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Mujica Lainez, Manuel - Don Galaz DeBuenos Aires

Date post: 11-Oct-2015
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Primer libro de MML, luego de publicar la antología de Glosas Castellanas (1936).
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  • MANUEL MUJICA LAINEZ

    Don Galaz de Buenos Aires

    Prlogo de

    O. H. Villordo

    PLANETA Biblioteca del Sur

  • BIBLIOTECA DEL SUR Novela

    Diseo de cubierta: Peter Tjebbes

    Diseo de interiores: Alejandro Ulloa Composicin: Lucrecia Navarro

    1991, Herederos de Manuel Mujica Lainez

    Derechos exclusivos de la edicin en castellano reservados para Amrica Latina:

    1991, Editorial Planeta Argentina S.A.I.C. Viamonte 1451, Buenos Aires

    1991, Grupo Editorial Planeta ISBN 950-742-124-6

    Hecho el depsito que prev la ley 11.723 Impreso en la Argentina

  • PRLOGO

    Galaz de Bracamonte, el protagonista de esta historia, ha sido bautizado con el nombre del hijo de Lanzarote del Lago. Llamarse como el hroe que rescata el Santo Grial y pertenecer, aunque sea a travs del mundo de la ficcin, a la plyade de los ms famosos caballeros andantes, signa su destino. (Que lo diga, si no, Don Quijote.) Cuando hace su aparicin en la novela como paje del obispo de Buenos Aires tiene slo diecisiete aos. Es el segundn de una familia en decadencia, hurfano por aadidura, y est bajo la tutela de una ta, personaje digno de la picaresca como l. Su creador no le ha ahorrado la facha desmaada aunque salve el hecho de que ha nacido en la ciudad, de la que, como se sabe, tomar nombre. Y ste, finalmente, ser su honor, porque aparte la pintura psicolgica la de un adolescente del siglo XVIII, Don Galaz de Buenos Aires es el vivo retrato de una Buenos Aires colonial presentada por primera vez como protagonista.

    Como prueba de la vida de esa urbe que era entonces un casero de edificacin chata, ah estn las imgenes que Galaz va dndole al lector, como si lo llevara de la mano, durante la primera escapada que hace. El paje ama a su ciudad. Sale del Palacio Episcopal, atraviesa la Plaza Mayor frente al Fuerte, y llega a la Catedral. Entra, por ltimo, a la casa lindera con la iglesia de la compaa de Jess donde se reunir con sus amigos Pedro y Alans, figuras decisivas del relato. Pero lo que cuenta no es todava el hilo de la historia, sino la atmsfera de esa Buenos Aires aldeana, agobiada por la siesta. Y las imgenes aludidas incluyen la plaza de tierra, las calles de colchones de tierra, las mangas de langostas, los mendigos y los perros hambrientos. El escenario es limitado, pero qu vida tiene la reconstruccin histrica! Qu real resulta el aire en que est envuelta!

    Una de las caractersticas de Don Galaz de Buenos Aires es su tono irnico. Si se quisiera separar la irona de la peripecia propiamente dicha, la novela se resentira. Todo est visto desde la ptica escptica, se convierte en la burla que alcanza tanto al funcionario contrabandista como al militar que reclama la Cruz de Santiago. Todo, es cierto, menos Buenos Aires. Los ojos con que est presentada la misrrima ciudad, indefensa ante las incursiones piratas y los gobernadores que la administran dolosamente, son los ojos ms limpios, los ojos del amor. Mujica Lainez, que habra de crearle toda una mitologa con sus cuentos de Aqu vivieron y Misteriosa Buenos Aires, se asoma por primera vez a su panorama como un realista que no hubiera eliminado de su mirada el toque ingenuo. Slida y con la belleza de los cuadros logrados, Buenos Aires se yergue como el escenario temporal que representa, pero acaba por convertirse en prototipo de esos lejanos tiempos.

    Hay ms, todava. Para la mirada admirativa, la misma que hoy tendra un porteo, est dicha la profeca de Galaz hacia el final de la novela, poco antes de que la flecha traidora lo hiera de muerte:

    Qu le brindarn los aos a la ciudad, a esta pequea ciudad nuestra...? Parceme otearla de las nubes y vella grande y sonora.

    Desde el siglo del atraso para la ciudad cuyo puerto no ha sido abierto an al comercio y que da la espalda a la pampa ganadera, el paje enamorado la saluda en su futuro portentoso. Para ello ha empleado dos palabras que la emparentan con la poesa. En Don Galaz, precisamente, las descripciones y el registro del paso de las estaciones, y aun de las horas, le pintan el paisaje ms reconocible, como los esclavos o los pordioseros de sus patios y sus calles. Paradjicamente, lo lrico apoyado en lo real, la rescata y como se ha visto la anticipa.

    El nombre que le han puesto alienta en Galaz sus fantasas heroicas. Ese nombre est en el libro que lee: Amads de Gaula. La mejor novela espaola de caballeras

  • aparecida en 1508 circulaba en Buenos Aires hacia 1600. Era la lectura ideal para llenar de sueos la cabeza de un adolescente confinado en la ciudad remota e insignificante. Haba perturbado la mente de un hidalgo bueno en un lugar de la Mancha, como dijo en clebre comienzo otro lector de aventuras, tambin l hombre bueno, don Miguel de Cervantes Saavedra. Novelas de caballeras haba ledo Santa Teresa de Jess, novelas que se le grabaron tan hondo en la memoria que algunas de sus obras doctrinarias reproducen sus estructuras. La cita no es antojadiza. Un hermano de la santa viva en la Crdoba argentina, desde la cual Jernimo Luis de Cabrera sali en excursin memorable, contagiado de los deseos de gloria del soldado cristiano.

    No, Galaz no estaba solo. La mediocre vida de la aldea, en la que la pompa de unas nubes deslizndose en el horizonte hace que el viga del Fuerte se confunda con el velamen de naves piratas, tiene una escapatoria, y esa escapatoria es la lectura. Cuando Galaz deja el trabajo de paje junto al obispo, el gobernador lo llama para que le lea obras en las que sus antepasados son los hroes admirados. Pero no slo los brazos armados y las cabalgaduras son gualdrapas de las justas y torneos sino las vidas de los santos, en tanto stas reproduzcan actos heroicos, son la materia de entretenimiento y edificacin de los letrados de la Colonia, jvenes o no. En un momento de crisis espiritual, Galaz no se desprende del Flos Sanctorum. Sin embargo, con ser tanta la influencia de los libros, el muchacho encontrar en las leyendas americanas, ya entonces lo suficientemente extendidas, el estmulo definitivo.

    Como en el caso de Amads de Gaula, que tom para Galaz de Bracamonte nombre y apellido, aunque perteneciera a la ficcin, el acicate para emprender la aventura que le costara la vida, tambin lo tom: general Snchez Garzn, anciano militar que asume en la novela el papel de empresario de El Dorado.

    Amrica era el mapa de las hazaas que podan tentar a aventureros como Galaz. En la Florida se ubicaba la Fuente de la Eterna Juventud (por ah haba andado Alvar Nez Cabeza de Vaca, ese incansable caminador que atraves tambin Amrica del Sur, camino de las cataratas, y termin en Puerto Hambre, en el sur patagnico), en la selva y bajando los ros portentosos hacia el Atlntico estaba el Reino de las Amazonas que el capitn Francisco de Orellana vio antes de morir, en algn lugar (siempre cambiante) se encontraba el Pas del Rey Blanco, El Dorado... No slo al jovencito desgarbado podan seducir las historias de aventuras y riquezas sino tambin al general Snchez Garzn, que se haba pasado la vida buscndolas, y que, ya viejo, hallaba su brazo fuerte y sus piernas andariegas en los del segundn de los Bracamonte.

    Para mentes como las de Galaz y el militar, que idealizaban las hazaas irrealizables, Amrica debi ser un lugar paradisaco, con grandes rboles, cascadas y ros mansos (e indgenas pacficos) semejante a los que un siglo despus imaginara romnticamente el vizconde de Chateaubriand pintando en sus novelas con escenario americano paisajes con reminiscencias de Watteau. Pero en el Ro de la Plata, donde vivan, el contraste con la realidad era muy grande. El lugar no era Per, Mxico o Bolivia. Aqu no existan minas de plata ni yacimientos aurferos. La ilusin del metal codiciado haba sido eso, una ilusin, en el nombre del ro que debi llevar a la riqueza y llevaba a la miseria y la muerte. La llanura que se extenda a espaldas de Buenos Aires (con su ganado cimarrn que slo serva para extender el olor de la podredumbre una vez que los gauderios haban sacado el cuero de las reses muertas, abandonadas a la intemperie como en un gigantesco cementerio) no conduca a ninguna sierra con socavones de metal precioso ni a ningn ro mgico con mujeres guerreras en sus orillas. No; las fantasas estaban nicamente en el pensamiento afiebrado de cada uno y no en la pampa. El desencanto de tantos hidalgelos venidos a menos acab por modelar el carcter fantasioso y delirante de Galaz. El trabajo manual que poda haberlo redimido le haba sido negado por ser noble. Para esos menesteres estaban los esclavos y mestizos.

    Para que el panorama quede completo, hay que agregar el peso del orden jerrquico establecido en nombre del rey, en una parodia de corte que presida el gobernador de turno, y el peso de la Iglesia, brazo derecho de la Conquista y enquistada en el poder como una fuerza ms. Detrs, muy detrs, estaban las naciones de indgenas derrotados pero no vencidos.

    Don Galaz de Buenos Aires es la radiografa risuea de la situacin de la ciudad bajo

  • Felipe V (1605-1665). Mujica Lainez, que public la novela en 1938, era el autor de una obra de ensayos con temas de la literatura espaola. Formado durante su niez y adolescencia en Pars y Londres, sus primeros estmulos para la creacin literaria fueron lenguas extraas a la suya, como el francs, que lleg a dominar. Pero de regreso al pas, en muy corto tiempo, ley lo mejor de la literatura del Siglo de Oro espaol, y ese fue el origen de aquel libro de ensayos, Glosas castellanas. Dentro de las lecturas aludidas, la picaresca lo sedujo con su vitalidad, condicin que prefiri al contar sus novelas. Para componer la historia del paje de Buenos Aires ech mano de las andanzas de tanto pcaro suelto en los libros, comenzando por el Lazarillo, modelo insuperable. Galaz es hidalgo; el pcaro est fuera de la escala social. Sin embargo, mucho de la psicologa de un Lzaro de Tormes, por ejemplo, pasa por Galaz, atribuida a l o a sus compaeros de andanzas.

    El repertorio de artimaas, toda la artillera graciosa, desfila en las mejores partes del relato, cuando Mujica Lainez irrumpe con sus recuerdos de la picaresca, tan afn a su espritu. Fiel a sus gustos e inclinaciones literarias, el mundo de los desvalidos que se las arreglan para vivir, no importa lo que hagan mientras el ingenio los gue, volver a sus ficciones. Tuvo idntica fidelidad para algunos personajes, que prefiri a lo largo de su vida de escritor. El obispo amanerado de Don Galaz reaparecer con aproximaciones ms prolijas en El laberinto.

    Para dar ejemplos y probar la fuerza cmica tantas veces aludida (sin sacarla, desde luego, de las novelas que han ilustrado la picaresca), bastara recordar algunas escenas claves de Don Galaz, como la de la llegada del gobernador a la casa de doa Uzenda, ta del paje, donde se encuentra el obispo. El representante del rey y el de la Iglesia se odian. Donde est uno no puede estar el otro. La duea de casa, auxiliada por sus criados y su sobrino retira al obispo de la reunin (no resulta demasiado engorroso: el prelado est algo lelo), momentos antes de que aparezca el representante de la autoridad civil. La embarazosa situacin parece haber sido salvada. Pero no. Las gallinas de la casa irrumpen en la sala. Nadie sabe cmo han burlado el encierro del gallinero. Se produce el revuelo consiguiente, y los animales, finalmente, son sacados en medio del alboroto. Al da siguiente las gallinas y el gobernador sern la comidilla de la aldea.

