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VIOLENCIA DE GÉNERO ENTRE JÓVENES: SEÑALES DE ALARMA

Date post: 30-Nov-2023
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55 V I O L E N C I A D E G É N E R O E N T R E J Ó V E N E S : S E Ñ A L E S D E A L A R M A CARMEN DELGADO Profesora Titular de Psicometría Directora Postgrado Intervención Multidisciplinar en Violencia de Género Facultad de Psicología. Universidad Pontificia de Salamanca "Cuando no se ama demasiado, no se ama bastante" ROGER DE BUSSY-RABUTIN 1 . P R E C I S A N D O C O N C E P T O S : E L G É N E R O . Me parece muy oportuno que una conferencia sobre la violencia de género en parejas jóvenes, se enmarque en un curso que lleva por título "¿Por qué no hemos alcanzado la igualdad?". Los marcos son importantes, muy importantes. Y los conceptos sólo pueden ser cabalmente comprendidos y aprehendidos en el marco de referencia en el que surgen; fuera de este marco se desnaturalizan, y pierden sentido y significado. Este enmarcado tiene una importancia transcendental y diré por qué. Yo creo que no se puede hablar de igualdad de género, o de violencia de género... o de cualquier aspecto relacionado con el género, si no te tiene una cosmovisión de género. Muchas veces se usa el término género desnaturalizándolo; se usa como sinónimo de sexo para marcar diferencias: los hombres se socializan como género masculino y las mujeres se socializan como género femenino. Se usa género como un término descriptivo: para describir diferencias. Este uso del término género, es un uso mutilado. Ciertamente, el género par- te de una dimensión descriptiva: constata diferencias entre hombres y mujeres. Pero el género tiene una dimensión evaluativa fundamental, que le es consustan- cial. Como señala Asunción Oliva, "de las dos nociones implícitas en el término, la de división y la de jerarquía, se hace hincapié solamente sobre la división" (Oliva, 2005, pág. 15). Esto es lo que se mutila cuando se usa el término género fuera de su marco de referencia: la dimensión evaluativa que polariza en planos jerárqui- cos las diferencias. De aquí vienen malentendidos, como los originados por los Académicos de la Lengua que no veían la necesidad de incorporar una palabra nueva para lo que suponían un concepto viejo; el mismo malentendido que evi- dencian quienes -cuando se habla de violencia de género- preguntan con extra- ñeza "pero algunos hombres ¿no sufren también violencia de género,,,?" No; si com- prendemos el significado de la categoría analítica "género", sabemos que los
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VIOLENCIA DE GÉNERO ENTRE JÓVENES: SEÑALES DE ALARMA

CARMEN DELGADO Profesora Titular de Psicometría

Directora Postgrado Intervención Multidisciplinar en Violencia de Género Facultad de Psicología. Universidad Pontificia de Salamanca

"Cuando no se ama demasiado, no se ama bastante"

ROGER DE BUSSY-RABUTIN

1. PRECISANDO CONCEPTOS: EL GÉNERO.

Me parece muy oportuno que una conferencia sobre la violencia de género en parejas jóvenes, se enmarque en un curso que lleva por título "¿Por qué no hemos alcanzado la igualdad?". Los marcos son importantes, muy importantes. Y los conceptos sólo pueden ser cabalmente comprendidos y aprehendidos en el marco de referencia en el que surgen; fuera de este marco se desnaturalizan, y pierden sentido y significado.

Este enmarcado tiene una importancia transcendental y diré por qué. Yo creo que no se puede hablar de igualdad de género, o de violencia de género... o de cualquier aspecto relacionado con el género, si no te tiene una cosmovisión de género. Muchas veces se usa el término género desnaturalizándolo; se usa como sinónimo de sexo para marcar diferencias: los hombres se socializan como género masculino y las mujeres se socializan como género femenino. Se usa género como un término descriptivo: para describir diferencias.

Este uso del término género, es un uso mutilado. Ciertamente, el género par-te de una dimensión descriptiva: constata diferencias entre hombres y mujeres. Pero el género tiene una dimensión evaluativa fundamental, que le es consustan-cial. Como señala Asunción Oliva, "de las dos nociones implícitas en el término, la de división y la de jerarquía, se hace hincapié solamente sobre la división" (Oliva, 2005, pág. 15). Esto es lo que se mutila cuando se usa el término género fuera de su marco de referencia: la dimensión evaluativa que polariza en planos jerárqui-cos las diferencias. De aquí vienen malentendidos, como los originados por los Académicos de la Lengua que no veían la necesidad de incorporar una palabra nueva para lo que suponían un concepto viejo; el mismo malentendido que evi-dencian quienes -cuando se habla de violencia de género- preguntan con extra-ñeza "pero algunos hombres ¿no sufren también violencia de género,,,?" No; si com-prendemos el significado de la categoría analítica "género", sabemos que los

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hombres no pueden sufrir violencia de género; podrían sufrir otra violencia (vio-lencia de pareja, violencia doméstica...); pero violencia de género es imposible ya que, por definición, es una forma de relación que otorga privilegios en función del sexo. Por eso, conceptualmente, no podemos decir del sexo históricamente privilegiado que sufra violencia de género, como no diremos que la clase social alta sufra discriminación de clase, ya que en el concepto clasismo está implícita una dimensión evaluativa: superior/inferior. La dimensión evaluativa es funda-mental. Las posiciones en el sistema sexo-género, como en las clases sociales (o las etnias) no son equiparables; hay una estructura jerárquica que es fuente de privilegio para quien ocupa la posición superior y es fuente de discriminación para quien ocupa la posición subordinada.

Hablar de desigualdad de género, o de violencia de género, implica que el grupo de pertenencia de unos, tiene estructuralmente una posición jerárquica superior. Y es muy importante subrayar lo de "estructuralmente", porque no es-tamos hablando de individuos concretos; estamos hablando de grupos de perte-nencia, y grupos que socialmente reciben una consideración diferente. Por su-puesto que las excepciones confirman la regla: no todos los individuos del grupo social superior tienen una posición mejor que todos los individuos del grupo so-cial inferior.

Esta primera precisión me parece muy importante para deshacer malenten-didos. Como muy bien sabe la Ciencia Cognitiva, y las obras de George Lakoff dan cuenta de ello, el marco es fundamental, porque "los marcos son estructuras mentales que conforman nuestro modo de ver el mundo" (Lakoff, 2007, pág. 18). El marco es muy importante para comprender los conceptos. Y el marco de la violencia de género es la desigualdad.

No es ninguna redundancia, ni es ninguna obviedad, insistir en ello. Todav-ía encontramos muchas veces, que la violencia de género está enmarcada como violencia relacional: como violencia de pareja, como violencia doméstica, como violencia intrafamiliar... Privarla del marco del género, es desnaturalizarla (Del-gado, 2010).

El marco del género no es otra cosa que una cosmovisión de género. Pero para tener una cosmovisión de género, es necesario tener unas categorías previas con las cuales acercarse a la realidad. Los estudios de Psicología lo tienen clarísi-mo: no podemos percibir aquello para lo cual no tenemos categorías previas. Es-ta es una ley básica de la Psicología de la Percepción: percibimos a través de ca-tegorías. Cualquiera de los que estamos aquí seríamos deficientes perceptivos en la cultura esquimal, porque no podemos percibir la variedad de matices con los que perciben la nieve y que, siendo en ellos natural, es imposible para nosotros: su sistema perceptivo tiene registros, archivos, categorías previas, que les permi-ten diferenciarlos. Nosotros no los tenemos. Un catador de vinos tiene cataloga-dos en su cerebro una variedad de registros aromáticos, colores, sabores, textu-ras... que le permiten degustar y apreciar en el vino diferencias y matices impo-

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sibles para quienes no tienen esos registros previos: tiene categorías que le permi-ten percibir.

