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22/7/2014 MOTIVACIÓN: CONDUCTA Y PROCESO
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VOLUMEN: VIII NÚMERO: 2021
Motivación y cognición: desarrollos teóricos
Francesc Palmero
Amparo Carpi
Consolación Gómez
Cristina Guerrero
Carolina Muñoz
Universitat Jaume I
Castelló de la Plana
INTRODUCCIÓN.
La diversidad de factores que influyen en el desarrollo de la conducta humana ha contribuido a que su estudio sea abordado desde distintas
perspectivas. Así, una de las corrientes, desarrollada a mediados del siglo XX, y que mayores frutos ha dado en la comprensión y explicación de la
complejidad del comportamiento es el modelo cognitivista. Este modelo aborda el estudio de la conducta a partir de la consideración de que ésta está
sustentada por un conjunto de procesos internos o cogniciones, a través de los cuales la acción se organiza, de manera continua.
Uno de los procesos que mayor interés presenta y ha presentado, tanto para la psicología cognitiva como para otras corrientes anteriores, es el estudio
de la motivación. Ésta, como la mayor parte de los factores que contribuyen al desarrollo del comportamiento, es de carácter inobservable, infiriéndose su
existencia a partir de la conducta manifiesta. En este sentido, la motivación se considera un constructo hipotético, complejo y dinámico que contribuye a
explicar el inicio, la dirección y el mantenimiento de la conducta.
Con los inicios de la psicología como ciencia, los primeros modelos empleados para conocer y explicar las causas de la conducta fueron desarrollados a partir
del estudio de los procesos biológicos. Posteriormente, la motivación humana ha sido abordada a través del estudio de los factores de aprendizaje: mediante
modelos conductuales. Sólo en las últimas tres o cuatro décadas, a partir, entre otras cosas, del fracaso de los modelos conductuales, comienza a tomar fuerza
la corriente cognitivista. La motivación humana como proceso psíquico se ve afectada, de modo interactivo, por el conjunto de los restantes procesos
mentales tales como la percepción, pensamiento, emoción, atención y memoria.
En el presente trabajo exponemos las características de la motivación desde la perspectiva cognitivista. En primer lugar, haremos referencia a los trabajos
precursores del modelo cognitivista en el estudio de la motivación. En segundo lugar, expondremos las características generales de las primeras teorías
cognitivistas que hacen referencia a factores individuales o personales para explicar la conducta motivada, así como los estudios que explican la motivación en
el seno del grupo, y como éste puede modular la decisión de ejecución de la acción. Para finalizar, trataremos de establecer el estado actual del tema,
proponiendo algunas orientaciones que parecen prometedoras para los próximos tiempos.
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EL MODELO COGNITIVO
La psicología cognitiva aborda el estudio de la conducta humana partiendo de la consideración de que el ser humano es un agente activo. Es decir, es
un ser capaz de seleccionar la información de su entorno, procesarla y transformarla de acuerdo a las necesidades que se presentan, realizando los
comportamientos pertinentes en su proceso de adaptación continua.
En un sentido amplio, los distintos enfoques cognitivos comparten el hecho de considerar fundamentales los procesos perceptivos e intelectivos que
tienen lugar en el momento en que un sujeto analiza e interpreta el medio ambiente en el que se desenvuelve, así como sus propios pensamientos y conductas.
En líneas generales, la expresión “procesamiento activo de la información” resume muy bien este tipo de planteamientos.
Aportaciones previas
Si tuviésemos que citar el inicio del desarrollo de este tipo de enfoques, además de tener en mente la gran influencia de los clásicos griegos, lo
localizaríamos en los trabajos de Tolman (1932, 1948) y Lewin (1935, 1936, 1938).
Tolman planteó diversos tipos de motivos para explicar la conducta motivada: motivos primarios, secundarios y terciarios. Entre los motivos primarios
(innatos) se encuentran la búsqueda de alimento, agua y sexo, la eliminación de desperdicios, la evitación de dolor, el reposo, la agresión, reducir la curiosidad
y la necesidad de contacto. Entre los secundarios (innatos) se encuentran la afiliación, la dominancia, la sumisión y la dependencia. Entre los terciarios
(aprendidos) se encuentran aquellos que implican la consecución de metas culturales.
Tolman (1932) acentuó la importancia de las metas en la conducta, así como la intencionalidad de la misma. A partir de sus trabajos en Psicología de
la Motivación, se empiezan a manejar términos como expectativa, propósito y mapa cognitivo. Sus aportaciones siguen siendo referencia obligada para
entender la dinámica motivacional, tanto en individuos de especies inferiores como en el ser humano. Precisamente, la propuesta que hace Tolman[1] (1948)
de la existencia de mapas cognitivos en animales inferiores representa un aperturismo cognitivista que dará lugar a múltiples aproximaciones de interés, que
incluso llegan hasta la actualidad (Toates, 1995; Burghardt, 1997; Millikan, 1997). La conducta motivada, según Tolman, tiene características molares, está
dirigida hacia unas metas, es persistente, y muestra una selectividad para alcanzar la meta.
La meta, el modo en que se lleva a cabo la conducta y las posibles rutas para alcanzarla son factores imprescindibles para conocer la conducta
motivada. El sujeto no aprende simples asociaciones ER, sino la relación entre una conducta y una meta particular; para ello, necesita desarrollar un mapa
cognitivo de su ambiente, con el fin de localizar en él cada una de las posibles metas. Son éstos argumentos que, aunque en su momento fueron bastante
criticados, hoy, con una visón más distante de los hechos, podemos apreciar cuán relevantes han llegado a ser para que distintas disciplinas, como la Etología,
defiendan en la actualidad la existencia de funciones cognitivas superiores en individuos de especies inferiores. Por supuesto que no todo el mérito ha sido de
Tolman, también la propia evolución de la Etología, así como la de disciplinas relacionadas con ella, tales como la Sociobiología, la Psicología Animal, la
Psicología Comparada, han aportado un bagaje importante para entender la situación actual.
Aparte de las importantes aportaciones de Tolman al desarrollo de la Psicología como disciplina científica, y de forma particular en el ámbito de la
Psicología de la Motivación, no hay que olvidar que Tolman es un autor formado en la escuela conductista, y desde ella plantea que las asociaciones ER no
son suficientes para entender la conducta de un individuo. Este tipo de afirmaciones le acarrearon críticas importantes en su momento. Sin embargo, aquellos
pioneros intentos de Tolman para demostrar que los animales de especies inferiores tienen posibilidad de realizar una actividad cognitiva superior han ido
progresivamente confirmándose. Distintas investigaciones aportan similar información sobre actividad cognitiva en especies inferiores.
Así, Holland y Straub (1979) demostraron la capacidad de inferencia de los sujetos experimentales ratas en el ámbito de la motivación para la
conducta de comer. El objetivo fue comprobar si los sujetos experimentales son capaces de integrar información procedente de dos situaciones distintas que
comparten un estímulo. Mediante condicionamiento, los autores consiguieron, en una primera fase, que los animales asociaran un ruido con un determinado
tipo de comida un determinado ruido anticipaba la existencia de comida, con lo cual los animales se acercaban al comedero. En una segunda fase de la
investigación, los autores trataron de condicionar la asociación entre la comida y un cierto malestar provocado éste mediante la inyección de litio; esto es, a
las ratas se les inyectaba dicha solución inmediatamente después de ingerir la comida, con lo cual, después de conseguir la asociación se pudo comprobar que,
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en presencia de comida, las ratas se acercaban con menor frecuencia al comedero.
Lo interesante en esta investigación era averiguar si los animales eran capaces de integrar la información procedente de distintas situaciones para
inferir una suerte de propiedad transitiva: (a) si el ruido anticipa la comida; (b) si la comida anticipa el malestar; (c) el ruido anticipa el malestar. Los resultados
ponen de relieve que, después de llevar a cabo los dos procedimientos de condicionamiento, los animales se acercan con menor frecuencia al comedero
cuando escuchan el ruido. Este hecho parece indicar que en los animales inferiores se produce también una forma más o menos rudimentaria de
procesamiento inferencial que les lleva a sintetizar de forma apropiada la información procedente de distintas situaciones.
Recientemente, Toates (1995), en un trabajo que consideramos de mucha relevancia, ha planteado que es muy probable que en los animales de
especies inferiores se produzca una integración entre motivación y cognición, de tal suerte que las nociones de representación, meta y expectativa son
perfectamente válidas para entender su conducta. Es decir, estos individuos construyen perfectamente sus ambientes en los planos temporal y espacial, por lo
que la conducta que llevan a cabo puede ser entendida como una conducta propositiva dirigida hacia metas particulares con movimientos conductuales que
optimizan los resultados e incrementan la probabilidad de éxito.
También en el plano espacial se ha intentado averiguar si las ratas son capaces de integrar la información procedente de dos situaciones distintas,
aunque con un elemento común a ambas. Así, SánchezMoreno, Rodrigo, Chamizo y Mackintosh (1999) sugieren que lo que aprende la rata no son simples
asociaciones estímulorespuesta, sino asociaciones complejas en las que participan variables espaciales referidas a la ubicación de las distintas metas y los
eventuales puntos de referencia en el ambiente de los animales. Todo ello queda debidamente organizado en el mapa cognitivo del individuo, apreciándose la
actualización del mismo a partir de la distinta información que éste obtiene. Recientemente, Manteiga y Chamizo (2001) han investigado si los animales
aprenden la ubicación de una meta, tomando como referencia dos conjuntos de dos señales cada uno (A y B, y B y C). La señal B es común a ambos
conjuntos. Los animales localizan con mayor frecuencia la meta siempre que B está presente, tanto sola, como combinada, con A, o con C. Las restantes
posibilidades producen un rendimiento menor en la localización de la meta. Este hecho parece ir en contra de la integración; pero, es probable que el tipo de
configuración (temporal o espacial) influya de forma importante en la localización de la meta. La controversia en este punto permite abrir vías alternativas
orientadas a la constatación de la existencia de esos mapas cognitivos en animales inferiores, mapas que, por lo demás, parecen necesarios para entender la
dinámica motivacional conductual en los mismos.
Por su parte, Lewin (1936) propone que la motivación en la conducta se explica desde planteamientos homeostáticos. La conducta es el resultado del
conjunto de fuerzas que actúan sobre el sujeto. Lewin defiende la solución activa de problemas y la existencia de necesidades psicológicas cuasi
necesidades. A grandes rasgos, el esquema de su planteamiento, genéricamente denominado Teoría de campo, asume que la conducta es una función del
espacio vital, el cual consta de “persona” y “ambiente psicológico”. Por lo que respecta a la persona, ésta está influenciada por dos tipos de necesidades
(fisiológicas y psicológicas), que producen un estado de tensión, o estado motivacional, en el sujeto. Por lo que respecta al ambiente psicológico, contiene
“metas” que influyen considerablemente sobre la conducta del sujeto. En definitiva, se puede resumir la teoría de Lewin diciendo que la fuerza de la conducta
(F), que tiene características de vector, es una función (f) del estado interno de tensión del sujeto y las metas del ambiente psicológico (tG). A esta breve
función hay que añadir la “distancia psicológica” (e) que existe entre el sujeto y la meta que desea alcanzar, de tal suerte que a mayor distancia menor fuerza
en la conducta. La siguiente fórmula ilustra esquemáticamente la idea de Lewin:
La tensión es el constructo motivacional defendido por Lewin para explicar la motivación interna del sujeto. La tensión ocurre cuando se producen
necesidades en el organismo. Este hecho motiva al sujeto para reducir la tensión, con lo que la argumentación homeostática parece evidente. Por otra parte,
para estudiar la conducta motivada en sí, se necesita el constructo de fuerza, que consta de “magnitud” y “dirección”. Como son varias las fuerzas que
simultáneamente actúan sobre el sujeto, la conducta final es el resultado de todas las fuerzas implicadas.
No obstante, creemos que la aportación de Lewin no se limita a estas importantes reseñas comentadas. Hay que señalar también la referencia de
Lewin (Lewin, Dembo, Festinger y Sears, 1944) al nivel de aspiración, que es lo que un individuo desea conseguir, y al nivel de expectativa, que es lo que
un individuo estima que podrá conseguir. En opinión de Lewin, los niveles de aspiración y de expectativa representan la combinación de la valencia y la
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probabilidad de logro de una meta concreta. El deseo referido al nivel de aspiración posee una mayor valencia, pero una menor probabilidad de logro, que el
que se refiere al nivel de expectativa. Ambos niveles, que reflejan la dimensión cognitiva de las conductas motivadas, se encuentran directamente relacionados
con el rendimiento de un individuo cuando trata de conseguir la meta en cuestión[2]. Eso es lo que encuentra Dreikurs (2000), apreciando que los niveles de
aspiración y de expectativa se incrementan cuando la actuación y el rendimiento de un individuo son buenos, y disminuyen cuando dichos parámetros de
actuación son deficientes.
PRIMEROS DESARROLLOS TEÓRICOS
A mediados del siglo XX, la explicación de la conducta a partir de causas fundamentalmente externas empezó a decaer, retomándose la explicación
del comportamiento a partir de factores internos al individuo. La causalidad de la conducta es descrita a través de la complejidad de diversos procesos
mentales. Atendiendo al proceso que nos ocupa, la motivación, se han realizado distintos trabajos para comprender los factores que influyen en su desarrollo.
En este apartado comentaremos las aportaciones más destacadas.
La expectativavalor.
Con los antecedentes claros de Tolman (1932) y de Lewin (1938), este tipo de planteamientos defiende que la conducta motivada resulta de la
combinación de las necesidades individuales con las metas que se encuentran en el ambiente. Además, la probabilidad de que ocurra una conducta depende
también de la expectativa que tiene el sujeto de obtener la meta. Es decir, existe una representación cognitiva en la que el sujeto espera que ciertas conductas
le lleven a ciertas metas. Esta expectativa que se genera en la persona tiene su fundamentación en la experiencia del propio sujeto. Asimismo, el valor de la
expectativa facilita la comprensión de cómo se desarrollan las conductas. Así, los modelos de expectativavalor explican que las consecuencias, positivas y/o
negativas de las acciones realizadas, y la importancia que éstas puedan tener para la persona, contribuyen a la elección y/o abandono de determinadas
alternativas de acuerdo al valor y la utilidad subjetiva otorgada para alcanzar un resultado deseado (Edwards, 1954). Generalmente, con este constructo se
intenta explicar distintos motivos psicológicos, tales como el logro, la afiliación, la dominancia y el poder.
Un representante de este tipo de acercamientos es Rotter (1954), quien establece cuatro conceptos básicos en la teoría del valor y la expectativa: a) la
elección de una meta concreta viene determinada por el valor de refuerzo de esa meta; b) el sujeto realiza estimaciones subjetivas sobre la probabilidad de
alcanzar una meta; c) las expectativas del sujeto están sólidamente influenciadas por los factores situacionales; d) la reacción del sujeto ante nuevas situaciones
se basará en una generalización de expectativas a partir de la experiencia acumulada. En definitiva, la conducta motivada de un sujeto depende de la
multiplicación del valor de la expectativa por el valor de la meta.
Posteriormente, Rotter (1975) argumentó también la diferencia que existe entre los sujetos respecto a la expectativa que tienen del control del refuerzo.
Así, los “sujetos internos” (locus de control interno) perciben los refuerzos y los castigos como una función directa de sus propias conductas, mientras que los
“sujetos externos” (locus de control externo) perciben tales refuerzos y castigos fuera del control de sí mismos. Rotter está enfatizando la relevancia de las
creencias acerca de la asociación entre las propias conductas y los resultados de las mismas; ante la pregunta ¿por qué ocurren las cosas buenas?, Rotter
sugiere que existen personas que creen que esos buenos resultados se deben a la conducta propia, mientras que otras personas creen que su conducta nada
tiene que ver. Hace unos años, el propio Rotter (1990, 1992) se refería a la relación existente entre la variable “creencia del locus de control” y otras variables
como la “autoeficacia”. Las personas con una creencia referida a su elevada autoeficacia suelen caracterizarse por la creencia referida al locus interno de
control del refuerzo. Algo parecido ocurre con respecto a la motivación de logro: las personas con la creencia referida al locus interno de control del refuerzo
se caracterizan por poseer una mayor motivación de logro. No obstante, siguiendo a Dreikurs (2000), hay un matiz que no puede ser ignorado, y es el que se
refiere a la especificidad funcional. La creencia del locus de control puede ser considerada como una disposición adquirida por aprendizaje con características
de amplio espectro; es decir, como la creencia generalizada que posee un individuo acerca de su capacidad para controlar las consecuencias de sus conductas.
Por su parte, la autoeficacia tiene un rango mucho menor, pues se refiere específicamente a cada una de las posibles actividades que lleva a cabo un
individuo. Dicho de otra forma: la autoeficacia es una variable referida a una actividad concreta. Una persona puede percibir una gran autoeficacia para un
tipo de actividad, y muy baja o nula autoeficacia para otro tipo de actividades (Bandura, 1977, 1997). Aunque estas dos variables han sido definidas para
explicar disposiciones estables o específicas en relación a la ejecución de una conducta, los resultados obtenidos en algunos trabajos indican una interrelación
entre ambos constructos para dar razón de la acción (Carter, 2004; SuChen, 2005), mientras que en otros se subraya la diferencia en relación a la estabilidad
o especificidad para explicar la conducta (Skaalvik y Slkaalvik (2004).
