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Oriente y Occidennte a Comprender

Date post: 31-Jan-2016
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historia comparativa
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ORIENTE Y OCCIDENTE : hacia la comprensión mutua

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ORIENTE

Y OCCIDENTE

HACIA LA

COMPRENSI6N MUTUA

GEORGES FRADIER Ig

UNESCO

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Publicado en 1960 par la Organizacih a!e las Nm’on~s Unidas para la Educación,

la Ciencia y la Cultura, place de Fontenoy, Paris-Te Impreso por Drukkerij Holland .N. V., Amsterdam (Países Bajos)

0 Unedco 1960

MC.59/D.41,%

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Índice

Introducción . . . . . . ......... 7

El Oriente indefinible . . . . ......... II

El foso de la historia . . . . ......... ‘5

La época de las incomprensiones. ......... 23

Los pasajes no son secretos . . ......... 27

Los orientales, pueblos modernos. ......... 32

El Occidente misterioso . . . ......... 35

La comprensión como meta . . ......... 38

La labor de la Unesco . . . ......... 40

Para la portada se han utilizado una foto de Gilbert Étienne, tomada de la obra Inde sacrée [izquierda], y una foto Giraudon [derecha].

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Wer sich selbst und andre kennt, Wird auch hier erkennen : Orient und Occident Sind nicht mehr zu trennen.

Goethe - Westöstlichar Diwan

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Introducción

Hay formas cándidas de la ignorancia. Citemos, por ejemplo, el caso de aquellos antiguos cartógrafos que, tanto en China como en Europa, problaban de ridículos monstruos las “tierras desconocidas” -es decir, la mayor parte del mundo- cuya existencia a duras penas admitían; o el de ese personaje de comedia que, hacia I 860, observaba con aires de hombre advertido que las lenguas extranjeras debían tener, después de todo, una cierta utilidad “ya que sin ellas los extranjeros tendrían dificultades para comprenderse mutuamente” ; 0, para citar un caso más, la ignorancia que se refleja en la pregunta que muchos buenos occidentales, con la mayor naturalidad y mientras le ofrecen de modo gentil una copa, suelen hacer a un indio amigo nuestro sobre el número exacto de sus esposas.

Pero si es verdad que estas formas de ignorancia no tienen remedio, otras hay, en cambio, que sí pueden ser corregidas, sobre todo porque quienes las sufren no encuentran motivo alguno para complacerse en ellas. Tal es el caso de innúmera gente -hombres y mujeres cuya edad oscila entre los años de la adolescencia y los de la madurez- que hoy experimenta, por su falta de conocimientos suficientes, una franca desazón ante el irritante problema que se denomina el Oriente.

En efecto, se habla del Oriente como de un oscuro enigma que solo podrían descifrar los especialistas : continentes demasiado vastos, mares desconocidos, inmensas naciones de las cuales se hablaba muy poco antaño porque se solía considerarlas como imprecisas provincias o aledaños pintorescos de imperios de acusado carácter occidental ; pueblos increíblemente diversos y numerosos y que hablan lenguas tan múltiples y diferentes como las mismas regiones donde florecen y que, en fin, poseen tradiciones filosóficas, religiosas y literarias al mismo tiempo antiguas y extrañamente vivas, según parece.

Ahora bien, los occidentales habían aprendido de paso, al correr de un texto de historia o de una página de ética elemental, que tales religiones y culturas en efecto existían. Se habían hecho fotografías de monumentos ; estatuas y pinturas llegaban a los museos y tiendas de Occidente. Podían parecer curiosas o impresionantes, incluso bellas. Pero sólo pertenecían al pasado y, con frecuencia, a un pasado suma- mente vago. iCuál era la historia de esos pueblos? En los manuales escolares sólo se hablaba de ella en relación con el Occidente. Por ejemplo, los árabes hacían su aparición para invadir España y para

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combatir en Palestina en torno a los Santos Lugares, después de lo cual volvían a la nada. La India surgía de una noche encantada y legendaria para ser explotada, desde el siglo XVI al XVIII, por dos o tres compañías mercantiles. La China salía de su hierático aislamiento para acoger a los “civilizadores” de la guerra del opio, mientras que el Japón, anquilosado desde hacía doscientos años en la armadura de un samurai degollador de misioneros portugueses, obtenla en 1853 exactamente el derecho a dos párrafos en un manual.

Por consiguiente, nuestra ignorancia pudo a menudo explicarse y hasta excusarse. Pero hoy es intolerable. Parece peligrosa en un momento en que la verdadera política se hace en escala mundial y en que las palabras “el destino de la humanidad” no pertenecen exclusiva- mente al vocabulario de los moralistas sino al de los periódicos, que expresan más o menos claramente la conciencia y la inquietud de nuestro tiempo. Todo el mundo sabe y comprende que la paz, el progreso general y la prosperidad del mundo pueden depender también de la evolución, de las decisiones y el trabajo de países que se sitúan todavia sin gran precisión <<en Asia” o <‘en Africa” , pero que ya nadie se atreve a calificar de exóticos. La solidaridad profunda de todos los pueblos no necesita demostración; y hasta cuando se piensa sobre todo en la solidaridad económica, se tiene necesidad de conocer algo más que los aspectos industriales y comerciales. Hasta el menos interesado se pre- gunta con curiosidad: ;Qué son en realidad esas naciones a las que estamos desde ahora ligados para bien o para mal? LQué puede esperarse de ellas? $Xmo ven el mundo?

Esta última pregunta supone una curiosidad mucho mayor que la que pueden provocar ocasionalmente la preocupación por el porvenir y la lectura de la gran prensa. Interesarse por las ideas y opiniones de un pueblo es querer conocer los aspectos principales de su historia, sus condiciones de vida, su estructura social, sus creencias religiosas y sus aspiraciones. Es querer explorar un dominio que siempre parece difícil de abordar: el de una civilización o de una cultura extranjeras. La ignorancia de las culturas orientales se siente hoy en Occidente, a veces con impaciencia, como una privación. Se expresa más 0 menos en los siguientes términos :

CPuede un hombre considerarse culto si no conoce, por lo menos como diletante, las grandes obras que representan lo que yo llamo “cultura”? . . . $?ii ignora tranquilamente 0 menosprecia el Partenon, los Salmos de David, Hamlet, la Declaración Universal de Derechos Humanos, la Novena Sinfonía, Los hermanos Karama<ov, etc. (lista arbitraria, que puede ampliarse a voluntad)? Q uien desconozca esas obras no podrá comprender una palabra de la literatura contemporánea de mi país y iqué podrá adivinar de mis preocupaciones y de mis pensamientos? Pero, tengo buenas razones para creer que existen en otras culturas obras igualmente importantes y fundamentales, obras clave, como suele decirse. Y yo las ignoro. CPuedo considerarme culto?”

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Sería exagerado afirmar que los muy diversos pueblos del Occidente se conocen perfectamente entre ellos. Más de una vez se han manifestado sus incomprensiones y, cuando se trata de cultura, cierto espíritu localista que les impide apreciar en lo justo los valores del vecino. Sin embargo, esos pueblos jamás se consideran muy alejados unos de otros; en Europa o en las Américas, no ven ninguna barrera cultural que no sea fácil de franquear con muy poco trabajo. Es posible que al terminar sus estudios un polaco casi no haya oído hablar de Portugal, pero ello no le impedirá formarse una idea relativamente exacta de su clima, sus habitantes y recursos. Sabe que comparte la religión de ese país y que a el, como a los escolares de Lisboa, le han enseñado que después del Imperio Romano vienen la Edad Media y el Renacimiento. Si además, como es muy posible, ha aprendido un poco de latín, podrá abrir un periódico portugués y a primera vista descifrar y comprender palabras y frases. En otros términos, puede sentirse en pie de igualdad con un pueblo, una literatura y un modo de vida de los que no conoce sino lo esencial: los vínculos de parentesco con su propia cultura. Igualmente, en lo que concierne por ejemplo a Ottawa, la información de los napoli- tanos, de los lioneses o de los bruselenses deja probablemente mucho que desear. Pero tienen conocimientos casi instintivos sobre los habitantes de Ottawa o sus características : lenguas, religiones, origen étnico, vestido, alimentos, intereses políticos y deportes preferidos. Son parientes, y parientes muy cercanos, a pesar del océano. Las culturas nacionales del Occidente pueden o no apreciarse mutuamente, pero se entienden, en todo caso, como variaciones sobre un mismo tema.

Pero cuando esos occidentales, que adivinan tan bien su unidad fundamental, se vuelven hacia un pueblo de Oriente, están completa- mente perdidos. No les faltan estereotipos para imaginarse un “paisaje árabe”, la silueta de Gandhi, arrozales chinos, las rosas de Ispahan y los jardines de Kioto. Pero saben que esas nociones tan diversas no les enseñan nada sobre los árabes, la India, Irán, China o el Japón. Todas las claves de que disponen en su Occidente les parecen inaplicables y falsas en cuanto se trata de las tierras de Africa o de Asia. Allí, las lenguas, las creencias, las costumbres y las razas tienen la característica de ser “orientales”, lo que debe significar que no tienen nada de común con el Occidente, que se aplican a realidades humanas enteramente distintas y que para conocerlas hay que aprenderlo todo con paciencia y tras largas y minuciosas investigaciones. Es otro mundo. Es otro bloque; hostil no, pero radicalmente extraño, cerrado y misterioso. Puede uno recorrerlo durante largo tiempo sin comprender nada, como lo han probado muy bien algunos viajeros. La idea de que más de la mitad de los seres humanos son asiáticos, orientales, no siempre es estímulo para penetrar el “misterio”; por el contrario, puede desalentar.

Las páginas que siguen no tienen otra finalidad que la de examinar brevemente estas dos preguntas : ,$e trata de un mundo extraño? CES posible, sin consagrarle años de estudio, conocerlo bastante bien para

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apreciar sus valores culturales? Los representantes de los Estados Miem- bros de la Unesco, reunidos en Conferencia General en diciembre de 1956, pidieron a la Organización que consagrase durante diez años un programa especial a la apreciación de esos valores. En el curso de esa reunión, celebrada en Nueva Delhi, recordaron que “la comprensión entre los pueblos, necesaria para su cooperación pacífica, sólo puede lograrse si se funda en un pleno y recíproco conocimiento y apreciación de sus culturas respectivas” y reconocieron “la especial urgencia de intensificar entre los pueblos y naciones de Oriente y de Occidente la mutua apreciación de sus valores culturales”.

La urgencia es indudable. iPero la posibilidad? <Está al alcance del vasto público en que pensaban los delegados, es decir, de la mayoría de los ciudadanos, hombres y mujeres, sea cual fuere su condición social u ocupación, que forman los Estados en nombre de los cuales la Unesco nos propone ese esfuerzo un tanto insólito de estudio y de comprensión?

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El Oriente indefinible

Oriente y Occidente son términos imprecisos. Se ha dicho, con frecuencia, que es muy difícil separar lo que designan o mostrar dónde termina el uno y dónde empieza la vigencia del otro. Sin embargo, esos dos puntos cardinales deben tener alguna realidad, por lo menos como representación, ya que se utilizan sin perder su valor desde hace mucho tiempo y suponen un problema. Pero si se admite que evocan diferencias fundamentales, y que en innumerables casos se puede distinguir lo que es oriental de lo que no lo es, conviene señalar los criterios en que se basan esos juicios. Hay por lo menos cinco criterios que se presentan al espíritu: geografía, razas, lenguas, religiones y formas sociales.

Desconfiemos de las fronteras, naturales o “ideales”. Evidentemente no se trata de algunos grados de longitud al este o al oeste de un meri- diano cualquiera. Para un italiano, Marrakech debe estar en Oriente y Sydney en Occidente. Las fronteras naturales se desplazan como las demás fronteras. Para los atenienses del siglo v a. de J.C. existía un Oriente innegable, un Asia, un Imperio Persa. Mil años más tarde, Atenas y Bizancio y Alejandría formaban parte del Oriente. En cuanto a los persas, tenían desde hacía siglos relaciones con los turcos o con negociantes chinos que, para ellos, eran orientales. $e dirá que en la actualidad oriental significa esencialmente “no europeo”? Sin embargo, tratándose de Africa, el término sólo se emplea para designar a las naciones en que predominan la religión musulmana y la lengua árabe; desde luego, no abarca los territorios ocupados por los indios de América ni los polinesios. Por consiguiente, hay que admitir que se trata en conjunto de Asia y de Africa del Norte, sin preguntarse por qué se incluyen así en Asia las Célebes y no Madagascar, y sobre todo sin imaginarse que un sirio, un kirguís, un javanés y un tibetano se sientan miembros de una estrecha comunidad “asiática” u “oriental”.

;Las razas? Hay una llamada amarilla, compuesta de diversas familias, que siempre habitó y que habita principalmente en Asia, en el Extremo Oriente. Ahora bien, es evidente que las razas están mezcladas en Asia de manera tan inextricable como en Europa. Además, muy a menudo las mismas razas se encuentran en ambos continentes. Los antropólogos nos hablan de mediterráneos, de caucásicos o de malayos; miden el cráneo y oponen cabellos ondulados a cabellos lisos. iQué se deduce de esas clasificaciones inciertas? iQue los pescadores de

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Lattaquie se parecen a los de Barcelona, y los campesinos del Punjab a los servios? ;Y que en el pintoresco dominio de las apariencias, -aspectos, porte, gestos, costumbres- las diferencias son a veces mucho más marcadas entre norte y sur que entre este y oeste? Todas estas preguntas y especulaciones no nos llevarán muy lejos.

Existen igualmente lenguas propias del Asia: el chino, el japonés, el grupo tibeto-birmano, el grupo dravídico, etc. Y el turco. Y si se quiere las lenguas semíticas, aunque no estén confinadas al Asia. Pero desde el lago de Van hasta el Decán, más de 300 millones de hombres hablan idiomas que pertenecen al grupo de lenguas indoiranias o indoeuropeas, emparentadas con todos los idiomas latinos, eslavos y germánicos. Por tanto, el Oriente no se puede definir como el territorio de las lenguas orientales, y nuestras lenguas, desde el griego al gaélico, tienen un origen tan oriental como el bengalí. Agreguemos que dos viejas naciones de Europa, que hablan idiomas denominados ugrofineses, completa- mente distintos de los arios, no dejan por ello de ser occidentales.

