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VII LUCHA POR LA LIBERTAD DEL CONCILIO -...

Date post: 28-Sep-2018
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VII LUCHA POR LA LIBERTAD DEL CONCILIO «Como presidente de los Estados Unidos, no aceptaré orden ninguna de un papa, cardenal, obispo o sacerdote... Si un papa intentara influir en mí como presidente, tendría que decirle que eso es absolutamente impertinente.» John F. Kennedy Pesimismo ante el concilio Vaticano II Fecha de 4 de octubre de 1962: momento de partir para Roma. Hago un largo viaje en coche, pernoctando en Sursee y en Florencia. Tiempo para pensar. Pero mi ánimo está más bien triste. Durante el viaje, en la radio, un reportaje en directo de la peregrinación de JUAN XXIII a Asís. El primer viaje de un papa desde 1870, desde el Vaticano (su pequeña estación neobarroca) en tren, recibido en todas partes con entusiasmo: ¡qué brillante idea! (y qué miserable realización y relato). Palabrería papista, ajetreo sagrado; ninguna referencia —que debería imponerse imperiosamente a partir de la figura de Francisco de Asís— al evangelio y a una renovación de la Iglesia. Lo mismo podría haber ocurrido con Pío XII. Luego, naturalmente, prolongación de la peregrinación hasta Loreto, donde según una leyenda medieval la «santa casa» de la «sagrada Familia», trasladada por los ángeles desde Nazaret, después de varias estaciones intermedias, fue depositada en 1295 en un bosque de laureles (Lauretum), lo que evoca la «letanía lauretana» a la Virgen. ¿Será esta forma medieval de fe el espíritu del nuevo concilio? Llego a Roma el 6 de octubre y me dirijo a Villa San Francesco, dirigida por monjas, en el bello barrio de Parioli. Aquí, en la Via dei Monti Parioli, voy a vivir las semanas próximas y a compartir las comidas con el obispo de Rottenburg, CARL-JOSEPH LEIPRECHT, y el nuncio apostólico en Alemania, CORRADO BAFILE, si no tenemos obligaciones fuera. Buen ambiente: lógicamente las conversaciones versan siempre sobre el concilio, son amigables, pero sin profundizar. ¿Discusiones teológicas serias? No es el sitio. Está claro, de todos modos, que me porté tan bien que ambos señores conjuntamente me proponen, hasta ahora perito del obispo, como perito oficial del concilio a la Secretaría de Estado. Ya el 20 de noviembre de 1962 recibo el nombramiento del papa junto con la preciosa acreditación de perito del secretario de Estado vaticano. Así nuevamente me encuentro metido del todo en el ambiente clerical romano. Como siempre, no necesito mucho tiempo para aclimatarme. Me abro con facilidad a la gente que encuentro. En los primeros días visito a mis antiguos profesores de la Gregoriana: Alfaro, Boyer, Tromp, Witte. Y a mis viejos amigos: Feiner, Lengsfeld, Seibel, Thijssen, Willebrands...
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VII LUCHA POR LA LIBERTAD DEL CONCILIO

«Como presidente de los Estados Unidos, no aceptaré orden ninguna de un papa, cardenal, obispo o sacerdote... Si un papa intentara influir en mí como presidente, tendría que decirle que eso es absolutamente impertinente.»

John F. Kennedy

Pesimismo ante el concilio Vaticano II

Fecha de 4 de octubre de 1962: momento de partir para Roma. Hago un largo viaje en coche, pernoctando en Sursee y en Florencia. Tiempo para pensar. Pero mi ánimo está más bien triste. Durante el viaje, en la radio, un reportaje en directo de la peregrinación de JUAN XXIII a Asís. El primer viaje de un papa desde 1870, desde el Vaticano (su pequeña estación neobarroca) en tren, recibido en todas partes con entusiasmo: ¡qué brillante idea! (y qué miserable realización y relato). Palabrería papista, ajetreo sagrado; ninguna referencia —que debería imponerse imperiosamente a partir de la figura de Francisco de Asís— al evangelio y a una renovación de la Iglesia. Lo mismo podría haber ocurrido con Pío XII. Luego, naturalmente, prolongación de la peregrinación hasta Loreto, donde según una leyenda medieval la «santa casa» de la «sagrada Familia», trasladada por los ángeles desde Nazaret, después de varias estaciones intermedias, fue depositada en 1295 en un bosque de laureles (Lauretum), lo que evoca la «letanía lauretana» a la Virgen. ¿Será esta forma medieval de fe el espíritu del nuevo concilio?

Llego a Roma el 6 de octubre y me dirijo a Villa San Francesco, dirigida por monjas, en el bello barrio de Parioli. Aquí, en la Via dei Monti Parioli, voy a vivir las semanas próximas y a compartir las comidas con el obispo de Rottenburg, CARL-JOSEPH LEIPRECHT, y el nuncio apostólico en Alemania, CORRADO BAFILE, si no tenemos obligaciones fuera. Buen ambiente: lógicamente las conversaciones versan siempre sobre el concilio, son amigables, pero sin profundizar. ¿Discusiones teológicas serias? No es el sitio. Está claro, de todos modos, que me porté tan bien que ambos señores conjuntamente me proponen, hasta ahora perito del obispo, como perito oficial del concilio a la Secretaría de Estado. Ya el 20 de noviembre de 1962 recibo el nombramiento del papa junto con la preciosa acreditación de perito del secretario de Estado vaticano. Así nuevamente me encuentro metido del todo en el ambiente clerical romano. Como siempre, no necesito mucho tiempo para aclimatarme. Me abro con facilidad a la gente que encuentro. En los primeros días visito a mis antiguos profesores de la Gregoriana: Alfaro, Boyer, Tromp, Witte. Y a mis viejos amigos: Feiner, Lengsfeld, Seibel, Thijssen, Willebrands...

Todo el mundo habla exclusivamente del concilio. En Roma, a comienzo de octubre de 1962, nadie piensa en que precisamente en ese momento se está montando la más peligrosa confrontación entre las superpotencias de Estados Unidos y la Unión Soviética: el traslado en secreto de aviones de combate y de misiles de largo alcance soviético a Cuba. Amenaza directa a los Estados Unidos.

Luego, el 22 de octubre, la célebre alocución televisada del presidente Kennedy dando cuenta del total bloqueo por mar de Cuba. Finalmente, terminación de la aventura por obra de Kruschev. Mientras tanto, el concilio sigue su curso normalmente.

El 10 de octubre, la víspera de la apertura del concilio, una primera reunión de los obispos y teólogos alemanes, y por la tarde recepción en la embajada alemana. El ánimo es incierto y hasta malo. Todas las conversaciones giran en torno al excesivo papel directivo de la Curia, los «Esquemas» de decretos conciliares preparados con su espíritu y, sobre todo, las listas por ella preparadas con las elecciones para las Comisiones conciliares donde la mayoría son obispos sumisos al Vaticano. También los teólogos como Chenu, Congar, Daniélou, De Lubac, Rahner, Ratzinger, Schillebeeckx, cuando los encontramos, se muestran preocupados e incluso pesimistas. En los textos preparados, ni una huella de «aggiornamento», de actitud pastoral, de apertura ecuménica. ¿Qué va a pasar con los Esquemas, con las elecciones? Si entre los obispos y los superiores de las órdenes los que son abiertos y activos se quedan en una minoría imperceptible, ¿qué se va a poder conseguir? ¿No se ha manejado y hecho ya todo, en los tres años pasados, con una preparación manipuladora del concilio y de sus decretos? Supuestamente, unos raíles seguros para la discusión, tal como ha sido sugerido por la Curia... Ronda el fantasma del fracasado sínodo diocesano de Roma. Se habla de un «concilio lampo», de un concilio relámpago ceremonioso y sin discusiones serias: el secretario general Felici habla de una duración de dos meses. Nada de procesos centrífugos, advierten los hombres de la era de Pío XII, nada de que los peligrosos teólogos «confundan» a creyentes y obispos.

Al ver que nuestras ideas se habían extendido entre el episcopado, habíamos terminado por renunciar a una «llamada», preparada en Tubinga y acordada con Congar y Rahner, a los padres conciliares para que pospusieran unos decretos dogmáticos del todo insuficientes en beneficio del Esquema sobre liturgia. De todos modos, luego, en cualquier ocasión haré alusión abiertamente a lo cuestionable de las fórmulas dogmáticas conciliares y de las estructuras eclesiásticas, porque he venido con mis «deberes» teológicos ya hechos. El «Frankfurter Allgemeine Zeitung», con el título de «Teología dogmática en el concilio» (28 de noviembre de 1962): «Hans Küng ha despertado especial atención por la valiente objetividad y la justa visión, libre

de prejuicios, de su reciente libro 'Estructuras de la Iglesia'. Es una de las publicaciones de más éxito de la bibliografía sobre el concilio».

La doble cara de una apertura

Y llega la memorable mañana del 11 de octubre de 1962. Para mí, el octavo aniversario de mi primera misa en la misma basílica. No es imaginable un escenario más grandioso para un concilio. Larga e impresionante la procesión de casi una hora de los alrededor de 2.500 padres conciliares con sus mitras blancas y sus ornamentos litúrgicos desde los Museos Vaticanos, a través de la plaza de San Pedro, en medio de la masa de gente, hasta esta basílica sin igual por su tamaño y magnificencia. Por primera vez el desarrollo del concilio, gracias a la retransmisión por Eurovisión y Telstar, puede ser vivido por millones de personas en la Europa libre y en Norteamérica desde el comienzo hasta el final. Qué singular espectáculo sacro también para las 86 delegaciones especiales de los gobiernos y para los 700 periodistas asistentes, de los que muchos sienten una nueva simpatía por la Iglesia católica desde que Juan XXIII anunció el concilio. Las fotos de las gigantescas tribunas a ambos lados de la gran nave central (en el Vaticano I sólo hubo que utilizar una nave transversal) con todos los obispos —y arriba, en la parte alta, las tribunas con los expertos teólogos— aparecieron en innumerables periódicos y revistas del mundo libre.

De todos modos, junto a cosas que impresionan, millones de gentes ven también cosas que molestan. Y, como me pasa a mí, a muchos cristianos y no cristianos les choca la pompa barroca, fuera del tiempo, de esta ceremonia. Tanto lujo muerto, tanto «pathos» religioso vacío: en latín, ininteligible para casi todo el mundo. También muchos obispos, y no sólo de Europa central, consideran triste que el ceremonial papal no dé ni la más mínima muestra de los vientos de renovación litúrgica que recorren la Iglesia.

Pero en esta «misa del Espíritu Santo» celebrada por el cardenal Tisserant, decano del sacro Colegio cardenalicio, falta lo más importante: la verdadera concelebración del papa y los obispos, que sólo «asisten» y no «celebran junto con». Una «ceremonia pontifical» seca —de forma absolutamente incomprensible— sin comunión. O sea, que todos los obispos habían tenido que celebrar antes su misa, y los laicos quedaban fuera. Habría sido posible encontrar, porque los hay, formularios antiguos para una celebración litúrgica conjunta de los obispos y el Romano Pontífice; en la Curia, muy conscientemente, los han ignorado. Una vez más los tradicionalistas romanos pasan por alto la gran tradición católica, en beneficio de algunas «idees regues», de algunas «ideas sacadas de una tradición no muy antigua». Se halla entre ellas el credo antirreformista, con el nuevo añadido del primado y

la infalibilidad del papa. El papa habla, pero afortunadamente es poco entendido por los obispos y nada por los observadores no católicos,

La apertura del concilio propiamente dicha no forma parte de la celebración eucarística, como podía haberse hecho con todo sentido, sino que sigue como un añadido. Pero lo que más echamos de menos tanto yo como muchos cristianos de dentro y fuera de la Iglesia católica es, al comienzo, una clara confesión de los pecados. Confesión de los pecados de la Iglesia católica, corresponsabíe de forma principa! de i a división de la cristiandad y de la desgracia del mundo. Corno de forma plástica ha dejado expuesto ci episcopado alemán en su carta pastoral sobre el concilio, «ante el considerable yermo espiritual ante el que nuestra patria se encuentra, no podemos conformarnos con la fría constatación de su existencia, sino que como miembros del único cuerpo de Cristo nos sentimos corresponsables del camino errado de tantos hermanos y hermanas y entonamos ante Dios arrepentidos nuestro 'confíteor' y nuestro 'mea culpa' por todo lo que hemos dejado de hacer y omitido para mantener o recuperar para Cristo y su Iglesia a estos cristianos. Nuestro 'confíteor' ante el concilio tampoco puede obviar el disgusto secular de la división de la cristiandad. Precisamente en Alemania, donde tuvo su origen la división religiosa de Occidente, es especial nuestro dolor por esta profunda herida en el cuerpo místico de Cristo. No podemos despacharla sencillamente como algo imposible de cambiar. Más bien, nos sentimos implicados por miles de lazos en la gran tragedia de la Iglesia en nuestro país».

De todos modos, ¿habría encajado en este marco barroco triunfal una confesión de ese tipo? Incluso el Libro del evangelio, un precioso códice del siglo XV procedente de la Biblioteca Vaticana, llevado en solemne procesión entre cirios hasta el altar y «entronizado» por el grave secretario general Felíci, es de factura pomposa: pensado para la veneración y no para que constituya un reto. ¿Cuál será la «norma normans», la norma superior, de este concilio: la sagrada Escritura o las muchas tradiciones romanas?

Muchas cosas son, sencillamente, superfluas en esta ceremonia, sobre todo, al final, la «obediencia» de los padres conciliares, que tienen que hacer la genuflexión ante el Pontífice sentado en su trono. El viejo bizantinismo: ¡os cardenales y patriarcas besando el anillo del papa; dos arzobispos, como representantes del episcopado, ia estola; y los dos representantes de los superiores de órdenes, sus pies. Como si todos ellos no hubieran jurado ya antes obediencia a Roma por activa y por pasiva. A lo que no están en absoluto acostumbrados, sin embargo, es al trabajo en común propio de un órgano colegial o, si se quiere, parlamentario Y precisamente tal costumbre sería necesaria de modo especial para un concilio.

Pero en esta ceremonia de casi siete horas hay un punto de luz: el papa JUAN XXIII. Nadie lo considera responsable del anticuado marco fastuoso. Ya antes

se ha corrido la voz de que le habían presionado para que en esta ocasión volviera a usar la «silla gestatoria». Pero quienquiera que, al final de la procesión solemne, ve a este hombre de más de ochenta años bajar lentamente a pie la escalera regia y subirse luego a la silla portada por ocho cortesanos, tiene enseguida la impresión de que a este humilde y modesto pastor de la Iglesia le es profundamente indiferente toda la parafernalia. Sorprendida, la asamblea conciliar oberva cómo, llegado a la nave principal de la basílica, se baja de la silla: la carrera entre sus hermanos de episcopado quiere cubrirla a pie. Todo un acto de respeto. Y luego, de rodillas, entona con voz firme el «Veni, creator Spiritus», «Ven, Espíritu creador».

A algunos observadores protestantes —al principio les ha chocado el cariz espectacular de esta inauguración— les oigo luego comentar cómo, por encima de muchas cosas incomprensibles en esta ceremonia inaugural, les ha llamado la atención el rostro concentrado en oración del papa, serio, vuelto hacia su interior, nunca perturbado por el ajetreo litúrgico de su alrededor. Sólo cuando el papa Roncalli intercambia un par de palabras amables, no obligadas, con cada uno de los cardenales que se arrodillan (algunos a duras penas) ante él, aparece en su rostro la conocida sonrisa del hijo de unos campesinos de Bérgamo. Sencillez, amabilidad, benevolencia. Si hay un buen presagio del Vaticano II, es el de este papa que irradia algo evangélico en mayor medida que muchos de sus predecesores. Y luego, su discurso de apertura del concilio: de extraordinaria trascendencia y dinamismo para las futuras tareas conciliares.

El salto hacia adelante

Espero con interés este discurso, que es probable que marque un rumbo al concilio. El papa JUAN XXIII, al que todavía hace poco la Curia ha presionado para que publique una «constitución apostólica» en favor del latín ¡se expresa en italiano! «Non mi parli di questa maledetta constituzione (No me hable de esta maldita constitución) —había dicho antes el papa a un cardenal cercano a mí—, porque ahora tengo que pronunciar el discurso de apertura del concilio, ¡y lo voy a preparar yo mismo!».

Quien no sepa escuchar con oídos romanos y distinguir entre lo importante y lo no importante, encontrará más bien inocuo en muchos de sus pasajes este discurso que enlaza con la magna tradición conciliar de la Iglesia. Nada de programa detallado ni indicaciones concretas, como sin duda habría hecho Pío XII. En su lugar, alienta a una actitud básica y recomienda un camino fundamental: «Desde arriba he estado constantemente —confiesa a su secretario de entonces Loris Capovilla— mirando una y otra vez a mi amigo de la derecha (el cardenal Ottaviani)». El «Santo Oficio» se encuentra, mirando desde el despacho de trabajo del papa, abajo a la derecha.

Analizado con más detalle, empero, este discurso de apertura es una toma de postura valiente y clara; en contra de la errada doctrinalización del concilio prevista por Ottaviani, Tromp y sus aliados. La mayoría de los obispos y de la Curia lo entienden enseguida: el papa se pone en contra de esas tendencias reaccionarias. Este discurso, según es sabido por los relatos de su secretario monseñor Loris Capovilla, lo ha preparado él solo párrafo a párrafo: según su propia expresión, «con harina de mi propio costal». En los pasajes decisivos es sin duda el texto italiano el original, mientras que el texto latino presenta algunas que otras concesiones ortodoxas.

Según el papa, ante la brecha cada vez mayor entre el anuncio oficial de la fe y el mundo moderno, ¿cuál es el «punto clave» del concilio? ¿Un nuevo dogma, tal vez, una nueva declaración de fe? No. Más bien, algo que la Comisión preparatoria teológica debe ver como una crítica soterrada a su trabajo: «El 'punto clave' de este concilio —dice Juan XXIII— no es la discusión de este o aquel artículo de fe fundamental en una repetición prolija de la doctrina de los Padres de la Iglesia, de los teólogos antiguos y modernos; ésos hay que darlos por supuestos como bien conocidos y familiares a nuestro espíritu. Para eso no es necesario un concilio». Oigo el rechinar de dientes de Ottaviani, Tromp, Párente y Schauf. ¡Verdaderamente este papa está en nuestra línea! La clave del concilio es, según el papa Juan, una predicación de la fe acorde con los tiempos y, con ello, el abandono del gueto intelectual, terminológico y religioso: un «salto hacia delante (un balzo avanti) en una comprensión de la fe y una formación de la conciencia más profundas; por supuesto, en perfecto acuerdo y fidelidad a la doctrina auténtica, aunque también ésta hay que estudiarla y exponerla con los modos de la investigación y la formulación literaria de un pensamiento moderno».

«¿Un pensamiento moderno?». Objeción, luego, de Tromp en la Comisión teológica: «Estamos hablando del hombre moderno; ¡pero no hay tal!». ¿No es esta reformulación y renovación de la doctrina un clamoroso «modernismo»? Respuesta clara del papa: «Una cosa es el contenido (la substancia) de la vieja doctrina de la fe, y otra la formulación de su presentación (el ropaje). Y precisamente a ésta hay que darle hoy —de todos modos hace falta paciencia— gran importancia, porque todo se ve sometido a la prueba del contexto y los medios de un ministerio doctrinal de carácter eminentemente pastoral». Otra vez en contra, el secretario de la Comisión teológica: «Queremos ser pastorales; pero la primera obligación de la pastoral es la doctrina de 'a fe, ¡que luego los párrocos tendrán que adaptar!». Pero mi profesor de teología fundamental no puede impedirlo: en los siguientes debates conciliares los obispos recordarán una y otra vez al doctrinario partido de la Curia el carácter pastoral del concilio. Y también el aggiornamento: también este término para indicar la renovación y modernización lo introdujo definitivamente el papa en el lenguaje oficial del concilio.

¿Pero no hay también hoy errores y no deben ser combatidos los errores enérgicamente? Ésta es, en todo caso, la doctrina y la praxis secular de la Inquisición, de su «Sanctum Officium». Mas según el papa Juan una Iglesia bajo la verdad permanente de su Señor no tiene que moverse por opiniones de los hombres que cambian rápidamente. Tiene que enfrentarse a los errores de la época con confianza: «Al comienzo del concilio Vaticano II está claro como nunca que la verdad del Señor permanece para siempre. De hecho vemos a lo largo de la historia cómo las ideas de los hombres cambian y unas desplazan a otras y cómo precisamente los errores que surgen desaparecen pronto como la niebla ante el sol».

¿No son imprescindibles, ante los errores de la época, como sucedió siempre, métodos severos de condena? No, el papa Roncalli se muestra contrario a cualquier clase de anatema y recomienda en su lugar el método de una misericordia presta a la ayuda: «Siempre se ha enfrentado la Iglesia a estos errores, y con frecuencia los ha condenado con la mayor severidad. Pero en nuestros días la Iglesia, esposa de Cristo, prefiere emplear el remedio de la misericordia en lugar de la severidad. Ella considera que para hacer frente a las exigencias de la época moderna es mejor que la condena poner de relieve el valor de su doctrina».

¿Cómo no sentirme ratificado cuando el papa declara insistentemente superfluas nuevas condenas dogmáticas y advertencias moralizantes de la Iglesia?: «No es que hoy no haya doctrinas engañosas y opiniones e ideas peligrosas con las que hay que tener cuidado y que hay que combatir. Pero están en tan clara contradicción con la verdadera norma de la moralidad y han dado frutos tan perversos que las gentes parecen hoy inclinadas, por sí solas, a condenar las; así sucede especialmente con las costumbres que desprecian a Dios y su ley, y con la exagerada confianza en los progresos de la técnica y del bienestar, que se basan exclusivamente en las comodidades de la vida...».

Y cuando de verdad me siento confirmado es cuando el papa pide apertura ecuménica: «Así las cosas, la Iglesia católica, al levantar con este concilio ecuménico la bandera de la verdad, quiere mostrarse como madre amorosa de todos, complaciente, paciente, llena de misericordia y de bondad con los hijos separados de ella». Y el discurso, impregnado de un tono de confianza, culmina animando a la unidad de los cristianos e incluso de todos los hombres; frente a los miedos a catástrofes de los (sobre todo curiales) «profetas de calamidades» que «desde el pasado más reciente hasta el presente sólo saben ver inconvenientes y errores» y «no anuncian más que desgracias como si la desaparición del mundo estuviera al llegar». Este concilio —a diferencia de anteriores concilios— puede celebrarse «sin la inadmisible intervención de autoridades políticas, libre de muchos obstáculos mundanos del pasado».

Se trata de verdad de tonos nuevos. En una nueva situación mundial que empieza a perfilarse, nada más y nada menos que un cambio de paradigma, un cambio de la constelación global, diría yo hoy: una clara renuncia, en primer lugar, al antiprotestantismo puramente defensivo y polémico; también, en segundo lugar, a un antimodernismo fijo en lo negativo y moralizante; y, en tercer lugar —el silencio del papa al respecto llama la atención mucho más allá de Italia—, a un estéril anticomunismo. Como es sabido, el comunismo en Italia y Francia no había entrado por la fuerza, sino ¡mediante elecciones libres! Y ese anticomunismo intenta combatirlo, mientras se toleran terribles situaciones sociales, con grandes discursos, instrucciones negativas y decretos de excomunión imposibles de poner en práctica; y todo en vano. En lugar de vencerlo en sentido positivo mediante un análisis de causas con sentido autocrítico y una política económica y social constructiva.

Yo me pregunto si todo esto no pondrá en contra de este bondadoso «revolucionario» papa Juan, aparte del núcleo duro de la Curia, a toda la derecha italiana de la política, la economía y de los medios. Porque se trata de algo más que del «mondo piccolo» del peleón cura don Camilo que en la novela de Giovanni Guareschi tiene un trato amistoso y ladino con el alcalde comunista Peppone.