    Una escena ms. Violante, prima de Galaz y su enamorada, est de rodillas en la iglesia, custodiada por doa Uzenda. Reza muy devotamente. Detrs se ve al paje, que la mira arrobado. l tambin reza. Pero la oracin se le mezcla con los deseos de la carne y el contrapunto roza lo hertico. Y otra vez la escena inslita: se oye el chapotear de las vacas que cruzan la Plaza Mayor, llovida y embarrada.

    As como Quevedo ridiculiz a la medicina de su tiempo en sus barberos-sangradores, Mujica Lainez se re del fsico extractor de la piedra de la locura, el maestro Xaques Nicols, plantando su banderilla. El mdico es un farsante que slo por milagro no mata a Galaz, enfermo de amor. La escena, esta vez, es de humor negro.

    Y as, muchas ms, otras escenas, como la del vuelo de los chajaes que, segn el paje, supersticioso como todos los habitantes de Buenos Aires, podra ser interpretado, como el de las aves elegidas por los arspices de la Antigedad, lectores de vaticinios que venan por el camino del cielo.

    De todos modos, y para sealar una veta ms de lo ridculo en Don Galaz, convendra acordarse de los retratos quevedianos de doa Uzenda, de Mergelina y de tantos otros personajes. El orgullo y la envidia coloran con tiritas tan cargadas las figuras caricaturescas que se comprende sin dificultad que esos nefastos atributos obrarn como el deus-ex-machina de la novela.

    El hecho que decidi la composicin de Don Galaz de Buenos Aires fue casual. Mujica Lainez escribi en 1936 un panorama sobre la ciudad del siglo XVII. El retrato conseguido lo entusiasm. Tambin a la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, organizadora de los actos para la celebracin del cuarto centenario de la fundacin de la urbe por Pedro de Mendoza, en 1536, que se lo encarg. Lo public en el libro dado a conocer con otros trabajos escritos para la ocasin.

    Pero sera simplificar demasiado pensar que la nica causa estara ah. La gloria de don Ramiro, de Enrique Larreta, llenaba las primeras dcadas del siglo.

    Era considerada la mejor novela histrica, ejemplo de prosa modernista. Aparecida en

  • 1908, consagr el nombre de Larreta en el pas, Amrica y Espaa. Se trataba de un fenmeno poco frecuente en relacin con un libro. Pero la novela era realmente una recreacin admirable; sigue sindolo. Aun contra las diatribas (se dijo que era un plagio), la obra fue considerada importante y ms de uno quiso imitarla.

    Mujica Lainez sigui de cerca el proceso de La gloria de don Ramiro. Larreta era amigo de su padre; ms an, amigo de la familia. Esta relacin alcanz no slo al Larreta escritor sino al Larreta diplomtico. Fue tal la admiracin del joven escritor Mujica Lainez por el creador de la gran novela (y por su vida) que desde un comienzo lo coloc en un pedestal. Y como Larreta, generoso para alentar a los recin iniciados, le demostr afecto y lo convirti en amigo e interlocutor a pesar de la diferencia de edades, la obra del maestro pas a ser el modelo de la del discpulo.

    As como Prosas profanas, de Rubn Daro, era el libro que ningn poeta de la poca poda dejar de leer, as tambin La gloria de don Ramiro era la novela que ningn autor deba ignorar. Por esta razn, y por la relacin personal de los autores, Don Galaz de Buenos Aires le debi mucho a la obra famosa.

    La deuda tiene que ver principalmente con el tratamiento del lenguaje. Tanto Don Galaz como La gloria de don Ramiro eluden lo arcaizante en la narracin reservndolo para los dilogos. Cualquier lector advierte, sin embargo, que la historia pertenece al pasado, y a un pasado determinado con precisin en el tiempo. Se trata de ms de un movimiento de la prosa, y de algn rasgo del vocabulario, que del color de las reconstrucciones histricas. En Larreta estos procedimientos tienen una seguridad solar; Mujica Lainez sigue sus pasos ajustndose a la ardua leccin; cuenta a su favor que su novela es ms liviana por el tono picaresco general.

    El escenario de Larreta es Avila principalmente. En la bella y minuciosa recreacin est lo mejor de la obra. Tambin lo es Toledo, pero slo de paso. Finalmente, Lima, ciudad a la que llega Ramiro para justificar la gloria (la presencia de Santa Rosa) que lo espera desde el ttulo. Aunque escrita por un argentino, la obra de Larreta es una novela espaola, no porque transcurra casi ntegramente en Espaa, ni por sus personajes, sino por su ideologa espaola, su problemtica y su proyeccin. Desde luego, su condicin de obra maestra le da alcance universal.

    En una escala menor y con un escenario nico: Buenos Aries, Don Galaz repite el esquema, aunque en sentido inverso. Es una novela sudamericana, propia de estas tierras. La tentacin de llamarla argentina, violentando un poco el paso de la historia, su sucesin cronolgica, es grande, porque lo argentino de su nacimiento es lo nico que no puede disimular el autor. Aun siendo habitante de la ciudad colonial cuyo destino nadie avizora, Galaz tiene muchos rasgos de lo que hoy entendemos por argentino suficiencia, autoritarismo, soberbia, y ellos le vienen de observaciones psicolgicas de su creador. En la parbola de la bsqueda y el fracaso del personaje cree verse la suerte del nacido en estas latitudes, el destino sudamericano de que hablaba Borges. Sin exagerar, dejando a la novela en sus alcances de obra de ficcin, espejo fiel de la realidad exterior e interior, uno de los mritos indudables de Don Galaz se encuentra en esta lejana identificacin. La presencia de un argentino (o de un porteo, si se prefiere) en una novela del siglo XVII, resulta algo ms que una anticipacin; por el juego de ser adelantado, el presente se hace tambin futuro. La proyeccin alcanza en Don Galaz sesgos inesperados y le agrega un valor ms a Mujica Lainez, novelista en sus comienzos.

    Galaz y Ramiro son, obviamente, los centros de las novelas que los tienen por protagonistas. No se parecen fsicamente; todo lo contrario. Mientras el primero es desgarbado, el segundo es de buena figura. Se han criado de distinta manera, en medios distintos. Sus adolescencias, aunque distantes, transcurren, sin embargo, del mismo modo. Iguales amores y hasta momentos parecidos. Ni Galaz ni Ramiro abjuran de su fe, el primero durante el conjuro con el que obtendr a Violante y el segundo durante las tentaciones a que lo somete la bella morisca Aixa. Tambin en sus defecciones o traiciones se parecen. Y esto podr advertirlo sin dificultades el lector de las novelas.

    Un desafo para el autor, dado el antecedente, Don Galaz debi parecer en su poca una novela extraa. Gust a la crtica, sin embargo, por el alarde, y por cuanto significaba como futuro para Mujica Lainez. Hoy, a la distancia, sigue pareciendo rara,

  • pero con la salvedad dada la trayectoria del escritor, uno de los indudables novelistas de la Argentina, maestro de la novela histrica, de que en ella se encuentran en germen algunas de las caractersticas ms notables del creador de ficciones, y su amor a Buenos Aires, ese amor siempre presente, que se transformar en el escenario dominante de la mejor parte de su obra. Estn para probarlo sus novelas de la llamada saga portea la parte ms crtica de Mujica Lainez hacia la sociedad argentina, que tienen su ms lejano antecedente, su ms remoto parentesco, en la entretenida y audaz Don Galaz de Buenos Aires.

    SCAR HERMES VILLORDO

  • Manuel Mujica Linez 1 Don Galaz de Buenos Aires

    UNO

    EL PAJE DEL OBISPO

    GALAZ CRUZ de puntillas los tres patios. El tufo de las cocinas episcopales le persegua. Un sol candente resquebrajaba los muros. Cantaba una cigarra. Los naranjos echaban lumbre y bajo sus copas encendidas creca el rumor de las abejas. El perfume de las magnolias haca las veces de sahumerio agobiante. De cuando en cuando, en las tapias vencidas, temblaba un jazmn.

    El paje respir hondo y se desliz, a somormujo, entre los aposentos de los capellanes. Hurtaba el cuerpo a la luz. En sus manos resplandeca un calabacn con el mate del obispo.

    Casi top con un negro, medio ciego y medio tullido, que dormitaba junto a un tinajn. Era un esclavo. Manojos de cruces y de escapularios le colgaban del pecho. De su diestra penda un rosario de cuentas gordas. Una hebra de hormigas le zurca los pies.

    Galaz se lleg medrosamente a la puerta del prelado. Se asom a ella muy pasito. Silencio. Pozo de sombras. En la oscuridad caliente, avizor la cabeza blanca de su amo. Naufragaba en el oleaje de papelera que colmaba el amplio bufete. Su soplo agudo meca la estancia. Sonaba acaso con la pasada majestad de su abada de San Julin de Samos, en Galicia, porque a las veces enarcaba las cejas autoritarias.

    El doncel puso el brebaje sobre el Evangelio abierto. Con el aventador de fibras, ahuyent las moscas posadas en la tonsura del obispo. Luego llam sovoz: Tominejo! Tente en el aire! Tente en el aire!.

    En un ngulo de la cuadra se alz un zumbar de rueca diminuta. Una flecha rasg el espacio, denso de olores antiguos. La habitacin entera la librera opaca y los muebles torvos pareci desperezarse. Hasta Su Ilustrsima se movi, con un crujir de pergaminos estrujados. El picaflor de Fray Cristbal, como resorte pequesimo, empujaba las sombras arracimadas en los rincones. Bati las alas y hundi el pico en el vaso de almbar que le tendiera el mozo. Este lo acariciaba: Tominejo! Tominejo!.

    Fuera, el abrazo del cielo enorme ahogaba a la ciudad. Buenos Aires, ebria de modorra, perda el aliento, junto al ro en llamas.

    Verano. Dos de la tarde. Hora de siesta. Galaz era amigo de dar aire a la lengua. De haber nacido en Madrid, hubiera

    espulgado los das ociosos contando imaginaciones en la puerta de Guadalajara o en las gradas de San Felipe. Pero en aquel mal llamado Palacio Episcopal del Ro de la Plata, la ocasin de rer y de bufonearse se escurra. El obispo no toleraba otras voces, cuando levantaba la suya. La servidumbre saba sus relatos como el Paternster: sobre todo aquel que deca de cuando enarbol el crucifijo por estandarte, en Villa Rica del Espritu Santo, para acaudillar a los vecinos contra tupes y mamelucos. Centenares de veces, pajes y negros haban presenciado la escena. Fray Cristbal la representaba con visajes furibundos, arregazndose el hbito y blandiendo una vara que de propsito tena a mano. Bastaba que una persona de autoridad llegara a Buenos Aires, para que a poco el prelado la acogiera en su audiencia y la endilgara el heroico episodio. El benedictino araaba ya los ochenta y comenzaba a turbrsele la memoria.

    Su memoria es flaca, mas no su nimo murmuraban los pajes, que lleva descomulgados a dos gobernadores.

  • 2 Manuel Mujica Linez Don Galaz de Buenos Aires

    Cuando el sueo y el calor amenguaban el temple del obispo, Galaz se escabulla, prefiriendo el sol rabioso de la Plaza a la sombra beata que desfalleca entre los muros del casn.

    Se detuvo en el portal del Palacio. Dobl el busto, con zalema chocarrera, delante de

    la tabla que mostraba, pintarrajeadas por un guaran de las misiones, las armas de Fray Cristbal de Aresti.

