las ceremonias comunes de los afr icanos en tales casos. Se aproximaron va­rias canoas hacia el buque, adornadas de banderas, " t o m -t o m s " y t rompetas para dar la bienvenida a las damas. A su l legada a t ierra, se formó una p roces ión , of rec iéndose un buey al capitán como agradecimiento por su atención.

Cuando el hermano mayor fue presentado a la vendedora de huevos retirada, ex tendió los brazos para abrazarla, pe­ro, para asombro de todos, ella retrocedió y extendió s im­plemente la mano, negándose a toda otra manifestación de afecto hasta que él se encontrara vestido con alguna d e ­cencia. Este rechazo, por cierto, mantuvo al resto de los f a ­mil iares a raya, pues se notaba en el los una deplorable d e f i ­c iencia de pantalones, y la falta de tan indispensable pieza de vestir p r o v o c ó esa act i tud tan poco fraternal en las damas.

Pero como la hi ja de Shiakar, d e s p u é s de haber andado por el mundo como lo había hecho, no podía establecer mo­das ni reformar los gustos de los Gallinas, d e s p u é s de una estadía de diez d ías , se despid ió para siempre de sus pa­rientes y regresó a La Habana, disgustada con las maneras y costumbres de su suelo natal.

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Capitulo XXXVII

Mientras me encontraba en Inglaterra y Cuba, el hombre a quien yo tenía a cargo de los negocios en Nuevo Sestros había despachado un cargamento de trescientos negros, c a ­si todos los cuales fueron desembarcados sin tropiezos en las Indias Occidentales, p r o d u c i é n d o n o s una ganancia de nueve mil dó lares . A ú n quedaban unos ciento c incuenta, en nuestros barracones, para ser embarcados. Y como la carga del " C r a w f o r d " fue prestamente intercambiada a los nativos por más esclavos, a los d o s meses encont ré mis barracones atestados con seiscientos seres humanos. Otras dos facto ­rías vecinas se ve ían también repletas de nexiros esclavos, a la vez que, desafortunadamente, se e n c o n r a b a frente a nosotros una fuerte dotac ión de embarcaciones br i tánicas de guerra, en guardia para evitar cualquier sal ida de esa pobla ­c ión esclavizada.

N ingún buque para el t ransporte de esclavos se atrevía a asomar sus palos en el horizonte. La estac ión no nos per­mitía recibir abastecimientos del interior. Muy pocos buques costeros se detenían en Nuevo Sestros, y cuando c o m e n z ó a reducirse nuestra reserva de granos y demás al imentos, los horrores del hambre se convirt ieron en ei ún ico tema de conversac ión entre los que se dedicaban al comerc io de la esclavitud. Puede suponerse fáci lmente que se hicieron es­fuerzos, no solamente para ahorrar lo más posible en el consumo dé los escasos al imentos de que d ispon íamos , sino también para aumentar los con la ut i l ización de embarcac io ­nes enviadas a lo largo de la costa en procura de arroz y "cassava" . Se of rec ió doble y t r ip le precio por esos a r t í c u ­los. Empero, nuestros agentes retornaron sin los abastec i ­mientos necesarios. En real idad, los mismos nativos l ibres estaban en peligro de perecer de hambre, y mientras se ne­gaban a desprenderse de parte de lo que les restaba, aun bajo la tentación de suntuosidades, a veces l legaban a enviar delegaciones a mi lugar en busca de al imentos.

Lentamente l legué a la c o n v i c c i ó n de que deb ía reducir las bocas por al imentar. Ante todo, l iberté a los viejos y débi les de mi bar racón . Esto s igni f icó un ampl io alivio, d u ­rante algunos días . Pero como yo solamente retenía a los más fuertes, el apetito de los que quedaban pronto redujo las raciones a una sola comida por d ía . Finalmente, el ma­yordomo anunció que aun esta dieta no podr ía mantenerse más que durante una semana. Dentro de doce d ías , a lo sumo, mis recursos quedar ían exhaustos por entero.

En este trance c o n v o q u é a una reunión de jefes de las ce rcan ías , expon iéndo les mi s i tuac ión y acabando por pe ­dir les una opin ión acerca de la act i tud a seguir en día tan temido. Estaba dec id ido a retener a mis negros hasta que se hubiera distr ibuido la última porc ión de al imento, para luego

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l ibertar los y dejar que el los mismos buscaran con qué n u ­tr i rse.

Pero la idea de l ibertar a seiscientos enemigos hambrien­tos l lenó de horror a las gentes de la costa. Eso, decían, iba a ser causa cierta de guerra y muerte, implorándome que no adoptara esta medida hasta que ellos hicieran todo lo posi ­ble para al igerar mi carga. Por de pronto, ellos proponían aligerar los barracones de una buena porc ión de mujeres y de todos los j óvenes del otro sexo, ios que ser ían aumenta­dos y guardados por el los por mi cuenta hasta la l legada de mejores t iempos.

Por este sistema de prorrateo de esclavos me vi libre de tener que al imentar a doscientos cincuenta y cinco negros y como lo quiso la buena suerte, la visita de un buque costero amigo me permitió, a los diez días, cambiar mi bonito " c u t -te r " " R u t h " por un cargamento de arroz de la colonia de Cabo Palmas.

Fue algo afortunado que una semana después de este f e ­liz al ivio a l iment ic io los cruceros br i tánicos levaran anclas por unos pocos d ías . Apenas se habían alejado, una señal d e humo, que en aquellos días era tan útil para eso como lo es hoy la e lectr ic idad, nos anunciaba la apar ic ión del cono­c ido "Volador" . Había alegr ía en las afanosas factorías cuan ­do se advirt ió la señal a la distancia, y antes de aclarar el d ía siguiente, setecientos cuarenta y nueve seres humanos, hacinados dentro de ia embarcac ión de ciento setenta y c i n ­co toneladas, estaban ya en camino de Cuba.

% Este fue el último cargamento de esclavos que despaché. Cuando tuve ia idea de abandonar ia trata de esclavos,

establecí un depósi to en las proximidades, con el propósito de comerciar solamente con los productos del trabajo. Este negocio fue conf iado al manejo de un inteligente joven c o ­lono.

Fue por ese entonces que el bergant ín británico "Terma-gant" se c o l o c ó frente a Nuevo Sestros en actitud de bloqueo permanente, vedando hasta a las embarcaciones amigas que se comunicaron con mi factor ía. Una mañana temprano fui l lamado como testigo en una empecinada persecuc ión de mi persistente enemigo contra un pequeño velero que eviden­temente cor r ía hacia la playa con el objeto d e salvar a sus tr ipulantes. El " b u l l - d o g " br i tánico no se detuvo ante los pel igros de ia costa y pers iguió al velero hasta que descu­brió la presencia sobre la playa de gran número de nativos armados, prestos a proteger a los fugitivos. Debido a esto, ios ingleses se abstuvieron de atacar a los marineros y l i ­mitaron su venganza a destruir la embarcac ión .

Como esto ocur r ió en un punto al alcance de disparo de c a ñ ó n de donde yo estaba, me apresuré a ir hasta la playa, creyendo que algunos de mis "empleados" habían tenido al ­gún incidente con los nativos. Pero al llegar fui saludado por un conocido emisario de nuestra casa matriz de Gallinas, portador de una misiva anunciando el arribo del "Volador" a Cuba con seiscientos diecinueve negros de su cargamento.

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La carta, más todavía , daba cuenta de que don Pedro, que persistía en mandar mercanc ías para ia factor ía de esclavos, se negaba a aceptar mi renuncia como agente suyo, pero reconoc ía en sus cuentas un crédi to a mi favor por trece mil dólares debido a mi comis ión en el embarque de los es­clavos llevados por "Volador" . Una y otra vez, había c o n ­fianza junto a tentaciones, todo ello enderezado a hacerme volver a mis antiguas cosas.

Yo estaba atareado en la playa, obl igando a los negros a devolver las ropas al correo que me trajera esa misiva, cuálPP do el estampido de un cañón me hizo temer una agresión contra mi establecimiento. Antes de que pudiera alejarme, empero, dos nuevos cañonazos del mismo lado no me deja ­ron duda alguna de que el "Termagant" estaba conversando con mi factor ía . •

L legué a ia instalación con toda la rapidez posible para descubrir que estaba llena de nativos, arr ibados hasta el l u ­gar del interior, atraídos por el ruido de los cañonazos . La carta siguiente del capitán del buque de guerra dejaba e n ­tender que había sido llevada por una canoa de pesca, poco después de mi partida en la mañana, y los disparos, supon ­go, fueron hechos para l lamar mi atención sobre su c o n ­tenido:

"Nave de Su Majestad Británica "termagant".

"Frente a Nuevo Sestros, noviembre 5 de 1840.