En los últimos años, también se ha podido apreciar la relevancia de esta disposición aprendida, denominada locus de control, o con cualquier otra
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expresión, pero referida a la autopercepción de la capacidad de control, para explicar el mayor o menor riesgo de enfermedad. Concretamente, en algunos
estudios (Reynaert, Janne, Bosly, Staquet, Zdanowicz, Vause, Chatelain y Lejeune, 1995; Peters, Godaert, Ballieux y Heijnen, 2003), se ha podido establecer
una interesante asociación entre locus de control y actividad de las células asesinas naturales[3] (NK) en pacientes depresivos hospitalizados y en personas
que deben afrontar situaciones habitualmente estresantes. Cuanto menor era la creencia de control sobre la situación, menor era la actividad de este sistema
celular de defensa inmunitaria. Es un ámbito de interés, pues, entre otras cosas, pone de relieve cómo la dimensión cognitiva la percepción de control es
fundamental para entender el proceso motivacional, incluso el funcionamiento biológico del organismo.
Otra aproximación importante en este tipo de enfoques se refiere a la que se ha centrado en la motivación de logro. Los inicios se sitúan en los clásicos
trabajos de Murray (1938), quien considera que el motivo de logro es universal. Una necesidad tiene un componente energético, que activa la conducta, y un
componente direccional, que incluye al objeto meta y que orienta la conducta del sujeto hacia esa meta. Las motivaciones del sujeto ocurren a partir de las
necesidades, las cuales son adquiridas y se producen por estímulos ambientales. La medida de la motivación de logro se asocia a Atkinson y a McClelland,
quienes utilizaron el Test de Apercepción Temática (TAT) de Murray para llevar a cabo sus trabajos.
Así pues, Atkinson (1957/1983, 1964, 1974; Atkinson y Birch, 1978) defiende una teoría basada en la expectativa de alcanzar una meta y en el valor
de la misma, porque la tendencia a llevar a cabo una determinada acción está sólidamente relacionada con la expectativa cognitiva de que una conducta
particular llevará a una meta particular. En su argumentación, son importantes el motivo para conseguir el éxito, o esperanza de éxito, y el motivo para evitar
el fracaso, o miedo al fracaso.
Por lo que respecta al motivo para conseguir el éxito, es una variable que puede ser cuantificada. Para ello, es imprescindible conocer tres factores: a)
el motivo de éxito, que se refiere a una disposición general de personalidad, y se obtiene mediante el TAT; b) la probabilidad subjetiva de éxito, que se refiere
a una combinación de aspectos como la dificultad de la tarea y las habilidades del sujeto; cuando el éxito es seguro, la probabilidad es “1”, cuando el éxito es
imposible, la probabilidad es “0”; entre ambos valores se ubica la probabilidad subjetiva en cada caso; c) el valor de incentivo, referido a la valía que para el
sujeto tiene obtener el éxito. Cuando la probabilidad subjetiva de éxito es baja, porque la tarea es difícil o porque las habilidades del sujeto son limitadas, el
valor de incentivo derivado de la obtención de ese objetivo es bastante alto, mientras que, cuando la tarea es muy fácil, o las habilidades del sujeto sobradas, el
valor de incentivo derivado de la consecución de ese objetivo es bajo, ya que la probabilidad de éxito es muy alta.
Los tres factores que nos permiten cuantificar el valor de la esperanza de éxito interactúan multiplicativamente, con lo que, cuando uno de ellos sea
“0”, el resultado también será “0”, o lo que es lo mismo, no se producirá la esperanza de éxito o la tendencia a conseguir el éxito. La siguiente fórmula ilustra
la idea de Atkinson:
donde TE hace referencia a la tendencia a conseguir el éxito, o a la esperanza de éxito, ME es el motivo para conseguir el éxito, PE es la probabilidad
subjetiva de éxito, e InE es el valor de incentivo del éxito.
Por lo que respecta al motivo para evitar el fracaso, también puede ser expresado cuantitativamente. Al igual que ocurría con el motivo para conseguir
el éxito, es imprescindible conocer el valor de tres factores directamente implicados: a) el motivo para evitar el fracaso, que también es una disposición general
de personalidad, y se obtiene mediante el Test Anxiety Questionnaire; b) la probabilidad subjetiva de fracaso, que, al igual que en la esperanza de éxito, se
refiere a una combinación de aspectos como la dificultad de la tarea y las habilidades del sujeto, y que se obtiene calculando la inversa de la probabilidad
subjetiva de éxito; cuando el éxito es seguro, la probabilidad es “0”, cuando el éxito es imposible, la probabilidad es “1”; c) el valor de incentivo negativo que
tiene para el sujeto fracasar en la consecución del objetivo. También en este caso los tres factores actúan de forma multiplicativa, por lo que, de nuevo, cuando
uno de esos factores es “0”, el resultado final también es “0”, con lo que no se producirá la tendencia a evitar el fracaso. La siguiente fórmula ilustra la idea:
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donde TEF hace referencia a la tendencia a evitar el fracaso o miedo al fracaso, MEF es el motivo para evitar el fracaso, PF es la probabilidad subjetiva de
fracaso, que se calcula a partir de la probabilidad subjetiva de éxito (PF = 1 PE), e InF es el valor de incentivo negativo que tiene para el sujeto fracasar en la
consecución del objetivo.
La consecución del éxito tiene consecuencias inmediatas, de orgullo y satisfacción, y a medio y largo plazo, de aprendizaje y fortalecimiento de las
respuestas apropiadas para el sujeto. Por su parte, la obtención de un fracaso también conlleva consecuencias inmediatas, de vergüenza y pérdida de
confianza, y a medio y largo plazo de modificación de estrategias y conductas que no son las más apropiadas, sustituyéndolas por otras más funcionales. La
combinación de ambos motivos permite entender la manifestación conductual en cada caso. Como fracasar en un objetivo posee un valor de incentivo
negativo, la motivación resultante para llevar a cabo una conducta puede ser positiva (cuando la esperanza de éxito es mayor que el miedo al fracaso),
negativa (cuando el miedo al fracaso es mayor que la esperanza de éxito) o igual a cero (cuando la esperanza de éxito y el miedo al fracaso son iguales). Es
decir, además de conocer la esperanza de éxito, o tendencia a obtener el éxito, es imprescindible conocer también la tendencia a evitar el fracaso, ya que de
ese modo tenemos un perfil completo de la conducta resultante. El resultado aparece en la siguiente fórmula:
Como se puede apreciar, la elegante y sencilla formulación de Atkinson recuerda bastante aquella otra de Hull. Así, el concepto de impulso de Hull
encuentra la contrapartida en la necesidad de logro o de éxito; el concepto de fuerza del hábito de Hull encuentra su paralelismo en la probabilidad subjetiva
de éxito; el concepto de incentivo de Hull es también bastante parecido al valor de incentivo del éxito, aunque Atkinson, además, relaciona directamente el
valor de incentivo con la expectativa o probabilidad subjetiva de éxito.
En la formulación general de Atkinson se aprecian dos hechos de interés. Por una parte, el que se refiere a la especial relación existente entre las
variables o factores que dan lugar a las expectativas, o probabilidad subjetiva de éxito y de fracaso. Por otra parte, el que se refiere al incentivo que produce
en el individuo el éxito o el fracaso. Así, en cuanto a la probabilidad subjetiva de éxito o de fracaso, ésta depende de cuán difícil o fácil perciba el individuo la
tarea, actividad o desafío, para lo cual tiene que considerar el nivel y la cualidad de sus habilidades y recursos para enfrentarse a esa situación. En cuanto al
valor de incentivo de conseguir el éxito, o de cosechar un fracaso, se encuentra inversamente relacionado con la expectativa del rendimiento; esto es: cuanto
menos se espera un resultado, mayor es el valor del incentivo asociado al mismo. Con estos datos de interés que enfatiza el propio Atkinson, se puede
apreciar que el ser humano se siente especialmente motivado por aquellos objetivos o metas cuyo grado de dificultad se encuentra próximo, aunque
ligeramente por encima, del grado o nivel de sus habilidades o recursos. Es una forma de estimular el crecimiento sostenido en la formación, la adquisición de
nuevas habilidades, la preparación, etc. Pero, además, es una forma inteligente y adaptativa de combinar el esfuerzo con la gratificación, ya que, al menos
subjetivamente, para ese individuo el objetivo es susceptible de consecución mediante su esfuerzo y su capacidad. Sin embargo, es muy probable que no se
experimente la motivación cuando existe una gran diferencia entre la dificultad y las habilidades, ya que, si dicha diferencia lo es a favor de aquélla, no
merece la pena esforzarse para nada, mientras que, si la diferencia lo es a favor de éstas, es tan fácil el objetivo que no satisface[4].
Más recientemente, Mathew y Kunhikrishnan (1995) han llevado a cabo una interesante investigación en la que utilizan distintos instrumentos para
medir la necesidad o el motivo de logro, concluyendo que dicha motivación hace referencia a una característica estable de personalidad, que se puede detectar
independientemente del instrumento que se elija para medirla. De hecho, estos trabajos han dado lugar a la confección de un importante inventario (el
Motivational Trait Questionnaire MTQ), ideado por Heggestad (1998), con el que se pueden medir los dos motivos comentados: el motivo para conseguir
el éxito y el motivo para evitar el fracaso. El motivo para conseguir el éxito se encuentra relacionado con el logro, con el trabajo duro y con la competitividad,
mientras que el motivo para evitar el fracaso se encuentra relacionado con el miedo y la ansiedad. También Elliot y Church (1997) han propuesto un modelo
jerárquico de la motivación de logro, en el que lo esencial tiene que ver con la combinación específica entre el propio motivo de logro y el miedo al fracaso,
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que se produce cada vez que un individuo tiene que tratar de conseguir una meta.
La relación entre motivación y variables afectivas ha sido estudiada recientemente por Wicker, Turner, Reed, McCann y Do (2004) en una muestra de
estudiantes. En este estudio se analizó cómo las expectativas y los esfuerzos para conseguir la meta deseada se van ajustando a medida que transcurre el
tiempo y está más cercana la ejecución de la tarea para conseguir el objetivo. De este modo, los procesos motivacionales se ven influenciados por el mayor o
menor optimismo experimentado ante la proximidad de la ejecución concreta. Mientras que para unos puede suponer una evaluación negativa sobre los
esfuerzos realizados, y, por tanto, desanimarse para continuar adelante con el objetivo, para otros puede suponer una reafirmación de las expectativas, de los
logros a conseguir y de los esfuerzos a realizar en la consecución de dicho objetivo. No obstante, la ansiedad percibida ante la realización de una tarea que se
tipifica como amenaza la realización de un examen, por ejemplo puede repercutir negativamente en la consecución de la meta deseada. Así, Skinner y
Brewer (2002) muestran que, ante una determinada situación, la baja valoración de amenaza del evento y la emoción positiva desencadenada ante la
realización facilitan la ejecución y redundan en un mejor rendimiento.
Para McClelland (1961), la motivación de logro se encuentra más inmersa en lo que él denomina “cambio social”. En este sentido, puso de relieve la
relación entre las necesidades de logro en los sujetos y las condiciones económicas del país en el que viven dichos sujetos. McClelland (1989) establece que
una teoría general de la conducta debe incluir factores motivacionales, factores cognitivos y factores relacionados con la destreza. La interrelación entre ellos
es tan compleja que, a menudo, se hace difícil su separación. Así, McClelland y Winter (1971) defienden que la motivación de logro puede ser perfectamente
aprendida, pudiéndose apreciar cómo determinados estilos en la crianza de los hijos hacen que éstos adquieran formas de conducta orientadas hacia el logro.
Más recientemente, McClelland (1995, 2004) ha llevado a cabo una investigación en la que propone la posible conexión entre motivación de logro y
secreción de arginina vasopresina. Su argumento se basa en las siguientes premisas: (1) la activación fisiológica producida en las situaciones de motivación de
logro produce un incremento en la secreción de vasopresina, la cual, a su vez, produce un incremento en la capacidad de recuerdo de las personas implicadas;
(2) cuanto mayor sea la motivación de logro, tanto mayor será la activación fisiológica, y tanto mayor la secreción de vasopresina; (3) si el nivel de
vasopresina se asocia con la capacidad de recuerdo, la mayor capacidad de recuerdo se encontrará asociada a uno de los efectos primarios de la vasopresina:
el que tiene que ver con la disminución del flujo de la orina. Ése es, precisamente, el resultado que obtiene McClelland, con lo que su sugerencia queda
confirmada. No obstante, aunque la idea de McClelland parece prometedora, se precisan más estudios en esta dirección.
Los distintos trabajos centrados en la orientación del valor y la expectativa, y particularmente en la motivación de logro, están siendo actualmente
revisados por autores como Eyring (1995) o Wigfield y Eccles (2000, 2002), quienes, en general, vienen enfatizando la estrecha relación existente entre
procesos motivacionales y procesos cognitivos. De forma más concreta, Eyring (1995) pone de relieve que las consecuencias de la actuación de un individuo
son determinantes para que dicho individuo estime si el resultado se aproxima o no a la expectativa que tenía. En estos casos, lo importante es constatar la
existencia o no de discrepancia entre expectativa y rendimiento. Si la expectativa se cumplió, en una próxima ocasión es muy probable que la expectativa se
incremente. Por el contrario, si la expectativa no se cumplió, es muy probable que, en el futuro, el individuo modifique dicha expectativa disminuyendo la
misma o que modifique su esfuerzo incrementándolo. Este mecanismo de feedback entre expectativa y rendimiento es el núcleo esencial de la Teoría de
control, mediante la cual se puede explicar cómo los individuos responden diferencialmente según sean los resultados de su actuación, esto es, según sea el
rendimiento conseguido con su conducta. Por su parte, Wigfield y Eccles (2000, 2002) consideran que no es posible entender la Motivación sin apelar a la
relevancia de ciertos factores, como las creencias subjetivas en cuanto a la propia habilidad, la expectativa de éxito y las connotaciones subjetivas del valor de
la tarea a realizar.
Como fácilmente se desprende de los trabajos reseñados, es imprescindible considerar la relación entre Motivación y Cognición en cualquier conducta
que esté dirigida a la consecución de una meta. Además, la importancia de esta relación entre procesos motivacionales y procesos cognitivos queda reflejada
en la distinción que establece Cavalier (2000) entre la elección y la decisión. Así, señala Cavalier, un individuo puede sentir una especial vinculación hacia
ciertas metas en general, aunque, tras los pertinentes procesos cognitivos relacionados con la valoración de dichas metas, junto con el análisis de las
habilidades y recursos de los que dispone ese individuo, establece la pertinencia de dirigir sus esfuerzos hacia una de esas metas en particular, o hacia otra
que, si bien en principio no se encontraba en ese espectro de metas atractivas, ahora, tras los pertinentes análisis llevados a cabo, se revela como una meta
atractiva, la más atractiva de las posibles, o la menos desagradable de cuantas puede conseguir. Esto es, si bien la dimensión motivacional orienta y dirige el
interés hacia ciertos objetivos, los subsiguientes procesos implicados en la toma de decisiones pueden “ajustar” la dimensión motivacional hacia aquellas
metas que se encuentran dentro del espectro de posibilidades probables según el criterio subjetivo del individuo.
Por último, en el ámbito de la motivación de logro, cabe hablar de los distintos estilos de logro planteados por LipmanBlumen, HandleyIsaksen y
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Leavitt (1983). Según estos autores, existen tres estilos básicos de logro: directo, instrumental y relacional. Los sujetos con un estilo directo de logro intentan
conseguir el éxito mediante sus propios medios y esfuerzos. Los sujetos con un estilo instrumental de logro intentan conseguir el éxito mediante su
manipulación sobre otros sujetos. Y los que poseen un estilo relacional de logro intentan conseguir el éxito a partir de su relación con otro sujeto que ha
conseguido el éxito. Muy relacionada con este tipo de propuestas se encuentra la idea de Franken y Brown (1995), quienes defienden que uno de los aspectos
que parece jugar un papel importante para entender el motivo de logro tiene que ver con la competitividad. Al respecto, los autores proponen la existencia de
tres tipos de motivación de logro basada en la competitividad y relacionada con necesidades concretas: satisfacer la necesidad de vencer, proporcionar la
oportunidad de mejorar la ejecución, motivar el mayor esfuerzo que incremente los buenos resultados.
Además de los factores motivacionales citados en los párrafos anteriores, existen otras variables que pueden contribuir en la modulación de la conducta
motivada. Estas otras variables hacen referencia al contexto social en el que se desenvuelve la persona. De este modo, en los siguientes apartados
comentaremos la influencia que, la presencia de los otros puede ejercer en el proceso motivacional.
Motivación social: la presencia de otros
La presencia de otras personas influye de forma importante en la motivación y en la ejecución de la conducta motivada en una persona en particular.
En este orden de cosas, cabe hablar de los trabajos centrados en los efectos de coacción y audiencia, la difusión de la responsabilidad, la conformidad y la
obediencia, la consistencia y la disonancia cognitivas.
Efectos de coacción y audiencia.