La Teoría de género proporciona ese archivo de registros, de categorías pre-vias, que permiten ver lo que no se puede ver sin ellas; pero a diferencia de lo que ocurre con otras disciplinas, todo el mundo se cree legitimado para opinar sin conocer. No nos imaginamos a alguien opinando sobre el metabolismo celu-lar, por ejemplo, sin haberse molestado en adquirir algunas nociones previas de fisiología; pero aceptamos que cualquiera opine sobre violencia de género, sin haberse molestado tan siquiera, en conocer el concepto género. Quizás debamos empezar a reclamar un respeto mínimo hacia los Gender Studies, el campo de conocimiento de mayor crecimiento en las últimas décadas y cuyo corpus teóri-co está avalado por las investigaciones que, desde disciplinas muy diversas, han acreditado su legitimidad científica. Que se desconozcan los estudios de género, no es algo censurable: es imposible saber de todo en la era de la información. Pe-ro que se opine de lo que no se conoce, sin un sentido mínimo de ridículo, es otra cuestión.

Sé que me he extendido más de lo esperado en este preámbulo, pero lo con-sidero necesario para enmarcar lo que viene a continuación. Si no explicitamos suficientemente los marcos, si no tomamos como punto de partida la cosmovi-sión de género, estamos privados de las categorías analíticas que nos permiten ver violencia de género donde otros sólo ven violencia interpersonal.

La cosmovisión de género no es más que hacer consciente, y tenerlo como telón de fondo, que hombres y mujeres ocupan en este mundo posiciones jerár-quicas diferentes; como diría el filósofo Pierre Bourdieu (Bourdieu, 2000), la re-lación entre los sexos es de subordinación. No voy a extenderme en esto, que será objeto de otras comunicaciones; sólo unos datos generales sobre economía para precisar de qué hablamos:

Las mujeres realizan el 52% de horas trabajadas en el planeta; pero sólo poseen el 10% del dinero que circula en el mercado y el 1% de los títu-los de propiedad de tierras (ONU, 1995) Las mujeres cargan mayoritariamente con el trabajo no remunerado: Asumen el trabajo doméstico de la unidad familiar: realizan 5 veces

más trabajo doméstico que los hombres, durante una jornada laboral (CIMAC, 2010).

Asumen el cuidado de los otros, reduciendo o abandonando su pro-fesión y autonomía económica para prestar estos cuidados: la Encues-ta de Población Activa (EPA, 2009) señala que el 96,94% de perso-nas que abandonan el mercado laboral por motivos familiares son mujeres.

Ocupan mayoritariamente los trabajos gratuitos no remunerados: por ejemplo, el 79% de las personas que realizaban trabajo de voluntaria-do en Castilla y León en 2004 eran mujeres.

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Este es el marco de definición del género: la sociedad asigna a mujeres y hombres posiciones desiguales. Mujeres y hombres son diferentes, pero también lo son las mujeres entre sí, o los hombres entre sí. El problema es que sobre esta diferencia entre hombres y mujeres, se ha construido la desigualdad. Ésta es la cosmovisión de género: ser conscientes de la diferencia construida como des-igualdad. Y esto marca la vida de las personas: desde que nacemos se nos sociali-za como varones (socialización masculina) o como mujeres (socialización feme-nina), y no sólo aprendemos roles más ventajosos para unos y desventajosos para otras, sino que construimos identidades o subjetividades de género, que nos con-figuran como seres relacionales en posiciones de dominación o subordinación. Con esta socialización de género llegamos, mujeres y hombres, a las relaciones de pareja.

Por eso es importante insistir en que la violencia de género, no es sólo las agresiones causadas; la violencia de género es una forma de relación que otorga privilegios en función del sexo. Y esta violencia se puede ejercer con agresiones físicas, con estrategias psicológicas o con la mera reproducción de patrones rela-cionales de dominación-subordinación. Identificar violencia de género con la forma física de esta violencia, es como identificar robo con desfalco millonario; es como si pusiéramos un umbral por debajo del cual la categoría no pudiera ser aplicada.

En esta conferencia me ceñiré a la violencia de género en la pareja; pero es importante no perder el marco de referencia, porque de no ser así, nuestra com-prensión del problema será limitada por no decir mutilada.

2. LOS DISCURSOS DE LA VIOLENCIA DE GÉNERO.

La ideología del amor romántico, como ideología totalitaria (todo el ser, to-do el tiempo, toda la vida...) es una trampa perfecta para difuminar los límites entre amor y violencia: "o conmigo o contra mí". No cabe otra manera de definir-te que no sea referida a mí: con-migo o contra-mí.

Esta concepción totalitaria camufla como legítimas, estrategias que fuera de la cobertura del "romanticismo" identificaríamos claramente como violencia. A esta conclusión llegan Itziar Cantera, Ianire Estébanez y Norma Vázquez en el estudio que realizaron en el País Vasco. Trabajaron con grupos de discusión de chicas y chicos jóvenes, de instituto y de universidad, que hablaban de sus experiencias de relaciones de pareja y llegaron a la conclusión de que "hay un límite poco preciso de lo que es violencia y lo que no lo es, ya que hay una apreciación subjetiva de estos com-portamientos de acuerdo a los límites de tolerancia que se tenga hacia ellos" (Cantera, Estébanez, & Vázquez, 2009, pág. 27). Ésta es la cuestión: el umbral de tolerancia, hace imperceptible la violencia, la naturaliza, y la hace perceptible sólo cuando al-canza niveles extremos o manifestaciones físicas, siempre más fáciles de percibir porque para la agresión física, sí tenemos categorías previas.

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La violencia de género ha existido siempre, aunque su conceptualización como tal es muy reciente: la categoría género es muy reciente. Es en los años 60, con la tercera ola del feminismo, cuando se empiezan a sumar los "casos indivi-duales" de violencia que padecían las mujeres, y se formula la categoría "género" que permite comprender este fenómeno (Valcárcel, 2007). Como diría la filóso-fa Celia Amorós, sumar es conceptualizar y conceptualizar es hacer política (Amorós, 2005), y cuando esta conceptualización pasa a formar parte del marco de referencia personal, la experiencia cobra otro significado y la subjetividad se transforma. Por ejemplo, cuando una mujer hace un relato de su experiencia con categorías nuevas, no sólo está construyendo su historia de modo diferente; también se está construyendo a sí misma de forma diferente.

Una mujer, relataba así su historia de violencia: "Yo tenía muy claro que él era una persona violenta porque ya había intentado apuñalarme. Recién cuando aparecieron esos casos y se empezó a hablar de ellos, la mujer aquélla de la tele y esos casos, yo comprendí que no solamente mi ex-pareja era un violento, sino que yo era una mujer maltratada" (López, 2011). En este relato nos está diciendo que su experiencia adquiere un significado nuevo para ella, a partir de la conceptualiza-ción que le aportó saberse "no singular" sino "miembro de una clase": conocer las experiencias de otras mujeres, que vivieron lo mismo que ella, transforma su subjetividad y le permite apropiarse de su experiencia. Saberse "mujer maltrata-da" transforma la experiencia y permite reconocerse como parte de un sistema: no soy una, soy una más dentro de un sistema que otorga, y legitima, el control masculino (simbólico y funcional) sobre las mujeres. Y esto, como muy bien ex-plica Norma Vázquez en su magnífico artículo sobre el empoderamiento de las mujeres (Vázquez, 2010), es el primer paso para recuperar el control de la pro-pia vida, expropiado por el sistema sexo-género sobre el que se ha articulado históricamente la sociedad.

