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Los cantos de Maldoror Preview

Date post: 25-Jul-2016
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Preview de la edición de Los Cantos de Maldoror publicada por Dilatando Mentes Editorial.
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Ejemplar número _____ de 300

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Dilatando Mentes Editorial

LOS CANTOS

DE MALDOROR

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LOS CANTOS

DE MALDOROR

Conde de Lautréamont(Isidore Ducasse)

Ilustrado por Miguel Ángel Martín

Prólogo de Alejandro Castroguer

Ensayo de Francisco González Fernández

Dilatando Mentes Editorial

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LOS CANTOS DE MALDORORPrimera edición, Marzo de 2016

Dilatando Mentes Editorialdilatandomenteseditorial@gmail.comdilatandomenteseditorial.blogspot.comfacebook/dilatandomenteseditorial

@dilatandomentes

Dirección Maite Aranda Morata

Coordinación y responsable editorialJosé Ángel de Dios García

© de la portada e ilustraciones interioresMiguel Ángel Martín

© del prologoAlejandro Castroguer

© del ensayo “Coser y cantar: la mesa de disección geométrica de Lautréamont”

Francisco González Fernández. Publicado originalmente en el número 23 de Signa. Revista de la asociación española de semiótica de la UNED (2014,

pp.143-174).

© de la traducción, la maquetación, la corrección y la ediciónDilatando Mentes Editorial

Obra original deIsidore Ducasse (Conde de Lautréamont)

Fotografía de la página cuatro: Isidore Ducasse.

Imprime La Imprenta CG

Tipografía empleada: “Caslon Antique”, obra Freeware de Alan Carr.

Las ilustraciones e imágenes del apartado “Miscelánea”, se utilizan tan solo como acompañamiento al texto, como referencia a las citas. Se respetan sus

copyrights y derechos.

ISBN:Depósito Legal:

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta edición sin permiso previo y por escrito de la editorial y los autores.

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índice- Introducción

(por Alejandro Castroguer)

- Los Cantos de Maldoror:

- Canto Primero

- Canto Segundo

- Canto Tercero

- Canto Cuarto

- Canto Quinto

- Canto Sexto

- Coser y Cantar: La mesa de

disección geométrica de Lautréamont

(por Francisco González Fernández)

-Miscelánea (imágenes, efemérides,

videos y mapas)

-Ilustraciones

(por Miguel Ángel Martín)

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. . . . . . . . . . 17, 19, 59. 115, 145,

179, y 217

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Música recomendada para ambientar la lectura de este libro:

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LA JAURÍA ERRANTE DE LOS RECUERDOS

(¿Prologo? lleno de piojos y basura)

Literariamente Isidore Ducasse (1846 - 1870) fue un viajero rumbo al futuro, un adelantado a su tiempo, un visionario. Sus escritos, muy escasos, no fueron otra cosa que una sonda lanzada en dirección al siglo XX con el vivo deseo de hallar lectores que comulgasen con su credo estético. O no, quién

sabe. Puede que no fuese más que un loco que se vanagloriase de su singularidad y que se jactase de la ponzoñosa salud de su obra. «No es bueno que todo el mundo lea las páginas que siguen», afirma respecto de los Cantos al inicio, «solo unos pocos saborearán este fruto amargo sin peligro»1. Sea como fuere, la sonda alunizó en mitad del nicho de los su-rrealistas: bastará con recordar las ilustraciones que compusiera Salvador Dalí para la obra de Ducasse. Es verdad que, desde su publicación, “Los Cantos de Maldoror” siempre se han movido más allá de los márgenes de la comercialidad, y que su extrañeza no le permite ganar adeptos de manera progresiva. Fama, reconocimiento que, por otra parte, el autor desdeña en el Canto I: «Hay quienes escriben para conseguir los aplausos

1 Entre comillas, señalo las citas extraídas de “Los Cantos de Maldoror”, citas que por otra parte vertebrarán todo este escrito, porque es él, Maldoror, por boca del Conde de Lautreamont —¿o era al revés?— quien merecería el margen que la editorial Dilatando Mentes me ha regalado. (Nota del autor del ¿Prólogo?)

