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LIBRO LA TEORIA DE LA HISTORIA EN MÉXICO.ALVARO MATUTE

Date post: 29-Jun-2015
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Álvaro Matute La teoría de la historia en México (1940-1973) Textos de: Alfonso Caso JOSÉ GAOS LUIS GONZÁLEZ Y GONZÁLEZ EDMUNDO O'GORMAN RAMÓN IGLESIA JESÚS REYES HEROLES WENCESLAO ROCES ALFONSO TEJA ZABRE SEPSETENTAS 126
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Álvaro Matute

La teoría de la historia en México (1940-1973)

Textos de:Alfonso CasoJOSÉ GAOSLUIS GONZÁLEZ Y GONZÁLEZEDMUNDO O'GORMANRAMÓN IGLESIA

JESÚS REYES HEROLESWENCESLAO ROCESALFONSO TEJA ZABRE

SEPSETENTAS 126

Primera edición: SEP, 1974Primera edición: SEPSETENTAS. Enero de 1981

ISBN 968-13-0993-6

DERECHOS RESERVADOS-COPYRIGHT-SECRETARIA DE EDUCACIÓN PÚBLICA-IMPRESO EN MÉXICO

Contenido

Advertencia…………………………………………………………..…..5Introducción…………………………………………...…………..….….7 La teoría de la historia en México antes de 1940 ……..................…...9 La institucionalización académica y la historiografía….....................15 La teoría de la historia en el ámbito académico……..........................18 La época de las especializaciones……….....................................…..25 Bibliografía mínima …….................................................................….28

Textos

1. Edmundo O´Gorman, Alfonso Caso, Ramón Iglesia y otros / Sobre el problema de la verdad histórica (1945) .........32

2. José Gaos / Notas sobre la historiografía (1960) ........................663. Ramón Iglesia / La historia y sus limitaciones (1940) ................944. Edmundo O´Gorman /Historia y vida (1956)..............................121

La vida como historia I. El problema: unidad y pluralidad de la historia .....................121 II. El hecho Histórico y su conocimiento....................................126III. Necesidad del hecho histórico: la soledad de la conciencia.................................................................................134 IV. La solución al problema: conflicto innecesario de intencionalidades.....................................................................138

La historia como vida V. La sucesión histórica.............................................................140 VI. El pragmatismo vital del conocimiento historiográfico.......145 VII. ¿Qué es historia? ..................................................................147VIII. Ciencia histórica como saber de la vida...............................150

5. Wenceslao Roses / Algunas consideraciones sobre el vicio del modernismo en la historia antigua (1957) ...................................152 6. Jesús Reyes Heroles / La historia y la acción (1968).......................173 7. Luis González y González / Sobre la invención en la historia (1973).......................................................................................199 Los alumnos perplejos ..........................................................................201 La loca semiatada..................................................................................202

ADVERTENCIAEn conversaciones con mi colega Rosa Camelo de Matesanz,

estuvimos de acuerdo en lo útil y necesario que sería reunir una colección de textos sobre teoría de la historia, oriundos de los medios académicos mexicanos. Teníamos un modelo: el libro de Juan A. Ortega y Medina, Polémicas y ensayos mexicanos en torno a la historia, en el que se recogen materiales de más de un siglo de historia intelectual mexicana. Aunado aquello al interés de Humberto Batis, puse manos a la obra, aunque no con total dedicación. Aquí es donde intervino Irma, mi esposa, que impidió que este libro se fuera al archivo de los proyectos no realizados. A todos e l los les doy mi agradecimiento. Asimismo, a mis alumnos de Historiografía de México de las promociones de 1971 y 1972, porque en cierta forma fueron los primeros "lectores" de lo que aquí presento.

Este libro es, también, un reconocimiento a la labor de los autores de los textos seleccionados. Todos ellos se han ganado un sitio indiscutible en la inteligencia mexicana. Sus reflexiones en torno a temas de teoría de la historia son buena muestra de su quehacer intelectual.

ÁLVARO MATUTE Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM

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INTRODUCCIÓN

EN TODA obra historiográfica hay, implícita o explícitamente, una teoría de la historia. Nace ésta, cuando es explícita, del esfuerzo del historiador para puntualizar el porqué de los fines que persigue al investigar y cómo procedió para alcanzarlos.

Hay varias facetas en la teoría de la historia. Éstas pueden ir desde la concepción general del acontecer hasta lo puramente técnico, pasando por la teoría del conocimiento histórico, las corrientes interpretativas de la historia, los métodos que se derivan de dichas corrientes o doctrinas, los procedimientos propios para analizar la información de que se nutre el trabajo historiográfico y otras cuestiones más.

Cuando la teoría de la historia está implícita, es decir, cuando no aparece, es tarea de quien se dedica al análisis historiográfico encontrarla, infiriendo sobre las ideas y procedimientos de que se valió un determinado autor para dar término a su obra. Cuando la teoría es explícita, en cambio, quien realiza un análisis historiográfico podrá cotejar los aspectos teóricos y prácticos en la obra.

La teoría de la historia, en cualquiera de sus vertientes, es hija de la necesidad, como tantas cosas. La necesidad, en este caso, es la de dar a conocer una proposición, la mayoría de las veces novedosa, acerca de porqué y cómo hay que trabajar en la historiografía. La teoría de la historia, en este caso, puede darse a priori o a posteriori. Por lo general, hay dos vertientes: la crítica y la propositiva, aunque, en realidad, muchas veces la teoría contempla ambas posibilidades. La teoría crítica es aquella que tiende a poner en tela de juicio las verdades prevalecientes en una época o

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que son patrimonio de una escuela. Como a muchos no les gusta quedarse en la fase negativa, entonces proponen lo que debe hacerse, después de haber señalado lo que no debe hacerse. Otros, simplemente, proponen sin destruir a sus predecesores, porque no creen que esto sea necesario; porque su teoría, en realidad, no pone en crisis lo generalmente aceptado, sino únicamente lo enriquece con alguna aportación más.

Algunos de los que se han dedicado a escribir sobre teoría de la historia lo han hecho antes de proceder a la investigación de algún asunto histórico. Para ellos, sus enunciados teóricos son el programa a seguir, lo que los orientará en la investigación. La práctica se encargará de convalidar sus afirmaciones. La teoría se da a posteriori, en cambio, cuando los autores juzgan conveniente explicar al lector, desde una perspectiva teórica, a qué campo pertenece su obra y de qué fundamentos se ha valido para hacerla. En estos casos, la teoría se presenta avalada por una investigación ya realizada.

En todos los casos, la teoría de la historia es muy prác tica. Sirve para conocer un pensamiento y, con ello, entre otras cosas, se convierte en objeto de estudio. Conocer la teoría de la historia vigente en una época nos da una muy buena llave de acceso a la historiografía correspondiente, la cual, a su vez, nos ofrece ricos elementos para el conocimiento de la realidad histórica existente cuando se dio ese pensamiento.

Además de su valor histórico, la teoría de la historia tiene el valor indicativo, didáctico, que sirve a los adeptos de ella para formarse dentro de alguna escuela o doctrina historiográfica. Pero, sobre todo, sirve para hacer pensar; para que el historiador, formado o en ciernes, reflexione acerca de los fundamentos de su tarea y se interrogue sobre su quehacer. Sirve, en suma, para apartarse del puro empirismo y meditar en torno a la función humana que desempeña la historiografía.

8La teoría de la historia en México, antes de 1940

No ha sido escaso en México el cultivo de lo que, considerado con cierta amplitud, podemos llamar teoría de la historia. Si bien su rasgo característico ha sido la aclimatación de ideas producidas originalmente en el ámbito europeo, lo realizado en nuestros medios ha tenido el valor de ser un esfuerzo de asimilación y de cotejo entre la realidad concreta local y la pretendida universalidad de la doctrina.

Si nos remontamos al siglo XVII, en la Metrópoli se elaboraron los primeros escritos en materia de preceptiva histórica, aunque en realidad no hubo trascendencia. Dos autores que escribieron sobre la Conquista de México. Antonio de Herrera y Bartolomé Leonardo de Argensola siguieron el ejemplo del metodólogo hispano Luis Cabrera de Córdoba.1 Ya en tierra americana, en la Capitanía General de Guatemala, el descendiente de Bernal Díaz del Castillo, Antonio de Fuentes y Guzmán, escribió unos Preceptos historiales, que aparecieron en la Biblioteca Palafoxiana de la ciudad de Puebla.2

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1 Luis Cabrera de Córdoba, De historia. Para entenderla y escribirla, Madrid, 161 1 ; Bartolomé Leonardo de Argensola. Discurso acerca de las cualidades que ha de tener un perfecto cronista [1615], Madrid, 1889: Antonio de Herrera y Tordeci-llas, Discurso sobre los provechos de la historia, qué cosa es y de cuántas mane-ras. . . , Discurso y tratado de la historia e historiadores españoles, Discurso y trata-do que el medio de la historia es suficiente para adquirir prudencia (inédito). Cit. por Luis Aznar en J. L. Cassani y A. J. Pérez Amuchástegui. Del epos a la historia cien-tífica. Una visión de la historiografía a través del método. Buenos Aires. Editorial Nova, 1966. 234 pp., p. 12n. apud Benito Sánchez Alonso, Historia de la historiogra-fía española. No hay que descartar, posteriormente, la contribución de autores clásicos como Benito Jerónimo Feijoo.

2 Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán. Preceptos historiales [presentación de Carlos Samayoa Chinchilla], Guatemala, Publicaciones del Instituto de Antropología e Historia de Guatemala, 1957, 152 pp.

Los ejemplos citados pertenecen al campo de la teoría explícita. Hay casos intermedios entre ella y la implícita, como el de Lorenzo Boturini, que ilustra la relación entre la teoría y su aplicación. Boturini fue el primer historiador que aplicó, en 1746, a un ámbito determinado la filosofía de la historia propuesta a partir de 1725 por Gianbattista Vico. Si bien Boturini hace referencias al pensador napolitano, no desarrolla ni resume las teorías de éste, sino que se dedica a comprender el mundo náhuatl a la luz de las ideas con las cuales Vico se explicó la antigüedad clásica occidental.3

Gracias a una reciente investigación de Juan A. Ortega y Medina4 podemos leer una buena colección de textos que nos remiten a la historia de la teoría de la historia en México, de 1824 a 1936. En 1824. Lorenzo de Zavala publicó en La Águila Mexicana una serie de artículos de teoría de la historia que hizo aparecer como suyos, cuando en realidad eran la traducción de unas lecciones dictadas en Francia por M. Volney.5

Con apoyo en este mismo autor francés, pero también con base en otros escritos. Manuel Larráinzar hizo un esfuer-zo mayor que el de traducir para fundamentar cómo había que realizar una historia general de México. Además de los apuntamientos metodológicos. Larráinzar legó un esquema detallado de cómo había que desarrollar la historia para él con-temporánea y un largo inventario de obras a las cuales recurrir para conocer a fondo la historia mexi-

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3 Álvaro Matute, Lorenzo Boturini y el pensamiento histórico de Vico, tesis, México. Facultad de Filosofía y Letras, UNAM,1970, VIII-109 pp.

4 Juan A. Ortega y Medina, Polémicas y ensayos mexicanos en torno a la histo-ria, notas bibliográficas e índice onomástico por Eugenia W. Meyer, México, Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, 1970, 478 pp. (Serie documental, 8).

5 Ibidem, pp. 15-69. El título del escrito de Volney traducido por Zavala es "Pro-grama, objeto, plan y distribución del estudio de la historia". Dentro de las obras completas de aquél, aparecen bajo el nombre de Lecons d'Histoire.

cana. Identificado plenamente con su época, el escritor chiapaneco propone una historia de tipo ejemplar.6

Al final del siglo el positivismo es la orientación preponderante de la intelectualidad mexicana, excepción hecha de los supervivientes liberales, como José María Vigil, y de los católicos.7 En el campo de la historiografía, algunos autores como Porfirio Parra. Francisco Bulnes y Ricardo García Granados expusieron sus ideas acerca de la historia y la investigación histórica.8

Parra y Bulnes se dedicaron al aspecto relativo al método de investigación. García Granados, por su parte, elaboró una revisión crítica acerca de las diversas, teorías deterministas entonces en boga: climática, racista, biológica, providencialista, etcétera, para proponer la suya, que, si bien no trasciende al positivismo, sí le da una vertiente en la que se recupera la libertad humana dentro del plan general de la historia.

La polémica entre el positivismo ortodoxo y las nuevas co-rrientes idealistas se personificó en Agustín Aragón y Antonio Caso, respectivamente. Caso le negó a la historia el carácter de ciencia que le había otorgado el positivismo. para concebir-la como un saber sui generis, en el que inter-

6 El título del opúsculo de Manuel Larráinzar es "Algunas ideas sobre la historia y manera de escribir la de México, especialmente la contemporánea, desde la decla-ración de la independencia, en 1821, hasta nuestros días. Fue presentado a la So-ciedad Mexicana de Geografía y Estadística en 1865. Cf. en Ortega y Medina, Op. cit., pp. 133-255.

7 El estudio fundamental sobre el positivismo es el de Leopoldo Zea, El positivis-mo en México. Nacimiento, apogeo y decadencia, México, Fondo de Cultura Eco-nómica, 1968. 484 pp. Una buena introducción la da Abelardo Villegas, Positivismo y porfirismo, México, Secretaría de Educación Pública, 1972. 224 pp. (SEP/SETENTAS, 40). Contiene una muy representativa selección de textos de los positi-vistas más connotados.

8 El texto de Porfirio Parra lleva por título "Los historiadores. Su enseñanza", y se publicó en 1891. El de García Granados data de 1910 y su título es "El concepto científico de la historia". Ambos pueden leerse en Ortega y Medina, Op. cit., pp. 301-370. El escrito de Bulnes es la primera parte, que abarca los dos primeros capí-tulos, de Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma, México, Munguía, 1905. 652 pp. Cf. pp. 9-33. Un estudio sugestivo de estos autores se encuentra en Moisés González Navarro. Sociología e historia en México, México, El Colegio de México, 1970, 88 pp. (Jornadas, 67).

11venía la intuición creadora.9 La polémica, sin embargo, no desterró al positivismo en el terreno de la teoría de la historia. La discusión entre Caso y Aragón había tenido como punto de arranque la crítica de Caso a la Teoría de la historia del rumano Alexandru Dimitriu Xenopol. Ello dio lugar a la tardía intervención indirecta del abogado oaxaqueño Manuel Brioso y Candiani, quien se tomó la tarea de hacer un resumen crítico de la obra xenopoliana, haciendo una interesante aportación a la teoría de la historia en México.10

El positivismo se diluyó en dos vertientes. Poco a poco se fue abandonando la concepción del estudio de la historia como necesario para encontrar o reconfirmar las leyes reguladoras de la evolución social. Del positivismo, que era toda una concepción del mundo, sólo quedó el método, o mejor dicho, el positivismo se redujo a su parte empírica. El historiador ya no se acerca a su objeto para demostrar cómo un hecho pertenece a una determinada etapa o estadio evolutivo. Entre los años que van de la revolución armada al cardenismo, la historiografía mexicana ejemplifica la disolución del positivismo en un empirismo tradicionalista y en un pragmatismo político. El empirismo tradicionalista es de corte erudito. Pretende continuar la aportación de grandes investigadores como García Icazbalceta y Paso y Troncoso con la tarea de encontrar y publicar documentos inéditos

9 La polémica, segunda entre Caso y Aragón, tuvo lugar en 1920. Cf. Ortega y Medina. Op. cit., pp. 371-423.

10 Manuel Brioso y Candiani, has nuevas orientaciones para la constitución de la historia. Exposición compendiada de la Teoría de la Historia de A.D. Xenopol y comentarios por el Lic. . . , Oaxaca. Talleres de Imprenta y Encuadernación del Estado. 1927. 109 pp.

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y muy raros, para conocer cada vez mejor la historia mexicana. Muchos de los seguidores de esta corriente veían en la historia un lugar a donde ir para no enfrentarse a la realidad radical, populista y violenta de la revolución. El pragmatismo político, en cambio, es la respuesta que da la revolución en materia historiográfica. Por una parte, son obviamente pragmáticos todos los autores de la primera historiografía de la propia revolución. Los civiles y mili tares que escriben memorias o historias no tienen otro propósito que el de convencer acerca de su versión de los hechos, la cual se puede demostrar con la experiencia vivida y con documentos de primera mano.

El pragmatismo político toma, además, un campo extensivo: el de la educación. Con una fuerte dosis de nacionalismo, la "revolución hecha gobierno" dará su interpretación de la historia de México con un fin muy claro: modelar las nuevas conciencias. Como reactivo, los católicos, durante y después de la experiencia cristera, también harán su historia pragmática nacionalista, pero con su propia interpretación de la historia, de propaganda fides. Los grandes conflictos entre Iglesia y Estado tuvieron una repercusión abundante en el campo historiográfico.11 El resultado fue el establecimiento de la visión maniquea de la historia de México. El futuro de este tipo de historiografía estaba hipotecado.

Otra corriente historiográfica derivada de la revolución es la que incorpora elementos marxistas a la interpretación de la historia. Aparece con Rafael Ramos Pedrueza en la década de los veintes y entre quienes escribieron historia apoyados en los lineamientos más generales del marxismo, se suele contar a Alfonso Teja Zabre, Miguel Othón de Mendizábal, Luis Chávez Orozco, Armando y Germán Liszt Arzubide, José Mancisidor y Agustín Cué Cánovas,

11 Vid Josefina Vázquez de Knauth. Nacionalismo y Educación en México. Méxi-co, El Colegio de México. 1970, x-294 pp. (Centro de Estudios Históricos, Nueva serie, 9). Particularmente, capítulos III-V.

13aunque la mayor parte de la obra de los dos últimos es más reciente. No se les puede filiar a todos ellos dentro de una ortodoxia marxista. Guando comenzaron a escribir, o cuando se formaron, apenas se conocían las obras más divulgadas de Marx y Engels, como el Manifiesto del Partido Comunista, y es por ello que en muchas de las obras de estos autores se nota una aplicación mecánica, esquemática, de los criterios más obvios del análisis marxista. Por otra parte. Teja Zabre sólo en una época se guió por esta doctrina; Mendizábal conservó elementos positivistas debidos a uno de sus maestros. Andrés Molina Enríquez. Chávez Orozco desarrolló una importante obra de erudición y todos ellos participaron del nacionalismo propio de la época en que vivieron, así como de la desintegración del positivismo que los formó, por lo cual, esta corriente no llegó a afirmarse definitivamente como la oposición tajante del positivismo ni como un semillero del cual saliera una teoría marxista de la historia debida al análisis riguroso de los autores que, en otros ámbitos, han ido enriqueciendo esa doctrina.

Lo importante del caso es que, aunque con mínimos elementos teóricos, estos autores interpretaron la historia mexicana a su modo y se apartaron del empirismo puro, que fue su contemporáneo.

A partir de 1940. la teoría de la historia y la historiografía se van a enriquecer y van a entrar dentro de nuevos cauces. El rasgo fundamental es la profesionalización del historiador. Anteriormente la vocación historiográfica se daba plenamente, ya que quien escribía historia lo hacía por libre voluntad, sin contrato por medio o tiempo completo con alguna institución. Sin embargo, esta ventaja liberal anterior, llevaba consigo una fuerte dosis de frustración para aquel que, como Orozco y Berra, "cuando tenía tiempo no tenía pan y cuando tenía pan no tenía tiempo"

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LA INSTITUCIONALIZACIÓN ACADÉMICA Y LA HISTORIOGRAFÍA

La investigación institucionalizada en México es algo reciente. El hecho de que, por ejemplo, la Escuela Nacional de Altos Estudios, fundada por Justo Sierra en 1910, haya nacido en medio de vicisitudes, y que a éstas se hayan sumado las que vinieron con la lucha armada, explica en parte por qué se retrasó en nuestros medios académicos el desarrollo de la investigación científica y humanista bajo la égida de instituciones. No hay que olvidar, por otra parte, el precario presupuesto con que ellas se mantenían.

La institución dedicada a la investigación histórica más antigua en México es, sin duda, el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía. Puede inferirse que, por ejemplo, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística se remonta muchos años antes, pero ésta es una sociedad científica y no un lugar donde se investiga. En el aspecto docente, la Escuela de Altos Estudios es la precursora. Ahí se preparó por primera vez a historiadores profesionales, que por regla eran abogados que optaban por la carrera humanística.12 El Archivo General de la Nación también contribuyó a la investigación histórica dando a conocer colecciones documentales de sus fondos y, a partir de 1930, su conocido Boletín.

La presencia de don Genaro Estrada en la Secretaría de Relaciones Exteriores permitió que se impulsara la edición de documentos de la historia diplomática y de monografías bibliográficas mexicanas. Otras secretarías de Estado, como Guerra y Marina, llegaron a tener departamentos de historia o archivos históricos, como el actual de la Defensa Nacional, o bien, la Secretaría de Economía, hoy de Industria y Comercio, la de Hacienda y otras más, han patrocinado ediciones de obras históricas y bibliográficas.

12 Para una revisión histórica de la Facultad de Filosofía y Letras, vid Beatriz Ruiz Gaytán de San Vicente, Apuntes para la historia de la Facultad de Filosofía y Letras, México, Junta Mexicana de Investigaciones Históricas, 1954, 168 pp., ils.

15Estos antecedentes permitieron que en el sexenio cardenista se

establecieran nuevos centros de interés para la investigación histórica. Algunos se debieron al patrocinio oficial y otros aprovecharon el clima existente, propicio para el desarrollo de la institucionalización académica. El general Cárdenas fundó el Instituto Nacional de Antropología e Historia, sobre la base del antiguo Museo. La Unión Panamericana creó el Instituto Panamericano de Geografía e Historia, con sede en México. El Instituto Francés de la América Latina no sólo se dedicó a impartir la enseñanza de la lengua y la civilización francesas, sino también a estimular la discusión de temas historiográficos y la investigación. Dentro del ámbito universitario. Manuel Toussaint. Francisco de la Maza, Justino Fernández y otros fundaron el Laboratorio del Arte, que dio lugar al Instituto de Investigaciones Estéticas: Pablo Martínez del Río y Rafael García Granados hicieron lo propio con el Instituto de Historia.13 La tarea editorial, básica para el desarrollo de la investigación, en 1934 comenzó a pasar de lo artesanal a lo industrial con el Fondo de Cultura Económica, fundado por Daniel Cosío Villegas. La Universidad Nacional Autónoma creó su Imprenta Universitaria.

Una contribución fundamental para el desarrollo de las instituciones académicas mexicanas fue la incorporación a ellas de los transterrados españoles. Para sólo citar unos cuantos nombres de esos destacados representantes de la inteligencia española de su tiempo conviene recordar, en el campo de la filosofía, a José Gaos, Juan David García Bacca, Eduardo Nicol, Joaquín Xirau y Eugenio Ímaz; en el de la historia, a Ramón Iglesia, José Miranda, Wenceslao Roces y, ya en sus últimos años, a Rafael Altamira y Crevea; en el terreno de la antropología, a Juan Comas y Pedro Bosch Gimpera; en el del derecho, a Niceto Alcalá-

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13 Cf. Edmundo O'Gorman. "Cinco años de historia en México'', Filosofía y Letras, tomo x. núm. 20, octubre-diciembre de 1945, pp. 167-183. En el mismo número, pp. 145-165. José Gaos "Cinco años de filosofía en México".

Zamora y a Manuel Pedroso; en el de la sociología, a José Medina Echavarría; en el bibliográfico, a Agustín Millares Cario; en la crítica de arte, a José Moreno Villa y Enrique Díez-Canedo; en el de la literatura, a Luis Cernuda, León Felipe, José Bergamín, Emilio Prados y muchos otros.

Todos ellos se incorporaron, fundamentalmente, a dos tareas de índole intelectual: la docente y la editorial. Por una parte, se sumaron a la Facultad de Filosofía y Letras, donde, al lado de profesores mexicanos destacados como lo eran en el campo filosófico Antonio Caso y Samuel Ramos, enriquecieron el saber de nuevas promociones; por otra, al lado de Alfonso Reyes y Cosío Villegas, entre otros, fundaron La Casa de España en México, base del actual Colegio de México, institución muy destacada en el campo historiográfico. A partir de 1940. mexicanos y transterrados se dedicaron, como nunca antes en México, a investigar, enseñar, traducir y editar, de manera que, académicamente, México se puso al día en más de una especialidad.

Los campos de la historiografía y la teoría de la historia se enriquecieron con esa experiencia. José Gaos dirigió seminarios de los cuales salieron libros importantes sobre la historia de las ideas en Hispanoamérica; Ramón Iglesia impulsó el estudio de la historia de la historiografía; José Miranda estimuló a sus discípulos y les dio base para el análisis de la historia de las instituciones. Todos concurrieron al campo de la traducción, sobre todo, de obras escritas en alemán, entonces muy desconocidas entre los mexicanos. Wenceslao Roces dio a conocer la primera edición completa de El Capital de Carlos Marx, así como de otras obras de este pensador y de Federico Engels. Es también responsable de la primera versión completa castellana de la Fenomenología del espíritu de Hegel. Eugenio Ímaz, entre otras cosas, tradujo y editó las obras de Dilthey. Gaos puso en nuestra lengua El ser y el tiempo de Heidegger.14

14 Cf. Catálogo general. 1955, México, Fondo de Cultura Económica, 1955, XXVI-488 pp., ils. En él. además de cumplir cabalmente con los fines comerciales propios de un catálogo, se hace una breve historia del Fondo y cada sección (economía, historia, filosofía. . .) va precedida de un comentario a cargo de un connotado especialista. Posteriormente, la misma editorial ha publicado otros catálogos generales.

17La cátedra, el seminario, la traducción y la edición revertieron en

la investigación y, asimismo, en el desarrollo particular de la teoría de la historia.

LA TEORÍA DE LA HISTORIA EN EL ÁMBITO ACADÉMICO

Entre 1940 y 1968, años que limitan los ensayos reunidos en este volumen, se dan en México diversas corrientes historiográficas. Sobresale, por su novedad y sus aportaciones, la conocida con los nombres de historicismo. relativismo histórico y perspectivismo, alimentada por las aportaciones de la filosofía alemana (de las cuales no son ajenos el italiano Croce y el inglés Collingwood), que a través de José Ortega y Gasset pasaron a México con los transterrados. En el terreno de la teoría de la historia, esta corriente ha sido la más significativa del periodo. Otra es el neo-positivismo de aquellos que permanecieron fieles a un cierto tipo de empirismo más sistemático que el tradicionalista y en cierta forma influido por algunas corrientes sociológicas. Su objeto más frecuentado ha sido la historia de las instituciones, en la cual han producido obras importantes. Esta corriente no produjo teoría en el lapso de 1940-1968. El marxismo, por su parte, contempló un enriquecimiento en el aspecto teórico más que en el de las realizaciones historiográficas. De hecho, serán otras las disciplinas que se desarrollen dentro del marxismo, tales como la economía, la sociología, la ciencia política y, en filosofía, la teoría del conocimiento, la estética y la lógica dialéctica.

1. Sobre el problema de la verdad histórica. En 1945 tuvo lugar en México una interesante confrontación de ideas

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entre Edmundo O'Gorman y Silvio Zavala, representantes, respectivamente, del relativismo y del neo-positivismo. Después de una discusión inicial,15 ambos polemistas acordaron presentarse a un duelo ideológico acompañados de padrinos. O'Gorman llevó a José Gaos y a Ramón Iglesia; Zavala, que no fue a la reunión, invitó a don Rafael Altamira y Crevea y a Domingo Barnés, que si fueron. No obstante que se frustró el propósito original, se celebró una serie de tres mesas redondas en las cuales O'Gorman, Alfonso Caso y Ramón Iglesia presentaron sendas ponencias. Ellas fueron recogidas, así como intervenciones de otros participantes.2. Alfonso Caso. Uno de los participantes en la serie de mesas

redondas celebradas en El Colegio de México en 1945 fue don Alfonso Caso. Nació en 1896 en la ciudad de México. Al igual que Teja Zabre y otros tantos de aquellas generaciones, Caso estudió Derecho. También, como muchos, no ejerció la profesión jurídica. Por un tiempo su interés fue la filosofía y de ahí derivó a la antropología, terreno en el que destacó plenamente. Desde joven fue sobresaliente. Con Manuel Gómez Morín, Vicente Lombardo Toledano y otros, formó parte de la generación de 1915, conocida como la de "los siete sabios". Dentro de la antropología, el arqueólogo Caso dio al mundo el conocimiento de la orfebrería zapoteca que yacía en la tumba 7 de Monte Albán. Su dedicación y paciencia lo llevaron a descifrar el contenido de muchos códices mixtecas, a partir de su "piedra roseta" que fue el Mapa de Teozacoalco. El indigenista Caso produjo textos valiosos, como su definición del indio y de lo indio. Por último, el mismo indigenista no divorció la especulación de la acción y capitaneó

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15 Una reseña de la actividad de O'Gorman como polemista y de las circunstan-cias particulares de ésta, en Carmen Ramos, "Edmundo O'Gorman como polemis-ta", en Juan A. Ortega y Medina (ed.), Conciencia y autenticidad históricas. Escritos en homenaje a Edmundo O'Gorman, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1968, 436 pp., pp. 58-61.

el Instituto Nacional Indigenista hasta su fallecimiento en 1970.16

Su trasfondo intelectual como profesor de teoría del conocimiento lo llevó a la mesa redonda en cuestión, en la cual expuso sus ideas en torno a la objetividad y la subjetividad en el conocimiento histórico.

3. José Gaos. Aunque su participación en la confrontación de 1945 fue pequeña, la necesidad obliga a colocar en este lugar al doctor José Gaos. Nació en Gijón, en 1900. En España destacó como discípulo de Ortega y Gasset. Muy joven ocupó la rectoría de la Universidad de Madrid. En su tierra natal y en México, su tierra adoptiva, fue siempre ejemplo de lo que debe ser una vida intelectual. Escribió, enseñó y tradujo. Dentro de este campo, vertió al español una larga lista de obras filosóficas e históricas. como maestro, sus seminarios sobre Hegel y Heidegger constituyen una de las más importantes páginas de la historia de la Facultad de Filosofía y Letras. En El Colegio de México formó varias promociones en el campo de la historia de las ideas en Hispanoamérica. Entre sus primeros discípulos, aquellos que ya estaban más formados al momento de su llegada al país, destacan Antonio Gómez Robledo, Edmundo O'Gorman, Justino Fernández y Leopoldo Zea. De otra generación, y aunque muchos de ellos después han transitado por otros caminos, destacan los nombres de Luis Villoro y Francisco López Cámara, entre otros; y, dentro de quienes han permanecido en los caminos señalados por el propio maestro, Elsa Cecilia Frost y Vera Yamuni. Una última generación fue formada por Gaos: algunos de sus miembros son Andrés Lira, José María Muriá y Elias Trabulse.17 Como escritor fueron muchos los campos de

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16 Sobre aspectos particulares de la obra de Caso, véase GonzaloAguirre Beltrán, prólogo a Alfonso Caso. La comunidad indígena,México, Secretaría de Educación Pública, 1971, 248 pp. (SEP/SETENTAS, 8).

17 Diversas imágenes de Gaos aparecen en José Gaos y la cu- tura mexicana, número monográfico de la Revista de la Universidad de México, vol. XXIV, núm. 9, mayo de 1970.

la filosofía y de la historia de las ideas por los cuales transitó, siempre con máximo rigor. Su aportación a la teoría de la historia no se limitó al curso impartido en El Colegio de México, del cual extrajo sus "Notas sobre la historiografía", aunque en éstas resume con precisión sus ideas sobre la historiografía y la filosofía de la historia. Murió Gaos en una aula, mientras presidía un examen doctoral, en 1969.

4. Ramón Iglesia. Este transterrado nació en Santiago de Compostela, en 1905. En España había iniciado su trabajo de análisis historiográfico, materia ésta en la que fue maestro indiscutible. En la península se dedicó al estudio de crónicas medievales y de la Conquista de México, como la de Bernal Díaz del Castillo. Este trabajo continuó en México, donde produjo su obra fundamental. Cronistas e historiadores de la Conquista de México. En ella podemos leer su análisis magistral acerca de Francisco López de Gómara. Su preocupación fundamental fue encontrar al hombre que escribió la historia, cómo se hace presente en ella y cómo, a partir del análisis historiográfico, es posible remitirnos al mundo que vivió el cronista o el historiador. Fue uno de los partícipes en la tantas veces mencionada mesa redonda sobre el problema de la verdad histórica. Su contribución fue una ponencia sobre el estado en que se encontraban los estudios históricos en aquel momento, la cual no se limita a reseñar, sino que es rica en sugerencias metodológicas, implícitas en sus apuntamientos críticos. De él recogemos otro texto. "La historia y sus limitaciones", formado por un par de conferencias que impartió en la Universidad de Guadalajara, en 1940. Iglesia también puso en español textos historiográficos de gran importancia y formó a un grupo de discípulos que inició su carrera en el análisis de textos históricos. Entre ellos podemos contar a Ernesto de la Torre, Julio Le Riverend, Carlos Bosch

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García y Hugo Díaz Thomé. La adversidad lo envió fuera de nuestro país y enseñó en diversas universidades norteamericanas, como las de Berkeley, Illinois y Madison. Murió en esta última, en Wisconsin, en 1948.18

5. Edmundo O'Gorman. Nacido en Coyoacán en 1906: como muchos otros, dio sus primeros pasos profesionales en el terreno de las leyes, el cual abandonó después de litigar, para dedicarse plenamente a la enseñanza y la investigación de la historia. Fue el principal provocador de la confrontación de 1945 y a ella aportó la primera de las ponencias. En su escrito se apunta, en términos generales, lo que más tarde desarrollaría en Crisis y porvenir de la ciencia histórica, obra de teoría de la historia que pone en tela de juicio los fundamentos de la escuela científica pretendidamente objetivista. Su análisis a esa práctica historiográfica sigue tan vigente como entonces. En el mismo libro propone una historia de tipo ontológico-existencial. En "Historia y vida", escrito diez años después, desarrolla unas "variaciones sobre un tema de Kant", en las cuales se responde a la interrogante básica: ¿qué es la historia? La obra de O'Gorman se caracteriza fundamentalmente por su interés y preocupación americanista. Sus trabajos teóricos han revertido en sus obras capitales: La idea del descubrimiento de América y La invención de América. De ellas, o mejor, de sus ideas americanistas, derivan sus trabajos sobre el México nacional, los cuales se sintetizan en La supervivencia política novohispana. Su labor como editor y estudioso de la historiografía se manifiesta en sus revaloraciones de José de Acosta, Pedro Mártir de Anglería, Bartolomé de las Gasas, fray Servando Teresa de Mier. La erudición no es ajena a O'Gorman. Su labor como

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18 Sobre Ramón Iglesia, véase la presentación de Juan A. Ortega y Medina a la segunda edición de Cronistas e historiadores de. la Conquista de México. El ciclo de Hernán Cortés, México. Secretaría de Educación Pública, 1972, 330 pp. (SEP/SETENTAS. 16), pp. 7-39. Incluye una bibliografía de Iglesia.

funcionario del Archivo General de la Nación fue fructífera. En otros campos, con ella ha dado nuevos textos con lo que quedó de los escritos de Motolinía y de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. El doctor O'Gorman es profesor emérito de la Facultad de Filosofía y Letras, donde ha formado a muchas promociones de historiadores.19

6. Wenceslao Roces. En Asturias, en 1897, nació el doctor Wenceslao Roces. Fue catedrático de Derecho Romano en la célebre Universidad de Salamanca. Dentro del régimen republicano, fue subsecretario de Instrucción Pública, en España. En nuestro país fue acogido por la Universidad Nacional, donde es profesor emérito en su Facultad de Filosofía y Letras. Ahí ha enseñado historia de Grecia y de Roma, además de materialismo histórico. Su labor docente se caracteriza por el rigor con que trata los temas y su profundo saber de los mismos. Si bien su bibliografía es escasa, no lo es así su labor de traductor. Ya hemos aludido a sus principales trabajos, a los cuales se pueden sumar las obras de Burkhardt, Bühler, Lukacs, Mommsen y Ranke. Roces representa el aclimatamiento de un marxismo estudiado en sus frentes, sin improvisación. La labor de este maestro permite que todo desarrollo teórico se haga sobre bases firmes. A partir de la castellanización del marxismo, los seguidores de esta teoría pueden beneficiarse con los textos de los creadores y con los de los principales exégetas, como el mencionado Lukacs. 7. Jesús Reyes Heroles. Originario de Tuxpan, Veracruz. Reyes Heniles ha destacado como administrador público, como político y como historiador y jurista. Nacido en 1921, actualmente conjuga lo que el título de su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Historia enuncia: la historia y la acción. En su importante obra El liberalismo mexicano, que abarca tres volúmenes, con base en el

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19 Semblanzas y estudios sobre O'Gorman, además de una bibliografía, en Ortega y Medina (ed.), Conciencia y autenticidad. . .

análisis detallado de un elevado número de libros y folletos producidos en el siglo XIX, llega a afirmar que en México se elaboró un liberalismo social, como respuesta al aclimatamiento de las ideas europeas a nuestra realidad. Ese liberalismo social se afirma en la Revolución y, en su actual dedicación política, Reyes He roles ha manifestado en sus discursos lo que recibió de la experiencia historiográfica. Entre sus trabajos sobresale su edición de las obras del jurista jaliscience Mariano Otero. Dentro del panorama de la teoría de la historia, su escrito pertenece a un pragmatismo consciente de sí mismo, a menudo permeado de la experiencia del autor en materia de teoría del Estado, tema del cual se muestra profundo conocedor.

8. Luis González y González. Nacido en el año de 1925 en San José de Gracia, Michoacán, ha transitado por diversos rumbos de la historia, siempre con mano maestra. Formado por El Colegio de México, en él investiga y enseña. Dio sus primeros pasos historiográficos con "El optimismo nacionalista como factor de la independencia de México" (1948) y con "El pensamiento político de fray Gerónimo de Mendieta" (1949). Formó parte del equipo redactor de la Historia moderna de México, de don Daniel Cosío Villegas, contribuyendo con gran parte del volumen dedicado a la vida social de la República Restaurada (1956). En el terreno bibliográfico, es responsable, en parte, de Fuentes de la historia contemporánea de México ( 1 9 6 1 ) . De vuelta por la independencia, editó documentos, con una introducción, sobre El Congreso de Anáhuac (1964). Su obra más acabada es Pueblo en Vilo. Microhistoria de San José de Gracia (1969).. A partir de ella, en la que aborda un objeto de estudio de dimensiones limitadas, ofreciendo perspectivas ilimitadas para su comprensión, ha impulsado el estudio de la historia regional y teorizado sobre la micro-historia: Invitación a la microhistoria * ( 1 9 7 3 ) . Su obra

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se caracteriza, entre otras virtudes, por estar escrita en una prosa rica en matices y en buen humor. El escrito que se incluye en este

* Volumen editado por SEP/SETENTAS, número 72.

libro viene a cerrar el ciclo abierto en 1940, dado que para ofrecer su reflexión teórica, hace en parte la historia de las corrientes mencionadas en estas páginas.

Durante los casi treinta años que cubre el material reunido en este libro, predomina una teoría de la historia más relacionada con la filosofía. En la época del positivismo la misma cosa, aunque hubo otros que insistieron en el clásico, la relación evidente era entre historia y sociología, a grado tal, que para algunos sociología e historia eran deslinde. A partir de 1940 se comenzó a dar una reflexión de tipo filosófico, por cuanto a que iba dirigida a problemas epistemológicos o a la conceptualización. A medida que pasa el tiempo, con el marxismo y la identificación con teorías políticas, se nota una vuelta a la sociologización de la concepción de la historia. De hecho, en nuestros días, coexisten las dos ideas y las prácticas que de ellas derivan. La cada vez más frecuente adopción de análisis cuantitativos en la historiografía remite a una historia sociológica, frente a una historiografía autónoma y consciente de su deslinde frente a otras disciplinas.

LA ÉPOCA DE LAS ESPECIALIZACIONES

Los últimos cinco años de práctica historiográfica en nuestros medios acusan que los ámbitos académicos son terreno propicio para la formación y el desarrollo de especialistas dentro de la especialidad social que es ser historiador. Se ha llegado a afinar tanto los instrumentos de análisis en historia, que ya la mirada de un solo historiador parece no ser suficiente para abarcar el conjunto de actividades humanas que constituyen la historia. Es menester dividir el acontecer, no sólo en épocas, sino en aspectos. Así, es un hecho la cuasi-independencia de la historiografía eco-

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nómica, la social, la política, la del arte, la de la ciencia y, en general, de todo aquello que constituye la cultura. Cada vez se

plantea con más frecuencia la imposibilidad de recapturar las interrelaciones de los aspectos en que se divide la cultura. Ante esta obvia proyección de nuestra sociedad técnica y especializada, no queda sino tener conciencia del problema y hacer lo posible por resolverlo. (Esto, dicho sea de paso, implica desde luego un quehacer de índole teórica.)

En lo tocante a la historiografía de tema mexicano, no es casual que se haya dedicado todo un congreso, en 1969. a revisar la historiografía reciente por campos de especialidad.20

Muchas de las revisiones contenidas en las ponencias de la Tercera Reunión de Historiadores Mexicanos y Norteamericanos llevan los suficientes ingredientes teóricos, lo cual nos remite a la especialización de la teoría de la historia. Enrique Florescano, por ejemplo, ha hecho apuntamientos teóricos sobre la historiografía económica y sobre la metodología cuantitativa.21 La preocupación teórica asociada a la especialización ha llegado a un ámbito otrora tradicionalista como la Academia Mexicana de la Historia. Esta institución, que ya sobrepasa los cincuenta años de existencia, sólo hasta el decenio pasado acogió en sus filas a historiadores provenientes del campo universitario, no formados dentro del puro empirismo. En 1973, dos de los discursos de ingreso a la Academia han versado sobre cuestiones de teoría: el de Carlos Martínez Marín, sobre la

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20 Investigaciones contemporáneas sobre historia de México. Memorias de la Tercera Reunión de Historiadores Mexicanos y Norteamericanos. Oaxtepec, Morelos, 4-7 de noviembre de 1969, México, Universidad Nacional Autónoma de México, El Colegio deMéxico y The University of Texas at Austin, 1971, 758 pp. También véase el núm. 82 de la revista Historia Mexicana, octubre-diciembre de 1971.

21 Enrique Florescano, "Perspectivas de la historia económica en México", en Investigaciones contemporáneas. . . , pp. 317-338.

etnohistoria,22 y el de Luis González, sobre la microhistoria.23 En ellos se hacen deslindes, se define, se caracteriza, se conceptúa y se afirma lo que son dichas vertientes del saber histórico.

La teoría de la historia continúa siendo reflexión. Cada vez se evidencia más lo necesaria que resulta en la formación del historiador. En una época en la que, pese a todo, las cuestiones de método eran "cosas de filosofía”, según criterios tradicionalistas, Luis Villoro llamaba la atención de los historiadores norteamericanos, en un congreso celebrado en 1959, sobre la necesidad de la teoría:

Creemos que los historiadores americanos necesitan plantearse con mayor gravedad el problema del objeto y métodos de su ciencia. Con ello no pedimos que hagan filosofía. Quien tal pensara sólo demostraría tener una pobre idea del historiador, al reducirlo al papel de simple técnico o ingenuo narrador. Al historiador compete reflexionar sobre los fundamentos y fines humanos de su ciencia. Sólo él puede formular nuevas hipótesis de trabajo y aplicarlas en procedimientos concretos: mientras no haga eso, todas las teorías filosóficas acerca de la historia serán vacías especulaciones. Por eso, las grandes reformas de la historiografía nunca fueron resultado de los filósofos de la historia en cuanto tales, sino de los mismos historiadores. Sólo el historiador cobra cabal conciencia de la especificidad de su objeto y redescubre en él la vida creadora del hombre en toda su riqueza, sólo si se percata de la dignidad de su

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22 Carlos Martínez Marín, "La etnohistoria", discurso leído en la Academia Mexicana de la Historia, el 23 de enero de 1973. Inédito.

23 Luis González, "Hacia una teoría de la microhistoria", Discurso leído en la Academia Mexicana de la Historia, 1973. Mimeografiado. Del mismo autor, Invitación a la microhistoria, México, Secretaría de Educación Pública, 1973, 188 pp. (SEP/SETENTAS, 72) . En este libro, asimismo, hace apuntamientos teóricos.

función humana, podrá recuperar el papel director en la sociedad que antaño le correspondiera.24

BIBLIOGRAFÍA MÍNIMA

Aun cuando no hay, específicamente, una obra que trate acerca de la historia de la teoría de la historia en México, sí se encuentran artículos, ensayos, comentarios bibliográficos, capítulos de obras sobre cuestiones afines, etcétera, en los cuales se encuentra suficiente información, evaluación y crítica sobre el particular. En primer lugar, los materiales que forman este libro aclararán al lector, mejor que nada, cuál es el pensamiento historiológico de cada uno de los autores. En segundo lugar, muchas de las obras citadas al pie de página en la introducción precedente pueden aclarar muchas dudas y abundar en los temas. Llamo la atención sobre el voluminoso libro, fruto del congreso de historiadores de Oaxtepec, noviembre de 1969, citado en la nota 21, porque en él se estudian las tendencias especializadas de la historiografía de terna mexicano que se han producido en los últimos años: historiografía prehispánica, novohispana, de la independencia, política, social, económica, regional, diplomática, de síntesis, del arte, de las ideas y alguna otra que se me escapa. Complementa esta información lo que podemos considerar como antecedente de aquello: los volúmenes 58-60 de la revista Historia Mexicana, después vueltos a publicar como libro, bajo el título de Veinticinco años de investigación histórica en México (México, El Colegio de México, 1967). La propia revista, en su entrega número 82 (vol. XXI, núm. 2, octubre-diciembre de 1971) también ofrece ensayos valorativos acerca de la perspectiva actual de diversos as-

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24 Luis Villero, "La tarea del historiador desde la perspectiva mexicana", Historia Mexicana, vol. IX, núm. 3, enero-marzo de 1960, pp. 339. Este estudio incluye una revisión acerca de la función humana del historiador, a lo largo de varios siglos.

pectos de la historia o de la investigación histórica de tema mexicano.

Otras visiones de conjunto, que aportan evaluaciones de lo hecho en materia historiográfica son, de los trabajos citados, el de Edmundo O'Gorman, "Cinco años de historia en México", publicado en el número 20 (1945) de la desaparecida revista (de la Facultad de) Filosofía y Letras. Muy sugestivo es el de Luis Villoro, "La tarea del historiador desde la perspectiva mexicana", también citado, aparecido en Historia Mexicana. Además de éstos, son ampliamente recomendables el artículo del norteamericano Merril Rippy, "Theory of History. Twelve Mexicans", aparecido en la revista The Americas (vol. XVII, núm. 3, enero de 1961, pp. 223-239); de Enrique Florescano, "Notas sobre la producción histórica en México", publicado en La Palabra y el Hombre. Revista de la Universidad Veracruzana (2a. época, núm. 43, julio-septiembre de 1967, pp. 525-547). Se trata de una evaluación de lo aparecido en la obra mencionada Veinticinco años de investigación histórica en México. Por su parte, es sugestivo el análisis de José Antonio Matesanz, "El joven historiador ante las generaciones'', se publicó en Deslinde, revista hoy descontinuada de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en su entrega 2-3, correspondiente al último trimestre de 1968 y al primero de 1969.

Para una información más abundante, no deben dejarse de ver obras importantes acerca de las corrientes de pensamiento en el México contemporáneo, tales como la de Patrick Romanell. La formación de la mentalidad mexicana. Panorama actual de la filosofía en México, 1910-1950 (México, El Colegio de México, 1954) y, de Abelardo Villegas, Filosofía de lo mexicano (México, Fondo de Cultura Económica, 1960).