    La Plaza Mayor le arroj a la cara su aliento de fuego. Se cubri los ojos. Trozo de pampa, custodiado por las casucas de nombre magnfico y real pobreza, era

    la Plaza Mayor de Buenos Aires. Espa del llano. Haba quedado en su puesto, frente al ro enemigo, entre los invasores, mientras que la verdadera pampa, su hermana, retroceda ms all de las chacras del ejido y de sus cardos azules. Pero era tal su aspereza que, en cualquier noche de viento y de alucinacin, sacudiendo las cercas miserables que la trababan, escapara por las calles absortas, con remolinos de maleza y de barro, hacia las anchas planicies quietas que llenaba el ganado cerril.

    El sol hallaba en ella lugar de refocilo. Colchn de tierra. Cobertor de polvo. Nadie le disputara lecho tan desnudo. Contados se arriesgaban, en tardes de verano como aquella, por el seco herbaz.

    En su centro mismo, cuatro o cinco carretas tendan los maderos y la lanza al aire. Bueyes desuncidos pastaban en torno. Ni la brisa ms ligera inquietaba a los cipreses y al gran pino de Castilla, que asomaban sus corozas pardas sobre el vallado de la Compaa de Jess.

    Millares de langostas cubran la Plaza. Por doquier, saltaban lminas de reflejos irisados. Cuatro das antes, en el altar de las Once Mil Vrgenes del Convento de San Francisco, haban comenzado las preces para alejar su dao. Por la maana, el cabildo, la clereca y los cofrades dieron la vuelta al hosco descampado, con cera y pendones. Iban en procesin, tras el palio de ran bamboleante. Encima, el incienso improvisaba otro dosel de gasas voladeras. Las letanas se elevaron en el aire inmvil. Pero el cielo permaneca mudo y la plaga terrible caa sobre la ciudad con denuedo de castigo divino.

    Una langosta golpe los robles y las calderas del blasn episcopal con sus alas membranosas. El mancebo se hundi el birrete arcaico de una puada. Picbale el jubn de terciopelo, cual si estuviera aforrado de sabandijas y liendres. La daga corta, de ganchos revueltos como bigotes prceres, le azotaba los muslos. Ech calle abajo, rozando las paredes, desprendiendo aqu y all, con los dedos huesudos, algn caracol de las tapias.

    Era magro hasta el disparate. Vesta ropas deshilachadas, de mezcla, pero sus colorines, palidecidos por los aos, no destacaban ya. En aquel conjunto estrafalario larga nariz, cabello pajizo, boca que en algn da de ayuno haba devorado los labios los ojos verdes, sagaces, rpidos, guiadores, rezumaban inteligencia.

    Caminaba a trancos. Su sombra, erizada de puntas en los hombros, en los codos y en las rodillas, se derramaba sobre los lienzos de pared. Cuando Galaz se detena, quedaba adherida a la cal del muro prximo, como una panoplia jams vista. Luego langosta gigantesca, entre las que colmaban la Plaza parta a saltos, sorteando los baches del camino.

    A la que llegaba a la Catedral, unos pordioseros le estiraron la palma pringosa. Hacanlo por fuerza de costumbre que, de haberle mirado bien, le hubieran dejado seguir sin importunarle. Una vieja cegata, algo agitanada, fue ms all. En medio del sopor que la entorpeca, advirti que alguien pasaba y sin parar mientes en si eran calzas o guardainfante, cece un romancico de buenaventura:

    Cara buena, cara linda, cara de Pascua florida. Dios te pague la limosna, cara de seora hidalga. Dos veces te casars, las dos muy enamorada y dos hijos muy hermosos

  • Manuel Mujica Linez 3 Don Galaz de Buenos Aires

    tendrs de recin casada...

    Galaz ri sonoramente, con los puos en los ijares. La desgarbada pluma del birrete le danzaba sobre la cabeza.

    Yo os agradezco el buen deseo, madre ma, pero no me negaris que es empresa difcil llevallo a trmino seguro.

    Aquella risa penetr como antorcha en la niebla de sueos que envolva a los limosneros. Ms despabilada, la vieja grit, remedando la jerga de los egipcianos de Espaa:

    Quisi verte como el trigo en la tajona, Galaz, ora en tal! As te muerdan garrapatas y chinches!

    El doncel se along unos pasos, muy resoluto, sin dignarse a enlazar conversacin. Con el meneo de su cuerpo y la pesada lentitud que pona para arrastrar los pies, imitaba el andar del obispo, enfermo de gota.

    Los mendigos entendieron la mofa y agitaron harapos y parches. El silencio se destroz en carcajadas y en insultos de germana. Uno golpe la escudilla de estao contra el cayado, como un pandero. Varios canes, de aquellos que a toda hora y en todo lugar merodeaban por Buenos Aires, rompieron a ladrar quejosamente. El perrero de la Catedral entreabri un postigo, receloso. Pero el calor tenaz, que pareca presto a derribar el Fuerte, los conventos y la aldea, no toler la prolongacin de tales bullangas. Unos segundos despus, la calma ms absoluta, ms sofocante, tornaba a aduearse de la Plaza Mayor. Los perros, flacos, hambrientos, desesperados, haz de costillas, sin linaje ni domicilio posible, huan, cortando el suelo con la navaja afilada de su sombra.

    Voces de bienvenida hicieron que el doncel apretara el paso. Salan de una casa linde con la iglesia de la Compaa de Jess, calle en medio, en uno de los solares que Juan de Garay se reservara al fundar la ciudad. Casa que perteneci al misterioso Bernardo Snchez, apodado el Gran Pecador o el Hermano Pecador y que a la sazn habitaba su hijo y heredero.

    En el zagun, dos mancebos que an no haban entrado en veinte aos, esperaban. El ms alto se torca en reverencias. A medida que se aproximaba, el paje oa su pregn gangoso:

    Salud, don Galaz, bculo y mitra! Salud, don Galaz de Bracamonte, Mosn Rub de Bracamonte, almirante de Francia y confaloniero del obispo deste obispado! Honris nuestro tabuco, seor de Bracamonte!

    Y luego, ya casi encima: De plata, con una cabria de sable, acompaada en el cantn siniestro del jefe, de un mazo del mismo color!

    El aludido salud a su turno y termin la descripcin herldica: Bordura de azur, con ocho ncoras de oro, que es Bracamonte. Ocho ncoras de hierro quisiera yo para atar vuestra lengua deslenguada, seor Pedro Martnez!

    El mestizo sonri, mostrando los dientes. Sus compaeros le conocan bien. Placanle sobremanera el aparato relumbrn, los ttulos, la pompa genealgica. Aguardaba con nervioso afn el arribo, cada vez ms espaciado, de los navos peninsulares. A su llegada, se daba maa para anudar conversacin con los viajeros y pescar noticias y pormenores de Madrid, de la Corte, del trajn de Palacio y sus camarillas. Lo poco que acumulaba, haca sus delicias hasta la cosecha venidera. Durante semanas, iba por la ciudad, insinundose en los corros de gente grave, para sembrar enfermedades de prncipes, fiestas de la Grandeza, secretos de embajadores y qu joyas luci el Conde Duque en la ltima lidia de toros y cmo se atavi la reina Doa Isabel de Borbn, para asistir a tal comedia. Hacase apellidar Pedro Martnez y Portocarrero. Distradamente, acoplbase el Don nobiliario. Nadie curaba de dnde haba descolgado abolengo tan magnfico. Galaz sola explicar que viva hinchando palabras y remontando nombres y que el empeo que le mova hacia las naves lo tena de antiguo y de sangre, pues uno de sus mayores haba acarreado en el puerto, lo que justificaba su altsono Portocarrero.

    Aliaba con cierto melindre la estampa airosa, cogida de cintura. Maguer que caminaba con el busto erguido y la mano en la cadera, por afectar autoridad, su faz de ceniza y sus ojos oblicuos delataban la esquiveza y el temor. El desenfado de Bracamonte le suspenda. Gustoso hubiera entregado la gracia pulcra de su talle a

  • 4 Manuel Mujica Linez Don Galaz de Buenos Aires

    cambio de ser como l: audaz, sutil, amigo de muchos, dueo de una seguridad racial que defenda, a modo de broquel inviolable, sus largos miembros grotescos.

    El tercer mozo era el nieto del Hermano Pecador, Alans Snchez. Al observarle, acariciaba la atencin la calidad de su cabello. Rubio y transparente, como hebras de metal intangible, le nimbaba de un resplandor desvado. Comunicaba a su persona un prestigio casi irreal, casi legendario, semejante al de aquellos que nacieron para llevar coronas ilustres y vieron agostar sus lozanas en las lobregueces de una crcel. Dijrase que los cabellos eran la llama plida, trmula, de una brasa interior, ya sin fuerzas, que le lama el pecho. Las pupilas carbones negros activaban aquel rescoldo moribundo.

    A diferencia de sus compaeros, era parco en el hablar. No se gloriaba de agudeza de ingenio, como el paje del obispo, ni aspiraba a la retrica opulenta, como el aprendiz de cortesano. Le agradaba escucharles. A la de veces, intervena en sus reyertas, para aplacar las pullas socarronas de Galaz, quien se ensaaba con el mestizo. Pedro achacaba su morria a brumosos antecedentes aristocrticos. Bracamonte, que desde nio le haba cobrado gran voluntad, culpaba de su humor a las rimas poticas que de continuo le bailaban en el magn.

    Un lazo estrechsimo le ligaba a sus camaradas. Era ste la aficin de leer crnicas fantasiosas de amor, de guerra y de aventura. En tanto que los otros dos volcaban su pasin en voz y en grito, azuzando a los personajes, cual si el hroe fuera a abalanzarse de las tapas, todo armado, y a romper aceros entre los lectores, l domeaba la agitacin que le conmova y se tornaba ms extrao an, ms soledoso. Sus ojos quemaban entonces.

    Aquella tarde, el rigor del aire les empuj hacia los aposentos. Atravesaron varios, antes de alcanzar el de Alans. Anchas cmaras cuadradas, de muros jalbegados. Sus puertas abran a patios que mojaba la penumbra de los frutales. El lujo interior formaba contraste con la sencillez monda que por de fuera exhiban las paredes. Haba all muebles tallados en maderas del Iguaz, con vaquetas de fina labor indgena. El sndalo aromtico, el peterib, el Jacaranda, la caoba y el cedro, llegados del Paraguay por los ros solemnes, se henchan en bufetes ventrudos, se asentaban en sillas fraileras de duro espaldar, se ahinojaban en arcas y en camoncillos o se alzaban y torcan en armarios colosales. Numerosas tablas de devocin dejaban flotar, en la sombra turbia como agua de cinaga, alguna mano de eremita, desmayadamente azulina, o alguna corona de Virgen, tronchada, con sus piedras de colores, del manto rgido.

    Sobre el ltimo patio, allende la huerta, atisbaba el ventanuco de Alans. Pintoresco desorden trastornaba la alcoba. Media docena de escabeles desvencijados geman bajo el peso de libros que encima haba apilado el dueo. Desprendase de ellos pegajoso olor de tintas y de vitelas.

    Una lagartija escap entre las piernas de los recin venidos. Al pasar, ech por tierra una columna de papeles borrajeados.

    Esta alimania exclam el mestizo, mirando al soslayo me brinda a la memoria la persona del general don Gaspar de Gaete, que ans quisiera traer eternamente un lagarto cosido en el ferreruelo, como yo ser el Preste Juan de las Indias.

    Qu disparates son sos, por vida del Rey? inquiri asombrado el paje. Digo que los caballeros de la Orden de Santiago llevan una espadilla roja que es el

    rico o lagarto. Y como no ignoris que va para cuatro y cinco aos que el seor general escribe y enva memorias y probanzas a Su Majestad, porque en pago de sus servicios le conceda un hbito, se me antoj agora esta imagen.

