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Eternizar la vida. Louis Evely

Date post: 30-Jun-2015
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EVELY Eternizar la vida
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Page 1: Eternizar la vida. Louis Evely

EVELY Eternizar

la vida

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Colección «EL POZO DE SIQUEM»

60 Louis Evely

ETERNIZAR LA VIDA

Editorial SAL TERRAE Santander

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Título del original francés: Eterniser sa vie

© 1991 by Éditions du Centurión París

Traducción: María Tabuyo y Agustín López © 1993 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1

39600 Maliano (Cantabria)

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain

ISBN: 84-293-1088-6 Dep. Legal: BI-712-93

Fotocomposición: Didot, S.A. - Bilbao

Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Bilbao

índice

Prólogo, por Mary Évely 9

PRIMERA PARTE

1. Un sentido para la muerte 13

¿Qué eternidad? 17 Los verdaderos valores 19 Eternidad: una opción de vida 21 Rechazo del espejo 22 Discernimiento 23 Una experiencia que supera la muerte 25 Plenitud 27 Con qué vivir para siempre 28

2. Un sentido para la vida 31

Gozar de Dios es gozar de la vida 33 Nosotros elegimos nuestra vida 34 ¿Tenemos con qué superar la muerte? 38 La prueba de la libertad 40 Nacer a la verdadera vida 41 El cuerpo espiritual 43 Lo que vale más que la vida 44 La eternidad en el tiempo 49

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SEGUNDA PARTE

3. ¿Por qué vivir? 55

La muerte: una pregunta a la vida 55 Como el estuario forma parte del río 56 Fracaso de las ideologías 58 El hombre entregado a sí mismo 59 Búsqueda del sentido 60 Razones para vivir 62

4. El misterio de la muerte 65

Lo desconocido 65 Una polémica vana 66 Dios ¿para qué? 67 ¿Es la muerte el final? 68

5. Actitudes ante la muerte 71

Rechazo 71 Temores 73 Presencia junto a los moribundos 76 Suicidio 78

6. El hombre en el tiempo y fuera del tiempo 81

Una situación inédita 81 Lo que supera a la vida 82 Vivimos dos vidas 84

7. El camino del amor 87

La muerte: una apertura 87 Una vida que eternizar 88 Semillas de eternidad 89 Experiencia de eternidad 90 Más fuerte que la muerte 91

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Nuestra vida son nuestras relaciones 93 ¿Tienes con qué morir? 94 Necesidad de los otros, necesidad de Dios 96

8. «El que vive y cree en mí no morirá jamás» ... 99

Resurrección y vida eterna 99 Cielo: plenitud de amor, dimensión indefinida .... 102 Infierno: rechazo del amor y negación de uno mismo 104 Purgatorio: una nueva propuesta 105 Nuestros muertos se quedan con nosotros 107 Vivir de lo que se espera 109

TERCERA PARTE

9. Una experiencia de eternidad, por Mary Évely 113

Mi hijo... muerto (poema) 121

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Prólogo

A lo largo de su vida, Louis Évely no dejó de manifestar cuál era su fe. Con constancia y fidelidad, intentó tra­ducir para los hombres de su época el mensaje evan­gélico que él había convertido en centro de su existencia. De esa «palabra» nació una importante obra escrita y grabada.

Este libro (su cuarta obra postuma) prosigue la an­dadura iniciada en el libro precedente, Los caminos de mi fe. Como en él, intenta dar forma coherente a tan importante legado presentándolo por temas. De este modo, se constituirá, junto con otros títulos que irán apareciendo, un compendio antológico del pensamiento de Louis Évely.

Somos muy conscientes de que el autor no lo dijo todo sobre los grandes temas que abordó. Algunos sólo fueron esbozados y, a veces, completados, superados o incluso contradichos más tarde. Pero eso no importa, puesto que para Louis la vida eterna ya ha comenzado, lo que significa que nunca acabaremos de aprender, de perfeccionar y de construir esta vida en la que él creyó con todo su ser.

El trabajo de síntesis que presentamos tiene una for­ma más austera que la que el autor nos presentaba ha-

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bitualmente en sus numerosas obras. Nuestro propósito es reunir de forma más concisa lo que fue lo esencial de su pensamiento y así facilitar la reflexión personal o de grupo. Con el fin de mantener la coherencia de los temas, han sido indispensables algunas repeticiones. Co­rresponde a cada uno utilizar y completar estos textos, entendiéndolos, no como palabras definitivas, sino como trampolines para la reflexión.

Louis Évely, como el educador apasionado que era, siempre supo despertar el interés de sus oyentes utili­zando frases impactantes y manejando paradojas pro­vocadoras. Pero siempre lo hacía con el propósito de imponer la evidente lógica evangélica.

De esta forma, cautivaba a sus jóvenes discípulos, que todavía me hablan de hasta qué punto sus estimu­lantes métodos les posibilitaron forjar su individualidad. «Era imposible seguir sus cursos sin sentirse profun­damente interpelado y conminado a pensar por uno mis­mo». Más allá de la muerte, sigue siendo eso mismo lo que nos propone: adquirir nuestra propia convicción per­sonal, enraizamos en nuestra propia fe. A él le gustaba repetir esta frase: «O tienes tu propia fe, o tienes la de otro». Pero también habría podido decir: «O tienes tu propia razón para vivir, o tienes la de otro». Y, para él, vivir la propia vida significaba vivirla personalmente en su dimensión eterna y hacerlo desde ahora mismo.

Por tanto, hemos reunido estos textos con el pro­pósito de ayudar a quienes recorren este mismo camino. Como en la obra anterior, proceden de documentos es­critos o grabados, que son tan numerosos que nos ha sido preciso hacer una selección. En ocasiones, hemos debido enlazar textos de orígenes diferentes, lo que ex­plica ciertas rupturas del ritmo. De esta manera, hemos

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creído respetar la expresión del pensamiento del autor, sin añadir palabras que no habrían sido las suyas.

Este libro consta de tres partes. La primera está formada por extractos tomados de retiros y conferencias sobre el tema de la vida y la muerte. Estos extractos conservan, pues, un carácter oral, que permite «oír» el tono del autor con todo su entusiasmo comunicativo.

La segunda parte reúne textos breves que inducen a la reflexión o a la meditación. Mientras que la primera parte parece surgir de su fe en Dios, en la segunda escruta honradamente toda la angustia humana asociada al inevitable fin de la vida.

Pero siempre es para retornar a esa fe enraizada en el corazón del hombre.

La tercera parte es un testimonio sobre lo que fue la muerte de quien tanto meditó sobre ella, presentándola siempre como un nuevo nacimiento, como una apertura hacia una vida cada vez más plena.

Nuestro deseo es que el lector pueda recoger de estas páginas semillas de eternidad y encontrar en ellas im­pulso y amor suficientes como para apostar toda su vida a sus frutos.

MARY ÉVELY

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PRIMERA PARTE

«Nací muerto, ¡deseo morir vivo!»

(del Diario de Louis Evely)

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1 Un sentido para la muerte

«Morir es abrirnos a aquello que nos ha hecho vivir en la tierra».

G. MARCEL

Lo importante, ante todo, cuando se aborda el problema de la muerte, es hablar de la vida.

Yo creo que hay un más allá en el más acá. Hay un más allá que debemos vivir desde ahora mismo.

En todos nosotros hay un espacio, una distancia, una Presencia misteriosa y dinámica que se nos ofrece in­cesantemente. Pero, por desgracia, esta fuente inago­table con frecuencia sólo es reconocida a la luz postrera de la muerte.

Esto me recuerda aquel cariñoso reproche de Jesús: «Tanto tiempo como llevo contigo, Felipe, ¿y aún no me conoces?» Si no queremos oír también el último día: «Tanto tiempo como llevo contigo, ...¿y aún no me conoces?», ¿no será preciso que, desde ahora, experi­mentemos esa Presencia? Y si, como dice Zundel, el verdadero más allá está en nuestro interior, ¿no será más importante que nos preocupemos de lo que en profun­didad ocurre en nosotros en este momento que de lo que sucederá después?

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Nos hemos habituado a presentar la muerte como algo futuro, como un acontecimiento que sobrevendrá tras la caída del telón y, en el mejor de los casos, antes de que otro telón se alce. Las iglesias han insistido de tal manera en los castigos futuros que los hombres, cansados e inquietos, prefieren preguntarse si hay ver­daderamente una vida antes de la muerte más que si la hay después; si hay una vida que valga la pena ser vivida desde ahora; si hay una vida que justifique la movili­zación de todas las energías que nos habitan.

Yo suelo decir que no hay vida futura, sino sólo una vida eterna. Es importante explicarlo bien: vida «eterna» significa que la vida ya ha comenzado y que durará para siempre.

Por no haberme explicado con suficiente claridad, en una ocasión tuve una penosa experiencia. Estaba en Canadá dando unas conferencias. En una de ellas, el crítico religioso de un periódico cristiano fue sustituido en el último momento por el redactor deportivo, que al día siguiente publicó en grandes titulares: «Por fin un cura que no cree en la vida futura. Lo asegura: no hay vida después de la muerte. Aprovechemos, pues, la vida de inmediato». E inmediatamente me vi asediado por llamadas telefónicas, entrevistas en la radio y requeri­mientos de todo tipo, bien por quienes se manifestaban escandalizados por esas palabras, bien por quienes es­taban encantados de poder tranquilizarse tan fácilmente.

Pero lo que, por el contrario, yo quería decir es que desde nuestro origen somos lanzados, proyectados a la vida eterna. No existe una recompensa que se ganará más tarde, no hay que esperar una vida en el futuro. Estamos ya en la vida eterna y para siempre.

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De lo que se trata es de que, partiendo de esta evi­dencia, analicemos la realidad: puesto que viviré siem­pre la vida que ya he comenzado a vivir, ¿estoy sufi­cientemente vivo, suficientemente comprometido, soy tan feliz como para desear vivir por siempre? ¿Qué hay en mí que sea eternizable? ¿Qué elijo eternizar de mi vida? La opción se hace en el presente y, si es verdad que el hombre ha sido creado libre, será respetada. Pero, si se considera la vida como un hueco vacío que hay que llenar como sea p'ara encubrir sus carencias, ¿qué llevará consigo el hombre para enriquecer su eternidad?

¿Qué eternidad?

La pregunta que habitualmente se plantea es: «¿Tienes lo suficiente para vivir?» Yo, por mi parte, pregunto: «¿Tienes lo suficiente para morir?»

La gran pregunta que se nos hará en el momento de la muerte será: «¿Qué has amado tanto como para desear eternizarlo? ¿A quién —y a qué— amas tanto como para necesitarlo siempre? ¿Qué momentos de eternidad has conocido que fueran tan dichosos como para tener desde ahora una imagen de la eternidad que deseas?»

Nunca es demasiado tarde para poner manos a la obra, pero no hay tiempo que perder.

Así pues, lo que se impone hacer respecto a los ancianos no es prepararlos para morir, para desligarse de todo, sino, por el contrario, incitarlos a dar impor­tancia a los verdaderos valores, de los que podrán vivir para siempre. Habría que hacerles comprender que aque­llos que los han amado y los han precedido esperan que se reúnan con ellos con un corazón joven, amante, di­choso; con un corazón que aspire a aprender y a abrirse

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cada vez más. Hay que dejar de pensar que renunciando a todo es como se compra la recompensa eterna. No siempre el desapego es una virtud, podría no ser más que una muestra de desinterés. Por el contrario, el jus­to apego a una vida de amor, de fraternidad, de crea­ción, la admiración por todo lo que la vida no deja de ofrecernos, la apertura a todo lo que aún tiene que enseñarnos, ¿no es la mejor preparación para vivir por siempre?

Lo que me molesta en la concepción de una vida futura es que generalmente se entiende como si hubiera que prepararse para un gran cambio, como en el teatro, cuando las luces se apagan un instante y vuelven a en­cenderse en un decorado completamente transformado. Es algo que me parece ingenuo. Todo el mundo espera que las cosas cambien, pero yo creo que ésa es la imagen misma del infierno: al que le va mal en el matrimonio, por ejemplo, espera cambiar de pareja o, al menos, que su pareja cambie; envidia la independencia del soltero que, por su parte, aspira a casarse. Todos esperan que su existencia se transforme, por fin, según sus deseos inmediatos. El cielo, por el contrario, es estar tan ar­moniosamente adaptado a la propia vida que sólo se desee una cosa: que dure. En esto consiste lo que cambia por entero la manera de afrontar la vida.

Otro error de la mentalidad tradicional es imaginar un cielo inmóvil que consistiría en contemplar indefi­nidamente la perfección divina. Tal ideal estático no resulta atrayente para la personas realistas. Por el con­trario, la imagen del cielo debería consistir en la exal­tación de todas las facultades humanas. ¿Cómo no ima­ginar que un ser desee aprender, amar, crear y desarro­llarse cada vez más y mejor? ¿No tienes tú, como yo, una curiosidad inextinguible? ¿O es que has perdido el

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interés por los seres y por el futuro del mundo? ¿Y crees que eso puede ser estar maduro para el cielo?

No, nada de vida futura, nada de un cielo que nos paralice para siempre, sino vivamos, desde este instante, una vida que no cese de desarrollarse.

Los verdaderos valores

Se dice a menudo: «¡Qué misterio, la muerte! ¡Nadie ha vuelto jamás para hablarnos de ella!»

Yo diría más bien: «¡Qué misterio, la vida! ¡Cuánta riqueza hay en ella, pero también qué desconocida es!» ¿Quién soy yo para mí mismo? ¿Qué son los demás? ¡Cuántos espacios hay en nuestro interior donde poder acogerlos con toda su riqueza... cuando hemos ahon­dado en la nuestra! Hay en nosotros lugar para todo el mundo cuando nos empobrecemos para acoger toda po­breza. ¡Qué extraordinaria experiencia —yo lo llamo experiencias de eternidad— cuando el interior de alguien se manifiesta por primera vez hacia el exterior, cuando se libera de sí mismo transfigurándose! Igualmente, hay un lugar en nosotros para toda inspiración, para reco­nocer toda generosidad verdadera, todo amor auténti­co... si hemos ahondado suficientemente en nosotros mismos.

Cuando me di cuenta de ello, en un momento de mi vida, llegué a preguntarme si no habría sido de hecho demasiado rígido, demasiado trabajador, poniendo siempre el deber por encima de todo. Si hubiera tenido que dejar esta vida en aquel momento, ¿habría llegado a saborear sus verdaderos valores? Imagínate qué triste

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sería devolver la vida a Dios diciéndole: «Toma de nue­vo mi vida, te la devuelvo encantado... ¡para lo que me ha dado...!»

De joven, yo estaba completamente dispuesto a mo­rir; me resultaba indiferente. Y en la guerra, al ver a tantas personas que se aferraban a su vida a pesar de que con frecuencia era muy dura, me asombraba que estuvieran tan apegados a ella. Pero yo era un necio. No estaba unido a nada, y el ser «valiente» no suponía ningún mérito. Tenía una indiferencia inhumana.

No se ama la vida por lo que nos da ni por lo que ha hecho por nosotros; amamos la vida por lo que no­sotros hemos hecho por ella, por el camino que hacia ella hemos recorrido. Nos unimos a la vida a fuerza de apertura y donación, de reconocimiento y amor.

También me ha hecho falta mucho tiempo para com­prender que si al morir no dejaba detrás de mí más que mis ideas, sería bien poca cosa. Es verdad que los mo­mentos de creación son exaltantes, pero ¿llegaré alguna vez a decir lo que quisiera? ¡Ni siquiera eso!

En una ocasión, tuve una experiencia que me marcó: Estaba yo en el maquis y asistía a un condenado a muer­te. A su alrededor, todos estaban crispados, desasose­gados. El condenado, por su parte, no prestaba atención a nadie. Miraba a su alrededor con los ojos muy abiertos, como si, in extremis, aún quisiera aumentar su bagaje vital. Quizá se daba cuenta de que no había sino pasado por la vida y quería seguir impregnándose de ella.

Y tú —me pregunté a mí mismo— si estuvieras en su lugar, ¿qué te llevarías contigo? Ante la escasez de mi bagaje existencial, comprendí que me urgía vivir.

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Eternidad: una opción de vida

No puedo negar que he estado muy interesado en las confidencias de todas las personas a las que la ciencia ha permitido volver de situaciones de coma profundo o de lo que habitualmente se considera «muerte clínica». Es cierto que las definiciones de estos términos son provisionales. Se puede, sin duda, afirmar que tales personas no estaban realmente muertas, ya que han po­dido contarnos su experiencia. Pero no se puede negar que han superado lo que comúnmente se considera como la frontera de la vida. Lo sorprendente es constatar la concordancia de todas esas experiencias, sea cual sea la religión de los que han pasado por ellas. Y si no puedo evitar sentirme impresionado por esos testimonios, es porque despiertan en mí un eco de verdad, de algo ya experimentado. ¡Cuántas de estas personas que han sido reanimadas afirman haber asistido, distanciadas de su cuerpo, a los esfuerzos que se realizaban sobre él para devolverlo a la vida! Después podían contar detallada­mente todo lo que había ocurrido mientras se las creía muertas... o casi. Muchos también afirman haber asis­tido, en un instante, al desarrollo de toda su pasada vida, que se les presentaba en un clima de amor y de ausencia de juicio. Eran ellos mismos quienes tenían que juzgarse... «Tampoco yo te condeno», dijo Cristo. Y puede constatarse que, más tarde, la mayor parte de esas personas vuelve a la vida con un estado de ánimo muy diferente del que tenía antes. ¿No será porque han descubierto en ellos una dimensión que hasta entonces ignoraban? Afirman que quieren por fin vivir, amar, formarse, darse a los demás... ¿Por qué? Porque sienten que tienen que incrementar su bagaje existencial a fin de prepararse para vivir eternamente.

