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Revista Cqv6 Web

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Año 4 – Número 6 | Julio 2013 ISSN 1853-2799 Es necesario ser inconcluso OB SE SIO NES
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Año 4 – Número 6

| Julio

2013

ISSN

1853-2799

Es necesario ser inconcluso

Ob SeSIO NeS

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2

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Jimena Arnolfi y

Mariana belemlinsky31

P o E s í A

s U M A R i o

Margarita García Robayo y Gabriela Thiery,

“Mudanzas”

Conrado Geiger y Alexis Stamboulis,

“Creía ser obsesivo, hasta que lo conocí a Justo”

Guillermo Roz y Pablo Martín,

“Me vas a abandonar,ya vas a ver”

María Inés Krimer y José Villamayor,

“Un ferroviario”

Vanina Klinko, Leticia Paolantonio y muchos más,

“¡obsesivos del mundo, uníos!”

· N o T A D E T A P A ·

6

9 12

13

10

Fernando Chulak y Darío Mekler,

“ocho casas”

Tomás Downey y Horacio Petre,

“La fiesta”Martín Jali y Pablo Rivas Mambo,

“Mondongo boreal”Marina Macome y Mariana belemlinsky,

“Burbujas”

·16·

·18·

·20·

N A R R A T i v A C R ó N i C A

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Nicolás Hochman y Fernando Halcón,

“ser obsesivo tiene buena prensa”

- Página 5 -

E D i T o R i A L

Alejandra Kamiya y Fernando Sawa,

“La tierra de los días”·22·

Alejandro Crotto y Pablo Olivero,

“Como creciendo en el carbón la brasa”

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Hernán Panessi y Luis eduardo Rodríguez Castiblanco,

“Los que están solteros”

Fernanda Nicolini y Leticia Paolantonio,

“La madre”

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Director:Nicolás Hochman [email protected]

Editora:Clara [email protected]

Consejeros editoriales:Natalia Kiako [email protected] [email protected]

Diseñadora:Melina Vergara [email protected]

Asesoramiento legal:Renata Cardarelli

Imagen de tapa:Pablo Blasberg

Agradecimientos: Agustina BazterricaCecilia Boullosa

Laura CampagnaJuan Manuel CandalIsaías ChávezSebastián ChilanoSol EchevarríaDolores FernándezFunes & la MagaInés GarlandNatalia GinzburgPablo GiordanoAdrián GualdoniJuan GuinotMariana KomiseroffSebastián LidijoverMaría NahalSol OliverAriel PicherskyGenaro PressGimena RearteMalena ReyVictoria RiobóJimena RodríguezEdgardo RussoMalena Sánchez MocceroMaría Schwartzer

Gabriela UrrutibehetyViajera EditorialMaría Zorroaquín

Propietaria:Clara I. AnichDomicilio legal:Fraga 226, CABA, Argentina

Año 4, N° 6 | Julio de 2013ISSN 1853-2799

[email protected]“Es necesario ser inconcluso”(Mikhail Bakhtin)

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sT AFF

·24·

·30·

·34·

B L A s F E M A s

Luis Othoniel Rosa y Alejandro Ferreiro,

“Perdí un amor pero”

·37·

Franco Torchia, Marcelo Luján y Carolina Marcus,

“Tengo un vecino que”Ángel berlanga,

“Así empecé yo”Marcos Crotto,

“Cuando me di cuenta ya era tarde”

Marina Arias y Fernando Linetzky,

“Peor me pasó a mí”

Simonetta Minicasette

- Página 38 -

E L D i A R i o D E A Y E RKurt Vonnegut, Niccolò Ammaniti,

Marie Darrieussecq,Osvaldo Soriano, Diego

Golombek, Nelson Rodrigues, Michel Foucault,

José Carlos Mariátegui

35

L i B R o s

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E D i T o R i A L

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M is libros están sistemáti-camente ordenados por un criterio alfabético, en el que

respeto rigurosamente el apellido del autor. No soy nada original, pero me parece que es más simple que hacerlo por nacionalidad, siguiendo la fecha cronológica del nacimiento de cada escritor, que es lo que hacía antes. Para mayor tranquilidad or-ganizativa armé hace muchos años, además, una tabla Excel en la que vuelco cada libro nuevo que entra en casa, anotando varios datos en diferentes columnas. No es el único Excel. Entre otros tengo, por ejem-plo, mi agenda de contactos, mi lista

de tareas, los autos que manejé, los libros que leí, las películas que vi, las estadísticas de los partidos de Play que jugué con un amigo el año pasa-do, etcétera.

Ser obsesivo tiene buena prensa. Si a uno le dicen que es histérico, o perverso, o psicótico, puede haber peleas, ofensas, explicaciones y jus-tificaciones de todo tipo. Pero si le dicen, en cambio, “Qué obsesivo que sos”, más bien suena a un halago, a destacar algo que generalmente no tiene una carga negativa.

Nos enorgullecemos de nuestras obsesiones, que muchas veces son divertidas, anecdóticas, ideales para

empezar una conversación con gen-te que uno no conoce. O no. Las lle-vamos como cicatrices de guerra (una guerra nuestra, íntima, de todos los días). Las exponemos frente a cualquiera que quiera verlas, o es-cucharlas, porque hacemos de ellas historias elaboradas. Porque está claro: no todos somos obsesivos, pero todos tenemos obsesiones, que nos marcan, de las que hacemos una marca que nos identifica, una marca con la que en definitiva terminamos siendo y haciendo.

El número 6 de Casquivana tie-ne mucho de todo esto; o algo. Hay obsesiones graciosas, dramáticas, preocupantes, algunas difíciles de creer. Algunas generen seguramen-te empatía, y otras cierto rechazo visceral. En todo caso, lector, si lle-gás a necesitar un índice detallado y organizado según diferentes varia-bles, mandanos un mail, que seguro te hacemos llegar un Excel con todo eso que necesitás saber. Probable-mente tardemos, porque los obse-sivos preferimos dejar de lado los impulsos y posponer las cosas tanto como sea posible. Probablemente te enviemos el mail, pero olvidemos adjuntar el archivo. Probablemente al final lo hagamos, pero con una lar-ga explicación, detallada, elaborada, contándote mil cosas prescindibles.

En el fondo, me parece, hay cosas peores. O por lo menos me queda la excusa, tranquilizadora, de suponer que es a partir de obsesiones que algunos proyectos se inician y se sostienen en el tiempo. Inconclusos, claro, como lo es esta revista.

ser obsesivo tiene buena prensaTexto: Nicolás HochmanImagen: Fernando Halcón

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N o T A D E T A P A

MudanzasTexto: Margarita García Robayo / Imagen: Gabriela Thiery

con el hocico.Sí.No podés.¿Por qué?Porque sos grande.¿Según quién?Alza los hombros.No tengo planes para la noche, mis amigos están afuera, mi familia está lejos. Elegí este día para mudarme porque es terminante y es fundan-te. Tendré una historia, pienso, una historia lamentable: descorcharé una botella de champaña en un li-ving vacío y me emborracharé mi-rando pelis en la laptop. Norma no está de acuerdo, mientras envuelve copas con una delicadeza oriental que no se condice con su corpulen-cia, insiste en que está mal quedarse solo un 31; nadie se queda solo un 31: sólo los locos, los abandonados, los perdedores, los vagabundos, los enfermos, los ancianos, los feos, los fantasmas. Y vos no sos nada de eso –dice.¿Según quién? –contesto, pero no me oye porque al fondo suena, fuerte y desgarradora, una canción de Juan Gabriel.

3Me obsesionan las mudanzas por-que me obsesiona el drama que las acompaña. Me mudé mucho, casi siempre en circunstancias dramáti-cas. Por ejemplo: de chica, desde la primera hasta la última vez que me mudé con mis padres, nos fuimos a casas peores; las mudanzas ates-tiguaban el declive económico de mi familia y nadie las llevaba bien. Cuando crecí y empecé a mudarme sola el drama persistió pero en otro sentido: me mudaba a casas que, en

general, venían con un hombre ado-sado, y con él una empleada, y con él una mascota. La gracia y la des-gracia era la misma: no elegir, “cus-tomizarme”. Roto el karma de la con-vivencia, descubrí que mudarme sola potenciaba mis manías: nomenclar,

1Es la tarde del 31 diciembre y me es-toy mudando por séptima vez en el año. Las razones no importan, suelen ser excusas. Importa que la de hoy será la última mudanza de este ca-lendario, y es un alivio. Me gusta este departamento. Me pregunto si viviré acá mucho tiempo, pero cómo saber-lo. Lo que sí sé es que en un par de días parecerá que he vivido acá des-de siempre: nunca me toma más que eso. Dar vuelta las casas, adaptarlas a mí, es algo que me sale rápido y bien: casi tanto como desmontarlas. Algunos lo consideran una virtud, otros una neurosis.

2Le alquilo el departamento a mi amiga Guadalupe, que se fue a vivir a Chile. Hoy debí embalar todas sus cosas y mandarlas a lo de su madre. Guadalupe dejó todo: a Chile sólo se llevó a Guillermo, su marido; y a Ben-jamín y a Juana, sus hijitos. Hoy vino Norma a ayudarme a em-balar. Y vinieron el cuñado y la cu-ñada de Guadalupe a llevarse las cosas. Vino también su sobrinita, que me ayudó a dividir lo frágil de lo no frágil. Pero casi todo era frágil, salvo una cuna de madera que se llevarían después. Guadalupe me dejó un papel con los datos de la casa: claves de Internet, dirección postal, teléfono. Me parece que ya tuve este número de teléfono, juraría que sí. A lo mejor lo tuve pero combinado de otra forma: siete mu-danzas son 56 números. ¿Vos vas a dormir ahí? –la sobri-nita de Guadalupe señala la cuna

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ordenar, detallar minuciosamente objetos contenidos en cajas: 11 taci-tas chinas, 4 platos de barro, 3 mu-ñecas peruanas, 1 Gauchito Gil, 3 Fiat 600 tamaño miniatura, 9 cucharas de madera, 17 lapiceros –8 azules, 4 ne-gras, 2 rojas, 1 verde–, 10 animalitos

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“Dar vuelta las casas, adaptarlas a mí, es algo que me sale rápidoy bien: casi tanto como desmontarlas”

–el león, la jirafa, el gallo, la gallina, el armadillo, la vaca, la iguana, la mari-quita y la abeja. La mirada compasiva de los fleteros es algo con lo que aprendí a vivir.Tanto las mudanzas como el drama son dos obsesiones que atribuyo a mi historia familiar amañadísima: la fortuna perdida, la nobleza fallida, los menguados patrones de cuatro, tres, dos y finalmente una sola empleada, Chavela, que se trasladaba con noso-tros como un mueble. Y que mentía: esta vez nos vamos a un castillo.Mis primeros desplazamientos fue-ron mentales.

Me asomaba a las rejas de mi casa, agarrada de los barrotes, e imagina-ba que alguien me llevaba. Me pasa-ba de largo en los buses y me bajaba en el barrio equivocado: un barrio de mansiones. Me iba a la playa y ha-blaba en inglés con italianos brutos: my father is a canadian diplomat (les parecía fascinante que a mis cator-ce años ya hubiera vivido en nueve países).El que más me gustaba era éste: me echaba al piso frío de la sala, de patas y brazos abiertos como una equis, y miraba el techo sin pestañear. Si me concentraba lo suficiente podía ele-varme y meterme en las casas veci-nas. Después veía a los dueños por la calle y pensaba: yo conozco los rincones sucios de sus cuartos. No podía recorrer mucho más, porque

siempre se aparecía Chavela a cor-tarme la concentración: ¿niña, qué hace? –con esa voz trémula de quien teme lo peor–; se acercaba y me to-caba un hombro: ¿niña? Y yo quieta, aguantando la respiración. Podía durar bastante en ese estado semi-catatónico. A ella le daba tiempo de salir corriendo a buscar a mi mamá para decirle que me había desmaya-do. Cuando mi mamá, o mi papá –o ambos– llegaban, yo aguantaba unos segundos más, hasta ver sus expre-siones inciertas atravesadas entre mis ojos y el techo. Entonces pegaba un brinco:– ¡Estoy muerta! –y largaba carcaja-das.

4La primera vez que nos mudamos yo tenía diez años y estaba excitadí-sima. Los demás –mis padres, mis hermanos, Chavela– lloraban y em-balaban como si levantaran restos en Kosovo. Fue hasta la noche antes de irnos que entendí el drama: nun-ca más volveríamos a esa casa –que era bonita y era grande y hasta tenía un proyecto de piscina en el patio: un hueco profundo lleno de maleza que, cuando llovía, se empantanaba. Nun-ca la terminarían, y no hacía ninguna falta: en mi casa se vivía en tiempo potencial.Esa noche usé la navaja de mi her-mano para tallar una baldosa con una cruz y la fecha:+23/05/1990A la mañana me despertó la radio: si estás pensando que sufriendo estoy / estás soñando, no sabes quién soy. Salí del cuarto y me encontré con una muchacha oscura que barría y can-taba, contoneando las caderas. No

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N o T A D E T A P A

la había visto nunca. Era la sobrina de Chavela, que había ido por el día para ayudarnos con la mudanza. La abracé sin pensarlo, apoyé la cabeza en su pecho que olía agrio, y lloré de vuelta. Mi hermano y los amigos, des-pués de jugar al fútbol, también olían agrio, pero era un agrio distinto: más frío, más metálico. El olor de esta chica era cálido y no podía atribuirse al sudor, sino a eso que llamaban “el humor”. Me alivió la sensación de en-volverme en su humor, mientras esa canción de despecho llenaba el pa-sillo. Entonces sentí que me elevaba: la chica me alzó y me llevó hasta la ventana de la cocina que miraba el patio, los árboles, la maleza, el pro-yecto de piscina. A donde vayas –me dijo mi fugaz y caribeña María Von Trapp, señalando el perímetro de la ventana– busca siempre una venta-na que te guste.Cada vez que me mudo recuerdo esa escena, pero ha cambiado tanto con los años que a veces me pregunto si en verdad pasó. El olor persiste. Y las canciones: siempre que me mudo escucho de fondo una canción de despecho.

5Esa primera mudanza nos llevó a una casa donde todo se estrechó. Los primeros días, para atormentar a mi mamá, atravesaba los pasillos caminando de perfil: “no quepo –le decía– me ahogo”. Ella, con la quija-da temblorosa, me señalaba la puer-ta en señal de que podía largarme cuando quisiera. La casa nueva no tenía rejas. Cada tanto caminaba hasta mi an-tigua casa. No quedaba lejos. Los dueños estaban refaccionándola con un gusto lamentable: la pintaron de verde, le cortaron el árbol de mango y en su lugar construyeron un adefe-sio para colgar ropa. Ahora me aso-maba del otro lado de la reja y nunca salía nadie. Miento, una vez salió un niño en calzoncillos, las mejillas un-tadas de moco sucio: me dijo hola. Yo me agaché y lo miré de cerca. Pen-sé en decirle algo perturbador, algo

que, cuando estuviera grande, lo hi-ciera preguntarse si en verdad había ocurrido. Pensé en decirle: a donde vayas busca siempre una ventana que te guste, pero tardé mucho en decidirme y en el medio salió una mujer: ¡Wilson! El muchachito corrió despavorido y se trepó a sus brazos.Las siguientes mudanzas me situa-ron lejos de la casa de mis padres; ellos vivían a las afueras de la ciudad y yo quería salir con amigas, ir a fies-tas. De adolescente me mudé con una tía, después con mi hermana mayor, después divagué entre casas aje-nas pero familiares, con un equipaje

cada vez más pequeño y compacto: jeans, camisetas, maquillaje, algún libro. No tengo recuerdos de casas pro-pias.Odiaba andar de acá para allá pero también odiaba instalarme. Fuera donde fuera, mi lugar era siempre el mismo: un rincón escaso donde aco-modaba y administraba mis pocas pertenencias. No tengo recuerdos de bibliotecas propias. O sea, estantes en una pa-red que juntaran libros elegidos, leí-dos y subrayados por mí. Los libros que leía iban quedando en mis casas provisorias y, más adelante, en las oficinas de turno. Cuando tuve que mudarme de ciudad junté los que pude en un par de cajas y las mandé por correo. Cuando tuve que mudar-me de país ya había juntado otras cajas y enviarlas salía más caro que comprar libros nuevos. Por esa épo-ca un amigo, que padecía como yo la obsesión de desplazarse, me ense-ñó que –en nuestro caso– los libros había que leerlos y soltarlos: pensar

en alguien a quien podría gustarles y regalárselos. Y así lo hicimos –con los libros y con tantas otras cosas– hasta que, en su caso, se casó y se mudó a una casa con paredes lim-pias donde construyó, por fin, su bi-blioteca. En mi caso lo resolví con el Kindle.

