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Libro definitivo en word - cvd.cl · Nociones generales sobre los sacramentos. 333 3. El Sacramento...

Date post: 01-Oct-2018
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INDICE

TEMAS CATEQUESIS CONFIRMACIÓN

Aspectos Generales 5

Tema N°1 - ¿Por qué estamos aquí? 7

Tema N°2 - “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. 15

Tema N°3 - Jesucristo, nuestro Señor y nuestro modelo. 31

Tema N°4 - En busca de la felicidad: las Bienaventuranzas, primera parte. 43

Tema N°5 - En busca de la felicidad: las Bienaventuranzas, segunda parte. 63

Tema N°6 - El Señor quiere hablar contigo cada día: la Biblia, Palabra de Dios. 77

Tema N°7 - En permanente unión con Dios: la oración. 95

Tema N°8 - Jesús nos enseña a orar: El Padre Nuestro. 109

Tema N°9 - La Iglesia, pueblo de Dios. 129

Tema N°10 - La Iglesia, madre y educadora. 147

Tema N°11 - Actualización de la Pasión, muerte y resurrección de Cristo:

La Santa Misa 187

Tema N°12 - Participando activamente en la santa Misa. 205

Tema N°13 - “Hijo, he ahí a tu Madre”. La Santísima Virgen María. 225

Tema N°14 - El Espíritu Santo, la promesa de Jesús. 245

Tema N°15 - El Sacramento de la Confirmación. 275

Tema N°16 - Llamados a ser discípulos y misioneros de Cristo. 293

APÉNDICES:

1. Los mandamientos de la Ley de Dios. 307

2. Nociones generales sobre los sacramentos. 333

3. El Sacramento de la Reconciliación. 345

4. Preguntas frecuentes. 357

Bibliografía 364

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Aspectos generales

1. La participación en la catequesis de confirmación es de carácter obligatorio, con el único objetivo de que los jóvenes tomen su decisión con respecto a la recepción de este Sacramento de una manera responsable e informada.

2. Los temas contenidos en la presente catequesis, fueron elaborados considerando que serán usados con jóvenes que ya poseen una cierta base doctrinal, bíblica y litúrgica.

3. El presente material contempla realizar un mínimo de 12 y un máximo de 16 reuniones, distribuidas aproximadamente cada 15 días (o cada 3 semanas) durante 1 año.

4. Se presentan temas principales y fundamentales y otros de carácter voluntario. Los temas voluntarios son los temas N°s 8, 10 y 12, temas que complementan o profundizan algunos de los temas principales. Además, los temas N° s 2 y 3 se podrían hacer en una sola reunión, seleccionando lo más importante de cada uno de ellos.

5. Cada tema contiene en forma desarrollada numerosa doctrina referida a ese tema, de manera que el monitor cuente con la información necesaria, sin embargo éste puede seleccionar lo que considere más relevante para ser expuesto ante los jóvenes.

6. Como apéndices, se presenta al final del libro algunas materias cuyo objetivo es complementar la doctrina entregada en éste. Estos apéndices son sólo una ayuda para el monitor o catequista, quedando a criterio de éste su utilización. Estos son los siguientes:

- Los mandamientos de la ley de Dios. - Nociones generales sobre los sacramentos. - Sacramento de la Reconciliación.

7. Los temas contienen además otras herramientas para ser usadas por el catequista:

a. Dinámicas de grupo cuyo objetivo es favorecer una mejor participación de cada uno y de todos los alumnos. El catequista podrá evaluar la conveniencia de utilizar esta herramienta, teniendo en consideración tanto la conformación del grupo, como sus intereses y necesidades.

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b. Para apoyar la labor y preparación del catequista, se incluye un listado con aquellas preguntas que frecuentemente hacen los jóvenes referidas a la fe en general, a la Iglesia, a los Sacramentos y a la Biblia.

8. Los temas fueron elaborados buscando incentivar y reforzar la capacidad de discernimiento del joven, de tal forma que, mirando la realidad desde principios y valores permanentes sobre los que se debe fundar la sociedad y a la luz de la fe, pueda discernir en su vida diaria y en situaciones concretas, sobre cuál es la voluntad de Dios y qué involucra el seguimiento de Cristo.

9. El crecimiento en la fe es mucho más que adquirir o profundizar conocimientos de doctrina; es la capacidad de vivir la experiencia de Dios, es lograr tener una relación personal con el Señor. Para promover este objetivo fundamental de la catequesis, al final de cada tema se propone un compromiso a asumir por el alumno, compromiso que puede ser conversado y compartido al inicio de cada reunión.

10. El catequista o monitor debe cumplir una función de acompañamiento, velando porque el protagonismo lo tenga el destinatario de la catequesis, es decir, el alumno. Para facilitar lo anterior, los temas incluyen preguntas a los alumnos, presentadas en forma destacada en cada tema.

11. Algunas recomendaciones de carácter práctico:

1. En la primera reunión, pedir a cada alumno que anote en una hoja su nombre,

teléfono, correo electrónico y fecha de cumpleaños.

2. Nombrar de común acuerdo a un alumno que se desempeñará como jefe de grupo, quien se mantendrá en contacto permanente con el catequista, cooperando en lo que se requiera para el buen funcionamiento del grupo y recordando a sus compañeros la fecha de cada reunión.

3. Con el propósito de darles responsabilidades a los alumnos y de ayudarlos a crecer en el hábito de la oración, se puede sortear entre ellos al final de cada reunión, la oración inicial para la siguiente reunión. El alumno que sale sorteado será el encargado de prepararla y de leerla. No obstante, cada tema contiene una oración para ser usada en caso que sea necesario.

4. Puede ser muy provechoso que algún tema sea presentado al grupo por alguno de

los alumnos, basándose en el material entregado por el catequista al joven que lo presentará.

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¿Por qué estamos aquí?

“La proclamación de la Buena Nueva es la principal y máxima expresión

del amor al prójimo.”

San Arnoldo Janssen

Oración inicial

Hoy queremos pedirte, Señor, por este grupo que empieza a prepararse para recibir el Sacramento de la Confirmación.

Tú Señor nos llamas a cada uno por nuestro nombre y nos invitas a seguirte. Por eso hoy queremos pedirte por cada uno de ellos: por…………………………………… (Nombrar a cada alumno), para que los acompañes en este proceso que hoy empiezan, para que puedan conocerte cada día un poco más y les regales un corazón generoso que sepa responder a tu infinito amor y entrega por cada uno de nosotros.

Te pedimos también, Señor, que nos guíes y nos ilumines a nosotros como monitores, que nos des sabiduría para que sepamos acompañar a cada uno de ellos en este proceso y ser así buenos y fieles instrumentos tuyos.

Pidámosle también al Espíritu Santo que nos acompañe hoy, que nos ayude a abrirle nuestro corazón a Jesús, que nos regale las ganas de crecer y de hacer crecer a los demás, que nos ayude a ser humildes para reconocernos necesitados de Dios y sobretodo que nos ayude a responderle a Cristo con un “sí” al llamado que hoy nos hace a seguirlo y trabajar con El y para El.

Peticiones espontáneas de los alumnos…

Padrenuestro…

Amén.

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I. Lectura Bíblica: Juan 20, 19-22 “Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando las puertas

cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por miedo de los judíos, vino Jesús y, puesto en medio, les dijo: ‘Paz a vosotros’. Y cuando les hubo dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor. Entonces Jesús les dijo otra vez: ‘Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo los envío’. Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo’”.

Palabra de Dios

Comentario:

Luego de la resurrección, Jesús se aparece a sus discípulos. No les reprocha nada, sólo les desea la paz y los envía. Ese envío está dirigido también a cada uno de nosotros. Todo cristiano es discípulo y misionero a la vez. Todo cristiano participa en la misión de Cristo. Pero, sólo después de haber tenido un encuentro profundo con Jesús resucitado, podemos darlo a conocer a los demás y colaborar con su misión.

La catequesis en la que participaremos persigue provocar un encuentro más profundo con el Señor e intensificar nuestra adhesión personal a Jesucristo y a su misión.

Jesús nos envía a cada uno a dar testimonio de El, pero no nos deja solos, sino que nos asegura que estará con nosotros en esta misión (Mt.28, 20). Al recibir el Sacramento de la Confirmación aceptamos seguir a Cristo y trabajar por su Iglesia, recibiendo la gracia que necesitamos para realizar esa misión: los dones del Espíritu Santo.

II. Objetivo general de la catequesis de Confirmación

Lograr que, a partir de la realidad particular de cada uno, crezcan como persona y logren un encuentro y una adhesión más profunda con Jesucristo, completando así su iniciación cristiana (Bautismo, Eucaristía y Confirmación), conociendo y viviendo el mensaje de Cristo, integrándose a la comunidad eclesial, siendo sus testigos y construyendo, como tales, una sociedad en la que el Reino de Dios esté presente.

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III. Objetivos de esta reunión

1. Convocar al grupo, para que los alumnos se conozcan entre sí y éstos conozcan a su(s) catequista(s) o monitores.

2. Conocer el sentir de cada alumno con respecto a su fe y a la vivencia que tiene de ésta.

3. Conocer el sentir de cada alumno con respecto al Sacramento de la Confirmación.

4. Informar acerca del proceso de catequesis en general.

IV. Presentación de los alumnos y del catequista y motivación de cada alumno con respecto al Sacramento de la Confirmación

(Procurar que todos los alumnos respondan las preguntas. Los catequistas se presentan a continuación de ellos).

• ¿Quién soy? (familia, intereses y gustos personales, dones y virtudes, defectos, temores, relación con el resto del grupo, otros.)

• ¿Tengo claro o me pregunto de dónde vengo, a dónde voy, para qué fui creado (vocación común) y cuál es el camino para llegar a esa meta?

• ¿Cómo es mi cercanía con Jesucristo, con la oración, con los sacramentos, (especialmente con la Eucaristía y con la Confesión), con la lectura de la Biblia?

• ¿Qué siento con respecto al Sacramento de la Confirmación:

a) ¿Se qué es, qué recibo y a qué me compromete?

b) ¿Qué cualidades o actitudes creo que necesito tener para responder cuando Dios llama y qué defectos o debilidades me dificultan para responderle?

c) ¿Tengo tomada mi decisión con respecto a querer recibir este sacramento?

• ¿Qué espero de la catequesis?

• ¿Qué temas me gustaría profundizar o qué dudas me gustaría aclarar?

(Se puede colocar una hoja para que anoten allí, en cada reunión, sus inquietudes o temas sobre los que les gustaría conversar, como también aquellas preguntas concretas que les gustaría hacer, explicándoles que todas ellas serán conversadas y contestadas a lo largo de las reuniones siguientes).

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V. ¿Qué se espera de ustedes?

a. Fe más madura y comprometida, adquiriendo como laico un compromiso en su ambiente, demostrando una inquietud por la justicia y la proclamación del Reino de Dios.

b. Actitud de vida según el Evangelio.

c. Participación activa en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía y Reconciliación.

d. Contacto personal y frecuente con Dios a través de la lectura de su Palabra y a través de la oración.

e. Conocimiento de los contenidos doctrinales de nuestra fe e intención de mantener una formación habitual de ella.

f. Compromiso misionero de dar a conocer a Cristo en el ambiente que les toca vivir (familia, colegio, trabajo, misiones y otros).

g. Devoción a la Santísima Virgen María, madre de Dios y Madre nuestra que, como modelo misionero y protectora, intercede por nosotros ante Dios.

h. Vivencia de la fe en una comunidad concreta que es la Iglesia.

i. Defensa de la Iglesia y de la fe recibida.

VI. Presentación de los temas de la catequesis

1. ¿Por qué estamos aquí?

2. “Y ustedes, ¿quien dicen que soy yo?”.

3. Jesucristo, nuestro Señor y nuestro modelo.

4. En busca de la felicidad: las Bienaventuranzas, primera parte.

5. En busca de la felicidad: las Bienaventuranzas, segunda parte.

6. El Señor quiere hablar contigo cada día: la Biblia, Palabra de Dios.

7. En permanente unión con Dios: la oración.

8. Jesús nos enseña a orar: El Padre Nuestro.

9. La Iglesia, pueblo de Dios.

10. La Iglesia, madre y educadora.

11. Actualización de la pasión, muerte y resurrección de Cristo: la santa Misa.

12. Participando activamente en la santa Misa.

13. “Hijo, he ahí a tu Madre”. La Santísima Virgen María.

14. El Espíritu Santo, la promesa de Jesús.

15. El Sacramento de la Confirmación: nuestro propio Pentecostés.

16. Llamados a ser discípulos y misioneros de Cristo.

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VII. Organización de las reuniones

Se sugiere informar a los jóvenes sobre los siguientes aspectos:

1. Fechas (entregar, en lo posible, las fechas de todas las reuniones del año).

2. Duración y lugar (lugar, horario de las reuniones y esquema de trabajo).

3. Explicar el objetivo de establecer un compromiso en cada reunión.

4. Explicar las diferentes instancias que existen como partes integrantes y de apoyo a la catequesis: Misa inicial con los alumnos y sus padres, Retiro, entrevista personal con sacerdotes del Colegio, confesiones, dirección espiritual a quienes lo requieren, Misa con los alumnos y sus padrinos de confirmación y encuentro de dudas de fe, siendo todas ellas, al igual que los encuentros con los catequistas, de carácter obligatorio.

VIII. Compromiso primera reunión

1. Pensar y evaluar cuál es la materia en la que estoy más débil en mi relación personal con Cristo y comprometerme a rezar para que el Señor me ayude a mejorar en ese aspecto, trabajando también mi voluntad para lograrlo. (Ej.: Ir a Misa todos los domingos, lectura de la Biblia, oración diaria, dar a conocer a Cristo en mi familia y fuera de ella, Confesión, etc.)

2. Cada joven se compromete a rezar durante la semana, por el compañero que tiene a su derecha, incluidos los monitores.

Estos compromisos se conversarán al inicio de la próxima reunión.

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ORACIÓN FINAL

“Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.” (Apocalipsis 3, 20)

Señor,

Tu me invitas a un encuentro contigo y me pides responder a tu llamado. Ayúdame a conocer tu voluntad;

indícame el camino a seguir para alcanzar la verdadera felicidad.

Esclarece mi inteligencia, abre mi corazón y despierta en mí la voluntad de decirte generosamente:

“Aquí estoy Señor.”

Confiemos a la Santísima Virgen María el proceso de catequesis que hoy iniciamos. Que Ella nos comunique el secreto de cómo acoger a su Hijo en nuestra vida, para “hacer lo que El nos diga”:

Dios te salve María.....

Amén.

“El cristiano no comienza a creer al aceptar una doctrina, sino tras el encuentro con una Persona, con Cristo muerto y resucitado”

(S.S. Benedicto XVI)

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“Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”

“¡Qué grande eres, oh Dios mío, tú quien has alzado tu trono altísimo en el corazón de nuestro Mediador y Hermano, Jesucristo! Las alturas del

cielo no te pueden contener, y sin embargo te encierras en la morada creada de un corazón humano. ¡En comunión con todos los ángeles y santos te exalto

y te alabo!”

San Arnoldo Janssen

Oración inicial Señor Jesús,

hoy día queremos conocerte más, para amarte y seguirte de verdad.

Por eso, te pedimos que nos acompañes en esta reunión,

y que nos hagas dóciles a tu voz,

para que así transformes nuestra vida entera.

Regálanos Señor humildad para reconocernos pobres y necesitados de ti,

ya que en nuestra debilidad, tú nos das la fortaleza;

amas al hombre sencillo, dándole tu paz y tu perdón.

Envíanos tu Santo Espíritu,

para que mantengamos bien abierta nuestra mente

y bien dispuesto nuestro corazón,

para acogerte con alegría.

Te lo pedimos a Ti, que vives y reinas por los siglos de los siglos.

Amén

Oraciones espontáneas….

Padre Nuestro…….

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I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: Mt 16, 13-1)

“Al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ‘¿Quién dice la gente que soy yo, el Hijo del hombre?’

Ellos contestaron: ‘unos dicen que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías u otro de los Profetas’.

Jesús les preguntó: ‘y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?’.

Simón contestó: ‘tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.’ Replicando Jesús le dijo: ‘Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.’”

Palabra de Dios

III. Desarrollo del tema:

1. Comentar: ¿Quién es para ti Jesucristo? ¿Tiene importancia en tu

vida? ¿En qué se nota? ¿Le dedicas tiempo? ¿Conoces y aceptas su mensaje?

¿Quién es verdaderamente Jesús?

a) Jesús es Dios, es la segunda persona de la Santísima Trinidad.

El gran misterio de nuestra fe, la Santísima Trinidad, consiste en que creemos en un solo Dios formado por tres personas distintas. Pero las tres personas tienen la misma y única naturaleza divina. La misma grandeza, poder, sabiduría, bondad, santidad, el mismo querer y el mismo obrar, etc. Lo que hace una Persona lo hacen las tres: sin embargo, ciertas actividades parecen más apropiadas a una Persona que a otra: la creación al Padre, la redención al Hijo y la santificación al Espíritu Santo. No es que entre las tres personas se repartan la divinidad, el poder, la sabiduría, etc., sino que cada una de las tres personas tiene toda la divinidad, todo el poder, toda la sabiduría, etc.

Esto es un misterio profundo, pero estamos seguros de que es así, porque Dios mismo lo ha revelado, y Dios no puede engañarse ni engañarnos. La Trinidad es un

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misterio de amor. El amor es un darse mutuamente para formar un nosotros. En la trinidad, las tres Personas se funden por el amor, formando una sola naturaleza.

Tratemos de aclarar lo anterior:

DIOS PADRE: es el Dios creador.

El mundo no es fruto del azar, Dios lo ha creado, elegido y amado y lo hace con plena soberanía. Dios es origen primero de todo y autoridad trascendente. Es sobre todo un Padre providente, bueno, preocupado por cada una de sus creaturas. No descuida nada de lo que Él ha amado. No es un relojero que pone en marcha un prodigio de la técnica y lo deja andar sólo, hasta que el mecanismo no funcione, hasta que la pila deje de estar viva. Dios está presente con su amor en cada cosa. Todo existe, palpita porque Dios quiere.

Es todopoderoso, “Todo lo que Él quiere lo hace.” (Salmo 115, 3), “Nada hay imposible para Dios” (Lucas 1, 37). Dios es justo y misericordioso. Ama a los justos y pecadores. Nuestra relación con Él es de hijos amados del Padre.

Dios Padre nos ama hasta llegar a entregar a su propio Hijo, para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna.

DIOS HIJO: es Dios con nosotros. Es el Verbo encarnado (Dios hecho hombre). En Él se encuentra lo humano y lo divino, por lo tanto, nos enseña con su humanidad el camino para llegar al Padre. Es Dios que por amor se entrega para que tengamos vida, nos salva, es Dios redentor.

DIOS ESPIRITU SANTO: es Dios en nosotros.

Es la fuerza de amor que une al Padre con el Hijo y es la Presencia plena y permanente de Dios con nosotros aquí en la tierra. Así, ya no sólo Dios está con nosotros, sino que está en nosotros, dentro de cada uno.

Lo recibimos por medio de los Sacramentos. Es la entrega, es comunicación íntima, es aliento que da vida, es Dios que envía, que nos hace pensar, sentir, actuar y vivir como Dios. Nos ayuda y nos enseña a discernir. Es consuelo, ánimo, fortaleza, amor...presente en cada corazón humano en gracia y en cada comunidad. Es el Dios que nos motiva a orar, que nos llena de entusiasmo, que nos capacita para amar, nos regala libertad, es el que nos hace dar sus frutos: caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza. Es el Dios que nos hace crecer y nos empuja hacia su propia vida. Es el Dios santificador.

Por lo tanto, el Dios Trino está presente en cada uno de nosotros, en nuestra familia, en la Iglesia y en el mundo, creando, redimiendo y santificando.

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(El Dios Trino ha estado siempre presente en la historia del hombre, sin embargo, el Dios Padre se reveló más claramente en el Antiguo Testamento, el Dios Hijo en los Evangelios del Nuevo Testamento y el Dios Espíritu Santo en el libro de los Hechos de los Apóstoles, desde el comienzo de la Iglesia).

b) Jesús es verdadero Dios y verdadero Hombre.

“El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. El se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre...” (Catecismo de la Iglesia Católica, n° 464).

Jesucristo se presenta como Dios. Ningún otro fundador de religiones ha tenido tal osadía. Mahoma, Buda, Confucio, Lao-Tse, Zarathustra o Zoroastro presentaron una religión más o menos moralizante, pero ninguno de ellos pretendió ser Dios.

Repetidas veces Jesús se presentaba a sí mismo como Dios: «Yo no soy de este mundo» (Jn. 8, 23). «Yo existía antes que el mundo existiese» (Jn17, 5; 8,58). «Quien me ve a Mí, ve a aquel que me ha enviado» (Jn. 12, 45). «El Padre y Yo somos una sola cosa.» (Jn. 10, 30). Es como decir: los dos somos de la misma naturaleza. Yo soy Dios como el Padre.

Jesucristo repetidas veces se llama Hijo de Dios. Pero esta filiación divina de Jesucristo es de distinta manera que la del resto de los hombres. Por eso hace esta distinción: «Mi Padre y vuestro Padre” (Jn.20, 17).

Mientras los hombres somos hijos adoptivos, Jesucristo es Hijo natural, es decir, de la misma naturaleza del Padre: tiene la misma naturaleza divina. Los hijos siempre tienen la misma naturaleza que sus padres: un pez da vida a un pez, un pájaro a pájaro, el hijo de un hombre da vida a un hombre, el hijo de Dios es Dios. Nosotros somos hijos por adopción (Rom. 8. 14s; 9,4). Jesucristo lo es por generación. Por eso se llama «Hijo Unigénito» (Jn.1,14-18, 3-16).

Jesús habló con la suficiente claridad para que pudiéramos descubrir su divinidad, pero de un modo velado para no escandalizar al pueblo judío, esencialmente monoteísta, que no podía aceptar a otro Dios que a Yahvé. Por eso Jesús descubrió su divinidad paulatinamente. Afirmarla de golpe hubiera provocado escándalo.

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Sólo al final de su vida desvela el misterio de su personalidad divina. Jesús respondió a Caifás que le preguntaba por su divinidad diciendo: “Tú lo has dicho”, que es un modo de hablar, que significa: «Así es como tú dices». Cristo afirmaba claramente su divinidad. Por eso le llamaban blasfemo y lo condenaron a muerte.

Jesús es el Hijo de Dios y como tal nos pide una fe absoluta, incondicional, un seguimiento radical. Porque creemos en Cristo, nos fiamos de su Palabra. Creer en Cristo es confiar en El.

Pero Cristo tenía dos naturalezas, humana y divina, por eso los textos del Evangelio unas veces se refieren a Jesucristo como Dios, y otras a Jesucristo como hombre. Que Jesucristo fue verdadero hombre es clarísimo: pasaba hambre y por eso se acercaba a la higuera a ver si tenía higos; pasaba sed y le pedía a la samaritana que le diera agua del pozo; se cansaba y se quedaba dormido en la barca, lloraba, comía, se enojó con los mercaderes del templo, fue tentado en el desierto, etc. Jesucristo se llamaba a sí mismo “El Hijo del Hombre”. Así aparece ochenta y dos veces en los Evangelios; y siempre en boca de Jesús. Es una alusión al nombre que el profeta Daniel daba al Mesías.

Jesús vivió la mayor parte de su vida como un obrero, ganando su sustento con el sudor de su frente y el trabajo de sus manos. Ejercía el oficio de carpintero en un taller humilde y alegre de Nazaret. De este modo dignificó y ennobleció el trabajo y nos enseñó a buscar la santidad en la vida diaria.

Cristo, como dice la Biblia: «se hizo igual al hombre en todo menos en el pecado» (Hebreos 4, 15). Cuando San Pablo dice que «Cristo se hizo pecado por nosotros» (2 Corintios 5, 21) se refiere a que tomó sobre sí la pena debida por nuestros pecados; pero no la culpa.

Cuando Jesucristo tenía unos treinta años comenzó a predicar su doctrina. Sanó milagrosamente a muchísimos enfermos y necesitados. Su vida pública puede resumirse en estas palabras de San Pedro: “Pasó haciendo el bien” (Hechos 10, 38). Por eso muchos le seguían como discípulos.

Los Evangelios nos describen a un ser excepcional, a un hombre que en sólo tres años de vida pública, en un radio de acción de escasos kilómetros, trastornó al mundo, de modo que el tiempo se divide en los siglos que le esperaron y los que siguen a su venida (antes y después de Cristo).

Cristo iluminó con su doctrina la vida del hombre con visión de eternidad, y transformó los valores del pensamiento humano.

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Jesucristo ha sido el hombre más grande de la historia. Genios como Calderón de la Barca y Miguel Ángel, militares como Cesar y Napoleón, después de su muerte, han sido admirados; pero no amados. Jesucristo es el único hombre que ha sido amado más allá de su tumba. A los dos mil años de su muerte, legiones de hombres y mujeres, dejando su familia paterna y su familia futura, sus riquezas y su Patria, despojándose de todo, han vivido sólo para Él. Jesucristo ha sido amado con heroísmo. Millares y millares de mártires dieron por él su sangre y millares de santos centraron en Él su vida.

c) Jesús es la luz del mundo, nuestro modelo de santidad.

Él ha venido a iluminar nuestra vida. Jesucristo es la Palabra del Padre que nos muestra y nos enseña cuál es la Verdad y la voluntad del Padre sobre el mundo y sobre el hombre.

La vida y doctrina de Jesucristo son para nosotros un ejemplo de cómo debemos ser para alcanzar el Reino de los Cielos, es decir, para salvarnos. Él no solo nos mostró el camino del cielo, sino que lo vivió plenamente como hombre, mostrándonos que si permanecemos unidos a Él, nosotros también podemos seguir ese camino. Jesús es nuestro modelo de santidad.

d) Jesús es nuestro Redentor.

El Evangelio nos dice que Jesús sintió lástima de la gente porque andaba errante, como ovejas que no tienen pastor. Dios se ha hecho hombre en Jesucristo para rescatarnos de la muerte, para salvarnos del pecado, para darnos la plenitud de la vida.

Pero, ¿de qué nos quiere salvar el Señor? ¿Nos damos cuenta de que no somos felices porque muchas veces somos esclavos?

Esclavos: · del dinero,

· del poder, de dominar a los demás y servirte de ellos,

· de tu imagen, de tu look, de caer bien a los demás, del qué dirán,

· de tu prestigio, de tus notas,

· de tu afectividad, de tener que sentirte querido,

· de tu egoísmo,

· …del pecado.

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Ante Jesús que quiere salvarnos, podemos tener 2 actitudes:

- Autosuficiencia: sentirnos dios, creer que lo podemos todo, que lo sabemos todo, creer que nosotros somos el "señor" de nuestra vida.

- Ser humilde, sentirnos pobres y necesitados de Dios. Reconocer nuestra propia pobreza, reconocer nuestra impotencia y nuestra debilidad. Ponernos en las manos de Dios, descubrir que nuestra fuerza y nuestro poder es el Señor y dejar que Él sea el Señor de nuestra vida.

Esta es la Buena Noticia: Jesús ha venido a anunciar la salvación a los pobres, a los humildes, a los que se sienten necesitados de Dios. Pero ello no se impone por la fuerza. Simplemente se nos ofrece como un don y se propone a nuestra colaboración.

e) Jesús es el Señor de nuestra vida.

Él actúa en nuestra historia personal y la convierte en historia de salvación. Si dejamos que Él sea nuestro Señor, nos hará verdaderamente libres y felices. Él nos llama y nos invita a ser sus discípulos en la Iglesia. Él nos envía a la misión: tiene un proyecto de vida para cada uno de nosotros, un proyecto que nos asegura la verdadera felicidad, aún considerando la realidad del sufrimiento y de la cruz que siempre estarán presentes en nuestra vida.

Entonces, ser cristiano es mucho más que conocer una doctrina, es conocer, relacionarse, amar, creer y seguir a “Alguien”, a una persona, a la persona de Jesús resucitado. La fe es hacer la experiencia de Dios, relacionarse con Dios. (Si nos quedamos sólo en el conocimiento de la doctrina, hablamos de ideología, no de fe). Acepto a Cristo como norma suprema, y todo lo valoro como lo valora Él. Los hechos son la expresión del nivel de fe de una persona. No hay posible aceptación del programa de Jesús si no es mediante el lenguaje de los hechos. La fe debe ser coherente con los actos. Creer en Jesucristo lleva consigo un estilo de vida, un modo de ser.

2. El llamado a la conversión.

Recordemos cómo Jesús se presenta al comenzar su ministerio: “El plazo está vencido, el Reino de Dios se ha acercado. Tomen otro camino y crean en la Buena Nueva”. (Mc.1, 15).

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Con Jesús, termina la espera de un salvador por parte del pueblo Judío. Con Jesús, está Dios con nosotros. Nos pide conversión y que creamos en su Palabra.

La conversión, antes de ser una necesidad nuestra, es una llamada amorosa de Dios Padre para que volvamos a Él, una llamada a que vivamos con Él y para Él.

Pero conversión implica un cambio en mí. Es vivir de cara a Dios. Convertirnos al Reino de Dios es lo mismo que comenzar a vivir como hijos de Dios, es poder volver a llamar Padre a Dios, es vivir con Él una intensa, viva y profunda relación de amor.

Convertirse significa:

• Cambiar el modo de pensar y de vivir.

• Dejar los criterios y valores del mundo (que todo lo relativiza y ajusta a su propio interés y deseo) para vivir guiado únicamente por la luz de la Palabra de Dios.

• Abandonar los ídolos de este mundo (poder, prestigio, riquezas, placer, seguridades, etc.) que nos esclavizan para comenzar una vida nueva en la que Jesucristo, sea el único Señor y el único Maestro de nuestra vida.

• Tener a Cristo como el modelo de nuestra vida, viviendo con el estilo de vida de Jesús y tratando de tener sus mismos sentimientos y actitudes.

• Sabiéndose necesitado de Dios, vivir en comunión con Dios, en permanente diálogo y relación, experimentándolo como Padre.

• La conversión a la que llama Jesús supone renuncia y sacrificio. Es un camino exigente, pero Jesús lo ha caminado primero, y con Él nosotros también podemos hacerlo: “El que no toma su cruz y me sigue detrás, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt. 10, 38, 39). Es un camino exigente pero también, es fuente de profunda alegría.

Ver y comentar el anexo N°1 relativo a la conversión

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IV. Compromiso Elegir alguno de los siguientes compromisos, pensando en el que se adapte mejor a

las necesidades del grupo:

1. Buscar en los Evangelios aquellas frases de Jesús que más me impresionan y anotarlas, señalando la cita Bíblica donde se encuentra. Por ejemplo: “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida.” (Juan, 14, 6) o bien, “Quien no está conmigo, está contra mí, y quien no junta conmigo, desparrama” (Lc.11, 23), etc.

2. Leer “El llamado de Jesús a Pedro” (Anexo 2) y comentarlo al inicio de la siguiente reunión. (Este anexo puede ser de utilidad para aquellos jóvenes que se sienten incapaces o débiles para responder con fidelidad al llamado de Jesús de seguirle).

3. Leer la letra de la canción:”Jesús, estoy aquí” (Anexo 3) y analizar con qué frase me siento más identificado actualmente.

ORACIÓN FINAL

Pongamos en las manos de la santísima Virgen María este caminar juntos en la fe,

en el que nos encontramos ahora, para que Ella nos ayude a conocer mejor a Jesús y a responderle con generosidad, con fe y con confianza “sí” a su Hijo, “haciendo lo que Él nos diga”.

Dios te Salve María……

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ANEXO 1

Una manera gráfica de entender la conversión ________________________________________________________________________________

SITUACIÓN 1. Yo estoy en el centro de mi vida, de mi mente y de mi corazón, vivo de espaldas a Dios, me siento autosuficiente, no tengo una relación permanente con Dios (oración, sacramentos), sólo me acuerdo de Dios cuando estoy en problemas. Mi Dios es un Dios “utilitario” (lo uso cuando lo necesito y luego lo desecho). Vivo habitualmente en pecado, sin preocuparme de salir de él, y a veces hasta sin remordimientos.

________________________________________________________________________________________

SITUACIÓN 2.   Si bien, tengo a Dios en mi corazón, yo sigo ocupando el centro de mi vida, de mi mente y de mi corazón. El apego a las cosas terrenas me dificulta el conocer y amar mejor a Dios. Me relaciono con Él (oración, sacramentos) en forma inconstante (en la oración pidiendo muchas veces cosas temporales, como salud, bienestar; la Misa dominical es omitida a veces con pretextos livianos, confesión poco frecuente). Me esfuerzo por no cometer pecados graves. Me rebelo ante Dios si me pasa algo que no me gusta o que me hace sufrir, buscando el ¿por qué? de lo que me pasó en vez de el ¿para qué?, confiando en la presencia y voluntad de Dios en mi vida.

 

SITUACIÓN 3. Conversión:

Dios está en el centro de mi vida, de mi mente y de mi corazón. Lo busco, escucho su Palabra, rezo diariamente, participo de los sacramentos, tengo hambre y sed de la Comunión. Busco crecer en mi vida cristiana y adelantar en el camino de la virtud (director espiritual). Confío en Dios, pido y acepto que se haga Su voluntad y no la mía, aunque a veces no la entienda. Mis pecados son vivamente llorados y busco repararlos. Deseo compartir el tesoro de mi fe (evangelización).Vivo sobre todo la caridad.

Mi meta es poder decir como San Pablo: “ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál. 2,20).

LA NECESIDAD DE CONVERSIÓN ES PERMANENTE A LO LARGO DE NUESTRA VIDA

No estamos anclados en una de estas situaciones, sino que permanentemente pasamos de una situación a otra.

 

YO

 

 

 

             YO

       

YO

 

             DIOS

 

 

DIOS  

DIOS  

23  

ANEXO 2

El llamado de Jesús a Pedro (Extracto de la intervención de S.S. Benedicto XVI

durante una audiencia general, mayo 2006)

Meditemos en la figura de san Pedro. Profundizando en su persona comprenderemos mejor en qué consiste y qué significa seguir a Jesús.

Los Evangelios permiten seguir paso a paso su itinerario espiritual. El punto de

inicio es la llamada por parte de Jesús: Jesús le dice a Simón: «Boga mar adentro, y echad vuestras redes para

pescar». Simón responde: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes» (Lucas 5, 4-5). Jesús, que era un carpintero, no era un experto de pesca y, sin embargo, Simón el pescador se fía de este Rabbí, que no le da respuestas sino que le invita a fiarse. Su reacción ante la pesca milagrosa es de asombro y estremecimiento: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lucas 5, 8). Jesús responde invitándole a tener confianza y a abrirse a un proyecto que supera toda expectativa: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres» (Lucas 5,10). Pedro no se podía imaginar todavía que un día llegaría a Roma y que aquí sería «pescador de hombres» para el Señor. Acepta esta llamada sorprendente a dejarse involucrar en esta gran aventura: es generoso, reconoce sus límites, pero cree en quien le llama y sigue el sueño de su corazón. Dice «sí», un «sí» valiente y generoso, y se convierte en discípulo de Jesús.

Pedro vivirá otro momento significativo en su camino espiritual en las

inmediaciones de Cesarea de Filipo, cuando Jesús plantea a los discípulos una pregunta concreta: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (Marcos 8,27). A Jesús no le basta una respuesta de oídas. De quien ha aceptado comprometerse personalmente con Él, quiere una toma de posición personal. Por eso, insiste: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Marcos 8, 29). Es Pedro quien responde también por cuenta de los demás: «Tú eres el Cristo», es decir, el Mesías. Se trata de una confesión todavía insuficiente, inicial, pero abierta. Pedro no había comprendido todavía el contenido profundo de la misión mesiánica de Jesús, el nuevo sentido de la palabra: Mesías. Lo demuestra poco a poco, dando a entender que el Mesías al que está siguiendo en sus sueños es muy diferente al auténtico proyecto de Dios. Ante el anuncio de la pasión, se escandaliza y protesta, suscitando la fuerte reacción de Jesús llamándole a la conversión y a su seguimiento: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Marcos 8,33). No me indiques tú el camino, yo sigo mi camino y tú ponte detrás de mí.

Pedro quiere un Mesías «hombre divino», que responda a las expectativas de la

gente, imponiendo a todos su potencia: nosotros también deseamos que el Señor imponga su potencia y transforme inmediatamente el mundo; Jesús se presenta como el «Dios

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humano», el siervo de Dios, que trastorna las expectativas de la muchedumbre, abrazando un camino de humildad y de sufrimiento.

De este modo, Pedro aprende lo que significa verdaderamente seguir a Jesús. «Si

alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Marcos 8, 34-35). Es la ley exigente del seguimiento: es necesario saber renunciar, si hace falta, a todo el mundo para salvar los verdaderos valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo (Cf. Marcos 8, 36-37). Aunque le cuesta, Pedro acoge la invitación a seguir su camino tras las huellas del Maestro.

Nosotros, como Pedro, siempre tenemos que convertirnos de nuevo. Tenemos

que seguir a Jesús y no precederle: Él nos muestra el camino. Pedro nos dice: tú piensas que tienes la receta y que tienes que transformar el cristianismo, pero quien conoce el camino es el Señor. Es el Señor quien me dice a mí, quien te dice a ti: «¡sígueme!». Y tenemos que tener la valentía y la humildad para seguir a Jesús, pues Él es el Camino, la Verdad y la Vida.

Hay otros acontecimientos importantes en la vida de san Pedro: la multiplicación de los panes (Cf. Juan 6,12-13): Jesús interpretó este milagro no en el sentido de ser el rey de Israel, con un poder de este mundo, como lo esperaba la muchedumbre, sino en el sentido de la entrega de sí mismo: «el pan que yo voy a dar es mi carne por la vida del mundo» (Juan 6, 51). Jesús anuncia la cruz y con la cruz la auténtica multiplicación de los panes, el pan eucarístico, su manera totalmente nueva de ser rey, una manera totalmente contraria a las expectativas de la gente. Jesús «Da su carne»: ¿qué quiere decir esto? Incluso para los discípulos parece algo inaceptable lo que Jesús dice en este momento. Podemos imaginar que las palabras de Jesús fueran difíciles incluso para Pedro, que en Cesarea de Filipo se había opuesto a la profecía de la cruz. Y sin embargo, cuando Jesús preguntó a los doce: «¿Queréis iros también vosotros?», Pedro respondió: « Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Cf. Juan 6, 66-69) Esto no quiere decir que ya había comprendido el misterio de Cristo en toda su profundidad. Su fe era todavía inicial, una fe en camino; sólo llegaría a su verdadera plenitud a través de los acontecimientos pascuales. Sin embargo, ya era fe, abierta a la realidad más grande --abierta sobre todo porque no era fe en algo, era fe en Alguien: en Él, en Cristo.

La generosidad impetuosa de Pedro no le libra, sin embargo, de los peligros ligados

a la debilidad humana. Llega sin embargo el momento en que también él cede al miedo y cae: traiciona al Maestro (Cf. Marcos 14, 66-72). La escuela de la fe no es una marcha triunfal, sino un camino salpicado de sufrimientos y de amor, de pruebas y fidelidad que hay que renovar todos los días. Pedro, que había prometido fe absoluta, experimenta la amargura y la humillación del que reniega: el orgulloso aprende, a costa suya, la humildad. También Pedro tiene que aprender que es débil y que necesita perdón. Cuando finalmente

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se le cae la máscara y entiende la verdad de su corazón débil de pecador creyente, estalla en un llanto de arrepentimiento liberador. Tras este llanto ya está listo para la misión que le será confiada por Jesús resucitado. El evangelista Juan nos narra el diálogo que en aquella circunstancia tuvo lugar entre Jesús y Pedro:

Se puede constatar un juego de verbos muy significativo. En griego, el verbo filéo

expresa el amor de amistad, tierno pero no total, mientras que el verbo agapáo significa el amor sin reservas, total e incondicional. La primera vez, Jesús le pregunta a Pedro: «Simón…, ¿me amas más que éstos (agapâs-me)?», ¿con ese amor total e incondicional? (Cf. Juan 21, 15). Antes de la experiencia de la traición, el apóstol ciertamente habría dicho: «Te amo (agapô-se) incondicionalmente». Ahora que ha experimentado la amarga tristeza de la infidelidad, el drama de su propia debilidad, dice con humildad: «Señor, te quiero (filô-se)», es decir, «te amo con mi pobre amor humano». Cristo insiste: «Simón, ¿me amas con este amor total que yo quiero?». Y Pedro repite la respuesta de su humilde amor humano: «Kyrie, filô-se», «Señor, te quiero como sé querer». A la tercera vez, Jesús sólo le dice a Simón: «Fileîs-me?», «¿me quieres?». Simón comprende que a Jesús le es suficiente su amor pobre, el único del que es capaz, y sin embargo está triste por el hecho de que el Señor se lo haya tenido que decir de ese modo. Por eso le responde: «Señor, tú lo sabes todo, tu sabes que te quiero (filô-se)». ¡Parecería que Jesús se ha adaptado a Pedro, en vez de que Pedro se adaptará a Jesús! Precisamente esta adaptación divina da esperanza al discípulo, que ha experimentado el sufrimiento de la infidelidad. De aquí nace la confianza, que le hace ser capaz de seguirle hasta el final: «Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: "Sígueme"» (Juan 21, 19). Desde aquel día, Pedro «siguió» al Maestro con la conciencia precisa de su propia fragilidad; pero esta conciencia no le desalentó. Él sabía, de hecho, que podía contar a su lado con la presencia del Resucitado. Sabemos que Jesús se adapta a esta debilidad nuestra. Nosotros le seguimos, con nuestra pobre capacidad de amor y sabemos que Jesús es bueno y nos acepta. Junto al lago de Tiberíades Pedro descubre cómo Cristo resucitado se adapta a su pobre capacidad de amar y cómo podrá contar siempre con su presencia. De esto nace la esperanza y la confianza que le permitirán seguirlo hasta el final de su vida, que sellará con el martirio. Y así, él será capaz de describir la verdadera alegría e indicar la fuente dónde se puede conseguir. La fuente es Cristo, creído y amado.

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ANEXO 3

JESÚS, ESTOY AQUÍ

Jesús, estoy aquí, Jesús, que esperas de mí? Mis manos están vacías. Que puedo ofrecerte?

Sólo sé, que quiero ser diferente.

Jesús, estoy aquí, Jesús, que esperas de mí? Mis ojos temen al mirarte.

Quisiera poder enfrentarte.

Amar como Tú amas. Sentir como Tú sientes.

Mirar a través de tus ojos, Jesús.

Contigo mi camino es difícil.

Me exiges abrir un nuevo horizonte en la soledad de mi noche.

Jesús.

No, no puedo abandonarte. Jesús, en mí penetraste, me habitaste, triunfaste

y hoy vives en mí.

Amar como Tú amas, sentir como Tú sientes,

mirar a través de tus ojos, Jesús.

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� �

Jesucristo, nuestro Señor y nuestro modelo

“Consideren que la humildad es el fundamento de todas las virtudes, porque conduce a la verdad,

de la misma manera que el amor conduce a la bondad”.

San Arnoldo Janssen

Oración inicial

Jesús, divino Maestro, te adoramos como al amado del Padre,

único camino para llegar a Él.

Te damos gracias porque te has hecho nuestro modelo; nos has dado ejemplo de santidad e invitado a todos a seguir tu mismo camino.

Te contemplamos en los diversos momentos de tu vida terrena;

dócilmente nos ponemos a tu escuela, abrazamos todas tus enseñanzas, ayúdanos a rechazar toda actitud que no sea conforme a la tuya.

Atráenos a ti, para que busquemos únicamente Tu voluntad,

Siguiendo tus huellas y renunciando a nosotros mismos.

Acrecienta en nosotros la esperanza activa y el deseo de asemejarnos a Ti, para que al final de la vida podamos poseerte por toda la eternidad.

Jesús Maestro, Camino, Verdad y Vida, quédate con nosotros. Amén

Oraciones espontáneas…..

Padre Nuestro…….

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I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: (Jn.13, 12-17)

“Así que, después que les hubo lavado los pies, tomó su manto, volvió a la mesa, y les dijo: ‘¿Saben lo que les he hecho? Ustedes me llaman Maestro, y Señor; y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado sus pies, ustedes también deben lavarse los pies los unos a los otros. Porque ejemplo les he dado, para que como yo le he hecho, ustedes también lo hagan. De cierto, de cierto les digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que le envió. Si saben estas cosas, bienaventurados serán si las hacen’”.

Palabra de Dios.

III. Desarrollo del tema:

Según podemos concluir del tema anterior, Dios se hizo hombre (el Verbo se hizo

carne):

a) Para salvarnos, reconciliándonos con Dios: Dios envió a su Hijo "como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10), "para ser salvador del mundo" (1 Jn 4, 14), "para quitar los pecados" (1 Jn 3, 5).

b) Para que conociésemos el amor de Dios: en el envío de Jesucristo al mundo "se manifestó el amor que Dios nos tiene" (1 Jn 4, 9), "porque tanto amó Dios al mundo que dió a su Hijo Único" (Jn 3, 16).

c) Para hacernos partícipes de la naturaleza divina: San Atanasio (s. IV) dice que "El Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios". Se realiza así un admirable intercambio, en que por la humanidad de Jesucristo el hombre llega a la divinidad de Dios (cf. 2 Pe 1, 4).

d) Para revelar al hombre el misterio del hombre: frente a las preguntas que se hace el ser humano: "¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte...?" (Gaudium et Spes 10), Cristo "ofrece al hombre, por su Espíritu, luz y fuerzas que le permitan responder a su altísima vocación" (Ibid). "En realidad, el misterio del hombre no se aclara de verdad sino en el misterio del Verbo encarnado" (Ibid 22); éste revela la desfiguración del hombre caído por el pecado (cf. Jn 19, 5), redimido por la gracia (cf. Jn 3, 3) y llamado a la santidad (cf. Mt 5, 48).

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e) Para ser nuestro modelo de santidad: el Padre, en la Transfiguración, ordena: "escuchadle" (Mc 9, 7). Jesucristo es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6) que conduce al Padre; llama a aprender de Él, que es manso y humilde de corazón (cf. Mt 11, 29). Es el modelo de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1-11) y la norma de la ley nueva, que es el amor (cf. Jn 15, 12), cuya consecuencia es la ofrenda de sí mismo (cf. Mc 8, 34).

Pues bien, en el presente tema analizaremos más profundamente este último aspecto; veremos a Jesucristo como nuestro Señor y nuestro modelo de santidad que nos conduce al Padre.

1. Jesús, el modelo de nuestra vida.

Comentar: ¿Qué personas concretas son modelo para tí? ¿Por qué?

Jesucristo nos revela la plenitud del ser persona: el hombre nuevo. El modelo de nuestra vida no debe ser un futbolista, un cantante famoso u otro…… sino Jesucristo: El es el único Señor, el único Maestro, el único Modelo. El modelo que Jesucristo nos presenta es el del Buen Pastor que da la vida por las ovejas, que nos invita a descubrir que se es más feliz al dar que al recibir, y que sólo encontrará la vida el que generosamente la entregue.

Jesucristo es el modelo del hombre que vive una vida de fidelidad y obediencia a la voluntad del Padre, que vive los valores del Reino (bienaventuranzas…) y que se entrega por amor hasta dar la vida.

Comentar: ¿Qué rasgos o valores descubres en Jesucristo que te inviten a tenerlo como modelo?

Algunos valores de la persona de Cristo que vemos en los Evangelios:

Jesús es un hombre absolutamente libre. Los Evangelios lo presentan libre de la ley: “el sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27); libre de las autoridades religiosas y políticas, actuando ante cualquier gobernante según su conciencia y sin ceder a intimidaciones; libre de sus afectos, declarando familiares suyos a los que cumplen la voluntad de Dios (Mc. 3, 20- 35); libre frente a los prejuicios y costumbres de la sociedad.

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Ser libre no es decidirse contra lo que Dios pide, no es la posibilidad de elegir entre el bien y el mal (posibilidad de opción), sino que es hacer por propia voluntad lo que Dios quiere; la coincidencia de la voluntad humana con la voluntad divina no anula la propia libertad, sino que la plenifica. Jesucristo es libre porque hace lo que Dios le pide; asume y vive con felicidad la voluntad del Padre (cf. Mt. 26,36-46; Jn. 10,18). Su libertad no tiene nada de "libertinaje", es decir de un ciego seguir sus impulsos espontáneos, sus deseos personales o sus ideas propias. La raíz de la libertad de Cristo es el amor de Dios.

Jesús es radicalmente obediente. La obediencia de Jesús se fundamenta en la libertad, que es amor al Padre. Consiste esencialmente en doblegar su propia voluntad a la del proyecto de Dios, aunque no corresponda a sus deseos o expectativas humanas.

Jesús es un hombre de oración. Jesús oraba y enseñó a orar. Los Evangelios lo presentan orando en los momentos cruciales de su misión y de su existencia, y afirman de Él que se retiraba a menudo a orar, a veces incluso la noche entera. En su oración, se dirige siempre a Dios como Padre, más precisamente como "Abbá" (Mc 14, 36; Lc 10, 21-22; Rm 8, 15; Ga 4, 6); "Abbá" es un nombre arameo que expresa la familiaridad e intimidad de Jesús con su Padre (papá).

Jesús posee una amorosa y humilde autoridad. Era un Maestro que se sentía con autoridad para aclarar el Antiguo Testamento. Los Profetas de la Antigüedad apoyaban sus palabras en la autoridad de Dios. Decían: “Así habla el Señor”. Jesús habla en nombre propio, y se atreve a corregir la ley mosaica, por considerarse superior a ella. Habla por derecho propio: «Se dijo a los antiguos, pero Yo os digo» (Mt.5, 21s.).

A su vez, Jesús pedía pero no ordenaba, llamaba y escogía, pero dejaba libertad para responder, amaba primero y esperaba ser correspondido con amor. Sin embargo, quedaba siempre firme en sus exigencias que no dejan lugar a dudas. “Todo el que pone la mano en el arado y mira para atrás, no sirve para el Reino de Dios” (Mt. 16,24). Su carisma estaba reforzado de Verdad porque lo que decía venía del Padre y no había sombra de duda en sus palabras.

Él le enseñaba a la gente en términos que ellos podían comprender. Se mostró siempre humilde. Cada gesto suyo les daba esperanza y les hablaba de su amor y preocupación por ellos.

Fue un hombre entre los hombres. Su dignidad le dio poder para atraer multitudes porque vino a servir e inspiraba también a los demás a servir.

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Nunca perdió de vista su misión, aunque muchos lo aclamaban como a un profeta. Él era Hijo, no profeta, y su carisma brilló con esplendor mientras le decía a crédulos e incrédulos que había sido enviado por el Padre.

No buscaba los aplausos, no le afectaban las críticas, no le importaba el “que dirán”. Se afianzó en su misión y en lo que Él era para el Padre y le importó poco la aceptación de los "aceptados" de sus días. Nunca dudó de quien era o del propósito de su misión, ni siquiera la amenaza de la muerte le hizo vacilar en su camino y esto también asombraba a la gente. Cuando alguna vez cogieron piedras para tirárselas, Él no dio marcha atrás -desapareció entre la gente y se fue a otra ciudad.

Jesús es un hombre de carácter recto y posee un equilibrio sorprendente. Junto con ser firme en sus exigencias, reacciona ante el mal de una manera radical. Lo vemos por ejemplo cuando echa a los vendedores del Templo o cuando denuncia a los fariseos y Maestros de la Ley por su hipocresía. Al mismo tiempo, Jesús vive lo que enseña, su vida y su doctrina coinciden de tal manera que El mismo es la predicación más perfecta. Si bien Jesús es exigente y radical en la lucha contra el mal, es al mismo tiempo comprensivo y compasivo con los “fatigados y agobiados”. Tiene una gran misión que cumplir, sin embargo está atento a cada persona en particular.

Jesús es leal. Jesús era leal con sus apóstoles, incluso sabiendo plenamente de su cobardía, llegando a defenderlos cuando fue necesario (Mt 12, 1-8). Era leal con los pobres, aceptando las críticas de los fariseos, de tal forma que el necesitado nunca se sintiera abandonado. Era leal a su Padre, cumpliendo su Voluntad, incluso hasta la muerte.

Jesús es cercano y accesible. Cuando Juan el Bautista envió a sus discípulos para preguntar al Maestro si Él era Aquél que había de venir, Jesús les respondió: "Díganle a Juan: -los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados y los sordos oyen, los muertos resucitan, y la Buena Nueva es proclamada a los pobres" (Mt 11, 4-5).

Jesús se hizo a sí mismo accesible a cualquiera, era fácil aproximarse a Jesús y Él estaba siempre listo para dar su ayuda. Nunca estuvo muy ocupado o muy cansado como para no bendecir niños, tocar leprosos o predicar a aquellos que anhelaban la Palabra de Dios.

La mayoría de los pecadores se sintieron atraídos por Él. La gente se le acerca sin tener miedo. Era un fenómeno que no podían explicar. Nunca nadie imaginó que Dios se haría tan cercano, que sería tan fácil acercarse a él, que sería tan ávido para escuchar y tan amorosamente compasivo. La gente había leído acerca de un hombre santo y habían visto a Juan el Bautista, profeta de Dios, pero ni éste ni ninguno de ellos era como este Hombre - el Hijo de Dios.

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Era sencillo al hablar y escuchaba a cada uno. Nunca nadie se debe haber sentido apurado en su presencia y su Palabra era distinta a cualquier otra que habían escuchado.

Jesús es noble y generoso. Somos generosos cuando damos, pero somos nobles cuando compartimos y nos abnegamos para que otros reciban la gloria.

Jesús era generoso en dar sus dones y su poder a los hombres. Le dio a sus apóstoles el poder de sanar, de echar a los demonios y de resucitar a los muertos, y se alegró cuando regresaron y le contaron de sus logros -logros que Su poder realizó en ellos. Le dio gracias al Padre por permitirle compartir sus dones con los hombres.

Los alentó a salir y a usar dichos talentos. Gratis los recibieron y gratuitamente debían entregarlos. Debían dar todo el crédito de sus poderes milagrosos a Dios e invocar el nombre de Jesús para mostrarles a los demás la fuente de su poder.

Jesús ama hasta el extremo, hasta dar su propia vida y con un amor gratuito.

Jesús posee todos los valores señalados en las bienaventuranzas: pobreza de espíritu, mansedumbre, misericordia, pureza de corazón, etc.

Jesús nuestro modelo

La principal meta en la vida de todo cristiano es la de ser una imagen de Jesús, así como Él es una imagen perfecta del Padre. El cristiano mira la fortaleza de Jesús y trata de ser fuerte, mira a Jesús amable con la muchedumbre y controla su ira, admira la misericordia de Jesús y perdona setenta veces siete, siente la compasión de Jesús y conquista su propio orgullo, mira a Jesús heroico, audaz y valiente y se siente seguro, observa a Jesús respondiendo a sus enemigos con voz serena -con sinceridad, sin respetos humanos, con perfecto señorío de sí- y trata de ser como Él. El cristiano imita el sentido de lealtad del Maestro, su celo, su sencillez, su nobleza y sus amorosas virtudes según el máximo de sus capacidades. Y esto se convierte en un estilo de vida para el cristiano, porque no se queda satisfecho con dar las gracias sino que quiere darle perfecta gloria conformándose con Él. Sobretodo, busca amar a la manera del Maestro -sin tener en cuenta el costo- incluso hasta la muerte.

El apóstol San Pablo se refiere a esta nuestra conformación con el Señor: "Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu" (2 Cor 3, 18).

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2. Nuestra fe nos exige optar por Cristo en cada momento de nuestra vida.

Como ya lo mencionamos, no basta con creer que Jesús es el Hijo de Dios, Jesús nos pide un cambio en nuestra vida, nos pide conversión (“Nadie puede ver el Reino de Dios, si no nace de nuevo, de arriba”; Jn.3, 3) y nos pide optar por Él en cada momento y en cada situación de nuestra vida. (“Quien no está conmigo, está contra mí, y quien no junta conmigo, desparrama; Lc.11, 23).

Optar por Cristo implica:

Cumplir los mandamientos, resumidos en el amor a Dios y el amor al prójimo, convencidos de que los mandamientos de Dios no son prohibiciones arbitrarias de Dios para poner límites a nuestra libertad, sino que son una manifestación de su amor y de su solicitud paterna, que quiere mostrarnos a través de los mandamientos el camino que nos conduce a la salvación, a la felicidad. «Cuida de practicar lo que te hará feliz» (Dt 6, 3; 30, 15 s).

En su mandamiento del amor, el Señor nos pide amar “como El nos ha amado”, es decir,

- con una amor gratuito, que no está condicionado a recibir nada a cambio.

- con un amor radical (no tibio).

- con un amor siempre fiel, que me busca cuando me alejo, que me perdona y está dispuesto a recibirme de vuelta cuando me arrepiento.

- con un amor que es más que un sentimiento, es una decisión (voluntad).

- con un amor que es más que “dar”, es “darse” y darse “hasta el extremo”, hasta dar la propia vida.

• Buscar primero el Reino de Dios, confiando en que todo lo demás vendrá por añadidura (Mt.6, 33). Ej.: rechazar hacer una campaña publicitaria que sea inmoral, aunque ésta me signifique recibir dinero que es “indispensable” para el bienestar de mi familia.

• Trabajar para que el Reino de Dios se haga presente en la sociedad, concretizando nuestro compromiso con Dios, a través del compromiso con los

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demás, especialmente con los más pobres. El Señor nos llama como miembros de la Iglesia a continuar con su Misión, para que esté presente el Reino de Dios, Reino que es don de Dios pero también tarea de los hombres.

Renunciar a uno mismo para seguir a Jesús, sacrificándose por Cristo, aceptando y abrazando la propia cruz, confiando también en que nuestra cruz y nuestro sufrimiento es causa de salvación para nosotros y para los demás. El discípulo no puede seguir un camino diferente del que siguió el Maestro. Debemos confiar en que de la cruz brota siempre la salvación.

El sufrimiento aceptado y vivido con Cristo ensancha la capacidad de amar y comprender, humaniza y fecunda. Aceptar el sufrimiento es tratar de vivirlo con amor y situarlo en la perspectiva de la esperanza, vivirlo como dolor de parto y no como dolor de muerte. Decía Jesús: «Os afligiréis, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). Pero, además, hay que llevar también las cruces de los otros. Tomar la cruz significa también saberse complicar la vida en favor de los hermanos; no sólo preocuparse por lo propio, sino hacer del dolor y sufrimiento de los otros nuestro propio sufrimiento.

Optar por Cristo nos da la fe, la confianza y la paz de saber que el Señor le da un sentido al sufrimiento, sacando siempre del mal un bien mayor y de saber que no estamos solos ante el dolor. El Señor nos dice: “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, que yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán vuestro descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28).

El sufrir para un cristiano es un compartir la muerte de Jesucristo, en espíritu de obediencia filial hacia el Padre y de redención por los pecados del mundo, para también compartir con Él la gloria de la resurrección.

La renuncia de uno mismo para seguir a Jesús implica también no apegarse a nada ni a nadie de este mundo (Mt.10, 37-38), amando a Dios por sobre todas las cosas y personas. Jesús nos exige ser el primero y el más importante en nuestra vida. (Ej: cuando un padre pierde a su hijo y se rebela contra Dios en vez de, a pesar de su dolor, confiar en Dios y apoyarse más que nunca en Él).

• Trabajar para que los talentos que Dios nos dio produzcan frutos en favor del Reino (Mt.25, 14-30).

• No buscar ser servido, sino servir (Mt.20, 28); no juzgar (Mt.7,1), perdonar siempre (Mt.18, 21,22).

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• Defender su Reino con valentía, lo que muchas veces nos traerá persecuciones y necesidad de ir en contra de la corriente (Mt.10, 34).

• Seguir el camino propuesto por Jesús para alcanzar la verdadera felicidad: las Bienaventuranzas.

• Ser fieles al Señor en todo el campo de nuestra vida: en las pequeñas cosas de cada día, (en el cumplimiento de mis deberes como estudiante y como hijo) como también en los difíciles momentos de prueba (una enfermedad por ejemplo), en los cargos de responsabilidad, ante las tentaciones…… No se puede ser semi-discípulo. El discípulo no puede serlo solamente por una parte de su vida o de su tiempo. Debo actuar como cristiano en todos los ámbitos de mi persona (en el ámbito corporal, en mi sexualidad, en el ámbito espiritual, social, etc.). Jesús pide nuestra radicalidad para su seguimiento.

• Optar por Cristo significa poder llamar Padre a Dios y confiar en su protección y en su infinita justicia, bondad y misericordia.

La Biblia se encuentra rebosante de un anuncio lleno de ternura: “No temas”. Casi como un río de misericordia esta palabra recorre todos los libros sagrados, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Es el Padre que repite a sus hijos que no tengan miedo, porque Él está con ellos, no los abandona, no los olvida, no los deja en poder del enemigo. Es como si fuese una declaración de amor, de corazón a corazón, y llega hasta nosotros. Abrahán ha oído esta palabra y después de él su hijo Isaac, después los patriarcas, Moisés, Josué, David, Salomón y con ellos, Jeremías y todos los profetas. Ninguno está excluido de este abrazo de salvación que el Padre ofrece a sus hijos, también a los más alejados, los más rebeldes.

• Optar por Cristo significa no estar nunca solo, sino caminar con Aquél que es el Camino, la Verdad y la Vida (Juan 14,6).

• Optar por Cristo significa caminar por la vida confiando en Aquél que me conoce, que me ama como nadie, que no me defrauda, que me sostiene, que me salva.

• Optar por Cristo significa contar con la presencia, la luz y la fuerza del Espíritu Santo para interpretar y aplicar la Palabra de Dios en las diversas circunstancias de nuestra vida.

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• Optar por Cristo implica adherirme a su proyecto; un proyecto que, con la gracia de Dios, me asegura llegar a la meta: la Vida Eterna.

¡Optar por Cristo vale la pena!

Comentar: ¿En que situaciones de la vida diaria (en la casa, colegio, en la relación con los padres, amigos, polola, etc.) he tenido que optar por Cristo y por sus enseñanzas?

ORACIÓN FINAL

Tú me escrutas, Yahvé, y me conoces; sabes cuándo me siento y me levanto, mi pensamiento percibes desde lejos; de camino o acostado, tú lo adviertes,

familiares te son todas mis sendas.

Aún no llega la palabra a mi lengua, y tú, Yahvé, la conoces por entero; me rodeas por detrás y por delante,

tienes puesta tu mano sobre mí.

Maravilla de ciencia que me supera, tan alta que no puedo alcanzarla. ¿Adónde iré lejos de tu espíritu,

adónde podré huir de tu presencia? Si subo hasta el cielo, allí estás tú, si me acuesto en el Seol, allí estás.

Porque tú has formado mis riñones, me has tejido en el vientre de mi madre;

te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios tus obras.

38  

¡Qué arduos me resultan tus pensamientos, oh Dios, qué incontable es su suma! Si los cuento, son más que la arena; al terminar, todavía estoy contigo.

Sondéame, oh Dios, conoce mi corazón, examíname, conoce mis desvelos.

Que mi camino no acabe mal, guíame por el camino eterno.

Amén

(Salmo 138)

IV. COMPROMISO

Meditar sobre la personalidad de Jesús y analizar qué cualidad que El poseía debo

trabajar en mí para asemejarme más a El. Pedir la ayuda del Espíritu Santo para que sea Él quien actúe en mí y me transforme.

39  

En busca de la felicidad: Las Bienaventuranzas,

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Primera Parte

“Para lograr la transformación de nuestro ser interior, consagremos nuestra memoria al Padre celestial, para que con la ayuda de su gracia, se ocupe no de lo pasajero, sino de lo eterno. Consagremos nuestra mente al Hijo, para que la

pueda iluminar. Consagremos nuestra voluntad al Espíritu Santo, para que pueda poner en orden todas nuestras inclinaciones y santificarlas con su santo

amor”.

San Arnoldo Janssen

Oración inicial

Señor, te pedimos que nos acompañes en esta reunión

en la que conversaremos acerca del camino que tú nos propones para alcanzar la verdadera felicidad, el camino de las Bienaventuranzas.

Abre nuestra mente y nuestro corazón

para entender y aceptar tu mensaje y así, pensar como tú pensabas,

sentir como tú sentías, actuar como tú actuabas,

y sobre todo, amar como tú amabas.

Amén.

Oraciones espontáneas….. Padre Nuestro…….

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I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: Mt.5, 1-12, Las Bienaventuranzas.

"Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; ... les enseñaba diciendo:

"Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados serán cuando los injurien y los persigan y digan con mentira toda clase de mal contra ustedes por mi causa. Alégrense y regocíjense, porque su recompensa será grande en

los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a ustedes.” Palabra de Dios

III. Desarrollo del tema:

Bienaventurado es sinónimo de bendito, feliz, dichoso, muy afortunado. Todo hombre desea legítimamente ser feliz. Va en busca de la felicidad.

A. Dinámica

Realizando la siguiente dinámica, comentar: ¿En qué cosas o situaciones ustedes buscan la felicidad?

Para eso:

1. Colocar recortes que contengan objetos o situaciones en los que normalmente basamos nuestra felicidad, que representen por ejemplo comodidad, seguridad, prestigio, éxito, salud, cosas materiales, placer, familia, perdón, reencuentro, solidaridad, etc. (se pueden utilizar las imágenes incluidas en el anexo N°1 de este tema).

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2. Cada alumno escoge uno o más recortes que mejor representen la felicidad para él.

3. Cada uno comenta su elección.

4. El catequista explica el objetivo de esta dinámica que consiste en descubrir en dónde está realmente la verdadera felicidad. Y podemos descubrirlo analizando en dónde no está la felicidad.

Recordemos que el hombre no es sólo cuerpo, sino también alma y ambas tienen sus propias exigencias y manifestaciones. El cuerpo exige placer y cuando lo consigue, manifiesta esa felicidad superficial y pasajera que no llena. El alma exige alegría sincera y cuando la tiene, se ve desbordada por una felicidad auténtica, no equiparable a ninguna otra.

El objetivo de esta dinámica es darse cuenta que el hombre nunca logrará sentirse plenamente feliz, aunque posea numerosos bienes, talentos, seguridades, éxito…. si no tiene a Dios dentro de sí y si no es Él lo primero y lo más importante en su vida.

Permanentemente esperamos algo o deseamos conseguir ciertas metas. Sin embargo, en el momento en que lo hemos conseguido, ya hemos descubierto un nuevo objetivo. Hay momentos en la vida en los que nos sentimos felices, por ejemplo, cuando hemos terminado un trabajo importante. Pero, ¿cuánto tiempo duran esos momentos? Incluso, en los momentos felices sufrimos por el hecho de que éstos son pasajeros y no los podemos retener. De una satisfacción real y definitiva no se pude hablar jamás. Es que este mundo limitado, no puede satisfacer nuestro deseo hacia lo infinito. Sólo en Dios encontramos lo perfecto y lo infinito.

Jesús es el único que puede saciar nuestra hambre y sed de felicidad. Fuimos creados para amar y sólo amando alcanzamos la felicidad. Cristo nos mostró con su vida que en el “darse” sin límites encontramos la verdadera felicidad y la plenitud.

El presente tema nos mostrará justamente en dónde encontramos la verdadera felicidad y cómo debemos ser y actuar para alcanzarla, según la enseñanza de Cristo.

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B. Las Bienaventuranzas: la perfección de la Ley a través de la práctica del amor.

Dios le dio a su pueblo la Ley por medio de Moisés en el Monte Sinaí, dándoles a conocer, a través de los 10 mandamientos lo que espera y exige de ellos. Los diez mandamientos de la ley de Dios son una prueba de su amor y de su misericordia: son como las señales indicadoras que nos muestran el camino a seguir para alcanzar nuestra meta, nos muestran el modo de obrar rectamente y nos advierten de los peligros (En el apéndice N°1 de este libro se ofrece en detalle la doctrina relativa a los mandamientos de la ley de Dios).

Jesús nos dió la nueva Ley en otro monte. Jesucristo según sus propias palabras, no vino a suprimir la Ley del Antiguo Testamento, sino a darle su perfecto cumplimiento (Mateo 5, 17), vino a liberarla de las interpretaciones y desviaciones meramente humanas de los escribas y fariseos, rectificando el criterio con que la Ley había sido interpretada.

Así, el Sermón de la Montaña lleva tanto la Ley Natural como la Ley de Moisés a su verdadera interpretación y a su clímax de perfección. Así por ejemplo, en el Sermón de la Montaña, el Señor recuerda el precepto: ‘No matarás’ y añade el rechazo absoluto de la ira, del odio y de la venganza. Más aún, Cristo exige a sus discípulos presentar la otra mejilla (Mateo 5, 22-39) y amar a los enemigos (Mateo 5, 44).

Cristo no quiere que nuestro actuar sea un mero cumplimiento de normas, sino que éste sea un continuo amar, purificando en cada uno de nuestros actos nuestro corazón, haciéndolo humilde, manso, transparente, misericordioso, a semejanza del corazón de Cristo.

Cristo expresa la nueva Ley especialmente en el Sermón de la Montaña (Mateo cap. 5 y 6), Sermón que comienza con las Bienaventuranzas. (Mateo 5, 1-12) Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la vida cristiana. Pero, las bienaventuranzas no son sólo un buen programa moral que el Maestro traza para sus discípulos; ¡son el autorretrato de Jesús! Es Él el verdadero pobre, el manso, el misericordioso, el puro de corazón, el perseguido por la justicia.

En el Sermón del la Montaña Jesús es el Maestro que nos enseña a todos, con el ejemplo de su vida y con sus palabras a vivir como hijos de Dios y nos comunica las promesas del Padre.

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Para comprender el alcance y el significado de las Bienaventuranzas, el mejor camino es ver cómo las vivió Jesús y cómo se cumplieron en Él lo que prometen. Las Bienaventuranzas son promesas del Padre a los que vivan como hijos.

Las Bienaventuranzas contienen ocho frases contundentes como también desconcertantes, ya que Cristo ofrece dicha, felicidad, bienaventuranza, exactamente a lo que el mundo considera infelicidad y desdicha.

Pero el premio es extraordinario: el Reino de los cielos, con lo que significa poseer la tierra, ser consolados, ser saciados de justicia, alcanzar misericordia, ver a Dios, ser llamados hijos de Dios y, al morir, una gran recompensa en los cielos. Esta es la plenitud del reino de Dios que Cristo anuncia. Más no se puede pedir.

Cuando Jesús promete el Reino de los Cielos, no está hablando tan sólo de la recompensa que tendremos después de la muerte en el Cielo, sino que está anunciando el Reino de Dios que llega a nosotros ya en esta vida a los seguidores de su doctrina.

¿Nos predica el Sermón de la Montaña una moral inaplicable en lo concreto? ¿Nos sitúa ante un ideal imposible?

El Sermón de la Montaña sería una moral inaplicable y un ideal imposible si solamente nos ofreciera una ley como las demás: un texto, un código de conducta, una serie de mandamientos. Pero las Bienaventuranzas son, principalmente, promesas de la acción del Espíritu Santo en el corazón del hombre.

Las Bienaventuranzas contienen las promesas y la revelación de lo que el Espíritu Santo quiere llevar a cabo en nuestras vidas, si nos prestamos a su acción por la fe y la caridad: hacernos vivir como hijos del Padre. Para los hombres es imposible, pero “para Dios todo es posible”.

C. Las Bienaventuranzas, camino de felicidad

DINÁMICA 2:

Recortar las preguntas del anexo 2 y repartirlas al azar para ser respondidas en orden del 1 al 11, después de cada Bienaventuranza.

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1. "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos."

Pobre, es aquel que tiene algún tipo de necesidad; y pobre de espíritu es el que

siente necesidad de Dios y en consecuencia, siente necesidad del prójimo, y logra descubrir que por sí solo no es nada y que nunca logrará sentirse plenamente feliz, aunque posea numerosos bienes y talentos, si no tiene a Dios dentro de sí.

Pobreza de espíritu es un estado permanente de pequeñez frente a Dios. Esta conciencia de pequeñez, nos debe llevar a la necesidad de Dios, a la dependencia de Él a lo largo de toda la vida y a la sumisión con alegría a la voluntad de Dios con espíritu obediente.

Es pobre de espíritu el que carece de autosuficiencia y no es soberbio, pues toda su confianza la pone en Dios. Pobreza espiritual equivale a infancia espiritual. Es adhesión permanente a Dios y desprendimiento de las ataduras terrenales.

Aunque pobreza de espíritu no es sinónimo de pobreza material, Cristo nos advierte los peligros que pueden acarrear las riquezas, si perdemos de vista el verdadero sentido que ellas debieran tener en nuestra vida. Las riquezas son peligrosas cuando se convierten en lo más importante, relegando a Dios a un segundo plano, entendiéndose por riqueza tanto el dinero como el prestigio, la seguridad, la salud, la juventud, el poder, etc.

La pobreza no es un bien en sí, como la riqueza no es un mal. No es el simple hecho de ser pobres lo que nos hace agradables a Dios, sino una actitud espiritual respecto de los bienes materiales, un estilo de vida.

Se puede ser pobre lleno de pasiones, envidias y odios, como se puede ser rico con magnanimidad, generosidad y desprendimiento interior de las riquezas.

Lo que Cristo exige es el desprendimiento del alma de las cosas y personas de este mundo, llevando una vida sencilla, conscientes en todo momento de la pobreza del hombre frente a Dios, viviendo esa virtud que es fundamental para el cristiano: la humildad.

Preguntas:

1 En mis proyectos, ¿en quién busco apoyo? (ante la decisión por ejemplo de elegir una carrera, ¿busco en oración conocer la voluntad de Dios?...Y ante mis problemas, ¿en quién busco consuelo y auxilio?

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2 Ante situaciones que no me agradan o no entiendo, ¿me rebelo ante Dios o acepto y confío en Su voluntad?

2. “Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán en herencia la tierra.”

a. El concepto de mansedumbre

La palabra manso significa paciente, dócil, que no se rebela y por lo tanto se deja conducir por quien lo guía. Cristo en esta Bienaventuranza se refiere a aquellos que lo escuchan y se dejan guiar por su Palabra, con fe y entrega, sin oponer resistencia ni rebelarse frente a las adversidades.

Esta Bienaventuranza está estrechamente relacionada con la primera. No se puede ser pobre de espíritu sin ser manso y viceversa.

Manso es aquel que se reconoce creatura, hijo, pequeño, limitado y pecador. El primer rasgo del manso es reconocerse pecador.

El manso es paciente frente a los errores y pecados del otro, porque reconoce estas faltas en sí mismo. No juzga a su hermano porque hace un juicio humilde de sí mismo.

b. Jesús el manso

Los evangelios son, de punta a punta, la demostración de la mansedumbre de Cristo, en su doble aspecto de humildad y de paciencia. Él mismo, se propone como modelo de mansedumbre: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29).

La prueba máxima de la mansedumbre de Cristo se tiene en su pasión. Ningún gesto de ira, ninguna amenaza. «Insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba» (1 P 2, 23).

La mansedumbre es todo lo contrario a debilidad, inercia o cobardía. Por el contrario, este comportamiento supone gran fortaleza interior, por ejemplo, para guardar silencio frente a las ofensas y perdonar.

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Jesús hizo mucho más que darnos ejemplo de mansedumbre y paciencia heroica; hizo de la mansedumbre y de la no violencia el signo de la verdadera grandeza, abajándose Él para servir y elevar a los demás.

Se podría objetar: ¡pero Jesús no se mostró, Él mismo, siempre manso! Dice por ejemplo que no hay que oponerse al malvado, y que «al que te abofetee en la mejilla derecha, ofrécele también la otra» (Mt 5, 39). Pero cuando uno de los guardias le golpea en la mejilla, durante el proceso en el Sanedrín, no está escrito que ofreció la otra, sino que con calma respondió: «Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18, 23).

Para aclarar esto, recordemos que Jesús, según su estilo, utiliza hipérboles y un lenguaje figurativo para grabar mejor en la mente de los discípulos una determinada idea. En el caso de poner la otra mejilla, por ejemplo, lo importante no es el gesto de ofrecerla (que a veces hasta puede parecer provocador), sino el de no responder a la violencia con otra violencia, vencer la ira con la serenidad.

Varias veces en el Evangelio Él se dirige a los escribas y fariseos llamándoles «hipócritas, insensatos y ciegos» (Mt 23, 17); reprocha a los discípulos llamándoles «insensatos y tardos de corazón» (Lc 24, 25).

También aquí la explicación es sencilla. Hay que distinguir entre la injuria y la corrección. Jesús condena las palabras dichas con rabia y con intención de ofender al hermano, no las que se orientan a hacer tomar conciencia del propio error y a corregir. Lo decisivo es si quien habla lo hace por amor o por odio. No debemos olvidar que la corrección fraterna debemos realizarla siempre con mucha caridad y en privado.

c. Ser mansos “de corazón”

Jesús dice: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón». La verdadera mansedumbre se decide ahí, en el corazón. Es del corazón, dice, que proceden los homicidios, maldades, calumnias (Mc 7, 21-22), como de las agitaciones internas del volcán se expulsan lava, cenizas y material incandescente. Las mayores explosiones de violencia, como las guerras y conflictos, empiezan, como dice Santiago, secretamente desde las «pasiones que se agitan dentro del corazón del hombre» (St 4, 1-2). Igual que existe un adulterio del corazón, existe un homicidio del corazón: «El que odia a su propio hermano –escribe Juan- es un homicida» (1 Jn 3, 15).

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No existe sólo la violencia de las manos; existe también la de los pensamientos. Dentro de nosotros, si prestamos atención, se desarrollan casi continuamente «procesos a puerta cerrada». Si queremos tener un progreso espiritual, y ser fieles a esta bienaventuranza, debemos librar una batalla interior contra nuestros pensamientos.

Nuestra mente, tiene la capacidad de preceder el desarrollo de un pensamiento, de conocer, desde el principio, adónde irá a parar: si a disculpar al hermano o a condenarle, si a la gloria propia o a la gloria de Dios. Nuestra tarea es ver llegar de lejos los propios pensamientos, se entiende que para cerrarles camino, cuando no son conformes a la caridad. La manera más sencilla de hacerlo es decir una breve oración o enviar una bendición hacia la persona que tenemos tentación de juzgar. Después, con la mente serena, se podrá valorar si actuar y cómo actuar respecto a aquella.

Preguntas:

3. ¿Soy manso frente a la voluntad de Dios en mi vida?

4. ¿Me cuesta pedir y aceptar los consejos de los que me aman, de las personas que buscan mi bien, de mis superiores, de mis padres?

5. ¿Confío y sigo los consejos y directrices que me da la Iglesia como Madre?

6. ¿Soy muy explosivo y violento en mis reacciones y en mis pensamientos? ¿Soy capaz de callar frente a una ofensa que me hacen o busco vengarme? ¿Soy capaz de rezar por quien me ofendió?

3. “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.”

Esta bienaventuranza que aparentemente es un contrasentido para el hombre, el cristiano debe considerarla como parte de la vida, permitida por Dios, para la salvación del ser humano.