En lo que respecta a las creencias, no olvidemos el auge de una religión que se define como universal, auge que tan pronto precedió como acompañó en Oriente a la expansión comercial 0 colonial europea. De todas formas, está claro que, en la medida en que las tradiciones religiosas modelan la cultura de los pueblos y la faz de las naciones, la presencia de varios millones de cristianos no impide que el Japon, China, India, Vietnam, Indonesia, etc., sean países de religiones “orientales”. Además, las creencias más venerables y los cultos más arraigados no confieren necesariamente un carácter excepcional a los países de un conjunto más vasto: una comarca del Adriático puede ser de mayoría musulmana sin pertenecer por ello al Oriente, como el Líbano, por ejemplo, tiene una personalidad propia como consecuencia de su mayoría cristiana, pero una personalidad que se manifiesta en un contexto árabe. Hoy no parece posible que las pequeñas minorías, por influyentes y fervientes que sean, modifiquen sensiblemente el clima de una civilización. Si existiese en Gran Bretaña un millón de ingleses budistas, no se aumentaría en uno solo el número de los orientales. Pero, por otra parte, todos recordarán que el cristianismo por su origen es una religión tan “oriental” como el islamismo y el judaísmo, fuente de uno y otro. Es evidente que la fe que poco a poco fue animando a una Europa nueva, pareció en un principio a los ciudadanos conscientes del Imperio Romano, un culto exótico (y además incompatible con la tradición) entre tantos como vinieron a predicar en Occidente exaltados levantinos. Se contestará, no sin razón, que en el siglo xx las confesiones cristianas se consideran de hecho radicalmente diferentes de las creencias más difundidas, por ejemplo, en la India, en el Tibet o en Ceilán. Pero debe añadirse que los musulmanes adoptarían también esa posición, y en los mismos términos. También es verdad que, a la inversa, cuando un japonés habla de las religiones orientales, probablemente piensa tanto en el islamismo como en el cristianismo.

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En suma, los criterios en que pretendemos fundar tantos juicios parecen bastante confusos. No obstante, existe uno que a veces se considera como más seguro o más tangible: el del progreso social, equiparado en general al progreso industrial. Según ese criterio, el Oriente es el vasto dominio de las regiones insuficientemente industriali- zadas, donde se perpetúan las civilizaciones agrarias y las sociedades de tipo feudal o patriarcal. Por eso, dicho sea de paso, hay tantas personas generosas en Europa y más aún en América que explican a los orientales las ventajas de la técnica moderna y las virtudes de la democracia. Parece, sin embargo, que esas lecciones se dirigen a un auditorio global, abstracto, y jamás a un pueblo en particular: si aún quedan unos pocos (entre los más débiles) sin un sistema de gobierno que se ajuste a las normas democráticas generalmente aceptadas, no existe casi ninguno al que no haya llegado o en el que no se refleje la revolución industrial, a veces desde hace ya mucho tiempo.

En realidad, nadie ignora por completo que se produzca acero en el Japón o en China, ni que haya fábricas textiles en el Pakistán o en Egipto. Pero en la imagen que la mayoría de los occidentales se forma de las naciones orientales, esa realidad industrial parece pesar menos que las supervivencias del pasado y los vestigios de la leyenda. Camino de Trambay, centro indio de investigaciones nucleares, el turista fotografiará las carretas tiradas por búfalos. A su regreso describirá esas carretas tiradas por búfalos, extasiándose ante su poética antigüedad, y olvidará los reactores atómicos porque, naturalmente, no funcionan a base de tributos feudales y tabús de casta y porque, en una palabra, no concuerdan con su imagen de la “India eterna”.

Así, el retraso económico de varios países de Asia (y no de todos) reviste, en la representación que se suele tener del Oriente, proporciones enormes, que halagan sin duda la vanidad de un Occidente orgulloso de su progreso técnico y también algunos de sus gustos sentimentales, fomentados muchas veces por las novelas y el cine. El occidental declarará complacido que “nada ha cambiado” en la vida de los pastores mogoles desde la Edad Media, entre los mercaderes de Lahore, desde Aurangzeb, o en una aldea del Irak, desde la prehistoria de Sumeria. Afirmaciones que solo conducen a una conclusión bien poco científica: “Las mismas tierras, las mismas gentes; así es como debían ser las hordas de Gengis Khan, los orfebres indomusulmanes del siglo XVII, etc.” Generalmente, el público acepta encantado esas conjeturas y substituciones, en apoyo de las cuales la fotografía proporcionará, en caso necesario, documentos irrefutables, con tal de evitar los pilones de una línea de alta tensión en la escena mogola y de que en el horizonte de las aldeas milenarias no se vea un viaducto del ferrocarril Basora-Mosul.

Si se pide a un afgano que describa Europa tal como se la imagina, puede ser que empiece por la visión confusa de un paisaje de fábricas, de altos hornos, de centrales eléctricas, de aeródromos iluminados, de ciudades fantásticas con casas de vidrio y de acero en las que una

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muchedumbre febril se mueve sin parar entre sus máquinas, sus alcoholes multicolores y sus pantallas de televisión. Ese montañés debe haber visto algunas películas y hojeado revistas de propaganda. Un europeo, que querrá sin duda corregir su impresión, le dirá: “NO deja Vd. de tener razón. Pero no ha hablado Vd. del silencio de los campos y de los bosques, de la paz de los collados en que anidan minúsculas aldeas entre viñas y vergeles, de la calma solemne de nuestras pequeñas ciudades a la sombra de las catedrales. . .” Y añadirá: “En esas ciudades la vida no ha cambiado radicalmente desde hace siglos”. Y al decir esto no pensará siquiera en algunas provincias de Europa meridional donde la economía es más arcaica que en muchas regiones rurales de Asia. Pensará en cualquier región vagamente “tradicional” : Escocia o Baviera, Turena o el País Vasco. Y en realidad estará con- vencido de que su observación, repetida a menudo, es pueril, de que la vida ha cambiado mucho en esas campiñas y en esas pequeñas ciuda- des, de que cambia todos los días, cada vez más de prisa, como en todas partes.

Pero precisamente son muchos los occidentales que tienen la nostalgia, declarada o secreta, de una sociedad rural y tranquila, de contactos humanos sin choques ni sorpresas en el marco sosegado de las aldeas apacibles y de las jerarquías familiares, de una vida sencilla, lenta y regular, de costumbres arraigadas en creencias inmutables. Esta exis- tencia idílica, que en vano buscan en torno suyo, la imaginan en el Oriente legendario. Pero el Oriente real solo vendría a perturbar sus ensueños, esos ensueños que también se llaman prejuicios. Por eso, lamentando que ya no exista una especie de pureza clásica, viajeros muy honrados, a veces hombres de ciencia, ceden a la tentación de asimilar Oriente y artesanado patriarcal. Si éste ha desaparecido en un país, toda la nación parece haberles traicionado para entregarse al igualamiento mercantil y arrabalero. Así, un profesor de geología escribía no ha mucho en un libro consagrado al Irán: “Inscripciones proféticas, trazadas por el humo de las chimeneas de las fábricas, manchan el cielo más bello del mundo”. Esa mancha, francamente exagerada, sólo predice la evolución industrial que el profesor era el primero en celebrar, sabiendo, además, que nada restará ni al azul del cielo que sirve de dosel a las cúpulas de Ispahan ni a la armonía de los versos de Saadi. Pero la frase revela íntimo pesar: por qué no se habrá detenido el tiempo en los bellos días de un contemporáneo de Shakespeare como Abbas el Grande, cuya corte feudal, con sus hermandades y corporaciones, su ejército caballeresco y sus escuelas de poesía religiosa componían un conjunto tan profundamente oriental. “Mais ou sont les neiges d’antan?” 2Dónde están los fastos de príncipes como los Habsburgos o los Médicis, cuyos palacios tuvieron un sello quizá más oriental que los grandes almacenes de Tokio o la estación de Kandy?

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El foso de la historia

El Oriente no está poblado por una humanidad diferente, eternamente distinta de los pueblos europeos por sus lenguas, razas y religiones, y al margen hoy, económica y socialmente, del siglo xx occidental. Se puede admitir esa proposición, se puede incluso considerarla evidente, trivial y rechazar, sin embargo, la idea de que ese Oriente sea realmente inteligible. “Esas dos partes del mundo, suele decirse, han evolucionado aparte, cada una en su órbita, Quiérase o no, ha habido una separación entre Europa y el Oriente. Es indudable que la naturaleza no ha abierto ese foso, debe haberlo hecho la historia. Las culturas occidentales se conocen como tales desde Homero, y desde entonces iqué hubo de común entre ellas y las civilizaciones de Oriente? No es, pues, de extrañar que esas dos realidades, mal definidas pero separadas durante veinte o treinta siglos, apenas puedan comprenderse . . .”

Sería curioso examinar esa objeción en detalle, por países y por épocas. Tal estudio exigiría casi por entero los seis voluminosos tomos de la Historia del desarrollo cientíjco y cultural de la humanidad que prepara para la Unesco una comisión internacional de historiadores. Sin embargo, en proporciones mucho más modestas, debe ser posible esbozar ese estudio o sugerir algunos de sus puntos principales.

No cabe duda de que durante muy largos períodos ciertos países de Asia tuvieron muy poco contacto con el mundo occidental. Las grandes invasiones de los pueblos nómadas solían interrumpir las relaciones comerciales, cortar las rutas y levantar entre naciones vecinas murallas casi infranqueables. La India desde els iglo III hasta la caída del Imperio Gupta, China en el siglo IV y después bajo los T’ang y los Song, desde el siglo x hasta el XIII, sufrieron así a los hunos o a los tártaros, que no contribuyeron a la libertad de los intercambios pacíficos.

Pero, a pesar de las incesantes luchas fronterizas y del desmorota- miento de los imperios, sería falso creer que el tráfico de bienes y de ideas se detuvo por completo durante tan largos años. En el comercio, la historia conoce muchas retiradas provisionales, pero muy pocos bloqueos eficaces. De todos modos, la intervención de los pueblos de la estepa que, unos tras otros, causaron tantos desastres antes de civilizarse, y de convertirse, según los casos, en iranios, indios o chinos, sólo ocuparía una pequeña parte de la crónica de las relaciones culturales. En China, no tendría posiblemente más importancia que las grandes invasiones en

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Europa, que para los contemporáneos parecían presagiar el fin del mundo o el advenimiento definitivo de los bárbaros y que hoy, vistas a distancia, sólo constituyen un episodio de la historia de Occidente. Al margen de las catástrofes (hasta ahora) la vida continúa, y continúan en particular las actividades discretas, el humilde transitar de comer- ciantes, buhoneros, peregrinos, espías y artesanos que la historia oficial ni siquiera menciona y que, sin embargo, llevan de un lado a otro tantas imágenes y tantas ideas.

Sin remontar hasta el diluvio, encontraríamos ya a esos ignotos viajeros en tiempos de Darío 1, rey de los persas, a quien los griegos llamaron el Grande. Fue grande, en efecto, no sólo por la inmensidad de su imperio, porque prosiguió la apertura del canal del Nilo al mar Rojo, proyecto abandonado desde el Faraón Nekao, o porque envió una expedición geográfica al Sind, sino sobre todo porque el Irán establecía ya bastante bien el contacto entre la India y la China, por una parte, y Europa por otra. Había por entonces intercambios regulares entre las ciudades del Ganges y los puertos del Mar Negro, pasando por el valle de Kabul, Herat o Merv y Hamadan. Es poco verosímil, sin embargo, que los negociantes del Ponto Euxino tuviesen informaciones precisas sobre sus proveedores hindúes. Pero cuando nuestros orien- talistas insisten en los contactos entre astrólogos indios y babilónicos (cuya influencia en Grecia fue considerable), cuando señalan que las concepciones médicas y anatómicas de los sofistas y de Platón se parecen extrañamente a las de autores indios de la misma época (siglos v y IV a. de J.C.), preciso es sospechar que en las caravanas persas no venían solamente joyeros y comerciantes de paños.

La expedición de Alejandro de Macedonia (que en los manuales de historia arroja sobre la India un breve resplandor sin consecuencias) tuvo quizá menos importancia que la obstinación de los mercaderes. Es cierto que sirvió para engendrar toda una literatura de evasión en griego y en latín, después en francés y finalmente en la mayoría de las lenguas de Europa, ya que la Edad Media no se cansó de transcribir y enriquecer la fantasmagoría guerrera y amorosa del “libro de Alejan- dro” : de ahí viene, en parte, la “India misteriosa”. Los reinos griegos (indogriegos o iranogriegos) ejercieron una influencia más directa; varios consiguieron mantenerse entre el Amu Daria y el Hilmend, y después entre el Kabul y el Indo, durante 300 años.

En realidad, las relaciones orientales no dependían en esa época exclusivamente de la habilidad de los herederos griegos o partos de Seleuco, a pesar de su monopolio del marfil. El comercio marítimo era probablemente más próspero. Desde el año 50 antes de J.C., los navíos romanos, que hasta entonces solo llegaban a la desembocadura del Indo, se aventuraron en alta mar desde Aden hasta la costa de Malabar. Las tripulaciones griegas de esos navíos conocieron pronto casi toda la costa occidental de la India, después el golfo de Bengala y, por último, la Baja Birmania, Malasia, Sumatra, Camboja y Tonkín. En IOS anales

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chinos se menciona que en 166 se presentó una embajada de Antún (Antonio, es decir, Marco Aurelio). Probablemente más que de una embajada se trataba de una misión comercial oficiosa. En todo caso, Roma y Cantón no se desconocían por completo.