Prólogo: La jauría errante de los recuerdos

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de los hombres (…)¡Pero yo, yo me sirvo de mi ingenio para pintar las delicias de la crueldad!» Y añade en el Canto II: «Mi poesía consistirá tan solo en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no debería haber engendrado a semejante inmundicia.» O no era ésa realmente su pretensión, quién sabe, y lo que de verdad pretendía era obtener un justo y merecido reconocimiento: «Aquel que canta, sostiene en otro fragmento del Canto I, no pretende que sus cavati-nas permanezcan desconocidas.» Habrá quien diga que estas afirmaciones son de Maldoror y no del Conde de Lautreámont; que es el personaje quien habla, quien desdeña, quien anhela, y en ningún caso el autor. Más allá de las interpretaciones que uno se atreva a hacer al respecto de estos comentarios, la obra habla por sí misma. Y la única realidad fehaciente es que no somos muchos los lectores que soportamos su poderoso estilo, su vesania. Por desgracia. «¡Ay! quisiera desplegar mis razonamientos y comparaciones len-tamente y con mucha magnificencia (mas ¿quién tiene tiempo de hacerlo así?)», me pregunto ahora con el mismo escepticismo con que Maldoror se lo pregunta en el Canto IV. Quisiera desplegarme, extenderme, pero habré de cercenar ideas y decapitar adornos en pos de cierta economía de espacio y tiempo. Tantas páginas, tantos minutos invertidos por el lector. Así, pues, pretendo dirigir la jauría errante de la que habla el título del texto2 hacia el barranco del punto final a no mucho tardar. Sin embargo, antes del despeñamiento, la alimentaré con un par de jugosas nostalgias de la mejor carnaza o, si lo prefieren, de la peor delicatesen. (Fuera, más allá de la órbita de mi cuerpo, cohabitan la música nigérrima que Josef Suk compusiese para su “Sinfonía Asrael” —home-naje póstumo a Antonin Dvorak— con una muy castiza conversación, amplificada por el patio de luces del bloque en que vivo, que se cuela 2 La jauría errante de los recuerdos es una de esas imágenes, poderosa como ella sola, que jalonan esta obra. Podrá hallarla el lector en el Canto IV. De modo que el único mérito de la misma pertenece a Ducasse. (Nota del autor de este ¿Prólogo?)

Alejandro Castroguer

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por la ventana y que versa sobre los ingredientes con que debe contar una buena tortilla de patatas. La música y el estómago, maridados en un instante que sabe a divino y a humano. Igual que la obra de Isidore Ducasse, antidivina y prohumana.) Antes de mi tropiezo con los Cantos, «yo era bello (…)¡como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas!», perfecto émulo del Mervyn del Canto VI, por mucho que contase con bastante más años que los dieciséis y pico que había cumplido aquél. Me manejaba por el mundo con cierta práctica no exenta de inocencia. Sobrevivía en mi insignificancia, que no es poco. «Si existo, no soy otro», apuntaría Maldoror. Que mis méritos personales eran escasos, haberme titulado en la Universidad de Málaga y después haber aprobado una oposición del estado que me guiaría hasta Barcelona, nadie lo duda. ¿Y qué decir de los literarios? Es verdad que había escrito mucho, y muy mal; y que había roto no pocos mecanoscritos, nunca los suficientes. Había compuesto novelas y orquestado una imagen de escritor a golpe de candidez. Tierno buscador de gloria, aquel émulo de Mervyn ni siquiera sirvió de aperitivo a las editoriales, pues desdeñaron sus carnes literarias con el más clamoroso de los silencios. «No te contaré en detalle los tormentos inauditos que sufrí en ese largo secuestro injusto», pues no cabe otra manera de definir que así, de secuestro, a aquellos dos años que disfruté, en un principio, y padecí, hacia el tramo final, en Barcelona. Tampoco abundaré en exceso en los detalles. Que amase al Teatre del Liceu con idéntica intensidad con que odiaba mi centro de trabajo, o que flirtease con el Mercat de Sant Antoni con la misma pasión con que aborrecía la Estació de Sants, carece de importancia. Lo sustantivo son los pasos dados y las zapatillas deportivas gastadas en Barcelona, pero también las dioptrías ganadas en la Biblioteca Miquel Llongueras, no muy lejos del Camp Nou. Fue allí donde colisioné con “Los Cantos de Maldoror”. Con-