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Generalmente consideramos que hemos recibido al nacer un cierto capital para gastar, una determinada can­tidad de energía física que inevitablemente va a ir dis­minuyendo. La tentación habitual es, entonces, identi­ficarse con esa cantidad de energía y considerar que es normal decaer al mismo tiempo que ella. Esto es total­mente lógico si creemos que nuestra vida se interrumpe junto con nuestra vida biológica. Por el contrario, ese capital que se nos concede debería servirnos de punto de partida, de rampa de lanzamiento hacia una vida eterna de recursos ilimitados. Si creyésemos verdade­ramente en ello, aprovecharíamos desde ahora al má­ximo esta asignación de energía para forjar una perso­nalidad capaz de surgir totalmente renovada el día en que el trampolín se desplome. No creamos que la in­mortalidad es algo ya hecho, prefabricado. Al contrario, nuestra eternidad depende de nosotros mismos; será, no la recompensa a nuestras virtudes, sino el fruto de una opción de vida deliberada.

Rechazo del espejo

Nuestra época ha visto iniciarse un movimiento des­tructivo y mortífero: el del culto a la juventud, el del «siempre joven». Todo el mundo quiere seguir siendo joven o, al menos, parecerlo. Nos negamos a admitir que envejecemos y nos aferramos, a veces desespera­damente, a ese instante de nuestra evolución que irre­mediablemente debe ser superado. ¿Qué decir respecto a ello? El mundo actual está fascinado por la juventud, porque tiene miedo a la muerte y no tiene con qué afrontarla. Ahora bien, la juventud y el dinero son las dos murallas protectoras que nos permiten olvidar la muerte. Por eso la expresión «¡pobre viejo!» es verda-

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deramente el culmen de la lástima. Ya no queda ni la seguridad de la juventud ni la del dinero. Sin embargo, qué falsas seguridades, pues no faltan ni los jóvenes ni los ricos muertos. Para preservar esta imagen de la ju­ventud, el mundo moderno se rodea de todos los sím­bolos de la vitalidad desenfrenada.

A los viejos se les aparta cuidadosamente. La imagen que nos reflejan nos es insoportable, y tranquilizamos nuestra conciencia confiándolos a los especialistas, al mismo tiempo que nos persuadimos de que no podemos hacer nada más por ellos. En realidad, tememos hasta tal punto nuestra propia muerte que rechazamos la de los demás. ¿Y por qué? Porque creemos que la muerte es el final de todo.

Sin embargo, qué deshumanización tan terrible re­ducir el valor de la vida a su débil y frágil comienzo. La juventud es tensa, precipitada, acosada por deseos e inquietudes; no tiene tiempo para ser joven. La violencia de los impulsos que la habitan la ciega respecto a los valores que podrían serenarla. Desprecia porque no sabe apreciar. Afirma demasiado para darse tiempo para com­prender. Bebe demasiado ávidamente en la fuente para escucharla, verla, gozarla. Y por miedo a perder una ocasión, se deja atraer por todas. Porque detenerse en algo, elegir un camino, es renunciar a otros mil, es ver cerrarse otros mil senderos. La vida le ofrece demasiado, y ello supone innumerables renuncias... Y eso le resulta insoportable.

Discernimiento

El hombre que envejece debe optar, de grado o por fuerza. La vida implacablemente le llevará de nuevo ante su problema hasta que acepte su elección, pero no

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refunfuñando, insultando al cielo, tratando de eludirla de mil maneras, sino con alegría. Entonces avanzará sin reparar en obstáculos, con confianza, sabiendo que todo lo que le ocurra estará bien. Descubrirá con sorpresa que está rodeado de pequeñas cosas gratas que era in­capaz de ver mientras estaba preocupado por lo que le faltaba. Mirará con comprensión a quienes dirigen hacia él su rostro desdichado, todavía ignorantes de que tam­bién ellos pueden ser libres y felices. Los acogerá con compasión, sabiendo que aún tienen un duro camino por delante y, si puede, recorrerá con ellos ese camino por el que tan doloroso resulta andar solo.

Sí, feliz aquel que revive la frescura de la infancia en la paz de la madurez; aquel que sabe mucho, pero todavía es capaz de asombrarse; aquel que se conoce y no se rechaza.

Pero ¡qué camino hay que recorrer para alcanzar esa serenidad! Nos empeñamos durante mucho tiempo por alejar de nosotros la etapa más enriquecedora de nuestra vida..., encerrándonos en la idea de que la vida sólo puede declinar, cuando ése es el tiempo de la recolec­ción.

¿Cómo conocer la riqueza de los descubrimientos que puede hacer un enfermo o un anciano, y la riqueza de las experiencias que puede vivir un minusválido? ¡Y qué decir de la riqueza de la comunicación que se puede compartir con un moribundo al que se ayude a nacer a la verdadera vida!

Nos obcecamos en reducir nuestra vida a un corto período, que no es necesariamente el más interesante.

Dijo el profeta: «No desprecies tu propia carne», pero tu propia carne eres también tú enfermo, sufriente,

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disminuido, envejecido. Y lo es también todos los que nos rodean, todos los que nos revelan que son frágiles como nosotros, feos como nosotros, mortales como no­sotros. Tenemos mucho que recibir unos de otros, pues la vida no cesa de progresar. Cada ser, cada etapa, tiene algo que enseñarnos.

Una experiencia que supera la muerte

Me gusta recurrir al Evangelio, porque es tan expresi­vo... Ved al joven rico. En él están perfectamente re­presentados los dos escollos que he intentado describir: era joven y era rico. Estaba apegado a sus riquezas, y Cristo le dijo: «Ve, vende lo que tienes y sigúeme». Cuando leí esto en mi juventud, tuve la misma reacción que aquel catecúmeno que me dijo un día, cuando le explicaba las bienaventuranzas: «Vaya, después de esto, no queda más que pegarse un tiro». Imagínate: ¡ser feliz siendo pobre y perseguido! He necesitado un cierto tiem­po para ser capaz de oír el «sigúeme» de Jesús. ¿Qué quiso decir con él? «Ven, libérate de toda traba, y podré hacerte entrar en la vida. Te entusiasmaré con expe­riencias de vida, con la aventura de vivir. Te daré a conocer todo lo que tu riqueza te impedía encontrar: a los pobres, los enfermos, los mitusválidos, los mori­bundos, los leprosos, los paganos..., las prostitutas; en resumen, a la humanidad. Conmigo conocerás el mundo; llegarás por fin a estar vivo. Es maravilloso. Tu riqueza hasta ahora te había inmovilizado e insensibilizado. Yo te doy por fin una oportunidad, ven, vayamos juntos». «Pero —dice el Evangelio— el jo-ven se fue muy triste, porque tenía muchos bienes».

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Jesús nos ofrece a todos una aventura de vida, una aventura de comunicación, una maravillosa experiencia.

Recuerdo también aquella experiencia de Juan el Bautista. Está en la cárcel y duda. Entonces envía una embajada a Jesús para preguntarle: «¿Eres tú el que esperábamos o debemos aguardar a otro?» Lo que sig­nifica: «Lo que haces no es tan convincente». Como todas las gentes de su tiempo, Juan Bautista esperaba un liberador, pero la liberación no llega nunca cuando ni como la deseamos. Recordad la respuesta de Jesús: «Id a decir a Juan el Bautista lo que veis y oís: los ciegos ven, los cojos andan, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres que son amados, que pueden ser saciados y que forman parte de la comunidad humana». Esto quiere decir: «Hay, por mi presencia, una fuerza de vida que es operante, una fuerza de vida que actúa en la vida, una fuerza tan poderosa que domina a la muerte».

Cuando se ha conocido y experimentado esta fuerza de vida, ya no se teme a la muerte. Pero entre nosotros, por desgracia, los ciegos siguen siendo ciegos, los sor­dos siguen siendo sordos, los cojos andan con dificultad y los leprosos y moribundos son cuidadosamente apar­tados. En cuanto a los muertos, muertos siguen, y los pobres no reciben ninguna buena noticia. El resultado es que nadie tiene fe en la vida, nadie tiene experiencia del dinamismo que hay en una vida verdaderamente vivida. Cuando no se cree que el amor es capaz de dar pan a los que no lo tienen, ¿cómo creer que existe en nosotros una fuerza capaz de vencer todo lo que hay de negativo en la existencia? Hay tantos seres que han muerto antes de morir, que se han dejado llevar úni­camente por su vida biológica, en lugar de utilizarla para crearse a sí mismos.

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Plenitud

Con frecuencia, dejo extrañados a quienes me escuchan al afirmar: «Debemos ser felices de inmediato, si no, no lo seremos nunca». Es una frase difícil de entender, pero reflexionemos: si nuestra felicidad dependiera de lo que nos falta, nunca seríamos felices. Si no sabemos apreciar lo que tenemos, si no nos esforzamos en crear una vida cuyo sabor apreciemos, si simplemente espe­ramos una vida feliz, no la obtendremos nunca. Hemos de encontrar nuestras razones para ser felices allá donde estemos, en cualesquiera que sean nuestras condicio­nes... lo que no significa que nos esté prohibido me­jorarlas.

Comprendamos bien esto: de nosotros sólo morirá lo que ya esté muerto, lo que no hayamos sabido man­tener vivo. Lo que se depositará en nuestra tumba no será un cuerpo que volverá algún día a ser lo que fue. No, allí se depositará un desecho que ya es inadecuado para la vida. Lo que de nosotros resucitará será nuestra personalidad viva, la que hayamos sabido crear a partir de nuestros propios elementos. Sólo la vida es portadora de vida. Sólo un ser vivo que ama, que confía en la vida, puede contagiar vida. Sólo él nos convence de que esta vida es más fuerte que la meramente biológica y puede durar para siempre. No hay vida verdaderamente humana si no estamos habitados por la esperanza de vivirla plenamente, de sacar partido de todas sus etapas y de aprovecharla para enriquecernos. De hecho, todo nuestro trabajo consiste en prepararnos para «despegar», para después aterrizar en un espacio más vasto.

La auténtica conversión consiste en el encuentro con una realidad de la que ya se vivía, con una palabra de

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verdad que ilumina. En este sentido, el Evangelio es para mí una revelación.

Jesús habla muy poco de la vida después de la muer­te. Se refiere a ella en los términos convencionales de su época. Menciona una boda, un banquete, el vino nuevo y el paraíso para el buen ladrón.

Pero, en su enseñanza, Jesús habla de una vida eter­na, que no es en absoluto futura, en la que hay que participar de inmediato. Una vida que hay que vivir desde el momento presente. Jesús habla de una con­versión inmediata, por la cual quien comienza a creer en él tiene la vida eterna y jamás verá la muerte.

La predicación evangélica tiene un carácter de ur­gencia. No esperéis, no os hagáis ilusiones sobre una vida futura que vais a merecer por vuestras buenas obras. No; el reino de Dios está «ya» en medio de vosotros. ¿Participaremos en él o nos quedaremos fuera? Hay que decidirse ahora mismo.

Con qué vivir para siempre

Jesús nos dice: «Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Quien vive y cree en mí no morirá jamás».

Ésta es la fe en la resurrección. Quien esté animado de esta fe, animado por este mismo amor, tendrá con qué vivir para la eternidad.

Vivirás para siempre de aquello de lo que has em­pezado a vivir ahora.

Todos hemos experimentado ya el reino de Dios, desde el momento en que los hombres se aman, en que

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establecen entre ellos una verdadera comunicación, un verdadero reparto de los bienes, de la palabra, del per­dón. Nunca existirá otra vida sino la que hayamos co­menzado ya a vivir. No hay otro mundo. Y si Cristo está con nosotros hasta la consumación de los siglos, siempre está ocupado en la redención, en la liberación, en la reunión de todos los hijos de Dios para que formen un solo cuerpo.

En definitiva: ¿optamos desde ahora por vivir con Él para la eternidad?

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2 Un sentido para la vida

Cada uno de nosotros es, mediante toda su existencia, el testimonio, la expresión, la manifestación del sentido que da a su vida. Una vida justa, un instinto certero del valor de la vida, aun cuando no se pueda expresar o se exprese mal, vale infinitamente más que la expresión adecuada de una vida mal vivida. Para míes un principio absoluto que todo lo que se vive y se piensa realmente tiene un valor ante el cual se inclinan todos los argu­mentos. Creo que lo que ha dado profundidad a la in­fluencia de Jesús es que él revelaba, mediante su propia vida, un sentido que todos percibimos veladamente. No me refiero a los intelectuales que habían separado sus ideas de su vida, sino a las gentes sencillas que, por el contrario, sentían de inmediato que Jesús los conmovía y les hablaba certeramente. Verificaban por sí mismos la autenticidad de su palabra y reconocían en lo que decía lo que no habían podido pensar por sí mismos, pero percibían como verdadero. Todo el mundo tiene un conocimiento de Dios; todo el mundo tiene un co­nocimiento de la verdad, aun cuando no lo sepa. Lo único que podemos hacer por los demás es levantar un poco el velo que oculta a esa presencia. Lo esencial de

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la enseñanza religiosa debería apelar, como hacía Jesús, a la experiencia. Es inútil hablar de algo que no sea la riqueza que se halla en cada uno. Y entonces es cuando la palabra, en lugar de encadenar a un amo del que se es tributario, nos libera. Al reconocer en nuestra ex­periencia la verdad de lo que se nos ha enseñado, es como podemos empezar a caminar con nuestro propio bagaje vital.

Es evidente que para muchos hombres de nuestro tiempo la vida carece de sentido. Su vida les parece absurda, y se trata de un fenómeno cada vez más ex­tendido. ¿Por qué este cambio? Porque antaño no había elección: la búsqueda de la subsistencia ocupaba cada instante; se estaba obligado a sobre-vivir. Por otra parte, había un consenso, existía unanimidad en aceptar una concepción indiscutida del universo. Todo el mundo creía, sobre poco más o menos, que el sentido de la existencia conducía al cielo, al infierno o al purgatorio... o, como decía el padre Ganne, a anexos más o menos caldeados.

Actualmente, la mayoría cree que no hay ni Dios ni vida futura. Os confieso que a mí esto no me disgusta, porque ambos constituyen falsas soluciones al problema de la vida. Vivimos una época de exterioridad, en la que el vacío anímico y la incertidumbre generalizada producen personas desorientadas. La preocupación prin­cipal es la producción de objetos, el cambio de objetos (de coche, de frigorífico, de vestidos, de marido, de mujer), de cualquier cosa que pueda proporcionar la esperanza de que todo vaya mejor. Se trata de una ci­vilización de la exterioridad, terriblemente eficaz, hay que reconocerlo, pero que sofoca toda forma de vida interior. Hay que distraerse a cualquier precio para evitar

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pensar. El resultado es que las personas de nuestro tiem­po no saben disfrutar de la vida. Por tanto, es urgente preguntarse por el sentido de la vida, por su utilidad. Pero ¿cómo encontrar un sentido a la vida antes de haberla experimentado y amado? Esto es lo que más necesita el mundo y de lo que más carece. En este terreno, tenemos que reaprenderlo todo, pues a este res­pecto hemos sido muy maltratados. Ni siquiera sabemos cómo usar las funciones más simples, como, por ejem­plo, la respiración. Luego, mientras no se haya expe­rimentado, sentido y amado la vida, ¿qué se podrá decir de ella? No se vive cuando sólo se vive de intenciones, buscando razones para vivir. Muchos llenan su vacío con ocupaciones, con distracciones e incluso... con «de­beres». ¿Hay algo más triste que negarse el derecho a vivir? Creemos que debemos justificar nuestra vida por la producción, el rendimiento, la eficacia, como si la existencia personal no tuviera valor. ¡Cuántas prótesis nos hemos fabricado para eximirnos de vivir! Pues bien, darse cuenta de lo que es la vida, de la riqueza que hay en cada uno de nosotros, de la posibilidad que se nos ofrece de libertad y de amor, es la primera consciencia de Dios que tenemos.

Gozar de Dios es gozar de la vida

No sientes más amor y respeto por Dios que los que sientas por tu propia vida. No tienes más confianza en Dios que la que tengas en tu vida, porque son lo mismo. «He venido para que tengan vida». «Doy mi vida, soy la vida. Quien crea en mí vivirá...» Gozar de Dios es gozar de la propia vida. Sólo podemos gozar de Dios en nuestra vida, en la riqueza interior que va creciendo cuando creemos en nosotros y en la vida. Dios no es una idea en nuestra cabeza; no nos serviría de nada.

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Dios debe ser sentido, vivido personalmente en cada instante de nuestra vida, pues lo que él nos ofrece es su propia vida, una vida plenamente humana. Puede tra­tarse incluso de una vida de enfermo, y una vida de enfermo puede ser muy hermosa si se vive de la vida misma de Dios.

En tal caso, ¿es buena idea orar pidiendo curación? ¿Quién puede saber si es bueno para el enfermo curarse? Lo que hay que hacer es ayudarle a ser feliz estando enfermo, cuidarle, alegrarle con nuestra amistad, nues­tras visitas, nuestras atenciones; con todo lo que nos parezca interesante y que le permita participar de la vida.

Es bueno orar para que el enfermo sea feliz aun estando enfermo. Quizás entonces esa misma felicidad le cure. Yo creo en esa clase de milagros.

