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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XLI, N o 81. Lima-Boston, 1 er semestre de 2015, pp. 317-337 LA HISTORIA DE LA DICTADURA CHILENA POR NIÑOS PREESCOLARES EN K ÍNDER DE FRANCISCA BERNARDI Y ANA HARCHA Andrea Jeftanovic Universidad de Santiago de Chile Resumen Este ensayo explora la relación entre regímenes autoritarios y espacios escolares y de qué modo la censura, la tortura, la humillación son parte de las prácticas cotidianas al interior de una sala de niños preescolares. A partir del testimonio de las autoras, que forman parte de la generación que crece bajo el régimen de Augusto Pinochet, se crea un texto dramático que escenifica la violencia de es- tado en las violencias íntimas de las dinámicas familiares y educativas. Palabras clave: dictadura, educación, violencia de estado, violencia íntima, Kinder, Harcha, Bernardi. Abstract This essay explores the relationship between authoritarian regimes and educa- tional spheres. It sees the way censorship, torture, and humiliation are present in everyday practices in the classroom. From the testimony of the authors, who were children during the Augusto Pinochet regime, they create a dramatic text that performs the state violence in the intimate violence of the familiar and educational dynamics. Keywords: dictartorship, education, state violence, intimate violence, Kinder, Har- cha, Bernardi. ¿La historia nacional contada por niños preescolares? Las drama- turgas Francisca Bernardi (1975) y Ana Harcha (1976) encomiendan a estos niños, que todavía no saben leer ni escribir, que asuman la tarea de hablar sobre la violencia cotidiana durante la dictadura chi- lena desde el marco de la sala parvularia. En esta obra se propone como sujeto de enunciación de la experiencia a infantes que, por su temprana edad, son habitualmente considerados como “sujetos mudos” que están siendo expuestos a los primeros años de sociali-
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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XLI, No 81. Lima-Boston, 1er semestre de 2015, pp. 317-337

LA HISTORIA DE LA DICTADURA CHILENA

POR NIÑOS PREESCOLARES EN KÍNDER DE FRANCISCA BERNARDI Y ANA HARCHA

Andrea Jeftanovic

Universidad de Santiago de Chile

Resumen Este ensayo explora la relación entre regímenes autoritarios y espacios escolares y de qué modo la censura, la tortura, la humillación son parte de las prácticas cotidianas al interior de una sala de niños preescolares. A partir del testimonio de las autoras, que forman parte de la generación que crece bajo el régimen de Augusto Pinochet, se crea un texto dramático que escenifica la violencia de es-tado en las violencias íntimas de las dinámicas familiares y educativas. Palabras clave: dictadura, educación, violencia de estado, violencia íntima, Kinder, Harcha, Bernardi.

Abstract This essay explores the relationship between authoritarian regimes and educa-tional spheres. It sees the way censorship, torture, and humiliation are present in everyday practices in the classroom. From the testimony of the authors, who were children during the Augusto Pinochet regime, they create a dramatic text that performs the state violence in the intimate violence of the familiar and educational dynamics. Keywords: dictartorship, education, state violence, intimate violence, Kinder, Har-cha, Bernardi.

¿La historia nacional contada por niños preescolares? Las drama-

turgas Francisca Bernardi (1975) y Ana Harcha (1976) encomiendan a estos niños, que todavía no saben leer ni escribir, que asuman la tarea de hablar sobre la violencia cotidiana durante la dictadura chi-lena desde el marco de la sala parvularia. En esta obra se propone como sujeto de enunciación de la experiencia a infantes que, por su temprana edad, son habitualmente considerados como “sujetos mudos” que están siendo expuestos a los primeros años de sociali-

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zación. Pero estos cuerpos aparentemente insignificantes para los poderes públicos son “cuerpos dóciles” (Foucault, Los anormales), receptáculos de los deseos e intereses de padres, profesores y go-bernantes. Desde ese lugar en disputa, los personajes infantiles en el texto son cuerpos en alerta, voces que se alzan para esbozar otra mirada a la reciente historia de Chile.

Conocemos una serie de testimonios y relatos que narran las ex-periencias de persecución, de centros de detención y ejecución, de exilio, por parte de adultos que sufrieron los embates de la dictadu-ra, sin embargo, hacía falta mirar esa experiencia desde una óptica “menor”, desde un lugar de la víctima indirecta que comprende tar-díamente los alcances de ese régimen en su vida, o que experimenta cambios y crisis en su orden familiar por el sistema político impe-rante. La obra Kínder se suma a una línea de producción en la que la generación hija de los protagonistas y víctimas de las dictaduras del Cono Sur toma la palabra y problematiza la memoria y su mirada, las problemáticas del testimonio, la memoria como simulacro. Y no es algo exclusivo de cierto país, la voz infantil viene ya desde la lite-ratura del Holocausto cumpliendo la función de ser una suerte de inconsciente colectivo.

El teatro chileno del siglo XXI

En el campo del teatro local, a fines de los 90 emergen voces de

dramaturgas jóvenes que son parte de la nueva orientación que va tomando la escena chilena, principalmente gracias a las compañías independientes. Las dramaturgas Francisca Bernardi y Ana Harcha pertenecen a esta nueva oleada, son actrices tituladas en la Escuela de Teatro de la Pontificia Universidad Católica de Chile y también siguieron talleres con los dramaturgos Marco Antonio de la Parra, Juan Radrigán, Benjamín Galemiri y Rodrigo García. El montaje de la obra Kínder a cargo de la compañía Niños Prodigio Teatro en el año 2003 tuvo bastante resonancia entre el público, pues contó con sucesivas puestas en escena y reconocimientos.

