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De viva voz. Historias de la Ceuta de siempre, Ceuta 2011, 2ª edición

Date post: 22-Apr-2023
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Ceuta, 2011

DE VIVA VOZ

HISTORIAS DE LA CEUTA DE SIEMPRE

JOSÉ LUIS GÓMEZ BARCELÓ

Cronista Oficial de CeutaPalacio de la AsambleaAlcalde Antonio L. Sánchez Prado 151001 Ceuta

Maquetación: Enrique Gómez BarcelóImpresión Soc. Coop. Imprenta Olimpia

Grabados de cubierta y colofón: Belén Abad de los Santos

1ª Edición500 EjemplaresDL CE-44/2011ISBN 978-8415243-12-0

El conjunto de relatos reunidos en esta edición se editó por vez primera en Ceuta Cultural, publicación de la Dirección Provincial del Ministerio de Cultura en Ceuta entre los años 1992 y 1993.

DE VIVA VOZ

HISTORIAS DE LA CEUTA DE SIEMPRE

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InDIcE:

Pórtico ........................................................... 9El cochero de la librea verde ........................11La máquina del tren de Benzú..................... 13La casa de las isabelinas de oro ................. 17Los espiritistas de «La Cigarra» .................. 19Los renegados del Campo Exterior ............. 21El tesoro del pagador .................................. 23El alcalde que falleció «del insulto»............. 27El fantasma de «La Pantaruja» ................... 29Un bastón. ¿Dos bastones? ¡Tres bastones! ..................................................... 31El protocolo es el protocolo ......................... 35El príncipe Servington de Etiopía ................ 37El despacho del primero patrón de la Compañía de Mar ........................................ 41El sillón... de oro .......................................... 45Intérpretes y rehenes................................... 47¡A votar...! .................................................... 51El nacimiento de una barriada: Villa Jovita ........................................................... 55La Galera ..................................................... 59

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La llegada del obispo................................... 63El general y la batería de San Antonio ........ 67Gallumbos, contrabando y “pecaos”............ 71El conde de Xauen ...................................... 73El camino del Cortejo .................................. 77El cementerio judío de Ceuta la Vieja ......... 81

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PórtIcO

Durante los años 1992 y 1993, y a iniciativa de mi buen amigo Pepe Abad, publiqué en Ceuta Cultural, la pequeña agenda de actualidad que editaba la Dirección Provincial del Ministerio de Cultura, una serie de relatos cortos bajo el título De viva voz.

Las historias allí contadas eran parte del acervo popular de nuestra Ciudad, los relatos que al amor de la lumbre o al fresco de la no-che contaban mis mayores y otros muchos de su época; las curiosidades desempolvadas de viejos archivos y periódicos.

Numerosos amigos me han pedido con fre-cuencia recuperarlos y reunirlos todos. Algunos faltan hoy, como Antonio Aróstegui; otros, afor-tunadamente, siguen con nosotros, como María Manuela Dolón. En homenaje a todos ellos, es decir, a mis abuelos, mis tíos y sus amigos, que me las contaron; a quienes nos hemos reunido alrededor de la mesa camilla de Pepe Abad y de Concha García de los Santos, y a los que formamos parte de la Tertulia del Pilar del Centro de Hijos de Ceuta; a los que están y a

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los que ya no están, los dedico hoy, para que no se pierdan.

El autor

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El cOchErO DE lA lIbrEA VErDE

En aquellos años, la «gente bien» no vivía en la Marina. A lo más que llegaban, en algu-nos casos, era a tener un mirador desde el que se oteara la bahía. Aún no habían llegado los funcionarios peninsulares que cambiaron la orientación de Ceuta y, todavía, la vida giraba en torno a la calle Real. Luego, todo miraría al norte. Decían que se añoraba la Península...

Desde el mirador, los niños observaban un cortejo fúnebre con el viejo anteojo de madera y latón:

- ¡Mirad, mirad, un entierro!- Sí, sí -decía otro- y es de los buenos, con muchos plumeros...

A las voces, las mujeres de la casa se acer-caron.

- Es el entierro de doña Elisa. ¡Cuánta gente!

Los niños continuaban embelesados, como si de soldaditos de plomo se tratase, contando coches, caballos, chisteras y plumeros...

* * *

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Aquel día era especial. Era fiesta y se habían puesto dos mesas. Según donde iban a sentarse serían considerados adultos o niños. El estaba contento, se sentaría en la mesa grande. Con los mayores. Era un privilegio pero, sin embargo, terminó aburriéndose. Sólo hablaban de cosas que no entendía, de personas desconocidas y, para colmo, en la mesa pequeña se daban cuenta y se reían.

De pronto, escuchó un nombre: Doña Elisa, y comenzó a interesarse. Recordó los caballos enjaezados llevando el féretro, aquella mañana. Los canónigos con su manteo y los monagui-llos acompañando la cruz. Hablaban de un cochero que llevaba y traía a aquella señora; sobre un matrimonio secreto entre ambos y cómo ella le había dejado cuanto había en la casa. Ahora, el cochero era don Justo, «el del levitón verde», aquella librea verde que tanta gracia les había hecho a todos durante años. Fue entonces cuando se dio cuenta, fue como salir de la infancia en un sólo instante de luz; cómico, eso sí, pero auténtico. Recuperó aque-lla instantánea olvidada del cochero de verde que, con su chistera puesta, empujaba con las dos manos a una voluminosa anciana, de aja-da belleza, mientras ellos jugaban a la puerta de la farmacia. Aquel recuerdo, el primero que compartía con los mayores, marcó su primer día en la mesa grande, dejándole de interesar lo que hacían «los niños»...

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lA máquInA DEl trEn DE bEnZú

En casa siempre se vivió para el mar. Para nosotros era el mar y no la mar porque, la mar la llamaban los marineros cuando contaban historias terribles y a nosotros nos lo había dado todo. Cada rincón de la casa tenía algo de los viajes de tal o cual pariente y, cuando todos se sentaban en el gabinete, no hablaban de nau-fragios o tempestades, sino de la calma chicha y las largas travesías a Cuba.

El abuelo Ramón no navegó. Estudió dere-cho y, abrigado por sus barbas mefistofélicas, acudía cada día a la oficina del Puerto. Lo re-cogía el coche de D. José, en el Rebellín, y le llevaba hasta S. Amaro, donde la constructora del puerto tenía su sede. Aquella mañana, los ingenieros y él estaban reunidos, discutiendo sobre la célebre máquina.

Ni Arango ni Escriña comprendían cómo se podía vender una máquina de tren sin contar con quien pudiera montarla. La necesitaban ya, para traer la piedra desde Benzú, y de alguna forma habría que hacerlo. De pronto, llamaron a Ramón. Alguien le buscaba.

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Fuera, en el antedespacho, estaba Ifigenio, su primo. Siempre había sido un excéntrico. To-dos ellos lo eran. Antes porque podían, ahora... Pero esa era otra historia. Cruzaron algunas palabras y, de pronto, el siempre calmado abo-gado exclamó:

- ¡Te he dicho que no! ¡Pero vamos a ver, Ifigenio, tú crees que esto es otro experi-mento de los tuyos!

Arango salió, y le preguntó:

- Ramón, ¿qué discute Vd. con su primo?- Pues nada, que dice que quiere montar la máquina.

- La máquina. ¿Pero Vd. ha visto poner en marcha alguna como ésta?

- No -contestó el visitante- yo no conozco ninguna, pero soy capaz. Seguro.

Ambos tres se miraron, entre incrédulos y divertidos pero, sabiendo de la inteligencia del personaje le dieron permiso. Muchas veces re-cordaban en la empresa el episodio y se reían de lo lindo con la ocurrencia del «técnico» al ser informada la fábrica de que la habían puesto en funcionamiento:

- Recuerda, Ramón... ¡Querían que montara todas las que vendieran en Andalucía...!

- Y le llegaron a ofrecer lo que deseara. ¡Qué pusiera precio!

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- Pero él erre que erre: ¡He dicho que no, y es que no! Yo sólo quería montar una porque me hacía ilusión pero ¿dedicarme a eso? ¡Ni hablar!