Con la palabra “llorar”, Cristo quiso referirse al sufrimiento, al dolor que cada uno tiene que soportar. Y nos dice: felices aquellos que saben soportar su propia cruz y junto a Él, ya que Cristo es el único que puede darle sentido al sufrimiento. “Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os daré descanso”(Mateo 11, 28-30).

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En los momentos de dolor es cuando más nos asemejamos a Cristo. Cada dolor asumido con sentido redentor nos va llevando por el camino de la resurrección.

El hombre, gracias al sufrimiento, siente la necesidad de alguien que lo consuele, así Dios hace que el ser humano sea solidario y siempre necesitado. De esa manera, lo va poco a poco, salvando de su egoísmo, de su soberbia y de su orgullo. El consuelo de Dios comienza aquí en la tierra, a través de nuestros hermanos.

Cristo nos enseña con su propia experiencia, que el sufrimiento es símbolo de redención. Del sufrimiento y del dolor, el Señor saca siempre un bien mayor y bienaventurado es el que sufre y se dirige a Dios, porque se hace uno con Cristo y será consolado.

¿Quiénes son exactamente los afligidos y los que lloran, proclamados bienaventurados por Cristo?

La vía más segura para descubrir qué llanto y qué aflicción son proclamados bienaventurados por Cristo es ver por qué se llora en la Biblia y por qué lloró Jesús. Descubrimos así que existe un llanto de arrepentimiento, como el de Pedro tras la traición (Mt. 26, 75), un «llorar con quien llora» (Rm 12, 15), de compasión por el dolor ajeno, como lloró Jesús con la viuda de Naím y con las hermanas de Lázaro; el llanto de exiliados que anhelan la patria, como el de los judíos en los ríos de Babilonia... y muchos otros.

Los afligidos que Cristo llama aquí bienaventurados son también las personas que no siguen la manada, que no se dejan llevar por lo que hace la mayoría, sino que sufren por las injusticias que se han convertido en algo normal. Aunque no está en sus manos cambiar la situación en su conjunto, se enfrentan al domino del mal mediante la resistencia pasiva del sufrimiento. Esta aflicción es decir “no” al colaboracionismo, es una resistencia y una denuncia que se opone al aturdimiento de las conciencias y pone límites al poder del mal.

Considerando el momento histórico en el que vivimos, podríamos aplicar también esta bienaventuranza a la tristeza que siente el creyente al ver el rechazo de Dios a su alrededor. Los títulos de algunos libros recientes son elocuentes: «Tratado de ateología», «La ilusión de Dios», «El fin de la fe», «Creación sin Dios», «Una ética sin Dios»...

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Preguntas:

7. ¿Me ha tocado vivir momentos fuertes de dolor o sufrimiento o acompañar a alguien en su sufrimiento? ¿Cuál fue mi actitud frente a esa situación? ¿Me acerqué o me alejé de Dios?

8. ¿Me preocupo por el sufrimiento de los demás o soy más bien individualista? ¿Qué hago al respecto?

4. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”.

En la Biblia se llama justo a aquél que se esfuerza sinceramente por cumplir la voluntad de Dios, manifestada en sus preceptos. De ahí que justicia en el lenguaje bíblico se refiere no solamente a una virtud cardinal, sino al conjunto de todas las virtudes, la perfección, la santidad.

En la Biblia la palabra “justo” significa santo y "justicia" significa santidad, es decir estar en Gracia de Dios.

Tener hambre y sed de Dios, tener hambre y sed de santidad, consiste en una actitud moral total; es el máximo cumplimiento posible de la vida divina en el hombre. El solo deseo de esta posesión llena completamente al hombre de paz, cosa que ningún otro deseo logra, pues siempre se siente hambre de más.

Si analizamos el sentido de las expresiones hambre y sed, vemos que son las necesidades primarias de los seres vivos; cualquier otra, no tiene el carácter vital de ellas. Por eso, Cristo las pone de ejemplo.

Cristo, junto al pozo de Jacob, le pide agua a la Samaritana, y le hace ver la diferencia entre el agua de este mundo, representada en ese pozo que no sacia definitivamente la sed, y el agua viva, cuya fuente es Él mismo y dice que el que la beba no tendrá más sed (Juan 4, 7-15).

Y en cuanto a la comida, les dice a sus discípulos: “Yo soy el Pan de Vida, vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron, pero el que coma de este Pan, que es mi carne, vivirá eternamente. Pues, mi carne es verdadera comida

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y mi sangre verdadera bebida. Quien coma mi carne y beba mi sangre, estará en mí y yo en él.” (Juan 6, 48-56).

Jesús es el único que alivia el hambre y la sed del hombre y, a su vez, suscita hambre y sed de su Palabra y de su Espíritu. Esta Bienaventuranza es un llamado al hambre y sed de santidad. A vivir en justicia, rectitud y perfección. Un llamado a tener hambre y sed de que Cristo reine en nuestra vida.

Preguntas:

9. ¿De qué tengo hambre y sed, qué es lo que busco?

(Si analizamos el contenido de lo que hablamos con más frecuencia, nos da una señal de lo que es importante para cada uno: “donde está tu tesoro, ahí está tu corazón”).

10. ¿Qué metas me he puesto en mi vida últimamente, a corto y a largo plazo? ¿qué estoy haciendo para cumplirlas?

11. ¿Tengo como meta en mi vida tender a la santidad? ¿Qué hago concretamente para ello? (Ej.: oración constante, frecuentar los sacramentos, lectura de la Palabra de Dios y de otros libros espirituales, guía de director espiritual, actos de misericordia, proponerse consecuencia entre fe y vida, etc.).

IV. Compromiso

Pensando en las 4 primeras Bienaventuranzas, analizar en cuál o cuáles de ellas

estoy más débil y pensar acerca de qué puedo hacer para crecer al respecto.

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ORACIÓN FINAL

Ayúdanos Señor, con la gracia de tu Espíritu, a seguir el camino que tú nos propones

y a no dejarnos arrastrar por los falsos valores que nos ofrece la sociedad.

Ayúdanos a ser felices

en la sencillez y en la humildad, sintiéndonos pequeños y necesitados de Ti, de Tu Palabra, de Tu amor y de Tu perdón.

Dános alegría, fuerza y valentía para vivir las Bienaventuranzas

y para anunciarte a los que no te conocen, ni siguen tus caminos

los que conducen a la verdadera felicidad. Nos encomendamos a la Virgen María.

Dios te salve María…

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ANEXO 1

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55  

ANEXO 2

1. En tus proyectos, ¿en quién buscas apoyo? (ante la decisión por ejemplo de elegir una carrera, ¿busco en oración conocer la voluntad de Dios?...Y en tus problemas, ¿en quién buscas consuelo y auxilio?

2. Ante situaciones que no me agradan o no entiendo, ¿me rebelo ante Dios o acepto y confío en Su voluntad?

3. ¿Soy manso frente a la voluntad de Dios en mi vida?

4. ¿Me cuesta pedir y aceptar los consejos de los que me aman, de las personas que buscan mi bien, de mis superiores, de mis padres?

5. ¿Confío y sigo los consejos y directrices que me da la Iglesia como Madre?

6. ¿Soy muy explosivo y violento en mis reacciones y en mis pensamientos? ¿Soy capaz de callar frente a una ofensa que me hacen o busco vengarme? ¿Soy capaz de rezar por quien me ofendió?

7. ¿Me ha tocado vivir momentos fuertes de dolor o sufrimiento o acompañar a alguien en su sufrimiento? ¿Cuál fue mi actitud frente a esa situación? ¿Me acerqué o me alejé de Dios?

8. ¿Me preocupo por el sufrimiento de los demás? ¿Qué hago al respecto?

9. ¿De qué tengo hambre y sed, qué es lo que busco? (Si analizamos el contenido de lo que hablamos con más frecuencia, nos da una señal de lo es importante para cada uno: “donde está tu tesoro, ahí está tu corazón”).

10. ¿Qué metas me he puesto en mi vida últimamente, a corto y a largo plazo? ¿qué estoy haciendo para cumplirlas?

11. ¿Tengo como meta en mi vida tender a la santidad? ¿Qué hago concretamente para ello? (Ej.: oración constante, frecuentar los sacramentos, lectura de la Palabra de Dios y de otros libros espirituales, guía de director espiritual, actos de misericordia, proponerse consecuencia entre fe y vida, etc.).

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En busca de la felicidad: Las Bienaventuranzas, Segunda Parte

“Haz tu deber y empéñate en cumplir la santa voluntad de Dios. No permitas que te disuada lo que diga la gente. El verdadero siervo de Dios debe acostumbrarse a trabajar en medio de una oposición múltiple y hasta

persistente”.

San Arnoldo Janssen

Oración inicial

Ven, Espíritu Santo,

llena los corazones de tus fieles,

y enciende en ellos

el fuego de tu ardiente caridad.

Envía tu Espíritu,

y nos darás nueva vida.

Y renovarás la faz de la tierra.

Amén.

Oraciones espontáneas…..

Padre Nuestro…….

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I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: Mt.5, 1-12, Las Bienaventuranzas.

"Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; ... les

enseñaba diciendo:

"Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán en herencia la tierra.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios.

Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados serán cuando los injurien y los persigan y digan con mentira toda clase de mal contra ustedes por mi causa. Alégrense y regocíjense, porque su recompensa será grande en

los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a ustedes.”

Palabra de Dios.

III. Desarrollo del tema:

Recordemos que las Bienaventuranzas describen lo que un cristiano debería ser: son el retrato de Jesús y por lo tanto, también el retrato del discípulo de Jesús.

Como ya dijimos, Jesús no se limitó a proclamar las Bienaventuranzas, sino que las vivió. Seguir las Bienaventuranzas es un camino contra corriente, ya que Cristo ofrece dicha, felicidad, bienaventuranza, exactamente a lo que el mundo considera infelicidad y desdicha. Jesús hizo este camino antes que nosotros y si caminamos con Él, nosotros también podemos.

A continuación nos referiremos a las últimas cuatro Bienaventuranzas proclamadas por el Señor en el Sermón de la Montaña.

DINÁMICA:

Recortar las preguntas del anexo y al inicio de la reunión, repartirlas al azar para ser respondidas en orden del 1 al 11, después de cada Bienaventuranza.

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5. “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”.

a. Concepto

En la Biblia, la palabra misericordia se presenta con dos significados fundamentales: el primero indica la actitud de Dios hacia nosotros y se expresa habitualmente en el perdón de las infidelidades y de las culpas; el segundo indica la actitud hacia la necesidad del otro y se expresa en las llamadas obras de misericordia. Existe, por así decirlo, una misericordia del corazón y una misericordia de las manos.

b. ¿Cómo vivió Jesús la misericordia?

En la vida de Jesús resplandecen las dos formas. Él refleja la misericordia de Dios hacia los pecadores, pero se conmueve también de todos los sufrimientos y necesidades humanas, interviene para dar de comer a la multitud, curar a los enfermos, liberar a los oprimidos.

En esta bienaventuranza el sentido que prevalece es el primero, el del perdón de los pecados. Lo deducimos por la correspondencia entre la bienaventuranza y su recompensa: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia», se entiende ante Dios, que perdonará sus pecados. La frase: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso», se explica inmediatamente con «perdonad y seréis perdonados» (Lc.6, 36-37).

c. Nuestra misericordia, ¿es causa o efecto de la misericordia de Dios? Jesús dice «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia» y en el Padre Nuestro nos hace orar: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Dice también: «Si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6, 15). Estas frases podrían llevar a pensar que la misericordia de Dios hacia nosotros es un efecto de nuestra misericordia hacia los demás, y que es proporcional a ella y no es así, ya que se destruiría el carácter de pura gratuidad de la misericordia divina. La parábola de los dos siervos (Mt 18, 23 ss,) es la clave para interpretar correctamente la relación. En ella se ve cómo es el Señor quien, en primer lugar, sin condiciones, perdona una deuda enorme al siervo (¡diez mil talentos!) y que es precisamente su generosidad la que debería haber impulsado al siervo a tener piedad de quien le debía la mísera suma de cien denarios.

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Debemos, entonces, tener misericordia porque hemos recibido misericordia, no para recibir misericordia; pero hay que tener misericordia, si no la misericordia de Dios no tendrá efecto en nosotros y nos será retirada, como el señor de la parábola la retiró al siervo despiadado. La gracia «previene» siempre y es ella la que crea el deber: «Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros», escribe San Pablo a los Colosenses (Col 3, 13).

Si en la bienaventuranza la misericordia de Dios hacia nosotros parece tener el efecto de nuestra misericordia hacia los hermanos, es porque Jesús se sitúa aquí en la perspectiva del juicio final («alcanzarán misericordia», ¡en futuro!). «Tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia se siente superior al juicio» (St 2, 13).

Si la misericordia divina está en el inicio de todo y es ella la que exige y hace posible la misericordia de los unos con los otros, entonces lo más importante para nosotros es tener una experiencia renovada de la misericordia de Dios, a través del Sacramento de la Reconciliación, esto es, recibir y tener frecuentemente una experiencia del perdón de Dios para así luego poder perdonar.

Preguntas:

1. ¿Cuál es mi cercanía o lejanía con el Sacramento de la Reconciliación?

2. ¿Me cuesta perdonar sinceramente?

3. ¿La misericordia con los demás, la expreso con acciones concretas? ¿Me “ocupo” de las necesidades tanto materiales como espirituales de los demás o sólo me “preocupo”, sin hacer nada concreto?

6. “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios”.

La pureza de corazón no indica, en el pensamiento de Cristo, una virtud particular, sino una cualidad que debe acompañar todas las virtudes. La pureza de corazón no se opone primariamente a la impureza, sino a la hipocresía.

Qué entiende Jesús por «pureza de corazón» se deduce claramente del contexto del Sermón de la Montaña. Según el Evangelio lo que decide la pureza o impureza de una acción –sea ésta la limosna, el ayuno o la oración- es la intención: esto es, si se realiza para ser vistos por los hombres o por agradar a Dios:

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«Cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha, así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 2-6).

La hipocresía es el pecado denunciado con más fuerza por Dios a lo largo de toda la Biblia y el motivo es claro. Con ella el hombre rebaja a Dios, le pone en el segundo lugar, situando en el primero a las criaturas, al público. «El hombre mira la apariencia, el Señor mira el corazón» (1 S 16, 7): cultivar la apariencia más que el corazón significa dar más importancia al hombre que a Dios.

La hipocresía es, por lo tanto, esencialmente, falta de fe; pero es también falta de caridad hacia el prójimo, en el sentido de que tiende a reducir a las personas a admiradores. No les reconoce una dignidad propia, sino que las ve sólo en función de la propia imagen.

Ayuda a entender el sentido de la bienaventuranza de los limpios de corazón también lo que Jesús pronuncia respecto a escribas y fariseos, centrado en la oposición entre «lo de dentro» y «lo de fuera», el interior y el exterior del hombre: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia! Así también vosotros, por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad» (Mt 23, 27-28).

Jesús reconduce todo discurso moral al corazón, como cuando dice que «quien mira a una mujer con deseo, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 28).

Descartes dijo: «Cogito ergo sum», pienso, luego existo; pero hoy se tiende a sustituirlo con «aparento, luego existo».

Lo peor que se puede hacer, hablando de hipocresía, es servirse de ella sólo para juzgar a los demás, a la sociedad, a la cultura, al mundo. Es justamente a esos a quienes Jesús aplica el título de hipócritas: «Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver como sacar la brizna del ojo de tu hermano» (Mt 7, 5).

Ante esta Bienaventuranza, deberíamos preguntarnos: ¿He sido hipócrita? ¿Me he preocupado de la mirada de los hombres sobre mí más que de la de Dios?

Jesús nos ha dejado un medio sencillo e insuperable para rectificar varias veces al día nuestras intenciones, las primeras tres peticiones del

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Padrenuestro: «Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad». Se pueden recitar como oraciones, pero también como declaración de intenciones: todo lo que hago, quiero hacerlo para que sea santificado tu nombre, para que venga tu reino y para que se haga tu voluntad.

Por cuanto se ha dicho, queda claro que el puro de corazón por excelencia es Jesús mismo. De Él sus propios adversarios se ven obligados a decir: «Sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios» (Mc 12, 14). Jesús podía decir de sí: «Yo no busco mi gloria» (Jn 8, 50).

Pureza o limpieza de corazón es transparencia, verdad, rectitud de intención y simplicidad. Jesús nos quiere limpios, transparentes, inocentes, sencillos, alegres y luminosos interiormente, para reflejarlo a Él. En la medida que tengamos un corazón puro y transparente podremos reflejar a Cristo a los demás y ser así reflejo de la luz que es Cristo. Así cumpliremos con su llamada hecha en el Sermón de la Montaña de ser sal y luz del mundo.

Preguntas

4. ¿Me doy cuenta cuando en mi actuar estoy buscando el reconocimiento de los demás? ¿Qué hago al respecto?

5. ¿Me esfuerzo por apartarme de toda ocasión o situación que pudiera ofender a Dios (miradas, malos pensamientos, películas, malas amistades, etc.)?

6. ¿Procuro que mis palabras y obras concuerden con aquello que creo y profeso? ¿Soy valiente para decir lo que pienso, o para señalar lo que dice el Evangelio, aunque esto signifique ir en contra de la corriente? ¿Puedes compartir alguna experiencia al respecto?

7. “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.”

a. Lo que significa trabajar por la paz Junto con la de los misericordiosos, ésta es la única bienaventuranza que no dice

tanto cómo hay que «ser» (pobres, afligidos, mansos, puros de corazón), sino también qué se debe «hacer».

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Esta bienaventuranza se refiere a aquellos que trabajan por la paz, que «hacen paz». No tanto, sin embargo, en el sentido de que se reconcilian con los propios enemigos, sino en el sentido de que ayudan a los enemigos a reconciliarse. Se trata de personas que aman mucho la paz, tanto como para no temer comprometer la propia paz personal interviniendo en los conflictos a fin de procurar la paz entre cuantos están divididos.

Los que trabajan por la paz no implican, por lo tanto, un sinónimo de pacíficos, esto es, de personas tranquilas y calmadas que evitan lo más posible los choques (estos son proclamados bienaventurados en otra bienaventuranza, la de los mansos); no son tampoco sinónimo de pacifistas, si por ello se entiende aquellos que se alinean contra la guerra (con mayor frecuencia, ¡con uno de los contendientes en guerra!), sin hacer nada para reconciliar entre sí a los adversarios. El término más justo es pacificadores.

En boca de Cristo, la bienaventuranza de los que trabajan por la paz desciende del mandamiento nuevo del amor fraterno; es una forma en la que se expresa el amor al prójimo. En tal sentido se diría que ésta es por excelencia la bienaventuranza de la Iglesia de Roma y de su Obispo. Uno de los más preciosos servicios brindados a la cristiandad por el Papado ha sido siempre el de promover la paz entre las diversas Iglesias y países. Igualmente la diplomacia vaticana y los nuncios apostólicos encuentran su justificación en ser instrumentos al servicio de la paz.

b. La paz como don

Dios mismo es el verdadero y supremo «agente de paz». Precisamente por esto, los que se afanan por la paz son llamados «hijos de Dios»: porque se asemejan a Él, le imitan, hacen lo que hace Él.

Paz es uno de los «nombres de Dios», con el mismo título que «amor» (Pseudo-Dionisio Areopagita). También de Cristo se dice que es Él mismo nuestra paz (Ef 2, 14-17). Cuando dice: «Mi paz os doy», Él nos transmite aquello que es.

La tarde de Pascua Jesús dio, prácticamente en un mismo instante, a los discípulos la paz y el Espíritu Santo: «¡La paz esté con vosotros!... Sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20, 21-22). La paz, dice Pablo, es un «fruto del Espíritu» (Gal 5, 22).

Se comprende entonces qué significa ser los que trabajan por la paz. No se trata de inventar o de crear la paz, sino de transmitirla, de dejar pasar la paz de Dios y la paz de Cristo «que supera toda inteligencia».

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Nosotros no debemos ni podemos ser fuentes, sino sólo canales de la paz. Lo expresa a la perfección la oración atribuida a Francisco de Asís: «Señor, haz de mí un instrumento de tu paz».

c. La paz como tarea

La paz, además de don, es también tarea. Y es de la paz como tarea de lo que nos habla en primer lugar la bienaventuranza de los que trabajan por la paz.

La condición para poder ser canales de paz es permanecer unidos a su fuente que es la voluntad de Dios.

Toda persona que deja que Dios entre en ella, encuentra la paz. La falta de paz en el mundo tiene su origen en la falta de Dios. La paz que Cristo dio «mi paz os dejo, mi paz os doy» (Jn. 14, 27), es la paz con Dios, que implica una aceptación de la voluntad divina.

Primero debemos pacificar el propio corazón y éste sólo se pacifica cuando permitimos que Dios lo habite y actúe en él y luego podremos ser pacificadores.

El pacificador es un pacífico activo. Es un hombre que tiene paz en el corazón y que pone sus capacidades al servicio de establecer la paz, de reforzarla o de crear condiciones de paz. Es quien pide y pone su esfuerzo en manos del Espíritu Santo para que se construya la armonía.

¿Cómo podemos trabajar por la paz?

El Señor nos mostró cómo a hacerlo con su propio ejemplo: a la violencia no opone una violencia más fuerte. A la violencia opone precisamente lo contrario: el amor hasta el extremo, hasta la Cruz. Esta es la manera humilde de vencer de Dios: con su amor –y sólo así es posible-- pone un límite a la violencia, a la falta de paz. Esta es una manera de vencer que nos parece muy lenta, pero es la verdadera manera de vencer el mal, de vencer la violencia, y tenemos que confiar en esta manera divina de vencer.

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Preguntas:

7. ¿Qué puedes hacer tú para trabajar por la paz en tu familia, colegio, Iglesia, etc.?.... Por ejemplo, cuándo se desprestigia a una persona en tu presencia ¿pones freno a ello o te unes al “pelambre”? … Cuando hay un desencuentro entre dos personas, ¿cuál es tu actitud?... ¿Tratas de volver a unirlos o escuchas solo una versión y te pones a favor de una de las partes? ¿Devuelves bien por mal?

8. ¿Eres alguien de paz, son tus pies los del “mensajero de la paz”?.... Usa la imaginación: imagina que vienes entrando a tu casa y están todos tus hermanos reunidos con tus padres, y te ven entrar....algunos sonríen, otros permanecen serios, otros indiferentes, pero todos están pensando. ¿Qué crees que piensan cuando te ven llegar?

…. ¡se acabó la fiesta!... ¡por favor, espere otro taxi, éste está completo!... ¡hasta aquí no más llegamos!... ¡ya llegó éste!... ¡qué bueno ahí viene nuestro hermano!... ¡qué bueno que llegaste, te estábamos esperando! ¡aquí hacía falta tu presencia!...

8. “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.”

En las siete primeras Bienaventuranzas, Jesús proclama bienaventurado al que obra

según el espíritu del Evangelio; en la octava, es bienaventurado el que padece por el Evangelio.

Cada vez que un cristiano que sigue a Jesús ha tratado de ser consecuente, de no hacer lo que la mayoría propone como bueno, y busca solo cumplir con la voluntad de Dios, se ve enfrentado a persecuciones como burlas, que se lo despida de su trabajo, al desprecio de los amigos, a ridiculizaciones, etc.

Esta bienaventuranza implica ser valiente y defender a Jesús, su Palabra, a su Iglesia, a los hermanos. Es aquí donde se prueba nuestra coherencia de vida, nuestra madurez espiritual y nuestro amor por Jesús.

Algunas veces esto significará marginarse de alguna conversación, no participar en alguna actividad que no nos hace bien, no responder como quisiéramos y abstenernos, levantar la voz y defender a la Iglesia, etc.

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Entonces, ¿cómo podemos nosotros cumplir con esta Bienaventuranza?

- Primero, tenemos que conocer a Jesús para amarlo y trabajar por expandir el reino de Dios. Porque nadie puede amar y proclamar a quien no conoce. Necesitamos, pues, conocerlo, conocer su Palabra y obedecer el Magisterio de la Iglesia. Debemos pedir la fuerza y la luz del Espíritu Santo para que nos recuerde las enseñanzas de Jesús y ponga las palabras adecuadas en nuestros labios: "No serán ustedes los que hablarán, sino el Espíritu del Padre el que hablará por ustedes" (Mateo 10, 20).

- Encontrar la valentía en la debilidad, para que no seamos confundidos, y dar prueba de amor con palabras de vida, defendiendo siempre los valores cristianos, la vida, el matrimonio, la familia, la dignidad del hombre y de la mujer. Para esto, no debemos tener miedo: "No les tengan miedo... lo que yo les digo en lo secreto díganlo ustedes a plena luz; y lo que oyen al oído, proclámenlo desde las azoteas” (Mateo 10, 26-27).

- Debemos amar a nuestros enemigos: "Pero yo les digo, amen a sus enemigos y oren por los que los persiguen y calumnian, para que sean hechos hijos de su Padre celestial" (Mateo 5, 44-45).

Pero, ¿cómo se ama a los enemigos? Como amó a los suyos Jesús, dándoles testimonio del Padre. El supremo acto de amor que se da a los enemigos es "darles testimonio". Jesús nos enseña que la razón por la cual sus discípulos serán llevados a los tribunales, como lo fue Él, es: "para dar testimonio". Debemos aprender a dar testimonio de Cristo siendo coherentes y consecuentes con su doctrina.

- Debemos sostener la verdad de Cristo sin estridencias, sin imposición, pero con firmeza. Seamos felices cuando nos critiquen o se burlen de nosotros por seguir a Cristo, por ser obedientes al Evangelio y actuar con ética y moral en todas las situaciones de la vida. Esta es la clase de persecución que nos toca sobrellevar a nosotros hoy, personas comunes y corrientes, para llegar a poseer el Reino de los Cielos.

Preguntas:

9. ¿Me ha tocado defender mi fe en alguna ocasión? ¿Recuerdo algún caso en que las actuales leyes del país estén en contra del Evangelio? ¿Qué debe prevalecer para un cristiano?

10. ¿Siento que conozco en buena medida los fundamentos de mi fe como para defenderla en el caso que así se requiera? ¿Me preocupo por mantener una formación habitual de mi fe? ¿Cómo?

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11. ¿He tenido que optar entre lo que hace la mayoría y entre lo que Dios me pide? ¿Cuándo?

IV. Compromiso

Realizar un examen de conciencia analizando cada una de las 8 Bienaventuranzas y si corresponde, acercarse luego al Sacramento de la Reconciliación.

ORACIÓN FINAL

Señor Jesús,

que tu presencia inunde por completo mi ser,

para que pueda yo ser como tú,

sensible y misericordioso,

paciente, manso y humilde,

sincero y veraz.

Tus predilectos, los pobres,

sean mis predilectos;

tus objetivos, mis objetivos,

los que me ven, te vean.

Y llegue yo a ser una transparencia

de tu Ser y de tu amor.

Amén.

Nos encomendamos a la Virgen María.

Dios te salve María……

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ANEXO PARA DINÁMICA

1. ¿Cuál es mi cercanía o lejanía con el Sacramento de la Reconciliación?

2. ¿Me cuesta perdonar sinceramente?

3. ¿La misericordia con los demás, la expreso con acciones concretas? ¿Me “ocupo” de las necesidades tanto materiales como espirituales de los demás o sólo me “preocupo” sin hacer nada concreto?

4. ¿Me doy cuenta cuando en mi actuar estoy buscando el reconocimiento de los demás? ¿Qué hago al respecto?

5. ¿Me esfuerzo por apartarme de toda ocasión o situación que pudiera ofender a Dios (miradas, malos pensamientos, películas, malas amistades, etc.)?

6. ¿Procuro que mis palabras y obras concuerden con aquello que creo y profeso? ¿Soy valiente para decir lo que pienso, o para señalar lo que dice el Evangelio, aunque esto signifique ir en contra de la corriente? ¿Puedes compartir alguna experiencia al respecto?

7. ¿Qué puedes hacer tú para trabajar por la paz en tu familia, colegio, Iglesia, etc.?....

Por ejemplo, cuándo se desprestigia a una persona en tu presencia ¿pones freno a ello o te unes al “pelambre”? … Cuando hay un desencuentro entre dos personas, ¿Cuál es tu actitud?... ¿Tratas de volver a unirlos o escuchas solo una versión y te pones a favor de una de las partes?. ¿Devuelves bien por mal?

8. ¿Eres alguien de paz, son tus pies los del mensajero de la paz?.... Usa la imaginación: imagina que vienes entrando a tu casa y están todos tus hermanos reunidos con tus padres, y te ven entrar....algunos sonríen, otros permanecen serios, otros indiferentes, pero todos están pensando. ¿Qué crees que piensan cuando te ven llegar?.....

¡se acabó la fiesta!...¡por favor, espere otro taxi, éste está completo!...¡hasta aquí no más llegamos!...¡ya llegó éste!... ¡qué bueno ahí viene nuestro hermano!... ¡qué bueno que llegaste, te estábamos esperando! ¡Aquí hacía falta tu presencia!...

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9. ¿Me ha tocado defender mi fe en alguna ocasión? ¿Recuerdo algún caso en que las leyes del país estén en contra del Evangelio? ¿Qué debe prevalecer para un cristiano?

10. ¿Siento que conozco en buena medida los fundamentos de mi fe como para defenderla en el caso que así se requiera? ¿Me preocupo por mantener una formación habitual de mi fe? ¿Cómo?

11. ¿He tenido que optar entre lo que hace la mayoría y entre lo que Dios me pide? ¿Cuándo?

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El Señor quiere hablar contigo cada día: La Biblia, Palabra de Dios.

“La proclamación de la Buena Noticia es la principal y máxima expresión del amor al prójimo”.

San Arnoldo Janssen

Oración inicial

Señor, a través de tu Palabra,

Tu nos hablas y nos pides responder a tu llamado.

Ayúdanos a conocer tu voluntad; indícanos el camino a seguir.

Abre nuestro corazón y despierta en nosotros

la voluntad de decirte generosamente, aquí estoy Señor.

Amén.

Oraciones espontáneas….. Padre Nuestro…….

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I. Revisión de compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: Lucas 8, 4-15

“Un día se congregó un gran número de personas, pues la gente venía a verlo de todas las ciudades, y Jesús se puso a hablarles por medio de comparaciones o parábolas:

‘El sembrador salió a sembrar. Al ir sembrando, una parte cayó a lo largo del camino, lo pisotearon y las aves del cielo la comieron. Otra parte cayó sobre rocas; brotó pero luego se secó por falta de humedad. Otra cayó entre espinos, y los espinos crecieron con la semilla y la ahogaron. Y otra cayó en tierra buena, creció y produjo el ciento por uno’.

Al terminar, Jesús exclamó: ‘Escuchen, pues, si ustedes tienen oídos para oír’. Sus discípulos le preguntaron que quería decir esa comparación. Jesús les contestó: ‘A ustedes se les concede conocer los misterios del Reino de Dios, mientras que a los demás les llega en parábolas. Así, pues, mirando no ven y oyendo no comprenden’. Aprendan lo que significa esta comparación: La semilla es la Palabra de Dios. Y los de junto al camino son los que oyen, y luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra, para que no crean y se salven. Los de sobre la piedra son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no tienen raíces; creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se apartan. La que cayó entre espinos, éstos son los que oyen, pero yéndose, son ahogados por los afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto. Mas la que cayó en buena tierra, éstos son los que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con perseverancia”.

Palabra de Dios.

Meditar juntos en base a la lectura bíblica anterior:

¿Sobre qué terreno ha caído la Palabra de Dios en tu corazón: a lo largo del camino,

sobre rocas, entre espinos o en tierra buena? ¿Con cuál de ellos te identificas? ¿Ha dado frutos en ti la Palabra de Dios? ¿Te lleva a la conversión? ¿Te ilumina y te

guía en tu actuar? ¿Eres dócil a la Palabra de Dios y dejas que produzca cambio en ti con humildad o le pones obstáculos? ¿Cuáles por ejemplo?

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III. Desarrollo del tema:

1. Actividad inicial

Repartir al azar las siguientes preguntas, para ser contestadas por los alumnos:

1- ¿Qué libros has leído últimamente?

2.- ¿Hablas con el Señor? ¿Cómo? ¿Dejas qué Él te hable? ¿Cómo?

3. ¿Podrías repetir diez de los pensamientos de Jesús?

4.- ¿Qué significa para ti la Biblia? ¿Te sientes cercano, por así decirlo, a la Biblia?

5- Sinceramente, ¿lees la Biblia? ¿En qué momento? ¿Con qué frecuencia? ¿La entiendes?

6- ¿Qué diferencia ves entre leer la Biblia y leer un libro sobre la historia de un personaje, por ejemplo, de Alejandro Magno? (en cuanto al autor, contenido, aporte que recibes si lo vuelves a leer, etc.)

Comentario: Como ya hemos dicho, el cristiano es el que conoce, ama, confía y sigue a una persona; es el que conoce, ama, confía y sigue a Cristo. Es por esto, que el objetivo central de la catequesis es provocar o intensificar el encuentro personal con el Señor.

Mediante la oración y la lectura de la Biblia, podemos escuchar y conversar con Dios, ya que, como dice San Ambrosio: “A Él hablamos cuando oramos, y a Él oímos cuando leemos las Palabras divinas”.

Ahora bien, como San Jerónimo afirma: “el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo.” No puedo amar y seguir a quien no conozco. Además, debemos recordar que el objetivo último de leer la Biblia debe ser dejarme transformar y salvar por Cristo resucitado, que me habla y me guía a través de su Palabra. La Palabra de Dios es viva y activa, y transformará a cada uno de nosotros si nos abrimos a recibir lo que Dios nos quiere dar.

“La Palabra de Dios es luz que guía nuestros pasos”

(Salmo 119)

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2. Compartir:

¿Qué es la Revelación Divina? Para entender el contenido de la Biblia, debemos hablar primero de revelación

divina.

Dios por amor, toma la iniciativa, busca al hombre y va mostrándole poco a poco quién es Él. Se va revelando. Revelar significa mostrar algo que estaba oculto. Revelar significa quitar el velo que cubre algo. Por amor, Dios se ha revelado y se ha entregado al hombre.

¿Por qué se dice que nuestra religión es una religión revelada? Las religiones fundadas por hombres, como el budismo o el confucionismo, por citar

algunas, son el intento del hombre para buscar a Dios. En cambio, en las religiones bíblicas, como la judía y la cristiana, el proceso es a la inversa, porque es Dios quien toma la iniciativa de acercarse al hombre. Es por esto que nuestra religión es la única religión revelada. El Judaísmo, a pesar de que es una religión revelada por Dios, aun está esperando el Mesías prometido, pues no cree que Jesucristo es Dios.

Así, la religión católica es la única religión fundada por Dios mismo. Todas las demás religiones, monoteístas y politeístas, cristianas y no-cristianas, anteriores y posteriores a Cristo, han sido fundadas por hombres, no por Dios.

La otra religión monoteísta (un solo Dios) es el Islam, fundada por Mahoma. Tampoco cree que Jesucristo es Dios, sino un profeta inferior a Mahoma. Sin embargo, el dios del Islam no es el Dios Amor del Cristianismo, origen de todo amor, que ama a los seres humanos independientemente de si le aman o no (1 Jn. 4, 9-10 y 16). Según el Corán, el dios del Islam ama condicionalmente: ama a quien lo ama y lo sige, y no ama a quien no lo ama. “En verdad Alá es enemigo de los incrédulos ... Alá ama a los benefacientes” (Corán, II-92 y 191).

Las religiones no-teístas, que no rinden culto a ninguna divinidad, fueron también fundadas por hombres: Budismo (por Buda), Confucionismo (por Confucio). Y las politeístas, que creen que hay, no una, sino varias divinidades, como el Hinduismo y Shintoismo, aunque no tienen fundador específico, son de origen humano. Y entre las sectas modernas politeístas está el Mormonismo, fundada por Joseph Smith.

Entre las iglesias cristianas, originadas en la Reforma Protestante están: la Luterana (fundada por Lutero), la Reformada (por Calvino), la Presbiteriana (por John Knox). Luego fueron iniciadas la Anglicana (por Enrique VIII), la Bautista (por John Smith). De la iglesia Metodista se derivan las Evangélicas.

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La iglesia Ortodoxa se separó de Roma con el Cisma de Oriente (1054), causado por viejas diferencias entre la Iglesia Griega y la Santa Sede. Los ortodoxos además de mantener las verdades que confiesa el Catolicismo, declaran su independencia del Papa.

La Iglesia Católica puede trazar su historia, sin interrupción, desde el primer Papa, San Pedro, designado por Jesucristo, su Fundador, hasta el Papa actual.

Hay personas buenas y sinceras en todas las religiones. En realidad, en cada religión hay verdades parciales, pero la Verdad está en la religión Católica, religión revelada por Dios. Jesús dijo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn. 14,6).

No podemos olvidar que nadie puede descubrir jamás por medio de propios esfuerzos, cómo es Dios realmente, ni su plan de salvación. Y, aunque puede haber salvación en otras religiones, la plenitud de los medios de salvación está en la Iglesia Católica.

¿Qué revela Dios al hombre? Dios nos da a conocer cómo es Él, cómo somos nosotros y cuál es su plan para toda

la humanidad. De este modo da una respuesta definitiva y sobreabundante a las cuestiones que el hombre se plantea sobre el sentido y la finalidad de su vida.

Por medio de acontecimientos y palabras, se revela a sí mismo y el designio de benevolencia que Él mismo ha preestablecido desde la eternidad en Cristo en favor de los hombres. Este designio consiste en hacer partícipes de la vida divina a todos los hombres, mediante la gracia del Espíritu Santo, para hacer de ellos hijos adoptivos en su Hijo Unigénito.

¿Qué contiene la Biblia? La Biblia contiene la Revelación Divina. Dios quiso que lo que había revelado para

salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las generaciones. Es así como los acontecimientos y palabras de dicha revelación están contenidas en la Biblia o Sagrada Escritura, que por ser inspirada por el Espíritu Santo, es verdadera Palabra de Dios. A través de esta Palabra, Dios habla sin interrupción con su Iglesia.

¿Cuál es el tema central de la Biblia? El tema central de la Biblia es Jesucristo Nuestro Señor, que está presente en el Antiguo Testamento, como promesa y esperanza y en el Nuevo Testamento, como realidad visible: Perfecto Dios y Perfecto Hombre.

¿Cuáles son las primeras etapas de la Revelación de Dios?

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Desde el principio, Dios se manifiesta a Adán y Eva, nuestros primeros padres, y les invita a una íntima comunión con Él. Después de la caída, Dios no interrumpe su revelación, y les promete la salvación para toda su descendencia. Después del diluvio, establece con Noé una alianza que abraza a todos los seres vivientes.

¿Cuáles son las sucesivas etapas de la Revelación de Dios? Dios escogió a Abram llamándolo a abandonar su tierra para hacer de él «el padre

de una multitud de naciones» (Gn 17, 5), y prometiéndole bendecir en él a «todas las naciones de la tierra» (Gn 12,3). Los descendientes de Abraham serán los depositarios de las promesas divinas hechas a los patriarcas. Dios forma a Israel como su pueblo elegido, salvándolo de la esclavitud de Egipto, establece con él la Alianza del Sinaí, y le da su Ley por medio de Moisés. Los Profetas anuncian una radical redención del pueblo y una salvación que abrazará a todas las naciones en una Alianza nueva y eterna. Del pueblo de Israel, de la estirpe del rey David, nacerá el Mesías: Jesús.

¿Cuál es la plena y definitiva etapa de la Revelación de Dios? La plena y definitiva etapa de la Revelación de Dios es la que Él mismo llevó a cabo

en su Verbo encarnado, Jesucristo, mediador y plenitud de la Revelación. En cuanto Hijo Unigénito de Dios hecho hombre, Él es la Palabra perfecta y definitiva del Padre. Con la venida del Hijo y el don del Espíritu, la Revelación ya se ha cumplido, aunque la fe de la Iglesia deberá comprender gradualmente todo su alcance a lo largo de los siglos.

«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» (San Juan de la Cruz).

Así, Cristo nos reveló a Dios como Padre (y Padre Bueno), infinitamente justo y misericordioso, nos mostró el camino para llegar al Padre, nos enseñó dónde encontramos la verdadera felicidad, nos reveló la necesidad y el sentido de la cruz, nos reveló más claramente nuestra común vocación al amor(a Dios y al prójimo).

Así fue la pedagogía divina usada por Dios para darse a conocer, en forma progresiva, paso a paso, respetando nuestro conocimiento y lenguaje humano, hasta llegar a la completa revelación en Jesucristo.

¿Cuál debe ser nuestra respuesta a Dios que se revela y que nos sigue hablando hoy a través de la Biblia?

La respuesta adecuada a esta invitación es la fe. Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios.

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La venida de Jesucristo no puede dejarnos indiferentes. Ya no es el hombre quien busca a Dios, sino que Dios ha salido al encuentro del hombre. Jesucristo es el único Salvador del mundo (Hechos 4,12) y por eso reclama la fe en sí mismo (Juan 14,1) cosa que nadie fuera de Él ha osado pedir. El espera nuestra respuesta. Y no caben posturas ambiguas o neutras, pues no acogerlo es en realidad rechazarlo (Lucas 11, 23; Juan 3,18). “Quien no está conmigo está contra mí, y quien no junta conmigo, desparrama.”

La actitud fundamental ante Jesús es la fe, una fe que es adhesión a Cristo y a su mensaje, sin relativismos ni tibiezas.

¿Por qué y de qué modo se transmite la divina Revelación? Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la

verdad» (1 Tim 2, 4), es decir, de Jesucristo. Es preciso, pues, que Cristo sea anunciado a todos los hombres, según su propio mandato: «Id y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28, 19). Esto se lleva a cabo mediante la Tradición Apostólica, es decir, a través de la transmisión del mensaje de Cristo llevada a cabo, desde los comienzos del cristianismo, por la predicación, el testimonio, las instituciones, el culto y los escritos inspirados (La Biblia). Los Apóstoles transmitieron a sus sucesores, los obispos y, a través de éstos, a todas las generaciones hasta el fin de los tiempos todo lo que habían recibido de Cristo y aprendido del Espíritu Santo.

La Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas entre sí. En efecto, ambas hacen presente y fecundo en la Iglesia el Misterio de Cristo, y surgen de la misma fuente divina: constituyen un solo sagrado depósito de la fe, del cual la Iglesia saca su propia certeza sobre todas las cosas reveladas.

¿Qué es la Tradición y dónde están contenidas las enseñanzas de la Tradición? La Tradición es la verdad de Dios no contenida en la Biblia, sino transmitida por Jesucristo a los Apóstoles y por éstos a la Iglesia. Las enseñanzas de la Tradición están contenidas en los Símbolos o Profesiones de la fe (por ej., el Credo), en los documentos de los Concilios, en los escritos de los Santos Padres de la Iglesia y en los ritos de la Sagrada Liturgia.

¿A quién corresponde interpretar auténticamente el depósito de la fe?

La Biblia debe ser interpretada desde la perspectiva de que es un libro sagrado confiado por Dios a la Iglesia, puesto que es ella, como Madre quien nos indica por dónde caminar sin error hacia la vida eterna.

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Este libro nació de la inspiración del Espíritu Santo y sólo puede ser interpretado con garantía “por la Iglesia, columna y fundamento de la Verdad” (1Tim 3, 15), y por los apóstoles y sus sucesores, a quienes Cristo prometió su asistencia hasta el fin del mundo (Mt.28, 20).

La interpretación auténtica del depósito de la fe corresponde sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, es decir, al Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, y a los obispos en comunión con él. Al Magisterio, el cual, en el servicio de la Palabra de Dios, goza del carisma cierto de la verdad, compete también definir los dogmas, que son formulaciones de las verdades contenidas en la divina Revelación; dicha autoridad se extiende también a las verdades necesariamente relacionadas con la Revelación.

¿Por qué decimos que la Sagrada Escritura enseña la verdad? Decimos que la Sagrada Escritura enseña la verdad porque Dios mismo es su autor:

por eso afirmamos que está inspirada y enseña las verdades necesarias para nuestra salvación. El Espíritu Santo ha inspirado, en efecto, a los autores humanos de la Sagrada Escritura, los cuales han escrito lo que el Espíritu ha querido enseñarnos.

¿Contiene errores la Biblia? En general podemos decir que no contiene errores porque Dios es su autor y las

verdades contenidas en ésta son inspiradas por el Espíritu Santo. No debemos olvidar que la Biblia no es un libro histórico ni científico sino religioso, que enseña firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios nos quiso dejar escrita para nuestra salvación. Por lo tanto, la Biblia puede contener errores en cuanto a datos históricos, pero es inerrante en cuanto al mensaje de salvación que contiene.

¿Qué significa que los libros de la Biblia sean inspirados? Esto significa “escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como

autor y, como tales, se les han entregado a la misma Iglesia. En la redacción de los libros sagrados Dios se valió de hombres elegidos que usaban sus propias facultades y medios, de forma que, obrando Él en ellos y por ellos, escribieron como verdaderos autores, todo y sólo lo que Él quería”( DV11). Dios no dictó los escritos, sino que por la inspiración hizo comprender sus misterios a algunos hombres, que escribieron según su tiempo, costumbres y cultura. Como están inspirados por Dios, contienen todo y sólo lo que El quiere para nuestra salvación.

¿Hay algunos indicios que nos ayuden a comprender mejor que la Biblia es Palabra de Dios?

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La Biblia, como la conocemos hoy, fue escrita durante un período de casi 1100 años, por diferentes personas, en diferentes momentos de la historia de la humanidad, hasta la muerte del último Apóstol de Jesucristo, San Juan Evangelista, (unos 100 años después de Cristo).

Como ya se dijo, Dios inspiró a los escritores de la Biblia para que escribieran lo que contienen esos escritos. Tal es así que, muchos siglos antes de que Jesús naciera, hablaron de Él los profetas, cumpliéndose en Cristo todo lo que profetizaron. Veamos algunos ejemplos:

- Miqueas, 730 años antes del nacimiento de Jesús, dice dónde nacerá (5, 2).

- Isaías, 734 años antes del nacimiento de Jesús, dice que nacerá de una virgen (7,14), predice los grandes milagros que realizaría (Is. 35, 5-6) y describe su Pasión (53, 3-8).

- Zacarías, 520 años antes del nacimiento de Jesús, dice que será vendido por 30 monedas (11,12s), con las cuales se comprará el campo de un alfarero.

-Ochocientos años antes que sucediera, Isaías profetizó que Jesús sería tratado como un malhechor (53,12), azotado (50, 6) y condenado a muerte (53, 8).

- Los Salmos predicen que sortearán su túnica (22, 19).

Sabemos que Jesucristo existió como personaje histórico, no sólo porque Él es el personaje central de los Evangelios, sino porque la existencia de Jesús de Nazaret también se encuentra en documentos históricos no-cristianos, los cuales hablan de Él, de su nacimiento en Belén, de la fundación del cristianismo por parte de Jesús, de su crucifixión a los 33 años de edad bajo Poncio Pilatos, y de la rápida difusión del cristianismo y los intentos del Emperador Nerón de liquidarlo (cf. Tácito, historiador romano; Flavio Josefo, historiador judío).

La Biblia y algunos libros no-cristianos, nos dicen que Jesucristo realizó grandes milagros, el mayor de los cuales fue haber resucitado, tal como Él mismo había predicho. Y con sus milagros y su resurrección demostró que Él es Dios.

Cristo, adicionalmente, instituyó su Iglesia y a ésta le prometió la asistencia del Espíritu Santo hasta el fin del mundo y la proveyó de autoridad para tomar decisiones en la tierra que Él ratificaría en el Cielo:

“Tú eres Pedro (o sea, Roca-Piedra), y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; los poderes del Infierno jamás la podrán vencer. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo” (Mt. 16, 18-19).

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Es así, entonces, como la Iglesia que Cristo fundó, guiada por Pedro, ha asumido y mantenido convicciones importantísimas a lo largo de sus casi dos mil años de existencia. Una de ellas fue haber escogido los escritos que formarían parte de la Biblia y proclamar que la Biblia es Palabra de Dios.

¿Cómo debemos leer la Sagrada Escritura? Primero, debemos atender al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura,

teniendo en cuenta la tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe. Esto quiere decir que no se puede leer los textos e interpretarlos en forma aislada del resto de la Biblia y de la opinión de la Iglesia.

Para completar la interpretación bíblica debemos usar también, cuatro sentidos de interpretación que nos son dados por el Magisterio:

- El Sentido Histórico: La antigüedad de los diversos textos bíblicos varía. Por eso para poder entender lo que Dios quiso decir a través del hagiógrafo debo saber cómo se pensaba en la época en que escribió, cuáles eran las costumbres y el lugar geográfico donde él vivía.

- El Sentido Teológico: la Biblia no es un libro científico sino religioso, que enseña firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios nos quiso dejar escrita para nuestra salvación (DV 11). La ciencia nos puede ayudar a entender algunas cosas, pero el fin de la Biblia es poder descubrir el mensaje de salvación que contiene y que nos dejemos salvar sin oponer resistencia.

- El Sentido Espiritual: debemos leer el trozo bíblico como si nos estuviera dirigido. La Palabra es eterna, no debemos leerla pensando que eso sucedió a otras personas hace años, sino que esa persona soy yo hoy. Este sentido se llama espiritual, o del Espíritu, porque el Espíritu Santo me quiere guiar y transformar a través de la lectura de la Palabra. Para lograrlo ayuda mucho que reemplace el nombre de los personajes bíblicos o los lugares por mi nombre. Por ej: Gn 12,1 “Yahveh dijo a Abram…..” Al hacer la meditación digo “Dios me dijo….” o Jos 6,1 “Jericó estaba cerrada a cal y canto….” Al hacer la meditación digo “yo estaba cerrado…”

- El Sentido Literario: por ser la Biblia una colección de 73 libros, no se puede leer todos por igual ya que cada libro, no sólo está escrito en diferente género literario como por ejemplo histórico, poético, mítico, profético, etc., sino, además, ha sido escrito por distintos autores a los que Dios les respetó su modo de ser y de expresarse.

                                     

                       

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¿Qué es el canon de las Escrituras? Los libros de la Biblia decimos que pertenecen al Canon. El Canon de la Iglesia

Católica es el listado de libros que la Iglesia reconoce como inspirados por Dios. Tal canon comprende cuarenta y seis escritos del Antiguo Testamento y veintisiete del Nuevo. Para formar el canon de la Biblia se seleccionaron aquellos escritos reconocidos como inspirados y que entregan un mensaje de salvación para el hombre.

¿Qué importancia tiene el Antiguo Testamento para los cristianos? Los cristianos veneran el Antiguo Testamento como verdadera Palabra de Dios:

todos sus libros están divinamente inspirados y conservan un valor permanente, dan testimonio de la pedagogía divina del amor salvífico de Dios, y han sido escritos sobre todo para preparar la venida de Cristo Salvador del mundo.

Las palabras y acciones que aparecen en el Antiguo Testamento nos preparan para otras realidades futuras superiores, que se esclarecen con Jesucristo. El Antiguo Testamento contiene prefiguras del Nuevo Testamento: el sacrificio de Abraham que entrega a su hijo Isaac y luego en su lugar es sacrificado un cordero, es prefigura de Cristo que se entrega al Padre por nosotros, como el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El liberador Moisés es tipo o figura del liberador definitivo: Jesús. La liberación del pueblo de Israel va a ser nuestra liberación del pecado por la sangre de Cristo. La peregrinación por el desierto es un símbolo de nuestra peregrinación por esta tierra. El maná que los alimentó en el desierto prefigura el Pan Eucarístico, Cristo presente en el pan consagrado que nos alimenta para la vida eterna.

¿Qué importancia tiene el Nuevo Testamento para los cristianos?

El Nuevo Testamento, cuyo centro es Jesucristo, nos transmite la verdad definitiva de la Revelación divina. En él, los cuatro Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, siendo el principal testimonio de la vida y doctrina de Jesús, constituyen el corazón de todas las Escrituras y ocupan un puesto único en la Iglesia.

¿Qué unidad existe entre el Antiguo y el Nuevo Testamento? La Escritura es una porque es única la Palabra de Dios, único el proyecto salvífico de

Dios y única la inspiración divina de ambos Testamentos. El Antiguo Testamento prepara el Nuevo, mientras que éste da cumplimiento al Antiguo: ambos se iluminan recíprocamente.

¿Qué otras Biblias existen?

Además de la Biblia católica, existen la Biblia Hebrea y las Biblias protestantes. La Biblia Hebrea sólo contiene treinta y nueve libros del Antiguo Testamento. Por tanto, rechazan siete libros del Antiguo Testamento y todos los del Nuevo Testamento, que

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forman la Biblia Católica. A las Biblias protestantes les suprimieron algunos libros que están en la Biblia católica.

¿Qué dicen los protestantes acerca de la interpretación de la Biblia? Los protestantes admiten solamente el "libre examen" es decir, que cada uno ha de leer e interpretar la Biblia a su manera, sin necesidad de someterse a la autoridad de la Iglesia. Y eso supone un peligro grave para la Fe.

¿Qué son los "libros apócrifos"?

Un "Libro apócrifo" es aquél que, teniendo un argumento o título semejante a los libros inspirados, no tiene un autor cierto y no está incluido en el Canon Bíblico fijado por la Iglesia, por considerarse que no fue divinamente inspirado y por contener algunos errores.

¿En qué período se escribió la Biblia? Los libros del Antiguo Testamento fueron escritos entre el siglo XV y el Siglo II antes de Cristo. Los libros del Nuevo Testamento fueron escritos en la segunda mitad del Siglo I.

¿En qué lenguas fueron escritos los Libros Sagrados? Los libros del Antiguo Testamento fueron escritos: - En arameo (unos versículos del Génesis, de Jeremías, de Daniel y de Esdras); -En griego (dos libros: Sabiduría y II Macabeos); -En hebreo (todos los restantes).

Los libros del Nuevo Testamento fueron escritos en griego, excepto el Evangelio de San Mateo que se escribió originalmente en arameo.

3. A través de la Biblia nos relacionamos con Dios. Una forma muy importante de relacionarnos con Dios es la oración. Pues bien, la

Biblia entera es un libro de oración. Dice el Concilio Vaticano II: “En la Biblia, el Padre que está en los cielos se dirige amorosamente a sus hijos para conversar con ellos”. De acuerdo a esto, la simple lectura de la Biblia bien hecha ya es oración y diálogo con Dios. Porque

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tratamos de escuchar lo que El nos dice a través de su Palabra como orientación para la vida y le respondemos compartiendo con Él lo que nos sucede cada día.

La Biblia es una orientación para la vida. Las historias de la Biblia han sido narradas para que podamos descubrir la presencia de Dios en nuestras vidas. Las historias bíblicas son liberadoras porque dan vida. Una vida plena, feliz y libre es lo que quiere producir la Palabra de Dios. Lo dice Jesús en el Evangelio de Juan: “Si ustedes escuchan mi Palabra, serán verdaderamente mis discípulos, conocerán la verdad y la verdad les hará libres” (8,32). “Yo he venido para que ustedes tengan vida y la tengan en abundancia” (8,10). “Yo les he dicho todo esto, para que ustedes sean plenamente felices” (15,11).

Hay que transformar la Biblia en una historia para nosotros. Tenemos que identificarnos con ella, actualizarla y hacerla nuestra. La lectura de la Biblia se realiza en tres etapas: comprender la historia bíblica, comprender nuestra propia historia y relacionar e integra ambas historias.

La comunidad es el lugar propio de la Biblia, de ahí la conveniencia de la lectura en grupo. Pero la lectura individual es también importante, sobre todo si es preparación o continuación de la lectura comunitaria.

En anexo se ofrecen tres métodos prácticos para hacer oración bíblica, métodos que pueden ayudar a tener un encuentro personal con el Dios de la vida, partiendo de la lectura de la Biblia para llegar posteriormente a la realidad de la vida.

Oración final Encomendémonos a la Santísima Virgen María, para que nos enseñe a reconocer la

voluntad de Dios en nuestra vida y a responder como Ella: “hágase en mí según tu Palabra”.

Dios te Salve María…..

IV. Compromiso Leer y meditar (en forma personal o en comunidad) la lectura del Evangelio de cada

día, usando alguno de los métodos señalados en el anexo. Para conocer el Evangelio del día, se puede recurrir al sitio de internet: www.ocarm.org/lectio/, sitio que pertenece a la Orden de las Carmelitas.

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ANEXO 1

Métodos prácticos para hacer oración Bíblica

(Padre Sergio Cerna, SVD)

I. LAS SIETE ETAPAS

1. Invitar al Señor

Alguien del grupo invita a Jesús a participar en este encuentro de oración.

2. Leer el texto

Alguien del grupo lee en voz alta el texto bíblico. Luego, se guarda un momento de silencio.

3. Escoger algunas palabras y meditar sobre ellas

Cada uno dice en voz alta las palabras que más le llamaron la atención. Los demás repiten en silencio esas palabras en su interior.

4. Dejar que Dios hable

En silencio nos abrimos al Señor para que él nos hable en nuestro interior.

5. Compartir nuestra experiencia

No comentar el texto, sino simplemente compartir la experiencia personal de diálogo con el Señor que hemos tenido.

6. Buscar lo que el Señor espera de cada uno

Preguntarse por los compromisos y las tareas concretas que cada uno y el grupo quiere asumir para responder a la palabra de Dios.

7. Rezar juntos

Los participantes expresan en una breve oración espontánea la experiencia realizada. Para terminar, se reza una oración conocida por todos o se canta una canción que todos conozcan de memoria.

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II. LA LECTURA DIVINA

I. Lectura (lo que el texto dice)

1. Leer el texto bíblico. Luego, guardar un momento de silencio. 2. Tratar de comprender el texto.

- ¿Cuál es el tema principal del texto? - ¿En cuántas partes se puede dividir el texto? - ¿Cuál es la forma literaria y el estilo del texto? - ¿Hay algún aspecto del texto que no haya sido comprendido?

3. Identificar el escenario y los personajes de la historia. - ¿En qué escenario de tiempo y lugar se realiza la historia? - ¿Cuál es la secuencia argumental de la historia? - ¿Qué personajes aparecen y qué relación existe entre ellos?

4. Situar el texto en el contexto bíblico e histórico. - ¿A qué libro bíblico pertenece el texto y en qué lugar de él se encuentra? - ¿Qué pasaje antecede al texto y cuál viene a continuación? - ¿En qué situación histórica se ubica el texto?

II. Meditación (lo que el texto nos dice)

1. Profundizar en la historia. - ¿Qué experiencias personales hay en la historia? - ¿Cómo se puede caracterizar el modo de actuar de cada personaje? - ¿Cómo reacciona el personaje principal? - ¿Qué situación social, política, económica, cultural o religiosa se refleja en la historia?

2. Descubrir la actualidad de la historia. - ¿Hay alguna experiencia personal que podamos relacionar con esta historia? - ¿A qué personaje de la historia lo sentimos más cercano? - ¿Con qué situación de la historia nos sentimos más identificados? - ¿Podemos decir que la historia narrada sucede también en la actualidad?

3. Descubrir el mensaje religioso de la historia. - ¿Qué nos quiere decir Dios a través de la situación relatada en esta historia? - ¿Qué desafíos se nos presentan como discípulos de Jesús?

III. Oración (lo que el texto nos hace decir a Dios)

Hacer oración libre y espontánea en relación con la historia leída y meditada. De preferencia, utilizar palabras y expresiones que aparecen en el mismo texto bíblico.

IV. Contemplación (lo que el texto nos lleva a realizar)

Elevado el espíritu a Dios, contemplar desde él la realidad de la vida y del mundo. Cada uno se compromete a actuar en su situación de acuerdo a la voluntad de Dios. - ¿Qué espera Dios de mí y de nosotros en este momento? - ¿Qué compromiso personal y grupal podemos asumir?

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III. LA LECTURA DE LA BIBLIA A LA LUZ DE LA BIBLIA

1. Leer el texto bíblico

Alguien del grupo lee en voz alta el texto bíblico. Luego, se guarda un momento de silencio.

2. Leer el texto bíblico a la luz de la Biblia

En forma continuada y sin intercalar comentarios, diferentes miembros del grupo leen algunos textos bíblicos relacionados con el texto original, a fin de compenetrarse mejor del sentido de la palabra de Dios.

3. Leer nuevamente el texto bíblico original

Se lee por segunda vez el texto bíblico original, a fin de recordar el punto de partida de la lectura bíblica. Luego, se guarda un momento de silencio.

4. Compartir la palabra

a. Cada uno comparte libremente con el grupo lo que más le ha llamado la atención en los textos bíblicos leídos.

b. Cada uno dice en voz alta las palabras que más le llamaron la atención. Los demás repiten en silencio esas palabras en su interior.

Elegir una de las dos alternativas indicadas.

5. Integrar palabra y vida

a. Compartir con el grupo el significado actual de los textos bíblicos. ¿Qué espera Dios de nosotros en el momento presente?

b. Abrirse al Señor en un momento de silencio profundo, dejando que él hable a cada uno en su interior. ¿Qué me dice Dios a través de su palabra?

Elegir una de las dos alternativas indicadas.

6. Conclusión

En un momento de silencio, cada uno asume privadamente un compromiso relacionado con la palabra de Dios leída y meditada. Si el grupo lo estima conveniente, esta es la ocasión para asumir además un compromiso comunitario. Finalmente, los participantes hacen oración espontánea en voz alta (alabanza, súplica, agradecimiento o perdón), utilizando de preferencia palabras que han aparecido en los textos bíblicos.

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En permanente unión con Dios: la oración.

“No dejes que tu oración meditativa sea un ensueño frío y sin vida, sino haz de ella un coloquio cordial y amoroso con Dios

y una entrega a Él en gratitud, amor y sacrificio.”

San Arnoldo Janssen

ORACIÓN INICIAL

Señor Jesús te pedimos que nos acompañes en esta reunión

en la que intentaremos acercarnos más a Ti a través de la reflexión sobre la importancia de la oración.

Queremos aprender a comunicarnos mejor contigo

para saber escucharte y sobretodo responderte haciendo siempre tu Voluntad en nuestra vida.

Virgen santísima

acompáñanos hoy para que nos ayudes a unirnos más a tu Hijo a través de la oración.

Espíritu Santo,

inspira nuestras palabras y nuestros pensamientos, pero por sobre todo abre nuestro corazón.

Amén.

Oraciones espontáneas….

Padre Nuestro…….

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I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: Efesios 6, 18 y Mateo 6, 5-8

“Vivan orando y suplicando. Oren en todo tiempo según les inspire el Espíritu. Velen en común y prosigan sus oraciones sin desanimarse nunca, intercediendo a favor de todos los hermanos” (Efesios 6, 18).

"Y cuando oren, no sean como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su paga.

Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Y al orar, no charles mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seas como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitas antes de pedírselo” (Mateo 6, 5-8).

Palabra de Dios.

III. Desarrollo del tema:

Comentar: ¿Qué es la oración para mí? ¿Qué lugar ocupa en mi relación con Dios?

La oración no existe como una realidad independiente y autónoma en nuestra vida

cristiana. Es más bien el resultado concreto del tipo de relación que tengamos con Dios, es decir, depende de nuestra fe y religiosidad. La oración es la manifestación natural de un verdadero encuentro personal con Dios. Algo similar sucede en el matrimonio. El diálogo conyugal depende básicamente del amor entre los esposos. Sin amor no hay diálogo ni encuentro personal. El problema, entonces, no es el diálogo (“¿Qué nos sucede que ya no conversamos ni compartimos?”) sino lo que lo produce, que es el amor. Si se reaviva el amor, se reavivará también el diálogo.

Este es también el caso de la oración, que no es un problema en sí, sino mas bien un síntoma. Si tenemos dificultades con la oración, el problema de fondo radica en la relación que tenemos con Dios. Si no escuchamos a Dios en nuestra vida ni nos interesa lo que Él nos dice, no puede existir verdadera oración. Si no estamos tratando de orientar nuestra vida desde nuestra fe en Dios, entonces no podremos compartir con Él lo que nos sucede cada día y no podremos hacer oración. Del lugar que ocupe Dios en nuestra vida y de la imagen que tengamos de Él, dependerá en último término nuestra oración.

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El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, en su número 534 señala: “La oración cristiana es la relación personal y viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo, que habita en sus corazones.

Comentar: ¿Necesitamos de la oración? ¿Por qué?

a. La oración es el medio para conseguir la ayuda de Dios necesaria para nuestra salvación. La razón de esto es evidente. ... “Sin Mí nada pueden hacer” (Jn.15, 5). Jesús nos quiso dar a entender que sin su gracia no podemos realizar el bien. Y el apóstol San Pablo parece que va más allá, pues escribe que ni siquiera podemos tener el deseo de hacerlo (2 Cor.3, 5).

Y lo mismo atestiguan otros muchos pasajes de la Sagrada Escritura: “Hay diferentes obras, pero, es el mismo Dios quien obra todo y en todos” (1 Cor.12, 6). De aquí concluimos que nosotros no podemos hacer más obras buenas que aquellas que Dios nos ayuda a hacer con su gracia. Pero, esta ayuda de su gracia, el Señor no la concede sino a aquel que se la pide, a aquel que reza. Son sus divinas palabras: “Pidan... y se les dará...; busquen y encontrarán” (Mt.7, 7).

La vida humana está sembrada de muchos momentos de oscuridad y sufrimiento: enfermedades, rupturas, el temor a las consecuencias de algún error cometido, la pérdida del sentido de Dios, la conciencia del propio pecado, la impresión de haber perdido la fe. Jesús nos enseña qué es lo primero que hay que hacer en estos casos: recurrir a Dios con la oración.

b. La oración es, además, el arma más necesaria ante la tentación. El que no la emplea, dice Santo Tomás, está perdido. El Santo no duda en afirmar que, Adán cayó porque no acudió a Dios en el momento de la tentación. Debemos tener presente que sin la oración no podemos ser fuertes ante la prueba, resistir a las tentaciones y guardar los mandamientos.

Jesús dio por adelantado a sus discípulos el medio y las palabras para unirse a él en la prueba: el Padre Nuestro. Hay una semejanza evidente entre la oración que Jesús dejó a sus discípulos y la que él mismo elevó al Padre en Getsemaní durante su Pasión. Él nos dejó, en realidad, su oración.

La oración de Jesús en Getsemaní empieza como el Padre Nuestro, con el grito: «¡Abbá, Padre!» (Mc 14, 36), o «Padre mío» (Mt 26, 39); prosigue, como el Padre Nuestro, pidiendo que se haga su voluntad; pide que pase de él este cáliz, como en el Padre Nuestro pedimos ser «librados del mal»; dice a sus discípulos que recen para no caer en tentación y

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nos hace concluir el Padre Nuestro con las palabras: «No nos dejes caer en la tentación».

3. Características que debe tener nuestra oración

Jesús no sólo enseña a orar a sus discípulos, sino que también les muestra la actitud con que deben hacerlo: con humildad, con confianza y con perseverancia.

3.1 Orar con humildad:

Comentar: ¿Siento necesidad de la ayuda de Dios o creo que yo sólo puedo alcanzar lo que me propongo? ¿Necesito del Sacramento de la Confirmación para dar testimonio de Cristo o creo que con mis propias fuerzas y esfuerzo puedo lograrlo?

El orar con humildad es producto de saberme débil y necesitado de Dios. Por el contrario, cuando nos sentimos autosuficientes, confiamos en nuestras propias fuerzas y no recurrimos a Dios. Fue lo que le ocurrió al apóstol Pedro, el cual, cuando el Señor le anunció que todos sus discípulos lo abandonarían (Mt.26, 31), él, en vez de confesar su debilidad y pedir fuerzas al Maestro para no serle infiel, confió demasiado en sus propias fuerzas y replicó que, aunque todos desertasen, él no lo abandonaría (Mt.26, 33). Sin embargo, aquella misma noche, por tres veces lo negó y afirmó que no lo conocía (Mt.26, 72).

Desconfiemos de nuestras fuerzas humanas e imitemos a San Felipe Neri, el cual apenas despertaba por la mañana decía al Señor: “Señor, no sueltes hoy de la mano a Felipe, porque si no, este Felipe te va a hacer alguna traición.”

“Toda la ciencia del cristiano consiste en conocer que el hombre nada es y nada puede” (San Agustín). Con esta convicción no dejará de acudir continuamente a Dios por medio de la oración para dar testimonio de Cristo en su vida, mediante palabras y obras y para tener las fuerzas que necesita para vencer las tentaciones y practicar la virtud.

3.2 Orar con confianza:

Lo que más nos pide el apóstol Santiago, si queremos alcanzar con la oración la ayuda y la gracia de Dios, es que recemos con la confianza más firme de que siempre seremos escuchados. “Pidan con fe, sin dudas...” (Stgo.1, 6).

Los fundamentos de nuestra confianza se basan en aquella promesa infalible que hizo Jesús, cuando dijo: “...Pidan y recibirán...” (Jn.16, 24); “Si se quedan en mí, y mis palabras permanecen en ustedes, todo lo que deseen lo pedirán y se les concederá” (Jn.15, 7).

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¿Cómo podemos dudar de la eficacia de nuestras oraciones, cuando Dios, que es la misma Verdad, nos garantiza que nos dará todo lo que le pidamos?

La certeza de ser escuchados es la fuente y condición de la oración cristiana. La confianza filial se pone a prueba cuando pensamos que no somos escuchados. Debemos preguntarnos, entonces, si Dios es para nosotros un Padre cuya voluntad deseamos cumplir, o más bien un simple medio para obtener lo que queremos.

Orar con confianza significa acatar y confiar en la voluntad de Dios. La mejor oración es aquella que transforma nuestro deseo hasta conformarlo con la voluntad divina. Este es el fin principal de toda petición: identificarnos plenamente con el querer divino. No rezamos para que Dios haga nuestra voluntad, sino para que Él nos ayude a cumplir la suya.

Comentar: ¿Qué le pedimos con más frecuencia al Señor cuando rezamos?

El Señor desea que le pidamos muchas cosas. En primer lugar, lo que se refiere al alma, es decir, bienes espirituales, pues el Señor quiere curar principalmente las enfermedades del alma. Y, si cura las del cuerpo, es porque quiere desterrar las del alma.

Para el alma podemos pedir gracia para luchar contra los defectos, más rectitud de intención en lo que hacemos, fidelidad a la propia vocación, luz para recibir con más fruto la Sagrada Comunión, docilidad en la dirección espiritual, más afán apostólico, aprender a amar cada vez más como Cristo ama... También quiere el Señor que roguemos por otras necesidades: ayuda para sobreponernos a un fracaso; trabajo, si nos falta; la salud... Y todo en la medida en que nos sirva para amar más a Dios. No queremos nada que, quizá con el paso del tiempo, nos alejaría de lo que verdaderamente nos debe importar: estar siempre junto a Cristo.

Lo que muy especialmente debe animarnos a tener confianza, cuando pedimos a Dios bienes espirituales, son aquellas palabras del mismo Cristo: “Pidan y se les dará; busquen y hallarán; llamen y se les abrirá; porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá. Pues, ¿qué padre habrá entre ustedes a quien el hijo le pide un pez, y en lugar de pez le dé una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dé un escorpión? Si, pues, ustedes, siendo malos, saben dar buenas cosas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?" (Lc.11, 9-13). Esto es: si ustedes que están apegados a sus propios intereses, no saben negar a sus hijos lo que les piden, ¿qué hará su Padre celestial que los ama más que todos los padres terrenales, cuando le piden tesoros espirituales?

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Comentar: Cuándo el Señor no me da lo que le pido, ¿qué es lo que pienso?

……Parece que cuando yo rezo, el Señor mira para otro lado.

……El Señor no me escuchó.

……No voy a volver a rezar, no sirve de nada, porque el Señor nunca me da lo que le pido.

…...Confío en la voluntad de Dios. Seguramente Él tiene mejores planes para mí o lo que le pedí no era bueno para mí.

Si se pudiera expresar en forma bastante simple y gráfica la respuesta de Dios a nuestras peticiones, podríamos decir que ante éstas, podrían existir 3 posibles respuestas por parte de Dios:

-“Sí”.

-“Sí, pero no todavía”.

-“He pensado en algo mejor para ti”.

Si viéramos que el Señor no nos concede aquellas cosas que le pedimos, demos por seguro que nos las niega por el amor que nos tiene, pues sabe que serían perjudiciales para nuestro progreso espiritual. (Al igual que un padre le niega algo que le pide su hijo si sabe que no es bueno para él). “Pedís y no recibís, porque pedís mal”, escribe el apóstol Santiago. Dios quiere lo mejor para nosotros y lo mejor, a veces no es lo que pedimos.

Si viéramos que aquello que Dios permite parece a primera vista un desastre o es muy doloroso, debemos trascender esa visión puramente humana y saber que existe un plano más alto, donde Dios integra aquél suceso en un bien superior, que quizá en ese momento nosotros no vemos o no entendemos.

Dios, observaba San Agustín, escucha aún cuando no escucha, esto es, cuando no obtenemos lo que estamos pidiendo. Su retraso en atender es ya una escucha, para podernos dar más de lo que le pedimos o para ayudarnos a perseverar en la fe y en la oración. Si a pesar de todo seguimos orando, es señal de que nos está dando su gracia. El silencio de Dios es también una respuesta.

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Comentar: Cuando oramos en situaciones de dificultad,

- ¿Luchamos para inducir a Dios a que cambie de decisión, más que para cambiar nosotros mismos y aceptar su voluntad? ¿Oramos para que nos quite esa cruz, ese sufrimiento, más que para ser capaces de llevarlo con él?

…..o nos parecemos a Jesús y, ante el dolor y la angustia, buscamos abandonarnos a la voluntad del Padre?

A veces, perseverando en este tipo de oración, sucede algo extraño que es bueno conocer para no perder una ocasión preciosa. Las partes se invierten: Dios se convierte en quien ruega y nosotros en aquel a quien se ruega: te pones a rezar para pedir algo a Dios y, una vez en oración, te das cuenta poco a poco de que es Él, Dios, quien tiende su mano hacia ti pidiéndote algo. Has ido a pedirle que te quite aquel aguijón de la carne, aquella cruz, aquella prueba, que te libre de ese trabajo o responsabilidad, de aquella situación, de la cercanía de aquella persona... Y he aquí que Dios te pide precisamente que aceptes esa cruz, esa situación, ese trabajo, a esa persona.

3.3 Orar con perseverancia:

“Supongan que uno de ustedes va a medianoche donde un amigo para decirle: Amigo, préstame, por favor, tres panes, porque me llegó un amigo de viaje y no tengo nada que ofrecerle. Pero el otro responde desde adentro: No me molestes; la puerta está cerrada y mis hijos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos. Yo les digo que, si el de afuera sigue golpeando, por fin se levantará a dárselos. Si no lo hace por ser amigo suyo, lo hará para que no lo siga molestando, y le dará todo lo que necesita.

Pues bien, yo les digo: pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen a la puerta y les abrirán. Porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y, al que llame a una puerta, se le abrirá (Lc.11, 5-10).

Con las palabras, busquen..., llamen, Jesús ha querido enseñarnos a imitar a los pobres, cuando mendigan limosna, los cuales, si por casualidad nada reciben y los echan, no por eso se van, sino que vuelven a pedir sin darse por vencidos. De igual modo Dios quiere que perseveremos en la oración hasta llegar a ser “imprudentes,”quiere que pidamos y volvamos a pedir y que nunca nos cansemos de decirle que nos ayude, que nos socorra, que nos preste su luz, que nos dé fuerza, que nunca permita que perdamos su santa gracia.

Lo mismo nos repitió el propio Jesús cuando decía: “Es necesario orar siempre, sin desanimarse jamás” (Lc.18, 1). “...Por eso estén despiertos y orando en todo tiempo.

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Así tendrán fuerzas para escapar a todo lo que debe suceder y podrán estar de pie delante del Hijo del Hombre” (Lc.21, 36).

El Señor siempre atiende la oración perseverante, humilde y llena de fe. Dios oye de modo especial la oración de quienes saben amar; aunque alguna vez parezca que guarda silencio. Espera que nuestra fe se haga más firme, más grande la esperanza, más confiado el amor. Quiere de todos un deseo más ferviente -como el de las madres que rezan por sus hijos- y una mayor humildad.

Jesús también nos enseña a orar con sencillez y pureza de intención, mediante un diálogo personal, sencillo, de corazón a corazón, amoroso. Lejos de las grandes palabras, de las manifestaciones en las plazas:

Mt. 6,5-6: “Y cuando ores, no seas como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres; en verdad les digo que ya recibieron su paga. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.

Mt. 6,16-18: “Cuando ayunes, no pongas cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres vean que ayunan; en verdad les digo que ya recibieron su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.

Una antigua recomendación, aún muy válida, decía: “Deja que tu corazón ore sin palabras, antes que tu boca ore sin tu corazón”.

Debemos hacer una oración simple, apoyada en la confianza en que el Padre sabe lo que nos pasa:

Mt 6,7-8: “Al hacer oración no repitan palabras inútiles como hacen los que no conocen a Dios y se imaginan que Dios les va a escuchar porque hablan demasiado. No sean como ellos; porque el Padre sabe lo que ustedes necesitan antes que se lo pidan”.

4. Jesús, modelo de oración al Padre El Evangelio muestra frecuentemente a Jesús en oración. Lo vemos retirarse en

soledad, con preferencia durante la noche; ora antes de los momentos decisivos de su misión o de la misión de sus apóstoles. De hecho toda la vida de Jesús es oración, pues está en constante comunión de amor con el Padre.

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Lucas es el que más se refiere a los instantes en los que Jesús aparece orando:

• En el momento en que Juan le bautiza (Lc 3,21)

• Antes de la elección de los discípulos (Lc 6,12)

• En el monte Tabor, en el momento de la transfiguración (Lc 9,28-29)

• Antes de enseñar a orar a los discípulos (Lc 11,1ss)

• Ante la angustia y el miedo ora más intensamente y pide que se haga la voluntad de su Padre (Lc. 22, 39-46)

• En el Gólgota, al expirar en la cruz (Mt 27,46)

Los demás evangelistas, sobre todo Juan, destacan la profundidad de su oración. En el extenso diálogo de Jesús con sus discípulos en la última cena, que Juan describe entre los capítulos 14 al 17 inclusive, allí les invita a pedir en su Nombre…, reiterándoles que lo hagan, lo cual, más que una fórmula de eficacia, significa un nexo real entre ellos: “Ustedes son mis amigos… (Jn.15,14) “no me eligieron ustedes a mí, sino que Yo les elegí, y les he puesto para que vayan y den fruto. Para que todo lo que le pidan al Padre en mi Nombre, Él se lo dé” (Jn.15, 16).

Jesús nos enseña a orar no sólo con la oración del Padre Nuestro, sino también cuando Él mismo ora. Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas para una verdadera oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos; la confianza audaz y filial (de hijo), que va más allá de lo que sentimos y comprendemos; la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación.

Más adelante, su oración tiene el carácter de despedida y de súplica, leal y comprometida, por sus discípulos:

(Jn.17, 9) “Yo te ruego por ellos… por los que Tú me diste … Cuida con tu poder a los que me diste, para que estén completamente unidos como Tú y Yo”.

(Jn.17, 15) “No te pido que los saques del mundo, sino que los resguardes del mal”.