Apertura a la ecumene

Qué importante cambio también con respecto al ecumenismo: hasta hace poco, siguiendo las indicaciones de Pío XII, se había ignorado a las otras comunidades cristianas y especialmente al Consejo Mundial de las Iglesias de Ginebra. ¡Nada de relaciones oficiales! No eran más que «herejes y cismáticos». También con JUAN XIII, que habla de «hermanos separados», es fuerte la oposición en el «Santo Oficio», hasta ahora dueño y señor exclusivo en temas de ecumenismo, contra la presencia de observadores no católicos. Que el ecumenismo fomenta el «minimalismo» no es idea exclusiva de Tromp. Pero aquí interviene la fundación de un Secretariado autónomo para la Unidad de los Cristianos bajo la sabia y eficiente dirección del cardenal Bea y de monseñor "Willebrands: finalmente son invitados al concilio Vaticano II observadores tanto ortodoxos como evangélicos, la mayoría de ellos delegados de sus Iglesias. La práctica cicatera habitual hasta entonces de los eclesiásticos católicos de todo el mundo, de evitar lo más posible a representantes de Iglesias no católicas, queda así superada de una vez por todas.

Pero todavía en la víspera del concilio en el Secretariado para la Unidad de los Cristianos no saben en qué parte de la basílica van a colocarse los observadores-delegados: cuestión no tanto organizativa como simbólica, de la que no existen precedentes. Pero ahora, en la ceremonia de apertura, no

se los tiene ocultos, como muchos esperaban, en un rincón cualquiera de la enorme basílica; no, se les ha asignado un puesto de honor muy cerca del altar papal, visible para todo el mundo. Y durante las sesiones conciliares no será distinto: cuando después de la celebración de la eucaristía el secretario general Felici dice «exeant omnes», «que salgan todos (los no miembros de la asamblea)», ellos podrán seguir en sus asientos. El más precioso sitio del aula —inmediatamente al lado de la presidencia del concilio y directamente enfrente del colegio cardenalicio— es esta tribuna de observadores. Desde aquí ellos pueden seguir, si es necesario con el apoyo de intérpretes del Secretariado para la Unidad, todo el desarrollo del concilio muchas veces mejor que los obispos, y pueden verlo y oírlo todo: los discursos buenos y los malos, los progresistas y los conservadores, el murmullo de disgusto y la risa distendida, el buen latín de quienes están en contra del latín en la Iglesia y el malo de los que lo defienden.

Ahí estarán los observadores cuando a un cardenal de la Curia, con el aplauso de la asamblea, se le retire la palabra por haberse pasado en el tiempo de que disponía, cuando un proyecto de decreto sea tímidamente alabado o atacado ferozmente, cuando sea aceptado o rechazado. Y pueden formarse su propio juicio. Llegan a la basílica y la abandonan junto con los padres conciliares y los teólogos. Se encuentran junto con nosotros en el célebre café-bar conciliar, en una gran capilla lateral de la basílica de San Pedro, que ha sido adecuada convenientemente y que pronto fue bautizado con el nombre de «Bar Jonás» (en recuerdo de Pedro, el «hijo —en hebreo bar— de Jonás»). Allí especialmente, como en los amplios salones laterales y en la nave transversal de la basílica, hay ocasión para muchos intercambios de opiniones y muchos contactos importantes. Al igual que los padres conciliares y los peritos, también los observadores reciben los Esquemas que se van a discutir y pueden ver los documentos conciliares; y a diferencia de ellos, incluso pueden relatar a sus hermanos de confesión los avatares del concilio. Sólo votar, como es lógico tratándose de observadores, no les está permitido.

Naturalmente, yo procuro numerosos contactos con los observadores. Importante para mí es el en diversos momentos mencionado teólogo de Heidelberg Edmund Schlink, que representa a la Iglesia Evangélica de Alemania. Y luego, mi paisano suizo doctor Lukas Vischer, representante del Consejo Ecuménico de las Iglesias (Ginebra), cuyo nombramiento para Tubinga, posteriormente, por desgracia, no saldrá por intrigas de facultad. También el pastor Herbert Roux (París) de la Federación Mundial Reformada y los profesores George Lindbeck (Yale) y Kristen Skydsgaard (Copenhague) de la Federación Mundial Luterana; a los daneses especialmente les pediré consejo para una intervención en el concilio sobre la naturaleza pecadora y la necesidad de reforma de la Iglesia. Importantes también, lógicamente, el representante del arzobispo de Canterbury, el obispo doctor John Moorman (Ripon), así como los dos representantes del patriarcado de Moscú (después de que el patriarcado ecuménico de Constantinopla, por la oposición dentro

de su propio campo, haya rechazado sin más reflexión enviar observadores), el archimandrita Vladimir Kotliarov (Jerusalén) y el protopresbítero Vitalij Borovoj (Leningrado), con el que hablo sobre la situación de la Iglesia en la Unión Soviética.

En condición no de representantes de Iglesias sino de invitados del Secretariado para la Unidad están: mi profesor parisino, de grandes méritos en el ecumenismo, Osear Cullmann, el especialista en teología sistemática reformista G. C. Berkouwer (Amsterdam), el protopresbítero Alexander Schmemann (Nueva York), sin duda el mejor teólogo de la ortodoxia oriental, y finalmente los dos hermanos de Taizé, el prior Roger Schutz y Max Thurian. Cuando en una cena éstos me preguntan qué deben ellos hacer precisamente en esta hora histórica, yo les digo: «Seguir siendo buenos protestantes». Una respuesta que nos les gustará del todo. A pesar de mi admiración por su trabajo tan importante especialmente entre la juventud, tengo la preocupación justificada de que los fundadores de Taizé, mimados por el Vaticano, se adapten excesivamente a Roma y, por ejemplo, silencien la condición libre del celibato en favor del celibato romano obligatorio. De hecho, más tarde aceptarán sin objeción alguna la encíclica sobre el celibato de Pablo VI, traicionando con ello a la Reforma en una propuesta central, fundamentada en la Biblia. El que pocos años antes de su muerte Max Thurian se ordenara sacerdote católico vino a confirmar plenamente los miedos que yo tenía desde el principio.

Los observadores, por supuesto, pueden no estar de acuerdo con todo lo que se dice en el aula conciliar por los obispos católicos de todo el mundo. Pero no debió haber entre ellos ninguno que no elogiara la confianza que se les había deparado. Y el que toda la cristiandad no católica —aproximadamente la mitad de los cristianos son no católicos— esté representada en el aula supone para los padres conciliares un recordatorio permanente para que no echen en olvido la unidad de los cristianos en todo lo que hagan o dejen de hacer sino que la busquen por todos los medios. El desarrollo de los debates demuestra en medida creciente cómo la presencia de los observadores, que regularmente tienen su propia asamblea, no es en vano. Porque ellos facilitan la tarea de los padres conciliares, no como si los siguieran desde fuera sino metiéndose en ella espiritualmente y a la vez con discreción y muchas veces con su consejo. Saben muy bien que, si Roma no se hizo en un día, tampoco se va renovar en otro. Se dan cuenta de los defectos y los puntos débiles, pero no les pasan inadvertidos el enorme despertar ecuménico y los rápidos progresos que ya las primeras semanas conciliares nos aportan. La Iglesia católica se comporta ahora ecuménicamente. Y esto no tiene ya vuelta atrás. ¿O sí? Es lo que me pregunto cuando todo ha pasado.

El concilio: personalidad propia

En general se había tenido el temor de que el concilio pudiera quedarse en un gran apéndice y los obispos no pasaran de ser marionetas de la Curia romana, con una dependencia absoluta de los preparativos curiales y sometidos a su dirección. Yo había difundido la consigna de que ¡lo importante es el principio! Nosotros, los teólogos, y muchos obispos nos pronunciamos enérgicamente desde nuestra llegada a Roma en el sentido de que hay que oponerse a posibles manejos de la Curia. Y, en primer lugar, en lo relativo a las elecciones para las diez Comisiones conciliares que todo lo prejuzgaban. La Curia no había previsto un debate sobre los miembros de las mismas. Los padres conciliares reciben simplemente las listas de las diez Comisiones preparatorias con la petición de que añadan para cada una de las Comisiones dieciséis nombres. A falta de otras posibilidades con visos de realidad, los listos de los curiales esperaban que los obispos se iban a limitar sencillamente a consignar los nombres de las Comisiones preparatorias romanas: 10xl6=¡160 nombres! Un procedimiento, para muchos obispos, indigno. ¿Pero qué hacer en contra de eso? Intensas conversaciones entre bastidores ¡y se prepara una lista alternativa de Europa central!

Día 13 de octubre de 1962: un pequeño milagro. En las primeras horas de la primera sesión (plenario) se constituye el concilio como ente con personalidad propia. En contra de los deseos del cardenal decano Tisserant y del secretario general Felici, que no quieren discusión, pide la palabra a la mesa presidencial, compuesta por diez miembros, el muy prestigiado cardenal ACHILLE LIÉNART de Lille. En una breve intervención en latín leída sobre el orden del día pide que las elecciones se pospongan unos días para que los obispos puedan prepararlas mejor. Lo interrumpe un largo aplauso. Luego escuchamos la potente y alta voz del arzobispo de Colonia, el igualmente prestigioso cardenal JOSEH FRINGS, que pide un aplazamiento también en nombre de los cardenales Dópfner y Kónig para que los padres conciliares puedan conocerse y las conferencias episcopales tengan tiempo de elaborar sus propias listas. Aplauso aún más grande del episcopado de todo el mundo. Sólo algunos cardenales italianos claman: «Scandalo! ¡Qué espectáculo ante todo el mundo!». Las grandes personalidades del concilio se dan a conocer desde el primer momento, y se hace patente una bien coordinada alianza germano-francesa como núcleo de orientación no curial. Tras una breve consulta con la mesa el cardenal Tisserant anuncia que se acepta la propuesta de los cardenales y que el concilio se reunirá en plenario el martes 16 de octubre para que haya tiempo de preparar las elecciones.

¡El concilio ha logrado ser él mismo! Sorprendidos, los padres conciliares constatan que efectivamente se hace realidad lo que en el Código de Derecho Canónico, canon 228 § 1, se dice y que a mí me parece tan importante desde que se convocó el concilio: «Concilium oecumenicum suprema pollet in universam ecclesiam potestate; el concilio ecuménico goza del poder supremo sobre toda la Iglesia». La estrategia de la Curia de asegurarse de antemano el poder sobre el concilio mediante las elecciones

para las Comisiones le «estalla en las manos»: las conferencias episcopales, poco queridas de la Curia, se han convertido ahora en imprescindibles para dichas elecciones y han ganado así un enorme peso; incluso los obispos italianos, hasta el presente siempre amparados bajo la sombra de la cúpula de San Pedro, tienen que constituir su propia conferencia. Y ante todos la Curia ha quedado manifiestamente degradada a la condición de «partido romano» que defiende antes que cualquier otra cosa sus intereses curiales y no necesariamente los de la Iglesia.

Así se ve ya dos días más tarde. El 15 de octubre el consejo de presidentes, por cinco votos (Tisserant, Liénart, Frings, Alfrink e incluso Ruffini) contra cuatro (Gilroy de Sidney, Pía y Deniel de Toledo, Spellman de Nueva York y Tappouni de Beirut; falta el argentino Caggiano), decide que, en lugar de tratar los Esquemas dogmáticos, va a tratarse el de liturgia, porque se espera que éste encontrará menos dificultades. Es una gran victoria sobre los fabricantes de decretos del «Santo Oficio». A partir de este momento el concilio va abriendo su propia vía, más o menos decididamente, en contra de los obstáculos curiales. En adelante, en todo caso, ni las citas del Código o de encíclicas papales ni los decretos disciplinares de concilios anteriores o de la Curia (como la «Veterum Sapientia» sobre el monopolio del latín) podrán parar —en el peor de los casos, frenarán— las libres discusiones de los padres sobre las necesidades y esperanzas de la Iglesia y del mundo.

El primer documento que se aprueba, tras unas cuarenta intervenciones, es un Mensaje a todos los hombres y naciones, el 20 de octubre de 1962. Se debe a la iniciativa del dominico francés MARIE-DOMINIQUE CHENU. Por deseo suyo yo había traducido el borrador al alemán. Congar, Rahner y yo, absolutamente insatisfechos con los Esquemas preparados por las Comisiones preparatorias, de carácter teórico y abstracto y encerrados en el marco de la Iglesia, lo habíamos difundido antes del concilio entre cardenales y obispos; Liénart, Alfrink, Dópfner, Suenens, Léger y Marty fueron los primeros en dar su conformidad. Este «message au monde» explica a todo el mundo los fines y la inspiración del concilio: en lenguaje de hoy, proclamar la apertura de la Iglesia al mundo, asumir los miedos y esperanzas de los hombres, cristianos y no cristianos, y tomarse en serio sus deseos de paz, fraternidad y preocupación por los pobres. Pero algunos obispos franceses, sobre todo Guerry (Cambrai) y Carroñe (Toulouse), habían hecho correcciones al documento de Chenu y lo habían «aguado con agua bendita», según éste hace notar críticamente. Así, la Declaración finalmente aprobada por unanimidad por el concilio es un texto de tono demasiado pastoral, muy diferente del profético de Chenu y que por ello encuentra relativamente poco eco en la Iglesia y en el mundo. El propio Chenu, por demasiado «peligroso», nunca será nombrado perito. En cualquier caso, el mensaje pone de manifiesto que la Iglesia del concilio Vaticano II no quiere ya mandar sobre el mundo sino servirlo. Yo me pregunto si eso se va a hacer realidad y cómo.

Juan XXIII, por su parte, respeta al colegio episcopal de la Iglesia y apoya en general la libertad del concilio, incluso en alguna ocasión con intervenciones sabias, bien recibidas por el mismo. En conexión con el aula conciliar por televisión, disfruta con el debate vivo y comenta satisfecho en público: «Chi va piano, va sano e lontano», «quien marcha despacio, va seguro y lejos». ¿Es de extrañar que este papa —a diferencia del autoritario Pío IX en el Vaticano I— tenga la simpatía de toda la asamblea conciliar? A excepción naturalmente del núcleo duro de su Curia, férreamente decidida a impedir conclusiones conciliares que no le gusten.

Desde la formación de un sistema de gobierno absolutista en el siglo xi, Roma estuvo interesada en que cada obispo mantuviera unas relaciones lo más directas posible con la central, sin relaciones especialmente estrechas entre unos obispos y otros. «Divide et impera», divide y gobierna: una divisa de los cesares romanos. «¡Nada de conciliábulos junto al magno concilio!», había dicho ya también, refiriéndose al Vaticano II, el transparente curial Parole. Pero una mejor preparación de las elecciones para las Comisiones exigió reuniones en las que los obispos, que antes apenas se conocían, se conocieran y tomaran confianza unos con otros.

De esta manera se pone de manifiesto que la Iglesia católica no es sencillamente una Iglesia universal dominada por Roma, sino que está formada por Iglesias locales. Las reuniones de obispos y conferencias episcopales tienen mucha importancia durante el concilio: en ellas se plantean las cuestiones, se establecen numerosas relaciones personales, intervenimos los teólogos sobre los problemas que se discuten. Y en contra de los malos augurios curiales no se llega con ellas a encapsulamientos nacionalistas o separatismos federalistas. Al contrario: gracias a ellas la catolicidad se hace realidad concreta. No es la Curia sino las conferencias episcopales las que hacen posible una representación verdaderamente católica de las diferentes Iglesias nacionales en las Comisiones y en el pleno.

Por supuesto, la Curia consigue mayor peso en las Comisiones. Según el reglamento hecho por ella misma, en cada una de las diez Comisiones a los dieciséis miembros elegidos se añaden otros ocho «nombrados» por el papa (de hecho serán hasta nueve, en contra del reglamento). Ni siquiera en el Vaticano I se hizo así: ¡en realidad, se trata de una «minoría de bloqueo» de un tercio! Esto dificultará extraordinariamente el trabajo de las Comisiones, todas ellas además dirigidas por presidentes, vicepresidentes y secretarios curiales, llegando con frecuencia a bloquearlo y provocando que en cuestiones importantes existan ambigüedades y compromisos en los decretos. Está programado de antemano y se institucionaliza en las Comisiones un constante enfrentamiento del concilio con la Curia.

Catolicidad mundial

Afortunadamente, el conflicto Este-Oeste, que ensombrece todo el acontecer mundial, se mantiene lejos del concilio. Durante la crisis de Cuba Juan XXIII desarrolla una discreta diplomacia de paz que, sobre todo, le gana la simpatía de Kruschev; ésta lleva finalmente a la liberación del metropolita católico romano de Ucrania Yosyf Slipyi (Lemberg). Y las rivalidades nacionales apenas si tienen papel alguno en el concilio. Es especialmente bueno que desde el principio trabajen juntos precisamente los obispos y teólogos franceses y alemanes. Y singularmente afortunado que los episcopados de Alemania, Polonia y Yugoslavia, cuyos Estados no tienen relaciones diplomáticas, logren unirse incluso para una lista conjunta de Centroeuropa para las Comisiones. Mi obispo, Carl-Joseph Leiprecht, de Rottenburg, resulta el segundo más votado para su puesto en la Comisión de religiosos, tras el obispo de Arras Gérard Huyghe, de los dieciséis miembros que la forman.

Al menos dentro de la Iglesia católica romana se pone en práctica, de esta manera, una catolicidad mundial. Una impresionante representación de los diferentes continentes y países, colores de piel y ritos. En el Consejo presidencial se relevan los cardenales de Colonia, Lille, Utrecht, Palermo, Toledo, Beirut, Nueva York, Sydney y Buenos Aires. La lista de obispos ponentes abarca todo el globo. En esta asamblea eclesial se establecen innumerables relaciones y se intercambian preocupaciones e intereses, problemas y soluciones, teorías y experiencias por encima de países y continentes. Como en la época antigua, el episcopado del mundo aparece realmente como un magno colegio en la solidaridad de las iglesias locales. Pero, a diferencia de épocas antiguas, por desgracia este colegio tiene que estar permanentemente enfrentado al enorme poder de una administración central que le creció desde la Edad Media. ¿Qué va a pasar en adelante?, me pregunto constantemente.

Libertad vivida

Quien ha vivido ía represión de la Iglesia y la teología en los últimos años de Pío XII se queda maravillado de la libertad con que r.'hora se expresan los pensamientos. Todo el mundo la disfruta, no sólo en las tomas de postura oficiales dentro del aula conciliar.

También fuera de ella, en los numerosos coloquios, debates, encuentros, que forman el día a día de padres conciliares y teólogos. El capítulo menos importante pero más divertido de esta libertad son los chistes sobre el concilio, que se cuentan los asistentes o que corren por el aula y rápidamente se extienden por toda Roma. ¿Una muestra? Los cardenales Ottaviani y Ruffini se montan en un taxi y dicen: «¡Al concilio!»; el taxista se dirige hacia el norte. «¡Por ahí no!», le dicen. «Ah —contesta él—, yo creía que los señores querían ir a Trento». Y todavía más gracioso, el «limerick»: «Rahner and Congar and Küng, Their praises are everywhere sung. But one fine

domani, Oíd Ottaviani, Will have them all properly hung». (Rahner, Congar y Küng / Por doquier son alabados, / Pero un buen domani / El viejo Ottaviani / Nos los traerá colgados).

Y en contra de Ottaviani circula por el aula la «oración» siguiente: «Dios mío, abre los ojos del cardenal Ottaviani. Y si tu misericordia no lo consigue, que tu omnipotencia se los cierre para siempre». Pero lo que no es chiste es que Ottaviani ya ha dicho en la Comisión central antes del concilio, supuestamente tras un discurso de Montini: «Pido a Dios morir antes de que termine este concilio; así, por lo menos, podré morir como católico». Y cuando ya estemos en la otra vida —se cuenta— Küng no querrá pasar por el purgatorio, desde el estanque al que se la ha mandado por sus pecados teológicos, antes de entrar en el cielo. ¿Y por qué no? ¡Porque está sobre los hombros de Ottaviani! Está claro que el chiste me atribuye hacia el jefe del «Santo Oficio» una aversión que no es de mi estilo.

Pero en cuanto al fondo mi posición está, por fuerza, en el polo opuesto de estos paladines que consideran la forma romana de ver las cosas como la única católica verdadera. Porque se hace patente un frente contrario a la libertad en el seno de la iglesia: en eí aula a Ottaviani lo apoyan regularmente los cardenales Ruffini (Palermo, antes colaborador del «Santo Oficio») y Siri (Genova), así como el cardenal dominico irlandés Browne; y luego, la mayoría de los cardenales de las congregaciones, tribunales y oficios, muchos obispos italianos y los obispos cortesanos recién nombrados, junto con sus seguidores de todo el mundo: en Estados Unidos los cardenales Spellman (Nueva York) y Mcíntyre (Los Angeles) y el delegado apostólico en Washington Vagnozzi. Esta minoría de «celosos» romanos («zelanti» y al mismo tiempo «politicanti»), bajo la etiqueta de los derechos y privilegios del papa, lucha en realidad por los derechos y privilegios de la Curia. Defienden su poder en la Iglesia con gran vehemencia y astucia, sin hacer ascos a un partidismo craso, a las manipulaciones maquiavélicas ni a manifiestas transgresiones de los estatutos. Me pregunto constantemente si el concilio no es demasiado tolerante con estos señores.

Entre los padres conciliares se usa un símil burlesco: los cardenales Ottaviani, Ruffini y Siri se hallan en una barca en la mar. Se levanta una borrasca y la barca zozobra. ¿Quién se salva? ¿Ottaviani? No; se salva la Iglesia. A pesar de la facción romana, la libertad del concilio es una experiencia inolvidable para todos los que participan en él. Algunos la viven por primera vez en su vida en la libre convivencia de los obispos. Sensaciones que uno ha tenido de modo más instintivo, aquí se formulan con claridad. Cosas que sólo se atrevía uno a pensar para sus adentros, aquí son compartidas por muchos en la Iglesia. Lo que antes sólo se susurraba al oído de algunos amigos, ahora se proclama en alta voz ante toda la Iglesia. En lugar de las usuales prudencia y sensatez diplomáticas, se vuelve a cultivar ahora otra virtud durante mucho tiempo olvidada en la Iglesia: la proverbial libertad de espíritu apostólica. Y todo el

mundo nota cómo ésta libera de miedos, hipocresías e indolencias. Esta libertad hecha realidad sin miedo en el concilio es a su vez condición tanto para la renovación de la Iglesia como para la reunificación de los cristianos separados. Nada de negativa manía criticona ni de rebelión destructiva, sino valentía para propuestas constructivas.

Qué inversión de frentes, «renversement des alliances»: en el Vaticano I, en 1869, los principales (y, con diferencia, los más formados) obispos de Centroeuropa de las grandes diócesis de Francia, Alemania y la monarquía del Danubio representaban en número una minoría aislada que no podía contra la masa de obispos de las pequeñas diócesis de Italia y España. Por eso, resignados, se marcharon en callada protesta ya antes de la definición de la infalibilidad del papa por parte de la abrumadora mayoría de orientación romana. Ahora, un siglo después, en el Vaticano II, en 1962, el episcopado y con él la teología centroeuropeos llevan las riendas espirituales: es el «bloque centroeuropeo» (Bélgica, Alemania, Francia, Holanda, Austria y Suiza). Una nueva mayoría progresista sólo puede formarse al final, porque la gran mayoría de obispos de Norteamérica y Sudamérica, África y Asia e incluso muchos de España e Italia siguen la misma línea. El bloque centroeuropeo se convierte rápidamente en una alianza mundial.

Sólo así se explican los resultados de algunas votaciones: que precisamente los obispos franceses y alemanes consigan el mayor número de votos para casi todas las Comisiones. Y por eso muchos de los europeos tenemos que revisar en sentido muy positivo nuestra idea sobre la Iglesia de Sudamérica y los «países de misión». La apertura de los bien organizados episcopados de los continentes no europeos a reformas valientes es una de las grandes y buenas sorpresas del Vaticano II. De esta manera la «minoría efímera», tal como se la conoce al comienzo del concilio, se muestra como la «mayoría de gran peso» del concilio. Y con ello muchos representantes del ala avanzada de la teología, hasta ahora observados con suspicacia por «Roma», constatan que su teología es considerablemente más representativa en el conjunto de la Iglesia de lo que ellos mismos imaginaban. Y de este modo algunos teólogos evangélicos ven ahora claro que esos teólogos católicos no son unos furtivos aislados y marginales, sino la vanguardia representativa de todo un cuerpo que avanza lentamente, que merecería más apoyo «evangélico». Pero, a la vista de las presidencias y de la composición de las Comisiones y del reglamento de inspiración curial, me pregunto si la mayoría progresista conseguirá imponerse con su teología.