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TEXTOS1. EDMUNDO O'GORMAN, ALFONSO CASO, RAMÓN IGLESIA Y OTROS/ SOBRE EL PROBLEMA DE LA VERDAD HISTÓRICA (1945).25

Organizadas por la Sociedad Mexicana de Historia, se celebraron en El Colegio de México, durante el mes de junio de 1945, tres sesiones dedicadas a debatir el tema que encabeza estas páginas. (Véase en el artículo de Edmundo O'Gorman. Cinco años de historia en México, Iª parte, al final, que se inserta en el número 20 de la revista Filosofía y Letras, el relato de los antecedentes de dicha junta.) El texto que se da a continuación lo constituyen las ponencias que se presentaron por escrito y algunas noticias sobre las diversas intervenciones.

Primera sesión: El señor Rubio Mané, como secretario de la Sociedad Mexicana de Historia, abre la sesión y propone como presidente de la misma al doctor Rafael Altamira. El licenciado Edmundo O'Gorman, después de explicar los antecedentes que originaron la idea de celebrar estas sesiones, da lectura a su Ponencia, titulada:

CONSIDERACIONES SOBRE LA VERDAD EN HISTORIA

"La historia es enterrar muertos para vivir de ellos." (La agonía del Cristianismo. UNAMUNO.)

1. El propósito de esta breve ponencia es ofrecer al debate unas cuantas ideas acerca del modo en que debe enten-

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derse el problema de la verdad en Historia. Cumplo así con el compromiso contraído en una discusión pública que sostuve con el

25 Texto tomado de Filosofía y Letras, tomo X, núm. 20, octubre-diciembre de 1945, pp. 245-272.

señor Silvio A. Zavala en una de las sesiones del Seminario sobre Métodos de Enseñanza de la Historia, recientemente celebrado en México.

No pretendo exponer nada que pueda llamar original mío: apoyado en las huellas que me dejaron muchas lecturas (Ortega merece especial mención) y en recuerdos de gratísimas conversaciones con mis amigos, he intentado contrastar en los supuestos más íntimos, la postura tradicional cientificista y la postura contemporánea historicista, conformándome con presentar en forma esquemática la cuestión que va a debatirse.

2. Nuestra época, como todas las épocas llamadas de crisis, presenta el espectáculo de una lucha violenta entre unas creencias que constituyen la tradición inmediata y otras creencias que forman el nuevo programa. Éstas pugnan por substituir a aquéllas, comenzando por una crítica demoledora de las implicaciones y supuestos en que se fundan y proponiendo a su vez una nueva aventura espiritual. En nuestro día la pugna se manifiesta en toda su crudeza en el campo de la historia, porque, precisamente, la postura contemporánea, hostil a la tradición, consiste en tener conciencia de lo histórico en un sentido nuevo y radicalmente revolucionario.

La postura tradicional que, en cuanto tal, pugna desesperadamente por mantener la vigencia de sus postulados y de sus métodos, ha perdido, no obstante, el apoyo de la veneración que venía usufructuando. Esa postura, en términos generales, consiste en el esfuerzo por asimilar la historia a las disciplinas científicas, y primariamente a las ciencias físicas y naturales. Esto quiere decir que se ha intentado constituir la historia en ciencia rigurosa, fundamentándola en idénticos supuestos, aspirando a iguales pretensiones y garantías y empleando los mismos métodos que cualquiera otra de las ciencias. En suma, para esta manera de pensar no hay diferencia esencial entre conocer el pasado humano y conocer cualquiera otra realidad. Se trata,

33pues, de una escuela que gusta concebirse a sí misma como realista, aunque claro está, a nadie escapa que en ese concepto tan equívoco anda agazapado todo el problema.

Pero si bien se examina ese intento de asimilación o identificación entre esa realidad que es el pasado humano y cualquiera otra realidad ( la física, por ejemplo), se verá que el pasado humano, al igual que la Luna, resulta una realidad independiente de nosotros, de nuestra vida. Se trata entonces simple y sencillamente "del pasado'', de un pasado cualquiera; pero no de "nuestro pasado''. Ahora bien, la enorme y fundamental diferencia que hay entre estas dos maneras de concebir el pasado humano, es la diferencia radical entre la tradición y la postura contemporánea: de ella brota la discrepancia fundamental que trataré de mostrar en el curso de esta exposición.

3. El intento de constituir la Historia en una ciencia supone, ya lo vimos, que el pasado es una realidad esencialmente idéntica a cualquiera otra realidad. Pero como el pasado humano se refiere simple y necesariamente a esa realidad que es la vida del hombre, resulta que hubo de suponerse también que la vida humana es ella, a su vez, una realidad esencialmente idéntica a cualquiera otra, y en efecto, eso es lo que se supuso y lo que durante muchos siglos se ha venido suponiendo.

Todos sabemos que semejante supuesto descansa en la creencia de que nuestro ser, el ser humano al igual del ser de todas las cosas es algo fijo, estático, previo, siempre el mismo, invariable. En eso, se dice, consiste precisamente su identidad esencial con las demás realidades, y por eso se ha venido hablando sin dificultad, desde Aristóteles y aun mucho antes, de la naturaleza de la piedra, de la naturaleza del animal y de la naturaleza del hombre, como si se tratase en esencia de un mismo concepto.

Saquemos ahora la conclusión provisional que nos interesa más directamente. Si se cree que el hombre tiene un ser fijo, estático, previo o invariable, síguese necesariamente que su pasado ni le va ni le viene; es un puro accidente; le es radicalmente indistinto, en suma, le es

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[34] ajeno. Y así es como queda aclarada mi afirmación de que para la postura tradicional cientificista en Historia, ese pasado que estudia y que intenta conocer es algo independiente al ser del

hombre, y más concretamente, al ser del historiador. No se trata pues, como dije, de "su pasado'', sino "del pasado", de un pasado cualquiera.

4. Las consecuencias que resultan de este modo de pensar son tan monstruosas como obligatorias. Como el pasado humano se concibe como una realidad radicalmente indiferente a nuestro ser; como nuestro pasado es algo que nos es esencialmente ajeno, la tarea del historiador queda necesariamente sujeta a dos exigencias o pretensiones capitales. La primera consiste en la tradicional pretensión de la imparcialidad del historiador. ¡Claro! Puesto que el pasado humano le es ajeno, el historiador está obligado a portarse respecto de él con total y absoluta indiferencia, que a eso y no a otra cosa se reduce la llamada imparcialidad. La segunda exigencia es la de pretender conocer en su totalidad el pasado humano. En efecto, puesto que el pasado es una realidad independiente, todos y cada uno de los hechos del pasado, desde los más importantes hasta el más mínimo detalle, reclaman con idéntico derecho el ser conocidos en la visión total del saber histórico. Cualquier omisión, intencional o no, es ya una selección indebida, porque equivale a permitir que intervengan las circunstancias personales del historiador, con notoria violación, inconsciente o no, de la exigencia de su estricta imparcialidad. Aquí se explica el porqué de ese fetichismo todavía tan en boga por descubrir documentos inéditos y por aportar datos desconocidos, sea cual fuere su contenido.

Aspira, pues, la escuela tradicional a lo que Ortega (creo que en Prólogo a una Historia de la Filosofía) ha llamado una "visión completa", a diferencia de lo que ha calificado de "visión auténtica". Consiste aquélla en una visión del pasado humano, totalmente separada o independiente de las preocupaciones y de las circunstancias vitales del presente; visión cuya veracidad está en relación directa con la suma total de los hechos averiguados. A mayor número de

35datos averiguados, más completo, es decir, más verdadero el conocimiento del pasado. Pero como obtener el gran total de todos y cada uno de los hechos del pasado es un imposible, si sólo fuera porque el tiempo mismo se ha encargado de destruir las

fuentes de información de una enorme cantidad de hechos, la verdad histórica que tan afanosamente persigue la escuela tradicional es absolutamente inalcanzable. Se trata siempre de una verdad fragmentaria, de una aproximación que en todo momento está sujeta a ser rectificada por la posible aparición de nuevos datos, y en consecuencia, lo que para esta escuela se llama interpretar los hechos, no es sino la operación mecánica de reajuste o rectificación, de la suma siempre provisional de lo ya averiguado. En una palabra, se trata de una verdad siempre diferida e indefinidamente proyectada hacia el futuro. Pero lo malo, entre otras cosas, es que esa verdad no es una verdad, porque conocer algo es siempre referencia al presente, o lo que es lo mismo, referencia a nuestra vida, que es para nosotros la verdad radical. Los supuestos de la escuela tradicional ponen al hombre en la falsa coyuntura de conformarse con una verdad que no podrá jamás posee: : pero esta exigencia es un absurdo vital, una mentira radical que, por eso, produce un tipo de historia inhumano y un tipo de historiador deshumanizado. ¿Puede pedirse algo más monstruoso?

5. En algún párrafo anterior afirmé que la discrepancia básica entre la postura contemporánea y la escuela tradicional (cuyos supuestos y consecuencias acabo de examinar) estriba en la manera distinta de conceptuar el pasado. Para la tradición, según se mostró ampliamente, se trata de una realidad independiente del hombre: para la postura contemporánea, en cambio, el énfasis está en considerar que el pasado es algo nuestro, que es "nuestro pasado".

Lo decisivo, pues, será precisar en qué sentido hemos de entender esta última afirmación. Pues bien, el pasado humano no es un pasado cualquiera; es lo que le ha pasado al hombre y, por eso, suyo entrañablemente. Pero no suyo a la manera en que decimos que una casa o un objeto,

36por ejemplo, son de su propiedad, sino suyo en cuanto que involucra a su ser. Porque adviértase que decir lo que le ha pasado a un hombre, es decir lo que ese hombre es. y. en definitiva, nosotros somos lo que somos, precisamente porque hemos sido lo que fuimos. El pasado humano, en lugar de ser una realidad

ajena a nosotros es nuestra realidad, y si concedemos que el pagado humano existe, también tendremos que conceder que existe en el único sitio en que puede existir: en el presente, es decir, en nuestra vida. La conclusión fundamental a que ha llegado el pensamiento contemporáneo por estos caminos es revolucionaria respecto a la vieja tradición que ha venido concibiendo al hombre como un ente dotado de un ser fijo, estático, previo e invariable. "El hombre", dice Ortega (Historia como sistema) "no es, sino que va siendo. . . y ese ir siendo (que es una expresión absurda) es lo que llamamos vivir'". Por eso el Maestro concluye que no debemos decir "que el hombre es, sino que el hombre vive".

Ahora bien, si se admite que la realidad radical del hombre es su vida, y por lo tanto que el pasado humano (no se entienda esto en un sentido puramente individual) es en parte esa realidad radical, la tarea del historiador se habrá liberado de una vez por todas de la famosa pretensión de imparcialidad. En efecto, puesto que conocer el pasado es conocimiento de sí mismo, malamente puede justificarse ni menos exigirse esa fría, inhumana, monstruosa indiferencia que la imparcialidad supone. Por lo contrario, hay que admitir con franqueza, y alegría que el conocimiento histórico es parcial, el más parcial de todos los conocimientos, o lo que es lo mismo, que es un conocimiento basado en preferencias individuales y circunstanciales: en suma, que es un conocimiento producto de una selección, el conocimiento selecto por excelencia. Las preferencias del historiador son las que comunican sentido pleno y significatividad a ciertos hechos que, por eso mismo, son efectivamente los más importantes, los más históricos, y en definitiva los más verdaderos. Y no se diga que esta operación selectiva es arbitraria, a no ser que se afirme a la vez que la vida

37 humana es para el hombre una arbitrariedad; lo que en todo caso es un grandísimo disparate. "Pasa el Cuarto Evangelio (San Juan) —dice Unamuno— por ser el menos histórico en el sentido materialista o realista de la Historia; pero en el sentido hondo, en el sentido idealista y personal, el Cuarto Evangelio, el simbólico, es

mucho más histórico que los sinópticos, que los otros tres. Ha hecho y está haciendo mucho más la historia agónica del cristianismo" (Agonía del Cristianismo, VII). He aquí un ejemplo que ilustra, bajo la autoridad de uno de los pensadores contemporáneos más profundos, eso de la significatividad de los hechos y de las fuentes históricas.

A diferencia, pues, de la "visión completa" (abstracta) postulada por la escuela tradicional, búscase una "visión auténtica" (concreta) cuya autenticidad estriba, precisamente, en que brota de la referencia a nuestra vida; visión que sólo es válida para ella, para ella verdadera puesto que conocer es función interna a la vida y no independiente de la vida. Esta visión auténtica, en cuanto que lo es, es la única capaz de aprehender esa radical realidad de la que nuestro pasado es parte y de la que insensiblemente nos separamos cada vez más, a medida que el conocimiento formal de lo abstracto con que pretendemos substituirla se hace más espeso e impermeable. El saber histórico no consistirá ya en una suma de hechos que, una vez "descubiertos", se consideran definitivamente conocidos; consistirá ahora en una visión cuantitativamente limitada, pero auténtica en cuanto que se funda en una serie de hechos significativos por sus relaciones con el presente y con nuestra vida. Y el método histórico no será ya ningún método de los empleados en las ciencias naturales; no será el método de la simple acumulación de lo "averiguado", sino que será el método narrativo, único verdaderamente capaz de dar razón de la vida humana, de nuestra vida, nuestra verdadera realidad. Este dar razón de la vida humana es lo que yo llamo historiar. Podemos concluir, pues, que verdad en Historia no es otra cosa sino la adecuación del pasado humano (selección) a las exigencias vitales del presente.

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6. No se crea que el contenido de esta última afirmación es una teoría más; es un hecho. Un hecho que el examen más superficial de la Historiografía documenta con gran abundancia. Si lanzamos una mirada sobre el conjunto del esfuerzo humano por comprender su propio pasado, nos enfrentamos con un espectáculo

singular. Vemos, en efecto, que los mismos acontecimientos revelados por los mismos documentos se narran de muy diversas maneras. Es decir, vemos, si vemos lo que realmente vemos, que cada generación siente la necesidad de escribir su historia, la historia de su pasado; pero naturalmente, escribirla desde su punto de vista, es decir, desde su peculiar situación o circunstancia. Cada generación tiene la necesidad ineludible de enfrentarse con su pasado, su realidad vital, y por lo tanto, cada generación pronuncia su verdad, que es la verdad histórica de los hombres que compusieron esa generación; verdad que, por lo mismo, no puede ser, aunque lo pretenda, la verdad de otras generaciones, ni anteriores ni venideras, pero que, no obstante, es verdad verdadera.

La postura contemporánea cuyos fundamentos he querido esbozar en este escrito, es la única que explica o da razón de ese espectáculo, de ese hecho, y es porque la postura contemporánea consiste precisamente en tener conciencia histórica. Mientras la escuela tradicional cientificista no pueda a su vez dar razón de un modo igualmente satisfactorio de ese espectáculo, de ese hecho histórico innegable, estamos obligados a suscribir la postura contemporánea historicista.

Se verá claro que la cuestión a debate puede y debe reducirse a lo siguiente: si se concibe el pasado como una realidad independiente a nuestro ser, tendrá razón la escuela tradicional; si en cambio, el pasado se concibe como realidad de nuestro ser en el sentido radical que he insinuado, entonces, la postura contemporánea tendrá que admitirse. Sin embargo, me pregunto ¿habrá aún quien se atreva a sostener en serio que el pasado no es "nuestro pasado", sino que es un pasado cualquiera?

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EL DOCTOR RAFAEL ALTAMIRA. YO soy, por razón de ideas, un hombre ya casi del pasado; por lo menos debo de ser un hombre de la antigua escuela, pues en todo lo que he escrito como historiador

he tomado ante el problema la postura que hoy se da como característica de la escuela tradicional de la historia; pero además, hay una porción de notas que se presentan como representantes de esa historia con las que no estoy conforme. En primer lugar yo he pensado siempre, y lo he pensado por experiencia, que no por filosofía, que el hombre es el ser dotado de mayor número de posibilidades y posiciones y de cambios en ellas; por lo tanto, no tiene la seguridad de ser previsto ningún acto de ningún hombre, porque nadie puede saber por dónde va a salir. Pero recuerden ustedes que esta misma posición es hoy día la de los fenómenos de las ciencias físicas y naturales, porque la física moderna ya no cree que las cosas de la naturaleza han de ser eternas como hasta ahora las hemos visto. El ser naturaleza ha mostrado que es tan variable como el hombre. Pero lo que me ha preocupado principalmente en el estudio de la historia es llegar a averiguar alguna cosa con fundamento; pero también las fuentes del conocimiento histórico son fuentes que no se han agotado todavía, por lo menos en algunos casos, y nos reservan muchísimas sorpresas. Yo he creído también que la única verdad histórica es la verdad que se ha podido comprobar, pero eso no quiere decir que sea la verdad para todos los siglos de los siglos. Exactamente lo mismo pasa en las ciencias naturales; la verdad adquirida de este modo lleva una ventaja, y es que las ciencias de ese género, las ciencias de la naturaleza en general, pueden usar las hipótesis, y han cambiado la posición de muchos fenómenos de la naturaleza. El historiador no puede usar la hipótesis para nada. Lo que me ha preocupado a mí es averiguar con una serie de pruebas o fuentes que me satisfagan por el momento, la verdad que hoy puedo conocer. Pero yo me pregunto si no hay una cosa

40 humana que se estacione: lo humano es algo que se está haciendo siempre. Con la meditación y, a través de los años, con el aumento de la responsabilidad, no se cierra el espíritu a las

nuevas ideas y a los nuevos movimientos, que ese es el fundamento en el oficio histórico. Ahora, el problema de la verdad histórica plantea el problema de distinguir entre historia e interpretación. En la interpretación interviene la ideología del sujeto y su orden de los valores. Pero vuelvo a hacer la misma pregunta: ¿Hay acaso algo en que la intervención de la persona no sea ya una introducción de elementos ajenos a los hechos mismos?

La objetividad en la historia consiste en ponerse en una posición desde la cual lo mismo dé que aquellos hechos hayan existido. La objetividad consiste en que, cuando se ha estudiado una serie de hechos históricos, no se diga de ellos sino lo que se ha encontrado, no se presente sino lo que ellos están diciendo, no prefijando ningún juicio sobre su ideología.

Si llegamos al escepticismo de la imposibilidad de obtener una verdad histórica, por encima de todas las limitaciones que lleva la posibilidad de nuevas fuentes, hacemos más caso de nuestro juicio y nuestro conocimiento, lo que nosotros decimos que es nuestro conocimiento, que de la realidad tal como se ofrece en los actos mismos de la vida humana. ¿Qué diferencia fundamental hay entre un historiador y un juez en cuanto a la verdad de los hechos? El juez procura enterarse de la verdad de los hechos y sobre esta base fundarse para dar su veredicto, o su juicio, para el cual cuenta con la ley. Pero si llevamos nuestro pesimismo a la manera y crudeza que se nos pide muchas veces, nos encontramos con que no creemos en la justicia humana en el sentido de tener confianza en el juez, en el hombre que merece ser juez. Yo he sido siempre un hombre contrario a los sistemas. He dejado a mis alumnos que usen de los programas a su albedrío, pues en realidad a Roma se va por muchos caminos.

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EL LICENCIADO O'GORMAN. Quisiera tratar de concretar la discusión sobre alguno de los puntos de tal tema.

A mí me parecen bien todas las consideraciones que ha hecho el doctor Altamira: la primera estuvo de acuerdo conmigo; en otra

tocó un punto que me parece de toda consideración. La cuestión capital de la objetividad. Usted fundaba esta opinión, diciendo que lo importante era decir o narrar aquello que dicen las fuentes, los documentos, etcétera. Pero yo creo esto: que los documentos son hechos y a veces contradictorios. Entonces la cuestión de la objetividad se viene por tierra. Además, un historiador ve los documentos y escribe su historia; pero otra persona con la misma buena fe, ve esas mismas fuentes y difiere en opinión de la anterior. No sólo difieren a veces las fuentes. También difieren las interpretaciones de los hechos más comprobados. Y no sólo entre dos historiadores, sino en el mismo historiador, en dos momentos diferentes de su vida.

EL DOCTOR ALFONSO CASO tomó la palabra a continuación. Pero sus puntos de vista sobre la verdad histórica los resumió en una ponencia escrita que leyó en la 2ª sesión, y que se incluye en el lugar correspondiente. [Cf. infra.]

Tomaron además la palabra en esta sesión el doctor Isso Brante Schweide, el doctor Francisco Barnés, también el doctor Kirchkoff, el doctor Gaos y el doctor Medina.

En sus últimas etapas, la discusión empezó a centrarse en torno de las cuestiones fundamentales. Del problema de la verdad histórica, de la objetividad, y de la honestidad del historiador, se pasó al problema del concepto de la historia misma. La afirmación del doctor Caso de que el historiador es un poeta, encuentra la aquiescencia del doctor Gaos. Éste afirma que ante un hecho histórico no sólo puede haber dos interpretaciones distintas y sucesivas por parte de un historiador, sino que el hecho mismo ha cambiado, en tanto que hecho histórico, y sólo permanece igual en tanto que hecho físico: documento, monumento, etc. Con la intervención del doctor Medina se aclara la posición de los principios respectivos, que derivan de doctrinas opuestas.

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Éstas son, en definitiva, el historicismo y el cientificismo. El doctor Medina habla de las categorías que se emplean en el menester histórico y que pueden dar fijeza o solidez a los resultados que en él se obtienen.

SEGUNDA SESIÓN

Se nombró presidente de la misma al doctor Alfonso Caso. Acto seguido lee su ponencia:

NOTAS ACERCA DE LA VERDAD HISTÓRICA

1. Es indudable que el problema de la verdad, en materia histórica, no es un problema histórico, sino filosófico, es cuestión epistemológica, que queda comprendida dentro de la gran interrogación: ¿Qué es la verdad?

2. Desde un punto de vista epistemológico tendremos que plantearnos estas preguntas:

¿Puede el hombre conocer lo que pasa en su propio espíritu?¿Puede conocer lo que pasa fuera de él?La respuesta a estas dos cuestiones, es fundamental para determinar

el grado de objetividad que puede alcanzar el conocimiento histórico.3. Desde luego debemos considerar que el hombre tiene, con

relación a la verdad, tres posibilidades: acertar, errar y mentir.4. Tomemos desde luego en cuenta la última posibilidad, para

descartarla definitivamente de nuestras consideraciones, por lo que se refiere al historiador, pero no por lo que se refiere al documento que estudia. El error del historiador puede ser debido a la malicia del que redactó el documento, usando y aun abusando de la posibilidad de mentir, que el hombre posee en común con todos los seres vivos y que lees tan útil en la lucha por la existencia, para persistir y satisfacer sus necesidades sexuales y económicas (belleza

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aparente de machos en celo, mimetismos de ataque y de defensa).5. Podemos decir entonces que no nos ocuparemos sino de los

historiadores de buena fe: es decir, de aquellos que creen que lo

que afirman es verdadero; ya que los otros, los que alteran los documentos o los publican incompletos, mencionando sólo la parte que les sirve para sostener su tesis, o aparentan ignorar la existencia de documentos contrarios, no podemos decir que se equivocan, sino que mienten, y es claro que entonces no son historiadores sino falsarios o, si querernos darles un nombre menos duro y más moderno, los llamaríamos propagandistas.

6. El que haya dedicado su vida a la propaganda de una idea, que no escriba Historia. Todos estamos siempre apunto de errar; él está siempre en actitud de mentir. El problema de la objetividad de la verdad histórica se debe en gran parte a que la historia se escribe por los historiadores y también por los propagandistas, y se vuelve crítico, cuando se discute de verdad histórica entre propagandistas de distintas ideas.

7. Eliminada la posibilidad de mentir, nos quedan pues las otras dos, la de acertar y la de errar. El historiador de buena fe puede entonces captar una verdad o incurrir en un error; pero con el fin de poder fijar un criterio, para saber si el historiador acierta o se equivoca, veamos primero cuáles son las etapas en la elaboración del conocimiento histórico.

8. La primera fase en esta elaboración es la formulación del hecho histórico. Se engaña sin embargo quien crea que el historiador es puramente pasivo ante el hecho histórico. En primer lugar, no es posible actualmente un historiador universal. El historiador selecciona su campo por historiar y a priori concentra arbitrariamente el foco de su interés en un hombre, un país, una época, una cultura, un aspecto social, etc. El hecho histórico queda ya determinado entonces por el interés del historiador y no por el interés humano, que es lo que podríamos llamar objetivo,

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pues objetivamente, es decir fuera del espíritu, no hay hechos interesantes.

9. En segundo lugar el hecho histórico no es perceptible por los sentidos (si lo es, no es histórico), sino que se encuentra narrado en uno o varios documentos y generalmente la narración no es idéntica en todos ellos, y frecuentemente es contradictoria. Viene entonces un trabajo de extraordinaria importancia en el historiador. Primero tiene que hacer un análisis de las fuentes y valorarlas, para saber a cuáles puede otorgar mayor confianza. Esta estimación puede fundarse en la posibilidad de información que haya tenido el autor del documento, en su cultura, en su inteligencia para percibir el hecho, en su interés al relatarlo y, por último, o si se quiere como punto previo, en la autenticidad del documento.

Todavía una segunda parte para la fijación del hecho histórico, es la tarea a la que se dedica el historiador, de deducir las consecuencias que se derivarían de las diversas posibilidades, y comprobar si ocurrieron o no. Supongamos que se trata de determinar una fecha, entre dos que se señalan como probables y que son mencionadas en dos fuentes distintas o quizá en la misma fuente; el historiador establecerá una cronología, haciendo notar que si se admite una de esas fechas, es imposible o improbable que otro acontecimiento hubiera ocurrido en la fecha en que sabemos que ocurrió. Cuantos se han dedicado a escribir historia, saben la importancia que tienen estas deducciones que dependen de la sagacidad del historiador. Vemos entonces que, simplemente para fijar el hecho histórico, el historiador interviene de un modo definitivo con sus conocimientos, con su facultad de selección y con su sagacidad.

10. Pero supongamos que el hecho histórico ya ha sido fijado y que dentro de la probabilidad a la que está sujeto todo lo histórico, podemos considerarlo como verdadero; todavía nos falta la explicación de este hecho por sus causas (que en lo histórico prefiero llamar antecedentes); la relación de este hecho con los otros pasados, contemporáneos o posteriores; la critica ética de las condiciones que

45lo produjeron y de los hombres que lo realizaron y, por último, su

valor como antecedente capaz de explicar el proceso de un espíritu, un pueblo, una cultura, una ciencia o una técnica.

11. Supongamos que el hecho en cuestión, es la caída de Tenochtitlán en poder de Cortés el 13 de agosto de 1521, día de San Hipólito. Lo primero que hay que determinar es si fue el 13 de agosto o el 12, día de Santa Clara, que por no estar su nombre en el calendario y "tabla general del rezado" se pasó al día siguiente, como dice Torquemada. ¿Preferimos en este caso el dicho de Cortés y Bernal Díaz o el de Torquemada? Claramente se ve que tenemos que hacer un análisis de las fuentes. Supongamos que hemos admitido como más probable la fecha 13 de agosto, por ser ésta la fecha que mencionan las fuentes que nos merecen más crédito, y que se trata de explicar ahora este hecho histórico: la caída de Tenochtitlán y con ella el derrumbamiento del llamado Imperio Azteca.

¿ Cuáles fueron las causas o antecedentes que produjeron este hecho y. si son varias, en qué medida intervinieron en su producción? ¿Fue la decadencia de Motecuhzoma, aterrorizado ante los presagios, y paralizando con su terror la voluntad de su pueblo: fue la revancha de las naciones indígenas sojuzgadas, en contra del imperialismo azteca, que vieron la oportunidad de sacudir un yugo, sin medir la posibilidad de caer en otro? o bien, ¿fue la superioridad de una utilería guerrera, representada por los caballos, el hierro y la pólvora: o el genio diplomático y militar del Capitán, o el intento de Velázquez que, pretendiendo destruir a Cortés aumentó sus huestes, o como creían los cándidos cronistas, un designio divino que inexorablemente había de realizarse en el día y hora fijado desde toda la eternidad?

La importancia que se dé a cada una de estas causas, y a las fortuitas que intervienen también en todo hecho histórico, marcará la personalidad del historiador. Así el panegirista de Cortés atribuirá todo el honor y la gloria al Capitán, con disgusto de Bernal Díaz y regocijo de Gómara,

46 y otro dirá cómo la utilería europea es la causa de la victoria, y no faltará quien haga intervenir el Apóstol Santiago, montado en un caballo blanco, como causa determinante de la Conquista.

¿Cuál sería en este caso la verdad objetiva? ¿No dependerá la importancia que un historiador conceda a una causa, de la

importancia que tenga esta causa en él mismo, en su clase, en su época, en su cultura? Un hombre sórdido, que sacrifique afectos e ideales por ganancias materiales, no estará dispuesto a conceder que hubo actos generosos que fueron capaces de crear hechos históricos. Sócrates bebiendo la cicuta o Cristo muriendo en la cruz, serán para él incómodos hechos históricos, casi inexplicables. ¿Podrá un historiador liberal y burgués de nuestro siglo entender lo que representaba la limpieza de sangre en la Europa feudal? Y por entender quiero decir sentir, más que concebir. ¿Podremos los ateos entender la importancia del sentimiento religioso en las culturas asiáticas y americanas? ¿Daremos a estos antecedentes la importancia que realmente tuvieron?

12. Lo que se puede pedir al historiador no es que diga lo que realmente pasó, pues esto nadie puede afirmarlo; sino que abandonando hasta donde pueda sus propias ideas, prejuicios o intereses, procure adentrarse e identificarse con el mundo que nos revive y explica. Y será gran historiador si logra hacerlo; pero nunca podremos estar seguros de que lo ha realizado.

Quiere esto decir que la historia debe escribirla el contemporáneo del hecho que narra; la mejor historia es la crónica. El cronista tiene las mismas ideas, sentimientos y Prejuicios de la época en la que el acontecimiento sucede; pero precisamente por eso, está en una situación muy desfavorable para valorar los antecedentes de los fenómenos. Padece bajo el poder de la moda" y creerá que un bello discurso provocó una situación histórica o que las curvas estadísticas sobre los precios del carbón, el acero y el petróleo, explican por qué los jóvenes dejan sembrados sus cuerpos en los campos de batalla.

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Ni siquiera el documento privado, que no se escribió con el fin de hacer historia, es objetivo; indica solamente lo que creyó el autor del documento sobre un hecho, un hombre, una acción y hasta sobre él misino. ¿Habrá alguien que no esté más o menos atacado de bovarismo y que se conciba realmente como es? Pues

si nos engañamos con frecuencia sobre el motivo de nuestras propias acciones, ¿cómo podremos estar seguros de los motivos que tengan nuestros prójimos, sobre todo cuando nuestros prójimos son tan lejanos? La verdad histórica, volvemos a comprobarlo, es sólo probabilidad.

13. Pero todo hombre que conoce las acciones de otro, las juzga. Además del ser que sucedió (¿cómo y por qué?) está el deber ser (¿debió suceder?). Todo historiador, quiéralo o no, es un juez —como decía el doctor Altamira la otra noche—, ¿pero aplicará para juzgar una ley derogada o la ley actual? ¿Aplicará para juzgar sus prejuicios de familia, de clase, de nación, de cultura, o juzgará con los prejuicios de la época, de la clase social, de la cultura a la que pertenecía el rey, el santo o el mártir que está juzgando? ¿Alabará al que defendía la autonomía del feudo o al rey que trataba de destruir los feudos? ¿Cantará con Kipling loas al Imperio Británico, a la moda victoriana, o su juicio sereno condenará todo imperialismo a la moda 1918-1943? ¿O propugnará una nueva forma de imperialismo, a la moda de 1945?

Si es difícil ser un juez justo, cuando el acusado y el juez admiten la misma moral, cómo no seria difícil (he tachado imposible) ser justo, cuando el juez y el acusado hablan idiomas morales separados por siglos de prejuicios.

Aquí también la misión del historiador es comprender y será gran historiador si lo logra, y gran psicólogo, pero no podemos estar seguros de que lo haya conseguido.

Su obligación es creer que lo ha conseguido; pugnar por la imparcialidad, por la objetividad. No es historiador el que a sabiendas falsea el hecho; el que oscurece las pruebas; el que determinadamente cierra su espíritu para no comprender los móviles de las acciones de los otros hom-

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bres: y si es sincero, debe creer que ha acertado; pero estar convencido de que su reconstrucción es un esquema de lo que realmente sucedió. Y si digo un esquema, no es porque menosprecie la verdad histórica y la considere como algo totalmente diferente de la verdad vulgar o de la científica, sino

porque creo que toda verdad es esquemática con relación a su objeto, y lo que en la vida vulgar o en la ciencia es un esquema, por ser una falsa igualación de semejanzas con un fin utilitario, en la historia es una esquematización del hecho histórico, para hacerlo inteligible, para despertar en nuestro espíritu reacciones semejantes a las acciones que fueron sus causas. Esquematizar el hecho para entenderlo, tal es la misión del sabio y la del historiador.

14. Por último, el historiador no se conforma con explicar el hecho histórico por sus antecedentes. Su misión, como la de todo conocimiento, es servir al presente y al futuro. Él desea explicar el presente en función del pasado. Desea que los hechos que suceden todos los días queden aclarados por sus antecedentes: porque sabe que la vida que anima el cuerpo de la sociedad moderna está sostenida por el esqueleto del pasado, y que no hay un solo fenómeno social: lengua, religión, política, derecho, modas, costumbres, virtudes y crímenes, que no pueda explicarse por su historia.

¿Cómo los hechos históricos, los antecedentes históricos han influido en los hechos actuales: qué importancia han tenido las causas sociales e individuales en la producción actual del fenómeno social? Aquí también interviene la personalidad del historiador concediendo mayor o menor importancia a los factores del hecho: el medio, la raza, la guerra, la economía, la religión, los grandes hombres, el espíritu del pueblo o "la nariz de Cleopatra".

El historiador que da profundidad al presente, injertándolo en el pasado y aquel que funde el pasado y el presente en un programa para el porvenir, es el político. Es el que desea prever la trayectoria de su pueblo y modificarla de tal modo que, sin divorciarse del ser, realice el deber de ser. Es el que tendiendo la mirada sobre los hechos

49históricos, trata de descubrir en ellos causas permanentes, factores constantes, que al igual de las causas físicas, provoquen resultados siempre iguales; es en suma el que esquematizando el hecho histórico, le hace perder lo que tiene de concreto, de personal, y lo transforma en un caso particular de una ley, que volverá a

repetirse, de acuerdo con el principio de causación, cuando se repitan las mismas condiciones. Si queremos considerar que su actividad es abstracta, llamémosle sociólogo; si queremos insistir sobre su actividad concreta, llamémosle político. En uno y en otro caso, su actividad estará fundada en el principio de que causas iguales producen iguales efectos.

Sólo que en la historia, menos que en ninguna otra parte, el principio de la causación nunca se realiza; porque la causa es tan compleja, tan concreta, tan personal, que es histórica; es decir, que a menos de que admitamos la pesadilla del eterno retorno, nunca más volverá a presentarse.

V no es que yo admita que es más personal y más concreto César que una rosa. Pero la ciencia y la historia las hacemos los hombres y no las rosas, y las infinitas vicisitudes en la vida de la flor, y las complejísimas causas que motivaron el que cayera hoy y no ayer uno de sus pétalos, no nos interesan. La rosa es un objeto de ciencia, puesto que sólo vemos en ella lo general, lo abstracto, aquello precisamente que no la distingue de otros individuos de su especie; mientras que en César nos interesan sus actos y sus pensamientos y es precisamente por ser personales, es decir, diferentes, por lo que caen de un modo individual en el campo de la historia.

O lo que es lo mismo: Ciencia e Historia son dos métodos diferentes de entender la realidad. Aplicar uno u otro de estos métodos no depende del objeto mismo, sino de nuestro interés humano. Podemos si queremos hacer la historia de un guijarro, y podemos también reducir la vida de los hombres, como decía Anatole France, a esta simple frase: "nacieron, sufrieron, murieron"; pero nuestras preferencias

50 individuales serán pueriles, si no coinciden con un amplio interés humano.

Podríamos decir que si Ciencia e Historia son dos métodos diferentes para entender, usamos el método científico, cuando consideramos que los fenómenos no son interesantes individualmente; cuando lo que deseamos es encontrar en ellos

sus semejanzas y fundir éstas en la identidad de la ley, a reserva de utilizar más tarde los coeficientes de inexactitud, cuando tratamos de aplicar la ley a la realidad, que de este modo se venga de nuestro esquematismo.

En cambio, cuando lo que nos interesa en el fenómeno es precisamente su individualidad, ya sea que se trate de un hombre, de un país, de una época o de una cultura, las semejanzas que existen entre ese fenómeno y los actuales, incluyendo nuestro propio espíritu, nos sirven para entender el hecho, pues si fuera completamente sui generis, no lo entenderíamos; pero sus diferencias, de las que no podemos prescindir, nos llevan a emplear, para conocerlo, el método histórico y no el científico.

¿No hay pues en la historia una verdad objetiva, eterna, inmutable? Así formulada, es una pregunta ingenua. ¿Hay alguna verdad no formal, que sea eterna e inmutable? ¿Debemos entonces proclamar un escepticismo corrosivo y declarar que la verdad histórica no existe, sino que es relativa al historiador a tal punto que hay tantas verdades históricas como historiadores? Así concebida, la pregunta es exagerada. No, no podemos dudar seriamente que Hidalgo era cura de Dolores o que Bucareli fue virrey de Nueva España. Pero si se trata ya no del hecho histórico, sino de su explicación y valoración, que son actividades subjetivas, sería inútil pedir una objetividad absoluta.

Nos parece ahora descubrir que la historia, considerada en grandes periodos, es la realización de la lucha del hombre por alcanzar su liberación. La lucha contra sus enemigos: el hambre, el miedo, la miseria, la explotación, la tiranía, la ignorancia y el fanatismo. Es la suma de los anhelos individuales por ser, por cumplir con lo que en cada hombre hay de humano. Pero no podemos ignorar que

51durante largos siglos el hombre parece que reniega de sí mismo, que pone en manos de otros hombres su derecho a" vivir y a pensar. Creemos descubrir en la historia un sentido no trascendente al hombre, sino inmanente a su propia naturaleza. Puesto que es un ser consciente, pugna por su propio bien, por la afirmación de su personalidad, por la realización íntegra de lo que es humano; por eso lucha contra la miseria y la explotación;

contra la ignorancia y los prejuicios; contra la injusticia y la tiranía. Y éste es, quizá, el único criterio objetivo en la gran marcha histórica de la humanidad; lo que justificará, a pesar de todo, esta perturbación de la Naturaleza que llamamos: el Hombre.

EL DOCTOR JOSÉ GAOS. Resume su punto de vista, expresado en la sesión anterior, leyendo la nota siguiente:

Cada historiador, e incluso un mismo historiador en distintos momentos de su carrera, se encuentra enfrente de distintas realidades históricas, porque la realidad histórica es dependiente del historiador mismo: es lo que se expresa con la afirmación de que el hecho es construido por la interpretación misma.

Pero ni las distintas realidades históricas, ni siquiera los distintos historiadores, son tan distintos como para que entre ellos no haya unidad alguna. Entre los distintos historiadores, como en general entre los distintos hombres, ha de haber siquiera un mínimo de unidad, sin el cual sería imposible, el hecho de que se comunican y entienden, siquiera parcialmente.

La cuestión sería, pues, elaborar una teoría de la unidad y pluralidad de la realidad, incluyendo, naturalmente, 1os sujetos, capaz de explicar el doble hecho de que estos sujetos en parte coinciden y en parte discrepan. Esta teoría sería la única capaz también de hacer justicia al historicismo y a la vez de superarlo, precisando sus límites y correlativamente aquellos dentro de los cuales es posible una verdad válida para más de un sujeto.

52Pero aun cuando no hubiese posibilidad de comunicación alguna,

aun cuando se tratase de un Robinson histórico, no habría razón alguna para rebajar las exigencias de la investigación histórica, para dispensarse de investigar lo más amplia y lo más hondamente posible. También una autobiografía es tanto mejor cuanto más esconde del autor en la realidad de su propia vida con ser ésta

una realidad por su propia naturaleza sólo dada o asequible al sujeto correspondiente.

En general, la circunstancia de que una realidad no sea dada o asequible sino a un sujeto no descarga a éste de ninguna de las obligaciones que pueda tener respecto a ella. Así, estamos obligados a curarnos con arreglo a la medicina actual, aun cuando estemos convencidos de que la medicina actual no será la de dentro de un número muy pequeño de años. En este sentido, ningún escepticismo histórico parece más justificado que el escepticismo médico que habría en no querer curarse hoy so pretexto de que la unidad médica de hoy no será la de mañana.

EL DOCTOR KIRCHKOFF. El doctor Caso dijo que hay que distinguir tres tipos posibles de hombres. Me parece que también hay que distinguir varios tipos de verdad. No debernos oponernos a la idea de que hay una verdad absoluta: me parece que tanto O'Gorman como Caso se han colocado en una posición con la cual yo no estaría de acuerdo.

Se podría decir que la base de nuestra actitud hacia el universo es que hay una realidad que existe a la cual nosotros tratamos de aproximarnos; pero esta continua aproximación, por desgracia, no se realiza en línea recta sino

ando ron frecuencia un paso adelante y dos atrás. Me Parece que aquí se plantean dos problemas: por un lado, que es exactamente lo que queremos saber, qué son esos famosos hechos de que se habla; y por otro, cuál es la finalidad de lo que hacemos. El doctor Caso manifestó, al dar término a la lectura de sus notas, que con ello dejaba contestado lo dicho por mí

53 la última vez, pero yo creo que no contestó precisamente la cuestión por la relación que existe entre la historia como ciencia y la política. Por consiguiente, espero que vuelva a tratar este punto. Claro que él creyó contestarla en su ponencia, pero me parece que falta todavía aclarar este pensamiento. La primera cuestión es averiguar cuáles son los hechos que nos dio Caso y

otros que se han dado en la última sesión y que eran más o menos por el estilo.

Pienso que es una idea un poco anticuada la de que la historia humana no es comprensible sino concibiéndola como dividida en grandes etapas que tienen determinada estructura económica, estructura social, jurídica y una serie de instituciones, creencias y costumbres que corresponden a este conjunto. El punto básico en mi pensamiento frente a la historia, y los presentes saben muy bien que no soy un historiador sino un etnólogo, es que nuestra aspiración debe ser entender las tendencias históricas dentro de estas grandes agrupaciones de fenómenos, es decir, para usar un término concreto, las tendencias de desarrollo dentro de nuestra sociedad moderna, o lo mismo en otras sociedades anteriores.

Solamente concibo de esta manera el problema de la historia y la búsqueda en el fondo empieza con la verdad. Solamente de este modo podemos llegar a algo que es más que una mera serie de acontecimientos, cada uno conocido por otros hechos, por causas y efectos. Pues lo que necesitamos es encontrar, dentro de determinada característica, una relación de desarrollo. No se trata de considerar la historia como una serie interminable de acontecimientos aislados. La repetición absoluta de acontecimientos, claro es que no existe; yo creo que ya no es necesario combatir esa idea, pues me parece una idea muerta.

Existe el problema fundamental de la búsqueda de la verdad histórica. Esta búsqueda es de la verdad de grandes líneas de desarrollo, dentro de determinadas etapas del conjunto de la humanidad; no es en sí la búsqueda de la verdad acerca de un acontecimiento individual y sólo puede ser interpretada dentro de un conjunto.

54El último punto que me interesa subrayar, es que la idea de la

imparcialidad, de la objetividad, es también un punto que la historia y el pensamiento han ganado hace mucho tiempo. Me parece que se ha presentado una idea que, para mí, es bastante peligrosa. Se afirma que cualquier historiador parcial representa las ideas, la tradición, etc.; pero esta idea se ha formulado de tal manera que de hecho parece que el individuo historiador está frente al

acontecimiento, frente a la época histórica. De hecho, el historiador es simplemente el exponente de un grupo social. Toda esta cuestión de si un historiador puede ver la misma realidad, en diferentes momentos de su historia individual, de dos maneras distintas, es simplemente el reflejo de que el historiador vive dentro de un mundo en continua pugna.

EL DOCTOR RAMÓN IGLESIA lee su ponencia sobre:

EL ESTADO ACTUAL DE LOS ESTUDIOS HISTÓRICOSCurioso fenómeno el que presenciamos en nuestros días: se

ha puesto en tela de juicio todo, absolutamente todo: creencias religiosas y políticas, sistemas económicos, formas de cultura. Y los únicos que parecen reacios a darse cuenta de que existe la crisis son los más directamente obligados a relatarnos cómo la crisis se produce: los historiadores, que insisten en ser los últimos en enterarse.

El historiador sigue viviendo hoy, en la mayoría de los casos, en un brave, new world, sin darse cuenta de que son muy pocos los que comparten su optimismo. Basta con hojear las páginas de cualquier libro o de cualquier revista dedicados a estudiar temas históricos para que podamos percibir en el acto el estado de euforia en que sus autores se encuentran: a cada momento tropezamos con alusiones a la maravillosa perfección que estos estudios han alcanzado en nuestros días, a la exactitud y minucia de sus técnicas, a la seguridad de los métodos empleados, acompañado todo ello por un desdén más o menos piadoso hacia los autores de otras épocas, que tuvieron la

55 desgracia de vivir cuando los estudios históricos no habían

alcanzado dignidad, plenitud y madurez científicas, cuando se partía de meras conjeturas en lugar de las sólidas aportaciones documentales de hoy, cuando la historia era una forma literaria y sus autores manifestaban tendencias peligrosamente subjetivas en la elección y el tratamiento de sus temas y en la preocupación por el agrado o desagrado que pudieran producirles a sus lectores.

El historiador de hoy se cree culminación de un desarrollo que no nos explica bien cómo se ha producido. Porque lo cierto es que siempre tiene que apelar a sus tristes predecesores que vivían en unas tinieblas de las que él parece haber salido en la primera mitad del siglo XIX en los países más "adelantados", y de las que se esfuerza por salir, penosamente, en todas partes. Pone así a la historia, de un plumazo, entre las ciencias positivas y las técnicas que se supone están en continuo progreso y mejoramiento. La aparta con horror de otras formas de cultura que le habían sido siempre afines: la filosofía, la literatura y las bellas artes, en las que no es posible aplicar esta noción de progreso rectilíneo, y nos da con todo esto una visión totalmente deformada de la historiografía.

En vez de aceptar que cada época humana, que cada país y cada grupo han tenido su historia propia, inspirada por el deseo de ver el pasado desde la perspectiva de un determinado presente, la nivela y unifica, la reduce por entero a la condición de fuente, de materia prima, a la que se acude en busca de datos, de hechos, como él dice, para elaborar las tan decantadas producciones de la historia científica que anulan, cuando son suficientemente sólidas y documentadas, todo lo que las ha precedido.

Los calificativos que la historia científica al uso emplea cuando elogia o cuando censura, no pueden ser más elocuentes: un trabajo valioso, según ella, es siempre sólido, serio, bien documentado, imparcial, y, en el mejor de los casos, exhaustivo, definitivo; un trabajo malo es superficial, tendencioso, subjetivo, impreciso. Se nota aquí ya la actitud que propende a separar lo más posible la historia

56 de la vida, como si en la proximidad de ambas no estuviera la

razón misma de ser de la historia, con todos los peligros que ella supone, E! ideal del nuevo historiador -que no es tan nuevo, después de todo— consiste en no existir, en dejar, según el pretende, que los hechos hablen por sí sólos. Y lo más estupendo es que al sentar este enorme prejuicio dice que está libre de

prejuicios. Que el historiador que no se resigna a esta pasividad de copista es parcial y anticientífico.