Desde la teoría de inferioridad de las mujeres, la violencia de género se pod-ía explicar de forma armónica: se articulaba sobre un modo de comprender las relaciones entre hombres y mujeres, que relegaba a éstas a posiciones de subor-dinación que era preciso mantener con agresiones, cuando fallaban otros meca-nismos de control. En este marco ideológico se socializaron las generaciones que nos preceden, como muy bien describe Amelia Valcárcel: ellos negociaban su val-ía en el mercado laboral y ellas en el mercado matrimonial; los varones adquirían su posición social a través del trabajo, y las mujeres adquirían su posición social a través del matrimonio (Valcárcel, 2007). La violencia masculina sobre las mu-jeres, tenía la función de dominio y control; pero se sustentaba en la creencia de que las mujeres eran inferiores a los hombres.

La generación joven se ha socializado de forma diferente; al menos en lo explícito. Hoy resulta insostenible la defensa de semejantes valores. La inferiori-dad de la mujer está desacreditada como teoría -aunque no como práctica-. Na-die, con un mínimo sentido común, se atreve a defender que los hombres son

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superiores. Y desde luego, las mujeres de hoy, las chicas jóvenes, ya no aceptan que las definan como inferiores. Sus niveles de competencia, aptitudes, destre-zas... son como mínimo iguales, o superiores (el 60% de estudiantes en la uni-versidad son mujeres).

La teoría de la inferioridad, por tanto, ya no es sostenible; y por otro lado, el feminismo institucional ha oficializado la igualdad. Esto es evidente y no voy a insistir en ello, porque creo que todas y todos los que estamos aquí, lo vemos con meridiana claridad. Así que podemos aceptar que la generación de jóvenes de hoy, llega a las relaciones de pareja desde presupuestos -teóricos- diferentes: los presupuestos de la igualdad.

Ahora bien, si quienes estudian la violencia de género72 encuentran que ésta responde al dominio y al control de los varones ¿cómo podemos explicar los da-tos de violencia de género que dan cifras alarmantes en parejas de jóvenes, que establecen sus vínculos amorosos, supuestamente, desde la igualdad? Los datos de Consejo del Poder Judicial revelan que aumenta la violencia de género en pa-rejas jóvenes y que aumenta la violencia durante el noviazgo73; por tanto es muy pertinente preguntarse por qué las nuevas generaciones, educadas en valores más igualitarios, reproducen la violencia de género en sus relaciones.

Parece que la igualdad, sin más, no elimina la violencia de género: la expe-riencia de países que nos preceden en la conquista de la igualdad (los países nórdicos por ejemplo), muestra que -efectivamente- la conquista de la igual-dad no es suficiente para eliminar la violencia de género. ¿Cómo explicarlo en-tonces?

Ésta es una cuestión a la que tendremos que dar respuesta en nuestras inves-tigaciones sobre violencia de género y proponer, no sólo marcos de análisis, sino hojas de ruta por las que avanzar. Los estudios, cada vez más numerosos, sobre la incidencia y gravedad de la violencia de género entre jóvenes, ofrecen datos alarmantes; pero son deficitarios en la propuesta de claves explicativas, claves que permitan dar un sentido a los datos, más allá de constatar su realidad. La in-vestigación cualitativa tendrá que ofrecer una explicación plausible, suficiente-mente razonada, que nos permita entenderlo en toda su complejidad, y encon-trar modos de actuación. El esquema explicativo que propone la filósofa Amelia Valcárcel (Valcárcel, 2007) es un lúcido punto de partida: la coexistencia de la violencia de género basada en el discurso de la inferioridad con la violencia de género basada en el discurso de la igualdad. La antropóloga Marcela Lagarde ex-plica muy bien este sincretismo, por el que albergamos -como seres sincréticos-

72A modo de ejemplo: (Amor, Echeburúa, & Loinaz, 2009; Asturias, 2004; Echeburúa & Corral, 2004; Jacobson & Gottman, 2001; Lorente, 2004; Montero, 2005; Sanmartín, 2004; Villaseñor & Castañeda, 2003)

73 Europa Press 24 noviembre 2010: http://www.observatorioviolencia.org/noticias. php?id=2243

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la coexistencia de valores ya superados, con valores de un período histórico nue-vo (Lagarde, 2000). ¿Cómo coexisten estos dos modelos discursivos?

La violencia desde el discurso de la inferioridad de las mujeres es la vieja vio-lencia de siempre, y la que seguimos encontrando en las parejas construidas so-bre la asimetría que conocemos bien: la desigualdad de roles, de derechos, de oportunidades... Es la violencia que ejercen los varones, que vivencian la igual-dad como un ataque a sus privilegios, y que usan las agresiones para mantener su posición de privilegio.

La violencia desde el discurso de la igualdad de las mujeres es más difícil de visibilizar como violencia de género, porque aparentemente es violencia entre iguales. Todavía incipiente, porque muchas y muchos jóvenes, siguen partici-pando del discurso de la inferioridad. Y debemos preguntarnos qué está fraca-sando en el sistema para que tantos esfuerzos de educación en igualdad, sigan dando como resultado jóvenes en los que siguen vigente la división de roles, y los privilegios que conocemos.

¿Cómo explicar esta violencia de género desde el discurso de la igualdad? Ame-lia Valcárcel (Valcárcel, 2007) explica cómo la coeducación ha colocado en el sistema a las niñas y los niños en el mismo espacio, y en principio, en la misma situación. Pero a los 6, 7 años, empiezan a separarse como el agua y el aceite, y empezamos a ver cómo los niños se separan (son ellos): juegan entre ellos exclu-yendo a las niñas (equipos de fútbol), ocupan los espacios, y se constituyen co-mo grupo de referencia en el que afirman su identidad varonil: nosotros somos chicos que es lo contrario de ser chicas; jugamos a juegos en los que exhibimos nuestra fuerza y nuestra destreza física, y dirimimos nuestros conflictos como lo hacen los hombres: con la violencia. Y el que no sea capaz de demostrarlo así, no merece ser designado varón: es una "nenaza". Quien se eche atrás en el ejercicio de la violencia y de la fuerza física es estigmatizado: mariquita, nenaza, etc... El liderazgo en el grupo se consigue por el "galleo": el gallito del grupo, es el porta-dor de la masculinidad que nos identifica como varones, ése merece ser el líder; el portador de la esencia de la masculinidad; el que refleja la imagen de varones que queremos proyectar. La posición en el grupo la marca la capacidad de uso de la violencia (aunque no se use; es suficiente acreditar que se dispone de ella). La fuerza bruta es el bien que otorga la capacidad de mando, el prestigio y el re-conocimiento. Esto es lo que en antropología se denomina la fratría: el grupo de iguales varones se constituye por la exclusión de las mujeres. A la vez, en paralelo, ellas y ellos (pero cada quien en su sitio) reciben los mensajes del discurso de la igualdad de los sexos, las ideas de que somos iguales, mientras el currículo oculto de la coeducación respeta las reglas intocables de la socialización desigual de chi-cas y chicos; mientras escuchan el discurso de la igualdad, ellos practican las re-glas de las fratrías y ellas asumen el papel de segundo orden que se les asigna. Aprenden que puede coexistir, perfectamente, un discurso de la igualdad con una práctica de la desigualdad: ellos se legitiman como varones a través del gru-

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po de iguales, por el ejercicio de la violencia y el rechazo de lo femenino. Así queda claramente establecido que la capacidad del uso de la violencia, es el rasgo supremo que les hace hombres: la esencia de la masculinidad.