Desde un comienzo, Kínder presenta un desafío cuando, por ejemplo, se presenta en el prefacio un texto poco convencional en el que se advierte: “Todos los personajes son fantasías. Ninguno de ellos se identifica con una persona viva o muerta. Los episodios

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descritos tampoco coinciden con los hechos reales. Los comporta-mientos identificables deben achacarse a las circunstancias. No tra-ten de entender” (143). Luego de señalarse la ruptura con la tradi-ción mimética, se informa explícitamente la carencia de una disposi-ción lógica formal y también se alude a la inexistencia de personajes tradicionales que obedezcan a un nombre, a una edad, a ciertas ca-racterísticas. Más bien son voces o enunciados, cuerpos-soporte, cuerpos que contienen a su vez al cuerpo social. En el texto no se señala cuántos personajes hay ni qué características tienen; se pre-sume que hay más de uno, porque en ocasiones es posible identifi-car una suerte de conversación, y en otras, se presentan monólogos que remiten a relatos muy disímiles de niños con distintas experien-cias biográficas, y de distinto género y espacio territorial. Los perso-najes develan, en breves escenas, cómo estaban presentes la repre-sión y la censura en los juegos, en la rutina escolar, en la enseñanza, en la educación cívica, en las dinámicas familiares.

Kínder no tiene otro hilo conductor que los relatos alternados de los niños a lo largo de veintiséis escenas, cuya conexión reside úni-camente en la articulación de los diversos hechos y recuerdos enun-ciados por los infantes. Tampoco hay linealidad en la presentación de los eventos, puesto que no hay un argumento que pudiera regir un orden o configurar una fábula. Se ha abandonado la aspiración de la trama o la historia, de este modo “la acción dramática se ha liberado de su función relatora y nos ofrece un devenir escénico, un transcurrir situacional” (Sanchís 246). En ese sentido, el texto deriva en situaciones por las que transitan un número indeterminado de personajes que exponen problemáticas bajo el disfraz del juego, la canción, la rutina escolar.

El texto dramático como archivo

El texto dramático y su interpretación, entendidos ambos como

un modo de archivo y no una práctica teatral efímera, toman lugar aquí y ahora para traer un repertorio del pasado. En ese intento pueden surgir nuevas formas de representación, por ejemplo, en es-te caso, formas fragmentarias o lúdicas que aluden a la lucha de la autoría de la realidad, y a dar sentido y testimonio utilizando juegos, ejercicios escolares, canciones. Kínder podría leerse como un intento

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de entregar la versión de quienes nacieron en un país con toque de queda, con enseñanza fiscal cooptada por un régimen autoritario, represión callejera, crimen clandestino, exiliados y censura en la prensa y en la vida cotidiana.

Sobre los alcances de este registro, el de la memoria de los hijos y su particular registro, la ensayista argentina Josefina Ludmer habla en su libro Aquí, América Latina (2010) de un “esquema temporal de las tres ficciones de la memoria, algún sujeto familiar (madre, hijo o hija, discípulo) parte del presente y avanza para ir atrás, al pasado, a un acontecimiento que divide en dos la vida y constituye una fisura temporal en el sujeto” (61). Asimismo identifica, en el caso de Ar-gentina, esta nueva tendencia al señalar que “entre los años 70 y el presente hay un abismo que se llena de fascinación y terror; de la memoria de los hijos y discípulos de esa fascinación y ese terror” (62). En Chile también podríamos pensar que la literatura se subje-tiviza y piensa un tiempo histórico desde la identidad y la filiación y, por supuesto, a través de los agujeros negros de la memoria y sus complejas operaciones.

Los personajes de Kínder aluden a la “crisis del Estado-Nación”, en la que se fisura la identidad nacional y el desenvolvimiento del sentimiento de colectividad que genera todo régimen represivo (Ba-rría, “El temblor de un salvaje” 9-10). En la obra también se critica a la sociedad de masas del siglo XXI, cuyos integrantes se han tor-nado sujetos inmóviles política y socialmente; se relaciona directa-mente con los personajes sin rostro ni nombres, con voces anóni-mas que enuncian recuerdos, conflictos.

Por otra parte, en el ensayo De dónde vienen los niños (2007), la aca-démica argentina Nora Domínguez se refiere a la particularidad de la memoria enunciada por los hijos de la siguiente manera: “Los hi-jos necesitan nacer de otra manera: abandonar al personaje que son y convertirse en narrador, ausentarse de la escena siniestra y comen-zar otra vez con una nueva voz o una nueva palabra, ensayar otra sintaxis para enfrentar la falta de sentido o la catarata de sentidos violentos que los anulan y asfixian” (107). Aquí no hablan los pa-dres, sino los hijos en una batalla por conquistar una voz, una mira-da al pasado; desde sus veintitantos años rescatan sus vivencias preescolares y dan una interpretación a eso que les tocó vivir, inten-ción que se afirma taxativamente en la premisa que conduce y cierra

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el texto: “Ningún niño puede aprender a vivir si no acumula recuer-dos”, “ningún ser humano puede vivir si no sabe qué guarda en la memoria” (153). A partir de esta premisa, las autoras escriben un texto-testimonio como un ejercicio de memoria generacional al rit-mo del juego, el zapping televisivo, la música pop, el fragmento vi-sual que se superpone uno sobre otro:

Hoy es uno de esos días en que no tengo nada. Ni rabia. Ni memoria. Es confusa. Ni planes. Ni ganas de decir algo. Ni ganas de callar. Trato de re-cordar mis primeros siete años de vida. Mi infancia. Y sólo logro ver fu-gazmente indescriptibles imágenes. Trato de ver mi presente y me veo di-ciendo esto. No logro construir una ficción. Trato de ver mi futuro y me veo metiéndome a la cama a dormir. Estoy hecho un nudo. Tengo una bo-tella de vino a mi lado y sólo pienso en vaciarla (143).

Precisamente la crítica teatral de los medios resaltó la originali-dad del texto, su ágil ritmo y su corte local1, elementos que estaban al servicio de apuntar la tensión entre la infancia y las instituciones, el complejo proceso de crecimiento durante un régimen autoritario, la influencia de los actuales medios de comunicación y algunos ele-mentos pop de su generación (música, objetos de consumo, pro-gramas de televisión).