(Jn.17, 20) “Pero no te ruego solamente por ellos, sino también por los que van a creer en mí, al oír el Mensaje de ellos” (aquí pide por cada uno de nosotros).

(Jn.17, 21) “Te pido que todos ellos estén completamente unidos; que sean una sola cosa en unión con nosotros, Padre, así como Tú estás en mí y Yo estoy en Ti”.

Comentar: ¿Se parece en algo mi manera de orar al modo de orar de Jesús? ¿En qué aspecto puedo mejorar?

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5. El combate de la oración

La oración es un combate. ¿Contra quién? Contra nosotros mismos, contra el ambiente y

contra las astucias del Demonio que hace todo lo posible por separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios. El combate de la oración es inseparable del progreso en la vida espiritual: se ora como se vive, porque se vive como se ora.

Una dificultad habitual para la oración es la distracción, que separa de la atención a Dios, y manifiesta aquello a lo que realmente estamos apegados. Nuestro corazón debe entonces volverse a Dios con humildad. El combate se decide cuando se elige a quién se desea servir (Mt 6, 21.24).

A menudo la oración se ve dificultada por la sequedad, cuya superación permite adherirse en la fe al Señor incluso sin sentir consuelo alguno.

La tentación más frecuente, la más oculta, es nuestra falta de fe. Se empieza a orar y se presentan como prioritarios mil trabajos y cuidados que se consideran más urgentes e importantes.

Recordemos las palabras de S. S. Juan Pablo II: “Orar no significa sólo que podemos decir a Dios todo lo que nos agobia. Orar significa también callar y escuchar lo que Dios nos quiere decir. La oración debe ir antes que todo: quien no lo entienda así, quien no lo practique, no puede excusarse de la falta de tiempo: lo que le falta es amor”.

6. La oración no consiste sólo en súplicas:

Comentar: ¿Nos dirigimos a Jesús con más frecuencia para pedirle (oración de

petición), o también lo hacemos para alabarlo, agradecerle y adorarlo (por ejemplo en la adoración del Santísimo Sacramento, agradecer por los alimentos recibidos, etc.)?

La oración cristiana tiene 3 aspectos principales:

1. Es adoración y alabanza por la grandeza de Dios. Es la actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Es la acción de humillar el espíritu ante la grandeza de Dios y el silencio respetuoso en presencia de Dios "siempre mayor": “Entren, inclinémonos para adorarlo” (Salmo 94,6).

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Un ejemplo de esta forma de orar es la adoración a nuestro Señor Jesucristo, presente en la Eucaristía.

2. Es acción de gracias. Toda alegría y toda pena, todo acontecimiento y toda necesidad pueden ser motivo de la oración de acción de gracias que, participando en la de Cristo, debe llenar toda la vida. “Den gracias a Dios en toda ocasión” (1Tesalon. 5,18).

Oraciones de acción de gracias son por ejemplo, agradecer a Dios por los alimentos, por el nuevo día que nos regala, por la salud, por el trabajo, como también agradecer por nuestras penas y sufrimientos, ofreciéndolos al Señor para que saque frutos de salvación de ellos. Si analizamos el sentido cristiano de nuestro sufrimiento, veremos que sí podemos agradecer por nuestros sufrimientos, ya que nos permiten crecer y participar en el dolor y sufrimiento de Cristo.

3. Es petición. Tiene por objeto pedir el perdón, la búsqueda del reino y cualquier necesidad verdadera para nosotros o para los demás (intercesión): “Y yo haré todo lo que ustedes pidan en mi Nombre” (Juan 14,13).

Oración de petición sería, por ejemplo, pedir para mejorar algún defecto personal o para mejorar alguna actitud que nos aleja de Dios y oraciones de intercesión serían, por ejemplo, rezar por la conversión de un ser querido o rezar una cadena en favor de algún enfermo o necesitado.

La oración personal y la oración comunitaria deben complementarse. Ambas son importantes. La principal oración comunitaria y en la que intervienen todos los tipos de oración (de petición, de acción de gracias, de alabanza, etc.) es “la Santa Misa”: la gran oración, la oración de las oraciones.

No debemos olvidar que la Palabra del Señor está principalmente en la Biblia, que el Señor nos habla especialmente a través de ella. Así, podemos orar también con la Biblia, a través de la Lectio Divina.

7. ¿Cuál es el papel del Espíritu Santo en la oración? Puesto que el Espíritu Santo es el Maestro interior de la oración cristiana y «nosotros

no sabemos pedir como conviene» (Rm 8, 26), la Iglesia nos exhorta a invocarlo e implorarlo en toda ocasión: «¡Ven, Espíritu Santo!».

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8. ¿Cómo oraba la Virgen María? La Virgen María nos enseña con su ejemplo el valor del silencio, del recogimiento, de

la espera paciente y confiada, actitudes necesarias para escuchar y entender a su Hijo. La Virgen guardó silencio durante los tres años de la vida pública de Jesús. El entusiasmo de las multitudes, los milagros, no cambiaron su actitud. De la Virgen María aprendemos a estimar ese silencio del corazón que no es vacío, sino riqueza interior.

La oración de María se caracteriza por su fe y por la ofrenda generosa de todo su ser a Dios. La Virgen María, siguiendo el ejemplo de su Hijo, nos enseña a orar agradeciendo y alabando a Dios (Magnificat -Lc 1, 46-55), pidiendo a Jesús, su Hijo, por las necesidades de los hombres (“no tienen vino”), implorando el perdón de Dios (“acordándose de su misericordia”), ofreciendo y reparando junto a la cruz, implorando el Espíritu Santo junto a los apóstoles.

9. ¿Cómo reza la Iglesia a la Virgen María? Lo hace ante todo, con el Ave María, oración con la que la Iglesia pide la intercesión

de la Virgen. Otra oración mariana es el Santo Rosario, mediante la cual pedimos su interseción, meditando los misterios de la vida de su Hijo.

10. ¿Qué momentos son los más indicados para la oración? Todos los momentos son indicados para la oración, pero la Iglesia nos propone

ritmos destinados a alimentar la oración continua: oración de la mañana y del atardecer, antes y después de las comidas, la Liturgia de la Horas, la Eucaristía dominical, el Santo Rosario, las fiestas del año litúrgico.

San Gregorio Nacianceno decía: «Es necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar». Es importante orar en los acontecimientos de cada día y de cada instante. Algunas veces con jaculatorias tan simples como: “¡Gracias Señor!” o bien “¡Dame paciencia Señor!” o “¡perdón Señor!”.

Para concluir, recordemos los pensamientos de Lucía, la vidente de Fátima, a su sobrino el Padre José: “Lo que te recomiendo, por encima de todo, es que te acerques al Sagrario y reces. En la oración fervorosa recibes la luz, la fuerza y la gracia que necesitas... Sigue este camino y verás que en la oración encontrarás más ciencia, más luz, más fuerza, más gracia y virtud de lo que pudieres conseguir leyendo muchos libros o haciendo grandes estudios. Nunca consideres malgastado el tiempo que pases en la oración... Que falte tiempo para todo lo demás, pero, nunca para la oración... Estoy convencida que la principal causa del mal que hay en el mundo y de las faltas de tantas personas consagradas, es la falta de unión con Dios a través de la oración.

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IV. Compromiso

1. Dedicar, a lo menos, 5 minutos diarios a la oración personal.

2. Hacer oración con la familia, por ejemplo en la mañana, antes de las comidas, en la noche y hacer oración comunitaria, especialmente participando en la Santa Misa.

3. Mantenerme en permanente relación (oración) con el Señor durante el día, a través de las situaciones cotidianas (invitarlo a ir a mi lado durante el día, hablarle y aprender a escuchar lo que me dice o me pide a través de las situaciones que me toca vivir, uso de alguna jaculatoria, etc.).

ORACIÓN FINAL

Confiemos a María, Maestra de oración, el compromiso que vamos a asumir, para que Ella nos enseñe a descubrir a su Hijo, en el silencio y en la paz de nuestro corazón….

Dios te Salve María…….

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La oración del Señor: “Padrenuestro”

“Recurramos siempre a la oración, la llave de todas las gracias.”

San Arnoldo Janssen

ORACIÓN INICIAL

Dios Espíritu Santo,

ven a nuestras almas y a nuestros corazones. Ilumina y fortalécenos con tu gracia divina,

para que reconozcamos y sigamos fielmente tus santas inspiraciones.

Amén. (San Arnoldo Janssen)

Oraciones espontáneas….. Padre Nuestro…….

I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: Mateo 6, 9-13

“Un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Al terminar su oración, uno de sus discípulos le dijo: Maestro, enséñanos a orar. Jesús les contestó: Ustedes, pues, oren de esta forma:

Padre Nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal.”

Palabra de Dios.

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III. Desarrollo del tema

El Padrenuestro no es una oración más entre otras, es la oración de los discípulos de Jesús, es la oración que el Maestro enseña y deja como distintivo a sus seguidores.

Jesús nos enseñó esta insustituible oración cristiana, el Padrenuestro, un día en el que un discípulo, al verle orar, le rogó: «Maestro, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

En respuesta a la petición hecha, el Señor confía a sus discípulos y a su Iglesia esta oración cristiana fundamental. San Lucas da de ella un texto breve (con cinco peticiones: Lucas 11,2-4), San Mateo una versión más desarrollada (con siete peticiones: Mateo 6, 9-13). La tradición litúrgica de la Iglesia ha conservado el texto de San Mateo.

El Padrenuestro es «el resumen de todo el Evangelio» (Tertuliano); «es la más perfecta de todas las oraciones» (Santo Tomás de Aquino). Situado en el centro del Sermón de la Montaña (Mt 5-7), recoge en forma de oración el contenido esencial del Evangelio.

El Padrenuestro es la oración por excelencia de la Iglesia. Forma parte integrante de las principales Horas del Oficio divino y de los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía.

Al rezar el Padrenuestro pedimos todo lo que podemos desear con rectitud y lo pedimos según el orden en que conviene desearlo. Jesús conocía en su corazón de hombre las necesidades de nosotros los hombres, y nos las revela en esta oración.

Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico. Jesús no sólo nos enseña las palabras de la oración filial, sino que nos da también el Espíritu por el que éstas se hacen en nosotros espíritu y vida (Juan 6,63).

Las palabras del Padrenuestro son orientaciones fundamentales para nuestra existencia, pretenden conformarnos a imagen de Jesús. El significado del Padrenuestro va más allá de la comunicación de palabras para rezar. Quiere formar nuestro ser, quiere ejercitarnos en los mismos sentimientos de Jesús (cf Flp 2, 5). Por eso, no debemos repetirla mecánicamente, sino con el corazón, meditando pausadamente lo que decimos y reconociendo el compromiso que implica para nosotros el repetir cada frase de esta oración cristiana fundamental.

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La estructura del Padrenuestro tal como nos lo ha transmitido Mateo consta de una invocación inicial y siete peticiones. Las tres primeras peticiones del Padrenuestro se articulan en torno al “Tú” y se refieren a la causa misma de Dios en la tierra, tienen por objeto la Gloria del Padre: la santificación de su Nombre, la venida de su Reino y el cumplimiento de su voluntad. Las cuatro peticiones siguientes se articulan en torno al “nosotros” y tratan de nuestras esperanzas, necesidades y dificultades, pidiendo incluso por la victoria en el combate del bien sobre el mal.

De este modo, en el Padrenuestro, al igual que en los mandamientos, se afirma en primer lugar la primacía de Dios. El Padrenuestro comienza con Dios y, a partir de Él, nos lleva por el camino de ser hombres.

A continuación, nos referiremos a cada frase de la oración que Jesús nos enseñó:

1. "Padre nuestro que estás en el cielo”

Padre

Las primeras palabras de la Oración del Señor son una bendición de adoración, antes de ser una imploración. Porque la gloria de Dios es que nosotros le reconozcamos como "Padre", Dios verdadero.

El Padrenuestro comienza con un gran consuelo; podemos decirle a Dios, Padre. La expresión Dios Padre no había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a Dios quién era Él, oyó el nombre de Yahvé, que traducido significa “Yo soy el que soy”. Cuando Él quiere manifestar algo de su misterio lo proceden el fuego fulgurante, la tempestad y los truenos, figuras que escondían a manera de una nube el misterio de Dios. Nosotros, en cambio, podemos invocar a Dios como "Padre" porque nos lo ha revelado el Hijo de Dios hecho hombre, en quien, por el Bautismo, somos incorporados y adoptados como hijos de Dios.

Jesús trae una novedad radical. Para hablar con Dios, Jesús utiliza el término arameo “Abba”, que usaban los niños pequeños para llamar a su Padre. Con esta forma de comunicarse Jesús revela un rostro desconocido de Dios. El Dios lejano, que está en los cielos, se hace cercano y compañero en la figura del Padre bondadoso que espera, acompaña, protege y busca el bienestar de sus hijos. (Lc. 15, 11 ss). Jesús nos muestra que a Dios no lo encontramos al margen de la vida, sino en medio de ella, a nuestro lado, como un Padre que sufre y se desvela por sus hijos.

En la figura de Jesús sabemos quién es y cómo es Dios: “el que me ve a mí, ve al Padre,” dice Jesús (Jn.14,8).

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En su predicación y con su vida, Jesús nos muestra al Padre, un Padre que es fuente de todo bien, que nos ama sin medida, infinitamente justo y misericordioso, un Padre que nos da el don de todos los dones, lo único que necesitamos de verdad. Este don es Él mismo que se nos da.

Padre es el que por amor comunica su propia vida. Al decir nosotros a Dios “Padre” significa que tenemos experiencia de que hemos recibido esa vida, esa vida que es el Espíritu de Dios que nos hace hijos. Uno que no se sienta hijo, que no sea hijo, no puede decir Padre. Podrá decir Señor, podrá decir Dios, pero, para decir Padre, necesita la experiencia del amor que Dios le tiene.

Ser hijo y poder llamar a Dios "Padre" es un gran honor y una seria responsabilidad. Estamos llamados a ser sus hijos, a amarlo con un amor filial y a demostrarlo con nuestras vidas y obras, como lo hizo Jesús. Este don gratuito de la adopción exige, por nuestra parte, una conversión continua y una vida nueva. Orar a nuestro Padre debe desarrollar en nosotros dos disposiciones fundamentales: el deseo y la voluntad de asemejarnos a Él y un corazón humilde y confiado que nos hace volver a ser como niños, con un corazón puro, transparente y necesitado de Dios Padre.

Padre Nuestro

El Señor nos enseña a orar en común con y por todos nuestros hermanos. Porque Él no dice “Padre mío”, sino “Padre nuestro que estás en el cielo”, a fin de que nuestra fe sea expresada en comunidad; debemos considerarnos miembros de una comunidad que es la Iglesia.

Decimos, de hecho, Padre «nuestro», porque la Iglesia de Cristo es la comunión de una multitud de hermanos, que tienen «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32). Rezar el Padrenuestro es orar con todos los hombres y en favor de la entera humanidad, a fin de que todos conozcan al único y verdadero Dios y se reúnan en la unidad.

Para que el adjetivo nuestro se diga en verdad, (Mateo 5,23-24) debemos tratarnos como hermanos, hijos de un mismo Padre y superar nuestras divisiones y conflictos.

Que estás en el cielo

El cielo no designa un lugar físico, tampoco indica lejanía. El cielo es una metáfora. No hay un espacio arriba y otro abajo. Los antiguos ponían lo sublime, lo elevado en la altura. También nosotros, instintivamente. Hoy, lo importante, lo bueno, decimos que es “profundo”, cosa que también es metafórica. Instintivamente usamos unas u otras metáforas. Según las épocas, unas predominan sobre otras. Entonces se usaba alto y bajo. Por tanto el cielo, que es lo más alto, es símbolo de la excelencia y de, lo que llamamos en

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un lenguaje más teológico, la trascendencia divina. Es decir, que a Dios no se le alcanza, no se le ve, es un ser que está por encima de todas nuestras categorías.

Ese es el cielo del Padrenuestro. El Padre está en el cielo, significa su excelencia extraordinaria. De manera que no le podemos dar sentido espacial, como hicieron, para ridiculizarlo, aquellos primeros astronautas, que dijeron: hemos viajado por el espacio y no hemos encontrado a Dios. Como ya dijimos, la expresión bíblica «cielo» no indica un lugar, sino un modo de ser: Dios está más allá y por encima de todo; la expresión designa la majestad, la santidad de Dios, y también su presencia en el corazón de los justos. Cada vez que vivimos los valores del Reino de Dios, estamos en armonía con el cielo.

Para reflexionar:

¿Mi relación personal con Dios, es la de un hijo con su Padre, en cuanto a amarlo como Padre, sentir dolor si lo ofendo, escucharlo y conversar con Él, dejarme guiar por Él, obedecerle, confiar en El, buscar estar con El? ¿Concretamente, cómo puedo mejorar en mi relación filial con Dios?

¿Durante el día, en cada una de mis acciones, vivo como hijo de Dios o separo fe y vida?

¿Siento que formo parte de la familia de Dios, o más bien vivo mi fe en forma individualista? ¿En qué se nota?

2. “Santificado sea tu nombre” Esta es la primera petición. Que tu nombre sea santificado, es decir, que tu nombre

sea reconocido. La misma frase está en la 1ª carta de Pedro, en el Nuevo Testamento, donde se dice, en medio de la persecución: “vosotros, en vuestro corazón, santificad al Mesías como Señor”, es decir, reconoced al Mesías como Señor. Se trata de un reconocimiento. Lo que se pide es una cosa pública.

¿Cuál es el nombre que pedimos sea santificado, sea reconocido? El nombre se refiere al que acabamos de pronunciar: Padre. Es la primera petición. Que la humanidad comprenda que tú eres Padre.

Nosotros ya conocemos que Dios es Padre, hemos experimentado su amor, vivimos de esa vida que nos ha comunicado. Nacen de esa experiencia. Entonces esa experiencia se traduce en deseo. El deseo de que la humanidad conozca esto. Y

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desemboca en el compromiso. Y tenemos que hacer lo que podamos para que esto se verifique. De manera que nace de la experiencia, que hace surgir el deseo y desemboca en el compromiso. Así, cada vez que expresamos “santificado sea tu Nombre” nos deberíamos comprometer con la acción misionera de darlo a conocer.

Esta es la responsabilidad del que reza el Padrenuestro: santificar al Padre con su propia vida, con su propio comportamiento, con su propia santidad. Nuestra persona debe irradiar la presencia de Dios.

Que su Nombre sea santificado depende inseparablemente de nuestra vida y de nuestra oración. Si nosotros vivimos de acuerdo a sus enseñanzas, el nombre de Dios es bendecido. Por eso rogamos a Dios que nos ayude a ser santos como Él es santo.

Para reflexionar:

• ¿Que estoy haciendo para que otros conozcan a Dios y le reconozcan como Padre?

• ¿Cómo puedo santificar el nombre del Señor en mi vida diaria?

3. “Venga a nosotros tu Reino”

Con esta petición reconocemos en primer lugar la primacía de Dios: donde Él no está, nada puede ser bueno. En este sentido, el Señor nos dice: “Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura” (Mt. 6,33). Con estas palabras se establece un orden de prioridades para el obrar humano, para nuestra actitud en la vida diaria: buscar y amar primero a Dios.

Pues bien, Jesús es el Reino de Dios en persona; donde Él está, está el Reino de Dios. Así,

Jesús establece una prioridad determinante: Reino de Dios quiere decir “soberanía de Dios”. Jesús nos enseña aquí a pedir lo realmente esencial, que Dios reine en el corazón de cada uno de nosotros, pedimos la comunión con Jesucristo, que cada vez seamos más “uno” con Él. Es la petición del seguimiento verdadero de Jesús. Rezar por el Reino de Dios significa decir a Jesús: ¡Déjanos ser tuyos, Señor! Vive en nosotros; reúne en tu cuerpo a la humanidad dispersa para que en ti todo quede sometido a Dios.

Especialmente por la Eucaristía, el Reino de Dios está ya entre nosotros. Es el mismo Cristo que el Padre nos envía, y su reinado en nuestras vidas depende del grado de aceptación y cooperación que tengamos a su mensaje.

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Al decir “venga a nosotros tu Reino” estamos pidiendo que el Reino de Dios se haga realidad entre nosotros, que llegue su justicia, que se imponga en el mundo su señorío. Pedimos que transforme la realidad entera del mundo y la vida material, espiritual y social de los hombres para que sea más conforme con los designios de Dios nuestro Padre.

Entrar en el Reino de Dios exige adoptar una actitud de “niños”, con un corazón dócil para que sea Dios quien reine en nuestro corazón y no nosotros; actitud de niños que acogen al Padre, pues “de ellos es el Reino de Dios” (Lucas 6,20). Exige también vivir con el espíritu de las Bienaventuranzas.

El anhelo del Reino de Dios impulsa y compromete a trabajar para que ese Reino de Dios sea acogido. Para que Jesús sea conocido y amado por todos. El Reino se hace concreto cuando vivimos el amor de Dios.

Debemos buscar ese Reino y conservarlo como un tesoro en nuestro interior, desarrollarlo y difundirlo a los demás: “Hagan, pues que brille su luz ante los hombres; que vean sus buenas obras, y por ello den gloria al Padre de ustedes que está en los cielos” (Mateo 5,16).

Para reflexionar:

¿Qué actitudes o acciones concretas me ayudan a que Jesús reine en mi corazón y con cuáles lo saco de mi corazón, relegándolo a veces a un segundo plano?

¿Busco y anhelo unirme al Señor presente en la Eucaristía?

4. “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”

En esta petición aparecen 2 cosas claras:

1. Existe una voluntad de Dios para nosotros que debe convertirse en el criterio de nuestro querer y de nuestro ser.

Si bien algunos creen tener mucha fe porque constantemente esperan de Dios que solucione sus proyectos, los hijos de Dios elevan su espíritu hacia Él para que la voluntad de Dios pase a ser su propia voluntad.

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No invocamos a Dios para que Él cambie y cumpla, de todas maneras, nuestros deseos, sino para que nosotros cambiemos y escuchemos los deseos de Dios. En otras palabras, no le pedimos a Dios que cambie su voluntad para hacer la nuestra, sino le pedimos que se haga su voluntad, que es en definitiva, nuestro verdadero bien. Entonces, el decir, “hágase tu voluntad”, conlleva una gran confianza en Dios, quien como Padre sabe lo que es bueno para nosotros.

Cuando decimos ‘hágase tu voluntad’, estamos pidiendo nuestra salvación, pues la voluntad de Dios, nuestro Padre, es “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Timoteo 2,3-4).

2. La característica del “cielo” es que allí se cumple indefectiblemente la voluntad de Dios o, con otras palabras, que allí donde se cumple la voluntad de Dios está el cielo.

La esencia del “cielo” es ser una sola cosa con la voluntad de Dios. La tierra se convierte en “cielo” en la medida en que en ella se cumple la voluntad de Dios, mientras que es solamente “tierra”, polo opuesto del cielo, en la medida en que se sustrae a la voluntad de Dios. Por eso pedimos, que las cosas vayan en la tierra como van en el cielo, que la tierra se convierta en “cielo”.

Pero, ¿qué significa “voluntad de Dios”? ¿Cómo sabemos cuál es la voluntad de Dios? y ¿Cómo podemos cumplirla?

Las Sagradas Escrituras parten del presupuesto de que el hombre, en lo más íntimo, conoce la voluntad de Dios, que hay una comunión de saber con Dios profundamente inscrita en nosotros y que llamamos conciencia. Por ser creados “a imagen de Dios”, a través de nuestra conciencia podemos conocer la voluntad de Dios, sin embargo, en el curso de la historia, esta comunión con el saber de Dios se ha ido oscureciendo por el pecado y por todos los prejuicios que han entrado en nosotros.

Y por eso, Dios nos ha hablado de nuevo en la historia, con palabras que nos llegan desde el exterior, mediante los 10 mandamientos, para ayudar a nuestro conocimiento interior que se había nublado demasiado. El Decálogo es la voluntad de Dios que se revela para ordenar la vida del hombre, su convivencia con Dios y con el prójimo. Es voluntad de Dios hecha Palabra, para enseñar y guiar al hombre, Palabra que muestra el camino a la salvación. Es como las vías del tren que le obligan a ir por un camino, pero ayudan al tren a avanzar y a llegar. Le impiden que se despeñe.

La dificultad que muchos de nosotros experimentamos en cuanto al tema, no es tanto si cumplimos o no la Voluntad de Dios, sino si sabemos cuál es Su Voluntad para nosotros.

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A pesar de ello, podemos estar seguros que algunas cosas sí son definitivamente parte del Plan de Dios para nosotros, como por ejemplo:

Los Mandamientos, los Preceptos de la Iglesia, los deberes de nuestro estado de vida, la obediencia a la autoridad civil, familiar y eclesial y el Mandamiento nuevo dado por Jesús: el amor a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos, mandamiento que contiene y resume al Decálogo.

Como ya dijimos, los mandamientos son parte de la voluntad de Dios. Aquí no hay duda de lo que quiere de nosotros. Además, las pruebas de la vida diaria, el mal, el sufrimiento, etc., son parte de lo que Dios permite como Su voluntad, obteniendo siempre de ello un bien mayor.

Tal vez, nuestro mayor problema está en cómo conocer la voluntad de Dios ante las decisiones que tomamos en nuestra vida cotidiana. Algunas ideas que pueden servirnos de guía pueden ser: ver si la decisión que tomamos honra y da gloria a Dios, cómo afecta nuestra relación con Él y si estamos en paz con eso. También podríamos llegar a alguna idea sobre la Voluntad de Dios con relación al trabajo, por los talentos que Dios nos ha dado, pensando: ¿qué clase de trabajo es el que mejor hago y el que me hace feliz?

Las Escrituras están llenas de revelaciones que nos dicen como el Padre quiere que pensemos y actuemos en toda circunstancia. En las Escrituras podemos ver de muchas maneras sencillas, exactamente lo que el Padre espera de nosotros. Todas estas son manifestaciones directas de la Voluntad de Dios en nuestra vida cotidiana. Veamos algunos ejemplos:

- "Ama a tus enemigos, haz el bien a aquellos que te odian, bendice a los que te maldicen, ora por los que te tratan mal" (Lc 6,27-35).

- "Sé compasivo como vuestro Padre es compasivo. No juzgues y no serás juzgado, no condenes y no serás condenado" (Lc 6,36-38).

- "Les digo solemnemente, si no se hacen como niños no entrarán al Reino de Dios" (Lc 18,17).

- "Es la Voluntad de mi Padre, que quien ve al Hijo y cree en Él, tendrá vida eterna" (Jn. 6,40).

- "Aprendan de mí que mi yugo es suave, porque soy humilde de corazón" (Mt. 11,29).

Jesús nos enseña que no se entra en el reino de los cielos diciendo «Señor, Señor», sino haciendo «la voluntad de su Padre que está en el cielo» (cf. Mt 7, 21).

Muchos se hacen la pregunta: ¿Cómo sé cuál es la Voluntad de Dios para mí? La respuesta es simple: Si sucede, es voluntad de Dios, ya sea que lo ordene o lo

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permita. Nada nos sucede si Él no lo ha visto de antemano, teniendo en cuenta el bien que se obtendrá de ello. San Arnoldo Janssen nos enseña a confiar en la guía providencial de Dios, cuando señala: “Es consolador darse cuenta de que en este mundo ningún mal es posible sin ser permitido por Dios, y que a fin de cuentas, Él está dirigiendo todo”.

No hay manual ni reglas a seguir para conocer la Voluntad de Dios en nuestras decisiones. El intelecto dado por el Padre y el discernimiento dado por el Espíritu que está en nuestros corazones, nos darán las herramientas necesarias para que nuestras decisiones sean mejores; aunque a veces Su Voluntad permita que fracasemos, para ejercitar nuestra fe, incrementar nuestra esperanza y descubrirlo como nuestro amigo en tiempos de necesidad.

No es posible decir de corazón: ‘hágase tu voluntad’ sin adoptar una postura de obediencia al Padre en la vida diaria. Esta obediencia no siempre es fácil. También Jesús experimentó en su propia carne lo duro que es, a veces, mantenerse fiel a la voluntad del Padre. El autor de la carta a los Hebreos lo insinúa cuando escribe: “Aún siendo Hijo, sufriendo aprendió a obedecer” (Hebreos 5,8).

Debemos imitar a Jesús que vivió la obediencia hasta la muerte. ¡Hágase tu voluntad, Señor! Que difícil es decir eso con plena convicción, cuando no es lo que nosotros tenemos contemplado, en el sufrimiento, la soledad, el abandono. Debemos abrir nuestra mente y nuestro corazón hacia Él, aprender a confiar que los caminos que Dios ha preparado para nosotros, son mejores que los que nosotros hemos planeado recorrer.

Pero conocer y cumplir la voluntad del Padre no puede ser fruto sólo de nuestro esfuerzo. Es Dios quien nos ayuda a realizarla. “Dios es quien obra en nosotros el querer y el actuar”, nos dice San Pablo escribiendo a los Filipenses (2, 13). Únicamente con nuestras fuerzas no podemos nada. Por eso le pedimos que sea Él quien cumpla su voluntad en nosotros. Por la oración, podemos «distinguir cuál es la voluntad de Dios» (Rm 12, 2), y obtener «constancia para cumplirla» (Hb 10, 36).

Para reflexionar:

• ¿He sentido alguna vez que he intentado manipular la voluntad de Dios?

• ¿Me rebelo contra Dios cuando me pasa algo que no me gusta o que me hace sufrir?

• ¿Tengo momentos de oración y de silencio para descubrir el llamado de Dios (vocación) ya sea a la vida religiosa o al matrimonio? ¿Busco en la oración conocer la voluntad de Dios frente a mis decisiones de la vida diaria?

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• ¿Cómo podemos educar nuestra conciencia para conocer mejor la voluntad de Dios en cada situación?

5. “Danos hoy nuestro pan de cada día”

El hombre moderno cree que toda su prosperidad material depende de su esfuerzo. La Biblia, en cambio, afirma que todo depende a la vez de Dios y del hombre.

La palabra “danos” refleja la confianza de los hijos que esperan todo de su Padre. Nosotros somos como niños en las manos de Dios. El Padre que nos da la vida no puede dejar de darnos el alimento necesario para ella, todos los bienes convenientes, materiales y espirituales.

Esta confianza no nos impone ninguna pasividad, sino que quiere librarnos de toda inquietud agobiante y de toda preocupación, ya que a los que buscan el Reino y la justicia de Dios, Él promete darles todo por añadidura. San Benito decía: “Orad como si todo dependiese de Dios y trabajad como si todo dependiese de vosotros”. Después de realizado nuestro trabajo, el alimento continúa siendo don de nuestro Padre; es bueno pedírselo, dándole gracias por él. Éste es el sentido de la bendición de la mesa en una familia cristiana.

Los Padres de la Iglesia han interpretado casi unánimemente la cuarta petición del Padrenuestro como la petición de la Eucaristía. Puesto que «no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4), la petición sobre el pan cotidiano se refiere igualmente al hambre de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo, recibido en la Eucaristía, así como al hambre del Espíritu Santo. Lo pedimos, con una confianza absoluta, para hoy, el hoy de Dios: y esto se nos concede, sobre todo, en la Eucaristía, que anticipa el banquete del Reino venidero.

Esta petición debe ser condicional, esto es, unida a la anterior a la que pedimos que se haga la voluntad de Dios en todas las cosas. Así pedimos aquí que nos dé el pan de cada día, si así es su santa voluntad. Incondicional debe ser esta petición sólo cuando la referimos al pan de la divina gracia que diariamente necesitamos, o al pan de la Hostia divina.

Esta petición tiene una dimensión comunitaria, se habla de “nuestro pan”. También aquí oramos como hermanos, en la comunión de los hijos de Dios y por eso, nadie puede pensar sólo en sí mismo. Esta petición entraña compartir los bienes, invita a

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comunicar y compartir bienes materiales y espirituales, no por la fuerza sino por amor, para que la abundancia de unos remedie las necesidades de otros.

Para reflexionar:

• ¿Siento necesidad del alimento espiritual? ¿Comulgo frecuentemente y en forma digna?

• Comenta el siguiente caso:

La señora María es viuda y madre de 3 niños, trabaja de costurera de lunes a domingo. Una persona le manda a arreglar una prenda de vestir y la señora María le dice que se la podría tener lista para el domingo, ante lo cual, esta persona le contestó “en broma” si estaría lista antes o después de la Misa. La Señora María respondió: “no tengo tiempo para ir a Misa, necesito trabajar.”

¿Qué opinas de esa respuesta? ¿Qué crees que le respondería Jesús a la Señora María?

6. “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”

Aún revestidos por el bautismo, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo y nos reconocemos pecadores. Nuestra petición empieza con una "confesión" en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, "tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados" (Colosenses 1,14; Efesios 1,7).

La quinta petición presupone un mundo en el que existen ofensas entre los hombres y ofensas a Dios. Con esta petición el Señor nos dice: la ofensa sólo se puede superar mediante el perdón, no a través de la venganza.

Ahora bien, nuestra petición será atendida a condición de que nosotros, antes, hayamos, por nuestra parte, perdonado (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, N° 594). Se trata de la única petición del Padrenuestro que lleva una condición. Se pide que Dios nos perdone, pero porque cumplimos nosotros esa condición. De manera que nosotros aseguramos que hemos cumplido la condición, y así le pedimos que nos perdone.

¿Dios no nos perdonaría, si nosotros no perdonáramos a los demás? No. Lo dice clarísimamente el Señor inmediatamente después del Padrenuestro: "si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, también el Padre celestial les perdonará a ustedes. Pero si ustedes no

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perdonan a los demás, tampoco el Padre les perdonará a ustedes” (Mt. 6, 14-15). ¿Por qué? Porque si yo me cierro al amor, no puedo recibir amor. El perdón es una de las manifestaciones del amor.

Es el perdón de Dios el que suscita en nosotros la capacidad de perdonar. Quien acepta el perdón de Dios, se transforma y vive perdonando. Por el contrario, quien guarda rencor y sigue pidiendo cuentas a los demás, es que no se ha transformado y no ha acogido el perdón de Dios.

Cuando perdonamos al que nos ofendió, realmente no le hacemos ningún regalo ni ganamos grandes cosas. Solamente nos liberamos a nosotros mismos de un rencor que nos envenena por dentro.

Nuestra petición no puede ser hipócrita. No podemos resistirnos a perdonar precisamente cuando estamos invocando para nosotros la misericordia de Dios. Al negarse a perdonar a nuestros hermanos, el corazón se cierra y su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre. En la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia.

Sólo el Espíritu puede hacer nuestros los sentimientos que hubo en Cristo Jesús. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria, transformando la ofensa en intercesión.

El perdón cristiano no tiene límites, debe perdonar “hasta setenta veces siete” (Mateo 18,22), es decir, siempre. Llega hasta el perdón del enemigo y transfigura al discípulo, configurándolo con su Maestro. Por eso, el perdón es la cumbre de la oración cristiana y la condición fundamental para la reconciliación de los hijos de Dios.

Para reflexionar:

• ¿Me acerco con frecuencia al Sacramento de la Reconciliación? ¿Por qué?

• ¿Me cuesta perdonar? ¿Espero que me pidan perdón para perdonar?

• ¿Me cuesta pedir perdón? ¿por qué?

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7. “No nos dejes caer en tentación” Esta petición es la única que se realiza en negativo. Después de elevar nuestra voz

al Padre, sentimos el peso de nuestras propias limitaciones. Con los pies bien puestos sobre la tierra reconocemos que es duro y difícil ser consecuente con lo que hemos pedido. Seguir a Jesús, pidiendo por el Reino, y buscando su concreción en este mundo, puede ser muchas veces un trago amargo. Sentimos la tentación de bajar los brazos, de escatimar esfuerzos, de convencernos con justificaciones, de crearnos “un dios” menos exigente, o simplemente, de cerrar los ojos y los oídos, y seguir nuestro propio camino. La tentación existe, Jesús es testigo de su permanente actualidad. En su vida conoció la tentación de decir no a la voluntad del Padre. De dar vuelta la cara a su proyecto. A fuerza de oración, entrega y fe, salió adelante y marcó el camino. No pedimos no tener tentaciones. Son parte de la vida. Pedimos fuerza, coraje y perseverancia para no dejarnos arrastrar por ellas y olvidar la causa del Padre: el Reino.

Debemos distinguir entre "ser tentado" y "consentir" en la tentación. En esta petición no pedimos no ser tentados, sino no caer en la tentación.

Es importante aclarar que Dios no nos tienta. De hecho el apóstol Santiago nos dice: “Cuando alguien se ve tentado, no diga que Dios lo tienta; Dios no conoce la tentación al mal y él no tienta a nadie” (1,13). La tentación viene del diablo: “Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo” (Mt.4, 1).

El hombre necesita de la prueba para madurar, para unirse profundamente con la voluntad de Dios. Igual que el zumo de la uva tiene que fermentar para convertirse en vino de calidad, el hombre necesita pasar por purificaciones que son peligrosas para él y en las que puede caer, pero que son el camino indispensable para llegar a sí mismo y a Dios. El amor es siempre un proceso de purificación, de renuncias, de transformaciones dolorosas en nosotros mismos y, así, un camino hacia la madurez.

Podríamos decir que con esta petición del Padrenuestro decimos a Dios: “Se que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones estas pruebas sobre mí, si das una cierta libertad al Maligno, piensa por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales yo puedo ser tentado, y mantente cerca, con tu mano protectora cuando la prueba sea desmedidamente ardua para mí”.

Así, pronunciamos la sexta petición del Padrenuestro con la confiada certeza que San Pablo nos ofrece en sus palabras: “Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas; al contrario, con la tentación les dará fuerzas suficientes para resistir a ella” (1Co10, 13).

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Este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. La exhortación de Jesús es clara: “velen y oren en todo tiempo, para que sean liberados de todo lo que ha de venir y puedan presentarse sin temor ante el Hijo del Hombre” (Lucas 21,36).

¿Cuáles son esas tentaciones en las que le pedimos a Dios que no nos deje caer?

Mateo ya había hablado de tentación cuando Jesús estaba en el desierto. Allí aparece el tentador que tienta a Jesús.

Son tres las tentaciones de Jesús, que pueden ser también hoy las tentaciones de nosotros, sus discípulos. En ellas aparece claro el núcleo de toda tentación: apartar a Dios quien, ante todo lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser algo secundario o incluso superfluo y molesto. Poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y materiales y dejar a Dios de lado como algo ilusorio.

¿Qué debe hacer el Salvador del mundo o qué no debe hacer?: esta es la cuestión de fondo en las tentaciones de Jesús.

Las tentaciones de Jesús pueden ser las tentaciones de todo ser humano, contienen la materia de todo tipo de pecado y se dan en 3 niveles básicos:

1. Prescindir de Dios o relegarlo a un segundo plano, anteponiendo a Él, nuestras necesidades materiales básicas.

La primera tentación dice: "Si eres Hijo de Dios, ordena que estas piedras se conviertan en pan”. Pero Jesús respondió: Dice la Escritura: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt.4, 3-4).

Cuando a Dios se le da una importancia secundaria, cuando se le puede dejar de lado temporal o permanentemente en nombre de “asuntos más importantes”, entonces fracasan precisamente estas cosas presuntamente más importantes. Igualmente, caemos en esta tentación cuando dejamos de lado el plan de Dios y su voluntad para hacer lo que “a nuestro juicio” conviene (ateísmo práctico).

2. Deseo de prestigio y vanidad

En la segunda tentación el diablo sube a Jesús al alero del templo y le dice: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, que ya está escrito: Dios dará órdenes a sus ángeles y te llevarán

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en sus manos para que tus pies no tropiecen en piedra alguna. Jesús replicó: Dice también la Escritura: No tentarás al Señor tu Dios” (Mt.4, 5-7).

Induce a Jesús a la vanidad y a la soberbia, moviéndole a que pida a Dios un milagro innecesario: que se lance desde el pináculo del Templo para que la espectacular intervención divina le dé un inmenso prestigio. Es una clara tentación contra la humildad propia del Mesías.

3. Divinizar el poder y el bienestar

“El diablo llevó a Jesús a un monte muy alto y le mostró todas las naciones del mundo con todas sus grandezas y maravillas. Y le dijo: ‘te daré todo esto si te arrodillas y me adoras’. Jesús le dijo: ‘Aléjate, Satanás, porque dice la Escritura: Adorarás al Señor tu Dios, y a Él solo servirás’” (Mt.4, 8-10).

La tercera tentación consiste en creer que el bien del hombre está en el poder y en el bienestar y no en Dios. Esta tentación se refiere a la ambición de poder y de bienestar.

Para reflexionar:

• ¿Tengo claramente identificadas cuáles son mis debilidades, limitaciones o pecados que son reiterativos en mí? ¿Qué puedo hacer para superarme en este aspecto?

• ¿Puedo mencionar aquellas tentaciones a las que me enfrento con más frecuencia?

• ¿Pido la ayuda de Dios en los momentos de tentación?

• ¿Evito los momentos de tentación que en el pasado me han hecho caer en pecado?

8. “Y líbranos del mal”

La última petición del Padrenuestro retoma otra vez la penúltima y la pone en positivo; en este sentido, hay una estrecha relación entre ambas. Si en la penúltima petición predominaba el “no” (no dar al Maligno más fuerza de lo soportable), en la última petición nos presentamos al Padre con la esperanza fundamental de nuestra fe. “Sálvanos, redímenos, líbranos”. Es, al fin y al cabo, la petición de la redención. El mal del que aquí se habla puede referirse al “mal” impersonal o bien al “Maligno”. En el fondo, ambos significados son inseparables.

En esta petición, pedimos al Padre que nos libre de las amenazas que vemos venir sobre nosotros: los poderes del mercado, del tráfico de armas, de drogas y de personas.

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También de la ideología del éxito y del bienestar que nos dice: Dios es tan solo una ficción, solo nos hace perder tiempo y nos quita el placer de vivir. ¡No te ocupes de Él! ¡Intenta disfrutar de la vida todo lo que puedas!

El Padrenuestro en su conjunto, y esta petición en concreto, nos quieren decir: cuando hayas perdido a Dios, te habrás perdido a ti mismo. Por eso pedimos desde lo más hondo, que no se nos arranque la fe que nos permite ver a Dios, que nos une a Cristo. Pedimos que, por los bienes, no perdamos el Bien mismo; y que tampoco en la pérdida de bienes se pierda para nosotros el Bien, Dios; que no nos perdamos nosotros: ¡líbranos del mal!

Pero también podemos y debemos pedir al Señor que nos libere de todos los males que hacen la vida casi insoportable, de los males, presentes, pasados y futuros. En esta última petición, la Iglesia en su Liturgia, presenta al Padre todas las desdichas del mundo: “Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo” (MR, Embolismo).

“Cuando decimos ‘líbranos del mal’ no queda nada más que pudiéramos pedir” (Cipriano). Una vez que hemos obtenido la protección pedida contra el mal, estamos seguros y protegidos de todo lo que el mundo y el demonio puedan hacernos. ¿Qué temor puede acechar en el mundo a aquel cuyo protector es Dios mismo? Es la misma confianza que San Pablo expresó tan maravillosamente: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”……¿Quien podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La aflicción, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?......Pero en todo esto venceremos fácilmente por Aquel que nos ha amado (Rm. 8, 31; 35-37).

La victoria sobre el “príncipe de este mundo” (Juan 14,30) se adquirió de una vez por todas en la hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida.

Quien pide la liberación del mal debe estar dispuesto a luchar contra él con todas sus fuerzas. Para San Pablo, sólo hay una manera de luchar contra el mal, y es hacer el bien: “No te dejes vencer por el mal, vence al mal a fuerza de bien” (Romanos 12,21).

“Amén”

Nuestro “amén” al final del Padre Nuestro sirve para reforzar y reafirmar lo que ha salido de nuestros labios. Hemos pronunciado desde dentro la oración enseñada por Jesús. Ahora, al terminarla, decimos: “Sí, así es, que así sea, así quiero vivir”. Con

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una confianza total en Dios, nuestro Padre, glorificando su nombre, acogiendo su Reino, haciendo su voluntad, recibiendo de Él el pan, el perdón y la fuerza para vencer el mal.

IV. Compromiso

Como hemos podido ver, en cada frase del Padrenuestro que pronunciamos, hay implícito un compromiso de nuestra parte:

- Tener el deseo y la voluntad de asemejarnos a nuestro Padre.

- Tener un corazón de niños, humilde y confiado.

- Superar las divisiones y los conflictos entre nosotros.

- Vivir el amor de Dios para que su Reino se haga concreto en nosotros.

- Imitar a Jesús que experimentó la obediencia hasta la muerte, aceptando siempre la voluntad del Padre.

- Comunicar y compartir tanto los bienes materiales como espirituales, anunciando el Evangelio a los que no lo conocen.

- Perdonar a los que nos ofenden.

- Ser perseverantes en la oración para no caer en la tentación.

- Luchar contra el mal haciendo el bien.

Preocupémonos siempre de rezar el Padrenuestro detenidamente, meditando lo que estamos diciendo en cada frase.

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Oración final

Gracias Padre, porque en Cristo Jesús

nos revelaste el recóndito misterio

de tu insondable amor.

Porque enviaste a tu Hijo

para que Él nos diera a conocer tu nombre

y mostrara tu rostro;

para que pudiéramos coger tu mano

y la besáramos

y no tuviésemos miedo

y te amáramos

como los niños aman a su padre.

Espíritu Santo,

ven a nuestro corazón,

ilumina nuestros ojos

para mirar hacia el Padre.

Enciende en nuestra alma

el fuego de un amor filial y sencillo;

que con todo nuestro ser

podamos decir:

¡Abbá, Padre!

¡Padre Nuestro!

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La Iglesia, pueblo de Dios.

“La obra de la propagación de la fe es la primordial y última meta de la Iglesia de Dios sobre la tierra”.

San Arnoldo Janssen

Oración inicial

Te pedimos Señor que nos acompañes hoy y que nos ayudes a crecer en el conocimiento de tu pueblo, de tu familia, que es la Iglesia

a la que todos nosotros pertenecemos.

Señor, que no olvide yo ni un instante que Tú has establecido en la tierra un reino que te pertenece:

que la Iglesia es tu obra, tu institución, tu instrumento, que nosotros estamos bajo tu dirección, tus leyes, tu mirada.

Que cuando la Iglesia habla, Tú eres quien habla.

Que la familiaridad que tengo con esta verdad maravillosa no me haga insensible a esto.

Que la debilidad de tus representantes humanos

no me lleve a olvidar que eres Tú quien habla y obras por medio de ellos.

Amén.

Oraciones espontáneas….

Padre Nuestro…….

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I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: Mateo 16, 13-18

“Jesús se fue a la región de Cesarea de Filipo. Estando allí preguntó a sus discípulos: ‘Según el parecer de la gente, ¿quién soy yo? ¿Quién es el Hijo del Hombre?’ Respondieron: ‘Unos dicen que eres Juan el Bautista, otros que eres Elías o alguno de los profetas’.

Jesús les preguntó: ‘¿Y Uds., quién dicen que soy yo?’ Pedro contestó: ‘Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo’. Jesús le replicó: ‘Feliz eres, Simón Bar Jona, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y ahora, yo te digo: Tú eres Pedro, o sea piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las fuerzas del infierno no la podrán vencer”. Palabra de Dios.

III. Desarrollo del tema

Comentar: ¿Qué es la Iglesia y quién la fundó?

1. Cristo fundó la Iglesia

El motivo de la misión de nuestro Señor Jesucristo es realizar el plan de

salvación de su Padre en la plenitud de los tiempos. “El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras” (Lumen Gentium 5). Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo presente ya en misterio.

Entre los discípulos, el Señor escogió a Doce Apóstoles (enviados) con Pedro como cabeza. Jesús preparó a sus apóstoles con mucha dedicación: Los inició en el rito bautismal (Juan. 4,2), en la predicación, en el combate contra el demonio y las enfermedades (Marcos 6,7-13), les enseñó a preferir el servicio humilde y a no buscar los primeros puestos (Marcos 9,35), a no temer las persecuciones (Mateo 10), a reunirse para orar en común (Mateo 18,19), a perdonarse mutuamente (Mateo 18,21). Y también preparó a sus apóstoles para hacer misiones dentro del pueblo de Israel (Mateo 10,19). Después de la Resurrección de Jesús recibieron la orden de enseñar y bautizar a todas las naciones (Mateo 28,19). Los Doce y los otros discípulos (cf. Lucas 10,1-2) participan en la misión de Cristo, en su poder, y también en su suerte. Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia.

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Entre los Doce, Pedro es quien recibió de Jesús la responsabilidad de «confirmar» a sus hermanos en la fe (Juan 21,15-17). Jesús estableció a Pedro como una roca que garantiza la unidad de la Iglesia: ...Tú eres Pedro, o sea piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia...” (Mateo 16,18).

Es Pedro y sus sucesores quienes tendrán que abrir y cerrar las puertas de la ciudad celestial y tendrán en sus manos, por así decirlo, los poderes disciplinares y doctrinales de la Iglesia: ...Yo te daré las llaves del Reino de los cielos. Lo que ates en la tierra será atado en el cielo y lo que desates en la tierra será desatado en el cielo (Mateo 16,19). Jesús los hizo fundamento de la Iglesia y les dio una autoridad que Él mismo describe con las palabras “atar y desatar”, metáfora que significa poder de dirigir y decidir (permitiendo o prohibiendo según los casos). La entrega de llaves, de la que habla el texto bíblico, equivale a transmitir poder y autoridad.

A los Doce, Jesús les encargó la renovación de la Cena del Señor: “hagan esto en memoria mía” (Lucas 22,19). También les dio la responsabilidad sobre el juicio de conciencia: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes descarguen de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos” (Juan 20,22-23).

La constitución de la Iglesia se consumó el día de Pentecostés, al recibir los Apóstoles al Espíritu Santo. A partir de entonces comienza propiamente la historia de la Iglesia, confiada a los hombres, a los apóstoles escogidos por Jesús bajo la acción del Espíritu Santo (Hechos 1,2). Y los apóstoles confiaron la Iglesia a sus sucesores que por imposición de manos recibieron el carisma de gobernar (1Timoteo 4,14 y 2Timoteo 1,6).

Cristo fundó su Iglesia para que continuara su misión salvadora en la tierra. La hizo depositaria de toda su doctrina y de los demás medios de salvación que quiso dar a los hombres. La Iglesia de Jesucristo existirá hasta el fin de los tiempos, mientras perdure el mundo y haya hombres sobre la tierra: ...”y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo 16,18).

2. La Iglesia, el nuevo Pueblo de Dios

Jesús no solamente vino para reconciliar a los hombres con Dios, sino también para unirlos entre sí, en el “Reino de Dios”. San Juan dice que Jesús murió “para lograr la unidad de los dispersos hijos de Dios.” (Juan 11, 52) Dios mismo será siempre su Señor y ellos su Pueblo.

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Con Jesucristo empezó este Reino divino entre los hombres. Todos los que lo aceptan pertenecerán en el futuro a él. Para mantener viva esta Buena Noticia, también para los hombres de otras naciones y siglos, Dios volvió a formar un pueblo, esta vez no solamente de la raza de Abraham como en la Antigua Alianza, sino de todas las razas y naciones: “Ya no hay diferencia entre quien es judío y quien griego, entre quien es esclavo y quien es hombre libre; no se hace diferencia entre hombre y mujer. Pues todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús” (Gálatas 3,28). Este nuevo Pueblo de Dios es la Iglesia.

Iglesia significa asamblea, reunión, convocación. Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el nacimiento de arriba, del agua y del Espíritu (Juan 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.

Todos los bautizados pertenecemos a este Pueblo, previamente a cualquier distinción interna. En el único Pueblo de Dios todos, sean laicos, religiosos o pastores, tienen la misma dignidad e igualdad esencial, y todos comparten la misma vocación a la santidad y participan en la misión salvífica de la Iglesia.

Para poder cumplir cada uno con su vocación, el Espíritu Santo reparte diferentes dones, servicios y ministerios. Pero nadie es “más Iglesia” que otro, por muy importante que sea el papel que cumple dentro de ella. Primero somos todos hermanos por el Bautismo; después nos distinguimos por la misión a la que el Señor llama a cada uno.

Durante muchos siglos en la Iglesia se había acentuado lo clerical. El Concilio Vaticano II nos invita a volver a las fuentes: la Iglesia la forman todos los bautizados. Es el Pueblo de Dios en marcha. No se niega que la organización de la Iglesia es jerárquica, y que, por consiguiente, el servicio de los pastores es importante, imprescindible e instituido por el mismo Jesús. Pero podemos decir que, desde el Concilio, se pasa de una Iglesia piramidal que acentuaba excesivamente lo jerárquico – institucional, a una Iglesia de tipo más comunitario que se reconoce y se define como “Iglesia Pueblo de Dios”. De ella todos somos co-responsables, todos tenemos un rol específico y a la vez, una misión común: ser sal de la tierra y luz del mundo (Mateo 5,13-16).

3. Características de la Iglesia fundada por Jesús

Según el Concilio de Constantinopla, celebrado el año 381, la Iglesia, tal como la fundó Jesucristo, tiene cuatro señales distintivas, cuatro propiedades esenciales que, todas juntas, son exclusivas y manifestativas de la verdadera Iglesia de Jesucristo. Estas

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señales distintivas, estos atributos, son: unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Así, Cristo quiso salvarnos en su Iglesia que es Una, Santa, Católica, y Apostólica.

La Iglesia es UNA: tiene un solo Señor, confiesa una sola fe, nace de un solo bautismo, no forma más que un solo Cuerpo, vivificado por un solo Espíritu, orientado a una única esperanza a cuyo término se superarán todas las divisiones. Jesucristo fundó una sola Iglesia, la que fundó sobre Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mateo 16,18).

La Iglesia Católica es una en su doctrina (nuestro Credo es el mismo desde hace dos mil años, profesado por los católicos de todas las razas, culturas, lenguas y regiones del mundo entero, como también por todos los Obispos unidos al Papa).

La Iglesia Católica es una en su gobierno. El gobierno inmediato lo ejerce el Obispo, sucesor de los Apóstoles y jefe de la Iglesia local. El Romano Pontífice funciona como ‘cabeza’ de la comunión universal de las Iglesias locales.

La Iglesia Católica es una en sus sacramentos (son exactamente los mismos para los católicos de todo el mundo).

La Iglesia es SANTA: Dios santísimo es su autor; Cristo, su Esposo, se entregó por ella para santificarla; y el Espíritu Santo de santidad la vivifica. Es santa porque su cabeza es Cristo y su alma, el Espíritu Santo. Pero también la Iglesia es santa por su misión: continuar la santificación (salvación) de los hombres, lo que se realiza por medio de los sacramentos.

Sin embargo, debemos destacar las dos dimensiones de la Iglesia. Por una parte, en la Iglesia está Cristo Resucitado, presente por medio del Espíritu Santo. Por eso la Iglesia es divina, invisible, santa. Por la otra, están los bautizados. Tratándose de hombres pecadores, la Iglesia es humana, visible y pecadora.

Dios quiere que, por medio de hombres como nosotros, débiles, se difunda la gracia por el mundo. He aquí un prolongamiento, una extensión de la Encarnación. Dios se acercó a nosotros en la persona de su Hijo hecho hombre, y desde entonces se sirve de los miembros de su Hijo para ponerse en comunicación con nosotros.

Miremos por ejemplo la debilidad de San Pedro quien renegó de su Maestro horas después de su ‘ordenación sacerdotal’. Sin embargo, el Señor después de su Resurrección, exige de su Apóstol una triple expresión de amor aludiendo a su triple negación. No obstante, Cristo funda sobre él su Iglesia. “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas”. También los sucesores de Pedro son débiles. La infalibilidad que poseen en materia de fe no les confiere el privilegio de no pecar. No obstante, Jesús está en y con su Iglesia.

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La indefectibilidad de la doctrina conservada en el transcurso de los siglos y a despecho de todos los asaltos de cismas y herejías; la unidad de esta misma doctrina garantizada por el ministerio infalible; la santidad heroica e ininterrumpida que se manifiesta en la Iglesia; la sucesión continua por la cual, de eslabón en eslabón, la Iglesia de hoy enlaza con las instituciones establecidas por los Apóstoles; la fuerza de expansión universal que la caracteriza; todo esto son otras tantas señales ciertas por las que se conoce que nuestro Señor está con la Iglesia hasta el fin de los siglos (Mateo 28, 20).

La Iglesia es CATÓLICA: esta nota equivale a universal, es decir para todos los hombres y para todos los tiempos. “Predicad a todas las gentes, id por todo el mundo. Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos” (Marcos 16,15 y Mateo 28,20). La Iglesia es por su propia naturaleza, misionera.

La Iglesia es APOSTÓLICA: está edificada sobre sólidos cimientos, los apóstoles. Ella continúa la misión que ellos recibieron de Cristo. Nadie ni nada podrán destruirla (Mateo 16,18). Se mantiene infaliblemente en la verdad.

4. La Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo

San Pablo dice que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (1Corintios 12, 27). Se lo llama Cuerpo Místico, ya que se trata de una realidad invisible, que se puede percibir únicamente con los ojos de la fe.

Cristo es la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia (Colosenses 1,18). Los bautizados somos los miembros del Cuerpo. Formamos un solo Cuerpo de Cristo, y dependemos unos de otros (Romanos 12, 5) Estamos estrechamente unidos en Cristo, y también entre nosotros, como las partes de un cuerpo humano. El que se separa de este cuerpo es como un miembro amputado, ya no tiene vida. Si el cuerpo tiene una herida, todo el cuerpo sufre, así mismo es el cuerpo místico de Cristo, por esto debemos amarnos y socorrernos unos a otros. Cada miembro debe cumplir con su función propia. Cada cristiano debe servir a la comunidad con el don que él ha recibido de Dios. Todos y cada uno somos importantes y necesarios.

Dios quiso hacernos sus colaboradores, es lo que se llama la solidaridad del cuerpo con la cabeza y que se efectúa concretamente en la Santa Misa, ofreciendo sobre el altar la vida con los dones recibidos, alegrías, penas, y sacrificios que unidos a Cristo nos benefician a nosotros mismos y a otros.

Así, nos unimos también a los sufrimientos de Cristo. Sufrimos con Él para ser glorificados con él. Pero también, para hacernos crecer hacia él, nuestra Cabeza, Cristo,

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distribuye en su cuerpo, la Iglesia, los dones y los servicios mediante los cuales nos ayudamos mutuamente en el camino de la salvación. (Efesios 4,11-16). Cristo y la Iglesia son, por tanto, el "Cristo total". La Iglesia es una con Cristo.

Además esta viva unión es mantenida por el pan eucarístico: Aunque somos muchos, todos comemos el mismo pan, que es uno solo; y por eso somos un solo cuerpo (1Corintios 10,17).

El Espíritu Santo es como el alma del Cuerpo Místico. Desde el día de Pentecostés el Espíritu Santo es la fuerza interior, por la que Cristo da su vida divina a la Iglesia. El Espíritu Santo nos une, guía, fortalece, santifica y nos impulsa a prestar nuestro servicio para el bien de todos. Esta asistencia espiritual la prometió Jesucristo cuando dijo: “Yo estaré con vosotros hasta el final de los tiempos” (Mateo 28,20).

Cristo se identifica con la Iglesia; por ejemplo, cuando dice a Saulo, perseguidor de los cristianos: “Saulo, ¿por qué me persigues?” ¡Persecución de la Iglesia es persecución de Cristo! Por eso Jesús también puede decir: “El que los rechaza a ustedes, a mí me rechaza” (Lucas 10,16).

Así que aceptar a Cristo significa aceptar su Iglesia. El «Cristo total» es Cristo y la Iglesia. No se puede aceptar a Cristo y rechazar su Iglesia. Dijo Jesús a sus Apóstoles y discípulos: “El que a ustedes recibe, a Mí me recibe. Y el que me recibe a Mí, recibe al que me ha enviado”. “No puede tener a Cristo por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre” (San Agustín).

No es raro escuchar de labios de algún católico: «Yo amo a Jesús pero no me importa la Iglesia». Esta opinión, para muchos, es simplemente un pretexto para seguir viviendo como «católicos a su manera». No hacen caso a la Iglesia, no van a Misa, no quieren prepararse para recibir dignamente los sacramentos, no hay obediencia a la Jerarquía eclesiástica, sólo cuando les conviene se acercan a la Iglesia y dicen que siguen la religión «a su manera».

A veces se separan de su Iglesia porque no ven una clara coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Pero recordemos el Evangelio: «Ven la paja en el ojo ajeno y no ven la viga en el propio». Sería mejor que corrigiéramos nuestros defectos antes de protestar de los ajenos.

A veces se oye decir: «Yo soy católico, pero no practico». Esto no es coherente. Quien pertenece a una asociación, si es coherente, cumple su reglamento. De poco sirve afirmar que se es católico de corazón, si después las obras no son de católico.

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Debemos vivir como pensamos porque de lo contrario, podemos terminar pensando como vivimos.

Es de esperar que al cristiano se le note el anhelo de vivir de manera coherente. Que se le reconozca como hombre y mujer de Dios en su manera de hablar, de actuar, de pensar, en su manera de pololear. Que se le note que sus manos, su boca, sus oídos, todo ha sido traspasado por el amor de Dios.

A nosotros corresponde crecer día a día en santidad para que brille en la Iglesia el rostro de la verdadera Iglesia de Cristo. Así que no más cristianos «a mi manera», sino a la manera que Cristo dispuso.

Comentar, ¿Podemos salvarnos sin pertenecer a la Iglesia?

5. La Iglesia, sacramento universal de salvación

El Señor Jesús constituyó su Iglesia como realidad salvífica, como su Cuerpo, mediante el cual El mismo actúa en la historia de la salvación. El Concilio Vaticano II dice: ‘El santo Concilio, basado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación’ (Lumen Gentium, 14)”.

La Iglesia no está para sí misma. Ella existe para salvar a los hombres. Todos los que llegan a la salvación eterna, incluso los que viven fuera de la comunidad cristiana visible, son salvados por medio de la Iglesia. Éste es el sentido bien entendido de la frase de San Cipriano: “Fuera de la Iglesia no hay salvación”.

Esto es debido a que participando en la Iglesia, especialmente escuchando la Palabra de Dios y participando en los Sacramentos, nos encontramos con Cristo y recibimos la luz y la ayuda necesaria para seguirlo (gracia); y como los sacramentos fueron confiados a la Iglesia y son entregados solamente por ella, sólo en ella está la salvación. Solos nada podemos, sólo con la ayuda de Cristo, a través de su Palabra, de su Gracia y de su alimento espiritual (Eucaristía) y con la ayuda del Espíritu Santo, podemos santificarnos.

Cabe señalar que la afirmación de que no hay salvación fuera de la Iglesia no se refiere a los que, sin culpa suya no conocen a Cristo y a la Iglesia por Él fundada.

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Y, citando nuevamente al Concilio, nos dice el Catecismo que si éstos “buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna (Vat.II, LG 16)”. (Catecismo de la Iglesia Católica N° 847). El Papa Juan Pablo II agregaba que: “De todos modos, se encuentran en una situación deficitaria si se compara con la de los que en la Iglesia tienen la plenitud de los medios salvíficos”(JP II, 28-1-2000).

“Ante todo debe ser firmemente creído que la ‘Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia’ (Vat.II, LG N°14). Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios (que todos los hombres se salven); por tanto, ‘es necesario mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación’ (RM N° 9)”.

El Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo enviado por el Padre, actúa en modo salvífico tanto en los cristianos como en los no-cristianos y lo hace de manera misteriosa. Pero sabemos que todo aquél que se salva, se salva por los méritos y por la gracia de Cristo, no por sus propios medios, ya que la voluntad de Dios de que todos los hombres se salven, se nos ofrece y de hecho se cumple, por la encarnación de Dios en la persona de Jesucristo y por los méritos de su pasión, muerte y resurrección.

Con todo, para la salvación eterna, no basta estar en la Iglesia, hay que estar en gracia. La Iglesia es medio de salvación, no causa.

6. ¿Cómo sabemos que la Iglesia, bajo la autoridad del Papa, no está equivocada en sus enseñanzas y doctrina?

El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la Palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado. “Por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad; y de este único depósito de la fe saca lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer”. (Concilio Vaticano II: Dei Verbum: Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación, nº10).

Los que ejercitan el Magisterio de la Iglesia son exclusivamente el Papa y los Obispos, porque a ellos solamente ha confiado Jesucristo la potestad de

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enseñar (Concilio Vaticano II: Lumen Gentium: Constitución Dogmática sobre la Iglesia, nº 25).

El Papa, sucesor de Pedro, es Maestro Infalible, porque cuando habla como Jefe de la Iglesia Universal ejerciendo el supremo grado de su autoridad y define como obligatorias verdades de fe y moral, no se puede equivocar. Infalibilidad es la preservación del error, fruto de la asistencia divina, según las propias palabras de Jesús: “«Yo estaré con vosotros hasta el final de los tiempos» (Mt.28, 20). El fundamento de la infabilidad del Papa cuando determina la auténtica doctrina, es entonces la asistencia de Dios y en Dios se encuentra toda la Verdad (ver anexo).

7. El papel de los laicos en la Iglesia.

Los “fieles” son los que han sido incorporados a Cristo por el bautismo. Ellos constituyen el Pueblo de Dios y participan de distintas maneras en la misión que Cristo ha encomendado a su Iglesia. Todos son iguales en dignidad. Todos tienen la misma misión, pero con ministerios diferentes (ministros ordenados, fieles consagrados, laicos).

Los fieles laicos son preparados por el Bautismo y la Confirmación para ser apóstoles en el estado y ambiente en que viven.

Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad. A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen para la gloria del Creador y del Redentor (Lumen Gentium, Cap.IV, Nº 31).

A nosotros, como laicos nos corresponde:

- Evangelizar nuestro ambiente de vida – familia, trabajo, cultura, política... - con el testimonio de nuestra vida y dando a conocer la fe que nos anima, educando a nuestros hijos, enseñando el catecismo, estudiando y difundiendo las verdades de la fe.

- Santificar nuestra vida y nuestro ambiente con la oración personal y en familia, participando en la liturgia y colaborando con los ministros ordenados como acólitos, lectores, animadores, ministros de la Eucaristía...

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- Participar en el establecimiento de un orden familiar, social, económico, jurídico, cívico, político, basado en la justicia y que lleve a la paz, inspirado en el amor y abierto a Dios. Sin confundir y sin separar las tareas del cristiano y las del ciudadano.

ACTIVIDAD FINAL

I. Repartir al azar entre los jóvenes las siguientes preguntas.

II. Cada uno responde según la pregunta que le tocó, ¿Qué le contestarías a alguien que te dice lo siguiente?:

1- “Yo no necesito confirmarme para trabajar por la Iglesia.”

2- “No tengo por qué obedecer todo lo que manda la Iglesia, ya que está gobernada por hombres que se pueden equivocar.”

3- “En sus enseñanzas la Iglesia es cerrada y no se adapta a la realidad actual. La Iglesia debería actualizarse.”

4- “No necesito de la Iglesia. Yo puedo comunicarme y relacionarme con Dios sin pertenecer a ella.”

5- “No voy a Misa porque no confío en los sacerdotes.”

6- “La Iglesia no debería perdonar los pecados si ella es también pecadora.”

7- “Yo soy un católico ‘a mi manera’.”

8.- ¿Cómo puedes pertenecer a una Iglesia que comete tantos errores y pecados?

9. ¿Qué recibes de la Iglesia que te haga querer pertenecer a ella?

10. “Soy católico, pero no practico”.

IV. Compromiso - Rezar con frecuencia por el Papa y los Obispos y también por nuevas vocaciones

sacerdotales y religiosas.

- Preocuparse de conocer previamente la opinión de la Iglesia cada vez que tenga dudas en relación a alguna actitud o materia, para así dejarse guiar por ella.

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ORACIÓN FINAL

Encomendémonos a la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia y Madre nuestra, para que interceda ante su Hijo y nos regale nuevas vocaciones sacerdotales.

Con María, digamos al Señor:

Dios, Padre y Pastor de todos,

Tú quieres que no falten hoy día

hombres y mujeres de fe que consagren sus vidas

al servicio del Evangelio y al cuidado de la Iglesia.

Haz que tu Espíritu Santo ilumine sus corazones

y fortalezca sus voluntades,

para que, acogiendo tu llamado,

lleguen a ser los sacerdotes y diáconos,

religiosos, religiosas y consagrados que tu Pueblo necesita.

La cosecha es abundante y los operarios pocos.

Envía, Señor, operarios a tu mies.

Amén.

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ANEXO

La Primacía de Pedro y la infalibilidad del Papa

Para entender mejor la infalibilidad, este don entregado por Jesús a la Iglesia, en la persona de Pedro, veamos primero las promesas y palabras que hizo Jesús a Pedro, antes llamado Simón:

Primera Promesa: Aun antes de designarlo “Pedro”, cuando lo vio por primera vez, ya le anunció que sería llamado Piedra: “Jesús miró fijamente a Simón y le dijo: ‘Tú eres Simón, hijo de Juan; te llamarás Kefas’, que quiere decir Piedra o Roca’” (Jn. 1, 42). En este saludo inicial ya nos damos cuenta de la intención de Jesús con Simón. Ya al verlo por primera vez le anunció el cambio de nombre.

Un cambio de nombre significa en la Biblia un cambio de condición, de función. Por ejemplo, cuando Yahvé le cambió el nombre de Abram (padre fuerte) a Abraham (padre de multitudes o de muchas naciones), le otorgó y, de hecho realizó en él, una nueva función: “No te llamarás más Abram, sino Abraham, pues te tengo destinado a ser padre de una multitud de naciones. Yo te haré crecer sin límites, de ti saldrán naciones y reyes, de generación en generación” (Gn. 17, 5-6). Lo mismo con Simón, al cambiarle el nombre a Pedro, le designa una nueva función.

Segunda Promesa: Posteriormente, en el momento que Pedro reconoció a Jesús como el Mesías, cuando le dijo a Jesús: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt. 16, 16), el Señor lo felicitó y le hizo saber que esa verdad le había sido revelada por el Padre Celestial. Y, enseguida de esta confesión de fe por parte de Pedro, aún llamado Simón, Cristo le dijo solemnemente: “Y ahora Yo te digo: tú eres Pedro, o sea ‘Piedra’, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del Infierno no la podrán vencer” (Mt. 16, 18). La Iglesia de Cristo, entonces, sería fundada sobre Pedro.

Tercera Promesa: Adicionalmente Cristo le dice a Pedro algo más: “Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos” (Mt. 16, 19-a). En la antigüedad las llaves eran el símbolo de la autoridad. Las llaves de la puerta de una ciudad -simbolismo que aún mantenemos hoy para ceremonias protocolares- significa paso libre y autoridad sobre esa ciudad. Este simbolismo de autoridad en las llaves se usa en otros pasajes de la Biblia (Is. 22, 22; Ap. 1, 18). Pero hay que resaltar que la ciudad cuyas llaves se le dieron a Pedro es nada menos que la ciudad celestial, “el Reino de los Cielos”.

Cuarta Promesa: Continúa el Señor con Pedro: “Todo lo que ates en la tierra será atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra será desatado en los Cielos” (Mt. 16,

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19-b). En este momento Pedro estaba siendo distinguido de entre los demás Apóstoles como aquél que tendría autoridad para el perdón de los pecados y para el establecimiento de normas disciplinarias. Sin embargo, posteriormente los demás Apóstoles recibirían también un poder similar (cf. Mt. 18, 18), pero Pedro recibió este poder de manera singular.

Quinta Promesa: Inmediatamente antes del anuncio de las tres negaciones, Jesús le dice a Pedro: “Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido permiso para sacudirlos a ustedes como se hace con el trigo, pero Yo he rogado por ti para que tu fe no se venga abajo. Tú, entonces, cuando hayas vuelto (de las negaciones), tendrás que fortalecer a tus hermanos” (Lc. 22, 31-32).

Jesús oró para que Pedro tuviera fe y para que fuera él el guía de los demás. Sabemos que la oración de Jesús es perfectamente eficaz y segurísimamente cumplida.

Sexta Promesa: Luego después de la Resurrección, Pedro tuvo que confesar su amor por el Señor tres veces, como contraparte de sus tres negaciones. Y en ese momento, Jesús, el Buen Pastor (cf. Jn. 10 ,11 y 14) le dice también tres veces: “Apacienta mis corderos ... Cuida mis ovejas ... Apacienta mis ovejas” (Jn. 21, 15-17). Aquí Jesús le da a Pedro la autoridad que anteriormente le había prometido.

Y es importante notar que al darle esta autoridad lo distingue y singulariza también de entre los demás Apóstoles, pues Jesús le pregunta a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” (Jn. 21, 15), refiriéndose a los otros Apóstoles que estaban allí presentes.

Los demás Apóstoles reconocían la primacía de Pedro:

Hay suficiente evidencia en el Nuevo Testamento de que Pedro era el primero en autoridad entre los Apóstoles:

- Cuando se les nombraba a todos, Pedro encabezaba la lista (cf. Mt. 10, 1-4; Mc. 3, 16-19; Lc. 6, 14-16; Hech. 1, 13).

- Algunas veces se hablaba de los Apóstoles y discípulos como “Pedro y sus compañeros” (Lc. 9, 32).

- Pedro era el que generalmente hablaba en nombre de los Apóstoles (cf. Mt. 18, 21; Mc. 8, 29; Lc. 12, 41; Jn. 6, 68-69).

- Aparece singularizado en los hechos importantes (cf. Mt. 14, 28-32; Mt. 17, 24-27; Mc. 10, 23-28).

- En Pentecostés fue Pedro quien primero predicó a la gente (cf. Hch. 3, 6-7).

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- Era la fe de Pedro la que fortalecería a sus hermanos (cf. Lc. 22, 32).

- A Pedro se le encomienda el rebaño de Cristo para pastorearlo (cf. Jn. 21, 17).

- El Angel que se apareció a las mujeres en el sepulcro indicó que se avisara a Pedro la Resurrección de Cristo (cf. Mc. 16, 7).

- Jesús Resucitado se apareció primero a Pedro (cf. Lc. 24, 34).

- Pedro presidió la reunión en que se eligió a Matías para sustituir a Judas Iscariote (cf. Hch. 1, 13-26).

- Fue Pedro quien recibió a los primeros conversos (cf. Hch. 2, 41).

- Pedro infligió el primer castigo (cf. Hch. 5, 1-11).

- Realizó la primera excomunión a un hereje (cf. Hch. 8, 18-23).

- Presidió el primer Concilio en Jerusalén (cf. Hch. 15).

- Anunció la primera decisión dogmática (cf. Hch. 15, 7-11).

- Ordenó que los gentiles debían ser bautizados y aceptados como Cristianos (cf. Hch. 10, 46-48).

Infalibilidad del Papa

La infalibilidad es dogma de fe. Y, aunque era una doctrina que estaba implícita desde el comienzo de la Iglesia, fue definida formalmente por el Concilio Vaticano I en 1870:

“Definimos ser dogma divinamente revelado que el Romano Pontífice cuando habla ex-cathedra, esto es, cuando cumpliendo su cargo de Pastor y Maestro de todos los cristianos, define con su suprema autoridad apostólica, que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia Universal, goza de aquella infalibilidad que el Redentor Divino quiso que estuviera en su Iglesia”.

Y el Concilio Vaticano II abunda un poco más sobre la infalibilidad:

“Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad. El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, goza de esta misma infalibilidad en razón de su oficio cuando, como supremo pastor y doctor de los fieles, que confirma en la fe a sus hermanos (cf. Lc. 22, 32), proclama de una forma definitiva la doctrina de la fe y costumbres. Por esto se afirma, con razón, que sus definiciones son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia, por haber sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo, prometida a él en la persona de San Pedro, y no necesitar de ninguna aprobación de otros ni admitir tampoco apelación a otro tribunal. Porque, en esos casos, el Romano Pontífice no da una sentencia como persona privada,

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sino que, en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en quien singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma, expone o defiende la doctrina de la fe católica” (LG 25).

¿Sólo es infalible el Papa?

El Concilio Vaticano II nos dice lo siguiente sobre los Obispos:

“Aunque cada uno de los Prelados no goce por sí de la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, cuando aun estando dispersos por el orbe, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo. Pero todo esto se realiza con mayor claridad cuando, reunidos en concilio ecuménico, son para la Iglesia universal los maestros y jueces de la fe y costumbres, a cuyas definiciones hay que adherirse con la sumisión de la fe ...”

“La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo de los Obispos cuando ejerce el supremo magisterio en unión con el sucesor de Pedro. A estas definiciones nunca puede faltar el asenso de la Iglesia por la acción del mismo Espíritu Santo, en virtud de la cual la grey toda de Cristo se mantiene y progresa en la unidad de la fe”. (LG 25).

¿Sólo hay que obedecer las doctrinas declaradas infalibles?

Esto dice el Concilio Vaticano II:

“Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica... Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser presentado al magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex-cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él”. (LG 25)

La Infalibilidad no es impecabilidad

Hay que diferenciar entre infalibilidad e impecabilidad. Infalibilidad significa ausencia de error en la enseñanza referida a la fe o a la moral. Pero infalibilidad no significa ausencia de pecado. Infalibilidad, entonces, no consiste en que el Papa, en su vida ordinaria, no se pueda equivocar o no pueda pecar, por lo cual el carisma de infalibilidad no garantiza que un Papa no cometa pecado o de un mal ejemplo.

“El Papa es infalible cuando determina o declara ex-cathedra la auténtica doctrina revelada. Pero fuera de esto, si -por ejemplo- predijera el tiempo, el Papa se puede equivocar como cualquiera de nosotros.

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El Papa en su vida ordinaria, aunque sea un hombre prudentísimo y de toda confianza, no es infalible. Como ya dijimos, la infalibilidad está reservada a ciertas enseñanzas hechas con una solemnidad especial, de modo definitivo, que teológicamente se llama ex-cathedra, en la que expresa su voluntad de obligar a toda la Iglesia a creer la verdad definida.

Tal es el caso de la declaración de un dogma de fe, el último de los cuales fue declarado en 1950 por el Papa Pío XII: el dogma de la Asunción de la Virgen María al cielo.

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“La Iglesia, madre y educadora”

“¡Ánimo!, Dios vive todavía y no abandona a su Iglesia, no importa la altura de las olas que nos vienen encima”.

San Arnoldo Janssen

Oración inicial

María, Madre de misericordia, cuida de todos para que no se haga inútil

la cruz de Cristo, para que el hombre

no pierda el camino del bien, no pierda la conciencia del pecado y crezca en la esperanza en Dios, «rico en misericordia» (Ef 2, 4),

para que haga libremente las buenas obras que él le asignó (cf. Ef 2, 10)

y, de esta manera, toda su vida sea «un himno a su gloria» (Ef 1, 12).

Amén. (S. S. Juan Pablo II)

Oraciones espontáneas…..

Padre Nuestro…….

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I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: Segunda Epístola del Apóstol San Pablo a Timoteo (2 Tm. 4, 1-5).

«Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús, que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y por su reino: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se buscarán una multitud de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio».

Palabra de Dios.

Comentario:

El Magisterio de la Iglesia, acogiendo y aplicando sobre sí, la exhortación que el

apóstol Pablo dirigía a Timoteo, realiza hoy su obra de discernimiento bajo esta misma luz y fuerza, para llevar a cabo el mandato recibido de Cristo de conducir a los hombres a la salvación.