6Los cuñados de Guadalupe se fueron cargados. Ahora, salvo por la cuna y dos bibliotecas sin libros, la casa está vacía. Ya ni siquiera hay música porque el iPod se descargó. Norma se despide, dice que esta noche co-cinará para los hijos. ¿Y vos qué hacés? –insiste. Yo ya abrí la champaña y recorro la casa: llamaré a alguien –le digo. Ella me lanza una mirada dudosa y se va. En mi recorrido pienso que quizá es una buena oportunidad para recu-perar libros. Y abro ventanas, miro afuera: el pulmón de un edificio an-tiguo, una cúpula lejana, los carteles luminosos de la calle Corrientes. Me pregunto si podré vivir con ese pe-dazo de ciudad todos los días. Me pregunto cuántos días son todos los días. En el último cuarto encuentro una ventana que casi me convence: un cielo atravesado por cables que van de techo en techo; unos señores diminutos que caminan por las azo-teas vestidos con un mono fluores-cente: hay uno que cuelga de un ar-nés y mueve las extremidades como un escarabajo. Más arriba hay ante-nas, muchas; y chimeneas plateadas, y LEDS que se encienden cuando, como ahora, oscurece. Abajo, una calle poblada de papelitos findeañeros. En el aire, una risa que se pierde.

“Me obsesionan las mudanzas porque me obsesiona el drama que las acompaña. Me mudé mucho, casi siempre en circunstanciasdramáticas”

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Ese viernes, como todos los viernes a las seis y media de la tarde, entré al bar y me

senté en la barra. Le hice un gesto a Calixto, el barman, y se puso a pre-pararme mi piña colada. Con elegan-cia me sirvió mi vaso y me acercó un platito con cubitos de queso.Un tipo vestido de traje se sentó al lado. Sacó unos pañitos húmedos desinfectantes y los pasó prolija-mente por el estaño. Calixto, se ve que lo conocía, le acercó un vaso va-cío. El tipo lo limpió con otro pañito, lo dejó sobre la barra y se limpió las manos con alcohol en gel. Calixto le llenó el vaso con cerveza. Me quedé mirándolo. Él giró su cabe-za y nuestras miradas se cruzaron. Me sacó una pelusita que tenía en el hombro y mirándome directamente a los ojos, guardando distancia, sin pestañear y sin dejar de clavar su mirada en la mía me dijo:- Obsesión. Obsesión, le dicen. - ¿Obsesión? –pregunté- Sí, obsesión. Proviene del latín obsessĭo, que significa asedio. - Ajá –respondí acodado en la barra. Tomé un sorbo de mi piña colada y susurré como meditando:- …asedio…- Es una perturbación anímica produ-cida por una idea fija. Una idea fija que con tenaz persistencia asalta la men-te. Bacilos. Pestes. Contagios.- Comprendo –sacudí levemente el vaso haciendo girar los cubitos de hielo–. Debe ser terrible…- Usted sabe de lo que le hablo. La obsesión tiene muchas caras. Esta sensación, llámelo pensamiento, sen-timiento o tendencia, aparece y se queda, a pesar de estar en desacuer-do con el pensamiento consciente de uno. No importa cuántos esfuerzos

uno haga, la idea persiste.Así fue como lo co-nocí a Justo. Vier-nes a viernes nos cruzábamos en la barra del bar de Calixto. Así fui co-nociendo su vasto y prolijo mundo. Sus manías: la limpieza, el orden y su gordura.Cada viernes estaba haciendo una dieta distinta. Recuerdo especialmente la de la NASA. Me mos-tró un listado de lo que supuestamen-te comía un astro-nauta por un mes, día a día, comida a comida, estable-cido con precisio-nes como “un bife de 200 gramos, un rollito de jamón y una cucharada de ricota”.- Esta dieta es maravillosa –me dijo–. Si usted la respeta, puede lucir en un mes un cuerpo como el de Neil Armstrong.Me quedé pensando cómo sería el cuerpo de Armstrong. Yo nunca supe si era gordo o no, porque en todas las fotos aparecía vestido de astro-nauta.De todos modos, la dieta fue reem-plazada por otra que fue encarada con el mismo rigor y el mismo en-tusiasmo.Viernes a viernes nos cruzábamos. Siempre nos tratamos de usted, pero fue naciendo algo parecido a una amistad.

Creía ser obsesivo, hasta que lo conocí a Justo

Texto: Conrado Geiger / Imagen: Alexis Stamboulis

Una sola vez fui a su casa. Bajé del ascensor, toqué el timbre. Él abrió, me hizo pasar y me sentó en una banqueta que estaba junto a la puer-ta a la vez que me alcanzaba una bolsita con unas galochas descarta-bles para ponerme sobre los zapa-tos. Ése era Justo.Jamás olvidaré su toilette. El estante con las toallas y toallones acomoda-dos en rollitos perfectos, ordenados por una precisa escala cromática. Cuando le hice un comentario al res-pecto me preguntó:- ¿Usted dónde pone las prendas ma-genta? Nunca me decido si ponerlas con los rojos o con los tonos pastel.

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Texto: Guillermo Roz / Imagen: Pablo Martín

N o T A D E T A P A

La primera se llamaba Julieta y un día la vi subirse a la moto de Alito, su ex novio, mientras

un compañero más pelotudo de lo acostumbrado me preguntaba: “¿Pero esa no era tu novia?”. Des-pués llegó Érica, quien pocas se-manas después de recitarle Garúa, asignándome la autoría en la puer-ta de un boliche lluvioso, me dejó por un cliente de la farmacia en la que recetaba con gran sensualidad. Paula fue mi gran amor de juventud y mi más prototípico abandono: me dejó por mi mejor amigo. Aunque me quedé con Pamela, la hermana de mi mejor amigo, el tiempo volvió a ca-chetearme, y ya no quiero acordar-me de por quién me dejó. En todos los romances de mi vida, hasta los treinta años, hubo un lema común para el evidente fracaso sentimen-tal: mi obsesión por el abandono, la completa seguridad, casi desde el inicio de cualquier relación, de que cada una de esas chicas tenía planes a futuro con barbas y bigotes que no eran los míos.

Al final de la última relación hice recuento y me pregunté mil veces hasta encontrar una respuesta cer-tera: yo era el creador de aquella obsesión, yo la preparaba con mis manos, yo la cocinaba y yo mismo me la comía. Mi estrategia para que el plan auto-apocalíptico resultase, era referirme constantemente a las bondades de sus ex novios, celarlas hasta límites patológicos y enre-darlas en las sogas de los más es-túpidos cuestionamientos que nada tenían que ver con el presente que vivíamos, sino con futuros horrible-mente inciertos. Pero fue recién el

último hostigamiento, el perpetrado a Pamela, el que me hundió en el peor momento de mi vida, porque con treinta años, viviendo en un país extranjero y en una situación econó-mica espantosa, supe a ciencia cier-ta que mi obsesión amorosa era la clave de todos mis males. Mi suelo se movía porque yo mismo lo serru-chaba. Los psicólogos y el vidente, que a esa altura tuve la necesidad de visitar, tenían un discurso común: no te quieren porque no te querés. Tan fácil y tan difícil. Por otro lado comencé a revisitar mi relación con el miedo al abandono y a la soledad,

Me vas a abandonar, ya vas a ver

y me percaté de que me había mar-chado a vivir a un país sin un solo miembro de mi familia, que había elegido la escritura y la lectura como dos fieles perros de la soledad máxi-ma y que para completar el cuadro, elegiría viajar en soledad, lo más le-jos posible. Inicié grandes viajes por medio mundo, poniendo a prueba eso que después supe, algunos lla-man contrafobia: tirarse del balcón en medio de un ataque de vértigo a las alturas.

“en todos los romances de mi vida, hasta los treinta años, hubo un lema común para el evidente fracaso sentimental: mi obsesión por el abandono, la completa seguridad, casi desde el iniciode cualquier relación, de que cada unade esas chicas tenía planes a futuro con barbas y bigotes que no eran los míos”

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Así fue cómo comprobé que el tiempo cura todas las heridas. De a poco fui volviendo a relacionarme con chicas. Noté que fui dejando de fijarme en todos y cada uno de los gestos de ellas, porque me empeza-ban a interesar los míos. Y que una pareja se construía mirando en una misma dirección, y no el uno cons-tantemente al otro. Paulatinamente, casi sin darme cuenta, me fui ha-ciendo fuerte, me fui resultando un tipo interesante, simplemente me fui

empezando a querer.Algunos años después, caminando

por una calle perdida de Bruselas, conocí a una española de ojos azules y ternura infinita, con la que me casé el 1 de marzo de este 2013 y que me ha dado la joya que todo lo salva: mi Gael, de dos años y medio.

Aún hoy, después de haber alcan-zado una vida normalizada y fe-liz, me pregunto qué pasaría si me abandonasen. Los puñales viejos nunca dejan de afilarse adentro de

uno. Sin embargo, ante las aparicio-nes de aquellos miedos, ahora elijo cambiar-me de tema, acariciar a mi hijo, besar a mi mujer sin preguntar-le nada.

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N o T A D E T A P A

P laza de Mayo. Acto por la tra-gedia de Once. Un año atrás un tren de la línea Sarmiento

impactó contra el andén, dejando cincuenta y un muertos y setecien-tos heridos. Las víctimas estaban en el primer y segundo vagón. Miro las caras crispadas de los familia-res. Carteles con los nombres se recortan en el cielo plomizo. Re-meras blancas con las caras es-tampadas. Discursos. Unas horas antes habían prendido velas. Rosas rojas caen sobre las vías.

Papá, a los dieciséis, entró a tra-bajar en el Urquiza. Aprendió in-glés a la fuerza porque su jefe, el míster, siempre estaba borracho. “Papá, contame de la primera lo-comotora”, le pedía yo cuando sa-líamos a caminar: “Se llamaba La Porteña pero fue construida en la India, de ahí la mandaron a Crimea y luego al sitio de Sebastopol. Al fi-nal se la devolvieron a los ingleses y la compramos nosotros. Iba de Plaza Lavalle hasta Flores”.

Su obsesión era el ferrocarril. Papá no hablaba de otra cosa. Una vez fuimos a la estación. Me agarró de la mano y caminamos por la vía, dando pasos largos para alcanzar los durmientes. De pronto senti-mos un ruido y me obligó a saltar a la plataforma. Papá saludó al con-ductor de la locomotora apoyando los dedos en la frente y el conduc-tor le hizo la venia. Yo no me atre-vía a decir una palabra. Después fuimos a su oficina y consultó una planilla.

Qué raro –dijo–. Venía atrasado.Años después, cuando él ya ha-

bía muerto, mientras levantaba su casa encontré unas carpetas azu-les escritas con su letra prolija. Tomé una y leí: “Huelga de 1961. Se denuncia el pago de ochocien-tos pesos a los maquinistas para hacer de krumiros”.

Esa obsesión lo perseguía. Cuan-do encendía un Chesterfield yo le decía: “Parecés una locomotora,” y él me seguía el juego: “¿Stephen-son o Garratt?”. Las Garratt eran dos máquinas que se acoplaban una con otra, culo con culo, para tirar con más fuerza.

En 1983 empezó con las cartas de denuncia, dirigidas a la sección de Lectores del diario de Paraná. Una estaba titulada “Que se sinceren los costos, que se diga la verdad”, y en un párrafo decía: “A los ferro-carriles los devoraron los trans-portistas de carga. Mientras los americanos nos inundan con autos y camiones, las empresas ganan con la falta de inversión”. Se pre-guntaba: “¿Qué va a pasar con los pueblos, con la gente?”. Encontré el recorte en una de las carpetas.

El sindicato publicó una solicitada denunciando que fabricar un tren de carga costaba lo mismo que cin-cuenta camiones, y que un tren de ocho vagones valía lo mismo que setenta y cuatro colectivos. Papá lo firmo como secretario general. Dos meses después le notificaron

Un ferroviarioTexto: María Inés KrimerImagen: José Villamayor

el despido. Mientras seguía con las carpetas, me parecía escucharlo discutir con sus compañeros de oficina, donde se hablaba de priva-tizar y de que los ferrocarriles eran el cáncer del país. “Los dejan caer para después regalarlos”, decía papá, y seguía anotando… “Se clau-suraron treinta y siete mil kilóme-tros de vías, novecientas estacio-nes y se dieron de baja a sesenta mil agentes”.

En la última escribió: “En poco más de tres años, el ferrocarril pasó a manos privadas. Contratis-tas y cargadores, que durante años se beneficiaron con las tarifas sub-sidiadas, lo compraron barato, pa-gando con bonos de la deuda”.Ahora, el acto está por terminar. Los familiares bajan los carteles, empiezan a dispersarse. Miro las espaldas blancas y pienso en lo que dijo el Secretario de Transpor-te: “Nuestra obsesión es mejorar los ferrocarriles”. Y en las rosas rojas, que han empezado a marchi-tarse sobre las vías.

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Imágenes: Vanina Klinko y Leticia Paolantonio

obsesivos del mundo, ¡uníos!Queríamos sentir Que no estábamos solos. Quería-

mos asegurarnos de no ser los únicos en el mun-

do con algunos problemas repetitivos, repetitivos,

repetitivos. Queríamos saber Qué otras obsesiones aQue-

jaban a nuestros lectores y amigos. por eso les pedimos

Que nos las contaran, aunQue claro, en muy pocos carac-

teres, algo Que saca de Quicio a cualQuier obsesivo, Que

siente Que siempre Queda algo Que se escapa.