Creo que a Dios le ha parecido bien crear seres vivos que se abran a la vida, progresen, se amen, crezcan y sientan la alegría de vivir. Tal es la misión que nos confía en la tierra. Y la mejor acción de gracias no consiste en entonar alabanzas, sino en existir en pleni­tud, en resplandecer de felicidad, en testimoniar que estamos habitados y animados. El cristiano no es alguien más inteligente, instruido y virtuoso que los demás; es alguien que se sabe «habitado» y que, por ello, expe­rimenta una alegría y una confianza extraordinarias.

Nosotros elegimos nuestra vida

El sentido de nuestra vida es el que nosotros le damos: siempre nos sucederá lo que verdaderamente queramos, nuestra voluntad auténtica, profunda, siempre es eficaz. Dios, dice la Biblia, ha entregado al hombre a sí mismo. Un niño, ante lo que le ocurre, puede decir: «Yo no

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quería que pasara eso, no lo he hecho aposta». Pero un adulto, si reflexiona, sabe que es responsable de su destino. Los hombres alcanzan siempre lo que verda­deramente quieren, por eso, desgraciadamente, muchos no llegan a nada, porque no han querido verdaderamente nada, o lo han querido todo, lo que también es una manera de no querer nada. Cuando deseáis todo, no queréis elegir; y si no elegís, no queréis nada.

El Evangelio dice: «Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a ser cono­cido». Lo que nuestra vida revelará a todos, será lo que deseábamos en lo más oculto de nosotros mismos. Lo que decimos en secreto será gritado desde los tejados. Somos el resultado de lo que verdaderamente hemos querido. ¿Y el azar?, me diréis. A nosotros corresponde decidir qué hacer con lo que se llama azar: nosotros lo transformamos.

Barres decía que todas las realizaciones de la edad madura son el resultado de un gran sueño de juventud. Es algo que puede parecer romántico, pero todos vivi­mos lo que soñamos.

Hay un refrán que dice: «Dime con quién andas y te diré quién eres». Yo digo: «Dime que te obsesiona y te diré en qué te convertirás». Jesús decía: «Con un poco de fe moverás montañas». Alcanzarás aquello en lo que creas. Pero lo que creas, no con una fe religiosa, he­redada, aprendida, sino con una fe vivida. Seremos juz­gados por nuestros frutos, y lo que hemos querido se sabrá constatando el punto al que hayamos llegado. Cuál era la savia profunda del árbol, se verá al descubrir el fruto que aparecerá en el momento de la cosecha. Las presuntas buenas intenciones pavimentarán el infierno, pero el cielo brillará con los actos que hayamos realizado voluntariamente.

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Jesús decía que para curar hacía falta tener fe. Hacía falta, pues, que el enfermo cambiara, no que Jesús le cambiara. Hacía falta que cambiara de nivel, de orien­tación, de voluntad profunda; en una palabra, que cam­biara de fe. Al acercarse a Jesús, manifestaba que tenía fe en él, que esperaba que Dios actuaría por la fe de Jesús. Pero comprendía que Dios podía actuar en él a partir de su propia fe. Flaco servicio le habría hecho Jesús creyendo por él.

Lo que nos ocurre se nos asemeja o se nos asemejará, pues haremos de ello algo que será asimilado por no­sotros, integrado en nosotros mismos. De alguna ma­nera, somos responsables de ello.

Yo considero que existe una sorprendente evidencia: todos somos, en definitiva, lo que hemos querido ser. Somos nosotros quienes damos su sentido a nuestra vida. La prueba es que ¿quién estaría dispuesto a cambiar su suerte por la de otro? No cambiar su salud, su fortuna, su inteligencia, su marido, su mujer. No, lo que yo digo es intercambiar su ser con el de otro. Pues bien, nunca he encontrado a nadie que lo deseara. Yo, por mi parte, a pesar de todas mis ambiciones, nunca he deseado cambiar de ser. Si lo que digo es cierto, ello significa que en lo más profundo de nosotros mismos somos exac­tamente lo que queremos ser; significa que cada uno de nosotros, aun sin proponérselo, se siente a gusto con su propia identidad. Nuestra vida, tal como es, revela nues­tros deseos y nuestra voluntad. Sólo hay un medio de cambiarla: cambiar de voluntad.

Si echamos sobre otros la responsabilidad de nues­tros actos, sobre nuestro marido, nuestra mujer, nuestro entorno, Dios o el diablo, jamás cambiaremos, lo que significa que, en definitiva, aun cuando a veces afir­memos lo contrario, nos sentimos muy bien como so-

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mos. Debemos reconocernos en el espejo que nos pre­senta nuestra existencia. ¿Me he hecho a mí mismo o he consentido dejarme modelar por el exterior? El único medio de saberlo es consultar nuestra voluntad profunda, nuestro verdadero ser. Pero, como por lo general vivi­mos superficialmente, sofocamos las protestas de nues­tro ser profundo y permanecemos sordos a sus llamadas.

Poseemos dos «yoes»: uno que se agita en la periferia del alma, que reivindica, se afirma y vive con el temor de no alcanzar el reconocimiento. El otro es el yo cen­tral, profundo, que actúa también constantemente, pero con una intensidad tan serena que su inquieto compañero le cree pasivo, adormilado. Existen, por tanto, el yo superficial, ligero como la espuma, y el yo profundo, que es el tiempo de Dios, esbozo y capacidad de Dios. ¿Cuál de ellos elegimos ser?

Lo esencial del hombre se encuentra en el lugar de confluencia entre Dios y él. Ése es el sentido profundo de esta frase: «Creed que cualquier cosa que pidáis a Dios, ya la habéis recibido». Todo está en nuestro in­terior. Si lo creemos, nuestra voluntad profunda será siempre eficaz. A ese nivel, nada nos será imposible. La fe no procede de la voluntad o de la reflexión mental, es una realidad en nuestro cuerpo, una certidumbre viva de nuestro ser.

Jesús nos hizo una revelación revolucionaria, tanto para su época como para la nuestra: cada hombre es hijo de Dios y está llamado a la divinización. Cada hombre es el lugar de una oferta permanente de Dios. Jesús nos dice: «Estáis salvados, estáis perdonados, el reino de Dios está en vosotros si aceptáis creer en él, abriros a él, que él os haga vivir. No tenéis que hacerlo venir, está ahí, dentro de vosotros. Tenéis que explorarlo, ana-

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lizarlo, aprovecharos de él. Y entonces, a partir de ahí, sabréis quién deseáis verdaderamente ser».

A lo largo del Evangelio, Jesús se empeña en hacer comprender a sus apóstoles y a sus interlocutores que él es como ellos. Pero nadie le cree. Jesús dice: «Por mí mismo nada puedo hacer. Nada digo por mí mismo. Pero el Padre está conmigo y él realiza sus obras. Todo lo que está en él está en mí. Todo lo puedo en Aquel que me fortalece». Pero nadie lo creyó verdaderamente, y de esa manera se ha hecho fracasar perpetuamente su enseñanza. Cristo es nuestro liberador porque es quien nos lo revela. Se mata diciéndonos que todo es posible para el que cree, y que se hará según nuestro deseo.

¿Tenemos con qué superar la muerte?

«En lo referente a la inmortalidad, no examinar a fondo lo que otros han dicho y renunciar a saber antes de haber hecho todo lo posible es propio de apáticos y cobardes. Pues es absolutamente necesario o aprender respecto a ella de otro o encontrarla uno mismo o, en definitiva, si ambos sistemas son imposibles, elegir entre todos los razonamientos humanos aquel que parezca el mejor, el más difícil de refutar, y arries­garse en él, como en una frágil barquilla, para llevar a cabo la travesía de la vida» (Platón).

Creo que la vida después de la muerte es una cuestión de fe, pero también de razón. ¿Encontraremos razones suficientes para dar fe?

Hay paz en la nada, pero hay otra paz que merece la pena vivir: la paz del amor, de la alegría de descubrir todas las potencialidades de vida que se intensifican en nosotros sin cesar. En nuestras experiencias de vida encontramos con qué superar la muerte.

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Podemos experimentar desde ahora, en nuestra vida, el sabor de la vida eterna, pero también podemos en­tregar nuestra vida de inmediato por una causa justa.

La palabra «supervivencia» tiene dos sentidos. En primer lugar, indica «super-vida», una vida vivificada, una vida que llama a todo el ser a realizarse plenamente. El otro sentido del término hace referencia a que la vida continúa después de la muerte aparente. Ambos signi­ficados se encuentran. La cuestión, en efecto, no es saber si existe una vida después de la muerte, sino más bien tener la certeza de estar lo bastante vivos como para continuar viviendo más allá de la muerte. Por tanto, no nos preguntemos si seguiremos estando vivos después de la muerte, sino si estaremos cada vez más vivos antes de que ella nos llegue.

Si nos hemos limitado a dejarnos llevar por la vida, sin asumir su sentido, ¡qué fácil es comprender a quienes no desean proseguirla!

El hastío de vivir no produce deseos de continuar viviendo. Es verdad que vivimos con el temor al final de la vida, que tememos el sufrimiento. Pero, si después hay la misma nada que ahora vivimos, no deberíamos asustarnos, ya que la situación no ha cambiado. Pero, en ese caso, la vida tras la muerte es más una amenaza que una promesa.

Así pues, establezcamos entre nosotros, desde este momento, relaciones gozosas, vivas, estimulantes, ale­gres, pues viviremos siempre lo que hayamos comen­zado a vivir hoy.

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La prueba de la libertad

Sólo conozco una moral: «Haz todo lo que quieras, pero haz algo que sea tan bueno como para que pueda durar por siempre». Cuando se oye: «Haz lo que quieras», se experimenta un sentimiento de alivio, de libertad; se piensa en unas vacaciones, en una buena comida, en dejar a la mujer, al marido, el trabajo... para partir a la aventura. Sí, ¿pero lo quieres para siempre? Hombre, estar siempre de vacaciones, separado de los míos, de mis amigos; estar siempre en la carretera es demasiado. Pero entonces ¿qué puede durar para siempre? Todo se resume en esto. Si no tenemos el anhelo, el deseo de la vida eterna, os lo ruego, no creamos en ella. Sería una penitencia. Pero si vivimos de fe, de amor, de esperanza, de amistad, de fraternidad, de deseo; todo ello conti­nuará desarrollándose indefinidamente.

Vivimos al mismo tiempo dos clases de vida: una vida y una supra-vida. En principio, vivimos una vida biológica, innata, impuesta. Para traernos al mundo, no se nos preguntó nuestra opinión. ¡Difícil habría sido, porque no estábamos allí! Pero a nuestra muerte, se nos preguntará: «Ahora que has experimentado la vida, ¿quieres proseguirla?» En eso reside nuestra libertad. Yo creo que entonces se actuará de acuerdo con nuestros deseos. Si deseamos la aniquilación, tendremos derecho a ella, aunque yo creo que Dios desplegará, para seguir tentándonos, mil astucias de amor. No creo en el infierno tradicional, sino en que, a fin de cuentas, Dios respetará nuestra opción y nos dirá: «Hágase tu voluntad». En­tonces todo se extinguirá para nosotros si nos resistimos a él definitivamente.

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La gracia de la muerte es forzarnos a elegir. Rilke dice que la muerte es la forma más clemente de la vida. ¿Por qué? Porque, en ese momento, nadie puede escapar a la elección. Mientras vivimos, podemos no compro­meternos verdaderamente. ¿Amo la vida o no la amo? ¿Tengo o no tengo fe? Pero en la muerte, no podremos escapar a esta pregunta: «¿Quieres continuar y confiar o prefieres la aniquilación?»

Nacer a la verdadera vida

Cabe preguntarse cuánto tiempo requiere morir, cuánto tiempo requiere decidir la propia opción. Pero, si se necesitan nueve meses para surgir a la vida, podemos suponer que la muerte también precisa un período de gestación.

La vida biológica está destinada a extinguirse. El fenómeno de la entropía es lo que la hace ir decayendo progresivamente.

Pero a nosotros nos hace vivir otra vida, una vida de relación, de amor, de oración de creación..., que se despierta lentamente y que se construye y fortifica a lo largo de toda nuestra existencia, a fin de constituirnos personas plenamente humanas.

Estas dos vidas se representan por dos curvas opues­tas: la vida biológica, la vitalidad puramente física, va declinando, mientras que la conciencia de la vida es­piritual, si la cultivamos, no cesa de incrementarse. Y llega un momento en que ambas curvas se desligan.

Yo no separo el cuerpo del alma. Distingo la vida biológica y la vida espiritual; vida espiritual en la que también participa el cuerpo. En efecto, vivimos en un

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cuerpo que tiende a espiritualizarse. Para mí, el cadáver ya no es el cuerpo, sino el desecho que no ha sido espiritualizado.

Creo que nos llevaremos con nosotros algo de nues­tro cuerpo. Nuestro cuerpo es en parte espiritualizable. Es un instrumento que se transforma por la amistad, la ternura, el amor... Jesús nos da ejemplo de ello. Fijaos cómo hace brotar lo inesperado del fondo de los seres. Eso es lo que nos impulsa a realizar en el mundo.

Dios se manifiesta en el rostro del hombre. El amor se lee perfectamente incluso en el más angustiado de los rostros. El más horrible de los seres puede resultar hermoso en ciertos momentos. ¡Qué bellos nos ven quie­nes nos aman!, y es porque hacen que emane de nosotros una expresión que nunca podríamos mostrar a quienes no nos aman. ¿Por qué tenemos tanto miedo a la des­nudez? Porque no nos amamos lo suficiente como para percibir la espiritualidad de nuestro cuerpo. No acep­tamos el riesgo de ser vistos como un objeto. Pero quie­nes nos aman nos ven tal como somos, incluso a través de nuestro cuerpo, y entonces somos reconocidos en nuestra totalidad como «sujetos».

Siento especial predilección por una sorprendente afirmación de Jesús relatada en el evangelio apócrifo de Tomás. Los apóstoles le preguntaron: «Señor, ¿cuándo vendrá tu reino? ¿Cuándo estaremos contigo en la bien­aventuranza?» Y Jesús respondió sosegadamente: «Cuando, tras quitaros vuestros vestidos, los piséis con vuestros pies sin vergüenza, como hacen los niños, en­tonces el reino estará aquí». Lo que significa que nos amaremos de tal manera que por fin nos atreveremos a

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mostrarnos totalmente tal como somos. El cuerpo forma parte de nuestra espiritualidad, ya que está impregnado de energía espiritual. Cuando el cuerpo sirve de instru­mento a la vida espiritual en la ternura, el amor, la danza..., se identifica tanto con la inspiración espiritual que la traduce maravillosamente. Tomemos como ejem­plo la música: el cuerpo es quien la traduce, pero ¿acaso no es una emanación del espíritu? ¿Y la palabra y el color? Son elementos materiales que dejan de serlo cuan­do expresan algo de lo profundo de nosotros mismos.

El cuerpo espiritual

El cuerpo se libera en la medida en que el amor lo espiritualiza. Pero el cadáver no es el cuerpo. No hay una inmortalidad automática, innata, prefabricada, adquirida de una vez por todas. Jesús no inventó la inmortalidad, sino que creó las condiciones de una vida eterna. Invitaba a convertirse: «El que crea en mí jamás conocerá la muerte». «Apresuraos a convertiros», es decir, a vivir una vida de fe, de amor, de esperanza, de fraternidad, que hará que no veáis nunca la muerte. Esto es lo que Jesús reveló, pero ¡cuántos de los que le es­cuchaban ya estaban muertos! Para él resultaba más fácil resucitar a los muertos que resucitar a los vivos que tenía delante.

Jesús no vino a proponernos una forma particular de ser hombre que sólo a algunos se les concedería. Vino a mostrar cuál era la verdadera manera de vivir la vida humana, la manera de espiritualizar esta vida. Y esa vida espiritual continúa transfigurando nuestro cuerpo mientras nuestra vida biológica se va consumiendo. Del mismo modo, nuestra libertad no nos ha sido concedida desde el principio, sino que la adquirimos progresiva-

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mente. Somos nosotros quienes la ejercemos, afirmamos y tomamos conciencia de ella. Lo mismo sucede con nuestra vida eterna.

Podríamos decir que nuestra vida espiritual se cons­truye a la inversa de nuestra vida biológica. Esta última nos proporciona al comienzo un potencial máximo de energía que va consumiéndose a medida que lo usamos. Pero la vida espiritual va intensificándose a medida que tomamos conciencia de ella y la vamos desarrollando. Tenemos la opción de, o bien sumergirnos en nuestra vida biológica y malgastar nuestros recursos, o bien emerger a la vida espiritual y, al mismo tiempo, espi­ritualizar una parte de nuestro cuerpo.

De nosotros sólo morirá lo que ya esté muerto.

Lo que vale más que la vida

No contamos con pruebas de nuestra inmortalidad, pero sí con signos. Para mí la vida tras la muerte es objeto de fe, pero de fe razonable. Quiero decir que tengo motivos serios para creer en ella.

Primer signo: el reconocimiento de un valor superior a la vida

Los seres humanos siempre han actuado, incluso sin ser conscientes de ello, como si hubiera algo que superara en valor a la vida humana. Pero ¿qué? Han sentido que había algo en ellos capaz de superar a la vida biológica.

Camus, en La peste, dice: «Nada merece que te alejes del amor, y, sin embargo, yo me alejé de él sin saber por qué». La situación se plantea durante una epidemia de peste. Un periodista, a quien se ofrece la

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posibilidad de escapar para reunirse con la mujer que ama, elige, con riesgo de su vida, quedarse en medio de la epidemia para cuidar a los apestados. Tenía inscrita en sí mismo la conciencia de un valor que superaba lo mejor que había en su vida. «¿Qué valor superior a mi vida —se pregunta— me lleva a quedarme con los apes­tados? ¿Cuál es ese valor superior a mi felicidad, ya que renuncio a mi amor?»