La Iglesia, “columna y fundamento de la verdad” (1 Tm 3, 15), ‘recibió de los apóstoles este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad que nos salva’ (Lumen Gentium, 17). ‘Compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas’ ( Código de Derecho Canónico, can. 747, 2).

Las prescripciones morales, impartidas por Dios en la antigua alianza y perfeccionadas por Jesús en la nueva y eterna Alianza, deben ser custodiadas fielmente y actualizadas permanentemente en las diferentes culturas a lo largo de la historia. La tarea de su interpretación ha sido confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia especial del Espíritu de la verdad: «Quien a ustedes escucha, a mí me escucha» (Lc 10, 16).

El carisma de la infalibilidad se extiende a todo el depósito de la revelación divina (cf LG 25); se extiende también a todos los elementos de doctrina, comprendida la moral, sin

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los cuales las verdades salvíficas de la fe no pueden ser salvaguardadas, expuestas u observadas (CEC 2035).

III. Desarrollo del tema

1. La enseñanza moral de la Iglesia

Ya en la catequesis moral de los Apóstoles, junto a exhortaciones e indicaciones relacionadas con el contexto histórico y cultural, hay una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento. Encargados de predicar el Evangelio, los Apóstoles, en virtud de su responsabilidad pastoral, vigilaron, desde los orígenes de la Iglesia, sobre la recta conducta de los cristianos, a la vez que vigilaron sobre la pureza de la fe y la transmisión de los dones divinos mediante los sacramentos.

Los primeros cristianos, provenientes tanto del pueblo judío como de la gentilidad, se diferenciaban de los paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino también por el testimonio de su conducta moral, inspirada en la Ley nueva entregada por Jesucristo. En efecto, la Iglesia es a la vez comunión de fe y de vida.

Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la Iglesia es herida no sólo por los cristianos que rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquellos que desconocen las obligaciones morales a las que los llama el Evangelio (cf. 1 Co 5, 9-13).

Promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida moral es la misión confiada por Jesús a los Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20), la cual se continúa en el ministerio de sus sucesores.

Así, siempre, pero sobre todo en los dos últimos siglos, los Sumos Pontífices, ya sea personalmente o junto con el Colegio episcopal, han desarrollado y propuesto una enseñanza moral sobre los múltiples y diferentes ámbitos de la vida humana. En nombre y con la autoridad de Jesucristo, han exhortado, denunciado, explicado; por fidelidad a su misión, y comprometiéndose en la causa del hombre, han confirmado, sostenido, consolado; con la garantía de la asistencia del Espíritu de Verdad han contribuido a una mejor comprensión de las exigencias morales en los ámbitos de la sexualidad humana, de la familia, de la vida social, económica y política.

Sin embargo, hay corrientes de pensamiento que consideran simplemente inaceptables algunas enseñanzas morales de la Iglesia. Veamos algunas:

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- Se rechaza que la ley moral natural tenga a Dios por autor, que sea universal, que el hombre, mediante su razón, participe de la ley eterna, y que sus preceptos tengan permanente validez.

Al respecto, el compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, en los N°s 140 y 141, señala:

“El ejercicio de la libertad implica la referencia a una ley moral natural, de carácter universal, que precede y aúna todos los derechos y deberes. La ley natural « no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Dios dio esta luz y esta ley en la creación. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar…Esta ley se llama natural porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana. Es universal, se extiende a todos los hombres en cuanto establecida por la razón. En sus preceptos principales, la ley divina y natural está expuesta en el Decálogo e indica las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral. Se sustenta en la tendencia y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, y en el sentido de igualdad de los seres humanos entre sí. La ley natural expresa la dignidad de la persona y pone la base de sus derechos y de sus deberes fundamentales.”

“En la diversidad de las culturas, la ley natural une a los hombres entre sí, imponiendo principios comunes. La ley natural es inmutable, « subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso... Incluso cuando se llega a renegar de sus principios, no se la puede destruir ni arrancar del corazón del hombre. Resurge siempre en la vida de individuos y sociedades ».

“Sus preceptos, sin embargo, no son percibidos por todos con claridad e inmediatez. Las verdades religiosas y morales pueden ser conocidas de todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error, sólo con la ayuda de la Gracia y de la Revelación”.

Mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar el bien en una situación concreta.(Veritatis Splendor, 59).

- Se opina que el mismo Magisterio no debe intervenir en cuestiones morales más que para «exhortar a las conciencias» y «proponer los valores» en los que cada uno basará después autónomamente sus decisiones y opciones de vida.

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Al respecto, el Magisterio de la Iglesia nos enseña: “La Iglesia tiene el derecho de ser para el hombre maestra de la verdad de fe; no sólo de la verdad del dogma, sino también de la verdad moral que brota de la misma naturaleza humana y del Evangelio” (Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 40; Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 27. 64. 110). El anuncio del Evangelio, no es sólo para escucharlo, sino también para ponerlo en práctica: la coherencia del comportamiento manifiesta la adhesión del creyente y no se circunscribe al ámbito estrictamente eclesial y espiritual, puesto que abarca al hombre en toda su vida y según todas sus responsabilidades.

El magisterio agrega: “Este derecho es al mismo tiempo un deber, porque la Iglesia no puede renunciar a él sin negarse a sí misma y su fidelidad a Cristo: « ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Co 9,16). La amonestación que San Pablo se dirige a sí mismo resuena en la conciencia de la Iglesia como un llamado a recorrer todas las vías de la evangelización; no sólo aquellas que atañen a las conciencias individuales, sino también aquellas que se refieren a las instituciones públicas.

Con respecto a la autonomía ante las decisiones y opciones de vida, el CEC en su N° 2039 señala: “La conciencia de cada cual en su juicio moral sobre sus actos personales, debe evitar encerrarse en una consideración individual. Con mayor empeño debe abrirse a la consideración del bien de todos según se expresa en la ley moral, natural y revelada, y consiguientemente en la ley de la Iglesia y en la enseñanza autorizada del Magisterio sobre las cuestiones morales. No se ha de oponer la conciencia personal y la razón a la ley moral o al Magisterio de la Iglesia”.

Jesús alude a los peligros de la deformación de la conciencia cuando advierte: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!» (Mt 6, 22-23). En las palabras de Jesús encontramos también la llamada a formar la conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien (Veritatis Splendor, 109).

- Se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. Algunas doctrinas atribuyen a cada individuo o a los grupos sociales la facultad de decidir sobre el bien y el mal.

Se está orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo, llevado a sus extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana.

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La libertad depende fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha sido expresada de manera límpida y autorizada por las palabras de Cristo: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32).

Con respecto al poder de decidir sobre el bien y el mal, leemos en el libro del Génesis: «Dios impuso al hombre este mandamiento: "De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio"» (Gn 2, 16-17).

Con esta imagen, la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer «de cualquier árbol del jardín». Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación (Encíclica Veritatis Splendor).

Esto puede guiar a quienes hoy se plantean por ejemplo: ¿Si la mujer es dueña de su cuerpo, por qué no puede decidir libremente abortar? La libertad no permite matar a una criatura indefensa; la libertad personal no puede estar por sobre la ley de Dios ni por sobre la dignidad de la persona humana. La Verdad es la que nos hace libres y más humanos. El hacer lo que egoístamente nos place, nos esclaviza y degrada como personas.

2. Fuentes de la enseñanza moral de la Iglesia

Como el resto de la teología, también la Moral encuentra sus principios en la Sagrada Escritura, en la Tradición y en el Magisterio.

a) La Sagrada Escritura.

En la Sagrada Escritura se hayan formuladas -aunque según el estilo propio de los libros sagrados- las principales verdades de la moral cristiana. San Pablo escribe a Timoteo: “toda Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y consumado en toda obra buena” (2 Tim 3,16-17). Por eso Juan Pablo II enseña en la Veritatis Splendor: “... la Sagrada Escritura es la fuente siempre viva y fecunda de la doctrina moral de la Iglesia, como ha recordado el Concilio Vaticano II: ‘El Evangelio (es)... fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta’. La Iglesia ha custodiado fielmente lo que la Palabra de Dios enseña no sólo sobre las verdades de fe, sino también sobre el comportamiento moral, es

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decir, el comportamiento que agrada a Dios (cf. 1Tes 4, 1), llevando a cabo un desarrollo doctrinal análogo al que se ha dado en el ámbito de las verdades de fe”.

b) La Tradición.

“Dentro de la Tradición se desarrolla, con la asistencia del Espíritu Santo, la interpretación auténtica de la ley del Señor. El mismo Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de los mandamientos y de las enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados santamente, expuestos fielmente y aplicados correctamente en el correr de los tiempos y las circunstancias. La Tradición implica, las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, la vida litúrgica, y también la interpretación que han hecho los santos con su propia vida y que la Iglesia propone como válida regla hermenéutica de la voluntad de Dios al canonizarlos. Es este un criterio que está ya presente en San Agustín y Santo Tomás de Aquino: Como dice Agustín, “el sentido de la Sagrada Escritura se entiende a partir de los actos de los santos. Pues el mismo Espíritu por el cual han sido escritas las Sagradas Escrituras... induce a los santos a obrar”; y en otro lugar: “aquellas cosas que han realizado los santos en el Nuevo Testamento, valen como ejemplo de como se entienden las Escrituras...”.

c) El Magisterio.

“Además, como afirma de modo particular el Concilio (DV, 10), ‘el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo’. De este modo, la Iglesia, con su vida y su enseñanza, se presenta como ‘columna y fundamento de la verdad’ (1 Tim 3,15), también de la verdad sobre el obrar moral. En efecto, ‘compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas’ (CIC, 747,2)”.

El Magisterio dirige el obrar cristiano de modo ordinario y extraordinario, a través de declaraciones solemnes, Encíclicas, Exhortaciones, respuestas a consultas. En los últimos tiempos, los documentos de orientación moral han sido especialmente abundantes.

d) Fuentes subsidiarias

Existen fuentes secundarias constituidas por las distintas ciencias que ilustran e iluminan los diversos aspectos naturales de la acción humana.

Tiene especial importancia la ética filosófica expresada a través de los grandes pensadores de la antigüedad como Sócrates, Platón, Aristóteles, Cicerón y Séneca. La moral se sirve también del derecho, de la medicina, de la psicología, de la sociología y de la historia.

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En nuestro tiempo el moralista no puede prescindir del conocimiento, al menos elemental, del campo psiquiátrico, de grandísima importancia cuando se trata de discernir problemas de orden moral y problemas de orden patológico.

Asimismo, el horizonte abierto por la investigación médica y biológica, exige la posesión de las nociones fundamentales de dicho campo para poder iluminarlo moralmente, lo cual ha dado como resultado una elaboración cada vez más concisa y orgánica del juicio ético sobre el terreno de la vida: la bioética. La Bioética se puede definir como la ciencia que regula la conducta humana en el campo de la vida y de la salud, a la luz de valores y principios morales racionales.

La Bioética no es ni religiosa ni laica, sino más bien personalista, ya que el criterio de valoración ética es la dignidad y el valor absoluto de la persona humana. Los principales temas de Bioética son los relacionados con: la procreación humana (sexualidad humana, procreación natural, fecundación artificial, regulación natural de la fertilidad y anticoncepción, esterilización), la genética humana (genoma humano, biotecnologías e ingeniería genética, clonación y células madre), el embrión (embrión humano, aborto, diagnóstico prenatal, intervenciones en embriones humanos) y la vida en la fase terminal (dolor y eutanasia, encarnizamiento terapéutico, cuidados paliativos, muerte encefálica, transplante de órganos).

3. Algunos principios en los que se basa la enseñanza moral de la Iglesia.

Para entender la enseñanza de la Iglesia en las materias que señalaremos más adelante, es necesario previamente recordar algunos principios fundamentales en los que se basa la Iglesia para formular dichas enseñanzas, principios que como ya dijimos, brotan de la misma naturaleza humana y del Evangelio.

a) Dignidad de la persona humana

- La dignidad de la persona humana está arraigada en su creación a imagen y semejanza de Dios. Dotada de alma espiritual e inmortal, de inteligencia y de voluntad libre, la persona humana está ordenada a Dios y llamada, con alma y cuerpo, a la bienaventuranza eterna (Compendio CEC, 358), y es la “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (GS 24, 3).

- La persona humana está formada por un cuerpo material y alma espiritual. La unión es tal que uno no existe sin la otra y viceversa. La persona encuentra

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su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del bien (cf GS 15, 2). El ejercicio de la vida moral proclama la dignidad de la persona humana.

- La persona es un sujeto personal, que tiene valor y dignidad absolutos, es decir, tiene valor propio, por si mismo y no solo instrumental y objetivo. Por ejemplo, un lápiz tiene valor instrumental mientras sirva para escribir, no así la persona que tiene valor por sí misma, no es medio o instrumento para otros. Su valor y dignidad está en el hecho de que goza de una interioridad que la constituye como sujeto y la abre al absoluto y, por tanto, es fin en sí misma; esto hace que posea una inviolabilidad y derechos y deberes fundamentales. La vida del hombre tiene valor absoluto y es inviolable porque solo él es persona (unidad de cuerpo y espíritu). Por esto, respetando la dignidad de la persona humana, no todo lo que es técnicamente posible de realizar en ella, es moralmente admisible. Además, tratándose de una persona humana, se debe respetar el principio “conocer para curar, no para manipular”.

- La vida de todo ser humano ha de ser respetada de modo absoluto desde el momento mismo de la concepción, porque el hombre es la única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí misma, y el alma espiritual de cada hombre es inmediatamente creada por Dios; todo su ser lleva grabada la imagen del Creador. La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Donum Vitae, 5).

- La persona es también un sujeto individual. Cada persona es única, irrepetible, insustituible. Es como los hijos para una madre, todos son diferentes e inconfundibles; si uno muere, ninguno de los otros hijos lo podrá sustituir.

- La persona es un ser racional. Esto no quiere decir solamente que hace actos racionales como el pensar o el hablar, sino que su ser es espiritual. “Racional” significa todas las capacidades superiores del hombre (inteligencia, amor, sentimientos, moralidad, religiosidad…). No se requiere pues que la racionalidad esté presente como operación en el acto, sino que es suficiente que esté presente como capacidad esencial: así también es persona quien duerme, el minusválido, el embrión. Reducir la persona solo a sus funciones, que puede ser capaz de ejercer o no, comporta una limitación de su valor intrínseco y puede introducir una peligrosa discriminación entre quien tiene y no tiene determinados requisitos. Todos los hombres tienen la misma dignidad, aunque a lo mejor no tienen todavía o ya no tienen la posibilidad de manifestar alguna de sus facultades.

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- Existe un nexo inseparable entre vida-verdad-libertad. Todos ellos son bienes inseparables, eslabones de una misma cadena: cuando se rompe uno, también se acaba violando el otro. No se está en la verdad cuando no se acoge y se ama la vida, y no hay libertad plena si no está unida a la verdad. “La libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como único e indiscutible referente para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien y el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho” (Evangelium Vitae 19).

b) Naturaleza y dignidad de la sexualidad humana, del amor conyugal, del matrimonio y de la procreación.

- La sexualidad toca a toda la persona. La diferenciación varón-mujer no se limita al aspecto biológico, sino que es una dimensión constitutiva de la persona. La persona humana está tan profundamente influida por la sexualidad, que ésta es considerada como uno de los factores que dan a la vida de cada cual los rasgos principales que la distinguen. Del sexo, de hecho, la persona humana deriva las características que en el plano biológico, psicológico y espiritual la hacen hombre o mujer. La sexualidad es el modo de ser constitutivo de lo humano, no un ejercicio temporal de determinadas funciones. Ejercitar la sexualidad mediante actos genitales se sitúa en el ámbito de los actos accidentales del hombre pero no expresa la totalidad de la sexualidad.

- Hay cuatro dimensiones que le dan un sentido pleno y trascendente a la sexualidad: la imagen de Dios, Génesis 1,27 (Dios reprodujo en el ser humano su propia imagen, en el sentido que Dios es amor y creó al ser humano para amar), el complemento mutuo, Génesis 2,18 (el ser humano está orientado hacia otra persona. La sexualidad es la ordenación del ser humano hacia la comunicación de un “yo” con un “tu”, de donde surge un “nosotros”), el conocimiento recíproco, Génesis 4,1 (en la entrega sexual, el hombre y la mujer alcanzan un mutuo conocimiento, toman conciencia de su mutua dependencia y descubren su propia intimidad) y la fecundidad vital, Génesis 1,28 (los hijos son la culminación del amor. A través del acto de procreación, los esposos viven plenamente su sexualidad).

- El sentido de la sexualidad está dado por su orientación fundamental, que corresponde a dos necesidades humanas básicas: necesidad de salir de sí para perpetuarse y continuar en la existencia y necesidad de relacionarse con otra persona para complementarse. Esta búsqueda culmina en el encuentro amoroso, exclusivo y excluyente, del compromiso matrimonial.

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- El acto conyugal tiene un doble significado: de unión (la mutua donación de los cónyuges), y de procreación (apertura a la transmisión de la vida). Nadie puede romper la conexión inseparable que Dios ha querido entre los dos significados del acto conyugal, excluyendo de la relación el uno o el otro. Lo anterior se fundamenta en la unidad del ser humano, unidad compuesta de cuerpo y de alma espiritual, por lo tanto la relación ente el yo-persona y el cuerpo no es puramente de uso. Por otro lado, la dimensión biológica de la sexualidad humana es lenguaje de la persona, dotado de su propio significado, de su gramática. Así, los esposos expresan recíprocamente su amor personal con "el lenguaje del cuerpo", que comporta claramente significados esponsales y parentales juntamente. Si el beso de Judas nos perturba tan profundamente es porque el gesto de besar tiene su propio significado y llevarlo a cabo dándole otro sentido se advierte como algo inmoral y reprobable. La gramática que rige el lenguaje de la persona que es la sexualidad, es la gramática del don de sí mismo.

- La sexualidad es el lenguaje del amor, pero no cualquier manifestación sexual significa amor, porque no siempre forma parte de un encuentro personal auténtico. La genitalidad está al servicio de la sexualidad, la sexualidad al servicio de la persona, la persona al servicio del amor y el amor al servicio de la vida.

- Nuestra vocación humana y cristiana es una sola: es vocación a la santidad, es decir, al amor, que se realiza en el matrimonio o en la virginidad (Familiaris Consortio, 11).Aprender a amar es aprender a no buscarse a si mismo, a dominarse para darse. Si la persona no es dueña de sí, por obra de las virtudes y, concretamente, de la castidad, carece de aquél dominio que lo hace capaz de darse, es decir, de amar.

- La virtud de la castidad supone la adquisición del dominio de sí mismo, como expresión de libertad humana destinada al don de uno mismo. Todos, siguiendo a Cristo modelo de castidad, están llamados a llevar una vida casta según el propio estado de vida: unos viviendo en la virginidad o en el celibato consagrado, modo eminente de dedicarse más fácilmente a Dios, con corazón indiviso; otros, si están casados, viviendo la castidad conyugal; los no casados, practicando la castidad en la continencia (los novios por ejemplo). En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios.

Vivir la castidad significa entender y vivir el auténtico amor, no solo antes del matrimonio, sino durante toda la vida. El amor auténtico no busca la propia satisfacción, sino lo que es mejor para el otro. La castidad nos hace entender que la sexualidad es un valioso regalo que hemos recibido, nos hace respetarnos a nosotros mismos y a los demás, de forma que podamos amar a otra persona y no caer en la tentación de “utilizarla” en nuestro propio provecho.

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- El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona -reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad -; mira una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a la fecundidad. En una palabra: se trata de características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos" (FC 13). La persona humana tiene la capacidad de comprometerse libremente para toda la vida; tomar tales decisiones es parte de su vocación humana. Es más, la fidelidad durante toda la vida a la palabra empeñada la ennoblece.

- La indisolubilidad es una propiedad esencial del matrimonio ya en el orden natural, y ella alcanza en el matrimonio cristiano una particular firmeza por razón del sacramento. Dios dejó escrito este designio suyo en la naturaleza del tipo de relación que se crea entre los esposos cuando sellan entre sí una alianza, y establecen así una íntima comunión conyugal que “hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer, y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana.

Jesús enseña que, según el designio original divino, la unión matrimonial es indisoluble: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10, 9). La fe y la tradición de la Iglesia no han agregado nada al matrimonio natural al afirmar que es para toda vida. Lo que hace la Iglesia es reconocer que esta propiedad emana de las mismas exigencias de la Alianza matrimonial, de la manera de ser, natural e intrínseca, de la relación conyugal. Es decir, para afirmar que la indisolubilidad es una propiedad esencial del matrimonio, hay fundamentos que provienen realmente de la fe, pero también podemos llegar a esta afirmación con la razón.

- El amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable. Su motivo más profundo consiste en la fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a su Iglesia. Por el sacramento del matrimonio los esposos son capacitados para representar y testimoniar esta fidelidad. Por el sacramento, la indisolubilidad del matrimonio adquiere un sentido nuevo y más profundo. Por su fidelidad, los esposos se convierten en testigos del amor fiel de Dios.

- La procreación humana debe tener lugar en el matrimonio. La procreación de una nueva persona, en la que el varón y la mujer colaboran con el poder del creador, deberá ser el fruto y el signo de la mutua donación personal de los esposos, de su amor y de su fidelidad. La fidelidad de los esposos, en la unidad del matrimonio,

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comporta el recíproco respeto de su derecho a llegar a ser padre y madre exclusivamente el uno a través del otro. El origen de una persona humana es en realidad el resultado de una donación. La persona concebida deberá ser el fruto del amor de sus padres. No puede ser querida ni concebida como el producto de una intervención de técnicas médicas y biológicas. El hijo tiene derecho a ser concebido, llevado en las entrañas, traído al mundo y educado en el matrimonio: sólo a través de la referencia conocida y segura a sus padres pueden los hijos descubrir la propia identidad y alcanzar la madurez humana. El equilibrio de la sociedad exige que los hijos vengan al mundo en el seno de una familia, y que ésta esté establemente fundamentada en el matrimonio. (Donum Vitae, II. A. 1, II. B. 4.c). Para el tratamiento de la infertilidad, son lícitas aquellas acciones que ayudan a superarla a través de medicamentos y cirugía. Lo que no se puede hacer es sustituir el acto conyugal.

- El hijo es un don de Dios, el don más grande dentro del Matrimonio. No existe el derecho a tener hijos («tener un hijo, sea como sea»). Sí existe, en cambio, el derecho del hijo a ser fruto del acto conyugal de sus padres, y también el derecho a ser respetado como persona desde el momento de su concepción.

4. Enseñanza moral de la Iglesia con respecto a algunas situaciones

específicas.

A continuación, profundizaremos sobre algunas enseñanzas morales de la Iglesia, basadas en los principios antes señalados, que brotan de la misma naturaleza humana y del Evangelio, principios y enseñanzas que la Iglesia nos anuncia y enseña como “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim 3,15), fiel a su responsabilidad de custodiar la «sana doctrina» (2 Tm 4, 3), en fidelidad a Cristo y a su Evangelio, bajo la asistencia del Espíritu Santo y con la autoridad que el mismo Cristo ha conferido a los Apóstoles y a sus sucesores.

Para esto, antes de exponer en detalle cada situación, pedir a los jóvenes que identifiquen, cual o cuales de los principios señalados en el número 3 anterior (castidad, dignidad de la persona humana, de la sexualidad, del matrimonio, de la procreación…), creen que se ven vulnerados en las siguientes situaciones:

Masturbación

Esta acción vulnera la virtud de la castidad. Es la excitación voluntaria de los órganos genitales a fin de obtener un placer venéreo. Cuando el Nuevo Testamento reprueba la “sensualidad”, la “impureza”, la “impudicia”, la tradición de la Iglesia suele entender que con esas denominaciones se designa este pecado. Tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han

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afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado (CEC, 2352). ¿Por qué? porque es un acto ajeno a los fines de la sexualidad, es decir, a la mutua entrega y a la procreación humana en el contexto de un amor verdadero. Siendo un acto solitario, mal podría realizar forma alguna de amor y de donación. Al contrario, es un repliegue sobre sí mismo y un acto del todo estéril.

La defensa de la masturbación como una “válvula de escape” del impulso sexual juvenil no convence: ese mismo argumento podríamos aplicar a muchos males, como la embriaguez alcohólica, la cólera, la droga, la injuria, etc. Y si se la considera como una inofensiva y aún, necesaria exploración del cuerpo en la adolescencia, no se ve claro el sentido, ni su ventaja, ni su resultado, que con frecuencia es más bien el disgusto consigo mismo y la vaciedad.

No pocas veces hemos oído decir: ¿por qué tiene que decirme la Iglesia lo que debo hacer con mi cuerpo? Debemos recordar que la moral es una guía entregada por Dios que nos creó y que sabe lo que nos conviene. El sexo se expresa a través de un lenguaje, el del amor permanente, comprometido y fructífero. Cuando lo sacamos de ese contexto, no funciona y nos hacemos daño física, psicológica y espiritualmente.

La responsabilidad moral de quien cae en este acto puede ser atenuada por factores como la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia, la soledad, la falta de auténtico amor u otros factores psíquicos o sociales. En estos casos, es necesaria la comprensión, acogida, prudencia y consejo del confesor para ayudar a quien manifiesta un deseo auténtico de pureza y superación. Con la gracia de Dios y el esfuerzo oportuno, aún el hábito más arraigado en esta materia se puede vencer progresivamente.

Pornografía

Esta acción vulnera la virtud de la castidad, la dignidad de la persona humana y la dignidad del matrimonio. La figura moral de la pornografía “consiste en dar a conocer actos sexuales reales o simulados, que quedan fuera de la intimidad de los protagonistas, exhibiéndolos ante terceras personas de manera deliberada (CEC, 2354). A menudo, debe añadírseles la rebuscada obscenidad de sus contenidos y su carácter mercantil de compra y venta de objetos y servicios. Así, el cuerpo y el sexo humanos, se convierten, no ya solo en objetos, sino en objetos degradados con vista al placer enfermizo que producen. La pornografía es una disociación expresa de sexo y amor, de sexo y compromiso, de sexo y procreación.

La llamada moral que la Iglesia hace para impedir la producción y la distribución de material pornográfico suele chocar con un concepto deformado de las libertades civiles

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(de expresión, de información, de autodeterminación), así expresadas por quien afirma: “Soy yo quien decide lo que ve y lo que oye, no el Estado, no la Iglesia, no censura alguna”. Pero tal persona no es un Robinson Crusoe en su isla: vivimos en sociedad, y lo que está disponible para ese sujeto, a la larga lo estará para todos o para muchos, y en forma especial para los menores, ya que las medidas de control en esta materia resultan en la práctica, de una eficacia muy limitada.

Por último, el desafío de “el que no quiere mirar, que no mire”, dirigido a adultos cuidadosos de sí, se estrella contra nuestro derecho a vivir en un mundo no contaminado de obscenidad, que no apele continuamente a nuestra concupiscencia, que nos permita vivir razonablemente en paz: es lo que Juan Pablo II solía llamar “una ecología humana”. Cabe señalar que tiene responsabilidad moral quien produce la pornografía, quien la comercializa, como también el espectador.

Imaginación o fantasías sexuales:

La Iglesia nos enseña que no solo debemos evitar los “actos impuros” sino también los “pensamientos impuros”. Un “pensamiento impuro” es imaginarse explícitamente estar teniendo relaciones sexuales con alguien para sentir placer con ello.

¿Significa eso que cada vez que a uno se le ocurra un pensamiento de ese tipo comete un pecado? Desde luego que no. Somos humanos y esas imágenes se nos pueden venir a la cabeza sin pedir permiso, mas en una sociedad que constantemente nos ofrece imágenes para estimular nuestro instinto sexual.

De lo que estamos hablando es de lo que sí podemos y debemos controlar. De lo que viene a continuación. Martin Luther dijo que “nadie puede evitar que los pájaros vuelen sobre su cabeza, pero sí que hagan su nido en ella”. Cuando viene una imagen o un pensamiento de esos a la cabeza, podemos no asustarnos pero sí rechazarlo, o podemos hacer que permanezca y “gozarnos” en ello durante un rato. Un “pensamiento impuro” se consiente cuando voluntariamente decidimos admitirlo y gozarnos en el placer que nos produce.

¿Por qué nos hacen daño los pensamientos impuros?

- Porque va minando nuestro hábito de castidad y hará que cada vez nos cueste más. Imaginémonos que estamos a dieta y nos dedicamos a pensar en lo buenos que están los pasteles. ¿Qué pasará cuando tengamos enfrente un pastel? Pues que nos costará mucho más no comerlo. Lo mismo sucede con el sexo. Si fomentamos el deseo, va a ser muy difícil vencer cuando llegue la tentación.

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- Mientras duran esos pensamientos consentidos, estamos manipulando el sexo para convertirlo en un motivo de satisfacción egoísta en la que participa una persona que solo “existe” para hacernos gozar a nosotros. Al no ser real, no tenemos que preocuparnos por ella. Estamos fomentando una actitud que no es casta.

- Pueden estropear las verdaderas relaciones de pareja, tanto presentes como futuras. La imaginación ve siempre las cosas como le conviene: no hay gravedad, ni las cosas están desordenadas, ni hay peleas; la imaginación ve siempre el cuerpo de una “top model”. Una imaginación activa puede conseguir que ante una relación “real” nos desilusionemos, porque la persona con la que uno se ha casado no es igual que las fantasías que se habían fabricado. Dar rienda suelta a la imaginación, puede hacer que nos obsesionemos con lo físico y seamos incapaces de reconocer la belleza de lo espiritual. Es decidor el caso (de la vida real) de un marido, cuya mujer había dado a luz seis semanas antes, quien se negó a reanudar la relación sexual porque ella aún no había perdido los kilos que ganó con el embarazo.

Fornicación y Relaciones sexuales prematrimoniales:

Estas acciones vulneran la virtud de la castidad, la dignidad de la persona humana y la dignidad del matrimonio.

La fornicación es la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio, es decir, entre soltero y soltera (pues el adulterio es una fornicación más grave, al atentar contra la fidelidad conyugal).

En el Nuevo Testamento, es San Pablo quien se pronuncia más rotundamente sobre esta figura moral: “No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras ni los adúlteros ni los sodomitas poseerán el Reino de Dios” (1Cor 6, 9-10). “El cuerpo no es para la fornicación” (1Cor 6,13). “Huid de la fornicación” (1Cor 6, 18). Su exhortación se funda en que nuestros cuerpos son miembros de Cristo, en que resucitarán, en que son templo del Espíritu Santo. En otras cartas, viene a decir prácticamente lo mismo: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa guardar su propio cuerpo santamente y con honor” (1Tes4, 3-4). Esta última expresión, conservar el cuerpo en santidad y respeto, es todo un programa de castidad.

La razón de este precepto divino es clara a la luz de lo que hemos dicho: la donación física personal sería un “engaño” si no fuera total e incondicional, y “el único lugar” que hace posible esta donación total es el matrimonio (FC, 11).

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La pareja que se une carnalmente puede ser muy variada: comprador y vendedora de sexo, pareja de encuentro casual y sin destino, amigos “serios”, amantes, pololos, novios, convivientes de unión libre o de unión “a prueba.” Esta variedad es moralmente heterogénea y ciertamente no merece la misma valoración; pero en ningún caso se trata de marido y mujer, de esposos, y por lo tanto, fornican. En ninguno de estos casos existe la entrega y el compromiso incondicional y total del matrimonio. Todas estas situaciones ofenden la dignidad del matrimonio; destruyen la idea misma de la familia; debilitan el sentido de la fidelidad.

Son cada vez mas frecuente las “uniones libres de hecho,” uniones sin algún vínculo institucional públicamente reconocido, ni civil ni religioso. En algunos países las costumbres tradicionales prevén el matrimonio verdadero y propio solamente después de un período de cohabitación y después del nacimiento del primer hijo. Esta situación tiene graves consecuencias religiosas y morales (pérdida del sentido religioso del matrimonio visto a la luz de la Alianza de Dios con su pueblo, privación de la gracia del sacramento, grave escándalo), así como también consecuencias sociales (destrucción del concepto de familia, atenuación del sentido de fidelidad incluso hacia la sociedad, posibles traumas psicológicos en los hijos y afirmación del egoísmo).

La unión carnal sólo es moralmente legítima cuando se ha instaurado una comunidad de vida definitiva entre el hombre y la mujer. El matrimonio entre dos bautizados es el símbolo real de la unión de Cristo con la Iglesia, una unión no temporal o «ad experimentum», sino fiel eternamente; por tanto, entre dos bautizados no puede haber más que un matrimonio indisoluble. Por lo tanto, el amor humano no tolera la ‘prueba’. Exige un don total y definitivo de las personas entre sí (cf FC 80).

Cuando dos personas se casan, se comprometen a un amor verdadero. Se prometen mutuamente a no “utilizarse”, sino procurar el bien del otro durante toda su vida. Se entregan completamente el uno al otro, entregan toda su vida. Al hacer este compromiso delante de Dios, el matrimonio es un sacramento y, a través de él, Dios los une también espiritualmente, de forma que los dos realmente sean uno. Luego, en la unión sexual, expresan con su cuerpo lo que ya han afirmado con sus palabras ante el altar.

El sexo tiene su propio idioma, el idioma de entrega total a otra persona. Es el idioma que Dios ha puesto en el sexo, el idioma que el corazón entiende. Es un idioma de amor auténtico, no de amor “de ocasión”, de amor permanente, comprometido y fructífero, dispuesto a afrontar lo que venga después.

Las relaciones fuera del matrimonio no hablan ese idioma. Su compromiso consiste en algo así como “me comprometo a no tener relaciones con nadie más hasta que me

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canse o hasta que aparezca “otra”(o), que me satisfaga más.” No existe el compromiso permanente y exclusivo y menos la donación total abierta a la vida. Por el contrario, a menudo excluye la fecundidad. En las relaciones fuera del matrimonio, el cuerpo está mintiendo. Está haciendo que se constituya una unión afectiva que la realidad no puede respaldar. Todo eso no puede significar que se quiera el bien de la otra persona. Así lo vemos con lo que ocurre en la realidad.

Recordemos que la etapa del pololeo es una etapa de conocimiento mutuo, de búsqueda, en donde la comunicación es esencial para conocerse mejor. Para tomar una buena decisión es necesario no perder la libertad, poder decidir si se quiere seguir o terminar con esa relación si se ve que no tiene futuro, sin sentirse atado. Todavía no hay un compromiso definitivo.

Pues, bien, normalmente cuando esta relación se complementa con la unión sexual, la pareja se hace mucho daño. Muchas veces se hace casi imposible en cada encuentro abstenerse del sexo y se invierte el necesario conocimiento y comunicación verbal fundamental de esta etapa, por la comunicación a través del cuerpo, cuyo lenguaje, al estar fuera del contexto del matrimonio, se convierte como ya dijimos, en una “mentira”. Además hay que considerar que este tipo de relación lleva el riesgo de un embarazo (adolescente), el embarazo de una joven que no está aún preparada emocionalmente para ello y que seguramente tendrá fuertes consecuencias en los proyectos de vida que se había hecho. Por otro lado, no debemos olvidar lo que ya dijimos: ese hijo tiene derecho a ser concebido, llevado en las entrañas, traído al mundo y educado en el matrimonio.

El sexo pone mucha presión en las relaciones de pareja fuera del matrimonio, porque el corazón piensa que se ha entregado completamente, pero la realidad es que el compromiso es bastante inestable. Es difícil compaginar haberse entregado completamente a alguien con saber que el otro puede irse en cualquier momento. Esto lleva inevitablemente a la sensación de fragilidad, inseguridad y miedo. Si fuese necesario romper la relación, no terminan nunca de hacerlo porque los une un vínculo que se los impide. Aunque hayan descubierto que la relación entre ellos no es la adecuada, que no son “el uno para el otro”, que no comparten los mismos principios morales o un proyecto común, no logran escapar, se sienten atados.

Algunas veces se ven otros cambios negativos en los jóvenes que mantienen relaciones sexuales fuera del matrimonio: la joven que era ya algo madura, se vuelve insegura y dependiente de los demás y el joven empieza a sentir celos y a ser muy posesivo. Todo esto porque se han entregado el uno al otro sin asegurar ese don mutuo y que ahora empiezan a considerar muy frágil; ahora existe el temor a ser abandonado. Entonces crece la tensión de procurar tener siempre al otro contento, y de evitar conflictos y por tanto se evita decir lo que de verdad se piensa, haciendo así que la tensión siga aumentando. Como vemos, cuando se saca la sexualidad del contexto del matrimonio, nos hacemos daño física, sicológica y espiritualmente.

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El amor verdadero se demuestra en el comportamiento de la pareja (pololos, novios): ¿Busca cada uno el bien del otro? ¿Respeta cada uno el tiempo que el otro necesita para su desarrollo personal, aún a riesgo de perderlo si descubre que debe seguir otro camino? ¿Se animan mutuamente a no perder sus amigos? ¿Resisten a la tentación de monopolizar el tiempo del otro? ¿Se ayudan mutuamente a conseguir sus objetivos personales, aunque eso suponga alejarse temporalmente? ¿Están dispuestos a admitir que el otro decida no seguir adelante? Y como consecuencia de todo ello, ¿Respetan mutuamente su sexualidad, saben protegerse mutuamente, evitar las ocasiones y vencer las tentaciones de satisfacer sus impulsos? El amor auténtico siempre está unido al sacrificio, tal como lo demostró con su propia vida nuestro Señor Jesucristo.

Con respecto a las relaciones prematrimoniales (novios), hay quien se pregunta por qué la relación sexual, si es buena de suyo dentro del matrimonio, no lo es el día antes o el mes antes de contraer matrimonio. O dicho de otro modo, qué tanta diferencia hace el haber pronunciado o no una palabra “si”, o el haber puesto o no una firma en un papel.

¡Tremenda firma, tremenda palabra! Ellas prometen, comprometen la radical entrega del propio ser, de la humana persona, del propio cuerpo y alma. Un hombre y una mujer pueden entregarse cuerpo y alma en el sexo cuando ya se han entregado el uno al otro su pan, su techo, su abrigo, su nombre, su proyecto común de vida, sus potenciales hijos, etc. y eso ocurre para el cristiano ante el altar de Dios, cuando Dios mismo los une y les entrega su gracia, cuando su alianza mutua es parte viva de la Alianza de Dios con su pueblo.

Dios ha querido que la unión sexual sea la renovación del contrato matrimonial, la renovación del sacramento. Pero si no hay sacramento, no hay nada que renovar. Un ejemplo paralelo nos puede ayudar. Por el sacramento del Orden, el sacerdote recibe la potestad de consagrar el cuerpo y la sangre de Cristo, pero antes de recibir ese sacramento, no puede hacerlo. No existe una especie de “anticipación” o “prueba” de esa potestad, igual que no debería existir la unión sexual antes del matrimonio. La potestad surge del sacramento.

También hay quienes creen que el tener relaciones sexuales antes de casarse les hace disminuir el riesgo de un futuro fracaso, les da la seguridad de ser “compatibles”, de estar hechos “el uno para el otro” y así luego tener un mejor matrimonio. Esta actitud es como si nos dijeran: “te quiero, eres mi alma gemela, quiero estar contigo el resto de mi vida, que tengamos hijos juntos y que estemos muy unidos hasta la vejez. Pero, primero, necesito hacerte un pequeño examen sobre cómo haces el amor, porque si no sacas una buena nota, no estoy dispuesto”.

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La misma razón humana insinúa ya su no aceptabilidad, indicando que es poco convincente que se haga un «experimento» tratándose de personas humanas, cuya dignidad exige que sean siempre y únicamente término de un amor de donación, sin límite alguno ni de tiempo ni de otras circunstancias (FC 80).

Es un error tremendo pensar que la “calidad” de la relación sexual depende del uso de “técnicas” adecuadas. La calidad de la relación humana en todos los sentidos es lo verdaderamente importante. Si un buen matrimonio se lleva bien y congenian emocionalmente, si confía el uno en el otro y se preocupan de su mutuo bien, su vida sexual será un reflejo de todo ello. Si por el contrario, se dedican a pelearse, a buscar el propio interés, si no hay confianza ni intimidad, si se engañan, su relación sexual sufrirá también las consecuencias de ello.

Lo más bonito de la relación sexual es que no hace falta ser “experto” desde el principio. Hay toda una vida para aprender juntos, para entregarse el uno al otro.

Otras impurezas en el pololeo o en el noviazgo

a) Las “pruebas de amor”.

Hay quienes creen que un pololeo o un noviazgo vivido en continencia significa menos amor entre las partes y, es al revés: significa más amor y de mejor calidad. Cuando uno de los dos, pensando en la unión sexual que se le niega, pide al otro “pruebas de amor”, lo que en realidad le está pidiendo es que corra un riesgo. Eso no es amor verdadero y claramente no quiere lo mejor para su pareja. Comparemos esa situación con la de alguien que dijera: “me atraes mucho, pero se que el acto sexual no es, por ahora, lo mejor para ti ni para nuestro futuro, así que, aunque tendría muchas ganas, no quiero que lo hagamos”. Con esta actitud sí se demuestra un amor verdadero, dispuesto a poner el bienestar del otro por encima de un interés egoísta.

“La energía amorosa que no se entrega en la relación carnal, de ninguna manera se pierde, más bien pasa a vivificar las dimensiones más altas y finas del amor: la ternura, la comunicación superior, la misma conversación íntima y variada, el mundo de los sentimientos, el hecho de compartir más intereses comunes, etc.: los mejores fundamentos para el matrimonio venidero” (S. S. Pablo VI).

b) La falta de disciplina de los sentidos.

La pureza exige la guarda de los sentidos, externos e internos. Entre los primeros, tiene prioridad la vista. El lenguaje coloquial de los varones muchas veces delata el sentido moral de su mirada sobre la mujer. No es lo mismo decir: “es linda”, “se ve bien”, etc., expresiones de una mirada limpia o neutra, que incluso otra mujer puede usar, que decir: “está buena”, “es rica”, palabras de un evidente sentido sensual posesivo (“mirar con deseo”). Quien así mira a las mujeres, difícilmente puede ser un hombre casto; y quien así

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se hace mirar por los hombres, difícilmente puede ser una mujer casta. En esta materia es importante que la mujer cuide su forma de vestir, de bailar, de hablar, sus movimientos y actitudes que pueden provocar miradas de deseo.

La imagen visual es la llave primera del deseo, y por eso mismo, pieza clave e inicial de la ascética de la pureza. Aquello que el hombre “no puede” mirar sin deseo de concupiscencia, es aquello que el hombre “no debe” mirar, por motivos de conciencia moral. Aquí también se aplica lo que vemos o no vemos en la televisión, por internet, en revistas, etc.

c) Límites en las demostraciones de amor.

“Los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal” (CEC 2350).

Sin entrar en mayores detalles, podemos ofrecer un criterio de discernimiento en términos de ese “lenguaje del cuerpo” que decía Juan Pablo II. En principio, son legítimas dentro del noviazgo aquellas manifestaciones físicas que “expresan” cariño y se limitan a ser un “lenguaje” del afecto propio de los novios (o pololos). Pero cuando esta “expresión es superada, movida, instrumentalizada o arrasada por el exceso sensitivo, por la búsqueda del placer en sí y por las reacciones automáticas del cuerpo, cosa que ocurre más prontamente en el varón que en la mujer, y la pasión empieza a escaparse del dominio de las voluntades, ya han entrado ellos en el terreno de lo ilegítimo.

Sin duda, hay muchos pasos intermedios entre un beso y el acto sexual pleno. ¿Dónde está exactamente el límite?

La castidad implica entender la diferencia entre cariño y pasión. El cariño es bueno y, como el cuerpo manifiesta externamente lo que tenemos dentro, es lógico que haya expresiones corporales de cariño. Esos son los besos, los abrazos, ir de la mano……

El problema empieza cuando el cariño se transforma en pasión (alimentar el deseo del acto sexual). Y eso no puede ser amor, no busca lo mejor para el otro. No es malo sentir atracción sexual por alguien. Eso es normal y bueno, pero también supone un reto: el de mantener las manifestaciones externas de cariño controladas y saber parar cuando se ve que se están convirtiendo en una tentación.

En esta materia también es válida la frase de nuestro Señor Jesucristo (Mateo 7,12): “todas las cosas que quieras que los hombres hagan contigo, así también hazla tu con ellos”. Imagínate a tu futura(o) esposa(o). ¿Te gustaría saber que esa persona a la que entregarás

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tu futuro está ahora mismo con otro (o con otra), no precisamente tomados de la mano? Pues esa persona con la que puedes estar saliendo ahora puede terminar siendo la mujer (o el marido) de alguien que no necesariamente tienes que ser tú. El respeto que le debes, significa que debes tratarle como a ti te gustaría que hubieran tratado a la persona con la que definitivamente será tu esposa(o). Este mismo ejercicio lo puedes hacer pensando en tu propia hermana o en tu futura hija. ¿Te gustaría que la trataran como tu lo haces con quien sales?.

d) Las ocasiones de pecado.

La exposición innecesaria al riesgo, suele llamarse en el orden moral “ocasión de pecado”, y designa el acto voluntario de ponerse en una situación proclive a la caída, o de no huir de ella, lo que equivale en cierto modo a tentarse a sí mismo.

Si uno quiere la virtud, debe quererla por anticipado, asegurarla y no entrar en situaciones donde ella corra un peligro próximo. En cuanto a la pureza, podemos describir a modo de ejemplo algunas situaciones de este tipo en donde es necesario anticiparse a los hechos: abstenerse de acudir a ciertos espectáculos o locales de diversión de cuya limpieza no se está seguro, informarse previamente con prudencia y si es necesario, abstenerse de ciertas lecturas, sobretodo cuando se sospecha que están cargadas de sensualidad. Evitar amistades que nos induzcan a beber alcohol o droga y a la lujuria. Las parejas de pololos o novios deben acordar la prudencia de evitar un encierro o una soledad excesiva y tentadora.

Suponer que nuestra integridad personal no sufrirá, que a nosotros todo esto no nos afecta, es lo que llamamos “presunción” y ésta es el enemigo general e inicial del alma en todas estas situaciones. Cuando la ocasión de pecado es más que eso, es ya tentación, y sin buscarla nos sale al encuentro, es la hora de poner en práctica la siguiente paradoja:

“No tengas la cobardía de ser ‘valiente’: ¡huye!”. De los valientes que “huyen” es el Reino de los cielos.

Relaciones homosexuales

Vulneran la virtud de la castidad. La homosexualidad designa tanto la atracción sexual como las relaciones sexuales con personas del mismo sexo. Pero, sólo estas ultimas, las acciones, están sujetas a responsabilidad moral; no así aquella tendencia, que es una condición básicamente no elegida, y cuyo origen psíquico no conocemos bien.

Los actos homosexuales son reprobados en la Sagrada Escritura, desde el Génesis (castigo divino a los habitantes de Sodoma, de donde proviene el término “sodomitas”,

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Gn.19), hasta las cartas de San Pablo (“pasiones deshonrosas”, “extravíos”, Rom. 1, 26-27), y también 1 Cor 6, 9 y 1 Tim. 1,10.

La Iglesia experimenta una comprensión y un gran respeto por las personas que sufren la dura prueba de una tendencia sexual alterada. Sin embargo, debe afirmar que “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados y no pueden recibir aprobación en ningún caso, y ello porque son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual” (CEC 2358), y por eso mismo constituyen una relación permanentemente frustrada y frustrante.

Dado lo profundo, radical y envolvente de la sexualidad humana, y dada las consecuencias que proyecta sobre el destino de una persona, su dirección invertida no puede equipararse a un mero rasgo de la “diversidad” individual, como algunos quisieran, análogo al hecho moralmente neutro de ser zurdo, diestro o ambidiestro, gordo o flaco, etc.

Pero debemos tener presente que toda expresión de burla, desprecio o malevolencia hacia quienes padecen esta condición, no elegida sino sufrida, es una falta contra la caridad e incluso contra la justicia. También lo es todo signo de discriminación injusta.

Sin embargo, no se debe considerar cualquier crítica o reserva como una forma de injusta discriminación. Los dos ejemplos más actuales de una diferencia justa son el matrimonio y el sacerdocio. Con respecto al primero: “No puede constituir una verdadera familia el vínculo de dos hombres o dos mujeres, y mucho menos se puede atribuir a esa unión el derecho a adoptar niños” (Juan Pablo II), porque tal cosa sería hacer violencia al concepto y a la naturaleza misma del matrimonio, de la filiación y de las personas. El matrimonio es siempre la unión de un hombre y una mujer, Dios lo ha querido así, y uno de sus fines principales es la procreación, cosa que claramente no puede darse entre dos personas del mismo sexo.

Con respecto a lo segundo, “la Iglesia, respetando profundamente a las personas en cuestión, no puede admitir al Seminario y a las Ordenes Sagradas a quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay”(instrucción sobre personas homosexuales y su admisión a las ordenes sagradas), ya que el sacerdocio ministerial no es un derecho de nadie sino una llamada personal de Dios y de la Iglesia, que exige condiciones psicológicas y morales ligadas a la madurez afectiva y a la castidad sacerdotal. Tampoco puede considerarse injusto, por último, el límite con que la sociedad restringe las actividades de propaganda o de fomento de la conducta homosexual, por razones obvias de bien común.

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¿Qué ofrece la Iglesia a las personas de tendencia homosexual?

Desde luego, su cálida acogida, su comprensión, sus sacramentos, en las condiciones debidas, su guía espiritual y su atención pastoral. Pero al mismo tiempo les recuerda que están llamados a la castidad, lo que significa unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades de su camino, ya que con la ayuda sobrenatural (oración y gracia sacramental) y el consejo de la ayuda médica o psicológica, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana.

Cada uno de nosotros puede ayudarles en este “camino estrecho que lleva a la Vida” (Mt. 7, 14), prometido por Jesús, recordando que nuestra obligación de amar comprende a todas las personas. Estamos seguros que en la medida en que se sientan acogidos, respetados y queridos, les resultará más fácil vivir la castidad en su vida.

Divorcio

Atenta contra la dignidad de la persona humana y del matrimonio. Hoy son numerosos en muchos países los católicos que recurren al divorcio según las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo ("Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio": Mc 10,11-12), que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el primer matrimonio.

“El divorcio es una ofensa grave a la ley natural. Pretende romper el contrato, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio atenta contra la Alianza de salvación de la cual el matrimonio sacramental es un signo. El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente:

“Cualquiera que repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio” (Mc 10, 11-12).

Si el marido, tras haberse separado de su mujer, se une a otra mujer, es adúltero, porque hace cometer un adulterio a esta mujer; y la mujer que habita con él es adúltera, porque ha atraído a sí al marido de otra (S. Basilio, moral.regla 73).

El divorcio adquiere también su carácter inmoral a causa del desorden que introduce en la célula familiar y en la sociedad. Este desorden entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados por la separación de los

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padres, y a menudo viviendo en tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que hace de él una verdadera plaga social.

Puede ocurrir que uno de los cónyuges sea la víctima inocente del divorcio dictado en conformidad con la ley civil; entonces no contradice el precepto moral. Existe una diferencia considerable entre el cónyuge que se ha esforzado con sinceridad por ser fiel al sacramento del Matrimonio y se ve injustamente abandonado y el que, por una falta grave de su parte, destruye un matrimonio canónicamente válido” (CEC 2384 al 2386).

Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales, pero ello no significa que estén “excomulgados”, es decir, fuera de la comunidad de los bautizados.

“La reconciliación en el sacramento de la penitencia —que les abriría el camino al sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, «asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos” (FC 84).

El vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios.

La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina.

Para afirmar que la indisolubilidad es una propiedad esencial del matrimonio, hay fundamentos que provienen realmente de la fe, pero también podemos llegar a esta afirmación con la razón.

Por eso escribió la Conferencia Episcopal:

“Casi todos los matrimonios se casan con la intención de que sea para toda la vida. No es necesaria la fe para fundamentar el anhelo del ser humano de vivir en familia, ni para pensar que la alianza matrimonial entre un hombre y una mujer es el fundamento de la familia, y que la característica decisiva de esta alianza es la de ser sellada para siempre. No

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es difícil encontrar numerosos signos que hablan de esta nota característica del contrato conyugal, que configura una inclinación dominante de la naturaleza. Tomemos uno de ellos: prácticamente todos los novios llegan al matrimonio con la intención de compartir unidos y con hijos no una parte de la vida, sino toda la vida, hasta que la muerte los separe. El fenómeno es tan universal, que no se explica adecuadamente sólo como una suma de innumerables decisiones personales. Más bien muestra que este tipo de donación y compromiso mutuo es para toda la vida, y que así está inscrita en el corazón de los novios”.

“Veamos otro signo. Algo similar ocurre con las expectativas de los hijos. Podrán desear que la unión entre sus padres sea más gozosa, más pacífica y de mayor diálogo, pero nunca querrán que se rompa la relación entre ellos. Esta constatación es tan universal, que cabe postularla como un dato de la naturaleza de la vida familiar. También la familia se presenta como una comunidad de vínculos estables, para toda la vida.”

“Una tercera constatación arroja luz sobre el tema. Cuando una persona ha pasado por todo el sufrimiento y las decepciones de una ruptura, y decide unirse a otra persona con la ilusión de formar un nuevo hogar, lo único que quiere es que esta vez sea para toda la vida. Ésta es una tendencia que, sin duda, proviene de la naturaleza de este tipo de unión. De lo contrario, dado el dolor anterior, no querría una unión sin condiciones, para siempre, ya que podría ser causa de nuevas y deprimentes decepciones”.

“Pero hay también otras razones, fáciles de comprender, que comprueban que la indisolubilidad es un deber natural del matrimonio. Éstas son las consecuencias devastadoras para la familia, los hijos, el cónyuge más débil y la sociedad, tanto de las legislaciones que suprimen la estabilidad del matrimonio para toda la vida, como de las corrientes culturales que las inspiran y acompañan. Informes científicos sobre los desarrollos posteriores a la entrada en vigor de la ley de divorcio muestran que existe un incremento en el número de disoluciones matrimoniales. Y con ello, más personas se ven enfrentadas a sus efectos negativos”.

Como vemos, la indisolubilidad no es una ley extrínseca al matrimonio. Por el contrario, ella “se inscribe en el ser mismo del matrimonio.” La fe y la tradición de la Iglesia no han agregado nada al matrimonio natural al afirmar que es para toda vida. Lo que hace la Iglesia es reconocer que esta propiedad emana de las mismas exigencias de la alianza matrimonial, aunque tenga conciencia que la seguridad que asiste a los que siguen a Cristo acerca de la naturaleza del pacto conyugal, la obtienen sobre todo de la enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo que señaló claramente “Lo que Dios unió, no lo separe el hombre”.

Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la

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separación física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. Quienes se mantienen en esta situación, pueden acceder a la comunión eucarística, en las condiciones debidas.

En esta situación difícil, la mejor solución sería, si es posible, la reconciliación. Muchas veces se habla del “derecho a rehacer la vida”. Sin embargo, el sentido cristiano de “rehacer la vida” consiste más que en buscar a otra persona, en aceptar el compromiso que libremente se ha escogido y en aportar de sí lo mejor; en pedirle al Señor que nos enseñe nuevamente a mirar desde sus ojos y a hablar desde su corazón para reparar y reconstruir, para reemprender el camino y volver a la gratuidad y a la gratitud del amor.

Con respecto a la nulidad matrimonial, es necesario aclarar que la Iglesia no anula matrimonios. Al declarar una nulidad matrimonial, lo que la Iglesia hace es determinar e indicar que el vínculo conyugal nunca existió.

Acercamiento y acompañamiento pastoral a los separados.

La Iglesia fue instituida para conducir a la salvación a todos los hombres, sobre todo a los bautizados, por lo tanto no puede abandonar a quienes —unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental— han intentado una nueva unión. Por lo tanto la Iglesia procura infatigablemente poner a su disposición los medios de salvación.

Tanto los pastores como los fieles estamos hoy llamados a ayudar a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, promoviendo su participación en la vida de la Iglesia. Se les exhorta a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia reza por ellos, los anima, se presenta como madre misericordiosa y así los sostiene en la fe y en la esperanza.

La Iglesia nos recuerda además que ellos esperan nuestro respeto. Un primer paso será reconocer que quienes han sufrido las separaciones definitivas y han tomado la decisión de sellar una nueva unión esperan el respeto de la sociedad. La decisión la han tomado en el foro de su conciencia. Es cierto, abandonaron objetivamente lo que pide Nuestro Señor, quien les ofrecía su gracia para reflejar su amor fiel e irrevocable, como la ofrece en virtud del sacramento a quienes lo han contraído. Pero aun así, esperan sentirse respetados por nosotros. Desde luego, no conocemos sus motivaciones subjetivas. No sabemos con qué formación llegaron a su primer compromiso; con qué apoyo contaron en las dificultades; si solicitaron un consejo y qué consejos recibieron en las situaciones de profunda crisis; cuánta debilidad, qué desvalimiento y a veces cuánta desesperación experimentaron después de la separación; con qué libertad y con qué preparación y

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energía espiritual han podido abordar su presente y su futuro; cuántos errores y qué errores cometieron, o en qué faltas personales y culpas pueden haber incurrido. Tampoco sabemos con qué disposición subjetiva optaron por seguir una ruta diversa de la propuesta por el Creador como un camino estrecho, que nos asemeja al grano de trigo que ha de morir si quiere producir mucho fruto.

Conscientes de nuestra ignorancia, de la debilidad que muchas veces nos amenaza, de nuestras propias desviaciones y errores, del misterio de la dignidad de todos los hijos de Dios y de la asombrosa clemencia del Padre celestial, queremos tratarles de la misma manera como nosotros quisiéramos ser tratados si estuviéramos en su lugar. También por eso no queremos juzgarlos. Además no podemos olvidar la enseñanza del Maestro: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados”.

Anticoncepción

Atenta contra la dignidad del matrimonio. Con el término “anticoncepción” se indica toda acción que, en la realización del acto conyugal, se proponga, como fin o como medio, impedir la concepción, es decir, el encuentro entre el óvulo y los espermatozoides.

Es necesario resaltar dos aspectos: primero, lo más importante en la anticoncepción no es la “técnica” usada, sino la voluntad de impedir la concepción; segundo, con frecuencia, muchos de los llamados “anticonceptivos”, no son tales, porque en lugar de impedir el encuentro entre el óvulo y el espermatozoide, impiden que el óvulo ya fecundado pueda desarrollarse; no son “anticonceptivos”, sino “abortivos”.

Recordemos que “El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son sin duda, el don más excelente del matrimonio, y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres” (Gaudium et Spes, 50).En cambio, la anticoncepción intenta impedir que nazca un nuevo ser como resultado de un acto que está destinado justamente a hacerlo nacer (FC, 32).

El mismo Dios, que dijo: "No es bueno que el hombre esté solo (Gn 2,18), y que hizo desde el principio al hombre, varón y mujer" (Mt 19,4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: "Creced y multiplicaos" (Gn 1,28). De ahí que el cultivo verdadero del amor conyugal y todo el sistema de vida familiar que de él procede, sin dejar posponer los otros fines del matrimonio, tienden a que los esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más (GS 50,1).

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Como ya dijimos, la sexualidad es el lenguaje del amor, de la entrega total a otra persona. La anticoncepción significa no entregarse ni aceptarse completamente. Es como decir: “Te quiero, pero no acepto tu posibilidad de ser madre (padre); quiero el placer que me das, pero no sus consecuencias”. En cambio, en una relación sexual conyugal sana se afirma: “me entrego a ti y si de esa entrega nace un hijo, estaré feliz y me tendrás siempre a tu lado para quererlo y educarlo”.

El criterio central de la Encíclica “Humanae Vitae” es éste: “la inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador” (HV, 12). Por lo tanto, “queda excluida toda acción que, en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación” (HV, 14). Desde las yerbas anticonceptivas de la antigüedad, pasando por las píldoras anovulatorias del tiempo de la Encíclica (1968) hasta llegar a los productos actuales (anovulatorios, preservativos, espermicidas, antiimplantatorios, etc.) y a los futuros que el hombre pueda inventar, la doctrina es siempre la misma, ya se de en un contexto de explosión o de implosión demográfica, de pobreza o de prosperidad.

Pero, ¿no es esta una grave incomprensión por parte de la Iglesia, de las dificultades de la vida actual? No lo es, dice la Madre Iglesia, que se pone de corazón en todos los casos posibles y de modo especial, en los más dramáticos. No es tan difícil darse cuenta que ella no puede hacer otra cosa, porque no dispone a su gusto, ni siquiera por compasión, de la ley de Dios, ley que es enteramente buena: buena para los cónyuges y para la sociedad y para la vida, para el presente y para el futuro, no obstante lo arduo de su cumplimiento. Ni la Iglesia ni los cónyuges son “árbitros” de la vida humana y del poder creador divino; los padres, que no crean sino que pro-crean, son sus “ministros” (FC, 32), “sus administradores” (HV, 13), “sus cooperadores” e “intérpretes” (GS, 50). La anticoncepción los haría árbitros, que es tanto como ponerse en el lugar del creador.

Otra cosa muy distinta son los métodos naturales de regulación de la fertilidad, que consiste en poder realizar el acto conyugal cuando la mujer está en período no fértil y en abstenerse de él cuando está en período fértil, si se quiere distanciar la llegada de los hijos. En este caso, los cónyuges al hacer o no hacer el acto conyugal sexual, deben estar guiados por criterios de paternidad responsable y no por motivaciones egoístas.

La pregunta que se plantea a menudo es ésta: si el objetivo es evitar una concepción, ¿qué diferencia hay entre métodos naturales y métodos anticonceptivos? La diferencia está en el estilo de vida y en el comportamiento sexual de la persona. No es el simple hecho de ser “artificial” lo que funda el juicio moral en la anticoncepción. Lo que verdaderamente está en juego no es la “técnica” sino la dimensión personal del acto conyugal.

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En la anticoncepción se exime el comportamiento sexual de su responsabilidad inmediata de poder ser causa de una nueva vida; se exime de su tarea de ser responsable, y de actuar o no actuar sobre la base de esta responsabilidad. En la anticoncepción, el acto sexual que debe realizarse en relación con la decisión responsable, se desliga de ella. ¡Qué más da!; el “artificio” actúa por sí mismo y hace inútil el comportamiento sexual.

Con los métodos naturales, en cambio, es el sujeto el que tiene que modificar su comportamiento sexual: a través de un acto libre se abstiene de hacer el acto. Este abstenerse es un acto positivo que decide libremente no hacer el acto sexual, porque se asume la responsabilidad del mismo. Es pues un verdadero acto de comportamiento sexual responsable. En la anticoncepción, en cambio, se descarga esta responsabilidad sobre el “artificio técnico”.

Lo que aquí está en juego es la dignidad personal del amor y, por tanto, la naturaleza humana racional, que es material y espiritual al mismo tiempo. No somos ángeles y de ahí se suscita el problema de la ética sexual. El hecho que el amor humano tome la forma de un intercambio sexual y esté estructuralmente tan ligado a la procreación, no depende de una elección arbitraria de nuestra libertad Es un dato de la naturaleza humana racional. Separar esta unión estructural es contradecir no solo la naturaleza “biológica” de la persona, sino también la naturaleza humana racional, es decir, la unidad de la persona.

Fecundación artificial

Atenta contra la dignidad de la persona humana y contra la naturaleza de la

sexualidad y del acto conyugal.

Se entiende por fecundación artificial, el conjunto de técnicas dirigidas a conseguir una concepción humana fuera de su proceso natural en la unión sexual del hombre y la mujer.

Se distingue entre fecundación artificial homóloga, si los gametos (espermatozoides y óvulo) son del marido y de la mujer y fecundación artificial heteróloga, si al menos uno de los gametos proviene de un donante externo a los esposos. Sea la homóloga o la heteróloga, puede realizarse en forma intracorpórea, si la fecundación se da dentro de las vías genitales femeninas, o extracorpórea, si la fecundación ocurre fuera del cuerpo femenino, es decir, en una probeta (cuando la fecundación es extracorpórea, se llama fecundación in Vitro). En el caso de la fecundación in Vitro, se pueden dar también otras situaciones: el embrión es transferido a una “madre de alquiler”, el semen masculino proviene de un “banco de semen” congelado, se procede a la congelación de los embriones antes de ser transferidos al útero, etc.

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En la fecundación artificial in Vitro, para no repetir la extracción de óvulos de la mujer, se procede a una única extracción múltiple, seguida por el congelamiento o crioconservación de una parte importante de los embriones producidos in vitro. Esto se hace previendo la posibilidad de un segundo ciclo de tratamiento, en el caso de que fracase el primero, o bien porque los padres podrían querer otro embarazo. El congelamiento o la crioconservación en relación a los embriones es un procedimiento de enfriamiento a bajísimas temperaturas para permitir una larga conservación.

La experiencia de los últimos años ha demostrado que en el contexto de las técnicas de fecundación in vitro el número de embriones sacrificados es altísimo: arriba del 80% en los centros más importantes. Los embriones defectuosos, producidos in vitro, son directamente descartados.

La aceptación pasiva de la altísima tasa de pérdidas (abortos) producidas por las técnicas de fecundación in vitro demuestra con elocuencia que la substitución del acto conyugal con un procedimiento técnico contribuye a debilitar la conciencia del respeto que se le debe a cada ser humano.

La crioconservación es incompatible con el respeto debido a los embriones humanos: presupone su producción in vitro; los expone a graves riesgos de muerte o de daño a su integridad física, en cuanto un alto porcentaje no sobrevive al procedimiento de congelación y descongelación; los priva al menos temporalmente de la acogida y gestación materna; los pone en una situación susceptible de ulteriores ofensas y manipulaciones.

En lo que se refiere al gran número de embriones congelados ya existentes, ¿qué hacer con ellos? Al respecto, todas las propuestas presentadas (usarlos para la investigación o destinarlos a usos terapéuticos; descongelarlos y, sin activarlos usarlos para la investigación como si fueran simples cadáveres; ponerlos a disposición de las parejas infértiles, como "terapia de la infertilidad"; proceder a una forma de "adopción prenatal") ponen diferentes tipos de problemas. En definitiva, es necesario constatar que los millares de embriones que se encuentran en estado de abandono determinan una situación de injusticia que es de hecho irreparable. Por ello, Juan Pablo II dirigió una llamada a la conciencia de los responsables del mundo científico, y de modo particular a los médicos para que se detenga la producción de embriones humanos, teniendo en cuenta que no se vislumbra una salida moralmente lícita para el destino humano de los miles y miles de embriones "congelados", que son y siguen siendo siempre titulares de los derechos esenciales y que, por tanto, hay que tutelar jurídicamente como personas humanas.

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El juicio ético sobre la fecundación artificial se articula en tres puntos:

1. El respeto del embrión humano: el embrión es una persona humana y como tal debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida. El hijo es un don, no un derecho ni un producto. La vida del embrión no puede ser el precio que se paga para satisfacer el deseo de los padres, ni es admisible tampoco que el embrión se trate como medio, sacrificando uno para que nazca otro, como sucede con los embriones sobrantes. El hijo es concebido, no producido; es una persona que se acoge, no un objeto que se encarga. En la fecundación artificial, el hijo es “encargado” y “fabricado”. La “procreación” se degrada así a “reproducción”; de acción humana tiende a transformarse en operación técnica.

2. La naturaleza de la sexualidad humana y del acto conyugal: la fecundación artificial es inmoral porque divide en el acto sexual conyugal la dimensión unitiva de la procreativa. El origen de una persona humana, en virtud de la dignidad que le es propia, tiene que ser fruto de la donación de amor entre los padres en el acto conyugal, y no un producto técnico. Por esta razón, solo son lícitos aquellos procedimientos que no provocan división entre el acto unitivo y la procreación, y en los que la fecundación sea intracorpórea. Así, son admisibles las técnicas que se configuran como una ayuda al acto conyugal y a su fecundidad y las intervenciones que tienen por finalidad remover los obstáculos que impiden la fertilidad natural. Curar quiere decir eliminar obstáculos; no quiere decir sustituir a la pareja en lo que es exclusivo de ella.

3. La unidad de la familia: en la fecundación artificial, el hijo es introducido en la familia desde el exterior y en el caso de la fecundación heteróloga, esta persona que se introduce además está privada de la identidad de los propios padres, con lo que las relaciones paterno- filiales se trastocan.

El aborto

Es una acción gravemente contraria a la dignidad de la persona humana. El aborto es la supresión de la vida del embrión humano antes de su nacimiento. El aborto puede ser espontáneo (cuando la interrupción de la vida del embrión no es querida por la madre y es padecida con dolor) o procurado.

El aborto procurado es la muerte deliberada y directa, de cualquier modo que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, comprendida entre la concepción y el nacimiento.

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Todas las técnicas abortivas tanto quirúrgicas (aspiración, raspado de las paredes del útero, aborto por cesárea, inducción de contracciones, envenenamiento, nacimiento parcial) como farmacológicas (dispositivo intrauterino, píldora del día después, píldora abortiva RU 486, prostaglandinas, vacuna abortiva) constituyen la eliminación de un ser humano en la fase inicial de su existencia y, por consiguiente, contradicen la dignidad de la persona humana, se oponen a la justicia y violan directamente el principio de no matar.

Dentro de las técnicas farmacológicas se encuentra la “píldora del día después”: son dos comprimidos, que tomados en las 72 horas después de la relación sexual, modifican la pared del útero e impiden al embrión ya formado implantarse.

Al ingerir este producto se pretende evitar el desarrollo de un embarazo de haberse producido la fecundación después de una relación sexual, alterando el delicado equilibrio hormonal de la mujer. Ahora bien, dado que este producto está pensado para ser ingerido después de la relación sexual, está la posibilidad, de haberse producido la fecundación, de atentar en contra de un ser humano inocente al no permitirle que continúe normalmente su desarrollo, lo que es un aborto.

La posibilidad de que la píldora actúe impidiendo que el embrión se anide, dependerá del momento en el cual la mujer tuvo una relación sexual y de la etapa de su ciclo menstrual. Si se administra en el período previo a la ovulación es posible que tenga un efecto anovulatorio (no abortivo), pero si es durante el período de la ovulación y se produce la fecundación, la ingestión de ella está encaminada a que actúe su efecto antianidatorio (abortivo). Lo que sí está claro es que, dado que la mujer no tiene certeza en qué momento del ciclo se encuentra, al ingerir la píldora está dispuesta a que cualquiera de los dos mecanismos actúe, y ello, desde el punto de vista moral, es inaceptable. En la conciencia de la mujer debiera quedar la duda si la píldora que ingirió actuó impidiendo la ovulación o la anidación.

La fecundación del óvulo constituye la frontera que separa las diversas formas de anticoncepción de las diversas formas de aborto. Si la intervención se hace cuando el óvulo ya ha sido fecundado, entonces se produce el aborto.

El aborto como medio “anticonceptivo” es la interrupción voluntaria del embarazo con el objetivo de regular los nacimientos a causa de un embarazo “no programado”. Esta finalidad es excluida por la ley, pero en la realidad, esta motivación es la más frecuente. Se trata de un hecho gravemente ilícito tratándose del asesinato directo de un ser humano inocente.

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El aborto selectivo o eugenésico es la eliminación de los embriones afectados por patologías genéticas o malformaciones. El sano piensa que el deforme tendrá una vida infeliz y hará infelices a los demás, pero no hay prueba de que esto sea así. ¿Cómo es posible hacer prevalecer el “bienestar” de algunos sobre el “ser” de otros?

El aborto selectivo es gravemente ilícito porque la vida humana tiene valor en sí misma, no en función de las condiciones en las que se encuentra.

El aborto terapéutico es la eliminación del embrión que pueda poner en peligro la vida o la salud de la madre. Es gravemente ilícito porque se mata directamente una vida humana inocente.

El aborto terapéutico parte de la errada idea de que la vida de la madre vale más que la del hijo. Ello es insostenible desde cualquier punto de vista, dado que el valor de una persona humana y su dignidad es independiente del estadio de desarrollo en el que se encuentre.

Esta disyuntiva, en la que para salvar la vida de la madre hay que terminar con el embarazo, y ello procurando un aborto, en la práctica es muy escasa, sino inexistente, como la literatura médica lo demuestra. El concepto de terapéutico es abusivo. Terapia significa curar, sanar, pero en ningún caso eliminar la vida de un ser humano. Menos aun si es inocente.

La ilicitud de todas estas intervenciones no se refieren tan solo a un hecho de fe; la razón es de por sí suficiente para hacer comprender la ferocidad de tal acto. En el caso del aborto procurado, la violación del principio de la inviolabilidad de la vida humana va unida a algunas circunstancias que la hacen particularmente grave. El ser humano en el seno de la madre es mucho mas inocente de lo que se pueda imaginar, es débil e inerme, no tiene voz para protestar, pero sobre todo, está confiado totalmente a la protección y a los cuidados de la madre.

El Aborto no soluciona ningún problema; al contrario, produce un daño tremendo en la mujer, en sus hijos, en su familia, en toda la sociedad. Diversos estudios demuestran que la mujer sufre graves trastornos psicológicos después de un aborto, que van desde el sentido de culpabilidad y el remordimiento de conciencia y depresión, hasta la adicción a las drogas, la desesperación y el suicidio.

La Iglesia no se cansa de repetir que el aborto se combate proponiendo como un valor humanizador el vivir la sexualidad en el contexto del amor y de la trascendencia, y promoviendo una cultura de la vida por medio de todas las instancias educativas y sociales de las que dispone el país; que perciba al otro siempre como un don, y nunca como una amenaza.

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Eutanasia

El término deriva del griego eu (bueno) y thánatos (muerte), y significa “buena muerte”. Por eutanasia se entiende una acción o una omisión que por su naturaleza, o en sus intenciones produce la muerte, con el objetivo de eliminar todo dolor.

Con respecto a las intenciones: hay eutanasia cuando se tiene la intención de poner punto final a la vida o de acelerar la muerte de una persona. No hay eutanasia cuando se tiene la intención de aliviar los sufrimientos del enfermo terminal, aunque el suministro de fármacos pueda acelerar la muerte.

Con respecto a los métodos usados: hay eutanasia cuando la muerte intencional se consigue o con el suministro de sustancias mortales o con la omisión de terapias normales, como por ejemplo el alimento, la hidratación, la respiración, etc. No hay eutanasia cuando se omiten cuidados que son desproporcionados y no útiles para el enfermo. Para determinar si los cuidados son desproporcionados, se podrán valorar bien los medios poniendo en comparación el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales. También se evaluará si el empleo de instrumentos y personal es desproporcionado a los resultados previsibles, y si las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que los beneficios que se pueden obtener de los mismos.

En relación con los sujetos que actúan: se habla de suicidio, cuando la persona se quita la vida por sí sola; homicidio, cuando se practica sobre una persona que no lo ha solicitado libremente; suicidio y homicidio (suicidio asistido), cuando se practica sobre una persona que la ha solicitado libremente.

Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares. Por esto, el médico no tiene motivo de angustia, como si no hubiera prestado asistencia a una persona en peligro.

La eutanasia es siempre ilícita, también cuando se practica con fines piadosos y a solicitud del paciente. Se trata de la supresión de un ser humano, de la violación del principio de la defensa de la vida. Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano, cualquiera sea su edad o estado en que se encuentre. Nadie puede además, solicitar este gesto homicida para él mismo o para otro confiado a su responsabilidad, ni se puede consentir explícitamente o implícitamente. Ninguna autoridad puede imponerlo o permitirlo. Se trata de una violación a la dignidad de la persona humana.

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Conclusión La profundización de todo lo anterior, puede suscitar la impresión de que, en

materia de sexualidad y de Bioética la Iglesia es muy estricta, porque reduce lo legítimo a un espacio muy reducido y la mayoría de las posibilidades quedan moralmente excluidas. No pocas veces se oye decir que la Iglesia debería “actualizarse” y “ponerse a tono” con los tiempos que corren, que debería ampliar substancialmente el espacio de lo permitido.

Sin embargo, debemos recordar que no depende en absoluto de la Iglesia tal legitimación: se lo impide en muchos casos la ley divina inscrita en el corazón humano (ley natural) y en muchos otros, la ley divina positiva (explicitada en los mandamientos de la ley de Dios). En esa fidelidad se juega su propia identidad como depositaria del mensaje de Cristo.

No estamos hablando aquí de preceptos que regulen los días de ayuno y abstinencia o la frecuencia de sacramentos (mandamientos de la Iglesia) sino de la ley de Dios (ley que por lo demás, busca nuestro bien y nuestra felicidad). Si la Iglesia suprimiera algún mandamiento de la ley de Dios, tal vez sería muy popular, pero a costa de dejar de existir como la Iglesia de Cristo.

En cuanto a la dificultad de cumplir sus preceptos y seguir su camino, nadie lo duda. Sin embargo disponemos de poderosos medios humanos y sobrenaturales. Los más propios han sido destacados por la Iglesia a lo largo de los siglos: la disciplina de los sentidos y de la mente, el espíritu de mortificación y sacrificio para educar la voluntad, la vigilancia y la prudencia para evitar las ocasiones de pecado, la custodia del pudor, la moderación en las diversiones, la ocupación sana, el recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía y sobretodo fomentar la devoción hacia la Inmaculada Madre de Dios.

Queremos concluir con las palabras de Mons. Fernando Chomalí, quien comentando la Instrucción “Dignitas Personae”(12 de Diciembre de 2008), señala: “Detrás del no a la clonación, a la píldora del día después, brilla un gran sí, que es el sí a la vida, el sí al respeto de cada ser humano desde el momento de la fecundación, que siempre tiene que ser considerado un fin en sí mismo, pero nunca un medio ni menos un material biológico. ‘Dignitas personae’ plantea la primacía de la ética por sobre la técnica, de las personas sobre las cosas, y del espíritu por sobre la materia, y, sobre todo, reivindica la gran dignidad de todo ser humano, que tiene que ser tratado como persona”.

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IV. Compromiso En cada nueva situación que vaya surgiendo en la sociedad, relacionada a temas de

sexualidad y bioética, preocuparnos de discernir cristianamente, bajo la orientación de la Iglesia, sobre la licitud de cada situación de acuerdo a principios morales.

ORACIÓN FINAL

Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea

pues todo un Dios se recrea, en tan graciosa belleza, a Ti celestial princesa, oh Virgen Sagrada Maria yo te ofrezco en este día, alma vida y corazón.

Mírame con compasión no me dejes Madre mía,

Amén.

DINÁMICA

Repartir al azar entre los jóvenes las siguientes preguntas:

1. ¿Qué le contestarías a una persona creyente que te dice: “Cada uno puede disponer de su cuerpo y discernir, por sí mismo, el tipo de vida que quiere llevar.”

2. Basándote en la relación libertad-verdad y en la dignidad de la persona humana, ¿qué le contestarías a una persona no creyente que te dice?: “Cada uno puede disponer de su cuerpo y discernir, por sí mismo, el tipo de vida que quiere llevar.”

3. ¿Qué contestarías ante la siguiente duda?: “No entiendo por qué la Iglesia se opone al uso de preservativos si existe el riesgo de contraer el Sida.” (Para tu respuesta, considera lo expuesto sobre la castidad).