Ahora, no hay que olvidar que es un ejercicio de memoria en un punto tramposo, la temprana edad hace que la memoria pueda ser algo más confusa de lo que ya lo es por sí misma, pero en este texto y en otros, esa “limitación” abre juegos y supuestos como el siguien-te: “La mesa donde aprendí a comer todavía existe/ El patio donde aprendí a caminar todavía existe. De lo que no me acuerdo es de cómo aprendí a caminar. Por supuesto tampoco me acuerdo cómo aprendí a comer” (153). La estética fragmentada del texto, que lo lleva a transitar por distintos relatos, es comparable al modo en que puede operar la mirada de un niño, que observa parcialmente lo que lo rodea, parcialidad que es asimilada y recreada por la disposición

1 Con comentarios tales como: “Fragmentos corales que no se detienen,

acelerados al máximo, a borbotones, como una confesión delirante y nostálgica. Desfilan en el escenario traumas, alegrías y ritos que conforman esa edad a la que nadie quisiera volver, pero que todos rebobinamos incesantemente” (Iba-cache). O bien se destacaba la presencia de elementos generacionales: “Las es-cenas avanzan de un modo vertiginoso, con música de época y una recreación de traumas y ritos infantiles que emulan el relato sujeto al zapping” (Gómez).

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textual en un mosaico de voces y experiencias: “Paso el 90% del día encerrado en mi pieza, juego con mi perrito”, “gracias a Dios en mi familia nadie tiene sida”, o a ciertos rasgos propios de la condición socioeconómica o de clase: “Llevo el mismo apellido de mi madre”, “es bonita la entrada de mi casa”, “en las mañanas como cereal, pan tostado y un cigarro”, “mi baño es alfombrado”, “veo televisión por cable”, o a las fantasías de las figuras paterno y materna: “Mi papá es famoso y admirable, mi mamá es bonita y caliente, mi abuela es cariñosa y cocainómana, mi abuelo es millonario”. En fin, construc-ciones fragmentadas de las características esenciales de la familia que se lanzan como frases azarosas e hirientes.

El juego como escritura de la memoria generacional y resistencia al poder

El juego es una capacidad humana de dar otro sentido a una si-

tuación, una acción o un objeto que explora otras significaciones, otras performatividades del ser y el estar. El juego investido de ruti-na escolar o de experiencia hogareña será en esta obra la herramien-ta y la gramática para generar una resistencia y crítica al poder y una posibilidad de registro de la biografía colectiva de este grupo de párvulos chilenos. Las autoras participaron en los talleres que im-partió el dramaturgo español Rodrigo García, instancia en la que trabajaron reciclando juegos para convertirlos en acciones más vio-lentas, conscientes de que eso es también parte de lo escénico. Es reconocible la influencia de esta experiencia en cuanto a la predo-minancia de un juego que trabaja la noción de espacio posibilitador de transgresiones y discursos, de reciclaje y rituales, con ironía y humor negro.

El juego se presenta como desafío, como dispositivo para repen-sar la puesta en escena y la memoria que despliega un otro “como si”, unas reglas que se siguen o se rompen, una propuesta que moti-va la acción de los personajes y de un discurso que se enhebra en sus eventos. También se recupera el sentido universal y transversal del juego, compartiendo algunos rasgos como son la competencia, la simulación: “No hay juego inocente, cuando se apaga el lazo si te enredas, perdiste […] Si el juego de las manitos calientes se trans-forma en puras cachetadas se convierte en otra cosa y lo vuelves

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como vivo otra vez” (Harcha, Entrevista personal). Eso ocurre con una canción tradicional que se entona “escondiendo” en su supuesta liviandad un acto feroz y denigrante como el abuso entre un adulto y un niño en la escena 15, titulada “Juego escolar”:

Amarillo se puso mi papá Cuando le mostré Las notas de este mes Amarilla me puse yo también cuando me mostró su nuevo cinturón Me pegó me cacheteó Me tiró sobre el colchón Y se puso su condón Eso sí que me dolió Porque es muy calentón (149).

La letra alude a una canción infantil popular del castigo y el ren-dimiento escolar y el castigo, y acá se tergiversa y pasa a ser una de-nuncia de abuso sexual, con las rimas y la similitud crea precisamen-te otro sentido, violento y desgarrador.

No más personajes, sino voces

En todos los casos, son voces antes que personajes determina-

dos, voces que enuncian discursos o problemáticas, y que también son ejecutantes de acciones (coreografías, juegos, ejercicios, relatos). Esta intercambiabilidad e indiferenciación son propiedades que se contraponen a la noción dramática del personaje: “Realidad ontoló-gica plena, indivisible, identificable bajo un nombre y destino, sujeto activo y pasivo de su aventura terrestre” (Pavis, Diccionario del teatro 202), y el autor sigue, que “es concebido como un elemento estruc-tural que organiza las etapas del relato, construye la fábula [...], con-centra en sí mismo un haz de signos en oposición con los de los res-tantes personajes” (Pavis, Diccionario del teatro 336). Asimismo, la al-ternancia de voces permite que el texto se construya más bien desde la polifonía, sin ser hegemonizado por un personaje en particular o protagonista.

El tratamiento del diálogo en Kínder se condice con la indiferen-ciación y la alternancia de voces, es decir, es escaso e inclusive nulo. Nuevamente se observa una ruptura estilística y técnica, esta vez de la noción que considera al diálogo como la forma fundamental del

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drama para imponer el monólogo o el relato coral. Su ausencia fun-ciona como metáfora de la incapacidad de comunicación de quien paradójicamente se encuentra conectado con todo el mundo (por lo menos el occidental) por el fenómeno y las tecnologías de la globa-lización. Y por otra parte, remontándose al pasado, apunta al silen-cio, a la censura, a la escasez de diálogo de todo régimen autoritario.