Y Freud dice: «Cuando me pregunto por qué siempre he tratado de ser tan bondadoso y amable con los demás y por qué no he dejado de hacerlo ni siquiera cuando me causaba problemas, no encuentro ninguna explica­ción, pero siento que eso es lo justo». Pues bien, tanto Freud como Camus eran totalmente increyentes.

El hombre siempre ha reconocido que obedecía a imperativos que superaban la simple conservación de su vida y de su bienestar biológico. Porque, si sólo hubiera una vida, la moral consistiría en conservarla y preser­varla contra viento y marea. Todo se perdería al perder la vida. Interesarse por los demás sólo tendría sentido si ellos hiciesen más agradable mi propia vida, pero no al precio de ella.

La prueba de que hay en nosotros valores que su­peran lo biológico es que somos capaces de defender, aun arriesgando nuestra vida, a quienes amamos, e in­cluso a la patria o cualquier otra causa valiosa.

Helder Cámara dice: «Prefiero que me maten a ma­tar». Pero ¿preferiríais dejar que mataran a un inocente antes que matar? ¿No le defenderíais? En este caso se ve bien claro que el valor de la vida está subordinado a otros valores. Rimbaud dijo: «La verdadera vida está en otro lugar». ¿Cómo podía saberlo sino porque tenía el presentimiento, la intuición, de otra vida, en com-

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paración con la cual sufrimos por la mediocridad de nuestra vida actual? Todos establecemos una perpetua comparación entre nuestra propia vida, imperfecta e in-satisfactoria, y una perfección de la que tenemos una noción velada pero evidente. Juzgamos continuamente nuestra vida en función de un valor que presentimos en nuestro interior. Al confrontar lo que ese brote creador nos inspira con lo que hemos hecho de nuestra vida, podemos evaluar las etapas que todavía hemos de su­perar.

De alguna manera, puesto que la buscamos, todos debemos conocer la verdad. ¿Podríamos buscarla si no tuviéramos ninguna noción de ella? ¿Cómo la recono­ceríamos cuando la encontráramos? ¿Cómo la distin­guiríamos de los demás valores? ¿Cómo podríamos sen­tir tanta alegría cuando se manifiesta? ¿Por qué habría­mos de sufrir tanto cuando estamos en la oscuridad, sino porque hay en nosotros un conocimiento de la verdad velado pero activo?

Todos debemos conocer muy bien la belleza para buscarla, para sufrir por su ausencia y para ser capaces de reconocerla cuando se manifiesta. En definitiva, para sentirnos tan dichosos en cuanto la distinguimos de la fealdad.

Y, sobre todo, todos debemos saber lo que es el amor para tener tal necesidad de él, para sufrir de tal manera por no ser amados y por no amar, para saber hasta qué punto su falta nos sume en la oscuridad. Pero ¡cómo nos inunda la luz en cuanto amamos o somos amados! Análogamente, buscar a Dios significa que, de algún modo, le conocemos muy bien. No rechazaríamos las falsas imágenes que se nos presentan de Dios si no

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tuviéramos la intuición de su verdadera imagen. Sólo reconocemos la autenticidad de algo, porque su imagen nos retrotrae a una experiencia profunda que aún no ha sido revelada. ¿Cómo sufriríamos tanto por la ausencia de Dios si no supiéramos lo que supone su presencia, velada pero actuante? En la oración y en la meditación, tomamos conciencia de esa presencia en nosotros y com­prendemos que es fundamental.

Segundo signo: la experiencia del sacrificio

Cuando sacrificamos nuestra vida por una causa, o por alguien a quien amamos, sabemos con certeza que nues­tra vida biológica no lo es todo para nosotros.

Saint-Exupéry dijo: «Estamos muy ocupados del cuerpo. Lo hemos vestido, lavado, cuidado, afeitado, alimentado; nos hemos identificado con este animal do­méstico; lo llevamos al sastre, al médico, al cirujano; hemos sufrido con él, hemos gritado con él, hemos amado con él, hemos dicho de él 'soy yo'. Y, de repente, esa ilusión se viene abajo. De repente, mi cuerpo me trae sin cuidado. Mi hijo está atrapado en un incendio; nada puede detenerme, yo lo salvaré. Me quemo, pero ni lo siento. Dejo estos pingajos de carne a quien los quiera. Descubro que no me importaba tanto lo que antes tanto significaba. Ante el salvamento de mi hijo, me transformo y no tengo la sensación de perder con el cambio. El fuego ha logrado que cayera, no sólo la carne, sino, al mismo tiempo, el culto a la carne».

En una situación así, el hombre deja de interesarse por sí mismo, pues sólo le interesa aquello que le hace vivir. Si muere, no desaparece, se confunde con la causa por la que vive. Siente nítidamente que no pierde su parte espiritual, se hace uno con su amor, con su ideal,

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con su espiritualidad; se hace uno con su Dios. No se pierde..., por fin se encuentra.

No es éste un discurso moralizante. Es una verdad habitual, una verdad cotidiana que una ilusión también cotidiana recubre con una impenetrable máscara. Sólo en el instante de abandonar este cuerpo biológico se descubre, con estupefacción, lo poco que suponía para nosotros. Esto representa para mí una de las mayores verdades humanas.

Desde siempre, los hombres se han sacrificado con una facilidad con frecuencia desconcertante por causas que les apasionaban. Sólo se dividen respecto a la elec­ción del valor que merece su sacrificio.

Tercer signo: la experiencia del tiempo

Estamos a la vez en el tiempo y fuera del tiempo. Jesús nos dice: «Estáis a la vez en el mundo y fuera del mundo». Si estuviéramos enteramente en el tiempo, flui­ríamos con él sin darnos cuenta. Ahora bien, nosotros asistimos a la fuga del tiempo. Es un poco como lo que ocurre cuando nos encontramos en un tren parado. Si en la vía de al lado se pone en marcha otro tren, no sabemos cuál de los dos está realmente en movimiento.

Necesitamos un punto de referencia exterior para saber si hay movimiento. También la tierra está en mo­vimiento continuo, pero no lo percibimos porque gira­mos con ella. Si estuviéramos situados en la luna, ve­ríamos girar a la tierra. Igualmente, si estuviéramos por entero en el tiempo, no captaríamos cómo transcurre. Pero, como estamos a la vez en el tiempo y fuera de él, tomamos conciencia de su fluir. El tiempo físico es la

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medida de un movimiento. Pero nuestro tiempo interior es diferente. Por otro lado, el tiempo físico puede pa­recemos o muy corto o muy largo, según el contenido espiritual que en él pongamos. Nuestra vida espiritual es la verdadera medida del tiempo.

La conciencia de un valor superior a la vida, la experiencia del sacrificio y la experiencia del tiempo son para mí signos de nuestra inmortalidad.

La eternidad en el tiempo

En nuestra vida cotidiana, también se presentan expe­riencias del más allá, ráfagas de eternidad, experiencias de vida espiritual que nos hacen comprender la realidad de esta vida fuera del tiempo, al margen de la vida biológica.

Primera experiencia: el arte

El arte es la expresión de nuestra nostalgia de un mundo diferente, de un universo más expresivo, más vivo, más elocuente, más significativo, más rico y más espiritua­lizado que el nuestro. En esto consiste la obra de arte. El arte nos introduce en el mundo de la gratuidad, en el que no se trata de adquisición, de posesión, de avidez. Sólo necesito contemplar la obra de arte, sumirme en ella, fundirme con ella. En la contemplación de la obra me olvido de mí mismo, hago una experiencia de muerte y resurrección (y lo mismo sucede con la música). Mue­ro a mis preocupaciones cotidianas, a mis ambiciones, a mis pretensiones, y solamente me absorbe el asombro que el artista me proporciona. Y todo ello sin envidia; me basta con que esté. Muero a mí mismo y resucito a

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una vida distinta. Estoy a la vez en el tiempo y fuera de él. Ya no me preocupo ni del pasado ni del futuro. Vivo el éxtasis del instante. Podría durar por siempre si mi vida biológica no se acordara de mí. Pero entonces siento cansancio y rápidamente pierdo la intensidad de la atención.

Segunda experiencia: la oración

¿Qué es orar? Es cambiar de nivel vital; es entrar en un mundo diferente. Llevo conmigo mis tristezas, mis frus­traciones, mis iras, mis ambiciones... y me introduzco en el mundo de Dios. Poco a poco, me abro a un mundo de alegría, de aceptación, de unificación, de total ad­hesión. Es una unión intensa con la fuente misma de mi existencia para sentirla manar como nunca en mí. Orar es morir y resucitar. Morimos a nuestra propia voluntad y despertamos a otra voluntad infinitamente más paci­ficadora y poderosa que la nuestra. Morimos a toda una parte de nosotros mismos que está demasiado inquieta, demasiado activa, demasiado presente, y despertamos a esa otra parte que generalmente tenemos adormecida cuando no embotada. Pero esta parte puede resucitar continuamente, mucho más viva que la que en definitiva creíamos vivir.

Tercera experiencia: el amor

Creo que todo el mundo ha podido tener la experiencia, o al menos el presentimiento, de qué es el amor, esta tercera ventana abierta al infinito. ¿Qué es el amor? Es encontrar una infinita satisfacción en alguien. Es per­derse para reencontrarse enajenadamente en otro que nos

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ama y encontrar en él la plenitud de la alegría. Yo nunca habría descubierto mi humanidad si no me la hubieran revelado los seres que me han amado. En el amor no hay ni cálculo ni posesión. ¡Qué maravilla que exista y que me colme! El amor permite mirar cara a cara a la muerte, pues, cuando amamos profundamente, sabemos que hemos alcanzado un valor que la muerte no puede destruir. Hemos salido de nosotros mismos y hemos encontrado una realidad superior a la que podemos en­tregar nuestras vidas... y que es capaz de hacernos vivir por siempre.

La última experiencia

Pero, si no hemos podido beneficiarnos de ninguna de estas tres experiencias, la vida aún nos ofrece una cuarta oportunidad para que nos abramos a la trascendencia: la propia muerte.

A quienes no han descubierto las otras ventanas al más allá, a quienes no han orado, a quienes no han conocido el amor, a quienes no han sido sensibles a la belleza, se les ofrece una última oportunidad de abrirse al infinito.

En su momento, escucharán este mensaje: «¿No pue­des renunciar a tus pobres posesiones; no puedes abrir las manos, abandonar lo que constituía tu triste vida, para confiar en otro valor y ponerte en otras manos? ¿No quieres aceptar traspasar un nuevo umbral confian­do en el futuro? En el transcurso de tu vida, con mucha frecuencia has tenido que confiar. En tu nacimiento, recibiste una vida de la que ignorabas todo. Cuando elegiste tu profesión, tuviste que confiar en un camino que te era desconocido. Cuando elegiste a tu mujer, a tu marido, tuviste que confiar en alguien a quien no

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conocías completamente. Y cuando trajiste un hijo al mundo, tuviste que confiar en las capacidades que en ti existían para criarle y en él para crecer. Y ahora, ante la muerte, ¿te negarás a entregarte? ¿Será la primera vez que no confíes?»

Ante la muerte, debemos dejarnos llevar, como en la oración, como ante el amor, como ante la belleza.

Si supiéramos amar, orar y asombrarnos, sabríamos morir.

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SEGUNDA PARTE

Sólo se es hombre cuando al mirar cara a cara

al misterio de la muerte se descubre,

si no cómo resolverlo, sí, al menos, cómo vivir con él.

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3 ¿Por qué vivir?

Reflexionar sobre nuestra muerte es reflexionar sobre nuestra vida.

La muerte: una pregunta a la vida

¿No se caracteriza el hombre por las preguntas que plan­tea sobre una vida que no se conforma con meramente vivir? Y el problema de la muerte, sea la nuestra o la de los demás, ¿no se plantea en la vida? El hombre es un ser «prospectivo». Si no reflexionara sobre la vida, sobre sus razones para vivir y para morir, si ya no previera, si no supiera que va a morir, ¿en qué se di­ferenciaría de un animal?

* * *

Aceptar morir es admitir la posibilidad de que la muerte tenga un sentido. Mientras se niegue la muerte, mientras se ceda al temor, se estará afirmando que carece de sentido, que es insoportable, odiosa, inhumana.

Pero aceptarla es considerarla como una pregunta para la que puede existir respuesta.

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Aquel que no asume su muerte vive una existencia suicida, una existencia insoportable, ya que rechaza una condición esencial.

Pero hace falta no menos de una vida para llegar a ello.

* * *

Reintegrar la muerte en la vida es una exigencia de humanización.

En tanto olvido que soy mortal, no tengo que elegir entre todo lo que me ocupa o me distrae, dispongo de «todo mi tiempo». El pensamiento de la muerte me conmina a elegir, introduce un interrogante: «¿Qué es esencial para mí?», un requerimiento de trascendencia: «¿Tengo con qué afrontar la muerte? ¿Qué es vivir y qué vale más que la vida?»

Reflexionar sobre la muerte es aprender a vivir.

Como el estuario forma parte del río...

Rechazar la muerte es, en última instancia, rechazar la vida. Para vivir plenamente hay que tener el valor de integrar la muerte en la vida.

* * *

La muerte es una dimensión de la vida, forma parte de ella como el estuario forma parte del río. Es nuestra compañera más fiel, la única que jamás nos abandona, pues puede sobrevenirnos en cualquier momento.

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* * *

Acabemos con la ilusión de que nuestra muerte nos viene de otro lugar, del exterior, de un accidente, de una voluntad ajena. La maduramos desde dentro como un fruto. Se asemejará a lo que hagamos de nuestra vida y se prepara por innumerables muertes parciales, innu­merables horas de sueño, innumerables expiraciones. En cada opción, en cada separación, en cada muerte de amigos o de familiares, inevitablemente muere un poco de nosotros.

* * *

Desde el nacimiento comenzamos a envejecer y a morir. La verdadera juventud es el estado embrionario, en que nos beneficiamos de un dinamismo prodigioso que nun­ca recobraremos, e incluso envejecemos mucho más rápidamente en los primeros años que en los últimos.

* * *

Sólo podemos hablar de la vida. De ella hemos de partir y buscar en nuestra existencia con qué afrontar la muer­te. ¿Tenemos o no experiencia de una vida que la vida biológica no puede ni dar ni quitar, de una vida que no teme a la muerte, sobre la cual la muerte no tiene poder, de una vida para la que podríamos morir inmediatamente y que podría hacernos vivir por siempre?

* * *

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El hombre accede a la libertad cuando siente que podría tomar la decisión de morir. Todo hombre, tarde o tem­prano, encuentra aquello por lo que merecería la pena dar la vida.

Fracaso de las ideologías

Las ideologías se han desgastado tan completamente como las religiones, pero mucho más deprisa. Hemos pasado de las utopías apasionantes al catastrofismo total. El fin del mundo lo predicen a la vez los ecologistas, los antinucleares, los anticapitalistas, los anticomunis­tas, los sociólogos (explosión demográfica) y los geo­físicos (desertización), mientras que los estructuralistas nos demuestran que el hombre que creemos ser nunca ha existido.

* * *

Los jóvenes, hastiados de la sociedad de consumo (de la que, no obstante, se aprovechan sin remordimientos), incapaces de soportar una existencia sin horizontes, se angustian y buscan en todas direcciones una doctrina, un maestro, una Trascendencia que dé sentido a su vida.

La juventud actual vive a la expectativa. Está dis­ponible para lo mejor y para lo peor. No la detendrá nada: ni el terrorismo, ni la tortura infligida o sufrida, ni la dictadura, ni las catástrofes, si no se la cura de su hastío, si no recupera las ganas de vivir.

La juventud se burla de sus padres que se pregun­taban: «¿Hay vida después de la muerte?« La pregunta que los jóvenes formulan es una provocación en todos los sentidos: «¿Hay vida después del nacimiento?»

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* * *

El motivo oculto de muchos compromisos aparente­mente generosos es una cobardía que se libera del peso de la existencia personal entregándose a movimientos que nos dispensan de la obligación de buscar por no­sotros mismos. El compromiso, incluso el religioso, es un engaño cuando exime de responsabilidades, cuando consiste en fundirnos en una colectividad que piensa por nosotros, cuando dejamos de aportar a la causa que servimos la colaboración de nuestras críticas, de nuestras iniciativas, de nuestra personalidad. Todas estas renun­cias no son más que formas de desear la muerte.

El hombre entregado a sí mismo

Hoy el hombre ha rechazado todo apoyo y se ha liberado de toda sumisión. Está en pie, pero está solo. Dios ha muerto. Él ha ocupado el lugar de Dios, y, por tanto, frente a nosotros no queda nada que podamos admirar. Y, a base de no conocer nada que nos supere, nos hun­dimos en la insignificancia.

El hombre es un ser participativo, necesita integrarse en una realidad plena. La soledad le anonada, es una muerte anticipada. Duda de todo si sólo puede creer en sí mismo. Se angustia si todo depende únicamente de él, pues él mismo busca en quien confiar y creer. Sabe que morirá antes de haber comprendido y transformado este mundo del que es el presunto responsable.

El drama de nuestra civilización es que no ofrece ningún valor universalmente aceptado en el que creer, al que entregarse y con el que identificarse más allá de la muerte.