Este deseo obsesivo y vano de escribir la historia sin tocar a los hechos —que el científico identifica de modo igualmente arbitrario con los documentos que los relatan— le lleva a insistir cada vez más en lo accesorio, en lo instrumental. Llenas están las revistas especializadas de unas reseñas en las que el valor de un libro de historia se hace depender de la cantidad de autores citados, de la abundancia de notas y bibliografías, de la profusión de índices analíticos. Lo que ya no encontramos con tanta frecuencia es un juicio sobre el contenido mismo del libro, sobre las ideas que en él se encierran, sobre cuál es la índole de su mensaje, de su aportación para nosotros.

Y es que el historiador positivista pretende que todos los temas merecen el mismo interés, son dignos de idéntica dedicación. Reprocha a los antiguos que se fijaron de preferencia en los momentos de crisis, en las guerras y revoluciones y, sobre todo, en las grandes figuras históricas. Sigue diciendo eso en los momentos en que un puñado de bandidos audaces trae de cabeza a la humanidad entra. El historiador científico, metido en su oscuro rincón, que considera torre de marfil, amontona datos y más datos, esperando a que pase el temporal para luego poder estudiarlo en forma serena, objetiva y desinteresada. Para lo cual tendrá que acudir, una vez más, a los que estuvieron anotados por la tormenta, que serán su materia prima, sus fuentes.

Todo esto es sumamente grave, porque mete a la historia por una vía muerta. El historiador científico no dice nunca, claro está, que él renuncia a la elaboración, la interpretación

57y la síntesis; pero sí dice siempre que todo eso vendrá más tarde, cuando las actuales generaciones hayan reunido los materiales suficientes. No se da cuenta de que con su criterio microscópico se desarrollan en él, de modo inevitable, una timidez y una inercia mental que a duras penas prepararán el terreno para ninguna síntesis futura; de que su estudio se desenfoca cada vez

más, y se limita a aportar una multitud de menudencias que sólo servirán de estorbo para quien desee trazar grandes líneas y quiera darnos algo más sustancioso que estos pobres y áridos resultados de la historia científica que nadie lee, salvo quienes tienen la obligación de hacerlo por razón de su oficio.

Esta tendencia actual de los estudios históricos no sólo ha dejado a la historia erudita sin lectores, lo cual al historiador profesional le trae sin cuidado, pues lo considera un mérito más de su disciplina, que le acerca a los conocimientos científicos especializados innaccesibles para el profano, sino que fatalmente produce una selección al revés en los centros de enseñanza superior e investigación. En ellos se prefiere a los muchachos más dóciles, más apocados, menos inquietos intelectualmente, para que lo antes posible se dediquen a reunir ficheros impresionantes sobre temas minúsculos. Con ello se quedan los seminarios de historia sin los jóvenes más valiosos, que orientarán su curiosidad y sus actividades hacia otros campos en los que puedan lograr mayor estímulo y salida. ¡Como si la historia no debiera ser el tema más apasionante para una persona de alta calidad espiritual!

El historiador científico tiene un orgullo ingenuo, el orgullo de su perspectiva y su estimativa defectuosas. Es el enano encaramado en hombros del gigante, que si descubre algún error, por pequeño que sea, en cualquier historiador que le haya precedido, cree haberlo superado definitivamente. Todos sabemos del gran desdén con que se viene hablando de un Agustín Thierry, de un Michelet, de un Carlyle, de un Macaulay, de todos los que sintieron y vivieron la historia como algo entrañable. De aquí

58 que una época que lo ha historiado todo esté apenas iniciando

los estudios de historia de la historia. Lo peor es que se inicien bajo el signo positivista, con lo que ya tenemos algunos repertorios valiosos; pero que no pasan de ser repertorios, en los que brilla por su ausencia en la mayoría de los casos la comprensión profunda del sentido de las obras estudiadas.

No es fácil que un historiógrafo positivista pueda estar dotado de esta comprensión, porque le faltan las bases mismas indispensables para el enfoque del problema; mientras la historia no vuelva a ocupar su rango de estudio humanístico, y el historiador se ponga de espaldas a la filosofía, a la literatura y. lo que es peor aún, a la vida, mal podrá elaborarse una historiografía decorosa. Insisto tanto en la historiografía y no en la teoría de la historia o historiología, como la ha denominado Ortega y Gasset, porque creo que todo conocimiento histórico ha de ser esencialmente descriptivo. En el propio Ortega, que tantas cosas interesantes ha dicho sobre estas cuestiones, no acabamos de ver bien ese sistema de la historia de que con tanta insistencia viene habiéndonos. Si ha de haber sistema, tiene que haber primero estudio historiográfico a fondo, como no puede haber teoría de la literatura o del arte sin poetas y novelistas, sin pintores y músicos y arquitectos. El historiador digno de tal nombre tendrá que ser. como ellos, un creador. De aquí que en la génesis de su obra nos encontremos muchas veces con elementos que no se dejan expresar con facilidad en términos racionales, que son inefables. En los seminarios de historia, como en las escuelas de bellas artes y en los tratados de preceptiva, sólo sabe enseñar lo más externo y rudimentario de la técnica: pero nunca podrá salir de ellos un historiador si el alumno no lleva en sí la semilla El historiador nace, no se hace. Siempre recuerdo a este respecto la vieja anécdota española del caminante que llega a la posada y pregunta qué hay de comer. "Señor, lo que Ud. traiga", le responden.

Si el recién llegado no tiene madera de ratón de biblioteca, es seguro que se desanimará si le inculcan la idea

59 de que todas las enseñanzas instrumentales que recibe en el

seminario son la última palabra y no el comienzo de la labor histórica. No sé cómo no han visto los flamantes historiadores científicos que los grandes libros de historia han sido escritos por gentes que no pasaron por seminarios de investigación. Incluso los más recientes no cumplen con sus requisitos, pues El Otoño de

la Edad Media está hecho a base de unos pocos cronistas; pero, ¡cómo hablan en manos de Huizinga!

He aquí otro problema que no se comprende cómo ha escapado a la atención de los historiadores científicos, tan acuciosa en otros terrenos: el de que los documentos no hablan por sí solos, como ellos pretenden, en forma única, sino que sus lenguas son múltiples, según las personas que los manejan. Querer estudiar la historiografía y no aceptar e1 hecho de que es un continuo cambio de perspectiva, de que hay siempre una forma de visión que se les impone a los hechos estudiados, es marchar en el vacío. ¿Cómo se puede pensar que es un simple problema de documentación la simpatía o repulsión que unas épocas sienten hacia otras? Si se nos dice que el desdén por la Edad Media se debió a un conocimiento insuficiente, subsanado más tarde —aun suponiendo que ese interés posterior por la Edad Media no estuviera en sí mismo condicionado ya por la repulsión hacia el XVIII que sintieron los románticos—, ¿es que puede decirse lo mismo de las actitudes hacia el Renacimiento o la Revolución Francesa? No creo que nadie pueda mantener en serio que la estima o la repulsión dependen de falta o sobra de monografías.

Aterra pensar en lo tosco de la crítica historiográfica, cuando se la compara con lo que han hecho la crítica literaria y la historia del arte. Y es que la historiografía actual está empeñada en una tarea vana: en llegar a unos resultados inconmovibles, sólidos, inmutables, cuando la historia es toda cambio, devenir. ¿Cómo puede pretenderse alcanzar lo inconmovible y lo inmutable en la historia? ¿Por qué no se ha de preferir lo flexible a lo sólido, lo problemático a lo definitivo?

60En la busca frenética de lo sólido y lo definitivo se ha dado de

lado a aspectos que en la historia son esenciales. ¿ Qué historiador científico, por ejemplo, ha producido una biografía que valga la pena? ¿Cómo se puede trazar la semblanza de un personaje aplicando sus métodos? Ah, se me dirá, es que el individuo es algo anecdótico, pasajero y nosotros buscamos terreno más firme. Véase, si no, el auge que ha tenido entre los

científicos, la historia de las instituciones. como si las instituciones no las crearan los hombres, determinados hombres, éste y aquél y el de más allá.

El historiador imita en todo momento las pautas que toma de una ciencia física caducada, que pretendía poder repetir un experimento tantas veces como quisiera, dadas determinadas condiciones. Esa regularidad buscaba el científico —y el historiador que suspira por parecerse a él. Eso es precisamente lo que no se produce en los hechos humanos: y si se produce, es en zonas que no interesan a la historia. No tiene categoría histórica el que yo tome todos los días el desayuno de la misma manera. Sí la tiene —para mí, por lo menos— el haber tomado parte en la guerra de España, y la tendría para los demás el que yo fuera capaz de dar un relato de mis experiencias en ella, experiencias personales, pero que la calidad del relato debería realzar a un plano superior.

Lo malo es que hoy no es fácil hacer esto. Hemos perdido espontaneidad, hemos perdido el sentido de ver las cosas de frente y la capacidad de relatarlas. Felices los tiempos en que un Bernal Díaz podía contarnos lo que había visto, lo que había vivido, sin pensar en notas ni bibliografías. Y sin ir tan lejos, los tiempos en que un historiador como Macaulay encontraba inspiración en las novelas de Walter Scott. Novelas que para mí son más verdaderas que las sólidas monografías de muchos colegas, porque su poder de evocación es infinitamente mayor, porque nos presentan la historia como arte. De aquí que considere funesta la prédica contra y la rebusca entre los presuntos

61 historiadores de los más rígidos y los menos inquietos

espiritualmente. Dichoso el que de joven se pierde y se desorienta en sus lecturas y no aspira tan sólo a una prematura especialización, para llegar lo antes posible a unos resultados que han de ser forzosamente deleznables.

Se le quiere dar a la producción histórica un ritmo continuo, de trabajo en la cadena, que es imposible de lograr. No todas las

épocas ni todos los lugares son igualmente aptos para ella, como no lo son para la producción artística o literaria o filosófica. No son malas las catástrofes, las guerras y revoluciones, anatematizadas por los científicos como destructoras de documentos, sino todo lo contrario, pues ponen al descubierto muchos aspectos del ser humano y despiertan o aguzan su conciencia histórica. Que lo digan, si no, desde Herodoto y San Agustín, hasta los corresponsales de nuestros días.

He aquí otra deformación curiosa de los positivistas, el que estos hechos básicos de la historia, estos momentos de viraje de pueblos y culturas, se despacharan con el nombre de historia externa, como algo superficial y episódico. Que nos demuestren a nosotros que la guerra de España y su prolongación por todo el mundo son historia externa. Por si no estuviera aún suficientemente claro, vemos aquí que la idea de la historia de los positivistas es una concepción entre otras muchas, y cine nada tiene de única. Es reflejo de una época racionalista, liberal, laica, antimilitarista, progresista, que creía haber encarrilado a la humanidad de modo definitivo por la vía ascendente de los conocimientos científicos y técnicos.

Estas ideas, como todas las ideas cuando se arraigan bien, se convirtieron en creencias, en algo entrañable, que se da por supuesto y que no se discute. Así el historiador científico de hoy nos considera a quienes no compartimos su actitud como elementos disolventes, poco serios y a los que no se puede tomar demasiado en cuenta. Habría que recordarle, con palabras de Croce, que el ideal progresista, mecánico más que científico, de la imitación de las ciencias culturales, en lugar de ser la perfección para los estudios

62 históricos, es una de las muchas deformaciones que han sufrido

en su trayectoria. En realidad se trata, añadiríamos nosotros, de algo inevitable y justificado en el momento en que se produjo. Frente a un tipo de producción histórica excesivamente declamatorio y arbitrario, estaba bien hace unas décadas la apelación al documento y a la erudición a palo seco: pero bastante hemos insistido ya en el trabajo preparatorio. Tanto, que se nos ha olvidado que es preparatorio.

He aquí la raíz de nuestra oposición a los historiadores científicos. Ninguno de los que no compartimos su actitud preconizamos, naturalmente, la vuelta a una historiografía desenfadada y arbitraria, de tipo declamatorio, que se nos señala como especialmente peligrosa, en estos países de la América española, en que las gentes son más ricas en imaginación que en paciencia. No se trata para nada de renunciar a la corrección en las labores previas del manejo de los materiales. Lo que se trata es de romper el fetichismo del documento inédito y de afirmar que su busca y publicación es la tarea más elevada del historiador. ¿Para qué publicar, después de todo, documentos, si sólo los inéditos tienen interés?

Lo que hay que predicar con insistencia es que el documento no es nada en sí, que tiene que ir acompañado por una actitud tensa por parte del historiador, que la interpretación, la selección, la elaboración, el punto de vista no son sus pecados, sino sus virtudes. Y aceptar de una buena vez que la verdad histórica no es una sino múltiple, según los lugares y las épocas, lo cual podrá darnos algún día una historiografía, rica, multiforme, como lo son las historias de la filosofía, la literatura y el arte. ¿Se nos ocurriría indignarnos con un poeta o con un filósofo porque nos dan una visión parcial de la realidad, su visión? ¿ Por qué el historiador ha de ser de distinta naturaleza que ellos? Lo que importa es que su visión, forzosamente parcial, de la realidad, sea intensa y rica, pues es la única forma en que podrá tener sentido amplio y humano. Todo lo demás es un triste esfuerzo por lograr la objetividad del

63directorio de teléfonos. Y si en los pueblos de América española

los jóvenes son más ricos de imaginación que en otros lugares, lo que tenemos que hacer los dedicados a la enseñanza de la historia es encauzar y controlar debidamente esa imaginación: pero de ningún modo pretender suprimirla. Se puede canalizar un torrente; pero nunca dará agua un cauce seco.

TERCERA SESIÓN

La preside también el doctor ALFONSO CASO.

EL DOCTOR GAOS. Hace un resumen no tanto de los puntos a que se había llegado en las sesiones anteriores, cuanto de algunos que quedaron pendientes en discusión. Uno de ellos se refiere al problema de las categorías históricas. El concepto con que se organiza la sucesión y concatenación de hechos históricos, es una noción categorial. Por ejemplo, puede ser entendida como categoría causal. En el debate de este tema participa con el doctor Gaos el doctor Medina. Con ello se reanuda la discusión de temas ya planteados en la primera sesión: temas de metodología y de filosofía de la historia. Se trata de encontrar los matices de diferencia entre el historicismo y el relativismo, en relación con la posibilidad y el sentido de la verdad histórica.

Conexo a este problema está el del método: el del cri terio histórico, el de la manera de valuar el documento histórico y de operar con él. En realidad, este punto fue el que originó el debate entero, el que suscitó la idea misma de celebrar estas reuniones, pues había desde el principio manifiesta discrepancia. Hay quienes conciben el menester histórico como acumulación de documentos, o de papeletas referentes a ellos, y consideran la validez científica de la historia como algo suficientemente apoyado en el vigor de esas averiguaciones y anotaciones. La inclusión de una idea —idea personal— en el relato historiográfico,

64parece entonces perturbar la objetividad y la validez científica del

trabajo. Hay, en el extremo opuesto, quienes consideran el documento como simple punto de referencia vital que hace el historiador desde su presente hacia el pasado. El valor del documento está pues en relación con la idea filosófica —explícita o implícita— de la verdad histórica. Sobre estas cuestiones tomaron

la palabra, además el doctor Caso, el doctor Kirchkoff, el licenciado O'Gorman, el señor Arnáiz y Freg, el doctor Isso Brante Schweide, el señor Justino Fernández y algunos estudiantes.

65

2. JOSÉ GAOS/NOTAS SOBRE LA HISTORIOGRAFÍA (1960)**

1. LA PALABRA "historia" tiene en español dos sentidos. En una frase como "la historia es un proceso milenario", la palabra "historia" designa la realidad histórica. En una frase como "la

** Texto tomado de Historia Mexicana, vol. IX, núm. 4, abril-junio de 1960. pp. 481-508.

historia se funda en la tradición oral, los documentos y los monumentos'', la misma palabra designa el género literario o la ciencia que tiene por objeto la realidad histórica. A fin de distinguir ambos sentidos se puede reservar la palabra "historia" para designar la realidad histórica y emplear la palabra "Historiografía" para designar el género literario o la ciencia que tiene por objeto la realidad histórica. Los adjetivos "histórico" e "historiográfico" se emplearán, como consecuencia, en los sentidos correspondientes. Para designar la realidad histórica con la mayor generalidad posible resulta, sin embargo, preferible emplear la expresión "lo histórico", en lugar de la expresión "la historia": esta última expresión designa más bien exclusivamente la realidad histórica tomada en su integridad; la expresión "lo histórico" puede aplicarse igualmente bien, en cambio, ya a la realidad histórica tomada en su integridad, ya a una parte cualquiera de esta realidad. Lo mismo resulta, mutatis mutandis, con las expresiones "la Historiografía" y "lo historiográfico".

2. Así como lo histórico es objeto de la Historiografía, ésta es a su vez una realidad que puede ser objeto de un estudio científico tomando este término, "científico", en el sentido más amplio posible. Así, la Historiografía es ella misma una realidad histórica: es, por tanto, posible, y

66existe efectivamente, una Historiografía de la Historiografía.

También es posible y existe efectivamente una ciencia "teórica" de la Historiografía, para designar la cual resulta preferible el nombre "Filosofía de la Historiografía", ya que este nombre puede abarcar así el estudio científico, en sentido estricto, como el estudio filosófico de la Historiografía, mejor que el nombre "Ciencia de la Historiografía".

3. La Historiografía de la Historiografía es la base de la filosofía de la Historiografía: no se puede, evidentemente, filosofar sobre la Historiografía sin conocer ésta de la manera más completa posible en su realidad histórica misma; ahora bien, el conocimiento más completo posible de esta realidad lo da la Historiografía de la Historiografía.

4. La Filosofía de cualquier ciencia, y de cualquier género literario, se encuentra conducida a estudiar el objeto de la ciencia, o del género literario, de que se trate. La Filosofía de la Historiografía se encuentra conducida, pues, a estudiar el objeto de la Historiografía, lo histórico, el conocimiento del cual empieza por proporcionarlo la Historiografía misma: el estudio filosófico de lo histórico es la Filosofía de la Historia: la Filosofía de la Historiografía se encuentra conducida, en conclusión, a abarcar una Filosofía de la Historia.

5. Una última complicación es la acarreada por el hecho de que la Historiografía de la Historiografía, la Filosofía dela Historiografía y la Filosofía de la Historia son ellas mismas realidades históricas de las que, por tanto, son posibles y existen efectivamente a su vez Historiografías y Filosofías.

6. Por fortuna, este proceso no puede continuar, como hace ver el siguiente dispositivo:

Historiografía: los historiadores, por ejemplo, griegos: género I.Historiografía de la Historiografía: un libro sobre los historiadores,

por ejemplo, el de Shotwell sobre los historiadores griegos: género II.

67Historiografía de la Historiografía de la Historiografía: por ejemplo,

una bibliografía de libros del género II: género III.Pero una bibliografía de bibliografía del género III sería del

mismo género bibliográfico.Historia e Historiografía: género I.

Filosofía de la Historiografía y de la Historia: por ejemplo, el capítulo y de El Ser y el Tiempo de Heidegger: género II. De este género son estas notas.

Historiografía de la Filosofía de la Historiografía y de la Historia: por ejemplo, J. Thyssen, Geschichte der Geschichtsphilosophie: género III.

Una Filosofía de la Filosofía del género II sería parte de la Filosofía de la Filosofía: género III, pero este género es sumo.

Y una Historiografía de la Filosofía de la Filosofía es la parte correspondiente de la Historiografía de la Filosofía.

Una Historiografía de la Historiografía del género III podría ser una bibliografía de libros de este género y ser un género IV, pero una bibliografía de bibliografía de este género sería del mismo género bibliográfico.

Y una Filosofía de la Historiografía de cualquier género superior al I sería del género II.

7. La expresión "Historia Natural" se usa corrientemente en un sentido ambiguo entre los dos sentidos que con arreglo a las distinciones hechas pudieran distinguirse, a su vez, hablando de "historia natural" y de "Historiografía Natural". En el sentido de "Historiografía Natural" se entiende corrientemente por "Historia Natural" el estudio, no sólo del origen y evolución del universo físico, del sistema solar, de la Tierra, de los vegetales y animales y el origen del hombre, sino también de los distintos grupos de rocas y minerales, vegetales y animales y de las distintas razas humanas. En el sentido de "historia natural" se entiende corrientemente por "Historia Natural" estos orígenes, evoluciones y grupos mismos. Pero por "Historia Natural" en el sentido de "historia natural" debiera entenderse exclusivamente los orígenes y evoluciones, no los grupos, ya que

68propiamente históricos lo son sólo los orígenes y evoluciones, no los grupos tomados como constituidos; y por esta misma Tazón, por "historia natural" en el sentido de "Historiografía Natural" debiera entenderse exclusivamente el estudio de los orígenes y evoluciones, no de los grupos. Los orígenes y evoluciones que

se acaba de mentar pueden llamarse, para abreviar, "la evolución natural".8. De la "Historia Natural", en todos sentidos, se distingue

corrientemente la "historia", a secas, en el doble sentido de la historia humana y de la Historiografía de esta historia. El mantenimiento de esta distinción dependerá de que la historia humana se distingue en realidad suficientemente de la evolución natural; y el mantenimiento de la denominación "Historia Natural" en los dos sentidos, de "historia natural" e "Historiografía Natural", de que la distinción entre la historia humana y la evolución natural no consista en que esta evolución no sea histórica en ningún sentido propiamente tal. En adelante se entenderá por "historia" e "Historiografía" a secas la historia humana y la Historiografía de esta historia, respectivamente.

La historia de la Historiografía puede resumirse diciendo que la Historiografía ha acabado por venir, en la actualidad, a ser o pretender ser una ciencia —en lugar de un simple género literario— de la historia universal —en lugar de "sucesos particulares"— de la cultura —en lugar de sólo uno de los "sectores de la cultura", a saber, el político, diplomático y bélico. Pero esto es verdad mucho más de la colectividad de los historiadores que del historiador individual. Al aumentar inmensamente el volumen de la Historiografía, apenas hay historiador que por sí solo pueda abarcarlo, y se ven crecientemente reducidos a las monografías los historiadores, pero al menos tienen éstos la conciencia y la voluntad de cooperar a la grande y única Historiografía de la cultura universal. La situación tiene, sin embargo, una grave consecuencia para los historiadores mismos y para el público: la pérdida de la visión de conjunto de la historia humana y de las enseñanzas insustituibles de una visión tal, justa y paradójicamente en el momento

69 en que el conjunto, se divisa como tal en forma concluyente.10. La realidad, histórica, de la Historiografía la integran ante

todo las obras historiográficas, tomada la palabra "obras" en el sentido más amplio que pueda tener dentro de la expresión

subrayada. Estas obras, como todas las de la misma índole, a saber, todas aquellas que tienen su expresión en la palabra escrita, son cuerpos de proposiciones en ciertas relaciones. Estas proposiciones, en sus relaciones, son las últimas unidades integrantes de la Historiografía; las obras historiográficas mismas son unidades de orden superior. Unas y otras unidades son las realidades integrantes de la realidad total de la Historiografía que resultan susceptibles de un estudio más directo y riguroso y por las cuales debe iniciarse el estudio de la realidad total de la Historiografía.

11 . Las unidades últimas de la Historiografía, las proposiciones integrantes de las obras historiográficas, son unidades últimas de expresión verbal escrita; las obras historiográficas, unidades de expresión verbal escrita de orden superior. El estudio de unas y otras debe empezar por aplicarles un esquema para el estudio de cualquier expresión, de la expresión en general.

12. "Expresión es, propiamente, la peculiar relación existente entre algo "expresivo" y lo "expresado" por ello. Lo expresivo está destinado a la "comprensión" por parte de un ser capaz de ésta, ser al que se puede llamar, para abreviar, el "comprensivo". Lo expresivo está destinado esencialmente a esta comprensión, aunque accidentalmente pueda no haber ser "comprensivo" alguno.

13. Expresivos son por excelencia ciertos movimientos de los animales superiores y del hombre, y más por excelencia aún la palabra oral y escrita. Lo expresado por los "movimientos expresivos" del hombre y de los animales superiores se dice habitualmente que son "movimientos o estados psíquicos". Estos mismos seres, el hombre y los animales superiores, son los seres comprensivos también por excelencia. Pero como, por una parte, lo expresado

70 por lo expresivo por excelencia son movimientos o estados

psíquicos del hombre y de los animales superiores y, por otra

parte, comprensivos por excelencia son estos mismos seres, resulta que lo expresivo es un instrumento u órgano de la convivencia de estos seres y que lo expresado son, en realidad, las situaciones en que se concreta esta convivencia. Un grito, humano o animal, es algo que no tiene sentido sino en medio de un complejo de relaciones reales o posibles entre hombres, animales, u hombres y animales.

14. A la palabra oral le corresponde una expresión doble: designa un objeto y significa un movimiento o estado del sujeto; un grito animal, en cambio, significa un movimiento o estado psíquico del animal, pero no designa ningún objeto. A la palabra escrita le corresponde la misma dualidad: signos como los de interrogación o admiración sir ven para significar el movimiento o estado de curiosidad o de duda, de admiración o de sorpresa con que el sujeto escribe significando, además, el objeto que sea. Simplemente, los medios de que para significar dispone la palabra escrita son más limitados que aquellos de que dispone la oral.

15. El hombre que habla se encuentra en una situación concreta de convivencia con los demás hombres. No importa que éstos no se hallen presentes en la inmediación espacial del que habla, ni que éste no los conozca personalmente: el escritor escribe esencialmente para un público más o menos definido, aunque sólo fuese él mismo desdoblado en público de sí propio; el escritor escribe frecuentemente para la posteridad. La situación estará, pues, integrada por el que habla y los que comprenden o pueden comprender lo que dice, uno y otros con toda su vida y personalidad, la del primero significada a los segundos, y por el objeto designado por aquél a éstos; y esta situación será lo expresado, en total, por la palabra expresiva.

16. En la Historiografía, lo expresivo son las proposiciones que integran las obras historiográficas y éstas mismas; lo expresado es lo histórico, pero con arreglo a lo dicho

71

esto abarcará no sólo el objeto designado, los llamados habitualmente "hechos históricos" sino también el movimiento o estado del historiador significado por las proposiciones y las obras

escritas; y el comprensivo es el público para el que escriba el historiador. En suma, la Historiografía es expresiva de la situación integrada por el historiador y su público y por lo histórico designado por aquél a éste.

17. La tradicional Filosofía de la Historiografía sienta como primer imperativo de la Historiografía o del historiador el de que éste debe proceder a su obra con una "objetividad" absoluta, o lo que es lo mismo, que no debe proceder a su obra con prejuicios ni ideas preconcebidas ni mucho menos con simpatías y antipatías. Este imperativo supone, por un lado, que existen objetos puros, esto es, puros de todo ingrediente oriundo de los sujetos y, por otro lado, que es posible que los sujetos se despojen de buena parte de su subjetividad, si no es que de toda. Ambos supuestos son, desde luego, imposibles, pero aunque fuesen posibles, no serían deseables.

18. No existen ni pueden existir objetos absolutamente puros de todo ingrediente oriundo de los sujetos. Todos los objetos habidos y por haber se reducen a las clases de los objetos físicos fenoménicos —por ejemplo, nuestros cuerpos y estos muebles tales como los percibimos—, los objetos físicos metafenoménicos —los átomos constitutivos de nuestros cuerpos y de estos muebles en su verdadera realidad física—, los objetos psíquicos —nuestros "hechos de conciencia"—, los objetos metafísicos —que además de poder abarcar los objetos físicos metafenoménicos, son más propiamente las almas, los espíritus puros, Dios— y los objetos ideales y los valores —como son los objetos estudiados por las Matemáticas y las cualidades buenas o malas, feas o bellas y otras análogas de los objetos físicos fenoménicos, de los objetos psíquicos y, en parte, de los objetos metafísicos y, quizá, de los objetos ideales. Ahora bien, todas estas clases de objetos están en tales relaciones con los sujetos que es un problema, por lo menos, el de

72

los límites entre la objetividad de los objetos y la subjetividad de los sujetos: los objetos psíquicos son lo que constituye esta misma subjetividad; los objetos físicos fenoménicos son fenómenos en la conciencia de los sujetos; los objetos ideales y los valores pudieran

no ser sino productos o creaciones de esta conciencia; y lo mismo los objetos físicos metafenoménicos y los objetos metafísicos en general, los que, en todo caso, ni siquiera son objetos para nosotros sino por medio de peculiares operaciones subjetivas de pensamiento e imaginación, si no es que también de sentimiento y hasta de acción. Lo histórico es complejo de todas las clases de objetos. A lo específico de la subjetividad del complejo se refieren las ulteriores notas 45 y 56 a 64.

19. Tampoco los sujetos pueden despojarse de su subjetividad hasta donde pretende que se despojen el imperativo mencionado: sin la idea preconcebida de su tema, por lo menos, el historiador no puede proceder a nada; en realidad, sin otras muchas ideas preconcebidas no puede proceder a su obra en la forma debida. Pero incluso es posible, por lo menos, que sin una previa y grande simpatía por su tema no fuese capaz de comprender de veras nada de él. Esta última posibilidad basta para hacer vislumbrar, siquiera, que aunque el mencionado imperativo fuese practicable, muy bien pudiera ser que el practicarlo no fuese deseable.

20. El mencionado imperativo es la pura y simple manifestación de una doble ignorancia, más o menos inconsciente, más o menos involuntaria: la ignorancia, en general, de las relaciones entre los objetos y los sujetos, en definitiva, puesto que la ignorancia de la imposibilidad de despojarse de la subjetividad hasta donde el imperativo lo pretende se reduce a la ignorancia del hecho de que los sujetos están constituidos por los objetos psíquicos, de suerte que el despojarse de éstos sería pura y simplemente el suicidio del sujeto; y, en particular, la ignorancia de las relaciones expuestas entre lo expresivo y las situaciones, que no son sino un caso particular y sumamente complejo de las relaciones entre las distintas clases de objetos.

7321. El mencionado imperativo es en realidad una formulación

errónea de otro imperativo, éste sí certero y fundado: el historiador debe proceder a su obra con la conciencia más cabal posible de sus indispensables ideas preconcebidas y prejuicios, simpatías y antipatías, y con la voluntad más resuelta

de cambiarlas por aquellas otras que el curso de sus trabajos le muestre deber preferir —sin esperar lograr cumplidamente ni aquella conciencia ni este cambio, no sólo por no haberlo logrado de hecho ningún historiador, sino por ser, con gran probabilidad, esencialmente imposible lograrlo.

22. Como las proposiciones en general, las historiográficas pueden dividirse en un sujeto y un predicado. Así el uno como el otro pueden tener una designación más sustantiva o más activa, por ejemplo, "Clavijero es el historiador mexicano más importante del siglo XVIII: el sujeto, "Clavijero", y el predicado, con su forma verbal, "es", son, respectivamente, un sustantivo, que es un nombre propio, y el verbo sustantivo: "introducir la filosofía moderna en la Nueva España originó una serie de conflictos": el infinitivo "introducir" sustantiva un proceso, del que se predica casualmente otro proceso. Sujetos y predicados de las proposiciones historiográficas mientan conjuntamente lo histórico. La índole de esto, a que se refieren las notas inmediatas, tendería a hacer que las proposiciones historiográficas fuesen lo más exclusivamente activas posible; sin embargo, un mínimo de elementos sustantivos resulta indispensable en ellas, sea por la naturaleza de las cosas en general, sea por la naturaleza peculiar del pensamiento humano —reflejada en el lenguaje que lo expresa—, que no podría proceder sino sustantivando en alguna medida incluso aquellos de sus objetos que no serían de suyo "sustancias".

23. Lo histórico es el objeto de la Historiografía. Lo histórico es lo histórico natural y lo histórico humano. Uno y otro tienen ciertas notas en común, que son lo que ha hecho que se haya dado a lo uno y lo otro el calificativo "histórico". Histórico parece ser, ante todo, lo pasado,

74 pero una consideración sumaria basta para percatarse de que el

historiador de lo natural o de lo humano no puede tomar por objeto lo pasado sin tomarlo en relación con lo presente y hasta con lo futuro: con lo presente, por cuanto la subjetividad con la cual no puede menos de tomarlo, según lo apuntado en las notas

anteriores y se desarrollará en otras posteriores, es su subjetividad presente, incluso así en su situación también presente; con lo futuro, por cuanto uno de los ingredientes de toda subjetividad y situación humana son sus previsiones, expectativas y actividad dirigida por éstas o hacia la realización o la evitación de lo previsto y deseado o querido o no deseado o no querido. Por estos motivos está la Historiografía, no sólo normal, sino esencialmente, al servicio de causas proyectadas sobre el futuro, además de estar condicionada por la presente subjetividad y situación del historiador.

24. Lo histórico es, pues, algo temporal, en el sentido de cambiante o evolutivo con el curso, con el movimiento del tiempo. Pero entre la evolución natural y la humana hay una diferencia fundamental. La ciencia de la naturaleza tiene por ideal formular matemáticamente los fenómenos naturales. Ahora bien, la formulación matemática implica en último término la equivalencia de lo formulado o la inexistencia de toda auténtica novedad en ello. En cambio, en lo humano, es por lo menos mucho más probable la existencia de novedad auténtica, de creación, en el sentido más propio de la palabra.

25. En realidad, lo histórico oscila entre la creación y la repetición. Lo absolutamente nuevo se daría en el seno de lo persistente. Hay que distinguir entre esto último y lo que, tras una interrupción, reproduce o reitera algo anterior. Lo reiterativo no repetiría o reproduciría nunca íntegra o exclusivamente lo anterior.

26. En todo caso, el tempo de la evolución histórica humana es mucho más rápido que el de la natural, incluso la de la vida. Los animales y aún los cuerpos humanos de los tiempos de la Grecia antigua y los de nuestros días son mucho más parecidos entre sí que las instituciones y la

75 mentalidad de los antiguos griegos y las nuestras. Es cierto que hay grupos humanos que han venido permaneciendo milenariamente en el mismo estado, pero la conclusión que deba sacarse quizá no sea por fuerza la de que no todo lo históricamente

humano evolucionaría con el mismo tempo veloz, sino que bien pudiera ser la de que no todo lo naturalmente humano sería por igual históricamente humano — o idénticamente humano.

27. En el supuesto de que lo natural en general fuese tan histórico como lo humano, también en general, historia > Humanidad. En el supuesto de que lo natural en general no fuese propiamente histórico, sino que propiamente histórico fuese tan sólo lo humano, pero que lo humano fuese todo ello histórico por igual, historia = Humanidad. En el supuesto de que propiamente histórica fuese tan sólo aquella porción de lo humano que evoluciona con tempo vertiginoso —historia < Humanidad. Este último supuesto no excluye la posibilidad de que la historia consista precisamente en un creciente ingreso en ella de las porciones de lo humano antes fuera de ella, o en una extensión creciente del evolucionar con el repetido tempo desde unas porciones de la Humanidad al resto de ella, o en una historización y humanización creciente o en una actualización creciente de una potencia de humanidad.

28. Aún dentro de lo que evoluciona con tempo más acelerado, no todo lo pasado es igualmente histórico. La historia misma es potencia de destrucción y de olvido tanto cuanto de memoria y conservación, y el historiador no puede menos de seleccionar. Lo hace en dos dimensiones: salvo en los casos en que su tema es la historia universal de la cultura, selecciona un tema; pero más en tal caso que en ningún otro, aunque la realidad es que, en todos los casos, tiene que seleccionar dentro de su tema ciertos hechos u objetos, en general: lo "memorable". Los criterios de selección que los historiadores aplican, más o menos consciente y distintamente, en esta segunda dimensión, son cardinalmente tres: el de lo influyente, lo decisivo, lo que

76"hace época", en mayor o menor grado; el de lo más y mejor

representativo de lo coetáneo; y el de lo persistente, lo permanente, el de lo pasado que no ha pasado totalmente, que sigue presente en lo presente. La aplicación extrema de este último

criterio representaría el resultado paradójico de hacer objeto preferente de la Historiografía lo eterno, lo intemporal, lo inmutable, en contra de la al parecer esencial temporalidad y evolutividad de lo histórico.

29. Lo memorable, sea por influyente, por representativo o por permanente, es lo importante o lo valioso. Las dos selecciones practicadas por los historiadores son valorativas: también la del tema, pues un tema se elige porque se le estima singularmente valioso, sea más en absoluto o más por obra de ciertas circunstancias. La Historiografía no puede menos, pues, de entrañar, más o menos explícitamente, proposiciones de las llamadas "juicios de valor" o aquellas en que se predica del sujeto un valor. Un ejemplo es el anterior "Clavijero" es el historiador mexicano más importante del siglo XVIII".

30. Lo histórico oscila entre lo individual y lo colectivo, pero con una complicación peculiar: que aún lo colectivo se toma en lo que tiene de individual: el Imperio Romano fue una colectividad individualmente única.

31. Es que lo histórico oscila entre lo individual, rigurosamente individual o individual colectivo, y lo general. Lo individual, sea rigurosamente individual o individual colectivo, se aproxima a lo nuevo en absoluto; lo persistente y lo reiterativo, a lo general.

32. Todas las categorías historiográficas mentadas hasta aquí —sustantivo y activo, pasado, temporalidad, evolución, creación y repetición, categorías selectivas y axiológicas, individual, colectivo, general— dicen alguna relación del objeto de la Historiografía al sujeto de ésta. Confirman que no se puede hablar de aquél sin referirse a éste, que de lo histórico sólo se puede hablar hablando de lo historiográfico o de las operaciones de que son resultado o ex-

77

presión las proposiciones historiográficas o en que, por debajo de éstas, más a fondo, consiste la Historiografía.

33. Estas operaciones pueden reducirse a las siguientes: investigación —en sentido estricto o a diferencia del sentido lato

en que se entiende por investigación toda la actividad del historiador, como por investigación científica toda la actividad del hombre de ciencia—, crítica, comprensión o interpretación, explicación, reconstrucción o construcción o composición, y expresión; o si se prefiere llamarlas todas en griego, lo que da siempre un aire más científico, sobre todo ante el profano, heurística, crítica, hermenéutica, etiología, arquitectónica y estilística. Estas operaciones no deben entenderse tanto como rigurosamente sucesivas, cuanto como ingredientes lógicos diferenciables dentro acaso de cada uno de los actos concretos llevados a cabo por el historiador desde el comienzo mismo de su actividad, desde que se le ocurre, quizá sólo vagamente, el tema a que la dedicará. A aquel a quien se le ocurre un tema de investigación historiográfica, se le ocurre con una cierta arquitectura o composición, por imprecisa que aún sea, ya que sin ella el tema apenas podría pasar de ser una palabra sin sentido; y si el tema se le ocurre como susceptible y merecedor de investigación, no será sin que tenga alguna idea de la existencia de fuentes de conocimiento accesibles y alguna idea de los hechos mismos constitutivos del tema y de su lugar dentro de la historia en general. El proceso del trabajo historiográfico no consiste, pues, tanto en una sucesiva adición de nuevas operaciones, cuanto en un ejercicio conjunto de las enumeradas que va amplificando la primera ocurrencia, así acaso en su volumen total como sin duda en el detalle, y también modificándola.

34. Por investigación en sentido estricto no puede entenderse la investigación de los hechos históricos mismos, pues ésta abarca la crítica y la comprensión y puede abarcar la explicación, al menos en parte, sino que debe entenderse la recolección y, en casos, el descubrimiento de las fuentes de conocimiento de los hechos, que pueden reducirse a la

78 palabra escrita o los documentos y a los monumentos mudos,

pues aunque también es fuente de conocimiento historiográfico la palabra oral, ésta acaba regularmente por fijarse por escrito. La recolección y el descubrimiento de los documentos y

monumentos no puede hacerse sin ideas previas acerca de ellos en relación con el tema, pero el principal problema que la recolección y descubrimiento de ellos plantea es el del número de los necesarios. La solución ideal parece ser la de recoger y descubrir todos los existentes o subsistentes, pero ya una pequeña reflexión basta para advertir que la solución efectiva no podrá ser la ideal. Nunca, en efecto, puede un historiador estar seguro de haber recogido y descubierto todos los existentes y por tanto la solución ideal representaría un aplazamiento de la obra historiográfica ad Kalendas graecas. De hecho, los historiadores trabajan sobre los documentos y monumentos disponibles después de una investigación propia o ajena detenida cuando les parece que disponen de suficientes para aportar novedades más o menos importantes, y este "parecer" es consecuencia de las operaciones restantes, hasta las de reconstrucción y expresión, y quizá principalmente de éstas, o es, en definitiva, manifestación de su "sentido histórico" o talento para la Historiografía. De acuerdo con esto, hasta, un solo documento o monumento puede servir de base para una obra historiográfica, como en el caso de ciertas monografías.

35. La crítica y la comprensión de los documentos y monumentos plantean una gran serie de problemas que van desde los más concretos y materiales hasta los más vastos y espirituales. Con los primeros se ocupan preferentemente los libros de técnica de la Historiografía y de las llamadas "ciencias auxiliares": con los segundos, los de Filosofía de la Historiografía y de la Historia. Pero todos ellos gravitan en último término sobre uno, con el que no se ocupan a fondo sino ciertos libros del segundo género. Este problema es el del círculo en el que se mueven y no pueden dejar de moverse la crítica y la comprensión enteras. La crítica se reduce en última instancia a fijar la autenticidad de los

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documentos y monumentos, si se toma la palabra "autenticidad" con toda la amplitud con que puede tomarse, y la autenticidad se fija a la postre por una comparación recíproca o circular de los documentos y monumentos. Lo mismo pasa con la comprensión de unos y otros, pero en la comprensión se hace en seguida pa-

tente que el círculo no abarca sólo los documentos y monumen-tos en su relación recíproca, sino que los abarca juntamente con el historiador mismo en lo que se ha llamado anteriormente la "situación historiográfica", ya que lo pasado sólo se comprende des-de lo presente y esto por aquello. Pues, lo mismo abarca también el círculo de la crítica, aunque en ésta no sea al pronto tan pa-tente, ya que para percatarse de que también lo abarca basta advertir que la crítica es imposible sin la comprensión. No se ol-vide nunca lo dicho en la nota 33.

36. La dependencia en que el pasado histórico está del presente del historiador es un caso particular de la dependencia en que el pasado histórico está del presente y del futuro históricos en ge-neral. El pasado histórico no es un pasado definitivamente tal. Y no sólo porque sin reliquias de él en el presente no sería conoci-ble, sino porque su realidad misma se integra de ingredientes presentes y hasta futuros. Es lo que ilustra un ejemplo como el de la decadencia de España. A ésta se la juzga decadente desde el siglo XVII, por una doble comparación, con su estado en el XVI y con el estado de otros países desde este siglo hasta el ac-tual. Pero si los "valores" en la estimación de los cuales estriba la comparación viniesen a ser estimados de otra manera, tam-bién se vendría a no juzgar ya a España decadente desde el siglo XVII, y esto en realidad...

37. La comprensión del pasado por el presente y la de éste por aquél son de distinta índole y orden. La comprensión del presen-te por el pasado es la comprensión genética del presente; la com-prensión del pasado por el presente es la comprensión del pasa-do en lo que tenga de propio. Ésta priva sobre aquélla: ya el pri-mer paso de una comprensión del presente por el pasado impli -ca comprender

80 éste desde el presente y por el presente. El presente es la reali-

dad en la cual no pueden menos de presentarse todas las demás y desde la cual no se puede menos de presenciarlas todas.

38. En el círculo de la comprensión del pasado por el presente hay una tensión entre la necesidad de comprender el pasado por el presente y la conveniencia de comprender el pasado en lo que tenga de privativo y distintivo del presente. El historiador debe

esforzarse por acercarse al extremo de esta comprensión, cons-ciente de que no lo logrará sino asintóticamente. Se trata de un caso particular de la comprensión de los demás hombres. Com-prendamos a los demás por nosotros mismos o a nosotros mismos por los demás, la comprensión de lo que nos diferencia y la com-prensión de lo que nos identifica son inseparables. Ni siquiera el historicismo puede dejar de reconocer la unidad de la realidad, por mucho que llame la atención sobre su pluralidad, en justa reacción a la atención fijada preferentemente durante siglos, sobre la uni-dad.

39. La comprensión historiográfica es, como la comprensión en ge-neral, una operación psicológica —aunque no exclusivamente tal, sino también sociológica, en la medida en que toda comprensión individual es también social: nada comprendemos por nosotros mis-mos absolutamente aislados, porque ninguno de nosotros es abso-lutamente aislado: como cada uno de nosotros con-vive con otros, así también comprende con ellos. En la medida en que la comprensión historiográfica es una operación psicológica, nece-sita el historiador ser psicólogo. Desde luego, en el sentido en que en la vida corriente se dice de alguien que es un buen o un gran psicólogo; pero también en el sentido de la psicología científica, desde que ésta se ha acercado a la concreta y diferencial que necesita el historiador.

40. En la comprensión historiográfica parece haber cierto impor-tante límite entre dos grados. No se comprendería igualmente bien lo histórico vivido (auto) biográficamente y lo histórico vivido sólo historiográficamente, por ejemplo, un cristiano de hoy, la Cris-tiandad medieval y el

81mundo griego: lo que fue la Cristiandad medieval puede compren-

derlo por su propio cristianismo, pero ¿cómo comprenderá lo que era el mundo griego, fundado en la fe en Zeus Pater? . . .

41. La explicación no sería una operación practicable o no al criterio del historiador, sino implicada, tan sólo más o menos explíci-tamente, por toda labor historiográfica, si en lo histórico mismo entrasen esencialmente las relaciones, por ejemplo, de causali-

dad o finalidad, en aducir las cuales consistiría la explicación. Es cierto que la historia de la cultura intelectual de Occidente ha venido siendo, en este punto fundamental, un creciente eliminar o aspirar a eliminar la cuádruple causalidad, material, formal, final y eficiente, reconocida por el pensamiento griego, sustituyéndola por el concepto de función, y que este movimiento parece haberse extendido a la misma Historiografía, donde se pretende, en lugar de "explicar" causalmente, "comprender" por relaciones de simple inserción de los hechos menos amplios en otros más amplios, por ejemplo, comprender una obra literaria de la época de transición entre la Edad Media y el Renacimiento por los rasgos medievales y renacentistas que tendría por insertar en tal época, o por relaciones de paralelismo, estilístico, verbigratia, como cuando se trata de "comprender" el arte, la literatura y hasta la fi-losofía y la política de la época barroca por la presencia de ras -gos de estilo barroco en las obras de estos sectores de la cultura, relaciones todas que serían de índole funcional. Pero la conclusión quizá no debiera ser la de que esté en trance de desaparecer toda explicación, sino la de que no toda explicación habría de ser for-zosamente de tipo causal, antes bien cabria otro tipo de explica-ción, a saber, el funcional —aparte de que bien pudiera ser que este tipo de explicación no fuese sino una manifestación solapada de la vieja explicación por las causas formales. . .

42. Del problema de la explicación en general, y aún más en espe-cial, de la explicación por las causas formales, no es sino un caso particular, bien que relevante, el problema

82

de las leyes en la historia o la Historiografía. Una ley natural no es sino una relación general o la formulación de una relación general. De haber leyes en la historia o la Historiografía, serían relaciones generales de lo histórico o formulaciones de estas re-laciones. Las leyes natura-les son una explicación de los fenóme-

nos individuales sujetos a ellas, en el sentido de una explicación de lo individual por lo general, que es lo que ha sido siempre la explicación por las causas formales; y las leyes de la historia o la Historiografía, de haberlas, serían una explicación de lo histórico en el misino sentido. Ahora, el problema de si hay electivamente o puede haber tales leyes en la historia o la Historiografía no es, por tanto, sino el problema mismo de la existencia o inexistencia de algo general en lo histórico, que vino a quedar resuelto en senti-do afirmativo en las notas 25, 28 y 31. Que lo general en lo his-tórico no sea exactamente de la misma índole que lo general en lo natural se desprende de las mismas notas.