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lA cAsA DE lAs IsAbElInAs DE OrO

¡Qué pequeño resulta ahora el Rebellín! ¡Cuánta diferencia a la imagen que mostraban los imperfectos objetivos de los aparatos foto-gráficos de antaño! ¡Y qué añejos se ven hoy los cierros y con cuánta nostalgia las fincas que exigen su reconstrucción unas y demolición otras!

Una, y no la más antigua, ha quedado hoy prácticamente en solar, en lo que fue jardín del colmao en el que tantas noches de jarana se celebraran y tantos tratos -más o menos lícitos- se cerraran. ¡Si sus muros hablasen...! Si tan sólo contasen, una vez más, como la compró D. Alejandro...

Era don Alejandro un viejo capitán retirado que pasó media vida con el Fijo, combatiendo contra los carlistas. Cordial, culto y adinerado, vino de Salamanca y se afincó para siempre en Ceuta. Una tarde, su yerno comentaba la ocasión que se presentaba con la venta del inmueble del Rebellín y que le recomendaba.

- Ya me gustaría, ya adquirirla. Pero no tengo esa cantidad en efectivo... Comentó el an-ciano. Extrañado su interlocutor insistió:

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- ¿Es posible? Pero si yo mismo he visto...- Poco has de ver. No tengo esa cantidad.

La sinceridad del anciano iluminó la cara del joven que replicó:

- Pero bueno, si en el cuarto de juegos, los niños se divierten con una espuerta de monedas que hay en la alacena.

- No es posible... Yo no recuerdo... ¡Vamos a verlo!

A paso rápido, traspasaron la galería, subie-ron la escalera y, efectivamente, en la alacena estaba la espuerta de monedas isabelinas de 25 pesetas:

- ¡Ahí la tiene, la vida de un preso! Dijo el jo-ven, pues así era como conocían en Ceuta a aquellas monedas, que valían el rescate de un prófugo.

- De unos pocos... Pues mira, yo la verdad, no recordaba ese dinero. Tómalo, compra la casa y, como vamos a dejar a los niños sin su tesoro, que la casa sea para ellos.

Y así compró don Alejandro Zato la casa del Rebellín.

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lOs EsPIrItIstAs DE «lA cIgArrA»

En todas las épocas, las gentes se han divertido en correspondencia a los gustos y oportunidades que les brindaba su tiempo. Así, mientras los veladores del Rebellín concitaban tertulias hasta altas horas de la madrugada, las Marías sacaban las mecedoras a patios y plazuelas para contar historias y hacer labor, siempre que hiciera bueno aunque también el invierno tuviera sus atractivos.

La húmeda noche ceutí dejaba paso, durante la estación invernal, a reuniones en los salones de las casas, mientras las llamadas fuerzas vi-vas lo hacían en los casinos y reboticas de Muro, Ortiz, Utor o del Águila. Los teatros dependían de bailes y funciones de aficionados, cuando no había compañías, y en las casas no faltaba el brasero bajo la mesa camilla. ¡Qué institución, la mesa camilla!

Ahora que investigadores locales prestigio-sos nos han desvelado que, junto a las socie-dades religiosas y de aficionados a rosarios y procesiones, los más divertidos lo hacían alrededor de la farándula, y los más liberales y preocupados por el secretismo -siempre penado

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por la Iglesia- asistían a reuniones masónicas o empeñadas en aventurarse por los caminos del más allá, sería curioso rastrear en las prác-ticas de doña Lola García o de don Joaquín de Huelbes, aquel espiritista famoso que creía en la reencarnación y suponía haber hallado a sus padres en los dos perros que le acompañaban en sus paseos. De él, no sólo hablará Rafael Gibert en Mis Memorias, sino hasta Marcelino Menéndez Pelayo en los Heterodoxos Españo-les, encuadrándolo como autor de Memorias en su calidad de socio del Círculo Magnetológico-Espiritista de Madrid.

Más modestos, otros muchos se hicieron célebres con sus sesiones en torno al cono-cido velador, que respondía con golpes secos a preguntas formuladas por los asistentes. En La Cigarra, el barrio que se extendía tras el Hospital Real, en torno a la Fábrica de la Luz, un matrimonio se hizo popular por sus sesiones en el comedor de su vivienda, alrededor de una mesa camilla. Una noche de encuentros con los espíritus, una de las respuestas tuvo un efecto inesperado y los concurrentes sintieron como si se los tragase la tierra. La cosa no fue para tanto, pero los soldados de la Sargentía Mayor de Plaza -antecedente de nuestro Cuerpo de Bomberos- se vieron extrayéndolos del interior del pozo que había, cegado con maderas, bajo la estancia -las cuales, ya podridas, cedieron- y en la que muy posiblemente, no volvieron a recibir consultantes.

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lOs rEnEgADOs DEl cAmPO ExtErIOr

Desde hace siglos los investigadores locales han introducido en sus historias relatos sobre confinados, desterrados o presos, que consi-guieron evadirse del establecimiento presidial ceutí. Cuentan unos como lograban escaparse mediante su ocultación en cuevas del Sarchal o del Recinto, aprovechando la oscuridad de la noche, en frágiles embarcaciones de pequeña envergadura, mientras otros -con mayores alardes de fantasía- lo hacían -cual héroes del inmortal Dumas- mediante pasadizos o viejas galerías de evacuación de aguas.

En los últimos cien años, el disfraz disimuló los rasgos de los rapados confinados, que facul-taban a los guardias de puerta a comprobar la autenticidad de barbas y bigotes para traspasar el entramado imponente de puertas, puentes y rastrillos de nuestra fortificación. Había incluso una gratificación convenida para aquellos que entregaran a los evadidos a las autoridades de la Plaza y que era una moneda de veinticinco pesetas de oro, las cuales recibían el apelativo de la vida de un preso. Muchas de ellas pendían

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del cuello de los ceutíes, con la faz del monar-ca borrada y sustituida por la efigie de nuestra Patrona, Santa María de África.

El renegado Sousa cuenta, en sus 7 años en África, la aventura del sanroqueño Manuel Álvarez que, confinado por el homicidio de un rival de amores, logró su fuga y construyó una casa desde donde siempre pudiera divisar las playas de sus anhelos.

Más modernamente, levantada en sus in-mediaciones una de las torres de vigilancia del Campo Exterior concedido tras la Paz de Wad-Ras, un capitán destacado en ella -al recibir el relevo del edificio y guarnición de pólvora y armamento- se negó a firmar el parte sin com-probar el contenido de su repuesto. Llegados a este punto y abiertas las cajas de munición que custodiaba, se vio la sustitución de su contenido por arena. En consecuencia, se dio la novedad en el Principal de la Plaza y, ante la imposibilidad de saber desde cuándo se venía produciendo la sustracción, se ordenó que en todos los ejerci-cios de tiro a realizar en sus inmediaciones se utilizara la mitad de pólvora y proyectiles para salvar la falta, hasta ser repuesta. Así, la histo-ria del renegado se enriqueció con la de otros -¡Dios sabe cuántos!- que no quisieron dejar su nombre para la historia.

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El tEsOrO DEl PAgADOr

El sustento de las familias de antaño de-pendía, décadas atrás, casi exclusivamente de los haberes del cabeza de las mismas. En una sociedad en la que la mujer se veía relegada a las labores del hogar y en la cual, a lo único que podía aspirar era a aprender a coser o a bordar, estudiar piano y, en contados casos, al dominio de algún idioma, ni siquiera estaba bien visto aprovechar dichos conocimientos en caso de necesidad. El cuadro no quedaría completo sin recordar la dificultad de lograr una pensión del Estado o las misérrimas de las viudas de mili-tares, que no llegaban más que para mantener a las féminas mientras los varones ingresaban en colegios de huérfanos o en seminarios.

Buen número de sociedades masculinas destinaban parte de sus fondos a socorrer a pobres vergonzantes, que huían de pedir auxilio a la beneficencia municipal, mientas que las mujeres acudían, de casa en casa, a socorrer enfermos o dar a probar tal o cual plato que habían hecho y que posiblemente constituyera el único almuerzo del hogar visitado aquel día.