4. ¿Qué contestarías ante la siguiente afirmación?: “La Iglesia no debería oponerse a los actos homosexuales, porque los que los realizan son libres para decidir hacerlo y además no le hacen daño a nadie.”

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Para el desarrollo del presente tema se utilizó la siguiente bibliografía:

- Catecismo de la Iglesia Católica (CEC)

- Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica.

- Compendio de la Doctrina social de la Iglesia (Compendio DSI).

- Encíclica “Veritatis Splendor”, S.S. Juan Pablo II.

- Carta Encíclica “Humanae Vitae”, S. S. Pablo VI.

- Instrucción “Donum Vitae” sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, Cardenal Joseph Ratzinger.

- Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio”, S.S. Juan Pablo II (FC).

- Carta Pastoral “Lo que Dios ha unido” del Cardenal Arzobispo de Santiago Francisco Javier Errázuriz Ossa.

- “Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual”: Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe.

- Instrucción “Dignitas Personae”: Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (12 de Diciembre de 2008)

- “Orientaciones Educativas y Sobre el Amor Humano”. Pautas de educación sexual de la Sagrada Congregación para la Educación Católica.

- “Sexualidad humana: verdad y significado”. Pontificio Consejo para la Familia.

- Carta “Homosexualitatis problema,” Congregación para la doctrina de la Fe.

- “Instrucción sobre personas homosexuales y su admisión a las Ordenes Sagradas”, Congregación para la educación Católica.

- “Sexualidad, amor, santa pureza”: José Miguel Ibáñez Langlois.

- “Tus preguntas sobre amor y sexo”: Mary Beth Bonacci.

- “Bioética para todos”: Ramón Lucas Lucas.

- Consideraciones antropológicas y éticas acerca de la “Píldora del día después”: Mons. Fernando Chomali G., Obispo auxiliar de Santiago.

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Actualización de la Pasión, muerte y resurrección de Cristo:

La Santa Misa

“Lo poco que hacemos nosotros es una nada en comparación con lo que el buen Dios hizo por nosotros.”

San José Freinademetz

ORACIÓN INICIAL

Señor Jesús, te pedimos que nos acompañes hoy para que podamos entender y valorar el gran amor que nos tienes, amor que llegó hasta el extremo de morir por cada uno de nosotros.

Ayúdanos a entender el real valor que tiene la Misa que celebramos, ayúdanos a entender y a vivir cada parte de ella, en donde Tú nos hablas, en donde Tú te entregas por nosotros, y te ofreces como alimento para nuestro espíritu.

Amén.

Oraciones espontáneas…..

Padre Nuestro…….

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I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: 1 Corintios 11, 23-26

“Yo recibí una tradición procedente del Señor, que a mi vez les he trasmitido; y ésta es:

que el Señor Jesús la noche en que era entregado, tomó pan; y recitando la acción de gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo, que es entregado por ustedes. Hagan esto en memoria mía’. Lo mismo hizo con la copa, después de haber cenado, diciendo: ‘Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cada vez que la beban, háganlo en memoria mía’. Porque cada vez que comen de este pan y beben de esta copa, están anunciando la muerte del Señor, hasta que venga”.

Palabra de Dios.

Introducción

Recordemos que los sacramentos son 7: Bautismo, Eucaristía, Confirmación, Reconciliación, Matrimonio, Orden sacerdotal y Unción de los enfermos. Todos ellos fueron instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia. Los sacramentos son medios de salvación, son la continuación de las obras salvíficas que Cristo realizó durante su vida terrena.

Los sacramentos son la presencia misteriosa de Cristo invisible, que llega de manera visible por medio de los signos eficaces, materia y forma. Cristo se hace presente real y personalmente en ellos y de un modo especial en la Eucaristía (En apéndice 2, se presentan algunas nociones generales sobre los sacramentos).

En el presente tema, nos referiremos al Sacramento central de la vida cristiana: al sacramento de la Eucaristía.

III. Desarrollo del tema Numerosos fieles asisten a la santa Misa porque se saben necesitados de Dios y

buscan, en comunión con la Iglesia, alimentarse de su Palabra, de su Cuerpo y de su Sangre. Estos asisten semanalmente, incluso diariamente, con la firme convicción de que la santa Misa es “fuente y cima de toda vida cristiana” (Constitución Lumen Gentium nº 11).

Sin embargo, con frecuencia algunos fieles asisten a la santa Misa sin tener un conocimiento claro del misterio que en ella se celebra:

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Por lo mismo, hay muchos que sienten la “pesada carga” de asistir a la Misa, van a la iglesia por obligación, para “cumplir el precepto”, para tener los papeles en regla y quedar con la conciencia tranquila. Evitan, en lo posible, participar en aquellas que se alargan “más de la cuenta” con largas prédicas, cantos que no los motivan o que caen en horarios “incómodos” porque interrumpen otras actividades “de igual importancia”.

El no entender bien lo que realmente se celebra en la Misa hace que a veces acudamos a ella solo como simples espectadores, sin una participación activa. Así, los que se deben mover y participar son los otros: el sacerdote, los cantores, los lectores..., es decir, los que están “en el escenario”. Estamos en las “butacas” simplemente viendo y escuchando. Nos incomoda que se nos involucre con participaciones, exigencias o compromisos. Generalmente buscamos una misa “entretenida” y dirigida por un buen anfitrión. Si no resulta, cambiamos de Misa.

Más aún, a veces acudimos para coleccionar una nueva experiencia, mística o estética. La celebración puede convertirse en el lugar privilegiado de una religión-refugio, falsamente mística, en una especie de remanso de paz: sentirse muy juntos para evitar el vértigo del mundo moderno y, además, saboreando, desde el punto de vista estético, hermosas ceremonias realzadas por cantos bonitos. Con esta actitud se consigue estar a gusto, pero todo queda en una especie de terapia de grupo; Dios se convierte en una excusa para no salir de nosotros mismos.

El no entender el carácter comunitario de la Misa hace que algunos hagan de la Eucaristía una mera devoción privada. Suelen ser cristianos piadosos, que acuden con buenas disposiciones interiores. Pero, como fruto quizás de una formación cristiana de corte individualista, sólo se interesan por lo que pasa entre Dios y ellos. Parece que no les interesara compartir con los demás: rezan sus devociones abstrayéndose del ritmo de la celebración y a veces pareciera que les molesta tener que dar la paz. De alguna manera, estos caerían en el reproche que hacía san Pablo a los corintios: «Cuando os reunís en asamblea, ya no es para comer la cena del Señor, pues cada cual come su propia cena» (1 Cor 11,20-21).

A esto se unen los fieles que no asisten a la santa Misa, o bien no lo hacen con la regularidad que manda la Iglesia.

¿Cuáles podrán ser las razones para no asistir?

- Unos, porque “no tienen tiempo”: tienen un partido de fútbol, tienen que estudiar, tienen que trabajar, están demasiado cansados por la fiesta de la noche anterior, se van a la playa, a esquiar, tienen un compromiso social…. Es decir, tienen todo el tiempo ocupado... en lo que les interesa.Y la Misa no entra en sus intereses. Seguramente

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a ellos, el Señor les dice: «Andas inquieto y preocupado por muchas cosas, cuando en realidad una sola es necesaria» (cf. Lc 10,41-42).

Tal vez, estos deberían examinarse con respecto a ¿qué lugar ocupa realmente el Señor en su vida y en su corazón? Recordemos lo que mencionamos en temas anteriores con respecto al lugar central que el Señor ocupa en nuestra vida cuando hay una verdadera conversión. “La ley del amor es tender hacia quien se ama.”

- Otros no asisten porque su fe no tiene raíces sólidas. Decía Jesús: «Al recibir el mensaje, lo reciben en seguida con alegría, pero no tienen raíz en sí mismos; son inconstantes y en cuanto sobreviene una tribulación o persecución por causa del mensaje sucumben» (Mc 4,16-17). Este podría ser el caso de aquellos que tienen una fe inmadura, una fe heredada y poco personalizada, que normalmente sucumbe ante la prueba y que no es capaz de ir contra corriente, por ejemplo cuando los amigos se burlan de ellos o cuando arriesgan alguna relación que les interesa. Haría falta una fe más formada y personal, capaz de luchar por lo que se cree y por Quien se ama.

- No faltarán tampoco los que no acudan por un ansia de autonomía individual. ¡Ya está bien de leyes y de imposiciones! ¡Las estructuras, incluso las eclesiales, me ahogan!. ¡Quiero ser yo mismo!; ¡para vivir la religión no necesito someterme a ninguna norma ni juntarme con nadie!. Y, claro, comenzamos por querer ser “cristiano a mi manera”, y acabamos no siéndolo de ninguna. No debemos olvidar que el cristiano necesita de la comunidad para crecer en la fe y que el cristianismo es una religión de comunión.

- Por último, siempre queda otra motivación misteriosa, pero real: el dominio del mal: «aquellos en quienes se siembra el mensaje, pero en cuanto lo oyen viene Satanás y les quita el mensaje sembrado en ellos» (Mc 4,15). Ahora bien, como a Satanás no le es permitido suprimir nuestra libertad, lo que aquí ocurre es que han decidido libremente en contra del mensaje y, como consecuencia, se les ha privado de la capacidad de entenderlo y vivirlo. ¡Se han ganado a pulso la pérdida de la fe por no haber sido coherentes con ella! Entonces, la única esperanza es que la paciencia del sembrador (Dios) vuelva a pasar por su vida.

Comentar:

1- ¿Vas a Misa? ¿Por qué? ¿Con qué frecuencia? ¿Te sientes identificado con alguno de los casos anteriores?

2- ¿Sabes qué es realmente lo que se celebra en la Misa? Explica.

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¿Qué es la Santa Misa?

La palabra Eucaristía significa “acción de gracias”. Así, uno de los principales fines por los que se celebra la Eucaristía o la santa Misa es expresar a Dios nuestra gratitud por la salvación o redención del hombre enviando a su Hijo Jesucristo y unirnos al sacrificio de Cristo que nos ha redimido con su propia sangre, sufriendo en la cruz el castigo que nosotros merecíamos por nuestros pecados.

La Misa es la celebración del Misterio Pascual de Jesucristo (Pasión, Muerte y Resurrección). Es el sacrificio mismo de Cristo, que El instituyó para perpetuar en los siglos, hasta su segunda venida, el sacrificio de la Cruz.

Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y « se realiza la obra de nuestra redención ». Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente.

El sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. La Misa es un hecho salvífico que se actualiza cada vez que se repite (memorial). Es a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor.

La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el Cuerpo y la Sangre del Señor y por eso el Concilio enseña: “Se recomienda especialmente la participación más perfecta en la Misa, la cual consiste en que los fieles, después de la comunión del sacerdote, reciban del mismo sacrificio el Cuerpo del Señor; el culmen de la participación litúrgica, la máxima y más efectiva, es la comunión sacramental. Nadie debería, estando en gracia de Dios, dejar de comulgar en cada Misa que participa.”

Entonces, del mismo modo que Cristo ofreció su sacrificio en el altar del cenáculo (y luego en la Cruz), hoy en día, los sacerdotes ofrecen este mismo sacrificio en el altar de cada Iglesia.

Esto nos lleva a la pregunta: ¿Qué diferencia existe entre el sacrificio que ofreció Cristo y el que ofrecen hoy los sacerdotes?

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La respuesta es: en cierta manera, ninguna. Si Cristo padeció, murió y resucitó por nosotros, debemos creer firmemente que en cada santa Misa presenciamos actual y renovadamente este hecho maravilloso. ¿Cómo puede ser esto?

En la Liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su Hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre "una vez por todas" (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida (CEC, 1085).

Entonces, el memorial eucarístico no es una ceremonia del recuerdo, como cuando celebramos nuestro cumpleaños, recordando el día de nuestro nacimiento. En el memorial eucarístico se trata de una memoria viva y eficaz que hace actual y presente el sacrificio pascual de Jesús. Es el Espíritu Santo quien no deja de actualizar, es decir de hacer pasar a la actualidad de hoy, el sacrificio de Jesús, efectuando la obra de nuestra redención de los pecados que cometemos cada día, reconciliándonos con el Padre.

En la última cena, Jesús «tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Esto es mi Cuerpo, entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo tomó el cáliz, después de la cena, diciendo: Este es el cáliz de la nueva Alianza en mi sangre, derramada por vosotros». Y así, al ordenar a los Apóstoles que hicieran esto en memoria suya, quiso por lo mismo que se renovase perpetuamente (Mysterium Fidei, N°4, Pablo VI).

Cuando celebramos la Misa, no estamos pensando en ofrecer a Jesucristo varias veces repitiendo su sacrificio. El sacrificio de la Cruz y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio. Son idénticas la víctima y el oferente, y sólo es distinto el modo de ofrecerse: de manera cruenta en la cruz, incruenta en la Eucaristía (Compendio CEC, 280).

¿Cómo quedar indiferente ante la Crucifixión y Muerte de Jesús? ¿No seremos acaso como los apóstoles adormecidos en Getsemaní, y todavía menos, como los soldados pensando en jugar a los dados al pie de la Cruz, despreocupados de los atroces dolores de Jesús moribundo?

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Esta es la impresión angustiosa que se experimenta hoy cuando se asiste a las Misas que se celebran al ritmo de las guitarras en son de fiesta, a veces con los fieles vestidos vergonzosamente, sin modestia, voluntariamente distraídos, sin atención, sin respeto, de pie, mirando a un lado y a otro. Se podría decir que asisten como los judíos, ¡Crucificando otra vez a Jesús!.

La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia.

La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo, es el sacrificio de cada uno de nosotros, su Iglesia. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo, presente sobre el altar, da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda (CEC, 1368).

En la Eucaristía, la Iglesia ha de actualizar hasta el fin de los siglos el sacrificio de la cruz, y ha de hacerlo empleando en su liturgia la misma forma decidida por el Señor en la última Cena.

La santa Misa ha sido siempre la devoción de los santos.

Santo Tomás escribió: “La celebración de la Misa vale tanto como vale la muerte de Jesús en la Cruz”. San Francisco de Asís decía: “El hombre debe temblar, el mundo debe estremecerse, el cielo entero debe estar conmovido cuando el Hijo de Dios aparece en el altar entre las manos del sacerdote”.

Al renovar el Sacrificio de la Pasión y de la Muerte de Jesús, la Santa Misa es algo tan grande que basta por sí sola para contener la Justicia Divina. “Toda la cólera y la indignación de Dios, afirma San Alberto Magno, cede ante esta ofrenda” y San Alfonso María de Ligorio señalaba que “sin la Santa Misa, la tierra estaría aniquilada hace mucho tiempo a causa de los pecados de los hombres”.

El Santo Cura de Ars decía: “El martirio no es nada en comparación con la Misa, porque el martirio es el sacrificio del hombre a Dios, mientras que la Misa es ¡el sacrificio de Dios por el hombre!”. El Papa Juan Pablo II dijo a los jóvenes en uno de sus discursos: “Ir a Misa significa ir al Calvario para encontrarse con Él, nuestro Redentor”. Al ir a la Misa, deberíamos repetir con Santo Tomás Apóstol: “Vayamos también nosotros a morir con Él” (Jn.11, 16).

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Entonces, ¿por qué debemos ir a Misa?

La Iglesia manda asistir a la santa Misa, bajo pecado grave, los domingos y fiestas de precepto (Código de Derecho canónico can. 1247), primero, dando cumplimiento al tercer mandamiento de la ley de Dios y, luego, porque como Madre, nos aconseja convencida de que los fieles no podemos permanecer vivos en Cristo si nos alejamos de la Eucaristía de modo habitual y voluntario.

Es Cristo mismo quien nos convoca a la Eucaristía con todo amor y autoridad: “En verdad os digo, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros...El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Juan 6,53.56). Así pues, “tomad, comed mi cuerpo y bebed mi sangre. Haced esto en memoria mía” (Mateo 26,26-28; 1Corintios 11,23-26). Cumpliendo la Iglesia este mandato, la Última Cena la ha acompañado, alimentado y formado a lo largo de los siglos hasta el día de hoy.

¿Está realmente presente Jesús en la Hostia Consagrada o es sólo un símbolo? ¿Debemos adorarla?

En el relato de la institución, la fuerza de la acción de Cristo y de sus palabras, pronunciadas ahora por su sacerdote, y el poder del Espíritu Santo, hacen sacramentalmente presentes bajo las especies de pan y de vino su Cuerpo y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz de una vez para siempre.

A pesar de su apariencia, el pan y el vino dejan de ser lo que eran y pasan a ser ‘Cuerpo y Sangre’ del Señor. Esto es lo que la Iglesia llama la ‘transubstanciación’. Este difícil término no pretende explicar lo que queda como misterio de la fe, sino afirmar que gracias a esta conversión de la substancia del pan y del vino, Cristo se vuelve realmente presente y se da en alimento.

Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión. Así, San Juan Crisóstomo declara que: “El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. “Esto es mi Cuerpo”, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas, porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo.

La «presencia real de Jesucristo» en el Pan y Vino consagrado es un hecho que la Palabra de Dios nos muestra claramente. Leamos lo que Jesucristo dice:

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«Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.»( Jn 6,48-51).

……Entonces los Judíos contendían entre sí, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos su carne a comer?" (Jn 6,51-52). Con estas palabras queda claro que los judíos entendieron que las palabras de Jesús no eran dichas de manera simbólica, por eso se escandalizaron.

….."Y Jesús les dijo: …“El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna: y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en Él. (Jn 6,53-56).

"Y muchos de sus discípulos oyéndolo, dijeron: Dura es esta palabra: ¿quién la puede oir? (Jn 6,60)….."Desde esto, muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con Él" (Jn 6,66).

……."Dijo entonces Jesús á los doce: ¿Queréis vosotros iros también? Y respondiole Simón Pedro: ‘Señor, ¿á quién iremos? tú tienes palabras de vida eterna’”. (Jn 6,67-68). Aunque Jesús les pregunta a los doce, la respuesta es sólo de uno, representando a los doce: Pedro tomó la palabra y dio un sí personal y eclesial: «Tú tienes palabras de vida eterna». Pedro, el primer Papa, la cabeza visible de la Iglesia; el pastor que Jesús nos dejaría, acepta las palabras de Jesús tal como son. Y así es lógico que al investigar este misterio sigamos como una estrella el magisterio de la Iglesia, a la cual el divino Redentor ha confiado la Palabra de Dios, escrita o transmitida oralmente, para que la custodie y la interprete.

La presencia de Cristo en la Eucaristía no es un símbolo, sino que como lo dice el Concilio de Trento: es una presencia, verdadera, real y substancial. Nosotros creemos que una vez que el sacerdote ha dicho las palabras de la Consagración, bajo las especies del pan y del vino está verdaderamente presente todo Cristo: su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad. Cristo está presente glorioso y triunfador, intercediendo por nosotros ante Dios Padre.

La sagrada Eucaristía es un Misterio de fe. San Juan Crisóstomo nos enseña: «Inclinémonos ante Dios; y no le contradigamos, aun cuando lo que Él dice pueda parecer contrario a nuestra razón y a nuestra inteligencia; que su palabra prevalezca sobre nuestra razón e inteligencia. Observemos esta misma conducta respecto al misterio [eucarístico], no considerando solamente lo que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus palabras, porque su palabra no puede engañar». Que en este sacramento se halle presente el cuerpo verdadero y la sangre verdadera de Cristo, no se puede percibir con los sentidos —como dice Santo Tomás—, sino sólo con la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios. Por esto, comentando aquel pasaje de San Lucas 22, 19, San Cirilo dice: «No dudes si esto

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es verdad, sino más bien acepta con fe las palabras del Salvador, porque, siendo Él la verdad, no miente».

La presencia real de Cristo en la Eucaristía es lo que hace que la Misa esté siempre llena de contenido religioso, Jesús está ahí con el mismo amor que se entregó por nosotros en la cruz. Realmente, el Hijo de Dios tiene el poder de cumplir lo que Él mismo afirma: “Esto es mi cuerpo,... esta es mi Sangre”. Para Dios, nada es imposible.

Todo lo señalado hasta ahora, nos debe ayudar a comprender mejor el por qué al sacramento de la Eucaristía se le debe rendir el culto de latría, es decir la adoración reservada a Dios, tanto durante la celebración eucarística, como fuera de ella.

Nuestra participación en la Santa Misa

Habiendo reflexionado en lo más esencial de la santa Misa, nos queda meditar en nuestra disposición hacia ella, no sólo como sacramento, que ciertamente lo es, sino como sacrificio de Cristo y banquete de Comunión entre los hermanos. De nuestra participación plena se obtienen frutos espirituales abundantes no sólo para nosotros sino para toda la Iglesia. Los frutos de la Santa Misa se mencionan en el Anexo N°1.

a) Con espíritu de adoración

La adoración que le debemos a Dios interpreta nuestra disposición para la Misa, no sólo personal sino litúrgica, es decir, comunitaria, partícipe del Cuerpo místico de Cristo. “Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto” (Mateo 4,10). En el anexo N°2 se señalan los fines de la santa Misa, de los cuales el primero es la adoración.

Pero no sólo el alma debe adorar a Dios en la liturgia. El cuerpo también es reflejo de la adoración y alabanza que dirigimos a Dios. Las actitudes o símbolos externos reflejan lo que hay en el corazón. Por este motivo, el estar de pie, la genuflexión, el estar de rodillas y otros gestos significan nuestra adhesión a la Iglesia que celebra y demuestra nuestra comprensión del rito que realizamos.

“¿Qué podemos sentir ante el altar, donde Cristo hace presente en el tiempo su Sacrificio mediante las pobres manos del sacerdote? No queda sino arrodillarse y adorar en silencio este gran misterio de la fe”. (Carta de S.S. Juan Pablo II).

Los gestos de adoración, que la liturgia pide que sean observados, corresponden al reconocimiento de la majestad del Señor y de la pertenencia del hombre a Dios.

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b) Petición humilde de perdón y deseo de conversión

Siempre que nos acerquemos a recibir el Cuerpo de Cristo «entregado por nosotros» y su Sangre «derramada por nuestros pecados», nos sentiremos indignos y necesitados de perdón. Como el publicano imploramos: «Ten compasión de mí que soy un pecador» (Lucas 18,3). Como el hijo pródigo reconocemos: «No merezco llamarme hijo tuyo» (Lucas 15,21). Y con el centurión afirmamos: «Yo no soy digno de que entres en mi casa» (Mateo 8,8). Y esto necesitamos hacerlo desde el principio de la celebración, para situarnos ante Dios desde nuestra verdadera realidad. Además, siempre que nos acerquemos a la Eucaristía hemos de recordar aquellas palabras del Apóstol: «Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa» (1Corintios 11,28): no podemos sentarnos a esta sagrada Mesa (comulgar) con la conciencia manchada; sería contradecir la esencia misma de la comunión que vamos a vivir.

c) Ofrenda de nuestra propia vida

El reconocimiento de lo que Dios nos ha dado podría quedar incompleto, e incluso quedarse en puras palabras, si no fuera acompañado de la ofrenda de nuestra propia vida. En la santa Misa el sacerdote dice a los fieles: “oren hermanos para que este sacrificio que es "mío y vuestro…."; todos lo ofrecemos junto al sacerdote. Presentamos al Padre, desde el altar, el sacrificio de Cristo, ofrecido una vez por siempre en el Calvario.

Pero Cristo no quiere volver al Padre con las manos vacías, quiere llevar consigo la oblación de su Esposa, la Iglesia, el sacrificio espiritual de nuestra existencia, nuestro compromiso de vivir en la lógica del sacrificio mismo de Cristo, en total obediencia al Padre, en ofrenda de amor, hasta el don de la vida por los hermanos. En una palabra, el compromiso de ser como Cristo: ofrenda de amor para el Padre y para los hermanos. Sólo entonces podremos decir que hemos celebrado la Eucaristía.

S.S. Pío XII afirmaba: “la verdadera participación activa en la Misa es la que nos vuelve víctimas inmoladas como Jesús, la que consigue reproducir en nosotros los rasgos dolorosos de Jesús.” Todo lo demás no es más que rito litúrgico, revestimiento exterior.

San Gregorio Magno enseñaba: “El sacrificio del altar será para nosotros una Hostia verdaderamente aceptable por Dios cuando nosotros mismos nos hayamos hecho Hostia”. Santa Margarita de Alacoque oía la santa Misa mirando al altar y sin dejar de echar una mirada al Crucifijo y a las velas encendidas, para imprimirse bien dos cosas en la mente y en el corazón: El Crucifijo le recordaba lo que Jesús había hecho por ella; las velas encendidas le recordaban lo que ella debía hacer por Jesús, o sea: sacrificarse y consumirse por Él y por los demás.

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d) Abrirse a la comunión con los hermanos

La Misa es un acto colectivo de culto a Dios. La Eucaristía no es una acción privada a la que acudimos como creyentes individuales, sino celebración de la Iglesia, pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. Todos formamos parte de una comunidad, de la familia de Dios, y tenemos obligación de participar en el culto colectivo a Dios. La asamblea eucarística es una comunidad llamada a ser “un solo cuerpo y un solo espíritu”.

La Eucaristía es escuela y fuente de espíritu fraternal y solidario. Pero la esencia del espíritu comunitario no es el “ambiente familiar” que nos hace sentirnos bien o cómodos en torno al altar, sino el saberse responsable interior y exteriormente el uno del otro; es la conciencia de ser miembros de un mismo Cuerpo, de ser todos hermanos, hijos de un mismo Padre en Cristo Jesús. Entonces se comprende el sentido de la “comunión de los santos” que confesamos en el Credo.

San Pablo explica el verdadero significado de la Eucaristía precisamente con el fin de hacer volver a los cristianos de Corinto al espíritu de la comunión fraterna, rota por sus divisiones (1Corintios 11,17-34).

“El Sacrificio eucarístico, aun celebrándose siempre en una comunidad particular, no es nunca celebración de esa sola comunidad..., una comunidad realmente eucarística no puede encerrarse en sí misma, como si fuera autosuficiente, sino que ha de mantenerse en sintonía con todas las comunidades católicas” (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 39). Y la razón es que la presencia eucarística del Señor convierte a esa comunidad concreta en imagen y verdadera presencia de la Iglesia una, santa, católica y apostólica.

«La comunión eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el propio Obispo y con el Romano Pontífice» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 39), que son principio y fundamento visible de la unidad de la Iglesia, y, a través de ellos, con toda la Iglesia universal, a la que nos unimos por la aceptación de la doctrina de los Apóstoles, de los sacramentos y del orden jerárquico. Por eso, la aceptación de los textos y de las normas litúrgicas de la Iglesia universal, no es para nosotros una esclavitud sino un orgullo, ya que nos permite sentirnos miembros de la única Iglesia de Cristo que se hace presente entre nosotros.

La infinita grandeza de la Santa Misa nos debe hacer comprender la exigencia de una participación activa, atenta y devota en el sacrificio de Jesús. Adoración, amor y dolor nos deberían dominar durante la Misa. Un encuentro de amor y de dolor con Jesús crucificado: esta es la participación en la Santa Misa.

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El sacerdote, ministro representante de Cristo

Con frecuencia se escuchan opiniones diversas sobre quién celebra la Eucaristía, o preside o lleva a cabo la acción litúrgica. A menudo también se escuchan frases tales como: la Misa la celebró tal o cual… Es necesario aclarar que toda la asamblea celebra, el sacerdote preside…; el sacerdote es el que ofrece el sacrificio…

Sin embargo, a todas ellas les falta el actor principal: Cristo. Cristo es el único liturgo, esto es: el único capaz de elevar un culto digno y apropiado a Dios Padre. Por lo tanto es Cristo quien celebra, preside y ofrece el sacrificio de sí mismo al Padre.

El sacerdote que preside, celebra y ofrece el santo sacrificio del altar lo hace en la persona de Cristo. El sacerdote representa a Cristo en la Eucaristía, obra en su persona, en su nombre. En la liturgia de la Palabra, es Cristo mismo el que enseña y predica a su pueblo. Es Él mismo, ciertamente, quien en la liturgia sacrificial, dice: “esto es mi cuerpo… este es el cáliz de mi sangre”. Es Él quien saluda al pueblo, quien lo bendice, quien, al final de la Misa, lo envía al mundo. Con sus ornamentos, palabras y acciones sagradas, el sacerdote es “símbolo litúrgico” de Jesucristo resucitado.

Luego no sería correcto emitir un juicio de la celebración de la santa Misa considerando solo la competencia del sacerdote que preside: La misa siempre es eficaz como se ve en anexo N°1.

Sin embargo, debemos considerar el sacerdocio común de los fieles, que se unen al sacerdote, ofreciendo ellos mismos y junto a él la ofrenda verdaderamente “agradable a Dios Padre todopoderoso”, pero no fundiéndose ni menos aún confundiéndose con su legítimo e insustituible sacerdocio, otorgado por el sacramento del orden: “Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cima de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con ella; y así, tanto por la oblación como por la sagrada comunión, todos toman parte activa en la acción litúrgica, no confusamente, sino cada uno según su condición” (Constitución Lumen Gentium nº 11).

El domingo, el día del Señor

La Eucaristía se puede celebrar, y se celebra, todos los días. Pero, desde el principio, la comunidad cristiana es convocada, toda entera y de forma oficial, para celebrarla el Domingo, el «Día del Señor» como lo llamamos desde los tiempos apostólicos. Para los cristianos, el Domingo es el «señor de los días» porque en él

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celebramos la resurrección de Jesús, núcleo fundamental de la fe cristiana y acontecimiento central de la historia.

Conclusión

Luego de profundizar sobre el real significado de la Santa Misa, lo que nos mueve a asistir a ella no debería ser solo el cumplimiento de un precepto de Dios y de la Iglesia, sino:

- El gran amor y gratitud a Dios por nuestra redención enviando a su Hijo Jesucristo.

- Nuestro amor y gratitud a Jesucristo que entregó su vida a cambio de la nuestra.

- La voluntad de unirnos al sacrificio de Cristo, mediante la entrega personal y el deseo de conversión.

- La conciencia de sabernos necesitados de escuchar la Palabra de Dios y de recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo para permanecer unidos a Él y a la comunidad y ser así reflejo de Él y evangelizar al resto con el propio ejemplo de vida.

- Abrirnos a la comunión con los hermanos, sabiéndonos responsables interior y exteriormente el uno del otro, con la conciencia de ser miembros de un mismo Cuerpo, de ser todos hermanos, hijos de un mismo Padre en Cristo Jesús.

IV. Compromiso 1. Si no voy a Misa, confesarme para luego ir frecuentemente a Misa y comulgar.

2. Si voy a Misa, invitar a ir conmigo a alguien que no lo haga frecuentemente.

               

 

 

 

 

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ORACIÓN FINAL

Te damos gracias Señor

por quedarte con nosotros

en el Sacramento de la Eucaristía.

Ayúdanos a ser más constantes en nuestro amor

y a buscarte con más ganas y empeño

en la lectura de tu Palabra,

y en la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre.

Señor, no permitas que nos apartemos de Ti,

ya que sabemos que Tú eres

el Camino, la Verdad y la Vida.

Amén.

Encomendémonos a la Santísima Virgen María, que estuvo a los pies de la cruz, unida con su Hijo durante la Pasión y está hoy a los pies del altar de cada Misa que celebramos, para que nos enseñe a participar con humildad y amor en el sacrificio de Jesús, tal como Ella lo hizo, diciendo….

Dios te Salve María….

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Anexo 1

Frutos espirituales de la santa Misa.

Como dijimos, el fin primordial de la Misa es dar honor y gloria a Dios. Sin embargo,

al ofrecer Jesucristo su infinito homenaje a Dios, también alcanza grandes gracias para nosotros. Los dones que Dios, por los méritos de su Hijo, nos concede en la Misa se llaman los «frutos» de la Misa.

Se distinguen tres clases de frutos en la Misa:

- Fruto general: el sacerdote ofrece en cada Misa el Santo Sacrificio por los presentes; por la Iglesia, el Papa y el obispo de la diócesis; por todos los fieles cristianos, vivos y difuntos, y por la salvación de todos los hombres. Las gracias que se derivan de esta intención son las que podríamos llamar «gracias comunes» de la Misa. El grado en que se reciban en cada alma determinada dependerá en gran parte de la unión con que esa persona participe en el Santo Sacrificio y de sus propias disposiciones interiores. Que la Misa causa la conversión de almas endurecidas y empecinadas es una verdad que todos hemos experimentado.

- Fruto especial: se aplica a la persona o personas (vivas o difuntas) por las que la Misa es ofrecida por el celebrante. Este fruto especial de la Misa es a la vez impetratorio (pedir) y propiciatorio (reparar por el pecado). Puesto que las almas del purgatorio tienen una única necesidad —la de ser libradas del castigo temporal debido a sus pecados—, se comprende que el fruto especial de la Misa sea propiciatorio cuando se ofrece por los difuntos.

- Fruto personal o especialísimo: son las gracias que se dirigen al sacerdote que celebra la Misa y que contribuirán a su propia santificación y a la reparación de sus pecados.

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Anexo 2.

Fines espirituales de la santa Misa

Podemos decir que la santa Misa tiene 4 fines principales: adoración, acción de gracias, petición y reparación.

- Adoración: es el fin primordial de la Misa. El hombre debe adorar a Dios. Éste es el primero de los deberes del hombre, el más esencial elemento de la adoración, el fin primordial de todo sacrificio. En la Misa, por primera vez, la humanidad puede rendir culto a Dios adecuadamente en la persona del mismo Hijo de Dios, que nos representa.

- Acción de gracias: el segundo de nuestros deberes es la gratitud. Al ser Dios la fuente de todo bien, sabemos que todo lo que somos, tenemos o esperamos viene de Él. Dar gracias es, pues, el segundo elemento esencial de toda oración y sacrificio verdaderos. En ella, Jesucristo ofrece a Dios en nuestro nombre una acción de gracias que sobrepasa los dones que recibimos, una acción de gracias infinita que la ilimitada bondad de Dios misma no puede superar.

- Petición: además de adorar y agradecer, nuestra relación con Dios nos impone otro deber: el de pedir a Dios las gracias que nosotros y los demás necesitamos para alcanzar el cielo. Debemos pedir por nuestras necesidades espirituales y las de nuestro prójimo. La petición es el tercer fin por el que se ofrece la Misa, intercediendo en ella el mismo Jesucristo, con nosotros y por nosotros.

- Reparación: además de adorar, dar gracias y pedir, debemos a Dios reparación por nuestros pecados. Rebelarnos contra ese Dios que nos ha creado es un acto de injusticia, a la vez que de ingratitud. Si así nos hemos comportado, es deber nuestro restaurar la balanza de la justicia reparando nuestro pecado. Más aún, dada la unidad del género humano y la interdependencia de unos con otros, es también necesario que ofrezcamos reparación por los pecados de los demás. Ninguno de nosotros puede ofrecer adecuada satisfacción por el pecado; sólo Jesús podía, y en la cruz lo hizo, y en la Misa sigue todos los días ofreciéndola a Dios.

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Participando activamente en la santa Misa

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“Por causa de tu amor ardiente en el Santísimo Sacramento,

te anhelo, oh mi amado Jesús.”

San Arnoldo Janssen ��

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Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles,

y enciende en ellos el fuego de tu ardiente caridad.

Envía tu Espíritu, y nos darás nueva vida.

Y renovarás la faz de la tierra. Amén.

Oraciones espontáneas…..

Padre Nuestro…….

I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: Juan 6,53-58

“Jesús les dijo: ‘En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y

no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre.’”

Palabra de Dios.

III. Desarrollo del tema:

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La Iglesia ha recibido de Cristo muchísimos regalos, pero sin duda, el más importante es la Eucaristía. Así lo señalaba su santidad Juan Pablo II en la Encíclica Ecclesia de Eucaristía: “La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación”.

La Eucaristía es el sacramento de la presencia de Cristo entre nosotros. Y esta presencia, y este don incomparable amerita una respuesta adecuada de nuestra parte.

Cada santa Misa en la que participamos debe ser un “encuentro profundo con el Señor”, en el que escuchemos su Palabra, nos ofrezcamos con Él y nos consagremos y nos unamos a Él y a la comunidad. Pero, para ello, es necesario que participemos activamente y no como meros espectadores de lo que allí ocurre.

El presente tema tiene como objetivo, poder distinguir la diferencia entre “ir a Misa” y “participar” de la celebración Eucarística, del tal forma que, entendiendo los diversos ritos de la Santa Misa, podamos participar más activamente en la misma, haciendo propios los sentimientos de la Iglesia en los diversos momentos de la ceremonia.

Recordemos que la santa Misa consta de dos partes inseparables y complementarias: La Liturgia de la Palabra y la Liturgia Eucarística. La primera prepara la segunda. Los fieles nos alimentamos espiritualmente de Cristo a través de su Palabra y de su Cuerpo y Sangre. En la liturgia Eucarística reproducimos los tres gestos que Jesús hizo en la Ultima Cena: tomó pan (presentación de los dones), dio gracias (plegaria eucarística), lo partió y lo dio (rito de comunión).

Durante la santa Misa se usan diversos signos o símbolos, por eso, para adentrarse en la acción litúrgica es necesario adquirir una cierta mentalidad simbólica. Los gestos simbólicos expresan a menudo mucho más que las palabras. Nuestro modo de mirar, una mano que acaricia, un ceño fruncido, son más elocuentes que el lenguaje hablado.

Los gestos y símbolos tienen la propiedad de evocar y de transportar a realidades de otra dimensión, que van más allá de lo que vemos. El gesto sensible manifiesta más elocuentemente nuestra actitud interior. Especialmente elocuente es el lenguaje simbólico que usamos en el mundo del amor. Los gestos hablan por sí mismos. Pues bien, este lenguaje es usado en la liturgia. En ella, por cierto, se dan las palabras, pero esas palabras van acompañadas, explican y reafirman una acción simbólica. Sólo con una adecuada mentalidad simbólica podemos entender, por ejemplo, el significado de la “inmixión” (introducir en el cáliz, que contiene el vino consagrado, un fragmento de la hostia) o el significado de la fracción del pan.

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Otro aspecto que debemos resaltar es el “ritmo trinitario” en que se desenvuelve toda la Misa, del comienzo al fin. Comenzamos señalándonos “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” y terminamos recibiendo la bendición de la Trinidad. La glorificamos en el Gloria: “Gloria a Dios, Padre Todopoderoso...a su Hijo Jesucristo...al Espíritu Santo”. La confesamos en el Credo: “Creo en Dios Padre Todopoderoso...en su Hijo único Jesucristo...en el Espíritu Santo”. La invocamos al final de las oraciones principales. Le ofrecemos el sacrificio en la doxología (oración de alabanza) del final de cada Plegaria Eucarística: “por Cristo...a Dios Padre...en la unidad del Espíritu Santo...”. Todo en la Misa es por el Hijo, en el Espíritu Santo, al Padre.

Toda la misión redentora de Cristo gira en torno al Padre. Lo que Jesucristo quiere es llevarnos al Padre, reconciliarnos con el Padre. Él es el camino hacia el Padre. Ese espíritu filial de Cristo impregna toda la celebración eucarística.

Cuando se participa auténticamente de la Misa, la vida se hace cada vez más trinitaria. Uno va descubriendo cada vez mejor la presencia de la Trinidad en el alma y dialoga con las tres y con cada una de las Divinas Personas. Se podría resumir el núcleo de la espiritualidad eucarística en una sola frase: gloria al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo. Todo converge en Cristo, por el Espíritu Santo, al Padre.

DINÁMICA

Repartir al azar todas las preguntas que se presentan a continuación e invitar a los alumnos a que las respondan en orden del 1 al 14. Después de escuchar cada respuesta, el monitor puede profundizar al respecto, para lo cual puede apoyarse en las “respuestas sugeridas” que se ofrecen.

1. ¿Por qué crees que es importante comenzar la Misa declarando nuestra realidad de pecadores?

2. ¿Cuál debe ser mi actitud al escuchar la Palabra de Dios, especialmente el Evangelio?

3. Nombra algunos momentos de la Misa en donde ves más claramente el carácter comunitario (no individualista) de la celebración, momentos en los que rezamos como pueblo de Dios, como hermanos e hijos del mismo Padre.

4. ¿Cómo debo participar en el ofertorio?

5. ¿Qué significan las gotas de agua que el sacerdote vierte sobre el vino durante el ofertorio?

6. ¿Cuál es la parte central de la Misa?

7. ¿Por qué nos arrodillamos durante la Consagración?

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8. ¿Qué significa el gesto de la fracción del pan?

9. ¿Que requisitos se requieren para comulgar y a qué nos compromete el hecho de comulgar?

10. ¿Cuándo un pecado es grave (o mortal)?

11. ¿Qué significa el “amén” que pronunciamos previo a comulgar?

12. ¿Cuáles son los frutos de la Comunión?

13. ¿Qué sentido tiene el “sagrado silencio” que hacemos después de comulgar?

14. ¿Qué significan las palabras finales del sacerdote: “Podéis ir en paz”? ¿Qué compromiso involucra para nosotros esas palabras?

Respuestas sugeridas

I. ACTO PENITENCIAL:

  En ese momento declaramos nuestra realidad de pecadores, nos confesamos pecadores de pensamiento, de palabra, de obra y de omisión. Este acto se realiza con una confesión comunitaria ya sea mediante la oración del “Yo pecador” (yo confieso ante Dios Todopoderoso...) o bien respondiendo al sacerdote las tres invocaciones seguidas de “Señor ten piedad”. Finalmente, el sacerdote pide a Dios que tenga misericordia de nosotros.

En este momento conviene traer a la memoria alguna falta que sea constante en la vida de cada uno, o alguna falta que se haya cometido recientemente. Es un momento de diálogo con Cristo para poner en su presencia un aspecto concreto, negativo, de nuestra vida. Este momento sirve para tomar conciencia de la grandeza de la celebración en que vamos a participar y también para ponernos en nuestro sitio, recordando que somos pecadores y que tenemos necesidad de ser purificados. En la medida en que uno se siente pecador, en esa misma medida uno aprovecha la Misa, pues comprende la necesidad que tiene de Dios.

El acto penitencial no tiene el valor de una confesión sacramental; los pecados mortales sólo se perdonan en el Sacramento de la Reconciliación. Sin embargo, para quien hace con conciencia y arrepentimiento este acto penitencial, todas sus imperfecciones, debilidades y pecados veniales le quedan perdonados.

A la invitación del sacerdote a la penitencia se responde públicamente con el "Yo confieso...".

2. LITURGIA DE LA PALABRA

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La Liturgia de la Palabra pretende recordar la historia de la salvación, es decir, revivir todo el esfuerzo que Dios ha hecho y está continuamente haciendo para salvar a los hombres. El esquema ritual de la liturgia de la Palabra está estructurado a manera de diálogo entre Dios y su Pueblo:

Primera lectura del Antiguo Testamento (de los Hechos de los Apóstoles o de las cartas de los Apóstoles): Dios habla a su Pueblo a través de la Ley y los Profetas.

Salmo responsorial: El pueblo responde a Dios y medita la Revelación.

Segunda lectura: Dios habla a través de los Apóstoles.

Aleluya: El pueblo de Dios aclama a Cristo Maestro. El sacerdote que proclama el Evangelio signa el libro y se signa la frente, los labios y el pecho. (Los fieles se santiguan para que la Palabra de Dios entre en la mente, se proclame luego con los labios y se lleve siempre en el corazón).

Evangelio: La lectura del Evangelio se rodea de especiales signos de respeto y de fe, porque es Cristo mismo quien nos revela la Palabra del Padre. El sacerdote concluye la lectura con un beso a la Biblia como signo de veneración por esta Palabra, y recuerda su valor salvífico diciendo en secreto: "Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados".

Debemos oír la Palabra de Dios con la actitud de quien se interroga ¿qué es lo que Dios me quiere decir y /o pedir a mí en esta Misa? De forma que aun en los casos en que no hubiera homilía, podamos salir de la iglesia recordando alguna idea o alguna luz que el Espíritu Santo nos transmita por medio de las lecturas.

La Palabra bien escuchada y bien recibida debe producir siempre una inquietud, admiración y un deseo de conversión. Nuestra actitud al escuchar la Palabra de Dios debe ser, primero, de apertura de corazón ante el mensaje que contiene y, luego, de respuesta a Él, buscando obedecer y hacer siempre la voluntad de Dios.

La Palabra de Dios es proclamada desde el “ambón.” Podríamos decir, que el “ambón”, al igual que la “mesa de la Eucaristía”, es una verdadera “mesa” ya que desde allí se alimenta nuestra fe.

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En la homilía o predicación, el sacerdote, explica este mensaje al pueblo de Dios, orientándonos para aplicarlo en la vida diaria. El pueblo de Dios acepta esa manifestación de Dios y responde expresando el símbolo de la fe: el Credo o profesión de fe.

3. CARÁCTER COMUNITARIO DE LA MISA.

Como ya dijimos, la Misa es un acto colectivo de culto a Dios. La Eucaristía no es una acción privada a la que acudimos como creyentes individuales, sino celebración de la Iglesia, pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. La asamblea eucarística es una comunidad llamada a ser “un solo cuerpo y un solo espíritu”. La esencia del espíritu comunitario no es el “ambiente familiar” que nos hace sentirnos bien o cómodos en torno al altar, sino el saberse responsable interior y exteriormente el uno del otro; es la conciencia de ser miembros de un mismo Cuerpo, de ser todos hermanos, hijos de un mismo Padre en Cristo Jesús.

Este aspecto comunitario se expresa a lo largo de toda la celebración; podemos señalar algunos momentos:

- Oración de los fieles: Después de la Homilía del sacerdote, todos juntos oramos pidiendo al Padre por las necesidades de la Iglesia y del mundo, con la certeza de ser escuchados.

- Colecta: Durante la liturgia eucarística compartimos nuestros dones materiales con los más necesitados.

- Intercesiones: Es una oración en comunión con la Iglesia universal. Durante la Plegaria Eucarística, rogamos a Dios por nuestros pastores y por todo el pueblo de Dios. Aquí también ponemos ante Dios a nuestros seres queridos ya fallecidos y a todos los difuntos. Termina el sacerdote pidiendo, por la intercesión de la Santísima Virgen y de todos los santos, que nosotros también alcancemos la patria eterna.

- Padrenuestro: comienza el Rito de Comunión con la oración que el Señor nos enseñó y que expresa mejor nuestros ideales y nuestra fraternidad. Las palabras con las que el sacerdote nos invita a rezarla, producen ese sentido de familia y ese ambiente de confianza en el cual los hijos se dirigen con libertad y gozo a su Padre.

- Rito de la paz: Este rito también refleja nuestra condición de hermanos, hijos de un mismo Padre. La paz, en el lenguaje bíblico, representa la suma de todos los bienes mesiánicos. El sacerdote pide a Cristo el don de la paz, que no es sólo el don de la tranquilidad, sino también el don de la salvación, y luego se la desea a los fieles. Finalmente, nos invita a intercambiar un signo de esta paz.

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4. OFERTORIO

Se presentan el pan y el vino como ofrenda a Dios, para que sean convertidos en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo. El reconocimiento de lo que Dios nos ha dado podría quedar incompleto, e incluso quedarse en puras palabras, si no fuera acompañado de la ofrenda de nuestra propia vida. En la santa Misa el sacerdote recuerda que el sacrificio es "mío y vuestro"; todos debemos ofrecerlo junto al sacerdote.

Entonces, el momento del Ofertorio es también el momento de nuestro ofrecimiento personal a Dios. Cuando el sacerdote dice: "Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan (por este vino)...", nosotros debemos poner espiritualmente en la patena y en el cáliz nuestro ser entero.

Es el momento de ofrecer nuestra vida por medio de Jesucristo, para que se digne aceptarla, bendecirlas y santificarlas. Nuestra vida quiere decir todo: oración, trabajo, recreación, deportes, estudio, familia, amistades, pololeo, proyectos, alegrías, penas, sufrimientos, inquietudes, esperanzas...

Debemos llevar ante el altar la parte negativa de nuestra vida para sacrificarla. Todo lo moralmente malo, tendencias torcidas, caracteres difíciles, maneras de ser improcedentes, nuestro egoísmo, nuestra incapacidad de perdonar, amistades peligrosas, los pecados... Nada de esto debe quedar fuera del altar. Debemos ofrecerlo para que el Señor lo transforme.

También debemos llevar al altar la parte buena, ofrecerla al Señor para que Él saque frutos de santidad de ella, para nosotros y para los demás. Buenas cualidades, rectas tendencias, buen carácter, buenos hechos sociales, familiares, personales... Nada de lo bueno hay que dejar fuera del altar, sería dejarlo con una bondad natural, sólo a ras de la tierra, sin trascendencia. Hay que ofrecerlo para promocionarlo, para hacerlo sagrado, para “sobrenaturalizarlo”.

Ofrezcamos siempre de corazón toda nuestra vida junto con el sacrificio de Cristo. Lo malo para que desaparezca, lo bueno para que se potencie. Esta doble ‘ofrenda’ nos convierte en víctimas y en hostias agradables al Padre. El ofrecimiento de la vida del hombre tiene su sentido en la transformación, Solamente seremos transfigurados, transformados, en cuanto nos ofrezcamos. Después del Ofertorio ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Dios.

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5. SIGNIFICADO DEL GESTO DE MEZCLAR UNAS GOTAS DE AGUA AL VINO

En la solemnidad de la Misa se ofrecen al Señor pan y vino, mezclado con agua. Las gotas de agua simbolizan la unión de los fieles a Cristo, es signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana; significa también lo que nosotros aportamos como sacrificio al sacrificio de Cristo.

En este gesto se representa también la pasión del Señor, ya que ambos, sangre y agua salieron de su costado en su pasión. San Cipriano, a mediados del siglo II, escribió sobre este gesto litúrgico, lo siguiente:

“En el agua se entiende el pueblo y en el vino se manifiesta la Sangre de Cristo. Y cuando en el cáliz se mezcla agua con el vino, el pueblo se junta a Cristo, y el pueblo de los creyentes se une y junta a Aquel en el cual creyó. La cual unión y conjunción del agua y del vino de tal modo se mezcla en el cáliz del Señor que aquella mezcla no puede separarse entre sí. Por lo que nada podrá separar de Cristo a la Iglesia (...) Si uno sólo ofrece vino, la Sangre de Cristo empieza a estar sin nosotros, y si el agua está sola el pueblo empieza a estar sin Cristo. Más cuando uno y otro se mezclan y se unen entre sí con la unión que los fusiona, entonces se lleva a cabo el sacramento espiritual y celestial” (Carta Nº 63, 13).

6. CONSAGRACIÓN

La Consagración es el momento central de la Misa. La fuerza de las palabras y de la acción de Cristo y el poder del Espíritu Santo hacen sacramentalmente presente bajo las especies de pan y de vino su Cuerpo y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz de una vez para siempre.

Esto ocurre cuando el sacerdote pronuncia sobre el pan y el vino las palabras que pronunció Cristo en la Ultima Cena: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo... Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre...”. Por la consagración del pan y del vino se opera el cambio llamado transubstanciación" (DS 1642).

El sacerdote levanta la Hostia consagrada mostrando a Jesús sacramentado y la adora doblando su rodilla. Lo mismo hace con el Cáliz. El momento de la elevación es un reclamo de las miradas y los corazones hacia Cristo, real y sustancialmente presente bajo el velo de las apariencias del pan y del vino.

La consagración es el momento en que Cristo dice "sí " a su Padre y se ofrece en perfecto sacrificio de gratitud en obediencia y en amor. Es el momento en que yo también debo unir mi "sí" al "sí" de Cristo. (Sí a mi

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vocación cristiana concreta, sí a mis deberes de estado, sí a mi apostolado, sí a las pruebas y sufrimientos de la vida...)

7. ALGUNAS DEMOSTRACIONES DE ADORACIÓN Y RESPETO

Ante la conciencia de la infinita grandeza de lo que ocurre en el momento de la Consagración, no solo el alma se recoge sino también nuestro cuerpo, en señal de adoración y respeto, por eso, si podemos, nos arrodillamos ante la presencia real de Cristo, presente en medio de nosotros.

Un buen ejemplo de esta actitud lo dio el rey de Francia, San Luis IX quien oía Misa todos los días de rodillas sobre el piso desnudo. Una vez, cuando un criado le ofreció un reclinatorio, el Rey le dijo: “En la Misa se inmola Dios mismo, y cuando Dios se inmola, hasta los reyes se arrodillan en el suelo”.

En una ocasión le dijeron al Padre Pío: “Padre, ¡cuánto le toca sufrir estando de pie toda la Misa sosteniéndose sobre las llagas sangrantes de sus pies!”. El Padre respondió: “Durante la Misa no estoy de pie; estoy suspendido”. ¡Qué ejemplo! Con aquellas palabras expresaba aquel “estar crucificado con Cristo” del que habla San Pablo (Ga. 2,19).

También es decidor el pequeño suceso que se lee en la vida de San Benito. Un día durante la Santa Misa, apenas pronunciadas las palabras: “Esto es mi Cuerpo”, San Benito oyó una respuesta que venía de la Hostia recién consagrada: “¡Y también el tuyo, Benito!”. La verdadera participación en la Santa Misa nos debe hacer hostia con la Hostia.

8. SIGNIFICADO DEL GESTO DE LA FRACCIÓN DEL PAN

El origen de este gesto en nuestra Eucaristía está en la cena judía, sobre todo la pascual, la que comenzaba con un pequeño rito: el padre de familia partía el pan para repartirlo a todos, mientras pronunciaba una oración de bendición a Dios.

Este gesto expresaba la gratitud hacia Dios y a la vez el sentido familiar de solidaridad en el mismo pan. Muchos hemos conocido cómo en nuestras familias el momento de partir el pan al principio de la comida se consideraba como un pequeño, pero significativo rito. Como el que se hace solemnemente cuando unos novios parten el pastel de bodas y los van repartiendo a los comensales que los acompañan.

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Cristo también lo hizo en su última cena: “Tomó el pan, dijo la bendición, lo partió y se lo dio...”. Más aún, fue éste el gesto que más impresionó a los discípulos de Emaús en su encuentro con Jesús Resucitado. “Le reconocieron al partir el pan”. Y fue éste el rito simbólico que vino a dar nombre a toda la celebración Eucarística en la primera generación.

Primer significado de este gesto: el Cuerpo “entregado roto” de Cristo

La fracción del pan puede tener, ante todo, un sentido de cara a la Pasión de Cristo. Este gesto simboliza a Cristo que se parte para que todos puedan recibirlo. El pan que vamos a recibir es el Cuerpo de Cristo, entregado a la muerte, el Cuerpo roto hasta la última donación, en la Cruz. En el rito bizantino hay un texto que expresa claramente esta dirección: “se rompe y se divide el Cordero de Dios, el Hijo del Padre; es partido pero no se disminuye: es comido siempre, pero no se consume, sino que a los que participan de él, los santifica”.

Segundo significado: Signo de la unidad fraterna

El Misal Romano explica: “por la fracción de un solo pan se manifiesta la unidad de los fieles”. “El gesto de la fracción del pan que era el que servía en los tiempos apostólicos para denominar la misma Eucaristía, manifestará mejor la fuerza y la importancia del signo de la unidad de todos en un solo pan y de la caridad, por el hecho de que un solo pan se distribuye entre hermanos” (IGMR 48, 283).

El cuerpo de Cristo resucitado ya no es como el nuestro, es un cuerpo glorioso, está entero en cada parte de la Hostia, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo.

Ante la grandeza de este sacramento, y antes de recibir a Jesús sacramentado, el sacerdote junto a los fieles responden con las palabras llenas de fe y humildad de aquel centurión del Evangelio que mereció la alabanza de Cristo: "Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme" (Mateo 8,5s.).

Significado del gesto de dejar caer una parte de la Hostia en el Cáliz

Según una antigua tradición, este gesto significaba la unidad con el Papa. Al juntar Cuerpo y Sangre se quiere significar también la resurrección de Cristo.

9. COMUNIÓN (responde las preguntas 9 a la 13):

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Después de la Consagración, la Comunión es el momento más importante de la Misa. Primero comulga el sacerdote y luego los fieles. Es el momento en que recibimos la gracia de la unión estrecha e íntima con Cristo, y en Cristo, con toda la Iglesia.

Al acercarnos a comulgar, el sacerdote nos recuerda a quién recibimos: "El Cuerpo de Cristo", y nosotros respondemos: "Amén". Este amén no es la proclamación de una simple convicción intelectual. Equivale a decir a Cristo: "Quiero que toda mi vida esté de acuerdo con tu vida, con tu Evangelio"; es decir "sí" al sacrificio de Cristo y unir a él nuestro sacrificio.

Un buen modo de prepararnos para recibir la Comunión lo enseñaba San Luis María Grignion de Montfort y consiste en invocar a la Santísima Virgen inmaculada (sin pecado), pidiéndole que nos haga recibir a Jesús con su humildad, su pureza y su amor, invitando a la santísima Virgen a que habite en ese momento en nuestro corazón, primero para obsequiarle el regalo más preciado, a su Hijo Jesucristo; y luego para que Jesús, que la ama en forma excepcional, al encontrarse con Ella, quiera descansar y quedarse aunque sea en nuestra pobre e imperfecta alma.

La procesión de comunión o fila que hacemos es un signo litúrgico que expresa que somos caminantes y en el camino nos alimentamos con Jesús muerto y resucitado, hecho alimento de Vida eterna.

La comunión es el pan de los fuertes, es el alimento para nuestro espíritu. Con Jesús, “todo lo puedo” (Flp. 4,13). Por eso, San Vicente de Paul podía preguntar a sus misioneros: “Cuando habéis recibido a Jesús, ¿puede haber un sacrificio imposible para vosotros?

Todos los días debo alimentar mi alma como debo alimentar mi cuerpo para darle fuerza. San Agustín enseña: “La Eucaristía es un pan cotidiano que se toma como remedio de nuestra cotidiana debilidad”.

Cuando no podemos comulgar sacramentalmente, tenemos siempre a nuestro alcance la Comunión Espiritual. Mediante la comunión espiritual se satisfacen los deseos de amor de quien quiere unirse a Jesús. Es una unión espiritual pero real, “porque el alma vive más donde ama que donde vive”, dice San Juan de la Cruz.

Es evidente que la Comunión Espiritual supone la fe en la presencia real de Jesús en el Sagrario, implica el deseo de la Comunión Sacramental y exige el agradecimiento por el don recibido. Todo esto está expresado en la oración de comunión espiritual que se encuentra en el anexo N°1.

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Para recibir sacramentalmente la sagrada Comunión debemos estar plenamente incorporado a la Iglesia Católica y hallarnos en gracia de Dios, es decir sin conciencia de pecado mortal. Quien es consciente de haber cometido un pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar, ya que si no lo hiciera así, estaría agregándole a su pecado un segundo pecado, el pecado de sacrilegio. San Ambrosio decía que “los sacrílegos van a la Iglesia con pocos pecados y se van de ella con muchos”. Son también importantes el espíritu de recogimiento y de oración, la observancia del ayuno prescrito por la Iglesia y la actitud corporal (gestos, vestimenta), en señal de respeto a Cristo.

Quien está en pecado grave, está en una situación de rechazo a Dios y del Evangelio y si comulgara estaría haciendo un acto contradictorio, ya que comulgando estamos ofreciendo nuestra vida al Señor, sin embargo, con los actos lo estamos rechazando.

Condiciones para que haya pecado grave o mortal.

Para que haya pecado mortal, se requiere que la acción reúna tres condiciones: materia grave, plena advertencia y perfecto consentimiento.

1. Materia grave. Para que se dé el pecado mortal se requiere materia grave, en sí misma (Ej. el aborto) o en sus circunstancias (Ej. por el escándalo que puede causar).

Para reconocer si la materia es grave, habrá que decir que todo aquello que sea incompatible con el amor a Dios o el amor al prójimo, señales resumidas en los 10 mandamientos, supone materia grave.

2. Plena advertencia. En primer lugar la advertencia se refiere a dos cosas:

- Advertencia del acto mismo: es necesario darse cuenta de lo que se esté haciendo (p. Ej., no advierte totalmente la acción el que está semidormido);

- Advertencia de la malicia del acto: es necesario advertir aunque sea confusamente que se está cometiendo un pecado, un acto malo. Cabe también decir que la advertencia moral no comienza sino cuando el hombre se da cuenta de la malicia del acto: mientras no se advierta esta malicia no hay pecado. Sin embargo, también es preciso señalar que para que haya pecado no es necesario advertir que se está ofendiendo a Dios; basta darse cuenta aunque sea confusamente que se realiza un acto malo.

3. Perfecto consentimiento. Como el consentimiento sigue naturalmente a la advertencia, resulta claro que sólo es posible hablar de consentimiento pleno cuando ha habido plena advertencia del acto. Si no hubo advertencia plena del acto o de su malicia,

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puede también decirse que falla el perfecto consentimiento para la realización de ese acto o para su imputabilidad moral.

Es importante distinguir entre “sentir" una tentación y “consentirla”. En el primer caso se trata de un fenómeno puramente sensitivo del hombre, mientras en el segundo es ya un acto plenamente humano, pues supone la intervención positiva de la voluntad. Así, “sentir” una tentación no es pecado; solo lo es si “caemos” en esa tentación.

Es importante recordar que es ilícito proceder con duda: debe salirse de ella antes de actuar.

Frutos de la Comunión:

Al comulgar recibimos de ordinario los siguientes frutos:

a. Acrecienta nuestra unión con Cristo. Cuando comulgamos nos unimos íntimamente con Jesús: Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él (Juan 6,56). Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí (Juan 6,57). Quienes reciben a Cristo proclaman unos a otros la Buena Nueva de la resurrección.

b. Conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Así como el alimento material nos hace más fuertes, al comulgar nos fortalecemos espiritualmente, crecemos en la vida cristiana, es alimento para nuestra peregrinación a la muerte.

c. Nos separa del pecado. La Eucaristía no podría unirnos a Cristo si no nos purificara de nuestros pecados y nos preservara de los pecados futuros: “Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio” (San Ambrosio).

d. Fortalece la caridad. La vida cotidiana tiende a debilitar la caridad, por eso al comulgar nuestro amor aumenta. Además al comulgar se nos perdonan los pecados veniales. Todo esto con la ayuda del Espíritu Santo.

e. Nos preserva de futuros pecados mortales. Gracias a la caridad que la Eucaristía enciende en nosotros, se nos hará más difícil romper la amistad con Cristo por un pecado mortal. Pero reiteramos que la Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación.

f. Fortalece la unidad del Cuerpo místico. Los que comulgan se unen más estrechamente a Cristo. Él los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La comunión profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo. En el

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Bautismo fuimos llamados a no formar más que un solo cuerpo (1Corintios 12,13). La Eucaristía cumple esta llamada: El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo?, y el pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan (1Corintios 10,16-17).

g. Entraña un compromiso en favor de los pobres. Para recibir verdaderamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (Mateo 25,40): “Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano. Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso” (San Juan Crisóstomo).

h. Fortalece la unidad de los cristianos. Cuanto más dolorosamente se hacen sentir las divisiones de la Iglesia que rompen la participación común en la mesa del Señor, tanto más apremiantes son las oraciones al Señor para que lleguen los días de la unidad completa de todos los que creen en él. Ante la grandeza de este misterio, San Agustín exclama: “¡Oh sacramento de piedad, oh signo de unidad, oh vínculo de caridad!” (Catecismo Nº 1391 – 1401).

Sagrado silencio

Después de la Comunión, viene un gran momento de silencio en acción de gracias, donde cada uno da gracias en su alma por los beneficios que ha recibido, pero muy en especial por el beneficio inmenso de la Comunión, por la visita que el mismo Cristo hace a su alma.

San Cirilo de Alejandría, Padre de la Iglesia, se vale de la siguiente imagen para ilustrar la fusión de amor con Jesús en la Santa Comunión: “De la misma manera que calentando juntos dos pedazos de cera, la cera de ambos se convertirá en una sola masa de cera, así yo creo que quien se alimenta de la Carne y de la Sangre de Jesús, queda fundido de la misma forma con Él y se encuentra que está él en Cristo y Cristo en él”.

Santa Teresa de Jesús recomendaba a sus hijas (espirituales): “Entretengámonos cariñosamente con Jesús y no perdamos la hora que sigue a la Comunión: es un tiempo excelente para tratar con Dios y para presentarle los intereses de nuestra alma…..debemos tener gran cuidado en no perder tan bella ocasión de tratar con Él”.

Por lo menos, por educación, cuando se recibe un huésped, uno se interesa y conversa con él……... ¡Cómo no hacerlo si este huésped es Jesús!….Después de la

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Comunión, hagamos lo posible por estar, al menos, unos minutos dando gracias a Dios. Estos minutos en los que Jesús está presente en nuestra alma y en nuestro cuerpo, son minutos de Cielo que no debemos desperdiciar.

Este es el tiempo más real del amor íntimo con Jesús. En el momento de acción de gracias es cuando debemos pedirle a Cristo la gracia de la fortaleza para ese vivir crucificados con Él que exige toda vida cristiana y apostólica.

Es también el momento de presentar a Cristo nuestra indigencia, nuestras necesidades espirituales, para que Él nos conceda las gracias necesarias en el camino hacia Él. Pongamos aquí todos nuestros deseos más elevados: las virtudes que más necesitamos, sobre todo el crecimiento en el amor personal real y apasionado a Cristo y en la adhesión a la voluntad de Dios; las necesidades espirituales y materiales de los nuestros y de todos aquellos a los que se dirige nuestro apostolado; y en fin, la gracia de las gracias para nosotros y para todos los que están bajo nuestra atención apostólica: alcanzar la Vida Eterna.

14. BENDICIÓN FINAL Y DESPEDIDA

Antes de finalizar la Misa el sacerdote da la Bendición. La bendición nos garantiza la compañía y la benevolencia de Dios durante toda la jornada, de forma que nuestros actos quedan como consagrados a su servicio. Debemos recibir la bendición con nuestra alma dispuesta al combate espiritual, dispuesta a realizar en la vida lo que ha celebrado en la fe.

Finalmente el sacerdote dice a los fieles: "Podéis ir en paz" u otra despedida semejante. Así termina el sacrificio de Cristo y comienza el nuestro, que consistirá en todo lo que nos cueste prolongar la vida de Cristo en nosotros durante toda la jornada, por la vivencia fiel de nuestros compromisos y por el afán apostólico de invitar a otros a compartir esta vida.

La expresión: “podemos ir en paz”, es un envío semejante al de Jesús con sus discípulos. Así, la Santa Misa concluye con una misión, “id y contadlo”. Las palabras latinas “Ite Missa est” con las que el sacerdote concluye la Misa, significan literalmente, “Id, esta es nuestra misión”(Mt.28, 18-20). Misión que se refiere a vivir cada día como una constante Misa, pidiendo perdón por nuestros pecados, escuchando al Señor, ofreciéndonos, consagrándonos y uniéndonos a Cristo y a nuestros hermanos en la vida diaria.

Un modo práctico de conservar frescos los frutos de la Celebración Eucarística durante el día es visitar a Cristo en el Sagrario o unirnos a Él por medio de comuniones

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espirituales o de jaculatorias.

IV. Compromiso: Preocuparme de participar activamente en cada Misa.

ORACIÓN FINAL

Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame.

Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame.

Pasión de Cristo, confórtame. ¡Oh buen Jesús!, óyeme.

Dentro de tus llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de ti.

Del enemigo malo, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame.

Y mándame ir a ti,

para que con tus santos te alabe. Por los siglos de los siglos.

Amén.

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ANEXO 1

ORACIÓN COMUNIÓN ESPIRITUAL

Creo Señor, que estás realmente presente

en el Santísimo Sacramento del altar;

te amo por sobre todas las cosas

y deseo ardientemente recibirte,

pero, como no puedo hacerlo sacramentalmente,

ven, al menos, espiritualmente a mi corazón.

Como si ya estuviera contigo,

me consagro y me uno a Ti.

No permitas Señor,

que me aparte de Ti.

Amén.

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ANEXO 2

PREGUNTAS PARA LA DINÁMICA

1. ¿Por qué crees que es importante comenzar la Misa declarando nuestra realidad de pecadores?

2. ¿Cuál debe ser mi actitud al escuchar la Palabra de Dios, especialmente el Evangelio?

3. Nombra algunos momentos de la Misa en donde ves más claramente el carácter comunitario (no individualista) de la celebración, momentos en los que rezamos como pueblo de Dios, como hermanos e hijos del mismo Padre.

4. ¿Cómo debo participar en el ofertorio?

5. ¿Qué significan las gotas de agua que el sacerdote vierte sobre el vino durante el ofertorio?

6. ¿Cuál es la parte más importante de la Misa?

7. ¿Por qué nos arrodillamos durante la Consagración?

8. ¿Qué significa el gesto de la fracción del pan?

9. ¿Qué requisitos se necesitan para comulgar y a qué nos compromete el hecho de comulgar?

10. ¿Qué significa el “amén” que pronunciamos previo a comulgar?

11. ¿Por qué no podemos comulgar estando en pecado grave?

12. ¿Cuáles son los frutos de la Comunión?

13. ¿Qué sentido tiene el “sagrado silencio” que hacemos después de comulgar?

14. ¿Qué significan las palabras finales del sacerdote: “Podéis ir en paz”? ¿Qué compromiso involucran para nosotros esas palabras?

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“Hijo, he ahí a tu madre”: La Santísima Virgen María

"El misionero debe ver en María el perfecto modelo para toda actividad apostólica".

San Arnoldo Janssen

Oración inicial

Virgen de la Buena Nueva: recibiste la palabra y la practicaste.

Por eso, fuiste feliz y cambió la historia. Virgen de la misión y del camino,

la que llevó a la casita de Isabel la Salvación y a los campos de Belén la luz del mundo:

gracias por haber sido misionera, por haber acompañado a Jesús en el silencio

y la obediencia a su Palabra. Gracias porque tu misión fue hasta la cruz y hasta el Don del Espíritu en Pentecostés.

Allí nació la Iglesia misionera. Amén

Oraciones espontáneas…..

Padre Nuestro…….

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I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: Lucas 1, 39-56

“En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: ‘Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!’Y dijo María: ‘Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia como había anunciado a nuestros padres en favor de Abraham y de su linaje por los siglos’. María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa”.

Palabra de Dios.

III. Desarrollo del tema:

Comentar: ¿Quién es María para ti? ¿Por qué es importante en la historia de la

salvación? ¿Cuáles son tus principales dudas en relación a la Virgen María?

I. Comenzaremos nuestro tema especificando aspectos fundamentales sobre nuestra Madre, la Virgen María.

María desde siempre elegida.

El Dios Uno y Trino necesitaba de una Virgen para que el Hijo se encarnara. Esa “idea” estaba en Dios antes de que la joven doncella fuese concebida: “Dios envió a su Hijo, pero para “formarle un cuerpo” quiso la libre cooperación de una criatura”. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel” (Catecismo de la Iglesia Católica, CEC nº 488).

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En el Antiguo Testamento ya se prefigura a María: ella vencerá al demonio que tentó a Eva, María será la Nueva Eva, la que cobijará en su carne al Verbo Encarnado: “En efecto, en María se cumplen las promesas de Dios a los humildes y a los justos: el mal y la muerte no tendrán la última palabra” (Juan Pablo II, Ángelus, viernes 15 de agosto de 2003).

María ha estado en el centro del plan salvador de Dios, en efecto, cuando el Padre creó todo y al hombre para que lo buscara, este cayó en pecado, tal evento trajo como consecuencia la muerte. Pero no sería el fin, María con su sí incondicional cambió el destino de las creaturas: “Todos, así como están incluidos « al comienzo » en la obra creadora de Dios, también están incluidos eternamente en el plan divino de la salvación, que se debe revelar completamente, en la « plenitud de los tiempos », con la venida de Cristo.” (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, nº 7).

Jesús nos revelará en plenitud el plan divino de salvación. María eternamente es incluida en este plan Trinitario, a ella se le ha confiado el que realizará la obra redentora, Cristo: « Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será “Emmanuel”, según las palabras de Isaías (cf. 7, 14). De este modo el Antiguo Testamento prepara aquella « plenitud de los tiempos », en que Dios « envió a su Hijo, nacido de mujer,... para que recibiéramos la filiación adoptiva ». (Ibid).

María Inmaculada.

Ya sabemos que María fue predestinada a ser la Madre del Salvador desde siempre, y libremente aceptó lo que Dios le pedía. Así, el concepto de predestinación no debe ser entendido como una negación de la libertad. Sin embargo, surge la pregunta: ¿Podía María decir que no? Podía, pero Dios la eligió y luego preparó de tal manera, que resulta inconcebible la negativa de María Santísima.

En efecto, ser Madre de Dios requería de dones extraordinarios, que solo Dios puede dar, María los recibió plenamente, por eso se le llama “llena de gracia”: “Para ser la Madre del Salvador, María fue “dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante” (LG 56). (CEC nº 490).

La Iglesia cree firmemente que María desde su concepción ha sido redimida por el Padre: “La bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano”. (Pío IX, Dogma de la Inmaculada Concepción).

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María es la criatura más extraordinaria que existe, plena de santidad, inmensa en el amor. En consecuencia, jamás cometió pecado durante su vida: Esta resplandeciente santidad del todo singular de la que ella fue enriquecida desde el primer instante de su concepción le viene toda entera de Cristo. Él la ha elegido en Él, antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor. (CEC nº 492).

María Virgen.

Desde siempre la Iglesia ha creído que Jesús se encarna en el seno de María Virgen, gracias a la acción poderosa del Espíritu Santo. Este hecho extraordinario quiere poner de relieve la presencia real del Hijo de Dios entre los hombres. Jesús es concebido no como cualquier creatura: “Los relatos evangélicos presentan la concepción virginal como una obra divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humanas (CEC nº 497).

La virginidad de María es un misterio. Manifiesta claramente que no hay participación humana en la grandeza de la encarnación. María acepta humildemente esta misión, como señalamos anteriormente. Al estar plena de la gracia divina puede decir con plena certeza que acepta la voluntad del Creador de enviar a su único Hijo para salvación del mundo: “La virginidad de María manifiesta la iniciativa absoluta de Dios en la encarnación. Jesús no tiene como Padre más que a Dios (Ibíd.; nº 503).

Al hablar de María Virgen, reconocemos a Jesús plenamente hombre y plenamente Dios; su humanidad le viene de la carne de su Madre, su divinidad de la condición de Verbo: “La naturaleza humana que ha tomado no le ha alejado jamás de su Padre…consubstancial con su Madre en nuestra humanidad, pero propiamente Hijo de Dios a sus dos naturalezas”(Ibíd.).

La virginidad de María es signo de la plenitud humana que nace no sólo de la carne, sino del Espíritu Santo, es decir, la acción de Dios que provoca la encarnación del Verbo en María virginal, se refiere a los nuevos hombres concebidos en el espíritu y no solamente con participación de la carne. Si San José hubiese sido el padre de Jesús sería imposible entender la naturaleza divina de Cristo, mucho menos su humanidad perfecta: “Jesús, el nuevo Adán, inaugura por su concepción virginal el nuevo nacimiento de los hijos de adopción en el espíritu Santo por la fe. La acogida de esta vida es virginal porque toda ella es dada al hombre por el Espíritu. El sentido esponsal de la vocación humana con relación a Dios se lleva a cabo perfectamente en la maternidad virginal de María.”(Ibid nº 505).

María es Virgen, porque aceptó con total disposición y perfecta fe lo propuesto por Dios a través del arcángel Gabriel, ella se abandona al Padre y dice: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38).

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Finalmente hay que enfatizar la virginidad perpetua de María: “María fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el embarazo, Virgen en el parto, Virgen después del parto, Virgen siempre”. (San Agustín, sermón 186, 1)(Ibid nº 510).

María Madre de Dios.

Alguien podría llegar a creer que María puede ser solamente madre de un Jesús histórico, es decir, de un niño y hombre con las características propias de todo ser humano y nada más, lo cual es un error.

Efectivamente, si aceptamos lo anterior, iríamos en contra de lo que los textos bíblicos enfatizan. En ellos vemos como María es reconocida como la Madre del Señor, de Jesús, del Hijo Eterno: “Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? (Lc 1, 42 – 43).

El texto es claro, la experiencia de las primeras comunidades cristianas revelan que Jesús es el Verbo hecho hombre. El título de “Señor” es atribuido al Hijo Eterno: “En efecto, aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo Eterno del Padre, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios” (Ibid nº 495).

Negar a María su condición de Madre de Dios equivale a pensar que en Jesús hay dos personas, la del Verbo y la de un ser humano cualquiera, ambos en un solo cuerpo. Este error se superó al definir la existencia de un solo sujeto, UNA sola persona, la de HIJO DE DIOS HECHO HOMBRE: “Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne” (Ibíd. nº 466).

María llena de gracia.

Todos los hombres hemos sido llamados a la salvación. Dios desea que la alcancemos y nos pide usar correctamente nuestra libertad para con la ayuda de su gracia llegar a la eternidad del cielo.

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Este plan divino de salvación, Dios lo preparó desde siempre y con la venida de Cristo llegó a plenitud. En el plan tuvo especial y única participación María, predestinada para ser la Madre del Salvador. Ella ocupa allí un lugar privilegiado: “El plan divino de la salvación, que nos ha sido revelado plenamente con la venida de Cristo, es eterno. Está también -según la enseñanza contenida en aquella Carta y en otras Cartas paulinas- eternamente unido a Cristo. Abarca a todos los hombres, pero reserva un lugar particular a la « mujer » que es la Madre de aquel, al cual el Padre ha confiado la obra de la salvación.”(Juan Pablo II, “Redemptoris Mater” nº 7).

María ha recibido de Dios una bendición especial, ha sido consagrada desde toda la eternidad como la Madre del Salvador. Ese regalo de Dios (gracia = regalo, don), sólo es para María y tiene como consecuencia su santidad plena: “María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es amada en este « Amado » eternamente, en este Hijo consubstancial al Padre, en el que se concentra toda « la gloria de la gracia » (Ibíd. nº 8).

María es “llena de gracia” porque en ella se cumple la gracia salvadora del Padre a todos los hombres, por lo tanto la redención es posible. Que María sea “llena de gracia” significa que ella es elegida como la Madre de Dios, la Plenitud de la Gracia: “Como afirma el Concilio, María es « Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas”(Ibíd. nº 9). María es plena de gracia porque su maternidad divina es de infinita dignidad.

María es llena de gracia, pues ella está en el centro mismo de la lucha contra el pecado en la historia de la salvación: “Esta elección es más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado, de toda aquella « enemistad » con la que ha sido marcada la historia del hombre. En esta historia María sigue siendo una señal de esperanza segura.”(Ibid, nº 11).

II. La vida de la Virgen María

El evangelio de san Lucas nos cuenta cómo Dios envió al arcángel san Gabriel para darle a conocer a María que había sido elegida para ser Madre de Dios. A este episodio llamamos comúnmente Anunciación.

La conversación entre el ángel y la Virgen acaba con esta aceptación humilde y confiada “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc.1, 38). En aquel mismo instante se realizó la encarnación del Verbo Divino en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen, y exactamente nueve meses después nace Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, en Belén.

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La Virgen no es solo la Madre de Dios: es también nuestra Madre. Cuando moría en la cruz, Jesús nos la dio por Madre y así Ella nos cuida, nos protege e intercede por nosotros ante su Hijo.