Por lo que respecta a los efectos de coacción y audiencia, éstos se encuentran entre los más estudiados en Psicología de la Motivación. Al respecto,
son bastante conocidos los pioneros estudios de Triplett (1898), en los que se podía observar cómo los ciclistas pedaleaban con mayor fuerza cuando lo
hacían en compañía de otros ciclistas que cuando lo hacían solos. Triplett argumentaba que la presencia de otros actuaba como un factor capaz de activar unos
recursos energéticos que no se movilizaban cuando el individuo realizaba esa tarea en soledad. A este fenómeno conductual se le denomina facilitación social
del rendimiento, y permite entender cómo la presencia de otros incrementa la motivación en una persona. Cuando los incrementos en la motivación y en el
rendimiento de una persona son el resultado de la acción directa de otras personas que compiten con ella en la misma tarea, decimos que se ha producido un
“efecto de coacción”. Ahora bien, si la influencia de los otros se produce a través de una situación de pasividad, por ejemplo, la observación, la evaluación,
etc., decimos que se ha producido un “efecto de audiencia” (Cottrell, 1972). En este último caso, también se puede observar un incremento en la motivación
y en el rendimiento de la persona que está siendo observada o evaluada. En ambos casos se produce un notable incremento en la motivación de la persona en
cuestión. No obstante, la presencia de otros también puede tener efectos negativos sobre la conducta de un sujeto.
La respuesta a estos resultados aparentemente contradictorios tiene que ver con la destreza del sujeto, con la probabilidad de que ocurra la respuesta
más apropiada. Así, cuando la probabilidad es alta, el rendimiento se incrementa, mientras que, cuando la probabilidad es baja, el rendimiento se suele
deteriorar. La característica común se refiere a que, en ambos tipos de efectos, la presencia de otros produce un incremento en la activación, lo cual lleva a que
el sujeto, en esta situación especial, ofrezca la respuesta que es más probable o dominante.
Uno de los ámbitos en los que más se ha podido constatar la influencia de los efectos de coacción y de audiencia ha sido el deportivo. Recientemente,
Gall (1998) ha demostrado que las destrezas de los atletas o los deportistas en una situación de competición son determinantes para que la importante
activación que se produce en tales situaciones sea canalizada de una forma productiva desde el punto de vista del rendimiento. Así, la existencia de una gran
destreza incrementa la probabilidad de que el rendimiento sea mayor cuando existen otras personas que, de forma activa o pasiva, participan en el evento.
Mientras que, cuando la destreza no es muy cualificada, la presencia de otras personas incrementa la probabilidad de que el rendimiento sea más bajo de lo
que habitualmente puede ser. En otro de los trabajos consultados (Xiang, McBride y Bruene, 2003), en el que se examinó la influencia de las creencias de los
padres acerca de la motivación y persistencia de sus hijos en participar en actividades de educación física, se llegó a conclusiones similares: las creencias de la
competencia de sus hijos en la ejecución de la actividad física y el valor que asignaban a dicha actividad fueron predictoras de la persistencia y el esfuerzo que
los hijos manifestaron en dicha actividad.
Uno de los autores que más ha investigado las connotaciones de la facilitación social ha sido Zajonc (1965, 1972). Este autor propone que la presencia
de otros produce un estado de activación o de impulso, de tal suerte que dicha activación tiene un efecto multiplicativo con la fuerza del hábito o destreza de
todas y cada una de las posibles respuestas que podrían ocurrir en una situación dada, con lo que aquella respuesta que sea la dominante por destreza y
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preparación de una persona es la que resultará dominante en esa situación, siendo relegadas todas las demás. Cuando las tareas son relativamente fáciles, es
muy probable que la respuesta dominante sea la correcta para esa situación. Sin embargo, cuando la tarea es difícil, la probabilidad de coincidencia entre
respuesta dominante y respuesta correcta disminuye. Por esa razón, es fácil concluir que la presencia de otros siempre produce un incremento en la activación,
aunque no necesariamente en el rendimiento y en la eficacia de la respuesta ofrecida. Si la persona domina la situación, porque posee los recursos necesarios
para ello, la presencia de otros, a través del incremento en la activación, produce un incremento en la motivación y el rendimiento: se produce la facilitación
social.
Por contra, cuando no se domina la situación, porque no existen los recursos para ello, la presencia de otros, aunque también produce un incremento
en la activación de la persona, puede ocasionar un descenso en la motivación y el rendimiento de ésta: ocurre una inhibición social. Por supuesto que ambas
posibilidades se encuentran moduladas no sabemos en qué medida determinadas por la percepción que la persona en cuestión tiene de la situación a la que
se enfrenta y de los recursos con los que cuenta para el caso.
En la Figura 1 se muestran las vías de influencia de la presencia de otros, dependiendo de si poseen recursos o no.
Figura, 1. Consecuencias de la presencia de otros sobre la conducta
Hay que introducir algún matiz a este mecanismo de funcionamiento para entender la facilitación y la inhibición sociales. Uno de los aspectos a considerar se
refiere a que la mera presencia de otros no tiene por qué producir un efecto importante en la motivación y en el rendimiento de la persona implicada. Más
bien, hay que considerar la eventual atención que prestan los otros a la persona que actúa, así como la relevancia de los otros para quien está siendo observado
o juzgado. De este modo, se puede entender la aparición de una cierta forma de ansiedad o aprensión ante la evaluación en la persona observada. En cuanto a
la eventual atención que prestan los otros, como ya señalaran Cottrell, Wack, Skerak y Rittle (1968), si los otros no se percatan de lo que una persona está
realizando, ésta no tiene por qué mostrar ningún tipo de activación añadida por su mera presencia. Es más, tampoco tiene por qué producirse ningún tipo de
facilitación social ni de incremento en el rendimiento. En cuanto a la relevancia de los otros para la persona que está actuando, asumiendo la existencia de
atención por parte de los observadores o jueces, se ha podido constatar reiteradamente (Henchy y Glass, 1968; Seta, Crisson, Seta y Wang, 1989; Wagner,
1999; Xiang, McBride y Bruene, 2003) que el estatus de los jueces correlaciona positivamente con el grado de activación.
Relacionada con la atención, aunque en este caso con la atención de la persona que actúa, se encuentra la propuesta de Manstead y Semin (1980).
Para estos autores, existe una clara relación entre el grado de activación que experimenta una persona y el esfuerzo atencional que tiene que llevar a cabo
mientras ejecuta la acción particular. Es evidente que, cuando la tarea deviene algo rutinaria porque la persona domina su dificultad, el nivel de activación es
moderado. Pero, si se produce la presencia de otros mientras la persona actúa, ésta tiene que hacer un mayor esfuerzo atencional, pues ahora tiene que prestar
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atención también a las eventuales reacciones de los jueces u observadores. De nuevo, se podrá comprobar que, dependiendo de cuán rutinaria sea la tarea para
la persona que actúa, así será su nivel de activación, el grado de facilitación o inhibición sociales, y el rendimiento observado. Si la tarea resulta rutinaria, la
presencia de los otros no copará prácticamente casi ninguna fracción de la capacidad atencional; esto es, la atención de la persona que actúa no estará dividida
o focalizada en dos estímulos, hecho que podrá reflejarse, incluso, en un incremento del rendimiento si los jueces u observadores tienen un alto estatus según
el criterio de la persona que actúa.
Difusión de responsabilidad.
Por lo que respecta al efecto de “difusión de responsabilidad”, hace referencia a una suerte de pérdida de motivación, tanto en una persona, como en
un grupo, en ambos casos producida por la presencia de otras personas. Cuanto mayor es el número de personas presentes, tanto menor es la presión en un
individuo para llevar a cabo una determinada conducta. Hay trabajos ya clásicos (Latané y Darley, 1970; Latané, Williams y Harkins, 1979) en los que se
puede apreciar cómo el incremento progresivo del número de personas que potencialmente pueden llevar a cabo una conducta va reduciendo la motivación y
la probabilidad de que una de esas personas lleve a cabo dicha conducta. Incluso, se puede llegar a la situación crítica de que ninguna de dichas personas
ejecute la conducta en cuestión. Paradójicamente, es fácil observar cómo, cuando el número de personas que pueden llevar a cabo la conducta de ayuda va
disminuyendo, se incrementa también la probabilidad de que alguna de esas personas lleve a cabo la conducta de ayuda. Considerando exclusivamente la
variable número de personas presentes, la mayor probabilidad de prestar ayuda se produce cuando sólo hay una persona presente. Así, además de la ya citada
difusión de responsabilidad, Latané y Darley (1970) tratan de explicar esta conducta tan compleja aludiendo a diversas posibilidades. Una de ellas se refiere
al miedo a la evaluación. Si existen otras personas presentes, puede que un individuo tarde más en iniciar la conducta de ayuda incluso, puede que no lleve a
cabo ninguna conducta por el temor a la evaluación que harán los demás de su propia conducta. Este hecho ha sido enfatizado recientemente por Hogan
(2001), quien defiende que, al final, un individuo controla su conducta a partir de cómo ese individuo piensa que los demás evaluarán su propia conducta.
Otra explicación se refiere a la influencia social. Observamos lo que hacen los demás presentes, y si detectamos que alguien muestra frialdad e indiferencia es
porque, probablemente, la situación no es tan grave. Por lo tanto, nos quedamos sin hacer nada. Posteriormente, Latané (1981) se ha referido al efecto de
difusión de responsabilidad en términos de pereza social, argumentando que, cuando la tarea a realizar es compartida, una persona trabaja menos que si tiene
que realizar ella sola dicha tarea. Sin embargo, hay algunos trabajos recientes (Hertel, Kerr y Messe, 1999, 2000; Kim, 2000; Smith, 2002) en los que se
encuentran resultados que, al menos aparentemente, van en contra de dicha afirmación. En tales trabajos parece ponerse de relieve que el trabajo en equipo
favorece el rendimiento. De hecho, cuando las habilidades de los distintos componentes de un grupo son diversificadas, se incrementa la capacidad de
respuesta y de rendimiento de ese grupo. Este hecho, denominado “efecto Köhler”, se refiere esencialmente a los incrementos en la motivación de un
individuo cuando trabaja en el seno de un grupo; el nivel de motivación en estos casos es considerablemente mayor que cuando ese mismo individuo tiene
que realizar la tarea en solitario.
En el ámbito de la difusión de la responsabilidad, Geen (1995a) indica que, además de las propuestas clásicas, ha habido diversas explicaciones que
intentan justificar esta conducta, en muchas ocasiones y circunstancias, bastante paradójica. Una de las propuestas más interesantes es la de Kerr (1983), quien
habla de un efecto denominado “free riding”, que podría ser denominado “acción individual”, ya que se refiere al hecho de que cada miembro de un grupo
percibe o piensa que alguien de dicho grupo, mediante una acción individual más o menos brillante, podrá solucionar el problema o la demanda, con la
circunstancia añadida de que los eventuales éxitos obtenidos mediante esta acción individual recaerán sobre todos y cada uno de los miembros del grupo.
Cada persona llega a concluir que su propia conducta es perfectamente prescindible en ese momento. La probabilidad de que se produzca la inhibición de la
conducta en una persona se incrementa a medida que se incrementa el número de personas que conforman el grupo, pues, según la percepción de una persona
concreta, también se incrementa la probabilidad de que alguien solucione el problema o la situación con alguna acción. No obstante, hay autores (Isen, 1970,
1987, 1999) que enfatizan la necesidad de tener en cuenta el efecto de otras variables, tales como el humor (positivo o negativo) de una persona, a la hora de
entender cómo se producen estos efectos conductuales en las personas de un grupo.
Otro de los campos en los que se ha podido constatar la relevancia de este tipo de efecto es el laboral. Así, las clásicas aportaciones de Latané y
Darley han dado lugar a la aparición de un modelo reciente, el Modelo de Esfuerzo Colectivo, propuesto por Karau y Williams (2001), que está basado en la
idea de pereza social, y permite entender el funcionamiento deficiente en los grupos laborales a partir de una suerte de ley del mínimo esfuerzo.
En suma, tanto en los efectos de coacción y audiencia, como en el de difusión de la responsabilidad, se aprecia la existencia de una aprensión por la
evaluación. Éste es un hecho relevante y con claras connotaciones motivacionales, ya que cada persona trata de manifestarse con las características que
tipifican el funcionamiento de su grupo de referencia. Esto es, trata de integrarse y de evitar el rechazo. Hay una motivación clara para pertenecer e
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identificarse con el grupo, mientras que, al mismo tiempo, hay una motivación evidente para evitar la exclusión social. Probablemente, en esta dimensión
motivacional se encuentra implícita una variable afectiva que puede explicar muchos porqués conductuales. Nos referimos a la ansiedad social, que,
siguiendo la propuesta de Schlenker y Leary (1982), podría ser definida como un estado que motiva a la persona a causar una cierta impresión en los demás,
aunque dudando de la posibilidad de conseguirlo. Dicho estado motiva a la persona para llevar a cabo determinadas estrategias y conductas, con las que es
muy probable que obtenga objetivos particulares: en primer lugar, causar la impresión más apropiada para ella en los miembros del grupo; en segundo lugar,
mantener o incrementar su propia autoestima; y, en tercer lugar, pero no menos importante, suprimir el estado aversivo que produce la ansiedad social.
Conformidad y obediencia.
Por lo que respecta a la conformidad y la obediencia, aunque algún autor (Geen, 1995b) plantea que no tienen connotaciones motivacionales, por
regla general sí que se admite la relevancia de estos factores para entender por qué en un momento dado una persona se siente motivada para tomar una
decisión y ejecutar una conducta.
En cuanto a la conformidad, Sherif y Cantril (1947) y Asch (1952) ponen de relieve cómo las respuestas de otros, aunque equivocadas, pueden
modificar la conducta de un sujeto aunque éste esté convencido de otra respuesta. Este cambio en la respuesta puede producirse de una de las tres siguientes
formas: por distorsión perceptiva, por distorsión de juicio o por distorsión de acción. No obstante, en algunos trabajos actuales se introduce algún matiz
relevante para el ámbito de la motivación. Concretamente, algunos autores (Darke, Chaiken, Bohner, Einwiller, Erb y Hazlewood, 1998) encuentran que
estos efectos tendentes a la conformidad y a la respuesta consistente con la de la mayoría son muy frecuentes cuando el nivel de motivación relacionada con el
rendimiento es bajo, ya que, cuando dicho nivel motivacional es moderado o alto, el efecto de la conformidad no suele producirse.
En cuanto a la obediencia, son clásicos los trabajos llevados a cabo por Milgram (1963, 1965), en los que demostró que muchas personas ejecutan
acciones agresivas dolorosas como actos de obediencia a alguien que posee el poder o la autoridad, y les ordena que actúen así. Las personas participantes
ejercían el papel de “profesores”, y el “alumno”, que en realidad era un “aliado experimental” del investigador, recibiría una descarga eléctrica “cada vez que
se equivocara” en la sesión. El administrador de la descarga era el profesor, y quien ordenaba que se administrara la descarga era el investigador. Por
supuesto que los profesores no sabían la condición experimental del alumno, ni sabían que en realidad no se producía ninguna descarga eléctrica. Lo esencial
de la investigación era constatar hasta dónde estaban dispuestos a llegar los profesores administrando descargas eléctricas; esto es: qué intensidad estaban
dispuestos a llegar a administrar a una persona a quien no conocían, sólo como consecuencia de la obediencia a quien en ese momento ostentaba el poder.
Pues bien, los resultados pusieron de relieve que el 65% de los profesores llegaron a administrar la máxima intensidad de voltaje obedeciendo las
instrucciones del investigador. Más recientemente, (Miller, Collins y Brief, 1995; Lüttke, 2004; Miller, 2004) ponen de relieve que el poder de la situación, tal
como la proximidad o no de la víctima, la procedencia de la persona que ejerce el poder, etc., llevan a la obediencia ciega de esos momentos. No obstante,
hay algunas variables que permiten suavizar la intensidad de la descarga eléctrica administrada, tal es el caso de la visualización directa de la persona que
recibe la descarga. En los experimentos de Milgram predominaba la situación experimental de “desconexión visual”; esto es, el profesor no podía ver al
alumno, tan sólo escuchaba sus respuestas. Sin embargo, cuando la situación permitía que ambos participantes, profesor y alumno, estuviesen ubicados en la
misma habitación, hecho que posibilitaba el contacto visual, nunca se produjo una descarga eléctrica con la máxima potencia (Elms, 1995).
En este orden de cosas, algunos autores (Zimbardo, 1969; Milgram, 1975) acentúan que la obediencia puede ser considerada como una forma de
conformidad, en la medida en la que el sujeto que debe obedecer piensa que la mayoría lleva a cabo la conducta que a él le exigen. Además, también es de
destacar la “desindividualización” que se provoca en los individuos para que obedezcan. En cualquiera de los casos, existen algunas diferencias entre la
conformidad y la obediencia. En primer lugar, en la conformidad se produce una influencia implícita, mientras que en la obediencia la influencia es explícita.
En segundo lugar, la fuente de la conformidad es la presión del grupo, mientras que la fuente de la obediencia es un solo sujeto. En tercer lugar, en la
conformidad, el estatus de los sujetos que influyen en la respuesta de otro sujeto es parecido al de éste, mientras que en la obediencia el estatus del sujeto que
ordena suele ser superior. Se puede plantear que existe una relación de poder entre ambos sujetos.
La consistencia y la disonancia.
A partir de los planteamientos derivados de la cognición social se derivan otros desarrollos de la teoría motivacional que contribuyen a explicar el
cambio cognitivo a partir de la tensión producida entre diferentes creencias y pensamientos. De este modo, es conveniente considerar las aportaciones de los
trabajos de Heider (1946) y Festinger (1957) sobre la consistencia y disonancia cognitivas.