Prólogo: La jauría errante de los recuerdos

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ducía mi vida de manera tan bisoña que aquella primera vez fue toda una equivocación. Igual que meterse en dirección prohibida. No, no pretendía leer a Isidore Ducasse, de quien por cierto nunca había oído hablar. De manera que fue una cita a ciegas, casi por descuido. Expuesto como una rareza en el estante de la biblioteca, el libro se me insinuó; luego supe que lo expuesto no era otra cosa que su monstruosidad. ¿Cómo iba a imaginar que, bajo el telón de la portada, se escondía el Hombre Elefante de la literatura? Al principio, el encuentro fue grato: se dejó acariciar, su piel de celulosa era agradable al tacto. Sospecho que justo en ese instante el bibliotecario, parapetado tras su mesa de trabajo, comentó en voz baja con uno de los feligreses del lugar: —Preferiría no hacerlo. —«Los lobos y los corderos no se miran con buenos ojos» —imagino que respondió el feligrés. Invocado por estos comentarios, sentí erecto el cerebro, las neu-ronas turgentes por la velocidad de la sangre. Definitivamente me había estrellado contra un monstruo y aún no era consciente de ello. Sangraba sin saberlo, cojeaba sin sospecharlo. Eran los efectos futuros de ese accidente, estupro o violación —llámese como guste— que aún no había tenido lugar. —Me lo llevo —manifesté adelantando el libro y el carné de la biblioteca. Ya lo dice Ray Bradbury en su artículo “El día después de ma-ñana” con sobrada clarividencia: «Algunas noches, cuando el viento es propicio, el futuro huele a keroseno.» Aquella vez no era de noche, qué importa; tampoco había viento. Paparruchas, gruñiría el señor Scrooge. Lo único cierto es que esa tarde mi futuro ya olía a keroseno, mi futuro y el cerebro enhiesto. Me abrasaba la lectura futura, crepitaba la carne y, poco a poco, a medida que me quemaba, se me mondaban los huesos. (El émulo de Mervyn ya se hallaba sentenciado, igual que, antes

Alejandro Castroguer

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«Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡Oh! Cuán dulce resul-ta entonces arrancar brutalmente de su lecho a un niño que nada tiene todavía sobre el labio superior, y, con los ojos muy abiertos, simular que se pasa suavemente la mano por su frente, ¡inclinando hacia atrás sus hermosos cabellos! Después, inmediatamente, cuando menos se lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, evitando que muera; pues, si muriese, no contaríamos más tarde el espectáculo de sus miserias.»

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Plegue al cielo que el lector, enardecido y momentáneamente tan feroz como lo que lee, encuentre, sin desorientarse, su ca-mino abrupto y salvaje, a través de las ciénagas desoladas de estas páginas sombrías y llenas de veneno; pues, a menos que aporte a su lectura una lógica rigurosa y una tensión espiritual

igual al menos a su desconfianza, las emanaciones mortales de este libro impregnarán su alma como el agua al azúcar. No es bueno que todo el mundo lea las páginas que siguen; solo unos pocos saborearán este fruto amargo sin peligro. Por consiguiente, alma tímida, antes de adentrarte más por semejantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no hacia delante. Escucha bien lo que te digo: dirige tus pasos hacia atrás y no hacia delante, como los ojos de un hijo se apartan respetuosamente de la contemplación augusta del rostro materno; o, mejor, como un ángulo extendido hasta donde alcanza la vista de grullas friolentas y meditabun-das, que, durante el invierno, vuelan poderosamente a través del silencio, con todas las velas desplegadas, hacia un punto determinado del horizon-

CantoI

Los Cantos de Maldoror

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te, de donde parte súbitamente un viento extraño y violento, precursor de la tempestad. La grulla más vieja, que formaba ella sola la vanguardia, al verlo, menea la cabeza como una persona razonable, consecuentemente hace restallar también su pico, y no se siente satisfecha (yo tampoco lo estaría en su lugar), mientras su viejo cuello, desprovisto de plumas y contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en ondulaciones coléricas que presagian una tormenta cada vez más y más próxima. Tras haber mirado numerosas veces con sangre fría a todas partes con ojos que atesoran experiencia, prudentemente, en primer lugar (pues es ella quien posee el privilegio de mostrar las plumas de su cola a las otras grullas de inferior inteligencia), con su grito vigilante de melancólico centinela, para hacer retroceder al enemigo común, vira con flexibilidad la punta de la figura geométrica (podría tratarse de un triángulo, mas no se ve el tercer lado que forman en el espacio esas curiosas aves de paso), bien a babor, bien a estribor, como un hábil capitán; y, maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un gorrión, puesto que no es necia, emprende así otro camino filosófico y más seguro.

Lector, ¡es quizás este odio el que quieres que invoque al co-mienzo de esta obra! ¿Quién te dice que no vas a olfatear, bañado en innumerable voluptuosidades, tanto como tú quieras, con tus orgullosas fosas nasales, anchas y delgadas, volviéndote panza arriba, al igual que un tiburón, en el aire hermoso y negro, como si comprendieras la importan-cia de este acto y la no menor importancia de tu legítimo apetito, lenta y majestuosamente, las rojas emanaciones? Yo te aseguro, que se regocija-rán los dos deformes agujeros de tu horrendo hocico, ¡oh monstruo!, ¡si antes tú te aplicas en respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita del Eterno! Tus fosas nasales, que se habrán dilatado desmesuradamente de inefable satisfacción, por el éxtasis inmóvil, no pedirán otra cosa mejor al espacio, embalsamado como con perfumes e incienso; pues, se habrán

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henchido de una dicha completa, como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los gratos cielos.