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Page 31: Eternizar la vida. Louis Evely

Búsqueda del sentido

En este primordial asunto de nuestra muerte, fiarse de afirmaciones, promesas e incluso acontecimientos del pasado es pueril. Se puede preguntar a todo el mundo, pero, en definitiva, sólo se debe escuchar a uno mismo, con tal de que se haga en profundidad. Tú eres el único en creer lo que crees, quiero decir, en poner tu propia fe en fórmulas ajenas.

En tan importante cuestión, no hay que fiarse de las afirmaciones de nadie. Las debemos escuchar para in­teriorizarlas y verificarlas. El contenido de una idea no es más que la experiencia que expresa, el camino que se ha realizado yendo a su encuentro.

* * *

Dios no da testimonio. Dios no habla. Los que hablan son siempre hombres que han tenido percepciones de Dios. La única base de la fe es esta intuición de Dios, esta moción del Espíritu que llega directamente a mí a través de los mediadores y que me hace decir: «¿No estará Dios ahí?»

Estas percepciones de Dios son difíciles de inter­pretar y de controlar. Hay que analizarlas con ayuda del sentido común, de los demás y de la experiencia. Toda «revelación» debe ser matizada por un coeficiente de incertidumbre proporcional a la lucidez y a la recepti­vidad del testigo.

* * *

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Con frecuencia olvidamos que, respecto a los problemas fundamentales de la existencia de Dios, de la muerte y de la vida tras ella, el no creyente está exactamente en nuestra misma situación: ¿cómo podría negar con certeza algo de lo que no existe una experiencia decisiva? ¿Cómo estar seguro de la inexistencia de un ser o de un hecho que escapan a nuestras evidencias? ¿Cómo de­mostrar que Dios o el alma no pueden existir?

La vida tiene sentido en sí misma, no es sólo su continuación lo que la justifica; ahora bien, ¿ese sentido no exige que tenga continuidad, que desemboque en un futuro? De no ser así, tal sentido queda tan contradicho que la vida se torna absurda: pasamos nuestra existencia constituyéndonos como personas, creando vínculos cada vez más numerosos y profundos, y la muerte aniquilará este ser y estos vínculos como si nunca hubieran exis­tido. ¿Se ama solamente por algún tiempo? ¿Se trabaja para crear cosas que a continuación desaparezcan?

* * *

No hay inmortalidad para quien no está apasionadamente vivo. No hay vida tras la muerte para quien no ha en­contrado nada que amar. Solo el amor sabe que amará por siempre.

* * *

La vida es insatisfactoria, no porque sea breve, sino porque no está a la altura de nuestra aspiración profunda.

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Page 32: Eternizar la vida. Louis Evely

Razones para vivir

Todos actuamos como si las razones para vivir valieran más que la vida. Haber perdido las razones para vivir es estar ya muerto.

Pero ¿cuál es tu razón para vivir?

Quien no tiene hoy razón para vivir y para morir, es inútil que la espere del trascurrir del tiempo y de la multiplicación de los seres humanos. Si no existe hoy un valor que justifique en sí misma nuestra existencia, tampoco lo habrá mañana. Lo absoluto no se constituye por la adición de lo relativo, ni un valor acumulando ceros. «Si el hombre no vale más que una mosca, el valor de veinte mil millones de hombres será del mismo orden, insignificante».

* * *

Examinemos las propuestas de sentido, es decir, de va­lores superiores a la vida que permiten aceptar la muerte. El sentido último de ésta es, sin duda, un deseo de trascendencia, una exigencia de saber qué vale más que la vida.

* * *

No seré yo quien hable de una vida «futura». Sólo nos atañe la vida presente y, en ella, el problema de su calidad. La vida futura es el opio del pueblo: pretender que hemos de esperar del futuro un cambio que no ha­yamos producido o, al menos, preparado en el presente es una falsedad. La verdadera fe cristiana es la fe, no

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en una vida futura, sino en la vida eterna. Y, si es eterna, basta con un instante de reflexión para comprender que ya ha comenzado. O la vivimos ahora, o no la viviremos nunca.

* * *

Una vida se justifica desde su interior. Ningún castigo ni ningún premio venido de fuera puede cambiar la ca­lidad de una vida. O vale por sí misma, o no vale nada.

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4 El misterio de la muerte

Lo desconocido

El hombre se encuentra dividido entre el horror a la muerte y el impulso de afrontarla. Sentimos muy pro­fundamente que nuestra individualidad es inestimable e irreemplazable y, sin embargo, aspiramos a superarla para participar de algo mayor que nosotros.

* * *

Afrontar verdaderamente la muerte es aceptar un ili­mitado despojamiento, prestarse a una tremenda trans­formación, lanzarse de cabeza a una nueva existencia, renunciar a posesiones y costumbres para entregarse a lo desconocido.

La fe nunca está exenta de dudas, ni la muerte de angustia. Nuestras más decisivas decisiones: elegir pro­fesión, casarnos, traer un hijo al mundo..., siempre han sido opciones que superaban con mucho las razones que teníamos para adoptarlas.

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Page 34: Eternizar la vida. Louis Evely

* * *

Dios y la vida eterna no nos son ni más ni menos des­conocidos que el amor. Cuando se percibe a Dios en la trama de lo cotidiano, quienes le conocen dicen: «Ahí está Dios»; pero quienes le ignoran dicen igualmente: «Nunca he visto nada semejante. Podría hacerme vivir por siempre y, por ello, sería capaz de morir de inme­diato». Pues bien, cuando vives una experiencia de amor, dices exactamente lo mismo.

Una polémica vana

De hecho, la experiencia muestra que, por término me­dio, creyentes y no creyentes mueren más de acuerdo con su carácter que con sus convicciones: los ansiosos encuentran en ellas nuevos motivos de intranquilidad, y los confiados, razones para la serenidad.

*

Del mismo modo, reconozcamos que la fe en otro mundo ha apartado a algunos de la lucha por cambiar el nuestro. Y, además, la prisa por gozar del presente ha producido los mismos resultados.

Pero los creyentes responden, y muchos lo han de­mostrado en la práctica, que su fe se vive en el amor a sus hermanos y exige transformar este mundo, no eva­dirse de él. ¿Te sentirás más impulsado a mejorar el mundo si crees que todo lo que hagas será un día ani­quilado, o si estás seguro de eternizar lo que hayas amado?

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* *

Vanas polémicas, entre los ateos —que reprochan a los cristianos que crean firmemente en una vida tras la muer­te fundamentada en conjeturas— y los cristianos —que les preguntan por qué están tan seguros de la inexistencia de un más allá que no han explorado más de lo que los creyentes lo han hecho.

Reconozcamos que en ambos casos se trata de una opción. Todos se deciden, todos deben decidirse, por razones en las que la razón no es el único elemento.

Unos aceptan morir definitivamente; otros se re­fugian en creencias demasiado absolutas para ser pro­fundas.

¿No sería lo honrado que creyentes y no creyentes aceptaran poner en tela de juicio, los unos su fe, los otros su incredulidad, y ambos confesaran sus dudas?

Dios ¿para qué?

¡Qué fe más pobre creer en Dios por miedo a la muerte! ¿Es la muerte el único motivo para creer en Dios, la única realidad trascendente que impulsa al hombre a superarse?

No, cuantos más poderes adquiera el hombre y cuan­to más tiempo viva, más amor necesitará. Quizás habría que admitir que ahora la muerte dispensa a los hombres de entenderse y de amarse: no toman suficientemente en serio una existencia provisional. Cuando sepan que pueden vivir por siempre, les merecerá la pena enten­derse.

Para los cristianos, vano es rebelarse contra la muer­te. La muerte no es ni un decreto ni un castigo de Dios.

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No tenemos necesidad de Dios sobre todo para mo­rir, sino para vivir, para amar, para creer que existen razones para amar siempre y en todas las circunstancias, para justificar completamente nuestro impulso hacia el amor y nuestro gozo de amar.

¿Es la muerte el final?

Cada vez hay menos filósofos y científicos de nuestro tiempo que opinen que espíritu y cuerpo sean disocia-bles. Dos elementos de un todo pueden ser distintos sin que se pueda dividirlos. La forma de un discurso difiere del fondo, pero ¿cómo separarlos?

El hombre no tiene un cuerpo y un alma, sino que es materia organizada; su cuerpo le es tan esencial como su alma.

Muchos incluso se inclinan a pensar, con Teilhard de Chardin, que en cada partícula de materia reside ya un cierto conocimiento, una tendencia, una especie de psiquismo.

*

¿Qué sucede después de la muerte?

La vida sirve para ir progresivamente configurando a una persona. ¿La muerte es su aniquilamiento o tan sólo su desaparición a nuestros ojos?

Sin duda alguna, el espíritu posee características di­ferentes de las de la materia que hacen pensar que no se destruye junto con ella. Pero su estado aislado es inconcebible. ¿Cómo podría un ser humano subsistir sin su cerebro, sin su memoria, sin ese medio de comuni­cación con el universo que es su cuerpo?

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* * *

¿Realizan los difuntos un retorno total al «psiquismo» universal? ¿Qué intensidad de conocimiento y de amor debe adquirir la conciencia para sobrevivir individual­mente al organismo gracias al cual ha surgido? O, más bien, ¿en qué condiciones podrá la persona recuperar su conciencia en un nuevo organismo?

* * *

Lo extraordinario de nuestra condición no es morir, sino que parezca que nada brota de esa desaparición, que nada renace de esa escisión. La única muerte absoluta, pérdida total, sacrificio inútil, derroche indignante, es la muerte del ser humano, ese ser único, de singularidad inagotable; ese ser que ha vivido tan poco de lo que verdaderamente era; al que nadie ha conocido, porque era completamente diferente de lo que mostraba; un ser al que nadie ha amado como esperaba, porque su ne­cesidad y su capacidad de amor se despertaban cuanto más se le amaba.

El hombre muere de una doble muerte: la muerte del cuerpo biológico y la muerte de la persona, que causa estupor, indignación y escándalo, porque da co­mienzo a una ausencia sin remedio.

¿No es el mismo sentido común el que, ante un cadáver, constata una «ausencia» terrible? La muerte nos grita que hay en nosotros algo que no se confunde con el organismo, que hay un «resto» claramente di­ferente de los restos. Constatamos una espantosa diso­ciación entre la presencia del cadáver y la ausencia de la persona: nada nos tranquiliza respecto a la pervivencia de ésta. Su ausencia puede no ser más que una desa­parición, pero ¿quién nos garantiza que no ha sido ani­quilada?

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5 Actitudes ante la muerte

Rechazo

Vivir nos parece tan natural que no imaginamos que sea posible dejar de hacerlo. Todos sabemos que el hombre es mortal, pero ninguno de nosotros admite que eso le concierne personalmente.

* * #

En momentos de frivolidad, se nos ocurre jugar con la idea de que tenemos que morir, pero sólo es para valorar mejor lo lejos que estamos aún, y tranquilizarnos al sentirnos todavía tan vivos.

* * *

Incluso la muerte de los demás, por admisible que nos parezca, hemos de explicarla por una causa especial, por un concurso de circunstancias, por una agresión exterior: «¿Cómo es que ha muerto? No debería haber muerto. Habría podido evitarlo». Sólo la muerte de al-

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guien a quien amamos tanto como para sentirlo parte de nosotros mismos nos arranca a veces de esta incons­ciencia.

* * *

Nuestra negación de la muerte nos adormece con ilu­siones, nos distrae de la realidad, nos impide vivir una vida verdaderamente humana.

* * *

La actitud del hombre ante la muerte siempre ha sido una mezcla de fascinación y de rechazo: en el fondo de nosotros mismos, sabemos que nuestra vida es frágil, que la muerte está entrelazada con la vida y que golpea a cualquier edad, pero rechazamos esa obsesión con una furiosa voluntad de negar la muerte, nuestra muerte: «Si nunca me llegara...», se atreve a pensar ese viejo, ese enfermo, ¡ese mortal!

* * *

No se trata de obsesionarse, sino simplemente de ex­tender el ámbito de la consciencia, de no negarse a ver lo que nos disgusta. Tan natural nos parece vivir que no conseguimos imaginar que la vida llegue a termi­narse.

* * *

¿No es la característica de nuestra época que se dé al mismo tiempo el miedo a morir y el hastío de vivir? Un

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hastío del que nos evadimos por medio del ruido, la velocidad, el sexo, la droga, la revolución e, incluso, por medio del trabajo, que permite pensar en todo salvo en uno mismo. «Si no fuera tan perezoso, no trabajaría tanto. Si no estuviera tan angustiado, me pararía de vez en cuando. Si no tuviera tanto miedo a vivir, me tomaría tiempo para hacerlo».

* * *

Si volviéramos a ser humanos, no tendríamos tanto mie­do a morir.

Temores

Si los hombres de nuestro tiempo ya no son capaces de afrontar la muerte, es porque han perdido el gusto y el sentido de la vida. Están divididos entre el hastío de vivir y el temor a morir.

Desde luego, este último es legítimo, y el hombre que no lo experimentara resultaría con toda razón in­quietante. Podríamos considerarle sospechoso de in­consciencia o, aún peor, de inhumanidad. Son nuestros vínculos los que nos hacen existir; son los demás los que nos mantienen vivos.

Temor a perderse

La muerte nos asusta, porque nos precipita en un mundo desconocido.

Estamos continuamente escindidos entre el temor y la fascinación por la muerte, entre el deseo de preser­varnos y el de darnos, entre la voluntad de inmovili-

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zarnos, de detener el tiempo y la vida, y la de aventu­rarnos, superarnos, conocer lo que nunca hemos co­nocido; todo ello nos invita a otra clase de muerte.

* * *

En el fondo, estamos condenados inexorablemente a perdernos: sólo podemos optar entre una pérdida cierta, inmediata, estéril, aferrándonos a nuestras posesiones —«Quien quiera (demasiado) salvar su vida, la perde­rá»—, y el riesgo, una oportunidad de salvarnos per­diéndonos, de abrirnos a lo desconocido, de apoyarnos sobre lo que hemos experimentado del amor y de la vida para confiar en lo que aún nos reservan. Rechazar este tipo de muerte es, en definitiva, rechazar vivir, ya que la vida siempre nos lleva más allá de lo que ya nos ha revelado.

Por esta razón, la fe cristiana en la vida eterna no se identifica en modo alguno con una reanudación de la vida presente, con una simple continuación del pasado. Hay que aceptar «perder la vida», hay que nacer a una vida que es tan distinta de la nuestra como la vida post­natal lo es de la vida uterina —aunque con continuidad de la persona en la imprevisible mutación de las formas de vida.

Temor a la fragilidad

Aceptar morir un día es reencontrar la verdad de la condición humana. ¡Qué alivio sentiríamos si nos de­sarmáramos de nuestras artificiales protecciones, si en­tráramos en la fraternidad de los pobres, los viejos, los enfermos...! Ellos son nuestra imagen, nuestra verdad recobrada. Al reconocerlos como hombres, como her-

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manos, recibiríamos de ellos, a cambio, la revelación de nuestra propia humanidad, tan bella en su miseria, tan conmovedora, tan vibrante de vida en su fragilidad. «¡No desprecies tu propia carne!», dice el profeta.

Si has cuidado enfermos, velado a moribundos, tra­tado con minusválidos o visitado ancianos, sabes cuánta riqueza humana poseen. Todos estos seres que habíamos marginado en nuestro empeño por ser inmortales son quienes pueden devolvernos el gusto, el sabor de la amistad, de la ternura, de la compasión, de las alegrías sencillas que se dan y se reciben.

* * *

A fuerza de querer adaptarnos a un modelo artificial, nos convertimos en extraños para nosotros mismos.

A fuerza de marginar a todos los seres que nos re­cuerdan que hemos de morir, creamos un desierto a nuestro alrededor.

A fuerza de ahuyentar de nosotros la debilidad y la muerte, hemos ahuyentado a la vida. Porque la vida humana es frágil, vulnerable, mortal. No hay vida hu­mana sin una cierta aceptación de la muerte, sin una cierta familiaridad con ella. Nos negamos a vivir para no tener que morir.

Temor a la soledad

La experiencia de la soledad en la muerte es terrible. «Todos morimos solos» y por ello sufrimos, hasta el punto de que el único consuelo es una presencia a nuestro lado, una mano amiga que estrecha la nuestra. En el momento en que nos cortan todos los lazos, como en el

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momento do nuestro nacimiento, una vez más nos alivia el contacto con la vida.

Sólo vivimos de nuestras relaciones. Nuestros vín­culos nos mantiene con vida. Los demás nos mantienen en la vida si nos aman, si nos valoran, y su ausencia o su olvido nos hacen morir. Ahora bien, la muerte se muestra como la peor de las ausencias.

Presencia junto a los moribundos

Profesionalmente, los médicos y las enfermeras trabajan para prolongar la vida, para hacer retroceder a la muerte. Pero, a pesar de sus extraordinarios éxitos, siempre ter­minan siendo vencidos. Esta contradicción es difícil de soportar, y es natural que disimulen ese inevitable fra­caso. Por otra parte, la muerte de un ser nos confronta con nuestra propia muerte, ¿y quién de entre nosotros está dispuesto a acoger serenamente este presagio?

* * *

En la habitación de un moribundo, los médicos vacilan al entrar, las enfermeras buscan un pretexto para volver a salir cuanto antes. Todos representan una comedia: el personal médico representa la comedia de los cuidados, inventando continuamente algo que hacer para no con­fesar su impotencia; los familiares representan la co­media de la esperanza; y el moribundo está obligado a representar la comedia de la salud.

* * *

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Actualmente se está produciendo una reacción: se em­pieza a reconocer la necesidad de una ayuda psicológica al moribundo distinta de hacerle creer que no morirá.