También esto se adscribe a una tendencia del teatro posdramáti-co en el que los personajes tradicionales se esfuman para dar vida a hablantes que enuncian una problemática al modo de un actor-dramaturgo (Pavis, Teatro contemporáneo). El acto de habla, de escritu-ra y de composición es una actividad compartida con la presencia física y visual para la construcción que se vive en el proceso con la compañía. En efecto, la versión final de la obra Kínder se fijó tras las reescrituras, fruto del trabajo colectivo con los actores. Resolver el texto en los ensayos se condice con una metodología de trabajo abierta que entiende el teatro como algo más ritual y lúdico, cuyo punto de inicio es la improvisación y el trabajo actoral junto a un texto que es una carta de navegación que sugiere problemáticas que buscan resonancias en los ensayos, en la discusión grupal. Para este procedimiento, en la construcción del texto se disponen oraciones en blanco que llenan los actores de acuerdo con su experiencia o memoria, aludiendo a un tipo de prueba o ejercicio escolar. Tam-bién esta técnica se puede relacionar con el formato de las pruebas o tareas escolares que llaman a “completar la oración” o “definir el concepto”, pero que acá esconden claves para referirse a lo irrepre-sentable de la violencia traumática del pasado, como se ve en la es-cena 16.8:

Lo que quiero decir es... cuando era un niño yo no podía evitar sentirme identificado con _________________ ese dibujo animado de cada día ______________ a las cuatro de la tarde.

Lo que quiero decir es que cuando yo era una niña ________________________ (150).

Como se observa, la obra se arma en una “narración en cadena”, cada actor dice una frase que exige a la frase del otro, se interrum-pen, se complementan. La lucha por contar historias o “la” historia es parte de la dinámica textual. Se escuchan los balbuceos de las his-torias que sugieren la urgencia del juego como una desesperada es-

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trategia de memoria que perfila nuevos núcleos narrativos para los nacientes linajes que también experimentaron, y lo hacen en un pre-sente, la acción violenta del poder. Hay escenas que se disponen con líneas vacías sugiriéndole al lector-intérprete rellenar con sus refe-rentes privados. Cada escena autónoma está abierta a nacer distinta aunando el texto con la memoria de quien la interpreta. Ejemplo de esta dinámica está presente en la sección en la que se reconstruye la experiencia del Terremoto del 85: “Todo está mezclado, las manos de mi papá, la loza de la casa, los gritos de mi hermano, que como siempre llora el muy estúpido” (150). A lo que se suma otra voz: “La situación es catastrófica, las radios no paran de informar, ya dan las primeras noticias, los rescatistas se comunican con una mujer y su pequeña hija bajo los escombros” (151). Y otra más que recuerda o contrasta el decir de un adulto y el pensamiento de una niña: “Mi abuela repite una frase como autómata ¿por qué a nosotros?, ¿por qué a nosotros?, ¿por qué a nosotros?, como si fuéramos los únicos habitantes de la ciudad, yo por mi parte estoy parada en el patio pensando… en quince días más es mi cumpleaños, no voy a poder hacer fiesta” (151).

Estos enunciados de varios actores despiertan la pregunta: si es-to corresponde a cierta indiferenciación del sujeto niño en un mun-do de adultos, o bien, si se apuesta a un relato que es una dolorosa memoria que no se puede hacer de un modo articulado e individual, sino como piezas intercambiables de un rompecabezas que se en-sambla entre varios protagonistas. Los escasos adultos (padres, pro-fesores) –aunque bien puede tratarse de niños simulando ser adul-tos– tampoco presentan rasgos de personalidad que permitan singu-larizarlos, pero cuando aparecen sus intervenciones corresponden a los discursos y eventos más violentos y humillantes de la obra, co-mo se verá más adelante.

En Kínder, el discurso acotacional, por su parte, también ha su-frido alteraciones respecto del paradigma dramático. Las acotacio-nes son textos destinados a guiar la puesta en escena y la compren-sión del lector sin ser pronunciados por los actores porque en los discursos emitidos por los niños hay ciertas referencias que permi-ten situar los acontecimientos: como se han mencionado, en los años 80 (específicamente, 1985); las locaciones específicas varían según la historia toma lugar en una sala parvularia o una casa en

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Santiago o en un pueblo del sur del país o un “Domingo a las siete de la tarde” (144). En consecuencia, las acotaciones en el texto son mínimas, realzando su posibilidad de intervención. No obstante, las didascalias que sí existen han sido tratadas de forma particular y son diferenciadas del resto del texto con la tipografía mayúscula, como en la escena 10.1: “NAVIDAD. SE REPARTEN REGALOS EN MEDIO DE LUCES DE COLORES Y MÚSICA DE FUNERAL. TODO ES LENTO Y HERMOSAMENTE DOLOROSO” (145).

Este texto dramático abierto da cuenta de una idea del teatro como un sistema viviente, interpelado por la convergencia de fuer-zas interconectadas y lenguajes heterogéneos (música, movimiento, arquitectura del espacio). En Kínder algo se dice, pero entrecortada-mente, a retazos, entre varias voces, y es sólo en la conjunción di-námica de todas esas versiones que se arma un posible relato de esa memoria fraccionada, como en la siguiente escena:

Mobiliario de Kindergarten, como a propósito de enanos Impráctico El mundo no está hecho a mi medida, oh no, definitivamente no. De niña, recuerdo, tenía la sensación de abarcar todo el espacio. Tenía la sensación de poner el pie sobre toda la tierra. No distinguí fronteras Confundí los territorios No existe el mundo Y yo Sólo existe Yo Y el mundo (146).

Una sensación de un mundo extraño u ominoso al cuerpo infan-til, una dislocación espacial, frases interrumpidas, objetos que fijan recuerdos. Además, la experiencia traumática de crecer y de crecer bajo un sistema autoritario hace que la articulación del lenguaje se tense. Para esto es útil pensar en todo lo que dice la teoría en rela-ción al lenguaje y el trauma:

[…] arrancar un lenguaje –cualquier lenguaje– al trauma no implica rehacer-lo desde el sentido colmado […] Eludir, precisamente, la atracción de una manifestación diáfana y auto compensadora al referir la experiencia perso-nal o colectiva del drama se enlaza con el propósito de estas operaciones de recuerdo, dedicadas finalmente a “mostrar que todo lo visible se yergue so-bre el fondo de una falta (Amado y Domínguez 43).