Constituiré en unas pocas líneas que Maldoror fue bueno en sus primeros años, en los que fue dichoso; hecho está. Advirtió a con-tinuación que había nacido malvado: ¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter tanto como pudo, durante un gran número de años; mas, al fin, a causa de esa concentración que no le era propia, cada día la sangre se le subía a la cabeza; hasta que, no pudiendo soportar más semejante vida, se arrojó resueltamente por el sendero del mal... ¡Dulce atmósfera! ¡Quién lo hubiera dicho!, Cuando besaba a un pequeño niño, de rostro rosado, hubiera querido rebanarle las mejillas con una navaja, y lo habría hecho con frecuencia, si la Justicia, con su largo cortejo de castigos, no lo hubiera impedido cada vez. No era mentiroso, confesaba la verdad y decía que era cruel. Humanos, ¿lo habéis oído? ¡El osa repetirlo con esta pluma temblorosa! Así pues, existe un poder más fuerte que la voluntad... ¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes de la gravedad? Im-posible. Imposible, si el mal quisiera aliarse con el bien. Es lo que antes he afirmado

Hay quienes escriben para conseguir los aplausos de los hom-bres, gracias a las nobles cualidades del corazón que la imaginación inventa o que ellos pueden poseer. ¡Pero yo, yo me hago servir de mi ingenio para pintar las delicias de la crueldad! Delicias ni pasajeras, ni artificiales; mas, comenzaron con el hombre, finalizará con él. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en los propósitos secretos de la Provi-dencia? Acaso, porque sea cruel, ¿no puede ser también un genio? Se hallará la prueba de ello en mis palabras; no depende salvo de vosotros escucharme, si os place... Perdón, me había parecido que mis cabellos se habían erizado en mi cabeza; mas, no es nada, pues, con mi mano,

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he conseguido fácilmente colocarlos de nuevo en su posición primigenia. Aquel que canta no pretende que sus cavatinas permanezcan desconocidas; al contrario, se loa de que los pensamientos altivos y malvados de su héroe estén en todos los hombres.

He visto, durante toda mi vida, sin exceptuar una sola vez, a los hombres, de estrechos hombros, cometer actos estúpidos y numero-sos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los medios. Califican a los motivos de sus acciones: la gloria. Viendo tales espectáculos, quise reír como los demás; mas eso, extraña imitación, era imposible. Tomé una navaja cuya hoja con un filo punzante, y me abrí las carnes en los sitios donde se unen los labios. Por un instante creí mi objetivo alcanzado. ¡Miré en un espejo esa boca desgarrada por mi propia voluntad! ¡Aquello fue un error! La sangre que manaba en abundancia de las dos heridas impedía además distinguir si se trataba en realidad la risa de los demás. Mas, tras unos instantes de comparación, vi que mi risa no se parecía a la de los hombres, es decir que yo no reía. He visto a los hombres, de fea cabeza y ojos horribles hundidos en las oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, la furia insensata de los criminales, las traiciones del hipócrita, a los comediantes más extraordinarios, la fortaleza de carácter de los sacerdotes, y a los seres más ocultos para el exterior, los más fríos del mundo y del cielo; abatir a los moralistas hasta descubrir su corazón, y hacer caer sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto a todos a la vez, unas veces, dirigiendo al cielo el más robusto puño, como el de un niño perverso contra su madre, probablemente excitados por algún espíritu infernal, con los ojos llenos de un remordimiento abrasador al mismo tiempo rencoroso, en un silencio glacial, sin osar manifestar las vastas e ingratas meditaciones que albergaba su seno, tan llenas estaban de injusticia y

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«Yo, que hago retroceder al sueño y a las pesadillas, siento que se me para-liza la totalidad del cuerpo, cuando ella trepa por los pedestales de ébano de mi lecho de satén. Me aprieta la garganta con las patas, y me chupa la sangre con su vientre.»

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Que el lector no se contraríe conmigo, si mi prosa no tiene la dicha de agradarle. Tú sostienes que mis ideas son por lo menos singulares. Eso que dices, hombre respetable, es la verdad; mas, una verdad parcial. Por otra parte, ¡qué fuente perpetua de errores y de engaños

es toda verdad parcial! Las bandadas de estorninos tienen una manera de volar que les es propia, que parece someterse a una táctica uniforme y regular, como sería en una tropa disciplinada, acatando con precisión a la voz de un único jefe1. Es la voz del instinto la que los estorninos obedecen, y el instinto los lleva a aproximarse siempre al centro del pe-lotón, en tanto que la rapidez de su vuelo los impulsa siempre fuera de él; de modo que esa multitud de pájaros, aquí reunidos por una tendencia

1 Tanto esta descripción del vuelo del estornino, como las de los otros animales que pueblan este canto, están tomadas de forma casi literal, de la “Enciclopedia de Historia Natural” del doctor Jean-Charles Chenu, como bien evidenció el erudito Maurice Virou en su artículo, publi-cado en el número 1070 de Le Mercure de France (Diciembre de 1952), titulado ”Lautréamont et le doctor Chenu”.