Cuando llega el momento de vincularse, de volver a juntarse, porque los unos empiezan a interesarse por las otras y las otras por los unos, dirán: "Somos iguales, bien que nos lo han hecho saber y para que lo sepamos nos co-educaron; si somos iguales, tratémonos como iguales". ¿Y qué implica ser iguales? Aquí está la trampa del salto androcéntrico: iguales significa que para todos -ellos y ellas- las mismas reglas del juego: las de ellos. Así que ellos dirán: "Vosotras, iguales a noso-tros, demostradnos lo iguales que sois; venid aquí como iguales y midámonos como iguales". Y ellas creerán que ésa es la prueba de la igualdad: aceptar el reto como iguales. Esta es la gran trampa. Ellos imponen un modo de relación que es el su-yo: el modo de relación masculino. Y ejercen una violencia simbólica androcén-trica: nuestro modo de relación (entre hombres) es el modo de relación entre perso-nas; nosotros nos relacionamos desde la violencia, vosotras aceptáis como iguales la relación desde la violencia. Desde ahí, resultan fácilmente explicables los datos de Ana Merás Lliebre: el 80% de las chicas y el 75% de los chicos creen que la vio-lencia es compatible con el amor (Merás Lliebre, 2006).

La violencia desde el discurso de la igualdad implica, por tanto, que ellos:

Imponen a las chicas su modo de relación: el prestigio del más "fuerte", que se consigue por la capacidad de usar la violencia Llegan con un entrenamiento previo muy ventajoso para estas lides (la fratría); ventajoso en sentido figurado, porque es más bien un infortu-nio socializarse así Lo significan como igualdad: éstas son las reglas para todos y todas

Los chicos llegan a las relaciones de pareja con el bagaje que llegan, y no po-demos pensar que eso no existió y que van a vincularse con las chicas como si no se hubieran socializado del modo en que se socializaron. Y las chicas, excluidas de los círculos de "los iguales" llegan también con el aprendizaje hecho, y desde ese aprendizaje van a establecer sus vínculos amorosos. Cuando se llega a las relaciones de pareja con bagajes tan dispares, sería mágico o milagroso, que el vínculo amo-roso se estableciera en condiciones de igualdad. Así que, aunque el discurso sobre el vínculo amoroso sea el mismo (y lo es: el discurso del amor romántico), ya sa-bemos que ambos pueden perfectamente operacionalizarlo de forma diferente: es lo que llevan haciendo toda su vida con el discurso de la igualdad.

3. LAS EXPECTATIVAS AMOROSAS Y EL GÉNERO.

Cuando usamos la palabra AMOR en nuestra cultura, la evocación que vie-ne a nuestra mente es un tipo de amor muy concreto: el AMOR ROMÁNTI-CO. Éste es el amor que consideramos corresponde a un vínculo de pareja. El amor romántico está hipersimbolizado en nuestra cultura. Tenemos infinidad de

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elementos para representarlo: un color (el rojo), un órgano corporal (el corazón), una flor (la rosa), una estación (la primavera), un dios mitológico (Eros o Cupi-do), un santo cristiano (San Valentín), y una etapa de la vida: la juventud. En la mente privilegiada de Shakespeare, Romeo y Julieta sólo podían ser jóvenes.

Creemos que la forma natural del amor en pareja, es el amor romántico. Nos equivocamos. La historia y la antropología, nos dicen que la pareja cons-truida sobre el amor romántico es un invento muy reciente en la historia de la humanidad y en determinadas culturas; en realidad está circunscrito a un tiem-po y a un espacio. Nosotras y nosotros, en el aquí y en el ahora, cuando habla-mos de amor en la pareja activamos en nuestro archivo mental el registro del amor romántico; pero ésta es sólo una posibilidad entre muchas otras, aunque sea la posibilidad que nuestra cultura ha legitimado.

También creemos que los contenidos del amor romántico "nos vienen de serie", como diría Amelia Valcárcel; los creemos codificados en la programación genética humana: la entrega, el arrebato, la incondicionalidad... todos los conte-nidos que ponemos al amor romántico, los creemos genéticamente determina-dos en nuestra naturaleza. Y también nos equivocamos porque en realidad, aprendemos a amar; aprendemos el modo de amar; aprendemos los contenidos del amor: el amor ha tenido contenidos diferentes en las diferentes épocas histó-ricas. Esta clave es importantísima, porque nos coloca ante otra perspectiva fren-te al amor. Nos lleva a historizar el amor.

El amor romántico, es -en nuestra sociedad y en nuestro tiempo - el vínculo amoroso que consideramos natural cuando dos personas se constituyen como pare-ja. Por tanto, desentrañar cuáles son sus contenidos en el imaginario colectivo que compartimos quienes pertenecemos a una misma sociedad, será muy importante para comprender cómo se establecen las relaciones amorosas en las parejas. Y me voy a circunscribir a las parejas heterosexuales, en las que uno de los dos (él) llega socializado en la masculinidad, y la otra (ella) llega socializada en la feminidad.

Quienes han estudiado esta concepción del amor romántico (Coria, 2001; Sternberg, 1989; Riso, 2008; Moreno Marimón & Sastre, 2010), han diseñado un mapa de las creencias que asociamos a este modo de vínculo amoroso. Es es-pecialmente interesante el estudio de Montserrat Moreno y Genoveva Sastre (2010) sobre las ideas acerca del amor en la población universitaria con la que trabajan en la Universidad de Barcelona. Partiré de los resultados de su estudio, para reflexionar sobre las señales de alarma que se activan, cuando estas creencias (comunes en chicas y chicos) pasan el filtro de la socialización tan diferente a la que acabo de referirme.

3.1. Enamorarse es algo que ocurre y el lenguaje del amor es inefable.

Existe la creencia de que enamorarse es algo que sobreviene, que surge de pronto, sin que concurra ninguna variable de tipo personal, ni la voluntad pue-

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da hacer algo al respecto. Algo así como lo experimenta, en "Mujeres al Borde de un Ataque de Nervios", el personaje de la portera interpretado por Chus Lampreave, cuando exclama con supuesta resignación: "¡qué más quisiera yo que mentir! Pero soy testiga de Jehová y es lo que tiene, que no nos dejan mentir". No es infrecuente escuchar -como algo natural- que alguien confiese con la misma re-signación, todas las frustraciones y penalidades que le causa su pareja, justifican-do su permanencia en la relación como algo atávico e inevitable: "¡Qué más qui-siera yo que romper la relación! Pero no puedo: estoy enamorada". Y es que enamo-rarse es algo irracional, es algo inefable, no se puede definir pues no es accesible a la razón; sólo es accesible al sentimiento: "El lenguaje del amor es la poesía, no la ciencia". La trampa de lo inefable es lo que hace que un ramo de flores, un rega-lo... pueda borrar un daño, sin más reparación.