El monopolio del latín como instrumento de poder

Desde tiempos antiguos Roma ha gobernado, dominado e incluso manipulado con leyes. Las «leges», el reglement, reglamento, los estatutos del concilio son de extraordinaria importancia para el arranque del Vaticano II. La cosa es

especialmente importante si se tiene en cuenta la gran desigualdad que hay en cuanto a peso numérico: sólo la Curia romana cuenta con 115 padres conciliares (a sus 30 cardenales hay que añadir las docenas de obispos titulares en parte recién nombrados), e Italia con 379 (con los de la Curia y las misiones son todavía muchos más), mientras que Francia sólo tiene 171 y Alemania 72. Las normas de procedimiento pueden condicionar de forma importante ciertas cuestiones concretas de fondo. Porque, según el reglamento, una cosa puede tratarse de una manera o de otra e incluso tratarse o no tratarse.

Este tema ha provocado mucho enojo: el reglamento preparado para el Vaticano II, muy imperfecto, es más propio de un sínodo diocesano de Roma que de un concilio ecuménico con discusiones serias. Muchos obispos procedentes de países de gobiernos autoritarios o coloniales no tienen experiencia alguna democrática. El reglamento conciliar necesita con urgencia ser completado. Por el momento no hay posibilidad de hacer correcciones al mismo de forma directa. Y los padres conciliares no curiales, posiblemente en situaciones dramáticas, ¿cómo van a poder formular de improviso propuestas en latín?

Las razones para que el latín sea la lengua reglamentaria son de carácter tradicional. Para la Curia el monopolio del latín es una cuestión de poder. Porque Roma no gobierna en la Iglesia católica sólo con leyes, sino también con la lengua. Piénsese en lo siguiente: por medio del latín y de su terminología Roma define y domina la liturgia (misa en latín), la teología (neoescolástica), el derecho eclesiástico (Código de Derecho Canónico); es decir, toda la mentalidad de la Iglesia católica «latina». ¿El latín, la lengua de la Iglesia? Un mito. Con indiferencia hacia las Iglesias orientales con otras lenguas, sobre todo las griegas, la universalidad de la Iglesia se identifica con latinidad. Porque, efectivamente, los romanos se dicen: ¿qué sería del primado de Roma sin el primado del latín?

Pero la pregunta es la contraria: ¿no debe el Vaticano II, siguiendo los deseos del papa, adaptarse expresamente a los nuevos tiempos? ¿Esforzarse en una predicación (y una liturgia) adecuada para la época en la lengua de la época? ¿Y la utilización del latín como lengua del concilio no tiene considerables desventajas prácticas también? Es previsible que el latín haga difícil la discusión en cuanto a:

• inteligibilidad: las diferencias entre los padres conciliares en cuanto a conocimiento del latín y, más acentuadas, en la forma de pronunciarlo harán que sólo sigan la discusión con esfuerzo y sin la precisión necesaria;

• viveza: unas mociones preparadas en latín no podrán hacer referencia unas a otras; con frecuencia, una serie pesada de monólogos;

• libertad: quien no maneje el latín curial con soltura curial está de antemano en desventaja frente a los de la Curia. Especialmente, en el caso de los presidentes y los cardenales, que son los únicos autorizados para intervenir espontáneamente de forma inmediata. Incluso el papa, cuando habla libremente, no habla en latín, sino —para contento de muchos— en italiano o francés. Aunque una vez, respondiendo al portavoz de la Conferencia Episcopal Alemana que se había dirigido a él en devoto latín, traduce al latín lo que había preparado en italiano o francés: ¡Lamentable! El papa Giovanni, al salir: «Oggi abbiamo fatto brutta figura!», «¡Vaya papelito que hemos hecho hoy!». Incluso la Curia difunde muchos documentos oficiales del concilio (listas, papeletas de votación, oficios, etc.) en italiano.

Pero ni las peticiones públicas del patriarca melquita Máximos ni las intervenciones del cardenal Kónig entre bastidores consiguen cambiar las cosas. Tampoco el papa se atreve a permitir —salvo en las Comisiones— lenguas distintas. La solución práctica sería un sistema de traducción simultánea. El cardenal Cushing de Boston,que no se entera de nada y que ya pronto se va, dice que él está dispuesto a pagar la instalación. Pero la realidad es que hasta el final del concilio los responsables de la Curia se dan traza y modo de ir retrasando la instalación con toda clase de excusas. Sólo los avisos de organización de Su Excelencia el secretario general Felici se repiten siempre en diferentes idiomas. ¿Por qué? Para que se entienda. Paradoja romana, no; juego de poder.

Al final se admiten otras mejoras en el reglamento del concilio:

El secreto conciliar, un invento del Vaticano I, más tarde se limita; los secos comunicados impiden la participación de una opinión pública interesada.

Se autorizan los aplausos en el aula, declarados inicialmente no procedentes por el autoritario secretario general pero frecuentes de todos modos; el aplauso espontáneo es tradición conciliar antiquísima, en él se manifiesta la unidad del espíritu.

Los Esquemas que se van a discutir en el futuro se imprimen a tiempo, se distribuyen a los padres conciliares y figuran en las listas de materias a tratar. Sólo cuando es posible preparar tranquilamente la discusión de un Esquema, se garantiza el éxito de la misma. Así es especialmente en el caso del gran debate sobre la liturgia.

¿Por qué primero la reforma de la liturgia?

Ya en Trento y en el Vaticano I la Curia romana estuvo más interesada en (sus) dogmas que en reformas (que le afectaran a ella). En el primer volumen de los proyectos de decretos que se habían preparado también había en un primer momento cuatro decretos de teología dogmática, ¡y sólo en el quinto y penúltimo lugar aparecía el Esquema sobre liturgial Pero, como he contado, ya en el tiempo preparatorio para Congar, Rahner, para mí y para cada vez más teólogos y obispos había cristalizado el lema de ¡primero la liturgia! Y ahora, tras el fracaso de las elecciones para las Comisiones, los curiales no pudieron ya impedir que por decisión de la presidencia pasara a primer lugar el Esquema de la liturgia.

Me alegra esta decisión por dos razones. En primer lugar, porque implica centrarse en la cosa práctica y pastoral. Desde el primer momento he luchado enérgicamente contra una «doctrinalización» del concilio. Y, en segundo lugar, porque se trata del centro: al menos provisionalmente, se evita una «externalización» del concilio. El culto es y sigue siendo el centro de la vida de la Iglesia; si se consigue reformarlo, ¿no se irradiará en todos los ámbitos de la actividad eclesial? Si se consigue configurarlo de forma más ecuménica, ¿no será eso de importancia básica para la reunificación de los cristianos separados?

La reforma de la liturgia: aspiración central para mí desde mis estudios en Roma. Advino la Reforma, se ha dicho, porque los alemanes, piadosos, querían hablar con Dios en su lengua materna. Desde joven me ha atraído el movimiento de renovación litúrgica. Enraizado en la Ilustración alemana y empujado en el siglo xix por representantes del Romanticismo en Alemania y de la Restauración en Francia, en el siglo XX la hizo suya el movimiento juvenil católico. Estando en el instituto leí el librito de Romano Guardini sobre «Los signos sagrados». Crecí con mi «Misal, rezos y cantos» en alemán, y me sentía orgulloso de mi gran «Misal en latín y alemán» con sus cantos dorados y sus cintas (editado por aquel simpático padre Urbanus Bomm OSB, que luego nos dio un curso veraniego de liturgia en San Pastore). En el Germánico discutíamos mucho sobre la liturgia (para muchos de nosotros demasiado entumecida): demasiadas inclinaciones, genuflexiones, cambios de posición y cosas parecidas. A los «famigliari» del Germánico intenté acercarlos a la celebración eucarística mediante una misa en italiano. Y las clases del holandés Hermán Schmidt —ya lo conté— fueron para mí las únicas interesantes de mi maldito séptimo año romano. Ya entonces estudié a fondo la obra ejemplar Missarum solemnia* del jesuita de Innsbruck JOSEF ANDREAS JUNGMANN, ahora perito conmigo en el concilio.

Este «estudio genético de la misa romana» (subtítulo) en dos volúmenes es, ciertamente, una obra científica erudita para especialistas. Pero quien quiera aprovecharla teológicamente, tiene con ella en la mano un instrumento cargado de potencia explosiva para la política eclesial. Ya en Lucerna Jungmann me ayudó a elaborar para mis predicaciones algo así como un análisis de los paradigmas de la misa. Porque incluso al creyente más sencillo se le puede hacer entender los profundos cambios de la celebración de la «eucaristía» («acción de gracias») a lo largo de dos milenios. En el caso de la «misa», que parece algo eterno, no todo fue «siempre así». Y precisamente ese análisis de paradigmas lo presento ahora en el concilio, en distintas lenguas, a las asambleas de obispos. Porque, según constato, el nivel de conocimientos del obispo medio sobre este tema no es mucho más elevado que el del simple creyente.

Desde la Reforma la Curia ha combatido impetuosamente la reforma de la liturgia, la lengua vulgar y la liturgia popular. Y en la propia «Comisión central» previa al Vaticano II se opuso a cualquier descentralización de la competencia reglamentaria litúrgica a favor de las conferencias episcopales y, absolutamente, a la introducción de la lengua vulgar, la concelebración y la comunión de los laicos bajo las dos especies. ¿No hace eso necesario dar explicaciones si se quiere alcanzar en el concilio mayorías a favor de una reforma? El mejor modo de conseguirlo es dando conferencias sobre la historia de la misa. Es especialmente el encantador arzobispo brasileño, plenamente comprometido con el concilio, DOM HEI.DER CÁMARA (Recife), secretario del CELAM (Conferencia Episcopal Latinoamericana) quien me invita a dichas asambleas. Y así hablo en la Domus Mariae, en el colegio brasileño o en la iglesia argentina. Las reuniones no oficiales, en las que obispos, teólogos y periodistas de todo el mundo pueden hablar abierta y libremente en su lengua son, para la formación de opinión en el concilio, igualmente tan importantes como las sesiones en latín ritualizadas dentro del aula conciliar. También en estos días hablo sobre temas de liturgia y ecumenismo ante la conferencia de obispos anglófonos y francófonos de África. Los enlaces son el secretario de los anglófonos, obispo de Mwanza, Tanganica, JOSEPH BLOMJOUS, y el de los francófonos, el arzobispo JEAN-BAPTISTE ZOA, de Yaunde, Camerún. Éste me envía más tarde como doctorando a Jean Amougou-Atangana, que se convierte, con una tesis sobre la confirmación, en el primer doctor en teología africano de Tubinga, pero que sólo tendrá por delante, desgraciadamente, una corta vida.

Clases de apoyo para obispos

El corresponsal americano en el concilio John Cogley me escribe estos bonitos versos:

«I hope the Council won't decree that all that was will ever will»;

«espero que el concilio no decrete / que todo lo que fue será para siempre». De hecho, de coadjutor ya había yo escrito: «Siempre así. ¿Fue siempre así? ¿Y tiene que seguir siendo siempre así?». ¿Son cosas nuevas el poder absoluto de los obispos respecto de la liturgia, la lengua vulgar, la concelebración, la comunión bajo las dos especies? No; todo esto existió ya en tiempos pasados, pero cayó en desuso. Fijémonos, les explico a los obispos, en cuatro imágenes características de la misa en siglos diferentes: una misa doméstica del siglo II, la misa en una basílica de los siglos v/vi, una misa de la Edad Media y una misa después de la reforma tridentina del siglo xvi. Sin exagerar nada poéticamente, sino todo documentado con los más recientes conocimientos históricos.

¿Qué es la «misa» (un nombre de fecha tardía) originariamente? ¡Una «celebración de acción de gracias» («eucaristía») con comida («coena») en «memoria» de Jesucristo! Lo más importante de lo que he visto al estudiarlo y que ahora transmito: originalmente la celebración de la eucaristía tenía una estructura básica muy sencilla y fácil de entender: es una comida con acción de gracias = «eucaristía», cuyo centro es el relato de la última cena de Jesús. El conjunto de la forma, muy libre; sólo queda fijado el marco esencial. Cada obispo o sacerdote configura su liturgia como desee, naturalmente en la lengua del pueblo. Y por eso la liturgia romana más antigua no era precisamente en latín, sino en la lengua comercial de entonces del Imperio romano, en griego koiné.

¿No es posible, entonces, que la «misa» vuelva a ser una celebración comunitaria familiar en la que todos rezan juntos y cantan salmos e himnos? Quien asistía a la comida, lógicamente, comulgaba, y lo hacía bajo las especies de pan y vino. ¿Varias misas al mismo tiempo? Inimaginable. ¿Y si hay presentes varios sacerdotes (presbíteros)? Entonces todos celebran junto con el celebrante principal una única cena: concelebración. Sólo con las lujosas basílicas romanas se hace todo más grande, largo y solemne: en la sencilla acción de gracias antigua se introducen oraciones. Al comienzo de la eucaristía, un canto de entrada (introito); mientras se preparan las ofrendas, un canto de ofrecimiento (ofertorio), y al final un canto de comunión. Y es entonces cuando se multiplican las genuflexiones, bendiciones, pasos de un lado al otro, besos, y cuando aparecen objetos como el incienso y los cirios, y especialmente signos distintivos como la estola, el anillo y otros. Y es aproximadamente a partir del año 250 cuando la liturgia en Roma se hace en latín y no en griego.

¿Pero qué es lo que todos hemos celebrado hasta este concilio? ¡La misa de la Edad Medial Fue Carlomagno quien trasplantó a Francia la liturgia hasta entonces practicada en Roma. Hasta entonces no había existido una «misa en silencio». Todas las oraciones, incluida la acción de gracias con la consagración, se habían dicho, lógicamente, en alta voz. Ahora los germanos, religiosamente emotivos, añaden numerosas oraciones dichas en voz baja, y

con el tiempo el sacerdote empieza a pronunciar en voz baja también la acción de gracias y la consagración. El pueblo, al fin y al cabo, no entiende latín.

¿Consecuencia? Un funesto alejamiento, mantenido hasta hoy, entre el altar y el pueblo: una liturgia ininteligible, una solemnización aún mayor multiplicando genuflexiones, persignaciones e inciensos y, finalmente, separación espacial incluso del presbiterio respecto de la nave del pueblo, muchas veces mediante un tabique y más tarde con rejas. La mesa de altar que se hallaba cerca, entre el pueblo, pasa a convertirse en un «altar mayor» apretado contra el ábside. Y hasta hoy el sacerdote celebra, así, la «misa» (más admirada que entendida) ya no frente al pueblo sino en parte susurrando frente a la pared. Se entiende que, por primera vez en el siglo xm (¡inicialmente en contra de una fuerte resistencia episcopal!), se pusieran en alto las imágenes sagradas y se veneraran con genuflexiones. Por mera angustia ante el pecado y por la obligación de confesarse la comunión se convirtió en cosa excepcional, y además sólo bajo la especie de pan. La gente quiere por lo menos ver este pan, el cual ahora, en lugar de pan común, pasa a ser cada vez más una «hostia» ácima, blanca como la nieve, poco parecida a ningún pan, misteriosa, que se expone frecuentemente en una «custodia». Y, mientras en la antigua Iglesia todos los sacerdotes celebraban juntos una misma y única eucaristía, en nuestros días cada sacerdote «celebra» su propia misa y recibe por ella un «estipendio». Y para estas «misas privadas», se hicieron en las iglesias cada vez más altares auxiliares, e incluso capillas aparte del único altar.

La misa medieval. Es verdad que la reforma tridentina (1570) acabó con los peores abusos y excesos, pero al mismo tiempo fijó mediante marcas en rojo (rúbricas) todos los detalles, hasta la última palabra y la precisa posición de los dedos del sacerdote, como tuvimos que aprenderlo en el Germánico. ¡Pero el pueblo siguió sin posibilidad de participar activamente en la celebración! «No es de extrañar, queridos obispos —les digo—, que hayan aumentado cada vez más las celebraciones piadosas, en las que se refugia la piedad popular individual con sus propias emociones: los santos y, sobre iodo, María, tras la cual muchas veces desaparece del todo el único mediador Jesucristo». Como se dice en Italia irónicamente, «Se non c'é Dio, c'é almeno la Madonna», «si no existe Dios, por lo menos existe la Virgen».

Vuelta a los orígenes: ¿voy demasiado lejos?

A la luz de este cambio de paradigmas a lo largo de dos milenios me e s posible explicar cómo debe ser la celebración eucarística del futuro. Trato de convencer a los obispos de que el concilio Vaticano II se enfrenta con una tarea que marcaría una época: un mayor acercamiento al modelo obligado de la cena de Jesús y de la Iglesia apostólica y, con ello, una mayor concentración en lo esencial y mejora de la inteligibilidad del rito. «¡Haced

esto en memoria mía!». Haced esto, ¡no cualquier cosa, aunque sea muy bonita, muy solemne o de muy antigua tradición! Lo que según los evangelios Jesús celebró en la última cena y pidió que se siguiera celebrando ¿no ha casi desaparecido a lo largo de los siglos? Si el propio apóstol Pablo se presentara por casualidad en una misa solemne católica ¿no tendría dificultades para entender, sin explicaciones, que esa celebración misteriosa era una puesta en práctica de la palabra del Señor «Haced esto en memoria mía»?

Y éste es, en consecuencia, mi «cantus firmus»: que la reforma litúrgica del presente tiene que volver a poner de manifiesto claramente la estructura original, procedente del Nuevo Testamento, del culto. Y, por eso, dos cosas: en la liturgia de la cena, claro e inteligible rezo de la oración eucarística, simplificada, y proclamación del relato de la última cena; y en la previa liturgia de la palabra, los adecuados rezos y cantos en común de los creyentes, la clara, inteligible, proclamación y explicación (al menos, breve) de los textos bíblicos y una mayor atención al conjunto de la sagrada Escritura. Ambas cosas requieren, naturalmente, el uso de la lengua materna desde el comienzo hasta el final, y que la celebración se haga mirando al pueblo.

¿Todo tan claro y lógico? Pues la realidad es que ya en febrero de 1959 el padre JOSEF ANDREAS JUNGMANN, que con su «Missarum solemnia» había asentado sobre bases históricas el movimiento litúrgico, había respondido a un artículo mío sobre la introducción de la lengua vulgar en «Schweizerische Katholische Kirchenzeitung»: «Muy bien en el fondo y absolutamente consecuente... Pero me parece algo duro en algunas expresiones (latín-esperanto, por ejemplo) y que en algunos temas va demasiado lejos: por ejemplo, lengua vulgar para todos los textos de la misa, dichos en alta voz: lo primero que puede conseguirse y a lo que por tanto hay que dar prioridad son únicamente las lecturas... Tal vez sea yo excesivamente prudente. Pero, de todos modos, se han tenido ya bastantes malas experiencias». También yo tenía mis experiencias: porque el mencionado artículo me supuso una advertencia manuscrita del obispo de Basilea von Streng (y un largo comentario de un compañero de curso conservador de Lucerna). ¿Son, pues, mis propuestas tan «radicales»}

También expertos en liturgia que yo respeto mucho piensan lo mismo: por ejemplo, los principales especialistas del Instituto Litúrgico de los obispos alemanes de Tréveris, el prelado JOHANNES WAGNER y el profesor BALTHASAR FISCHER, ambos sobresalientes diplomáticos eclesiásticos a los que ya había escuchado yo en el Germánico más de una vez. A los monseñores de la Congregación de Ritos vaticana ya les habían arrancado a duras penas alguna concesión, especialmente en relación con la lengua vulgar, y esperan lograr más cosas, siempre partiendo del misal alemán, con el concilio. Así nos lo explicaron al profesor Volk y a mí en vísperas del

concilio, cuando coincidimos en Gazzada, en el norte de Italia, para la Conferencia Católica de Cuestiones Ecuménicas.

¿Y ahora? Ahora en Roma, es mi argumento, no se trata ya de hacer solicitudes a una autoridad vaticana. Ahora se trata de propuestas a un concilio ecuménico, que está por encima de todos los puestos del Vaticano. ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar aún para admitir reformas que Martín Lutero planteó con toda razón hace ya más de cuatrocientos años? Ciertamente, no todo hay que cambiarlo, la estructura básica debe permanecer; pero los hombres de hoy, cada vez más bajo la presión de la secularización, necesitan ahora y no en otro momento cualquiera toda la liturgia en su lengua de cada día, necesitan ahora la restauración de la original oración eucarística («canon») sencilla, inteligible, a ser posible sin muchos añadidos de tiempos posteriores, ¡antes de que siga extendiéndose aún más la huida del culto católico!

No, eso sería ir demasiado lejos, sigue pensando JOSEF ANDREAS JUNGMANN, cuando durante el concilio voy a buscarlo a la curia de los jesuitas. En el último momento intento animarlo, a él, el especialista de mayor autoridad, intento animarlo para que intervenga en la Comisión, en la que es miembro precisamente de la subcomisión del capítulo II sobre «El misterio de la eucaristía». Los cultos conciliares matutinos parece que han demostrado cómo muchas liturgias católicas no latinas han mantenido la oración eucarística mucho más clara que la latino-romana. A los padres conciliares les ha impresionado que en muchas de esas liturgias la oración eucarística se recite en alta voz o incluso se cante junto con el relato de la consagración, y se cierre con el amén del pueblo. ¿No debería todo eso animar a no detener la reforma de la misa romana precisamente ahí donde sería de todo punto necesaria, es decir, en su centro? Nuestra liturgia tendría infinitamente más sentido y sería más inteligible y atractiva si se recuperara el canon único, original, recitado en alta voz y, naturalmente, adaptado a los momentos del año eclesiástico. ¿No es esto «bueno en el fondo y absolutamente consecuente»? Pues bien, a pesar de todo, Jungmann no se deja convencer para intervenir.

Todavía durante la primera sesión conciliar escribo un artículo para la revista vienesa «Wort und Wahrheit» sobre «La oración eucarística», en el sentido del padre Jungmann, y lo envío también al director del Instituto Litúrgico de Tréveris Johannes Wagner. Respuesta de éste: «En mi opinión hay que descartar que el concilio se vaya a ocupar del tema formalmente. El debate conciliar está cerrado. Y no ha tocado propiamente ese punto. Es posible que puedan encontrarse abiertas algunas puertas todavía en la Comisión litúrgica a la hora de las enmiendas si así se planea. Tal vez se logre con eso que la 'Postconciliaris' (la Comisión litúrgica posconciliar) vea el problema». La pregunta es: ¿por qué no ha habido ni hay nada que hacer, en relación con este punto central, ni siquiera en la muy encomiada Comisión litúrgica?

Una Comisión litúrgica encadenada por la Curia

Una enseñanza política de primera categoría. En la lucha por la Constitución sobre liturgia —han colaborado en ella los mejores especialistas del mundo como Jungmann, Martimort, Wagner, Lengeling, Diekmann, Mcmanus, Vaggagini— advierto por primera vez con exactitud cómo la Curia intenta por todos los medios dominar y contrarrestar la reforma. Ya la «Comisión central» preconciliar, a la que llegan todos los Esquemas de las diez Comisiones preparatorias y en la que, a pesar de las críticas, se mantienen más bien en segundo plano los que luego serán los adalides del concilio (Alfrink, Dópfner, Frings, Kónig, Liénart, Suenens), había amputado en estilo curial el Esquema de liturgia en lo referente a la competencia de los obispos y a la lengua vulgar. Y en la Comisión conciliar misma, nada más comenzar la primera sesión, su presidente, el cardenal curial español Larraona, nuevo prefecto de la Congregación de Ritos, sorprende a los miembros de la misma nombrando por su propia cuenta como vicepresidentes a dos curiales sumisos y desconocidos. Y al mismo tiempo quita al hasta entonces excelente secretario monseñor Annibale Bugnini (¡le llegará luego la prohibición de enseñar!) sustituyéndola por un franciscano conformista. Ninguna protesta. Todo, un juego curial previsto, dirigido por Ottaviani y su «Santo Oficio» y apoyado, tanto en la Comisión como en el aula conciliar, por la falange del partido romano.