Los dichos de estos niños se erigen sobre una “falta”, un vacío que deja el terreno incompleto, se dejan al descubierto esos vacíos, esas contradicciones, esos recuerdos viscerales sin aspirar a una or-

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ganización cerrada. Hay una apuesta, como dice Begoña Ugalde, “en lo enunciativo o pre dramático ya que parte de la obra se consti-tuye por medio de cánticos corales o momentos coreográficos” (s. p.), donde el diálogo adquiere un papel subordinado para dar paso al testimonio en movimiento, individual o colectivo, ya sea en la or-gía, el desfile escolar frente a los militares, la fiesta de cumpleaños, los ejercicios escolares, las canciones tergiversadas.

En Kínder es posible encontrar ese trauma desplegado a modo de catarsis por parte de las autoras, de los personajes y actores, y del mismo público (recuerdo mi experiencia como espectadora), de dar-le forma y palabras al hecho de haber crecido bajo una dictadura con el miedo, las pesadillas, las sensaciones somáticas, los malos re-cuerdos. Se puede revisitar, por otra parte, cómo Diana Taylor se pregunta en “Trauma and Performance” la relación trauma y esceni-ficación, de qué modo la performance de transmitir el conocimiento sobre el pasado de forma que nos permita comprenderlo y usarlo. Taylor afirma que este problema ya estaba mencionado en su libro The Archive and the Repertoire (2003) para afirmar que las “prácticas performadas y encarnadas logran que el ‘pasado’ esté disponible en el presente como un recurso político que posibilita la ocurrencia si-multánea de varios procesos complejos y organizados en capas su-cesivas” (“Performance e Historia” 105). En ese sentido, escenificar ese recuerdo también es un acto de habla, que se traslada al cuerpo movilizando recuerdos y posibilitando esa representación o doble actuación, porque el trauma se escenifica y repite compulsivamente en el cuerpo individual y social.

Se evoca la contingencia con distintas intensidades, hay guiños a lo social en crisis, a las subjetividades anónimas y difusas, al pasado y al presente de individuos políticamente inmóviles. Como bien ha señalado Mauricio Barría: “La dramaturgia de los noventa y de la primera década del 2000 plasma la extrañeza de hallarse frente a un Chile que nunca volvió a ser el mismo” (“Reconocer un blanco en el dolor” 7). En el caso de Kínder, la extrañeza es para con esa infan-cia moldeada por experiencias crueles, agresivas, alienantes tanto en el hogar como en el establecimiento educativo. En ese registro se juega con la propia biografía, se ha anunciado al comienzo de la pie-za que todo es ficción, y luego se presenta un testimonio que alude a los nombres de los progenitores de una de las autoras, escena 16.2:

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Mi madre Mirta Cortés Zúñiga se pasaba todo el día tendida sobre la cama con la cabeza a punto de reventar, llenándose el estómago de alprazolam, diazepam, bromazepam y otros productos terminados en pam, cada vez que mi padre Jorge Roberto Harcha Abuhadba, entraba en el dormitorio a cambiarse de zapatos, ponerse el mejor abrigo, recoger su tabaco y tomar las llaves de la casa, para luego desaparecer todos los Jueves, Viernes, Sábado y Domingo, de cada semana, durante varios años (149).

La familia se plantea como un ente ineficaz que tiene a la cabeza a un padre autoritario y castigador y a una madre dopada y ausente (“llenándose el estómago de alprazolam, diazepam, bromazepam” (149). Por lo tanto, no hay “modelos a seguir”, y se alude a lo anto-jadizo y vacuo de las categorías propuestas en los manuales pedagó-gicos, los medios de comunicación:

La familia es un conjunto de personas de directa relación consanguínea/ mi familia se limita al escaso número de amigos que poseo, una familia son todas aquellas personas que ocupan oficialmente el mismo apellido, una familia son todas aquellas personas que llevan el mismo lunar en la misma parte del cuerpo generación tras generación… eso de “familia que perman-ece unida jamás será vencida” es una bonita idea sin sustancia (153).

Críticas periféricas al poder educacional La pedagogía no es un terreno desideologizado, a través de mé-

todos, libros y sujetos se irradian proyectos políticos. Los niños de Kínder son blancos de ese disciplinamiento, son cuerpos dóciles para el discurso escolar que a la vez está preso en el discurso del estado autoritario chileno. Los personajes preescolares funcionarían como una voz periférica que burla, cuestiona, ironiza, rechaza ese poder je-rárquico, de padres y gobierno. Esa resistencia se realiza, a su vez, por medio de formatos menores o “periféricos” ya mencionados, como juegos, canciones tergiversadas, sketches, ridiculización de lecciones educativas, bailes, bromas. Se acopian los relatos corporales de este grupo de preescolares cuya narración suscita una correlación con el sistema político y sus técnicas de adoctrinamiento. Cuerpos pensan-tes y expresivos que se rebelan a la experiencia política macro y mi-cro con sus herramientas.

En este caso se piensa el paradigma educacional modelado por el régimen militar de Augusto Pinochet con su represión, relaciones jerárquicas, persecución, humillación. En consecuencia, estos cuer-

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pos menores que habitan el mapa textual desde políticas, éticas y estéticas determinadas responden a otras articulaciones y modos de producción (sociales, económicos y culturales) enclavados en diver-sas realidades programáticas. Por ejemplo, acá se habla de las rutinas preescolares como rituales (repetición y trance) que generan relatos y alegorías del estado violento, sitio de la medición y de la vigilancia sistemática, del opresivo disciplinamiento, como se ve en la siguien-te escena:

Himno nacional todos los lunes Todos los putos días lunes de cada semana, de cada año, durante 12 años Las dos estrofas y el coro. Completitos. Operación Daisy La escuela fiscal, obvio. La interrupción de clases por un evento oficial El desfile del verdugo en caravana oficial. Un militar lleno de sueños de poder, ejecutándolos. 200 niños parados al borde de una carretera listos a presenciar el paseo dominical del dueño del negocio de los golpes, hachas y metrallas. 1985. Sur. Ni una sola luz, ni un solo rostro, ni una sola enseñanza (147).