Ese comercio que durante siglos enriqueció a tantos mercaderes indios y árabes, a tantos armadores alejandrinos, libaneses, y después venecia- nos, no fue sin duda de provecho inmediato para los pueblos de Europa. Porque Europa compraba a un alto precio productos de lujo, seda, especias y perfumes, a orientales que no necesitaban mercancías europeas y a los que se pagaba en oro. Los clientes de Marsella o de Ratisbona podían deplorar ese balance deficitario, pero a nadie se le había ocurrido decir que los puertos de Oriente, de donde procedían esas valiosas mercancías, estuviesen aislados del resto del mundo. También se sabía que en esos puertos no había tan sólo riquezas materiales. Hacia el año 235, un cristiano dió en Roma, en una Refutación de todas las herejías, un resumen fiel de las doctrinas hindúes, que la cristiandad volvió a descubrir con harto trabajo mil seiscientos años más tarde. No se concebía una frontera bien delimitada entre esos lejanos territorios y el dominio semieuropeo, semiasiático, de lengua y de cultura griegas, que se denominaba Imperio Romano de Oriente. Durante mil años, Constantinopla había de servir de vínculo entre los dos mundos. A principios del siglo VII, sus barcos iban a buscar a Gran Bretaña el estaño destinado al Oriente. Al mismo tiempo, mercaderes y misioneros bizantinos se aventuraban hasta Ceilán; en cambio, hubo monjes budistas en la Corte de Justiniano.

Existía entonces en Europa Occidental una corriente de intercambios con el Mediterráneo, con el mundo exterior, que estaba casi por com- pleto en manos de “orientales” : sirios, judíos y griegos de Asia. Traían a los grandes propietarios, a los obispos, a los reyezuelos borgoñones, visigodos o francos, alhajas, vestidos, adornos, especias, papiros de Egipto, perfumes de Arabia y reliquias de los santos mártires. Para la exportación, Europa no tenía que ofrecer sino esclavos germánicos, cuyo tráfico enriquecía a Maguncia, a Verdún y a Génova. En el año 965, ese mercado estaba centralizado sobre todo en Praga, frecuentada por mercaderes árabes y turcos. Sin embargo, existía en Europa un centro más activo de comercio y de intercambios civilizadores: el Estado de Kiev y de Novgorod, donde eslavos y escandinavos trataban directamente con negociantes chinos e indios, con los griegos de Crimea, y sobre todo con los árabes que, por el mar Caspio, llegaban hasta la cuenca del Dnieper a comprar miel y pieles.

Porque los árabes -0 los pobladores de los diversos Estados musul- manes- comenzaban a sustituir en algunos lugares a los bizantinos. A partir del siglo VIII, estaba en sus manos el comercio entre la Europa báltica, Africa y la India, y la China hasta Corea. Por otra parte, existían entonces en China (bajo los T’ang, 6 I 8-906) colonias autónomas y permanentes de mercaderes extranjeros autorizados a recorrer el

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país y a establecerse en él. En esas colonias, iranios, indios y nómadas de Asia Central se codeaban con traficantes griegos y árabes. En tiempo de los califas de Bagdad o de Córdoba, y en Irán bajo los señores turcos, árabes o persas, el comercio y la banca tejían de un extremo a otro del hemisferio una red que Europa sólo pudo desarrollar en una escala comparable después del descubrimiento de América. Se ha señalado la función esencial que desempeñaron en esas relaciones dos comunidades desprovistas de todo poder político: los judíos y los armenios. Estos tenían en sus manos el comercio entre la India y Europa Oriental: uno de sus mercaderes escribió incluso en el siglo XIII una excelente Guía de las ciudades indias, que informaba sobre distancias, poblaciones, religiones y costumbres. Los judíos de la España musulmana iban y venían entre este país y la China por tres itinerarios diferentes que les permitían detenerse en los principales mercados de la Europa medi- terránea, del Africa del Norte y de Asia Central y Meridional. En realidad, del siglo XI al XIII hubo un Oriente que tanto los humildes pecheros de Europa como sus señores conocían muy bien: el de Siria, Palestina y Egipto, el de las peregrinaciones, el de las Cruzadas. iCuántos viajes se hicieron a Jerusalén antes de la primera Cruzada ! Y después, entre 1096 y 1292, lcuántos años de treguas! Incluso en pleno ardor de las batallas, nunca se interrumpieron verdaderamente las relaciones económicas, culturales, ni aun las mundanas.

Cuando los mogoles establecieron sobre toda Asia su paz, en un principio pavorosa, después majestuosa y a veces benéfica, los soberanos de Occidente pudieron equivocarse sobre las creencias y las intenciones de esos temibles jinetes, pero lo cierto es que les enviaron embajadas cuya fama ha llegado hasta nuestros días. Sus diplomáticos -Ascelino, Rubruk y Juan del Piana Carpini- o sus misioneros sabían ver y comprender. A su vez, el Occidente no era desconocido de ese religioso nestoriano, originario de China del Norte, que en nombre del Kan de Persia fue a sondear los designios del rey de Francia en París, del rey de Inglaterra en Burdeos y del Papa en Roma. Una vez más, el Irán era una ruta importante, un puente entre el Occidente y el Oriente. Trebisonda, Tabriz y Astracán fueron bien pronto tan familiares a los genoveses y a los venecianos como en otro tiempo habían sido Cons- tantinopla y Alejandría. La “Pax mogólica” valió a generaciones de jóvenes occidentales la lectura maravillosa de los viajes de Marco Polo. Pero las empresas comerciales de los hermanos Polo no eran mas importantes que las de otros múltiples negociantes menos dotados para el reportaje. Esos mercaderes, siempre ansiosos de observar lo que interesaba directamente a sus oficios y a sus negocios, examinaban los puertos, los navíos, los talleres y los albergues y, desde el mar Negro al Yangtsé, no parecen haber encontrado el “Oriente misterioso”. Si bien se extrañaban un tanto de los ritos y de las ceremonias, juzgaban de mayor interés señalar la presencia en las cortes mogolas de verdaderas colonias europeas: obreros franceses, húngaros, rusos, alemanes. En el

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siglo x111, hubo orfebres parisienses en el Turquestán y cirujanos lom- bardos en Pekín.

Cien años más tarde llegaron una vez mas a Samarcanda las embajadas que el rey de Francia y el rey de Castilla, la república de Venecia y el emperador de Constantinopla enviaban respetuosamente a Tamerlán. Esas visitas protocolarias tuvieron menos influencia en Extremo Oriente que el establecimiento discreto, en todos los puertos de los reinos hindúes y budistas, de los exportadores árabes que compartian con los malayos el monopolio de las especias. Pero los atractivos del comercio no eran lo único que empujaba por caminos y mares a viajeros de todas las lenguas y de todas las religiones: también la curiosidad científica contaba con sus trotamundos. El geógrafo Ibn Batuta, de paso en Sijilmessa, al sur de Marruecos, tuvo el placer de alojarse en casa del hermano de un colega que habia encontrado en China algunos años antes. Cuando el amable sabio murió en Fez, en 1378, finalizaba una tpoca, la que acabamos de evocar con algunos hitos tomados un poco al azar en el transcurso de dieciocho siglos de historia: una época de relaciones precarias pero fructíferas entre el Oriente y el Occidente, el tiempo de un largo aprendizaje europeo.

Porque lo que acabamos de decir debería evocar dos cosas: que siempre hubo relaciones frecuentes, casi continuas entre Europa y el Oriente, y que en general esos contactos los establecieron pequeños grupos, personas que actuaban por iniciativa propia, oficiosamente, viajantes de comercio, sin duda eficaces, pero poco capaces de instruir a sus compatriotas sobre las realidades del Oriente que habían visitado. Además, el tráfico de las mercancías, como el de las ideas, pasaba por tantos intermediarios que quienes en último término las recibian podian no saber nada del punto de partida. Sin embargo, esos contactos, ese comercio con sus numerosas escalas intermediarias bastan para des- mentir la leyenda de las dos partes del mundo aisladas entre sí. Y si se piensa en los resultados de esas relaciones, no solo cesan las dudas respecto a su existencia, sino que se comprende su naturaleza. A fines del siglo XVI, un observador imparcial hubiera podido, sin paradoja, definir Europa como una península de Asia, poblada por naciones originales y dinámicas, pero como es natural sometida a las influencias civilizadoras del continente, es decir, del Oriente, que iban llegando paulatinamente, y a veces con gran retraso.

Todo el mundo conoce el resultado de esas relaciones y bastará con enumerar algunos hechos. El Oriente había dado a Europa una religión; más tarde le di6 algunas herejías, llamadas bogomilas o albigenses, que las autoridades refutaron a sablazo limpio en Bosnia, por ejemplo, y en el Languedoc. Pero también contribuyó, en forma muy duradera, a la arquitectura y a las artes. Mucho antes de las Cruzadas, los cons- tructores de las iglesias románicas empezaron a copiar la ornamentacion tradicional del Irán y de Mesopotamia, a imitar las capillas coptas, y a transcribir en la piedra de los capiteles las pinturas siriacas que les traían los peregrinos irlandeses o los traficantes bizantinos.

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Por su parte, el Occidente había hecho un presente extraordinario a las artes orientales: el rostro de Buda, que escultores griegos inventaron en la region de Kabul antes del primer siglo de nuestra era.

Esta colaboración inesperada no dejó de tener consecuencias: su efecto se dejó sentir no ~610 en el Turquestán, donde perduró hasta el siglo VII un arte grecobúdico, sino también en los frescos “grecoiranios” pintados en el Seistán bajo Cosroes el Justo, cuyo imperio acogió a muchos cristianos, ortodoxos y nestorianos, y a gran numero de indios, budistas o bramánicos. Se ha dicho que antes del siglo XVI Europa no ejerció ninguna influencia en Oriente, salvo en arte. Sin duda hay otras excepciones. Una, por lo menos, es de importancia capital: el mundo sería mas pobre si no hubiese aparecido esa efigie de un Apolo de cabello recogido y de orejas largas, metamorfoseada poco a poco en imagen del Buda único bajo las innumerables apariencias de los budas indios y birmanos, cingaleses y chinos, jemeres, tibetanos y japoneses.

La Europa del siglo xv ignoraba ese don de Grecia al culto del Iluminado, cuya conversión relataban sin embargo con bastante exactitud sus cuentistas populares, bajo el título de Barlaam y Josafat. Pero esa Europa podía haber sospechado sus propias deudas respecto a civilizaciones que le habían proporcionado los medios de desarrollar su agricultura, su industria, su comercio, su marina y, finalmente, sus ciencias, con las cuales el Occidente iba a transformar el planeta.

Los campesinos de Occidente no habían heredado todas sus herra- mientas del Irak o de Egipto; los galos, desdeñando el arado de vertedera, habían inventado el arado moderno. A nadie sorprendía el hecho de que el hierro y el trigo hubiesen venido de Asia en la prehistoria, y más sabiendo todos que los hombres antiguos habían venido del Este en la noche de los tiempos. Pero bien se recordaban las ventajas que habían traído a los huertos europeos, al ser traídos de Asia, el albaricoque, por ejemplo, y el melocotón (la “pérsica”). En fecha más reciente, los italianos habían tomado de los musulmanes de Sicilia el naranjo de fruto amargo, al que dieron sabor dulce; en el siglo x los bizantinos plantaron, también en Italia, las primeras moreras. Por la misma senda, penetraron lentamente gran cantidad de nuevas técnicas: la cría del gusano de seda, la herradura, y para enganchar a los caballos, la collera de armadura rígida, que encontramos en China en los bajorrelieves de la época Han, en el siglo II de nuestra era, y que Europa recibió unos mil años después.

Incluso los molinos, antepasados de toda fábrica, procedían de Asia: molinos de agua introducidos en el Imperio Romano en el siglo I antes de J.C., pero que no se difundieron realmente hasta la época de Carlo- magno, y molinos de viento que llegaron a Europa mucho más tarde, entre los siglos x y XII. Españoles y portugueses pudieron surcar los océanos porque acababan de adoptar la brújula de aguja imantada, quizá empleada en un principio por los mineros, y de cuya existencia

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hay testimonios en China ya en el siglo XI. Por lo demás, sus navíos no eran mejores ni peores que los de las tripulaciones griegas y árabes que dominaban los mares desde hacía quinientos años. Sus marinos habían tomado del griego los nombres del fanal y de la barca, y del árabe los de arsenal y almirante. En lo sucesivo, el comercio internacional y las compañías de seguros de Europa no podrían trabajar sin utilizar vocablos árabes o persas; de estas dos lenguas tomaron las palabras cifra, tráfico, almacén, bazar, tarifa, aduana, fardo, tara, averfa, riesgo, cheque, aval, etc. Por otra parte, pudieron calcular rápidamente ~610 después que los italianos aprendieron en Argelia a usar las cifras que los árabes habían recibido de la India mucho tiempo atrás, pero que en general no substituyeron a los números romanos en Occidente hasta fines del siglo XVI.

Esas cifras no sólo sirvieron para llenar las columnas del debe y del haber. Sirvieron también para crear la aritmética y el álgebra, y para imprimir a la astronomía y a la geometría un desarrollo desde entonces ininterrumpido. El Occidente, sucesor de Roma, no pudo heredar del latín una cultura científica que los romanos jamás poseyeron. La ciencia antigua había sido babilónica, india, griega y alejandrina. En el siglo VI,

en el Irán, pasó del griego al siríaco, al hebreo y al persa. Posteriormente, en Bagdad, una vez más del griego, del persa y del sánscrito, fue traducida íntegramente al árabe; entre tanto se había enriquecido constantemente en manos de los sabios iranios y árabes que realizaron los más decisivos progresos en astronomía y trigonometría, en botánica y farmacia.

En el siglo x, los españoles ponen manos a la obra. Durante más de trescientos años, con italianos de Salerno y más tarde con provenzales de Montpellier, van traduciendo, sobre todo al latín, los pequeños tratados o las enormes enciclopedias de los geómetras, astrónomos, médicos y alquimistas árabes. Y no sólo en lo que se refiere a las ciencias: 10s

metafísicos y los místicos musulmanes y judíos, como los filósofos que siguen a Platón, por ellos comentados, penetran tambiCn en Europa por Córdoba, Toledo y Barcelona. La influencia de los filósofos fue más efímera que la de los hombres de ciencia; una y otra se prolongaron más allá de la Edad Media. Averroes había sorprendido a los esco- lásticos del siglo XIII. Al-Farabi, Avicena y Maimónides pueden figurar entre los precursores de Spinoza, Abu Bakr entre los precursores de los enciclopedistas del siglo XVIII. Y Descartes hubiera reconocido al menos como uno de sus antecesores espirituales a un matemático como al- Battani.