"Señor:

"Habiendo los negros nativos* de su establecimiento he­cho disparos sobre los botes de S. M. B. bajo mi comando en momentos en que perseguían a una embarcación española con siete hombres que se dirigía a Nuevo Sestros, demando que las personas que hicieron disparos sobre los botes res­pondan de ellos. Y de no ser satisfecha esta demanda daré los pasos que considere apropiados para obtener satis­facción.

"Me he dirigido a usted en esta ocasión juzgando que la intervención de sus negros en favor de aquéllos fue insti­gada por usted.

"Tengo el honor de ser, señor, su obediente servidor.

"H. F. Seagram "Tte. com.

"Para el señor T. Canot. "Nuevo Sestros".

Cuando c a y ó < esta carta en mis manos faltaba apenas una hora para la puesta del sol . La playa estaba animada por la presencia de. encolerizados curiosos, mientras el "Terma­g a n t " se hallaba aún a la vela, andando de uno a otro lado sobre la costa frente a mi factor ía , meditando, ev identemen­te , ia conveniencia de arrojar otra pi ldora para l lamar mi atenc ión .

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En el acto me senté y escr ibí una respuesta modelo, pro ­metiendo hallarme a su boi-do a la mañana siguiente para convencer al teniente de mi Inocencia. Pero no podía hallar un solo negro dispuesto a enfrentar las olas o a los marinos br i tánicos. Debido a esto, no quedaba otra alternativa que la de ver a mis barracones hechos volar en torno de mis o ídos o enfrentar el pel igro personalmente* convirt iéndome en portador de mi propio mensaje.

Ha ¡dea sonó' a cosa sumamente extraña en los o ídos de los negros, quienes, a despecho de su conocimiento de mi entereza, apenas pod ían creer que yo co locar ía ia cabeza entre las fauces del león. E m p e r o . e l l o s tenían tanta conf ian­za en el cr i ter io de los hombres blancos de la costa, que tuve poca di f icul tad para alqui lar un bote y lograr los servi ­cios de dos recios muchachos, su jetándome al hacerlo los pantalones, en señal de que estaba dispuesto a nadar en el último de los casos.

Cruzamos las encrespadas olas con toda fel icidad y al cuarto de hora nos hal lábamos junto al "Termagant" . A bor­do se nos prestó inmediatamente ropas secas y se nos ofre­c ió un vaso reanimador, y, con ánimo tranqui lo, no tardé en convencer al digno señor Seagram de que yo nada había tenido que ver en e l encuentro en que se entrometieron los nativos frente a sus botes. Para terminar toda d iscus ión ma­nifesté al teniente que no solamente no era 'culpable del ataque, sino que hasta tenía decid ido, de manera irrevocable, abandonar la trata de esclavos.

Supongo que esa noche hubo gran regocijo a bordo del "Termagant" con motivo de la redenc ión del esclavizador, c o m o aquellos a que se asiste en muchas iglesias con ia sa lvac ión de un pecador arrepentido. Asimismo, era dema­siado tarde y demasiado oscuro para volver a correr los riesgos de la marejada y de los t iburones, razón por la cual acepté gustoso el ofrecimiento de un lecho, prometiendo acompañar a Seagram por la mañana para visitar al pr ínc ipe.

Fueron grandes los gritos de asombro y miedo proferidos por los negros cuando me vieron desembarcar a la mañana siguiente con un of ic ial que, d iec iocho horas antes, se había mostrado atareado en mi des t rucc ión . Estaba más allá de su comprens ión que un inglés pudiese visitar mi factoría en ta ­les c i rcunstancias, ni pod ían adivinar tampoco cómo yo pude salir de a bordo, d e s p u é s de una voluntaria rendic ión en el c rucero . Cuando el p r ínc ipe vio a Seagram sentado famil iar ­mente en mi terraza, ju ró que yo debía contar con algún poderoso fet iche o " j u - j u " que me ganaba la confianza de mis enemigos; pero su asombro no tuvo límites cuando el of icial le propuso que abandonara la venta de esclavos y yo apoyé las proposiciones del teniente.

J a m á s vi a hombre alguno de alguna importancia o per­sonal idad, tan apabul ladamente perplejo como lo estaba nues­tro afr icano ante la singular sugest ión . La renuncia al tráfi ­co de esclavos, a menos que fuera por la fuerza, era a sus ojos c o m o el abandono en absoluto de un apetito o func ión

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natural. Al pr incip io c r e y ó que b romeábamos . Le resultaba inconcebible que yo, que durante años comerc iara en ia t rata de negros tan perfectamente, pudiera hablar en serio de cosa así. Durante media hora ei confundido negro iba de uno a otro lado por la terraza, hablando consigo mismo, de ten ién ­dose para clavarnos miradas, t i tubeando y r iendo, hasta que por últ imo, como luego lo con fesó , l legó a la c o n c l u s i ó n de que lo que yo hac ía era engañar al inglés, razón por la cual se aprox imó con gran solemnidad ofrec iendo suscribir un tratado en el acto para la e x t i n c i ó n de la trata de esclavos. Permití en esta ocas ión al p r ínc ipe que se extraviara por sí mismo a través de su natural dup l i c idad , quedando por lo tanto en condic iones de lograr el apoyo de los of ic iales b r i -tápicos para mis propios propós i tos . i

A los pocos d ías , e l t ráf ico de esclavos quedaba f o r m a l ­mente abol ido en Nuevo Sestros por el p r ínc ipe y por mí mismo. Como yo era el pr incipal promotor del negocio, e n ­t regué voluntar iamente ante el of ic ia l inglés c ien esclavos, a c a m j i o de lo cual logré la absoluta segur idad para el t ras la ­do de mis valiosas mercanc ías y bienes muebles del esta ­blecimiento.

Fue poco después de que yo tuviera todo en orden en Nuevo Sestros que la desgracia se hizo sentir en nuestro centro de Gall inas. El honorable Joseph Denman, que fuera oficial pr incipal de la escuadr i l la br i tánica sobre la costa, hizo desembarcar inesperadamente doscientos hombres y quemó o dest ruyó todas las factor ías españolas en medio de las lagunas y en los islotes. Los nativos de las ce rcan ías pudieron apropiarse de bienes valuados en grandes sumas. Un acontecimiento así no pod ía pasar inadvert ido a lo largo de la costa afr icana, y, a los pocos días, c o m e n c é a o í r lo decir como rumor, hab lándose de ello entre los salvajes de mi vec indad.

Durante un t iempo fue un mister io c ó m o e s c a p é yo m i e n ­tras ca ía Gall inas, pero, a la larga, la tardía mente del p r í n ­cipe c o m e n z ó a comprender mi d ip lomacia , y, por c ierto, a arrepentirse de la f i rma que le privaba del derecho a sa ­quearme. Abrumado por la d e c e p c i ó n , el canal la reunió a los caciques menores y f i jó una fecha en la que sab ía que el "Termagant" estar ía ausente, para saquearme. La reunión se efectuó sin mi conoc imiento , no d i c i é n d o m e nada mis domést icos , a todos los cuales el p r ínc ipe había pagado el s i lencio. Igualmente, yo me hubiera encontrado sorprendido por completo de no haber s ido por la amistosa advertencia del negro cuya vida salvara al ser condenado a tragar la po ­ción infame.

Yo mantenía aún a mi servicio a c inco hombres blancos y a cinco marineros cuya e m b a r c a c i ó n zozobrara sobre la costa y que aguardaban embarcarse de regreso. Con este grupo y unos pocos negros de la casa, en los que pod ía t e ­nerse confianza, resolv í defender mi lugar. Quedaron carga­dos mis cañones, se co locaron guardias y se distr ibuyeron mosquetes y cartuchos, ent regándose armas hasta a los d o -

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mést icos ; empero, en la noche siguiente a la advertencia, todos los esclavos abandonaron mi lugar.

Cuando daba vueltas a la mañana siguiente, me senti algo descorazonado en apariencia, pero mi espí r i tu fue rápidamen­te reanimado por Seagram.

El "Termagant" fue avistado de regreso por el un tanto desalentado pr ínc ipe y sus andrajosos, cuando había logrado aglomerar a unos dos mil hombres cerca de mis instalacio­nes. Hacia eso del mediodía , se observaban evidentes signos de impaciencia por el bot ín . Sin embargo, un rumor de mi c a ñ ó n y el ruido de armas cortas de fuego, junto con la pre ­sencia del crucero, impid ieron el ataque abierto. Después de un rato noté la tentativa de incendiar mi depósi to . Dado que un siniestro así les dar ía una insuperable oportunidad para el robo, hice una señal concertada con nuestro aliado br i tánico. En lo que dura un guiño, tres botes del crucero t rajeron a un of ic ial y ve int ic inco mosqueteros, y antes de que los salvajes pudieran intentar ia más ligera demostración agresiva yo me encontraba a salvo bajo las bayonetas de San Jorge.