A continuación intentaremos conocer más sobre la vida y virtudes de la Santísima Virgen María, que es Madre de Dios y Madre nuestra, para de este modo, aprender a imitarla y a amarla cada día más como nuestra Madre, colocándonos bajo su protección e intercesión materna.

1. Por el “Sí” de María, Dios Verbo se hace hombre (Lucas 1, 26-38)

La misión del Hijo de Dios comienza cuando María de Nazaret, Virgen, al escuchar las palabras del Angel Gabriel, responde: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Se inicia la misión del Hijo y del Espíritu Santo que desciende sobre Ella. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.

La misión del Espíritu Santo llega primero a Ella, la más pura y la más sensible. Ha respondido con todo su “yo” humano, femenino, y en esta respuesta de fe se ve su cooperación perfecta con la gracia de Dios y una disponibilidad perfecta también a la acción del Espíritu Santo. Sin el sí de María, Jesús no hubiera nacido.

Su respuesta marcó un momento decisivo en la historia de la humanidad. No sabía cómo se realizarían en concreto los planes del Señor, pero lejos de temer y angustiarse, aparece soberanamente libre y disponible. Su sí a la anunciación significó tanto la aceptación de la maternidad que se le proponía, como su compromiso en el misterio de la redención. Esta fue obra de su Hijo, pero la participación de María fue real y efectiva: María aceptó colaborar en toda la obra de reconciliación de la humanidad con Dios.

El “Fiat” (sí) de María es el mayor acto de fe de toda la historia. Pero esta prueba de fe irá aún más lejos: ¡hasta la cruz, en el Gólgota! No se le ahorrará a la Madre la muerte terrible del Hijo. Ella se dejará llevar de la mano por la misteriosa Providencia y durante toda la vida, arraigada en la fe, seguirá espiritualmente a su Hijo, convirtiéndose en su primera y perfecta “discípula” y realizando cotidianamente las exigencias de este seguimiento, según las palabras de Jesús: “El que no toma su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Mc.8, 34).

Así, María avanzará durante toda la vida en la peregrinación de la fe, con plena fidelidad. El sí de María fue renovado constantemente por Ella en cada momento de su vida, tanto en la alegría de Nazaret como en el dolor del Calvario.

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El “Fiat” de María en la anunciación encuentra su plenitud en el “fiat” silencioso que repite al pie de la cruz. Ser fiel es no traicionar en las tinieblas lo que se aceptó en público (S.S. Juan Pablo II).

“He aquí la esclava del Señor”; cada uno de nosotros debe estar pronto a responder así, como Ella, en la fe, en la obediencia, para cooperar, cada uno en su propia esfera de responsabilidad, a la edificación del reino de Dios. Aprendamos a decir que sí al Señor en cada circunstancia de nuestra vida, incluso en los momentos difíciles, movidos por la confianza plena en Dios.

2. La visitación (Lucas 1, 39-45)

María, movida por la caridad, se dirige a la casa de su pariente. El motivo de la visita lo hallamos en el hecho de que durante la anunciación, el ángel Gabriel había nombrado de modo significativo a su prima Isabel, que en edad avanzada, había concebido de su marido Zacarías un hijo, por el poder de Dios.

¿Qué significó en esa casa la presencia de María? Fue una presencia espiritualmente fecunda; María llevó los dones incomparables de la gracia, de la alegría, de la luz, dones que María nos procurará también a nosotros al llevarnos a Jesús.

En la visitación vemos en María el sentimiento de la solidaridad. Ella nos ofrece un modelo de servicio a los demás, un ejemplo de cómo nosotros, hijos e hijas espirituales suyos debemos abrir nuestros corazones y ayudar a que, a través de nosotros, Cristo llegue a los que lo necesitan y lo buscan.

Si queremos penetrar en el misterio de la Madre de Dios y seguir a María en el camino de su fe, debemos meditar las palabras de alabanza que hace María en el “Magnificat”, canto que es ante todo alabanza y acción de gracias. “El magnificat” expresa la espiritualidad de María (Lucas 1, 46-55).

3. El nacimiento de Jesús (Mt.1, 18)

La venida del Hijo de María al mundo no tuvo lugar en una casa, habitación de hombres, sino en un ambiente destinado para animales...; María envolvió en pañales a su Hijo primogénito y lo acostó en un pesebre. El mundo ha sido hecho por Él, pero el mundo no lo recibió (Homilía en la Misa de Nochebuena, 24-12-82, S.S. Juan Pablo II).

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Pero los ojos de María, iluminados por la fe, descubren el encanto del misterio de Dios bajo la apariencia de pobreza y abandono. ¡Cuánta belleza han visto los ojos de María aquella noche! A la luz de la fe, toda la pobreza exterior se transforma en la más grande riqueza. Verdaderamente, solo de esta manera podía nacer Cristo.

El Hijo se hace Emmanuel, Dios con nosotros. Mediante la Madre, Jesús entró en nuestro mundo y en la historia del hombre. María fue la primera en pronunciar el nombre de Jesús. Todos los demás aprendieron este nombre de Ella y continúan aprendiéndolo.

“Mirad la gruta de Belén: las personas que veis en ella pueden ser vuestro modelo y vuestro ejemplo. Como Jesús que ha venido no para ser servido sino para servir, como María y José que lo han ofrecido a los hombres, así también vosotros aprended a daros...” (S.S.Juan Pablo II).

4. La vida oculta de María en el hogar de Nazaret (Lc.2, 52)

La Sagrada Escritura nada nos dice de la vida de María y Jesús en Nazaret. Algunos Padres de la Iglesia dicen que la escritura reserva estos hechos por ser de tanta intimidad para la Sagrada Familia. Sin embargo, la tradición cristiana ha dilucidado algunos aspectos relevantes de María a partir de los pocos datos que nos entregan los evangelios tales como: su humildad, su fe inquebrantable, su amor por nosotros, su poder intercesor, su silencio, su meditación, su unión con Dios...

Siempre sentimos asombro ante el hecho de que una joven virgen haya podido traer al mundo al que es Dios; que haya recibido la misión de amamantarlo; que haya preparado al Salvador con su educación materna. María, siempre virgen, ha sido plenamente Madre y una admirable educadora.

María, ofrece su virginidad a Dios. El Señor nos ha dado en María un excelente ejemplo de la virtud de la castidad.

Recordemos que es diferente lo que exige la castidad a quien se ha consagrado en virginidad (como la Virgen María) o celibato, a quien está unido en legítimo matrimonio, o a quien, sin estar aún unido en matrimonio, tiene el propósito o deseo de contraerlo más adelante. La castidad es una virtud que permite al hombre mantener el señorío sobre su sensualidad, respetando la finalidad del sexo y haciendo que se ejercite sin menoscabar el amor a Dios y sin aprisionar la libertad que compete a los hijos de Dios.

Después de la caída de Adán, habiéndose rebelado los sentidos contra la razón, la virtud de la castidad es para los hombres muy difícil de practicar. Entre todas las luchas,

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dice san Agustín, las más duras son las batallas de la castidad, en la que la lucha es diaria y rara la victoria. ¿Por qué es rara la victoria? Porque no se ponen los medios para vencer. Pues bien, María nos muestra los medios para ser castos: el ayuno, evitar ciertas ocasiones y la oración.

Por ayuno se entiende la mortificación, sobre todo de los ojos y de la gula. María Santísima, aunque llena de gracias, tenía que ser mortificada en las miradas sin fijar los ojos en nadie, de modo que era la admiración de todos desde su tierna infancia. Toda su vida fue mortificada en el comer. Afirma san Buenaventura que no hubiera acumulado tanta gracia si no hubiera sido morigerada en los alimentos, pues no se acompañan la gracia y la gula. En suma, María fue mortificada en todo. Nosotros también podemos en cierto modo mortificarnos, auto imponiéndonos ciertos sacrificios o vencimientos voluntarios que van poco a poco robusteciendo nuestra fuerza de voluntad para ejercitarnos en el "dominio de sí mismo" y ser firmes ante las tentaciones que ciertamente se nos presentarán a lo largo de la vida.

El segundo medio es la fuga de las ocasiones o el evitar ciertas ocasiones. Decía san Felipe Neri: En la guerra de los sentidos vencen los cobardes, es decir, los que huyen de la ocasión. María rehuía cuanto era posible ser vista por los hombres. Eso parece deducirse también de lo que dice san Lucas: “Marchó aprisa a la montaña”. Debemos pues estar atentos y evitar todas aquellas ocasiones que puedan hacernos caer en las tentaciones y ofender a Dios. (Evitar miradas, lecturas y espectáculos que transmiten mensajes contrarios a la castidad cristiana, palabras o conversaciones en las que está ausente el sentido de la pureza, abuso del alcohol provocando la pérdida del control sobre sí mismo, evitar caricias cuando son un poderoso incentivo a la impureza y pueden introducir la apetencia incorrecta que es una forma de tentación, etc).

El tercer medio es la oración: “Pero comprendiendo que no podía poseer la Sabiduría si Dios no me la daba..., recurrí al Señor. Y le pedí” (Sb 8, 21). Sabemos que solos nada podemos, por eso debemos recurrir frecuentemente a la oración, pidiendo la protección y ayuda del Señor y de nuestra Madre. Decía san Juan de Ávila que muchos tentados contra la castidad, con sólo recordar con amor a María Inmaculada, han vencido.

En la familia de Nazaret María y José viven su vida de fe. Dedicándose a Jesús encuentran la motivación diaria para la solidaridad diaria entre ellos y hacia los demás. Y esta solidaridad la viven de modo oculto en el trabajo cotidiano. Jesús recibía allí continuamente los cuidados de la Madre. María, que siempre permaneció Virgen, consagraba diariamente su vida a la sublime misión de la maternidad. José cumplía su papel de forma consciente, en silencio y obediencia a la voluntad divina. El ha tenido un papel humilde, un papel de servidor viviendo en la intimidad con el Hijo de Dios. ¡Qué escuela, qué misterio!

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El Hijo de Dios vino a la tierra para salvar a todos los hombres..., y para llevar a cabo esta misión, pasó su vida terrena en el seno de una familia, con el fin de hacernos comprender la importancia insustituible de esta primera célula de la sociedad.

José y María no abdicaron de la autoridad que les competía como padres. El Evangelio dice de Jesús: “...estaba bajo su autoridad”. Gracias a la sumisión y obediencia de Jesús dice también el Evangelio que el niño “iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.”

La Sagrada Familia, ejemplo y modelo de familia cristiana, manifiesta los ideales que, según el eterno designio de Dios, toda familia debe buscar.

5. María encuentra a su Hijo en el templo (Lc.2, 41)

Narra el Evangelio que al volver José y María de Jerusalén, Jesús se quedó allí sin que ellos se dieran cuenta. Después de tres días de búsqueda “le hallaron en el Templo, sentado en medio de los doctores, oyéndoles y preguntándoles”.

Cuando lo encuentran y ante la pregunta de María, Jesús responde: “¿por qué me buscabais? ¿No sabías que yo debía estar en la casa de mi Padre?”

Jesús hablaba de su vocación, enseñándonos cómo debemos buscar siempre la voluntad del Padre. La vocación es una llamada interior de Dios dirigida a cada hombre. El hombre lo debe descubrir... y descubrirlo con acierto.

Todos podemos estar a veces perdidos en nuestro propio interior o en el mundo que nos rodea. ¡Dejad que Cristo os encuentre, para hablaros, para preguntaros qué es lo que Él quiere! Estad seguros de ésto: la obediencia a la voluntad de Dios es el camino para una vida fructuosa, el camino para la unión con Cristo (S.S. Juan Pablo II).

María y José lo habían buscado con angustia y en aquel momento no comprendieron la respuesta que Jesús les dio. Pero María guardaba todas estas cosas en su corazón, concluye el evangelista. María toma conciencia que su propio Hijo pertenece a Dios antes que a Ella.

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6. María en las Bodas de Caná (Juan 2, 1-10)

Hubo una boda en Caná de Galilea y allí se encontraban María con su Hijo. Cuando llegó a faltar el vino, María siempre abierta a las preocupaciones del hombre dijo: “No tienen vino” (Juan 2, 3).

En Caná de Galilea, María hizo que el corazón de Jesús se revelase en su generosidad. Es generoso porque ama y amar quiere decir dar, quiere decir ser don.

En Caná de Galilea María se pone entre su Hijo y los hombres; en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. María intercede por los hombres. En la boda Ella intercede en favor de los nuevos esposos que se encuentran en situación de dificultad.

En este diálogo con Jesús, la vemos realmente como una Madre que pide, que intercede. Pero, vale la pena ir un poco más profundo, no solo para entender mejor a Jesús y María, sino también para aprender de María la manera correcta de rezar.

María realmente no pide algo de Jesús: ella simplemente le dice: «Ellos no tienen vino». Las bodas en Tierra Santa eran celebradas durante una semana entera; todo el pueblo participaba y, por consiguiente, se consumía mucho vino. La pareja de novios se encontraron en problemas, y María simplemente le dijo esto a Jesús. Ella no le dice aquello que tiene que hacer. Ella no le pide nada en particular, y ciertamente no le pide realizar un milagro para hacer vino. Ella simplemente le hace saber el asunto a Jesús y lo deja decidir aquello a hacer.

En las directas palabras de la Madre de Jesús, por lo tanto, podemos apreciar dos cosas: por un lado su cariñosa preocupación por la gente, ese cariño maternal que la hace estar atenta a los problemas de los otros. Vemos su cordial bondad y su voluntad de ayuda. Esta es la Madre a quien confiamos nuestros cuidados, nuestras necesidades y nuestros problemas. Su maternal disposición para la ayuda, en la cual nosotros confiamos, aparece aquí por primera vez en las Sagradas Escrituras.

Pero además de este primer aspecto, con el que estamos todos familiarizados, hay otro, que podríamos ver fácilmente: María deja todo al juicio de Dios. En Nazaret, ella entregó su voluntad, sumergiéndola en la de Dios: «He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lucas 1, 38). Y esta continúa siendo su actitud fundamental. Así es como ella nos enseña a rezar: no para buscar afirmar nuestra propia voluntad y nuestros propios deseos ante Dios, sino para permitirle que decida aquello que Él quiera hacer. De María nosotros aprendemos el gusto y disposición para ayudar, pero también

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aprendemos la humildad y generosidad para aceptar la voluntad de Dios, en la confiada convicción de que lo que sea que El diga como respuesta será lo mejor para nosotros.

Al mismo tiempo, consciente de la misión y del poder de su Hijo, María le dice a los servidores: “Haced lo que Él os diga”. (Juan 2,5). Esta es una invitación de María a obedecer a Jesús sin titubeos. En esta frase María parece decirnos: “no dudéis, confiad en la Palabra de mi Hijo.” Esto supone dejar de lado nuestros deseos, planes y aspiraciones para dejar que Él vaya marcando el camino. María nos invita a confiar plenamente en su Hijo.

Si tenemos confianza en la Madre de Cristo, podemos confiarle nuestras preocupaciones, nuestras decisiones, nuestras luchas interiores. Si nos dirigimos a Ella, nos encaminamos a Cristo, al igual que los esposos fueron a Ella y llegaron a Cristo.

7. En la cruz, con María, aprendemos a amar (Juan 19, 25-27)

En el Calvario, estaba junto a la cruz de Jesús su Madre y también Juan, el discípulo al que Jesús amaba. Crucificada con el Hijo crucificado, contemplaba con angustia de Madre y con heroica fe de discípula, la muerte de su Dios, consintiendo amorosamente en el sacrificio del Hijo que Ella misma había engendrado. Entonces pronunció su último Fiat, cumpliendo la voluntad del Padre en favor nuestro y acogiéndonos como hijos en la persona de Juan, según las palabras de Jesús: “Mujer, ahí tienes a tu hijo.”A los pies de la Cruz comienza esa especial entrega del hombre a la Madre de Cristo.

Jesús, luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu Madre” (Jn 19, 26-27). Con estas palabras Jesús lo invita a que ame a María verdaderamente como Madre propia. En Juan, Jesús ve a todos los hombres a quienes deja este testamento de amor. En concreto, Jesús funda con estas palabras el culto Mariano de la Iglesia.

Así, el culto que la Iglesia rinde a la Virgen no es sólo fruto de una iniciativa espontánea de los creyentes ante el valor excepcional de su persona y la importancia de su papel en la obra de la salvación; se funda en la voluntad de Cristo.

Las palabras: "He ahí a tu madre" expresan la intención de Jesús de suscitar en cada uno de nosotros, una actitud de amor y confianza en María, impulsándonos a reconocer en ella a nuestra madre, la madre de todo creyente.

En la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden, como Juan, a conocer profundamente al Señor y a entablar una íntima y perseverante relación de amor con El.

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Descubren, además, la alegría de confiar en el amor materno de María, viviendo como hijos afectuosos y dóciles.

La presencia de María de pie junto a la cruz muestra su compromiso de participar totalmente en el sacrificio redentor de su Hijo. Ella quiso participar plenamente en los sufrimientos de Jesús.

María Santísima tiene un papel esencial en ese hacernos comprender y aceptar el misterio de la cruz. Ella no nos guía al misterio de la cruz sólo como Maestra. Ella sufre con Jesús y sufre con nosotros. María nos enseña, a ejemplo de Jesús, todas las virtudes necesarias para afrontar y vencer cualquier clase de mal: la valentía, la fortaleza, la paciencia, el espíritu de sacrificio, la santa resignación a la voluntad divina.

La Virgen no sufrió por sí misma, pues era la siempre inmaculada (sin pecado); sufrió por nosotros, por ser Madre de todos.

Debemos apreciar cada vez mas el don que Cristo crucificado nos ha hecho, dejándonos como Madre a su misma Madre.

8. María en la resurrección (Mt. 28, 1)

María llevó el cuerpo de Jesús en su seno virginal, después lo dio a luz en la noche de Belén, lo llevó en sus brazos siendo niño, lo llevó al templo el día de su presentación. Lo llevó más que en sus brazos, en su corazón, especialmente junto a la Cruz. Su corazón fue traspasado por el dolor y compartió el dolor asociándose al sacrificio del Hijo. Y luego cuando ya había expirado y lo habían bajado de la cruz, Él descansó una vez más en sus brazos. Lo tomaron de los brazos de la Madre y lo devolvieron a la tierra; cerraron el sepulcro con una losa...Y he aquí, quitada ahora la piedra, la tumba está vacía...¡Cristo a quien María llevó ha resucitado! ¿Podría cualquier narración describir el momento de la resurrección del Hijo en el corazón de la Madre?

¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros apóstoles, las palabras de la última Cena: “Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros”(Lc. 22, 19). Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado al pie de la cruz.

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9. María, madre de la Iglesia

Cada madre transmite a los hijos la propia semejanza: también entre María y la Iglesia hay una relación de semejanza profunda. María es la figura ideal, la personificación, el modelo de la Iglesia. Ella es la primera entre los humildes y pobres, el resto fiel, que espera la Redención; y Ella es también la primera entre los rescatados que, en humildad y obediencia, acogen la venida del Redentor.

De María nace Cristo Cabeza, a quien está unida desde entonces la Iglesia, su Cuerpo. La Iglesia fue congregada en el Cenáculo con María, que era la Madre de Jesús y con sus hermanos. No se puede, por tanto, hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con sus hermanos.

María es plenamente consciente de la misión que le ha sido confiada: la encontramos en los comienzos de la vida de la Iglesia, junto con los discípulos que se están preparando al eminente acontecimiento de Pentecostés. La comunidad primitiva se estrecha en oración en torno a Ella, que es la Madre de Jesús, como buscando protección y consuelo.

Igualmente nosotros debemos recogernos en torno a María, reconociendo en Ella a la Madre de Cristo, del Cristo total, es decir de Jesús y de la Iglesia; la Madre nuestra. Y aprender de Ella: aprender de su fe inquebrantable, de su plegaria asidua, aprender que es necesario permanecer en comunión con la comunidad jerárquica estructurada. Esta es la voluntad de Cristo. María, la Madre, la ha aceptado gozosamente.

“Contemplar a María significa mirarnos en un modelo que Dios mismo nos ha dado para nuestra elevación y para nuestra santificación. Escuchad su voz, seguid sus ejemplos. Ella nos orienta hacia Jesús.

Seguid el ejemplo de Nuestra Señora, modelo perfecto de confianza en Dios y de total cooperación con su plan divino de Salvación de la humanidad.

Tened presente el consejo que dio a los siervos de Caná: “Haced lo que Él os diga”. En esa ocasión Jesús, por su Madre, transformó el agua en vino. Contando con su intercesión, Él transformará vuestras vidas” (S.S. Juan Pablo II).

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COMENTAR:

¿Qué virtudes pudiste reconocer en la Virgen María?

¿Cuáles de estas virtudes crees que debes trabajar más en ti?

IV. COMPROMISO Cada uno puede escribir un compromiso y ofrecerlo a María. Lo guarda para

comentarlo en la reunión siguiente.

ORACIÓN FINAL

Oh piadosísima Virgen María,

que jamás se ha oído decir

que uno solo de cuantos

han acudido a tu protección

e implorado tu ayuda,

ha sido desamparado por ti.

Animado con esta confianza,

yo también acudo a ti,

Madre, Virgen de las vírgenes,

me postro a tus pies pidiéndote,

Madre de Jesucristo,

que no desoigas mis súplicas,

antes bien, dígnate escucharlas

y atenderlas benignamente.

Amén.

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ANEXO I. DOGMAS MARIANOS:

1. PRIMER DOGMA: “MARIA MADRE DE DIOS”.

Proclamado en el Concilio de Efeso celebrado el 2 de Junio del año 431 por el Papa San Celestino I.

"Desde los tiempos más antiguos, la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles acuden con sus súplicas en todos sus peligros y necesidades" (Constitución Dogmática Lumen Gentium, 66).

2. SEGUNDO DOGMA: “LA VIRGINIDAD PERPETUA DE MARÍA”.

Se definió el dogma en el Concilio de Letrán, celebrado en el año 649, bajo el pontificado del Papa San Martín I.

“La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado a la Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de María incluso en el parto del Hijo de Dios hecho hombre. En efecto, el nacimiento de Cristo "lejos de disminuir consagró la integridad virginal" de su madre. La liturgia de la Iglesia celebra a María como la ´Aeiparthenos´, la siempre-virgen." (499 - Catecismo de la Iglesia Católica).

3. TERCER DOGMA: “LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA”.

Proclamado por el Papa Pío IX en el año 1854.

4. CUARTO DOGMA: “LA ASUNCIÓN DE MARÍA”.

Proclamado por el Papa Pío XII el 15 de agosto de 1950.

“Finalmente, la Virgen Inmaculada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del Universo.

II. FIESTAS MARIANAS EN CHILE

Nuestra Señora de la Candelaria Carelmapu, Maullín 2 de febrero. Nuestra Señora de la Candelaria Chanco, Chanco 2 de febrero. Nuestra Señora de la Candelaria Rahue, Osorno 2 de febrero. Nuestra Señora de la Candelaria de San Pedro, Concepción 2 de febrero. Nuestra Señora de Lourdes, 11 de febrero. Virgen del Carmen de la Tirana, La Tirana, (sureste de Iquique) 10 al 18 de julio.

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Virgen del Carmen Maipú, 16 de julio. Nuestra Señora de las Mercedes, Isla de Maipo 24 de septiembre. Nuestra Señora de Guadalupe de Ayquina, Calama 8 de septiembre y 12 de diciembre. Nuestra Señora del Rosario de las Peñas, Arica. Primer domingo de Octubre. Inmaculada Concepción, 8 de diciembre. Virgen de Lo Vásquez, Casablanca 8 de diciembre. Nuestra Señora de Andacollo, Andacollo 26 y 27 de diciembre, y primer domingo de octubre.

III. PRINCIPALES DOCUMENTOS MARIANOS.

Juan Pablo II. Carta Encíclica, “Redemptoris Mater”. (María en la vida de la Iglesia).

Pablo VI. Exhortación Apostólica “Marialis cultus”. (El culto a María).

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El Espíritu Santo, la promesa de Jesús

"Es mi firme convicción de que, si al Espíritu Santo se lo glorifica más en la Iglesia, también la glorificará más Él y le dará las gracias que necesita para vencer los errores y hará que ya no haya sino un

solo rebaño bajo un solo pastor".

Arnoldo Janssen

ORACIÓN INICIAL

Bendito sea el Espíritu Santo

Bendito sea el Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo. Bendito sea el Espíritu Santo, que hizo hablar a los profetas. Bendito sea el Espíritu Santo, por cuya intervención María fue Madre.

Bendito sea el Espíritu Santo, cuya unción consagró a Jesús Mesías y Profeta. Bendito sea el Espíritu Santo, que Dios concede a nuestras oraciones. Bendito sea el Espíritu Santo, que Jesús prometió como "Otro Defensor".

Bendito sea el Espíritu Santo, que nos recuerda todo cuanto Jesús dijo. Bendito sea el Espíritu Santo, que nos conduce a la totalidad de la verdad. Bendito sea el Espíritu Santo, que hizo a los Apóstoles testigos de Jesús.

Bendito sea el Espíritu Santo, que reúne a todos los hombres y a todas las lenguas. Bendito sea el Espíritu Santo, que nos es dado en la Confirmación para el testimonio. Bendito sea el Espíritu Santo, que inspira las respuestas de los mártires.

Bendito sea el Espíritu Santo, por quien el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Bendito sea el Espíritu Santo, por quien formamos un solo cuerpo comiendo un solo pan. Bendito sea el Espíritu Santo, por quien son perdonados nuestros pecados.

Bendito sea el Espíritu Santo, que por la imposición de las manos se da a los diáconos, sacerdotes y Obispos. Bendito sea el Espíritu Santo, alma de la Iglesia. Bendito sea el Espíritu Santo, fuente de la caridad. Amén. Oraciones espontáneas….. Padre Nuestro……

I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

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II. Lectura Bíblica: Hechos 2, 1- 4.

“Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De pronto vino del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego, las que separándose, se fueron posando sobre cada uno de ellos. Y quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar idiomas distintos, en los cuales el Espíritu les concedía expresarse.”

Palabra de Dios

III. DESARROLLO DEL TEMA.

INTRODUCCIÓN.

El sacramento de la Confirmación es por excelencia el sacramento del Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad, de entre cuyas características destaca, el dar la vida y hablar a través de los profetas. El Espíritu Santo, ha de ser alabado con la misma fuerza que el Padre y el Hijo. Quien recibe este Espíritu debe promover en su vida la potencia del amor y la entrega sin límites.

El Espíritu Santo, está en el centro de nuestra Iglesia, abarcando toda la existencia de los creyentes, Jesús anunció su venida sobre los apóstoles, no podemos desconocer su importancia: “Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy os lo enviaré” (Jn 16, 7).

El Espíritu Santo es dueño de un eficaz poder, su primera gran obra será la Encarnación del Verbo dado el infinito amor del Padre a sus creaturas caídas. El Espíritu Santo hizo posible este evento por pura gracia, sin mérito del hombre. La naturaleza humana y la divina se unieron en una sola persona: Cristo.

El Espíritu Santo no sólo es quien permitió la concepción de Jesús, sino también le santificó su alma y colaboró al sacrificio en la Cruz: “Cristo, por medio del Espíritu Santo, se ofreció como hostia inocente a Dios”. (Heb 9,14). Todos los carismas del Espíritu Santo están en el alma de Jesús, a saber, virtudes, ciencia, sabiduría.

El Espíritu Santo, se hizo presente en el bautismo de Jesús para prefigurar a la Iglesia, lugar donde habita la Tercera Persona. La acción del Espíritu Santo es visible en la Iglesia e invisible en el alma de quienes practican la justicia.

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En el plan de salvación podemos ver la participación Trinitaria, el Padre envía al Hijo que muere por nosotros y finalmente el Espíritu que viene gracias a esta muerte redentora. Analógicamente, con el Bautismo somos parte del pueblo de Dios, la Eucaristía es alimento que nos permite seguir “vivos”, y la Confirmación nos constituye en hombres dispuestos a vivir según el Espíritu.

Podemos hacer una reflexión: así como Cristo padeció y murió por nosotros provocando la venida del Espíritu Santo sobre una Iglesia que peregrina hacia la plenitud de los tiempos, así también nosotros asumiendo nuestros dolores, cargando nuestra propia cruz, haremos que el Espíritu Santo colme la vida.

Cuando se recibe el Espíritu Santo en la Confirmación, nos proyectamos hacia la redención total: “La venida del Espíritu Santo sucede después de la Ascensión al cielo. La pasión y muerte redentora de Cristo produce entonces su pleno fruto. Jesucristo, Hijo del hombre, en el culmen de su misión mesiánica, «recibe» del Padre el Espíritu Santo en la plenitud en que este Espíritu debe ser «dado» a los Apóstoles y a la Iglesia, para todos los tiempos.” (Juan Pablo II, La promesa de Cristo; Catequesis 26-IV-89, nº 3).

Cuando Jesús asciende a los cielos, no significa que nos deje solos, que ya no participe en la Iglesia, recordemos que Él es cabeza de la Iglesia, sino se refiere a que su partida es necesaria para la culminación del plan salvador. El Espíritu es esencial para la plenitud de la redención: “La encarnación alcanza su eficacia redentora mediante el Espíritu Santo. Cristo, al marcharse de este mundo, no sólo deja su mensaje salvífico, sino que «da» el Espíritu Santo, al que está ligada la eficacia del mensaje y de la misma redención en toda su plenitud”. (Ibid; nº 4).

El Espíritu Santo, se relaciona con nosotros de una manera muy propia, no es energía, ni “fuerza”, sino la Tercera Persona de la Trinidad. Su acción en el confirmado es la de enseñar, ayudar en la lucha contra el pecado, guiar a la verdad plena sobre Cristo, interceder y especialmente, habitar en cada uno. Con la confirmación, nos abrimos al conocimiento profundo de Cristo: “En el Espíritu Santo se halla, pues, la revelación de la profundidad de la Divinidad: el misterio de la Trinidad en que subsisten las Personas divinas, pero abierto al hombre para darle vida y salvación. A ello se refiere San Pablo en la Primera carta a los Corintios, cuando escribe: "El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios" (1Cor 2,10). (Ibid nº 7)

El Espíritu Santo, es el abogado defensor, es el consuelo y maestro de los fieles: “Y al decir así, Jesús dio como razón principal de su separación y de su vuelta al Padre el provecho que sus discípulos habían de recibir de la venida del Espíritu Santo. Al mismo tiempo mostraba cómo éste era igualmente enviado por Él y, por lo tanto, que de Él procedía como del Padre; y que como abogado, como consolador y como maestro

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concluiría la obra por El comenzada durante su vida mortal”. (León XIII, Encíclica Divinum Illud Munus, nº 1).

Para nosotros los cristianos, el Espíritu Santo es vida y amor que fecunda y hace madurar la fe. Quien vive en el Espíritu, reaviva y vigoriza su fe, sigue el camino de la verdad y de la justicia.

El Espíritu Santo es el que se manifestará en Pentecostés, esta efusión ya la había anunciado el profeta Joel (Jl 2, 28-29). Los apóstoles serán coronados del Espíritu, el cual nunca se apartará de la Iglesia: “Y entonces los apóstoles descendieron del monte… ( )… no ya llevando en sus manos como Moisés tablas de piedra, sino al Espíritu Santo en su alma, derramando el tesoro y fuente de verdades y de carismas”. (Ibid, nº 7)

El Espíritu Santo comunica a la Iglesia la Verdad que recibe del Padre y del Hijo, esto permite que no haya errores, además este Espíritu es alimento que hace crecer las virtudes y madurez de la Iglesia: “«Yo rogaré al Padre y El os mandará el Espíritu de verdad, que se quedará siempre con vosotros» (Jn 16, 14. 16, 17).

EL ESPÍRITU SANTO EN LA BIBLIA.

Vamos a analizar algunos textos para hablar del Espíritu y sus características.

ANTIGUO TESTAMENTO

Números 11, 16 – 17.24 – 30.

El Espíritu da la vida y fortalece a los ancianos. A su vez, este Espíritu actúa con total libertad provocando en ellos el don de profetizar, es decir, hablaban llenos de gozo en éxtasis y de manera misteriosa, pero el efecto durará poco, pues se trata de un signo de Dios que pretende demostrar una elección divina y la autoridad ante el pueblo. El texto enfatiza que el carisma de profetizar no sólo está reservado a los jefes, sino que Dios quiere que todos lo posean y permanezca para siempre.

2 Reyes 2, 1 – 18.

Este texto nos muestra como el Espíritu es capaz de transmitir el don profético, Eliseo ha heredado el ser profeta sufriendo además una transformación radical en su vida. Por otro lado este don del Espíritu puede perderlo, le pertenece a Él, lo cual es coherente con la libertad de acción del Espíritu. El relato describe claramente la dinámica del Espíritu que anima e inspira al profeta para dar testimonio del Señor.

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Isaías 11, 1 – 5.

Si en los textos anteriores el Espíritu de Dios estaba vinculado al don de profecía, en este texto lo está respecto de la realeza. Se enfatiza el vínculo del rey con la divinidad que le entrega el Espíritu, hay un relato bíblico que ilustra claramente esto: “Samuel tomó el cuerno de aceite y le dio la unción en medio de sus hermanos, y el espíritu del Señor se derramó sobre David a partir de aquel día y estuvo con él en adelante” (1 Samuel 16, 13). Gracias al Espíritu el monarca posee cualidades especiales, sabiduría para conducir al pueblo a la felicidad, fuerza para defenderlo de los ataques de otros pueblos invasores, sabiduría para practicar la justicia, uno de los primeros deberes del soberano, el rey ha de reparar las equivocaciones que provocan injusticia, debe además dar a cada uno lo que le corresponde, causando así la paz y la armonía de cada uno de los miembros del pueblo.

Isaías 42, 1 – 7

He aquí un texto de esperanza para el pueblo de Dios que está en el destierro, el siervo es quien debe llevar adelante aquella misión esperanzadora de fundar el derecho en medio del pueblo, pero no como un código, sino llegando a la conciencia más profunda del ser humano. La justicia se ha de implantar sin violencia, abiertos a la esperanza cuando pareciera ser que ella no llega. El Espíritu elige y entrega una misión al siervo y este puede cumplirla única y exclusivamente gracias a la fuerza que recibe.

Isaías 61, 1 – 3.

En este texto maravilloso hay implícita una relación con uno de los signos más importantes en el sacramento de la Confirmación, la unción.

El contexto del relato se ubica con posterioridad al destierro de Israel, a pesar de la libertad, la situación del pueblo de Dios no es muy esperanzadora, hay falta de ánimo y paganismo, pero un elegido traerá de nuevo la paz. El Espíritu elige ungiendo al rey para que este se constituya en un verdadero padre para el pueblo. El Espíritu de Dios es el único que confiere el don de realizar la obra de hacer justicia, generar prosperidad y felicidad al pueblo oprimido.

Ez 36, 23 – 27.

El profeta anuncia la esperanza a su pueblo, el cual debe renovar su corazón y su espíritu. Israel debe cambiar para poder relacionarse correctamente con su Dios, es necesario por tanto, nacer de nuevo. Esta obra solo es posible si Dios entrega su Espíritu hasta un grado extremo, Dios no se reservará nada para que Israel se transforme desde la raíz.

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Ez 37, 1 – 14

El texto especifica la situación desesperada de un pueblo “cuyos huesos se han secado”, sin embargo, el Espíritu de Dios será quien les devuelva la vida, la resurrección de los muertos es obra del Espíritu. En el relato, el Espíritu aparece como esencialmente el dador de vida, de los huesos, la carne, la piel, etc. Sin este aliento de vida el hombre no puede ser tal. Cuando todos esos cuerpos tengan la vida gracias al soplo del Espíritu, la comunión entre Dios y su pueblo será una realidad.

Sabiduría 7, 22 – 8, 1.

La sabiduría es la que mueve, gobierna y renueva el universo, además es la que plenifica el alma de los hombres fieles a Dios y de los profetas. La sabiduría es obra del Espíritu, el cual trasciende el orden de la materia, la penetra y transforma. El Espíritu es múltiple en virtudes y acciones, el Espíritu es eficaz en todo lo que hace, de una pureza ilimitada. El Espíritu es amigo de lo bueno, ordena el mundo con correcta intención y suma bondad. El Espíritu es constante y sereno con un saber y poder infinitos.

Aunque el texto habla de la sabiduría personificada, la identifica en varias ocasiones con el Espíritu, la sabiduría es en último término algo espiritual. La sabiduría es la presencia activa del Creador en el mundo, pero de manera especial en el alma de los hombres santos.

NUEVO TESTAMENTO.

Marcos 1, 9 -13.

En épocas anteriores a Cristo, bautizarse era sumergirse en el agua lo mismo que se baja a la muerte. Jesús usa la imagen del bautismo para interrogar a sus seguidores si están dispuestos a morir con Él. Así lo expresará en el futuro el encuentro entre Santiago, Juan y Jesús cuando éste les pregunte si están dispuestos a compartir su pasión (Mc 10,38). Cuando Juan bautiza a Jesús se anticipa su muerte, su pasión.

La imagen del cielo que se desgarra simboliza el trastorno cósmico que se produce con el bautismo de Jesús, el mismo que ocurrirá cuando el velo del templo se desgarre en dos partes al momento de la muerte de Jesús (Mc 15, 38). Cristo transforma el orden del mundo, su muerte eliminará el culto del pueblo judío que el templo simbolizaba y dará inicio a su misión que inaugura los nuevos tiempos.

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La aparición del Espíritu Santo en el texto, recuerda al profeta Isaías: ¿“Donde está el que los salvó del mar, el pastor de su rebaño? ¿Dónde está el que ponía en medio de ellos su Espíritu Santo?” (Is 63, 11). Jesús es el nuevo Moisés, encargado de conducir al pueblo al final de su viaje. Jesús da inicio a la intervención definitiva de Dios a favor de sus hijos.

En el profeta Oseas, Israel recibe el nombre de “Hijo mío”. Jesús también tiene ese título, Él ha de gobernar con justicia, generando la paz. El texto también puede relacionarse con el relato de Isaac, el hijo amado de Abraham, prefigura del Cristo que nos lleva a la vida a través de su muerte. Jesús es el amado del Padre, así lo indica la voz del cielo en el bautismo de Juan, así se escucha en la transfiguración. El texto manifiesta la participación de Cristo en la vida de la trinidad, intencionalmente se agrupan la persona del Hijo, y la presencia del Espíritu.

Después de su bautismo, Jesús va a permanecer 40 días en el desierto, así como el pueblo de Israel lo hizo cuarenta años, nuevamente se capta la relación entre el Nuevo y el Antiguo Testamento. Si anteriormente, el Espíritu era testigo de la voz del Padre especificando el amor al Hijo, aquí el Espíritu conducirá al Mesías hacia el desierto; Jesús cruza las aguas y luego peregrina.

Jesús es tentado por Satanás y una vez más le derrota. Luego, viene la paz, la armonía del universo, las fieras del desierto nada le hacen, los ángeles le sirven con suma reverencia. Jesús provoca la paz mesiánica, paz que nunca debió perderse, pues el hombre está llamado a la eternidad en un mundo pacífico reconciliado definitivamente con Dios.

El Espíritu Santo es anunciado por Juan como aquel con el cual habrá de bautizar Cristo (Mc 1, 8), lo recibe y se retira al desierto, con Él enfrenta a Satanás. El que se enfrenta al Espíritu ya está perdido, los demonios huirán despavoridos, quien está en contra del plan de Dios, recibe las palabras precisas que el Espíritu inspirará: “El Espíritu que vino sobre el discípulo en el bautismo, para que su lucha, su sufrimiento y su muerte sean caminos de resurrección”. (Cuadernos bíblicos, nº 52; Quesnel, Michel, p.29)

Lucas 4, 16 – 21.

Jesús cita al profeta y el Espíritu se manifiesta:

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha consagrado por la unción. Me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, a curar a los que tienen el corazón roto, y a anunciar a los prisioneros que están libres y a los ciegos que verán la luz, a proclamar un año de beneficios, concedido por el Señor, y un día de venganza” (Isaías 61, 1 – 2 ).

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Desde el nacimiento hasta la muerte de Jesús, el pueblo elegido de Israel, vivirá un tiempo de privilegio, donde la esperanza en un mundo más justo y llevadero despertará a partir de la predicación del Redentor: “En un rincón discreto del imperio romano, se va a colmar durante algunos meses el deseo de felicidad y de libertad que anida en el corazón de los hombres desde la creación y que tan bien expresaron los profetas de Israel. ¿Hasta cuando? Hasta que esos mismos hombres maten a aquel que les traía la felicidad y tome su relevo el pueblo del Espíritu” (Ibíd.; p. 34).

El Espíritu Santo, anima a los profetas de Israel, Juan Bautista será el último, lleno del Espíritu y su fuerza. Jesús es el Profeta Mayor, el Profeta con Mayúscula, el que sustituye a todos los profetas y lo que ellos predican. El Espíritu Santo, en Pentecostés, revestirá a la Iglesia de una acción profética.

Jn 3, 3 – 8.

Jesús explica a Nicodemo que nacer de arriba es efecto de la acción del agua y del Espíritu. En el corazón del hombre habrá de habitar el don del Espíritu Santo, en eso consiste el nuevo nacimiento. El Espíritu conduce a la verdad, pero se requiere de una apertura a su suave voz. Nacer de arriba es necesario para entrar en el Reino de Dios, de hecho ese es el sentido de toda la vida humana, caminar hacia la plenitud del Reino, pero siempre bajo el influjo del Espíritu Santo: “A los discípulos reunidos en el cenáculo el resucitado les da el Espíritu de la nueva creación… ( )… haciendo de ellos el punto de partida de la humanidad rescatada.”(Cuadernos bíblicos nº 52; Cothenet, Edouard, p.37).

Hechos 2, 1 – 39

Se cumplen las escrituras, están dadas las condiciones para la venida del Espíritu, Judas Iscariote ya ha sido reemplazado. Las frases: “todos llenos”; “toda la casa”; expresan la plenitud del tiempo y del espacio, el cumplimiento, la unanimidad: “Plenitud en el tiempo, en el espacio, en el número y en el corazón: todo esto remite a un acontecimiento ideal y perfecto” (Cuadernos bíblicos nº 52; Alain Marchadour, p. 42).

El fuego, el ruido son imágenes utilizadas para hablar de la manifestación de Dios. Lo que viene del cielo es lo que tiene su origen en Dios, el cual irrumpe en el mundo de los seres humanos llenándolo todo.

Los efectos del Espíritu Santo, que nadie sabe de dónde viene ni adónde va, se visualizan nítidamente, los apóstoles hablan en la lengua de quienes asisten al evento, provocando la admiración de todos. La efusión del Espíritu Santo ha llegado. Pedro y Juan imponen las manos, perpetuando el sacramento de la Confirmación hasta el fin de los tiempos.

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El relato de Pentecostés hay que ubicarlo en el marco bíblico general. En el Bautismo de Jesús, el cielo se abre para que irrumpa el Espíritu, en los Hechos los Apóstoles se llenan del Espíritu, las promesas se cumplen. La historia de la salvación es dividida por Lucas en tres grandes momentos: El Antiguo Testamento; la Encarnación, Muerte y Resurrección de Jesús; finalmente el tercer momento es el periodo del Espíritu: “El vínculo entre estos tres periodos está constituido por Jesús, es él a quien anuncia Juan Bautista antes de cerrar la última página del Antiguo Testamento; es él el que llena el periodo central; es él finalmente el que da la clave de interpretación de Pentecostés, como demuestra el discurso de Pedro”. (Ibíd., p. 46)

Será el Espíritu Santo el que conducirá a los primeros creyentes por el mundo anunciando el Evangelio. Este Espíritu acompañará a Felipe y Pedro en la ardua tarea de evangelizar. El mismo Espíritu asistirá a San Pablo para llevar la Buena Nueva más allá de las fronteras de Israel.

Pedro interpretará el acontecimiento e indicará lo que se debe hacer en adelante. Hay que recordar los tiempos del Éxodo, donde el Espíritu de Dios se derramó sobre setenta ancianos liderados por Moisés ( Números 11, 24 – 25), desde ese momento todo el pueblo de Israel esperaba la efusión del Espíritu Santo ( Joel 3, 1; Ezequiel 36, 27; ). Pedro le confirma a los presentes que la promesa se cumple, la efusión del Espíritu Santo que había sido parcial en el Antiguo Testamento se revela enteramente en Pentecostés, de ahí que la primera comunidad se identifique como la comunidad de los tiempos finales.

Pedro aclara el sentido de la promesa relacionándola directamente con la Pascua del Señor: “A ese hombre, según el plan bien trazado y sancionado por Dios, lo entregasteis y eliminasteis haciéndolo crucificar por manos de los impíos; pero Dios lo ha resucitado librándolo de los horrores de la muerte” (Hechos 2, 23 – 24 a).

Romanos 8.

El Espíritu Santo ha liberado al hombre de la muerte, la vida se entrega generosa a quienes viven según Cristo, pues su cruz superó el pecado, la ley judía queda caduca: “En adelante, está en obra otro principio de salvación que en esta ocasión se designa como “la ley del Espíritu” (Ibid, p. 55).

La ley conducía inevitablemente al pecado, el Espíritu en cambio, a la salvación por medio de la cruz de Cristo que perdona todos los pecados de la humanidad. Con ello la vida eterna es una realidad para los convertidos. El Espíritu confiere al hombre la santidad, fruto de la vida que nace cuando se tiene la experiencia del Señor Resucitado. Gracias al Espíritu, el cristiano se transforma en lo que realmente es.

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Comentar:

1. ¿Quién es el Espíritu santo para ti?

2. ¿Por qué se dice que el Espíritu Santo es menos conocido que el Padre y el Hijo?

3. ¿Qué papel juega el Espíritu Santo en la Biblia?

4. ¿Sientes el Espíritu Santo en tu vida?

EL ESPIRITU SANTO EN EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA.

Características del Espíritu Santo.

Soplo de vida.

Para las primeras comunidades cristianas, el Espíritu Santo será un “soplo inmaterial”, esto va de acuerdo con la concepción judía de un aliento no material, sino trascendente que activa al hombre, es decir, le da la vida.

Alguien

Los primeros cristianos tienen clara conciencia de que en medio de ellos actúa no una fuerza extraña, sino un ser personal que los anima y fortalece, su procedencia es trinitaria. El Espíritu Santo es concebido en igualdad al Padre y al Hijo, por eso el Alguien será con mayúscula (2 Cor 13,13; Rom 1, 4; 2 Pe 1, 4). El Espíritu Santo, es Dios y su obrar es de acuerdo a como obra el Hijo y el Padre. Es el Espíritu Santo el que nos hace hijos de Dios (Rom 8, 8 -30).

La Tercera Persona de la Trinidad

Teófilo de Antioquía, obispo, será el primero en hablar de Trinidad para explicitar la unión de las tres personas divinas en Dios y se popularizará en el siglo IV con los concilios de Nicea y Constantinopla.

Hablar de un número es sin embargo un convencionalismo, pues a Dios no se le puede “contar”, como si fuera un todo dividido en tres partes, tampoco se le puede considerar como una suma de personas perfectamente medidas. Al respecto Santo Tomás de Aquino decía en la suma teológica: “Digo pues, que a propósito de Dios, no se puede hablar de “uno” ni de “múltiple” referidos al género de la cantidad, pero sí se puede hablar del uno que se identifica con el ser y de la multitud que le corresponde. Por lo cual, el “uno” y el “varios” ponen en Dios las realidades de las cuales son predicados.

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Pero nada añaden a estas realidades, sino la indivisión de éstas” (Summa Theologica: 1 a Q. 30, a. 3).

Hecha esta muy breve aclaración sobre cuestiones trinitarias mencionemos a Tertuliano, ya que él será el primero en usar la palabra “Primera Persona”, el Padre; “Segunda Persona” el Hijo y “Tercera Persona,” el Espíritu Santo. Serán los concilios de Antioquía, Roma y Constantinopla los que acuñarán el concepto.

Procesión de amor

La Escritura, enfatiza la santidad del Espíritu. Para San Agustín, el Amor es una característica muy específica en el Espíritu, amor que se esparce en el corazón de los hombres: “El Espíritu Santo es el beso mutuo del Padre y del Hijo” (San Bernardo).

Dios

Santo Tomás de Aquino reflexiona sobre este punto que siempre la Iglesia creyó: El Espíritu Santo es Dios. En la Escritura hay innumerables testimonios de la divinidad del Espíritu. Analizando el texto de San Pablo, 1 Cor 6, 19, el Aquinate nos dice que la comunidad cristiana tenía clara conciencia de que “ser Templos del Espíritu Santo”, significaba que un ser divino solamente podía habitarlo: “A quien, sino a Dios sólo se consagran templos… ()… Por ser Cristo verdadero Dios, no sería conveniente que los miembros de Cristo fueran Templos del Espíritu Santo si éste no fuese Dios” (C.G., XVII (Suma Contra Gentiles)).

El Espíritu Santo es Dios, porque santificar le es algo propio, Levítico 22,32; 1 Cor 6, 11; 2 Tes 2, 13. El Espíritu Santo es Dios, porque como señala San Pablo en Rom 8,13 es el Espíritu el que entrega la vida y predomina el alma sobre la carne: “Así como el alma asegura al cuerpo la vida natural; de la misma manera Dios comunica a esta alma la vida de justicia o de santidad” (Ibid.). Por lo tanto, solo Dios puede dar la vida.

Para reflexionar:

1. ¿Quién es el Espíritu Santo?

2. ¿Lo puedes representar de alguna manera?

3. ¿Lo sientes personalmente?

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EL ESPÍRITU SANTO Y PENTECOSTÉS

En este acontecimiento, se inicia el tiempo de la Iglesia. El Espíritu Santo se hace presente de manera nítida, lo que Cristo había anunciado antes de ascender a los cielos, se cumple: “Aquel día, sobre los apóstoles recogidos en oración junto a María, Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo prometido, como leemos en los Hechos de los Apóstoles: ‘ Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse’” ( Juan Pablo II; Dominum et Vivificantem; nº 30).

En Pentecostés, se supera la antigua confusión de la torre de Babel, las naciones se unen constituyendo un único pueblo de Dios.

Pentecostés es muy importante para la vida del cristiano, pues aquel día se cumplen las promesas de Jesús. El Espíritu Santo, viene a los hombres de parte del Padre para continuar con el ciclo de la historia de salvación, el tiempo del Espíritu Santo, será el último, no en el sentido de que el fin del mundo sea inminente, sino que es la última etapa, la de la Iglesia peregrina hasta que Jesús vuelva por segunda y última vez.

La experiencia de Pentecostés será un nuevo bautizo, en el Espíritu: “Aún en el momento de la Ascensión Jesús mandó a los apóstoles « que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre »; « seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días »; « recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra »( Juan Pablo II; Dominum et Vivificantem; nº 30).

Lo que Jesús había anunciado en la Última Cena, se cumple en Pentecostés. Apreciamos así, la continuidad de los acontecimientos, cada palabra y acto de Jesús tiene una intencionalidad salvadora, nada es al azar en Él, todo se hace en función de la salvación humana.

Aquí en Pentecostés, Pedro tomará la iniciativa, inspirado por el Espíritu Santo se presentará ante los diversos pueblos dando testimonio de Jesús resucitado. Sin el influjo del Paráclito, no hubiese sido capaz de liderar la magna tarea de la Iglesia: anunciar la Buena Nueva por los confines del mundo. Pedro proclama a Jesús de Nazareth, a aquel que obró milagros y todo tipo de señales, el mediador entre Dios y los hombres, a Cristo que dio la vida y que su Padre lo resucitó liberándolo de la muerte.

El Espíritu Santo da testimonio de Jesús y se despliega al corazón del hombre, el cual también será capaz de ser testigo del Cristo muerto y resucitado a causa del pecado de la humanidad. En Pentecostés, se inicia el caminar de una Iglesia que llama a la toma de conciencia de que los hombres son pecadores y que por causa de este pecado el Hijo ha

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muerto. Sin embargo, esta realidad dramática del pecado, no significa que los seres humanos vivamos culpándonos con un remordimiento demoledor, sino que el cristiano se alegrará porque Cristo ha vencido el pecado, se necesita entonces de la respuesta de la fe para salvarse: “Esto está ya subrayado en este primer discurso cuando Pedro exclama: « Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado ». Y a continuación, cuando los presentes preguntan a Pedro y a los demás apóstoles: « ¿Qué hemos de hacer, hermanos? » él les responde: « Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo » (Ibid nº 31).

En Pentecostés, Pedro hace un llamado a los cristianos a la conversión, la que precisa de un reconocimiento del propio pecado. Cuando un hombre acepta desde lo más profundo de su conciencia que es pecador, manifiesta la acción del Espíritu Santo en su existencia. Admitir el pecado es el primer paso para iniciar una vida nueva: “Así pues en este « convencer en lo referente al pecado » descubrimos una doble dádiva: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito” (Ibid nº 31).

En Pentecostés, se inicia la misión de la Iglesia, que anuncia el triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte. Esta predicación de la Iglesia no se puede hacer sin la ayuda del Espíritu Santo. Pedro, en el acontecimiento extraordinario de Pentecostés, se refiere a los que mataron a Jesús, pecado de la humanidad entera, pero a su vez, enfatiza el triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte: “Pues, al pecado más grande del hombre corresponde, en el corazón del Redentor, la oblación del amor supremo, que supera el mal de todos los pecados de los hombres. En base a esta creencia, la Iglesia en la liturgia romana no duda en repetir cada año, en el transcurso de la vigilia Pascual, « Oh feliz culpa », en el anuncio de la resurrección hecho por el diácono con el canto del « Exsultet » (Ibid nº 31).

El que Jesús haya resucitado y perdonado a todo el género humano, debe ser anunciado a todos los pueblos, pero la aceptación de este misterio dependerá de la acción del Espíritu Santo, el hombre por sus solas fuerza es incapaz de penetrar en este misterio: “Al convencer al « mundo » del pecado del Gólgota —la muerte del Cordero inocente—, como sucede el día de Pentecostés, el Espíritu Santo convence también de todo pecado cometido en cualquier lugar y momento de la historia del hombre, pues demuestra su relación con la cruz de Cristo” (Ibid nº 32).

El joven confirmado, se deja inundar por el Espíritu Santo, reconoce este tiempo precioso de la Iglesia de anuncio del triunfo de Jesús, por eso es que la Confirmación es un regalo de Dios que al igual como en Pentecostés nos impulsa a la misión de anunciar que Jesús murió y resucitó por nuestros pecados.

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Para reflexionar:

1. ¿Qué relación existe entre Pentecostés y la Confirmación?

2. ¿Qué significa Pentecostés en tu vida?

3. ¿Te sientes llamado a la Misión?

LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO

El Catecismo de la Iglesia Católica, en su número 1831, define: “Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios...Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas”.

Los dones del Espíritu Santo son enumerados por el profeta Isaías, cuando anuncia al futuro Redentor como hijo de María Santísima, descendiente de la familia de David (Isaías 11, 1-2).

Los dones del Espíritu Santo están presentes en la persona humana, desde el mismo momento en que ha recibido el Bautismo. El que, por la gracia, es hijo de Dios, posee todos los dones. En este mismo sentido, todos los fieles están en posesión de todos los dones, aún cuando sea cierto que no todos los poseen de la misma manera. Según la misión particular que Dios asigna a cada uno, la favorece más con uno u otro don. Así, como las potencias del alma no tienen la misma perfección, así los dones del Espíritu Santo son como una escala descendente, partiendo del don de la Sabiduría, que es el más alto, hasta el don del Temor de Dios, que es el último de la escala.

Los dones actúan en nuestra vida haciéndonos fácil y casi natural el reaccionar noblemente ante circunstancias de la vida, nos inclinan suavemente a seguir las indicaciones del Espíritu, nos hacen dóciles y ágiles en el arte de vivir según la voluntad de Dios.

Para seguir al Señor y para trabajar para El, necesito de su ayuda, de los dones que me hacen ver y hacer su voluntad.

No debemos olvidar que recibimos los dones del Espíritu Santo junto con el estado de gracia, pero son solamente facultades en potencia que necesitan ser

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desarrolladas; los dones son efusiones gratuitas que exigen correspondencia, es decir, el cultivo de ellos mismos.

Los dones perfeccionan las virtudes (teologales: Fe, Esperanza y Caridad; cardinales: justicia, prudencia, fortaleza y templanza) y las hacen heroicas, impulsándonos a realizar aquellos actos que necesitan de una fuerza especial para ser realizados.

Siendo los dones capacidades sobrenaturales que preparan nuevas ascensiones en la vida espiritual, ellos suponen el ejercicio de las virtudes que esos mismos dones perfeccionan, ya que no se puede perfeccionar lo que no está ni siquiera esbozado. La ausencia de la virtud, común en muchas personas, es la razón de su aridez sobrenatural, aun cuando estén confirmadas.

1. El don de sabiduría (perfecciona la virtud de la caridad)

Este es el más perfecto de los dones, pues en él está el compendio de todos los otros dones, así como la caridad incluye a todas las virtudes.

Mediante este don, el Espíritu nos hace conocer las verdades divinas en sus causas más altas, nos hace gustar y gozar de Dios y de las cosas divinas. La persona que tiene la luz de la fe, cree y sabe que Dios es infinitamente bueno, pero no experimenta ni gusta de esta dulzura. En cambio la persona que recibe el don de sabiduría, no sólo cree, sino que además gusta, experimenta y todo su corazón se llena. Así, recibe con gozo la Santa Comunión y busca la intimidad de las visitas a Jesús Sacramentado.

El don de la sabiduría comunica a la persona un amor que llamamos fervor. Este amor es constante en él y domina todos los otros afectos y deseos naturales. La persona no tiene otra alegría que la de la gloria de Dios y no tiene otra tristeza que aquella ocasionada por el pecado. No busca sino trabajar y fatigarse para Él, sin esperar recompensa alguna.

El mismo Espíritu Santo, por la memoria le hace pensar siempre en Dios, por la inteligencia le hace ver nuevas perfecciones y reafirma la voluntad con nuevas fuerzas. Recibe del Espíritu una luz interior que le permite conocer como actuar en cada momento para agradar a Dios, de manera que su vida sea santa y perfecta.

Quien posee este don no desea sino asemejarse a Jesús y agradarle y por lo mismo siente un mayor impulso y fuerza para practicar el bien. Como se goza del

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amor de Dios, los placeres de la tierra no tienen para ella atractivos y por eso, no solo no teme a la Cruz sino que llega a amarla, como también ama la mortificación, la dulzura, la paciencia y las demás virtudes.

El verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive.

Además, este don nos da una capacidad especial para juzgar las cosas humanas según la medida de Dios, según la luz de Dios; para ver la realidad a través de los ojos de Dios.

¿Cómo puedo ser dócil al Don de Sabiduría?

Lo que produce el don de la Sabiduría no tiene inmediatamente su plena eficacia en quien lo recibe, pues requiere preparación para recibirlo bien, y correspondencia para cultivarlo. Hay remedios que para ser eficaces imponen el privarse de ciertos alimentos, hay ciertas comidas que transforma la medicina en veneno.

Si el don de la Sabiduría nos hace gustar de las cosas divinas, es evidente que no podremos atraerlo a nosotros, envenenándonos con ciertas cosas del mundo, leyendo revistas atrevidas, viendo videos pornográficos, frecuentando lugares o espectáculos inmorales. ¿Cómo puede pasar la luz del sol, si los vidrios están sucios? ¿Puede existir el gusto por la música clásica, cuando solamente se escucha música rock? Para tener amor a las cosas divinas, es necesario santa lectura, meditación y recogimiento interior.

Para cultivar el don de la Sabiduría es preciso tener el corazón puro. Jesús, dijo:"Bienaventurados los puros de corazón, ellos verán a Dios".

2. El don de entendimiento (perfecciona la virtud de la fe)

Sabemos bien que la fe es adhesión a Dios que se revela; sin embargo es también búsqueda con el deseo de conocer más y mejor la verdad revelada. Ahora bien, este impulso interior nos viene del Espíritu, que juntamente con la fe concede, precisamente este don especial de entendimiento o de inteligencia y casi de intuición de la verdad divina.

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La palabra “inteligencia” deriva del latín intus legere, que significa “leer dentro”, penetrar, comprender a fondo. Mediante este don el Espíritu Santo que "escruta las profundidades de Dios” (1 Cor 2, 10), comunica al creyente una chispa de esa capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios.

El Espíritu nos dio el don de entendimiento precisamente para entender lo que más merece la pena entender; para entender a Jesús, su enseñanza, entender a su Padre y al Espíritu. Entender la obra de Dios en la historia humana y en la propia vida; para ver su presencia en nuestra propia vida. Es el “don que bajo la acción iluminadora del Espíritu Santo, nos da una penetrante intuición de las verdades reveladas, sin revelarnos su misterio”.

Este don nos hace penetrar en lo más íntimo de las verdades reveladas. Por ejemplo:

- Nos hace ver a Jesús realmente presente bajo las especies eucarísticas. La persona advierte la presencia real de Jesús, y aunque no lo ve, está segurísima de que Él esta allí, por una profunda intuición del amor.

- Nos enseña el sentido de las Escrituras y el mensaje que hay detrás.

- Nos hace entender el significado de los signos de los Sacramentos.

- Nos hace ver y entender la acción de Dios en los sucesos cotidianos.

Es como una luz que nos hace ver la verdad de la fe en su realidad, dándonos el convencimiento de ella sin necesidad de razonamiento.

¿Cómo puedo ser dócil al Don de Entendimiento?

Para tener la luz esplendorosa y segura sobre la Verdad revelada, es necesario humillarse y hacerse pequeño. Sobre este terreno prospera el don de Entendimiento.

El don de Entendimiento necesita para desarrollarse la meditación de los misterios de la fe. Una persona que no medita, no activa en sí el don de Entendimiento. Es como aquel que no estudia, no ejercita su inteligencia, y no es capaz de profundizar los libros que lee distraídamente. Esta meditación debe ser hecha con

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profunda humildad, más con el corazón que con la mente, más para vivir de los misterios de la fe que por la presunción de escrutarlos.

3. El don de Consejo (perfecciona la virtud de la prudencia)

Una vez que hemos gustado y entendido, nos toca aplicar a las situaciones concretas de la vida, en nosotros y en los demás, la visión que ennoblece y anima nuestro diario caminar. Ese es el don de consejo, aconsejarnos y aconsejar. La palabra oportuna, el consejo leal, el escuchar callado, reverente, largo y atento. A través de este don nos prestamos un gran servicio unos a otros: nos ayudamos a vivir en la perspectiva de Dios y a tomar decisiones en la vida. Con el don de Consejo, es el Espíritu Santo quien habla a nuestro corazón y nos hace comprender en un momento lo que debemos hacer.

El don de consejo se da al cristiano para iluminar la conciencia en las opciones morales que la vida diaria le impone. Además nos ilumina sobre lo que debemos hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes, como por ejemplo, de dar respuesta a la vocación o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos.

Los mártires siguiendo las promesas de Jesús no contestaban a sus perseguidores según la prudencia humana, sino siguiendo las inspiraciones del Espíritu Santo. Cuando San Pedro es arrestado por el Sanedrín, después de Pentecostés y recibe la orden de no predicar más a Jesucristo, respondió en seguida por un impulso evidente del Espíritu Santo: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech. 5, 29). La prudencia humana le habría sugerido de no comprometerse, en cambio el Consejo del Espíritu Santo le sugiere la franca respuesta para no traicionar la misión recibida del Señor.

El don de Consejo nos muestra lo que debemos hacer en el tiempo, en el lugar y en las circunstancias en que nos encontramos, y si estamos encargados de otras personas, nos sugiere la manera como debemos guiarlos.

Con este don tenemos el seguro discernimiento de los medios a emplear para tener éxito en un asunto importante. Así, quien tiene este Don, conoce el camino a seguir, y lo emprende animosamente sin precipitar los acontecimientos, sabiendo esperar la hora de Dios. La ausencia de este don nos vuelve confusos

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en nuestros propósitos, precipitados en nuestras resoluciones, imprudentes en las palabras y temerarios en el actuar.

El don del Consejo nos da una luz sobrenatural, para distinguir si los movimientos de la razón o del corazón vienen de la naturaleza o de la gracia; nos hace ver por ejemplo que las murmuraciones contra los defectos de los demás no son celo sino resentimiento, que el responder a las ofensas con malas palabras no es justicia o defensa personal sino ira, odio o venganza, y que desvalorizar las acciones ajenas no es discernimiento sino envidia, que el preocuparse demasiado de la comida no es exigencia de la salud sino gula, que la importancia exagerada que se le da a la propia presentación es vanidad, que la satisfacción de ciertas sensibilidades o curiosidades es lujuria e impureza, que lo que se cree moderación (diciendo no soy fanático) en las prácticas religiosas no es equilibrio sino tibieza.

La persona siente las inspiraciones del Espíritu Santo como una voz que le habla, haciéndole sentir que es voz de justicia y rectitud. Es lo que comúnmente llamamos, voz de la conciencia. Así nos sugiere lo que es lícito, lo que corresponde, lo que nos conviene más. La persona que escucha esta voz interior se abandona a la continua dirección del Espíritu Santo.

El cristiano ayudado por este don, penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial de los que manifiesta el Sermón de la Montaña (Mateo 5-7).

¿Cómo puedo ser dócil al Don de Consejo?

Debemos cultivar y trabajar en nosotros virtudes como la prudencia y la paciencia, seguir las inspiraciones del Espíritu Santo y hacer caso a la voz de nuestra conciencia que nos invita a actuar con justicia y rectitud.

4. El don de fortaleza (perfecciona la virtud de la fortaleza)

Tenemos el don de fortaleza que es el don que da fuerzas para vivir, el que nos ayuda a hacer frente a las dificultades, a resistir ante las tentaciones, a abrazar sufrimientos extraordinarios, dando a la voluntad un impulso y una energía que la hacen capaz de sufrir alegre y valientemente, y de realizar grandes cosas superando todos los obstáculos.

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Reduce el pesimismo, vence las vacilaciones en el decidir, los temores ante los obstáculos. Da resolución, seguridad, alegría, certeza en el éxito, empuja a la acción y vuelve heroico en el sufrir, ya sean enfermedades físicas o tribulaciones morales.

El don de la Fortaleza permite obrar y soportar. Obrar, es decir emprender sin vacilación o temor las cosas más difíciles, practicar el perfecto recogimiento en medio de una vida agitada; mantener humildad en medio de los honores; saber enfrentar con dignidad a los perseguidores.

También, soportar o sufrir. El martirio está considerado como el acto por excelencia del don de la fortaleza, pues con él se da a Dios lo que más se ama: la propia vida. Pero, también es un martirio superar la calumnia, las persecuciones, los desprecios, las humillaciones de todo tipo, es como derramar la sangre gota a gota.

El don de la fortaleza no es impulso, fuerza, coraje o estoicismo natural, es fuerza del Espíritu Santo e impulso de su amor que se manifiesta casi siempre en una naturaleza frágil y débil, muy diferente de un carácter intrépido, fuerte y resistente por naturaleza.

El heroísmo sobrenatural, fruto del don de la Fortaleza es calmado, manso, ponderado, total y sin el desequilibrio de un estado patológico. No tiene nada de espectacular, es siempre plácido y suave y no se contrapone a la ley de la caridad.

Este don no tiene por objeto sólo los momentos excepcionales que exigen actos heroicos de la vida, sino también, el sostener la debilidad humana en todos los momentos.

El don de la Fortaleza vuelve al hombre fuerte y constante en la ejecución de sus santos propósitos. ¡Cuán fácil es hacer buenos propósitos ante la dificultad, ante un peligro! Pero, ¿cuánto duran estos buenos propósitos? La naturaleza humana es débil e inconstante, ¡hacemos tantos buenos propósitos!: aceptar la adversidad de la mano de Dios, sin reclamar, no murmurar ni hablar mal del prójimo, superar la gula, superar las sugestiones de la impureza, soportar a las personas molestas etc., pero en la práctica, somos tan débiles. El don de Fortaleza nos permite vencer estas debilidades de nuestra naturaleza.

En muchas ocasiones para mantener el estado de gracia es necesario el heroísmo y esto supone una fortaleza sobrehumana. Para vencerse no basta con caminar por el

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camino del bien, hay que caminar contra la corriente. Al lado de las tendencias, que nos llevan al bien, hay otras violentísimas y muy activas que nos arrastran al mal y para combatirlas es necesaria una gran fuerza de voluntad, amor y virtud. Esta fuerza nos viene del Espíritu Santo.

¿De cuántos esfuerzos generosos y heroicos requiere el precepto de la castidad para ser observado durante toda la vida? La continencia absoluta y la castidad debe ser guardada por quien está llamado al matrimonio, pero las tentaciones contra la pureza comienzan desde la adolescencia y a menudo desde la infancia. Es necesario resistir, alejándose de lecturas, películas, situaciones de riesgo y amistades peligrosas, sabiendo levantarse prontamente después de una caída. Todo esto requiere un gran esfuerzo para el cual es necesario el don de Fortaleza.

¿Cómo puedo ser dócil al Don de Fortaleza?

Para cultivar el don de la Fortaleza es necesario aprovechar todas las pequeñas ocasiones del día para vencernos, practicando la paciencia. Un soldado, un pugilista, un atleta conquistan la fortaleza con la gimnasia, nosotros la adquirimos con la paciencia, la disciplina de la vida y la penitencia.

Así hacen aquellos que se sujetan a una regla, que se esfuerzan de ser fieles a la oración, que observan el silencio cuando tienen ganas de hablar, que refrenan su curiosidad, que sufren la intemperie sin quejarse, que se muestran amables con los antipáticos, y no lo hacen por hipocresía o conveniencia social sino por Amor a Dios y al prójimo. Se vencen a sí mismos y se adiestran a la fortaleza atrayendo sobre ellos el don del Espíritu Santo, adaptándose al gusto de los demás, a su deseo y a su genio, soportando calmadamente las contradicciones y en todo tratan de vencerse a sí mismos y de triunfar de sus propias pasiones. Todo eso lo hacen no solamente una vez a lo lejos sino que habitualmente, y no lo hacen sólo con paciencia sino que con alegría, porque sienten en ellos la fortaleza del Espíritu Santo.

Tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien. Entonces podremos repetir con San Pablo: “Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2Cor12,10).

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5. El don de ciencia (perfecciona la virtud de la fe)

El don de ciencia nos enseña a juzgar rectamente las cosas creadas, considerándolas desde el punto de vista sobrenatural o de las enseñanzas de Jesucristo y de su Iglesia.

El objeto del don de Ciencia es lo creado en cuanto nos conduce a Dios. Este don nos hace usar las cosas tanto cuanto nos ayuden dentro del plan de Dios y a abstenernos de ellas tanto cuanto nos aparten de Dios y de su plan. El hombre tiene por grandes bienes cosas que a veces constituyen para él un mal y desprecia otras que son un bien; como ciegos, amamos lo que nos daña y rechazamos lo que nos hace bien. Necesitamos ser guiados. El Espíritu Santo con el don de la Ciencia nos comunica una luz sobrenatural que nos permite ver el peligro y vanidad de las cosas que el hombre en su ceguera ama.

Mediante este don, logramos descubrir en lo creado, manifestaciones de la belleza y del amor de Dios (ej. al observar la naturaleza) y como consecuencia, nos sentimos impulsados a traducir este descubrimiento en alabanza, oración, acción de gracias.

Este don nos hace ver también lo que corresponde a nuestra salvación y a la de los demás, en forma segura y rápida. Nos enseña como tratar con el prójimo respecto a su eterna salvación. Esta particular efusión del don de Ciencia constituye el don del “discernimiento de los espíritus” tan necesario para los sacerdotes y directores espirituales. Muchos Santos, por él conocieron los pensamientos más secretos de sus penitentes antes de que se los manifestaran.

Así, el don de Ciencia:

1.- Nos hace conocer las cosas creadas en su relación con Dios y usar de ellas en cuanto nos lleven a Dios.

2.-.Nos hace conocer lo concerniente a nuestra salvación y a la de los demás, orientándonos en nuestros juicios y en nuestra voluntad.

Este don nos da luz para orientar la conciencia y la voluntad en el camino de la perfección. Nos ayuda a valorar rectamente las cosas en su dependencia esencial del Creador. Gracias a ella -como escribe Santo Tomás-, el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida.

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6. El don de piedad (perfecciona la virtud de la religión, culto a Dios)

El don de Piedad perfecciona la virtud de Religión. La virtud de Religión es una virtud moral, sobrenatural que inclina la voluntad a rendir a Dios el culto que le es debido por su excelencia y por su supremo dominio sobre nosotros. Es un acto de suma justicia, pues si es justo dar a los demás lo que es rectamente debido, es sumamente justo rendir a Dios la adoración, el honor y el amor que le es debido, como Creador y Padre nuestro.

El don de piedad produce en el corazón un afecto filial (de hijo) hacia Dios y una tierna devoción a las personas y a las cosas divinas, para que cumplamos con santo afán los deberes religiosos.

La virtud de la religión se conquista laboriosamente. El don de Piedad nos es comunicado por el Espíritu Santo y nos hace ver en Dios, no sólo al Supremo Señor, sino a un amantísimo Padre, llevando nuestro corazón a la confianza amorosa.

La Piedad produce en nosotros:

1º Un respeto filial por Dios, que nos lo hace adorar tiernamente y nos hace realizar las prácticas de piedad, no como una obligación, sino como una necesidad del alma y un impulso del corazón hacia Dios.

2º Produce un amor generoso por Dios que nos lleva a sacrificarnos por Él y su gloria, para agradarle.

3º Produce una afectuosa obediencia que ve en los preceptos y consejos evangélicos la expresión de la Voluntad de Dios hacia nosotros y nos empuja a practicarla; produce un pleno abandono en las manos del Padre, que actúa siempre por amor.

En los momentos de oscuridad, la persona no se perturba, se apoya en Dios y confía en Él y le da al Señor una prueba de fidelidad y de amor.

El Espíritu Santo con el don de Piedad nos imprime un sentimiento de gran ternura. La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración.

Esta dulzura y paz nos hacen dulce y amable para con nuestro prójimo, pues el amor a Dios es inseparable del amor al prójimo. La ternura como apertura fraterna hacia el prójimo se manifiesta en la mansedumbre. Con este don del Espíritu, el cristiano piadoso sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar

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parte de la familia de Dios, que es la Iglesia y se siente impulsado a tratarlos como hermanos.

El don de piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y le da sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón.

Por este don veneramos y amamos a la Santísima Virgen como Madre de Dios y Madre nuestra, siendo Ella, entre las creaturas, la que mejor refleja las divinas perfecciones. Nos alegramos en Ella como hijos, recurrimos a Ella como Madre llena de gracias, nos refugiamos en Ella como nuestra abogada y la invocamos constantemente.

Por el don de la Piedad, amamos a los Ángeles, amamos a los Santos apreciando sus virtudes y tratando de imitarlos, amamos a la Iglesia como esposa de Jesucristo y Madre nuestra, viviendo en perfecta obediencia a quienes la gobiernan, especialmente al Papa en el cual veneramos al Vicario de Cristo. Por el don de Piedad, la Sagrada Escritura es para nosotros la Palabra de Dios, que meditamos para aplicarla a nuestra vida.

Vemos cuán necesario es para los cristianos este don. Sin él trataríamos a Dios con un espíritu de servilismo y no de amor, la oración nos parecería una carga, más que un consuelo, las pruebas nos parecerían castigos injustos. Viviríamos dando un poco al mundo y un poco a Dios, un poco a la naturaleza y un poco al Espíritu.

Este don es muy necesario para los sacerdotes y personas consagradas, pues sin él, muchos ejercicios espirituales les serían fastidiosos, ya que no se puede pensar mucho en alguien si no se le ama.

Este don nos es también muy necesario para tratar a los demás con caridad, especialmente cuando nos son antipáticos y fastidiosos. No bastan la buena educación o la diplomacia mundana para acertar en eso; es necesario, la dulzura de la caridad, el aprecio profundo del prójimo por amor a Dios, la compasión por las debilidades ajenas, y esto es fruto del don de Piedad. Por este don, los superiores se vuelven padres; los iguales, hermanos; los pequeños e inferiores, hijos; los sufrientes y pobres se vuelven nuestros privilegiados.

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¿Cómo puedo ser dócil al Don de Piedad?

Manteniendo una oración personal, permanente y cercana con Jesucristo, de tal manera de ir creciendo cada vez más en mi amor y unión con Él. Rindiéndole el culto de adoración que nuestro Señor se merece, participando en la adoración al Santísimo Sacramento, como también amando, invocando y recurriendo constantemente a su santa Madre, la santísima Virgen María.

7. El don del temor de Dios (perfecciona las virtudes de la esperanza y de la templanza)

El don del temor de Dios no se trata del temor a ser castigado sino, temor a ofender, a hacer algo que entristezca a Dios Padre. Necesitamos conocer y admitir nuestras limitaciones, sabernos vulnerables. Es ahí donde se hace presente el don del santo temor, cuando se hace presente la conciencia humilde de la propia fragilidad y se siente movida a la conversión.

No podemos llamar por consiguiente, temor de Dios el miedo que tiene el hombre de pecar o el miedo al castigo de Dios, pues este temor es más bien una preocupación por sus intereses personales. Por el contrario, es temor a faltar al respeto reverente a Dios y de ser separado de Él, por el pecado. Es un temor filial, arraigado en el amor de Dios, por el cual la persona se preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de permanecer y crecer en la caridad (cf Jn.15, 4-7).

El temor de Dios encierra tres actos principales:

1º Un vivo sentimiento de la grandeza de Dios y por consiguiente un rechazo al pecado, aún si es muy pequeño, pues ofende a Dios. Los Santos que estaban colmados de este don, lamentaban sus culpas, aún las más leves y nunca creían haber hecho lo suficiente para repararlas.

2º El Temor de Dios lleva a una viva contrición por las culpas cometidas, porque se ha ofendido a un Dios infinitamente bueno, y da un gran deseo de repararlas.

3º Da un gran cuidado para evitar las ocasiones de pecado y una gran preocupación por conocer y cumplir en todo la Voluntad de Dios.

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El amor ve y aprecia la infinita superioridad de Dios sobre todas las creaturas, comprende profundamente que sólo Él es digno de todo honor. Por eso se siente un vivo rechazo por el pecado que atropella la Voluntad de Dios. Por este amor se rechaza la culpa, se la detesta, se repara, se expía, se llora, se combate, y se desea con ardiente celo que nadie peque.

Este don es una capacidad sobrenatural que da a nuestra vida docilidad a Dios, haciéndonos obedecer prontamente su Ley y llenándonos el corazón con un tierno y respetuoso amor a Dios.

Aún cuando Dios nos invita con sus dones particulares a una dulce familiaridad con Él, no debemos nunca olvidar de tratarlo con reverencia.

Tener a Jesús vivo y verdadero en el Santísimo Sacramento, tratar con Él en el altar, tomarlo, colocárselo sobre el pecho para llevarlo a los enfermos no puede autorizar a tratarlo como si fuese un objeto cualquiera.