Técnicas, ciencias y filosofías antidogmáticas: el equipo esencial de lo que con frecuencia se llama espíritu occidental, la base del nuevo capitalismo y de la expansión europea y, finalmente, de la “civilización moderna”. Entre esas técnicas orientales, Europa había recibido hacía poco la granada, la pólvora, y los proyectiles de guerra. Ninguna de esas armas era tan importante como la última importación: el papel, fabrica- do en China desde el siglo I de nuestra era, apareció en Europa en el

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siglo XII. Finalmente, la imprenta, el regalo que una princesa japonesa recibia mientras en esa misma época Carlomagno aprendía a leer, y que se conoció en Egipto quinientos años más tarde, acababa de inventarse de nuevo a orillas del Rhin. El Renacimiento era posible.

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La época de las incomprensiones

Desde que se anuncian los “grandes descubrimientos”, el advenimiento de las potencias marítimas y del comercio invasor y la formidable expansihn europea tanto en el Atlántico como en el Asia Central y en el octano indico, es superfluo mencionar hitos para señalar los contactos entre Oriente y Occidente. Dos fechas bastan: el 29 de mayo de 1453, el poderío turco se establece en Europa por más de cuatro siglos; el 18 de mayo de 1498, Vasco de Gama llega a Calicut. En adelante, las relaciones de Europa Occidental con el Cercano Oriente se desen- volverán de manera directa, sin necesidad de la escala bizantina, y se establecerán con el Lejano Oriente sin la menor intervencidn de los intermediarios musulmanes. Desde el golfo PCrsico hasta Filipinas serán cada vez más ventajosas para Europa hasta el punto de transformarse poco a poco en relaciones de un carácter colonial o de ocupación más o menos protectora, salvo en costas demasiado tiempo prohibidas, como las del Japón. A partir de esa época, en contraste con las visitas espaciadas y tímidas de otros tiempos, habrá contactos de masas; no ya decenas, sino millares de europeos establecerán cada año contacto con los países orientales. No son individuos sino pueblos enteros que van a descubrirse mutuamente. El Occidente se presenta en delegaciones sucesivas o permanentes cada vez más numerosas, con métodos variados pero con designios extrañamente similares. Ormuz, Goa, Manila, Delhi, Cantdn, Rangún, Yakarta y Pekín vieron avanzar a Europa representada por portugueses, españoles, holandeses, británicos, franceses o rusos.

En la mayoría de los casos, estas revelaciones en masa causan una terrible decepción. Los pueblos han descubierto su diversidad, exage- rando a capricho las diferencias que los distinguen, pero negando que esas diferencias tengan una explicación. Veían a otras gentes y se exasperaban de encontrarlas distintas. Los mercaderes, los misioneros, los soldados, los negociantes y los magistrados y jueces que desem- barcaban de Europa siempre tenían prisa; llegaban impacientes por comprar, por vender, por construir, por predicar, por firmar y hacer firmar. $omprender? Para eso se necesita paciencia. Para el indio o el malayo, esos hombres del Occidente, agitados y emprendedores, no habían venido para comprender ni apreciar. Parecían exageradamente sorprendidos ante la novedad de sus costumbres, su ropa, sus creencias y alimentos, pero no mostraban el menor interés por conocer las

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razones de ese modo de vida, de esa religión, sus razones, como tampoco prestaban atención alguna a su lengua, a sus cantos ni a sus libros. Por el contrario, preferían, sin más ni más, enseñarle su lengua, sus prácticas y sus doctrinas, que estaban bien, desde luego, pero que por desgracia tendían a imponerse en nombre de tal o cual monarca lejano, o como cláusula de una transacción dudosa con un espíritu de intolerancia. En tales condiciones, era posible la negociación, la astucia, las soluciones políticas o militares, pero no la comprensión de las culturas Y precisa- mente fueron las culturas -el arte, las tradiciones intelectuales, la historia, la vida espiritual- lo que nadie quiso tomar en cuenta, a no ser de la manera más superficial y para declararlas ininteligibles.

Hubo, es verdad, excepciones notables, y las más notables fueron hasta el siglo XIX las de algunos misioneros católicos. Cada vez que los jesuitas pudieron ejercer libremente su ministerio en la India, por ejemplo, o en China y, más brevemente, en el Japón, se establecieron relaciones humanas y fecundas. Esos sacerdotes italianos, alemanes o franceses, supieron realizar un esfuerzo leal para comprender el refinamiento de las civilizaciones china y japonesa y la profundidad del pensamiento hindú. Concibieron su misión no como maestros sino como colaboradorìs, y procuraron adaptar las riquezas morales del cristianismo a las tradi- ciones seculares de los nuevos países. En la India, algunos de ellos escribieron, en maratí y tamil, obras que figuran entre los clásicos de la literatura india. Su contribución científica fue altamente valiosa en China; y cuando las puertas del Japón estaban todavía cerradas, a principios del siglo XIX, sus astrónomos importaban clandestinamente los tratados de matemáticas que esos jesuítas habían compuesto en chino en sus observatorios al servicio de emperadores manchúes. Esta colabora- ción respetuosa entre hombres libres fue sin duda demasiado rara y breve para que pudiera tener importantes consecuencias. No se renovó y desarrolló sino en una época reciente gracias, sobre todo, al auge de los estudios de filología, de historia o de crítica filosófica realizados por eruditos “orientalistas”.

Entre los investigadores europeos y americanos que se dedicaron a la tarea esencial de explorar el patrimonio literario de los países del Oriente, mientras sus compatriotas no pensaban más que en explotar las riquezas materiales, varios fueron famosos y ejercieron una influencia inmediata sobre los poetas y filósofos que leían sus obras. Revelaron épocas olvidadas, tesoros de pensamiento y de lirismo hasta entonces insospechados. Champolion, al descifrar los jeroglíficos, había exhumado tres mil años de historia egipcia. Repentinamente comenzó a atribuirse la misma importancia a la labor, menos difícil pero igualmente nueva, de los sabios y eruditos que se habían impuesto el trabajo de aprender el sánscrito, el persa antiguo, el chino o el japonés. A mediados del siglo XIX, un público culto discutía apasionadamente las traducciones que se le ofrecían de los primeros textos arrancados a esas lenguas, y los Upanishadas, el Zend Avesta y los Libros de Confucio tuvieron posible-

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mente por entonces más lectores que hoy en día. Pero, a pesar de la obra admirable llevada a cabo por los orientalistas y los nuevos hori- zontes que abrieron a la cultura cosmopolita, Europa no creía posible, ni aún después de esa labor arqueológica, llegar a comprender mejor a los indios, a los iranios o a los chinos del siglo XIX. Era como si la India védica de Max Müller -por mencionar ~610 el descubrimiento más sorprendente- estuviera tan distante, tan muerta como el Egipto faraónico de Champolion, mera especulación desprovista de toda actualidad. Después se comprendió que el Egipto de los faraones no había muerto totalmente. Más tarde, también, los occidentales comen- zaron a preguntarse si la India, no sólo desde los antiguos brahmanes de Cachemira, sino también desde Kalidasa y Tulsidas, no había continuado viviendo su cultura multilingüe, aunque ésta evolucionaba sin cesar.

Pero hay que decirse que es probablemente imposible comprender la vida literaria, artistica o religiosa de un pueblo si se rechazan a @ion’ sus valores, si se le niega mezquinamente el derecho de afirmar su personalidad en todo orden de cosas. Entonces no queda otro recurso que el de observarlo como un objeto, de examinar por curiosidad sus peculiaridades o sus misterios. Durante cien o ciento cincuenta años, las relaciones políticas y económicas del Occidente con Asia y Africa fueron tales que el diálogo rara vez podía adoptar un tono de fraternidad y de estima mutua, único modo de llegar a la comprensión. Los jóvenes de Bengala, de Teherán o de Sumatra hacían sus estudios a la manera occidental; aprendían que no sólo las matemáticas y la química, sino también toda la literatura contemporánea y todo el pensamiento moderno eran exclusivamente occidentales. Algunos europeos se deleitaban, es cierto, leyendo La historia de Genji, pero millones de japoneses leían las obras de Shakespeare, Cervantes, Goethe, y Dickens. Y eso que Japón no había perdido su independencia. Muchos otros pueblos sometidos, de derecho o de hecho, a diversos regímenes de tutela tenían la impresión de que, en lo tocante a la cultura como al gobierno, se les negaba la palabra. Se les permitía instruirse (a veces) ; no se les pedía que enseñaran ni se les invitaba a explicarse. A lo sumo, podían dar información a los investigadores que se dignaban hacerles preguntas. Por lo demás, los especialistas se encargaban de estudiar, con todos los recursos de la erudición occidental, sus logogrifos, su folklore y sus antiguos monumentos. Y así, a pesar de tantos esfuerzos, los funcionarios -importantes 0 no- los turistas y los novelistas se lamentaban de no poder comprender a aquellos pueblos, tan pronto refinados como atrasados, pero siempre secretos, misteriosos, disimulados y desconfiados. Y se quejaban además de no ser comprendidos por ellos.. .

Todo oriental que lea estos renglones verá reflejadas en ellos ciertas situaciones históricas bien concretas. Muchos occidentales saben también que tales situaciones dieron origen a no pocas conclusiones

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resignadas acerca de las “barreras psicológicas” y el arcano impenetrable de diversas “mentalidades” asiáticas. No han olvidado por completo esa Cpoca de incomprensión. Sin embargo, los hombres de nuestro siglo han reconocido en general una sencilla verdad que sus antepasados solían pasar por alto: que los pueblos, como los individuos, solo pueden entenderse en pie de igualdad.

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Los pasajes no son secretos

En la empresa de educación, en su más amplio sentido, en el esfuerzo de comprension a que nos invita la Unesco, no caben los espejismos. Las páginas que preceden pueden haber sugerido que cierto Oriente deriva sus terribles misterios de un error de óptica, y que el “problema de Oriente” no es más que un falso problema. Si los argentinos, los checos o los daneses se presentaran pura y simplemente como occidentales, dificilmente podrían proporcionar información acerca de ellos mismos o de sus culturas. En ese sentido, podríamos convenir con aquel buen hombre que ingenuamente decía que “sin el Occidente, no existiría el Oriente” ; las naciones de Africa o de Asia no se sienten orientales en bloque, sino en relación con Europa o con América. Que sus pueblos experimenten a veces ese sentimiento, que encuentren en él cierta inspiración y que puedan sacar fuerzas de él, es una posibilidad de gran interts, principalmente en un contexto politice. Pero lo que queremos conocer y comprender son los valores culturales; y esos valores pertenecen a naciones y no a bloques de naciones. Por eso hay que comenzar por descartar la idea de un ‘<Oriente” que impide ver los paises reales, los pueblos vivos de Asia y Africa. Para interesarnos en sus obras, sus problemas, sus ideas, en los lazos que los unen entre sí y con toda la humanidad, debemos disipar el espejismo, esforzarnos por sustituirlo por hechos e ideas claras -ideas y hechos perfectamente asequibles para quien desee conocerlos.

Como primer paso, quizá sea prudente limitarse a algunas ideas de conjunto. Para tomar un ejemplo del Occidente, los valores que definen una cultura europea serán evidentemente de carácter más general y más fáciles de abordar que los que distinguirían, dentro de esa unidad, una “cultura latina” 0 “romance” y, con mayor razón, una cultura italiana. Ahora bien, el hecho de que se pueda hablar de cultura europea significa, sin duda, que los pueblos que componen Europa tienen hoy día conciencia de un patrimonio común. Sería inconcebible pretender estudiar este patrimonio sin saber de dónde procede ni cómo se ha desarrollado, y sin examinar las principales obras de las literaturas sagrada y profana, las artes y las ciencias que, al decir de los europeos, encarnan sus más altos valores. Por muy limitado que sea, ese estudio de las fuentes parece indispensable: no se reemplazara con la lectura de un libro de vulgarización sobre el “espíritu europeo” (o el alma europea).

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Siempre resulta peligroso aplicar a las culturas las etiquetas de una clasificación arbitrariamente establecida en la historia humana. Sin embargo, con fines puramente prácticos y por razones de índole geo- gráfica, religiosa 0 lingüística, se pueden distinguir conjuntos más o menos vastos, y hablar, por ejemplo, de cultura china, japonesa, india, musulmana -e incluso árabe, turca, irania o indonesia. Pero, en todos esos casos, cabe investigar las tradiciones fundamentales que responden, si no a la pregunta ingenua (falsamente ingenua) de Montesquieu: “&ómo se puede ser persa?“, p or lo menos a esta otra, más seria: “&ómo se es hombre a la manera persa --o china o javanesa?...”

En la medida en que somos herederos de generaciones desaparecidas, la historia y los libros de historia son inevitables. Las buenas obras de síntesis servirán para llenar las lagunas que pudiera dejar una enseñanza parcial o mal equilibrada. Pero tales libros no pueden sustituir a otros más modestos, escritos por los nacionales de los países interesados. Si conviene conocer en sus grandes líneas la historia de China, tal como ha ido desenvolviéndose en el marco de una evolución universal, es preciso también conocer la historia de China tal como se la representan los chinos, y tal como la presentan ellos al extranjero. Porque los acontecimientos del pasado, por importantes que hayan sido, importan menos que el recuerdo que se ha conservado o recuperado de ellos, y menos que la interpretación que dan quienes conservaron ese recuerdo. En este sentido, los “patrimonios históricos” no son válidos sino en una perspectiva popular. En el espíritu de muchos indios, el reino de Ashoka que -hace ya veintidós siglos- duró cuarenta años, ocupa probablemente un lugar más destacado que el largo período de confusión feudal que se extiende desde el siglo VI al IX. Para un indio del sur, la vida de tal o cual rajá ilustre del siglo XVII, protector de las letras y amigo de las artes, merece mucha más atención que la política del poderoso soberano que países europeos designaron como representante suyo en la India de aquella misma época. Se podría incluso ir más lejos y preguntarse cómo un agricultor de Kerala o de Anatolia, cómo un cargador del puerto de Rangún o de Colombo conciben la historia -la del mundo y la de su propio país. A falta de tal encuesta, los histo- riadores más autorizados de esos pueblos informan cortésmente, en lenguas europeas, acerca de los indios, birmanos, turcos, cingaleses, etc., tal como ellos se ven, y aun tal como quieren que se les vea, lo cual es también de gran valor.