    A m repuso Bracamonte se me antoja sta: y es que aquesa lagartija que ha huido disimulndose, tras de desvolver los manuscriptos de Alans, parece a ciertas gentes curiosas que se dan maa para trastornar lo que no les atae y que toman las calzas de Villadiego, cuando son sorprendidas con el hocico en ajenos negocios.

    Iban a proseguir querellndose, mas Alans les ofreci sobre las palmas un libro abierto. Pedro Martnez deletre: Aqu comienza el primero libro del esforzado et virtuoso Caballero Amads, hijo del rey Perln de Gaula y de la reina Elisena...

    Quedaron embobados. Galaz cogi con reverencia el volumen aoso y lo puso sobre su cabeza, como si fuera una cdula del Seor Felipe IV.

    El mestizo balbuce: De dnde diablos habis habido...? No le dejaron

  • Manuel Mujica Linez 5 Don Galaz de Buenos Aires

    continuar. Poco importaba el origen de aquel tesoro. Galaz empez la lectura: No muchos aos despus de la pasin de nostro Seor e

    Salvador Jesucristo, fue un rey cristiano en la Pequea Bretaa, por nombre llamado Garnter...

    Confuso bordoneo de moscas prestaba a su voz un fondo de cuerdas bajas... Pedro las espantaba con el birrete del paje.

    Hasta las seis de la tarde permanecieron en el zaquizam. Se turnaban para leer. Volteaban y confundan los folios muy sobados, muy grasientos. Perdan el habla por segundos. Desdeaban algunas pginas, que se les antojaban menos sabrosas, para topar de nuevo con el paladn, ms adelante. El prncipe de Gaula les daba acicate. Siguironle sin cejar, despendose en desfiladeros de discursos y volando en nubes de amoroso deliquio. Y todo fue batallas de gigantes y ruegos de doncellas, torneos y desafos, requiebros y encantamientos. Saboreaban los nombres peregrinos con nfasis goloso, cual si cataran pulpas desconocidas: Arcalaus, Beltenebros, Sobradisa, la nsula Firme, el acero de Tartaria y el Lago Ferviente.

    Cuando, exhaustos, roncos, alborotado el cabello, dandoles el demasiado imaginar como una llaga, se resignaron a cerrar el libraco, Pedro contrahaca la fabla revesada del Doncel del Mar, Galaz soterraba el pual en las entraas de la sombra y el nieto del Pecador, echado de largo a largo en la cuja, forjaba nuevos donaires y nuevos extravos.

    Un taido de campanas se clav en las sienes del paje. Pens que el obispo habra despertado y habra recorrido ya, en su bsqueda, el Palacio entero, desde la audiencia hasta las despensillas. Sin decir palabra, parti atropelladamente. Salv de carrera la corta distancia que le separaba de la casona. De camino, iba canturriando los versos que Amads compuso para Leonoreta, hermana de Oriana la Sin Par. Aquellos que dicen:

    De todas las que yo veo no deseo servir a otra sino a vos. Bien veo que mi deseo es devaneo...

    El sol se bata en retirada. Un vientecico tmido, cargado del perfume de las magnolias, oreaba la Plaza. Grupos de gentes tomaban el fresco en las puertas. Otras sacaban sillas al patio. Galaz adverta a escape el pecho lustroso de una negra, o un mate de plata en unas manos adormecidas, o el rosario de una persona principal. Tal era su ofuscamiento que a punto estuvo de derribar a una compaa de galanes, que acuda a dar serenata a una vecina. Abra la marcha un rapaz barbero con una guitarra.

    Para espolearse, el paje lanzaba el grito victorioso: Gaula! Gaula! Que soy Amads!. Un mosquito le pic la frente.

  • 6 Manuel Mujica Linez Don Galaz de Buenos Aires

    DOS

    HAMBRE Y HARTURA DE DOA UZENDA BRACAMONTE

    DIOS NO HABA amanecido y ya resonaba, en la casa que haca fachada a la Plazuela del Seor San Francisco, el vozarrn de doa Uzenda. Cuanto de agrio guarda la voz, en sus inflexiones ms cavernosas, desbarataba sus cuerdas y rodaba por sus labios gruesos. Timbre bronco de amenazas. Cadenas sacudidas y bultos chirriantes.

    La seora iba y vena, con resuellos de taedor de gaita, entre sus diez esclavos. Negros y negras la seguan por cuadras y corredores. Ponan los pies en el suelo, como si calzaran pantuflos bordados de perlas. El miedo de rozar un brasero o de volcar una aljofaina, les oprima el pecho con coraza invisible. Slo se oa, en las treguas breves de silencio, el crujir orgulloso de las seis enaguas de la viuda. Pero, a poco, el incontenible torrente de rdenes, contrardenes, quejas y recomendaciones, tornaba a barbotar:

    Felipillo! Felipillo! Vuestra merced piensa que est an en Angola o que es prncipe de negros? Llguese aqu, ladino, y vaya por los sahumerios de plata! Y vos seora Dominga, ven ac y sacudime los agujeros deste tapiz de Flandres!

    Y el tapiz pelado y descolorido, que a medias tapaba el estrado sucio, volaba por el aire y en el aire dibujaba redondas gibas de camello viejo. La habitacin desapareca entre cortinajes de polvo maloliente. Tosan los servidores y carraspeaba doa Uzenda. Una fuga de cucarachas, turbadas en el sosiego de su retiro, sembraba el pnico. Los negros las perseguan con la alpargata enarbolada o las reventaban bajo las plantas desnudas, recias como cascos de caballeras.

    A las ocho, la seora se toc con una mantilla de duelo, se arrebuj en un manto de humo y enderez sus pasos a la iglesia. Dos negros bozales la precedan. Uno, con la alfombra postratoria de velludo fenecido, en cuyo centro triunfaba todava muertos los oros y la plata exange el blasn de los Bracamonte. El otro llevaba el libro de oraciones y un rosario desmesurado, que con la cruz y las cuentas de perdn le bata las rodillas.

    Detrs marchaba Violante, tan defendida por el rebozo que ni el galn ms osado hubiera podido alabarse de conocerle la punta de las uas. Un ojo negro, rasgado brillaba entre las blondas. Madre e hija hundan los chapines en el fango, que tatuaba la huella de las carretas.

    Una vaca bermeja, inmvil en el medio de la plazuela, inflamada, salud a la comitiva con largo mugido. Algunos cerdos ronzaban escorias, repantigados en el lodo.

    Doa Uzenda de Ribera Maldonado de Bracamonte y Anaya era baja, rechoncha,

    abigotada. Ya no exista razn para llamar talle al suyo. Sus colores vivos, sanos, podan ms que el albayalde y el solimn del afeite, con que se blanqueaba por simular melancolas. Gastaba dos parches oscuros, adheridos a las sienes y que fingan medicamentos. Tena los ojitos ratoniles, maliciosos. Saba dilatarlos duramente o desmayarlos con recato o levantarlos con disimulo. Caminaba contoneando las imposibles caderas y era difcil, al verla, no asociar su estampa achaparrada con la de ciertos palmpedos domsticos. Sortijas celestes y azules le ahorcaban las falanges.

    De su Salamanca natal, vino al Ro de la Plata en 1622. Su cuado, don Juan de Bracamonte y Navarra, haba fallecido aqu, tras de desempear cargos graves de repblica. Fue alguacil mayor, regidor, alcalde ordinario y alfrez real. Pase por calles y callejas altas varas de justicia y el estandarte del monarca. Debi aquel boato a su

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    natural inclinacin a los negocios de gobierno, a su ejecutoria, que remontaba a Mosn Rub de Bracamonte, Almirante Mayor de Francia, muy agasajado por el Seor Enrique II, el de las Mercedes; a su empaque prcer y en especial a su hermana, casada con el gobernador Rodrguez de Valds y de la Banda, en cuya flota Bracamonte lleg a Buenos Aires, ao de 1599. En 1618, muri. Doa Leonor de Cervantes, su esposa, le sigui a la tumba, poco ms tarde. Quedaban dos nios: Juan, el mayor, mozuelo tardo y descaecido, y Galaz, que no era ms que un llorar y un balbucir, dentro de un estropajo.

    El marido de doa Uzenda, don Bartolom de Bracamonte, haba partido a su vez, de su vieja casa del Corralillo de la Hierba, en Salamanca, a rendir cuentas a Nuestro Seor. A diferencia de su hermano, el de Indias, dej correr la vida en holganzas y cavilaciones. Slo se ocup de armar ballestas y de adiestrar pjaros de altanera. Slo goz plenamente de las lidias de toros. Su lectura fueron tratados de cetrera y de arte cisoria. Su reposo y su existencia se desliz en reposar constante y obligado, beber altos jarros de vino de Portugal y discurrir delgadamente con otros hidalgos de gotera.

    En 1602, haba tratado a Olivares, cuando estuvo en los claustros salmantinos de estudiante. No se cansaba de recordar el fausto del futuro valido. Ayo, pasante, repostero, mozos de cmara, lacayos, mozo de caballeriza y ama, formaban su squito de tiranuelo. Bracamonte refera que, en ms de una oportunidad, haba chocado con l aquellos mismos picheles de estao, desbordantes del vino de Portugal que alegra el corazn. Despus, cuando el Conde Duque empez a encumbrarse, a lograr prebendas, a azorar a unos y a comprar a otros, don Bartolom le escribi, en hermoso pergamino, para solicitar una plaza en Madrid. Su deseo era pasar a la Corte y ver all de ser gentilhombre de algn prncipe. Aquel caballero de provincia, tan manso y descuidado en apariencia, esconda a un cortesano furioso. Adems, los ducados mermaban. La hacienda, muy roda por los trasabuelos, escapaba, como por tamiz insaciable, a travs de los dedos del judo. Era menester disfrazar los remiendos de la ropilla. El hidalgo garrapateaba cuadernos de letra menuda. Ora enumeraba los servicios de sus mayores a la monarqua, ora propona arbitrios descabellados para duplicar las rentas reales, ora peda esto y aquello... Pero... las cosas de Palacio van despacio... El magnfico seor no contest nunca las memorias que, semana a semana, redact don Bartolom de Bracamonte.

    Hacia el crepsculo de su existencia iba para diez aos que don Gaspar de Guzmn gozaba la privanza un acerbo desencanto haba comenzado a minar sus sueos de podero. Acechaba el desfile de las tardes montonas, en su casa del Corralillo de la Hierba, paladeando el vino portugus de acariciante perfume y diciendo mal del ministro soberbio. Sin embargo, sus reveses no le trajeron a la desesperacin. Su instinto de raza, que le mova hacia la grandeza, pujaba ms que su desilusin y, perdido en vapores espiritosos, evocaba, con lengua titubeante, la poca bella de Salamanca, cuando el Conde Duque arrancaba chispas a la calle de la Ra, bajo los cascos de su mua engualdrapada. Citaba a los Santa Cruz, a los Benavente, a los Sessa, a los Villena, flor de abolengos hispanos, compaeros suyos y del favorito, en cenas opparas con mujeres de amores.

    En aquel recordar ilusorio pues la verdad era harto diversa y nicamente haba charlado con Olivares muy de paso quem sus aos maduros. Todo ardi en la hoguera de invenciones majestuosas que alimentaba su fantasa. Despus de su muerte, la casa se llen de rbulas y de escribanos. Los usureros de nariz corva recorran las habitaciones, blandiendo aqu una espada, palpando all un lienzo, sopesando acull una bandeja. Y doa Uzenda acord de mudar su precaria vivienda de Salamanca, con su hija recin nacida, por la ms segura de sus sobrinos indianos.