43. El problema de la profecía en historia radica en el de la necesi-dad y el determinismo o la creación y la libertad en la constitu-ción de lo histórico. Donde no haya predeterminación alguna, no puede haber previsión ni predicción sino puramente azarosa: pero donde hubiera predeterminación absoluta, no habría autén-tica previsión ni predicción, si predeterminación absoluta equivale a in-exis tencia de toda contingencia y contingencia entraña esen-cialmente futuridad... Lo que parece más probable es que lo hu-mano fluctúa entre el determinismo y la creación, la necesidad y la li-bertad, sobre el proceso así de la contingencia.

44. La explicación "funcional" de unos sectores de la cultura por otros muestra que no hay más que una Historiografía: la de todos los sectores de la cultura en su dependencia funcional unos de otros. Las Historiografías de la política, la literatura, el arte, la filosofía, la religión, etc., de ser cabales, no pueden ser sino Histo-riografías con uno de estos sectores en primer término y los demás en segundo. El poner uno u otro de los sectores en el primer

83

término es obra de la selección del tema considerada en una nota anterior. No hay, por ejemplo, historia de las ideas por sí so-las, aunque así la hayan '"hecho" muchas Historiografías de la filo-sofía, sino que las ideas sólo tienen "realidad" como ideas de las colectividades o las individualidades correspondientes.

45. Las ideas no sólo son tan hechos históricos como los que más lo sean, sino aquellos hechos históricos de que dependen los demás, hasta los menos "ideales"', en el sentido que ilustrará el siguiente ejemplo. El hecho del descubrimiento de América no consiste "quizá" tanto en haber visto por primera vez cierto día determinados hombres unas tierras localizables geográficamente, sino en lo que representó para ellos tal vista como consecuencia de las ideas que llevaban consigo y que les llevaron a las tierras aludidas. Desde aquellas ideas acerca de estas tierras y las ideas actuales de los historiadores, y aún de los hombres en general, acerca de las mismas tierras, se extiende, sin solución de conti-nuidad, el proceso que se puede llamar de "la idea de América". Esta nota puede hacer vislumbrar qué importancia capital tendría dentro de la Historiografía la de las ideas.

46. Los malos literatos hacen sus personajes de una pieza: sus malvados son el puro colmo de la maldad: sus buenas personas, nunca menos que del todo angelicales —como en las películas cine-matográficas corrientes. Las criaturas de los máximos literatos son complejas de bien y de mal— como las criaturas humanas de carne y hueso. Los máximos historiadores han sabido presen-tar a los personajes históricos en toda su humana complejidad, pero ni siquiera los máximos historiadores dejan de representar-se y representar las épocas como de un "alma" simple, al empe-ñarse —inconscientemente, es verdad—, por ejemplo, en que to-das las manifestaciones de la cultura de una época han de tener el mismo espíritu o estilo, cuando lo que habría que pensar por anticipado más bien sería que la complejidad de las ''almas'' colectivas no va a ser inferior a la de las individualidades. Esta nota entraña una "regla"

84de la explicación funcional de unos sectores de la cultura por

otros: lo a priori más probable es que no tengan todos los de un mismo momento los mismos caracteres.

47. La explicación historiográfica culmina en la Filosofía de la His-toria tomada en la acepción de una "teoría" del "sentido" de la historia. Una cabal Filosofía de la Historia implica una filosofía

cabal también, pero en todo historiador hay siquiera un rudimento de Filosofía de la Historia, porque en todo hombre hay siquiera un rudimento de filósofo. No sólo "de poeta, músico y loco todos te-nemos un poco", sino también de filósofo. Las "especializaciones" los son de funciones generales del hombre, comunes a todo hom-bre: como el pedagogo profesional representa una especialización de la función pedagógica de todo hombre, va que todos los hom-bres estamos "formándonos" continuamente los unos a los otros, así el historiador profesional representa una especialización de la función mnémica, rememorativa, conmemorativa inherente a las sociedades humanas y a los individuos que las integran.

48. La historia no parece ser razón pura, ni pura sinrazón, sino una combinación de razón e irracionalidad cuya dosificación se-ría el tema principal de la Filosofía de la Historia. Por lo mismo no parece que pueda tener éxito en la explicación de la historia nin-guna Filosofía de ésta que sea absolutamente racionalista o pura-mente irracionalista. Como tampoco parece que puedan hacer frente con éxito a la complejidad de lo histórico Filosofías de la His-toria de un solo factor —sea éste ideal, racial, económico. . .-—, sino únicamente una Filosofía de la Historia que trabaje con un múltiple sistema de factores.

49. La reconstrucción, construcción o composición y la expresión en la Historiografía son obra, por una parte, de las anteriores ope-raciones, en el sentido de la nota 33; por otra parte de operacio-nes y facultades análogas a las del artista en general, y a las del artista literario en especial. Entre ellas son decisivas las operacio-nes y la facultad de la imaginación. El historiador cabal es el que llega a hacer vivir su tema histórico en forma análoga a aquella

85en que el artista literario hace vivir su tema literario. Ahora bien,

parece que la imaginación no se despliega cabalmente si no es movida a ello por la pasión. La conclusión sería, en contra de aquella parte del imperativo tratado en las notas 17 a 21 que prescribiría a los historiadores una gélida "apatía", que no cabría historiador cabal sin ser apasionado en algún sentido.

50. A la composición historiográfica parecen esenciales las divi-siones y subdivisiones de la materia histórica. Mas el historiador ha de cuidarse de que los marcos en que encuadre su materia no los

imponga a ésta desde un antemano extrínseco a ella, sino que sean los sugeridos por la articulación con que lo histórico mismo se pre-senta. . . Caso particular: las divisiones anteriores y posteriores no se suceden a rajatabla, sino que las anteriores van paulatina-mente extinguiéndose en el seno de las posteriores como éstas van paulatinamente desarrollándose en el seno de aquéllas. Conse-cuencia: en todo corte transversal de la historia en un momento dado serán perceptibles vetas o venas de distinta edad, desnive-les históricos.

51. Los conceptos de las divisiones y subdivisiones de la materia histórica no son los únicos que deben ser autóctonos de tal ma-teria, por decirlo así. Pareja autoctonía deben tener todos los conceptos de la comprensión, explicación y composición historio-gráficas. Es una tendencia general del espíritu humano la que mueve a los descubridores de los conceptos o categorías de un sector de la realidad universal que por autóctonos de él tienen en él un éxito teórico o práctico, a generalizarlos a otros sectores de la realidad, incluso a todos. Así, el historiador de la cultura mexicana se sentirá tentado a aplicar a la realidad mexicana con-ceptos de éxito en la Historiografía de otras culturas —y hasta con-ceptos de disciplinas distintas de la historiográfica, como, ante todo, la Filosofía de la Historia, en vez de esforzarse por conceptuar la historia de la cultura mexicana en forma tan sui generis como es la de la cultura mexicana y su historia mismas. Pero en ningún sector de la realidad pueden tener éxito teórico ni práctico más

86 conceptos o categorías que los autóctonos de él. Por ello viene

consistiendo el progreso histórico de la conceptuación científica y fi-losófica en resistir a la mentada tendencia y esforzarse por descu-brir los conceptos o categorías autóctonos de cada sector de la realidad.

52. La anterior nota 49 ha indicado hasta qué punto la His-toriografía sería arte. Plantea, pues, definitivamente el problema de hasta qué punto sea la Historiografía ciencia. Se comprende que la solución de este problema no depende tan sólo de la idea de la Historiografía, resumida en las notas anteriores, sino al par de la

idea de la ciencia. En las ideas recibidas acerca de la ciencia entran varias nociones. Una sola proposición, por verdadera que fuese, no sería ciencia —a menos se ocurre, que fuese muy importante, muy amplia, muy general, pero esta generali -dad no significaría en realidad sino que abarcaría mucho de especial, particular o singular, o lo que es lo mismo, que abar -caría, siquiera en potencia, una pluralidad de proposiciones más especiales, particulares o singulares. Pero tampoco sería ciencia una pluralidad de proposiciones, ni siquiera acerca del mismo objeto en algún sentido, como las proposiciones o este su ob-jeto no tengan una unidad calificable de sistemática en alguno de los sentidos recibidos de esta palabra. En suma, las ideas re-cibidas acerca de la ciencia entrañan la noción de un cuerpo sistemático o sistema de proposiciones.

53. Pero ha habido cuerpos o sistemas de proposiciones como los de la Astrología, la Alquimia, la Magia, la Cábala, que ac-tualmente no se consideran ciencias. Es que no son verdaderos. Las ideas recibidas acerca de la ciencia entrañan, pues, la noción de verdad —del sistema de proposiciones.

54. La verdad es, en su sentido más propio, una peculiar confor-midad de las proposiciones con los objetos o la realidad propues-tas por ellas. De este sentido deriva aquel en que se entiende por "verdades" las proposiciones mismas que tienen esa peculiar conformidad. En este sentido

87derivado es en el que se puede decir que ciencia es un sistema de

verdades.55. La conformidad de las proposiciones con la realidad pro-

puesta se "conoce" directa o indirectamente según que se "conozca'' directa o indirectamente la realidad propuesta. Por ejemplo, directa-mente estamos ahora conociendo por medio de la percepción sensible todo lo que estamos ahora percibiendo sensiblemente, estos muebles, esta sala, a nosotros mismos en parte, y directa-mente conocemos la conformidad de una proposición como "entre ustedes y yo está esta mesa" con la realidad propuesta por ella: in-

directamente conocemos los átomos y la conformidad con ellos de las proposiciones integrantes de la teoría atómica por el conoci-miento de la conformidad de ciertas proposiciones, derivadas, de la teoría con ciertos fenómenos físicos. La percepción sensible en el primer ejemplo, el conocimiento de la conformidad de las pro-posiciones derivadas con los fenómenos en el segundo, constitu-yen la verificación de la proposición '"entre ustedes y yo está esta mesa' de la teoría atómica entera, respectivamente. Toda pro-posición o sistema de proposiciones verdaderas es susceptible de una verificación de uno u otro tipo. Esta verificación es la prue-ba, demostración o fundamentación, directa o indirecta, de la verdad o el sistema de verdades.

56. Es una noción recibida universalmente la de que toda verifi-cación es o debe ser efectuable por todo sujeto posible. Es la no-ción que se expresa cuando se habla, como se hace corrientemente, de la "validez universal"' de la verdad: lo que con esta expresión se quiere decir es, en efecto, que toda proposición verdadera es o debe ser verificable por todo sujeto posible, o que la conformi-dad de la proposición con la realidad propuesta es o debe ser "cog-noscible" directa o indirectamente, pero en todo caso igualmente, por todo sujeto posible. Mas esta noción dista de ser tan incon-cusa como por tal se la ha recibido. Hay realidades que, por la naturaleza misma de las cosas, sólo son cognoscibles, en cierta forma, por ciertos sujetos o incluso por uno solo: así, los fenómenos

88

de conciencia, los hechos de la experiencia mística con sus obje-tos. . . Por consiguiente, la conformidad de las proposiciones que propongan semejantes realidades con estas mismas realidades sólo será cognoscible o semejantes proposiciones sólo serán verifi-cables en cierta forma por semejantes sujetos o sujeto. Pero evi-dente es que la falta de validez universal de semejantes verda-des no las priva, en absoluto, de su verdad, o que, en general, la verdad no tiene por requisito indispensable la validez universal.

57. En las ideas recibidas acerca de la ciencia entran, pues, las nociones del sistema, de la verdad, de la verificación o la funda-

mentación y de la validez universal. Pero así como esta última no es requisito indispensable de la verdad, bien podría ser que las demás no fueran requeridas igualmente por la de ciencia. La ciencia podría ser más o menos sistemática o de variado sistema-tismo; incluso más o menos verdadera o conforme con la reali -dad; en todo caso, verificable en formas divergentes en distintas direcciones: y, más que nada, no universalmente válida. Una ciencia sería conceptuada como más o menos ciencia según el valor concedido a cada una de las nociones enumeradas para la idea de ciencia y la proporción de cada uno de los rasgos co-rrespondientes en la del caso.

58. Las obras historiográficas son cuerpos de proposiciones que tienen al menos algunos rasgos sistemáticos, como desde luego los correspondientes a los ingredientes generales de lo histórico y otras relaciones de aquellas en aducir las cuales consiste la explicación y en emplear las cuales la reconstrucción.

59. Las obras historiográficas pueden, cuando menos, ser tan ver-daderas o sus proposiciones tan conformes con lo histórico como con lo suyo aquellas que más conformes puedan ser con las rea-lidades propuestas. La justeza de la expresión o del estilo histo-riográfico es parte no inimportante para esta verdad.

60. La verificación de las proposiciones historiográficas es lo que plantea un problema peculiar. En la medida en que lo histórico es lo pasado, no es posible un conocimiento

89

directo de la conformidad con ello de las proposiciones que lo proponen. El conocimiento y la verificación indirectos, únicos posi-bles, son los que se esfuerzan por proporcionar la investigación, la crítica y la interpretación.

61. Lo que menos tendría la historiografía sería validez univer-sal. La realidad es a la vez una y plural. Se integra de partes que van desde las más abstractas, como las que son objeto de las Matemáticas, hasta la concreción total, universal. En un extremo opuesto a las partes más abstractas se hallan aquellas otras partes de la realidad universal que son los individuos, entre los

cuales los más individuos son los humanos, las humanas perso-nalidades. Las partes más o menos abstractas son las más o menos abstraídas del resto: así, los objetos matemáticos son el producto de un abstraerlos de cuanto no es lo puramente cuantitativo o puramente extenso de la realidad universal, entre ello las personalidades. Producirlos abstrayendo de éstas equiva-le a que resulten universalmente válidos o cognoscibles igual-mente por todas ellas, puesto que el no ser cognoscible igualmen-te por todas ellas equivaldrá a la necesidad de tomar en cuenta di-ferencias personales o a no haber abstraído de las personalidades. Por la misma razón, aquellas partes de la realidad universal que sean menos abstractas por no ser producidas llegándose a abs-traerlas de las personalidades, abarcarán a éstas con sus diferen-cias y no serán cognoscibles sin tomar en cuenta estas diferencias o igualmente por todas las personalidades, o no serán universal-mente válidas. Es evidente que una de estas partes de la reali-dad universal menos abstractas por no ser producidas llegándo-se a abstraerlas de las personalidades es lo histórico. Lo históri -co abarca las personalidades con sus diferencias. Por eso la His-toriografía no puede tener validez universal.

62. La validez personal, que no universal, de las obras historio-gráficas la ilustran las relaciones existentes entre la Historiografía, por un lado, y las memorias, la autobiografía y la biografía, por otro. Las memorias son una de las formas primordiales de la Historio-grafía al mismo

90tiempo que una de sus primordiales fuentes de conocimientos y es

evidente su proximidad a la autobiografía, en que la validez per-sonal, de la visión de la propia vida en este caso, es singular-mente notoria. La biografía está en tan estrecha relación, por una parte, con la Historiografía, al ser algo así como la Historiografía del individuo, cuanto, por otra parte, con la autobiografía, por lo in-dividual del objeto.

63. A la falta de validez universal de la Historiografía podría no ser remedio ni siquiera su actual forma colectiva. La índole personal y unificada o especializada y colectiva de la disciplina se cruzaría con su subjetividad u objetividad: el trabajo colectivo podría no

ser tanto una corrección mutua de la subjetividad de los traba-jos, cuanto una colección de trabajos subjetivos.

64. Pero aunque la Historiografía no pueda tener validez universal, como puede tener verdad plenaria verificable en ciertas formas hasta cierto grado y no deja de tener composición sistemática, se debe conceptuarla de ciencia en los términos de la nota 57.

65. La concepción de la Historiografía y de su objeto, lo histó-rico, resumida en todas las notas anteriores es una concepción "'historicista", puesto que por "historicismo" se entiende en la ac-tualidad todo lo siguiente:

1) el distinguir de lo natural lo humano por estar esto constituido esencialmente por lo histórico en un sentido esencialmente distin-to, a su vez, de todo lo que en lo natural pueda haber de histó-rico —en otro sentido, pues;

2) el concebir la realidad como constituida al menos en parte por individuos y personalidades diferentes e irreductibles, al menos en parte también, justo por lo que tendrían de históricos:

3) el considerar estas partes humanas de la realidad universal o estas realidades humanas como no cognoscibles igualmente para ellas mismas todas:

4} el negar que el conocimiento de estas realidades tenga

91validez universal y que la validez universal sea un requisito indis-

pensable de toda verdad.Se advertirá que estos cuatro puntos son simplemente cuatro as-

pectos de una misma concepción de la realidad e incluso simples formulaciones en distintos términos de unos mismos aspectos.

Del historicismo se ha dado esta definición: es la filosofía que sos-tiene que el hombre no tiene naturaleza, sino historia. Se quiere de-cir que en el hombre no hay nada de una naturaleza inmutable, sino que al hombre lo penetra todo la mutación histórica. Pero la imposibilidad de prescindir de todo elemento sustantivo en el len-guaje historiográfico significaría que por lo menos el conocimiento de un ente absolutamente así sería imposible. Si por historicis-

mo se entiendo exclusivamente la pluralidad de la realidad, en la unidad de ésta tiene un límite. Por eso parece más fundado en-tender por historicismo una filosofía de la unidad y la pluralidad de la realidad, en contra de las filosofías tradicionales afirmado-ras exclusivas de la unidad de la realidad —y el hombre, parte de la realidad, aunque sea el principal agente de la pluralidad de ésta, no dejaría de participar de su unidad.

La concepción historicista de la realidad o el historicismo en ge-neral, y en particular la concepción historicista de la Historiogra-fía, pretenden ser una pura descripción de la realidad universal. En verdad, ha sido la necesidad de explicar o comprender he-chos como el de la falta de validez universal de las obras historio-gráficas lo que ha traído consigo la elaboración de la concepción historicista de la realidad universal. Por consiguiente, la concep-ción historicista de la Historiografía no tendría un carácter exclusi-va ni siquiera preferentemente normativo. Si la concepción histori-cista de la Historiografía es una descripción verdadera de la reali-dad de ésta, se comportarán como dice la concepción, no sólo los historiadores historicistas, sino hasta los más antihistoricistas, aun cuando quieran y crean comportarse de otra manera. En realidad,

92no harán más que estar engañados acerca de su comportamiento

efectivo o ser inconscientes de él. Por consiguiente, de nuevo, no es menester comportarse de propósito "historicísticamente". Se puede, y quizá hasta se deba, seguir comportándose como se comportan los antihistoricistas o como se comportaban los que no sabían nada de historicismo y antihistoricismo por ser anteriores a la aparición del primero. Los resultados fueron y serán, en todos los casos, no los pretendidos por los anteriores al historicismo o por los antihistoricistas, sino los que el historicismo describe; no, prescribe. Ni dejaría de ser así precisamente por ser el histori-cismo, aplicado, como debe, a sí mismo, una concepción sin otra validez personal o más que personal que la que le corresponda

según los ingredientes de unidad o pluralidad de la realidad univer-sal que la integren.

933. RAMÓN IGLESIA/LA HISTORIA Y SUS LIMITACIONES (1940)

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ESTAS CONFERENCIAS**** de profesores viajeros, que se descuelgan como caídos del cielo, para dirigirse a un público al que no conocen bien, son sumamente comprometidas. Puede con facilidad pasar-le al conferenciante lo que les pasa a esos soldados paracaidis-tas que se descuelgan sobre un país extraño en el que todo es des-conocido para ellos: que son víctimas de su propia calidad de ex-traños y que sucumben, tal vez, donde otro soldado más habi -

*** Texto tomado de El hombre Colón y otros ensayos, México, El Colegio de Méxi-co, 1944, 308 pp., pp. 147-130.

**** Universidad de Guadalajara, Jal., mayo de 1940.

tuado a las condiciones del terreno y del país hubiera podido tener éxito.

La comparación que acabo de hacer no es muy afor tunada, no vale sino parcialmente, lo sé; porque nada hay de hostil en el públi-co que viene a escuchar a estos conferenciantes viajeros, sino, muy al contrario, una curiosidad viva, una esperanza de conocer nuevas ideas y nuevas teorías que tal vez puede quedar defraudada por la falta de conocimiento que el conferenciante tiene de su audi -torio.

Yo he procurado adaptarme, al señalar el tema de mis conferen-cias, a la realidad de unos hechos con que me he tropezado en mi breve experiencia mexicana. Hasta qué punto haya sido acertado en la elección, el resultado mismo de las conferencias lo dirá.

Me hallaba yo hace cuatro meses en Morelia en un congreso de historia de México. Allí pude escuchar determinadas

94 opiniones, confrontar ciertos puntos de vista que me dieron una

primera idea sobre cuál es el estado de los estudios históricos de este país, idea tal vez errónea —y aquí de mi comparación con el soldado paracaidista— pero que dio pie para que yo pergeñara es-tas cuartillas.

En el congreso de Morelia pude apreciar con marcada nitidez, con exageración, podríamos decir, que existen aquí muy acusadas las divergencias que separan hoy a los historiadores del mundo en-tero sobre la manera en que deben enfocarse sus trabajos. Mien-tras la mayoría de los historiadores allí presentes aportaron estudios de tipo estrictamente monográfico, sobre cuestiones muy precisas y limitadas, con gran riqueza de datos para iluminar pequeñas porciones de nuestro pasado, mientras que alguna persona dijo

que la historia de México no podía aún escribirse porque nos fal-taba para ello el conocimiento de multitud de hechos, hubo otra que se manifestó repetidas veces durante el congreso primero en tono de esperanza y luego de reconvención por lo que considera-ba esterilidad de sus labores.

Esta última persona dijo al principio, al saludar a los congresistas —siento no recordar textualmente sus palabras, pero el sentido era el que sigue—, que México estaba de enhorabuena, porque gracias a los trabajos que en Morelia iban a desarrollarse, podría el país tener un conocimiento exacto de cuáles habían sido las leyes de su evolución en el pasado y que, ajustándose a ellas, po-dría conocer cuál debía ser su conducta en el porvenir. Naturalmen-te, esta persona quedó decepcionada porque no vio que los trabajos de los congresistas la iluminaran suficientemente sobre las leyes del pasado de su pueblo y, por lo tanto, no pudo sacar ninguna conclusión para el futuro. Entre estos dos polos, el de quien piensa que no se puede escribir todavía la historia de un país por-que no se conocen hechos suficientes para ello, y el de quien cree que la historia puede establecer leyes que permitan conocer el porvenir, de la misma manera que pueden predecirse los eclip-ses de sol, se encuentran todas las teorías que se

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disputan hoy el campo del conocimiento histórico y que pretenden fijar el sentido que deben tener estos estudios.

Yo no pretendo, claro está, resolver ante ustedes la cuestión: pero sí aportar mi grano de arena, aportar mi experiencia traída de otras tierras, en las que un ansia de renovación y de conoci-miento nos había llevado a estudiar con avidez, quizás excesiva, lo que en Europa se había producido en los últimos años, para que ello nos sirviera de orientación en nuestros trabajos, que ha-bían sufrido durante mucho tiempo del letargo que se había apo-derado de la vida española.

Quiero hablarles, pues, de lo que la historia debe ser y no es; pero también de lo que algunos quieren que sea y no puede ser. Quiero, en una palabra, tratar de señalar ante ustedes cuáles son los limites dentro de los que se mueve el conocimien-

to histórico, con un tipo de meditaciones que son, en parte, per-sonales; pero que en parte están orientadas por esas tendencias recientes del conocimiento que con tanta avidez habíamos procu-rado incorporarnos en España. Indicaré, pues, en cada caso, los autores y libros que me han servido para la preparación de estas charlas, que no son muchos, aunque esos pocos no siem-pre sean aquí fáciles de encontrar. Advierto también que procuraré darles a estas lecciones la mayor sencillez posible, partiendo del supuesto de que quienes mayor resultado deben obtener de ellas son los oyentes menos preparados y más jóvenes.

Ya al hablar de las distintas opiniones manifestadas en el congre-so de Morelia se ha podido apreciar que son muy distintos los puntos de vista sobre lo que la historia puede y debe ser. Esta in-seguridad, esta incertidumbre, la apreciaremos de continuo en el curso de las conferencias, y he de advertir que la creo esencial tra-tándose de un tema como el nuestro, que nada tiene que ver con las que se llaman, con más o menos razón, ciencias exac-tas. La incertidumbre empieza con la definición misma del término "historia". Se queda uno perplejo y aterrado cuan-

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do ve las enormes diferencias que existen entre las distintas defi-niciones que se han propuesto. Una misma persona, el historia-dor alemán Bernheim, autor de un tratado de metodología histórica que, en conjunto, no ha sido superado, da en cada una de las ediciones de su libro una definición distinta de lo que es la his-toria. No tengo a mano el libro de Bernheim, y si he tenido oca-sión de volver a ver recientemente sus definiciones, ha sido en el análisis que de ellas hace el profesor holandés Huizinga en su estudio titulado Una definición del concepto de la historia.

Prescindiendo de momento de las definiciones de los especialis-tas, nos encontramos con que la palabra historia tiene en el lengua-je corriente acepciones distintas. Historia es un hecho ocurrido en el pasado, como cuando decimos "eso ya pasó a la histo-ria"; o el relato de ese hecho, como lo indican frases en las que la gente del pueblo indica muy acertadamente su desconfianza

acerca de la veracidad de determinados relatos: "así se escribe la historia'' o "déjese usted de historias".

Pues bien, estos empleos corrientes del vocablo 'historia" están preñados de sentido, y el designar con el mismo término los he-chos del pasado y su relato nos indica la estrecha conexión que existe entre la historia —concebida como narración— y la vida —que es historia, según veremos— y, por consiguiente, que la his-toria conseguirá tanto mejor su propósito cuanto más se acer-que en el relato a los hechos vividos.

Las otras expresiones citadas indican que el saber popu lar tiene plena conciencia de las dificultades con que la historia tropie-za, de que se trata de un conocimiento eminentemente inexacto. Si esto es así, si el conocimiento del pasado es cosa poco segura ¿cómo se entiende que se comprenda por historia -también en el uso corriente— un conjunto de conocimientos y de estudios de tipo cien-tífico, que tienen cabida en los centros de cultura superior y a los que hay personas e instituciones que dedican toda su activi-dad?

97Este problema de si la historia es o no conocimiento científico ha

hecho correr raudales de tinta. En realidad, no se planteó con rigor hasta el siglo pasado, época en que los estudios históricos adquirieron gran desarrollo, especialmente en Alemania, país que dio las normas para esta clase de investigaciones. E hizo correr raudales de tinta porque para decidir si la historia era ciencia o no se partía del concepto de ciencia mejor elaborado y más segu-ro entonces, el de ciencia físico-matemática y ciencia natural.

No vamos aquí a hacer ahora un análisis de conjunto de lo que son la ciencia y el conocimiento científico. Todos más o menos recordamos por nuestros estudios —muchos de ustedes mejor que yo, puesto que los tienen más recientes— que se nos ha dicho que no hay más ciencia que la de lo general, lo mensu-rable, lo experimentable, que lo característico del conocimiento científico es que llegue a establecer leyes, es decir, verdades univer-

salmente válidas, que determinan de antemano, y siempre, lo que ha de suceder dado un determinado conjunto de circunstan-cias.

Como se ha dicho muy bien —es el filósofo francés Bergson quien lo ha dicho—, la ciencia, en este sentido generalizador, con-fecciona trajes hechos, que sientan bien a todas las realidades posibles. En el siglo pasado todos los conocimientos acudieron a esta gran tienda de ropas hechas de la ciencia, procurando es-tablecer sus leyes inmutables y eternamente valederas, hacer sus medidas y sus experimentos. Como sabéis, se estableció una gra-dación en las ciencias, hubo que hacer cola, como ocurre siem-pre que hay demasiada demanda de un artículo, y resultó que las primeras favorecidas fueron las ciencias matemáticas puras: pasaron luego las ciencias físicas y químicas, luego las biológicas, y, por último, aunque con más dificultad, las psicológicas.

Cuando la pobrecita historia se acercó temblorosa al mostrador de este gran almacén de trajes hechos que era la ciencia del si-glo pasado, le dijeron muy despectivamen-

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te. Los hechos que tú estudias ¿tienen una validez general? No, se-ñor. ¿Puedes medirlos? No, no señor. ¿ Puedes hacer experimen-tos? No, no señor. ¿Puedes establecer alguna ley? Yo creo que no, señor. Pues entonces ¿qué vienes a hacer tú aquí? ¡Lárgate, no tenemos ningún traje de tu medida! ¿Cómo vas tú a vestirte de ciencia si no puedes medir, ni experimentar, ni establecer le-yes? ¡Fuera!

Y la pobre historia, con sus andrajos, con su vejez de siglos, la his-toria, uno de los primeros conocimientos que los humanos habían poseído desde que comenzaron a hacer uso de la razón, se en-contró, confusa, con que no había traje para el la en los grandes almacenes de la ciencia.

Entonces, todos los que se dedicaban a su estudio adquirieron un complejo de inferioridad terrible, y se dedicaron a imitar a sus

colegas de las demás ciencias, y a ver si podían encontrarse al-gún traje que les sirviera. Se consolaban del desaire sufrido di-ciendo que si la historia no había llegado al grado de perfección de los otros conocimientos científicos es porque el objeto de su estu-dio era el más complejo de todos: pero que, con un poco de pacien-cia, también la historia lograría el ansiado rigor, y podría esta-blecer sus leyes, y podría ponerse el traje nuevecito de la ciencia, que tan despiadadamente le habían rehusado.

Y los historiadores se lanzaron al vano empeño de querer lograr que sus conocimientos se organizaran siguiendo el sistema de las c ienc ias naturales, y apelaron a todo género de expedientes. Se-guro que si reunimos datos suficientes, se decían unos, podremos llegar, mediante su comparación, a establecer leyes. Para conocer los hechos en gran escala, lo mejor es que estudiemos las esta-dísticas; pero ¡qué contratiempo! La estadística es una ciencia de nuestra época y no encontramos en ella datos suficientes para otras épocas del pasado. ¿Cómo podríamos hacer? La humanidad ha tenido siempre como problema básico el de su subsistencia. Se-guramente los fenómenos económicos nos darán la clave de la explicación de la historia. Pero nos encontramos, también aquí, con que lo fácil de explicar

99para el presente, resulta complicadísimo para el pasado. ¡A

ver, a ver! Buscando aquellas manifestaciones de la vida humana que son más constantes, más eternas, por decirlo así, el lengua-je, el arte, el derecho ¿no podremos encontrar elementos más sólidos que nos permitan descubrir leyes? Parece que, sobre to-do, el lenguaje se presta a esto. Pues hagamos filología, estudie-mos la evolución de los idiomas. Y si a la historia lo que le intere-sa es el pasado humano ¿por qué no remontarnos a los orígenes y ver cuál es el tipo de vida de las sociedades más primitivas, más rudimentarias? Hagamos antropología, a ver lo que resulta.

En este deseo de ponerse a tono con las ciencias respetables, bien establecidas, a la historia le nacieron una serie de hermanitas orgullosas, que pretendieron suplantarla. Yo soy la historia, de-cía la economía: yo soy la historia, decía la filología; espera un poco, y ya verás cómo yo también soy la historia, decía la an-tropología: todo es cuestión de que acabe de estudiar la organi-

zación de las sociedades primitivas y que aplique los resulta -dos de mi estudio a las más complejas y civilizadas. E incluso le salió a la historia una hermanastra, la sociología, que con aire im-pertinente le ordenaba que buscara los datos para que ella los clasi-ficara y estableciera sus grandes leyes del devenir humano.

La pobre historia, como la Cenicienta del cuento, seguía trabajan-do, aguantando las impertinencias de unas y de otras, y preci-samente en este siglo XIX que tanto la denigraba y que no le re -conocía el carácter de ciencia, es cuando produjo algunos de sus resultados más valiosos. Fueron los mismos alemanes quienes en la segunda mitad del siglo pasado y los comienzos de éste se plantearon la cuestión: pero, si la historia trabaja tanto y tan bien, y si los resultados de ese trabajo no se parecen a los de las ciencias naturales ¿no será que la historia es un tipo de conoci-miento distinto y que habrá que investigar cuál sea este conoci-miento?

A esta conclusión, en apariencia tan sencilla, llegó con especial ri-gor un profesor de la Universidad de Heidelberg,

100Heinrich Ricker, quien en 1898 dio en Friburgo una serie de

conferencias que fueron el germen de su libro Ciencia cultural y ciencia natural. Es este un libro que todo historiador debiera cono-cer; pero está visto que muchos no lo conocen, pues de continuo vuelve a plantearse el problema de si la historia es no ciencia con los ojos vueltos a un concepto de ciencia natural. . . ya caduca-do.

El profesor Rickert comienza reconociendo un hecho: el que las ciencias particulares se dividen en dos grandes grupos. Así, los teó-logos, juristas, historiadores, filólogos, se hallan reunidos por inte-reses comunes, como, por otra parte, lo están entre sí los físicos, los químicos, los anatómicos, los fisiólogos. Sobre este segundo grupo no hay duda alguna: es el de las ciencias naturales, sólida-mente constituidas y orgullosas de los resultados obtenidos a lo largo de toda la historia intelectual de Europa desde el Renacimien-to. Pero ¿y el otro? El hecho de que para este grupo de cien-cias, jurisprudencia, economía, historia, etc., falte un nombre co-mún, sugiere que falta un concepto común que las abarque a todas.

Un nombre que ha tenido mucha aceptación en la terminología alemana es el de ciencias del espíritu, porque todas ellas estudian hechos humanos espirituales. Pero Rickert observa que esta deno-minación no es adecuada porque precisamente la que se conside-ra como ciencia específica de la vida espiritual, la psicología, se considera hoy como una rama de las ciencias naturales. Le parece más adecuado el término de ciencias culturales, que él propone y con el que siempre las designa. Efectivamente, en ellas se estudian distintos aspectos de lo que llamamos cultura, tér-mino que no es fácil de definir, pero cuyo significado todos en-tendemos lo suficiente. Las ciencias culturales son mucho más jó-venes que las naturales. No ha existido en ellas un gusto marcado por las investigaciones metodológicas. Y esta laguna es la que se propone llenar Rickert con su estudio.

Las ciencias —nos dice— pueden distinguirse, no sólo por los objetos que tratan, sino también por los métodos que aplican. Es decir, que su clasificación puede hacerse

101 no sólo desde puntos de vista materiales, sino también forma-

les. Así, frente al concepto de naturaleza, tal como lo determinó Kant, o sea como existencia de las cosas "en cuanto que es deter-minada según leyes universales'', se alza el concepto de historia, "es decir, el concepto del suceder singular, en su peculiaridad e indi-vidualidad. Este concepto está en oposición formal al concepto de ley universal". El método naturalista generaliza y el método históri-co individualiza. Son dos modos de conocer irreductibles, opues-tos lógicamente. Las ciencias naturales extraen de la infinita varie-dad de la realidad lo que hay de común y universal en determina-dos tipos de hechos, mientras que las históricas no se preocupan en absoluto de formar conceptos universales, quieren exponer esa realidad —que nunca es general, sino constantemente indivi-dual— en su individualidad misma.

Pero entonces, se dirá, en la historia entra todo. Esto, en efec-to, es lo que se proponen algunos historiadores, que adoptan la ac-titud del niño que quería meter el mar en un hoyo que se había hecho en la playa. Sobre ello insistiremos más tarde. Memos de

indicar ahora, limitándonos a exponer las ideas de Rickert, que carece de sentido la idea de que sea posible una reproducción exacta de la realidad en su individualidad, de acuerdo con la cual el mejor conocimiento sería el del espejo. El trabajo del historiador es imposible sin un criterio selectivo previo, pues si el historiador consiguiera, como algunos han postulado, apagar su personalidad, ''para ése no habría historia científica, sino una insensata vorágine de figuras diversas, todas diferentes, todas igualmente significati-vas o insignificantes, pero sin ningún interés histórico".

Es decir, que el historiador selecciona entre los hechos del pa-sado humano los que le parecen más importantes, más significati-vos. Ningún historiador admitirá que para él sea indiferente cual-quier hecho, en la práctica de su trabajo, aunque lo acepte teó-ricamente. Ya veremos que es actitud normal en los historiado-res ésta de rehuir los problemas básicos de su disciplina, diciendo que eso es

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cosa de los filósofos, por los que sienten un soberano desprecio, como si se tratara de especuladores abstractos, que viven perdi-dos en las nubes. También hemos de ver que, sin la ayuda de la filosofía, la historia cae en los peores extravíos. El historiador apelará seguramente al sentido común si se le pregunta por qué estudia determinados temas, considerándolos esenciales, y da de lado a otros, diciendo que están faltos de interés. Y. sin embar-go, este es uno de los problemas fundamentales de su trabajo.

Rickert pretende resolverlo con ayuda de la teoría de los valores, una de las más fecundas de la filosofía actual. Valores son ciertas entidades que el ser humano considera como bienes de cultura, por ejemplo, la nacionalidad, la ciencia, la justicia. La historia —y esto es muy importante— no establece valores, no hace juicios de valor; pero sí se refiere a valores. El historiador parte siempre de la creencia, consciente o no, en determinados valores, y escribe su historia en función de esta creencia. Por ejemplo ¿quién puede dudar que las historias de la América hispana han venido escri-biéndose hasta ahora en función de dos ideas directrices opuestas, la de que la conquista fue beneficiosa o la de que fue perjudicial

para los indígenas, incluso cuando los historiadores los ocultan o desfiguran más o menos cuidadosamente?

Una de las ideas que hay que desechar como más perturbadoras para el estudio de la historia es la de que ésta se escribe sin pre-juicios. La palabra prejuicio ha adquirido un sentido peyorativo, el de una idea preconcebida que vicia y deforma todas nuestras apreciaciones, pero, en realidad, no es sino el juicio previo, el pun-to de vista con que nos acercamos a todos los problemas de co-nocimiento, y de él nunca podremos prescindir, porque en tal caso no tendríamos posibilidad de seleccionar los hechos y todos serían para nosotros igualmente importantes.

Son cosas éstas bastante complicadas, que yo quiero simplemente sugerir a ustedes para ponerles en guardia contra ideas muy en bo-ga, plenamente falsas. No hace mucho tuve necesidad de leer un libro dedicado al estudio del

103comercio y la navegación entre España y las Indias occidentales.

El libro parece satisfacer las exigencias más rigurosas de las que se llaman objetividad e imparcialidad científicas. Parece que el autor no interviene para nada y que se limita a relatar de la mane-ra más fría e impersonal posible todos los aspectos de la admi-nistración española en las Indias en el campo del comercio. Pe-ro, si se lee el libro con mayor atención, se nota que desde la primera página hasta la última corre una continua censura pa -ra lo que el autor —que es norteamericano— considera incapacidad de los españoles, y una especie de lamento sordo, como si el autor pensara todo el tiempo: ¡qué lástima que todo eso no hubiéra-mos podido organizarlo nosotros!, ¡Qué maravillas habríamos hecho!

Es decir, que el autor, tal vez inconscientemente, pone todo su relato en función de ciertos valores que para él son esenciales: los de la eficacia y la capacidad de organización comercial de su propio país. Esto, nótese bien, ocurre siempre. El historiador escribe, cual-quiera que sea su pretensión de imparcialidad, desde un punto de vista determinado. Y así como el médico que piensa dedicarse al

psicoanálisis tiene que empezar por psicoanalizarse a sí mismo, el historiador tendrá que procurar descubrir, primero, cuáles son sus propios puntos de vista, para poder apreciar luego cuáles son los puntos de vista de otros historiadores, de su misma época o de otras distintas, porque de lo contrario no comprende nada. Lo pri-mero que ha de hacer es establecer cuidadosamente la que se ha llamado ecuación personal de cada autor, el complejo de ideas y sentimientos que condicionan su manera de ver las cosas.

Esto confirma todavía más lo que hemos dicho de la singularidad e individualidad del conocimiento histórico. Se me dirá, seguramen-te, que bien escaso es el valor de dicho conocimiento si se limita a estudiar hechos singulares y si su estudio está presidido por crite-rios individuales. Evidentemente. Pero la historia se salva porque esos hechos particulares que estudia con criterios cambiantes se-gún la época, el país, la cultura, tienen una importancia especial

104en cada caso para quien a ellos dirige su atención. Tal vez con-

templados desde otro planeta, o a una distancia de miles de si-glos, '"los pocos miles de años conocidos de la evolución humana, que consiste en el fondo en matices relativamente pequeños de una naturaleza humana relativamente igual a sí misma, nos parecerán tan inesenciales como las diferencias entre los adoquines de la calle o entre las espigas de un campo de trigo" —dice Rickert—. Pero como nosotros, los hombres, somos prácticamente esos ado-quines o esas espigas, de aquí que nos interesen tanto las modifica-ciones que se han producido en nuestro breve pasado y que su estudio sea uno de los más útiles y apasionantes a que podamos dedicarnos.

Según este concepto de la historia, cabe en ella el estudio de las grandes personalidades, con las que no se sabía qué hacer cuando se partía de una tendencia generalizadora. Lo curioso es que la realidad acababa por imponerse siempre, y en determinadas ra-mas de la historia, por ejemplo, en la del arte, se hablaba de la pintura anterior o posterior a Goya, o de la música anterior o posterior a Beethoven. Pero en el terreno de la historia propia-mente dicha se hacía toda una serie de equilibrios para diluir el

papel de los personajes más destacados. Esto ya no tiene por qué ocurrir enfocando los estudios históricos como postula Rickert.

Claro que ya este autor nos advierte que lleva su división al extre-mo para establecer los conceptos con claridad, pues los conceptos de universal y particular son relativos. Así, el concepto de mexicano es universal si lo consideramos con relación a Hidalgo o a More-los; pero particular con relación al concepto de hispanoameri-cano. La historia, que parte de conceptos individuales, trabaja tam-bién con numerosos conceptos de grupo. Será perfectamente válido un estudio de la guerra de independencia mexicana, no ya en todo México sino en determinadas regiones del país, o el estudio de algún personaje que tuviera parte destacada en esa guerra; pero no lo será menos el estudio del movimiento independi-zador en todos los antiguos dominios

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españoles que hoy constituyen la América hispana, o un estudio comparativo de lo que ocurrió en estos países con la guerra de inde-pendencia de las colonias inglesas de que surgieron los Estados Unidos.

Es problema también muy discutido éste de las grandes síntesis históricas. De vez en cuando surgen cerebros vigorosos que mani-fiestan su disgusto por la estrechez de los campos de estudio en que se mueven los historiadores y ensayan grandes síntesis. Este trabajo es valioso y es sugestivo. Los libros que lo afrontan suelen tener éxito extraordinario; todos nosotros hemos experimentado el placer de su lectura, llena de sugerencias, de vastas perspec-tivas. Y todos hemos experimentado, sin duda, el desencanto de ver que lo que dicen de temas que conocemos con cierto detalle es terriblemente insuficiente y está casi siempre deformado con vio-lencia para darle cabida en determinados esquemas.

Estos libros exigen de sus autores calidades realmente excepcio-nales. No se los debe mirar con sistemática prevención, ni descar-tarlos; pero tampoco se debe esperar demasiado de ellos, ni creer que son necesariamente superiores a los que se ocupan de temas más reducidos. En los trabajos históricos la excelencia no está en la amplitud del tema tratado, sino en la manera de tratar un tema.

La historia de terminada ciudad, de determinado personaje o de determinado aspecto de la vida de un personaje puede ser más valiosa que muchas síntesis de historia universal ramplonas y mal logradas.

Que Rickert no debe de andar muy descaminado nos lo prue-ba el hecho de que las ciencias que arrancaron de las ideas univer-salistas del siglo pasado, por ejemplo, la economía y la sociología, que, como decía antes, comenzaron mirando despectivamente a la historia y queriendo partir en su estudio de grandes síntesis y de leyes universalmente válidas, han tenido que dar marcha atrás, y sus estudios son hoy mucho más de detalle que en un principio, y los enfocan históricamente. Confirma lo que digo un precioso traba-jo del Prof. Postan, catedrático de historia económica

106 en la Universidad de Cambridge, titulado El método histórico en

las ciencias sociales. En él puede apreciarse bien hasta qué punto estamos hoy de vuelta de las ideas utópicas y generalizadoras del siglo pasado. Hasta qué punto se ha ganado en modestia des-pués de las desaforadas e ingenuas pretensiones de hombres que se creyeron semi-dioses, que se sintieron capaces de una am-plitud de visión que no es posible, dada la limitación de la mente hu-mana.

''Tenemos esperanzas -dice Postan— porque somos modestos; somos modestos, porque somos historiadores; porque la experien-cia de un siglo de historiografía nos ha hecho más prudentes de lo que hubiéramos sido hace cien años con respecto a lo que la historia puede y no puede hacer. Nuestra ciencia, como la caridad, empieza por uno mismo."

Lecturas de este tipo serían saludables para el congresista de Morelia, para curarle de su decepción al ver que de los trabajos de los historiadores allí reunidos no surgían grandes leyes que le ilumi-naran sobre el futuro de su patria. ¿ Acaso no es esencial para la vida humana misma ese elemento de inseguridad y de misterio, ese ignorar lo que nos guarda el porvenir? ¿ Qué sería de noso-tros si pudiéramos consultar en unas tablas lo que ha de ocurrir el año 1950 o el año 2000? La historia es acción, es elaboración, es creación humana, en suma, y no cabe predeterminar lo que

aún no está vivido, no está hecho. La historia se ocupa del pasado —sin perder de vista el presente, claro está— y su estudio es con-creto, individualizador. No debe descorazonarse por saber que exis-ten limitaciones para sus conocimientos; porque lo más grave es que la historia, que no puede predecir el futuro, tampoco logra nunca un conocimiento pleno, absoluto, del pasado. Pero éste será el tema siguiente.

Hemos hablado de lo que algunos han querido que la historia sea y que la historia no puede ser, esto es, una ciencia generaliza-dora, descubridora de leyes válidas para el mayor número posible de fenómenos. Hemos dicho que las

107 mismas ciencias que habían reprochado a la historia su individua-

lidad excesiva han dado marcha atrás y han aplicado a sus proble-mas el método histórico, con lo cual han ganado en rigor y en efi-cacia. Concluíamos diciendo que era inevitable la desilusión de quien en Morelia había creído poder obtener de un estudio his-tórico datos concretos sobre la evolución de su país en el futu-ro.

Ya apuntamos que ésta era una de las actitudes extremas so-bre las posibilidades de la historia, que no resulta valida. Veamos ahora la ac t i t ud opuesta, la de quien dijo en Morelia que la historia de México no podía aún escribirse porque para ello nos falta to-davía el conocimiento de gran cantidad de hechos. Esta segun-da actitud no es ninguna excepción, y así como la primera, la de pedirle a la historia grandes leyes y fórmulas aplicables a fenó-menos de inmensa amplitud suele proceder de personas que no se dedican de un modo especial a los estudios históricos, esta se-gunda es hoy la habitual entre los historiadores de profesión, no só-lo en México, sino en todas partes. Es la actitud, como les decía ayer de quienes pretenden meter el mar en un agujero de la pla-ya.

Hay que advertir que esta actitud, como todo en el mundo, tiene una justif icación. Ya hemos dicho que la historia es un conocimien-to eminentemente inseguro. Los historiadores, como es lógico, se han dado plena cuenta de ello, pues al estudiar las obras de

quienes les han precedido en el desarrollo de algún tema, han podi-do siempre descubrir en ellas errores e insuficiencias motivados por un defectuoso conocimiento de los hechos, por una precipitación en síntesis hechas sobre materiales incompletos. Estos errores e in-suficiencias eran tanto más apreciables cuanto más ambicioso y amplio fuera el tema de la obra histórica, como ocurre, por ejemplo, con la producción de los grandes enciclopedistas franceses del XVIII, quienes partiendo de sus ideas universalistas se lanza-ron a grandes síntesis históricas con un insuficiente trabajo de preparación.