Ilonka mete repisas en cuanto espacio lo permita, o no. Termina cediendo a la tentación de agregar maderitas en-tre las repisas originales de todos sus muebles. O en las paredes. Sobre los espejos. Bajo las ventanas. Junto a los sillones. A los sesenta y tres años, viuda y con sus hijos casados, se muda a un departamento acorde a su sole-dad. Para mitigar un poco el vacío decide llenarlo con las repisas que mudó de su casa de seis ambientes. Quiere colocarlas ella sola. Quiere hacerlo el mismo día que llega, en medio de canastos con recuerdos diezmados. A las tres de la mañana, agotada pero conforme, se echa por fin en el colchón, que todavía no tiene sábanas. Y en el envión no se fija en la repisa que clavó sobre la cabecera de la cama. Demasiado ancha, quizás. (Dolores Fernández)

Mi vida dio un punto de giro en el año 2004 cuando comencé a anotar en un cuaderno todas las películas que vi. Oh, el ser humano y las listas. Un sa-ludo para mis amigos que dicen que tengo un trastorno obsesivo compul-sivo. En realidad, anoto todas las pelí-culas que vi, los libros que leí, las se-ries que seguí, los cómics que compré y los discos que escuché. En distintos cuadernos. Puede que tal vez no tenga un TOC, sino dos, tres, cuatro o cinco. Y así, cinco son las listas y un montón los cuadernos. (Hernán Panessi)

De chico tuve una obsesión por coleccionar, una especie de maso-quismo de todo obsesivo compul-sivo, ya que las colecciones no se completan jamás (aunque ten-gamos todas sus partes). Estam-pillas, monedas, billetes y hasta señaladores. Tenía en herencia una caja con colección de piedras, y los números de la revista Lupín, la cual seguí comprando. Hoy se evidencia solo una: enamorar al sexo opuesto. (Pablo Giordano)

No se abre la canilla mientras te cepillás los dientes. El agua se cuida como el oro, en esta casa están prohibidas las goteras. Además, el agua escupida en el centrifugado del Kohinoor sirve para lavar camisetas, medias y calzon-cillos. Esto no es joda, las potencias se están preparando, la Tercera Guerra Mundial será por el control del agua. Esta es nuestra trinchera. (Juan Guinot)

La calle se cruza por una esquina. Si el semá-foro ofrece otra combinación elijo evitarla. Una variación en la rutina me destruirá. O destruirá el mundo. Lo mismo si compro un libro viejo dedicado. La preexistencia de otro lector lo hace irreparablemente ajeno. Y, como para cruzar la calle, solo hay un lugar para conjurar libros usados. No revelaré ninguno y los dos seguirán siendo lugares perfectos. (Sebastián Chilano)

No sabía que me obsesionaba la humedad hasta que la descubrí en una de las paredes de mi nuevo departamento. Nada que hacer, dijeron, el problema venía de otro lado. Y así fue. La tapé muchas veces pero siempre volvía, de manera tenue pero definitiva, hasta que me resigné. Ahora ocupa prácticamente toda la pared. Las cáscaras de pintura caen al piso como copos de nieve. Silenciosos y blancos. (Sol Echevarría)

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N o T A D E T A P A

Tengo una obsesión que me impide pisar las líneas del suelo, lo evito a cualquier precio, cualquier cosa que salga mal, quedar en ridículo es mucho mejor para mí que pisar las líneas del suelo.Las esquivo todas, las horizontales, las verticales, las diagonales, las de diferentes colores e incluso las que a simple vista no se ven pero yo sé que están ahí. Siento que si llego a tener contacto con aquellas líneas todo el día se vendrá abajo. Para no tener un mal día, no piso ni toco las líneas del suelo. (Isaías Chávez)

Me obsesiona el complot maligno de los objetos inanimados: la bal-dosa floja que, invariablemente, se ubica debajo de mi pie; la bombita de luz que se rompe en el mo-mento exacto en el que estoy por leer el final de una novela; la hoja de papel que me corta los dedos como diciendo “tenemos entidad, podemos y vamos a lastimarte”. Y lo hacen. (Agustina Bazterrica)

¡Quién dejo abierta la puerta del placard! ¡Que se cierre! Ni a medio cerrar, ni hendija, ni toda para un lado ni toda para el otro. Entra el diablo, me decía mi abuela cuando me daba el beso de las buenas noches y revisaba que el gato no estuviera en la habitación. Desde aquellos pequeños años me es imposible caer molida sobre la cama para perderme en los sueños apurados que apenas te dejan sacarte las zapatillas. Hay que cerrar prime-ro la puerta del placar y recién después de cerrar hasta hacer presión sobre los marcos, sacarme o no, la camisa, el pantalón, las medias, y dormir. (María Schwartzer)

¡Obsesión es que la vecina tenga un trapo arriba del felpudo! (Jimena Rodríguez)

De chica tuve una fijación por lavarme los dientes. Y pasé por épocas fuertes. No impor-taba adonde fuera, tampoco si me quedaba en casa. Daba lo mismo si estaba por irme a dormir, si recién había termi-nado de comer o si tenía que ir a la panadería por pedido de mi madre. A pesar de los reclamos, siempre lograba escabullirme, meterme en el baño y embestir mi boca con el cepillo. Arrastré este temita por muchos años. Recién aho-ra, al borde de los 35, lo estoy manejando. Creo (Sol Oliver)

Apretar desde abajo el tubo de pasta dental me da tiempo suficiente para revisar las comas; liberarme con un delete, una vez al año, de las contracturas que me provocan los mails sin leer; obsesionarme con minas que no me dan pelota y que en verdad no sé si me gustan; marcar con AP la primera página de mis libros y, en caso de prestarlos, programar una alarma que me lo recuerde seis meses después. (Ariel Pichersky)

Dice Borges “vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra”, y yo sueño que me lo encuentro agachado y le pego una patada para que se corra y poder espiar, con mis propios ojos, todos los rincones del mundo y todas las tapas de libros y así sacar todas las posi-bles, e imposibles, Fotos Locas de los Viernes para publicar en el Facebook de Riverside Agency. (Sebastián Lidijover)

Sospecho de mí misma, me tengo bajo el microscopio. Ya nos voy a pescar. Pronto, muy pronto. Eso que dije, eso que di-jiste, ese gesto que hiciste, ese otro, mío. En cualquier momen-to. ¿Para qué? ¿Por qué? Tengo menos tiempo, cada vez menos. ¿Cómo somos realmente? Mirar, mirar. Mirar la vida tal como es. Ponerle palabras. Y tocarte, y que me mires, y que me veas. (Inés Garland)

Tengo una terrible obsesión por el vacío. Por hacer circular ese flujo de intensi-dad que va del todo a la nada en cuestión de segundos. Por el tiempo. Por llegar a tiempo. Por hacer que se detenga el tic-tac que llevo dentro. Por la velocidad. Por entrar. Por salir. Por volver a entrar al lu-gar del que he salido. Por acabar aque-llo que empiezo. Por ese miedo de nunca acabar. De no acabar nunca. De acabar antes de tiempo. De que me falte tiempo para acabar. (María Nahal)

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Si le cambiamos la “d” por una “h” a la famosa frase de Borges, “me duele una mujer en todo el cuerpo”, logramos que el viejo sea levemente erótico. A la inversa, por eso me fascina mi sentido del olfato. Mi nariz empieza el día regodeándose en el aroma de las páginas virginales de un libro y termina siempre enterrada en tu sexo. Estos y no otros son los límites por donde me pasa la vida.(Juan Manuel Candal)

Si estamos tan solos como se cree, las obsesio-nes podrían ser unas queridas compañeras de ruta. No porque las despleguemos sólo en el ais-lamiento –en la mayoría de las discusiones con otros seguro metió la cola alguna–, sino porque es en soledad, y al abrigo de un vacío particular y originario, que les damos entidad. Así (me) ex-plico el hecho de querer trasladar un piano de un ambiente a otro sin pedir ayuda, hasta dejar un surco en el piso. Efectos colaterales, que le dicen. (Natalia Ginzburg)

La balanza está arriba, en el baño del cuarto de mamá. Subo los escalones descalza para no hacer ruido. Es inútil. Me peso siempre que vuelvo del colegio, a la siesta. Orino los cien o doscientos gramos antes de subirme y me saco la ropa que en invierno llega a pesar más de tres kilos. Me bajo de la balanza y por si existiera la remota posibilidad de algún error, me vuelvo a subir. (Mariana Komiseroff)

Vas a ver, todo será maravilloso. Como lo soñamos, todo será maravilloso para los dos. Cuidado, no tires. Nadie se va a inter-poner entre vos y yo. Esta vez será distinto, te lo juro. Dale tiempo y verás. Te juro que cambié. ¡Pero no tires, te digo, carajo! ¿Te está apretando? Vas a ver, esta vez será distinto. Pero tené cuidado, no tires, que te podés lastimar. (Adrián Gualdoni)

Me obsesiona pasar desapercibido, de acuerdo a. La

maestra me lo metió en la cabeza tan fuerte como que los

sustantivos son cosas que se ven o tocan (firme hasta en

el error). Por eso con la tele puesta en bizarro programa

de política o circunspecto debate de farándula me suena

una alarma interna y cuento cuántos desapercibidos y de

acuerdo a tal aparecen. Supe tener un archivo que perdí

en una mudanza. (Gabriela Urrutibehety)

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N A R R A T i v A

Salgo del baño. Acabo de largar un vómito negro y espeso en el bidet mientras José y Lucho

se bañaban juntos. Creo que se es-taban haciendo la paja el uno al otro pero puede que me lo haya imagina-do. Las cosas suceden como a kiló-metros de distancia y me llegan con delay. Es como si todo esto pudiera estar pasando. O no.

Cuando entro al comedor veo que un grupo de pibes a los que les veo cara conocida juegan con el ventila-dor. Uno se cuelga de las aspas y el otro lo prende. El motor arranca, da media vuelta y el que estaba colga-do cae al piso llevándose consigo un pedazo de techo. Los cables dispa-ran un par de chispazos y se corta la luz y con ella la música. Antes de que el caído atine a sacarse el ventilador de encima ya tiene a cuatro flacos disfrazados de superhéroes pateán-dole la cabeza. Recién aflojan cuan-do el que tiene el trajecito de Batman le aplasta su borcego en medio de la cara. Parece que lo mataron, o casi. Pero enseguida alguien levanta la térmica, la música empieza a explo-tar de nuevo y todos se olvidan.

Me recuesto en un rincón y cuando abro los ojos es de día y hay mucha más gente que antes. El comedor está lleno. A la mayoría no los co-nozco. Atravieso el pasillo lleván-dome puestos a todos los que se cruzan por mi camino. Entro a mi cuarto. Hay tres chicas sentadas en la cama y dos pibes en el piso. Están hablando. Me quedo en la puerta y escucho. Una de las chicas dice que a Kurt Cobain lo mató la CIA porque había descubierto el lado B del ame-rican way of life y se lo estaba mos-trando a toda una generación. Uno de los chicos, un rubio de pelo largo, asiente.

-Obvio -dice el muy boludo. Y sacu-de la melena como si estuviera en una publicidad de shampoo.

Entro y empiezo a revisar los cajo-nes. Sé que ayer, o quizás hace más -¿hace cuánto están todos acá?-, dejé algo de porro en algún lado. Las chicas me miran, les sonrío a las tres.

-¿Alguien tiene un faso? -pregunto.Nadie dice nada.-Es mi casa. Yo vivo acá… -insisto.Se miran entre sí. El rubio asiente.-Yo tengo -dice. Y lo saca del bolsillo.

Lo prende y después de darle unas pitadas se lo pasa a una de las chi-cas. Esa se lo de a la de su derecha.

Y así. Golpeteo el piso con impacien-cia. Siguen diciendo estupideces.

-Con Lennon lo mismo -dice uno de los pibes. Y los cinco asienten con solemnidad. De repente uno estor-nuda y todos se empiezan a reír. No tengo la menor idea de qué.

Cuando el porro me llega está por la mitad. Lo agarro y salgo del cuar-to. Escucho que me llaman, pero también escucho a mamá llorando y no hago nada.

Me lo fumo en la cocina mientras como un pedazo de pan que encon-tré en el piso, detrás del tacho de ba-sura. Cuando se me termina prendo un cigarrillo y enseguida me dan ga-nas de cagar.

Entro al baño. Hay un pibe durmien-do en el piso. Me siento en el inodoro y lo miro. Es pelirrojo. Es el primer pelirrojo que conozco en mi vida y

por eso, supongo, me cae simpático. De repente entra otro. Lo sigue una chica. A mí me da un poco de pudor, pero a esta altura no puedo parar. El que acaba de entrar -creo que va al colegio- agarra al que está en el piso y le empieza a pegar en la cara con el puño cerrado. El colorado no reac-ciona. La chica le grita que pare y le pega trompaditas en la espalda.

-Che, aflojá -le digo. El pelirrojo, ahora, es mi amigo.

Como no me escucha me subo los pantalones, me paro y lo em-pujo. Cae de culo. Lo empiezo a patear hacia fuera del baño y cuando ya tiene medio cuerpo afuera me ayudo con la puer-ta. El boludo trata de poner una mano pero le cierro la hoja so-bre los dedos y escucho un cru-jido extraño. Supongo que es el sonido de sus huesos quebrán-dose. El ruido me vibra en la ca-beza y por un segundo me que-do quieto, escuchando. Cuando se apaga quiero oírlo de vuelta pero cuando miro hacia abajo

veo que ya sacó la mano y se arras-tra hacia atrás por el pasillo. Cierro y pongo la traba. Me saco toda la ropa (no me cambio hace días y todo hue-le a suma de excreciones fermenta-das) y la dejo en el bidet.

Cuando termino de cagar me lim-pio el culo y me pongo mi bata de toalla azul francia. Después de la-varme las manos me aseguro de que el colorado esté bien. Cuando lo sopapeo abre un ojo -el otro lo tiene negro e hinchado- y me mira. Levanta apenas la cabeza, asiente y la vuelve a apoyar en el piso. Pero el ojo queda abierto. Lo palmeo en el hombro y salgo.

Al final del pasillo veo la puerta. Quiero agarrar para el otro lado, ir para el comedor. Pero algo me arrastra y camino despacio, ponien-do un pie delante del otro como si

Texto: Tomás Downey / Imagen: Horacio Petre

“el comedor estálleno. A la mayoríano los conozco. Atravieso el pasillo llevándome puestosa todos los que se cruzan por mi camino.”

La Fiesta

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jugara al pan y queso.Me arrodillo sobre el parquet y

acerco el ojo a la cerradura. La veo exacta, centrada en el contorno. Está sentada en la cama, bien dere-chita, mirando la pared con los ojos muertos. La cara de cautiva le sienta perfecto. Ahí dentro tiene total liber-tad para jugar su papel de virtuosa. Mamá, la sacrificada, la víctima.

Cuando le pedí que se fuera, que me dejara la casa por una noche para hacer la fiesta, se encerró sola en el cuarto y me pasó la llave por debajo de la puerta. Cuando le abrí y le pedí que no fuera tan dramática se arrodilló, extendió las muñecas y me dijo que si quería podía atarla.

Apoyo las manos sobre la puerta y susurro tan bajo que no me escucho ni yo mismo:

-Ya sé lo que estás pensando, siem-pre sé lo que vas a decir. Y sí, es un gesto vacío. Y sí, somos un montón de estúpidos. Borrachos, totalmente descontrolados. ¿Cuál es el proble-ma con eso? Tanta energía desper-diciada en quejarte… Si es todo lo mismo, ma. Si el mundo se viene cayendo a pedazos desde que es mundo. Lo importante es hacer algo. Cualquier cosa. Y yo al menos me animo, ¿no? Eso debería valer algo.

Yo no quería esto, mami. Pero ahora es tarde para todo.

Cuando me levanto me duelen las rodillas. Apoyo la frente en la hoja de madera y respiro hondo. Cuando vuelvo al comedor alguien me pasa una botella de cerveza y todo empie-za de nuevo.

De repente es de noche. No sé cuántos días pasaron. Quiero sa-lir. Necesito moverme. Agarro una botella de vodka de la mesa y me acerco al sillón. Derramo el alcohol sobre los almohadones. Todos me miran. Alguien corta la música.