De esta manera, pues, la Comisión de liturgia quedó encadenada a la Curia. Con frecuencia los miembros de la Comisión y los obispos en el aula tuvieron la impresión de perder el tiempo con querellas de los «romanos» y con toda clase de detalles de naturaleza dogmática, jurídica o lingüística. Contra ello luchó sobre todo el valiente arzobispo de Atlanta Paul Hallinan, que se sabía apoyado con las firmas de la inmensa mayoría de los obispos de Estados Unidos, y tanto de palabra como por escrito exigió agilidad y concentración en el tratamiento de los temas.

Pero hubo un acontecimiento en el aula que ha quedado en la memoria de todos nosotros: la espectacular derrota del cardenal ALFREDO OTTAVIANI en este debate. Pensando que encarna la verdad de la fe católica, habla y habla, e ignora la señal de la campanilla. Tras diez minutos, como es usual, advertencia del presidente, este día el cardenal holandés Bernard Alfrink. Ottaviani sigue hablando. Otra advertencia. Sigue hablando Ottaviani. Y entonces, directamente, Alfrink le corta el micrófono. Ottaviani sigue hablando, pero ahora no se le oye. Enorme humillación. Y más humillante aún para el gran inquisidor, frente al que antes ni siquiera ha sido capaz de reaccionar el papa: ¡atronador aplauso de agradecimiento a Alfrink! Ottaviani debió sentir lo que más tarde el jefe de la Stasi*, Mielke, ante el jurado popular después del «cambio», cuando por primera vez tuvo testimonio público de lo poco querido que era y él exclamó desesperado: «¡Y esto

aunque os quiero a todos!». Ottaviani abandona el aula profundamente deprimido y se encierra en el Palazzo del Sant'Uffizio. En un primer momento no quiere ver ni siquiera a los amigos, y durante dos semanas enteras boicotea las sesiones del concilio. Pero nadie le echa de menos. Luego, por desgracia, vuelve otra vez, dispuesto a seguir luchando. Un verdadero romano del Trastevere no se resigna tan rápidamente.

Grande, luego, la tensión ante la primera gran votación sobre la aceptación como documento base del Esquema sobre liturgia tan fuertemente combatido por los curiales. Qué sorpresa el 14 de noviembre: 2.162 votos a favor y sólo 46 votos en contra. ¡O sea, que el partido de la Curia no cuenta con el respaldo ni de un 3 por ciento del concilio! Y, aun así, ha podido y sigue pudiendo bloquear e imponer tantas cosas, hasta el punto de que muchos pasajes sobre la Constitución sobre la liturgia, hasta en ciertas formulaciones (por ejemplo, la comida eucarística, en contra de la Biblia, es llamada siempre «sacrificium»), representan compromisos alcanzados sólo a duras penas. Es el punto débil decisivo de esta reforma litúrgica: que a la comunidad eclesial no le queda al final suficientemente claro el objetivo que se buscaba, el de asemejarse a la cena de Jesús. No avanza en la renovación de la oración eucarística originaria ni en la lógica introducción de la lengua popular. Muchos obispos y teólogos comparten conmigo el convencimiento de que en su inmensa mayoría el concilio habría estado dispuesto «a llegar aún más lejos». Pero, a pesar de todo:

Realización de ciertas demandas evangélicas

A pesar de todos sus compromisos y medias tintas, desde el punto de vista ecuménico la Constitución sobre la liturgia significa un gran paso adelante en la realización de ciertas demandas evangélicas. Al menos, en sus planteamientos; de hecho, un mayor parecido de la misa romana con la cena de Jesús. Una atención nueva a una palabra de Dios proclamada de manera inteligible. Una liturgia activa de todo el pueblo sacerdotal. Una adaptación de la liturgia a los diferentes pueblos. Y también se ha dado solución en principio en el sentido de la Reforma a tres grandes temas de discusión planteados por ella: en el futuro volverán a existir también en la Iglesia latina de Occidente, al menos en principio, la comunión bajo las dos especies, la concelebración y la lengua vulgar como lengua litúrgica. Cierto que todo, sin necesidad, con muchas limitaciones, pero se ha acabado con la proscripción. Un primer fruto ya en el concilio. Una Comisión posconciliar deberá llevar a cabo posteriores reformas: la revisión de todos los ritos para que sean más sencillos e inteligibles. Una revisión del rito de la misa que resalte lo principal y haga posible la participación de los creyentes. Una revisión del rezo de los sacerdotes (breviario): su depuración, simplificación y abreviación. Un nuevo rito de concelebración. Nuevos ciclos de lecturas bíblicas para la misa y el breviario. Reformas también de los demás sacramentos.

De esta manera, al menos, no se han cerrado las puertas para ulteriores iniciativas en el espíritu de la renovación, ni tampoco para la ampliación del uso de la lengua materna, que según la Constitución queda limitada a determinadas lecturas, oraciones e himnos. En la realidad las nuevas normas litúrgicas, como consecuencia de los compromisos, son tan complicadas e incoherentes que, ya en el concilio, desde un punto de vista práctico yo me planteo que, mientras más grande sea ahora la confusión, más rápida será una solución lógica después del concilio. Y así será de hecho: todas las razones que ahora se aducen para la celebración de algunas partes en lengua vulgar, pueden aducirse con «lógica obligada» para las demás partes. Y, muy especialmente, para la oración eucarística, el «canon» con el relato de la cena. Por eso al final me siento satisfecho con el resultado de la batalla. El esfuerzo, fuera de lo normal, ha merecido la pena.

En Tubinga todo esto tendrá un epílogo grotesco. En mi celebración eucarística regular de los domingos (11 h.) en la iglesia de San Juan, en el centro de la ciudad, de siempre había puesto yo en práctica dentro de lo posible mis principios litúrgicos y hecho todo, en medida razonable, en alemán, en voz alta y de forma inteligible. A excepción del canon de la misa, que seguía diciendo en latín. Hasta que, finalmente, después del concilio esto se me hace literalmente absurdo y un domingo recito en alemán incluso el relato de la cena.

Se me pregunta si no he sentido dudas e incluso temblores. De ninguna manera. Había estudiado el asunto muy a fondo, y durante mucho tiempo antes había recitado el canon en alemán. Ya de coadjutor en Lucerna y luego en círculos más pequeños había hecho yo lo que me parecía legítimo y pastoralmente correcto según el ejemplo de Jesús, de los apóstoles y de la Iglesia antigua. Por tanto, en Tubinga actuaba —ahora, ciertamente, en el gran marco de una liturgia parroquial ante un público bien conocido por mí— sin ningún titubeo siguiendo la firme convicción de que pronto eso sería así no sólo allí sino en todas partes, o sea, que estaba actuando, como dicen en serio y con humor los católicos, «con anticipación obediente». Y lo hacía así, además, con la plena satisfacción de mi comunidad, de la que formaban parte mucha gente universitaria, profesores y estudiantes.

Pero con enorme disgusto, tal como compruebo tras terminar la liturgia, del nuevo párroco, llegado en junio de 1964, doctor FRIDOLIN LAUPHEIMF.R, un pilar dentro del obispado de Rottenburg del catolicismo de orientación preconciliar, mariano-latino-romana. En la sacristía, airado, aunque no con «santa ira», me plantea la alternativa: ¡o canon (oración eucarística) en latín o no más misas en «su» iglesia! Si, como siempre, la liturgia la he celebrado con gran paz interior, ahora me siento enormemente irritado con esta testarudez y arrogancia. Pero como él tiene la sartén jurídica por el mango como párroco, y me interesa sobremanera poder mantener esta liturgia dominical, opto por el latín. Le advierto, empero, que informaré de ello a la

comunidad, cosa que él no se toma en serio. Al domingo siguiente, tras su sermón, explico de forma breve y densa por qué el domingo anterior recité el canon, la oración eucarística, en nuestra lengua materna siguiendo la tradición antigua, y por qué ahora no puedo ya hacerlo. Se extiende un fuerte murmullo de desaprobación por la iglesia.

Pero las cosas será aún peores para el señor párroco: una semana más tarde PABLO VI autoriza en toda regla el canon en lengua materna. A partir de ese momento, este piadoso párroco y ferviente devoto de María, que a todo el que no piense como él lo considera hereje o cosa peor y lo trata mostrándole deseos de que se convierta («rezo por usted»), pondrá todo su empeño en hacerme imposible celebrar la liturgia en su iglesia. Acabará suprimiendo «mi» misa de las once por innecesaria y perdiendo a muchos participantes asiduos. Encerrado en su actitud retrógrada, fue haciéndose cada vez más rígido. Me recuerda esto al gran liturgista americano Godfrey Diekman, que tenía colgada en la puerta de su celda de benedictino esta advertencia: «Remember Lot's wife», «acuérdate de la mujer de Lot», la cual, como se sabe, en contra de la advertencia de Dios, volvió la cabeza y se convirtió en estatua de sal. Godfrey morirá con 93 años en 2002 sin haber mirado para atrás.

Abandono de la contrarreforma

Estamos en un concilio ecuménico, un acontecimiento histórico de primera categoría, y mi historia personal ha estado mucho tiempo unida a la del concilio. Por eso ahora tengo que animar al lector a meterse nuevamente un poco en teología. Durante el período preparatorio del concilio nada había creado tanta inquietud como el trabajo de la entonces Comisión preparatoria teológica dirigida por Ottaviani y Tromp. Y si inmediatamente antes del concilio el ánimo se vino tan abajo en mí y en otros conocedores de las actas, se debió a los Esquemas presentados por esta Comisión. Como siempre me había yo temido, éstos, en la línea del concilio de Trento y del Vaticano I, tendían a dogmatizar lo más posible y a decidir de forma definitiva todas las cuestiones de fe aún abiertas, para que por fin todo el mundo tuviera claro qué es y qué no «doctrina católica». ¡Doctrina católica, por supuesto, como equivalente de doctrina curial-romana! Por eso, la propuesta, ahora, de la Comisión en forma de nuevo credo. Por eso, un proyecto de Decreto sobre las dos fuentes de la revelación, Escritura y Tradición. Y por eso, otro sobre la pureza de la transmisión de la fe (desde el Dios creador hasta el espiritismo y el destino de los niños que mueren sin bautismo). Por eso también, otro Esquema de once capítulos sobre la Iglesia. Y por eso, finalmente, tres Esquemas más sobre María, sobre el orden moral y sobre la virginidad y el matrimonio. De hecho, todos y cada de ellos, productos de una escuela no

representativa del conjunto de la Iglesia, sino justamente de la romano-curial en la que yo me he formado.

¿El trasfondo? En los borradores preparados ni había intervenido en serio la exégesis moderna; los especialistas en exégesis habían sido una quantité négligeable. Ni pudieron plasmarse los puntos de vista ecuménicos; la susodicha Comisión no se consideraba competente en la materia. Ni se había pedido asesoramiento a la Pontificia Comisión Bíblica (demasiado progresista para el «Santo Oficio») ni se había consultado al Secretariado para la Unidad de los Cristianos (peligroso para el «Santo Oficio»). Porque ella se consideraba a sí misma como la «superior» de las Comisiones, aunque ni el papa ni el reglamento del concilio le reconocían tal rango. Mas no en vano, espiritualmente y en buena parte también por las personas, coincidía con la «Suprema Congregado Sancti Officii», que luchaba con todos los medios a su alcance por su «supremacía». Al comienzo del concilio la Comisión teológica es nombrada de nuevo, es verdad, pero sigue bajo el dominio del cardenal Ottaviani, del secretario Tromp y de sus miembros de orientación curial directamente nombrados por el «papa» (reinando en ella, por tanto, una minoría romana de bloqueo).

A diferencia de la de la liturgia, la Comisión teológica, de composición, también a diferencia de aquélla, total y absolutamente partidista, no tiene suerte ninguna en esta primera sesión, como se demuestra dramáticamente en la presentación de su primer Esquema sobre las «Fuentes de la revelación». ¿Cuestión teórica y abstracta? No; es de una gran importancia práctica, como advertirán, aunque sólo con el tiempo, los obispos de formación católica romana: ipor dónde sabemos lo que ha sido revelado por Dios? Por la sagrada Escritura, dicen al unísono los reformadores. Y también por la sagrada Tradición, insiste obstinadamente Roma. Desde el ataque generalizado de los reformadores contra las innumerables tradiciones medievales presentes en la piedad, la liturgia, la teología y la disciplina eclesiástica, Roma ha estado extraordinariamente interesada en proteger «la Tradición» y hacerla valer como autoridad en defensa del «statu quo» (desde la traducción latina «Vulgata» de la Biblia hasta la nada bíblica ley del celibato). No por casualidad el concilio de irento dedicó ya entonces su primer decreto a la relación entre Escritura y Tradición. Pero incluso este concilio de la Contrarreforma se guardó de hablar de «dos fuentes» de la revelación y de una «insuficiencia de la Escritura». Más bien, habló del evangelio como única «fuente de toda verdad salvadora y disciplina de las costumbres» («fons omnis et salutaris veritatis et morum disciplinae»).

En el Vaticano II está extendida ahora la convicción de que pastoralmente es necesario concentrarse en la Escritura como palabra de Dios. Desde los meticulosos estudios de mi colega JOSEF R. GEISELMANN (1956) ha quedado claramente establecido que fueron los teólogos postridentinos Canisio y Belarmino, ambos jesuitas, los primeros que pusieron en circulación el

«partim-partim» como idea del concilio: es decir, que la revelación se encuentra «en parte» (partim) en la Escritura y «en parte» (partim) en la Tradición. De este modo, lógicamente, todas las tradiciones, los dogmas y las prácticas católicas romanas que no se encuentran en la Biblia es posible justificarlas por la «tradición oral» que supuestamente también se remonta a Jesús y que, en lo que se refiere a la fe y las costumbres, tiene una expansión mayor que la Biblia.

Ya en el verano de 1962, cuando me fue posible echar una ojeada al primer volumen de Esquemas enviado por el Vaticano, me fui en seguida, como he contado, a visitar a nuestro emérito Geiselmann para ver con él el tema Escritura-Tradición y preparé un papel que luego llegó sobre todo a Rahner y Congar. Este primer Esquema sobre las fuentes de la revelación alarmó también a teólogos críticos de lengua francesa como G. Martelet y Ch. Moeller. Durante la primera sesión fueron especialmente las notas críticas («animadversiones») de KARL RAHNER y (anónimas) de EDWARD SCHILLEBEECKX las que se difundieron ampliamente por el concilio. Ellos son principalmente los responsables de que cada vez más obispos se cuestionen si aceptar tal Esquema como base de discusión. Hay numerosas conversaciones y reuniones con obispos, y también entre nosotros los expertos de habla alemana, que mantenemos una reunión uno o dos días antes del debate general: existe el convencimiento de que hay que rechazar dicho Esquema. En cualquier caso, mi opinión era que no tenía sentido proponer un Esquema alternativo, como quería Rahner —sin lograr muchas adhesiones— sobre la base de su planteamiento específicamente «transcendental». Tampoco Ratzinger quería.

Sólo el fiel seguidor del padre Tromp HERIBERT SCHAUF piensa distinto de nosotros y dirá luego que la reunión de los teólogos de habla alemana «había sido más una conjura y una asamblea política que un diálogo teológico». De hecho, el tema teológico estaba claro hacía tiempo. Un teólogo protestante de la universidad de Harvard intriga en el «Santo Oficio» en contra de la mayoría conciliar (¡no será el último teólogo protestante que se congracie con él!): el holandés HEIKO A. OBERMAN hace saber confidencialmente a su paisano Tromp (y éste, naturalmente, lo traslada enseguida como un triunfo a la Comisión teológica) que va a escribir un artículo en contra de la interpretación del decreto tridentino del tubinguense Geiselmann. De ello, naturalmente, no nos enteraríamos hasta mucho más tarde ya en Tubinga, porque Oberman nunca escribirá ese artículo. Después del concilio, en 1967, es nombrado (justamente) profesor en Tubinga de historia de la Iglesia evangélica. Aquí impartiré junto y en buena armonía con él un seminario sobre el decreto tridentino de la justificación, aunque frecuentemente tendré que corregir sus inexactos conocimientos de la terminología escolástica.

En el Secretariado para la Unidad serán sobre todo las intervenciones del cardenal AUGUSTIN BEA y las del siempre clarividente teólogo suizo JOSEF

FEINER las que harán que el Secretariado rechace dicho Esquema de forma sorprendentemente clara. En la misma Comisión teológica, la tarde antes del debate, se produce una fuerte discusión: el cardenal Ottaviani, el padre Tromp y el asesor del «Santo Oficio» arzobispo Pietro Párente atacan de forma cruda a los críticos del Esquema y quieren imponer a todos los miembros de la Comisión el proyecto curial. Pero el cardenal PAUL-ÉMILE LÉGER (Montreal) —un hombre por naturaleza suave y amable, al que una tarde ya de noche llevaré en mi coche a su residencia después de una recepción— amenaza sin ambages con abandonar la Comisión si no tiene libertad para hablar en el aula, y encuentra amplio apoyo. Ottaviani y el partido romano tienen que admitir que no pueden imponerse, y la sesión se levanta sin consenso. Y la primera sesión de la Comisión teológica durante la primera sesión del concilio será también la última por algún tiempo.

Votación en contra de la mayoría de dos tercios

Naturalmente, el 14 de noviembre todos esperamos con tremenda tensión cómo va a ser el desarrollo del debate. El impulsivo Ottaviani es lo suficientemente imprudente como para tomar la palabra, en contra de lo convenido, antes del ponente oficial de la Comisión (Garofalo, dando pie con ello a repeticiones e impaciencias. No entra en la cuestión del «en parte - en parte», sino que se limita a polemizar contra el exigido carácter «pastoral» de esta Constitución y con ello implícitamente contra el discurso de apertura del papa. Pero a continuación se apresuran a intervenir para rechazar el Esquema los cardenales Liénart, Frings, Léger, Kónig, Alfrink, Suenens, Ritter y Bea. El día primero Ottaviani encuentra pocos aliados, un poco más el segundo, en que interviene de forma más clara el partido romano.

¿Cómo va a ser la votación del Esquema, fijada para el 20 de noviembre? Recuerdo cómo Congar me preguntó en San Pedro si yo no me había dado cuenta de que, en cuestiones complejas, los obispos en el fondo lo que querían principalmente no era una información teológica objetiva, sino saber únicamente si algún teólogo de su confianza estaba a favor o en contra del Esquema. ¿La votación? Según el artículo 39 del Reglamento del concilio, tanto en los plenos como en Comisión, para tomarse una decisión con fuerza de obligar (exceptuadas las elecciones) son necesarios dos tercios de los votos de los padres presentes.

De hecho, ese día la pregunta se planteó al revés por obra de una manipulación curial difícil de advertir en el momento dramático de la votación: quien esté a favor (no del Esquema, sino) de interrumpir el debate, votará «placet»; y quien esté en contra (no del Esquema, sino) de interrumpir el debate, votará «non placet».

Muchos obispos no entendieron que quien estuviera en contra del Esquema y de continuar el debate tenía que votar «placet» (1.368 votos); y quien

estuviera a favor del Esquema y de continuar el debate, «non placet» (822 votos). ¿Cuál fue el fatal resultado de esta pregunta planteada al revés? Que ahora los que tuvieron que lograr los dos tercios no fueron los defensores —como habría sido lo razonable según el artículo 39 del Reglamento— sino los adversarios de la propuesta. Gracias al falso planteamiento de una cuestión el artículo de la mayoría de los dos tercios dio pie a que paradójicamente la minoría de un tercio se impusiera sobre una mayoría de casi dos tercios. Resultado: para alegría de la Curia, el Esquema sobre la revelación, absolutamente insatisfactorio, sigue en el orden del día por falta de 105 votos.

Enorme la indignación en el seno del concilio. Juan XXIII está, primero, desconcertado y, luego, perplejo. Se suceden diversas protestas, especialmente de los cardenales Bea y Léger. El papa reflexiona y reza —según se dice— hasta entrada la noche. A la mañana siguiente, durante la misa conciliar el secretario de Estado Cicognani entrega a un completamente sorprendido secretario general Felici el documento con la decisión del papa: la votación queda anulada de hecho, el Esquema se retira del debate y no se devuelve a la Comisión teológica. Se manda para una completa reelaboración a una Comisión mixta formada por miembros de la Comisión teológica y del Secretariado para la Unidad de los Cristianos, con el que antes había rechazado cualquier colaboración constructiva la Comisión teológica preparatoria. Felici titubea un momento, pero luego se ve forzado a leer lo escrito ante la asamblea. Júbilo en el aula. Perplejidad y confusión entre los de la Curia. Pero no; no se dan por vencidos, ni mucho menos.

Con su mesurado y sabio comportamiento en este debate Juan XXIII ha dado una muestra concreta de la utilidad del primado pastoral en la Iglesia, el cual, bien entendido, no consiste en medidas de dictado juridicista y absolutista, sino en actuaciones supremas de mediación y arbitrio por el bien de la unidad de la Iglesia. En el futuro no será ya posible alterar las relaciones de mayoría valiéndose de un modo concreto de votación e invirtiendo las preguntas. Para la toma en consideración de los Esquemas se mantendrá la mayoría de los dos tercios. Pero para rechazar un Esquema o aplazar el debate, bastará la mayoría absoluta. Naturalmente, ¿la nueva «Comisión mixta», presidida por los cardenales Ottaviani y Bea y en la que son secretarios Tromp y Willebrands, no es una Comisión con cabeza de Jano? ¿Cómo va a funcionar todo esto? Me cruzo con el padre Tromp en San Pedro junto a la «Confesión» de Bernini, y ya no me saluda jovialmente sino con gesto rígido. Para él, ahora, yo pertenezco al otro campo de batalla teológico.

La teología conciliar se organiza

Ya la misma tarde del 21 de noviembre de 1962 en que por intervención del papa quedó retirado el Esquema de las dos fuentes de la revelación, el editor holandés PAUL BRAND va a visitar en la Gregoriana a KARL RAHNER y

comenta con él de nuevo una idea que tiene por su preferida y que abriga y acaricia desde hace años: fundar una revista científica internacional de teología católica. Ya en 1958 él había presentado esta idea a Rahner, y se había encontrado con una negativa: «¡De todos modos, no es posible escribir lo que nos gustaría!». Tampoco yo me entusiasmé en seguida, cuando Brand me visitó en Tubinga en abril de 1962. Pero ahora, tras el éxito de la votación, en la que gran parte del episcopado de Italia, España, Norteamérica, Sudamérica y África ha votado junto con el episcopado de Centroeuropa, las cosas han cambiado. Rahner dice que sí. Y ya a la mañana siguiente, el 22 de noviembre (el jueves no hay sesión conciliar), Brand me visita a mí en Villa San Francesco, y por la tarde a Edward Schillebeeckx en el Colegio Holandés. Y nosotros dos también decimos que sí definitivamente.

Paul Brand ha publicado en holandés «Concilio y reunificación» (así como todos mis libros posteriores). El éxito de sus publicaciones ha convencido aún más al editor de que en el mercado puede tener éxito una teología científica que resulte inteligible para laicos cultos y sea de orientación ecuménica. Paul Brand: una de esas personalidades de la edición más bien raras que saben aunar idealismo y realismo, nivel científico e interés comercial, teología y gran público. Desde su primera visita en Tubinga me unen con este holandés unas relaciones personales estrechas. Es él quien me asesora en el sentido de que en razón de mi nombre y del conocimiento con editores extranjeros puedo ahora llegar a contratos de forma directa, sin la mediación de la editorial alemana. Desde entonces, así lo he hecho. Siempre, a la vez que la editora alemana, él recibe un manuscrito de mi libro, de forma que la edición holandesa, y luego también la inglesa, sale casi al mismo tiempo que la alemana. Con el respaldo del trío de teólogos Rahner-Schillebeeckx-Küng y la asistencia como secretario del dominico belga, recomendado por Schillebeeckx, Marcel Vanhengel, un experto organizador, Paul Brand considera que puede lanzar definitivamente la nueva revista. La tarde del 22 de noviembre de 1962, invitado por Paul Brand, nuestro trío se reúne a cenar en «Ernesto», en la Piazza dei Dodici Apostoli, con el obispo de Breda, de Vet, como invitado de honor y los teólogos Daniélou, Ratzinger y, de Holanda, Berkouwer, Groot y Haarsma.