Este hecho indiscutible de que siempre se hayan podido señalar en las obras históricas de gran aliento, incluso en

108las de calidad más excelente, deficiencias y errores de detalle, lle-

vó a muchos historiadores a la idea, justa en principio, de que cuanto más redujeran su campo de investigación, de que cuan-tos más datos acumularan para el mejor conocimiento de temas minúsculos, tanto más sólidas serian sus conclusiones, y tantos menos errores y deficiencias encontrarían en sus obras quienes después de ellos se ocuparan de los misinos temas. Su ideal lle-gó a ser la que se ha llamado investigación exhaustiva, la que pretende no dejar ningún cabo por atar, la que aspira, al ocupar-se de un tema, a dejarlo totalmente agotado, en forma tal que nada quede por decir acerca de él.

Sólo puede pretenderse esto, como es natural, aplicando la inves-tigación a temas muy reducidos, con un criterio que podría lla-marse microscópico. Por este camino se ha llegado a una esencia-lización excesiva de los estudios históricos, a que cada historiador conozca tan sólo un círculo de temas muy limitado, careciendo en absoluto de una visión de conjunto de los grandes problemas his-tóricos y creyendo que lo único que tiene interés es el campo de su pequeñísima especialidad.

Este fenómeno de la excesiva especialización no es exclusivo de la historia, sino típico de toda la ciencia de nuestra época. Todos hemos conocido, por ejemplo, casos de médicos especialistas em-peñados en referir todos los males de sus pacientes al campo de su especialidad. También en la historia ha llegado a extre-mos grotescos la atomización riel conocimiento. Recuerdo yo

que visitó Madrid hace algunos años un especialista alemán de historia del arte. Su especialidad eran los sarcófagos paleocris-tianos. Los investigadores de la sección de Historia del Arte del Centro de Estudios Históricos de Madrid le propusieron a aquel buen señor que hiciera en su compañía una visita al Museo del Prado. ¿Hay en ese museo sarcófagos paleo-cristianos? —pregun-tó el sabio especialista alemán. No señor —le contestaron mis colegas del Centro. Pues entonces no me interesa visitarlo — res-pondió el germano, con la consiguiente estupefacción de todos.

109Se ha escrito ya mucho sobre el peligro que entraña esta especia-

lización excesiva, que convierte a los investigadores en bárbaros que de nada se enteran fuera de lo referente a su especialidad. Y en historia la especialización ha adquirido caracteres más graves, porque no sólo se ha fijado la atención en hechos de importancia mínima, sino que, para evitar los cambios que sufren con el trans-curso del tiempo toda afirmación, toda hipótesis más o menos atre-vida, los historiadores han hecho gala de no opinar en absolu-to, de no meditar sobre los hechos, de que su misión consiste en reunir la mayor cantidad posible de datos sin establecer selec-ción alguna entre ellos, para no comprometerse y ser tachados de parcialidad, de personalismo.

El resultado es que la historia se ha quedado exclusivamente re-ducida a su fase previa de acumulación de materiales, y que los historiadores han hecho de su profesión un coto cerrado, en el que se lanzan desesperadamente a la caza de datos nuevos, a la bus-ca de documentos inéditos sobre temas insignificantes, cuyo ha-llazgo interesa, en el mejor de los casos, a media docena de perso-nas que están atacadas de la misma chifladura.

El terror a la síntesis aventurada y de base deficiente ha he-cho caer a los historiadores en el extremo opuesto, convirtiéndolos en coleccionistas de datos perfectamente inútiles. Se les podría re-cordar a estos tales la anécdota de Darwin, quien contestando a alguien que le reprochaba el empleo de hipótesis en sus traba-jos, le dijo que el no hacerlo valdría tanto como llegarse a un montón de piedras y analizarlas minuciosamente, consignando su peso, color, etc., sin preocuparse de más.

Frente a esta actitud es preciso insistir, una y mil veces, en que, sin un criterio previo de selección, no hay trabajo histórico posible digno de ese nombre. De no tenerlo nos encontramos con lo que ocurre hoy, con que la mayoría de los historiadores pretenden volcar en sus publicaciones el contenido íntegro de los archivos, sin darse cuenta de que en los archivos sólo tiene cabida una par-te mínima de la realidad de los hechos del pasado.

110El trabajo de investigación en los archivos, al que se concede hoy

importancia tan exclusiva, no tiene más valor que el de un entre-namiento. Nadie puede trabajar en historia, evidentemente, sin ha-ber hecho esta labor previa de investigación exhaustiva sobre al-gún tema menudo; pero creer que ésa es la única labor histórica es tomar el rábano por las hojas. La labor propiamente dicha del historiador no comienza hasta que, en presencia de un cierto nú-mero de materiales, de documentos del pasado, por fuerza limita-dos e incompletos siempre, no emprende su labor de elaboración y de síntesis.

Así, pues, no está en lo cierto quien dice que no se puede escribir la historia de México porque todavía no están reunidos materiales suficientes para ello. Lo que tiene el historiador de hoy es miedo a comprometerse, y ese riesgo del compromiso es el que hay que arrostrar. Curiosa actitud ésta de quienes estudian los hechos hu-manos, que son esencialmente compromiso, decisión, toma de partido, y que no quieren opinar sobre ellos.

Como resultado de esta actitud nos encontramos con la indigesta producción histórica de nuestros días, en que se ha llegado, en la mayoría de los casos, a la pura y simple publicación de documentos, sin el menor esfuerzo para interpretarlos ni sacar nada de ellos. En verdad que nuestra época está presenciando cosas estupen-das, hechas, según nos dicen, en nombre del progreso científico y del espíritu crítico.

Conviene recordar a este respecto las palabras de José Ortega y Gasset en su estudio, algo exagerado, pero muy justo en el fondo, La filosofía de la Historia de Hegel y la historiografía. Hay en él una crítica sumamente certera de esta actitud ingenua de los histo-

riadores de hoy que creen que su ciencia ha entrado, a partir de 1800 aproximadamente, en una etapa de gran seriedad científica porque lleva a cabo con más minuciosidad que antes el acopio de datos y la crítica de fuentes.

Como observa muy bien Ortega, todos los historiadores, desde que existe la historia en el mundo, han reunido datos

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para escribir sus libros, y han criticado esos datos. Ya Herodoto, en el siglo y a. c. realizó viajes por todo el mundo conocido para conseguir los materiales que necesitaba a fin de componer su his-toria de la suena entre griegos y persas.

El acopio de datos y su crítica no son, pues, ninguna novedad. Lo que sí lo es, y muy grave, es querer suprimir en la historia el fac-tor humano. Como los hechos, al producirse, no se registran en ningún aparato automático, sino en las mentes de quienes los contemplan o toman parte en ellos, y cada testigo o actor tiene un punto de vista distinto sobre un mismo hecho, los historiadores "científicos" han querido anular este margen de inseguridad y pres-cindir en lo posible de los relatos de los contemporáneos, que son los únicos materiales en que se puede apoyar un relato ulterior de los hechos. Al quedarse sin los relatos de los contemporáneos, tachándolos de "parciales", se han ido en busca de los famosos "documentos" que les parecían de un tipo más impersonal: tratados diplomáticos, colecciones legislativas, actas notariales, etc. Pero luci-dos están los historiadores si creen que en esos documentos no existe el factor subjetivo que tanto les aterra en los relatos de los contemporáneos, en las crónicas, por ejemplo. Todos sabemos el grado de verdad que encierran los documentos aparentemente más serios y objetivos, los comunicados militares, pongamos por caso. Y no digamos nada de los documentos judiciales. Yo no co-nozco documento más cargado de pasiones y resentimientos que el proceso de residencia de Hernán Cortés, que los historiadores objetivos prefieren, naturalmente, a las Cartas de Relación del con-quistador.

Ya va siendo tiempo de que estas personas se den cuenta de que la "imparcialidad" histórica, en el sentido absoluto en que ellos

la conciben, no existe. El concepto mismo de imparcialidad es un mito. El hombre no se puede situar frente a los hechos humanos en la misma actitud que el químico ante sus tubos de ensayo. Ca-da hombre, además, ve una sola porción de la realidad, es decir, su visión es siempre parcial. Los historiadores de profesión parecen

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ignorar por lo general una noción muy conocida de siempre, pero que sólo recientemente ha sido elaborada con cierta precisión: me refiero a la noción de perspectiva. Sobre este punto vale también la pena consultar a Ortega y Gasset, que ha expuesto co n gran precisión sus puntos de vista. Con referencia al pro-blema de la filosofía, pero con conceptos plenamente válidos para la historia, en su es tud io El tema de n u e s t r o t i e m p o .

Todos sabemos -nos dice- lo que se entiende por perspecti-va, aplicada a la visión de determinado objeto, un paisaje, por ejemplo. Dos personas que contemplan el mismo t ipo de paisa-je desde puntos de v i s ta distintos no lo ve n de la misma ma-nera. Lo que para uno queda más cerca queda para el ot r o en último plano. ¿Tendría sentido que uno de los observadores, puesto a describir lo que ve, declarara que es fa l s o lo visto por el otro? ¿Tendría sentido que los dos se pusieran de acuerdo para dec i r que, puesto que lo v i s t o por ellos no coincide, es una ilusión el pa isa je , que carece de rea l idad? Evidente-mente que no. No existe un paisaje arquetipo que sea igual para todos los contempladores. Esto que se dice del paisaje pue-de decirse de todo fenómeno, de todo hecho contemplado por la mente humana. "La realidad cósmica —d i c e Ortega— es tal que sólo puede ser v is ta bajo una determinada perspectiva. La perspectiva es, pues, uno de los componentes de la realidad. Lejos de ser su deformación es su organización. Una realidad que v i s t a desde cualquier punto de vista resultase siempre idéntica es un concepto absurdo."

"El error i nve te rado consistía en suponer que la realidad tenía por sí misma e independientemente del punto de vista que so-bre el la se tomara, una fisonomía propia. Pensando así, claro es-tá, toda visión de ella desde un punto de vista determinado no coinci-

diría con ese su aspecto absoluto, y por tanto sería falsa. Pero es el caso que la realidad, como un paisaje, tiene in f in i tas perspectivas, todas ellas igualmente verídicas y auténticas. La sola perspectiva falsa es esa que pretende ser la única".

No se escapará a la atención de ustedes la importancia

113fundamental que tienen los conceptos de Ortega para el trabajo del

historiador. Este último quiete hoy prescindir, en su contemplación de los hechos históricos, de ese factor que Ortega considera integrante de toda realidad: la perspectiva. No quiere situarse. Y, naturalmente, no lo logra, pues eso que él llama presentarnos los hechos, no es tal presentación de hechos, sino presenta-ción de testimonios, de documentos referentes a los hechos, que llevan ya implícita, aunque el historiador no quiera, la perspectiva de quienes los contemplaron.

El historiador c i en t í f i co de hoy está metido en un callejón sin salida. Su actitud, que inicialmente fu e injusta, frente a una tendencia re t ó r i c a y superficial de la historia, frente a una escasa preparación documental y una elaboración caprichosa y apresurada de las síntesis, ha llegado a un grado de anqui-losamiento intolerable. Porque la historia, que es estudio de la v i d a humana, ha querido despojarse de todos los ingre-dientes que en la vida humana son esenciales.

Busca a todo trance la neutralidad, el no comprometerse. Para ello ha apelado a todo género de procedimientos. Se ha querido desviar la atención de los grandes momentos, de las crisis históricas, que habían sido hasta ahora los temas justamen-te preferidos, y se ha concentrado el inte rés sobre los movi-mientos más lentos de la vida diaria, sobre la evolución pausada de determinadas costumbres o instituciones, las que parecían más sólidamente establecidas, las que se sustraían al cambio y al movimiento brusco.

En esto, co m o en todo, la h i s t o r i a no hacía otra cosa que proyectar una idea del presente sobre el pasado. Esta idea de la evolución lenta, pacífica correspondía a la idea que la democra-cia y el liberalismo se habían hecho do lo que iba a ser el desarrollo de la humanidad en el futuro. Ya vemos hoy,

cuando es imposible enseñar geografía a los chicos porque dia-riamente cambian las fronteras, lo que queda de esa i l u s i ó n de desarrollo lento y sin sacudidas. No se puede d e s t e r r a r de la historia el estudio de las épocas de cr is is , de g r andes cho-ques y virajes en la vida de

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pueblos y culturas, ni en de la vida de las grandes personalidades.En el terreno de la historia de las instituciones, de los aspectos de

desarrollo más lento y seguido de la humanidad, es donde los estu-dios históricos se han apuntado más éxitos en los últimos años. Si se comparan los resultados obtenidos por la histor ia de las len-guas, las artes, las instituciones jurídicas o económicas, con los de la historia propiamente dicha, se veía que son muy superiores los primeros. Y es que en esos terrenos el his -toriador encuentra más facil id a d e s p a r a no comprome-terse. Le encanta distanciarse de todo lo que s i g n i f i q u e cambio, inseguridad, contingencia. Proyecta su atención sobre la s épocas más remotas para obtener la ans iada imparc ia l idad. S i lo cons igue o no, y a es otra cosa . Pe-ro lo cierto es que no afronta, ni quiere hacerlo, los pro-blemas esenciales para la vida misma de su época aquellos que la gente interesada quisiera ver , ya que no resueltos, por lo menos planteados.

Yo no creo, naturalmente, que el historiador pueda jugar un papel decisivo en la vida de su p a í s; pero si un papel más impor-tante que el que ha venido desempeñando desde que la histo-ria se ha deshumanizado. Tengo bien presente el ejemplo d e lo ocurrido en España, donde en los últimos años se habían producido obras sumamente valiosas sobre c i e r t a s institu-ciones medievales, o sobre el lenguaje de determinado poeta l í r i co o sobre las tab las de cualquier pintor catalán del si -glo XV; donde no se había publicado, en cambio, ni una sola obra seria sobre problemas histór icos esenciales pa r a la vida del país, que fuera fruto de la a c t i v i d a d de un histo-riador profesional. Los españoles desconocíamos y despre-ciábamos la historia posterior a la invasión francesa y el re -sultado de ese desconocimiento lo estamos sufri e n d o

hoy. Nuestras grandes figuras en el campo de los estudios históricos no habían querido comprometerse, no habían quer ido opinar, la guerra las cogió por sorpresa... y ¡para qué seguir!

Este es uno de los resultados más graves de la deshumanización de la historia: que el profesional de su estudio

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crea que nada tiene que ver con los problemas vivos de su país o de su época, y que sólo desentendiéndose de ellos puede lo-grar un mejor conocimiento del pasado. Así se l lega, según nos dice Nietzsche en su maravilloso ensayo De la utilidad y la desventaja de la historia para la vida, a que solamente se ocupan de la historia los que son incapaces de hacerla.

Yo digo con toda sinceridad que me han enseñado mucha más historia los tres años que he pasado combatiendo en España que todo lo que había leído en los libros.

De aquí que sea tan valiosa la aportación a la historia de quienes han participado activamente en la vida de su pueblo. México tiene la ventaja, de contar con una serie de historiadores de primera f i la, que no sólo escribieron, sino que hicieron historia: Lucas Alamán, José Luis Mora, Justo Sierra, por citar sólo los más importantes.

Las obras de estos escritores abundan en lo que les falta a los profesionistas deshumanizados: vida, pasión. Hay una determinada preferencia por los lemas, y tiene que existir un calor, una simpa-tía al tratarlos. El historiador no debe pensar que escribe para media docena de colegas, sino para un público más amplio, al que debe orientar. Antiguamente, en esa fase precientífica de la his-toria, hoy tan despreciada, el historiador sabía muy bien que es-cribía para un público amplio al que había que interesar. Deleitar al lector es frase que de continuo surge en las páginas de nuestro cronista. A ninguno de ellos se le hubiera ocurrido dedicarse a la historia si no se sintiera capaz de llevar al papel su visión de los hechos, para hacerla compartir a los lectores; pero, claro, esto ocurría en los tiempos en que la historia adoptaba su for-ma más primitiva, según los científicos de hoy, la narrativa.

Hubo, evidentemente, épocas en las que una excesiva preocupa-ción por la forma hizo daño a la producción histórica. Hoy, en cambio, hemos caído en el extremo opuesto. Son muchos los his-toriadores para quienes es pecado el escribir medianamente, que

consideran sus obras tanto más serias y científicas cuantos menos lectores tienen y que se

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vanaglorian de que su exposición sea aburrida, indigesta. Las pá-ginas se atiborran de notas, vengan o no a cuento, y la biblio-grafía se aumenta al infinito con obras y más obras que en la mayoría de los casos no se han visto más que por fuera. . . o en otras bibliografías.

Una buena defensa de lo que ha dado en llamarse aspecto ar-tístico de la historia se encuentra en el delicioso ensayo de George Macaulay Trevelyan, titulado Clio, a Muse. El ensayo en cues-tión fue publicado por primera vez en 1913 y reeditado en 1030. Aunque el propio autor parece estar en la actualidad un poco asus-tado de su audacia, yo creo que puede suscribírsela íntegramen-te.

Comienza Trevelyan analizando los estragos producidos por la proyección de las ciencias físico-matemáticas sobre los estudios históricos. No es el suyo un análisis de tipo filosófico, como el de Ri-ckert, sino simple expresión de un sano sentido común. ¿Cuáles son las leyes que la historia científica ha descubierto? Se pregunta Trevelyan. ¿Cuáles son los procesos de causa y efecto? Y arremete contra esos historiadores científicos que tienen un enorme conoci-miento de hechos menudos, pero un conocimiento escaso o nulo de lo que es el hombre. Esa sequedad e indiferencia que se postulan para su trabajo hacen que les falte toda simpatía huma-na, y sin simpatía humana la historia no puede existir, se con-vierte en arqueología.

Para Trevelyan, que es él mismo un gran escritor, la obra histórica es esencialmente obra artística. Su calidad fundamental está en el relato, en la capacidad que tenga el historiador para hacer vivir sus personajes o sus situaciones, para comunicar al lector sus sentimientos. A los relatos de los historiadores actuales —dice Trevelyan— les falta fluidez, no se mueven como corrientes, sino que están parados, como el agua en los charcos. El relato debe recordarnos que el pasado fue una vez tan real como el presente y tan incierto como el futuro.

Nada tan divertido como la actitud de esos historiadores que adoptan un gesto displicente ante grandes personajes o grandes momentos de la historia porque pueden

117ver —ahora— cuáles fueron sus arciones o derivaciones

desfavorables o funestas. Y estos mismos historiadores que hubie-ran evitado la ruina del Imperio romano o la del español, pongamos, por caso, son plenamente incapaces de tomar la decisión más sencilla en los asuntos de su propia vida.

Trevelyan se da perfecta cuenta, como nos la damos to-dos quienes nos dedicamos a estos estudios, de lo difícil que es la labor de historiador. Tiene que poseer una serie de conoci-mientos complicados para reunir y depurar sus materiales, má s una habilidad exquisita para presentarlos y hacerlos llegar al lector en forma que actúen sobre é l , sin que pueda para el lo apelar a los reclusos de invención de los autores de historia novelada.

Cuando se piensa en las dificultades que presenta la tarea del historiador, se explica uno plenamente que abunden tan p o c o los historiadores dignos de ser leídos. Pero ese reconocimiento de la di f i c u l t a d de la labor hace que resulta más mezquina la actitud de quienes, sin ser ellos mismos capaces de escribir historia, se cree n superiores a los grandes maestros si logran descubrir en sus obras algunos errores de detalle. Mala acti -tud ésta de desdeñar lo que uno no s e r í a capaz de hacer. Hoy se ve ya claro que los grandes maestros de la historia no se '"superan" fác i l -mente porque se les rectifiquen o agre-guen detalles.

El estudio de Trevelyan concluye con un resumen de la historiogra-fía inglesa, señalando con cuidado los defectos y virtudes de sus grandes fisuras, para llamar sobre ellas la atención de alum-nos y lectores. Este es el buen camino, el único posible, si queremos sacar a la historia de su marasmo. Hacer que los grandes historiadores del pasado dejen el humilde lugar que ocupa-ban en las notas de pie de página y se conviertan en objeto principal de estudio. Sólo combinando el estudio de la historiografía con el de los procedimientos de investigación podía salir la historia del atolla-dero en que se encuentra.

Hay que lograr atraer hacia la historia el interés de jóvenes exce-lentes que hoy enfocan su vocación hacia otros

118campos literarios o artísticos porque les descorazona la gravedad,

la aridez con que se presentan las fases iniciales de la in-vestigación. Y hay que conseguir que los historiadores no se si e n t a n tan orgullosos de ser inaccesibles. El libro histórico no es una especulación de a l t a matemática, coto cerrado para las personas no in ic iadas. Su misión ha de ser llegar al mayor nú-mero posible de lectores. Ya pasó la época de las activida-des "puras", en que los poetas escribían para los poetas y los pintores pintaban para los pintores. La historia debe as-pirar a ocupar un puesto decoroso en el horizonte cu l t u r a l del hombre de hoy, y, si renuncia a hacerlo, los resultados serán fatales. Sólo un reconocimiento previo de sus li m i t a -c iones y el esfuerzo por superarlas, podrá impedir que caiga en los excesos de la historia novelada o en los países totalita-rios, donde es un arma más al servicio de la propaganda.

Piensen los historiadores científicos que en la época de crisis q u e vivimos no van a ser ellos la única excepción. Que su producción se está ya contemplando con perspectiva relativis-ta. Y que quizá no salga de este examen tan favorecida como ellos creen. Buena prueba de ello es lo que nos dice el historiador in-glés Toynbee, quien inicia su monumental producción A Study of History con un capítulo t i tu lado precisamente "La relatividad del pensamiento histórico". Toynbee no ve en toda la ingente la-bor de los historiadores actuales, más que un reflejo del sistema industrial, en sus aspectos de división del trabajo y producción manufacturada en gran escala de las materias primas. Para él los grandes historiadores de la época actual, cuando se les estudie desde el futuro, encontrarán situados sus libros al la-do de las grandes construcciones de nuestra ingeniería; pero ése no es un elogio excesivo cuando se trata de obras históri-cas.

Como conclusión de esta precipitada y desmañada exposición del estado actual de los conocimientos históricos debemos, pues, afirmar, que tampoco tenía razón quien en Morelia afirma-

ba que no es posible aún escribir la historia de México porque para ello se desconocen muchos

119 datos. ' 'Con la centésima parte de los que hace tiempo

están ya recogidos y pulimentados bastaba para elaborar algo de un porte c ien t í f i co mucho más auténtico y substancioso que cuanto, en efecto, nos presentan los libros de historia, dice Or-tega y Gasset en el estudio antes mencionado.

Esta es la verdad. Todo trabajo de busca de datos, de publica-ción de documentos, será estéril y embarazoso si no va acompa-ñado por una labor de meditación e interpretación. Ésta siem-pre puede y debe hacerse. No podemos dejarnos llevar en nuestro estudio por ideales ya superados. Ni partir hoy de la tendencia progresista ingenua que creía posible efectuar a cada paso descubrimientos estupendos. Ta l vez los papeles de los ar-chivos puedan despejar todavía algunas incógnitas; pero, la mayoría de las que aguardan a ser despejadas se encuen-tran precisamente en lo que parece que todos conocemos ya, y que, no obstante, siempre se presta a nueva reflexión.

1204. EDMUNDO O'GORMAN/ HISTORIA Y VIDA, 1956 *****

LA VIDA COMO HISTORIA******

***** Texto tomado de Diánoia. Anuario de Filosofía, México, Centro de Estudios Filosóficos de la UNAM, Fondo de Cultura Económica, año II, 1956, pp. 233-253.

****** Estas reflexiones quieren ser un mero bosquejo de las ideas que me han su-gerido la experiencia en e! cultivo de las disciplinas históricas y la meditación so-bre el problema capital de toda filosofía de la historia, a saber: alcanzar una vi-sión unitaria del discurso histórico, sin atropello del sentido de la pluralidad que lo constituye. Impulsado por semejante motivación, se intenta aquí sentar las bases de un distingo entre historia, la ingente realidad a que alude esa palabra, e idea de la historia, el ser con que dotamos esa realidad al constituirla en la visión que nos puede ofrecer, como meta final, la ciencia historiográfica. En ese deslinde decisivo estriba, quizá, la solución de aquel problema tradicional con el que, como Job con el Señor, han luchado tantos esforzados espíritus. Tal parece, en efecto, que si se mantiene aquella distinción se llegará a ver que la formidable anti -nomia lógica entre unidad y pluralidad se desvanece como falso planteamiento de una situación mal entendida. Ciertamente suena a mucha vanidad pretender que la flaqueza propia pueda algo atinar a l l í donde la fortaleza ajena se ha extraviado, y, en definitiva, es muy probable que se trate de un nuevo extravío que sólo el entusiasmo momentáneo presenta como acierto. En todo caso, como es obvio que nada puede lograrse sin la previa lección de tantas honrosas pre-téritas tentativas, si en algo atina alguien, a ella se lo debe. En c i e r t o se n t i -d o , como no podrá menos de advertirse, estas páginas p u d i e r o n haber-se titulado, de n o ser t a n de músicos, la expres ión var iac iones sobre un tema de Kant, porque su d i s t i ngo entre considerar lasa c c i o n e s de los hombres en sí como realización de la libertad y considerar l as co m o meras manifestaciones fenoménicas, ha sido el punto de partida de estas re-flexiones que, a la luz de modos de pensar más contemporáneos a no-sotros, quisieran renovar el profundo a c i e r t o de aquella idea Cómo y en qué sentido y medida se pretende esa meta es lo que adelante se verá. Baste anti c i p a r que en lugar del plano trascen-dental de una conside -ración de los actos en sí , se busca f incar la inte l igencia de lo h istó -r ico, hasta donde más es dable, en el campo de los procesos vitales s in pretensión de descifrar su espeso misterio y en vez de un saber me -t a f í s i c o que nos habla de la realización en la historia de la libertad o de cuales-quiera otras esencial idades de ya di f íc i l comunión, se propone más modestamente una b io logía o casi fuera mejor dec i r una f is io logía de l v iv i r propiamente humano, del v iv i r inconsciente de ese modo pecul iar de vida que l lamamos la conciencia. ¡Pues, ¿qué la vida tan solo ha de estudiarse bajo el microscopio y en el laboratorio? Diánoia in-vita y anima a s u s colaboradores a presentar tra b a j o s en proceso de elabo-

I. El problema: unidad y pluralidad de la historia

El escollo fundamental de toda filosofía de la historia es la d i f icu l -tad de conceptuar la pluralidad de los hechos dentro de una unidad significativa: aprehender la multip licidad como un to-do; y la aspiración fi n a l del empeño consiste en iluminar la estructura real del devenir histórico.

ración. Les rinde así un señalado servicio en cuanto les ofrece de ese modo la posibilidad de oir críticas y, sobre todo, de aclararse para sí mismas las ideas en el siempre d i f í c i l t rance de las formulaciones iniciales. El a t r e v i m i e n t o de publicar estas ref lexiones en el deshi lvanado estado que guardan se expl ica y justi f ica por el deseo de aprovechar esa oportunidad.

121En torno a eso problema se agrupan todos los sistemas que han

aparecido como intentos de explicación de la historia, sean los cau-salistas en toda su variedad (psicológicos, naturalistas, volun-tad divina, l e y moral, etc.), sean los de tipo evolucionista, ge-neralmente aceptados hoy como los propiamente científicos.

Pero, a decir verdad, preciso admitir que hasta ahora no se ha lo-grado una solución satisfactoria del problema. Por lo cont rar io , la situación actual del filosofar sobre la historia nos descubre la apor ía en que ha acabado por encerrarle ese secular empeño. Mas si esto es así ¿no será aconsejable, entonces, que acepte-mos plenamente esa situación en lugar de porfiar en la reducción de una antinomia que parece insuperable? Abrazar este par -tido tiene a

122su favor la doble ventaja de, por una parte, fincar la reflexión en

una circunstancia históricamente dada, es decir, garantizar el punto de partida y, por otra parte, provocar una nueva pro-blemática, puesto que se presenta así al espíritu la necesi-dad de preguntar por la razón de ser de esa antinomia en cuanto ta l , es decir, se ofrece la posibilidad de examinarla desde sus premisas, las cuales, de otro modo, permanecen necesariamente ocu l t as a nuestra mirada. Merece la pena t ra -ta r de abrir es ta brecha.

2. Si echamos un a mirada retrospectiva sobre la historia de la filo-sofía de la h i s to r ia podremos ver que, en definit i v a, los variados intentos por alcanzar una visión unitaria de la pluralidad histórica se logran a costa de negar más o menos expresamente el sentido de las particularidades concretas que forman la pluralidad. En efecto, en todos esos intentos late subyacente la implicación de que si la historia muestra las variaciones que efectivamente mues -tra, es porque, en alguna i n s t a n c i a la proceden del error, manera conceptual de ne g a r l e s significatividad propia. Du-rante mucho tiempo esta maneta de proceder fue ingenua y al des-cubierto. Se pensó que el pasado entero se explicaba como producto del error, error felizmente superado por el presente en turno. Semejante modo de concebir el discurso histórico, que en su expresión más acabada corresponde a la visión providen-c ia l is ta del Cristianismo primitivo y a la visión del claroscuro del Enciclopedismo del siglo XVIII (en ambos casos, la luz def i -n i t iva de la verdad frente a las tinieblas pasadas del error su-persticioso), hubo de sucumbir ante la c r í t i ca obvia a que esta-ba expuesto, y cedió frente a la explicación de la historia a base del concepto evolucionista. Parecía vencida la dificultad, por-que a cambio de una concepción que miraba en el pasado la resultante del error, se la substituía con la idea más sutil de un paulatino y lento proceso de la verdad en su marcha progresiva. La variedad en la historia no e r a sino la huella de una aproximación cada vez mayor a la Verdad, meta final postu-lada por algunos como asequible, por otros como inalcanzable, pero en todo caso postulada como esencia

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de la realidad. Vemos, pues, que la variedad del pasado quedó ideada como expresión deficiente de la verdad absoluta, o dicho de otro modo, se aceptaba esa variedad sólo para negarla en seguida, en beneficio de una meta que, por definición, pondría término al proceso, paralizaría para siempre la historia. Y en na-da aprovechó afirmar, como afirmó el positivismo, que la meta es prácticamente inalcanzable, porque basta su postulación para que el esquema del devenir histórico sea el mismo e implique idéntica negación de la pluralidad que así se pretende explicar. Frente al idealismo desaforado el positivismo es, sin duda, un llamado a la cordura, lo que, sin embargo, no le quita que también sea un idea-lismo doctrinal. El relativismo positivista que parecía apuntar ha-cia el reconocimiento plenario de la variación histórica, echó mar-cha atrás frente a esa consecuencia lógica al declarar que se trata de '"variaciones graduales", es decir, de variaciones que en reali-dad no lo son, implicando así esa '"pretensión a lo absoluto" que, sin embargo, se obstinó en rechazar como lo característico del es-píritu teológico. Vemos, pues, que también las explicaciones de ti-po evolucionista conciben el pasado como un error, por más que lo presenten como constituido por una verdad relativa y aproxima-da, ya que, para conjurar el carácter de arbitrariedad que parece implicar la variación histórica, postulan en el límite una verdad absoluta como instancia suprema de significatividad. Al igual que las doctrinas providencialistas o idealistas, la unidad histórica que-da afirmada a costa de la variedad histórica. El problema no se soluciona, meramente se soslaya.

3. Frente a semejante situación apareció una vigorosa reacción crítica: el absolutismo de las doctrinas evolucionistas acabó por de-latarse, y se fue percibiendo con creciente claridad que las filosofías de la historia llamadas científicas (señaladamente el positivismo y el marxismo) son tan idealistas y tan absolutistas como la filosofía de donde salieron. La reacción se hizo sentir por donde era preciso que apareciera. ¿ Esa verdad absoluta, en cuyo

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beneficio se sacrificaba el sentido de las verdades históricas, no era acaso, ella también un producto histórico, tan histórico y variable como esas verdades sacrificadas? Lo malo no consistía, como ciegamente pretendían y pretenden aún los historiadores del tipo meramente erudito, en que se partiera de un a priori. A este respecto se reconoció plenamente la razón que asistía a los viejos idealistas: lo malo estuvo en no haber reparado en que el a priori era una instancia más de la variedad histórica y no una instancia situada más allá de ella, con lo que, obviamente, se arruinaban sus pretensiones totalizadoras y trascendentales. La reacción consistió en tomar en serio la doctrina positivista de la relatividad de los conocimientos, sin arredrarse ante el peligro de caer en aquel escepticismo disolvente que tanto asustó a Comte. El relativismo histórico contemporáneo aparece, pues, como un po-sitivismo purgado del elemento idealista, o si se prefiere, como la consumación de la rebeldía contra el idealismo iniciado por Co-mte y Marx, y su consecuencia, desde el punto de vista que aquí interesa, fue el haber planteado la noción radicalmente opuesta a la tradicional en el intento de solucionar el problema central de la fi-losofía de la historia. Quizá, debemos ver en ello su contribución de-cisiva como instancia reveladora de la antinomia que nos sirve de punto de partida. Porque, efectivamente, la proclamación del relati-vismo de toda verdad, de todo conocimiento, sin el paliativo com-tiano de una verdad absoluta inasequible, ¿qué es sino la afir-mación plenaria de la variedad histórica en cuanto tal variedad? En cambio, es preciso admitir que ahora será a costa de aquella unidad tan afanosamente buscada, tan trabajosamente afirmada por la tradición.

La experiencia parece, pues, encerrar esta lección: o se afirma la unidad a costa de la pluralidad, o se afirma ésta a costa de aquélla. Tal la antinomia a que nos venimos refiriendo. Aceptémos-la como se nos da, y convirtiéndola en objeto de una meditación expresa quizá se haga alguna luz, por tenue que sea, en torno al problema que la ha suscitado.

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II. EL HECHO HISTÓRICO Y SU CONOCIMIENTO

4. Parece indicado para quien pretenda llegar hasta la razón de ser de la antinomia que se acaba de puntualizar, que debe pensarla más originariamente con el objeto de traducirla a tér-minos que delaten los supuestos en que descansa. Mientras el planteamiento la presente como problema de reducción de plu-ralidad a unidad, será muy difícil pasar adelante, porque se t ra ta de conceptos de SUYO contradictorios y mutuamente excluyentes. La investigación se ahoga en el ámbito de esa imposibilidad lógica.

Pues bien, ¿en qué tarea descansa, en definitiva, todo filosofar de la historia, independientemente de su rango y de su filiación? La res-puesta es obvia: se trata en primer e indispensable lugar de entender esos que se llaman los hechos históricos, expresión que no por habi-tual deja de provocar la duda desde el instante en que procuramos aclarar pulcramente su sentido. Porque ¿qué, en efecto, es un hecho histórico? Esta sencilla reflexión abre una esperanza: bien podría acontecer que la antinomia por cuya razón de ser preguntamos no sea sino la resultante de una confusa e indebida aplicación de aquel concepto. Encaminemos la meditación por este rumbo. 5.Si procedemos con la s e n c i l l e z aconsejable en estos casos, podemos desde luego admitir que un hecho histórico como, por otra parte, cualquier hecho de la índole que sea es un aconte-cimiento; algo que acontece, que pasa. Ahora bien, notoriamente debemos admitir al propio tiempo que algunos acontecimientos no se ofrecen con el carácter de históricos, por ejemplo, una tormenta en la lejana cima de una montaña desierta. Notoriamente otros acontecimientos se presentan como históricos, el asesi-nato de César, pongamos por caso. Partamos de estas instancias concretas y preguntemos en qué estriba la diferencia que las separa. De inmediato podrá responderse que aquella lejana tormenta no es un hecho histórico en cuanto que es ajena a la vida y al destino de los hombres, mientras que el asesi-nato de César afectó el curso de la civilización

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romana, imprimiéndole una dirección especial. En suma, se dice así que un acontecer es un hecho histórico por sus consecuencias respecto al hombre. Y se podrá añadir que, si bien es cierto que tales consecuencias no siempre son discernibles, esa circunstancia no altera el principio. Si, por ejemplo, en lugar de pensar en una tormenta acaecida en la desierta cima de la montaña, pensamos que esa misma tor -menta impide o, por lo contrario, hace posible la victoria en una batalla entre dos ejércitos contendientes, entonces se podrá decir que se trata de un hecho histórico, Pero esto que parece tan claro no tiene mayor evidencia que la de una petición de principio. Equivale a decir que un acontecimiento es histórico cuando es histórico, con lo que no hemos avan -zado mucho. Sin embargo, el ejemplo aducido todavía puede servirnos. En efecto, debemos advertir cuidadosamente que cuando se afirma con obvia inteligibilidad que aquella tor -menta es un hecho histórico, puesto que impidió o favoreció la victoria, es porque tácitamente suponemos que ese acon -tecimiento estaba animado por la intención de producir el efecto que produjo, y es, precisamente, esa intencionalidad la que autoriza la conceptuación del acontecimiento bajo la especie de hecho histórico. La tormenta aparece como el aliado o el enemigo de uno de los ejércitos contendientes es decir, como un agente activo dotado de voluntad que inten-cionalmente interviene en la batalla con el fin de producir un desenlace determinado. Ahora bien, es cierto que la tormen -ta, en cuanto tal tormenta, es un acontecimiento que, prima -riamente, se nos ofrece como un hecho físico, como un he -cho meramente natural: pero desde el momento en que, pa -ra hacerla inteligible dentro del ámbito de los intereses hu -manos, postulamos detrás de ella uno intencionalidad de acuerdo con los resultados de la batalla, a partir de ese mo-mento se transfigura, cambia de índole y se ofrece como constituyendo un hecho histórico,

De lo anterior me parece que se puede concluir sin ulteriores expli-caciones lo siguiente: primero, que todo acontecimiento (ideal o ma-terial) puede quedar constituido

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en hechos de diversa índole, según sea el sentido que se les otor-gue En otras palabras, que lo que llamamos un hecho no es sino el modo de ser con que dotamos a un acontecimiento al otorgarle sen-tido. Segundo, que lo especifico de ese modo de ser que llamamos hecho histórico consiste en el elemento de intencionalidad que exige el sentido que se otorgue al acontecimiento de que se trate. Pero esta conclusión certera no basta: nótese que hemos dicho ""en el elemento de intencionalidad que exige el sentido que se otorgue". Hace falta, pues, determinar esa necesidad, con lo que determinare-mos cuándo un acontecimiento se constituye propia o impropiamen-te como hecho histórico

Pues bien, si nos valemos todavía del ejemplo de la tormenta, advertimos que la atribución de intencionalidad que permite consti-tuirla en un hecho histórico no es necesaria para concebir el acontecimiento. La tormenta nos resulta perfectamente inteligible bajo la especie de hecho natural, y nada nos constriñe a atribuirle la finalidad precisa de impedir o favorecer el éxito de una batalla. Por lo contrario, vemos que semejante atribución es gratuita y que, en definitiva, hablamos en sentido metafórico. En suma, que aun cuan-do es dable constituir en hecho histórico a la tormenta, se trata de un caso de la manera impropia de ser de esa índole de hechos. Mas si esto es así, la conclusión contraria salta a la v is ta : será ma-nera propia del ser del hecho histórico cuando la atribución de inten-cionalidad es necesaria, o dicho de otro modo, todo acontecer para cuyo sentido la intencionalidad sea un elemento constitutivo es un hecho histórico propiamente dicho. Es, por lo tanto, el caso en que no podernos menos de atribuir intencionalidad al acontecimiento, so pena de no poder siquiera concebirlo. Entitativamente, por im-plicación absolutamente necesaria, el asesinato de Cesar es un acontecimiento que exige atribución de intencionalidad; por eso es forzoso constituirlo en el ser propio de hecho histórico, indepen-dientemente de sus consecuencias.

6. Esta manera de comprender el hecho histórico nos permitirá aclarar el peculiar equívoco que encierra la noción

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común de que el hecho histórico es por manera esencial un he-cho humano. La formulación es, en efecto, equívoca, porque ¿no acaso, existe una gran tradición que ha vivido como hechos histó-ricos acontecimientos tenidos por sobrenaturales o divinos? Esta pregunta nos avisa, pues, que todavía hace falta mirar más de cerca esa necesidad de atribuir intención en que hemos visto lo específico del hecho histórico.

En principio no hay razón alguna para que solamente los actos eje-cutados por los hombres sean hechos históricos propiamente dichos. Depende de la necesidad que exista de atribuir intencionalidad en virtud de las creencias de un momento dado. En una época como la Edad Media en que la fe en un Dios omnipotente y provi-dencial, para quien el destino del hombre no es indiferente, consti-tuye el cimiento de la visión del mundo, es clarísimo que múltiples acontecimientos extraños a la agencia humana serán legítima y propiamente constituidos en hechos históricos, pues que, dada esa premisa, la atribución de intencionalidad es necesaria. La fe en Dios crea esa necesidad: existe un agente en quien radicar la voluntad de la intención, y por eso, por ejemplo, la creación del mundo, acontecimiento no tan sólo no humano, sino anterior al hombre, resultará un hecho histórico propiamente dicho, como con lógica congruencia lo ha postulado la historiografía cristiana primit iva. De parecida manera, cuando la fe en un Dios personal fue substi-tuida por la creencia en un ente meta-físico, la Naturaleza, regi-do por una legalidad o por un finalismo inmanente, muchos acontecimientos ajenos al querer y a las posibilidades de obrar humanos fueron no menos legítima y propiamente constituidos en hechos históricos, mientras y en la medida que esa creencia obliga-ba necesariamente a concebirlos como algo constitutivamente inten-cionado.

Vemos, pues, que tanto por el lado de lo sobrenatural y divino, co-mo por el lado de lo natural y físico es posible que el hecho históri-co rebase el límite del mundo de las operaciones estrictamente humanas. Dadas ciertas circunstancias,

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todo acontecer puede quedar constituido en un hecho histórico propiamente dicho con independencia de que se trate o no de un acto realizado por el hombre. En este sentido, pues, el hecho histórico no es por manera esencial un hecho humano. ¿Cuál, en-tonces, la relación entre lo uno y lo otro?

El deslinde que acaba de practicarse nos permite responder a la pregunta. Si, como hemos visto, la constitución en hecho histórico no depende del agente de manera que Dios, la Naturaleza, un ani-mal, un astro son capaces de hechos históricos, también pode-mos advertir que esa capacidad no radica en esos entes, sino ex-clusivamente en el hombre, según sea la necesidad en que esté de hacer la atribución de intencionalidad constitutiva del hecho. Lo de-cisivo, por lo tanto, no es la intención, sino la operación que consiste en atribuir una intención y su necesidad, y esto sí es al-go exclusivamente humano. Y si admitimos que Dios, la Naturale-za, un animal o un astro son capaces de hechos históricos, es preciso admitir al mismo tiempo que lo son en la medida en que el hombre esté obligado a realizar aquella operación. Esa necesidad es la fuente originaria del hecho histórico, la cual, bien vista, no es sino la manera en que el hombre, por motivos que veremos, se apropia de todo o de alguna porción del devenir cósmico al con-vertirlo en devenir histórico, siempre que así lo pida la necesi-dad de su vida. En este otro sentido, pues, el hecho histórico es por manera esencial un hecho humano.

7. De esta teoría del hecho histórico se deducen consecuencias decisivas respecto a la posibilidad del conocimiento histórico, a su sentido y a sus límites. En efecto, puesto que la atribución de in-tencionalidad, no la intencionalidad misma, es lo que genera o cons-tituye al hecho histórico, se sigue que el conocimiento de esos he-chos (la ciencia historiográfica) es, en definitiva, el conocimiento de esa atribución. Conocer un hecho histórico es, simplemente conce-derle el sentido que le otorga la atribución de intencionalidad a un acontecer determinado; no es, como podría

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y suele pensarse, conocer la intención con que el acontecimiento se realizó fácticamente. El distingo es esencial, porque aun cuando es cierto que ambas cosas pueden coincidir, también lo es que no coincidan, y es en esta segunda posibilidad donde radica propia-mente la esencia y peculiaridad del conocimiento historiográfico. La coincidencia entre la intención fáctica, llamémosla así, y la intención atribuida es meramente eso, una coincidencia que no altera la es-tructura peculiar del conocimiento historio-gráfico. Se trata, en tal caso, de una especificación entre otras de la operación constitutiva del hecho histórico, una especificación que no goza de ninguna pri-macía de verdad sobre las demás especificaciones posibles. Y la razón es clara: si el hecho histórico queda constituido como tal por la atribución de intencionalidad y no por el sentido concreto de una intención dada, y por otra parte, aquella atribución res-ponde a una necesidad anterior a la constitución del hecho, sola-mente se constituirá el hecho histórico a base de la atribución de la intencionalidad fáctica, cuando así lo exija aquella necesidad.

8.Ahora bien, contra lo que acaba de afirmarse se podrá decir, quizá, que la necesidad aludida no es sino la necesidad de verdad y que, por lo tanto, ella siempre exigirá que se atribuya al aconte-cimiento la intencionalidad fáctica, puesto que se trata de conocer y no de engañarse a sí mismo más o menos deliberadamente. No es posible negar, es cierto, que el afán de verdad gobierna la operación constitutiva del hecho histórico; ese afán dirige la atribu-ción de intencionalidad. Pero lo decisivo a este respecto estriba en ver en qué consiste y dónde radica la verdad. En efecto, de-be repararse cuidadosamente en que el acto de atribución parte de una necesidad en el sujeto y no de una solicitación por parte del objeto o, dicho de otro modo, que la atribución de intenciona-lidad se hace siempre postulando para el acontecimiento una inten-ción "verdadera", es decir, una intención que aparece como sien-do la intención con que verdaderamente se realizó el acontecimien-to, con lo que la exigencia de verdad queda

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satisfecha. La necesidad de verdad se satisface, pues, por medio de una operación hermenéutica; pero eso no quiere decir que ésa sea la necesidad originaria a la que responde la operación, y con-viene insistir sobre el particular, porque nada parece más obvio y nada se acepta más habitual-mente que el hecho histórico es en sí mismo el que determina la atribución y el sentido de la intencio-nalidad. Efectivamente, se dice que el resultado del examen cui-dadoso y ponderado de las "fuentes"' a que está obligado todo fiel historiador, es lo que le fuerza a comprender el acontecimiento a partir de la intención con la cual fue realizado por el agente. Tal sería la necesidad del acto constitutivo del hecho histórico, y aun cuando se reconozca que las fuentes no son siempre lo suficiente-mente explícitas para hacer una atribución segura e inequívoca, esa circunstancia no basta para invalidar el principio. Pero este argu-mento es falso por una razón decisiva, a saber: que por su índo-le misma la intención es algo incomprobable; elude todo empeño probatorio, de manera que jamás se puede pasar de una pre-sunción más o menos fuerte, como lo sabe el más mínimo de los juristas. La afirmación expresa y contundente, la confesión más libre y espontánea dejan siempre abierta la puerta a ser des-mentidas por vía interpretativa. Detrás de las intenciones confesa-das cabe siempre la posibilidad de la intención de ocultar las "ver-daderas" intenciones del acto, de modo que, aun en el caso óp-timo, el camino de la interpretación queda franco, y justamente, en esta apertura permanente estriba la peculiaridad del conoci-miento historiográfico. En el campo de los intereses jurídicos po-demos hablar de pruebas, simplemente porque se trata de la apli-cación de ciertas convenciones previas establecidas por el legis-lador con el fin de no dejar indefinidamente sin resolución legal los derechos y las responsabilidades de los sujetos jurídicos. Pero en historia, no hay pruebas estrictamente hablando; hay condiciones a las cuales la interpretación debe hacer frente, lo que dista mucho de ser la misma cosa. Un mismo documento puede autorizar inter-pretaciones contrarias; pero

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las dos deben dar razón de algún modo de la existencia y conteni-do de ese testimonio.