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Una de aquellas jóvenes limosneras fre-cuentaba a la viuda pobre de un pagador del Ejército que falleció en acto de servicio y al que destinaron a primera línea a consecuencia de ciertos comentarios sobre un posible desfalco continuado en la caja del Regimiento. El paga-dor, custodio de los haberes del mes, advirtió a su esposa antes de partir al último combate que sólo si el coronel reclamaba los cuartos debería recordar la posición del cabecero de la cama pues, si nadie venía por ellos, sería señal de que quienes eran responsables de aquellas faltas habían repuesto la última, y su honor, por tanto, quedaba salvado.

Fallecido el esposo, nadie reclamó nada y la viuda tampoco hizo uso de aquella información. Hallándose próxima a la muerte advirtió, a la joven que la socorría, su intención de cederle la casa más que por su valor, por el tesoro que escondía, contándole la historia. Así ocurrió, con la diferencia de que ni la heredera ni su familia consideraron veraces los delirios de la anciana, alquilando el inmueble en repetidas ocasiones sin mayores averiguaciones.

Pasados unos años, devaluada la propiedad, entró en la misma un albañil, con numerosa pro-le y que, a falta de poder pagar mejor alquiler, se comprometió a aportar su trabajo en repararla. Fue entonces cuando la propietaria comenzó a considerar posible la historia de la moribunda -a pesar de la miseria con que vivía- pues vio

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cambiar la suerte de la familia, que vestía mejor, al tiempo que prosperaba en otros aspectos. Las dudas se despejaron cuando un día, el ya maestro de obras, apareció en la casa de la ya no tan joven propietaria, con la pretensión de adquirir la finca e insistió en pagarla a buen precio lo que aceptaron ambos con el intercam-bio de ciertas sonrisas de complicidad. Ni que decir tiene que, durante bastantes años, pasó a ser el hogar familiar del afortunado artesano, lavando así los pecados de quienes acumularon el botín.

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El AlcAlDE quE fAllEcIó «DEl InsultO»

El transcurso del tiempo, para todas las ins-tituciones, suele verse salpicado de incidentes más o menos anecdóticos, fuertes e inclusive violentos. Ello no es un hecho aplicable exclu-sivamente a nuestro actual orden político, sino consustancial a las personas y sus órganos de gestión.

Aunque desde la conquista de Ceuta por Portugal, en 1415, el gobernador regía la Ciudad consultando a su Consejo -que representaba a la misma- y luego, los capitanes generales lo hicieran mediante Juntas, la historia de nues-tro Ayuntamiento Constitucional comienza en 1812.

Los ayuntamientos serán, desde entonces, depuestos y repuestos según admita o no la Corona el ordenamiento constitucional. Si-tuación que se mantendrá hasta la muerte de Fernando VII.

El 1º de enero de 1837 -rigiendo los destinos de España la reina Dª María Cristina, en la mi-noría de edad de Isabel II- tomó posesión de la Alcaldía primera de Ceuta D. Pedro Carnicero,

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militar ceutí, que formaba parte -en clase de noble- de la Santa y Real Casa y Hermandad de la Misericordia de Ceuta. Con él, un segundo alcalde, procurador síndico y seis regidores uno de los cuales, por cierto, moriría asesinado en el Campo Exterior. De este incidente se ocupó Antonio Ramos y Espinosa de los Monteros y, más recientemente, Vicente García Franco en Awraq, revista del Instituto de Cooperación con el Mundo Árabe.

Once meses más tarde, el 10 de noviembre, y ante las constantes excusas del escribiente de la Secretaría municipal, en funciones de escriba-no -correspondiente a los actuales secretarios generales- por indisposición del titular, D. Pedro Carnicero se presentó en el despacho exigiendo ver los libros de hipotecas del Ayuntamiento para su examen. El funcionario, violentamente quitó los mismos de sus manos durante la airada discusión, en la cual, la primera autoridad sufrió un ataque «en el momento de un insulto que lo tiene al borde del Sepulcro».

El primer día de diciembre, del mismo año, el presidente accidental dará cuenta a la Cor-poración del óbito de D. Pedro Carnicero a consecuencia de los hechos relatados así como la reclusión, en la ciudadela del Monte Hacho, del susodicho escribiente. Lamentablemente, de la posterior suerte del funcionario no hemos hallado más noticias.

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El fAntAsmA DE «lA PAntArujA»

Dentro de los viejos cuentos de comadres y vecindonas de Ceuta ocupaban lugar preemi-nente los fantasmas. Una curiosa figura que aparecía y desaparecía en noches más o menos cerradas por calles y tejados.

No eran, los fantasmas andaluces, de la prosapia de los escoceses, connaturales con los edificios y que lo mismo aparecían con blanca indumentaria que con falda a cuadros y sonora gaita. Los nuestros ni tenían la misma consis-tencia ni temporalidad, aunque, eso sí, hacían ruido y muchas veces arrastraban cadenas.

Dejando a un lado las sombras traslucidas de antepasados, jovencitas infelices y víctimas de muertes afrentosas, los fantasmas solían tener -en Ceuta- especial simpatía por itinerarios fijos: Los contrabandistas preferían los alrededores del muelle del Comercio o las puertas de la Ciudad a la playa; los guasones las plazuelas o patios, preferentemente en días de fiesta o celebración; los malhumorados o malajes sitios poco transitados; los románticos las inmediacio-nes de su amada...

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A comienzos de siglo se dejó ver un fantasma en el inicio de la calle Larga de Jáudenes, cerca del portaviandas -la casa más alta de su época- cuando aún no se comunicaba por la pequeña calle de Dos de Mayo con La Brecha. Decían que fueron las mujeres del barrio quienes lo motejaron como La Pantaruja, posiblemente aplicado con anterioridad a alguna que otra vecina malvestida...

El fantasma hacía ruido, para obtener camino expedito a sus fines y, por encima de los tejados de las fincas bajas de la calle, se perdía antes de llegar a la plazuela del Santo Cristo o San Cristóbal. Una noche, unos jóvenes se aposta-ron en el jardincillo de los pabellones militares y, a pedradas, lo abatieron, dando con sus huesos en la rúe. El alma en pena, más en pena que nunca, fue arrestado, descubriéndose sus amo-ríos con una habitante del lugar que no temía abrir la ventana al aventurado y blanco visitante. Pasados los años, de sus andanzas quedó tan sólo, en boca de los vecinos, el mote, que servía para amedrentar a los más pequeños de la casa al acostarlos o para conminarlos a reconvertir su conducta con frases como: ¡Corred, corred, que viene «La Pantaruja»!

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un bAstón. ¿DOs bAstOnEs? ¡trEs bAstOnEs!

Sí señores, sí. Tres bastones llegó a tener a su disposición el alcalde de Ceuta, en 1918, para elegir lucir en los actos solemnes en los cuales el protocolo le exigiese ostentar tal sím-bolo de gobierno de la Ciudad.

Durante muchos años sólo hubo un bastón que ostentaban cuantos presidían el Consisto-rio ceutí. Sin embargo, a la muerte de uno de ellos, su familia regaló otro de su propiedad con la condición de que únicamente fuera utilizado por aquellos que, además, hubiesen nacido en Ceuta*.

La hoy a todas luces inconstitucional medida, se estiló en todo tipo de entidades y sociedades, dentro y fuera de Ceuta, pero obligó al custodio de las insignias de la Corporación, antes de en-tregarlo por vez primera al Alcalde, a asegurarse

* El bastón en cuestión era el de su inmediato antecesor, D. Baldomero Blond Llanos que debió recuperar con este motivo y fue donado a la Corporación por sus descendientes en 1957, no habiendo quien pudiera ostentarlo hasta el nombramiento de D. Francisco Ruiz Sánchez, que lo era entonces.

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de su ceutismo legal, para hacerle entrega a continuación del bastón correspondiente.