El p r ínc ipe y sus bandidos fueron presa del pánico, y en tres o cuatro d ías mi gran depós i to de pólvora y mercancías era embarcado sin pérd ida alguna para Monrovia.

Capítulo XXXVIII

Ahora, mis barracones y establecimientos comerciales que­daban totalmente destruidos y yo me hallaba una vez más a f lote en el mundo. Se me ocur r ió que ninguna oportunidad ser ía más favorable para realizar mis primeros designios acerca de Cabo Mount, y S e a g r i m no sólo estaba dispuesto a conduc i rme hasta allí en su crucero, sino que también d e ­seaba asistir a mi acuerdo con el p r ínc ipe para la cesión del suelo.

Al anochecer de l mismo día el "Termagant" se encamina­ba rumbo a las col inas de Cabo Mount. Al dejar de verse e) sol y apagarse la brisa s imultáneamente, quedando encen­dido un c ielo br i l lante en el oeste, avisté en ese momento, desde la cubierta , dos altos másti les en el azur. Desde lo alto de la nave la embarcac ión era más vis ible y, según anunc ió el teniente después de un largo vistazo, no podía haber duda de que el buque era de negreros.

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Leve como era la brisa, no pasó un instante, y el c rucero se tornó contra su natural enemigo. Por un rato, las aguas rizadas del rio y el l igero viento del anochecer nos e m p u j a ­ron hacia el mar, pero, al aclarar, dado que tan poco nos habíamos acercado en la p e r s e c u c i ó n , la otra nave se e n ­contraba aún a siete mil las de d is tancia .

Nada se oía en las cubiertas fuera de ruegos y suspiros por alguna bocanada de viento. En tanto, Seagram, el c i r u ­jano y el tesorero d e a bordo se hal laban encerrados juntos , en un r incón, maldic iendo una calma marina que les privaba no sólo del dinero de una presa, sino también del ascenso. El primer of ic ial del comandante, y su otro ayudante, se e n ­contraban ausentes en uno de los botes del crucero, d e b i e n ­do ya haber abandonado Gall inas o estar observando ios caminos de acceso a Nuevo Sestros.

La s i tuación se p ro longó hasta d e s p u é s del desayuno, cuando uno de nuestros of ic iales impacientes no pudo re ­sistir más la tentac ión , y, aun cuando escasos de botes para el caso, dos d e el los fueron uti l izados para la azarosa e m ­presa. Uno iba ocupado por seis tripulantes*, dos marineros y un oficial supernumerar io ; mientras, el otro, una embar ­cac ión de lo más minúscu la , se ve ía atestado por c inco t r i ­pulantes y cuatro marinos bajo ia jefatura de Seagram mismo. Tan pronto como se iba a alejar esta f lot i l la , el of ic ial del ancla pidió también alejarse de allí en mi c a s c a r ó n de nuez, una canoa nativa, y e m b a r c á n d o s e con un par de negros se des l i zó por las aguas con un mosquete y un sable.

Esta última e x p e d i c i ó n agotó nuestras reservas de " n a u ­t a s " en forma tan total , que cuando Seagram c r u z ó para descender en el bote, me recomendó que velara por el teso ­rero y el c i rujano.

Tan pronto como la presa o b s e r v ó nuestra maniobra apeló a act i tud resuelta, izando la bandera españo la y d isparando un cartucho de advertencia. Un lejano hurra respondió al desaf ío . En ese momento, .e l ruido de otra descarga se hizo oír en los ámbitos desde la nave españo la y ei v ig ía anunc ió que nuestros botes se encontraban en retirada. Justo en ese momento una ligera brisa sop ló a favor del Termagant" , lo que nos permitió avanzar por mi iniciat iva hacia la presa, pero, antes de que yo pudiera l lamar la atención de n u e s ­tros guerreros, el enemigo también estaba favorecido por la refrescante brisa, y, con ayuda de cada milímetro de su lona, rápidamente avanzaba en el mar.

Cuando Seagram vo lv ió a cub ier ta , sangraba abundante ­mente de una herida sufr ida en la cabeza por obra de una palanca, al l legar a bordo. A d e m á s de esto, habían desapa­recido d o s hombres, mientras que tres habían s ido ser iamen­te heridos por un disparo que hund ió a la pequeña embar ­c a c i ó n . Mi valiente oficial de ancla regresó indemne, y, de creer al comandante del M S e r e a " — a l que encont ré a lgún t iempo d e s p u é s — , ese arr iesgado marino logró mayores efectos c o n su mosquete que todos los otros marinos juntos. El bote ind ígena se des l i zó a su lado con la velocidad de

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las embarcaciones de su clase, y, cuando un oficial español se incl inó por enc ima para hundir a la canoa con un enorme peso, nuestro of ic ial ladeó la cabeza y descargó una bala de mosquete, t rayendo consigo como un trofeo, el tremendo madero. En verdad, confesó Seagram, el buque español se condujo magníf icamente. Durante un momento la minúscula e m b a r c a c i ó n se vio hundida, pero se alejó el otro buque, lo que les permitió el retorno a la barca volcada, que endereza­ron y en la cual retornaron.

Al otro d ía volv imos al lugar de anclaje frente a Cabo Mount, salvando el camino de ocho o diez millas río arriba hasta la local idad de Toso, lugar de residencia del rey Fana Toro. No fué necesario mucho para hacer comprender a su majestad los benefic ios a derivarse de mi plan. La noticia de la des t rucc ión de Gallinas y de la voluntaria rendic ión de mis cuarteles generales en Nuevo Sestros se había propaga­do como reguero de pó lvora a lo largo de la costa, de modo que los pr ínc ipes afr icanos comenzaron a comprender que ya no iban a obtener beneficios para el tráfico i legal, causa por la cual se mostraban bastante deseosos en favor de un comerc io legal, apoyado por las banderas de las naciones. E x p l i q u é mis proyectos a Fana Toro, ofreciéndole las con ­dic iones más l iberales. Mis proposiciones fueron fuertemente apoyadas por el pr ínc ipe Gris, y la ces ión del Cabo Mount y de parte del suelo vecino quedó f inalmente hecha bajo la c o n d i c i ó n de que el d inero de compra debía ser abandonado en presencia del concejo de negros, y la conces ión de los títulos presenciada por los oficiales del "Termagant" .

Pagué al rey Fana Toro y a los jefes de su concejo las mercanc ías que se detal lan a cont inuación a cambio de su ter r i tor io : seis cascos de ron, veinte mosquetes, veinte cuar­tos de cajones de pólvora , veinte libras de tabaco, veinte piezas de tela blanca de a lgodón, treinta piezas de tela azul de a lgodón , veinte barras de hierro, veinte sables, veinte pa ­langanas y veinte cosas de cada uno de otros art ículos, todos el los de insignif icante valor.

Tan pronto como quedó suscripto el contrato, hac iéndonos d u e ñ o s de esa hermosa reg ión, a mister Redman y a mí, me apresuré , en compañ ía de mis amigos navales, a explorar mi pequeño pr incipado en busca de un conveniente lugar para asiento de una pob lac ión . Botamos nuestra lancha sobre el lago, en* Toso, y después de enfi lar hacia el noroeste, duran­te dos horas, penetramos en lugares sombreados por espesas arboledas y palmeras, hasta que el salvaje que nos guiaba nos hizo desembarcar en un ruinoso atracadero hecho con ladrillo inglés. A corta distancia a t ravés de la f loresta nues­tro conductor nos ind icó un espacio abierto que en un t i e m - ' po sirviera de base a una factoría inglesa de esclavos, lo que conf i rmó señalando un tronco en el que se leía grabado a cuch i l lo :

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A la mañana siguiente reemprendimos la exp lo rac ión por tierra, y, con el objeto de tener una vista general , propuse que ascendiéramos el promontor io del Cabo que eleva su c ú s p i d e a unos mil doscientos pies sobre el nivel del mar. Una esforzada marcha de horas nos hizo llegar a lo alto, pe ­ro era tan denso el fol laje y tan altos los magní f icos árboles , que, aun trepando a los más altos de el los, mi alcance de v i s ión apenas aumentó algo. Empero, descendiendo por las laderas hacia el estrecho, entre el mar y el lago, l legué re­pentinamente hasta un lugar liso y espacioso, f lanqueado por un arroyo de agua del ic iosa, y, al instante, decid í que ése era un punto admirable para el intercambio entre el mar y ei inter ior del país, resolviendo instalar allí mi futura re­sidencia. A nuestro lado pronto un marinero t repó en una palmera para arrancar sus ramas pr incipales, sobre una de las cuales izó la Unión Jack. Antes de que se pusiera el sol , yo había tomado solemne poses ión del suelo y baut icé mi futura pob lac ión con el nombre de "Nueva F lorencia" , en homenaje a mi lugar ital iano de nacimiento.