Vamos viendo, por consiguiente, que la supuesta exigencia de verdad objetiva no es la necesidad a que obedece la atribución de intencionalidad constitutiva del hecho histórico, de suerte que, por paradójico que parezca, es dable afirmar que, vista la peculiar y mo-vediza índole del hecho histórico, el saber historiográfico es plena-mente objetivo, salvo cuando en nombre de, precisamente, una supuesta objetividad científica, se pretende que sólo es legítima una única atribución de intencionalidad, por considerarse que todas las ciernas posibles son o meras aproximaciones a la verdad o pu-ros errores. Es entonces, digo, cuando el conocimiento histórico, de suyo cambiante y plegadizo a las circunstancias, queda herido de un subjetivismo incurable que paraliza su perpetuo y constitutivo movimiento. ¡ Por algo será que, pese a tanto empeño, la historio-grafía no ha podido nunca establecerse como una ciencia de ver-dades acumulativas! ¡Por algo será que es de la esencia de su trabajo la constante renovación!

En suma, ahora vemos que todo consiste en reparar con claridad que no hay hechos históricos en sí; que el hombre puede dotar de ese ser peculiar a cualquier acontecimiento cuando una necesidad previa así lo exige; que, en fin, en cuanto un acontecimiento es histórico, es que su sentido como tal no está más allá de nosotros; nosotros se lo concedemos y de ese modo lo dotamos de aquel ser.

Esta manera de comprender el conocimiento historio-gráfico co-mo un conocimiento movible, pero objetivo en cuanto que consti-tuir un acaecer en hecho histórico es ya conocerlo como tal, ofrece una complicación peculiar respecto al problema de la suce-sión de los hechos históricos. Conocer un hecho histórico, dijimos, es dotar a un acontecimiento de ese ser al atribuirle necesariamente una intencionalidad constitutiva. Pero si esto fuera todo, nunca al-canzaríamos una visión de conjunto. Este reparo nos advierte que será menester ahondar más para aclarar qué tipo de acon-tecer es la sucesión de los hechos históricos

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y cómo la aprehendemos, cuestión, sin embargo, que no puede aún resolverse, porque todavía falta determinar con mayor precisión la necesidad a que responde la atribución de intencionalidad constitutiva del hecho histórico, para ver si la sucesión de esos hechos cae o no bajo su imperio, ya que de eso dependerá el problema de su conocimiento, el problema fundamental de la historiografía.

III. NECESIDAD DEL HECHO HISTÓRICO: LA SOLEDAD DE LA CONCIENCIA

9. Puesto que no es la exigencia de descubrir una verdad que su-puestamente estaría alojada en los acontecimientos misinos la que obliga a la atribución de intencionalidad, sino que, por el contrario, es la intencionalidad previamente atribuida la que dota al aconteci-miento de sentido, es decir, de verdad, ¿cuál, entonces, puede ser la necesidad de esa operación? Es obvio, de buenas a prime-ras, que será una necesidad que podemos calificar de explicati -va de los acontecimientos de que tomamos nota; pero esto nos remite directamente a la estructura misma de nuestro modo de vi-da, a lo que llamamos la vida consciente. Parece claro que la nece-sidad de explicarnos a nosotros mismos y, por consiguiente, la de explicar el mundo, es corolario entrañable y constitutivo de la con-ciencia, de ese saberse vida que, no por eso, es saber lo que es la vida. Toda conciencia implica la actitud inquisitiva. Tal es, pues, la necesidad radical a que debemos atenernos si queremos hacer al-guna luz en torno al problema presente, al porqué de esa opera-ción que estriba en atribuir intencionalidad a ciertos acontecimien-tos, constituyéndolos así en hechos históricos.

Y en efecto, como de cuantos acontecimientos de los cuales to-ma nota la vida consciente, sólo resultan inmediatamente explica-bles aquellos que parten de la conciencia misma, es decir, los rea-lizados intencionalmente por el agente consciente, parece obvio que el modo más originario

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de explicación de todos los fenómenos consiste en postular detrás de ellos un agente dotado de voluntad, por cuyas intenciones co-bre sentido el fenómeno. Es por eso que toda visión inicial del mundo es antropomórfica, visión que puebla al cosmos de unos entes capaces de intenciones malévolas o benéficas que es preciso atraer y conjurar, y solamente una secular elaboración racionalista va sutilizando esa visión primara del despertar de la vida cons -ciente, sin que pueda decirse, quizá, que desaparezcan del todo las profundas huellas de aquel fetichismo. Llegará el momento en que la atribución de intencionalidad ya no involucre por necesidad un agente personal detrás de los fenómenos; el momento en que semejante atribución se ofrezca como mera hipótesis de inteligibili-dad: pero no por eso, menos necesaria. Es un momento decisivo: marca el tránsito en que se separa al mundo histórico del mundo natural, y en el que se inicia la extensión del primero a costa del se-gundo. Es el proceso que obligará a la vida consciente a reco-nocer los límites de su propia peculiaridad dentro del amplio hori-zonte de los procesos cósmicos. Mientras domine la creencia en unos agentes sobrenaturales o trascendentales, la exigencia de atribuir intenciones como elemento constitutivo de los aconteci-mientos es una exigencia poco menos que absoluta. Si existe el dios de la l luvia, la lluvia será inconcebible sin la intervención de esa divinidad. El proceso cósmico entero queda sumido dentro del cauce del devenir histórico, de manera que, sin metáfora ni hi-pérbole, el fenómeno de la generación, el curso de los astros, el fluir de los ríos, la procesión de las estaciones son hechos tan históricos como la sangrienta victoria sobre la ciudad vecina o los complicados ritos de los matrimonios. En un principio era la his -toria.

Desde esta perspectiva se podría trazar el gran cuadro del secular espectáculo que ofrece la lenta y paulatina re-vis ión del campo de lo histórico, al ir cediendo terreno ante los avances del campo de la naturaleza a medida que va restringiéndose la exigencia de atri-buir intencionalidad a los fenómenos para explicarlos. Ese cuadro mostraría

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que el fetichismo y la mitología representan un vigoroso intento de apropiación humana del cosmos, reducido momentáneamente a la domesticidad de lo histórico. Se vería, en lugar del consabido balbu-ceo, un enérgico despliegue de saber historiográfico cumpliendo, co-mo nunca antes, su misión. Ese cuadro permitiría vincular con un fondo y afán comunes todas las tesis providencialistas, a lo divino o a lo profano, que ofrece el largo trayecto de la filosofía de la historia. Se mostraría, por último, cómo al quedar finalmente reducida la pro-vincia del hacer histórico a sus propios y estrechos límites, es de-cir, a meramente los acontecimientos realizados por los hombres (puesto que únicamente respecto a ellos subsiste la necesidad que obliga a constituirlos), se mostraría, digo, la aparición de un abismo entre historia y naturaleza; el abismo precisamente que la tradi-ción filosófica ha tratado en vano de salvar al caer en la irre-ductible antinomia que hemos visto.

10. En todo esto se advierte un sentido fundamental que puede enunciarse como el proceso de extrañamiento del hombre res-pecto al mundo. El proceso de su orfandad cósmica. Pasamos de una apropiación total de la realidad, vivida y concebida como historia, a una enajenación extremosa que nos enfrenta ante un mundo, ya que no hosti l , por lo menos indiferente a nuestro des-tino. El hombre, como un caracol, se encierra en su historia, ro-deado por todas partes del océano de múltiples expresiones y creaciones de una vida que, con serlo, no es la suya. Podemos decir, pues, que la marcha histórica no es, como proponía el idealismo, realización de la racionalidad del mundo, sino extraña-miento de la vida consciente, enclaustrada en la soledad de su propio laberinto. Soledad de la razón, si se quiere, pero sobre todo, ante todo soledad, que es lo decisivo. Situación tan amena-zante y temerosa es lo que mejor explica los afanes peculiares de la moderna filosofía de la historia y su problemática contradicto-ria, porque mientras hay un Dios providente y misericordioso en el horizonte humano, el filosofar sobre la historia no es un problema verdadero. La moderna filosofía, en cambio, cuyo

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mayor empeño tiene que ser echar un puente para salvar al hom-bre del aislamiento creado por el abismo entre historia y naturaleza, se vincula, en definitiva, a la motivación antigua que le inspira al hombre la soledad que es la conciencia y, por lo tanto, responde al deseo de reducir el mundo a algo humano. El panteísmo moderno de un Herder, por ejemplo, y de cuantos siguieron sus pisadas, no es sino el viejo fetichismo más o menos sublimado por arte y magia de filosofía. El empeño por lograr aquel puente salvador aparece con claridad en esos escritores; pero, bien considera-dos sus afanes, no son sino la indebida y extremosa prolongación del secular proceso que redujo a sus términos naturales el campo de los hechos históricos, proceso que ya para entonces había al-canzado su verdadero equilibrio. Así se explica que la tentativa acabó por frustrarse en una negación autodestructora. Efectiva-mente, esa indebida prolongación acontece cuando, para vincu-lar naturaleza e historia, fue necesario suponer que ésta no era sino culminación de aquélla, para lo cual fue preciso, a su vez, atribuir intencionalidad a los procesos de la naturaleza, pero una in-tencionalidad apriorística en cuanto condicionada por la misma historia que así pretendía explicarse. Dicho de otro modo, la in-tencionalidad atribuida a la Naturaleza respondió al supuesto previo de que la hi s to r ia es ella un hecho intencional, un hecho, pues, histórico. Pero ¿qué otra cosa significa esta operación inversa sino convertir a la Naturaleza en un hecho histórico condicionado a priori por la historia, sólo para darle cabida a ésta dentro de la natu-raleza? No se logró el intento impunemente, porque en el momento mismo en que se realizó la equívoca maniobra, la intencionalidad cósmica atribuida a la naturaleza sólo para entender la historia en-tró en conflicto con la intencionalidad de, justamente, los hechos históricos propiamente dichos, es decir, del acontecer individual humano. Para salvar el escollo hubo necesidad, pues, de decre-tar la insignificatividad real de las intenciones individuales concre-tas en beneficio de aquella otra intencionalidad abstracta, postiza y supuestamente cósmica,

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con el resultado, casi chusco, de que el acontecer natural, tan vio-lentamente aniquilado como tal al verse transformado en aconte-cer histórico, se refugió en la historia misma y allí afirmó su ser. En efecto, la consecuencia de toda esta maniobra del idealismo fue que la intencionalidad individual tuvo que conceptuarse como manifestaciones del egoísmo arbitrario y de la pasión ciega ("locu-ra, vanidad, maldad y afán destructivo", Kant), es decir, como ani-malidad, y aquel abismo que trató de salvarse se abrió de nuevo a espaldas de los caballeros del idealismo. Los procesos cósmicos eran en realidad historia; bien, pero entonces, los procesos huma-nos eran en realidad naturaleza. La reacción contraria produjo un resultado igualmente insatisfactorio. Al percibirse la falla y la necesi-dad de restablecer la significación del acontecer humano individual, se le concedió a la intencionalidad de ese acontecer su sentido his-tórico propio. Ahora bien, al tratarse, desde esa premisa, de concep-tuar unitariamente ese acontecer histórico, la única solución consis-te en suponer que esa totalidad es ella, también, un hecho históri -co, suposición gratuita que inmediatamente provoca la misma contradicción que en el caso anterior. En efecto, si se asume que la historia, en el sentido de la totalidad de los hechos históricos es ella también un hecho histórico, se supone implícita, pero necesaria-mente una intencionalidad propia y peculiar a ese hecho, y en cuanto propia y peculiar, distinta a la de los hechos individuales, con lo que surge el mismo conflicto.

IV. LA SOLUCIÓN AL PROBLEMA: CONFLICTO INNECESARIO DE INTENCIONALIDADES

11. ¿Qué nos revela esta inspección? Muestra que en los dos in-tentos hay uno y el mismo supuesto, salvo por la inversión de térmi-nos de su enunciado, y que, por lo tanto, a ese único supuesto se debe la contradicción idéntica a que se llega por ambos contrarios caminos. Nos hemos colocado así, va se habrá advertido, en el corazón de la

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famosa antinomia de pluralidad y unidad, el escollo capital de la fi-losofía de la historia. Con estos elementos ¿podremos ya supe-rarla? Veamos.

En el primer caso, que no es sino el de todas las doctrinas idealis-tas, el supuesto consiste en asumir que la historia es necesaria-mente un acontecimiento intencional y, por lo tanto, asumir im-plícitamente que es un hecho histórico. En el segundo caso, el de todo historicismo, el supuesto consiste en asumir que la his-toria es necesariamente un hecho histórico y, por lo tanto, asumir implícitamente que es un acontecer intencional. Pero debido a este supuesto único y común, a saber: que la historia es, ella, un hecho histórico, las dos soluciones contrarias acaban, como vimos, por ne-garse en una contradicción lógica irreductible. ¿Qué lección encie-rra este desenlace? La cosa es clara: si no nos comprometemos en un combate tan perdido por ambos lados, sino que simple-mente miramos el espectáculo que ofrece, podemos percibir en él una instancia reveladora del mal original: el intento de re-basar los términos propios del hecho histórico, cuyos limites, ya lo vimos, han quedado reducidos a sus propios términos, a la estre-cha provincia de la intencionalidad humana. Todo el mal, pues, está en aquel supuesto, al parecer inocuo y obvio, de que la his-toria constituye, ella, un hecho histórico, y con esta determinación nuestras reflexiones alcanzan su punto decisivo.

En efecto, volvamos ahora sobre la famosa antinomia de unidad y pluralidad, y veremos que no es sino un planteamiento que respon-de al supuesto cuya legitimidad vamos denunciando. La antinomia ha sido la manera lógica de expresar el conflicto irreductible de intencionalidades que se ha puesto al descubierto. Pero es una manera equívoca de expresarlo, porque en realidad no se trata de un conflicto. Mientras se mantenga la intencionalidad que, de-bido al supuesto, es necesario atribuir a la historia, ésta aparecerá como unidad frente a la pluralidad que procede de la intencionali-dad de los hechos históricos propiamente dichos. Pero cuando advertimos que aquella necesidad de

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atribución no es realmente una necesidad, sino una condición de un supuesto gratuito, vemos que no existe conflicto, porque es opo-sición entre una intencionalidad de atribución necesaria y constituti-va ( la de los hechos históricos) y una intencionalidad de atribución innecesaria y, en todo caso, de finalidad meramente gnoseológica. Descubrimos entonces, que no existe antinomia real y que, por con-siguiente, la gran cuestión de la filosofía tradicional de la histo -ria, el debate entre unidad y pluralidad, no es un problema au-téntico: procede del supuesto de que la historia en cuanto tal es un acontecimiento de la misma índole de los hechos históricos propia-mente dichos, es decir, un acontecimiento que necesariamente debe constituirse en ese modo de ser del hecho. Pero ¿ realmente se trata de un supuesto falso, gratuito e inauténtico? He aquí la gran cuestión a que nos vemos constreñidos.

LA HISTORIA COMO VIDA

V. LA SUCESIÓN HISTÓRICA

12. Seguramente resulta de difícil comunión la idea de que la historia no sea un hecho histórico y que, por lo tanto, el supuesto contrario es gratuito e ilegítimo. Desde nuestro punto de vista esas dos conclusiones son inconclusas. Por una parte, vemos que nada obliga a hacer, en el caso, la atribución de intencionali-dad creadora del hecho histórico: por otra parte, la circunstancia de que aquel supuesto conduzca a una misma contradicción a dos soluciones de signo contrario, es ya indicio elocuente de su in-au-tenticidad. Conviene, sin embargo, ahondar más en este problema para hacerle frente a la objeción que parece más obvia, la dificultad que ofrece la sucesión de los hechos históricos, en cuanto tal suce-sión. En efecto ¿no se trata, acaso, de un hecho histórico más en-tre los otros hechos históricos? Mas si así es ¿no, entonces, de-bemos afirmar

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en contra de nuestra conclusión que la historia es un hecho históri-co? Pues ¿qué no la historia es, precisamente, esa sucesión?

Empecemos por una aclaración. Pensar que la sucesión de los he-chos históricos es, ella, un hecho histórico, únicamente porque es la sucesión de esos hechos, es una idea que sólo tiene a su favor la apariencia de verdad: descansa en el supuesto de que la suce-sión de algo tiene que ser idéntico en índole a lo que se suce-de, o dicho de otro modo, que la sucesión no es sino la acumu-lación o suma de lo sucedido, lo cual es obviamente gratuito. Con toda evidencia, la sucesión es un acontecer distinto al acontecer de los hechos que se suceden, y cuanto debemos decidir es, primero, si ese acontecer distinto es o no es, en el caso de la historia, un hecho histórico; pero, segundo, si ese hecho histórico, en caso de que lo sea, constituye o no la historia.

Pues bien, pensemos concretamente en un acontecimiento que se acepte sin discusión como un hecho histórico, el asesinato de Cé-sar, pongamos por caso. Si miramos con atención ese aconteci-miento, pronto advertimos que está formado de una serie de acon-tecimientos que aparecen en sucesión, a saber: la idea inicial de la conveniencia de matar a César, la conspiración de los conjurados, los debates acerca del modo, el momento y el sitio de realizar ese fin y los sucesivos actos que supone su realización. Todos esos acontecimientos singulares constituyen, en sucesión, el aconteci-miento único que llamamos "el asesinato de César", y ahora la pre-gunta consiste en averiguar qué sea esa sucesión. Ahora bien, se advierte, por lo pronto, que esa sucesión es la manera en que los hechos singulares aparecen vinculados dentro de una concepción unitaria, la concepción: "el asesinato de César". Si se substituye esa concepción por otra, la sucesión subsiste, pero con otro sig-no, por ejemplo, cuando concebimos unitariamente los mismos he-chos como "la salvación de las instituciones republicanas". La suce-sión es necesaria como manera de aparición de los hechos his-tóricos, puesto que, por la índole de éstos, son

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estructuralmente hechos intencionales. Pero esa manera ¿es, ella, propiamente un hecho histórico, un acontecimiento que obligue a una necesaria atribución de intencionalidad? Propiamente no es un acontecimiento, es una condición esencial de la constitu-ción de los hechos históricos, es, para decirlo de una vez, la tem-poralidad mostrándose en esa manera especial de conceptuación que llamamos el hecho histórico.

Ahora bien, si no es propiamente un acontecimiento no podrá ser propiamente un hecho, ni histórico ni de ninguna clase. Sin embar-go, es obvio que la sucesión de los hechos históricos se presenta, ella, como un hecho histórico más. ¿Qué hay, pues, en esta parado-ja? La respuesta es sencilla: se trata de un hecho histórico impro-pio; se trata de la constitución en el modo de ser del hecho históri-co de algo que no puede legítimamente constituirse en ese ser, pero que, sin embargo, así se constituye cediendo a una exigencia aje-na a la necesidad creadora del hecho histórico, pero que, sin embar-go, es un a exigencia pragmática y poderosa, la exigencia no onto-lógica constitutiva del ser del hecho histórico, sino la exigencia gno-seológica de inteligibilidad del hacer histórico.

En efecto, la sucesión es un hecho histórico en cuanto hay una atribución de intencionalidad; pero es impropio, en cuanto esa atri-bución no es necesaria constitutivamente. Podemos concebir la temporalidad sin finalidad. Cuando decimos: "el asesinato de Cé-sar'", atribuimos a un grupo de acontecimientos responsabilizados en agentes humanos, es decir, ya constituidos en hechos históri-cos propiamente tales, una supraintencionalidad que en cierta for-ma gobierna y en cierta manera anula la intencionalidad concreta y particular atribuida a esos acontecimientos. La intención que atribuimos a la reunión de Bruto y sus amigos no es privar a Cé-sar de la vida, es estrictamente hablando, reunirse para discutir sobre la conveniencia o no de la muerte de César. La atribución de esa supraintencionalidad es constitutiva de un hecho histórico; bien, pero ese hecho histórico llamado ''el asesinato de César” ha sido impropiamente

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constituido: la atribución de aquella supraintencionalidad no ha sido ontológicamente necesaria, porque no existe un agente con-creto dotado de voluntad en quien responsabilizar dicha suprain-tencionalidad, ésta se halla situada más allá de los hechos que vincula. Se trata, pese a apariencias contrarias, del mismo caso de la tormenta que impide o favorece la victoria en una batalla. Es, sin duda, un hecho histórico por la atribución de intencionali-dad implicada: pero lo es impropio, a no ser que creamos de veras en un dios de las tormentas interesado en el desenlace bélico.

Cuanto se ha aclarado con auxilio del ejemplo del asesinato de César debe ahora extenderse hasta su límite lógico, es decir, como aclaración del problema general de la sucesión total de los hechos históricos. Cuando, en vez cíe decir que el asesinato de César es un hecho histórico, decimos que la historia es un hecho histórico, en el sentido de la sucesión total, también postulamos una suprainten-cionalidad constitutiva de un hecho histórico impropio, cuya índole equívoca siempre se delata en nuestro modo obligado de aludir a él, implicando un agente detrás de la historia. Así decimos, por ejemplo, ''la historia juzgará sus actos", "la historia es madre de la experiencia" o "la historia nos invita a obrar", etcétera.

13. Se pensará que hemos extremado el caso, que la equiparación entre la tormenta, el asesinato de César y la historia entera no se mantiene. Se dirá que en el caso de la tormenta, que es un hecho natural, es claro que no existe un agente que obligue a la atribu-ción de intencionalidad. Aquí sí se trata de un hecho histórico im-propio. Pero en los otros dos casos ese agente existe, es el hom-bre, el actor en el asesinato de César o en la historia. No nos deje-mos engañar por la seductora apariencia. Si volvemos sobre nuestro ejemplo, parece, en efecto, que el agente en el caso del asesinato de César está integrado por todos los conjurados, pero que, no por ser varios hombres, estamos menos obligados a la atri-bución de intencionalidad. Se trataría, pues, de un hecho históri -co propio. Sin embargo, la reflexión

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nos descubre pronto el engaño: ese supuesto agente plural es una mera abstracción, tan abstracción como la adusta señora que aparece encarnando la historia en los monumentos públicos y en los libros escolares. Se trata de un único hipotético asesino que es-taría animado por la mera y exclusiva intención de matar a César, y que, en el momento de matarlo, desaparece como por ensalmo. Se supone, en esa abstracción, la identidad absoluta de las intencio-nes en cada uno de los conjurados a lo largo de cada uno de los monumentos y actos vinculados conceptualmente por la visión totalizadora, y se desconoce que si Bruto mata por amor a la pa-tria, otro mata, quizá, por mezquina venganza o canceroso resenti-miento. No tiene remedio: la supraintencionalidad atribuida a la su-cesión tiene que desconocer el sentido plenario de las intenciones singulares responsabilizadas en agentes reales dotados de voluntad y conciencia, y sólo así se puede fabricar ese agente supuestamen-te único. Y si esto lo pensamos respecto a la sucesión total no tarda-mos en tropezar con las abstracciones forzosas del idealismo que hace de "la humanidad'' o de "la especie humana" el agente úni-co responsable de la historia, un único hombre hipotético dotado de la supraintención que quiera atribuírsele: la salvación del género humano, la realización de la libertad racional, o el progreso de la ciencia. Pero estos pálidos entes metafísicos, "el asesinato de César", "la humanidad", "el espíritu racional", etc., no nos constri -ñen: es al revés, nosotros los hemos inventado por los obscuros, profundos, reales motivos de aquella nuestra soledad a que aludi-mos antes. Nos queremos acompañar aunque sea del Sujeto Trascendental. Resolvamos, pues, que la sucesión histórica es, sin duda, un hecho histórico, pero en su manera impropia de ser. Es la temporalidad constituida impropiamente en hacer humano. Es, en cierto sentido, el último acto de fetichismo que nos es permi-tido: pero también es, lo veremos en seguida, una función de la vida consciente en la actividad de su propio vivir; es su manera de luz en las tinieblas de su aislamiento cósmico.

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VI. EL PRAGMATISMO VITAL DEL CONOCIMIENTO HISTORIOGRÁFICO

14. Al considerar la índole del conocimiento historiográfico (Nº 8) tuvimos que dejar para más tarde el problema peculiar que le plan-tea la sucesión histórica: ahora podemos hacerle frente.

Hemos afirmado: la sucesión constituye, si bien impropio, un he-cho histórico. Su conocimiento, pues, será de la misma índole que el de esos hechos. Consiste en concederle el sentido que le co-munica la intencionalidad que se le hubiere atribuido. Si, por ejemplo, se trata de la finalidad de realizar una supuesta raciona-lidad del cosmos, conocer la sucesión histórica no será sino vincular conceptualmente los hechos históricos en una cadena de sucesión dotada de ese sentido, o lo que es lo mismo, ideando el devenir de las acciones humanas, su temporalidad, de acuerdo con se-mejante finalidad. Es así cómo el conocimiento historiográfico su-pera el atomismo de un mero saber de los hechos particulares desvinculados (los cuales, por otra parte, no tendrían dónde apa-recer si no hubiera sucesión), y nos entrega una visión unitaria y to-tal de esos hechos. La decisiva importancia de esto es, pues, que se trata del único modo a nuestro alcance de hacer inteligibles las acciones humanas constituidas en hechos históricos. La atribución de una supraintencionalidad es, por consiguiente, indispensable hipótesis de inteligibilidad. Pero, además, debe advertirse que esa visión total, meta final de toda historiografía, no es un conocimiento de tipo estático: la comprensión total del suceder histórico, en cuan-to que ese suceder queda constituido en un hecho histórico (aunque impropio), ofrece la misma esencial movilidad en donde, según vi-mos, radica la objetividad del saber historiográfico. Del mismo modo que el conocimiento de un hecho histórico propio depende del sen-tido de la intencionalidad atribuida de acuerdo con las exigen-cias de quien hace la atribución, así también, la visión total del su-ceder histórico está sujeta a igual dependencia. Es un conoci-miento de algo que se mueve, pero para un sujeto que se mue-ve con ese

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algo, es decir, es un conocimiento relativista en el sentido mate-mático, y aquí se involucra lo que podría llamarse la revolución einsteiniana frente a la postura newtoniana de la tradición his-toriográfica pedida por Kant. Y si ahora consideramos que la pe-culiaridad de nuestra vida es ser vida consciente, podríamos concluir afirmando que en el saber de que es capaz la ciencia his-toriográfica, entendida como lo hemos dicho, debe verse la mane-ra propia y única en que la vida consciente hace inteligible para sí misma su propia actividad, es decir, formándose de sí misma la idea de que su vivir es también algo consciente, que es, en suma, un proceso intencional del cosmos. Tal, pues, el sentido más profundo de la historiografía.

Pero ¿qué fin, qué propósito anima y persigue ese afán de inteligi-bilidad que ha obligado al hombre desde siempre a formarse una idea del pasado, constituyéndolo en un gigantesco pseudo-he-cho histórico? Nada parece justificarlo, porque, a fin de cuentas, ¿qué nos importa el pasado? ¿No podemos, acaso, vivir sin preo-cuparnos por saber lo que le ha acontecido al hombre?

15. Es un lugar común aducir a ese respecto el gusto innato e irresistible que el hombre tiene a conocer. Conoce, se dice, por gus-to de conocer; lo impulsa, se añade, el amor a la verdad. Sin em-bargo, lo cierto es que contra esta noción beata se yergue cada vez más poderosa la creciente convicción de que la verdad no es esa distante, lejana, abstracta amada, indiferente y separada de la vida y de sus exigencias. La verdad es función de vida; pero ade-más, ya va siendo tiempo de confesar que llamar gusto al es -fuerzo que implica el conocimiento es, en el peor caso, una hi-pocresía y en el mejor caso, un equívoco. Se trata siempre de una penalidad que, cuando se convierte en gusto, sólo lo es mediato y por deformación profesional y siempre con ojo más o menos puesto en el crédito y en el halago que trae aparejada la reputación de sabio. La frivolidad tiene un sentido cultural pro-fundo, y el hombre que la rechace o vitupere carece de una di-mensión

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esencial. Nada delata con mayor elocuencia la declamatoria beate-ría del amor a la verdad por la verdad misma, que la índole del co-nocimiento historiográfico. En efecto, si, según se ha mostrado, ese conocimiento estriba en dotar de ser a un acontecimiento al atribuirle una intención (que no es necesariamente la fáctica), es claro que el sentido concreto de la intencionalidad atribuida debe responder a algo, y ese algo no es sino la necesidad de satis-facer exigencias vitales y concretas del sujeto que hace la atribu-ción. Vemos, pues, que el conocimiento historiográfico es la ma-nera de adecuar el pasado a las exigencias del presente, es de-cir, una operación que consiste en poner al pasado (concebido bajo especie de hecho histórico) al servicio de la vida; y como ésta es constante y obligada proyección hacia el futuro, siempre amena-zante por in-cierto, el fin perseguido es conjurar en lo posible ese obscuro peligro. Contra todas las oblaciones de imparcialidad y desinterés está el indubitable pragmatismo futurista que anima toda hermenéutica historiográfica. Y si, como he intentado mos-trarlo en otra parte, se ofrecen los resultados de la tarea bajo el escéptico signo de la indiferencia práctica, no ha sido para robus-tecer su eficacia. La finalidad que persigue la vida consciente al hacer inteligible para sí misma su actividad pretérita es, pues, orientarse en el despliegue de su actividad futura. Por eso cabe decir que toda historiografía es política en el más alto sentido; por eso, también entraña por manera esencial un espíritu profético que la vivifica. Y si es eso, un conocimiento de previsión, un instru-mento permanente, como dijo Tucídides, la luz que la vida cons-ciente encuentra en sí misma para actuar y acertar en lo porve-nir, no se ve bien por qué el llano reconocimiento de misión tan noble e indispensable provoque aún tanta protesta. Sólo la ceguera respecto al sentido de la tarea histórica y la beatería de la cultura explican semejante actitud.

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VII. ¿QUÉ ES HISTORIA?

16. Visto lo que son los hechos históricos y la sucesión de esos hechos, falta preguntar por la historia: ¿qué es la historia? Pues bien, desde nuestro punto de vista, se puede contestar que es el acontecer que lógicamente supone como anterior la operación constitutiva de los hechos históricos propiamente dichos. Si cons-tituir un hecho histórico es dotar de sentido a un acontecer mediante la atribución de una intencionalidad, ese acontecer es lo histórico, el acontecer previo al hecho, y respecto al cual sola -mente podemos decir que, cuando queda dotado de sentido, es en la forma y manera de ser del hecho histórico. Lo uno y lo otro se distinguen claramente. Diríamos, arriesgando una expre-sión equívoca, que ese acontecer previo es la substancia o so-porte vital del hecho histórico; pero no como una esencia o na-turaleza, sino como un acontecer real que de suyo carece de sen-tido, algo puramente fáctico. Acerca de ese acontecer previo y ne-cesario para la constitución del hecho histórico no podemos predi-car nada, salvo que existe como eso, es decir, como esa realidad que únicamente cobra sentido bajo la especie de hecho histórico, o sea, como algo intencional, algo responsabilizado necesariamente en un agente dotado de voluntad, en un agente consciente. En su-ma, historia es esa realidad que concebimos como mera potencia, mera posibilidad de quedar constituida en el ser de "hecho histó-rico" propiamente dicho: pero que no por eso es, ella, un hecho histórico, ni, en definitiva, hecho alguno, puesto que, de quedar constituida en ese modo de ser llamado "hecho", necesariamente aparece como histórico. Ahora bien, si eso es historia, esa reali-dad anterior al hecho histórico, mera potencia o posibilidad, es claro que estamos aludiendo a eso que designamos con la pa-labra vida. La historia es vida; pero una especificación singular de la vida, un modo de ella, el modo peculiarísimo que llamamos la vida consciente, y del que sólo podemos decir que entraña la po-sibilidad efectiva de hacer inteligible para sí misma su

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propia actividad en la manera de ser del hecho histórico, posibili-dad en que ese modo de vida se vive.

Historia, pues, no es ni la suma de los hechos históricos, ni la sucesión de los mismos, ni ambas cosas. Es algo anterior a todo eso; pero posibilidad de, precisamente, eso. Vida, en suma, que así vive su peculiaridad de ser vida consciente de sí misma, pero que, no por eso, sabe lo que sea ese vivir. De allí que, en última instancia, el conocimiento histórico no aclara su propio e inefable misterio, porque no debemos tomar a esa idea que la vida cons-ciente es capaz de formarse y se forma de sí misma (lo que lla-mamos visión del mundo y del hombre), por ser un conocimiento de ese modo peculiar de vida. Se trata de dos planos distintos que no se tocan. En uno se despliegan y se dan esas sucesivas visiones unitarias de los hechos históricos que nos ofrece el prag-matismo futurista y profético de la ciencia historiográfica. En el otro, el devenir histórico queda vinculado, más allá de toda lógica y de toda visión científica al gran proceso universal' de la vida, cuyo sentido y necesidad, si los tiene, nos eluden por completo. Por-que es claro que saberse vida dista mucho de saber lo que es la vida, como saberse ser dista mucho de saber lo que es el ser, y solamente la obscura confusión de esas dos cosas tan diferen-tes ha podido hacernos tomar la ciencia de las acciones humanas (en plan historiográfico o metafísico) como conocimiento de la vi-da y ser humanos, haciéndonos concebir esperanzas desmedidas que, sin embargo, van pareciendo día a día irrealizables. Lo his-tórico, como vida que es, esa "nuestra realidad radical", permane-ce sumido en el misterio de cuanto se nos ofrece como lo pura-mente dado. La historia no es, pues, un hecho histórico, ni la suma, ni la sucesión de esos hechos, y solamente puede afirmarse lo contrario en un contexto equívoco y superficial, el contexto, pre-cisamente, que ha supuesto la filosofía tradicional de la historia y que, como vimos, acaba ahogándose, por eso, en una contradic-ción irreductible.

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VIII. CIENCIA HISTÓRICA COMO SABER DE LA VIDA

17. Pero con todo esto se abre una perspectiva de cuestiones insospechadas que nos limitaremos a insinuar. No cabe duda que el deslinde practicado parece cerrar la puerta a un conocimiento más fundamental, puesto que se afirma el misterio impenetrable de ese acontecer previo al hecho histórico, sin que nada, ni su acontecer mismo parezca justificar su necesidad. Pero si es preciso reconocer llanamente esa limitación que nos pone frente a lo des-conocido de nuestro propio vivir ¿no acaso, justamente ese enfren-tamiento es ya ganancia decisiva? Mientras se crea que la histo-ria es la idea acerca de la totalidad de los hechos históricos que puede ofrecernos la ciencia historiográfica, la índole verdadera de ese acontecer quedará oculta a nuestra vista \ seremos vícti-mas de nuestro propio engaño. Pero una vez disipado el obstácu-lo ¿no será posible, entonces, abrir un nuevo campo de obser-vación de la vida en sus operaciones de, quizá, más alta jerar-quía? ¿No será éste el modo de echar el puente entre naturale -za e historia tan afanosamente buscado, y vincular así, en un fondo común, esos dos órdenes, sin violación de sus índoles? Puestos ante la realidad de la vida consciente, ya que no nos sea dable penetrar en su intimidad esencial, por qué no observar curiosa-mente su modus operandi, al menos. Sería observar lo que esa vida consciente tiene de inconsciente (casi iba a decir, lo que tiene de vida), en lugar de empeñarnos en dotarlo de una concien-cia ficticia y supuesta, transfigurándolo todo en un fetichismo pan-teísta y antropomórfico que, en última instancia, es un velo que nos esconde la ingente, misteriosa realidad cósmica que somos. Si, como hemos tratado de ver, ese modo peculiar de vida que es la vida consciente se vive a sí misma en una proyección hacia el futuro y para eso dota a su actividad pretérita de una inteligi-bilidad que le da sentido de conocimiento de previsión racional ¿no, acaso, merecería la pena observar esa operación tan singu-lar, y haciendo de ella objeto de estudio, interrogarla en demanda

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de la estructura de sus resultados? Alucio, claro está, a una re-flexión sobre la historiografía que no se quede en el plano propio de esa ciencia y de su problemática, s i t io que vaya más a l l á , que cale hasta sus supuestos, y que de esa manera la considere como una función u operación vital de un cierto modo de la vida, como, si se me permite la expresión, un proceso de autocatarsis que quizá revele, en la invención de formas y entes peculiares, la inconsciente potencia creadora de la vida consciente. La historiografía, vista su pregunta motivadora y su finalidad pragmático-vi t a l , simplemente da por su-puestas esas formas y entes sin averiguación alguna acerca de sus estructuras ontológicas; pero una inquisición que tensa por punto de partida las visiones que de sí misma va elaborando la vida consciente en la actividad de su propio irse vi-viendo, quizá nos muestre que esas estructuras, como espejos onto-lógicos, reflejan intimidades insospechadas acerca de nuestra rea-lidad. Porque ¿qué no podrá enseñarnos la fisiología (permítase la expresión) de los procesos creadores de entes que, en plan his-toriográfico, aparecen constituidos en el ser de esos hechos histó-ricos impropios que, por ejemplo, se llaman la fundación de Roma o el descubrimiento de América? Quizá, por el camino que aquí se insinúa, algún día se logre atisbar si el modo de vida consciente no es el gran pecado biológico, una ya-no-vida plenaria, puesto que sobre todo es conciencia de la muerte y que, por eso, su destino final e inexorable sea la auto-destrucción por haber osado ir más allá de los límites debidos; o si, por el contrario, la conciencia no significa la floración y más alta jerarquía de lo vital, y que el saber de la muerte sea el tembloroso aviso de la posibilidad contraria.

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5. WENCESLAO ROCES/ALGUNAS CONSIDERACIONES SO-BRE EL VICIO DEL MODERNISMO EN LA HISTORIA ANTIGUA (1957)7*

ME PROPONGO hilvanar aquí —bien entendido que sin la preten-sión de hacer un estudio sistemático, acabado— algunas consi-deraciones de orden crítico acerca de lo que algunos han seña-lado, entiendo que certeramente, como un vicio de la historiogra-fía, en el campo de la historia antigua, disciplina que yo profeso en nuestra Universidad. Me refiero al vicio o a la tergiversación his-toriográfica del "modernismo": es decir, a la tendencia a presentar y construir ciertos hechos y fenómenos de las sociedades antiguas enfocándolas a través de conceptos y categorías que corresponden a realidades históricas sustancialmente distintas, típicas, propias y peculiares de los tiempos modernos.

Creo que el examen de esta deformación historiográfica permite esclarecer, a la luz de un aspecto concreto, importantes problemas relacionados con los criterios y los métodos de nuestra disciplina y con su propio ser y concepción. Partiendo, ya desde ahora, de la premisa de que realmente la historiografía descanse sobre méto-dos y criterios, es decir, sobre un armazón científico. Pues es bien sabido que, para empezar, la historiografía que yo me permitiré llamar usual o académica impugna, por ministerio de muchos de sus representantes, hasta el mismo carácter científico, coherente y sistemático de la historia, como si

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7* Texto tomado de Cuadernos del Seminario de Problemas Científicos y Filosófi-cos, México, Universidad Nacional Autónoma de México, segunda serie, vol. I. pp. 77-93.

el historiador, con gesto suicida, dimitiera de antemano su come-tido de cientificidad.

En épocas como la nuestra, de grandes y decisivas transformacio-nes sociales, en que las fuerzas determinantes, con ademán ejecu-tivo, están haciendo la historia grande ante nuestros ojos, la res-ponsabilidad de los que escriben o explican las res gestae, la historia ya hecha, se ahonda y se pone como en carne viva. Co-mo la ciencia de la economía y como todas las ciencias sociales en general, en estos periodos, la historia corre el peligro de convertirse de disciplina científica, objetiva, en instrumento apo-logético, Y, en muchos, esta responsabilidad o el empeño por rehuirla, como si temieran chamuscarse con la lava ardiente de los volcanes en erupción, induce a la confusión y al desconcierto, a ese talante de crisis que es, hoy, la signatura bien definida de tantos libros de historia y del estado de ánimo de tantos historia-dores. Y es que, cuando la realidad asusta, ciertas mentes, como niños medrosos, se refugian en el azar y en el mito, en lo fortuito y en lo caótico.

Es, en la zona de la sombra, el impacto negativo del temor, de la angustia, la zozobra y la inhibición ante la irrupción y la toma legal de posesión de fuerzas tradicionalmente clasificadas a extramuros de la historia o condenadas por los definidores de ésta, como fuer-zas proscritas, al "underworld" al "maquis" de lo conspirativo. Y si la marcha de la historia, que no mana precisamente de la pluma del historiador, sino que fluye de los hechos mismos, considerada como unidad coherente, legitima esa toma de posesión de los que vienen de la manigua a la calzada real del mundo, entonces, los que se asustan de lo nuevo y se refugian, por lo menos, escon-diendo la cabeza bajo los pliegues de la toga, en el consuelo de que la historia que se escribe no lo legalice, empavorecidos ante la llega-da de los nuevos huéspedes no gratos, se rebelan contra sus mis-mos penates, los arrojan por la borda y arrasan su propia morada historiográfica, para no dar albergue en ella a los que tienen por advenedizos.

De ahí —con ánimo deliberado o sin la conciencia de

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ello, esto no importa — ese espectáculo tan singular y poco edifi-cante de los historiadores que tiran piedras contra su tejado. De ahí, en muchos definidores de la historia de ésos a que me refiero, la cerrada obstinación en negar el carácter objetivo, riguroso, cientí-fico de la historicidad, en rechazar por principio la objetividad de lo histórico y la existencia de leyes históricas, llegando hasta la re-pulsa del mismo principio de la condicionalidad causal de los fe-nómenos históricos, y no digamos del criterio del progreso en la historia, como factor que, en última instancia y atalayada la trayecto-ria en su conjunto, informe y presida el proceso del desarrollo histó-rico. De ahí la concepción de la historia como algo por definición in-coherente, disperso y fortuito, subjetivo y caprichoso, como un desfi-le caleidoscópico de sucesos y figuras bajo el dictado anárquico del azar. Es el retorno a aquella idea de la historia como "un montón de basura y un desván de trastos viejos'', a la manera como la veía y la describía Goethe, antes de que el contacto con Herder le lleva-ra a descubrir en ella ''el gran drama interior de la humanidad". Y, retrocediendo hasta mucho más atrás de Tucídides y del pro-pio Herodoto y los ingenuos logógrafos, se hunde de nuevo la historiografía, ahora con gran alarde de erudición y aparato téc-nico, entre las nieblas mitológicas del pensamiento de los orí-genes. En medio de esta noche obscura en que todos los gatos son pardos, pululan a sus anchas la mitomanía y el culto fetichista a los símbolos en que son maestros un Toynbee o un Jaspers y con el que, antes de ellos y como maestros suyos, trató de pavimentar míticamente el camino de la historia hacia el poder, para la pretendi-da cruzada triunfal del "homo germanicus", Oswald Spengler.

Así, perdidos en esta "selva selvaggia" del poeta florentino, resulta fácil, naturalmente, extraviarse y extraviar a otros ante problemas que, bajo condiciones distintas, siempre se han ventilado sustan-cialmente en historia, como el del papel de las masas y de la personalidad en el decurso de ella, el de la base y la supraes-tructura o la materia y la

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forma de lo histórico, el de la función histórica de las fuerzas ma-teriales, las condiciones económicas y las ideas, el de las contradicciones internas y su exponente, las luchas de clases como el autor de la historia, y tantos más.

La responsabilidad del historiador ha sido siempre grande. Pero se aquilata y acrecienta, sobre todo, en épocas como la nuestra, en la que la historicidad, como la papeleta de defunción de lo que muere y el título de legitimidad de lo que nace, revela su sentido profundamente revoluci o n a r i o . En la Ideología ale-mana, decía Marx, ya en 1845: "Sólo conocemos una ciencia, la de la historia." Y del mi smo periodo juvenil, de 1844, son las pa-labras, tan cargadas de sentido, de Engels: "La historia lo es todo, para nosotros, y la colocamos más alta que las filosofías más recientes, incluyendo la de Hegel, a quien, en el fondo, la historia sólo le servía para contrastar su propio problema lógi -co." "La historia —añadía— nos pone en guardia contra el peli-gro del apriorismo." La concepción materialista y dialéctica de la historia, revolucionaria de toda la ciencia social, como fundamenta-da sobre las fuerzas que revolucionan la propia sociedad, brota del estudio de la propia evolución humana, es decir, del estudio de la historia misma.

El panorama que ante nosotros ofrece ese tipo de historiografía actual a que me he referido no es, evidente y explicablemente, sino la proyección sobre el campo historiográfico de la corriente ge-neral del irracionalismo entronizada ideológicamente en una bue-na parte de la filosofía y la sociología del mundo en que nosotros vivimos, de ese motín del pensamiento descoyuntado contra las normas y los criterios de lo racional, que con tanta maestría ha estudiado críticamente el profesor húngaro Georg Lukács en su magistral libro El asalto contra la razón, traducido por mí del ale-mán y cuya próxima aparición está ya anunciada. Y digo que esa proyección de las sombras nacionalistas de una concepción filosófi-ca y sociológica general enderezada contra la razón sobre el cam-po de la historiografía es evidente y explicable, porque la visión

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histórica no es, a su vez, más que una proyección especial de la concepción general del mundo y del hombre sobre el desarro-llo de la sociedad humana, de los pueblos y de la humanidad a través del tiempo y en el espacio. Una disciplina de conocimiento acotada, no precisamente por el campo sobre el que se enfoca, sino por el ángulo en que lo contempla y vinculada en indisoluble unidad con las otras ciencias especiales del conocimiento huma-no, es decir, social: la economía, la sociología, la lingüística, la es-tética, la tecnología, etcétera.

Acaban de ver la luz en sus lenguas respectivas de origen, los pri-meros volúmenes de dos importantes obras de Historia universal, en curso de publicación: la Historia Universal de la Academia de Cien-cias de la URSS, obra colectiva de un conjunto de especialistas so-viéticos, los más destacados en las diversas ramas del quehacer histórico, bajo el patrocinio del Instituto de Historia, del Instituto Orientalista y del Instituto de la Cultura Material, de Moscú, y la Histoire Universelle de la Encyclopédie de la Pléiade, fundada por el eminente historiador René Grousset, compuesta con arreglo a los lineamientos por él trazados antes de su muerte y escrita por un cuerpo de colaboradores muy ilustres en el campo de la histo-riografía francesa, cada uno de los cuales aplica su criterio perso-nal, autónomo, a la parte cuyo tratamiento le ha sido asignado dentro del plan general. Cada una de estas dos obras nos ofrece, como concepción y como realización, una síntesis de ideas y un balance de trabajos, de dos maneras muy contrastadas de abor-dar los problemas de la historia. Y, no hace mucho, ha salido de las prensas, como resultado de las labores del Seminario de Histo-ria de la Universidad alemana de Marburgo, bajo la dirección del profesor Fritz Wagner, un volumen titulado La Ciencia de la His-toria, en el que, a la luz de una selección de textos de los grandes historiadores y filósofos de la historia de las diversas épocas y con un aparato bibliográfico bastante completo y breves estudios prelimi-nares a los distintos autores y a las diversas épocas, se trata de ayudar a esclarecer las principales etapas

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de la historiografía en torno a los problemas fundamentales del con-cepto, la significación y la metodología de la historia. La Universi-dad de México prepara una edición española de este último li-bro,26 cuya traducción ha sido encomendada a mi discípulo, se-ñor Brom, maestro en Historia, y que seguramente habrá de ser muy útil, cuando aparezca, a los especialistas y estudiosos de la materia en nuestra lengua.

Yo creo que, a la vista de estas publicaciones que acabo de citar y de otras recientes de la misma o parecida índole y del acervo fun-damental de los valores ya establecidos para el enjuiciamiento de la historia y de la misión del historiador, podría nuestro Seminario prestar un señalado servicio a este campo del estudio, de la cáte-dra y de la investigación, dentro de la importante tarea que se ha trazado, convocando a unas reuniones de mesa redonda de historiadores y universitarios interesados por estos problemas para discutir y aquilatar, dentro de lo posible, los conceptos, los criterios y los métodos fundamentales de la historiografía. Ahí quede la suges-tión, por si las autoridades competentes creyeran oportuno recogerla y darle forma.