Ya en cierto homenaje a otro alcalde y di-putado, por no hacerle a tiempo la pregunta, húbose de duplicar -con evidente contrasentido- un nombramiento que lo convirtió, a la vez, en hijo adoptivo y predilecto de Ceuta. La razón de estas confusiones solía estar en que, hasta no mucho tiempo atrás, algunas mujeres buscaban garantías médicas fuera de la Ciudad para dar a luz, privando a los nacidos de su condición legal de ceutíes.

Así, aquel día de 1918, le hicieron la consa-bida pregunta al recién electo alcalde:

- ¿Don Joaquín, Vd. por supuesto es hijo de Ceuta?

Y él, que lo sentía hasta la médula, con gran dolor, hubo de confesar que su madre, para aquella ocasión, marchó a Algeciras.

- Pues entonces -dijo el interlocutor– «el otro».

Los colores vinieron a la cara del involuntario algecireño que, enfadado, replicó:

- ¡Ninguno!

Y lo cumplió. Encargó uno nuevo, de carey, con puño sobredorado, que lució durante todo su mandato y le acompañó, como su más pre-ciado tesoro hasta su muerte, como hoy, con respeto y cariño guardan sus bisnietos. De este

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modo, no se puede hablar de falta de apoyo para la Presidencia de la Municipalidad local.

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El PrOtOcOlO Es El PrOtOcOlO

Su voluminosa anatomía -unida a su simpatía natural- la hacían indispensable en cualquier evento local. Tampoco es menos cierto que ella sola llenaba cualquier salón. En el teatro tenía un asiento -es decir, dos- reservados. Sí, eran dos, con un brazo abatible que evitaba situaciones tan embarazosas como la surgida durante una novena en el santuario de la Vir-gen. Digamos que fue aquel un día memorable: Ella, por esas cosas, siempre había tenido un sillón especial, a la cabecera del templo pero, aquella tarde, se lo cambiaron. Le pusieron un magnífico butacón en el que se apoltronó con dificultad, pero entró. Lo malo fue luego... Varios de sus conocidos advirtieron como Lolita ni se levantaba, ni hacía ademán por salir. ¡Cómo iba a hacerlo si no podía! Empujones, tirones, de todo hubo hasta que la hicieron caso: Un serrucho y el brazo fuera.

Su médico se lo dijo muchas veces:

- Lolita, debe Vd. comer menos. Perder algo de peso.

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- Sí doctó. Si yo lo entiendo, pego sabe uzté, cuando llega la melienda ¡y me tlaen mi molletito con manteca co-lo-lá...!

Y se le hacía la boca agua. Había que oír aquella bendita ingenuidad, acentuada por su hablar pausado y torpe, que le imposibilitaba pronunciar las «erres».

Una tarde, en amigable tertulia, hizo una revelación increíble. Hablaban de los bailes de la Comandancia General y alguien recordó tiempos anteriores:

- Recuerdas, Lolita, los bailes del Palacio de «La Marina».

- Ya lo cgeo, sobe todo de uno que pgesidí.- ¿Tú Lolita?- Clado, cuando papá eda comandante de Ingeniegos, tuvo que sustituí al genegal, y como esta viudo...

- ¿Y qué pasó?- Pues no digo... Que pgesidí.

Entre la sorpresa y las sonrisas incluida la suya, una amiga, con tantas canas como ella se armó de valor y se atrevió a preguntar lo que todos deseaban:

- Oye Lolita ¿Y tú bailaste?- Pues clago hija. ¡El potocolo es el poto-colo!

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El PríncIPE sErVIngtOn DE EtIOPíA

Pocos han olvidado el enorme edificio de la Plaza de los Reyes que fuera Hospital Real, Central o Militar. Su imagen quedó perpetuada en múltiples instantáneas gracias a su elegante fachada y la bien conseguida portada de verde serpentina, desde cuyas hornacinas vigilaban los juegos de los niños Fernando III El Santo y San Hermenegildo.

Como cada mañana, don Paco, el capitán-médico, con la misma cara de pocos amigos de todos los días, y la fusta en su nerviosa mano, subió rápidamente los escalones de acceso al interior del «Central», cruzó los corredores y el patio de jefes y oficiales y, al llegar al segundo patio, se detuvo. ¿Si no había oficiales de color en la Plaza, qué hacía aquel joven legionario sentado en el patio? Había encontrado el objeto que soportaría su mal humor, y volvió sobre sus pasos para confirmarlo:

- ¡Oye tú!- ¡A la orden mi capitán!- ¿Qué haces en el patio?

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- Tomando el sol, mi capitán.

De la respuesta del soldado al acaloramiento de don Paco no transcurrieron ni segundos. A las voces del oficial siguió la elevación de tono del soldado y con ello, la fusta, acostumbrada a dar contra todo, se estrelló en la cara del joven.

- ¡A mí no me pega nadie! ¡Soy un príncipe y nadie me cruza la cara!

- ¡Si tú eres un príncipe yo soy la reina de estos lares y te acabo de arrestar...!

El confundido legionario, ignorante de la importancia de sentarse en uno u otro patio, fue arrestado. El incidente pudo haber sido, tras pasar consulta por don Paco, tan sólo una anecdota mas en la tertulia del café. Pero... días después, increíblemente, había un barco de la armada británica en la dársena, y nuestro mé-dico salía rumbo al norte peninsular, al menos durante algún tiempo. Como pueden suponer, la embarcación no venía de visita, sino a recoger a S.A.I. el príncipe Servington, heredero del trono de Etiopía.

Del asunto se ocupó, tanto la prensa nacio-nal como la internacional, aunque el incidente se disimuló partiendo en un correo ordinario, semanas más tarde, siendo la versión oficial que hemos leído, estar ya recuperado de una enfermedad, en su aventura por conocer nues-tra fuerza de elite, La Legión, para imitarla en su reino, por lo que sería puesto a disposición

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del Ministerio de Estado para su repatriación, con los honores debidos.

El médico también continuó su vida y su carrera, no olvidándose nunca de contar la his-toria que tampoco dejaba de divertir a propios y extraños.

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El DEsPAchO DEl PrImErO PAtrón DE lA cOmPAñíA DE mAr

La sociedad de Ceuta estuvo siempre empe-ñada en círculos, teatros y casinos. Entre ellos competían no sólo con veladas y bailes sino adquiriendo cuadros, decorando columnas y cornisas, y pintando techos con alegorías. Sin embargo, el acontecimiento más grande de la primera década del siglo fue La casa de los pájaros.

La casa de los dragones, de los pájaros, o el palacio de los Cerni -como de todas formas fue llamado- dio siempre pie al escándalo. Pri-mero, por lo largo de las obras, que obligó al Ayuntamiento a reprenderles para adecentar la plaza con motivo de la visita del Rey; luego, por la banca, que quebró antes de su instalación y, por último, al constituirse en sede del Casino Africano.

¡El viejo Casino Africano! Nadie olvida la sociedad progresista civil aposentada en la terraza, colocada a su puerta, en verano; los profesionales liberales conversando o leyendo en los fraileros de la biblioteca y a los más jó-venes inmersos en billarísticos combates que,

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en noches de gresca, hacían volar las bolas de marfil de las ventanas del Africano al Militar y viceversa: ¡A la derecha, las derechas, y a la izquierda...!

Aquel mobiliario renacimiento -remordimien-to, a decir de algunos- traído de Valencia para el Casino, revolucionó el gusto ceutense -que no decían caballa aún- y todos los profesionales encargaron el suyo. El despacho fue el principal objeto de la reforma; era pieza tan indispensable que hubo quien cambió de casa para contar con habitación a propósito:

- Pues tú, Paco, tienes que poner un despa-cho. ¿O no has visto el de mi hermano...?

- Sí Anita, sí. Pero él tiene sus libros y trabaja en él. Pero tú dirás qué tengo que hacer yo en el de la Compañía...

- Nada, nada. Mañana mismo lo encarga-mos. ¡Ea!

- ¡Ea, sí, ea! Tú compras los muebles pero la habitación es mía y lo que yo haga o tenga que hacer en ella es sólo de mi in-cumbencia.