CantoV

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común hacia el mismo punto imantado, al ir y venir sin cesar, al circular y cruzarse en todos sentidos, forman una especie de agitadísimo torbelli-no, cuya masa entera, sin seguir una dirección bien determinada, parece efectuar un movimiento general de traslación sobre sí misma, resultante de los movimientos propios de circulación de cada una de sus partes, y en el cual el centro, tendiendo perpetuamente a expandirse, mas, sin cesar de presionar, rechazado por el esfuerzo contrario de las líneas lindantes que pesan sobre él, se encuentra constantemente más apretado que nin-guna de esas líneas, las que lo son más, cuanto más cerca se hallan del centro. A pesar de esa singular manera de crear remolinos, los estorninos no dejan por eso de hender menos, con rara velocidad, el aire ambiente, y ganar sensiblemente, a cada segundo, un terreno precioso para el tér-mino de sus fatigas y el fin de su peregrinación. Tú, por lo mismo, no hagas caso de la manera extraña en que canto cada una de las estrofas. Mas, persuádete de que los acentos fundamentales de la poesía no por eso conservan menos su intrínseco derecho sobre mi inteligencia. No generalicemos hechos excepcionales, no pido nada mejor: sin embargo mi carácter entra dentro del orden de las cosas posibles. Sin duda, entre los dos términos extremos de tu literatura, tal como tú la entiendes, y de la mía, existe una infinidad de intermediarios, y sería fácil multiplicar las divisiones; mas, no ofrecería ninguna utilidad, y existiría el peligro de comunicar algo de estrecho y de falso a una concepción eminentemente filosófica, que deja de ser racional, desde que no es comprendida como ha sido imaginada, es decir con amplitud. Sabes aliar el entusiasmo y la frialdad íntima, espectador de un humor concentrado; en fin, por mí, te encuentro perfecto... ¡Y tú no quieres comprenderme! Si no tienes buena salud, sigue mi consejo (lo mejor que poseo, lo pongo a tu disposición), y vete a dar un paseo por el campo. Triste compensación, ¿qué me dices? Una vez que hayas tomado aire, ven de nuevo a buscarme: tus sentidos se habrán serenado. No llores más; yo no quería causarte pena. ¿No es

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verdad, amigo mío, que, hasta cierto punto, mis cantos han despertado tu simpatía? Pues ¿quién te impide franquear los otros escalones? La frontera entre tu gusto y el mío es invisible; jamás podrás hallarla; lo que prueba que la frontera misma no existe. Reflexiona entonces sobre que (no hago aquí más que rozar la cuestión) no sería imposible que hubieras firmado un tratado de alianza con la obstinación, esa seductora hija del mulo, fuente tan exuberante de intolerancia. Si no supiera que no eres un necio, no te haría semejante reproche. No es conveniente para ti que te enquistes en el caparazón cartilaginoso de un axioma que crees inconmovible. Hay otros axiomas también inconmovibles, que marchan paralelamente al tuyo. Si tienes una inclinación marcada por el caramelo (admirable farsa de la naturaleza), nadie lo concebirá como un crimen; mas, aquellos cuya inteligencia, más enérgica y capaz de grandes cosas, prefieren la pimienta y el arsénico, tienen buenas razones para obrar de ese modo, sin tener la intención de imponer su pacífica dominación a los que tiemblan de espanto ante una musaraña o ante la expresión parlante de las caras de un cubo. Hablo por experiencia, sin venir a desempeñar el papel de provocador. Y así como a los rotíferos y a los tardígrados se pueden ser calentados hasta una temperatura cercana de la ebullición, sin que pierdan necesariamente su vitalidad, lo mismo sucederá contigo, si sa-bes asimilar, con precaución, la acre serosidad purulenta que se desprende con lentitud de la irritación que provocan mis interesantes lucubraciones. ¡Y qué! ¿No se ha logrado injertar en el lomo de una rata viva la cola separada del cuerpo de otra rata? Intenta pues de forma paralela, llevar a tu imaginación las diversas modificaciones de mi razón cadavérica. Mas, sé prudente. A la hora en que escribo, nuevos estremecimientos recorren la atmósfera intelectual: no se trata si no de tener el valor de mirarlos de frente. ¿ Por qué haces esa mueca? Y hasta la acompañas de un gesto que solo podría imitar después de largo aprendizaje. Persuádete de que el hábito es necesario en todo; y, puesto que la repulsión instintiva, que se