* * *

Un buen médico debería ser un buen partero de la muerte.

* * *

¿Qué hay que hacer para ayudar a morir? ¿Hay que decir la «verdad» al enfermo? ¡Seguramente no! Sería inhu­mano imponerle nuestra verdad. Y, por otro lado, ¿quién está lo bastante seguro de su diagnóstico como para atreverse a condenar a un enfermo? Algunos, que se pensaba que iban a morir a los seis meses, han sobre­vivido diez o quince años.

* * *

Hay que dejar que los enfermos expresen su propia ver­dad. No les engañéis: ellos saben o sospechan, presien­ten, se preguntan. He conocido a muchas buenas per­sonas que, respecto a sus difuntos, me han dicho: «No se ha dado cuenta de nada. No ha sido consciente de su estado. No se ha dado cuenta de que se moría». Pero ¿no eran ellos quienes necesitaban que él no hablase? Muy a menudo, el enfermo, en el fondo, lo sabe; pero no tiene a nadie con quien hablar de ello, no se le deja hablar, y él mismo no sabe cómo expresarlo.

* * *

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No condenemos a los moribundos al silencio esquivando sus tímidas insinuaciones, con frecuencia simbólicas. ¡No agravemos su temor contagiándoles el nuestro! ¡No les dejemos solos; no adelantemos con nuestra huida esa muerte que pronto les separará de aquellos a quienes aman!

Hemos de animarlos hasta el final; hemos de dejarles conservar la esperanza (pues es verdad que siempre hay esperanza); hemos de cuidarlos sin prolongar inútil­mente sus sufrimientos, pero dejándoles contarnos sus angustias; hemos de acompañarlos hasta el fin y, en cierta forma, hemos de morir con ellos.

* * *

Al afrontar nuestra propia muerte, al entrar en esa pro­funda comunión con ellos, podremos servirles de ayuda. Lo que da más miedo no es morir, sino estar solo, ser dejado solo para vivir la muerte.

Si estáis a la cabecera de alguien que va a morir y al que amáis tanto que querríais morir con él, podréis hacerlo afrontando vuestra propia muerte. Así sentirá que recorréis el mismo camino que él y que no le dejáis solo.

Suicidio

Los motivos del suicidio son numerosos, pero la razón profunda siempre es la misma: una abrumadora com­paración entre nuestro ser y nuestra existencia; un ver­tiginoso desequilibrio entre nuestros infinitos deseos y nuestros mediocres logros; la vanidad de querer saciar nuestra aspiración de vivir sin límites en una vida cada vez más próxima a la muerte.

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* * *

El suicidio no es sólo un acto desesperado, es también una negativa a la resignación, una elección, una lla­mada, un intento de encontrar una salida más allá de todas las esperanzas.

La manera adecuada de disuadir del suicidio a quie­nes están descorazonados por la mediocridad de sus vidas no es acusarlos de cobardía, sino explicarles que su acto no cambiará nada fundamental. Volverán a en­contrarse, al otro lado, con la misma necesidad de cons­truir su futuro con sus exigencias. No habría nada peor que intercambiar su fecundo descontento por una estéril satisfacción.

* * *

El hombre, en realidad, no muere: se construye o se destruye interminablemente. La juventud, recelosa, teme hasta tal punto hundirse en la mediocridad que renuncia a la oportunidad de construirse. Pero querer aniquilar lo que precisamente aparece como inextingui­ble e insaciable es una ilusión.

No hay más que un deber: vivir una verdadera vida, restablecer continuamente un equilibrio siempre ines­table, renovar la propia inspiración, inventar la propia existencia.

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6 El hombre en el tiempo

y fuera del tiempo

Una situación inédita

Nuestra época es la primera en la historia que vive sin los dos valores fundamentales que dominaron todas las épocas anteriores: Dios y la vida futura. La gente no se interesa por Dios —hasta tal punto que el ateísmo parece hoy más moral que la fe— y niega la vida tras la muerte, llegando a escamotear esta última.

* * *

La nada, más que desesperar a los hombres, los tran­quiliza: ya no se interesan por la eternidad, y menos si es espiritual. Dejados atrás el cuerpo y sus placeres, se sumirían fácilmente en la inconsciencia. ¿No adquirie­ron hace mucho tiempo la costumbre de distraerse, de evadirse, de abstraerse...? Viven tan cicateramente que ya están familiarizados con la nada. «Tenemos toda la vida para divertirnos, tendremos toda la muerte para descansar», canta Moustaki.

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Page 42: Eternizar la vida. Louis Evely

No es la muerte lo que les da miedo, sino el tránsito. Pero, una vez muertos, su único deseo es que se les deje en paz.

* * *

Se nos aconseja que hagamos de nuestra muerte un acto, en lugar de resignarnos; que la asumamos más que su­frirla; pero ¿no es una estafa si finalmente no se deriva nada de esta diferencia de comportamiento?

Para asumir la propia muerte, hay que saber qué ganamos al morir, hacia qué nos dirigimos y quién nos acoge.

Lo cierto es que no se trata de asumir o no nuestra muerte, sino de tener con qué superarla.

Lo que supera a la vida

No tenemos ninguna experiencia de la muerte verdadera ni de lo que ocurre tras ella.

Sólo podemos hablar de la vida. De ella debemos partir y buscar en nuestra experiencia con qué afrontar la muerte. ¿Tenemos o no la experiencia de una vida que la vida biológica no puede dar ni quitar; de una vida que no teme a la muerte, sobre la cual la muerte no tiene poder; de una vida por la que podríamos morir de inmediato y que podría hacernos vivir por siempre?

* * *

El hombre moderno sabe que no puede llegar a com­prender totalmente el más allá, que todas las suposicio-

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nes de las religiones sobre otra vida son sospechosas y, con frecuencia, equivocadas o infantiles, y que no de­bemos arriesgar nuestra única existencia real basándonos en leyendas inverificables.

Lo que buscan los hombres de nuestro tiempo es vivir una vida tan plena como sea posible. Se sienten indiferentes ante el «cielo» y el más allá, pero se inte­resan apasionadamente por la tierra si se les propone una tarea que valga el esfuerzo que exija.

Si esta vida y esta tarea deben continuarse tras la muerte, se deberá a su cualidad intrínseca y no a las promesas de las religiones, a revelaciones que favorez­can a una élite o a la intervención de un «Salvador». La calidad de lo que se ha vivido no consuela por no vivir ya. Al contrario, impone de forma más imperiosa la necesidad de su persistencia.

* * *

Sólo cuando nuestra vida adquiere una calidad especial, es cuando la cuestión de la muerte se convierte en fun­damental. Para la mentalidad primitiva, el hombre está tan completamente insertado en su familia, su pueblo, sus gentes, que su muerte no hace más que fundirle en ese conjunto. La permanencia de todo lo que era más importante que él hace que su desaparición sea insig­nificante. En algunas tribus, el individuo sólo se dife­rencia del clan por su función. A su muerte, si alguien hereda esa función, toma el nombre y el alma del muer­to, y así el clan ha regenerado a su miembro perdido. El individuo ni conoce ni desea otra supervivencia.

Pero la persona que se sabe única no puede aceptar su aniquilación, y no por egoísmo o temor, sino por respeto a su propio valor.

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Page 43: Eternizar la vida. Louis Evely

Vivimos dos vidas

Nunca habremos reflexionado bastante sobre este fun­damental hecho: el hombre ha actuado siempre como si algo tuviera más valor que la vida humana. Consciente o inconscientemente, comparamos sin cesar la vida vi­vida con una vida que presentimos más auténtica, y los fines particulares con nuestra innata sed de infinito.

* * *

Toda vida es construcción y realización de uno mismo, hasta el punto de que se presenta cierta disociación entre esa vida que es verdaderamente nosotros mismos y la vida biológica que nos permite dicha realización, pero que también la limita y a la que finalmente perjudica. El deseo de eternidad es simplemente la consciencia de nuestra naturaleza espiritual liberada de todo cuanto la ocultaba, por eso es connatural al hombre.

Vivimos dos vidas. Una juzga a la otra y constata la desalentadora distancia que la separa de ella.

Estamos en la vida y al mismo tiempo somos sus espectadores. Poseemos la extraña facultad de ser ca­paces de medir nuestra vida por el rasero de otra que sería una vida viva.

* * *

Nuestra vida no tiene nada que ver con lo que de mejor sentimos que hay en nosotros, a lo cual no podemos renunciar, pero tampoco nos sirve para realizarnos.

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La experiencia fundamental del hombre es, por una parte, la trágica insuficiencia de la vida que vive y, por otra, esa extraña facultad que tenemos para alejarnos de ella, porque podemos conocer otra clase de existencia con la que nos comparamos y que nos aleja de ella.

* * *

Nunca realizamos lo que ambicionamos. No amamos como querríamos amar. Nunca hemos dicho lo que que­ríamos decir. En vano intentamos encontrarnos y coin­cidir con nuestra aspiración. Como dice Simone de Beauvoir: «Nos esforzamos por ser y, finalmente, no llegamos más que a existir».

* * *

Aborrecemos nuestra existencia y con la misma fuerza nos aferramos a ella. Odiamos nuestra insensibilidad y la conservamos como una defensa. Detestamos nuestros temores y nos retraemos para evitar sufrir. El amor, la fe y la esperanza son inherentes al alma, y el alma no cesa de combatirlos.

No obstante, la ley del mundo animal y vegetal es la lucha feroz por la vida en beneficio de los más fuertes, mientras que la ley más característica del mundo humano es el sacrificio de la vida, a veces al servicio de los más débiles.

Y surge la pregunta: ¿Por qué amar? ¿Por qué sa­crificarse por los demás?

Quien así actúa siente que hace bien. No sólo está de acuerdo con su conciencia, sino que, sobre todo,

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percibe que está en la verdad de la vida, que responde a una profunda inspiración.

* *

El despertar de la conciencia de sí establece entre no­sotros y la naturaleza, los hombres y la vida una in­franqueable distancia que genera una terrible angustia. Sólo puede remediarse por medio del amor y la co­municación, que no son estados estables, sino una lucha y una victoria contra la incomprensión, la frialdad y la petrificación.

* * *

«El sentimiento de nuestra soledad —dice Mounier— es la conciencia de lo que en nosotros todavía no ha sido espiritualizado». Nuestro actual modo de comu­nicarnos —el cuerpo, los sentidos— es tanto un medio de aislamiento como de comunicación. Nos mantiene tan a distancia como nos une. ¿Cómo no desear una relación más íntima, más directa, más satisfactoria? Creer en Dios es, en el fondo, creer en una fuente de comunicación infinita. «Dios —dice Rilke— es una di­rección que se imprime al amor».

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7 El camino del amor

La muerte: una apertura

Sólo el amor permite afrontar la muerte, pues el amor es ya una especie de muerte por la que se aprende a considerar como nada lo que hasta entonces se apreciaba y a abrirse al otro, a entrar en el mundo de otro, a pasar a otro mundo. Si has amado lo bastante, tu muerte se asemejará a tu amor.

* *

Abrirse a la muerte es como abrirse al amor: ambos exigen salir de sí.

* * *

Dios, la vida, el amor, no han de ser comprendidos» sino vividos y, al vivirlos, se descubren y se justifican-No se nos pide que creamos en ellos, sino que los prac tiquemos. ¿Has experimentado el extraordinario pode* de vivificación, de trasformación, de creación y de re' surrección del amor?

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Por desgracia, en general pretendemos creer en todo ello sin haberlo experimentado, sin pasar al acto que fundamentaría la fe, sin habernos aventurado en «lo desconocido».

Una vida que eternizar

¿A quién amas tanto como para vivir siempre con él? ¿Qué momentos de tu vida deseas eternizar? Si murieras mañana, ¿qué te llevarías?, ¿qué inmortalizarías conti­go? ¡Sé de inmediato como quisieras ser siempre! ¡Es­tablece ahora con los que te rodean las relaciones que te harán para siempre feliz!

* * *

Se trata de existir ahora como se querría vivir siempre. Pero no es tan sencillo como podría parecer. La única vida eternamente vivible es una vida muy diferente de nuestra insignificante existencia pasiva, inconsciente y egoísta. Es una vida distinta que un buen día se descubre como por gracia, tan intensa y tan deliciosa que la eter­nidad no podrá agotarla.

* * *

No existe inmortalidad para quien no está apasionada­mente vivo. No existe vida tras la muerte para quien no ha encontrado nada que amar. Sólo el amor sabe que amará siempre.

*

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Cristo nos dijo que el reino de Dios está ya presente entre nosotros. «El reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no vale decir: 'vedlo aquí o allá', porque el reino de Dios ya está dentro de vosotros» (Le 17,20). La vida eterna no es una vida futura, se la vive ya aquí y ahora: «Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a quien tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).

Semillas de eternidad

Consideremos qué primitivos y ciegos somos todavía respecto a nuestra identidad básica, al constatar nuestra dificultad para imaginar a un hombre que goza de la vida, la valora y la bendice por todo lo que le ha pro­porcionado, y que, sin embargo, desea pasar de este modo de existencia a otro presentido gracias a él.

* * *

Todo se resume así: ¿no tenemos ya la experiencia de una vida independiente de la muerte? ¿No hay ya en nosotros una semilla de eternidad? ¿No hemos vivido en el arte, en el amor o en la oración, momentos que abren una nueva dimensión de la existencia, durante los cuales permanecemos fuera del tiempo y accedemos a una increíble libertad, momentos que nos sacian y que podrían durar para siempre?

Esos momentos pasan, sin duda, pero permanece la revelación de una facultad que existe en nosotros y que rara vez ejercemos, de una extraña capacidad de acceder a un estado que nos es a la vez el más personal y el más desconocido. Entonces comprendemos por qué nuestra

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vida no nos satisface plenamente. Es como si estuvié­ramos hechos para algo diferente. Estamos íntimamente poseídos por una necesidad y, precisemos, por una cierta presencia de un absoluto con el que evaluamos todo lo que vivimos. Tenemos intuiciones de la belleza que nos capacitan para amarla por sí misma y consagrarle con alegría nuestra efímera vida; del mismo modo que nues­tra capacidad de amar nos permite sacrificar gustosa­mente nuestra existencia a un valor del que de vez en cuando tenemos la certeza de que la supera infinita­mente.

Experiencia de eternidad

El único medio de informarnos sobre la vida del más allá es explorar una dimensión de esta vida que exige su superación.

«La vida eterna —dice san Juan— es conocerte a ti, el único Dios verdadero». Pero añade: «Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios». Ya hay, por tanto, desde esta vida, una participación en lo absoluto, una experiencia de eternidad, ofrecida a cada uno en su llamada más profunda a amar y ser amado.

* * *

¿No hemos experimentado todos la felicidad de unos instantes de comunicación intensa con otra persona? ¿No hemos vislumbrado la liberación de nuestras soledades, de nuestros egoísmos y de nuestra inconstancia, y ese poder que tiene el amor para resucitar a los muertos y para hacernos pasar de la vida muerta a la vida viva?

* * *

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El verdadero amor se vive como si tuviera que durar por siempre. Sólo él hace capaz de eternidad, pues una vida eterna sin amor es más una amenaza que una pro­mesa.

La fe y la esperanza pasarán, pero «la caridad no pasa nunca» (1 Co 13,8). De nosotros sólo subsistirán nuestras relaciones de amor, nuestra capacidad de amar. Una vida de amor es una vida en la que Dios se ma­nifiesta, y, cuando hablo de Dios, me refiero a lo que cada uno considera, en el fondo de sí mismo, de im­portancia primordial, lo que da sentido a su vida, lo que merece incluso el sacrificio.

Más fuerte que la muerte

El hombre nunca ha logrado vencer la desesperación más que por la fe. La vida humana es injustificable si se cierra sobre sí misma. Toda acción necesita un fin, y, sin un futuro ilimitado, los fines no tiene fin.

* * *

La muerte es un problema personal, no se libera uno de él traspasándoselo a los demás.

* * *

Para poder vivir en paz, el hombre debe saber que vivirá siempre. Y lo sabe «en las secretas profundidades de su ser», como dice Maritain. Para poder luchar con todas sus fuerzas, ha de conocer un resultado digno de sus esfuerzos. Para poder amar como desea y necesita, debe

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saber que el amor es una participación inmediata en la Realidad suprema que se expresa a través del mundo. Para poder sacrificarse hasta la muerte, debe creer que el amor es más fuerte que la muerte.

La razón profunda por la que todo hombre, en de­terminados momentos, siente que puede y debe morir por sus hermanos es que presiente que un amor así no tiene fin; muriendo así experimenta un estado invulne­rable al tiempo y al mal, que es más que una promesa: es la esencia y el sabor mismo de la eternidad.

* * *

No es secundario ni una complicación inútil que te des cuenta de que has redescubierto inconscientemente la verdad cristiana fundamental: «Dios es amor», cuando has consagrado tu existencia al amor y a la entrega.

* * *

El impulso más profundo de hombre es entregarse, ofre­cerse, proyectarse fuera de sí mismo, e incluso fuera de este mundo decadente e insatisfactorio, hacia otro mun­do, hacia otra existencia.

* * *

Incluso sin futuro, incluso aunque la humanidad fuera aniquilada mañana, estoy persuadido de que los no cre­yentes generosos no dejarían de trabajar, de amar, de entregarse: su vida supera su motivación.

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Nuestra vida son nuestras relaciones

La pregunta del joven rico del Evangelio siempre es actual: «¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?» No una vida futura, daros cuenta, sino una vida presente, una vida para vivirla ahora.