El matrimonio cumplió el trato. Los muebles llegaron y ella los colocó, haciéndole entrega al marino de su nueva posesión. Los días posteriores fueron un continuo entrar y salir del patrón. Cajas y más cajas venían llenas y salían vacías, para perplejidad de la esposa. Al

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fin, el buen hombre mostró su obra a la curiosa y caprichosa señora:

- ¿Qué te parece? ¡A que está igual que el de tu hermano!

- Pero Paco, ¿y todos esos libros?- ¿Libros? ¡Qué libros ni qué libros! Si a mí no me gustan los libros. Libras hija, libras. Libras de todos los colores, inglesas, fran-cesas suizas... ¡Y que no me ha costado trabajo! ¡Hay chocolate de todas clases! ¡Prueba, prueba!

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El sIllón... DE OrO

Aquella mañana, doña África se levantó con buen ánimo. Se había puesto de acuerdo con la sirvienta y definitivamente harían el sábado. Total, en materia de limpieza no debía haber días señalados en el almanaque.

Llevaban transcurridas bastantes semanas desde la muerte del prestamista que ocupaba la habitación del primer piso y estaba decidido que no volvería a alquilarse.

Doña África era una viuda de mediana edad, con dos hijos que despuntaban ya como prome-tedores empresarios. La creciente prosperidad evitaba la necesidad de alquilar habitaciones como en tiempos pasados. Realmente, Hamei-do -que ese era el nombre del prestamista- se mantuvo en ella más por la edad y por el pro-longado espacio de tiempo que fue su huésped que por otra cosa. Incluso, para qué negarlo ya, alguna esperanza de que se acordase de ellos en su última hora debía haber, que, cuando el río suena... Lo cierto es que aunque en el Hospital les cedió todas sus pertenencias, no encontraron de valor nada más que el reloj y unas pocas monedas.

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Terminada la limpieza, la dueña de la casa dijo a María:

- La cama y la mesa te las puedes llevar.- Gracias señora. ¿Y el sillón?- ¿El sillón? Bueno, también, pero espera que te ayude con los escalones que desde el patio te ayudarán mis hijos.

- ¡Pesa! ¿macizo, verdad?- Sí hija, sí.

De pronto oyóse un sonido metálico y...

- Mira María -dijo acalorándose por segunos la dueña de la casa- deja el sillón aquí mismo y luego los chicos te echan una mano.

- Pero si ya casi está...- ¡No discutas y vete al mercado que luego se hará! ¡Vamos, vamos!

Tras la salida de María todo fueron vueltas, idas y venidas hasta que apareció el secreto bajo el asiento. Un cajón oculto, decían, re-pleto de las monedas alfonsinas que durante las noches de invierno se oían contar al viejo y silencioso prestamista.

María, horas más tarde se llevó su sillón. Ahora pesaba menos, mucho menos y, mientras lo hacía, doña África y sus hijos examinaban su rostro buscando quizá el desencanto de una sospecha sobre el contenido del célebre sillón.

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IntérPrEtEs y rEhEnEs

En una visita a Madrid me hice acompañar de algunos papelotes familiares. Era una copia de un expediente de nombramiento de vigilante de arbitrios del Ayuntamiento de Ceuta, fechado en 1907, con sus bases de concurso, notificación de nombramiento en la Gaceta de Madrid y un curioso certificado de buena conducta expedido por el comandante general don José García Aldave.

Otras veces había oído contar historias de aquel ceutí que vivía en la célebre Casa Grande. Era la vieja casa de los duques de Medinaceli, casona de patio central al cual dieron, en tiem-pos, amplias estancias y que al correr de los años fueron convirtiéndose en viviendas de casa de corredor, aunque de cierto empaque. No en balde vivió y murió en ella Agustina Zaragoza y Domenech -la célebre Agustina de Aragón- y familias como los Bernal, Orozco...

Don José, que era el nombre del protagonista de nuestra historia, había nacido en 1862, en Ceuta, y comenzado a servir en el Ejército con 17 años, por cuyos servicios era merecedor de ciertos beneficios para presentarse a la

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plaza vacante. Su hoja militar era excelente y con ella aparecía un certificado expedido por Felipe Rizzo y Ramírez como Profesor de la Academia Militar de Árabe Vulgar de la Plaza de Ceuta acreditando estar preparado para servir de Intérprete en todos los casos que se le presenten.

Tras leer varios párrafos de aquellos papeles se me ocurrió preguntar a sus sobrinas por el tiempo y modo en que prepararía sus estudios de árabe, a lo que contestaron:

- Si a él no le hacía falta... El que los preparó en la Academia Militar fue nuestro padre, su hermano, pero él sólo se examinó.

- ¿Y si cuando dejaron de vivir en Tetuán era un niño, cómo aprendió?

- Mi padre era mayor que él y ejerció pronto como intérprete del Ejército. Entonces era común entrevistarse los jefes militares con los notables de las cabilas. Claro está que unos y otros pedían garantías de respeto mutuo, de modo que tío Pepe quedaba de rehén.

- Explícamelo mejor que nunca había oído tal cosa.

- Sencillamente, mi padre iba a la cabila y dejaba allí a su hermano mientras él volvía con el notable a Tetuán o Ceuta, donde se celebraba la reunión. Luego, terminada la entrevista, devolvían a los cabileños a su

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lugar de origen y con él se traía al rehén. Lo hacían todos.

- Realmente es una actuación impensable hoy. Tuviera la edad que tuviera es al me-nos un comportamiento censurable, por mucha confianza que tuviera en las gentes con quienes dejaban a sus familiares.

- Era una guerra y se asumía. Además, él aprendió árabe como muy pocas personas, dadas las condiciones en las que quedaba durante semanas o meses. Los ceutíes de antaño estaban acostumbrados a vivir a toque de cañón como de rebato, luchaban cuando era necesario y, en época de paz, eran recompensados por ello.

- Como cuando se dieron las tierras del Campo Exterior a los Beneméritos de la Patria.

- Exactamente y ya sabes que si hubo mu-chos fue porque fueron muchos, también, los que se desplazaron en 1859-60 con la Compañía de Mar de Ceuta...

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¡A VOtAr...!

Contaban en los pueblos guadalajareños, feudo electoral de los Figueroa, que cuando hacían campaña el conde de Romanones y el marqués de la Cortina, se encontraron ambos al cruzarse sus trenes en una estación de fe-rrocarril. Aprovechando la ocasión, el marqués preguntó a su contrincante:

- ¡Oye Álvaro, tú qué les ofreces este año, el puente o la escuela!

A lo que don Álvaro contestó, casi sin inmu-tarse:

- ¡El puente, hombre, el puente! No ves que cuando tengan la escuela ni tú ni yo volve-remos a salir...

Claro está que se trataba de otros tiempos en los que muchos aseguraban la existencia de relaciones de los miembros de las Cámaras, en las mesas de los ministros, meses antes de la convocatoria electoral.

Cuentos o no, las compensaciones para conseguir el apoyo popular han sido comunes en todo tiempo y lugar. En Ceuta, a comienzos de siglo, un comerciante del partido conservador

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se hizo célebre al apostarse en el Rebellín, en lo que ahora denominaríamos «una toma directa de contacto con el electorado»:

- Manolo, oye, ¿a quién votarás en las próxi-mas elecciones?

- A usted, don José.- Eso me parece muy bien. Toma un durito de plata para que lo celebres.

Y así iba transcurriendo el tiempo, asegu-rando el votante uno a uno, aunque todos no pensaran igual:

- ¡Buenas tardes don José!- ¡Buenas tardes! A ti quería yo verte. ¿Oye Antonio, vas a votarnos este año tam-bién?

- Me paese que no, don José.- ¿Qué te paese que no, y eso...?- Porque los liberales man ofresío un puestesito en el mercao y está la vía mu achuchá...

- ¡Mu achuchá, mu acuchá! Mira Antonio, toma este duro de plata y no lo pienses más. Me votas a mí y cuando salga te vie-nes por la Alcaldía y ya hablaremos tú y yo del puestesito...