En lo que concierne a las grandes religiones, abiertas por definición a los hombres y mujeres de todos los tiempos, nadie pensaría estudiarlas recurriendo a informadores sin autoridad. Evidentemente, no es nece- sario ser cristiano o budista para describir una ceremonia celebrada en Lourdes o en Bangkok, para analizar el griego de San Pablo o el pali de los textos sagrados budistas. Pero ni el reportaje ni la crítica literaria se arrogan el derecho de penetrar en el espíritu de un culto, de una fe, de una Iglesia. Porque también en este caso sólo se puede comprender

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verdaderamente desde dentro. Los libros sagrados del Budismo y del Islam son facilmente asequibles. Además, los budistas y los musulmanes de nuestros días preparan, para uso de los profanos, muchos de los comentarios y biografías de que antes se ocupaban escritores occidentales. Son más abundantes aún, en diversos grados de vulgarización, los documentos relativos al hinduísmo. Es fácil comprender que muchas veces resulta preferible elegir entre esos textos los trabajos de autores hindúes, que en general no pretenden revelar arcanos o aconsejar prácticas en el tono inspirado que acostumbraban adoptar algunos de sus prosélitos europeos. Por fortuna, los mejores orientalistas en las dos costas del Atlántico son hoy traductores escrupulosos e intérpretes fieles que no se creen ni superiores ni inferiores a los medios espirituales que presentan. Sólo hay que lamentar que sus obras cuenten por lo general con reducido número de lectores.

La situación es idéntica en lo que atañe tanto a la filosofía como a la mística, si se distinguen de las enseñanzas religiosas propiamente dichas. Ya se trate del pensamiento de Confucio o de Tao, de las tesis vedánticas de Shankara o de Nimbarka, de la metafísica de al-Farabi o de los relatos visionarios de Avicena, los textos fundamentales están al alcance de los occidentales, y no son ni más ni menos herméticos que los escritos de Malebranche, de Berkeley o de Hegel. Esta afirmación, exenta de toda ironía, tiende sin embargo a sugerir que dificilmente podría un occidental deplorar las “sutilezas” u “oscuridades” del pensamiento árabe, indio, chino, si jamás ha pensado en vencer las de los cartesianos y neokantianos. Evidentemente, cabe consolarse diciendo que no todos los chinos cultos conocen a Lao Tsé, como tampoco todos los médicos, abogados e ingenieros indios conocen a Shankara. Nadie está obligado a tener espíritu metafísico o místico. Quien se duerma leyendo las poesías de San Juan de la Cruz no despertará al leer las de Ibn al-Faridh. Pero en cambio un estudiante de filosofía -0 incluso un aficionado- se vería tal vez en dificultad para justificar una adhesión exclusiva a las escuelas y sistemas de Occidente, que no deberían reclamar (y Cl lo sabe mejor que nadie) ningún monopolio en materia de investigación y de crítica. En realidad, no se trata probablemente más que de tradi- ciones universitarias; y en esta esfera, como en la de la historia, incumbe a los interesados liberarse individualmente de la rutina de los programas cuya ampliación contribuirán así ellos mismos a lograr.

Las novelas, la poesía y el teatro ofrecen menos obstáculos. Hoy como ayer, cada vez que el lector occidental ha logrado familiarizarse con los textos auténticos, en buenas traducciones de las literaturas más extrañas, ha obtenido placer y provecho. Por desgracia, las buenas traducciones son todavía poco numerosas y, a pesar de algunos éxitos comerciales indudables, como en el caso de los trabajos de Arthur Waley,’ las que

1 La obra de Arthur Waley, Tao 72 Ching, The Wag and itspower, acaba de aparecer en los Estados Unidos de América en una colección popular, publi- cada por Grove Press, Nueva York. (Colección Unesco de obras representativas.)

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existen rara vez se publican en un formato y a un precio que las hagan populares. Pero varios editores están realizando en la actualidad notables esfuerzos a este respecto: se trata de una esfera de acción en la que la Unesco está desempeñando un papel importante mediante la Colección Unesco de obras representativas, cuya serie oriental en particular se enriquece cada día con nuevas obras.

Por consiguiente, no basta con predecir que, dentro de diez años, serán más asequibles que hoy las literaturas de Asia. Son tantos los lectores que apenas comienzan a interesarse por esa literatura que no pueden quejarse de no tener los libros necesarios. Para citar un solo ejemplo, en una lengua reputada como difícil y en la que los traductores empezaron a trabajar solo en una época relativamente reciente, la poesía, el teatro, los ensayos y novelas en lengua japonesa están real- mente a la disposición de millones de occidentales que parecen no saberlo. En inglés, en francés, en alemán -y de manera menos completa en otras lenguas europeas- esos occidentales pueden leer las principales antologías poéticas, desde el Man’ yoshu hasta las Six collections, los novelistas y memorialistas del período Heian (Murassaki Shikibu, Sei Shonagon . . .), los cuentistas y los ensayistas de Kamo no Chomei a Yoshida Kenko, los grandes escritores del siglo XVII, novelistas como Saikaku, poetas como Basho, dramaturgos como Chikamatsu Monzae- mon; amenos escritores del siglo XVIII como Ueda Akinari, etc. En cuanto a los autores contemporáneos, varios poetas han sido presentados ya en Occidente; existen traducciones de diversas obras de teatro y de unas veinte novelas.

Reconozcamos una vez más que esas publicaciones son insuficientes, y señalemos de paso que están muy lejos de equilibrar las traducciones japonesas de las literaturas de Europa y América. Pero hay que insistir en los recursos que ya ofrecen, pues esa lista rápidamente esbozada contiene las obras clave que un occidental tiene derecho a exigir por lo menos para “no ignorar el Japón”. Para compararla con los correspou- dientes jalones de la literatura italiana, imaginemos a un japonés que hubiere leído en su lengua a Cavalcanti y Dante, Petrarca y Boccacio, Ariosto y Maquiavelo, Goldoni, un florilegio de poetas posteriores a Leopardi, un “teatro selecto” de Pirandello y unos quince novelistas de Verga a Moravia, 2 se podría decir que Italia sigue siendo extraña, lejana y misteriosa para este lector de buena voluntad?

Sin embargo, un italiano moverá la cabeza como diciendo: “Pasemos por alto algunos olvidos, y peor para ellos si todavía no han traducido a Vico ni a Guicciardini. Pero icuán librescos son los conocimientos de ese japonés! ;Qué es una Italia sin arquitectura, sin pintura, sin música?” Hay que confesarlo: el camino más trillado hacia las culturas, tanto del Oriente como del Occidente, sigue siendo el de los libros, cuando las obras de arte, el canto y la danza hablarían a muchos espíritus un lenguaje más directo y más atractivo. A pesar de las grandes facilidades para viajar, orgullo del siglo xx, las compañías teatrales no se desplazan

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con frecuencia y, al igual que los músicos, no visitan en rigor más que las capitales; no obstante los progresos de la fotografía y de la electrónica, las buenas reproducciones de pintura y de escultura, en lo que concierne el arte de Asia, son tan raras en el comercio como las buenas grabaciones de música oriental clásica. Aparte de esos obstáculos materiales, ces en verdad más difícil interesarse por la pintura china que por la novela china, por la cerámica turca que por la poesía turca? <se requiere un mayor esfuerzo para iniciarse en la música de los pueblos orientales que para hacer un inventario de su producción literaria? Los que han resuelto de una vez escuchar la música india, balinesa o del Cercano Oriente, en lugar de dejarse dominar por prejuicios estériles sobre la “melopea monótona” o los “extraños cuartos de tono”, se dan cuenta de que han penetrado en un universo sonoro que, en verdad, no es el de Mozart, pero cuyas bellezas no son más rebeldes que las de Pierrot Iunaire o del Marteau sarro maftre. Una vez franqueada la entrada, nadie experimentará dificultades insuperables para procurarse los mejores discos grabados en Benarés, El Cairo, Estambul o Rabat -en espera de los conciertos que se encargarán de multiplicar en Occidente la Asociación de Música Oriental y el Consejo Internacional de la Música.

En cambio, se puede dudar de que una sociedad análoga logre que sean conocidas y apreciadas por cuantos las ignoran o jamás se pre- ocupan de ellas, las innumerables obras maestras que, durante siglos, han ido acumulando desde Corea hasta Marruecos escultores, pintores, arquitectos, grabadores, tejedores, alfareros y orfebres. Sin embargo, muchos de esos tesoros enriquecen los grandes museos de Europa y de América; varias capitales les han dedicado incluso instituciones especia- les, donde el público puede estudiar con todo detenimiento tanto los tapices persas del siglo XVI y los marfiles afganos como la pintura tibetana. Pero el público no se precipita a contemplarlos. El público que, aun en pueblos pequeños y aldeas, acudiría a exposiciones menos am- biciosas -especialmente de buenas reproducciones de pintura- sería mucho más numeroso; y la experiencia ha mostrado que sería en general entusiasta. En esta esfera, pueden hacer mucho las universidades, los museos, los movimientos de juventudes. Por consiguiente, nadie negará que debe fomentarse la edición de reproducciones, lo mismo que la publicación de álbumes de bajo precio, como debe generalizarse la práctica de las exposiciones ambulantes. Pero podemos adoptar ya la conclusión de que las avenidas que conducen al conocimiento de las artes del Oriente, aunque menos anchas que las que llevan a sus litera- turas, no están por eso cerradas ni son secretas.

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Los orientales, pueblos modernos

Ningún pueblo improvisa su arte, su espíritu religioso, sus concepciones sociales y pedagógicas, su pasión por la disciplina o por la libertad, ni siquiera su actitud ante la guerra o la muerte. Todos trabajan sobre temas antiguos y progresan, si pueden, según las normas de pensamiento y de acción que se imponen en cada familia o en cada escuela, en las plazas y en las pistas de juego, en los campos y en las fábricas, en las costumbres y en el lenguaje. Y puesto que es privilegio de las obras de arte expresar esas actitudes, esas concepciones, esas maneras de ser -y de expresarlas tan bien que parecen darles un fundamento trascendente- los valores culturales son traducibles, transmisibles.

Por otra parte, ningún hombre limita sus valores, aunque acepte identificarlos con los de su nación, a los que encierran las obras y monumentos del pasado, que podrá respetar y citar en todo momento o venerar, sin considerarlos por ello como la explicación de sus actos ni la inspiración de toda su vida. Por tanto, a quien quiera comprender a los pueblos de Oriente en el grado en que comprende a sus vecinos, le es indispensable el conocimiento de su historia cultural, pero no es menos necesario el de su evolución contemporánea.

En otros términos, Asia y Africa se sitúan en el tiempo y estamos ahora en la segunda mitad del siglo xx. En cierto modo el prestigio de las literaturas antiguas, las incontables mezquitas y pagodas, monumen- tos como los de Angkor y de Borobudur, hacen de pantalla entre el observador occidental y los países modernos que, no obstante, viven de otras cosas además de esos libros y edificios. La palabra “moderno” choca a las personas que prefieren imaginar un Oriente enemigo de las máquinas y que sólo se va industrializando a pesar suyo, bajo la influencia probablemente nefasta de los occidentales de la era atómica.

La realidad, sin embargo, es muy distinta. Algunos países de Oriente tienen que compensar un gran retraso, pero incluso ahora sus progresos parecen mucho más rápidos de lo que los expertos calculaban hace diez o quince años. En esa esfera, los cambios apenas obedecen a imperativos culturales; siguen el ritmo de las inversiones. Por otra parte, es verdad que no todos los países de Oriente gozan de las técnicas y de las ventajas sociales que caracterizan la “civilización del siglo xx”. Pero, en diversos grados, lo mismo se podría decir de todos los países de Europa y de América, sin excepción. Incluso los más ricos y mejor

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equipados tienen sus tierras olvidadas; hay en ellos supervivencias anacrónicas y clases insuficientemente desarrolladas. Y respecto de la era atomica, hay que reconocer que ninguna nación vive todavía en la era atómica, ninguna posee todavía las instituciones nuevas o aquella igualdad en la abundancia que deberían caracterizar esa era de la madurez humana.

Vale más mirar hacia adelante y considerar que no hay países que estén al margen del progreso ni pueblos anquilosados en el pretérito, sino que, un poco por todas partes, van surgiendo industrias que se desarrollan en un movimiento irresistible, tan inevitable como la evolución social que imponen. Un ejemplo bastará para destacar la importancia de ese desarrollo incluso en países donde sigue manifestán- dose desigualmente. Los pastores curdos o los guerreros patanos pueden considerarse como símbolos del apego a la tradición de un nomadismo fabuloso. Pero existe el Irán de hoy. Existe el Pakistán de nuestros días. Y para el porvenir de los valores culturales de esas naciones, los obreros de la industria química, los mineros, los constructores de carreteras y los ferroviarios desempeñan una función infinitamente más activa y más interesante que los inmemoriales montañeses, por muy nobles que sean.

Los occidentales saben muy bien que Tokio, Nueva Delhi, Pekín, El Cairo, Singapur y Karachi viven en la misma época que Nueva York, Londres o Berna. No es probable que les guste pensar en esas capitales de nombres poéticos como si se tratara de ciudades tan orgullosamente modernas como las suyas, a veces tan tristemente modernas, según los días y los distritos. Sin embargo, ningún país posee el monopolio del cemento armado, de los hoteles colosales, de los atascamientos de automóviles, de los anuncios luminosos y de los suburbios industriales. Pero ihay que confiar en la imaginación? @mo adivinar lo que hacen a la salida de su trabajo los metalúrgicos chinos o las vendedoras japonesas? iHacia qué casas se dirigen? ;Hacia qué esperanzas? ,$ómo podemos ver esta realidad total: vida urbana e industrial, costumbres, escenas de la calle y del hogar, campos y talleres, ferias populares y fiestas nacionales, ambiente del templo y de la escuela? A menos que nos dediquemos a viajar sin descanso, llegará el día en que podremos confiar en los grandes medios de información y, en particular, en la prensa y el cine. De vez en cuando los periódicos publican reportajes sobre tal o cual país de Oriente, y son excelentes: proporcionan mil pormenores en un conjunto inteligible y presentan datos valiosos sobre las condiciones de vida, opiniones políticas y perspectivas económicas. Por su parte, las revistas ilustradas han publicado admirables des- cripciones gráficas de la vida de la familia de la aldea o del campo.