El Temor de Dios hace que se tenga también un profundo respeto al recibir las Santas Especies o al tomar los vasos sagrados. La persona que va al Altar a comulgar distraídamente, y que la recibe como si fuera un caramelo o que va vestida sin modestia, necesita más que nunca el don del Temor de Dios. Recibir a Jesús sin la atención, respeto y modestia que requiere un Don tan grande, es algo indigno, y que no debemos hacer.

La disciplina de la Iglesia es para nosotros una admirable escuela del Temor de Dios, y también del modo con el cual tratar a Jesús.

Es necesario también huir de todo aquello que puede generar en nosotros la falta de respeto a Dios y a las cosas santas, evitando el descuido por las imágenes sagradas, a veces semi-escondidas o cubiertas de polvo y realizando nuestros actos de piedad con respeto y sin apuro.

¿Cómo puedo ser dócil al Don del Temor de Dios?

Podemos fomentar el sentimiento del Temor de Dios haciendo con seriedad el examen de conciencia, buscando el arrepentimiento, humillándonos delante de Dios,

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meditando la Pasión de Jesucristo y uniendo nuestro propio sacrificio al sacrificio de Cristo para reparar los propios pecados y los pecados de los hombres.

LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO.

Al leer el capítulo 5, 22 – 23 de la carta de San Pablo a los Gálatas, nos encontramos con los doce frutos del Espíritu Santo: Caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad.

Siguiendo al Papa Juan Pablo II, reflexionaremos en torno a estos frutos. El Espíritu Santo ha derramado en nuestro corazón un amor sobrenatural que permite ordenar todos nuestros actos hacia el fin último: Dios mismo.

Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo es el mandamiento más importante. En este mandato del Padre se resume toda la vida cristiana, sin embargo, sabemos que nuestra debilidad humana dificulta la construcción de un mundo en el amor perfecto.

Afortunadamente tenemos el auxilio del Espíritu que nos ayuda a cumplir con la caridad, virtud de índole absolutamente sobrenatural y el primer fruto del Espíritu.

La caridad cristiana puesta en practica nos constituye en hijos de Dios y en hermanos: “El Espíritu Santo hace participar al alma del impulso filial de Jesús hacia el Padre, de manera que ―como dice san Pablo― «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14). Hace amar al Padre como el Hijo lo ha amado, a saber, con un amor filial que se manifiesta en el grito «Abbá» (cf. Ga 4, 6; Rm 8, 15), pero que se extiende a todo el comportamiento de quienes, en el Espíritu, son hijos de Dios.”(Juan Pablo II; Catequesis 22 de mayo de 1991).

La auténtica caridad cristiana exige de ciertos comportamientos ineludibles:

- La paciencia: por ejemplo, con los pecadores, de la misma manera que Jesús los amó: “Se podría observar que el Espíritu mismo da ejemplo de paciencia con los pecadores y con su comportamiento imperfecto, como se lee en los evangelios, en los que Jesús es llamado «amigo de publicanos y de pecadores» (Mt 11, 19; Lc 7, 34).”

( Ibid).

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- La benevolencia: Consiste en tratar a los demás comprendiéndolos. “También ella es un reflejo de la benevolencia divina hacia los demás, vistos y tratados con simpatía y comprensión.”(Ibid).

- La bondad: Consiste en ser generoso con los demás, siempre dispuestos a entregar amor. “Se trata de un amor dispuesto a dar generosamente, como el del Espíritu Santo, que multiplica sus dones y hace partícipes de la caridad del Padre a los creyentes.”(Ibid).

- La mansedumbre: Consiste en que el cristiano jamás actúa con violencia, su corazón se entrega a la calma. “El Espíritu Santo ayuda a los cristianos a reproducir las disposiciones del «corazón manso y humilde» (Mt 11, 29) de Cristo y a poner en práctica la bienaventuranza de la mansedumbre que él proclamó (cf. Mt 5, 4).”(Ibid.).

- La paz: Consiste en la tranquilidad que el Espíritu comunica a los hombres. Es una paz del corazón, espiritual y que se expande a la sociedad. “Según san Pablo, la paz es «fruto del Espíritu Santo», relacionado con el amor: «Fruto del Espíritu es amor, alegría, paz...» (Ga 5, 22). Se contrapone a las obras de la carne, entre las cuales, según el Apóstol, figuran «discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias...» (Ga 5, 20).” (Juan Pablo II; Catequesis del 29 de mayo de 1991).

- Gozo: Consiste en la alegría que no proviene del mundo, de lo que las cosas materiales nos brindan, sino es aquel fruto que inunda el corazón de manera permanente. “Sólo el Espíritu Santo da la alegría profunda, plena, duradera, a la que aspira todo corazón humano. El hombre es un ser hecho para la alegría, no para la tristeza” (Ibid).

- Longanimidad: Un sinónimo para esta palabra es la perseverancia. Este fruto se refiere a la fidelidad al Señor en el largo plazo, a pesar de las dificultades que nos aquejen.

- Fidelidad: Consiste en la fe a la Palabra revelada; en la búsqueda de Dios diligentemente y con profunda convicción, sin desconfianzas.

- Modestia: Consiste en la moderación del comportamiento de la persona. Un hombre modesto, es humilde en su apariencia externa y en su comportamiento, nunca ofende a Dios ni a los otros. Un hombre humilde, se sabe tan amado por Dios, que ya no necesita del halago de los demás, sólo le basta Dios.

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- Continencia: Consiste en la moderación en relación a la atracción que ejercen sobre el hombre los placeres de la vida y los bienes materiales. Es decir, hay un comportamiento libre respecto de los apetitos, los deseos: “La templanza es a menudo alabada en el Antiguo Testamento: ‘No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena’ (Si 18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada ‘moderación’ o ‘sobriedad’. Debemos ‘vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente’ (Tt 2, 12)” (CIC nº 1809).

- Castidad: Es aquel fruto del espíritu Santo que modera el deseo del placer sexual, recurriendo a los principios que nos enseña la fe y la razón. Como la sexualidad es un don de Dios, no podemos considerarla algo negativo en nuestra vida, pero si no queremos hacernos dependientes de lo instintivo, hay que trabajar permanentemente en el dominio de la sexualidad, poniéndola al servicio del amor, el cual llega a su plenitud en el matrimonio: “La castidad consiste en el dominio de sí, en la capacidad de orientar el instinto sexual al servicio del amor y de integrarlo en el desarrollo de la persona.” (Sagrada Congregación para la educación católica; Orientaciones Educativas sobre el Amor Humano nº 18).

IV. COMPROMISO 1. Esforzarme por ser dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo; por ejemplo, cada

vez que sienta el impulso de rezar, hacerlo.

2. Identificar cuál o cuales de los dones del Espíritu Santo poseo con mayor intensidad?

3. Rezar durante la semana por los misioneros en el mundo.

Oración final Te doy gracias Señor,

por el don del espíritu santo,

por su acción en nuestra iglesia,

por su acción diaria en mí,

por el consuelo a los que sufren.

Ayúdame a encontrar a Cristo en el

hermano necesitado, pero especialmente,

condúceme por los caminos del amor y

del compromiso misionero,

Amén

264  

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El Sacramento de la Confirmación: nuestro propio Pentecostés

"Rogué al Espíritu Santo quiera iluminarlos y fortalecerlos a todos ustedes y unirlos

con el vinculo del amor, así como Él responde a la voluntad del eterno Padre de amor. ¡Quiera bendecirnos a todos y concedernos aquellas virtudes que espera de nosotros!"

San Arnoldo Janssen

ORACIÓN INICIAL

Te pedimos Señor por este tiempo de preparación,

ayúdanos a abrir nuestro corazón al Espíritu Santo,

para que estemos siempre dispuestos a hacer crecer sus dones en nosotros.

Señor Jesús,

enséñanos a comprometernos con la Iglesia, con los más necesitados; haznos seguidores tuyos,

marcados con la cruz de quienes pertenecemos a ti.

Amén.

Oraciones espontáneas…..

Padre Nuestro…….

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I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: Efesios 6, 13 – 17

“Por eso pónganse la armadura de Dios, para que en el día malo, puedan resistir y mantenerse en la fila, valiéndose de todas sus armas. Tomen la Verdad como

cinturón, la justicia como coraza, y como calzado el celo por propagar el Evangelio de la paz. Tengan siempre en la mano el escudo de la Fe, y así podrán atajar las

flechas incendiarias del demonio. Por último, usen el casco de la Salvación y la espada del Espíritu, o sea, la Palabra de Dios”.

Palabra de Dios.

III. DESARROLLO DEL TEMA

Introducción

Según Santo Tomás de Aquino, la Confirmación significa “consolidar”; “afirmar”; “confortar”, este último término alude a la compañía de Jesús en el peregrinar por la vida, de tal manera que el discípulo pueda soportar los momentos difíciles fortaleciendo su fe: “La confirmación conforta a la persona en su ser de cristiano, le confía capacidad de aguante por medio del Espíritu Santo, para que aprenda a ser fiel a sí mismo, a encontrar su lugar en el mundo”( R.P. Jesús Martí Ballester; Comentarios a la suma de Santo Tomás (Segunda Parte). El Sacramento de la Confirmación, párrafo 1).

El bautismo significa un nuevo nacimiento, la confirmación nos permite ser guiados por el Espíritu Santo sin caer en el espíritu mundano que continuamente tiende a someternos.

La confirmación, aspectos bíblicos

Muchos son los textos en el Antiguo Testamento y Nuevo Testamento que explican indirectamente el Sacramento de la Confirmación. En todos, el Espíritu Santo es el protagonista.

267  

1. El Espíritu Santo en el Antiguo Testamento

Sabemos que Cristo instituyó todos los sacramentos, pero ya podemos distinguir en el Antiguo Testamento prefiguras de ellos. Vamos a analizar algunos textos que ilustran lo que estamos diciendo. Nos basaremos en los textos que indica el Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica.

a. Isaías 11, 2. “Sobre él reposará el Espíritu de Yavé, Espíritu de sabiduría e inteligencia, Espíritu de prudencia y valentía, Espíritu para conocer a Yavé y para respetarlo, y para gobernar según sus preceptos”.

En el texto se puede ver con claridad la acción del Espíritu Santo sobre el Mesías, un nuevo Rey que tendrá permanentemente dones especiales sobre sí. Hay una consagración, un momento especial en la vida de este Mesías que a futuro será rechazado y muerto por nuestros pecados.

Si hacemos el paralelo con la Confirmación, ella no se comprende sin la venida del Espíritu sobre el confirmado, el que además recibe los dones especificados por el profeta, es una especie de consagración, se hace soldado de Jesús, sin embargo, a diferencia de Cristo necesitará constantemente de la ayuda del Espíritu Santo para mantenerlos y practicarlos: “El Emmanuel, más que un descendiente de David, será un nuevo David …( )… Será el hombre del Espíritu, como los profetas y más que ellos. Estos eran impulsados por la fuerza misteriosa llamada ‘Espíritu de Dios’, pero no constantemente. En cambio, él tendrá el Espíritu permanentemente en sí.”( La Biblia Latinoamérica, Edición revisada 1995, comentario a pié de página Isaías capítulo 11, p.664).

b. Isaías 61, 1-2 “¡El Espíritu del Señor Yavé está sobre mí! Sepan que Yavé me ha ungido. Me ha enviado con un buen mensaje para los humildes, Para sanar los corazones heridos, Para anunciar a los desterrados su liberación, Y a los presos su vuelta a la luz”.

Una vez que el Espíritu Santo baja sobre el Mesías, le consagra, le unge y le transforma en “Buena Noticia” para los desamparados. Las primeras comunidades

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cristianas impondrán las manos para que baje el Espíritu y culmine lo que al Bautismo le faltaba. Luego, se incorporará el rito del aceite sagrado sobre la frente de los confirmados, sello que los marca como perteneciendo a Cristo para ser testimonio de amor y entrega. La confirmación es por tanto, fiesta para el que la recibe y esperanza para el que sufre.

c. Ezequiel 36, 25 – 27 “Los rociaré con agua pura y los purificaré de todas sus impurezas e idolatrías. Les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; les arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en ustedes y haré que vivan según mis mandamientos, observando y cumpliendo mis leyes”.

El profeta Ezequiel anuncia la venida del Espíritu de Yahvé al pueblo elegido. La transformación es profunda en este grupo de hijos de Dios confundidos en búsquedas idolátricas. La acción del Espíritu convierte no sólo al pueblo, sino a cada persona desde el corazón. Si se acepta al Espíritu, la creatura cambia aceptando lo que Dios pide y viviendo, en consecuencia, auténticamente. Para un confirmado, la recepción del don del Espíritu Santo significa una renuncia a las propias idolatrías: poder, fama, materialismo, vanidad. Cuando el Espíritu Santo viene, los jóvenes pueden abrirse a la libertad de los hijos de Dios que siguiendo los mandamientos pueden repetir con San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”.

d. Joel 3, 1 -2 “Después de esto, yo derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres. Sus hijos e hijas profetizarán, sus ancianos tendrán sueños y sus jóvenes tendrán visiones, y en aquellos días derramaré mi Espíritu hasta sobre criados y criadas”.

Joel universaliza la acción del Espíritu Santo sobre todos los hombres: hijos e hijas, ancianos, señores y siervos, nadie es excluido de esta acción. La confirmación se anticipa en el anuncio de los profetas, el Espíritu Santo vendrá en Pentecostés como lo hizo en Israel, y también vendrá a cada confirmado en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: “Joel proclama la universalidad del don del Espíritu de Dios y su llamado a ser profeta sin distinción de sexo o condición social. Esta profecía se cumplió el día de Pentecostés, y Pedro la menciona en su predicación, ese día en que el Espíritu Santo inició el tiempo de la

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Iglesia”(La Biblia Católica para Jóvenes; Editorial Verbo Divino Instituto Fe y Vida; comentario en recuadro “Vive la Palabra”; p. 861).

e. Ezequiel 2,2 “Al decirme esto, la fuerza divina me penetró, me hizo tener en pie y pude escuchar al que hablaba”.

El Espíritu Santo, Espíritu Trinitario, se relaciona con la fuerza. Quien es tocado por el Espíritu vive en función de Dios transformando su corazón. Ezequiel, para ser profeta requirió del impulso del Espíritu hasta la mayor de las honduras de su alma.

El confirmado libremente se deja mover por el dinamismo del Espíritu: “Se dice también de los profetas que les fue comunicado el Espíritu de Dios y de esa manera ellos tuvieron un nuevo conocimiento de los caminos de la salvación” (Jorge Medina E., Pbro.; Somos la Iglesia; p.55)

2. El Espíritu Santo en el Nuevo Testamento.

En las palabras de Jesús se prefigura, de alguna manera, el sacramento de la Confirmación: Nuestro Señor promete la venida del Espíritu, poéticamente podríamos decir que Pentecostés fue la primera confirmación de la historia cristiana. En aquel instante se recibe el Espíritu que es sostenedor, consuelo y luz que permite ver claramente el sentido de las Escrituras, de la Palabra de Dios. Analicemos algunos textos.

a. Juan 16, 5 – 15. “Ninguno de ustedes me pregunta adonde voy, pero solamente con saber que me voy, tienen el corazón lleno de tristeza, Pero en verdad, les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Defensor no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo mandaré. Cuando El venga, rebatirá las mentiras del mundo, demostrando quien es pecador, quien es el Justo y quien es condenado…Tengo muchas cosas más que decirles, pero ustedes no pueden entenderlas ahora. Pero cuando Él venga, el Espíritu de la verdad, los introducirá a la verdad total.”

Juan menciona lo que acontecerá, pues el texto anticipa Pentecostés. Los discípulos, hombres sumidos en la tristeza de escuchar que el Maestro los dejará, aún no saben que el día de Pentecostés darán inicio a una vida completamente nueva:”Esa

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promesa de Jesús se cumplió el día de Pentecostés, cuando los discípulos recibieron el Espíritu Santo y dejando de ser hombres miedosos, se convirtieron en testigos audaces del Evangelio, dispuestos incluso a soportar sufrimientos, persecuciones y hasta la muerte a causa de la fe cristiana” ( Ibid; p. 53).

b. Lucas 1, 35 “Contestó el ángel; el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso tu hijo será Santo y con razón lo llamarán Hijo de Dios”.

Así como el Espíritu de Dios tocó el corazón de los profetas, así también lo hace sobre la Madre, quien responde con fe perfecta. En el Nuevo Testamento el Espíritu se comunicará constantemente marcando las distintas etapas de la salvación.

c. Marcos 1, 10 “Al salir del agua, Jesús vio como el cielo se abría y que el Espíritu Santo bajaba sobre Él como una paloma. Se oyó una voz del cielo que decía: ‘Tú eres mi Hijo, el Amado, al que miro con cariño’”.

Marcos describe el bautismo de Jesús con una presencia extraordinaria, la del Espíritu que baja sobre Él. De la misma manera como lo hará sobre aquellos a quienes se les impongan las manos en la Confirmación.

d. Hechos 8, 14 -17 “En Jerusalén los apóstoles supieron que los samaritanos habían aceptado la Palabra de Dios, y les mandaron a Pedro y Juan. Estos vinieron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; ya que todavía no había bajado sobre ninguno de ellos, y sólo estaban bautizados en el nombre del Señor Jesús. Les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo”.

Este relato del libro de los Hechos señala sin equívocos una acción de los apóstoles sobre los bautizados diferente al bautismo, los apóstoles imponen las manos para que el Espíritu baje sobre los convertidos. La imposición es el signo de la venida del Espíritu y quienes tienen la responsabilidad de hacerlo son los apóstoles: “En esos primeros tiempos de la Iglesia la comunicación del Espíritu Santo iba con frecuencia acompañada de hechos extraordinarios. Pero lo importante era recibir un robustecimiento de la fe y un celo ardiente por anunciarla”( Ibid; p.54).

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e. Efesios 4,30 “No entristezcan al Espíritu Santo, que Dios puso en ustedes como su sello, marcándolos así para el día de la salvación”.

El texto alude a la marca del Espíritu Santo sobre los fieles, los que siguen a Jesús quedan marcados para siempre, como pertenecientes a Cristo. Una de las características del sacramento de la Confirmación es que imprime carácter, es decir, no se borra, es para siempre, así lo ha comprendido siempre la Iglesia.

LA CONFIRMACIÓN: ASPECTOS DOCTRINALES.

1. INSTITUCIÓN DEL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN.

En los textos bíblicos anteriores hemos constatado que el sacramento de la Confirmación estuvo siempre presente en el plan de Dios, pero no de manera “explícita”. Ahora, en el siguiente contenido, precisaremos algo más sobre los momentos claves que hablan de su institución.

Hay una gran diferencia entre demostrar algo y prometerlo, en el caso del sacramento de la confirmación ocurrió que Jesús lo instituye haciendo la promesa de la venida del Espíritu Santo sobre los convertidos: “Cristo no quiso consumar su obra por sí mismo, sino mediante el Espíritu enviado por Él y por el Padre, como lo demuestran claramente las promesas del Espíritu (Jn 16, 13; 15, 26) en sus discursos de despedida” (R.P. Jesús Martí Ballester; Comentarios a la Suma de Santo Tomás ( Segunda Parte ).

En Lucas 24, 48 Jesús llama a los apóstoles insistentemente a esperar la venida del Espíritu Santo prometido por el Padre, pues sin su ayuda no es posible comenzar la misión de anunciar la Buena Nueva a los pueblos. En Hechos 8,15 ya podemos ver claramente la práctica de la confirmación sobre los que recién se habían bautizado en Samaría.

En síntesis, cuando Jesús promete la efusión del Espíritu Santo que ocurrirá en Pentecostés se está instituyendo el sacramento de la confirmación. Los testimonios de los apóstoles que imponen las manos a los recién bautizados reafirma la clara conciencia del pueblo cristiano de continuar transmitiendo el don del Espíritu a los fieles.

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2. RELACIÓN ENTRE BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN.

Es importante comprender el sentido del sacramento de la Confirmación en relación con el Bautismo para captar las diferencias. Además, podremos asimilar lo que se dice de la confirmación en cuanto completa lo que le falta al bautismo.

En el Nuevo Testamento, no aparece la palabra “confirmación”, este concepto sólo fue utilizado en el Sínodo de Colonia el año 1280, cuando se declaró la edad de siete años como norma para recibir la marca del Espíritu Santo. Sin embargo, las primeras comunidades cristianas practican gestos distintos para significar distintos sacramentos: “Cuando los apóstoles que estaban en Jerusalén tuvieron noticia de que los samaritanos habían aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo, ya que todavía no había descendido sobre ninguno de ellos y sólo habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Pero entonces les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo” (Hechos 8, 14 -17).

El relato nos presenta al apóstol Felipe como fundador de una pequeña comunidad cristiana en Samaria, ellos han recibido el bautismo, pero como prosigue el texto, les hacía falta un segundo sacramento; la imposición de las manos: “Hay una carencia en su condición de cristianos incipientes… ()…De ahí a que se dispongan a realizar un nuevo signo sacral: “Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo”. No aparece la palabra “confirmación”, pero sí los suficientes datos como para hablar de un sacramento” (Luis Resines Llorente; Confirmados Testigos de Cristo, p. 41 -42).

Hay otro texto clave para determinar la existencia de dos sacramentos íntimamente relacionados, pero claramente diferenciados: “Mientras Apolo estaba en Corinto, Pablo atravesó las regiones altas y llegó a Éfeso, donde encontró algunos discípulos; les preguntó: “¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando abrazasteis la fe? Ellos contestaron: `Pero si nosotros no hemos oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo`. El replicó: `Pues ¿que bautismo habéis recibido?`. ‘El bautismo de Juan’, respondieron. Pablo añadió: ‘Juan bautizó con un bautismo de conversión, diciendo al pueblo que creyesen en el que había de venir después de él, o sea, en Jesús’. Cuando oyeron esto, fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús. Y, habiéndoles impuesto las manos Pablo, vino sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar. Eran en total unos doce hombres” (Hechos 19, 1 - 7).

Pablo conoce que el bautismo de Juan es de conversión, es decir, de personas que deciden cambiar de vida. Pero también sabe que el bautismo de Jesús transforma a una vida nueva en Dios, nos hace hijos adoptivos, por eso les confiere primero el bautismo en nombre de Cristo e inmediatamente después la imposición de las manos: “Desde la práctica de la Iglesia primera se percibe con claridad que no se trata de repetir el mismo

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sacramento ni de hacer gestos rituales que se puedan prestar a la confusión. Distinguen entre uno y otro; exigen un orden en la recepción” ( Ibid: p. 44).

En nuestra práctica actual la unción en ambos sacramentos presenta diferencias. El Bautismo puede incluir una unción preparatoria, en cambio en la confirmación se unge junto con la imposición de las manos y se hace una sola vez. En la Confirmación, la imposición de las manos no puede faltar en dos momentos, una general y otra a cada confirmado junto con la unción: “Esta unción significa, en este caso, la plenitud del Espíritu Santo en cada uno de los confirmados”.

El bautismo nos identifica con Cristo y es el primer paso y fundamental, pero también es cierto que la fe cristiana para ir progresando requiere de la comunicación del Espíritu Santo, de esa manera el cristiano se incorpora al mundo y vive en él fielmente. Los apóstoles visitaban las comunidades que surgían y habían recibido el bautismo para comunicar el Espíritu Santo, pues ambos sacramentos se complementan. Bautismo, Confirmación y Eucaristía son momentos claves en la vida de un cristiano.

3. EFECTOS DEL SACRAMENTO

El principal efecto del sacramento de la confirmación es la efusión del Espíritu Santo sobre el fiel. Quien recibe el sacramento se constituye más profundamente hijo de Dios, es decir, la confirmación “nos introduce más profundamente en la filiación divina que nos hace decir “Abba, Padre” ( CEC nº 1303).

La confirmación nos une firmemente a Jesús y aumenta en nuestro ser los dones del Espíritu Santo. Quien recibe el sacramento, perfecciona su unión con la Iglesia, se compromete con ella para dar testimonio de Cristo. La confirmación “nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para defender y difundir la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no sentir jamás vergüenza de la cruz”( Ibid.).

La confirmación perfecciona el bautismo, pues es la plenitud de este. Quien recibe al Espíritu Santo ha sido marcado para siempre, de manera indeleble, como perteneciendo a Jesús: “La confirmación, en efecto, imprime en el alma una marca espiritual indeleble, el “carácter”, que es el signo de que Jesucristo ha marcado al cristiano con el sello de su Espíritu revistiéndolo de la fuerza de lo alto para que sea su testigo” ( Ibid nº 1304).

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4. EL MINISTRO DE LA CONFIRMACIÓN

El ministro ordinario de la confirmación es el obispo. En caso de necesidad puede delegar a presbíteros el poder de administrar el sacramento, aunque lo más conveniente es que sea él quien siempre lo administre, para enfatizar el carácter apostólico, pues, así como la confirmación es la plenitud del bautismo, los obispos han recibido la plenitud del Orden: “Por esta razón, la administración de este sacramento por ellos mismo pone de relieve que la Confirmación tiene como efecto unir a los que la reciben más estrechamente a la Iglesia, a sus orígenes apostólicos y a su misión de dar testimonio de Cristo” (Ibid nº 1313).

5. MATERIA Y FORMA DEL SACRAMENTO

En el Bautismo la materia del sacramento es el agua, que significa la limpieza, la purificación del cristiano que se sumerge en Jesús y emerge completamente nuevo. En la Confirmación, la materia es el crisma que consiste en aceite de oliva mezclado con bálsamo consagrado por el Obispo el Jueves Santo: En este sacramento (confirmación), la materia significa fuerza y plenitud. En el Antiguo Testamento el aceite era signo de abundancia y alegría, al igual que el agua, quien es ungido con aceite se purifica: “(el aceite) es signo de curación, pues suaviza las contusiones y las heridas y el ungido irradia belleza, santidad y fuerza” (CEC nº 1293).

Por lo tanto, ungir la frente significará para el confirmando una consagración a Dios, participando plenamente de la misión de Jesús: “Por la confirmación… ()…los que son ungidos participan más plenamente en la misión de Jesucristo y en la plenitud del Espíritu Santo que éste posee, a fin de que toda su vida desprenda “el buen olor de Cristo” (CEC nº 1294).

La forma del sacramento son las palabras que acompañan la unción y la imposición de cada confirmando: “RECIBE POR ESTA SEÑAL EL DON DEL ESPÍRITU SANTO”. En ese momento quien recibe el Espíritu Santo como en Pentecostés queda “marcado” para siempre como perteneciendo a Jesús totalmente. El cristiano se pone al servicio de Cristo para siempre: “El efecto específico de cada sacramento es simbolizado por una acción o por un gesto que quiere hacerlo visible, para la purificación que es propia del bautismo usamos el agua. Para la Eucaristía que es comida empleamos el pan. Así, la consagración al servicio de Dios – efecto propio de la confirmación – es simbolizada por la unción.” (Pbro. Medina, Jorge; “Somos la Iglesia” p. 59).

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6. El PADRINO

Para la Confirmación, (como para el Bautismo), conviene que los candidatos busquen la ayuda espiritual de un padrino o de una madrina. Conviene que sea el mismo que para el Bautismo a fin de subrayar la unidad entre los dos sacramentos (CIC can. 893, 1.2).

Según el Código Canónico, corresponde al padrino de Confirmación “procurar que su ahijado se comporte como verdadero testigo de Cristo y cumpla fielmente las obligaciones inherentes al sacramento” (canon 892).

Las condiciones para ser padrino son las siguientes:

- Ser católico, haber recibido la Confirmación y la Eucaristía, y llevar una vida coherente con la fe cristiana y con la misión que va a asumir.

- Haber cumplido 16 años.

- No estar afectado por una pena canónica (excomunión, entredicho o suspensión legítimamente impuesta o declarada)

- Haber sido elegido por el que se va a confirmar.

- Tener capacidad o intención de desempeñar la misión de padrino (no puede ser obligado a ser padrino contra su voluntad)

Actualmente, el padrino de la confirmación puede ser del mismo o de diferente sexo que el de su ahijado.

7. LA CELEBRACIÓN DE LA CONFIRMACIÓN

La celebración del sacramento de la Confirmación se hacía en conjunto con el Bautismo, de tal manera que ambos sacramentos se otorgaban en una misma ceremonia. Incluso hoy en los ritos de oriente se ofrecen unidos y se agrega la Eucaristía. En occidente se confieren sólo en el caso de adultos los tres sacramentos juntos.

Respecto de la estructura de la celebración del sacramento de la Confirmación se distinguen las siguientes partes:

a) Lecturas bíblicas concernientes al sacramento. Estos textos son explicados por el obispo o el presbítero autorizado.

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b) Renovación de los compromisos del Bautismo, además los confirmandos manifiestan la profesión de la fe del católico.

c) Se pide los dones del Espíritu Santo, el obispo o el sacerdote autorizado, extienden las manos sobre los que recibirán el sacramento.

d) Unción. El obispo o el sacerdote autorizado ungen la frente de cada confirmando con el crisma, mientras el obispo repite: “Recibe la señal del don del Espíritu Santo”.

e) Oración de los fieles adaptada al contexto de la Confirmación.

f) Bendición final.

Quien recibe este sacramento, debe estar en estado de gracia (sin pecado grave) y tener el deseo de recibirlo. Si se recibe la Confirmación en pecado, se haría culpable de un nuevo pecado, y muy grave, cual es la falta de respeto a un sacramento. Si bien el sacramento es válido, esa persona no recibiría la gracia de la Confirmación en la celebración del sacramento, y sólo podría recibirla mas tarde cuando arrepentido se acercara al Sacramento de la Reconciliación (en apéndice se encuentra la doctrina sobre el Sacramento de la Reconciliación).

La confesión de quienes van a Confirmarse debería ser especialmente preparada con un buen examen de conciencia (ver anexo).

IV. COMPROMISO

1. Orar durante una semana al Espíritu Santo para recibir sus dones.

2. Orar por la conversión de aquellos que están lejos de Dios, para que el Espíritu Santo les convierta.

3. Orar por los compañeros de colegio que tienen muchas dudas de fe.

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ORACIÓN FINAL

VEN ESPÍRITU SANTO

Ven, Espíritu Santo Creador A visitar nuestro corazón

Repleta con tu gracia viva y celestial Nuestras almas que Tú creaste por amor.

Tú que eres llamado Consolador Don del Dios Altísimo y Señor

Vertiente viva, fuego, que es la caridad Y también espiritual y divina unción.

En cada sacramento te nos das

Dedo de la diestra paternal Eres Tú la promesa que el Padre nos dio

Con tu Palabra enriqueces nuestro cantar.

Nuestros sentidos has de iluminar Los corazones enamorar

Y nuestro cuerpo, presa de la tentación Con tu fuerza continua has de afirmar.

Lejos al enemigo rechaza

Tu paz da nos pronto, sin tardar Y siendo Tú nuestro buen guía y conductor

Evitemos así toda sombra del mal.

Concédenos al Padre conocer A Jesús, su Hijo comprender

Y a Ti, Espíritu de ambos por amor Te creamos con ardiente y sólida fe.

Al Padre demos gloria, pues es Dios

A su Hijo que resucitó Y también al Espíritu Consolador

Por todos los siglos de los siglos honor. Amén.

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ANEXO

SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN

EXAMEN DE CONCIENCIA

Primer Mandamiento: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”.

• ¿Amo de veras a Dios como Padre y me esfuerzo por cumplir su voluntad como buen hijo suyo? ¿O lo olvido dejándome absorber por las cosas y las preocupaciones de cada día?

• ¿Hago con desgano las cosas que se refieren a Dios?

• ¿Mi tiempo responde a las prioridades de Dios (oración, familia, estudio, recreación)?

• ¿He abandonado el trato con Dios en la oración o en los sacramentos?

• ¿He llegado a negar la fe o algunas de sus verdades, en mi pensamiento o delante de los demás?

• ¿Obedezco la enseñanza del magisterio de la Iglesia o interpreto a mi manera?

• ¿Me he acercado indignamente (bajo pecado grave) a recibir algún sacramento?

• ¿He procurado alcanzar la debida formación religiosa que me capacite para dar testimonio de Cristo con el ejemplo y la palabra? ¿Sé defender a Cristo y a la Iglesia?

• ¿Me preocupo por hacer más cristiano el ambiente a mi alrededor, sin que me influya el “qué dirán”?

Segundo Mandamiento: “No tomarás el nombre de Dios en vano”.

• ¿Nombro a Dios con respeto y amor? ¿Amo y respeto a la Iglesia, al Papa, los obispos, a los sacerdotes? ¿Colaboro con ellos? ¿Respeto el Templo de Dios?

• ¿He blasfemado o dicho palabras ofensivas contra Dios, la Virgen o los santos?

• ¿He jurado por Dios en falso o sin necesidad?

• ¿Me rebelo contra Dios ante las enfermedades o dificultades de la vida?

• ¿He hecho algún voto, juramento o promesa y he dejado de cumplirlo por mi culpa?

• ¿He jurado hacer algún mal? ¿He reparado el daño provocado si hice el mal?

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Tercer Mandamiento: “Santificarás las fiestas”.

• ¿He faltado a Misa los domingos o fiestas de precepto, sin causa justificada? ¿Me he distraído voluntariamente o he llegado tan tarde que no he participado adecuadamente en la Misa?

• ¿He ayunado y guardado abstinencia el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo?

• ¿Me he confesado al menos una vez al año? ¿Cumplí la penitencia que me impuso el sacerdote en la última confesión? ¿He hecho penitencia por mis pecados?

• ¿He callado en la confesión, por vergüenza, algún pecado grave? ¿He comulgado después alguna vez?

• ¿Me he acercado a recibir la Comunión, al menos en Pascua de Resurrección? ¿Me he confesado para hacerlo en estado de gracia?

Cuarto Mandamiento: “Honrarás a tu padre y a tu madre”.

• ¿Amo y soy respetuoso con mis padres?

• ¿Les presto ayuda?

• ¿He entristecido a mis padres con mi conducta?

• ¿Escucho y acepto el consejo de mis padres?

• ¿He peleado con mis hermanos? ¿He dejado de hablarme con ellos y no he hecho lo necesario para la reconciliación?

• ¿He dado mal ejemplo a mis hermanos?

• ¿Soy amable con los extraños y me falta esa amabilidad en la vida familiar?

• ¿Sacrifico mis gustos, caprichos y diversiones para cumplir con mi deber de dedicación a la familia?

• ¿He sido flojo en el cumplimiento de mis deberes? ¿Retraso con frecuencia el momento de ponerme a trabajar o estudiar?

Quinto Mandamiento: “No matarás”.

• ¿Tengo enemistad, odio o rencor hacia alguien?

• ¿He dejado de hablarme con alguien y me niego a la reconciliación o no hago lo posible por conseguirla?

• ¿He deseado un mal grave al prójimo? ¿Me he alegrado de los males que le han ocurrido?

• ¿He sentido envidia ante el bien del prójimo?

• ¿He despreciado a mi prójimo? (burlas, críticas, ridiculizaciones).

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• ¿Con mi actuar, he cooperado en el pecado de otros (malos consejos, fomentar el odio, conversaciones, modo de vestir, invitación a presenciar algún espectáculo, préstamo de algún libro o revista, etc.)? ¿He tratado de reparar el escándalo?

• ¿He llegado a herir o quitar la vida al prójimo?

• ¿He cooperado con el aborto?

• ¿He sido imprudente en la conducción de vehículos?

• ¿He descuidado mi salud? ¿He atentado contra mi vida?

• ¿Me he embriagado, bebido con exceso o tomado drogas?

• ¿Me he dejado dominar por la gula, es decir, por el placer de comer y beber más allá de lo razonable?

Sexto y noveno Mandamiento: “No cometerás actos impuros” – “No consentirás pensamientos ni deseos impuros”.

• ¿Me he dejado llevar por deseos o pensamientos impuros, aunque no los haya realizado?

• ¿He tenido conversaciones impuras? ¿Las he comenzado yo?

• ¿He asistido a diversiones que me ponían en ocasión próxima de pecar? (ciertos bailes, cines o espectáculos inmorales, malas lecturas o compañías).

• Antes de asistir a un espectáculo, o leer un libro, ¿averiguo sobre su calificación moral, evitando así las deformaciones de conciencia que pueda producirme?

• ¿Me he entretenido con miradas impuras?

• ¿He realizado acciones impuras? (expresiones de cariño desmedidas, relaciones sexuales sin estar casado, masturbación, pornografía, actos homosexuales).

• ¿Tengo amistades que son ocasión habitual de pecado? ¿Estoy dispuesto a dejarlas?

Séptimo y Décimo Mandamientos: “No robarás” – “No desearás los bienes ajenos”.

• ¿He robado algún objeto o alguna cantidad de dinero? ¿He reparado o restituido pudiendo hacerlo? ¿He cooperado con otros en algún robo o hurto?

• ¿He engañado cobrando más de lo debido? ¿He reparado el daño causado?

• ¿He procurado evitar, pudiendo hacerlo, las injusticias, los escándalos, hurtos, venganzas, fraudes y demás abusos que dañan la convivencia social?

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Octavo Mandamiento: “No levantarás falso testimonio ni mentirás”.

• ¿He dicho mentiras? ¿He reparado el daño ocasionado? ¿Miento habitualmente porque se trata de cosas de poca importancia?

• ¿He descubierto, sin justa causa, defectos graves de otra persona, aunque sean ciertos, pero no conocidos? ¿He reparado de alguna manera, por ejemplo, hablando de modo positivo de esa persona?

• ¿He calumniado atribuyendo a alguien lo que no era verdadero? ¿He reparado el daño?

• ¿He hecho juicios contra el prójimo? ¿Los he comunicado a otras personas? ¿He rectificado ese juicio inexacto?

• ¿He revelado secretos importantes de otros, descubriéndolos sin justa causa?

• ¿He hablado mal de otros por frivolidad, envidia, o con el único fundamento de que “me contaron” o de que “se dice por ahí”? Es decir, ¿he cooperado de esta manera a la calumnia y a la murmuración?

Acto de Contrición

Señor mío, Jesucristo,

me pesa en el alma haberte ofendido,

por ser Tu tan bueno, y a quien amo por sobre todas las cosas.

Propongo firmemente, con tu gracia, nunca más pecar,

confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta.

Confío en que me perdonarás, por tu infinita misericordia.

Amén.

282  

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Llamados a ser discípulos y misioneros de Cristo

"La mayor alegría que podemos brindar a los hombres de hoy, es darles a conocer la Buena Noticia de Cristo".

San Arnoldo Janssen

ORACIÓN INICIAL

María, Tu estás presente dondequiera que la Iglesia

lleva a cabo la actividad misionera:

Tu estás presente como Madre,

cooperando a la formación de los fieles

y presente como “estrella de la evangelización,”

para guiar y consolar a los heraldos del Evangelio

y sostener en la fe a las nuevas comunidades cristianas

que surgen del anuncio misionero.

Condúcenos hacia tu Hijo para vivir en la luz de la Gracia.

Ayúdanos a seguir tu ejemplo de total adhesión al Señor.

Permanece con nosotros, ya que cada encuentro contigo,

es un encuentro con el Evangelio.

Amén.

Oraciones espontáneas…..

Padre Nuestro…….

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I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: Mt. 28,19s

"Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado.”

Palabra de Dios.

III. Desarrollo del tema.

Todos tenemos la responsabilidad de anunciar el evangelio tal como se ha hecho hace dos mil años. Anunciar a Jesús en momentos de angustia es imperioso, y se debe hacer con celo y alegremente.

La misión surge de Cristo mismo, quien cumpliendo las profecías de Isaías ha venido a evangelizar a los pobres: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres" (Is. 61, 1). Jesús tiene conciencia plena de que ha venido al mundo a anunciar el Reino de Dios a todos los pueblos. Se ha de proclamar en todo lugar, especialmente a los más pobres, quienes la mayoría de las veces están más dispuestos a escuchar, que nuestro Señor murió y resucitó por nosotros. Cristo, se encarnó, hizo milagros, enseñó, convocó, envió, murió y resucitó para dar testimonio de su misión: “…la misma Encarnación, los milagros, las enseñanzas, la convocación de sus discípulos, el envío de los Doce, la cruz y la resurrección, la continuidad de su presencia en medio de los suyos— forman parte de su actividad evangelizadora”(Evangelio nuntiandi N°6).

Jesús es el primero en evangelizar, lo hizo de manera perfecta, dando la vida en la tarea salvadora, muere para salvarnos de la muerte definitiva, Él vence la muerte. Cuando Jesús evangeliza, anuncia el Reino de Dios, lo absoluto, al cual se debe pertenecer.

El anuncio del Reino supone conciencia de sacrificios, sin embargo, a pesar de que la pertenencia implica renuncias, en este reino se encontrará la dicha: “Cristo, en cuanto evangelizador, anuncia ante todo un reino, el reino de Dios, tan importante que, en relación a él, todo se convierte en "lo demás", que es dado por añadidura (16). Solamente el reino es pues absoluto y todo el resto es relativo” (ibid n°8).

285  

El centro del anuncio de Jesús es la buena noticia de la salvación, los hombres somos salvados del pecado y de las influencias del demonio, pero también lo somos de todo aquello que nos hace esclavos.

Misionar es entregar alegría, pues pese al mal de este mundo, Dios se nos da a conocer: “Todo esto tiene su arranque durante la vida de Cristo, y se logra de manea definitiva por su muerte y resurrección; pero debe ser continuado pacientemente a través de la historia hasta ser plenamente realizado el día de la venida final del mismo Cristo, cosa que nadie sabe cuándo tendrá lugar, a excepción del Padre” (ibid n°9).

Misionar es anunciar también que la salvación y el reino dados por Dios gratuitamente, se alcanzan no sin sacrificios, hay que fatigarse y vivir renunciando, acompañando a Cristo en la cruz. Lo esencial es convertirse mental y afectivamente para abandonarse en las manos del Dios de la vida.

Ser misionero, significa proclamar el reino de manera infatigable; la palabra juega un rol vital. El Hijo de Dios anuncia a todos la Buena Noticia: "Todos le aprobaron, maravillados de las palabras llenas de gracia, que salían de su boca” (Lc. 4, 22); “Jamás hombre alguno habló como éste” (Jn. 7, 46). Sus palabras desvelan el secreto de Dios, su designio y su promesa, y por eso cambian el corazón del hombre y su destino (ibid n°12).

Misionar es construir comunidad, acogiendo la Buena Nueva, viviendo la fe, los cristianos buscan el reino y lo viven. Cada comunidad que se constituye debe ser evangelizadora: “Por lo demás, la Buena Nueva del reino que llega y que ya ha comenzado, es para todos los hombres de todos los tiempos. Aquellos que ya la han recibido y que están reunidos en la comunidad de salvación, pueden y deben comunicarla y difundirla.”(ibid n°13).

Cada cristiano en la Iglesia, tiene la obligación de anunciar la Palabra, ello es motivo de gran dicha, especialmente en estos tiempos difíciles. La misión es la vocación de la Iglesia, su gran identidad, por eso es que se debe responder al llamado de Dios, predicar y enseñar, ser un medio para que la gracia se transmita y convierta a los pecadores: “La Iglesia nace de la acción evangelizadora de Jesús y de los Doce. Es un fruto normal, deseado, el más inmediato y el más visible. ‘Id pues, enseñad a todas las gentes’. Ellos recibieron la gracia y se bautizaron, siendo incorporadas a la Iglesia aquel día unas tres mil personas... Cada día el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvos"(ibid n°15).

Cuando se misiona, se responde al llamado de Jesús que envió a su Iglesia; cada convertido debe tener conciencia de que pertenece a una comunidad que es signo de la nueva presencia de Cristo; la comunidad cristiana nunca está cerrada en sí misma. En la vida de la Iglesia hay intimidad, oración, escucha de la Palabra y de lo que los apóstoles

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enseñan, amor a los más pobres y Eucaristía. Misionar es dar testimonio para provocar la admiración y convertir a los pecadores.

Aunque la iglesia sea misionera por excelencia, saliendo más allá de sus fronteras, ella también debe evangelizarse a sí misma: “Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor.”(ibid).

La misión de la iglesia se vuelve sobre sí misma para superar las constantes tentaciones del mundo; siempre necesitada de evangelización, la iglesia se mantendrá fuerte en el anuncio del Evangelio.

La misión se hace humildemente, la Iglesia se presenta ante el mundo en constante conversión y renovación, esa es la única manera en que es creíble.

Misionar es tener conciencia de que la Iglesia es depositaria de la Buena Nueva de Jesucristo. La Iglesia cuida la Nueva Alianza en Cristo, sus enseñanzas y las enseñanzas de los apóstoles, la Palabra de Dios, los sacramentos, en definitiva el Evangelio: “Enviada y evangelizada, la Iglesia misma envía a los evangelizadores. Ella pone en su boca la Palabra que salva, les explica el mensaje del que ella misma es depositaria, les da el mandato que ella misma ha recibido y les envía a predicar. A predicar no a sí mismos o sus ideas personales, sino un Evangelio del que ni ellos ni ella son dueños y propietarios absolutos para disponer de él a su gusto, sino ministros para transmitirlo con suma fidelidad” (ibid n° 15).

No se puede separar a Cristo de la Iglesia y de la misión. En este mundo y hasta el fin de los tiempos ella ha de evangelizar. Así, no es posible ser misionero sin estar unido a la Iglesia, si se anuncia el evangelio se hace en nombre de toda la Iglesia: "el que a vosotros desecha, a mí me desecha" (Lc. 10, 16).

Características de la evangelización.

La pregunta fundamental de todos los hombres es: ¿cómo se realiza este - llegar a ser hombre? ¿Cómo se aprende el arte de vivir? ¿Cuál es el camino de la felicidad?

Evangelizar quiere decir: mostrar este camino - enseñar el arte de vivir. Jesús dice al comenzar su vida pública: “Él me ha ungido para llevar las buenas nuevas a los pobres” (Lc

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4, 18); y esto quiere decir: Yo tengo la respuesta a esta pregunta fundamental; les enseño el camino de la vida, el camino de la felicidad, mejor dicho: Yo soy ese camino. Si el arte de vivir permanece desconocido, todo el resto no puede funcionar. Sin embargo, este arte no es objeto de la ciencia - este arte puede ser comunicado sólo por quien tiene la vida - aquél que es el Evangelio en persona.

Evangelizar significa llegar a todos los ambientes del mundo e influir transformando internamente a la humanidad. Se requiere para tal efecto la conversión a partir de la aceptación de Cristo.

Evangelizar es llegar y transformar con el ímpetu del Evangelio el pensamiento, los valores y modelos que estén en contra de la Palabra salvadora de Dios.

Misionar es evangelizar, no de manera superficial, sino hasta las raíces mismas de la cultura, respetando a las personas, sus relaciones y el vínculo que ellos tienen con Dios.

Por supuesto, anunciar el Evangelio significa ser independiente de todas las culturas, pero el evangelio cuando anuncia un reino es en referencia a las personas insertas profundamente a una cultura: “Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna” (ibid n°20).

Anunciar la Buena Nueva significa proclamarla en primer lugar mediante el testimonio. Los cristianos comprensivos, tolerantes, con un mismo sentido de vida, solidarios y promotores de nobleza y bondad remecerán la pregunta por Dios a quienes los miren: “A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros?”(ibid n° 21).

El anuncio del Evangelio, además del testimonio, requiere sin embargo, de una justificación, de una razón de la esperanza (1 Pe. 3, 15). Hay que explicitar el anuncio de Jesús, la doctrina y toda su vida señalada en la escritura; en la Palabra.

Misionar es hacer que el otro escuche el Evangelio, lo acepte, asimile y adhiera a él. Los misioneros tienen como objetivo que las personas acepten el programa de vida que Jesús ofrece, persiguiendo un mundo nuevo e incorporándose a una comunidad que es la Iglesia: “En el dinamismo de la evangelización, aquel que acoge el Evangelio como Palabra que salva, lo traduce normalmente en estos gestos sacramentales: adhesión a la Iglesia, acogida de los sacramentos que manifiestan y sostienen esta adhesión, por la gracia que

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confieren” (ibid n°23). El que misiona lo hace porque ha sido evangelizado, es imposible permanecer indiferente a la voz de Jesús.

Misión y libertad humana.

La misión es una urgencia y tiene su raíz en la novedad de Jesús y de sus discípulos que la vivieron radicalmente. El que acoge este don de Dios y lo desarrolla se realizará integralmente conformándose a Cristo, pues a eso ha sido llamado por el Creador: “El Nuevo Testamento es un himno a la vida nueva para quien cree en Cristo y vive en su Iglesia” (Juan Pablo II, Redemptoris missio n°7).

Misionar es proponer el Evangelio, respetando las conciencias, sin violar la libertad humana. Esto se hace porque buscar a tientas a Dios concede el derecho de conocer a Jesús y por ende encontrar la plenitud.

La misión de la Iglesia y los no cristianos.

La transmisión de la salvación es universal, no llega solamente a los que explícitamente creen en Jesús y están dentro de la Iglesia, sino que debe estar a disposición de todos, especialmente de aquellos que no pueden acceder a la revelación del Evangelio por vivir en condiciones socioculturales difíciles o porque pertenecen a otras religiones: “Para ellos, la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo: ella permite a cada uno llegar a la salvación mediante su libre colaboración”(ibid n°10).

Este concepto de misión es determinante a la hora de anunciar la Buena Nueva, porque permite llegar incluso a quienes no creyendo en Jesús, pero siendo hombres íntegros, sin saberlo obra en ellos la gracia de manera misteriosa e invisible. Se supera el equivocado camino de incluir a la Iglesia visible inmediatamente, no pocas veces, obligando, bautizando sin que el “nuevo miembro” conozca el significado del sacramento.

La Iglesia busca en el diálogo interreligioso sentar las bases de la unidad y el amor entre los hombres considerando todo aquello que hay de común en ellos. El contacto de la Iglesia con los no cristianos se hace porque todos forman una comunidad al ser hijos de Dios habitando sobre la única tierra que existe, además, hay un fin último, Dios mismo.

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La Iglesia cuando misiona busca y promueve el diálogo, sin rechazar lo que hay de bueno y verdadero en las religiones no cristianas. La Iglesia respeta las obras, testimonio, preceptos y doctrinas de otras confesiones porque reflejan en no pocas ocasiones a Dios: “(La Iglesia)… Anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn., 14,6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas” (Concilio Vaticano II, Declaración Nostra Aetate, n°1).

Los católicos debemos adherir a la fraternidad, excluyendo toda discriminación, pues el Padre lo es de todos y todos debemos amarnos como Dios nos ama. La Iglesia reprobará cualquier discriminación por ser ajena al espíritu de Jesús que nos amó hasta el extremo: “Por esto, el sagrado Concilio, siguiendo las huellas de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, ruega ardientemente a los fieles que, ‘observando en medio de las naciones una conducta ejemplar’, si es posible, en cuanto de ellos depende, tengan paz con todos los hombres, para que sean verdaderamente hijos del Padre que está en los cielos”(ibid n°5).

La misión hoy.

Somos discípulos misioneros, empapados de Cristo, la fuente de toda acción misionera. Debemos hablar con Dios para poder hablar de Dios. Hablar de Dios y hablar con Dios siempre deben ir unidos. Por esto, la oración y los sacramentos no son un tema junto a la predicación del Dios viviente, sino la puesta en práctica de nuestra relación con Dios. Un óptimo sacerdote de nuestro siglo, el Padre Didimo, párroco de Bassano del Grappa (Veneto), decía: "Jesús predicaba durante el día y de noche rezaba". Con esta breve reflexión quería decir: Jesús debía adquirir de Dios a los discípulos. Esto mismo es siempre válido. No podemos ganar nosotros los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos están vacíos si no tienen en su base la oración. La palabra del anuncio siempre debe recubrir una vida de oración.

Debemos agregar todavía otro paso. Jesús predicaba durante el día y de noche rezaba - pero esto no es todo. Su vida entera fue - como lo muestra con gran belleza el Evangelio de San Lucas - un camino hacia la cruz, una ascensión hacia Jerusalén. Jesús no ha redimido el mundo con bellas palabras, sino con su sufrimiento y con su muerte. Es ésta, su pasión, la fuente inagotable de vida por el mundo; la pasión da fuerza a su palabra.

Una madre no puede dar vida a un niño sin sufrimiento. Todo parto exige sufrimiento, es sufrimiento, y el devenir cristiano es un parto. Digámoslo todavía una vez con las palabras del Señor: El reino de Dios exige violencia (Mt 11, 12; Lc 16, 16), pero la violencia de Dios es el sufrimiento, es la cruz. No podemos dar vida a otros, sin dar nuestra vida. Recordemos las palabras del Salvador: "... el que sacrifique su vida por mí y por el Evangelio, la salvará" (Mc 8, 35).

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Nadie puede ser misionero si no está lleno de alegría por la tarea de anunciar el Evangelio. Un misionero debe ser Buena Noticia para los hombres y la sociedad, tiene que dejarse santificar por Jesús para ser un buen instrumento.

El misionero ha de estar en comunión con todo el pueblo de Dios apreciando a cada uno de los cristianos en sus diferentes carismas y expresiones. La clave del concepto misionero está en la relación del misionero que anuncia pero que nunca deja de ser discípulo.

El misionero que anuncia a Jesús promueve al hombre, siendo los brazos de Cristo que desea liberar del sufrimiento: “Iluminados por Cristo, el sufrimiento, la injusticia y la cruz nos interpelan a vivir como iglesia samaritana, recordando que la evangelización ha ido unida siempre a la promoción humana y a la auténtica liberación cristiana”(documento de Aparecida, n°27).

Dentro de los contenidos esenciales de la Evangelización, podemos mencionar:

1. La Conversión:

La palabra griega usada para "convertirse" significa: volver a pensar - poner en discusión el propio y el común modo de vivir; dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida; no juzgar más simplemente según las opiniones corrientes. Convertirse significa, por lo tanto, no vivir como viven todos, no hacer como hacen todos, no sentirse justificados en acciones dudosas, ambiguas, malvadas por el hecho que otros hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; buscar, por lo tanto, el bien, aún cuando es incómodo; no hacerlo pensando en el juicio de la mayoría, de los hombres, sino en el juicio de Dios - con otras palabras: buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva. Todo esto no implica un moralismo, la reducción del cristianismo a la moralidad pierde de vista la esencia del mensaje de Cristo: el don de una nueva amistad, el don de la comunión con Jesús y, por lo tanto, con Dios. Quien se convierte a Cristo no entiende crearse una autarquía moral suya, no pretende reconstruir con sus propias fuerzas su propia bondad.

"Conversión" (Metanoia) significa justamente lo contrario: salir de la propia suficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia - indigencia de los otros y del Otro, de su perdón, de su amistad. La vida no convertida es autojustificación (yo no soy peor de los demás); la conversión es la humildad de confiarse al amor del Otro, amor que se vuelve medida y criterio de mi propia vida.

Anunciando la conversión también debemos ofrecer una comunidad de vida, un espacio común del nuevo estilo de vida. No se puede evangelizar sólo con las palabras; el

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Evangelio crea vida, crea comunidad de camino; una conversión puramente individual no tiene consistencia.

2. El Reino de Dios:

La palabra clave del anuncio de Jesús es: Reino de Dios. Sin embargo, Reino de Dios no es una cosa, una estructura social o política, una utopía. El Reino de Dios es Dios. Reino de Dios quiere decir: Dios existe. Dios vive. Dios está presente y actúa en el mundo, en nuestra vida - en mi vida. Dios no es una lejana "causa última", Dios no es el "gran arquitecto" del deísmo que ha construido la máquina del mundo y ahora estaría fuera - por el contrario Dios es la realidad más presente y decisiva en cada acto de mi vida, en cada momento de la historia. La evangelización, antes que nada, tiene que hablar de Dios, anunciar el único Dios verdadero: el Creador - el Santificador - el Juez (cf. El Catequismo de la Iglesia Católica).

Debemos anunciar a un Dios que nunca nos abandona, un Dios amor que acompaña compasivamente la historia del hombre, los destinatarios de este mensaje son preferencialmente los pobres y los pecadores, ellos necesitan de una Buena Noticia, Cristo mismo: “Anunciamos a nuestros pueblos que Dios nos ama, que su existencia no es una amenaza para el hombre, que está cerca con el poder salvador y liberador de su Reino, que nos acompaña en la tribulación, que alienta incesantemente nuestra esperanza en medio de todas las pruebas. Los cristianos somos portadores de buenas noticias para la humanidad y no profetas de desventuras” (documento de Aparecida, n°30).

Pero, Dios no puede hacerse conocido sólo con las palabras. No se conoce una persona si se sabe de esta persona sólo a través de otra. Anunciar a Dios es introducir en la relación con Dios: enseñar a rezar. La oración es fe en acto. Y sólo en la experiencia de la vida con Dios aparece también la evidencia de su existencia.

3. Jesucristo

Sólo en Cristo y a través de Cristo el tema de Dios se vuelve realmente concreto: Cristo es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros.

Los contenidos del anuncio del Salvador son muchos, pero podemos brevemente destacar aquí dos aspectos importantes. El primero es el seguimiento de Cristo; Cristo se ofrece como camino de mi vida. Este camino es la comunión con Cristo, realizable en la vida sacramental.

El segundo aspecto es el misterio pascual - la cruz y la resurrección. La cruz pertenece al misterio divino - es expresión de su amor hasta el fin (Jn 13, 1). El seguimiento de Cristo es participación en su cruz, unirse a su amor, a la transformación de nuestra vida,

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que se vuelve el nacimiento del hombre nuevo, creado según Dios (cf. Ef 4, 24). Quien omite la cruz, omite la esencia del cristianismo (cf. 1 Cor 2, 2).

Los cristianos somos misioneros, debemos por tanto serlo, siguiendo de cerca a Jesús, incluso imitando sus actitudes de servicio y obediencia al Padre. El misionero ha de tener un espíritu de pobreza, como Jesús lo fue, generosamente hasta el extremo. Seguir a Jesús pobre, es la mejor de las lecciones, este testimonio tiene un poder ilimitado, tal y como dieron testimonio los apóstoles cuando anunciaron el Evangelio de paz y humildad.

El misionero está al servicio de todos los seres humanos de este mundo, especialmente como hemos señalado, de los que sufren humillaciones y atropellos en su dignidad. Hay que ser constantes en el anuncio de Jesús vencedor de la muerte y del pecado, especialmente en este mundo marcado por la violencia y el odio, muchos son los hombres que piden pan y compasión: “La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (documento de Aparecida n°29).

Un misionero está atento a la realidad, porque ella es la vida misma de cada uno de los hombres, especialmente de aquellos que sufren. La Iglesia sabe de los cambios en la sociedad, un discípulo de Jesús está sensible a los signos de los tiempos y ayudado por el Espíritu Santo sirve al Reino de Dios, un Reino que entrega vida en plenitud.

La realidad hoy presenta una crisis de sentido religioso, las personas buscan una experiencia de sentido que llene las exigencias de su vocación, allí donde nunca podrán encontrarla. En consecuencia, el misionero debe esforzarse por mostrar a través de él, a Cristo, Él entrega y llena la vida: “Por ello, los cristianos necesitamos recomenzar desde Cristo, desde la contemplación de quien nos ha revelado en su misterio la plenitud del cumplimiento de la vocación humana y de su sentido. Necesitamos hacernos discípulos dóciles, para aprender de Él, en su seguimiento, la dignidad y plenitud de la vida. Y necesitamos, al mismo tiempo, que nos consuma el celo misionero para llevar al corazón de la cultura de nuestro tiempo, aquel sentido unitario y completo de la vida humana que ni la ciencia, ni la política, ni la economía ni los medios de comunicación podrán proporcionarle”(ibid n°41).

Ante las adversidades y los múltiples desafíos el misionero recuerda que Cristo es el sentido. “En este momento, con incertidumbres en el corazón, nos preguntamos con Tomás: “¿Cómo vamos a saber el camino?” Jesús nos responde con una propuesta provocadora: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” ( Jn 14, 6).

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4. La vida eterna

Un último elemento central de toda evangelización verdadera es la vida eterna. El anuncio del Reino de Dios es anuncio del Dios presente, del Dios que nos conoce y nos escucha; del Dios que entra en la historia para hacer justicia. Esta predicación es, por lo tanto, anuncio del juicio, anuncio de nuestra responsabilidad. El hombre no puede hacer o no hacer lo que quiere. Él será juzgado. Él debe dar cuentan de sus actos. De esta manera, el artículo de fe del juicio, su fuerza de formación de las conciencias, es un contenido central del Evangelio y es verdaderamente una buena nueva.

Lo es para todos aquellos que sufren por la injusticia del mundo y buscan la justicia. De este modo se comprende también la conexión entre el "Reino de Dios" y los "pobres", los que sufren y todos aquellos de los cuales hablan las bienaventuranzas del discurso de la montaña. Estos están protegidos por la certeza del juicio, por la certeza de que hay justicia. Este es el verdadero contenido del artículo sobre el juicio, sobre Dios Juez: hay justicia. Las injusticias del mundo no son la última palabra de la historia.

Si tomamos en serio el juicio y la seriedad de la responsabilidad que nos implica, comprenderemos bien el otro aspecto de este anuncio, es decir, la redención, el hecho que Jesús en la cruz asume nuestros pecados; que Dios mismo en la pasión del Hijo se hace abogado de nosotros, pecadores, haciendo así posible la penitencia, dando esperanza al pecador arrepentido, esperanza expresada de manera maravillosa en las palabras de San Juan: “delante de Dios, tranquilizaremos nuestro corazón, cualquier cosa éste nos reproche”.

Para comentar:

1. Al escuchar la frase del Señor: “Id también vosotros….” ¿Te sientes llamado personalmente por el Señor para darlo a conocer, o piensas que la misión es solo para los sacerdotes?

2. Recordando la frase que ya mencionamos: “Hablar con Dios para hablar de Dios”, ¿crees que actualmente tu relación personal con Dios es lo suficientemente rica y profunda (oración constante, participación en los sacramentos, profundización permanente de tu fe, etc), de tal forma que esta vivencia te ayuda a darlo a conocer a los demás?

3. Recordando que “el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio”, ¿Consideras que con tus obras estás dando a conocer al Señor?

4. ¿Qué “buenas noticias” crees que puedes entregar hoy como cristiano?

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IV. COMPROMISO

Preocuparnos de dar testimonio de Cristo, de palabra y con nuestras obras en cada lugar y situación en que nos toca vivir, pidiendo constantemente la compañía y guía de la Virgen María, estrella de la Evangelización.

ORACIÓN VERBITA

Dios Padre de amor, Tú has llamado a Arnoldo y José

al seguimiento de tu Hijo, el Verbo Divino,

en la misión de proclamar el Evangelio

a todos los pueblos.

Tu Espíritu los ha llenado de amor

por la difusión de tu reino de amor y de paz.

Que su ejemplo siga inspirándonos hoy a nosotros

de la misma manera que ha motivado

a muchas generaciones de la familia verbita

en todos los rincones de la tierra.

Enciende en nuestros corazones el amor ardiente

por Cristo y su misión.

Ayúdanos a ser modelo de comunidad cristiana,

aceptando a cada persona tal como es.

Transforma a nuestro mundo en un solo corazón,

vivificado por el Espíritu de Cristo.

Amén.

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LOS MANDAMIENTOS DE LA LEY DE DIOS

Mateo 19, 16-17

“Maestro, ¿qué obras buenas debo hacer para alcanzar la vida eterna?. Jesús contestó: ¿Por qué me preguntas sobre lo que es bueno? Uno solo es el Bueno. Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos.

El hombre tiene un fin último: Dios. Este fin último es siempre primero en el tiempo. Así, si alguien pretende construir una carretera, no puede comenzar su trabajo sin tener claro el lugar adonde quiere llegar. Por este motivo, el fin último es primero en el tiempo. El hombre tiene una finalidad para la que ha sido creado por Dios: darle gloria amándolo y obedeciéndolo en la tierra, para después ser feliz con Él en el Cielo. La razón de nuestra existencia es dar gloria a Dios. ¿Y cómo daremos gloria a Dios? Cumpliendo en todo momento su voluntad.

1. Los mandamientos: prueba del amor y de la misericordia de Dios

En el Monte Sinaí, 1500 años antes de Cristo, después de que el pueblo elegido salió de Egipto, Dios entregó a Moisés el Decálogo, (del griego: deka, diez, y logos, palabra) dándole los diez mandamientos esculpidos por su dedo en dos tablas de piedra para que nunca se olvidaran de cumplirlos (Éxodo 19, 20). La voluntad de Dios se cumple primariamente en la observancia de estos mandamientos que son el camino para salvarse. Son, por tanto, el compendio de lo que Dios desea que hagamos.

Esos diez mandamientos de la ley de Dios son una prueba de su amor y de su misericordia: son como las señales indicadoras que nos muestran el modo de obrar rectamente y nos advierten de los peligros. La voluntad divina nos encamina a nuestro fin y, como seres libres que somos, debemos asumirla con deseos de amar y obedecer a nuestro Creador y Señor.

Esta ley que Dios dictó a Moisés en el Sinaí fue llevada a la perfección por Jesucristo, quien se ha puesto a Sí mismo como modelo y camino para alcanzar la vida eterna (Juan 14, 6).

Esta perfección se revela en el mandamiento nuevo del amor: “amarás al Señor, tú Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu

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prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden la ley y los profetas” (Mateo 22, 35-40). Cristo de esta manera, nos llama positivamente a amar.

Sin contradecir en modo alguno el ideal moral del Decálogo, Jesús lo explica, lo prolonga, lo perfecciona, exigiendo de sus discípulos mucho más. Le da una nueva orientación y lo hace con plena autoridad y, recalca: “No crean ustedes que yo he venido a poner fin a la ley ni a las enseñanzas de los Profetas; no he venido a ponerles fin, sino a darles su verdadero significado.” (Mateo 5, 17).

La Ley nueva se expresa especialmente en el Sermón de la Montaña (Mateo cap. 5 y 6), en especial en las Bienaventuranzas. (Mateo 5, 1-12) Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la vida cristiana.

Resumiendo, la Ley es la voluntad de Dios que se revela para ordenar la vida del hombre, su convivencia con Dios y con el prójimo. Es voluntad de Dios hecha Palabra, para enseñar y guiar al hombre, Palabra que muestra el camino a la salvación. Así, la Ley de Dios es manifestación de lo mucho que ama a sus creaturas y “nos invita” a seguirla; si no tuviéramos libertad para hacerlo, nuestra obediencia no podría ser un acto de amor. De ahí que el cumplimiento de la Ley se base en el amor. “Si me amáis, dice Jesús, cumpliréis mis mandamientos” (Juan 14, 15). Si lo amamos, le obedeceremos, toda nuestra vida estará condicionada por sus preceptos de amor, que nos colmarán de felicidad.

2. Los mandamientos, una ley de libertad

La moral católica no es represiva. No quita la libertad al hombre. Lo orienta para que se realice como persona humana. Como las vías del tren que le obligan a ir por un camino, pero ayudan al tren a avanzar y a llegar. Le impiden que se despeñe.

Sometiéndonos a la ley de Dios nos realizamos plenamente como personas humanas, pues nos liberamos de la esclavitud de nuestros instintos desordenados a causa del pecado de los primeros padres. Libertad es la capacidad para poder elegir entre dos valores auténticos. Pero elegir el mal, abandonando el bien, no es libertad sino esclavitud puesto que el mal no es valor alguno.

El sentido cristiano de la libertad no es hacer lo que uno quiere, sino hacerlo porque Dios lo manda y lo desea. El cristiano obedece a Dios libremente, sin coacción. ¿Alguien puede decir que se siente obligado a amar a Dios? ¿Se siente obligado a apartarse del pecado? Pues bien, esto prueba hasta que punto nuestro trato con Dios es

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basado en el amor. Somos libres para amar a Dios y libres para apartarnos del pecado: ésta es la Ley del Señor.

Quien “vive según la carne” siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y “vive según el Espíritu” (Gálatas 5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido (Encíclica Veritatis Splendor, S.S. Juan Pablo II).

La ley de Dios marca el camino recto, por eso la senda que marca es un camino de libertad, de verdadera libertad porque conduce al bien.

3. Los Mandamientos de la Ley de Dios

La división y numeración de los mandamientos ha variado en el curso de la historia. La actual es de San Agustín. Los ortodoxos tienen una división distinta.

Su enunciado, de modo resumido es:

1° Amarás a Dios sobre todas las cosas. 2° No tomarás el nombre de Dios en vano. 3° Santificarás las fiestas. 4° Honrarás a tu padre y a tu madre. 5° No matarás. 6° No cometerás actos impuros. 7° No robarás. 8° No levantarás falso testimonio ni mentirás. 9° No consentirás pensamientos ni deseos impuros.

10° No desearás los bienes ajenos.

En todo mandamiento debemos considerar la parte positiva, que nos indica lo que debemos hacer, y la parte negativa, que nos indica lo que debemos evitar.

El Decálogo forma un todo indisociable. Cada una de las “diez palabras” remite a cada una de las demás y al conjunto; se condicionan recíprocamente; forman una unidad orgánica. Transgredir un mandamiento es transgredir todos los otros. (Catecismo de la Iglesia Católica N° 2069)

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El transgredir cualquiera de los diez mandamientos involucra un pecado, que incluso en algunos casos puede ser mortal, por ejemplo un pecado contra Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc... Recordemos que es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento.

Los   tres   primeros   mandamientos   declaran   nuestros   deberes   con   Dios,   los   otros   siete,  aquellos  que  tenemos  hacia  nuestro  prójimo  e  indirectamente,  hacia  nosotros  mismos.  De  ahí  que  los  diez  mandamientos  se  sintetizan  en  los  dos  presentados  por  Jesús:  amar  a  Dios  sobre  todas  las  cosas  y  al  prójimo  como  a  nosotros  mismos.  El  amor,  por  tanto,  es  la  perfección  de  toda  la  ley.  

 

EL PRIMER MANDAMIENTO:

AMARÁS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS

A.T. (Antiguo Testamento): “Yo, el Señor, soy tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto” (Éxodo 20, 2-5).

N. T. (Nuevo Testamento): “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a Él darás culto” (Mateo 4, 10).

Toda la vida cristiana tiene un centro: el amor. Su Santidad Juan Pablo II lo explica incomparablemente: “Ser cristianos no es, primariamente, asumir una infinidad de compromisos y obligaciones, sino dejarse amar por Dios.” Y agrega: “Quien quiera que seas tú, cualquiera que sea tu condición existencial, Dios te ama. Te ama totalmente. Dios ama a todos sin distinción y sin límites. Nos ama a todos con un amor incondicional y eterno.”

Dios nos ama como solo Él puede hacerlo: infinitamente. Dios nos colma, por amor, con su gracia, a pesar de nuestras negligencias e imperfecciones. Por indignos que seamos nos inspira, ilumina nuestros caminos y se difunde en nuestros corazones. Nuevamente, el Santo Padre nos recuerda que “el amor de Dios hacia los hombres no conoce límites, no se detiene ante ninguna barrera de raza o de cultura: es universal, es para todos. Sólo pide disponibilidad y acogida; sólo exige un terreno humano para fecundar, hecho de conciencia honrada y de buena voluntad.”

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Dios ha llegado por nosotros a extremos insospechados, al grado de hacerse hombre para salvarnos. Y el amor con amor se paga. No podemos ver al Creador con tibieza cuando Él nos ama con tanto ardor. Si Dios nos ama, nos recuerda San Bernardo, nosotros debemos amarle a Él, sabiendo que el amor hace felices a los que se aman entre sí.

El primer mandamiento de alguna manera incluye todos los demás: cualquier trasgresión a la ley de Dios viene precedida por la carencia de amor a Él.

El primero de los preceptos abarca la fe, la esperanza y la caridad: Nuestra vida moral tiene su fuente en la fe en Dios que nos revela su amor. Debemos esperar que Dios nos dé la capacidad de devolverle el amor y de obrar conforme a sus mandamientos. Nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas y a las criaturas por Él y a causa de Él (caridad).

El primer mandamiento nos prohíbe:

La incredulidad: el descuido o el rechazo voluntario de la fe,

La herejía: la negación obstinada de cualquier verdad revelada,

La apostasía: el repudio total de la fe cristiana y

El cisma: el rechazo de la sumisión a la Iglesia y al Romano Pontífice,

La desesperación: juzgar que Dios ya no nos perdonará los pecados y no nos dará la gracia y los medios necesarios para alcanzar la salvación,

La presunción: exceso de confianza que nos hace esperar la vida eterna sin emplear los medios previstos por Dios; es decir, sin la gracia ni las buenas obras y

La desconfianza: sin perder por completo la esperanza en Dios, no se confía suficientemente en su misericordia y fidelidad.

Nos prohíbe la indiferencia, la ingratitud, la frialdad voluntaria, la indolencia (la pereza espiritual), el odio contra Dios y contra el prójimo.

Además prohíbe los pecados de irreligión, como el tentar a Dios (desafiar a Dios), el sacrilegio (profanación de cosas sagradas) y la simonía (compraventa de bienes sagrados).

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Prohíbe además:

La superstición: atribución de poder milagroso a cosas o acciones que no lo tienen,

La idolatría: adoración de cualquier realidad creada,

La adivinación: indebida búsqueda de realidades ocultas,

La magia: explotación de poderes ocultos,

La brujería y el espiritismo.

2º MANDAMIENTO:

NO TOMARÁS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO

A.T. : “No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios.” (Éxodo 20, 7).

N.T. : "Ustedes aprendieron también lo dicho a sus antepasados: No jurarás en falso, sino cumplirás lo que has prometido al Señor. Ahora Yo les digo: No juren nunca, ni por el cielo, porque es el trono de Dios, ni por la tierra, que es la tarima de sus pies, ni por Jerusalén, porque es la ciudad del Gran Rey, ni por tu cabeza, porque no puedes hacer blanco o negro ni uno solo de tus cabellos. Digan sí cuando es sí y no cuando es no, porque lo que se añade lo dicta el demonio." (Mateo 5, 33-37).

Entre todas las palabras de la revelación hay una, singular, que es la revelación del Nombre de Dios. Dios confía su Nombre a los que creen en Él; se revela a ellos en su misterio personal. El don del Nombre pertenece al orden de la confianza y la intimidad. El Nombre del Señor es santo. Por eso el hombre no puede usar mal de él. Lo debe guardar en la memoria, en un silencio de adoración amorosa. No lo empleará en sus propias palabras, sino para bendecirlo, alabarlo y glorificarlo.

El segundo mandamiento, nos manda respetar el nombre del Señor, de testimoniarlo profesando nuestra fe sin ceder al miedo. Nos exige no abusar del nombre de Dios, es decir, no usar en forma inconveniente su Nombre, el de Jesucristo, de la santísima Virgen María y de los santos.

Nos prohíbe ante todo la blasfemia, es decir proferir contra Dios, interior o exteriormente, palabras de odio, de reproche, de desafío; injuriar a Dios, abusar de su Nombre, pronunciar el santo Nombre de Dios, el de Jesucristo, de la Bienaventurada

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Virgen y de los Santos de modo irreverente; el perjurio o juramento falso: como Creador y Señor, Dios es la norma de toda verdad. El falso juramento invoca a Dios como testigo de una mentira. Prohíbe también los juramentos innecesarios y aquellos ilícitos: aquellos con los que nos comprometemos a cumplir el mal, como también quebrantar los votos hechos.

El juramento es aquel acto con que se pone a Dios como testigo de la verdad de lo que se dice o se promete. Con él se invoca la veracidad divina como testimonio de la propia verdad. Jesús corrige los abusos que acerca de los juramentos habían introducido los judíos, pues según los fariseos, no había juramento cuando no se pronunciaba el Nombre de Dios.

Jesús nos invita a no tener que jurar jamás. Que la palabra del cristiano sea de tal transparencia y veracidad, que sea indiscutible y digna de fe total. Cuando una persona jura, está demostrando que se duda de su veracidad y el que exige un juramento atestigua que no tiene confianza en su prójimo.

Siguiendo a San Pablo (2 Corintios 1, 23; Gálatas 1, 20), la tradición de la Iglesia ha comprendido las palabras de Jesús como no opuestas al juramento, cuando éste se hace por una causa grave y justa (por ejemplo, ante el tribunal). “El juramento, es decir, la invocación del Nombre de Dios como testigo de la verdad, sólo puede prestarse con vedad, con sensatez y con justicia.” (CEC Nº 2154).

EL 3er. MANDAMIENTO:

SANTIFICARÁS LAS FIESTAS

A.T. :«Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para el Señor, tu Dios. No harás ningún trabajo» (Éxodo 20, 8-10).

N.T. :“El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado. De suerte que el Hijo del hombre también es Señor del sábado” (Marcos 2, 27 – 28).

El libro del Éxodo relata así lo que Yahvé indicó a Moisés y a su pueblo sobre los mandamientos: “El día séptimo será día de descanso completo, consagrado al Señor” (Éxodo 31, 15).

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Los israelitas descansaban el sábado, día litúrgico por excelencia, día en el que el pueblo, libre de cualquier otra ocupación o trabajo, se dedicaba exclusivamente al culto de Dios: era el día santamente reservado a la alabanza de Dios, de su obra de creación y de sus acciones salvíficas en favor de Israel.

Sin embargo, para los cristianos el día más grande de la semana es el domingo, día de la Resurrección del Señor. Para ellos, vino a ser el primero de todos los días, la primera de todas las fiestas, el día del Señor, el “domingo.”

Así, el sábado, que representaba la coronación de la primera creación, es sustituido por el domingo que recuerda la nueva creación, inaugurada por la resurrección de Cristo. La celebración del domingo cumple además la prescripción moral, inscrita en el corazón del hombre, de dar a Dios un culto exterior, visible y público. (Catecismo de la Iglesia Católica Nº 2176).

Pero, ¿de qué modo daremos culto al Señor el día Domingo?.

La Misa es el acto de culto más perfecto que nos dio Jesús para que, con Él, pudiéramos ofrecer a Dios la alabanza adecuada. Fue El mismo quien nos dejó el santo Sacrificio de la Misa, en el que el pan y el vino se transforman en su propio Cuerpo y Sangre, y por el que renueva incesantemente el don de Sí mismo al Padre, proporcionándonos la manera de unirnos con Él en su ofrecimiento, dándonos la oportunidad de formar parte de la Víctima que se ofrece. En verdad, no puede haber modo mejor de santificar el día del Señor (y, por cierto, también de santificar los otros seis días de la semana), que participando en la Santa Misa.

Así, la formulación canónica de este mandamiento dice: El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa; y se abstendrán además de aquellos trabajos y actividades que impiden dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor, o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo. (Catecismo Iglesia Católica Nº 1247).

Cumple el precepto de participar en la misa quien asiste a ella, dondequiera que se celebre en un rito católico, tanto el día de la fiesta como el día anterior por la tarde. Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave.

Quedan excusados de ir a Misa los que tienen algunos de los siguientes impedimentos: una enfermedad que no permita salir de casa, una ocupación que no puede abandonarse, por ejemplo: los que cuidan enfermos o niños pequeños y no tienen quien

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los sustituya. También quedan excusados los que hayan sido dispensados por un sacerdote.