El pobre de Antonio vio resuelto el puchero del día y cualquiera sabe si al fin votó a con-servadores o liberales, pero que don José fue Alcalde, con más o menos golpes de duro es

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un hecho tan real como histórico y divertido. Lo que también se ignora, a pesar de los po-cos electores de la época, es si hubo cargos y puestesitos para todos...

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El nAcImIEntO DE unA bArrIADA: VIllA jOVItA

En 1868 se realizaron las concesiones de terrenos, en fideicomiso, en el Campo Exterior de Ceuta comprendido entre las Puertas del Campo y la linde fronteriza. Aquellos fideico-misos pasaron por diversas vicisitudes hasta que, a raíz del Protectorado, se legitimaron las propiedades. Gran parte de lo que hoy cono-cemos por Villa Jovita pertenecía a la familia Arrabal Martos, hermanos del teniente de la Policía Indígena Baldomero Arrabal, hijo de Ceuta caído durante los primeros momentos de la ocupación de Tetuán, en junio de 1913. Doña Jovita Casares fue una de las arrendatarias de aquellas tierras y a quien se debe el nombre del barrio.

El 5 de enero de 1928 los ceutíes se vieron sorprendidos al recaer en la Ciudad el premio gordo de Lotería al número 40.897, parte de cu-yos décimos y participaciones se repartieron en el Casino de Clases o de Suboficiales. Ocupaba éste dos plantas del edificio de don Demetrio Guillén, en el que se encontraba el popular café El Campanero.

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Días después se presentó un hombre, bien vestido, con un maletín y reclamó la atención de los felices socios que jugaban y conversaban en los salones del centro recreativo.

El procedimiento se repitió durante muchos días y el representante, que parece ser lo era del Banco de la Construcción, mostraba su catálogo plagado de fotografías con diferentes modelos de viviendas:

- ¿Quieren ustedes casa propia? ¡Pues vean los distintos modelos que les construimos con la propiedad del terreno incluida!

- Esa está muy bien, pero... ¿cómo se lla-ma?

- Este modelo es de una casa con tres dor-mitorios, cocina, cuarto de aseo y azotea por sólo 2.500 pesetas.

- No está mal. ¿Y esa otra?- ¡Es más cara! Tiene tres dormitorios y una sala, cocina, cuarto de aseo y azotea, por 3.000 pesetas y el terreno incluido.

Ni que decir tiene que fueron muchas las familias que trasladaron su residencia al Cam-po. Sargentos, socios y amigos que obtuvieron premio en el sorteo y otros que solicitaron créditos, incluso al Banco de Pescadores, para pagar su casa.

Si ya hubo unas damas ceutíes que cons-truyeron un edificio de alquiler con el producto de un billete premiado, en esta ocasión fue

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toda una barriada o, al menos, buena parte de ella y la historia se confirma con la cantidad de peticiones de construcción que se vieron por los arquitectos municipales, Sanguinetti y Blein, aquel año de 1928.

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lA gAlErA

Llegado el Corpus Christi y su octava, los ceutíes de más edad han traído a su memoria la salida de aquel paso alegórico llamado La Galera. Representaba una enorme embarcación llena de símbolos y que se procesionaba por los miembros de la Compañía de Mar de Ceuta, con uniforme de gala.

Pero lo más destacado era la presencia de la mayor parte de los neocomulgantes y neocomulgantas vestidos tal y como habían ido a recibir a Jesús Sacramentado. ¡Hermosa fotografía aquella, con las agarrás, las niñas del Colegio de las Madres Concepcionistas unidas por cintas de seda que anudaban sus muñecas para no descomponer las filas!

Hasta tres galeras distintas hemos reconoci-do acompañando a la procesión en la que tenían sitio muchas de las devociones de nuestros mayores como San Antonio, Santa Catalina o imágenes de la Virgen como la del Rosario o la Victoria.

Yo sabía que aquel paso salía de una pe-queña capillita, en la calle de La Galera, que se asomaba al Pajar, como decía Dª Elena Nicolás

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de Mena. Es decir, en la esquina de las calles Cervantes e Ingenieros, pero quise saber más y una mañana de verano, cumplidos ya los cien años Anita Gibert, la hermana de los escritores Rafael, Narciso y José Gibert Rodríguez, mien-tras comentaba pasajes de su infancia resolvió la incógnita:

- ¡La procesión del Corpus! ¿Siguen saliendo aquellas andas procesionales plagadas de ángeles y flores?

- Claro que sí. Y en el paso de plata de la Virgen de África. ¿Te acuerdas de él?

- No hijo, yo no lo he llegado a ver, no voy a Ceuta desde hace muchos años. Ni siquiera colaboré postulando como para la Coronación, y con una sonrisa un tanto burlona añadió: Ya estaba yo muy mayor.

- Anita ¿y La Galera?- ¡Es cierto! Me dijeron unas amigas que ya no sale... Lástima, sin ella, los niños acompañando la procesión no serán lo mismo. ¿Dicen que tampoco hay ya Octava ni lábaro?

- Nada de ello es como en tu época. Pero Anita, me interesa mucho saber de dónde salía La Galera. Contaban en casa que salía de Santa Isabel, de La Galera, que era como la llamaban.

- Aquella fue la capilla del Colegio. Allí fui-mos tus tías, las Romero, las Pacheco, las

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de Mesa... Iba bajando la rampa, sobre El Pajar, hasta el callejón de San Francisco y luego por Camoens.

- Ya nadie llama El Pajar a la calle Cervan-tes, ni casi San Francisco a González de la Vega, pero tiene sabor... ¿Cómo era la Capilla?

- Pues muy pequeñina, con tres bancos a cada lado y una Inmaculada en un altarcito sencillo. Creo que antes no tenía ni bancos y la gente se sentaba en el suelo o llevaba sus sillas para cuando había Misa. Eso de-cían mis tías, ¡sabes de quienes hablo?

- ¡Claro! Las mías siempre hablaban de ellas. Su mayor honra era ser parientas del Teniente Ruiz...

Y así transcurrió la tarde, con un libro abierto de más de cien lecciones para quien quiere aprender, de viva voz...

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lA llEgADA DEl ObIsPO

No era la primera visita del Obispo de Cádiz y Administrador Apostólico a Ceuta, pero aún no había mucha costumbre de ver al Prelado entre sus feligreses. Es más, cuando se hablaba del cargo, se referían al padre Cervera, obispo de Gallípoli, y no al de la Diócesis, a Rancés, a quien se llamaba el obispo viejo.

Nuestro nuevo prelado era joven y su visita a la Ciudad, nada más tomar posesión de la mitra, en compañía del nuncio de S. Santidad monseñor Ragonessi, supuso uno de los gran-des acontecimientos de 1918. Pero ahora, a su cargo en Cádiz unía la Administración de la Sede Septense.

Don Marcial era de tierra adentro. Se marea-ba con sólo ver el mar, aunque él se había pro-puesto no hacer de ello óbice para atender a su feligresía africana. En una de aquellas primeras y frecuentes visitas se hallaban suspendidos los servicios de los vapores que unían las costas del Estrecho, por lo que todos consideraron anulado, igualmente, el viaje. No obstante, por telégrafo, se comunicó al capitán de Puerto su llegada, enviando un propio a la Catedral.

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En la Seo, los canónigos asistían a Coro, en la tarde gris y ventosa producida por el tem-poral. Al tiempo se unía la edad del Cabildo, la monotonía de los cánticos diarios y el triste aspecto del templo. La nota pasó del propio al monaguillo, de éste a un beneficiado y por su mano al presidente del Cabildo. No hubo co-mentario ni contestación. Sólo la incredulidad del receptor.

Dos horas más tarde, dos viajes más del celador del Puerto y la vista de un falucho acercándose a la bahía sorteando el temporal, hicieron al director del Puerto encaminarse a la Catedral entre el dédalo de callejuelas que la separaban del foso de la Almina. Había acabado el Coro y el presidente del Cabildo conversaba en el crucero. A él se dirigió el recién llegado.