Y Cristo no le responde: «¡Prepárate para una buena muerte!», sino: «¡Déjalo todo y sigúeme!», es decir: «Arriesga tu existencia en una relación personal, apren­de a amar y a vivir. Todas tus riquezas son peso muerto, te esterilizan, te fosilizan, te inmovilizan. Yo te atraeré a una corriente de vida, a una aventura de vida, a una intensidad de vida que no tiene por qué terminar». Lo que nos hace vivir no es nuestro apego a las cosas, sino nuestras relaciones con las personas.

* * *

La vida nueva, la vida intensa, la vida viva que Jesús prometía a quienes le siguieran era esta conmoción, esta revolución: el establecimiento sobre la tierra de unas relaciones humanas tan justas, tan amantes, tan profun­das que podrían eternizarse, que permitirían afrontar la muerte.

Hasta aquel encuentro, el joven, que observaba los mandamientos, había creído que el pecado alejaba a Dios y la ausencia de pecado le hacía presente y pro­porcionaba la verdadera vida. Pero, por el contrario, Jesús le enseñó que era la presencia de Dios y de sus hermanos la que alejaría al pecado y le introduciría en la Vida.

* * *

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No vivimos de nuestro «tener», vivimos de los seres. Los demás tienen sobre nosotros el mismo poder que nosotros tenemos sobre ellos: el poder de hacernos vivir y de hacernos morir. «Habíame o me muero», dice una mujer a su marido. «Todavía asegura mi subsistencia, pero ya no me hace existir», dice otra. La muerte es la separación, la pérdida de nuestras relaciones, Quien no ama a nadie, ni siquiera tiene que temer a la muerte, ya está muerto, vive en una indiferencia mortal.

* * *

Las señas de identidad de los cristianos son las pertur­badoras revelaciones de la parábola del Juicio final de san Mateo (25,31): «Tuve hambre...» Saben que serán juzgados por sus relaciones humanas y no por sus prác­ticas religiosas. Conocer o no conocer a Dios no es imprescindible, pero conocer o ignorar al prójimo sí es decisivo.

¿Tienes con qué morir?

Lo que nos mantiene vivos es la cantidad y la profun­didad de nuestros intereses y de nuestras relaciones. Sólo vivimos de nuestra comunicación con los demás y con el mundo. La muerte es insoportable si nos separa de todo. ¿Hay seres a los que estás más unido que a ti mismo? ¿Tienes vinculaciones que resistan cualquier separación?, ¿tienes un amor más fuerte que la muerte?, ¿posees una fe que te haya revelado qué bueno y justo es confiar más allá de las propias seguridades?

* * *

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Todos sabemos que los momentos más preciados de nuestra vida son aquellos en los que hemos disfrutado de una intensa comunicación con otro; y todos hemos experimentado que la separación y el aislamiento son el peor de los castigos, anuncio y pre-gusto de la conde­nación.

La verdadera muerte, la muerte inaceptable, es la ausencia de relación, la separación de los demás, de nosotros mismos, de esa fuente interior de inspiración y amor que llamamos Dios.

* * *

Si a veces nos sentimos solos, es porque sólo vivimos de contactos superficiales y de intercambios. El hombre se constituye y se desarrolla por la red de sus vincula­ciones. «En el interior de una percepción de otro, es donde se despliega la consciencia del yo [...J La fuente del yo es el tú» (Nédoncelle, La Réciprocité des cons-ciences).

* * *

Podríamos imaginar la eternidad como la posesión de todo lo que ha estado vivo, de todo lo que hemos querido y amado en el curso de nuestra existencia. «¿Tienes con qué vivir?», preguntamos a veces superficialmente. De­beríamos añadir: «¿Tienes con qué morir? ¿Tienes con qué llenar tu eternidad?»

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Necesidad de los otros, necesidad de Dios

La paradoja del hombre reside en que tiene necesidad de Otro y de los otros para ser él mismo. Sus más altas realizaciones morales, religiosas y artísticas las recibe de fuera, su más alta virtud es la acogida. Lo que ante todo debemos cultivar no es la voluntad, la razón o la ciencia, es la aptitud para la inspiración. Nuestra razón es sólo el molino que muele el grano llegado de otra parte. ¡Cuantos seres existen cuyo molino gira en vacío!

* * *

¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma, si está distanciado de su dimensión interior, si deja de estar en comunicación con su fuente?

La conversión cristiana no es un simple cambio mo­ral, es un encuentro, una revelación, una actividad in­terior que transforma toda la existencia.

* * *

¿Basta con consagrarse a los hombres? ¿Es el altruismo la primera y la última palabra de la Revelación cristiana? ¿La política lo es todo para el hombre?

No; el Evangelio va más lejos en el descubrimiento de la verdad humana. La mera dedicación al hombre es un buen camino, pero no introduce por sí sola en la verdadera vida. Por otro lado, hay formas de entregarse a los demás tan penosas y tan agobiantes como ser ex­plotado. La atención al otro puede ser el medio y la excusa para eximirnos de buscar nuestra verdad y para olvidar el vacío de nuestra existencia.

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* *

Para ser plenamente fiel al Evangelio, hay que reconocer que todas las formas de entrega no son más salvadoras que todas las formas de oración. En el origen de ambas debemos aceptar abrirnos a una inspiración, a una ilu­minación, a una gracia que hace nuestra presencia junto a los demás tan gratuita, tan bienhechora, tan transpa­rente como la «visitación» de la que nosotros mismos nos hemos beneficiado.

* * *

El amor está en nosotros, pero como si no fuera nuestro. Cuanto más aprendemos a amar, más comprendemos que el amor nos es entregado, que no nos pertenece y que la condición para que él crezca es que nosotros nos eclipsemos.

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8 «El que vive y cree en mí

no morirá jamás»

Resurrección y vida eterna

El Nuevo Testamento utiliza dos expresiones para re­ferirse a la vida después de la muerte: habla de resu­rrección y de vida eterna. Esta doble formulación del mismo misterio sirve para advertirnos que no debemos tomar al pie de la letra la más espectacular de ellas: la resurrección de la carne.

Este ambiguo término insinúa que no se trata sino del cadáver, mientras que la promesa de Cristo se refiere a la renovación del hombre en su totalidad, de lo que esencialmente nos hace humanos, es decir, espíritus en­carnados. No es nuestro cuerpo el que resucitará, sino nosotros mismos.

Jesús habla de resurrección —el contexto cultural le obligaba a ello—, pero expresa esa misma realidad en otro lenguaje mucho mejor adaptado a nuestro tiempo. Promete a sus discípulos que jamás verán la muerte: «El que vive y cree en mí no morirá jamás» (Jn 11,26). Les introduce en una vida que no tendrá fin: «Quien coma de este pan, vivirá para siempre» (Jn 6,51).

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¿Cómo entiendes estos textos?

Evidentemente, Jesús no afirma que sus fieles es­tarán exentos de la muerte biológica, sino que les ase­gura que la vida que ha comenzado bajo su influencia radiante no será interrumpida por la muerte.

Jesús nos confirma nuestro presentimiento de que existe en esta tierra una vida que nos puede hacer vivir siempre, una vida que el universo físico no puede dar ni quitar, pues se constituye por el esfuerzo espiritual de quien opta por ella.

Es una vida que Jesús no ha traído del cielo. No es una fuerza «sobrenatural» que no existía antes que él, ya que residía en cada hombre desde siempre, pues no hay nada más humano que amar. Pero Jesús vivió esta aspiración a un amor personal y universal y la llevó a la práctica de una manera excepcional, revelándonos así la verdad misma del hombre.

Así pues, un cristiano no vive ni muere ni resucita de manera distinta que el resto de los hombres. Sim­plemente se esfuerza, siguiendo las huellas de Jesús, en ser plenamente humano.

* * *

Cristo hablaba de la vida, de la conversión personal y comunitaria que ha de realizarse de inmediato. Pero no describe la vida después de la muerte sino en los tér­minos convencionales de su época: un banquete, una boda, la fiesta del vino nuevo, recompensas en dinero (los talentos) o en tierras o, también, el «seno de Abra-ham». ¡Realmente, no como para excitar nuestra ima­ginación!

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Es preciso reconocer el misterio: no podemos ha­cernos ninguna imagen de la vida de ultratumba, sólo conocemos esta vida.

* * *

La función de Cristo no es resucitarnos por medio de una intervención tan magistral como nuestra creación, sino revelarnos cómo debemos vivir para que lo esencial de nosotros conozca un más allá. Nos inicia en esa vida de fe y amor que tiene la promesa y es ya fermento de eternidad.

* * *

Esta vida es naturalmente inmortal si Dios es amor, pues una vida de amor es participación en su ser. Crean en Dios o no, sean cristianos o no, todos pueden vivirla y tener experiencia de ella. La llamarán «vida verdadera», «valor supremo» o «fundamento último», poco importa. Todos actuarán como si esa vida les introdujera en la auténtica existencia, como si desafiara a la muerte, como si superara con mucho todos los demás valores humanos y mereciera todos los sacrificios, incluso el de la vida terrena.

* * *

Así pues, no hagamos conjeturas sobre la existencia de un más allá después de la muerte, sino constatemos la presencia en nosotros de un más allá desde esta vida. Nuestra vida actual es la que conlleva un más allá de las apariencias; una dimensión misteriosa que hay que

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explorar indefinidamente; un misterio de fe, de espe­ranza y de amor que nos convence de que nuestra rea­lidad no se agota en la existencia biológica.

En nuestra experiencia de vida, encontramos con qué afrontar la muerte.

Cielo: plenitud de amor dimensión indefinida

Necesitamos a la vez el tiempo y la eternidad, lo relativo y lo absoluto. Sin lo eterno, estamos sin dirección, pero sin el tiempo, estamos sin movimiento y sin vida.

* * *

Deseamos participar de la vida de Dios, pero no fun­dirnos con él, pues si nuestra muerte nos restituyera totalmente al Creador, sería como si jamás hubiera ha­bido creación. No añadiremos nada al infinito, y el in­finito no nos aportará nada, si dejamos de tener con­ciencia de ser nosotros mismos.

* * *

Cada vez es mayor el número de cristianos que, por falsa humildad, aceptan, como los budistas, fundirse en el nirvana, en lo absoluto del Ser, o, como los marxistas, en la sociedad futura, en la humanidad en camino hacia la felicidad. No conceden suficiente importancia a su pequeño «yo» como para exigir su pervivencia. Aceptan perder conciencia de sí mismos en la Conciencia uni­versal.

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Se les podría preguntar cómo una conciencia puede ser universal y ser inconsciente de las conciencias par­ticulares. Pero hay que profundizar más.

La necesidad de fusión existe en el hombre desde el nacimiento. Conservamos la nostalgia de la simbiosis uterina: ser totalmente aceptados y protegidos, flotar en la indistinción sin tropiezos y sin límites.

El ideal de la fusión es un ideal ajeno al amor: no pretende la unión, sino la unidad, la indistinción. El amor respeta la distinción; el amor crea y fecunda a las personas. La verdadera unión diferencia, al ayudar a cada uno a ser cada vez más él mismo.

* * *

La única perfección de los seres imperfectos es perfec­cionarse sin fin. Lo único que responde, en un ser finito, a la infinita perfección divina es poder perfeccionarse indefinidamente. Nada hay más insoportable, para un ser imperfecto, que la inmovilidad. Necesitamos un cie­lo activo, progresivo, imaginativo, en •el que nuestras facultades encuentren su pleno empleo.

* * *

Entre el tiempo tal como lo conocemos y la eternidad de Dios, la filosofía concibe una duración que no es, como el tiempo, la medida de un movimiento local, sino una sucesión de actos espirituales.

* * *

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¿No es demasiado simplista suponer que basta con morir para que todo cambie? ¿No habrá, más bien, una larga adaptación a ese nuevo estado y después un progreso sin fin?

* * *

Si la vida eterna es esencialmente amor, amor de Dios y amor de los demás, ¿cómo es posible entenderla como reposo? ¡El «reposo del guerrero» se sitúa más bien en el infierno! El hombre siempre estará inacabado, pero su felicidad residirá en estar perpetuamente en vías de realización.

Infierno: rechazo del amor y negación de uno mismo

¿Existe el infierno?

Yo sólo veo una forma de intentar responder: mu­chos hombres se destruyen ya a lo largo de su existencia; se encierran en los límites, cada vez más estrechos, del temor, del egoísmo y de la pereza; se dispersan en dis­tracciones e intereses superficiales. El infierno culmi­naría este movimiento de extenuación, de dilapidación de sí mismos. Por una especie de desintegración pro­gresiva, finalmente ya no habría nada en ellos que ama­ra, y tampoco habría ya nada que amar de ellos. Lite­ralmente, se sustraerían a nuestro afecto. Cuando un ser, a pesar de nuestros requerimientos, ejerza hasta el final su voluntad de disolución, ¿qué quedará de él capaz de provocar nuestra compasión?

Nadie puede saber si hay seres que llegan a este grado de negación, pero ¿no intuimos todos, en deter­minados momentos, que existe en nosotros la posibili­dad, e incluso la atracción, de ese infierno?

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Purgatorio: una nueva propuesta

Cuando se observa a los hombres, ¿cómo creer que su destino pueda estar irremediablemente fijado por el mo­mento tan azaroso de su muerte? ¿No estamos tentados, siguiendo el ejemplo de muchas religiones, a imaginar una nueva prueba, un tiempo de re-orientación?

Desde este punto de vista, el purgatorio sería a la vez demasiado y demasiado poco: demasiado poco, puesto que el destino final está, a pesar de todo, ya fijado; y demasiado, porque esos sufrimientos son im­potentes para cambiar nuestro destino.

*

Ignoramos qué sucede después de la muerte y hemos basado nuestras reflexiones en lo que la precede. Pero queda un intervalo: el acto mismo del tránsito.

Nadie puede calcular su duración. Los antiguos pen­saban que el espíritu no abandonaba el cuerpo en el instante de la muerte aparente. De ahí todos aquellos velatorios y ceremonias, así como el plazo de tres días tras el cual la muerte ya era considerada definitiva.

* * *

En nuestros días, dado el progreso de las técnicas de reanimación, los médicos dudan al definir la «verda­dera» muerte. De todas maneras, seremos enterrados con una buena parte de nuestras células todavía vivas.

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Hemos necesitado nueve meses para nacer, ¿cuánto tiempo nos llevará morir? Y, si hay una vida tras la muerte, ¿cuánto tiempo necesitaremos para adaptarnos a esa nueva situación?

En ese intervalo es donde tendríamos la oportunidad de una nueva decisión o del perfeccionamiento que se espera del purgatorio.

El hombre, privado de sus posesiones y sus distrac­ciones, conminado a orientarse hacia un destino defi­nitivo, más consciente que nunca de su exigencia esen­cial de Bien y de Verdad, ¿no estar en condiciones infinitamente mejores para elegir su eternidad?

Y los niños muertos antes del uso de razón, los disminuidos mentales, los dementes, ¿no adquirirán, en ese momento en que se liberan de la tiranía de su de­ficiente organismo, la posibilidad de optar?

* * *

Poco importa la duración de la transición: el tiempo psicológico no es el de los relojes. Un tiempo muy corto puede estar tan lleno de acontecimientos que parezca durar toda una vida. Muchos hombres, en una situación de peligro mortal, han rememorado en un instante toda su existencia con detalles de los que creían que ya no podían acordarse. «¿El dolor dura... mucho tiempo?», pregunta el sacerdote que va a ser fusilado en la novela de Graham Green, El poder y la gloria. «No, no, es cuestión de un segundo», responde el teniente. «¿Y cuánto tiempo dura un segundo?»

* * *

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«Entregar el alma», según la expresión popular, ¿no es una invitación a ponernos íntegramente en unas manos distintas de las nuestras?

«Orar por los difuntos» no es tratar de que Dios les sea más favorable de lo que ya es, sino pensar en ellos con amor, asistirles en esa transición, durante esa trans­formación decisiva y sin duda dolorosa. La misa por los difuntos debería ser un servicio de comunión.

Nuestros muertos se quedan con nosotros

¿Cómo explicar la separación absoluta entre muertos y vivos? ¿Por qué la comunión entre quienes se aman es tan evanescente e inaprehensible? ¿Por qué, si el amor es más fuerte que la muerte, ella le impide manifestarse? El «gran abismo —de que habla Abraham en la parábola de Lázaro y el rico Epulón— establecido para que los que quieran pasar de aquí a vosotros no puedan, ni de ahí puedan pasar donde nosotros» es una invención des­piadada que indigna. ¿Cómo un Dios bueno, tras haber­nos lanzado tan desvalidos y ciegos a un universo in­diferente, podría permitir el desgarro de los lazos que hemos tejido como única protección contra la soledad?

* * *

El gran peligro de la separación respecto a nuestros muertos reside quizás en nuestro repliegue sobre no­sotros mismos para impedirnos sufrir demasiado. Cree­mos que debemos renunciar a nuestros difuntos para siempre. Nos separamos de ellos tanto por nuestro aban­dono como por su ausencia. Nos concentramos en nues­tra pena, y, por nuestro rechazo a mantener abierta

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la comunicación con ellos, es como si los expulsára­mos de nuestra vida, como si los matáramos por se­gunda vez.

Y, sin embargo, ¿si nos atreviéramos a considerar que no estamos más separados de nuestros difuntos de lo que lo estamos de Dios o del amor o de lo mejor de nosotros mismos? ¿Si el único contacto con los difuntos fuera el que tenemos con la vida, con el amor, con la alegría, con lo mejor nuestro y de los demás?

* * *

¿Siguen los muertos siendo solidarios de la evolución de la humanidad? ¿Participan en sus progresos?