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En cuanto a la consistencia cognitiva, se plantea que la relación entre pensamientos, creencias, actitudes y conducta puede producir motivación. Esta
motivación puede ser considerada como un estado de tensión, con características aversivas, y con capacidad para activar la conducta de un sujeto, a fin de
reducir la tensión. Heider (1946, 1958) formula su “Teoría del balance”, según la cual las relaciones que se establecen entre un sujeto y otros sujetos u
objetos pueden ser balanceadas o no balanceadas. En la medida en que las relaciones sean no balanceadas se produce en el sujeto un estado motivacional que
desaparecerá cuando las relaciones vuelvan a ser balanceadas. Heider dice que las relaciones (triádicas en su argumentación) pueden ser positivas o negativas;
cuando el producto de las tres relaciones es positivo, existe balance; por el contrario, cuando el resultado es negativo, no existe balance.
En cuanto a la disonancia cognitiva, considerando que debe existir la reseñada consistencia entre creencias, actitudes y pensamientos con la conducta
manifiesta, las relaciones resultantes pueden ser: consonantes, irrelevantes y disonantes. Sólo cuando existe disonancia se produce la motivación, que tiene
como finalidad solucionar la disonancia. Al igual que en la teoría de Heider (1946), Festinger (1957) postula una teoría, “Teoría de la disonancia cognitiva”,
según la cual se argumenta que el estado motivacional se origina en la existencia de una disonancia, que posee características aversivas. El estado
motivacional tiene como objetivo reducir la disonancia. La disonancia puede ocurrir por varias razones: a) cuando no se cumple una expectativa, b) cuando
existe conflicto entre los pensamientos y las normas socioculturales, y c) cuando existe conflicto entre las actitudes y la conducta. Es decir, se produce
disonancia cuando existe conflicto entre dos cogniciones del sujeto. Algunas reformulaciones relacionadas con este tema serán llevadas a cabo por Bem
(1967) y por Wicklund y Brehm (1976).
A finales de la última década, algunos autores, como Cooper (1999) y HarmonJones, (1999), entre otros, han abierto un atractivo debate centrado en
aspectos teóricos relacionados con la disonancia cognitiva. De forma concreta, estos autores cuestionan si la disonancia cognitiva, tal como fue propuesta por
Festinger, permite explicar o no los efectos motivacionales encaminados a la reducción de dicha disonancia, inconsistencia o incongruencia, así como a la
reducción de las consecuencias aversivas implícitas en la propia disonancia. En este marco de referencia, es bueno recordar que, a las preguntas clásicas
referidas a ¿por qué la disonancia motiva a las personas hacia la difícil tarea del cambio cognitivo?, o ¿qué hace que una persona experimente activación y
afecto negativo cuando se encuentra en una situación de disonancia?, la respuesta que se ofrece desde la clásica formulación de Festinger (1957) consiste en
la simple presencia de inconsistencia. Ésa es, también, la propuesta que recientemente plantean HarmonJones (1999) y Moore (2004), quienes señalan que la
existencia de una disonancia o incompatibilidad cognitiva genera un incremento en la activación que posee connotaciones negativas. La disonancia se puede
producir entre dos cogniciones o entre una cognición y una conducta. En cualquiera de las dos posibilidades, la persona experimenta un importante estado
motivacional que le lleva a tratar de solventar esa discrepancia o incongruencia, modificando una de las variables y aproximándola a la otra; es decir,
reduciendo o haciendo desaparecer la diferencia, la discrepancia, la disonancia. De ese modo, es lógico encontrar como consecuencia que se produzca una
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importante disminución, incluso la completa desaparición, de la activación con connotaciones aversivas.
Sin embargo, también en nuestros días, Cooper (1999) propone que la inconsistencia o discrepancia no es necesaria ni suficiente para producir la
motivación que lleva al cambio de las actitudes y/o de la conducta. Desde esta perspectiva, Cooper plantea que el simple hecho de sentirse responsable de la
producción de consecuencias aversivas es una variable necesaria y suficiente para producir los efectos de cambio. Es decir, más que en la inconsistencia en sí
misma, hecho éste que podría entenderse como una focalización exclusiva en el propio individuo, cabría la posibilidad de centrarse en las consecuencias
conductuales. Esto es, la motivación para reducir la disonancia cognitiva procede de la percepción de las consecuencias aversivas que posee la propia
disonancia; por esa razón, los cambios en las actitudes, que generalmente ocurren como consecuencia de esa disonancia, tienen como objetivo conseguir que
las consecuencias lleguen a ser no aversivas.
En última instancia, ambas perspectivas tienen en común el hecho de localizar en la base de la motivación para el cambio una diferencia, discrepancia
o disonancia entre dos variables. Ambas perspectivas coinciden al considerar que la disonancia cognitiva puede ser entendida como una versión más
sofisticada de los clásicos modelos homeostáticos, que, recordémoslo, tienen como objetivo la búsqueda de un equilibrio dinámico. Como quiera que el
equilibrio definitivo no se alcanza nunca al menos mientras el organismo se encuentra vivo, en cada una de las diferencias existentes entre el equilibrio
óptimo y el punto o nivel actual en el que se encuentra esa variable del organismo se localiza el estímulo desencadenante de una nueva acción tendente a
conseguir ese digámoslo así utópico punto óptimo estable de equilibrio. Es decir, en cada momento de desequilibrio se encuentra el desencadenante
motivacional de la búsqueda del equilibrio.
La atribución
Otro de los aspectos importantes de las conductas socialmente motivadas tiene que ver con la atribución de causas particulares a las distintas
conductas. Estas causas pueden ser factores consistentes de personalidad, o disposiciones, y factores ambientales, o situacionales.
Las teorías basadas en la atribución combinan las características personales y ambientales para explicar la conducta de un sujeto. Las premisas sobre
las que se argumentan las teorías de la atribución son las siguientes: a) un sujeto intenta averiguar las causas de su conducta y las de la conducta de los demás;
b) la asignación de causas a una conducta no es aleatoria, sino que sigue unas reglas; c) las causas atribuidas a una conducta pueden desencadenar otras
conductas. En definitiva, como señalan Pittman y Pittman (1980), la motivación que impulsa a un sujeto a hacer este tipo de atribuciones tiene que ver con la
necesidad de controlar el ambiente.
Entre los enfoques más relevantes de estos planteamientos figuran los de Heider (1958), Kelly (1962), Jones y Davis (1965), Kelley (1973), Weiner
(1972, 1980) y Green, Miller, Crowson, Duke y Akey (2004). En cuanto a la formulación de Heider (1958), plantea que las conductas se pueden atribuir a
causas internas al sujeto (disposiciones) o a causas externas (factores situacionales). Las disposiciones incluyen “habilidades” y “motivaciones”, y estas
últimas, además, pueden referirse a “intenciones” y a “ejecuciones”. Los factores situacionales incluyen “dificultad de la tarea” y “suerte”. Así, dice Heider,
aunque existe un sesgo importante hacia las atribuciones en torno a factores personales, una atribución debe considerar, por una parte, la habilidad, la
intención y la ejecución del sujeto, y, por otra parte, la dificultad de la tarea y la suerte. En cuanto a las ideas de Kelly (1962), como ha indicado recientemente
Weiner (1992), merecen ser consideradas íntimamente relacionadas con los planteamientos de atribución. Básicamente, Kelly (1955) cuestiona la idea de
Motivación, ya que, piensa, los individuos están constantemente activos, por lo que el constructo “Motivación” puede resultar redundante. A pesar de ello,
algunas características de su teoría merecen ser destacadas. Particularmente, su postulado básico establece que los procesos de una persona son
psicológicamente canalizados por el modo en que el sujeto anticipa los eventos. Además, algunos corolarios de su argumentación son también importantes, tal
es el caso de la unicidad, referido al hecho de que cada sujeto difiere de los demás en el modo en que construye su sistema a partir de los eventos del mundo;
la dicotomía, referido al hecho de que la construcción que un sujeto se hace del mundo se conjuga según criterios bipolares o dicotómicos; el rango, referido
al hecho de que un constructo es conveniente para la anticipación de un determinado rango de eventos, y no para todos; la experiencia, referido al hecho de
que la construcción de un sistema por parte de un sujeto varía a medida que dicho sujeto confirma o no ese sistema con su propia experiencia.
Por lo que respecta a la formulación de Jones y Davis (1965), se centra en la correspondencia. Es decir, si la correspondencia entre una conducta
observada y una conducta previa es alta, se formulan atribuciones disposicionales, mientras que si la correspondencia es baja las atribuciones son
situacionales. En el proceso de atribución influyen diversos factores, desde la deseabilidad social (mínima atribución disposicional), hasta la conducta no
normativa (máxima atribución disposicional).
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La teoría de Kelley (1973), basa la motivación en la idea de necesidad de controlar el medio ambiente. Así, las atribuciones causales son el resultado
de la interacción entre varios factores, de los cuales se elige el más lógico. Uno de los aspectos más sólidos para hacer atribuciones causales parece ser la
covariación a través del tiempo. Para ello, un sujeto desarrolla “esquemas causales”, que están basados en la experiencia de otras atribuciones realizadas con
anterioridad. Para Kelley, las dimensiones básicas para entender la conducta de un sujeto son: consenso, referida a la comparación entre distintos individuos
en la misma situación; consistencia, referida a la congruencia de una conducta a través del tiempo en situaciones recurrentes; y distinción, referida a la
diferencia de conducta a través de distintas situaciones. En general, la teoría de Kelley, al igual que las de Heider, Kelly, y Jones y Davis, se fundamenta en la
idea del procesamiento activo de la información, en virtud del cual, y de una forma progresiva, el individuo va acumulando información relacionada con las
causas de las distintas conductas.
En cuanto a la teoría de Weiner (1972, 1980), se centra en la atribución realizada en situaciones de logro. De forma particular, la argumentación de
Weiner se basa en dos dimensiones: “internaexterna” y “estableinestable”. En cuanto a la dimensión “internaexterna”, Weiner establece que existen cuatro
elementos básicos en la interpretación que realizamos en una situación de logro: por una parte, habilidad y esfuerzo (factores internos o personales), y, por
otra parte, dificultad de la tarea y suerte (factores ambientales o situacionales). Además, en cuanto a la dimensión “estabilidadinestabilidad”, Weiner plantea
que, respecto a los cuatro factores reseñados, la habilidad y la dificultad de la tarea podrían ser considerados aspectos relativamente estables, mientras que el
esfuerzo y la suerte serían considerados factores relativamente inestables[5]. Podemos atribuir nuestro éxito o fracaso a uno de estos cuatro elementos, o a la
combinación de varios de ellos. En este sentido, Frieze (1976) descubre que, además de los cuatro factores esgrimidos por Weiner, existirían otros que
también pueden ser importantes en el proceso de atribución causal: el humor, la presencia de otros y el incentivo por hacer bien las cosas. Este hecho lleva a
Weiner (Weiner, Russell y Lerman, 1978) a añadir una tercera dimensión en su modelo: la “intencionalidad”. Más tarde (Weiner, 1985, 1986, 1991),
establecerá el modelo definitivo, según el cual habría tres grandes dimensiones: “locus”, “estabilidad” y “controlabilidad”. La argumentación de Weiner,
entendida en el seno de una interacción social, exige de un individuo el análisis de la causalidad. Los procesos atribucionales son indispensables para que una
persona dilucide si una conducta determinada es apropiada para conseguir un objetivo. Nadie mejor que el propio individuo puede realizar la atribución de
causas a una conducta y al rendimiento que consigue con esa conducta. Pero, además, como recientemente ha señalado el propio Weiner (1998), también es
posible incluso necesario en ocasiones justificar la ocurrencia de otras conductas sociales motivadas mediante procesos atribucionales. Concretamente, la
conducta de ayuda o la conducta de agresión son el resultado, entre otros factores, de los procesos de atribución de causas, o atribución de responsabilidad, a
la persona o grupo de personas que se convierten en el objetivo de quien realiza dicho proceso de atribución de causas.
Entre las conductas motivadas que más atención han recibido por parte de los investigadores se encuentran la agresión (Graham, 1998) y la conducta
de ayuda (Palmero y Tejero, 1997; Weiner, 1998). En cuanto a esta última, en el proceso de atribución causal que lleva a cabo la persona que eventualmente
dispensará la conducta de ayuda intervienen dos variables de relevancia manifiesta: por una parte, la cognitiva, en forma de estimaciones, análisis y
valoraciones acerca de la responsabilidad de la persona o grupo que necesita o que pide ayuda; y, por otra parte, la afectiva, en forma de las consecuencias
afectivas que la persona o grupo que necesita o pide ayuda produce en la persona que puede llevar a cabo la conducta de ayuda. Como hemos señalado en un
trabajo previo (Palmero y Tejero, 1997), la responsabilidad atribuida a la persona o grupo que necesita ayuda puede ser alta o baja, mientras que el afecto que
esa persona o grupo puede provocar en la persona dispensadora de ayuda puede tener connotaciones negativas o positivas. Por regla general, suele producirse
una correlación positiva entre atribución de alta responsabilidad y afecto negativo, al igual que entre atribución de baja responsabilidad y afecto positivo.
En última instancia, lo que está proponiendo Weiner es que los procesos atribucionales son imprescindibles para que un individuo establezca una
relación entre la conducta que realiza y los objetivos que consigue, haciendo que en sucesivas ocasiones el nivel de motivación se ajuste a un objetivo
susceptible de ser logrado; pero, además, tales procesos atribucionales son importantes también para que una persona se sienta motivada o no para llevar a
cabo una conducta prosocial, ya que, en este caso, la atribución de causas se realiza sobre el estado o la situación en la que se encuentra la persona o grupo
que puede salir beneficiada/o con la ejecución de la conducta motivada con connotaciones prosociales. Esto es, cabría la posibilidad de proponer dos teorías
atribucionales complementarias: una intrapersonal y otra interpersonal. La teoría atribucional intrapersonal estaría relacionada con la asociación entre la
expectativa de éxito y el rendimiento; la teoría atribucional interpersonal estaría relacionada con la asociación entre responsabilidad atribuida a la persona o
grupo y afecto que dicha persona o grupo producen en el individuo que prestará la ayuda y conducta motivada (Weiner, 2000).
La competencia y el control
El denominador común en este tipo de planteamientos tiene que ver con el logro del desarrollo completo del sujeto, con la autoactualización y con el
crecimiento individual. Como señala White (1959), en cada sujeto existe un motivo de competencia, un motivo para superarse continuamente.
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Entre las teorías más destacadas en este tipo de planteamientos figuran las de Rogers (1961) y Maslow (1971), aunque también podría ser incluida
aquí la ya comentada de Kelly (1955, 1962). Respecto a la argumentación de Rogers (1961), acentúa la idea de que el sujeto se encuentra inmerso en una
constante tendencia a la actualización. Existe un único motivo: el motivo de crecimiento, aunque puede ser desglosado en intentos del sujeto para mantenerse,
crecer y reproducirse. En este motivo de crecimiento influye considerablemente el ambiente, así como las relaciones que el sujeto establece con otros sujetos.
A partir de esta interacción, el sujeto puede recibir un respeto o consideración positiva incondicional, así como un respeto o consideración positiva
condicionada a su conducta. El completo funcionamiento del sujeto, según Rogers, viene definido por cinco características: a) apertura a la experiencia, b)
vivir el momento, c) el predominio de los sentimientos sobre el intelecto, d) el sentimiento de libertad, y e) la creatividad.
Por lo que respecta a la argumentación de Maslow (1943, 1955, 1971), se basa en el intento de cada sujeto por lograr su completo potencial, o auto
actualización. Ahora bien, antes de llegar a este tipo de motivos, el individuo debe satisfacer otros previos. Las necesidades humanas, dice Maslow, se
estructuran jerárquicamente: fisiológicas, de seguridad, de amor y pertenencia, de autoestima y de autoactualización. Las cuatro primeras tienen que ver con
la motivación por deprivación, mientras que la última se corresponde con la motivación de crecimiento. En este mismo sentido se manifiestan Stevens y Fiske
(1995), proponiendo que el contexto social de nuestro pasado evolucionista ha llevado a que nuestra especie desarrolle motivos con un peso social muy
importante. Las autoras proponen la existencia de cinco motivos, que pueden ser considerados como el resultado de las cinco necesidades a las que se
asocian: pertenencia, eficiencia/competencia, conocimiento, relación y autoestima. Como quiera que el ser humano incrementa la probabilidad de sobrevivir
en la medida en la que es parte integrante de un grupo, los cinco motivos reseñados facilitan al ser humano la vida en el grupo.
La teoría de Maslow ha representado un hito insoslayable, ya que su argumentación, aunque sencilla, es difícil de rebatir. De hecho, como veremos a
continuación, algunas propuestas más recientes, como la teoría de la autodeterminación (Deci y Ryan, 1985), que ha sido reanalizada recientemente por
Sheldon, Elliot, Kim y Kasser (2001), no deja de ser una reformulación incompleta, pues deja fuera una de las principales necesidades, cual es la de auto
estima de la propia teoría de los motivos jerárquicos de Maslow.