- ¿Dónde está el deán? ¿No han recibido Vds. mi recado?

- ¡Pero si hoy no ha habido correo! Mire que es bromista este hombre. Además, el deán está enfermo y no acude a Coro.

- ¿Creen que está la tarde para bromitas? Bien está que no confíen en mi palabra, pero que no lo hagan en la de su obis-po...

Salieron todos por la puerta de San Cris-tóbal al tiempo que se acercaba el rector del Santuario:

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- ¡Un falucho! ¡Un falucho y seguro que viene en él el obispo!

De nuevo al crucero:

- Tranquilos, calma. Y con las palmas de rigor dijo: ¡Cabildo de águila! Que un canónigo acuda a casa del deán y le avise de la llegada de Su Ilustrísima. Recepción en el muelle y mañana ¡Dios dirá!

Y corrieron todos, liados en sus manteos, como oscuros fantasmas, entre las casas de la calle del Asilo para recibir al prelado, ante la sonrisa casi vengativa del mensajero.

Todo un día necesitó don Marcial para recu-perarse de la terrible travesía, pero los ceutíes lo multiplicaron por mil en cariño y respeto por quien demostró no hallar impedimento para venir a su encuentro.

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El gEnErAl y lA bAtEríA DE sAn AntOnIO

No hacía mucho tiempo que el general había llegado a Ceuta en compañía de sus hijas, ocu-pando el palacio de La Marina, residencia de los comandantes generales de antaño.

Físicamente era hombre entrado en años, de pequeña estatura, barba cana y solía llevar guantes blancos a todas horas del día. Intelec-tualmente estaba bien considerado, hombre liberal e inteligente, se preocupaba por todo lo que ocurría en la Nación, como en mejorar la vida de los que estaban a su cargo.

Una de sus principales preocupaciones fue cuidar de mantener la marcha de los estudios de idiomas de sus hijas, para lo que solicitó los servicios de un profesor nativo. Sus ayudantes se esmeraron y consiguieron la colaboración de un franco-alemán culto y bien considerado, no sin antes advertirle su pasada condición de confinado y la concesión de Real Permiso para su afincamiento en la Ciudad, tras la redención de su condena.

Cada tarde, don Jaime acudía a la Coman-dancia para conversar en francés, siendo fre-

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cuentes las interrupciones del progenitor para interesarse por el progreso de las jóvenes y comentar algún tema de actualidad. En una de aquellas ocasiones había saltado a la luz una falsificación de papel moneda no apreciada ni por funcionarios de la Casa de la Moneda, hecho éste que hizo al militar pasar de la incredulidad a la sospecha, pareciéndole imposible que alguien pudiese llegar a no reconocer la propia firma. Don Jaime no compartió la teoría, pero tampoco intentó convencerle de lo contrario.

Días más tarde se presentó un capitán del Hacho al comandante general con una orden de desartillado de la batería de San Antonio, que lo estaba hacía siglos y en el alboroto forma-do, se decidió silenciar el hecho, hasta buscar al responsable de aquella trampa tendida a la máxima autoridad. Por la tarde, en la visita acostumbrada durante la clase, don Jaime le preguntó:

- ¿Mi general, qué ha pasado con la batería de S. Antonio?

- ¿Pero cómo se ha enterado Vd.? ¡Y me costará un disgusto la cosa, ahora que cómo descubra al responsable!

- Pronto lo conocerá. ¿Tiene Vd. ahí el pa-pel? Tráigalo.

Con el documento delante, el general estaba a punto de estallar, mientras se preguntaba por quién le habría metido aquel gato en la firma.

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- ¿Continúa Vd. en sus trece de que nadie le engañaría con una falsificación de su firma?

- Naturalmente, esta es mi firma y mi pluma.- ¿Entonces, no tendrá inconveniente de cruzar el pliego con esta goma de borrar, cogiendo póliza, texto, firma y sello?

Mientras el general afirmaba, fueron trazando la línea pedida, borrando cuanto encontraba a su paso, demostrando la falsificación de todo el documento.

- ¡Todo está dibujado!

Entre la ira, la risa y la estupefacción, el militar pedía más datos, mientras el viejo falsi-ficador le explicaba cómo puso en circulación la orden -sus cualidades habían quedado más que demostradas-, saliendo por la puerta prin-cipal y dándosela al ciclista para que la llevara al Hacho...

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gAllumbOs, cOntrAbAnDO y PECAOS...

Ceuta fue siempre una ciudad amante de los toros. Se pueden encontrar referencias de hace siglos y, con la llegada del grupo de familias algecireñas, contamos con cosos fijos como el del callejón de la Botica, a fines del XIX, y los del Llano de las Damas y Hadú, en la siguiente centuria.

Junto a corridas, novilladas y charlotadas, los toros, nuestros popularmente llamados gallumbos, se corrían por las calles de Ceuta como en otras ciudades españolas, incluso ensogaos y embolaos, siendo moneda común del divertimento de nuestros abuelos, aparte de hacer algún servicio muy particular.

Una tarde, sin previo aviso, se desencajonó un toro en el muelle de Comercio, dio la vuelta por la plazuela de San Juan de Dios y entró por las callejuelas del barrio del Asilo. Con él se for-mó el barullo consiguiente, de cafés y bodegas a un lado y otro del Puente salían los jóvenes dispuestos a correr rodeando al bicho.

Desde un velador del Campanero Chico, don Joaquín, un viejo político local, reía divertido el

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incidente mientras se acercaba el sofocado jefe de la Policía Urbana.

- ¿Ha visto Vd. la que se ha formado en un momento desde el fielato?

- Para despistar Enrique…- ¡No me diga más! Los dos prendas que es-taban allí abajo ¡caracoles! ¿Y qué tiraron, para La Marina o para la Muralla?

- Por La Marina hombre, y dése Vd. prisa Días más tarde, al llegar al colmao de Trujillo se encontró un paquete con un mensaje. Dentro, un buen número de cigarros Aguila Imperial y en la nota sólo dos palabras: SU PARTE.

- ¡Habráse visto! Paco, esto se lo devuelve al que lo ha traído en cuanto pase por aquí.

- No se irrite Vd. don Joaquín, ellos son como son... Y por lo que me han dicho...

- ¿Qué ha sido?- Pues que como mandó a la Policía en direc-ción contraria le correspondía una parte...

- Con que esas tenemos... Además, la ver-dad es que se me escapó y no iba a dar el soplo... ¡es para ponerse negro!

- ¡Ni negro ni na! Además, don Joaquín, que Vd. sabe que el contrabando no es pecao.

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El cOnDE DE xAuEn

En muchas ocasiones, las fuentes históricas desmienten relatos transmitidos por tradición oral y se pone por delante el testimonio escrito sin tener en cuenta que tan susceptible de error es uno como el otro.

En octubre de 1927 se produjo la visita de Sus Majestades los Reyes a Ceuta juntos, pues D. Alfonso XIII arribó a esta Plaza en 1904 y 1909, mientras que la Reina Dª Victoria Eugenia en estuvo a punto de hacerlo en 1924.

Durante la estancia de la pareja real se pro-dujo la inauguración del Palacio Municipal, el 6 de octubre de 1927, actos que se culminaron con una cena de gala en el marco incomparable del Salón del Trono.

A la cena acudieron, dentro del séquito de los Reyes, el duque de Miranda, la duquesa de San Carlos, el marqués de Bendoña, el presi-dente del consejo de Ministros D. Miguel Primo de Rivera, varios ministros y un nutrido grupo de generales entre los que se hallaban el alto comisario de España en Marruecos, general D. José Sanjurjo y Sacanell y los hermanos Dáma-so y Federico Berenguer y Fusté, que habían

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sido alto comisario de España en Marruecos y comandante general de Ceuta respectivamen-te. Representando a la Ciudad se encontraban sus primeras autoridades, siendo el anfitrión el coronel de Ingenieros y presidente de la Junta Municipal -se hallaba suprimido el Ayuntamien-to- D. José García Benítez, hombre culto y bien considerado en medios civiles y militares, que había representado a nuestra Ciudad en varios congresos africanistas, presidiendo secciones incluso, como en el de Zaragoza de 1904.