Mi esfuerzo inmediato se encaminó al logro de labrado­res, para lo cual sol ic i té la ayuda de Fana Toro y de los cac iques de las cercan ías . Durante dos d ías , cuarenta ne­gros que alqui lé para t rabajar a cambio de su a l imentación y veinte centavos diar ios se afanaron lealmente bajo mi d i ­recc ión , pero la tarea constante de derr ibar árbo les , extraer ra íces y despejar el terreno era tan desacostumbrada para los salvajes, que toda la banda, excepto una docena de el los, c o b r ó toda su paga en ron y tabaco y me a b a n d o n ó . Un par de d ías d e s p u é s se alejaron los doce restantes, de modo que al quinto d ía quedaba con sólo un ayudante. Yo habia emprendido una tarea inapropiada para gentes cuya idea de la fe l ic idad y del deber se halla div idida entre el aceite de palma, el concubinato y la luz del sol .

Descubr í que era inútitl protestar ante el rey por esta i n ­dolencia de sus subditos. Dec laró él — y qu i zá muy at inada­m e n t e — que los hombres blancos eran unos necios al t raba­jar desde la sal ida hasta la puesta del sol durante todos los días de sus vidas, no pudiendo comprender c ó m o se espera­ba que los negros siguieran ese e jemplo . Por un t iempo p r o - , bé ei efecto que surt ía un aumento en la paga. Pero el aumento en la cant idad de tabaco, ron y monedas no hac ía vibrar en Afr ica los nervios o las cuerdas de los múscu los . La labor de cuatro hombres no l legaba a equivaler la de uno solo en un día de trabajo de Europa o Amér ica .

Con tan pobres perspectivas en Nueva Florencia, d e j é a un hombre a cargo de mi choza, y dándo le instrucciones pa ­ra manejarse lo mejor que le fuera posible, visité Monrovia para echar un vistazo a la mercanc ía traída de Nuevo Sestros.

Yo había s ido mirado como un intruso pel igroso en mis anteriores visitas a Monrovia, que siempre deb ía ser m a n ­ten ido bajo la mirada vigi lante de los funcionarios del g o ­bierno. Como esclavizador establecido, el puerto estaba i n -

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terdicto para mis embarcaciones, y hasta prohibida mi propia presencia en la local idad. Ahora, empero, l legando como f u ­git ivo de la violencia y tras la renuncia a mi antiguo tráfico, todas las manos se ex tend ían a mí en señal de amistad. El gobernador y el concejo autorizaron el desembarco de mis mercanc ías para esclavos, salvadas en los depósi tos , a la vez que los ún icos sirvientes que me seguían f ielmente quedaron en l ibertad de hacerlo por d i spos ic ión del t r ibunal , perma­neciendo conmigo^con el título de aprendices. Apenas hacía dos meses, la genie de ese tranqui lo vi l lorr io fueron pertur­badas en su sueño por el son de los tambores l lamando a los voluntarios para marchar cont ra "e l esclavizador Canot" ; ahora, comía con el jefe de la colonia y era tan bienvenido como un hermano.

No tuve di f icul tad en hallar toda suerte de trabajadores en Monrovia, pues los colonizadores trajeron consigo los e le ­mentos mecán icos descubiertos por el ingenio estadouniden­se. En cua.ro meses, con ayuda de unos pocos carpinteros, aserradores y herreros, const ru í una encantadora pequeña embarcac ión de veint ic inco toneladas. Doy cuenta de esta cons t rucc ión solamente para demostrar que esa colonia y sus gentes eran desde mucho antes capaces de producir todo lo que pudiera hacer falta en una avanzada comercial en medio del t róp ico . Cuando mi e m b a r c a c i ó n se encont ró en el agua, nada deb ía ella a los países del exterior fuera de su cobre, las cadenas y las velas, siendo todo lo demás el producto de Afr ica y de la labor colonial .

Regresé a Cabo Mount de la co lonia con varios mecánicos estadounidenses y una nueva cant idad de mercancías para intercambiar con ios nativos. Durante mi ausencia, el agente que yo dejara a cargo del lugar se hab ía esforzado con gran t rabajo por despejar un gran espacio en la floresta, dé mane­ra que con ayuda de mis estadounidenses quedé pronto en condic iones de dar los toques finales a Nueva Florencia. Mientras se er ig ían los edif ic ios, induje a un número de na ­tivos, por el incentivo de una doble paga y por pres ión de sus jefes, a formar y cult ivar una huerta que comprend ía los lujos de Europa y Amér i ca , lo mismo que los de los t róp icos , lo que, en d ías posteriores, me val ió la admirac ión de m u ­chos comandantes navales.

Tan pronto como mi alojamiento quedó terminado, mudó mis muebles desde la colonia. Y, cont inuando aún los nego­cios con los africanos, despachaba a mis negros y pilotos hacia todos los cruceros que aparec ían en el horizonte para abastecerlos de provisiones y refrescos.

Por ese entonces se produjo un acontecimiento que q u i z á s i lustre acerca de la manera en que un aspecto del t ráf ico de esclavos se realiza a lo largo de la costa. La e m b a r c a c i ó n de guerra de Su Majestad Br i tánica, ei " I " , desembarcó a tres of ic iales en mi lugar, para pasar un d ía o dos en la caza de jabal íes . Pero l lovía tan torrencial mente, que, en lu ­gar de cazar, of rec í una comida a mis visitantes. Poco des­pués de que se hubiera servido la sopa, se produjo una

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aglomerac ión de nativos en el interior de la casa, s iendo informado de que uno de nuestros jefes de la selva hab ía atrapado a un conocido jugador , que jurara vender o matar.

Se me ocurr ió al momento que ésa era una buena opor ­tunidad para ofrecer a mis amigos br i tánicos una imagen del ca rác te r de ios nativos, al mismo t iempo que de ponerlos en c o n d i c i ó n , si se incl inaban a eso, para realizar una acc ión generosa. De acuerdo con el la ind iqué a mi sirvienta que t ra jera al hombre de la selva y al jugador ante nosotros. Y cuando la v íct ima aparec ió con una soga al cuel lo , desnudo el cuerpo, advert í que se trataba de Soma, quien anter ior ­mente estuvo a mi servicio en la costa. El vagabundo era un excelente Intérprete y estaba en re lac ión con el rey, pero yo me había visto obl igado a despedir lo a consecuencia de sus costumbres dis ipadas, especia lmente por haberse jugado a su hermana menor, cuya l iberac ión en Gall inas logré perso­nalmente.

— Y o he t raído a Soma a su despensero — d i j o el de la s e l v a — , y deseo que compre al canal la . Soma se pasó medio día jugando conmigo. Pr imero perd ió su escopeta, luego la gorra, luego su ropa, después su pierna derecha, más ade­lante la izquierda, y, en seguida, ios brazos, y, por último la cabeza. Le di a los amigos d e él una oportunidad para redi ­mir al perro, pero, como ellos ya lo han comprado una media docena de veces, no hay un hombre en el lugar que quiera tocar lo . Soma nunca paga sus deudas, y ahora, don Teodoro, lo he t ra ído hasta aquí, y si usted no lo compra, lo l levaré hasta la or i l la de las aguas y allí le cor taré ia garganta.

Ante nosotros — c o n e x p r e s i ó n implorante, desnudo como al nacer, atada una soga a su cuel lo y con los brazos su je ­tos, se encontraba temblando el jugador , mientras yo l levaba constantemente la vista de l indiv iduo de la selva a esos o f i ­ciales, esperando la l iberac ión del apresado por obra de esos f i lántropos. Como Soma hablaba inglés, le di je en nuestra lengua que deb ía aprovechar la c i rcunstancia. Veinte dólares hubieran salvado su v ida ; empero , los br i tánicos no se c o n ­movieron.

— L l é v e s e l o — d i j e i r r i tado al se lvát ico á p r e s a d o r — y haga usted lo que quiera con é l .

Empero, una sola gu iñada a mi intérprete en ese momento bastó, y el salvaje vo lv ió a su selva con tabaco y ron, s a l ­v á n d o s e Soma de ser asesinado. No es de ninguna manera improbable que Soma se encuentre ahora jugando al monte en alguna plantación de Cuba.