Si el amor es inefable ¿significa lo mismo esta inefabilidad para un chico que para una chica? ¿Se concreta de la misma manera? Las chicas estamos socializa-das para entender el lenguaje de lo inefable: somos intuitivas, adivinamos cómo se sienten, les comprendemos mejor de lo que se comprenden ellos mismos, es-tamos entrenadas para ponernos en su lugar y conectar con sus emociones aun-que no las expresen. Por eso podemos pasar por alto agresiones (simbólicas), porque sabemos darles su verdadero significado: es su manera de expresar su ma-lestar, no quiere hacer daño, no es ésa su intención, es su manera de manejar el estrés o el malestar o la frustración... Por tanto, podemos admitir la indiferencia afectiva -una de las formas que toma el maltrato- como algo idiosincrático de ellos: damos por supuesto que son "torpes emocionales". No necesitan más ex-cusa: es la condición de la masculinidad.

La dureza emocional de los chicos, reforzada por la cultura, se agudiza parti-cularmente en la transición a la vida adulta: en la adolescencia. Asumida como identidad de género masculino, su exhibición forma parte de los ritos de iniciación entre los grupos de iguales; se convierte por tanto en fuente de autoestima para los chicos. El prestigio varonil está asociado a la dureza emocional. Las chicas deben estar encantadas de tener a un chico "duro" a su lado. Así que la dureza emocio-nal, cuando el vínculo está asentado y pasado el galanteo, adquiere -como si fuera natural- la forma de indiferencia afectiva: mostrarse desatento, ignorarla... todo un repertorio de conductas tipificadas como maltrato emocional. Pero como supues-tamente, esto forma parte de la idiosincrasia del varón, se requiere un grado de conciencia por encima de lo normal, para etiquetar estos comportamientos como lo que son: una forma de violencia. Lo natural, lo naturalizado, es significarlo co-mo comportamientos típicamente varoniles. Ya se sabe que somos complementa-rios: "ella pone el cuidado emocional, eso le corresponde a ella".

3.2. El amor lo puede todo: la sensación del enamoramiento es la omnipotencia.

No hay dificultad insalvable, ni obstáculo invencible, cuando se está enamo-rado. La sensación de bienestar y plenitud, la fuerza que da el ser amado, hace

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que la persona enamorada se siente capaz de todo. Es como dice la canción del francés Francis Cabrel: "Podéis destruir todo aquello que veis, porque ella de un so-plo lo vuelve a crear, como si nada". Por amor se pueden decir y hacer cosas in-creíbles de las que nunca se habría pensado ser capaz: "El amor mueve monta-ñas". ¿Pero mueve las mismas montañas para chicos y chicas? ¿Llena por igual la vida de las chicas y de los chicos?

Ya hemos visto que son las mujeres quienes, por amor, son capaces de re-nunciar a su carrera profesional, a su trabajo remunerado, a la autonomía e independencia económica, cuando hay demandas emocionales de cuidado. Pe-ro si analizamos cómo se consolidan las relaciones donde hay maltrato, impi-diendo a las mujeres abandonarlas, descubrimos en el ciclo de la violencia, es-tudiado por Leonore Walker (Walker, 2009), esa creencia de omnipotencia operando en la mente de las mujeres enamoradas. La creencia en la omnipo-tencia de su amor, es lo que hace que una chica se siga creyendo capaz de po-der cambiarlo a él, a su maltratador, al chico del que sabe, le consta, lo ve... que su comportamiento no es el que le hará feliz. Y así, escuchamos a la chica enamorada -que sabe que su chico tiene una sentencia condenatoria por mal-trato en su relación anterior-, que con ella será distinto, que a ella la ama, y que el amor lo cambia todo.

3.3. El amor lo justifica todo, lo comprende todo y lo disculpa todo.

¿Quién, estando enamorado, no haría cualquier cosa por la persona amada, mucho más allá de lo justo y razonable? Si por la persona amada, se puede dar hasta la vida ¿cómo no dar y no hacer cualquier otra cosa? El amor es el valor supremo, lo más importante, y por amor se dejaría todo lo demás, porque todo lo demás se convierte en secundario cuando se está enamorado/a. Amar, es darlo todo sin pensar. A los que aman, todo les está permitido, porque todo lo que se hace por amor está justificado. Pero siendo igualmente desmesurado para unos y otras, podemos preguntarnos si el amor justifica las mismas cosas para un chico que para una chica.

Hemos visto que para una chica, el amor justifica -por ejemplo- dejar la ca-rrera profesional, o al menos aparcarla durante un tiempo para dedicarse al cui-dado de hijos, hijas, padres, madres y familia en general. Una chica puede dejar el mercado laboral, sin saber o sabiendo, que cuando se baja del tren ya no vuel-ve a subir a él en el punto que lo dejó; un curriculum con un año "vacío", sin actividad, es un curriculum devaluado. ¿Justifica el amor el aparcar la carrera profesional? Todavía siguen siendo rara avis los hombres que eligen disfrutar su paternidad, ahora que la ley se lo permite; el amor es omnipotente; pero para ellos, la carrera profesional parece serlo más. Incluso hombres que podríamos considerar concienciados sobre la igualdad, siguen encontrando razones pode-rosísimas para que sean sus compañeras quienes asuman el cuidado de los hijos; siempre por el bien de todos. Que él gane más, suele ser un argumento para justi-

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ficar que sea ella quien deje el trabajo; pero no deja de sorprender que, incluso cuando la economía del hogar es boyante, los ingresos de unos meses, adquieran tanta relevancia como para anteponerlos al disfrute de un hijo, disfrute que tan-to dicen desear.

Itziar Cantera, Ianire Estébanez y Norma Vázquez, encuentran en su inves-tigación que una conducta frecuente de los chicos en las parejas jóvenes, es la descalificación y la humillación (Cantera, Estébanez, & Vázquez, 2009). Los chicos, consideran natural hacer comentarios jocosos sobre la incapacidad de las chicas, comentarios que bajo el ropaje del humor hacen aceptables ideas sexistas; se meten con su forma de vestir, con su forma de expresarse, con sus gustos, humillan... Y esto se significa como "broma". En la fase del enamoramiento todo tiene su gracia, pero esta gracia tiene su importancia y su transcendencia. Bajo el tono de broma se relajan los límites del respeto. El umbral de lo permitido se distiende camuflado del ropaje romántico: justo lo contrario a la filosofía de "to-lerancia cero".

3.4. El amor es suficiente; si se tiene amor, no se necesita nada más.

El amor llena completamente a quien lo experimenta, invade todo y todo lo demás pasa a un segundo plano, pierde relevancia: "Contigo, pan y cebolla". Ne-gociar cosas concretas (tiempos, tareas, prioridades...) es negar la fuerza del amor, que es suficiente como programa de vida; es trivializar algo sublime.

Cuando una pareja decide vivir junta, suele ser ella quien plantea la organi-zación de las tareas comunes, cuando no se da por supuesto que esto no requiere negociación, y suele ser él quien se sorprenda por dar tanta importancia a ni-miedades: "bueno... no vamos a andar midiendo, ya se verá, según vayamos vien-do..." Lo que suele ocurrir es que, misteriosamente, acaba siendo ella la que asume la responsabilidad de las tareas: las mujeres realizan cinco veces más tra-bajo doméstico que los hombres, durante una jornada laboral (CIMAC, 2010).