A la hora de los discursos todo eran grandes principios, proyectos encomiables y reconoci-mientos de buenas voluntades a los presentes. García Benítez fue perdiendo la paciencia pro-gresivamente. Estaba muy cercano el recuerdo del Desastre de 1921, muchos de los allí pre-sentes habían perdido a sus hijos en Annual y las responsabilidades recaían en algunos de los sentados a la mesa. Por la mente de García Benítez debían pasar muchas de las páginas reveladas por el Expediente Picasso. Lo cierto fue que entre todo ello y el sopor de los postres, el presidente de la Junta Municipal convirtió su discurso en una serie de amargas quejas y algo menos que veladas acusaciones contra Dámaso Berenguer, separado del servicio tras los hechos y amnistiado en 1924.

Contaban que el salón era un hervidero. Opiniones a favor y en contra, indignación por parte de Berenguer e incluso se produjo la salida

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del Salón del Trono de García Benítez. El Rey, defensor y amigo personal del general, compar-tía con muchos de los presentes la opinión de que había que desagraviarlo allí mismo. Primo de Rivera se inclinó ante el Rey y en voz muy baja insinuó algo a Su Majestad. Segundos más tarde quedaba resuelta la situación, anunciando el nombramiento de conde de Xauen al conquis-tador, en 1920, de la Ciudad Santa, D. Dámaso Berenguer y Fusté.

Los libros de historia y los tratados genealó-gicos dan como fecha de la concesión la de su publicación, 4 de mayo de 1929, día en que se cumplían 25 años de la primera visita a Ceuta de D. Alfonso XIII. Un miembro de la Junta Munici-pal, el farmacéutico D. Miguel Sancho González que es de quien procede esta historia, por medio de su hijo Antonio, comprendió el significado de aquel nombramiento, y las posibilidades de que quedara olvidado el momento y lugar de su concesión. El 15 de octubre de 1927 elevaba a la Corporación Municipal una Moción, que se aprobó, pidiendo la colocación de dos lápidas en el Salón del Trono, una conmemorativa de la Visita de SS. MM. los Reyes D. Alfonso XIII y Dª Victoria Eugenia y otra en la que constase que en dicho lugar se concedió a D. Dámaso Berenguer el Condado de Xauen.

Si aquellas lápidas llegaron a colocarse, debieron retirarse con posterioridad, pero si no hubiera sido por la moción del edil, el desmen-tido hubiera quedado perpetuado.

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El cAmInO DEl cOrtEjO

Levantamientos topográficos realizados en Ceuta durante el último medio siglo han ido transformando y haciendo desaparecer viejos topónimos. Entre los casos más conocidos figura la conversión de la cala de Bocarro en Calamocarro, o la más moderna de la Loma de Fez, al cerrar la cuadrícula de un plano su inicial -Loma de Pez- y que el «buen sentido» de la concordancia remató en Loma del Pez.

Añejas escrituras del monte Hacho hablan con frecuencia del camino del Cortejo, es decir, del sendero que llevaba al morabito de Sidi bel Abbas desde el Sarchal. Esta pequeña qubba es uno de los pocos vestigios de la Ceuta anterior a la conquista de 1415, estando dedicada a este personaje que profetizó la caída de la Ciudad, dando lugar, también, a una leyenda negra patentizada en la frase: Muley Abbás, Muley Abbás, quien vendió Ceuta por un pan.

La supervivencia de este santuario sólo tiene una explicación: el uso. Durante la época lusita-na se sucedieron prolongados períodos de paz durante los cuales las cabilas cercanas pudieron conseguir permiso para celebrar romerías hasta

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el morabito. Más tarde, a fines del siglo XVIII, es probable que fueran los mogataces quienes reconstruyeran el edificio, siendo fácil su ac-ceso desde la llamada Morería (el barrio que habitaron en el paseo de Colón) por el Recinto Sur hasta el Sarchal y morabito.

El camino del Cortejo, hoy interrumpido, vio durante siglos aquellas manifestaciones de jolgorio y recogimiento popular que eran ma-ravillosas lecciones de convivencia religiosa, impensables en cualquier otro punto de España. Inclusive, surgieron leyendas muy variadas, siendo la más conocida la que hacía del punto de peregrinación auténtica tumba, que muchos trasladan a la cueva que existe al otro lado de la ensenada.

El propio itinerario de la romería dio lugar a la creencia de existir una gruta en el mismo en la que estaría enterado otro santón, formando parte de su ajuar funerario un cofre de varias llaves en el que se custodiaba el texto de la última gran historia de Ceuta que había dado a la luz.

No hace demasiados años se tapió un repues-to de la batería del Pintor, que cerraba una verja de hierro al encontrarse muy frecuentemente velas encendidas y talismanes que los fieles a la historia las arrojaban a su interior haciendo del lugar la tumba del venerable historiador, con el consiguiente peligro. Quizá la confusión provenga de su proximidad al simulado morabo

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que forma parte del chalet de la familia Orozco y que se debe a la imaginación del abogado local D. Enrique García Ponce que proyectó D. José Madrid Ruiz hace más de cien años.

El imparable paso del tiempo suele producir la pérdida de toda memoria, y mucho más de la oral. Por ello, quizá algún día, quien se encuen-tre con el camino del Cortejo en algún documen-to de época, vea en el topónimo enamoradas novias cristianas, donde sólo pudo haber las amarías en las cuales mogataces oriundos de nuestras posesiones argelinas encontraron a las jóvenes de sus sueños.

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El cEmEntErIO juDíO DE cEutA lA VIEjA

Hace años, hablando de David Schiriqui -célebre contertulio de Antonio Ramos- y del manuscrito de su obra, salió la conversación de la ubicación del camposanto antiguo de la comunidad sefardita de Ceuta.

Contaba mi interlocutor, el escritor militar Ma-nuel Lería y Ortiz de Saracho, cómo un anciano judío ceutí conservaba diferentes recuerdos de su ciudad en su residencia de Israel, hace ya varias décadas. Entre ellos estaba el manuscrito y un cuadro representando las murallas meri-nidas, tradicionalmente denominadas Ceuta la Vieja.

La familia que hizo de puente entre los cus-todios y su editor le explicaron que no era in-frecuente encontrarlo ante la pintura meditando e incluso enjugándose alguna lágrima. Cuando era sorprendido e interrogado sobre su reacción contestaba invariablemente: En ese lugar están sepultados mis mayores.

En pos de alguna referencia repasamos muchas obras que dieran luz a cerca de la ase-veración del anciano, pero entre el cementerio

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medieval de Al-Hara y el actual, que figura ya en planos de 1871, no había nada. ¿Dónde sepultaban a sus antepasados los sefarditas que retornaron durante la Guerra de la Inde-pendencia y la de África? ¿Y los de los siglos XV al XVIII?

Por otra parte, en la zona suroeste exterior a la fortaleza merinida se habilitó el llamado fosario de Terrones para las víctimas del cólera del campamento de la Concepción, en 1859. ¿Habría relación entre ellos?

Al fin, un viajero, un cronista ocasional de los hallazgos realizados al abrigo de las tropas de aquella última contienda confirmó el relato: Emilio Lafuente, en 1862, describía al pie de las arruinadas murallas -con el arco de la puer-ta de Fez ya partido- «el sepulcro de un judío cubierto con una losa de mármol que contiene una inscripción en caracteres hebreos, incisos, pintados en negro y como de dos pulgadas de largo, de la cual consta que se llamaba Moisés. Es de época moderna.» La modernidad, en pa-labras del historiador, es siempre relativa, y la pérdida de la memoria del lugar, extramuros, lo hacen al menos del primer regreso fruto de la apertura liberal del reinado de Fernando VII. Así, gracias al insigne arabista, de nuevo la historia confirmó a la tradición, pero con retraso.

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Esta publicación se terminó de imprimir el día 20 de mayo de 2011, Aniversario del

fallecimiento del escritor y costumbrista ceutí Rafael Gibert Rodríguez


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