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Capítulo XXXIX

Cont inué mis labores en Nueva Florencia sin interrupción, durante varios meses, pero, cuando hice cuentas, descubrí que ios salarios y el costo de los edif ic ios era algo tan enor­me, que mis f inanzas pronto quedar ían exhaustas. De acuerdo con ios consejos de mi amigo Saegram, y los del capitán Tucker, que mandaba en el lugar, sol ic i té de lord Stanley me concediera cien afr icanos recapturados para trabajar mi suelo y aprender los rudimentos de la agricultura y de la industria. Pasó a lgún t iempo antes de que recibiera respuesta, y cuan­do ella l legó mis perspectivas se habían venido abaio.

Q u i z á me será permit ido confesar que, en determinado mo­mento, me encont ré dudando si d e b í a abandonar Cabo Mount y volver a mí anter ior tráf ico, o si debía seguir arañando la t ierra y sirviendo de aguatero a la f lota.

D e s p u é s de la debida ref lex ión, resolví pedir a Inglaterra una gran cant idad de implementos agr íco las y todo lo ex ig i ­do para un a o j c u a d o cult ivo de hortalizas. Luego compré cuarenta jóvenes para ser dedicados al cultivo de café y para arrastrar mis arados hasta que consiguiera animales que los reemplazaran. AI poco t iempo tenía bastante terreno des­pejado y una casa con mirador, er igida por un viejo barraco-nero, que, me apena decir lo, resultó ser un mal granjero. Yo no tenía idea de la labor s istemática o de la discipl ina fuera de la del látigo, de modo que, al mes, cuatro de nuestro gru ­po se encontraban en la lista de los enfermos, habiendo huí-do c inco . Reemplacé al español por un hombre estadouni­dense de color, quien a su vez, se conduc ía demasiado l ibre­mente con mis gentes y descuidaba las plantaciones. Mis propios conocimientos de agricultura eran tan l imitados, que debía reforzar constantemente cada empresa con persistentes lecturas de l ibros, y nada lograba hacer bien con mis manos.

Sin embargo, no me desalenté. Mi comercio en grande es ­cala con el interior y mi agricultura habían fracasado por igual ; empero, p robé realizar un comercio en escala más h u ­milde, combinado con f inal idades tan " m e c á n i c a s " como fue­ra provechoso sobre la costa. Conforme a esto, dividí a un grupo de cuarenta negros bien adiestrados en dos secciones, reteniendo a los menos inteligentes en la chacra, mientras los jóvenes de mayor capacidad fueron conducidos a la cos ­ta. Al l í había establecido un asti l lero, taller de her rer ía y aserradero, colocando al frente de cada rama a colonos de Monrovia para aleccionar a mis esclavos. En .tanto, los nat i ­vos de las cercanías , lo mismo que las gentes de distantes lugares de l Interior, tuvieron noticia del nuevo establecimien­to que yo estaba formando en Cabo Mount.

Con la l legada de la estación seca nuestras instalaciones evidenciaron una renovada vital idad. Dentro de los límites de Nueva Florencia se levantaban ya ve int ic inco edificios con

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una población de cien personas, no fal tando nada fuera de ganado, que pronto me p rocuré de los negros.

En esta forma, y por a lgún t iempo, todas las cosas mar­charon satisfactoriamente, no só lo con re lac ión a los nativos, sino también con los comerciantes extranjeros y los cruceros, hasta que una guerra de nativos per turbó mi empresa y me puso en contacto con los enemigos del rey Fana Toro, sobre cuya conducta debo referir algo.

En los t iempos de Fana Toro, Toso era el lugar de resi ­dencia real en el cual su majestad hac ía de soberano y p ro ­tector sobre seis local idades y quince vi l lorr ios. Su gobierno era generalmente considerado como patr iarcal . Cuando yo hice la adquis ic ión de Cabo Mount, el rey contaba "setenta y siete l luvias", equivalente a igual número de años . Era pe ­queño, movedizo, magro, erecto y estaba orgul loso del res­peto de que generalmente gozaba. En su juventud se había hecho famoso entre las tr ibus por su intrepidez, y o b s e r v é que guardaba hacia los enemigos un amargo resent imien­to que a veces le l levaba a la perpet rac ión de atroces c rue l ­dades.

No fue mucho d e s p u é s de mi instalación en el Cabo que presencié por casual idad un e jemplo de la feroc idad de su jefe. A lgún insignif icante "asunto del p a í s " me hizo visitar al monarca. Pero, al l legar a Toso, se me di jo que él estaba le ­jos. Las maneras de mi informante, empero, me convencieron de que sus palabras no eran exactas, y, de acuerdo con la habitual confianza del "hombre b lanco" en Afr ica, lo busqué por sus lugares hasta encontrarle en la "casa palaver" . El vasto encierro estaba atestado de salvajes, todos en si lencio perfecto alrededor de su rey, quien, enfurecido, con un t e ­rrible cuchi l lo en la mano, tenía a sus pies el cuerpo inan i ­mado de un negro, hablando al cadáver . A su lado se e n ­contraba un pote con aceite hirviendo en el cual se estaba quemando el c o r a z ó n de su enemigo.

Mi repentina y qu izás impropia entrada parec ió exasperar al despiadado, quien l lamándome a su lado, se prosternó a n ­te el cadáver , y hund iéndo le repetidas veces su cuchi l lo ex ­clamó, tembloroso de có lera , que era el mayor y el más antiguo de sus enemigos. Durante veinte años había asesina­do a su gente, vendido a sus subditos, v io lado a sus hi jas, matado a sus hi jos e incendiado sus c iudades. Y a cada una de sus acusaciones acompañaba una puñalada.

Supe allí que el cautivo asesinado había s ido demasiado valiente y pérf ido para ser capturado vivo en una lucha abier ­ta. Había sido secuestrado por t ra ic ión, y como no pod ía ser forzado a caminar hasta Toso, los atrapadores del rey le habían metido en una enorme cesta que condujeron sobre sus hombros hasta el Cabo. Tan pronto como el bruto estuvo en presencia de sus capturadores, rompió un si lencio de tres días d e s h a c i é n d o s e en imprecaciones contra Fana Toro. En muy poco t iempo q u e d ó decid ida su suerte en la escena a que yo estaba asist iendo, s iendo de inmediato quemado su cuerpo para evitar que éste cobrara ia forma de alguna bes-

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tía feroz y pudiese acabar así en el acto con ios años res­tantes de su real verdugo.

Este fue el ún ico e jemplo de la barbarie de Fana Toro que yo c o n o c í a , y en su perpet rac ión él no hizo más que seguir el e jemplo de sus antecesores, en obediencia a la ferocidad afr icana. Sin embargo , puedo relatar una anécdota acerca de su arrojo y resistencia que me fue referida por una persona digna de c réd i to . Unos veinte años antes de mi arr ibo al Ca­bo, grandes bandas de mercenarios bosquimanos se habían unido a sus enemigos a lo largo de las playas, y después de desolar su terr i tor io , ocuparon posiciones para el asedio ds los caminos de abastecimiento de Toso. Muchos días de hambre y sed fueron padecidos tranqui lamente aiií bajo la resuelta d i r e c c i ó n del rey, pero, a la larga, cuando esos p a ­decimientos se hic ieron insufr ibles y su pueblo reclamaba' la rend ic ión , Fana Toro se encaminó a la "casa palaver" , d isponiendo una salida cqn sus hambrientos enloquecidos. Los guerreros protestaron ante esa idea, pues sus municiones estaban agotadas. En esos momentos se escucharon gritos salvajes en favor del derrocamiento del rey y ia e lecc ión de un jefe para sucederle. En el acto se dio con un candidato, quien fue instalado. Pero tan pronto como fue elegido, Fana Toro desaf ió al nuevo pr ínc ipe a probar su capacidad de resistencia con la s u y a . . . y hundió uno de sus dedos en un recipiente c o n aceite hirviendo, teniéndolo así en el ca ­charro sin mostrar el movimiento de uno solo de los m ú s c u ­los de la cara hasta que la carne se deshizo en el hueso.

Apenas es necesario deci r que e l . soberano quedó inme­diatamente restaurado en sus derechos, y que, suscitando un renovado entusiasmo, cor r ió sobre sus sit iadores, rompió sus l íneas y puso en fuga a ios mercenarios, obl igando a su rival a sol icitar ia paz. Hasta el d ía de su muerte, su mano m u t i ­lada era el orgul lo de su pueblo.

El p r ínc ipe Gris, hi jo de Fana Toro, al que ya he mencio ­nado, fal leció durante el t iempo en que yo estuve allí. Me encontraba éti el Mesurado cuando eso ocur r ió , pero, tan pronto como tuve la not ic ia, resolví unirme a sus parientes durante las ceremonias de los últimos ritos en homenaje a su memor ia . Gris no solamente era un buen negro y un ve ­c ino amable ; como " fác i l a m i g o " que era en las cosas de la zona, su muerte fue una calamidad para mí.