    Terrible fue su desconcierto al desembarcar en el Riachuelo de los Navos. Aqulla, la Ciudad de la Santsima Trinidad y Puerto de los Buenos Aires? Aquel msero casar de adobes, con algunas tejas y mucha paja? Adonde, las calzadas sonoras, los templos de fbrica altiva? En vano le explicaron que erraba, que no era sa tierra de metales. Doa Uzenda sollozaba y repeta:

    Llevadme al Pir! Llevadme al Pir! Me habedes engaado, pilotos de desgracia! Sus clculos ignorantes, vigorizados por consejas de bachilleres chanceros y de

  • 8 Manuel Mujica Linez Don Galaz de Buenos Aires

    capitanes heridos por la locura suntuosa de Amrica, suponan un Buenos Aires, un Per y un Mjico (que para ella vala todo lo mismo) que le brindaran el oro a manos llenas. Imaginaba al continente como una mina de vetas gigantescas, que arrojaban a la superficie lingotes ya pulidos. Millares de aborgenes recogan el caudal para los dioses blancos.

    Tard un tiempo en sanar de su decepcin. Ya que no riquezas inauditas, el Ro de la Plata le procur, generosamente, lo que le

    haba negado la ciudad de las Universidades. En Salamanca, su vida haba transcurrido igual, encogida, mediocre, seera. Si abandonaba el casern, que la oprima con su miseria y su silencio, era para confesarse o asistir a misas. Labores de aguja y libros devotos fueron su nico consuelo, en medio de aquel desamparo. A unas y a otros se entreg. De sol a sol, quedaba tras de las celosas de madera, frente a la plaza abigarrada, con una cenefa de casulla en el regazo o el santoral de Villegas abierto sobre un pequeo facistol. De cuando en vez, espiaba el Corralillo. Sus ojos fugaban del enrejado, en pos de las literas principales que acertaban a pasar por all. La ambicin la abrasaba de mohna. Con el destrozado paolito, se limpiaba la sangre de los labios.

    Don Bartolom jams par mientes en ella. Su desvelada pereza le absorba. Sala los domingos a la caza de halcones. De vuelta, se encastillaba en su aposento, taciturno. El resto de la semana, doa Uzenda se esmeraba por retraerse, por fundir su redondo guardainfante con las sombras, para no irritar al amo. Pegado el odo a la cerradura de su estancia, escuchaba el imperioso rasgueo de las plumas de ganso y el sonido de la vajilla de metal.

    Pero en su corazn el deseo soplaba sobre ascuas. Deseo de mando, de primaca, ante todo. Las veces, en el balcn, entrecerraba los

    prpados, como una gata ronroneante. Callaba el refunfuo de la rueca. El sueo le daba lo que no le haba concedido la realidad mezquina. Vea cortejos de esclavos, con quitasoles y botecillos de mudas. Vea carrozas a la puerta de su casa. Sonrea a obispos y a embajadores. Los Maldonado, los Fonseca, los Anaya y los Sols, parientes suyos lejanos, siempre desdeosos, acudan a besarle la diestra. Bandas y veneras alhajaban el jubn de Bracamonte. El Rey, el Rey mismo...

    Fuertes palmadas rompan con violencia su delicioso desvanecimiento. Se sacuda, como si la hubieran daado con un cntaro de agua frgida del Tormes. Don Bartolom atronaba la cocina, exigiendo su vino de Portugal. Seguida por una duea coja, nico servidor de la casa, que con la alegra haba extraviado la cuenta de los dineros que le adeudaban, echaba por las escaleras abajo, para buscar los vidrios polvorientos, cada vez ms escasos.

    As, la dama en el balconcillo y el seor en la alcoba, sin comunicrselo, mataban el da tejiendo quimeras.

    Pero todo aquello, las cuadras destartaladas, el caballero ofendido, el ventaneo acongojado y las basquinas de tela burda, perda tinte y vigor ahora. El pasado era tina pesadilla de angustia. En Buenos Aires, doa Uzenda haba descubierto su voz. El villorrio la recibi como a una virreina. Sus nfulas, atrailladas desde la niez, rompieron las ligaduras.

    Una cosa eran los Bracamonte de Salamanca, tagarotes deslucidos y otra los de Amrica, funcionarios reales. Si all haba que cubrirse el rostro por las calles, a hurtas de los acreedores, ac se paseaba a espacio, a lo dineroso. Si los picaros de all hacan muecas, cuando doa Uzenda mentaba la alcurnia de Mosn Rub, ac ninguno hubiera llevado a tela de justicia la limpieza de la ejecutoria. En Buenos Aires se poda vivir. Faltaban, es cierto, los palacios de piedra y los ttulos de Castilla. Mas no hay que olvidar que en el Ro de la Plata se haba creado una aristocracia puntillosa y que si los caballeros salmantinos se picaban de hidalgos rancios, no les iban en zaga los de la aldea.

    Doa Uzenda rein inmediatamente sobre aquel mundillo. Puso en juego para gobernarlo su astucia de mujer de raza que haba vivido sujetndose y vencindose. Durante quince aos, no cej su intrigar, su insinuar, su aludir. En el casn de la Plazuela de San Francisco, enderez el busto, regal las carnes y mim la lengua. Saludaba a unos con un movimiento levsimo de las cejas y a otros doblando las rodillas y ahuecando

  • Manuel Mujica Linez 9 Don Galaz de Buenos Aires

    la falda, hasta quedar casi sentada a usanza de sastres y de moros. Halagaba a los padres de la Compaa de Jess, mandndoles dulces y a los dominicos obsequindoles frontaleras, cenefas y purificadores, de sedas y linos delicados. Su confesor era un fraile francisco.

    En 1634, hizo labrar dos cajas en Espaa. Una, dorada y estofada, revestida de damasco rosa. La segunda de madera muy fuerte. Esta ltima iba pintada con ramazones de varias flores y con las armas de Bracamontes y Maldonados. Las don a los religiosos vecinos, para que en ellas depositaran los restos de Fray Luis de Bolaos, muerto ya octogenario en aquel convento. Y, en tal ocasin, hubo cabildeos y se obraron milagros y, como un perfume exquisito llenaba la iglesia, las buenas gentes arrimaron escalas a los muros, por ver lo que all aconteca. Y vieron que de las santas reliquias manaba un licor aromtico y que quien lo tocaba sanaba al punto de llagas y postillas. El gobernador, que lo era a la sazn el hermano del marqus de las Navas, entreg a doa Uzenda un pomo con algunas gotas del lquido misterioso. Desde entonces, la dama lo llev en el seno, bajo la valona cariana, junto a un diente de caimn engastado en oro, remedio infalible contra la mordedura de las vboras.

    Con su autoridad, creci su volumen. Se le abultaron las caderas. La papada le rode el cuello, como una gorguera blancuzca, fofa y temblante.

    Amaba a sus sobrinos a su modo. A Juan, el mayor, que una a una estupidez rara un porte claramente seoril y que por ese ao de 1638 era alcalde de la Santa Hermandad, le hubiera querido para esposo de Violante. Delataba su intencin con razonamientos enredados y sonrisas alentadoras. Pero el alcalde ms pareca sonmbulo que otra cosa. Sala de una siesta para tumbarse en un letargo y, en el intermedio, sus miradas erraban por doquier, sin que nada desazonara su limpidez vacua. Galaz deca que si le tiraran guijarrillos a los ojos, se formaran en ellos ondas circulares.

    El paje fue dscolo desde pequeo. Cuando, por orden de su ta, ayudaba a las misas en la Catedral, ocultaba las vinajeras y los cirios. Cabeceaba sobre la gramtica latina, en el claustro de la Compaa de Jess y una vez le encontraron un ejemplar rooso de Las Sergas de Esplandin, al que haba cosido pacientemente las tapas del De puerorum moribus disticha. Prefera la chchara de la servidumbre a la parla engolada de los caballeros. Negros e indios se hubieran dejado acuchillar por l. De ellos haba aprendido ensalmos contra el ojo y la gota.

    Doa Uzenda se esforz por guiarle hacia la iglesia, pero presto se desenga. El comercio no le atraa. Las armas, con aquella figura y aquella indocilidad natural, no sealaban su rumbo. Sin saber qu hacer y ms por quitrsele de encima que por buscar su vocacin verdadera, la seora se concert con el obispo para que le guardara de paje.

    En el Palacio, cuando el prelado dormitaba, Galaz deba ahuyentar a los insectos que mortificaban su reposo. Le acompaaba en sus visitas, caminando junto a la silla de manos. Copiaba, con letra espinosa, su correspondencia; cuidaba con otros dos mozalbillos y media docena de esclavos, del aseo de la casa episcopal y de las tres muas de Su Ilustrsima. Todo ello a trueque de lecciones de canto llano, enseadas tarde o nunca y de algunos principios de teologa, pues doa Uzenda no echaba a olvido su antiguo propsito de verle a la cabeza de la dicesis, bajo palio, para mayor gloria de Dios y de los Bracamonte y Navarra. Adems, Fray Cristbal se obligaba a vestirle, con jubones y calzas que ostentaran sus colores, a acallar su hambre y a darle lecho blando.

    Ninguna de estas condiciones se cumpla. Galaz slo trazaba cmo burlar al obispo. Cuando se le presentaba la ocasin, coga

    la puerta. Haba heredado de su to Bartolom el amor a las plticas ociosas. Cuidaba su pereza como una flor. Pasaba las tardes, sin saberlo su amo, leyendo novelas de caballeras, con Alars y con el mestizo Martnez, o jugando a los naipes en el foso siempre seco del Fuerte, con soldadotes descalzos y barbudos, que haban andado ms tierra que el Infante don Pedro de Portugal.

    Fray Cristbal tampoco le brindaba el Ave Fnix. Terminada la siesta, el benedictino rondaba por las despensillas juntando migajas que encerraba en arquetas, para los tiempos de escasez. Un da de dos, el pobre segundn irrumpa como el viento en la casa de la Plazuela de San Francisco. Gritaba que el obispo le torturaba y que era el peor de los verdugos; que el vientre le sonaba como un parche de tambor; que las sienes le

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    latan peligrosamente; que le dolan los huesos; que su esqueleto no pesaba ms que un celemn; que su cuerpo ondulaba en la brisa, cual una banderola de seda y que por los santos Cosme y Damin se apiadaran de l y le aparejaran que comiera algo.

    Violante se levantaba entonces de la mesa familiar, con aquella gravedad risuea que para todo pona y tornaba con un trozo de liebre o con un pernil asado. El paje devoraba la pitanza, mirando de hito en hito a la doncella.

  • Manuel Mujica Linez 11 Don Galaz de Buenos Aires

    TRES

    EL SECRETO DE LAS INDIAS

    EL TRAJN de los criados prosigui despus de misa. Algunos vecinos chismeaban. Se haban acodado en los postes desiguales. Uno se detuvo, con el hato de ovejas que arreaba hacia el ejido. Por un minuto, convirti a la plazuela en atormentada charca de lanas espumosas.

    Nubes de polvo salan del zagun. Flotando sobre ellas, como diosa airada, vease pasar y repasar a la viuda de Bracamonte.

    Mergelina, la duea coja, hostigaba a los negros remolones. Les daba en la espalda, con su bastn. Era una hembra atrabiliaria, desmolada, con puntas y collares de hechicera. Pesada corcova le deformaba el espinazo. Un incisivo solitario, afilado, violeta, le parta la boca. Traa un mondadientes de oro sujeto a una cadenilla del mismo metal, que le colgaba del cuello. Con l hurgaba prolijamente, cerrando los ojos y chasqueando la lengua, aquel hueso obscuro, cual si esperara descubrir en sus races las pagas que le deba el hidalgo de Salamanca. En toda la maana no haba cesado de gruir. A veces, ejecutando un mandato suyo, un esclavo apareca en el umbral de la puerta y, diestramente, haciendo tornos con la vasija, arrojaba al pantano de la calle un perol de lquido hediondo, o residuos de yantas, o bultos de cosas sin hechura ni aplicacin, que por cierto no olan a estoraques. Enseguida, ocho o diez perros se abalanzaban, con ladridos de jbilo, sobre el convite.