Pero más allá de esto, la creencia de que el amor es suficiente, es argumento suficiente para justificar el aislamiento. Quienes investigan la violencia de género saben perfectamente que el aislamiento es la primera estrategia que desarrolla el maltratador para construir la prisión psicológica de la que sólo él tiene la llave. En los chicos jóvenes, aparece esta conducta con una frecuencia que alarma. Im-piden que su chica tenga vida social propia, exigen exclusividad emocional hasta el punto de convertirse en el único y suficiente; no les gusta que su chica tenga vi-da social propia, al margen de él. No les gusta que quede con sus amigas, o "que pase" de él; no les gusta que cuando ellos quedan con su pandilla, ellas salgan con la suya; cuando ellos salen, entienden que ellas pueden estar haciendo otra cosa (estar en casa, por ejemplo). Y es que si el amor es suficiente, entonces con-migo es suficiente para colmar tu vida. Si quitamos el componente romántico, a lo que parece tan maravilloso en aras del amor, encontramos algo muy preocupan-te: el terreno abonado para el aislamiento.

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3.5. El amor es entrega total.

Si se ama, la entrega a la persona amada debe ser completa y total. Se confía plenamente en ella y hay una disposición incondicional a hacer todo por ella; incluso aquello que disgusta, porque complacer a la persona amada es lo más importante y lo que más satisface a quien ama. Como dice la canción de Luis Miguel "Entrega total": "Yo no te impongo condición / tú harás conmigo lo que quieras porque tú eres toda mi felicidad / Llévame si quieres hasta el fondo del dolor / quiero entregarme a ti de una forma total".

¿Provoca la misma entrega para las chicas y para los chicos? ¿Coloca a ellos y a ellas en la misma situación de vulnerabilidad, o comporta mayor vulnerabili-dad para ellas porque la socialización de género las hace más vulnerables para es-ta entrega? Ya hemos visto que es más frecuente de lo esperable en generaciones jóvenes socializadas bajo el discurso de la igualdad, que los chicos quieren saber todo lo que hace su chica, con quién está, evitarle malas compañías y malas in-fluencias, esas amistades que no caen bien, que tienen ideas que no gustan... Si el amor es entrega total, todo lo tuyo es cosa mía; hasta cómo te vistes y cómo te arreglas.

Esta creencia vinculada al amor romántico, es el soporte ideológico perfecto para el control. La permisividad con el control es una aprendizaje al que las chi-cas son sometidas desde pequeñas: controladas en los horarios, en los modales, en el lenguaje, en las relaciones... Se les enseña desde pequeñas que el mundo es peligroso; pero especialmente peligroso para ellas. Si el mundo es peligroso, tie-nen que ser protegidas y dejarse proteger: el terreno está abonado para admitir el control. Cierto que comparten con los chicos militancias en la rebeldía (ideoló-gica, crítica, intelectual...) pero es en lo personal donde se juega la diferencia-desigualdad. El aprendizaje de que me controlan porque me quieren es una condi-ción a la que ellos no han sido sometidos como ellas. Por tanto, ellas llegan con mayor vulnerabilidad para el control, para que ese aprendizaje ligado a la sociali-zación de género, se active en la relación de pareja bajo el ropaje del amor romántico.

Los chicos vigilan a sus chicas, las esperan a la salida de clase, las marcan por teléfono con llamadas o mensajes... La cultura del móvil se ha convertido en un potentísimo aliado del control, y el control no es simétrico entre ellos y ellas. Cuando es la chica quien recibe 10 mensajes seguidos de su chico, el grupo de amigas lo connota de forma laudatoria: qué bien, qué sensible, qué cariñoso... Si es el chico quien recibe esos 10 mensajes seguidos de su chica, la connotación del grupo de amigos es sancionadora: menuda la que te ha caído encima, no te deja vivir... La misma conducta se significa de modo diferente.

Si quitamos el componente romántico a esta conducta de "persecución" es-taríamos hablando de acoso. Pero la ideología del amor romántico, lo significa como algo natural entre dos personas que se complementan como dos medias

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naranjas, y cuya fusión es tan perfecta, que "sin ti no soy nada, y sin mí no eres nadie".

Igualmente reforzada por la socialización de género, nos encontramos con la presión y la negligencia sexual por parte de los chicos: imposición de relaciones sexuales no deseadas y despreocupación por las consecuencias (posibles embara-zos, enfermedades de trasmisión sexual...). En la mente de los chicos, está asen-tado el principio de que un varón es alguien siempre dispuesto para el sexo, y la virilidad se cuantifica por ligues y relaciones sexuales. Esta construcción de la masculinidad tradicional sigue vigente en los ritos de iniciación masculinos: los chicos se ganan su prestigio frente al grupo de iguales, exhibiendo como trofeos el número de relaciones sexuales. Y las chicas, sometidas también a la presión grupal de ser modernas, se encuentran en la tesitura de tener que demostrar que lo son, cediendo a relaciones sexuales unas veces no deseadas y otras veces no sa-tisfactorias. Y, desde luego, está muy clara en la mente de todos que la preven-ción es cosa de ellas, que son las que se embarazan. Pero como el amor es entre-ga total, y el verdadero amor es incondicional y nos invade, dentro de ese estar "invadido" por el amor, está plenamente justificada la permanente disponibili-dad sexual.

3.6. Cuando hay amor, las dos personas se complementan.

Esta creencia en la complementariedad asume que, cuando hay amor, la ar-monía es perfecta entre quienes se aman. Una posee lo que le falta a la otra, y espera de ella lo que necesita para ser un ser completo. Un dos en uno indisoluble: la media naranja. Ahora bien, esta creencia elaborada como teoría de la com-plementariedad de los sexos, ha justificado asimetrías muy desventajosas para las mujeres.

Uno de los científicos más relevantes de nuestro país, reconocía que en rea-lidad "han sido los hombres de ciencia los que más han sustentado las ideas sexistas al elaborar teorías científicas" (Marañón, 1931, pág. 79). Estas teorías, que hoy de-nominaríamos pseudocientíficas, tuvieron en su día el reconocimiento de cientí-ficas y estaban tan extendidas y gozaban de tal credibilidad, que el propio Gre-gorio Marañón reconoce en la ciencia un alarmante "exceso de misoginia" y lle-ga a decir: "el jefe de esta cruzada fue Moebius cuyo libro traducido a casi todos los idiomas74, es forzoso convenir que contiene datos de aguda observación psicológica. De ahí su éxito que aún perdura, a pesar de la rabiosa parcialidad antifeminista que le inspiró" (Marañón, 1931, pág. 80).

No ha de extrañarnos que el sexismo impregne las construcciones científi-cas, en una sociedad en que las mujeres no adquirieron derechos de ciudadanía

74 Paul Julius Moebius. La inferioridad mental de la mujer: (la deficiencia mental fisiológica de la mujer). Traducción y prólogo de Carmen de Burgos Seguí. Valencia ; Madrid: Sempere, [s. d.]