Desgraciadamente esos aciertos no logran hacer olvidar otros escritos, excesivamente brillantes para ser veraces, cuyos autores tenían evi- dentemente menos interés por informar que por agradar. En estos casos se destacan solo los rasgos más extraños y más excepcionales de un

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pueblo o de una ciudad; parece como si los autores temieran aburrir al lector empleando los colores menos deslumbradores que suele presentar la existencia ordinaria de los pueblos y Estados. Por lo que se refiere al cine, se pueden contar con los dedos de la mano las películas, hechas en la India o el Japón y, más recientemente, en Egipto, en las que un occidental pueda encontrar la imagen de una vida sencilla o trágica en un Oriente sin énfasis ni decorado de ópera. Hasta ahora, en efecto, los cineastas han opuesto menos resistencia que los escritores a la tentación de lo pintoresco, creyendo sin duda que el Oriente de los zocos, de los bazares y de las mil y una noches era a la vez más fácil de des- cribir y de vender que el de los talleres y de las grandes represas.

En algunos casos, conviene incluso precaverse contra algunas buenas películas documentales tan fascinadoras como científicas : las películas de etnografía, cuyo carácter puede ser muy mal interpretado por el público. No siempre se sabe que los beduinos en sus tiendas no son “los árabes”, o que los cazadores de tigres de Assam no representan a la India (como no representa a los Estados Unidos de América el turista lujosamente pertrechado a quien dan escolta). En un nivel menos científico, el folklore de numerosas y amenas películas cortas dará tal vez una idea de naciones enteramente pobladas por bailarinas y tamborileros a espectadores que lamentarían ver a Francia representada por quince músicos bretones vestidos con chaqueta de terciopelo y sombrero redondo y tocando la cornamusa, o a la URSS por una sotnia de cosacos melómanos.

Añadamos que esas reservas carecerían de sentido si no fueran tan poderosos los grandes medios de información; sólo se han hecho para tributar un homenaje a los cineastas, a los periodistas, a cuantos en la radio y la televisión comprenden hoy día su inmensa responsabilidad. Gracias a ellos, cabe esperar ahora que el Occidente se forme poco a poco una imagen verídica y compleja de los pueblos del Oriente moderno.

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El Occidente misterioso

Acabamos de denunciar cierta ignorancia de parte de los occidentales. Se hará sin duda al acusador el reproche de obrar precipitadamente y de incurrir en generalizaciones excesivas. Convengamos en que todas las naciones de Occidente no comparten por igual un acervo común de equívocos y prejuicios. Algunas dan a su juventud una enseñanza más completa y liberal, otras mantienen vínculos tradicionales con pueblos de Oriente y hay paises que oficialmente se esfuerzan ahora por conocer mejor las civilizaciones de Asia o de Africa. Sería falso, por ejemplo, pretender que para el lector soviético la China es un país tan enigmático como para el promedio de los bachilleres franceses o españoles. Análo- gamente, en los Estados Unidos de América y en más de un país de América Latina el conocimiento que las personas cultas tienen del Japón o del Extremo Oriente no podría compararse, en general, con las vagas nociones que con mucho frecuencia se tienen en Europa. En cambio, existe en Inglaterra, más que en ningún otro país, una curiosidad franca y benevolente por la cultura india, y en Europa meridional una sensibilidad más fina que en otros lugares respecto al Oriente árabe.

Por consiguiente, la acusación debería precisarse, indicando matices y excepciones. Pero sigue en pie, desgraciadamente. Al señalar a la atención del público occidental las deficiencias de su propia cultura y la imperfeccion de sus juicios acerca de los pueblos de Oriente, no se corre el riesgo de exagerar la importancia del problema.

Pero por otra parte, puesto que se trata de la comprensión mutua de los pueblos, cabe preguntarse si los orientales no deberían efectuar, ellos también, algún esfuerzo en sentido inverso. La cuestion merece un examen un tanto detenido, al que podría dedicarse otra publicación, ya que el presente folleto se destina sobre todo a los lectores occidentales. Limitemonos por ahora a observar que el problema en Oriente es a la vez menos evidente y más complejo que en Europa o en América.

Y es que los países de Occidente no parecen nunca ni demasiado lejanos ni muy púdicos a los habitantes de las ciudades orientales con sus automóviles norteamericanos, enriquecidas con productos mecánicos, eléctricos, químicos, textiles procedentes de la mayoría de las industrias de Europa o de América del Norte. En la medida en que los Estados asiáticos y africanos van desarrollándose y cuentan con

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ayuda extranjera para acelerar su equipo económico, suscitan una intensa competencia que, por cierto, rebasa los propósitos simplemente comerciales. Casi no hay nación mercantil que no efectúe en ellos una publicidad más o menos discreta o que no mantenga misiones amistosas o técnicas, a veces bastante numerosas. El habitante de las capitales y de los suburbios indonesios, tailandeses, indios, persas, árabes, puede así tener la sensación de que el Occidente está francamente presente en su país, deslumbrante o ruidoso, en los carteles, en las carreteras, en las tiendas, en los cinematógrafos. Y le parecerá divertido que se le sugiera que estudie más detenidamente ese Occidente.

Claro está que ni el comercio, ni los bienes de consumo, ni la propa- ganda simbolizan lo esencial de los valores culturales. Pero esta es una verdad que no siempre parece evidente al hombre de la calle. La gente culta, en cambio, la admite de buen grado; es innegable. Sin embargo, sus dificultades no son menores. Algunas de esas personas, que han cursado estudios en liceos y universidades de tipo puramente occidental y nada ignoran de las civilizaciones de un Occidente con el que están tan familiarizados como con su propio país, no llegan a comprender que, a pesar de todo, ellos mismos constituyen excepciones y que el problema de la apreciación de las culturas extranjeras subsiste en su totalidad para la inmensa mayoría de sus compatriotas. Otras parecen creer que conocen a fondo el Occidente por haber aprendido una lengua europea. Casi todos encuentran obstáculos descorazonadores en la historia de las guerras o de la colonización; es a veces difícil distinguir entre los temas políticos y los culturales y en todas las latitudes hay personas a las que repugna gozar de la literatura o de las artes de una nación cuyo gobierno censuran.

Así se explica cierta tranquilidad de conciencia, cierta actitud de solapada ironía. La curiosidad intelectual respecto al Occidente y a sus valores culturales no es la virtud más común en los círculos orientales. Sus consecuencias se observan en los juicios rotundos con que, por ejemplo, se condena el “espíritu occidental”, cuyo consabido materialis- mo caracterizaría de un golpe a toda Europa y a las Américas. A dicho materialismo se suele añadir una secuela de ismos escandalosos : imperia- lismo, alcoholismo, inmoralismo, etc. Evidentemente un Occidente en el que pululan huelguistas, borrachos, jóvenes gangsters y mujeres adúlteras no tiene mucho que enseñar. Pero el Occidente admirable, celebrado por otros juicios no menos simplistas, y que fascina a veces a los jóvenes, engendra mitos igualmente vacíos: ciudades mecanizadas hasta tal punto que todo trabajo resulta superfluo, libertad desenfrenada de un individualismo legendario o, según las preferencias, un mañana sonriente en la fábrica colectiva.

Por otra parte, el hombre que cree saberlo todo sobre la voluntad de poder y la inquietud esencial de los occidentales, no se pregunta si esa fiebre, ese espíritu de conquista, esa pasión por construir, no descansa en algo más que un mero apetito. Cuando se ha identificado el Occidente

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con sus técnicas industriales, se piensa que seguirá produciendo maquinas y todavía más máquinas, útiles, peligrosas o divertidas; no se piensa que las disciplinas intelectuales, sociales, espirituales pueden también explicar un progreso científico que, después de todo, se ha ido desarro- llando desde hace cuatrocientos años.

En otras palabras, a la cándida ignorancia de muchos occidentales con respecto al Oriente corresponde, en más de un oriental, un conoci- miento parcial de Occidente, insuficiente para disipar graves errores acerca de a los valores culturales. Así, por ejemplo, algunos críticos no resisten a la tentación de oponer al rock’n rol1 la serenidad de un paisaje chino, un swami venerable a Hitler, la bomba atómica a los santuarios iraquíes de Kerbela. Cabe esperar que el público culto del Oriente se dé cuenta cada vez más de que es posible explorar y apreciar, en los pueblos occidentales, realidades profundas, una historia, una vida silenciosa que no se revelan ni en la propaganda ni en el comercio de exportación. Si se aconseja a europeos y norteamericanos que traten de comprender mejor un Oriente joven y lúcido, despojado de su aspecto pintoresco y de su “inmovilismo”, los orientales harían bien tal vez en tomar provisionalmente como tema un Occidente misterioso, preñado de contradicciones seculares y con frecuencia más dado a la investiga- ción desinteresada que a la riqueza y a la comodidad. No se trata de sustituir una imagen estereotipada por otro clisé, sino más bien de buscar las verdades casi secretas que se ocultan bajo las apariencias más incontrovertibles. Así, cuando se cree tener una imagen adecuada de los Estados Unidos de América, es bueno, olvidando Hollywood por un momento, interesarse en los poetas norteamericanos y en los monjes norteamericanos, y tal vez sorprenderá el numero de unos y de otros. Desde otro punto de vista, un Oriental encontrará sin duda provechoso averiguar lo que significa la música romántica alemana para los millones de hombres y de mujeres que, de Moscú a Buenos Aires, la escuchan con fervor incansable.

Es inútil multiplicar aquí esos ejemplos o sugerencias que tienden a demostrar simplemente que, de una y otra parte, la apreciación mutua de los valores culturales exige ante todo un esfuerzo de lucidez. En Occidente como en Oriente, toda persona suficientemente instruida para medir el grado de su ignorancia debería poder sustituir las ideas aceptadas por el estudio personal que merecen, en todos los casos, los pueblos, sus libros, su pintura, su música, sus sistemas de pensamiento, modos de vida, etc. Corresponderá sin duda a la escuela, a las editoriales y a diversas organizaciones nacionales e internacionales proporcionar los medios y la oportunidad para realizar tal estudio. Pero nadie olvidará que no conviene emitir un juicio sobre los hombres y sobre las culturas antes de haber leído, visto, escuchado y comprendido.

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La comprensión como meta

Una pregunta para terminar. Si seguimos las directivas de la Unesco, si nos esforzamos por ver las naciones orientales en su realidad historica, por comprender sus culturas tan ampliamente como sea posible a un lego que simplemente tiene curiosidad por conocer las obras del espíritu y las realizaciones de sus semejantes, ;qué habremos logrado? ;cuál será el resultado de nuestras exploraciones?

Se podría contestar solemnemente que habremos contribuído al advenimiento de una civilización pacífica, universal, fraternal, lo cual --después de todo- es posible. Pero lo que es más cierto, habremos adquirido tal vez algunas cualidades muy sencillas de adquirir, algunas virtudes poco comunes: la modestia, por ejemplo, y la tolerancia. Nadie está tan orgulloso de su cultura nacional como el que no conoce otra; a la inversa, es difícil no respetar a un pueblo cuyas obras maestras se aman y cuyas alegrías y penas se comprenden.

Conocer la literatura, las artes, el pensamiento de una nación, conocer sus tradiciones, sus métodos de enseñanza y sus problemas sociales, sus trajes y hábitos culinarios . . . ninguna de estas cosas tiene forzosamente consecuencias prácticas. Esos estudios suelen afinar la inteligencia y la sensibilidad. Enseñan que los hombres no deben permanecer ajenos a los hombres. Inducen a pensar que existe una unidad humana, rica en numerosos medios para luchar contra la monotonía. Y, en fin, esos estudios hacen vislumbrar esa unidad en las obras elevadas de los pueblos y no en sus necesidades elementales.

Los habitantes de un país, de una ciudad e incluso de una calle son terriblemente diversos e imprevisibles; nunca llegaremos a conocerlos. Pero si sabemos lo que admiran, 10 que se recita, se lee o canta a su alrededor, ya no los desconoceremos por completo. Por otra parte, les juzgaremos tanto menos fácilmente cuanto mejor conozcamos esas cosas.

Estimar no siempre es enjuiciar. La catedral de Chartres y las tragedias de Corneille, Hamlet y el Novum Organum, el Clavicordio bien templado y la Critica de la razón pura no permiten enjuiciar a los franceses, ingleses y alemanes de hoy día; yen general, se equivocaría quien quisierajuzgar a los occidentales por sus poemas o sus teologías. Sin embargo, esas obras, esos monumentos, esas revelaciones constituyen el patrimonio de los occidentales; si no son para ellos un ejemplo y un mandato,

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son por lo menos imágenes vivas y fecundas. Vale la pena de familiari- zarse con las imágenes análogas que inspiran a los pueblos de Oriente, a fin de comprenderles y de conocer las finalidades cuyo logro se proponen. Tal vez comprendamos entonces que ese patrimonio nos pertenece también y que esas finalidades son, en realidad, las nuestras.

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La labor de la Unesco

Entre todos los problemas cuya solución requiere la cooperación pacífica de las naciones y la interpenetración de las culturas, ninguno se impone más claramente a la atención de la Unesco que el de las relaciones morales entre Oriente y Occidente.

Desde 1946, la Unesco dedica a este problema una parte importante de sus actividades al servicio de la comprensión internacional. Ha presentado los principales elementos del problema a filósofos, escritores y especialistas en ciencias humanas; concedió subvenciones a empresas eruditas que se esfuerzan por conocer mejor las civilizaciones e instituyó una comisión internacional encargada de preparar una Historia del desarrollo cientijco y cultural de la humanidad.

Otro tanto puede decirse en lo que se refiere a la enseñanza. Al cooperar con sus Estados Miembros en la revisión y mejoramiento de los libros de texto y programas escolares, al invitar a reuniones y seminarios internacionales a maestros y profesores, la Unesco entraba en la vasta esfera, todavía mal explorada, de la enseñanza de la historia, de los caracteres, los modos de vida y las culturas de pueblos lejanos y daba importancia primordial al desarrollo de una enseñanza que inculcara en la mente de la juventud las bases de una comprensión auténtica entre el Oriente y el Occidente. Un primer estudio internacio- nal se dedicó a la definición de una enseñanza humanista más amplia, en la que pudieran incluirse nociones acerca de todas las grandes civilizaciones.