Medio año largo más tarde, los días 20-21 de julio de 1963, nos reunimos en el Hotel Alfa, en Saarbrücken, con el liturgista Johannes Wagner (Tréveris), el musicólogo Helmut Hucke (Francfort) y una docena larga de otros teólogos que no son teólogos conciliares: entre otros, propuesto por mí, mi asistente Walter Kasper, propuesto por Rahner, Johann Baptist Metz (Münster), y además P.-A. Liégé (París), T. Jiménez Urresti (Bilbao) y Antón Weiler (Nimega), todos ellos para hacer de «directores adjuntos» de los directores de las diferentes secciones. Han disculpado su asistencia Congar y Ratzinger, el historiador de la Iglesia de Lovaina Roger Aubert y el ecumenista americano Gustav Weigel. El propósito está claro: queremos fundar una revista que dé a conocer también en otras partes del mundo la teología

centroeuropea de tanto éxito en el concilio y que esté dirigida también a obispos, personas con tareas pastorales y laicos. Rahner y Schillebeeckx hacen intervenciones iluminadoras sobre el sentido y el camino de la nueva revista. Acertadas propuestas sobre el comité de dirección y los diferentes comités de redacción, destinatarios, realización técnica y organización interna hacen fácil esta sesión constituyente de la «Revista Internacional de Teología CONCILIUM». ¿«Concilium»? El atractivo nombre fue una sugerencia de un amigo de Brand, el importante editor suizo católico doctor Oskar Bettschart (editor de mi serie «Meditaciones teológicas»): por supuesto, no queremos ser la revista oficiosa del concilio, pero sí trabajar decididamente desde el espíritu del concilio.

A mi pregunta de si en lugar de una revista trilingüe (alemán, francés, inglés) no sería posible publicar en ediciones en lenguas diferentes una única revista, el editor Brand me responde que eso es en principio posible, y que su editorial acaba de sacar una gran historia de la Iglesia en cinco volúmenes en régimen de cooperación internacional con editores y autores de diferentes lenguas. Se toma así la determinación de editar una única revista en varios idiomas (al final serán siete). Aparte de Bettschart (Benziger) tienen un papel decisivo el doctor Jakob Laubach (Grünewald), el editor italiano doctor Rosino Gibellini (Queriniana), conmigo en la Gregoriana, y luego el mencionado editor inglés Tom Burn (Burns and Oates) y el español Sanmiguel (Guadarrama). Pero el sostén financiero fuerte de esta obra común lo aportan los americanos con Paulist Press.

Surge un experimento singular: una revista que, aparte de salir a la vez en alemán, holandés, inglés, francés, italiano, español y portugués, es capaz de cubrir diez números anuales dedicados a diez disciplinas teológicas con sus propios comités de redacción: dogmática, pastoral, moral, espiritualidad, exégesis, historia de la Iglesia, derecho eclesiástico, cuestiones fronterizas, liturgia y teología ecuménica. Sólo la edición en polaco fue impedida, a los pocos números, por la jerarquía polaca. Importante para el futuro: aquí se hicieron amistades permanentes por encima de disciplinas, países y continentes. Pero volvamos de «Concilium» al concilio.

Impulso a la reforma de las estructuras

Hasta el 23 de noviembre de 1962 no se distribuye, por fin, el largamente esperado proyecto de Decreto sobre la Iglesia (el Esquema «De Ecclesia»). La propuesta del cardenal Ottaviani, de dar preferencia al Esquema sobre María para retrasar el de la Iglesia, es rechazada por la presidencia. Hasta la última semana del concilio, el 1 de diciembre, no comienza la discusión. El propio Ottaviani, como presidente de la Comisión teológica, presenta brevemente el Esquema (dando muestra de un humor macabro): parece que es muy poco pastoral, ecuménico y adecuado al momento... Los temores del cardenal se

confirman: piden la palabra 77 oradores, la mayoría de ellos con duras críticas.

Entre tanto, hace circular un Esquema de compromiso entre los padres conciliares monseñor Gérard Philips, de Lovaina (al que conocí en Münster como alguien capaz de decir cosas muy bonitas de los laicos sin tocar los privilegios medievales de la jerarquía). Pero lo que produce impacto de verdad son las duras críticas al Esquema de la Comisión por parte de Edward Schillebeeckx y Karl Rahner puestas en circulación entre los obispos. Mientras que Philips quiere mediar entre la Curia y el concilio, Rahner y Schillebeeckx abogan, con extensas explicaciones, por el rechazo. Lo que se critica sobre todo es que el Esquema se concentre en la dimensión visible, la jurídico-social, mientras que olvida la más interior y mística. Con un atronador aplauso es recibida la cáustica crítica, nada más comenzar, del obispo de Smedt (Brujas) en nombre del Secretariado para la Unidad, que denuncia el juridicismo, el clericalismo (la Iglesia como pirámide jerárquica) y el pomposo triunfalismo romántico del Esquema (e indirectamente de la Curia). No menos aplausos, luego, el 4 de diciembre, para la intervención, con perspectiva de futuro, del cardenal Suenens: todo el trabajo del concilio debería centrarse en la Iglesia, y concretamente en dos direcciones: la «ecclesia ad intra», por una parte, centrada en la naturaleza interna de la Iglesia; y la «ecclesia ad extra», por la otra, centrada en las relaciones de la Iglesia con el mundo y en el diálogo con los propios creyentes, con las otras comunidades cristianas y con el mundo moderno en general. Llama la atención: al día siguiente, el 5 de diciembre, el cardenal Montini, que hasta ahora ha estado siempre callado, se adhiere expresamente al cardenal Suenens, y con ello, de hecho, al distanciarse de la Curia, se ofrece a la mayoría progresista como papable, como candidato a papa. El 6 de diciembre, finalmente, otro papable, el cardenal Lercaro, de Bolonia, se pronuncia en la línea de los teólogos francófonos y latinoamericanos a favor de una «Iglesia de los pobres» (con consecuencias prácticas), lo que, de todos modos, encuentra en el concilio un eco relativamente escaso.

Mas ahora, otra jugada audaz del bloque curial: inmediatamente después de la intervención de Lercaro, el secretario general Felici lee una instrucción del papa relativa a los trabajos entre períodos de sesiones. «Porque curiosamente así lo disponía el calendario»: es lo que dice en la historia del concilio de Alberigo, de forma críptica y típica, su alumno G. Ruggieri (II, 406). Un modo grotesco de ocultar la jugada de la Curia. ¿Por qué? Porque sin mediar ninguna toma de decisión, de ese modo se cortan abruptamente todos los trabajos del concilio, y se evita con ello una desoladora votación negativa del Esquema de la Comisión. ¿Consecuencia? ¡Se impide un claro rechazo del Esquema sobre la Iglesia presentado, y de antemano, también, una reelaboración radical del mismo! Pero en el intermedio de los dos períodos de sesiones especialmente el dúo Ottaviani-Tromp, que no hará ascos a ningún subterfugio ni maniobra (ni siquiera a la política de asiento

vacío en las Comisiones) para bloquear la renovación, va a procurar que su viejo Esquema sobre la Iglesia (como otros Esquemas que se consideran ya «muertos») siga sobre la mesa de la Comisión y por tanto continúe siendo el texto permanente de referencia. De todos modos, en el momento en que se levanta la sesión el 6 de diciembre, sin votación ni decisión tomada, ninguno de nosotros se da cuenta de todo el alcance de la maniobra. Como tampoco del alcance de la simultánea instrucción papal determinando que la Comisión para la reelaboración del Código de Derecho Canónico tendrá como presidente al cardenal secretario de Estado Cicognani y quedará así fija en manos curiales. Los obispos están ahora, en general, más preocupados polla inmensa cantidad de textos conciliares que aún faltan por estudiar y por la enfermedad mortal del papa. Y, como es natural, todos estamos contentos por la hace tiempo deseada vuelta a casa.

El 8 de diciembre de 1962 se celebra con una solemne sesión pública el final del primer período del concilio. Comparada con la ceremonia religiosa de inauguración, la de clausura parece haber mejorado esencialmente: los obispos no «asisten» solamente, sino que oran y cantan juntos. También Roma se muestra capaz de aprender. Pero, de todos modos, qué alegría cuando, después de haber sufrido tanta añoranza, tras un largo viaje, paso por fin nuestro Gotardo invernal y empiezo a bajar hacia el lago Vierwaldstátter hacia Sursee. Reencuentro lleno de alegría con la familia y los amigos, y gestiones ante el gobierno de Lucerna para la licencia de obra de una pequeña casa en el lago de Sempach. Me la concederán; mi tío de Zofingen me ayuda a financiarla, con derecho a habitarla durante mi ausencia; pueden comenzar las obras. Luego continúo viaje a Tubinga, y aquí, el 19 de diciembre, dos clases sobre los resultados de la primera sesión del concilio. A la vez preparación de la publicación de todos mis artículos y conferencias antes y durante el concilio en un libro de bolsillo de Herder con el título «Iglesia en concilio». Lo acabo el 23 de diciembre de 1962 o sea, inmediatamente antes de la Navidad; aparecerá en la primavera de 1963, en medio de un período excitante para mí.

¿Estoy contento con el concilio? Ni siquiera la Constitución sobre liturgia se había aprobado definitivamente. No había resoluciones sensacionales. Y, sin embargo, yo defiendo con fuerza la idea de que, aun sin resoluciones, podemos estar contentos con la primera sesión. Ha brotado una nueva libertad, han aparecido muchas cosas buenas, pueden notarse importantes impulsos para la renovación de la Iglesia. La Iglesia reunida y representada en este concilio no me producía ya una impresión absolutista o totalitaria. De todos modos, la ausencia de laicos (¡sólo presentes en los observadores no católicos!) era algo más que una mera falta estética: la representación de los laicos como pueblo de Dios forma parte de un concilio que se celebra en la «hora de los laicos».

A pesar de todo, el concilio que está ahora reunido muestra a la Iglesia católica bajo una nueva luz. No sólo es que se halle en él representada la catolicidad universal con una imponente variedad de ritos y lenguas, razas y culturas, naciones y continentes. No sólo se ha reunido en él un número de obispos individuales que se consideran portadores de un mandato, sino el colegio episcopal de la Iglesia que, con bastante retraso, ha tomado conciencia de su propia dignidad, responsabilidad y autoridad. La relación, la cohesión, la comunión, la unidad incluso de los obispos entre sí, una unidad que hasta entonces la mayoría de las veces sólo se había tomado en serio en una dirección, en la relación con Roma, se ha vivido aquí, existencialmente, en una dimensión totalmente nueva. Y la marcada activación inesperada del colegio episcopal supone a la vez una activación de las Iglesias locales que hay tras esos obispos. ¡Muchas mociones se han hecho en nombre de todo un país o incluso de un continente!

La marcada activación inesperada del colegio episcopal y de las Iglesias locales ha tenido como consecuencia, naturalmente, un notable repliegue de la administración central, cuya principal función de subordinación a los derechos humanos se ha puesto de manifiesto en el concilio como nunca antes: un cardenal de la Curia no era con su voto más que un obispo entre muchos. Finalmente, el ejercicio del primado papal sobre el concilio ha dado al mismo una nueva credibilidad: no como un poder jurisdiccional casi dictatorial, sino como servicio recatado a la Iglesia y al colegio episcopal con la función de mediador y arbitro supremo. Ahora está claro que la Iglesia debe a Juan XXIII algo más que sólo un nuevo «estilo»; él es un modesto ejemplo de ese servicio supremo a la Iglesia, más basado en la Escritura, en el modelo de Pedro. ¿Y cuál es el resultado de esta conciencia de Iglesia nuevamente despertada? ¡La claramente mayor credibilidad de la Iglesia católica hacia dentro y hacia fueral

Entre las sesiones primera y segunda del concilio se me ofrecería una oportunidad de actuar en pro del concilio, de la renovación y de la ecumene como no tuvo casi ningún otro teólogo: después de todas las conferencias en el ámbito germanoparlante, una gran gira de dos meses de conferencias por los Estados Unidos de América e Inglaterra. Aunque no todos los católicos de aquellos países se alegraron.

Debate histórico y prohibición de enseñar

El susto es grande: en la edición del sábado del «Washington Post» de 23 de febrero de 1963 —dos semanas antes de mi salida hacia Estados Unidos— el titular de un extenso artículo es: «Ban on Theologians dramatizes Debate», «La prohibición de enseñar a algunos teólogos hace dramático el debate». Prohibición de dar una conferencia en la «Catholic University of America», en Washington D.C., por parte de la dirección del centro ¿a qué teólogos? A los dos jesuitas más conocidos de Estados Unidos: GUSTAV WEIGEL, el

ecumenista principal de América, y JOHN COURTNEY MURRAY, el que ha puesto las bases teóricas de una relación moderna y democrática entre Estado e Iglesia (por ello aparece en la portada de «Time» y es atacado públicamente por Ottaviani). Y también, el tercero, el ya mencionado benedictino GODFREY DIEKMANN, el más importante liturgista del mundo anglosajón y editor de «Worship», la principal revista litúrgica de Estados Unidos. Y el cuarto? El autor del libro «Council, Reform and Reunión». Yo estaba en la mejor compañía: Murray, Weigel y Diekmann en Estados Unidos, comparable a Congar, Rahner y Schillebeeckx en Europa.

Ya en el número de septiembre de la «American Ecclesiastical Review» mi libro, más que refutado con argumentos, había sido maltratado con invectivas. El autor del artículo tachó a este bestseller de «puré nonsense» y «ridiculous». Y afirma: «No ha llegado el momento, ni llegará nunca, en que se permita ni mucho menos se exija una renovación de esta doctrina (de Cristo) en el sentido de una reforma o modificación».

¿El autor? Monseñor JOSEPH FENTON, «un clérigo —se lee en el Washington Post— de considerable peso físico y mental», que edita esa revista desde hace ya veinte años, desde hace tiempo decano de la Escuela de Teología de la Universidad Católica y, por así decirlo, el representante de Ottaviani en Estados Unidos. Este inquisidor local es el que emprende la polémica primero contra la defensa de Murray de la libertad religiosa, luego contra la ciencia bíblica de carácter histórico-crítico y ahora contra mí. Apoyado por otro amigo de Ottaviani, el delegado vaticano («apostólico») Su Excelencia Egidio Vagnozzi, al que algunos obispos temen más que a Dios en persona. ¿Y de qué trata el «histórico debate que se desarrolla hoy en la Iglesia católica»? Según el «Washington Post», dado que la Iglesia católica se aparta del camino por ella seguido desde Trento y auna con los protestantes toda la potencia de sus fuerzas espirituales en contra del materialismo científico, la pregunta que se plantea es: ¿quién se impondrá en el espíritu del hombre, el materialismo que nada sabe de los misterios fundamentales de la vida, o la religión que cree en la revelación de esos misterios y de la última integridad de un poder espiritual sobrenatural?

Sea o no ésta una formulación exacta de la cuestión decisiva del presente, lo que sí es verdad es que el análisis del «Washington Post» acierta al describir los dos campos. En sentido positivo, están a favor de la renovación la mayoría de los obispos católicos de Francia y Alemania, la mayoría de los jesuitas bajo el liderazgo del cardenal Bea, los laicos católicos más influyentes, muchos obispos americanos y otros y, naturalmente, el papa Juan XXIII. Este campo ha llegado a imponerse en la primera sesión el concilio y representa la mayoría.

Pero en contra de la renovación están el cardenal Ottaviani y el «Santo Oficio», apoyados por la Curia romana, los obispos conservadores de todo el

mundo (incluidos, supuestamente, tres de los cinco obispos americanos) y gente como monseñor Fenton que, con el apoyo de Roma, sigue siendo capaz de impedir en la Universidad Católica conferencias de beneméritos colegas. Pero las autoridades de la Universidad Católica, sometidas a un estricto control episcopal, ante las numerosas protestas, incluso de algunos periódicos eclesiásticos católicos, se encuentran «embarrased» (preocupadas) y miran cómo evitar más daños a la Universidad Católica y a su credibilidad académica. Yo mismo, al final, advierto claramente en qué campo de minas me he metido al atreverme a pisar, como joven teólogo europeo, suelo americano. De todos modos, los Estados Unidos no habían entrado aún directamente en la guerra de Vietnam que tres años más tarde pondría en crisis a la sociedad americana. Entonces aparecerá el libro advertencia del senador William Fulbright sobre la arrogancia del poder («The arrogance of power», 1966), que en nuestros días recobra actualidad.

Estados Unidos: una feliz constelación

La decisión la había tomado yo ya muy pronto: en el «party» de Sheed and Ward, el 3 de agosto de 1962, en Londres, con motivo de la aparición de «Concilio y reunificación». Un jesuita americano quería hablar conmigo sólo cinco minutos. Yo empezaba a sentirme cómodo en el Reino Unido, cuando me sorprende este discreto y amable padre FRANCIS SWEENEY con su invitación a Boston. Ha hablado sobre mi libro con alguien que está encantado con él, nada menos que sir ALEC GUINNESS, que en 1956 pidió ser admitido en la Iglesia católica y en 1959 entusiasmó a todo el mundo como comandante británico en la película «El puente sobre el río Kwai»: «A most profound and devout man», me escribirá Sweeney más tarde; por desgracia, no llegamos a encontrarnos personalmente, como estaba previsto, por problemas de agenda.

Así, pues, mi compromiso es dar una conferencia en la universidad católica de Boston, en el Boston College, con motivo de la celebración de su centenario. En el año 1962, para un europeo América queda todavía relativamente lejos; y para un teólogo que ha de pronunciar una conferencia en público es todo un mundo distinto, y supone por ello un fuerte reto. Pero, pienso yo, si este americano tiene el valor de invitar a un joven inexperto, entonces éste tiene que tener el coraje de aceptar la invitación.

Y así, el 9 de marzo de 1963 vuelo desde Stuttgart, vía Francfort, a Nueva York. Por desgracia, cojo en el viaje un mal resfriado que me obliga a guardar cama en Brooklyn, en casa de mis anfitriones Wilfrid y Missie Sheed. ¿Pero faltar en Nueva York a un «party» de la editorial para el que han anunciado

su asistencia tantas personas? Imposible desde el punto de vista puramente técnico. ¿Qué hacer? Con fiebre alta, me llevan en coche al Hotel Plaza en la Quinta Avenida, junto al Central Park. En un gran salón saludo a incontables personas desconocidas pero extraordinariamente amables. Y luego, una breve alocución. Por consejo del médico tomo constantemente Coca-Cola y sudo como un caballo. Tras volver a casa, me doy cuenta de que, literalmente, he echado fuera la fiebre sudando. Ahora sé qué significa una «cura de caballo».

El 17 de marzo vuelo a Boston: con sus cuatro universidades, el centro intelectual de los estados de Nueva Inglaterra, donde está en marcha ahora un cambio estructural, para pasar de las ramas industriales tradicionales, como la naviera y la de maquinaria, a la alta tecnología y los servicios. En esta ciudad va a tener lugar mi primera presentación pública en Norteamérica, primero, por cierto, en una rueda de prensa en la que estarán presentes dos, tres docenas de periodistas y tres cámaras de televisión. Nunca me ha dicho nadie cómo debo comportarme con los medios, y la verdad es que a mis 35 años nunca me he parado a pensar en ello en serio. Hago, sencillamente, una cosa: centrarme absolutamente en lo que tengo que decir. Y eso, «mi asunto», lo tengo sin duda muy reflexionado y lo defiendo ahora, aunque a veces en un inglés un poco torpe, de forma convincente y enérgica con argumentos y humor. Y sobre todo con sinceridad y de forma directa: sin remilgos académicos ni unción clerical. Cuando decenas de años más tarde la televisión irlandesa me regale una pequeña película con una rueda de prensa mía de aquella época, no tendré más remedio que sorprenderme y sonreír de la naturalidad con que aquel «joven teólogo» —durante muchos años será mi título— defiende su tema. «Rem teñe, verba sequentur», «atente al tema, seguirán las palabras»: con esta máxima del político romano Catón (el Viejo) me explica el fenómeno decenios más tarde mi amigo Walter Jens, el único profesor de retórica de Alemania.

Pues bien, en la primavera de 1963, en Norteamérica, yo hablo en medio de una doble constelación favorable. Por una parte, me sé apoyado por el espíritu de reforma de JUAN XXIII y me presento con la experiencia y la autoridad de un teólogo del concilio. Más tarde muchos de mis enemigos piensan que, siendo yo «guerrero», necesitaba la oposición y que es mi guerra con el Vaticano lo que me ha hecho célebre. La verdad es lo contrario: a mí me han hecho conocido mis libros y los temas tratados en ellos, y considero que me da muchas alas el hablar «respaldado» en cierta medida por el papa y el concilio. Como Thomas Mann, podría decir que nací más para representar que para oponerme. Y la verdad es que no me va el papel de mártir (que Thomas Mann sí tenía en su mente).

Pero, por otra parte, me sentí relacionado también con el entonces nuevo presidente de los Estados Unidos, JOHN F. KENNEDY. Nunca yo, un católico europeo de 35 años, hubiera tenido tanta resonancia en el continente

americano sin este primer presidente católico, y además el más joven, de Estados Unidos. Kennedy sólo es diez años largos mayor que yo. Un año antes aproximadamente había iniciado su mandato: con el lema «New Frontiers» y un discurso inicial memorable. Casi cuatro décadas más tarde, en la Kennedy Library de Boston, volví a seguirlo casi en vivo en vídeo pero en pantalla grande, profundamente conmovido. En él se anunció —después de los años de Eisenhower, inertes en política interior y monótonos en una política exterior centrada en el conflicto Este-Oeste— una época de esperanzas, de nuevos planteamientos y de reformas. Todo ello, en consonancia espiritual con las intenciones nuestras en el concilio Vaticano II.

Importante también para mi arranque en Estados Unidos es, finalmente, el arzobispo de Boston. «My name is Cushing», es su amable y sencilla forma de saludarme con una voz ronca de fumador. El cardenal RICHARD CUSHING, procedente del pobre sur de Boston, es una figura muy popular en todos los círculos por su carácter y su bonhomía. Él me dice que «Heens» tiene toda su simpatía. Con él, con su capa y birrete púrpura, y el metropolita ortodoxo Atenágoras, completamente de negro, entro en el pabellón de deportes del Boston College. Ya cuando entramos aplauden unos tres mil oyentes. Sin experiencia alguna de América, donde todo es de dimensiones más grandes que entre nosotros, no sé valorar muy bien qué clase de recibimiento se me ha preparado allí. Y además, con el tema que yo iba a tratar y que no podía ser más provocador: «Iglesia y libertad».

¿Iglesia y libertad?

«Muy interesante —me había dicho en Tubinga antes de mi viaje a Estados Unidos, con una sonrisa amable, un simpático colega de la universidad de Yale, profesor de estudios judíos—; existe la Iglesia, lo sé; existe la libertad, también lo sé. ¡Pero no sabía que existieran juntas Iglesia y libertad!». Con esto queda ya planteado todo el problema. Sinceramente, ¿se puede utilizar en este caso la conjunción «y»? ¿«Iglesia y libertad»? ¿Se puede utilizar con sentido verdaderamente copulativo? ¿Es decir, de forma distinta a cuando se habla de «comunismo y libertad», y se piensa «comunismo en contra de la libertad»? Aquel colega americano no era cristiano; probablemente sus dudas no se referían sólo a la Iglesia católica, sino a cualquier Iglesia cristiana. «La intolerancia que se extendió en el mundo con la llegada del cristianismo es uno de sus rasgos más extraños», dice Bertrand Russell en un libro que lleva el título de «Por qué no soy cristiano» (1957).

Así las cosas, lo único que vale es una honestidad absoluta. Y asi, con todo el realismo posible, hago una descripción sucinta de las similitudes fenotípicas que hay entre el sistema romano y el comunista. Luego profundizo más ayudándome de la denuncia de Dostoiewski, en «La leyenda del gran inquisidor», de que la Iglesia ha traicionado el evangelio de Jesucristo y la

libertad que él trajo. Una denuncia que también afecta a las Iglesias de Lutero y de Cal-vino: también ellas han quemado en la hoguera a herejes y brujas y practicado o consentido todas las formas imaginables de falta de libertad y arbitrariedad, de autoritarismo y totalitarismo, cosa que, lógicamente, no sirve para disculpar, en modo alguno, a la Inquisición española o romana.