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había declarado desde las primeras páginas, ha disminuido notablemente su intensidad, en razón inversa de la aplicación a la lectura, como un forúnculo que se secciona, hay que esperar, aunque tu cabeza se encuentre aún enferma, que tu curación no tarde en entrar en su último período. Para mi, es indudable que ya bogas en plena convalecencia; sin embargo, tu cara permanece muy delgada, ¡ay! Pero... ¡Valor! Hay en ti un espíritu poco común, te amo, y no desespero de tu completa liberación, con tal de que ingieras algunas sustancias medicamentosas; que no harán sino apresurar la desaparición de los síntomas finales del mal. Como nutriente astringente y tónico, arrancarás antes de todo los brazos de tu madre (si vive todavía), la despedazarás en trocitos, y, en un solo día, a continuación, los comerás, sin que ningún rasgo de tu rostro traicione tu emoción. Si tu madre fuese demasiado vieja, elige otro sujeto quirúrgico, más joven y más tierno, sobre el cual pueda morder la legra, y cuyos hue-sos del tarso, cuando, camine, encuentren un fácil punto de apoyo para hacer palanca: tu hermana, por ejemplo. No puedo dejar de compadecer su suerte, y no soy de aquellos en quienes un entusiasmo muy frío no hace sino afectar a la bondad. Tú y yo, derramaremos por ella, esa virgen amada (mas, no tengo pruebas para establecer que sea virgen), dos lágri-mas incoercibles, dos lágrimas de plomo. Eso será todo. La poción más lenitiva, que te aconsejo, es una vasija llena de pus blenorrágico con nó-dulos, en el cual se haya previamente disuelto un quiste piloso de ovario, un chancro folicular, un prepucio inflamado, retraído detrás del glande por una parafimosis, y tres babosas rojas. Si sigues mis prescripciones, mi poesía te recibirá con los brazos abiertos, como un piojo reseco, con sus besos, recibe la raíz de un cabello.

Veía, ante mí, un objeto de pie sobre un otero. No distinguía claramente su cabeza; mas, con todo, adivinaba que no tenía una forma ordinaria, sin, desde luego, precisar la proporción exacta de sus contor-

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COSER Y CANTAR:

LA MESA DE DISECCIÓN GEOMÉTRICA

DE LAUTRÉAMONT

Francisco GONZÁLEZ FERNÁNDEZ

Pirámide que esconde en su interior espléndidas perversiones1, monolito que parece haber caído misteriosamente del cielo, Los Cantos de Maldoror, esa obra que en 1869 publicó un desconocido Isidore Ducasse bajo el pseudónimo de Conde de Lautréamont, se alza asimismo triunfalmente en el centro

de la modernidad como una formidable y a la vez irónica columna con-memorativa, como un monumento literario en el que la belleza y el mal, el arte y la ciencia se entrelazan, desde sus primeras líneas, en vertiginosa espiral. El lector que, haciendo caso omiso de la advertencia liminar, se atreva a recorrer las páginas sombrías de Los Cantos de Maldoror no tardará en averiguar –si es que pone en su lectura la lógica rigurosa y la tensión espiritual reclamada por su autor– que se ha adentrado en un universo donde el mal y el dolor acostumbran a expresarse con

1 Este texto fue publicado originalmente en el número 23 de Signa. Revista de la asociación española de semiótica de la UNED (2014, pp.143-174). El autor y el editor agradecen a la redacción de dicha revista su amable autorización para reproducirlo aquí con puntuales modificaciones.

Coser y cantar: La mesa de disección geométrica de Lautréamont

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lenguaje científico, donde la ciencia no es sino un espectáculo sangriento y morboso como el que podía verse en los teatros anatómicos. Las primeras líneas de la obra recuerdan precisamente la admonición que hacía Leonardo da Vinci a aquellos que pretendían practicar la anatomía en lugar de observar los dibujos que él había hecho tras efectuar más de diez mil disecciones sobre restos humanos:

Aunque sientas amor por estos estudios, el estómago te impedirá realizarlos; o tendrás miedo de pasar horas de la noche en compañía de cadáveres descuartizados de espantoso aspecto, o ignorarás el arte de dibujar bien, indispensable para la representación de las cosas. Y si posees este arte, no sabrás quizá la perspectiva, o no serás capaz de ordenar las explicaciones geométricas y los cálculos de las fuerzas y acciones de los músculos, o carecerás de paciente diligencia (Da Vinci, 1999: 71).