Parece pertinente destacar que el concepto de “funcionamiento completo” de Rogers y el de “autoactualización” de Maslow ponen de relieve que,
cuando un sujeto se encuentra en tales situaciones, puede controlar las influencias que está recibiendo. Este sentido del control, o competencia, denominado
“motivación de competencia” o “motivación de efectividad” por White (1959), tiene como misión incrementar el conocimiento del sujeto en cuanto a las
variables que conforman su medio ambiente, con el fin de incrementar su adaptación. Es importante observar cómo en este tipo de argumentos se enfatiza la
relevancia de las necesidades fisiológicas y de las necesidades psicológicas. Dentro de este último tipo de necesidades, aunque ha habido diversas propuestas,
tal como acabamos de reseñar, hace unos años, Emmons (1989) proponía una tríada que actualmente es aceptada en Psicología de la Motivación: necesidades
relacionadas con la seguridad, necesidades relacionadas con la aprobación social, la intimidad y la pertenencia, y necesidades relacionadas con la autoestima y
la competencia.
Otros enfoques interesantes en este punto se refieren a la “causación personal”, propuesta por DeCharms (1968), para quien el principal motivo del ser
humano tiene que ver con la efectividad para producir cambios en su medio ambiente, y a la distinción entre “motivación intrínseca” y “motivación
extrínseca”, formulada por Hunt (1965), para referirse a las situaciones en las que, en ausencia de necesidades internas del sujeto (motivación intrínseca), éste
todavía tiene capacidad para sentirse motivado por factores externos (motivación extrínseca). Es una distinción teórica importante en nuestra disciplina. La
dicotomía entre motivación intrínseca y motivación extrínseca hace referencia a las distintas fuentes o causas de la conducta. La conducta intrínsecamente
motivada esto es, la conducta que ocurre en ausencia de controles externos representa la causalidad interna, mientras que la conducta extrínsecamente
motivada la que se produce como consecuencia de la imposición o atracción exterior representa la causalidad externa. Al respecto, más recientemente se ha
podido apreciar cómo tales formulaciones teóricas permiten entender la motivación en diversos ámbitos aplicados, como el del deporte (Thill y Brunel, 1995;
Simons, Dewittee y Lens, 2003; Rochholz, 2004; Tauer y Harackiewicz, 2004), y el militar, particularmente en aspectos relacionados con el movimiento, el
control y la dirección de grandes grupos humanos (O'Neil y Drillings, 1994; Goleman, 2005), o el educativo, en lo referido a la consecución de metas
(Boggiano y Pittman, 1992; Elliot y Thrash, 2001; SelfBrown y Mathews, 2003; Greene, Miller Crowson, Duke y Akey, 2004).
En este marco de referencia, Deci (1975) propone un modelo de motivación intrínseca muy relacionado con la idea de competencia y control. Para
Deci, el sujeto necesita controlar el ambiente y sentirse competente en él. El sujeto lleva a cabo sus conductas para obtener la recompensa de una meta,
recompensa que puede ser intrínseca (sentimiento de competencia), extrínseca (objeto externo) y afectiva (experiencia emocional positiva). Como han
perfilado en la actualidad Ryan y Deci (2000), se puede establecer una clara relación entre motivación intrínseca y motivación extrínseca. Sugieren los autores
que el ser humano posee necesidades innatas relacionadas con la competencia y el control; tales necesidades se encuentran asociadas con la motivación
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intrínseca. Por su parte, la motivación extrínseca tiene que ser estudiada considerando la significación que posee un determinado evento para lograr la
satisfacción de dichas necesidades innatas, y no sólo desde la perspectiva del análisis del propio evento en sí mismo. Es éste un tema de relevancia, ya que
resulta muy difícil determinar cuál es la relación existente entre motivación intrínseca y motivación extrínseca en una persona que lleva a cabo una actividad
dirigida a obtener un objetivo. Por una parte, hay que considerar la relevancia personal y social de ese objetivo, pero, por otra parte, es necesario considerar
también la recompensa que puede obtener ese individuo con la ejecución de la actividad. En los últimos años, este aspecto ha sido tratado en algunos trabajos,
como los llevados a cabo por Deci, Koestner y Ryan (1999), Eisenberger, Pierce y Cameron (1999), Lepper, Henderlong y Gingras (1999), Cameron, Banko
y Pierce (2001), Baard, Deci y Ryan (2004), Wilson (2004). En ellos se propone que, al menos intuitivamente, es posible defender la existencia de alguna
suerte de relación entre ambas formas de motivación. No obstante, si se llevan a cabo análisis específicos destinados a medir los niveles de motivación
intrínseca y motivación extrínseca, se pone de relieve que, cuando la recompensa extrínseca se asocia a una tarea que posee poca o nula significación para la
persona que tiene que llevar a cabo la tarea, no se produce ninguna repercusión sobre la motivación intrínseca, y, en el caso de que dicha repercusión se
produzca, tiene connotaciones negativas. Ahora bien, si la tarea en cuestión sí que posee significación para el individuo, se aprecia que la recompensa
extrínseca repercute positivamente sobre la motivación intrínseca (Harackiewicz y Sansone, 2000).
La conexión entre motivación intrínseca, percepción de competencia y orientación al logro también fue defendida por Andreani (1995). De hecho, la
autora llega a proponer que las raíces de la motivación intrínseca se pueden localizar en la necesidad de conocer y en la necesidad de conseguir. En un trabajo
más reciente, Durik y Harackiewicz (2003) encontraron que las personas con mayor motivación intrínseca presentan, a su vez, mayor motivo de logro.
Otra reseña importante en el ámbito de la distinción entre motivación intrínseca y motivación extrínseca ha sido propuesta por Hayamizu (1997), quien
defiende que ambos tipos de motivación forman parte de un mismo continuo. Esto es, más que aspectos antagónicos, la motivación intrínseca y la motivación
extrínseca forman parte de un mismo proceso de interiorización de las necesidades. Así, cabe hablar de cuatro formas de motivación: externa, interiorizada,
identificada e intrínseca, siendo los dos extremos de ese continuo o proceso la motivación extrínseca y la motivación intrínseca.
desarrollos actuales
Hemos visto cómo los distintos planteamientos cognitivistas que venimos abordando llegan hasta la actualidad con resultados de interés. Sin embargo,
creemos que existen algunas aportaciones recientes que representan importantes apuestas para el futuro más inmediato en el campo de la Psicología de la
Motivación. Entre ellas, hemos seleccionado algunas de las que, a nuestro juicio, mejor perfilan la situación actual. Así, nos centramos en la motivación para
el logro de metas, en la jerarquía de necesidades, y en la motivación para el ocio. Todos estos trabajos, con una fundamentación cognitivista, ponen de relieve
cómo los estudios pioneros abordados siguen una trayectoria definida; en unos casos, se aprecian modificaciones que mejoran la explicación, mientras que, en
otros casos, la propuesta inicial sigue siendo la mejor explicación de la conducta motivada.
La teoría motivacional del logro de metas
Una de las aproximaciones cognitivas actuales tiene que ver con la evolución que se ha producido en el análisis de la motivación de logro. Así, desde
las clásicas formulaciones basadas en la reducción del impulso, hasta la moderna consideración de las metas como motivos en sí mismos, se puede apreciar
cómo el motivo de logro, tan frecuente en nuestra sociedad, puede ser mejor entendido desde una perspectiva totalmente funcional y adaptativa. No obstante,
las dos aproximaciones coexisten en nuestros días, pudiendo establecer que la más reciente, esto es, la que considera las metas como motivos, representa una
evolución natural de la perspectiva basada en el logro desde la reducción del impulso.
Desde la primera de las aproximaciones, la clásica, se defiende que la motivación es un impulso, esto es, un estado interno, una necesidad o condición
que empuja al individuo hacia la acción. Desde esta perspectiva, se considera que las necesidades se encuentran localizadas en el interior del individuo[6].
Los representantes por excelencia de este tipo de propuestas fueron, como ya hemos revisado, Atkinson (1957/1983, 1964) y McClelland (1961),
estableciendo que la conducta orientada al logro es el resultado de un conflicto entre el motivo de éxito y el miedo al fracaso. Desde esta aproximación clásica
de la consideración de la motivación como un impulso, en la que cobra una relevancia especial la significación de los incentivos, se propone que los
individuos encuentran su nivel motivacional óptimo sabiendo que el número de recompensas es menor que el número de participantes para conseguir tales
recompensas, con lo cual se estimula la creciente competitividad entre los individuos. Además, Covington (2000) encuentra que esta forma de entender la
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motivación de logro suele tener repercusiones negativas en los procesos de aprendizaje, pues orienta las conductas de muchos individuos hacia la evitación
del fracaso, y no hacia la consecución del éxito.
Desde la segunda de las aproximaciones, se propone la perspectiva de los objetivos o metas como motivos que activan al individuo hacia la acción
(Elliott y Dweck, 1988). Desde esta nueva orientación, se asume que cualquier conducta posee una significación, una dirección y una propositividad
derivadas de las metas u objetivos que persigue el individuo. Es decir, cualquier significado de una conducta viene definido por la meta que se intenta
conseguir, de tal suerte que la intensidad y la cualidad de esa conducta variará según lo haga la relevancia que posee la meta para el individuo. También desde
el punto de vista de la significación de los incentivos, en la consideración de las metas como motivos se propone que el nivel motivacional óptimo de los
individuos se consigue cuando existen suficientes recompensas para todos ellos, recompensas que pueden ser de todo tipo, extrínsecas e intrínsecas,
existiendo, además, diversas formas o posibilidades de obtener dichas recompensas. Como puede apreciarse, se trata de una alternativa al sistema competitivo
comentado en la consideración de la motivación como impulso.
Pues bien, la consideración de los objetivos o metas como motivos en sí mismos ha dado lugar a la Teoría motivacional del logro de metas (Dweck,
1986; Zimmerman, Greenspan y Weinstein, 1994; Urdan, 1997; Covington, 2000; SelfBrown y Mathews, 2003). Según esta nueva conceptualización del
motivo de logro, de forma genérica se establece que existen dos tipos de metas que persiguen los individuos: las que se relacionan con el aprendizaje y las que
se relacionan con la actuación. Las metas relacionadas con el aprendizaje se refieren al incremento de la competencia y del conocimiento de un individuo,
mientras que las metas relacionadas con la actuación tienen que ver con la infravaloración de la conducta de los demás para incrementar la valía de la propia
conducta o actuación.
Parece constatado que las metas relacionadas con el aprendizaje favorecen el procesamiento de la información en un nivel profundo y estratégico,
hecho que, en última instancia, promueve un incremento en el logro de dichos individuos. Mientras que las metas relacionadas con la actuación reducen la
calidad y la profundidad del procesamiento de la información, pudiéndose apreciar que, en términos generales, el logro de este tipo de personas es mucho
menor.
Se ha podido comprobar que los individuos que se guían por las metas relacionadas con el aprendizaje se muestran más conscientemente informados
acerca de lo que están aprendiendo, así como del valor funcional de dichos aprendizajes. Como consecuencia de ese autocontrol sobre lo que están
realizando, dichos individuos se caracterizan por utilizar procesos de atribución bastante ajustados respecto a los logros y los eventuales fracasos en los
mismos. Como indican Pintrich y Schunck (1996), el hecho de fracasar en la consecución de un determinado objetivo no significa necesariamente
incompetencia. El conocimiento realista de la meta que se busca, de los recursos de los que se dispone, y de la actitud mostrada en el intento de consecución,
esto es, la persistencia y el esfuerzo, permiten a estos individuos realizar atribuciones positivas y adaptativas. Por regla general, este tipo de individuos
considera que el esfuerzo es una de las más importantes claves del éxito y del eventual fracaso. De hecho, el esfuerzo y la persistencia son características
típicas en estos individuos.
No obstante, recientemente Barron y Harackiewicz (2001) han puesto a prueba la bondad de cada una de las perspectivas, sugiriendo que no existe
incompatibilidad entre ambas formas de motivación dirigida a metas. Tanto las metas relacionadas con el aprendizaje, como las metas relacionadas con la
actuación, favorecen el cómputo global de consecución de un individuo. Probablemente, dicen los autores, la perspectiva más interesante y fructífera sea
aquella en la que predominan las metas relacionadas con el aprendizaje, sin que ello sea óbice para que un individuo, si así lo estima, pueda llevar a cabo
también actividades características de las metas relacionadas con la actuación.
Otro aspecto de interés en los individuos guiados por las metas relacionadas con el aprendizaje se refiere a la gran cantidad de conductas prosociales
en las que se implican. Con diferencia notoria respecto a los individuos guiados por las metas relacionadas con la actuación, se constata que aquellas personas
centradas en las metas relacionadas con el aprendizaje tienen más amigos entre sus compañeros y superiores, son más respetados y queridos, y, en general,
más conocidos en el ámbito en el que llevan a cabo su actividad. De forma particular, como señalan Wentzel y Wigfield (1998), en el ámbito académico se ha
podido observar una importante correlación positiva entre la obtención de los mayores logros académicos y la participación en organizaciones estudiantiles,
representación de estudiantes, etc. Son dos características notables de los individuos guiados por la obtención de metas relacionadas con el aprendizaje.
Uno de los objetivos importantes que se persigue desde la formulación teórica de las metas como motivos consiste en establecer diferencias entre los
incentivos y las metas. Veamos. Un individuo tiene que decidir acerca del modo en que invertirá su tiempo y su esfuerzo para obtener algún resultado o
incentivo. Entre los resultados o incentivos que pueden ser elegidos para aproximarse o para alejarse, el que definitivamente resulta elegido se corresponde
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con la meta de ese individuo. Cada uno de los posibles objetivos que puede elegir un individuo representan incentivos como tales, pero sólo el objetivo que
resulte elegido se convertirá en la meta que persigue ese individuo.
En este orden de cosas, Deckers (2001) propone la existencia de otras diferencias entre incentivos y metas, entre ellas la que enfatiza que la meta es
mucho más importante que los objetivos o incentivos. Creemos que esta afirmación tiene que ser matizada. En primer lugar, proponer que la meta es más
importante que los objetivos parece razonable y lógica si pensamos que el individuo ya ha elegido de entre los posibles objetivos cuál de ellos se convierte en
una meta. Por lo tanto, los restantes objetivos ya no son relevantes en ese momento o han pasado a tener una relevancia considerablemente menor. Sin
embargo, en segundo lugar, hay que reseñar que, antes de elegir la meta, todos y cada uno de los objetivos posibles son analizados como eventuales y futuras
metas. Por lo tanto, en ese momento, todos los objetivos tienen una cierta relevancia. A medida que avance el análisis y la evaluación de las características
gratificantes de todos y cada uno de los objetivos, así como de la dificultad que entraña la consecución de cada uno de ellos, junto con la constatación de los
recursos y habilidades propias disponibles para emprender la tarea de conseguir uno de ellos, se irá perfilando la distinta probabilidad que tiene cada uno de
los objetivos posibles de convertirse en meta. Al final, uno de ellos será el elegido, convirtiéndose en la meta que intentará conseguir ese individuo. En tercer
lugar, y como consecuencia de lo que acabamos de comentar, los incentivos y las metas comparten una característica de interés: en ambos casos, el individuo
anticipa el resultado de una eventual acción. De hecho, antes de que un objetivo se convierta en meta, el individuo anticipa cuál será el resultado o las
consecuencias de la conducta a realizar. Precisamente, la característica de la anticipación del resultado es también uno de los factores importantes en la
elección de la meta a partir de los objetivos disponibles, pues se encuentra íntimamente asociada a las connotaciones gratificantes que poseen los distintos
objetivos para el individuo que se enfrenta a la tarea de consecución.
Hace unos años, Austin y Vancouver (1996) enfatizaban que el término meta posee muchos significados. Así, el contenido de las metas se refiere a
los resultados que se obtienen con la consecución de esa meta; tales resultados pueden ser internos adquirir conocimientos, habilidades, recursos, etc. o
externos conseguir aprobación social, bienes, estatus, etc. También cabe hablar de la estructura de las metas, o sistema de prioridad de las metas, el cual
hace referencia a la interacción que se produce entre las distintas metas posibles que un individuo puede proponer; es decir, como consecuencia de las
distintas influencias sociales y culturales características del ambiente en el que se desarrolla un individuo, éste posee un sistema jerárquico que le lleva a
proponer un determinado tipo de metas, las que son importantes para él, y a ignorar otras metas potenciales, aquellas que son irrelevantes en su sistema de
prioridades. También se puede establecer la existencia de planificación e intencionalidad en las metas, pues, en la medida en que cada meta suele ser elegida
por un individuo, éste organiza cómo y con cuánto esfuerzo tratará de conseguirla. En este marco de referencia, hay algunos aspectos relevantes en la
comprensión de los motivos a partir de esta teoría. Entre ellos encontramos la selección de metas y la finalidad de las mismas.
La selección de las metas
En cuanto a los factores que influyen para que uno de los posibles objetivos resulte elegido y se convierta en meta, se encuentran los siguientes: el
valor de incentivo de la meta elegida, que no sólo tiene connotaciones de gratificación, también es relevante la utilidad y funcionalidad que posee la meta
elegida para el individuo; en igualdad de condiciones, la mayor probabilidad subjetiva de éxito, aunque este factor se encuentra matizado por el valor de
incentivo que posee la meta; el tiempo y el esfuerzo que hay que invertir, factor que también se encuentra matizado por el valor de incentivo y por la
probabilidad de éxito. En última instancia, el valor de incentivo, la probabilidad de éxito y el esfuerzo son tres importantes factores que interactúan y permiten
explicar por qué un individuo selecciona y elige uno de los posibles objetivos disponibles, esto es: por qué un incentivo se convierte en meta. Desde ese
momento, el individuo persistirá en la consecución de la meta, pudiendo ocurrir: (1) que consiga dicha meta, (2) que la meta sea desplazada por una nueva
meta más atractiva[7], (3) que la meta sea simplemente abandonada.