Las relaciones del Oriente y del Occidente también ocupan un lugar relevante en los programas de la Unesco para la traducción de las obras maestras de las literaturas, así como en la difusión de repro- ducciones de las obras de arte poco conocidas del público. En virtud de su programa de intercambio de personas, la Unesco ha concedido algunas becas que han permitido a investigadores, educadores y artistas orientales adquirir en Occidente una nueva experiencia, y a sus colegas de Occidente estudiar directamente las realidades orientales.

Además, ya se trate de cooperación entre bibliotecas o museos de distintos países como de estudios de ciencias sociales sobre la evolución actual de las colectividades, los intercambios y contactos entre el Oriente y el Occidente han sido, de manera más o menos explícita, una de las principales preocupaciones de la Organización.

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UN “PROYECTO PRINCIPAL”

Esas diversas actividades reflejaban una inspiración común. Pero poco a poco se fué imponiendo la idea de sustituir esa multiplicidad de trabajos por un haz de actividades coordinadas. Las recomendaciones formuladas por los representantes de las comisiones nacionales de Asia y de Europa y las opiniones expresadas por los gobiernos, constituyeron los signos precursores del movimiento que cristalizó, a fines de 1956, en la aprobación unánime, por la Conferencia General reunida en Nueva Delhi, de un “proyecto principal relativo a la apreciación mutua de los valores culturales del Oriente y del Occidente”.

La denominación “proyecto principal” puede parecer oscura. En realidad significa el deseo de concentrar los esfuerzos en esa esfera por un período de diez años por lo menos. Se trata de plantear claramente un problema de importancia capital para el mundo de hoy y de precisar los métodos por los que la Unesco puede contribuir a solucionarlo. Se trata también de dirigir una invitación, no sólo a los hombres de buena voluntad, sino también a los Estados, a sus comisiones nacionales, a sus instituciones públicas y privadas, así como a las organizaciones inter- nacionales no gubernamentales que están asociadas activamente a la labor de la Unesco.

La tarea de definir con más claridad los objetivos, el espíritu y los métodos del proyecto correspondió a un ComitC Consultivo Internacional. Este Comité celebró dos sesiones: en abril de 1957 y en febrero de 1958. A la luz de las conclusiones de dicho Comité, jcómo hay que interpretar el título del proyecto principal?

Primero, se alude a valores culturales. Esos valores constituyen a la vez las creaciones supremas del espíritu y los ideales que en forma más o menos latente influyen en la vida cotidiana de cada pueblo confiriéndole un sentido verdaderamente humano. Son las tradiciones a que dieron expresión las obras maestras que ahora se consideran clásicas, como también las ideas y normas que rigen las sociedades modernas, en la medida en que expresan la idiosincracia propia de una nación y le permiten continuar su evolución. Los “valores culturales” así com- prendidos no constituyen el patrimonio exclusivo de un solo pueblo ni de una sola cultura; el empleo de todos los recursos nunca es excesivo para la formación espiritual del hombre de nuestro tiempo.

La palabra apreciación significa algo más que el simple conocimiento. Introduce un elemento de simpatía, de adhesión calurosa, en la que debe verse el fundamento de una solidaridad moral verdadera. En cambio, presupone el conocimiento y la comprensión, ya que sin conocimiento verdadero, sin comprensión auténtica, la apreciación es a menudo mera afición y simple curiosidad superficial.

Finalmente, la apreciación de los valores culturales debe ser una apreciación mutua. Es esencial que todo esfuerzo para dar a conocer mejor los valores peculiares de una cultura esté penetrado de ese esplritu

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de reciprocidad. Tal exigencia confiere al proyecto un alcance universal : fundar en un diálogo el respeto que se deben recíprocamente los pueblos por estar comprometidos en una misma aventura y, reconociendo el valor absoluto e insustituible de cada cultura, invitar a las diferentes culturas a ocupar el lugar que les corresponde en el patrimonio universal.

Es verdad que los instrumentos de difusión cultural favorecen ahora una corriente de intercambios que va sobre todo de Occidente a Oriente. Se impone, pues, un esfuerzo especial para difundir, primero, entre el gran público occidental un conocimiento más completo y más satis- factorio de los valores culturales de Asia y de Africa. En la segunda fase del proyecto, la Organización tratará de ayudar a los pueblos de Oriente a completar y a mejorar la imagen que reciben de la civilización occidental.

EL PROGRAMA DE ACTIVIDADES

Tal es el espíritu con que la Unesco ha emprendido ese programa de diez años. No se han fijado todos los detalles de dicho programa y sería inconcebible que las lecciones de la experiencia no lleven a la Unesco a modificar sensiblemente su contenido, a acentuar en cierto grado determinados aspectos o a incorporar nuevos métodos y actividades.

El programa actualmente ejecutado por la Organizacibn en esta esfera se divide en tres partes principales. La primera se refiere a estudios e investigaciones que requieren la cooperación de especialistas en ciencias sociales y ciencias humanas; la segunda entraña una labor en materia de enseñanza escolar y la tercera está orientada hacia la educación de adultos y hacia la vida cultural del gran público.

Estudios c investigaciones

A los especialistas, la Unesco les pide lo siguiente: que estudien deter- minados problemas culturales, sociales y psicológicos de alcance general; que preparen, con destino al gran público, una documentación e instrumentos de cultura de auténtico valor y, finalmente, que beneficien a sus respectivas comunidades con la experiencia personal adquirida mediante su participación en el proyecto principal. En todas esas actividades, la Unesco solicita la cooperación activa de especialistas orientales y occidentales, asociados en empresas conjuntas.

A fin de esclarecer determinados aspectos de los valores culturales, de preparar el camino para nuevos estudios, de organizar reuniones entre personalidades eminentes y de inducir al público a reflexionar sobre la interpenetración de las culturas, la Unesco estimula la organización de coloquios internacionales, discusiones libres, cuyos resultados se publican. En I 957 se celebraron coloquios en Tokio, sobre las influencias recíprocas de las literaturas orientales y occidentales (International Pen Club) y

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sobre la historia de las relaciones culturales entre el Oriente y el Occidente (Comisión Nacional japonesa); en Melbourne, el tema de la reunión fue la confrontación de los ideales filosóficos sobre “la vida buena” -th good Zife (Australasian Society for Philosophy). La Exposición Universal de Bruselas dió ocasión a un coloquio Oriente-Occidente. Otras reuniones se organizaron en 1958 en el Japón sobre las relaciones entre las religiones, en París sobre las influencias y filiaciones musicales, y en Calcuta, sobre los aspectos sociales de los valores culturales.

Corresponde a las ciencias sociales volver a colocar los valores culturales en su contexto socioeconómico, presentar al gran público la evolución contemporánea de dichos valores y esclarecer las nuevas condiciones en que se desarrollan las relaciones entre los pueblos.

Los estudios efectuados en 1958 se refieren también al Oriente moderno y tratan de dos temas : los hombres y las mujeres, sus privilegios, responsabilidades e incapacidades de carácter social; las actitudes respecto al enriquecimiento, el ahorro, la continuidad del trabajo productivo, el comercio y la especulación. Para r 959-r g6o se estudiarán tres nuevos temas: fines e ideales de los países de Oriente, según se reflejan en sus instituciones y documentos oficiales; efectos de las transformaciones socioeconómicas actuales sobre los modos de vida tradicionales del campesino oriental y medios de comunicación de ideas sobre una cultura a los miembros de otra.

El público culto no dispone siempre de grandes obras de sintesis en las que pueda encontrar informaciones fidedignas, especialmente acerca de las civilizaciones de Oriente. Con el concurso de las comisiones nacionales de la Unesco y de las organizaciones no gubernamentales competentes, se realizan actualmente estudios preliminares y encuestas sobre esta materia, a fin de evaluar las obras existentes, lograr su difusión e identi- ficar las lagunas por llenar, con miras a recomendar a las grandes fundaciones o a los editores que preparen algunas obras nuevas. El desarrollo de estudios emprendidos en diversas regiones sobre el antiisis y la presentación de los valores culturales, depende en gran parte de que se refuercen las instituciones universitarias y de investigación, así como del establecimiento de relaciones de trabajo entre ellas. Estimular y facilitar ese desarrollo, con objeto de lograr resultados duraderos, constituye una tarea importante de la Unesco y de sus Estados Miembros.

Además, la Unesco dedica ahora exclusivamente al proyecto principal las becas de ampliación de estudios puestas a la disposición de profesores universitarios e investigadores bajo el título de “Subvenciones de la Unesco para estudios universitarios sobre culturas regionales”. Aprove- chando una prolongada estancia en una universidad de Oriente y de Occidente, según el caso, los beneficiarios de esas becas prosiguen sus trabajos sobre el idioma, la literatura, la historia o los problemas económicos y sociales de una región distinta de su región de origen.

En los próximos años, la Unesco proyecta contribuir de un modo análogo al perfeccionamiento de traductores que puedan verter a los

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idiomas de Occidente las obras maestras de las literaturas orientales. Al proporcionar a los filólogos calificados la oportunidad de familiari- zarse, mediante la estancia en un país de Oriente, con el espíritu de una cultura determinada, se trata de aumentar el número de traductores disponibles subsanando así una escasez que limita considerablemente las posibilicades de acción de la Unesco y de las instituciones públicas y privadas de los Estados Miembros.

La rxuela

Un sistema de enseñanza que desarrolle el conocimiento, la comprensión y la apreciación mutuas de los valores culturales significa, hacer frente, ante todo, al problema del contenido de la enseñanza: programas, horarios, materias de examen, etc. Un problema al cual ninguna organización internacional puede dar solución fácil : los programas escolares son de la competencia de las autoridades nacionales o locales y no se trata de sobrecargar programas que ya parecen exageradamente nutridos. Cada año, la Unesco reúne un Comité Consultivo Inter- nacional sobre Planes de Estudios, cuyas recomendaciones comunica a sus Estados Miembros; el mejoramiento de los programas con objeto de fomentar la comprensión entre el Oriente y el Occidente constituyó el punto más importante del orden del día de la reunión celebrada por dicho comite en 1958.

Pero sin modificar fundamentalmente los programas actualmente en vigor, se presentan numerosas ocasiones en la enseñanza de las distintas materias para insistir de manera particular en el conocimiento y la comprensión de realidades culturales poco conocidas y, al presentarlas de un modo interesante, para dejar una huella duradera en las mentes jóvenes. Tal ampliación de las perspectivas de la enseñanza obtendrá sin duda el apoyo entusiasta de los educadores de los distintos países.

El programa de la Unesco tiende a satisfacer las necesidades de esos educadores mediante una acción sistemática, a la que invita a las comisiones nacionales de sus Estados Miembros y a las organizaciones internacionales no gubernamentales de la profesión docente.

Los manuales escolares. En esta materia la Unesco se propone ante todo mejorar los manuales y el material de enseñanza. En septiembre de 1958 se celebró en Tokio una importante reunión acerca de la manera de presentar el Occidente en los manuales y el material de enseñanza asiaticos. Había precedido a esa reunión la celebrada en París en mayo de 1956 sobre “La presentación de Asia en los manuales y el material de enseñanza occidentales”. Para esa reunión, se prepararon estudios sobre la forma en que se trata actualmente del Occidente en los manuales asiaticos; se invitó a los países orientales a que estudiaran los problemas pedagógicos que plantea el mejoramiento de la enseñanza acerca del Occidente en sus escuelas y algunos países de Occidente se consagraron

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al análisis de los valores culturales occidentales con objeto de facilitar su presentación en los manuales usados en países asiáticos.

Ese estudio general tiene por objeto definir los principios de la acción más concreta que desarrollan las comisiones nacionales y las organiza- ciones de la profesión docente. En 1959 y 1960, la Unesco proporcionará a dichas organizaciones ayuda técnica y económica, asistencia y documentación. Con esos medios se multiplicarán las reuniones de educadores dedicadas al estudio de la nueva orientación que deba imprimirse a los programas y a los manuales o al examen de cuestiones mas concretas, como la enseñanza de determinadas materias, la intro- ducción de “estudios regionales” en los programas, la utilización de películas cinematográficas y películas fijas, de exposiciones y programas de televisión. Asimismo se fomentarán consultas cada vez más numerosas entre educadores de distintos países. Por intermedio de las comisiones nacionales la Unesco proporcionará ayuda a los autores y editores de manuales, especialmente poniendo a su disposición los elementos de información de que carecen para presentar los diversos aspectos de las culturas orientales u occidentales: asesoramiento sobre las fuentes de documentación, listas de obras de referencia, bibliografías selectas, etc.

La documentación. También es preciso, sin embargo, ayudar más directa- mente al personal docente y orientar sin demora el espíritu de los alumnos hacia aquella parte del mundo que conocen poco o mal. Mucho puede hacerse para satisfacer esta necesidad urgente mediante la publicación y la difusión de folletos o libros -en lo posible ilustrados- en los que se esbocen los rasgos esenciales de las culturas y de la vida cotidiana de los distintos países, y que se utilicen como textos de lectura recreativa en las bibliotecas escolares. Por eso, la Unesco invita a las comisiones nacionales a que encarguen a las personas más calificadas que escriban obras de ese género, con un espíritu de objetividad total, con miras a interesar a lectores de IO a 15 años. La Organización facilitará la publicación de esos libros y su traducción a los idiomas más usados. La Unesco podrá completar esta acción cooperativa de las comisiones nacionales, procediendo ella misma a preparar folletos sobre determinados temas de amplio interés internacional.

Con ayuda de las comisiones nacionales y de las organizaciones internacionales, la Secretaría comenzó a intensificar en 1958 su labor para reunir y difundir informaciones destinadas al personal docente: pronto se completará una bibliografía de obras en inglés sobre 10s

valores culturales de Oriente; por otra parte la Confederación Mundial de Organizaciones de la Profesión Docente prepara, en virtud de un contrato con la Unesco, una lista del material audiovisual utilizable en las escuelas.