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hasta el siglo pasado. A fin de cuentas, también en palabras de Marañón, "es in-negable que toda contribución intelectual tiene que estar influida por la experiencia personal del autor" (p.226). La teoría de la complementariedad que construye Marañón, incorpora significados que no son otra cosa que los valores culturales de la sociedad en que vive. Habiendo criticado la influencia de las ideas misógi-nas en las teorías de Moebius, no pudo sustraerse de las influencias del sexismo de la época en las suyas. Como diría la filósofa Celia Amorós, le faltaba la "mi-rada extrañada" para poder ver desde fuera lo que vivimos como natural (Amorós, 2005). ¿Cómo se elabora una Teoría de la Complementariedad? Si tomamos a modo de ejemplo la teoría de Marañón, vemos cómo desde observa-ciones fisiológicas sobre el metabolismo diferenciado de mujeres y hombres, se realiza un salto lógico para inferir atributos psicológicos diferenciados, y desde éstos justificar la naturalidad -poco menos que fisiológica- de la asimetría de los roles sociales en función del sexo. La complementariedad construye la asimetría desde la diferencia:

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3.7. El verdadero amor es incondicional.

Cuando el amor es verdadero, siempre se estará de parte de la persona ama-da, haga lo que haga, ocurra lo que ocurra, y tenga o no tenga razón. Esta in-condicionalidad absolutamente irracional tampoco comporta iguales exigencias para chicos y chicas; los mandatos de género masculino y femenino tampoco son equivalentes en este aspecto. Veamos por ejemplo el juicio social sobre la sexualidad. Un chico que llega a la relación amorosa con un curriculum sexual amplio, puede exhibirlo como aval de prestigio; pero si aplicamos la regla de la

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inversión, vemos que no es lo mismo cuando quien exhibe ese curriculum es la chica; en ella se torna estigma y desprestigio. La incondicionalidad del "pasado" no es la misma; la incondicionalidad del "presente" tampoco (hemos visto las renuncias que cada quien está dispuesto a aportar); y la incondicionalidad del "futuro", tampoco.

La creencia en la incondicionalidad del amor, coloca inevitablemente en una situación de vulnerabilidad emocional. Si el amor es incondicional, es conse-cuencia lógica que quien ama tenga disponibilidad total para las demandas emo-cionales del ser amado, sean éstas las que sean. Pero una vez más, chicos y chicas no llegan en las mismas condiciones, ni con el mismo bagaje de aprendizajes ad-quiridos en el proceso de socialización. Ellas, socializadas para la empatía desde los primeros juegos infantiles, tienen el terreno mucho más abonado para res-ponder a las demandas emocionales del otro. Es suficiente echar un vistazo a los catálogos de juguetes de cualquier marca comercial, para ver que nada ha cam-biado en este punto. Se siguen fabricando muñecas para ellas y juegos de acción para ellos. Cuando una niña juega con una muñeca, está asimilando aprendiza-jes emocionales complejos. Cuando imagina que su muñeco tiene hambre, está aprendiendo a ponerse en el lugar del otro, aprendiendo a "adivinar" sus necesi-dades, porque obviamente el muñeco no le dice "tengo hambre"; es ella quien realiza ese ejercicio de imaginar cómo se siente y cuál es su necesidad. Cuando acto seguido le prepara la comida imaginaria que le da, está aprendiendo a satis-facer la necesidad detectada, "adivinada", en el otro, y a obtener gratificación emocional por haber satisfecho esta necesidad. Aprende que adivinar las necesi-dades del otro y satisfacerlas, es emocionalmente gratificante. El aprendizaje de los niños es bastante diferente; sus juegos no refuerzan la empatía, sino la moti-vación de logro: el éxito en la competición cuando juegan a fútbol por ejemplo, la obtención de satisfacción a través de la resolución de tareas que exigen destre-zas cognitivas como las construcciones... Ninguno de sus juegos desarrolla la ca-pacidad de empatía y de entrega, como los juegos diseñados para las niñas. No ha de extrañarnos entonces que quien ha sido sometida a un entrenamiento en la satisfacción de necesidades de otros, esté en condiciones de mayor vulnerabi-lidad frente a las demandas emocionales del ser amado. La incondicionalidad de la entrega será la consecuencia "natural" cuando se ama, de modo que la vulne-rabilidad para la manipulación emocional caerá por su propio peso.

Esta vulnerabilidad es la que encontramos en las mujeres atrapadas en rela-ciones de maltrato: ¿cómo abandonar a su propia suerte, al ser amado que tanto la necesita?; porque aún en el caso de que él no se lo diga, ella sabe adivinar sus necesidades, sabe que es un ser insatisfecho y necesitado de afecto a quien la vida no trató bien. Y ¿cómo no responder a su necesidad, si para esto ha sido entre-nada? Cualquiera de las modalidades de manipulación emocional, como las in-vestigadas por Susan Forward (Forward, 1998), encontrarán el terreno abonado para la respuesta de ella: los castigadores que utilizan la ira y la agresividad, los autocastigadores que utilizan las amenazas de dañarse a sí mismos, los victimistas

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que utilizan la responsabilización de su sufrimiento, o los seductores que recu-rren al arte de la persuasión. Después de todo, "si el amor es incondicional y me quieres tanto como dices quererme, será un placer para ti hacerme feliz satisfa-ciendo mis necesidades". La díada chantajista-chantajeado remite a una interac-ción de dominación-sumisión, como señala Susan Forward.

3.8. El verdadero amor es exclusivo y excluyente.

El verdadero amor no se puede compartir y tiende a alejar a todas las demás personas de la relación dual. Esta exclusividad convierte la intimidad de la pareja en algo sagrado e inviolable; lo que ocurre al interior de la relación de la pareja, forma parte del secreto del sumario, ocurra lo que ocurra.

Esta mitificación del carácter exclusivo y excluyente de la relación amorosa, tiene un doble peligro. Por un lado, justifica el aislamiento y por otro lado da soporte ideológico a los celos, como respuesta natural cuando se ama. Pero tam-bién aquí, la socialización diferenciada prepara de forma distinta para esta exclu-sividad, a chicas y chicos.

Cuando chicos y chicas se emparejan, la exigencia de exclusividad es mayor pa-ra ellas que para ellos. Se entiende que ellos sigan manteniendo sus círculos de ami-gos, con sus espacios y tiempos propios; pero no se entiende de la misma manera, ni tiene la misma consideración, cuando se trata de ellas. La cultura exige más ex-clusividad a ellas que a ellos, y en caso de infidelidad, siempre se entiende más fácilmente cuando los infieles son ellos; después de todo "lo son por naturaleza".

Los chicos viven como una afrenta a su virilidad que su chica coquetee, o que otros chicos puedan pensar que está coqueteando con ellos. Esto les legitima para apropiarse del derecho a vigilar sus comportamientos y juzgar cuándo éstos son, o no son, "provocativos". Si el amor es exclusivo y excluyente, una prueba de amor es que no quede sombra de duda sobre ello; por tanto, quedan plena-mente legitimados los celos, como mecanismo de protección de la exclusividad del verdadero amor. Los celos, es el mecanismo de control emocionalmente más potente, y el más legitimado por la ideología del amor romántico. En el imagi-nario colectivo, los celos se han significado como prueba de amor. Cuanto más celos, más amor. De esta manera, los celos pueden justificar todo, porque los ce-los son expresión de amor. Incluso se ha acuñado el término "celos patológicos" para diferenciarlos de los "celos normales", dando por sentado que los "celos normales" no sólo son naturales, sino deseables en una relación amorosa. Los ce-los, en realidad, revelan el miedo de quien los experimenta: miedo a ser despla-zado en el orden de preferencia. Siendo un signo de la inseguridad del celoso, al legitimarlos, se está dando por supuesto que la persona "amada" es propiedad de quien ama; es una negación de su libertad: su libertad y su autonomía emocional terminan en el momento en que se vincula amorosamente conmigo. Por tanto, tengo derecho a ejercer ese control.