La finalidad de las metas
En relación a la finalidad de las metas, debe tenerse en cuenta que no existe una única finalidad, sino todo lo contrario. Así, una finalidad relevante de
las metas consiste en la potencial capacidad de las mismas para proporcionar afecto positivo, las cuales presentan una mayor capacidad para atraer la atención
del individuo y para desencadenar la conducta motivada en cuestión que lleve a esa persona a la obtención de la meta. Por el contrario, aquellas metas que
proporcionen la posibilidad de obtener un afecto negativo, o aquellas otras que supongan un riesgo de perder el eventual afecto positivo presente en ese
momento, serán evitadas, y no desencadenarán una conducta motivada para intentar su consecución, sino, más bien, lo contrario: una conducta motivada para
alejarse de ellas[8].
Otra finalidad de interés para entender la elección de una meta por parte de un individuo consiste en la posibilidad que ofrecen dichas metas para
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evaluar la autoeficacia. En este caso concreto, la meta en sí misma pierde su potencial capacidad para reportar connotaciones positivas al individuo. La meta
se ha convertido en una variable instrumental que permite a ese individuo probarse a sí mismo y a los demás su propia valía. Creemos que, en este caso, la
meta en sí es contrastar la capacidad del individuo, mientras que el objetivo o incentivo que se eligió no es más que un instrumento en el proceso de
comprobar si se cumple la meta de la autoeficacia.
Otra finalidad relacionada con la elección de una meta se refiere a la capacidad de un determinado objetivo o incentivo para satisfacer necesidades
fisiológicas. Así, existen ciertas sustancias que son consideradas como metas por su capacidad para satisfacer necesidades básicas del individuo. Ahora bien,
tales substancias adquieren su potencial capacidad como metas dependiendo del estado fisiológico de necesidad o motivacional de un individuo. Muy al estilo
de lo que propusiera Tolman (1932) al hablar de la conducta propositiva, una determinada sustancia adquiere connotaciones de meta que motiva una conducta
si en ese momento el organismo necesita conseguir esa meta. En otras ocasiones, en las que no existe ese estado fisiológico de necesidad o motivacional en el
organismo, es muy poco probable que esa misma sustancia sea considerada como meta que motiva una conducta en ese individuo. Es decir, el valor subjetivo
o valencia de un estímulo depende del estado momentáneo del organismo, de tal suerte que aquellos estímulos que son congruentes con la eventual
deficiencia fisiológica de ese organismo son los que adquieren una mayor valencia positiva; se convierten en metas que motivan al individuo en pos de su
consecución, y activan la conducta motivada apropiada para conseguirlo.
En un sentido parecido, existen también objetivos o incentivos que se convierten en metas por su capacidad para satisfacer necesidades psicológicas.
Una necesidad psicológica también influye en la valencia del incentivo que tiene capacidad para satisfacer dicha necesidad, haciendo que dicho objetivo o
incentivo se convierta en meta. El sistema de valores de una persona es uno de los factores que influye en el momento en que esa persona decide cuál de los
diversos objetivos o incentivos se convierte en una meta. Como señalábamos anteriormente en el apartado correspondiente a las teorías basadas en la
competencia y el control, las distintas necesidades psicológicas propuestas se aglutinan en torno a tres grandes núcleos: la seguridad, la interacción social y el
crecimiento personal (Emmons, 1989). En función de las características personales de cada individuo, será más probable que se experimente una de esas
formas de necesidad, con lo cual también será más probable que los objetivos o incentivos asociados a ese tipo de necesidad se conviertan en metas capaces
de activar la conducta motivada en cuestión.
Cabe también hablar de otro tipo de finalidad relacionada con la elección de una meta, en este caso desde la perspectiva de la consideración de dicha
meta como un paso intermedio necesario para obtener la meta auténtica que persigue un individuo. Hay múltiples situaciones en las que se persigue una
meta particular, la cual, aunque más o menos apreciada por el individuo, es considerada por éste como algo imprescindible en su lucha por la consecución de
su auténtica meta. El ámbito universitario es uno de los campos en los que con bastante facilidad se aprecia cómo son muchas las sucesivas metas por las que
se siente interesado un individuo, teniendo todas ellas el común denominador de favorecer o facilitar la consecución de la meta importante que persigue dicho
individuo.
Por último, también es importante considerar el contacto con otros individuos como una de las finalidades importantes en la elección de una meta por
parte de un individuo. Es, probablemente, una de las manifestaciones más claras de la dimensión social del individuo, y que, como han señalado Hollenbeck y
Klein (1987), la elección de este tipo de metas podría ser considerada como una muestra más de la relevancia que posee la satisfacción de necesidades
psicológicas.
En fin, cuando se analiza más minuciosamente la teoría de las metas como motivos, es fácil descubrir cómo se ha producido ese paso natural desde las
clásicas argumentaciones basadas en el valor y la expectativa, que, como indicamos en apartados anteriores, se caracterizan por la argumentación
motivacional basada en la reducción del impulso, hasta la actual formulación que, al menos a nuestro juicio, sigue siendo una teoría basada en el valor y la
expectativa, aunque con otra terminología. Así, se habla de la Teoría de la utilidad esperada, teniendo en cuenta, como indica Deckers (2001), que en esa
expresión se encuentran implícitas tres variables: la expectativa del valor de la meta, la expectativa de conseguir esa meta, y la expectativa del esfuerzo que
hay que invertir en la consecución de esa meta. Como se puede apreciar, dicha formulación teórica se encuentra muy próxima a la teoría del valor y la
expectativa.
Por lo que respecta a la expectativa del valor de la meta, los análisis que lleva a cabo ese individuo se basan en el sistema de valores del mismo, en las
influencias sociales, y en las características materiales de la meta. Asumiendo que la meta posee utilidad valor para ese individuo, la conducta motivada
dirigida a la consecución de la misma se fundamenta en los otros dos factores, esto es, la expectativa de conseguir esa meta y la expectativa del esfuerzo que
tiene que invertir en la consecución de la misma.
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Por lo que respecta a la expectativa de conseguir esa meta, que es otra forma de referirse a la probabilidad subjetiva de éxito, creemos que es
necesario distinguir entre probabilidad objetiva de éxito y probabilidad subjetiva de éxito. La probabilidad objetiva se fundamenta en los datos conocidos o
teóricos acerca de la ocurrencia de un evento concreto relacionada con el número total de ocurrencias posibles. Por el contrario, la probabilidad subjetiva se
refiere a la creencia que posee un individuo acerca de la ocurrencia de un evento. Hay que señalar, no obstante, que en esa creencia puede estar influyendo
también la experiencia que ese individuo pueda haber adquirido anteriormente en esa misma situación, o en situaciones similares. Por ejemplo, si, ante una
determinada actividad para conseguir una meta, un individuo estima subjetivamente una probabilidad de éxito de 0,5, en función de los resultados obtenidos
en dicha actividad, así será la subsiguiente expectativa o probabilidad subjetiva de éxito, pudiendo ésta variar en sentido ascendente o descendente. Se
produce lo que Lewin, Dembo, Festinger y Sears (1944) denominaban discrepancia con la meta, que permite entender la motivación de un individuo en los
sucesivos intentos de conseguir esa meta. Cuando la discrepancia se incrementa con los intentos, disminuye la probabilidad subjetiva de éxito, mientras que la
disminución de la discrepancia se acompaña por incrementos en la probabilidad subjetiva de éxito. Uno de los ejemplos prototípicos de discrepancia con la
meta lo constituyen los individuos Tipo A, quienes, entre otras cosas, se caracterizan por poseer elevadas expectativas de éxito, que generalmente no se
corresponden con la capacidad real de dichos individuos para conseguir las metas que se proponen (Palmero, Codina y Rosel, 1993; Palmero y Breva, 1994).
Sin embargo, hay que señalar que no es necesario concluir la actividad o la tarea para detectar si la conducta que se va realizando incrementa o disminuye la
probabilidad subjetiva de éxito; es decir, según se va desarrollando la actividad para conseguir una meta, el individuo puede ir detectando si la actividad le
acerca a la meta o no. Esta idea del feedback de la bondad de la conducta ha sido expresada gráficamente por Locke y Latham (1990), la cual la podemos
observar en la siguiente Figura 3.
En función de este análisis o evaluación acerca de la adecuación de la conducta en curso, el individuo la mantendrá o la modificará, intentando en
todo caso, siempre que sus posibilidades se lo permitan, buscar aquella actividad que mejor le garantice la consecución de la meta.
La importancia de la probabilidad subjetiva es doble. Por una parte, permite entender la conducta que el individuo manifiesta; por otra parte, remarca
la dimensión cognitiva que antecede a la decisión de actuar, entendiendo que los análisis y evaluaciones que realiza un individuo se fundamentan en la
dificultad estimada de la tarea a realizar y en la percepción de los recursos disponibles para emprender la tarea de conseguir esa meta[9]. En última instancia,
la expresión de la probabilidad, tanto si se fundamenta en datos objetivos y asépticos, cuanto si lo hace en las creencias del individuo, oscilará entre cero y
uno.
Por lo que respecta a la expectativa del esfuerzo a invertir para conseguir esa meta, también refleja la actividad cognitiva que lleva a cabo un
individuo para establecer la energía, el número de respuestas y el tiempo que tendrá que dedicar a la empresa en cuestión. Son diversas las denominaciones
que se han utilizado para referirse a un hecho intuitivamente claro: la Motivación y el esfuerzo se encuentran inversamente relacionados. Parece claro que,
cuanto mayor es el esfuerzo a invertir en la consecución de una meta, menor es la motivación del individuo para intentar esa consecución. Así, es clásica la
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propuesta del principio del mínimo esfuerzo, por parte de Tolman (1932): “(dicho principio), que se utiliza en diversas ciencias bajo una gran variedad de
denominaciones, cuando se aplica al estudio de la conducta, enfatiza que la elección final entre caminos alternativos se decantará en la dirección de aquella
posibilidad que implica un consumo mínimo de energía física” (Tolman, 1932, p. 448). Es decir, en el caso de dos incentivos con un valor parecido, el
individuo elegirá la consecución de aquel que implique un menor esfuerzo. También Hull (1943) se refirió a un principio parecido, aunque en términos de ley
del trabajo mínimo: “Si dos o más secuencias de conducta, cada una de ellas implicando un diferente consumo de energía, han sido reforzadas el mismo
número de veces, de forma gradual el organismo tiende a elegir la secuencia conductual menos laboriosa” (Hull, 1943, p. 294).
En última instancia, es la combinación de los factores referidos, esto es, el valor de incentivo de la meta, la expectativa de éxito y el esfuerzo a invertir,
lo que determina la ocurrencia o no de una determinada conducta motivada, y, en el caso de que se decida emprender dicha conducta motivada, determina
también la forma en la que dicha conducta se llevará a cabo. Uno de los aspectos interesantes de esta formulación teórica consiste en el destacado peso que
juegan los procesos cognitivos, tanto en el principio del proceso, en forma de análisis y evaluación de la utilidad valor de la meta, de su dificultad, así como
de los recursos disponibles para intentar conseguirla, cuanto a lo largo del mismo, con la evaluación continuada que permite verificar en qué medida la
conducta empleada permite al individuo aproximarse o no a la meta.
Relevancia de la jerarquía de necesidades
Parece un hecho constatado en la actualidad que el estudio de la Motivación tiene que considerar la existencia de necesidades que producen la
activación de una conducta y la eventual dirección hacia la consecución de ciertas metas que satisfacen esas necesidades. Sin embargo, sigue existiendo
bastante controversia respecto a cuántas y cuáles son las necesidades imprescindibles para el ser humano. Como hemos venido exponiendo a lo largo del
presente apartado, los pioneros trabajos de McDougall (1908/1950), de Murray (1938) o de Maslow (1955), han puesto de relieve cuán importante es tener en
cuenta las necesidades para entender la Motivación. De hecho, en la actualidad se sigue reivindicando, aunque con ciertos matices, la pertinencia de un
sistema más o menos complejo de necesidades que afectan al ser humano y que, en cierta medida, condicionan toda su actividad (Reis, Sheldon, Gable,
Roscoe y Ryan, 2000). Como quiera que el concepto de necesidad ha sido utilizado de una forma muy laxa, son bastante variadas las divergencias, dudas y
controversias que todavía en la actualidad siguen vigentes.
Así, en primer lugar, son muchas las propuestas referidas a distintas necesidades, hecho éste que, como señalan Ryan y Deci (2000), dificulta
enormemente la posibilidad de establecer una única propuesta aceptada por la mayoría de los investigadores. Con el concepto de necesidad ha ocurrido algo
parecido a lo que hemos comentado acerca del instinto[10], esto es: cualquier conducta que lleva a cabo un organismo puede ser entendida como resultado de
una necesidad. Sin cuestionar de plano esta última afirmación desde un punto de vista teleológico, siempre es posible defender que cualquier conducta tiene
como objetivo satisfacer alguna suerte de necesidad en un individuo, el problema deviene prácticamente irresoluble cuando tratamos de discernir qué
necesidades son las más centrales o primarias, ya que cada autor defiende la importancia del sistema de necesidades que propone, y es difícil encontrar una
coincidencia completa entre los sistemas de necesidades propuestos por dos autores.
En segundo lugar, además de este aspecto crucial, sigue habiendo cierta controversia respecto a si las necesidades hacen referencia a fuerzas internas
del organismo, que lo activan para llevar a cabo una conducta, o más bien se trata de estímulos externos que llegan hasta un organismo, dando lugar a que
éste inicie una conducta concreta.
En tercer lugar, tampoco se ha podido dilucidar cuáles son los criterios apropiados para identificar una necesidad, persistiendo la duda referida a si
cualquier tipo de deseo que experimenta un individuo tiene que ser considerado como una necesidad, o si, más bien, sólo tienen que recibir dicho rótulo
algunos motivos especiales relacionados con la supervivencia y la salud.
En cuarto lugar, en el ámbito de las necesidades psicológicas, siguen existiendo importantes dudas acerca del origen de las mismas, quedando sin
resolver si dichas necesidades se adquieren a lo largo de la vida de un ser humano como resultado de la influencia social, hecho que permite establecer
eventuales diferencias a través de las culturas, o si, más bien, tienen que ser consideradas como algo inherente a la propia evolución del ser humano, con lo
cual serían relativamente similares en distintas culturas.
Este último aspecto es uno de los más relevantes en el momento actual. Los esfuerzos realizados se centran en la delimitación de las necesidades
psicológicas imprescindibles para entender la conducta del ser humano. Las necesidades psicológicas pueden ser consideradas como una especie de deseos
que han evolucionado a través del tiempo, y que se encuentran relacionadas con la consecución de metas que incrementan la satisfacción y el afecto positivo
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en un individuo. Si cupiese la posibilidad de encontrar las mismas necesidades psicológicas en cada individuo, independientemente de las influencias sociales
y culturales que éste hubiese recibido a lo largo de su vida, se podría plantear la existencia de unas necesidades psicológicas universales. Ése es el objetivo de
Sheldon, Elliot, Kim y Kasser (2001). Concretamente, los autores han llevado a cabo un ambicioso estudio en el que, de un modo pormenorizado, se analiza
el estado actual en el estudio de las necesidades, perfilando cuál es el camino a seguir en uno de los ámbitos de más relevancia del campo motivacional. Ellos
han seleccionado aquellas necesidades que han sido propuestas en las teorías más influyentes y representativas. Tal es el caso de Deci y Ryan (1985),
quienes, en su Teoría de la autodeterminación, proponen que los individuos quieren sentir que son efectivos en sus actividades necesidad de competencia,
quieren sentir que tienen capacidad de elegir las actividades que van a realizar, así como el modo de llevar a cabo dicha capacidad necesidad de autonomía,
quieren experimentar el sentimiento de proximidad con otras personas necesidad de relación. La menos controvertida de las tres necesidades es la que se
refiere a la competencia, encontrando que es muy parecida a la motivación de efectividad que propusiera White (1959), a la motivación de logro propuesta
por Atkinson (1964), incluso a la autoeficacia que propone Bandura (1997).
Otra de las teorías relevantes es la que ya vimos de Maslow (1955), con su sistema jerárquico de cinco necesidades: fisiológicas, seguridad, amor y
pertenencia, autoestima y autoactualización. La necesidad de amor y pertenencia que propone Maslow es muy parecida a la necesidad de relación de Deci y
Ryan (1985). Sin embargo, aunque también se ha tratado de encontrar una similitud entre las necesidades de autonomía y competencia, de Deci y Ryan, con
las de autoactualización y autoestima, de Maslow, existen algunas diferencias interesantes. Así, la autonomía tiene connotaciones momentáneas, referidas a
una tarea y una situación concretas y particulares, mientras que la autoactualización tiene connotaciones más duraderas, de crecimiento a largo plazo. Por su
parte, la competencia también tiene connotaciones concretas, referidas a la obtención o superación de un estándar de rendimiento, mientras que la autoestima
implica una consideración más global y general de ese individuo, una consideración que trasciende cualquier relación concreta con una tarea particular, y con
un rendimiento específico.
A partir de estas dos formulaciones clásicas, las necesidades a considerar son las siete siguientes: competencia, autonomía, relación, físicas, seguridad,
autoestima y autoactualización.