    El rebullicio de los esclavos mora en el ltimo patio. All, echada en una hamaca de fibras gruesas, Violante jugaba con sus papagayos y sus abanicos. Cuando le placa, se refrescaba con una tajada de uno de aquellos celebrrimos melones de Buenos Aires, zumosos, rosados como carne de nios, que los viajeros alabaron.

    Una negra meca la red. Sus movimientos decan la lasitud cimbrante de su Guinea natal. Luego tornaba a su labor, que era peinar a un gato y daba fuertes risadas ante su enojo cortado de bostezos.

    Tupidas higueras las separaban de la huerta. El perfume del limonar traicionaba su cercana.

    Los pajarracos prolongaban su aleteo, en derredor del columpio. El sol les brua el plumaje. Los haba de color azul excitado y de escarlata iracundo, como caperuzas de bufones. Uno, tieso, que pareca un lectoral, no paraba con sus algarabas. Otro se desgaitaba por chillar, a troche y moche: Doa Mergelina est namorada! Doa Mergelina est namorada!. Ms lejos, perchado en una alcndara e inmovilizado por pihuelas de cordobn, un halcn picoteaba una presa. Habanlo cazado en Cochinoca, en el Tucumn, en las fronteras del Per. Doa Uzenda lo conservaba como postrer homenaje a don Bartolom, maestro de volatera.

    En medio de aquellas aves grrulas, los aventadores semejaban pequeos pjaros murmurantes. Desplegaban las alas nerviosas y las recogan despacio o suman el pico de madera y atauja en las manos de la doncella.

    Dos abanicos tena Violante. Dos abanicos y un soplido. Su madre, fiel a la costumbre espaola, habala iniciado, desde los ocho aos, en los melindres de su empleo. A los diecisis, era toda su ciencia de la vida: orar y hacerse aire.

    Y aquella maana se haca aire, lnguidamente, armonizando el ritmo sensual de la hamaca con el desganado vaivn del ruedo de plumas.

    Doa Uzenda le previno que por la tarde la visitaran. Acaso viniera el obispo. Acaso

  • 12 Manuel Mujica Linez Don Galaz de Buenos Aires

    el gobernador tambin y hasta su hijo, ese don Juan Bernardo de la Cueva y Benavides, que estuvo en los sitios y escaramuzas de Flandes y que empezaba a dorar los sueos de la viuda, en desmedro del alcalde de la Santa Hermandad.

    La seora se desviva por los agasajos. Si su sobrino mayor, al volver sobre s despus de uno de los sopores que le derribaban en la cuja durante horas, no la hubiera reconvenido suavemente, todos los das seran de fiesta, en la casa de la Plazuela de San Francisco.

    Y con qu minucia aderezaba el estrado, para tales ocasiones! Los servidores trastabillaban de fatiga, hacia el crepsculo. Verdad que despus alcanzaban largo desquite. Hasta la visita prxima, ratas y polillas invadan el casern, sin que nadie se curara de exterminarlas. Por defensa, las negras encendan un cirio ante las imgenes de San Simn y San Judas. Luego quedaban adormiladas, entre las coles de la huerta. Los negros, o hacan lo mismo, en anchos cueros de toro, o vagaban al azar, por Buenos Aires, para terminar zumbando como abejorros en derredor de las lavanderas del ro.

    Violante hubiera preferido que la dejaran sola, con sus pjaros y su esclava, en el

    columpio de rizados flecos. No pensaba en zalameras empalagosas. La noche anterior, un anciano capitn haba contado, en aquel patio, extraas

    leyendas de Amrica. Eran consejas de ciudades encantadas; de Incas guarecidos en las espeluncas de la cordillera; de hombres blancos, rutilantes, que en algn paraje, desde los golfos de la Patagonia hasta los bosques del Chaco, haban fundado una capital de oro. Amazonas de pecho mutilado atravesaban su narracin. Y pigmeos y gigantes. Y seres bicornes, de patas de avestruz. Y peces cantores que, como las mujeres anfibias de Ulises, escoltaban a los veleros, se zambullan bajo las quillas y las proas y dirigan a los pilotos ebrios, rota la brjula y la razn extraviada, hacia los abismos del mar.

    Snchez Garzn se llamaba el capitn. Tena setenta aos y haba pasado a las Indias de mozuelo. Trastornaba los nombres y equivocaba las fechas. Mezclaba el relato de las proezas autnticas con las fbulas que, muchacho todava, haba odo en Sevilla, en el barrio de la Torre del Oro, a los embaidores y a los mercaderes.

    Por vez primera, Violante sinti, aquella noche, el aguijn voluptuoso del misterio. Crey desfallecer.

    Y eran las siete islas de los siete obispos de Portugal, perdidas en el Mar Tenebroso; y era la Pea Pobre, roca de plata que desviaba el curso del Paran y en la que moraba un gigante; y era Trapalanda y el Paitit y la Sierra del Rey Blanco.

    Una lechuza grazn su agorera, en el campanario de San Francisco. Teros y chajaes le respondieron. En la higuera, se enredaban sombras aceradas. La casa se pobl de ecos y de duendes, chirriaban las puertas. Encima estaba el baldaqun del cielo, con los astros. Lo tajeaban las tijeras del follaje. Y, en el tercer patio, al conjuro del viento, continuaba el desfile de alucinaciones.

    Violante record que los africanos, pegados a los muros, bajo el brazo el cabestro o

    la alcarraza al hombro, le escucharon reteniendo la respiracin. Sus dientes de tiza fulguraban en la oscuridad. Un terror supersticioso les pellizcaba las mejillas y les enfriaba la frente. Creencias desconcertadas, transmitidas de generacin en generacin por los brujos de las tribus, se agolpaban en las cabezas toscas.

    Doa Uzenda haba terciado, alzando los ojos del manpulo que zurca: Esas son engaifas huecas, que os acaloran la imaginacin! Cuando yo llegu al Ro de la Plata, corra la fama que don Jernimo Luis de Cabrera, nieto del fundador de Crdoba, se haba partido a la busca de los Csares. Y al cabo, al cabo, qu trujo? Puede vuesa merced declarrmelo? Arcas de oro? Sartas de perlas? Por ventura una pareja de enanos, como los que vuesa merced pinta y que enviara a la Corte, con atuendo de meninos, para regocijo del Infante Baltasar?

    Cort una hebra con los dientes y recalc: Veinte carretas y sesenta bueyes se le incendiaron en una selva. Y muchos

    soldados tambin. Los ros salan de madre, por su camino. A los que tornaron de la conquista, lstima daba vellos: enfermos e fatigados de hambrunas, comidos de bubas e gusanos que criaban en las carnes. Quin os manda, les pregunt yo a algunos que

  • Manuel Mujica Linez 13 Don Galaz de Buenos Aires

    conoc en Buenos Aires, metervos en libros de caballeras? Violante la haba interrumpido, con desusada rudeza. Rog al capitn: Decid, decid

    adelante... Agora agreg Pedro Snchez Garzn, bajando la voz todas son chirigotas.

    Viene de Madrid un seor gobernador, gran jugador de bolos y de ajedrez, con joyas de diamantes de a trescientos escudos en el cintillo del sombrero. Pasea en silla de manos. Qujase que en la ciudad no hay mesn vividero. Se envicia con la yerba del Paraguay. Las damas se arrojan a entretenelle y hasta los hombres de buen discurso le lisonjean y hacen gran mesura. Queda aqu cuatro o cinco aos. Se cansa de vocear con el obispo, a competencia uno de otro, por nonadas. Engorda sus alforjas y las de sus hijos, legtimos e de ganacia. Luego, el deservidor de Su Majestad vuelve a Castilla, con el despojo de sus contrabandos. Son cosas de poco momento... Denantes, no cejara hasta dar fin y cabo a una empresa blica levantada: retar a un emperador y capturalle o meterse a Dios y a ventura por montes y congostos, o entrar en El Dorado, al son de atabales y de chirimas, para retornar de su gobierno, l, que sali ms pobre que cuerpo de gitano, admirado y regalado como un general de Roma.

    Un temblor de mates, en una bandeja, contuvo sus filosofas. Los galanes de hoy prosiguise ahembran. No saben poner mano a la espada.

    En contrario. La llevan al cinto por lucir el primor de la cazoleta. No quisieran verse en aventuras, como los de Pizarro y Corts. Si les hablis de aquellas hazaas, se sonren. Si les decs de don Pedro de Mendoza, encgense de hombros, a lo socarrn. Pesia tal! Todo es darse maa para salpimentar alabanzas y lograr ans, con pocos trabajos, dineros y honores!

    Doa Uzenda enrojeci. Tan a lo vivo se le representaron los desvelos de su esposo, que percibi el rasgueo familiar de su pluma.

    Hombres de gran cristiandad, prudencia y pecho respondi han servido a Su Majestad gloriosamente, sin haber menester de bravatas. Vuesa merced, seor capitn, naci para escudarnos con su brazo. Otros hay que nos protegen por vas de buen gobierno. Cada gallo cante en su corral y haya paz en el barrio.

    Pero el viejo no atenda a rplicas. Comenz a caminar sobre la tierra bien apisonada, entre las plantas y las sillas, de suerte que, cuando se acercaba a las puertas iluminadas de la casa, su ademn arrogante caa bajo de la claridad de los velones.

    Vamos perdindolo todo! grit, mesndose la barba rala. El herosmo castellano est para despearse. Ignoramos las ocasiones de triunfo que se nos ofrecen. El secreto desta tierra nos escapa. Yo lo palpo, fsicamente, en derredor... (Y separaba los brazos y contraa los dedos.) Es recia cosa! Los bachilleres se burlan conmigo. Nadie me escucha. No cuidan ms que de traficar mercaduras y de matar el ganado, para arrancalle el cuero y vendello al judo portugus. Pero con un soldado no hay chacota: esta tierra no es como la de Casulla, tierra de ngeles, rica de sosiego, holgada, quieta. Aqu corremos riesgo de enmohecer y de infernar el alma. La pampa mesma, con parecer un lago dilatado, ampara cosas que no son deste mundo: trasgos e misterios. De tan bella, Amrica bien pudo ser posada del Diablo.

    Call y bebi un sorbo de yerba. Los servidores, sombra de la sombra, se movan como espectros. Doa Uzenda hinc la aguja en un acerico. La nia se incorpor, anhelosa. El corro de cabezas negras se estrechaba. La ciudad enmudeca. Ni un grillo, ni una esquila, ni un croar de ranas, ni un susurro de hojas. La voz del capitn descendi de tono. Era ahora un balbucir castaeteante.

    Aos ha, cabalgaba yo en mi rucio rodado, al hilo de la medianoche. Tornaba de los Montes Grandes, atronchando por fuera de camino, con harta priesa. Traa los huesos molidos como alhea; la sed me tenaceaba y la fiebre me venca. Era una noche como aquesta, de verano, pero ms escura. Los cascos del caballo, tamborileando en el guijarral, quebraban su silencio. No haba estrellas ni fogatas de cardos. Ya haba oteado, en el horizonte, el casero de Buenos Aires. Poco trecho me faltaba y holgbame dello, pues la calentura y el sueo me daban terribles bateras. Sbitamente, en unos matorrales que a la vera de mi rumbo se hacan, parecime ver un claror. El rucio comenz a cocear y a sudar y a amusgar las orejas. Dile dos espolazos y me llegu ana por conocer la lumbre.

  • 14 Manuel Mujica Linez Don Galaz de Buenos Aires

    Por las entraas de Nuestro Seor! Vuesa merced, Violante, no era an nacida y, ansimesmo, tengo aquel cuadro tan hondamente fijo como si lo hubieran labrado cinceles y buriles. Apart la ramazn y los abroxos y detrs, agazapado, vide un monstruo fiero, desemejado, la creatura ms espantosa que engendraron las miasmas y la carne corrupta. Al punto, reconocle: era el carbunclo.