Mltodos. Por último, la Unesco se preocupa del desarrollo de métodos pedagógicos adaptados a los fines del proyecto principal. En cuarenta

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países, más de ciento cincuenta establecimientos de enseñanza pertene- cen ahora a su sistema de “escuelas asociadas”. Dichos establecimientos reciben de la Organización la documentación apropiada y se benefician de determinadas becas; llevan a cabo actividades encaminadas hacia el fomento de la comprensión internacional y proporcionan así un magnífico terreno de ensayo de nuevos métodos pedagógicos. Las actividades y programas experimentales de esas “escuelas asociadas” tienden principalmente a desarrollar en sus alumnos la apreciación de los valores culturales de Oriente y de Occidente. En gran parte mediante la ayuda de las comisiones nacionales, se celebran frecuentes reuniones para estudiar los resultados de tales experimentos. Esas reuniones de educadores y las consultas bilaterales que se les invita a organizar contribuyen al perfeccionamiento del personal docente en ejercicio. Pero es de importancia muy particular el hecho de que los profesores adquieren una experiencia directa del modo de vida y de los valores culturales de países pertenecientes a una región remota. Por eso tiene la Unesco un programa de subvenciones de viaje para educadores.

Los Estados Miembros que proponen los candidatos a dichas becas se comprometen a pedirles, a su regreso, que participen activamente en la ejecución de un programa educativo relacionado con el proyecto principal.

Educación extraescolar, medios de cultura y de informacidn

En una labor que continúa directamente, en el plano de la educación extraescolar, la que llevan a cabo los establecimientos de enseñanza, las organizaciones de la juventud y las dedicadas a la educación de adultos son agentes eminentemente eficaces que llegan a un público muy amplio y muy entusiasta. La Unesco pide a esos grupos que difundan entre sus miembros el conocimiento y la comprensión de los valores culturales de Oriente y de Occidente y que estudien, con miras a una cooperación más estrecha, la naturaleza y la función que corresponde a la educación de los jóvenes y de los adultos como elemento de la vida cultural de los países de esas dos grandes zonas. La Unesco coopera, pues, en reuniones, seminarios, cursos para la formación de dirigentes, proyectos experimentales dedicados a la “población extraescolar” de una comunidad o de un grupo de comunidades, la producción o empleo de instrumentos de información sobre la vida de los pueblos de Oriente o de Occidente, la evaluación metódica de las actividades en curso, etc. Recientemente la conferencia anual de organizadores de campos internacionales de trabajo voluntario, celebrada en Nueva Delhi, ha estudiado los medios de favorecer la comprensión mutua entre el Oriente y el Occidente. Diversas organizaciones sindicales, universita- rias, confesionales o de servicio social han presentado a la Unesco diversos proyectos de actividades, muchos de los cuales recibirán el apoyo de la Organización. Una parte de las subvenciones de viaje para

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educadores se concede a dirigentes de movimientos de juventud y de educación de adultos. El Instituto de la Juventud (Unesco) establecido en Gauting, cerca de Munich, realiza un esfuerzo particular para ayudar a establecer contactos entre dirigentes de Oriente y de Occidente.

Por otra parte, en 1959 se prevé la celebración de una reunión internacional de expertos, especialmente dedicada al estudio de la función que los valores culturales de Oriente y de Occidente pueden desempeñar en la educación de jóvenes y adultos, principalmente con objeto de favorecer el ejercicio de las responsabilidades cívicas, sociales y culturales.

Literuluru. Desde hace varios años la Unesco encarga a los especialistas más competentes la traducción al inglés o al francés de las obras maestras de las literaturas árabe, persa, india, china y japonesa, y alienta a los editores a difundir ampliamente esas traducciones. Ahora está intensifi- cando ese programa y dedica además una nueva colección a las obras maestras escritas en los idiomas menos conocidos de la URSS. Entre los numerosos títulos ya publicados mencionaremos, como ejemplos, la Antología de la literatura japonesa, los Himnos especulativos del Veda, las obras de Avicena y de Al-Ghazali, de Al-Djahiz y de Mohammad Iqbal. Recíprocamente, la Unesco fomenta la traducción al árabe y al persa de las obras maestras de las literaturas occidentales, y se propone ayudar a los Estados asiáticos para las traducciones en la lengua de sus países.

Como complemento de dicho programa, se prevé la publicación en forma resumida de obras de síntesis dedicadas respectivamente a cada una de las grandes literaturas de Oriente: esos estudios permitirán al lector comprender el lugar que ocupa cada obra en la totalidad de una cultura y relacionarla con el espíritu de un pueblo y su modo de vida.

Artes pZ&icus y música. La Unesco ha estimulado la difusión de las mejores reproducciones de las obras maestras del arte así como la utilización de las mejores grabaciones musicales. Pero, en muchas esferas, las reproducciones y grabaciones de buena calidad siguen siendo muy escasas, por lo que es importante alentar su publicación. Esta necesidad es particularmente evidente en lo que se refiere a las artes de Oriente. En este conjunto de actividades, la Unesco no solo destaca las obras de arte que son ya famosas, sino también las obras maestras o las tradiciones que hasta ahora se habían descuidado.

Contribuye a esta empresa la publicación regular de los catálogos de reproducciones en colores. También se usan otros métodos. En primer lugar, cabe mencionar las exposiciones circulantes de reproducciones de obras de arte. Cerca de ciento setenta han circulado desde I g4g en setenta países; dichas exposiciones no solo se presentan en museos y escuelas sino también en lugares de trabajo, clubs y centros sociales provinciales y rurales. Algunas de ellas, como la exposición de miniaturas persas,

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o las de pinturas chinas y grabados japoneses en madera, han obtenido ya un gran éxito. En I 958 se consagró una nueva exposición a la acuarela en el arte de Oriente y de Occidente.

Además de los álbumes de reproducciones de arte sobre los frescos de Ajanta (India) y las miniaturas persas, en 1958 se publicaron los dedicados al arte de Ceilán, de Turquía y del Japón. Hay otros en preparación. La misma colección permite al público oriental familiari- zarse con la gran tradición rusa del icono o con el arte precolombino de México. De ahora en adelante, además de esos álbumes, que continúan publicándose en una edición de formato grande y muy bien presentados, la Unesco difundirá a bajo precio material para la proyección de obras de arte; así estimulará a los editores a publicar volúmenes de formato más manejable a un precio mucho más bajo, destinados a un público más numeroso.

De la misma manera, la Unesco subvenciona la producción de catálogos de películas de arte dedicadas a las obras maestras de Oriente y fomenta la producción de nuevas películas sobre épocas o formas de arte poco conocidas.

Como en el caso de la literatura, se espera completar esas actividades publicando obras de síntesis que presentarán, en forma asequible y atractiva, el panorama artístico de un país determinado, con notas sobre la documentación iconográfica disponible.

Asesorada por la Asociación Internacional de Críticos de Arte y por los jurados de las grandes exposiciones mundiales, la Unesco ha contri- buído a la publicación de reproducciones de las obras más destacadas de los artistas contemporáneos de Oriente y de Occidente. En coopera- ción con el Consejo Internacional de la Música, estimula los inter- cambios de partituras y de material musical así como la difusión de grabaciones de la música tradicional o contemporánea entre países de esas dos partes del mundo. Concede becas a pintores, escultores o grabadores, a compositores y a escritores, para que efectúen viajes de estudio de Oriente a Occidente y viceversa.

Finalmente, la relativa escasez de obras occidentales en los museos de los países de Oriente plantea, para la apreciación mutua de las culturas, un problema de difícil solución. La Unesco recomienda a sus Estados Miembros que, entre ellos, se hagan donaciones y préstamos de obras de arte originales. Se trata de una tarea de largo alcance de la que sólo pueden esperarse resultados limitados. También se estimula a los países de Asia a que adquieran colecciones de buenas reproducciones de arte occidental para exponerlas de un modo permanente en sus museos.

Prensa, radio, cine. La Unesco estudia con los profesionales del periodismo las lagunas de los intercambios de informaciones entre Oriente y Occidente, así como los medios para conseguir, en la prensa, una presentación más exacta de los valores culturales de una y otra región.

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En sus propias publicaciones, la Unesco concede un lugar relevante a las cuestiones culturales. Además encarga y difunde, para uso de periódicos y revistas de todo el mundo, numerosos artículos sobre las culturas y los modos de vida de los distintos pueblos.

Para la radio, la Unesco distribuye programas modelo acerca de los valores culturales; recurre a distintas organizaciones y, en particular, al Consejo Internacional de la Música, para que organicen programas que ilustren las relaciones entre las diversas tradiciones musicales populares y eruditas. Organiza discusiones de “mesa redonda” entre las personalidades representativas de las diferentes culturas, sobre los problemas de la comprensión mutua. También reúne, principalmente gracias a las misiones enviadas a determinados países de Asia, material sonoro y una documentación básica que puedan usar los organismos de radiodifusión e invita a los organismos de radio a estudiar en común los problemas planteados por la utilización de las emisiones preparadas en Oriente y viceversa.

Por lo que se refiere a los medios visuales, la Unesco distribuye fotografías que sirvan para ilustrar artículos de la prensa, y para preparar películas fijas o exposiciones. Al propio tiempo, se está preparando un catálogo de películas documentales sobre Asia, especialmente adaptadas a las necesidades de los programas de televisión. La Unesco colabora, por otra parte, en la producción de modelos de programas de televisión, esforzándose por fomentar la producción de películas que muestren la vida cotidiana de los pueblos de Oriente y de Occidente, así como la corriente de las influencias artísticas entre esos dos pueblos, principal- mente bajo la forma de coproducciones entre países de ambas zonas.

LA ACCIÓN DE LOS ESTADOS MIEMBROS

Esos son algunos aspectos de los programas que la Unesco realiza en el plano internacional con objeto de contribuir al fomento de la apreciación mutua de los valores culturales de Oriente y de Occidente. Aun este breve resumen muestra que la colaboración de los Estados Miembros, sus comisiones nacionales y las organizaciones internacionales no gubernamentales, es esencial para el pleno desarrollo de esos programas proyectados y revela también que el plan de acción directamente ejecutado por la Unesco en relación con este proyecto principal está concebido tanto como un medio para estimular y coordinar una multi- plicidad de empresas como para apoyarlas mediante el asesoramiento técnico o una documentación apropiada.

Pero el impulso dado por el proyecto principal debe hacerse sentir cada vez más en los sectores más amplios de la vida nacional de los diferentes países; debe inducir a los Estados Miembros a emprender programas complementarios, bajo su propia responsabilidad, aunque puedan beneficiarse de la ayuda de la Secretaría de la Unesco.

Se ha sugerido a cada Estado Miembro que un comité especial o

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un organismo ya existente prepare y coordine los programas así iniciados en el ámbito nacional. Esos comités pueden estar integrados por especia- listas en el estudio de civilizaciones y ciencias sociales, por educadores y administradores de los distintos grados de la enseñanza, por escritores y artistas, por especialistas de la información y dirigentes de la vida cultural, así como por representantes calificados de las administra- ciones interesadas y de los servicios nacionales de relaciones culturales.

CONCLUSI6N

;Cuál será la eficacia de un programa de este género? $Xmo concebir los resultados que pueden esperarse razonablemente? En materia tan compleja, donde las realidades sobre las que hay que actuar son hábitos de pensamiento y de acción, instituciones, hechos culturales, vano sería esperar resultados decisivos en el futuro inmediato. Al prever la ejecucion de ese proyecto en el plazo, tal vez prorrogable, de una década, la Unesco se fijó un término que debe permitirle, si no resolver los problemas de la comunicación entre el Oriente y el Occidente, por lo menos ensayar la eficacia de determinados métodos y obtener resultados que puedan servir de ejemplos.

La Unesco podrá seguir aplicando a las diversas esferas de la compren- sión internacional los métodos que se perfilen en esos diez afios de ejecucidn del proyecto. Y lo que es más importante dotavía, las ins- tituciones oficiales o privadas que habrán contribuído al desarrollo de esos métodos podrán continuar aplicándolos. De todos modos el acer- camiento de Oriente y Occidente exigirá que los esfuerzos en este sentido continúen y esos esfuerzos serán más eficaces gracias a los de estos diez años.

El proyecto principal habrá permitido tambien acrecentar y mejorar los medios puestos a la disposición del público, de los educadores y dirigentes de la vida cultural, con objeto de lograr una comprensión y un conocimiento más auténticos de los valores culturales de otros pueblos. La propia existencia de esos materiales nuevos y su mayor difusion habrán provocado una demanda que corresponderá satisfacer progresivamente a toda clase de instituciones y de empresas privadas.

En muchos países se habrá realizado un primer esfuerzo para mejorar el contenido de la enseñanza, la formación del personal docente, y precisar los métodos pedagógicos que mejor permitan presentar a la juventud los valores culturales de los pueblos de Oriente y de Occidente. Este esfuerzo una vez iniciado proseguirá su camino.

Se habrán establecido nuevos vínculos entre los Estados, en forma de acuerdos bilaterales o simplemente mediante la intensificación de los intercambios; se habrá creado el hábito de una acción concertada al servicio de fines comunes. Los caminos así abiertos a los intercambios culturales, las prácticas de cooperación así preconizadas no dejarán de

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dar un estilo nuevo al diálogo de las naciones. En algunos casos, el proyecto principal conducirá sin duda a reforzar o incluso a crear instituciones de investigación, de enseñanza o de intercambios que en adelante desempeñarán una función permanente.

Si logra esos objetivos, la Unesco habrá lanzado un llamamiento no sólo en favor de una acción inicial enérgica, sino de un trabajo a largo plazo. Y calando más hondo habrá contribuído a despertar la opinión pública, a combatir el provincialismo, la pereza o el resentimiento, a estimular la reflexión sobre algunas de las cuestiones más importantes de la vida internacional de nuestro tiempo, y fomentar una actitud generosa en favor de la instauración entre los pueblos de un orden de comprensión y de respeto mutuos. Si dentro de diez años ese movimiento ha ganado suficiente impulso para continuar desarrollándose por sí solo y si cada pueblo de Oriente y de Occidente, después de darse realmente cuenta de los vínculos que le unen a los demás, reconoce que el respeto con que trata a los otros es plenamente recíproco, la Unesco no habrá emprendido en vano ese esfuerzo ni hecho en el vacío ese llamamiento.

N.B. Los lectores que se interesen por seguir el desarrollo del proyecto principal relativo a la apreciación mutua de los valores culturales de Oriente y de Occidente y que, para asociarse al mismo, quieran conocer periódicamente los problemas planteados y los resultados prácticos obtenidos, podrán consultar el boletín Oriente-Occidente. La Secretaría de la Unesco enviará gratuitamente esta publicación bimensual a quienes la soliciten.


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