Levanto una mano, todos me miran en silencio con los ojos brillosos. La bajo con gesto teatral y todos em-piezan a gritar.

Y le prendo fuego a todo.Los vidrios estallan y el departa-

mento se vacía. Bajamos juntos, co-rriendo por las escaleras. Algunos se ríen, otros lloran de miedo. Una chica se tropieza y otras dos, que van de la mano, la pasan por enci-ma. La que cayó rueda por los es-calones y cuando llega al rellano se levanta y se acomoda la ropa. Tiene la muñeca derecha totalmente do-blada hacia atrás. Se la mira como hipnotizada, con los ojos muy abier-tos, y cuando paso por al lado me la

muestra. Le sonrío y seguimos co-rriendo hacia abajo.

Cuando llegamos a la calle la gen-te se empieza a amontonar. El fuego arde en el último piso y el edificio parece un fósforo gigante.

Enseguida el incendio empieza a esparcirse en todas direcciones. No-sotros gritamos cada vez más fuerte y pareciera que el sonido de nues-tras voces alimentan las llamas. El cielo se ilumina y todo se vuelve na-ranja. Veo a un grupo de pibes que estrellan un tacho de basura contra una vidriera. Otros saltan arriba de un auto. Tres chicas corren desnu-das por la calle, gritan a coro:

-¡Revolución sexual, mi cuerpo es mío y de nadie más!

Saco la llavecita del cuarto de mamá del bolsillo de mi bata y me quedo mirándola. Un grupito de unas diez personas se me acerca.

-¿Y ahora adónde? -me pregunta uno.

Me encojo de hombros. Todos se me quedan mirando.

-Para allá -digo, señalando una es-quina al azar.

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N A R R A T i v A

Introducía, de una en una, las uvas moradas en mi boca. Con la yema bordeaba su piel finísima, apreta-

ba, arrancaba del racimo y a veces las lanzaba hacia arriba y, al descender, caían rendidas en mi lengua. Lo hacía de aburrido, de puro inquieto, y cada vez complicaba su parábola arro-jándolas más arriba, más lejos aún, lo que me obligaba a balancearme en posiciones ridículas, encima de la cama, sobre el ventilador de piso, los estantes, la mesada de cristal. De la televisión brotaban voces. Un equipo de antropólogos había trasla-dado a un indio quechua, habituado a temperaturas altísimas, a un paisaje helado de Tierra del Fuego. El indio se congelaba mientras los investiga-dores filmaban, anotaban cosas en libretitas azules y arrojaban hacia la cámara comentarios inútiles sobre el ambiente, la aclimatación y las cos-tumbres de ciertas comunidades in-dígenas. Mientras tanto, un esquimal, en la Quiaca, se calcinaba. Yo miraba de reojo, porque jugaba con mis uvas y esto demandaba toda mi atención y energía. Unos sádicos, los antropólo-gos, pensé. Y volví a arrojar una uva que rebotó en mi hombro, cayó sobre la colcha y rodó hasta la guarida de Fidel, mi gato leonino.

–Vení, vení –pero Fidel no venía.Al racimo le quedaba poco menos

de la mitad cuando escuché el tim-bre. Era Camila. Entró apurada y me dijo que tenía un regalo para darme. Sus palabras me pusieron muy con-tento.

–Me como a Fidel, me lo como todo pero todo de verdad –dijo y se aga-chó, como una bailarina de ballet, con una pierna en lo alto para acariciar al gato. Después se arrojó en la cama, estiró sus dedos y arrancó una uvita del racimo ya esquelético.

–¿Puedo fumar? –preguntó–Sí, pero abrí un poco la ventana.–¿Tenés fuego?

Revolvimos el departamento, por-que yo ya no sabía donde había deja-do nada, tal era mi estado de absoluta dejadez. Al fin lo encontramos en el fondo de una canasta de mimbre que alguien me había regalado hacía mu-chos años.

–¿Soy yo o estás igual que cuando te dejé, hace una semana?

Comí otra uva, pero esta vez la de-posité con delicadeza en mis labios y chupé para adentro, haciendo ruido como si fuera la bola de un chupetín.

–Sí – dije –. ¿Cómo estás?–No sé cómo estoy pero estoy mal.

No sabés. Me siento como atrapada. No puedo dejar de pensar en cada cosa que hago. Hoy, por ejemplo, me tenía que juntar a estudiar con Abel y Ludmila y desde ayer que estoy nerviosa por eso. Ya estudié y sigo nerviosa, ¿entendés? Pienso en todo. Vos compraste uvas. Si yo tuviera que comprar uvas cuando me vaya de acá, porque estas uvas están riquí-simas, bueno, ahora mismo estaría pensando en qué uvas comprar, si blancas o moradas, cuántas, qué de-cirle al verdulero, a qué verdulería ir, si voy hoy o mañana. No puedo más. ¡Estoy histérica!

–Uf.–No sé, pero tengo ganas de hacer

cosas sin pensar.–¿Damiano tiene algo que ver con

esto?–Un poco.–Me imaginaba.–Pero no te quiero joder. Dejame. No

me des bola. ¿Y vos?–Yo bien – dije y me señalé el cue-

ro, las uvas, el ventilador y la tele. Por la ventana entreabierta se colaba un aire espeso y pegajoso.

–Ah… ¿Pero hasta cuándo? – pre-guntó.

–No sé.Entonces Camila repitió que me

había traído un regalo, buscó en el bolsillo de su remerón y retiró una

pequeña plaqueta, con un cable y un tomacorriente de color blanco.

–Lo compré en el Once cuando ve-nía para acá. Yo ya tengo uno y es una maravilla. A vos te va a venir genial. Bah, no sé, viéndote ahora, quizá te haga peor.

Me preocupé.–Tranquilo. Yo sé que te va a encan-

tar.Entonces, después de enchufarlo,

apretó un botón rojo que sobresalía de la plaqueta y de pronto apareció un McGyver de tamaño natural, con camisa, pantalones de jeans, chaque-ta de cuero y lentes espejados.

–Hola, mi nombre es McGyver –dijo McGyver.

Nos miramos.–¿No es genial?

Mondongo borealTexto: Martín Jali / Imagen: Pablo Rivas Mambo

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–No entiendo nada.–Decile que haga algo.Recorrí el departamento con la mi-

rada y finalmente dije:–Arreglame la lamparita de aquel

velador.McGyver permaneció inmóvil.–Me parece que no anda, Cami.–No, le tenés que decir McGyver, de

otro modo no entiende a quién le es-tás hablando. Es de Once, acordate.

–Ok. McGyver… ¿Me arreglás la lam-parita del velador?

Entonces McGyver hizo su gracia: abrió la sombrilla de la lámpara, sacó la bombita, sopló el sulfato, lue-go sacó un clip de metal y lo intro-dujo por la abertura. Cuando volvió a colocar la bombilla y encendió el velador, la luz, como un abanico, se

esparció por todo el ambiente.–¿Qué me decís? –dijo Camila, or-

gullosa.–¡Me mata!–Decile gracias a McGyver y dame

un beso a mí.–Gracias, McGyver –y le di un beso

en la mejilla a Camila.–¿Y si lo mandamos a comprar

uvas? –pregunté, entusiasmado ante las innumerables posibilidades que

me abría mi nuevo McGyver personal.–No, no, él no se puede mover más

allá de un radio de 10 metros del apa-rato. Y en general gasta mucha bate-ría. Es una aplicación nueva. Por lo pronto que te ordene todo. Bueno. Me tengo que ir. Chau.

–Chau –dije y crucé las manos de-trás de mi nuca.

Durante dos semanas mi conviven-cia con McGyver fue perfecta: no solo ordenaba y limpiaba, sino que cocina-ba, tapaba agujeros y arreglaba mis cañerías obstruidas por cientos de pequeñas porquerías. Pero una tar-de llamó por teléfono la reina Camila para pedirme un favor: necesitaba de McGyver por un par de días.

–¡Estás loca! ¿Quién me soluciona todos los dramas de mi vida? –le res-pondí.

–Por favor, el mío se rompió y en Once están secos. No se consigue por ningún lado y parece que el fucking gobierno los trabó en la aduana. Por favor, por favor, por favor –replicó Ca-mila y yo nunca supe muy bien cómo decirle que no a una mujer desespe-

rada.–Está bien –concedí, y agregué–.

Pasá a buscarlo, pero decime para qué lo querés.

–Damiano me dejó… –respondió y yo no quise preguntar más nada.

Cuando Camila me lo devolvió, y tuve que insistir bastante, McGyver ya no era el mismo. Mi pequeño genio electrónico que antes cumplía todos los deseos del confort y el bienestar

se demoraba en aparecer, a veces se distraía y no ha-cía nada bien. Una vez, para arreglar la suela de una pantufla, usó una engrapa-dora. Otra, para enmarcar el facsímil de un cuadro, lo pegó al marco con manteca. Por motivos obvios, dejé de pedirle cosas.

Una tarde, cuando me des-perté de una siesta, al ver-lo atareado delante de una olla, le pregunté:

–¿Me podés explicar qué mierda estás haciendo, McGyver?

McGyver se dio vuelta.–Mondongo boreal –me

dijo, con un tono neutro que no le conocía.

En pleno verano y con 32 grados, McGyver había decidido cocinar un mondongo. Era el colmo. Comprendí que eso ya no daba para más.

–McGyver, ¿mondongo boreal? –pregunté, como un retardado.

–Mondongo boreal –susurró y con-tinuó, como si mi presencia lo estor-bara, revolviendo con una cuchara de madera.

Cuando estaba por apagarlo, me asomé al mondongo. Despedía un tufo caliente y burbujeaba. Aspiré con fuerza: el aroma era penetrante pero muy rico.

–Mirá fijo –comentó McGyver.Lo hice y vi haces de luz violetas y

dorados que salían de la olla y pa-recían repiquetear en el techo, como pedazos luminosos de atmósfera. Entonces McGyver me cedió el cu-charón, lo remojé en el mondongo boreal y me lo llevé a la boca.

“entonces, después de enchufarlo, apretó un botón rojo que sobresalía de la plaqueta y de pronto apareció un McGyver de tamaño natural, con camisa, pantalones de jeans, chaqueta de cueroy lentes espejados.”

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N A R R A T i v A

El hall es oscuro y hay tantas plantas que tardo en descu-brir al encargado detrás de

un escritorio. Desde allí nos obser-va mientras un ventilador decrépito no le alborota ni los tres pelos que peina hacia un costado. Mantiene la cara impávida incluso cuando la mujer de la inmobiliaria se pone a dar golpecitos histéricos a la puerta del ascensor. “¡Ascensoooor!”, insis-te con las manos transformadas en un megáfono y, apenas echo un vis-tazo a mi reloj, me da charla. “¡Qué importante que haya todo este ver-de! ¿No cree?”, pregunta señalando las plantas. Desconcertado, la veo cerrar los ojos e inflar las aletas de la nariz, como si aquellos nardos de plástico realmente perfumaran.

Al abrirse la puerta, un bóxer se me abalanza. Parece escarbarme el tórax con las patas. Retrocedo, asus-tado. “¡No hace nada!”, asegura su propietario aferrándolo del collar. No llego a increparlo porque de inme-diato el hombre es arrastrado hacia la calle por el animal jadeante.

Durante el ascenso, llantos de bebé, ráfagas de ajo y hasta una baja de tensión acechan el habitáculo. “¿A esto le llama un edificio de cate-goría?”, quiero preguntarle a la mu-jer de la inmobiliaria pero me limito a clavarle los ojos desde un espejo rajado; me desabrocho el primer bo-tón de la camisa, enojado conmigo mismo por haber caído otra vez bajo el verso de estos chantas. Al dete-nernos un piso antes del nuestro, la mujer de la inmobiliaria se aferra a la puerta del ascensor : “¡Subimos!” advierte con expresión belicosa y se embarca en una pulseada para se-guir viaje. Observo los colgajos de su brazo flamear hasta que del otro lado se dan por vencidos.

Ya en el departamento, me es im-posible disimular la furia. Ni siquiera después de ver el esfuerzo que hace para subir las persianas de la su-

puesta recepción señorial. Con luz, las grietas y los nubarrones de hu-medad se multiplican. Quedo unos instantes con la vista en alto, con-templando la posibilidad de que una familia entera caiga del cielo raso.

La mujer de la inmobiliaria habla sin parar, pero el ruido de la calle es tal que tengo que leerle los la-bios. “Pasemos a la cocina”, insiste tomándome del brazo. Aun si nos adentramos en un rincón oscuro y grasiento, ella jura ver un luminoso comedor de diario reciclado. Debería

haberse dedicado a la actuación, de lo contrario no entiendo cómo no se le mueve un pelo cuando abre la alacena y disparan cucarachas en todas las direcciones imaginables. “¿Vio cuánto espacio?” me pregunta, imperturbable.

La sigo hasta el dormitorio princi-pal. En efecto, debe ser el ambiente más silencioso; en vez de los cons-tantes bocinazos y frenadas prove-nientes de la avenida, se escuchan las tablas del piso de “roble de es-lavonia” crujir a nuestro paso. La observo correr en cámara lenta el harapo que hay de cortina, como si tuviera la certeza que en cualquier momento se le desintegra en las

manos. Al advertir la cantidad de mosquitos reventados contra las pa-redes, me rasco los antebrazos. En el techo, la única forma de sorpren-derlos fue a zapatazos.

Una vez en el baño, la mujer habla de venecitas pero yo sólo veo azu-lejos quebrados. Mientras comenta que la presión es óptima, abre la canilla del lavamanos; nada, ni una molécula de agua. Tampoco asoma una gota de la bañadera, en cuyas profundidades mohosas yace un jabón finito. Al probar con el bidet,

un chorro se dispara hasta el techo, desencadenando un chaparrón. Con los anteojos empapados, huyo como un ga-llito ciego.

“Se me hizo tarde” digo, pero ella asegura que todavía no vi lo mejor. “El caballito de batalla”, remata revoleando el llavero, como si se hubiera convertido en mi carcelaria. No tengo más remedio que ir tras sus pantorrillas repletas de tramas violáceas.

“Mire lo que es este balcón terraza, ¡venga a ver!”, insiste abriendo el ventanal. Al com-probar que no hay rastros de la “maravillosa vista abierta”,

me apoyo resignado en la baranda: cables que cuelgan como lianas, es-queletos de triciclos, y un toldo des-hilachado que en vez de resistir pa-rece bailar Charleston. Le estoy por reprochar el tiempo perdido cuando una súbita ráfaga de burbujas de to-dos los tamaños me deja mudo. En el balcón vecino, una mujer sopla a través de un aro mientras un niño la aplaude, fascinado. Es tan bella que no puedo dejar de mirarla, ni siquie-ra cuando una enorme burbuja viene lento hacia mí, reflejando los últimos rayos de la tarde. Sonrío. Tengo la sensación de haber encontrado mi lugar en el mundo.

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Texto: Marina Macome / Imagen: Mariana belemlinksy

Burbujas

“Durante el ascenso, llantos de bebé, ráfagas de ajo y hasta una baja de tensión acechan el habitáculo. “¿A esto le llama un edificio de categoría?”, quiero preguntarle a la mujerde la inmobiliaria…”

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De repente queriendo recor-dar no sé qué tontería, me di cuenta. He olvidado la ma-

yoría de los días por los que pasé, como si mi vida no fuera más que una calle cualquiera por la que voy distraída de mi nacimiento al fin. Y entonces me senté a anotarlo todo, para mí misma, para esa extraña que seré mañana. O también para ustedes que han sido extraños para mí casi siempre.