Si es así, no sólo somos responsables de los vivos, sino que también estamos encargados de alumbrar a los muertos poco a poco a la verdadera vida. ¿No es no poder hacer nada por los que tanto amamos lo más triste de nuestros duelos? ¡Qué consuelo pensar que seguimos siendo solidarios con ellos, y que participan en cada uno de nuestros progresos hacia la luz y hacia el amor!

* * *

A todos se nos ofrece la posibilidad de vivir de los valores esenciales que son la fidelidad y el amor. Y si hemos experimentado que tal elección nos vivifica, in­cluso después de pasar los peores momentos, no nos negaremos a creer que esa misma opción nos mantendrá perpetuamente vivos y nos hará estar cada vez más pró­ximos a quienes ya la viven para siempre.

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Vivir de lo que se espera

Hay algo más difícil de soportar que la muerte: nuestra finitud.

La muerte es la última prueba de nuestra fe en la vida. Vivir es creer, es decir, fiarse; es aceptar esperar lo que todavía no vemos y darle tiempo para abrirse a nosotros.

En las decisiones más importantes de la existencia (elección de profesión, de pareja, de traer un hijo al mundo, de una causa con la que ser solidarios), la razón nos ayuda, pero nunca nos basta. Nuestros más refle­xivos cálculos debe originarlos y completarlos la con­fianza, que es la mejor garantía de éxito.

No se puede vivir de lo que se ve o de lo que se sabe, sólo se puede vivir de lo que se espera. Todos vivimos más del futuro que del presente. Un niño resulta fascinante por la promesa que representa. Al estrecharlo contra nosotros, abrazamos tanto lo que será como lo que es. Un niño que no pudiera crecer, un bebé del que no se esperase crecimiento alguno, perdería todo interés, sería una catástrofe. Un niño, en el fondo, sólo vale por la esperanza que depositamos en él. El valor que ahora podemos reconocer en él no representa nada comparado con lo que llegará a ser. Si traes un hijo al mundo, haces un inmenso acto de fe, te abres a la esperanza. «¿Qué será de este niño?» (Le 1,66).

En la muerte, como en el amor, se nos pregunta: «¿Confías o te resistes? ¿Te abres o prefieres cerrarte? ¿Te repliegas sobre lo que tienes, sobre tus posesiones, sobre tu pasado, o te lanzas hacia el futuro?»

¿No te han convencido todas tus experiencias an­teriores de que la vida tiene más recursos de los que tú

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podías suponer? ¿Has tenido que arrepentirte de la con­fianza que habías depositado en ella? ¿No has tenido cien confirmaciones de que habías hecho bien en creer en tu amor, en esperar en tus hijos, en perseverar a pesar de las dificultades, en creer más allá de las apariencias?

En esta última prueba, ¿por qué habrías de negarte? La muerte es una invención de la vida. No experimen­tarías esa angustia ante ella si no te opusieras, con tu rechazo, al movimiento mismo de la vida en ti. No te adaptas. Ahogas el surgimiento y la respiración de tufe.

¿Será la muerte el primer acontecimiento de tu exis­tencia que abordes sin ninguna esperanza?

La verdadera muerte no es morir, es dejar de creer, dejar de nacer... ¡y se puede dejar de hacerlo a cualquier edad!

La verdadera vida es continuar viviendo incluso ante la muerte.

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TERCERA PARTE

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9 Una experiencia de eternidad

Mientras estábamos reuniendo los textos que forman este libro, un amigo, un poco molesto, me preguntó de so­petón: «Pero, a propósito, Louis, que con tanta fre­cuencia abordó el tema de la muerte, ¿cómo murió?» Momentáneamente desconcertada por la pregunta, que hacía resurgir en mí grandes oleadas de recuerdos, sólo encontré una respuesta: «murió asombrado..., pero con­fiado».

Naturalmente, después he podido desarrollar mi re­cuerdo, pero esas palabras parecían'resumir toda aquella etapa, tan dura y tan rica a la vez que todavía no he terminado de vivirla. Entonces me dije que también el lector tenía derecho a hacerse la pregunta de si el autor de estas páginas siguió hasta el final la lógica de su enseñanza.

Inútil decir que he vacilado a la hora de manifestar algo que pertenece a la más estricta intimidad, pero me sentiría culpable callando lo que confiere a este libro su valor de testimonio.

Que nadie espere revelaciones deslumbradoras. Todo el mundo es igual ante la muerte, y Louis murió

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muy humanamente. No recogí de su boca palabras edi­ficantes ni definitivas, vivió sencillamente su muerte, en la lógica de cuanto había profesado.

He dicho que murió asombrado, lo puede parecer increíble en un hombre dotado de tanta inteligencia y amplitud de espíritu. Yo misma me sentí desconcertada por ello. Sin embargo, terminé por comprender que Louis, tan inmerso en esta vida que él consideraba eter­na, había olvidado algunas formalidades que hay que cumplir en sus confines. Pero cuando, muy asombrado, tuvo que cumplirlas, se sometió al reglamento y se puso serenamente en la fila de espera sin alterar, por una vez, el curso de las cosas.

No nos tenía acostumbrados a ello.

Mentiría si dijera que cuando le atacó la enfermedad la aceptó de buen grado. Nunca, hasta entonces, se había visto «superado» por su salud, y ésa fue su primera sorpresa, casi iba a decir su primera humillación. «¿Cómo, es que hay algo que se resiste a la voluntad?» ¿No procedía de una época en la que nadie sabía de­tenerse en sí mismo? El había denunciado constante­mente esa despiadada norma, pero ¡con cuánto éxito la practicaba en sí mismo!

Hasta entonces, siempre que le surgía algún pequeño problema de salud, cogía un libro y «se encerraba en su agujero» hasta que todo volvía al orden. Yo sabía que en tales circunstancias no debía hacerme notar de­masiado y tenía que refrenar esas pulsiones maternales que toda mujer lleva naturalmente en sí. ¡Era una simple cuestión de táctica!

Felizmente, esto ocurría pocas veces.

En cambio, cuando una violenta crisis le abatió por primera vez, se vio obligado a reconsiderar su sistema.

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Pero enseguida, pasada la crisis, trató de recuperar sus antiguas costumbres, sin querer darse cuenta de que se estaba instaurando un nuevo orden de cosas cuyo control él iba poco a poco perdiendo. Así, continuó su camino como antes, persuadido de que su confianza en la vida, su vigorosa naturaleza... y su voluntad lo arreglarían todo. Pero quizá reaccionaba de este modo, porque, sobre todo, sentía que aún tenía muchas cosas que decir. Creo que eso era lo que más le atormentaba. Con fre­cuencia, se irritaba contra lo que le dificultaba o le impedía trabajar. «Todavía no he dicho nada de lo que tengo que decir», me repetía a menudo, como tantos verdaderos creadores.

En efecto, creo que cada mañana se sentía como un niño cargado con la responsabilidad de rehacer el mun­do. O quizá como una mujer acuciada por dar a luz lo que lleva dentro. Y eso no podía esperar. Lo demás, los accidentes de la vida, su salud sobre todo, ¡qué pérdida de tiempo! No había que darle ninguna impor­tancia.

Sin embargo, no querría omitir la evolución que sufrió durante los últimos años de su vida. Tímidamente y con una conmovedora simplicidad, comenzó a atre­verse, en ocasiones, a darse el derecho a existir*. Des­cubrió, lenta y felizmente, el encanto de las cosas más sencillas: admirar una flor, abandonar su trabajo para charlar con un niño y quedarse fascinado. Y, mientras anteriormente sus discípulos se decían que no circulaba por la carretera, sino que «volaba bajo», ahora comen-

* Sobre este tema, véanse los textos que escribió en Cada día es un alba, Sal Terrae, Santander 1989.

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zaba a complacerle contemplar el paisaje, en lugar de desear, como había sido su costumbre, haber llegado antes de salir. Lamentablemente, yo no puede disfrutar durante mucho tiempo esta buena disposición.

También se había aficionado a la jardinería. Pero siempre que fuera un trabajo a su medida. Cortar leña con buenos hachazos le iba como anillo al dedo. En­contraba en ello una vía de escape para sus iras contra el sinsentido y, peor aún, la estupidez.

Estos tímidos acercamientos a las sencillas alegrías de la vida, ¿no serían un intento de completar su bagaje existencial para llenar su eternidad?

Así pues, para él, su enfermedad no era más que un desagradable engorro del trayecto, y cuanto menos se hablara de ella, mejor. Además, todo volvería pronto a estar en orden, ¿verdad? ¿No mueve montañas la fe?

Yo me sentía un poco desconcertada ante esta reac­ción de un hombre cuya poderosa intuición percibía las cosas mucho antes que los demás. Pero él tenía tal fe en la vida eterna inaugurada con nuestro nacimiento que dilataba mucho el plazo del tránsito al otro lado del velo... ¡Lo esencial era vivir!

Por otro lado, todavía se sentía joven, y nada frenaba su entusiasmo creativo. ¡Había aún tanto que decir y tanto que hacer! Éste era uno de sus argumentos para afirmar que la vida no puede limitarse a los pocos años que pasamos en la tierra. «¿No necesitamos no menos de una eternidad para expresar lo que tenemos que decir y para convertirnos en lo que estamos llamados a ser?»

Cuando la enfermedad se hizo evidente, tuve que usar estratagemas para que fuese al médico. Su negativa

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a tomar en serio su caso no era signo de angustia, sino más bien del fastidio que sentía al ocuparse de sí mismo. Ante todas las prescripciones restrictivas que le impo­nían, me decía, con esa mala intención de las personas inteligentes: «He vivido muy bien setenta años sin pres­tar atención a todo esto y no veo por qué tendría que empezar ahora». Dicho de otro modo: «¡Prefiero ter­minar ahora mismo a perder mi tiempo en todas estas pamplinas»

Pero, con los insomnios cada vez más frecuentes, pudo meditar detenidamente sobre esas pruebas y, pa­cientemente, aprendió «lo que es obedecer».

A veces me decía: «Es duro, ¿sabes?, cuando el motor ya no responde, cuando ya no se puede contar con uno mismo». Y él, que durante toda su vida había desplegado tanta fuerza de voluntad, aprendió a acep­tarse pobre, frágil, vulnerable y, más difícil todavía, dependiente.

El había predicado que «bienaventurados los pobres» significa que hay que saber ser feliz siendo pobre, es­tando enfermo y siendo desdichado. Y su propia exis­tencia le había dado bastante ocasión de experimentarlo. «Cuando fui —decía— el más desdichado, el más aban­donado por todos, es cuando he sido el más fundamen­talmente feliz, porque supe que ya sólo se ocupaba de mí Aquel que me habita. Fue en aquellos momentos cuando comprendí que esa Presencia amante en mí era mi bien más preciado».

Pero la prueba que entonces le esperaba sin duda fue la más cruel, pues, al parecer, el sentimiento mismo de esa Presencia le abandonó. «Estoy completamente vacío, ya no siento nada, tengo justo las fuerzas para sobrevivir». Y, respondiendo a mi muda interrogación,

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continuó: «Pero sigo tranquilo. Ya no sé nada, pero confío».

Curiosamente, me pareció que se le pedía que pu­siera en práctica todo lo que había enseñado y que ve­rificara por sí mismo su exactitud. En este último com­bate experimentaba que «la fe es confiar en medio de las tinieblas en lo que se ha visto cuando se estaba en la luz». A medida que sus tinieblas se hacían más densas, entraba precisamente en la realidad de su fe.

Pero este resumen deja en silencio las etapas que permiten afirmar que murió confiando y realmente vivo. Se adaptó lenta y valerosamente a la realidad de su prueba y no dejó de dar testimonio de lo que siempre le había animado. Con perseverancia, continuó hasta el final lo mejor de su experiencia de fe. Se mantuvo en pie, en todos los sentidos, hasta el límite de lo posible. Como si nada ocurriese, continuaba aceptando compro­misos y citas a largo plazo. Prever su fin era, para él, dudar de la continuidad de la vida.

Por otra parte, puedo afirmar que nunca rezó por su curación. Consideraba que «Dios sabe mucho mejor que nosotros lo que nos conviene» y no tiene ninguna ne­cesidad de que le refresquemos la memoria. Si consi­derara que era preferible para él recobrar la salud, ya sabría devolvérsela. Su oración, que yo aprendí a hacer mía, era decir a Dios: «Sé que estás en el centro de mi sufrimiento; sé que sufres conmigo, pero que, más que nunca, me ofreces tu amor para que pueda soportar y superar mi sufrimiento. Enséñame a abrirme totalmente a ese Amor».

Con este espíritu, continuó hablando y escribiendo, incluso garabateando frases en trozos de papel que tuvo al alcance de su mano hasta la hora de su muerte.

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Un mes antes, todavía dirigía un encuentro en nues­tro centro de «El Alba». Muchos de los que asistieron se quedaron después sorprendidos al enterarse de lo pró­ximo que estaba el desenlace. Es verdad que le veían llegar por la mañana delgado, frágil, casi inaudible al comienzo de sus charlas, pero, a medida que hablaba, le volvía la vida, su voz recuperaba su timbre vibrante y cálido, sus ojos flameaban, chispeantes de picardía, y de nuevo ardía por la intensidad de su fe. A mí se me cortaba el aliento ante esa transformación que desba­rataba mis temores. Entonces comprendí que no debía­mos obstaculizarle. Había que aceptar que se entregara sin reservas. Ir tirando en una cama de hospital no era para él, habría significado quitarle su razón de vivir.

¡Tenía que morir vivo!

Quisiera decir a todos los que acompañan a enfermos que les son más queridos que ellos mismos, lo impor­tante que es vivir positivamente con ellos todas las etapas que deben franquear. Louis decía muy exactamente: «Lo mejor que puedes hacer junto a un moribundo es morir con él». En efecto, yo recorrí con él todas esas etapas que pasan por la incredulidad: «¡No, él no, yo no, to­davía no...!»; y después la rebelión: «¡No, no quiero, no puedo, me es imposible vivir un instante sin él, nunca soportaré verle sufrir, verle decaer...!» Y esa inevitable tentación de comprar a cualquier precio un aplazamien­to, un milagro, para llegar lenta y difícilmente a la aceptación que pasa de «si es posible aparta de mi este cáliz» a «no se haga mi voluntad, sino la tuya».

No censuro a quienes, muy comprensiblemente, re­zan por la curación. Creo profundamente en el poder activo del Amor a través de los individuos. Pero esa

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oración debe enmarcarse en la total aceptación de lo que sea mejor para el enfermo.

Cuando quien acompaña al enfermo llega a ese nivel de fe, surge la paz, la paz del niño que se entrega a quien es mayor que él y sabe que nada malo puede ocurrirle. Creo que esto es lo más necesario para el moribundo. Además, toda una parte de él está ya aca­parada por nuevas experiencias que todavía no nos con­ciernen. No le distraigamos de ellas con nuestras an­gustias y nuestra tristeza que sólo le retendrían. Haga­mos con él la inmensa apuesta de la fe. Fe en el Amor más fuerte que la muerte; fe en el Amor que jamás terminará de entregársenos.

Creo que este fue el regalo que todavía pudimos hacernos el uno al otro.

En una ocasión, comprendí que intentaba transmi­tirme palabras de ánimo, de gratitud y de amor que pudieran ayudarme a sobrellevar su ausencia. Pero lo que ocurría estaba mucho más allá de las palabras. En­tonces tuve una intensa percepción de que entre nosotros todo había quedado dicho, de que no había nada que añadir.

Cuando se lo dije, percibí en él un inmenso alivio. Desde aquel momento, se estableció entre nosotros una relación nueva, una relación de ser a ser que no dejamos de vivir y de renovar cada día.

De esa relación vivo desde el 30 de agosto de 1985 y cada día no ceso de maravillarme de ella.

MARY ÉVELY

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Mi hijo... muerto

¡De manera que era cierto que no sólo les ocurría a los demás!

Muerto... nunca antes había entendido realmente esa palabra.

Hasta verte a ti, nunca había visto un muerto. Poco fue traerte al mundo,

frente al hecho de enterrarte. Poco ponerte los pañales,

cuando hoy tengo que amortajarte. Eres realmente mi hijo

desde que ya no eres de nadie. Me has sido devuelto débil y desnudo

como el día en que naciste. Pero ¿a qué otro alumbramiento

se me llama ahora del que me siento tan incapaz?

¿Cómo alumbrarte a otra vida? ¿Cómo introducirte en otro mundo? ¿Cómo no temer

que al haber perdido tu cuerpo lo haya perdido todo de ti?

Sin embargo, habías vivido tan poco tu vida... Nadie había podido conocerte aún

tal como realmente eras.

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Nadie había podido amarte aún tal como necesitabas.

Había en ti mucho más de lo que nos has mostrado y de lo que tan poco satisfecho estabas.

Es verdad que aspirabas a otra vida, a otra manera de amar.

Es verdad que te hacía falta otro mundo para descansar por fin en paz.

Es verdad que no hemos podido amarnos como lo deseaban nuestros sedientos corazones.

Es verdad que no hemos podido hablamos como sólo nosotros hubiéramos podido hacerlo.

¡Es verdad que a pesar de estar tan cerca, éramos extraños el uno para el otro!

Ahora, todo se libera, todo brota por fin de lo que hemos reprimido tanto tiempo.

Tú lo sabes todo de mí. Tú sabes al fin hasta qué punto te amaba

sin atreverme siquiera a demostrártelo. Puede que a partir de ahora

podamos entendemos. Puede que al fin comencemos a vivir.

Louis ÉVELY, escrito para una madre

después del suicidio de su hijo.

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