    Arrieros de los Andes habanme hablado del. Tambin algunos padres de las misiones, que le decan el teyuyagu. Pero aqu, media legua corta de Buenos Aires. .. Era l, era l, malos aos, l y su traza disforme! En la frente, sobre los ojos, tena encajada una piedra cual un rojo cogulo de sangre, de valor infinito, perfetamente cortada e polida. Aquel rub lanzaba la luz que me atrajo.

    Hice nimo de recurrir a la espada y volver por mi vida y los dedos flojos se negaron a obedecer. Mi respiracin era ronca y silbante. La fiebre me haba hundido un capacete de hierro hasta las cejas. All qued un cuarto de hora, con el carbunclo, sin acertar a moverme. Nos mirbamos. Era tal su resplandor que no me dejaba reparar en el resto de la catadura, que adivinaba en forma de reptil viscoso. Al cabo de rato, Dios y enhorabuena pude meter la mano en la faltriquera. Guardaba en ella un rosario: este mesmo y los quince dieces brillaban en la sombra y las cuentas de esmalte sonaban con un ruido de dientes chocados... Cogello y salvarme fue todo uno. Un torrente de vida me llen los brazos y el pecho. Me sacud, me santig y sopl con todas mis fuerzas sobre el engendro. La bestia de Satn se retorci, como si la hubieran arrimado una brasa. Luego desapareci.

    No es charloteo de viejas rezaderas, ni cornica de fantasa concluy el capitn. Lo que os cuento han copiado estos ojos y hunda los dedos magros en las rbitas para siempre. Tierra de locura! Carbunclos y avestruces de fuego, y demonios subterrneos que custodian las huacas, y cerros encantados que se enojan, con bramidos y estertores, y salamanqueros negros que asoman las cabeticas en las minas de oro y danzan sobre los cadveres! Tierra de muerte, de locura y de misterio! Yo os digo que es razn que nos levantemos, con armas y soldadesca, con escapularios y reliquias, para domealla. Si no saltar en pedazos, para abrirnos horrenda sepoltura. Andis ufanos como chantres, de haber conquistado las Indias. Torpeza! Las Indias os han conquistado a vosotros y os aherrojan da a da, con su cepo de espantos desconocidos. Hasta que no hayamos exorcizado cada mata y cada brea, hasta que no hayamos desbrozado los bosques y borrado las huellas del mal ngel y ahuyentado a su cohorte de vestiglos, el Rey no porn llamar suya a la Amrica florida...

    Una brisa leve despeinaba el follaje. Snchez Garzn estaba de pie, con el rosario enroscado en el recazo de la espada. Todava dijo:

    Qu queris? Vano es argir con labradores y escribanos. Nadie les saca de sus aritmticas. Pero aquel que descubriera a El Dorado y lo brindara, como perla la ms blanca y valiosa, a nuestro seor Felipe, que guarde Dios, se sera ms digno de consideracin y pompa que los que amasan escudos copiando papelotes. O, sin emprender viajes a comarcas luees, bastara que consiguiera reducir a prisin al fantasmn injurioso que aqu mesmo, de seguro, aqu mesmo, entre nosotros, se disimula...

    No le dejaron seguir. Doa Uzenda, un tanto descolorida, musit: Vuesa merced, seor Garzn, ha logrado asustarnos. Calle, le encarezco por Mara

    Santsima, y no se enzarce ms, que parece que lo hiciera aposta. En aquel momento, oyse un rumor de ramas y hojarasca. Todos levantaron la vista.

    Doa Mergelina lanz un gritillo estridente, de roedor enjaulado. La seora apostrof: Abrenuntio, libranos domine!. All arriba, una cosa negra y peluda revoloteaba, diseando crculos cada vez ms bajos.

    Un esclavo gimi:Un lima! Otros sollozaron: Slvamela Dios de la diabro!... Huyeron hacia la puerta, hacia la calle, hacia los aposentos interiores. Nada detena su desbandada, ni las reprimendas de la viuda, ni la lluvia de palos que provocaba la duea. En medio del patio haba cado un murcilago.

    Echada en su hamaca indgena, Violante se relama con el recuerdo de la noche

    anterior y de las palabras del capitn. Evocaba la gesta de los hombres de hierro, por l

  • Manuel Mujica Linez 15 Don Galaz de Buenos Aires

    descritos, y la comparaba con la existencia oa de los vecinos de la aldea. Hubirale gustado hallar un paladn de verdad. Hermanaba su imagen idealizada con la de los hroes de las novelas que Galaz le prestaba a hurtadillas. Un desencanto total le amargaba los labios con acre sabor de cenizas. Escapar de la monotona de Buenos Aires... Acaso esa quietud uniforme, ese desmayo que no se curaba ni con bizmas ni con ungentos, no sera obra de un duende ms, un temible duende burln que pasaba sus das sofocando esperanzas y secando sueos?

    Los abanicos se le deslizaron de las manos inactivas, abandonadas en el verdugado de vellor. Rodaron al suelo. Violante se inclin a recogerlos. Un pecho menudo, redonda flor de plumas, salt de su jubn emballenado. Ella lo guard prestamente, ojeando azorada. La esclava ri y fue un fracaso de cristaleras. El gato arque el lomo y maull su risa de felino.

    Un rumor semejante al de la noche pasada se dej or, entre las hojas verdes y grises de la higuera. La nia se ech a temblar, sobrecogida como vicua medrosa. La negra rezaba: Plegata Dios que non sa Mandinga!. Y, la mano en la mano, entraron en la casa, con gran ruido de faldas y de pies apremiados.

    Del otro lado, hacia la huerta de naranjos y limones, una sombra se descolg. Era Galaz. Marchaba con el rostro encendido, deseoso de ganar el postigo trasero. El corazn le golpeaba impetuosamente, bajo la ropilla, como aldabn de palacio.

  • 16 Manuel Mujica Linez Don Galaz de Buenos Aires

    CUATRO

    EL OBISPO Y LAS GALLINAS

    PASADAS LAS CINCO, comenz a llegar, a pie o cabalgando, rara vez en silla de manos, gran concurso de gente. Estaba all la prez granada de Buenos Aires. Traa adherida al traje y a los movimientos, como ptina sutil, la dejadez de la siesta. Algunos chicuelos legaosos haban acudido al olor del regocijo. Embarazaban el zagun, suplicando: Apare limosna! Por su salusita, seor gentilhombre, apare limosna!.

    Haca una hora que vaheaban los pebeteros en el casn. Doa Uzenda quemaba en ellos el blsamo del Brasil, que los guaranes de las misiones obtenan del copal de grueso tronco.

    Era el estrado una cuadra grande, rectangular, sin Ventanaje, iluminada apenas. Por la puerta que abra al patio, velada de hojas y brotes, penetraba el aire tibio de la tarde. Muebles macizos obstruan el aposento. El vapor del sahumerio los cea de algodones. En la testera, sobre un bufetillo, un Cristo lloraba lgrimas de carey. Colgaban encima dos retratos, tan ahumados por los cirios, tan atenuados por la espesa neblina fragante y, finalmente, de tan burda calidad, que lo nico que de ellos se alcanzaba eran los zapatos y las medias. Inscripciones de ortografa dudosa ilustraban sobre el linaje de los modelos. Pero bastaba apreciar las botas y el galgo cazador del uno, para saber que se trataba de don Bartolom de Bracamonte y el calzado con rosetas de encaje y las medias de pelo del otro, amn del mulatillo que en un ngulo de la tela le tena los guantes de gamuza, voceaban que aqul era su hermano, don Juan, el de Indias.

    Hacia el fondo, hallbanse los cuadros religiosos. La luz mortecina de las velas los pintaba y despintaba. Eran de San Blas, abogado del mal de garganta; de Santa Brbara, auxiliadora contra truenos y tormentas; de San Roque, purificador de pestilencias, y de Santa gueda, socorro de los pechos y que estaba representada sonriente, aniada, dulzona, peinada a la manera espaola, con dos muones en el seno y los pechos servidos en una bandeja, como frutas.

    Una alfombra de tres ruedas, muy hollada, cubra las grietas del suelo. Sentada encima, sobre una almohada, se pavoneaba doa Uzenda. Sus caderas desbordaban en el terciopelo moribundo. En el cabello habase anudado una lazada de colonia. Vesta de luto e impresionaba, de tan monumental, cual un catafalco, o cual un palafrn con gualdrapa fnebre. Aquella majestad de tmulo patricio, las voces confidenciales, el olor del benju, contribuan a crear una atmsfera asfixiante de velatorio. Delante de la viuda, fulgan los bronces de un brasero lleno de ceniza. El bisbiseo de las seoras chisporroteaba alrededor. Los abanicos no se daban reposo.

    Los caballeros permanecan en el patio. Les reciba el alcalde de la Hermandad, ms lelo que nunca. De vez en vez, encubrindose, bostezaba y se haca cruces sobre los labios.

    Y del patio a la casa, gobernados como tteres de retablo por los prpados de la duea, los negros llevaban y traan sin cesar, perfumados azafates de plata de Lima, con barquillos, con calabazas de mate, con agua y con aloja, con orejones hechos a cuchillo por mano diestra de esclavas, con fruta seca y verde. Se ponan de hinojos para ofrecerlos. As lo que quera el orgullo de doa Uzenda.

    Doa Polonia de Izarra se quej de dolor de dientes. Su esposo, el general de Gaete, que a travs del follaje oy su plair inconfundible, exclam con tono desabrido:

    No paren mientes en ella vuesarcedes. Todo es llorar y mojigatera por quequiera.

  • Manuel Mujica Linez 17 Don Galaz de Buenos Aires

    Pero las damas, golosas de enfermedades, echronse a discurrir sobre el mal, como si paladearan confituras de monjas.

    Doa Ana Mara Naharro de Castro mantuvo que si se coloca una ristra de aceitunas horadadas en el cuello, la inflamacin mengua y el padecer se rinde. Doa Ins Romero de Santa Cruz fue ms lejos. Conoca y su voz prudente se desmenuzaba en cuchicheos el ensalmo de don Francisco de Aguirre, aquel valeroso capitn de la guerra de Arauco que renunci a sus hechiceras ante el Santo Oficio. Dijo, en forma casi inaudible, rogando por Dios que no las publicaran y protestando de su Bondad, las letras que era menester escribir en un asiento y la suerte de daga que sobre ellas haba que clavar de punta, para que no se frustrara el conjuro.

    Alborotse el cotarro. La viuda mir hacia el patio, desconfiada. El hbito blanco de un dominico tapaba la puerta.

    Doa Ins prosigui, despus de una pausa, con mil sales: No s cmo vuesa merced, seora Uzenda, corre el albur de guardar en sus

    aposentos cirios apagados. Yo, en cuanto mato la luz de uno, lo envo al trascorral. El humo de cirios daa a las mujeres en preez.

    Una de las velas, que en cumplimiento de votos alumbraba la imagen de San Roque, habase extinguido. En lugar de la llama, un airn finsimo y grisceo creca hacia las pstulas de oro.