Mi contra-tesis: todo cuanto en la Iglesia se manifiesta de forma indiscutible como falta de libertad no es revelación de la esencia buena, esplendorosa de la Iglesia, sino revelación de su no esencia oscura y mala. De acuerdo con el mensaje sobre el que se funda la Iglesia, ésta, por su propia naturaleza, debería ser un espacio de libertad. Una Iglesia que anuncia el evangelio de Jesucristo no debe traer a los hombres esclavitud sino libertad: «Cristo nos ha liberado para la libertad» (Gal 5, 1). No aludo en todo esto a experiencias personales, pero como teólogo católico sé de lo que estoy hablando. Y por propia experiencia sé que esa libertad hay que conseguirla una y otra vez en la Iglesia. Por eso hablo a continuación de la libertad como don y como tarea, una tarea notablemente difícil, porque la amenaza de la libertad desde dentro es realmente más peligrosa que la amenaza desde fuera. Cuando la amenaza viene del mundo de fuera, el cristiano puede encontrar protección, refugio y libertad en la Iglesia (por ejemplo, en las Iglesias de la encerrada República Democrática Alemana pronto se haría eso realidad con toda claridad); pero cuando la amenaza a la libertad en la Iglesia viene de dentro, el cristiano sólo puede encontrar protección, refugio y libertad en sí mismo, en el sagrado reducto de su conciencia libre.

Y no hay que pensar para ello en casos extremos como Galileo o Juan de la Cruz en las cárceles de la Inquisición o Juana de Arco en la hoguera. Pensemos en los innumerables, conocidos y no conocidos, científicos, filósofos, teólogos, políticos que han caído en graves conflictos de conciencia. ¿Por qué? Porque representantes de la Iglesia no respetaron los límites que les marcaba la libertad de todos los hijos de Dios. Porque confundieron la revelación divina con una ideología. Porque se excedieron en sus competencias y se entrometieron en puras cuestiones de ciencia, filosofía, política o economía. Es una infinita tragedia que innumerable gente, precisamente en la época moderna, haya huido de la Iglesia, originariamente espacio de libertad, para buscar libertad en el mundo. Sólo una cosa se impone: que la Iglesia hoy, cuando la libertad se ve tan amenazada desde fuera y desde dentro, ha de procurar en mayor medida volver a ser una patria de verdadera hospitalidad para cuantos son sensibles a la libertad. Me sorprende y me da ánimos el que mi discurso sea interrumpido con aplausos frecuentemente.

Libertad de conciencia, de palabra y de acción

Ciertamente, en la Iglesia no debe reinar la arbitrariedad sino la libertad en un marco de orden. Pero las manifestaciones de libertad en la Iglesia no deben reprimirse. Eso empieza con la tan frecuentemente despreciada y condenada libertad de conciencia, que por fin Juan XXIII ha reconocido de modo inequívoco en su encíclica «Pacem in terris» y que, lo expreso ahora con claridad, se impone incluso frente al dogma, el cual nunca debe admitirse si va contra la conciencia.

Pero a la libertad de conciencia hay que sumar la libertad de expresión, y en este contexto vienen las palabras que inmediatamente encuentran eco en los medios, que me preceden a cualquier lugar adonde llego y me ocasionarán problemas en Roma: «Una manifestación de libertad grandiosa y esperada por muchos sería acabar, desde una actitud de valentía y confianza, con esas instituciones coactivas sin las que la Iglesia vivió muy bien 1.500 años y que hoy sin duda están pasadas: el índice, la censura previa, los métodos inquisitoriales donde se admiten denuncias y se mantienen secretos los delatores, los testimonios de cargo, el orden procedimental y las actas, donde no es oído el acusado ni se autoriza a éste tener un defensor, y se dicta condena sin fundamentarla. Tales métodos van en contra del evangelio, aparte de estar en contra del tan citado derecho natural. Es urgente que la Iglesia de hoy se aparte claramente de los métodos del Estado totalitario. Si la teología católica ha ido durante mucho por detrás de la teología evangélica en muchos terrenos como la exégesis, la historia de los dogmas o de la religión, etc., la culpa no está en la falta de inteligencia o de laboriosidad de los teólogos católicos, sino que hay que atribuirla a la falta de libertad». La noticia llegará hasta Roma: estas palabras fueron acogidas con un aplauso atronador.

La libertad de conciencia y de expresión culmina, finalmente, en la libertad de acción. El principio de los sistemas totalitarios que violentan la libertad de los hombres es: «¿Libertad?, la necesaria; ¿obligación?, la posible». En cambio, siguiendo el principio de subsidiaridad, el principio de la Iglesia católica debería ser el inverso: «¿Obligación?, la necesaria; ¿libertad?, la posible». Unidad, pero no indiferencia; «unitas», pero no «uniformitas»; un centro, pero no centralismo: eso exigen los tiempos a la Iglesia. Un programa dirigido a la praxis: Libertad, en primer lugar, en la liturgia: un Dios, un Señor, un bautismo, una eucaristía. Pero diferentes ritos, diferentes lenguas, diferentes pueblos, diferentes comunidades, formas de piedad, oraciones, cantos, vestimentas, estilos artísticos.

Libertad, segundo, en el derecho canónico: un Dios, un Señor, una Iglesia, una sola dirección. Pero diferentes órdenes eclesiásticos, diferentes órdenes jurídicos, diferentes naciones, diferentes tradiciones, sistemas administrativos, usos.

Libertad, en tercer lugar, en la teología. Un Dios, un Señor, un evangelio, una fe. Pero diferentes teologías, diferentes sistemas, diferentes mentalidades, diferentes terminolologías, diferentes tendencias, escuelas, universidades, diferentes teólogos.

Y cierro con estas frases: «¿Cuándo en los últimos siglos tuvo el mundo preocupaciones y problemas tan grandes como hoy? ¿Cuándo en los últimos siglos ha tenido la Iglesia, tuvo el cristianismo, tan grandes oportunidades como hoy? Sólo una Iglesia libre, la Iglesia como comunidad libre de los hijos de Dios libres, es capaz de aprovechar esas oportunidades. La libertad en la Iglesia no es una teoría, la libertad en la Iglesia es una realidad, es una exigencia. Cuánta libertad haya realmente en la Iglesia depende de ti, de mí, de todos nosotros». Por primera vez en mi vida sé lo que es una «standing ovation» (aplausos de los asistentes puestos en pie), que se prolonga hasta que abandono la enorme sala junto con el cardenal y el metropolita. ¡Qué alivio! La primera prueba estaba superada. Puedo continuar más tranquilo hacia Chicago, donde me esperan 5.000 personas en la McCormack Place. Y así sucesivamente, y luego hacia el oeste.

Mi descubrimiento de América

Durante mi viaje como conferenciante por los Estados Unidos me preguntan muchas veces si me gustaría escribir un libro sobre la situación de la Iglesia en América. ¡Tarea verdaderamente atractiva! Pero, a pesar de todo, no lo haré. Porque aunque se recorra el país durante ocho semanas con los ojos y los oídos bien abiertos, desde la costa este hasta la costa oeste, desde la frontera canadiense hasta México y luego otra vez al oeste medio, aunque se hable con un sinnúmero de personas, con cristianos católicos y no católicos, con obispos, sacerdotes y religiosas, con teólogos y laicos, en grandes salas y en pequeños grupos, en universidades, seminarios, «colleges» y parroquias, hay que reconocer modestamente, creo yo, que este gran país y esta gran Iglesia se llegan a conocer, en el mejor de los casos, superficialmente. Sería presuntuoso escribir un libro sobre ellos.

Yo llegué a Estados Unidos sin miedo, pero sí expectante y tal vez con un poquito de desconfianza. Y salgo de allí cargado de vivencias de incalculable valor. Lo primero que me ha impresionado ha sido la variopinta variedad de paisajes y ciudades. Algunas imágenes no podré olvidarlas: la vista de Manhattan durante un lunch en el restaurante del último piso del Time-Life-Building con el fundador y jefe de «Time» y «Life», Henry Luce, que me pregunta por el concilio, el papa y Teilhard, y su plana mayor. El impresionante «Seefront» de Chicago. Los montes y autopistas de Los Angeles. Las llanuras del oeste medio y los lagos de Minnesota. Pittsburgh con su «Golden Triangle» renovado con admirable energía. Houston, casi a punto de explotar por su capacidad de desarrollo. Seattle, que tanto se parece con su lago y sus montañas a mi patria suiza de Lucerna. El

«Dogwood» de Washington y sus «memorials» de un blanco resplandeciente. Y por último —para mí y para mucha gente, por supuesto, la más bella ciudad de América— San Francisco... y 6.500 oyentes en la universidad de San Francisco. Sólo entreveo lo que esta experiencia en los Estados Unidos significa para mi futuro. ¡Pero lo primero que siento es agradecimiento para los muchos amigos que me lo han hecho posible y me lo han enseñado!

Mi primer descubrimiento especial de América, de todos modos, es conocer una Iglesia con nueva vida y nueva energía una vez iniciado el concilio Vaticano II. Hablo de nueva vida y nueva energía, porque vida y energía ha habido siempre en la Iglesia de Estados Unidos. El visitante europeo siempre se sorprende de la cantidad de cosas que la Iglesia ha hecho en pocas décadas. Para mí es un honor especial hablar, como broche de mi serie de conferencias, en Washington en la más antigua universidad católica de los Estados Unidos, en la Georgetown University, fundada en 1791. Pero qué sorpresa me produce enterarme entonces de que el fundador de esta universidad, John Carroll SJ, sólo un año antes de dicha fundación se convirtió en el primer obispo de Estados Unidos, gran organizador de la joven Iglesia católica del país. ¡Qué corto espacio de tiempo, de sólo 170 años, y qué vigoroso progreso! 1790: un obispo y en torno a 35.000 católicos. 1963: unos 250 obispos y 44 millones de católicos.

Son sólo números, con la sequedad propia de las cifras, pero lo que significa ya el simple hecho de fundar la Iglesia en el espacio gigantesco de Norteamérica se advierte cuando a uno le muestran la sencilla iglesia colonial de St. Louis en la entonces «New Frontier» del oeste medio y la compara con la potente y dinámica archidiócesis actual de St. Louis en el corazón de América. O cuando se tiene la posibilidad de admirar las potentes construcciones educativas y asistenciales de la archidiócesis de Boston (1,7 millones de católicos) y el excelente trabajo de las organizaciones católicas de Chicago (2,3 millones de católicos). Qué significa solamente fundar, formar sacerdotes, construir templos, abrir escuelas en una ciudad como Los Angeles que se extiende imparable por millas y millas (¡con un diámetro de en torno a 100 kilómetros y bulevares una de cuyas casas lleva el número 16.000!)...

Y el mismo vertiginoso desarrollo que puedo ver en California (entre 1940 y 1950 su población ha aumentado un 59 por ciento) y conocer en Texas (en veinte años su población industrial se ha quintuplicado; Texas solo produce más petróleo que la URSS), se había dado antes en el oeste medio y, antes aún, en los grandes centros del este. En todas partes fue necesario en algún momento, antes que nada, sencillamente «establecer» con gran energía la Iglesia en parroquias y diócesis. Sólo europeos que no vieron el trabajo, el esfuerzo y el dinero que hubo que emplear en ello, se extrañarán de que no siempre sobraran aquí tiempo y fuerzas para la teoría y la reflexión, para la teología y la investigación.

Los europeos podrán preferir las escuelas públicas con clases de religión a un sistema escolar católico propio; podrán considerar que un impuesto para las Iglesias regulado oficialmente es mejor que un sistema de contribuciones voluntarias que exige muchas energías; podrán pensar que unas facultades de teología integradas en las gran des universidades públicas son más eficaces que unos seminarios diocesanos especiales apartados de los centros intelectuales. Pero, si se es justo, hay que empezar por reconocer con respeto y admiración los impresionantes logros de la Iglesia norteamericana con sus innumerables universidades, «colleges», escuelas, hospitales, templos y, con ellos, el esfuerzo heroico de la gente que ha hecho todo esto. La Iglesia católica, con su más de media docena de universidades y casi veinte «colleges», es hoy totalmente aceptada.

En el contexto de mis conferencias en Estados Unidos en 1963 hubo tres cosas que me llamaron la atención especialmente: 1. El número de oyentes —también para América extraordinariamente alto—, con una media de 3.000 (en caso de que el espacio fuera suficiente), que llegó hasta los 5.000, 6.000 y 8.000, entre los que muchas veces había cientos de sacerdotes y religiosos. 2. La acogida entusiasta, para mí sorprendente, por parte de los oyentes. 3. El eco en los medios más allá de la Iglesia católica, en las otras Iglesias y en los círculos seculares. Me da ánimos el que mis ideas de reforma, que en realidad no son solamente mías, comiencen a extenderse por todo este gigantesco país (precisamente ante la cada vez más perceptible obstrucción de los círculos pertenecientes a la Curia).

A nadie podrá sorprender que mis conferencias suscitaran también manifestaciones críticas: junto a monseñor Fenton, por ejemplo el obispo George Ahr de Trenton, New Jersey, también hombre de Ottaviani, cuyo veredicto de «nonsense» recorre todos los periódicos eclesiásticos. La crítica viene, en la mayoría de los casos, de gente que no ha escuchado mis conferencias y sólo ha leído informes de prensa poco imparciales. Con cuánta frecuencia se citaron en los periódicos frases referentes a más libertad en la Iglesia o en contra del índice mientras se dejaban fuera las que hacían alusión a la necesidad de un orden, del respeto a la autoridad o a la importancia del ministerio en la Iglesia. Observaciones provisionales frente a preguntas de periodistas sobre problemas muy necesitados aún de maduración (como, por ejemplo, sobre los matrimonios mixtos) se presentan a grandes trazos como tomas de postura básicas (¡y se sorprende uno de lo corto que puede ser el camino, a través de agencias, entre San Francisco y una hoja parroquial suaba!). ¿Pero se conseguiría algo, cuando se está casi cada día en una ciudad distinta, desmintiendo y puntualizando constantemente?

Acertada en parte y, en cualquier caso, importante me parece a mí, en cambio, la no muy benevolente crítica del rabí Arnold Jacob Wolf, de Chicago,

en la revista «The Christian Century»: en mi libro sobre el concilio yo no he prestado la necesaria atención al judaismo. Mi libro, que censura claramente la persecución de los judíos por la Iglesia y alaba las correcciones introducidas por Juan XXIII en la liturgia del viernes santo, se centra de hecho en el entendimiento entre católicos y protestantes. Y, efectivamente, me propongo estudiar intensamente tan pronto como me sea posible la historia de la relación entre Iglesia y judíos. Porque, como teólogo, sólo me pronuncio en público sobre temas importantes después de un estudio profundo.

El primer doctorado honorífico

Una cosa es para mí sorprendente: el despertar ecuménico. En Centroeuropa nosotros teníamos una más larga tradición de encuentro ecuménico, y la Iglesia de Estados Unidos, por diferentes motivos, necesitó un plazo más largo para arrancar. Pero ahora en Estados Unidos avanzan con más rapidez: con mayor espontaneidad, con más energía y con menos prejuicios tradicionales y exagerado doctrinarismo. Por doquier, en este gran continente, en un brevísimo espacio de tiempo, incontables grupos de discusión y trabajo. Incontables contactos nuevos entre cristianos y teólogos católicos, protestantes y ortodoxos, y más aún, entre cristianos y judíos. Los diarios y las revistas católicos están llenos de artículos de orientación ecuménica, y la radio y la televisión transmiten cada vez más programas comunes de católicos, protestantes y judíos.

Que la sensibilidad hacia la teología ecuménica ha aumentado vertiginosamente lo demuestra el creciente número de libros ecuménicos, como «Christianity divided», «Dialogue for Reunión», «The Layman in the Church», «Looking toward the Council»... Y también por la revista ecuménica de teología «Journal of Ecumenical Studies», planeada en Pittsburgh (más tarde, con sede en Filadelfia) y preparada por un muy buen equipo internacional e interconfesional dirigido por el profesor LEONARD SWIDLER (un antiguo alumno de Tubinga); yo seré uno de sus «associate editors». Especialmente satisfactorios, el nuevo interés de los laicos por la teología y el estudio teológico y las recientes iniciativas de las universidades católicas (por ejemplo la universidad de San Francisco, la de Notre Dame o la de Marquette, etc.) para responder a dicho interés creando «gradúate studies» y posibilitando las correspondientes graduaciones académicas.

En Europa se celebran desde hace tiempo jornadas ecuménicas en pequeños círculos. Pero nunca he visto aquí un encuentro ecuménico tan impresionante como el del seminario arzobispal de St. Louis, en el que el cardenal JOSEPH RITTER ha invitado en su propio nombre para la conferencia sobre «Iglesia y libertad» no sólo a todo su clero y a todos los seminaristas sino también a todos los pastores protestantes y ministros ortodoxos del territorio de su archidiócesis. El que el amable y muy culto señor cardenal estuviera sentado vestido como un sacerdote más en medio de todos los clérigos católicos y

protestantes me impresionó a mí más que muchas procesiones solemnes de jerarcas europeos.

En la University of St. Louis tiene lugar, en la misma época, el congreso anual de la National Catholic Educational Association. Unos 8.500 participantes se hallan reunidos en el enorme auditorio en cuña de la Opera House, donde se me da una distinción académica especial: mi primer doctorado «honoris causa». Se pretendía con él expresamente poner un contrapunto, inmediatamente antes de irme de América, al castigo que me había impuesto la Catholic University of America de Washington D.C. Parece que fue el cardenal Ritter o uno de sus colaboradores quien sugirió que se me diera tal distinción. En cualquier caso, me siento contento cuando, vestido de negro, con la americana birreta plana de doctorado, el rector de la universidad, Paul Reinert, me impone sobre los hombros la beca roja de la facultad de derecho y soy nombrado doctor honoris causa en derecho (LL. D.) como «a man of visión». Semejante distinción es para mí, sobre todo, no tanto un ornato personal cuanto un gesto político importante para mi tarea.

Naturalmente, las cosas no se ven así en el Vaticano. Están furiosos con que se ponga de relieve mi persona y todo lo que yo defiendo. El prefecto de la Congregación para los Estudios y Universidades, el cardenal GIUSEPPE PIZZARDO, ya el 25 de mayo de 1963 —el papa Juan XXIII se está muriendo— promulga una ilegal (sin sesión plenaria previa y sin el consentimiento del papa) «lex Küng»: en el futuro las universidades católicas no podrán conceder doctorados honoris causa sin el plácet de Roma. Una nueva limitación de la libertad de enseñanza académica que el secretario de la Congregación, el arzobispo DIÑO STAFFA, defiende en una conferencia de prensa argumentando que «Hay muchos expertos que dicen tonterías. Si le (a Küng) concedemos un título, podría parecer que aprobamos sus ideas». Según el «Time Magazine» (20 de septiembre de 1963) la cosa tiene relación con la publicación de mis críticas conferencias sobre el concilio en un libro de bolsillo, «The council in action» (1963), que, traducido a otras lenguas, tendrá no poco efecto. Ciertos rumores de incluirlo en el índice o de prohibirme la docencia, afortunadamente, no llegan a confirmarse.

Encuentra también un fuerte eco el «diálogo teológico», interconfesional y público, organizado el 15 de abril de 1963 por la universidad católica de Boston, el «Boston College», sobre Iglesia, Escritura y Tradición, en el que yo, junto con el jesuita francés JEAN DANIÉIOU, tengo ocasión de defender la visión católica, mientras que los brillantes americanos JAROSLAV PELIKAN, historiador de la teología en Yale, y ROBERT MCAFEE BROWN, reformado, también profesor de dogmática y activista político en Stanford, hablan en nombre de la teología protestante. En torno a los doscientos teólogos católicos y evangélicos de toda América (los protestantes, sobre todo de Harvard y Yale) toman parte en estos dos días. Yo, con el trasfondo del debate conciliar, defiendo el primado de la Escritura, de la Tradición original,

para la teología y la Iglesia, pero por otra parte también la conciencia, que, según Tomás de Aquino, ¡es norma subjetiva incluso cuando objetivamente está errada! El que sin preocupaciones por cuestiones de prestigio, con toda naturalidad, presidan el primer día el obispo católico de Manchester (New Hampshire) Ernest Primeau y, el segundo, el obispo episcopaliano de Massachusetts Anson Phelps Stokes, representa también, en comparación con lo que sucede en Europa, una muestra extraordinaria de encuentro ecuménico. Este diálogo teológico lo cierra el cardenal Cushing con un discurso muy constructivo sobre la relación entre la Iglesia católica y la ortodoxa: «La Iglesia como puente entre Este y Oeste».

Naturalmente, igual que en el ámbito protestante, también en el católico hay fuertes «nidos de resistencia». Típica de las hojas panfletarias católico-«romanas» que surgen ahora en algunos países, «The Wanderer» de los Hermanos Matt (St. Paul, Minnesota), apoyada por su anterior director el teológicamente ingenuo monseñor Rudolph Bandas. Frente a este amigo de Ottaviani toma mi defensa el leal benedictino suizo-americano Placidus Jordán, que se encuentra en el concilio enviado por el «Religious News Service» de Estados Unidos. Al principio felizmente comprometido en pro de la justicia social y la renovación litúrgica, pero anclado ahora en el pasado ante el cambio de paradigma que se perfila, «The Wanderer» nos anatematiza, con argumentos falsos y burdos e incluso «character assassination», no sólo a mí sino en general a obispos y teólogos «progresistas» como «herejes» y «modernistas». Si estos demagogos mordaces y enconadores (como más tarde en Alemania «Der Fels», «La Roca», o en Suiza «Timor Domini», «El Temor del Señor», conocido entre el clero como «Tumor Domini», «El Tumor del Señor») no hubieran sido tomados tan serio en el Vaticano ni sufragados tan generosamente por mecenas conservadores, habrían carecido de toda importancia.

El cardenal RICHARD CUSHING, un «roughie» (duro), a diferencia del «smoothie» (blando) cardenal Spellman de Nueva York, que ha conseguido peso en la Curia romana, se da cuenta de que, después de ocho semanas hablando y viajando diariamente por Estados Unidos, yo estoy un poco cansado. Ha seguido dispensándome su simpatía, aun después del revuelo público en torno a mi persona y al contenido de mis intervenciones. Cuando le solicito el imprimátur y un prólogo para la edición inglesa-americana de mi libro «Estructuras de la Iglesia», accede enseguida. Y, para mi sorpresa, añade que hace inmediatamente el «pedido de 1.000 ejemplares» para su clero y sus amigos. El prólogo que acompaña a su imprimátur, del 27 de noviembre de 1963, merece la pena ser reseñado porque en él se refleja algo del estado de ánimo que sustentó mi primer viaje por Estados Unidos: «No necesariamente estoy yo de acuerdo con cada conclusión y propuesta de las que hace este sacerdote y experto; pero no tengo la menor duda sobre su integridad científica y su entrega sacerdotal. Mis encuentros y conversaciones con él en Boston y en Roma me han convencido de ellas. Los

cristianos de América conocen sus primeras obras sobre el concilio. De hecho, en la memoria americana el nombre de Hans Küng está ligado como pocos otros al concilio y a la renovación de la teología católica. A nosotros nos ha hecho un gran servicio en nuestro país: con sus escritos, su visita, sus conferencias. No siempre ha encontrado aprobación unánime ni coincidencia con sus opiniones, pero ha logrado una admiración muy notable por su ciencia y modestia, verdaderos distintivos de un experto cristiano». Se comprende fácilmente que para mí estas frases resulten preciosas frente a tantas críticas del campo de Ottaviani.