Necesito anotarlo todo. Pronto será tarde. El olvido tiene hambre. Enton-ces escribo: Diario del caos. Porque el caos era lo que había antes del orden, y el caos dio a luz a la tierra y la tierra al cielo para que la cubrie-ra. Khaos, Gea y al fin Urano, a quien Cronos, el tiempo, castró y arrojó los genitales al mar y de la espuma que hicieron nació Afrodita. El amor.

El amor sólo pudo existir después del caos.

Éste es el diario del caos y el orden y tal vez también mi respuesta.

Él no sabía mucho de jardines pero venía dos veces por año a cortar la enredadera que se empeñaba en desbordar por las medianeras a las casas de mis vecinos.

Lo había hecho varias veces cuan-do lo vi o mejor dicho me di cuenta de que nunca lo había visto realmen-te. Había terminado de podar y me esperaba en la cocina.

La luz no parecía entrar por la ven-tana y posarse en él sino al revés, emanaba de su pelo y de su cabeza inclinada, atravesaba el vidrio muda y se iba. Él tenía los codos sobre la mesa, y la cabeza apoyada en una mano. Con la otra sujetaba un libro

pequeño de hojas amarillentas. Leía. Y eso que se detiene cuando alguien lee, eso que queda flotando en el aire junto a su ausencia, porque quien lee se ha ido al mundo que lee, eso hecho de silencio y amor, fue lo pri-mero que vi. ¿Qué lees?, dije, y cerró el libro para mostrarme la tapa, por-que hay cosas que se muestran ce-rrándose. Dijo que había puesto las ramas en bolsas, que la primavera estaba atrasada, que después de las lluvias esto y lo otro, y dijo algo acer-ca del libro que leía. Hablamos. Des-pués de todo, libros era algo sobre lo que yo podía hablar.

El tiempo quedó afuera, ovillado como un perro que duerme en la puerta, y ese día conversamos hasta la noche. Yo, la mujer de cuarenta y dos años que vive sola, y el joven de veintitrés que poda, nos habíamos hecho amigos. Cuando él se fue el tiempo que dormía en la puerta en-tró a la casa de nuevo.

Y a los tres días él regresó, con li-bros, películas y música. Esa conver-sación duró varias visitas. Metíamos la mano en nosotros mismos y sa-cábamos partes para mostrárnos-las como si se tratara de un juego. Yo nunca había hecho eso. Fue como si me hubiera dibujado en la piel puertas que de repente se abrieron. Detrás de algunas, hubo abismos y detrás de otras, espejos. Puertas antiguas y dolorosas, otras livianas y de papel, de esas que susurran al abrirse y nunca gritan. Puertas ja-ponesas condenadas al silencio de lo que se desliza. Yo contaba cosas que no sabía de mí. Él no tenía edad, lo juro. Yo dije que había despedido

agradecida a cada amor. Él en cam-bio habló de muertes. La distancia entre él y su infancia era mucho más

Texto: Alejandra KamiyaImagen: Fernando Sawa

C R ó N i C A

“el amor sólo pudo existir despuésdel caos.Éste es el diariodel caos y el ordeny tal vez tambiénmi respuesta.”

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grande que la que había entre mis días de niña y yo. Y de repente un día vi que estaba con él en un lugar en el que siempre había estado sola. Podía compartir mi paisaje favorito.

Él no tenía edad, y yo perdí la mía como si fuera ropas, velos, mentiras.

Y lo del cuerpo vino solo, inevitable, desde muy lejos. Nos unimos como se unen los párpados de un ojo que se cierra. Sólo así pueden llegar los sueños. Él no tenía edad, pero sus manos eran viejas y cavó un pozo en mi conciencia. Me dejé caer en mí. Caí, y me vi caer hasta que me perdí de vista. A unos cuantos besos de distancia dejé las palabras y mi

nombre. No puede ser tan malo mo-rir si se parece a eso.

Después comimos un melón per-fecto que él cortó y multiplicó lle-nando de un perfume verde el aire y mi boca. Él miraba mi boca y yo miré su piel contra la mía. Madera, vetas contra un mármol liso. Una fruta contra un pedazo de cuero. Yo de barro y él de agua. Sí, estábamos hechos de lo mismo pero por mí ha-bía pasado la tierra de los días y me había hecho espesa.

Él apenas rompía el silencio, lo ras-gaba con un filo y así, casi sin decirlo,

me exigía dejar de pasar sobre las cosas una mirada muerta. Él no ha-bía venido a acariciar la vida domés-tica ni a endulzar los días. No. Mi vida anterior había sido el caos, aunque el trabajo, la casa, los amigos com-placientes se parecieran al orden. Él vino a echar abajo todo, como ciu-dades enteras, y de la polvareda del derrumbe vi salir galopando lo más hermoso que había visto nunca.

Él me ordenó que lo dejara todo y lo siguiera. Te sigo, le dije, y él fue hacia el fondo de las cosas. Adonde uste-des no llegan.

Tal vez un día se vaya y siga su ca-mino. Si eso ocurre voy a acomodar-me en la espera, yo sé esperar en

la orilla. Aunque sea la orilla de un desierto.

No es verdad que nadie pueda lle-gar desde el desierto. Digan mejor que nadie lo ha hecho hasta ahora. Son ustedes quienes no entienden. Ustedes matan respuestas antes de fecundar preguntas. Ustedes cuentan horas, años como si le mar-caran el ritmo a algo con eso. ¿Por qué en sus cálculos no descuentan el tiempo perdido, el que perdí yo, el que perdieron ustedes? ¿Qué edad tienen las piedras que arrojan, el cielo que miran cuando rezan? Jue-ces, dueños de todas las balanzas y medidas: ustedes construyen relo-jes, reglas. ¿Quieren adueñarse del tiempo? Yo les digo que no se posee algo porque se lo encierre.

La edad no es más que contar los pasos hacia la muerte. Yo estoy más cerca del fin, es verdad, pero ¿por qué tengo que contar mis pasos? ¿Quién dice cuántos pasos ha dado cuando llega? Al llegar uno muestra las manos, qué trae, qué ha hecho.

Yo di más pasos que él, es cierto. Yo voy a llegar antes al fin pero voy

a tener a quien besar al irme. Yo voy a tener a quien besar cuan-

do tenga que irme, sola.

“Él no tenía edad, y yo perdí la mía como si fuera ropas, velos, mentiras.”

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T E N g o U N

Tengo un vecino, que es una vecina, que pide a gritos que “la saquen”. Cada sábado, cada domingo tam-bién, le exige a su “novio”, con quien no convive, ser

sacada. “¿Por qué nunca me sacás?”, demanda furiosa. “Sacame, no sé a dónde, pero sacame un poco, ¿querés?”, y llora mi vecina. Llora mucho y su llanto no es sensible. Es árido. Me da miedo. Me separan de ella dos matorralci-tos de plantas y un pulmón de edificio intoxicado. Pero nos hermanan la zozobra de los fines de semana y un pasado que me gustaría mucho que fuera común. Sin problemas, podría acompañar a mi vecina en sus esperas, entre los pilotes de papeles que la circundan (además, ella es igual a mi profesora de matemáticas de primer año, y al igual que aquella, su look general descansa feliz en 1981); po-dría asentir en cada una de sus quejas; no moverme mu-cho; no hacer referencia alguna a la mugre en la que ama vivir. Mi vecina yace tiesa al lado de su ventilador de mesa: yo cedería a mis germinales ambiciones de refrigeración y permitiría que el ventarrón fuese directo a mi vecina, que de calores sabe; eneros a la tarde en su cuarto compar-tiría, feliz; detenido en sus ingrávidos 45, feliz; atrapado en sus rencores insólitos; sus odios necesarios; los com-plots; las expensas y el asedio perpetuo al administrador del consorcio; yo feliz. Las películas dobladas al español entre llamado frustrante y llamado frustrante a él. Seguro que él en verdad no existe, pero yo, obediente, sostendría la leyenda. Entre mi vecina y yo, hay una decisión que me distancia y me aflige: ella no hizo nada por evitar la os-curidad y me tumba la economía cero de su deseo. Como la felicidad no existe, añoro la ley de su menor esfuerzo, porque eso que ella cree que yo soy no es lo mismo que esto que yo sé que ella es.

Franco Torchia

v E C i N o q U E

Es fanático full time

Es una vecina

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Vivimos en un barrio de los denominados peligro-sos. Un barrio de esos en donde la gente no sale de noche porque tiene miedo a que le pasen cosas.

Después de cenar, no hay un alma por la calle: ni almas ni coches, ni siquiera ruidos. Ni siquiera ruidos de cosas malas. A veces se oye la sirena de un patrullero y enton-ces sabemos que alguna de esas cosas malas acaba de pasar. Pero a nosotros no nos importa. Después de cenar, el mundo termina en la puerta de nuestro departamento. Y es ahí donde quiero llegar: a la puerta de nuestro de-partamento. Más concretamente a la mirilla que tiene la puerta.

Vivimos en el quinto. Los nuevos en el A, nosotros en el B. Tres metros de pasillo separan esta puerta de aquella. Y todas las noches, aunque no haya un alma en la calle, los nuevos empiezan a recibir gente. Suben por el ascen-sor pero también por las escaleras. Tocan el timbre, es-peran unos segundos, la puerta se abre un poco. Y entran. Todos estos extraños personajes entran en el departa-mento de los nuevos. Entran sin decir palabra. A los diez o quince minutos, salen. Siempre en silencio. Esto sucede después de cenar. Todos los días. Por supuesto veo cada movimiento pegado a la mirilla. Quieto, casi sin respirar. Ayer vi tocar el timbre a una mujer joven con un chico de unos seis o siete años. Ver algo así me alarmó todavía más porque hasta ese momento sólo había visto gente adulta. Por cierto, el chico también entró en silencio.

No sé si vale este dato pero los nuevos hicieron la mu-danza de noche, cuando en el barrio no hay ni un alma. Todo muy raro. Mi mujer dice que tengamos cuidado, que podrían ser una secta brasileña. Qué sé yo. Ah: no venden droga, no. De eso estamos completamente seguros por-que droga vendemos nosotros. Aunque nunca después de cenar. Vivimos en un barrio muy peligroso. De noche, si te asomás por la ventana, no ves un alma.

Carolina MarcúsEs fanático full time

Es nuevoMarcelo Luján

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A MarucaNo sé por qué elegimos ese

lugar. A quién se le ocurre ir a unas termas en pleno diciembre. Agua caliente, estancada, vapores. Nada de eso sonaba siquiera pare-cido a la idea de fin de semana ro-mántico que habíamos hablado. Y por qué Entre Ríos, donde al pare-cer sólo hay termas y campo. Sa-limos del hotel y manejé hasta el complejo termal de Villa Elisa. Para entrar con el auto había que pasar por una suerte de casilla, donde un hombre cobraba la entrada y daba las instrucciones. La busqué a Nati con la mirada, sin darme cuenta de que me miraba desde antes. No hizo falta hablar: puse primera y en unos segundos estábamos de vuelta en la ruta.

Creo que fue ella la que preguntó “y ahora adónde vamos”. Como ningu-no de los dos tenía la respuesta, ace-leré confiado de que algo encontra-ríamos. Veía pasar casas al costado del camino, vacas, pasto, sobre todo pasto: largos minutos de no ver otra cosa más que pasto. Y de repente un cartel: Uvajay.

En pueblos así no hay nada, pueblo chico, vacío grande. Las calles son de tierra, los negocios hay que saber que buscarlos, la gente anda como escondida. Son cuadras y cuadras en las que debería haber pasto, pero alguien en cambio decidió que ahí podía vivir. Nati no, pero yo sabía lo que había en Uvajay: la infancia de mi abuela, el lugar donde ella toda-vía no era mi “baba” sino apenas una nena de campo.

Si bien recorrer el pueblo me hu-biera tomado unos pocos minutos, las calles y los lugares no hablan a menos que uno pregunte. Encontré una mujer que baldeaba la vereda de su casa. De todo lo que dijo, me acuerdo una sola respuesta: no, que yo sepa no queda nadie de raza judía acá. Raza. Volví al auto. Decidí que

daría una vuelta por Uvajay y me iría rápido. Llegar por pura casualidad, irse para mantener pura la memoria: todas aquellas historias mágicas que me habían contado del lugar no me-recían ser opacadas con la realidad, con esto que ahora se hacía pasar como real. De entre tantas casas vie-jas y casi derruidas, sobresalía una.

Me acerqué como si supiera lo que encontraría. Una inscripción en la ve-reda me respondió: “Almacén de ra-mos generales, aproximadamente por 1917. Primera casa en construirse en la colonia. Propietario original: Krei-serman José y Mauricio”. Mi bisabuelo, el papá de la baba Maruca. Traté de ver esa infancia de la que me habían hablado. No estaba. Quizás me emo-cionó más la posibilidad de contarle después a ella sobre el lugar, que la casa en sí, gris igual que en la foto de 1917 del cartel. Le saqué una foto a la casa y una foto a la foto del cartel.

Volví a tomar la ruta y volvió el silen-cio. Era difícil hablar después de eso. Además, en los viajes se habla mucho sobre lo que hay para hacer, y acá para hacer no había nada. Nos mirábamos y decíamos que el lugar no importa, que lo que importa es estar juntos. No me acuerdo si en aquel momento lo pensé, pero ahora sí: en Buenos Ai-res, en la comodidad de Buenos Aires, también estábamos juntos. Para qué esa casualidad, entonces. ¿Sólo para volver y decirle a mi abuela que había visto su casa? ¿Sólo para decirle que ahí ya no queda nada de lo que hubo, que ahora hay gente que baldea vere-das aburridas y habla de razas?

Cuando le conté, cuando le mos-tré las fotos del lugar, ella me contó

que no había sido sólo la casa de su infancia. Y me abrió la puerta a una nueva historia. No a una anécdota de pueblo, sino a una de esas que cambian la forma de ver el pasado. Maruca había vivido durante dos pe-riodos en esa casa. El primero, por supuesto, desde que nació. El que no imaginé era el otro.

Además de Uvajay, al pueblo lo lla-maban “Ocho casas”. El motivo es obvio. Ella vivía en una. Un herma-no de su padre, en otra. Y en otra, un muchacho algo más grande que ella: Naum. Le decían Tule. Le decía-mos Tule. Él era el menor de ocho hermanos. Ser el menor era cargar con la suerte-desgracia de una he-

Texto: Fernando Chulak / Imagen: Darío Mekler

C R ó N i C A

“Me acerquécomo si supiera loque encontraría.”

ocho casas

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rencia: quedarse a cuidar al padre; recibir como recompensa 50 de las 100 hectáreas de campo que algún día se dividirían entre todos. Cam-biar tierra por vida. Obligaciones por derechos.

Ella tenía veintidós años: la edad suficiente, por entonces, para en-frentar el mundo. Él tenía veintiséis: demasiada edad para seguir espe-rando. Así que se casaron. Dijeron que no importaba nada, que mien-tras estuvieran juntos no importaba el lugar. Esa habitación estaba bien. El lugar: la casa del padre de Tule. El padre de Tule: Jacobo, un tipo jodido, dice Maruca. ¿Jodido en qué senti-

do?, le pregunto. Se sentaba debajo de un árbol, la miraba y la insulta-ba. Desde lejos, pero bien claro: que le lean los labios, que entiendan su insulto, que todos sepan que ese insulto era para ella y para su hijo, por haberla llevado a ella. Jodido: un tipo de mierda. Jacobo estaba casa-do con Sara: una santa, dice Maruca.