Y, a este propósito, me permito expresar desde aquí la aprehen-sión o el temor, no sé si con fundamento, de que, pese a los esfuer-zos muy loables de distinguidos profesores e investigadores en la materia, los problemas de la historia y la historiografía no se ha-llen tal vez, en el momento actual, dentro de nuestra Universi-dad, a la altura que las presentes circunstancias reclaman de esta disciplina, con la consiguiente falta de interés hacia ella por parte de la juventud estudiosa.

Es posible que estas apreciaciones mías debieran referirse, en rigor, de un modo especial, o por lo menos preferentemente, a lo relacionado con la Historia antigua. No poseo los elementos de juicio necesarios para apreciar hasta qué punto sea ello aplicable al interés por la historia general y, en particular, por la de México. Pero no se me

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alcanza cómo la historia mexicana, y concretamente en una de sus etapas fundamentales, la de la creación de la moderna na-

26 En la Colección Problemas Científicos y Filosóficos (N. del E.)

cionalidad y la aportación a ella del elemento europeo, pueda desglosarse de la historia del Renacimiento en Europa y. a través de ella, de la historia de la antigüedad que acostumbramos a llamar clásica. Tengo para mí, y me permito expresarlo, que, en buena parte, la fa l ta de interés de un gran sector de los estu-diantes por los problemas de la historia, nace precisamente de aquel apego a la visión de la historia como un desván de trastos vie-jos, cubiertos por el polvo de los siglos, de nuestra falta de capa-cidad para inculcar a la juventud el sentido vivo, revolucionario y revolucionador de la historicidad. Pero, es muy posible que yo es-té equivocado y que la verdadera explicación del hecho, supuesto que éste sea cierto, deba buscarse en otra parte.

Y, ciñéndome ya, después de estas consideraciones generales, al aspecto concreto sobre el que brevemente deseo discurrir hoy an-te ustedes, paso a hablar de la anomalía historiográfica del "mo-dernismo" en algunos representantes muy caracterizados de la Historia antigua. Ya he dicho que lo que, a mi modo de ver, da un interés especial a este tema es que a través de él, se expresa con bastante claridad, en un campo muy delimitado, pero harto re -velador, el embrollo y el confusionismo irracionales a que algunos de sus servidores, a veces muy ilustres, amenazan con empujar la historia.

Por razones de espacio, pero también por limitaciones de co-nocimiento, he de referirme solamente al rasgo de la modernización en la historia económico-social de Grecia y de Roma.

En los años finales del siglo pasado, el estudio de la historia de la antigüedad comenzó a orientarse cada vez más de lleno hacia los problemas económicos y sociales de los pueblos antiguos. Aun-que a regañadientes y a la defensiva, dejábase sentir en la histo -riografía el gran impacto de la concepción materialista y dialéctica de la historia.

158 Ya no era posible seguir ignorando olímpicamente la acción de los

factores determinantes de la sociedad. Había que contar con ellos.

Aunque no por la puerta grande, ciertos historiadores se resig-naron a dejarlos deslizarse en la morada de la historia por la es-calera de servicio. Y quienes, como los historiadores idealistas, no los veían con buenos ojos, optaron por tratar de conseguir me-diante el rodeo de la tergiversación lo que ya no podía lograrse por la vía directa de la negación.

El gran helenista, epigrafista e historiador August Bock había dado, ya en 1817, el primer paso con su estudio sobre La economía del Estado ateniense. Por debajo del arte y la cultura de los grie-gos, del llamado "milagro de Grecia" había —y era el fundador del "Corpus inscriptionum graecarum" quien lo proclamaba— factores económicos y sociales. "Sólo la parcialidad o la superficialidad —se-ñalaba Bock— puede ver en la antigüedad solamente ideales."

En la década del noventa, se encendió entre los economistas e historiadores académicos de Alemania una viva polémica en torno a las características de la economía antigua. Karl Bücher, profesor de Economía en Leipzig, publicó por aquellos años su célebre obra titulada Los orígenes de la economía nacional. Sostenía en ella la tesis de que la economía de la sociedad antigua conservaba, en lo fundamental, su carácter de economía doméstica, cerrada ( la economía del "oikos"), en la que los objetos de consumo se destinaban, esencialmente, en masa, a la misma órbita en que se producían y en que los actos de cambio constituían un fenómeno concomitante, no esencial, que versaba, además, en la gran ma-yoría de los casos, sobre los artículos de lujo, al margen de los de primera necesidad.

Independientemente de su caracterización más o menos imprecisa y discutible, la tesis de Bücher trataba de destacar los rasgos pro-pios y específicos, de la economía antigua, como una fase histórica de la economía anterior a la de la sociedad capitalista, aunque obs-curamente entremezclada todavía, en su concepción, a la de la sociedad feudal.

159La teoría de Bücher suscitó inmediatamente la oposición de tres

historiadores alemanes de la antigüedad, muy ilustres y represen-tativos y claros exponentes, los tres, de la actitud modernizadora:

el helenista Julius von Beloch, Eduard Meyer, autor de una de las más importantes obras sobre la historia universal de la antigüedad, por desgracia incompleta, y Robert Pohlmann, cuya obra principal lleva ya en su frontispicio, en el título mismo, el enunciado más ex-plícito de la modernización anacrónica de la antigüedad, pues se de-nomina Historia del socialismo y el comunismo antiguos (en la se-gunda edición, publicada bastantes años después, muerto el autor, el título fue cambiado por el de Historia del problema social y del so-cialismo, en la antigüedad).

La Historia de Grecia de Beloch, cuyos tres volúmenes se publi-caron por vez primera en los años 1893 a 1904 y en segunda edi-ción, refundida en cuatro tomos, de 1912 a 1927, tiene, entre otros muchos, el mérito de haber sido tal vez la primera obra de conjunto en que los problemas económico-sociales de la Grecia antigua se estudian con gran detenimiento, sin supeditarlo todo a la historia política y a los acontecimientos de la historia externa. Beloch es, además, el primer historiador de Grecia que se esfuer-za por aquilatar estadísticamente los datos de las fuentes, principal-mente los de carácter demográfico. La "paralia", el "pedion" y la "diakria" (la "costa", la "llanura" y la "montaña'"), las tres fuentes so-ciales de las clases de la sociedad griega de los hombres libres, de que se nutrían los partidos en lucha en el ágora, comienzan, así, a dibujar sus perfiles materiales entre las nieblas de lo ideal. Desgraciadamente, gran parte de los juicios y conclusiones a que llega Beloch, en el estudio de su rica documentación, aparecen inva-lidados por el vicio de origen de una radical modernización. Según él, la economía antigua, en la Grecia clásica y en el mundo que Diovsen llamará más tarde "helenístico"', se hallaba ya muy cerca de la economía capitalista y podía asimilarse a ella. Llevado de este prejuicio modernizado, Beloch exagera, numérica y funcionalmen-te,

160 la importancia de los trabajadores libres, asalariados, en los

talleres artesanales de Grecia y desvaloriza el peso y la significa-ción de la fuerza de trabajo de los esclavos, en la industria y en

la agricultura, como la base de sustentación de la economía grie-ga. Por donde, en resumen, habría que llegar a la conclusión de que la economía y la sociedad esclavistas han fenecido ya, vir-tualmente, muchos siglos antes de llegar a su apogeo bajo la égi-da del Imperio romano, y de que la sociedad y la economía capita-listas, basadas en la explotación del trabajo de hombres jurídica-mente libres, tienen su asiento como unos veinte siglos antes de aparecer la manufactura en la Grecia de Pericles.

De Eduard Meyer, historiador alemán muerto en 1930, ha dado a conocer recientemente el Fondo de Cultura Económica, en su sección de Obras de Historia, bajo el título El historiador y la his-toria antigua, una compilación de trabajos monográficos "sobre la teoría de la Historia y la historia económica y política de la anti-güedad", traducidos por Carlos Silva. A través de ellos, pueden hoy los lectores y especialistas de habla española conocer, en sus criterios y aspectos metodológicos fundamentales, esta importante figura de historiador, cuya aportación al estudio de la antigüedad es indiscutible.

Eduard Meyer es uno de los ejemplos más cumplidos del anacro-nismo modernizante, en la interpretación de la historia antigua. También él, siguiendo las huellas de Beloch, consagra una gran atención a los problemas de orden económico-social. En este as-pecto, son característicos Sus estudios, recogidos en la obra que citábamos, sobre "La evolución económica de la antigüedad" y sobre "La esclavitud en el mundo antiguo" y el que lleva por título Investigaciones sobre la historia de los Gracos.

En los dos primeros trabajos, suscitados por la obra de Bücher y dirigidos contra su tesis de la economía del "Oikos", Meyer ex-pone la teoría de que la economía de la Grecia clásica, como más tarde la de Roma y entre ambas la del imperio alejandrino, descansaba ya sobre un capitalismo desarrollado. Este historiador llega, en su actitud

161modernizadora, todavía más allá que Beloch, pues, sobre menos-

preciar, por su número y su función, el trabajo de los esclavos y su peso específico en la economía antigua, niega incluso el carác-ter propio y peculiar de la esclavitud, al equiparar económicamente

las actividades del esclavo a las del trabajador libre asalariado, sosteniendo que únicamente se diferenciaban el uno del o t ro por su status jurídico, pero no, por principio, en cuanto al régi -men social. El esclavo antiguo era ya, por tanto, en lo substan-cial, el proletario moderno, y no simplemente su antepasado o an-tecesor. Así se escribe la historia. Una historia de la que resulta que los largos siglos de lucha y de desarrollo histórico que, en el campo del trabajo, substituyeron la esclavitud por la servidum-bre y ésta por el trabajo asalariarlo fueron en vano, pues todo es, en esencia, uno y lo mismo.

En su Historia de la antigüedad, como en general en toda su metodología y en sus posiciones como historiador. Eduard Meyer, negando rotundamente la existencia de cualquier clase de leves históricas, profesa la llamada teoría cíclica de la historia, aquel principio historiográfico del "eterno retorno", que Vico adornara con tan bellos rasgos literarios y que los profesores de ahora desnudan de su ropaje mitológico, para infundirle un sentido social o, por mejor decir, asocial. Tras la consabida ''Edad Media" de los se-ñores feudales anteriores al feudalismo, que es casi un manido lugar común entre tantos historiadores académicos de Grecia, viene, según Eduard Meyer, el florecimiento del capitalismo, en los siglos V y IV para abrir paso después, con la decadencia y la vuelta a la economía natural, a un nuevo periodo medieval, al final del cual alboreará en inevitable retorno, el nuevo capitalismo. Como di-ce el cantar: "Pecar, hacer penitencia, y luego, vuelta a empe-zar."

Para Robert Pohlmann, el "capitalismo" antiguo hace brotar, en lucha contra él, los movimientos sociales de la antigüedad, el "so-cialismo" y el "comunismo" antiguos, causantes, según este histo-riador, de la decadencia y la

162 ruina del mundo clásico. Fue la instauración de la que él llama

la "monarquía social", colocada al parecer por encima de las cla-ses, la monarquía del Macedonio o la del Augusto, la que puso un dique al hundimiento de la sociedad. Según esta versión historio-

gráfica, el desarrollo del capitalismo señala el acné de la socie-dad antigua, y la decadencia y la crisis del capitalismo marcan el colapso de la cultura. Y, dando un paso más, bien ostensible, por el camino de esta interpretación, y de velando harto claramente los designios que ella envuelve, el historiador sostiene ahora que son los movimientos de lucha y la rebeldía de los de abajo los culpables de la regresión y que sólo la mano de hierro de un mo -narca soidisant por encima de las clases pudo contener la marcha hacia el abismo

En algo se asemeja, salvadas las grandes distancias, esta vi-sión histórica deformada y anacrónica del mundo antiguo a la exaltación apasionada de la figura de Julio César en la pluma de historiador tan brillante, tan cargado de sabiduría, tan genial co-mo Mommsen, cuando, a pesar de sus patéticos esfuerzos por salvar a César del cesarismo, se empeña en convertir al historia -dor de la dictadura militar de los esclavistas en el develador de los privilegios y los abusos de los señores de la esclavitud. Por lo demás, el propio Mommsen - muy aficionado a símiles anacróni -cos tan audaces como los que le llevan a llamar a Catón el Viejo el Don Quijote de Roma y a Cartago el Londres de la antigüedad habla de la existencia del capitalismo en la Roma antigua. Pero para ser justos y dejar las cosas en su punto, en lo que a este gran historiador se refiere, conviene citar la breve nota que Marx le dedica en el tomo III del Capital y que dice así: "En su Historia de Roma Mommsen no emplea la palabra capitalista en el sentido que se da a esta palabra en la economía y en la sociedad moder-nas, sino a la manera de la acepción popular que ese concepto conserva todavía hoy, no en Inglaterra o en América, pero sí en el continente, como una vieja tradición de tiempos pasados."

163Un autor que ha dedicado importantes estudios a la historia econó-

mica y social de la antigüedad es el ruso Rostovtzev, emigrado en los Estados Unidos y profesor de una universidad norteamerica-na. De sus obras, publicadas en inglés, The Social and Economic

History of Hellenistic world y The Social and Economic History of Román Empire, la segunda ha sido traducida al español. En este libro encontramos ideas muy características y significativas en torno a la interpretación modernizadora y tergiversadora de la histo-ria antigua. Según Rostovtzev, los emperadores italianos comenza-ron apoyándose, para gobernar, en la "burguesía italiana triunfan-te" y contaron con el apoyo de "la burguesía de numerosas ciu-dades de las provincias", nombre éste de "burguesía" que el histo-riador de referencia da a la nobleza, a las clases altas provincia-les. Pero, en el siglo ni (el siglo de la anarquía militar, que habrá de conducir a la instauración del Imperio dominical, bajo Diocle-siano) se produjo lo que Rostovtzev califica de una "revolución proletaria y campesina", que, levantándose contra la "burguesía de las ciudades", momentáneamente, la derrotó. Y, con interpreta-ción no muy alejada de la de Pohlmann e igualmente explícita que la de éste en sus intenciones, sostiene la tesis de que la de-cadencia cultural del Imperio romano se debió a que la cultura "per-dió en intensidad", se envileció, al ampliarse en extensión a lo que él llama "el proletariado" de la época, dejando de ser con ello la cul-tura de las clases altas, es decir, un patrimonio exclusivamente aristocrático. No estamos ya muy lejos, como se ve, de la concep-ción de los pueblos, las razas y las clases señoriales, portadores y depositarios de la alta cultura, que más tarde habrán de entroni-zar, en el efímero, pero no fácilmente olvidable triunfo político del irracionalismo, los historiadores fascistas.

Y, para traer ahora a colación un caso más actual y sobrada-mente representativo, el de Toynbee, señalemos la superabundan-cia y la ligereza con que este sociólogo de la historia tan a la moda habla a troche y moche, en su Study of History del "prole-tariado" de la sociedad antigua,

164sinónimo para él de los "bajos fondos", del "underworld", y distin-

guiendo entre lo que llama "un proletariado interno" y otro "ex-terno". El llamado "proletariado externo" lo formaban, según el

esquema toynbeeniano, las poblaciones que, con acento racial clá-sico, siguen rotulándose con el marbete de "bárbaras".

Es sensible que, hasta hoy, que yo sepa, no se haya dado a co-nocer en nuestra lengua el valioso estudio del sociólogo alemán Max Weber sobre la Historia agraria del mundo antiguo. En esta obra, como en la primera edición del conocido libro del historiador y jurista italiano Salvioli que lleva por título El capitalismo en el mundo antiguo, se llama críticamente la atención, de modo muy certero, hacia las deformaciones modernizantes y caprichosas que tienden a asimilar las manifestaciones esporádicas del capital en la economía de la antigüedad a los rasgos inherentes al capitalismo moderno, como régimen social específico, como la impronta sustan-cial de una formación económico-social nueva. Hay que decir, sin embargo, que en la segunda edición de la obra de Salvioli, publi-cada en 1929, el autor se inclina ya más bien a replegarse sobre las posiciones modernizantes de Eduard Meyer y Pohlmann, compar-tiendo en considerable medida la misma falsa asimilación que antes criticara.

He aquí solamente unos cuantos botones de muestra, yo creo que bien representativos, de esa tendencia a la modernización que tergiversa peligrosamente la verdadera fisonomía de la historia antigua.

En la introducción al tomo I de la Historia Universal de la Acade-mia de Ciencias de la URSS, a que me he referido, figura este párra-fo, que me permito transcribir aquí, aunque la cita sea un poco lar-ga:

"En el empleo de términos como los de 'esclavitud', 'feudalismo' y otros, los sociólogos e historiadores reaccionarios introducen un contenido ahistórico. Llaman, por ejemplo, feudalismo a toda dis-persión estatal, sobre todo si va aparejada a una estructura jerár-quica del poder; y califican de capitalismo a toda actividad de empresa, independientemente

165 de su contenido económico. Con arreglo a estas concep-

ciones, la sociedad oriental es —para ell os— una sociedad es-tática, en la que domina un perenne feudalis mo; y la eco-

nomía esclavista mercantil y hasta natural de Grecia y Roma -aunque ni una ni otra se basaran ni pudieran basarse, en aquellas condiciones en el sistema de la exp lo tac ión de l t raba jo asa lar iado - se cons idera como una econo-mía capitalista; la economía del poder real y de los templos del Antiguo Oriente (con su complicado sistema de c á l c u l o del tra-bajo y de retribución de los trabajadores y su feroz explota-ción de los esclavos) se define como un 'capitalismo de Estado', y así sucesivamente. El carácter an t i c i en t í f i co y la tendencia de clase de este linaje de analogías, saltan a la vi s t a . Al modernizar los fenómenos y las relaciones sociales del mundo ant iguo empeñándose por encuadrarlos a la fuer-za dentro de l marco de las condiciones de la sociedad bur-guesa contemporánea, los historiadores de orientación reaccionar ia tratan de presentar las relaciones cap i ta l i s tas bajo un ángulo de perennidad y, por medio de esta interpreta-c ión tendenciosa de los hechos de la sociedad antigua, pre-tenden jus t i f i car la política imperialista actual, presentán-dola como algo 'perenne' e ' inmutable'."

Es la misma proyección invert ida solo que al revés y ahora con designio diametralmente opuesto, regresivo, que llevaba, por ejemplo, a ciertos ideólogos de la Revolución Francesa a arropar su lucha contra el feudalismo entre los pliegues de la toga de los Graco s , c o m o si la h i s t o r i a fuese una especie de guardarropía del theatrum mundi. Ya antes Maquiavelo, col-gando sus sagaces meditaciones de historiador moderno sobre el clavo de las "Dé c adas" de Tito Livio, podía imagi-narse que la lucha ideológica de la naciente burguesía i t a l i a n a contra las potencias de la sociedad feudal se hallaba d i rec ta-mente entroncada con la del demos contra los eupátridas en Gre c i a o la de los trib u n o s de la plebe contra la oligarquí a senatorial romana. Y en rigor, esta visión deformada del pasa-do como presente late en la misma entraña de la generosa concepción del Renacimiento.

166 Lo mismo que la visión anacrónica del presente en el pasado se

trasluce en las ideas, ya menos generosas, de los historiadores mo-dernizantes de la antigüedad. En uno y otro caso, se mata la

verdadera esencia de la historia, al descuajar violentamente los he-chos de las condiciones históricas objetivas en que se produjeron, para verlos a través del prisma de las ideas, los intereses o las ins-tituciones propias de otro mundo histórico, de otro tipo fundamen-talmente distinto de sociedad.

Pero lo que me interesa señalar aquí, apuntando para termi n a r el problema verdaderamente sustancial que va envuelto en el vi-cio historiográfico del modernismo, es si el historiador, como tal, al enfocar los hechos del pasado, se halla sujeto a las categorías y a los conceptos fundamentales de la filosofía de la sociología y la eco-nomía, en relación con la materia tratada, o puede administrar el len-guaje, la terminología y los conceptos a su libre albedrío, sin tener que dar cuentas a nadie, poniendo a las cosas, con inspiración au-tárquica, como el poeta, los nombres o los motes que se le antoje. Problema que entraña, ciertamente, el determinante, tan empeño-samente debatido, de si la historia es realmente una ciencia y, por tanto, una doctrina r igurosamente sujeta a leyes, formulable en normas y principios, o sigue siendo, como en los buenos tiem-pos del tri v i u m y el quadrivium de los escolásticos, un apéndice de la gramática y la retórica, feria de ejemplos morales y adoctrina-dores bajo la muestra publicitaria de la magistra vitae , modelados al gusto de cada cual y buenos para esmaltar, más o menos bri-llantemente, de símiles y parábolas las propias elucubraciones: algo así como la percha en qué colgar elegantemente nuestro vestuario ideológico.

El intuicionismo en la historia está hoy, a la orden del día entre ciertos historiadores. Ya Windelband y Riekert, en su empeño por reducir las ciencias históricas, sociales, a la abstracción de "cien-cias del espíritu", tendían en realidad a convertir la historia en un arte, centrado sobre el factor intuición, como órgano exclusivo de creación y receptividad

167

Es bien sabido hasta qué extremos exalta Dilthey, en su concep-ción de la historicidad, el papel intuitivo de las "Erlebnis" Y el pro-pio Ranke, tan riguroso en su técnica documental de escrutador de los archivos, sostiene, al formular su concepción de la historia, que las grandes fuerzas espirituales creadoras de vida son "factores imposibles de definir, de reducir a conceptos" y que sólo "pode-mos intuir, percibir" a través del "sentimiento y la emoción de su existencia, que despiertan en nosotros".

Sin la pretensión de entrar aquí en el crucial problema de la cientificidad de la historia, sí me permitiré decir que, en la concep-ción, que yo profeso, de la unidad profunda de todas las cien-cias humanas, es decir, sociales, la historicidad es una actitud científica fundamental que corresponde por esencia al mismo ser histórico del hombre y de la sociedad y se halla consustancial-mente entrañada con la filosofía y la economía, con la concep-ción del mundo y con la materia de la vida social del hombre. Sólo la visión histórica del hombre y del mundo nos libra de caer, co-mo ya se ha dicho, en las peligrosas aberraciones del aprioris-mo, del arbitrismo y del pensamiento anárquico u olímpico. Y, des-de que existe la concepción materialista de la historia, que es, al mismo tiempo, dialécticamente, la concepción histórica de la ma-teria social, sabemos hasta qué punto el enfoque histórico puede ser, si en la historia se busca la vida en movimiento, profunda-mente revolucionario, ya que la historia, certeramente concebida, es por esencia movimiento, cambio y transformación.

Pero, dejemos estos problemas para mejor ocasión y volvamos al de los conceptos y las categorías en la historia. ¿Puede hablarse, objetivamente, llamando a las cosas por su nombre, para enten-dernos y no para confundirnos y para confundir, de un "capita-lismo" en la antigüedad y, junto a él, como el término que lo com-plementa, de un "proletariado", de una clase obrera asalariada, como de factores básicos que definen la fisonomía económico-so-cial de una época?

Es evidente que la función científica de los conceptos y

168 las categorías no puede ser otra que la de fijar con la mayor fi-

delidad posible, en historia, las realidades sociales, políticas o cul-turales de una época dada y la base sobre la que descansa, en

su desarrollo y en sus desplazamientos, toda la supraestruetura de una sociedad. Así, cuando decimos que la sociedad antigua es, por esencia, una sociedad esclavista, la categoría de la esclavitud apa-rece como la expresión fundamental y adecuada de toda la fisono-mía histórica de aquella época de la historia de la humanidad, de la relación fundamental entre los hombres de aquel tiempo, de la fundamental división en clases en torno a la cual se polariza la sociedad antigua. Y, al mismo tiempo, una etapa básica en la gran trayectoria del desarrollo social, humano. Y cuando, capri-chosamente, se deslizan en ella, al caracterizarla históricamente, conceptos como los de capitalismo, burguesía, proletariado, etc., se desdibuja y se falsea, quiérase o no la verdadera fisonomía histórica de la antigüedad.

Yo creo que no es cierto, como afirma Bloch en su Introducción a la Historia, que ésta reciba, en su mayor parte, su vocabulario de la materia misma de su estudio, "ya desganado y deformado por un dilatado uso" y que el lenguaje del historiador tenga que ser, por fuerza, "ambiguo". A mí me parece que el investigador y el expo-sitor de historia deben esforzarse, sobre todo cuando se trate de categorías fundamentales, en aquilatar las palabras y los con-ceptos para que expresen adecuadamente el contenido históri-co. Y cuando otras ciencias, por ejemplo la economía, o la filosofía, o la estética, o la tecnología, los tengan ya debidamente acuña-dos, respetarlos con la mayor escrupulosidad.

Claro que en la antigüedad había "capitales" y "capitalistas", aun-que los autores antiguos y las fuentes no pronuncien esa palabra, que es de origen muy posterior en la terminología económica; pe-ro no existía ni podía existir el capitalismo, en cuanto régimen so-cial. Había capitales usurarios, mercantiles y hasta un incipiente capital artesanal, deslizado en los intersticios de la trama básica, del régimen de la esclavitud. Y, antes de llegar a un cierto

169 momento en Grecia y en Roma y en muchos países del Antiguo

Oriente, el capital usurario, combinado con la concentración de la propiedad privada sobre la tierra, era tan brutal que podía reducir a esclavitud al deudor insolvente y hasta cortarlo en tajadas

(partis secanto!), como en la fábula shakespeariana el Mercader de Venecia, reminiscencias de aquellos tiempos arcaicos. Pero, cuando un historiador de hoy escribiendo para lectores de nuestro tiempo habla de "capitalismo" no puede entenderse por ello sino la relación fundamental de explotación del tra -bajo asalariado y de enriquecimiento y acumulación a base de la plusvalía cap i ta l i s ta extraída a la tuerza de trabajo de una masa de obreros jurídicamente libres. Y es evidente que esta categoría deforma anacrónicamente, ahistóricamente, de un modo radica l , la realidad social del mundo antiguo. ¿O es qu e se qu iere ennoblecer y dignificar los orígenes del capi ta-l ismo, buscando las raíces de su árbol genealógico en Grecia y en Roma, a la manera como los nuevos ricos inventan blasones y escudos nobiliarios? Es cierto que el capitalismo no vino al mundo de la arcilla adámica, sino que tuvo abuelos y antepa-sados muy añejos ya en la antigüedad. Pero esos antecesores hay que buscarlos, por muy desagradable que pueda resultarle, en la institución de la esclavitud; es d e c i r , en la forma de ex-plotación del trabajo peculiar y básica de aquel tipo de socie-dad.

En historia, como en filosofía --o digamos, para ser más justos, en-tre ciertos filósofos e historiadores—está hoy en boga la llamada se-mántica, confesión de impotencia y testimonio de irracionalismo, que consiste en negar las categorías y los conceptos fundamentales del pensamiento, reduciéndolos a una lógica y muchas ve-ces, a una ilógica del lenguaje. Lo que equivale, como ha dicho Ro-sental en un lib ro reciente. Categorías del materialismo dialécti-co, a "negar en absoluto la lógica del conocimiento de la reali-dad". Es ésta, como razona el propio Rosental, "la expresión más alta y la más consecuente, en su total irracionalización del idealismo subjetivo". De ahí que "en la ciencia y en el estudio de los problemas sociales

170

campee hoy —en determinados medios— la más desenfrenada arbitrariedad". "Por este camino —concluye el autor soviético ci-tando—, se llega al resultado de que conceptos como los de "capi-

talismo", "proletariado", "burguesía", "fascismo", "libertad", "esclavi-tud", etc., fundamentales de una formación histórica dada... queden reducidos a "signos vacuos", a símbolos engañosos, sugeridos por la endeblez del lenguaje". Con lo que, consecuentemente, sea ar-riba "a la peregrina idea de que, cambiando las palabras, modifi-cando los nombres con que se designan tales o cuáles fenómenos o hechos, es posible cambiar el orden social, superar las más profun-das contradicciones entre las clases, etc." Ya lo decía el clásico es-pañol, en aquel verso tan certeramente realista, escrito contra la fealdad que, semánticamente, culpa de ella a la imagen refleja-da: "Arrojar la cara importa, que el espejo no hay por qué."

Las realidades sociales mismas, las históricas y las actuales, son demasiado testarudas para dejarse embaucar. En cambio, el hacer cubileteos con los nombres resulta ya más fácil. Pero, para el historiador como para el filósofo y para el hombre en ge-neral, el lenguaje es inseparable del pensamiento y éste la ex-presión y el reflejo adecuados de la realidad objetiva.

Sería interesante analizar —si la sugestión que al principio apuntaba yo fuera recogida— las corrientes del irracionalismo, el subjetivismo, el intuicionismo, el semanticismo y por ahí ade-lante, en la historiografía actual, a la vista de doctrinas de la historia como las de Toynbee, Heidegger, Jaspers y otros, pa-sando por Spengler y Croce, por lo Windelband y Rickert, hasta remontarse a Nietzsche, el gran trastocador de los valores his-tóricos.

Todos esos "brillantes" embrollos disfrazados de síntesis a que nos tienen acostumbrados ciertos historiadores y filosofan-tes de la historia muy cotizados a la hora actual, que se conce-den carta blanca para los símiles más caprichosos y las analo-gías más disparatadas, como si la narración histórica fuese el palenque del capricho y la arbitrariedad

171 y el historiador, como el novelista, el dios omnímodo de sus perso-

najes y de sus sucesos, encierra un peligro que difícilmente, creo yo, podría exagerarse. ¿Tiene algo qué ver con la historia, por ejemplo, aunque algunos snobs puedan reputar estos símiles baratos como un hallazgo feliz del ingenio y hasta del genio, el

pintar a Marx según lo hace Toynbee, como el Moisés del Sinaí proletario, viendo en sus obras el trasunto de las Sagradas Escritu-ras, etc., etc.?

Sobre el historiador y sobre el filósofo, sobre el hombre de cien-cia, de pensamiento y de pluma pesa hoy el grave deber de re-sistir valerosamente a las muchas solicitaciones empeñadas en convertir lo que debe ser una actividad noble y elevada del es-píritu en una vulgar propaganda. Aquel "discite moniti" (¡sabed que estáis advertidos!) que Lukács predica de todo intelectual vale también, y no en pequeña medida, para el historiador, ante la crisis creadora y destructora de nuestro tiempo. Pues si la histo-ria no es, como quería el retórico romano, la maestra de la vida, tie-ne que ser el espejo de la vida misma, de la realidad humana en constante desarrollo.

172

6. JESÚS REYES HEROLES/LA HISTORIA Y LA ACCIÓN (1968) 8*

8* Texto tomado de El Día, 8 de agosto de 1968, p. 4.

ÚNICAMENTE a la benevolencia debo el acceso a este recinto9* y encuentro justificación en la posible y modesta utilidad que pueda prestar.

Suplo, que no sustituyo, a don Ángel María Garibay. Aminoro, si acaso, su ausencia en este Cuerpo, aunque para mí tengo que su sitial permanecerá vacío. Lo conocí como lector de sus obras y por amigos comunes que lo describían como un hombre de leyenda, a quien más grande se veía mientras más cerca de él se estaba. No creo que el conocimiento indirecto pueda deparar frutos similares a los del trato personal. Pero si lo que queda son las letras, en ellas encuentro motivos que superan la admiración. Ilustre hombre que nos dio la llave para franquear la pesada puerta de la cultura náhuatl, revelándonos en ella "virtudes muy hondas, encubiertas por símbolos". Exponer esa cultura simbólica en su esencia fue, más que ardua tarea, clarividencia, intuición, estilo. Descubrió jo-yas literarias de nuestro pasado y, al conectarlas, dio un nexo espiritual más a nuestra historia. Gracias a él podemos leer a un Sahagún pulcro, sin notas dispendiosas ni interpretaciones dudo-sas y gozar su obra póstuma —la alusiva a la crónica de Diego Du-rán, otra fuente indudable de nuestra historia— con todo el sa-bor que el vocabulario de palabras indígenas y arcaicas permite obtener.

Interrogó el pasado; todo lo que tortura, atosiga, vivifica y alienta, lo vio en los códices, en las ruinas, en los ajados

173 y apolillados los papeles. Dialogando con nuestro pretérito, don

Ángel María Garibay se mantenía el presente de tinta pesca, brin-dando breves notas bibliográficas amenas y ricas, certeros comenta-rios que inducían a leer, o que, no obstante la innata unidad de su autor, invitaban a prescindir de alguna lectura, sino mala, innecesa-ria. Porque estuvo al día, comprendió el pasado, y esta comprensión del pasado lo incitó a estar al día. Lejanía o alejamiento a lo contem-

9* Academia Mexicana de la Historia. México, 7 de agosto de 1968.

poráneo, impide profundidad para conocer el pasado. Estuvo sumer-gido en el presente, razón adicional para que el fervoroso tributo que le reunimos sea necesariamente pequeño ante la medida de sus méritos.

Todos los caminos conducen a la historia y de historia está en la entraña de todo conocer o hacer. Las relaciones de los que actua-ron, las ideas y los fines de los que hicieron el derecho, la sociolo-gía, la ciencia, la literatura, la economía, la política en su muy amplio sentido, el arte, la milicia, la teología. La cumbre misma del conocer parece ser la historia de la historia.

Los caminos que llevan a la historia son medios a través de los cuales se estaría ser realista. Es con la precisión del derecho, con el símbolo del arte, con una aproximación de la política, con el rigor de la ciencia, los datos y análisis de la sociología, como el hombre es-cribe historia. Si el ilustre Garibay llegó a la historia por la teología, camino distinto seguí. Por vocación o equivocación, arribe a la histo-ria, buscando explicaciones al mundo en que vivía. ¿Podía la Revo-lución en que nací y me desarrollé ser producto de generación es-pontánea?

Llegué al siglo XIX mexicano, comprobando la unicidad de la histo-ria, de delante hacia atrás o de atrás hacia adelante, en un perpetuo remontarse o aventurarse. El período, una vez iniciado su estudio, tuvo otro singular atractivo, estrechamente ligado con el tema cen-tral de

174 estas palabras: tratar con nombres que hacían la historia y también

la escribían.Aunque el tema de este discurso es ambicioso (la historia de la ac-

ción) sólo lo rozaré, sin aspirar, y con mucho, a su cabal enuncia-ción.

Lo primero que el tema demanda es establecer la relación entre el conocer y el hacer, la teoría y la práctica, pues la historia pertenece

al conocer, aun cuando en mucho se ocupe de describir el hacer e influya sobre éste. En el viejo castellano encontramos palabras que, al mismo tiempo que marcan la distinción, precisan la relación entre el conocer y el hacer. Estas palabras latinas facere y agere y agere surgen los vocablos factible y agible. En la factible es la mano la que priva; pero lo agible implica o parte de un pensamiento que produce y conduce a la acción o que procede de ella27. Ciencia y experiencia, sabe y hacer, praxis, para usar el término de nuestros días.

Si en algún terreno esta vinculación se da, es en el de la teoría po-lítica. Maquiavelo, al presentar la primera teoría del Estado, racional, no subordinada o subalterna de otro conocimiento, da lugar con su obra, mal comprendida, pero bien aprovechada, a una intensa y ex-tensa literatura, que bajo el signo del antimaquiavelismo se dedica a extraer y a destilar de la experiencia humana, de la práctica de los gobernantes, consejo para los gobernantes.

La razón de estado, al surgir su contrarrazón, se convierte

175 en razones, con la obvia interpenetración de los opuestos. De es-

ta directriz emana una serie de máximas, de consejos, de princi-pios, que se proporcionan a los príncipes en libros y que muy pron-to un afán de reducir la sapiencia a ciencia, desecha y si no que-ma es porque la antigua barbarie estaba superada y la nueva aún no había surgido. Se da una amplia gama de consignas, que van desde las formas covachuelistas hasta el barroco literario. Po-

27 Seguimos, en esencia, la interpretación de Francisco Murillo Ferrol, Saavedra Fajardo y la política del barroco, Madrid, Instituto de estudios políticos, 1962, pp. 62 y ss. El tema excluyente totalmente ciertos aspectos de la realizada por Leopoldo Eulogio Palacios cuando distingue razón especulativa o teorética de operativa o práctica, y cuando, dentro de lo operable, habla de dos aspectos: lo factible y lo agi-ble, dirigidos por dos grandes manifestaciones normativas del pensamiento prácti-co: el arte y la prudencia. Palacios hace varias distinciones entre factible y agible y, al paso que se ve lo factible por su rendimiento, a lo agible lo dota de valor intrínse -co, un mano inmoral. La prudencia política, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1946, pp. 49 y ss. y 71 y ss.

cas obras se salvan y permanecen, y éstas, más que por su con-tenido en cuanto a consejo o máximas de gobierno, por sus intrín-secos méritos literarios. Junto a un Saavedra Fajardo, un Gracián o un Quevedo que perduran, hay, con la misma preocupación esen-cial —extraer de la experiencia y de los ideales normas para la ac-ción, conciliar la práctica con la teoría que se profesa—, infinidad de textos perdidos.

Hoy se ve cuánto en su fondo había de válido en esa tendencia. La política, forma de actividad que, si bien no encierra o compren-de toda la acción, sí condena y concentra parte de la acción reali-zada en casi todos los órdenes del quehacer, se resume en la de-cisión. Pero detrás de ésta no se encuentra la nada o el vacío, se apoya en el todo que engendra lo que influye en el todo, por lo menos con todos y cada uno de sus componentes, aunque sin comprender la totalidad que cada uno de ellos abarque. Ciencia y experiencia se traban: "El arte de reinar no es don de la naturaleza, sino de la especulación y de la experiencia."28

Con ello, se reforma la línea de quien en verdad fue padre de la teoría política. ¿No Aristóteles, por su participación directa o indi-recta en la política, a través de las complicaciones de su suegro Her-mias, la entendió con una orientación concreta, práctica? ¿Y no deri-vó, acaso, de aquí y de su conocimiento de la naturaleza humana y con fundamento precisamente en ese pragmatismo, el esquema

176 que hizo de un Estado ideal? 29 En palabras llanas, Aristóteles,

partiendo de la realidad, concilio los imperativos de ésta con los ideales perseguidos, sobre la base de sopesar lo que es constante en la evolución histórica: la condición humana, que es naturaleza del hombre más la mutable sociedad en que vive.

28 Diego Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe político cristiano. Cartas latina: Empresa V. Obras completas, recopilación, estudio preliminar, prólogos y notas de Ángel González Palencia. Madrid, M. Aguijar, 1946, p. 192.

29 Aristóteles, La constitución de Atenas, edición, traducción y notas, con estudio preliminar por Antonio Tovar, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1948, pp. 20 y ss.

Planteada la relación, la reciprocidad de influencias entre idea y acción, debemos ocuparnos de la vinculación de la historia como conocer con la práctica como quehacer. Se trata de la historia y no de las historias; no hay que confundir las historias con la historia, aun cuando aquéllas formen parte de ésta. Escribir historia y no historias significa buscar el sentido de los hechos, explicarlos hasta donde es posible y situarse en posición equidistante entre aquellos que todo lo ven como fruto de la necesidad y aque-llos que todo lo atribuyen a la voluntad del hombre, admitiendo pa-ra éste que, de grado o por fuerza, está en aptitud de escoger en las máximas alternativas. Escribir historia impone formar parte del presente, tratando hechos que pertenecen al pasado, sabiendo que la historia ''es un proceso continuo de interacción entre el his-toriador y sus hechos, un diálogo sin fin entre el presente y el pa-sado", diálogo no entre individuos aislados de hoy y de ayer, "sino entre la sociedad de hoy y la sociedad de ayer".30

Un erudito que, de creer a Toynbee, constituyó con su vida una prueba palpable de baldía erudición, Lord Acton, citaba el refrán de que a un historiador se le ve mejor cuando no aparece. 31 Por mi parte, puedo afirmar que no he leído una historia en que el autor no aparezca. En crónicas, en artículos, en memorias, en libros, nunca he dejado

177de encontrar al autor y pienso que, aun cuando la historia en que

éste no aparezca es imposible, de realizarse el milagro, segura-mente estaríamos ante una historia muerta y aburrida. Pero creo que el hecho de que aparezca el autor no implica la carencia de perspectiva ni de objetividad, hasta donde estos conceptos son válidos en el desentraña-miento o en la interpretación del aconte-cer histórico. Provistos de la mayor serenidad, encaminados al lo-gro de la mayor objetividad, siempre se interpone el demonio del

30 Edward Hallet Carr, ¿Qué es la historia? Barcelona, Seix Barral, 1967, pp. 40 y 73."

31 "Pero por otra parte, hay una cierta virtud en el refrán de que a un historiador se le ve mejor cuando no aparece", John Emerich Edward Dalberg Acton, Ensayos sobre la libertad y el poder, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1959, p. 48.

subjetivismo. En la elección del material y la elaboración de la hipó-tesis de trabajo, este indomeñable demiurgo se adueña de buen trozo de nuestra perspectiva. De aquí que sea condición para es-cribir historia estar consciente de que se desconoce más de lo que se conoce; de que, además, se está en un mirador que elimina, re -duce u obscurece el material histórico, y, por último, de que quien busca material total, irrebatible, siempre se dedica a buscarlo y nunca escribe historia. Resignémonos o vanagloriémonos de que esta gran ciencia no sea exacta.

Ahora bien, cualquier planteamiento que postule la influencia de la historia en la acción, tiene que partir de las tendencias, sea cual fuere su orientación primordial, que niega la posición historicista. Veamos el historicismo en sus grandes rasgos como una con-cepción que, sin abjurar de la búsqueda de lo universal, tiende a afirmar el carácter individual del hecho histórico y, por consiguien-te, la no existencia de leyes del desarrollo histórico, ni siquiera de causalidad. Los hechos individuales, así aúnen cualidades univer-sales, nunca se repiten. O, en otras palabras: "La médula del his-toricismo radica en la sustitución de una consideración generaliza-da de las fuerzas humanas históricas por una consideración indi-vidualizadora. Esto no quiere decir que el historicismo excluya en general la busca de regularidades y tipos universales de la vida humana. Necesita emplearlas y fundirlas con su sentido por lo indi-vidual."32 [178]

32 Friedrich Meinecke, El historicismo y su génesis, México, Fondo de Cultura Económica, 1943, p. 12. "Por historicismo se entiende, en general, una dirección del pensamiento que hace consistir la realidad en un proceso espiritual dinámico que durante su curso realiza valores universales en formas individualizadas que nunca se repiten." Guido de Ruggiero, El retorno a la razón, Buenos Aires, Editorial Paidós, 1959, p. 23. Empleamos el término historicismo en su sentido originario. En nuestros días, tal modo de pensar se quiere denominar histeris-mo. David Easton, The Political System, Nueva York, Alfred Knopf, 1964, El historicismo, para Easton, se caracteriza por sugerir la hipótesis del condicio -namiento de las ideas a la historia y su naturaleza relativa, por negar verdades universales, salvo la de que las ideas corresponden a un determinado periodo histórico que no pueden trascender. (Capítulo x ) . Se reserva la palabra histori-cismo para aquellas concepciones que tienden ya sea a sostener la existencia de leyes inexorables del desarrollo histórico o del cambio, lo que, según Karl R. Popper, implica la pretensión de que existe una "teoría científica del desarrollo histórico que sirva de base para la predicción histórica". La miseria del historicis-mo, Madrid, Taurus, 1961, p. 12. Lo curioso es cómo Popper, al negar toda posibilidad de predicción y de leyes, cae en una especie de historicismo, en el sentido originario.

El historicismo reacciona lo mismo en contra del irracionalismo que en contra del clásico racionalismo iluminista. Entronca con el ro-manticismo, pero no el sentimental y vernáculo, sino el teórico y especulativo que critica por igual "el academicismo literario y el in-telectualismo filosófico que habían dominado en la época iluminis-ta".33 El historicismo, entre sus múltiples implicaciones, a más de colocar la historia como cúspide del conocer, reduce el acontecer al puro acontecer, el suceder al suceder, admitiendo por con-gruencia, la ineludible liga de lo relativo. En su forma radical con-duce al relativismo y produce los adoradores del triunfo por el mero triunfo; en la más depurada: a la "neutralidad del juicio histórico", a la "justificación recíproca de los que luchan a causa precisamente de que no pueden actuar el uno sin el otro".34

En una u otra forma se niegan los absolutos situados más allá o por encima de la historia, la tabla de valores para medir y enjui-ciar el acontecer. Desde el punto de

179 vista histórico, la pregunta de quién tuvo razón, si la Inquisición

o sus adversarios, para Croce carecía de sentido, dado que la his-toria "incluye y supera ambas instancias".

Numerosos intentos se han dado para negar o superar al his-toricismo. Si por alguno me inclino es por aquel esbozado por Gui-do De Ruggiero, que quiere superar por igual el dogmatismo ra-cionalista y el conformismo consecuencia del historicismo. De Ru-ggiero dispuso del más válido ejemplo a la mano: Croce, su histori-

33 Benedetto Croce, Historia de Europa en el siglo xix, Buenos Aires, Ediciones Imán, 1950, pp. 51-52.

34 Guido de Ruggiero, Op. cit., p. 31.

cismo y su actuación. Aun en aquel libro35 en que Croce rebate las acusaciones al historicismo —fatalismo, disolución de los valo-res, santificar el pasado, conformismo, disminuir la fe en la acción creadora y embotar el sentido del deber— no se elimina la servi-dumbre ante el acontecer ni se erige el hombre a lo retrospectivo a dar rienda suelta a la historia, en desmedro de la personalidad que encuentra en la lucha por lo que considera bueno o en contra de lo que considera malo, una razón de la propia existencia. En re-sumen, no se construye el "puente entre la historia hecha y la histo-ria que se hace".

De Ruggiero puede, sin temeridad alguna, dar la prueba: Croce luchó contra el fascismo en que le tocó vivir, no por su historicismo, sino a pesar de él, por sus energías espirituales y su criterio del bien y del mal.

Reiteramos que entre las muchas tendencias antihistoricistas qui-zá se encuentre una brecha a seguir, en el propósito de De Ruggie-ro de situarse más allá del historicismo, fundiendo "en un solo molde la razón histórica y la razón metahistórica", poniendo la razón en la fluencia misma de la historia y logrando de esta manera, que no se sacrifique la historia hecha a la historia que se hace o a la inversa, es decir, manteniendo la continuidad entre las distintas fases del proceso histórico y la innovación o transformación prove-niente de un voluntarismo que, por tener en qué

180 crear, se traduce en acción.36 Al igual que esta conclusión, extrae-

mos otra en cuyo apoyo tampoco invocamos a De Ruggeiro: pensa-

35 La historia como hazaña de la libertad, México. Fondo de Cultura Económica. 1945.

36 DE Ruggiero, Op. cit., pp. 23-58. Únicamente indicamos este afán de síntesis como una inclinación, como una incitación a explorar un sendero, y bajo ningún concepto como una defi- nición. El propio autor en su Storia della Filosofía (Bari, Ediciones Laterza) , proporciona un valioso material para proseguir su orientación sobre todo en L'Etá dell'iluminismo (1960) , Da Vico a Kant (1964), L'Etá del ro-manticismo (1957) y Filosofi del novecento (1963). El esquema de la Storia della filosofía de De Ruggiero se encuentra en su Sumario de la historia de la filosofía, Buenos Aires, Editorial Claridad. 1948.

mos que conjugar el racionalismo con el Histor ic ismo da al histo-riador ductilidad ante los valores en que cree y que lo hace permea-ble a los contenidos de que el devenir histórico los dota o intenta do-tar. La razón, sabiendo que su ámbito es la historia y que, por tanto, los hechos, la transformación, los ingenios y los inventos influyen en su continente, está dispuesta a interpretarlos, asimilarlos y aprove-charlos.

Junto a este apoyarse en las tendencias contrarias al historicismo, debemos tener presente un cambio de criterio f u n d a m e n t a l , en los movimientos ideológicos revolucionarios. En el siglo XVIII las co-rrientes ideológicas predominantes, que pretendían modificar el con-texto mismo de la sociedad, se basaban en un retorno a la naturale-za humana, viciada por el desarrollo histórico y la vida social. Para ser revolucionario, había que prescindir del pasado, había que apun-talarse en la utopía frente a los hechos, prescindiendo del desenvol-vimiento histórico. Contagiados por este afirmarse en la negación del ayer, numerosos pensadores, que incluso en algunos casos se lanzaron al estudio de la historia y ensancharon sus horizontes, re-chazaban en sus planteamientos reformadores la influencia de la historia.