Otra formulación interesante en la que se propone la existencia de necesidades, es la Teoría cognitivaexperiencial de Epstein (1990). En dicha
formulación se alude a las necesidades de relación, autoestima, placer y autoconsistencia. Las necesidades de relación y de autoestima son equivalentes a
las que acabamos de reseñar en las teorías de Deci y Ryan (1985) y de Maslow (1955). Por otra parte, como indican Sheldon, Elliot, Kim y Kasser (2001), la
necesidad de autoconsistencia de Epstein también es muy parecida a la necesidad de seguridad que propone Maslow, ya que, en opinión del propio Epstein,
una de las principales funciones de la autoconsistencia consiste en proporcionar una percepción de estabilidad al individuo. Con lo cual, considerando la
teoría de Epstein, habría que añadir la necesidad de placer a las siete que habíamos indicado anteriormente. Consiguientemente, ya son ocho las necesidades a
estudiar.
Otra formulación que ha sido considerada para establecer cuáles son las necesidades esenciales del ser humano es la que propusiera Derber (1979),
incluyendo las necesidades de popularidadinfluencia y dineroplaceres.
A partir de las distintas aproximaciones consideradas, Sheldon, Elliot, Kim y Kasser (2001) han llevado a cabo un estudio con el que se pueda
establecer si existen algunas necesidades que son las más prioritarias y comunes en el ser humano. En total, las diez necesidades investigadas son las
siguientes: competencia, autonomía, relación, fisiológicas, seguridad, autoestima, autoactualización, placer, popularidadinfluencia y dinero. Respecto a la
concepción de cada una de las diez necesidades, los autores proponen lo siguiente: Necesidad de competencia, referida al sentimiento de ser capaz y eficiente
en las acciones y conductas que un individuo lleva a cabo. Necesidad de autonomía, referida al sentimiento de ser la causa de las propias manifestaciones
conductuales, en vez de considerar que éstas obedecen a fuerzas ubicadas fuera del propio individuo. Necesidad de relación, referida al sentimiento de tener
contactos íntimos con personas próximas e importantes en la vida de un individuo. Necesidades fisiológicas, referida al sentimiento de que el cuerpo está sano
y se encuentra en una buena condición y cuidado. Necesidad de seguridad, referida al sentimiento de que la vida se encuentra bajo control y es previsible, no
existiendo ningún atisbo de incertidumbre ni de amenaza. Necesidad de autoestima, referida al sentimiento de ser una persona digna, tan buena como
cualquiera otra. Necesidad de autoactualización, referida al sentimiento de estar desarrollando a la máxima expresión todo aquel potencial que un individuo
cree que posee, haciendo que la vida adquiera significación. Necesidad de placer, referida al sentimiento de que se disfruta plenamente de diversión y de
estímulos gratificantes en general. Necesidad de popularidad, referida al sentimiento de que se es apreciado, respetado, y con capacidad para influir en los
demás. Necesidad de dinero, referida al sentimiento de poseer la potencia económica suficiente para adquirir más de lo que podría querer.
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Los criterios utilizados por los autores para establecer las necesidades más importantes en el ser humano han sido dos. Por una parte, el que tiene que
ver con la satisfacción, y, por otra parte, el que tiene que ver con el afecto. Es decir, en primer lugar, la relevancia de una necesidad para que ésta pueda ser
considerada como un aspecto fundamental en la vida de un ser humano se relaciona con la capacidad que tiene la consecución de la meta que hace
desaparecer esa necesidad para producir las experiencias más satisfactorias en ese individuo. La satisfacción adquiere connotaciones cognitivas, relacionadas
con el análisis de la valía de ese individuo, así como de su propia capacidad para conseguir las metas más atractivas y valiosas. Pero, en segundo lugar, la
relevancia de una necesidad también se encuentra íntimamente relacionada con la capacidad que tiene la consecución de la meta que suprime esa necesidad
para producir experiencias referidas al sostenimiento del afecto positivo, cuando éste ya existe, o a la obtención de afecto positivo, cuando éste no existía
anteriormente. Tanto el criterio de la satisfacción como el del afecto permiten entender la Motivación, en términos de activación de conductas en una
determinada dirección, concretamente la que se refiere a la búsqueda del bienestar físico y psicológico de un individuo.
A grandes rasgos, los autores tratan de establecer cuáles son las necesidades que con mayor frecuencia tratan de satisfacer los individuos que
participan en la investigación. Para ello, realizan tres estudios, cada uno de ellos con una diferente temporalidad. Así, en uno de ellos, los participantes tenían
que indicar cuáles habían sido las necesidades más importantes a lo largo de la última semana, en otro estudio tenían que indicar cuáles fueron las más
importantes a lo largo del último mes, y en el tercero tenían que señalar cuáles fueron las más importantes a lo largo del último semestre. En cada estudio, los
participantes indicaban la relevancia de las necesidades, tomando como criterio la satisfacción y el afecto que les producía la supresión de las mismas.
Así pues, a la cuestión referida a las necesidades psicológicas en el ser humano, parece que los resultados de los tres estudios muestran una cierta
consistencia, ya que, con cualquiera de los dos criterios utilizados la satisfacción y el afecto, aparece un conjunto de necesidades a las que se puede
denominar esenciales o relevantes. En la Tabla 1 siguiente aparecen resumidas las necesidades reseñadas por los individuos participantes.
ÚLTIMA SEMANA ÚLTIMO MES ÚLTIMO SEMESTRE
Satisfacción Afecto Satisfacción Afecto Satisfacción Afecto
Autoestima Autonomía Autoestima Autoestima Autoestima Autoestima
Relación Competencia Relación Autonomía Autonomía Autonomía
Autonomía Autoestima Autonomía Competencia Competencia Relación
Competencia Relación Competencia Relación Relación Competencia
Físicas Físicas Físicas Físicas Físicas Físicas
Seguridad Seguridad Seguridad Seguridad Seguridad Seguridad
Popularidad Popularidad
Popularidad Popularidad Popularidad Popularidad
Dinero Dinero Dinero Dinero Dinero Dinero
Tabla 1: Sistema de necesidades humanas propuesto por Sheldon, Elliot, Kim y Kasser (2001)
Como se puede apreciar en la tabla anterior, las necesidades que se perfilan como importantes son: autoestima, competencia, relación y autonomía. Aunque
el orden de estas cuatro necesidades varía a lo largo de los tres estudios considerados, es importante destacar que la autoestima se encuentra en primer lugar
en todos ellos, aspecto éste que, como indica Leary (1999), no es sorprendente, pues dicha necesidad se encuentra representada en casi cualquier teoría que
trate de explicar las necesidades psicológicas en el ser humano. También llama la atención que las necesidades de popularidadinfluencia y dineroplaceres, no
parecen imprescindibles. A pesar de que existe una cierta tendencia a considerar relevantes ambas necesidades, los resultados del presente trabajo no
confirman dicha relevancia, hecho que coincide con lo que también se ha podido constatar en algunos trabajos recientes (Carver y Baird, 1998; King y Napa,
1998).
A partir de los resultados que en la actualidad se van obteniendo (Sheldon, Ryan y Reis, 1996; Sheldon y Kasser, 1998; Sheldon, Elliot, Kim y
Kasser, 2001), parece que las necesidades psicológicas se refieren a las variables relacionadas con el desarrollo del inicio de la Motivación en el ser humano.
Son aspectos capaces de producir una gran activación en un individuo, y orientar la dirección de la eventual conducta que éste llevará a cabo en un sentido
apropiado para satisfacer dichas necesidades. Sin embargo, creemos que existen algunos aspectos que no podemos olvidar, aspectos que, a nuestro juicio, son
relevantes.
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Así, es necesario considerar la procedencia de la muestra para ajustar la significación de los resultados obtenidos. En el caso que comentamos, se trata
de una muestra norteamericana, con lo cual es fácil sugerir que los resultados presentados por los autores parecen reflejar el sistema de necesidades que
predomina en las sociedades occidentales, más o menos industrializadas. Al respecto, estimamos que los resultados son importantes, pues perfilan el conjunto
de necesidades que influyen en nuestra sociedad, y permiten entender por qué el ser humano lleva a cabo las conductas que realiza, así como el sentido y
dirección en el que orienta los esfuerzos implícitos en tales conductas. Otra cosa diferente es que el sistema de necesidades que aparece a partir de los estudios
comentados sea el reflejo del sistema de necesidades que caracteriza a la especie humana.
Como quiera que la especie humana en su conjunto se encuentra distribuida por distintos lugares, sociedades, países, etc., creemos que es prudente
sugerir que en cada uno de los lugares en los que la especie humana se desarrolla existen diferentes circunstancias, que van desde las puramente físicas
relacionadas con la simple supervivencia hasta las más cultural y socialmente fundamentadas relacionadas con el sistema de vida, con los valores, las
creencias, etc., circunstancias que, en todos los casos, ejercen algún tipo de influencia que quedará reflejada en el sistema de necesidades que impera en cada
grupo. En este orden de cosas, en primer lugar, no sabemos en qué medida dicho sistema es aplicable a sociedades en las que existen otras prioridades más
elementales, como la de comer. Intuimos que en estas otras sociedades son las necesidades relacionadas con aspectos físicos las que se encuentran en los
primeros lugares del eventual sistema de necesidades que pueda aparecer. Igualmente, en segundo lugar, tampoco conocemos en qué medida el sistema que
comentamos es útil en sociedades en las que no está garantizada la seguridad personal; probablemente, en estas sociedades la necesidad de seguridad se
encuentra entre los primeros lugares del sistema de necesidades que caracteriza a ese grupo[11]. En tercer lugar, es también probable que en las sociedades en
las que la cultura elogia ciertas formas de vida y castiga otras formas sean las primeras las que se encuentren en la base del hipotético sistema de necesidades
relevantes de esa sociedad.
Más allá de estos matices, y considerando el tipo concreto de población estudiada, los autores (Sheldon, Elliot, Kim y Kasser, 2001) sugieren que la
teoría de la autodeterminación de Deci y Ryan (1985) parece la más relevante, pues las necesidades propuestas de autonomía, competencia y relación se
encuentran en lugares prominentes en todos los estudios. Consiguientemente, dicen los autores, parece evidente que el clásico sistema motivacional basado en
la jerarquía de necesidades, que propusiera Maslow (1955) a mediados del pasado siglo, requiere una reconsideración. Es decir, cabe la posibilidad de seguir
manteniendo la existencia de un conjunto de necesidades jerárquicamente organizadas, aunque habría que ir más allá del modelo propuesto por Maslow. En
esta nueva concepción de la jerarquía de necesidades, habría un plano superior, en el que se encontrarían las necesidades de autoestima, competencia,
autonomía y relación con posibilidad de modificar la ordenación entre dichas cuatro necesidades como consecuencia de las influencias sociales y culturales,
aunque con mucha probabilidad de que la necesidad de autoestima se encontrase en primer lugar, que sería el más relevante para entender la conducta del
ser humano. En un segundo plano de relevancia se encontrarían las necesidades físicas, de seguridad, de autoactualización y de placer. En el último plano,
siendo prácticamente irrelevantes, se encontrarían las necesidades de popularidad y de dinero.
Sin embargo, tenemos que reseñar la ausencia de la necesidad de autoestima en la teoría de Decy y Ryan (1985), cuando se puede apreciar que dicha
necesidad es, a todas luces, la más relevante del sistema de necesidades. Esta ausencia enlaza con otra de las peculiaridades que nos parece relevante reseñar,
y es la que se refiere a la consideración negativa del modelo de Maslow para explicar la ordenación jerárquica de las necesidades en el ser humano.
A nuestro juicio, el modelo propuesto por Maslow sigue siendo válido. El hecho de que las necesidades más elementales de su modelo ocupen un
lugar secundario en otras propuestas referidas a las necesidades humanas, cual es el caso de la Teoría de la autodeterminación de Deci y Ryan (1985), no
implica que dichas necesidades tengan que ser ignoradas. Estimamos que en cualquier caso, es imprescindible satisfacer las necesidades físicas y de
seguridad. Es imprescindible satisfacerlas en primer lugar, antes que cualesquiera otras posibles necesidades, tal como han enfatizado recientemente Oishi,
Diener, Suh y Lucas (1999). Por esa razón, defendemos que dichas necesidades siguen presentes, lo que ocurre es que se satisfacen de forma habitual, con lo
cual parece que pierdan su relevancia como necesidades capaces de anteponer su satisfacción a la de cualesquiera otras posibles necesidades. Pero esa
aparente pérdida de relevancia es relativa. En efecto, con mucha frecuencia, las muestras de individuos que son estudiadas consideran que ambas necesidades
no lo son: se asume que una persona come, bebe, duerme, etc. cuando quiere; igualmente, se asume que cualquier persona goza de una buena salud, y que su
vida no corre peligro como consecuencia de las acciones de eventuales depredadores[12]. Sin embargo, cuando alguna de estas necesidades, o ambas,
pierde/n su calidad de cumplimiento obligado o habitual, de forma automática se aprecia cómo, de nuevo, vuelve/n a ocupar un lugar prioritario en el sistema
jerárquico de necesidades. Evidentemente, es obvio señalar que en aquellos individuos en quienes lo habitual es que dichas necesidades no se satisfagan,
ambas ocupan de forma permanente los primeros lugares de la jerarquía.
Entonces, asumiendo que ambas necesidades se satisfacen regularmente, o siempre, restan en el sistema de Maslow las necesidades de pertenencia, de
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autoestima y de autoactualización. Estimamos, en primer lugar, que la necesidad de pertenencia o de amor y pertenencia, como indicara el propio Maslow
es otra forma de referirse a la necesidad de relación que proponen Deci y Ryan (1985); estimamos, en segundo lugar, que la necesidad de autoestima sigue
siendo la relevante necesidad que aparece en prácticamente casi todas las teorías centradas en el estudio de las necesidades del ser humano con la
sorprendente excepción de la propia teoría de la autodeterminación, de los citados Deci y Ryan, que ya hemos comentado anteriormente; estimamos, en
tercer lugar, que la necesidad de autoactualización puede ser considerada como un compendio o síntesis de las necesidades de competencia y de autonomía
propuestas por Deci y Ryan, ya que las características definitorias de estas dos necesidades pueden quedar incluidas en las características que definen la
necesidad de autoactualización. Esta última apreciación coincide con los argumentos críticos propuestos por Markus, Kitayama y Heiman (1996), respecto a
que la autonomía tenga verdadero rango de necesidad.
La motivación para el ocio
Una de las orientaciones motivacionales que más interés suscita en los últimos tiempos tiene que ver con la Motivación para el ocio, también
denominada motivación para el descanso, motivación para el esparcimiento, motivación para la diversión, etc. En sentido general, utilizaremos el término
“ocio” para referirnos a ese tipo de actividades que, de forma considerable, atraen la atención del ser humano, y que podrían ser consideradas como una forma
de motivación intrínseca. Así pues, el ocio hace referencia al conjunto de las actividades que realiza un individuo cuando no está trabajando. Se admite que
estas actividades son placenteras porque el individuo las lleva a cabo de forma voluntaria durante el tiempo libre, aunque algunas de las actividades que se
realizan voluntariamente durante el tiempo libre no son caracterizadas como diversión.
El papel de estas actividades, que, como señalábamos, reflejan la motivación intrínseca de un individuo, se encuadra en el crecimiento y la formación
del propio individuo, en la necesidad de afiliación, en la recreación, incluso en el mantenimiento o recuperación de la salud (Haworth y Hill, 1992; Rochholz,
2004; Grouzet, Vallerand, Thill y Procencher, 2004).
La importancia motivacional del tema en cuestión ha atraído la atención de los investigadores, existiendo un trabajo reciente en el que se compara la
capacidad de cuatro importantes posturas teóricas a la hora de explicar la motivación de los individuos para dirigir sus esfuerzos en pos de la realización de
tales actividades (Hills, Argyle y Reeves, 2000). Tales posturas teóricas las expondremos a continuación.
La Teoría del flujo (Csikzentmihalyi y Csikzentmihalyi, 1988)
Csikzentmihalyi y Csikzentmihalyi (1988) constatan que existen actividades de muy diversa índole, duración y exigencia de esfuerzo, con la
característica común a todas ellas de producir diversión, o encontrarse relacionadas con el ocio. El principal componente de esta situación de disfrute era la
experiencia de un intensamente gratificante estado de interés y fascinación, al que denominan “flujo”. Una de las actividades que ha sido estudiada
recientemente por Csikzentmihalyi (1997) es la correspondiente a la profesión de profesor universitario, sugiriendo que este tipo de actividades permite
entender el flujo como una forma de experiencia de placer que lleva a la motivación sostenida. El propósito de enseñar en la universidad, dice el autor, es
tratar de que los estudiantes disfruten con el aprendizaje. Un profesor que está intrínsecamente motivado para aprender tiene mucha probabilidad de conseguir
que sus estudiantes busquen también las recompensas intrínsecas del aprendizaje.
El flujo óptimo se produce cuando un individuo percibe que aquello que tiene que hacer la actividad, el desafío y su capacidad para hacerlo las
habilidades están equilibrados. Sin embargo, hay que hacer un matiz al respecto, ya que, como indican los propios autores, puede que ese equilibrio o
balance entre habilidades y desafío no sea suficiente para explicar la ocurrencia del flujo. Parece necesario que el nivel de las habilidades y del desafío se
encuentre por encima de un determinado umbral. Estos autores pudieron comprobar que, aunque existiese balance o equilibrio entre habilidades y desafío, si
el nivel de ambas variables era bajo, no se producía el flujo, sino una especie de apatía y aburrimiento.