Acababa de fal lecer aqué l , cuando sus hi jos, que eran d u e ñ o s de muy pocos bienes y no tenían esclavos para la venta, se apresuraron en llegar hasta mi agente, comprome­t iendo a su local idad de Fanama a proporcionar los recursos para costear el funeral . En tanto, el cadáver estaba envuelto en veinte grandes sábanas del país y quedó expuesto fuera de la choza, donde era constantemente velado por tres de las esposas favoritas.

Después de d o s meses de devociones, l lantos y descom­pos ic ión , se env ió la not ic ia del deceso a cuarenta millas a la redonda, convocando a las t r ibus para la ceremonia f ina l . En ei d ía f i jado, ei c a d á v e r fue llevado desde la choza

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convertido ya en una masa i r reconocible . Mientras la p ro ­cesión marchaba hacia la "casa palaver" , las veinte viudas del pr ínc ipe — c a s i por entero desnudas, con las cabezas rapadas y sus cuerpos cubiertos de po lvo—- fueron vistas siguiendo los restos. La esposa de más edad aparec ía Ména­de heridas hechas por ella misma, quemaduras y esquimosis .

La mult i tud l legó hasta el lugar mencionado entonando los elogios del difunto a coro, cuando al cadáver fue depos i ­tado sobre una nueva estera, cubierto con su camisa de guerra. Todos los amuletos, e lementos de bru jer ía y c h u ­cher ías del p r ínc ipe estaban debidamente a su lado. M i e n ­tras adentro se hac ían todos estos arreglos, sus hi jos se encontraban debajo y al lado de la terraza para recibir las condolencias de los invitados, quienes, de acuerdo con la costumbre, hac ían las debidas inc l inaciones y depositaban un tr ibuto de arroz, aceite de palma, vino de palma y otros lujos para contr ibuir a ia c e l e b r a c i ó n .

Cuando en Monrovia supe de la muerte del p r ínc ipe , resolví no regresar sin una demost rac ión de respeto por mi al iado, y o rdené que se prepara un enorme ataúd c u ­bierto con tela azul de a l g o d ó n , l leno de tachuelas de bronce y adornado con todos los ornamentos dorados que pude encontrar en aquel lugar. A d e m á s de tan esp lénd ido sarcófago mi e m b a r c a c i ó n fue cargada en la co lon ia con cuatro bueyes y varios barr i les de ron como cont r ibuc ión ai funeral .

Yo había f i jado mi arr ibo a Fanama adecuadamente, para encontrarme a las diez de la mañana del d ía del sepel io. Y después de saludar con mis armas de fuego, desembar ­qué los bueyes, las bebidas y el ataúd y marché hacia las puertas de la residencia del p r ínc ipe . (

La inesperada presencia fue saludada por la famil ia con jun largo plañido, y, como muestra de respeto, fui levantado en los brazos de las l lorosas mujeres y deposi tado en ia estera, al lado del cadáver . Allí q u e d é en medio de los g r i ­tos y lamentos hasta cerca del mediodía , cuando ios bue ­yes fueron sacr i f icados y su sangre ofrecida al muerto en palanganas. Tanto pronto como terminó esto, la masa informe fue echada dentro del ataúd sin tener para nada en cuenta la pos ic ión , s iempre l levado por seis hombres hasta la playa, donde se lo sepultó bajo un macizo de árboles .

A nuestro regreso de Fanama desde el lugar de la tumba, el hi jo mayor del muerto fue saludado como pr ínc ipe . Desde ese mismo momento comenzaron las f iestas, y, a la puesta de l sol, las veinte viudas reaparecieron sobre el terreno, ataviadas con sus más escogidas vestimentas, sus cabezas rapadas untadas con aceite y sus miembros cargados con toda suerte de col lares y brazaletes que pudieron obtener. Entonces comenzó el reparto de esas mujeres entre la f a m i ­lia real. Seis fueron elegidas por el nuevo pr ínc ipe , qu ien d iv id ió a otras trece entre sus hermanos, entregando a su madre a su padre pol í t ico . Tan pronto como terminó esta

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ad jud icac ión , su alteza, muy cortésmente, me ofreció que escogiera entre las seis suyas como agradecimiento por mis donaciones, pero, como yo nunca establecí lazos de f a ­mil ia con los nativos, dec l iné ese honor.

Cuando me encont ré cómodamente instalado en mi esta­blecimiento y, bajo la administración de los colonos, habien­d o in ic iado a i o s trabajadores nativos hasta hacerlos algo competentes en el manejo de la azada, la sierra, el mar­t i l lo y la for ja, me entregué a la const rucc ión de un ber­gant ín de cien toneladas. A los seis meses llegaban gentes de lejos y ce rca para admirar las maravillas mecánicas de Cabo Mount En tanto, mi plantación progresaba lentamente, a la vez que mi huerta se convert ía en motivo de curiosidad para todos los intel igentes tr ipulantes de buques costeros y de los cruceros, aun cuando nunca pude hacer comprender a los nativos el valor de " las hierbas extranjeras" que yo cult ivaba tan afanosamente. Ellos admiraban la simetría de mis surcos, el suntuoso esplendor de mi caña de azúcar , la abundancia de mi café y la fresca fragancia de mis árbo ­les con los que adornaba el prado, pero jamás se dec id ían a uti l izar en sus comidas el producto exót ico de mi huerta. Con objeto de irr igar mis terrenos, d e s v i é el curso de un arroyo, rodeando ia huerta con un canal perfecto. " ¿ Q u é es lo que puede hacer un hombre b lanco?" había exclamado Fano Toro al contemplar la d is t r ibuc ión del agua. Después de esto su majestad v is i tó todos mis plantíos y volv ió a dejar escapar exclamaciones de sorpresa ante el esfuerzo que real izábamos para satisfacer el apetito. El uso o el valor de las f lores, de las que yo tenía cant idad, algunas raras y bel l ís imas, nunca pudo adivinarlo, pero su mayor asombro s iempre lo ev idenc ió para nuestra diaria inversión de t iem­po, fuerza y el t rabajo sistemático con el arroz y el aceite de palma, cuando si nos echábamos a dormir, eso hubiera crec ido lo mismo.

La parte de Cabo Mount en que yo estableciera mi tienda se encontraba desploblada tan de antiguo, por las primeras guerras contra Fana Toro, que las bestias salvajes recobra­ron su anterior dominio sobre la extens ión. La floresta esta­ba llena de leopardos, gatos monteses, jabal íes y oran­gutanes.

Muy poco d e s p u é s de mi arr ibo, un joven nativo a mi servic io había sido severamente castigado por mala conduc­ta, y temeroso de la repet ic ión de eso, huyó al monte des­pués de aprovisionarse de una cesta de "cassava". Como este al imento era suficiente para un par de d ías , pensamos que él se quedar ía en el bosque hasta acabar con las raíces y volver a sus tareas. Pero transcurr ieron tres días sin indic ios del t ruhán. Al cuarto, una búsqueda efectuada d e s c u b r i ó su cadáver en la floresta con todos sus miem­bros dis locados y cubierto de mordeduras, en apariencia por dientes humanos. La verdad era que había sido muerto por los orangutanes, pues el lugar de la escena se encon­traba cubierto con las marcas dejadas por las pisadas de

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las bestias y el desparramo de restos de sus alimentos favoritos. *

Sin embargo, al principio yo quedé aún más confundido por los leopardos que por los otros animales. Mi ganado no se alejaba más allá de los cercos, ni mis labradores podían aventurarse más allá en n ingún momento sin portar armas. Empleé trampas con resorte, pozos y varios recursos para depurar la floresta, pero era tal la astucia y la agili­dad de nuestros enemigos, que escapaban a todo eso. L a ún ica manera por ia cual logré despejar la poses ión de sus depredaciones fue cargando le boca de un mosquete con un trozo de carne sujeto al disparador con una\cuerda, en forma que el proyectil y el alimento llegaban a la boca del leopardo juntamente. En esta forma, gradualmente, al desenvolverse mi establecimiento, las bestias fueron' descen-diepdo del promontorio y de los terrenos adyacentes, y en un par de años, los rebaños se encontraron en condiciones de pastar sin riesgos.