En el propio siglo XVIII surgieron concepciones aisladas que inten-taban poner un principio positivo de explicación para la historia37 y la precisión de su motor: unas excluyendo del transcurso del tiempo la conciencia individual;

181 otras, en cambio, insertándola y postulando valores de la historia

hecha para la historia por hacer. En contraste con aquellos con que en su utopía encontraban la negación radical de la historia, se dieron los que, afirmando el pasado, veían la realización revo-lucionaria como culminación del proceso histórico.

En el siglo XIX el debate vuelve a surgir, pero predominan las va-riantes revolucionarias que ven la revolución como perfecciona-miento y culminación del proceso histórico, sobre la base de que lo avanzado al proceso en sí constituye el pie para la transforma-

37 Louis Althusser, Montesquieu: la politique et l'histoire. París, Presses Universi-taires de France, 1959, pp. 44-46. Jesús Reyes Heroles, Rousseau y el liberalismo mexicano, sobretiro de Cuadernos Americanos, México, 1962, p. 29.

ción, para el revolucionar. Se supera la actitud "refractaria" frente al concepto histórico y se invierte aquella frase siempre exage-rada.... de que: "El revolucionario no puede, no debe ser histo-riador",38 el revolucionario no sólo puede, sino que debe ser histo-riador, o al menos, estar al tanto de la historia.

El extremo de las corrientes que consideran la revolución como fi-nal del proceso histórico, incurre en la noción elemental de pensar en leyes inexorables del desarrollo histórico, imbuidas de un deter-minismo que apriorísticamente marca el curso del futuro, supues-tamente con fundamento en el ocurrir anterior, y su, a la vez, catas-trófico y jubiloso desenlace. Un fatalismo histórico que paraliza la acción tanto como el historicismo.

Pero dejando a un lado estos excesos inevitables, cuando se da una copernicana vuelta de mentalidad de los ideólogos revoluciona-rios ante la historia y guiándose con lo que el cambio en lo sustan-cial implica, éste resultó trascendental para la historiografía y sus métodos. Dedicarse a la historia no es ya vivir en el ayer, hacer necrología, sino encontrar en el pasado acicates para transformar, para modificar el mundo en que se actúa.

182De aquí proviene una relación inescindible que no descarta, sin

embargo, la diferencia en los actos respectivos. Recurramos a una conclusión prestada: "Historia y política están estrechamente unidas, o mejor, son la misma cosa, pero es preciso distinguir en la consideración de los hechos históricos y de los hechos y actos políticos. En la historia, dada su amplia perspectiva hacia el pasa-do y dado que los resultados mismos de las iniciativas son un do-cumento de la vitalidad histórica, se cometen menos errores que en la apreciación de los hechos y actos políticos en curso. El

38 La frase es de Giusseppe Ferrari. La recuerda Rodolfo Mondolfo en un li-bro que, con singular acierto, explica y estudia el cambio de mentalidad: Espíritu revolucionario y conciencia histórica, Buenos Aires, Ediciones Populares Argentinas, 1955.

gran político debe por ello ser 'cultísimo', es decir, debe cono-cer el máximo de elementos de la vida actual; conocerlos no en forma 'libresca', como 'erudición', sino de una manera 'viviente', co-mo sustancia concreta de 'intuición' política (sin embargo, para que se transformen en sustancia viviente de 'intuición' será preciso aprenderlos también 'librescamente')."39

Relación entre historia y política que da un sentido a la histo-ria por hacer y a la hecha. El transcurrir está sujeto a un factor con-dicionante decisivo: lo que antes sucedió, lo que ha ocurrido, lo que ocurre y lo que va a ocurrir no pueden ser separados radi-calmente.

Conjugando la negación del historicismo con lo que podríamos lla-mar revolucionarismo histórico, la historia para revolucionar, se ob-tiene una concepción que sostiene la continuidad de la historia, continuidad por supuesto que no se da en línea recta, que no simplifica e incurre en armonías forzadas. La continuidad históri-ca tiene significado cuando deriva de la concordancia y el contras-te, la afirmación y la contradicción, la semejanza en las diferencias de las fases históricas. Son hilos de regularidad y contraste que unen etapas coincidentes o divergentes y que, aun cuando frecuen-temente tenues, nunca carecen de fuerza e impiden el surgimien-to de fenómenos de ruda espontaneidad.

183

Se trata de opacas urdimbres esenciales que van de lo inmemo-rial al futuro. El mero hecho de afirmar la continuidad y ver la trans-formación como culminación del proceso histórico proporciona un prolífico terreno para la influencia de la historia en la acción, para el mismo actuar de la historia.40

39 Antonio Gramsci, Note sul Machiavelli, sulla política e sullo Stato moderno, Torino, Giulio Einaudi Editare, 1964, p. 161. (Existe versión en castellano: Notas sobre Ma-quiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, Buenos Aires, Lautaro, 1962.)

40 ". . .un historiador que es el político mirando hacia atrás" John Emerich Edward Dalberg Acton, Op. cit., p. 67. "Puo es-sistere política, cioe, storia in atto, senza ambizione" ("¿Puede existir política, historia en acto, sin ambición?"). Anto-nio Grams-ci, Passato e presente, Torino, Giulio Einaudi, 1954, p. 67.

Hagamos, empero, dos salvedades sobre este actuar de la his-toria. La primera, determinar que la contra-acción también es ac-ción; no es lo contrario de la acción, la quietud o inmovilidad, sino la acción en sentido contrario frente al punto de vista adopta-do. En otros términos, se califica al movimiento y las fuerzas que lo generan, entre ellas la historia, bajo la influencia del subjetivismo, que, según su dosis, conforma o deforma al historiador. La segun-da salvedad se refiere a la gravitación de la historia en la ac-ción, entendida ésta en el sentido antes expresado. El problema es delicado, pues siendo principio establecido que toda historia tiende a ser universal, lo es también que para que se pueda cum-plir con esta aspiración o imperativo, se debe recoger lo individual, lo particular, que, comparado y con las debidas sedimentaciones, apoya la pretensión a buscar razones universales. Toda ideología o concepción del mundo y de la vida, pretendiendo ser absolutas e intemporales, sufren tales adaptaciones particulares que, al mis-mo tiempo que reducen su universalidad, la fundamentan, convir-tiéndola en una esencia de contenido variable, determinado este último por las peculiaridades de espacio, tiempo y sociedad.

Atendiendo a esta última advertencia, resulta evidente que la his-toria no en todas las colectividades desempeña el mismo papel. Si la historia está constituida por los muertos que hablan a través de los vivos, hay pueblos abrumados por la historia, que llevan sobre sus espaldas el pesado

184fardo del ayer, sujetos a glorias que ya no existen, que se sobreva-

lorizan en el presente en función del pasado y que llegan, por ex-ceso de un pasado que no deja de serlo, a la servidumbre.

Son colectividades que el peso histórico conduce a ignorar el presente y a no vislumbrar el futuro. Frente a los problemas, recu-rren a las cenizas e invocan el valor del ayer como un privilegio para el mañana. Su capacidad creadora se reduce, dado que no pueden ni resucitar a sus muertos ni engendrar los vivos que necesitan. Asidas a glorias pretéritas que al pretérito per-tenecen y a un mundo yerto que a nadie excita, se exponen al

exceso histórico, que es una enfermedad incurable. Pueblos abru-mados, encorvados por la carga de la historia, están expuestos a que la acumulación y sublimación del pretérito embote su propia intuición. Constituyen estas colectividades campo propicio para que se dé la maldición recalcada por un irracionalista no exento de razones concretas, el: "Dejad a los muertos que entierren a los vivos".41

En estas sociedades, junto al vivir del pasado, se dan también quienes hastiados de él, de glorias que no pueden emular, caen en el elegante escepticismo y buscan en la historia lo pequeño o pi-cante, deslizándose en la suave incredulidad que atrae prosélitos, que, sin poseer siquiera avidez histórica, careciendo de móviles para luchar, se conforman con una decadencia placentera o se in-conforman con una decadencia molesta, pues una u otra dependen de la condición social que se guarda.

Pero si los males de los pueblos agobiados, encorvados por la his-toria, son graves, no menores son aquellos de los que carecen de memoria, que padecen amnesia histórica. Unos por tener una his-toria grandiosa, pero remota, en que la sima no se puede vencer, en que no hay puentes suficientes para comunicar los abismos con la tierra firme en que se vive o para salvar sucesivos precipi-cios. Otros, porque tienen una historia corta o pequeña y, en lu-gar de

185vivirla —recrearla— con el sentido de toda proporción guardada,

la desdeñan y caen, asimismo, en la amnesia. Por razón inversa, re-pelen su pasado, replegándose en su ignorancia o desdén. Un pue-blo aquejado de amnesia histórica, por falta de comunicación con un pasado grandioso o por falta de aprecio y conocimiento del pasado con que cuenta, es un pueblo que no comprende el mo-mento que enfrenta, no halla en el ayer impulso para el porve-nir. El fenómeno se percibe en pueblos que han emergido a la inde-pendencia en esta segunda parte del siglo xx y en que la coloni-zación cultural borró el patrimonio anterior.

41 Federico Nietzsche. Consideraciones intempestivas. 1873-1875, Madrid-Bue-nos Aires-México. M. Aguilar Editor, 1949, p. 104.

Hay pueblos que nunca pasan de ser herederos y a los que, co-mo a tales, no les importa vivir de su legado; hay otros que ven el porvenir como una expectativa, como una bolsa vacía que sólo ellos con su acción, sin punto de apoyo en lo hecho por sus ante-cesores, tienen que llenar. Los obstáculos a vencer sin ejemplos a seguir se sobrestiman de tal modo que, en este caso, creen que para ser protagonistas todo depende de ellos y en un momento dado. Como nada se hizo ayer, todo queda para hacerse ma-ñana.

Unos están afectados de consunción; otros de inhibición para nue-vas empresas. El abuso o el desuso de la historia produce conse-cuencias similares.

Agreguemos otra enfermedad que también proviene de la his-toria: la de aquellos que negando su utilidad y viendo su abuso o desuso, se impregnan de un ánimo despectivo hacia el saber his-tórico, convencidos de que la historia únicamente enseña que no puede enseñar nada.

Frente a esta evaluación pesimista de la historia, que proviene de vertientes distintas, pero coincidentes, se da un sentido optimis-ta de la historia, o mejor dicho, un aprovechar el ayer para cons-truir el mañana; una historia que, lejos de ser lastre, se convierte en impulso creador; una historia que, con palabras de Nietzsche, se aparta de los peligros de la historia para no ser víctima de ellos42

186 y se aleja de todo aquello que constriñe la espontaneidad y, por

tanto, elimina la libertad de la personalidad, que es tanto como eliminar la persona misma.

Concierne a la historia, en medida análoga, desentrañar el pasado y el presente, proporcionar a las fuerzas que actúan conciencia de su sentido, esclareciendo de dónde provienen y, por tanto, hacia dónde van. Lo que las originó arroja luz sobre lo que deben perse-guir; lo que persiguen alumbra lo que les dio origen. Por la historia, el hombre puede "comprender la sociedad del pasado, e incre-mentar su dominio de la sociedad del presente".43

42 Op. dt., p. 160.

Probablemente el medio en que vivo y actúo, me induzca al error disculpable de creer que México no tiene en su historia un lastre por abuso, ni le aqueja la amnesia por desuso. En nuestro acaecer histórico, sufriendo derrotas, casi siempre autoderrotas, u obteniendo triunfos de supervivencia, nunca hemos visto que se hayan podido arrasar etapas, culturas, como si se cortaran las raíces de un árbol en crecimiento. Hemos, sí, corrido riesgos de que se haya llegado hasta descubrir las raíces de nuestro árbol; pero, o no se presentó el instrumento lo suficientemente poderoso para lograr el corte, o el árbol injertó lo que pretendía matarlo. No hubo, pues, trasplante, sino injerto. La continuidad, con las características apuntadas, es lo que hace que la historia sea en México un factor que opera para el bien en la vida cotidiana. La historia de México es impulso para el actuar, influencia positiva para la paciencia que afianzar el futuro exige, y el realismo, el pragmatismo que nos libera de ataduras dogmáticas.

En el siglo pasado nuestros hombres, partiendo de una teoría de supuesta validez universal, el liberalismo, supieron matizar, dejar de lado una serie de principios inaplicables o dudosos, inclusive en su intrínseca naturaleza, y construir una forma política parti -cular, un liberalismo social que, prescindiendo de los dogmas económicos, se afanó por conjugar las libertades espirituales y políticas del hombre

187 con sus necesidades económicas y sociales, apartándose de la

aberración del dejar hacer, dejar pasar. Aquellos hombres, con un pueblo abierto a la rosa de los vientos, recibieron influencias y se salvaron do imitar, logrando darle fisonomía a nuestra patria, Su acción no sólo constituyó un antecedente, una razón de nuestra Revolución, sino también un ejemplo de cómo sin amurallarse, sin aislarse del mundo y sus vientos, era posible encontrar una pauta política original que respetara o incorporara nuestra pecu-liaridad. No debernos, sin embargo, creer, negándolos, que nos do-taron de una fórmula perfecta e inmutable, cíe un modo de hacer y proceder que permite y facilita la actualización y el enriquecimien-

43 Edward Hallet Carr, Op. cit., p. 73.

to de nuestras normas de convivencia y progreso. La vitalidad his-tórica de México radica en la constante revisión que de sí mis-mo puede hacer. Es la sabiduría histórica que induce a sacar fuerzas de la debilidad, que aconseja negociar en vez de pelear; es la sabiduría histórica de un pueblo que hizo una revolución que nunca intentó rebasar sus fronteras y que defendió éstas precisa-mente para afirmar el derecho a buscar su propio camino. Es la sabiduría de un pueblo que no es adorador del triunfo. Como pue-blo viejo y joven que somos, el pasado, que ayudó al presente, ha-ce que éste, que pronto será pasado, contenga en sí los gérme-nes del futuro.

Hemos tocado las líneas de pensamiento que nos conducen a afirmar la acción, el actuar, en su sentido nato de la historia, consi-derando las relaciones del conocer y del hacer, con especial acento sobre el conocer histórico y situándonos, a la par, en contra del historicismo, del dogmatismo racionalista de impronta iluminista y del fatalismo, por la creencia en una ley férrea e in -manente de la historia, y a favor de la incipiente idea de colo -car la razón en el fluir mismo de la historia, así como de las tenden-cias revolucionarias que, anulando su genealogía, ven la revolu-ción como continuación y perfeccionamiento de la historia. Valién-donos de rechazos y adhesiones pudimos formular unas cuantas reflexiones del papel de la historia, según su relación en distintas colectividades con

188sellos peculiares, lo que nos permitió hacer una digresión sobre el

caso de México.Tócanos ahora abordar un problema que, si en apariencia es

más sencillo, no deja de llevar aparejadas consecuencias de no fá-cil dilucidación: los hombres que en dos campos se mueven, que a dos amos, a cual más celosos, sirven, aquellos que se de-dican a investigar, conocer y, simultáneamente, hacer o que aprovechan el conocer para hacer.

El estar entre la tarea del día, el tráfago cotidiano y la vocación de aclarar las propias ideas, de saber e investigar lleva, a no dudar-lo, a condiciones equívocas para la acción, la investigación o am-

bas. Ejemplo claro de estos riesgos, es la vida, a la altura de la más desbocada imaginación, cíe aquel gran folletista político, de quien ignoramos si al descubrir un pasaje no aparecido en las edi-ciones de un clásico, derramó su tintero sobre el texto, por el azoro del propio descubrimiento o por la preocupación de que, al estudiarlo, estaba abandonando sus tareas de militancia; pero de quien estamos seguros que, siervo de la erudición, acaba por convertirse en desertor.44 Riesgo de servir a dos amos.

Al margen de este ilustrativo incidente, ocupémonos de una figu-ra dominante en nuestro siglo XIX: el intelectual político. Como re-proche generalizado, en ese siglo se decía que sólo la ambición, la codicia de fama, hacía que estos hombres, "que no teniendo más que un talento" —las letras—, aspiraran al que les faltaba —el necesario para la actividad política— con la consecuencia de que "pierden uno sin alcanzar el otro".45

189Cabe preguntarse si los trabajos literarios de estos hombres ha-

brían alcanzado mayor calidad, de haber sido ajenos a la actividad política. Mucho me temo que no. Sus letras más valiosas estuvieron encaminadas al hacer o narrar y explicar éste. Pero apartándonos de este comentario, la tesis generalizada establecía una artificiosa dicotomía de talentos.

Son, en lo general, los intelectuales los que condenan la actividad política de los de su gremio. No sabemos que se deba al fenómeno, parece ser que repetido, de que nadie es peor con los hombres de letras que un colega ejerciendo el poder y que tan gráficamente se describe en la anécdota de Cuizot, casualmente historiador, reci-

44 Se trata de Paul Louis Courier cuando en la Biblioteca Laurentina, de Floren-cia, encuentra un fragmento del manifiesto de Dafnis y Cloe, de Longus, que no contenían las ediciones de la obra. Collection complete des pam-phlets politiques et opuscules littéraires de Paul I.ouis Courier, Bruxelles. Chez tous les librairies, 1826. p. XXII. Paul Louis Courier, Panfletos políticos ( 1 8 1 6 -1824). Madrid, Revista de Occidente, 1936, p. XII.

45 “Sois como todos esos ambiciosos de gloria, como todos esos avarientos de fama que no teniendo más que un talento, aspiran precisamente al que les falta y pierden uno sin alcanzar el otro." La tribuna de M. de Lamartine o su a s estudios oratorios y políticos, traducida por Francisco Zarco, México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1861, p. XXV.

biendo como presidente del consejo de ministros, con soberbio des-dén, nada menos que a Augusto Comte; o aquel otro escritor que con desprecio intenta aplastar a sus colegas del día anterior con las palabras: "¡Vosotros teorizantes!"46 Hay también una pizca de duda de que se dé la condición de que no sólo el revolucionario al llegar al poder arguya con la razón de Estado, sino que tal conducta tam-bién siga el intelectual.47 Sean o no están las causas, obedezcan o no a la ingeniosa apreciación de que lo más terrible es el poder en manos del escritor con escasos lectores, resulta indudable que, en lo general, es el intelectual quien ve irreconciliables las dos funcio-nes.

Podríamos citar numerosos intentos en esta dirección; abordare-mos exclusivamente uno, el de Ortega y Gasset,

190 en torno al estudio de Mirabeu, tanto por la amplia difusión que

obtuvo, cuánto porque, con elegancia, Ortega conduce a su lector a que ingiera ideas profundas en una prosa que en su ligereza las di-simula. Las premisas de que parte Ortega y Gasset son ratificadas por otros intelectuales que se ocupan de la materia. En primer lugar, la dicotomía de talentos a que nos hemos referido; en segundo lu-gar, el levantar dos dimensiones de la política, pensar y actuar, co-mo compartimientos estancos; y en tercero, una condena a las ideo-logías que nada tiene que ver con los que en nuestros días y no obstante los hechos, por un pobre neopositivismo o una infantil con-fianza en la infabilidad de la técnica, desechan la utilidad de las

46 Charles Maurras, Oewers capitales, II, Essais politiques, París, Flammarion, 1954, p. 118.

47 "La experiencia nos ha demostrado siempre, hasta ahora, que nuestros revolu-cionarios invocan la razón de Estado, desde el momento que llegan al poder; que emplean entonces los procedimientos de policía, y consideran la justicia como una arma de la que pueden abusar de sus enemigos." Georges Sorel, Réflexions sur la violence, París, Librairie Marcel Riviere, en 1950, pp. 156-157.

ideologías y las reducen a producto específico de los pueblos sub-desarrollados.

Detengámonos en la caracterización de Ortega, que viola puntos de partida adoptados en este trabajo. El político revolucionario -dice- es un contrasentido: os he político o se es el revolucionario. Este úl-timo, al actuar, obtiene lo contrario de lo que se propone, pues toda revolución provoca su contrarrevolución. En cambio: "el político es el que se anticipa a este resultado, y hace, a la vez, por sí mismo, la revolución en la contrarrevolución." Junto a la paradoja viene la acrobacia: el político con las siguientes cualidades: facultad para la transacción, flexibilidad y previsión.

Como se ve, Ortega y Gasset excluye más de lo que incorpora. Deja de lado algo decisivo en la acción: la capacidad para transfor-mar el medio, las cosas. Ignora al hombre que con su acción modifi-ca la realidad, que por su sagacidad y destreza aprovecha coyuntu-ras para transformar radicalmente realidades maduras que, incluso, pueden estar invitando al cambio. Da la imagen de un político muti-lado por la comprensión unilateral de su función: "... toda auténtica política, postula la unidad de los contrarios". Ciertamente que hay al-go de esto último, pero mucho más que ese algo.

Para estos intentos clasificadores las simplificaciones son

191 esenciales: el político, según Ortega: "Reflexiona después de ha-

llarse fuera de sí, comprometido en la acción"; el intelectual con el pensamiento precede al acto, no siente la necesidad de la acción; intercala cavilaciones entre el pensar y el hacer y si se contrae a la acción lo hace de mala manera, cuando es forzoso; ella, en el fondo, perturba su mundo. De aquí proviene el juicio que rebaja al intelectual: "Hay hombres que es preciso no ocupar en nada, y éstos son los intelectuales. Esta es su gloria y tal vez su superiori-dad."' Pero parejamente, también se rebaja al político. El intelec-tual interpone ideas "entre el desear y el ejecutar", a contrario sen-su, el político no lo hace, y aunque Ortega busca fórmulas que aproximen las antitéticas figuras, en el fondo, ha levantado una divi-

sión inconciliable. Ante la complicada sociedad —asienta— el polí-tico necesita ser cada vez más intelectual; tiene, además, un ingre-diente intelectual: "intuición histórica" y frecuentemente el gran políti-co, al empeñarse en "creaciones suplementarias y superfluas", está revelando que siente "fruición intelectual".48

¿No inspira un sentimiento lastimoso este querer que el político sea, un poco tan siquiera, intelectual? A mí me lo inspira, y me rebe-lo ante la expresión de dos imaginarias dimensiones: la figura del intelectual, ofuscado o no por sus ideas, e inepto para ejecutar-las por mera profesión y la imagen desmedrada de un político sin ideas, sólo apto para la transacción oportunista, en el más mi-serable o valioso de los sentidos.

En contraste con esta tesis afirmamos que la actuación requiere del pensamiento y que el pensamiento se amplía con la actuación li-gera o profunda, pequeña o grande; que, en fin, pensar y actuar se robustecen al comunicarse.

El intelectual debe ser ocupado en mucho; el político sólo se justifica en la medida en que está regido por un pensamiento. Dico-tomías, disociaciones son parcializaciones,

192

fraccionamientos de lo que es unitario. En el subsuelo existe una explicación que no se apoya en la clasificación de individuos, en el casuismo histórico, una c l as i f i cac ión que es social en su esencia: todos los hombres son intelectuales, pero no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales:49 en co-rrelación con este pensamiento podríamos decir que todos los

48 Obras de José Ortega y Gasset. Mirabeau o el político, Madrid, Espasa-Calpe, 1943, pp. 1123 y ss.

49 "Se podrá decir que todos los hombres, por el hecho de serlo, son intelectua-les; pero no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales." Antonio Gramsci, Gli intelle-tuali e l'organizzazione della cultura. Torini, Giulio Ei-naudi Edi-tore, 1964, p. 6. (Hay traducción al español: Los intelectuales y la organi-zación de la cultura, Buenos Aires, Lautaro, 1960, p. 14.)

hombres son políticos, pero no todos los hombres desempeñan una función política en la sociedad. Es a través de la función co-mo podemos obtener algunos resultados.

Hay, y siempre ha habido, una clase política, admitiendo de ante-mano el concepto multívoco de clase; hay, con la misma reserva, una diferenciada clase intelectual. Si algo caracteriza a ambas cla-ses es el estar constituidas por quienes, en rigor, no pertenecen a

ninguna clase,50 lo que no excluye que unos y otros en su pensar, actuar o las dos [193] cosas, puedan representar clases. Ambas clases se alimentan entre sí y dan un producto que corresponde a las dos: el intelectual polí-tico.

50 En la literatura política italiana el tema de la clase política surge, en realidad, con Maquiavelo. Gaetano Mosca rastrea la doc-trina de la clase política, nacida, a su parecer, cerca de un siglo antes de su época y fundamenta su método y doctri-na en la existencia de la clase política. (Elementi di Scienza Política, Barí, Gius Laterza & Figli, 1939. t. I, pp. 83 y ss.) El tema aparece. sin embargo, en numerosos autores como preocupación teórica o investigación concreta aplicada al campo italiano. Notas parciales sobre la materia pueden encontrarse en casi toda la obra de Gramsci. Por su parte, De Ruggiero se ocupa expresamente de la clase política incisivamente y de la relación de clase y partido y técnica y política. (De Ruggiero, El retorno a la razón, pp. 129-145.) Encontramos un evidente acierto en De Ruggiero cuando, al respecto, establece: 1º Que fueron los fisió-cratas quienes en primer lugar se esforzaron en determinar con exactitud cien-tífica el concepto de una clase política que en virtud de hallarse libre de la ne-cesidad material, por estar constituida por propietarios, estaba disponible para cumplir funciones públicas y gratuitas. 2" Se trataba de una clase disponible o clase general apta paraasumir la defensa de los intereses generales. 3º Esta clase operaba como clase política y no como clase económico-social; actuaba para todos. 4º Al fraccionarse la propiedad agraria y reducirse a complemento subsi-diario de otras actividades, los intereses agrarios pasaron a segundo término y la clase industrial, asi como el proletariado agrícola y urbano, hicieron que la cla-se política, que era general, se fraccionara en clases particulares, "las cuales justa-mente por eso. perdían toda verdadera calificación política". 5º Dejó, pues, de haber una clase mediadora, sujeta a servir al bien común, y a ello contribuyó la clase industrial, cuyos miembros "Casi siempre fueron adoradores de la técnica y de-nigradores de la política, y trataron de dominar esta última con medios indirectos y por interpósitas personas". 6° "En conclusión, la vieja clase política está en cri-sis y la nueva no logra aún emerger con caracteres bien definidos." Tómese en cuenta la época en que De Rug-giero escribe. No creemos, sin embargo, que ella, la nueva clase política, haya surgido todavía con caracteres bien definidos. No lo es la pintada por Burnham en la revolución de los gerentes, que en su sentido primitivo convertiría a la clase política en administradora de los negocios de la burguesía, confirmando el aserto marxista. Tampoco en el derivado, representa-do por las actuales tendencias tecnócratas, con su copiosísima literatura que exalta el valor de la técnica y degrada al político con las acusaciones tradicionales y, en el fondo, se convierte en una ideología con la voluntad de reducir la políti-ca a la técnica, sobre la base de que ésta resuelve objetivamente los problemas en atención al interés general. La definición de interés general ya implica una apreciación y juicio político. (Jean Meynaud, Technocratie el politique, Laussanne, Etudes de Science Politique, 1960.) Por otra parte, nuestra época obliga a la es-

194

No nos atrevemos a decir que encontramos la solución a las antíte-sis parciales, las contradicciones individuales, los inevitables tempe-ramentos. Numerosas páginas se llevaría señalar reproches que el político puro formula al intelectual puro o que éste acumula sobre el primero: el político habla de ausencia e indiferencia del inte-lectual ante la cosa pública; quizá, exagere las dificultades de su actividad para desalentar el ingreso de competidores. El político re-calca la propensión del intelectual a erigirse en severo juez en algu-nos casos, sin pasar por la prueba de la acción: en otros casos pa-ra resarcirse de la frustración en el actuar. La caracterización ya se ha hecho: el intelectual, ante la grosera realidad que interrumpe sus juegos mentales, se refugia en las ideas como en "un Olimpo sin riesgo", de tal manera que el pensamiento únicamente posee en él voluntad ofensiva "como medio de ejercer un poder abso-luto, sin peligro y sin responsabilidad, justificado o trastornado el mundo ante su tintero".51

El intelectual, por su parte, se abroquela frente al polí tico con dos argumentos: la obligación que éste tiene de salvaguardar la pu-

pecialización, que ignora el todo, aunque sea muy en lo general, y que es nece-sario conocer para la decisión política. Como se ha dicho, al político toca moderar los rigores de los técnicos, teniendo en cuenta los obstáculos humanos, lo cual da lu-gar a una función que debe considerar la totalidad de los factores del hombre; ideológicos, morales, religiosos, económicos. (Op. cit.. pp. 78 y ss.) No dudamos que los técnicos puedan constituir otra clase, pero sí que constituyan la nueva clase polí-tica. Giacomo Perticone, en un libro que es modelo de investigación en su género (La formazzione della classe política nell'Italia contemporanea. Firenze, Casa Editrice G.C. Sansoni, 1954), da una clave cuando pone cuidado en no confundir la clase política con "La clase de los técnicos, como parte siempre conspicua de la clase políti-ca" (p. VIII). Tampoco encontramos la clase política en la descripción de Djilas: do-minio de una burocracia privilegiada del capitalismo o socialismo de Estado, pues burocracia no es clase política. Las dificultades para definir la clase política radican más que en su existir, en el concepto de clase.

51 Emmanuel Mounier, Manifiesto al servicio del personalismo. Personalismo y Cristianismo. Madrid, Taurus Ediciones, 1965, p. 28.

reza de las ideas, de ser intransigente en su persecución. Situa-do en el mundo etéreo de las ideas, el intelectual condena el más mínimo repliegue y el menor apartamiento de la totalidad de las ideas que el político profesa. Cuando éste recurre al gradualismo y evita acumular por su acción fuerzas y resistencias e intensificar su agresividad, el intelectual se cierra en la idea del todo o nada, y repliegues y acomodos le permiten ver al político como un hombre carente de posiciones doctrinales y que se exime ante las gran-des opciones espirituales.

Si consideramos que la ineficacia en la política se siente y se ve y la eficacia ni se siente ni se ve, y que al político no

195 se le juzga exclusivamente por el ejercicio de su profesión, sino

que se le exige que llene cualidades al margen de ésta; y recor-darnos que al artista se le juzga por su obra, sin importar su vida personal, que puede ser degradante o enaltecedora, pero irrele-vante para su obra, nos percatamos de que se da una dispari-dad perniciosa de criterios para enjuiciar. Apoyémonos en Croce: el político puede tener muchos defectos, carecer de muchas do-tes; mas si la política es su vocación, constituye "el fin sustancial de su vida"; se podrá dejar corromper en cualquier actividad, pero no en ella, de la misma manera que el poeta, "si es poeta, transi-girá con todo, menos con lo que atañe a la poesía y nunca se prestará a escribir malos versos".52

Por tanto, afirmémonos en la concepción funcional y fortalezcámo-nos con dos principios fundamentales que hermanan al intelectual

52 Benedetto Croce, Etica y política, Buenos Aires, Imán, 1952, pp. 147 y ss. Corresponde este texto en que se ocupa de la honradez política a Fragmentos de ética publica-dos en 1922. Ortega y Gasset, en su ensayo sobre Mirabeau, de 1927, coincide sustancialmente con Croce en que no hay que exigir al político las pequeñas virtudes; no hay que medirlo con el rasero que se aplica al mediocre. El "hombre de obras" no puede ser considerado "bajo la perspectiva moral y según los da-tos psicológicos del hombre menor, sin destino de creación" (Obras completas, t. I I I , Mirabeau o el político. Madrid, Revista de Occidente, 1962 pp. 608-611).

y al político. Concebir la política como una actividad cultural. Por el verbo, por la reflexión y por la decisión, el político del más alto rango procura moldear, valiéndose de ella hasta donde es posible, una realidad rebelde, nada plástica, de conformidad con las ideas en que cree. La cultura tiene un claro sentido polí tico, pues, en cuanto no se entiende como yuxtaposición o hacinamiento de conocimientos, supone la búsqueda de perfeccionamiento, em-pezando por el propio y, por tanto, implica perenne transformación, constante renovación, e impele a estar dentro de la sociedad en que se vive en una posición crítica, con el deseo de cambiarla o conservarla. Cualquier obra cultural, por individual que sea, por mucho

196 que agote una individualidad, la trasciende, adquiere sentido ob-

jetivo cuando los demás la aprecian, consumen o rechazan.Si la política es actividad cultural y la cultura, en su sentido más

trascendente, tiene un significado político, la figura del intelectual político no sólo se ha dado en el pasado y existe en el presente, sino que tiende por sí a subsistir y está sustancialmente justifica -da. La figura o tipo exige que el intelectual sea modestamente re-ceptivo a la realidad, se deje influir por ésta, la capte y exprese sin desprecio, aquilatándola como fuente de cultura, y el político se mantenga vinculado con el mundo de las ideas, procure racionali-zar su actuar y encuentre en el pensar una fuente insoslayable de la política.

Es indispensable tener esa que Max Weber considera cualidad psicológica decisiva del político, mesura: "capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tran-quilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas". La combinación es "pasión ardiente" y "mesurada frial-dad". La política requiere pasión para ser auténtica y no frívola; mas "se hace con la cabeza y no con otras partes del cuerpo o del alma".53

53 Max Weber, El político y el científico. Madrid. Alianza Editorial, 1967, pp. 153-156.

He querido en estas notas proporcionar alguna explicación sobre la acción de la historia y sobre los hombres dedicados al conocer, al hacer o a ambas cosas. Numerosos esclarecimientos, exigidos por los temas tratados, han quedado pendientes para un estudio que algún día procuraré realizar.

Señoras y señores: La historia hecha y la historia por hacer constituyen tarea vital. Ranke escribió que el historiador debe ha-cerse viejo, lo que da lugar al comentario de que el tiempo pa-rece ser más considerado con los que a desentrañarlo dedican sus vidas: "Y éstas parecen henchirse y madurar a medida que pasa el tiempo por ellas.

197Como si el saber histórico fuese resultado no sólo del es-fuero

personal sino del tiempo mismo."54

Hacer historia exige años y ayuda a tenerlos. La historia, que ayu-da a la longevidad, parece ser que la demanda. Los años dotan de altura para el juicio histórico: obligan a poner entre interrogacio-nes lo que se aseguraba; otorgan capac idad de duda e imponen, a veces, el recurrir a los puntos suspensivos.

V i v imos época de tiempo rápido. Piemos sido testigos de mu-chos cambios: preparémonos a ser protagonistas o cron is tas de muchos cambios más. Para cumplir la tarea vital que nos concierne, mantengámonos en actitud abierta a lo que proponen las avanza-das de nuestra contemporaneidad: aprendamos de aquellos a quie-nes pretendemos enseñar: tengamos presente que quienes niegan o afirman rotundamente, quizás estén inquiriendo o preguntando. De no seguir esta conducta, proferiremos paros de periclitar; si-guiéndola, adoptando una actitud que no busca perpetuar convic-ciones, sino recibir y tratar de comprender las influencias filiales —de los hijos de la cátedra a los hijos de la acción— podemos contribuir a configurar un mundo siempre antiguo y nuevo, con la convicción de que la libertad es imperecedera como necesidad del

54 Luis Díez del Corral, estudio preliminar a La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna por Friedrich Meinecke, Madrid. Instituto de Estudios Políticos, 1959, pp. VII-IX.

espíritu y que la justicia también es imperecedera como necesidad de la dignidad moral del hombre. Esta actitud espiritual abierta, permitirá comprender los nuevos significados de los valores en que se cree y luchar por las nuevas emancipaciones que las nuevas esclavitudes demandan. Es con esta actitud espiritual que ofrezco contribuir a las tareas vitales de la Academia Mexicana de la His-toria.

198

7. LUIS GONZÁLEZ Y GONZÁLEZ/ SOBRE LA INVENCIÓN EN HISTORIA (1973) 10*

LOS MAESTROS DISPUTANTES

Los DOCE bachilleres, aceptados en 1946 como alumnos del Centro de Estudios Históricos del Colegio de México, recibieron su primera lección de una polémica magisterial. Los tres instructores máximos del CEH aparentaban odiarse cordialmente entre sí. Diz-que los traía divididos un asunto muy espinoso. Alguien había lan-zado la pregunta: ¿Debe intervenir la creación en los escritos históri-cos? Uno de los maestros contestó: "no, porque la historia es cien-cia de lo real". Otro repuso: "sí, porque la historia es género litera-rio'". Un tercero dijo: "la historia es ciencia y arte, verdad y fic-ción". Al primero se le llamó positivista; al segundo, idealista, y al último, ecléctico. En adelante, uno quiso merecer su apodo: trajo en su auxilio a figuras universales, y embistió a sus adversarios. Fue aquello una trifulca de trastienda que no trascendió a los clientes.

El catedrático "positivista", el más joven de los tres y el más fecun-do, pues ya llevaba publicados media docena de libros sin contar

10* Publicado en Diálogos. Arles, Letras y Ciencias humanas. El Colegio de Méxi-co, núm. 52, julio-agosto de 1973, pp. 28-30.

compilaciones documentales, sostenía serenamente, en su curso de "Introducción al Estudio de la Historia", el deber de elevar la tarea del historiador al rango de ciencia mediante el cumplimien-to de tres anhelos que nunca satisfizo Leopoldo von Ranke: ''De-searía que enmudeciese por completo mi voz propia para dejar hablar de por sí a los hechos." "Trato simplemente de exponer

199 cómo ocurrieron en realidad las cosas." Busco "la verdad escueta, sin ningún adorno. . . sin nada de fantasía. . . sin nada de imagi-

naciones"'. Según el maestro "positivista", el buen historiador no era de ningún país y de ningún tiempo; procedía a su trabajo sin ideas previas ni prejuicios; investigaba y no suplía con ficciones las la-

gunas documentales, y escribía sin el pronombre yo, de manera impersonal y sobria, dejando a los hechos que hablasen por sí so-

los. La imaginación hispánica era el diantre que impedía a Hispa-noamérica tomar conciencia de su pretérito.

El historiador "idealista'', un apasionado ex combatiente de la gue-rra civil española, no daba cuartel a la postura de Ranke y de su discípulo mexicano. Por principio de cuentas, negaba la posibilidad de separar la historia del historiador, pues éste no podía ser una simple máquina registradora aunque lo quisiera. Pensaba como los Goncourt: "Los historiadores son cuenteros del pasado; los novelis-tas, narradores del presente." Decía a voz en cuello: "La historia es un conocimiento eminentemente inexacto"; Juan de Mairena lo supo: "Lo pasado es materia de infinita plasticidad, apta para recibir las más variadas formas." Sus estribillos eran: "El historiador nace, no se hace." "El verdadero historiador no recopila, crea." "El histo-riador digno de tal nombre tendrá que ser como los artistas, un creador."

El doctrinante "ecléctico" se complacía en decirle pegador de fi-chas y hormiga acarreadora de papeles a uno de sus colegas, y araña que todo lo saca de sí misma, al otro. Él aceptaba humilde-mente para sí el rol de abeja, no por lo ponzoñoso, sólo porque

aspiraba a la costumbre apícola de recoger pacientemente los jugos de multitud de flores y transformarlos en miel, A éste, le oían decir sus alumnos: "En el quehacer histórico hay elementos subjetivos y objetivos. El pasado parcialmente se descubre y par-cialmente se crea. No basta con reunir noticias acerca cíe lo aconte-cido; es necesario interpretar y dar forma a la investigación." Se-gún él, las virtudes del historiador se resumían en dos palabras: pa-ciencia e imaginación, paciencia para juntar ladrillos e imaginación para construir palacios. Nadie

200 podía dispensarse de las arduas operaciones heurísticas, criticas

y hermenéuticas, ni de la síntesis creadora. Comulgaba con Trevel-yan: "El historiador tiene que poseer una serie de conocimientos complicados para reunir y depurar sus materiales, y una habilidad exquisita para presentarlos y hacerlos llegar al lector."

LOS ALUMNOS PERPLEJOS

En 1946, El Colegio de México se hospedaba en una casita neoco-lonial de la calle de Sevilla. Allí había sitio únicamente para la do-cena de estudiantes. Éstos podían oír a sus maestros en una aula, leer en un salón contiguo a la incipiente biblioteca y hacer sentadillas en un brevísimo jardín. No había lugar para discusiones estudiantiles fuera del aula y dentro del recinto académico. La discu-sión libre se hizo, sin compañeras, por la noche, en la calle, o si era día de quincena, en la cantina o en el cabaret. En el Morán y en el Río Rosa, en medio del estrépito de la música, se procuró conci-liar las opuestas opiniones de los tres maestros disputantes.

Uno de los compañeros creía en las definiciones del diccionario y combatió el derecho de usar con ligereza la palabra creación. Ésta remitía a una actividad que los filósofos medievales habían reservado para Dios. Él y sólo Él podía sacar cosas de la nada. Pero aun el devoto de le mot juste estuvo de acuerdo en que podía atribuírsele metafóricamente al término creación el sentido que le daban el vulgo y los artistas: el fruto del magín, aquello que no es deducible racionalmente de las premisas, lo que nos sacamos inesperadamente de las entrañas. Sin embargo, aquel compañero

solicitó sustituir la palabra creación, que podría prestarse a equívo-cos, por el vocablo invención, opuesto a descubrimiento, equivalen-te a dar con una cosa nueva, con algo no existente antes de que se inventara, como suelen ser los productos de lo llamado, por los romanos, imaginación,

201 y por los griegos, fantasía. Si el acto de descubra era achacable al

entendimiento, al juicioso entendimiento, el de inventar habría que adjudicárselo a la imaginación, la loca de la casa.

Así todo resultaba más claro. En la disputa magisterial, el primer maestro tomaba la defensa del juicioso: el segundo, el ataque, y el terceto, la comprensión. Por lo que mira a la loca, uno pedía su lanzamiento del hogar, el otro quería dejarle la administración del mismo, y el último la miraba como una pariente incómoda con la que había de apechugarse. Eso a la hora de la discusión y en el mundo de las ideas. Los tres, a la hora de la verdad, se servían del juicioso y de la loca. El "positivista" demostraba, con la praxis de sus libros, el uso alternante de la imaginación y el cacumen. El idealista iba y venía entre los rigores del descubrimiento histórico y la orgía de la invención. En la práctica los tres eran eclécticos. En la obra sus diferencias eran minúsculas y de grado, que no ma-yores ni esenciales. En el taller, cada uno era tan riguroso como fan-tástico. Ninguno era pura cámara fotográfica y ninguno mero in-ventor de cuentos y novelas. Combinaban el ejercicio de la imagina-ción con el ejercicio de la observación. De otra manera no hubie-sen sido miembros sobresalientes de la república de la historia, se les habría domiciliado en la república de las letras o en la república de las ciencias. Los científicos los proclamaban humanistas, y éstos, científicos, porque vivían en un mundo que aunaba lo mejor de los dos restantes. Eran más que nada descubridores, pero no po-dían menos de ser un poco inventores, imaginativos, fantasiosos o inspirados.

LA LOCA SEMIATADA

Aquellos maestros hacían historia y de Herodoto al presente las figuras máximas de la historiografía han inventado en las tres eta-pas del quehacer histórico. En la etapa preparatoria,

202gracias al esfuerzo creador, se hacen preguntas e hipótesis: es decir, se inventan imágenes interinas del pasado. En la etapa de la búsqueda de testimonios y el análisis de ellos se usa del magín para llenar lagunas de información. Con la ayuda de la fantasía, tanto Miguel Ángel como los historiadores pueden susti-tuir, aquél el brazo mutilado de una estatua, y éstos el detalle perdido de un relato. Nadie se puede contener en el límite de la observación o el descubrimiento. Todo descubrimiento se vuelve parcialmente invento. ¡Si el hombre pudiera ver sin soplar al mis-mo tiempo! Inevitablemente, según el decir de Dilthey, "todo ins-tante pretérito, al ser fijado por la atención que congela lo fluido, re-sulta apreciablemente alterado", inventado. Y las alteraciones no paran aquí. En la etapa de síntesis la inventiva del historiador se suelta el pelo. Entonces se dan las ficciones externas e inter-nas de que habla Alfonso Reyes. "En los historiadores clásicos muy a las claras, con más disimulo en los modernos, encontra-mos el recurso constante a las ficciones para representar lugares y personajes, con descripciones en que hay reflejos imaginados, y con retratos en que parece que presta su pluma el novelista." No sólo los poetas acuden a la alada inspiración para dar vida carnal y espiritual a los huesos de nuestros difuntos. La vitaliza-ción del pasado, quehacer deseable, no sería posible sin soltar la rienda a las virtudes de la imaginación creadora. "Por tales virtu-des —escribe Marcelino Menéndez y Pelayo— antes poéticas que históricas, viven y vivirán eternamente a los ojos de la me-moria la peste de Atenas, la oración fúnebre de Pericles y la ex-pedición de Sicilia, en Tucídides; la batalla de Ciro el joven y su her-mano, en Jenofonte; la consagración de Publio Decio a los dio-

ses infernales y la ignominia de las Horcas Caudinas, en Tito Livio; el tumulto de las legiones del Rin..., en Tácito; la conju-ración de los Pazzi y la muerte de Julián de Médicis, en Ma-quiavelo; la acusación parlamentaria de Warren Hastings. . ., en Lord Maucalay."

En ningún momento podemos contener el caudal del río que mana de nosotros. Variará el grosor del caudal y el

203 uso que se haga de él. Algunos sólo manamos chisguetes; otros,

mares. Unos creen que la historia debe captar fielmente lo históri-co y cierran sus compuertas y obligan a sus aguas a salir por el de-rramadero. Los historiadores positivistas se arrancan algo de sí para trasmitirlo a los demás cuando ya no les queda otro recurso. Son creadores a pesar suyo. Los idealistas se abren de par en par a toda hora, para bien y para mal. Los eclécticos viven habitual-mente en sus cabales, pero no se resisten a los necesarios mo-mentos de éxtasis, corren las compuertas cuando los terrones ar-dientes piden fecundación.

No en todas las épocas la fantasía histórica ha sido igualmente to-lerada. Lo fue mucho por los antiguos y los románticos. Entre otras cosas, ponían discursos jamás pronunciados en boca de sus per-sonajes. Aunque esas invenciones se sujetaran a ciertas reglas, aunque las palabras atribuidas a los grandotes debían ser "ade-cuadas a su carácter y a los acontecimientos", al través de ellas po-día lucir, según Luciano, la elocuencia del historiador. Los moder-nos disimulan los inventos de la ciencia histórica. Aceptan de mala gana que el pensar histórico, el cual no ha desaparecido aún en el seno del pensar científico, tenga que echar mano de ficciones. Los modernos han maniatado a la imaginación mucho más que los an-tiguos.

Por último, no todas las escuelas de historia se muestran igual-mente rudas con la inventiva. En la historia anticuaría, tan cara a los románticos, se hace perdurar al hombre y la cultura del pasa-do a fuerza de inyecciones de fantasía. La historia monumental o de bronce, auspiciada por el propósito de tomar ejemplo de seres humanos y acciones de otras épocas, embellece o desfigura el pa-sado con ficciones literarias. ¿Qué se ha hecho de Hidalgo, Juárez

y Carranza y de las movidas de independencia, reforma y revolu-ción? Con todo, la historia conmemorativa le permite menos liberta-des a las locuras de Clío que la historia rememorativa. Más exigen-te aún es la historia crítica. Ésta, a cualquier costo, quiere ser cien-cia respetable y no ceja en ocultar y amarrar a la loca de la casa. Pero lo consigue

204 poco cuando se trata de prehistoria e historia antigua. Con la mo-

derna le va mejor. Hay dificultades en los sectores cultural y político, pero el control de la loca es casi perfecto en el sector económico, el menos humano de los asuntos de la historia.

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