“Ni una sola enseñanza”, ése es un sentido de la recreación de los actos cívicos en tanto crítica a la educación pública, ya que a ésta se la considera vacía en contenidos educativos y llena de ritos coer-citivos para marcar en los niños la sensación de estar dentro de una jerarquía donde ellos son algo inferior, deleznable.

La escuela no sólo busca transmitir un saber y un control por medio de la rutina, sino también producir un saber por medio de la técnica del examen cuyo procedimiento disciplinario tiene resonan-cias en otras instituciones como el hospital y el ejército. El examen, según Foucault (Los anormales), permite el control continuo y com-parativo entre esos cuerpos para que adquieran mayor eficacia pro-ductiva, la mejor distribución de espacio y tiempo. En la obra Kínder se plantea la educación también como un espacio de estandariza-ción. Por ejemplo, en el texto se explicitan los indicadores que su-puestamente hacen a un niño un ser normal de acuerdo a ciertos pa-trones propuestos por los manuales pedagógicos, como se ve en la escena 17: “Ningún niño fracasará ni escolar ni socialmente, al co-menzar la educación básica, si lleva consigo lo siguiente: Sabe cantar y reproducir un ritmo batiendo las palmas/ Imita correctamente una

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secuencia de movimiento rítmico, como un baile. /Conoce de me-moria ciertas rimas y poesías” (151). Tal como decía Foucault en Los anormales, los niños son medidos de acuerdo con determinadas varas de fracaso o de logro, dictaminando cómo se insertan en la organización pedagógica y cómo circulan por las estructuras de po-der. La experiencia escolar no sólo es vista como un espacio sociali-zante y educador, sino también como un mecanismo enajenante, que reproduce una conciencia automatizada, que se entrena en la repetición de frases sin sentido contenidas en los silabarios y en la metodología de aprendizaje de otros idiomas.

También el texto alude al sinsentido de esas actividades cotidia-nas como la fila, el desfile, los lunes de canción nacional, la forma de comer, los deberes, etcétera. Sinsentido que ya había sido enun-ciado por Rousseau en su ensayo Emilio o tratado de la Educación en 1785 cuando sugiere que “el único hábito que se debe permitir al niño es el de no contraer ninguno” (67). Contrariamente a la máxi-ma del filósofo suizo, la educación tradicional cultiva el hábito, la repetición, la costumbre, la práctica uniforme. Visión que segura-mente obedece a un deseo de control, ya que el hábito consiste en la aplicación de una economía del tiempo que borra el tiempo propio del cuerpo, y el control del cuerpo pasa por poder vigilarlo en de-terminado encuadre: la sala, el patio, los corredores.

La educación, por lo tanto, es el ingreso a una economía del tiempo que somete al cuerpo (y la mente), pero no necesariamente lo reprime, más bien, lo reforma o deforma de acuerdo con sus re-querimientos. Por ejemplo, vemos pasar el desfile de pueblo u otros momentos rituales que van constituyendo remembranzas mecáni-cas, plagadas de errores, con sarcasmo a la precaria figura del profe-sor fiscal, como se ve en la escena 12:

Niños de pueblo uniformados, obedeciendo a la teacherprofesora que no sabe hablar que confunde aguja con abuja, que no distingue entre toalla y toballa, que come fidedos en vez de fideos, pero que te lleva, te toma de la mano o de una oreja y te lleva y te planta como primer espectador. A ver si mirando aprendes a matar y no te sigues cayendo niña enclenque (147).

Por otra parte, se observa que la institución pedagógica tiene la mirada pesimista y despectiva a la vez, de modo paradójico, así co-mo el sistema político con sus subordinados, esto es evidente cuan-do la profesora, hacia el final del texto les da la siguiente arenga a

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los niños, a quienes llama “semilla del mal”, avizorándoles un futuro negro en su inserción a la sociedad:

Pequeños animalitos inocentes, con maldades anunciadas, cada uno de vo-sotros sois un alma plena, …cada uno de vosotros sufriréis en este mun-do… cada uno de vosotros tendrá que comunicarse con otros, pelearse, amarse, llorar, amistarse, vosotros pequeños niños sois crónicas de pesares, de almas humanas, de asesinos, sois dañadores y dañados (152).

No deja de sorprender el negativismo de este discurso, a ratos realista, a ratos perverso como si todo esfuerzo pedagógico fuese insuficiente para revertir un futuro fracaso.

Educación y lenguaje alienante

El lenguaje ordena y crea realidad, y este orden otorga un senti-

do y una configuración subjetiva. También, nombra, define y taxo-nomiza y en ese conjunto operativo hace aparecer el mundo para un sujeto. Mientras no ocurra el lenguaje no hay mundo, sólo cosas. El texto realiza a través de juegos de palabras una crítica explícita a la ideología que determina los momentos en que se adquiere el lengua-je, en este caso en un ambiente coercitivo y represivo.

Agamben en Historia e infancia se refiere a la constitución del su-jeto en el lenguaje y a través del lenguaje para lograr la capacidad de expropiar la experiencia “muda” y transformarla en un “habla”, lo enuncia así: “Una experiencia originaria, lejos de ser algo subjetivo, no podría ser entonces sino aquello que en el hombre está antes del sujeto, es decir, antes del lenguaje: una experiencia muda en el sen-tido literal del término, una infancia del hombre cuyo límite justa-mente el lenguaje debería señalar” (64). Es decir, toda experiencia subjetiva sólo será captada a través del lenguaje, y por eso es deter-minante el momento en que estos personajes son aleccionados en el mismo a través del silabario. “El sujeto es discurso, es un locutor que comienza articulando un monólogo interior que luego exteriori-za. La realidad a la que se remite es una realidad de discurso” (63). Múltiples “yo” articulan su discurso de estos sujetos.