«Un visitante inusual en Washington»

Uno de los signos más prometedores de los nuevos tiempos —lo he constatado en Harvard, Yale, en la universidad de Chicago, en la de California en Los Angeles y en la Rice de Houston, Texas— es el gran interés de las grandes universidades no católicas por la teología católica, a las que ahora acceden también cada vez más profesores y estudiantes católicos. Nadie se extrañará de que en ellas gocen de gran consideración teólogos como John Courtney Murray, George Tavard y Gustav Weigel, liturgistas como Godfrey Diekmann, historiadores de la Iglesia como John Tracy Ellis, canonistas como Stephan Kuttner (obtiene la nueva cátedra de Catholic Studies de Yale), sociólogos como Andrew Greeley, y también políticos católicos cultos como el senador Eugene McCarthy (Minnesota) y los hermanos Kennedy (Boston).

A Eugene McCarthy, senador demócrata del estado de Minnesota —que no hay que confundir con el fanático cazacomunistas y senador republicano Joseph McCarthy de Wisconsin (dimitido en 1954 y muerto en 1957)—, puedo contarlo luego entre mis amigos. Junto con su esposa Abigail me invitó, como huésped de honor, a una inolvidable cena de bienvenida en «The Nation's Capital». El contacto se ha debido a nuestro común amigo y perito conciliar el periodista monseñor VINCENT YZERMANS, de la pequeña pero muy activa diócesis de St. Cloud, Minnesota. Él además le ha contado al senador esa historia frecuentemente citada y que él mismo trasladaría más tarde a Roma en sus «Journeys» (1994): yo estaba probando su nuevo Chevrolet por el carril casi vacío y recto de la autopista de Minnesota y él se asustó al ver que iba a 110 millas por hora: «Me gusta conducir igual que hago teología —asegura él que le dije—: fast but safe!, rápido pero seguro». La verdad es que aprendí a conducir en Roma, en cuyo tráfico endemoniado importa más reaccionar rápido que respetar las normas.

El senador McCarthy es un profesor refinado y culto, tal vez un poco demasiado académico para más tarde (1968) ganar la presidencia como

demócrata en pugna electoral con el republicano Nixon. Entre los invitados, los embajadores alemán y suizo, y también el español Garrigues (que luego acompañaría a Jacqueline Kennedy por España). Éste dirá sobre la grandeza y los horrores de España, sobre el arte y la Inquisición, las mejores palabras que yo había escuchado y escucharé nunca. También yo me he acostumbrado, en este tiempo, a decir unas palabras («a few words») en la mesa y, naturalmente, aprovecho cualquier ocasión para hacer propaganda de lo que traigo entre manos en serio pero sin gravedad teutónica y, en lo posible, con humor.

La conferencia en la Georgetown University, a la que transmito los saludos de las universidades de Berlín, Bonn, Heidelberg y Tubinga, se desarrolla mejor que nunca y dura también más de lo habitual. La atención y el silencio se mantienen hasta el final. El que luego, de forma sorprendente, me ofrezcan una recepción los profesores y estudiantes de la Catholic University of America, cuya dirección me había puesto el «veto», me parece una victoria ulterior sobre una administración de mentalidad romano-curial. Parece que ésta ahora por lo menos «tiene infinitamente más miedo —me escribe más tarde el conocido canonista de allá Fred McManus— de que se conozcan públicamente sus actuaciones de supresión y opresión», y monseñor John Tracy Ellis, el principal historiador de la Iglesia católica de América, critica abiertamente «a decade of suppresion at Catholic University». Me hubiera gustado darles más a las muchas gentes que asistieron, y no sólo un apretón de manos y unas palabras de saludo. No menos alegría me depara la eucaristía que tengo ocasión de celebrar en un círculo familiar en el Sacred Heart College. Hace de ayudante un hijo del ministro de justicia Robert Kennedy, y una hija de McCarthy y una pequeña Kennedy reciben de mis manos la primera comunión.

Tras el bloqueo con que el «partido romano» intenta impedir mi presentación en Washington y en otros sitios, la intervención en la Georgetown University y en la Catholic University representa un doble triunfo. MARY MCGRORY, una importante columnista de Washington, en su artículo «La visita infrecuente de un teólogo» («America» del 8 de junio de 1963) capta bien los ánimos de entonces. Curioso volver a leerlo hoy: «Hans Küng, el más joven, más célebre y tal vez el más discutido 'experto' del concilio Vaticano, visitó recientemente Washington. Su presencia causó gran sensación en una ciudad que está habituada a tener muchos huéspedes. Nunca antes había tenido un teólogo un recibimiento así... 3.000 personas fueron a escucharlo y estuvieron sentadas en un atento silencio mientras, durante una hora y cuarenta minutos, el teólogo suizo de 35 años desgranaba su mensaje de 'libertad en el orden'. Cuando acabó, recibió una 'standing ovation'». Si se leen —seguía comentando— no sólo las notas de prensa que lo han precedido sobre la desaparición del índice y de la censura previa sino también su mensaje de libertad, reconfortante para muchos, se trata «no tanto de una revolución

sino de una vuelta, de una restauración de la 'libertad real que Cristo trajo a los hijos de Dios'».

La «New Frontier» de John F. Kennedy

Desde joven he tenido interés por la política de los Estados Unidos; es grande la similitud del sistema democrático suizo con el americano, a cuya semejanza se hizo en el siglo xix. Durante mis ocho semanas en Estados Unidos aprovecho cualquier ocasión para informarme mejor. En Washington me enseñan el Capitolio y extraña que la función de, por ejemplo, el «House Rules Committee» yo la conozca tan bien como la composición conservadora-liberal del Tribunal Supremo. Precisamente en el Washington político me aguarda el punto culminante de mi larga gira por los Estados Unidos. El 30 de abril de 1963 saludo personalmente en la Casa Blanca al presidente JOHN F. KENNEDY.

Es Ralph Dungan, desde los años cincuenta amigo y asistente del entonces joven senador de Massachusetts y presente en la mencionada cena del senador McCarthy, quien, a petición de monseñor Art Yzermans, agencia la «audiencia». Ya por la mañana temprano, acompañado de Vincent Yzermans y del decano de la Georgetown Joseph Selinger, me llevan a la Casa Blanca y, finalmente, al «sancta sanctorum» de la política americana: al Despacho Oval con el sillón giratorio de Kennedy y la mesa del gabinete, en la que leo sobre los diferentes sillones de cuero los conocidos letreros: «Secretary of State, Secretary of Defence, Secretary of the Treasury...». Al ministro de Defensa, Robert McNamara, lo conoceré personalmente mucho más tarde (con ideas totalmente distintas sobre la guerra de Vietnam, que ahora toma unas proporciones cada vez más peligrosas).

Ya en el concilio todos los días he tenido trato con «autoridades», con altas «dignidades» del clero señaladas por la púrpura —antiguamente, distintivo de emperadores y reyes— o al menos por el morado, con anillo y cruz pectoral. Figuras benevolentes, amables la mayoría de las veces, y de formas redondeadas y reblandecidas, con sus largas vestimentas, pero al mismo tiempo sacramente elevadas «por la gracia de Dios», porque, no en balde, según la idea corriente en Roma, su autoridad la han recibido personalmente de Jesucristo. Pero ahora me encuentro en la Casa Blanca con una autoridad totalmente distinta: el hombre más poderoso del mundo con un traje de calle beis, esbelto, deportivo y bronceado, sin distintivos, sin condecoraciones, sin anillo, con la mano izquierda abandonada en el bolsillo de la chaqueta. Una autoridad democrática, basada en cualidades personales y sostenida en la voluntad del pueblo. Sonriendo amistosamente John F. Kennedy me extiende su mano derecha; viene del tradicional desayuno de los miércoles con los líderes del Congreso y me los presenta: «Este es Mr. Johnson, vicepresidente.

Y éste, el senador Humphrey, líder del Senado, y el senador Mansfield, y éste el «speaker» de la Casa de Representantes, John McCormick». Y a mí me presenta a aquellos señores con estas palabras: «And this what I would call a New Frontier-Man of the Catholic Church» («y éste, a quien yo llamaría un hombre 'new frontier' de la Iglesia católica»).

Efectivamente: yo represento la «nueva frontera», la renovación de la Iglesia católica, y en mis conferencias provoco aplausos cada vez que hablo de la «New Frontier of the Catholic Church». Hay aquí un mismo tono, al que alude Kennedy. Él, que va normalmente a la iglesia, nunca ha escondido sus convicciones católicas, que fueron objeto constantemente de su campaña electoral. Pero a diferencia de lo que hiciera antes el también católico Al Smith, gobernador de Nueva York, el primer y hasta entonces el único candidato católico a la presidencia (el año en que yo nací, 1928), Kennedy logró desmontar los resentimientos de la población protestante y judía. No, como Smith, citando encíclicas papales y a dignatarios eclesiásticos, sino aludiendo a su comportamiento hasta entonces en el Congreso. También como presidente practica una sabia discreción sobre las cuestiones confesionales; no le gusta hacerse fotografías en la Casa Blanca con clérigos católicos. Sin duda le ha ayudado en ello la idea de una nueva relación entre Iglesia y Estado, como ha sido desarrollada por mi amigo John Courtney Murray. Y aún más, la nueva concepción de papado e Iglesia, encarnada por Juan XXIII y el concilio Vaticano II. También el demócrata Kennedy tiene la impresión de que cuenta más con el respaldo de las religiosas y los curas que con el de los obispos y monseñores, los cuales simpatizan mayoritariamente con los republicanos.

Un hombre libre de espíritu libre

Aunque, por distanciamiento crítico posterior, pueda disentir de muchas cosas de su vida y su obra política, ha habido pocos políticos que me hayan impresionado tanto como JOHN F. KENNEDY. Y hasta el día de hoy conservo en mi librería el pequeño busto de bronce que su hermana mayor, Eunice, me regaló con ocasión de mi segunda estancia en Washington, cuando visitamos el Kennedy-Center, donde el gigantesco pero nada abrumador original preside el largo y gran pasillo. Y tampoco quité de la librería ese pequeño busto cuando años más tarde leí las nada agradables «historias de mujeres» del presidente, que no dicen nada bueno sobre su integridad moral. ¿Por qué?

Todavía hoy a mí me impresiona el estilo de Kennedy: soberano, natural, de elegancia nada llamativa, siempre preservando su dignidad. También su retórica: clara, directa, «factual», ajustada, nunca altisonante, melodramática o pueril. Y, finalmente, su mentalidad: un espíritu disciplinado y analítico, reflexivo y atrevido a la vez, caracterizado por la confianza en sí mismo, la

apertura y el humor. Una vez que un alumno le preguntó, al saber que había sido condecorado varias veces en la Marina, cómo se había convertido en un héroe, él respondió: «It was easy (fue fácil); hundieron mi barco».

También me gusta que Kennedy no se dejó impresionar ni por generales ni por almirantes y era escéptico frente a la indoctrinación militar. Y frente a obispos y cardenales mantuvo una independencia respetuosa, nunca devota. En la campaña electoral explicaba una y otra vez que, como presidente de los Estados Unidos, no admitiría instrucciones ni del papa, ni siquiera en cuestiones de control de natalidad. Kennedy es un liberal en el sentido mejor y original del término, lejano de todo liberalismo doctrinario y agresivo.

Tan diferente de lo habitual en la corte vaticana, donde se tiene horror a los cambios: «pensiamo in secolü», «¡pensamos en siglos!»; y donde lo decisivo no es la competencia objetiva, sino la gracia del príncipe («persona grata» o «non grata») y la relación personal. En este sentido, Kennedy encarna para mí un nuevo estilo de gobierno competente, reflexivo y activo. Graduado en Harvard, sin miedo a los profesores, desde el principio, más que cualquier otro presiden te antes que él, se rodeó de asesores científicos destacados. Como colaboradores y conversadores sólo se conforma con los mejores. Y sólo con nuevas formas en el proceso de decisiones se percibe la responsabilidad del presidente de la primera potencia occidental.

Pero al mismo tiempo Kennedy sabe entusiasmar a la generación joven no sólo de América sino también de Europa. Y así muy pronto crea el «Peace Corps» bajo la dirección del capaz Sargent Shriver, el marido de su hermana Eunice, con el que trabaré amistad algo más tarde. Y Ralph Dungan tiene una especial participación en el proyecto de la «Alianza para el Progreso» con Latinoamérica, basada más en la colaboración mutua, y será luego embajador en Chile. Y la biografía de otro estrecho colaborador de Kennedy, Theodore C. Sorensen, me la leeré más tarde desde la primera página hasta la 880, subrayando los pasajes que considero más importantes. De él tomo la caracterización de Kennedy: un «free man with a free mind» (un hombre libre de pensamiento libre). Y también muchos otros pequeños paralelismos que me divierten: gran intensidad en el trabajo y un ritmo de trabajo rápido, liderazgo inspirador y muy exigente con su equipo, y la facilidad para dormir, aunque sea brevemente, en cualquier momento, en el avión, el coche o el hotel. Ni cazador ni pescador, pero amante siempre del aire libre y, sobre todo, del agua...

En el fenómeno Kennedy me fascina la mezcla de carisma y competencia, de irradiación y efectividad. Me interesa —a la vista de los defectos de liderazgo y los problemas estructurales que hay en mi propia Iglesia— la cuestión del liderazgo y la posibilidad de cambiar grandes aparatos, reajustándolos: su relación con el poder, ágil, pero no por el poder en sí, ni sólo por orgullo personal, sino como deber con la nación, como la forma de hacer algo por el

bien de la generalidad. Al comienzo de su actividad política estaba más centrado en, sencillamente, ganar. Pero a medida que fue aumentando su responsabilidad, para él fueron ganando en importancia las ideas y los ideales. En una época de enormes retos tanto en política exterior (la carrera con la Unión Soviética) como en política interior (los derechos cívicos de los negros) —lo demuestra su gran discurso de toma de posesión del 20 de enero de 1961— él quiere empezar una nueva era de esperanza: servicio público antes que intereses privados; negociación sin miedos antes que guerras terribles; nuevas relaciones constructivas entre Este y Oeste, negros y blancos, empresarios y sindicatos.

Kennedy combate con éxito la inflación, encauza la economía y acaba con el paro. Naturalmente, también tiene fracasos: de la invasión de Cuba planeada por su antecesor y malograda (abril de 1961) asume él enseguida la responsabilidad. Pero en octubre/noviembre de 1962, de forma soberana —sin enfrentamiento militar, sólo mediante bloqueo marítimo—, obliga a alejar los misiles soviéticos de alcance medio, soluciona así la crisis de Cuba y se hace con la iniciativa en el control de la carrera de armamentos. ¿Quién sabe lo que hubiera podido hacer realidad de sus ambiciosos programas en cuatro u ocho años de mandato, teniendo enfrente a unas poderosas fuerzas conservadoras en el Congreso? Pero a Kennedy no se le concedieron ni tres años de presidente.

Todavía un poco antes de mi visita a la Casa Blanca, el presidente tuvo que utilizar tropas federales contra unos blancos fanáticos con motivo de una manifestación de negros en Birmingham (Alabama). Un mal presagio. En política exterior, aumentó peligrosamente la intervención de Estados Unidos en Vietnam, con fatales consecuencias. Sin duda que, como respondía su hermana Eunice ante mi objeción, él habría encontrado luego rápidamente la vía de abandonar ese compromiso. En su libro «Profiles in courage», que le reportó el premio Pulitzer, Kennedy escribe: «Un hombre hace lo que tiene que hacer a pesar de las consecuencias personales, a pesar de los... peligros; y ésta es la base de toda moralidad humana».

¿Qué hubiera pasado aún con su presidencia? Me lo pregunto con profunda tristeza, porque el mismo año 1963, el 22 de noviembre, John F. Kennedy fue asesinado en Dallas. «¿Qué era lo que caracterizaba a su hermano Jack?», pregunto yo más tarde a Eunice durante un largo viaje en coche desde su magnífica residencia en Virginia hasta Washington: «He just liked people!», «¡Sencillamentc, que quería a la gente!».

Balance satisfactorio, con algunas sombras

La tarde del 30 de abril de 1963 vuelo de Washington a Londres, abrumado por todo lo que he vivido en América. El 2 de mayo comienza en Tubinga el semestre de verano. Pero no he querido rechazar tres invitaciones muy

importantes de Inglaterra. Y así, ya en las tardes inmediatamente siguientes, el 1 y el 2 de mayo, hablo sobre Iglesia y libertad en un abarrotado King's College, en Londres, y el 3 de mayo, en la universidad de Oxford. El sábado 4 de mayo, por la mañana, en coche a Cambridge (entre las dos célebres ciudades universitarias competidoras no hay, curiosamente, buenas conexiones ni de tren ni de carretera). En contra de lo que esperaba mi amable conductor Fergus Kerr OP, un viaje emocionante y engorroso, porque había mercado por todas partes. Llegamos con retraso. Carrera por el césped hasta el King's College. Me refresco la cara con agua fría. Y comienzo enseguida mi conferencia en el auditorio, donde hay sentados oyentes hasta en los poyos de las ventanas. También en este caso, al final, un gran aplauso. Y así el domingo, 5 de mayo, contento en todos los sentidos, tomo el último vuelo de Londres para Francfort y Stuttgart, y puedo por fin volver a mi querida Tubinga.

¿Qué se ha conseguido? El joven dominico THOMAS RIPLINGER, de Chicago, más tarde doctorando mío en Tubinga, dibuja el estado de ánimo tras la lectura de mi libro sobre el concilio en su residencia de estudiantes en Chicago y dice que eso provocó una «explosión intelectual»: «No había ya temas tabú. En la Iglesia americana el libro de Küng y su viaje de la misma época dando conferencias sobre el tema 'Libertad en la Iglesia' desencadenaron una explosión que todavía resuena en la Iglesia y en sus organizaciones. 'Libertad' era lo último que los católicos americanos hubieran relacionado con la Iglesia católico-romana. Y de pronto ella se convertía en programa. El libro de Küng abrió las compuertas a la teología católica en América. Las nubes que se hallaban amenazantes sobre las cabezas de teólogos como Chenu, Congar, De Lubac, Daniélou, Bouyer, Courtney Murray, Rahner, Schillebeeckx, se deshicieron de momento en el aire».

Fue sin duda lo que hoy llamamos un cambio de conciencia. La parte principal de mis exigencias de entonces quedará recogida en los decretos conciliares. Pero, desde luego, no es éste el único criterio para enjuiciar lo que se consiguió. Por ejemplo, la exigencia de que se suprimiera el índice de libros prohibidos que había caracterizado toda la época antirreformista (a partir de 1564) no fue planteada antes de 1960, estando ya Juan XXIII, por ningún teólogo u obispo destacados, y se vio satisfecha en la realidad. Y no porque dicha supresión se discutiera en el aula o estuviera prevista en algún decreto conciliar, sino porque el índice, del que aún hablaremos, fue enterrado silenciosamente por Pablo VI al final del concilio en el marco de una reforma de la Curia.

Y para ello hizo falta un catalizador. En el artículo de la célebre «Current Biography» americana dedicado a mí, de julio de 1963, se destaca especialmente mi petición de que se suprimiera el índice. Y, en sentido inverso, en mi patria soy atacado ferozmente por mi «ataque teológico contra el índice», del que ha dado cuenta también la prensa suiza: supercrítico, el ya

conocido por nosotros moralista de Lucerna y antiguo alumno del Germánico profesor ALOIS SCHENKER, que ahora arremete contra mí en varios artículos de una hojita titulada «El Centinela. Heraldo del reino de Cristo» (tras un obsceno ataque a Hans Urs von Balthasar había sido por fin destituido por el obispo como editor del «Schweizerische Kirchenzeitung»). Para ello se apoya en el colega CHARLES JOURNET de la universidad de Friburgo, el cual ha dedicado un artículo a mis propuestas de reforma con el título de «Zuviel ist zuviel» («Lo demasiado está de más»). Journet: uno de esos teólogos que, efectivamente, han escrito una gran obra sobre la Iglesia, pero que luego no quiere saber ya nada de novedades, por lo que más tarde será ascendido a cardenal.

PETER HEBBLETHWAITE, probablemente el observador más sabio e inteligente del concilio, jesuita inglés y biógrafo de Juan XXIII y de Pablo VI, escribe sobre esta época: «La Curia estaba furiosa por la forma en que este joven retoño denunciaba al Santo Oficio y exponía en prensa y en televisión su personal programa para el futuro concilio, mientras teólogos sólidos y personas serias, como ellos mismos, se intercambiaban correctos informes en latín sobre los límites de la 'exención' religiosa. Aquello era insoportable». Pero aquel joven experto también tenía ya una serie de apoyos: el cardenal Kónig, el cardenal Liénart, y también en la Curia parece que algunos se alegraban de ver cómo «Ottaviani había encontrado, por fin, a un enemigo igual». Y sigue Hebblethwaite: «Racionalmente habría que concluir que, hiciera lo que hiciera la Comisión preparatoria, Küng había fijado la agenda real del concilio y marcado las líneas de batalla para la primera sesión del mismo. Nunca un teólogo solo volvería a tener tanta influencia».

La valoración de Hebblethwaite demuestra que de hecho es grande en la Iglesia y en la cristiandad, en el clero y en el pueblo, la disposición para la renovación de la Iglesia católica, para la reunificación de los cristianos separados y para una actitud más constructiva en relación con el mundo secular, tal como pretende, inspirado por Juan XXIII, el concilio Vaticano II. Las cosas están maduras para hacer realidad un programa como el que se expone en «Council, Reform and Reunión» y que en mis conferencias con el título clave de «libertad» se ha convertido en tema de discusión pública. Y también hay motivos para añadir que en ninguno de los siglos anteriores la credibilidad de la Iglesia y del papado fue tan grande como lo es en estos años de Juan XXIII y de la primera sesión del concilio. Y —por desgracia— nunca volverá a ser tan grande. No; la lucha secular por la figura de la Iglesia y del cristianismo aún no se ha decidido.

Peligro de fracaso

A pesar de todos los impedimentos y dificultades es posible —y también esto lo demuestra Hebblethwaite— que un individuo pueda movilizar algo en esta Iglesia sin dividirla, si en el marco de una constelación favorable está bien

informado y motivado y persigue su «causa» con decisión y coherencia y, en cualquier caso, tiene un alto grado de disposición para el riesgo. También, lógicamente, con peligro de fracasar.

Por pura casualidad, este domingo de pascua por la tarde en que escribo estas líneas, vuelvo a ver el comienzo del grandioso filme «Lawrence de Arabia» dirigido por David Lean, del año 1962. En realidad, sólo quiero volver a ver a Alee Guinnes, este entusiasta lector de mi libro sobre el concilio y sin duda el más grande artista de la transformación en la historia del cine, en este caso en el papel de príncipe árabe Faisal. Pero enseguida vuelvo a sentirme atrapado por la actuación, aproximada a la historia, de Peter O'Toole de ese voluntarioso joven oficial inglés, tenaz, y más tarde jefe guerrillero, Lawrence, que el 6 de julio de 1917, tras una marcha por el desierto de dos meses, conquista la ciudad de Akaba en el extremo nororiental del mar Rojo con un pequeño grupo de soldados árabes. Que desde aquí, con sus árabes, lucha por la independencia y el sueño de una única nación árabe. Que luego participa con el general británico Allenby en el desfile de la victoria sobre los turcos en Jerusalén y posteriormente, todavía, conquista Damasco con sus guerreros. Pero a la vez este mismo Lawence es engañado en su sueño por la clase política de su país: mediante un malhadado acuerdo secreto, traicionando a los árabes, del gobierno británico con el francés, Siria y Líbano quedan bajo mando francés y Palestina bajo mando británico, de forma que Lawrence, ascendido a coronel con sólo 30 años, a los 34 dimite, se retira a Inglaterra y en señal de protesta incluso renuncia a su condecoración real.