Ocho de meses de insultos. Todos los días, todo el tiempo. En ídish, los que aprendió en español, como fue-ra. Ocho meses. Hasta que un día pasó la jardinera. Un carro un poco más grande que un sulky, me expli-ca Maruca. Y se subió. Llevame a mi casa. Y la jardinera cruzó el campo y Maruca vio alejarse la que ahora era la casa de su esposo. No volvió a subirse a la jardinera. Pasaron otros ocho meses, ahora separados. Sólo Tule escuchaba los insultos.

Un día Maruca escuchó acerca del Dr. Stutman, un tío de Tule al que nunca habían visto y que vivía en Buenos Aires. Consiguieron un te-léfono en el pueblo y lo llamaron. Le contaron la historia. Stutman no dudó: vengan a Buenos Aires. Le explicaron: aquellas 50 hectáreas eran más que una promesa, estaba firmado, Tule acompañaba al pa-dre, y algún día las vacas, la casa y las cosechas de esas 50 hectáreas lo acompañarían a él. Era difícil de-jarlo, eran las hectáreas, pero era, sobre todo, el compromiso con sus hermanos. Stutman insistió. Pro-

metió que le conseguiría algo, que le dieran tiempo. Así que mientras, Tule y Maruca, esta vez juntos, se fueron a Paysandú, en Uruguay, a la casa de una hermana de él. Desde ahí podrían empezar de cero. Y por un tiempo se olvidaron de todo lo firmado.

Hasta que un día Stutman les pasó el dato de un trabajo en una textil de Buenos Aires, Manuseda. Ahí Tule fue urdidor, el que prepara hilos del telar. Pero mientras él todavía aprendía su oficio, Maruca estaba en Paysandú. Esta vez no los separaba un campo y una jardinera. Otro país. Pasó siete meses ahí, con su cuñada, una mujer grande. Estaba con ella y el esposo; estaba sola. Siete meses de no hacer nada, sólo esperar. Sólo saber de Tule por cartas. Dijo basta otra vez. Viajó a Buenos Aires: te-

nían que estar juntos. El lugar era lo de menos. O no, ya no sé.

Los alojó una hermana de él. Vivía en una pieza, con sus tres hijos, pero podían hacerle lugar: un altillo, donde dormían en el suelo, entre los piojos y las pul-gas. Sé que no exagera cuando lo dice porque, sin darse cuenta, se rasca: tiene el recuerdo en la piel. Baja la vista. Hay mucho más por contar, pero no va a ha-cerlo. Que quede de la piel hacia adentro. Y después alza la vista para decirme que al final Tule preguntó en la fábrica y tam-bién pudieron conseguirle un trabajo a ella: la sección fajas y trusas de Manuseda. El resto es historia, dice. Para que pue-

da convertirse en historia, supongo, tiene que ser contada.

Cuando llego a mi casa, el nudo en la garganta sigue ahí. Lo primero que hago es encender la computa-dora. Busco la foto de Uvajay. Abro un word. Escribo: No sé por qué ele-gimos ese lugar.

“Un día Maruca escuchó acerca del Dr. Stutman, un tío de Tule al que nunca habían visto y que vivía en buenos Aires. Consiguieron un teléfono en el pueblo y lo llamaron. Le contaron la historia.”

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A Matías lo había dejado la no-via. Bueno, a mí también la mía. Situación triste si las hay.

Matías es mi mejor amigo y estába-mos solteros. Fue durante el verano de 2011 y nos preocupaba mucho ponerla. Por aquel entonces, en un runrún de galanes improbables, ter-minábamos comiendo siempre dos porciones de pizza en el Kentucky de Corrientes al 1300. Después, re-matábamos la faena con un cuarto de helado de Cadore. En la cabeza teníamos una sola cosa: conseguir chicas. Pero también era cierto que a ese ritmo de calorías, no íbamos a buen puerto. ¿Qué más podíamos hacer? Ya nos habíamos ido de va-caciones, anotado (y dejado) el gim-nasio, presentado minas entre sí, llo-rado despechadamente, tenido éxito algunas veces y golpeado el ego mu-chas más. Entonces, un sábado a la noche, impulsados por vaya a saber qué cuento –quizás, por el de hacer de todo en esta vida- nos metimos a un cine porno. Y el porno, sabemos, es lujuria y también tristeza. Lo tenía todo. ¿El lugar? El Cine ABC, sobre Esmeralda, en pleno centro porteño. Entramos rápido, con culpa, como pagando un plato que no íbamos a romper. La experiencia nos costó 25 pesos. Hasta ese momento ningu-no tenía referencia de lo que podía llegar a ser un cine porno. Bajamos unas escaleras, que eran intermi-nables. Todo estaba oscuro. Para vencer el misterio y corretear con la realidad, el comentario fue: “Cortan ticket de INCAA, ¿viste?”. Un ínfimo halo de luz iluminó el pasillo y vimos que eran tres las salas. “Pueden en-trar a cualquiera”, nos advirtió una voz con acento española. Por azar nos metimos a la que estaba más a mano, aunque queríamos conocer las tres. Porque ¿en qué otro lugar del mundo uno tiene la libertad de entrar a una y meterse en la de al

lado sin problemas? Era menester conocerlas a todas.

Matías y yo nos sentamos casi pe-gados a la pantalla y vimos cómo un negro de proporciones monstruosas destripaba a una rubiecita. La sala estaba desierta. Hasta ahí, todo es-taba más o menos bien. Excepto por-que estábamos sentados en un piso de cemento mojado y no nos que-daba otra que apoyar el culo ahí: en esa sala no había butacas. Vamos de nuevo: el plan era “conseguir chicas”,

y para eso teníamos que estar fa-cheros. Fuimos con nuestras ber-mudas más mononas. Sujetos al pensamiento del “nos quedamos 15 minutos y después la contamos”, la atención nos duró unos segun-dos y salimos. Entramos rápido en la sala vecina. Ahí sí había butacas. Nos sentamos en la anteúltima fila, al lado del pasillo. Ya nos habíamos puesto de acuerdo: si pasaba algo que no nos gustara, rajábamos. La sala estaba vacía. O al menos eso era lo que creíamos. Un proyector imprimía sobre la pared -sí, no había pantalla- una granada de fotones. Cinco chicas masturbaban a otra en una orgía lésbica. Era un film de squirting. Las cascaritas de pintura se desprendían de los cuerpos de esas chicas. Las cascaritas de pin-tura se desprendían también de las otras tres paredes. Respirábamos humedad. Pensábamos que no ha-

bía nadie en la sala pero allá, entre las butacas, una travesti morocha con marcados rasgos masculinos se dio vuelta y nos guiñó un ojo. Queda-mos perplejos. Segundos después, desde la última fila, un señor de unos setenta y pico se apoyaba so-bre el respaldo de nuestra fila para observarnos. No miento: parecía un Sarmiento en los billetes de 50 pe-sos. A diferencia de la travesti, este sí nos miraba amenazante, deseoso y babeante. ¡Un momento! (Y acá la

inocencia se corre hacia límites insospechados.) No sólo no ha-bía chicas sino que era un lugar de levante border. Voy 612 pala-bras y todavía no dije qué define al lugar: sordidez. La mirada del viejo clavada en ambas nucas y la presencia de otro hombre que iba y venía nos persiguió. “¡Vá-monos de acá!”. Pero quedaba una sala, la última, a la que se accedía por un túnel. Apurados, nos asomamos y vimos a una

maraña de tipos desnudos, tocán-dose y cogiéndose, amalgamados. Mientras, en la ficción, un hombre sometía con un látigo a otro. Esca-pamos.

El ABC no era lo que esperábamos. Y cuando se habían cumplido los 15 minutos de aventura, no hubo ni chicas ni masturbaciones. Pero nos dimos cuenta de algo, y ahí no fui-mos ilusos ni imaginativos: nuestro nivel de incogibilidad había crecido un poco más. Aún así, seguimos po-niéndole el pecho a la soltería. Y el pito a alguna que otra desprevenida.

Texto: Hernán Panessi / Imagen: Luis eduardo Rodríguez Castiblanco

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“La experiencia nos costó 25 pesos. Hasta ese momento ninguno tenía referencia de lo que podía llegar a ser un cine porno.”

Los que están solteros

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B L A s F E M A s

Había un tipo en TEA, donde estudié a comienzos de los ’90, que nos decía que el periodista tiene que ser caradura. Este profesor se consideraba

uno de los tres o cuatro mejores entrevistadores del país y contaba, como prueba, acerca de un reportaje que le había hecho a Moria Casán en una pileta. Aden-tro, mientras se bañaban. No recuerdo mucho más él, pero su tono al hablar y su sonrisa hacían pensar que el caradurismo era clave en su quehacer. Por timidez es habitual en los estudiantes, al comienzo, cierta difi-cultad para encarar a un desconocido (sea o no figura pública). A veces es al revés: la dificultad le aparece al que es encarado. El caso Cipe Lincovsky, por ejemplo.

Antes de abandonar arquitectura y de ir a TEA con un amigo hacíamos el programa Croquis urbano, en FM Universo, de San Justo. El dueño de la radio era ade-más el operador y podía, entre tandas, irse a pagar los impuestos. El Croquis iba de lunes a viernes de 8 a 10 y trataba de todo un poco. Estábamos crudos: en la agen-da sólo teníamos a Mercedes Sosa y Cipe Lincovsky. Con Sosa nos filtraban una y otra vez; a Lincovsky, en cambio, conseguí ubicarla un día, bien temprano. Ape-nas dijo hola supe que la había despertado, y enseguida, como corresponde, me mandó a la mierda.

Probé suerte con Osvaldo Soriano poco después, cuando ya estaba embarcado en el periodismo. Muchos sucesos en mi oficio están vinculados a él: sus notas en Página incidieron para tentarme a escribir y dejar arqui-tectura; luego, ya en el camino, está directamente rela-cionado con mi propio ingreso al diario, trabajos varios, libros. Una noche de 1991, casi dos de la mañana, lo llamé a su casa en La Boca: se sabía que a esas horas él leía y escribía. Creía que era el momento para ubicarlo con ganas de hablar, tenía que hacer un artículo y ahí estaba, fresquito, el consejo del capo de la entrevista argentina. Cuando atendió noté que llevaba rato largo en silencio, enfrascado en algo. Hablamos unos quin-ce minutos y, amablemente, propuso que charláramos más adelante, cuando volviera de un viaje a Tandil.

Pasó el tiempo. Y, entonces sí, volver a llamarlo me pa-reció una caradurez.

Así empecé yoÁngel berlanga

Marcos Crotto

Cuando me di cuenta ya era tarde en el cemente-rio, en la mitad del campo. Éramos doce detrás del ataúd, éramos la estela del hijo de Luis, absurda-

mente muerto antes que él. Avanzaba Luis con la dureza de su joroba. Iba adelante,

el primer pato de la v, sobre el suelo arenoso, tocando el cajón que empujaban los dos empleados de la funeraria vestidos con traje y las alpargatas de Luis levantan pol-vo, las alpargatas de Luis arrastran dos semanas largas junto a la cama de un hospital de una ciudad inmensa donde duerme su hijo atado a cables y suero y la mas-carilla le trae aire a su hijo de sentencia, de juez, no de esperma.

Veinte años atrás el hijo se fue y nunca volvió, ni siquie-ra cuando falleció su madre, Rosa, la mujer de Luis (tal vez nunca se había enterado). Pero lo último que susurró fue que llamaran a ese hombre viejo que lo había adop-tado.

Abrieron la puerta de la bóveda, fresca al atardecer. —Sólo hay un lugar—, se sorprendió uno de los trajes. Sólo quedaba el lugar de Luis junto a su mujer. El lugar

que el hijo le había robado.—No se preocupe Don Luis, a su hijo lo ponemos acá

hoy, después le cavamos una tumba fuera de la bóveda y ahí lo ponemos —dijo el pocero que andaba por ahí y que se nos había acercado.

Al pocero Luis lo había conocido apenas había nacido. A todos nos había visto nacer, Luis, a todos menos a su hijo.

—No, póngalo ahí, yo después veo qué hago —dijo Luis.El ataúd entró en el espacio como la última ficha de un

rompecabezas. Fue un funeral sin lágrimas. Luis tenía los ojos muy azules. Nos miraba, nos esperaba y no ha-bía ningún abrazo que se le acercase. Lo miramos y él nos miraba sin lástima porque ya era demasiado tarde para todos.

Cuando me di cuentaya era tarde

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Texto: Jimena ArnolfiImagen: Mariana belemlinksy

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P o E s í A s

El viaje circularMe arremanguépara trabajar la tierra húmeda.Algunas plantas dieron floresy otras no pasaron el invierno.Yo no estoy diseñadaa la medida de mi valor.

AfueraLos días caen como frutosy yo acá paradapreguntándome por el camino.

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Entonces, de repente, percibir,como creciendo en el carbón la brasa,en cada cosa, ahora, alrededor, y dentro, una sal brusca, una promesaa punto de cumplirse, o ya cumplida, que te busca, quemándose de nuevo, o, como anima al ojo la miradaatenta, una corriente, un pulso vivo;un pulso incandescente en la rendija,una sal de latidos diminutos,un filo que rozándote se aleja,un brillo oscuro en los segundos quietos.

Que sea nuestro cuerpo la pupilaque se abre si hace falta y no vacila.

Como creciendo en el carbón la brasa

P o E s í A s

Texto: Alejandro CrottoImagen: Pablo Olivero

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Texto: Fernanda NicoliniImagen: Leticia Paolantonio

La madre la madre clava las uñas en el marco de una puerta quese descascara y se suspende en una imagen sin coloralguien congeló su furia su grito que no suena por qué /quién diceque estos tiempos son de unos y no de otrosque estos tiempos son de otros y no míosquién dijo que es momento del sacrificio de la carne del hijoque no tendrá redención si yo si yono tengo dios al que enterrar. la madre araña la madera y se suspende en la preguntaafuera la memoria deja una señal muda y el reverso de una imagen:del otro ladolas plantas estallan con la desesperación de lo que crece después de la amenazay las hijas sacuden sus cabezas como animales recién liberadosborran de sus cabellos las líneas marcadas con los dedos eligen un nombre de guerra y dejanque la madre construya su propio relato.

Este poema forma parte de una serie que funciona como un cuaderno de anotaciones, una suerte de lado B de un libro en el que estoy trabajando sobre la biografía de una familia de militantes de los 70.

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B L A s F E M A s

Estoy en un café con D, un amigo que hace casi veinte años perdí por una confusión amorosa y que hace unos días recuperé gracias a Facebook.