Más adelante, Agamben dirá que quizás la frontera de la infancia es análoga a la noción del inconsciente de Freud, que es la parte sumergida, para ser un “ES”, que no es más que realidad de lengua-je, y el lenguaje parece así remitirse mutuamente en un círculo don-

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de la infancia es el origen del lenguaje y el lenguaje, “el origen de la infancia” (66). Antes de ser habla siempre ha existido desde la pala-bra, y toda teoría debe renunciar a poder determinar el origen y de-be aceptar ese sujeto desde siempre historizado.

Asimismo el lenguaje contiene y denuncia las relaciones de abu-so de poder; señala la dominación, las asimetrías entre menores y adultos, padres e hijos, alumnos y maestros, dictadores y súbditos. A los niños se les enseña a pronunciar bien las letras por medio de agresivas frases sin sentido, y que los personaje de Kínder ridiculizan y tergiversan al extremo, por ejemplo con el silabario: “AMA/Ama Mierditas, ama/ Repasar/ Repasar/ Repasar/ Repasar/ Repasar/ Repasar/ Repasar/ Repasar/ Repasar” (148). También se observa a través de una expresión coercitiva el modo en que se esculpe el cuerpo pupilo por medio de la prohibición que, en este caso, se tra-duce en el uso del modo imperativo o los mandatos de una forma de ser: “No abortes/ No veas televisión/ Hijos de puta/ No te sui-cides a lo bonzo/ No te comas la comida de tu familia/ Camina/ Abre las piernas” (151). Es evidente el adiestramiento por la lengua y de la lengua, adiestramiento del sentido mismo.

También se alude a operaciones lingüísticas como la rima del si-labario como inducción del sujeto en el lenguaje con frases reiterati-vas, sin sentido: “¿Está el sapo sapote?/ sí; el sapo Sapote está, el sapo se sube a la mesa/ Toma; ¡es tu sopa! ¿Te dio Silvia el silbato?/ Sí, me lo dio” (149), y otros materiales culturales que develan cierta lógica alienante, como dice Harcha: “Qué letra le enseño primero, qué letra después, como la más fácil, la más difícil, y el niño que no puede decir: ‘ama’ y decía ‘me ana’. Era todo un juego escénico también […]” (“Entrevista personal”). Y también la alienación y la violencia se hacen presentes en la imposición de hábitos y rutinas, como se observa en la escena 16: “Cállense estupiditos, mierditas, asquerositos, huevoncitos/ Cállate/ Lee bien mierda, bien/ Lean bien hijitos de puta, bien/ Por la cresta/ Con la M” (149). Las líneas fijadas son a veces agresivas, a veces vulgares, otras realistas, y dan cuenta de la idea de un ejercicio de despojo, de liberación de esa violencia encriptada.

Asimismo la repetición propia de la naturaleza de una obra dra-mática y las funciones se correlacionan con el hecho de que el trau-ma nunca es una experiencia única, de una “primera vez”, es un ma-

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terial recurrente que se construye y despeja en esas idas y vueltas. Taylor toma la definición de Richard Schechner de performance: “Siempre dos veces actuado, y nunca por la primera vez” (“Perfor-mance e Historia” 110). Y al mismo tiempo muestra cómo toma-mos conciencia de ese evento traumático que mientras transcurría nos dejó paralizados y sobre el que podemos reflexionar, el acto y la pasividad, diferidos en el tiempo. En este caso la pasividad junto con la comprensión parcial de los hechos se agudiza por el hecho de ser infantes que a la distancia logran intuir y evocar eso vivido.

En Kínder, los niños son receptores de la rabia y la frustración de los adultos. Expresión de aquello es que los contenidos educativos son impuestos por medio de la violencia verbal o por el trance de la repetición propio de un estado de excepción, de una dictadura que considera a sus ciudadanos no como sujetos de derecho, sino como detestables instrumentos de poder. Por ejemplo, la laxitud y libertad propia del cuerpo infantil se corrige cuando hay sentido, no sólo pa-labras. El sentido tuerce el cuerpo fijándolo en un supuesto tono muscular correcto: “Pon la cabeza alta me decían/ endereza la es-palda. Una persona digna siempre lleva la cabeza alta y ahora míra-me/ Pon la escoba debajo de tus brazos/ y camina. Camina. Ensa-ya. Mírame cada día un poco” (149). Así, el lenguaje no es usado pa-ra constituir una experiencia de subjetividad, sino para humillar, dominar, manipular. En este punto se puede asemejar a lo que ocu-rre con la obra Kaspar de Peter Handke en relación con su proceso de adquisición del lenguaje y su sentido, como lo comenta Mauricio Barría: “Kaspar –el salvaje– es introducido en la civilización a través de una tortura verbal. El texto de la obra no narra lo que le sucedió a Kaspar Hauser en verdad, muestra lo que es posible hacer con al-guien, cómo se puede hacer hablar a alguien hablándole” (“El tem-blor de un salvaje” 39). Kínder muestra esa tortura en manos de los ejercicios pedagógicos, de un lenguaje-aparato disciplinador de una dictadura que martiriza las mentes en desarrollo.

Familia, vigilancia y sexualidad

En Los anormales, Foucault establecerá que el espacio de la familia

debe ser un espacio de vigilancia continua del cuerpo infantil. Los niños deben ser vigilados en su aseo, al acostarse, al levantarse, du-

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rante el sueño. Los padres tienen que estar a la caza de todo lo que los rodea, su ropa, sus deseos, sus pulsiones. Ésa es la primera preo-cupación del adulto. En otras palabras, el cuerpo del niño debe ser el objeto de su atención permanente. Los padres deben leer ese cuerpo como un blasón o como el campo de los signos posibles de la masturbación (231). Por lo tanto, la familia es el primer contacto físico directo del cuerpo de los hijos, luego será debatido por otros intermediarios como criadores, maestros, pares. Incluso, el autor francés afirma que el erotismo perseguido y prohibido del niño es lo que constituye el orden conyugal o paterno-materno que se debe a esa vigilancia directa y atenta al despertar sexual y su práctica libidi-nosa. Hay una doble demanda: “ocúpense de sus hijos” y “más ade-lante, despréndanse de esos mismos hijos”, el instinto del niño sirve, en cierto modo, de moneda de cambio.