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3.9. El verdadero amor dura siempre.

En la ideología del amor romántico, la temporalidad del amor lo invalida como experiencia auténtica. Se entiende que si el amor se acaba, es porque era fraudulento: alguien se hizo pasar por quien no era, hubo engaño, hubo falta de sinceridad... algo falló; pero la temporalidad es incompatible con el verdadero amor.

Esta cultura del amor eterno, es responsable de que no se eduque para las rupturas. El amor es un vínculo que se construye, aunque el punto de partida sea el enamoramiento. En ese recorrido de construcción, si no se transita en la misma dirección, el final del camino puede ser la separación. Cuando esto ocurre, debería haber una preparación para la ruptura natural: si no se puede continuar como pareja, quizás se pueda mantener un vínculo de amistad, o quizás no. En cualquier caso, nunca perdemos la condición de seres libres y por tanto, no pertenecemos a nadie ni somos poseedores de nadie. Como seres libres, nos reconocemos el derecho a la autonomía existencial, y por tanto, ni yo soy menos mujer porque tú no estés, ni tú eres menos hombre porque no esté yo.

Si bien la cultura del amor romántico refuerza esta creencia en hombres y mujeres por igual, la socialización de género tamiza el modo concreto de viven-ciarlo en unos y otras. El significado de la ruptura tiene lecturas de género dife-rentes. Cuando las rupturas hieren, lo hacen de forma distinta; las heridas que provocan están ancladas en los valores asimilados en la socialización de género diferenciada. Las chicas a quienes daña la ruptura, experimentan el fantasma del desvalimiento; siguen vigentes los tiempos en que las chicas sufren la presión so-cial hacia el emparejamiento, porque estar sin pareja, se sigue considerando sinónimo de estar sola, y estar sola sinónimo de desvalida, desprotegida. En los chicos, la ruptura no deseada activa el fantasma de la impotencia: no soy sufi-cientemente poderoso si me abandona en contra de mi voluntad. Esto cristaliza en posiciones muy reconocibles en los casos de maltrato; en ella, el des-empoderamiento actuará como entramado laberíntico que tanto dificulta la sali-da (Bosh, Ferrer, & Alzamora, 2006); en él, la dominación le llevará a cualquier cosa antes de permitir que tenga vida propia sin él (Jacobson & Gottman, 2001; Lorente, 2006).

3.10. El estado que provoca el amor es la felicidad.

En la ideología del amor romántico, el enamoramiento o la fascinación amorosa provoca felicidad. La persona amada, única e irrepetible, es el mayor regalo de la vida, lo más valioso que la vida puede ofrecer. Y ser amado por al-guien tan maravilloso y fascinante, hace sentirse especial y diferente de cualquier otra persona: la "elegida". Es un maravilloso estado de fascinación que eleva la autoestima hasta el paroxismo, y sólo puede provocar la felicidad.

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También la socialización de género mediatiza la forma en que se experimen-ta esta felicidad. Mientras la socialización de las chicas refuerza que la experien-cia amorosa se experimente como fuente de autoestima en sí misma, como se expuso anteriormente, la socialización de los chicos refuerza el éxito social como fuente de autoestima. Entre adolescentes, las chicas admiran a la amiga que es capaz de ligar con el gallito de la pandilla, el líder, el que tiene reconocida auto-ridad; mientras que los chicos admiran al que es capaz de ligar con la más guapa. Ambos objetivan como valioso, aquello que sus mandatos de género prescribe como exitoso. Las investigaciones confirman que estos mandatos siguen vigen-tes: el 90% de las chicas buscan en la pareja protección y seguridad, y el 80% de los chicos buscan el atractivo físico (Amurrio, Larrinaga, Usategui, & del Valle, 2010):

La profesora de Ciencia Política en la Universidad de California y miembro de la Academia Británica, Carole Pateman, explica la subordinación de las muje-res remitiendo a la ficción de un pacto entre varones: una mujer para cada uno (se institucionaliza el matrimonio) y unas cuantas para todos (se institucionaliza la prostitución). ¿Y por qué aceptarán las mujeres este pacto que las relega a una posición subordinada? La propuesta de Pateman, es que aceptan a cambio de protección: un varón a cambio de no ser violentadas por todos los demás (Pateman, 1995)75. La ficción explicativa de Pateman, parece corresponderse asombrosamente con la estructura intrapsíquica que revelan los datos de Amu-rrio y cols.: mientras ellos priman el deseo (atractiva y guapa), ellas priorizan protección y seguridad. Esto explica que para ellos sea más visible la violencia cuando adquiere formas físicas (coerción sexual), siendo ellas quienes visibilizan la violencia psicológica y emocional (Delgado & Mergenthaler, 2011). La expe-rimentación subjetiva de la violencia está obviamente mediatizada por la expe-riencia de daño; la vulnerabilidad es un factor determinante por tanto, y esta vulnerabilidad está ligada necesariamente a las necesidades, sean genuinas o in-ducidas. La necesidad de protección y seguridad (inducida por la socialización),

75 Rosa Cobo (2011) Comunicación en el Postgrado de Intervención Multidisciplinar en Violencia de Género. Salamanca.

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actuará como precipitante de la vulnerabilidad para la indiferencia afectiva, el maltrato emocional, o cualquier otra forma de violencia psicológica.

Es importante considerar, cómo la socialización femenina convierte la experien-cia amorosa, en el rasgo definitorio de identidad; como dice la antropóloga Marcela Lagarde (Lagarde, 2000), para las mujeres, el amor es la más vital de las experiencias humanas. La mujeres aprenden en el proceso de socialización que son "seres para el amor". Para las mujeres, el amor no es sólo una experiencia posible, es la experiencia que las define. Así han sido configuradas por la cultura: como seres que se definen por su capacidad de amar. La socióloga italiana, Franca Basaglia, definía a las muje-res como "seres_para_los_otros" (Basaglia, 1978); la filósofa francesa, Simone de Be-auvoir, decía: "las_mujeres_son_seres_para_los_hombres" (Beauvoir, 1949; 2005). Con esto visibilizaban que las mujeres somos socializadas para amar a los demás, an-tes que a nosotras mismas; se nos ha socializado para anteponer los intereses de los demás, a los intereses propios: anteponer pareja, familia, hijos e hijas, padres y ma-dres... al proyecto de realización personal (en contraposición a los hombres).

Así pues, tenemos un ideal de amor romántico que actúa como criterio y como norma de conducta, común para ambos miembros de la pareja, y tenemos un significado de la experiencia amorosa, diferente en chicas y chicos, mediati-zado por la socialización de género.

Es cierto que la ideología del amor romántico se impone a chicas y a chicos; pero los efectos son diferentes, porque las posiciones desde las cuales se asume son diferentes; diferentes y desiguales. La socialización de género se encarga de consolidar estas posiciones desiguales. Y en estas posiciones desiguales, están las claves de la violencia de género en la pareja, y en sus manifestaciones hemos de advertir las señales de alarma que persisten en las parejas jóvenes, como confir-man los datos.

Prevenir la violencia de género en las parejas jóvenes implica necesariamente revisar las concepciones asumidas sobre el amor romántico, y analizar las posi-ciones de género desde las cuales se emparejan chicos y chicas; revisar las propias historias de socialización: con las chicas, para reparar el déficit de empodera-miento y con los chicos, para reparar el exceso.

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