Además de esta consideración, y asumiendo que en la teoría del flujo uno de los aspectos fundamentales tiene que ver con la relación entre el desafío
y las habilidades, existen distintas relaciones combinatorias entre las mismas puestas de relieve en el trabajo de Hills, Argyle y Reeves (2000). Éstas son: (1)
Cuando la diferencia entre las habilidades y el desafío es negativa, esto es, cuando el desafío supera las habilidades, la diversión o el disfrute es bajo. (2)
Cuando la diferencia entre las habilidades y el desafío es cercana a “cero”, se aprecia un importante incremento en la cantidad de diversión y disfrute, siendo
esta experiencia máximamente gratificante cuando la diferencia era ligeramente positiva; esto es, cuando las habilidades son muy ligeramente superiores al
desafío. (3) Cuando la diferencia entre las habilidades y el desafío se incrementa en sentido positivo, es decir, cuando las habilidades son sustancialmente
superiores al desafío, se aprecia un progresivo decremento de la diversión y el disfrute. De hecho, cuando las habilidades son mucho mayores que el nivel del
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desafío, el grado de gratificación y satisfacción que experimenta el individuo es tan bajo como cuando el nivel del desafío es mucho mayor que el de las
habilidades. Tal como fácilmente se aprecia, y así lo reseñamos anteriormente, en la formulación de Csikzentmihalyi y Csikzentmihalyi (1988) existen ciertas
similitudes con la clásica teoría de Atkinson (1957/1983, 1974).
La Teoría de la autoeficacia (Bandura, 1977)
Una de las principales variables para entender la motivación en un individuo, dice Bandura (1977), es la creencia de ese individuo respecto a su propia
competencia para realizar una actividad de un modo razonablemente aceptable. Esta competencia es denominada “autoeficacia”, considerada como una
suerte de maestría que se basa en el juicio personal de la capacidad que se posee. Existe una cierta controversia respecto a las connotaciones que posee la
autoeficacia. Así, es interesante reseñar lo que comentan recientemente Bong y Clark (1999) respecto a las diferencias entre autoconcepto y autoeficacia. El
autoconcepto hace referencia a un constructo más complejo, configurado por variables cognitivas y afectivas acerca de sí mismo, estando muy influenciado
por la comparación social, mientras que la autoeficacia se refiere principalmente a la dimensión cognitiva, donde los juicios acerca de las propias capacidades
ocupan un lugar destacado. Sin embargo, también en los últimos años, el propio Bandura (1996, 1997, 2004) se refiere a la autoeficacia en términos de las
creencias que posee una persona respecto a la probabilidad de culminar con éxito una tarea, siendo una variable relacionada con los procesos cognitivos, con
los procesos afectivos y con los procesos motivacionales.
La autoeficacia se produce a partir de las experiencias pasadas, de los distintos procesos de aprendizaje vicario y del convencimiento del individuo
respecto a su propia capacidad para realizar una actividad. Esta forma de entender la capacidad particular para llevar a cabo tareas y conseguir objetivos
influye directamente sobre el nivel de motivación de un individuo mediante las variables de persistencia e implicación en la actividad a realizar. Además, se
puede apreciar que, cuando la autoeficacia es elevada, el individuo tiende a plantearse metas más elevadas de lo que, objetivamente hablando, tendría que
plantear. En efecto, como ha podido demostrar Schunk (1995), independientemente del dominio objetivo que una persona posee sobre una determinada
actividad, la autoeficacia percibida es un buen predictor de la motivación y del rendimiento. Por supuesto que, como indica Biddle (1997), el individuo es
consciente de los ámbitos en los que puede plantear dichas metas. Es decir, un individuo se siente motivado para la acción en aquellos ámbitos de su vida en
los que se percibe capaz, mientras que su nivel de motivación será menor en aquellos otros ámbitos en los que no se percibe tan capaz.
Relacionado con la percepción de la autoeficacia se encuentra el trabajo llevado a cabo por Wolf y Smith (1995), quienes trataron de demostrar cómo
las consecuencias de la tarea a realizar son un aspecto a considerar cuando se trata de analizar la motivación. En efecto, los autores pudieron observar que,
cuando las consecuencias de la tarea a realizar suponían algo importante para las personas participantes, se incrementaba el nivel de motivación también el
nivel de ansiedad, mientras que apenas se producían efectos de este tipo cuando la tarea era irrelevante para las personas participantes. En este marco de
referencia, se pudo apreciar que la autoeficacia se encontraba asociada con los incrementos en motivación y no con los incrementos en ansiedad.
Así mismo, en el trabajo llevado a cabo por Greene, Miller, Crowson, Duke y Akey (2004) se estudió la influencia que ciertas características
situacionales presentan en el desarrollo de la autoeficacia y motivo de logro en estudiantes universitarios. Los resultados pusieron de relieve que la percepción
que los estudiantes poseen acerca de la estructuración y evolución de las distintas tareas a realizar la facilitación del aprendizaje, autonomía versus dirección
de las actividades, así como la evaluación del aprendizaje realizado, influyen en el desarrollo de factores motivacionales como la autoeficacia y el motivo de
logro. Dichas percepciones se convierten en un medio que puede llegar a explicar o predecir el futuro éxito. Resultados similares obtienen SelfBrown y
Mathews (2003), quienes establecen que, según el tipo de estructuración de aprendizaje llevado a cabo en una clase, variará la motivación en cuanto a la
autoeficacia y al logro de ejecución o adquisición de destrezas.
La teoría de la reversibilidad (Apter, 1982)
Como hemos señalado en diversas ocasiones en nuestra exposición, el concepto de homeostasis es uno de los que con mayor frecuencia se ha
utilizado en Psicología de la Motivación para explicar cómo cualquier ser vivo experimenta una tendencia natural al equilibrio equilibrio dinámico,
apreciándose que cualquier variación o separación de ese equilibrio produce una tensión que empuja al individuo a realizar alguna actividad que reduzca esa
tensión y permita recuperar el equilibrio. Este argumento, que es especialmente válido para la motivación producida por las necesidades biológicas, se ha
esgrimido también como explicación de las necesidades psicológicas; en ambos casos considerando que en el desequilibrio se encuentra la motivación.
Pues bien, Apter (1982) plantea que existen algunas conductas que no pueden ser explicadas mediante los argumentos típicos del proceso de
homeostasis; conductas que tienen que ver con actividades como el deporte, el entretenimiento, las aficiones, etc. En una palabra: con el ocio. A partir de estas
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consideraciones, Apter formula un modelo hedonista, en el que distingue dos estados motivacionales alternativos y reversibles: el estado télico y el estado
paratélico. El estado télico se encuentra asociado con actividades persistentes y resistentes encaminadas a la obtención de un objetivo relativamente lejano en
el tiempo, mientras que el estado paratélico se encuentra asociado con actividades dirigidas a la obtención de un objetivo inmediato. Si bien parece evidente
que ambos estados tienen connotaciones gratificantes, existen diferencias entre las mismas. Concretamente, en el estado télico, el individuo realiza una
anticipación de la meta que persigue y que espera obtener; por su parte, en el estado paratélico, la gratificación de la meta implicada se disfruta en el mismo
momento de realizar la actividad. La teoría de Apter podría permitir la categorización de las actividades de ocio en términos télicos y paratélicos, dependiendo
de la naturaleza temporal de las mismas. Así, los resultados de Hills, Argyle y Reeves (2000) ponen de manifiesto que las actividades paratélicas son las que
más se asocian con la motivación para el ocio, ya que su misma y momentánea ejecución se encuentra asociada con la obtención de la gratificación. Además,
se trata de actividades que suelen ser más sociales, menos desafiantes y exigen un menor grado de habilidades para su ejecución.
La Teoría de la motivación social (Argyle, 1996)
En diversos trabajos, Hills y Argyle (1998a, 1998b) han puesto de relieve que muchas de las actividades consideradas de ocio se llevan a cabo con el
objetivo de iniciar, incrementar y/o mantener los contactos sociales. Incluso, un buen número de dichas actividades requieren de la presencia de otras personas
para poderse llevar a cabo, ya que, de ese modo, se consiguen dos objetivos esenciales: por una parte, el que tiene que ver con el ocio propiamente dicho; por
otra parte, el que tiene que ver con el apoyo social. En última instancia, el deseo de conseguir contactos sociales puede ser una de las principales motivaciones
relacionadas con el ocio, pues el ocio se encuentra íntimamente asociado al contacto social. De hecho, incluso aquellos individuos que experimentan la
motivación para el ocio realizando alguna actividad de solitario necesitan ponerse en contacto con otros individuos que, como él mismo, tienen las mismas
inquietudes, aficiones o diversiones. También existe ese componente social en el ocio de estas personas. Como indica Argyle (1996), el hecho de que el ser
humano sea especialmente social hace que sus motivaciones más personales, entre las que se encuentra la del ocio, estén tamizadas por la influencia necesaria
del contacto social.
En cierta medida, las cuatro teorías permiten explicar la motivación para el ocio. Como quiera que en esta forma de motivación se encuentran
presentes factores relacionados con la dimensión social y la dimensión individual y personal, cada una de ellas se aproxima al porqué de esta forma de
conducta. Como señalaban hace poco Pelletier, Vallerand, GreenDemers, Blais y Brière (1996), la motivación para el ocio podría ser explicada a partir de
factores internos el triunfo o logro, la estimulación y la adquisición de conocimientos de factores externos el desarrollo social y la utilización constructiva
del tiempo libre, y una forma de “amotivación”, que permitiría explicar la realización de actividades que se ejecutan de una forma no propositiva ni
intencionada.
CONCLUSIÓN
En los párrafos anteriores hemos mostrado distintos enfoques cognitivos en la explicación del proceso motivacional. Aunque los modelos cognitivos actuales
no rechazan las variables fisiológicas y las condiciones estimulares del entorno en la explicación del porqué de la conducta, subrayan la importancia de
otros factores, como las creencias, los afectos, las actitudes, etc. que median en el desarrollo del comportamiento. El conjunto de estas variables, con sus
consiguientes combinaciones y variabilidad en la fuerza y valencia de las mismas, son un aspecto relevante en la actualidad.
La variedad de situaciones en las que se lleva a cabo la conducta humana no puede ser explicada a partir de motivaciones estrictamente emanadas de las
condiciones estimulares externas. Lejos de considerar a la persona exclusivamente como un ser receptivo de dichas condiciones, las distintas teorías cognitivas
comparten la idea de considerar al sujeto como agente activo en el proceso de interpretación del medio que le rodea y en la selección de las alternativas de
acción que en cada caso puede llevar a cabo para conseguir los resultados deseados.
En la actualidad, los estudios sobre la motivación de la conducta recogen las aportaciones realizadas por los modelos anteriores, incorporando mejoras
en la explicación de la misma, y enfatizando el carácter complejo del comportamiento humano. En este sentido, las aportaciones actuales sobre la motivación
de la conducta muestran el carácter circular de las explicaciones sobre motivación. Es decir, retoman las anteriores aportaciones para ampliarlas y actualizarlas
basándose en las diferentes circunstancias en las que el ser humano se encuentra en su proceso continuo de adaptación. Dicha adaptación, lejos de ser
uniforme para todas las personas de distintas culturas, edades, experiencias, etc., es compleja y diversa. En este sentido, la motivación que determinadas
personas pueden presentar en unas culturas y ámbitos sociales concretos puede ser muy diferente de acuerdo al momento histórico, evolutivo, cultural y social
en las que tienen que desarrollar el comportamiento.
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En síntesis, la conducta motivada puede y debe ser explicada a partir de necesidades fisiológicas, psicológicas (afectivas e intelectivas), individuales y
colectivas, que dan lugar a los procesos cognitivos seguidos para analizar el entorno, elegir una alternativa de acción que conduzca a la consecución de la
satisfacción de diversas necesidades y una óptima adaptación.
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[1] Es muy probable que los trabajos de Tolman se encuentren entre los precursores del movimiento cognitivista en Psicología de la Motivación. Como señala
Appley (1991), es en la década de los setenta cuando algunos autores (D'Amato, 1974; Dember, 1974) realizan estudios de revisión y constatan que en
Psicología de la Motivación se está produciendo la aparición e incremento de conceptos cognitivistas, entre los que se encuentran como destacados los de
mapa cognitivo y expectativa.
[2] Es ésta una idea que retomará posteriormente Atkinson (1964), cuando defiende que en la motivación de logro es imprescindible hablar de un motivo para
conseguir el éxito y de un motivo para evitar el fracaso. En ambos motivos, cuya combinación permite entender la conducta motivada, existe una variable
referida a la probabilidad subjetiva de conseguir el éxito, o de evitar el fracaso, que delimita la importancia del componente cognitivo en la conducta
motivada.
[3] Este tipo de células, asesinas naturales NK, del inglés “natural killer”, representa uno de los principales recursos defensivos del sistema inmunitario en la
prevención del desarrollo de tumores cancerígenos. Estas células se encuentran en el torrente sanguíneo, llegando a todo el organismo. Cuando detectan la
ocurrencia de un crecimiento celular descontrolado, ponen en marcha mecanismos químicos para destruirlo. Como quiera que la ocurrencia de tales
crecimientos celulares es relativamente frecuente en el organismo humano, el correcto funcionamiento de este mecanismo de defensa se convierte en algo
esencial.
[4] Como veremos posteriormente en los planteamientos cognitivistas más recientes, es muy probable que éste sea uno de los argumentos en los que se han
basado autores como Csikzentmihalyi y Csikzentmihalyi (1988), así como Hills, Argyle y Reeves (2000), para explicar los resultados obtenidos a partir de la
formulación de la Teoría del “flujo”.
[5] Estimamos, no obstante, que esta afirmación de Weiner es, cuanto menos, discutible. La dificultad de cualquier tarea lo es en función de la habilidad de la
persona que la tiene que realizar. Salvo aquellas tareas que son irrealizables para cualquier individuo de una especie p.e. volar por sí mismo, en el caso del ser
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humano, cualesquiera otras poseen una dificultad que dudamos que pueda ser objetivada de forma permanente, o casi permanente Weiner habla de factores
relativamente estables, en un determinado punto. Un individuo, con un determinado grado de preparación y unas habilidades concretas, se enfrenta a una
tarea que, en ese momento, reviste una determinada dificultad, mas, transcurrido un tiempo y los correspondientes ensayos, las mismas habilidades de ese
individuo para realizar dicha tarea ya no son las mismas que eran al principio, por lo que, en cierta medida, podríamos argumentar que también la habilidad
de la persona es una variable inestable. Como consecuencia de ese cambio en las habilidades de ese sujeto, se produce un cambio asociado respecto a la
dificultad que entraña la tarea en cuestión para dicho sujeto. Con lo cual, en última instancia, la diicultad de la tarea también podría ser considerada como una
variable relativamente estable.
[6] Estas nociones del impulso proceden de las clásicas aportaciones de Woodworth (1918), referidas a la satisfacción de las necesidades fisiológicas.
[7] O más fácil de conseguir, o que requiere un menor esfuerzo. Dependiendo de la situación concreta de cada individuo en cada ocasión, cabe la posibilidad
de reorientar la conducta hacia una meta diferente.
[8] Sólo en el caso de que no haya sido posible evitar la elección de dicha meta. Es decir, si la teoría propone que de entre los diversos objetivos, todos ellos
con capacidad incentivadora para el individuo, se elige aquel que, por las razones antes descritas valor de incentivo, probabilidad de éxito y esfuerzo es el
más atractivo en ese momento, la existencia de una meta con connotaciones de incentivo negativo, por lo tanto con capacidad para producir un afecto
negativo, puede estar haciendo referencia a un incentivo que se ha convertido en meta en contra de la propia voluntad y decisión del individuo, o porque es el
menos negativo de cuantos existen en ese momento.
[9] Son argumentos que ponen de relieve la importancia de los procesos cognitivos en los procesos motivacionales. La máxima aplicada para entender la
relevancia de los factores subjetivos como paso inicial en los procesos motivacionales se refiere a que las cosas no son como son, sino como un individuo las
percibe. En función de esta variable subjetiva, que denota la ocurrencia de un proceso cognitivo, se producirá una conducta motivada, u otra, o ninguna.
[10] Recuérdese la crítica que se formuló a los instintivistas de finales del s. XIX y principios del s. XX, en términos de falacia nominal, cuando pretendían
explicar todas las conductas a partir del instinto.
[11] Incluso, cabe la posibilidad de que el sistema de necesidades que proponen Sheldon, Elliot, Kim y Kasser (2001), que, como señalamos, caracteriza a
ciertas sociedades occidentales desarrolladas, pueda llegar a no ser válido cuando existe algún acontecimiento lo suficientemente importante como para
modificar la estructuración de dichas necesidades. Si recordamos los dramáticos acontecimientos ocurridos en la ciudad de Nueva York el pasado mes de
septiembre, con facilidad entenderemos que el sistema de necesidades que proponen los autores era válido hasta que se desencadenó la tragedia. Pero, a partir
de ese fatídico día, es muy probable que la necesidad de seguridad ocupe un lugar destacado en el sistema de necesidades que caracteriza a una sociedad
occidental desarrollada. Sin tener que descartar ninguna de las cuatro necesidades relevantes del sistema propuesto, probablemente habría que incluir, también
como relevante, la necesidad de seguridad.
[12] Depredadores de cualquier tipo.
*La realización del presente trabajo ha sido posible gracias a la ayuda P11B200324, concedida por la Fundació Caixa CastellóBancaixa.