    En notndolo, una dama se alz del grupo, con gran tintineo de dijes. Corri entre las almohadas, para sofocar la columnilla vacilante. Era cincuentona, boquisumida, la tez quebrada. Llambase Gracia de Mora. No tuvo hijos en su juventud. Menos poda esperarlos en lo desapacible de la otoada. Siempre andaba con arrumacos y ros y anillos de doncellica. Haba nacido en Vianna do Castello, mas prefera que no se le hablara de Portugal. De all tambin era su marido, Sebastin Gmez. Poco a poco, valindose con derroche del arte adulatoria, habase insinuado entre aquellas matronas, hasta que stas aceptaron su compaa. Pero doa Gracia no ignoraba que su posicin era incierta y, para resguardarse, elevaba a diario bastiones costosos. Ora mandaba a una hidalga tres o cuatro metros de tela de alcarchofada, producto de contrabandos equvocos con negreros de Angola; ora unos zapatos de tacn alto, a la de ms all; ora un bote de sebillo que tersaba la piel, o una receta de guisados andaluces; cazuela de berenjenas y cuajarejos de cabritos. Tena la sonrisa sobre la boca, como una mascarilla. Se esforzaba por dominar los cabeceos de su idioma natal y slo consegua modular una jerga melosa, contoneada, suspirante, castellano de hamaca y de serrallo.

    Volvi con el cirio. Sobre el pabilo, apretaba sus manos exornadas de sortijas. La conversacin oscilaba, titubeaba. Con todo barran los ventalles. Inicibase un

    tema para dejarlo en breve. Ya eran noticias espeluznantes de piratas de Baha, que doa Gracia comentaba con palmoteos y chillidos. Ya era una portuguesa cuyo judasmo se presuma, porque cambiaba de camisa los sbados y porque traa al cuello una sarta con doce medallitas y doce son las tribus de Israel. Ya se aluda a las langostas y a las reyertas de los mestizos y a unos polvillos milagrosos que curaron de tercianas a la condesa de Chinchn, virreina del Per.

    Una negra anunci al obispo. Todas se pusieron de pie, para darle el bienvenido. Hubo un ludir ligero de faldas de tafetn que hacan pompa. Doa Uzenda toc con los labios el guante morado, a medio descalzar. Las dems hicieron lo mismo, por su turno. Violante, que haba permanecido aislada de la parleta, acudi al besamanos. Caminaba como hembra de alcurnia, sin esfuerzo y sin afectacin, guiando a las maravillas su abultado guardainfante entre los taburetes esparcidos.

    Fray Cristbal avanz hasta uno de los sillones de vaqueta que le apercibieron. Se apoyaba en el hombro de Galaz de Bracamonte. Cada paso le arrancaba un rezongo y le convulsionaba el cuerpo. Derribse en los cojines y pidi agua. El paje le arrop las piernas con un cuero de vicua, que se aconsejaba para mitigar los achaques gotosos. El prelado tena manos y rostro como de piedra pulimentada. Era cenceo, de quijadas salientes. Una barbilla le prolongaba la faz. De tan espiritual y alabastrino, evocaba las estatuas orantes que coronan los sepulcros nobles.

    Los seores abandonaron el patio, por cortesa. A su entrada, la habitacin reson con zapatones y espuelas.

  • 18 Manuel Mujica Linez Don Galaz de Buenos Aires

    Excepcin hecha del almirante Luis de Aresti, sobrino del obispo, del cura rector de la Catedral y del arcediano, el resto alimentaba enojos diversos a los que diera pbulo el nimo quisquilloso del benedictino.

    El general don Gaspar de Gaete, don Enrique Enrquez, Juan Barragn, padre de Alans Snchez y el mayordomo del Hospital, Hernn Surez de Maldonado, formaron un grupo, bajo los retratos. Eran, todos ellos, hermosos tipos raciales. El sol y el viento de las estancias, en el pago de la Matanza o el de la Magdalena, les haban curtido la piel. Las palmas tenan callosas del roce de la brida y de andar entre jiferos, haciendo en ocasiones su oficio, para adiestrar a los bisonos y ensearles cmo ha de hincarse la faca, para desollar la res cumplidamente.

    El general usaba el cabello corto, a la antigua. Su esposa le haba obligado a colocarse una gorguera atiesada, encaonada, como las que se gastaban en tiempos de Felipe III. Mova la cabeza con dificultad. Pareca que se la hubieran tronchado y que reposara, lvida, en absurda bandeja de bolillos. Haca ya media hora que trataba de explicar una invencin curiosa de un jesuita y se enmaraaba en laberintos.

    El papel de sellos remach es el papel de sellos. .. Entindalo el Padre Salazar, que lo concibi! Cosas de Madrid, os digo! Argucias de salteador o puntos menos! Queris comprar o vender, recibir o traspasar, pretender, solicitar o requerir? Ah tenis el papel sellado, con letrero, escudo y orla. De precio vario lo hay, disparatado siempre, segn la solicitud que agita vuestra pluma. Vosotros pagis, corderillos, y el Conde Duque se despatarra en su trono de imperante...

    Por segunda vez, doa Uzenda dio muestras de recelo. No le agradaba que en su estrado se barajase poltica.

    Y doa Gracia, la portuguesa, sacando la lengua y mordiendo la punta: Ay, general don Gaspar! Cmo nao se va arriedro vosa seora, falando de la

    guisa en casa de Bracamonte? No cae en cuenta del trato que le uni a don Bartolom? Las miradas de los presentes se posaron en las botas del lienzo. La viuda hizo punto

    de honra en defender a Olivares. Calor delicioso le acariciaba las entraas, como si acabara de catar un vino linajudo. La fbula de la amistad del valido haba hecho carne en ella tambin. Gaete se aturrull. Dos fuerzas combatan en la intimidad de su fuero: la que le picaba contra el Conde Duque, cuya omnipotencia celaba, y la que le adverta que fuera prudente. La espadilla de la ansiada Orden de Santiago divida sus pasiones, como fiel de balanza.

    Pero el obispo levant la diestra. No haba dicho palabra todava. Por la estancia, corri el presentimiento de que el relato de todos escuchado y resabido estaba en puertas.

    Se me alcanza recit Fray Cristbal que debemos cumplir la pragmtica sin criticalla. Si es menester pagar papeles, pagallos, que ans lo quiere la grandeza del reino. Son zarandajas, pequeeces. Yo no he titubeado, loado sea Dios, os lo prometo in verbo sacerdotis, cuando me toc cumplir como corresponda. Y aquello no era meter mano a la bolsa por maravedes. En la provincia de Guayr, dicesis del Paraguay, los mamelucos pusieron asedio rigoroso a Villa Rica del Espritu Santo, y yo, manso apacentador de ganado divino...

    Disfrazando la intencin, los caballeros tornaron al patio. Las damas departan con recato, escondindose tras el ruedo del soplillo. Galaz, Violante y Alans, quien se haba colado en la cuadra, platicaban en un escao. Mergelina rondaba las cercanas. Sus tocas no podan apartarse de la doncella. Y el obispo continuaba, arrebolados los carrillos de herosmo, sin ms auditorio femenil que doa Uzenda. El dominico, el arcediano y el cura hacan que le atendan, aprobando a destiempo. El almirante y el de la Hermandad marcaban su presencia con ronquidos sordos.

    En mitad del cuento, una negrilla despavorida asom la jeta y los pendientes. Siola, ta el gobelnadol. Los ventalles se detuvieron a un tiempo. Un abanico de baraja tumb sus varillas a

    diestro y a siniestro. El prelado par de narrar. La viuda lanz una mirada agnica hacia la puerta. No haba previsto tal aprieto. El

    obispo del Ro de la Plata y el gobernador de Buenos Aires! El gobernador recin excomulgado y el obispo por que le haba puesto en tablillas! La plvora y el candil!

  • Manuel Mujica Linez 19 Don Galaz de Buenos Aires

    Ambos en su casa, en su estrado! Oprimente ahoguo le trab la lengua. Quiso expresar que esperaba la visita del funcionario para ms tarde. Slo atin a articular:

    Tenedle vos, Olalla. Pedidle que aguarde. Ya vo, siola, Jes, facmolo como lo mandas. Doa Uzenda se postr casi a los pies de Fray Cristbal. Este, que en su chochez no

    comprenda su frenes, busc de alzar a la gruesa dama que ante l derramaba carnes y brocados. Se lo estorb la hinchazn de las articulaciones. Cogise entonces la pierna dolorida y la frot tristemente. Pero all estaban su sobrino y los Bracamonte y Juan Barragn y el general y el arcediano. Le arrebujaron en su manteo. Le tendieron el sombrero de canal. Cargaron con l, pese a sus protestas, aplacndole con explicaciones apremiadas y desrazonables. Por patios y corrales, sacronle en andas de la finca. Las damas le echaban aire con los abanicos. El halcn tucumano encresp el plumaje en su percha. Un loro despert para desentonar: Doa Mergelina est namorada!. La viuda sala de un soponcio para caer en otro. Rezaba entre dientes. Gimoteaba: Ilustrsimo Seor! Ilustrsimo Seor!.

    Volvi la comitiva alterada. En un segundo compusironse los semblantes, sosegronse las golillas y aderezronse las ropas. La resina del copal teja doradas volutas.

    Rogad a don Mendo que pase dijo doa Uzenda, y un hipo le desencaj la faz. Recogise un repostero apelillado y el gobernador apareci en el marco de la puerta.

    Con el pauelo de holanda, espantaba las moscas. Calbase espejuelos de cuerno, no porque los necesitara, sino por la autoridad que le prestaban. Su empaque publicaba hidalgua. La roja cruz de los caballeros santiaguistas resaltaba sobre el traje fnebre.

    En mil norabuenas vengis, seor de la Cueva y Benavides. Galaz no haba acompaado al obispo. Le sent en su vieja silla de manos, que

    arrimaron al postigo de la huerta y le vio partir, mascullando y mesndose la barba, entre el licenciado Juan Vizcano de Agero, cura rector de la Catedral, y el arcediano de la misma, don Pedro Montero de Espinosa. Los clrigos gesticulaban bajo sus amplios sombreros de teja y se levantaban las ropas talares, por no enfangarlas.

    El paje torn despus al escao, a la sorda. La ocasin de quedar junto a Violante se le haca almbares. Cuatro veces anduvo el patio, antes de entrar en la cmara. Repar all que su sitio haba sido ocupado. Ay, no slo l la recuestaba! No slo l beba los vientos por sus ojos, por su talle de espiga, por su boca y por aquel cabello negro, aliado con copete y rizos!

    Don Juan Bernardo de la Cueva, hijo del gobernador, le haba substituido. Galleaba, como bravucn. Se golpeaba los calcaares y los espolones con la vaina. Juraba por espaderos y por maestros de esgrima famosos: Hiernimo de Carranza o Pacheco de Narvez. Habase puesto de ostentacin, a las mil lindezas, con calzas de obra y ligas azules. Sus mostachos erizados, tremebundos, pegados a los mofletes, proclamaban los beneficios de la bigotera de badanilla.

    Violante sonrea a sus requiebros aparatosos. El teniente general a guerra los sazonaba con episodios de las campaas de Flandes, que le servan para acreditar su destreza y su decisin. Estropeaba los nombres de villas, ciudadelas y ros. Llamaba al Escalada, Escuenque y a Maestricht, Maestriave. Refera que, por un ao, haba dormido con la gola puesta y que la tena sealada en los hombros. Se atusaba las guas jactanciosas del bigote. Exhiba una cicatriz en el codo derecho y un chirlo en la frente. Declamaba cual farsante de corral de comedias. Sus ojos rodaban entre las seoras. Sorba las calabazas en un santiamn, para llevar adelante el galanteo, con la prisa y tctica que le valieron en las plazas flamencas.

    Alans se haba recostado en el torneado espaldar. Ms que nunca, con el juego de los velones, su cabello pareca dorada espuma. La pantomima y las bravatas no llegaban a conmoverle. Pero Galaz se morda los puos. Meda su estampa casi desandrajada, de segundn, de pobreto, de pajecillo sin ms hacienda que su picarda y el garbo lucido del teniente general. l era un mozuelo, pura osamenta; el otro hombre cabal. Le vea bien abastecido, bajo el coleto de pellejo de ante y se miraba agotado, lastimoso, en su jubn servil. Ah, si l hubiera sido el mayoraz


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