En media hora y por cuatro comentarios, compruebo que D sigue siendo una de las personas que más me conoce. Es que nuestras vidas se cruzaron en esa etapa en la que se anda sin filtro. Siempre supo de mi torpeza para la tecnología y como quiero mostrarle (y mostrar-me) que nada cambió, y que dentro de la mujer a la que la moza acaba de tratar de usted está la misma chica de la que alguna vez él se creyó enamorado, le cuento lo que me pasó en las últimas vacaciones de invierno con M, mi mejor amiga de siempre:“M consiguió entradas para que lleváramos a los chicos a ver una de esas cosas de la tele”, le explico, y él asiente con una sonrisa porque sabe que en materia de pasarla bien M y yo tenemos gustos irreconciliables. “Cuando llegamos era un caos y faltaba como una hora. De golpe me vi comprando cuatro varitas de luces para que los chicos dejaran de pelearse. Y se me ocurrió escribirle un SMS a mi marido que decía: ‘esto es una pesadilla y ya me gasté cien pesos’. El tema es que en lugar de mandárselo a él, se lo mandé a M”.“Peor me pasó a mí”, dice D poniéndose serio. “El otro día le quise mandar un mensaje a una amiga pregun-tando ‘¿querés comer?’. Al rato miré la pantalla y me di cuenta que el corrector automático me lo había cambia-do por ‘¿querés coger?’. Entonces me apuré a escribirle otro aclarando la cuestión y ella me mandó un ‘jajaja’. Pero después caí en que no me había preguntado al to-que qué significaba ese mensaje. O sea: siempre me va a quedar la duda de si estaba evaluando mi propuesta”.Cuando terminamos de reírnos, D le pide a la moza con un gesto dos cortados más mientras yo pienso en cómo hacer para que nos quedemos en este café para siempre.

Peor me pasó a míMarina Arias

Fernando Linetzky

Un viernes salimos. Vos salías con Javier, que era mi amigo y trajiste a una amiga. Carolina. Fuimos a tomar algo los cuatro. En algún momento apa-

reció Arsenal en la conversación. Obviamente que ni Ca-rolina ni vos sabían qué era. Siempre me perdí cuando se toca el tema. Puedo hablar horas sin parar, recordar fechas exactas, partidos que hicieron historia tanto como partidos insignificantes. Puedo nombrar con nombre y apellido los once titulares de Arsenal en el campeonato del 64.Carolina dijo que le gustaría ir a la cancha. Que le cau-saba curiosidad. Mañana jugamos contra Los Andes en Sarandí, dije, si quieren pueden venir. A vos se te iluminó la cara. La miraste a Carolina y le dijiste: Yo te acompaño. A Javier no le quedó otra que sumarse.Ir a una cancha no es un gran programa para salir con una chica. Pero la verdad, a mí Carolina no me había gus-tado. No sé por qué fuimos a la popular, quizás porque yo era socio y pasaba gratis. Promediando el primer tiempo Arsenal ganaba dos a cero. Yo estaba con mi gorro que era cábala y estaba funcionando. A ustedes todo les lla-maba la atención, parecían turistas europeas, sin mucha conciencia de lo que las rodeaba pero felices por el co-lorido y la novedad. Antes de finalizar el primer tiempo gol de Los Andes. Nos fuimos al descanso ganando dos a uno. Yo me fui hasta la entrada de la platea y le dije al tipo de las entradas que estaba con unas minas, me guiñó un ojo y me dijo que pase. Me sentía el dueño de la cancha y quería mostrárselo a ustedes.El segundo tiempo lo vimos sentados en la platea. El par-tido terminó dos a dos. Después de haber ido ganando dos a cero terminar dos a dos y de local, no era un buen resultado, pero no importaba tanto como lo que yo em-pezaba a sentir por vos, que eras la novia de mi mejor amigo. Me alejé. De vos y de él. Pasaron más de veinte años. Supe que te casaste y que tenés un hijo. No con Javier. Yo sigo yendo a la cancha de Arsenal. Hay cosas que por suerte nunca cambian.

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L i B R o s

Cuna de gato, de Kurt VoNNEgutLa Bestia Equilátera, Buenos Aires, 2012

Cuna de gato es, sencillamente, una genialidad. Una novela que no solamente cuenta con una historia sólida, interesante y muy rítmica, acompañada de personajes tentadores, una escritura impecable y un estilo absolutamente particular. Cuna de gato tiene algo más: propone una religión, una ideología, que es tan absurda como practicable, y que tiene la característica de producir en el lector un efecto casi místico; es decir, de un misticismo ridículo y fascinante. Vonnegut construyó un relato cíclico, especular, donde el autor, el narrador, los personajes y el lector se entremezclan en un juego inusual. Uno de esos libros que marcan un antes y un después.

tú y yo, de NICColò AmmANItIAnagrama, Buenos Aires, 2012

Lorenzo, un chico de catorce años con problemas de socialización, le dice a la madre que lo invitaron a esquiar una semana, y se esconde en el sótano para poder desaparecer y encontrar su identidad estando solo. Ese microcosmos de orden, rutinas preestable-cidas y absoluto control se ve derrumbado por la más brutal de las entropías, cuando casual e inesperadamente aparece su hermana, nueve años mayor. Una hermana que no ve desde hace mucho, violenta, drogadicta y amenazante, que pone en juego sus prio-ridades, sus valores, ideales y modos de enfrentarse al mundo. Una historia juvenil de ésas que pueden pasar en la Roma de Ammaniti (1966, autor de esa gran novela publi-cada por Anagrama poco tiempo atrás, Que empiece la fiesta), pero también en cualquier otra capital en la que las historias se entrecruzan vertiginosas, sin que haya siempre un testigo para registrarlas y volcarlas luego al papel.

Zoo, de Marie darrieusseCqEl cuenco de plata, Buenos Aires, 2012

La autora de Marranadas y Chanchadas vuelve a publicar ficción en Argentina, en forma-to de cuentos breves que reúnen una heterodoxa y colorida fauna de personajes. Los quince relatos que componen este volumen tienen en común una narración ácida, por momentos incómoda, que construye identidades complejas, interesantísimas. Hay hu-mor, hay terror, hay ciencia ficción, futurismo, sexualidades oscuras, instancias bizarras, escenas de la vida cotidiana que se ven alteradas por sucesos mínimos pero decisivos. Darrieusecq le da forma a un libro lleno de particularismos y se permite develar las musas inspiradoras que le dan origen a cada texto, algo que no suele ser habitual en la cofradía de los escritores, que tantas veces esconden sus influencias como si fueran secretos inenarrables.

CóMiCos, tiranos y leyendas, de osVAlDo sorIANoSeix Barral, Buenos Aires, 2012

Difícil trabajo el de Ángel Berlanga, que se ocupó de hacer una selección de artículos de Soriano, inéditos hasta hoy en formato de libro. Difícil porque es mucho lo que el gordo escribió desde la década del ’70 hasta su muerte en 1997, porque cuando uno lo lee piensa qué complicado es dejar tanto material por fuera, porque la risa y la reflexión se hacen una misma cosa en su literatura. Esta compilación, que incluye textos editados en La Opinión, Crisis, Mengano, Humor, El Porteño y Página/12, tiene entrevistas imperdibles, como las que Soriano realizó a César Tiempo y Cortázar, además de algunas de las mejo-res anécdotas, crónicas y necrológicas del escritor argentino que más ejemplares vendió en su tiempo. Un grande, que sigue siendo tan vigente, ácido y divertido como siempre.

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así en la tierra, de DIEgo golombEKSiglo XXI, Buenos Aires, 2012

No es el primer libro de ficciones que construye Golombek (Buenos Aires, 1964), y tal vez eso sorprenda a los que lo conocen por su labor como científico y, particularmente, como alguien que desea que la ciencia se difunda de una manera simple, amena, di-vertida (algo que plantea desde sus libros de ensayos, desde la colección “Ciencia que ladra”, desde su programa de TV, etcétera). Así en la tierra está compuesto por catorce relatos breves, en los que desfilan personajes variados, neuróticos, con problemas que no resuelven fácilmente. Catorce historias en las que aparecen taxistas, boxeadores, tu-ristas, borrachos, viajantes de comercio, viejos que se enamoran, hombres que pierden un dedo del pie, futbolistas, niños santos, mujeres seductoras y terroristas tibios.

la vida tal Cual es. voluMen 1, de NElsoN roDrIguEsAdriana Hidalgo, Buenos Aires, 2012

Nació en Recife en 1912, pero a los cuatro años se mudó con su familia a Río de Janeiro, ciudad que adoptó, a la que le escribió tal vez como ningún otro literato del siglo XX. Nelson Rodrigues fue para muchos una figura difícil y polémica, pero no hay demasiadas discu-siones a la hora de posicionarlo como uno de los escritores, periodistas y dramaturgos brasileños más influyentes, aún después de su muerte, en 1980. La vida tal cual es, com-pendio de textos que publicó en el diario Última hora, reúne relatos sucios, escandalosos, de celos, incestos, adulterios, personajes muy creíbles, situaciones incómodas y, en algún punto, cotidianas y fáciles de asimilar a experiencias cercanas. Adriana Hidalgo tiene el mérito indudable de ser la primera editorial en publicar a Rodrigues en español, una cu-riosidad que más bien se puede leer como el síntoma de una época.

el poder, una bestia MagnífiCa, de mIChEl FouCAultSiglo XXI, Buenos Aires, 2012

Seguramente ningún otro pensador, a lo largo de la extensa literatura universal, indagó tanto y tan profundamente en el dispositivo del poder como Michel Foucault, uno de los intelectuales más influyentes de la segunda parte del siglo XX. El poder, una bestia magnífica, reúne textos inéditos hasta la fecha, que tienen en común la preocupación y la pasión por investigar causas, consecuencias y desarrollos de las diferentes formas que representan las formas del poder. Con prólogo y selección a cargo de Edgardo Castro (que promete nuevas publicaciones sobre los Fragmentos foucaultianos en esta misma línea), el libro congrega artículos y entrevistas en los que el autor de Vigilar y castigar se refiere a las prisiones, la tortura, el marxismo, las formas del saber, el rol de los intelec-tuales, las políticas de salud, la medicina y la ciencia.

ensayos literarios, de José CArlos mArIátEguIMardulce, Buenos Aires, 2012

Probablemente Mariátegui sea uno de los pensadores latinoamericanos más importan-tes y lúcidos del siglo XX. En cualquier caso, es innegable hasta qué punto su lectura de Marx y la aplicación de sus ideas a la realidad andina de América del Sur (tan distinta a la europea de mediados del XIX) marcaron un antes y un después en el panorama polí-tico e ideológico local. Sus ensayos literarios (recopilación de artículos publicados entre 1921 y su temprana muerte, en 1930) son, lisa y llanamente, una joya que antecede por mucho las apreciaciones sobre las vanguardias artísticas de esos años. Mariátegui valo-riza a artistas que, si bien hoy consideramos clásicos, tuvieron un acceso no demasiado sencillo a esa canonización, como Joyce, Breton, Diego Rivera, Isadora Duncan o Chaplin; o bien movimientos como el dadaísmo, el surrealismo, el cubismo, el futurismo y la in-fluencia de Freud en el arte contemporáneo.

L i B R o s

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B L A s F E M A s

-¿Lo escuchas? El ruido de las mentiras que escribe el Profesor O sobre nosotros se mezcla con mi sudor y apesta.

-Sí. Estás sudando a cántaros y te ves pálido -le contes-ta Alice a Alfred.-Vamos a joderlo. Como él nunca te ha visto. Podrías se-ducirlo, irte para su casa, y cuando esté dormido, me abres la puerta y le hacemos un número. Ella se goza un largo suspiro. Sonríe al mirar las oscu-ras ojeras súbitas de Alfred, y le dice:-Ya sé. Cuando esté dormido, le inyecto un sedativo, y lo cargamos hasta un bosque y lo hacemos tragar un con-centrado fuerte de MDMA y alucinógenos. Despertará y nos verá como si fuera un sueño, y en la locura de su intoxicación, desorientado, buscará una verdad sencilla, una precaria estabilidad en su mundo alucinado, algo sucinto, un lugar común, una frase. Por ejemplo: “estás solo”. Nos hará preguntas, tratará de huir o de abrazar-nos, pero nosotros, fríos y malos, sólo repetiremos esa frase: “estás solo, Profesor O, estás abismalmente solo”. Luego le volvemos a inyectar el sedativo y lo cargamos de vuelta a la cama, y cuando despierte esa frase se quedará con él, y pasará años descifrándola, pensará que hay un malvado encantador que lo ha atrapado en esta realidad de fantasmas, o que hay un encantador bueno tratando de guiarlo hacia alguna verdad comple-ja, y llegará la paranoia, y todos serán testigos de su caída, y nadie volverá a leer lo que escribe, y se matará para despertar de su sueño. -¿Y si cuando despierta y te cuenta sus locuras sucede lo inesperado, y su paranoia transmuta en estética, y di-mensiona impredecible, y terminas creyéndole todo, y lo amas, y dejas de ser tú, y te pierdo para siempre, mi encantadora encantada? Ahora es Alice la que suda frío. Se desnuda, no para Al-fred, sino porque la ropa está mojada y tiene calor. -Bueno.

Luis Othoniel Rosa

Alejandro Ferreiro

Tuve una suerte casquivana, casi vana. Ya estoy mintiendo. No es cosa mía pero lo cuento. Vamos de nuevo,

cascos alegres: Tuve una suerte que fue desgracia. Mentira cruda. Amor perdido. Esto es invierno y espero el rayo.Veo los pies, cielos que pasan. Arrastran nubes. Flotan. En-callan.Esto es vereda, puro granito, sandía pálida.De un lado, sombra. Y en la otra orilla duerme un carozo. Hueso de palta.Yuyos. Colillas. Fallas del piso. Todo alborota. Alborotado, el viento ataca. ¿Alguien lo nota? Lo anoto y gira. Gira y repito: semilla y polvo.Futura planta se rota y rompe. Sobran las ganas. Nace una herida.Crece y germina. Mentira pura. Salta una rana. ¿Eso da suerte?

Eran sandalias. Botas. No importa. Esa camisa no fue planchada.Es de verano el amor fallido. Mentira cruda. Tuve una suer-te que fue desgracia.Mojaba cerca. Lejos mojaba. Carozo frágil, temprano, lento. Luces que ocultan. La transparencia es una emboscada. Toda una suerte aquella desgracia. Perdí el amor. Salvé la moto.Puedo llamarme desde muy lejos. Hacerme señas. Pedir consulta conmigo mismo.Hacer de esto cuatro palabras.Repito: Bendita suerte aquella desgracia. Por cada escombro una despedida. Dos bienvenidas por cada rama. Medir el vuelto. También lo sano. De lo podrido, las ganas. De lo ganado, un perro llamado Pato. Hay brillos en lo per-dido: Carozo. Mata escondida. Se aprende a sumar restando. Hay una cosa que no se sabe.Se desconoce (y eso enamora) cuál es la cosa desconocida. Fulgura algo, es un abrigo: Perdí un amor. Gané un motivo. Ya estoy mintiendo.

Perdí un amor pero

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E L D i A R i o

D E A Y E R

Simonetta MinicasetteDicen que también existió la muñeca Casquivana...

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B L A s F E M A s

Cuando me propusieron escribir esta columna lo primero que me vino a la mente fue un viaje a San Luis que hice hace unos meses. Mejor dicho: me

vino a la mente el regreso a Buenos Aires: llegué al ae-ropuerto y me acerqué al mostrador a buscar mi pasaje. El hombre que atendía me pidió mi DNI; luego llamó a otro hombre y hablaron por lo bajo unos instantes. Che-quearon unos datos en la computadora. Hablaron unos instantes más. Finalmente, el hombre me devolvió mi DNI junto con un pasaje en primera clase: el último pa-saje que quedaba. A continuación, convocó a los pasaje-ros que estaban en la fila detrás de mí y les informó que el vuelo estaba sobrevendido. Que no quedaban pasa-jes. Que no habría más vuelos desde San Luis a Buenos Aires por el resto del día. Que les convenía esperar un par de horas, tomar una combi a Mendoza, y ahí esperar el próximo vuelo a Buenos Aires.