Cabo ¡Mount hacía mucho tiempo que fuera abandonado por los elefantes, pero, a unas cuarenta millas de mi lugar de alojamiento, en las altas florestas sobre el lago, aún puede cazarse este animal. Y cuando los nativos tienen suerte tan grande como la de "embolsar" á un ejemplar, estoy seguro de que voy a ser recordado en su reparto. Si la presa resulta macho, yo recibiré las pezuñas y e l tronco, pero si resulta del otro sexo, seré honrado con la ubre como bocado de rey^

En Africa, un elefante sacrificado es considerado de pro­piedad públ ica por los aldeanos próx imos, todos ios cuales tienen derecho a extraer parte del gigante hasta que quedan sus huesos desnudos. Un verdadero deportista no pretende nada del animal fuera del marfil y la cola, siendo universal-mente reconocida ésta como propia del rey. Empero, obser­v é frecuentemente que se formaban asociaciones entre los nativos para la captura de la colosal bestia y sus valiosos colmillos. En tales ocasiones, se constituye un grupo sobre la base de proporcionar sus integrantes los medios* de viaje, mientras un solo pero bien conocido cazador es elegido para su e jecuc ión . Uno entrega su mosquete, otro la pó lvora y un tercero los trozos de hierro para los proyectiles, mien­tras que el cuarto facilita las provisiones y un quinto d e s ­pacha a un hombre con el armamento. Tan pronto como todo queda listo, se invoca al " ju- ju" o "fetiche" del c a z a ­dor para la buena suerte, y éste parte bajo la escolta de sus esposas y de los asociados.

El deportista e s frecuentemente obligado a marchar hacia su caza durante varios días, pues se dice que en los dis­tritos poblados los instintos del animal están tan agudizados, que perciben la aprox imac ión de las armas, aún a distan-c ías asombrosamente lejanas. L a , mane ra común y más efec­tiva de hacer llegar a un elefante a distancia al alcance de los proyectiles está en desparramar pinas en varias millas del suelo de la floresta, cuyo gusto-y fragancia acaban infa-

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l ib lemente por seducir le . Gradualmente, va marchando hasta: dar con ia fruta y gustar de e l la ; f inalmente, engañado por el alejamiento del cazador es atacado desde las ramas de a lgún árbol alto con varios disparos en la frente.

Ocurre con f recuencia que cuatro o c inco descargas con la averiada pó lvora que suele util izarse en Afr ica no termi ­nan por ult imar a la bestia, que huye de la selva y luego perece a resultas del encuentro. Cuando se produce esto, se despacha a un ayudante en busca de refuerzos, y yo he visto a toda una colonia avanzando en busca del monstruo que abastecerá de carne para muchos días . A veces la mult i tud queda decepcionada, pues las heridas han sido leves y no se vuelve a ver al animal . Ocasionalmente,- un elefante en agon ía pro longará largamente sus horas, sola­mente denunciado por los abejorros que pululan sobre su cuerpo. Estonces los bosquimanos, guiados por las aves ago­reras, se apresuran a marchar hacia las florestas y a aba­lanzarse sobre la carne pútr ida con más avidez que las aves de presa. Se han l ibrado batallas por ios restos de un elefante y se ha capturado más de un esclavo en tales encuentros.

Capitulo XL

Nueva Florencia prosperaba en todos sus aspectos, menos en la agricultura y el comercio . Al pr incipio tuve la espe­ranza de que en dos o tres años de perseverancia me pondr ía en condic iones de emprender un comercio legal con el interior del país, pero descubr í que el tráfico de esclavos const i tuía el ún ico pensamiento de los nativos, quienes l le ­van su p r o d u c c i ó n de las proximidades a% la costa cuando sus cautivos están prontos para el mercado. Por lo tanto, l legué á la c o n c l u s i ó n de que los negros del interior, en la zona de Cabo Mount, no tenían comercio con las t r ibus del este excepto el de esclavos, y que, en consecuencia, sobre su pequeño río nunca ver ía grandes mercados como aquellos que se encuentran en la desembocadura de las aguas en el c o r a z ó n de grandes regiones con poder para absorber su oro, el marf i l , la cera y los cueros. Para en ­frentar estas d i f icul tades me apresuré a reconstruir mi embar­cac ión con condic iones de costera.

Por ese entonces, una embarcac ión estadounidense deno­minada " A . . . " l legó a mis cercan ías . Estaba cargada de tabaco, tej idos ordinar ios de a lgodón , roo y pólvora . Su c a p i -

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tan, inexperto en el comerc io de la costa, e ignorando ei español, me e n c a r g ó que le sirviera de sobrecargo en Gal l i ­nas. En muy corto t iempo d e s p a c h é su mercanc ía . El agra­dable aspecto de la embarcac ión sedujo a un comerciante español , que en ese momento se hal laba en " las lagunas" , y en ei acto formuló un ofrec imiento para su adqu is ic ión por mi intermedio. La oferta fue aceptada en el acto, f i ján ­dose la v í spera de Navidad como fecha de entrega, después de un viaje a Gaboon.

Al intervenir en la compra de esa e m b a r c a c i ó n destinada a un esclavizador, con los e lementos necesarios para su cargamento, ser ía necio que negara que me vo lv ía a hundir en el antiguo comerc io . Empero, ref lexionando, l legué a la conc lus ión de que al envolver mi nombre con el del buque por un momento, yo no era más pasible de reproche que los respetables comerciantes de Sierra Leona y de otras partes que raro es el d ía que dejan pasar sin vender algo a conocidos esclavizadores, ent regándoles mercanc ías que. so -lamente podrán util izarse en las guerras de e s c l a v i z a c i ó n o en el comerc io de esclavos.

L legó el d í a convenido, y mis humeantes semáforos anun ­ciaron la ap rox imac ión del bergant ín "Sugare i " , a tres mil las del Cabo Mount. En el mismo anochecer me fue entregada la embarcac ión por el capi tán estadounidense y los papeles. Tan pronto como estuve en poses ión de la misma, no me demoré en nada para preparar la recepc ión de la carga, y, al salir el sol , la ent regué al españo l , que de inmediato hizo embarcar a setecientos negros, que puso en t ierra de Cuba veintisiete d ías después .

Hasta entonces, los cruceros br i tán icos habían hecho de Cabo Mount su lugar amistoso de c i ta, pero el ruido p rodu ­cido por este embarque en mis vecindades y mi negativa a expl icar o a conversar sobre el asunto malhumoraban a los oficiales que nunca dejaban de abastecerse en mi lugar de hortalizas y grasas. En real idad, pronto quedé señalado como enemigo de la escuadri l la , mientras nuestras re lacio ­nes pasaron a ser una sombra. En el curso de una semana, el comandante del puesto en Afr ica, l legando al Cabo para embarcarse, y l lamándome a bordo, dio término a una petu ­lante c o n v e r s a c i ó n d ic iendo que "un par de hombres como monsieur Canot dar ían bastante t rabajo en Afr ica para toda la escuadra b r i tán ica" .

La guerra, cuyo estal l ido menc ioné , se ex tend ió ráp ida ­mente a t ravés de nuestras fronteras, y reclamando toda la atención de la t r ibu , dio impulso a la esclavi tud en grado nunca visto desde mi arr ibo al Cabo. El lector quiziá c o m ­prenderá fáci lmente lo dif íc i l de mi pos ic ión en un país encendido por la cont ienda, la que solamente pod ía conclui r c o n la matanza o la esclavi tud. Ni tampoco yo pod ía per­manecer neutral en Nueva Florencia, situada sobre el mis ­mo lado del río que Toso, mientras los enemigos de Fana Toro se encontraban en poses ión completa de la margen opuesta.

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Cuando advertí que la ruptura entre los británicos y yo era irreparable, tuve menos d i f icu l tad para seguir mi política con los nativos. Y pr incipalmente a impulsos del instinto de defensa propia, me resolví a servir a favor de mi antiguo al iado. Hice fort i f icaciones que podían ser fáci lmente defen­didas, y, a manera de demostrac ión , instalé algún cañón en un bote que fue hecho desfi lar sobre las aguas dé ma­nera impresionante. Mi cr i ter io me dec ía , desde el princiipo, que era d isparatado pensar en part ic ipar activamente en el conf l icto , pues yo no tenía más que a tres blancos en mí lugar. Los colonizadores habían regresado a Monrovia, ha­b iéndome recordado la experiencia de Nuevo Sestros sobre lo que pod ía aguardarse del apoyo de los esclavos.

Se libra-ron muchos 1 encuentros y se hicieron muchas cap­turas por ambas partes, de manera que mis puertas se vie­ron diar iamente asediadas por una mult i tud de desdichados enviados por Fana Toro para ser adquir idos para su embar­que. Yo dec l iné el contrato, pero el jefe importunaba de tal modo que no pude resistir el deseo de que un factor español l legara a mi zona con mercancías de Gallinas para comprar le sus prisioneros. "El nada puede hacer con sus enemigos — d i j o de sí m i s m o — cuando los tiene en su poder, fuera de matarlos o venderlos" . Los enemigos del rey, en la margen opuesta, enviaban a Gallinas a los p r i ­s ioneros que hac ían , obteniendo abastecimientos de pólvora y balas, mientras Fana Toro, que no había vendido sus prisioneros, hubiera sido destruido de no mediar mi ayuda.