En la primera estrofa de Los Cantos de Maldoror volvemos a encontrar esta misma tentativa de desalentar al lector –interpelado asimismo con familiaridad en segunda persona del singular– desgranando diversos argumentos negativos en tono desdeñoso: «No es bueno que todo el mundo lea las páginas que siguen; sólo unos pocos saborearán este fruto amargo sin peligro.» En el resto de esta obra poética la sensación de asco y horror nunca dejará tampoco de impregnar el arte, la ciencia y las matemáticas como el agua vertida sobre un terrón de azúcar. Y es que, como se verá, el escritorio donde otros derramaban los efluvios románticos de su corazón se había vuelto para Lautréamont una verdadera mesa de disección.

En el último Canto, el sexto, el autor confecciona una especie de novela corta, de aire rocambolesco, en la que se nos invita a presenciar el

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rapto y ejecución de un adolescente llamado Mervyn. La primera vez que éste aparece en escena el narrador destaca su belleza mediante una cascada de símiles de composición tan singular que terminarían convirtiéndose en emblema de la escritura de Lautréamont, especialmente el último:

[Mervyn] Es bello como la retractilidad de las garras de las aves rapaces; o también, como la incertidumbre de los movimientos musculares en las heridas de las partes blandas de la región cervical posterior; o mejor, como esa ratonera perpetua, siempre estirada por el animal apresado, que puede cazar sola infinidad de roedores, y funcionar hasta escondida entre la paja; y sobre todo, ¡como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas!

Como es sabido, André Breton y el grupo de los surrealistas, responsables en gran medida del prestigio que adquirió después Lautréamont, convirtieron a este autor decimonónico en uno de los principales precursores de su movimiento vanguardista. Debido a su carácter sorpresivo y a su intensidad poética, en estas comparaciones introducidas por «beau comme…», y muy particularmente en la última de la mesa de disección, quisieron ver el manifiesto mismo de la belleza convulsiva y el paradigma de la imagen surrealista. Ahora bien, al apropiarse de tan extraño símil, al ensalzar su carácter discordante y fortuito, al conferirle incluso una significación sexual bastante burda (Breton, 1955: 67), los surrealistas acabaron secuestrando de algún modo el sentido que la frase poseía en la obra original. Pero si esta imagen poética toma en la mente del lector tanta fuerza, hasta el extremo de haberse convertido en la actualidad en un auténtico cliché literario, es porque está preñada de significación, porque en ella está encerrada y sintetizada la totalidad de

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Los Cantos de Maldoror y de algún modo su poética. En este sentido, la naturaleza muerta que conforman el paraguas, la máquina de coser y la mesa de disección es al poema de Lautréamont lo que la magdalena es a la obra maestra de Proust.

1. UNA VERDADERA NATURALEZA MUERTA

La desbordante imaginación visual de Lautréamont2 se despliega en Los Cantos de Maldoror en unas estrofas que constituyen cuadros tan fascinantes como repugnantes. El propio escritor designa en términos pictóricos varias de las escenas que describe en su obra, invariablemente para retratar algún cadáver. Así, en el primer Canto Maldoror contempla asombrado «el cuadro que se ofrece a sus ojos», el de una familia feliz «que rodea una lámpara puesta sobre la mesa» y a cuya luz cose la madre mientras el padre y el hijo hacen sus tareas. En la versión de 1868 del primer Canto, de estructura abiertamente teatral, Lautréamont incluso especificaba que «el padre lee un libro, el hijo escribe, la madre cose.» Pero en ambas versiones el ángel caído que es Maldoror no tarda en destruir esta estampa –inspirada lejana y paródicamente en una Sagrada familia como la de Murillo– provocando la muerte del hijo y en última instancia de la madre que no soporta ver el cuerpo sin vida del «fruto de sus entrañas.» Y el padre, «ante el cuadro que se ofrece a sus ojos», no puede más que lamentarse por tamaña injusticia. Cuadro, mesa, costura, lectura, escritura, cadáveres… La obra de Lautréamont es una galería de

2 En una obra como Los Cantos de Maldoror, cuya estructura y estilo descansan sobre la incertidumbre más radical, casi nunca es posible saber quién está hablando, de modo que a menudo el personaje Maldoror y el narrador que relata sus aventuras y que se dirige al lector para hablarle de la obra que está escribiendo dan la impresión de no ser más que un mismo ser desdoblado. Para no crear mayor confusión aludiré aquí a Maldoror cuando éste realice una acción mientras que reservaré el nombre de Lautréamont, el pseudónimo detrás del que se escondió Isidore Ducasse, para designar la entidad narradora, incluso si a veces cabe la sospecha de que sea el personaje quien habla.