Sin embargo, la entrega tiene un límite y se les dice a los padres: “En el cuerpo del niño hay algo que, de todas maneras, les pertene-ce imprescriptiblemente a ustedes y que nunca tendrán que dejar, porque nunca los dejará: su sexualidad” (Los anormales 243). En rela-ción con esto último, es interesante la escena en la que un padre re-pele la cultura escolar e instruye a su hijo en la pornografía bajo el lema “Hace lo que le da la real gana/ Porque es un niño libre/ Yo no lo obligo, lo educo” (145). Este padre, portento del neoliberalis-mo y el libre albedrío, defiende el gesto individual sin restricción por sobre lo moral o lo adecuado y desafiando todo discurso educa-cional. Desdeña el universo infantil cuando dice que llama a casa despreciando las obligaciones pedagógicas para prepararlo para una más de sus sesiones de películas pornográficas: “Mientras él termina de completar las tareas/ Las oraciones/ Las humildes sumas de cuarto año básico o que se aburre con los hermanos Grimm o Pe-rrault para fomentar su imaginación por medio de la pornografía para que ‘sepa como es el mundo contemporáneo’ y donde la agen-cialidad del hijo queda supeditada a la pregunta con qué tipo de mu-jeres prefiere soñar ese día: ‘Mujeres de senos descomunales Púbe-res muchachitas Rubias Morenas Pelirrojas/ Juguetonas/ Gordas/ Asiáticas, Negras o viejas, a ver si se acuerda de pensar en su madre alguna vez’” (145), dejando ver todos los prejuicios y fantasías.

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La sala parvularia como gran familia Kínder va de la sala de clases a la familia ida y vuelta, es “la gran

familia” que tiene un “padre” autoritario y castigador y una madre dopada; las tres instancias, jardín infantil, hogar y Estado, son vistas como dispositivos de poder, de un mal poder que es cuestionado por estas voces no dominantes que al mismo momento que van ad-quiriendo el lenguaje, aprenden a escribir y leer, desmantelan la ideología que los contiene.

En el caso argentino, Ludmer sostiene que en el 2000 en Buenos Aires “la familia sirve para subjetivizar, temporalizar y representar el tiempo de la nación” (68), y agrega a este argumento la idea de la familia como sujeto de la historia: “La familia es como el sujeto uni-versal del tiempo; hay familias dislocadas, amputadas, incestuosas, parricidas y filicidas: cada una en un diagrama temporal propio. Como si la familia, grado cero de la sociedad, fuera un único sujeto temporal y el único sujeto político concebible en el 2000” (69). En Kínder este proceso de subjetivación señala incomunicación, violen-cia, ruptura y abandono con los padres, que fracasan como proyecto y función, así como el gobierno y el país en general.

Efectivamente, la familia, en la confrontación entre padres e hi-jos, funciona como una máquina narrativa que refleja y entreteje dos épocas, el pasado y el presente, se habla de un perIodo oscuro de álgida sobrevivencia y desde un presente o futuro en democracia en el que hay otros cuestionamientos. Es posible ver el origen del con-flicto y sus consecuencias en las generaciones venideras. Pero ¿qué sucede cuando las fronteras de los espacios familiar y nacional se desdibujan o se superponen –las dictaduras han hablado de la patria de una familia, y han dividido en sus discursos a los ciudadanos co-mo hijos obedientes e hijos rebeldes–, cuando se rompen los pac-tos, cuando violentos procesos de fragmentación social alteran la organización familiar y social que garantiza la construcción de una historia identificatoria?

Las ensayistas Amado y Domínguez responden que en situación de estados autoritarios son característicos los procesos de disolución familiar: “Niños cuyo destino está igualmente signado, aunque de distintas maneras, por la desprotección, el desamparo, el fantasma de la interrupción genealógica o el quiebre de códigos tanto de las

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relaciones familiares del triángulo padre-madre-hijo, como de las del triángulo Estado-familia-individuo” (20). Las autoras afirman que la familia es la institución que mejor expresa las diversas alternativas de la sujeción, los múltiples trajes de la violencia (215). Esto es po-sible de constatar en varias escenas de Kínder, por ejemplo en la 20:

Los niños observan detrás del sillón, los niños no entienden, la señora ma-dre grita sin motivo, la señora que enseña, que educa, ella, esa señora, habla de suicidios, de pastillas, de camas, faldas, amantes, la señora hermosa que le enseña canciones ahora está llorando y el señor padre no la mira, no le interesa, los niños observan, eso es lo normal se dicen ellos sin pensarlo, el señor padre está cansado, el señor padre hace rato dejó de escucharla, el se-ñor padre ya comparte con otras, ya ni la huele, esa es la cotidianeidad de los niños, de esos niños, […] (152).

Como una divina trinidad, la familia, la escuela y el lenguaje es-tán intrínsecamente interrelacionados. Los niños están en ese tira y afloja entre el ámbito privado (la casa) y el público (la escuela), es-pacios disciplinadores voraces de dominio y que comparten un formato de domesticación civilizadora a través de la norma y el len-guaje. En cada esfuerzo tanto la familia como la escuela intentan que estos niños asuman un patrón de normalidad, haciéndoles per-der intensidad y espontaneidad e imponiéndoles nuevas formas de sujeción y dominación. Y si avanzamos, es imposible evadirse de otra problemática que plantea la obra, y es a quién pertenecen los niños, sus cuerpos, voces y discursos.

Al mismo tiempo en que se recrean con un tono crítico las di-námicas sociales, disciplinarias y pedagógicas de la cultura escolar chilena de finales del siglo XX, ocurre que estos párvulos se erigen como protagonistas e historiadores pese a su rol de pupilos humi-llados, doblegados, atomizados, silenciados y maltratados como lo hiciera toda esa ideología con los ciudadanos. BIBLIOGRAFÍA CITADA

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