Las cosas siguieron de esta manera durante cerca de dos años , durante los cuales los br i tánicos mantuvieron un b lo ­queo tan vigi lante sobre Cabo Mount y Gallinas, que los esclavizadores rara vez tenían ocas ión de hacer entrar una nave o despachar un cargamento. Con el t iempo, ios barra­cones se vieron tan repletos de negros, que los esclaviza­dores comenzaron a construir sus propias embarcaciones pequeñas . Cuando se vendió el " A . . . " , yo pude retener en mi poder el bote mayor de salvamento de esa nave, guardándo lo a mi servicio, pero ahora era tal el valor sobre la costa de bada cascarón de huevo, que su dueño envió a un carpintero desde Gallinas, ei que en pocos días le hizo una cubierta y la acond ic ionó para el mar. Tenía vein­titrés pies de largo, de manera que cuando se halló a flote su desplazamiento no podía ser mayor de cuatro toneladas. Empero, en la oscuridad de una noche de tormenta, se des l i zó río abajo y salió mar afuera a través de las l íneas de sit io conduciendo a su bordo treinta muchachos negros, dos marineros y un navegante. En menos de cuarenta días, transportó, toda su carga viviente a t ravés del Atlántico a Ba­hía. Los negros casi perecieron de sed, pero el audaz e j e m ­plo fue exi tosamente imitado durante el año que siguió con la ut i l ización de embaraciones de dimensiones similares.

Si de algo tenía conciencia durante mi permanencia en Cabo Mount, era de lo indispensable de dedicarme s incera-

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mente a trabajar con esfuerzo, dentro de lo legal y de lo persistente. Pero con las guerras d e los nativos, la conmo­ción por obra de los esclavizadores que l legaban y las sospechas de los ingleses, todo cont r ibuyó a que se f rus ­traran mis propós i tos . La amistad de los colonos de Cabo Palmas y Monrovia segu ía inalterable, y hubo misioneros que apelaron a mi inf luencia ante las t r ibus. Los buques costeros se detenían cerca de mi t ienda para su aprovis io ­namiento, como siempre. Empero, a pesar de todo esto, que era alentador, debo confesar que mi exper imento no tuvo éxi to.

Perdí la e m b a r c a c i ó n cargada de productos y m e r c a n ­c í a s , destinada a mi estabiecimiento. Un buque cargado de arroz y leña para mis depós i tos fue capturado " p o r sospe­chas", y luego enviado del otro lado del mar para su a d j u ­d i c a c i ó n ; pero el asunto q u e d ó resuelto sin que me c o n d e ­naran. La súbita muerte de un capi tán br i tánico de Sierra Leona me pr ivó de tres mil dó lares . Fana Toro efectuaba numerosos ataques infructuosos contra sus enemigos, y para colmo, al retornar tras breve ausencia, descubr í que un colono ai que yo salvara de la miseria y que estaba e m ­pleado en mi for ja , hab ía huido hacia el enemigo, l l eván ­dose consigo a muchos de mis más úti les sirvientes.

Fue por ese entonces que las c i rcunstancias me obl igaron a realizar un rápido viaje a Nueva York, regresando a A f r i ­ca. Durante mi ausencia, nuestro antiguo rey se vio forzado a llegar a un acuerdo con su rival, qu ien, bajo el nombre de George C a í n , viviera anter iormente entre ios colonos estado­unidenses, aprendiendo nuestro lenguaje. Fue solamente por traición que Fana Toro v ióse empujado hacia un acuerdo mediante el cual mi herrero, que se casara con una her­mana de C a í n , fue elevado a la d ignidad de pr imer ministro.

Ambos bandidos, con una cant idad de sus part idar ios, se establecieron por su cuenta dentro de mis l ímites, cerca d e la playa, dándome a entender inmediatamente que eran mis enemigos jurados. Cain no pod ía perdonar ia ayuda que yo prestara a Fana Toro en sus pr imeros conf l ic tos , ni tampoco el colono renegado deseaba olv idar a los que con él convivieran antes de volver a la barbarie afr icana.

Poco a poco, estos provocadores, a los q u e ' n o pod ía des ­alojar, dada mi s i tuación part icular ís ima, consiguieron hacer ­se o í r d e los of iciales br i tánicos , hac iéndo les l legar toda suerte de falsedades para encender sus iras. Se c re ía que la factoría españo la del agente de Fana Toro era mía, s e g ú n comunicaron. El embarque del " A . . . " y la aventura de su bote di jeron que hablan s ido cosas mías. Estas y mil m e n ­t i ras más de igual bajeza, l legaron a la escuadr i l la , y, en menos de un mes, mi fama era más negra que la piel de mis acusadores. Empero, aún en este d í a , ya lejano, desaf ío al peor de mis enemigos de la costa a que pruebe que yo par t ic ipé después d e 1839 en la compra de un solo esclavo para su transporte a ultramar.

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Después de una breve estada en mi lugar para reparar a "The Chancei lor" , en el cual l legué con un cargamento de Estados Unidos, me apresuré a marchar a Gallinas para vender las mercanc ías . Ya habíamos sido abordados por un oficial estadounidense, quien informó a sus superiores que éramos gente de negocios regulares; sin embargo, se ha­blaba tan mal intencionadamente en la costa contra el buque y yo, que el " D o l p h i n " se quedó todo un mes anclado para ver lo que hac íamos. Cuando yo v iajé hasta el viejo mer­cado de don Pedro, un crucero nos s igu ió ; cuando partí para aprox imarme a Cabo Palmas por aceite y marfi l , otra nave de guerra asumió la vigi lancia de nuestros movimien­tos, anclando donde lo hac íamos nosotros, poniéndose en viaje cuando hac íamos eso y s igu iéndonos en cada vuelta y r incón . En Gran Buttoa, l levé a "The Chancei lor" hacia unos arrecifes y muros de piedras, y en ese lugar fui dejado para que hiciese lo que me placiera, mientras el crucero br i tánico retornaba a Cabo Mount.

El 15 de mayo de 1847 estaba marcado de negro en mi calendarlo. Fue en la mañana de ese día que el comandante que me escoltara tan lejos como hasta Buttoa desembarcó a un teniente con marineros en Nueva Florencia y se entre­gó a la rev isac ión de mis instalaciones en busca de escla­vos. Como no se encontrara ninguno, se apoderaron de un par de esposas como las que se usan en todas partes para imponerse a ios marineros fuera de razón, l levándolas a su comandante a bordo. Al d ía siguiente, varios botes, con marineros y t r ipulantes, mandados por un capitán britá­nico, junto con un teniente, desembarcaron a eso del me­d iod ía , y, sin previo anuncio ni p rovocac ión y sin permitir que mi empleado salvara sus ropas, incendiaron mi ber­gant ín , los depós i tos y mi alojamiento.

Como yo estaba ausente, no puedo garantizar acerca de cada episodio de este hecho, pero tengo la mayor confianza en la minuciosa narrac ión hecha por mi agente, mister Horace Smith, poco después formulada bajo juramento en Monrovia . Se permitió a marineros y negros saquear a ca ­pr icho . Cain y Curtiss se entregaron plenamente en la tarea de la f i lantrópica des t rucc ión . Mientras los marineros incen­d iaron ias casas, los salvajes y sus protectores destruyeron mi huerto, las plantaciones de frutales y obras de riego. Hasta se robó mi ganado, para ser vendido a la escuadr i ­l la, y, en un instante, Nueva Florencia convirt ióse en un humeante montón de escombros.

Hasta ahora, ignoro que exista alguna causa legal o cual ­quier cosa fuera de sospechas que pueda sostenerse para intentar just i f icar un error de tan alta mano. Y no hay una sola l ínea o palabra en la que yo logre descubrir un pretexto que expl ique mi ruina.

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Indice

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Pág.

Capí tu lo I 7

„ II 10 III 16

„ IV \ 24

„ V 36

„ VI 42

VII 47

VIII 52

IX 59

„ X 69

„ XI 77

XII 8 t

XIII 86

„ XIV 92

„ XV 97

„ XVI 102

„ XVII 108

XVIII 112

XIX 118

„ XX 123

„ XXI 126

„ XXII 133

„ XXIII ' 138

„ XXIV 141

XXV 145 x

„ XXVI 149

XXVII 153

„ XXVHI 156

„ XXIX 161

„ XXX 164

XXXI 168

„ XXXII 170

XXXIII 178

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Capítulo XXXIV 184

„ XXXV 188

XXXVI 191

XXXVII 194

XXXVIII 199

XXXIX 205

„ XL 211

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Este libro se terminó de imprimir en el mes de diciembre de 1976, en los Talleres FA. VA. RO., S.AJ.C.yF., Independencia 3277/79, Buenos Aires, Rep. "Argentina.


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