Tres horas después de eso, cuando yo ya estaba en mi casa, bañada y en pijama, me pregunté: ¿Dónde estaría ahora si hubiera llegado al aeropuerto un minuto más tarde? Y me sentí, por un momento, la persona con me-jor fortuna del mundo.

Al margen de esa anécdota, a veces me parece que toda la vida es uno de esos libros de la serie Elige tu pro-pia aventura: “Si querés adentrarte en el laberinto, andá a la página 34. Si querés quedarte para siempre donde estás, andá a la última página”. Que arriesgás aunque no sepas qué viene, porque si no arriesgás termina todo. ¿Dónde estaría hoy si no hubiese elegido adentrarme en el laberinto? En el final de algo.

Pero salgamos de lo alegórico, que lo que abunda a veces sí daña: ¿Dónde estaría hoy si no me dedicara a escribir? Quiero creer que me las hubiera arreglado para tener una casa en la costa, y que trabajaría de mi-rar perros en la playa mientras tomo mate sentada en una esterilla.

Dónde estaría hoy siGilda Manso

Natalia Zito

No salgo de casa sin mis audífonos, no puedo salir sin ellos, mi ex mujer se ocupó de que eso se me grabara a fuego. No es que yo los necesite tanto,

es que el mundo no tiene mucha paciencia con los que no escuchan. A veces los apago. Es decir, los llevo pues-tos, nada más. Los que me quieren, los ven y se que-dan tranquilos y yo también: ellos ven que los tengo, yo transmito la seguridad de tenerlos, suponen que escu-cho y en todo caso si no contesto, es que no tengo nada para decir, que asiento o estoy molesto. De todos modos las conversaciones se basan más entre lo que la gente cree que piensa el otro, que sobre lo que dice. Hay gente a la que es fácil adivinarle las palabras que no dicen; mi ex, por ejemplo, tiene dos o tres caras sencillamente traducibles, una de ellas sobre todo.

Lo cierto es que ayer salí sin los audífonos. Me los ol-vidé. Para un tipo como yo es casi como olvidarme de ir al baño o acomodar los billetes de menor a mayor. Será que llegó ese momento de la vida donde todo pue-de ser puesto en duda. Entonces salí, lo más campan-te, sin darme cuenta de que no los llevaba. El día, que pintaba para infierno, se comportaba calmo y silencioso. Iba manejando por la autopista, sereno, hacia la primera audiencia de divorcio. No suelo escuchar música en el auto porque en ocasiones siento que los decibeles suben demasiado y lo que empieza por ser placentero se torna insoportable (casi como el matrimonio). De pronto, un auto se puso a la par, bajó la ventanilla y su conductor articuló una puteada muda. Todo el mundo sabe que la gente cuando maneja exagera la articulación de las pu-teadas. Incluso, estoy convencido de que si uno estuviera dentro del otro auto, tampoco escucharía. La potencia, en ese caso, está en el movimiento de los labios. Enton-ces pensé: no tengo los audífonos, estoy yendo a la pri-mera audiencia de divorcio, la clave está en la potencia de los labios.

No salgo de casa sin

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mariana belemlinsky (Buenos Aires, 1981). Estudió Creatividad y es directora de arte publi-citaria en México DF. Sus

personajes femeninos son como parte-citas suyas. Todas las mujeres que dibu-ja llevan un lunar en la frente, como ella.

Clara Anich (Buenos Aires, 1981). Licenciada en Psicología, integra el Grupo Alejan-dría. Escribe narrativa,

dramaturgia y poesía. Publicó juego de señora (El Suri Porfiado) y participó en diversas antologías. Es editora de cas-quivana, y codirige Kiako-Anich, Comu-nicación hecha con textura. descalzaen-lanoche.blogspot.com

marina Arias (Buenos Aires, 1973). Es escritora y comuni-cóloga. Publicó para qué sirve un traje de neoprene

y Hacia el mar, y coordina el Laboratorio de Ideas y Textos Inteligentes Narrativos de la Facultad de Periodismo de La Plata.

Pablo blasberg (Buenos Aires, 1970).Es ilustrador, humorista y artista plástico. Dibuja en los diarios clarín, abc (Es-

paña) y en decenas de revistas y perió-dicos de todo el mundo, a través de Ikon Images (Londres). blasberg.com

luis Eduardo rodríguez Castiblanco. Ilustrador, amante de la belleza de las formas geométricas y la silueta

perfecta de la mujer. Proviene de una intensa lucha entre el diseño y la ilus-tración. pegatinacriolla.blogspot.com.

C A s q U i v A N o s

tomás Downey (Buenos Aires, 1984).Estudió Guión en la ENERC y tuvo un paso fugaz por la carrera de Letras. Algu-

nos días se agarra la cabeza y se pre-gunta para qué. En los que le quedan libres, escribe.

Alejandro Ferreiro (Montevideo, 1968).Es mentiroso, periodista y escritor. Dirigió el pro-grama radial “Planetario”

y el televisivo “DosVecesUno”. Algunos de sus libros son: portland (2000), todo lo quieto sueña moverse (2006), Historia natural del silencio (2008) y el arte del parpadeo (2009).

Jimena Arnolfi (Buenos Aires, 1986).Publicó poemas en algu-nas revistas y antologías. Trabaja en medios de co-

municación. Está por publicar su primer libro de poemas. Guarda fotos en el tum-blr “El poema del momento” y es hincha de Boca. enquimera.blogspot.com.ar

Fernando Chulak (1980).Estudió algunas cosas, in-tentó otras. Mientras, es-cribía cuentos. Finalista

del Premio Itaú 2011 y 2012, y del Ma-nuel Mujica Láinez 2012. Es el CEO y fun-dador del blog actosfallidos.tumblr.com

manuel Crespo (Buenos Aires, 1982). Publicó su primera no-vela, los hijos únicos, en 2010 (Colección Laura

Palmer No Ha Muerto, Editorial Gárgo-la). Es consejero editorial de casquivana.

margarita garcía robayo (Cartagena, 1980).Escribió los libros Hay cier-tas cosas que una no puede hacer descalza, las perso-

nas normales son muy raras, orquídeas y Hasta que pase un huracán. Participó en antologías de ficción y no ficción. La foto es de Mariano Cohn.

Alejandro Crotto (Buenos Aires, 1978).En 2009 publicó abejas. El poema que publicamos en este número pertenece a

chesterton, su último libro.

marcos Crotto (Buenos Aires, 1980).En 2011 ganó el Premio Internacional de Cuentos Juan Rulfo por su cuen-

to comunión. Asiste al taller de Liliana Heker.

Conrado geiger (Buenos Aires, 1962). Es arquitecto, guionista, caricaturista y periodista (no necesariamente en

ese orden), pero básicamente, humoris-ta. Hace radio desde 1987 (Rock&Pop, Radio Ciudad y Radio Nacional, por nom-brar tres). A partir del 2002 hace monó-logos de humor.

ángel berlanga (Buenos Aires, 1966). Es periodista, especiali-zado en temas culturales. Publica principalmente en

página/12. Hace poco realizó la selección y el prólogo de cómicos, tiranos y leyen-das, de Osvaldo Soriano.

Fernando halcón ruiz (España, 1969).Estudia en la Escuela de Artes Aplicadas de Madrid, y en la Facultad de Bellas

Artes. Trabaja como diseñador gráfico creativo, ilustrador editorial y director de arte, y en su estudio de pintura y arte grá-fico, desde donde organiza exposiciones.

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Alejandra Kamiya (Buenos Aires, 1966). Recibió los premios Feria del Libro de Buenos Ai-res, Fondo Nacional de las

Artes, Max Aub (España), Metrovías, UCA-SUTERH, Fundación Banco Ciudad/Fun-dación Victoria Ocampo y Horacio Quiroga (Uruguay).

Nicolás hochman (Buenos Aires, 1982).Reciente papá, historiador y doctorando en ciencias sociales por la UBA. Diri-

ge casquivana, es consejero editorial en lamujerdemivida e integra el Grupo Ale-jandría. casquivanos.blogspot.com

martín Jali (Buenos Aires, 1984). Es-tudió Letras en la UBA. En 2009 publicó, de manera autogestiva, el poemario

crossover. Actualmente dirige el club de libros Escape a Plutón y prepara su primer libro de cuentos.

Fernando linetzky (Avellaneda, 1976).Estudió música, cine y letras, y no se recibió de nada. Actualmente vive y

trabaja en la provincia de La Rioja.

marcelo luján (Buenos Aires, 1973).Publicó las colecciones de relatos Flores para irene, en algún cielo, el desvío,

arder en el invierno, carne y uña, y las no-velas la mala espera y moravia. Parte de su obra fue traducida, premiada y utilizada para campañas de lectura. Vive en Madrid.

Darío mekler (Comodoro Rivadavia, 1983).Vive en Buenos Aires. Estudió historieta e ilus-

tración. Es Licenciado en Diseño Grá-fico, estudiante de Artes visuales en el IUNA y participa en ADA. Ilustra para editoriales, fanzines y publicaciones in-dependientes, y participa en muestras colectivas.

marina macome (Buenos Aires, 1975). Licenciada en Ciencias Po-líticas y colaboradora en la nación. Publicó la no-

vela los enredos de la señorita pacman (Plaza & Janes, 2008) y su cuento “Cubo de Rubik” participó en la antología verso reverso (2011).

gilda manso (Buenos Aires, 1983).Escritora y periodista. Pu-blicó los libros de cuentos primitivo ramo de orquí-

deas (Libros en Red, 2008), matrioska (Malas Palabras Buks, 2010; Educación y Cultura (Méx., 2012) y temple (El 8vo. Loco / Milena Caserola, 2013).

Vanina Klinko (Buenos Aires, 1977). Trabaja como ilustrado-ra para barcelona, clarín y editorial temas, entre

otros medios. Este año publicará tintavi-va, un libro sobre danza contemporánea hecho en tinta china de colores.klinko.com.ar

Natalia Kiako (Buenos Aires, 1981). Licenciada en Letras, co-rredora y curiosa como un gato. Codirigió la revista

del Club del Disco y casa de brujas. Es-cribe para varios medios y en su tímido blog de cocina, kiako-cooks.tumblr.com. Codirige Kiako-Anich, Comunicación he-cha con textura.

maría Inés Krimer (Paraná, 1951).Publicó veterana (cuentos), la hija de singer (novela, Premio Fondo Nacional de

las Artes), el cuerpo de las chicas (novela), lo que nosotras sabíamos (novela, premio Emecé), sangre Kosher (novela) y la inau-guración (novela, premio Letra Sur).

Carolina marcús (Buenos Aires, 1980). Es psicopedagoga e ilus-tradora. Cursa el posgra-do en Arte Terapia (IUNA).

Se formó en ilustración con Helena Homs. Pertenece al grupo de ilustrado-ras Misceláneas. Junto a Marisa Chiqué forma una dupla muralista.

Pablo martín (Buenos Aires, 1974).Artista visual, ilustrador y diseñador web (soypa-blomartin.tumblr.com).

Participa en muestras individuales y co-lectivas. Junto a la artista Florencia Fer-nández Frank desarrolla el proyecto Pe-riódica Venta de Arte (periodica.com.ar).

Fernanda Nicolini (Morón, 1979).Periodista recibida en TEA, trabajó en TXT, no-ticias, llegás y crítica de

la argentina. Es secretaria de redacción de brando. Publicó un libro de poesía (Ruta 2, Gog y Magog) y una novela, te pido un taxi, junto a Mercedes Halfon.

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C A s q U i v A N o s

hernán Panessi (Buenos Aires, 1986).Periodista especializado en cultura pop. Escribe en Ha-ciendo cine, la cosa, tHc

y no. Es co-director del sello VideoFlims desde donde edita y difunde al cine inde-pendiente nacional. Terminó Historia del porno en argentina, su primer libro. gabriela thiery

(Buenos Aires, 1983).Diseñadora de imagen y sonido (y algunas mate-rias de diseño gráfico).

Animadora de stop motion, motion gra-phics y realización de branding televisi-vo. Ilustradora por decantación.sibuleto9.blogspot.com

Pablo rivas mambo (Buenos Aires, 1978).Es Diseñador Gráfico.Participó en muestras de ilustración, colectivas e

individuales. Publicó los libros Carne de Fotolog y pequeño ensayo ilustrado. Es el encargado de arte de la editorial Cone-jos. wildmambo.carbonmade.com.

horacio Petre (1966).Ilustrador y artista plás-tico. Publicó en no (Pági-na/12), sismo trapisonda,

underground y orsai. Desde 2008 publi-ca en su blog,loinvisibleesesencialalosojos.blogspot.com

Fernando sawa Creció en el sur de Bue-nos Aires. Autodidacta. En ‘99 estudió un año en el Idac, y al poco tiempo

comenzó a trabajar en cine de anima-ción y publicidad. Actualmente es direc-tor de arte en bitt animation, tiene otros proyectos y vive en Parque Patricios.

guillermo roz (Buenos Aires, 1973).Profesor en Letras por la UNLP. Publicó la nove-la tendríamos que haber

venido solos (Alianza, 2002), distinguida como Nuevo Talento Fnac. les ruego que me odien (Musa a las 9, 2013) fue gana-dora del I Premio de Narrativa Francisco Ayala. Reside en Madrid.

melina Vergara (Buenos Aires, 1988).Diseñadora gráfica por la UBA. Realiza tareas de diseño freelance. Es parte

del staff de casquivana y de lamm (estu-dio de diseño).facebook.com/lammestudio

Alexis stamboulis(Buenos Aires, 1979).Artista Plástico por el IUNA y diseñador gráfico por la ORT. Realizó ta-

lleres de cerámica, fotografía y restau-ración. Expone en centros culturales. Trabaja en su taller como restaurador y continúa el desarrollo de su obra.

luis othoniel rosa (Bayamón, Puerto Rico, 1985).Doctorado por Princeton en literatura latinoameri-

cana. Publicó la novela otra vez me alejo (Entropía, 2012) y está escribiendo para una estética anarquista: borges con ma-cedonio. Enseña en Duke y dirige el blogelroommate.com

Pablo olivero (Buenos Aires, 1976). Se inició en la Escuela de Di-bujo de Carlos Garayco-chea. Fue dibujante en

la serie de TV “Dibu” y participó en un sinfín de producciones animadas. Ilus-tra libros escolares, portadas literarias, cortos animados y chistes para revistas.pablolivero.blogspot.com

Franco torchiaEgresado de Letras por la UNLP. Productor ejecuti-vo y conductor de “Cupi-do” (MuchMusic y TBS).

Es panelista del ciclo Intratables (Amé-rica TV) y conduce el programa “No se puede vivir del amor” por LaOnceDiez, AM 1110.

José VillamayorDiseñador gráfico e ilus-trador. Vive en Buenos Aires. Cursó sus estudios en la Facultad de Arqui-

tectura, Diseño y Urbanismo de la UBA, incluyendo la materia “Ilustración” a cargo de Daniel Roldán. Realizó el “Se-minario de ilustración editorial” dictado por Pablo Zweig.

Natalia Zito (Buenos Aires, 1977).Psicoanalista. Mención especial Convocatoria Itaú de Cuento Digital

2012 organizada por el Grupo Alejan-dría 2012. Va al taller de Claudia Pi-ñeiro y es alumna de Casa de Letras. Escribe en espectáculos de acá.escribiroreventar.blogspot.com

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Imagen:Pablo tambuscio

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Fb: Redacción Casquivanatwitter: @rcasquivana

D i s i D E N T E


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