Aparte de la obligación de asistir a Misa, este mandamiento nos exige que nos abstengamos de trabajos que impidan el debido descanso y el culto a Dios, como también la práctica de las obras de misericordia, y el descanso necesario del espíritu y del cuerpo. Así como Dios “cesó el día séptimo de toda la tarea que había hecho” (Génesis 2, 2), así también la vida humana sigue un ritmo de trabajo y descanso. La institución del día del Señor contribuye a que todos disfruten del tiempo de descanso y de solaz suficiente que les permita cultivar su vida familiar, cultural, social y religiosa (GS 67, 3).

El domingo es un tiempo de reflexión, de silencio, de cultura y de meditación, que favorecen el crecimiento de la vida interior y cristiana.

Todo cristiano debe evitar imponer, sin necesidad, a otro, impedimentos para guardar el día del Señor.

El Evangelio relata numerosos incidentes en que Jesús fue acusado de quebrantar la ley del sábado. Pero Jesús nunca falta a la santidad de este día (Marcos 1, 21; Juan 9, 16), sino que con autoridad da la interpretación auténtica de esta ley: “El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado” (Marcos 2, 27). Con compasión, Cristo proclama que “es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla” (Marcos 3, 4). El sábado es el día del Señor de las misericordias y del honor de Dios (Mateo 12, 5; Juan 7, 23). “El Hijo del hombre es Señor del sábado” (Marcos 2, 28).

4º MANDAMIENTO:

HONRARÁS A TU PADRE Y A TU MADRE

A.T. (Antiguo Testamento): “Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar” (Éxodo 20, 12).

N.T. (Nuevo Testamento): “Vivía sujeto a ellos” (Lucas 2, 51).

Dios quiso que después de Él, honrásemos a nuestros padres, a los que debemos la vida y que nos han transmitido el conocimiento de Dios. Estamos

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obligados a honrar y respetar a todos los que Dios, para nuestro bien, ha investido de su autoridad.(Catecismo, Iglesia Católica Nº 2197).

Deberes de los hijos

El primer deber de un hijo con sus padres es amarlos. Los hijos deben amar a sus padres con un amor que ha de ser tanto interno como externo, es decir, no ha de limitarse a los hechos, sino que ha de proceder de lo profundo del corazón.

El amor a los padres puede y debe crecer cada día a través de pequeños detalles, por ejemplo, el saludo por la mañana y al final del día, al salir o llegar de la casa, informarlos de las actividades, contarles con confianza las dificultades, conocer sus gustos y aficiones para complacerlos, y evitar todo lo que les desagrada o entristece.

Es necesario sobre todo amar a los padres desde un punto de vista de fe, deseando para ellos, antes que nada, los bienes de Dios, la salvación de su alma, etc.

El segundo deber de un hijo con sus padres es respetarlos. Respetar a los padres es tratarlos con estima y con atención, demostrándoles el cariño con hechos. No basta un respeto meramente exterior, sino que es necesario que los sentimientos interiores concuerden con las palabras y acciones. Si advirtiéramos que nuestros padres tienen algún defecto o rareza, particularmente cuando son mayores, o que no hacen lo que deben, debemos rezar, comprenderlos y disculparlos, ocultando sus defectos y tratando de ayudarles a superarlos, sin que jamás salga de nuestros labios una palabra de crítica.

El tercer deber de un hijo es obedecer a los padres. Mientras permanezcan bajo la patria potestad, los hijos están obligados a obedecerles en todo lo que ellos puedan lícitamente mandarles. Así lo enseña explícitamente San Pablo: “hijos, obedezcan a sus padres en todo, que esto es grato al Señor” (Colosenses 3, 20).

El cuarto deber recuerda sobretodo a los hijos mayores sus responsabilidades para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad y abatimiento (Catecismo de la Iglesia Católica Nº 2218).

Deberes de los padres

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En este mandamiento Dios se dirige a los hijos, pero mientras se dirige a ellos, mira a los padres y les dice que sean dignos del amor y respeto que pide de los hijos para con ellos: “Padres, no exasperen a sus hijos, sino fórmenlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor (Efesios 6, 4).

Los padres tienen que considerar que un día tendrán que rendir cuenta a Dios de qué hicieron por el alma y la formación cristiana de esos hijos que Dios les confió.

Con respecto a los padres, su deber “no se reduce a la sola procreación de los hijos, sino que debe extenderse también a su educación moral y a su formación espiritual”

(Catecismo de la Iglesia Católica Nº 2221).

En efecto, “los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Testimonian esta responsabilidad ante todo por la creación de un hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado son normales”. (Id. Nº 2223).

Los padres no se han de limitar a cuidar de las necesidades materiales de los hijos, sino, sobre todo, han de velar por su sólida formación humana y cristiana. Para conseguirlo, además de rezar por ellos, deben poner los medios eficaces: el ejemplo propio, los buenos consejos, elección de colegios apropiados, vigilar discretamente las compañías, etc.

“Vuestro primer deber y vuestro mayor privilegio como padres es el transmitir a vuestros hijos la fe que vosotros recibisteis de vuestros padres. El hogar debería ser la primera escuela de oración”. (S.S. Juan Pablo II).

Los padres deben respetar y favorecer la vocación de sus hijos. Han de recordar y enseñar que la vocación primera del cristiano es la de seguir a Jesús. Así, deben acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento del Señor a uno de sus hijos para que le siga en la virginidad por el Reino, en la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal.

Por otra parte y aunque parezca una paradoja, ser buenos padres no comienza con la disposición hacia los hijos, sino con el amor mutuo y verdadero que los esposos se tienen entre sí. Los padres que se aman el uno al otro en Dios, y a los hijos como dones de Dios, pueden quedarse tranquilos, tienen todo lo que necesitan para ser buenos padres y si cometen errores no causarán a los hijos daño permanente.

Las virtudes que los padres desean ver en sus hijos - diligencia, fortaleza, laboriosidad, etc.- han de exigirlas yendo ellos mismos por delante. En un ambiente “light”

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y de excesos de bienes materiales, los hijos no pueden sino resultar carentes de virtudes humanas. El mejor colegio católico no puede suplir nunca el daño que causa un hogar laxo.

Dentro de este mandamiento se incluyen, además de los padres, otras personas a las que se debe obediencia, amor y respeto de forma especial: Hermanos entre sí y familiares. Abarca también por semejanza las relaciones con las sociedades superiores, la Iglesia, la patria, y en general de todo súbdito con su superior y viceversa.

“En el amor a la patria y en el fiel cumplimiento de los deberes civiles, siéntanse obligados los católicos a promover el verdadero bien común, y hagan pesar de esa forma su opinión para que el poder civil se ejerza justamente y para que las leyes respondan a los principios morales”. (Vat. II, Apostolicam actuositatem, n. 14).

Todos estos derechos políticos, sin embargo, no son absolutos: están limitados por los derechos de los demás, la moral y el orden públicos. El ciudadano está obligado en conciencia a no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando son contrarias a las exigencias del orden moral. ‘Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres’ (Hechos 5, 29).

5º MANDAMIENTO: NO MATARÁS

A.T.: “No matarás” (Éxodo 20, 13).

N.T.: “Habéis oído que se dijo a los antepasados: ‘No matarás’; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal” (Mateo 5, 21-22).

Este mandamiento está orientado a defender la vida propia y la ajena y la dignidad del hombre en todas sus manifestaciones. Vivir es algo maravilloso. La vida y la naturaleza es algo que no nos cansamos de admirar y por eso debemos amar y proteger la vida en armonía con la naturaleza.

Todo el hombre ha sido creado por Dios y está bajo su dominio y tutela. El hombre, en cuanto creado por Dios, no se pertenece a sí mismo, sino que está vinculado a Dios. Sólo Dios es dueño y Señor de la vida.

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El hombre es una unidad de cuerpo y alma. El hombre no es un ser espiritual que posee accidentalmente un cuerpo, sino que es las dos cosas: el hombre es cuerpo y alma juntos. El primer deber es el de ver el cuerpo como un don recibido de Dios, que se debe conservar, apreciar, agradecer y hacer rendir al máximo en su santo servicio. Esto implica el cuidado de la salud personal, alimentación, deporte, higiene, descanso, etc.

El segundo deber es:

a.- evitar los daños a la integridad de la vida propia. Los principales pecados asociados a este aspecto son:

- el suicidio;

- la eutanasia, es decir provocar la muerte sin dolores físicos, por drogas por ejemplo.

- la mutilación, sólo puede justificarse en función del principio del mal menor como es el caso de eliminar un órgano enfermo para bien de toda la persona;

- el consumo excesivo de alcohol, es decir, cuando de tal modo afecta al bebedor que ya no sabe lo que hace;

- el consumo de drogas, salvo en casos en que se utiliza con fines terapéuticos.

b. -evitar los daños a la integridad de la vida ajena:. La práctica de acciones directamente atentatorias contra la transmisión de la vida es quizá el error moral más difundido y grave de la sociedad moderna. En la actualidad a causa de la pérdida del sentido cristiano de la vida, se ha llegado a una mentalidad anti vida, donde se niega el valor trascendente de la vida humana. Están aquí comprendidos los siguientes pecados:

- el asesinato propiamente tal (otra cosa es la legítima defensa o la guerra justa).

- la esterilización directa: vasectomía y ligadura de trompas considerados también como mutilación (salvo esterilización terapéutica cuando la intención sea la de curar y no la de impedir la procreación);

- el aborto procurado (tiene los agravantes de premeditación, ventaja y alevosía, contra una criatura débil, inocente que no puede defenderse y que está totalmente confiada a la protección de su madre (Evangelium vitae Nº 58);

- las manipulaciones genéticas y la fecundación artificial (cualquier intento de obtener un ser humano sin conexión con la sexualidad);

- manejo imprudente de vehículos, con el que se expone la vida y la de otros.

c.- evitar los daños a la dignidad de las personas: y, ser para otros ocasión de que cometan un pecado grave. Aquí se incluyen: la difamación, el escándalo, la calumnia,

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los juicios temerarios e injustificados, el rumor, los ataques verbales o físicos, las bromas pesadas, el pasar a llevar la intimidad y la vida privada, etc.

Por el contrario, una obra de caridad actual y relacionada con este mandamiento es la donación de órganos para trasplantes. Donar el cadáver para que otra persona pueda recibir un órgano aprovechable es una obra de caridad que se debería hacer.

No debemos olvidar que al final de nuestras vidas seremos examinados sobre el amor y sólo contará lo que hemos hecho por Dios y las demás personas.

En el Sermón de la Montaña, el Señor recuerda el precepto: ‘No matarás’ y añade el rechazo absoluto de la ira, del odio y de la venganza. Más aún, Cristo exige a sus discípulos presentar la otra mejilla (Mateo 5, 22-39), amar a los enemigos (Mateo 5, 44). El mismo no se defendió y dijo a Pedro que guardase la espada en la vaina (Mateo 26, 52).

Quien observa fielmente este mandamiento, obtiene la amistad, que es el premio de los buenos. El don de la amistad favorece una gran felicidad, porque en la prosperidad no molesta y en la adversidad no abandona. Con la amistad sobreviene también la alegría de vivir y de obrar el bien.

6º MANDAMIENTO:

NO COMETERÁS ACTOS IMPUROS

A.T.: “No cometerás adulterio” (Éxodo 20, 14; Deuteronomio 5, 17).

N.T.: “Han oído que se dijo: ‘No cometerás adulterio’. Pues yo les digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mateo 5, 27-28).

Dios los creó varón y mujer. Dadas sus diferencias sexuales, hombre y mujer se complementan, se necesitan mutuamente, no podrán vivir el uno sin el otro, este encuentro se realiza de una manera plena en el matrimonio.

En el sexto mandamiento se nos pide que seamos puros y castos en palabras y obras; y que tratemos con respeto todo lo relacionado con la sexualidad.

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La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, es la capacidad de orientar el instinto sexual al servicio del amor y de integrarlo en el desarrollo de la persona. La castidad cristiana supone superación del propio egoísmo, capacidad de sacrificio por el bien de los demás, nobleza y lealtad en el servicio y en el amor.

La castidad es el gran éxito de los jóvenes antes del matrimonio. Es, además, la mejor forma de comprender y, sobre todo, de valorar el amor. No es una negación de la sexualidad, sino la mejor de las preparaciones para la vida conyugal. Porque es un entrenamiento en la generosidad, en el deber y en el dominio de sí mismo, cualidades tan importantes para el ejercicio de la sexualidad humana. El dominio de sí es una obra que dura toda la vida. Nunca se la considerará adquirida de una vez para siempre. Supone un esfuerzo reiterado en todas las edades de la vida.

La pureza es una virtud eminentemente positiva y constructiva que templa el carácter y lo fortalece. Lo que es imposible es guardar la pureza de cuerpo sin guardarla también de corazón y de pensamiento. Si no se vigila la imaginación y los pensamientos es imposible guardar la castidad.

El pudor es un mecanismo de defensa, propio de la castidad, que protege instintivamente la intimidad sexual con la vergüenza. Es un muro protector de la pureza. Pudor no es miedo al cuerpo desnudo, sino respeto a él. No es casto el que trata de ignorar lo sexual, sino el que sabe mirarlo con ojos limpios.

Todo lo que pienso, siento, deseo, lo expreso a través del cuerpo. Gracias a mis sentidos el mundo está a mi alcance, me conectan con él, me expresan y al mismo tiempo traen hasta mi toda la riqueza y la belleza de los otros.

Dios ha puesto dos mandamientos para ayudarnos a orientar el instinto sexual: el sexto, “no cometerás actos impuros", que engloba todos los pecados externos en esta materia, y el noveno, “no consentirás pensamientos ni deseos impuros", que abarca todo pecado interno de impureza.

Hoy en día los medios de comunicación, especialmente la televisión y el cine, presentan como “normal” o “natural” varios de los pecados contra el sexto mandamiento. Los pecados contra este mandamiento se dan cuando se busca el placer sexual fuera de la naturaleza creada por Dios. Entre estos se encuentran:

- La lujuria: es un pecado capital y es el origen de todos los demás pecados contra el sexto mandamiento. La lujuria es un deseo o goce desordenado del placer sexual. Es el ansia desmedida de satisfacción sexual.

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- La masturbación: consiste en provocar el placer sexual por la auto estimulación, buscando el placer por el placer. Es una actividad individual y egoísta.

- Las relaciones prematrimoniales: son los encuentros sexuales entre novios o conocidos antes del matrimonio. Estas no llevan al amor a su plena realización, el cual únicamente se alcanza dentro de la estabilidad del matrimonio. Las personas se convierten en un objeto de placer.

- La fornicación: es la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio. Además, es un escándalo grave cuando hay de por medio corrupción de menores.

- El adulterio: una persona casada tiene relaciones sexuales con quien no es su cónyuge.

- La prostitución: es el comercio sexual del cuerpo.

- La pornografía: consiste en sacar de la intimidad de los protagonistas, actos sexuales, reales o simulados, para exhibirlos ante terceras personas de manera deliberada, o simplemente el vender a través de imágenes los cuerpos humanos para “deleite” y “gozo” de quienes los compren.

- Los actos homosexuales: son los actos sexuales entre dos personas del mismo sexo. La Iglesia, apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves (Génesis 19, 1-29; Romanos 1, 24-27; 1 Corintios 6, 10; 1 Timoteo 1, 10), no aprueba estas relaciones por ser actos desordenados que no van de acuerdo al plan de Dios. Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. Sin embargo, la Iglesia nos dice claramente que "los homosexuales deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza". (Catecismo de la Iglesia Católica Nºs 2357 y 2358).

- La violación: es la unión sexual realizada por la fuerza o con intimidación. Es forzar o agredir con violencia la intimidad sexual de una persona.

- El onanismo o interrupción del coito: interrupción de la unión sexual arrojando el semen fuera para evitar la fecundación. Es intrínsecamente mala toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio, hacer imposible la procreación. (Catecismo de la Iglesia Católica N° 2370).

- La bestialidad: actos sexuales realizados con animales.

- La anticoncepción: el uso de cualquier medio antinatural para procurarse un placer sexual dentro o fuera del matrimonio y evitar el embarazo.

- El incesto: la unión sexual realizada entre consanguíneos.

- Las prácticas sexuales contra natura: acciones orientadas a experimentar sensaciones sexuales de modo indigno y deshumanizada en contra de la naturaleza.

- La poligamia o poliandria: es una ofensa a la ley moral porque contradice la comunión conyugal.

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- La unión libre: se da cuando una pareja se niega a dar forma jurídica y pública a una unión que implica intimidad sexual. En estas líneas están las uniones a prueba.

Cuando la sexualidad únicamente se centra en la genitalidad y en el placer que ésta produce, reduce a la persona. Se separa de todo el contexto maravilloso, rico y digno que Dios le dio. En estos pecados contra la castidad hay una responsabilidad grave pues se ponen en juego valores muy altos: la transmisión de la vida y el amor.

El principio fundamental es que el placer sexual directamente buscado fuera del legítimo matrimonio, es pecado. Es pecado venial cuando hay falta de suficiente advertencia o de pleno consentimiento. Por tanto, cada vez que se incurra en un acto (sexto mandamiento) o venga un pensamiento impuro (noveno mandamiento), tenemos sólo que preguntarnos: ¿lo hice con plena advertencia? ¿Hubo perfecto consentimiento? en este caso es pecado mortal.

Jesús vino a restaurar la creación en la pureza de sus orígenes. En el Sermón de la Montaña interpreta de manera rigurosa el plan de Dios: ‘Habéis oído que se dijo: «no cometerás adulterio». Pues yo os digo: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón’» (Mateo 5, 27-28). El hombre no debe separar lo que Dios ha unido (Mateo 19, 6).

7º MANDAMIENTO: NO ROBARÁS

A.T.: “No robarás” (Éxodo 15; Deuteronomio 5, 19).

N.T.: “No robarás” (Mateo 19, 18).

El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y perjudicar de cualquier manera al prójimo en sus bienes. Este mandamiento prescribe la práctica de la justicia y de la caridad en el uso de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres y prohíbe el robo que es la usurpación del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño.

Las ideas principales para la comprensión de este mandamiento son:

1.- Dios es el dueño y Señor de todo, nosotros sólo somos sus administradores. Así, los hombres pueden poseer legítimamente algunos bienes bajo el derecho a la propiedad privada.

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2.- El hombre, en relación con sus propios bienes, debe comportarse teniendo presente que esos bienes no son en sí mismos fines, sino sólo medios para que cumpla su destino sobrenatural eterno.

3.- En relación a los bienes ajenos, no debe olvidarse que cuando una persona posee legítimamente unos bienes, son suyos y no se le pueden quitar injustamente contra su voluntad. Se habla de “injustamente” puesto que hay casos en que se pueden quitar bienes legítimos de una persona contra su voluntad de manera justa, por ejemplo, a un deudor que no paga su deuda. Es el mismo caso de los impuestos.

4.- Pero no se trata sólo de no robar: además de hacer buen uso de nuestros bienes, Jesucristo quiere que los compartamos con quienes tienen necesidad. A los más urgidos económicamente, hay obligación de ayudarlos con limosna y, en la medida de nuestras posibilidades, hacerles más amable la vida; además, tenemos obligación de colaborar en las necesidades de la Iglesia.

Algunas formas de faltar al séptimo mandamiento son:

- Robo en todas sus acepciones: simple hurto, rapiña, fraude, usura, despojo, plagio.

- Todo tipo de esclavitud y opresión.

- Aceptar bienes que se sabe que son robados, tanto si los compramos como si nos los

regalan.

- No cumplir el propio deber durante las horas de trabajo o sustraerse indebidamente

o con engaño a las propias tareas.

- Vender un producto de inferior calidad como si fuera de calidad superior.

- Ante la necesidad urgente de algo, elevar en forma abusiva el precio de ese algo.

- Pagar a la mujer, por el mismo trabajo, un sueldo inferior al del hombre.

- Retener el salario del obrero.

Todo el que tiene algo que no le pertenece, o que ha causado un daño injusto, debe restituir. Restituir es la reparación de la injusticia causada.

 

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8º MANDAMIENTO:

NO LEVANTARÁS FALSOS TESTIMONIOS NI MENTIRÁS

A.T.: “No darás testimonio falso contra tu prójimo” (Éxodo 20, 16).

N.T.: “Se dijo a los antepasados: No perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos” (Mateo 5, 33).

El hombre busca naturalmente la verdad. Está obligado a honrarla y a atestiguarla.

El octavo mandamiento prescribe los deberes relativos a:

1) la veracidad o sinceridad, esto es, aquella virtud que consiste en mostrarse veraces en las acciones y en las palabras,

2) al honor del prójimo,

3) la fama del prójimo, prohíbe la mentira y todo lo que atente a la fama y al honor del prójimo.

Así, este mandamiento se extiende a todo lo que por nuestra boca sale, además de las malas obras que podamos hacer.

Son ofensas a la verdad:

- La mentira propiamente tal:

-jocosa, hecha simplemente por divertir, sin ofender a nadie.

-oficiosa, la que tiende a favorecer a una persona, una comunidad o una ideología.

-calumniosa, que va directamente a dañar la imagen de alguien.

- La simulación: es la mentira que se verifica no con palabras sino con hechos; p. ej., miente el hijo que ante la vigilancia de su padre simula estudiar; el obrero que simula trabajar para no ser reprendido por el jefe, etc.

- La hipocresía: es aparentar externamente lo que no se es en realidad, para ganarse la estimación de los demás.

- La adulación: consiste en exagerar los elogios al prójimo para obtener algún provecho.

- La locuacidad: es hablar con ligereza, con peligro de apreciaciones inexactas o injustas.

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- Toda falta cometida contra la justicia y la verdad exige reparación, aunque su autor

haya sido perdonado.

Son ofensas al honor del prójimo:

- La injuria o contumelia: es un insulto sin justicia hecho en presencia del ofendido, ya con palabras, ya con actos.

- La burla: es un modo de echar en cara al prójimo sus defectos para avergonzarlo ante los demás.

Son ofensas a la buena fama del prójimo:

- La sospecha temeraria: consiste en dudar interiormente, sin fundamento suficiente, sobre las buenas intenciones de los demás, inclinándose a tener como cierto un pecado del prójimo.

- El juicio temerario: es el asentimiento firme de la mente sobre el pecado o las malas intenciones del prójimo, sin tener motivo suficiente. El juicio afirma como cierto el pecado ajeno; la sospecha lo supone como probable.

- La detracción: es la difamación injusta del prójimo, que se puede realizar mediante la murmuración, vale decir criticar y revelar sin justo motivo los defectos o pecados ocultos de los demás, y la calumnia, o sea, imputar a los demás defectos o pecados que no tienen o han cometido. El ánimo es la descalificación.

- La susurración: consiste en referir a una persona los conceptos desfavorables que otra expresó sobre ella, para fomentar la discordia entre las dos.

- El falso testimonio: consiste en atestiguar, delante de los jueces por ejemplo, una cosa falsa.

- El insulto personal, hablar o contestar de un modo grosero, poner sobrenombres peyorativos o ignorar una mano tendida en señal de paz.

- Revelar secretos que nos han sido confiados, leer la correspondencia ajena, oír conversaciones privadas.

Es necesario tener en cuenta que también peca contra este mandamiento quien escucha con gusto la calumnia y la difamación, y lo hace motivado por odio, rencor y envidia.

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También es importante destacar el respeto a la verdad. Conforme al amor fraterno se debe estimar si conviene o no revelar una verdad a quien la pide. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla.

El secreto del sacramento de la Penitencia y Reconciliación es sagrado y no puede ser revelado. Los secretos profesionales se deben mantener en un justo equilibrio entre las exigencias del bien común y el respeto de los derechos particulares.

El discípulo de Cristo acepta ‘vivir en la verdad’, es decir, en la simplicidad de una vida conforme al ejemplo del Señor y permaneciendo en su Verdad. ‘Si decimos que estamos en comunión con Él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos conforme a la verdad’ (1 Juan 1, 6).

9º MANDAMIENTO:

NO CONSENTIRÁS PENSAMIENTOS NI DESEOS IMPUROS.

A.T.: “ No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo” (Éxodo 20, 17).

N.T.: “El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mateo 5, 28).

Quizá con demasiada frecuencia se centra la lucha por la pureza de una persona en los aspectos relativos al sexto mandamiento. Y quizá también con demasiada frecuencia esa lucha no se centra en vivir el noveno. Y este mandamiento, bien vivido, es la clave para vivir el sexto.

El noveno nos habla de los pecados interiores: no consentirás pensamientos ni deseos impuros. Si la lucha se ha ganado en el corazón, la victoria exterior está asegurada, ya que toda acción humana está siempre antecedida por un propósito interior. Si la lucha se perdió allá dentro, la derrota - total o parcial, de obra o de palabra -, también se ha producido ya: “en verdad os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mateo 5, 18), pues “es del interior del hombre de donde proceden”, nos sigue diciendo Jesús, “los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos...” (Mateo 15, 8).

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Pero la pureza interior que se nos manda en este precepto - importa mucho entenderlo -, va más allá de lo puramente sexual, ya que prescribe también el orden en los afectos del corazón. Al corazón hay que guardarlo, cuidarlo, orientarlo, pues su fuerza - que es el amor - es la mayor de todas: bien encauzada, nos santifica; desbocada, nos destruye.

Si resistimos a la tentación, crecemos en amor a Dios y en la virtud de la fortaleza. Si no luchamos por rechazar esos pensamientos - acudiendo a Dios, pensando en otras cosas, etc.- sino que nos entretenemos con ellos, son pecado.

Las causas del pecado pueden ser interiores y exteriores. Entre las causas interiores están:

- la falta de moderación en el comer y en el beber, y en general toda falta de mortificación; - el aburguesamiento, que debilita la voluntad;

- la ociosidad, que es fuente y origen de muchos vicios;

- el orgullo, que lleva a buscar egoístamente las propias satisfacciones;

- la falta de oración y de trato con Dios.

Entre las causas exteriores pueden enumerarse las siguientes: asistencia a espectáculos, cine, TV, teatro obscenos o que despiertan la concupiscencia, malas compañías, bailes impropios, asistencia a ciertas playas o piscinas, modas, familiaridades indebidas con personas del otro sexo, etc.

Estas causas exteriores se llaman también ocasiones de pecado, y si habitualmente conducen a la comisión de una falta grave, por sí mismas constituyen pecado grave. Es obligación tener la valentía de huir de dichas ocasiones.

Para vencer los malos pensamientos que importunan, lo mejor es despreciarlos y distraerse con otra cosa. La mejor arma contra un mal pensamiento es otro pensamiento, que sea bueno.

10º MANDAMIENTO:

NO DESEARÁS LOS BIENES AJENOS

A.T.: “No codiciarás... nada que sea de tu prójimo” (Éxodo 20, 17).

N.T.: “Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mateo 6, 21).

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Este mandamiento está contenido en el séptimo (no robarás). Pero insiste en que también se puede pecar deseando tomar lo ajeno.

Así como el séptimo mandamiento nos prohíbe los actos exteriores contrarios a los bienes del prójimo, el décimo mandamiento prohíbe los actos internos, es decir, el deseo de quitar a otros sus bienes, de adquirirlos por medios injustos, o de usar de ellos de modo contrario a la recta razón, en otras palabras, prohíbe el deseo desordenado de adquirir o gozar de bienes materiales.

Este mandamiento se cumple viviendo la virtud de la liberalidad, y se transgrede con los pecados de avaricia y prodigalidad. La liberalidad es la virtud que regula el amor a las cosas materiales, y dispone a emplearlas según el querer de Dios.

Pecados opuestos a este mandamiento son, por lo tanto:

- Avaricia: consiste en el deseo desordenado de los bienes materiales. Es uno de los pecados llamados capitales, ya que de él, como de su fuente o cabeza, brotan otros muchos. Fue el pecado de Judas. De la avaricia se derivan: la dureza de corazón con los más necesitados, la atención desordenada y el apegamiento a los bienes externos, la violencia, el fraude, el engaño y la traición, para conseguir lo que se desea con ansia y, la envidia, que manifiesta la tristeza que se experimenta ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo. La avaricia puede adoptar variadas formas: la tacañería y la codicia.

- Prodigalidad: es el vicio que lleva al abuso en la disposición del dinero, gastándolo de manera inconsiderada y desmesuradamente.

Dios nos pide en este último precepto que nuestro corazón esté libre de cualquier atadura a lo material, pues solo así podemos amarlo a Él con la plenitud que nos pide. Dios creó las maravillas de este mundo para que nos ayuden a conseguir la propia perfección humana, no para que nos la impidan. El deseo de poseer es algo muy propio del corazón del hombre, es bueno en sí mismo; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece o es debido a otra persona.

Todos los hombres deben tener parte de los bienes de la tierra, pero el derecho a poseer tiene sus límites. Necesitamos abrir los ojos a la necesidad del prójimo. El deseo de poseer cada vez más, sin ocuparse del otro, lo hemos experimentado más de alguna vez. Muchas personas han puesto toda su seguridad en el tener.

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La catequesis tradicional señala con realismo ‘quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas’ y a los que, por tanto, es preciso ‘exhortar más a observar este precepto’: Los comerciantes, que desean la escasez o la carestía de las mercancías, que ven con tristeza que no son los únicos en comprar y vender, pues de lo contrario podrían vender más caro y comprar a precio más bajo; los que desean que sus semejantes estén en la miseria para lucrarse vendiéndoles o comprándoles... Los médicos, que desean tener enfermos; los abogados que anhelan causas y procesos importantes y numerosos... (Catecismo Romano 3, 37).

Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a Él respecto a todo y a todos y les propone ‘renunciar a todos sus bienes’ (Lucas 14, 33) por Él y por el Evangelio. Poco antes de su pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir (Lucas 21, 4). El precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.

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Nociones  generales  sobre  los  sacramentos.  

Mateo 28, 18-20

“Entonces Jesús, acercándose, les habló con estas palabras: “Todo poder se me ha dado en el Cielo y en la tierra. Por eso, vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado. Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo”.

1. Los sacramentos, símbolos eficaces del encuentro con Cristo.

En el sentido etimológico, la palabra latina “sacramentum” es un sustantivo que se deriva del adjetivo “sacer” que significa algo que santifica (“res sacrans”) y equivale en griego a la voz “misterio” (cosa oculta, sacra, o secreta). Buscando en el diccionario encontramos que sacramento es: un acto religioso destinado a la santificación del que lo recibe, un signo sagrado instituido por Jesucristo que da o aumenta la gracia.

En los sacramentos se realiza la acción oculta de Dios que se revela en cada acto en el que existe un compromiso del hombre frente a Dios. En un principio, el plan de Dios para los hombres era algo oculto. En Cristo logra su total manifestación. La obra de Cristo es sacramental, porque el misterio de salvación se hace presente por la acción del Espíritu Santo.

Los sacramentos son signos sensibles y eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia, a través de los cuales se nos otorga la vida divina (CEC, 1131).

Somos humanos (materia y espíritu) y no podemos ir directamente al mundo trascendente e invisible; por eso necesitamos de los símbolos. El símbolo actúa cuando se une una realidad material y visible a una realidad invisible, no material. Así, a través de realidades visibles, podemos acceder a realidades invisibles, a lo trascendental. La Eucaristía es el máximo simbólico.

“A Dios nadie lo ha visto”, Dios es invisible. Nadie va directamente a Dios sin pasar por algo material. Pero el Verbo se hizo carne, Dios se hizo materia y así, Jesús es el sacramento o símbolo del encuentro con Dios, porque toda la humanidad de Jesús hace accesible la divinidad de Dios. Jesús es la visibilidad del Padre (“Quien me ve a mi ve al Padre”) y es el vehículo para el encuentro con el Padre (“Nadie va al Padre sino por mí”).

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Pero Jesús subió a los cielos, ya no está visible, entonces ¿Dónde nos encontramos ahora con Jesús? La continuidad de la visibilidad de Jesús está en la Iglesia, en los creyentes en Cristo. Así, la Iglesia es sacramento del encuentro con Dios.

A Dios siempre llegamos sacramentalmente (símbolo) a través de Jesús, sacramento de Dios. Los sacramentos son siempre auténticos porque son gestos de Jesús.

Los símbolos son eficaces porque son capaces de producir y transformar realidades, producen reacciones concretas, generan situaciones nuevas que antes no existían. Además, el símbolo no se agota como las palabras humanas, las supera, siempre es capaz de dar cuenta del misterio y nos acerca a él. El mejor ejemplo es el amor, que si se expresa con palabras, se queda siempre corto.

2. Institución, división y validez de los sacramentos

2.1 Institución de los Sacramentos

Todos los sacramentos fueron instituidos por Cristo. Él determinó la gracia y el signo sensible correspondiente para cada uno de ellos. Desafiada por las doctrinas de la Reforma, el Concilio de Trento definió esta enseñanza de la Iglesia como verdad de fe.

Los sacramentos instituidos por Cristo son siete. Todos ellos corresponden a las diferentes etapas de la vida de un cristiano: nacimiento, crecimiento, curación y la misión que cada cristiano tiene (Catecismo 1113, 1210). Y en cierto modo, existe una semejanza entre las etapas de la vida natural y la vida espiritual.

En el sacramento la palabra de Dios se anuncia y se describe, pero exige una respuesta. Una respuesta a tono, pues de lo contrario no podría nacer el diálogo y el encuentro no sería personal y profundo.

Pero el diálogo sacramental resulta especialmente intenso en el encuentro del hombre con Dios en Cristo. Se ha dicho que Cristo es el sacramento principal porque en él Dios dice su palabra última y definitiva de salvación y porque en él la respuesta cultual del hombre alcanza su cima. En los sacramentos, participando y ensimismándose en los misterios de la vida de Cristo, el hombre establece un encuentro dialógico con Dios tan perfecto que no puede concebirse otro mayor.

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Los sacramentos son siempre un encuentro con Jesús y con el Espíritu y por lo tanto con el Padre. Tenemos acceso al Padre, en el Hijo por el Espíritu. Los sacramentos son ceremonias trinitarias, son encuentros con el Dios Trinitario de la gracia.

Los gestos que se realizan en los sacramentos son gestos de Cristo, es Jesús actuando, Jesús bautizando, Jesús perdonando…..El ministro de todos los sacramentos es Cristo. Así, por medio de los sacramentos, Jesús vivo sigue estando presente y actuando en la Iglesia.

Aunque en ninguna parte de la Biblia encontramos un texto que hable de todos ellos juntos, encontramos diferentes pasajes que hablan de ellos de manera clara y explícita:

Bautismo: “Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28, 29). “Y les dijo: Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Nueva a toda la Creación. El que crea y sea bautizado, se salvará, el que no crea, se condenará” (Marcos 16, 15-16). “Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios” (Juan 3,5).

Confirmación: “Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo”.

(Hechos 8, 17; 19, 6).

Eucaristía: “Mientras estaban comiendo, tomó Jesús el pan, y lo bendijo, lo partió, y dándoselo a sus discípulos, dijo: ‘Tomad, comed, esto es mi cuerpo’. Tomó luego una copa y, dadas las gracias se la dio, diciendo ‘Bebed todos de ella’.” (Mateo 26, 26-27). “Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y les dijo: ‘Tomad, ésto es mi cuerpo’.” (Mc, 14, 22).

Reconciliación: “Yo te daré las llaves del Reino de los cielos: todo lo que ates en la tierra será atado en el cielo, y lo que desates en la tierra será desatado en los cielos” (Mateo 16, 19). “A quienes les perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos” (Juan 20, 23).

Unción de los Enfermos: “expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a

muchos enfermos y se curaban” (Marcos 6, 13). “¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor” (Santiago 5, 14).

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Orden sacerdotal: “Después, tomó el pan y, dando gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: “Esto es mi cuerpo, el que es entregado por ustedes. Hagan esto en memoria mía” (Lucas 22, 19). “No descuides el carisma que hay en ti, que se comunicó por intervención profética mediante la imposición de manos del colegio de presbíteros”. (1Timoteo 4, 14).

Matrimonio: “De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mateo 19, 6). “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo con respecto a Cristo y a su Iglesia” (Efesios 5, 31-32).

2.2. División de los Sacramentos

Sacramentos de iniciación: son los que ponen los fundamentos de la vida cristiana, Bautismo, Confirmación y Eucaristía. Tienen cierta analogía con el origen, el crecimiento y el sustento de la vida natural.

Sacramentos de curación: son los que se ordenan a sanar. Esta es la finalidad de la Reconciliación y la Unción de los Enfermos.

Sacramentos al servicio de la comunidad: Son el Orden y el Matrimonio que, de por sí, están ordenados hacia la salvación de los demás.

2.3 La validez y licitud de los Sacramentos

Un sacramento “válido” es aquél en cuya administración y/o recepción, realmente “ha habido sacramento”. Ejemplo de un sacramento inválido en su administración - no hubo sacramento - sería que se bautizara a alguien cambiando la materia, es decir, el agua, por cualquier otro líquido. En cambio, su recepción sería inválida – no se recibiría – cuando alguien que no creyera en los fines y propiedades del matrimonio simulara casarse.

También en todo sacramento existe el concepto de “licitud.” Lícito es el sacramento bien administrado, recibido con todas sus condiciones. Ilícita sería su administración, si alguien recibe algún sacramento estando en pecado mortal. Cuando se

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recibe la Confirmación o el Matrimonio en pecado grave, el sacramento es válido, pero ilícito, puesto que, falta el requisito de estar en estado de gracia.

3. El signo de los sacramentos

Signo: materia y forma. Dios, que conoce la naturaleza humana, quiso comunicar su gracia de manera sensible para que al hombre le fuera más fácil entender. También Jesucristo quiso utilizar signos sensibles que demostraran la acción invisible del Espíritu Santo, utilizando elementos materiales y comunes a la vida diaria de los hombres.

La materia es la “cosa sensible” que se emplea cuando se administran y que se percibe a través de los sentidos. Por ejemplo el agua en el Bautismo, el pan y el vino en la Eucaristía. Esa cosa sensible y unida a la forma es “signo” de otra cosa, la “gracia”.

La forma son las palabras que se pronuncian al administrar un sacramento. Guardan relación con la materia y ambas le dan sentido completo a la acción, que allí se está llevando a cabo. Por ejemplo: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo,” mientras se derrama el agua sobre el bautizado.

Estos elementos materiales llevan el significado de lo que desean obtener sobrenaturalmente. Unidos a las palabras que los acompañan, logran un efecto santificador. Ejemplo: el agua nos hace pensar en limpieza. En el Bautismo se utiliza el agua como señal de limpieza de toda mancha de pecado que pudiera existir en el alma y que impide la santificación.

Existe una diferencia entre “signo” y “símbolo”. “Signo” es algo que “está ocurriendo” en ese momento, existe una relación natural. La sonrisa de una persona, es signo de una alegría interior. El “símbolo” es algo que representa otra cosa. Aquí la relación es convencional. La bandera es un símbolo de un país, pero no es el país.

La materia y la forma son elementos constitutivos de los sacramentos y son la esencia misma de cada uno de ellos. Ambas son inseparables, significan una sola acción. Si falta la forma, no hay sacramento, si falta la materia, tampoco. La Iglesia, en su calidad de custodia de estos medios de salvación, no puede cambiarlos. Solamente puede cambiar el rito, la manera como se administran. (Efesios 5, 26; Hechos 6, 6; Santiago 5, 14).

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4. ¿Son necesarios los sacramentos?

Al ser los sacramentos un medio de comunicación entre el hombre y Dios, debemos preguntarnos sobre la necesidad que tiene el hombre de recibirlos.

Sabemos que Dios puede comunicar su gracia de muchos modos, pero conociendo al hombre, consideró que la institución de los sacramentos era conveniente, para que de este modo el hombre participara de lo que ocurría de manera invisible por medio de elementos visibles.

La Iglesia afirma que los sacramentos son necesarios para la salvación porque contienen la gracia que nos hace posible la santidad. Especialmente el Bautismo, que es el que nos abre las puertas a todos los demás sacramentos.

Los sacramentos son medios para recibir la gracia y obtener la salvación, por lo tanto, todos los hombres tienen necesidad de recibir la mayoría de ellos.

Hemos dicho que para todos es necesario el Bautismo. La Reconciliación es necesaria para los que hayan pecado mortalmente, después de recibir el Bautismo. La Eucaristía también es necesaria para quienes hayan llegado al uso de razón. (Juan 6, 53).

Todos los demás sacramentos acrecientan la gracia, por tanto sería muy conveniente recibirlos. Pero, no todos los sacramentos son necesarios para todas las personas, algunos de ellos responden a un llamado especial de Dios, y ese llamado no es para todos. Ejemplo: el sacramento del Orden, o el sacramento del Matrimonio.

5. La gracia y la eficacia de los sacramentos

5.1 La gracia

La gracia es un don sobrenatural que Dios nos concede para poder alcanzar la vida eterna, y esta gracia se nos confiere, principalmente, por medio de los sacramentos. Es algo que Dios nos regala, nadie ha hecho nada con su propio esfuerzo para obtenerla. El primer paso siempre lo da Dios. Es don sobrenatural porque lo que se está comunicando es la vida de Dios que va más allá de toda la naturaleza creada.

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Solamente por medio de la gracia, el hombre puede alcanzar la vida eterna, que es el fin para el que fue creado.

La gracia es un don gratuito que Dios nos hace de su vida, infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla (gracia santificante).

La gracia santificante la recibimos por medio del Bautismo y produce tres efectos muy importantes en nosotros:

- Borra el pecado, es decir nos hace justos. La justificación es el paso del pecado a una vida de gracia.

- Nos hace posible la participación de la vida divina: al borrarse el pecado, se nos comunica la vida de Dios, nos hace hijos de Dios y herederos del cielo.

- Por medio de la gracia, nuestras buenas obras adquieren méritos sobrenaturales. La Sagrada Escritura hace muchas referencias sobre estos méritos (1Timoteo 4,7; Lucas 6, 38; 1Corintios 3, 8; Romanos 2, 6-8).

Cuando perdemos esta gracia al pecar gravemente, la recuperamos en el sacramento de la reconciliación. Al recibir alguno de los otros sacramentos se nos aumenta esta gracia.

La eficacia de los Sacramentos

Los sacramentos son medios de salvación. Son la continuación de las obras salvíficas que Cristo realizó durante su vida terrena, por lo tanto, siempre comunican la gracia, siempre y cuando el rito se realice correctamente y el sujeto que lo va a recibir tenga las disposiciones necesarias. La recepción de la gracia depende de la actitud que tenga el que lo recibe.

Así, este regalo de Dios exige la respuesta del hombre. Las disposiciones del que lo recibe son las que harán que se reciba mayor o menor gracia. La acogida que el sujeto esté dispuesto a dar a la gracia de Cristo, juega un papel muy importante en la eficacia y fecundidad del sacramento.

Los sacramentos son los signos eficaces de la gracia, porque actúan por el sólo hecho de realizarse, en virtud de la Pasión de Cristo. Esto fue declarado por el Concilio de Trento como dogma de fe. Ellos son la presencia misteriosa de Cristo invisible, que

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llega de manera visible por medio de los signos eficaces, materia y forma. Cristo se hace presente real y personalmente en ellos. Por ser un acto humano, al realizarse con gestos y palabras y un acto divino – realizado por Cristo, de manera invisible – el cristiano se transforma y se asemeja más a Dios. (Catecismo n. 1128).

Los sacramentos son una manera que satisface la necesidad que tiene el hombre de tener una comunicación con Dios y el deseo de Dios de comunicarse con el hombre.

6. Efectos de los sacramentos

Por medio de los sacramentos nos identificamos con Jesucristo. Esto se logra por la gracia que se confiere en ellos. (Lumen Gentium N°7).

Los tres efectos que producen los sacramentos son:

La gracia santificante, que se nos infunde o se nos aumenta. El Bautismo y la Reconciliación nos dan la gracia, por eso son llamados “sacramentos de muertos”, pues el sujeto que los recibe estaba muerto a la vida sobrenatural. Todos los demás sacramentos se llaman de “vivos” porque se necesita estar en estado de gracia para recibirlos.

La gracia sacramental que es la gracia particular que confiere cada sacramento, nos da una energía especial que nos ayuda a cumplir mejor nuestros deberes:

• En el Bautismo se recibe la gracia de la vida sobrenatural.

• En la Confirmación, Cristo nos otorga la gracia de la madurez cristiana y nos hace testigos de Él.

• En la Eucaristía es la gracia del alimento del espíritu – pan y vino - la que se recibe.

• La Reconciliación o Penitencia nos hace posible que nos reconciliemos con Dios, a través del arrepentimiento y el perdón de Dios.

• La Unción de los Enfermos nos da la fortaleza para enfrentar la enfermedad.

• En el Orden se recibe el poder que Cristo les da - a algunas personas – para ejercer el sacerdocio ministerial.

• En el Matrimonio Cristo hace posible la unión sacramental de un hombre y una mujer para toda la vida.

El carácter que se imprime en tres de los sacramentos (Bautismo, Confirmación y Orden Sacerdotal), es una huella indeleble e invisible que se imprime en el alma, es una marca espiritual y que nos marca como pertenecientes a Dios o, en el caso del

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Orden, el carácter que imprime es el de ministro de Dios. Hace posible la participación de los fieles en el sacerdocio de Cristo y formar parte de la Iglesia. Estos tres sacramentos no se pueden repetir. (Catecismo n. 1121).

7. Ministro y sujeto

Hemos hablado que en todo sacramento tiene que existir la materia y la forma, de la misma manera tiene que haber un ministro que lo administre y un sujeto que lo reciba.

El Ministro es aquél que - en nombre de Jesucristo y habiendo recibido el poder de Dios - pone el sacramento, es decir, es quien, teniendo la intención de hacer lo que hace la Iglesia, pronuncia la forma y aplica la materia. La gracia proviene de Dios – Él es el que actúa - y en nada la modifica el instrumento legítimo de que se vale la Iglesia para otorgarla. No importa el grado de santidad de quien lo administra. Con excepción del Bautismo y del Matrimonio, en todos los demás sacramentos es necesario que el ministro haya recibido algún grado del sacramento del Orden.

El sujeto es aquella persona viva, que con las debidas disposiciones, lo recibe. Para recibir un sacramento válidamente se necesitan dos condiciones. Tener la capacidad de recibirlo, según cada sacramento. Por ejemplo los no bautizados no pueden recibir los demás sacramentos. También tienen que desear recibirlos – sin impedimentos - para alcanzar la gracia de Dios en función de santificación y de su salvación. En el Bautismo de niños, son los padres y los padrinos, unidos a la intención de la Iglesia, quienes actúan en su nombre.

Para recibir un sacramento lícitamente, el sujeto tiene que tener todas las disposiciones que se requieren, como es el estar en estado de gracia al comulgar, para así recibir la plenitud de la gracia. Cuando voluntariamente se recibe sin tener las disposiciones el sacramento es ilícito. Sujeto capaz de los sacramentos es todo hombre que vive todavía en este mundo.

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Materia y forma de los Sacramentos

SACRAMENTO MATERIA FORMA

Bautismo Ablución corporal del bautizando con el agua bautismal.

Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

Confirmación Unción de la frente con el crisma a modo de cruz hecha con la mano misma del ministro impuesta debidamente sobre la cabeza del confirmando.

N., recibe por esta señal, el don del Espíritu Santo. Amén.

Reconciliación Tres actos del penitente: contrición, confesión y satisfacción.

Dios Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados, en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Eucaristía Pan y vino físicamente presentes ante el sacerdote consagrante y que éste tenga intención de consagrarlos. (validez)

Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. (pan).

Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía. (vino)

Matrimonio La mutua entrega de los cuerpos, manifestada por las palabras o signos equivalentes.

La mutua aceptación de los cuerpos expresada por las palabras o signos equivalentes.

Orden sagrado Episcopado: imposición de las manos.

Presbiterado: imposición de las manos del obispo que se hace en silencio.

Diaconado: imposición de manos del obispo.

Episcopado: completa en tu sacerdote la suma de tu ministerio y, provisto de los ornamentos de toda glorificación, santifícalo con el rocío del ungüento celeste.

Presbiterado: Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de ti el sacerdocio de segundo grado y sean con su conducta ejemplo de vida.

Diaconado: envía sobre ellos, Señor, el Espíritu Santo, para que, fortalecidos con tu gracia de los siete dones, desempeñen con fidelidad su ministerio.

Unción de los enfermos.

Unción con óleo bendecido. Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Amén. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amén.

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EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN.

Mateo 9, 10 – 13

“Y sucedió que estando El a la mesa en casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y pecadores, y estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos.

Al verlo los fariseos decían a los discípulos: ‘¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?’ Mas Él, al oírlo, dijo: ‘No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores’”.

Tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Al contrario, Dios lo llama y le anuncia de modo misterioso la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída.

Juan Pablo II, en su Encíclica “Redemptor Hominis” (Redentor del hombre), escribe: “Jesucristo, Hijo de Dios vivo, se ha convertido en nuestra reconciliación ante el Padre.”

Jesús vino a realizar la reconciliación del hombre con Dios. Comenzó su predicación invitando a la conversión: “Conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Marcos 1, 15). Pero no se limitó a predicar la conversión, sino que cada vez que se encontraba con un pecador, lo reconciliaba con Dios Padre. Las palabras: “tus pecados te son perdonados” salieron en varias oportunidades de labios de Jesús. Así, le dijo a María Magdalena, “no te condeno, vete y no vuelvas a pecar” (Juan.8, 11); dijo al paralítico, “hijo, ten confianza, tus pecados te son perdonados” (Mateo 9, 2); como también le dijo al buen ladrón en la cruz, “yo te aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23, 43).

Con estas palabras de perdón, Jesús quiso revelar que el amor de Dios es siempre más grande que el pecado y la debilidad, y que Dios es ese amor, siempre dispuesto a ir al encuentro del hijo perdido, a la búsqueda de sus hijos que están llamados a la Gloria.

El Dios de Jesús es el Dios de la misericordia, de la bondad sin límites y de la paciencia para con los débiles, que se dan cuenta de ser tales y se ponen en camino de conversión.

Pero constatar que somos pecadores pertenece a la sinceridad que nos debemos a nosotros mismos. El apóstol San Juan escribe en su primera carta a los cristianos: "si

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decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonar nuestros pecados y purificarnos de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso y su Palabra no está en nosotros"(1Jn 1, 9-10).

Quienes se consideran justos, sin pecado y sin necesidad de conversión, tampoco sienten la urgencia del perdón. Si no tenemos conciencia de ser pecadores, creemos no tener motivos para pedir perdón, y al no pedirlo, no lo alcanzamos. Dios siempre está dispuesto a perdonar, pero el pecador necesita abrirse al perdón y a la conversión.

1. Jesús instituye el Sacramento de la Penitencia

Dice el Evangelio:"Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.» Dicho ésto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.

Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.» Dicho ésto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.” (Juan 20, 19 - 24).

Jesús confía a la Iglesia la misión de hacer que el perdón de Dios llegue a todos los hombres. La Iglesia hace efectivo este perdón de Cristo por medio del ministro del perdón, el sacerdote.

Así, en su misericordia infinita, Jesús nos dio un instrumento maravilloso para reconciliarnos con nuestro Padre. Se trata del Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación. Sacramento al que un gran santo llamaba el Sacramento de la Alegría, porque en él se revive la Parábola del hijo Pródigo, y termina en una gran fiesta en los corazones de quienes lo reciben.

Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del "ministerio de la reconciliación" (2 Corintios 5, 18). El apóstol es enviado en nombre de Cristo, y "es Dios mismo" quien, a través de él, exhorta y suplica: "Dejaos reconciliar con Dios" (2 Corintios 5, 20).

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Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación.

El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con Él. Al mismo tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, que es lo que expresa y realiza litúrgicamente el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación.

Sólo Dios perdona los pecados (Marcos 2, 7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: "El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra" (Marcos 2, 10) y ejerce ese poder divino: "Tus pecados están perdonados" (Lucas 7, 48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres para que lo ejerzan en su nombre (Juan 20, 21-23).

Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los pecadores a su mesa, más aún, Él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios (Lucas 15) y el retorno al seno del pueblo de Dios.

Al hacer partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: "A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos" (Mateo 16, 19). El Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió también la función de atar y desatar dada a Pedro (Mt 18,18; 28,16 -20). Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.

Así pues, en el Sacramento de la Reconciliación nos encontramos con Cristo. Esto debido a que es uno de los siete Sacramentos instituidos por Él mismo para darnos la gracia. Nos confesamos con Jesús, el sacerdote no es más que su representante. De hecho, la fórmula de la absolución dice: "Yo te absuelvo de tus pecados" ¿Quien es ese «yo»? No es el Padre Fulano, sino Cristo. El sacerdote actúa en nombre y en la persona de Cristo. Como sucede en la Misa cuando el sacerdote para consagrar el pan dice "Esto es mi cuerpo", y ese pan se convierte en el cuerpo de Cristo (ese «mi» lo dice Cristo),

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cuando nos confesamos, el que está ahí escuchándonos, es Jesús. El sacerdote, no hace más que «prestarle» al Señor sus oídos, su voz y sus gestos.

El sacerdote actúa como juez, como médico, maestro y padre durante la confesión, por mandato de Cristo. El sacerdote tiene la potestad de absolver en nombre de Cristo o de negar la absolución a los impenitentes. Debe participar de este “tribunal del fuero interno”, en que hay un culpable y a la vez acusador junto al juez que debe conocer la causa, averiguar las disposiciones del penitente y dar la sentencia.

Luego de su oficio de juez, el sacerdote ejerce su oficio de médico en que debe disponer a los fieles dudosamente dispuestos, indicar las precauciones para no recaer en la enfermedad del pecado, averiguar las causas de las recaídas para aplicar el remedio a la raíz e imponer las penitencias medicinales más oportunas. Como maestro, el sacerdote debe enseñar las verdades necesarias y avisar de la licitud o ilicitud de las acciones cometidas. Finalmente, el sacerdote en su oficio de padre debe recibir a los penitentes con benignidad y dulzura, suavidad y mansedumbre; preocuparse del aprovechamiento espiritual de los penitentes y, finalmente, estar siempre disponible a oír confesión a cualquiera que se lo pida y en cualquier momento oportuno.

2. Los efectos del Sacramento de la Penitencia

Cuando hablamos de los efectos del sacramento de la Penitencia nos referimos a los frutos que provoca en el alma del creyente. Reflexionemos con el Catecismo en los números 1468, 1469 y 1470:

“Toda la virtud de la penitencia reside en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con él con profunda amistad. El fin y el efecto de este sacramento es, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual. En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera resurrección espiritual, una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Lucas 15, 32).”

Este sacramento reconcilia con la Iglesia al penitente. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (1 Corintios 12, 26). Restablecido o afirmado en la comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el intercambio de los bienes espirituales entre todos los

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miembros vivos del Cuerpo de Cristo, estén todavía en situación de peregrinos o que se hallen ya en la patria celestial.

En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios, anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y la muerte, y sólo por el camino de la conversión podemos entrar en el Reino del que el pecado grave nos aparta (1 Corintios 5, 11; Gálatas 5, 19-21). Convirtiéndose a Cristo por la penitencia y la fe, el pecador pasa de la muerte a la vida "y no incurre en juicio" (Juan 5, 24).

3. ¿Por qué debemos confesarnos directamente con el sacerdote?

Jesús instituye este sacramento y le da autoridad a los apóstoles para perdonar en su nombre. (Juan 20, 19-24).

La Iglesia ha sido fiel a Cristo desde el principio al conferir el Sacramento de la Confesión. Por lo tanto, nos confesamos con un sacerdote por obediencia a Cristo. Es Dios quien perdona y tiene potestad para establecer los medios para dar el perdón.

Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador. Cristo mismo es quien nos da el perdón y lo escuchamos por boca del sacerdote.

Hemos visto que el Señor dio el poder de perdonar los pecados a los Apóstoles. Por lo que el argumento de “¿Quién es el sacerdote para perdonar los pecados…? ¡Sólo Dios puede perdonarlos!”, queda desecho precisamente en el Evangelio… Es lo que decían los fariseos indignados cuando Jesús perdonaba los pecados… (Mateo 9,1- 8).

Por otra parte, ante aquél que dice: “Yo me confieso directamente con Dios, sin intermediarios”, debemos meditar:

El perdón es algo que «se recibe». Yo no soy el artífice del perdón de mis pecados: es Dios quien los perdona. Como todo sacramento, hay que recibirlo del ministro que lo

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administra válidamente. A nadie se le ocurriría decir que se bautiza sólo ante Dios… sino que acude a la Iglesia a recibir el Bautismo. A nadie se le ocurre decir que consagra el pan en su casa y se da de comulgar a sí mismo… Cuando se trata de sacramentos, hay que recibirlos de quien corresponde: quien los puede administrar válidamente.

¿Cómo saber que Dios acepta tal arrepentimiento y perdona? ¿Se escucha alguna voz celestial que lo confirma?, ¿cómo saber que se está en condiciones de ser perdonado? Parece ser que no es tan fácil… Una persona que robara un banco y no quisiera devolver el dinero… por más que se confesara directamente con Dios… o con un sacerdote… si no quisiera reparar el daño hecho -en este caso, devolver el dinero-, no puede ser perdonada… porque ella misma no quiere "deshacerse" del pecado.

Este argumento no es nuevo… Hace casi mil seiscientos años, San Agustín replicaba a quien argumentaba de esta manera: "Nadie piense: yo obro privadamente, de cara a Dios… ¿Es que sin motivo el Señor dijo: «lo que atareis en la tierra, será atado en el cielo»? ¿Acaso les fueron dadas a la Iglesia las llaves del Reino de los cielos sin necesidad? Frustramos el Evangelio de Dios, hacemos inútil la palabra de Cristo."

Ahora, ante las siguientes preguntas:

¿Por qué le voy a decir los pecados a un hombre como yo?

Debemos aclarar que ese hombre no es un hombre cualquiera: tiene el poder especial para perdonar los pecados: el Sacramento del Orden. Esa es la razón por la que vamos a él.

¿Por qué le voy a decir mis pecados a un hombre que puede ser tan pecador como yo?

El problema no radica en la «cantidad» de pecados: si es menos, igual o más pecador que nosotros…. No vamos a confesarnos porque sea santo e inmaculado, sino porque nos puede dar la absolución, poder que tiene por el Sacramento del Orden, y no por su bondad. Es una suerte -en realidad una disposición de la sabiduría divina- que el poder de perdonar los pecados no dependa de la calidad personal del sacerdote, ya que nunca sabríamos quién sería suficientemente santo como para perdonar… Además, el hecho de que sea un hombre y que como tal tenga pecados, facilita la confesión: precisamente porque sabe en carne propia lo que es ser débil, nos puede entender mejor.

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4. ¿Qué necesitamos para una buena confesión?

Para una buena confesión es necesario seguir los siguientes pasos:

a) Examen de conciencia

Consiste en recordar todos los pecados cometidos desde la última confesión bien hecha.

Dios es un Padre amoroso que nos hace ver el pecado para darnos la gracia del arrepentimiento y perdonarnos. Él nos quiere libres. El demonio no quiere que veamos nuestro pecado. Pero si buscamos el camino de Dios, tratará de acusarnos con nuestros pecados para que nos desanimemos y volvamos atrás. Podemos discernir entonces la diferencia. Dios enseña el pecado para liberar y perdonar; el demonio lo esconde pero cuando lo enseña es para que desesperemos. Debemos rechazar enérgicamente estos pensamientos e ir a la confesión con toda confianza en el perdón de Dios. Dios SIEMPRE perdona cuando hay arrepentimiento.

b) Arrepentimiento y contrición

Se trata de un dolor voluntario por haber ofendido a Dios, junto con la resolución de enmendar la conducta, tomando las medidas necesarias para evitar la ocasión de pecar.

La contrición perfecta es un dolor y detestación de los pecados cometidos en cuanto son ofensa de Dios, con propósito de confesarse y de no volver a pecar. Cuando brota del amor de Dios, amado sobre todas las cosas, la contrición se llama "contrición perfecta"(contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental.

Existe también la contrición llamada "imperfecta" (o "atrición") es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el Sacramento de la Penitencia. (Ver Anexo N°1, actos de contrición).

c) La confesión de los pecados

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La confesión de los pecados, incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de los cuales se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro. La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la penitencia.

En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (Exodo 20, 17; Mateo 5, 28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos.

Cuando los fieles se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora.

Según el mandamiento de la Iglesia, todo fiel llegado a la edad del uso de razón debe confesar al menos una vez al año, los pecados graves de que tiene conciencia. "Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave que no celebre la misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental, a no ser que concurra un motivo grave y no haya posibilidad de confesarse; y, en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes" (Código de Derecho Canónico, can. 916).

Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales es recomendada vivamente por la Iglesia.

d) La satisfacción

Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige ésto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo.

La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe "satisfacer" de

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manera apropiada o "expiar" sus pecados. Esta satisfacción se llama también penitencia. La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna (Tobías 12, 8; Mateo 6, 1-18), que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás.

La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación personal del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la gravedad y a la naturaleza de los pecados cometidos. Puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar.

Tales penitencias ayudan a configurarnos con Cristo, el Unico que expió nuestros pecados (Romanos 3, 25; 1 Juan 2, 1-2) una vez por todas.

“Purificados vuestros corazones en el Sacramento de la Reconciliación. Mienten quienes acusan la invitación de la Iglesia a la penitencia, como si proviniera de una mentalidad “represiva”. La Confesión Sacramental no constituye una represión, sino una liberación. No hace surgir sentimientos de culpa, sino que borra la culpa, elimina el mal contenido, da la gracia del perdón.” (S.S. Juan Pablo II).

5. Modo de confesarse

1. Una vez hecho el examen de conciencia se puede hacer un acto de contrición. Se recomienda orar por el sacerdote para que el Espíritu Santo lo asista en sus oficios durante la confesión.

2. Hecho el examen de conciencia y acto de contrición, acercarse al sacerdote para proceder a la confesión de los pecados.

3. El sacerdote exhorta al penitente a confesar sus pecados.

4. Luego debe decirse el tiempo transcurrido desde la última confesión y a continuación los pecados que se han recordado en el examen de conciencia, procurando que la confesión sea clara, breve, completa y muy sincera. No se debe omitir ningún pecado por vergüenza o temor. Se debe decir el pecado, el número de veces que fue cometido y las circunstancias que lo acompañaron.

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5. Luego de los consejos del sacerdote, éste invita al penitente a manifestar su contrición antes de impartirle la absolución. (El penitente puede decir palabras como: Señor Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí que soy pecador).

6. El sacerdote imparte la absolución al penitente, quien, al final, contesta: Amén. Durante la absolución es muy conveniente rezar el “Yo pecador” para arrepentirse de los pecados en el mismo momento en que se recibe la absolución del sacerdote.

7. – Después de la confesión, conviene cumplir la penitencia impuesta lo antes posible, para evitar que se olvide.

 

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PREGUNTAS FRECUENTES

I. En relación con la fe

1. ¿Cómo sé que Dios existe? 2. ¿Por qué no podemos ver a Dios? 3. Si Dios creó todo ¿quién creó a Dios? ¿qué pudo haber creado a Dios si no había

nada? 4. ¿Para qué nos creó Dios? 5. ¿Dónde está Dios en los momentos de guerra? 6. ¿Por qué Dios deja que muera tanta gente inocente siendo tan bueno? 7. ¿El mal es más poderoso que el bien? 8. Si Dios es tan poderoso, ¿por qué no destruye el mal? 9. ¿Si Dios es todopoderoso, por qué no hace que el mal se vuelva bueno para que

vivamos en paz? 10. ¿Por qué existe el Infierno si Dios siempre perdona? 11. ¿Qué es el infierno realmente? 12. ¿Existe realmente el cielo? 13. S i existe un Dios que nos ama, ¿por qué a veces nos hace sufrir? 14. ¿Por qué Dios deja que nos tiente el demonio? 15. ¿Qué es la Santísima Trinidad? 16. ¿Cómo se sabe que Jesucristo es Dios? 17. ¿Por qué Jesús es distinto a los fundadores de otras religiones? ¿Cuál es la

diferencia? 18. ¿Jesús es de la misma condición que el Padre? 19. Si Jesús dijo: "si dos o más están reunidos en mi nombre yo estoy ahí", ¿quiere

decir que si estoy sólo, Él no está? 20. ¿Jesús a veces no responde a la fe? 21. ¿Por qué la religión católica es tan impositiva si siempre se dice que es una religión

que me hace libre? 22. ¿Por qué la religión es como un trueque en el sentido que tengo que hacer ciertas

cosas o cumplir con ciertos mandamientos para conseguir la salvación? 23. ¿Cómo puedo saber cuándo mi fe está fuerte y cuándo está débil? 24. ¿Qué es la fe en dos palabras? 25. ¿Por qué tiene que existir la fe? ¿Para qué me sirve? 26. ¿Si no me confirmo, quiere decir que no tengo fe? 27. ¿La creencia divina es producto de nuestra propia debilidad? 28. ¿Por qué la fe es algo tan endeble? 29. ¿Cómo puedo fortalecer mi fe? 30. ¿Cómo sé que en mí hay fe? 31. ¿Por qué habría que tener fe en cosas sin explicación que son sólo

interpretaciones de personas que por su posición dicen que son verdades? 32. ¿De dónde proviene la fe? 33. ¿Por qué se pierde la fe? 34. Un niño que muere sin el Bautismo, ¿se va al cielo o se condena? 35. ¿Debo creer en la virginidad de María?

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36. ¿Qué son los santos? 37. ¿Qué me impide poder comunicarme directamente con Dios sin la mediación de

sacerdotes? 38. ¿Sabe Dios lo que voy a hacer o decidir antes de que lo haga? 39. ¿Existe la predestinación? 40. Se supone que en algún punto de la historia, Adán y Eva tuvieron que haber

aparecido, puesto que como católico, debo creer que son reales ¿Cómo se explica esto si los humanos evolucionamos desde los australopitecos?

41. Siempre en el colegio nos hablan de ser hombres con espíritu misionero… ¿Cómo podemos ser verdaderos misioneros en la vida familiar, como padres de familia, privilegiando la familia?

42. La gente que no se confirma y no sigue una vida sana ni parecida en algo a la cristiana, porque vivió siempre en un ambiente malo, ya sea padres pésimos y malos amigos ¿Se puede salvar porque a pesar de ser malo destaca a veces en su grupo dando buenos gestos?

43. ¿Cómo es posible ser verdaderos cristianos, si no me creo digno de seguir siempre a Jesús?

44. ¿Cuál es la posición de la Iglesia Católica frente a la pena de muerte?

II. En relación con la Iglesia

1. ¿Por qué la Iglesia Católica es la verdadera? 2. ¿Por qué nuestra religión es la verdadera y las otras no? 3. ¿Puede ser la religión católica un invento como lo fue la de los egipcios? 4. ¿La Iglesia en verdad es una institución que representa a Dios o una institución

terrenal que le miente al mundo? 5. ¿A quién se le considera Iglesia? 6. ¿Por qué la Iglesia no ha dado a conocer algunos evangelios? 7. ¿Por qué la Confirmación está tan ligada a la Iglesia? 8. ¿La Iglesia representa fielmente el legado de Jesús o nos entrega una representación

deformada? 9. ¿La Iglesia se ha olvidado de lo espiritual y se ha dedicado más a lo terrenal? 10. ¿Por qué el Papa es el representante de Dios en la tierra si el no lo elige? 11. ¿Por qué los curas son "representantes" de Dios, si sólo estudian algunos años de

teología?, o sea, si yo estudio algunos años para ser cura ¿soy "representante" de el? ¿Acaso no lo somos todos?

12. ¿Qué sentido tiene la jerarquía de la Iglesia? 13. ¿Se equivoca la Iglesia? 14. ¿Por qué se dice que el Papa no se puede equivocar, si hay Papas que arreglan cosas

hechas por otros Papas? 15. ¿Por qué el Papa se cree “superior,” o es así como se ve, “superior a nosotros,”

siendo que Dios nos creo a todos por igual, nadie mejor que otro? 16. ¿La Iglesia es un hecho que se antepone entre Dios y los hombres? 17. ¿Quién dicta las normas de la Iglesia?

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18. ¿Son los curas personas aptas para regañar o decir lo que está bien o lo que está mal?

19. ¿Cómo se puede uno confirmar con una Iglesia que comete y ha cometido demasiados errores?

20. ¿Por qué somos parte de una institución que asesinó durante muchos años? 21. Si la Iglesia ha tenido tantas imperfecciones ¿cómo sigue reinando en la tierra en el

nombre de Dios? 22. ¿Si no estoy de acuerdo con la Iglesia, me puedo confirmar? 23. ¿Es necesario creer en cada dogma de fe que nos da la Iglesia para poder

confirmarse? 24. ¿La Iglesia esconde información? 25. ¿Cómo puedo estar seguro de que la Iglesia obra según la voluntad de Dios? 26. ¿Qué dice la Iglesia sobre el pecado? 27. ¿Por qué hay indulgencia plenaria y ayuno? ¿Cuál es el sentido de hacer ciertas

cosas para “ganar” indulgencias? 28. ¿Debo cumplir con los mandamientos de la Iglesia? ¿Por qué? 29. ¿A quiénes se destina el dinero que se reúne en la colecta de la Iglesia? 30. ¿Por qué la Iglesia en Europa posee tantas riquezas? 31. ¿Por qué la Iglesia gasta la plata en hacer los templos tan grandes en vez de regalar

plata a los pobres? 32. ¿Por qué la Iglesia no vende todas las obras de arte y tesoros del Vaticano para ir en

ayuda de los pobres? 33. Si los sacerdotes hacen votos de pobreza, ¿por qué muchos de ellos viven como si

no los hicieran? 34. ¿Por qué hay sacerdotes pedófilos? 35. ¿Por qué la Iglesia es tan estricta? 36. ¿Por qué la Iglesia es cerrada? 37. ¿Cuándo se va a actualizar la Iglesia? 38. ¿Por qué no puedo tener relaciones sexuales sin estar casado? 39. ¿Por qué no pueden volverse a casar los separados? 40. ¿Por qué no pueden ser padrinos de Bautismo ni de Confirmación aquellos que se

han vuelto a casar, si en muchos casos son mejores católicos? 41. ¿Por qué las mujeres no pueden ser sacerdotes y oficiar misa? 42. ¿Por qué los sacerdotes no se pueden casar? 43. ¿Por qué la Iglesia está en contra de los anticonceptivos? 44. ¿Por qué la Iglesia no permite el uso de preservativos? 45. ¿Por qué la Iglesia no acepta el divorcio? 46. ¿Por qué la Iglesia está contra el condón si ahora hay tanto problema con el SIDA? 47. ¿Por qué la Iglesia no acepta los hallazgos científicos?

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III. En relación con los sacramentos

Eucaristía:

1. ¿Por qué hay que ir a Misa los domingos y no puede ser otro día en que a mí me acomode más?

2. ¿Es pecado grave faltar a misa? 3. ¿Es necesario ir a Misa para ser católico? 4. ¿Cómo puedo saber que he pecado como para no comulgar? 5. ¿Si no voy a Misa, soy peor cristiano y creyente? 6. ¿Por qué las misas son tan esquematizadas? 7. ¿Es necesario persignarse al comenzar a rezar? 8. ¿Por qué se considera una falta de respeto asistir a misa con short o con aro? 9. ¿Qué hacer cuando siento que la misa no me está sirviendo y ya no voy? 10. ¿Es mejor no ir a misa mal dispuesto? 11. ¿Es necesario ir a misa los domingos después de confirmarse? 12. ¿Si no voy todos los domingos a misa, me puedo confirmar?

Reconciliación (confesión)

2. ¿Por qué debo confesarme con un sacerdote si es un hombre pecador como yo? “Yo me confieso directo con Dios.”

3. Si la Iglesia es pecadora ¿cómo puede perdonar nuestros pecados? 4. ¿Es necesario confesarse, no basta con arrepentirse?

Confirmación

2. ¿Por qué es necesaria tanta preparación para la confirmación? 3. ¿Cuál es el verdadero sentido de la confirmación? 4. ¿Qué quiere decir que seamos soldados de Cristo? 5. ¿Qué tipo de compromiso se toma al confirmarse? 6. ¿Por qué es necesario confirmar ante los hombres algo que es ante Dios y yo? 7. ¿Debemos estar realmente apegados a Dios para confirmarnos o basta con estar

de acuerdo con los mandamientos y reglas de Dios? 8. ¿Aunque tenga dudas de fe pero tenga muchas ganas de confirmarme, puedo

hacerlo? 9. ¿Es la confirmación un compromiso con Dios, con la Iglesia o con ambos? 10. ¿Qué preguntas hace el obispo en la confirmación? 11. ¿Por qué sólo el Obispo puede Confirmar? 12. ¿Si me confirmo, me puedo arrepentir después? 13. ¿Por qué es obligatorio el retiro de confirmación? 14. ¿Es necesaria la Confirmación para casarse por la Iglesia? 15. ¿Cuál es la función de un padrino si se supone que uno al confirmarse es adulto? 16. ¿Me puedo agregar un nombre al confirmarme?

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IV. En relación con la Biblia

6. ¿Cómo sé que la Biblia es realmente Palabra de Dios y no es un invento de los hombres?

7. ¿Por qué la interpretación de la Biblia por parte de la Iglesia católica es la correcta?

8. ¿Por qué la Biblia está sujeta a una interpretación oficial y no a la libre interpretación de su mensaje?

9. ¿Qué diferencia existe entre nuestra Biblia y la de los protestantes? 10. ¿Cómo puedo confiar en las revelaciones hechas por Dios a los hombres en el sentido

de que existe la posibilidad de que mientan? 11. ¿Por qué Dios decidió dar su mensaje a unos pocos elegidos?

 

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BIBLIOGRAFIA

- Catecismo de la Iglesia Católica.

- Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica.

- Compendio de la Doctrina social de la Iglesia.

- Constitución Dogmática “Dei Verbum”, sobre la Divina Revelación.

- “Lumen Gentium”. Constitución Dogmática sobre la Iglesia. Concilio Vaticano II. (LG).

- “Gaudium et Spes”, constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (GS).

- Encíclica “Evangelii Nuntiandi”, S.S. Pablo VI.

- Redemptoris missio, S.S. Juan Pablo II.

- Decreto “Ad Gentes”, sobre la actividad misionera de la Iglesia.

- Documento de Aparecida 2007, V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe.

- Encíclica “Veritatis Splendor”, S.S. Juan Pablo II.

- Carta Encíclica “Mysterium Fidei”, S.S. Pablo VI.

- Instrucción “Redemptionis Sacramentum”, 2004.

- Carta apostólica “Mane nobiscum Domine”, S.S. Juan Pablo II.

- Encíclica “Ecclesia de Eucharistía”: S. S. Juan Pablo II, 2003.

- Constitución Apostólica “Divinae Consortium Naturae”, sobre el sacramento de la Confirmación, S.S. Pablo VI.

- Exhortación apostólica “Familiaris Consortio”, S. S. Juan Pablo II.

- Carta Encíclica “Humanae Vitae”, S. S. Pablo VI.

- Instrucción “Donum Vitae” sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, Cardenal Joseph Ratzinger.

- Instrucción “Dignitas Personae”: Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (12 de Diciembre de 2008)

- Carta Pastoral “Lo que Dios ha unido” del Cardenal Arzobispo de Santiago Francisco Javier Errázuriz Ossa.

- Misal romano (Edición 2000).

- Código de Derecho Canónico (CIC).

-“Catequesis sobre Jesucristo para jóvenes, 1997”: Biblioteca Santa Sede, Congregación para el Clero.

-Charla “El Espíritu Santo nos forma y transforma en testigos de Cristo”, Hna. María Salomé Labra, SSpS.

-“Para salvarte”: P. Jorge Loring.

-“Preparación para la Confirmación”: Juan García Inza.

- Predicación de Cuaresma 2007, sobre las “Bienaventuranzas Evangélicas” del padre Rainiero Cantalamessa O.F.M. Cap., predicador de la Casa Pontificia.

-“Tres años con Jesús”: Pbro. Enrique Cases.

- Biblioteca Virtual catholic.net, temas de interés del R.P. Pedro Herrasti S. M.

- “Vivir como el Hijo. Vivir como hijos, Las Bienaventuranzas”: Horacio Bojorge.

- Discurso del Santo Padre Juan Pablo II, Fiesta de acogida de los jóvenes en la plaza Exhibition de Toronto, Julio 2002.

- “La otra cara del dolor”: Jesús Martínez García.

- “Biblia, preguntas frecuentes”: Pbro. Dr. Julio Baduí Jergal.

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- “Para leer el Nuevo Testamento”: Etienne Charpentier.

- “Lectura Orante de la Biblia”: P. Sergio Cerna S., SVD

- “El gran medio de la Oración”: Alfonso María de Ligorio.

- “Rezar en familia”: Pbro. Dr. Francisco Fernández Carvajal.

- “El ABC de la oración”, encuentra.com

- “La oración es un don”: Pedro García, Catholic.net

- “Padre Nuestro, orar con el espíritu de Jesús”: José Antonio Pagola.

- “El Padrenuestro”: P. Rafael Fernández de A.

- “Síntesis de la Eucaristía”: José María Iraburu.

- “Nuestra Misa”: R.P. Carlos Miguel Buela, IVE

- “El Banquete del Señor”, Itinerario catequético sobre la Eucaristía: Miguel Payá Andrés.

- “Como vivir y comprender la Eucaristía”: P. Rafael Fernández de A.

- “Viviendo, paso a paso, la celebración de la Misa”: Presbítero Cristián Gramlich.

- Extractos del Libro "Gestos y Símbolos" del P. José Aldazábal.

- “Jesús, Amor Eucarístico”: P. Stefano María Manelli (Testimonio de autores católicos escogidos).

- Círculos Teológicos, www.buenanueva.net

- “Haced esto en memoria mía”: Mons. Jorge Medina Estévez, Ed. Paulinas, 1980.

- “Sí Padre”: P. Ricardo Gräf C.

- “Vivir con Cristo”: P. Martín Weichs, SVD.

- “Teología Moral para seglares”: Antonio Royo Marín.

- “Jesús de Nazareth”, Joseph Ratzinger - Benedicto XVI.

- “La vida de María, Madre del Redentor, contada por Juan Pablo II”: Pedro Beteta.

- “Las Glorias de María”: San Alfonso María de Ligorio.

- “Acerca de la castidad”, Carta Pastoral de Mons. Jorge Medina Estévez, Obispo de Valparaíso.

- Catequesis mariana de Juan Pablo II, 23 de abril y 7 de mayo de 1997.

- “La Iglesia, cuerpo místico de Jesucristo”: Dom Columba Marmion.

- “Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual”: Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe.

- Orientaciones Educativas y Sobre el Amor Humano. Pautas de educación sexual de la Sagrada Congregación para la Educación Católica.

- Sexualidad humana: verdad y significado. Pontificio Consejo para la Familia.

- Carta “Homosexualitatis problema,” Congregación para la doctrina de la Fe.

- “Instrucción sobre personas homosexuales y su admisión a las Ordenes Sagradas”, Congregación para la educación Católica.

- “Sexualidad, amor, santa pureza”: José Miguel Ibáñez Langlois.

- “Bioética para todos”: Ramón Lucas Lucas.

-“Declaración sobre la eutanasia”: Congregación para la Doctrina de la Fe.

- Consideraciones antropológicas y éticas acerca de la “Píldora del día después”: Mons. Fernando Chomalí G., Obispo auxiliar de Santiago.

- La Nueva Evangelización, según el Cardenal Ratzinger.

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