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arte siniestro y el lienzo en el que pinta desprende un nauseabundo olor a mortaja. Él mismo se había apresurado en la tercera estrofa a aclarar que si otros escriben para recibir el aplauso gracias a las nobles cualidades del corazón, «¡yo me hago servir de mi ingenio para pintar las delicias de la crueldad!» Convendría, pues, contemplar la famosa imagen del «encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas» a la luz de esta declaración categórica, es decir como si de una pintura de género se tratara. De hecho, al converger ambos objetos en una mesa de disección en lugar de hacerlo en una vulgar mesa de cocina o de salón puede decirse que la comparación de Lautréamont es por antonomasia una naturaleza muerta.

La expresión «naturaleza muerta» fue acuñada a finales del siglo XVII en Francia para designar aquellos cuadros en los que el pintor en lugar de ocuparse de seres llenos de vida, humanos de preferencia, elegía representar con su pincel objetos inanimados (flores, frutas, jarrones, utensilios, etc.) o animales muertos. A pesar de su origen despreciativo (Skira, 1989: 38-39) la expresión no puede ser más afortunada porque hasta cuando reúne los objetos más cotidianos y anodinos una naturaleza muerta siempre evoca el paso del tiempo y el fin ineluctable, así como, en su ausencia, la desaparición del hombre. Por ello, según observaba Gombrich, «toda naturaleza muerta lleva el motivo de la vanitas ‘incluido’, como quien dice, para quienes quieran mirarlo» (1968: 136). Así pues, en el desorden de una mesa donde reposan un cráneo, un reloj de arena, unos libros y acaso una flor a punto de marchitarse se adivina ya la singular belleza de la mesa de disección de Lautréamont.

El propio cuerpo diseccionado disfrutó de una larga vida artística desde el momento –coincidente en el tiempo con el auge de las naturalezas muertas y de ese singular retrato de grupo conocido como Lección de anatomía cuya máxima expresión es obra de Rembrandt– en que Vesalio tuvo la idea de levantar el cadáver de la mesa de disección

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para representarlo en toda su cruda belleza en las planchas anatómicas de su De humani corporis fabrica (1543). Aunando rigor científico, voluntad pedagógica y deseo estético, Vesalio y sus numerosos imitadores mostraron a los lectores cuerpos humanos desollados posando en actitud artística e incluso insinuante, retratos de hombres y mujeres de mirada serena y ademán elegante inspirado en las figuras escultóricas clásicas a pesar de tener la cavidad abdominal abierta y exhibir sus vísceras a plena luz del día, e incluso algún esqueleto de perfecta ejecución anatómica contemplando meditativo un cráneo abandonado sobre un aparador. No es de extrañar por lo tanto que Philippe Ariès (1977: 359-360) considerara estas tablas anatómicas como auténticas vanidades, naturalezas muertas cargadas de simbolismo moralizante. Lejos de ser una imagen absurda, la mesa de disección de Lautréamont parece pues inscribirse en toda una sólida corriente artística y científica de la representación anatómica. Podría incluso decirse que en el laboratorio de su poesía logró sintetizar en una sencilla comparación la esencia misma de la naturaleza muerta y de la lección de anatomía. Y si en su caso tan exquisito cadáver parece haber desaparecido es porque abandonó la mesa de disección para pasear con las vísceras al aire y poblar cada una de las páginas de Los Cantos de Maldoror.

Hay en La educación sentimental, novela publicada en 1869, el mismo año que la obra de Lautréamont, una escena grotesca que da la medida del carácter siniestro que desprendían por aquel entonces las naturalezas muertas. Con su habitual y cruel ironía, Flaubert muestra cómo un pintor, al que le estaban encargando el retrato de un niño recién fallecido, no dudaba ante el aspecto del pequeño cadáver en decirle a la madre que la empresa requería el talento de un gran artista porque el cuerpecito ya «era una verdadera naturaleza muerta» (Flaubert, 2002: 593). Semejante juego de palabras, semejante inversión de los términos de la expresión artística en este contexto solo puede explicarse por el

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André Breton, padre del Surrea-lismo, fue un gran admirador de Ducasse y su obra. Fue gracias a Breton que se editaron de manera íntegra las poesías del Conde de Lautréamont en la revista Littéra-ture.

Enrique Pichon Rivière tiene en su ha-ber un libro tan enigmático como el propio Lautrémanot: “Psicoanálisis del Conde de Lautréamont”, editado postu-mante por el hijo de Rivière.La obra, que recoge una serie de con-ferencias, señala que en torno a Lu-tréamont se orquestan una serie de suicidios, extrañas muertes y ataques de demencia, tanto en las personas que lo rodearon en vida, como en aquellos que osaron aproximarse al estudio de su existencia y de su obra.

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Algunos pintores destacados de esta época son: Odilon Redon (arriba), Mariano Fortuny (aba-jo), Antoine Wiertz (arriba en la página siguiente) o Arnold Böcklin (abajo en la página si-guiente)

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