Año 1963: tengo ahora 35 años. ¿Qué va a pasar conmigo? No, en verdad no soy un optimista de profesión, no reprimo las dudas ni las consideraciones que una y otra vez surgen; reflexiono intensamente y no me dejo llevar por ilusiones. También en este primer viaje de conferencias por los Estados Unidos, incluso con todos sus éxitos, percibo lo largo que es el brazo oculto de la Curia romana y su «Santo Oficio». La old-boys network romana sigue funcionando, y todavía partes importantes del episcopado (un ejemplo, el arzobispo de Denver, que prohibe mi conferencia en la universidad de Colorado) son tan adictas a Roma como todos los clérigos ansiosos de carrera y títulos. La mayoría de ellos no han votado a Kennedy, sino a Nixon. Se ha corrido la voz de que el delegado vaticano Egidio Vagnozzi sigue haciendo todo lo posible para que los «colleges» y seminarios católicos se abstengan de invitar a este peligroso joven teólogo. Y de este mismo capítulo forma parte el que con apoyo suyo el arzobispo de St. Paul, Minneapolis, Leo Binz (teológicamente endeble), y el arzobispo de Los Angeles, el cardenal Mclntyre (antiguo empleado de Wall Street de gran voluntad y estrechos horizontes), ambos grandes amigos de Ottaviani, incluso hicieran suspender conferencias públicas ya organizadas en instituciones católicas dentro de sus dominios. Mejor pasar por alto aquí las diversas conversaciones telefónicas, lastimosamente largas, que desde San Francisco mantuve en vano con la

cancillería de Los Angeles, que esgrimía argumentos enrevesados. Cuánta falsedad (peor que la mentira) sigue habiendo, todavía, en nuestra Iglesia. El teólogo americano Ronald Modras, haciendo un repaso del pasado, afirma: «El intento de los altos dirigentes de la Iglesia de marginar a Küng y desacreditar su teología sólo consiguió que para cientos de miles de católicos de todo el mundo —y especialmente de Estados Unidos— se convirtiera en una figura simbólica del concilio».

Pero, precisamente, las «figuras simbólicas» llevan una vida peligrosa. Los relatos de mi actividad en los Estados Unidos —Peter Hebblethwaite estaba sobrado de razón— crearon alarma en los círculos reaccionarios de la Curia romana. Aún no han sido desposeídos de poder ni por el papa ni por el concilio, y más bien se defienden, frente a la amenaza de perder su poder por obra del concilio, con la habitual lógica, refinamiento maquiavélico y decisión creciente. Y en el período entre sesiones lo hacen igual que antes. Ya en la misma semana de mi vuelta el obispo Leiprecht me pide que vaya a verlo a Rottenburg. Ha recibido correo de Roma, y está claro que no son escritos de agradecimiento. El lunes 13 de mayo tiene lugar la visita, en la que me enseña enseguida tres escritos de advertencia de Roma: uno del «Santo Oficio», otro de la Congregación para los Estudios, y un tercero, sin llegar a entregármelos. Yo tomo nota de todo, e intento ganar su comprensión hacia mis posiciones y acciones. Pero lo cierto es que estoy advertido.

Con mi viaje americano-inglés de ocho semanas yo le había exigido algo —¿o tal vez demasiado?— a mis fuerzas. Siempre en avión y cada vez en una ciudad distinta; en todas partes, ya la mayoría de las veces a la llegada, entrevistas y conversaciones, pequeñas intervenciones en recepciones y comidas; luego, las conferencias propiamente dichas y las mesas redondas... Se comprende que la gente aproveche cualquier ocasión para preguntar al joven teólogo conciliar europeo sobre Dios y el mundo, la Iglesia y el concilio, el papa y la Curia. Y así la mayor parte del tiempo —aparte de los días de pascua en México con mi amigo de la Gregoriana Bob Trisco, ahora profesor de historia de la Iglesia en la Catholic University of America—, generalmente desde el desayuno hasta bien entrada la noche, estoy digamos que «on duty», «en servicio». Todo resulta más fácil si lo que haces, lo haces con alegría y sientes la simpatía de la gente.

¿Y nunca se pone usted enfermo}, me preguntan. No, aparte de las enfermedades normales de la infancia (sarampión) y de ocasionales resfriados o molestias de estómago, nunca he tenido una verdadera enfermedad y durante décadas no la tendré; nunca estuve hospitalizado ni guardé cama más de dos o tres días. A pesar de todo, tras mi vuelta, por primera vez me hago un chequeo completo en el policlínico de la universidad de Tubinga. El nuevo jefe del centro, profesor HANS ERHARD BOCK (todavía presente en nuestras conferencias en la universidad en 2002, ya con 93

años), me diagnostica una salud robusta pero «un sistema neurovegetativo lábil». Ello me asusta, hasta que él me explica que sin la sensibilidad que eso me garantiza no escribiría los libros que escribo.

Muerte del papa del concilio

A finales de noviembre de 1962, cuando está para acabar el primer período, se corre por el concilio la voz de que el papa JUAN XXIII tiene un cáncer de estómago incurable. En el Vaticano algunos malintencionados hablan de la «mano de Dios». Sólo le quedan seis meses. A la ceremonia de clausura del 8 de diciembre de 1962 ya no asiste personalmente, en la Basílica, el anciano de 81 años. Manifiesta el deseo de dar su bendición al concilio desde su despacho de trabajo en el Palazzo Apostólico, y así ya un cuarto de hora antes todos, obispos y teólogos, dejamos la iglesia de San Pedro y nos reunimos entre la columnata de Bernini y el obelisco.

Con tristeza soy consciente de que es la última vez que voy a ver físicamente presente a este papa que para mí ha representado la gran esperanza y el aliento. Con voz aún firme dice unas palabras de ánimo y luego da su bendición. Pero, como si no pudiera arrancar e irse, vuelve a hablar después de la bendición y termina diciendo: «E adesso, ancora una benedizione!», «¡Y ahora, otra bendición más!». Con un pontífice más sospechoso de formalismos se habría uno preguntado críticamente que a qué venía una segunda bendición, que si la primera no había valido o es que ahora se repetía... Con el papa Juan estas preguntas jurídicas están más que de más. Para el «papa bueno» —así le gusta llamarlo con cariño a la voz popular—, en cambio, no es más que una manifestación espontánea de su bondad. Un papa que irradia amor cristiano en lugar de poder eclesiástico.

Su testamento, más importante que todas las manifestaciones privadas, será su última encíclica, titulada Pacem in terris, del 11 de abril de 1963: no en un lenguaje curial, como es habitual, sino moderno; no, como hasta ahora, dirigida sólo a los obispos, al clero y a los laicos católicos, sino expresamente «a todos los hombres de buena voluntad». En ella se manifiesta a favor de una paz duradera basada en un orden mundial justo. Efectivamente, mientras papas anteriores condenaron los derechos del hombre, éste ve en ellos —¡siempre, por supuesto, junto con los deberes correspondientes!— la base del nuevo orden mundial. Y mientras papas anteriores hablaron siempre exclusivamente de la «libertad de la Iglesia» para actuar sin impedimentos, él se pronuncia claramente a favor de la «libertad del cristiano» e incluso de la libertad de conciencia y religiosa de todo hombre. Está claro que el borrador principal de la encíclica no ha salido ya de Tromp, sino de monseñor Pavan (de la universidad Lateranense).

Papas anteriores habían alentado a los católicos a combatir o al menos a distanciarse de quienes pensaban de otra manera (protestantes, judíos,

liberales, socialistas, comunistas...); Juan, en cambio, llama a trabajar juntos al servicio del bien común. Las Naciones Unidas, miradas con recelo por la Curia, y la Declaración universal de los derechos humanos de 1948, ignorada por Pío XII, son ahora reconocidas como «signos de los tiempos» queridos por Dios. La participación de la mujer en la vida pública, los derechos de las minorías, la autonomía de los países en vías de desarrollo, el rechazo de la carrera de armamentos de alta tecnología y atómicos y la defensa de las negociaciones y los tratados: éstos y otros son temas que encuentran un fuerte eco positivo en la Iglesia y en el mundo. Y que crean alarma ¡en el «Santo Oficio» y en la derecha italiana! Cuando el 18 de abril de 1963 los comunistas logran en Italia más de un millón de votos (el 25,3 por ciento), a pesar de una clara instrucción en contra de la Conferencia Episcopal Italiana e incluso de las amenazas de excomunión de Ottaviani, la prensa de derecha echará las culpas al silencio del papa Juan. Como si el voto de los comunistas no hubiera pasado, ya con Pío XII, del 19% (1946) al 22,7% (1958). Pero no es sólo el jefe de la CÍA americana, John McCone, el que piensa que debe advertir al papa sobre los comunistas de Moscú e Italia; también el cardenal Ottaviani alarma a altos mandos militares sobre las catastróficas consecuencias de la audiencia privada concedida al ateo Adyuvei —yerno de Kruschev y redactor jefe del gubernamental «Izvestia»— y de la «peligrosa» distinción entre el error y los que yerran. Sólo el presidente Kennedy hace llegar palabras de ánimo al papa a través del cardenal Cushing.

A Juan XXIII le quedan ahora sólo unas pocas semanas de vida, y sus fuerzas van desapareciendo. A pesar de los indiscutibles puntos débiles como jefe de este papa demasiado bueno, que no es posible silenciar, durante el corto pontificado del papa Roncalli, en cinco años la situación de la Iglesia católica y del ecumenismo ha mejorado más que en los últimos cincuenta, y casi más que en los últimos quinientos. Ha quedado confirmado que este papa no era un papa de transición, sino el papa de la gran transición. ¿Habrá que extrañarse, entonces, de que todos los hombres de buena voluntad le estén agradecidos y estén pendientes de su vida cuando se acerca la fiesta de Pentecostés de 1963? Junto con cristianos, el rabino mayor, con un grupo de judíos de Roma, se han reunido por la tarde en la plaza de San Pedro para orar por su vida. Todas estas personas han comprendido que están ante un hombre que ha entendido su ministerio como servicio a la Iglesia católica, a la cristiandad, al judaismo y también a todos los hombres de buena voluntad. Incluso en la agonía de tres días que antecede a su muerte y que él conocía desde hacía mucho tiempo, ha mantenido ese servicio: sin ninguna clase de «pathos» y sin dárselas, como dos de sus sucesores, de un segundo Cristo como «varón de dolores». Exactamente tres semanas después de mi entrevista con el obispo Leiprecht en Rottenburg, la tarde del lunes de Pentecostés, 3 de junio de 1963, me entero, como todo el mundo, de la noticia de la muerte del papa del concilio, Juan XXIII. Seguro, no soy yo sólo el que tiene lágrimas en los ojos.

Un papa que era cristiano

Juan XXIII, a diferencia de su predecesor, no quería ser un gran eclesiástico, orador, diplomático, científico y organizador, como ya dijo en su discurso de coronación, sino sólo un buen pastor. A imagen del Pedro bíblico, él quería consolar, fortalecer y motivar a sus hermanos y hermanas. Con el tiempo se fue mostrando cada vez más como grande en el servir, respaldado por la palabra de Otro de grandeza incuestionable: «Quien quiera ser el más grande entre vosotros, que sea vuestro servidor». No enseñaba, sino que vivía un papado nuevo. Así introdujo en el papado un cambio de paradigma que inicia una época: en lugar de un primado romano absolutista, como era desde Gregorio VII e Inocencio III hasta Pío IX y Pío XII, un primado pastoral de servicio. Un papado de rostro humano, cristiano.

Nada extraño que, ya pronto, Karl Barth me dijera una vez: «Ahora, a diferencia de la época del señorial Pío, escucho desde la cátedra de Pedro 'la voz del buen Pastor'». Y en este momento, tras su muerte, no en todos los sitios, efectivamente, gusta el contraste entre Juan y Pío: la oficiosa «Documentation Catholique» (París) se niega a publicar mi nota necrológica sobre todo porque «hace alusión al nepotismo de Pío XII», aunque desde la redacción se me comunica: «Imposible describir mejor la figura de Juan XXIII, pero no siempre conviene decir todas las verdades ('toutes les verités ne son pas toujours bonnes a dire')». Voilá: ¿mejor maquillar, ocultar, mentir, aun con carácter postumo?

El papa Roncalli, ¿un santo? Sin duda, para la gente él resulta no sólo un buen hombre sino un verdadero cristiano. Su diario íntimo demuestra, con toda su hombría de bien, la sabiduría de un corazón ancho: lo que le importa, profundísimamente, es imitar a Cristo. Él quiere ser con toda normalidad «imagen del buen Jesús» y, como papa, «servidor de Dios y servidor de los servidores de Dios». No era una persona extraordinaria, ni mucho menos un santo. Ni apariciones de María ni de Cristo, nada de misterios de Fátima ni espectáculos piadosos. «Pío X era un santo y no lo sabía Pío XI no lo era y lo sabía; Pío XII lo era y lo sabía», se decía de broma en la Curia. ¿Y Juan XXIII? Un papa que no necesita «canonización», ni siquiera por parte de historiadores conciliares que callan sus fatales errores. ¿Qué importa la constantemente distorsionada palabra «santo», la políticamente instrumentalizada «declaración de santo» romana (mezclada además con grandes beneficios financieros para la Curia)? ¡Un papa que es cristiano!, ésta es la novedad sensacional.

En lugar de milagros, obras de misericordia: de verdad, ¿quién de entre sus predecesores visitó alguna vez personalmente como papa a los pobres, consoló a los enfermos en hospitales, visitó a sacerdotes cuya vida había fracasado? ¿Quién visitó la cárcel de Roma con casi 1.200 presos? ¿Y quién habría dado allí —donde fácilmente fracasan incluso grandes oradores— con

la palabra acertada? Con sencillez el papa Giovanni contó a estos reclusos y malhechores, que nunca hubieran soñado con esta clase de visita, cómo a él de niño las prisiones le impresionaban mucho porque un tío suyo estuvo en una por cazador furtivo. El «Osservatore Romano», que con frecuencia omitió lo mejor de los discursos del papa, cambió lo de «tío» por un, al parecer menos ofensivo para la dignidad papal, «pariente». Pero siempre que el papa Giovanni hablaba, sus palabras, inspiradas en el evangelio, llegaban al corazón. Su compromiso pastoral lo sacaba siempre de la Biblia, con la que él se había familiarizado diariamente sobre todo por el misal y el breviario. Precisamente así se había liberado, calladamente, de ciertos estereotipos y clisés romanos tradicionales. Aun de papa leía los escritos, en el índice, del teólogo reformador italiano Antonio Rosmini. Y de su compañero de estudios y tres veces excomulgado, el «archimodernista» Buonaiuti —murió el domingo de pascua de 1946 como «excomulgado vitando», víctima de los jesuitas y de los fascistas—, siempre habló con respeto y citándolo por su nombre de sacerdote, «don Ernesto».

Aun con todo su fracaso en la dirección de la Curia, que no debemos pasar por alto, con la humanidad suave y el cristianismo sencillo que irradiaba Juan XXIII logró, de forma absolutamente espontánea, sin ninguna clase de violencia espiritual, amenazas ni sanciones, el gran consenso en la Iglesia («consensus ecclesiae») que tanto le había importado, y eso incluso mucho más allá de la Iglesia católica romana.

Cambio en la política eclesiástica: el primer papa ecuménico «Giovanni ventitresimo» fue también el primer papa ecuménico. Sí, fue una figura de esperanza para toda la humanidad. De la noche a la mañana sacó a la Iglesia de la reserva frente a los esfuerzos ecuménicos practicada por su antecesor y le dio una orientación ecuménica. Cierto que ya antes existía en la Iglesia católica un movimiento ecuménico, pero era cosa de una pequeña vanguardia de teólogos y laicos muchas veces marginada. El papa Juan convirtió la reunificación de los cristianos separados y la apertura al judaismo y a otras religiones mundiales en asunto de la Iglesia entera, del episcopado y también, en medida limitada, del centro. Es verdad que ya antes que él «se había abierto los brazos» —como se cuidaban de decir en Roma— a los demás cristianos. Pero la mayoría de las veces no se pasó de esa invitación a la vuelta. Fue Juan XXIII el primero que demostró que no bastaba con abrir los brazos, sino que antes teníamos que «mover las manos», trabajar con humildad y decisión: precisamente para hacer nosotros lo que teníamos que hacer, para preparar la reunificación desde el lado católico y acercarnos a las demás Iglesias.

También representó un giro histórico, finalmente, el que Juan XXIII enterrara calladamente el estéril anticomunismo de Pío XII, que había excomulgado a todos los miembros de los partidos comunistas. Fue el primer papa desde la

fundación del Estado que se mantuvo completamente al margen de la política interior italiana y de las elecciones y que guardó distancia con todos los partidos políticos, incluida la Democracia Cristiana. El ambiente curial, lógicamente, en otros tiempos ampliamente fascista y ahora conservador, se mostró en su gran mayoría consternado, y con él los medios conservadores de Italia. Este papa introdujo el cambio de estilo, métodos y mentalidad en la política del Vaticano respecto de la Iglesia y el mundo que desemboca en un prudente abandono del mezclarse en la política italiana y en un «modus vivendi» con los Estados del bloque del Este, y que no dará sus frutos hasta más tarde, como tendrán que reconocer finalmente también los obispos alemanes.

Monseñor AGOSTINO CASAROLI, responsable de la «Ostpolitik» (política de apertura al Este), trabajó de forma planificada y constructiva. Tras el agravamiento del conflicto Este-Oeste con el levantamiento del muro de Berlín en 1961, Juan XXIII, desde una «neutralidad activa» conscientemente defendida, promulgó llamamientos a la paz e hizo advertencias sobre la guerra atómica. Para sorpresa suya, el 25 de noviembre de 1961, día de su 80 cumpleaños, recibió la felicitación, como «hombre de la paz», del jefe del Partido, NIKITA KRUSCHEV: la primera llamada de los soviéticos a las puertas del Vaticano desde la Revolución de Octubre de 1917, en este caso, de todos modos, provocada por el papa mismo, que antes, de forma confidencial, a través del dirigente comunista italiano Palmiro Togliatti (cuyo «testamento» crítico con Moscú alentará el «eurocomunismo»), había dado señales a Moscú de su interés por unas relaciones mejores. A los obispos de Europa del Este, Kruschev les prometió que podrían viajar al concilio. Después de un nuevo agravamiento del conflicto Este-Oeste con la crisis de Cuba de 1962, cuando ya el concilio estaba reunido, una intervención del papa, de nuevo haciendo una llamada a ambas partes, contribuye a poner en marcha el proceso de distensión que ahora se inicia.

¿No era demasiado?, se preguntan después de su muerte, no por primera vez, los enemigos de Roncalli en la Curia. Que el papa incluso hiciera venir al Vaticano a un comunista que había abandonado la Iglesia (por el apoyo de ésta al fascismo), hijo también de Bérgamo, el gran escultor Giacomo Manzú, para que hiciera su retrato y la última puerta izquierda de las siete grandes puertas de San Pedro (la «Porta della Morte», para los cardenales muertos); que la espectacular visita de Alexei Adyuvei y de su esposa Rada al Vaticano la culminara con una audiencia privada: todo eso parecía a los viejos guardianes del Vaticano (en otros tiempos, fascistas) políticamente estúpido y peligroso. En su encíclica «Mater et Magistra» (1961), la «cuestión social» no la identifica ya Juan XXIII con el problema de los trabajadores de Europa, sino que de forma detallada tematiza también los problemas del suelo, de la agricultura y de los campesinos. Con una claridad como ningún papa antes, condena el colonialismo y el subdesarrollo. Para el «Time Magazine» es el «hombre del año». Tampoco es ésta una buena recomendación para el ala

derecha del Vaticano. Como tampoco lo es el bien dotado premio Balzan de la paz, aceptado por él contra la oposición curial.

De todos modos, nunca desde la Reforma, nunca ni siquiera desde la división de la Iglesia oriental y la occidental en el siglo xi, encontró un papa adhesión tan amplia. En este caso todas las notas de condolencia oficiales expresan efectivamente lo que siente una innumerable cantidad de gente. «Lo esencial es el radical cambio en las relaciones entre la Iglesia católica romana y las otras Iglesias, que ha supuesto el comienzo de un verdadero diálogo», manifiesta el secretario general del Consejo de las Iglesias, doctor Visser't Hooft.

Y lo mismo podría decirse también en relación con el judaismo, las demás religiones y los hombres del mundo secular en general. Incluso los barcos de la armada soviética presentes en el puerto de Genova hacen ondear sus banderas a media asta.

Las fuerzas reaccionarias de la Curia se ven frente a un plebiscito de la opinión pública mundial que las sorprende y molesta. Sólo es obligada una acotación: las muestras de confianza de todo el mundo en este papa no significan una aceptación del papado como institución. Con su nada reformada pretensión medieval de dominio absoluto en la Iglesia y de infalibilidad en lo doctrinal para los demás cristianos e incluso para el conjunto de los hombres seculares, sigue siendo, ahora como antes, inaceptable. Por desgracia, la Curia del papa, su núcleo, no ha hecho suyo el cambio de paradigma, a pesar de todos los deseosos de cambio. Ni ha querido al papa del concilio ni tampoco le ha gustado su forma de ejercer el ministerio más ajustada al evangelio. Harán falta cien años, dicen allí, para corregir sus errores. Un síntoma: por dos veces —en noviembre de 1964 y en octubre de 1965— algunos obispos intentarán presentar en el concilio la propuesta de declarar santo al papa Juan no mediante un procedimiento burocrático sino, como suele hacerse a veces en los sínodos, «per acclamationem» (por aclamación). Las dos veces logró impedirlo la Curia. En cualquier caso, ¿quién iba a imaginar que esa misma Curia lograría beatificar el 11 de septiembre de 2000 a Juan XXIII (con el clamoroso aplauso de la multitud reunida) y a la vez (i) a su antípoda Pío IX (en un silencio casi absoluto), aquel autoritario enemigo de los derechos humanos, antisemita, egocéntrico y propagador de su propia infalibilidad? Por eso, una vez más: ¿qué es eso de «santo» y de «declarar santo» o «canonizar»? «Corruptio optimi pessima»: la corrupción de lo mejor, lo peor.

Ni el titubeante Pablo VI, ni Juan Pablo I, de vida excesivamente corta, ni el dividido y a la vez autoritario Juan Pablo II conseguirán, como logró Juan XXIII junto con el concilio Vaticano II por él convocado, tocar las cuerdas más profundas de los hombres dentro y fuera de la cristiandad: las ansias de entendimiento, de paz, de convivencia; el deseo de una Iglesia renovada en

un mundo mejor. El papa Roncalli quería abrir las ventanas de la Iglesia y las abrió. Verdaderamente es el papa más grande del siglo xx.

Estos cinco años de 1958 a 1963 fueron una «window ofopporlunity»: con Juan XXIII terminó un pontificado muy esperanzador. Todo lo hecho hasta el momento por el concilio no era más que el comienzo. La tarea que queda por delante es gigantesca, y el resultado, inseguro. Y además, como ya se ha señalado, el 22 de noviembre del mismo año 1963, la segunda desgracia: el asesinato del presidente Kennedy. El mundo se queda entonces privado de una segunda esperanza. Han desaparecido los astros gemelos de una constelación de esperanza, de un nuevo paradigma de «catolicismo»: el papa símbolo de una bondad que abarca a la humanidad, de 82 años, y el presidente símbolo de la juventud y de la «nueva frontera», de 47. «Siempre se van primero los que no deben, mientras quedan otros...»: no me es ajena esta disputa con los planes y las disposiciones de Dios.

Una nota al final de este capítulo: Pascua de 2002. Vuelvo a leer, para revisarlas, mis páginas, cargadas de esperanza, de 1963 sobre la Iglesia en América y sobre Juan XXIII. Pero junto a mí tengo el número de pascua del «Time Magazine» (1 de abril de 2002), con este chocante titular: «Can the Catholic Cburch save itselff», «¿Puede la Iglesia católica salvarse a sí misma?». Como antes en el «Newsweek», páginas dedicadas a crónicas chocantes sobre la pedofilia de clérigos católicos, y también sobre el retroceso catastrófico del número de sacerdotes, monjas y aspirantes al sacerdocio, y el aumento hasta un 27 por ciento (¡igual que en Europa!) de parroquias sin curas.

¿Cómo —es lo que ahora se preguntan muchos católicos, sacerdotes y obispos incluso tradicionales — ha podido llegarse en las cuatro últimas décadas a esta crisis, la mayor de la historia de la Iglesia católica en los Estados Unidos y en otras partes? Los siguientes capítulos van a dar cuenta de cómo ya pronto, aun con todas las decisiones que hubo correctas, hubo toda una serie de cambios de rumbo equivocados: se impidió plantear ciertos problemas, se ocultaron errores, se impidieron reformas, se mantuvieron en la Iglesia fachadas de poder y boato...


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